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Title: Lo prohibido (tomo 1 de 2)
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Lo prohibido (tomo 1 de 2)" ***


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * Se ha respetado la ortografía del original impreso. No se han
    puesto tildes a las mayúsculas salvo para deshacer ambigüedades.

  * Se convierten determinados entrecomillados en rayas de diálogo y se
    espacian las restantes rayas según las convenciones tipográficas
    más recientes.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * En el título del capítulo III y en el Índice, «tío Raimundo» se
    cambia a «primo Raimundo», tal como hacen ediciones posteriores
    para manterner la coherencia en el relato.

  * Se añade, en el texto y en el Índice, un título al capítulo VIII,
    que aparece sin él, tomado de ediciones posteriores.



LO PROHIBIDO



  Es propiedad. Queda hecho
  el depósito que marca la ley.
  Serán furtivos los ejemplares
  que no lleven el sello del
  autor.



  B. PÉREZ GALDÓS
  NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

  LO PROHIBIDO

  Tomo primero.

  13.000

  [Ilustración]

  =MADRID=
  PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
  (Sucesores de Hernando)
  Arenal, 11
  1906



  EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  C. de San Francisco, 4.



LO PROHIBIDO



I

Refiero mi aparición en Madrid, y hablo largamente de mi tío Rafael y
de mis primas María Juana, Eloísa y Camila.


I

En Septiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi
padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos á otra casa
extractora de Jerez tan acreditada como la mía; realicé los créditos
que pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus existencias,
y me fuí á vivir á Madrid. Mi tío (primo carnal de mi padre), don
Rafael Bueno de Guzmán y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo
me resistí á ello por no perder mi independencia. Por fin supe hallar
un término de conciliación, combinando mi cómoda libertad con el
hospitalario deseo de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo á su
vivienda, me puse en la situación más propia para estar solo cuando
quisiese ó gozar del calor de la familia cuando lo hubiese menester.
Vivía el buen señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha
construído donde antes estuvo el Pósito. El cuarto de mi tío era un
principal de diez y ocho mil reales, hermoso y alegre, si bien no muy
holgado para tanta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que el
principal, pero sobradamente espacioso para mí solo, y lo decoré con
lujo y puse en él todas las comodidades á que estaba acostumbrado. Mi
fortuna, gracias á Dios, me lo permitía con exceso.

Mis primeras impresiones fueron de grata sorpresa en lo referente
al aspecto de Madrid, donde yo no había estado desde los tiempos de
González Brabo. Causábanme asombro la hermosura y amplitud de las
nuevas barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente
mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aun de las
personas; los bonitísimos jardines plantados en las antes polvorosas
plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y
aparatosas tiendas, no inferiores, por lo que desde la calle se ve, á
las de París ó Londres, y, por fin, los muchos y elegantes teatros para
todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras cosas que observé
después en sociedad, hiciéronme comprender los bruscos adelantos que
nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos á
saltos caprichosos que al andar progresivo y firme de los que saben á
dónde van; mas no eran por eso menos reales. En una palabra, me daba
en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de
riqueza y trabajo.

Mi tío es un agente de negocios muy conocido en Madrid. En otros
tiempos desempeñó cargos de importancia en la Administración: fué
primero cónsul; después agregado de embajada; más tarde el matrimonio
le obligó á fijarse en la corte; sirvió algún tiempo en Hacienda,
protegido y alentado por Bravo Murillo, y al fin las necesidades de su
familia le estimularon á trocar la mezquina seguridad de un sueldo por
las aventuras y esperanzas del trabajo libre. Tenía moderada ambición,
rectitud, actividad, inteligencia, muchas relaciones; dedicóse á
agenciar asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en estos trotes
se felicitaba de ello y de haber dado carpetazo á los expedientes. De
ellos vivía, no obstante, despertando los que dormían en los archivos,
impulsando á los que se estacionaban en las mesas, enderezando como
podía el camino de algunos que iban algo descarriados. Favorecíanle
sus amistades con gente de éste y el otro partido, y la vara alta que
tenía en todas las dependencias del Estado. No había puerta cerrada
para él. Podría creerse que los porteros de los ministerios le debían
el destino, pues le saludaban con cierto afecto filial y le franqueaban
las entradas considerándole como de casa. Oí contar que en ciertas
épocas había ganado mucho dinero poniendo su mano activa en afamados
expedientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras su tímida
honradez le había sido desfavorable. Cuando me establecí en Madrid,
su posición debía de ser, por las apariencias, holgada sin sobrantes.
No carecía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad era poco
lisonjero para un hombre que, después de trabajar tanto, se acercaba
al término de la vida y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno
perdido.

Era entonces un señor menos viejo de lo que parecía, vestido siempre
como los jóvenes elegantes, pulcro y distinguidísimo. Se afeitaba
toda la cara, siendo esto como un alarde de fidelidad á la generación
anterior, de la que procedía. Su finura y jovialidad, sostenidas en el
fiel de balanza, jamás caían del lado de la familiaridad impertinente
ni del de la petulancia. En la conversación estaba su principal mérito
y también su defecto, pues sabiendo lo que valía hablando, dejábase
vencer del prurito de dar pormenores y de diluir fatigosamente sus
relatos. Alguna vez los tomaba tan desde el principio y adornábalos
con tan pueriles minuciosidades, que era preciso suplicarle por Dios
que fuese breve. Cuando refería un incidente de caza (ejercicio por el
cual tenía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exordio hasta el
momento de salir el tiro, que al oyente se le iba el santo al cielo
distrayéndose del asunto, y en sonando el _pum_, llevábase un mediano
susto. No sé si apuntar como defecto físico su irritación crónica del
aparato lacrimal, que á veces, principalmente en invierno, le ponía los
ojos tan húmedos y encendidos como si estuviera llorando á moco y baba.
No he conocido hombre que tuviera mayor ni más rico surtido de pañuelos
de hilo. Por esto y su costumbre de ostentar á cada instante el blanco
lienzo en la mano derecha ó en ambas manos, un amigo mío, andaluz,
zumbón y buena persona, de quien hablaré después, llamaba á mi tío _la
Verónica_.

Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días de mi residencia en
Madrid no se apartaba de mí, para asesorarme en todo lo relativo á mi
instalación y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la familia
y sacaba yo á relucir recuerdos de mi infancia ó anécdotas de mi
padre, entrábale al buen tío como una desazón nerviosa, un entusiasmo
febril por las grandes personalidades que ilustraron el apellido de
Bueno de Guzmán, y sacando el pañuelo me refería historias que no
tenían término. Conceptuábame como el último representante masculino
de una raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mimaba como á un
chiquillo, á pesar de mis treinta y seis años. ¡Pobre tío! En estas
demostraciones afectuosas que aumentaban considerablemente el manantial
de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agudísima, espina clavada
en el corazón de aquel excelente hombre. No sé cómo pude hacer este
descubrimiento; pero tenía certidumbre de la disimulada herida cual
si la hubiera visto con mis ojos y tocado con mis dedos. Era un
desconsuelo profundo, abrumador, el sentimiento de no verme casado con
una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, porque sus tres hijas
¡ay, dolor! estaban ya casadas.


II

En la primera ocasión que se presentó, mi tío habló de sus tres yernos
con muy poco miramiento. El uno era egoísta, el otro pobre y vanidoso,
el tercero una mala persona. De confidencia en confidencia llegó hasta
las más íntimas y delicadas, acusando á su esposa de precipitación
en el casorio de las hijas. De esto colegí que mi tía Pilar, señora
indolentísima y de cortos alcances, por quedarse libre y descansar del
enfadoso papel de mamá casamentera, había entregado sus niñas al primer
hombre que se presentó, llovido en paseos y teatros. También pudo ser
que ellas se sobrepusieran á la disciplina paterna, apegándose al
primer novio que les deparó la ilusión juvenil.

No habían pasado quince días de mi instalación cuando me puse malo.
Desde niño padecía yo ciertos achaquillos de hipocondría, desórdenes
nerviosos, que con los años habían perdido algo de su intensidad.
Consistían en la ausencia completa del apetito y del sueño, en una
perturbación inexplicable que más parecía moral que física, y cuyo
principal síntoma era el terror angustioso, como cuando nos hallamos en
presencia de inevitable y cercano peligro. Con intervalos de descanso
melancólico, mi espíritu experimentaba aquel acceso de miedo inmenso
que la razón no podía atenuar, ni la realidad visible combatir; miedo
semejante al que sentiría el que, cayéndose sobre la vía férrea y no
pudiendo levantarse, viera que el pesado tren se acercaba, le iba á
pasar por encima... Cuando me ponía así, la vista de personas extrañas
me excitaba más. Dábanme ganas de pegar á alguien ó de injuriar por lo
menos á los que me visitaban, y padecía mucho conteniéndome. Por esta
razón no quería recibir á nadie, y mi criado, que ya conoce bien este
flaco mío y otros, no dejaba que llegase á mi presencia ni una mosca.
Difícil era en Madrid extremar la consigna. Ni valían estos rigores con
mi tío, el cual, atropellando la guardia, se colaba de rondón en mi
gabinete. Y era que creía de buena fe llevarme en sus largos discursos
la mejor medicina de mi mal; jactábase de conocerlo á fondo, y en vez
de hablarme de cosas que engañosamente llevaran mi espíritu á esfera
distinta de mi padecer, estimaba más eficaz encararlo con éste, hacerle
meter la cabeza en él valientemente, como se corrige á los caballos
espantadizos, acercándoles á los mismos objetos de que huyen. Díjome
primero en su festivo exordio, que aquello era el mal del siglo, el
cual, forzando la actividad cerebral, creaba una diátesis neuropática
constitutiva en toda la humanidad. Esto se lo había dicho Augusto
Miquis la noche antes. Por eso lo sabía y lo repetía como papagayo, sin
entender una jota de medicina. En lo que principalmente hacía hincapié
mi tío Rafael, era en dar á mi dolencia la importancia histórica de un
mal de familia, que se perpetuaba y transmitía en ella como en otras el
herpetismo ó la tisis hereditaria.

--Todos padecemos en mayor ó menor grado --me dijo amplificando mucho
la relación que voy á extractar--, los efectos de una imperfeccioncilla
nerviosa, cuyo origen se pierde en la crónica obscura de los primeros
Buenos de Guzmán de que tengo noticia. En nuestra familia ha habido
individuos dotados de cualidades eminentes, hombres de gran talento
y virtudes; pero todos han tenido una flaqueza: llámala, si quieres,
chifladura; bien pasión invencible que les ha descarrilado la vida,
bien manía más ó menos rara que no afectaba á la conducta. A unos les
ha tocado el daño en el cerebro, á otros en el corazón. En algunos se
ha visto que tenían una organización admirable, pero que les faltaba,
como se suele decir, la catalina. Por esto, abundando tanto en nuestra
familia las altas prendas de entendimiento y de carácter, ha habido en
ella tantos hombres desgraciados. No han faltado en la raza tragedias
lastimosas, ni enfermedades crónicas graves, ni los manicomios han
carecido en sus listas del apellido que llevamos. En cuanto á las
mujeres, las ha habido ilustrísimas por la virtud, algunas heróicas;
pero también las hemos tenido de temperamentos tan exaltados, que más
vale no hablar de ellas.

Parecíame algo fantástico lo que me contaba aquel hablador sempiterno,
que, por lucir el ingenio, era capaz de alimentar su facundia con
materiales de invención.

--Usted hubiera sido un gran novelador --le dije; y él, acercándose más
á mí, prosiguió de este modo:

--Recorre la historia de la familia en los individuos más cercanos,
y verás cómo hay en ella una singularidad constitutiva que viene
reproduciéndose de generación en generación, debilitándose al fin, pero
sin extinguirse nunca. ¡Ah! nosotros los Buenos de Guzmán somos muy
_célebres_. Si contara lo que sé de todos, no acabaría en tres meses.
Sólo diré que mi abuelo, bisabuelo tuyo, era un hombre que á lo mejor
se envolvía en una sábana y andaba de noche por las calles de Ronda
haciendo de fantasma para asustar al pueblo.

»Tu abuelo, hermano de mi padre, se hizo construir un panteón magnífico
para él solo, quiero decir, que ninguna otra persona de la familia se
había de enterrar en él. Pero en el testamento dispuso que le fueran
poniendo al lado los cuerpos de todos los niños pobres que se murieran
en Ronda. Y así se hizo. En treinta años fueron sepultados allí más
de doscientos cadáveres de ángeles. El tal tenía pasión por los niños
ajenos. Acusábasele de haber aumentado considerablemente la raza
humana, pues fué el primer galanteador de su tiempo.

»Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar
gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierro y hacía
libros con ellas.

»Tu papaíto, hijo de el del panteón, merece capítulo aparte. Fué el
hombre más guapo de Andalucía. A él has salido tú, y llevas su retrato
en la cara. Fué también el primer enamorado de su tiempo, y jamás
puso defecto á ninguna mujer, porque le gustaban todas, y en todas
encontraba algún _incitativo melindre_, que dijo el otro. Cuando se
casó con la inglesa, tu madre, creímos que se corregiría; pero ¡quiá!
tu mamá pasó muchas amarguras. Demasiado lo sabes.

»Vamos ahora á mi rama. Mi padre se sabía el _Quijote_ de memoria, y
hacía con aquel texto incomparable las citas más oportunas. No había
refrán de Sancho ni sentencia de su ilustre amo que él no sacase á
relucir oportuna y gallardamente, poniéndolos en la conversación, como
ponen los pintores un toque de luz en sus cuadros. Cito esto porque
también corrobora lo que voy contando. Hacía excelentes cometas y
compuso una obra sobre los alfajores de la tierra.

»De mis hermanos algo sabes tú; pero algo puedo añadir á tus noticias.
Javier fué la esperanza de mi padre. Era precocísimo; tuvo, como tú,
esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De
pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y
visiones. Mi padre, que quería fuese marino, se disgustó. No había más
remedio que meterle en la Iglesia. Estudió en el Seminario de Baeza
cuatro años, hasta que... Ya sabes que se fugó del Seminario y se casó
con una aldeana. Fué dichoso, tuvo después mucha salud y no padecía
más que unos fuertes ataques de dentera que le hacían sufrir mucho. Su
mujer paría siempre gemelos.

»Mi hermano Enrique tenía un carácter grave, prodigiosa habilidad
mecánica, delicadezas de mujer y un horror invencible á las aceitunas.
Sólo de verlas se ponía malo. Hizo de corcho el famoso Tajo y el
puente de Ronda. Mi padre quería que fuese á estudiar á Sevilla; pero
repugnábanle los libros. Enamoróse perdidamente de una joven de buena
familia. Eran novios y no había inconveniente en que se casaran. Pero
de la noche á la mañana, Enrique empezó á caer en melancolías. Le
acometió la idea de que no podía casarse, por carecer de facultades
varoniles. ¡Pobre Enrique! Acabó en el manicomio de Sevilla á fines del
54.

»Mi hermana Rosario no dió más señales de la infección hereditaria que
el tener toda su vida violentísimo odio á los perros. No los podía ver,
y lo mismo era oir un ladrido que ponerse á temblar. Casó con Delgado,
y en su hijo Jesús aparece pujante el mal. Tú no le has visto. Es un
sér inocentísimo, que se pasa la vida escribiéndose cartas á sí mismo.

»De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo. Serafín fué siempre el
más robusto de todos. Era un mocetón, la gala de Ronda y el primer
alborotador de sus calles de noche y de día. Por su vigorosa salud y
su constante buen humor, parecía tener completos los tornillos de la
cabeza. Pusiéronle á estudiar marina en San Fernando, y se distinguió
por su aplicación y laboriosidad. Salió á oficial el 43, y su carrera
ha sido muy brillante. Estuvo en Abtao, en el desembarco de Africa,
en el Pacífico. Hoy es brigadier retirado y vive en Madrid, donde no
hace más que pasearse. Tú le conoces. ¿Pero á que no sabes todavía
en qué consiste y de qué manera tan extraña se ha manifestado en
él, al cabo de la vejez, esa maldita quisicosa que no ha perdonado
á ningún Bueno de Guzmán? Te lo diré en confianza. Cuando le trates
más, verás en Serafín el hombre más completo que puedes figurarte, el
tipo del caballero atento, discreto y cumplido, el veterano valiente
y pundonoroso, y seguirás teniéndolo en el más elevado concepto hasta
que descubras su flaco, el cual es de tal naturaleza, que casi me da
vergüenza hablar de él. Pues Serafín ha adquirido la maña... no me
atrevo á llamarla de otro modo... de coger con disimulo tal ó cual
objeto que ve en las casas que visita, metérselo en el bolsillo... ¡y
llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido... Nada: no te lo
explicas, ni yo tampoco, ni él mismo sabe dar cuenta de cómo lo hace
y por qué lo hace. Es un misterio de la Naturaleza, una aberración
cerebral... Veo que te pasmas... Pues, nada: entra mi hombre en una
librería, acecha el momento en que los dependientes están distraídos,
agarra un libro, se lo guarda en el bolsillo del _carrik_, y abur. En
varias casas ha cogido chucherías de esas que ahora se estila poner
sobre los muebles, y hasta perillas de picaportes, aldabas de puertas,
tapones de botellas... Me ha confesado que siente un placer inmenso en
esto; que no sabe por qué lo hace; que es cosa de las manos... qué sé
yo... mil desatinos que no entiendo.

Bien podría ser la relación de mi tío, como he dicho antes, puramente
fantástica, una de esas improvisaciones que acreditan el numen de los
grandes habladores; pero fuese verdad ó mentira, á mí me entretenía y
agradaba en extremo. Pendiente de sus palabras, sentía yo que éstas
se acabasen y con ellas la historia, cuyos pormenores referentes á
dolencias ajenas eran eficaz bálsamo de la mía. Parecíame que faltaba
aún lo más interesante, esto es, saber en qué grado estaban mi propio
tío y su descendencia tocados del mal de familia, ó si por ventura
se habían librado ya de tan pertinaz enemigo. Echóse á reir llorando
cuando le manifesté esta curiosidad, y prosiguió de este modo:


III

--Me parece, querido, que yo soy, entre todos los Buenos de Guzmán,
el que menor lote ha sacado de esa condenada maleza. La actividad de
mi vida, el afán diario de los negocios, la aplicación constante del
espíritu á cosas reales, me han preservado de graves desórdenes. Sin
embargo, sin embargo, no ha sido todo rosas. En ciertas ocasiones
críticas, á raíz de un trabajo excesivo ó de un disgusto, he sentido...
así como si me suspendieran en el aire. No lo entenderás, ni lo
entiende nadie más que yo. Voy por la calle, y se me figura que no veo
el suelo por donde ando: pongo los pies en el vacío... Al mismo tiempo
experimento la ansiedad del que busca una base sin encontrarla... Pero
ando, ando, y aunque creo á cada instante que me voy á caer, ello es
que no me caigo. La _suspensión_, como yo llamo á esto, me dura tres ó
cuatro días, durante los cuales no como ni duermo; luego pasa, y como
si tal cosa.

»En mis hijos he observado fenómenos diferentes. Raimundo tiene
indudablemente un gran desequilibrio en su organismo. No puedo menos de
relacionar su carácter con el de otros Buenos de Guzmán, que habiendo
tenido, como él, imaginación vivísima, gran aptitud teórica para
todas las ramas del saber humano, no han servido para maldita cosa ni
supieron hacer nada de provecho. Así es mi hijo Raimundo: un pasmoso
talento improductivo, un árbol hermosísimo, cuya pingüe cosecha de
flores se pudre antes de ser fruto. De niño era el prodigio de la casa.
Híceme la ilusión de tener un hijo que llegaría á los puestos más altos
de la Nación. Pero creció, y me encontré con un soñador, con un enfermo
de hidropesía imaginativa. No le falta un tornillo: yo creo que le
sobra. En aquella cabeza hay algo de más. Tres ó cuatro cerebros dentro
de un cráneo no pueden funcionar sin estorbarse y producir un zipizape
de todos los demonios.

»Paso á mis tres hijas. En ellas observo el maleficio de familia
tan gastado ya, que es como un agente químico, cuyas propiedades se
extinguen y acaban con el mucho uso. Y eso que son mujeres, y en
opinión mía (que será un disparate fisiológico, pero es una opinión)
las mujeres tienen más nervio que los hombres. Ninguna de las tres
ha presentado hasta ahora desconciertos nerviosos que me pongan en
cuidado, á excepción de aquéllos que vienen á ser como de rúbrica en
el bello sexo y sin los cuales hasta parece que perdería parte de sus
encantos. María Juana, mi primogénita, es una mujer como hay pocas.
¡Qué buen juicio, qué seriedad de carácter, qué vigor de creencias
y opiniones! Te digo que me tiene orgulloso. De cuando en cuando le
entran misantropías, cefalalgias, y sufre la inexplicable molestia de
cerrar fuertemente la boca por un movimiento instintivo que no puede
vencer. Ha tratado de dar explicaciones de lo que siente; pero lo único
que le he podido entender es que se figura tener un pedazo de paño
entre los dientes, y que se ve obligada, por una fuerza superior á su
voluntad, á masticarlo y triturarlo hasta deshacer el tejido y tragarse
la lana. Fíjate bien, y verás que es un suplicio horrible. Desde que se
casó, estos ataques son poco frecuentes.

»La complexión de Eloísa es menos vigorosa que la de su hermana mayor.
Guapa como pocas, cariñosísima, dulce, sensible hasta no más, por la
menor cosa se altera. Se apasiona pronto y con vehemencia, y en sus
afectos no hay nunca tibieza. Era de niña tan accesible al entusiasmo,
que no la llevábamos nunca al teatro, porque siempre la traíamos á casa
con fiebre. Gustaba de coleccionar cachivaches, y cuando un objeto
cualquiera caía en sus manos, lo guardaba bajo siete llaves. Reunía
trapos de colores, estampitas, juguetes. Cuando ambicionaba poseer
alguna chuchería y no se la dábamos, por la noche le entraba delirio.
Sufría la privación en silencio; pero el anhelo de su pobre almita se
pintaba en sus lánguidos ojos. De mujer nos ha sorprendido con una
simpleza que á veces me parece ridícula, á veces digna de la más viva
compasión. Tiene horror á las plumas, no á las de escribir, sino á las
de las aves, y, por tanto, horror á todo lo volátil. Pregúntale sobre
esto, y te dirá que la acompaña casi constantemente, pero unos días
más que otros, la penosa sensación de tener una pluma atravesada en la
garganta sin poder tragarla ni expulsarla. Es terrible, ¿verdad? Se
pone nerviosísima á la vista de un canario. En la mesa no hay quien
la haga comer un ave, por bien asada que esté. Hasta las plumas con
que se adornan los sombreros le hacen mal efecto, y como pueda las
destierra de su cabeza... A veces nos reímos de ella por esto, á veces
la compadecemos. Es un ángel de bondad, y su marido (á tí te lo digo en
confianza) no merece tal joya.

»Por último, mi hija Camila, la menor de las tres, es la menos
favorecida en dotes morales. No es esto decir que sea mala. ¡Oh! no, no
la juzgues por la apariencia. Como era la más pequeña, la hemos mimado
más de la cuenta y nos ha salido mal educada. Parece una loca, parece
más bien casquivana y superficial; pero yo sé que hay en ella un gran
fondo de rectitud. No puedes figurarte la pena que siento cuando oigo
decir que Camila acabará en un manicomio. ¡Qué injusticia! Los que tal
dicen no la conocen como la conozco yo. Esas prontitudes suyas, esas
extravagancias, esas sinceridades tan chocantes y á veces de tan mal
gusto, no son más que chiquilladas que se le irán curando con la edad.
Tres meses há que se nos casó. Creo que este matrimonio ha sido algo
prematuro; pero se puso la niña en tales términos, que una mañana me
espeluznó Pilar contándome que la había sorprendido preparando una toma
de fósforos disueltos en agua... Ya sentará la cabeza. Si es forzoso
que también descubra y señale en Camila una puntada de neurosis, no
encuentro otra más merecedora de tal nombre que querer á ese bruto...

Al llegar aquí, la facundia de aquel gran hablador, engolosinada por la
sangre de uno de sus yernos, á quien acababa de morder, la emprendió
con los tres á un tiempo, dejándoles al fin bastante magullados. Hizo
luego de mí, sin venir á cuento, elogios que me avergonzaron. Yo era,
según él, un hombre como se ven pocos en el mundo, por las dotes
físicas y por las morales. De todo este panegírico saqué otra vez en
limpio, leyendo en la intención y en el desconsuelo de mi tío, que éste
habría deseado que sus tres hijas fuesen una sola, y que esta hija
única suya hubiera sido mi mujer.

Fenómeno singular, que recomiendo á los médicos para que se acuerden
de él cuando les caiga un caso de neurosis: lo mismo fué acabar mi tío
aquel prolijo cuento, historia ó pliego de aleluyas de la calamidad
que te aflige, ¡oh perínclita raza de los Buenos de Guzmán! me sentí
aliviadísimo de la parte que me correspondía por fuero de familia, y
este alivio fué creciendo en términos que un rato después me encontraba
completamente bien. El ataque había pasado como nube arrastrada por el
viento.


IV

Ratos muy buenos pasaba yo en casa de mi tío, donde nunca faltaba
animación. Eloísa vivía con sus padres; Camila en un tercero de la
misma casa, pero todo el santo día lo pasaba en el principal; María
Juana, que habitaba en el barrio de Salamanca, hacía largas visitas
á la casa de Recoletos. Viéndolas allí á todas horas alrededor de su
madre, charla que charla, unas veces riendo, otras disputando sobre
cualquier tema de actualidad, se habría podido creer que eran solteras,
si la presencia de los respectivos consortes no lo desmintiese.

Pocas mujeres he visto más arrogantes que María Juana. Era una belleza
estatuaria, diosa falsificada, clasicismo vestido, si los mármoles
admitieran el corsé de ballenas y las telas modernas. Desde que la
conocí, inspiróme más admiración que estima, pues algo va de escultura
á persona. Su airecillo presuntuoso no fué nunca de mi agrado.
Por aquellos días no había empezado á engordar todavía, y así su
engreimiento no tenía la encarnación monumental que ha tomado después.
Su marido me fué más simpático. Parecióme un hombre de gran rectitud,
veraz, sencillo, con cierta tosquedad no bien tapada por el barniz
que le daba su riqueza; callado, prudente, modesto en todo, y muy
principalmente en la estatura, pues era uno de los hombres más pequeños
que yo había visto. Cuando paseaba con su mujer, por cada dos pasos que
ella daba, él tenía que dar tres. Después supe que no era ambicioso;
que no aspiraba á ser padre de la patria, ni á fatigar á los órganos
de la publicidad con la repetición de su nombre; lo que me sorprendió,
pues es de hombres chicos el apetecer cosas altas. Gustaba de la vida
obscura, arreglada y cómoda, y sus ideas, poco brillantes, giraban
dentro del círculo estrecho del ya anticuado criterio progresista; pero
siendo el tal una de las personas que con más sinceridad deploraban
los males del país, no tenía la petulancia de creerse llamado, como
otros campeones del vulgo, á remediarlos por sí mismo. Contáronme que
su origen era humilde. Su padre, que había hecho mucho dinero con los
transportes en la primera guerra civil, usaba siempre en Madrid el
pintoresco traje de Astorga.

Muerto su padre, Cristóbal Medina heredó con sus dos hermanos una
pingüe fortuna. Casó con mi prima dos años antes de mi venida á Madrid,
y hasta entonces no habían tenido sucesión, ni después la han tenido
tampoco. Viviendo en plácida armonía, en su casa todo era orden y
método. Gastaban mucho menos de lo que tenían, y no se señalaban por su
generosidad. Así llegó la malicia á tacharles de sordidez y del prurito
de alambicar, apurar y retorcer demasiadamente los números. No sé si
era ésta ú otra la causa de que tuvieran algunos enemigos, gente quizás
desgobernada y maldiciente que persigue con sátiras de mal gusto á los
que no tiran el dinero por la ventana. Una señora muy conocida que fué
compañera de colegio de mi prima y después, por ciertas cuestiones, ha
trocado su cariño en odio implacable, le puso un apodo que por suerte
no ha prevalecido sino en el círculo de los envidiosos. Recordando
que al padre de Cristóbal se le conocía hace cuarenta años por _el
ordinario de Astorga_, dió aquella mala lengua en llamar á María Juana
_la ordinaria de Medina_.

En cuanto al mérito intelectual de ésta, bastaba tratarla un poco
para descubrir en ella ideas muy juiciosas; por ejemplo: dar más
valor á las satisfacciones de una conducta honrada que á los vanos
éxitos de la vida oficial; preferir los moderados goces de una fortuna
bien distribuída á los regocijos escandalosos con que algunas casas
ocultan sus trampas y su ruina. De sus conversaciones se desprendía un
tufillo puritano, una filosófica reprobación de las farsas sociales,
guerra sorda á los que suponen más de lo que son y gastan más de lo
que tienen. Pagaba su tributo á la sátira corriente, que se ha hecho
amanerada de tanto pasar y repasar por labios españoles, quiero decir,
que daba curso á esas resobadas frases que parecen un fenómeno
atmosférico, porque las hallamos diluídas en el aire de nuestro aliento
y en las ondas sonoras que nos rodean: «¡Oh! si aquí se trabajara; si
no hubiera tanto vago, tanto noble arruinado que vive del juego, tanto
abogadillo cesante ó ambicioso que vive de las intrigas políticas...»
Debo añadir que María Juana había adquirido, no sé si en libros ó en
algún periódico, ciertas menudencias de saber político, religioso y
literario, que eran la admiración mayor de todas las admiraciones que
su marido tenía por ella. El amor de Medina principiaba en ternura y
acababa en veneración, motivada sin duda por la superioridad de ella en
todos los terrenos. Tenía este matrimonio muchas y buenas relaciones.
¿Cómo no tenerlas si eran ricos, cuando hasta los más necesitados y
humildes se codean aquí con los poderosos, con tal que sepan envolver
su miseria en el paño negro de una levita?


V

Mi prima Eloísa era tan guapa como su hermana mayor, y mucho, pero
mucho más linda. María Juana era una belleza marmórea; mas Eloísa
parecióme obra maestra de la carne mortal, pues en su perfección física
creí ver impresos los signos más hermosos del alma humana: sentimiento,
piedad, querer y soñar. Desde que la ví me gustó mucho, y la tuve
por mujer sin par, lo que todos soñamos y no poseemos nunca, el bien
que encontramos tarde y cuando ya no podemos cogerlo, en una vuelta
inesperada del camino. Cuando ví aquella fruta sabrosa, otro la tenía
ya en la mano y le había hincado el diente.

Al poco tiempo de tratarla mis simpatías se avivaron, y me confirmé
en la idea de que sus hechizos personales eran simplemente el engaste
de mil galas inestimables del orden espiritual. Figuréme hallar en su
cara no sé qué expresión de dolor tranquilo, ó bien cierto desconsuelo
por verse condenada á la existencia terrestre. Parecía estar diciendo
con los ojos: «¡Qué lástima que yo sea mortal!» Al menos así me lo
hacía ver mi exaltada admiración. Pronto creí notar en ella un gusto
exquisito, un discernimiento admirable para juzgar casi todas las
cosas, sin pedantería ni sabiduría, tan natural y peregrinamente como
cantan los pájaros, no entendiendo de música. Igual admiración me
produjo el sentido práctico que á mi parecer mostraba en las cuestiones
y disputas con su mamá y hermanas. Quizás estaba yo alucinado al creer
que Eloísa tenía siempre razón.

La diligencia con que sabía atender al aseo, al arreglo y á la
apropiada colocación de todas las cosas, me cautivaba más. A medida que
iba yo teniendo más confianza con ella, mostrábame nuevas notas de su
carácter, en consonancia con las armonías del mío. En su ropero y en
una hermosa cómoda antigua tenía colecciones bonitísimas de encajes,
de abanicos, de estampas y algunas alhajas de mérito artístico. Al
enseñarme aquellos tesoros con tanto amor guardados, solía dejar
entrever desconsuelo de que no fueran mejores y de no tener objetos
sobresalientes por la riqueza del material y el primor de la obra. El
«si yo fuera rica», esa expresión, esa queja universal que sale de los
labios de toda persona de nuestros días (y de estos alientos se forma
la atmósfera moral que respiramos), brotaba de los suyos con entonación
tan patética, que me causaba pena. Por otras conversaciones que tuvimos
hube de atribuirle notable aptitud para apreciar el valor de las
acciones humanas, teniendo, por tanto, andada la mitad del camino de la
virtud. Todo esto pensaba yo en mi entusiasmo caballeresco y silencioso
por aquella perla de las primas. Habríame parecido un ideal humanado,
criatura superior á las realidades terrestres, si éstas no estuvieran
por aquellos meses inscriptas y como estampadas en su contextura
mortal. Cuando aquella divinidad me fué conocida, se hallaba en estado
interesante. No sé decir si me parecía que ganaba ó perdía en ello su
carácter ideal. Creo que á ratos la rebajaba á mis ojos, y á ratos la
enaltecía, aquella prueba evidente de la reproducción de sus gracias en
otro sér.

Una mañana, á los cuatro meses de vivir yo en Madrid, mi criado, al
despertarme, díjome que aquella noche la señorita Eloísa había dado á
luz un robusto niño con toda felicidad. Grande alegría en la casa. Yo
también me alegré mucho. Sentía hacia la que ya era mamá un cariño leal
y respetuoso, verdadero cariño de familia, sin mezcla de maldad alguna.

El marido de mi prima Eloísa era noble, quiero decir, aristócrata.
Pertenecía á una de esas familias históricas que con los dispendios
de tres generaciones han concluído en punta. Pepe Carrillo (Carrillo
de Albornoz) había venido haciendo monos á mi primita desde que
ella estaba en el colegio y él en la Universidad. Si se amaron ó no
formalmente, no lo sabía yo entonces. Sólo me consta que fueron novios
más ó menos entusiasmados como unos ocho años, y que cumplieron todo
el programa de cartitas, soserías y de telegrafía pavisosa en teatros
y paseos. Carrillo era pobre por sí; pero tenía en perspectiva la
herencia de su tía materna, Angelita Caballero, marquesa de Cícero,
que era muy anciana y estaba ciega y medio baldada. Esta condición de
presunto heredero de un título y de un capital le hizo interesante
á los ojos de mis tíos. Casó con Eloísa cuando ésta había cumplido
veinticuatro años. Cuando le conocí, estaba el infeliz atenido á un
triste sueldo en el ministerio de Estado; pero la esperanza de la
herencia le daba alientos para conllevar su vida obscura.

Tenía buena estampa, fisonomía agradable, maneras distinguidísimas;
pero una salud tan delicada y una naturaleza tan quebradiza, que la
mitad del año estaba enfermo. Respecto á su saber intelectual y moral,
debo decir que mis primeras impresiones le fueron muy favorables.
Carrillo era un joven estudioso, discreto, y que anhelaba sin duda
honrar la clase á que pertenecía. Quería contarse entre esa docena
de personas tituladas que, no satisfechas con saber leer y escribir,
aspiran á reconstituir la nobleza como una fuerza social y á rehacer
esta importante rueda para engranarla en la mecánica política de la
Nación. Carrillo, en sus horas de soledad doliente, leía á Erskine
May y á Macaulay, deseando saciar en tan ricas fuentes su sed del
conocimiento de un sistema admirable, que entre nosotros es pura
comedia. Su conversación me declaraba un juicio claro, con pocas ideas
propias, pero con aprovechada asimilación de las ajenas.

Pronto hube de observar contraste chocante entre aquel marido de una
de mis primas y el marido de la otra, Cristóbal Medina. Este mostraba
simpatías hacia instituciones contrarias en absoluto á la humildad
de su origen, y dejaba entrever exagerados respetos hacia las clases
históricas y castizamente conservadoras, mientras que Carrillo,
aristócrata de sangre, no ocultaba su querencia á los sistemas cuyo
verbo es la sanción popular. Su mujer le daba alas para esto, poniendo
el sello simpático de la aprobación femenina á un orden de ideas que,
aun fundadas más bien en lecturas recientes que en añeja convicción,
siempre son generosas. Alguien afirmaba que aquel liberalismo del buen
Carrillo era un fenómeno de pobreza y señal de lo mucho que tardaba en
morirse la marquesa de Cícero, siendo muy probable que todo cambiaría
cuando hubiera cuartos que conservar. En aquellos días yo no había
podido juzgar aún por mí mismo de asunto tan importante.


VI

Voy ahora con mi prima Camila, la más joven de las tres. Desde que
la ví me fué muy antipática. Creo que ella lo conocía y me pagaba en
la misma moneda. A veces parecía una chiquilla sin pizca de juicio,
á veces una mala mujer. Serían tal vez inocentes sus desfachateces,
pero no lo parecían, y el parecer dicen que en achaque de moral no
es menos importante que la moral misma. Era una escandalosa, una mal
educada, llena de mimos y resabios. No debo ocultar que á veces me
hacía reir, no sólo porque tenía gracia, sino porque todo lo que sentía
lo expresaba con la sinceridad más cruda. El disimulo, que es el pudor
del espíritu, era para ella desconocido; y en cuanto á las leyes del
otro pudor, venían á ser, si no enteramente letra muerta, poco menos.
No podré pintar el asombro que me causó verla correr por los pasillos
de su casa con el más ligero vestido que es posible imaginar. Un día
se llegó á mí en paños, no diré menores, sino mínimos, y me estuvo
hablando de su marido en los términos más irrespetuosos. A veces,
después de correr tras las criadas y hacer mil travesuras, impropias
de una mujer casada, se ponía á tocar el piano y á cantar canciones
francesas y españolas, algunas tan picantes, que, la verdad, yo hacía
como que no las entendía. A lo mejor, cuando parecía sosegada, se oía
un gran estrépito. Estaba en la cocina jugando con las criadas. Su
mamá la reñía sin enfadarse, consintiéndole todo, y aseguraba que era
aquello pura inocencia y desconocimiento absoluto del mal. Otras veces
dábale por ponerse triste y llorar sin motivo y decir cosas muy duras á
su marido, á sus padres mismos, á sus hermanas, á mí, quejándose de que
no la queríamos, de que la despreciábamos. Mi tía Pilar, alarmándose
al verla así, mandaba preparar abundante ración de tila. Eran los
nervios, los pícaros nervios.

Tenía la mala costumbre de hacer desaires á respetables amigos de la
casa. Era por esto muy temible, y sus padres pasaron sonrojos por causa
de ella. Tenía flexible talento de imitación; remedaba graciosamente
la voz y el gesto de todos los de la casa, y de los parientes, amigos
y allegados; sabía hablar como las chulas más descocadas y como las
beatas más compungidas. Cuando estaba de vena, era una comedia oirla.

Era la menos guapa de las tres hermanas, bastante morena, esbeltísima,
vigorosa, saludable como una aldeana, y se jactaba de que jamás un
médico le había tomado el pulso. Su agilidad era tan notable como
aquella coloración caliente, sanguínea de su piel limpia y tostada,
indicio de un gran poder físico. Sus ojos eran grandes, profundamente
negros y flechadores, como algunos que solemos ver cuando visitamos
un manicomio. Francamente, me pareció que si no era loca le faltaba
muy poco. Yo sentía miedo al oirle conceptos y reticencias que nunca
están bien en boca de una señora. No podía soportar aquel carácter, que
era la negación de todo lo que constituye el encanto de la mujer. La
discreción, la dulzura, el tacto social, el reposo del ánimo, el culto
de las formas, éranle extraños. Considerábala como la mayor calamidad
de una familia, y al hombre condenado á cargar semejante cruz, teníale
por el más infeliz de los seres nacidos.

El nazareno de aquella cruz era un joven oficial de caballería, llamado
Constantino Miquis, de familia manchega, hermano de Augusto Miquis,
médico de fama. Al tal le consideré, desde que le ví, destituído de
todo mérito, de toda prenda seductora y de todo atractivo personal que
pudieran encender el cariño de una joven. Por no tener nada, no tenía
ni dinero, pues habiéndose casado á disgusto de su familia, ésta no le
daba socorro alguno. Matrimonio más disparatado no creí yo que pudiera
existir. Sin duda en aquella extravagante prima mía las acciones debían
de ser tan absurdas como las palabras y los modos. No podía explicarme
su casamiento sino por un desvarío cerebral, por la falta absoluta
del tornillo ó tornillos que tan importante papel hacían, según mi
tío, en la existencia de los Buenos de Guzmán. A poco de ver y oir al
oficialete, preguntábame yo con asombro: «Pero esta condenada, ¿qué
encontró en tal hombre para enamorarse de él?» Porque Constantino era
feo, torpe, desmañado, grosero, puerco, holgazán, vicioso, pendenciero,
brutal. Lo único que podía yo alegar en favor suyo, dudando mucho de
que fuese un mérito, era su constitución, no menos vigorosa que la
de mi prima, y la humildad con que se sometía á todos los caprichos
de ella. No sabía nada de nada; sólo entendía de hacer planchas
gimnásticas, tirar al florete y montar á caballo. El deseo que yo tenía
de ver justificada de algún modo la ilusión de Camila, llevábame á dar
á aquellas habilidades físicas más valor del que tienen como adorno de
la persona; pero ni aun poniendo á los acróbatas y gandules de circo
sobre todos los demás hombres, lograba yo motivar razonablemente la
inclinación de mi prima. ¡Misterios del cariño humano, que á menudo va
por sendas tan contrarias á las de la razón! Contáronme que mis tíos
se opusieron al casamiento; pero que la niña manejó con tal arte el
resorte de sus nervios, mimos, y de sus temibles espontaneidades, que
los papás hubieron de ceder por miedo á que llegara el caso de llamar
al doctor Ezquerdo. Cuando tuve confianza con ella, le decía yo:

--Vamos á ver, Camila, sé franca conmigo. ¿Por qué te enamoraste
de Constantino? ¿Qué viste, qué hallaste, qué te gustó en él para
distinguirle entre los demás y entregarle tu corazón?

Y ella, con naturalidad que me confundía, replicaba:

--Pues le quise porque me quiso, y le quiero porque me quiere.

Dijéronme que, después de casada, las rarezas de mi prima habían tenido
alguna ligera modificación. «¡Pues buena sería antes!» pensaba yo. A
su marido le trataba, delante de todo el mundo, con extremos y modales
chocantes. Unas veces le daba besos y abrazos públicamente; otras le
decía mil perrerías, tirábale del pelo y aun le pegaba, gritando:

--Quiero separarme de este bruto... ¡Que me lo quiten!...

Pero el estado pacífico era el más común, y las breves riñas paraban
pronto en reconciliaciones empalagosas, con besuqueo y tonterías poco
decentes á mi ver.

El oficialete era una alhaja. Quejábase con insolente amargura de estar
muy atrasado en su carrera.

--Pero usted --le preguntaba yo--, ¿qué ha hecho? ¿En qué acciones de
guerra se ha encontrado? ¿Cuáles son sus servicios?

Al oir esto un día, miróme de tal modo que pensé iba á sacar el sable
y á pegarnos á todos los presentes. Pero lo que hizo fué soltar
una andanada de groseras injurias contra toda la plana mayor del
ejército. Francamente, me daba tanto asco, que le volví la espalda
sin decirle nada. No le creía merecedor ni aun de la impugnación de
sus estupideces. María Juana, que estaba allí, díjome aparte con mal
contenida ira:

--Siento no ser hombre... para darle dos bofetadas.



II

Indispensables noticias de mi fortuna, con algunas particularidades
acerca de la familia de mi tío y de las cuatro paredes de Eloísa.


I

Voy á hacer la declaración exacta de la fortuna que yo poseía cuando
me establecí en Madrid. Este es un dato importante por todos conceptos
y que debo exponer con la mayor claridad, aunque no sea sino para
desmentir las absurdas consejas que corrían como dogma evangélico
acerca de mi capital, y según las cuales (obra de la excitada fantasía
de tanto hambriento), yo era puesto en la misma categoría rentística
de los Larios de Málaga, López de Barcelona, Misas de Jerez, Céspedes,
Murgas y Urquijos de Madrid.

Vais á ver lo que yo tenía.

Al desaparecer del mundo comercial la casa que giraba con mi firma,
celebré un convenio con los _Hijos de Nefas_, que se hicieron cargo de
todos mis negocios mercantiles, para unirlos á los de su casa, quedando
además encargados de liquidar los asuntos pendientes. Según mi cuenta,
la liquidación arrojaría unos cuarenta mil duros á mi favor, que los
referidos _Hijos de Nefas_ se reservarían, puesto que yo entraba á
formar parte de la casa como socio comanditario.

Las viñas arrendadas podían capitalizarse en otros cuarenta mil duros.
Lo que obtuve de las vendidas, de las existencias cedidas á diferentes
casas y de créditos realizados, subía á más de cien mil, que iría
recibiendo en Madrid, según convenio, en plazos trimestrales y en
letras sobre Londres. Pensaba emplear este dinero, conforme lo fuera
cobrando, en valores públicos ó en inmuebles urbanos.

Producto de ventas anteriores y de la legítima de mi madre, tenía yo
en Londres diez y siete mil libras, parte situadas en casa de Mildred
Goyeneche, parte empleadas en renta inglesa del 3 por 100. Estos
setenta y cinco mil duros, unidos á lo anterior, hacen ya doscientos
cincuenta y cinco mil. Debo añadir un pico que tenía en París en poder
de Mitjans, y que le ordené empleara en renta francesa del 4 ½ por 100,
con el cual pico mi cuenta anda muy cerca ya de los seis millones de
reales.

Aún había más. En Obligaciones de Banco y Tesoro, 3 por 100
Consolidado, _Ferros_, Obligaciones sobre Aduanas, Resguardos al
portador de la Caja de Depósitos, tenía más de ochenta mil duros
efectivos. Toda esta diversidad de papeles la había comprado mi padre,
y yo la conservaba, esperando que se realizase la feliz unificación
que me había anunciado mi tío, y con la cual cesaría el mareo que me
producía tal balumba de títulos y la desigualdad laberíntica de sus
valores.

Item: cuarenta acciones del Banco de España que mi padre había
comprado, por dicha mía, cuando estaban á tres mil reales, y que á
fin del 80 valían cuatrocientos cincuenta duros, dándome un capital
efectivo de diez y ocho mil duros. Añadiendo á lo expuesto varios
créditos pequeños de seguro cobro y existencias en metálico, salían,
en cifra más ó menos redonda, unos nueve millones de reales, que bien
manejados podían darme de treinta á treinta y cinco mil duros de
renta. Esta es la verdad de mi tan cacareada riqueza, que algunos,
especialmente los que deliran con el dinero ajeno, no pudiendo delirar
con el propio, hacían subir á un par de millones de pesos. En esto
de apreciar el caudal de los ricos que viven con holgura, he notado
siempre una tendencia á la hipérbole que produce grandes perturbaciones
en la vida económica de la capital, por los grandes chascos que suelen
llevarse las industrias y los comercios nacidos al calor de tan necio
optimismo. No necesito encarecer lo bien recibido que fuí en toda clase
de círculos. Los que esto lean comprenderán al punto que teniendo yo
lo que en claros números queda dicho, y suponiéndome el vulgo mucho
más aún, no me habían de faltar relaciones. No necesitaba ciertamente
buscarlas; ellas venían solas, me perseguían, me acosaban con descargas
de saludos, invitaciones y cortesanía. Prendas personales de que no
quiero hablar afianzaron y remataron mi éxito. Las amistades formaron
pronto en derredor mío espesa red, contribuyendo no poco á ello la
familia de mi tío, muy conocida en la Corte y relacionada con lo mejor,
así por el parentesco que mi tía Pilar tenía con familias ilustres,
como por el roce constante de su marido con personas y personajes de
todas las clases sociales.


II

En el principal de mi casa no reinaba siempre una paz perfecta. No
pocas veces, al subir á casa del tío, asistí contra mi voluntad á
escenas dramáticas. Un día ví á Eloísa llorando cual si le ocurriera
una gran desgracia, y á su mamá tratando de calmarla con la aplicación
simultánea de varios antiespasmódicos. Estaba en meses mayores y podía
sobrevenir una catástrofe. No pude conseguir que me enterasen del
motivo de semejante duelo: ¡tan afanadas parecían ambas! Pero Camila,
que estaba en el comedor besando al gato y arañando á su marido, púsome
al corriente de los trágicos sucesos. La noche antes, María Juana,
Camila y el esposo de Eloísa habían tenido una discusión un poco agria
sobre cosas políticas. Hubo algunas expresiones acaloradas... Pero
el prudente Medina cortó la disputa con discretas y conciliadoras
razones. Lo malo fué que al día siguiente la renovaron las dos mujeres.
Palabra tras palabra, ambas hermanas se encendieron poco á poco en
ira, y oyéronse conceptos un tanto vivos... «Los Carrillos eran unos
hambrones aduladores...» «Los Medinas unos tíos ordinarios de la Cava
Baja...» «La marquesa de Cícero había sido una acá y una allá...»
«Los maragatos, en cambio, vendían pescado...» «Los Carrillos eran
revolucionarios porque no tenían una peseta...» «Los Medinas no eran
nada porque no tenían entendimiento...» En fin, mil tonterías. Eloísa,
menos fuerte que su hermana en la polémica, se embarullaba, tenía
rasgos de ira infantil, concluyendo por echarse á llorar. Sentí mucho
haber perdido la escena, pues llegué cuando la tempestad había pasado,
y sólo se oían truenos lejanos. En el gabinete de la derecha de la
sala, la pobre Eloísa daba respiro á su corazón oprimido, diciendo
entre sollozos:

--Me alegraría de que viniese una revolución... grande, grande, para
ver patas arriba á tanto... idiota.

En el gabinete de la izquierda, María Juana, mal sentada en una silla,
el manguito en una mano, el devocionario en otra, la cachemira cogida
con imperdible y abierta como una cortina para mostrar su bien formado
pecho, el velo echado hacia atrás, las mejillas pálidas, la nariz un
poco encendida á causa del frío, los quevedos (que empezaba á usar
por ser algo miope) calados y temblorosos sobre la ternilla, los pies
inquietos estrujando la lana de una piel de carnero, hacía constar la
urgente necesidad de una revolución... grande, grande, que acabara de
una vez para siempre con los... me parece que dijo «los _mamalones_ que
viven á costa del prójimo.»

--Pero, señoras --dije yo interviniendo y pasando de un gabinete á
otro para ponerlas en paz--, ¿qué piropos son esos y qué furor de
revoluciones ha entrado en esta casa?...

Por fin, después que las aplaqué burlándome de sus antojillos
demagógicos, les dije:

--Hoy es mi cumpleaños. Convido... Todo el mundo á almorzar en Lhardy.

(Gran sensación, tumulto, preparativos, sonrisas que brillaban tras un
velo de lágrimas, gorjeos de Camila, alegría y reconciliaciones.)

Los móviles de estas domésticas jaranas no eran siempre políticos. Otro
día Camila, después de llamar hipócrita á su hermana mayor, rompió á
chillar como un ternero, jurando que no volvería á poner los pies en
aquella casa. Averiguada la razón de este tumulto y de las contorsiones
que mi primita hacía, resultaba ser celillos del papá. Sí: mi tío,
al decir de Camila, quería más á María Juana que á sus demás hijos,
distinguiendo comunmente á aquélla con mil cariñosas preferencias; de
donde se deducía que mi tío no era un modelo de imparcialidad paterna,
como hasta entonces habíamos venido creyendo. Siempre que las hermanas
altercaban sobre cualquier asunto, por nimio que fuera, como, por
ejemplo, la elección de un color para vestido, cuál teatro era más
bonito, si había llovido este año más que el pasado, el padre apoyaba
ciegamente el partido de María Juana.

--Un padre debe querer á sus hijos por igual --decía Camila aquel
día entre sollozos y lágrimas. Más tarde vine á saber que todo aquel
alboroto fué por un paquete de caramelos de la Pajarita. Otras veces
la grave causa era «si tú me quitaste el periódico cuando yo lo estaba
leyendo», ó bien «que yo no fuí quien dejó la puerta abierta, sino tú»,
ó cosa por el estilo.

Debo decir, en honor de la verdad, que pasaban también semanas enteras
sin que la paz se turbase, viviendo todos, padres, hijos, hermanas y
yernos, en aparente concordia. Siempre habría sido lo mismo si mis
tíos hubieran establecido en la casa, antes de que la prole creciera,
una estrecha disciplina. Mas no lo hicieron así. Era mi tía Pilar una
excelente señora; pero de tan flojo carácter, que sus hijos, y aun los
criados, y hasta el gato, hacían de ella lo que querían. Mi tío no se
cuidó nunca de sus hijos más que para comprarles dulces y llevarles un
palco para que fueran al teatro algún domingo por la tarde. Todo el
día estaba en la calle, y los festivos solía ir de caza al coto que en
sociedad con varios amigos tenía arrendado.

Mi primo Raimundo, de quien no he hablado aún, vivía en completa
paz con mis tres primas, pues había adoptado en todos los asuntos
domésticos un temperamento flemático; y aunque su mamá tenía marcadas
preferencias por su único varón, éste, que era insigne filósofo, como
se verá más adelante, cuidaba de no hacerlas patentes delante de sus
hermanas para aprovecharlas mejor.


III

He dicho que en Enero del 81 dió á luz Eloísa el primer nieto que
tuvieron mis tíos. El tal absorbía por completo la atención de toda la
familia. Abuelos, tías y madre eran pocos para mimarle. Las funciones
de su organismo nuevecito, al estrenar la vida y ensayarse en los
procederes elementales del egoísmo humano, preocupaban hondamente á
todos los de casa.

A las inocentes brutalidades de aquel cachorro de hombre se les
daba la importancia de verdaderas acciones humanas. No hay para qué
hablar de la fama que tenía. Había corrido la voz de que era _un rollo
de manteca_, y además muy mala persona, es decir, que ya tenía sus
malicias, y se valía de ingeniosas tretas para hacer su gusto. Todos
los recién nacidos gozan de esta opinión desde que respiran; todos son
guapos, robustos y muy pillos. Y, sin embargo, todos son lo mismo:
feos, flácidos, colorados, más torpes que los niños de los animales y
siempre mucho menos graciosos. Del de Eloísa se contaban maravillas.
Era un granuja. A los dos meses ya protestaba contra las horas
metódicas á que le daba el pecho el ama, y quería atracarse sin orden
ni tasa. Era, pues, un gastrónomo y un libertino. A los cuatro meses
mostraba su desagrado á algunas personas, y pataleaba cuando quería que
le paseasen. Tenía la poca vergüenza de reirse de todo, y cuando le
ponían un reloj en la oreja, se la echaba de listo, como diciendo: «Ya,
ya sé lo que es eso: á mí no me la dan ustedes.» A los cinco meses era
realmente una preciosidad. Se parecía á su mamá. Salía á los Buenos de
Guzmán en la figura y en el carácter. El ama relataba mil incidentes y
malicias que indicaban el talento que iba á sacar. Algunas noches había
conciertos, á que felizmente no asistía yo. Para impedirle que durmiera
de día, le paseaban por la casa, le bajaban alguna que otra vez á la
mía, y procuraban entretenerle haciéndole fijar la vista en objetos de
colores vivos. Cuando se cansaba, restregábase el hocico con los puños
cerrados, que parecían dos rosas sin abrir, y á veces me obsequiaba
con una sonata de las mejores suyas. Alguna vez le cogía yo en mis
brazos y le paseaba, procurando que se fijara en una lámpara colgante,
objeto al cual repetidas veces consagraba una atención profunda como
de persona inteligente. Parecía decir: «Vean ustedes... éstas son las
cosas que á mí me gustan...» No sé en qué consistía que en mis brazos
se tranquilizaba casi siempre. Sin duda sentía hacia mí una respetuosa
estimación que no le inspiraba el ama. Mirábame con atónita dulzura,
mascando sosegadamente un aro de goma y arrojando sobre mi pecho las
babas que no podía recoger su babero. Con aquella muda saliva me decía
sin duda: «Estoy pensando, aquí para mis babas, que usted y yo vamos á
ser muy buenos amigos.»

Todos le querían mucho, y yo también, correspondiendo á la confianza y
consideración que le merecía. Ved aquí cuán fácilmente me asimilaba los
sentimientos de la familia, porque mi carácter fué siempre, salvo en
las ocasiones de mal nervioso, refractario á la soledad. No me gustaba
vivir en lo interior de aquella república, pero sí en sus agradables
cercanías. Poco á poco fuí acostumbrándome al calor lejano de aquel
hogar. Así lo quería yo: bastante cerca para matar el frío, bastante
lejos para que no me sofocara. Mis tíos, mis primas, los maridos de mis
primas y el retoño aquél baboso me interesaban ya y eran necesarios en
cierto grado á mi existencia.

Pero he de confesar que Eloísa era, de todos ellos, la que se llevaba
la mejor parte de mis afectos. Solía consultarme sobre cosas de su
exclusivo interés; y yo, que todo el invierno lo empleé en instalarme
bien y cómodamente, pues era muy tardo y dificultoso en elegir los
muebles, le pedía un día y otro el concurso de su buen juicio y de su
gusto supremo para aquel fin. Entre paréntesis, diré que yo decoraba
mi casa con lujo, adquiriendo todo lo bonito y elegante que encontraba
en las tiendas, y haciendo traer directamente algunos objetos de París
y Londres. Soltero, rico y sin obligaciones, bien podía darme el gusto
de engalanar suntuosamente mi vivienda, y ser, conforme lo exigía mi
posición social, amparo de las artes y la industria. Desconfiando
siempre de mí mismo en materia de gusto artístico, me sometía al
parecer de Eloísa, y nada se ponía en las paredes de mi casa sin que
antes pasase por la prueba de su entendida crítica. Comprendí que ella
gozaba extraordinariamente en ello, y como había tela de donde cortar,
yo adquiría, adquiría cada vez mejores y más escogidas cosas.

Mi afecto hacia ella era de una pureza intachable; tan así, que gozaba
oyéndola elogiar á su marido. Díjome un día:

--El pobre Pepe vale bastante más de lo que creen papá... y los amigos
de casa. Tiene inteligencia; pero la pobreza y su poca salud le
acobardan mucho.

Otro día me dijo con acento bastante triste que estaba hastiada de
vivir en casa de sus padres; que además de la idea de serles gravosa,
le mortificaba la falta de independencia; que deseaba ardientemente
tener su casa, casa propia, _sus cuatro paredes_, para vivir solita con
su marido y con su hijo. Con la renta de Pepe no había que contar para
este propósito tan honrado y tan legítimo, pues la paga del ministerio
y el producto de unos foros gallegos que además disfrutaba, apenas eran
suficientes para vestirse ambos y para el ama y algunas menudencias.

--Oye lo que ocurre --me dijo otro día, en ocasión que subí á su casa
para que me hiciera el favor de elegirme unas alfombras--. A ver qué
opinas. El ministro de Ultramar, que es muy amigo nuestro... anoche
comieron él y papá en casa de la de San Salomó... ha ofrecido á Pepe un
buen destino en Cuba. Dice papá que si tiene arreglo, puede sacar en un
par de años cien mil duros... sin hacer cosas malas, se entiende. Otros
han traído más en mucho menos tiempo. ¿Te parece que debe aceptar? En
toda la noche he podido dormir pensando en esto, pues si por un lado
quisiera resolver este acertijo de nuestro modo de vivir, por otro no
me haría maldita gracia separarme de mi marido... Y lo que es irme yo
á América... al pensarlo, no son plumas, sino nidos de avestruces lo
que siento en mi garganta. El pobre Pepe no tiene salud para aquellos
climas... y al mismo tiempo no sé... ¡La idea de verle entrar en casa
acompañado de cien mil duros!... Es terrible alternativa ésta, ¿no es
verdad? Parece que la marquesa de Cícero está ahora muy fuerte. ¿Qué
opinas tú? ¿Debemos aceptar el destino?

Esta inesperada consulta me puso en gran perplejidad. Pero mi buen
juicio y mi conciencia, que, teóricamente al menos, estaba llena
de rectitud, inspiráronme pronto la respuesta. No: Pepe no debía
exponerse á los peligros de la fiebre amarilla... no faltaba más. ¡Qué
sería de su pobrecita mujer, sola y muerta de pena en Madrid!... Por
ningún caso. Estaría siempre en un puro afán, pensando si le daba ó no
le daba el vómito, y de correo en correo su vida sería un martirio de
incertidumbre... ¿Y todo por qué? Por una riqueza ilusoria... Pepe era
decente y honrado, y no sabría centuplicar, como otros, los gajes de su
empleo.

--Ríete --le dije-- de esas ganancias, sin hacer cosas malas. Pepe se
volverá á España con las manos tan limpias como su conciencia, y los
bolsillos más limpios aún...

Añadí que la Providencia se encargaría de arreglar aquel asunto mejor
que el ministro de Ultramar. Por más que dijeran, Angelita Caballero
no podía ya vivir mucho. Yo la había visto el día antes en su
carruaje, hecha una hoz, tan encorvada que parecía estar besándose las
rodillas... Paciencia, paciencia y calma.

Esto ocurría en Mayo: lo recuerdo, porque después de aquella
conferencia fuimos todos, Camila inclusive, á casa de María Juana, á
ver pasar la gran procesión del Centenario de Calderón. Los prudentes
consejos que dí á Eloísa fueron bien acogidos por ella y aceptados
con alma. Aquel día y los siguientes estuve pensando cuán fácil me
sería realizar el noble sueño de mi prima, pues con parte de lo que
yo gastaba en superfluidades, habría bastado para que ella tuviese
aquellas _cuatro paredes suyas_ que la traían tan desazonada. Pero esto
era tan irregular y contravenía de tal modo las leyes sociales, que no
era posible expresarlo ni aun como un ofrecimiento de pura fórmula,
de esos que previamente sabemos no serán aceptados. Hablar de tal cosa
habría sido imperdonable falta de delicadeza. Calléme, pues, repitiendo
para mi sayo una cosa que más de una vez había oído de labios de la
propia Eloísa en sus horas de tristeza, y era que los bienes de la
tierra están muy mal repartidos.



III

Mi primo Raimundo, mi tío Serafín y mis amigos.


I

Con este Bueno de Guzmán había tenido yo trato anteriormente, por haber
pasado conmigo una larga temporada en Jerez y Cádiz. Pocas personas
poseen, como mi primo Raimundo, el don envidiable de cautivar y agradar
de primera intención, porque á pocos seres concedió Naturaleza tal
caudal de prendas brillantes, calidades de esas que podríamos llamar
ornamentales, porque no dan valor positivo á la persona, sino que
lo fingen. Cuando le conocí en Andalucía, estaba Raimundo en todo
su esplendor y en el apogeo de su deslumbradora originalidad. En
Madrid ya le encontré algo decaído. Se me parecía á los artistas que,
abusando de sus facultades, caen en el amaneramiento. En ocasiones,
lo que antes hacía en él tanta gracia principiaba á ser enfadoso.
Sus excentricidades y paradojas, sus ráfagas de ingenio eran para un
rato nada más. Comenzaba á tener manías estrambóticas y á padecer
lamentables descuidos en su conducta social y privada. No era ya el
hombre entretenidísimo, ameno y simpático de otros tiempos; mejor
dicho, tenía temporadas, días muy buenos, horas felices á las que
seguían períodos en que se hacía de todo punto insoportable.

En España son comunes los tipos como este primo mío. Creeríase que son
producto del garbanzo, y que este vegetal ha ingerido en la raza los
talentos decorativos. He conocido muchos que se le parecen, aunque en
pocos he visto combinarse tan marcadamente como en él lo brillante con
lo insubstancial. Había tenido Raimundo una educación muy incompleta;
había leído poco, muy poco, y no obstante, hablaba de todas las cosas,
desde las más frívolas á las más serias, con un aplomo, con una
facundia, con un espíritu que pasmaban. Los que por primera vez le oían
y no le conocían, se quedaban turulatos.

A este don de tratar bien de todo reunía mi primo otros muchos. Hablaba
francés é italiano con rara perfección. El inglés no lo hablaba, pero
lo traducía, y de alemán se le alcanzaba algo. Aprendía las lenguas con
facilidad suma, sin esfuerzo, no se sabe cómo. Su memoria estupenda
descollaba también en la música. Repetía las óperas del repertorio
moderno, con recitados, coros y orquesta, y trozos difíciles de música
sinfónica y de cámara. Cantaba lo mismito que Tamberlick y declamaba
como Rossi, imitando también á los actores cómicos más en boga. En esto
de remedar voces y de asimilarse todos los acentos humanos, superaba
con mucho á su hermana Camila, que igualmente tenía dotes de actriz y
habría lucido en las tablas si á ello se dedicara.

Mi primo no era pintor porque no se había puesto á pintar; pero
buena prueba era de su aptitud lo que hacía con lápiz ó pluma cuando
por entretenimiento dibujaba cualquier figura. Hacía caricaturas
deliciosas, frescas, fáciles, y á veces le ví trazar en serio,
observando el natural, contornos de una verdad y elegancia que me
pasmaban. «¿Por qué no te has dedicado á la pintura?» le preguntaba
yo á veces; y él alzaba los hombros, como diciendo: «Si me hubiera
dedicado á todo aquello para que tengo disposición, no me habrían
bastado la vida ni el tiempo.»

Porque también hacía versos, y tan buenos como los de otro cualquiera.
Los componía serios y epigramáticos, burlescos y trágicos, según
le daba. En la prosa también hacía primores. La escribía de todas
las castas posibles: académica y periodística, atildada y pedestre,
declamatoria y picaresca. Cuando estaba de humor literario, cogía la
pluma y decía: «voy á imitar á Víctor Hugo.» Pues escribía un trozo
que parecía arrancado de _Los Miserables_. Otras veces imitaba á los
clásicos de un modo que no había más que pedir, y como cogiera por su
cuenta el estilo parlamentario y oficial que aquí priva, hacía cosas
muy divertidas. También se las daba de crítico, y tenía un golpe de
vista admirable para juzgar de todas las artes y descubrir en cada obra
aspectos y fases que se ocultan á la generalidad.

Pues con tales disposiciones, las pocas veces que se vió en letras de
molde no fué con lucimiento, porque pensar que hiciera y consumara
un trabajo completo, regular, con principio y fin, era pensar lo
imposible. A menudo, sus tareas literarias, empezadas con febril
entusiasmo, se quedaban sin concluir. Cuando se le reprendía por su
inconstancia, disculpábase con la carencia de estímulo, que es la
asfixia del escritor en nuestro país; con la falta de editores. ¡Oh!
si aquí se cobrara por escribir... Esta era su muletilla, que iba
siempre acompañada de la amarguísima exclamación de Larra: «El genio ha
menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas.»

Estoy convencido de que si hubiéramos tenido un editor espléndido
y sabio detrás de cada esquina, Raimundo no habría compuesto libro
alguno ni aun del tamaño de una lenteja. Es más: llegué á comprender
que mi primo, dotado de aptitudes tan varias, no habría sido jamás
poeta eminente, ni pintor de nota, ni músico, ni orador, ni cómico, ni
crítico, aunque se dedicara exclusivamente á alguna de estas artes,
porque carecía de fondo propio, de fuerza íntima, de esa impulsión
moral, que es tan indispensable para los actos de creación artística
como para las obras de la voluntad.

Elogiado desde la niñez por su feliz talento, mirado como gloria de la
familia, defraudó las esperanzas de su padre, que no pudo sacar partido
de él. A once carreras se aplicó. Empezaba con mucho brío; pero en el
primer año se plantaba. Habíase preparado para Estado Mayor, Minas,
Montes, Medicina, Telégrafos, Ayudante de Obras públicas, y para no sé
qué más. Oirle hablar de sus carreras y de sus estudios era como hojear
una enciclopedia. Por fin, hízose abogado á fuerza de recomendaciones.
«Mi camino al través de la Universidad --decía--, ha sido una senda de
tarjetas.»

En los días de esta narración, Raimundo debía de tener treinta años
(era el segundo hijo de mi tío) y representaba más de cuarenta. Su
naturaleza febrilmente activa parecía haber burlado la ley del tiempo,
madurándose con demasiada prisa. Vivía en un constante esfuerzo por
huir de lo presente, hipotecando el porvenir, y nutriéndose hoy por
adelantado con la savia de mañana. Pródigo de su sangre, de todas las
energías de su espíritu y de su cuerpo, devoraba el capital vital, como
si la juventud fuera un estado que le estorbase y padeciera nostalgias
de la vejez. Cuando le ví en Madrid, me asustó la extraordinaria
flaqueza de su rostro. Comprendí que en aquella lámpara había ya poco
aceite, por haber sido encendida muy pronto y atizada constantemente;
pero no le dije nada, porque supe que se había vuelto aprensivo. Su
cara de hombre guapo era como la de un Cristo viejo, muy despintado,
muy averiado de la carcoma y profanado por las moscas. Tenía la voz
cavernosa, la mirada mortecina, los movimientos perezosos. Un día
que estábamos solos en mi cuarto, le ví acomodarse en una butaca,
estirar las piernas sobre otra, buscar postura, hacer muecas de dolor
y hastío como el que padece gran quebranto de huesos, cerrar luego los
ojos y respirar fatigosamente. A mis inquietas preguntas respondió
levantándose de un salto, dando paseos por la habitación con las manos
á la espalda y la barba sobre el pecho.

--La inacción es lo que me mata --decía sin detenerse--. Me estoy
atrofiando, me estoy enmoheciendo...

Luego se paró ante mí, y mirándome con aquellos ojazos que parecían
muertos, díjome entre carraspeos:

--Tengo un principio de enfermedad grave. ¿Sabes lo que es?
Reblandecimiento de la médula.

--¿Has consultado algún médico?

--No: no es preciso. He estudiado esa enfermedad, y conozco bien su
proceso, sus síntomas y su tratamiento.

Dióme una lección de fisiología, en la cual habló de la _pía mater_,
del _canal raquídeo_, de la _substancia gris_, de las perturbaciones
_vasomotoras_, con otros terminachos que no recuerdo. Debía de ser
su atropellado discurso un tejido de disparates; pero tenía todo el
aparato de lucubración científica, y para los legos en medicina, como
yo, era un asombro. Sentóse luego, y tras aquellas sabidurías, dió en
afirmar vulgaridades de curandero. Después le oí pronunciar en voz baja
y con precipitación maniática sílabas obscuras.

--¿Sabes --me dijo de súbito, contestando á mis preguntas-- cuál es
uno de los principales síntomas del reblandecimiento? La _afasia_,
ó sea pérdida de la palabra. Empieza por inseguridad, por torpeza
en la emisión de algunas sílabas. Las que primero se resisten á ser
pronunciadas fácilmente y de un golpe son las de _r_ líquida después de
_t_, es decir, las sílabas _tra_, _tre_, _tri_, _tro_, _tru_...

Observé que Raimundo, haciendo visajes como los tartamudos, se
expresaba con dificultad. Tenía su rostro palidez cadavérica. De
súbito se marchó sin decirme adiós, pronunciando entre dientes no sé
qué conceptos obscuros de una jerga ininteligible. Acostumbrado ya á
sus extravagancias, no me ocupé más de él. Al día siguiente entró en mi
cuarto con apariencia de estar muy gozoso. Se frotaba las manos y su
semblante tenía mucha animación.

--Hoy estoy muy bien, muy bien... al pelo --me dijo--. Mira, para
probar el estado de los músculos de mi lengua y cerciorarme de
que funcionan bien, he compuesto un trozo gimnástico-lingüístico.
Recitándolo, puedo sintomatizar la _afasia_ y también prevenirla,
porque fortalezco el órgano con el ejercicio. Si lo digo con
dificultad, es que estoy malo; si lo digo bien... Escucha.

Y con la seriedad más cómica del mundo, con asombrosa rapidez y
seguridad de dicción, cual si estuviera imitando el chisporroteo de una
rueda de fuegos artificiales, me lanzó de un tirón, de un resuello,
este incalificable trozo literario:

--_Sobre el triple trapecio de Trípoli trabajaban trigonométricamente
trastrocados tres tristes triunviros trogloditas tropezando atribulados
contra trípodes triclinios y otros trastos triturados por el tremendo
Tetrarca trapense_.

Y lo volvió á decir una vez y otra, sin poner punto ni coma, hasta que
cansado de reirme y de oir aquel traqueteo insufrible, le rogué por
Dios que se callara.

Raimundo se apegó á mi persona con tenacidad cariñosa. Era mi
primer amigo y me acompañaba y entretenía mucho. Había en él algo
del parásito, que adula á los ricos por recoger sus sobras, y un
poquillo del bufón que divierte á los poderosos. Me hacía pasar ratos
agradables, charlando de cosas diferentes, ya por lo campanudo, ya por
lo familiar; hacía la crítica de la obra que habíamos visto estrenar
la noche antes; remedaba á los oradores del Congreso, y me contaba
anécdotas políticas y sociales de las que jamás por su índole personal
transcienden á la prensa. Todo iba bien mientras no le entraba la
murria del reblandecimiento, pues entonces no se le podía aguantar.
Así, desde que empezaba con el _triple trapecio de Trípoli_, ya estaba
yo tomando mis medidas para echarle de mi cuarto.

No sólo era mi amigo, sino mi huésped, pues desde el parto de Eloísa se
bajó á dormir á mi casa.

--Arriba no se cabe --me dijo un día--. Me han ido acorralando poco
á poco, y por fin me han metido en un _triclinio_ en que estoy
_trigonométricamente trastrocado_. Si quieres, puesto que tienes casa
de sobra, me vengo á vivir contigo, y así estaré más divertido y tú más
acompañado.

Tomóse para sí la holgada habitación interior que yo no necesitaba, y
en las últimas horas de la noche, como en las primeras de la mañana, le
tenía siempre junto á mí como mi sombra.

Desde que perdió la esperanza de hacer carrera de él, su padre le
proporcionó un empleíllo en Fomento, el cual respetaban todos los
gobiernos, considerándolo como sagrado tributo que la patria pagaba á
mi tío. Raimundo no iba al ministerio más que el día de cobrar. «Yo
--decía-- no reconozco más jefe que el habilitado.» Desde el 20 del
mes, ó antes, se le acababan los fondos, fenómeno que se traducía al
punto en síntomas de reblandecimiento y en la matraca insufrible de los
_triunviros trogloditas_.

--No me marees --le decía yo--. Si no tienes dinero, pídelo en
castellano.

A él se le encendían los espíritus con esto.

--¿Es verdad ó no que no hay _guita_?... ¡Oh! si tengo yo un ojo
médico...

--Puesto que me pones una pistola al pecho para que lo confiese
--exclamaba con solemnidad cómica--, cierto es.

--¿Por qué no te clareabas?

--¡Ah! porque yo digo, como Fontenelle, que si tuviera la mano llena de
verdades, no las soltaría sino una á una.


II

De los amigos de fuera de casa, los más fieles y constantes y los que
más quería yo eran Severiano Rodríguez y Jacinto María Villalonga, el
primero andaluz neto, el segundo casado con una parienta mía, ambos
excelentes muchachos, de buena posición, muy cariñosos conmigo. A
Severiano Rodríguez le trataba yo desde la niñez; á Villalonga le
conocí en Madrid. El primero era diputado ministerial, y el segundo de
oposición, lo cual no impedía que viviesen en armonía perfecta, y que
en la confianza de los coloquios privados se riesen de las batallas del
Congreso y de los antagonismos de partido. Representantes ambos de una
misma provincia, habían celebrado un pacto muy ingenioso: cuando el
uno estaba en la oposición, el otro estaba en el poder, y alternando
de este modo, aseguraban y perpetuaban de mancomún su influencia en
los distritos. Su rivalidad política era sólo aparente, una fácil
comedia para esclavizar y tener por suya la provincia, que, si se ha de
decir verdad, no salía mal librada de esta tutela, pues para conseguir
carreteras, repartir bien los destinos y hacer que no se examinara la
gestión municipal, no había otros más pillines. Ellos aseguraban que la
provincia era feliz bajo su combinado feudalismo.

Por supuesto, el pobrecito que cogían en medio, ya podía encomendarse
á Dios... A mí me metieron más adelante en aquel fregado, y sin
saber cómo hiciéronme también padre de la patria por otro distrito
de la misma dichosa región. Para esto no tuve que ocuparme de nada,
ni de decir una palabra á mis desconocidos electores. Mis amigos lo
arreglaron todo en Gobernación, y yo con decir _sí_ ó _no_ en el
Congreso, según lo que ellos me indicaban, cumplía.

Manolito Peña, diputado también, muy decidor é inquieto, fué uno de mis
íntimos. Por la amistad que tenía con mi tío y por haberle tratado con
motivo de un pequeño negocio, vino también á ser mi amigo el marqués
de Fúcar, viejo que tenía el prurito de remozarse y reverdecerse más
de lo que consentían sus años y su respetabilidad. Raro era el día
que no almorzaban conmigo Severiano Rodríguez y mi primo Raimundo.
Los domingos almorzaban los que he citado y también Pepe Carrillo, el
marido de Eloísa. Luego solíamos ir todos á los toros, donde yo tenía
palco y Fúcar también. De otros amigos hablaré más adelante.

No quiero dejar de decir algo de mi excelso pariente, el tío Serafín,
brigadier de marina retirado, que me visitaba con frecuencia. Era
un solterón viejo que se pasaba la vida paseando. Todas las mañanas
infaliblemente, lloviera ó venteara, iba al relevo de la guardia de
Palacio; después daba un vistazo á los mercados y se corría hacia
la calle de Sevilla para arreglar su _remontoir_ por la hora del
reloj de Ganter; daba dos ó tres vueltas á la Puerta del Sol, iba á
almorzar á su casa, tomaba café en el Suizo nuevo, y por la tarde,
después de andar un poco á pie inspeccionando las obras de las casas
en construcción, hacía en cualquier tranvía un recorrido de diez ó
doce kilómetros, de pie en la plataforma delantera. Por las noches iba
al Círculo de la Juventud, del cual era socio, y después se le veía
invariablemente en la primera ó segunda pieza de Eslava.

Pocos hombres existen de presencia más noble que mi tío Serafín, de
un aspecto más venerable y al mismo tiempo más simpático. Conserva
admirablemente la urbanidad atildada de la generación anterior, y
tiene cierto empeño en inculcar los preceptos de ella á los jóvenes
con quienes trata. Es enemigo declarado de la grosería y de las
malas formas. Es muy pulcro, pero un poco anticuado en el vestir. La
moda no ha tenido influjo en él para hacerle abandonar un inmenso y
pesado _carrik_ que le acompaña desde Noviembre á Mayo, ni la bufanda
espesa que le da dos vueltas al cuello, sirviendo de base á aquella
hermosísima cabeza de Cristóbal Colón, siempre echada atrás, cual si
el hábito de mirar al cielo, para tomar alturas con el sextante, le
hubiera deformado el pescuezo.

Las visitas de mi tío fueron al principio muy gratas. Tenía unos
modos tan afables, respiraba todo él tanta nobleza y caballerosidad,
que habría deseado tenerle siempre en mi casa. Pero cuando empecé
á advertir el pícaro defecto de aquel excelente hombre, ya me daba
tristeza verle entrar. Su hermano Rafael me había dado noticias de
aquella maña feísima de sustraer disimuladamente los objetos que
le gustaban y guardárselos en los bolsillos del _carrik_. Creo que
él mismo no se daba cuenta de lo que hacía; que sus hurtos eran un
fenómeno neuropático, un acto irresponsable, independiente de toda
idea moral. En la época en que le daba por visitarme, cada día echaba
yo de menos algo: bien un libro, bien un pequeño bronce, un cenicero,
arandela ó cualquier otra fruslería. Por nada del mundo le hubiera
yo dado á entender que conocía al ladrón. Lo que hacía era vigilarle
y estar muy atento á sus manos, pues él, cuando se sentía observado,
no hacía de las suyas. ¡Pobre don Serafín Bueno de Guzmán! ¡Que así
se envileciera un hombre que había realizado actos de heroísmo en la
vida militar, y en la privada otros no menos dignos de alabanza; un
hombre que tenía ideas tan puras y hermosas sobre la justicia, sobre
el derecho, y que había sabido darlas á conocer con algo más que con
palabras! Otras _chifladuras_ de mi tío no me maravillaban por ser
propias de solterones viejos. El que en edad madura había sido un
galanteador de alto vuelo, en la vejez perseguía las criadas bonitas,
ó que á él le parecían tales, pues debemos creer que las aberraciones
del gusto andarían á la par con la afición senil. Sus paseos matinales
y crepusculares eran una cacería activa, febril, casi siempre
infructuosa. Decía Raimundo que cuando se lo encontraba en la calle al
anochecer, camino de su casa, tarareando entre dientes y con las manos
á la espalda, era señal de que la jornada había sido mala y de que
el incansable ojeador no había descubierto ninguna de aquellas reses
bravas que perseguía.



IV

Debilidad.


I

Llegó el verano y con él la desbandada. Yo me fuí al extranjero. Estuve
en Hamburgo con el marqués de Fúcar, que iba á hacer contratas de
tabacos, y después en Londres con Jacinto María Villalonga, á quien
el ministro de Fomento había encargado la compra de algunas máquinas
de agricultura y de caballos para mejorar las castas de la Península.
En Inglaterra recibía yo frecuentes noticias de la familia, que
veraneaba en Biarritz, ya por el tío que me escribía algunas veces,
ya por Raimundo que lo hacía casi todas las semanas. Sus cartas eran
muy divertidas; escribíalas en estilo espeluznante cuando me contaba
alguna trivialidad, y en el más ligero cuando me transmitía noticias de
importancia. Usaba en unas la forma víctorhuguesca, y en otras el tosco
lenguaje de los cuentos de baturros. «Me ha salido un grano en la nariz
--decía--. ¿Qué es esto? Es la madurez de lo insondable. Es el alerta
de la sangre, la espuma roja del naufragio interior. Hay tempestades
en las venas.» No escribía así por burla del gran poeta, sino como
una especial manera suya de admirarle. A la semana siguiente me decía
en una postdata: «¡Otra que Dios! Chico, ya los Carrillos heredaron.
Reventó la tía Cícero...» Esta noticia dióme que pensar.

Creí encontrar á la familia en Biarritz cuando pasé por allí á mediados
de Septiembre; pero habían apresurado su regreso á Madrid con motivo
de la herencia de Carrillo. Comprendí la impaciencia de Eloísa, y
francamente, alegrábame de verla ya en posesión de un bienestar al
cual me parecía tan acreedora. Sobre la dichosa herencia corrían en
la colonia de Biarritz voces que me parecieron absurdas. Algunos la
hacían subir á un caudal fabuloso. Angelita Caballero había dejado á su
sobrino catorce dehesas, veinticinco casas y gruesas sumas en valores
del Estado. Se decía que en un cuarto inmediato á la alcoba de la buena
señora se habían encontrado enormes sacos llenos de metálico acuñado,
en plata y oro, consolidación avariciosa de las rentas de los últimos
años. La plata labrada era también de una riqueza fenomenal. Oía yo
estas cosas, y en mi mente quitaba dehesas, quitaba casas, reducía á su
mínima expresión los sacos de dinero, seguro de no equivocarme. Ya he
dicho algo del afán concupiscente con que agrandan é hiperbolizan la
riqueza ajena los que no tienen ninguna. Creeríase que se meten algo
en el bolsillo, ó que se les vuelve dinero la saliva que gastan en
aumentar el de los demás.

En Madrid la verdad confirmó mis conjeturas. Por mi tío y el padre
de Jacinto Villalonga, ambos testamentarios, supe que la herencia no
era, ni con mucho, fabulosa. Lo de los talegos (y en esto se aferraba
más que en ningún otro detalle el crédulo vulgo), era pura fantasía;
la plata labrada escasísima y de baja ley, y los predios y valores
públicos suponían, descontados los gastos de traslación de dominio, un
capital de ciento veinte mil duros. Con esto bien podrían Pepe y Eloísa
ser felices y vivir, no sólo con desahogo, sino con cierta esplendidez.
Tal fortuna era lo que llena y sacia las ambiciones del hombre modesto,
apartándole tanto de la escasez como de los desvanecimientos y peligros
de la opulencia; era la fortuna discreta y templada que invita á
disfrutar algo de los placeres del lujo sazonándolos con los de la
sobriedad, y combinando dos cosas tan opuestas y al mismo tiempo tan
solubles la una en la otra, como son el goce y la continencia.

Llegué á Madrid á principios de Octubre. ¡Qué gusto ver mi casa, el
semblante amigo de mis muebles y entregarme á la rutina de aquellas
comodidades adquiridas con mi dinero, y que tanta parte tenían en mis
propias costumbres! Eran las costras, digámoslo así, de mi carácter.
Como á ciertos moluscos, se nos puede clasificar á los humanos por el
hueco de nuestras viviendas, molde infalible de nuestras personas.

Nada nuevo encontré en la familia, como no lo fuera la febril
diligencia de Eloísa por instalarse en la casa que fué de Angelita
Caballero. Entre paréntesis, diré que el título no estaba comprendido
en la herencia. Pasaba á un señor, tío también de Pepe, á quien yo no
trataba todavía; pero como después le conocí y traté bastante, he de
traerle á este relato, agarrado por sus grandes bigotes, cuando sea
ocasión de hacerlo. Hasta el fallecimiento del tal no disfrutaría Pepe,
según el testamento de la anciana, el título de marqués de Cícero.
Eloísa no parecía dar importancia á esto; y en cuanto á Carrillo, si
tenía pesadumbre por el marquesado, lo disimulaba con buen juicio.

Pues decía que hallé á mi prima entregada en cuerpo y alma á la faena
deliciosa de poner su casa. Al fin le había deparado Dios aquellas
cuatro paredes tan honradamente deseadas. Radicaban en la calle del
Olmo, que no es alegre, ni vistosa, ni céntrica; pero ¿qué importaba?
Por allí cerca vivían familias de la más empingorotada alcurnia,
y el edificio era espacioso. En repararlo y modernizarlo ponía mi
prima sus cinco sentidos con aquella habilidad organizadora, aquel
altísimo ingenio suntuario y artístico que la distinguía. Diariamente
se asesoraba de mí sobre el color de una alfombra, sobre la forma
de un juego de cortinas, sobre la elección de un cuadro de tal ó
cual artista. ¡Ella que era la propia musa del Buen Gusto, si me
es permitido decirlo así, consultaba conmigo, el más lego de los
hombres en estas materias, y que no sabía sino lo que ella me había
enseñado! Pero, en fin, como Dios me daba á entender, yo le aconsejaba,
distinguiéndome particularmente en lo tocante á precios y en fijarle
límites prudentes á los gastos que hacía.


II

Pronto hube de suspender estas funciones de asesor, porque caí
enfermo... No sé qué fué aquello. Mi médico sostenía que había en mi
mal algo de paludismo, y que ya lo traía de los Pirineos. Pero la
fiebre fué poco intensa, si bien tan rebelde á la quinina, que hubo
de pasar un mes antes de que el termómetro me indicara la temperatura
normal. La convalecencia fué el cuento de nunca acabar. A los días de
alivio sucedían otros de alarmante recaída; pero Moreno Rubio estaba
tranquilo y me recetaba dosis de paciencia. Según Raimundo, que en
todo metía su cucharada, las lentitudes de mi restablecimiento eran,
lo mismo que mi enfermedad, una manifestación del estado _adinámico_,
carácter patológico del siglo XIX en las grandes poblaciones. Poca
fuerza febril primero, poca fuerza reparatriz después, debilidad
siempre: tal era mi naturaleza en la enfermedad y en la convalecencia.
Molestábame sobre todo, al recobrar á sorbos la salud, mi lamentable
estado nervioso, la pícara desazón crónica, que apareció con sus
síntomas castizos. ¡Otra vez en mí aquel terror inexplicable, aquel
azoramiento, aquella previsión fatigosa de peligros irremediables! ¡Qué
esfuerzos hacían mi voluntad y mi razón para vencer esta tontería!
«¿Pero á qué tengo yo miedo, á qué? vamos á ver», me decía tratando
de corregirme y aun de avergonzarme como si hablara con un chiquillo.
Nada conseguía con este sermoneo de maestro de escuela. No era la
razón, según el médico, sino la nutrición, la que debía equilibrarme.
No discurriendo, sino digiriendo, debía recobrar yo mi estado normal;
mas el bergante de mi estómago se había declarado en huelga y hacía lo
que le daba su real gana. Casi tanto como aquel indefinible temor me
mortificaba otro fenómeno, una tontería también, pero tontería que me
sacaba de quicio, llevándome al abatimiento, á la desesperación. Era
un pertinaz ruido de oídos que no me dejaba un momento y que resistía
á toda medicación. Dijéronme que era efecto de la quinina; mas yo
no lo creía, pues de muy antiguo había observado en mí aquel zumbar
del cerebro, unas veces á consecuencia de debilitación, otras sin
causa conocida. Es en mí un mal constitutivo que aparece caprichosa y
traidoramente para mi martirio, y que yo juzgaba entonces compensación
de los muchos beneficios que me había concedido el Cielo. En cuanto me
siento atacado de esta desazón insoportable, me entra un desasosiego
tal, que no sé lo que me pasa. En aquella ocasión padecí tanto, que
necesitaba del auxilio de mi dignidad para no llorar. El zumbido no
cesaba un instante, haciendo tristísimas mis horas todas del día y de
la noche. En mi cerebro se anidaba un insecto que batía sus alas sin
descansar un punto, y si algunos ratos parecía más tranquilo, pronto
volvía á su trabajo infame. A veces el rumor formidable crecía hasta
tal punto, que se me figuraba estar junto al mar irritado. Otras veces
era el estridente, insufrible ruido que se arma en un muelle donde
están descargando carriles, vibración monstruosa de las grandes piezas
de acero, en cierto modo semejante al vértigo acústico que produce
en nuestros oídos una racha de Nordeste frío, continuo y penetrante.
Creía librarme de aquel martirio poniéndome un turbante á lo moro y
rodeándome de almohadas; pero cuanto más me tapaba más oía. El insomnio
era la consecuencia de semejante estado, y pasaba unas noches crueles,
oyendo, oyendo sin cesar. Por fin, no eran runrunes de insectos ni ecos
del profundo mar, sino voces humanas, á veces un extraño coro, del cual
nada podía sacar en claro; á veces un solo acento tan limpio, sonoro y
expresivo, que llegaba á producirme alucinación de la realidad.

Excuso decir que en las horas tristes de aquella larga convalecencia
me acompañaban mis amigos y la familia de mi tío. Mi estado débil
habíame llevado á aquel grado de impertinencia en el cual recibimos
de un modo parcial y caprichoso las atenciones de nuestros íntimos;
quiero decir, que no todas las personas que iban á hacerme compañía me
eran igualmente gratas. Sin saber por qué, algunas despertaban en mí
vehementes antipatías que procuraba disimular. Su presencia irritaba
mis males. Ni Camila ni María Juana me hacían maldita gracia, y lo
mismo digo de mi amigo Manolito Peña, cuya suficiencia y desparpajo
me encocoraban. Pero la persona cuya presencia me molestaba más era
Carrillo, el marido de Eloísa. Y no porque él fuese poco amable ó
enfadoso. Al contrario, mostrándose cariñosísimo, atento y grandemente
interesado en mi salud, parecía recomendarse más que ningún otro á mi
benevolencia. Y, sin embargo, yo no le podía sufrir. No era antipatía,
era algo más: era como un respeto cargante. Me cohibía, me azoraba.
Lo mismo era verle entrar, que se agravaban considerablemente los
fenómenos de mi dolencia. Aumentaba el ruido, aquel pavor estúpido, y
el estruendo de mi tímpano crecía de un modo desesperante.

Raimundo y Severiano me entretenían mucho, éste contándome realidades
graciosas, aquél con los juegos malabares de su ingenio. Imitaba á
Martos y á Castelar con tal perfección, que no cabía más. Después nos
contaba con deliciosa ingenuidad los grandes consuelos que obtenía de
la fuerza de su imaginación y de la vida artificial que por este medio
se labraba, contrarrestando así las miserias de la vida afectiva.

--Cada noche --nos decía-- me acuesto pensando en una cosa con tanta
energía, y me caldeo tanto el cerebro, que llego á figurarme que es
verdad lo que pienso. Gracias que me duermo, que si no haría mil
disparates. Anteanoche me acosté pensando que era Presidente del
Consejo de Ministros. A eso de la una ya había resuelto en el Congreso,
charla que te charla, una cuestión grave. Los decretos me salían á
docenas... Y conferencia va, conferencia viene, con el Nuncio, con
el embajador de Francia, con el gobernador, con mis compañeros de
Gabinete... Luego iba á la firma con Su Majestad, mandaba sueltos
á los periódicos, y... Por fin, me dormí cuando estaba hablando
por teléfono con el Ministro de la Guerra para ver de sofocar una
sublevación militar. Anoche me dió por ser director de orquesta del
Teatro Real. Cuando me quitaba la ropa para acostarme, estaban los
oboes comenzando detrás de mí el preludio de _Los Hugonotes_, el gran
_coral_ protestante. A mi izquierda los primeros violines, á mi derecha
los segundos, á un extremo el metal, á otro las arpas... _Ñi, ñi_...
¡Qué bien! En aquel rifi-rafe de la cuerda no se me escapó una nota...
En fin, que dijeron el preludio admirablemente. Luego, al arrebujarme
en las sábanas, tiré del timbre, empezó á subir lento y majestuoso el
telón. Nevers y el coro aparecieron delante de mí... después Raúl,
que, por ser debutante, venía muy turbado. Pusimos gran cuidado en la
romanza... Más tarde, cuando me dormía, ya no era yo el director: yo
era Marcello, y estaba cantando el _pif-paf_... El director era el
señor de Meyerbeer, buena persona, que había resucitado para oirme
cantar...

Y por aquí seguía. ¡Pobre Raimundo!


III

Mi tío me acompañaba poco, porque sus ocupaciones se lo impedían;
pero siempre, al entrar y salir, pasaba á decirme alguna palabra
consoladora. Mi tía Pilar bajaba algunas veces á inspeccionar mi casa y
criados, cuidando de que no me faltase nada. Mas como la pobre señora
estaba muy obesa y bastante torpe de las piernas, sus visitas fueron
menos frecuentes en el período de mi convalecencia, y su hija Eloísa la
sustituía en aquella cariñosa obligación, que tan vivamente agradecía
yo. Aún no había mi prima arreglado su casa y continuaba viviendo en
la de sus padres: érale, pues, fácil vigilar la mía, mantener en ella
el orden y la limpieza y no perder de vista á mis criados. La casa de
un soltero enfermo exige solicitudes y vigilancias extremadas para que
no se convierta en una leonera, y gracias á Eloísa, todo marchó en la
mía con el orden más perfecto. Verdad que mi prima tenía, á mi parecer,
dotes singulares para disponer y arreglar todo lo concerniente á una
casa en las circunstancias difíciles como en las ordinarias. Ella era
quien gobernaba la morada de sus padres. Desde el salón á la cocina,
todo estaba bajo su mando; era, si así puede decirse, el alma de la
casa, la autoridad, el poder ejecutivo, lo mismo en lo referente á la
compra y á los ínfimos detalles de cocina y despensa, que á las más
altas determinaciones de la etiqueta y del mueblaje.

--El día en que yo falte de aquí --me decía--, ya se conocerá mi
ausencia.

La compañía de Eloísa era la más agradable de todas para mí; digo mal,
érame en altísimo grado consoladora. Por las noches, cuando mis amigos
estaban presentes, yo les decía: «me voy á dormir», para que se fueran
y me dejaran solo con la familia, generalmente representada por mi
prima, su madre y el pequeñuelo con el ama. Eloísa me animaba con su
sola presencia, y hablándome seriamente de cualquier asunto trivial
me hacía más feliz que Raimundo con sus agudezas. Gracias también
á su bondad y á su saber doméstico, mi rebelde estómago iba poco á
poco entrando en caja. Valíase ella para esto de esas mañas que sólo
puede usar quien posee secretos culinarios y la suficiente delicadeza
de paladar para entender el caprichoso apetito de un enfermo. Del
principal me enviaban cositas raras, sabrosas y al mismo tiempo sanas,
de cuya invención no era capaz el talento rutinario, aunque sólido,
de mi cocinera. Otras veces las frioleras se condimentaban en mi
propia casa, entre risas y discusiones de cocina. Bastaba que Eloísa
tomase parte en ellas y pusiera sus manos en la obra, para que á mí
me pareciese de perlas, y me gustaba más aún si era ella quien me lo
servía.

Aún me parece estar en aquél mi gabinete bajo, con ventana al paseo.
No me apartaba del sillón colocado junto á los cristales, y cuando no
tenía visitas leía periódicos y novelas. Los ruidos de la calle, lejos
de molestarme, me distraían, apagando en cierto modo la música doliente
de mi propio cerebro. Me agradaba ver pasar cada cinco minutos el
tranvía, siempre de derecha á izquierda, con las plataformas llenas de
gente; me gustaba ver las hojas secas arrancadas de los árboles por el
viento y esparcidas por todo el paseo, barridas luego por los operarios
de la Villa y hacinadas en el hueco de los alcorques. Me acompañaban
los carros que á todas horas pasaban, y el grito de los carreteros,
aquel incomprensible _¡ues... que!_ de extraño acento y significación
desconocida. Me entretenían los simones, la gente dominguera que por
las tardes invadía la acera de enfrente, pollería de ambos sexos,
alquiladores varios de las sillas de hierro. Pasaba ratos buenos
observando el público especial de los puestos de agua; público sobrio,
compuesto de los bebedores más inofensivos, y las tertulias que se
forman en aquellos bancos, colocados á manera de estrado entre los
_evonymus_ del paseo. Observaba también las conjunciones de personas
diversas en las distintas horas del día, la aguadora y el barrendero de
la Villa, el manguero y la beata que sale de la iglesia, el sargento
y el ama de cría, la niñera y el mozo de tienda, y otros grupos de
difícil clasificación. Las fiestas religiosas de San Pascual animaban
por las tardes el paseo. Al mediodía, la comida de los albañiles que
trabajaban en diferentes obras era un pintoresco cuadro. Yo envidiaba
su apetito, y habría dado quizás mi posición por poder comer con ellos,
sentado al sol, aquel cocido de color de canario y aquel racimo de
tintillo aragonés.

Por las noches disminuía el bullicio. Desde las cinco estaba yo
esperando al que enciende los faroles para verle dar luz á los
mecheros, corriendo de uno á otro y tocándolos con un palo. Poco á poco
se iba estrellando el suelo, formando una constelación, cuyo hormigueo
lejano se perdía en la polvorosa soledad del Prado. Los ruidos eran
menos variados que por el día. Cada cinco minutos, trepidación
sorda anunciaba el tranvía, y toda la noche un monólogo de vapor,
con resoplidos de válvula y vértigo de volante, acusaba la máquina
instalada en el Ministerio de la Guerra para producir la luz eléctrica.
Los toques canónicos de las monjas rompían á ciertas horas este
uniforme canto llano de la noche con notas metálicas, claras, frías,
que agujereaban el oído como un estilete de acero. Un pobre hombre que
pregonaba café hasta muy tarde con perezosa y obscura voz, me hacía
pensar en la enormísima diversidad de los destinos humanos.

Mi tía Pilar tenía la bendita costumbre de apoltronarse en un sillón
y quedarse dormida, después de protestar enérgicamente contra la
suposición de que pudiera tener algo de sueño. Eloísa tomaba el
_barbián_ (yo le llamaba así) de manos del ama (la cual se iba adentro
á charlar con Juliana, mi cocinera, y con Ramón, mi ayuda de cámara),
y poniéndomele delante le excitaba á repetir en mi presencia todas
las gracias que sabía. Estas eran muchas. La más mona era estornudar.
Pero cuando se le mandaba hacer el estornudito, no había medio de que
obedeciera. Verdadero artista, no quería quitar al arte su condición
primera, que es la espontaneidad. Por el mismo principio negábase á
saludar con la mano, á repetir los _cinco lobitos_ y la pandereta.
No hacía más que asombrarse de todo, besarme, llenarme de hilos de
saliva, abrazarse á mi cuello, cogerme la nariz, tirarme de la barba y
echar unas carcajadas locas, mostrándome su bocaza encendida, húmeda,
gelatinosa, y sus tumefactas encías, en las cuales empezaban á retoñar
esos huesos que, al decir de un chusco, son como los cuernos, pues
_duelen cuando nacen y después se come con ellos_.


IV

El _barbián_ solía dormirse, y el ama se lo llevaba. Acostábanle á
veces en mi lecho, y lo cubrían con mi tapabocas. Con ser tan pequeño
en la superficie de mi ancha cama, parecía que llenaba la casa, pues
todas las miradas fijábanse con respeto y cariño en aquel bulto que
respiraba. Se le sentía como se siente un reloj, y en el momento de
despertar parecía que iba á dar la hora.

Eloísa me hablaba de sus proyectos, de lo que pensaba hacer en su
nueva casa, de las personas á quienes recibiría, de sus criados, de
sus coches, de su servicio, montado con tanta inteligencia como orden.
Dábame por admirar cuanto decía, fuera lo que fuese, y por buscar
nuevos aspectos al tema de nuestra conversación para ver cómo los
trataba y hasta dónde iban los vuelos de un talento que se me antojaba
superior. Empezando por hablar de una sillería ó del presupuesto de
cocheras, de lo que cuesta una buena planchadora, ó de lo que valen
doce docenas de botellas de Château Laffitte, concluíamos por tratar de
cosas hondas, como política, religión. Eloísa hablaba con sencillez,
sin pretensiones ni aun de buen sentido, pues el buen sentido, cuando
quiere aguzarse mucho, tiene pedanterías tan insufribles como las de
la erudición; expresaba lo que sentía, claro, sincero y con gracia.
Y lo que ella decía parecíame trasunto fiel del sentimiento general;
no chocaba por su originalidad ni por su vulgaridad. Observé que sus
ideas religiosas venían á ser poco más ó menos como las mías, débiles,
tornadizas, convencionales y completamente adaptadas al temperamento
tolerante, á este pacto provisional en que vivimos para poder vivir.
Sobre otros temas mostróme pensamientos más originales, de los cuales
hablaré á su tiempo.

Una noche me pasó una cosa muy rara, digo mal, no fué cosa rara; antes
bien lo considero natural, atendidas las circunstancias. Es el caso que
aquel maldito Raimundo me contaba todos los días un nuevo desenfreno de
su imaginación violentada. Su vida artificial y sonambulesca le ofrecía
á cada momento ratos de soñado placer y aun satisfacciones del amor
propio.

--Mira, chico, anoche me acosté pensando que era alcalde de Madrid, no
un alcaldillo de tres al cuarto, sino un auténtico Barón Haussmann.
Me quité de cuentos. Madrid necesita grandes reformas. Como disponía
de mucha guita, mandé abrir la gran vía de Norte á Sur, que está
reclamando hace tiempo esta apelmazada Villa. ¿Ves lo que se ha hecho
en la calle de Sevilla? Pues lo mismito se hizo en la calle del
Príncipe, es decir, demolición completa de todo el lado de los pares.
Después rompimiento de la misma calle hasta la de Atocha... hasta la
de la Magdalena... Por el otro lado, varié la dirección de la calle
de Sevilla, y enfrente, en la casa donde está el Veloz-Club, hice
otro rompimiento hasta la Red de San Luis. El desnivel es muy poca
cosa... Siguieron luego los derribos: ¡qué nube de polvo!... siete mil
obreros... aire, luz, higiene... En fin, cuando me dormí, ya estaba
abierta la magnífica vía de treinta metros de anchura desde la calle
del Ave-María hasta el Hospicio...

Y cuando no entraba con esta monserga de la urbanización, venía con
otra semejante.

--Mira, chico, anoche me acosté pensando que era yo Sullivan. Venía del
teatro, de verlo representar...

O bien:

--Me acosté pensando que había descubierto la dirección de los globos...

En mi estado de debilidad, nada tenía de extraño que estos ajetreos
de la mente, este vivir imaginativo fuera contagioso; es decir, que se
me pegó la maña de pensar y figurarme cosas y sucesos ideales, si bien
nunca completamente absurdos. Yo no estaba, como el pobre Raimundo,
_trigonométricamente trastrocado_; quiero decir, que mi imaginación no
iba ni con mucho tan lejos como la de mi primo, en quien el imaginar
era una especie de vicio solitario, nacido de la flojera orgánica,
fomentado por la holganza y convertido por la costumbre en imperiosa
necesidad. Las tonterías que yo pensaba, las acciones y fábulas que
forjaba en mi mente, harto parecidas á los argumentos de las novelas
más sosas, aburrirían al que esto lee, si tuviera yo la humorada de
contarlas aquí. Carecían de aquel encanto pintoresco y de aquel viso
de realidad que tenían las volteretas cerebrales de mi primo, atleta
eminente, trabajando sin cesar en el _triple trapecio_ del vacío.

Como una media hora estuve aquella noche hablando con Eloísa. Después
creo que me quedé aletargado en el sillón. Escasa luz había en mi
gabinete, no sé por qué. Paréceme recordar que llevaron la lámpara á
la alcoba, donde estaba el pequeñuelo. Medio dormido oí la voz del ama
y la de Juliana. Eloísa hablaba también, siendo el tono de las tres
como de personas que tenían muchas ganas de reirse. Creí comprender que
estaban mudando la ropa de mi cama, mojada por el _barbián_, y alguna
de ellas le reprendió graciosamente por su falta de respeto al lugar en
que reposaba. A mi lado, una respiración arrastrada y penosa hacíame
comprender que mi tía Pilar estaba más profundamente dormida que yo.

Veía yo la alcoba iluminada y mi cama de nogal, grande como las de
matrimonio; oía las voces de las tres mujeres que se reían quedito
como si me supusieran dormido; luego los rebullicios y cacareos
del chiquillo, protestando contra las malas intenciones que se le
atribuían. Por último, el ama le tapaba la boca con el biberón vivo
y se oían sus chupidos... después silencio profundo. Todo esto se
presentaba á mi mente como la cosa más natural del mundo, sin causarle
ninguna extrañeza, cual si fuera suceso común y rutinario que había
ocurrido el día anterior y que ocurriría también en el venidero.
Del fondo de mi alma salían dos fenómenos espirituales: aprobación
afectuosa de lo que veía, y certidumbre de que lo que pasaba debía
pasar y no podía ser de otra manera. Cada persona estaba en su sitio, y
yo también en el mío.

Un ratito después, creo que me hundí un poco en el sueño. Pero resurgí
pronto viendo á Eloísa que entraba por la puerta de la alcoba. Vestía
de color claro, bata de seda ó no sé qué. Acercábase acompañada de
un rumorcillo muy bonito, de un _tin-tin_ gracioso que me daba en el
corazón, causándome embriaguez de júbilo. Traía en la mano izquierda
una taza de té y en la derecha una cucharilla, con la cual agitaba el
líquido caliente para disolver el azúcar. Ved aquí el origen de tan
linda música. Avanzó, pues, á lo largo de mi gabinete, que estaba,
como he dicho, medio á obscuras, y se acercó á mi persona inclinándose
para ver si dormía... Pues bien: en aquel instante, hallándome
tan despierto como ahora y en el pleno uso de mis facultades, creí
firmemente que Eloísa era mi mujer.

Y no fué tan corto aquel momento. El craso error tardó algún tiempo
en desvanecerse, y la desilusión me hizo lanzar una queja. Eloísa se
reía de mi aturdimiento y de mi torpeza para coger la taza y beber del
contenido de ella. A mí me embargaba el temor de haber dicho alguna
tontería en el medio minuto aquél de mi engaño. Temía que el poder de
la idea hubiera sido bastante grande para mover la lengua, y que ésta,
sin encomendarse á Dios ni al Diablo, hubiera pronunciado dos ó tres
palabras contrarias á todo razonable discurso. Dudaba yo de mi propia
discreción en aquel breve lapso de irresponsabilidad, y me atormentaba
la sospecha de haberme puesto en ridículo ó de haber ofendido á mi
prima en su dignidad, que conceptuaba quisquillosa. Y como la veía
reirse de mí, la preguntaba azorado, al tomar de sus manos la taza:

--¿Pero he dicho algo, he dicho algo?

--¿Pero qué tienes, qué te pasa? Eres como mamá, que se enfada cuando
suponemos que tiene sueño.

--No, no es eso. Háblame con franqueza. ¿He dicho algún disparate?...
Es que, la verdad, temo haber dicho alguna majadería, alguna estupidez
hace un momento, cuando...

--No has hecho más que dar un suspiro tan grande que... (¡cómo
se reía!) tan grande que creí caerme de espaldas. En cuanto á la
majadería, no dudo que la habrás pensado; pero ten por cierto que no la
has dicho.


V

A la noche siguiente fué también Camila y cantó, para entretenerme,
peteneras, malagueñas, la canción de la bata, y, por último, trozos de
ópera. Todo lo desempeñaba á la perfección, con gracia inimitable en
la música nacional, con patético acento en la dramática. Su voz era
bonita y robusta. Con igual maestría tocaba el piano y la guitarra.
Del mango de ésta colgaba espesa moña de cintas rojas y amarillas que
parecía un trofeo, la melena del león de España convertida en emblema
de la dulzura indolente de nuestros cantos populares. La figura morena,
esbelta y gitanesca de Camila era digna de ser pintada en aquella facha
de cantadora, con estremecimientos epilépticos, ojos en blanco, gemidos
de placer que duele, y mil visajes y donaires en su boca grande,
fresca y sin vergüenza. En el piano (un media-cola de Pleyel con caja
de palisandro y meple), Camila sabía tomar luego la actitud elegante
y sentimental de una concertista inglesa, hasta el momento en que,
rompiendo la etiqueta y dejándose llevar de su natural bullanguero,
empezaba á hacer los mayores desatinos y á mezclar lo clásico con lo
flamenco. Mi pobre piano la obedecía estremecido, y ella, más loca á
cada instante, hería las teclas como una furia, sacando del instrumento
expresiones de ternura profunda ó carcajadas picantes. Su marido la
contemplaba embobado, y era como el director del concierto. No quería
que ninguna habilidad de su mujer fuese desconocida, y sin dejarla
descansar decía: «Ahora, Camililla, tócanos el _Testamento_, el _Vorrei
morir_ de Tosti, los _couplets_ de _Bocaccio_ y del _Petit Duc_.» Todos
los presentes estaban admirados y entretenidísimos; pero yo, aunque
en mi obsequio se hacían tales gracias, me aburría, me aburría sin
poderlo manifestar. No se me ocultaba el mérito de Camila, y agradecía
mucho su buena intención. Mas aplaudiéndola sin cesar, deseaba con toda
mi alma que se callara y se fuera á su casa. Sus amables aptitudes
no me la hacían simpática. Aquel descaro con que besaba en presencia
nuestra al feo, al gaznápiro de Constantino, me atacaba los nervios.
Cuando se ponía á jugar á la _besigue_ con Carrillo y con mi tía Pilar
y Severiano, armaba unos líos, enredaba de tal modo el juego y hacía
tales trampas, que ninguno de los cuatro se entendía. Era esto motivo
de diversión para todos, menos para mí, pues tanta informalidad me
enfadaba lo que no es decible. Casi prefería oirla tocar y cantar,
aunque me molestara. Realmente el principal fastidio para mí era tener
que aclamar y palmotear á la artista á cada momento, mientras hacía
votos en mi interior por que se fuera con su música á otra parte. Era
que mi espíritu estaba en una situación muy particular, y la música
lo chapuzaba en un mar de tristezas. Más me alegraba el _tin-tin_ de
Eloísa, la cucharilla de plata cantando en la taza de té, que cuantas
maravillas hacía su hermana con el gran Beethoven crucificado sobre el
atril.

A última hora, cuando las mujeres se retiraban con sus respectivos
esposos, entraba mi tío. Dábame un ratito de tertulia en mi alcoba,
cuando ya me entregaba yo al brazo secular de Ramón, mi ayuda de
cámara. Principiaba por decirme dónde había comido, lo que se había
hablado... Cánovas había dicho tal ó cual frase ingeniosa, afilada como
una navaja de afeitar... Pero en lo que don Rafael Bueno de Guzmán
tenía particular empeño por aquellos días, poniendo en ello todos los
recursos persuasivos de su locuacidad inagotable, era en informarme
de la famosa conversión de nuestra Deuda. Por Enero del 82 me daba
unos solos que me partían. Al fin teníamos un ministro de Hacienda
de pensamientos altos; al fin había planes verdaderos y profundos en
la casa de la calle de Alcalá; al fin iba á pasar á la historia la
multiplicidad laberíntica de nuestros valores. Y con prolijos detalles
me enteraba mi tío de aquellos asuntos, que no dejaban de interesarme
por mi afición á los negocios. La turbamulta de papeles diversos
llamados Obligaciones del Banco y Tesoro, de Aduanas, Bonos, Resguardos
al portador de la Caja de Depósitos, Acciones de carreteras, Títulos
del 2 por 100 amortizable, Deuda del personal, se estaban convirtiendo
en un 4 por 100 amortizable en cuarenta años por sorteos trimestrales,
y emitido al tipo de 85. Se habían ya fijado las bases, entre el
ministro y los comisionados de las Deudas, para el arreglo de los otros
valores. El 3 por 100 y los _Ferros_ se convertirían en un 4 por 100
Perpetuo. El tipo de emisión del primero sería de 43,75, y el de los
segundos de 87,50, y los nuevos títulos saldrían al mercado en Mayo.
Jamás en un cerebro de ministro español se engendró y realizó proyecto
tan vasto... Las _Cubas_ no se convertían... ¡Ah! Si quería yo emplear
en acciones del Banco de España el dinero que tenía en papel inglés
sin más producto que un escuálido 2 por 100, bien podía apresurarme,
pues las acciones andaban alrededor de 495. Mi tío creía firmemente
que se plantarían en 500, tipo del cual no era fácil que pasaran... Yo
oía estas cosas con bastante interés al principio; mas tanta charla,
exacerbando al fin el ruido de mis oídos, producíame aturdimiento y
unas ganas vivísimas de que el buen señor se retirara. Dejábame al
fin medio dormido, delirando en cosas de amor y proyectos bursátiles,
viendo cómo los viejos _Ferros_ y las Obligaciones de Aduanas se
despedían del mundo financiero, con lágrimas y jipidos, antes de ser
absorbidos por los novísimos títulos; viendo al veterano y decrépito
Consolidado espirar sobre un lecho de números, para dar vida, de sus
cenizas, al flamante 4 Perpetuo. Los Bonos del Tesoro protestaban de
aquella muerte airada, y amenazaban al Sr. Camacho con una pistola
cargada de cupones. Las acciones del Banco de España se paseaban
orgullosas, diciendo á todo el que las quisiera oir que ellas treparían
á 500, á 600, ¡á 1000...! La idea de que subían y subían siempre no
me abandonaba en toda la noche. Yo les tiraba de los pies para que no
subieran tanto.



V

Hablo de otra dolencia peor que la pasada y de la pobre Kitty.


I

Mi enfermedad había empezado en Noviembre, cuando los alcarreños,
vestidos de paño pardo, pregonaban por Madrid _buena castaña, buena
nuez_. No estuve en situación de salir de casa hasta los días
precursores de la Pascua, cuando el mazapán atarugaba las tiendas y
andaban ya los niños tocando tambores por las calles. Navidad, la
familiar, alegre y cristiana fiesta, se acercaba. Pasé buenos ratos
discurriendo los regalos que haría. Hice tantos, que sólo en dulces y
vinos gasté un dineral. Yo quería que todos participasen de la dicha
de mi restablecimiento, y la mejor manera de conseguirlo era hacer
emisarios de mi buena nueva á los respetables pavos, enviándolos á
todas partes para que los sacrificaran en honor mío. María Juana nos
dió una excelente cena en la noche del 25. Eramos unos quince, todos
de la familia de Bueno de Guzmán y de Medina. Los dueños de la casa
estuvieron muy amables conmigo, prodigándome los cuidados que mi
endeble estómago exigía. Todo lo que sirvieron parecióme excelente;
pero Eloísa, que era un tanto criticona, me habló en confianza al día
siguiente de la _abundancia ordinaria_ que reinaba en la mesa y de
las maneras excesivamente campechanas de Cristóbal Medina, en quien
ella no podía menos de ver el tipo de castellano viejo que puso Larra
en uno de sus admirables artículos de costumbres. Nada ocurrió en la
cena digno de contarse, como no sea que Carrillo se puso malo y tuvo
su mujer que llevársele á casa antes de concluir. Venía padeciendo el
infeliz de una enfermedad no bien diagnosticada por los médicos. Debía
de ser alguna perturbación nutritiva, algo como albuminuria, diabetes ó
cosa tal. Sufría horribles cólicos nefríticos. Al día siguiente, cuando
fuí á verle, ya estaba mejor, y me dió un solo de política sobre la
feliz aproximación de la democracia á la monarquía, cosa que en verdad,
como otras muchas de este jaez, me tenían á mí sin cuidado. Carrillo
parecía vivir en cuerpo y alma para fin tan glorioso; había entrado
en relaciones estrechas con diferentes hombres políticos de medianas
vitolas, y probablemente sería senador muy pronto. Gustaba de trabajar
y de leer autores ingleses, traducidos al francés, porque era de los
que se entusiasman con las instituciones británicas, creyendo que las
vamos á imitar de sopetón y á implantarlas aquí en menos que canta un
gallo.

Eloísa, en confianza, me había manifestado cierto disgusto pocos días
antes, porque lo primerito que se le había ocurrido á su marido, al
tener dinero, era contribuir á la fundación de un periodicazo que iba
á salir pronto. ¿No era esto una tontería? Las cosas que Carrillo me
hablaba, su manía anglo-política, la creación del diario destinado
á casamentar la Democracia con el Trono y fundir en el molde de las
ideas lo tradicional y lo revolucionario, hiciéronme comprender que
tenía ambición. Confieso que lo sentí. Parece que la ambición implica
facultades, y siempre que Pepe me manifestaba tenerlas, bien por su
conversación, bien por sus acciones, yo me entristecía. Habría deseado
que aquel hombre careciese de mérito. Y, sin embargo, este anhelo mío
era defraudado á cada instante, porque el marido de Eloísa me revelaba
un día y otro, al mostrarme sus pensamientos, calidades que yo no creía
tener. Cuando hablaba de asuntos políticos; cuando diagnosticaba las
lepras de nuestra Nación, y los remedios (ingleses se entiende) que
á gritos pide nuestra sociedad política, hallábale yo tan elocuente,
tan razonable, tan talentudo, que me llenaba de tristeza. ¿Valía ó no
valía? Severiano sostenía que no. Yo, triste, me figuraba que sí. En mi
mente le daba valor, sólo por el hecho de envidiarle, y razonaba así:
«Es imposible que el dueño de Eloísa haya llegado á la posesión de ella
sin merecerla.»

Yo... ¿para qué andar con rodeos? válgame mi sinceridad... yo estaba
enamorado de mi prima. Entróme aquella desazón del espíritu, aquella
enfermedad terrible, no sé cómo, por su belleza, por su gracia, por mi
flaqueza; ello es que me atacó de firme, embargándome de tal modo, que
no me dejaba vivir. Se apoderó de mis sentidos, de mi espíritu y de
mis pensamientos con fuerza irresistible. No había razón ni voluntad
contra mal tan grande. Lo hacían doblemente grave lo criminal del
objeto y lo divino del origen. Diré las cosas claras, así es mejor.
Aquella prima mía me gustaba tanto, tanto, que por el simple hecho de
gustarme extraordinariamente la consideraba mía. El ser de otro era
un desafuero, una equivocación de los hombres, nacida de una trastada
del tiempo. ¿Por qué no vine yo á Madrid dos años antes? ¿Por qué no
se podía deshacer lo hecho atropellada y neciamente? Con este modo de
razonar cohonestaba yo mi criminal inclinación, apoyándola en el fuero
de la Naturaleza y dando de lado á las leyes sociales y eclesiásticas.

Desde que el diente aquél invisible empezó á roerme las entrañas, el
objeto principal de mis cavilaciones era el siguiente: «¿Valía Carrillo
más que yo? ¿Valía yo más que él?» Para mayor desgracia mía, cuando,
movido de un cierto espíritu de reparación, le consideraba yo adornado
de grandes méritos, y por ende superior á mí por los cuatro costados,
los demás se inclinaban á la opinión contraria; de lo que resultaba que
enalteciendo mi bondad, estimulaban mi maldad. ¡Qué espantosa confusión!

Y debo decirlo sin inmodestia. La opinión de la familia era unánime
en favor mío. La misma Eloísa, hablando conmigo una noche, me había
llenado el alma de fatuidad. Medio en serio, medio en burla, tratábamos
del carácter de diversas personas, y el mío no se quedó en el tintero.
Parecía que había un empeño particular en acribillarme con chanzas
inocentes. Por fin, en un tonillo de broma, de esa broma que es la
quinta esencia de la seriedad, Eloísa me dijo:

--Pues mira, si hubiera en casa una hermana soltera, te la
endosaríamos... no tendrías más remedio que cargar con ella.

Mi tía Pilar, sin faltar á la discreción, me había hecho comprender
varias veces, hablando conmigo de asuntos de familia, que el casamiento
de su hija con Carrillo había sido una precipitación, uno de esos
desaciertos que no se explican. La herencia era una mezquindad, y
Eloísa merecía más. Mi tío había sido, como se recordará, algo más
explícito, y echaba la culpa de tal precipitación á su mujer. En
resumen: la opinión más favorable á Carrillo en aquella casa era
siempre la mía.

Lo que no estorbaba que yo estuviese prendado de mi prima con una
vehemencia romántica, con una ilusión de mozalbete y de principiante
que decía mal con mis treinta y siete años. Yo pensaba lo que es de
cajón pensar en tales casos, es decir, que ella y yo éramos el uno
para el otro; que habíamos nacido para unirnos, para ser dos piezas
inseparables de un solo instrumento, y que la disgregación fatal en que
vivíamos era uno de los mayores absurdos del Universo, un tropiezo en
la marcha de la sociedad. Y al mismo tiempo que esto pensaba, la idea
de tener relaciones ilícitas con ella me causaba pena, porque de este
modo habría descendido del trono de nubes en que mi loca imaginación la
ponía. Si yo hubiera manifestado estos escrúpulos á cualquiera de mis
amigos, á Severiano Rodríguez, por ejemplo, se habría estado riendo de
mí dos semanas seguidas, pues no merecía otra cosa un quijotismo tan
contrario á mi época y al medio ambiente en que vivíamos. Mi ilusión
era vivir con ella en vida regular, legal y religiosa. De otra manera,
tanto ella como yo valdríamos menos de lo que valíamos. Por esto se
verá que yo tenía buenas ideas, ó lo que es lo mismo, que yo era moral
en principio. Serlo de hecho es lo difícil, que teóricamente todos lo
somos.

Este quijotismo, esta moral de catecismo había sido uno de los
principales ornatos de mi juventud, cuando la vida serena, regular,
pacífica, no me había presentado ocasiones de desplegar mis energías
iniciales propias. Yo era, pues, como un soldado que ha estado
sirviendo mucho tiempo sin ver jamás un campo de batalla, y para quien
el valor es aún fórmula consignada en la hoja de servicios, persuasión
vaga de la dignidad, no comprobada aún por los hechos. Por fin, cuando
menos lo pensaba, el humo de la batalla me envolvía. Pronto se vería
quién era yo y cuál era el valor de mi valor, ó dejando á un lado el
símil, qué realidad tenían mis convicciones.

Para mejor inteligencia de estas páginas, dictadas por la sinceridad,
quiero referir ciertos antecedentes de mi persona. Alguno de los que
esto leen los habrá echado de menos, y no quiero que se diga que no
me manifiesto de cuerpo entero, tal cual soy en todas mis partes y
tiempos.


II

Nací en Cádiz. Mi madre era inglesa católica, perteneciente á una de
esas familias anglo-malagueñas, tan conocidas en el comercio de vinos,
de pasas, y en la importación de hilados y de hierros. El apellido de
mi madre había sido una de las primeras firmas de Gibraltar, plaza
inglesa con tierra y luz españolas, donde se hermanan y confunden,
aunque parezca imposible, el cecear andaluz y los chicheos de la
pronunciación inglesa. Pasé mi niñez en un colegio de Gibraltar
dirigido por el obispo católico. Después me llevaron á otro en las
inmediaciones de Londres. Cuando vine á España, á los quince años,
tuve que aprender el castellano, que había olvidado completamente.
Más tarde volví á Inglaterra con mi madre, y viví con la familia de
ésta en un sitio muy ameno que llaman Forest Hill, á poca distancia
de Sydenham y del Palacio de Cristal. La familia de mi madre era muy
rigorista. A donde quiera que volvía yo los ojos, lo mismo dentro de
la casa que en nuestras relaciones, no hallaba más que ejemplos de
intachable rectitud, la _propiedad_ más pura en todas las acciones,
la regularidad, la urbanidad y las buenas formas casi erigidas en
religión. El que no conozca la vida inglesa apenas entenderá esto.
Murió mi buena madre cuando yo tenía veinticinco años, y entonces me
vine á Jerez, donde estaba establecido mi padre.

Era yo, pues, intachable en cuanto á principios. Los ejemplos que había
visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los
escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo,
cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las
costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto
mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que
era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada
por hipocresía.

Mi padre era un hombre de pasiones caprichosas, todo sinceridad,
indiscreto á veces, de genio vivísimo y bastante opuesto á lo que él
llamaba los _remilgos británicos_. Se reía de las perífrasis de la
conversación inglesa, y hacía alarde de soltar las franquezas crudas
del idioma español en medio de una tertulia de gente de Albión. A veces
sus palabras eran como un petardo, y las señoras salían despavoridas.
Al poco tiempo de vivir con él, noté que sus costumbres distaban mucho
de acomodarse á mis principios. Mi padre tenía una querida en la propia
vivienda. Un año después tenía tres: una en casa, otra en la ciudad
y la tercera en Cádiz, á donde iba dos veces por semana. Debo decir
que en vida de mi madre había sido muy hábil y decoroso mi padre en
sus trapicheos, y por esta razón los disgustos que dió á su señora no
fueron extremados.

Sin faltarle al respeto, emprendí una campaña contra aquellos
desafueros paternos. Si no logré todo lo que pretendía, al menos
conseguí que rindiera culto á las apariencias. La mujer que vivía en
casa se trasladó á otra parte. Esto era un principio de reforma. Lo
demás lo trajeron la vejez del delincuente y su invalidez para la
galantería. En tanto yo daba viajes á Inglaterra, haciendo allí vida
de soltero por espacio de tres ó cuatro meses. Sólo dos veces por
semana iba á comer á Forest Hill, donde seguían viviendo las hermanas y
sobrinas de mi madre, y el resto del tiempo lo pasaba bonitamente entre
los amigos que tenía en la City y en el West. Me alojaba en Langham
Hotel y pasaba los días y las noches muy entretenido. Frecuentaba la
sociedad ligera sin abandonar la regular, y al volver á mi patria,
notaba en mí síntomas de decadencia física que me alarmaban. Puesto que
mis ideas eran siempre buenas, hacía propósito firme de practicarlas
fundando una familia y volviendo la hoja á aquella soltería estéril,
infructuosa y malsana.

Cuando mi padre se retiró de los negocios, dejando todo á mi cargo, mis
viajes á Inglaterra fueron menos frecuentes y muy breves. En quince
días ó veinte entraba por Dover y salía por Liverpool ó viceversa.
Murió repentinamente mi padre cuando ya empezaba á curarse de sus
funestas manías mujeriegas, y entonces, falto de todo calor en Jerez,
sin familia, con pocos amigos, y viendo también que entraba en un
período de gran decadencia el tráfico de vinos, realicé, como he dicho
al principio, y me establecí en Madrid.

Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para
lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por
cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de
raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica
por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y á la sazón
era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además
recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase
mi novia Catalina. Le decían _Kitty_. Habíase criado en Inglaterra,
con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras
distinguidísimas. Prendéme de ella rápida y calurosamente un día en
que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó á comer su padre. Su
belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical
que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se
congratulaban de nuestra unión...

¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre
de una breve excursión á Londres, la encontré muy desmejorada. La
pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia
disimulaban sin curarlo. Octubre la vió decaer día por día. Noviembre
la llamaba á la fría tierra con susurro de hojas caídas y secas. Yo iba
todas las semanas á Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba,
porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama
alarmante. Corrí á Cádiz; el vapor había salido; fleté uno, y cuando
me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa salióme al
encuentro en Puerta de Mar, y echándome su brazo por encima del hombro,
me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera á Gibraltar.
Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y
marmórea, su mirar triste apagado para siempre. Mi dolor fué inmenso.
Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos
que me enloquecieron. El tiempo me fué curando con la pausada sucesión
de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando
vine á Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia, que truncó
mis soberbios planes domésticos, dió á mi vida giros inesperados y á mi
conciencia direcciones nuevas.

Eloísa no se parecía nada á Kitty. La pobre inglesa difunta era
graciosa, modesta, descolorida, de voz tenue y ojos claros que
revelaban ingenuidad y delicadeza; mi prima era arrogante, hermosa,
tenía coloración enérgica en la tez y el cabello, y sus ojos quemaban.
No obstante esta radical diferencia, yo había dado en creer que el alma
de Kitty se había colado en el cuerpo de Eloísa y se asomaba á los ojos
de ésta para mirarme. ¡Qué simpleza la mía! Era esto quizás una nueva
manifestación de las manías de nuestra raza, tan bien monografiadas por
mi tío, porque bien me sabía yo que las almas no juegan á la gallina
ciega, y mis ideas respecto á la transmigración eran tan juiciosas como
las de cualquier contemporáneo. Pero no lo podía remediar. Echaba la
vista sobre Eloísa y veía en sus ojos el cariño apacible y confiado de
Kitty. Era ella, la mismísima, reencarnada, como las diosas á quien
los antiguos suponían persiguiendo un fin humano entre los mortales;
y asomada á la expresión de aquel semblante y de aquellos ojos, me
decía: «Aquí estoy otra vez: soy yo, tu pobrecita Kítty. Pero ahora
tampoco me tendrás. Antes te lo vedó la muerte; ahora la ley.»



VI

Las cuatro paredes de Eloísa.


I

De tal modo se fijaron en mi mente los peligros de aquella inclinación,
que pensé en marcharme de Madrid. Es lo que se le ocurre á cualquiera
en casos como aquél. ¡Pero una cosa tan lógica y razonable era tan
difícil de ejecutar!... ¿Cuándo me iba? ¿Mañana, la semana que
entra, el mes próximo? En mi pensamiento estaba acordada la partida
con esa seguridad pedantesca que tiene todo lo que se acuerda... en
principio. Tal determinación era prueba admirable de las energías de
mi conciencia. Pero faltaba un detalle, el cuándo, y este detalle era
el que me hacía cosquillas en el cerebro, no dejándose coger. Se me
escapaba, se me deslizaba, como un reptil de piel viscosa resbala entre
los dedos.

La cosa no era tan baladí. Levantar casa; deshacer aquel hermoso
domicilio que representaba tantos quebraderos de cabeza, tanto dinero
y los puros goces de las compras pagadas... ¿Y á dónde demonios me
iba? ¿A Jerez? La situación comercial y agraria de aquel país era muy
alarmante. Bueno estaría que me cogieran los de la _Mano negra_ y me
degollaran. ¿A Londres? Sólo el recuerdo de las nieblas y de aquel sol
como una oblea amarilla, me causaba tristeza y escalofríos... Nada: la
necesidad de huir de Madrid era tan imperiosa, estaba tan claramente
indicada por la moral, por las conveniencias sociales, que poquito á
poco, sin darme cuenta de ello, fuí tomando la heróica resolución de
quedarme. Aquí de mis sofismas. Era una cobardía huir del peligro; se
me presentaba la ocasión de vencer ó morir. O yo tenía principios ó no
los tenía.

Diferentes veces había contado á mi prima lo de Kitty, y cada vez
lo hacía en términos más patéticos y recargando el cuadro todo lo
posible. Un día de Enero que paseábamos á pie por el Retiro con
Carrillo, una tía de éste y Raimundo, dije á Eloísa (en un rato que
nos adelantamos como unos cuarenta pasos) que por motivos reservados
había pensado marcharme de Madrid. A lo que respondió ella con risas y
burlas, diciendo que lo de la marcha ó era locura romántica ó santidad
hipócrita. Otra tarde, en su casa, hablábamos de tristezas mías, y
sin saber cómo se me vinieron á la boca sinceridades que la hicieron
palidecer. Ella me dijo que alguien me tenía trastornado el seso, y
entonces, quitándome de cuentos, respondíle que quien me trastornaba
el seso era ella... Tomándolo á broma, trajo al _barbián_ y se puso á
saltarle delante de mí y á decirle: «llámale tonto, llámale majadero.»
Con sus risas inocentes creo que me lo llamaba.

Seguía viviendo mi prima en la casa de sus padres; pues aunque estaban
casi terminadas las reformas de la suya, como habían derribado
tabiques y hecho obra de albañilería, temía la humedad. Diariamente iba
á inspeccionar la obra, acompañada de su madre ó de Camila. Usaba para
esta excursión el hermoso _landó_ de cinco luces que había adquirido;
mas algunas tardes, para no privar á Carrillo del paseo que daba por el
Retiro y Atocha, le prestaba yo mi berlina.

La casa en que había vivido y muerto Angelita Caballero era grandísima,
tristona y estaba enclavada en un barrio mísero y antipático. Su
aspecto exterior era muy feo; pero interiormente revelaba ya el
soberano arreglo de su nueva dueña. Contóme Eloísa que lo primero
que tuvo que hacer fué despejar el terreno, deshacerse de aquellas
horribles sillerías _botón de oro_, y esconder los _biscuits_ y los
_entredoses_ de bazar y las arañas de pedacitos de vidrio donde nadie
los viera. Porque la tal Angelita era notable por la perversidad de su
gusto. Fuera de un buen vargueño y de un Cristo de bronce, no tenía en
su casa ninguna antigüedad notable: todo el ajuar era moderno, de la
época del 40 al 60, y se componía de artículos de exportación francesa
de la peor calidad. «Calcula --me dijo Eloísa-- si habrá sido difícil
el despejo.» La transformación del palacio era en verdad grandiosa.
Sorprendióme ver en su gabinete dos países de un artista que acostumbra
cobrar bien sus obras. En el salón ví además un cuadrito de Palmaroli;
una acuarela de Morelli, preciosísima; un cardenal, de Villegas,
también hermoso, y en el tocador de mi prima había tres lienzos que me
parecieron de subidísimo precio: una cabeza inglesa, de De Nittis;
otra holandesa, de Román Ribera, y una graciosa vista de azoteas
granadinas, de Martín Rico. Pregunté á Eloísa cuánto le había costado
aquel principio de museo, y díjome en tono vacilante que muy poco, por
haber adquirido los cuadros en la almoneda de un hotel que acababa de
desmoronarse.

Cada día que visitábamos la casa, hallaba yo algo nuevo y de valor. En
la antesala ví dos enormes vasos japoneses de _Imaris_, hermosísimos,
los mejores que había visto en mi vida. Las parejas de platos _Hissen_
y _Kiotto_ no valían menos. Ví también tapices franceses, imitación de
gobelinos viejos, que debían haber costado bastante. Dos _terracottas_,
firmadas la una Maubach y la otra Carpeaux, acabaron de pasmarme.
Bronces parisienses no faltaban, ni esos muebles ingleses de capricho
que sirven para hacer exhibición de preciosas chucherías, y que tienen
algo de los antiguos chineros y de los modernos aparadores. Eloísa
gozaba con mi sorpresa y con mis alabanzas tanto como con la posesión
de aquellas preciosidades. Júbilo vanidoso animaba su semblante; sus
ojos brillaban; entrábale inquietud espasmódica, y su charlar rápido,
sus observaciones, los términos atropellados con que encomiaba todo,
señalándolo á mi admiración, decíanme bien claro el dominio que tales
cosas tenían en su alma. Poníase al cabo tan nerviosa, que creía
sentir amenazas de la diátesis de familia en el cosquilleo de garganta
producido por la interposición imaginaria de una pluma. Tragando mucha
saliva, procuraba serenarse.

Solos ella y yo, mientras su mamá ordenaba en el comedor los montones
de manteles y servilletas aún sin estrenar, recorríamos el salón
primero, el segundo, la sala grande, los dos gabinetes, el tocador, la
alcoba, el despacho, el cuarto del niño y todas las piezas de la casa.
Aquí, colgándose de mi brazo, me detenía cuando no quería que fuese tan
á prisa, y me incitaba con cierto tono de queja á ver las cosas más
atentamente. Allí me empujaba atrayéndome hacia un objeto obscurecido
entre las vitrinas. En otra parte me oprimía el cuello suavemente para
que me inclinara y pudiera mirar de cerca un cuadrito de estilo muy
concluído. A veces su alegría se expresaba humorísticamente. Estaba yo
contemplando un delicado estantillo japonés, de esos que no parecen
hechos por manos de hombres, y ella, repentina y graciosamente, sacaba
su pañuelo y me lo pasaba por la boca.

--¿Qué? --decía yo, sorprendido de este movimiento.

--Es que se te cae la baba.

Al fin, cansados de andar, nos sentábamos.

--Una casa bien puesta --me decía-- es para mí la mayor delicia del
mundo. Siempre tuve el mismo gusto. Cuando era chiquitina, más que las
muñecas, me gustaban los muebles de muñecas. Si alguna vez los tenía,
me entraba fiebre por las noches, pensando en cómo los había de colocar
al día siguiente. Todavía no era yo polla, y me atontaba delante de
los escaparates de Baudevin y de Prevost. Cuando íbamos á paseo con
papá y pasábamos por allí, me pegaba al cristal, y como se empañaba
con mi aliento, habías de verme limpiándolo con el pañuelo para poder
mirar. Papá tenía que tirarme del brazo y llevarme á la fuerza. Gracias
á Dios, hoy puedo proporcionarme algunas satisfacciones, que de niña
me parecían realizables, porque sí... yo soñaba que sería muy rica y
que tendría una casa como la que ves, mejor aún, mucho mejor... Pero
no vayas á creerte, en medio de estas satisfacciones soy razonable.
Dios ha querido que antes de ser rica fuese pobre, y esto me ha
valido de mucho; he aprendido á contener los deseos, á estirar los
cuartitos y á defenderlos contra esta pícara imaginación, que es la
que se entusiasma. Sí, hay que tener mucho cuidado con esto... Porque
yo lo he dicho siempre: el infierno está empedrado de entusiasmos...
¡Qué lástima no poseer muchísimos millones para comprar todo lo que
me gusta! Se ha dado el caso de tener, durante tres ó cuatro días, el
pensamiento fijo, clavado en un par de vasos japoneses ó un medallón
_Capo di Monte_, y sentir dentro de mí una verdadera batalla por si lo
compraba ó no lo compraba... Gracias á Dios, he sabido refrenarme, ir
despacito, hacer muchos números, y decir al fin: «no, no más; bastante
tengo ya...» Los números son la mejor agua bendita para exorcisar estas
tentaciones; convéncete... Yo sumaba, restaba y... vencía. No vayas á
figurarte: también he pasado malos ratos. Después de comprar en casa
de Bach un bronce, veía otro en casa de Eguía que me gustaba más...
¡Qué marimorena entonces en mi cabeza! ¿Lo compro también? Sí... no...
sí otra vez... pues no... que dale, que torna, que vira. Nada, hijo,
que he tenido que vencerme. A poco más me doy disciplinazos. Por las
noches me acostaba pensando en la soberbia pieza. ¿Qué crees? he
pasado noches crueles, delirando con un tapiz chino, con un cofrecito
de bronce esmaltado, con una colección de mayólicas... Pero me decía
yo: «Todas las cosas han de tener un límite. Pues bueno fuera que... Me
conformo con lo que poseo, que es bonito, variado, elegante, rico hasta
cierto punto.» ¿No es verdad? ¿No crees lo mismo?

Díjele que su casa era preciosa; que debía detenerse allí y no aspirar
á más, pues si se dejaba llevar del fanatismo de las compras, podría
comprometer su fortuna y quedarse por puertas. En números tenía yo
mucha más experiencia que ella, y la imaginación no me engañaba jamás,
mixtificándome el valor de las cifras.

--Yo te dirigiré --añadí--. Prométeme no entrar en una tienda sin
previa consulta conmigo, y marcharás bien.

Eloísa se entusiasmó con esto, dió palmadas, hizo mil monerías, y entre
ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban
ciertas extravagancias del espíritu.

--Porque verás --me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como
quien se pone en oración--, yo sé contenerme, sé consolarme cuando
esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes
lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta: la imaginación.
Nada, que cuando me siento tocada, dejo á esa loca que salte y brinque
todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba
por hacerme ver todo lo que poseo como superior, muy superior á lo
que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que
es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto
pensando que soy la señora de Rothschild. Vas á ver... ¿Tengo un
cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo
llego á persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz
de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído á las
colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio
Palissy... ¿Tal mueble? Me lo hizo el señor de Berruguete. Y así me voy
engañando, así me voy entreteniendo, así voy narcotizando el vicio...
el vicio, sí: ¿para qué darle otro nombre?


II

Yo me reí; pero en mi interior estaba triste. Quince años de trabajo
en un escritorio me habían dado la costumbre de apreciar fácilmente
las cantidades, y con esta experiencia y mi saber del precio de las
cosas, pude hacer una cuenta mental. Los señores de Carrillo se habían
gastado en poner casa la cuarta parte y quizás el tercio de lo que
habían heredado. Tal desproporción debía traer sus consecuencias más ó
menos tarde. Amonesté segunda vez á Eloísa, quien se mostró asombrada
primero, ensimismada después, y me prometió ser, en lo sucesivo, no ya
económica, sino cicatera... «Vas á ver...»

Carrillo fué á buscarnos al volver de su paseo. Antes de ir á casa
hicimos escala en la tienda de Eguía, donde Pepe tenía en trato un
busto de Shakespeare para su despacho. ¡Qué lástima no encontrar el
de Macaulay! Pero éste, por más que lo buscó afanosamente, en ninguna
parte lo había. Su apetito anglo-parlamentario no pudo saciarse sino
con un velador muy cursi, maqueado, chillón, que ostentaba la vista del
palacio y puente de Westminster. Eloísa me indicó, cuando recorríamos
la tienda, que había hecho juramento de no entrar más allí, porque se
le iba la cabeza. Vimos muchos objetos de mérito y alto precio.

--Hay aquí una cosa --me dijo después mi prima en voz baja, tapándose
la boca con el manguito-- que la semana pasada me produjo dos noches
de fiebre, con escalofríos, amargor de boca, calambres, cefalalgia y
cuantos males nerviosos te puedes figurar. No era pluma lo que yo tenía
en mi garganta, sino un palomar entero y verdadero.

Señalaba con la mano y el manguito á uno de los extremos de la tienda.
Carrillo y su suegra examinaban una vajilla. Yo miré.

--No mires, no mires. Esto trastorna, esto deslumbra, esto ciega. No
es para nosotros. Este señor Eguía se ha figurado que aquí hay lores
ingleses y trae cosas que no venderá nunca.

Era un espejo horizontal, biselado, grande como de metro y medio, con
soberbio marco de porcelana barroca imitando grupos y trenzado de
flores que eran una maravilla. Quedéme absorto contemplando obra tan
bella, digna de que la describiera Calderón de la Barca. Las flores,
interpretadas decorativamente, eran más hermosas que si fuesen copia de
la realidad. Había capullos que concluían en ángeles; ninfas que salían
de los tallos, perdiendo sus brazos en retorceduras de mariscos;
ramilletes que se confundían con los crustáceos, y corolas que acababan
en rejos de pulpo. En el color dominaban los esmaltes metálicos de rosa
y verde nacarino, multiplicándose en los declivios del puro cristal.
Hacían juego con esta soberana pieza dos candelabros que eran los
monstruos más arrogantes, más hermosos que se podían ver; grifos que
parecían producto de la flora animalizada, pues tenían uñas y guedejas
como pistilos de oro, enroscadas lenguas de plata. Un reloj...

--Vamos --ordenó Eloísa impaciente, desconcertada, sin dejarme acabar
de ver aquello.

Y agarrando el brazo de su marido, se lo llevó hacia el coche, diciendo:

--¿Has tomado el _Séspir_?...

--La vajilla es preciosa --declaró mi tía Pilar, como queriendo que yo
me convenciera de ello por mis propios ojos.

Pero Eloísa, ya en la puerta, repetía:

--Vámonos, vámonos: no más compras. Esta tienda es la sucursal del
Infierno.

A su imperioso deseo nadie pudo resistir, y nos fuimos á casa. Al día
siguiente volví á la sucursal y compré las cuatro piezas aquéllas,
espejo, pareja de candelabros y reloj. Costáronme unos cuarenta y cinco
mil reales. ¿Pero qué significaba esto para mí? Yo tenía á la sazón en
caja unos cuantos miles de duros, producto de letras que inopinadamente
recibí de Jerez, y no sabía qué hacer de ellos. Había estado dudando si
incorporar aquel dinero á mi cuenta corriente del Banco, ó reservármelo
para caprichos y gastos imprevistos. Opté al fin por dejarlo en casa,
pues la cuenta corriente me garantizaba todos mis gastos del semestre
por excesivos que fuesen. Pocas veces he hecho una compra más á mi
gusto. Pensaba en la sorpresa que tendría Eloísa al recibir aquel
presente. Mandé que se lo llevaran á su palacio, y esperé á que ella
misma me diese cuenta de la impresión que le causaba.

Cuando la ví entrar en mi casa, temblé de emoción. Venía con su hermana
Camila, la cual, hablando del espejo y elogiándolo con reservas, se
mostró celosa. Era ella tan prima mía como Eloísa, y tenía el mismo
derecho á mis obsequios de pariente ricacho. Sí: yo era un ricacho sin
conciencia, un vulgarote que no me acordaba de los pobres. Ella tenía
su casa muy mal puesta, y á mí, al primo millonario, no se me había
ocurrido mandar allá ni aun media docena de sillas de madera encorvada.
Esta filípica, dicha con el desparpajo que usaba siempre aquella mujer
inconveniente, me llegó al alma. No tuve reparo en reconocer y lamentar
la preterición, y prometí que los señores de Miquis tendrían pronto
noticias mías.

A Eloísa, contra lo que esperaba, la encontré triste. Puso cara de
Dolorosa, y dió á sus ojos expresión de dulce reprimenda para decirme:

--¡Qué tonterías haces!... ¡Un gasto tan enorme! Vaya, que ahora se
han trocado los papeles: yo soy la aritmética y tú el entusiasmo... De
veras te lo digo: si repites esas calaveradas, no te volveré á dirigir
la palabra.

Camila y yo nos reíamos. Eloísa no hacía más que mirarnos con tristeza.

--Tu boca será medida. Cuenta con la media docenita de sillas
--manifesté á Camila, que me respondió á gritos:

--Ha sido una broma. No me hacen falta tus obsequios. Formal, formal,
te lo digo formalmente. Si me mandas las sillas, te las devuelvo.

Estaba rabiosa. Por la tarde, siguiendo la chanza en casa de mi tío, le
dije:

--¿Las quieres blancas ó negras? Elígelas á tu gusto y que me manden la
cuenta.

Me tiró á la cara su manguito, diciéndome:

--Toma... cochino.

Mi tía Pilar, secreteando en mi oído, hízome la pintura más lastimosa
de la casa de su hija Camila. Tenían una salita regular, alcoba
decente; pero comedor... Dios lo diera. Ponían los platos encima de
un velador, y como Constantino tenía la mala costumbre de empinar las
sillas para sentarse, descargando todo el peso sobre las dos patas de
atrás, de la media docena que compraron no quedaban útiles más que dos.
Esta pintura hizo desbordar en mi corazón los sentimientos caritativos.
Regalé á Camila un comedor completo de nogal, con aparador, trinchero,
doce sillas y mesa, todo bonito, de medio lujo, sólido y elegante.

Vino á darme las gracias una mañana. Detrás de su máscara de risa y
burla, advertí mal encubierta la emoción. Le temblaban los labios.
Hizo mil muecas, me dió las gracias, me pegó con un bastón mío, me
llamó generoso, pillo, grande hombre y gatera, demostrando en todo su
incorregible extravagancia. Era, más que una cabeza destornillada, una
salvaje, una fierecilla indócil criada dentro de la sociedad como para
ofrecernos una muestra de todo lo incivil que la civilización contiene.
Concluyó diciendo que su marido y ella habían acordado dar un banquete
en honor mío y como inauguración del comedor...

--Una gran comida, no te creas: verás qué cosa más buena y más
_chic_... Rigurosa etiqueta, ya sabes. Habrá diplomáticos, algún
ministro, toda la _jilife_... Mi cuñado Augusto, el primo de
Constantino, que estudia Farmacia, Veterinaria ó no sé qué; en fin, lo
más escogido... Frac y condecoraciones. Mi marido estará en mangas de
camisa; pero eso no importa. El amo de la casa, ya ves... Te daremos
nidos de avestruz, fideos escarchados, pechugas de rinoceronte, jabalí
en su tinta y _Chateau-Peleón_.

Nunca oí más disparates.

Eloísa, Raimundo y Pepe éramos los invitados. Fuí con mi primo poco
antes de la hora señalada. Los señores de Carrillo no habían llegado
aún.



VII

La comida en casa de Camila.


La casa de Camila era digna de estudio por el desorden que en ella
reinaba. _Sicut domus homo_, se podía decir allí con más razón que en
parte alguna. Todas las cosas, en aquella vivienda, estaban fuera de
su sitio; todo revelaba manos locas, entendimientos caprichosos. Para
honrar mis muebles habían hecho de la sala comedor; en la alcoba, á
más de la cama de matrimonio, había una pajarera, y lo que antes había
sido comedor estaba convertido en balneario, pues Camila, que aun en
invierno tenía calor, se chapuzaba todos los días. La sala había sido
llevada á un cuartucho insignificante, próximo á la entrada, arreglo
que por excepción me parecía laudable, pues contravenía la mala
costumbre de adornar suntuosamente para visitas lo mejor de la casa,
reservando para vivir lo más estrecho, lóbrego y malsano. Fuera de este
rasgo de buen sentido, el conjunto de aquel domicilio no tenía pies ni
cabeza. Lo más culminante en la sala era una mesa de caoba de las que
llaman de ministro, y una cómoda antigua que Constantino había heredado
de su tía doña Isabel Godoy. El piano se había ido á la alcoba,
creyérase que por su pie, pues no se concebía que ninguna ama de casa
dispusiera los muebles tan mal.

En los pasillos, Constantino había tapizado la pared con enormes
y abigarrados carteles de las corridas de toros de Zaragoza y San
Sebastián, y en el gabinete ocupaba lugar muy conspicuo un trofeo de
esgrima compuesto de floretes, caretas, manoplas, con más una espada
de torero y una cabeza de toro perfectamente disecada. Veíase por
allí, así como en el comedor, algún otro mamotreto procedente de la
testamentaría de la señora Godoy. Constantino tenía en su casa todas
las cómodas que no cabían en la de su hermano Augusto. Los muebles
regalados por mí hacían papel brillantísimo en medio de tanta fealdad
y confusión, y cuando, después de recorrer la casa, se entraba en el
comedor, parecía que se visitaba una ciudad europea después de viajar
por pueblos de salvajes. Lo único que hablaba en favor de Camila era
la limpieza, pues todo lo demás la condenaba. Algunas de las láminas
de la historia de Matilde y Malek-Adhel tenían el cristal roto. No ví
una silla que no cojeara, ni mueble que no tuviera la chapa de caoba
saltada en diferentes partes. Muchos de estos siniestros lastimosos,
así como la decapitación de una ninfa de porcelana, y las excoriaciones
de la nariz que afeaban el retrato del abuelo de Constantino, eran
triste resultado de la afición de éste á la esgrima y de los asaltos
que daba un día sí y otro no, yéndose á fondo y acalorándose, sin
reparar que su contrario era indefenso mueble ó bien un cuadro al óleo,
al cual no se podía acusar de crimen alguno como no fuera artístico.

Y á propósito de láminas, alcancé á ver, no recuerdo bien dónde, una
buena fotografía de Constantino, retratado como suelen hacerlo los que
presumen de atletas, esto es, con sencillez estatuaria, el cuerpo á
lo gimnasta, con almilla y grueso cinturón, cruzados los brazos para
que se le viera bien el desarrollo del biceps y de los músculos del
tórax, y con un empaque y mirar arrogante que movían á risa. Camila
estaba retratada de cuerpo entero, y se había puesto ante la máquina
violentando su temperamento para _salir formal_; de modo que, á más de
salir fea, no tenía el retrato ningún parecido.

--Habías de ver esta casa --me dijo Raimundo al oído-- cuando mi
hermanita se pone á tocar frenéticamente el piano, en camisa, y el mulo
de su marido á dar estocadas en todo lo que encuentra al paso.

Yo no había visto nada de esto, pero lo comprendía por los efectos.

Camila nos había recibido muy al desgaire, vistiendo una batilla
ligera, el pelo medio suelto, el pecho tan mal cubierto que recordaba
la inocencia de los tiempos bíblicos, los pies arrastrando zapatillas
bordadas de oro. Nos acompañó un momento para enseñarnos la casa,
diciéndonos:

--Acabo de bañarme. No les esperaba á ustedes tan pronto.

--Esta hermana mía --indicó Raimundo tiritando-- siempre tiene calor.
Se baña en agua fría en pleno invierno. Jamás enciende una chimenea,
y es la vestal encargada de conservar el frío sagrado... ¡Demonio! la
casa es una sorbetera... ¡Que me voy!

Camila nos empujó á Raimundo y á mí fuera de la alcoba, donde á la
sazón estábamos, y dijo á su marido:

--Entretenme á esos tipos un rato, que me voy á arreglar.

Nos llevó Miquis al comedor, donde al punto se personaron dos perros:
el uno grande, de lanas; el otro pequeño y tan feo como su amo. Ambos
hicieron diferentes habilidades, distinguiéndose el feo, que marchaba
en dos pies con un bastón cogido al modo de fusil, y hacía también
el cojito. De repente veíamos á mi prima pasar, medio vestida, como
exhalación. Iba á la cocina. Oíamos su voz en vivo altercado con la
criada... después la sentíamos regresar á su cuarto... llamaba á su
marido con gritos que atronaban la casa.

--Será para que le alcance algo... --decía él sin mostrar mal humor--.
Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera
yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy!

Camila volvía corriendo á la cocina. Necesitaba estar en todo. Aun
así, temía que aquella girafa de Gumersinda echase á perder la comida.
Al poco rato, vuelta á correr hacia la alcoba. Ya estaba peinada;
pero aún no se había puesto el vestido ni las botas. De pronto, oímos
la argentina voz de la señora de la casa que decía con cierto acento
trágico:

--Constantino, traidor... ¿qué, no pones la mesa?

El tal, dándome una prueba de confianza, me rogó que le auxiliara en el
desempeño de aquella obligación doméstica.

--Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case...

Risueño y compadecido, le ayudé de buena gana. Antes había solicitado
Constantino el auxilio de mi primo; pero éste, agobiado por el frío,
no se apartaba del balcón por donde entraban los rayos del sol. Pronto
quedó puesta la dichosa mesa. En la loza y cristalería no ví dos piezas
iguales. Parecía un museo, en el cual ninguna muestra de la industria
cerámica dejaba de tener representación. El mantel y las servilletas,
regalo de la tía Pilar, eran lo único en que resplandecía el principio
de unidad. No así los cubiertos, en cuyos mangos se echaba de ver que
cada uno procedía de fábrica distinta.

No habíamos concluído, cuando entró Eloísa. Al sonar la campanilla,
díjome el corazón que era ella. Raimundo abrió la puerta, y antes de
que mi prima llegara al comedor, le oí estas gratas palabras:

--Pepe no puede venir. Ha tenido miedo al frío... Yo me alegro de que
no salga en un día tan malo, porque puede coger un pasmo.

--Yo sí que voy á pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se
encienden chimeneas --dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en
ella.

--No viene Pepe --repitió Eloísa mirándome á los ojos; y al reparar en
mi ocupación, echóse á reir--. Eso, eso te conviene... ¿Y esa loca...?

--Su Majestad está en sus habitaciones --dijo el manchego-- con la
camarera mayor, que es ella misma.

--Constantino --gritó Camila asomándose á la puerta--, traidor, ¿en
dónde me has puesto mi alfiler?

--¡Ah! perdona, hija; me lo puse en la corbata: tómalo y no te enfades.

--¡Que siempre has de ser loca! --dijo Eloísa pasando al cuarto de su
hermana para dejar abrigo y sombrero.

Al poco rato vimos aparecer á la señora de la casa, vestida con
elegante traje de raso negro, bastante guapa, luciendo su hermosa
garganta por el cuadrado escote. Su pecho alto y redondo, su cintura
delgada, sus anchas caderas, dábanle airosa estampa. Podría parecer
bella; pero nunca parecería una señora.

--¡Mujer, cómo te pones!... --exclamó Eloísa, aludiendo sin duda á la
escasez de tela en la región torácica--. ¿Pero estás tonta? ¿A qué
viene ese escote?... No he visto cabeza más destornillada. Y lo que es
hoy no llorarás por polvos.

Lo más característico de Camila era su tez morena. Tenía á veces el
mal gusto de corregir torpemente con polvos y otras drogas aquel aire
gitanesco que daba tan salada gracia á su persona. Y fué tan sin tasa
en aquel día la carga de polvos, que á todos nos pareció estatua de
yeso; y como teníamos confianza con ella, se lo dijimos en coro.

--Pero, Camila... pareces una tahonera.

--¿Sí? --replicó ella riendo con nosotros--. Ahora veréis.

Desapareció, y al poco rato presentósenos en su color y tez naturales.
Sólo las orejas quedaron un poco empolvadas.

--Si me quieren negrucha, aquí estoy con toda mi poca vergüenza.

Sin esperar á oir nuestros aplausos, pegó un brinco y echó á correr
otra vez hacia lo interior de la casa. Pronto reapareció para decir á
su marido:

--Nos sobra el cubierto de Pepe. ¿Por qué no avisas á tu hermano
Augusto, de paso que vas por el postre?

--Yo no... Ya sabes que no puede venir --replicó el marido tomando su
capa para salir.

--Pues déjalo: así tocaremos á más.

Después, vuelta á la cocina, donde la oímos disputar á gritos con la
girafa. Constantino no tardó en regresar, trayendo el postre en un
papel, que se engrasó de la bollería á la casa. Mientras yo le abría la
puerta, oí la voz de Camila que desde la cocina clamaba:

--Váyanse sentando... Allá va la sopa.

El convite fué digno de los anfitriones. Por la hora debía de ser
almuerzo; por la calidad de los platos era almuerzo y comida; por
la manera de estar condimentados y el desorden é incongruencia que
reinaban en todo, no tenía clasificación posible. Sirviéronnos un
asado, el cual para ser tal debió permanecer media hora más en el
fuego. «Ustedes dispensarán que esto esté un poco crudo», nos decía
Camila. En cambio, el pescado _al gratin_ se había tostado y estaba
seco y amargo. A los riñones habían echado tal cantidad de sal, que no
se podían comer. Por vía de compensación, otro plato que apenas probé
no tenía ni pizca...

--Pero, hija --dijo Eloísa riendo--, tu cocinera es una alhaja.

--Dispensa por hoy... --replicaba la hermana--. Se hace lo que se
puede. No me critiquen, porque no les volveré á convidar.

--Descuida, que ya tendremos nosotros buen cuidado de no caer en la red
otra vez --le contestó Raimundo.

Se había sentado á la mesa embozado en su capa, quejándose de un frío
mortal, renegando de los dueños de la casa, y jurando que no volvería
á poner los pies en ella sin hacerse preceder de una carga de leña.
Al servir el segundo plato, se cayó en la cuenta de que no había vino
en la mesa, de cuyo descubrimiento resultó un gran altercado entre
Constantino y su mujer.

--Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así
salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de
chorlito!

--¡Ni fuego ni vino! --exclamó mi primo subiéndose el embozo y poniendo
una cara que daba compasión. Parecía que iba á llorar.

--Que salga inmediatamente Gumersinda á buscarlo.

--No, ve tú.

--Como no vaya yo... Hubiéraslo dicho antes.

--¡Ay! qué hombre tan inútil...

--¡Qué tempestad de mujer!

--Lo mejor --dijo la señora de la casa, serenándose después de meditar
un rato-- es que Gumersinda vaya al cuarto de al lado á pedir dos
botellas prestadas á los señores de Torres. Son muy amables y no las
negarán.

Por fin trajeron el vino, y con él templó sus espíritus y su cuerpo mi
primo Raimundo, decidiéndose á soltar la capa.

Camila, á cuya derecha estaba yo, me obsequiaba, valga la verdad, todo
lo que permitía lo estrafalario de la comida. Su amabilidad echaba un
velo, como suelen decir, sobre los innúmeros defectos del servicio.
Repetidas veces tuvo que levantarse para sacar de un mal paso á la
que servía, que era una chiquilla muy torpe, hermana de la cocinera.
Había venido aquel día con tal objeto, y más valiera que se quedara en
su casa, pues no hacía más que disparates. En los breves intervalos de
sosiego, Camila nos hablaba de lo feliz que era, ¡cosa singular! ¡Feliz
en aquel desbarajuste, en compañía del más inútil de los hombres!
Indudablemente Dios hace milagros todavía. Para ponderarnos su dicha,
mi primita no cesaba de hacer alusiones á un cierto estado en que ella
creía encontrarse, y por cierto que sus indicaciones traspasaban á
veces los límites de la decencia. Ya nos contaba que pronto tendría
que ensanchar los vestidos; ya que había sentido pataditas... Luego
rompía á reir con carcajadas locas, infantiles. Yo me confirmaba en mi
opinión. No tenía seso, ni tampoco decoro.

Debo decir con toda imparcialidad que Constantino me pareció un poco
reformado en la tosquedad de sus modos y palabras. Ya no hablaba de sus
superiores jerárquicos con tan poco respeto; ya no decía, como cuando
le conocí: «Me parece que pronto la armamos...» Creyérase que había
sentado la cabeza y adquirido cierto aplomo y discreción, que no se
avenían mal con su creciente robustez corpórea. Parecióme que su mujer
le dominaba, cosa en verdad extraña, pues quien no tuvo ninguna clase
de educación, ¿cómo podía educar y domar á un gaznápiro semejante? La
Naturaleza permite sin duda que dos energías negativas se amparen y
beneficien mutuamente.

Al fin de la comida, Raimundo bebía más de la cuenta: bien claro lo
denotaba, no sólo la merma del contenido de las botellas, sino la
verbosidad alarmante de mi buen primo. Constantino, no queriendo ser
menos, se había desatado de lengua más de lo regular. El uno contaba
anécdotas, pronunciaba discursos, repetía versos y tartamudeaba
penosamente las sílabas _tra_, _tro_, _tru_, mientras el otro decía
cosas saladas y amorosas á su mujer, echándola requiebros en ese
lenguaje flamenco que tiene picor de cebolla y tufo de cuadra. La
discreción relativa, de que hablé antes, se la había llevado la trampa.
Tal espectáculo empezaba á disgustarme.

El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo
traer de fuera. Vino pues, el café, mal colado, frío, oliendo á
cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y
Constantino se pusieron á tirar al florete. Mi primo no podía tenerse.
La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos á
la alcoba, donde Camila, sentada junto á mí, hacía mil monerías, que
llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la
mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y
vocalizaciones difíciles, nos azotaba á su hermana y á mí, y concluía
por sacar á relucir aquél su estado que la hacía tan dichosa.

--Ahora sí que va de veras --nos decía--. ¡Y este bruto se ríe, y no lo
quiere creer!

De pronto le entraba como una exaltación ó más bien delirio de
tonterías, y cruzando las manos gritaba:

--¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy á tener!... Más mono que el tuyo, más,
más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo
que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y dí, ¿por qué no te
casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier
querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres asqueroso. Eso, eso, da
tu dinero á las tías. Me alegraré de que te desplumen.

De aquí volvía la conversación á las dulces esperanzas maternas. Hasta
me parecía que lloraba de satisfacción.

--Vaya, ¿á que no me prometes ser padrino?

--Sí que te lo prometo.

Y se rompía las manos en un aplauso.

--¿Y le harás un regalo como de millonario? ¿Me dejas escoger lo que yo
quiera en casa de _Capdeville_?

--Sí: puedes empezar.

--Bien, bien... ¡Currí... Currí!

El perro pequeño entró, obedeciendo á las voces de su ama. Puso
las patas en su falda, luego en la cintura, por fin en aquel seno
hermosísimo. Ella le daba besos, le agasajaba, dejábase lamer por él.

--Ven acá, tesoro de tu madre, rico, alegría de la casa.

--Yo no puedo ver esto --decía Eloísa con enfado, levantándose para
retirarse--. Me voy.

--No, no, hermanita; no te vayas... Lárgate, Currí, Currí... Largo, y
no parezcas más por aquí.

--No, no me beses --chillaba Eloísa, apartando su cara--; no pongas
sobre mí esa boca con que has estado hociqueando al perro. Tonta, loca,
¡cuándo sentarás la cabeza!... José María está estupefacto de verte
hacer tonterías.

--José María no se enfada, ¿verdad? Y ahora que caigo en ello, ¿por qué
no me convidas esta noche al teatro?

--Otra más fresca...

--¿Pues por qué no? Después que hemos echado la casa por la ventana
para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí,
dile que sí. José María, esta noche...

--Te mandaré un palco para el teatro que quieras. Elige tú.

--Constantino --gritó Camila, cantando la marcha real--, esta noche
vamos al teatro. Mira, tú, mi maridillo irá por el palco. Dame á mí los
cuartitos.

Yo decía para mí: «No tiene decoro, ni vergüenza, ni delicadeza
tampoco. Es completa. Si me obligaran á vivir con un tipo así, al
tercer día me enterraban.»

Eloísa estaba disgustada y deseaba marcharse. Yo también. Busqué
á Raimundo para salir con él; pero mi primo se había dormido
profundamente sobre el sofá de guttapercha del comedor. Camila le
cubrió con la capa para que no se enfriase.

--Ve pronto por el palco --decía la señora de Miquis á su marido-- que
es noche de moda, y si tardas no habrá localidades. Vamos... menea esas
zancas. ¿A qué aguardas?

El manchego no se hizo de rogar. Pronto le sentimos bajar la escalera,
saltando los escalones de cuatro en cuatro.

--Iré luego á casa de mamá --dijo Camila, poniendo á su hermana el
sombrero y el abrigo--. Adiós, _comparito_.

Le dí la mano, y ella me la apretó mucho.



VIII

En que se aclaran cosas expuestas en el anterior.


Cuando bajábamos, Eloísa me dijo:

--¿Vas á venir á acompañarme?

En el tono con que esto fué dicho, conocí su deseo de que no la
acompañara. Yo tampoco tenía intención de hacerlo. Aquel recelo de no
aparecer juntos en público al mismo tiempo nos acometía á entrambos,
revelando, no sólo la conformidad, sino también la poca rectitud de
nuestros pensamientos. Ella entró en su coche y fué á la calle del
Olmo; yo me bajé á pie á la Castellana para dar una vuelta. Volví á
casa al anochecer, y á poco sentí llegar el carruaje de mi prima.
Obedeciendo á instintivo movimiento y á una curiosidad tonta, salí á
mi puerta. Tuve el pueril antojo de atisbar por el ventanillo para
verla subir sin que ella me viese. Siéndome fácil hablar con ella á
todas horas, ¿qué significaba aquel acecho? Nada más que el ansia del
misterio, la necesidad de poner en mi pasión la sal del incidente.
Aquel mirar furtivo por la rejilla de cobre era ya un paso interesante
y que rompía los términos rutinarios de la vida formal para ponernos
en la esfera de las travesuras, más sabrosas cuanto más anormales...
La ví subir. Noté que al pasar por mi puerta la miró como deseando que
estuviese abierta, ó que el azar le proporcionase un pretexto para
colarse dentro. El lacayo subía tras ella con un montón de paquetes de
compras.

Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con
ella. Ambos temíamos dar á conocer nuestra conciencia, no turbada aún
más que por pensamientos. Presagiábamos las peligrosas resultas de
ellos; mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que
nos salieran á la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé
de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso
patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en
buena hora á dar nuevos horizontes á mi erudición con preciosos datos
catarrales referentes á otras personas de la familia. Hicimos luego una
ensalada inglesa. Hablé de los _whigs_ y los _torys_, de la reforma
electoral de 1834, del _Habeas corpus_, de la Liga de Manchester y del
_bill_ de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como
le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados lord Chatam,
Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos
volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre
andaluza, la savia paterna, obscurecía y anonadaba en mí lo que yo
había recibido del sér británico de mi madre.

Cuando me retiré, despedíme de todos menos de Eloísa, que al verme en
pie se marchó al cuarto de su hijo. Y me la llevaba conmigo á mi casa,
_in mente_; la robaba como hacía mi tío Serafín con las baratijas
de su gusto, y me la guardaba en mi corazón, como en un bolsillo,
reducida á impalpable esencia, cuando no la subía al entrecejo para
darle allí vida febril, haciéndola compañera de mis soledades. Las
noches de insomnio, las madrugadas de inquieto sueño, los días tristes
alambicaban mi querencia poniéndome en estado de hacer tonterías de
mozalbete si se hubiera presentado ocasión de ello. No las hice, porque
Dios no quiso. Pero estaba dispuesto á todo, hasta á volverme romántico
y _wertheriano_, á pesar de que los tiempos son tan poco propicios para
que un hombre se ponga en semejante estado.

Una tarde del mes de Marzo nos encontramos casualmente en la calle.
Ambos nos turbamos. Nos veíamos diariamente en la casa sin experimentar
turbación, y en la calle, solos, al darnos las manos, parecía que
temblábamos por tal encuentro y que habríamos deseado evitarlo. Iba yo
hacia el Banco de España, ella á casa de una amiga. Nos separamos. Sin
darnos cuenta de ello, por medio de una sencilla pregunta semejante á
esas que se hacen por decir algo y de una respuesta más sencilla aún,
nos dimos cita para aquella tarde en la casa de la calle del Olmo.
Vinieron los sucesos impensada y tontamente, con ese canon fatal que
equipara en el orden de la realidad las cosas más triviales á las más
graves y de más peligrosa transcendencia. Las cuatro serían cuando
entré en la casa. No había nadie de la familia más que Eloísa. No
tuve que llamar. La puerta estaba abierta, y un operario arreglaba la
entrada del gas. Sentí martilleo en las habitaciones interiores, y
al pasar junto á una puerta, oí la conversación de unas mujeres que,
sentadas en el suelo, estaban cosiendo alfombras. Parecióme que yo me
introducía invisible, como el gas, pasando por escondidos, angostos y
callados tubos.

Avancé. Bien sabía yo á dónde iba. Tan seguro estaba de encontrarla
como de la luz del día. Después de atravesar dos salones, ví á Eloísa
de espaldas. Estaba repasando una colección de estampas puesta en
voluminosa carpeta. Acerquéme á ella de puntillas; mas aún no estaba á
dos pasos de su hermosa figura, cuando sin volverse dijo esto:

--Sí, ya te siento; no creas que me asustas...



IX

Mucho amor (¡oh, París, París!), muchos números y la leyenda de las
cuentas de vidrio.


I

A la semana siguiente, instalóse mi prima en su nueva casa. Un día
antes de mudarse, estuvo en la mía por la tarde, en ocasión que yo
me encontraba solo. Hablamos atropellada y nerviosamente de las
dificultades que nos cercaban; ella temía el escándalo, parecía
muy cuidadosa de su reputación y aun dispuesta á sacrificar el
amor que me tenía por el decoro de la familia. Manifestaba también
escrúpulos religiosos y de conciencia, que yo acallé como pude con
los argumentos socorridos que nunca faltan para casos tales. En
ninguna de las conversaciones de aquellos días nombrábamos jamás
á Carrillo. Unicamente hizo Eloísa alguna tímida referencia á la
equivocación lamentable de su casamiento. Fué, más que una ceguera de
ella, terquedad de su mamá y tontería de su papá... No tenía ella,
no, toda la culpa de su falta. ¡Pícaro mundo! ¿Por qué no vine yo
antes á Madrid? Y ya que no vine antes, cuando hubiera sido ocasión de
casarnos, ¿por qué vine después, cuando ya el conocerme la había de
hacer tan desgraciada? En resumidas cuentas, yo tenía toda la culpa...
Pero ya, ¿qué remedio...? La atracción que á entrambos nos había
unido era más fuerte que todas las demás cosas del alma. Imposible
luchar contra ella... ¡Pero el escándalo, la pérdida de la reputación,
el murmullo de la gente, su hijo... el pobre _barbián_, que cuando
creciera oiría decir que su mamita no había sido buena, como deben
serlo todas las mamás!... Las delicias de amar por vez primera y única
eran acibaradas por aquella zozobra punzante, por aquel miedo al _qué
dirán_, por el presentimiento de catástrofes y desventuras que es la
sombra fatídica que se hace á sí misma la vida ilegal.

Y otra cosa... ¿Cómo, dónde y cuándo nos veríamos?... Porque pensar
que podría transcurrir una semana sin vernos á solas, era pensar en la
eternidad de la desdicha humana. Sobre esto hablamos largamente y con
cierto ahogo, sin que yo pueda precisar ahora cuáles conceptos salieron
de su boca, cuáles de la mía, cuáles de entrambas á la vez y como en
un solo aliento. «Nos veríamos en su casa...» «No, no: en la mía...»
«No, no: en otra...» «¿Dónde?...» «Pues nos daríamos cita en tal ó cual
parte...» «Yo arreglaría una casita muy cuca...»

La felicidad que me embargaba y que juntamente significaba amor,
idealismo y satisfacción del amor propio, era demasiado grande para
que yo pudiera encerrarla en el secreto de mi alma. No quería yo el
escándalo; mi moral era aún bastante remilgada para enseñarme lo que
debemos al decoro; la publicidad érame antipática; pero, con todo, mi
ventura me ahogaba hinchándome el pecho, sin duda por la parte que la
vanidad tenía en ella. Erame forzoso mostrar á alguien mis bien ganados
laureles; yo buscaba tal vez, sin darme cuenta de ello, un aplauso
á la secreta aventura. Con nadie podía tener una confianza delicada
como con Severiano Rodríguez, amigo mío muy querido de toda la vida.
Conocía su discreción. Él me guardaría mi secreto como yo le guardaba
los suyos. También Severiano estaba enredado con una señora casada;
sólo que esto era tan público en Madrid como la Bula. Contéle, pues,
todo, y no se sorprendió. Se lo temía el muy pillo. Díjome, con aquél
su estilo figurativo y genuinamente andaluz, que era inútil quisiera yo
hacer el _niño del mérito_, guardando una reserva que era lo mismo que
poner persianas al viento; que no intentara trastear al público, que es
animal de mucho _quinqué_, y, por fin, que los tiempos de notoriedad
que corremos hacen imposible el tapujito, lo que viene á ser una
ventaja de nuestra edad sobre las precedentes.

Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había
dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían
guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con
la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra,
mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en
mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino
aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien
que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza
irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí con
exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el
corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva.
Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo, no sólo
perteneciente á mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí: Eloísa
era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer
valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba á los encomios
que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y
primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado
de esa nobleza del vestir, que no tiene nombre en castellano. Todas las
seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me
puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto,
no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado
con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero,
criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás.

Francamente, en mi cerebro había algo anormal, un tornillo roto, como
gráficamente decía mi tío al descubrir las variadas chifladuras de la
familia. Yo no estaba en mí en aquella época; yo andaba desquiciado,
ido, con movimientos irregulares y violentos, como una máquina á la
cual se le ha caído una pieza importante. De tal modo estaba alterado
mi equilibrio, que á cada momento lo daba á conocer. Si no hacía cosas
ridículas, era porque conservaba muy vivo el respeto exterior de mí
mismo; pero decía majaderías, como las que antes, en boca de otros, me
habían hecho reir mucho.

Con la familia me hallaba algo cohibido. Temía que el tío se enfadase,
que mi tía Pilar me echase los tiempos por la situación poco decorosa
en que yo había puesto á su hija. Pero ninguno se dió por entendido.
O no lo sabían, ó lo disimulaban. Raimundo y María Juana tampoco
chistaban. Sólo Camila se permitió algunas reticencias, de que no
hice caso. Toda la familia me trataba de la misma manera, con el
mismo afecto y cortesía, y yo, agradecido á esta condescendencia
natural ó estudiada, les correspondía redoblando con respecto á ellos
mi generosidad. Era ésta en mí como una corruptela para comprar su
tolerancia, ó subvención otorgada á su silencio. No cesaba, pues, de
hacer regalitos á mi tía, algunos de consideración; daba cigarros y
dinero á Raimundo; compré un piano á Camila, pues el que tenía estaba
ya asmático, y á todos les obsequiaba un día y otro con palcos ó
butacas en los principales teatros.

Pero mis arranques más costosos eran para Eloísa, á quien
constantemente daba sorpresas, añadiendo á sus colecciones objetos
diversos, ya un cuadrito de buena firma, ya un caprichoso mueble,
antigüedad de mérito ó primorosa alhaja de moda. Grande era mi gozo
cuando observaba el suyo al recibir el presente. A veces me reñía,
ponía morros por aquel afán mío de gastar el dinero tan sin substancia.
Nunca me pedía nada; pero muy á menudo la observé como atontada
pensando en algún objeto recientemente exhibido en las tiendas de
lujo. Tenía momentos de entusiasmo suponiéndose poseedora de él, ratos
de tristeza considerándose incapaz de poseerlo. Precisaba calmar esta
exaltación con la única medicina eficaz, la compra del pícaro objeto.
Este era bien un jarrón japonés de la fábrica imperial, con la pátina
antigua, ó un par de tibores de _Sachsuma_. Era á veces el motivo de
sus ansias una delicada pieza de Wedgwood ó una credencia de ébano
y marfil. A esto añadí, por Mayo, una berlina de Binder y un piano
media-cola de Erard; pero ningún capítulo subía tanto como el de
alhajas, pues por el collar de perlas, la _rivière_ de brillantes, una
pulsera de _ojos de gato_, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé
en casa de Marabini quince mil duritos.


II

Llegó el verano. La familia de mi tío tenía casa tomada en San Juan de
Luz. Eloísa fué con su marido á Biarritz, de donde pasarían á París á
consulta de médicos. En París me planté yo, para esperarles, y no tuve
tiempo de impacientarme, pues mi prima acudió puntual á la cita. El
pobre Pepe estaba delicadísimo y no podía invertir su tiempo más que
en dejarse ver y examinar de las eminencias médicas, en someterse á
tratamientos fastidiosos y en pasear algún rato, absteniéndose de salir
de noche y de todo regalo en las comidas. Vivían en el Hotel de la
calle de _Scribe_. Yo estaba, como siempre, en el de _Helder_. Fácil
nos era á mi prima y á mí vernos y citarnos en la ilimitada libertad
parisiense y aun hacer algunas excursiones cortas á las inmediaciones.
En los cuatro días que Carrillo estuvo sin más compañía que la de un
camarero, en los baños de Enghien, disfrutamos los pecadores de una
independencia que hasta entonces no habíamos conocido. Eloísa iba á
mi hotel. Estábamos como en nuestra casa, libres, solos, haciendo lo
que se nos antojaba, almorzando en la mesilla de mi gabinete, ella sin
peinarse, á medio vestir; yo vestido también con el mayor abandono;
ambos irreflexivos, indolentes, gozando de la vida como los seres más
autónomos y más enamorados de la creación. En nuestros coloquios,
amenizados por constante reir, nos comparábamos con las dichosas
parejas del barrio latino, el estudiante y la griseta, el pintor y su
modelo, viviendo al día con dos ó tres francos y una ración inmensa de
amor sin cuidados. Nosotros éramos mucho más felices porque teníamos
dinero y podríamos paladear mejor tanta dicha. Para gozar á nuestras
anchas de la libertad parisiense, tomábamos el tren en San Lázaro y
nos íbamos á San Germán, almorzábamos en la Terraza, paseábamos por
el bosque, corríamos, nos acostábamos sobre la hierba... ¡Qué horas
tan dulces! Como quien se contempla en un espejo, nos recreábamos en
las muchas parejas que veíamos semejantes á nosotros. Componíanse
de algún extranjero, ávido de echar una cana al aire, y de alguna
_bulevardista_, por lo general de buen parecer y modales un tanto
desenvueltos. En otras parejas se advertía una confianza, una intimidad
que no son propias de las relaciones de un día. Eran amantes, como
nosotros, que hacían una escapatoria como la nuestra, para burlar
con delirante satisfacción la insoportable vigilancia de las leyes
divinas y humanas. Veíamos hombres de semblante inquieto y fatigado;
mujeres guapas, guapísimas, vestidas con una elegancia que cautivaba á
Eloísa. Esta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente, y en la
originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos,
que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la
estación próxima.

Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más
depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la
mañana á las misas aristocráticas de la Magdalena y de la _Capilla
Expiatoria_... El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa
quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de
costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes
y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También
solía llevarme á casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y á
los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés
abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al
alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse á llevar un surtido
de telas, vasos, estantillos, dos ó tres biombos, lacas, y hasta
las ínfimas baratijas de papel y cartón que declaran el maravilloso
sentimiento artístico de aquella gente asiática, sólo igualada por la
clásica Grecia? Al propio tiempo la señora de Carrillo no podía, ya
que felizmente estaba en la capital de la moda, dejar de equiparse
para el próximo invierno. Su amor propio pedíale no ser de las últimas
en la introducción de las novedades, mejor dicho, la incitaba á ser
la primera. En casa de Worth se encontró á la de San Salomó; á donde
quiera que iba tropezaba con la siempre inquieta y bulliciosa marquesa,
y esto mismo estimulaba en mi prima los deseos de superarla. Cada una
quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose á llevar á Madrid lo
mejor, lo más bonito y nuevo... Pronto perdí la cuenta de las cajas que
mi primita expidió para Irún en los últimos días de Septiembre.

Pero á falta de este dato, otros más exactos me permitían apreciar
numéricamente los entusiasmos de Eloísa. En la primavera anterior había
ordenado yo á mi banquero de París que me vendiera los títulos de 4½
por 100 que tenía en su poder, cuyo valor ascendía próximamente á unos
ciento setenta y cinco mil francos. Era mi intención traer á España
aquel dinero para emplearlo con otras sumas en inmuebles urbanos ó en
los títulos creados por Camacho. Cuando fuí á París, Mitjans había
hecho la venta y tenía en su caja, á disposición mía, el líquido de
la realización. Díjele que lo retuviese en su casa, que yo tomaría
para mis gastos lo que necesitara, y el resto me lo daría en letras
sobre Madrid á la conclusión de la temporada. Tales sangrías dí á
aquel depósito, que cuando fuí á liquidar, sólo me restaban siete mil
francos, que Mitjans me dió en una carta-orden. Y no paró aquí mi
desgracia, pues el día de la marcha sobrevinieron no sé qué olvidadas
cuentas de mi prima Eloísa, y tuve que ir á última hora, echando los
bofes, á casa de Mitjans á pedirle un préstamo de cuatro mil francos
para poder volver á España.

Este acontecimiento causóme sobresalto. Era la primera vez en mi vida
que me sorprendía en flagrante delito contra las augustas leyes de la
Aritmética. Hasta entonces mi mente no había sufrido una distracción
tan profunda y sostenida. En las ocasiones de mayor ceguera había
percibido siempre la salvadora claridad de los números; que de algo
¡vive Dios! habían de valerme los quince años pasados en el saludable
ejercicio mental de un escritorio. ¿Y unos cuantos meses de loco
desatino podían destruir los efectos de mi educación económica?
No, seguramente no. Mi espíritu, habituado á la contabilidad,
resurgía valiente, sacudía la modorra, trataba de romper la nube de
la ofuscación que lo envolvía con efectos semejantes á los de un
narcótico. Ví la clara imagen de la diosa Cantidad, alta, severa,
con una luz en la mano que al modo de faro me alumbraba para que no
naufragase.

Fuí educado en los negocios y respiré en mi niñez el aire espeso,
sombrío de la práctica Inglaterra, que con el humo que introduce en
nuestros pulmones parece que nos infiltra en el cuerpo la costumbre
de la exactitud en todas las cosas. Mi juventud desarrollóse también
en la gimnasia de la cantidad, así como la de otros crece en los
placeres frívolos. Yo tenía, pues, en mí una virtualidad redentora, el
_tanto_, el verbo inglés, dócil á las órdenes de mi razón; el número,
sí, no menos grande y fecundo que la idea, como energía anímica. Al
verificarse en mí aquel despertamiento, halléme en terreno firme y
dije con resolución: «No, niña mía, esto no puede seguir así.»


III

En Madrid traté de poner orden en mis asuntos. A fines de Octubre,
pasóme el Banco el extracto de mi cuenta corriente y ví que apenas
me quedaban unas dos mil pesetas. Había gastado ya toda mi renta del
año, cuando en los precedentes apenas había llegado á la mitad, y con
la otra mitad aumentaba mi capital. En aquellos días recibí de Jerez
varias letras y algún papel de Londres.

Eran el tercer plazo anual de mis arrendamientos y un residuo de
la venta de existencias. Había pensado yo destinar este dinero á
consolidación de capital; pero no pudo ser porque tuve que enviarlo
á mi cuenta corriente del Banco para los gastos del último trimestre
de 82. Una breve operación me dió á conocer que mi fortuna había
disminuído aquel año en muy cerca de noventa mil duros. ¡Cosa singular!
Yo tenía, durante las embriagueces de aquel año, vagas nociones de
esta cifra negativa; pero no me causó temor hasta que la ví salir
de la punta de la pluma en infalibles guarismos. Me parecía mentira
que tal suma hubiera sido espolvoreada por mí en diversas tiendas de
París y Madrid; y no obstante, bien cierto era. Lo hice sin darme
cuenta de ello, ciego y alucinado, olvidando esa admirable función del
espíritu que llamamos sumar, y atento sólo á los aguijonazos de la
voluptuosidad y del amor propio.

A lo hecho, pecho. Aunque felizmente había abierto los ojos al _tanto_,
reintegrándome en el equilibrio de mi sér, por un lado concupiscente,
por otro positivista, mi desvarío por Eloísa no había mermado en lo más
mínimo. Más prendado de ella cada día, pensé en llevar procedimientos
de regularidad económica á lo que moralmente era tan irregular. El
orden parecíame digno de ser implantado en los dominios del vicio,
y yo me imponía el deber de intentarlo y me hacía la dulce ilusión
de conseguirlo. Cavilaciones numéricas entristecían mis noches y mis
mañanas, pues el hondo interés que me inspiraba Eloísa hacíame ver
nubes muy negras en el porvenir de la casa de Carrillo. En cuanto á mi
fortuna, que hasta entonces había sido pingüe, sólida y muy saneada,
hice propósito firmísimo de defenderla á todo trance de los lazos que
mi propia pasión le tendía. A pesar de lo firme del propósito, vivas
inquietudes me atormentaban en presencia de aquel querido edificio
económico, al cual se le acababan de abrir grietas muy profundas.

Pensando siempre en mi prima, no cesaba de hacer cálculos sobre el
presupuesto de su casa, que me parecía muy desconcertado. Con aquella
exactitud que debía á mis hábitos de contabilidad, aprecié lo que había
importado la instalación, los ricos muebles y costosos caprichos de
Eloísa. Sin escribir un guarismo, calculé el gasto aproximado de la
casa, alimentación, cocheras, servidumbre, teatros, modista, viajes de
verano, menudencias é imprevistos. No, no: no cabía esto dentro de la
cifra de veinte mil duros anuales. Para cerciorarme, levanté columnas
de números, y no, no salía. El pasivo del primer año era enorme,
abrumador, y unido á la instalación me daba el resultado tristísimo
de que los señores de Carrillo se habían comido ya la cuarta parte
del capital heredado. Por mucho que estirara yo los ingresos sobre
el papel, forzando los productos de las dehesas de Navalagamella y
Barco de Avila, engrosando los alquileres de las tres casas de Madrid
y añadiendo á todo el cupón de las obligaciones de Banco y Tesoro, no
podía pasar de tristes siete mil duros. ¡Y tan tristes!... Como que
lloraban por los míos, y me los querían llevar.

Lo peor de todo fué que en aquel otoño Eloísa montó la casa con más
lujo, tomó más criados, hizo reformas en el edificio, anunciando que
iba á dar comidas todos los jueves. Era preciso hablarle claramente
y arrancar aquella mordaza que el amor me ponía. Una tarde, solos en
nuestro escondite, le hablé el lenguaje sincero y leal de los números.
¡Cómo esquivaba el tema la muy pícara; cómo se escapaba, culebrosa y
resbaladiza, cuando ya la creía tener bien cogida! Por fin se mostró
conforme con mis ideas, y penetrada del buen sentido de las cosas.
Sí: era preciso moderarse, porque el porvenir... Invirtióse la tarde
en cálculos, en proyectos de economía y reducción de inútiles gastos.
A los pocos días volví á mi fiscalización con nuevo empeño. No pude
obtener que me expusiera en términos exactos su presupuesto. Siempre
embrollaba las cifras y las desfiguraba, haciendo un lamentable abuso
de la aplicación de los ceros. Por fin, tras pesadas insinuaciones
mías, me confesó que tenía algunas deudas.

--Te las pago todas --le dije con efusión-- si me juras que no volverás
á contraerlas y que serás juiciosa y arreglada.

Y el juramento se hacía poniendo por testigo á Dios; y se celebraba el
convenio con abrazos y ternuras; y las deudas se pagaban y se volvían á
contraer, como árbol que más vigorosamente retoña cuanto más se le poda.

--Ahora no me echarás la culpa á mí --me dijo una tarde--. Es Pepe el
que gasta. Ayer he tenido que sacarle de un gran apuro. Sin que yo
lo supiera ha tomado seis mil duros, dando en fianza la casa de la
calle de Relatores... No, no me mires así, con esos ojos de terror...
Pepe es muy bueno, y no le puedo contrariar. Desde que es senador no
ha vuelto á poner los pies en el _Veloz_. No tiene ningún vicio, no
juega, no mantiene queridas; ni siquiera fuma. Pocos hombres hay tan
ejemplares como él. Preguntarás que en qué se le va tanto dinero; voy á
contestarte inmediatamente. Primero: el periódico, ese dichoso _órgano
del partido_, que yo leo para combatir los insomnios. No sé cómo Pepe,
que tiene talento, emplea su dinero en hacer de Galeoto entre la
Democracia y el Trono, sabiendo que esa señora y ese caballero no se
han de casar, y lo más, lo más, harán lo que hacemos nosotros, quererse
á espaldas de la ley... Segundo: Pepe se me ha vuelto tan benéfico, que
no sabes lo que me gasta en socorro de emigrados, en la _Sociedad de
niños_... Te aseguro que es un dolor...

Para mí lo era, y no flojo, pues por la concatenación de las cosas, me
dolían horriblemente los bolsillos cada vez que el marido de aquella
señora ganaba un nuevo título para la bienaventuranza eterna.

Otras veces, en las horas de criminal soledad, nuestras lucubraciones
económicas tomaban un giro fantástico y extravagante. Como el líquido
puesto al fuego hierve y crece, yo, sometido á las altas temperaturas
del amor, deliraba. Pero no era mi delirio, como el de los poetas,
visión de flores, nubecillas y formas helénicas. Era más bien una
fermentación de los números que tenía metidos en la cabeza. Las cifras
de reales, francos y libras que pasaron por mi mente en quince años,
volvían todas juntas, agrupándose como en las cerradas columnas de
los libros de partida doble, separándose y revolviéndose como las
cantidades desgarradas en la cesta de papeles rotos. ¡Poseer millones
de millones!... ¡Que mis reales se me volvieran libras esterlinas de la
noche á la mañana!... ¡Que los ceros se agruparan junto á las unidades
formando esas filas nutridas, cuya vista ensancha el alma! «Entonces,
gata bonita, tendrías un palacio mejor que el de Fernán-Núñez y el de
Anglada juntos; tendrías un lecho de plata, como el de la esposa de
un _rajah_; tendrías un _yacht_ para viajar por el Mediterráneo y un
tren _Pullmann_ para recorrer el Continente. Te compraría el Rembrandt,
el Murillo, el Veronés que salieran á la venta al deshacerse la
galería de algún principote alemán; y para tí trabajarían Meissonier,
Pradilla, Alma Tadema, Domingo, Muncaksy y lo más granadito de Europa.
Aprovechando las buenas ocasiones, te compraría los vestigios de las
grandes casas, la armadura que llevó el duque de Alba, la espada de
Boabdil, los tapices de los Reyes Católicos con el _Tanto Monta_, y
los yugos y flechas, y esas casullas de catedral que van á parar en
forros de sillas, y esos libros de vitela cuyas hojas se convierten
en abanicos, y cajas de oro, y Cristos de marfil como el que tiene
Rothschild, y el jarrón de Fortuny, y la espada de Bernardo, y la
biblia de María Estuardo, y el vaso de plata de Napoleón. El arte más
sublime, la industria más hábil y los objetos de valor histórico,
despojos que se le caen á la Historia en su marcha, serían para que tú
jugaras con ellos y te relamieras de gusto mirándolos... Serías más
rica que la duquesa de Westminster, la cual lo es más que la reina
Victoria, emperatriz de las Indias.»

Como en esta dirección el desvarío no podía ir más allá, Eloísa, para
hacer juego, deliraba en sentido contrario. ¡Ser pobre! No tener nada;
vivir juntos y solos, completamente exentos de necesidades sociales, en
un país apartado, fértil, bonito, donde no hubiera frío, ni calor, ni
ciudades, ni civilización... No tener más que un albergue rústico, y
que nuestra despensa estuviera colgada de los árboles... No beber más
que agua clara... Vestirse sencillamente, tan sencillamente, que todo
el guardarropa quedara reducido á un simple túnico talar... Nada de
calzado, nada de sombrero, nada de esos horrores que llaman guantes,
corbatas y alfileres... No gozar de más espectáculos que los del
cielo y la vegetación; no oir más música que la de los pájaros; no
ver más espejos que la corriente de los ríos; no tener idea de lo que
es un coche, ni una tarjeta de visita, ni una esquela de invitación,
ni una cuenta de modista... Desconocer la escritura y la lectura; y
en cuanto á religión, celebrar la misa con una hoguera, un par de
cánticos, un haz de flores, delante de los panoramas preciosísimos de
la Naturaleza... Y en medio de esto, el amor, mucho amor, muchísimo
amor; ella y yo siempre juntos, siempre solos, siempre jóvenes y nunca
cansados de mirarnos y de querernos...

Creo que mis carcajadas se oían desde la calle. El delirio de Eloísa,
que era el rebote del mío, me produjo una hilaridad tal, que ella se
apresuró á taparme la boca, alarmada de mis gritos.

--Calla, tonto... No escandalices.

No sé si lo soñé ó lo pensé. Debí de quedarme dormido y ver á Eloísa
en aquel pergenio rústico y salvaje, hecha una señora Eva, en el país
de abanico más relamido que se podía imaginar. Ella era feliz con su
túnico, no sé si de verdes lampazos ó de alguna tela inconsútil. No
conocía la ambición ni el lujo; era toda inocencia, salud, dicha. Sus
diamantes eran las estrellas, sus galas las flores, sus espejos los
lagos, su palacio la bóveda azul de los cielos... Pero un día la señora
Eva alcanza á ver á un sér extraño y desconocido que se aparece en
aquel delicioso rincón del mundo donde sólo habitamos ella y yo. Esta
tercera persona es el demonio, la tentación, el elemento dramático que
viene á emporcar nuestro idilio. No se ofrece á las miradas de la
señora Eva en forma de serpiente, ni usa para perderla el ardid aquél
de la manzana. ¡Quiá! Es un viajero, un náufrago que acaba de arribar
á aquellas playas, y para trastornar el seso á mi mujer, le muestra
una sarta de cuentas de vidrio. Las ganas de adornarse con ellas
desarrollan en su alma formidable apetito, y se conmueve, se ofusca,
se vuelve toda nervios; pierde su sér inocente, como si dijéramos, la
chaveta, y adiós idilio, adiós Naturaleza, adiós sencillez, adiós paz
sabrosa, adiós festín de hierbas, adiós enaguas de hojas, adiós amor...
Cae mi Eva en la tentación, se vende por las cuentas de vidrio, y el
demonio carga con ella.



X

Carrillo valía más que yo.


Aquel hombre que me inspiraba una compasión profunda y un temor
supersticioso; aquel Carrillo, amigo vendido, pariente vilipendiado,
valía más que yo. Al menos así lo promulgaba á todas horas mi
pensamiento en los soliloquios de su confusión constante. Idea fija
era esto de mi inferioridad, y ni con sofismas ni con razones la podía
echar de mí. Quizás yo me equivocaba; quizás las sombras de mi conducta
me permitían ver en aquel desgraciado una luz que no tenía, ó dicha
luz era un simple fenómeno retiniano. Sí: yo era un sér negativo, un
vago, una carga de la sociedad, mientras el otro parecíame una de las
personas más útiles y laboriosas que se podían ver. Sobreponiéndose á
sus dolencias, siempre estaba ocupado. No entré una vez en su despacho
que no le hallara trabajando, afanadísimo, poniendo su alma toda y
su poca salud al servicio de una idea ó de una institución. Dábase
por entero á diversos objetos benéficos, políticos y morales, y su
vehemencia era tal, que si la empleara en sus asuntos propios, habría
sido el hombre modelo y la más perfecta encarnación del ciudadano y del
jefe de familia.

Carrillo era presidente de una _Sociedad_ formada para amparar niños
desvalidos, recogerlos de la vía pública, y emanciparlos de la
mendicidad y de la miseria. Tan á pechos había tomado su cargo, y tan
humanitario ardor ponía en desempeñarlo, que á él se le debían los
eficaces triunfos alcanzados por la _Sociedad_. Más de quinientas
criaturas le debían pan y abrigo. Inocentes niñas se habían salvado
de la prostitución; chiquillos graciosos habían sido curados de las
precocidades del crimen al dar el primer paso en la senda que conduce
al presidio. La _Sociedad_ hacía ya mucho; pero su ilustre presidente
aspiraba siempre á más. Todos los esfuerzos eran pocos en pro de los
párvulos indigentes. No bastaba recogerlos en las calles; era preciso
ir á buscarlos en los tugurios de la mendicidad emparentada con el
crimen, y arrancarlos al poder de crueles padres que los martirizan
ó de infames madres postizas que los envilecen. Y Pepe, imprimiendo
á esta caritativa obra impulso colosal, pasaba largas horas en su
despacho con el secretario, revisando notas, coordinando informes,
extendiendo y firmando recibos de suscripción de socios, poniendo
cartas al Cardenal, al Patriarca, á la infanta Isabel, al primer
Ministro, á los presidentes del Ayuntamiento y de la Diputación para
allegar el auxilio de todo lo valioso y útil. Ningún recurso se
desperdiciaba, ninguna ocasión se perdía. A este trabajo titánico había
que añadir el de organizar fiestas y funciones teatrales para aumentar
los fondos de la _Sociedad_. ¡Qué laberinto y qué entrar y salir de
empresarios y concertistas y cómicos! No se eximían de esta febril
contradanza los poetas, á los cuales se les rogaba que leyeran versos;
ni los oradores, á quienes se pedía el óbolo de sus floreados discursos.

Mientras Carrillo empleaba en servicio de la humanidad su inteligencia,
yo ¿qué hacía? Corromper la familia, abrir escuela de escándalo y
dar malos ejemplos. Aún podía llevar mucho más lejos la comparación
siempre en perjuicio mío. Yo era diputado cunero, y no me cuidaba ni
poco ni mucho de cumplir los deberes de mi cargo. Jamás hablaba en
las Cortes, asistía poco á las sesiones, no formaba parte de ninguna
Comisión de importancia, no servía más que para sumarme con la mayoría
en las ocasiones de apuro. Tenía nociones geográficas muy incompletas
acerca de mi distrito, y hacía el mismo caso de mis electores que de
los negros de Angora. Ellos gruñían, escribíanme cartas llenas de
quejas; pero yo las arrojaba á la cesta de los papeles rotos, diciendo:
«A mí me ha hecho diputado el ministro de la Gobernación, nadie más.
Vayan ustedes muy enhoramala.» Francamente, el Congreso me parecía
una comedia, y no tenía ganas de mezclarme en ella. En cambio, Pepe,
que era senador, tomaba muy en serio su cargo, se debía al país,
miraba á la patria con ojos paternales, considerándola como uno de
aquellos infelices niños que la _Sociedad_ recogía en las calles.
Asistía puntualmente á la Cámara, y figuraba en muchas Comisiones.
Con frecuencia se levantaba de su banco, sin aliento, ahogándose, y
pronunciaba pequeños discursos discretísimos en pro de los intereses
generales. La enseñanza primaria, la extinción de la langosta, la
necesidad de dar salida á _nuestros caldos_, el establecimiento de
gimnasios en los colegios, los Bancos agrícolas, la supresión de la
Lotería, de los Toros y del cuarto del cartero, las cajas de previsión,
la conducción de presos por ferrocarril, los talleres de los presidios
y otras muchas reformas, le tenían por órgano valiente, aunque
asmático, en los rojos asientos del Senado. El _Diario de las Sesiones_
estaba por aquella época salpicado de breves piezas oratorias en que
se abogaba con entusiasmo por todas aquellas menudencias, por todos
aquellos pasitos del progreso, que, realizados, habrían equivalido á un
salto grande hacia la cultura.

Era verdaderamente infatigable, pues además de esto, había fundado,
con otros señores que no nombro, el periódico, órgano de un partidillo
que se acababa de formar. Como el tal partido era muy tierno y recién
cortado del tronco, necesitaba prolijos cuidados para aclimatarse,
echar raíces y crecer. Y crecía, convocando bajo sus débiles ramas á
muchos cesantes, á no pocos descontentos y á algunos que no están bien
si no se separan de alguien. No sólo ayudaba Carrillo con su dinero al
sostenimiento del diario, sino que escribía en él articulitos sanos y
juiciosos, defendiendo siempre la buena fe en política, el respeto de
la opinión, la sencillez administrativa, las economías, la moralidad,
y, sobre todo, la independencia electoral, raíz y fundamento de todo
bien político.

Por fin, también llevaba Pepe su cooperación á las grandes campañas
de caridad pública, y lo hacía con modestia, por impulsos del alma.
Así, desde que ocurrían esas catástrofes que excitan profundamente el
sentimiento general, ya se apresuraba él á organizar cuestaciones, á
buscar auxilios por todos los medios que permiten los varios recursos
de nuestra época. Volviendo á la comparación, repito que cualquiera
que sea el valor que se dé á esta manera de practicar el bien, siempre
resultaba el otro superior á mí. Mientras él empleaba tan bien y con
tanto fruto su tiempo, yo ¿qué hacía? Vivir alegremente, gozar de
la vida, divertirme, gastar mi dinero sin socorrer á nadie, y otras
cosas peores. Yo era un egoísta, mientras Carrillo tenía la manía del
_Otroísmo_ y consagraba toda su actividad al bien ajeno. Precisamente
en la falta de egoísmo, que era su gran cualidad, estaba el _quid_
del defecto que en parte obscurecía aquellas prendas eminentes,
pues siempre se cuidaba mucho más de lo ajeno que de lo propio, y
poniendo desmedida atención en la humanidad y en la patria, apartaba
sus ojos de la familia y del gobierno de su casa. Dueña y directora
de todo era Eloísa. Pepe ignoraba los detalles más importantes del
régimen doméstico, y no daba jamás una disposición. Tanto celo fuera
y tanta indolencia y descuido dentro, eran indudablemente falta muy
grande. Cuánto me complacía yo en considerarlo así, no hay para qué
decirlo. Aquella superioridad que me mortificaba no era quizás más que
figuración mía, y el pobre Carrillo, al remontarse á lo que yo estimaba
perfecciones, caía por tierra poniéndose al nivel mío, que era el de la
vulgar muchedumbre.

Por su poca salud excitaba el tal la compasión de todos. Sus males se
repetían y se complicaban, presentando cada año nuevos y temibles
aspectos, ofreciendo como un campo clínico á los ensayos de la
medicina. Para los médicos era ya, más que un enfermo, un tratado
de Patología interna escrito en lengua que no podían traducir. Los
síntomas de hoy desmentían los de ayer, y los tratamientos variaban
cada mes. Ya, suponiendo desórdenes en la nutrición, se combatían en
él los principios de una diabetes; ya, observando graves fenómenos
cardiacos, se atacaba el mal en el terreno de la circulación. Declaróse
luego la nefritis, y más tarde vino á manifestarse la hemoptisis con
lesión grave en el vértice del pulmón derecho. Cualquiera que la causa
fuese, ello es que Pepe se desmejoraba de día en día. Su rostro era
terroso, sus fuerzas inferiores á las de un niño, su voz cavernosa, las
manos le temblaban, y se fatigaba extraordinariamente al andar. En él
sólo tenía vigor el espíritu, siempre despierto, ágil y diligente en
las varias faenas á que se entregaba. Bien podíamos creer que el mismo
entusiasmo de que se poseía prestábale vida artificial, sosteniendo y
enderezando su cansado organismo, como si le embalsamaran en vida.

Fáltame contar lo más importante, lo más extraordinario y anómalo en
el carácter de aquel hombre. Lo que voy á decir era una aberración
moral, indefinible excepción de cuanto han instituído la Naturaleza
y la Sociedad, pero tan cierto, tan evidente como es sol éste que me
alumbra. Carrillo me mostraba un afecto cordial. La confusión que
esto producía en mis ideas no puede ser expresada por mí. No sé si
agradecía su estimación ó si me repugnaba; no sé si me apoyaba en ella
como una salvaguardia de mi falta, ó si la maldecía como indigna de los
dos, y como si á entrambos nos degradara de la misma manera.

Ignoro por qué me quería tanto Carrillo; qué motivos de simpatía
encontró en mí. Algo debía de influir en ello la insistencia benévola
con que yo acaloraba su manía anglo-política, refiriéndole anécdotas
parlamentarias, describiéndole las sesiones de los Pares y Comunes,
el local, las costumbres, la manera especial de discutir de aquella
gente; hablándole de la peluca del _speaker_, del modo de votar, del
familiar tono que usan, y haciéndole, por fin, semblanzas tan exactas
como podía de lord Beaconsfield, Bright y otros afamados oradores.
¡Cuántas veces, después de una crisis de dolores horribles, extenuado
de fatiga, mas sin poder dormir, no tenía el infeliz otro consuelo
que conversar conmigo de aquellas cosas tan de su gusto! Su mano en
mi mano, sus ojos en mi cara, hacíame preguntas, y jamás se hartaba
de mis respuestas. Yo hacía un gran sacrificio de tiempo y de humor
por agradarle, y me estaba las horas muertas, charla que te charla,
viéndome obligado á sacar algo de mi cabeza, pues la verdad se me iba
agotando. ¡Cómo saboreaba él las preciosas noticias! El banquete del
lord Corregidor fué de las cosas que le conté con todos sus pelos y
señales, pues tuve el honor de asistir al de 1877. Y después, ¡cuánto
detalle! Gladstone, en la sesión de los Comunes, se sonaba con
estrépito en un gran pañuelo de colores. Disraeli no cesaba de meterse
pastillas en la boca. Parnell usaba siempre un gabán color de pasa y
sombrero blanco de castor... Luego tirábamos á lo sublime. ¡Qué país
aquél! ¡Y pensar que allí no había Constitución escrita, en forma una
y doctrinal, sino leyes sueltas y usajes, algunos del tiempo de los
normandos! En cambio aquí salimos á Constitución por barba, y somos
casi salvajes, parlamentariamente hablando... Yo me cansaba al fin de
tanto anglicanismo; pero él no, y me retenía con dulzura siempre que
hacía propósito de marcharme.

Hablando con toda verdad, diré que yo no deseaba su muerte. No sé lo
que habría ocurrido si su existencia me hubiera ofrecido verdaderos
obstáculos. Pero si no deseaba su muerte, contaba con ella, teníala
por inevitable dentro de un plazo más ó menos largo. Cuando Eloísa
y yo, en el rodar vagabundo de nuestras conversaciones íntimas, nos
encontrábamos enfrente de los males de Pepe, pasábamos, como sobre
ascuas, sobre tema tan delicado. Inquietos ambos, nos evadíamos en
busca de otro asunto, cada cual por su lado. Ninguno de los dos
habló nunca de su muerte, aunque la considerábamos indudable. Y le
compadecíamos con toda sinceridad por su sufrimiento, y si hubiera
estado en nuestra mano darle salud y robustez, quizás se la habríamos
dado.

Pero la idea de la disolución del matrimonio por muerte del marido
estaba fija en la mente de uno y otro, aunque ninguno de los dos lo
declarase. Tal idea salía á relucir de improviso cuando hablábamos de
alguna cosa completamente extraña á la dolencia de Carrillo. Más de
una vez se le escaparon á Eloísa frases en las cuales, refiriéndose
á días venideros, iba envuelta la persuasión de ser para entonces mi
mujer. Hablando una noche de reformas en la casa, se dejó decir:

--Porque, mira, yo te podré hacer una gran habitación en el piso bajo,
comunicándolo con el alto por medio de una magnífica escalera de nogal,
como la que hay en casa de Fernán-Núñez para bajar al cuarto del duque
y á la famosa estufa.



XI

Los jueves de Eloísa.


I

Una vez por semana, Eloísa daba gran comida, á la que asistían diez
y ocho ó veinte personas, pocas señoras, generalmente dos ó tres
nada más, á veces ninguna. No gustaba mi prima de que á sus gracias
hicieran sombra las gracias de otra mujer, inocente aprensión de la
hermosura, pues la competencia que temía era muy difícil. La etiqueta
que en los llamados _jueves de Eloísa_ reinaba, era un eclecticismo,
una transacción entre el ceremonioso trato importado y esta franqueza
nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento. Eran más
distinguidas las maneras que las palabras. El ingenio resplandecía
en los dichos; mas á veces, con ser copioso y chispeante, no bastaba
á encubrir la grosería de la intención. Allí se podían observar, con
respecto á lenguaje, los esfuerzos de un idioma que, careciendo de
propiedades para la conversación escogida, se atormenta por buscarlas,
exprime y retuerce las delicadas fórmulas de la cortesía francesa, y no
adelantando mucho por este lado, se refugia en los elementos castizos
de la confianza castellana, limándoles, en lo posible, las asperezas
que le dan carácter. Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza
de poetas, oradores y pícaros, sólo por estos tres grupos ó estamentos
ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia. Las remesas de
ideas que anualmente traemos en nuestro afán de igualarnos á las
nacionalidades maduras, no han encontrado todavía fácil expresión en
aquel instrumento armoniosísimo, pero que no tiene más que tres cuerdas.

Hice esta observación en casa de mi prima, oyendo hablar de tan
distintas maneras, pues unos arrastraban y descoyuntaban las frases de
estirpe francesa, impotentes para darles vida dentro de la sintaxis
castellana; otros, despreocupados, lanzaban á boca llena las picantes
frases castizas, que, por arte incomprensible, nacen hoy en el
populacho y se aristocratizan mañana. Ciertas bocas las pulen, las
redondean, como hace el mar con los pedazos de roca; otras las endulzan
ó confitan, y ya parecen menos rudas sin haber perdido su gracia. De
este lento trabajo se va formando en el arpa de nuestra lengua la
cuarta cuerda, ó sea la de la conversación fina, que hoy suena un poco
ronca, pero que sonará bien cuando el tiempo y el uso la templen.

Tengo tan presentes los detalles todos de aquellas reuniones, que bien
podría describirlas minuciosamente si quisiera. Pero por no aburrir á
mis lectores con lo que no les importa, seré breve, escogiendo, entre
todo lo que revive en mi mente, lo más adecuado á la inteligencia
de los casos que refiero. De las comidas, retengo todo con pasmosa
frescura. Paréceme que respiro aquella atmósfera tibia, en la cual
fluctuaban las miradas de la mujer querida y sus movimientos y el
timbre de su voz seductora, fenómenos que hasta el otro día se
prolongaban en mi espíritu como la sensación grata de un sueño feliz.
Paréceme estar viendo las paredes y las personas y la alfombra y las
luces en el rato aquél de impaciencia y expectación en que es la hora y
faltan aún cuatro ó cinco convidados. Carrillo, mirando impaciente su
reloj, deja escapar alguna frase con la cual al mismo tiempo recrimina
suavemente á los que tardan y pide excusas á los que esperan.

--Este general siempre se atrasa media hora... Sánchez Botín no puede
tardar. Se separó de mí á las siete para subir un momento á casa de su
suegra.

Eloísa, sentada junto á la chimenea del primer salón, atisba fácilmente
á los que van llegando, sin interrumpir su palique con el marqués de
Fúcar ó con la marquesa de San Salomó. Como la puerta que va del primer
salón á la sala de juego está enfrente de la que comunica ésta con la
antesala, siempre que se oye el suave gemido de la mampara de cristales
con visillos rojos, mi prima echa ligeramente hacia atrás el cuerpo
contra el respaldo del sillón, vuelve la cabeza y ve quién entra.

Por fin Carrillo transmite sus órdenes por el timbre eléctrico. Al
poco rato aparece en la puerta del comedor, poniéndose con oficiosidad
los guantes de hilo, el maestresala M. Petit --aquel ingenioso francés
que después de haber rodado durante el verano por las fondas de todos
los establecimientos balnearios y de haber lucido su estampa en
el mostrador de algún comedero de ferrocarril, se pasa el invierno
sirviendo temporalmente en las grandes comidas de las casas ricas de
Madrid, ó que lo aparentan--, y pronunciando el sacramental _madame est
servie_, comienza el desfile. Eloísa se agarra al brazo del marqués de
Fúcar (por ejemplo) y rompe plaza...

Se me figura estar oyendo el bulle-bulle de las ochenta patas de sillas
rascando ligeramente la alfombra gris perla, y ver á los criados
ajustarse apresuradamente los guantes, mientras desfilamos y ocupamos
nuestros asientos. Aquel primer envite de la comida, que se acerca como
un monstruo que viene á apoderarse de nuestro organismo; aquel vaho
de la sopa _bisque_, picante como un demonio, ¡qué felices anuncios
traen de la sesión gastronómica! Presentes tengo los incidentes de la
conversación, que empieza grave, se anima, se fracciona, es á cada
instante más viva, menos culta y aseñorada; aspiro la fragancia de los
ramos y ramitos que adornan la mesa y nuestras solapas, olor de vegetal
flácido que se aja por momentos entre el vapor de la comida y bajo
aquella lluvia de luz que desciende de los mecheros de gas; oigo á mi
espalda el chillar de las botas de los criados que nos sirven, y me
mareo de aquel escamoteo de platos delante de mí, del rielar de copas,
de lo que hablamos, de las bromas, ya cultas é inocentes, ya galanas
en la forma y groserísimas en el fondo. Las caras aquéllas, las diez y
ocho ó veinte cabezas, ¿cómo se pueden olvidar? Figúrome que las veo
todavía en su inquietud discreta, ojos que nos miran y se vuelven
y llevan la idea de una persona á otra, el hilo de la conversación
rompiéndose y anudándose á cada instante, las sonrisas disimulando
las contracciones de la gula. Respecto á los dichos, yo no cesaba de
recordar la rigidez de las comidas inglesas, en las cuales todo lo que
se habla podría figurar en el Catecismo. En los festines que refiero,
mi primo Raimundo hallaba medio de contar cuentos indecentes, con una
delicadeza de forma y unas perífrasis que hacen de él un verdadero
maestro en arte tan difícil.

En lo que sí se parecen estas comidas á las inglesas es en que las
señoras hacen del pleonasmo del escote una pragmática indispensable.
Eloísa, en sus jueves famosos, no se paraba en barras, quiero decir,
en carne de más ó de menos. Generalmente vestía con sencillez, siempre
que por sencillez se entienda poca tela de medio cuerpo arriba. La
originalidad era su fuerte. Un jueves me sorprendió á mí y á todos
con el traje más lindo, más caprichoso y temerario que se podría
imaginar... Pero recuerdo ahora que no fué en su casa, sino en un
gran sarao del palacio de Gravelinas, donde se nos presentó vestida
totalmente de encarnado, el cuerpo de terciopelo, la falda de raso,
medias y zapatos también de color de sangre fresca, y para que nada
faltara, mitones de púrpura. Sólo una belleza de primer orden, de
esas que dominan todo lo que se ponen, habría podido salir triunfante
de tal prueba, envolviéndose en ascuas de los pies á la cabeza. Fué
general la admiración, y yo no fuí el menos sorprendido, porque aquella
misma mañana me había dicho que no pensaba estrenar más vestidos ni
inventar rarezas. Dejando á un lado esta contradicción, diré que Eloísa
deslumbraba: no se la podía mirar sin plegar ligeramente los ojos.
Su hermosura, sometida á la prueba de aquella calcinación en crisol
ardiente, triunfaba de las llamaradas del rojo, y aparecía sublimada y
purificada. Su mirar era como un extracto sutil, alcohol dulcísimo que
se subía á la cabeza y hacía en ella mil diabluras. No quiero decir
nada del escote, á quien la coloración chillona del rojo daba más
realce. En su ridículo entusiasmo, un revistero de salones me decía
que aquella carne de Paros, aquel mármol vivo, no tenía semejante, y
que Fidias y el Hacedor Supremo habrían disputado sobre cuál de los
dos lo había hecho. Vamos, que reñían y se tiraban á la cabeza los
trastos de crear... Yo, como dueño de aquella carnicería marmórea, no
la veía con gusto tan publicada. Pero el maldito revistero no cesaba
de hacer paradojas, que al día siguiente ponía en los periódicos. «Era
un demonio celestial, el _ángel del asesinato_, serafín que había
encargado á Worth un vestido hecho con brasas del Infierno... ¿Para
qué? Para divertir á los Santos en el Carnaval del Cielo... Su cuello
ostentaba una constelación...» A esto de la constelación démosle
su nombre verdadero. Era una hermosa _rivière_ de treinta y seis
_chatones_ que yo había regalado á Eloísa, y que me ocasionó (todo se
ha de decir) una disminución de cinco mil duros en mi cuenta corriente
del Banco de España.

Volvamos á mis jueves, quiero decir, á los jueves de la otra. Todos
los amigos de la casa admiraban á Eloísa, y aun diré que se pirraban
por ella. La atmósfera caldeada de la galantería que todos, hombres y
mujeres, respiran en tal género de vida; el constante incitativo del
mucho y refinado comer y beber; el efecto de narcotización que en el
espíritu van produciendo á la larga las mentiras de la cortesía, todas
estas causas, y aun la obsesión material de la seda y el oro y el arte
suntuario, embotan el sentido moral del individuo y le inutilizan para
apreciar clara y derechamente el valor de las acciones humanas. En tal
ambiente, hasta los más sanos concluyen por acomodarse al principio de
que las buenas formas redimen los malos actos. No había, pues, entre
los amigos de la casa, uno solo que no codiciara lo que me pertenecía
de hecho. No había uno tal vez que no soñara con el ideal delicioso de
pegársela al amigo y suplantarle. Robar lo robado nunca se consideró
delito. Eloísa y yo no teníamos derecho á quejarnos de este asalto
general de intenciones que nos amenazaba sin tregua. La falsedad de
mi terreno me tenía en ascuas. Inquieto y receloso, vigilaba con cien
ojos, y tomaba acta de las más leves cosas, suponiéndolas indicios de
que alguien ganaba un palmo de terreno que yo perdía.

Pero, en realidad, no tenía motivos de queja. Mi prima, entre aquella
turba de amigos entusiastas y apasionados, guardábame una fidelidad que
habría sido virtud muy hermosa, si la tal fidelidad no viniera á ser
una medalla en cuyo reverso estaba la traición.

Eloísa les trataba con arte admirable, siempre dulce y cariñosa,
empleando reservas delicadas que olían á virtud, imitándola, como
los artículos de perfumería imitan la fragancia de las flores. Para
todos tenía una palabra bonita: era jovial ó seria, según los casos;
compadecía al enamorado, paraba los pies al atrevido, mostrando
constantemente cierta dignidad y señorío que me encantaban.


II

Ningún día de gran comida dejó Eloísa de sorprendernos con alguna
novedad, añadida á las riquezas de su bien puesta casa. Aquella noche
(una de tantas), al entrar en el segundo salón, ví dos personas, cuyo
rostro, facha y traje parecían completamente anómalos en tal sitio.
Eran dos pinturas: la una de Domingo, la otra de Sala. Mi prima las
había adquirido aquella semana, y no me había dicho nada para darme
la gran sorpresa en la noche del jueves. Habíalas colocado á los dos
lados de la puerta que comunicaba el salón con su gabinete, y puso ante
cada una un reflector con vivísima luz, que, iluminando de lleno las
figuras, las hacía parecer verdaderas personas. Ambas eran de tamaño
natural y de más de medio cuerpo. La de Domingo era un viejo, un pobre,
quizás un cesante, vestido de tela gris, arrugado el rostro, plegados
los ojos. Creeríase que la luz del reflector ofendía su cansada vista,
y que nos miraba con displicente miopía, ofendido y cargado de nuestro
asombro. Porque no ví jamás pintura moderna en que el Arte suplantara
á la Naturaleza con más gallardía. El toque era allí perfecto símil
de la superficie de las cosas, y se veía que, sin esfuerzo alguno,
el pincel, convertido en poder fisiológico, había hecho la carne, la
epidermis, el músculo, los cañones de la mal rapada barba, el pelo
inerte, y, por fin, el destello y la intención de la mirada. Aquel
mismo toque habilísimo era luego la lana y el algodón de la ropa, la
seda mugrienta del fondo.

--Esto ya no es pintar --decía Eloísa, sacando las cosas de quicio--:
es hacer milagros.

La figura de Sala era una chula. Contemplándola, todos nos reíamos, y
á todos se nos avispaban los ojos. Los suyos parece que bebían de un
sorbo la luz del reflector y nos la devolvían en una mirada dulce y
llena, significando con ella un _atrévanse ustedes_. Su tez pura, su
entrecejo irónico indicaban tal vez que era una gran señora disfrazada.
El traje, el pañuelo por la cabeza y mantón de Manila podrían
suponerse antojo de un momento para _encaprichar_ la hermosura noble
revistiéndola de las gracias populares. No era una ficción, era la vida
misma. Sin duda iba á dirigirnos la palabra. Nos sonreíamos con su
sonrisa; nos sentíamos mirados por ella, la conocíamos y la tratábamos.
¡Que una superficie cubierta de colores viva y aliente así!... Eloísa
no cesaba de decir, gozando en nuestra admiración:

--¡Qué alma tiene!

La dama enchulada y el viejo pobre fueron el éxito de aquel jueves,
como en el precedente lo habían sido dos tapices antiguos, cartones de
Brueghel, que decoraban el comedor. Pero dejemos las cosas que parecían
personas, y vamos á las personas que parecían cosas. Uno de los
principales devotos de mi prima era el marqués de Fúcar. A cada lado de
la chimenea del segundo salón había tres sillones, uno de los cuales
ocupaba Eloísa. El inmediato se le reservaba al marqués, y respetando
este derecho consuetudinario, cualquiera que lo ocupara se lo cedía
en cuanto él entraba. Era Fúcar bastante viejo; pero se defendía bien
de los años y los disimulaba con todo el arte posible. Era abotagado,
patilludo, de cuello corto, y parecía un cuerpo relleno de paja por su
tiesura y la rigidez de sus movimientos. Se teñía las barbas; y como
los tiempos no consienten la ridiculez de la peluca, lucía una calva
pontifical. Demostraba Fúcar á la señora de Carrillo una como adhesión
caballeresca. A veces, la edad caduca pesaba en su ánimo lo bastante
para convertir aquella devoción en una especie de cariño paternal,
traduciéndose en consejos galantes antes que en galanterías. Muy á
menudo y cuando parecían más interesados en una conversación frívola,
trataban de negocios. Eloísa, que empezaba á pensar mucho en los
fabulosos aumentos que ciertos hombres de pesquis dan á su capital en
poco tiempo, arrastraba la conversación de Fúcar hacia aquel terreno.

--Diga usted, marqués, ¿venderé las _Cubas_ para comprar ese
Amortizable que ha inventado Camacho?

Esta y otras cláusulas parecidas sorprendí más de una vez al acercarme
al grupo.

Fúcar se reía, y después de bromear un poco le aconsejaba lo que creía
más conveniente.

--Oiga usted, marqués: ¿quiere usted hacerme _dobles_ por cinco ó
seis millones nominales? ¿Quién es su agente de Bolsa?... Este tonto
(dirigiéndose á mí) no quiere ir á la Bolsa. Quita allá... No tienes
iniciativa, no tienes ambición. Podrías duplicar tu capital en poco
tiempo si fueras otro.

El marqués echábase á reir, y mirándome...

--Aprenda usted, niño --me decía--. Esto se llama navegar en golfos
mayores.

--Marqués --proseguía ella--, me voy á tomar la libertad de hacerme su
socio. ¿Quiere usted que le dé diez mil duritos para que me los ponga
en las contratas de tabacos? ¿Qué rédito me dará?

--¡María Santísima! ¡qué mujer! --exclamaba Fúcar con alarma jocosa--.
Eloísa, me compromete usted...

--O si no, me los pone en un préstamo del Tesoro.

--Si el Tesoro no pide ya prestado, hija mía. Eso cuando tengamos otra
guerra civil.

--Pues en las contratas de tabacos. ¿A ver? ¿qué rédito?

--Creerá usted que las contratas... --gruñía el marqués fluctuando
entre las bromas y las veras.

--No haga usted caso, marqués --indiqué yo--. Estas mujeres ven todo
con la imaginación. Desconocen la Aritmética: lo único que saben de
ella es multiplicar.

--Sí: las contratas dan muchos millones.

--¿Qué le parece á usted? --decíame Fúcar sin poder contener la risa--.
Me va á descubrir. Me saca los colores á la cara. Aprenda usted, niño,
aprenda. ¡Contratas de tabacos!... Corriente: al año le devuelvo á
usted los diez mil duritos duplicados... Pero me ha de prometer usted
que con ese dinero fundará un _Hospital para fumadores desahuciados_.

La risa del prócer llenaba el salón. Aun los que no podían oir lo que
decía celebraban su gracia. Fúcar era allí muy popular; y envanecido de
ello, gustaba de oirse, hablando, y se enojaba cuando le contradecían.
Conmigo tenía deferencias cariñosas. Una noche, apartándome de un
corrillo de los que allí se formaban, me acorraló contra un mueble para
decirme en secreto:

--_Traviatito_, es preciso que se dedique usted á los negocios para
tener contenta á la señora. No se fíe usted del amor puro. La señora
tiene los espíritus muy metalizados. Me ha preguntado lo que es
_comprar á plazo_, en _voluntad_ y en _firme_. He tenido que darle una
lección de cosas de Bolsa, sin olvidar las triquiñuelas del oficio...
Mucho ojo, que la señora piensa demasiado en el dinero. No se envanezca
usted, y créame: aumente su capital, si puede, no sea que alguno le
desbanque. Usted vale mucho; pero no hay que fiarse, pues se dan
casos...

Otro de los asiduos era el general Morla, hombre muy ameno, verdadera
enciclopedia histórico-anecdótica de Madrid desde el año 34 hasta
nuestros días. Tenía la memoria más prodigiosa que cabe en lo humano:
recordaba la primera guerra civil, toda la historia política y
parlamentaria y toda la chismografía del siglo. Había sido ayudante
del general don Luis de Córdova, luego compañero íntimo de Narváez,
y por fin inseparable amigo de don José Salamanca, cuyos arranques
geniales elogiaba á cada instante. Los motivos secretos de los cambios
políticos en el anterior reinado los sabía al dedillo, y las paredes de
Palacio eran para él de una transparencia absoluta. De las infinitas
trapisondas privadas que amenizan la vida de Madrid, ninguna se le
había escapado. No necesitaba esforzarse para satisfacer todas las
dudas, pues el archivo de su memoria, admirablemente catalogado, le
suministraba sin demora el dato, la noticia ó enredo que se le pedía.
Cuando nos contaba algún lío, hacía mención de la calle, el número
de la casa, el piso; nombraba las personas todas de la familia, y si
no le cortaban el hilo, refería los belenes del padre ó la madre en
la generación anterior. Este narrador entretenidísimo era quizás el
maestro más grande del arte de la conversación que he visto en España.
Cuando se muera no quedará nada de él, pues jamás ha escrito cosa
alguna. Le incitamos á escribir sus memorias, que serían el más sabroso
y quizás el más instructivo libro de la época presente; pero él se
excusa de hacerlo con la pereza y con su poca habilidad de escritor.
En efecto: los grandes conversacionistas rara vez aciertan á interesar
cuando escriben.

Eloísa atendía y agasajaba mucho al anciano general, uno de los
primeros favoritos de la casa. El jueves que faltaba era un jueves
soso y desgraciado. A menudo se formaba en torno á él, en la sala de
juego, corrillo de hombres solos, que era un verdadero festín de la más
sabrosa comidilla. Salía uno de allí con la cabeza dulcemente mareada,
como cuando se ha bebido mucho y bueno, y se adquiría de la humanidad
idea semejante á la que tenemos de la salud después de haber hojeado un
Diccionario de Medicina.

La chismografía del general Morla era puramente histórica. Rara vez
despellejaba á las personas que estaban aún en activo. Otro amigo de la
casa, á quien no nombro, tenía la especialidad de cebarse en la carne
viva, prefiriendo la de los allegados y presentes. Severiano Rodríguez
le llamaba el _Saca-mantecas_, porque se sorbía las reputaciones
crudas. Era persona de intachables formas. En la conversación general,
bromeando con Eloísa ó sus amigas, daba mucho juego. Su galantería
exquisita y refinada encantaba á las damas. Había tenido buena figura,
y aún conservaba restos de ella, presumiendo de ojos vivaces, de un
busto airoso y de pie pequeño. Sin duda daba mucha importancia á su
bigote y su mosca, que, con las canas, habían venido á ser de un rubio
ceniciento. Lo que más me cargaba en aquel hombre era que, al entrar
en cualquier local, echaba miradas furtivas á los espejos para verse y
admirarse. Gozaba fama de afortunado en faldas; pero tenía ya un par de
desventajas casi insuperables: su edad que frisaba en la vejez, y su
falta de dinero. Era uno de los hombres más entrampados de la creación,
y vivía perseguido sin tregua por diferentes espectros en forma de
cobradores de tiendas. Oí contar que sólo en el ramo de perfumería
debía sumas fabulosas.

Cuando hacía corrillo, no perdonaba nada. Más de una vez hizo disección
horrorosa de la pobre marquesa de San Salomó, que no distaba veinte
pasos del lugar de la hecatombe. De Eloísa y de mí, ¿qué no diría?
Severiano me contaba horrores, vomitados por el _Saca-mantecas_ á poca
distancia de nosotros. Tales cosas, por la exagerada malicia y la
mentira que entrañaban, no ofendían como cualquier verdad secreteada
con palabras ambiguas. «Que yo estaba ya tronado; que Fúcar era el
que pagaba; que Manolito Peña estaba en camino de ser mi sucesor en
la plaza de amante de corazón...» Tales majaderías sólo merecían
desprecio. Lo más gracioso era que el _Saca-mantecas_ había hecho
el amor á Eloísa; habíala acosado, durante una temporadilla, con
declaraciones ardientes, en las cuales lo rebuscado de las cláusulas
no ocultaba lo repugnante del desvarío senil. Ultimamente, el despecho
le había vuelto un tanto fosco. Se hacía el interesante, presentándose
con cara de hastío. Saludaba ceremoniosamente á Eloísa, al entrar,
dándole la mano con brazo muy corto. Jugaba al juego del desdén el muy
mamarracho. Bien lo conocía ella y bien se reía de él. Cuando Severiano
ó algún otro amigo interrogaban al _Saca-mantecas_ sobre su actitud
displicente, respondía, inflándose mucho:

--Es que yo me he vuelto ya antidinástico.

¡Y para dar lugar á tales anomalías; para vivir constantemente
acechada, escarnecida, solicitada y requerida, se sacrificaba mi prima
á una etiqueta que no vacilo en llamar _cursi_, pues era una mala
imitación de la ceremoniosa, natural y no estudiada etiqueta de las
pocas grandes casas que tenemos! ¡Y se gastaba tontamente su caudal,
aparentando un bienestar que no poseía, ostentando un lujo prestado
y mentiroso! ¡Y todo por tener una corte de aduladores y parásitos!
¡Comedia, ó mejor, aristocrático sainete! Yo lo presenciaba aquellos
días, y aún no me daba cuenta, por la embriaguez que narcotizaba mi
espíritu, de lo absurdo, de lo peligroso, de lo infame que era.

He dado á conocer algunas de las principales figuras de aquellos
dichosos jueves. Aún faltan bastantes. Entre éstas no merece
preterición una que, como sombra errante, iba de aquí para allí,
atendiendo á todos, diciendo á cada cual una palabra agradable,
jovial con éste, con aquél grave, tocando las distintas cuerdas de
la conversación según el diferente ritmo de cada uno. Era un hombre
enfermo, consumido, lastimoso; era Carrillo, el dueño de la casa,
tan atento á sus deberes y tan esclavo de las reglas de la etiqueta,
que se le veía luchando angustiado con su debilidad para estar en
todo y cumplir correctamente hasta la hora del desfile. Y tan rápida
era su decadencia, que cada jueves parecía estar peor que el jueves
precedente. Daba lástima verle. Un sudor se le iba y otro se le venía.
Sin voz ni aun fuerzas para tenerse de pie, quería obsequiar á Fúcar
con un dicho de negocios, á otro con una frase política, á éste con
una indicación literaria, á aquél con un tema de _sport_. Sus propias
aficiones no se le quedaban en el tintero, y le veíamos sacar del
pecho con fatiga jirones de aliento para explicar los triunfos de la
_Sociedad de niños_.

Cuando ya era tarde y se le veía ¡pobrecito! haciendo los imposibles
por sostenerse en su terreno, Eloísa se iba hacia él, cariñosa, y le
hacía mimos de mamá, incitándole al descanso.

--Retírate, Pepe, no te fatigues. Estás haciéndote el valiente, y no
puedes, hijo mío, no puedes. El calor te hace daño, la conversación te
marea. Te conozco que tienes dolor de cabeza y que lo disimulas. ¿Por
qué eres así? A mí no me engañas: tú padeces y callas. Retírate. José
María y yo iremos después á hacerte compañía si estás desvelado.

Pepe no obedecía. Aun se enojaba un poco, no queriendo que su mujer ni
nadie dudasen de las fuerzas que no tenía. Era como los ciegos que se
empeñan en ver y se amoscan cuando alguien sospecha que ven poco. Era
como los sordos que no confiesan nunca que oyen mal y equivocan todas
las palabras. Contra las advertencias de Eloísa, quería estar en su
puesto hasta el fin, ser obsequioso con todos, y oponerse enérgicamente
á que alguno se aburriera. Siempre estaba dispuesto á hacer la partida
de _whist_ ó tresillo, ó bien á aguantar el chorretazo de ciencias
sociales con que se desahogaba un sabio impertinente de quien todo el
mundo huía como de la peste.

Una noche Fúcar me tocó en ambos brazos, y acorralándome, como de
costumbre, contra la pared, me dijo:

--Hola, _Traviatito_: escúcheme usted un momento. ¿Sabe usted que el
pobre Pepe está muy malo? Ese hombre no llega al verano... Pero voy á
otra cosa. Temo mucho que el _crac_ de esta casa venga más pronto de
lo que creíamos... Lo he sabido hoy por una casualidad. Han tomado
dinero, no sé bien la cifra, hipotecando la _Encomienda_, esa hermosa
finca del Barco de Avila. No podía ser de otra manera. Esta gente no ha
podido apartarse de la corriente general, y gasta el doble ó el triple
de lo que tiene. Es el eterno _quiero y no puedo_, el lema de Madrid,
que no sé cómo no lo graban en el escudo, para explicar la postura del
oso, sí, del pobre oso que _quiere_ comerse los madroños, y por más que
se estira, no _puede_, ¿qué ha de poder?... Porque verá usted. Estas
_juergas_ de los jueves cuestan mucho dinero. Ojo al oso, niño, que, al
paso que vamos, la _débâcle_ no tardará.

Sentí escalofríos al oir esto. Yo lo sospechaba, mejor dicho, lo sabía;
pero en el atontamiento estúpido en que me tenían el amor y la vanidad,
no paraba mientes en ello. La idea de que Eloísa hablase más ó menos
afablemente con el general Chapa (otro tipo de quien hablaré pronto),
absorbía por entero mi atención. Mucho extrañaba que la pícara no me
hubiese dicho nada del préstamo con hipoteca de la _Encomienda_. Era
preciso hablar de esto... Pero sigamos con los jueves.


III

Al siguiente nos sorprendió Eloísa con otra novedad (pues cada uno de
estos interesantes días traía su sorpresa): un proyecto hermoso, una
colosal reforma que iba á emprender en su palacio para ensancharlo y
mejorarlo. Por los planos que enseñaba á todos los amigos, se veía
que la obra era tan sencilla como grandiosa. Vais á verla. Consistía
en poner al patio una cubierta de cristales, haciendo de él un salón
espléndido, algo como la famosa estufa de Fernán-Núñez. La imitación
de las grandes casas y el afán de rivalizar con ellas, era la demencia
de mi prima... Sigamos con la reforma. Cubierto de cristales el patio,
lo llenaría de plantas soberbias, latanias, rododendros, azaleas,
araucarias, helechos arborescentes; cubriría las paredes con tapices, y
para remate y coronamiento de tan bella obra, había discurrido llamar
en su auxilio á uno de nuestros artistas más ingeniosos y originales.
Sí: Arturo Mélida le pintaría la escocia, una escocia monumental,
una obra no vista, lo más elegante, lo más inspirado que se podría
imaginar. Eloísa daba cuenta de ella como si la estuviera viendo. El
día anterior había convidado á comer al célebre arquitecto, pintor,
escultor y dibujante, el cual le había explicado su idea. Sería una
procesión de figuras helénicas representando todos los ideales del
mundo antiguo y los prodigios del moderno: la Filosofía peripatética
y el Teléfono de Edison, las Matemáticas de Euclides y la Educación
física de Spencer, el Osiris egipcio y la Vacuna de Jenner, la
Geografía de Herodoto y el Cosmos de Humboldt, el barco de Jasón y el
acorazado de Zamuda, los Vedas y el Darwinismo, Euterpe y Wagner...

Eloísa daba cuenta de la obra, cual si la estuviese viendo, aunque
equivocaba las citas, por no ser muy fuerte su erudición. Se me figuró
que echaba chispas como un cuerpo electrizado. Le tomé el pulso, y...
pueden creerme, tenía calentura. La pluma misteriosa se le atravesaba
en la garganta, haciéndole tragar mucha saliva. En toda la noche no
habló de otra cosa. Hubiera deseado hacer la reforma en un día, y que
el gran artista se la pintara en unas cuantas horas por arte mágico.

--Será una maravilla --dijo Manolito Peña--. Veremos aquí las _Mil y
pico de noches_.

Este Manolito Peña era de los constantes. Al principio llevaba á su
mujer; pero después iba solo. Bien sabéis que es muy listo, charlatán,
y que con su palabra fácil se ha hecho un puesto en la política, porque
sabe hablar de todo, y saca unas figurillas y unas monadas retóricas,
que entusiasman á las señoras de la tribuna de _idem_. Él y Gustavo
Tellería eran los dos oradores de la reunión, los que hablaban más
alto, cediéndose el turno de los párrafos estrepitosos y afectados.
Gustavo, militante en el partido católico, no estaba tan adelantado
en su carrera política como Peña; pero, al fin, harto de desgañitarse
platónicamente, empezaba á mirar la consecuencia como una virtud que
no da de comer. Ya con un pie metido en el partido conservador, estaba
resuelto á meter los dos cuando Cánovas volviese al poder. Había
reñido con la marquesa de San Salomó, cada vez más intransigente y más
encastillada en la integridad de su ideal católico-monárquico; pero se
trataban como amigos. Manuel Peña tenía ideas políticas más radicales
que las que profesara en su propio partido, y no las ocultaba en su
conversación. Esto no impedía que la de San Salomó tuviera con él
preferencias que hacían poner el paño en el púlpito al _Saca-mantecas_.

El general Chapa era muy joven. ¡Dos entorchados antes de los cuarenta
años! Para desvanecer la confusión que esto pudiera ocasionar, me
apresuro á decir que era general en el campo y corte de don Carlos;
entre los españoles, caballero particular, capitán de ejército en
1870, prófugo después, y afortunadísimo en la guerra civil. Gozaba
fama de muy valiente y arrojado. Era simpático, bella persona, guapo,
caballeresco, alegre, instruído, de mucho mundo, mucha labia y de muy
buena sombra en amores. Hablaba pestes de los curas, y sostenía que por
culpa de ellos no había triunfado la causa. Sus proezas militares no
eran tan famosas como las mujeriles. Se le señaló durante algún tiempo
como amante de la duquesa de Gravelinas; pero él, procediendo con
delicadeza, nos lo negaba hasta á los más íntimos. De otras conquistas
no hacía misterio. Yo le quería mucho; solíamos pasear, ir al teatro
y almorzar juntos. Por unos días me molestaron ciertas aproximaciones
que noté: tuve celos; él los desvaneció con lealtad; nos explicamos, é
hicimos el trato de respetarnos mutuamente nuestros dominios, pues á su
vez él tenía de mí la infundada queja de que yo obsequiaba demasiado á
la marquesita de Casa-Bojío.

El gracioso de la reunión era mi primo Raimundo, que no faltaba ningún
jueves. Su hermana subvencionaba su puntualidad, atendiendo á veces á
sus gastos menudos. No todas las noches estaba de humor para divertir
á la gente; y cuando la aprensión del reblandecimiento dominaba en su
espíritu, no había medio de sacarle una palabra. Mas, por lo general,
la vanidad y el gusto de verse aplaudido podían en él más que todo.
Sus teorías ingeniosas amenizaban las comidas; la atención sonriente
de su escogido público le inspiraba, y aguzaba el ingenio para que las
paradojas salieran cada vez más sutiles y enrevesadas. En medio de
aquel fárrago de ideas sacadas de quicio, brillaba comunmente un rayo
de perspicacia que, penetrando en lo más obscuro del cuerpo social,
lo esclarecía con luz muy parecida á la de la verdad. Su inteligencia
despedía una claridad fosforescente, que fantaseaba las cosas, sí; pero
con ella se veía siempre algo, á veces mucho.

Dábale por las vindicaciones. Gustaba de ir contra la corriente
general, defendiendo lo que todo el mundo atacaba, redimiendo el
sentido común de la cautividad filosófica y retórica. Hacía el
panegírico de Nerón, de los Borgias y de Mesalina; levantaba á Felipe
II y á Enrique VIII de Inglaterra; sostenía que don Opas fué una
buena persona, y hasta para Caín tenía una frase de indulgencia. Una
noche hizo la defensa de lo más calumniado, de lo más escarnecido y
vilipendiado en los siglos que llevamos de civilización: el dinero.
¡María Santísima, las pestes que se habían dicho del dinero desde
los principios, desde el balbucir de la literatura y de la historia!
Sólo con lo que los poetas han escrito en escarnio del más precioso
de los metales, habría para llenar una biblioteca. Es que los poetas
tenían al dinero una ojeriza especial de raza. ¡Ah! sí: al contrario
de ciertos perros, que enseñan los dientes al mendigo harapiento, los
poetas ladran siempre á los ricos. ¡Llamar vil al oro!... El orador
pasó revista á las comedias en que se pone de vuelta y media á los que
tienen cuartos, ensalzando á los pobres.

--Porque, fijarse bien --decía--: en la conciencia general se asocian
las ideas de pobreza y honradez. Vamos á ver: si yo hiciera una comedia
en que probara, y lo probaría, que los que tienen dinero, sea por
herencia, sea por ganancia, están en situación de ser más honrados que
el pobre, me la patearían, ¿no es cierto? ¡Buena pita me esperaba! Por
eso no la quiero escribir...

Después ponía la cuestión en un terreno en que la manejaba á su antojo
con la destreza de un jugador malabar. Atención: la causa de nuestro
decaimiento nacional era el falso idealismo y el desprecio de las
cosas terrenas. El misticismo nos mató en la fuente de la vida, que
es el estómago. Desde que el comer se consideró función despreciable,
la mala alimentación trajo la degeneración de la raza. El estómago
es la base de la pirámide en cuya cúspide está el pensamiento. Sobre
base liviana no puede elevarse un edificio sólido. Desde el siglo XIII
viene haciéndose entre nosotros una propaganda cargantísima contra el
comer. La caballería andante primero y el misticismo después han sido
la religión del ayuno, el desprecio de los intereses materiales. Ya
tenéis aquí un principio de muerte; ya tenéis atrofiado uno de los
principales nervios del poder de una nación: la propiedad. No dicen
_la propiedad es un robo_, como los socialistas modernos; pero les
falta poco para decir que es pecado. La caballería funda la gloria en
no tener camisa, y el misticismo dice al hombre: «La mayor riqueza es
ser pobre... Desnúdate y yo te vestiré de luz.» En fin, estupideces, y
por añadidura, guerra sin cuartel al agua. Lo que entonces se llamaba
el _Demonio_, es lo que nosotros llamamos _jabón_. Todos los desprecios
acumulados sobre la propiedad, sobre el buen comer y la cómoda
satisfacción de las necesidades de la vida, vienen á reunirse sobre
la infeliz moneda, á quien se mira como el origen de todos los males.
Los que durante una vida de trabajo se han hecho ricos, concluyen por
arrepentirse, y dedican su dinero á fundaciones pías. El orgullo está
en vivir á la cuarta pregunta, y en pedir limosna. Jamás se ofrecen
como ejemplo ni el ingenio ni el trabajo, sino la miseria, el desaseo y
la sarna. No hay un santo en los altares que no haya ido allí por haber
cambiado el oro por las chinches.

--Por Dios, Raimundo, ¡qué figuras tan naturalistas!

(Risas, escándalo, movimiento de asco en el selecto auditorio.)

--Sí, es la verdad. No hallo otra manera de decirlo. Durante siglos,
los sobresalientes de una raza noble han estado educándola en la
suciedad, en la pobreza, en el ayuno. Y claro, ¿cómo ha de haber
agricultura, cómo ha de haber industria en un país así? En una palabra,
comparemos la raza que ha tenido por maestros á Dominguito de Guzmán y
á Teresita de Avila, con la que ha seguido á los dos Bacones, Rogerio
y el Verulamo... Sí, señoras, los dos Bacones... ¿Ustedes no saben
quiénes son estos caballeros? Lo explicaré otra noche. En cambio,
conocen la vida de San Pedro Regalado y de otros tales que están en el
Cielo por predicar que no debíamos comer más que tronchos de berza y
algún pedazo de suela mojada en vinagre. Así estamos; así hemos venido
á ser una raza de médula blanda, sin iniciativa, sin originalidad, sin
energía moral, ni intelectual, ni física; una raza ingobernable...
Claro, con la tan ponderada sobriedad hemos llegado á no poder tenernos
de pie. Nuestro imperio era grande: lo hemos ido perdiendo, y nosotros
tan frescos. Despreciando el dinero, llamándolo vil, tomando el pelo
á los ricos y arrojando sobre ellos tantas ignominias en verso y
prosa, hemos dejado perder nuestras colonias. Viviendo en un mundo de
fantasmas, perversa hechura de la caballería y la falsa santidad, hemos
visto la extinción de nuestra industria. Por fin, al despertar en pleno
siglo XIX, después de haber dormido la mona mística, nos encontramos
con que los demás se nos han puesto por delante. Ellos viven bien,
nosotros mal. Viendo lo que ellos son, hemos caído en la cuenta de que
el dinero es bueno, de que la propiedad es buena, de que el lavarse no
es malo, de que el comer es excelente, y de que las materialidades de
la vida son excelentísimas. Queremos seguir tras ellos, queremos comer
también; pero ¡quiá!... ¡si no tenemos dientes, si hemos perdido la
fuerza digestiva!... Cinco siglos de sobriedad han despoblado nuestras
encías y atrofiado nuestro estómago. Tanto empeño tenemos en mascar y
digerir como los demás, que al fin y al cabo... como esto no exige
largo aprendizaje, logramos vencer las dificultades. Nos nace la
dentadura, se nos arregla el estómago; pero resulta que no tenemos qué
llevar á la boca, porque no trabajamos. Este hábito es algo más difícil
de adquirir. Tanto nos dijeron «no te cuides de las cosas terrenas»,
que llegamos á creerlo, y la ociosidad dió á nuestras manos una
torpeza que ya no podemos vencer. Claro, sin el estímulo del oro, ¿qué
aliciente tiene el trabajo? Echen maldiciones al dinero, santifiquen la
mendicidad y verán lo que sale. Una raza mal alimentada, no me canso de
repetirlo, mal alimentada, que sólo digiere vegetales... y ahora voy á
probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido...

Nuevo movimiento de horror festivo en el auditorio.

--Pero, Raimundo, ¡qué cosas saca usted!

--¡Naturalismo!

--Sí: se ha hecho tan naturalista, que á veces hay que coger con
tenazas lo que dice.

Y otra noche, el infatigable divagador tomaba otro tema y lo esclarecía
con aquella lumbre de su cerebro tan parecida á una llama de alcohol,
vagorosa, azulada, juguetona, y concluía porque se levantara contra él
protesta unánime de risas y escándalo. «¡Naturalismo! Por Dios, ¡qué
naturalista, qué pornográfico se ha vuelto!» Estos socorridos anatemas
sirven para todo.


IV

Mi tío Rafael iba todos los jueves; pero no estaba á sus anchas, porque
haciendo gala de conversacionista, la competencia del general Morla,
que hablaba más que él y era oído con más atención, le abrumaba.
Cuando aquellas dos aptitudes se ponían frente á frente, era gracioso
ver cómo se disputaban la palabra, cómo discretamente corregía el uno
las narraciones del otro. Cada cual se jactaba de saber más que su
contrario y de poder añadir un detalle estupendo á su relación. Mi tío
Serafín fué, al principio, algunas veces. A menudo se le encontraba
dormido en el gabinete de Eloísa. Se aburría, y no teniendo allí
el amparo de su _carrik_, no podía hacer de las suyas. Como había
adquirido el hábito de levantarse temprano para ir al relevo de la
guardia, el buen señor no podía prolongar sus veladas. Retirábase
casi siempre á cosa de las once, á su casa de la calle de Capellanes,
vivienda misteriosa y desconocida donde jamás había entrado ninguno de
la familia, porque él no recibía á nadie ni se dejaba sorprender en su
intimidad doméstica.

Puntual en las comidas era don Alejandro Sánchez Botín, persona
antipática, entrometida y de una vanidad pedantesca. Decíase de él que
no iba allí más que á comer, y que tenía distribuídos los días de la
semana entre siete casas acreditadas por la habilidad de sus cocineros.
De este gastrónomo se contaban mil historias ridículas. Llevaba en
los faldones del frac bolsillos de hule para almacenar allí dulces,
jamón, fiambre y otras golosinas. Decían que jamás almorzaba; que al
levantarse se tomaba un gran tazón de agua de malvas, preparándose
así para el gran hartazgo de la noche. A nadie he visto comer con más
estudio, ni poner en la comida una atención más respetuosa. Para él, la
mesa era verdadera _Misa_, el holocausto del estómago. Llegaba en esto
hasta la mayor grosería, y cuando no ponían _menú_ escrito, preguntaba
á los criados qué había con objeto de reservarse para lo más de su
gusto. Muchas veces que le tuve á mi lado, me anticipé á su curiosidad,
diciéndole con afectada importancia:

--Hoy estamos de enhorabuena. Tenemos el famoso _poulard à la Régence_
y las _bouchées à la Montglass_.

Era un vicioso, al decir de la gente; mujeriego de la peor especie,
de un paladar sensorio tan estragado como lleno de caprichos. Vivía
separado de su mujer y tenía muchos cuartos. Tres veces había
desempeñado en Cuba pingües destinos, y cada vez que volvía con media
isla entre las uñas, repetía la sagrada fórmula: «España derramará
hasta la última gota de su sangre en defensa, _etcétera_...»

Me repugnaba aquel hombre, y más aún desde que Eloísa me dijo que le
hacía el amor con hipócrita misterio y groseras ofertas de dádivas.
Por no escandalizar no le puse en la calle cuando tal supe. No se me
ocultaba el desprecio y el asco que mi prima sentía hacia un sujeto
tan abominable por todos conceptos, y que se hacía además ridículo
con sus pretensiones de guapeza. Era un viejo verde, que después de
comer aparecía abotagado, pletórico; y sus ojos vidriosos, grandes,
muy parecidos á los de los besugos, y tan miopes que los corregía
con cristales de número muy alto, decían que allí no había más
que apetitos, usurpando el lugar del alma. Lo mismo Eloísa que yo
resolvimos echarle, eliminándole con maña de las reuniones; pero él no
entendía de indirectas, y se pegaba á la casa como una ostra.

Mi tía Pilar no iba nunca los jueves por la noche á casa de su hija. Su
indolencia crecía diariamente con su torpeza muscular; aborrecía las
ceremonias, y no se encontraba bien sino en su casa, después de haberse
zarandeado dos ó tres horas en coche. En su comedor pasaba las veladas,
dormitando, cuando no iban á hacerle compañía las amigas vecinas: bien
la de Torres, que vivía en el tercero; bien la de Bringas, que habitaba
en la inmediata calle de Olózaga.

María Juana tampoco iba á las comidas ni á las tertulias de su hermana.
No armonizaban aquellas dos cuerdas de son y ritmo tan diferentes. A
Medina sí le ví algunas noches, no en la comida, sino en la recepción.
Jugaba al tresillo con mi tío, ó charlaba con Sánchez Botín de cosas
de política, de asuntos de Ultramar y del poco dinero que iba quedando
en la famosa Perla de las Antillas. Generalmente se le hacía poco
caso, y su modestia y cortedad de genio eran tales, que más parecía
agradecerlo que sentirlo. Hablando conmigo una noche en confianza,
en un rincón donde nadie nos oía, la cabeza muy alzada para que las
palabras franquearan mejor el gran espacio entre su pequeñez y mi
buena estatura, los dos pulgares escondidos bajo las solapas del frac,
y tocando el piano sobre el pecho con los ocho dedos restantes, el
buen _ordinario de Medina_ me dijo que no tenía palabras para hacerme
comprender lo que le cargaban aquellas reuniones; que iba á ellas
simplemente por hacer el gusto á María Juana, quien le mandaba asistir
para que le contara todo lo que viese. Sí: al volver á casa, tenía
que repetir cuanto había oído y hacer descripción circunstanciada de
personas y cosas, y si se le olvidaba algo ó lo confundía, su mujer
se impacientaba. Erale odiosísima aquella vida de lisonja y mentira;
aborrecía las comedias sociales, y adoraba lo positivo, el bienestar
seguro y sin zozobra. Siendo su sistema gastar siempre menos de lo que
se tiene, le daba rabia la ceguera estúpida de los que hacen todo lo
contrario. Nunca le gustó á él _darse pisto_, ni aparecer como sabio ó
como elegante sin serlo, y se encontraba mal entre personas que están
sin cesar representando lo que no son y haciendo un papel que no les
corresponde. Por todas estas razones pensaba decir á su mujer que si
quería saber lo que allí pasaba, fuera ella en persona, pues él se
daba de baja, y no volvería á poner sus pies en los salones de Eloísa.
Aquel hombre juicioso y modesto dejó de favorecernos desde el segundo ó
tercer jueves.

La pobre Camila no concurría á las fiestas de su hermana por varias
razones. Importantísima era la de no tener vestidos, es decir, tenía
uno; pero no era cosa de presentarse todos los jueves con los mismos
trapitos de cristianar. Otra razón de peso era que, cumplidos los
vaticinios que indecorosamente nos hiciera el día de la célebre comida,
allá por Octubre había dado á luz un muchachón, del cual fuí padrino,
y que tenía todas las trazas de ser tan bruto como su padre. Este fué
dos ó tres noches á casa de Carrillo; pero se encontraba tan fuera de
su centro, se parecía tan poco aquel recinto al grosero café donde él
solía concurrir, que le faltó tiempo para desertar. Era un tagarote
que no sabía dónde ponerse, ni hallaba con quién hablar, ni él hacía
más que ir de un lado para otro, aburrido y desconcertado. Sólo en
el marqués de Cícero hallaba de vez en cuando un punto de apoyo, por
ser ambos manchegos, cazadores, y tener más ancho el círculo de los
perdigones que el de las ideas.

--¿Y tu mujer? --le preguntaba yo todas las noches.

--Bien --me respondía--. Sigue empeñada en no poner ama. Lo cría ella
misma.

Yo sabía que estaban bastante mal de metálico. Aunque era medio loca,
Camila me inspiraba algún interés y lástima, y habiendo notado en
su casa ciertas privaciones, supe valerme de medios delicados para
socorrer sus faltas y para que mi buen ahijado no estrenase la vida en
medio del desamparo y la desnudez.

Réstame hablar del marqués de Cícero, tío de Carrillo. Era primo de
Angelita Caballero, quien le había dejado dos casas y la corona, la
cual, á su muerte, pasaría á exornar la frente de Pepe y sus herederos.
Como figura decorativa, pocos hombres he visto más notables que don
Antonio Alvarez Tuñón y Caballero. Era lo que antes se llamaba un real
mozo. Mas se podría ofrecer un buen premio á quien probase que existía
un sér humano de menos sal en la mollera que aquel bendito marqués, á
quien jamás sorprendió nadie en posesión de una idea. Lo más que hacía
era repetir mal las ajenas y desfigurarlas. Las suyas versaban siempre
sobre la adoración de su persona como hombre guapo, y se parecía al
_Saca-mantecas_ en la fea maña de echar ojeadas á los espejos, para
gozarse y ponerse muy hueco. Tenía largos y lucidos bigotes, como los
del general León, á quien sin duda tomaba por modelo. No he visto nunca
una cabeza más hermosa. Era digna del cincel de Benvenuto y de las
fábulas de Esopo, por su belleza y su falta de seso. Decía Severiano
Rodríguez que cuando el marqués hablaba de algo que no fuera caza, _le
crugía el cerebro_: tan violento esfuerzo tenía que hacer. En distintas
épocas de su vida le dió por hacerse magníficos retratos que repartía á
los amigos. En unos estaba con un vestido de caza muy majo; en otros de
caballero del tiempo de Felipe IV, también de caza, con el lebrel á un
lado. En los escaparates de un célebre fotógrafo andaba en gran tarjeta
iluminada y en traje de caballero de Calatrava, con birrete y catorce
varas de manto blanco. Ultimamente se retrató con un león á los pies.
No hay que decir que el león era disecado. A todos los amigos dió un
ejemplar, y recibí el mío con una expresiva dedicatoria. Mucho tiempo
conservé en mi poder la imagen del prócer cinegético, con el fiero león
á los pies, hasta que tuve la suerte de que mi tío Serafín me librara
de ella. Fué la única expoliación de que me he felicitado siempre.

Lo bueno que tenía el marqués era que no murmuraba de nadie. Es que no
se le ocurría nada que no fuera conversación de perros y de monterías
antiguas y modernas. Mi tío, él y otro que tal hacían á veces una
insufrible trinca. Desde tiempos remotos gozaba de un empleo en el
Ministerio de Estado. Hasta la muerte de la Caballero había sido pobre
y obscuro, uno de esos aristócratas trasconejados que vegetan en una
oficina, y no molestan á nadie, ni dan que hacer á los políticos, ni
meten ruido, ni alardean de linajudos, ni envidian ni son envidiados.
Aquel bendito debía su insignificancia á la carencia absoluta de ideas,
á su aspecto agradable y á no tener más pasiones que las inofensivas de
vestirse bien, cazar y retratarse.

Era muy puntual en las comidas, y no lo hacía mal. Comía y callaba.
¿Qué diré de los demás aún no designados? Fáltanme espacio y ganas,
aunque no memoria. ¿Hablaré de Pepito Trastamara, un hominicaco á
quien yo ponía por ejemplo cuando quería demostrar á Carrillo el vivo
contraste de nuestra aristocracia con la inglesa? ¡Y sobre el cimiento
de Pepito Trastamara quería edificar aquel soñador el organismo de los
lores españoles, el sólido estamento que, enlazado al poder popular,
forma el más admirable de los sistemas! Allá por el cuarto ó quinto
jueves nos llevó Carrillo á un joven redactor del periódico de su
partido. Era un muchacho listo, que pronto sería diputado y metería
ruido. Hablaba por los codos siempre que encontraba quien le oyera,
y se sabía al dedillo, casi tan bien como Pepe, todo lo concerniente
al _Parlamento largo_, al _Bill de derechos_, á las picardías que hizo
Titus Oates y á otras muchas cosas que traen siempre á mal traer los
anglómanos.

Después de la comida iban tantos, tantos, que no acertaría á contarlos.
Ví literatos de varias castas, políticos muy grandes, de cola entera
como los pianos, de media cola y _piccolos_. Ví académicos que habían
escrito cosas bellas, y otros que no habían escrito maldita cosa;
militares en diferentes situaciones, varios artistas, algún diplomático
extranjero, ministros en activo, entre ellos el de Fomento, amigo y
paisano mío; ví á Cimarra, que se había reconciliado con su suegro, el
marqués de Fúcar, y resignádose á que su mujer viviera maritalmente
en Pau con León Roch; ví tal cantidad de personas y alimañas, que era
aquello un museo matritense, mejor para apreciado en conjunto que para
reproducido en sus múltiples, varias y pintorescas partes.


V

Supongo que los que esto lean estarán ya fatigados y aburridos de tanto
y tanto jueves. Pues sepan que mucho más lo estaba yo. Dirélo con
franqueza: los tales jueves me iban cargando. Aquel sacrificio continuo
de la intimidad doméstica, de los afectos y la comodidad en aras de
una farsa ceremoniosa, no se conformaba con mis ideas. Me gustaba el
trato de mis amigos, la buena mesa en compañía de los escogidos de mi
corazón, la sociabilidad compuesta de un poco de confianza amable y
de un poco también de etiqueta, ó sea lo familiar combinado con las
buenas formas; pero aquel culto frío de la vanidad, quemando incienso
en el altar del mundo, me lastimaban y aburrían ya. Todo era viento,
humo y la estéril satisfacción de que se hablara de la casa y del trato
de ella. En fin, á las diez ó doce semanas ya tenía yo los jueves
atravesados en el gaznate sin poderlos pasar.

Eloísa también se me manifestó algo cansada; pero el respeto al
maldito _qué dirán_ impedíale suspender repentinamente las grandes
comidas. La idea de que se susurrase _que estaba tronada_ la ponía en
ascuas, quitándole el sueño. Y si mi orgullo se sentía halagado por
la fidelidad suya, que en tal género de vida tenía un mérito mayor,
de esta misma satisfacción se derivaba mi zozobra por el temor de
sorprenderla infiel algún día. La idea de que Eloísa me suplantara á lo
mejor con alguno de aquellos tipos que la rodeaban, incensándola como á
un ídolo, me enardecía la sangre, me agriaba el carácter, me ponía de
un humor de mil diablos, desequilibrando mi sér y quitándome el dominio
de mí mismo y las dotes de buen sentido que me transmitió mi madre.
Pensando esto, yo descubría en mí no sé qué instintos de violencia y la
disposición á ciertos actos que no sabía si calificar de locuras ó de
majaderías.

Ningún motivo real tenía yo para sospechar que Eloísa se aficionara
á otro hombre, y no obstante, la vida aquélla de galantería y de
lisonja, era para mí una vida de alarma angustiosa. Desgraciadamente,
no podía apoyarme en el terreno de ningún derecho; no podía llamar en
mi auxilio á la moral, y mis celos, impersonalizados todavía, debían
luchar solos é inermes, cuando el caso llegara. Ninguno de los amigos
de la casa me inspiraba temores en particular; inspirábanmelos todos.
La colectividad era mi aprensión, y aquel coro de aduladores, mosca que
me zumbaba en los oídos, era mi pesadilla. Obedeciendo algunas veces
á esa instintiva necesidad de atormentarnos que sentimos cuando el
sistema nervioso se sale de sus casillas, me entretenía en concretar
mi inquietud, suponiendo cómo sería lo que aún no era, imaginando lo
verosímil, y convirtiendo los fantasmas en personas. La juventud fogosa
de Manolito Peña, la opulenta vejez de Fúcar, la virilidad legendaria
de Chapa, la osadía del _Saca-mantecas_, la fealdad misma de Botín,
la insignificancia de otros, me eran igualmente sospechosas. Habría
deseado perderlos á todos de vista, y que Eloísa, por amor á mí, se
asimilase las antipatías que su corte me inspiraba y acabase por
despedirla.

Verdaderamente, de ella no podía tener queja. Nunca fué más amante
que en la época en que á mí se me despertó el santo horror á los
malditos jueves. Su cariño se sutilizaba, se hacía más ardiente y hasta
quisquilloso y suspicaz. ¡Cosa rara! También ella tenía celos. Nunca me
he reído más que un día que se me enojó porque... ¡vaya una simpleza!
«porque yo visitaba muy á menudo á su hermana Camila.» Poco trabajo me
costó desvanecer sus inquietudes mimosas. Nos desagraviábamos fácil
y agradablemente firmando paces que debían de ser eternas por lo
apasionadas. ¡Qué mujer, qué vértigo, qué abismo de ilusión, dorado
y sin fondo! Nuestras entrevistas nos parecían siempre cortas, y
expresábamos el afán de no separarnos nunca, de empalmar las horas
felices, pues cada fracción del tiempo que pasaba, marcando una
pausa en nuestros goces, nos parecía algo que se nos había robado.
La publicidad escandalosa de aquel enredo y la ausencia de todo
peligro habíannos quitado la máscara. Ya no nos recatábamos; ya se nos
importaba un bledo la opinión de la gente, que, por otra parte, no era
severa con nosotros, pues nadie nos miraba mal, nadie extrañaba nuestra
conducta, ni jamás oímos palabra ó reticencia que nos acusase. Se nos
veía juntos en público; dábamos paseos matinales; yo iba á su casa
por mañana, tarde y noche, y entraba y salía y andaba por todos los
aposentos de ella como si fuera mi propia vivienda.

En aquel período de embriaguez, mi salud se resintió algo. Zumbáronme
los oídos, como siempre que mis nervios se encalabrinaban, y esta
mortificación me entristecía lo que no es decible. Eloísa, siempre
llena de ternura, trataba de alegrarme con su sonrisa franca y
cariñosa. Su jovialidad, que tenía por órgano la boca más fresca que
era posible ver, declaraba la juventud y lozanía de su temperamento, el
cual se hallaba en su plenitud, sin asomos de decadencia como el mío.
Se burlaba de mis males nerviosos y hacía propósitos de curármelos;
pero lo que hacían sus medicinas era ponerme peor.

Excuso decir que en esta temporada, que no sé si fué dicha ó tormento,
ó ambas cosas combinadas, la aptitud de los números se eclipsó en
mí. Mi dualismo estaba desequilibrado; mi madre dormía, y la sangre
andaluza de mi padre era la que mangoneaba entonces en mí. El pícaro
vicio había acorralado en obscuro rincón del cerebro la energía
educatriz de mis quince años de escritorio.

De tiempo en tiempo había como una tentativa de emancipación de la tal
aptitud; pero el ruido de oídos la sofocaba en medio del entumecimiento
cerebral. Cierto que hice más de una vez apreciaciones mentales acerca
de lo que debía costar el estrepitoso boato de Eloísa y la gala de
sus celebrados jueves. Cierto que Fúcar me hizo ver que en la casa de
Carrillo se gastaba más del triple de la renta del capital. Varias
noches, al retirarme á casa, iba pensando en esto; pero la excitación
me impedía pensarlo con claridad y energía, y la sedación venía luego
á adormecerlo todo, números y alarmas. Había además otra circunstancia
digna de tenerse en cuenta para explicar mi pereza aritmética.
Transcurría el tiempo; llegaba Febrero del 83, y Eloísa no me pedía
nunca dinero. No parecía tener apuros ni ninguna clase de dificultades
monetarias. Fuera del desembolso mensual de los regalitos, yo no tenía
que dar tijeretazos en el talonario de mi cuenta corriente.

Ni ella me hablaba de intereses, ni yo á ella tampoco. Había quizás en
ambos el temor de despertar un problema que dormía debajo de nuestras
almohadas. Lo único que me permití fué hablar perrerías de los jueves,
criticarlos bajo el doble aspecto moral y económico, y pedir que
desaparecieran de la serie del tiempo.

--Pienso como tú --me dijo la muy mona--; pero yo digo lo que el
Gobierno. Es preciso estudiar la reforma, porque si se hace de golpe y
porrazo, podría ser inconveniente.

--Cuando los Gobiernos no quieren hacer una reforma --le respondí--,
dicen que la están estudiando. Pero si la reforma no consiste en
establecer, sino en suprimir, el mejor estudio es obrar con valentía...
Tú temes que te saquen alguna tira de epidermis. Mira: de todos
modos, con jueves ó sin ellos, te la han de sacar. Conque así, no te
esclavices.

Y esto lo decíamos media hora antes de la señalada para la comida.
Aquel jueves el pobre Carrillo estaba bastante mal y no se presentaría.
Le ví en su cuarto, y la profundísima lástima que me inspiró estuvo
por mucho tiempo como estampada en mi alma. Aún hacía el pobrecito
violentos esfuerzos por vestirse; aún mandó á Celedonio, su ayuda
de cámara, que le trajese el frac; pero no pudo ni meter el brazo
derecho en la manga. Se desplomaba. En su lastimoso estado, lo que
principalmente sentía era no poder hacer los honores de la casa
aquella noche, como todas, y encargaba á su mujer que atendiese á los
invitados y no hiciera caso de él. Eloísa estaba aturdidísima. De buena
gana habría despedido á sus comensales. Mas no: era preciso hacer un
esfuerzo supremo, presidir la mesa, estar en todo y recibir luego á
cien ó doscientas personas. ¡Tormento mayor...!

No tardaron en entrar Chapa, el _Saca-mantecas_, Peña, el secretario
de la Legación de Holanda; después el ministro de Fomento, luego Botín
y el general Morla. Todos, conforme iban llegando, se creían en el
deber de poner una cara muy atribulada al enterarse de la indisposición
del amo de la casa. Eloísa estaba realmente triste. Su situación en
lo que llamaré el terreno aflictivo era bastante delicada; pues si
aparecía muy afligida, podrían dudar de su sinceridad, y si, por el
contrario, se presentaba serena, las críticas serían más acerbas.
Comprendí, oyéndola hablar del enfermo con los convidados, que hacía
esfuerzos por hallar el justo medio sin poderlo conseguir. A veces
iba muy lejos en el camino del dolor, y conociéndolo, la reacción en
sentido de la calma era demasiado fuerte. Nunca ví lucha más horrible
con las conveniencias sociales; y si las palabras de los amigos eran
perfectamente discretas, sus miradas, al menos á mí me lo parecía,
revelaban una ironía despiadada. Y Eloísa estaba triste en realidad.
Sólo que á veces se le antojaba que debía estar más triste, y á veces
que debía estarlo menos, resultando de aquí que nunca acertaba con el
tono exacto de la nota que quería afinar.

La de San Salomó llegó á última hora. Era la única señora que teníamos
aquella noche. La comida empezó silenciosa, y por una de esas
fatalidades de la conversación, que no es posible vencer, sólo se
hablaba de enfermedades, de médicos, de aguas minerales. De rato en
rato, un criado traía noticias del señor para tranquilizar á la señora.
Estaba mejor, se le iba pasando el ataque. Con esto se sosegaba Eloísa,
y todos hacíamos el papel de que se nos transmitía por arte mágico su
contento. Pepe estaba en su habitación acompañado del médico y de su
ayuda de cámara. Sólo el marqués de Cícero, como de la familia, había
entrado á verle. Después ocupó en la mesa la cabecera que al enfermo
correspondía, y entreveraba los bocados con suspiros. El general Morla
me tocó al lado, y hablamos de la enfermedad de Pepe con la misma calma
que si se tratara de lo buenas que estaban las codornices trufadas.

--Este hombre se va --me dijo--. He visto morir á muchos de ese mismo
mal, que debe de ser cosa del hígado. Cuando menos lo piense Eloísa, se
queda viuda. Tal vez esta misma noche.

Después me contó la muerte de Narváez, la de Pastor Díaz, la del
general Manso, la de Carlos Latorre, la del marqués de Valdegama.
Aún no había dado fin á esta fúnebre crónica, cuando se sintió en lo
interior de la casa un ruido extraño. Algo muy grave ocurría. Todos
nos quedamos fríos. Los tenedores, suspendidos sobre los platos con el
pedazo de _fond d’artichauts au suprême_, aguardaban que se aclarase
el angustioso misterio para seguir hacia su destino. Sólo Botín oía
mascando. Levantóse Eloísa bruscamente y fué á la puerta antes que
entrase el ayuda de cámara, á quien sentimos venir á la carrera. Oímos
cuchicheo de zozobra y ansiedad. Eloísa corrió hacia adentro, Celedonio
también.


VI

Gran silencio en la mesa. Rompiólo al fin el general con estas palabras:

--Cuando digo yo... Oye, Santiaguito: sírveme Jerez.

Sánchez Botín no sabía disimular el furor que le dominaba por causa
del maldito M. Petit, que no puso aquel día en la mesa la lista de
platos. Resultado de esta preterición (que parecía una estratagema
traidora) fué que mi hombre se atracó de _roastbeef_ á la inglesa, y
cuando aparecieron las codornices ya no le quedaba para ellas todo
el hueco estomacal que merecían. Se podían leer en las serosidades
lobulosas de su frente sus irritados pensamientos. Estaba verde, y sus
gruesos labios engrasados se estremecían como los labios de los perros
cuando van á ladrar. «Esto no pasa más que aquí. Vale más ir á un mal
_restaurant_», de seguro diría. Al través de las gafas de oro, sus ojos
inyectados y como queriendo salirse del casco, arrojaban destellos de
odio contra el pobre M. Petit.

Poco á poco volvió á sonar el metal de cuchillos y tenedores sobre la
porcelana. Ligera oleada de animación, corriendo de una punta á otra de
la mesa, agitó la doble fila de cabezas. Cada cual comunicó á su vecino
sus observaciones, unos en voz baja, otros en alta voz. En aquella
mesa rara vez se hablaba sin doble sentido. Debajo de la conversación
verbal, serpenteaba la intencional como la víbora entre hojas.
Interpretarla y devolverla era el encanto de los comensales. Las
circunstancias no pudieron hacer que aquella conversación nuestra fuese
lúgubre, aunque sólo se hablaba de enfermedades y de la aterradora
muerte. La marquesa de San Salomó iba preguntando á todos, uno por
uno, si tenían miedo á la muerte y en qué forma se les presentaba al
espíritu. Cada cual respondía cosas diferentes, la mayor parte poco
ingeniosas. Fué la misma Pilar quien dijo:

--Yo soy cristiana católica y vivo preparada. A pesar de esto, no me
gusta ver entierros...

--Es que no tiene usted la conciencia tranquila --dijo no sé quién,
derivándose de esto un tiroteo de frases, esmaltadas de discretas risas.

--Me parece que les estoy viendo á todos ustedes --dijo Pilar-- bajando
de patitas al Infierno...

--Como la llevemos á usted por delante...

--¡A mí! Usted está mal de la cabeza. ¡A mí!...

--Sí, señora. Y si usted se empeñara en no ir, elevaríamos una sentida
exposición á Dios, pidiendo que la destinara á usted á nuestro
departamento...

--¡Aunque sólo fuera en comisión de servicio!

Siguió á esto un gran debate sobre si hay ó no Infierno, si el Limbo es
verdad ó figuración teológica, y, por último, hacia qué parte cae el
Purgatorio.

Me parecía mentira que la comida se había de concluir. Cuando acabó,
fuí á enterarme por mí mismo del estado de Carrillo. El ayuda de
cámara, á quien encontré en el pasillo, díjome que habían metido al
señor en un baño caliente, y que ya estaba mejor. Parecióme, en verdad,
muy aliviado cuando le ví. Regresé al salón, donde estaban tomando té
y café bajo los auspicios de la marquesa. Esta debió de conocer en mi
cara que llevaba noticias buenas, y me preguntó con mucho interés por
el enfermo. Díjele lo que sabía, y ella, tomando tonos de intimidad y
de secreteo, hablóme así:

--¡Qué noche para la pobre Eloísa! Dígale usted que no se apure, que se
esté por allá. Yo entretendré á esta gente como pueda.

--Precisamente, me acaba de encargar dé á usted un recado semejante.

--¿Y está mejor, es cierto? --me preguntó mirándome de un modo que era
nueva apelación á mi confianza.

--Diré á usted. Yo creo que esto es una remisión pasajera. El pobre
Pepe está muy malo: hace tiempo que lo vengo diciendo...

--Yo también... Cuidado que pasarán ustedes malos ratos. Eloísa no es
para cuidar enfermos. Usted tampoco... Y la verdad, no hay cosa más
triste que estar viendo padecer á una persona de la familia sin poder
aliviarla. Vale más, mucho más, que acabe de una vez...

--Sin duda alguna --le contesté, por contestar algo.

--Dígame usted --añadió arrimándose más á mí y acentuando el tono de
confianza--, ¿Carrillo ha dejado intacta la fortuna que heredó de la
marquesa de Cícero?...

--Señora, habla usted como si ya... --respondí espantado.

--¡Qué tonta!... Quiero decir, _dejará_... Es verdad que todavía no ha
concluído... ¡pobrecillo!

--Creo que sí --contesté mintiendo, porque decirle la verdad era como
mandar un comunicado á la prensa--. Sí: su capital permanece intacto.

--¿Sí?... ¿de veras? --dijo sonriendo y dando al _de veras_ ese dejo
de burla que es tan elocuente en el lenguaje popular--. O usted se ha
caído de un nido, ó piensa que me he caído yo. Voy á darle una taza de
té para que se le aclaren las ideas.

--Gracias... Pues decía que el capital permanece intacto... Carrillo es
un hombre prudente.

--Lo que es eso... Se pasa de prudente. Pero vamos al caso. Si lo que
usted me ha dicho es cierto, seguramente ha hecho usted muchos números.

--Algunos he hecho.

--Con franqueza... Respóndame usted á lo que le pregunto. ¿Cuando pase
el luto, seguirán los grandes jueves?

Esta pregunta me enfrió la sangre. Pero pronto supe amoldarme á la
situación y á las conveniencias, y contesté decidido, como la cosa más
natural del mundo:

--¡Quiá!... ¿Por quién me toma usted, señora? Creo que el presente es
el último de los jueves habidos y por haber.

--Así, así: energía... Me gustan á mí las personas de carácter... Pero
el hombre propone y... nosotras disponemos. A Eloísa le gusta esto, y
si pudiera, todos los días de la semana los volvería jueves... ¡Qué
disparates digo... ahora que está la pobre tan afligida...! Me cortaría
esta pícara lengua. Usted tiene la culpa, usted...

En aquel instante, el marqués de Fúcar, que no había venido á comer,
ocupó su puesto frente á la marquesa. Seis personas más formaban la
corte de ésta. Los que entraban á saludarla oían de su boca frases
apropiadas al papel que hacía. Daba excusas por la ausencia de Eloísa,
pintando con melancólicos colores las circunstancias en que estaba la
casa. Su voz tomaba un tono patético, que habría hecho llorar á un
cerrojo. Y cada persona que llegaba decía la indispensable formulilla
de lástima y desconsuelo, echándola en el corrillo como se arroja la
moneda de compromiso en la bandeja de plata de un petitorio. Suspiraba
Pilar y daba las gracias en nombre de su amiga, añadiendo con religioso
acento y expresivo arquear de cejas un _Sea lo que Dios quiera_.

Fuí hacia donde estaban los fumadores, y después á la sala de juego,
que parecía un verdadero casino. Algunos hablaban del suceso con entera
libertad, y otros jugaban ó reían sin acordarse para nada del pobre amo
de la casa. Severiano, que entró de los últimos, me dijo:

--En el Casino corrió la voz de que Pepe había muerto de repente en la
mesa, cayendo sobre tí y derrumbándote un hombro.

De pronto ví pasar á Eloísa, que venía de las habitaciones de Pepe.
Todos se abalanzaron á saludarla. Su cara revelaba contrariedad y
tristeza, y el traje de color rosa-té, de sencillez arcadiana, le
sentaba tan á maravilla, que parecía una elegante pastora del pequeño
Trianón, llorando ausencias de algún pastor de peluca. Dió afables
excusas por su ausencia... Gracias á Dios, el pobrecito Pepe estaba
mejor. Un coro de pésames por la enfermedad y de felicitaciones por
la mejoría demostró cuánto la querían sus amigos. Oía mi prima el
coro con aturdimiento de actriz que no está muy fuerte en su papel.
La desconcertaba el temor de parecer demasiado triste ó demasiado
consolada. Aprovechando una ocasión propicia, me dijo al oído:

--Ve allá... Quiere verte... No hace más que preguntar por tí.

Aunque tal visita me disgustaba, corrí al aposento de Carrillo, y
al alejarme del tumulto de los salones, sentí como un secreto miedo
supersticioso. Fuerte olor de láudano denunciaba la pasada batalla
entre la química y el dolor. Era el olor de la pólvora. Celedonio y el
médico, dos combatientes valerosos, estaban de pie junto al lecho. Ví
en éste el rostro amarillo de Pepe, que me recordaba el San Francisco
de Alonso Cano, macerado, febril y exangüe. Su nariz era como el filo
de un cuchillo. Sus ojos tenían un cerco morado, y las pupilas atónitas
un no sé qué de espiritual, de soñador, avidez de martirios y apetitos
de inmortalidad. Fija en las almohadas, aquella cabeza de santo no
tenía vida más que en los ojos y en las arqueadas cejas. La boca,
inmóvil y entreabierta, parecía endurecida por el pasado suplicio.
Su corta barba de un color sienoso, y el cabello negro, partido con
natural elegancia en gruesas guedejas, daban al total de la cabeza el
aspecto de antigua escultura en madera con la pátina del tiempo. En
mitad de la pieza, el baño despedía un vapor tibio que me sofocaba,
como si el dolor que se había disuelto en el agua se exhalara en ondas
y viniera á mugir en mis oídos y á acariciarme la piel. En un ángulo,
sobre el velador decorado con la vista del Parlamento inglés, estaba
la encendida lámpara de bronce, en figura de candilón, despidiendo, al
través de la bomba esmerilada, claridad blanda y lechosa. El médico,
con el sombrero puesto ya, se estaba envolviendo el cuello en un
tapabocas, pronunciando las fórmulas de despedida.

--Ya no hago falta por esta noche. Mañana veremos. No hay cuidado.

Y llegándose á Pepe, le dirigió frases de cariño.

--Mucha quietud, que eso no es nada. Dentro de unos días, volverá usted
á su vida habitual.

Fuí con él hasta la habitación próxima, y al despedirle, me dió á
entender con un mohín de su expresiva cara que si por el momento no
había peligro, la enfermedad marchaba á pasos de gigante.


VII

Fuíme entonces derecho á Pepe, que me recibió con sus ojos fijos en la
puerta por donde yo debía entrar. Como no se le veía más que la cabeza,
hízome ésta el efecto de la de San Juan Bautista, la cabeza cortada que
el arte religioso presenta siempre servida en bandeja como un manjar.
Luego que me miró bien, sacó de entre las sábanas su mano, que era toda
huesos, y en la cual la imaginación, á poco que lo intentara, podía
ver una de las llagas del Seráfico, y buscó la mía. Cuando estrechó
mi carne con aquel alicate de hueso, me corrió por el cuerpo un hielo
mortal.

--¿Qué tal vamos? --le dije inclinándome para verle mejor.

--Caro te vendes, hijo. Se muere uno aquí sin que los amigos vengan á
echarle un vistazo.

--No quería molestarte. Y ¿cómo estás ahora?

--He pasado un rato muy malo --replicó sacando difícilmente las
palabras del pecho--. Pero después del baño me encuentro muy bien.
Eloísa se ha asustado mucho. Estos trances no son para ella... ¿Quién
ha venido?

Dile cuenta de todas las personas que había en la casa.

--Que no parezca que estoy enfermo --añadió con brío--; que se
diviertan como si no ocurriera nada de particular. Y verdaderamente
no estoy tan mal. Todo ha sido un cólico nefrítico, el paso de las
arenillas desde los riñones á la vejiga. Dolores espantosos; pero, en
fin, nada más... Todavía...

Miróme con cierta intención compasiva, ¡extraña compasión! y haciendo
un gran esfuerzo por emitir con toda claridad la voz, dijo:

--Todavía te has de morir tú primero que yo... Lo veo, lo conozco, no
sé por qué... Me dijo mi mujer que estabas muy malo, que habías tenido
vómitos de sangre.

--¿Sí?... ¿te lo dijo?

Creí prudente no negarlo. Eloísa tenía la costumbre, cuando le veía muy
malo, de contarle imaginarias enfermedades de otros. Le consolaba como
se consuela á los niños.

--Y que todos los días tenías fiebre.

--Es verdad --afirmé--. No estoy bueno, ni mucho menos.

--Cuídate... cuídate. Sentiría mucho que en lo mejor de la edad...

--Sí, sí: estoy decidido á cuidarme.

--Yo estaré en pie la semana que entra --añadió, galvanizándose con su
espiritual fuerza--, y volveré á mis quehaceres de siempre. Tengo un
gran proyecto. Pienso construir un edificio para albergue de huérfanos
pobres: gran pensamiento, magnífico plan. Habrá hospital, clínica,
consulta, talleres, escuelas, gimnasio. Se necesitan seis millones de
reales. Cuento con tu cooperación, si no te perdemos antes. Eloísa se
encargará de organizar con sus amigas funciones en los principales
teatros. Yo solicitaré el auxilio del Gobierno y de la Familia Real. Tú
harás lo que puedas entre tus amigos...

No sé hasta dónde habría llegado este coloquio, si felizmente no
entrara mi prima.

--¡Eh... basta de conversación! --dijo, poniendo su mano derecha en
mi hombro y la izquierda sobre la frente ardorosa de Carrillo--. Lo
primero que ha ordenado el médico es el reposo, y... punto en boca.

--Sí, hija: ya me callo, ya no diré una palabra más. Estábamos hablando
de mi hospital de San Rafael. Llevará el nombre de mi hijo.

--Más vale que te duermas ahora. No pienses, no te acalores. Ya haremos
un hospital, y dos si es necesario... José María y yo te ayudaremos...
¿Verdad? Los tres vamos á ocuparnos mucho de eso desde mañana. Vaya,
basta de conversación. José María, aquí estás ya de más.

En la habitación que precedía á la alcoba, volví á ver á Eloísa, que me
habló así:

--¡Qué malos augurios ha hecho el médico! ¡Pobre Pepe!... La
convalecencia de este ataque será cruel. ¡Qué días me esperan!
¿Vendrás mañana á acompañarme?

--¡Qué pregunta!

--¿Y no has visto al pequeño? Pasa --me dijo cariñosamente, empujándome
hacia una puerta--. El pobrecito se despertó con los gritos de su
padre; pero debe de haberse dormido otra vez... Pasa... Vengo al
instante. ¡Cuánto deseo que se marche esa gente!

El pequeño dormía. Preguntóme el aya por el señor, y le dije lo que me
pareció. De buena gana me habría quedado allí un buen rato, sin hacer
otra cosa que contemplar el envidiable sueño de aquel ángel. Pero
Eloísa entró á ver á su hijo, y sacóme del éxtasis en que yo estaba,
dejando volar mi pensamiento á las alturas de contemplaciones muy
espirituales. La mano de mi prima se posó sobre mi hombro, y oí estas
blandas palabras:

--Ve al salón. ¡Qué gente, qué pesadez! Extrañarán que no estés allí.
El pobre Pepe está aletargado. Creo que pasará bien el resto de la
noche.

Salimos juntos, y en el pasillo nos separamos. Echóme una mirada de
tristeza, diciéndome con severidad dulce:

--Ya sé que ha habido mucho secreteo con Pilar. No puedo descuidarme un
momento.

--¿Pero eres tan tonta que...?

Celos tan inoportunos me causaban hastío.

--Ni afirmo ni niego nada. No hago más que hacer constar un hecho--
replicó, apretándome ligeramente el brazo con sus dedos.

En la reunión tuve que sostener conversaciones que me aburrían,
contestar á preguntas que me incomodaban y resistir una lluvia de
frases de doble sentido. Poco á poco se fueron aclarando los salones.
La de San Salomó salió de las últimas, llevándose, como de costumbre,
al general, que vivía cerca de su casa.

--¿Usted se queda aquí? --me dijo--. Velará usted. Cada cual á su
puesto de honor.

A última hora fuí á enterarme del estado del enfermo. Eloísa me salió
al encuentro en el pasillo. Se había quitado su vestido de sociedad y
puéstose la bata de raso blanco. Como se apareció con una luz, creí
ver á _lady_ Macbeth cuando el paso aquél de las manos manchadas.
Llevándose el dedo á la boca, dióme á entender que Carrillo dormía, y
en palabras muy quedas me dijo:

--Está tranquilo. Mas por lo que pueda suceder, me quedaré en el sofá
de su cuarto. Voy al despacho á buscar una novela, porque de fijo no
podré dormir.

Contesté que yo velaría; pero se opuso tenazmente, alegando lo
quebrantado de mi salud, mis pocas fuerzas...

--Necesitas descansar --me dijo con el mayor cariño--. Duerme
ocho horas si puedes... Aquí no haces falta. Celedonio y yo nos
entenderemos. Esta noche, caballero, se va usted á su casita.

Empujóme suavemente hacia la antesala, después de susurrarme esto:

--¿Vendrás mañana? Mira, que no faltes. Ven á almorzar. ¿Te espero? No
me hagas rabiar. Si á las diez no estás aquí, te mando siete recados.
Esta soledad es horrible. Esta noche, si duermo, voy á soñar veinte mil
disparates.

Ella misma me lió el pañuelo á la garganta y alzóme el cuello del gabán:

--Abrígate bien, por Dios... Haz el favor de no constiparte ahora. ¿Hay
ruidito de oídos? Voy á soñar que es verdad lo que te dijo Pepe, que
arrojas sangre por la boca y tienes fiebre...

Cariñosa y amante me despidió, y yo salí pensativo.



XII

Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor.


I

Carrillo mejoró en los días sucesivos. Aquella vida desplomada se
sostenía con un esfuerzo prestado por el espíritu para engañarse á
sí misma y á los demás. Salió de la terrible crisis por tregua de
la muerte, y desde que pudo sentarse puso atención ardiente en las
ocupaciones que tanto le entretenían. Admiraba yo aquel tesón, aquella
esclavitud del deber, que en el heroísmo rayaba, y la indiferencia
con que, pasada la fuerza del mal, miraba Carrillo sus insufribles
martirios. No tenía aprensión ni afán de medicinarse. Figurábaseme
ver en él, á veces, uno de esos hombres de temple superior y escogido
que se desligan de todo lo que pertenece á la carne y sus miserias,
para vivir sólo con interior vida, toda energía y llamas. A los ocho
días atendía á sus múltiples tareas benéficas, sin salir de su alcoba,
con la puntualidad de costumbre, y Eloísa estaba tranquila en lo
concerniente á la enfermedad de su marido, si bien por otros motivos
parecía haber perdido completamente todo sosiego. Una mañana me la
encontré en su gabinete muy afanosa, con un lapicero en la mano,
haciendo números y fijando alternativamente los ojos en el papel y en
el techo, que era un cielo azul con sus indispensables ninfas en paños
menores.

--¿Estás contando las estrellas? --le pregunté, sospechando lo que en
realidad contaba.

--No: es que estoy calculando... --replicó algo turbada--. Me vuelvo
loca, y esta pícara cuenta no sale. No te lo quería decir por no
disgustarte; pero me pasan cosas graves.

Yo me senté, abrumado por el pensamiento de los desastres aritméticos
que Eloísa me iba á revelar. Ella se sentó tan cerca de mí, que la
mitad de su no muy ligera persona gravitaba sobre la otra mitad de la
mía.

--¿A ver ese papel? --dije, tomándole la mano en que lo mostraba.

Pero no entendí nada. Era un mosáico de sumas y restas, del cual no se
podía sacar nada en claro.

--¿Y quién entiende este _maremagnum_? --indiqué con desabrimiento.

El dulce peso, como suele decirse, cargó más sobre mí, y la preciosa
boca empezó á chorrear notas terroríficas, mejor diré, conceptos
erizados de cantidades. La oí asustado. Expresábase con timidez,
tendiendo á menguar las cifras, comiéndose algunos ceros, señalando
el remedio antes de mostrar la herida, y respondiendo de antemano á
las exclamaciones severas con que yo la interrumpía. La estimulé á
presentar el problema tal como era, en toda su desnudez abrumadora,
porque desfigurarlo era impedir su solución.

--Claridad, completa claridad es lo que quiero --le dije--. Muéstrame
hasta el fondo del cántaro vacío.

Animada con esto, fué más explícita, y desarrolló á mis ojos el
panorama completo de su situación económica, el cual era para poner
miedo en el ánimo más esforzado.

Los gastos enormes de los jueves, los de su guardarropa, las frecuentes
compras de cuadros, porcelanas, tapices y baratijas de arte, y,
por otro lado, los dispendios inagotables de Carrillo en sus obras
humanitarias, llevaban la casa velozmente á una completa ruina.
El dinero que habían tomado sobre la hipoteca de la Encomienda se
les había ido en pago de varias facturas de Eguía, y en abonar los
brutales intereses de la cantidad que Eloísa había tomado antes á
un tal Torquemada, que prestaba á las señoras ricas. Después había
necesitado tomar más dinero, más, más. Las rentas, apenas cobradas, se
diluían en el mar inmenso de aquel presupuesto de príncipes... No me
lo quiso decir antes, porque la idea de serme gravosa la aterraba. No
me quería por mi riqueza: me quería por amor, y no le gustaba recibir
dinero de mis manos. Había pensado salir adelante, hacer economías, ir
trampeando; pero la situación se agravaba repentinamente. Tenía que
pagar algunas cuentas considerables... luego la enfermedad de Pepe...
Cerró la oración con oportunas lágrimas, y dejóse caer más sobre mí. Yo
estaba sofocadísimo.

Poco después le manifesté mi opinión de un modo bastante enérgico. A
sus caricias, á sus ruegos de que no la abandonase en aquel trance,
contesté con retahila de números despiadados. Erame forzoso ser
cruel para evitar mayores males. Yo la sacaría del pantano; pero
estableciendo un nuevo plan y presupuesto rigurosísimo, de modo que no
se repitiera el conflicto.

Aún había tiempo de salvar parte del capital de la casa y de asegurar
el porvenir de Rafael. Lo más urgente era reducir los gastos. A esto
me contestó que por ella no habría inconveniente. Estaba decidida
á vestirse de hábito de la Soledad, como una cursi, si yo lo creía
necesario. ¿Pero cómo privar á Carrillo de lo único que alegraba sus
últimos días, de aquel inocente consuelo de su vida próxima á concluir?
¿Cómo cercenarle los fondos para la _Sociedad de niños_ y otras
empresas humanitarias, que eran, para la casa, verdaderas calamidades?

--No enredes las cosas --le dije--: tus gastos son los que te hunden,
no los de él. Yo haré un presupuesto en que pueda subsistir el
entretenimiento de tu marido... Después, oye bien, se venderán todos
los cuadros de buenas firmas, aunque sea por menos dinero del que han
costado. No será difícil encontrar compradores.

Eloísa hizo signos afirmativos con la cabeza. Volviendo la vista, ví
sobre la chimenea un rollo de papeles. Eran los planos de la gran
reforma para convertir el patio en salón, con techo de cristales,
escocia de Mélida... Lo agarré con mano colérica y lo hice veinte mil
pedazos.

--Mira qué pronto se ha hecho la obra --exclamé--: te he regalado cinco
mil duros.

Ella se echó á reir, y no hablamos más del asunto, porque entró
Raimundo. Fuimos á almorzar, y en la mesa, Eloísa parecía más
tranquila. Raimundo, hablando del completo hundimiento de la casa
de Tellería, hubo de contar cosas muy chuscas, de las cuales se rió
mucho su hermana, aunque á mí me hacían poca gracia. Según dijo mi
primo, en los últimos años la familia se mantenía con lo que Gustavo
sacaba de las queridas ricas: ¡abominación! Leopoldito, marqués de
Casa-Bojío, estaba también en las últimas, porque las fortunas cubanas
habían bajado á cero. León Roch había suspendido la pensión que pasaba
á Milagros. Esta y el pobre marqués vivían separados y en la mayor
miseria; cada cual dando sablazos y explotando al pobre que cogían
debajo. Don Agustín de Sudre había dado en la flor de ir á contarle
al Rey mismo sus miserias, logrando algunas veces pingües limosnas.
Pero la regia munificencia se había agotado ya, y... «la semana pasada
--concluyó Raimundo-- fué el pobre señor á Palacio con el cuento de
siempre. El Rey sacó cinco duros, y poniéndoselos en la mano, le volvió
la espalda. ¡Y luego se espantan de que haya antidinásticos!»

Todo aquel día tuve un humor de mil diablos. En el Teatro Real, oyendo
no recuerdo qué ópera, ni por un momento dejé de pensar en las cuentas
de Eloísa. Retiréme á casa antes de que terminara la función, y me
acosté buscando en el sueño lenitivo á la pesadumbre que me abrumaba.
Pero no podía dormir. Entróme fiebre, me zumbaban horriblemente los
oídos, y me tostaba en mi lecho como en una parrilla. La apreciación
de los números despertaba en mí con fiera energía, proporcionada al
largo tiempo de eclipse que había sufrido. En mí renacía de súbito el
hijo de mi madre, el inglés, que llevaba en su cerebro, desde la cuna,
gérmenes de la cantidad, y los había cultivado más tarde en la práctica
del comercio. Mi padre huía de mí, como en el teatro echa á correr el
diablo cuando se presenta el ángel. Y las benditas cifras, ahogadas
temporalmente por la pasión, se sublevaban, vencían y se posesionaban
de mí con un bullicio, con un jaleo que me tenían como loco. Salté
de la cama á la madrugada, y vistiéndome á prisa, corrí hacia un
mueble _secreter_ que en mi alcoba tengo, y en el cual suelo escribir
cartas. Cogí un papel, empecé á desgastar la fiebre que me devoraba,
sumando y dividiendo. Sí: Eloísa, con haber dicho tanto, no me había
dicho la verdad. Hice el cálculo aproximado de los gastos de la casa
en el invierno último: comidas, coches, criados, extraordinarios. No
resultaba que la casa hubiese consumido el tercio de su capital. Había
consumido más... ¡tal vez la mitad!... Y para apuntalar este edificio
que venía á tierra, ¿qué era preciso hacer?... ¡Ah! guarismos y más
guarismos. La mañana me sorprendió en aquel trabajo calenturiento,
semejante á la faena espantosa de las almas de los negociantes que
vienen á penar á sus desiertos escritorios, y se vuelven á sus tumbas
cuando suena el canto del gallo. Así me volví yo á mi cama.


II

Continué por muchos días sintiendo en mí al inglés. Y no se
circunscribía esta fecunda energía materna á la esfera de la economía
doméstica, sino que penetraba impávida en el terreno moral, y allí
me rebullía y alborotaba ordenándome afrontar un cambio de vida, un
rompimiento que resolviera de una vez para siempre todos los problemas
del corazón y de la aritmética. Mas tan tímida era esta energía en lo
moral, que no pudo acallar el tumulto de mi sensual egoísmo. ¡Eloísa
perteneciente á otro! ¡otras manos amasando aquella pasta suave y
amorosa! ¡otro paladar gustándola, y otra boca comiéndosela...! No,
esto no sería, aunque lo pidiese y ordenara con su prosáica voz el
enflaquecido bolsillo. Y de apoyar esta negativa se encargaba mi
perturbada razón con sofismas tomados de aquel falso idealismo que
Raimundo ponía en ridículo con tanta saña. La caballería, ó si se
quiere, la caballerosidad, me vedaba aquel rompimiento. No era delicado
ni decente que yo abandonase, por una mísera cuestión de dinero, á
la que me había dado á mí su vida y su honor. El _todo por la dama_
se metía en mi alma por la puerta falsa de la sensualidad, y una vez
dentro, hacía un estrépito de mil demonios, echando unas retahilas
calderonianas y volviéndome más loco de lo que estaba. ¡Abandonarla,
cuando tal vez la causa de su ruina era agradarme; cuando su lujo no
era quizás otra cosa que el afán de hacerme más envidiable á los
demás, y de dorar y engalanar el trono en que me había puesto! No,
¡_todo por la dama_! Ante sus lágrimas, ante la ley que me tenía,
superior y anterior á todas las contingencias, ¿qué significaba un
_puñado de monedas_?

Verdad que el puñado, después de emborronar mucho papel, resultaba ser
una friolerita así como sesenta mil duros, más bien más que menos. Era
un trago demasiado fuerte para que pasase por el estrecho gaznate de la
caballería; pero al fin pasó. Hice que la traidora me llevase á casa
todos los datos del desastre, todos los papeles, apuntes y cuentas,
y al fin logré poner orden en aquel caos de empréstitos para pagar
intereses, de intereses acumulados al capital, de cuentas pendientes
y facturas no abonadas. Era absolutamente indispensable quitar de en
medio la voraz langosta de prestamistas, que en poco tiempo habrían
devorado todo. Con esto el puñado engrosaba más. ¡Dios misericordioso!
Me salían ochenta mil duros casi en cifra redonda. ¡Oh, con cuánto
horror se me representaron entonces las superfluidades que no podía
menos de asociar á la leyenda aquélla de las cuentas de vidrio! Con
el poder de mi mente pulverizaba yo todo el personal de los jueves
famosos: los vestidos renovados tan á menudo; aquel M. Petit, farsante,
ladrón que se embolsaba cada semana tres ó cuatro mil reales para
gastos de comedor; aquel cocinero jefe, á quien se daban veinte mil
reales al mes para el gasto de la plaza; los tres pinches, los cuatro
lacayos... ¡ladrones, asesinos, secuestradores! ¿A qué cuento venían
el portero de estrados, la doncella extranjera, la berlina de doble
suspensión y otros mil y mil despilfarros, ya del personal, ya del
material de la casa?... Tarde era ya; mas era tiempo. Degüello general
y adelante.

Una vez decretado el degüello, quedéme más tranquilo. El pellizco dado
á mi fortuna era un pellizco de padre y muy señor mío; pero aún me
dejaba rico. Todo iría bien si Eloísa entraba con pie resuelto por la
senda de las economías. Eso sí, yo estaba decidido á hacerla entrar
de grado ó por fuerza. Para esto me sentía con ánimos. Por encima de
todo, del amor mismo y de la vanidad, había de estar en lo sucesivo el
arreglo.

Perplejo estuve durante dos días sin saber qué vendería para salir
del paso. ¿Me desprendería del Amortizable, de las acciones del Banco
de España ó de las _Cubas_? Mi tío me decía que no me deshiciera del
Amortizable, cuya alza veía segura. Si continuaba en el Ministerio
nuestro amigo y paisano el señor Camacho, veríamos dicho papel á
65. Las acciones del Banco, después del aumento de capital, andaban
alrededor de 270. Mi padre las había comprado á 479. Aun contando
con el dicho aumento, la venta me traía pérdida. Por fin, después de
pensarlo mucho, resolví sacrificar las acciones y las _Cubas_. Este
papel, según mi tío, iba en camino de valer muy poco, y con el reciente
pánico de la Bolsa de Barcelona, se había iniciado en él un descenso
que sería mayor cada día. Vendí, pues, con pérdida, pues no podía ser
de otra manera. Por aquellos días se estrecharon mis relaciones con
Gonzalo Torres, amigo de mi tío y vecino de toda la familia. Vivía
en el tercero de mi casa, en el cuarto inmediato al de Camila. Era
jugador afortunadísimo, y á menudo me proponía que me asociara á sus
operaciones. Hícelo algunas veces, y siempre con tal éxito, que no me
faltaban ganas de tomar más á pechos aquel negocio, y lo habría hecho
seguramente si el amor no me tuviera preso y como secuestrado, incapaz
para todo lo que fuese extraño á sus ardientes goces.

El agente de quien Torres y mi tío eran clientes, después que realizó
mi operación de venta de títulos, propúsome la compra de una casa.
Torres también me lo había indicado, pues las condiciones en que se
vendía la finca eran realmente buenas. Procedía de un embargo de bienes
y vendíase judicialmente, con tasación demasiado baja. Hice mis cuentas
y no me pareció mal negocio. Deseaba afincarme, colocando en sólido
una parte de mi capital. Dí órdenes de vender más Amortizable, y el
producto lo dividí en dos partes. Una, ¡ay dolor agudísimo, no inferior
á los del cólico nefrítico!, era el destinado á poner á flote la concha
de Venus, que estaba á punto de naufragar. Con la otra parte compré
la casa, que estaba en la calle de Zurbano y era nueva y bonita. Me
daría una renta de 4 por 100, menos que el papel seguramente; pero si
he de decir verdad, la renta del Estado empezaba á inquietarme por la
inseguridad de las cosas políticas, el malestar de Cuba y la anunciada
operación de crédito del Banco de España, el cual, habiendo tomado
sobre sus hombros la inmensa carga de la colocación de los nuevos
valores, comprometía quizás un poco su porvenir.

El año 83 hallóme, pues, con una merma considerable en mi fortuna
y con cierta tendencia á trocar la condición de rentista por la de
propietario. Mi cuenta corriente no me recordaba, ni con mucho,
el apólogo de las vacas gordas, pues tanto la ordeñé, que hubo de
terminar el año en los puros huesos. No sólo contribuyeron á esto mis
frecuentes regalos á Eloísa, en cachivaches ó joyas, y la pasión que le
entró por coleccionar _ojos de gato_ de todos los matices, sino otras
obligaciones enfadosas de que no pude librarme. Entre éstas, no fué
la menos cargante el padrinazgo del chiquillo de Camila. Habiéndome
brindado á ser su compadre, cuando lo del embarazo me parecía ridícula
farsa, la muy loca se dió prisa á cogerme por la palabra, y allá por
Octubre del 82, como he dicho, descolgóse con un ternero, á quien todos
celebraron por robusto y bonito, pero que á mí me pareció dechado
perfecto de la fealdad de los Miquis. Le tuve en la pila bautismal
mientras el cura le lavaba la mancha que traía por el pecado de
nuestros primeros padres, y después, como padrino generoso, tuve que
darme yo un lavatorio de bolsillo, cuyo postrer chorretazo vino á fin
de año con las cuentas de Capdeville. En verdad, no me pesaron estos
derrames, porque los señores de Miquis no nadaban en la abundancia,
y ganaban mis afectos por el recogimiento en que vivían. Al chico le
pusimos de nombre Alejandro, por un hermano de Constantino que había
muerto en Madrid algunos años antes.

Sigamos. El día en que ultimé el arreglo de la deuda de mi prima,
ésta se presentó en mi casa á las once de la mañana. Ya habían
sido pagadas las cuentas; habíanse recogido los pagarés que estaban
en poder de Torquemada. Sólo faltaban algunas menudencias para las
cuales destiné cierta suma que recogería la propia Eloísa. La cantidad
aguardaba sobre la mesa en un paquete de billetes pequeños, y junto
á la misma mesa estaba yo, algo fatigado de tanto sumar y restar,
aunque sin otra molestia, gracias á Dios. Aún tenía en la mano la
pluma, plectro infeliz de aquel poema de garabatos, cuando Eloísa llegó
á mí pasito á pasito por la espalda, echóme los brazos al cuello,
cruzó sus manos sobre mi corbata, oprimiéndome la garganta hasta
cortarme la respiración, alborotándome el pelo y echándome atrás la
cabeza para lavarme la frente con sus labios húmedos; á todas éstas
riendo, diciendo mil tonterías, llenándome de saliva los párpados y
las mejillas, y vertiendo en mi oído un filtro, un veneno de palabras
cariñosas, que después, por maldita ley física, se había de convertir
en zumbidos insoportables.

Dejé la pluma y me volví hacia ella. Nunca la ví vestida con más
sencillez y al mismo tiempo con más elegancia. Venía en traje matutino,
y traía en la mano el libro de misa. Era domingo, y antes de ir á
mi casa había entrado en las Calatravas. Sin duda prevalecían en su
espíritu las ideas religiosas, porque me dijo que yo era un ángel, y
diciéndolo, arrojó sobre mi mesa el libro con tapas de nácar.

--¿Qué mujer no haría locuras por tí? --añadió luego--. Por tí, no digo
locuras, sino verdaderas diabluras haría yo.

Ya me disponía á hablarle del contrato bilateral que habíamos
celebrado, cuando ella, adelantándose á mi pensamiento con zalamera
iniciativa y flexibilidad, me dijo:

--No, no tienes que predicarme. Ya lo sé, ya tengo la lección bien
aprendida. Seré arreglada, económica; cambiaré de costumbres; haré
desmoches espantosos, pero espantosos... En mí se ha verificado estos
días una mudanza tal, que no me conozco. Tendrás que reñirme por las
muchas vueltas que he de dar á un duro antes de cambiarlo. Te has de
enfadar conmigo por los excesos, por las barbaridades que he de hacer
en esto del gastar poco.

--Por Dios --indiqué asustado--, nada de celo excesivo.

--Déjame á mí. Tú me has abierto los ojos con tu talento de
comerciante, y luego me has salvado con tu generosidad. Sería indigna
de mirarte á la cara si no tuviera estos propósitos que tengo. ¡Si digo
que te has de asustar cuando me veas hecha una pobre cursi, defendiendo
el ochavo y apartada de todas esas farándulas que me han sido tan
agradables y que han estado á punto de perderme...!

Tanto entusiasmo me alarmaba.

--No creas --prosiguió--, también hay algo de sacrificio; pero estos
sacrificios y aun otros mayores, se hacen con gusto, cuando median...
lo mucho que te quiero y el porvenir de mi hijo... Verás, verás.

Y contando por los dedos, hizo un bosquejo de las estupendas economías
que había de realizar.

--Fuera los jueves. Que cada cual vaya á comer á su casa... Fuera
M. Petit, fuera el jefe de cocina, que son capaces de tragarse el
presupuesto de una nación... Fuera todos los criados, á quienes he
estado dando doce duros y dos trajes... Abajo el portero de estrados,
que no sirve más que para enamorar á las doncellas... Abajo la
doncella-costurera... Las cocheras y cuadras quedan en la cuarta
parte... El ramo de vestidos y novedades suprimido por ahora... Vendo
todos los zafiros, todos... Vendo la _rivière_, los cuadros de Sala y
Domingo, el de Nittis, el Morelli, los cuatro grandes tapices, etc.,
etc... Liquidación de arte... Y para concluir, reduciré á su mínima
expresión las beneficencias de mi marido, y haré por que se suprima la
_Sociedad de niños_...

--¡Alto allá! --dije yo, lastimado de ver cómo hería con su furibunda
hacha económica la rama más sagrada del árbol de sus gastos--. Eso me
parece una crueldad. Extremas mucho el programa. Al pobre Carrillo
le quedan pocos días de vida, y es una infamia que se los amarguemos
privándole de un entretenimiento que, por otra parte, es tan meritorio.
Le anticiparíamos la muerte, le asesinaríamos. Señora, yo defiendo
ese capítulo del antiguo presupuesto. Mis remordimientos votan porque
subsista, y aun me atrevo á suponer que los de usted harán lo mismo.

Dije esto entre bromas y veras, y ella, comprendiendo mi delicadeza y
asimilándosela, alabó muchísimo lo que acababa de oir y contribuyó al
triunfo de mi enmienda, no tanto con el voto de sus remordimientos como
con el de sus caricias.


III

Empezó á dar vueltas por mi cuarto como si estuviera en su casa,
quitóse el manto y la cachemira y los tiró sobre el sofá. Luego, viendo
que allí no estaban bien, pasó á mi alcoba para ponerlos sobre la cama.
Se miró al espejo, y llevándose ambas manos á la cabeza, hizo un ligero
arreglo de su peinado. Después volvió hacia mí.

--¿Y cómo está hoy Pepe? --le pregunté.

--Está muy animadito --replicó--. Tiene compañía para todo el día. No
pienso volver hoy por allá. ¿Y tú?

Díjele que no tenía ganas de salir.

--Pues te acompañaré. Mando un recado á casa diciendo que almuerzo con
mamá. ¿Pero vas á tener visitas de amigos? Entonces, señor mío, que
usted se divierta... Lo mejor será que no recibas hoy á nadie.

Anticipándose á mis deseos y á mi pereza, llamó á mi criado y le dió
órdenes. Yo no estaba en casa. El señorito no recibía á nadie... ni al
lucero del alba. Corriendo otra vez hacia mí, me dijo:

--¡Oh, si esto fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos,
solos, libres!... ¿Pero á dónde iríamos en Madrid? ¡Si aquí se pudiera
guardar el incógnito!... Créelo, tengo un capricho, un antojo de mujer
pobre y humilde. Me gustaría que tú y yo pudiéramos ir solitos, de
incógnito, de riguroso _inepto_, como dijo el del cuento, al Puente de
Vallecas, y ponernos á retozar allí con las criadas y los artilleros,
almorzando en un merendero y dando muchas vueltas en el Tío Vivo,
muchas vueltas, muchas vueltas...

--No des tantas vueltas, que me mareo. Si quieres ir, por mí no hay
inconveniente. Mira, almorzaremos aquí. Da tus órdenes á Juliana...
Después, más tarde, á las cuatro ó cuatro y media, nos iremos en mi
coche á un teatro popular, á Madrid ó á Novedades: tomaremos un palco y
veremos representar un disparatón...

--Sí, sí --gritó, dando palmadas con júbilo infantil--. ¡Y cómo me
gustan á mí los disparatones! Echarán _Candelas_, ó quizá _El Terremoto
de la Martinica_.

--O _El Pastor de Florencia_, ó _Los Perros del Monte de San Bernardo_.

Echó á correr hacia lo interior de la casa para hablar con Juliana y
darle órdenes referentes á nuestro almuerzo. Después subió al principal
para dar un vistazo á su mamá y mandar desde allí el recado á su
marido. Al volver á mi lado, encontróme de un humor alegre, dispuesto
á saborear las delicias de un día de libertad. Repetí á mi criado las
órdenes. No estaba en casa absolutamente para nadie, ni para el _Sursum
corda_... Felizmente, mi tío y Raimundo, con quien no rezaban nunca
estas pragmáticas, estaban aquel día fuera de Madrid en una partida de
caza.

Almorzamos. Híceme la ilusión de estar en París y en un hotel.
Nadie nos turbaba. De la puerta afuera estaba la sociedad ignorante
de nuestras fechorías. Nosotros, de puertas adentro, nos creíamos
seguros de su fiscalización, y veíamos en la débil pared de la casa
una muralla chinesca que nos garantizaba la independencia. ¡Con qué
desprecio oíamos, desde mi gabinete, el rumor del tranvía, las voces de
personas y el rodar de coches! Y más tarde, cuando la turba dominguera
se posesionó de la acera de Recoletos, nos divertimos arrojando sobre
aquella considerable porción del mundo que nos parecía cursi, frases de
burla y de desdén. ¡Valiente cuidado nos daba que toda aquella gente
viniera á rondarnos! Lo que hacía la sociedad con aquel ruido de pasos,
voces y ruedas era arrullarnos en nuestro nido.

Y atisbando detrás de la persiana de madera, veíamos pasar á muchos
conocidos. Algunos iban por la acera de enfrente. Por la de mi casa
vimos grupos de amigos: el general Morla, el _Saca-mantecas_ y Jacinto
Villalonga, que andaban á buen paso y no pararían hasta el Hipódromo.

--Mira _la ordinaria de Medina_ --me dijo Eloísa, llamándome la
atención hacia su hermana, que pasó con su marido--. ¡Qué gorda se está
poniendo! Han dejado el carruaje en la casa de Murga, y no podrá ir más
allá de la Biblioteca.

Vimos también á Pepito Trastamara en un cochecillo que parecía una
araña, y él era otra araña. Fuera de los caballos, que tenían aire de
nobleza, y del lacayo, que era un hombre, todo lo demás era risible,
grotesco. Chapa apareció en el coche de Casa-Bojío, y Severiano á
caballo. Poco antes había pasado su señora, que era legalmente señora
de otro. ¡Qué lejos estaban todos de sospechar que les mirábamos
desde aquella escondida atalaya, que nos reíamos de ellos y que les
compadecíamos por no ser libres y felices como lo éramos nosotros!

La idea de ir al teatro perdió terreno. La pereza nos clavaba en donde
estábamos. Mejor estaríamos allí que viendo los disparatones de los
teatros populares. ¿Qué disparatón más grato y entretenido que el
nuestro? El tiempo y nuestra languidez nos mecían y nos engañaban,
dándonos nociones muy obscuras acerca de la duración de aquellos
diálogos vivos ó de los ratos de sopor que les seguían.

En medio de tanta indolencia, una idea me inquietaba de vez en cuando,
haciendo correr por mi cuerpo vibraciones nerviosas. Era la idea de que
el buen rato que yo pasaba, lo pudiera pasar otra persona; pues aquel
ramillete de gracias que me deleitaba era más hermoso cada año, y con
su creciente lozanía indicábame que resistiría sin ajarse las caricias
de muchas manos. El mismo derecho que yo tuve teníanlo otros. Todo
estaba en que ella quisiese dejarse coger. Aunque ya no me sentía tan
entusiasmado como al principio, la idea de que no fuese exclusiva para
mí y sagrada para los demás, helábame la sangre. Pero ya, ya lo sería,
porque en un plazo que pudiera ser breve nos casaríamos y... ¿Y si
después, cuando estuviese bien pertrechado de derechos, algún mortal,
tan afortunado como yo lo era entonces, me robaba lo que yo robaba?...
¡Ah, buen cuidado tendría yo!... ¿Para qué servían la energía y la
autoridad?... Estos recelos no se calmaban ni aun con el juramento,
dado entre mil ternezas y tonterías, de una lealtad á prueba del
tiempo, de una fidelidad que rayaba en el romanticismo pedantesco por
su elevación sobre todas las cosas humanas. Nuestro cuchicheo variaba
de asunto y de tono. No tratábamos de cosas exclusivamente ideales y
voluptuosas. La viva imaginación de Eloísa trajo al altar de Cupido
expresiones que no encajaban bien entre las medias palabras del amor,
y prosaísmos que no se entreveraban bien con las rosas; pero todo
cuanto venía de ella, si bien no ahondaba ya tanto en mi corazón, me
entretenía, me seducía, me deleitaba.

--Si tú quisieras --me dijo, después de un largo silencio--, lograrías
ser mucho más rico de lo que eres. Con el capital que tienes y tu
experiencia de los negocios, podrías, trabajando... Quiero decir,
que aquí el que no dobla el capital en pocos años, es porque no
quiere. Fúcar me lo ha dicho. ¿Te ríes? ¿Me preguntas el secreto? No
es secreto: demasiado lo sabes. El inconveniente que hay ahora es
que el Tesoro está desahogado y no hace ya empréstitos. Durante la
guerra, Fúcar y otros como él triplicaron su fortuna en un par de
años. No te rías, no abras esa bocaza. Yo siento en mí arrebatos de
genio financiero. Me parece que sería un Pereire, un Salamanca si
me dejaran... Vamos á ver, ¿por qué tú, que tienes dinero y sabes
manejarlo, no vas á la Bolsa á hacer _dobles_? ¿Por qué no te haces
amigo, muy amigo de los ministros, para ver si cae un empréstito de
Cuba, ya que en la Península no se hacen ahora? Conque el ministro de
Ultramar te encargara de hacer la suscripción, dándote el 1 por 100 de
comisión, ó siquiera el medio, ganarías una millonada. De este modo ha
ganado Sánchez Botín muchos cuartos... lo sé... me lo contó Fúcar. Dí
que eres un perezoso, que no quieres molestarte. Eres diputado y no
sabes sacar partido de tu posición. ¿Por qué no te quedas con una línea
de ferrocarril, la construyes y después la traspasas á algún primo que
cargue con la explotación? Te admiras de lo que sé. Qué quieres... me
gustan estas cosas. Fúcar me habla galanterías, y yo le digo que la
mejor flor con que me puede obsequiar es contarme cositas de éstas y
decirme cómo se hacen los negocios. Si tú tuvieras empeño en ello,
Fúcar te daría participación en sus contratas de tabaco. ¡Lástima que
no hubiera guerra civil!, pues si la hubiera, ó te hacías contratista
de víveres ó perdíamos las amistades.

Cuando tan repentinamente saltó Eloísa con aquella perorata,
quedéme perplejo, absorto, dudando de lo que oía; pero pasada la
primera impresión, me eché á reir, sí: me reía con toda mi alma, no
comprendiendo aún la gravedad que entrañaba aquel insano entusiasmo por
cosas tan contrarias á la condición espiritual de la mujer. Mirábalo
yo como una gracia más, como un hechizo nuevo, hijo de la moda. Lejos
de asustarme, mi ceguera era tal, que me reía viendo los incipientes
resoplidos del volcán en cuyo cráter dormía yo tan descuidado.

--¡Ah! esto de las contratas es mi fuerte --proseguía ella con
vehemencia humorística--. Fúcar me ha contado cosas que pasman.
Pregúntale á Cristóbal Medina lo que hacía su padre. Pues muy sencillo.
Como el Gobierno no tenía medios de transporte, el maragato se iba
al Ministerio de la Guerra y decía: «Yo pongo á disposición del
Gobierno dos mil carros, en tanto tiempo, á razón de tanto.» Luego
no ponía más que mil quinientos, y cuando se moría una mula vieja, ó
veinte ó doscientas (y no valía cada una diez duros), el veterinario
certificaba... «mula de primera», lo que quiere decir cuatro mil reales
por cadáver de mula. Después la Administración militar liquidaba, y
allá te van millones... Si digo que tú eres simple. Yo, á ser tú, me
daría mis trazas para saber cuándo iba á subir el Amortizable y...
¡á comprar se ha dicho! Si yo pudiera seguir en mi tren de antes,
invitaría al ministro de Hacienda, á todos los ministros, y les
embobaría con cuatro palabras amables, y me haría dueña de todos los
secretos de la alta banca... ¿Y quién te dice, bobo, que no podrías tú
correr con el pago del cupón en Londres, negociando letras?... También
se procuraría que el Gobierno comprara acorazados para que tú, como
quien hace un favor, te encargaras de hacer los pagos... Porque sí, hay
que fomentar nuestra marina de guerra. O si no, búscate comisiones en
Fomento. ¿Con qué crees que ha pagado Villalonga sus trampas sino con
lo que va sacando de las compras de máquinas en Inglaterra? ¡Oh! yo sé
mucho... Esa isla de Cuba es todavía, aun de capa caída como está, una
verdadera mina que no se explota bien. ¡Ah! se me ocurre ahora que lo
que debe hacer España es venderla. Y mira, nadie mejor que tú se podría
encargar de las negociaciones en los Estados Unidos, en Alemania ó en
el Infierno. Conque te dieran el medio por ciento de corretaje...

Estaba yo tan alucinado, que tomaba estas cosas por jovialidades sin
substancia... Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la
adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de _Romeo y
Julieta_.

--Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del
crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor
las exequias del día. Es la _pseudo aurora_ que este año da tanto que
hablar á la gente supersticiosa...

--No: es el gas, el gas. Ya el mensajero de la noche, corriendo de
farol en farol con un palo en la mano, va colgando luces en las ramas
de los árboles...

--Te digo que es la tarde...

--Te digo que es la noche...

--Un rato más...

--¡Horror de los horrores: las siete!

La ví disponerse á prisa, arreglarse el cabello ante el espejo. Su
coche había venido á buscarla. Más tarde nos volveríamos á ver en su
casa. Aunque parezca extraño y en contraposición á todas las leyes del
sentimentalismo, yo deseaba ya que me dejase solo, pues me entraba
súbitamente un tedio, un cansancio contra los cuales nada podía lo poco
espiritual que en mí iba quedando.

--Abur, abur: ¡qué tarde!...

--¡Que se te olvida el libro de misa!

--¡Qué cabeza! No faltes esta noche. Hablaremos de negocios... El mejor
negocio es ser pobre, no tener nada, no esperar nada. Déjame que me
mire otra vez. ¿Qué tal cara tengo?...

--Así, así...

--Abur, abur. ¡Ay! que se me traba la cachemira en la silla. Parece que
los muebles me retienen y no quieren dejarme salir. Pillo, no faltes.
Si no vas, te sacaré los ojos... Pues he de mirarme otra vez. Se me
figura que llevo escrito en mi cara... Jesús, ¡qué tarde es!... ¿Y el
otro guante?...

--Aquí está, sobre la silla...

--¡Ah! mira, me llevaba tu pañuelo... El cuerpo del delito. ¡Cómo nos
delatamos los grandes criminales! Merezco la horca. Bueno, me colgaré
de tu cuello, así... ¿A que no me levantas? No puedes, no tienes
fuerza. Abur, abur: tengo un hambre atroz. En cuanto llegue á casa, me
haré servir la comida... Caballero...

--Señora...

--Encantada de conocer á usted... Me parece usted algo tímido. No se
decide...

--Señora, usted se me antoja una sílfide, un hada sin consistencia
corpórea, sin realidad física...

--¡Burlón! otro abrazo. Tu amor ó la muerte... Que te espero...

--¡Eh! sinvergüenza, no pellizques.

--Te dejo ese cardenal para que te acuerdes de mí cuando mires á otra.
Al fin me voy. ¿Por qué no vienes conmigo?...

--Tengo que vestirme...

--Si parece que has salido de un hospital... ¿Qué tal? ¿Estás malito?...

--Abur, abur... Largo de aquí...

--Feo, apunte, mamarracho, adiós.



XIII

Ventajas de vivir en casa propia. -- La noche terrible.


I

Considerando que era una tontería vivir en casa alquilada teniéndola
propia, arreglé el principal de mi finca, y me mudé á él. No me
disgustaba alejarme del domicilio de mi señor tío, porque la familia
empezaba á serme gravosa en una ú otra forma. Aunque Raimundo volvió á
dormir en casa de sus padres, en realidad no me despedí de él, porque
por mañana y noche le tenía á mi lado. Era una adherencia sistemática,
lealtad canina que á veces me causaba molestias. Cuando la manía del
reblandecimiento no le permitía pronunciar la _tr_, se ponía el tal
primo fastidioso, y era más pegadizo que en tiempos normales. Si estaba
yo lavándome, él allí, describiendo con lúgubre tono los síntomas de su
mal. Si almorzaba, él enfrente, bien participando del almuerzo, bien
amenizándolo con un comentario de las palpitaciones cardiacas ó de las
sensaciones reflejas, todo ello en forma y estilo de _Dies iræ_ y con
una cara patibularia que daba compasión. Si estaba yo en mi gabinete
escribiendo cartas, él allí, arrojado sobre el sofá, como un perro
vigilante y amigo, callado hasta que yo le decía algo. Si le encargaba
algún pequeño trabajo, como copiarme una minuta, sumarme varias
partidas, cortarme cupones y sacar nota de ellos, lo hacía venciendo
su indolencia, dando á entender que el gusto de complacerme podía más
que su enfermedad. Estas crisis de languidez solían parar en raptos
espasmódicos. No sólo pronunciaba entonces con facilidad y rapidez
el condenado ejercicio que le servía de gimnasia vocal, sino que su
lenguaje todo era febril y de carretilla, cortado de trecho en trecho
por pausas, en las cuales se quedaba el oyente más atento, esperando lo
que había de venir después. Tales son las pausas que hace el ruido del
viento en una mala noche. Durante ellas la expectación del ruido nos
molesta más que el ruido mismo.

En semejante estado, la calenturienta habladuría de mi primo se refería
siempre á cuestiones de dinero. Sin duda, éste se había condensado
en el cerebro del pobre Raimundo, constituyendo su idea fija, que al
mismo tiempo le espoleaba y atormentaba. Sus temas eran éstos: ¡si en
Madrid se gasta más dinero del que existe; si la sociedad matritense
está en perpetuo déficit, en perpetua bancarrota; si no se verifica
una transacción grande ó pequeña, desde el gran negocio de Bolsa á la
insignificante compra en una tiendecilla, sin que en dicha transacción
haya alguien que sea chasqueado...! Le ocurrían cosas bastante
originales en la forma, otras muy extravagantes, pero que escondían
algo de verdad.

--Sostengo --decía-- que no existen, contantes y sonantes, más que
veinte mil reales. Cuando uno los tiene, los demás están á cero.
Pasan de mano en mano haciendo felices sucesivamente á éste, al
otro, al de más allá. Lo que llaman _un buen año_, es aquél en que
los tales mil duros corren, corren, enriqueciendo momentáneamente á
una larguísima serie de personas. Cuando se habla de paralización,
de crisis metálica; cuando los tenderos se quejan y los industriales
chillan y los bolsistas murmuran y los banqueros trinan, es que los
milagrosos mil duros corren poco, estando mucho tiempo en una sola
caja. La sociedad entonces se pone de mal humor. Lo bonito es verles
andar de una parte á otra, despertando el contento general. Creeríase
que es el gracioso juego del _corre, corre, vivito te lo doy_. Viendo
pasar por sus dedos el talismán, se creen dichosos, y lo son por un
momento, el empleado, el tendero, el almacenista, el banquero, el
agente de Bolsa, el prestamista, el propietario, el contratista, el
habilitado, el casero. La piedra filosofal, por correrlo todo, hállase
también en las manos del jugador; pasa rozando por los dedos de la
entretenida; sube á las grandes casas de negocios; baja á las arcas
apolilladas del usurero; taladra las cajas del regimiento; se mete en
la Delegación de Contribuciones; sale bramando para ir al Tesoro; la
arrebata de cien manos una; va á ser el encanto de la noche de festín;
vuelve al comercio menudo, donde parece que se subdivide para juntarse
al momento; la agarra otra vez la usura; la coge el propietario
hipotecando una finca; vuelve á la Bolsa; la gana un afortunado
bajista; la pierde por la noche á la ruleta un sietemesino; va á parar
luego á un contratista; le echa el guante uno que suministra postes de
telégrafos ó cajas para tabacos; va de sopetón á servir de fianza en
la Caja de Depósitos; la envían rápidamente de aquí para allí como una
pelota las distintas oficinas del Estado; corre, gira, pasa, rueda,
y en este movimiento infinito va haciendo ricos á los que la poseen.
¡Venturosos los que, siquiera por un momento, se jactan de echarle el
guante!... Ahora bien, queridísimo primo: pues los hechos han querido
que en el actual minuto histórico la consabida pelota esté en tus
manos, haz el favor de compartir conmigo tu felicidad prestándome dos
mil reales.

Así concluían siempre sus humoradas económicas. Mientras viví en
Recoletos, estos sablazos de familia se repetían mensualmente, y la
verdad, yo los llevaba con paciencia y sin contrariedad grave. Mi buen
primo no tenía más que su mezquino sueldo y alguna cosilla que su
padre le daba. Yo era rico, y poco perdía, relativamente á mi fortuna,
con los ataques de aquella divertida mendicidad. La compasión, el
parentesco, la admiración del ingenio de Raimundo, obraban en mí para
determinar mi liberalidad. Gozaba en su júbilo al tomar el dinero, y
me parecía que echaba combustible á su temperamento para encenderlo
y verle despedir las chispas de gracia con que me divertía tanto.
¡Pobre Raimundo! si á él le denigraban sus sablazos, en mí eran medio
indirecto de gratificar al bufón de mi opulencia, de pagarle la
tertulia que me hacía y las adulaciones con que halagaba mi vanidad.

Pero las cosas cambiaron. Cuando me fuí á vivir á mi casa de la calle
de Zurbano, llevé conmigo, por razones que se comprenderán fácilmente,
la idea de mirar mucho el dinero que salía de mi caja. Ya los golpes
duros de aquel compañero de mis horas tristes empezaban á dolerme.
Aquélla fué la primera vez que Raimundo, al pedirme limosna, no vió la
indulgencia y la generosidad pintadas en mi semblante.

--Toma mil reales --le dije arrojándoselos desde lejos--; lárgate á la
calle con viento fresco, y tarda todo el tiempo que puedas en gastarlos.

Generalmente, la recepción de las sumas que me pedía obraba con
maravilloso poder terapéutico sobre la raquis de aquel hombre infeliz,
porque su languidez cesaba al instante, su palabra era más expedita
y clara, resplandecían sus ojos; en fin, era otro hombre. No tardaba
en tomar calle, y por lo común, al día del sablazo sucedían mañanas
y tardes en que no parecía por mi casa. Estos eclipses me gustaban,
aunque no eran baratos. Poco á poco se iba gastando la virtud
medicatriz de mi bálsamo, y el hombre volvía á desmayar y á decaer como
planta de tiesto á la que se le va secando la tierra; la lengua se le
entorpecía, el temblor nervioso le hacía parecer tocado de idiotismo,
hasta que su crisis tenía nuevamente alivio y término en otra sangría
de mi bolsillo. Contra lo que manda la ciencia, el enfermo era la
sanguijuela y el médico se la ponía.

Francamente, en aquellos días empezaron mis hombros á sentirse cansados
bajo el peso de mi familia. Una mañana estaba yo vistiéndome, cuando
entró el portero muy afanado y me dijo que la señorita Camila se estaba
mudando al cuarto tercero de la derecha, el único que no se había
alquilado todavía. Ni mi prima me había dicho una palabra acerca de
tomar el cuarto, ni había cumplido ante el portero, que me representaba
para aquel caso, ninguna de las formalidades que la ley y la costumbre
establecen para ocupar una casa ajena.

--No me he atrevido á decirle nada --manifestó el portero,
sofocadísimo--. Arriba está colocando los muebles con una bulla de
cien mil demonios, y en el portal han parado dos carros de mudanza. Yo
hice presente á la señorita que el señor no había dicho nada, ni se ha
hecho contrato, y me respondió que me fuera enhoramala, que ella se
entendería con el señor y... que yo no soy nadie. Conque vengo á ver...

No quise tomar una determinación ruidosa, y dejé que mi prima
ocupase el cuarto, resuelto á cantar muy claro al feo de Miquis las
obligaciones que contraía por el hecho de ocupar mi propiedad. Más
tarde se personó en mi presencia la propia Camila, y me dijo:

--Perdona, primito, _comparito_, que hayamos tomado tu casa por asalto.
La ví ayer tarde, y me gustó tanto que no he querido que pasase el
día de hoy sin estar en ella. No creas, te pagaremos religiosamente,
te daremos dos meses en fianza. ¿No bajas nada de los siete mil? En
fin, por ser compadre, te daremos seis mil quinientos, y no resuelles,
porque será peor. Te pagaremos cuando tengamos dinero, que ojalá sea
pronto... Y calla, hombre, calla: ya sé lo que me vas á decir. Tienes
razón, esto es un abuso; pero por algo somos compadres. Nosotros los
Buenos de Guzmán tenemos así este genio pronto. Me voy, que tengo que
dar una mamada á mi cachorro. ¡Ah! nuestra casa está á tu disposición.
Puedes subir cuando quieras y nos acompañaremos mutuamente. Estás muy
solito, y te aburrirás en este caserón. Nosotros no salimos, no vamos
á ninguna parte. Estoy consagrada á darte un ahijado gordo y rollizo.
Sube y lo verás.

Subí aquella tarde. Camila, sin reparo alguno, sacó el pecho en mi
presencia y se puso á dar de mamar al inocente. Mi ahijado no era
bonito, ni robusto, ni sano. Cuando no tenía el pezón en la boca,
estaba consagrado exclusivamente á la ejecución de un interminable
solo de clarinete que atronaba la casa. En ésta no se podía dar un
paso. Ningún mueble estaba aún en su sitio, y el gañán de Constantino
no hacía más que clavar clavos por todas partes, rasgándome el papel,
descascarándome el estuco, y dando tanto porrazo, que parecía haberse
propuesto destrozarme todos los tabiques.

--La casa me gusta --díjome Camila obligándome á sentarme en una silla
á su lado, después que me acercó á los labios la carátula roja de su
feo muñeco para que la besase--, me gusta mucho; pero tiene grandes
defectos, sí; defectos que me harás el favor de corregir inmediatamente.

--Conque inmediatamente... ¡qué ejecutivo está el tiempo!

--Chitito, callando, y obedecer. Mira que tengo malas pulgas... Pues
sí, es preciso que mandes acá tus albañiles mañana mismo. Necesito
que me abras una puerta de comunicación en este tabique que está á mi
espalda. No sé en qué estaba pensando el arquitecto cuando trazó la
casa. No se les ocurre á esos tipos que todas las habitaciones de una
crujía deben estar comunicadas. Necesito, además, que des luz al cuarto
de la muchacha, bien por el patio, bien por la cocina, poniendo una
vidriera alta, ¿entiendes? Fíjate bien; parece que no haces caso de
lo que se te dice... Otra cosa: es preciso que me pongas una cañería
desde el grifo de la cocina al cuarto del baño, para llenar cómodamente
la tina. Y de paso me abrirán otra puerta de comunicación entre dicho
cuartito del baño y el comedor. Harás que me pongan campanillas en
todas las piezas, pues sólo dos las tienen, y en la sala quiero
chimenea. Voy á hacer de la sala gabinete, y aunque yo no tengo frío,
las visitas... ya ves. Voy á dar _tés danzantes_.

--Dí de una vez que mande construir de nuevo la finca --repuse tomando
á broma sus reformas.

--No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto
tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas
más que en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si
no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el
cuarto vacío. Conque á ver qué te conviene más.

Iba á contestarle que prefería el vacío á un inquilinato tan exigente y
que tenía todas las trazas de ser improductivo; pero en aquel instante
mi ahijado, dejando el pecho de su madre, me miró ¡pobrecillo! con una
singular expresión de súplica. Parecía que impetraba mi indulgencia
en pro de sus estrafalarios y míseros papás. Aquel infeliz niño, tan
gordinflón que parecía hinchado, me inspiraba mucha lástima. Con
su debilidad, con su inocencia y con aquel modo de mirar, atento y
pasmado, ganaba mi voluntad, reconciliándome con mis inquilinos. En
Camila me interesaba la solicitud con que se desvivía por el cuidado
y la crianza de su hijo, sin hacer caso de nada que no fuera este
fin alto y noble, alejada de la sociedad y de las diversiones. Por
esta exaltación del sentimiento materno, que en ella surgía con los
caracteres de una virtud sólida, le perdonaba yo sus desfachateces
y tonterías, la falta de recato y formalidad que siempre era lo más
distintivo y visible de su extraño carácter. Pero me quedaba la duda
de que el sentimiento materno fuera también caprichoso como todas las
vehemencias maniáticas que sucesivamente privaban en su espíritu. El
tiempo me diría si aquello, que parecía mérito muy grande, resultaría
después, como sus acciones todas, un entusiasmo efímero. Por fin,
después de reirme mucho, contesté con un «veremos» á las peticiones de
reforma en la casa.

¡Cuál no sería mi sorpresa dos días después, cuando Constantino,
entrando inopinadamente en mi despacho, me puso en la mano el importe
de un mes adelantado y dos meses de fianza!

--Dispense usted, señor casero --me dijo--, la demora. Esperaba yo que
mi mamá me mandase los cuartos. En la Mancha ha habido malas cosechas,
y por esta razón... De aquí en adelante cumpliremos mejor. Me dijo ayer
Camila que usted creía que no le íbamos á pagar, y que nos habíamos
metido en su casa para habitarla de balde... ¿Apostamos á que se lo
pensó así?

--No, hombre; no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las
personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré
con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más
considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido
en esta soledad, subiré á haceros compañía, á buscar un poco de calor
en el fuego de vuestra felicidad.

Él me instó á que subiera todas las noches para darnos mutuamente
tertulia. Camila no iba á ninguna parte: la obligación de la teta
y el cuidado del _crío_, que no parecía estar bueno, la retenían
constantemente en casa. Él tampoco salía ya de noche, porque Camila, á
fuerza de predicarle y de reñirle, unas veces tratándole por buenas,
otras por malas, había conseguido quitarle la mala costumbre de ir al
café.

--Como somos pobres --añadió--, tenemos pocas visitas. Mi hermano y su
mujer suelen ir algunas noches. Suba usted y jugaremos al tute, á la
brisca, al burro y á las _siete y media_, que son los únicos juegos que
Camila consiente. Ella, si usted sube, tocará el piano y cantará alguna
cosa bonita de las muchas que sabe.

Dí las gracias á aquel honrado cafre, que me pareció haberse
domesticado algo desde el tiempo en que nos conocimos, é hice propósito
de no despreciar su invitación.


II

Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el
mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible
anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo
satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa
y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas ó
políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas
casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas,
pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer,
pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos proyectos de
pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, ó poniendo en vigor con
rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba
allí como si fuera el amo, y disponía á mi antojo de todo. Hice un
desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle
al danzante de M. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una
mujer bastante hábil, asistida de una _pincha_, se encargó de hacer de
comer. Despedí también á la doncella-camarera, que me parecía mujer de
muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase _Quiquina_ y había
venido á España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que
había dado escándalos en la casa, dejándose requerir por los cocheros
y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos.
Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque
Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían
frac ó librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado
mío muy leal, á quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía
estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito.
Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de
la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un
modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un
vigilante, un espía dentro de aquellos muros.

Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían á un tiro nada más. Los
lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría
con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba á su prendera los
zafiros para que los _corriera_, y todo iba bien, perfectamente bien.
Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos
con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse.
Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban
más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que
hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi
mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida,
provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter;
le hurgaba para que se me mostrara tal cual era, ya riendo como un
loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las
astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba á
su lado, á veces tan chiquillo como él, á veces tan hombre él como yo.
Componíale yo los juguetes, después que entre los dos los habíamos roto.

También empleaba algunos ratos en acompañar al pobre Carrillo, que
apenas salía de su cuarto. Figurándome que tenía con él una deuda
enorme, se la pagaba con buenas palabras y con atenciones cariñosas.
Nada agradecía él tanto como que se le diera cuerda en cualquier tema
de los suyos y en su fervoroso entusiasmo por la política inglesa.
Yo sabía herir siempre las fibras más sensibles de su amor propio de
propagandista y de anglómano. Con mi conversación se animaba, ponía en
olvido sus crueles dolores y lanzaba su fantasía al espacio inmenso de
los grandes proyectos. Mientras platicábamos, solía estar con nosotros
el pequeñuelo. Pero ocurría un caso muy particular, que á mí no me
causaba asombro por estar ya muy hecho á las cosas contrarias á la
Naturaleza y á la razón. El pequeño se divertía poco con su papá, y
esquivaba el estar en sus brazos. Pronto conocí que le tenía miedo,
y que el rostro demacrado de Carrillo, con su amarillez azafranosa,
producía en el pobre niño un terror que no sabía disimular. La verdad
era que hasta entonces el infeliz padre, harto ocupado con los hijos
ajenos, se había entretenido poco con el suyo. Rafael no hallaba calor
en los brazos de Pepe y venía á buscarlo en los míos. Ni dejaba perder
ocasión el muy inocente de preferirme al otro. Carrillo dijo un día
con amarguísima tristeza: «Te quiere más que á mí», frase que se clavó
en mi conciencia como un dardo. Hubiérame agradado que el pequeño no
me acibarase el espíritu con sus preferencias; trataba yo de volver
por los fueros de la Naturaleza ofendida; pero no lo podía conseguir.
El chiquillo me adoraba. Viéndole desasirse con gesto desabrido de los
brazos de su padre, sentía yo en mi alma un peso que me aplanaba. Le
habría dado azotes, si no temiera que este remedio trivial agravase el
daño. Y Carrillo me miraba como con envidia, y me hacía volver los ojos
á otra parte, sobrecogido de inexplicable turbación. La imagen de aquel
resto de hombre, fijo en su asiento, inmóvil de medio cuerpo abajo,
flaco y consumido, de un color de cera virgen, con las manos temblonas
y el aliento difícil, me perseguía en todas partes de noche y de día.
Imposible, imposible expresar el sentimiento que me inspiraba, mezcla
imponente de lástima y miedo, de desdén y respeto.

En casa de Camila pasaba yo algunos ratos por las mañanas antes de
almorzar. Confieso que la loca de la familia me iba siendo menos
antipática, y que en su endiablado carácter empezaba yo á descubrir
cualidades no despreciables, que habrían lucido más entresacadas de
aquella broza que las envolvía. El cariño ardiente y sincero que
parecía tener al simplín de su marido, eran para mí una de las cosas
más dignas de admiración que había visto en mi vida. La sencillez de
sus costumbres y su alejamiento de las ostentaciones de la vanidad,
también me agradaban. Pero estas dotes recién descubiertas creía yo que
no debían estimarse como positivas hasta que las circunstancias no las
pusieran á prueba. Era cosa de verlo. Con quien yo no congeniaba era
con mi ahijado, el más ruidoso y malhumorado cachorro que mamaba leche
en el mundo. Muchas veces tuve que huir de la casa porque su clarinete
me volvía loco. Era el tal de una robustez sospechosa, gordinflón,
amoratado. No había equilibrio en aquella naturaleza, y su sangre,
quizás viciada, se manifestaba en la epidermis con florescencias
alarmantes. En vano Camila tomaba grandes tragos de zarzaparrilla y
otros depurativos. El pequeñuelo mostraba rubicundeces y granulaciones
que parecían retoños vegetales. No debía de estar sano, porque su
inquietud crecía con su sospechosa robustez. Lo peor de todo era que
Camila bajaba con él á mi casa cuando menos falta tenía yo de música,
y la una con sus cantos y el otro con sus chillidos me daban unos
conciertos matutinos y nocturnos que me aburrían.

Vuelvo á la otra casa, donde, inopinadamente, ocurrieron sucesos en
el breve espacio de una noche, que dejaron indeleble recuerdo en mí.
Si mil años vivo, no olvidaré aquellas horas terribles. Eloísa, que
por instigación mía había dejado de renovar su abono en los teatros,
fué invitada aquella noche por una de sus amigas á un estreno en la
Comedia. Dudó si iría; pero Carrillo se encontraba mejor que nunca: él
y yo la instamos á que fuera. No eran aún las nueve, cuando Pepe se nos
puso muy mal. Estábamos allí el ayuda de cámara, Villalonga y yo. Al
punto comprendimos que el enfermo sufría una crisis de las más graves.
Mandé inmediatamente por el médico, y también quise mandar á buscar á
Eloísa; pero Carrillo, en aquel paroxismo que parecía la agonía de la
muerte, tuvo una palabra para oponerse á mi deseo, diciendo:

--No, no: déjala que se divierta la pobre.

En esta frase creí sorprender un desdén supremo; pero seguramente me
equivocaba, y lo que había era un espíritu de condescendencia llevado á
lo último.

El infeliz sufría horribles dolores. El cólico nefrítico se presentaba
más espantoso que nunca, complicado con un gran aplanamiento. El médico
auguró mal, y se negó á administrar como inútiles las inyecciones
hipodérmicas. El marqués de Cícero, á quien avisé, vino prontamente
acompañado de su respetable y también insignificante hermana, y después
de echar un vistazo al enfermo, salió de la alcoba, porque, según
dijo, no tenía corazón para ver padecer. Fuése á las habitaciones
más distantes, donde estuvo largo rato hablando con los criados, y
después pasó al despacho. Le ví luego vagar por la antesala, echando
ojeadas de admiración á los espejos y azotándose la pierna derecha con
un bastoncillo. Cuando me tropezaba con él, pedíame noticias de su
sobrino. Después se pasaba la mano por aquella frente hermosa digna de
encerrar talento; se la frotaba como quien acaricia una gran idea que
le cosquillea debajo del cráneo, y decía con el tono misterioso que se
da á los descubrimientos:

--¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy, á las
cinco, era completamente claro.

Aquella noche, afortunadamente, no llevó ninguno de los perros que
solían acompañarle. A veces me llamaba con gran aparato de manotadas y
chicheos para decirme al oído:

--La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy
muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los
sábados para volver los lunes, no se vería como se ve.

Me lastimaba mucho, no puedo ocultarlo, que el marqués y su hermana
advirtieran la ausencia de Eloísa en ocasión tan crítica. Ya me
disponía á mandarle un recado... cuando la ví entrar. Eran las diez
y media. ¿Cómo tan pronto si la función no podía haber concluído? No
se ocupó ella de darme explicaciones, porque en el portal los criados
la habían enterado de la gravedad del enfermo. Entró anhelante en la
alcoba de éste, y pasándole la mano por la frente, díjole algunas
palabras consoladoras y afectuosas. Después corrió á quitarse el
vestido de sociedad, que era un sarcasmo en tan lastimosa escena. Fuí
tras ella á su tocador, y mientras se mudaba de traje, contóme en
palabras breves el motivo de su temprana salida del teatro. La obra que
se estrenó era muy inmoral, y todas las personas decentes se habían
escandalizado; las señoras se salían, horrorizadas, de los palcos, y el
público de butacas protestaba con murmullos.

--Figúrate que el autor ha sacado allí unas _tías_ elegantes,
caracteres enteramente nuevos en nuestro teatro... Es un escándalo, una
desvergüenza; es cosa que da asco... Lo único bueno de la obra son los
trajes preciosísimos que han sacado las tales... ¡Qué lujo, qué novedad
de telas, y qué cortes tan admirables!

La gravedad de lo que nos rodeaba no le permitió darme más pormenores.

--Pobre Pepe, ¡cuánto padece esta noche! --exclamó abrochándose la
bata y mirándose en mi tristeza como en un espejo--. ¡Si le pudiéramos
aliviar! Maldita medicina que para nada sirve. Esta noche no nos
abandonarás. ¡Me espanta la idea de quedarme aquí sola!... Siento que
pases estos malos ratos; pero no hay más remedio, hijito. Hazlo por mí,
por él, por todos. En estos casos se conocen los buenos amigos. Presumo
que vamos á tener una noche muy mala, muy mala.

Volví antes que ella al lado de Carrillo. Encontrémele acometido de
espantosos dolores, doblándose por la cintura como si quisiera partirse
en dos, profiriendo ayes profundos, roncos y guturales, que causaban
horror. Parecía haber perdido el juicio. Sus gritos eran la exclamación
de la animalidad herida y en peligro, sin ideas, sin nada de lo que
distingue al hombre de la fiera. Eloísa se puso á su lado, pero él
no reparó en ella; en mí sí, pues habiéndole rodeado el cuello con
mi brazo para sostenerle en la postura que me parecía menos penosa,
se aferró con ambas manos á mi cuerpo y me tuvo sujeto largo rato.
Agarrábase á mí como si al asegurarse bien, clavándome las uñas, se
sintiese aliviado. Ultimamente reclinó la cabeza sobre mi pecho, dando
un suspiro muy hondo. Mi prima se aterró creyendo que se moría; pero
tranquilizónos el médico asegurando que la sedación comenzaba y que las
arenillas habían pasado ya. El tal doctor no era una notabilidad de
la ciencia, á mi modo de ver, aunque muy zalamero en su trato, razón
por la cual muchas familias de viso le preferían á otros. Si la misión
del facultativo es entretener á los enfermos y alegrar su espíritu con
ingeniosas palabras y aun con metáforas, Zayas no tiene quien le eche
el pie adelante. Por lo demás, ni él curaba á nadie, ni Cristo que lo
fundó. Eloísa propuso aquella misma noche convocar junta de médicos
para el día siguiente, y el de cabecera citó tres ó cuatro nombres de
los más ilustres. Después de haber recetado un calmante, arrepintióse y
recetó otro, y por fin le vimos decidido á darle bromuro potásico.

--Debe de haber en esto una complicación grave --le dije, razonando con
el sentido común--. ¿Habrá derrame cerebral?

--Quizás --replicó lleno de dudas--. Lo indudable es la completa atonía
del aparato vesical y tal vez paralización de los centros nerviosos.
Me temo mucho que haya bolsas arteriales, cuya rotura sería el
desenlace funesto. Al principio se quejaba de frío en la espalda, y las
fricciones le pusieron peor. El pulso acusa una circulación sumamente
irregular.

Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años
estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con
ayuda de Villalonga, acostamos á Pepe en su cama, vestido para no
molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba
profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua,
entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentóse mi
prima por un lado del lecho, y yo por otro. Zayas le contemplaba desde
enfrente sin decir nada. Miraba Pepe á su mujer con estúpidos ojos:
no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía á mí, y
confundiéndome con Celedonio, decía:

--Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren
y me cuidan en esta casa.

Eloísa y yo nos mirábamos con azarosa inquietud, sin pronunciar palabra.

--¿Se ha ido José María? --preguntaba después el infeliz.

--Aquí estoy, ¿no me ves?...

--¡Ah! sí: como estás vestido de sacerdote, no te había conocido... ¿De
cuándo acá...?

De este modo llegó media noche. El delirio disminuía. El marido de mi
prima parecía entrar lentamente en un período comático. Calló al fin,
y su respiración anunciaba sosiego, quizás un sueño reparador. Por fin
el médico, asegurando que no había peligro inmediato, se despidió hasta
la mañana siguiente. Villalonga se fué también. El marqués de Cícero,
que estaba en el despacho leyendo periódicos delante del busto de
Shakespeare, díjome que no tenía sueño; que se quedaría hasta las tres
ó las cuatro, si me quedaba yo, y poco después Eloísa invitaba á él y á
su señora hermana á tomar un emparedado, un poco de Burdeos y una taza
de té. En el comedor les ví á eso de la una cenando silenciosos. Yo no
tomé nada.


III

A pesar de las seguridades que dió el bueno de Zayas, yo no las tenía
todas conmigo. Temía, más que la renovación del ataque de nefritis,
un brusco estallido de las complicaciones vasculares y encefálicas.
Aunque Eloísa me instó á que me acostase, no quise hacerlo. Ella
también estaba inquieta. Acordamos velar ambos, cargando juntos aquella
espantosa cruz, como nos lo ordenaba la fatalidad de los hechos. El
marqués y su hermana se fueron al despacho, donde se entretenían, ella
rezando el rosario y él leyendo. Sería la una y media cuando Eloísa y
yo volvimos á ponernos en triste centinela, cada cual á un lado del
lecho del enfermo. Así estuvimos largo rato oyendo sólo el rumorcillo
del reloj de la chimenea, que arrojaba los desmenuzados espacios de
tiempo como la clepsidra chorrea las arenas que caen para siempre.
Observábamos el cadencioso, reposado aliento de Pepe, y al menor sonido
que se pareciese á la emisión de una sílaba, nos entraba sobresalto
y azoramiento. Creíamos que nos iba á decir algo aterrador con la
solemnidad que es propia de labios moribundos. De improviso abrió el
infeliz los ojos; miró á su mujer, cual si no estuviera seguro de
quién era; volvióse después hacia mí, y en tono tranquilo que revelaba
completa posesión de sus facultades intelectuales, me dijo estas
palabras:

--Haz el favor de mandar que venga un cura. Quiero confesarme.

Dijímosle que su estado no era para tanto, y él insistió en que sí lo
era con tal energía, que no quisimos contrariarle.

--Esta noche me moriré --exclamó con una serenidad que nos dejó
pasmados--. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese
útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero
resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada
más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más
pronto se nos borre, mejor.

Le respondimos á _duo_ las primeras simplezas que se nos ocurrieron.

--¡Qué cosas tienes! No digas tonterías. Si estás bien...

--Que se te quite eso de la cabeza.

Y siempre más atento á mí que á los demás, ¡preferencia increíble!,
repitió su demanda:

--José María, tú que eres tan amable, tan complaciente, tráeme un cura.
Mira que esto va de veras, y tengo en mi conciencia cosas que quisiera
dejar aquí. Si no me confieso, sobre tu conciencia va; y si me condeno,
carga con la responsabilidad... Soy cristiano, deseo cumplir. José
María, Eloísa, sed amables, traerme un confesor.

Estas palabras tenían una solemnidad que en vano queríamos quitarle,
atribuyéndolas á delirio de enfermo. En las miradas de Eloísa conocí
que ésta las interpretaba como desvarío de un cerebro alterado. A
su vez, ella debió de conocer en las mías que yo entendía aquellos
conceptos de otro modo, y pronto cambió la expresión de su rostro. La
ví queriendo disimular alguna lágrima que se le saltaba de los ojos; y
el marido, notando esta emoción, le dijo:

--Ni tú, pobrecita, ni Celedonio, servís para estos lances. Más vale
que os retiréis.

Insistió luego en que le trajésemos al confesor; dijímosle que al día
siguiente, y él contestó con cierto énfasis:

--No, no: ahora mismo. Mañana ya no habrá tiempo.

Serían las dos cuando enviamos el recado á la parroquia de San Lorenzo.

El cura tardó una hora en venir, y en este tiempo Carrillo siguió
en el mismo estado, más bien con apariencias de mejoría. Hablaba
alternativamente con su mujer, con Celedonio y conmigo, mostrándonos
á los tres un cariño fraternal que, por la parte que me tocaba, no
he podido explicarme nunca. La confesión fué larga. Mientras se
verificaba, Eloísa y yo convinimos en que la ceremonia del Viático se
celebraría al día siguiente con gran pompa, con asistencia de toda la
familia y de los parientes y amigos de la casa. Acordamos en breve
discusión algunos detalles. Se haría un bonito altar y se traería
la mayor cantidad posible de hachas y plantas de salón. Tanto ella
como yo queríamos que este acto piadoso tuviera muchísimo lucimiento.
Ocurriónos también impetrar la bendición papal, y yo indiqué que por
mediación de mi tío y del general Chapa, que eran amigos del Nuncio, se
podía conseguir, costara lo que costase.

Cuando salió el cura de la alcoba, le acompañé al comedor, donde estaba
dispuesto un chocolate, que no quiso aceptar. Tenía que decir misa
á las ocho. Fumamos un cigarrillo, y él, fijando en mí sus ojuelos
sagaces (era viejo y muy curtido en aquellos lances), pronunció estas
palabras que me parecieron impertinentes:

--Ese buen señor es un mártir.

--¡Un mártir, sí! --repetí yo como si dijera _amén_.

Aún me parecía poco, y lo remaché:

--¡Es un santo!

Entonces el clérigo, echándome una rociada de humo, y mirándome como si
me atravesara de parte á parte con sus ojos, exclamó:

--¡Dichosos los que no temen la muerte, porque están puros!

Iba yo á soltar una sentencia análoga; pero creí más correcto no decir
nada, y le devolví su humo mezclado con el mío. Después de una pausa,
los ojuelos volvieron á flecharme. Creí sorprender no sé qué tremenda
ironía en aquel intruso forrado de negro, cuando me dijo:

--¿Es usted hermano de la señora?

De buena gana le habría respondido: «¿Y á tí que te importa, tontín,
que yo sea hermano de la señora, ó lo que se me antoje ser de la
señora?» Pero este terrible disparate no salió de mis labios.

--No, señor --le respondí, tragándome el humo--. Soy... de la familia.

Pronunció luego el dichoso clérigo algunas palabras consoladoras, de
las de rúbrica, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta. Ya tenía yo
muchas ganas de perderle de vista.

Carrillo me mandó llamar. Estaba impaciente por tenerme á su lado, y
tal vez quería decirme algo importante. En el gabinete que precedía
á la alcoba ví á Eloísa sentada en una butaca, inclinada la cabeza y
el rostro entre las manos. Lloraba en silencio. Creí de pronto que
durante el tiempo que yo estuve con el cura, mi prima y su marido
habían cambiado algunas palabras; pero después supe por ella que no.
La solemnidad y gravedad de las circunstancias, la compasión, el temor
religioso, la importancia del acto que su marido acababa de realizar,
habíanla impresionado enormemente. No se atrevía á franquear la puerta
de la alcoba. Sentía pavor, respeto, vergüenza, no sabía qué.

Entré, y acercándome al lecho, advertí que el enfermo estaba sereno;
sólo que tenía la voz tomada, y alrededor de los ojos un cerco
obscuro, muy obscuro.

--Si vieras qué tranquilo estoy ahora --me dijo con cariño--. Tú no lo
creerás, porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no
me cambiaría por tí.

Le contesté, después de mucho vacilar y confundirme, que, en efecto,
la vida humana era una broma pesada, y que cuanto más pronto se libre
uno de ella, mejor. Él dijo que una hora de conciencia pura vale más
que mil años de salud y de ventura, con lo que me mostré conforme,
aunque sobre ello parecíame que había mucho que hablar. Le insté á que
descansara, dejando las reflexiones morales para el día siguiente;
pero él no quiso, y siguió hablándome del estado felicísimo en que se
encontraba.

--Créeme, José María --me dijo dos ó tres veces--, te tengo lástima
como se la tengo á todos los que viven sin fe. Enmiéndate, corrígete.
No des importancia á lo que no la tiene.

Y mirando al techo, exclamó después con expresión de indescriptible
júbilo:

--¡Qué gusto poder decir ahora: _no he hecho mal á nadie_!

No le respondí. Pero los pensamientos me congestionaban el cerebro.
Ocurriéronme tantas cosas, que habría necesitado una resma de papel si
intentara escribirlas. Si por instantes admiraba aquella conformidad
hermosa, á veces me ocurría que Carrillo faltaba á la verdad al
sostener que nunca hizo mal á nadie, pues se lo había causado á sí
mismo en grado máximo; jamás tuvo la estimación de su propio sér,
fundamento de la vida social; había sido un suicida civil, y no se
redimía, no, echándoselas de místico á última hora. Protestaba yo
de aquel estado de perfección en que se suponía, y me venían al
pensamiento ideas crueles, despiadadas, absurdas quizás, en las
cuales algo había de envidia, algo de venganza; pero que entonces me
parecían fundadas en el criterio de la eterna justicia. «No --decía yo
para mí, inquieto y trastornado--, no te hagas el santo. No lo eres,
porque no has combatido, porque no es virtud la falta absoluta de
energía, tanto para el mal como para el bien. No nos hables de gozar
la bienaventuranza eterna. Sí: para tí estaba el Cielo. Si quieres
salvarte, dí que me has aborrecido y que me perdonas... Matándome, nos
habríamos condenado juntos. Pero no has tenido ni siquiera la intención
de ello, y me estrechas la mano y me llamas amigo... ¡Ah! miserable
cero: no me llevarás contigo al Limbo, que va á ser tu morada... ¿Qué
casta de hombre eres? ¿Son así los ángeles? Pues reniego de ellos...»

Estos y otros desatinos me bullían en la mente. Para acabar de
marearme, Carrillo me dijo:

--Procura conducirte de modo que cuando te mueras, estés tranquilo como
yo ahora.

No pude vencerme y se me escapó una sonrisa. Quise recogerla; pero
las sonrisas, como las palabras, no se pueden recoger. Él la tomó
por expresión de lástima, y afirmó que se sentía muy bien, mejor que
yo, y, sobre todo, mucho más tranquilo. No le respondí sino con el
pensamiento, diciéndole: «Esa tranquilidad desabrida para nada la
quiero. ¡Morirse sin haber querido ó sin haber odiado á alguien! ¡Morir
sin despedirse de una pasión, sin tener alguien á quien perdonar, algo
de que arrepentirse! ¡Sosa, incolora y tristísima muerte!»

Después pareció que escuchaba. Ponía su atención en los sollozos de
Eloísa.

Esa pobre --murmuró con afabilidad que me causaba pena-- está pasando
sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala,
consuélala; no la dejes que se entregue al dolor.

Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba
en el mismo sitio. Al poco rato, Carrillo empezó á mostrar gran
inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el
lecho. Quiso hablar y no pudo; llevóse una mano á los ojos... Gemidos
roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus
lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado ví salir alguna sangre;
después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía
experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente como
el agua que afluye hilo á hilo del manantial. ¡Momento de consternación
en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fué tan
rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se
impresionó mucho. La ví aterrada, próxima á perder el conocimiento.

--Vete --le dije--, vete de aquí.

Pero su propio terror la clavaba en aquel triste lugar. Entró Micaela y
le ordené que se llevara á su señora. La doncella le rodeó la cintura
con su brazo, y la que muy pronto iba á ser viuda salió, tapándose
los ojos. El marqués de Cícero, que había entrado de puntillas, huyó
despavorido, con las manos en la cabeza.

Cuando Celedonio y yo nos quedamos solos con el moribundo, éste
me echó los brazos, uno al cuello, otro por delante del pecho, y
apretóme tan fuertemente que me sentí mal. Me hacía daño. ¿Qué fuerza
era aquélla que le entraba en el instante último, al extinguirse
la vida?... Pasó por mi mente una idea, como pasan las estrellas
volantes por el cielo. «¡Ah! --pensé--, aquí está al fin ese odio que
te rehabilita á mis ojos. La última contracción del organismo que se
desploma es para expresarme que eres, que debes ser mi enemigo...»
Luego oprimió su rostro contra mí, y de su boca salió un bramido
fuerte, profundo, que parecía tener filo como una espada... Creí
sentir un dardo que me atravesaba el pecho. Con aquel gemido se acabó
su desdichada vida... Le miré la cara, y en sus ojos vidriosos ví
cuajada y congelada la misma expresión de amistad leal que me había
mostrado siempre... No, ¡pobre cordero! no me odiaba... Costóme trabajo
desasirme del abrazo de aquel inocente que quería sin duda llevarme
consigo al Limbo.


IV

¡Qué noche! Cuando todo concluyó, salí de la alcoba, deseando quitarme
pronto la ropa, que estaba manchada de sangre. En el pasillo me ví á la
claridad del día, que entraba ya por las ventanas del patio, y sentí
un horror de mí mismo que no puedo explicar ahora. Parecía un asesino,
un carnicero, qué sé yo... Salióme al encuentro Micaela, la doncella
de Rafael, que me tuvo miedo y echó á correr dando gritos. La llamé;
preguntéle por su ama. Díjome que estaba en el cuarto del niño. En
tanto Celedonio, los ojos llenos de lágrimas, me hacía señas para que
volviese al gabinete, y me dijo entre sollozos que me sacaría ropa de
su amo para que me mudase. La idea de ponerme sus vestidos me causaba
un sentimiento muy extraño: no sé qué era; mas hallábame tan horrible
con la mía, que acepté. Púseme á toda prisa una camisa, un chaleco de
abrigo y una bata corta del muerto. Pero deseando vestirme con mi ropa,
mandé á Evaristo á casa para que me la trajera.

Dejando á Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fuí en busca
de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el
cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida
de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento, ya
terror. Al verme con el traje de su marido se puso tan mal, que
creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la
garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para
oprimírsela.

--La pluma, la pluma --murmuraba con cierto desvarío--. ¡No la puedo
pasar!

Le rogué que se acostara; pero negábase á ello. Micaela y yo quisimos
acostarla á la fuerza; pero nos hizo resistencia. Estaba convulsa, fría
y húmeda la piel; los ojos muy abiertos.

--No vayas tú á ponerte mala también --dije con la mayor naturalidad
del mundo--. Recógete y descansa. No has de poder remediar nada dándote
malos ratos.

Tuve que hacer uso de mi autoridad, de aquella autoridad efectiva
aunque usurpada; hube de ordenarle imperiosamente que se acostara
para que se decidiera á hacerlo. Noté en su obediencia como un
reconocimiento tácito de la autoridad que yo ejercía. Micaela empezó
á quitarle la ropa; la ayudé, porque mi prima, después del traqueteo
nervioso, hallábase como exánime y sin movimiento. La metimos en la
cama y la arropamos. ¡Ay! sentíame tan fatigado, que caí en un sillón
é incliné mi cabeza sobre el lecho. Allí me hubiera quedado toda la
mañana, si no tuviera deberes que cumplir fuera de aquella habitación.
En tal postura, y hallándome postrado y como aturdido, sentí la voz de
la viuda que me llamaba. Alcé la cabeza. Sus palabras y sus miradas
eran tan afectuosas como siempre. Sin nombrar al muerto, suplicóme
que atendiese á las obligaciones que traía el suceso, pues ella no
tenía fuerzas para nada. Díjele que no se ocupara más que de su
descanso, y le prometí que todo se haría de un modo conveniente. Vivo
agradecimiento se pintaba en su rostro, y además la confianza absoluta
que en mí tenía. Le arreglé la ropa de la cama, le dí á beber agua de
azahar, le entorné las maderas, corrí las cortinas para atenuar la luz
del día, y poniendo á Micaela de centinela de vista para que me avisase
si la señora se sentía muy molestada por la pluma en la garganta, salí,
no sin promesa de volver pronto, pues ésta fué condición precisa para
que Eloísa se tranquilizara...

--Por Dios, no tardes: tengo miedo --díjome al despedirme, con ahogada
voz--, mucho miedo, y la pluma no pasa...

Trajéronme mi ropa y me vestí con ella. ¡Ay! qué peso se me quitó de
encima cuando solté la de Carrillo, que además me venía algo estrecha.
A eso de las ocho llegaron mi tío, Medina, María Juana, y más tarde el
marqués de Cícero. Atento á todo, daba yo las disposiciones propias
del caso, y recibía á los parientes y amigos que se iban presentando.
En lo concerniente al servicio fúnebre, allá se entendían Celedonio y
los empleados de la Funeraria, pues yo me sentí como atemorizado de
intervenir en ello. Recogí las llaves de la mesa de despacho y del
mueble donde el pobre Pepe tenía sus papeles, y las guardé hasta que
pudiera entregarlas á Eloísa, que al fin parecía vencida del cansancio
y dormía con los dedos clavados en el cuello.

Camila recaló por allí á eso de las diez, acompañada de Constantino;
mas como tenía que dar de mamar á su nene, lo llevó consigo, y el
lúgubre silencio de la casa se vió turbado por el clarinete de
Alejandrito. Almorzamos mi tío, Raimundo y yo de mala gana, y luego nos
encerramos los tres en el despacho para redactar la papeleta fúnebre y
poner los sobres. Sentado donde Pepe se sentaba, no sé qué sentía yo
al ver en torno mío aquellas prendas suyas, ¡amargas prendas! en las
cuales parecía que estaba adherido y como suspenso su espíritu. Allí ví
estados de recaudación de fondos filantrópicos, circulares solicitando
auxilios de corporaciones y particulares, cuentas de suministro de
víveres y otros documentos que acreditaban la caritativa actividad
de aquel desventurado. Cuidamos mucho de que en la redacción de la
papeleta no se nos olvidara ningún título, detalle ni fórmula de las
que la etiqueta mortuoria ha hecho indispensables. «El excelentísimo
señor don José Carrillo de Albornoz y Caballero, Maestrante de
Sevilla, Caballero de la Orden de Montesa, etcétera, etc... Su
desconsolada viuda, la excelentísima... etc., etc.» No se nos quedó
nada en el tintero; y en las direcciones que pusimos á los sobres,
ninguna de nuestras amistades pudo escaparse.

La señora, por razón de su estado, no podía dar órdenes, y los criados
se dirigían á cada instante á mí, como si yo fuera el amo, como si
lo hubiera sido siempre, y me consultaban sobre todas las dudas que
ocurrían. Y aquella autoridad mía era uno de esos absurdos que, por
haber venido lentamente en la serie de los sucesos, ya no lo parecía.
Ved, pues, cómo lo más contrario á la razón y al orden de la sociedad,
llega á ser natural y corriente cuando, de un hecho en otro, la
excepción va subiendo, subiendo, hasta usurpar el trono de la regla. Y
cosas que vistas de pronto nos sorprenden, cuando llegamos á ellas por
lenta gradación nos parecen naturales.

Rogóme Eloísa que no saliese de la casa hasta que no se verificara el
entierro. Así tenía que ser, pues si yo no estaba en todo, las cosas
salían mal. El marqués de Cícero, que se ofrecía constantemente á
ayudarme, no servía más que de estorbo, y mi tío tenía ocupaciones
indispensables aquel día. Sólo Constantino y Raimundo prestaban algún
servicio, aunque sólo fuera el de hacerme compañía. La viuda no
recibía á nadie, ni á sus más íntimas amigas. Acompañábanla su madre y
hermanas, y sin llorar, consagraban alguna palabra tierna y compasiva
al pobre difunto.

Por fin ví concluído todo aquel tétrico ceremonial, y respiré cual
si me hubiera quitado de encima del corazón un peso horrible. No
quise ir al entierro, y Eloísa aplaudió con un movimiento de cabeza
esta resolución mía. Cuando se extinguió en las piedras de la calle
el ruido del último coche, mis trastornados sentidos querían volver á
la apreciación clara de las cosas. Pero la imagen del infeliz hombre
que había despedido su último aliento sobre mi pecho, clavándomelo
como un puñal, no se me apartaba del pensamiento. ¿Cómo explicarme sus
sentimientos respecto á mí? ¿Qué noción moral era la suya, cuál su
idea del honor y del derecho? Ni aun viendo en él lo que en lenguaje
recto se llama _un santo_, podía yo entenderle. ¡Misterio insondable
del alma humana! Ante él no hay que hacer otra cosa que cruzarse de
brazos y contemplar la confusión como se contempla el mar. Querer
hallar el sentido de ciertas cosas es como pretender que ese mismo mar,
desmintiendo la ley de su eterna inquietud, nos muestre una superficie
enteramente plana.

¿Por qué me tenía cariño aquel hombre? Si era un santo, yo me resistía
á venerarle; si era un pobre hombre, algo había dentro de mí que no me
permitía el desprecio. ¿Le despreciaba yo en el ardor de mi compasión,
ó le admiraba entre los hielos de mi desdén? Toda mi vida, ¡ay!, estará
delante de mí, como pensativa esfinge, la imagen de Carrillo, sin que
me sea dado descifrarla. Antes será medido el espacio infinito, que
encerrada en una fórmula la debilidad humana.

A estas meditaciones me entregaba la tarde del entierro, encerrado
en el despacho, sin otra compañía que la del busto de Shakespeare.
El gran dramático me miraba con sus ojos de bronce, y yo no podía
apartar los míos de aquella calva hermosa, cuya severa redondez semeja
el molde de un mundo; de aquella frente que habla; de aquella boca que
piensa; de aquella barba y nariz tan firmes que parece estar en ellas
la emisión de la voluntad. Me daban ganas de rezarle, como los devotos
rezan delante de un Cristo, y de interesarle en las confusiones que me
agitaban, rogándole que pusiera alguna claridad en mi alma.

Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron
á él, me dirigí al cuarto de la viuda, á quien acompañaban su madre y
hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender
que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía, en su regazo, dormido, al
niño de Camila, y con ésta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi tío
Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando
este último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como
el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no
oir las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos
alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del
pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí
unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba
por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa que corría tras de mí. Le
cogí en brazos, y sentándome, le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso
al instante á caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello.
Su inocencia no había permanecido extraña á la tristeza que en la casa
reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos
negros advertí una seriedad precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero
que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión
humana. Después de hacerme varias preguntas, á que no pude contestarle
por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era
de éstos que quieren que se les hable mirándoles frente á frente, y
que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para
satisfacer su egoísmo, tiran de las barbas como si fueran las riendas
de un caballo, para que les pongáis la cara bien recta delante de la
suya. Lo que me tenía que comunicar era esto:

--Dice _Quela_ que ahora... tú... no te vas más á tu casa... que te
quedas aquí.

Varié la conversación, dándole muchos besos; pero él, aferrado á su
tema, ni me dejaba evadir, ni consentía que yo moviese la cara.

--Dice _Quela_ que tú... vas á ser mi _papa_...

Este inocente lenguaje me lastimaba. No pude contestar categóricamente
á las cosas más graves que yo había oído en mi vida. Porque sí: jamás
de labios humanos brotaron, para venir sobre mí, como espada cortante,
palabras que entrañaran problemas como el que formulaban aquellos
labios de rosa.

Dejéle en poder de su criada, que vino á buscarle, y me retiré. La
casa, como vulgarmente se dice, se me desplomaba encima. Sin despedirme
de nadie me marché á la mía.



XIV

Hielo.


I

Sentía imperiosa necesidad de estar solo. La tristeza reclamaba todo
mi sér, y tenía que dárselo, aislándome. Conocí que venía sobre mí un
ataque de aquel mal de familia que de tiempo en tiempo reclamaba su
tributo en la forma de pasión de ánimo y de huraña soledad. Y lo que
había visto y sentido en tales días era más que suficiente motivo para
que el maldito achaque constitutivo se acordara de mí. En la soledad de
aquella noche y de todo el día siguiente tuve un compañero, Carrillo,
cuya imagen no me dejó dormir. El ruido de oídos, que me martirizaba,
era su voz, y mi sombra, al pasearme por la habitación, su persona. Le
sentía á mi lado y tras de mí, sin que me inspirara el temor que llevan
consigo los aparecidos. Es más: me hacía compañía, y creo que sin tal
obsesión habría estado más melancólico. Mi afán mayor, mi idea fija era
querer penetrar, ya que antes no pude hacerlo, las propiedades íntimas
de aquel carácter, y descifrar la increíble amistad que me mostró
siempre, mayormente en sus últimos instantes. ¡Era para volverme
estúpido! Cuando dicho afecto me parecía un sentimiento elevadísimo y
sublime, comprendido dentro de la santidad, mi juicio daba un vuelco y
venía á considerarlo como lo más deplorable de la miseria humana. Yo
me secaba los sesos pensando en esto, traspasado de lástima por él, á
veces sintiendo menosprecio, á ratos admiración.

Los días se sucedían lentos y tristes, sin que yo quebrantara mi
clausura. No recibía á nadie, y si mis íntimos amigos ó mi tío ó
Raimundo iban á acompañarme, hacía lo posible por que me dejasen solo
lo más pronto posible. Pasados tres días, Carrillo se borraba, poco
á poco, de mi pensamiento; le veía bajo tierra confundiéndose con
ésta y disolviéndose en el reino de la materia, como su memoria en
el reino del olvido. Lo que en primer término ocupaba ya mi espíritu
era la casa de Eloísa, todo lo material de ella. Los muebles, las
paredes cargadas de objetos de lujo, el ambiente, el color, la luz que
entraba por las ventanas del patio, componían un conjunto que me era
horriblemente antipático y aborrecible. La idea de ser habitante de
tal casa y de mandar en ella, me producía el mismo terror angustioso
que en otros ataques la idea de sentir un tren viniendo sobre mí.
No: yo no quería ir allá; yo no iría allá por nada del mundo. El
recuerdo sólo de las afectadas pompas de aquellos jueves poníame en
gran turbación, acompañada de un trastorno físico que me aceleraba el
pulso y me revolvía el estómago... Pero lo que me confundía más y me
llenaba de estupor, era notar en mí una mudanza extraordinaria en los
sentimientos que fueron la base de mi vida toda en los últimos años.
A veces creía que era ficción de mi cerebro, y para cerciorarme de
ello, ahondaba, ahondaba en mí. Mientras más iba á lo profundo, mayor
certidumbre adquiría de aquel increíble cambio. Sí, sí: la muerte de
Pepe había sido como uno de esos giros de teatro que destruyen todo
encanto y trastornan la magia de la escena. Lo que en vida de él me
enorgullecía, ahora me hastiaba; lo que en vida de él era plenitud del
amor propio, era ya recelos, suspicacia con vagos asomos de vergüenza.
Si robarle fué mi vanidad y mi placer, heredarle era mi martirio. La
idea de ser otro Carrillo me envenenaba la sangre. La desilusión,
agrandándose y abriéndose como una caverna, hizo en mi alma un vacío
espantoso. No era posible engañarme sobre esto.

Pero aún dudaba yo de la realidad del fenómeno, y decía: «Falta
comprobarlo. No me fiaré de los lúgubres espejismos de mi tristeza.
Vendrán días alegres, y la mujer que fué mi dicha, seguirá siéndolo
hasta el fin de mi vida.»

Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días.
Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no
salir de casa. Por fin, una mañana la viuda de Carrillo fué á verme.
Era la primera vez que salía después de la desgracia. Venía vestida
con todo el rigor del luto y de la moda, más hermosa que nunca. Al
verla, no sé lo que pasó en mí. Sentí un frío mortal, un miedo como el
que inspiran los animales dañinos. Sus afectuosas caricias me dejaron
yerto. Observé entonces la autenticidad del fenómeno de mi desilusión,
pues mi alma, ante ella, estaba llena de una indiferencia que la
anonadaba. La miré y la volví á mirar; hablamos, y me asombraba de que
sus encantos me hicieran menos efecto que otras veces, aunque no me
parecieran vulgares. Era un doble hastío, un empacho moral y físico
lo que se había metido en mí; arte del demonio sin duda, pues yo no
lo podía explicar. «Será la enfermedad --me decía para consolarme--.
Esto pasará.» Cierto que yo venía sintiendo cansancio; pero ella me
interesaba al corazón. ¿Cómo ya no me hiere adentro? ¿De qué modo la
quería yo? ¿Qué casta de locura era la mía?... Nada, nada: esto tiene
que pasar.

Seguimos hablando, ella muy cariñosa, yo muy frío. Nuestra
conversación, que al principio versó sobre temas de salud, recayó en
cuestiones de arreglo doméstico. Sin saber cómo, fué á parar al funeral
de su marido. Ella quería que fuese de lo más espléndido, con muchos
cantores, orquesta y un túmulo que llegase hasta el techo. Yo me opuse
resueltamente á esta dispendiosa estupidez. Sin saber cómo me irrité,
corrióme un calofrío por la espalda, subióme calor á la cabeza, y,
palabra tras palabra, me salió de la boca una sarta de recriminaciones
por su afán de gastar lo que no tenía.

--Te has empeñado en arruinarte, y lo conseguirás. No cuentes conmigo.
Ahógate tú sola y déjame á mí. Si crees que voy á tolerarte y á
mimarte, te equivocas... No puedo más...

Ella se quedó lívida oyéndome. Jamás la había tratado yo con tanta
dureza. En vez de contestarme con otras palabras igualmente duras,
pidióme perdón; le faltó la voz; empezó á llorar. Sus lágrimas
espontáneas hicieron efecto en mí. Reconocí que había estado
ridículamente brutal. Pero no me excusé, pues en mi interior había una
ira secreta que me aconsejaba no ceder. Eloísa me miraba con sus ojos
llenos de lágrimas, y en tono de víctima me dijo:

--¿Yo qué he hecho para que me trates así?

Empecé á pasearme por la habitación. Sentía un vivísimo, inexplicable
anhelo de contradecirla, y de sostener que era blanco lo que ella decía
que era negro.

--Es que estoy notando en tí una cosa rara --prosiguió--. ¿Tienes
alguna queja de mí? ¿En qué te he ofendido? Porque desde que entré
apenas me has mirado, y tienes un ceño que da miedo... Hoy esperaba
encontrarte más cariñoso que nunca, y estás hecho una fiera. Eres un
ingrato. ¡Así me pagas lo mucho que te he querido, los disparates que
he hecho por tí y el haber arrojado á la calle mi honor por tí, por
tí...! Algo te pasa, confiésalo, y no me mates con medias palabras. ¿Me
habrá calumniado alguien...?

Con un gesto expresivo le dí á entender que no había calumnia. Secó
ella sus lágrimas, y en tono más sereno me dijo:

--Estas noches he soñado que ya no me querías. Figúrate si habré estado
triste.

Comprendí que mi conducta era poco noble, y me dulcifiqué. Hice
esfuerzos por aparecer más contento de lo que estaba, y le rogué que
no hiciera caso de palabras dictadas por mi tristeza, por el mal de
familia. Insistí, no obstante, en que el funeral fuera modesto, y ella
convino razonablemente en que así había de ser. No quiso dejarme hasta
que no le prometí ir todos los días á su casa, desde el siguiente,
para arreglar las cuentas, ordenar papeles y ver los recursos ciertos
con que contaba. Cuando se fué, halléme más sereno, la veía con ojos
de amistad y cariño; pero no encontraba ya en mí el interés profundo
que antes me inspiraba. ¿Qué me había pasado? ¿Qué era aquello? ¿Acaso
las raíces de aquel amor no eran hondas? Sin duda no, y él mismo se
me arrancaba sin remover lo íntimo de mi sér. Era pasión de sentidos,
pasión de vanidad, pasión de fantasía la que me había tenido cautivo
por espacio de dos años largos; y alimentada por la ilegalidad, se
debilitaba desde que la ilegalidad desaparecía. ¿Es tan perversa la
naturaleza humana que no desea sino lo que le niegan y desdeña lo que
le permiten poseer? Después de dar mil vueltas á estos raciocinios,
me consolaba otra vez atribuyendo mi desvarío á los pícaros nervios y
á la diátesis de familia... Volverían, pues, mis afectos á ser lo que
fueron, cuando se restableciese mi equilibrio.


II

Era mi deber ir á casa de Eloísa, y fuí desde el día siguiente.
Ocupando en el despacho de Carrillo el mismo lugar que él ocupó, con
el propio escribiente cerca de mí, rodeado de papeles y objetos que
me recordaban la persona del difunto, dí principio á mi tarea. Para
penetrar hasta donde estaba lo importante, tuve que desmontar una capa
enorme de apuntes y notas sobre la _Sociedad de niños_ y otros asuntos
que no venían al caso. Todo lo que había sobre la administración de la
casa era incompleto. Gracias que el amanuense, conocedor de los hábitos
de su antiguo señor, me esclarecía sobre puntos muy obscuros. Poco á
poco fuimos allegando datos, y por fin llegué á dominar el enredo, que
era ciertamente aterrador. La casa estaba desquiciada, y al declararme
Eloísa dos meses antes sus apuros, no había dicho más que la mitad de
la verdad. Me había ocultado algunos detalles sumamente graves, como,
por ejemplo, que el administrador de Navalagamella les había adelantado
dos años de las rentas de esta finca, descontándose el 20 por 100; que
había una deuda que yo no conocía, importante unos seis mil duros; que
se tomaron, para atender á necesidades de la casa, parte de unos fondos
pertenecientes á la _Sociedad de niños_, y era forzoso restituirlos.

Sin rodeos pinté á mi prima la situación.

--Estás arruinada --dije--. Si no se acude pronto á salvar lo poco que
aún queda á tu hijo, éste no tendrá con qué seguir una carrera, como
alguien no se la dé por caridad.

Ella me oyó atónita. Su poca práctica en el manejo de la hacienda
propia disculpaba el error en que estaba. Después de meditar mucho,
díjome entre suspiros:

--Viviremos con la mayor economía, con pobreza si es preciso. Dispón tú
lo que quieras.

Empecé á desarrollar mi plan. Se suprimirían todos los coches; se
despedirían casi todos los criados que quedaban; se procuraría
alquilar la casa, lo cual era difícil como no la tomase alguna
Embajada. Se venderían los cuadros de primera, los de segunda, y todas
las porcelanas y objetos de arte, las joyas, los encajes ricos, aunque
fuera por el tercio de su valor, ó por lo que quisieran dar; y como
fin de fiesta, la familia se sometería á un presupuesto de sesenta ó
setenta mil reales todo lo más.

--¡Almoneda total! --exclamó la viuda con su mirar hosco clavado en el
suelo.

No necesito decir que una parte de este presupuesto recaería sobre mí,
pues la testamentaría, tal como estaba, no podía contar con nada en un
período de tres ó cuatro años, necesario para desempeñar las rentas.
Y seguí trabajando, para desenredar por completo la madeja económica.
¡Cuántas noches pasé en aquel triste despacho! Me causaba hastío y
pesadumbre el verme allí. Iba notando no sé qué extraña semejanza
entre mi sér y el de Carrillo; y cuando vagaba de noche por los vacíos
salones, para ir al cuarto de Eloísa, donde estaban de tertulia Camila
y María Juana, parecíame que mis pasos eran los del pobre Pepe, y que
los criados, al verme pasar, recibían la misma impresión que si yo
fuera su difunto amo.

Para remachar la bancarrota, el médico nos presentó una cuenta
horrorosa. No había curado al enfermo, ni había hecho más que ensayar
en él diferentes sistemas terapéuticos, sin que ninguno diese
resultado; pero pretendía cobrar quince mil duros por su asistencia de
un año. ¡Escándalo mayor...! Yo estaba volado. Le escribí en nombre
de Eloísa negándome á pagarle. Él se encabritó y amenazó con los
Tribunales. Por fin, después de pensarlo mucho y de consultar el caso
con personas prácticas, llegamos á una transacción. Se le darían ocho
mil duros y en paz. Esta cantidad, y otras que fueron necesarias para
que la casa pudiera hacer su transformación, pues hasta el economizar
cuesta dinero, tuve que abonarlas yo. Pero lo hice en calidad de
adelanto sin interés, para reintegrarme conforme entrara en orden la
testamentaría.

Y Eloísa me decía con efusión:

--En tus manos me pongo. Sálvame y salva á mi hijo de la ruina.

¿Cómo resistirme á este deseo, cuando ella había sacrificado su
honor á mi orgullo? Y su honor valía bastante más que mis auxilios
administrativos y pecuniarios. Al mismo tiempo, yo quería tanto
al pequeño, que por él solo habría hecho tal sacrificio aunque no
estuviese de por medio su madre.

Obligáronme, pues, mis quehaceres en la casa á una intimidad que
verdaderamente no me era ya grata. Cada día surgían cuestiones y
rozamientos... Mi prima y yo estábamos siempre de acuerdo en principio;
pero en la práctica discrepábamos lastimosamente. Entonces ví más clara
que nunca una de las notas fundamentales del carácter de Eloísa, y era
que cuando se le proponía algo, contestaba con dulzura conformándose;
pero después hacía lo que le daba la gana. Sus palabras eran siempre
dóciles, y sus acciones tercas. Sin oponer nunca resistencia directa,
ni dar la cara en su sistemática autonomía, llevaba adelante el
cumplimiento de su voluntad con acción lenta, sorda, astuta,
resbaladiza. Esto se vió en aquel caso importantísimo de las economías.
Cuando se trataba de ellas verbalmente, todo era conformidad, palabras
suaves y zalameras. «¡Oh! sí, es preciso... Estoy á tus órdenes... Me
haré un vestido de hábito para todo el año...» Pero en la práctica,
todo esto era un mito, y las economías se quedaban en _veremos_...
Siempre había aplazamientos; surgían dificultades inesperadas... Ni la
casa se desocupaba para alquilarla, ni se reducía el gasto doméstico á
la mínima expresión. No parecía comprador para los cuadros. Al fin se
vendieron los zafiros; pero con el producto de ellos, Eloísa adquiría
perlas. Lo supe por una casualidad, y cambiamos palabras duras. Ella
me dió la razón... ¡siempre lo mismo! pero las perlas, compradas se
quedaron... «El mes que entra dejo la casa y se hará la almoneda. Seré
obediente... soy tu esclava.» Tantas veces había oído esto, que ya no
lo creía.

Ya no se invitaba á nadie á comer; pero poco á poco iba naciendo un
poquito de tertulia de confianza en el gabinete de Eloísa, á la cual
concurrían Peña, Fúcar y Carlos Chapa. Entre tanto, los aflojados lazos
se apretaron, trayéndome la triste evidencia de que mi frialdad no era
obra de los malditos nervios, sino que tenía su origen en regiones
más profundas de mi sér. Se manifestaba principalmente en la falta de
estimación, y en que mis entusiasmos eran breves, siempre seguidos de
aburrimiento y de amargores indefinidos. Por algún tiempo llegué á
creer que este fenómeno mío se repetiría en ella; pero no fué así. La
viudita me mostraba el cariño de siempre; hasta se me figuró advertir
en aquel cariño pretensiones de depuración, de hacerse más fino, más
ideal, por lo mismo que se acercaba la ocasión de legitimarlo. Esto
me daba pena. Diferentes veces había hecho ella referencia á nuestro
casamiento, dándolo por cosa corriente. No se hablaba de él en términos
concretos, como no se habla de lo que es seguro é inevitable. Yo ¡ay
de mí! pasaba sobre este asunto como sobre ascuas, y cuando Eloísa
aludía al tal matrimonio, hacíame el tonto: no comprendía una palabra.
Me entusiasmaba poco aquella idea; mejor dicho, no me entusiasmaba
nada; quiero decirlo más claro, me repugnaba, porque bien podían mis
apetitos y mi vanidad inducirme á conquistar lo prohibido; pero ser yo
la prohibición... ¡jamás!



XV

Refiero cómo se me murió mi ahijado y las cosas que pasaron después.


I

Durante una semana estuve distraído por pesares que no vacilo en
llamar domésticos. El niño de Camila, mi vecina, se puso tan malito,
que daba dolor verle y oirle. Cubriósele el cuerpo de pústulas. Todo
él se hizo llaga lastimosa. Martirio tan grande habría abatido la
naturaleza de un hombre, cuanto más la de una tierna criatura que no
podía valerse. Admiré entonces la perseverancia del cariño materno de
Camila, y además una cualidad que yo no sospechaba existiese en ella,
el valor; esa energía inflexible en el cumplimiento de las acciones
pequeñas y obscuras, que sumadas dan una resultante de que no sería
capaz tal vez cualquiera de los héroes públicos que yacen debajo de un
epitafio. El mundo me había dado á mí muchas sorpresas; pero ninguna
como aquélla. Francamente, no creí que una mujer que me pareció tan
imperfecta y llena de feos resabios, desplegase tales dotes. Siete
noches seguidas pasó la infeliz sin acostarse, con el pequeñuelo sobre
su regazo, amamantándole, arrullándole, curándole las ulceraciones de
su epidermis con un esmero y una paciencia que sólo las madres de buen
temple saben tener. Constantino y yo veíamos con pena tanta abnegación,
temiendo que enfermara; pero su potente organismo triunfaba de todo.
Eloísa y su madre la instaban á que buscara un ama para que el chico
no la extenuase, pues en sus postrimerías Alejandrito era voraz y no
se hartaba nunca. Pero Camila esquivaba disputar sobre este punto, y
no quería que le hablaran de nodrizas. Estaba decidida á salvarle ó á
sucumbir con él. Ella era así: ó todo ó nada. Tenía el capricho de ser
heroína. Quería saltar de mujer sin seso á mujer grande. «O sacarle
adelante ó morirme con él», repetía; pero Dios no quiso que ninguno de
los términos de este dilema se cumpliese, y al sexto día Alejandrito
fué atacado de horribles convulsiones, que le repitieron á menudo,
hasta que el séptimo, una más fuerte que las demás se lo llevó. Aquel
día funesto, Camila me pareció más madre que nunca. La flexibilidad
pasmosa de su carácter y su desenvoltura quedaban obscurecidas bajo
aquel tesón grave. No creí, no, que entre tal hojarasca existiese joya
tan hermosa. A ratos se le conocía el genio por la rapidez febril con
que tomaba las resoluciones y por la inconstancia de sus juicios.
Sólo el sentimiento era en ella duradero y profundo. Añadiré una
circunstancia que me llegaba al alma, y era que consultaba conmigo
toda dificultad que ocurriese aun en cosas de que yo no entendía una
palabra. Por corresponder á esta noble confianza, daba yo mi parecer
al tirón, sin detenerme á considerar lo que saldría de juicios tan
atropellados. «José María, ¿te parece que haga calentar esta ropa antes
de ponérsela?... José María, ¿te parece que le dé dos cucharadas de
jarabe en vez de una?... José María, ¿me hará daño café puro para no
dormir? ¿me irritará?...» A todo contestaba yo lo primero que se me
ocurría, después de mirar á Constantino en una especie de deliberación
muda. Rara vez aventuraba Miquis opinión concreta, y cuando la emitía,
de seguro era un gran disparate. Yo era el oráculo de la casa en todo.

Por fin, el nene dejó de padecer. Bien hizo Dios en llevársele,
abreviando su martirio. Se fué de la vida, sin conocer de ella más que
el apetito y el dolor. Fué un glotón y un mártir. Se quedó yerto en el
regazo de su madre, y nos costó trabajo apartar de los brazos y de la
vista de ella aquel lastimoso cuerpecito, que parecía picoteado por
avecillas de rapiña. Con sus besos quería Camila infundirle vida nueva,
dándole la que á ella le sobraba. La separamos al fin, llevándola
á que descansara. La Camila normal reapareció al cabo; la muchacha
sin juicio que en otro tiempo había querido tomar fósforos porque la
privaban de su novio. Hubo convulsiones, llanto, risa nerviosa; habló
de matarse; deliró cantando; nos dijo que la habíamos robado á su
niño... Por último, se calmó: cesaron las extravagancias, y la loca,
que también había sabido cumplir sus deberes, se encastillaba al fin en
la conformidad cristiana; invocaba á Dios, y llorando hilo á hilo, sin
espasmos ni alboroto, tenía el valor de la resignación, más meritorio
que el del combate.

Mientras la mujer de Augusto Miquis y María Juana amortajaban al niño,
yo dije á Constantino:

--Quiero hacerle un entierro de primera. Corre de mi cuenta, y no
tenéis que ocuparos de nada.

En efecto: al día siguiente piafaban á la puerta de casa seis caballos
hermosos, con rojos caparazones recamados de plata, tirando de la
carroza fúnebre-carnavalesca más bonita que había en Madrid. Llevamos
el cuerpo al cementerio con la mayor pompa posible. Yo tenía cierto
orgullo en esto, y me complacía en asomarme por la portezuela de mi
coche y ver delante el movible catafalco, el meneo de los penachos de
los caballos, y el tricornio y peluca del cochero. Yo pensaba que si
los niños difuntos abrieran sus ojos y vieran aquello, les parecería
que les llevaban á la tienda de Scropp. Cuando regresamos, después de
cumplida la triste obligación, Camila estaba en su cuarto, acostada
en un sofá, envuelta en espeso mantón, los puños cerrados apretando
fuertemente un pañuelo contra los ojos. Su madre le había repetido
hasta la saciedad todas las variantes posibles del _angelitos al
cielo_. Acerquéme á ella para preguntarle cómo estaba, y me expresó su
gratitud con ardor y cordialidad grandes, entre lágrimas y suspiros,
estrechándome una y otra vez las manos. ¿Y por qué tantos extremos? Por
un entierrillo de primera. Verdaderamente no había motivo para tanto, y
así se lo dije; pero una secreta satisfacción llenaba mi alma.

En los días sucesivos la calma se fué restableciendo poco á poco, y el
consuelo introduciéndose lentamente en el espíritu de todos. Camila
era la más rebelde, y defendió por algunos días su dolor. El vacío
no se quería llenar. La soledad misma en que había quedado érale más
grata que la compañía que le hacíamos los parientes, y huía de nuestro
lado para volver sobre su pena á solas. Por fin, los días hicieron su
efecto. La veíamos ocupada y distraída con los menesteres de la casa,
y al cabo atendiendo con cierto esmero á engalanar su persona. Este
síntoma anunciaba el restablecimiento. La ví con placer recobrar su
gallardía, su agilidad pasmosa, y el vivo tono moreno y sanguíneo de
sus mejillas. La salud vigorosa tornaba á ser uno de sus hechizos,
volviendo acompañada de aquel humor caprichoso y voluble, que era la
parte más característica de su persona. Resucitaba con sus defectos
enormes; pero se engalanaba á mis ojos con una diadema de altas
cualidades que, á más de hacerse amables por sí mismas, arrojaban no sé
qué fulgor de gracia sobre aquellos defectos.

Tratábame con familiaridad jovial, exenta de toda malicia. La
afectación, esa naturaleza sobrepuesta que tan gran papel hace en la
comedia humana, no existía en ella. Todo lo que hacía y decía, bueno ó
malo, era inspiración directa de la naturaleza auténtica... Su trato
conmigo era de extremada confianza, y solía contarme cosas que ninguna
mujer cuenta, como no sea á su amante. Cualquiera que nos hubiese oído
hablar en ciertas ocasiones, habría adquirido el convencimiento de que
nos unía algo más que amistad y parentesco. Y, no obstante, no cabía
mayor pureza en nuestras relaciones.

Mil veces, conociendo su penuria, hícele ofrecimientos pecuniarios;
pero ella nunca aceptaba.

--No quiero abusar --decía--: bastante es que no te hayamos pagado
la casa este mes, y que probablemente no te la pagaremos tampoco el
próximo. Pero el trimestre caerá junto. Para entonces me sobrará
dinero. No te creas, me he vuelto económica. Tú mismo me has visto
haciendo números por las noches y estrujando cantidades para sacarme un
vestidillo.

Y era verdad esto. Algunas noches me la había encontrado garabateando
en una hoja de la _Agenda de la cocinera_, destinada á los cálculos.
Por cierto que las apuntaciones de la tal hoja no las entendía ni
Cristo. Eran un caos de vacilantes trazos de lápiz. Examinando aquellas
cuentas, me reí más... Noté que los _treses_ que hacía parecían
_nueves_, y los infelices _cuatros_ no tenían figura de números
corrientes. Yo iba en su auxilio, porque comprendí, tras brevísimo
examen, que Camila no sabía sumar.

--¿Pero qué educación te han dado, chiquilla?

Y ella me contestaba candorosamente:

--Ahora me la estoy dando yo misma. La necesidad obliga.

A veces me llamaba, me hacía sentar junto á la mesa del comedor y
rogábame fuera apuntando las cantidades que ella me decía para sumarlas
después. Con cuánto gusto lo hacía yo, no hay para qué decirlo. Cuando
era ella quien trazaba los números, hacía muecas con los labios, como
los chiquillos cuando están aprendiendo palotes.

--Ya, ya me voy _jaciendo_ --decía con gracia.

Por fin, salía del paso y hallaba la suma exacta. Los progresos, bajo
el espoleo de la necesidad, eran rápidos y seguros. Eloísa también era
poco fuerte en cuentas gráficas, enfilaba mal las columnas, sacaba unas
sumas disparatadas; pero de memoria hacía prodigios. Más de una vez me
quedé absorto viéndola sumar cifras enormes sin equivocarse ni en una
unidad. Había adquirido el hábito de calcular de memoria. Camila, en
cambio, no daba pie con bola sin ayuda del lapicito, un sobado pedazo
de madera negra que apenas tenía punta.

--Ya me podías regalar un lápiz --me dijo un día.

Le llevé un lapicero de oro.

Y volví á rogarle me confiara su situación económica, que, por ciertos
indicios, conceptuaba poco desahogada. Doña Piedad, su suegra, se
había reconciliado con Constantino; pero las remesas metálicas eran
escasas, y las en especie, como arrope, cecina, queso y azafrán, no
suplían ciertas necesidades. Camila mostrábase siempre muy reservada
conmigo en este capítulo de sus apuros. Un día, no obstante, debió de
causarle apreturas tan grandes la insuficiencia de su presupuesto, que
se resolvió á hacer uso de la generosidad que yo le ofrecía. Observéla
aquella tarde un poco seria, inquieta; pero no hice alto en ello.
Estaba yo leyendo el periódico militar de Constantino, cuando se acercó
á mí despacito por detrás de la butaca. Inclinóse y sentí en mi rostro
el calor del suyo. Híceme el distraído y oí como un susurro. Bien podía
creer que mi ruido de oídos me fingía esta frase:

--José María, me vas á hacer el favor de prestarme dos mil realitos.

Pero no era el moscón de mi cerebro: era ella la que me hablaba. Luego
soltó una carcajada, repitiendo la petición en tono más adecuado á su
temperamento normal.

--Nada, nada, que me los tienes que prestar. Si no, por la puerta se va
á la calle... No te creas, te los devolveré el mes que entra.

Me supo tan bien el sablazo, que casi casi lo consideré como una
fineza, como una galantería. La verdad, si no hubiera andado por allí,
entrando y saliendo á cada rato, el gaznápiro de Miquis, le doy un
abrazo. Faltóme tiempo para complacerla. Si conforme me pidió cien
duros, me pide mil, se los entrego en el acto.


II

Mi prima salía poco de su casa. Siempre que yo iba allí, la encontraba
ocupada en algo: bien subida en una escalera lavando cristales, bien
quitando el polvo á los muebles, á veces limpiando la poca plata que
tenía ó los objetos de metal blanco. Cuando yo le decía algo que no le
gustaba, solía responderme:

--Cállate, ó te tiro esta palmatoria á la cabeza.

Y lo peor era que lo hacía. Por poco un día me descalabra. Un mes
después de la muerte del chiquitín, aún su charla voluble y bromista
era interrumpida por suspiros y por algún recuerdo del pobre ángel
ausente.

--¡Ay mi nene! --exclamaba, conteniendo el aliento y cerrando los ojos.

Después se ponía á trabajar con más fuerza, pues pensaba que así se le
iba pasando mejor la pena. Notaba que planchar era muy eficaz, y que
echarle un forro nuevo á la levita militar de Constantino le despejaba
la cabeza. Otras veces decía con íntima convicción:

--Para mí no hay más consuelo que tener otro nene. Y lo tendré, lo
tendré. Anoche hemos andado á la greña Constantino y yo. ¿Sabes
por qué? Porque sostengo que le debemos poner también el nombre de
Alejandro en memoria del que se nos ha muerto. Pero él se empeña en que
se ha de seguir el orden alfabético; de modo que al primero que venga
le toca la B. A mi Alejandrín se le llamó así por el hermano mayor de
Constantino; pero da la casualidad de que Alejandro es nombre de un
gran capitán antiguo, y ahora quiere mi marido que todos los hijos que
tengamos lleven nombre de héroes. ¿Has visto qué simpleza?

--No hagas caso de ese majadero --le respondí con toda mi alma--. ¿Pues
no sostenía ayer que habías de llegar á la Z?... ¡Veintiocho hijos,
según la Academia! ¡Qué asquerosidad! te pondrías bonita.

--Llegaremos siquiera á la M --afirmó ella dándome á conocer en el
brillo de sus ojos un sentimiento extraño, una especie de entusiasmo al
que no puedo dar otro nombre que el de _fanatismo de la maternidad_--.
Sí: llegaremos á la M, quizás á la N... Y el de la N dice Constantino
que se ha de llamar Napoleón.

--¡Qué estupidez! No pienses en tener más muchachos. Mejor estás así,
más guapa, más saludable, más libre de cuidados.

--Pero mucho más triste... Anoche soñé que había tenido dos gemelos.

--¡Qué tonta eres! Siempre has de ser chiquilla --respondí--. Parece
que consideras á los hijos como juguetes... Si tuvieras tantos como
deseas, puede que no fueras tan buena madre como lo has sido en este
primer ensayo. Porque á tí te pasan pronto esos entusiasmos. Lo que hoy
te enloquece de amor, mañana te hastía.

--¿Te quieres callar? --gritó llegándose á mí y amenazando sacarme los
ojos con una aguja de media--. Tú no me conoces.

--¡Oh! sí, demasiado te conozco. Eres una mala cabeza. Pero hay que
declarar que tienes algún mérito. Has domesticado á Constantino. Hay
casos de esto: dos fieras juntas se doman mutuamente. Y Constantino
parece otro hombre. Es más persona; sabe tratar con la gente; no tira
ya aquellas coces; no habla de pronunciarse como si hablara de fumarse
un pitillo; no juega, no bebe, no disputa...

--Todo eso es obra mía, caballero --observó Camila con acento de
inmenso orgullo--. Es que esta tonta tiene mucho de aquí, mucho talento.

Volvió sus ojos hacia el retrato de Miquis, desnudo de medio cuerpo
arriba.

«¿Pero no te da vergüenza --le dije-- de que la gente entre aquí y
vea ese mamarracho? Mil veces te he dicho que lo eches al fuego, y tú
sin hacer caso. Tienes un gusto perverso. Es que da asco ver ahí ese
zángano de circo, enseñando sus bellas formas, con esos brazos de mozo
de cordel, y esa cabeza de bruto.

--¿Te quieres ir á paseo? Vaya con el señorito éste... ¿Pues qué tiene
de feo ese retrato? Bien guapo que está. ¿Qué querías tú? ¿que mi
marido fuera como esos tísicos que se van cayendo por la calle, porque
no tienen fuerzas para andar?... ¿como esos palillos de dientes en
figura de personas? Francamente, no me gustaría un marido á quien yo
pudiera retorcer el pescuezo, ó arrancarle un brazo de una mordida.
Constantino es hombre para cogerte como una pluma y tirarte al techo.

--¡Angelito! Tirando de un carro quisiera verlo yo.

--Pues no es tan bruto como crees --declaró enojándose--. Yo podría
probártelo... Pero no quiero probarte nada. Donde lo ves, es un ángel
de Dios, que me quiere más que á las niñas de sus ojos. Si le mando que
se eche por mí en una caldera hirviendo, créelo, lo hace.

--Buen provecho á los dos... No te digo que no le quieras, Camila;
pero, mira, haz el favor de no tener más chiquillos: te vas á poner
fea; no te acuerdes más de las letras del alfabeto.

--Pues sí que los tendré --dijo poniendo una cara monísima de niña mal
criada, y machacando con el puño de una mano en la palma de la otra--;
los tendré... ¡y rabia! Y llegaré á la N... ¡y rabia! ¡Y tendré á
Napoleón... y toma, toma, toma hijos!

A la sazón entró el padre de aquella esperada generación de gloriosos
capitanes, y Camila le recibió, como suele decirse, con dos piedras en
la mano.

--¿En dónde has estado, pillo? ¿Qué horas son éstas de venir á casa?
Como yo sepa que has ido al café, te voy á poner verde.

Después se abrazaron y se besaron delante de mí.

--Ea, señores, divertirse, --dije tomando mi sombrero.

--Espera, tontín, y comerás con nosotros. No tenemos principio; pero
en obsequio á tí, abriremos una lata de langosta.

Y los dos me instaron tanto, que me quedé y comí con ellos, embelesado
con su felicidad, que me parecía un fenómeno de inocencia pastoril.
De sobremesa, Camila volvió á hablar de lo que tanto la preocupaba, y
riñeron por aquello del alfabeto. Ella no quería nombres de capitanes
herejes, sino de santos cristianos.

--Nada, nada --decía Miquis--: el primero que venga se ha de llamar
Belisario.

Yo me reía; pero en mi interior me indignaba aquel inmoderado afán
de cargarse de familia, aquel apetito de hijos, y esperaba que la
Naturaleza no se mostrara condescendiente con mi prima, al menos tan
pronto como ella deseaba. Seré claro: la loca de la familia, la de más
dañado cerebro entre todos los Buenos de Guzmán, la extravagante, la
indomesticada Camila, se iba metiendo en mi corazón. Cuando lo noté,
ya una buena parte de ella estaba dentro. Una noche, hallándome en
casa, eché de ver que llevaba en mí el germen de una pasión nueva, la
cual se me presentaba con caracteres distintos de la que había muerto
en mí ó estaba á punto de morir. Las tonterías de Camila, que antes me
fueron antipáticas, encantábanme ya, y sus imperfecciones me parecían
lindezas. Tal es el movible curso de nuestra opinión en materias de
amor. Sus particularidades físicas se me transformaron del mismo modo,
y lo que principalmente me seducía en ella era su salud, la santa
salud, que viene á ser belleza en cierto modo. Aquella complexión
de hierro, aquel gallardo desprecio de la intemperie, aquella
incansable actividad, aquella resistencia al agua fría en todo tiempo,
su coloración sanguínea y caliente, su vida espléndida, su apetito
mismo, emblema de las asimilaciones de la Naturaleza y garantía de la
fecundidad, me enamoraban más que su talle esbelto, sus ojos de fuego
y la gracia picante de su rostro. Uno de sus principales encantos, la
dentadura, de piezas iguales, medidas, duras, limpias como el sol,
blancas como leche que se hubiera hecho hueso, me perseguía en sueños,
mordiéndome el corazón.

La conquista me parecía fácil. ¿Cómo no, si la confianza me daba
terreno y armas? Consideraba á Constantino como un obstáculo harto
débil, y comparándome con él personal, moral é intelectualmente, las
notorias ventajas mías asegurábanme el triunfo. ¿Qué interés, fuera
del que le imponía el lazo religioso, podía inspirar á Camila aquel
hombre de conversación pedestre, de figura tosca, aunque atlética, y
que sólo se ocupaba en cultivar su fuerza muscular? ¡El lazo religioso!
¡Valiente caso hacía de él la descreída Camila, que rara vez iba á la
iglesia y se burlaba un tantico de los curas!... Nada, nada: cosa hecha.

Por aquellos días invitóme Constantino á ir con él á la sala de armas.
Mucho tiempo hacía que yo no tiraba, y diez años antes no lo había
hecho mal. Comprendí que me convenía el ejercicio para contrarrestar
los malos efectos de la vida sedentaria y regalona. Al poco tiempo, el
recobrado vigor muscular me ponía de buen temple y me daba disposición
para todo. ¡Bendita salud, que es la única felicidad positiva, ó el
fundamento de estados que llamamos dichosos por una elasticidad del
lenguaje! En los asaltos en que Constantino y yo nos entreteníamos por
las tardes, aquel pedazo de bárbaro llevaba la mejor parte. Tenía más
destreza que yo, muchísima más fuerza y un brazo de acero. Su agilidad
y fuerza me pasmaban. Arrimábame buenas palizas; pero yo, al darle la
mano quitándome la careta, le decía con el pensamiento: «Pega todo lo
que quieras, acebuche. Ya verás qué pronto y qué bien te la pego yo á
tí.»


FIN DEL TOMO PRIMERO



ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO


                                                               Páginas.

  I.--Refiero mi aparición en Madrid, y hablo largamente de mi
    tío Rafael y de mis primas María Juana, Eloísa y Camila.          5

  II.--Indispensables noticias de mi fortuna, con algunas
    particularidades acerca de la familia de mi tío y de las
    cuatro paredes de Eloísa.                                        35

  III.--Mi primo Raimundo, mi tío Serafín y mis amigos.              49

  IV.--Debilidad.                                                    63

  V.--Hablo de otra dolencia peor que la pasada y de la pobre
    Kitty.                                                           85

  VI.--Las cuatro paredes de Eloísa.                                 97

  VII.--La comida en casa de Camila.                                111

  VIII.--En que se aclaran cosas expuestas en el anterior.          123

  IX.--Mucho amor (¡oh, París, París!), muchos números y la
    leyenda de las cuentas de vidrio.                               127

  X.--Carrillo valía más que yo.                                    145

  XI.--Los jueves de Eloísa.                                        155

  XII.--Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor.      209

  XIII.--Ventajas de vivir en casa propia. -- La noche terrible.    233

  XIV.--Hielo.                                                      269

  XV.--Refiero cómo se me murió mi ahijado y las cosas que
    pasaron después.                                                281





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