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Title: Don Quijote Author: Cervantes Saavedra, Miguel de Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Don Quijote" *** El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha TASA Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de C·mara del Rey nuestro seÒor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los seÒores dÈl un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedÌs y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedÌs y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte dÌas del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro aÒos. Juan Gallo de Andrada. TESTIMONIO DE LAS ERRATAS Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de Dios de los TeÛlogos de la Universidad de Alcal·, en primero de diciembre de 1604 aÒos. El licenciado Francisco Murcia de la Llana. EL REY Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relaciÛn que habÌades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os habÌa costado mucho trabajo y era muy ˙til y provechoso, nos pedistes y suplicastes os mand·semos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuÈsemos servidos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la prem·tica ˙ltimamente por nos fecha sobre la impresiÛn de los libros dispone, fue acordado que debÌamos mandar dar esta nuestra cÈdula para vos, en la dicha razÛn; y nos tuvÌmoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y no otra alguna, pod·is imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, que desuso se hace menciÛn, en todos estos nuestros reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez aÒos, que corran y se cuenten desde el dicho dÌa de la data desta nuestra cÈdula; so pena que la persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresiÛn que hiciere, con los moldes y aparejos della; y m·s, incurra en pena de cincuenta mil maravedÌs cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia parte para nuestra C·mara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiÈredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez aÒos, le traig·is al nuestro Consejo, juntamente con el original que en Èl fue visto, que va rubricado cada plana y firmado al fin dÈl de Juan Gallo de Andrada, nuestro Escribano de C·mara, de los que en Èl residen, para saber si la dicha impresiÛn est· conforme el original; o traig·is fe en p˙blica forma de cÛmo por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigiÛ la dicha impresiÛn por el original, y se imprimiÛ conforme a Èl, y quedan impresas las erratas por Èl apuntadas, para cada un libro de los que asÌ fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volume hubiÈredes de haber. Y mandamos al impresor que asÌ imprimiere el dicho libro, no imprima el principio ni el primer pliego dÈl, ni entregue m·s de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la dicha correciÛn y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro estÈ corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cÈdula y la aprobaciÛn, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y prem·ticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cÈdula y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis dÌas del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro aÒos. YO, EL REY. Por mandado del Rey nuestro seÒor: Juan de Amezqueta. AL DUQUE DE B…JAR, marquÈs de GibraleÛn, conde de Benalc·zar y BaÒares, vizconde de La Puebla de Alcocer, seÒor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como prÌncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerÌas del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarÌsimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protecciÛn, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudiciÛn de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, continiÈndose en los lÌmites de su ignorancia, suelen condenar con m·s rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fÌo que no desdeÒar· la cortedad de tan humilde servicio. Miguel de Cervantes Saavedra. PR”LOGO Desocupado lector: sin juramento me podr·s creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el m·s hermoso, el m·s gallardo y m·s discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y asÌ, øquÈ podr· engendrar el estÈril y mal cultivado ingenio mÌo, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendrÛ en una c·rcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitaciÛn? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espÌritu son grande parte para que las musas m·s estÈriles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las l·grimas en los ojos, como otros hacen, lector carÌsimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrÌo como el m·s pintado, y est·s en tu casa, donde eres seÒor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que com˙nmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligaciÛn; y asÌ, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della. SÛlo quisiera d·rtela monda y desnuda, sin el ornato de prÛlogo, ni de la inumerabilidad y cat·logo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sÈ decir que, aunque me costÛ alg˙n trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefaciÛn que vas leyendo. Muchas veces tomÈ la pluma para escribille, y muchas la dejÈ, por no saber lo que escribirÌa; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que dirÌa, entrÛ a deshora un amigo mÌo, gracioso y bien entendido, el cual, viÈndome tan imaginativo, me preguntÛ la causa; y, no encubriÈndosela yo, le dije que pensaba en el prÛlogo que habÌa de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenÌa de suerte que ni querÌa hacerle, ni menos sacar a luz las hazaÒas de tan noble caballero. -Porque, øcÛmo querÈis vos que no me tenga confuso el quÈ dir· el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos aÒos como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis aÒos a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invenciÛn, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudiciÛn y doctrina; sin acotaciones en las m·rgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que est·n otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de AristÛteles, de PlatÛn y de toda la caterva de filÛsofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leÌdos, eruditos y elocuentes? °Pues quÈ, cuando citan la Divina Escritura! No dir·n sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglÛn han pintado un enamorado destraÌdo y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oÌlle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo quÈ acotar en el margen, ni quÈ anotar en el fin, ni menos sÈ quÈ autores sigo en Èl, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en AristÛteles y acabando en Xenofonte y en ZoÌlo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. TambiÈn ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebÈrrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sÈ que me los darÌan, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen m·s nombre en nuestra EspaÒa. En fin, seÒor y amigo mÌo -proseguÌ-, yo determino que el seÒor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrÛn y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sÈ decir sin ellos. De aquÌ nace la suspensiÛn y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para ponerme en ella la que de mÌ habÈis oÌdo. Oyendo lo cual mi amigo, d·ndose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo: -Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengaÒar de un engaÒo en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo que est·is tan lejos de serlo como lo est· el cielo de la tierra. øCÛmo que es posible que cosas de tan poco momento y tan f·ciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. øQuerÈis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y verÈis cÛmo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decÌs que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballerÌa andante. -Decid -le repliquÈ yo, oyendo lo que me decÌa-: øde quÈ modo pens·is llenar el vacÌo de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusiÛn? A lo cual Èl dijo: -Lo primero en que repar·is de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de tÌtulo, se puede remediar en que vos mesmo tomÈis alg˙n trabajo en hacerlos, y despuÈs los podÈis bautizar y poner el nombre que quisiÈredes, ahij·ndolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sÈ que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detr·s os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dÈ dos maravedÌs; porque, ya que os averig¸en la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes. ªEn lo de citar en las m·rgenes los libros y autores de donde sac·redes las sentencias y dichos que pusiÈredes en vuestra historia, no hay m·s sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sep·is de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle; como ser· poner, tratando de libertad y cautiverio: Non bene pro toto libertas venditur auro. Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si trat·redes del poder de la muerte, acudir luego con: Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas, Regumque turres. Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podÈis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si trat·redes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la instabilidad de los amigos, ahÌ est· CatÛn, que os dar· su dÌstico: Donec eris felix, multos numerabis amicos, tempora si fuerint nubila, solus eris. Y con estos latinicos y otros tales os tendr·n siquiera por gram·tico, que el serlo no es de poca honra y provecho el dÌa de hoy. ªEn lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podÈis hacer desta manera: si nombr·is alg˙n gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante GolÌas, y con sÛlo esto, que os costar· casi nada, tenÈis una grande anotaciÛn, pues podÈis poner: El gigante GolÌas, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David matÛ de una gran pedrada en el valle de Terebinto, seg˙n se cuenta en el Libro de los Reyes, en el capÌtulo que vos hall·redes que se escribe. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmÛgrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el rÌo Tajo, y verÈisos luego con otra famosa anotaciÛn, poniendo: El rÌo Tajo fue asÌ dicho por un rey de las EspaÒas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar ocÈano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opiniÛn que tiene las arenas de oro, etc. Si trat·redes de ladrones, yo os dirÈ la historia de Caco, que la sÈ de coro; si de mujeres rameras, ahÌ est· el obispo de MondoÒedo, que os prestar· a Lamia, Laida y Flora, cuya anotaciÛn os dar· gran crÈdito; si de crueles, Ovidio os entregar· a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio CÈsar os prestar· a sÌ mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dar· mil Alejandros. Si trat·redes de amores, con dos onzas que sep·is de la lengua toscana, toparÈis con LeÛn Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no querÈis andaros por tierras extraÒas, en vuestra casa tenÈis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el m·s ingenioso acertare a desear en tal materia. En resoluciÛn, no hay m·s sino que vos procurÈis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquÌ he dicho, y dejadme a mÌ el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las m·rgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro. ªVengamos ahora a la citaciÛn de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy f·cil, porque no habÈis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decÌs. Pues ese mismo abecedario pondrÈis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos tenÌades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quiz· alguno habr· tan simple, que crea que de todos os habÈis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servir· aquel largo cat·logo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y m·s, que no habr· quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yÈndole nada en ello. Cuanto m·s que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decÌs que le falta, porque todo Èl es una invectiva contra los libros de caballerÌas, de quien nunca se acordÛ AristÛteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzÛ CicerÛn; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrologÌa; ni le son de importancia las medidas geomÈtricas, ni la confutaciÛn de los argumentos de quien se sirve la retÛrica; ni tiene para quÈ predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un gÈnero de mezcla de quien no se ha de vestir ning˙n cristiano entendimiento. SÛlo tiene que aprovecharse de la imitaciÛn en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere m·s perfecta, tanto mejor ser· lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a m·s que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerÌas, no hay para quÈ andÈis mendigando sentencias de filÛsofos, consejos de la Divina Escritura, f·bulas de poetas, oraciones de retÛricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oraciÛn y perÌodo sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanz·redes y fuere posible, vuestra intenciÛn, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad tambiÈn que, leyendo vuestra historia, el melancÛlico se mueva a risa, el risueÒo la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invenciÛn, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la m·quina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos m·s; que si esto alcanz·sedes, no habrÌades alcanzado poco. Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decÌa, y de tal manera se imprimieron en mÌ sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobÈ por buenas y de ellas mismas quise hacer este prÛlogo; en el cual ver·s, lector suave, la discreciÛn de mi amigo, la buena ventura mÌa en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opiniÛn, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el m·s casto enamorado y el m·s valiente caballero que de muchos aÒos a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendr·s del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerÌas est·n esparcidas. Y con esto, Dios te dÈ salud, y a mÌ no olvide. Vale. AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA Urganda la desconocida Si de llegarte a los bue-, libro, fueres con letu-, no te dir· el boquirru- que no pones bien los de-. Mas si el pan no se te cue- por ir a manos de idio-, ver·s de manos a bo-, aun no dar una en el cla-, si bien se comen las ma- por mostrar que son curio-. Y, pues la expiriencia ense- que el que a buen ·rbol se arri- buena sombra le cobi-, en BÈjar tu buena estre- un ·rbol real te ofre- que da prÌncipes por fru-, en el cual floreciÛ un du- que es nuevo Alejandro Ma-: llega a su sombra, que a osa- favorece la fortu-. De un noble hidalgo manche- contar·s las aventu-, a quien ociosas letu-, trastornaron la cabe-: damas, armas, caballe-, le provocaron de mo-, que, cual Orlando furio-, templado a lo enamora-, alcanzÛ a fuerza de bra- a Dulcinea del Tobo-. No indiscretos hieroglÌ- estampes en el escu-, que, cuando es todo figu-, con ruines puntos se envi-. Si en la direcciÛn te humi-, no dir·, mofante, algu-: ''°QuÈ don ¡lvaro de Lu-, quÈ Anibal el de Carta-, quÈ rey Francisco en Espa- se queja de la Fortu-!'' Pues al cielo no le plu- que salieses tan ladi- como el negro Juan Lati-, hablar latines reh˙-. No me despuntes de agu-, ni me alegues con filÛ-, porque, torciendo la bo-, dir· el que entiende la le-, no un palmo de las ore-: ''øPara quÈ conmigo flo-?'' No te metas en dibu-, ni en saber vidas aje-, que, en lo que no va ni vie-, pasar de largo es cordu-. Que suelen en caperu- darles a los que grace-; mas t˙ quÈmate las ce- sÛlo en cobrar buena fa-; que el que imprime neceda- dalas a censo perpe-. Advierte que es desati-, siendo de vidrio el teja-, tomar piedras en las ma- para tirar al veci-. Deja que el hombre de jui-, en las obras que compo-, se vaya con pies de plo-; que el que saca a luz pape- para entretener donce- escribe a tontas y a lo-. AMADÕS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto T˙, que imitaste la llorosa vida que tuve, ausente y desdeÒado sobre el gran ribazo de la PeÒa Pobre, de alegre a penitencia reducida; t˙, a quien los ojos dieron la bebida de abundante licor, aunque salobre, y alz·ndote la plata, estaÒo y cobre, te dio la tierra en tierra la comida, vive seguro de que eternamente, en tanto, al menos, que en la cuarta esfera, sus caballos aguije el rubio Apolo, tendr·s claro renombre de valiente; tu patria ser· en todas la primera; tu sabio autor, al mundo ˙nico y solo. DON BELIANÕS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto RompÌ, cortÈ, abollÈ, y dije y hice m·s que en el orbe caballero andante; fui diestro, fui valiente, fui arrogante; mil agravios venguÈ, cien mil deshice. HazaÒas di a la Fama que eternice; fui comedido y regalado amante; fue enano para mÌ todo gigante, y al duelo en cualquier punto satisfice. Tuve a mis pies postrada la Fortuna, y trajo del copete mi cordura a la calva OcasiÛn al estricote. M·s, aunque sobre el cuerno de la luna siempre se vio encumbrada mi ventura, tus proezas envidio, °oh gran Quijote! LA SE—ORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO Soneto °Oh, quiÈn tuviera, hermosa Dulcinea, por m·s comodidad y m·s reposo, a Miraflores puesto en el Toboso, y trocara sus Londres con tu aldea! °Oh, quiÈn de tus deseos y librea alma y cuerpo adornara, y del famoso caballero que hiciste venturoso mirara alguna desigual pelea! °Oh, quiÈn tan castamente se escapara del seÒor AmadÌs como t˙ hiciste del comedido hidalgo don Quijote! Que asÌ envidiada fuera, y no envidiara, y fuera alegre el tiempo que fue triste, y gozara los gustos sin escote. GANDALÕN, ESCUDERO DE AMADÕS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE Soneto Salve, varÛn famoso, a quien Fortuna, cuando en el trato escuderil te puso, tan blanda y cuerdamente lo dispuso, que lo pasaste sin desgracia alguna. Ya la azada o la hoz poco repugna al andante ejercicio; ya est· en uso la llaneza escudera, con que acuso al soberbio que intenta hollar la luna. Envidio a tu jumento y a tu nombre, y a tus alforjas igualmente invidio, que mostraron tu cuerda providencia. Salve otra vez, °oh Sancho!, tan buen hombre, que a solo t˙ nuestro espaÒol Ovidio con buzcorona te hace reverencia. DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE Soy Sancho Panza, escude- del manchego don Quijo-. Puse pies en polvoro-, por vivir a lo discre-; que el t·cito Villadie- toda su razÛn de esta- cifrÛ en una retira-, seg˙n siente Celesti-, libro, en mi opiniÛn, divi- si encubriera m·s lo huma-. A Rocinante Soy Rocinante, el famo- bisnieto del gran Babie-. Por pecados de flaque-, fui a poder de un don Quijo-. Parejas corrÌ a lo flo-; mas, por uÒa de caba-, no se me escapÛ ceba-; que esto saquÈ a Lazari- cuando, para hurtar el vi- al ciego, le di la pa-. ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto Si no eres par, tampoco le has tenido: que par pudieras ser entre mil pares; ni puede haberle donde t˙ te hallares, invito vencedor, jam·s vencido. Orlando soy, Quijote, que, perdido por AngÈlica, vi remotos mares, ofreciendo a la Fama en sus altares aquel valor que respetÛ el olvido. No puedo ser tu igual; que este decoro se debe a tus proezas y a tu fama, puesto que, como yo, perdiste el seso. Mas serlo has mÌo, si al soberbio moro y cita fiero domas, que hoy nos llama iguales en amor con mal suceso. EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto A vuestra espada no igualÛ la mÌa, Febo espaÒol, curioso cortesano, ni a la alta gloria de valor mi mano, que rayo fue do nace y muere el dÌa. Imperios despreciÈ; la monarquÌa que me ofreciÛ el Oriente rojo en vano dejÈ, por ver el rostro soberano de Claridiana, aurora hermosa mÌa. AmÈla por milagro ˙nico y raro, y, ausente en su desgracia, el propio infierno temiÛ mi brazo, que domÛ su rabia. Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro, por Dulcinea sois al mundo eterno, y ella, por vos, famosa, honesta y sabia. DE SOLISD¡N A DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto Maguer, seÒor Quijote, que sandeces vos tengan el cerbelo derrumbado, nunca serÈis de alguno reprochado por home de obras viles y soeces. Ser·n vuesas fazaÒas los joeces, pues tuertos desfaciendo habÈis andado, siendo vegadas mil apaleado por follones cautivos y raheces. Y si la vuesa linda Dulcinea desaguisado contra vos comete, ni a vuesas cuitas muestra buen talante, en tal desm·n, vueso conorte sea que Sancho Panza fue mal alcag¸ete, necio Èl, dura ella, y vos no amante. DI¡LOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE Soneto B. øCÛmo est·is, Rocinante, tan delgado? R. Porque nunca se come, y se trabaja. B. Pues, øquÈ es de la cebada y de la paja? R. No me deja mi amo ni un bocado. B. And·, seÒor, que est·is muy mal criado, pues vuestra lengua de asno al amo ultraja. R. Asno se es de la cuna a la mortaja. øQuerÈislo ver? Miraldo enamorado. B. øEs necedad amar? R. No es gran prudencia. B. MetafÌsico est·is. R. Es que no como. B. Quejaos del escudero. R. No es bastante. øCÛmo me he de quejar en mi dolencia, si el amo y escudero o mayordomo son tan rocines como Rocinante? Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha CapÌtulo primero. Que trata de la condiciÛn y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivÌa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocÌn flaco y galgo corredor. Una olla de algo m·s vaca que carnero, salpicÛn las m·s noches, duelos y quebrantos los s·bados, lantejas los viernes, alg˙n palomino de aÒadidura los domingos, consumÌan las tres partes de su hacienda. El resto della concluÌan sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los dÌas de entresemana se honraba con su vellorÌ de lo m·s fino. TenÌa en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que asÌ ensillaba el rocÌn como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta aÒos; era de complexiÛn recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenÌa el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosÌmiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narraciÛn dÈl no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los m·s del aÒo, se daba a leer libros de caballerÌas, con tanta aficiÛn y gusto, que olvidÛ casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administraciÛn de su hacienda. Y llegÛ a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendiÛ muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerÌas en que leer, y asÌ, llevÛ a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecÌan tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecÌan de perlas, y m·s cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafÌos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razÛn de la sinrazÛn que a mi razÛn se hace, de tal manera mi razÛn enflaquece, que con razÛn me quejo de la vuestra fermosura. Y tambiÈn cuando leÌa: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas razones perdÌa el pobre caballero el juicio, y desvel·base por entenderlas y desentraÒarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo AristÛteles, si resucitara para sÛlo ello. No estaba muy bien con las heridas que don BelianÌs daba y recebÌa, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejarÌa de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y seÒales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allÌ se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sig¸enza-, sobre cu·l habÌa sido mejor caballero: PalmerÌn de Ingalaterra o AmadÌs de Gaula; mas maese Nicol·s, barbero del mesmo pueblo, decÌa que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podÌa comparar, era don Galaor, hermano de AmadÌs de Gaula, porque tenÌa muy acomodada condiciÛn para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorÛn como su hermano, y que en lo de la valentÌa no le iba en zaga. En resoluciÛn, Èl se enfrascÛ tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los dÌas de turbio en turbio; y asÌ, del poco dormir y del mucho leer, se le secÛ el celebro, de manera que vino a perder el juicio. LlenÛsele la fantasÌa de todo aquello que leÌa en los libros, asÌ de encantamentos como de pendencias, batallas, desafÌos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentÛsele de tal modo en la imaginaciÛn que era verdad toda aquella m·quina de aquellas sonadas soÒadas invenciones que leÌa, que para Èl no habÌa otra historia m·s cierta en el mundo. DecÌa Èl que el Cid Ruy DÌaz habÌa sido muy buen caballero, pero que no tenÌa que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sÛlo un revÈs habÌa partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles habÌa muerto a Rold·n el encantado, valiÈndose de la industria de HÈrcules, cuando ahogÛ a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. DecÌa mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generaciÛn gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, Èl solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalb·n, y m·s cuando le veÌa salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robÛ aquel Ìdolo de Mahoma que era todo de oro, seg˙n dice su historia. Diera Èl, por dar una mano de coces al traidor de GalalÛn, al ama que tenÌa, y aun a su sobrina de aÒadidura. En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el m·s estraÒo pensamiento que jam·s dio loco en el mundo; y fue que le pareciÛ convenible y necesario, asÌ para el aumento de su honra como para el servicio de su rep˙blica, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que Èl habÌa leÌdo que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo gÈnero de agravio, y poniÈndose en ocasiones y peligros donde, acab·ndolos, cobrase eterno nombre y fama. Imagin·base el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y asÌ, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraÒo gusto que en ellos sentÌa, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habÌan sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orÌn y llenas de moho, luengos siglos habÌa que estaban puestas y olvidadas en un rincÛn. LimpiÛlas y aderezÛlas lo mejor que pudo, pero vio que tenÌan una gran falta, y era que no tenÌan celada de encaje, sino morriÛn simple; mas a esto supliÛ su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morriÛn, hacÌan una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podÌa estar al riesgo de una cuchillada, sacÛ su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que habÌa hecho en una semana; y no dejÛ de parecerle mal la facilidad con que la habÌa hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornÛ a hacer de nuevo, poniÈndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que Èl quedÛ satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputÛ y tuvo por celada finÌsima de encaje. Fue luego a ver su rocÌn, y, aunque tenÌa m·s cuartos que un real y m·s tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareciÛ que ni el BucÈfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con Èl se igualaban. Cuatro dÌas se le pasaron en imaginar quÈ nombre le pondrÌa; porque, seg˙n se decÌa Èl a sÌ mesmo, no era razÛn que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno Èl por sÌ, estuviese sin nombre conocido; y ansÌ, procuraba acomod·rsele de manera que declarase quiÈn habÌa sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razÛn que, mudando su seÒor estado, mudase Èl tambiÈn el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenÌa a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y asÌ, despuÈs de muchos nombres que formÛ, borrÛ y quitÛ, aÒadiÛ, deshizo y tornÛ a hacer en su memoria e imaginaciÛn, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que habÌa sido cuando fue rocÌn, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponÈrsele a sÌ mismo, y en este pensamiento durÛ otros ocho dÌas, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasiÛn los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debÌa de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acord·ndose que el valeroso AmadÌs no sÛlo se habÌa contentado con llamarse AmadÌs a secas, sino que aÒadiÛ el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamÛ AmadÌs de Gaula, asÌ quiso, como buen caballero, aÒadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morriÛn celada, puesto nombre a su rocÌn y confirm·ndose a sÌ mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era ·rbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. DecÌase Èl a sÌ: -Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahÌ con alg˙n gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, øno ser· bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce seÒora, y diga con voz humilde y rendido: ''Yo, seÒora, soy el gigante Caraculiambro, seÒor de la Ìnsula Malindrania, a quien venciÛ en singular batalla el jam·s como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandÛ que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mÌ a su talante''? °Oh, cÛmo se holgÛ nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y m·s cuando hallÛ a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo habÌa una moza labradora de muy buen parecer, de quien Èl un tiempo anduvo enamorado, aunque, seg˙n se entiende, ella jam·s lo supo, ni le dio cata dello. Llam·base Aldonza Lorenzo, y a Èsta le pareciÛ ser bien darle tÌtulo de seÒora de sus pensamientos; y, busc·ndole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran seÒora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, m˙sico y peregrino y significativo, como todos los dem·s que a Èl y a sus cosas habÌa puesto. CapÌtulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar m·s tiempo a poner en efeto su pensamiento, apret·ndole a ello la falta que Èl pensaba que hacÌa en el mundo su tardanza, seg˙n eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y asÌ, sin dar parte a persona alguna de su intenciÛn, y sin que nadie le viese, una maÒana, antes del dÌa, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armÛ de todas sus armas, subiÛ sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazÛ su adarga, tomÛ su lanza, y, por la puerta falsa de un corral, saliÛ al campo con grandÌsimo contento y alborozo de ver con cu·nta facilidad habÌa dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltÛ un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley de caballerÌa, ni podÌa ni debÌa tomar armas con ning˙n caballero; y, puesto que lo fuera, habÌa de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propÛsito; mas, pudiendo m·s su locura que otra razÛn alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitaciÛn de otros muchos que asÌ lo hicieron, seg˙n Èl habÌa leÌdo en los libros que tal le tenÌan. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen m·s que un armiÒo; y con esto se quietÛ y prosiguiÛ su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo querÌa, creyendo que en aquello consistÌa la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo: -øQuiÈn duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de maÒana, desta manera?: ´Apenas habÌa el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeÒos y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habÌan saludado con dulce y meliflua armonÌa la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subiÛ sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzÛ a caminar por el antiguo y conocido campo de Montielª. Y era la verdad que por Èl caminaba. Y aÒadiÛ diciendo: -Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldr·n a luz las famosas hazaÒas mÌas, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en m·rmoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. °Oh t˙, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia, ruÈgote que no te olvides de mi buen Rocinante, compaÒero eterno mÌo en todos mis caminos y carreras! Luego volvÌa diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: -°Oh princesa Dulcinea, seÒora deste cautivo corazÛn!, mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. PlÈgaos, seÒora, de membraros deste vuestro sujeto corazÛn, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con Èstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habÌan enseÒado, imitando en cuanto podÌa su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel dÌa caminÛ sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto L·pice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que Èl anduvo todo aquel dÌa, y, al anochecer, su rocÌn y Èl se hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubrirÌa alg˙n castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alc·zares de su redenciÛn le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegÛ a ella a tiempo que anochecÌa. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veÌa o imaginaba le parecÌa ser hecho y pasar al modo de lo que habÌa leÌdo, luego que vio la venta, se le representÛ que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a Èl le parecÌa castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que alg˙n enano se pusiese entre las almenas a dar seÒal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegÛ a la puerta de la venta, y vio a las dos destraÌdas mozas que allÌ estaban, que a Èl le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucediÛ acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdÛn, asÌ se llaman- tocÛ un cuerno, a cuya seÒal ellos se recogen, y al instante se le representÛ a don Quijote lo que deseaba, que era que alg˙n enano hacÌa seÒal de su venida; y asÌ, con estraÒo contento, llegÛ a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alz·ndose la visera de papelÛn y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo: -No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballerÌa que profeso non toca ni ataÒe facerle a ninguno, cuanto m·s a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran. Mir·banle las mozas, y andaban con los ojos busc·ndole el rostro, que la mala visera le encubrÌa; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesiÛn, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles: -Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez adem·s la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mÌo non es de ·l que de serviros. El lenguaje, no entendido de las seÒoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en Èl el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacÌfico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompaÒar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo la m·quina de tantos pertrechos, determinÛ de hablarle comedidamente; y asÌ, le dijo: -Si vuestra merced, seÒor caballero, busca posada, amÈn del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo dem·s se hallar· en ella en mucha abundancia. Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareciÛ a Èl el ventero y la venta, respondiÛ: -Para mÌ, seÒor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. PensÛ el huÈsped que el haberle llamado castellano habÌa sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque Èl era andaluz, y de los de la playa de Sanl˙car, no menos ladrÛn que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje; y asÌ, le respondiÛ: -Seg˙n eso, las camas de vuestra merced ser·n duras peÒas, y su dormir, siempre velar; y siendo asÌ, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasiÛn y ocasiones para no dormir en todo un aÒo, cuanto m·s en una noche. Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeÛ con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel dÌa no se habÌa desayunado. Dijo luego al huÈsped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comÌa pan en el mundo. MirÛle el ventero, y no le pareciÛ tan bueno como don Quijote decÌa, ni aun la mitad; y, acomod·ndole en la caballeriza, volviÛ a ver lo que su huÈsped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habÌan reconciliado con Èl; las cuales, aunque le habÌan quitado el peto y el espaldar, jam·s supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traÌa atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los Òudos; mas Èl no lo quiso consentir en ninguna manera, y asÌ, se quedÛ toda aquella noche con la celada puesta, que era la m·s graciosa y estraÒa figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como Èl se imaginaba que aquellas traÌdas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales seÒoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire: -Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera don Quijote cuando de su aldea vino: doncellas curaban dÈl; princesas, del su rocino, o Rocinante, que Èste es el nombre, seÒoras mÌas, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mÌo; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazaÒas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propÛsito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sep·is mi nombre antes de toda sazÛn; pero, tiempo vendr· en que las vuestras seÒorÌas me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oÌr semejantes retÛricas, no respondÌan palabra; sÛlo le preguntaron si querÌa comer alguna cosa. -Cualquiera yantarÌa yo -respondiÛ don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me harÌa mucho al caso. A dicha, acertÛ a ser viernes aquel dÌa, y no habÌa en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en AndalucÌa bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Pregunt·ronle si por ventura comerÌa su merced truchuela, que no habÌa otro pescado que dalle a comer. -Como haya muchas truchuelas -respondiÛ don Quijote-, podr·n servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto m·s, que podrÌa ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrÛn. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. PusiÈronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y tr˙jole el huÈsped una porciÛn del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenÌa puesta la celada y alzada la visera, no podÌa poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponÌa; y ansÌ, una de aquellas seÒoras servÌa deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caÒa, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebÌa en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegÛ acaso a la venta un castrador de puercos; y, asÌ como llegÛ, sonÛ su silbato de caÒas cuatro o cinco veces, con lo cual acabÛ de confirmar don Quijote que estaba en alg˙n famoso castillo, y que le servÌan con m˙sica, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinaciÛn y salida. Mas lo que m·s le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podrÌa poner legÌtimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballerÌa. CapÌtulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero Y asÌ, fatigado deste pensamiento, abreviÛ su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamÛ al ventero, y, encerr·ndose con Èl en la caballeriza, se hincÛ de rodillas ante Èl, diciÈndole: -No me levantarÈ jam·s de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesÌa me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundar· en alabanza vuestra y en pro del gÈnero humano. El ventero, que vio a su huÈsped a sus pies y oyÛ semejantes razones, estaba confuso mir·ndole, sin saber quÈ hacerse ni decirle, y porfiaba con Èl que se levantase, y jam·s quiso, hasta que le hubo de decir que Èl le otorgaba el don que le pedÌa. -No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, seÒor mÌo -respondiÛ don Quijote-; y asÌ, os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que maÒana en aquel dÌa me habÈis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velarÈ las armas; y maÒana, como tengo dicho, se cumplir· lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como est· a cargo de la caballerÌa y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazaÒas es inclinado. El ventero, que, como est· dicho, era un poco socarrÛn y ya tenÌa algunos barruntos de la falta de juicio de su huÈsped, acabÛ de creerlo cuando acabÛ de oÌrle semejantes razones, y, por tener quÈ reÌr aquella noche, determinÛ de seguirle el humor; y asÌ, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedÌa, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como Èl parecÌa y como su gallarda presencia mostraba; y que Èl, ansimesmo, en los aÒos de su mocedad, se habÌa dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de M·laga, Islas de Riar·n, Comp·s de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanl˙car, Potro de CÛrdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde habÌa ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engaÒando a algunos pupilos, y, finalmente, d·ndose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda EspaÒa; y que, a lo ˙ltimo, se habÌa venido a recoger a aquel su castillo, donde vivÌa con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en Èl a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condiciÛn que fuesen, sÛlo por la mucha aficiÛn que les tenÌa y porque partiesen con Èl de sus haberes, en pago de su buen deseo. DÌjole tambiÈn que en aquel su castillo no habÌa capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, Èl sabÌa que se podÌan velar dondequiera, y que aquella noche las podrÌa velar en un patio del castillo; que a la maÒana, siendo Dios servido, se harÌan las debidas ceremonias, de manera que Èl quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser m·s en el mundo. PreguntÛle si traÌa dineros; respondiÛ don Quijote que no traÌa blanca, porque Èl nunca habÌa leÌdo en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traÌdo. A esto dijo el ventero que se engaÒaba; que, puesto caso que en las historias no se escribÌa, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se habÌa de creer que no los trujeron; y asÌ, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros est·n llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeÒa llena de ung¸entos para curar las heridas que recebÌan, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatÌan y salÌan heridos habÌa quien los curase, si ya no era que tenÌan alg˙n sabio encantador por amigo, que luego los socorrÌa, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveÌdos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ung¸entos para curarse; y, cuando sucedÌa que los tales caballeros no tenÌan escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecÌan, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de m·s importancia; porque, no siendo por ocasiÛn semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues a˙n se lo podÌa mandar como a su ahijado, que tan presto lo habÌa de ser, que no caminase de allÌ adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que verÌa cu·n bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase. PrometiÛle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y asÌ, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiÈndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su adarga, asiÛ de su lanza y con gentil continente se comenzÛ a pasear delante de la pila; y cuando comenzÛ el paseo comenzaba a cerrar la noche. ContÛ el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huÈsped, la vela de las armas y la armazÛn de caballerÌa que esperaba. Admir·ronse de tan estraÒo gÈnero de locura y fuÈronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado adem·n, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponÌa los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. AcabÛ de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podÌa competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacÌa era bien visto de todos. AntojÛsele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viÈndole llegar, en voz alta le dijo: -°Oh t˙, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del m·s valeroso andante que jam·s se ciÒÛ espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curÛ el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojÛ gran trecho de sÌ. Lo cual visto por don Quijote, alzÛ los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento -a lo que pareciÛ- en su seÒora Dulcinea, dijo: -Acorredme, seÒora mÌa, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo. Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzÛ la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribÛ en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogiÛ sus armas y tornÛ a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allÌ a poco, sin saberse lo que habÌa pasado (porque a˙n estaba aturdido el arriero), llegÛ otro con la mesma intenciÛn de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltÛ otra vez la adarga y alzÛ otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo m·s de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abriÛ por cuatro. Al ruido acudiÛ toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazÛ su adarga, y, puesta mano a su espada, dijo: -°Oh seÒora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazÛn mÌo! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaÒa aventura est· atendiendo. Con esto cobrÛ, a su parecer, tanto ·nimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atr·s. Los compaÒeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podÌa, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les habÌa dicho como era loco, y que por loco se librarÌa, aunque los matase a todos. TambiÈn don Quijote las daba, mayores, llam·ndolos de alevosos y traidores, y que el seÒor del castillo era un follÛn y mal nacido caballero, pues de tal manera consentÌa que se tratasen los andantes caballeros; y que si Èl hubiera recebido la orden de caballerÌa, que Èl le diera a entender su alevosÌa: -Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiÈredes, que vosotros verÈis el pago que llev·is de vuestra sandez y demasÌa. DecÌa esto con tanto brÌo y denuedo, que infundiÛ un terrible temor en los que le acometÌan; y, asÌ por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y Èl dejÛ retirar a los heridos y tornÛ a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huÈsped, y determinÛ abreviar y darle la negra orden de caballerÌa luego, antes que otra desgracia sucediese. Y asÌ, lleg·ndose a Èl, se desculpÛ de la insolencia que aquella gente baja con Èl habÌa usado, sin que Èl supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. DÌjole como ya le habÌa dicho que en aquel castillo no habÌa capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistÌa en la pescozada y en el espaldarazo, seg˙n Èl tenÌa noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podÌa hacer, y que ya habÌa cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplÌa, cuanto m·s, que Èl habÌa estado m·s de cuatro. Todo se lo creyÛ don Quijote, y dijo que Èl estaba allÌ pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que Èl le mandase, a quien por su respeto dejarÌa. Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traÌa un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandÛ hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decÌa alguna devota oraciÛn, en mitad de la leyenda alzÛ la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras Èl, con su mesma espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandÛ a una de aquellas damas que le ciÒese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreciÛn, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habÌan visto del novel caballero les tenÌa la risa a raya. Al ceÒirle la espada, dijo la buena seÒora: -Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dÈ ventura en lides. Don Quijote le preguntÛ cÛmo se llamaba, porque Èl supiese de allÌ adelante a quiÈn quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondiÛ con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendÛn natural de Toledo que vivÌa a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le servirÌa y le tendrÌa por seÒor. Don Quijote le replicÛ que, por su amor, le hiciese merced que de allÌ adelante se pusiese don y se llamase doÒa Tolosa. Ella se lo prometiÛ, y la otra le calzÛ la espuela, con la cual le pasÛ casi el mismo coloquio que con la de la espada: preguntÛle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual tambiÈn rogÛ don Quijote que se pusiese don y se llamase doÒa Molinera, ofreciÈndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allÌ nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subiÛ en Èl, y, abrazando a su huÈsped, le dijo cosas tan estraÒas, agradeciÈndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retÛricas, aunque con m·s breves palabras, respondiÛ a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejÛ ir a la buen hora. CapÌtulo IV. De lo que le sucediÛ a nuestro caballero cuando saliÛ de la venta La del alba serÌa cuando don Quijote saliÛ de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniÈndole a la memoria los consejos de su huÈsped cerca de las prevenciones tan necesarias que habÌa de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinÛ volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propÛsito para el oficio escuderil de la caballerÌa. Con este pensamiento guiÛ a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzÛ a caminar, que parecÌa que no ponÌa los pies en el suelo. No habÌa andado mucho, cuando le pareciÛ que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allÌ estaba, salÌan unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oÌdo, cuando dijo: -Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesiÛn, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de alg˙n menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda. Y, volviendo las riendas, encaminÛ a Rocinante hacia donde le pareciÛ que las voces salÌan. Y, a pocos pasos que entrÛ por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince aÒos, que era el que las voces daba; y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompaÒaba con una reprehensiÛn y consejo. Porque decÌa: -La lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondÌa: -No lo harÈ otra vez, seÒor mÌo; por la pasiÛn de Dios, que no lo harÈ otra vez; y yo prometo de tener de aquÌ adelante m·s cuidado con el hato. Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo: -DescortÈs caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que tambiÈn tenÌa una lanza arrimada a la encima adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os harÈ conocer ser de cobardes lo que est·is haciendo. El labrador, que vio sobre sÌ aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, t˙vose por muerto, y con buenas palabras respondiÛ: -SeÒor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada dÌa me falta una; y, porque castigo su descuido, o bellaquerÌa, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ·nima que miente. -ø"Miente", delante de mÌ, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin m·s rÈplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego. El labrador bajÛ la cabeza y, sin responder palabra, desatÛ a su criado, al cual preguntÛ don Quijote que cu·nto le debÌa su amo. …l dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y hallÛ que montaban setenta y tres reales, y dÌjole al labrador que al momento los desembolsase, si no querÌa morir por ello. RespondiÛ el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que habÌa hecho -y a˙n no habÌa jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habÌan de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le habÌa dado y un real de dos sangrÌas que le habÌan hecho estando enfermo. -Bien est· todo eso -replicÛ don Quijote-, pero quÈdense los zapatos y las sangrÌas por los azotes que sin culpa le habÈis dado; que si Èl rompiÛ el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habÈis rompido el de su cuerpo; y si le sacÛ el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habÈis sacado; ansÌ que, por esta parte, no os debe nada. -El daÒo est·, seÒor caballero, en que no tengo aquÌ dineros: vÈngase AndrÈs conmigo a mi casa, que yo se los pagarÈ un real sobre otro. -øIrme yo con Èl? -dijo el muchacho-. Mas, °mal aÒo! No, seÒor, ni por pienso; porque, en viÈndose solo, me desuelle como a un San BartolomÈ. -No har· tal -replicÛ don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que Èl me lo jure por la ley de caballerÌa que ha recebido, le dejarÈ ir libre y asegurarÈ la paga. -Mire vuestra merced, seÒor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi amo no es caballero ni ha recebido orden de caballerÌa alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar. -Importa eso poco -respondiÛ don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto m·s, que cada uno es hijo de sus obras. -AsÌ es verdad -dijo AndrÈs-; pero este mi amo, øde quÈ obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? -No niego, hermano AndrÈs -respondiÛ el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las Ûrdenes que de caballerÌas hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. -Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; d·dselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpl·is como lo habÈis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escond·is m·s que una lagartija. Y si querÈis saber quiÈn os manda esto, para quedar con m·s veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y, en diciendo esto, picÛ a su Rocinante, y en breve espacio se apartÛ dellos. SiguiÛle el labrador con los ojos, y, cuando vio que habÌa traspuesto del bosque y que ya no parecÌa, volviÛse a su criado AndrÈs y dÌjole: -Venid ac·, hijo mÌo, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejÛ mandado. -Eso juro yo -dijo AndrÈs-; y °cÛmo que andar· vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil aÒos viva; que, seg˙n es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo! -TambiÈn lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y, asiÈndole del brazo, le tornÛ a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejÛ por muerto. -Llamad, seÒor AndrÈs, ahora -decÌa el labrador- al desfacedor de agravios, verÈis cÛmo no desface aquÈste; aunque creo que no est· acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temÌades. Pero, al fin, le desatÛ y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. AndrÈs se partiÛ algo mohÌno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que habÌa pasado, y que se lo habÌa de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, Èl se partiÛ llorando y su amo se quedÛ riendo. Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentÌsimo de lo sucedido, pareciÈndole que habÌa dado felicÌsimo y alto principio a sus caballerÌas, con gran satisfaciÛn de sÌ mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: -Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, °oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y ser· don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibiÛ la orden de caballerÌa, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formÛ la sinrazÛn y cometiÛ la crueldad: hoy quitÛ el l·tigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasiÛn vapulaba a aquel delicado infante. En esto, llegÛ a un camino que en cuatro se dividÌa, y luego se le vino a la imaginaciÛn las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponÌan a pensar cu·l camino de aquÈllos tomarÌan, y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltÛ la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocÌn la suya, el cual siguiÛ su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y, habiendo andado como dos millas, descubriÛ don Quijote un grande tropel de gente, que, como despuÈs se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venÌan con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisÛ don Quijote, cuando se imaginÛ ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a Èl le parecÌa posible los pasos que habÌa leÌdo en sus libros, le pareciÛ venir allÌ de molde uno que pensaba hacer. Y asÌ, con gentil continente y denuedo, se afirmÛ bien en los estribos, apretÛ la lanza, llegÛ la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya Èl por tales los tenÌa y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oÌr, levantÛ don Quijote la voz, y con adem·n arrogante dijo: -Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella m·s hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Par·ronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraÒa figura del que las decÌa; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver la locura de su dueÒo; mas quisieron ver despacio en quÈ paraba aquella confesiÛn que se les pedÌa, y uno dellos, que era un poco burlÛn y muy mucho discreto, le dijo: -SeÒor caballero, nosotros no conocemos quiÈn sea esa buena seÒora que decÌs; mostr·dnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como signific·is, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. -Si os la mostrara -replicÛ don Quijote-, øquÈ hiciÈrades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia est· en que sin verla lo habÈis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora veng·is uno a uno, como pide la orden de caballerÌa, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquÌ os aguardo y espero, confiado en la razÛn que de mi parte tengo. -SeÒor caballero -replicÛ el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos prÌncipes que aquÌ estamos, que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jam·s vista ni oÌda, y m·s siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos alg˙n retrato de esa seÒora, aunque sea tamaÒo como un grano de trigo; que por el hilo se sacar· el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedar· contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellÛn y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere. -No le mana, canalla infame -respondiÛ don Quijote, encendido en cÛlera-; no le mana, digo, eso que decÌs, sino ·mbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino m·s derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagarÈis la grande blasfemia que habÈis dicho contra tamaÒa beldad como es la de mi seÒora. Y, en diciendo esto, arremetiÛ con la lanza baja contra el que lo habÌa dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. CayÛ Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriÈndose levantar, jam·s pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por levantarse y no podÌa, estaba diciendo: -°Non fuy·is, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mÌa, sino de mi caballo, estoy aquÌ tendido. Un mozo de mulas de los que allÌ venÌan, que no debÌa de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caÌdo tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, lleg·ndose a Èl, tomÛ la lanza, y, despuÈs de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzÛ a dar a nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le moliÛ como cibera. D·banle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cÛlera; y, acudiendo por los dem·s trozos de la lanza, los acabÛ de deshacer sobre el miserable caÌdo, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre Èl vÌa, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecÌan. CansÛse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando quÈ contar en todo Èl del pobre apaleado. El cual, despuÈs que se vio solo, tornÛ a probar si podÌa levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, øcÛmo lo harÌa molido y casi deshecho? Y a˙n se tenÌa por dichoso, pareciÈndole que aquÈlla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuÌa a la falta de su caballo, y no era posible levantarse, seg˙n tenÌa brumado todo el cuerpo. CapÌtulo V. Donde se prosigue la narraciÛn de la desgracia de nuestro caballero Viendo, pues, que, en efeto, no podÌa menearse, acordÛ de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en alg˙n paso de sus libros; y tr˙jole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marquÈs de Mantua, cuando Carloto le dejÛ herido en la montiÒa, historia sabida de los niÒos, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creÌda de los viejos; y, con todo esto, no m·s verdadera que los milagros de Mahoma. …sta, pues, le pareciÛ a Èl que le venÌa de molde para el paso en que se hallaba; y asÌ, con muestras de grande sentimiento, se comenzÛ a volcar por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mesmo que dicen decÌa el herido caballero del bosque: -øDonde est·s, seÒora mÌa, que no te duele mi mal? O no lo sabes, seÒora, o eres falsa y desleal. Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen: -°Oh noble marquÈs de Mantua, mi tÌo y seÒor carnal! Y quiso la suerte que, cuando llegÛ a este verso, acertÛ a pasar por allÌ un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venÌa de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allÌ tendido, se llegÛ a Èl y le preguntÛ que quiÈn era y quÈ mal sentÌa que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyÛ, sin duda, que aquÈl era el marquÈs de Mantua, su tÌo; y asÌ, no le respondiÛ otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quit·ndole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpiÛ el rostro, que le tenÌa cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conociÛ y le dijo: -SeÒor Quijana -que asÌ se debÌa de llamar cuando Èl tenÌa juicio y no habÌa pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, øquiÈn ha puesto a vuestra merced desta suerte? Pero Èl seguÌa con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitÛ el peto y espaldar, para ver si tenÌa alguna herida; pero no vio sangre ni seÒal alguna. ProcurÛ levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subiÛ sobre su jumento, por parecer caballerÌa m·s sosegada. RecogiÛ las armas, hasta las astillas de la lanza, y liÛlas sobre Rocinante, al cual tomÛ de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminÛ hacia su pueblo, bien pensativo de oÌr los disparates que don Quijote decÌa; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podÌa tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponÌa en el cielo; de modo que de nuevo obligÛ a que el labrador le preguntase le dijese quÈ mal sentÌa; y no parece sino que el diablo le traÌa a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en aquel punto, olvid·ndose de Valdovinos, se acordÛ del moro Abindarr·ez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narv·ez, le prendiÛ y llevÛ cautivo a su alcaidÌa. De suerte que, cuando el labrador le volviÛ a preguntar que cÛmo estaba y quÈ sentÌa, le respondiÛ las mesmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondÌa a Rodrigo de Narv·ez, del mesmo modo que Èl habÌa leÌdo la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovech·ndose della tan a propÛsito, que el labrador se iba dando al diablo de oÌr tanta m·quina de necedades; por donde conociÛ que su vecino estaba loco, y d·bale priesa a llegar al pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo: -Sepa vuestra merced, seÒor don Rodrigo de Narv·ez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y harÈ los m·s famosos hechos de caballerÌas que se han visto, vean ni ver·n en el mundo. A esto respondiÛ el labrador: -Mire vuestra merced, seÒor, pecador de mÌ, que yo no soy don Rodrigo de Narv·ez, ni el marquÈs de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarr·ez, sino el honrado hidalgo del seÒor Quijana. -Yo sÈ quiÈn soy -respondiÛ don Quijote-; y sÈ que puedo ser no sÛlo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazaÒas que ellos todos juntos y cada uno por sÌ hicieron, se aventajar·n las mÌas. En estas pl·ticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que anochecÌa, pero el labrador aguardÛ a que fuese algo m·s noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareciÛ, entrÛ en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual hallÛ toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, que estaba diciÈndoles su ama a voces: -øQuÈ le parece a vuestra merced, seÒor licenciado Pero PÈrez -que asÌ se llamaba el cura-, de la desgracia de mi seÒor? Tres dÌas ha que no parecen Èl, ni el rocÌn, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. °Desventurada de mÌ!, que me doy a entender, y asÌ es ello la verdad como nacÌ para morir, que estos malditos libros de caballerÌas que Èl tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oÌdo decir muchas veces, hablando entre sÌ, que querÌa hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satan·s y a Barrab·s tales libros, que asÌ han echado a perder el m·s delicado entendimiento que habÌa en toda la Mancha. La sobrina decÌa lo mesmo, y aun decÌa m·s: -Sepa, seÒor maese Nicol·s -que Èste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteciÛ a mi seÒor tÌo estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos dÌas con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponÌa mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decÌa que habÌa muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decÌa que era sangre de las feridas que habÌa recebido en la batalla; y bebÌase luego un gran jarro de agua frÌa, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosÌsima bebida que le habÌa traÌdo el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisÈ a vuestras mercedes de los disparates de mi seÒor tÌo, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes. -Esto digo yo tambiÈn -dijo el cura-, y a fee que no se pase el dÌa de maÒana sin que dellos no se haga acto p˙blico y sean condenados al fuego, porque no den ocasiÛn a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabÛ de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y asÌ, comenzÛ a decir a voces: -Abran vuestras mercedes al seÒor Valdovinos y al seÒor marquÈs de Mantua, que viene malferido, y al seÒor moro Abindarr·ez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narv·ez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tÌo, que a˙n no se habÌa apeado del jumento, porque no podÌa, corrieron a abrazarle. …l dijo: -TÈnganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. LlÈvenme a mi lecho y ll·mese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas. -°Mir·, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decÌa a mÌ bien mi corazÛn del pie que cojeaba mi seÒor! Suba vuestra merced en buen hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquÌ curar. °Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerÌas, que tal han parado a vuestra merced! Llev·ronle luego a la cama, y, cat·ndole las feridas, no le hallaron ninguna; y Èl dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caÌda con Rocinante, su caballo, combatiÈndose con diez jayanes, los m·s desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra. -°Ta, ta! -dijo el cura-. øJayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que yo los queme maÒana antes que llegue la noche. HiciÈronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que m·s le importaba. HÌzose asÌ, y el cura se informÛ muy a la larga del labrador del modo que habÌa hallado a don Quijote. …l se lo contÛ todo, con los disparates que al hallarle y al traerle habÌa dicho; que fue poner m·s deseo en el licenciado de hacer lo que otro dÌa hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicol·s, con el cual se vino a casa de don Quijote, CapÌtulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librerÌa de nuestro ingenioso hidalgo el cual a˙n todavÌa dormÌa. PidiÛ las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros, autores del daÒo, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron m·s de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeÒos; y, asÌ como el ama los vio, volviÛse a salir del aposento con gran priesa, y tornÛ luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: -Tome vuestra merced, seÒor licenciado: rocÌe este aposento, no estÈ aquÌ alg˙n encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar ech·ndolos del mundo. CausÛ risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandÛ al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de quÈ trataban, pues podÌa ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. -No -dijo la sobrina-, no hay para quÈ perdonar a ninguno, porque todos han sido los daÒadores; mejor ser· arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allÌ se har· la hoguera, y no ofender· el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenÌan de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los tÌtulos. Y el primero que maese Nicol·s le dio en las manos fue Los cuatro de AmadÌs de Gaula, y dijo el cura: -Parece cosa de misterio Èsta; porque, seg˙n he oÌdo decir, este libro fue el primero de caballerÌas que se imprimiÛ en EspaÒa, y todos los dem·s han tomado principio y origen dÈste; y asÌ, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego. -No, seÒor -dijo el barbero-, que tambiÈn he oÌdo decir que es el mejor de todos los libros que de este gÈnero se han compuesto; y asÌ, como a ˙nico en su arte, se debe perdonar. -AsÌ es verdad -dijo el cura-, y por esa razÛn se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que est· junto a Èl. -Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandi·n, hijo legÌtimo de AmadÌs de Gaula. -Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, seÒora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dÈ principio al montÛn de la hoguera que se ha de hacer. HÌzolo asÌ el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandi·n fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. -Adelante -dijo el cura. -Este que viene -dijo el barbero- es AmadÌs de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de AmadÌs. -Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus Èglogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemarÈ con ellos al padre que me engendrÛ, si anduviera en figura de caballero andante. -De ese parecer soy yo -dijo el barbero. -Y aun yo -aÒadiÛ la sobrina. -Pues asÌ es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos. DiÈronselos, que eran muchos, y ella ahorrÛ la escalera y dio con ellos por la ventana abajo. -øQuiÈn es ese tonel? -dijo el cura. -…ste es -respondiÛ el barbero- Don Olivante de Laura. -El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a JardÌn de flores; y en verdad que no sepa determinar cu·l de los dos libros es m·s verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sÛlo sÈ decir que Èste ir· al corral por disparatado y arrogante. -…ste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero. -øAhÌ est· el seÒor Florimorte? -replicÛ el cura-. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraÒo nacimiento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con Èl y con esotro, seÒora ama. -Que me place, seÒor mÌo -respondÌa ella; y con mucha alegrÌa ejecutaba lo que le era mandado. -…ste es El Caballero Platir -dijo el barbero. -Antiguo libro es Èste -dijo el cura-, y no hallo en Èl cosa que merezca venia. AcompaÒe a los dem·s sin rÈplica. Y asÌ fue hecho. AbriÛse otro libro y vieron que tenÌa por tÌtulo El Caballero de la Cruz. -Por nombre tan santo como este libro tiene, se podÌa perdonar su ignorancia; mas tambiÈn se suele decir: "tras la cruz est· el diablo"; vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: -…ste es Espejo de caballerÌas. -Ya conozco a su merced -dijo el cura-. AhÌ anda el seÒor Reinaldos de Montalb·n con sus amigos y compaÒeros, m·s ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador TurpÌn; y en verdad que estoy por condenarlos no m·s que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invenciÛn del famoso Mateo Boyardo, de donde tambiÈn tejiÛ su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquÌ le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardarÈ respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondrÈ sobre mi cabeza. -Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo. -Ni aun fuera bien que vos le entendiÈrades -respondiÛ el cura-, y aquÌ le perdon·ramos al seÒor capit·n que no le hubiera traÌdo a EspaÒa y hecho castellano; que le quitÛ mucho de su natural valor, y lo mesmo har·n todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jam·s llegar·n al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con m·s acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahÌ y a otro llamado Roncesvalles; que Èstos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisiÛn alguna. Todo lo confirmÛ el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no dirÌa otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que era PalmerÌn de Oliva, y junto a Èl estaba otro que se llamaba PalmerÌn de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo: -Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa ˙nica, y se haga para ello otra caja como la que hallÛ Alejandro en los despojos de Dario, que la diputÛ para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, seÒor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque Èl por sÌ es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonÌsimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, seÒor maese Nicol·s, que Èste y AmadÌs de Gaula queden libres del fuego, y todos los dem·s, sin hacer m·s cala y cata, perezcan. -No, seÒor compadre -replicÛ el barbero-; que Èste que aquÌ tengo es el afamado Don BelianÌs. -Pues Èse -replicÛ el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cÛlera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de m·s importancia, para lo cual se les da tÈrmino ultramarino, y como se enmendaren, asÌ se usar· con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejÈis leer a ninguno. -Que me place -respondiÛ el barbero. Y, sin querer cansarse m·s en leer libros de caballerÌas, mandÛ al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenÌa m·s gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojÛ por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayÛ uno a los pies del barbero, que le tomÛ gana de ver de quiÈn era, y vio que decÌa: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. -°V·lame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. °Que aquÌ estÈ Tirante el Blanco! D·dmele ac·, compadre; que hago cuenta que he hallado en Èl un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. AquÌ est· don QuirieleisÛn de Montalb·n, valeroso caballero, y su hermano Tom·s de Montalb·n, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la seÒora Emperatriz, enamorada de HipÛlito, su escudero. DÌgoos verdad, seÒor compadre, que, por su estilo, es Èste el mejor libro del mundo: aquÌ comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los dem·s libros deste gÈnero carecen. Con todo eso, os digo que merecÌa el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los dÌas de su vida. Llevadle a casa y leedle, y verÈis que es verdad cuanto dÈl os he dicho. -AsÌ ser· -respondiÛ el barbero-; pero, øquÈ haremos destos pequeÒos libros que quedan? -…stos -dijo el cura- no deben de ser de caballerÌas, sino de poesÌa. Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los dem·s eran del mesmo gÈnero: -…stos no merecen ser quemados, como los dem·s, porque no hacen ni har·n el daÒo que los de caballerÌas han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero. -°Ay seÒor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los dem·s, porque no serÌa mucho que, habiendo sanado mi seÒor tÌo de la enfermedad caballeresca, leyendo Èstos, se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y taÒendo; y, lo que serÌa peor, hacerse poeta; que, seg˙n dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. -Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y ser· bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasiÛn delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quÈdesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros. -…ste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del Salmantino; y Èste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo. -Pues la del Salmantino -respondiÛ el cura-, acompaÒe y acreciente el n˙mero de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, seÒor compadre, y dÈmonos prisa, que se va haciendo tarde. -Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo. -Por las Ûrdenes que recebÌ -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como Èse no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el m·s ˙nico de cuantos deste gÈnero han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leÌdo puede hacer cuenta que no ha leÌdo jam·s cosa de gusto. D·dmele ac·, compadre, que precio m·s haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia. P˙sole aparte con grandÌsimo gusto, y el barbero prosiguiÛ diciendo: -Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y DesengaÒos de celos. -Pues no hay m·s que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el porquÈ, que serÌa nunca acabar. -Este que viene es El Pastor de FÌlida. -No es Èse pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; gu·rdese como joya preciosa. -Este grande que aquÌ viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias poesÌas. -Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran m·s estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Gu·rdese, porque su autor es amigo mÌo, y por respeto de otras m·s heroicas y levantadas obras que ha escrito. -…ste es -siguiÛ el barbero- El Cancionero de LÛpez Maldonado. -TambiÈn el autor de ese libro -replicÛ el cura- es grande amigo mÌo, y sus versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las Èglogas, pero nunca lo bueno fue mucho: gu·rdese con los escogidos. Pero, øquÈ libro es ese que est· junto a Èl? -La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero. -Muchos aÒos ha que es grande amigo mÌo ese Cervantes, y sÈ que es m·s versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invenciÛn; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quiz· con la emienda alcanzar· del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, seÒor compadre. -Que me place -respondiÛ el barbero-. Y aquÌ vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La AustrÌada, de Juan Rufo, jurado de CÛrdoba, y El Monserrato, de CristÛbal de ViruÈs, poeta valenciano. -Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana est·n escritos, y pueden competir con los m·s famosos de Italia: gu·rdense como las m·s ricas prendas de poesÌa que tiene EspaÒa. CansÛse el cura de ver m·s libros; y asÌ, a carga cerrada, quiso que todos los dem·s se quemasen; pero ya tenÌa abierto uno el barbero, que se llamaba Las l·grimas de AngÈlica. -Llor·ralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sÛlo de EspaÒa, y fue felicÌsimo en la traduciÛn de algunas f·bulas de Ovidio. CapÌtulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha Estando en esto, comenzÛ a dar voces don Quijote, diciendo: -AquÌ, aquÌ, valerosos caballeros; aquÌ es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasÛ adelante con el escrutinio de los dem·s libros que quedaban; y asÌ, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oÌdos, La Carolea y LeÛn de EspaÒa, con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de ¡vila, que, sin duda, debÌan de estar entre los que quedaban; y quiz·, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron a don Quijote, ya Èl estaba levantado de la cama, y proseguÌa en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abraz·ronse con Èl, y por fuerza le volvieron al lecho; y, despuÈs que hubo sosegado un poco, volviÈndose a hablar con el cura, le dijo: -Por cierto, seÒor arzobispo TurpÌn, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar, tan sin m·s ni m·s, llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres dÌas antecedentes. -Calle vuestra merced, seÒor compadre -dijo el cura-, que Dios ser· servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane maÒana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que est· malferido. -Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Rold·n me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentÌas. Mas no me llamarÌa yo Reinaldos de Montalb·n si, en levant·ndome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y, por agora, tr·iganme de yantar, que sÈ que es lo que m·s me har· al caso, y quÈdese lo del vengarme a mi cargo. HiciÈronlo ansÌ: diÈronle de comer, y quedÛse otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura. Aquella noche quemÛ y abrasÛ el ama cuantos libros habÌa en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecÌan guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitiÛ su suerte y la pereza del escrutiÒador; y asÌ, se cumpliÛ el refr·n en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase -quiz· quitando la causa, cesarÌa el efeto-, y que dijesen que un encantador se los habÌa llevado, y el aposento y todo; y asÌ fue hecho con mucha presteza. De allÌ a dos dÌas se levantÛ don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le habÌa dejado, andaba de una en otra parte busc·ndole. Llegaba adonde solÌa tener la puerta, y tent·bala con las manos, y volvÌa y revolvÌa los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntÛ a su ama que hacia quÈ parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que habÌa de responder, le dijo: -øQuÈ aposento, o quÈ nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevÛ el mesmo diablo. -No era diablo -replicÛ la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, despuÈs del dÌa que vuestra merced de aquÌ se partiÛ, y, ape·ndose de una sierpe en que venÌa caballero, entrÛ en el aposento, y no sÈ lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza saliÛ volando por el tejado, y dejÛ la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sÛlo se nos acuerda muy bien a mÌ y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenÌa al dueÒo de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daÒo en aquella casa que despuÈs se verÌa. Dijo tambiÈn que se llamaba el sabio MuÒatÛn. -FrestÛn dirÌa -dijo don Quijote. -No sÈ -respondiÛ el ama- si se llamaba FrestÛn o FritÛn; sÛlo sÈ que acabÛ en tÛn su nombre. -AsÌ es -dijo don Quijote-; que Èse es un sabio encantador, grande enemigo mÌo, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien Èl favorece, y le tengo de vencer, sin que Èl lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y m·ndole yo que mal podr· Èl contradecir ni evitar lo que por el cielo est· ordenado. -øQuiÈn duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero, øquiÈn le mete a vuestra merced, seÒor tÌo, en esas pendencias? øNo ser· mejor estarse pacÌfico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados? -°Oh sobrina mÌa -respondiÛ don Quijote-, y cu·n mal que est·s en la cuenta! Primero que a mÌ me tresquilen, tendrÈ peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle m·s, porque vieron que se le encendÌa la cÛlera. Es, pues, el caso que Èl estuvo quince dÌas en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales dÌas pasÛ graciosÌsimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que Èl decÌa que la cosa de que m·s necesidad tenÌa el mundo era de caballeros andantes y de que en Èl se resucitase la caballerÌa andantesca. El cura algunas veces le contradecÌa y otras concedÌa, porque si no guardaba este artificio, no habÌa poder averiguarse con Èl. En este tiempo, solicitÛ don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este tÌtulo se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera. En resoluciÛn, tanto le dijo, tanto le persuadiÛ y prometiÛ, que el pobre villano se determinÛ de salirse con Èl y servirle de escudero. DecÌale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con Èl de buena gana, porque tal vez le podÌa suceder aventura que ganase, en quÌtame all· esas pajas, alguna Ìnsula, y le dejase a Èl por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que asÌ se llamaba el labrador, dejÛ su mujer y hijos y asentÛ por escudero de su vecino. Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y empeÒando otra, y malbarat·ndolas todas, llegÛ una razonable cantidad. AcomodÛse asimesmo de una rodela, que pidiÛ prestada a un su amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisÛ a su escudero Sancho del dÌa y la hora que pensaba ponerse en camino, para que Èl se acomodase de lo que viese que m·s le era menester. Sobre todo le encargÛ que llevase alforjas; e dijo que sÌ llevarÌa, y que ansimesmo pensaba llevar un asno que tenÌa muy bueno, porque Èl no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo del asno reparÛ un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si alg˙n caballero andante habÌa traÌdo escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinÛ que le llevase, con presupuesto de acomodarle de m·s honrada caballerÌa en habiendo ocasiÛn para ello, quit·ndole el caballo al primer descortÈs caballero que topase. ProveyÛse de camisas y de las dem·s cosas que Èl pudo, conforme al consejo que el ventero le habÌa dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarÌan aunque los buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la Ìnsula que su amo le habÌa prometido. AcertÛ don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que Èl habÌa tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la maÒana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: -Mire vuestra merced, seÒor caballero andante, que no se le olvide lo que de la Ìnsula me tiene prometido; que yo la sabrÈ gobernar, por grande que sea. A lo cual le respondiÛ don Quijote: -Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las Ìnsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mÌ no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quiz· las m·s, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya despuÈs de hartos de servir y de llevar malos dÌas y peores noches, les daban alg˙n tÌtulo de conde, o, por lo mucho, de marquÈs, de alg˙n valle o provincia de poco m·s a menos; pero, si t˙ vives y yo vivo, bien podrÌa ser que antes de seis dÌas ganase yo tal reino que tuviese otros a Èl adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podrÌa dar a˙n m·s de lo que te prometo. -De esa manera -respondiÛ Sancho Panza-, si yo fuese rey por alg˙n milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana GutiÈrrez, mi oÌslo, vendrÌa a ser reina, y mis hijos infantes. -Pues, øquiÈn lo duda? -respondiÛ don Quijote. -Yo lo dudo -replicÛ Sancho Panza-; porque tengo para mÌ que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentarÌa bien sobre la cabeza de Mari GutiÈrrez. Sepa, seÒor, que no vale dos maravedÌs para reina; condesa le caer· mejor, y aun Dios y ayuda. -EncomiÈndalo t˙ a Dios, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que …l dar· lo que m·s le convenga, pero no apoques tu ·nimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado. -No lo harÈ, seÒor mÌo -respondiÛ Sancho-; y m·s teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabr· dar todo aquello que me estÈ bien y yo pueda llevar. CapÌtulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jam·s imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordaciÛn En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, asÌ como don Quijote los vio, dijo a su escudero: -La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acert·ramos a desear, porque ves allÌ, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos m·s, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que Èsta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. -øQuÈ gigantes? -dijo Sancho Panza. -Aquellos que allÌ ves -respondiÛ su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. -Mire vuestra merced -respondiÛ Sancho- que aquellos que allÌ se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. -Bien parece -respondiÛ don Quijote- que no est·s cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quÌtate de ahÌ, y ponte en oraciÛn en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiÈndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero Èl iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oÌa las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas: -Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. LevantÛse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo: -Pues, aunque mov·is m·s brazos que los del gigante Briareo, me lo habÈis de pagar. Y, en diciendo esto, y encomend·ndose de todo corazÛn a su seÒora Dulcinea, pidiÈndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetiÛ a todo el galope de Rocinante y embistiÛ con el primero molino que estaba delante; y, d·ndole una lanzada en el aspa, la volviÛ el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llev·ndose tras sÌ al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. AcudiÛ Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegÛ hallÛ que no se podÌa menear: tal fue el golpe que dio con Èl Rocinante. -°V·lame Dios! -dijo Sancho-. øNo le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacÌa, que no eran sino molinos de viento, y no lo podÌa ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? -Calla, amigo Sancho -respondiÛ don Quijote-, que las cosas de la guerra, m·s que otras, est·n sujetas a continua mudanza; cuanto m·s, que yo pienso, y es asÌ verdad, que aquel sabio FrestÛn que me robÛ el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. -Dios lo haga como puede -respondiÛ Sancho Panza. Y, ayud·ndole a levantar, tornÛ a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto L·pice, porque allÌ decÌa don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciÈndoselo a su escudero, le dijo: -Yo me acuerdo haber leÌdo que un caballero espaÒol, llamado Diego PÈrez de Vargas, habiÈndosele en una batalla roto la espada, desgajÛ de una encina un pesado ramo o tronco, y con Èl hizo tales cosas aquel dÌa, y machacÛ tantos moros, que le quedÛ por sobrenombre Machuca, y asÌ Èl como sus decendientes se llamaron, desde aquel dÌa en adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquÈl, que me imagino y pienso hacer con Èl tales hazaÒas, que t˙ te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podr·n ser creÌdas. -A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo asÌ como vuestra merced lo dice; pero enderÈcese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caÌda. -AsÌ es la verdad -respondiÛ don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. -Si eso es asÌ, no tengo yo quÈ replicar -respondiÛ Sancho-, pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mÌ sÈ decir que me he de quejar del m·s pequeÒo dolor que tenga, si ya no se entiende tambiÈn con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejÛ de reÌr don Quijote de la simplicidad de su escudero; y asÌ, le declarÛ que podÌa muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no habÌa leÌdo cosa en contrario en la orden de caballerÌa. DÌjole Sancho que mirase que era hora de comer. RespondiÛle su amo que por entonces no le hacÌa menester; que comiese Èl cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodÛ Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas habÌa puesto, iba caminando y comiendo detr·s de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el m·s regalado bodegonero de M·laga. Y, en tanto que Èl iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenÌa por ning˙n trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resoluciÛn, aquella noche la pasaron entre unos ·rboles, y del uno dellos desgajÛ don Quijote un ramo seco que casi le podÌa servir de lanza, y puso en Èl el hierro que quitÛ de la que se le habÌa quebrado. Toda aquella noche no durmiÛ don Quijote, pensando en su seÒora Dulcinea, por acomodarse a lo que habÌa leÌdo en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus seÒoras. No la pasÛ ansÌ Sancho Panza, que, como tenÌa el estÛmago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueÒo se la llevÛ toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo dÌa saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallÛla algo m·s flaca que la noche antes; y afligiÛsele el corazÛn, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como est· dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto L·pice, y a obra de las tres del dÌa le descubrieron. -AquÌ -dijo, en viÈndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lÌcito ni concedido por las leyes de caballerÌa que me ayudes, hasta que seas armado caballero. -Por cierto, seÒor -respondiÛ Sancho-, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto; y m·s, que yo de mÌo me soy pacÌfico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendrÈ mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. -No digo yo menos -respondiÛ don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales Ìmpetus. -Digo que asÌ lo harÈ -respondiÛ Sancho-, y que guardarÈ ese preceto tan bien como el dÌa del domingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran m·s pequeÒas dos mulas en que venÌan. TraÌan sus antojos de camino y sus quitasoles. Detr·s dellos venÌa un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompaÒaban y dos mozos de mulas a pie. VenÌa en el coche, como despuÈs se supo, una seÒora vizcaÌna, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venÌan los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas, apenas los divisÛ don Quijote, cuando dijo a su escudero: -O yo me engaÒo, o Èsta ha de ser la m·s famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allÌ parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderÌo. -Peor ser· esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, seÒor, que aquÈllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engaÒe. -Ya te he dicho, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo ver·s. Y, diciendo esto, se adelantÛ y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venÌan, y, en llegando tan cerca que a Èl le pareciÛ que le podrÌan oÌr lo que dijese, en alta voz dijo: -Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche llev·is forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, asÌ de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron: -SeÒor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas. -Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla -dijo don Quijote. Y, sin esperar m·s respuesta, picÛ a Rocinante y, la lanza baja, arremetiÛ contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se dejara caer de la mula, Èl le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compaÒero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzÛ a correr por aquella campaÒa, m·s ligero que el mesmo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, ape·ndose ligeramente de su asno, arremetiÛ a Èl y le comenzÛ a quitar los h·bitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y pregunt·ronle que por quÈ le desnudaba. RespondiÛles Sancho que aquello le tocaba a Èl ligÌtimamente, como despojos de la batalla que su seÒor don Quijote habÌa ganado. Los mozos, que no sabÌan de burlas, ni entendÌan aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allÌ, hablando con las que en el coche venÌan, arremetieron con Sancho y dieron con Èl en el suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornÛ a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a caballo, picÛ tras su compaÒero, que un buen espacio de allÌ le estaba aguardando, y esperando en quÈ paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciÈndose m·s cruces que si llevaran al diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la seÒora del coche, diciÈndole: -La vuestra fermosura, seÒora mÌa, puede facer de su persona lo que m·s le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penÈis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doÒa Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mÌ habÈis recebido, no quiero otra cosa sino que volv·is al Toboso, y que de mi parte os presentÈis ante esta seÒora y le dig·is lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que don Quijote decÌa escuchaba un escudero de los que el coche acompaÒaban, que era vizcaÌno; el cual, viendo que no querÌa dejar pasar el coche adelante, sino que decÌa que luego habÌa de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiÈndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaÌna, desta manera: -Anda, caballero que mal andes; por el Dios que criÛme, que, si no dejas coche, asÌ te matas como est·s ahÌ vizcaÌno. EntendiÛle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondiÛ: -Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicÛ el vizcaÌno: -øYo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, °el agua cu·n presto ver·s que al gato llevas! VizcaÌno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que mira si otra dices cosa. -°Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondiÛ don Quijote. Y, arrojando la lanza en el suelo, sacÛ su espada y embrazÛ su rodela, y arremetiÛ al vizcaÌno con determinaciÛn de quitarle la vida. El vizcaÌno, que asÌ le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no habÌa que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avÌnole bien que se hallÛ junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirviÛ de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La dem·s gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decÌa el vizcaÌno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que Èl mismo habÌa de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La seÒora del coche, admirada y temerosa de lo que veÌa, hizo al cochero que se desviase de allÌ alg˙n poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaÌno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a d·rsela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintiÛ la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: -°Oh seÒora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaÌno, todo fue en un tiempo, llevando determinaciÛn de aventurarlo todo a la de un golpe solo. El vizcaÌno, que asÌ le vio venir contra Èl, bien entendiÛ por su denuedo su coraje, y determinÛ de hacer lo mesmo que don Quijote; y asÌ, le aguardÛ bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niÒerÌas, no podÌa dar un paso. VenÌa, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaÌno, con la espada en alto, con determinaciÛn de abrirle por medio, y el vizcaÌno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que habÌa de suceder de aquellos tamaÒos golpes con que se amenazaban; y la seÒora del coche y las dem·s criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las im·genes y casas de devociÛn de EspaÒa, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero est· el daÒo de todo esto que en este punto y tÈrmino deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculp·ndose que no hallÛ m·s escrito destas hazaÒas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y asÌ, con esta imaginaciÛn, no se desesperÛ de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siÈndole el cielo favorable, le hallÛ del modo que se contar· en la segunda parte. Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha CapÌtulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaÌno y el valiente manchego tuvieron Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaÌno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirÌan y fenderÌan de arriba abajo y abrirÌan como una granada; y que en aquel punto tan dudoso parÛ y quedÛ destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dÛnde se podrÌa hallar lo que della faltaba. CausÛme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leÌdo tan poco se volvÌa en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecÌa para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. PareciÛme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado alg˙n sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas hazaÒas, cosa que no faltÛ a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno dellos tenÌa uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escribÌan sus hechos, sino que pintaban sus m·s mÌnimos pensamientos y niÒerÌas, por m·s escondidas que fuesen; y no habÌa de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a Èl lo que sobrÛ a Platir y a otros semejantes. Y asÌ, no podÌa inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenÌa oculta o consumida. Por otra parte, me parecÌa que, pues entre sus libros se habÌan hallado tan modernos como DesengaÒo de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que tambiÈn su historia debÌa de ser moderna; y que, ya que no estuviese escrita, estarÌa en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginaciÛn me traÌa confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso espaÒol don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballerÌa manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que, si no era que alg˙n follÛn, o alg˙n villano de hacha y capellina, o alg˙n descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta aÒos, que en todos ellos no durmiÛ un dÌa debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la habÌa parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mÌ no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sÈ que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedar· falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podr· tener el que con atenciÛn la leyere. PasÛ, pues, el hallarla en esta manera: Estando yo un dÌa en el Alcan· de Toledo, llegÛ un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinaciÛn, tomÈ un cartapacio de los que el muchacho vendÌa, y vile con caracteres que conocÌ ser ar·bigos. Y, puesto que, aunque los conocÌa, no los sabÌa leer, anduve mirando si parecÌa por allÌ alg˙n morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intÈrprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y m·s antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparÛ uno, que, diciÈndole mi deseo y poniÈndole el libro en las manos, le abriÛ por medio, y, leyendo un poco en Èl, se comenzÛ a reÌr. PreguntÈle yo que de quÈ se reÌa, y respondiÛme que de una cosa que tenÌa aquel libro escrita en el margen por anotaciÛn. DÌjele que me la dijese; y Èl, sin dejar la risa, dijo: -Est·, como he dicho, aquÌ en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha". Cuando yo oÌ decir "Dulcinea del Toboso", quedÈ atÛnito y suspenso, porque luego se me representÛ que aquellos cartapacios contenÌan la historia de don Quijote. Con esta imaginaciÛn, le di priesa que leyese el principio, y, haciÈndolo ansÌ, volviendo de improviso el ar·bigo en castellano, dijo que decÌa: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador ar·bigo. Mucha discreciÛn fue menester para disimular el contento que recebÌ cuando llegÛ a mis oÌdos el tÌtulo del libro; y, salte·ndosele al sedero, comprÈ al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que, si Èl tuviera discreciÛn y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar m·s de seis reales de la compra. ApartÈme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguÈle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni aÒadirles nada, ofreciÈndole la paga que Èl quisiese. ContentÛse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometiÛ de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar m·s el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco m·s de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquÌ se refiere. Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don Quijote con el vizcaÌno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaÌno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. TenÌa a los pies escrito el vizcaÌno un tÌtulo que decÌa: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debÌa de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decÌa: Don Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hÈtico confirmado, que mostraba bien al descubierto con cu·nta advertencia y propriedad se le habÌa puesto el nombre de Rocinante. Junto a Èl estaba Sancho Panza, que tenÌa del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rÈtulo que decÌa: Sancho Zancas, y debÌa de ser que tenÌa, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debiÛ de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias habÌa que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relaciÛn de la historia; que ninguna es mala como sea verdadera. Si a Èsta se le puede poner alguna objeciÛn cerca de su verdad, no podr· ser otra sino haber sido su autor ar·bigo, siendo muy propio de los de aquella naciÛn ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansÌ me parece a mÌ, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interÈs ni el miedo, el rancor ni la aficiÛn, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, Èmula del tiempo, depÛsito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En Èsta sÈ que se hallar· todo lo que se acertare a desear en la m·s apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mÌ tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la traduciÛn, comenzaba desta manera: Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecÌa sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenÌan. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colÈrico vizcaÌno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvÈrsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenÌa guardado, torciÛ la espada de su contrario, de modo que, aunque le acertÛ en el hombro izquierdo, no le hizo otro daÒo que desarmarle todo aquel lado, llev·ndole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dej·ndole muy maltrecho. °V·lame Dios, y quiÈn ser· aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entrÛ en el corazÛn de nuestro manchego, viÈndose parar de aquella manera! No se diga m·s, sino que fue de manera que se alzÛ de nuevo en los estribos, y, apretando m·s la espada en las dos manos, con tal furia descargÛ sobre el vizcaÌno, acert·ndole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre Èl una montaÒa, comenzÛ a echar sangre por las narices, y por la boca y por los oÌdos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacÛ los pies de los estribos y luego soltÛ los brazos; y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueÒo en tierra. Est·baselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer, saltÛ de su caballo y con mucha ligereza se llegÛ a Èl, y, poniÈndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortarÌa la cabeza. Estaba el vizcaÌno tan turbado que no podÌa responder palabra, y Èl lo pasara mal, seg˙n estaba ciego don Quijote, si las seÒoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habÌan mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondiÛ, con mucho entono y gravedad: -Por cierto, fermosas seÒoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedÌs; mas ha de ser con una condiciÛn y concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doÒa Dulcinea, para que ella haga dÈl lo que m·s fuere de su voluntad. La temerosa y desconsolada seÒora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedÌa, y sin preguntar quiÈn Dulcinea fuese, le prometiÛ que el escudero harÌa todo aquello que de su parte le fuese mandado. -Pues en fe de esa palabra, yo no le harÈ m·s daÒo, puesto que me lo tenÌa bien merecido. CapÌtulo X. De lo que m·s le avino a don Quijote con el vizcaÌno, y del peligro en que se vio con una turba de yang¸eses Ya en este tiempo se habÌa levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y habÌa estado atento a la batalla de su seÒor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazÛn fuese servido de darle vitoria y que en ella ganase alguna Ìnsula de donde le hiciese gobernador, como se lo habÌa prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvÌa a subir sobre Rocinante, llegÛ a tenerle el estribo; y antes que subiese se hincÛ de rodillas delante dÈl, y, asiÈndole de la mano, se la besÛ y le dijo: -Sea vuestra merced servido, seÒor don Quijote mÌo, de darme el gobierno de la Ìnsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado Ìnsulas en el mundo. A lo cual respondiÛ don Quijote: -Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a Èsta semejantes no son aventuras de Ìnsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecer·n donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino m·s adelante. AgradeciÛselo mucho Sancho, y, bes·ndole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudÛ a subir sobre Rocinante; y Èl subiÛ sobre su asno y comenzÛ a seguir a su seÒor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar m·s con las del coche, se entrÛ por un bosque que allÌ junto estaba. SeguÌale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante que, viÈndose quedar atr·s, le fue forzoso dar voces a su amo que se aguardase. HÌzolo asÌ don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo: -ParÈceme, seÒor, que serÌa acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que, seg˙n quedÛ maltrecho aquel con quien os combatistes, no ser· mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la c·rcel que nos ha de sudar el hopo. -Calla -dijo don Quijote-. Y ødÛnde has visto t˙, o leÌdo jam·s, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por m·s homicidios que hubiese cometido? -Yo no sÈ nada de omecillos -respondiÛ Sancho-, ni en mi vida le catÈ a ninguno; sÛlo sÈ que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto. -Pues no tengas pena, amigo -respondiÛ don Quijote-, que yo te sacarÈ de las manos de los caldeos, cuanto m·s de las de la Hermandad. Pero dime, por tu vida: øhas visto m·s valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? øHas leÌdo en historias otro que tenga ni haya tenido m·s brÌo en acometer, m·s aliento en el perseverar, m·s destreza en el herir, ni m·s maÒa en el derribar? -La verdad sea -respondiÛ Sancho- que yo no he leÌdo ninguna historia jam·s, porque ni sÈ leer ni escrebir; mas lo que osarÈ apostar es que m·s atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los dÌas de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquÌ traigo hilas y un poco de ung¸ento blanco en las alforjas. -Todo eso fuera bien escusado -respondiÛ don Quijote- si a mÌ se me acordara de hacer una redoma del b·lsamo de Fierabr·s, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas. -øQuÈ redoma y quÈ b·lsamo es Èse? -dijo Sancho Panza. -Es un b·lsamo -respondiÛ don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansÌ, cuando yo le haga y te le dÈ, no tienes m·s que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caÌdo en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondr·s sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me dar·s a beber solos dos tragos del b·lsamo que he dicho, y ver·sme quedar m·s sano que una manzana. -Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquÌ el gobierno de la prometida Ìnsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dÈ la receta de ese estremado licor; que para mÌ tengo que valdr· la onza adondequiera m·s de a dos reales, y no he menester yo m·s para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle. -Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondiÛ don Quijote. -°Pecador de mÌ! -replicÛ Sancho-. øPues a quÈ aguarda vuestra merced a hacelle y a enseÒ·rmele? -Calla, amigo -respondiÛ don Quijote-, que mayores secretos pienso enseÒarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curÈmonos, que la oreja me duele m·s de lo que yo quisiera. SacÛ Sancho de las alforjas hilas y ung¸ento. Mas, cuando don Quijote llegÛ a ver rota su celada, pensÛ perder el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo: -Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde m·s largamente est·n escritos, de hacer la vida que hizo el grande marquÈs de Mantua cuando jurÛ de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquÌ por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: -Advierta vuestra merced, seÒor don Quijote, que si el caballero cumpliÛ lo que se le dejÛ ordenado de irse a presentar ante mi seÒora Dulcinea del Toboso, ya habr· cumplido con lo que debÌa, y no merece otra pena si no comete nuevo delito. -Has hablado y apuntado muy bien -respondiÛ don Quijote-; y asÌ, anulo el juramento en cuanto lo que toca a tomar dÈl nueva venganza; pero h·gole y confÌrmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como Èsta a alg˙n caballero. Y no pienses, Sancho, que asÌ a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello; que esto mesmo pasÛ, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costÛ a Sacripante. -Que dÈ al diablo vuestra merced tales juramentos, seÒor mÌo -replicÛ Sancho-; que son muy en daÒo de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dÌgame ahora: si acaso en muchos dÌas no topamos hombre armado con celada, øquÈ hemos de hacer? øHase de cumplir el juramento, a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como ser· el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenÌa el juramento de aquel loco viejo del marquÈs de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sÛlo no traen celadas, pero quiz· no las han oÌdo nombrar en todos los dÌas de su vida. -Eng·Òaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos m·s armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de AngÈlica la Bella. -Alto, pues; sea ansÌ -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esta Ìnsula que tan cara me cuesta, y muÈrame yo luego. -Ya te he dicho, Sancho, que no te dÈ eso cuidado alguno; que, cuando faltare Ìnsula, ahÌ est· el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te vendr·n como anillo al dedo; y m·s, que, por ser en tierra firme, te debes m·s alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de alg˙n castillo donde alojemos esta noche y hagamos el b·lsamo que te he dicho; porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja. -AquÌ trayo una cebolla, y un poco de queso y no sÈ cu·ntos mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. -°QuÈ mal lo entiendes! -respondiÛ don Quijote-. H·gote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman, sea de aquello que hallaren m·s a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leÌdo tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relaciÛn de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacÌan, y los dem·s dÌas se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que no podÌan pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender tambiÈn que, andando lo m·s del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su m·s ordinaria comida serÌa de viandas r˙sticas, tales como las que t˙ ahora me ofreces. AsÌ que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mÌ me da gusto. Ni querr·s t˙ hacer mundo nuevo, ni sacar la caballerÌa andante de sus quicios. -PerdÛneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sÈ leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no sÈ ni he caÌdo en las reglas de la profesiÛn caballeresca; y, de aquÌ adelante, yo proveerÈ las alforjas de todo gÈnero de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mÌ las proveerÈ, pues no lo soy, de otras cosas vol·tiles y de m·s sustancia. -No digo yo, Sancho -replicÛ don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su m·s ordinario sustento debÌa de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocÌan y yo tambiÈn conozco. -Virtud es -respondiÛ Sancho- conocer esas yerbas; que, seg˙n yo me voy imaginando, alg˙n dÌa ser· menester usar de ese conocimiento. Y, sacando, en esto, lo que dijo que traÌa, comieron los dos en buena paz y compaÒa. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diÈronse priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltÛles el sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y asÌ, determinaron de pasarla allÌ; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedÌa era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballerÌa. CapÌtulo XI. De lo que le sucediÛ a don Quijote con unos cabreros Fue recogido de los cabreros con buen ·nimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedÌan de sÌ ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y, aunque Èl quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban en sazÛn de trasladarlos del caldero al estÛmago, lo dejÛ de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su r˙stica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenÌan. Sent·ronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada habÌa, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revÈs le pusieron. SentÛse don Quijote, y qued·base Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. ViÈndole en pie su amo, le dijo: -Porque veas, Sancho, el bien que en sÌ encierra la andante caballerÌa, y cu·n a pique est·n los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquÌ a mi lado y en compaÒÌa desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural seÒor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballerÌa andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala. -°Gran merced! -dijo Sancho-; pero sÈ decir a vuestra merced que, como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comerÌa en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincÛn, sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. AnsÌ que, seÒor mÌo, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballerÌa andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviÈrtalas en otras cosas que me sean de m·s cÛmodo y provecho; que Èstas, aunque las doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquÌ al fin del mundo. -Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le ensalza. Y, asiÈndole por el brazo, le forzÛ a que junto dÈl se sentase. No entendÌan los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacÌan otra cosa que comer y callar, y mirar a sus huÈspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puÒo. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, m·s duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacÌo, como arcaduz de noria) que con facilidad vaciÛ un zaque de dos que estaban de manifiesto. DespuÈs que don Quijote hubo bien satisfecho su estÛmago, tomÛ un puÒo de bellotas en la mano, y, mir·ndolas atentamente, soltÛ la voz a semejantes razones: -Dichosa edad y siglos dichosos aquÈllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivÌan ignoraban estas dos palabras de tuyo y mÌo. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes rÌos, en magnÌfica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecÌan. En las quiebras de las peÒas y en lo hueco de los ·rboles formaban su rep˙blica las solÌcitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interÈs alguno, la fÈrtil cosecha de su dulcÌsimo trabajo. Los valientes alcornoques despedÌan de sÌ, sin otro artificio que el de su cortesÌa, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre r˙sticas estacas sustentadas, no m·s que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; a˙n no se habÌa atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entraÒas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecÌa, por todas las partes de su fÈrtil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseÌan. Entonces sÌ que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin m·s vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la p˙rpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quiz· iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebÌa, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No habÌa la fraude, el engaÒo ni la malicia mezcl·dose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios tÈrminos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje a˙n no se habÌa sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no habÌa quÈ juzgar, ni quiÈn fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y seÒora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdiciÛn nacÌa de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no est· segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allÌ, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando m·s los tiempos y creciendo m·s la malicia, se instituyÛ la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huÈrfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacÈis a mÌ y a mi escudero; que, aunque por ley natural est·n todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavÌa, por saber que sin saber vosotros esta obligaciÛn me acogistes y regalastes, es razÛn que, con la voluntad a mÌ posible, os agradezca la vuestra. Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojÛsele hacer aquel in˙til razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comÌa bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenÌan colgado de un alcornoque. M·s tardÛ en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo: -Para que con m·s veras pueda vuestra merced decir, seÒor caballero andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compaÒero nuestro que no tardar· mucho en estar aquÌ; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es m˙sico de un rabel, que no hay m·s que desear. Apenas habÌa el cabrero acabado de decir esto, cuando llegÛ a sus oÌdos el son del rabel, y de allÌ a poco llegÛ el que le taÒÌa, que era un mozo de hasta veinte y dos aÒos, de muy buena gracia. Pregunt·ronle sus compaÒeros si habÌa cenado, y, respondiendo que sÌ, el que habÌa hecho los ofrecimientos le dijo: -De esa manera, Antonio, bien podr·s hacernos placer de cantar un poco, porque vea este seÒor huÈsped que tenemos quien; tambiÈn por los montes y selvas hay quien sepa de m˙sica. HÈmosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y asÌ, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tÌo, que en el pueblo ha parecido muy bien. -Que me place -respondiÛ el mozo. Y, sin hacerse m·s de rogar, se sentÛ en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allÌ a poco, con muy buena gracia, comenzÛ a cantar, diciendo desta manera: Antonio -Yo sÈ, Olalla, que me adoras, puesto que no me lo has dicho ni aun con los ojos siquiera, mudas lenguas de amorÌos. Porque sÈ que eres sabida, en que me quieres me afirmo; que nunca fue desdichado amor que fue conocido. Bien es verdad que tal vez, Olalla, me has dado indicio que tienes de bronce el alma y el blanco pecho de risco. Mas all· entre tus reproches y honestÌsimos desvÌos, tal vez la esperanza muestra la orilla de su vestido. Abal·nzase al seÒuelo mi fe, que nunca ha podido, ni menguar por no llamado, ni crecer por escogido. Si el amor es cortesÌa, de la que tienes colijo que el fin de mis esperanzas ha de ser cual imagino. Y si son servicios parte de hacer un pecho benigno, algunos de los que he hecho fortalecen mi partido. Porque si has mirado en ello, m·s de una vez habr·s visto que me he vestido en los lunes lo que me honraba el domingo. Como el amor y la gala andan un mesmo camino, en todo tiempo a tus ojos quise mostrarme polido. Dejo el bailar por tu causa, ni las m˙sicas te pinto que has escuchado a deshoras y al canto del gallo primo. No cuento las alabanzas que de tu belleza he dicho; que, aunque verdaderas, hacen ser yo de algunas malquisto. Teresa del Berrocal, yo alab·ndote, me dijo: ''Tal piensa que adora a un ·ngel, y viene a adorar a un jimio; merced a los muchos dijes y a los cabellos postizos, y a hipÛcritas hermosuras, que engaÒan al Amor mismo''. DesmentÌla y enojÛse; volviÛ por ella su primo: desafiÛme, y ya sabes lo que yo hice y Èl hizo. No te quiero yo a montÛn, ni te pretendo y te sirvo por lo de barraganÌa; que m·s bueno es mi designio. Coyundas tiene la Iglesia que son lazadas de sirgo; pon t˙ el cuello en la gamella; ver·s como pongo el mÌo. Donde no, desde aquÌ juro, por el santo m·s bendito, de no salir destas sierras sino para capuchino. Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogÛ que algo m·s cantase, no lo consintiÛ Sancho Panza, porque estaba m·s para dormir que para oÌr canciones. Y ansÌ, dijo a su amo: -Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el dÌa no permite que pasen las noches cantando. -Ya te entiendo, Sancho -le respondiÛ don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden m·s recompensa de sueÒo que de m˙sica. -A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondiÛ Sancho. -No lo niego -replicÛ don Quijote-, pero acomÛdate t˙ donde quisieres, que los de mi profesiÛn mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, serÌa bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo m·s de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que Èl pondrÌa remedio con que f·cilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allÌ habÌa, las mascÛ y las mezclÛ con un poco de sal, y, aplic·ndoselas a la oreja, se la vendÛ muy bien, asegur·ndole que no habÌa menester otra medicina; y asÌ fue la verdad. CapÌtulo XII. De lo que contÛ un cabrero a los que estaban con don Quijote Estando en esto, llegÛ otro mozo de los que les traÌan del aldea el bastimento, y dijo: -øSabÈis lo que pasa en el lugar, compaÒeros? -øCÛmo lo podemos saber? -respondiÛ uno dellos. -Pues sabed -prosiguiÛ el mozo- que muriÛ esta maÒana aquel famoso pastor estudiante llamado GrisÛstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquÈlla que se anda en h·bito de pastora por esos andurriales. -Por Marcela dir·s -dijo uno. -Por Èsa digo -respondiÛ el cabrero-. Y es lo bueno, que mandÛ en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peÒa donde est· la fuente del alcornoque; porque, seg˙n es fama, y Èl dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde Èl la vio la vez primera. Y tambiÈn mandÛ otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que tambiÈn se vistiÛ de pastor con Èl, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejÛ mandado GrisÛstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se har· lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y maÒana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mÌ que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejarÈ de ir a verla, si supiese no volver maÒana al lugar. -Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quiÈn ha de quedar a guardar las cabras de todos. -Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no ser· menester usar de esa diligencia, que yo me quedarÈ por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mÌa, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro dÌa me pasÛ este pie. -Con todo eso, te lo agradecemos -respondiÛ Pedro. Y don Quijote rogÛ a Pedro le dijese quÈ muerto era aquÈl y quÈ pastora aquÈlla; a lo cual Pedro respondiÛ que lo que sabÌa era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual habÌa sido estudiante muchos aÒos en Salamanca, al cabo de los cuales habÌa vuelto a su lugar, con opiniÛn de muy sabio y muy leÌdo. -´Principalmente, decÌan que sabÌa la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, all· en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decÌa el cris del sol y de la luna.ª -Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niÒerÌas, prosiguiÛ su cuento diciendo: -´Asimesmo adevinaba cu·ndo habÌa de ser el aÒo abundante o estil.ª -EstÈril querÈis decir, amigo -dijo don Quijote. -EstÈril o estil -respondiÛ Pedro-, todo se sale all·. ´Y digo que con esto que decÌa se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crÈdito, muy ricos, porque hacÌan lo que Èl les aconsejaba, diciÈndoles: ''Sembrad este aÒo cebada, no trigo; en Èste podÈis sembrar garbanzos y no cebada; el que viene ser· de guilla de aceite; los tres siguientes no se coger· gota''.ª -Esa ciencia se llama astrologÌa -dijo don Quijote. -No sÈ yo cÛmo se llama -replicÛ Pedro-, mas sÈ que todo esto sabÌa, y a˙n m·s. ´Finalmente, no pasaron muchos meses, despuÈs que vino de Salamanca, cuando un dÌa remaneciÛ vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiÈndose quitado los h·bitos largos que como escolar traÌa; y juntamente se vistiÛ con Èl de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que habÌa sido su compaÒero en los estudios. Olvid·baseme de decir como GrisÛstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que Èl hacÌa los villancicos para la noche del Nacimiento del SeÒor, y los autos para el dÌa de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decÌan que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podÌan adivinar la causa que les habÌa movido a hacer aquella tan estraÒa mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro GrisÛstomo, y Èl quedÛ heredado en mucha cantidad de hacienda, ansÌ en muebles como en raÌces, y en no pequeÒa cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedÛ el mozo seÒor desoluto, y en verdad que todo lo merecÌa, que era muy buen compaÒero y caritativo y amigo de los buenos, y tenÌa una cara como una bendiciÛn. DespuÈs se vino a entender que el haberse mudado de traje no habÌa sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombrÛ denantes, de la cual se habÌa enamorado el pobre difunto de GrisÛstomo.ª Y quiÈroos decir agora, porque es bien que lo sep·is, quiÈn es esta rapaza; quiz·, y aun sin quiz·, no habrÈis oÌdo semejante cosa en todos los dÌas de vuestra vida, aunque viv·is m·s aÒos que sarna. -Decid Sarra -replicÛ don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero. -Harto vive la sarna -respondiÛ Pedro-; y si es, seÒor, que me habÈis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un aÒo. -Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive m·s sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicarÈ m·s en nada. -´Digo, pues, seÒor mÌo de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea hubo un labrador a˙n m·s rico que el padre de GrisÛstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amÈn de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto muriÛ su madre, que fue la m·s honrada mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un cabo tenÌa el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ·nima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer muriÛ su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un tÌo suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. CreciÛ la niÒa con tanta belleza, que nos hacÌa acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le habÌa de pasar la de la hija. Y asÌ fue, que, cuando llegÛ a edad de catorce a quince aÒos, nadie la miraba que no bendecÌa a Dios, que tan hermosa la habÌa criado, y los m·s quedaban enamorados y perdidos por ella. Guard·bala su tÌo con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendiÛ de manera que, asÌ por ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tÌo se la diese por mujer. Mas Èl, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, asÌ como la vÌa de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjerÌa que le ofrecÌa el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en m·s de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.ª Que quiero que sepa, seÒor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mÌ, que debÌa de ser demasiadamente bueno el clÈrigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dÈl, especialmente en las aldeas. -AsÌ es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le cont·is con muy buena gracia. -La del SeÒor no me falte, que es la que hace al caso. ´Y en lo dem·s sabrÈis que, aunque el tÌo proponÌa a la sobrina y le decÌa las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedÌan, rog·ndole que se casase y escogiese a su gusto, jam·s ella respondiÛ otra cosa sino que por entonces no querÌa casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentÌa h·bil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba el tÌo de importunarla, y esperaba a que entrase algo m·s en edad y ella supiese escoger compaÒÌa a su gusto. Porque decÌa Èl, y decÌa muy bien, que no habÌan de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero hÈtelo aquÌ, cuando no me cato, que remanece un dÌa la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tÌo ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las dem·s zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, asÌ como ella saliÛ en p˙blico y su hermosura se vio al descubierto, no os sabrÈ buenamente decir cu·ntos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de GrisÛstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno de los cuales, como ya est· dicho, fue nuestro difunto, del cual decÌan que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ning˙n recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podr· alabar, que le haya dado alguna pequeÒa esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compaÒÌa y conversaciÛn de los pastores, y los trata cortÈs y amigablemente, en llegando a descubrirle su intenciÛn cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sÌ como con un trabuco. Y con esta manera de condiciÛn hace m·s daÒo en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdÈn y desengaÒo los conduce a tÈrminos de desesperarse; y asÌ, no saben quÈ decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros tÌtulos a Èste semejantes, que bien la calidad de su condiciÛn manifiestan. Y si aquÌ estuviÈsedes, seÒor, alg˙n dÌa, verÌades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengaÒados que la siguen. No est· muy lejos de aquÌ un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo ·rbol, como si m·s claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. AquÌ sospira un pastor, allÌ se queja otro; acull· se oyen amorosas canciones, ac· desesperadas endechas. Cu·l hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peÒasco, y allÌ, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le hallÛ el sol a la maÒana; y cu·l hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la m·s enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envÌa sus quejas al piadoso cielo. Y dÈste y de aquÈl, y de aquÈllos y de Èstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en quÈ ha de parar su altivez y quiÈn ha de ser el dichoso que ha de venir a domeÒar condiciÛn tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.ª Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que tambiÈn lo es la que nuestro zagal dijo que se decÌa de la causa de la muerte de GrisÛstomo. Y asÌ, os aconsejo, seÒor, que no dejÈis de hallaros maÒana a su entierro, que ser· muy de ver, porque GrisÛstomo tiene muchos amigos, y no est· de este lugar a aquÈl donde manda enterrarse media legua. -En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradÈzcoos el gusto que me habÈis dado con la narraciÛn de tan sabroso cuento. -°Oh! -replicÛ el cabrero-, a˙n no sÈ yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela, mas podrÌa ser que maÒana top·semos en el camino alg˙n pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien ser· que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podrÌa daÒar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario acidente. Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitÛ, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. HÌzolo asÌ, y todo lo m·s de la noche se le pasÛ en memorias de su seÒora Dulcinea, a imitaciÛn de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodÛ entre Rocinante y su jumento, y durmiÛ, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces. CapÌtulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos Mas, apenas comenzÛ a descubrirse el dÌa por los balcones del oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavÌa con propÛsito de ir a ver el famoso entierro de GrisÛstomo, y que ellos le harÌan compaÒÌa. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantÛ y mandÛ a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual Èl hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprÈs y de amarga adelfa. TraÌa cada uno un grueso bastÛn de acebo en la mano. VenÌan con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompaÒaban. En lleg·ndose a juntar, se saludaron cortÈsmente, y, pregunt·ndose los unos a los otros dÛnde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro; y asÌ, comenzaron a caminar todos juntos. Uno de los de a caballo, hablando con su compaÒero, le dijo: -ParÈceme, seÒor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciÈremos en ver este famoso entierro, que no podr· dejar de ser famoso, seg˙n estos pastores nos han contado estraÒezas, ansÌ del muerto pastor como de la pastora homicida. -AsÌ me lo parece a mÌ -respondiÛ Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un dÌa, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle. PreguntÛles don Quijote quÈ era lo que habÌan oÌdo de Marcela y de GrisÛstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habÌan encontrado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habÌan preguntado la ocasiÛn por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contÛ, contando la estraÒeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel GrisÛstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, Èl contÛ todo lo que Pedro a don Quijote habÌa contado. CesÛ esta pl·tica y comenzÛse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote quÈ era la ocasiÛn que le movÌa a andar armado de aquella manera por tierra tan pacÌfica. A lo cual respondiÛ don Quijote: -La profesiÛn de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, all· se inventÛ para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sÛlo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por averiguarlo m·s y ver quÈ gÈnero de locura era el suyo, le tornÛ a preguntar Vivaldo que quÈ querÌa decir "caballeros andantes". -øNo han vuestras mercedes leÌdo -respondiÛ don Quijote- los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazaÒas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Art˙s, de quien es tradiciÛn antigua y com˙n en todo aquel reino de la Gran BretaÒa que este rey no muriÛ, sino que, por arte de encantamento, se convirtiÛ en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probar· que desde aquel tiempo a Èste haya ning˙n inglÈs muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballerÌa de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allÌ se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueÒa QuintaÒona, de donde naciÛ aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra EspaÒa, de: Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera Lanzarote cuando de BretaÒa vino; con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballerÌa estendiÈndose y dilat·ndose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente AmadÌs de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generaciÛn, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros dÌas vimos y comunicamos y oÌmos al invencible y valeroso caballero don BelianÌs de Grecia. Esto, pues, seÒores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballerÌa; en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesiÛn, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y asÌ, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ·nimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la m·s peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos. Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del gÈnero de locura que lo seÒoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiraciÛn que recibÌan todos aquellos que de nuevo venÌan en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condiciÛn, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decÌan que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasiÛn a que pasase m·s adelante con sus disparates. Y asÌ, le dijo: -ParÈceme, seÒor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las m·s estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mÌ que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha. -Tan estrecha bien podÌa ser -respondiÛ nuestro don Quijote-, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecuciÛn lo que su capit·n le manda que el mesmo capit·n que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecuciÛn lo que ellos piden, defendiÈndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del invierno. AsÌ que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecuciÛn sino sudando, afanando y trabajando, sÌguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo est·n rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso; sÛlo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es m·s trabajoso y m·s aporreado, y m·s hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costÛ buen porquÈ de su sangre y de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engaÒados de sus esperanzas. -De ese parecer estoy yo -replicÛ el caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasiÛn de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano est· obligado a hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devociÛn como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad. -SeÒor -respondiÛ don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caerÌa en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya est· en uso y costumbre en la caballerÌa andantesca que el caballero andante que, al acometer alg˙n gran fecho de armas, tuviese su seÒora delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, est· obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazÛn se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra. -Con todo eso -replicÛ el caminante-, me queda un escr˙pulo, y es que muchas veces he leÌdo que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cÛlera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin m·s ni m·s, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene tambiÈn que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sÈ yo cÛmo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastÛ encomend·ndose a su dama las gastara en lo que debÌa y estaba obligado como cristiano. Cuanto m·s, que yo tengo para mÌ que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados. -Eso no puede ser -respondiÛ don Quijote-: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no serÌa tenido por legÌtimo caballero, sino por bastardo, y que entrÛ en la fortaleza de la caballerÌa dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrÛn. -Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leÌdo que don Galaor, hermano del valeroso AmadÌs de Gaula, nunca tuvo dama seÒalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero. A lo cual respondiÛ nuestro don Quijote: -SeÒor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto m·s, que yo sÈ que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecÌan era condiciÛn natural, a quien no podÌa ir a la mano. Pero, en resoluciÛn, averiguado est· muy bien que Èl tenÌa una sola a quien Èl habÌa hecho seÒora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preciÛ de secreto caballero. -Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado -dijo el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesiÛn. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compaÒÌa y en el mÌo, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama; que ella se tendrÌa por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece. AquÌ dio un gran suspiro don Quijote, y dijo: -Yo no podrÈ afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sÛlo sÈ decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y seÒora mÌa; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quimÈricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elÌseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, m·rmol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubriÛ la honestidad son tales, seg˙n yo pienso y entiendo, que sÛlo la discreta consideraciÛn puede encarecerlas, y no compararlas. -El linaje, prosapia y alcurnia querrÌamos saber -replicÛ Vivaldo. A lo cual respondiÛ don Quijote: -No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de CataluÒa, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de AragÛn; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las m·s ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decÌa: nadie las mueva que estar no pueda con Rold·n a prueba. -Aunque el mÌo es de los Cachopines de Laredo -respondiÛ el caminante-, no le osarÈ yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oÌdos. -°Como eso no habr· llegado! -replicÛ don Quijote. Con gran atenciÛn iban escuchando todos los dem·s la pl·tica de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. SÛlo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decÌa era verdad, sabiendo Èl quiÈn era y habiÈndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa habÌa llegado jam·s a su noticia, aunque vivÌa tan cerca del Toboso. En estas pl·ticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montaÒas hacÌan, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que despuÈs pareciÛ, eran cu·l de tejo y cu·l de ciprÈs. Entre seis dellos traÌan unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo: -Aquellos que allÌ vienen son los que traen el cuerpo de GrisÛstomo, y el pie de aquella montaÒa es el lugar donde Èl mandÛ que le enterrasen. Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venÌan habÌan puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peÒa. RecibiÈronse los unos y los otros cortÈsmente; y luego don Quijote y los que con Èl venÌan se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta aÒos; y, aunque muerto, mostraba que vivo habÌa sido de rostro hermoso y de disposiciÛn gallarda. Alrededor dÈl tenÌa en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y asÌ los que esto miraban, como los que abrÌan la sepultura, y todos los dem·s que allÌ habÌa, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro: -Mir· bien, Ambrosio, si es Èste el lugar que GrisÛstomo dijo, ya que querÈis que tan puntualmente se cumpla lo que dejÛ mandado en su testamento. -…ste es -respondiÛ Ambrosio-; que muchas veces en Èl me contÛ mi desdichado amigo la historia de su desventura. AllÌ me dijo Èl que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allÌ fue tambiÈn donde la primera vez le declarÛ su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allÌ fue la ˙ltima vez donde Marcela le acabÛ de desengaÒar y desdeÒar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquÌ, en memoria de tantas desdichas, quiso Èl que le depositasen en las entraÒas del eterno olvido. Y, volviÈndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguiÛ diciendo: -Ese cuerpo, seÒores, que con piadosos ojos est·is mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. …se es el cuerpo de GrisÛstomo, que fue ˙nico en el ingenio, solo en la cortesÌa, estremo en la gentileza, fÈnix en la amistad, magnÌfico sin tasa, grave sin presunciÛn, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adorÛ, fue desdeÒado; rogÛ a una fiera, importunÛ a un m·rmol, corriÛ tras el viento, dio voces a la soledad, sirviÛ a la ingratitud, de quien alcanzÛ por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien Èl procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que est·is mirando, si Èl no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. -De mayor rigor y crueldad usarÈis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueÒo, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto CÈsar si consintiera que se pusiera en ejecuciÛn lo que el divino Mantuano dejÛ en su testamento mandado. AnsÌ que, seÒor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no quer·is dar sus escritos al olvido; que si Èl ordenÛ como agraviado, no es bien que vos cumpl·is como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que est·n por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeÒaderos; que ya sÈ yo, y los que aquÌ venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasiÛn de su muerte, y lo que dejÛ mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cu·nto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de GrisÛstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de GrisÛstomo, y que en este lugar habÌa de ser enterrado; y asÌ, de curiosidad y de l·stima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos habÌa lastimado en oÌllo. Y, en pago desta l·stima y del deseo que en nosotros naciÛ de remedialla si pudiÈramos, te rogamos, °oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos. Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargÛ la mano y tomÛ algunos de los que m·s cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo: -Por cortesÌa consentirÈ que os quedÈis, seÒor, con los que ya habÈis tomado; pero pensar que dejarÈ de abrasar los que quedan es pensamiento vano. Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decÌan, abriÛ luego el uno dellos y vio que tenÌa por tÌtulo: CanciÛn desesperada. OyÛlo Ambrosio y dijo: -…se es el ˙ltimo papel que escribiÛ el desdichado; y, porque ve·is, seÒor, en el tÈrmino que le tenÌan sus desventuras, leelde de modo que se·is oÌdo; que bien os dar· lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura. -Eso harÈ yo de muy buena gana -dijo Vivaldo. Y, como todos los circunstantes tenÌan el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y Èl, leyendo en voz clara, vio que asÌ decÌa: CapÌtulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos CanciÛn de GrisÛstomo Ya que quieres, cruel, que se publique, de lengua en lengua y de una en otra gente, del ·spero rigor tuyo la fuerza, harÈ que el mesmo infierno comunique al triste pecho mÌo un son doliente, con que el uso com˙n de mi voz tuerza. Y al par de mi deseo, que se esfuerza a decir mi dolor y tus hazaÒas, de la espantable voz ir· el acento, y en Èl mezcladas, por mayor tormento, pedazos de las mÌseras entraÒas. Escucha, pues, y presta atento oÌdo, no al concertado son, sino al r¸ido que de lo hondo de mi amargo pecho, llevado de un forzoso desvarÌo, por gusto mÌo sale y tu despecho. El rugir del leÛn, del lobo fiero el temeroso aullido, el silbo horrendo de escamosa serpiente, el espantable baladro de alg˙n monstruo, el agorero graznar de la corneja, y el estruendo del viento contrastado en mar instable; del ya vencido toro el implacable bramido, y de la viuda tortolilla el sentible arrullar; el triste canto del envidiado b˙ho, con el llanto de toda la infernal negra cuadrilla, salgan con la doliente ·nima fuera, mezclados en un son, de tal manera que se confundan los sentidos todos, pues la pena cruel que en mÌ se halla para contalla pide nuevos modos. De tanta confusiÛn no las arenas del padre Tajo oir·n los tristes ecos, ni del famoso Betis las olivas: que allÌ se esparcir·n mis duras penas en altos riscos y en profundos huecos, con muerta lengua y con palabras vivas; o ya en escuros valles, o en esquivas playas, desnudas de contrato humano, o adonde el sol jam·s mostrÛ su lumbre, o entre la venenosa muchedumbre de fieras que alimenta el libio llano; que, puesto que en los p·ramos desiertos los ecos roncos de mi mal, inciertos, suenen con tu rigor tan sin segundo, por privilegio de mis cortos hados, ser·n llevados por el ancho mundo. Mata un desdÈn, atierra la paciencia, o verdadera o falsa, una sospecha; matan los celos con rigor m·s fuerte; desconcierta la vida larga ausencia; contra un temor de olvido no aprovecha firme esperanza de dichosa suerte. En todo hay cierta, inevitable muerte; mas yo, °milagro nunca visto!, vivo celoso, ausente, desdeÒado y cierto de las sospechas que me tienen muerto; y en el olvido en quien mi fuego avivo, y, entre tantos tormentos, nunca alcanza mi vista a ver en sombra a la esperanza, ni yo, desesperado, la procuro; antes, por estremarme en mi querella, estar sin ella eternamente juro. øPuÈdese, por ventura, en un instante esperar y temer, o es bien hacello, siendo las causas del temor m·s ciertas? øTengo, si el duro celo est· delante, de cerrar estos ojos, si he de vello por mil heridas en el alma abiertas? øQuiÈn no abrir· de par en par las puertas a la desconfianza, cuando mira descubierto el desdÈn, y las sospechas, °oh amarga conversiÛn!, verdades hechas, y la limpia verdad vuelta en mentira? °Oh, en el reino de amor fieros tiranos celos, ponedme un hierro en estas manos! Dame, desdÈn, una torcida soga. Mas, °ay de mÌ!, que, con cruel vitoria, vuestra memoria el sufrimiento ahoga. Yo muero, en fin; y, porque nunca espere buen suceso en la muerte ni en la vida, pertinaz estarÈ en mi fantasÌa. DirÈ que va acertado el que bien quiere, y que es m·s libre el alma m·s rendida a la de amor antigua tiranÌa. DirÈ que la enemiga siempre mÌa hermosa el alma como el cuerpo tiene, y que su olvido de mi culpa nace, y que, en fe de los males que nos hace, amor su imperio en justa paz mantiene. Y, con esta opiniÛn y un duro lazo, acelerando el miserable plazo a que me han conducido sus desdenes, ofrecerÈ a los vientos cuerpo y alma, sin lauro o palma de futuros bienes. T˙, que con tantas sinrazones muestras la razÛn que me fuerza a que la haga a la cansada vida que aborrezco, pues ya ves que te da notorias muestras esta del corazÛn profunda llaga, de cÛmo, alegre, a tu rigor me ofrezco, si, por dicha, conoces que merezco que el cielo claro de tus bellos ojos en mi muerte se turbe, no lo hagas; que no quiero que en nada satisfagas, al darte de mi alma los despojos. Antes, con risa en la ocasiÛn funesta, descubre que el fin mÌo fue tu fiesta; mas gran simpleza es avisarte desto, pues sÈ que est· tu gloria conocida en que mi vida llegue al fin tan presto. Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo T·ntalo con su sed; SÌsifo venga con el peso terrible de su canto; Ticio traya su buitre, y ansimismo con su rueda EgÔÛn no se detenga, ni las hermanas que trabajan tanto; y todos juntos su mortal quebranto trasladen en mi pecho, y en voz baja -si ya a un desesperado son debidas- canten obsequias tristes, doloridas, al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja. Y el portero infernal de los tres rostros, con otras mil quimeras y mil monstros, lleven el doloroso contrapunto; que otra pompa mejor no me parece que la merece un amador difunto. CanciÛn desesperada, no te quejes cuando mi triste compaÒÌa dejes; antes, pues que la causa do naciste con mi desdicha augmenta su ventura, aun en la sepultura no estÈs triste. Bien les pareciÛ, a los que escuchado habÌan, la canciÛn de GrisÛstomo, puesto que el que la leyÛ dijo que no le parecÌa que conformaba con la relaciÛn que Èl habÌa oÌdo del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba GrisÛstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crÈdito y buena fama de Marcela. A lo cual respondiÛ Ambrosio, como aquel que sabÌa bien los m·s escondidos pensamientos de su amigo: -Para que, seÒor, os satisfag·is desa duda, es bien que sep·is que cuando este desdichado escribiÛ esta canciÛn estaba ausente de Marcela, de quien Èl se habÌa ausentado por su voluntad, por ver si usaba con Èl la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dÈ alcance, asÌ le fatigaban a GrisÛstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho desdeÒosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna. -AsÌ es la verdad -respondiÛ Vivaldo. Y, queriendo leer otro papel de los que habÌa reservado del fuego, lo estorbÛ una maravillosa visiÛn -que tal parecÌa ella- que improvisamente se les ofreciÛ a los ojos; y fue que, por cima de la peÒa donde se cavaba la sepultura, pareciÛ la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habÌan visto la miraban con admiraciÛn y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habÌan visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ·nimo indignado, le dijo: -øVienes a ver, por ventura, °oh fiero basilisco destas montaÒas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitÛ la vida? øO vienes a ufanarte en las crueles hazaÒas de tu condiciÛn, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cad·ver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o quÈ es aquello de que m·s gustas; que, por saber yo que los pensamientos de GrisÛstomo jam·s dejaron de obedecerte en vida, harÈ que, aun Èl muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos. -No vengo, °oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondiÛ Marcela-, sino a volver por mÌ misma, y a dar a entender cu·n fuera de razÛn van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de GrisÛstomo me culpan; y asÌ, ruego a todos los que aquÌ est·is me estÈis atentos, que no ser· menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. ªHÌzome el cielo, seg˙n vosotros decÌs, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me amÈis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostr·is, decÌs, y aun querÈis, que estÈ yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razÛn de ser amado, estÈ obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y m·s, que podrÌa acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ''QuiÈrote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo''. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, serÌa un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cu·l habÌan de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habÌan de ser los deseos. Y, seg˙n yo he oÌdo decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto asÌ, como yo creo que lo es, øpor quÈ querÈis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no m·s de que decÌs que me querÈis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, øfuera justo que me quejara de vosotros porque no me am·bades? Cuanto m·s, que habÈis de considerar que yo no escogÌ la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, asÌ como la vÌbora no merece ser culpada por la ponzoÒa que tiene, puesto que con ella mata, por habÈrsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni Èl quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma m·s adornan y hermosean, øpor quÈ la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intenciÛn de aquel que, por sÛlo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? ªYo nacÌ libre, y para poder vivir libre escogÌ la soledad de los campos. Los ·rboles destas montaÒas son mi compaÒÌa, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los ·rboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengaÒado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a GrisÛstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le matÛ su porfÌa que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubriÛ la bondad de su intenciÛn, le dije yo que la mÌa era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si Èl, con todo este desengaÒo, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, øquÈ mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intenciÛn y prosupuesto. PorfiÛ desengaÒado, desesperÛ sin ser aborrecido: °mirad ahora si ser· razÛn que de su pena se me dÈ a mÌ la culpa! QuÈjese el engaÒado, desespÈrese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confÌese el que yo llamare, uf·nese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaÒo, llamo ni admito. ªEl cielo a˙n hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elecciÛn es escusado. Este general desengaÒo sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiÈndase, de aquÌ adelante, que si alguno por mÌ muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaÒos no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, dÈjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscar·, servir·, conocer· ni seguir· en ninguna manera. Que si a GrisÛstomo matÛ su impaciencia y arrojado deseo, øpor quÈ se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compaÒÌa de los ·rboles, øpor quÈ ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabÈis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condiciÛn y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaÒo a Èste ni solicito aquÈl, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversaciÛn honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por tÈrmino estas montaÒas, y si de aquÌ salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera. Y, en diciendo esto, sin querer oÌr respuesta alguna, volviÛ las espaldas y se entrÛ por lo m·s cerrado de un monte que allÌ cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreciÛn como de su hermosura, a todos los que allÌ estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaÒo que habÌan oÌdo. Lo cual visto por don Quijote, pareciÈndole que allÌ venÌa bien usar de su caballerÌa, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puÒo de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo: -Ninguna persona, de cualquier estado y condiciÛn que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignaciÛn mÌa. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de GrisÛstomo, y cu·n ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en Èl ella es sola la que con tan honesta intenciÛn vive. O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debÌan, ninguno de los pastores se moviÛ ni apartÛ de allÌ hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de GrisÛstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas l·grimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peÒa, en tanto que se acababa una losa que, seg˙n Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que habÌa de decir desta manera: Yace aquÌ de un amador el mÌsero cuerpo helado, que fue pastor de ganado, perdido por desamor. MuriÛ a manos del rigor de una esquiva hermosa ingrata, con quien su imperio dilata la tiranÌa de su amor. Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pÈsame a su amigo Ambrosio, se despidieron dÈl. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compaÒero, y don Quijote se despidiÛ de sus huÈspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen m·s que en otro alguno. Don Quijote les agradeciÛ el aviso y el ·nimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no querÌa ni debÌa ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinaciÛn, no quisieron los caminantes importunarle m·s, sino, torn·ndose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltÛ de quÈ tratar, asÌ de la historia de Marcela y GrisÛstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinÛ de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que Èl podÌa en su servicio. Mas no le avino como Èl pensaba, seg˙n se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquÌ fin la segunda parte. Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha CapÌtulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topÛ don Quijote en topar con unos desalmados yang¸eses Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, asÌ como don Quijote se despidiÛ de sus huÈspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor GrisÛstomo, Èl y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se habÌa entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado m·s de dos horas por Èl, busc·ndola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corrÌa un arroyo apacible y fresco; tanto, que convidÛ y forzÛ a pasar allÌ las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar. Ape·ronse don Quijote y Sancho, y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allÌ habÌa, dieron saco a las alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compaÒÌa, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No se habÌa curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocÌa por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de CÛrdoba no le hicieran tomar mal siniestro. OrdenÛ, pues, la suerte, y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertÛ a hallarse don Quijote era muy a propÛsito de los gallegos. SucediÛ, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las seÒoras facas; y saliendo, asÌ como las oliÛ, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueÒo, tomÛ un trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que pareciÛ, debÌan de tener m·s gana de pacer que de ·l, recibiÈronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que, a poco espacio, se le rompieron las cinchas y quedÛ, sin silla, en pelota. Pero lo que Èl debiÛ m·s de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacÌa, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le derribaron malparado en el suelo. Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habÌan visto, llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho: -A lo que yo veo, amigo Sancho, Èstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea. DÌgolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. -øQuÈ diablos de venganza hemos de tomar -respondiÛ Sancho-, si Èstos son m·s de veinte y nosotros no m·s de dos, y aun, quiz·, nosotros sino uno y medio? -Yo valgo por ciento -replicÛ don Quijote. Y, sin hacer m·s discursos, echÛ mano a su espada y arremetiÛ a los gallegos, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abriÛ un sayo de cuero de que venÌa vestido, con gran parte de la espalda. Los gallegos, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas, y, cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahÌnco y vehemencia. Verdad es que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ·nimo; y quiso su ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que a˙n no se habÌa levantado; donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos r˙sticas y enojadas. Viendo, pues, los gallegos el mal recado que habÌan hecho, con la mayor presteza que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y de peor talante. El primero que se resintiÛ fue Sancho Panza; y, hall·ndose junto a su seÒor, con voz enferma y lastimada, dijo: -°SeÒor don Quijote! °Ah, seÒor don Quijote! -øQuÈ quieres, Sancho hermano? -respondiÛ don Quijote con el mesmo tono afeminado y doliente que Sancho. -QuerrÌa, si fuese posible -respondiÛ Sancho Panza-, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced ahÌ a mano. Quiz· ser· de provecho para los quebrantamientos de huesos como lo es para las feridas. -Pues, a tenerla yo aquÌ, desgraciado yo, øquÈ nos faltaba? -respondiÛ don Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen dos dÌas, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han de andar las manos. -Pues, øen cu·ntos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies? -replicÛ Sancho Panza. -De mÌ sÈ decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabrÈ poner tÈrmino a esos dÌas. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no habÌa de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y asÌ, creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballerÌa, ha permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo cual, Sancho Panza, conviene que estÈs advertido en esto que ahora te dirÈ, porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace alg˙n agravio, no aguardes a que yo ponga mano al espada para ellos, porque no lo harÈ en ninguna manera, sino pon t˙ mano a tu espada y castÌgalos muy a tu sabor; que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabrÈ defender y ofendellos con todo mi poder; que ya habr·s visto por mil seÒales y experiencias hasta adÛnde se estiende el valor de este mi fuerte brazo. Tal quedÛ de arrogante el pobre seÒor con el vencimiento del valiente vizcaÌno. Mas no le pareciÛ tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo que dejase de responder, diciendo: -SeÒor, yo soy hombre pacÌfico, manso, sosegado, y sÈ disimilar cualquiera injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. AsÌ que, sÈale a vuestra merced tambiÈn aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondrÈ mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y que, desde aquÌ para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer: ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condiciÛn alguna. Lo cual oÌdo por su amo, le respondiÛ: -Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el error en que est·s. Ven ac·, pecador; si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llev·ndonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las Ìnsulas que te tengo prometida, øquÈ serÌa de ti si, gan·ndola yo, te hiciese seÒor della? Pues ølo vendr·s a imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intenciÛn de vengar tus injurias y defender tu seÒorÌo? Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca est·n tan quietos los ·nimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo seÒor que no se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura; y asÌ, es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento. -En este que ahora nos ha acontecido -respondiÛ Sancho-, quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que m·s estoy para bizmas que para pl·ticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque Èl fue la causa principal de todo este molimiento. Jam·s tal creÌ de Rocinante, que le tenÌa por persona casta y tan pacÌfica como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida. øQuiÈn dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado caballero andante, habÌa de venir, por la posta y en seguimiento suyo, esta tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas? -Aun las tuyas, Sancho -replicÛ don Quijote-, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mÌas, criadas entre sinabafas y holandas, claro est· que sentir·n m·s el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagino..., øquÈ digo imagino?, sÈ muy cierto, que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquÌ me dejarÌa morir de puro enojo. A esto replicÛ el escudero: -SeÒor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballerÌa, dÌgame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mÌ que a dos cosechas quedaremos in˙tiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos socorre. -S·bete, amigo Sancho -respondiÛ don Quijote-, que la vida de los caballeros andantes est· sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni m·s ni menos, est· en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiÈrate contar agora, si el dolor me diera lugar, de algunos que, sÛlo por el valor de su brazo, han subido a los altos grados que he contado; y estos mesmos se vieron antes y despuÈs en diversas calamidades y miserias. Porque el valeroso AmadÌs de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcal·us el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniÈndole preso, m·s de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crÈdito, que dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundiÛ debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se hallÛ en una honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allÌ le echaron una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo que llegÛ muy al cabo; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. AnsÌ que, bien puedo yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas son las que Èstos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto est· en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dir· que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados; porque las armas que aquellos hombres traÌan, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me acuerda, tenÌa estoque, espada ni puÒal. -No me dieron a mÌ lugar -respondiÛ Sancho- a que mirase en tanto; porque, apenas puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas. -Con todo eso, te hago saber, hermano Panza -replicÛ don Quijote-, que no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma. -Pues, øquÈ mayor desdicha puede ser -replicÛ Panza- de aquella que aguarda al tiempo que la consuma y a la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no tan malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los emplastos de un hospital para ponerlas en buen tÈrmino siquiera. -DÈjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que asÌ harÈ yo, y veamos cÛmo est· Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia. -No hay de quÈ maravillarse deso -respondiÛ Sancho-, siendo Èl tan buen caballero andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas. -Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas -dijo don Quijote-. DÌgolo porque esa bestezuela podr· suplir ahora la falta de Rocinante, llev·ndome a mÌ desde aquÌ a alg˙n castillo donde sea curado de mis feridas. Y m·s, que no tendrÈ a deshonra la tal caballerÌa, porque me acuerdo haber leÌdo que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo del alegre dios de la risa, cuando entrÛ en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy hermoso asno. -Verdad ser· que Èl debÌa de ir caballero, como vuestra merced dice -respondiÛ Sancho-, pero hay grande diferencia del ir caballero al ir atravesado como costal de basura. A lo cual respondiÛ don Quijote: -Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. AsÌ que, Panza amigo, no me repliques m·s, sino, como ya te he dicho, lev·ntate lo mejor que pudieres y ponme de la manera que m·s te agradare encima de tu jumento, y vamos de aquÌ antes que la noche venga y nos saltee en este despoblado. -Pues yo he oÌdo decir a vuestra merced -dijo Panza- que es muy de caballeros andantes el dormir en los p·ramos y desiertos lo m·s del aÒo, y que lo tienen a mucha ventura. -Eso es -dijo don Quijote- cuando no pueden m·s, o cuando est·n enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una peÒa, al sol y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos aÒos, sin que lo supiese su seÒora. Y uno dÈstos fue AmadÌs, cuando, llam·ndose Beltenebros, se alojÛ en la PeÒa Pobre, ni sÈ si ocho aÒos o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que Èl estuvo allÌ haciendo penitencia, por no sÈ quÈ sinsabor que le hizo la seÒora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra desgracia al jumento, como a Rocinante. -Aun ahÌ serÌa el diablo -dijo Sancho. Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros, y ciento y veinte pÈsetes y reniegos de quien allÌ le habÌa traÌdo, se levantÛ, qued·ndose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejÛ su asno, que tambiÈn habÌa andado algo destraÌdo con la demasiada libertad de aquel dÌa. LevantÛ luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran en zaga. En resoluciÛn, Sancho acomodÛ a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminÛ, poco m·s a menos, hacia donde le pareciÛ que podÌa estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, a˙n no hubo andado una pequeÒa legua, cuando le deparÛ el camino, en el cual descubriÛ una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, habÌa de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto durÛ la porfÌa, que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entrÛ, sin m·s averiguaciÛn, con toda su recua. CapÌtulo XVI. De lo que le sucediÛ al ingenioso hidalgo en la venta que Èl imaginaba ser castillo El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntÛ a Sancho quÈ mal traÌa. Sancho le respondiÛ que no era nada, sino que habÌa dado una caÌda de una peÒa abajo, y que venÌa algo brumadas las costillas. TenÌa el ventero por mujer a una, no de la condiciÛn que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolÌa de las calamidades de sus prÛjimos; y asÌ, acudiÛ luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya, doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huÈsped. ServÌa en la venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardÌa del cuerpo suplÌa las dem·s faltas: no tenÌa siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que alg˙n tanto le cargaban, la hacÌan mirar al suelo m·s de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudÛ a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchÛn que, en otros tiempos, daba manifiestos indicios que habÌa servido de pajar muchos aÒos. En la cual tambiÈn alojaba un arriero, que tenÌa su cama hecha un poco m·s all· de la de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacÌa mucha ventaja a la de don Quijote, que sÛlo contenÌa cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchÛn que en lo sutil parecÌa colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de guijarro, y dos s·banas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta. En esta maldita cama se acostÛ don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbr·ndoles Maritornes, que asÌ se llamaba la asturiana; y, como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a don Quijote, dijo que aquello m·s parecÌan golpes que caÌda. -No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peÒa tenÌa muchos picos y tropezones. Y que cada uno habÌa hecho su cardenal. Y tambiÈn le dijo: -Haga vuestra merced, seÒora, de manera que queden algunas estopas, que no faltar· quien las haya menester; que tambiÈn me duelen a mÌ un poco los lomos. -Desa manera -respondiÛ la ventera-, tambiÈn debistes vos de caer. -No caÌ -dijo Sancho Panza-, sino que del sobresalto que tomÈ de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mÌ el cuerpo que me parece que me han dado mil palos. -Bien podr· ser eso -dijo la doncella-; que a mÌ me ha acontecido muchas veces soÒar que caÌa de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando despertaba del sueÒo, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caÌdo. -AhÌ est· el toque, seÒora -respondiÛ Sancho Panza-: que yo, sin soÒar nada, sino estando m·s despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi seÒor don Quijote. -øCÛmo se llama este caballero? -preguntÛ la asturiana Maritornes. -Don Quijote de la Mancha -respondiÛ Sancho Panza-, y es caballero aventurero, y de los mejores y m·s fuertes que de luengos tiempos ac· se han visto en el mundo. -øQuÈ es caballero aventurero? -replicÛ la moza. -øTan nueva sois en el mundo que no lo sabÈis vos? -respondiÛ Sancho Panza-. Pues sabed, hermana mÌa, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy est· la m·s desdichada criatura del mundo y la m·s menesterosa, y maÒana tendrÌa dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero. -Pues, øcÛmo vos, siÈndolo deste tan buen seÒor -dijo la ventera-, no tenÈis, a lo que parece, siquiera alg˙n condado? -A˙n es temprano -respondiÛ Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que, si mi seÒor don Quijote sana desta herida o caÌda y yo no quedo contrecho della, no trocarÌa mis esperanzas con el mejor tÌtulo de EspaÒa. Todas estas pl·ticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y, sent·ndose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: -Creedme, fermosa seÒora, que os podÈis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi escudero os dir· quiÈn soy. SÛlo os digo que tendrÈ eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecÈroslo mientras la vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; que los desta fermosa doncella fueran seÒores de mi libertad. Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que asÌ las entendÌan como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mir·banle y admir·banse, y parecÌales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciÈndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curÛ a Sancho, que no menos lo habÌa menester que su amo. HabÌa el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarÌan juntos, y ella le habÌa dado su palabra de que, en estando sosegados los huÈspedes y durmiendo sus amos, le irÌa a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuÈntase desta buena moza que jam·s dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno; porque presumÌa muy de hidalga, y no tenÌa por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque decÌa ella que desgracias y malos sucesos la habÌan traÌdo a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a Èl, hizo el suyo Sancho, que sÛlo contenÌa una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana. SucedÌa a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno de los dos mejores mulos que traÌa, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de ArÈvalo, seg˙n lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular menciÛn, porque le conocÌa muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas; y Èchase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mÌnimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde podr·n tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dej·ndose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo m·s sustancial de la obra. °Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas; y con quÈ puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que despuÈs de haber visitado el arriero a su recua y d·dole el segundo pienso, se tendiÛ en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualÌsima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentÌa el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenÌa los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no habÌa otra luz que la que daba una l·mpara que colgada en medio del portal ardÌa. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traÌa de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginaciÛn una de las estraÒas locuras que buenamente imaginarse pueden. Y fue que Èl se imaginÛ haber llegado a un famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero lo era del seÒor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se habÌa enamorado dÈl y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendrÌa a yacer con Èl una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que Èl se habÌa fabricado, por firme y valedera, se comenzÛ a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se habÌa de ver, y propuso en su corazÛn de no cometer alevosÌa a su seÒora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama QuintaÒona se le pusiesen delante. Pensando, pues, en estos disparates, se llegÛ el tiempo y la hora -que para Èl fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fust·n, con t·citos y atentados pasos, entrÛ en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero. Pero, apenas llegÛ a la puerta, cuando don Quijote la sintiÛ, y, sent·ndose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendiÛ los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido, topÛ con los brazos de don Quijote, el cual la asiÛ fuertemente de una muÒeca y, tir·ndola hacÌa sÌ, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. TentÛle luego la camisa, y, aunque ella era de harpillera, a Èl le pareciÛ ser de finÌsimo y delgado cendal. TraÌa en las muÒecas unas cuentas de vidro, pero a Èl le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, Èl los marcÛ por hebras de lucidÌsimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecÌa. Y el aliento, que, sin duda alguna, olÌa a ensalada fiambre y trasnochada, a Èl le pareciÛ que arrojaba de su boca un olor suave y arom·tico; y, finalmente, Èl la pintÛ en su imaginaciÛn de la misma traza y modo que lo habÌa leÌdo en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquÌ van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traÌa en sÌ la buena doncella, no le desengaÒaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecÌa que tenÌa entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniÈndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzÛ a decir: -Quisiera hallarme en tÈrminos, fermosa y alta seÒora, de poder pagar tamaÒa merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que, aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y m·s, que se aÒade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, ˙nica seÒora de mis m·s escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasiÛn en que vuestra gran bondad me ha puesto. Maritornes estaba congojadÌsima y trasudando, de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decÌa, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien tenÌan despierto sus malos deseos, desde el punto que entrÛ su coima por la puerta, la sintiÛ; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decÌa, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando m·s al lecho de don Quijote, y est˙vose quedo hasta ver en quÈ paraban aquellas razones, que Èl no podÌa entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenella, pareciÈndole mal la burla, enarbolÛ el brazo en alto y descargÛ tan terrible puÒada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le baÒÛ toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subiÛ encima de las costillas, y con los pies m·s que de trote, se las paseÛ todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la aÒadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertÛ el ventero, y luego imaginÛ que debÌan de ser pendencias de Maritornes, porque, habiÈndola llamado a voces, no respondÌa. Con esta sospecha se levantÛ, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde habÌa sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venÌa, y que era de condiciÛn terrible, toda medrosica y alborotada, se acogiÛ a la cama de Sancho Panza, que a˙n dormÌa, y allÌ se acorrucÛ y se hizo un ovillo. El ventero entrÛ diciendo: -øAdÛnde est·s, puta? A buen seguro que son tus cosas Èstas. En esto, despertÛ Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sÌ, pensÛ que tenÌa la pesadilla, y comenzÛ a dar puÒadas a una y otra parte, y entre otras alcanzÛ con no sÈ cu·ntas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su despecho, le quitÛ el sueÒo; el cual, viÈndose tratar de aquella manera y sin saber de quiÈn, alz·ndose como pudo, se abrazÛ con Maritornes, y comenzaron entre los dos la m·s reÒida y graciosa escaramuza del mundo. Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cu·l andaba su dama, dejando a don Quijote, acudiÛ a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intenciÛn diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasiÛn de toda aquella armonÌa. Y asÌ como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a Èl, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagÛ el candil, y, como quedaron ascuras, d·banse tan sin compasiÛn todos a bulto que, a doquiera que ponÌan la mano, no dejaban cosa sana. Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estraÒo estruendo de la pelea, asiÛ de su media vara y de la caja de lata de sus tÌtulos, y entrÛ ascuras en el aposento, diciendo: -°TÈnganse a la justicia! °TÈnganse a la Santa Hermandad! Y el primero con quien topÛ fue con el apuÒeado de don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y, ech·ndole a tiento mano a las barbas, no cesaba de decir: -°Favor a la justicia! Pero, viendo que el que tenÌa asido no se bullÌa ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto, y que los que allÌ dentro estaban eran sus matadores; y con esta sospecha reforzÛ la voz, diciendo: -°CiÈrrese la puerta de la venta! °Miren no se vaya nadie, que han muerto aquÌ a un hombre! Esta voz sobresaltÛ a todos, y cada cual dejÛ la pendencia en el grado que le tomÛ la voz. RetirÛse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. SoltÛ en esto el cuadrillero la barba de don Quijote, y saliÛ a buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la hallÛ, porque el ventero, de industria, habÌa muerto la l·mpara cuando se retirÛ a su estancia, y fuele forzoso acudir a la chimenea, donde, con mucho trabajo y tiempo, encendiÛ el cuadrillero otro candil. CapÌtulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensÛ que era castillo HabÌa ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmo tono de voz con que el dÌa antes habÌa llamado a su escudero, cuando estaba tendido en el val de las estacas, le comenzÛ a llamar, diciendo: -Sancho amigo, øduermes? øDuermes, amigo Sancho? -øQuÈ tengo de dormir, pesia a mÌ -respondiÛ Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho-; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche? -PuÈdeslo creer ansÌ, sin duda -respondiÛ don Quijote-, porque, o yo sÈ poco, o este castillo es encantado. Porque has de saber... Mas, esto que ahora quiero decirte hasme de jurar que lo tendr·s secreto hasta despuÈs de mi muerte. -SÌ juro -respondiÛ Sancho. -DÌgolo -replicÛ don Quijote-, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie. -Digo que sÌ juro -tornÛ a decir Sancho- que lo callarÈ hasta despuÈs de los dÌas de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir maÒana. -øTan malas obras te hago, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que me querrÌas ver muerto con tanta brevedad? -No es por eso -respondiÛ Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querrÌa que se me pudriesen de guardadas. -Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-; que m·s fÌo de tu amor y de tu cortesÌa; y asÌ, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las m·s estraÒas aventuras que yo sabrÈ encarecer; y, por cont·rtela en breve, sabr·s que poco ha que a mÌ vino la hija del seÒor deste castillo, que es la m·s apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. øQuÈ te podrÌa decir del adorno de su persona? øQuÈ de su gallardo entendimiento? øQuÈ de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi seÒora Dulcinea del Toboso, dejarÈ pasar intactas y en silencio? SÛlo te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me habÌa puesto en las manos, o quiz·, y esto es lo m·s cierto, que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcÌsimos y amorosÌsimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dÛnde venÌa, vino una mano pegada a alg˙n brazo de alg˙n descomunal gigante y asentÛme una puÒada en las quijadas, tal, que las tengo todas baÒadas en sangre; y despuÈs me moliÛ de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los gallegos, que, por demasÌas de Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le debe de guardar alg˙n encantado moro, y no debe de ser para mÌ. -Ni para mÌ tampoco -respondiÛ Sancho-, porque m·s de cuatrocientos moros me han aporreado a mÌ, de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero dÌgame, seÒor, øcÛmo llama a Èsta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho, pero yo, øquÈ tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? °Desdichado de mÌ y de la madre que me pariÛ, que ni soy caballero andante, ni lo pienso ser jam·s, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte! -Luego, øtambiÈn est·s t˙ aporreado? -respondiÛ don Quijote. -øNo le he dicho que sÌ, pesia a mi linaje? -dijo Sancho. -No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo harÈ agora el b·lsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. AcabÛ en esto de encender el candil el cuadrillero, y entrÛ a ver el que pensaba que era muerto; y, asÌ como le vio entrar Sancho, viÈndole venir en camisa y con su paÒo de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntÛ a su amo: -SeÒor, øsi ser· Èste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejÛ algo en el tintero? -No puede ser el moro -respondiÛ don Quijote-, porque los encantados no se dejan ver de nadie. -Si no se dejan ver, dÈjanse sentir -dijo Sancho-; si no, dÌganlo mis espaldas. -TambiÈn lo podrÌan decir las mÌas -respondiÛ don Quijote-, pero no es bastante indicio Èse para creer que este que se vee sea el encantado moro. LlegÛ el cuadrillero, y, como los hallÛ hablando en tan sosegada conversaciÛn, quedÛ suspenso. Bien es verdad que a˙n don Quijote se estaba boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. LlegÛse a Èl el cuadrillero y dÌjole: -Pues, øcÛmo va, buen hombre? -Hablara yo m·s bien criado -respondiÛ don Quijote-, si fuera que vos. ø⁄sase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero? El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con Èl en la cabeza, de suerte que le dejÛ muy bien descalabrado; y, como todo quedÛ ascuras, saliÛse luego; y Sancho Panza dijo: -Sin duda, seÒor, que Èste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sÛlo guarda las puÒadas y los candilazos. -AsÌ es -respondiÛ don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para quÈ tomar cÛlera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fant·sticas, no hallaremos de quiÈn vengarnos, aunque m·s lo procuremos. Lev·ntate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dÈ un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutÌfero b·lsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado. Lev·ntose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba el ventero; y, encontr·ndose con el cuadrillero, que estaba escuchando en quÈ paraba su enemigo, le dijo: -SeÒor, quien quiera que se·is, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama, malferido por las manos del encantado moro que est· en esta venta. Cuando el cuadrillero tal oyÛ, t˙vole por hombre falto de seso; y, porque ya comenzaba a amanecer, abriÛ la puerta de la venta, y, llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre querÌa. El ventero le proveyÛ de cuanto quiso, y Sancho se lo llevÛ a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quej·ndose del dolor del candilazo, que no le habÌa hecho m·s mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que Èl pensaba que era sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resoluciÛn, Èl tomÛ sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezcl·ndolos todos y cociÈndolos un buen espacio, hasta que le pareciÛ que estaban en su punto. PidiÛ luego alguna redoma para echallo, y, como no la hubo en la venta, se resolviÛ de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donaciÛn. Y luego dijo sobre la alcuza m·s de ochenta paternostres y otras tantas avemarÌas, salves y credos, y a cada palabra acompaÒaba una cruz, a modo de bendiciÛn; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos. Hecho esto, quiso Èl mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel precioso b·lsamo que Èl se imaginaba; y asÌ, se bebiÛ, de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se habÌa cocido, casi media azumbre; y apenas lo acabÛ de beber, cuando comenzÛ a vomitar de manera que no le quedÛ cosa en el estÛmago; y con las ansias y agitaciÛn del vÛmito le dio un sudor copiosÌsimo, por lo cual mandÛ que le arropasen y le dejasen solo. HiciÈronlo ansÌ, y quedÛse dormido m·s de tres horas, al cabo de las cuales despertÛ y se sintiÛ aliviadÌsimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyÛ que habÌa acertado con el b·lsamo de Fierabr·s, y que con aquel remedio podÌa acometer desde allÌ adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza, que tambiÈn tuvo a milagro la mejorÌa de su amo, le rogÛ que le diese a Èl lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. ConcediÛselo don Quijote, y Èl, tom·ndola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echÛ a pechos, y envasÛ bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estÛmago del pobre Sancho no debÌa de ser tan delicado como el de su amo, y asÌ, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos que Èl pensÛ bien y verdaderamente que era llegada su ˙ltima hora; y, viÈndose tan afligido y congojado, maldecÌa el b·lsamo y al ladrÛn que se lo habÌa dado. ViÈndole asÌ don Quijote, le dijo: -Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mÌ que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son. -Si eso sabÌa vuestra merced -replicÛ Sancho-, °mal haya yo y toda mi parentela!, øpara quÈ consintiÛ que lo gustase? En esto, hizo su operaciÛn el brebaje, y comenzÛ el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa que la estera de enea, sobre quien se habÌa vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubrÌa, fueron m·s de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente Èl, sino todos pensaron que se le acababa la vida. DurÛle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedÛ como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podÌa tener. Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintiÛ aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciÈndole que todo el tiempo que allÌ se tardaba era quit·rsele al mundo y a los en Èl menesterosos de su favor y amparo; y m·s con la seguridad y confianza que llevaba en su b·lsamo. Y asÌ, forzado deste deseo, Èl mismo ensillÛ a Rocinante y enalbardÛ al jumento de su escudero, a quien tambiÈn ayudÛ a vestir y a subir en el asno. P˙sose luego a caballo, y, lleg·ndose a un rincÛn de la venta, asiÛ de un lanzÛn que allÌ estaba, para que le sirviese de lanza. Est·banle mirando todos cuantos habÌa en la venta, que pasaban de m·s de veinte personas; mir·bale tambiÈn la hija del ventero, y Èl tambiÈn no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro que parecÌa que le arrancaba de lo profundo de sus entraÒas, y todos pensaban que debÌa de ser del dolor que sentÌa en las costillas; a lo menos, pens·banlo aquellos que la noche antes le habÌan visto bizmar. Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamÛ al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: -Muchas y muy grandes son las mercedes, seÒor alcaide, que en este vuestro castillo he recebido, y quedo obligadÌsimo a agradecÈroslas todos los dÌas de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de alg˙n soberbio que os haya fecho alg˙n agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que poco pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigar alevosÌas. Recorred vuestra memoria, y si hall·is alguna cosa deste jaez que encomendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden de caballero que recebÌ, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad. El ventero le respondiÛ con el mesmo sosiego: -SeÒor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ning˙n agravio, porque yo sÈ tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. SÛlo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, asÌ de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas. -Luego, øventa es Èsta? -replicÛ don Quijote. -Y muy honrada -respondiÛ el ventero. -EngaÒado he vivido hasta aquÌ -respondiÛ don Quijote-, que en verdad que pensÈ que era castillo, y no malo; pero, pues es ansÌ que no es castillo sino venta, lo que se podr· hacer por agora es que perdonÈis por la paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sÈ cierto, sin que hasta ahora haya leÌdo cosa en contrario, que jam·s pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de dÌa, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frÌo, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todos los incÛmodos de la tierra. -Poco tengo yo que ver en eso -respondiÛ el ventero-; p·gueseme lo que se me debe, y dejÈmonos de cuentos ni de caballerÌas, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda. -Vos sois un sandio y mal hostalero -respondiÛ don Quijote. Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzÛn, se saliÛ de la venta sin que nadie le detuviese, y Èl, sin mirar si le seguÌa su escudero, se alongÛ un buen trecho. El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudiÛ a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, pues su seÒor no habÌa querido pagar, que tampoco Èl pagarÌa; porque, siendo Èl escudero de caballero andante, como era, la mesma regla y razÛn corrÌa por Èl como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. AmohinÛse mucho desto el ventero, y amenazÛle que si no le pagaba, que lo cobrarÌa de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondiÛ que, por la ley de caballerÌa que su amo habÌa recebido, no pagarÌa un solo cornado, aunque le costase la vida; porque no habÌa de perder por Èl la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habÌan de quejar dÈl los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reproch·ndole el quebrantamiento de tan justo fuero. Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de CÛrdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mesmo espÌritu, se llegaron a Sancho, y, ape·ndole del asno, uno dellos entrÛ por la manta de la cama del huÈsped, y, ech·ndole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo m·s bajo de lo que habÌan menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenÌa por lÌmite el cielo. Y allÌ, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle en alto y a holgarse con Èl como con perro por carnestolendas. Las voces que el mÌsero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oÌdos de su amo; el cual, determin·ndose a escuchar atentamente, creyÛ que alguna nueva aventura le venÌa, hasta que claramente conociÛ que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope llegÛ a la venta, y, hall·ndola cerrada, la rodeÛ por ver si hallaba por donde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacÌa a su escudero. Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cÛlera le dejara, tengo para mÌ que se riera. ProbÛ a subir desde el caballo a las bardas, pero estaba tan molido y quebrantado que aun apearse no pudo; y asÌ, desde encima del caballo, comenzÛ a decir tantos denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechÛ, hasta que de puro cansados le dejaron. TrujÈronle allÌ su asno, y, subiÈndole encima, le arroparon con su gab·n. Y la compasiva de Maritornes, viÈndole tan fatigado, le pareciÛ ser bien socorrelle con un jarro de agua, y asÌ, se le trujo del pozo, por ser m·s frÌo. TomÛle Sancho, y llev·ndole a la boca, se parÛ a las voces que su amo le daba, diciendo: -°Hijo Sancho, no bebas agua! °Hijo, no la bebas, que te matar·! øVes? AquÌ tengo el santÌsimo b·lsamo -y enseÒ·bale la alcuza del brebaje-, que con dos gotas que dÈl bebas sanar·s sin duda. A estas voces volviÛ Sancho los ojos, como de travÈs, y dijo con otras mayores: -øPor dicha h·sele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entraÒas que me quedaron de anoche? Gu·rdese su licor con todos los diablos y dÈjeme a mÌ. Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogÛ a Maritornes que se le trujese de vino, y asÌ lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagÛ de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenÌa unas sombras y lejos de cristiana. AsÌ como bebiÛ Sancho, dio de los carcaÒos a su asno, y, abriÈndole la puerta de la venta de par en par, se saliÛ della, muy contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intenciÛn, aunque habÌa sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedÛ con sus alforjas en pago de lo que se le debÌa; mas Sancho no las echÛ menos, seg˙n saliÛ turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta asÌ como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites. CapÌtulo XVIII. Donde se cuentan las razones que pasÛ Sancho Panza con su seÒor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas LlegÛ Sancho a su amo marchito y desmayado; tanto, que no podÌa arrear a su jumento. Cuando asÌ le vio don Quijote, le dijo: -Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que es encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, øquÈ podÌan ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debÌan de tener encantado; que te juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballerÌa, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propria vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad. -TambiÈn me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero, pero no pude; aunque tengo para mÌ que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y hueso como nosotros; y todos, seg˙n los oÌ nombrar cuando me volteaban, tenÌan sus nombres: que el uno se llamaba Pedro MartÌnez, y el otro Tenorio Hern·ndez, y el ventero oÌ que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo. AsÌ que, seÒor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en ·l estuvo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo, nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cu·l es nuestro pie derecho. Y lo que serÌa mejor y m·s acertado, seg˙n mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dej·ndonos de andar de Ceca en Meca y de zoca en colodra, como dicen. -°QuÈ poco sabes, Sancho -respondiÛ don Quijote-, de achaque de caballerÌa! Calla y ten paciencia, que dÌa vendr· donde veas por vista de ojos cu·n honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: øquÈ mayor contento puede haber en el mundo, o quÈ gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna. -AsÌ debe de ser -respondiÛ Sancho-, puesto que yo no lo sÈ; sÛlo sÈ que, despuÈs que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no hay para quÈ me cuente en tan honroso n˙mero), jam·s hemos vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaÌno, y aun de aquÈlla saliÛ vuestra merced con media oreja y media celada menos; que, despuÈs ac·, todo ha sido palos y m·s palos, puÒadas y m·s puÒadas, llevando yo de ventaja el manteamiento y haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para saber hasta dÛnde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice. -…sa es la pena que yo tengo y la que t˙ debes tener, Sancho -respondiÛ don Quijote-; pero, de aquÌ adelante, yo procurarÈ haber a las manos alguna espada hecha por tal maestrÌa, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ning˙n gÈnero de encantamentos; y aun podrÌa ser que me deparase la ventura aquella de AmadÌs, cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente Espada, que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, porque, fuera que tenÌa la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no habÌa armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante. -Yo soy tan venturoso -dijo Sancho- que, cuando eso fuese y vuestra merced viniese a hallar espada semejante, sÛlo vendrÌa a servir y aprovechar a los armados caballeros, como el b·lsamo; y los escuderos, que se los papen duelos. -No temas eso, Sancho -dijo don Quijote-, que mejor lo har· el cielo contigo. Es estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venÌa hacia ellos una grande y espesa polvareda; y, en viÈndola, se volviÛ a Sancho y le dijo: -…ste es el dÌa, °oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; Èste es el dÌa, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos. øVes aquella polvareda que allÌ se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosÌsimo ejÈrcito que de diversas e innumerables gentes por allÌ viene marchando. -A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-, porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda. VolviÛ a mirarlo don Quijote, y vio que asÌ era la verdad; y, alegr·ndose sobremanera, pensÛ, sin duda alguna, que eran dos ejÈrcitos que venÌan a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura; porque tenÌa a todas horas y momentos llena la fantasÌa de aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafÌos, que en los libros de caballerÌas se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacÌa era encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que habÌa visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes partes venÌan, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahÌnco afirmaba don Quijote que eran ejÈrcitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle: -SeÒor, øpues quÈ hemos de hacer nosotros? -øQuÈ? -dijo don Quijote-: favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guÌa el grande emperador AlifanfarÛn, seÒor de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas, PentapolÈn del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo. -Pues, øpor quÈ se quieren tan mal estos dos seÒores? -preguntÛ Sancho. -QuierÈnse mal -respondiÛ don Quijote- porque este AlefanfarÛn es un foribundo pagano y est· enamorado de la hija de PentapolÌn, que es una muy fermosa y adem·s agraciada seÒora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya. -°Para mis barbas -dijo Sancho-, si no hace muy bien PentapolÌn, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere! -En eso har·s lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque, para entrar en batallas semejantes, no se requiere ser armado caballero. -Bien se me alcanza eso -respondiÛ Sancho-, pero, ødÛnde pondremos a este asno que estemos ciertos de hallarle despuÈs de pasada la refriega? Porque el entrar en ella en semejante caballerÌa no creo que est· en uso hasta agora. -AsÌ es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dÈl es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no, porque ser·n tantos los caballos que tendremos, despuÈs que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero est·me atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros m·s principales que en estos dos ejÈrcitos vienen. Y, para que mejor los veas y notes, retirÈmonos a aquel altillo que allÌ se hace, de donde se deben de descubrir los dos ejÈrcitos. HiciÈronlo ansÌ, y pusierÛnse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las dos manadas que a don Quijote se le hicieron ejÈrcito, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su imaginaciÛn lo que no veÌa ni habÌa, con voz levantada comenzÛ a decir: -Aquel caballero que allÌ ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un leÛn coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, seÒor de la Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro de los miembros giganteos, que est· a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbar·n de Boliche, seÒor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta que, seg˙n es fama, es una de las del templo que derribÛ SansÛn, cuando con su muerte se vengÛ de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte y ver·s delante y en la frente destotro ejÈrcito al siempre vencedor y jam·s vencido Timonel de Carcajona, prÌncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama, que, seg˙n se dice, es la sin par Miulina, hija del duque AlfeÒiquÈn del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de naciÛn francÈs, llamado Pierres PapÌn, seÒor de las baronÌas de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaÒos a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice asÌ: Rastrea mi suerte. Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrÛn, que Èl se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginaciÛn de su nunca vista locura; y, sin parar, prosiguiÛ diciendo: -A este escuadrÛn frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquÌ est·n los que bebÌan las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan los masÌlicos campos; los que criban el finÌsimo y menudo oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vÌas al dorado Pactolo; los n˙midas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los ·rabes, de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrÛn vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivÌfero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran en los elÌseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se baÒan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las estendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con el frÌo del silvoso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sÌ contiene y encierra. °V·lame Dios, y cu·ntas provincias dijo, cu·ntas naciones nombrÛ, d·ndole a cada una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecÌan, todo absorto y empapado en lo que habÌa leÌdo en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y, de cuando en cuando, volvÌa la cabeza a ver si veÌa los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y, como no descubrÌa a ninguno, le dijo: -SeÒor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo; quiz· todo debe ser encantamento, como las fantasmas de anoche. -øCÛmo dices eso? -respondiÛ don Quijote-. øNo oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? -No oigo otra cosa -respondiÛ Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros. Y asÌ era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaÒos. -El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retÌrate a una parte y dÈjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza en el ristre, bajÛ de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciÈndole: -°VuÈlvase vuestra merced, seÒor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir! °VuÈlvase, desdichado del padre que me engendrÛ! øQuÈ locura es Èsta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. øQuÈ es lo que hace? °Pecador soy yo a Dios! Ni por Èsas volviÛ don Quijote; antes, en altas voces, iba diciendo: -°Ea, caballeros, los que seguÌs y milit·is debajo de las banderas del valeroso emperador PentapolÌn del Arremangado Brazo, seguidme todos: verÈis cu·n f·cilmente le doy venganza de su enemigo AlefanfarÛn de la Trapobana! Esto diciendo, se entrÛ por medio del escuadrÛn de las ovejas, y comenzÛ de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venÌan d·banle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciÒÈronse las hondas y comenzaron a saludalle los oÌdos con piedras como el puÒo. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decÌa: -øAdÛnde est·s, soberbio AlifanfuÛn? Vente a mÌ; que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso PentapolÌn Garamanta. LlegÛ en esto una peladilla de arroyo, y, d·ndole en un lado, le sepultÛ dos costillas en el cuerpo. ViÈndose tan maltrecho, creyÛ sin duda que estaba muerto o malferido, y, acord·ndose de su licor, sacÛ su alcuza y p˙sosela a la boca, y comenzÛ a echar licor en el estÛmago; mas, antes que acabase de envasar lo que a Èl le parecÌa que era bastante, llegÛ otra almendra y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno que se la hizo pedazos, llev·ndole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machuc·ndole malamente dos dedos de la mano. Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Lleg·ronse a Èl los pastores y creyeron que le habÌan muerto; y asÌ, con mucha priesa, recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin averiguar otra cosa, se fueron. Est·base todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacÌa, y arranc·base las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le habÌa dado a conocer. ViÈndole, pues, caÌdo en el suelo, y que ya los pastores se habÌan ido, bajÛ de la cuesta y llegÛse a Èl, y hallÛle de muy mal arte, aunque no habÌa perdido el sentido, y dÌjole: -øNo le decÌa yo, seÒor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejÈrcitos, sino manadas de carneros? -Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrÛn del sabio mi enemigo. S·bete, Sancho, que es muy f·cil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo habÌa de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengaÒes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y sÌguelos bonitamente, y ver·s cÛmo, en alej·ndose de aquÌ alg˙n poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pintÈ primero... Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda; llÈgate a mÌ y mira cu·ntas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca. LlegÛse Sancho tan cerca que casi le metÌa los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya habÌa obrado el b·lsamo en el estÛmago de don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegÛ a mirarle la boca, arrojÛ de sÌ, m·s recio que una escopeta, cuanto dentro tenÌa, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero. -°Santa MarÌa! -dijo Sancho-, øy quÈ es esto que me ha sucedido? Sin duda, este pecador est· herido de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero, reparando un poco m·s en ello, echÛ de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el b·lsamo de la alcuza que Èl le habÌa visto beber; y fue tanto el asco que tomÛ que, revolviÈndosele el estÛmago, vomitÛ las tripas sobre su mismo seÒor, y quedaron entrambos como de perlas. AcudiÛ Sancho a su asno para sacar de las alforjas con quÈ limpiarse y con quÈ curar a su amo; y, como no las hallÛ, estuvo a punto de perder el juicio. MaldÌjose de nuevo, y propuso en su corazÛn de dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida Ìnsula. LevantÛse en esto don Quijote, y, puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asiÛ con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se habÌa movido de junto a su amo -tal era de leal y bien acondicionado-, y fuese adonde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo adem·s. Y, viÈndole don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo: -S·bete, Sancho, que no es un hombre m·s que otro si no hace m·s que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son seÒales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquÌ se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien est· ya cerca. AsÌ que, no debes congojarte por las desgracias que a mÌ me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas. -øCÛmo no? -respondiÛ Sancho-. Por ventura, el que ayer mantearon, øera otro que el hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas, øson de otro que del mismo? -øQue te faltan las alforjas, Sancho? -dijo don Quijote. -SÌ que me faltan -respondiÛ Sancho. -Dese modo, no tenemos quÈ comer hoy -replicÛ don Quijote. -Eso fuera -respondiÛ Sancho- cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan malaventurados andantes caballeros como vuestra merced es. -Con todo eso -respondiÛ don Quijote-, tomara yo ahora m·s aÌna un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe DioscÛrides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mÌ; que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y m·s andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos. -M·s bueno era vuestra merced -dijo Sancho- para predicador que para caballero andante. -De todo sabÌan y han de saber los caballeros andantes, Sancho -dijo don Quijote-, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que asÌ se paraba a hacer un sermÛn o pl·tica, en mitad de un campo real, como si fuera graduado por la Universidad de ParÌs; de donde se infiere que nunca la lanza embotÛ la pluma, ni la pluma la lanza. -Ahora bien, sea asÌ como vuestra merced dice -respondiÛ Sancho-, vamos ahora de aquÌ, y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados; que si los hay, darÈ al diablo el hato y el garabato. -PÌdeselo t˙ a Dios, hijo -dijo don Quijote-, y guÌa t˙ por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu eleciÛn el alojarnos. Pero dame ac· la mano y atiÈntame con el dedo, y mira bien cu·ntos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allÌ siento el dolor. MetiÛ Sancho los dedos, y, est·ndole tentando, le dijo: -øCu·ntas muelas solÌa vuestra merced tener en esta parte? -Cuatro -respondiÛ don Quijote-, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas. -Mire vuestra merced bien lo que dice, seÒor -respondiÛ Sancho. -Digo cuatro, si no eran cinco -respondiÛ don Quijote-, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caÌdo ni comido de neguijÛn ni de reuma alguna. -Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho- no tiene vuestra merced m·s de dos muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda est· rasa como la palma de la mano. -°Sin ventura yo! -dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba-, que m·s quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho m·s se ha de estimar un diente que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballerÌa. Sube, amigo, y guÌa, que yo te seguirÈ al paso que quisieres. HÌzolo asÌ Sancho, y encaminÛse hacia donde le pareciÛ que podÌa hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allÌ iba muy seguido. YÈndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille diciÈndole alguna cosa; y, entre otras que le dijo, fue lo que se dir· en el siguiente capÌtulo. CapÌtulo XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucediÛ con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos -ParÈceme, seÒor mÌo, que todas estas desventuras que estos dÌas nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballerÌa, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced jurÛ de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien. -Tienes mucha razÛn, Sancho -dijo don Quijote-; mas, para decirte verdad, ello se me habÌa pasado de la memoria; y tambiÈn puedes tener por cierto que por la culpa de no habÈrmelo t˙ acordado en tiempo te sucediÛ aquello de la manta; pero yo harÈ la enmienda, que modos hay de composiciÛn en la orden de la caballerÌa para todo. -Pues, øjurÈ yo algo, por dicha? -respondiÛ Sancho. -No importa que no hayas jurado -dijo don Quijote-: basta que yo entiendo que de participantes no est·s muy seguro, y, por sÌ o por no, no ser· malo proveernos de remedio. -Pues si ello es asÌ -dijo Sancho-, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto, como lo del juramento; quiz· les volver· la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan pertinaz. En estas y otras pl·ticas les tomÛ la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no habÌa de bueno en ello era que perecÌan de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltÛ toda la despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar esta desgracia, les sucediÛ una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecÌa. Y fue que la noche cerrÛ con alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razÛn, hallarÌa en Èl alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venÌan hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecÌan sino estrellas que se movÌan. PasmÛse Sancho en viÈndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tirÛ el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podÌa ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras m·s se llegaban, mayores parecÌan; a cuya vista Sancho comenzÛ a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote; el cual, anim·ndose un poco, dijo: -…sta, sin duda, Sancho, debe de ser grandÌsima y peligrosÌsima aventura, donde ser· necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. -°Desdichado de mÌ! -respondiÛ Sancho-; si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, øadÛnde habr· costillas que la sufran? -Por m·s fantasmas que sean -dijo don Quijote-, no consentirÈ yo que te toque en el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podrÈ yo como quisiere esgremir mi espada. -Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron -dijo Sancho-, øquÈ aprovechar· estar en campo abierto o no? -Con todo eso -replicÛ don Quijote-, te ruego, Sancho, que tengas buen ·nimo, que la experiencia te dar· a entender el que yo tengo. -SÌ tendrÈ, si a Dios place -respondiÛ Sancho. Y, apart·ndose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podÌa ser; y de allÌ a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visiÛn de todo punto rematÛ el ·nimo de Sancho Panza, el cual comenzÛ a dar diente con diente, como quien tiene frÌo de cuartana; y creciÛ m·s el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos; detr·s de los cuales venÌa una litera cubierta de luto, a la cual seguÌan otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sÌ, con una voz baja y compasiva. Esta estraÒa visiÛn, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazÛn de Sancho, y aun en el de su amo; y asÌ fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho habÌa dado al travÈs con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representÛ en su imaginaciÛn al vivo que aquÈlla era una de las aventuras de sus libros. FigurÛsele que la litera eran andas donde debÌa de ir alg˙n mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a Èl solo estaba reservada; y, sin hacer otro discurso, enristrÛ su lanzÛn, p˙sose bien en la silla, y con gentil brÌo y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habÌan de pasar, y cuando los vio cerca alzÛ la voz y dijo: -Deteneos, caballeros, o quienquiera que se·is, y dadme cuenta de quiÈn sois, de dÛnde venÌs, adÛnde vais, quÈ es lo que en aquellas andas llev·is; que, seg˙n las muestras, o vosotros habÈis fecho, o vos han fecho, alg˙n desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que fecistes, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron. -Vamos de priesa -respondiÛ uno de los encamisados- y est· la venta lejos, y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedÌs. Y, picando la mula, pasÛ adelante. SintiÛse desta respuesta grandemente don Quijote, y, trabando del freno, dijo: -Deteneos y sed m·s bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla. Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantÛ de manera que, alz·ndose en los pies, dio con su dueÒo por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzÛ a denostar a don Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar m·s, enristrando su lanzÛn, arremetiÛ a uno de los enlutados, y, mal ferido, dio con Èl en tierra; y, revolviÈndose por los dem·s, era cosa de ver con la presteza que los acometÌa y desbarataba; que no parecÌa sino que en aquel instante le habÌan nacido alas a Rocinante, seg˙n andaba de ligero y orgulloso. Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas, y asÌ, con facilidad, en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecÌan sino a los de las m·scaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podÌan mover; asÌ que, muy a su salvo, don Quijote los apaleÛ a todos y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquÈl no era hombre, sino diablo del infierno que les salÌa a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban. Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su seÒor, y decÌa entre sÌ: -Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como Èl dice. Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribÛ la mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote; y, lleg·ndose a Èl, le puso la punta del lanzÛn en el rostro, diciÈndole que se rindiese; si no, que le matarÌa. A lo cual respondiÛ el caÌdo: -Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate; que cometer· un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras Ûrdenes. -Pues, øquiÈn diablos os ha traÌdo aquÌ -dijo don Quijote-, siendo hombre de Iglesia? -øQuiÈn, seÒor? -replicÛ el caÌdo-: mi desventura. -Pues otra mayor os amenaza -dijo don Quijote-, si no me satisfacÈis a todo cuanto primero os preguntÈ. -Con facilidad ser· vuestra merced satisfecho -respondiÛ el licenciado-; y asÌ, sabr· vuestra merced que, aunque denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y ll·mome Alonso LÛpez; soy natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas; vamos a la ciudad de Segovia acompaÒando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que muriÛ en Baeza, donde fue depositado; y ahora, como digo, llev·bamos sus huesos a su sepultura, que est· en Segovia, de donde es natural. -øY quiÈn le matÛ? -preguntÛ don Quijote. -Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron -respondiÛ el bachiller. -Desa suerte -dijo don Quijote-, quitado me ha Nuestro SeÒor del trabajo que habÌa de tomar en vengar su muerte si otro alguno le hubiera muerto; pero, habiÈndole muerto quien le matÛ, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mÌ mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios. -No sÈ cÛmo pueda ser eso de enderezar tuertos -dijo el bachiller-, pues a mÌ de derecho me habÈis vuelto tuerto, dej·ndome una pierna quebrada, la cual no se ver· derecha en todos los dÌas de su vida; y el agravio que en mÌ habÈis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedarÈ agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras. -No todas las cosas -respondiÛ don Quijote- suceden de un mismo modo. El daÒo estuvo, seÒor bachiller Alonso LÛpez, en venir, como venÌades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semej·bades cosa mala y del otro mundo; y asÌ, yo no pude dejar de cumplir con mi obligaciÛn acometiÈndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que Èrades los memos satanases del infierno, que por tales os juzguÈ y tuve siempre. -Ya que asÌ lo ha querido mi suerte -dijo el bachiller-, suplico a vuestra merced, seÒor caballero andante (que tan mala andanza me ha dado), me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. -°Hablara yo para maÒana! -dijo don Quijote-. Y øhasta cu·ndo aguard·bades a decirme vuestro af·n? Dio luego voces a Sancho Panza que viniese; pero Èl no se curÛ de venir, porque andaba ocupado desvalijando una acÈmila de repuesto que traÌan aquellos buenos seÒores, bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gab·n, y, recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargÛ su jumento, y luego acudiÛ a las voces de su amo y ayudÛ a sacar al seÒor bachiller de la opresiÛn de la mula; y, poniÈndole encima della, le dio la hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compaÒeros, a quien de su parte pidiese perdÛn del agravio, que no habÌa sido en su mano dejar de haberle hecho. DÌjole tambiÈn Sancho: -Si acaso quisieren saber esos seÒores quiÈn ha sido el valeroso que tales los puso, dir·les vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura. Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntÛ a Sancho que quÈ le habÌa movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, m·s entonces que nunca. -Yo se lo dirÈ -respondiÛ Sancho-: porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la m·s mala figura, de poco ac·, que jam·s he visto; y dÈbelo de haber causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de las muelas y dientes. -No es eso -respondiÛ don Quijote-, sino que el sabio, a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazaÒas, le habr· parecido que ser· bien que yo tome alg˙n nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados: cu·l se llamaba el de la Ardiente Espada; cu·l, el del Unicornio; aquel, de las Doncellas; aquÈste, el del Ave FÈnix; el otro, el Caballero del Grifo; estotro, el de la Muerte; y por estos nombres e insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra. Y asÌ, digo que el sabio ya dicho te habr· puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy en adelante; y, para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. -No hay para quÈ gastar tiempo y dineros en hacer esa figura -dijo Sancho-, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya y dÈ rostro a los que le miraren; que, sin m·s ni m·s, y sin otra imagen ni escudo, le llamar·n el de la Triste Figura; y crÈame que le digo verdad, porque le prometo a vuestra merced, seÒor, y esto sea dicho en burlas, que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podr· muy bien escusar la triste pintura. RiÛse don Quijote del donaire de Sancho, pero, con todo, propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como habÌa imaginado. En esto volviÛ el bachiller y le dijo a don Quijote: -Olvid·baseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente diabolo, etc. -No entiendo ese latÌn -respondiÛ don Quijote-, mas yo sÈ bien que no puse las manos, sino este lanzÛn; cuanto m·s, que yo no pensÈ que ofendÌa a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como catÛlico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y, cuando eso asÌ fuese, en la memoria tengo lo que le pasÛ al Cid Ruy DÌaz, cuando quebrÛ la silla del embajador de aquel rey delante de Su Santidad del Papa, por lo cual lo descomulgÛ, y anduvo aquel dÌa el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero. En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que venÌa en la litera eran huesos o no, pero no lo consintiÛ Sancho, diciÈndole: -SeÒor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo m·s a su salvo de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podrÌa ser que cayese en la cuenta de que los venciÛ sola una persona, y, corridos y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos diesen en quÈ entender. El jumento est· como conviene, la montaÒa cerca, la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil comp·s de pies, y, como dicen, v·yase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y, antecogiendo su asno, rogÛ a su seÒor que le siguiese; el cual, pareciÈndole que Sancho tenÌa razÛn, sin volverle a replicar, le siguiÛ. Y, a poco trecho que caminaban por entre dos montaÒuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon; y Sancho aliviÛ el jumento, y, tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre, almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo sus estÛmagos con m·s de una fiambrera que los seÒores clÈrigos del difunto -que pocas veces se dejan mal pasar- en la acÈmila de su repuesto traÌan. Mas sucediÛles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fue que no tenÌan vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dir· en el siguiente capÌtulo. CapÌtulo XX. De la jam·s vista ni oÌda aventura que con m·s poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabÛ el valeroso don Quijote de la Mancha -No es posible, seÒor mÌo, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquÌ cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece; y asÌ, ser· bien que vamos un poco m·s adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre. PareciÛle bien el consejo a don Quijote, y, tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, despuÈs de haber puesto sobre Èl los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas, no hubieron andado docientos pasos, cuando llegÛ a sus oÌdos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeÒaba. AlegrÛles el ruido en gran manera, y, par·ndose a escuchar hacia quÈ parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguÛ el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ·nimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a comp·s, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompaÒados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazÛn que no fuera el de don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos ·rboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacÌan un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y m·s cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormÌa, ni la maÒana llegaba; aÒadiÈndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompaÒado de su intrÈpido corazÛn, saltÛ sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terciÛ su lanzÛn y dijo: -Sancho amigo, has de saber que yo nacÌ, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquÈl para quien est·n guardados los peligros, las grandes hazaÒas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estraÒezas y fechos de armas, que escurezcan las m·s claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraÒo silencio, el sordo y confuso estruendo destos ·rboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeÒa y derrumba desde los altos montes de la luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oÌdos; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sÌ, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto m·s en aquel que no est· acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ·nimo, que ya hace que el corazÛn me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por m·s dificultosa que se muestra. AsÌ que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quÈdate a Dios, y espÈrame aquÌ hasta tres dÌas no m·s, en los cuales, si no volviere, puedes t˙ volverte a nuestra aldea, y desde allÌ, por hacerme merced y buena obra, ir·s al Toboso, donde dir·s a la incomparable seÒora mÌa Dulcinea que su cautivo caballero muriÛ por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo. Cuando Sancho oyÛ las palabras de su amo, comenzÛ a llorar con la mayor ternura del mundo y a decille: -SeÒor, yo no sÈ por quÈ quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquÌ no nos vee nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres dÌas; y, pues no hay quien nos vea, menos habr· quien nos note de cobardes; cuanto m·s, que yo he oÌdo predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en Èl; asÌ que, no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos enemigos como acompaÒaban al difunto. Y, cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazÛn, muÈvale el pensar y creer que apenas se habr· vuestra merced apartado de aquÌ, cuando yo, de miedo, dÈ mi ·nima a quien quisiere llevarla. Yo salÌ de mi tierra y dejÈ hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer m·s y no menos; pero, como la cudicia rompe el saco, a mÌ me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando m·s vivas las tenÌa de alcanzar aquella negra y malhadada Ìnsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo Dios, seÒor mÌo, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dil·telo, a lo menos, hasta la maÒana; que, a lo que a mÌ me muestra la ciencia que aprendÌ cuando era pastor, no debe de haber desde aquÌ al alba tres horas, porque la boca de la Bocina est· encima de la cabeza, y hace la media noche en la lÌnea del brazo izquierdo. -øCÛmo puedes t˙, Sancho -dijo don Quijote-, ver dÛnde hace esa lÌnea, ni dÛnde est· esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura que no parece en todo el cielo estrella alguna? -AsÌ es -dijo Sancho-, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas debajo de tierra, cuanto m·s encima en el cielo; puesto que, por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquÌ al dÌa. -Falte lo que faltare -respondiÛ don Quijote-; que no se ha de decir por mÌ, ahora ni en ning˙n tiempo, que l·grimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debÌa a estilo de caballero; y asÌ, te ruego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en corazÛn de acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendr· cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquÌ, que yo darÈ la vuelta presto, o vivo o muerto. Viendo, pues, Sancho la ˙ltima resoluciÛn de su amo y cu·n poco valÌan con Èl sus l·grimas, consejos y ruegos, determinÛ de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el dÌa, si pudiese; y asÌ, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, atÛ con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podÌa mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo: -Ea, seÒor, que el cielo, conmovido de mis l·grimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos querÈis porfiar, y espolear, y dalle, ser· enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijÛn. Desesper·base con esto don Quijote, y, por m·s que ponÌa las piernas al caballo, menos le podÌa mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venÌa de otra parte que de la industria de Sancho; y asÌ, le dijo: -Pues asÌ es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que rÌa el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. -No hay que llorar -respondiÛ Sancho-, que yo entretendrÈ a vuestra merced contando cuentos desde aquÌ al dÌa, si ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse m·s descansado cuando llegue el dÌa y punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera. -øA quÈ llamas apear o a quÈ dormir? -dijo don Quijote-. øSoy yo, por ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme t˙, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo harÈ lo que viere que m·s viene con mi pretensiÛn. No se enoje vuestra merced, seÒor mÌo -respondiÛ Sancho-, que no lo dije por tanto. Y, lleg·ndose a Èl, puso la una mano en el arzÛn delantero y la otra en el otro, de modo que quedÛ abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dÈl un dedo: tal era el miedo que tenÌa a los golpes, que todavÌa alternativamente sonaban. DÌjole don Quijote que contase alg˙n cuento para entretenerle, como se lo habÌa prometido, a lo que Sancho dijo que sÌ hiciera si le dejara el temor de lo que oÌa. -Pero, con todo eso, yo me esforzarÈ a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estÈme vuestra merced atento, que ya comienzo. ´…rase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...ª Y advierta vuestra merced, seÒor mÌo, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue asÌ comoquiera, que fue una sentencia de CatÛn Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que viene aquÌ como anillo al dedo, para que vuestra merced se estÈ quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos Èste, donde tantos miedos nos sobresaltan. -Sigue tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de seguir dÈjame a mÌ el cuidado. -´Digo, pues -prosiguiÛ Sancho-, que en un lugar de Estremadura habÌa un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...ª -Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabar·s en dos dÌas; dilo seguidamente y cuÈntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada. -De la misma manera que yo lo cuento -respondiÛ Sancho-, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sÈ contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. -Di como quisieres -respondiÛ don Quijote-; que, pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue. -´AsÌ que, seÒor mÌo de mi ·nima -prosiguiÛ Sancho-, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza, zahareÒa y tiraba algo a hombruna, porque tenÌa unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo.ª -Luego, øconocÌstela t˙? -dijo don Quijote. -No la conocÌ yo -respondiÛ Sancho-, pero quien me contÛ este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero que podÌa bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo habÌa visto todo. ´AsÌ que, yendo dÌas y viniendo dÌas, el diablo, que no duerme y que todo lo aÒasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenÌa a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, seg˙n malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreciÛ de allÌ adelante que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jam·s. La Torralba, que se vio desdeÒada del Lope, luego le quiso bien, mas que nunca le habÌa querido.ª -…sa es natural condiciÛn de mujeres -dijo don Quijote-: desdeÒar a quien las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho. -´SucediÛ -dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinaciÛn, y, antecogiendo sus cabras, se encaminÛ por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras Èl, y seguÌale a pie y descalza desde lejos, con un bordÛn en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, seg˙n es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sÈ quÈ botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sÛlo dirÈ que dicen que el pastor llegÛ con su ganado a pasar el rÌo Guadiana, y en aquella sazÛn iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegÛ no habÌa barca ni barco, ni quien le pasase a Èl ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojÛ mucho, porque veÌa que la Torralba venÌa ya muy cerca y le habÌa de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y l·grimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenÌa junto a sÌ un barco, tan pequeÒo que solamente podÌan caber en Èl una persona y una cabra; y, con todo esto, le hablÛ y concertÛ con Èl que le pasase a Èl y a trecientas cabras que llevaba. EntrÛ el pescador en el barco, y pasÛ una cabra; volviÛ, y pasÛ otra; tornÛ a volver, y tornÛ a pasar otra.ª Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabar· el cuento y no ser· posible contar m·s palabra dÈl. ´Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volviÛ por otra cabra, y otra, y otra...ª -Haz cuenta que las pasÛ todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabar·s de pasarlas en un aÒo. -øCu·ntas han pasado hasta agora? -dijo Sancho. -°Yo quÈ diablos sÈ! -respondiÛ don Quijote-. -He ahÌ lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. -øCÛmo puede ser eso? -respondiÛ don Quijote-. øTan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del n˙mero no puedes seguir adelante con la historia? -No seÒor, en ninguna manera -respondiÛ Sancho-; porque, asÌ como yo preguntÈ a vuestra merced que me dijese cu·ntas cabras habÌan pasado y me respondiÛ que no sabÌa, en aquel mesmo instante se me fue a mÌ de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento. -øDe modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada? -Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho. -DÌgote de verdad -respondiÛ don Quijote- que t˙ has contado una de las m·s nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal modo de contarla ni dejarla, jam·s se podr· ver ni habr· visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quiz· estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento. -Todo puede ser -respondiÛ Sancho-, mas yo sÈ que en lo de mi cuento no hay m·s que decir: que allÌ se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. -Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede mover Rocinante. TornÛle a poner las piernas, y Èl tornÛ a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto, parece ser, o que el frÌo de la maÒana, que ya venÌa, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo que m·s se debe creer-, a Èl le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por Èl; mas era tanto el miedo que habÌa entrado en su corazÛn, que no osaba apartarse un negro de uÒa de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenÌa gana, tampoco era posible; y asÌ, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenÌa asida al arzÛn trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltÛ la lazada corrediza con que los calzones se sostenÌan, sin ayuda de otra alguna, y, en quit·ndosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto, alzÛ la camisa lo mejor que pudo y echÛ al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeÒas. Hecho esto -que Èl pensÛ que era lo m·s que tenÌa que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareciÛ que no podÌa mudarse sin hacer estrÈpito y ruido, y comenzÛ a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sÌ el aliento todo cuanto podÌa; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a Èl le ponÌa tanto miedo. OyÛlo don Quijote y dijo: -øQuÈ rumor es Èse, Sancho? -No sÈ, seÒor -respondiÛ Èl-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco. TornÛ otra vez a probar ventura, y sucediÛle tan bien que, sin m·s ruido ni alboroto que el pasado, se hallÛ libre de la carga que tanta pesadumbre le habÌa dado. Mas, como don Quijote tenÌa el sentido del olfato tan vivo como el de los oÌdos, y Sancho estaba tan junto y cosido con Èl que casi por lÌnea recta subÌan los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando Èl fue al socorro, apret·ndolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo: -ParÈceme, Sancho, que tienes mucho miedo. -SÌ tengo -respondiÛ Sancho-; mas, øen quÈ lo echa de ver vuestra merced ahora m·s que nunca? -En que ahora m·s que nunca hueles, y no a ·mbar -respondiÛ don Quijote. -Bien podr· ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. -RetÌrate tres o cuatro all·, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquÌ adelante ten m·s cuenta con tu persona y con lo que debes a la mÌa; que la mucha conversaciÛn que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. -ApostarÈ -replicÛ Sancho- que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. -Peor es meneallo, amigo Sancho -respondiÛ don Quijote. En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo Sancho que a m·s andar se venÌa la maÒana, con mucho tiento desligÛ a Rocinante y se atÛ los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque Èl de suyo no era nada brioso, parece que se resintiÛ, y comenzÛ a dar manotadas; porque corvetas -con perdÛn suyo- no las sabÌa hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movÌa, lo tuvo a buena seÒal, y creyÛ que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura. AcabÛ en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos ·rboles altos, que ellos eran castaÒos, que hacen la sombra muy escura. SintiÛ tambiÈn que el golpear no cesaba, pero no vio quiÈn lo podÌa causar; y asÌ, sin m·s detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandÛ que allÌ le aguardase tres dÌas, a lo m·s largo, como ya otra vez se lo habÌa dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios habÌa sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus dÌas. TornÛle a referir el recado y embajada que habÌa de llevar de su parte a su seÒora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque Èl habÌa dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallarÌa gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podÌa tener por muy m·s que cierta la prometida Ìnsula. De nuevo tornÛ a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen seÒor, y determinÛ de no dejarle hasta el ˙ltimo tr·nsito y fin de aquel negocio. Destas l·grimas y determinaciÛn tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debÌa de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano viejo. Cuyo sentimiento enterneciÛ algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzÛ a caminar hacia la parte por donde le pareciÛ que el ruido del agua y del golpear venÌa. SeguÌale Sancho a pie, llevando, como tenÌa de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compaÒero de sus prÛsperas y adversas fortunas; y, habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaÒos y ·rboles sombrÌos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peÒas se hacÌa, de las cuales se precipitaba un grandÌsimo golpe de agua. Al pie de las peÒas, estaban unas casas mal hechas, que m·s parecÌan ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salÌa el ruido y estruendo de aquel golpear, que a˙n no cesaba. AlborotÛse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y, soseg·ndole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas, encomend·ndose de todo corazÛn a su seÒora, suplic·ndole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba tambiÈn a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podÌa el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si verÌa ya lo que tan suspenso y medroso le tenÌa. Otros cien pasos serÌan los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta, pareciÛ descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrÌsono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los habÌa tenido. Y eran -si no lo has, °oh lector!, por pesadumbre y enojo- seis mazos de bat·n, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeciÛ y pasmÛse de arriba abajo. MirÛle Sancho, y vio que tenÌa la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. MirÛ tambiÈn don Quijote a Sancho, y viole que tenÌa los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes seÒales de querer reventar con ella, y no pudo su melanconÌa tanto con Èl que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reÌrse; y, como vio Sancho que su amo habÌa comenzado, soltÛ la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los puÒos, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegÛ, y otras tantas volviÛ a su risa con el mismo Ìmpetu que primero; de lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y m·s cuando le oyÛ decir, como por modo de fisga: -´Has de saber, °oh Sancho amigo!, que yo nacÌ, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquÈl para quien est·n guardados los peligros, las hazaÒas grandes, los valerosos fechos...ª Y por aquÌ fue repitiendo todas o las m·s razones que don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes. Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacÌa burla dÈl, se corriÛ y enojÛ en tanta manera, que alzÛ el lanzÛn y le asentÛ dos palos, tales que, si, como los recibiÛ en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: -SosiÈguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo. -Pues, porque os burl·is, no me burlo yo -respondiÛ don Quijote-. Venid ac·, seÒor alegre: øparÈceos a vos que, si como Èstos fueron mazos de bat·n, fueran otra peligrosa aventura, no habÌa yo mostrado el ·nimo que convenÌa para emprendella y acaballa? øEstoy yo obligado, a dicha, siendo, como soy, caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cu·les son de bat·n o no? Y m·s, que podrÌa ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habrÈis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y ech·dmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mÌ la burla que quisiÈredes. -No haya m·s, seÒor mÌo -replicÛ Sancho-, que yo confieso que he andado algo risueÒo en demasÌa. Pero dÌgame vuestra merced, ahora que estamos en paz (asÌ Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado dÈsta), øno ha sido cosa de reÌr, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sÈ que no le conoce, ni sabe quÈ es temor ni espanto. -No niego yo -respondiÛ don Quijote- que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas. -A lo menos -respondiÛ Sancho-, supo vuestra merced poner en su punto el lanzÛn, apunt·ndome a la cabeza, y d·ndome en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldr· en la colada; que yo he oÌdo decir: "…se te quiere bien, que te hace llorar"; y m·s, que suelen los principales seÒores, tras una mala palabra que dicen a un criado, darle luego unas calzas; aunque no sÈ lo que le suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos Ìnsulas o reinos en tierra firme. -Tal podrÌa correr el dado -dijo don Quijote- que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre, y est· advertido de aquÌ adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerÌas he leÌdo, que son infinitos, jam·s he hallado que ning˙n escudero hablase tanto con su seÒor como t˙ con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mÌa: tuya, en que me estimas en poco; mÌa, en que no me dejo estimar en m·s. SÌ, que GandalÌn, escudero de AmadÌs de Gaula, conde fue de la Ìnsula Firme; y se lee dÈl que siempre hablaba a su seÒor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, øquÈ diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de seÒor a criado y de caballero a escudero. AsÌ que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con m·s respeto, sin darnos cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para el c·ntaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegar·n a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya os he dicho. -Est· bien cuanto vuestra merced dice -dijo Sancho-, pero querrÌa yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios, cu·nto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por dÌas, como peones de albaÒir. -No creo yo -respondiÛ don Quijote- que jam·s los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he seÒalado a ti en el testamento cerrado que dejÈ en mi casa, fue por lo que podÌa suceder; que a˙n no sÈ cÛmo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballerÌa, y no querrÌa que por pocas cosas penase mi ·nima en el otro mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en Èl no hay estado m·s peligroso que el de los aventureros. -AsÌ es verdad -dijo Sancho-, pues sÛlo el ruido de los mazos de un bat·n pudo alborotar y desasosegar el corazÛn de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de aquÌ adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y seÒor natural. -Desa manera -replicÛ don Quijote-, vivir·s sobre la haz de la tierra; porque, despuÈs de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen. CapÌtulo XXI. Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero En esto, comenzÛ a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habÌales cobrado tal aborrecimiento don Quijote, por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y asÌ, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habÌan llevado el dÌa de antes. De allÌ a poco, descubriÛ don Quijote un hombre a caballo, que traÌa en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y a˙n Èl apenas le hubo visto, cuando se volviÛ a Sancho y le dijo: -ParÈceme, Sancho, que no hay refr·n que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre". DÌgolo porque si anoche nos cerrÛ la ventura la puerta de la que busc·bamos, engaÒ·ndonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y m·s cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mÌa ser· la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaÒo, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes. -Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-, que no querrÌa que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido. -°V·late el diablo por hombre! -replicÛ don Quijote-. øQuÈ va de yelmo a batanes? -No sÈ nada -respondiÛ Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como solÌa, que quiz· diera tales razones que vuestra merced viera que se engaÒaba en lo que dice. -øCÛmo me puedo engaÒar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Dime, øno ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? -Lo que yo veo y columbro -respondiÛ Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mÌo, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra. -Pues Èse es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Ap·rtate a una parte y dÈjame con Èl a solas: ver·s cu·n sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura y queda por mÌo el yelmo que tanto he deseado. -Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicÛ Sancho-, mas quiera Dios, torno a decir, que orÈgano sea, y no batanes. -Ya os he dicho, hermano, que no me mentÈis, ni por pienso, m·s eso de los batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo m·s, que os batanee el alma. CallÛ Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le habÌa echado, redondo como una bola. Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote veÌa, era esto: que en aquel contorno habÌa dos lugares, el uno tan pequeÒo que ni tenÌa botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sÌ; y asÌ, el barbero del mayor servÌa al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venÌa el barbero, y traÌa una bacÌa de azÛfar; y quiso la suerte que, al tiempo que venÌa, comenzÛ a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debÌa de ser nuevo, se puso la bacÌa sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. VenÌa sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y Èsta fue la ocasiÛn que a don Quijote le pareciÛ caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veÌa, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerÌas y malandantes pensamientos. Y cuando Èl vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con Èl en razones, a todo correr de Rocinante le enristrÛ con el lanzÛn bajo, llevando intenciÛn de pasarle de parte a parte; mas cuando a Èl llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo: -°DefiÈndete, cautiva criatura, o entriÈgame de tu voluntad lo que con tanta razÛn se me debe! El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sÌ, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se levantÛ m·s ligero que un gamo y comenzÛ a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. DejÛse la bacÌa en el suelo, con la cual se contentÛ don Quijote, y dijo que el pagano habÌa andado discreto y que habÌa imitado al castor, el cual, viÈndose acosado de los cazadores, se taraza y arpa con los dientes aquÈllo por lo que Èl, por distinto natural, sabe que es perseguido. MandÛ a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tom·ndola en las manos, dijo: -Por Dios, que la bacÌa es buena y que vale un real de a ocho como un maravedÌ. Y, d·ndosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rode·ndola a una parte y a otra, busc·ndole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo: -Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjÛ primero esta famosa celada, debÌa de tener grandÌsima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad. Cuando Sancho oyÛ llamar a la bacÌa celada, no pudo tener la risa; mas vÌnosele a las mientes la cÛlera de su amo, y callÛ en la mitad della. -øDe quÈ te rÌes, Sancho? -dijo don Quijote. -RÌome -respondiÛ Èl- de considerar la gran cabeza que tenÌa el pagano dueÒo deste almete, que no semeja sino una bacÌa de barbero pintiparada. -øSabes quÈ imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por alg˙n estraÒo acidente, debiÛ de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacÌa, viÈndola de oro purÌsimo, debiÛ de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo Èsta, que parece bacÌa de barbero, como t˙ dices. Pero, sea lo que fuere; que para mÌ que la conozco no hace al caso su trasmutaciÛn; que yo la aderezarÈ en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjÛ el dios de las herrerÌas para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traerÈ como pudiere, que m·s vale algo que no nada; cuanto m·s, que bien ser· bastante para defenderme de alguna pedrada. -Eso ser· -dijo Sancho- si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejÈrcitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venÌa aquel benditÌsimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.along -No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes t˙, Sancho -dijo don Quijote-, que yo tengo la receta en la memoria. -TambiÈn la tengo yo -respondiÛ Sancho-, pero si yo le hiciere ni le probare m·s en mi vida, aquÌ sea mi hora. Cuanto m·s, que no pienso ponerme en ocasiÛn de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare. -Mal cristiano eres, Sancho -dijo, oyendo esto, don Quijote-, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues s·bete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niÒerÌas. øQuÈ pie sacaste cojo, quÈ costilla quebrada, quÈ cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo ansÌ, ya yo hubiera vuelto all· y hubiera hecho en tu venganza m·s daÒo que el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquÈl, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene. Y aquÌ dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho: -Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sÈ de quÈ calidad fueron las veras y las burlas, y sÈ tambiÈn que no se me caer·n de la memoria, como nunca se quitar·n de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dÌgame vuestra merced quÈ haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejÛ aquÌ desamparado aquel Martino que vuestra merced derribÛ; que, seg˙n Èl puso los pies en polvorosa y cogiÛ las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por Èl jam·s; y °para mis barbas, si no es bueno el rucio! -Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballerÌa quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lÌcito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lÌcita. AsÌ que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que t˙ quisieres que sea, que, como su dueÒo nos vea alongados de aquÌ, volver· por Èl. -Dios sabe si quisiera llevarle -replicÛ Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mÌo, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballerÌa, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querrÌa saber si podrÌa trocar los aparejos siquiera. -En eso no estoy muy cierto -respondiÛ don Quijote-; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad estrema. -Tan estrema es -respondiÛ Sancho- que si fueran para mi misma persona, no los hubiera menester m·s. Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dej·ndole mejorado en tercio y quinto. Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acÈmila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenÌan por el miedo en que les habÌan puesto. Cortada, pues, la cÛlera, y aun la malenconÌa, subieron a caballo, y, sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sÌ la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguÌa por dondequiera que guiaba, en buen amor y compaÒÌa. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por Èl a la ventura, sin otro disignio alguno. Yendo, pues, asÌ caminando, dijo Sancho a su amo: -SeÒor, øquiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con Èl? Que, despuÈs que me puso aquel ·spero mandamiento del silencio, se me han podrido m·s de cuatro cosas en el estÛmago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querrÌa que se mal lograse. -Dila -dijo don Quijote-, y sÈ breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo. -Digo, pues, seÒor -respondiÛ Sancho-, que, de algunos dÌas a esta parte, he considerado cu·n poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las m·s eligrosas, no hay quien las vea ni sepa; y asÌ, se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intenciÛn de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y asÌ, me parece que serÌa mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuÈsemos a servir a alg˙n emperador, o a otro prÌncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del seÒor a quien sirviÈremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual seg˙n sus mÈritos, y allÌ no faltar· quien ponga en escrito las hazaÒas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mÌas no digo nada, pues no han de salir de los lÌmites escuderiles; aunque sÈ decir que, si se usa en la caballerÌa escribir hazaÒas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mÌas entre renglones. -No dices mal, Sancho -respondiÛ don Quijote-; mas, antes que se llegue a ese tÈrmino, es menester andar por el mundo, como en aprobaciÛn, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que, cuando se fuere a la corte de alg˙n gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo: ''…ste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazaÒas. ''…ste es -dir·n- el que venciÛ en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el que desencantÛ al Gran Mameluco de Persia del largo encantamento en que habÌa estado casi novecientos aÒos''. AsÌ que, de mano en mano, ir·n pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la dem·s gente, se parar· a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y asÌ como vea al caballero, conociÈndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ''°Ea, sus! °Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte est·n, a recebir a la flor de la caballerÌa, que allÌ viene!'' A cuyo mandamiento saldr·n todos, y Èl llegar· hasta la mitad de la escalera, y le abrazar· estrechÌsimamente, y le dar· paz bes·ndole en el rostro; y luego le llevar· por la mano al aposento de la seÒora reina, adonde el caballero la hallar· con la infanta, su hija, que ha de ser una de las m·s fermosas y acabadas doncellas que, en gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar. Suceder· tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero y Èl en los della, y cada uno parezca a otro cosa m·s divina que humana; y, sin saber cÛmo ni cÛmo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber cÛmo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allÌ le llevar·n, sin duda, a alg˙n cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiÈndole quitado las armas, le traer·n un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien pareciÛ armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche, cenar· con el rey, reina e infanta, donde nunca quitar· los ojos della, mir·ndola a furto de los circustantes, y ella har· lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrar· a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeÒo enano con una fermosa dueÒa, que, entre dos gigantes, detr·s del enano viene, con cierta aventura, hecha por un antiquÌsimo sabio, que el que la acabare ser· tenido por el mejor caballero del mundo. Mandar· luego el rey que todos los que est·n presentes la prueben, y ninguno le dar· fin y cima sino el caballero huÈsped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedar· contentÌsima la infanta, y se tendr· por contenta y pagada adem·s, por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o prÌncipe, o lo que es, tiene una muy reÒida guerra con otro tan poderoso como Èl, y el caballero huÈsped le pide (al cabo de algunos dÌas que ha estado en su corte) licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha. Dar·sela el rey de muy buen talante, y el caballero le besar· cortÈsmente las manos por la merced que le face. Y aquella noche se despedir· de su seÒora la infanta por las rejas de un jardÌn, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces la habÌa fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirar· Èl, desmayar·se ella, traer· agua la doncella, acuitar·se mucho porque viene la maÒana, y no querrÌa que fuesen descubiertos, por la honra de su seÒora. Finalmente, la infanta volver· en sÌ y dar· sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besar· mil y mil veces y se las baÒar· en l·grimas. Quedar· concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogar·le la princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometÈrselo ha Èl con muchos juramentos; tÛrnale a besar las manos, y despÌdese con tanto sentimiento que estar· poco por acabar la vida. Vase desde allÌ a su aposento, Èchase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de maÒana, vase a despedir del rey y de la reina y de la infanta; dÌcenle, habiÈndose despedido de los dos, que la seÒora infanta est· mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de pena de su partida, trasp·sasele el corazÛn, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Est· la doncella medianera delante, halo de notar todo, v·selo a decir a su seÒora, la cual la recibe con l·grimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quiÈn sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; aseg˙rala la doncella que no puede caber tanta cortesÌa, gentileza y valentÌa como la de su caballero sino en subjeto real y grave; consuÈlase con esto la cuitada; procura consolarse, por no dar mal indicio de sÌ a sus padres, y, a cabo de dos dÌas, sale en p˙blico. Ya se es ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su seÒora por donde suele, conciÈrtase que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey, porque no sabe quiÈn es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sÈ quÈ reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. MuÈrese el padre, hereda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. AquÌ entra luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que ser·, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal. -Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-; a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llam·ndose el Caballero de la Triste Figura. -No lo dudes, Sancho -replicÛ don Quijote-, porque del mesmo y por los mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. SÛlo falta agora mirar quÈ rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habr· para pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte. TambiÈn me falta otra cosa; que, puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increÌble por todo el universo, no sÈ yo cÛmo se podÌa hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querr· el rey dar a su hija por mujer si no est· primero muy enterado en esto, aunque m·s lo merezcan mis famosos hechos. AsÌ que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesiÛn y propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podrÌa ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su decendencia de prÌncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pir·mide puesta al revÈs; otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes seÒores. De manera que est· la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podrÌa ser yo dÈstos que, despuÈs de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debÌa de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azac·n, me ha de admitir por seÒor y por esposo; y si no, aquÌ entra el roballa y llevalla donde m·s gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres. -AhÌ entra bien tambiÈn -dijo Sancho- lo que algunos desalmados dicen: "No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "M·s vale salto de mata que ruego de hombres buenos". DÌgolo porque si el seÒor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeÒar a entregalle a mi seÒora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella. Pero est· el daÒo que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacÌficamente el reino, el pobre escudero se podr· estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y Èl pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podr·, creo yo, desde luego d·rsela su seÒor por ligÌtima esposa. -Eso no hay quien la quite -dijo don Quijote. -Pues, como eso sea -respondiÛ Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare. -H·galo Dios -respondiÛ don Quijote- como yo deseo y t˙, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene. -Sea par Dios -dijo Sancho-, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta. -Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y cuando no lo fueras, no hacÌa nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciÈndote conde, c·tate ahÌ caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar seÒorÌa, mal que les pese. -Y °montas que no sabrÌa yo autorizar el litado! -dijo Sancho. -Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo. -Sea ansÌ -respondiÛ Sancho Panza-. Digo que le sabrÌa bien acomodar, porque, por vida mÌa, que un tiempo fui muÒidor de una cofradÌa, y que me asentaba tan bien la ropa de muÒidor, que decÌan todos que tenÌa presencia para poder ser prioste de la mesma cofradÌa. Pues, øquÈ ser· cuando me ponga un ropÛn ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mÌ tengo que me han de venir a ver de cien leguas. -Bien parecer·s -dijo don Quijote-, pero ser· menester que te rapes las barbas a menudo; que, seg˙n las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos dÌas por lo menos, a tiro de escopeta se echar· de ver lo que eres. -øQuÈ hay m·s -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le harÈ que ande tras mÌ, como caballerizo de grande. -Pues, øcÛmo sabes t˙ -preguntÛ don Quijote- que los grandes llevan detr·s de sÌ a sus caballerizos? -Yo se lo dirÈ -respondiÛ Sancho-: los aÒos pasados estuve un mes en la corte, y allÌ vi que, pase·ndose un seÒor muy pequeÒo, que decÌan que era muy grande, un hombre le seguÌa a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecÌa sino que era su rabo. PreguntÈ que cÛmo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dÈl. RespondiÈronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sÌ a los tales. Desde entonces lo sÈ tan bien que nunca se me ha olvidado. -Digo que tienes razÛn -dijo don Quijote-, y que asÌ puedes t˙ llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser t˙ el primero conde que lleve tras sÌ su barbero; y aun es de m·s confianza el hacer la barba que ensillar un caballo. -QuÈdese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde. -AsÌ ser· -respondiÛ don Quijote. Y, alzando los ojos, vio lo que se dir· en el siguiente capÌtulo. CapÌtulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor ar·bigo y manchego, en esta gravÌsima, altisonante, mÌnima, dulce e imaginada historia que, despuÈs que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capÌtulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzÛ los ojos y vio que por el camino que llevaba venÌan hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. VenÌan ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que asÌ como Sancho Panza los vido, dijo: -…sta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. -øCÛmo gente forzada? -preguntÛ don Quijote-. øEs posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? -No digo eso -respondiÛ Sancho-, sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. -En resoluciÛn -replicÛ don Quijote-, comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad. -AsÌ es -dijo Sancho. -Pues desa manera -dijo su amo-, aquÌ encaja la ejecuciÛn de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables. -Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos. LlegÛ, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidiÛ a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondiÛ que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no habÌa m·s que decir, ni Èl tenÌa m·s que saber. -Con todo eso -replicÛ don Quijote-, querrÌa saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia. AÒadiÛ a Èstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo: -Aunque llevamos aquÌ el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo Èste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dir·n si quisieren, que sÌ querr·n, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerÌas. Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegÛ a la cadena, y al primero le preguntÛ que por quÈ pecados iba de tan mala guisa. …l le respondiÛ que por enamorado iba de aquella manera. -øPor eso no m·s? -replicÛ don Quijote-. Pues, si por enamorados echan a galeras, dÌas ha que pudiera yo estar bogando en ellas. -No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-; que los mÌos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracÈ conmigo tan fuertemente que, a no quit·rmela la justicia por fuerza, a˙n hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyÛse la causa, acomod·ronme las espaldas con ciento, y por aÒadidura tres precisos de gurapas, y acabÛse la obra. -øQuÈ son gurapas? -preguntÛ don Quijote. -Gurapas son galeras -respondiÛ el galeote. El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro aÒos, y dijo que era natural de PiedrahÌta. Lo mesmo preguntÛ don Quijote al segundo, el cual no respondiÛ palabra, seg˙n iba de triste y malencÛnico; mas respondiÛ por Èl el primero, y dijo: -…ste, seÒor, va por canario; digo, por m˙sico y cantor. -Pues, øcÛmo -repitiÛ don Quijote-, por m˙sicos y cantores van tambiÈn a galeras? -SÌ, seÒor -respondiÛ el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. -Antes, he yo oÌdo decir -dijo don Quijote- que quien canta sus males espanta. -Ac· es al revÈs -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la vida. -No lo entiendo -dijo don Quijote. Mas una de las guardas le dijo: -SeÒor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesÛ su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrÛn de bestias, y, por haber confesado, le condenaron por seis aÒos a galeras, amÈn de docientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los dem·s ladrones que all· quedan y aquÌ van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesÛ y no tuvo ·nimo de decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sÌ, y que harta ventura tiene un delincuente, que est· en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mÌ tengo que no van muy fuera de camino. -Y yo lo entiendo asÌ -respondiÛ don Quijote. El cual, pasando al tercero, preguntÛ lo que a los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondiÛ y dijo: -Yo voy por cinco aÒos a las seÒoras gurapas por faltarme diez ducados. -Yo darÈ veinte de muy buena gana -dijo don Quijote- por libraros desa pesadumbre. -Eso me parece -respondiÛ el galeote- como quien tiene dineros en mitad del golfo y se est· muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester. DÌgolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la pÈndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta. PasÛ don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyÈndose preguntar la causa por que allÌ venÌa, comenzÛ a llorar y no respondiÛ palabra; mas el quinto condenado le sirviÛ de lengua, y dijo: -Este hombre honrado va por cuatro aÒos a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en pompa y a caballo. -Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mÌ me parece, haber salido a la verg¸enza. -AsÌ es -replicÛ el galeote-; y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero. -A no haberle aÒadido esas puntas y collar -dijo don Quijote-, por solamente el alcahuete limpio, no merecÌa Èl ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es asÌ comoquiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarÌsimo en la rep˙blica bien ordenada, y que no le debÌa ejercer sino gente muy bien nacida; y aun habÌa de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los dem·s oficios, con n˙mero deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se escusarÌan muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco m·s a menos, pajecillos y truhanes de pocos aÒos y de poca experiencia, que, a la m·s necesaria ocasiÛn y cuando es menester dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y no saben cu·l es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenÌa hacer elecciÛn de los que en la rep˙blica habÌan de tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: alg˙n dÌa lo dirÈ a quien lo pueda proveer y remediar. SÛlo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque bien sÈ que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrÌo, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad. -AsÌ es -dijo el buen viejo-, y, en verdad, seÒor, que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensÈ que hacÌa mal en ello: que toda mi intenciÛn era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechÛ nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver, seg˙n me cargan los aÒos y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato. Y aquÌ tornÛ a su llanto, como de primero; y t˙vole Sancho tanta compasiÛn, que sacÛ un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna. PasÛ adelante don Quijote, y preguntÛ a otro su delito, el cual respondiÛ con no menos, sino con mucha m·s gallardÌa que el pasado: -Yo voy aquÌ porque me burlÈ demasiadamente con dos primas hermanas mÌas, y con otras dos hermanas que no lo eran mÌas; finalmente, tanto me burlÈ con todas, que resultÛ de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que no hay diablo que la declare. ProbÛseme todo, faltÛ favor, no tuve dineros, vÌame a pique de perder los tragaderos, sentenci·ronme a galeras por seis aÒos, consentÌ: castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, seÒor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagar· en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. …ste iba en h·bito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino. Tras todos Èstos, venÌa un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta aÒos, sino que al mirar metÌa el un ojo en el otro un poco. VenÌa diferentemente atado que los dem·s, porque traÌa una cadena al pie, tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo, de la cual decendÌan dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asÌan dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podÌa llegar a la boca, ni podÌa bajar la cabeza a llegar a las manos. PreguntÛ don Quijote que cÛmo iba aquel hombre con tantas prisiones m·s que los otros. RespondiÛle la guarda porque tenÌa aquel solo m·s delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros dÈl, sino que temÌan que se les habÌa de huir. -øQuÈ delitos puede tener -dijo don Quijote-, si no han merecido m·s pena que echalle a las galeras? -Va por diez aÒos -replicÛ la guarda-, que es como muerte cevil. No se quiera saber m·s, sino que este buen hombre es el famoso GinÈs de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla. -SeÒor comisario -dijo entonces el galeote-, v·yase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. GinÈs me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacÈ dice; y cada uno se dÈ una vuelta a la redonda, y no har· poco. -Hable con menos tono -replicÛ el comisario-, seÒor ladrÛn de m·s de la marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese. -Bien parece -respondiÛ el galeote- que va el hombre como Dios es servido, pero alg˙n dÌa sabr· alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no. -Pues, øno te llaman ansÌ, embustero? -dijo la guarda. -SÌ llaman -respondiÛ GinÈs-, mas yo harÈ que no me lo llamen, o me las pelarÌa donde yo digo entre mis dientes. SeÒor caballero, si tiene algo que darnos, dÈnoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mÌa quiere saber, sepa que yo soy GinÈs de Pasamonte, cuya vida est· escrita por estos pulgares. -Dice verdad -dijo el comisario-: que Èl mesmo ha escrito su historia, que no hay m·s, y deja empeÒado el libro en la c·rcel en docientos reales. -Y le pienso quitar -dijo GinÈs-, si quedara en docientos ducados. -øTan bueno es? -dijo don Quijote. -Es tan bueno -respondiÛ GinÈs- que mal aÒo para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel gÈnero se han escrito o escribieren. Lo que le sÈ decir a voacÈ es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen. -øY cÛmo se intitula el libro? -preguntÛ don Quijote. -La vida de GinÈs de Pasamonte -respondiÛ el mismo. -øY est· acabado? -preguntÛ don Quijote. -øCÛmo puede estar acabado -respondiÛ Èl-, si a˙n no est· acabada mi vida? Lo que est· escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta ˙ltima vez me han echado en galeras. -Luego, øotra vez habÈis estado en ellas? -dijo don Quijote. -Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro aÒos, y ya sÈ a quÈ sabe el bizcocho y el corbacho -respondiÛ GinÈs-; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allÌ tendrÈ lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de EspaÒa hay mas sosiego de aquel que serÌa menester, aunque no es menester mucho m·s para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sÈ de coro. -H·bil pareces -dijo don Quijote. -Y desdichado -respondiÛ GinÈs-; porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio. -Persiguen a los bellacos -dijo el comisario. -Ya le he dicho, seÒor comisario -respondiÛ Pasamonte-, que se vaya poco a poco, que aquellos seÒores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquÌ vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su Majestad manda. Si no, °por vida de...! °Basta!, que podrÌa ser que saliesen alg˙n dÌa en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es mucho regodeo Èste. AlzÛ la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogÛ que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese alg˙n tanto suelta la lengua. Y, volviÈndose a todos los de la cadena, dijo: -De todo cuanto me habÈis dicho, hermanos carÌsimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podrÌa ser que el poco ·nimo que aquÈl tuvo en el tormento, la falta de dineros dÈste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdiciÛn y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte tenÌades. Todo lo cual se me representa a mÌ ahora en la memoria de manera que me est· diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros el efeto para que el cielo me arrojÛ al mundo, y me hizo profesar en Èl la orden de caballerÌa que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sÈ que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos seÒores guardianes y comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltar·n otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto m·s, seÒores guardas -aÒadiÛ don Quijote-, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. All· se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yÈndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplÌs, algo que agradeceros; y, cuando de grado no lo hag·is, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, har·n que lo hag·is por fuerza. -°Donosa majaderÌa! -respondiÛ el comisario- °Bueno est· el donaire con que ha salido a cabo de rato! °Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviÈramos autoridad para soltarlos o Èl la tuviera para mand·rnoslo! V·yase vuestra merced, seÒor, norabuena, su camino adelante, y enderÈcese ese bacÌn que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato. -°Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -respondiÛ don Quijote. Y, diciendo y haciendo, arremetiÛ con Èl tan presto que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con Èl en el suelo, malherido de una lanzada; y avÌnole bien, que Èste era el de la escopeta. Las dem·s guardas quedaron atÛnitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero, volviendo sobre sÌ, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y, sin duda, lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasiÛn que se les ofrecÌa de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando romper la cadena donde venÌan ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a don Quijote, que los acometÌa, no hicieron cosa que fuese de provecho. AyudÛ Sancho, por su parte, a la soltura de GinÈs de Pasamonte, que fue el primero que saltÛ en la campaÒa libre y desembarazado, y, arremetiendo al comisario caÌdo, le quitÛ la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno y seÒalando al otro, sin disparalla jam·s, no quedÛ guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, asÌ de la escopeta de Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban. EntristeciÛse mucho Sancho deste suceso, porque se le representÛ que los que iban huyendo habÌan de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, a campana herida, saldrÌa a buscar los delincuentes, y asÌ se lo dijo a su amo, y le rogÛ que luego de allÌ se partiesen y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca. -Bien est· eso -dijo don Quijote-, pero yo sÈ lo que ahora conviene que se haga. Y, llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habÌan despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y asÌ les dijo: -De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que m·s a Dios ofende es la ingratitud. DÌgolo porque ya habÈis visto, seÒores, con manifiesta experiencia, el que de mÌ habÈis recebido; en pago del cual querrÌa, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que quitÈ de vuestros cuellos, luego os pong·is en camino y vais a la ciudad del Toboso, y allÌ os presentÈis ante la seÒora Dulcinea del Toboso y le dig·is que su caballero, el de la Triste Figura, se le envÌa a encomendar, y le contÈis, punto por punto, todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podrÈis ir donde quisiÈredes a la buena ventura. RespondiÛ por todos GinÈs de Pasamonte, y dijo: -Lo que vuestra merced nos manda, seÒor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entraÒas de la tierra, por no ser hallado de la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la seÒora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarÌas y credos, que nosotros diremos por la intenciÛn de vuestra merced; y Èsta es cosa que se podr· cumplir de noche y de dÌa, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que a˙n no son las diez del dÌa, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo. -Pues °voto a tal! -dijo don Quijote, ya puesto en cÛlera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llam·is, que habÈis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas. Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate habÌa cometido como el de querer darles libertad, viÈndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a los compaÒeros, y, apart·ndose aparte, comenzaron a llover tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacÌa m·s caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con Èl se defendÌa de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovÌa. No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sÈ cu·ntos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza que dieron con Èl en el suelo; y apenas hubo caÌdo, cuando fue sobre Èl el estudiante y le quitÛ la bacÌa de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos. Quit·ronle una ropilla que traÌa sobre las armas, y las medias calzas le querÌan quitar si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gab·n, y, dej·ndole en pelota, repartiendo entre sÌ los dem·s despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con m·s cuidado de escaparse de la Hermandad, que temÌan, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la seÒora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que a˙n no habÌa cesado la borrasca de las piedras, que le perseguÌan los oÌdos; Rocinante, tendido junto a su amo, que tambiÈn vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinÌsimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien habÌa hecho. CapÌtulo XXIII. De lo que le aconteciÛ al famoso don Quijote en Sierra Morena, que fue una de las m·s raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan ViÈndose tan malparado don Quijote, dijo a su escudero: -Siempre, Sancho, lo he oÌdo decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creÌdo lo que me dijiste, yo hubiera escusado esta pesadumbre; pero ya est· hecho: paciencia, y escarmentar para desde aquÌ adelante. -AsÌ escarmentar· vuestra merced -respondiÛ Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creÌdo se hubiera escusado este daÒo, crÈame ahora y escusar· otro mayor; porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerÌas, que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedÌs; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oÌdos. -Naturalmente eres cobarde, Sancho -dijo don Quijote-, pero, porque no digas que soy contumaz y que jam·s hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de ser con una condiciÛn: que jam·s, en vida ni en muerte, has de decir a nadie que yo me retirÈ y apartÈ deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentir·s en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que mientes y mentir·s todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me repliques m·s, que en sÛlo pensar que me aparto y retiro de alg˙n peligro, especialmente dÈste, que parece que lleva alg˙n es no es de sombra de miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquÌ solo, no solamente a la Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus de Israel, y a los siete Macabeos, y a C·stor y a PÛlux, y aun a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, que el retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para maÒana y no aventurarse todo en un dÌa. Y sepa que, aunque zafio y villano, todavÌa se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno; asÌ que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudarÈ, y sÌgame, que el caletre me dice que hemos menester ahora m·s los pies que las manos. SubiÛ don Quijote, sin replicarle m·s palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allÌ junto estaba, llevando Sancho intenciÛn de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a AlmodÛvar del Campo, y esconderse algunos dÌas por aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. AnimÛle a esto haber visto que de la refriega de los galeotes se habÌa escapado libre la despensa que sobre su asno venÌa, cosa que la juzgÛ a milagro, seg˙n fue lo que llevaron y buscaron los galeotes. AsÌ como don Quijote entrÛ por aquellas montaÒas, se le alegrÛ el corazÛn, pareciÈndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. ReducÌansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habÌan sucedido a caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado -despuÈs que le pareciÛ que caminaba por parte segura- sino de satisfacer su estÛmago con los relieves que del despojo clerical habÌan quedado; y asÌ, iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de aquella manera, un ardite. En esto, alzÛ los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzÛn alzar no sÈ quÈ bulto que estaba caÌdo en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegÛ fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzÛn un cojÌn y una maleta asida a Èl, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandÛle su amo que viese lo que en la maleta venÌa. HÌzolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venÌa cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella habÌa, que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un paÒizuelo hallÛ un buen montoncillo de escudos de oro; y, asÌ como los vio, dijo: -°Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho! Y buscando m·s, hallÛ un librillo de memoria, ricamente guarnecido. …ste le pidiÛ don Quijote, y mandÛle que guardase el dinero y lo tomase para Èl. BesÛle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su lencerÌa, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don Quijote, dijo: -ParÈceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que alg˙n caminante descaminado debiÛ de pasar por esta sierra, y, salte·ndole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte. -No puede ser eso -respondiÛ Sancho-, porque si fueran ladrones, no se dejaran aquÌ este dinero. -Verdad dices -dijo don Quijote-, y asÌ, no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas, espÈrate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos. AbriÛle, y lo primero que hallÛ en Èl escrito, como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que, leyÈndole alto porque Sancho tambiÈn lo oyese, vio que decÌa desta manera: O le falta al Amor conocimiento, o le sobra crueldad, o no es mi pena igual a la ocasiÛn que me condena al gÈnero m·s duro de tormento. Pero si Amor es dios, es argumento que nada ignora, y es razÛn muy buena que un dios no sea cruel. Pues, øquiÈn ordena el terrible dolor que adoro y siento? Si digo que sois vos, Fili, no acierto; que tanto mal en tanto bien no cabe, ni me viene del cielo esta r¸ina. Presto habrÈ de morir, que es lo m·s cierto; que al mal de quien la causa no se sabe milagro es acertar la medicina. -Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que est· ahÌ se saque el ovillo de todo. -øQuÈ hilo est· aquÌ? -dijo don Quijote. -ParÈceme -dijo Sancho- que vuestra merced nombrÛ ahÌ hilo. -No dije sino Fili -respondiÛ don Quijote-, y Èste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser razonable poeta, o yo sÈ poco del arte. -Luego, øtambiÈn -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas? -Y m·s de lo que t˙ piensas -respondiÛ don Quijote-, y ver·slo cuando lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi seÒora Dulcinea del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los m·s caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes m˙sicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen m·s de espÌritu que de primor. -Lea m·s vuestra merced -dijo Sancho-, que ya hallar· algo que nos satisfaga. VolviÛ la hoja don Quijote y dijo: -Esto es prosa, y parece carta. -øCarta misiva, seÒor? -preguntÛ Sancho. -En el principio no parece sino de amores -respondiÛ don Quijote. -Pues lea vuestra merced alto -dijo Sancho-, que gusto mucho destas cosas de amores. -Que me place -dijo don Quijote. Y, leyÈndola alto, como Sancho se lo habÌa rogado, vio que decÌa desta manera: Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volver·n a tus oÌdos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desech·steme, °oh ingrata!, por quien tiene m·s, no por quien vale m·s que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantÛ tu hermosura han derribado tus obras: por ella entendÌ que eras ·ngel, y por ellas conozco que eres mujer. QuÈdate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaÒos de tu esposo estÈn siempre encubiertos, porque t˙ no quedes arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo. Acabando de leer la carta, dijo don Quijote: -Menos por Èsta que por los versos se puede sacar m·s de que quien la escribiÛ es alg˙n desdeÒado amante. Y, hojeando casi todo el librillo, hallÛ otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros no; pero lo que todos contenÌan eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los unos y llorados los otros. En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincÛn en toda ella, ni en el cojÌn, que no buscase, escudriÒase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal golosina habÌan despertado en Èl los hallados escudos, que pasaban de ciento. Y, aunque no hallÛ mas de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puÒadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gab·n y toda la hambre, sed y cansancio que habÌa pasado en servicio de su buen seÒor, pareciÈndole que estaba m·s que rebiÈn pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo. Con gran deseo quedÛ el Caballero de la Triste Figura de saber quiÈn fuese el dueÒo de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero en oro y por las tan buenas camisas, que debÌa de ser de alg˙n principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debÌan de haber conducido a alg˙n desesperado tÈrmino. Pero, como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecÌa persona alguna de quien poder informarse, no se curÛ de m·s que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante querÌa, que era por donde Èl podÌa caminar, siempre con imaginaciÛn que no podÌa faltar por aquellas malezas alguna estraÒa aventura. Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montaÒuela que delante de los ojos se le ofrecÌa, iba saltando un hombre, de risco en risco y de mata en mata, con estraÒa ligereza. FigurÛsele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrÌan unos calzones, al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas partes se le descubrÌan las carnes. TraÌa la cabeza descubierta, y, aunque pasÛ con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias mirÛ y notÛ el Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo procurÛ, no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas asperezas, y m·s siendo Èl de suyo pisacorto y flem·tico. Luego imaginÛ don Quijote que aquÈl era el dueÒo del cojÌn y de la maleta, y propuso en sÌ de buscalle, aunque supiese andar un aÒo por aquellas montaÒas hasta hallarle; y asÌ, mandÛ a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de la montaÒa, que Èl irÌa por la otra y podrÌa ser que topasen, con esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les habÌa quitado de delante. -No podrÈ hacer eso -respondiÛ Sancho-, porque, en apart·ndome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil gÈneros de sobresaltos y visiones. Y sÌrvale esto que digo de aviso, para que de aquÌ adelante no me aparte un dedo de su presencia. -AsÌ ser· -dijo el de la Triste Figura-, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ·nimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ·nima del cuerpo. Y vente ahora tras mÌ poco a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quiz· toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueÒo de nuestro hallazgo. A lo que Sancho respondiÛ: -Harto mejor serÌa no buscalle, porque si le hallamos y acaso fuese el dueÒo del dinero, claro est· que lo tengo de restituir; y asÌ, fuera mejor, sin hacer esta in˙til diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta que, por otra vÌa menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero seÒor; y quiz· fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacÌa franco. -Eng·Òaste en eso, Sancho -respondiÛ don Quijote-; que, ya que hemos caÌdo en sospecha de quiÈn es el dueÒo, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvÈrselos; y, cuando no le busc·semos, la vehemente sospecha que tenemos de que Èl lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. AsÌ que, Sancho amigo, no te dÈ pena el buscalle, por la que a mÌ se me quitar· si le hallo. Y asÌ, picÛ a Rocinante, y siguiÛle Sancho con su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado parte de la montaÒa, hallaron en un arroyo, caÌda, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmÛ en ellos m·s la sospecha de que aquel que huÌa era el dueÒo de la mula y del cojÌn. Est·ndola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaÒa, pareciÛ el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogÛle que bajase donde estaban. …l respondiÛ a gritos que quiÈn les habÌa traÌdo por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allÌ andaban. RespondiÛle Sancho que bajase, que de todo le darÌan buena cuenta. BajÛ el cabrero, y, en llegando adonde don Quijote estaba, dijo: -ApostarÈ que est· mirando la mula de alquiler que est· muerta en esa hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses que est· en ese lugar. DÌganme: øhan topado por ahÌ a su dueÒo? -No hemos topado a nadie -respondiÛ don Quijote-, sino a un cojÌn y a una maletilla que no lejos deste lugar hallamos. -TambiÈn la hallÈ yo -respondiÛ el cabrero-, mas nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de alg˙n desm·n y de que no me la pidiesen por de hurto; que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cÛmo ni cÛmo no. -Eso mesmo es lo que yo digo -respondiÛ Sancho-: que tambiÈn la hallÈ yo, y no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allÌ la dejÈ y allÌ se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro. -Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, øsabÈis vos quiÈn sea el dueÒo destas prendas? -Lo que sabrÈ yo decir -dijo el cabrero- es que ´habr· al pie de seis meses, poco m·s a menos, que llegÛ a una majada de pastores, que estar· como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahÌ est· muerta, y con el mesmo cojÌn y maleta que decÌs que hallastes y no tocastes. PreguntÛnos que cu·l parte desta sierra era la m·s ·spera y escondida; dijÌmosle que era esta donde ahora estamos; y es ansÌ la verdad, porque si entr·is media legua m·s adentro, quiz· no acertarÈis a salir; y estoy maravillado de cÛmo habÈis podido llegar aquÌ, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volviÛ las riendas y encaminÛ hacia el lugar donde le seÒalamos, dej·ndonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le vÌamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces nunca m·s le vimos, hasta que desde allÌ a algunos dÌas saliÛ al camino a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegÛ a Èl y le dio muchas puÒadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitÛ cuanto pan y queso en ella traÌa; y, con estraÒa ligereza, hecho esto, se volviÛ a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos dÌas por lo m·s cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. SaliÛ a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le conocÌamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos tenÌamos, nos dieron a entender que era el que busc·bamos. SaludÛnos cortÈsmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos maravill·semos de verle andar de aquella suerte, porque asÌ le convenÌa para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le habÌa sido impuesta. Rog·mosle que nos dijese quiÈn era, mas nunca lo pudimos acabar con Èl. PedÌmosle tambiÈn que, cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podÌa pasar, nos dijese dÛnde le hallarÌamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevarÌamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. AgradeciÛ nuestro ofrecimiento, pidiÛ perdÛn de los asaltos pasados, y ofreciÛ de pedillo de allÌ adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitaciÛn, dijo que no tenÌa otra que aquella que le ofrecÌa la ocasiÛn donde le tomaba la noche; y acabÛ su pl·tica con un tan tierno llanto, que bien fuÈramos de piedra los que escuchado le habÌamos, si en Èl no le acompaÒ·ramos, consider·ndole cÛmo le habÌamos visto la vez primera, y cu·l le veÌamos entonces. Porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona; que, puesto que Èramos r˙sticos los que le escuch·bamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en lo mejor de su pl·tica, parÛ y enmudeciÛse; clavÛ los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en quÈ habÌa de parar aquel embelesamiento, con no poca l·stima de verlo; porque, por lo que hacÌa de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaÒa gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y enarcando las cejas, f·cilmente conocimos que alg˙n accidente de locura le habÌa sobrevenido. Mas Èl nos dio a entender presto ser verdad lo que pens·bamos, porque se levantÛ con gran furia del suelo, donde se habÌa echado, y arremetiÛ con el primero que hallÛ junto a sÌ, con tal denuedo y rabia que, si no se le quit·ramos, le matara a puÒadas y a bocados; y todo esto hacÌa, diciendo: ''°Ah, fementido Fernando! °AquÌ, aquÌ me pagar·s la sinrazÛn que me heciste: estas manos te sacar·n el corazÛn, donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el engaÒo!'' Y a Èstas aÒadÌa otras razones, que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando y a tacharle de traidor y fementido. Quit·mossele, pues, con no poca pesadumbre, y Èl, sin decir m·s palabra, se apartÛ de nosotros y se emboscÛ corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que nos imposibilitÛ el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le venÌa a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debÌa de haber hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el tÈrmino a que le habÌa conducido. Todo lo cual se ha confirmado despuÈs ac· con las veces, que han sido muchas, que Èl ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que llevan para comer y otras a quit·rselo por fuerza; porque cuando est· con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a puÒadas; y cuando est· en su seso, lo pide por amor de Dios, cortÈs y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de l·grimas. Y en verdad os digo, seÒores -prosiguiÛ el cabrero-, que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos mÌos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y, despuÈs de hallado, ya por fuerza ya por grado, le hemos de llevar a la villa de AlmodÛvar, que est· de aquÌ ocho leguas, y allÌ le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quiÈn es cuando estÈ en sus seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su desgraciaª. Esto es, seÒores, lo que sabrÈ deciros de lo que me habÈis preguntado; y entended que el dueÒo de las prendas que hallastes es el mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le habÌa dicho don Quijote cÛmo habÌa visto pasar aquel hombre saltando por la sierra. El cual quedÛ admirado de lo que al cabrero habÌa oÌdo, y quedÛ con m·s deseo de saber quiÈn era el desdichado loco; y propuso en sÌ lo mesmo que ya tenÌa pensado: de buscalle por toda la montaÒa, sin dejar rincÛn ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hÌzolo mejor la suerte de lo que Èl pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareciÛ, por entre una quebrada de una sierra que salÌa donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venÌa hablando entre sÌ cosas que no podÌan ser entendidas de cerca, cuanto m·s de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sÛlo que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sÌ traÌa era de ·mbar; por donde acabÛ de entender que persona que tales h·bitos traÌa no debÌa de ser de Ìnfima calidad. En llegando el mancebo a ellos, les saludÛ con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesÌa. Don Quijote le volviÛ las saludes con no menos comedimiento, y, ape·ndose de Rocinante, con gentil continente y donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura -como a don Quijote el de la Triste-, despuÈs de haberse dejado abrazar, le apartÛ un poco de sÌ, y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como que querÌa ver si le conocÌa; no menos admirado quiz· de ver la figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a Èl. En resoluciÛn, el primero que hablÛ despuÈs del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dir· adelante. CapÌtulo XXIV. Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena Dice la historia que era grandÌsima la atenciÛn con que don Quijote escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su pl·tica, dijo: -Por cierto, seÒor, quienquiera que se·is, que yo no os conozco, yo os agradezco las muestras y la cortesÌa que conmigo habÈis usado; y quisiera yo hallarme en tÈrminos que con m·s que la voluntad pudiera servir la que habÈis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habÈis hecho, mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas. -Los que yo tengo -respondiÛ don Quijote- son de serviros; tanto, que tenÌa determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el dolor que en la estraÒeza de vuestra vida mostr·is tener se podÌa hallar alg˙n gÈnero de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y, cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo gÈnero de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plaÒirla como mejor pudiera, que todavÌa es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi buen intento merece ser agradecido con alg˙n gÈnero de cortesÌa, yo os suplico, seÒor, por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en esta vida m·s habÈis amado o am·is, que me dig·is quiÈn sois y la causa que os ha traÌdo a vivir y a morir entre estas soledades como bruto animal, pues mor·is entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo muestra vuestro traje y persona. Y juro -aÒadiÛ don Quijote-, por la orden de caballerÌa que recebÌ, aunque indigno y pecador, y por la profesiÛn de caballero andante, que si en esto, seÒor, me complacÈis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio, ora ayud·ndoos a llorarla, como os lo he prometido. El Caballero del Bosque, que de tal manera oyÛ hablar al de la Triste Figura, no hacÌa sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de arriba abajo; y, despuÈs que le hubo bien mirado, le dijo: -Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den; que, despuÈs de haber comido, yo harÈ todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquÌ se me han mostrado. Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrÛn, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullÌa que tragaba; y, en tanto que comÌa, ni Èl ni los que le miraban hablaban palabra. Como acabÛ de comer, les hizo de seÒas que le siguiesen, como lo hicieron, y Èl los llevÛ a un verde pradecillo que a la vuelta de una peÒa poco desviada de allÌ estaba. En llegando a Èl se tendiÛ en el suelo, encima de la yerba, y los dem·s hicieron lo mismo; y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, despuÈs de haberse acomodado en su asiento, dijo: -Si gust·is, seÒores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habÈisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interromperÈis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que lo hag·is, en Èse se quedar· lo que fuere contando. Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le habÌa contado su escudero, cuando no acertÛ el n˙mero de las cabras que habÌan pasado el rÌo y se quedÛ la historia pendiente. Pero, volviendo al Roto, prosiguiÛ diciendo: -Esta prevenciÛn que hago es porque querrÌa pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que aÒadir otras de nuevo, y, mientras menos me pregunt·redes, m·s presto acabarÈ yo de decillas, puesto que no dejarÈ por contar cosa alguna que sea de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo. Don Quijote se lo prometiÛ, en nombre de los dem·s, y Èl, con este seguro, comenzÛ desta manera: -´Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta AndalucÌa; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. VivÌa en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de m·s ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debÌa. A esta Luscinda amÈ, quise y adorÈ desde mis tiernos y primeros aÒos, y ella me quiso a mÌ con aquella sencillez y buen ·nimo que su poca edad permitÌa. SabÌan nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veÌan que, cuando pasaran adelante, no podÌan tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas. CreciÛ la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda le pareciÛ que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas. Y fue esta negaciÛn aÒadir llama a llama y deseo a deseo, porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales, con m·s libertad que las lenguas, suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma est· encerrado; que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la intenciÛn m·s determinada y la lengua m·s atrevida. °Ay cielos, y cu·ntos billetes le escribÌ! °Cu·n regaladas y honestas respuestas tuve! °Cu·ntas canciones compuse y cu·ntos enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenÌa sus memorias y recreaba su voluntad! ªEn efeto, viÈndome apurado, y que mi alma se consumÌa con el deseo de verla, determinÈ poner por obra y acabar en un punto lo que me pareciÛ que m·s convenÌa para salir con mi deseado y merecido premio; y fue el pedÌrsela a su padre por legÌtima esposa, como lo hice; a lo que Èl me respondiÛ que me agradecÌa la voluntad que mostraba de honralle, y de querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a Èl tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque, si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a hurto. ªYo le agradecÌ su buen intento, pareciÈndome que llevaba razÛn en lo que decÌa, y que mi padre vendrÌa en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y, al tiempo que entrÈ en un aposento donde estaba, le hallÈ con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: ''Por esa carta ver·s, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced''.ª Este duque Ricardo, como ya vosotros, seÒores, debÈis de saber, es un grande de EspaÒa que tiene su estado en lo mejor desta AndalucÌa. ´TomÈ y leÌ la carta, la cual venÌa tan encarecida que a mÌ mesmo me pareciÛ mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedÌa, que era que me enviase luego donde Èl estaba; que querÌa que fuese compaÒero, no criado, de su hijo el mayor, y que Èl tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimaciÛn en que me tenÌa. LeÌ la carta y enmudecÌ leyÈndola, y m·s cuando oÌ que mi padre me decÌa: ''De aquÌ a dos dÌas te partir·s, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sÈ que mereces''. AÒadiÛ a Èstas otras razones de padre consejero. ªLlegÛse el tÈrmino de mi partida, hablÈ una noche a Luscinda, dÌjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplic·ndole se entretuviese algunos dÌas y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo me querÌa. …l me lo prometiÛ y ella me lo confirmÛ con mil juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dÈl tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzÛ la envidia a hacer su oficio, teniÈndomela los criados antiguos, pareciÈndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced habÌan de ser en perjuicio suyo. Pero el que m·s se holgÛ con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y, aunque el mayor me querÌa bien y me hacÌa merced, no llegÛ al estremo con que don Fernando me querÌa y trataba. ªEs, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza que yo tenÌa con don Fernando dejada de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado, que le traÌa con un poco de desasosiego. QuerÌa bien a una labradora, vasalla de su padre (y ella los tenÌa muy ricos), y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta que nadie que la conocÌa se determinaba en cu·l destas cosas tuviese m·s excelencia ni m·s se aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal tÈrmino los deseos de don Fernando, que se determinÛ, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su amistad, con las mejores razones que supe y con los m·s vivos ejemplos que pude, procurÈ estorbarle y apartarle de tal propÛsito. Pero, viendo que no aprovechaba, determinÈ de decirle el caso al duque Ricardo, su padre. Mas don Fernando, como astuto y discreto, se recelÛ y temiÛ desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi seÒor el duque venÌa; y asÌ, por divertirme y engaÒarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenÌa, que el ausentarse por algunos meses; y que querÌa que el ausencia fuese que los dos nos viniÈsemos en casa de mi padre, con ocasiÛn que darÌan al duque que venÌa a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad habÌa, que es madre de los mejores del mundo. ªApenas le oÌ yo decir esto, cuando, movido de mi aficiÛn, aunque su determinaciÛn no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las m·s acertadas que se podÌan imaginar, por ver cu·n buena ocasiÛn y coyuntura se me ofrecÌa de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo, aprobÈ su parecer y esforcÈ su propÛsito, diciÈndole que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacÌa su oficio, a pesar de los m·s firmes pensamientos. Ya cuando Èl me vino a decir esto, seg˙n despuÈs se supo, habÌa gozado a la labradora con tÌtulo de esposo, y esperaba ocasiÛn de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su padre harÌa cuando supiese su disparate. ªSucediÛ, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por ˙ltimo fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atr·s aquello que parecÌa amor, porque no puede pasar adelante del tÈrmino que le puso naturaleza, el cual tÈrmino no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir que, asÌ como don Fernando gozÛ a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahÌncos; y si primero fingÌa quererse ausentar, por remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecuciÛn. Diole el duque licencia, y mandÛme que le acompaÒase. Venimos a mi ciudad, recibiÛle mi padre como quien era; vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habÌan estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debÌa encubrir nada. AlabÈle la hermosura, donaire y discreciÛn de Luscinda de tal manera, que mis alabanzas movieron en Èl los deseos de querer ver doncella de tantas buenas partes adornada. CumplÌselos yo, por mi corta suerte, enseÒ·ndosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solÌamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por Èl vistas las puso en olvido. EnmudeciÛ, perdiÛ el sentido, quedÛ absorto y, finalmente, tan enamorado cual lo verÈis en el discurso del cuento de mi desventura. Y, para encenderle m·s el deseo, que a mÌ me celaba y al cielo a solas descubrÌa, quiso la fortuna que hallase un dÌa un billete suyo pidiÈndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado que, en leyÈndolo, me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las dem·s mujeres del mundo estaban repartidas. ªBien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veÌa con cu·n justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oÌr aquellas alabanzas de su boca, y comencÈ a temer y a recelarme dÈl, porque no se pasaba momento donde no quisiese que trat·semos de Luscinda, y Èl movÌa la pl·tica, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mÌ un no sÈ quÈ de celos, no porque yo temiese revÈs alguno de la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacÌa temer mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba y los que ella me respondÌa, a tÌtulo que de la discreciÛn de los dos gustaba mucho. AcaeciÛ, pues, que, habiÈndome pedido Luscinda un libro de caballerÌas en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de AmadÌs de Gaula...ª No hubo bien oÌdo don Quijote nombrar libro de caballerÌas, cuando dijo: -Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su merced de la seÒora Luscinda era aficionada a libros de caballerÌas, no fuera menester otra exageraciÛn para darme a entender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, seÒor, le habÈis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: asÌ que, para conmigo, no es menester gastar m·s palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento; que, con sÛlo haber entendido su aficiÛn, la confirmo por la m·s hermosa y m·s discreta mujer del mundo. Y quisiera yo, seÒor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con AmadÌs de Gaula al bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sÈ que gustara la seÒora Luscinda mucho de Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor Darinel y de aquellos admirables versos de sus bucÛlicas, cantadas y representadas por Èl con todo donaire, discreciÛn y desenvoltura. Pero tiempo podr· venir en que se enmiende esa falta, y no dura m·s en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allÌ le podrÈ dar m·s de trecientos libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mÌ que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdÛneme vuestra merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su pl·tica, pues, en oyendo cosas de caballerÌas y de caballeros andantes, asÌ es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. AsÌ que, perdÛn y proseguir, que es lo que ahora hace m·s al caso. En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le habÌa caÌdo a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondÌa palabra; pero, al cabo de un buen espacio, la levantÛ y dijo: -No se me puede quitar del pensamiento, ni habr· quien me lo quite en el mundo, ni quien me dÈ a entender otra cosa (y serÌa un majadero el que lo contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba amancebado con la reina MadÈsima. -Eso no, °voto a tal! -respondiÛ con mucha cÛlera don Quijote (y arrojÛle, como tenÌa de costumbre)-; y Èsa es una muy gran malicia, o bellaquerÌa, por mejor decir: la reina Mad·sima fue muy principal seÒora, y no se ha de presumir que tan alta princesa se habÌa de amancebar con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco. Y yo se lo darÈ a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de dÌa, o como m·s gusto le diere. Est·bale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya habÌa venido el accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco don Quijote se la oyera, seg˙n le habÌa disgustado lo que de Mad·sima le habÌa oÌdo. °EstraÒo caso; que asÌ volviÛ por ella como si verdaderamente fuera su verdadera y natural seÒora: tal le tenÌan sus descomulgados libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyÛ tratar de mentÌs y de bellaco, con otros denuestos semejantes, pareciÛle mal la burla, y alzÛ un guijarro que hallÛ junto a sÌ, y dio con Èl en los pechos tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su seÒor, arremetiÛ al loco con el puÒo cerrado; y el Roto le recibiÛ de tal suerte que con una puÒada dio con Èl a sus pies, y luego se subiÛ sobre Èl y le brumÛ las costillas muy a su sabor. El cabrero, que le quiso defender, corriÛ el mesmo peligro. Y, despuÈs que los tuvo a todos rendidos y molidos, los dejÛ y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse en la montaÒa. LevantÛse Sancho, y, con la rabia que tenÌa de verse aporreado tan sin merecerlo, acudiÛ a tomar la venganza del cabrero, diciÈndole que Èl tenÌa la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar. RespondiÛ el cabrero que ya lo habÌa dicho, y que si Èl no lo habÌa oÌdo, que no era suya la culpa. ReplicÛ Sancho Panza, y tornÛ a replicar el cabrero, y fue el fin de las rÈplicas asirse de las barbas y darse tales puÒadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos. DecÌa Sancho, asido con el cabrero: -DÈjeme vuestra merced, seÒor Caballero de la Triste Figura, que en Èste, que es villano como yo y no est· armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con Èl mano a mano, como hombre honrado. -AsÌ es -dijo don Quijote-, pero yo sÈ que Èl no tiene ninguna culpa de lo sucedido. Con esto los apaciguÛ, y don Quijote volviÛ a preguntar al cabrero si serÌa posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandÌsimo deseo de saber el fin de su historia. DÌjole el cabrero lo que primero le habÌa dicho, que era no saber de cierto su manida; pero que, si anduviese mucho por aquellos contornos, no dejarÌa de hallarle, o cuerdo o loco. CapÌtulo XXV. Que trata de las estraÒas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitaciÛn que hizo a la penitencia de Beltenebros DespidiÛse del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandÛ a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Õbanse poco a poco entrando en lo m·s ·spero de la montaÒa, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que Èl comenzase la pl·tica, por no contravenir a lo que le tenÌa mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo: -SeÒor don Quijote, vuestra merced me eche su bendiciÛn y me dÈ licencia; que desde aquÌ me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con los cuales, por lo menos, hablarÈ y departirÈ todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con Èl por estas soledades, de dÌa y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempos de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puÒadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazÛn, como si fuera mudo. -Ya te entiendo, Sancho -respondiÛ don Quijote-: t˙ mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres, con condiciÛn que no ha de durar este alzamiento m·s de en cuanto anduviÈremos por estas sierras. -Sea ansÌ -dijo Sancho-: hable yo ahora, que despuÈs Dios sabe lo que ser·; y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que øquÈ le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, øquÈ hacÌa al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aun m·s de seis torniscones. -A fe, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que si t˙ supieras, como yo lo sÈ, cu·n honrada y cu·n principal seÒora era la reina Mad·sima, yo sÈ que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebrÈ la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina estÈ amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirviÛ de ayo y de mÈdico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y, porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio. -Eso digo yo -dijo Sancho-: que no habÌa para quÈ hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminÛ al pecho, buenos qued·ramos por haber vuelto por aquella mi seÒora, que Dios cohonda. Pues, °montas que no se librara Cardenio por loco! -Contra cuerdos y contra locos est· obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto m·s por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Mad·sima, a quien yo tengo particular aficiÛn por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, adem·s fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas; y los consejos y compaÒÌa del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquÌ tomÛ ocasiÛn el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentir·n otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren. -Ni yo lo digo ni lo pienso -respondiÛ Sancho-: all· se lo hayan; con su pan se lo coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios habr·n dado la cuenta. De mis viÒas vengo, no sÈ nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto m·s, que desnudo nacÌ, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, øquÈ me va a mÌ? Y muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas, øquiÈn puede poner puertas al campo? Cuanto m·s, que de Dios dijeron. -°V·lame Dios -dijo don Quijote-, y quÈ de necedades vas, Sancho, ensartando! øQuÈ va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles; y de aquÌ adelante, entremÈtete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razÛn y muy conforme a las reglas de caballerÌa, que las sÈ mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, y øes buena regla de caballerÌa que andemos perdidos por estas montaÒas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, despuÈs de hallado, quiz· le vendr· en voluntad de acabar lo que dejÛ comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acab·ndonoslas de romper de todo punto? -Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-; porque te hago saber que no sÛlo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaÒa con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y ser· tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero. -Y øes de muy gran peligro esa hazaÒa? -preguntÛ Sancho Panza. -No -respondiÛ el de la Triste Figura-, puesto que de tal manera podÌa correr el dado, que ech·semos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia. -øEn mi diligencia? -dijo Sancho. -SÌ -dijo don Quijote-, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabar· mi pena y presto comenzar· mi gloria. Y, porque no es bien que te tenga m·s suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso AmadÌs de Gaula fue uno de los m·s perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el ˙nico, el seÒor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal aÒo y mal mes para don BelianÌs y para todos aquellos que dijeren que se le igualÛ en algo, porque se engaÒan, juro cierto. Digo asimismo que, cuando alg˙n pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los m·s ˙nicos pintores que sabe; y esta mesma regla corre por todos los m·s oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las rep˙blicas. Y asÌ lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento; como tambiÈn nos mostrÛ Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capit·n, no pint·ndolo ni descubriÈndolo como ellos fueron, sino como habÌan de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, AmadÌs fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballerÌa militamos. Siendo, pues, esto ansÌ, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que m·s le imitare estar· m·s cerca de alcanzar la perfeciÛn de la caballerÌa. Y una de las cosas en que m·s este caballero mostrÛ su prudencia, valor, valentÌa, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retirÛ, desdeÒado de la seÒora Oriana, a hacer penitencia en la PeÒa Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y proprio para la vida que Èl de su voluntad habÌa escogido. AnsÌ que, me es a mÌ m·s f·cil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejÈrcitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y, pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para quÈ se deje pasar la ocasiÛn, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas. -En efecto -dijo Sancho-, øquÈ es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar? -øYa no te he dicho -respondiÛ don Quijote- que quiero imitar a AmadÌs, haciendo aquÌ del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Rold·n, cuando hallÛ en una fuente las seÒales de que AngÈlica la Bella habÌa cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volviÛ loco y arrancÛ los ·rboles, enturbiÛ las aguas de las claras fuentes, matÛ pastores, destruyÛ ganados, abrasÛ chozas, derribÛ casas, arrastrÛ yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Rold·n, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenÌa), parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensÛ, harÈ el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser m·s esenciales. Y podr· ser que viniese a contentarme con sola la imitaciÛn de AmadÌs, que sin hacer locuras de daÒo, sino de lloros y sentimientos, alcanzÛ tanta fama como el que m·s. -ParÈceme a mÌ -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero vuestra merced, øquÈ causa tiene para volverse loco? øQuÈ dama le ha desdeÒado, o quÈ seÒales ha hallado que le den a entender que la seÒora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niÒerÌa con moro o cristiano? -AhÌ esta el punto -respondiÛ don Quijote- y Èsa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque est· desatinar sin ocasiÛn y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, øquÈ hiciera en mojado? Cuanto m·s, que harta ocasiÛn tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre seÒora mÌa Dulcinea del Toboso; que, como ya oÌste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio: quien est· ausente todos los males tiene y teme. AsÌ que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitaciÛn. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que t˙ vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi seÒora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, serÈ loco de veras, y, siÈndolo, no sentirÈ nada. AnsÌ que, de cualquiera manera que responda, saldrÈ del conflito y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, øtraes bien guardado el yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se puede echar de ver la fineza de su temple. A lo cual respondiÛ Sancho: -Vive Dios, seÒor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerÌas y de alcanzar reinos e imperios, de dar Ìnsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraÒa, o patraÒa, o como lo llam·remos. Porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacÌa de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga de este error en m·s de cuatro dÌas, øquÈ ha de pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener g¸ero el juicio? La bacÌa yo la llevo en el costal, toda abollada, y llÈvola para aderezarla en mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que alg˙n dÌa me vea con mi mujer y hijos. -Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro -dijo don Quijote- que tienes el m·s corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. øQue es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revÈs? Y no porque sea ello ansÌ, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven seg˙n su gusto, y seg˙n tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y asÌ, eso que a ti te parece bacÌa de barbero, me parece a mÌ el yelmo de Mambrino, y a otro le parecer· otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacÌa a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo Èl de tanta estima, todo el mundo me perseguir· por quit·rmele; pero, como ven que no es m·s de un bacÌn de barbero, no se curan de procuralle, como se mostrÛ bien en el que quiso rompelle y le dejÛ en el suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca Èl le dejara. Gu·rdale, amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar desnudo como cuando nacÌ, si es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia m·s a Rold·n que a AmadÌs. Llegaron, en estas pl·ticas, al pie de una alta montaÒa que, casi como peÒÛn tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. CorrÌa por su falda un manso arroyuelo, y hacÌase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. HabÌa por allÌ muchos ·rboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacÌan el lugar apacible. Este sitio escogiÛ el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia; y asÌ, en viÈndole, comenzÛ a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio: -…ste es el lugar, °oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habÈis puesto. …ste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentar· las aguas deste pequeÒo arroyo, y mis continos y profundos sospiros mover·n a la contina las hojas destos montaraces ·rboles, en testimonio y seÒal de la pena que mi asendereado corazÛn padece. °Oh vosotros, quienquiera que se·is, r˙sticos dioses que en este inhabitable lugar tenÈis vuestra morada, oÌd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traÌdo a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condiciÛn de aquella ingrata y bella, tÈrmino y fin de toda humana hermosura! °Oh vosotras, napeas y drÌadas, que tenÈis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, asÌ los ligeros y lascivos s·tiros, de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jam·s vuestro dulce sosiego, que me ayudÈis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os cansÈis de oÌlla! °Oh Dulcinea del Toboso, dÌa de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, asÌ el cielo te la dÈ buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen tÈrmino correspondas al que a mi fe se le debe! °Oh solitarios ·rboles, que desde hoy en adelante habÈis de hacer compaÒÌa a mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! °Oh t˙, escudero mÌo, agradable compaÒero en m·s prÛsperos y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquÌ me ver·s hacer, para que lo cuentes y recetes a la causa total de todo ello! Y, diciendo esto, se apeÛ de Rocinante, y en un momento le quitÛ el freno y la silla; y, d·ndole una palmada en las ancas, le dijo: -Libertad te da el que sin ella queda, °oh caballo tan estremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito que no te igualÛ en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costÛ a Bradamante. Viendo esto Sancho, dijo: -Bien haya quien nos quitÛ ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si Èl aquÌ estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no habÌa para quÈ, que a Èl no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo, cuando Dios querÌa. Y en verdad, seÒor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que ser· bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio, porque ser· ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sÈ cu·ndo llegarÈ ni cu·ndo volverÈ, porque, en resoluciÛn, soy mal caminante. -Digo, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que sea como t˙ quisieres, que no me parece mal tu designio; y digo que de aquÌ a tres dÌas te partir·s, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas. -Pues, øquÈ m·s tengo de ver -dijo Sancho- que lo que he visto? -°Bien est·s en el cuento! -respondiÛ don Quijote-. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peÒas, con otras cosas deste jaez que te han de admirar. -Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cÛmo se da esas calabazadas; que a tal peÒa podr· llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la m·quina desta penitencia; y serÌa yo de parecer que, ya que vuestra merced le parece que son aquÌ necesarias calabazadas y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con d·rselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como algodÛn; y dÈjeme a mÌ el cargo, que yo dirÈ a mi seÒora que vuestra merced se las daba en una punta de peÒa m·s dura que la de un diamante. -Yo agradezco tu buena intenciÛn, amigo Sancho -respondiÛ don Quijote-, mas quiÈrote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, serÌa contravenir a las Ûrdenes de caballerÌa, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. AnsÌ que, mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofÌstico ni del fant·stico. Y ser· necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el b·lsamo que perdimos. -M·s fue perder el asno -respondiÛ Sancho-, pues se perdieron en Èl las hilas y todo. Y ruÈgole a vuestra merced que no se acuerde m·s de aquel maldito brebaje; que en sÛlo oÌrle mentar se me revuelve el alma, no que el estÛmago. Y m·s le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres dÌas que me ha dado de tÈrmino para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y dirÈ maravillas a mi seÒora; y escriba la carta y desp·cheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo. -øPurgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras de llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea. -Quien ha infierno -respondiÛ Sancho-, nula es retencio, seg˙n he oÌdo decir. -No entiendo quÈ quiere decir retencio -dijo don Quijote. -Retencio es -respondiÛ Sancho- que quien est· en el infierno nunca sale dÈl, ni puede. Lo cual ser· al revÈs en vuestra merced, o a mÌ me andar·n mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y pÛngame yo una por una en el Toboso, y delante de mi seÒora Dulcinea, que yo le dirÈ tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner m·s blanda que un guante, aunque la halle m·s dura que un alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volverÈ por los aires, como brujo, y sacarÈ a vuestra merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir dÈl, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que est·n en el infierno, ni creo que vuestra merced dir· otra cosa. -AsÌ es la verdad -dijo el de la Triste Figura-; pero, øquÈ haremos para escribir la carta? -Y la libranza pollinesca tambiÈn -aÒadiÛ Sancho. -Todo ir· inserto -dijo don Quijote-; y serÌa bueno, ya que no hay papel, que la escribiÈsemos, como hacÌan los antiguos, en hojas de ·rboles, o en unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso ser· hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dÛnde ser· bien, y aun m·s que bien, escribilla: que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y t˙ tendr·s cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacrist·n te la trasladar·; y no se la des a trasladar a ning˙n escribano, que hacen letra procesada, que no la entender· Satan·s. -Pues, øquÈ se ha de hacer de la firma? -dijo Sancho. -Nunca las cartas de AmadÌs se firman -respondiÛ don Quijote. -Est· bien -respondiÛ Sancho-, pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y Èsa, si se traslada, dir·n que la firma es falsa y quedarÈme sin pollinos. -La libranza ir· en el mesmo librillo firmada; que, en viÈndola, mi sobrina no pondr· dificultad en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de amores, pondr·s por firma: "Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura". Y har· poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sÈ acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mÌa ni carta mÌa, porque mis amores y los suyos han sido siempre platÛnicos, sin estenderse a m·s que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osarÈ jurar con verdad que en doce aÒos que ha que la quiero m·s que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podr· ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado. -°Ta, ta! -dijo Sancho-. øQue la hija de Lorenzo Corchuelo es la seÒora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? -…sa es -dijo don Quijote-, y es la que merece ser seÒora de todo el universo. -Bien la conozco -dijo Sancho-, y sÈ decir que tira tan bien una barra como el m·s forzudo zagal de todo el pueblo. °Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por seÒora! °Oh hideputa, quÈ rejo que tiene, y quÈ voz! SÈ decir que se puso un dÌa encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allÌ m·s de media legua, asÌ la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, seÒor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que, con justo tÌtulo, puede desesperarse y ahorcarse; que nadie habr· que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo. Y querrÌa ya verme en camino, sÛlo por vella; que ha muchos dÌas que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una verdad, seÒor don Quijote: que hasta aquÌ he estado en una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la seÒora Dulcinea debÌa de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado: asÌ el del vizcaÌno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, seg˙n deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha ganado y ganÛ en el tiempo que yo a˙n no era su escudero. Pero, bien considerado, øquÈ se le ha de dar a la seÒora Aldonza Lorenzo, digo, a la seÒora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced le envÌa y ha de enviar? Porque podrÌa ser que, al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente. -Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-, que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo. Mas, para que veas cu·n necio eres t˙ y cu·n discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. ´Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamorÛ de un mozo motilÛn, rollizo y de buen tomo. AlcanzÛlo a saber su mayor, y un dÌa dijo a la buena viuda, por vÌa de fraternal reprehensiÛn: ''Maravillado estoy, seÒora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teÛlogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir: "…ste quiero, aquÈste no quiero"''. Mas ella le respondiÛ, con mucho donaire y desenvoltura: ''Vuestra merced, seÒor mÌo, est· muy engaÒado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues, para lo que yo le quiero, tanta filosofÌa sabe, y m·s, que AristÛteles''ª. AsÌ que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la m·s alta princesa de la tierra. SÌ, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrÌo les ponen, es verdad que las tienen. øPiensas t˙ que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, est·n llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquÈllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las m·s se las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y asÌ, b·stame a mÌ pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la informaciÛn dÈl para darle alg˙n h·bito, y yo me hago cuenta que es la m·s alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar m·s que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es asÌ, sin que sobre ni falte nada; y pÌntola en mi imaginaciÛn como la deseo, asÌ en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretÈritas, griega, b·rbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no serÈ castigado de los rigurosos. -Digo que en todo tiene vuestra merced razÛn -respondiÛ Sancho-, y que yo soy un asno. Mas no sÈ yo para quÈ nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me mudo. SacÛ el libro de memoria don Quijote, y, apart·ndose a una parte, con mucho sosiego comenzÛ a escribir la carta; y, en acab·ndola, llamÛ a Sancho y le dijo que se la querÌa leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podÌa temer. A lo cual respondiÛ Sancho: -EscrÌbala vuestra merced dos o tres veces ahÌ en el libro y dÈmele, que yo le llevarÈ bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cÛmo me llamo. Pero, con todo eso, dÌgamela vuestra merced, que me holgarÈ mucho de oÌlla, que debe de ir como de molde. -Escucha, que asÌ dice -dijo don Quijote: Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso Soberana y alta seÒora: El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazÛn, dulcÌsima Dulcinea del Toboso, te envÌa la salud que Èl no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podrÈ sostenerme en esta cuita, que, adem·s de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dar· entera relaciÛn, °oh bella ingrata, amada enemiga mÌa!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habrÈ satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la Triste Figura. -Por vida de mi padre -dijo Sancho en oyendo la carta-, que es la m·s alta cosa que jam·s he oÌdo. °Pesia a mÌ, y cÛmo que le dice vuestra merced ahÌ todo cuanto quiere, y quÈ bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no haya cosa que no sepa. -Todo es menester -respondiÛ don Quijote- para el oficio que trayo. -Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cÈdula de los tres pollinos y fÌrmela con mucha claridad, porque la conozcan en viÈndola. -Que me place -dijo don Quijote. Y, habiÈndola escrito,se la leyÛ; que decÌa ansÌ: Mandar· vuestra merced, por esta primera de pollinos, seÒora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejÈ en casa y est·n a cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquÌ recebidos de contado, que consta, y con su carta de pago ser·n bien dados. Fecha en las entraÒas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste presente aÒo. -Buena est· -dijo Sancho-; fÌrmela vuestra merced. -No es menester firmarla -dijo don Quijote-, sino solamente poner mi r˙brica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante. -Yo me confÌo de vuestra merced -respondiÛ Sancho-. DÈjeme, irÈ a ensillar a Rocinante, y aparÈjese vuestra merced a echarme su bendiciÛn, que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo dirÈ que le vi hacer tantas que no quiera m·s. -Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansÌ, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las harÈ en menos de media hora, porque, habiÈndolas t˙ visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las dem·s que quisieres aÒadir; y aseg˙rote que no dir·s t˙ tantas cuantas yo pienso hacer. -Por amor de Dios, seÒor mÌo, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dar· mucha l·stima y no podrÈ dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, h·galas vestido, breves y las que le vinieren m·s a cuento. Cuanto m·s, que para mÌ no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparÈjese la seÒora Dulcinea; que si no responde como es razÛn, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la buena respuesta del estÛmago a coces y a bofetones. Porque, ødÛnde se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin quÈ ni para quÈ, por una...? No me lo haga decir la seÒora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. °Bonico soy yo para eso! °Mal me conoce! °Pues, a fe que si me conociese, que me ayunase! -A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no est·s t˙ m·s cuerdo que yo. -No estoy tan loco -respondiÛ Sancho-, mas estoy m·s colÈrico. Pero, dejando esto aparte, øquÈ es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? øHa de salir al camino, como Cardenio, a quit·rselo a los pastores? -No te dÈ pena ese cuidado -respondiÛ don Quijote-, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos ·rboles me dieren, que la fineza de mi negocio est· en no comer y en hacer otras asperezas equivalentes. -A Dios, pues. Pero, øsabe vuestra merced quÈ temo? Que no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, seg˙n est· de escondido. -Toma bien las seÒas, que yo procurarÈ no apartarme destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendrÈ cuidado de subirme por estos m·s altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto m·s, que lo m·s acertado ser·, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquÌ hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servir·n de mojones y seÒales para que me halles cuando vuelvas, a imitaciÛn del hilo del laberinto de Teseo. -AsÌ lo harÈ -respondiÛ Sancho Panza. Y, cortando algunos, pidiÛ la bendiciÛn a su seÒor, y, no sin muchas l·grimas de entrambos, se despidiÛ dÈl. Y, subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendÛ mucho, y que mirase por Èl como por su propria persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama, como su amo se lo habÌa aconsejado. Y asÌ, se fue, aunque todavÌa le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volviÛ y dijo: -Digo, seÒor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, ser· bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced. -øNo te lo decÌa yo? -dijo don Quijote-. EspÈrate, Sancho, que en un credo las harÈ. Y, desnud·ndose con toda priesa las calzones, quedÛ en carnes y en paÒales, y luego, sin m·s ni m·s, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas, la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volviÛ Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho de que podÌa jurar que su amo quedaba loco. Y asÌ, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve. CapÌtulo XXVI. Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierra Morena Y, volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura despuÈs que se vio solo, dice la historia que, asÌ como don Quijote acabÛ de dar las tumbas o vueltas, de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se habÌa ido sin querer aguardar a ver m·s sandeces, se subiÛ sobre una punta de una alta peÒa y allÌ tornÛ a pensar lo que otras muchas veces habÌa pensado, sin haberse jam·s resuelto en ello. Y era que cu·l serÌa mejor y le estarÌa m·s a cuento: imitar a Rold·n en las locuras desaforadas que hizo, o AmadÌs en las malencÛnicas. Y, hablando entre sÌ mesmo, decÌa: -Si Rold·n fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, øquÈ maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podÌa matar nadie si no era metiÈndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y Èl traÌa siempre los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretas contra Bernardo del Carpio, que se las entendiÛ y le ahogÛ entre los brazos, en Roncesvalles. Pero, dejando en Èl lo de la valentÌa a una parte, vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdiÛ, por las seÒales que hallÛ en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que AngÈlica habÌa dormido m·s de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante; y si Èl entendiÛ que esto era verdad y que su dama le habÌa cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero yo, øcÛmo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasiÛn dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osarÈ yo jurar que no ha visto en todos los dÌas de su vida moro alguno, ansÌ como Èl es, en su mismo traje, y que se est· hoy como la madre que la pariÛ; y harÌale agravio manifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel gÈnero de locura de Rold·n el furioso. Por otra parte, veo que AmadÌs de Gaula, sin perder el juicio y sin hacer locuras, alcanzÛ tanta fama de enamorado como el que m·s; porque lo que hizo, seg˙n su historia, no fue m·s de que, por verse desdeÒado de su seÒora Oriana, que le habÌa mandado que no pareciese ante su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retirÛ a la PeÒa Pobre en compaÒÌa de un ermitaÒo, y allÌ se hartÛ de llorar y de encomendarse a Dios, hasta que el cielo le acorriÛ, en medio de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, øpara quÈ quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos ·rboles, que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para quÈ enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva la memoria de AmadÌs, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dir· lo que del otro se dijo: que si no acabÛ grandes cosas, muriÛ por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeÒado de Dulcinea del Toboso, b·stame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de AmadÌs, y enseÒadme por dÛnde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sÈ que lo m·s que Èl hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero, øquÈ harÈ de rosario, que no le tengo? En esto le vino al pensamiento cÛmo le harÌa, y fue que rasgÛ una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once Òudos, el uno m·s gordo que los dem·s, y esto le sirviÛ de rosario el tiempo que allÌ estuvo, donde rezÛ un millÛn de avemarÌas. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allÌ otro ermitaÒo que le confesase y con quien consolarse. Y asÌ, se entretenÌa pase·ndose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los ·rboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, despuÈs que a Èl allÌ le hallaron, no fueron m·s que estos que aquÌ se siguen: ¡rboles, yerbas y plantas que en aqueste sitio est·is, tan altos, verdes y tantas, si de mi mal no os holg·is, escuchad mis quejas santas. Mi dolor no os alborote, aunque m·s terrible sea, pues, por pagaros escote, aquÌ llorÛ don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso. Es aquÌ el lugar adonde el amador m·s leal de su seÒora se esconde, y ha venido a tanto mal sin saber cÛmo o por dÛnde. Tr·ele amor al estricote, que es de muy mala ralea; y asÌ, hasta henchir un pipote, aquÌ llorÛ don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso. Buscando las aventuras por entre las duras peÒas, maldiciendo entraÒas duras, que entre riscos y entre breÒas halla el triste desventuras, hiriÛle amor con su azote, no con su blanda correa; y, en toc·ndole el cogote, aquÌ llorÛ don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso. No causÛ poca risa en los que hallaron los versos referidos el aÒadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debiÛ de imaginar don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decÌa tambiÈn del Toboso, no se podrÌa entender la copla; y asÌ fue la verdad, como Èl despuÈs confesÛ. Otros muchos escribiÛ, pero, como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio, ni enteros, m·s destas tres coplas. En esto, y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los rÌos, a la dolorosa y h˙mida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenÌa, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvÌa; que, si como tardÛ tres dÌas, tardara tres semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no le conociera la madre que lo pariÛ. Y ser· bien dejalle, envuelto entre sus suspiros y versos, por contar lo que le avino a Sancho Panza en su mandaderÌa. Y fue que, en saliendo al camino real, se puso en busca del Toboso, y otro dÌa llegÛ a la venta donde le habÌa sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando le pareciÛ que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegÛ a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y llevar en deseo de gustar algo caliente; que habÌa grandes dÌas que todo era fiambre. Esta necesidad le forzÛ a que llegase junto a la venta, todavÌa dudoso si entrarÌa o no. Y, estando en esto, salieron de la venta dos personas que luego le conocieron; y dijo el uno al otro: -DÌgame, seÒor licenciado, aquel del caballo, øno es Sancho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero que habÌa salido con su seÒor por escudero? -SÌ es -dijo el licenciado-; y aquÈl es el caballo de nuestro don Quijote. Y conociÈronle tan bien como aquellos que eran el cura y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de los libros. Los cuales, asÌ como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de saber de don Quijote, se fueron a Èl; y el cura le llamÛ por su nombre, diciÈndole: -Amigo Sancho Panza, øadÛnde queda vuestro amo? ConociÛlos luego Sancho Panza, y determinÛ de encubrir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y asÌ, les respondiÛ que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la cual Èl no podÌa descubrir, por los ojos que en la cara tenÌa. -No, no -dijo el barbero-, Sancho Panza; si vos no nos decÌs dÛnde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habÈis muerto y robado, pues venÌs encima de su caballo. En verdad que nos habÈis de dar el dueÒo del rocÌn, o sobre eso, morena. -No hay para quÈ conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad desta montaÒa, muy a su sabor. Y luego, de corrida y sin parar, les contÛ de la suerte que quedaba, las aventuras que le habÌan sucedido y cÛmo llevaba la carta a la seÒora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta los hÌgados. Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya sabÌan la locura de don Quijote y el gÈnero della, siempre que la oÌan se admiraban de nuevo. PidiÈronle a Sancho Panza que les enseÒase la carta que llevaba a la seÒora Dulcinea del Toboso. …l dijo que iba escrita en un libro de memoria y que era orden de su seÒor que la hiciese trasladar en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la mostrase, que Èl la trasladarÌa de muy buena letra. MetiÛ la mano en el seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le hallÛ, ni le podÌa hallar si le buscara hasta agora, porque se habÌa quedado don Quijote con Èl y no se le habÌa dado, ni a Èl se le acordÛ de pedÌrsele. Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuÈsele parando mortal el rostro; y, torn·ndose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornÛ a echar de ver que no le hallaba; y, sin m·s ni m·s, se echÛ entrambos puÒos a las barbas y se arrancÛ la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio media docena de puÒadas en el rostro y en las narices, que se las baÒÛ todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que quÈ le habÌa sucedido, que tan mal se paraba. -øQuÈ me ha de suceder -respondiÛ Sancho-, sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un castillo? -øCÛmo es eso? -replicÛ el barbero. -He perdido el libro de memoria -respondiÛ Sancho-, donde venÌa carta para Dulcinea y una cÈdula firmada de su seÒor, por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa. Y, con esto, les contÛ la pÈrdida del rucio. ConsolÛle el cura, y dÌjole que, en hallando a su seÒor, Èl le harÌa revalidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacÌan en libros de memoria jam·s se acetaban ni cumplÌan. Con esto se consolÛ Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansÌ, que no le daba mucha pena la pÈrdida de la carta de Dulcinea, porque Èl la sabÌa casi de memoria, de la cual se podrÌa trasladar donde y cuando quisiesen. -Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que despuÈs la trasladaremos. ParÛse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y ya se ponÌa sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo, otras al cielo; y, al cabo de haberse roÌdo la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de grandÌsimo rato: -Por Dios, seÒor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda; aunque en el principio decÌa: ´Alta y sobajada seÒoraª. -No dirÌa -dijo el barbero- sobajada, sino sobrehumana o soberana seÒora. -AsÌ es -dijo Sancho-. Luego, si mal no me acuerdo, proseguÌa..., si mal no me acuerdo: ´el llego y falto de sueÒo, y el ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosaª, y no sÈ quÈ decÌa de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquÌ iba escurriendo, hasta que acababa en ´Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figuraª. No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alab·ronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo. TornÛla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volviÛ a decir otros tres mil disparates. Tras esto, contÛ asimesmo las cosas de su amo, pero no hablÛ palabra acerca del manteamiento que le habÌa sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo tambiÈn como su seÒor, en trayendo que le trujese buen despacho de la seÒora Dulcinea del Toboso, se habÌa de poner en camino a procurar cÛmo ser emperador, o, por lo menos, monarca; que asÌ lo tenÌan concertado entre los dos, y era cosa muy f·cil venir a serlo, seg˙n era el valor de su persona y la fuerza de su brazo; y que, en siÈndolo, le habÌa de casar a Èl, porque ya serÌa viudo, que no podÌa ser menos, y le habÌa de dar por mujer a una doncella de la emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin Ìnsulos ni Ìnsulas, que ya no las querÌa. DecÌa esto Sancho con tanto reposo, limpi·ndose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cu·n vehemente habÌa sido la locura de don Quijote, pues habÌa llevado tras sÌ el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sacarle del error en que estaba, pareciÈndoles que, pues no le daÒaba nada la conciencia, mejor era dejarle en Èl, y a ellos les serÌa de m·s gusto oÌr sus necedades. Y asÌ, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su seÒor, que cosa contingente y muy agible era venir, con el discurso del tiempo, a ser emperador, como Èl decÌa, o, por lo menos, arzobispo, o otra dignidad equivalente. A lo cual respondiÛ Sancho: -SeÒores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querrÌa yo saber agora quÈ suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos. -SuÈlenles dar -respondiÛ el cura- alg˙n beneficio, simple o curado, o alguna sacristanÌa, que les vale mucho de renta rentada, amÈn del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto. -Para eso ser· menester -replicÛ Sancho- que el escudero no sea casado y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es asÌ, °desdichado de yo, que soy casado y no sÈ la primera letra del ABC! øQuÈ ser· de mÌ si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes? -No teng·is pena, Sancho amigo -dijo el barbero-, que aquÌ rogaremos a vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le ser· m·s f·cil, a causa de que Èl es m·s valiente que estudiante. -AsÌ me ha parecido a mÌ -respondiÛ Sancho-, aunque sÈ decir que para todo tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro SeÒor que le eche a aquellas partes donde Èl m·s se sirva y adonde a mÌ m·s mercedes me haga. -Vos lo decÌs como discreto -dijo el cura- y lo harÈis como buen cristiano. Mas lo que ahora se ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro amo de aquella in˙til penitencia que decÌs que queda haciendo; y, para pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, ser· bien nos entremos en esta venta. Sancho dijo que entrasen ellos, que Èl esperarÌa allÌ fuera y que despuÈs les dirÌa la causa por que no entraba ni le convenÌa entrar en ella; mas que les rogaba que le sacasen allÌ algo de comer que fuese cosa caliente, y, ansimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y, de allÌ a poco, el barbero le sacÛ de comer. DespuÈs, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrÌan para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que ellos querÌan. Y fue que dijo al barbero que lo que habÌa pensado era que Èl se vestirÌa en h·bito de doncella andante, y que Èl procurase ponerse lo mejor que pudiese como escudero, y que asÌ irÌan adonde don Quijote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pedirÌa un don, el cual Èl no podrÌa dej·rsele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le tenÌa fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote vendrÌa en todo cuanto le pidiese por este tÈrmino; y que desta manera le sacarÌan de allÌ y le llevarÌan a su lugar, donde procurarÌan ver si tenÌa alg˙n remedio su estraÒa locura. CapÌtulo XXVII. De cÛmo salieron con su intenciÛn el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia No le pareciÛ mal al barbero la invenciÛn del cura, sino tan bien, que luego la pusieron por obra. PidiÈronle a la ventera una saya y unas tocas, dej·ndole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenÌa colgado el peine. PreguntÛles la ventera que para quÈ le pedÌan aquellas cosas. El cura le contÛ en breves razones la locura de don Quijote, y cÛmo convenÌa aquel disfraz para sacarle de la montaÒa, donde a la sazÛn estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huÈsped, el del b·lsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con Èl les habÌa pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resoluciÛn, la ventera vistiÛ al cura de modo que no habÌa m·s que ver: p˙sole una saya de paÒo, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas, y unos corpiÒos de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba. No consintiÛ el cura que le tocasen, sino p˙sose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche, y ciÒÛse por la frente una liga de tafet·n negro, y con otra liga hizo un antifaz, con que se cubriÛ muy bien las barbas y el rostro; encasquetÛse su sombrero, que era tan grande que le podÌa servir de quitasol, y, cubriÈndose su herreruelo, subiÛ en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey barroso. DespidiÈronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometiÛ de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el que habÌan emprendido. Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento: que hacÌa mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese asÌ, aunque le fuese mucho en ello; y, diciÈndoselo al barbero, le rogÛ que trocasen trajes, pues era m·s justo que Èl fuese la doncella menesterosa, y que Èl harÌa el escudero, y que asÌ se profanaba menos su dignidad; y que si no lo querÌa hacer, determinaba de no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo. En esto, llegÛ Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y, trocando la invenciÛn, el cura le fue informando el modo que habÌa de tener y las palabras que habÌa de decir a don Quijote para moverle y forzarle a que con Èl se viniese, y dejase la querencia del lugar que habÌa escogido para su vana penitencia. El barbero respondiÛ que, sin que se le diese liciÛn, Èl lo pondrÌa bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y asÌ, doblÛ sus vestidos, y el cura acomodÛ su barba, y siguieron su camino, gui·ndolos Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteciÛ con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venÌa; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo. Otro dÌa llegaron al lugar donde Sancho habÌa dejado puestas las seÒales de las ramas para acertar el lugar donde habÌa dejado a su seÒor; y, en reconociÈndole, les dijo como aquÈlla era la entrada, y que bien se podÌan vestir, si era que aquello hacÌa al caso para la libertad de su seÒor; porque ellos le habÌan dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que habÌa escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quien ellos eran, ni que los conocÌa; y que si le preguntase, como se lo habÌa de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sÌ, y que, por no saber leer, le habÌa respondido de palabra, diciÈndole que le mandaba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle tenÌan por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con Èl que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en lo de ser arzobispo no habÌa de quÈ temer. Todo lo escuchÛ Sancho, y lo tomÛ muy bien en la memoria, y les agradeciÛ mucho la intenciÛn que tenÌan de aconsejar a su seÒor fuese emperador y no arzobispo, porque Èl tenÌa para sÌ que, para hacer mercedes a sus escuderos, m·s podÌan los emperadores que los arzobispos andantes. TambiÈn les dijo que serÌa bien que Èl fuese delante a buscarle y darle la respuesta de su seÒora, que ya serÌa ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. PareciÛles bien lo que Sancho Panza decÌa, y asÌ, determinaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo. EntrÛse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una por donde corrÌa un pequeÒo y manso arroyo, a quien hacÌan sombra agradable y fresca otras peÒas y algunos ·rboles que por allÌ estaban. El calor, y el dÌa que allÌ llegaron, era de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacÌa al sitio m·s agradable, y que convidase a que en Èl esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Estando, pues, los dos allÌ, sosegados y a la sombra, llegÛ a sus oÌdos una voz que, sin acompaÒarla son de alg˙n otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquÈl no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque, aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, m·s son encarecimientos de poetas que verdades; y m·s, cuando advirtieron que lo que oÌan cantar eran versos, no de r˙sticos ganaderos, sino de discretos cortesanos. Y confirmÛ esta verdad haber sido los versos que oyeron Èstos: øQuiÈn menoscaba mis bienes? Desdenes. Y øquiÈn aumenta mis duelos? Los celos. Y øquiÈn prueba mi paciencia? Ausencia. De ese modo, en mi dolencia ning˙n remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes, celos y ausencia. øQuiÈn me causa este dolor? Amor. Y øquiÈn mi gloria repugna? Fortuna. Y øquiÈn consiente en mi duelo? El cielo De ese modo, yo recelo morir deste mal estraÒo, pues se aumentan en mi daÒo, amor, fortuna y el cielo. øQuiÈn mejorar· mi suerte? La muerte. Y el bien de amor, øquiÈn le alcanza? Mudanza. Y sus males, øquiÈn los cura? Locura. De ese modo, no es cordura querer curar la pasiÛn cuando los remedios son muerte, mudanza y locura. La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causÛ admiraciÛn y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oÌan; pero, viendo que duraba alg˙n tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el m˙sico que con tan buena voz cantaba. Y, queriÈndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual llegÛ de nuevo a sus oÌdos, cantando este soneto: Soneto Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia qued·ndose en el suelo, entre benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impÌreas salas, desde all·, cuando quieres, nos seÒalas la justa paz cubierta con un velo, por quien a veces se trasluce el celo de buenas obras que, a la fin, son malas. Deja el cielo, °oh amistad!, o no permitas que el engaÒo se vista tu librea, con que destruye a la intenciÛn sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusiÛn primera. El canto se acabÛ con un profundo suspiro, y los dos, con atenciÛn, volvieron a esperar si m·s se cantaba; pero, viendo que la m˙sica se habÌa vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quiÈn era el triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peÒa, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les habÌa pintado cuando les contÛ el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos m·s de la vez primera, cuando de improviso llegaron. El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenÌa noticia de su desgracia, pues por las seÒas le habÌa conocido), se llegÛ a Èl, y con breves aunque muy discretas razones le rogÛ y persuadiÛ que aquella tan miserable vida dejase, porque allÌ no la perdiese, que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sÌ mismo; y asÌ, viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades andaban, no dejÛ de admirarse alg˙n tanto, y m·s cuando oyÛ que le habÌan hablado en su negocio como en cosa sabida -porque las razones que el cura le dijo asÌ lo dieron a entender-; y asÌ, respondiÛ desta manera: -Bien veo yo, seÒores, quienquiera que se·is, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envÌa, en estos tan remotos y apartados lugares del trato com˙n de las gentes, algunas personas que, poniÈndome delante de los ojos con vivas y varias razones cu·n sin ella ando en hacer la vida que hago, han procurado sacarme dÈsta a mejor parte; pero, como no saben que sÈ yo que en saliendo deste daÒo he de caer en otro mayor, quiz· me deben de tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor serÌa, por de ning˙n juicio. Y no serÌa maravilla que asÌ fuese, porque a mÌ se me trasluce que la fuerza de la imaginaciÛn de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi perdiciÛn que, sin que yo pueda ser parte a estobarlo, vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran seÒales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me seÒorea, y no sÈ m·s que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oÌrla quieren; porque, viendo los cuerdos cu·l es la causa, no se maravillar·n de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me dar·n culpa, convirtiÈndoseles el enojo de mi desenvoltura en l·stima de mis desgracias. Y si es que vosotros, seÒores, venÌs con la mesma intenciÛn que otros han venido, antes que pasÈis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchÈis el cuento, que no le tiene, de mis desventuras; porque quiz·, despuÈs de entendido, ahorrarÈis del trabajo que tomarÈis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz. Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de su daÒo, le rogaron se la contase, ofreciÈndole de no hacer otra cosa de la que Èl quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero comenzÛ su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la habÌa contado a don Quijote y al cabrero pocos dÌas atr·s, cuando, por ocasiÛn del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el decoro a la caballerÌa, se quedÛ el cuento imperfeto, como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y asÌ, llegando al paso del billete que habÌa hallado don Fernando entre el libro de AmadÌs de Gaula, dijo Cardenio que le tenÌa bien en la memoria, y que decÌa desta manera: ´Luscinda a Cardenio Cada dÌa descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en m·s os estime; y asÌ, si quisiÈredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la honra, lo podrÈis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplir· la que ser· justo que vos teng·is, si es que me estim·is como decÌs y como yo creo. -ªPor este billete me movÌ a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he contado, y Èste fue por quien quedÛ Luscinda en la opiniÛn de don Fernando por una de las m·s discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mÌo se efetuase. DÌjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendrÌa en ello, no porque no tuviese bien conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenÌa partes bastantes para enoblecer cualquier otro linaje de EspaÒa, sino porque yo entendÌa dÈl que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el duque Ricardo hacÌa conmigo. En resoluciÛn, le dije que no me aventuraba a decÌrselo a mi padre, asÌ por aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cu·les eran, sino que me parecÌa que lo que yo desease jam·s habÌa de tener efeto. ªA todo esto me respondiÛ don Fernando que Èl se encargaba de hablar a mi padre y hacer con Èl que hablase al de Luscinda. °Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh GalalÛn embustero, oh Vellido traidor, oh Juli·n vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, øquÈ deservicios te habÌa hecho este triste, que con tanta llaneza te descubriÛ los secretos y contentos de su corazÛn? øQuÈ ofensa te hice? øQuÈ palabras te dije, o quÈ consejos te di, que no fuesen todos encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, øde quÈ me quejo?, °desventurado de mÌ!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeÒ·ndose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda. øQuiÈn pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le ocupase, se habÌa de enconar, como suele decirse, en tomarme a mÌ una sola oveja, que a˙n no poseÌa? Pero quÈdense estas consideraciones aparte, como in˙tiles y sin provecho, y aÒudemos el roto hilo de mi desdichada historia. ªDigo, pues, que, pareciÈndole a don Fernando que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecuciÛn su falso y mal pensamiento, determinÛ de enviarme a su hermano mayor, con ocasiÛn de pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de industria, y sÛlo para este efeto de que me ausentase (para poder mejor salir con su daÒado intento), el mesmo dÌa que se ofreciÛ hablar a mi padre los comprÛ, y quiso que yo viniese por el dinero. øPude yo prevenir esta traiciÛn? øPude, por ventura, caer en imaginarla? No, por cierto; antes, con grandÌsimo gusto, me ofrecÌ a partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablÈ con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza de que tendrÌan efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo de la traiciÛn de don Fernando, que procurase volver presto, porque creÌa que no tardarÌa m·s la conclusiÛn de nuestras voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sÈ quÈ se fue, que, en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de l·grimas y un nudo se le atravesÛ en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas que me pareciÛ que procuraba decirme. ªQuedÈ admirado deste nuevo accidente, hasta allÌ jam·s en ella visto, porque siempre nos habl·bamos, las veces que la buena fortuna y mi diligencia lo concedÌa, con todo regocijo y contento, sin mezclar en nuestras pl·ticas l·grimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era engrandecer yo mi ventura, por habÈrmela dado el cielo por seÒora: exageraba su belleza, admir·bame de su valor y entendimiento. VolvÌame ella el recambio, alabando en mÌ lo que, como enamorada, le parecÌa digno de alabanza. Con esto, nos cont·bamos cien mil niÒerÌas y acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que m·s se entendÌa mi desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, seg˙n daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividÌa. Pero la noche que precediÛ al triste dÌa de mi partida, ella llorÛ, gimiÛ y suspirÛ, y se fue, y me dejÛ lleno de confusiÛn y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuÌ a la fuerza del amor que me tenÌa y al dolor que suele causar la ausencia en los que bien se quieren. ªEn fin, yo me partÌ triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. LleguÈ al lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recebido, pero no bien despachado, porque me mandÛ aguardar, bien a mi disgusto, ocho dÌas, y en parte donde el duque, su padre, no me viese, porque su hermano le escribÌa que le enviase cierto dinero sin su sabidurÌa. Y todo fue invenciÛn del falso don Fernando, pues no le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue Èste que me puso en condiciÛn de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos dÌas la vida en el ausencia de Luscinda, y m·s, habiÈndola dejado con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecÌ, como buen criado, aunque veÌa que habÌa de ser a costa de mi salud. ªPero, a los cuatro dÌas que allÌ lleguÈ, llegÛ un hombre en mi busca con una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocÌ ser de Luscinda, porque la letra dÈl era suya. AbrÌla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debÌa de ser la que la habÌa movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo hacÌa. PreguntÈle al hombre, antes de leerla, quiÈn se la habÌa dado y el tiempo que habÌa tardado en el camino. DÌjome que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio dÌa, una seÒora muy hermosa le llamÛ desde una ventana, los ojos llenos de l·grimas, y que con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, como parecÈis, por amor de Dios os ruego que encaminÈis luego luego esta carta al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello harÈis un gran servicio a nuestro SeÒor; y, para que no os falte comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este paÒuelo''. ''Y, diciendo esto, me arrojÛ por la ventana un paÒuelo, donde venÌan atados cien reales y esta sortija de oro que aquÌ traigo, con esa carta que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta mÌa, se quitÛ de la ventana; aunque primero vio cÛmo yo tomÈ la carta y el paÒuelo, y, por seÒas, le dije que harÌa lo que me mandaba. Y asÌ, viÈndome tan bien pagado del trabajo que podÌa tomar en traÈrosla y conociendo por el sobrescrito que Èrades vos a quien se enviaba, porque yo, seÒor, os conozco muy bien, y obligado asimesmo de las l·grimas de aquella hermosa seÒora, determinÈ de no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo a d·rosla; y en diez y seis horas que ha que se me dio, he hecho el camino, que sabÈis que es de diez y ocho leguas''. ªEn tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decÌa, estaba yo colgado de sus palabras, tembl·ndome las piernas de manera que apenas podÌa sostenerme. En efeto, abrÌ la carta y vi que contenÌa estas razones: La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que hablase al mÌo, la ha cumplido m·s en su gusto que en vuestro provecho. Sabed, seÒor, que Èl me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja que Èl piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere, con tantas veras que de aquÌ a dos dÌas se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sÛlo han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dar· a entender. A Dios plega que Èsta llegue a vuestras manos antes que la mÌa se vea en condiciÛn de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete. ª…stas, en suma, fueron las razones que la carta contenÌa y las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocÌ entonces que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, habÌa movido a don Fernando a enviarme a su hermano. El enojo que contra don Fernando concebÌ, junto con el temor de perder la prenda que con tantos aÒos de servicios y deseos tenÌa granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro dÌa me puse en mi lugar, al punto y hora que convenÌa para ir a hablar a Luscinda. EntrÈ secreto, y dejÈ una mula en que venÌa en casa del buen hombre que me habÌa llevado la carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallÈ a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. ConociÛme Luscinda luego, y conocÌla yo; mas no como debÌa ella conocerme y yo conocerla. Pero, øquiÈn hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condiciÛn mudable de una mujer? Ninguno, por cierto. ªDigo, pues, que, asÌ como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de boda estoy vestida; ya me est·n aguardando en la sala don Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo ser·n de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida que podr· estorbar m·s determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo''. Yo le respondÌ turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: ''Hagan, seÒora, tus obras verdaderas tus palabras; que si t˙ llevas daga para acreditarte, aquÌ llevo yo espada para defenderte con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria''. No creo que pudo oÌr todas estas razones, porque sentÌ que la llamaban apriesa, porque el desposado aguardaba. CerrÛse con esto la noche de mi tristeza, p˙soseme el sol de mi alegrÌa: quedÈ sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podÌa moverme a parte alguna; pero, considerando cu·nto importaba mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animÈ lo m·s que pude y entrÈ en su casa. Y, como ya sabÌa muy bien todas sus entradas y salidas, y m·s con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echÛ de ver. AsÌ que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacÌa una ventana de la mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubrÌa, por entre las cuales podÌa yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacÌa. ªøQuiÈn pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazÛn mientras allÌ estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que se digan. Basta que sep·is que el desposado entrÛ en la sala sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solÌa. TraÌa por padrino a un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no habÌa persona de fuera, sino los criados de casa. De allÌ a un poco, saliÛ de una rec·mara Luscinda, acompaÒada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecÌan, y como quien era la perfeciÛn de la gala y bizarrÌa cortesana. No me dio lugar mi suspensiÛn y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traÌa vestido; sÛlo pude advertir a las colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacÌan, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con m·s resplandor a los ojos ofrecÌan. °Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso! øDe quÈ sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mÌa? øNo ser· mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?ª No os cansÈis, seÒores, de oÌr estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece a mÌ que es digna de un largo discurso. A esto le respondiÛ el cura que no sÛlo no se cansaban en oÌrle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecÌan no pasarse en silencio, y la mesma atenciÛn que lo principal del cuento. -´Digo, pues -prosiguiÛ Cardenio-, que, estando todos en la sala, entrÛ el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ''øQuerÈis, seÒora Luscinda, al seÒor don Fernando, que est· presente, por vuestro legÌtimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?'', yo saquÈ toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentÌsimos oÌdos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondÌa, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmaciÛn de mi vida. °Oh, quiÈn se atreviera a salir entonces, diciendo a voces!: ''°Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mÌa y que no puedes ser de otro! Advierte que el decir t˙ sÌ y el acab·rseme la vida ha de ser todo a un punto. °Ah traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! øQuÈ quieres? øQuÈ pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido''. °Ah, loco de mÌ, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que habÌa de hacer lo que no hice! °Ahora que dejÈ robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazÛn para ello como le tengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco. ªEstaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y, cuando yo pensÈ que sacaba la daga para acreditarse, o desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaÒo que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: ''SÌ quiero''; y lo mesmo dijo don Fernando; y, d·ndole el anillo, quedaron en disoluble nudo ligados. LlegÛ el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniÈndose la mano sobre el corazÛn, cayÛ desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora decir cu·l quedÈ yo viendo, en el sÌ que habÌa oÌdo, burladas mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado de cobrar en alg˙n tiempo el bien que en aquel instante habÌa perdido. QuedÈ falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, neg·ndome el aire aliento para mis suspiros y el agua humor para mis ojos; sÛlo el fuego se acrecentÛ de manera que todo ardÌa de rabia y de celos. ªAlborot·ronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabroch·ndole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubriÛ en Èl un papel cerrado, que don Fernando tomÛ luego y se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y, en acabando de leerle, se sentÛ en una silla y se puso la mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su esposa se hacÌan para que del desmayo volviese. Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aventurÈ a salir, ora fuese visto o no, con determinaciÛn que si me viesen, de hacer un desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la justa indignaciÛn de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los haya, me debe tener guardado, ordenÛ que en aquel punto me sobrase el entendimiento que despuÈs ac· me ha faltado; y asÌ, sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mÌo, fuera f·cil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mÌ la pena que ellos merecÌan; y aun quiz· con m·s rigor del que con ellos se usara si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida. ªEn fin, yo salÌ de aquella casa y vine a la de aquÈl donde habÌa dejado la mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dÈl subÌ en ella, y salÌ de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubrÌa y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, soltÈ la voz y desatÈ la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habÌan hecho. Dile tÌtulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la habÌa cerrado los ojos de la voluntad, para quit·rmela a mÌ y entregarla a aquÈl con quien m·s liberal y franca la fortuna se habÌa mostrado; y, en mitad de la fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre que, a no querer recebirle, se podÌa pensar, o que no tenÌa juicio, o que en otra parte tenÌa la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena opiniÛn y fama. Luego volvÌa diciendo que, puesto que ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no habÌa hecho en escogerme tan mala elecciÛn, que no la disculparan, pues antes de ofrecÈrseles don Fernando no pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razÛn midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de ponerse en el trance forzoso y ˙ltimo de dar la mano, decir que ya yo le habÌa dado la mÌa; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella acertara a fingir en este caso. ªEn fin, me resolvÌ en que poco amor, poco juicio, mucha ambiciÛn y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me habÌa engaÒado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos deseos. Con estas voces y con esta inquietud caminÈ lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales caminÈ otros tres dÌas, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos prados, que no sÈ a quÈ mano destas montaÒas caen, y allÌ preguntÈ a unos ganaderos que hacia dÛnde era lo m·s ·spero destas sierras. DijÈronme que hacia esta parte. Luego me encaminÈ a ella, con intenciÛn de acabar aquÌ la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayÛ mi mula muerta, o, lo que yo m·s creo, por desechar de sÌ tan in˙til carga como en mÌ llevaba. Yo quedÈ a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me socorriese. ªDe aquella manera estuve no sÈ quÈ tiempo, tendido en el suelo, al cabo del cual me levantÈ sin hambre, y hallÈ junto a mÌ a unos cabreros, que, sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habÌan hallado, y cÛmo estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he sentido en mÌ, despuÈs ac·, que no todas veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasg·ndome los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mÌ vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi m·s com˙n habitaciÛn es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montaÒas, movidos de caridad, me sustentan, poniÈndome el manjar por los caminos y por las peÒas por donde entienden que acaso podrÈ pasar y hallarlo; y asÌ, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el mantenimiento, y despierta en mÌ el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas. ªDesta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirle a su ˙ltimo fin, o de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traiciÛn de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto Èl hace sin quitarme la vida, yo volverÈ a mejor discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mÌ valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerleª. …sta es, °oh seÒores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mÌ habÈis visto; y no os cansÈis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razÛn os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso mÈdico al enfermo que recebir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustÛ de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mÌa, guste yo de ser de la desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer estable mi perdiciÛn; yo querrÈ, con procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y ser· ejemplo a los por venir de que a mÌ solo faltÛ lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en mÌ es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte. AquÌ dio fin Cardenio a su larga pl·tica y tan desdichada como amorosa historia. Y, al tiempo que el cura se prevenÌa para decirle algunas razones de consuelo, le suspendiÛ una voz que llegÛ a sus oÌdos, que en lastimados acentos oyeron que decÌa lo que se dir· en la cuarta parte desta narraciÛn, que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador Cide Hamete Benengeli. Cuarta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha CapÌtulo XXVIII. Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucediÛ en la mesma sierra FelicÌsimos y venturosos fueron los tiempos donde se echÛ al mundo el audacÌsimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinaciÛn como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballerÌa, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sÛlo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que, asÌ como el cura comenzÛ a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidiÛ una voz que llegÛ a sus oÌdos, que, con tristes acentos, decÌa desta manera: -°Ay Dios! øSi ser· posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo? SÌ ser·, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. °Ay, desdichada, y cu·n m·s agradable compaÒÌa har·n estos riscos y malezas a mi intenciÛn, pues me dar·n lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ning˙n hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males! Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con Èl estaban, y por parecerles, como ello era, que allÌ junto las decÌan, se levantaron a buscar el dueÒo, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detr·s de un peÒasco vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allÌ corrÌa, no se le pudieron ver por entonces. Y ellos llegaron con tanto silencio que dÈl no fueron sentidos, ni Èl estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecÌan sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habÌan nacido. SuspendiÛles la blancura y belleza de los pies, pareciÈndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el h·bito de su dueÒo; y asÌ, viendo que no habÌan sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo seÒas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detr·s de unos pedazos de peÒa que allÌ habÌa, y asÌ lo hicieron todos, mirando con atenciÛn lo que el mozo hacÌa; el cual traÌa puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceÒido al cuerpo con una toalla blanca. TraÌa, ansimesmo, unos calzones y polainas de paÒo pardo, y en la cabeza una montera parda. TenÌa las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecÌa. AcabÛse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paÒo de tocar, que sacÛ debajo de la montera, se los limpiÛ; y, al querer quit·rsele, alzÛ el rostro, y tuvieron lugar los que mir·ndole estaban de ver una hermosura incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja: -…sta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina. El mozo se quitÛ la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecÌa labrador era mujer, y delicada, y aun la m·s hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habÌan visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que despuÈs afirmÛ que sola la belleza de Luscinda podÌa contender con aquÈlla. Los luengos y rubios cabellos no sÛlo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos; que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecÌa: tales y tantos eran. En esto, les sirviÛ de peine unas manos, que si los pies en el agua habÌan parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual, en m·s admiraciÛn y en m·s deseo de saber quiÈn era ponÌa a los tres que la miraban. Por esto determinaron de mostrarse, y, al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzÛ la cabeza, y, apart·ndose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, mirÛ los que el ruido hacÌan; y apenas los hubo visto, cuando se levantÛ en pie, y, sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asiÛ con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a sÌ tenÌa, y quiso ponerse en huida, llena de turbaciÛn y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo: -Deteneos, seÒora, quienquiera que se·is, que los que aquÌ veis sÛlo tienen intenciÛn de serviros. No hay para quÈ os pong·is en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podr·n sufrir ni nosotros consentir. A todo esto, ella no respondÌa palabra, atÛnita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiÈndola por la mano el cura, prosiguiÛ diciendo: -Lo que vuestro traje, seÒora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: seÒales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en h·bito tan indigno, y traÌdola a tanta soledad como es Èsta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ning˙n mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no acaba la vida, que reh˙ya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intenciÛn se le da al que lo padece. AsÌ que, seÒora mÌa, o seÒor mÌo, o lo que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno, hallarÈis quien os ayude a sentir vuestras desgracias. En tanto que el cura decÌa estas razones, estaba la disfrazada moza como embelesada, mir·ndolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna: bien asÌ como r˙stico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y dÈl jam·s vistas. Mas, volviendo el cura a decirle otras razones al mesmo efeto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompiÛ el silencio y dijo: -Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde serÌa fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, serÌa m·s por cortesÌa que por otra razÛn alguna. Presupuesto esto, digo, seÒores, que os agradezco el ofrecimiento que me habÈis hecho, el cual me ha puesto en obligaciÛn de satisfaceros en todo lo que me habÈis pedido, puesto que temo que la relaciÛn que os hiciere de mis desdichas os ha de causar, al par de la compasiÛn, la pesadumbre, porque no habÈis de hallar remedio para remediarlas ni consuelo para entretenerlas. Pero, con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiÈndome ya conocido por mujer y viÈndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas, y cada una por sÌ, que pueden echar por tierra cualquier honesto crÈdito, os habrÈ de decir lo que quisiera callar si pudiera. Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecÌa, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no menos les admirÛ su discreciÛn que su hermosura. Y, torn·ndole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse m·s de rogar, calz·ndose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodÛ en el asiento de una piedra, y, puestos los tres alrededor della, haciÈndose fuerza por detener algunas l·grimas que a los ojos se le venÌan, con voz reposada y clara, comenzÛ la historia de su vida desta manera: -´En esta AndalucÌa hay un lugar de quien toma tÌtulo un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en EspaÒa. …ste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su estado, y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el menor, no sÈ yo de quÈ sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de GalalÛn. Deste seÒor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran m·s que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo; porque quiz· nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mÌ me quiten la imaginaciÛn que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos; pero tan ricos que su riqueza y magnÌfico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a mÌ por hija; y, asÌ por no tener otra ni otro que los heredase como por ser padres, y aficionados, yo era una de las m·s regaladas hijas que padres jam·s regalaron. Era el espejo en que se miraban, el b·culo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban, midiÈndolos con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser ellos tan buenos, los mÌos no salÌan un punto. Y del mismo modo que yo era seÒora de sus ·nimos, ansÌ lo era de su hacienda: por mÌ se recebÌan y despedÌan los criados; la razÛn y cuenta de lo que se sembraba y cogÌa pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el n˙mero del ganado mayor y menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenÌa yo la cuenta, y era la mayordoma y seÒora, con tanta solicitud mÌa y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertarÈ a encarecerlo. Los ratos que del dÌa me quedaban, despuÈs de haber dado lo que convenÌa a los mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenÌa en ejercicios que son a las doncellas tan lÌcitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ·nimo, estos ejercicios dejaba, me acogÌa al entretenimiento de leer alg˙n libro devoto, o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la m˙sica compone los ·nimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espÌritu. ª…sta, pues, era la vida que yo tenÌa en casa de mis padres, la cual, si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentaciÛn ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cu·n sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo. Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal que al de un monesterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los dÌas que iba a misa era tan de maÒana, y tan acompaÒada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada que apenas vÌan mis ojos m·s tierra de aquella donde ponÌa los pies; y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los de lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que Èste es el nombre del hijo menor del duque que os he contadoª. No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudÛ la color del rostro, y comenzÛ a trasudar, con tan grande alteraciÛn que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venÌa aquel accidente de locura que habÌan oÌdo decir que de cuando en cuando le venÌa. Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quiÈn ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguiÛ su historia, diciendo: -´Y no me hubieron bien visto cuando, seg˙n Èl dijo despuÈs, quedÛ tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas, por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad. SobornÛ toda la gente de mi casa, dio y ofreciÛ d·divas y mercedes a mis parientes. Los dÌas eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las m˙sicas. Los billetes que, sin saber cÛmo, a mis manos venÌan, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos. Todo lo cual no sÛlo no me ablandaba, pero me endurecÌa de manera como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme a su voluntad hacÌa, las hiciera para el efeto contrario; no porque a mÌ me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasÌa sus solicitudes; porque me daba un no sÈ quÈ de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas: que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece a mÌ que siempre nos da gusto el oÌr que nos llaman hermosas. ªPero a todo esto se opone mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabÌan la voluntad de don Fernando, porque ya a Èl no se le daba nada de que todo el mundo la supiese. DecÌanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que habÌa entre mÌ y don Fernando, y que por aquÌ echarÌa de ver que sus pensamientos, aunque Èl dijese otra cosa, mas se encaminaban a su gusto que a mi provecho; y que si yo quisiese poner en alguna manera alg˙n inconveniente para que Èl se dejase de su injusta pretensiÛn, que ellos me casarÌan luego con quien yo m·s gustase: asÌ de los m·s principales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podÌa esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decÌan, fortificaba yo mi entereza, y jam·s quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo. ªTodos estos recatos mÌos, que Èl debÌa de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar m·s su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba; la cual, si ella fuera como debÌa, no la supiÈrades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasiÛn de decÌrosla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por quitalle a Èl la esperanza de poseerme, o, a lo menos, porque yo tuviese m·s guardas para guardarme; y esta nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oirÈis. Y fue que una noche, estando yo en mi aposento con sola la compaÒÌa de una doncella que me servÌa, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que, por descuido, mi honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cÛmo, en medio destos recatos y prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallÈ delante, cuya vista me turbÛ de manera que me quitÛ la de mis ojos y me enmudeciÛ la lengua; y asÌ, no fui poderosa de dar voces, ni aun Èl creo que me las dejara dar, porque luego se llegÛ a mÌ, y, tom·ndome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, seg˙n estaba turbada), comenzÛ a decirme tales razones, que no sÈ cÛmo es posible que tenga tanta habilidad la mentira que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. HacÌa el traidor que sus l·grimas acreditasen sus palabras y los suspiros su intenciÛn. Yo, pobrecilla, sola entre los mÌos, mal ejercitada en casos semejantes, comencÈ, no sÈ en quÈ modo, a tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasiÛn menos que buena sus l·grimas y suspiros. ªY asÌ, pas·ndoseme aquel sobresalto primero, tornÈ alg˙n tanto a cobrar mis perdidos espÌritus, y con m·s ·nimo del que pensÈ que pudiera tener, le dije: ''Si como estoy, seÒor, en tus brazos, estuviera entre los de un leÛn fiero y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, asÌ fuera posible hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue. AsÌ que, si t˙ tienes ceÒido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo ver·s si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mÌa; y en tanto me estimo yo, villana y labradora, como t˙, seÒor y caballero. Conmigo no han de ser de ning˙n efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engaÒarme, ni tus suspiros y l·grimas enternecerme. Si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mÌa, y mi voluntad de la suya no saliera; de modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que t˙, seÒor, ahora con tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho porque no es pensar que de mÌ alcance cosa alguna el que no fuere mi ligÌtimo esposo''. ''Si no reparas m·s que en eso, bellÌsima Dorotea -(que Èste es el nombre desta desdichada), dijo el desleal caballero-, ves: aquÌ te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y esta imagen de Nuestra SeÒora que aquÌ tienes''.ª Cuando Cardenio le oyÛ decir que se llamaba Dorotea, tornÛ de nuevo a sus sobresaltos y acabÛ de confirmar por verdadera su primera opiniÛn; pero no quiso interromper el cuento, por ver en quÈ venÌa a parar lo que Èl ya casi sabÌa; sÛlo dijo: -øQue Dorotea es tu nombre, seÒora? Otra he oÌdo yo decir del mesmo, que quiz· corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendr· en que te diga cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen. ReparÛ Dorotea en las razones de Cardenio y en su estraÒo y desastrado traje, y rogÛle que si alguna cosa de su hacienda sabÌa, se la dijese luego; porque si algo le habÌa dejado bueno la fortuna, era el ·nimo que tenÌa para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, a su parecer, ninguno podÌa llegar que el que tenÌa acrecentase un punto. -No le perdiera yo, seÒora -respondiÛ Cardenio-, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el saberlo. -Sea lo que fuere -respondiÛ Dorotea-, ´lo que en mi cuento pasa fue que, tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacÌsimas y juramentos estraordinarios, me dio la palabra de ser mi marido, puesto que, antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacÌa y que considerase el enojo que su padre habÌa de recebir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si alg˙n bien me querÌa hacer, por el amor que me tenÌa, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo que mi calidad podÌa, porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan. ªTodas estas razones que aquÌ he dicho le dije, y otras muchas de que no me acuerdo, pero no fueron parte para que Èl dejase de seguir su intento, bien ansÌ como el que no piensa pagar, que, al concertar de la barata, no repara en inconvenientes. Yo, a esta sazÛn, hice un breve discurso conmigo, y me dije a mÌ mesma: ''SÌ, que no serÈ yo la primera que por vÌa de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni ser· don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega aficiÛn, que es lo m·s cierto, haya hecho tomar compaÒÌa desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en Èste no dure m·s la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios serÈ su esposa. Y si quiero con desdenes despedille, en tÈrmino le veo que, no usando el que debe, usar· el de la fuerza y vendrÈ a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podÌa dar el que no supiere cu·n sin ella he venido a este punto. Porque, øquÈ razones ser·n bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este caballero entrÛ en mi aposento sin consentimiento mÌo?'' ªTodas estas demandas y respuestas revolvÌ yo en un instante en la imaginaciÛn; y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdiciÛn: los juramentos de don Fernando, los testigos que ponÌa, las l·grimas que derramaba, y, finalmente, su dispusiciÛn y gentileza, que, acompaÒada con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazÛn como el mÌo. LlamÈ a mi criada, para que en la tierra acompaÒase a los testigos del cielo; tornÛ don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; aÒadiÛ a los primeros nuevos santos por testigos; echÛse mil futuras maldiciones, si no cumpliese lo que me prometÌa; volviÛ a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretÛme m·s entre sus brazos, de los cuales jam·s me habÌa dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejÈ de serlo y Èl acabÛ de ser traidor y fementido. ªEl dÌa que sucediÛ a la noche de mi desgracia se venÌa aun no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque, despuÈs de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirse de mÌ, y, por industria de mi doncella, que era la misma que allÌ le habÌa traÌdo, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mÌ, aunque no con tanto ahÌnco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y, para m·s confirmaciÛn de su palabra, sacÛ un rico anillo del dedo y lo puso en el mÌo. En efecto, Èl se fue y yo quedÈ ni sÈ si triste o alegre; esto sÈ bien decir: que quedÈ confusa y pensativa, y casi fuera de mÌ con el nuevo acaecimiento, y no tuve ·nimo, o no se me acordÛ, de reÒir a mi doncella por la traiciÛn cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque a˙n no me determinaba si era bien o mal el que me habÌa sucedido. DÌjele, al partir, a don Fernando que por el mesmo camino de aquÈlla podÌa verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando Èl quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en m·s de un mes; que en vano me cansÈ en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa y que los m·s dÌas iba a caza, ejercicio de que Èl era muy aficionado. ªEstos dÌas y estas horas bien sÈ yo que para mÌ fueron aciagos y menguadas, y bien sÈ que comencÈ a dudar en ellos, y aun a descreer de la fe de don Fernando; y sÈ tambiÈn que mi doncella oyÛ entonces las palabras que en reprehensiÛn de su atrevimiento antes no habÌa oÌdo; y sÈ que me fue forzoso tener cuenta con mis l·grimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasiÛn a que mis padres me preguntasen que de quÈ andaba descontenta y me obligasen a buscar mentiras que decilles. Pero todo esto se acabÛ en un punto, lleg·ndose uno donde se atropellaron respectos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdiÛ la paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque, de allÌ a pocos dÌas, se dijo en el lugar como en una ciudad allÌ cerca se habÌa casado don Fernando con una doncella hermosÌsima en todo estremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble casamiento. DÌjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron dignas de admiraciÛn.ª OyÛ Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allÌ a poco caer por sus ojos dos fuentes de l·grimas. Mas no por esto dejÛ Dorotea de seguir su cuento, diciendo: -´LlegÛ esta triste nueva a mis oÌdos, y, en lugar de hel·rseme el corazÛn en oÌlla, fue tanta la cÛlera y rabia que se encendiÛ en Èl, que faltÛ poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosÌa y traiciÛn que se me habÌa hecho. Mas templÛse esta furia por entonces con pensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse: que fue ponerme en este h·bito, que me dio uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrÌ toda mi desventura, y le roguÈ me acompaÒase hasta la ciudad donde entendÌ que mi enemigo estaba. …l, despuÈs que hubo reprehendido mi atrevimiento y afeado mi determinaciÛn, viÈndome resuelta en mi parecer, se ofreciÛ a tenerme compaÒÌa, como Èl dijo, hasta el cabo del mundo. Luego, al momento, encerrÈ en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dineros, por lo que podÌa suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi traidora doncella, salÌ de mi casa, acompaÒada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenÌa por hecho, a lo menos a decir a don Fernando me dijese con quÈ alma lo habÌa hecho. ªLleguÈ en dos dÌas y medio donde querÌa, y, en entrando por la ciudad, preguntÈ por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hice la pregunta me respondiÛ m·s de lo que yo quisiera oÌr. DÌjome la casa y todo lo que habÌa sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan p˙blica en la ciudad, que se hace en corrillos para contarla por toda ella. DÌjome que la noche que don Fernando se desposÛ con Luscinda, despuÈs de haber ella dado el sÌ de ser su esposa, le habÌa tomado un recio desmayo, y que, llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le hallÛ un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decÌa y declaraba que ella no podÌa ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la mesma ciudad; y que si habÌa dado el sÌ a don Fernando, fue por no salir de la obediencia de sus padres. En resoluciÛn, tales razones dijo que contenÌa el papel, que daba a entender que ella habÌa tenido intenciÛn de matarse en acab·ndose de desposar, y daba allÌ las razones por que se habÌa quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmÛ una daga que le hallaron no sÈ en quÈ parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando, pareciÈndole que Luscinda le habÌa burlado y escarnecido y tenido en poco, arremetiÛ a ella, antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que le hallaron la quiso dar de puÒaladas; y lo hiciera si sus padres y los que se hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron m·s: que luego se ausentÛ don Fernando, y que Luscinda no habÌa vuelto de su parasismo hasta otro dÌa, que contÛ a sus padres cÛmo ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe m·s: que el Cardenio, seg˙n decÌan, se hallÛ presente en los desposorios, y que, en viÈndola desposada, lo cual Èl jam·s pensÛ, se saliÛ de la ciudad desesperado, dej·ndole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le habÌa hecho, y de cÛmo Èl se iba adonde gentes no le viesen. ªEsto todo era p˙blico y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello; y m·s hablaron cuando supieron que Luscinda habÌa faltado de casa de sus padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdÌan el juicio sus padres y no sabÌan quÈ medio se tomar para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don Fernando, que no hallarle casado, pareciÈndome que a˙n no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio, d·ndome yo a entender que podrÌa ser que el cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por atraerle a conocer lo que al primero debÌa, y a caer en la cuenta de que era cristiano y que estaba m·s obligado a su alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvÌa en mi fantasÌa, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para entretener la vida, que ya aborrezco. ªEstando, pues, en la ciudad, sin saber quÈ hacerme, pues a don Fernando no hallaba, llegÛ a mis oÌdos un p˙blico pregÛn, donde se prometÌa grande hallazgo a quien me hallase, dando las seÒas de la edad y del mesmo traje que traÌa; y oÌ decir que se decÌa que me habÌa sacado de casa de mis padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegÛ al alma, por ver cu·n de caÌda andaba mi crÈdito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino aÒadir el con quiÈn, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenos pensamientos. Al punto que oÌ el pregÛn, me salÌ de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de fidelidad me tenÌa prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso desta montaÒa, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirse que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor, asÌ me sucediÛ a mÌ, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, asÌ como me vio en esta soledad, incitado de su mesma bellaquerÌa antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasiÛn que, a su parecer, estos yermos le ofrecÌan; y, con poca verg¸enza y menos temor de Dios ni respeto mÌo, me requiriÛ de amores; y, viendo que yo con feas y justas palabras respondÌa a las desverg¸enzas de sus propÛsitos, dejÛ aparte los ruegos, de quien primero pensÛ aprovecharse, y comenzÛ a usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreciÛ las mÌas, de manera que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con Èl por un derrumbadero, donde le dejÈ, ni sÈ si muerto o si vivo; y luego, con m·s ligereza que mi sobresalto y cansancio pedÌan, me entrÈ por estas montaÒas, sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huir de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando. ªCon este deseo, ha no sÈ cu·ntos meses que entrÈ en ellas, donde hallÈ un ganadero que me llevÛ por su criado a un lugar que est· en las entraÒas desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan si pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud fue y ha sido de ning˙n provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que yo no era varÛn, y naciÛ en Èl el mesmo mal pensamiento que en mi criado; y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallÈ derrumbadero ni barranco de donde despeÒar y despenar al amo, como le hallÈ para el criado; y asÌ, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme de nuevo entre estas asperezas que probar con Èl mis fuerzas o mis disculpas. Digo, pues, que me tornÈ a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno pudiese con suspiros y l·grimas rogar al cielo se duela de mi desventura y me dÈ industria y favor para salir della, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin culpa suya habr· dado materia para que de ella se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras.ª CapÌtulo XXIX. Que trata de la discreciÛn de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo -Esta es, seÒores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oÌstes y las l·grimas que de mis ojos salÌan, tenÌan ocasiÛn bastante para mostrarse en mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, verÈis que ser· en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. SÛlo os ruego (lo que con facilidad podrÈis y debÈis hacer) que me aconsejÈis dÛnde podrÈ pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me buscan; que, aunque sÈ que el mucho amor que mis padres me tienen me asegura que serÈ dellos bien recebida, es tanta la verg¸enza que me ocupa sÛlo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mÌo ajeno de la honestidad que de mÌ se debÌan de tener prometida. CallÛ en diciendo esto, y el rostro se le cubriÛ de un color que mostrÛ bien claro el sentimiento y verg¸enza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habÌan tanta l·stima como admiraciÛn de su desgracia; y, aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomÛ primero la mano Cardenio, diciendo: -En fin, seÒora, que t˙ eres la hermosa Dorotea, la hija ˙nica del rico Clenardo. Admirada quedÛ Dorotea cuando oyÛ el nombre de su padre, y de ver cu·n de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido; y asÌ, le dijo: -Y øquiÈn sois vos, hermano, que asÌ sabÈis el nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado. -Soy -respondiÛ Cardenio- aquel sin ventura que, seg˙n vos, seÒora, habÈis dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal tÈrmino de aquel que a vos os ha puesto en el que est·is me ha traÌdo a que me ve·is cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja d·rmele por alg˙n breve espacio. Yo, Teodora, soy el que me hallÈ presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardÛ oÌr el sÌ que de ser su esposa pronunciÛ Luscinda. Yo soy el que no tuvo ·nimo para ver en quÈ paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y asÌ, dejÈ la casa y la paciencia, y una carta que dejÈ a un huÈsped mÌo, a quien roguÈ que en manos de Luscinda la pusiese, y vÌneme a estas soledades, con intenciÛn de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecÌ como mortal enemiga mÌa. Mas no ha querido la suerte quit·rmela, content·ndose con quitarme el juicio, quiz· por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquÌ habÈis contado, a˙n podrÌa ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mÌa, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues est· todavÌa en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplÌcoos, seÒora, que tomÈis otra resoluciÛn en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los mÌos, acomod·ndoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta veros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero, y poder con justo tÌtulo desafialle, en razÛn de la sinrazÛn que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejarÈ al cielo por acudir en la tierra a los vuestros. Con lo que Cardenio dijo se acabÛ de admirar Dorotea, y, por no saber quÈ gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para bes·rselos; mas no lo consintiÛ Cardenio, y el licenciado respondiÛ por entrambos, y aprobÛ el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogÛ, aconsejÛ y persuadiÛ que se fuesen con Èl a su aldea, donde se podrÌan reparar de las cosas que les faltaban, y que allÌ se darÌa orden cÛmo buscar a don Fernando, o cÛmo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que m·s les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced que se les ofrecÌa. El barbero, que a todo habÌa estado suspenso y callado, hizo tambiÈn su buena pl·tica y se ofreciÛ con no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles. ContÛ asimesmo con brevedad la causa que allÌ los habÌa traÌdo, con la estraÒeza de la locura de don Quijote, y cÛmo aguardaban a su escudero, que habÌa ido a buscalle. VÌnosele a la memoria a Cardenio, como por sueÒos, la pendencia que con don Quijote habÌa tenido y contÛla a los dem·s, mas no supo decir por quÈ causa fue su quistiÛn. En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejÛ, los llamaba a voces. SaliÈronle al encuentro, y, pregunt·ndole por don Quijote, les dijo cÛmo le habÌa hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su seÒora Dulcinea; y que, puesto que le habÌa dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, habÌa respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazaÒas que le ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corrÌa peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podÌa ser. Por eso, que mirasen lo que se habÌa de hacer para sacarle de allÌ. El licenciado le respondiÛ que no tuviese pena, que ellos le sacarÌan de allÌ, mal que le pesase. ContÛ luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenÌan pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo Dorotea que ella harÌa la doncella menesterosa mejor que el barbero, y m·s, que tenÌa allÌ vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella habÌa leÌdo muchos libros de caballerÌas y sabÌa bien el estilo que tenÌan las doncellas cuitadas cuando pedÌan sus dones a los andantes caballeros. -Pues no es menester m·s -dijo el cura- sino que luego se ponga por obra; que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros, seÒores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habÌamos menester. SacÛ luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en un instante se adornÛ de manera que una rica y gran seÒora parecÌa. Todo aquello, y m·s, dijo que habÌa sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le habÌa ofrecido ocasiÛn de habello menester. A todos contentÛ en estremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba. Pero el que m·s se admirÛ fue Sancho Panza, por parecerle -como era asÌ verdad- que en todos los dÌas de su vida habÌa visto tan hermosa criatura; y asÌ, preguntÛ al cura con grande ahÌnco le dijese quiÈn era aquella tan fermosa seÒora, y quÈ era lo que buscaba por aquellos andurriales. -Esta hermosa seÒora -respondiÛ el cura-, Sancho hermano, es, como quien no dice nada, es la heredera por lÌnea recta de varÛn del gran reino de MicomicÛn, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y, a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa. -Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazÛn Sancho Panza-, y m·s si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sÌ matar· si Èl le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene mi seÒor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre otras, seÒor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa, y asÌ quedar· imposibilitado de recebir Ûrdenes arzobispales y vendr· con facilidad a su imperio y yo al fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que no me est· bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy in˙til para la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, serÌa nunca acabar. AsÌ que, seÒor, todo el toque est· en que mi amo se case luego con esta seÒora, que hasta ahora no sÈ su gracia, y asÌ, no la llamo por su nombre. -Ll·mase -respondiÛ el cura- la princesa Micomicona, porque, llam·ndose su reino MicomicÛn, claro est· que ella se ha de llamar asÌ. -No hay duda en eso -respondiÛ Sancho-, que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llam·ndose Pedro de Alcal·, Juan de ⁄beda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar all· en Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos. -AsÌ debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse vuestro amo, yo harÈ en ello todos mis poderÌos. Con lo que quedÛ tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cu·n encajados tenÌa en la fantasÌa los mesmos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que habÌa de venir a ser emperador. Ya, en esto, se habÌa puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se habÌa acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese que conocÌa al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistÌa todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio habÌa tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia. Y asÌ, los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejÛ de avisar el cura lo que habÌa de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se harÌa, sin faltar punto, como lo pedÌan y pintaban los libros de caballerÌas. Tres cuartos de legua habrÌan andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peÒas, ya vestido, aunque no armado; y, asÌ como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquÈl era don Quijote, dio del azote a su palafrÈn, siguiÈndole el bien barbado barbero. Y, en llegando junto a Èl, el escudero se arrojÛ de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, ape·ndose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y, aunque Èl pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fablÛ en esta guisa: -De aquÌ no me levantarÈ, °oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesÌa me otorgue un don, el cual redundar· en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la m·s desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado est·is a favorecer a la sin ventura que de tan lueÒes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, busc·ndoos para remedio de sus desdichas. -No os responderÈ palabra, fermosa seÒora -respondiÛ don Quijote-, ni oirÈ m·s cosa de vuestra facienda, fasta que os levantÈis de tierra. -No me levantarÈ, seÒor -respondiÛ la afligida doncella-, si primero, por la vuestra cortesÌa, no me es otorgado el don que pido. -Yo vos le otorgo y concedo -respondiÛ don Quijote-, como no se haya de cumplir en daÒo o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazÛn y libertad tiene la llave. -No ser· en daÒo ni en mengua de los que decÌs, mi buen seÒor -replicÛ la dolorosa doncella. Y, estando en esto, se llegÛ Sancho Panza al oÌdo de su seÒor y muy pasito le dijo: -Bien puede vuestra merced, seÒor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: sÛlo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino MicomicÛn de EtiopÌa. -Sea quien fuere -respondiÛ don Quijote-, que yo harÈ lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo. Y, volviÈndose a la doncella, dijo: -La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere. -Pues el que pido es -dijo la doncella- que la vuestra magn·nima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino. -Digo que asÌ lo otorgo -respondiÛ don Quijote-, y asÌ podÈis, seÒora, desde hoy m·s, desechar la malenconÌa que os fatiga y hacer que cobre nuevos brÌos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os verÈis presto restituida en vuestro reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro. La menesterosa doncella pugnÛ, con mucha porfÌa, por besarle las manos, mas don Quijote, que en todo era comedido y cortÈs caballero, jam·s lo consintiÛ; antes, la hizo levantar y la abrazÛ con mucha cortesÌa y comedimiento, y mandÛ a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgÛ las armas, que, como trofeo, de un ·rbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armÛ a su seÒor; el cual, viÈndose armado, dijo: -Vamos de aquÌ, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran seÒora. Est·base el barbero a˙n de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caÌda quiz· quedaran todos sin conseguir su buena intenciÛn; y, viendo que ya el don estaba concedido y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se levantÛ y tomÛ de la otra mano a su seÒora, y entre los dos la subieron en la mula. Luego subiÛ don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodÛ en su cabalgadura, qued·ndose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovÛ la pÈrdida del rucio, con la falta que entonces le hacÌa; mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su seÒor estaba puesto en camino, y muy a pique, de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se habÌa de casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de MicomicÛn. SÛlo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habÌan de ser todos negros; a lo cual hizo luego en su imaginaciÛn un buen remedio, y dÌjose a sÌ mismo: -øQuÈ se me da a mÌ que mis vasallos sean negros? øHabr· m·s que cargar con ellos y traerlos a EspaÒa, donde los podrÈ vender, y adonde me los pagar·n de contado, de cuyo dinero podrÈ comprar alg˙n tÌtulo o alg˙n oficio con que vivir descansado todos los dÌas de mi vida? °No, sino dormÌos, y no teng·is ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en d·came esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. °Llegaos, que me mamo el dedo! Con esto, andaba tan solÌcito y tan contento que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie. Todo esto miraban de entre unas breÒas Cardenio y el cura, y no sabÌan quÈ hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginÛ luego lo que harÌan para conseguir lo que deseaban; y fue que con unas tijeras que traÌa en un estuche quitÛ con mucha presteza la barba a Cardenio, y vistiÛle un capotillo pardo que Èl traÌa y diole un herreruelo negro, y Èl se quedÛ en calzas y en jubÛn; y quedÛ tan otro de lo que antes parecÌa Cardenio, que Èl mesmo no se conociera, aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habÌan pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedÌan que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, asÌ como saliÛ della don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando seÒales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fue a Èl abiertos los brazos y diciendo a voces: -Para bien sea hallado el espejo de la caballerÌa, el mi buen compatriote don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes. Y, diciendo esto, tenÌa abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote; el cual, espantado de lo que veÌa y oÌa decir y hacer aquel hombre, se le puso a mirar con atenciÛn, y, al fin, le conociÛ y quedÛ como espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo consintiÛ, por lo cual don Quijote decÌa: -DÈjeme vuestra merced, seÒor licenciado, que no es razÛn que yo estÈ a caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced estÈ a pie. -Eso no consentirÈ yo en ning˙n modo -dijo el cura-: estÈse la vuestra grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazaÒas y aventuras que en nuestra edad se han visto; que a mÌ, aunque indigno sacerdote, bastar·me subir en las ancas de una destas mulas destos seÒores que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun harÈ cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que a˙n hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto. -A˙n no caÌa yo en tanto, mi seÒor licenciado -respondiÛ don Quijote-; y yo sÈ que mi seÒora la princesa ser· servida, por mi amor, de mandar a su escudero dÈ a vuestra merced la silla de su mula, que Èl podr· acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre. -SÌ sufre, a lo que yo creo -respondiÛ la princesa-; y tambiÈn sÈ que no ser· menester mand·rselo al seÒor mi escudero, que Èl es tan cortÈs y tan cortesano que no consentir· que una persona eclesi·stica vaya a pie, pudiendo ir a caballo. -AsÌ es -respondiÛ el barbero. Y, ape·ndose en un punto, convidÛ al cura con la silla, y Èl la tomÛ sin hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzÛ un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a darlas en el pecho de maese Nicol·s, o en la cabeza, Èl diera al diablo la venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayÛ en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habÌan derribado las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro del escudero caÌdo, dijo: -°Vive Dios, que es gran milagro Èste! °Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta! El cura, que vio el peligro que corrÌa su invenciÛn de ser descubierta, acudiÛ luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacÌa maese Nicol·s, dando a˙n voces todavÌa, y de un golpe, lleg·ndole la cabeza a su pecho, se las puso, murmurando sobre Èl unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verÌan; y, cuando se las tuvo puestas, se apartÛ, y quedÛ el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admirÛ don Quijote sobremanera, y rogÛ al cura que cuando tuviese lugar le enseÒase aquel ensalmo; que Èl entendÌa que su virtud a m·s que pegar barbas se debÌa de estender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen habÌa de quedar la carne llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a m·s que barbas aprovechaba. -AsÌ es -dijo el cura, y prometiÛ de enseÒ·rsele en la primera ocasiÛn. Concert·ronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los tres mudando, hasta que llegasen a la venta, que estarÌa hasta dos leguas de allÌ. Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote dijo a la doncella: -Vuestra grandeza, seÒora mÌa, guÌe por donde m·s gusto le diere. Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado: -øHacia quÈ reino quiere guiar la vuestra seÒorÌa? øEs, por ventura, hacia el de MicomicÛn?; que sÌ debe de ser, o yo sÈ poco de reinos. Ella, que estaba bien en todo, entendiÛ que habÌa de responder que sÌ; y asÌ, dijo: -SÌ, seÒor, hacia ese reino es mi camino. -Si asÌ es -dijo el cura-, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allÌ tomar· vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podr· embarcar con la buena ventura; y si hay viento prÛspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de nueve aÒos se podr· estar a vista de la gran laguna Meona, digo, MeÛtides, que est· poco m·s de cien jornadas m·s ac· del reino de vuestra grandeza. -Vuestra merced est· engaÒado, seÒor mÌo -dijo ella-, porque no ha dos aÒos que yo partÌ dÈl, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso, he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al seÒor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oÌdos asÌ como puse los pies en EspaÒa, y ellas me movieron a buscarle, para encomendarme en su cortesÌa y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo. -No m·s: cesen mis alabanzas -dijo a esta sazÛn don Quijote-, porque soy enemigo de todo gÈnero de adulaciÛn; y, aunque Èsta no lo sea, todavÌa ofenden mis castas orejas semejantes pl·ticas. Lo que yo sÈ decir, seÒora mÌa, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y asÌ, dejando esto para su tiempo, ruego al seÒor licenciado me diga quÈ es la causa que le ha traÌdo por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que me pone espanto. -A eso yo responderÈ con brevedad -respondiÛ el cura-, porque sabr· vuestra merced, seÒor don Quijote, que yo y maese Nicol·s, nuestro amigo y nuestro barbero, Ìbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mÌo que ha muchos aÒos que pasÛ a Indias me habÌa enviado, y no tan pocos que no pasan de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponÈrselas postizas; y aun a este mancebo que aquÌ va -seÒalando a Cardenio- le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es p˙blica fama por todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que dicen que libertÛ, casi en este mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a pesar del comisario y de las guardas, los soltÛ a todos; y, sin duda alguna, Èl debÌa de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco como ellos, o alg˙n hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y seÒor natural, pues fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que habÌa muchos aÒos que reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. HabÌales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que acabÛ su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriÈndola, por ver lo que hacÌa o decÌa don Quijote; al cual se le mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que Èl habÌa sido el libertador de aquella buena gente. -…stos, pues -dijo el cura-, fueron los que nos robaron; que Dios, por su misericordia, se lo perdone al que no los dejÛ llevar al debido suplicio. CapÌtulo XXX. Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperÌsima penitencia en que se habÌa puesto No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo: -Pues mÌa fe, seÒor licenciado, el que hizo esa fazaÒa fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisÈ que mirase lo que hacÌa, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allÌ por grandÌsimos bellacos. -°Majadero! -dijo a esta sazÛn don Quijote-, a los caballeros andantes no les toca ni ataÒe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera, o est·n en aquella angustia, por sus culpas o por sus gracias; sÛlo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerÌas. Yo topÈ un rosario y sarta de gente mohÌna y desdichada, y hice con ellos lo que mi religiÛn me pide, y lo dem·s all· se avenga; y a quien mal le ha parecido, salvo la santa dignidad del seÒor licenciado y su honrada persona, digo que sabe poco de achaque de caballerÌa, y que miente como un hideputa y mal nacido; y esto le harÈ conocer con mi espada, donde m·s largamente se contiene. Y esto dijo afirm·ndose en los estribos y cal·ndose el morriÛn; porque la bacÌa de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado del arzÛn delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los galeotes. Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabÌa el menguado humor de don Quijote y que todos hacÌan burla dÈl, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos, y, viÈndole tan enojado, le dijo: -SeÒor caballero, miÈmbresele a la vuestra merced el don que me tiene prometido, y que, conforme a Èl, no puede entremeterse en otra aventura, por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el pecho, que si el seÒor licenciado supiera que por ese invicto brazo habÌan sido librados los galeotes, Èl se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redundara. -Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera quitado un bigote. -Yo callarÈ, seÒora mÌa -dijo don Quijote-, y reprimirÈ la justa cÛlera que ya en mi pecho se habÌa levantado, y irÈ quieto y pacÌfico hasta tanto que os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me dig·is, si no se os hace de mal, cu·l es la vuestra cuita y cu·ntas, quiÈnes y cu·les son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera venganza. -Eso harÈ yo de gana -respondiÛ Dorotea-, si es que no os enfadan oÌr l·stimas y desgracias. -No enfadar·, seÒora mÌa -respondiÛ don Quijote. A lo que respondiÛ Dorotea: -Pues asÌ es, estÈnme vuestras mercedes atentos. No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cÛmo fingÌa su historia la discreta Dorotea; y lo mismo hizo Sancho, que tan engaÒado iba con ella como su amo. Y ella, despuÈs de haberse puesto bien en la silla y prevenÌdose con toser y hacer otros ademanes, con mucho donaire, comenzÛ a decir desta manera: -´Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, seÒores mÌos, que a mÌ me llaman...ª Y det˙vose aquÌ un poco, porque se le olvidÛ el nombre que el cura le habÌa puesto; pero Èl acudiÛ al remedio, porque entendiÛ en lo que reparaba, y dijo: -No es maravilla, seÒora mÌa, que la vuestra grandeza se turbe y empache contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran seÒorÌa, que se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legÌtima heredera del gran reino MicomicÛn; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir ahora f·cilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere. -AsÌ es la verdad -respondiÛ la doncella-, y desde aquÌ adelante creo que no ser· menester apuntarme nada, que yo saldrÈ a buen puerto con mi verdadera historia. ´La cual es que el rey mi padre, que se llama Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte m·gica, y alcanzÛ por su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, habÌa de morir primero que Èl, y que de allÌ a poco tiempo Èl tambiÈn habÌa de pasar desta vida y yo habÌa de quedar huÈrfana de padre y madre. Pero decÌa Èl que no le fatigaba tanto esto cuanto le ponÌa en confusiÛn saber, por cosa muy cierta, que un descomunal gigante, seÒor de una grande Ìnsula, que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revÈs, como si fuese bizco, y esto lo hace Èl de maligno y por poner miedo y espanto a los que mira); digo que supo que este gigante, en sabiendo mi orfandad, habÌa de pasar con gran poderÌo sobre mi reino y me lo habÌa de quitar todo, sin dejarme una pequeÒa aldea donde me recogiese; pero que podÌa escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar con Èl; mas, a lo que Èl entendÌa, jam·s pensaba que me vendrÌa a mÌ en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad, porque jam·s me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante, pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo tambiÈn mi padre que, despuÈs que Èl fuese muerto y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa, porque serÌa destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si querÌa escusar la muerte y total destruiciÛn de mis buenos y leales vasallos, porque no habÌa de ser posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los mÌos, me pusiese en camino de las EspaÒas, donde hallarÌa el remedio de mis males hallando a un caballero andante, cuya fama en este tiempo se estenderÌa por todo este reino, el cual se habÌa de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote.ª -Don Quijote dirÌa, seÒora -dijo a esta sazÛn Sancho Panza-, o, por otro nombre, el Caballero de la Triste Figura. -AsÌ es la verdad -dijo Dorotea-. ´Dijo m·s: que habÌa de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por allÌ junto, habÌa de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.ª En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero: -Ten aquÌ, Sancho, hijo, ay˙dame a desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejÛ profetizado. -Pues, øpara quÈ quiere vuestra merced desnudarse? -dijo Dorotea. -Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo -respondiÛ don Quijote. -No hay para quÈ desnudarse -dijo Sancho-, que yo sÈ que tiene vuestra merced un lunar desas seÒas en la mitad del espinazo, que es seÒal de ser hombre fuerte. -Eso basta -dijo Dorotea-, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que estÈ en el hombro o que estÈ en el espinazo, importa poco; basta que haya lunar, y estÈ donde estuviere, pues todo es una mesma carne; y, sin duda, acertÛ mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al seÒor don Quijote, que Èl es por quien mi padre dijo, pues las seÒales del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene no sÛlo en EspaÒa, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en Osuna, cuando oÌ decir tantas hazaÒas suyas, que luego me dio el alma que era el mesmo que venÌa a buscar. -Pues, øcÛmo se desembarcÛ vuestra merced en Osuna, seÒora mÌa -preguntÛ don Quijote-, si no es puerto de mar? Mas, antes que Dorotea respondiese, tomÛ el cura la mano y dijo: -Debe de querer decir la seÒora princesa que, despuÈs que desembarcÛ en M·laga, la primera parte donde oyÛ nuevas de vuestra merced fue en Osuna. -Eso quise decir -dijo Dorotea. -Y esto lleva camino -dijo el cura-, y prosiga vuestra majestad adelante. -No hay que proseguir -respondiÛ Dorotea-, sino que, finalmente, mi suerte ha sido tan buena en hallar al seÒor don Quijote, que ya me cuento y tengo por reina y seÒora de todo mi reino, pues Èl, por su cortesÌa y magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le llevare, que no ser· a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razÛn me tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues asÌ lo dejÛ profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual tambiÈn dejÛ dicho y escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no las sÈ leer, que si este caballero de la profecÌa, despuÈs de haber degollado al gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin rÈplica alguna por su legÌtima esposa, y le diese la posesiÛn de mi reino, junto con la de mi persona. -øQuÈ te parece, Sancho amigo? -dijo a este punto don Quijote-. øNo oyes lo que pasa? øNo te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina con quien casar. -°Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto que no se casare en abriendo el gaznatico al seÒor Pandahilado! Pues, °monta que es mala la reina! °AsÌ se me vuelvan las pulgas de la cama! Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandÌsimo contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y, haciÈndola detener, se hincÛ de rodillas ante ella, suplic·ndole le diese las manos para bes·rselas, en seÒal que la recibÌa por su reina y seÒora. øQuiÈn no habÌa de reÌr de los circustantes, viendo la locura del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometiÛ de hacerle gran seÒor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que se lo dejase cobrar y gozar. AgradeciÛselo Sancho con tales palabras que renovÛ la risa en todos. -…sta, seÒores -prosiguiÛ Dorotea-, es mi historia: sÛlo resta por deciros que de cuanta gente de acompaÒamiento saquÈ de mi reino no me ha quedado sino sÛlo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y Èl y yo salimos en dos tablas a tierra, como por milagro; y asÌ, es todo milagro y misterio el discurso de mi vida, como lo habrÈis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el seÒor licenciado dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y extraordinarios quitan la memoria al que los padece. -…sa no me quitar·n a mÌ, °oh alta y valerosa seÒora! -dijo don Quijote-, cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean; y asÌ, de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos desta... no quiero decir buena espada, merced a GinÈs de Pasamonte, que me llevÛ la mÌa. Esto dijo entre dientes, y prosiguiÛ diciendo: -Y despuÈs de habÈrsela tajado y puÈstoos en pacÌfica posesiÛn de vuestro estado, quedar· a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que m·s en talante os viniere; porque, mientras que yo tuviere ocupada la memoria y cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aquella..., y no digo m·s, no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con el ave fÈnix. PareciÛle tan mal a Sancho lo que ˙ltimamente su amo dijo acerca de no querer casarse, que, con grande enojo, alzando la voz, dijo: -Voto a mÌ, y juro a mÌ, que no tiene vuestra merced, seÒor don Quijote, cabal juicio. Pues, øcÛmo es posible que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta princesa como aquÈsta? øPiensa que le ha de ofrecer la fortuna, tras cada cantillo, semejante ventura como la que ahora se le ofrece? øEs, por dicha, m·s hermosa mi seÒora Dulcinea? No, por cierto, ni aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de la que est· delante. AsÌ, noramala alcanzarÈ yo el condado que espero, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo. C·sese, c·sese luego, encomiÈndole yo a Satan·s, y tome ese reino que se le viene a las manos de vobis, vobis, y, en siendo rey, h·game marquÈs o adelantado, y luego, siquiera se lo lleve el diablo todo. Don Quijote, que tales blasfemias oyÛ decir contra su seÒora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y, alzando el lanzÛn, sin hablalle palabra a Sancho y sin decirle esta boca es mÌa, le dio tales dos palos que dio con Èl en tierra; y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera m·s, sin duda le quitara allÌ la vida. -øPens·is -le dijo a cabo de rato-, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo pensÈis, bellaco descomulgado, que sin duda lo est·s, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. øY no sabÈis vos, gaÒ·n, faquÌn, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendrÌa yo para matar una pulga? Decid, socarrÛn de lengua viperina, øy quiÈn pens·is que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y hÈchoos a vos marquÈs, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazaÒas? Ella pelea en mÌ, y vence en mÌ, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. °Oh hideputa bellaco, y cÛmo sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser seÒor de tÌtulo, y correspondÈis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo! No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decÌa, y, levant·ndose con un poco de presteza, se fue a poner detr·s del palafrÈn de Dorotea, y desde allÌ dijo a su amo: -DÌgame, seÒor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princesa, claro est· que no ser· el reino suyo; y, no siÈndolo, øquÈ mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; c·sese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquÌ como llovida del cielo, y despuÈs puede volverse con mi seÒora Dulcinea; que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la seÒora Dulcinea. -øCÛmo que no la has visto, traidor blasfemo? -dijo don Quijote-. Pues, øno acabas de traerme ahora un recado de su parte? -Digo que no la he visto tan despacio -dijo Sancho- que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero asÌ, a bulto, me parece bien. -Ahora te disculpo -dijo don Quijote-, y perdÛname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres. -Ya yo lo veo -respondiÛ Sancho-; y asÌ, en mÌ la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me viene a la lengua. -Con todo eso -dijo don Quijote-, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo m·s. -Ahora bien -respondiÛ Sancho-, Dios est· en el cielo, que ve las trampas, y ser· juez de quiÈn hace m·s mal: yo en no hablar bien, o vuestra merced en obrallo. -No haya m·s -dijo Dorotea-: corred, Sancho, y besad la mano a vuestro seÒor, y pedilde perdÛn, y de aquÌ adelante andad m·s atentado en vuestras alabanzas y vituperios, y no dig·is mal de aquesa seÒora Tobosa, a quien yo no conozco si no es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viv·is como un prÌncipe. Fue Sancho cabizbajo y pidiÛ la mano a su seÒor, y Èl se la dio con reposado continente; y, despuÈs que se la hubo besado, le echÛ la bendiciÛn, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenÌa que preguntalle y que departir con Èl cosas de mucha importancia. HÌzolo asÌ Sancho y apart·ronse los dos algo adelante, y dÌjole don Quijote: -DespuÈs que veniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y lugar, no me niegues t˙ la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas. -Pregunte vuestra merced lo que quisiere -respondiÛ Sancho-, que a todo darÈ tan buena salida como tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced, seÒor mÌo, que no sea de aquÌ adelante tan vengativo. -øPor quÈ lo dices, Sancho? -dijo don Quijote. -DÌgolo -respondiÛ- porque estos palos de agora m·s fueron por la pendencia que entre los dos trabÛ el diablo la otra noche, que por lo que dije contra mi seÒora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en ella no lo haya, sÛlo por ser cosa de vuestra merced. -No tornes a esas pl·ticas, Sancho, por tu vida -dijo don Quijote-, que me dan pesadumbre; ya te perdonÈ entonces, y bien sabes t˙ que suele decirse: a pecado nuevo, penitencia nueva. En tanto que los dos iban en estas pl·ticas, dijo el cura a Dorotea que habÌa andado muy discreta, asÌ en el cuento como en la brevedad dÈl, y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerÌas. Ella dijo que muchos ratos se habÌa entretenido en leellos, pero que no sabÌa ella dÛnde eran las provincias ni puertos de mar, y que asÌ habÌa dicho a tiento que se habÌa desembarcado en Osuna. -Yo lo entendÌ asÌ -dijo el cura-, y por eso acudÌ luego a decir lo que dije, con que se acomodÛ todo. Pero, øno es cosa estraÒa ver con cu·nta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y mentiras, sÛlo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros? -SÌ es -dijo Cardenio-, y tan rara y nunca vista, que yo no sÈ si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en ella. -Pues otra cosa hay en ello -dijo el cura-: que fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras cosas, discurre con bonÌsimas razones y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo. De manera que, como no le toquen en sus caballerÌas, no habr· nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento. En tanto que ellos iban en esta conversaciÛn, prosiguiÛ don Quijote con la suya y dijo a Sancho: -Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: øDÛnde, cÛmo y cu·ndo hallaste a Dulcinea? øQuÈ hacÌa? øQuÈ le dijiste? øQuÈ te respondiÛ? øQuÈ rostro hizo cuando leÌa mi carta? øQuiÈn te la trasladÛ? Y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que aÒadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quit·rmele. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, si va a decir la verdad, la carta no me la trasladÛ nadie, porque yo no llevÈ carta alguna. -AsÌ es como t˙ dices -dijo don Quijote-, porque el librillo de memoria donde yo la escribÌ le hallÈ en mi poder a cabo de dos dÌas de tu partida, lo cual me causÛ grandÌsima pena, por no saber lo que habÌas t˙ de hacer cuando te vieses sin carta, y creÌ siempre que te volvieras desde el lugar donde la echaras menos. -AsÌ fuera -respondiÛ Sancho-, si no la hubiera yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la leyÛ, de manera que se la dije a un sacrist·n, que me la trasladÛ del entendimiento, tan punto por punto, que dijo que en todos los dÌas de su vida, aunque habÌa leÌdo muchas cartas de descomuniÛn, no habÌa visto ni leÌdo tan linda carta como aquÈlla. -Y øtiÈnesla todavÌa en la memoria, Sancho? -dijo don Quijote. -No, seÒor -respondiÛ Sancho-, porque despuÈs que la di, como vi que no habÌa de ser de m·s provecho, di en olvidalla. Y si algo se me acuerda, es aquello del sobajada, digo, del soberana seÒora, y lo ˙ltimo: Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en medio destas dos cosas, le puse m·s de trecientas almas, y vidas, y ojos mÌos. CapÌtulo XXXI. De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos -Todo eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don Quijote-. Llegaste, øy quÈ hacÌa aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de caÒutillo para este su cautivo caballero. -No la hallÈ -respondiÛ Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa. -Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo øera candeal, o trechel? -No era sino rubiÛn -respondiÛ Sancho. -Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, øbesÛla? øP˙sosela sobre la cabeza? øHizo alguna ceremonia digna de tal carta, o quÈ hizo? -Cuando yo se la iba a dar -respondiÛ Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenÌa en la criba, y dÌjome: ''Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquÌ est·''. -°Discreta seÒora! -dijo don Quijote-. Eso debiÛ de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, øquÈ coloquios pasÛ contigo? øQuÈ te preguntÛ de mÌ? Y t˙, øquÈ le respondiste? Acaba, cuÈntamelo todo; no se te quede en el tintero una mÌnima. -Ella no me preguntÛ nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna. -En decir que maldecÌa mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendecirÈ todos los dÌas de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta seÒora como Dulcinea del Toboso. -Tan alta es -respondiÛ Sancho-, que a buena fe que me lleva a mÌ m·s de un coto. -Pues, øcÛmo, Sancho? -dijo don Quijote-. øHaste medido t˙ con ella? -MedÌme en esta manera -respondiÛ Sancho-: que, lleg·ndole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que echÈ de ver que me llevaba m·s de un gran palmo. -Pues °es verdad -replicÛ don Quijote- que no acompaÒa esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negar·s, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, øno sentiste un olor sabeo, una fragancia arom·tica, y un no sÈ quÈ de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, øun tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de alg˙n curioso guantero? -Lo que sÈ decir -dijo Sancho- es que sentÌ un olorcillo algo hombruno; y debÌa de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa. -No serÌa eso -respondiÛ don Quijote-, sino que t˙ debÌas de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sÈ bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ·mbar desleÌdo. -Todo puede ser -respondiÛ Sancho-, que muchas veces sale de mÌ aquel olor que entonces me pareciÛ que salÌa de su merced de la seÒora Dulcinea; pero no hay de quÈ maravillarse, que un diablo parece a otro. -Y bien -prosiguiÛ don Quijote-, he aquÌ que acabÛ de limpiar su trigo y de enviallo al molino. øQuÈ hizo cuando leyÛ la carta? -La carta -dijo Sancho- no la leyÛ, porque dijo que no sabÌa leer ni escribir; antes, la rasgÛ y la hizo menudas piezas, diciendo que no la querÌa dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le habÌa dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenÌa y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allÌ quedaba con m·s deseo de verle que de escribirle; y que, asÌ, le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de m·s importancia no le sucediese, porque tenÌa gran deseo de ver a vuestra merced. RiÛse mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. PreguntÈle si habÌa ido all· el vizcaÌno de marras; dÌjome que sÌ, y que era un hombre muy de bien. TambiÈn le preguntÈ por los galeotes, mas dÌjome que no habÌa visto hasta entonces alguno. -Todo va bien hasta agora -dijo don Quijote-. Pero dime: øquÈ joya fue la que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mÌ le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado. -Bien puede eso ser asÌ, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debiÛ de ser en los tiempos pasados, que ahora sÛlo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi seÒora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedÌ; y aun, por m·s seÒas, era el queso ovejuno. -Es liberal en estremo -dijo don Quijote-, y si no te dio joya de oro, sin duda debiÛ de ser porque no la tendrÌa allÌ a la mano para d·rtela; pero buenas son mangas despuÈs de Pascua: yo la verÈ, y se satisfar· todo. øSabes de quÈ estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y veniste por los aires, pues poco m·s de tres dÌas has tardado en ir y venir desde aquÌ al Toboso, habiendo de aquÌ all· m·s de treinta leguas; por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo no serÌa buen caballero andante); digo que este tal te debiÛ de ayudar a caminar, sin que t˙ lo sintieses; que hay sabio dÈstos que coge a un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cÛmo o en quÈ manera, amanece otro dÌa m·s de mil leguas de donde anocheciÛ. Y si no fuese por esto, no se podrÌan socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso. Que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con alg˙n endriago, o con alg˙n fiero vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y est· ya a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por acull·, encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por industria y sabidurÌa destos sabios encantadores que tienen cuidado destos valerosos caballeros. AsÌ que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del Toboso, pues, como tengo dicho, alg˙n sabio amigo te debiÛ de llevar en volandillas, sin que t˙ lo sintieses. -AsÌ serÌa -dijo Sancho-; porque a buena fe que andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azogue en los oÌdos. -Y °cÛmo si llevaba azogue! -dijo don Quijote-, y aun una legiÛn de demonios, que es gente que camina y hace caminar, sin cansarse, todo aquello que se les antoja. Pero, dejando esto aparte, øquÈ te parece a ti que debo yo de hacer ahora cerca de lo que mi seÒora me manda que la vaya a ver?; que, aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su mandamiento, vÈome tambiÈn imposibilitado del don que he prometido a la princesa que con nosotros viene, y fuÈrzame la ley de caballerÌa a cumplir mi palabra antes que mi gusto. Por una parte, me acosa y fatiga el deseo de ver a mi seÒora; por otra, me incita y llama la prometida fe y la gloria que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo que pienso hacer ser· caminar apriesa y llegar presto donde est· este gigante, y, en llegando, le cortarÈ la cabeza, y pondrÈ a la princesa pacÌficamente en su estado, y al punto darÈ la vuelta a ver a la luz que mis sentidos alumbra, a la cual darÈ tales disculpas que ella venga a tener por buena mi tardanza, pues ver· que todo redunda en aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzare por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da y de ser yo suyo. -°Ay -dijo Sancho-, y cÛmo est· vuestra merced lastimado de esos cascos! Pues dÌgame, seÒor: øpiensa vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como Èste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he oÌdo decir que tiene m·s de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantÌsimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por amor de Dios, y tenga verg¸enza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdÛneme, y c·sese luego en el primer lugar que haya cura; y si no, ahÌ est· nuestro licenciado, que lo har· de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que m·s vale p·jaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga. -Mira, Sancho -respondiÛ don Quijote-: si el consejo que me das de que me case es porque sea luego rey, en matando al gigante, y tenga cÛmodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, h·gote saber que sin casarme podrÈ cumplir tu deseo muy f·cilmente, porque yo sacarÈ de adahala, antes de entrar en la batalla, que, saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo quisiere; y, en d·ndomela, øa quiÈn quieres t˙ que la dÈ sino a ti? -Eso est· claro -respondiÛ Sancho-, pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque, si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por agora a ver a mi seÒora Dulcinea, sino v·yase a matar al gigante, y concluyamos este negocio; que por Dios que se me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho provecho. -DÌgote, Sancho -dijo don Quijote-, que est·s en lo cierto, y que habrÈ de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a Dulcinea. Y avÌsote que no digas nada a nadie, ni a los que con nosotros vienen, de lo que aquÌ hemos departido y tratado; que, pues Dulcinea es tan recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, no ser· bien que yo, ni otro por mÌ, los descubra. -Pues si eso es asÌ -dijo Sancho-, øcÛmo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi seÒora Dulcinea, siendo esto firma de su nombre que la quiere bien y que es su enamorado? Y, siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, øcÛmo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos? -°Oh, quÈ necio y quÈ simple que eres! -dijo don Quijote-. øT˙ no ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballerÌa es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan m·s sus pensamientos que a servilla, por sÛlo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros. -Con esa manera de amor -dijo Sancho- he oÌdo yo predicar que se ha de amar a Nuestro SeÒor, por sÌ solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena. Aunque yo le querrÌa amar y servir por lo que pudiese. -°V·late el diablo por villano -dijo don Quijote-, y quÈ de discreciones dices a las veces! No parece sino que has estudiado. -Pues a fe mÌa que no sÈ leer -respondiÛ Sancho. En esto, les dio voces maese Nicol·s que esperasen un poco, que querÌan detenerse a beber en una fontecilla que allÌ estaba. Det˙vose don Quijote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto y temÌa no le cogiese su amo a palabras; porque, puesto que Èl sabÌa que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la habÌa visto en toda su vida. HabÌase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea traÌa cuando la hallaron, que, aunque no eran muy buenos, hacÌan mucha ventaja a los que dejaba. Ape·ronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodÛ en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traÌan. Estando en esto, acertÛ a pasar por allÌ un muchacho que iba de camino, el cual, poniÈndose a mirar con mucha atenciÛn a los que en la fuente estaban, de allÌ a poco arremetiÛ a don Quijote, y, abraz·ndole por las piernas, comenzÛ a llorar muy de propÛsito, diciendo: -°Ay, seÒor mÌo! øNo me conoce vuestra merced? Pues mÌreme bien, que yo soy aquel mozo AndrÈs que quitÛ vuestra merced de la encina donde estaba atado. ReconociÛle don Quijote, y, asiÈndole por la mano, se volviÛ a los que allÌ estaban y dijo: -Porque vean vuestras mercedes cu·n de importancia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que en Èl se hacen por los insolentes y malos hombres que en Èl viven, sepan vuestras mercedes que los dÌas pasados, pasando yo por un bosque, oÌ unos gritos y unas voces muy lastimosas, como de persona afligida y menesterosa; acudÌ luego, llevado de mi obligaciÛn, hacia la parte donde me pareciÛ que las lamentables voces sonaban, y hallÈ atado a una encina a este muchacho que ahora est· delante (de lo que me huelgo en el alma, porque ser· testigo que no me dejar· mentir en nada); digo que estaba atado a la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y est·bale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que despuÈs supe que era amo suyo; y, asÌ como yo le vi, le preguntÈ la causa de tan atroz vapulamiento; respondiÛ el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenÌa nacÌan m·s de ladrÛn que de simple; a lo cual este niÒo dijo: ''SeÒor, no me azota sino porque le pido mi salario''. El amo replicÛ no sÈ quÈ arengas y disculpas, las cuales, aunque de mÌ fueron oÌdas, no fueron admitidas. En resoluciÛn, yo le hice desatar, y tomÈ juramento al villano de que le llevarÌa consigo y le pagarÌa un real sobre otro, y aun sahumados. øNo es verdad todo esto, hijo AndrÈs? øNo notaste con cu·nto imperio se lo mandÈ, y con cu·nta humildad prometiÛ de hacer todo cuanto yo le impuse, y notifiquÈ y quise? Responde; no te turbes ni dudes en nada: di lo que pasÛ a estos seÒores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos. -Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad -respondiÛ el muchacho-, pero el fin del negocio sucediÛ muy al revÈs de lo que vuestra merced se imagina. -øCÛmo al revÈs? -replicÛ don Quijote-; luego, øno te pagÛ el villano? -No sÛlo no me pagÛ -respondiÛ el muchacho-, pero, asÌ como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volviÛ a atar a la mesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes que quedÈ hecho un San BartolomÈ desollado; y, a cada azote que me daba, me decÌa un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decÌa. En efeto: Èl me parÛ tal, que hasta ahora he estado cur·ndome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debÌa. Mas, como vuestra merced le deshonrÛ tan sin propÛsito y le dijo tantas villanÌas, encendiÛsele la cÛlera, y, como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargÛ sobre mÌ el nublado, de modo que me parece que no serÈ m·s hombre en toda mi vida. -El daÒo estuvo -dijo don Quijote- en irme yo de allÌ; que no me habÌa de ir hasta dejarte pagado, porque bien debÌa yo de saber, por luengas experiencias, que no hay villano que guarde palabra que tiene, si Èl vee que no le est· bien guardalla. Pero ya te acuerdas, AndrÈs, que yo jurÈ que si no te pagaba, que habÌa de ir a buscarle, y que le habÌa de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena. -AsÌ es la verdad -dijo AndrÈs-, pero no aprovechÛ nada. -Ahora ver·s si aprovecha -dijo don Quijote. Y, diciendo esto, se levantÛ muy apriesa y mandÛ a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comÌan. PreguntÛle Dorotea quÈ era lo que hacer querÌa. …l le respondiÛ que querÌa ir a buscar al villano y castigalle de tan mal tÈrmino, y hacer pagado a AndrÈs hasta el ˙ltimo maravedÌ, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo que ella respondiÛ que advirtiese que no podÌa, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya; y que, pues esto sabÌa Èl mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino. -AsÌ es verdad -respondiÛ don Quijote-, y es forzoso que AndrÈs tenga paciencia hasta la vuelta, como vos, seÒora, decÌs; que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado. -No me creo desos juramentos -dijo AndrÈs-; m·s quisiera tener agora con quÈ llegar a Sevilla que todas las venganzas del mundo: dÈme, si tiene ahÌ, algo que coma y lleve, y quÈdese con Dios su merced y todos los caballeros andantes; que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido para conmigo. SacÛ de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso, y, d·ndoselo al mozo, le dijo: -Tom·, hermano AndrÈs, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia. -Pues, øquÈ parte os alcanza a vos? -preguntÛ AndrÈs. -Esta parte de queso y pan que os doy -respondiÛ Sancho-, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no; porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura, y aun a otras cosas que se sienten mejor que se dicen. AndrÈs asiÛ de su pan y queso, y, viendo que nadie le daba otra cosa, abajÛ su cabeza y tomÛ el camino en las manos, como suele decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a don Quijote: -Por amor de Dios, seÒor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino dÈjeme con mi desgracia; que no ser· tanta, que no sea mayor la que me vendr· de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo. Õbase a levantar don Quijote para castigalle, mas Èl se puso a correr de modo que ninguno se atreviÛ a seguille. QuedÛ corridÌsimo don Quijote del cuento de AndrÈs, y fue menester que los dem·s tuviesen mucha cuenta con no reÌrse, por no acaballe de correr del todo. CapÌtulo XXXII. Que trata de lo que sucediÛ en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote AcabÛse la buena comida, ensillaron luego, y, sin que les sucediese cosa digna de contar, llegaron otro dÌa a la venta, espanto y asombro de Sancho Panza; y, aunque Èl quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ventera, ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote y a Sancho, les salieron a recebir con muestras de mucha alegrÌa, y Èl las recibiÛ con grave continente y aplauso, y dÌjoles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le respondiÛ la huÈspeda que como la pagase mejor que la otra vez, que ella se la darÌa de prÌncipes. Don Quijote dijo que sÌ harÌa, y asÌ, le aderezaron uno razonable en el mismo caramanchÛn de marras, y Èl se acostÛ luego, porque venÌa muy quebrantado y falto de juicio. No se hubo bien encerrado, cuando la huÈspeda arremetiÛ al barbero, y, asiÈndole de la barba, dijo: -Para mi santiguada, que no se ha a˙n de aprovechar m·s de mi rabo para su barba, y que me ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido por esos suelos, que es verg¸enza; digo, el peine, que solÌa yo colgar de mi buena cola. No se la querÌa dar el barbero, aunque ella m·s tiraba, hasta que el licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester m·s usar de aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma forma, y dijese a don Quijote que cuando le despojaron los ladrones galeotes se habÌan venido a aquella venta huyendo; y que si preguntase por el escudero de la princesa, le dirÌan que ella le habÌa enviado adelante a dar aviso a los de su reino como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes que habÌa prestado para la libertad de don Quijote. Espant·ronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de comer de lo que en la venta hubiese, y el huÈsped, con esperanza de mejor paga, con diligencia les aderezÛ una razonable comida; y a todo esto dormÌa don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque m·s provecho le harÌa por entonces el dormir que el comer. Trataron sobre comida, estando delante el ventero, su mujer, su hija, Maritornes, todos los pasajeros, de la estraÒa locura de don Quijote y del modo que le habÌan hallado. La huÈspeda les contÛ lo que con Èl y con el arriero les habÌa acontecido, y, mirando si acaso estaba allÌ Sancho, como no le viese, contÛ todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron. Y, como el cura dijese que los libros de caballerÌas que don Quijote habÌa leÌdo le habÌan vuelto el juicio, dijo el ventero: -No sÈ yo cÛmo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahÌ dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sÛlo a mÌ, sino a otros muchos. Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquÌ, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rode·monos dÈl m·s de treinta, y est·mosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mÌ sÈ decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querrÌa estar oyÈndolos noches y dÌas. -Y yo ni m·s ni menos -dijo la ventera-, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos est·is escuchando leer: que est·is tan embobado, que no os acord·is de reÒir por entonces. -AsÌ es la verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe que yo tambiÈn gusto mucho de oÌr aquellas cosas, que son muy lindas; y m·s, cuando cuentan que se est· la otra seÒora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les est· una dueÒa haciÈndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles. -Y a vos øquÈ os parece, seÒora doncella? -dijo el cura, hablando con la hija del ventero. -No sÈ, seÒor, en mi ·nima -respondiÛ ella-; tambiÈn yo lo escucho, y en verdad que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oÌllo; pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando est·n ausentes de sus seÒoras: que en verdad que algunas veces me hacen llorar de compasiÛn que les tengo. -Luego, øbien las remedi·rades vos, seÒora doncella -dijo Dorotea-, si por vos lloraran? -No sÈ lo que me hiciera -respondiÛ la moza-; sÛlo sÈ que hay algunas seÒoras de aquÈllas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil inmundicias. Y, °Jes˙s!, yo no sÈ quÈ gente es aquÈlla tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado, le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sÈ para quÈ es tanto melindre: si lo hacen de honradas, c·sense con ellos, que ellos no desean otra cosa. -Calla, niÒa -dijo la ventera-, que parece que sabes mucho destas cosas, y no est· bien a las doncellas saber ni hablar tanto. -Como me lo pregunta este seÒor -respondiÛ ella-, no pude dejar de respondelle. -Ahora bien -dijo el cura-, traedme, seÒor huÈsped, aquesos libros, que los quiero ver. -Que me place -respondiÛ Èl. Y, entrando en su aposento, sacÛ dÈl una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriÈndola, hallÛ en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abriÛ vio que era Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro, la Historia del Gran Capit·n Gonzalo Hern·ndez de CÛrdoba, con la vida de Diego GarcÌa de Paredes. AsÌ como el cura leyÛ los dos tÌtulos primeros, volviÛ el rostro al barbero y dijo: -Falta nos hacen aquÌ ahora el ama de mi amigo y su sobrina. -No hacen -respondiÛ el barbero-, que tambiÈn sÈ yo llevallos al corral o a la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella. -Luego, øquiere vuestra merced quemar m·s libros? -dijo el ventero. -No m·s -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de Felixmarte. -Pues, øpor ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flem·ticos, que los quiere quemar? -Cism·ticos querÈis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flem·ticos. -AsÌ es -replicÛ el ventero-; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran Capit·n y dese Diego GarcÌa, que antes dejarÈ quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros. -Hermano mÌo -dijo el cura-, estos dos libros son mentirosos y est·n llenos de disparates y devaneos; y este del Gran Capit·n es historia verdadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hern·ndez de CÛrdoba, el cual, por sus muchas y grandes hazaÒas, mereciÛ ser llamado de todo el mundo Gran Capit·n, renombre famoso y claro, y dÈl sÛlo merecido. Y este Diego GarcÌa de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentÌsimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenÌa con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejÈrcito, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si Èl las cuenta y las escribe Èl asimismo, con la modestia de caballero y de coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en su olvido las de los HÈtores, Aquiles y Roldanes. -°Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-. °Mirad de quÈ se espanta: de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora habÌa vuestra merced de leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revÈs solo partiÛ cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niÒos. Y otra vez arremetiÛ con un grandÌsimo y poderosÌsimo ejÈrcito, donde llevÛ m·s de un millÛn y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbaratÛ a todos, como si fueran manadas de ovejas. Pues, øquÈ me dir·n del bueno de don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se ver· en el libro, donde cuenta que, navegando por un rÌo, le saliÛ de la mitad del agua una serpiente de fuego, y Èl, asÌ como la vio, se arrojÛ sobre ella, y se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y le apretÛ con ambas manos la garganta, con tanta fuerza que, viendo la serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del rÌo, llev·ndose tras sÌ al caballero, que nunca la quiso soltar? Y, cuando llegaron all· bajo, se hallÛ en unos palacios y en unos jardines tan lindos que era maravilla; y luego la sierpe se volviÛ en un viejo anciano, que le dijo tantas de cosas que no hay m·s que oÌr. Calle, seÒor, que si oyese esto, se volverÌa loco de placer. °Dos higas para el Gran Capit·n y para ese Diego GarcÌa que dice! Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio: -Poco le falta a nuestro huÈsped para hacer la segunda parte de don Quijote. -AsÌ me parece a mÌ -respondiÛ Cardenio-, porque, seg˙n da indicio, Èl tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasÛ ni m·s ni menos que lo escriben, y no le har·n creer otra cosa frailes descalzos. -Mirad, hermano -tornÛ a decir el cura-, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerÌas cuentan, porque todo es compostura y ficciÛn de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decÌs de entretener el tiempo, como lo entretienen leyÈndolos vuestros segadores; porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazaÒas ni disparates acontecieron en Èl. -°A otro perro con ese hueso! -respondiÛ el ventero-. °Como si yo no supiese cu·ntas son cinco y adÛnde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. °Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los seÒores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habÌan de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos que quitan el juicio! -Ya os he dicho, amigo -replicÛ el cura-, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y, asÌ como se consiente en las rep˙blicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, asÌ se consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera lÌcito agora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerÌas para ser buenos, que quiz· fueran de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero que vendr· tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo, y en este entretanto creed, seÒor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y all· os avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeÈis del pie que cojea vuestro huÈsped don Quijote. -Eso no -respondiÛ el ventero-, que no serÈ yo tan loco que me haga caballero andante: que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros. A la mitad desta pl·tica se hallÛ Sancho presente, y quedÛ muy confuso y pensativo de lo que habÌa oÌdo decir que ahora no se usaban caballeros andantes, y que todos los libros de caballerÌas eran necedades y mentiras, y propuso en su corazÛn de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salÌa con la felicidad que Èl pensaba, determinaba de dejalle y volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo. Llev·base la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo: -Esperad, que quiero ver quÈ papeles son esos que de tan buena letra est·n escritos. SacÛlos el huÈsped, y, d·ndoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenÌan un tÌtulo grande que decÌa: Novela del curioso impertinente. LeyÛ el cura para sÌ tres o cuatro renglones y dijo: -Cierto que no me parece mal el tÌtulo desta novela, y que me viene voluntad de leella toda. A lo que respondiÛ el ventero: -Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos huÈspedes que aquÌ la han leÌdo les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvÈrsela a quien aquÌ dejÛ esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles; que bien puede ser que vuelva su dueÒo por aquÌ alg˙n tiempo, y, aunque sÈ que me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver: que, aunque ventero, todavÌa soy cristiano. -Vos tenÈis mucha razÛn, amigo -dijo el cura-, mas, con todo eso, si la novela me contenta, me la habÈis de dejar trasladar. -De muy buena gana -respondiÛ el ventero. Mientras los dos esto decÌan, habÌa tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella; y, pareciÈndole lo mismo que al cura, le rogÛ que la leyese de modo que todos la oyesen. -SÌ leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir que en leer. -Harto reposo ser· para mÌ -dijo Dorotea- entretener el tiempo oyendo alg˙n cuento, pues a˙n no tengo el espÌritu tan sosegado que me conceda dormir cuando fuera razÛn. -Pues desa manera -dijo el cura-, quiero leerla, por curiosidad siquiera; quiz· tendr· alguna de gusto. AcudiÛ maese Nicol·s a rogarle lo mesmo, y Sancho tambiÈn; lo cual visto del cura, y entendiendo que a todos darÌa gusto y Èl le recibirÌa, dijo: -Pues asÌ es, estÈnme todos atentos, que la novela comienza desta manera: CapÌtulo XXXIII. Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente ´En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman Toscana, vivÌan Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocÌan los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con recÌproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era algo m·s inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sÌ los de la caza; pero, cuando se ofrecÌa, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo; y, desta manera, andaban tan a una sus voluntades, que no habÌa concertado reloj que asÌ lo anduviese. ªAndaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sÌ, que se determinÛ, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacÌa, de pedilla por esposa a sus padres, y asÌ lo puso en ejecuciÛn; y el que llevÛ la embajada fue Lotario, y el que concluyÛ el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesiÛn que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le habÌa venido. ªLos primeros dÌas, como todos los de boda suelen ser alegres, continuÛ Lotario, como solÌa, la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello que a Èl le fue posible; pero, acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzÛ Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle a Èl -como es razÛn que parezca a todos los que fueren discretos- que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque, aunque la buena y verdadera amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto, es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto m·s de los amigos. ªNotÛ Anselmo la remisiÛn de Lotario, y formÛ dÈl quejas grandes, diciÈndole que si Èl supiera que el casarse habÌa de ser parte para no comunicalle como solÌa, que jam·s lo hubiera hecho, y que si, por la buena correspondencia que los dos tenÌan mientras Èl fue soltero, habÌan alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto, sin otra ocasiÛn alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que asÌ, le suplicaba, si era lÌcito que tal tÈrmino de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser seÒor de su casa, y a entrar y salir en ella como de antes, asegur·ndole que su esposa Camila no tenÌa otro gusto ni otra voluntad que la que Èl querÌa que tuviese, y que, por haber sabido ella con cu·ntas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en Èl tanta esquiveza. ªA todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille volviese como solÌa a su casa, respondiÛ Lotario con tanta prudencia, discreciÛn y aviso, que Anselmo quedÛ satisfecho de la buena intenciÛn de su amigo, y quedaron de concierto que dos dÌas en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con Èl; y, aunque esto quedÛ asÌ concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer m·s de aquello que viese que m·s convenÌa a la honra de su amigo, cuyo crÈdito estimaba en m·s que el suyo proprio. DecÌa Èl, y decÌa bien, que el casado a quien el cielo habÌa concedido mujer hermosa, tanto cuidado habÌa de tener quÈ amigos llevaba a su casa como en mirar con quÈ amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas p˙blicas, ni estaciones -cosas que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres-, se concierta y facilita en casa de la amiga o la parienta de quien m·s satisfaciÛn se tiene. ªTambiÈn decÌa Lotario que tenÌan necesidad los casados de tener cada uno alg˙n amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer tiene, o no le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le serÌa de honra o de vituperio; de lo cual, siendo del amigo advertido, f·cilmente pondrÌa remedio en todo. Pero, ødÛnde se hallar· amigo tan discreto y tan leal y verdadero como aquÌ Lotario le pide? No lo sÈ yo, por cierto; sÛlo Lotario era Èste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los dÌas del concierto del ir a su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido, y de las buenas partes que Èl pensaba que tenÌa, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila; que, puesto que su bondad y valor podÌa poner freno a toda maldiciente lengua, todavÌa no querÌa poner en duda su crÈdito ni el de su amigo, y por esto los m·s de los dÌas del concierto los ocupaba y entretenÌa en otras cosas, que Èl daba a entender ser inexcusables. AsÌ que, en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del dÌa. ªSucediÛ, pues, que uno que los dos se andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Anselmo dijo a Lotario las semejantes razones: ª-Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres como fueron los mÌos y al darme, no con mano escasa, los bienes, asÌ los que llaman de naturaleza como los de fortuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento que llegue al bien recebido, y sobre al que me hizo en darme a ti por amigo y a Camila por mujer propria: dos prendas que las estimo, si no en el grado que debo, en el que puedo. Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el m·s despechado y el m·s desabrido hombre de todo el universo mundo; porque no sÈ quÈ dÌas a esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan estraÒo, y tan fuera del uso com˙n de otros, que yo me maravillo de mÌ mismo, y me culpo y me riÒo a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis proprios pensamientos; y asÌ me ha sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo a todo el mundo. Y, pues que, en efeto, Èl ha de salir a plaza,quiero que sea en la del archivo de tu secreto, confiado que, con Èl y con la diligencia que pondr·s, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo me verÈ presto libre de la angustia que me causa, y llegar· mi alegrÌa por tu solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura. ªSuspenso tenÌan a Lotario las razones de Anselmo, y no sabÌa en quÈ habÌa de parar tan larga prevenciÛn o pre·mbulo; y, aunque iba revolviendo en su imaginaciÛn quÈ deseo podrÌa ser aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la verdad; y, por salir presto de la agonÌa que le causaba aquella suspensiÛn, le dijo que hacÌa notorio agravio a su mucha amistad en andar buscando rodeos para decirle sus m·s encubiertos pensamientos, pues tenÌa cierto que se podÌa prometer dÈl, o ya consejos para entretenellos, o ya remedio para cumplillos. ª-AsÌ es la verdad -respondiÛ Anselmo-, y con esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfeta como yo pienso; y no puedo enterarme en esta verdad, si no es prob·ndola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mÌ, °oh amigo!, que no es una mujer m·s buena de cuanto es o no es solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a las d·divas, a las l·grimas y a las continuas importunidades de los solÌcitos amantes. Porque, øquÈ hay que agradecer -decÌa Èl- que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala? øQuÈ mucho que estÈ recogida y temerosa la que no le dan ocasiÛn para que se suelte, y la que sabe que tiene marido que, en cogiÈndola en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? AnsÌ que, la que es buena por temor, o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendrÈ a la solicitada y perseguida que saliÛ con la corona del vencimiento. De modo que, por estas razones y por otras muchas que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opiniÛn que tengo, deseo que Camila, mi esposa, pase por estas dificultades y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos; y si ella sale, como creo que saldr·, con la palma desta batalla, tendrÈ yo por sin igual mi ventura; podrÈ yo decir que est· colmo el vacÌo de mis deseos; dirÈ que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que øquiÈn la hallar·? Y, cuando esto suceda al revÈs de lo que pienso, con el gusto de ver que acertÈ en mi opiniÛn, llevarÈ sin pena la que de razÛn podr· causarme mi tan costosa experiencia. Y, prosupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de alg˙n provecho para dejar de ponerle por la obra, quiero, °oh amigo Lotario!, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta obra de mi gusto; que yo te darÈ lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada, recogida y desinteresada. Y muÈveme, entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo trance y rigor, sino a sÛlo a tener por hecho lo que se ha de hacer, por buen respeto; y asÌ, no quedarÈ yo ofendido m·s de con el deseo, y mi injuria quedar· escondida en la virtud de tu silencio, que bien sÈ que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte. AsÌ que, si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el ahÌnco y diligencia que mi deseo pide, y con la confianza que nuestra amistad me asegura. ª…stas fueron las razones que Anselmo dijo a Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento, que si no fueron las que quedan escritas que le dijo, no desplegÛ sus labios hasta que hubo acabado; y, viendo que no decÌa m·s, despuÈs que le estuvo mirando un buen espacio, como si mirara otra cosa que jam·s hubiera visto, que le causara admiraciÛn y espanto, le dijo: ª-No me puedo persuadir, °oh amigo Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que me has dicho; que, a pensar que de veras las decÌas, no consintiera que tan adelante pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga arenga. Sin duda imagino, o que no me conoces, o que yo no te conozco. Pero no; que bien sÈ que eres Anselmo, y t˙ sabes que yo soy Lotario; el daÒo est· en que yo pienso que no eres el Anselmo que solÌas, y t˙ debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debÌa ser, porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han de pedir a aquel Lotario que t˙ conoces; porque los buenos amigos han de probar a sus amigos y valerse dellos, como dijo un poeta, usque ad aras; que quiso decir que no se habÌan de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues, si esto sintiÛ un gentil de la amistad, øcu·nto mejor es que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuando el amigo tirase tanto la barra que pusiese aparte los respetos del cielo por acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra y la vida de su amigo. Pues dime t˙ ahora, Anselmo: øcu·l destas dos cosas tienes en peligro para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable como me pides? Ninguna, por cierto; antes, me pides, seg˙n yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quit·rmela a mÌ juntamente. Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro est· que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y, siendo yo el instrumento, como t˙ quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, øno vengo a quedar deshonrado, y, por el mesmo consiguiente, sin vida? Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu deseo; que tiempo quedar· para que t˙ me repliques y yo te escuche. ª-Que me place -dijo Anselmo-: di lo que quisieres. ªY Lotario prosiguiÛ diciendo: ª-ParÈceme, °oh Anselmo!, que tienes t˙ ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura, ni con razones que consistan en especulaciÛn del entendimiento, ni que vayan fundadas en artÌculos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, f·ciles, intelegibles, demonstrativos, indubitables, con demostraciones matem·ticas que no se pueden negar, como cuando dicen: "Si de dos partes iguales quitamos partes iguales, las que quedan tambiÈn son iguales"; y, cuando esto no entiendan de palabra, como, en efeto, no lo entienden, h·seles de mostrar con las manos y ponÈrselo delante de los ojos, y, aun con todo esto, no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de mi sacra religiÛn. Y este mesmo tÈrmino y modo me convendr· usar contigo, porque el deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu simplicidad, que por ahora no le quiero dar otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal deseo; mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte. Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: øt˙ no me has dicho que tengo de solicitar a una retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una desinteresada, servir a una prudente? SÌ que me lo has dicho. Pues si t˙ sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, øquÈ buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldr· sin duda, øquÈ mejores tÌtulos piensas darle despuÈs que los que ahora tiene, o quÈ ser· m·s despuÈs de lo que es ahora? O es que t˙ no la tienes por la que dices, o t˙ no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, øpara quÈ quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que m·s te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente cosa ser· hacer experiencia de la mesma verdad, pues, despuÈs de hecha, se ha de quedar con la estimaciÛn que primero tenÌa. AsÌ que, es razÛn concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder daÒo que provecho es de juicios sin discurso y temerarios, y m·s cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo, o por entrambos a dos: las que se acometen por Dios son las que acometieron los santos, acometiendo a vivir vida de ·ngeles en cuerpos humanos; las que se acometen por respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diversidad de climas, tanta estraÒeza de gentes, por adquirir estos que llaman bienes de fortuna. Y las que se intentan por Dios y por el mundo juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas veen en el contrario muro abierto tanto espacio cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillerÌa, cuando, puesto aparte todo temor, sin hacer discurso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su naciÛn y por su rey, se arrojan intrÈpidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria y provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes y peligros. Pero la que t˙ dices que quieres intentar y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres; porque, puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni m·s ufano, ni m·s rico, ni m·s honrado que est·s ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda, porque no te ha de aprovechar pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedido, porque bastar· para afligirte y deshacerte que la sepas t˙ mesmo. Y, para confirmaciÛn desta verdad, te quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de Las l·grimas de San Pedro, que dice asÌ: Crece el dolor y crece la verg¸enza en Pedro, cuando el dÌa se ha mostrado; y, aunque allÌ no ve a nadie, se averg¸enza de sÌ mesmo, por ver que habÌa pecado: que a un magn·nimo pecho a haber verg¸enza no sÛlo ha de moverle el ser mirado; que de sÌ se averg¸enza cuando yerra, si bien otro no vee que cielo y tierra. AsÌ que, no escusar·s con el secreto tu dolor; antes, tendr·s que llorar contino, si no l·grimas de los ojos, l·grimas de sangre del corazÛn, como las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba del vaso, que, con mejor discurso, se escusÛ de hacerla el prudente Reinaldos; que, puesto que aquello sea ficciÛn poÈtica, tiene en sÌ encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados. Cuanto m·s que, con lo que ahora pienso decirte, acabar·s de venir en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime, Anselmo, si el cielo, o la suerte buena, te hubiera hecho seÒor y legÌtimo posesor de un finÌsimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de com˙n parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podÌa estender la naturaleza de tal piedra, y t˙ mesmo lo creyeses asÌ, sin saber otra cosa en contrario, øserÌa justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante, y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allÌ, a pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y m·s, si lo pusieses por obra; que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le aÒadirÌa m·s valor ni m·s fama; y si se rompiese, cosa que podrÌa ser, øno se perderÌa todo? SÌ, por cierto, dejando a su dueÒo en estimaciÛn de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es fÌnisimo diamante, asÌ en tu estimaciÛn como en la ajena, y que no es razÛn ponerla en contingencia de que se quiebre, pues, aunque se quede con su entereza, no puede subir a m·s valor del que ahora tiene; y si faltase y no resistiese, considera desde ahora cu·l quedarÌas sin ella, y con cu·nta razÛn te podrÌas quejar de ti mesmo, por haber sido causa de su perdiciÛn y la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opiniÛn buena que dellas se tiene; y, pues la de tu esposa es tal que llega al estremo de bondad que sabes, øpara quÈ quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quit·rselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeciÛn que le falta, que consiste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquÌsima, y que cuando quieren cazarle, los cazadores usan deste artificio: que, sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las atajan con lodo, y despuÈs, oje·ndole, le encaminan hacia aquel lugar, y asÌ como el arminio llega al lodo, se est· quedo y se deja prender y cautivar, a trueco de no pasar por el cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima en m·s que la libertad y la vida. La honesta y casta mujer es arminio, y es m·s que nieve blanca y limpia la virtud de la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el arminio se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios de los importunos amantes, porque quiz·, y aun sin quiz·, no tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sÌ mesma atropellar y pasar por aquellos embarazos, y es necesario quit·rselos y ponerle delante la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sÌ la buena fama. Es asimesmo la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro; pero est· sujeto a empaÒarse y escurecerse con cualquiera aliento que le toque. Hase de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda y estima un hermoso jardÌn que est· lleno de flores y rosas, cuyo dueÒo no consiente que nadie le pasee ni manosee; basta que desde lejos, y por entre las verjas de hierro, gocen de su fragrancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos versos que se me han venido a la memoria, que los oÌ en una comedia moderna, que me parece que hacen al propÛsito de lo que vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese, guardase y encerrase, y entre otras razones, le dijo Èstas: Es de vidrio la mujer; pero no se ha de probar si se puede o no quebrar, porque todo podrÌa ser. Y es m·s f·cil el quebrarse, y no es cordura ponerse a peligro de romperse lo que no puede soldarse. Y en esta opiniÛn estÈn todos, y en razÛn la fundo: que si hay D·naes en el mundo, hay pluvias de oro tambiÈn. Cuanto hasta aquÌ te he dicho, °oh Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca; y ahora es bien que se oiga algo de lo que a mÌ me conviene; y si fuere largo, perdÛname, que todo lo requiere el laberinto donde te has entrado y de donde quieres que yo te saque. T˙ me tienes por amigo y quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no sÛlo pretendes esto, sino que procuras que yo te la quite a ti. Que me la quieres quitar a mÌ est· claro, pues, cuando Camila vea que yo la solicito, como me pides, cierto est· que me ha de tener por hombre sin honra y mal mirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello que el ser quien soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite a ti no hay duda, porque, viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo; y, teniÈndose por deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya, su mesma deshonra. Y de aquÌ nace lo que com˙nmente se platica: que el marido de la mujer ad˙ltera, puesto que Èl no lo sepa ni haya dado ocasiÛn para que su mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano, ni en su descuido y poco recato estorbar su desgracia, con todo, le llaman y le nombran con nombre de vituperio y bajo; y en cierta manera le miran, los que la maldad de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de l·stima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compaÒera, est· en aquella desventura. Pero quiÈrote decir la causa por que con justa razÛn es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque Èl no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasiÛn, para que ella lo sea. Y no te canses de oÌrme, que todo ha de redundar en tu provecho. Cuando Dios criÛ a nuestro primero padre en el ParaÌso terrenal, dice la Divina Escritura que infundiÛ Dios sueÒo en Ad·n, y que, estando durmiendo, le sacÛ una costilla del lado siniestro, de la cual formÛ a nuestra madre Eva; y, asÌ como Ad·n despertÛ y la mirÛ, dijo: ''…sta es carne de mi carne y hueso de mis huesos''. Y Dios dijo: ''Por Èsta dejar· el hombre a su padre y madre, y ser·n dos en una carne misma''. Y entonces fue instituido el divino sacramento del matrimonio, con tales lazos que sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma carne; y a˙n hace m·s en los buenos casados, que, aunque tienen dos almas, no tienen m·s de una voluntad. Y de aquÌ viene que, como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los defectos que se procura, redundan en la carne del marido, aunque Èl no haya dado, como queda dicho, ocasiÛn para aquel daÒo. Porque, asÌ como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el daÒo del tobillo, sin que ella se le haya causado, asÌ el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa con ella. Y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la mujer mala sean deste gÈnero, es forzoso que al marido le quepa parte dellas, y sea tenido por deshonrado sin que Èl lo sepa. Mira, pues, °oh Anselmo!, al peligro que te pones en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa vive. Mira por cu·n vana e impertinente curiosidad quieres revolver los humores que ahora est·n sosegados en el pecho de tu casta esposa. Advierte que lo que aventuras a ganar es poco, y que lo que perder·s ser· tanto que lo dejarÈ en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal propÛsito, bien puedes buscar otro instrumento de tu deshonra y desventura, que yo no pienso serlo, aunque por ello pierda tu amistad, que es la mayor pÈrdida que imaginar puedo. ªCallÛ, en diciendo esto, el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo quedÛ tan confuso y pensativo que por un buen espacio no le pudo responder palabra; pero, en fin, le dijo: ª-Con la atenciÛn que has visto he escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones, ejemplos y comparaciones he visto la mucha discreciÛn que tienes y el estremo de la verdadera amistad que alcanzas; y ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy tras el mÌo, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto, has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad que suelen tener algunas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbÛn y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto m·s para comerse; asÌ que, es menester usar de alg˙n artificio para que yo sane, y esto se podÌa hacer con facilidad, sÛlo con que comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a los primeros encuentros dÈ con su honestidad por tierra; y con solo este principio quedarÈ contento y t˙ habr·s cumplido con lo que debes a nuestra amistad, no solamente d·ndome la vida, sino persuadiÈndome de no verme sin honra. Y est·s obligado a hacer esto por una razÛn sola; y es que, estando yo, como estoy, determinado de poner en pl·tica esta prueba, no has t˙ de consentir que yo dÈ cuenta de mi desatino a otra persona, con que pondrÌa en aventura el honor que t˙ procuras que no pierda; y, cuando el tuyo no estÈ en el punto que debe en la intenciÛn de Camila en tanto que la solicitares, importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le podr·s decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volver· tu crÈdito al ser primero. Y, pues tan poco aventuras y tanto contento me puedes dar aventur·ndote, no lo dejes de hacer, aunque m·s inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya he dicho, con sÛlo que comiences darÈ por concluida la causa. ªViendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no sabiendo quÈ m·s ejemplos traerle ni quÈ m·s razones mostrarle para que no la siguiese, y viendo que le amenazaba que darÌa a otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor mal, determinÛ de contentarle y hacer lo que le pedÌa, con propÛsito e intenciÛn de guiar aquel negocio de modo que, sin alterar los pensamientos de Camila, quedase Anselmo satisfecho; y asÌ, le respondiÛ que no comunicase su pensamiento con otro alguno, que Èl tomaba a su cargo aquella empresa, la cual comenzarÌa cuando a Èl le diese m·s gusto. AbrazÛle Anselmo tierna y amorosamente, y agradeciÛle su ofrecimiento, como si alguna grande merced le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo entre los dos que desde otro dÌa siguiente se comenzase la obra; que Èl le darÌa lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimesmo le darÌa dineros y joyas que darla y que ofrecerla. AconsejÛle que le diese m˙sicas, que escribiese versos en su alabanza, y que, cuando Èl no quisiese tomar trabajo de hacerlos, Èl mesmo los harÌa. A todo se ofreciÛ Lotario, bien con diferente intenciÛn que Anselmo pensaba. ªY con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y cuidado, esperando a su esposo, porque aquel dÌa tardaba en venir m·s de lo acostumbrado. ªFuese Lotario a su casa, y Anselmo quedÛ en la suya, tan contento como Lotario fue pensativo, no sabiendo quÈ traza dar para salir bien de aquel impertinente negocio. Pero aquella noche pensÛ el modo que tendrÌa para engaÒar a Anselmo, sin ofender a Camila; y otro dÌa vino a comer con su amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual le recebÌa y regalaba con mucha voluntad, por entender la buena que su esposo le tenÌa. ªAcabaron de comer, levantaron los manteles y Anselmo dijo a Lotario que se quedase allÌ con Camila, en tanto que Èl iba a un negocio forzoso, que dentro de hora y media volverÌa. RogÛle Camila que no se fuese y Lotario se ofreciÛ a hacerle compaÒÌa, m·s nada aprovechÛ con Anselmo; antes, importunÛ a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenÌa que tratar con Èl una cosa de mucha importancia. Dijo tambiÈn a Camila que no dejase solo a Lotario en tanto que Èl volviese. En efeto, Èl supo tan bien fingir la necesidad, o necedad, de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la mesa Camila y Lotario, porque la dem·s gente de casa toda se habÌa ido a comer. Viose Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrÛn de caballeros armados: mirad si era razÛn que le temiera Lotario. ªPero lo que hizo fue poner el codo sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla, y, pidiendo perdÛn a Camila del mal comedimiento, dijo que querÌa reposar un poco en tanto que Anselmo volvÌa. Camila le respondiÛ que mejor reposarÌa en el estrado que en la silla, y asÌ, le rogÛ se entrase a dormir en Èl. No quiso Lotario, y allÌ se quedÛ dormido hasta que volviÛ Anselmo, el cual, como hallÛ a Camila en su aposento y a Lotario durmiendo, creyÛ que, como se habÌa tardado tanto, ya habrÌan tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase, para volverse con Èl fuera y preguntarle de su ventura. ªTodo le sucediÛ como Èl quiso: Lotario despertÛ, y luego salieron los dos de casa, y asÌ, le preguntÛ lo que deseaba, y le respondiÛ Lotario que no le habÌa parecido ser bien que la primera vez se descubriese del todo; y asÌ, no habÌa hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, diciÈndole que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su hermosura y discreciÛn, y que Èste le habÌa parecido buen principio para entrar ganando la voluntad, y disponiÈndola a que otra vez le escuchase con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engaÒar a alguno que est· puesto en atalaya de mirar por sÌ: que se transforma en ·ngel de luz, siÈndolo Èl de tinieblas, y, poniÈndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quiÈn es y sale con su intenciÛn, si a los principios no es descubierto su engaÒo. Todo esto le contentÛ mucho a Anselmo, y dijo que cada dÌa darÌa el mesmo lugar, aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparÌa en cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento de su artificio. ªSucediÛ, pues, que se pasaron muchos dÌas que, sin decir Lotario palabra a Camila, respondÌa a Anselmo que la hablaba y jam·s podÌa sacar della una pequeÒa muestra de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una seÒal de sombra de esperanza; antes, decÌa que le amenazaba que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo habÌa de decir a su esposo. ª-Bien est· -dijo Anselmo-. Hasta aquÌ ha resistido Camila a las palabras; es menester ver cÛmo resiste a las obras: yo os darÈ maÒana dos mil escudos de oro para que se los ofrezc·is, y aun se los deis, y otros tantos para que comprÈis joyas con que cebarla; que las mujeres suelen ser aficionadas, y m·s si son hermosas, por m·s castas que sean, a esto de traerse bien y andar galanas; y si ella resiste a esta tentaciÛn, yo quedarÈ satisfecho y no os darÈ m·s pesadumbre. ªLotario respondiÛ que ya que habÌa comenzado, que Èl llevarÌa hasta el fin aquella empresa, puesto que entendÌa salir della cansado y vencido. Otro dÌa recibiÛ los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabÌa quÈ decirse para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinÛ de decirle que Camila estaba tan entera a las d·divas y promesas como a las palabras, y que no habÌa para quÈ cansarse m·s, porque todo el tiempo se gastaba en balde. ªPero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenÛ que, habiendo dejado Anselmo solos a Lotario y a Camila, como otras veces solÌa, Èl se encerrÛ en un aposento y por los agujeros de la cerradura estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en m·s de media hora Lotario no hablÛ palabra a Camila, ni se la hablara si allÌ estuviera un siglo, y cayÛ en la cuenta de que cuanto su amigo le habÌa dicho de las respuestas de Camila todo era ficciÛn y mentira. Y, para ver si esto era ansÌ, saliÛ del aposento, y, llamando a Lotario aparte, le preguntÛ quÈ nuevas habÌa y de quÈ temple estaba Camila. Lotario le respondiÛ que no pensaba m·s darle puntada en aquel negocio, porque respondÌa tan ·spera y desabridamente, que no tendrÌa ·nimo para volver a decirle cosa alguna. ª-°Ah! -dijo Anselmo-, Lotario, Lotario, y cu·n mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti confÌo! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes por decir; y si esto es asÌ, como sin duda lo es, øpara quÈ me engaÒas, o por quÈ quieres quitarme con tu industria los medios que yo podrÌa hallar para conseguir mi deseo? ªNo dijo m·s Anselmo, pero bastÛ lo que habÌa dicho para dejar corrido y confuso a Lotario; el cual, casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, jurÛ a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo verÌa si con curiosidad lo espiaba; cuanto m·s, que no serÌa menester usar de ninguna diligencia, porque la que Èl pensaba poner en satisfacelle le quitarÌa de toda sospecha. CreyÛle Anselmo, y para dalle comodidad m·s segura y menos sobresaltada, determinÛ de hacer ausencia de su casa por ocho dÌas, yÈndose a la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la ciudad, con el cual amigo concertÛ que le enviase a llamar con muchas veras, para tener ocasiÛn con Camila de su partida. ª°Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! øQuÈ es lo que haces? øQuÈ es lo que trazas? øQuÈ es lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdiciÛn. Buena es tu esposa Camila, quieta y sosegadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos no salen de las paredes de su casa, t˙ eres su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos y la medida por donde mide su voluntad, ajust·ndola en todo con la tuya y con la del cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te da sin ning˙n trabajo toda la riqueza que tiene y t˙ puedes desear, øpara quÈ quieres ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro, poniÈndote a peligro que toda venga abajo, pues, en fin, se sustenta sobre los dÈbiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo: Busco en la muerte la vida, salud en la enfermedad, en la prisiÛn libertad, en lo cerrado salida y en el traidor lealtad. Pero mi suerte, de quien jam·s espero alg˙n bien, con el cielo ha estatuido que, pues lo imposible pido, lo posible aun no me den. ªFuese otro dÌa Anselmo a la aldea, dejando dicho a Camila que el tiempo que Èl estuviese ausente vendrÌa Lotario a mirar por su casa y a comer con ella; que tuviese cuidado de tratalle como a su mesma persona. AfligiÛse Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que su marido le dejaba, y dÌjole que advirtiese que no estaba bien que nadie, Èl ausente, ocupase la silla de su mesa, y que si lo hacÌa por no tener confianza que ella sabrÌa gobernar su casa, que probase por aquella vez, y verÌa por experiencia como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicÛ que aquÈl era su gusto, y que no tenÌa m·s que hacer que bajar la cabeza y obedecelle. Camila dijo que ansÌ lo harÌa, aunque contra su voluntad. ªPartiÛse Anselmo, y otro dÌa vino a su casa Lotario, donde fue rescebido de Camila con amoroso y honesto acogimiento; la cual jam·s se puso en parte donde Lotario la viese a solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados y criadas, especialmente de una doncella suya, llamada Leonela, a quien ella mucho querÌa, por haberse criado desde niÒas las dos juntas en casa de los padres de Camila, y cuando se casÛ con Anselmo la trujo consigo. ªEn los tres dÌas primeros nunca Lotario le dijo nada, aunque pudiera, cuando se levantaban los manteles y la gente se iba a comer con mucha priesa, porque asÌ se lo tenÌa mandado Camila. Y aun tenÌa orden Leonela que comiese primero que Camila, y que de su lado jam·s se quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto tenÌa puesto el pensamiento y habÌa menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplÌa todas veces el mandamiento de su seÒora; antes, los dejaba solos, como si aquello le hubieran mandado. Mas la honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que ponÌa freno a la lengua de Lotario. ªPero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lotario, redundÛ m·s en daÒo de los dos, porque si la lengua callaba, el pensamiento discurrÌa y tenÌa lugar de contemplar, parte por parte, todos los estremos de bondad y de hermosura que Camila tenÌa, bastantes a enamorar una estatua de m·rmol, no que un corazÛn de carne. ªMir·bala Lotario en el lugar y espacio que habÌa de hablarla, y consideraba cu·n digna era de ser amada; y esta consideraciÛn comenzÛ poco a poco a dar asaltos a los respectos que a Anselmo tenÌa, y mil veces quiso ausentarse de la ciudad y irse donde jam·s Anselmo le viese a Èl, ni Èl viese a Camila; mas ya le hacÌa impedimento y detenÌa el gusto que hallaba en mirarla. HacÌase fuerza y peleaba consigo mismo por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila. Culp·base a solas de su desatino, llam·base mal amigo y aun mal cristiano; hacÌa discursos y comparaciones entre Èl y Anselmo, y todos paraban en decir que m·s habÌa sido la locura y confianza de Anselmo que su poca fidelidad, y que si asÌ tuviera disculpa para con Dios como para con los hombres de lo que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa. ªEn efecto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con la ocasiÛn que el ignorante marido le habÌa puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra. Y, sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto le inclinaba, al cabo de tres dÌas de la ausencia de Anselmo, en los cuales estuvo en continua batalla por resistir a sus deseos, comenzÛ a requebrar a Camila, con tanta turbaciÛn y con tan amorosas razones que Camila quedÛ suspensa, y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba y entrarse a su aposento, sin respondelle palabra alguna. Mas no por esta sequedad se desmayÛ en Lotario la esperanza, que siempre nace juntamente con el amor; antes, tuvo en m·s a Camila. La cual, habiendo visto en Lotario lo que jam·s pensara, no sabÌa quÈ hacerse. Y, pareciÈndole no ser cosa segura ni bien hecha darle ocasiÛn ni lugar a que otra vez la hablase, determinÛ de enviar aquella mesma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo, donde le escribiÛ estas razones: CapÌtulo XXXIV. Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente ªAsÌ como suele decirse que parece mal el ejÈrcito sin su general y el castillo sin su castellano, digo yo que parece muy peor la mujer casada y moza sin su marido, cuando justÌsimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada de no poder sufrir esta ausencia, que si presto no venÌs, me habrÈ de ir a entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra; porque la que me dejastes, si es que quedÛ con tal tÌtulo, creo que mira m·s por su gusto que por lo que a vos os toca; y, pues sois discreto, no tengo m·s que deciros, ni aun es bien que m·s os diga. ªEsta carta recibiÛ Anselmo, y entendiÛ por ella que Lotario habÌa ya comenzado la empresa, y que Camila debÌa de haber respondido como Èl deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas, respondiÛ a Camila, de palabra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque Èl volverÌa con mucha brevedad. Admirada quedÛ Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en m·s confusiÛn que primero, porque ni se atrevÌa a estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres; porque en la quedada corrÌa peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su esposo. ªEn fin, se resolviÛ en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con determinaciÛn de no huir la presencia de Lotario, por no dar que decir a sus criados; y ya le pesaba de haber escrito lo que escribiÛ a su esposo, temerosa de que no pensase que Lotario habÌa visto en ella alguna desenvoltura que le hubiese movido a no guardalle el decoro que debÌa. Pero, fiada en su bondad, se fiÛ en Dios y en su buen pensamiento, con que pensaba resistir callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin dar m·s cuenta a su marido, por no ponerle en alguna pendencia y trabajo. Y aun andaba buscando manera como disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasiÛn que le habÌa movido a escribirle aquel papel. Con estos pensamientos, m·s honrados que acertados ni provechosos, estuvo otro dÌa escuchando a Lotario, el cual cargÛ la mano de manera que comenzÛ a titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer en acudir a los ojos, para que no diesen muestra de alguna amorosa compasiÛn que las l·grimas y las razones de Lotario en su pecho habÌan despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendÌa. ªFinalmente, a Èl le pareciÛ que era menester, en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza. Y asÌ, acometiÛ a su presunciÛn con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que m·s presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas que la mesma vanidad, puesta en las lenguas de la adulaciÛn. En efecto, Èl, con toda diligencia, minÛ la roca de su entereza, con tales pertrechos que, aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. LlorÛ, rogÛ, ofreciÛ, adulÛ, porfiÛ, y fingiÛ Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al travÈs con el recato de Camila y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y m·s deseaba. ªRindiÛse Camila, Camila se rindiÛ; pero, øquÈ mucho, si la amistad de Lotario no quedÛ en pie? Ejemplo claro que nos muestra que sÛlo se vence la pasiÛn amorosa con huilla, y que nadie se ha de poner a brazos con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas humanas. SÛlo supo Leonela la flaqueza de su seÒora, porque no se la pudieron encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario decir a Camila la pretensiÛn de Anselmo, ni que Èl le habÌa dado lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor y pensase que asÌ, acaso y sin pensar, y no de propÛsito, la habÌa solicitado. ªVolviÛ de allÌ a pocos dÌas Anselmo a su casa, y no echÛ de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en menos tenÌa y m·s estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y hallÛle en su casa; abraz·ronse los dos, y el uno preguntÛ por las nuevas de su vida o de su muerte. ª-Las nuevas que te podrÈ dar, °oh amigo Anselmo! -dijo Lotario-, son de que tienes una mujer que dignamente puede ser ejemplo y corona de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho se las ha llevado el aire, los ofrecimientos se han tenido en poco, las d·divas no se han admitido, de algunas l·grimas fingidas mÌas se ha hecho burla notable. En resoluciÛn, asÌ como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar tus dineros, amigo, que aquÌ los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar a ellos; que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas como son d·divas ni promesas. ContÈntate, Anselmo, y no quieras hacer m·s pruebas de las hechas; y, pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piÈlago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navÌo que el cielo te dio en suerte para que en Èl pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que est·s ya en seguro puerto, y afÈrrate con las ·ncoras de la buena consideraciÛn, y dÈjate estar hasta que te vengan a pedir la deuda que no hay hidalguÌa humana que de pagarla se escuse. ªContentÌsimo quedÛ Anselmo de las razones de Lotario, y asÌ se las creyÛ como si fueran dichas por alg˙n or·culo. Pero, con todo eso, le rogÛ que no dejase la empresa, aunque no fuese m·s de por curiosidad y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allÌ adelante de tan ahincadas diligencias como hasta entonces; y que sÛlo querÌa que le escribiese algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque Èl le darÌa a entender a Camila que andaba enamorado de una dama, a quien le habÌa puesto aquel nombre por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le debÌa; y que, cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que Èl los harÌa. ª-No ser· menester eso -dijo Lotario-, pues no me son tan enemigas las musas que algunos ratos del aÒo no me visiten. Dile t˙ a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los harÈ; si no tan buenos como el subjeto merece, ser·n, por lo menos, los mejores que yo pudiere. ªQuedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa, preguntÛ a Camila lo que ella ya se maravillaba que no se lo hubiese preguntado: que fue que le dijese la ocasiÛn por que le habÌa escrito el papel que le enviÛ. Camila le respondiÛ que le habÌa parecido que Lotario la miraba un poco m·s desenvueltamente que cuando Èl estaba en casa; pero que ya estaba desengaÒada y creÌa que habÌa sido imaginaciÛn suya, porque ya Lotario huÌa de vella y de estar con ella a solas. DÌjole Anselmo que bien podÌa estar segura de aquella sospecha, porque Èl sabÌa que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien Èl celebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera, no habÌa que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos. Y, a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que Èl se lo habÌa dicho a Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda, cayera en la desesperada red de los celos; mas, por estar ya advertida, pasÛ aquel sobresalto sin pesadumbre. ªOtro dÌa, estando los tres sobre mesa, rogÛ Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que habÌa compuesto a su amada Clori; que, pues Camila no la conocÌa, seguramente podÌa decir lo que quisiese. ª-Aunque la conociera -respondiÛ Lotario-, no encubriera yo nada, porque cuando alg˙n amante loa a su dama de hermosa y la nota de cruel, ning˙n oprobrio hace a su buen crÈdito. Pero, sea lo que fuere, lo que sÈ decir, que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice ansÌ: Soneto En el silencio de la noche, cuando ocupa el dulce sueÒo a los mortales, la pobre cuenta de mis ricos males estoy al cielo y a mi Clori dando. Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando por las rosadas puertas orientales, con suspiros y acentos desiguales, voy la antigua querella renovando. Y cuando el sol, de su estrellado asiento, derechos rayos a la tierra envÌa, el llanto crece y doblo los gemidos. Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento, y siempre hallo, en mi mortal porfÌa, al cielo, sordo; a Clori, sin oÌdos. ªBien le pareciÛ el soneto a Camila, pero mejor a Anselmo, pues le alabÛ, y dijo que era demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no correspondÌa. A lo que dijo Camila: ª-Luego, øtodo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad? ª-En cuanto poetas, no la dicen -respondiÛ Lotario-; mas, en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos. ª-No hay duda deso -replicÛ Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario. ªY asÌ, con el gusto que de sus cosas tenÌa, y m·s, teniendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori, le rogÛ que si otro soneto o otros versos sabÌa, los dijese: ª-SÌ sÈ -respondiÛ Lotario-, pero no creo que es tan bueno como el primero, o, por mejor decir, menos malo. Y podrÈislo bien juzgar, pues es Èste: Soneto Yo sÈ que muero; y si no soy creÌdo, es m·s cierto el morir, como es m·s cierto verme a tus pies, °oh bella ingrata!, muerto, antes que de adorarte arrepentido. PodrÈ yo verme en la regiÛn de olvido, de vida y gloria y de favor desierto, y allÌ verse podr· en mi pecho abierto cÛmo tu hermoso rostro est· esculpido. Que esta reliquia guardo para el duro trance que me amenaza mi porfÌa, que en tu mismo rigor se fortalece. °Ay de aquel que navega, el cielo escuro, por mar no usado y peligrosa vÌa, adonde norte o puerto no se ofrece! ªTambiÈn alabÛ este segundo soneto Anselmo, como habÌa hecho el primero, y desta manera iba aÒadiendo eslabÛn a eslabÛn a la cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando m·s Lotario le deshonraba, entonces le decÌa que estaba m·s honrado; y, con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subÌa, en la opiniÛn de su marido, hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama. ªSucediÛ en esto que, hall·ndose una vez, entre otras, sola Camila con su doncella, le dijo: ª-Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cu·n poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el tiempo comprara Lotario la entera posesiÛn que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de estimar mi presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que Èl me hizo para no poder resistirle. ª-No te dÈ pena eso, seÒora mÌa -respondiÛ Leonela-, que no est· la monta, ni es causa para menguar la estimaciÛn, darse lo que se da presto, si, en efecto, lo que se da es bueno, y ello por sÌ digno de estimarse. Y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces. ª-TambiÈn se suele decir -dijo Camila- que lo que cuesta poco se estima en menos. ª-No corre por ti esa razÛn -respondiÛ Leonela-, porque el amor, seg˙n he oÌdo decir, unas veces vuela y otras anda, con Èste corre y con aquÈl va despacio, a unos entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a otros mata, en un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mesmo punto la acaba y concluye, por la maÒana suele poner el cerco a una fortaleza y a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista. Y, siendo asÌ, øde quÈ te espantas, o de quÈ temes, si lo mismo debe de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de rendirnos la ausencia de mi seÒor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenÌa determinado, sin dar tiempo al tiempo para que Anselmo le tuviese de volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra. Porque el amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasiÛn: de la ocasiÛn se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios. Todo esto sÈ yo muy bien, m·s de experiencia que de oÌdas, y alg˙n dÌa te lo dirÈ, seÒora, que yo tambiÈn soy de carne y de sangre moza. Cuanto m·s, seÒora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y d·divas de Lotario toda su alma, viendo en ella y en sus virtudes cu·n digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es ansÌ, no te asalten la imaginaciÛn esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino aseg˙rate que Lotario te estima como t˙ le estimas a Èl, y vive con contento y satisfaciÛn de que, ya que caÌste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor y de estima. Y que no sÛlo tiene las cuatro eses que dicen que han de tener los buenos enamorados, sino todo un ABC entero: si no, esc˙chame y ver·s como te le digo de coro. …l es, seg˙n yo veo y a mÌ me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, onesto, principal, quantioso, rico, y las eses que dicen; y luego, t·cito, verdadero. La X no le cuadra, porque es letra ·spera; la Y ya est· dicha; la Z, zelador de tu honra. ªRiÛse Camila del ABC de su doncella, y t˙vola por m·s pl·tica en las cosas de amor que ella decÌa; y asÌ lo confesÛ ella, descubriendo a Camila como trataba amores con un mancebo bien nacido, de la mesma ciudad; de lo cual se turbÛ Camila, temiendo que era aquÈl camino por donde su honra podÌa correr riesgo. ApurÛla si pasaban sus pl·ticas a m·s que serlo. Ella, con poca verg¸enza y mucha desenvoltura, le respondiÛ que sÌ pasaban; porque es cosa ya cierta que los descuidos de las seÒoras quitan la verg¸enza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiÈs, no se les da nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan. ªNo pudo hacer otra cosa Camila sino rogar a Leonela no dijese nada de su hecho al que decÌa ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario. Leonela respondiÛ que asÌ lo harÌa, mas cumpliÛlo de manera que hizo cierto el temor de Camila de que por ella habÌa de perder su crÈdito. Porque la deshonesta y atrevida Leonela, despuÈs que vio que el proceder de su ama no era el que solÌa, atreviÛse a entrar y poner dentro de casa a su amante, confiada que, aunque su seÒora le viese, no habÌa de osar descubrille; que este daÒo acarrean, entre otros, los pecados de las seÒoras: que se hacen esclavas de sus mesmas criadas y se obligan a encubrirles sus deshonestidades y vilezas, como aconteciÛ con Camila; que, aunque vio una y muchas veces que su Leonela estaba con su gal·n en un aposento de su casa, no sÛlo no la osaba reÒir, mas d·bale lugar a que lo encerrase, y quit·bale todos los estorbos, para que no fuese visto de su marido. ªPero no los pudo quitar que Lotario no le viese una vez salir, al romper del alba; el cual, sin conocer quiÈn era, pensÛ primero que debÌa de ser alguna fantasma; mas, cuando le vio caminar, embozarse y encubrirse con cuidado y recato, cayÛ de su simple pensamiento y dio en otro, que fuera la perdiciÛn de todos si Camila no lo remediara. PensÛ Lotario que aquel hombre que habÌa visto salir tan a deshora de casa de Anselmo no habÌa entrado en ella por Leonela, ni aun se acordÛ si Leonela era en el mundo; sÛlo creyÛ que Camila, de la misma manera que habÌa sido f·cil y ligera con Èl, lo era para otro; que estas aÒadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala: que pierde el crÈdito de su honra con el mesmo a quien se entregÛ rogada y persuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega a otros, y da infalible crÈdito a cualquiera sospecha que desto le venga. Y no parece sino que le faltÛ a Lotario en este punto todo su buen entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos, pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin m·s ni m·s, antes que Anselmo se levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia que las entraÒas le roÌa, muriendo por vengarse de Camila, que en ninguna cosa le habÌa ofendido, se fue a Anselmo y le dijo: ª-S·bete, Anselmo, que ha muchos dÌas que he andado peleando conmigo mesmo, haciÈndome fuerza a no decirte lo que ya no es posible ni justo que m·s te encubra. S·bete que la fortaleza de Camila est· ya rendida y sujeta a todo aquello que yo quisiere hacer della; y si he tardado en descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era alg˙n liviano antojo suyo, o si lo hacÌa por probarme y ver si eran con propÛsito firme tratados los amores que, con tu licencia, con ella he comenzado. CreÌ, ansimismo, que ella, si fuera la que debÌa y la que entrambos pens·bamos, ya te hubiera dado cuenta de mi solicitud, pero, habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas las promesas que me ha dado de que, cuando otra vez hagas ausencia de tu casa, me hablar· en la rec·mara, donde est· el repuesto de tus alhajas -y era la verdad, que allÌ le solÌa hablar Camila-; y no quiero que precipitosamente corras a hacer alguna venganza, pues no est· a˙n cometido el pecado sino con pensamiento, y podrÌa ser que, desde Èste hasta el tiempo de ponerle por obra, se mudase el de Camila y naciese en su lugar el arrepentimiento. Y asÌ, ya que, en todo o en parte, has seguido siempre mis consejos, sigue y guarda uno que ahora te dirÈ, para que sin engaÒo y con medroso advertimento te satisfagas de aquello que m·s vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos o tres dÌas, como otras veces sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu rec·mara, pues los tapices que allÌ hay y otras cosas con que te puedas encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces ver·s por tus mismos ojos, y yo por los mÌos, lo que Camila quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes que esperar, con silencio, sagacidad y discreciÛn podr·s ser el verdugo de tu agravio. ªAbsorto, suspenso y admirado quedÛ Anselmo con las razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oÌr, porque ya tenÌa a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio, mirando al suelo sin mover pestaÒa, y al cabo dijo: ª-T˙ lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo: haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que ves que conviene en caso tan no pensado. ªPrometiÛselo Lotario, y, en apart·ndose dÈl, se arrepintiÛ totalmente de cuanto le habÌa dicho, viendo cu·n neciamente habÌa andado, pues pudiera Èl vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado. MaldecÌa su entendimiento, afeaba su ligera determinaciÛn, y no sabÌa quÈ medio tomarse para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin, acordÛ de dar cuenta de todo a Camila; y, como no faltaba lugar para poderlo hacer, aquel mismo dÌa la hallÛ sola, y ella, asÌ como vio que le podÌa hablar, le dijo. ª-Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazÛn que me le aprieta de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace, pues ha llegado la desverg¸enza de Leonela a tanto, que cada noche encierra a un gal·n suyo en esta casa y se est· con Èl hasta el dÌa, tan a costa de mi crÈdito cuanto le quedar· campo abierto de juzgarlo al que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es que no la puedo castigar ni reÒir: que el ser ella secretario de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que de aquÌ ha de nacer alg˙n mal suceso. ªAl principio que Camila esto decÌa creyÛ Lotario que era artificio para desmentille que el hombre que habÌa visto salir era de Leonela, y no suyo; pero, viÈndola llorar y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la verdad, y, en creyÈndola, acabÛ de estar confuso y arrepentido del todo. Pero, con todo esto, respondiÛ a Camila que no tuviese pena, que Èl ordenarÌa remedio para atajar la insolencia de Leonela. DÌjole asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia de los celos, habÌa dicho a Anselmo, y cÛmo estaba concertado de esconderse en la rec·mara, para ver desde allÌ a la clara la poca lealtad que ella le guardaba. PidiÛle perdÛn desta locura, y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como su mal discurso le habÌa puesto. ªEspantada quedÛ Camila de oÌr lo que Lotario le decÌa, y con mucho enojo y muchas y discretas razones le riÒÛ y afeÛ su mal pensamiento y la simple y mala determinaciÛn que habÌa tenido. Pero, como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal m·s que el varÛn, puesto que le va faltando cuando de propÛsito se pone a hacer discursos, luego al instante hallÛ Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro dÌa se escondiese Anselmo donde decÌa, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para que desde allÌ en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin declararle del todo su pensamiento, le advirtiÛ que tuviese cuidado que, en estando Anselmo escondido, Èl viniese cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que Anselmo le escuchaba. PorfiÛ Lotario que le acabase de declarar su intenciÛn, porque con m·s seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario. ª-Digo -dijo Camila- que no hay m·s que guardar, si no fuere responderme como yo os preguntare (no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan bueno le parecÌa, y siguiese o buscase otros que no podrÌan ser tan buenos). ªCon esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro dÌa, con la escusa de ir aquella aldea de su amigo, se partiÛ y volviÛ a esconderse: que lo pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela. ªEscondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendrÌa el que esperaba ver por sus ojos hacer notomÌa de las entraÒas de su honra, Ìbase a pique de perder el sumo bien que Èl pensaba que tenÌa en su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba escondido, entraron en la rec·mara; y apenas hubo puesto los pies en ella Camilia, cuando, dando un grande suspiro, dijo: ª-°Ay, Leonela amiga! øNo serÌa mejor que, antes que llegase a poner en ejecuciÛn lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este infame pecho mÌo? Pero no hagas tal, que no ser· razÛn que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber quÈ es lo que vieron en mÌ los atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de darle atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mÌa. Ponte, Leonela, a esa ventana y ll·male, que, sin duda alguna, Èl debe de estar en la calle, esperando poner en efeto su mala intenciÛn. Pero primero se pondr· la cruel cuanto honrada mÌa. ª-°Ay, seÒora mÌa! -respondiÛ la sagaz y advertida Leonela-, y øquÈ es lo que quieres hacer con esta daga? øQuieres por ventura quitarte la vida o quit·rsela a Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de redundar en pÈrdida de tu crÈdito y fama. Mejor es que disimules tu agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y nos halle solas. Mira, seÒora, que somos flacas mujeres, y Èl es hombre y determinado; y, como viene con aquel mal propÛsito, ciego y apasionado, quiz· antes que t˙ pongas en ejecuciÛn el tuyo, har· Èl lo que te estarÌa m·s mal que quitarte la vida. °Mal haya mi seÒor Anselmo, que tanto mal ha querido dar a este desuellacaras en su casa! Y ya, seÒora, que le mates, como yo pienso que quieres hacer, øquÈ hemos de hacer dÈl despuÈs de muerto? ª-øQuÈ, amiga? -respondiÛ Camila-: dejarÈmosle para que Anselmo le entierre, pues ser· justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Ll·male, acaba, que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que ofendo a la lealtad que a mi esposo debo. ªTodo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra que Camila decÌa, se le mudaban los pensamientos; mas, cuando entendiÛ que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese; pero det˙vole el deseo de ver en quÈ paraba tanta gallardÌa y honesta resoluciÛn, con propÛsito de salir a tiempo que la estorbase. ªTomÛle en esto a Camila un fuerte desmayo, y, arroj·ndose encima de una cama que allÌ estaba, comenzÛ Leonela a llorar muy amargamente y a decir: ª-°Ay, desdichada de mÌ si fuese tan sin ventura que se me muriese aquÌ entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...! ªCon otras cosas a Èstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la tuviera por la m·s lastimada y leal doncella del mundo, y a su seÒora por otra nueva y perseguida PenÈlope. Poco tardÛ en volver de su desmayo Camila; y, al volver en sÌ, dijo: ª-øPor quÈ no vas, Leonela, a llamar al m·s leal amigo de amigo que vio el sol o cubriÛ la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la tardanza el fuego de la cÛlera que tengo, y se pase en amenazas y maldiciones la justa venganza que espero. ª-Ya voy a llamarle, seÒora mÌa -dijo Leonela-, mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a todos los que bien te quieren. ª-Ve segura, Leonela amiga, que no harÈ -respondiÛ Camila-; porque, ya que sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que se matÛ sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su desgracia. Yo morirÈ, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que me ha dado ocasiÛn de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin culpa mÌa. ªMucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero, en fin, saliÛ; y, entre tanto que volvÌa, quedÛ Camilia diciendo, como que hablaba consigo misma: ª-°V·lame Dios! øNo fuera m·s acertado haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condiciÛn, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de tardar en desengaÒarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el traidor con la vida lo que intentÛ con tan lascivo deseo: sepa el mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sÛlo guardÛ la lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atreviÛ a ofendelle. Mas, con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo, pero ya se la apuntÈ a dar en la carta que le escribÌ al aldea, y creo que el no acudir Èl al remedio del daÒo que allÌ le seÒalÈ, debiÛ de ser que, de puro bueno y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese caber gÈnero de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo creÌ despuÈs, por muchos dÌas, ni lo creyera jam·s, si su insolencia no llegara a tanto, que las manifiestas d·divas y las largas promesas y las continuas l·grimas no me lo manifestaran. Mas, øpara quÈ hago yo ahora estos discursos? øTiene, por ventura, una resuluciÛn gallarda necesidad de consejo alguno? No, por cierto. °Afuera, pues, traidores; aquÌ, venganzas! °Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! Limpia entrÈ en poder del que el cielo me dio por mÌo, limpia he de salir dÈl; y, cuando mucho, saldrÈ baÒada en mi casta sangre, y en la impura del m·s falso amigo que vio la amistad en el mundo. ªY, diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no parecÌa sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un rufi·n desesperado. ªTodo lo miraba Anselmo, cubierto detr·s de unos tapices donde se habÌa escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecÌa que lo que habÌa visto y oÌdo era bastante satisfaciÛn para mayores sospechas; y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de alg˙n mal repentino suceso. Y, estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengaÒar a su esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvÌa con Lotario de la mano; y, asÌ como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: ª-Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasarÈ el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y, antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches; que despuÈs responder·s lo que m·s te agradare. Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en quÈ opiniÛn le tienes; y lo segundo, quiero saber tambiÈn si me conoces a mÌ. RespÛndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de responder, pues no son dificultades las que te pregunto. ªNo era tan ignorante Lotario que, desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer; y asÌ, correspondiÛ con su intenciÛn tan discretamente, y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por m·s que cierta verdad; y asÌ, respondiÛ a Camila desta manera: ª-No pensÈ yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan fuera de la intenciÛn con que yo aquÌ vengo. Si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde m·s lejos pudieras entretenerla, porque tanto m·s fatiga el bien deseado cuanto la esperanza est· m·s cerca de poseello; pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros m·s tiernos aÒos; y no quiero decir lo que t˙ tan bien sabes de nuestra amistad, por no me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesiÛn que Èl te tiene; que, a no ser asÌ, por menos prendas que las tuyas no habÌa yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mÌ rompidas y violadas. ª-Si eso confiesas -respondiÛ Camila-, enemigo mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, øcon quÈ rostro osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en quien t˙ te debieras mirar, para que vieras con cu·n poca ocasiÛn le agravias? Pero ya cayo, °ay, desdichada de mÌ!, en la cuenta de quiÈn te ha hecho tener tan poca con lo que a ti mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mÌa, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habr· procedido de deliberada determinaciÛn, sino de alg˙n descuido de los que las mujeres que piensan que no tienen de quiÈn recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime: øcu·ndo, °oh traidor!, respondÌ a tus ruegos con alguna palabra o seÒal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus infames deseos? øCu·ndo tus amorosas palabras no fueron deshechas y reprehendidas de las mÌas con rigor y con aspereza? øCu·ndo tus muchas promesas y mayores d·divas fueron de mÌ creÌdas, ni admitidas? Pero, por parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mÌ la culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, alg˙n descuido mÌo ha sustentado tanto tiempo tu cuidado; y asÌ, quiero castigarme y darme la pena que tu culpa merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo tan inhumana, no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mÌ tambiÈn con el poco recato que he tenido del huir la ocasiÛn, si alguna te di, para favorecer y canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo que alg˙n descuido mÌo engendrÛ en ti tan desvariados pensamientos es la que m·s me fatiga, y la que yo m·s deseo castigar con mis propias manos, porque, castig·ndome otro verdugo, quiz· serÌa m·s p˙blica mi culpa; pero, antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo all·, dondequiera que fuere, la pena que da la justicia desinteresada y que no se dobla al que en tÈrminos tan desesperados me ha puesto. ªY, diciendo estas razones, con una increÌble fuerza y ligereza arremetiÛ a Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclav·rsela en el pecho, que casi Èl estuvo en duda si aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingÌa aquel estraÒo embuste y fealdad que, por dalle color de verdad, la quiso matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podÌa haber a Lotario, o fingiendo que no podÌa, dijo: ª-Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo menos, no ser· tan poderosa que, en parte, me quite que no le satisfaga. Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenÌa asida, la sacÛ, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entrÛ y escondiÛ por m·s arriba de la islilla del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejÛ caer en el suelo, como desmayada. ªEstaban Leonela y Lotario suspensos y atÛnitos de tal suceso, y todavÌa dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a Camila tendida en tierra y baÒada en su sangre. AcudiÛ Lotario con mucha presteza, despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y, en ver la pequeÒa herida, saliÛ del temor que hasta entonces tenÌa, y de nuevo se admirÛ de la sagacidad, prudencia y mucha discreciÛn de la hermosa Camila; y, por acudir con lo que a Èl le tocaba, comenzÛ a hacer una larga y triste lamentaciÛn sobre el cuerpo de Camila, como si estuviera difunta, ech·ndose muchas maldiciones, no sÛlo a Èl, sino al que habÌa sido causa de habelle puesto en aquel tÈrmino. Y, como sabÌa que le escuchaba su amigo Anselmo, decÌa cosas que el que le oyera le tuviera mucha m·s l·stima que a Camila, aunque por muerta la juzgara. ªLeonela la tomÛ en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedÌale asimismo consejo y parecer de lo que dirÌan a Anselmo de aquella herida de su seÒora, si acaso viniese antes que estuviese sana. …l respondiÛ que dijesen lo que quisiesen, que Èl no estaba para dar consejo que de provecho fuese; sÛlo le dijo que procurase tomarle la sangre, porque Èl se iba adonde gentes no le viesen. Y, con muestras de mucho dolor y sentimiento, se saliÛ de casa; y, cuando se vio solo y en parte donde nadie le veÌa, no cesaba de hacerse cruces, maravill·ndose de la industria de Camila y de los ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba cu·n enterado habÌa de quedar Anselmo de que tenÌa por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con Èl para celebrar los dos la mentira y la verdad m·s disimulada que jam·s pudiera imaginarse. ªLeonela tomÛ, como se ha dicho, la sangre a su seÒora, que no era m·s de aquello que bastÛ para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino la herida, se la atÛ lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer creer a Anselmo que tenÌa en Camila un simulacro de la honestidad. ªJunt·ronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llam·ndose cobarde y de poco ·nimo, pues le habÌa faltado al tiempo que fuera m·s necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenÌa. PedÌa consejo a su doncella si darÌa, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la cual le dijo que no se lo dijese, porque le pondrÌa en obligaciÛn de vengarse de Lotario, lo cual no podrÌa ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada a no dar ocasiÛn a su marido a que riÒese, sino a quitalle todas aquellas que le fuese posible. ªRespondiÛ Camila que le parecÌa muy bien su parecer y que ella le seguirÌa; pero que en todo caso convenÌa buscar quÈ decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que Èl no podrÌa dejar de ver; a lo que Leonela respondÌa que ella, ni aun burlando, no sabÌa mentir. ª-Pues yo, hermana -replicÛ Camila-, øquÈ tengo de saber, que no me atreverÈ a forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor ser· decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta. ª-No tengas pena, seÒora: de aquÌ a maÒana -respondiÛ Leonela- yo pensarÈ quÈ le digamos, y quiz· que, por ser la herida donde es, la podr·s encubrir sin que Èl la vea, y el cielo ser· servido de favorecer a nuestros tan justos y tan honrados pensamientos. SosiÈgate, seÒora mÌa, y procura sosegar tu alteraciÛn, porque mi seÒor no te halle sobresaltada, y lo dem·s dÈjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos. ªAtentÌsimo habÌa estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan estraÒos y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareciÛ que se habÌan transformado en la misma verdad de lo que fingÌan. Deseaba mucho la noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen amigo Lotario, congratul·ndose con Èl de la margarita preciosa que habÌa hallado en el desengaÒo de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y comodidad a que saliese, y Èl, sin perdella, saliÛ y luego fue a buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a Camila. Todo lo cual escuchÛ Lotario sin poder dar muestras de alguna alegrÌa, porque se le representaba a la memoria cu·n engaÒado estaba su amigo y cu·n injustamente Èl le agraviaba. Y, aunque Anselmo veÌa que Lotario no se alegraba, creÌa ser la causa por haber dejado a Camila herida y haber Èl sido la causa; y asÌ, entre otras razones, le dijo que no tuviese pena del suceso de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera, pues quedaban de concierto de encubrÌrsela a Èl; y que, seg˙n esto, no habÌa de quÈ temer, sino que de allÌ adelante se gozase y alegrase con Èl, pues por su industria y medio Èl se veÌa levantado a la m·s alta felicidad que acertara desearse, y querÌa que no fuesen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabÛ su buena determinaciÛn y dijo que Èl, por su parte, ayudarÌa a levantar tan ilustre edificio. ªCon esto quedÛ Anselmo el hombre m·s sabrosamente engaÒado que pudo haber en el mundo: Èl mismo llevÛ por la mano a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdiciÛn de su fama. RecebÌale Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueÒa. DurÛ este engaÒo algunos dÌas, hasta que, al cabo de pocos meses, volviÛ Fortuna su rueda y saliÛ a plaza la maldad con tanto artificio hasta allÌ cubierta, y a Anselmo le costÛ la vida su impertinente curiosidad.ª CapÌtulo XXXV. Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente Poco m·s quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchÛn donde reposaba don Quijote saliÛ Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces: -Acudid, seÒores, presto y socorred a mi seÒor, que anda envuelto en la m·s reÒida y trabada batalla que mis ojos han visto. °Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la seÒora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo! -øQuÈ dices, hermano? -dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba-. øEst·is en vos, Sancho? øCÛmo diablos puede ser eso que decÌs, estando el gigante dos mil leguas de aquÌ? En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decÌa a voces: -°Tente, ladrÛn, malandrÌn, follÛn, que aquÌ te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra! Y parecÌa que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho: -No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque ya no ser· menester, porque, sin duda alguna, el gigante est· ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caÌda a un lado, que es tamaÒa como un gran cuero de vino. -Que me maten -dijo a esta sazÛn el ventero- si don Quijote, o don diablo, no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre. Y, con esto, entrÛ en el aposento, y todos tras Èl, y hallaron a don Quijote en el m·s estraÒo traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detr·s tenÌa seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenÌa en la cabeza un bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenÌa revuelta la manta de la cama, con quien tenÌa ojeriza Sancho, y Èl se sabÌa bien el porquÈ; y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con alg˙n gigante. Y es lo bueno que no tenÌa los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soÒando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa la imaginaciÛn de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soÒar que ya habÌa llegado al reino de MicomicÛn, y que ya estaba en la pelea con su enemigo. Y habÌa dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino; lo cual visto por el ventero, tomÛ tanto enojo que arremetiÛ con don Quijote, y a puÒo cerrado le comenzÛ a dar tantos golpes que si Cardenio y el cura no se le quitaran, Èl acabara la guerra del gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trujo un gran caldero de agua frÌa del pozo y se le echÛ por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertÛ don Quijote; mas no con tanto acuerdo que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que vio cu·n corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla de su ayudador y de su contrario. Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y, como no la hallaba, dijo: -Ya yo sÈ que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez, en este mesmo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber quiÈn me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece por aquÌ esta cabeza que vi cortar por mis mismÌsimos ojos, y la sangre corrÌa del cuerpo como de una fuente. -øQuÈ sangre ni quÈ fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos? -dijo el ventero-. øNo vees, ladrÛn, que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros que aquÌ est·n horadados y el vino tinto que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadÛ? -No sÈ nada -respondiÛ Sancho-; sÛlo sÈ que vendrÈ a ser tan desdichado que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal en el agua. Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenÌan las promesas que su amo le habÌa hecho. El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del seÒor, y juraba que no habÌa de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habÌan de valer los previlegios de su caballerÌa para dejar de pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habÌan de echar a los rotos cueros. TenÌa el cura de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que ya habÌa acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se hincÛ de rodillas delante del cura, diciendo: -Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa seÒora, vivir, de hoy m·s, segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo tambiÈn, de hoy m·s, soy quito de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien la he cumplido. -øNo lo dije yo? -dijo oyendo esto Sancho-. SÌ que no estaba yo borracho: °mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! °Ciertos son los toros: mi condado est· de molde! øQuiÈn no habÌa de reÌr con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos reÌan sino el ventero, que se daba a Satan·s. Pero, en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura que, con no poco trabajo, dieron con don Quijote en la cama, el cual se quedÛ dormido, con muestras de grandÌsimo cansancio. Dej·ronle dormir, y saliÈronse al portal de la venta a consolar a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque m·s tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decÌa en voz y en grito: -En mal punto y en hora menguada entrÛ en mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada se fue con el costo de una noche, de cena, cama, paja y cebada, para Èl y para su escudero, y un rocÌn y un jumento, diciendo que era caballero aventurero (que mala ventura le dÈ Dios a Èl y a cuantos aventureros hay en el mundo) y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que asÌ estaba escrito en los aranceles de la caballerÌa andantesca. Y ahora, por su respeto, vino estotro seÒor y me llevÛ mi cola, y h·mela vuelto con m·s de dos cuartillos de daÒo, toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre. °Pues no se piense; que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamarÌa yo como me llamo ni serÌa hija de quien soy! Estas y otras razones tales decÌa la ventera con grande enojo, y ayud·bala su buena criada Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se sonreÌa. El cura lo sosegÛ todo, prometiendo de satisfacerles su pÈrdida lo mejor que pudiese, asÌ de los cueros como del vino, y principalmente del menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacÌan. Dorotea consolÛ a Sancho Panza diciÈndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometÌa, en viÈndose pacÌfica en su reino, de darle el mejor condado que en Èl hubiese. ConsolÛse con esto Sancho, y asegurÛ a la princesa que tuviese por cierto que Èl habÌa visto la cabeza del gigante, y que, por m·s seÒas, tenÌa una barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecÌa, era porque todo cuanto en aquella casa pasaba era por vÌa de encantamento, como Èl lo habÌa probado otra vez que habÌa posado en ella. Dorotea dijo que asÌ lo creÌa, y que no tuviese pena, que todo se harÌa bien y sucederÌa a pedir de boca. Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los dem·s le rogaron la acabase. …l, que a todos quiso dar gusto, y por el que Èl tenÌa de leerla, prosiguiÛ el cuento, que asÌ decÌa: ´SucediÛ, pues, que, por la satisfaciÛn que Anselmo tenÌa de la bondad de Camila, vivÌa una vida contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacÌa mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revÈs de la voluntad que le tenÌa; y, para m·s confirmaciÛn de su hecho, pidiÛ licencia Lotario para no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su vista Camila recebÌa; mas el engaÒado Anselmo le dijo que en ninguna manera tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto. ªEn esto, el que tenÌa Leonela de verse cualificada, no de con sus amores, llegÛ a tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras Èl a suelta rienda, fiada en que su seÒora la encubrÌa, y aun la advertÌa del modo que con poco recelo pudiese ponerle en ejecuciÛn. En fin, una noche sintiÛ Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quiÈn los daba, sintiÛ que le detenÌan la puerta, cosa que le puso m·s voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abriÛ, y entrÛ dentro a tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazÛ con Èl, diciÈndole: ª-SosiÈgate, seÒor mÌo, y no te alborotes, ni sigas al que de aquÌ saltÛ; es cosa mÌa, y tanto, que es mi esposo. ªNo lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacÛ la daga y quiso herir a Leonela, diciÈndole que le dijese la verdad, si no, que la matarÌa. Ella, con el miedo, sin saber lo que se decÌa, le dijo: ª-No me mates, seÒor, que yo te dirÈ cosas de m·s importancia de las que puedes imaginar. ª-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta eres. ª-Por ahora ser· imposible -dijo Leonela-, seg˙n estoy de turbada; dÈjame hasta maÒana, que entonces sabr·s de mÌ lo que te ha de admirar; y est· seguro que el que saltÛ por esta ventana es un mancebo desta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo. ªSosegÛse con esto Anselmo y quiso aguardar el tÈrmino que se le pedÌa, porque no pensaba oÌr cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y seguro; y asÌ, se saliÛ del aposento y dejÛ encerrada en Èl a Leonela, diciÈndole que de allÌ no saldrÌa hasta que le dijese lo que tenÌa que decirle. ªFue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le habÌa pasado, y la palabra que le habÌa dado de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbÛ Camila o no, no hay para quÈ decirlo, porque fue tanto el temor que cobrÛ, creyendo verdaderamente -y era de creer- que Leonela habÌa de decir a Anselmo todo lo que sabÌa de su poca fe, que no tuvo ·nimo para esperar si su sospecha salÌa falsa o no. Y aquella mesma noche, cuando le pareciÛ que Anselmo dormÌa, juntÛ las mejores joyas que tenÌa y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida, saliÛ de casa y se fue a la de Lotario, a quien contÛ lo que pasaba, y le pidiÛ que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusiÛn en que Camila puso a Lotario fue tal, que no le sabÌa responder palabra, ni menos sabÌa resolverse en lo que harÌa. ªEn fin, acordÛ de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una su hermana. ConsintiÛ Camila en ello, y, con la presteza que el caso pedÌa, la llevÛ Lotario y la dejÛ en el monesterio, y Èl, ansimesmo, se ausentÛ luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia. ªCuando amaneciÛ, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenÌa de saber lo que Leonela querÌa decirle, se levantÛ y fue adonde la habÌa dejado encerrada. AbriÛ y entrÛ en el aposento, pero no hallÛ en Èl a Leonela: sÛlo hallÛ puestas unas s·banas aÒudadas a la ventana, indicio y seÒal que por allÌ se habÌa descolgado e ido. VolviÛ luego muy triste a decÌrselo a Camila, y, no hall·ndola en la cama ni en toda la casa, quedÛ asombrado.PreguntÛ a los criados de casa por ella, pero nadie le supo dar razÛn de lo que pedÌa. ªAcertÛ acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las m·s de sus joyas, y con esto acabÛ de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y, ansÌ como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le hallÛ, y sus criados le dijeron que aquella noche habÌa faltado de casa y habÌa llevado consigo todos los dineros que tenÌa, pensÛ perder el juicio. Y, para acabar de concluir con todo, volviÈndose a su casa, no hallÛ en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenÌa, sino la casa desierta y sola. ªNo sabÌa quÈ pensar, quÈ decir, ni quÈ hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contempl·base y mir·base en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados; desamparado, a su parecer, del cielo que le cubrÌa, y sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdiciÛn. ªResolviÛse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde habÌa estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella desventura. CerrÛ las puertas de su casa, subiÛ a caballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y, apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un ·rbol, a cuyo tronco se dejÛ caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y allÌ se estuvo hasta casi que anochecÌa; y aquella hora vio que venÌa un hombre a caballo de la ciudad, y, despuÈs de haberle saludado, le preguntÛ quÈ nuevas habÌa en Florencia. El ciudadano respondiÛ: ª-Las m·s estraÒas que muchos dÌas ha se han oÌdo en ella; porque se dice p˙blicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivÌa a San Juan, se llevÛ esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la hallÛ el gobernador descolg·ndose con una s·bana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efeto, no sÈ puntualmente cÛmo pasÛ el negocio; sÛlo sÈ que toda la ciudad est· admirada deste suceso, porque no se podÌa esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta, que los llamaban los dos amigos. ª-øS·bese, por ventura -dijo Anselmo-, el camino que llevan Lotario y Camila? ª-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto que el gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos ª-A Dios vais, seÒor -dijo Anselmo. ª-Con …l quedÈis -respondiÛ el ciudadano, y fuese. ªCon tan desdichadas nuevas, casi casi llegÛ a tÈrminos Anselmo, no sÛlo de perder el juicio, sino de acabar la vida. LevantÛse como pudo y llegÛ a casa de su amigo, que a˙n no sabÌa su desgracia; mas, como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendiÛ que de alg˙n grave mal venÌa fatigado. PidiÛ luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir. HÌzose asÌ, y dej·ronle acostado y solo, porque Èl asÌ lo quiso, y aun que le cerrasen la puerta. ViÈndose, pues, solo, comenzÛ a cargar tanto la imaginaciÛn de su desventura, que claramente conociÛ que se le iba acabando la vida; y asÌ, ordenÛ de dejar noticia de la causa de su estraÒa muerte; y, comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que querÌa, le faltÛ el aliento y dejÛ la vida en las manos del dolor que le causÛ su curiosidad impertinente. ªViendo el seÒor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordÛ de entrar a saber si pasaba adelante su indisposiciÛn, y hallÛle tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y Èl tenÌa a˙n la pluma en la mano. LlegÛse el huÈsped a Èl, habiÈndole llamado primero; y, trab·ndole por la mano, viendo que no le respondÌa y hall·ndole frÌo, vio que estaba muerto. AdmirÛse y congojÛse en gran manera, y llamÛ a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente, leyÛ el papel, que conociÛ que de su mesma mano estaba escrito, el cual contenÌa estas razones: Un necio e impertinente deseo me quitÛ la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oÌdos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenÌa necesidad de querer que ella los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para quÈ... ªHasta aquÌ escribiÛ Anselmo, por donde se echÛ de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razÛn, se le acabÛ la vida. Otro dÌa dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabÌan su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el tÈrmino de acompaÒar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. DÌcese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesiÛn de monja, hasta que, no de allÌ a muchos dÌas, le vinieron nuevas que Lotario habÌa muerto en una batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capit·n Gonzalo Fern·ndez de CÛrdoba en el reino de N·poles, donde habÌa ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesiÛn, y acabÛ en breves dÌas la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolÌas. …ste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.ª -Bien -dijo el cura- me parece esta novela, pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingiÛ mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un gal·n y una dama, pudiÈrase llevar, pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta. CapÌtulo XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta le sucedieron Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo: -Esta que viene es una hermosa tropa de huÈspedes: si ellos paran aquÌ, gaudeamus tenemos. -øQuÈ gente es? -dijo Cardenio. -Cuatro hombres -respondiÛ el ventero- vienen a caballo, a la jineta, con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco, en un sillÛn, ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos de a pie. -øVienen muy cerca? -preguntÛ el cura. -Tan cerca -respondiÛ el ventero-, que ya llegan. Oyendo esto Dorotea, se cubriÛ el rostro, y Cardenio se entrÛ en el aposento de don Quijote; y casi no habÌan tenido lugar para esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero habÌa dicho; y, ape·ndose los cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposiciÛn eran, fueron a apear a la mujer que en el sillÛn venÌa; y, tom·ndola uno dellos en sus brazos, la sentÛ en una silla que estaba a la entrada del aposento donde Cardenio se habÌa escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habÌan quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sÛlo que, al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejÛ caer los brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza. Viendo esto el cura, deseoso de saber quÈ gente era aquella que con tal traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos le preguntÛ lo que ya deseaba; el cual le respondiÛ: -Pardiez, seÒor, yo no sabrÈ deciros quÈ gente sea Èsta; sÛlo sÈ que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegÛ a tomar en sus brazos a aquella seÒora que habÈis visto; y esto dÌgolo porque todos los dem·s le tienen respeto, y no se hace otra cosa m·s de la que Èl ordena y manda. -Y la seÒora, øquiÈn es? -preguntÛ el cura. -Tampoco sabrÈ decir eso -respondiÛ el mozo-, porque en todo el camino no la he visto el rostro; suspirar sÌ la he oÌdo muchas veces, y dar unos gemidos que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de maravillar que no sepamos m·s de lo que habemos dicho, porque mi compaÒero y yo no ha m·s de dos dÌas que los acompaÒamos; porque, habiÈndolos encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniÈsemos con ellos hasta el AndalucÌa, ofreciÈndose a pag·rnoslo muy bien. -øY habÈis oÌdo nombrar a alguno dellos? -preguntÛ el cura. -No, por cierto -respondiÛ el mozo-, porque todos caminan con tanto silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre seÒora, que nos mueven a l·stima; y sin duda tenemos creÌdo que ella va forzada dondequiera que va, y, seg˙n se puede colegir por su h·bito, ella es monja, o va a serlo, que es lo m·s cierto, y quiz· porque no le debe de nacer de voluntad el monjÌo, va triste, como parece. -Todo podrÌa ser -dijo el cura. Y, dej·ndolos, se volviÛ adonde estaba Dorotea, la cual, como habÌa oÌdo suspirar a la embozada, movida de natural compasiÛn, se llegÛ a ella y le dijo: -øQuÈ mal sentÌs, seÒora mÌa? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros. A todo esto callaba la lastimada seÒora; y, aunque Dorotea tornÛ con mayores ofrecimientos, todavÌa se estaba en su silencio, hasta que llegÛ el caballero embozado que dijo el mozo que los dem·s obedecÌan, y dijo a Dorotea: -No os cansÈis, seÒora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procurÈis que os responda, si no querÈis oÌr alguna mentira de su boca. -Jam·s la dije -dijo a esta sazÛn la que hasta allÌ habÌa estado callando-; antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que se·is el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso. OyÛ estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decÌa que sola la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y, asÌ como las oyÛ, dando una gran voz dijo: -°V·lgame Dios! øQuÈ es esto que oigo? øQuÈ voz es esta que ha llegado a mis oÌdos? VolviÛ la cabeza a estos gritos aquella seÒora, toda sobresaltada, y, no viendo quiÈn las daba, se levantÛ en pie y fuese a entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella, con la turbaciÛn y desasosiego, se le cayÛ el tafet·n con que traÌa cubierto el rostro, y descubriÛ una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahÌnco, que parecÌa persona fuera de juicio; cuyas seÒales, sin saber por quÈ las hacÌa, pusieron gran l·stima en Dorotea y en cuantos la miraban. TenÌala el caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caÌa, como, en efeto, se le cayÛ del todo; y, alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la seÒora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenÌa era su esposo don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo Ìntimo de sus entraÒas un luengo y tristÌsimo ''°ay!'', se dejÛ caer de espaldas desmayada; y, a no hallarse allÌ junto el barbero, que la recogiÛ en los brazos, ella diera consigo en el suelo. AcudiÛ luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y asÌ como la descubriÛ la conociÛ don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedÛ como muerto en verla; pero no porque dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos; la cual habÌa conocido en el suspiro a Cardenio, y Èl la habÌa conocido a ella. OyÛ asimesmo Cardenio el °ay! que dio Dorotea cuando se cayÛ desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, saliÛ del aposento despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenÌa abrazada a Luscinda. TambiÈn don Fernando conociÛ luego a Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les habÌa acontecido. Callaban todos y mir·banse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompiÛ el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera: -Dejadme, seÒor don Fernando, por lo que debÈis a ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hag·is; dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras d·divas. Notad cÛmo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos, me ha puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabÈis por mil costosas experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria. Sean, pues, parte tan claros desengaÒos para que volv·is, ya que no pod·is hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con Èl la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la darÈ por bien empleada: quiz· con mi muerte quedar· satisfecho de la fe que le mantuve hasta el ˙ltimo trance de la vida. HabÌa en este entretanto vuelto Dorotea en sÌ, y habÌa estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quiÈn ella era; que, viendo que don Fernando a˙n no la dejaba de los brazos, ni respondÌa a sus razones, esforz·ndose lo m·s que pudo, se levantÛ y se fue a hincar de rodillas a sus pies; y, derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras l·grimas, asÌ le comenzÛ a decir: -Si ya no es, seÒor mÌo, que los rayos deste sol que en tus brazos eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habr·s echado de ver que la que a tus pies est· arrodillada es la sin ventura, hasta que t˙ quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien t˙, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los lÌmites de la honestidad, viviÛ vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer, justos y amorosos sentimientos, abriÛ las puertas de su recato y te entregÛ las llaves de su libertad: d·diva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querrÌa que cayese en tu imaginaciÛn pensar que he venido aquÌ con pasos de mi deshonra, habiÈndome traÌdo sÛlo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada. T˙ quisiste que yo fuese tuya, y quisÌstelo de manera que, aunque ahora quieras que no lo sea, no ser· posible que t˙ dejes de ser mÌo. Mira, seÒor mÌo, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te tengo. T˙ no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mÌo, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y m·s f·cil te ser·, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. T˙ solicitaste mi descuido, t˙ rogaste a mi entereza, t˙ no ignoraste mi calidad, t˙ sabes bien de la manera que me entreguÈ a toda tu voluntad: no te queda lugar ni acogida de llamarte a engaÒo. Y si esto es asÌ, como lo es, y t˙ eres tan cristiano como caballero, øpor quÈ por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me heciste en los principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y legÌtima esposa, quiÈreme, a lo menos, y admÌteme por tu esclava; que, como yo estÈ en tu poder, me tendrÈ por dichosa y bien afortunada. No permitas, con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonra; no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mÌa, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres decendencias; cuanto m·s, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si Èsta a ti te falta, neg·ndome lo que tan justamente me debes, yo quedarÈ con m·s ventajas de noble que las que t˙ tienes. En fin, seÒor, lo que ˙ltimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo ser· la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien t˙ llamaste por testigo de lo que me prometÌas. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrÌas, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos. Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y l·grimas, que los mismos que acompaÒaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompaÒaron en ellas. EscuchÛla don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos sollozos y suspiros, que bien habÌa de ser corazÛn de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mir·ndola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreciÛn y hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenÌan. El cual, lleno de confusiÛn y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abriÛ los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo: -Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ·nimo para negar tantas verdades juntas. Con el desmayo que Luscinda habÌa tenido, asÌ como la dejÛ don Fernando, iba a caer en el suelo; mas, hall·ndose Cardenio allÌ junto, que a las espaldas de don Fernando se habÌa puesto porque no le conociese, prosupuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudiÛ a sostener a Luscinda, y, cogiÈndola entre sus brazos, le dijo: -Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas alg˙n descanso, leal, firme y hermosa seÒora mÌa, en ninguna parte creo yo que le tendr·s m·s seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mÌa. A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y, habiendo comenzado a conocerle, primero por la voz, y asegur·ndose que Èl era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ning˙n honesto respeto, le echÛ los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo: -Vos sÌ, seÒor mÌo, sois el verdadero dueÒo desta vuestra captiva, aunque m·s lo impida la contraria suerte, y, aunque m·s amenazas le hagan a esta vida que en la vuestra se sustenta. EstraÒo espect·culo fue Èste para don Fernando y para todos los circunstantes, admir·ndose de tan no visto suceso. PareciÛle a Dorotea que don Fernando habÌa perdido la color del rostro y que hacÌa adem·n de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la espada; y, asÌ como lo pensÛ, con no vista presteza se abrazÛ con Èl por las rodillas, bes·ndoselas y teniÈndole apretado, que no le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus l·grimas, le decÌa: -øQuÈ es lo que piensas hacer, ˙nico refugio mÌo, en este tan impensado trance? T˙ tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea est· en los brazos de su marido. Mira si te estar· bien o te ser· posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendr· querer levantar a igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, baÒados de licor amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por quien t˙ eres te suplico, que este tan notorio desengaÒo no sÛlo no acreciente tu ira, sino que la meng¸e en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedÈrsele; y en esto mostrar·s la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y ver· el mundo que tiene contigo m·s fuerza la razÛn que el apetito. En tanto que esto decÌa Dorotea, aunque Cardenio tenÌa abrazada a Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con determinaciÛn de que, si le viese hacer alg˙n movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como mejor pudiese a todos aquellos que en su daÒo se mostrasen, aunque le costase la vida. Pero a esta sazÛn acudieron los amigos de don Fernando, y el cura y el barbero, que a todo habÌan estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplic·ndole tuviese por bien de mirar las l·grimas de Dorotea; y que, siendo verdad, como sin duda ellos creÌan que lo era, lo que en sus razones habÌa dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que considerase que, no acaso, como parecÌa, sino con particular providencia del cielo, se habÌan todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y que advirtiese -dijo el cura- que sola la muerte podÌa apartar a Luscinda de Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos tendrÌan por felicÌsima su muerte; y que en los lazos inremediables era suma cordura, forz·ndose y venciÈndose a sÌ mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les habÌa concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de Dorotea, y verÌa que pocas o ninguna se le podÌan igualar, cuanto m·s hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el estremo del amor que le tenÌa; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de caballero y de cristiano, que no podÌa hacer otra cosa que cumplille la palabra dada, y que, cumpliÈndosela, cumplirÌa con Dios y satisfarÌa a las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque estÈ en sujeto humilde, como se acompaÒe con la honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta e iguala a sÌ mismo; y, cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue. En efeto, a estas razones aÒadieron todos otras, tales y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre) se ablandÛ y se dejÛ vencer de la verdad, que Èl no pudiera negar aunque quisiera; y la seÒal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le habÌa propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciÈndole: -Levantaos, seÒora mÌa, que no es justo que estÈ arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y si hasta aquÌ no he dado muestras de lo que digo, quiz· ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fe con que me am·is, os sepa estimar en lo que merecÈis. Lo que os ruego es que no me reprehend·is mi mal tÈrmino y mi mucho descuido, pues la misma ocasiÛn y fuerza que me moviÛ para acetaros por mÌa, esa misma me impeliÛ para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallarÈis disculpa de todos mis yerros; y, pues ella hallÛ y alcanzÛ lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices aÒos con su Cardenio, que yo rogarÈ al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea. Y, diciendo esto, la tornÛ a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las l·grimas no acabasen de dar indubitables seÒas de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron asÌ las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allÌ presentes estaban, porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecÌa sino que alg˙n grave y mal caso a todos habÌa sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aunque despuÈs dijo que no lloraba Èl sino por ver que Dorotea no era, como Èl pensaba, la reina Micomicona, de quien Èl tantas mercedes esperaba. DurÛ alg˙n espacio, junto con el llanto, la admiraciÛn en todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don Fernando, d·ndole gracias de la merced que les habÌa hecho con tan corteses razones, que don Fernando no sabÌa quÈ responderles; y asÌ, los levantÛ y abrazÛ con muestras de mucho amor y de mucha cortesÌa. PreguntÛ luego a Dorotea le dijese cÛmo habÌa venido a aquel lugar tan lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contÛ todo lo que antes habÌa contado a Cardenio, de lo cual gustÛ tanto don Fernando y los que con Èl venÌan, que quisieran que durara el cuento m·s tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, asÌ como hubo acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le habÌa acontecido despuÈs que hallÛ el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido; y que asÌ, se saliÛ de su casa, despechado y corrido, con determinaciÛn de vengarse con m·s comodidad; y que otro dÌa supo como Luscinda habÌa faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dÛnde se habÌa ido, y que, en resoluciÛn, al cabo de algunos meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse en Èl toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, asÌ como lo supo, escogiendo para su compaÒÌa aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, a la cual no habÌa querido hablar, temeroso que, en sabiendo que Èl estaba allÌ, habÌa de haber m·s guarda en el monesterio; y asÌ, aguardando un dÌa a que la porterÌa estuviese abierta, dejÛ a los dos a la guarda de la puerta, y Èl, con otro, habÌan entrado en el monesterio buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja; y, arrebat·ndola, sin darle lugar a otra cosa, se habÌan venido con ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella. Todo lo cual habÌan podido hacer bien a su salvo, por estar el monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que, asÌ como Luscinda se vio en su poder, perdiÛ todos los sentidos; y que, despuÈs de vuelta en sÌ, no habÌa hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra alguna; y que asÌ, acompaÒados de silencio y de l·grimas, habÌan llegado a aquella venta, que para Èl era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra. CapÌtulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ·nima, viendo que se le desparecÌan e iban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda princesa Micomicona se le habÌa vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueÒo suelto, bien descuidado de todo lo sucedido. No se podÌa asegurar Dorotea si era soÒado el bien que poseÌa. Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corrÌa por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el crÈdito y el alma; y, finalmente, cuantos en la venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habÌan tenido tan trabados y desesperados negocios. Todo lo ponÌa en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabiÈn del bien alcanzado; pero quien m·s jubilaba y se contentaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habÌan hecho de pagalle todos los daÒos e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. SÛlo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y asÌ, con malencÛnico semblante, entrÛ a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo: -Bien puede vuestra merced, seÒor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere, sin cuidado de matar a ning˙n gigante, ni de volver a la princesa su reino: que ya todo est· hecho y concluido. -Eso creo yo bien -respondiÛ don Quijote-, porque he tenido con el gigante la m·s descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los dÌas de mi vida; y de un revÈs, °zas!, le derribÈ la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le saliÛ, que los arroyos corrÌan por la tierra como si fueran de agua. -Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor -respondiÛ Sancho-, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta que me pariÛ, y llÈvelo todo Satan·s. -Y øquÈ es lo que dices, loco? -replicÛ don Quijote-. øEst·s en tu seso? -Lev·ntese vuestra merced -dijo Sancho-, y ver· el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar; y ver· a la reina convertida en una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han de admirar. -No me maravillarÌa de nada deso -replicÛ don Quijote-, porque, si bien te acuerdas, la otra vez que aquÌ estuvimos te dije yo que todo cuanto aquÌ sucedÌa eran cosas de encantamento, y no serÌa mucho que ahora fuese lo mesmo. -Todo lo creyera yo -respondiÛ Sancho-, si tambiÈn mi manteamiento fuera cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el ventero que aquÌ est· hoy dÌa tenÌa del un cabo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brÌo, y con tanta risa como fuerza; y donde interviene conocerse las personas, tengo para mÌ, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura. -Ahora bien, Dios lo remediar· -dijo don Quijote-. Dame de vestir y dÈjame salir all· fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices. Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que se vestÌa, contÛ el cura a don Fernando y a los dem·s las locuras de don Quijote, y del artificio que habÌan usado para sacarle de la PeÒa Pobre, donde Èl se imaginaba estar por desdenes de su seÒora. ContÛles asimismo casi todas las aventuras que Sancho habÌa contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles lo que a todos parecÌa: ser el m·s estraÒo gÈnero de locura que podÌa caber en pensamiento desparatado. Dijo m·s el cura: que, pues ya el buen suceso de la seÒora Dorotea impidÌa pasar con su disignio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. OfreciÛse Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda harÌa y representarÌa la persona de Dorotea. -No -dijo don Fernando-, no ha de ser asÌ: que yo quiero que Dorotea prosiga su invenciÛn; que, como no sea muy lejos de aquÌ el lugar deste buen caballero, yo holgarÈ de que se procure su remedio. -No est· m·s de dos jornadas de aquÌ. -Pues, aunque estuviera m·s, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer tan buena obra. SaliÛ, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzÛn. SuspendiÛ a don Fernando y a los dem·s la estraÒa presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callando hasta ver lo que Èl decÌa, el cual, con mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo: -Estoy informado, hermosa seÒora, deste mi escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran seÒora que solÌades ser os habÈis vuelto en una particular doncella. Si esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas, porque si Èl las hubiera leÌdo y pasado tan atentamente y con tanto espacio como yo las pasÈ y leÌ, hallara a cada paso cÛmo otros caballeros de menor fama que la mÌa habÌan acabado cosas m·s dificultosas, no siÈndolo mucho matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que yo me vi con Èl, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dir· cuando menos lo pensemos. -VÌstesos vos con dos cueros, que no con un gigante -dijo a esta sazÛn el ventero. Al cual mandÛ don Fernando que callase y no interrumpiese la pl·tica de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguiÛ diciendo: -Digo, en fin, alta y desheredada seÒora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este metamorfÛseos en vuestra persona, que no le deis crÈdito alguno, porque no hay ning˙n peligro en la tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondrÈ a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves dÌas. No dijo m·s don Quijote, y esperÛ a que la princesa le respondiese, la cual, como ya sabÌa la determinaciÛn de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaÒo hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho donaire y gravedad, le respondiÛ: -Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me habÌa mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mÌ ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera desearme, pero no por eso he dejado de ser la que antes y de tener los mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable brazo que siempre he tenido. AsÌ que, seÒor mÌo, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendrÛ, y tÈngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia hallÛ camino tan f·cil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo creo que si por vos, seÒor, no fuera, jam·s acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los m·s destos seÒores que est·n presentes. Lo que resta es que maÒana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podr· hacer poca jornada, y en lo dem·s del buen suceso que espero, lo dejarÈ a Dios y al valor de vuestro pecho. Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyÈndolo don Quijote, se volviÛ a Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo: -Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en EspaÒa. Dime, ladrÛn vagamundo, øno me acabaste de decir ahora que esta princesa se habÌa vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que entiendo que cortÈ a un gigante era la puta que te pariÛ, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusiÛn que jam·s he estado en todos los dÌas de mi vida? °Voto... -y mirÛ al cielo y apretÛ los dientes- que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquÌ adelante, en el mundo! -Vuestra merced se sosiegue, seÒor mÌo -respondiÛ Sancho-, que bien podrÌa ser que yo me hubiese engaÒado en lo que toca a la mutaciÛn de la seÒora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo menos, a la horadaciÛn de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaÒo, °vive Dios!, porque los cueros allÌ est·n heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freÌr de los huevos lo ver·; quiero decir que lo ver· cuando aquÌ su merced del seÒor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo dem·s, de que la seÒora reina se estÈ como se estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino. -Ahora yo te digo, Sancho -dijo don Quijote-, que eres un mentecato; y perdÛname, y basta. -Basta -dijo don Fernando-, y no se hable m·s en esto; y, pues la seÒora princesa dice que se camine maÒana, porque ya hoy es tarde, h·gase asÌ, y esta noche la podremos pasar en buena conversaciÛn hasta el venidero dÌa, donde todos acompaÒaremos al seÒor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazaÒas que ha de hacer en el discurso desta grande empresa que a su cargo lleva. -Yo soy el que tengo de serviros y acompaÒaros -respondiÛ don Quijote-, y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opiniÛn que de mÌ se tiene, la cual procurarÈ que salga verdadera, o me costar· la vida, y aun m·s, si m·s costarme puede. Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazÛn entrÛ en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano reciÈn venido de tierra de moros, porque venÌa vestido con una casaca de paÒo azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traÌa unos borceguÌes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelÌ que le atravesaba el pecho. EntrÛ luego tras Èl, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traÌa un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los pies la cubrÌa. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco m·s de cuarenta aÒos, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien puesta. En resoluciÛn, Èl mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida. PidiÛ, en entrando, un aposento, y, como le dijeron que en la venta no le habÌa, mostrÛ recebir pesadumbre; y, lleg·ndose a la que en el traje parecÌa mora, la apeÛ en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciÈndole que asÌ ella como el que la traÌa se congojaban por la falta del aposento, le dijo: -No os dÈ mucha pena, seÒora mÌa, la incomodidad de regalo que aquÌ falta, pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si gust·redes de pasar con nosotras -seÒalando a Luscinda-, quiz· en el discurso de este camino habrÈis hallado otros no tan buenos acogimientos. No respondiÛ nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se habÌa, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza, doblÛ el cuerpo en seÒal de que lo agradecÌa. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debÌa de ser mora, y que no sabÌa hablar cristiano. LlegÛ, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces habÌa estado, y, viendo que todas tenÌan cercada a la que con Èl venÌa, y que ella a cuanto le decÌan callaba, dijo: -SeÒoras mÌas, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado. -No se le pregunta otra cosa ninguna -respondiÛ Luscinda- sino ofrecelle por esta noche nuestra compaÒÌa y parte del lugar donde nos acomod·remos, donde se le har· el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer a quien se sirve. -Por ella y por mÌ -respondiÛ el captivo- os beso, seÒora mÌa, las manos, y estimo mucho y en lo que es razÛn la merced ofrecida; que en tal ocasiÛn, y de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande. -Decidme, seÒor -dijo Dorotea-: øesta seÒora es cristiana o mora? Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querrÌamos que fuese. -Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande cristiana, porque tiene grandÌsimos deseos de serlo. -Luego, øno es baptizada? -replicÛ Luscinda. -No ha habido lugar para ello -respondiÛ el captivo- despuÈs que saliÛ de Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios ser· servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es m·s de lo que muestra su h·bito y el mÌo. Con estas razones puso gana en todos los que escuch·ndole estaban de saber quiÈn fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver que aquella sazÛn era m·s para procurarles descanso que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomÛ por la mano y la llevÛ a sentar junto a sÌ, y le rogÛ que se quitase el embozo. Ella mirÛ al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decÌan y lo que ella harÌa. …l, en lengua ar·biga, le dijo que le pedÌan se quitase el embozo, y que lo hiciese; y asÌ, se lo quitÛ, y descubriÛ un rostro tan hermoso que Dorotea la tuvo por m·s hermosa que a Luscinda, y Luscinda por m·s hermosa que a Dorotea, y todos los circustantes conocieron que si alguno se podrÌa igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ·nimos y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora. PreguntÛ don Fernando al captivo cÛmo se llamaba la mora, el cual respondiÛ que lela Zoraida; y, asÌ como esto oyÛ, ella entendiÛ lo que le habÌan preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire: -°No, no Zoraida: MarÌa, MarÌa! -dando a entender que se llamaba MarÌa y no Zoraida. Estas palabras, el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron derramar m·s de una l·grima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas. AbrazÛla Luscinda con mucho amor, diciÈndole: -SÌ, sÌ: MarÌa, MarÌa. A lo cual respondiÛ la mora: -°SÌ, sÌ: MarÌa; Zoraida macange! -que quiere decir no. Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los que venÌan con don Fernando, habÌa el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de cenar lo mejor que a Èl le fue posible. Llegada, pues, la hora, sent·ronse todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la habÌa redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que Èl lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la seÒora Micomicona, pues Èl era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los dem·s caballeros, y, al lado de las seÒoras, el cura y el barbero. Y asÌ, cenaron con mucho contento, y acrecentÛseles m·s viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espÌritu que el que le moviÛ a hablar tanto como hablÛ cuando cenÛ con los cabreros, comenzÛ a decir: -Verdaderamente, si bien se considera, seÒores mÌos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballerÌa. Si no, øcu·l de los vivientes habr· en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? øQuiÈn podr· decir que esta seÒora que est· a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahÌ en boca de la fama? Ahora no hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto m·s se ha de tener en estima cuanto a m·s peligros est· sujeto. QuÌtenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les dirÈ, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razÛn que los tales suelen decir, y a lo que ellos m·s se atienen, es que los trabajos del espÌritu exceden a los del cuerpo, y que las armas sÛlo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester m·s de buenas fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento; o como si no trabajase el ·nimo del guerrero que tiene a su cargo un ejÈrcito, o la defensa de una ciudad sitiada, asÌ con el espÌritu como con el cuerpo. Si no, vÈase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daÒos que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo pues ansÌ, que las armas requieren espÌritu, como las letras, veamos ahora cu·l de los dos espÌritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja m·s. Y esto se vendr· a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intenciÛn se ha de estimar en m·s que tiene por objeto m·s noble fin. Es el fin y paradero de las letras..., y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como Èste ninguno otro se le puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y asÌ, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ·ngeles la noche que fue nuestro dÌa, cuando cantaron en los aires: ''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad''; y a la salutaciÛn que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseÒÛ a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y vÈase cu·les son mayores. De tal manera, y por tan buenos tÈrminos, iba prosiguiendo en su pl·tica don Quijote que obligÛ a que, por entonces, ninguno de los que escuch·ndole estaban le tuviese por loco; antes, como todos los m·s eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y Èl prosiguiÛ diciendo: -Digo, pues, que los trabajos del estudiante son Èstos: principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el estremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que no habÌa que decir m·s de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frÌo, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que no coma, aunque sea un poco m·s tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante Èste que entre ellos llaman andar a la sopa; y no les falta alg˙n ajeno brasero o chimenea, que, si no callenta, a lo menos entibie su frÌo, y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara alg˙n banquete. Por este camino que he pintado, ·spero y dificultoso, tropezando aquÌ, cayendo allÌ, levant·ndose acull·, tornando a caer ac·, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frÌo en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud. Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mÌlite guerrero, se quedan muy atr·s en todo, como ahora dirÈ. CapÌtulo XXXVIII. Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras Prosiguiendo don Quijote, dijo: -Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es m·s rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno m·s pobre en la misma pobreza, porque est· atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaÒa rasa, con sÛlo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacÌo, tengo por averiguado que debe de salir frÌo, contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades, en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jam·s pecar· de estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las s·banas. LlÈguese, pues, a todo esto, el dÌa y la hora de recebir el grado de su ejercicio; llÈguese un dÌa de batalla, que allÌ le pondr·n la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle alg˙n balazo, que quiz· le habr· pasado las sienes, o le dejar· estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podr· ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero, decidme, seÒores, si habÈis mirado en ello: øcu·n menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda, habÈis de responder que no tienen comparaciÛn, ni se pueden reducir a cuenta los muertos, y que se podr·n contar los premiados vivos con tres letras de guarismo. Todo esto es al revÈs en los letrados; porque, de faldas, que no quiero decir de mangas, todos tienen en quÈ entretenerse. AsÌ que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder que es m·s f·cil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquÈllos se premian con darles oficios, que por fuerza se han de dar a los de su profesiÛn, y a Èstos no se pueden premiar sino con la mesma hacienda del seÒor a quien sirven; y esta imposibilidad fortifica m·s la razÛn que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora est· por averiguar, seg˙n son las razones que cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrÌan sustentar las armas, porque la guerra tambiÈn tiene sus leyes y est· sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podr·n sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las rep˙blicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios; y, finalmente, si por ellas no fuese, las rep˙blicas, los reinos, las monarquÌas, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarÌan sujetos al rigor y a la confusiÛn que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razÛn averiguada que aquello que m·s cuesta se estima y debe de estimar en m·s. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, v·guidos de cabeza, indigestiones de estÛmago, y otras cosas a Èstas adherentes, que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus tÈrminos a ser buen soldado le cuesta todo lo que a el estudiante, en tanto mayor grado que no tiene comparaciÛn, porque a cada paso est· a pique de perder la vida. Y øquÈ temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que, hall·ndose cercado en alguna fuerza, y estando de posta, o guarda, en alg˙n revellÌn o caballero, siente que los enemigos est·n minando hacia la parte donde Èl est·, y no puede apartarse de allÌ por ning˙n caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? SÛlo lo que puede hacer es dar noticia a su capit·n de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y Èl estarse quedo, temiendo y esperando cu·ndo improvisamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad. Y si Èste parece pequeÒo peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado m·s espacio del que concede dos pies de tabla del espolÛn; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sÌ tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos caÒones de artillerÌa se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies irÌa a visitar los profundos senos de Neptuno; y, con todo esto, con intrÈpido corazÛn, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucerÌa, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que m·s es de admirar: que apenas uno ha caÌdo donde no se podr· levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si Èste tambiÈn cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentÌa y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillerÌa, a cuyo inventor tengo para mÌ que en el infierno se le est· dando el premio de su diabÛlica invenciÛn, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cÛmo o por dÛnde, en la mitad del coraje y brÌo que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quiz· huyÛ y se espantÛ del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita m·quina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecÌa gozar luengos siglos. Y asÌ, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque, aunque a mÌ ning˙n peligro me pone miedo, todavÌa me pone recelo pensar si la pÛlvora y el estaÒo me han de quitar la ocasiÛn de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que tanto serÈ m·s estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los caballeros andantes de los pasados siglos. Todo este largo pre·mbulo dijo don Quijote, en tanto que los dem·s cenaban, olvid·ndose de llevar bocado a la boca, puesto que algunas veces le habÌa dicho Sancho Panza que cenase, que despuÈs habrÌa lugar para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le habÌan sobrevino nueva l·stima de ver que hombre que, al parecer, tenÌa buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en trat·ndole de su negra y pizmienta caballerÌa. El cura le dijo que tenÌa mucha razÛn en todo cuanto habÌa dicho en favor de las armas, y que Èl, aunque letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer. Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y, en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el camaranchÛn de don Quijote de la Mancha, donde habÌan determinado que aquella noche las mujeres solas en Èl se recogiesen, don Fernando rogÛ al cautivo les contase el discurso de su vida, porque no podrÌa ser sino que fuese peregrino y gustoso, seg˙n las muestras que habÌa comenzado a dar, viniendo en compaÒÌa de Zoraida. A lo cual respondiÛ el cautivo que de muy buena gana harÌa lo que se le mandaba, y que sÛlo temÌa que el cuento no habÌa de ser tal, que les diese el gusto que Èl deseaba; pero que, con todo eso, por no faltar en obedecelle, le contarÌa. El cura y todos los dem·s se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron; y Èl, viÈndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos adonde el mandar tenÌa tanta fuerza. -Y asÌ, estÈn vuestras mercedes atentos, y oir·n un discurso verdadero, a quien podrÌa ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse. Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen y le prestasen un grande silencio; y Èl, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada, comenzÛ a decir desta manera: CapÌtulo XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos -´En un lugar de las MontaÒas de LeÛn tuvo principio mi linaje, con quien fue m·s agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque, en la estrecheza de aquellos pueblos, todavÌa alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si asÌ se diera maÒa a conservar su hacienda como se la daba en gastalla. Y la condiciÛn que tenÌa de ser liberal y gastador le procediÛ de haber sido soldado los aÒos de su joventud, que es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco, prÛdigo; y si algunos soldados se hallan miserables, son como monstruos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los tÈrminos de la liberalidad, y rayaba en los de ser prÛdigo: cosa que no le es de ning˙n provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenÌa eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, seg˙n Èl decÌa, no podÌa irse a la mano contra su condiciÛn, quiso privarse del instrumento y causa que le hacÌa gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho. ªY asÌ, llam·ndonos un dÌa a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes a las que ahora dirÈ: ''Hijos, para deciros que os quiero bien, basta saber y decir que sois mis hijos; y, para entender que os quiero mal, basta saber que no me voy a la mano en lo que toca a conservar vuestra hacienda. Pues, para que entend·is desde aquÌ adelante que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que ha muchos dÌas que la tengo pensada y con madura consideraciÛn dispuesta. Vosotros est·is ya en edad de tomar estado, o, a lo menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando mayores, os honre y aproveche. Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os darÈ a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedarÈ yo para vivir y sustentarme los dÌas que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero querrÌa que, despuÈs que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le dirÈ. Hay un refr·n en nuestra EspaÒa, a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia; y el que yo digo dice: "Iglesia, o mar, o casa real", como si m·s claramente dijera: "Quien quisiere valer y ser rico, siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando el arte de la mercancÌa, o entre a servir a los reyes en sus casas"; porque dicen: "M·s vale migaja de rey que merced de seÒor". Digo esto porque querrÌa, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancÌa, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa; que, ya que la guerra no dÈ muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho dÌas, os darÈ toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo verÈis por la obra. Decidme ahora si querÈis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto''. Y, mand·ndome a mÌ, por ser el mayor, que respondiese, despuÈs de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros Èramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumplirÌa su gusto, y que el mÌo era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en Èl a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogiÛ el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo, el m·s discreto, dijo que querÌa seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca. AsÌ como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazÛ a todos, y, con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos habÌa prometido; y, dando a cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada tres mil ducados, en dineros (porque un nuestro tÌo comprÛ toda la hacienda y la pagÛ de contado, porque no saliese del tronco de la casa), en un mesmo dÌa nos despedimos todos tres de nuestro buen padre; y, en aquel mesmo, pareciÈndome a mÌ ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con Èl que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque a mÌ me bastaba el resto para acomodarme de lo que habÌa menester un soldado. Mis dos hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados: de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y m·s tres mil, que, a lo que parece, valÌa la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raÌces. Digo, en fin, que nos despedimos dÈl y de aquel nuestro tÌo que he dicho, no sin mucho sentimiento y l·grimas de todos, encarg·ndonos que les hiciÈsemos saber, todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prÛsperos o adversos. PrometÌmosselo, y, abraz·ndonos y ech·ndonos su bendiciÛn, el uno tomÛ el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla y yo el de Alicante, adonde tuve nuevas que habÌa una nave ginovesa que cargaba allÌ lana para GÈnova. ª…ste har· veinte y dos aÒos que salÌ de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dÈl ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo dirÈ brevemente. EmbarquÈme en Alicante, lleguÈ con prÛspero viaje a GÈnova, fui desde allÌ a Mil·n, donde me acomodÈ de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y, estando ya de camino para AlejandrÌa de la Palla, tuve nuevas que el gran duque de Alba pasaba a Flandes. MudÈ propÛsito, fuime con Èl, servÌle en las jornadas que hizo, hallÈme en la muerte de los condes de EguemÛn y de Hornos, alcancÈ a ser alfÈrez de un famoso capit·n de Guadalajara, llamado Diego de Urbina; y, a cabo de alg˙n tiempo que lleguÈ a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la Santidad del Papa PÌo Quinto, de felice recordaciÛn, habÌa hecho con Venecia y con EspaÒa, contra el enemigo com˙n, que es el Turco; el cual, en aquel mesmo tiempo, habÌa ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio del veneciano: y pÈrdida lamentable y desdichada. S˙pose cierto que venÌa por general desta liga el serenÌsimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe. DivulgÛse el grandÌsimo aparato de guerra que se hacÌa. Todo lo cual me incitÛ y conmoviÛ el ·nimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y, aunque tenÌa barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasiÛn que se ofreciese serÌa promovido a capit·n, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a Italia. Y quiso mi buena suerte que el seÒor don Juan de Austria acababa de llegar a GÈnova, que pasaba a N·poles a juntarse con la armada de Venecia, como despuÈs lo hizo en Mecina. ªDigo, en fin, que yo me hallÈ en aquella felicÌsima jornada, ya hecho capit·n de infanterÌa, a cuyo honroso cargo me subiÛ mi buena suerte, m·s que mis merecimientos. Y aquel dÌa, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en Èl se desengaÒÛ el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel dÌa, digo, donde quedÛ el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allÌ hubo (porque m·s ventura tuvieron los cristianos que allÌ murieron que los que vivos y vencedores quedaron), yo solo fui el desdichado, pues, en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguiÛ a tan famoso dÌa con cadenas a los pies y esposas a las manos. ªY fue desta suerte: que, habiendo el UchalÌ, rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y Èstos malheridos, acudiÛ la capitana de Juan Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi compaÒÌa; y, haciendo lo que debÌa en ocasiÛn semejante, saltÈ en la galera contraria, la cual, desvi·ndose de la que la habÌa embestido, estorbÛ que mis soldados me siguiesen, y asÌ, me hallÈ solo entre mis enemigos, a quien no pude resistir, por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de heridas. Y, como ya habrÈis, seÒores, oÌdo decir que el UchalÌ se salvÛ con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres; porque fueron quince mil cristianos los que aquel dÌa alcanzaron la deseada libertad, que todos venÌan al remo en la turquesca armada. ªLlev·ronme a Costantinopla, donde el Gran Turco Selim hizo general de la mar a mi amo, porque habÌa hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la religiÛn de Malta. HallÈme el segundo aÒo, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y notÈ la ocasiÛn que allÌ se perdiÛ de no coger en el puerto toda el armada turquesca, porque todos los leventes y jenÌzaros que en ella venÌan tuvieron por cierto que les habÌan de embestir dentro del mesmo puerto, y tenÌan a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habÌan cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenÛ de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros regÌa, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. ªEn efeto, el UchalÌ se recogiÛ a ModÛn, que es una isla que est· junto a Navarino, y, echando la gente en tierra, fortificÛ la boca del puerto, y est˙vose quedo hasta que el seÒor don Juan se volviÛ. En este viaje se tomÛ la galera que se llamaba La Presa, de quien era capit·n un hijo de aquel famoso cosario Barbarroja. TomÛla la capitana de N·poles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jam·s vencido capit·n don ¡lvaro de Baz·n, marquÈs de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucediÛ en la presa de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, asÌ como los que venÌan al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su capit·n, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y pas·ndole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco m·s que pasÛ del ·rbol ya habÌa pasado su ·nima al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenÌan. ªVolvimos a Constantinopla, y el aÒo siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cÛmo el seÒor don Juan habÌa ganado a T˙nez, y quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesiÛn dÈl a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar en Èl tenÌa Muley Hamida, el moro m·s cruel y m·s valiente que tuvo el mundo. SintiÛ mucho esta pÈrdida el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos, que mucho m·s que Èl la deseaban; y el aÒo siguiente de setenta y cuatro acometiÛ a la Goleta y al fuerte que junto a T˙nez habÌa dejado medio levantado el seÒor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por rescate, porque tenÌa determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia a mi padre. ªPerdiÛse, en fin, la Goleta; perdiÛse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos, pagados, setenta y cinco mil, y de moros, y al·rabes de toda la Africa, m·s de cuatrocientos mil, acompaÒado este tan gran n˙mero de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra, y con tantos gastadores, que con las manos y a puÒados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. PerdiÛse primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable; y no se perdiÛ por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debÌan y podÌan, sino porque la experiencia mostrÛ la facilidad con que se podÌan levantar trincheas en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas; y asÌ, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas que sobrepujaban las murallas de la fuerza; y, tir·ndoles a caballero, ninguno podÌa parar, ni asistir a la defensa. Fue com˙n opiniÛn que no se habÌan de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaÒa al desembarcadero; y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el fuerte apenas habÌa siete mil soldados, øcÛmo podÌa tan poco n˙mero, aunque m·s esforzados fuesen, salir a la campaÒa y quedar en las fuerzas, contra tanto como era el de los enemigos?; y øcÛmo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y m·s cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su mesma tierra? Pero a muchos les pareciÛ, y asÌ me pareciÛ a mÌ, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a EspaÒa en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allÌ sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicÌsima del invictÌsimo Carlos Quinto; como si fuera menester para hacerla eterna, como lo es y ser·, que aquellas piedras la sustentaran. ªPerdiÛse tambiÈn el fuerte; pero fuÈronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendÌan pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trecientos que quedaron vivos, seÒal cierta y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habÌan defendido y guardado sus plazas. RindiÛse a partido un pequeÒo fuerte o torre que estaba en mitad del estaÒo, a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue posible por defender su fuerza; y sintiÛ tanto el haberla perdido que de pesar muriÛ en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron ansimesmo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio CervellÛn, caballero milanÈs, grande ingeniero y valentÌsimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pag·n de Oria, caballero del h·bito de San Juan, de condiciÛn generoso, como lo mostrÛ la summa liberalidad que usÛ con su hermano, el famoso Juan de Andrea de Oria; y lo que m·s hizo lastimosa su muerte fue haber muerto a manos de unos al·rabes de quien se fiÛ, viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle en h·bito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la pesquerÌa del coral; los cuales al·rabes le cortaron la cabeza y se la trujeron al general de la armada turquesca, el cual cumpliÛ con ellos nuestro refr·n castellano: "Que aunque la traiciÛn aplace, el traidor se aborrece"; y asÌ, se dice que mandÛ el general ahorcar a los que le trujeron el presente, porque no se le habÌan traÌdo vivo. ªEntre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sÈ de quÈ lugar del AndalucÌa, el cual habÌa sido alfÈrez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento: especialmente tenÌa particular gracia en lo que llaman poesÌa. DÌgolo porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi mesmo patrÛn; y, antes que nos partiÈsemos de aquel puerto, hizo este caballero dos sonetos, a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los sÈ de memoria y creo que antes causar·n gusto que pesadumbre.ª En el punto que el cautivo nombrÛ a don Pedro de Aguilar, don Fernando mirÛ a sus camaradas, y todos tres se sonrieron; y, cuando llegÛ a decir de los sonetos, dijo el uno: -Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga quÈ se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho. -Lo que sÈ es -respondiÛ el cautivo- que, al cabo de dos aÒos que estuvo en Constantinopla, se huyÛ en traje de arna˙te con un griego espÌa, y no sÈ si vino en libertad, puesto que creo que sÌ, porque de allÌ a un aÒo vi yo al griego en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje. -Pues lo fue -respondiÛ el caballero-, porque ese don Pedro es mi hermano, y est· ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos. -Gracias sean dadas a Dios -dijo el cautivo- por tantas mercedes como le hizo; porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida. -Y m·s -replicÛ el caballero-, que yo sÈ los sonetos que mi hermano hizo. -DÌgalos, pues, vuestra merced -dijo el cautivo-, que los sabr· decir mejor que yo. -Que me place -respondiÛ el caballero-; y el de la Goleta decÌa asÌ: CapÌtulo XL. Donde se prosigue la historia del cautivo Soneto Almas dichosas que del mortal velo libres y esentas, por el bien que obrastes, desde la baja tierra os levantastes a lo m·s alto y lo mejor del cielo, y, ardiendo en ira y en honroso celo, de los cuerpos la fuerza ejercitastes, que en propia y sangre ajena colorastes el mar vecino y arenoso suelo; primero que el valor faltÛ la vida en los cansados brazos, que, muriendo, con ser vencidos, llevan la vitoria. Y esta vuestra mortal, triste caÌda entre el muro y el hierro, os va adquiriendo fama que el mundo os da, y el cielo gloria. -Desa mesma manera le sÈ yo -dijo el cautivo. -Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo -dijo el caballero-, dice asÌ: Soneto De entre esta tierra estÈril, derribada, destos terrones por el suelo echados, las almas santas de tres mil soldados subieron vivas a mejor morada, siendo primero, en vano, ejercitada la fuerza de sus brazos esforzados, hasta que, al fin, de pocos y cansados, dieron la vida al filo de la espada. Y Èste es el suelo que continuo ha sido de mil memorias lamentables lleno en los pasados siglos y presentes. Mas no m·s justas de su duro seno habr·n al claro cielo almas subido, ni aun Èl sostuvo cuerpos tan valientes. No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegrÛ con las nuevas que de su camarada le dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo: -´Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la Goleta, porque el fuerte quedÛ tal, que no hubo quÈ poner por tierra, y para hacerlo con m·s brevedad y menos trabajo, la minaron por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo que parecÌa menos fuerte, que eran las murallas viejas; y todo aquello que habÌa quedado en pie de la fortificaciÛn nueva que habÌa hecho el FratÌn, con mucha facilidad vino a tierra. En resoluciÛn, la armada volviÛ a Constantinopla, triunfante y vencedora: y de allÌ a pocos meses muriÛ mi amo el UchalÌ, al cual llamaban UchalÌ Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el renegado tiÒoso, porque lo era; y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa Otomana, y los dem·s, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo y ya de las virtudes del ·nimo. Y este TiÒoso bogÛ el remo, siendo esclavo del Gran SeÒor, catorce aÒos, y a m·s de los treinta y cuatro de sus edad renegÛ, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetÛn, y por poderse vengar dejÛ su fe; y fue tanto su valor que, sin subir por los torpes medios y caminos que los m·s privados del Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y despuÈs, a ser general de la mar, que es el tercero cargo que hay en aquel seÒorÌo. Era calabrÈs de naciÛn, y moralmente fue un hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegÛ a tener tres mil, los cuales, despuÈs de su muerte, se repartieron, como Èl lo dejÛ en su testamento, entre el Gran SeÒor (que tambiÈn es hijo heredero de cuantos mueren, y entra a la parte con los m·s hijos que deja el difunto) y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano que, siendo grumete de una nave, le cautivÛ el UchalÌ, y le quiso tanto, que fue uno de los m·s regalados garzones suyos, y Èl vino a ser el m·s cruel renegado que jam·s se ha visto. Llam·base Az·n Ag·, y llegÛ a ser muy rico, y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla, algo contento, por estar tan cerca de EspaÒa, no porque pensase escribir a nadie el desdichado suceso mÌo, sino por ver si me era m·s favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya habÌa probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazÛn ni ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jam·s me desamparÛ la esperanza de tener libertad; y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponÌa por obra no correspondÌa el suceso a la intenciÛn, luego, sin abandonarme, fingÌa y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese dÈbil y flaca. ªCon esto entretenÌa la vida, encerrado en una prisiÛn o casa que los turcos llaman baÒo, donde encierran los cautivos cristianos, asÌ los que son del rey como de algunos particulares; y los que llaman del almacÈn, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras p˙blicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad, que, como son del com˙n y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baÒos, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allÌ los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. TambiÈn los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la dem·s chusma, si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por Èl con m·s ahÌnco, les hacen trabajar y ir por leÒa con los dem·s, que es un no pequeÒo trabajo. ªYo, pues, era uno de los de rescate; que, como se supo que era capit·n, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechÛ nada para que no me pusiesen en el n˙mero de los caballeros y gente de rescate. PusiÈronme una cadena, m·s por seÒal de rescate que por guardarme con ella; y asÌ, pasaba la vida en aquel baÒo, con otros muchos caballeros y gente principal, seÒalados y tenidos por de rescate. Y, aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oÌr y ver, a cada paso, las jam·s vistas ni oÌdas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada dÌa ahorcaba el suyo, empalaba a Èste, desorejaba aquÈl; y esto, por tan poca ocasiÛn, y tan sin ella, que los turcos conocÌan que lo hacÌa no m·s de por hacerlo, y por ser natural condiciÛn suya ser homicida de todo el gÈnero humano. SÛlo librÛ bien con Èl un soldado espaÒol, llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedar·n en la memoria de aquellas gentes por muchos aÒos, y todas por alcanzar libertad, jam·s le dio palo, ni se lo mandÛ dar, ni le dijo mala palabra; y, por la menor cosa de muchas que hizo, temÌamos todos que habÌa de ser empalado, y asÌ lo temiÛ Èl m·s de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia. ªDigo, pues, que encima del patio de nuestra prisiÛn caÌan las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, m·s eran agujeros que ventanas, y aun Èstas se cubrÌan con celosÌas muy espesas y apretadas. AcaeciÛ, pues, que un dÌa, estando en un terrado de nuestra prisiÛn con otros tres compaÒeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque todos los dem·s cristianos habÌan salido a trabajar, alcÈ acaso los ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecÌa una caÒa, y al remate della puesto un lienzo atado, y la caÒa se estaba blandeando y moviÈndose, casi como si hiciera seÒas que lleg·semos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse debajo de la caÒa, por ver si la soltaban, o lo que hacÌan; pero, asÌ como llegÛ, alzaron la caÒa y la movieron a los dos lados, como si dijeran no con la cabeza. VolviÛse el cristiano, y torn·ronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fue otro de mis compaÒeros, y sucediÛle lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero y avÌnole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y, asÌ como lleguÈ a ponerme debajo de la caÒa, la dejaron caer, y dio a mis pies dentro del baÒo. AcudÌ luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dÈl venÌan diez cianÌis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holguÈ con el hallazgo, no hay para quÈ decirlo, pues fue tanto el contento como la admiraciÛn de pensar de donde podÌa venirnos aquel bien, especialmente a mÌ, pues las muestras de no haber querido soltar la caÒa sino a mÌ claro decÌan que a mÌ se hacÌa la merced. TomÈ mi buen dinero, quebrÈ la caÒa, volvÌme al terradillo, mirÈ la ventana, y vi que por ella salÌa una muy blanca mano, que la abrÌan y cerraban muy apriesa. Con esto entendimos, o imaginamos, que alguna mujer que en aquella casa vivÌa nos debÌa de haber hecho aquel beneficio; y, en seÒal de que lo agradecÌamos, hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho. De allÌ a poco sacaron por la mesma ventana una pequeÒa cruz hecha de caÒas, y luego la volvieron a entrar. Esta seÒal nos confirmÛ en que alguna cristiana debÌa de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacÌa; pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debÌa de ser cristiana renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legÌtimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en m·s que las de su naciÛn. ªEn todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso; y asÌ, todo nuestro entretenimiento desde allÌ adelante era mirar y tener por norte a la ventana donde nos habÌa aparecido la estrella de la caÒa; pero bien se pasaron quince dÌas en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra seÒal alguna. Y, aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber quiÈn en aquella casa vivÌa, y si habÌa en ella alguna cristiana renegada, jam·s hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allÌ vivÌa un moro principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide que habÌa sido de La Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas, cuando m·s descuidados est·bamos de que por allÌ habÌan de llover m·s cianÌis, vimos a deshora parecer la caÒa, y otro lienzo en ella, con otro nudo m·s crecido; y esto fue a tiempo que estaba el baÒo, como la vez pasada, solo y sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos tres que est·bamos, pero a ninguno se rindiÛ la caÒa sino a mÌ, porque, en llegando yo, la dejaron caer. DesatÈ el nudo, y hallÈ cuarenta escudos de oro espaÒoles y un papel escrito en ar·bigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. BesÈ la cruz, tomÈ los escudos, volvÌme al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornÛ a parecer la mano, hice seÒas que leerÌa el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y, como ninguno de nosotros no entendÌa el ar·bigo, era grande el deseo que tenÌamos de entender lo que el papel contenÌa, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese. ªEn fin, yo me determinÈ de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se habÌa dado por grande amigo mÌo, y puesto prendas entre los dos, que le obligaban a guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos renegados, cuando tienen intenciÛn de volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien, y que siempre ha hecho bien a cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasiÛn que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intenciÛn, otros se sirven dellas acaso y de industria: que, viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se ver· el propÛsito con que venÌan, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venÌan en corso con los dem·s turcos. Con esto se escapan de aquel primer Ìmpetu, y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daÒo; y, cuando veen la suya, se vuelven a BerberÌa a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles, y los procuran, con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos. ªPues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo, el cual tenÌa firmas de todas nuestras camaradas, donde le acredit·bamos cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabÌa muy bien ar·bigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo; pero, antes que del todo me declarase con Èl, le dije que me leyese aquel papel, que acaso me habÌa hallado en un agujero de mi rancho. AbriÛle, y estuvo un buen espacio mir·ndole y construyÈndole, murmurando entre los dientes. PreguntÈle si lo entendÌa; dÌjome que muy bien, y, que si querÌa que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese. DÌmosle luego lo que pedÌa, y Èl poco a poco lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo: ''Todo lo que va aquÌ en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco; y hase de advertir que adonde dice Lela MariÈn quiere decir Nuestra SeÒora la Virgen MarÌa''. ªLeÌmos el papel, y decÌa asÌ: Cuando yo era niÒa, tenÌa mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostrÛ la zal· cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela MariÈn. La cristiana muriÛ, y yo sÈ que no fue al fuego, sino con Al·, porque despuÈs la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela MariÈn, que me querÌa mucho. No sÈ yo cÛmo vaya: muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino t˙. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo: mira t˙ si puedes hacer cÛmo nos vamos, y ser·s all· mi marido, si quisieres, y si no quisieres, no se me dar· nada, que Lela MariÈn me dar· con quien me case. Yo escribÌ esto; mira a quiÈn lo das a leer: no te fÌes de ning˙n moro, porque son todos marfuces. Desto tengo mucha pena: que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echar· luego en un pozo, y me cubrir· de piedras. En la caÒa pondrÈ un hilo: ata allÌ la respuesta; y si no tienes quien te escriba ar·bigo, dÌmelo por seÒas, que Lela MariÈn har· que te entienda. Ella y Al· te guarden, y esa cruz que yo beso muchas veces; que asÌ me lo mandÛ la cautiva. ªMirad, seÒores, si era razÛn que las razones deste papel nos admirasen y alegrasen. Y asÌ, lo uno y lo otro fue de manera que el renegado entendiÛ que no acaso se habÌa hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de nosotros se habÌa escrito; y asÌ, nos rogÛ que si era verdad lo que sospechaba, que nos fi·semos dÈl y se lo dijÈsemos, que Èl aventurarÌa su vida por nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacÛ del pecho un crucifijo de metal, y con muchas l·grimas jurÛ por el Dios que aquella imagen representaba, en quien Èl, aunque pecador y malo, bien y fielmente creÌa, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiÈsemos descubrirle, porque le parecÌa, y casi adevinaba que, por medio de aquella que aquel papel habÌa escrito, habÌa Èl y todos nosotros de tener libertad, y verse Èl en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia, su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado por su ignorancia y pecado. ªCon tantas l·grimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos, y venimos en declararle la verdad del caso; y asÌ, le dimos cuenta de todo, sin encubrirle nada. Mostr·mosle la ventanilla por donde parecÌa la caÒa, y Èl marcÛ desde allÌ la casa, y quedÛ de tener especial y gran cuidado de informarse quiÈn en ella vivÌa. Acordamos, ansimesmo, que serÌa bien responder al billete de la mora; y, como tenÌamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado escribiÛ las razones que yo le fui notando, que puntualmente fueron las que dirÈ, porque de todos los puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me ir· en tanto que tuviere vida. ªEn efeto, lo que a la mora se le respondiÛ fue esto: El verdadero Al· te guarde, seÒora mÌa, y aquella bendita MariÈn, que es la verdadera madre de Dios y es la que te ha puesto en corazÛn que te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere bien. RuÈgale t˙ que se sirva de darte a entender cÛmo podr·s poner por obra lo que te manda, que ella es tan buena que sÌ har·. De mi parte y de la de todos estos cristianos que est·n conmigo, te ofrezco de hacer por ti todo lo que pudiÈremos, hasta morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderÈ siempre; que el grande Al· nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo ver·s por este papel. AsÌ que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos, que has de ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros. Al· y MariÈn, su madre, sean en tu guarda, seÒora mÌa. ªEscrito y cerrado este papel, aguardÈ dos dÌas a que estuviese el baÒo solo, como solÌa, y luego salÌ al paso acostumbrado del terradillo, por ver si la caÒa parecÌa, que no tardÛ mucho en asomar. AsÌ como la vi, aunque no podÌa ver quiÈn la ponÌa, mostrÈ el papel, como dando a entender que pusiesen el hilo, pero ya venÌa puesto en la caÒa, al cual atÈ el papel, y de allÌ a poco tornÛ a parecer nuestra estrella, con la blanca bandera de paz del atadillo. Dej·ronla caer, y alcÈ yo, y hallÈ en el paÒo, en toda suerte de moneda de plata y de oro, m·s de cincuenta escudos, los cuales cincuenta veces m·s doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de tener libertad. ªAquella misma noche volviÛ nuestro renegado, y nos dijo que habÌa sabido que en aquella casa vivÌa el mesmo moro que a nosotros nos habÌan dicho que se llamaba Agi Morato, riquÌsimo por todo estremo, el cual tenÌa una sola hija, heredera de toda su hacienda, y que era com˙n opiniÛn en toda la ciudad ser la m·s hermosa mujer de la BerberÌa; y que muchos de los virreyes que allÌ venÌan la habÌan pedido por mujer, y que ella nunca se habÌa querido casar; y que tambiÈn supo que tuvo una cristiana cautiva, que ya se habÌa muerto; todo lo cual concertaba con lo que venÌa en el papel. Entramos luego en consejo con el renegado, en quÈ orden se tendrÌa para sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en fin, se acordÛ por entonces que esper·semos el aviso segundo de Zoraida, que asÌ se llamaba la que ahora quiere llamarse MarÌa; porque bien vimos que ella, y no otra alguna era la que habÌa de dar medio a todas aquellas dificultades. DespuÈs que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviÈsemos pena, que Èl perderÌa la vida o nos pondrÌa en libertad. ªCuatro dÌas estuvo el baÒo con gente, que fue ocasiÛn que cuatro dÌas tardase en parecer la caÒa; al cabo de los cuales, en la acostumbrada soledad del baÒo, pareciÛ con el lienzo tan preÒado, que un felicÌsimo parto prometÌa. InclinÛse a mÌ la caÒa y el lienzo, hallÈ en Èl otro papel y cien escudos de oro, sin otra moneda alguna. Estaba allÌ el renegado, dÌmosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que asÌ decÌa: Yo no sÈ, mi seÒor, cÛmo dar orden que nos vamos a EspaÒa, ni Lela MariÈn me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que se podr· hacer es que yo os darÈ por esta ventana muchÌsimos dineros de oro: rescataos vos con ellos y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos, y compre all· una barca y vuelva por los dem·s; y a mÌ me hallar·n en el jardÌn de mi padre, que est· a la puerta de BabazÛn, junto a la marina, donde tengo de estar todo este verano con mi padre y con mis criados. De allÌ, de noche, me podrÈis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi marido, porque si no, yo pedirÈ a MariÈn que te castigue. Si no te fÌas de nadie que vaya por la barca, resc·tate t˙ y ve, que yo sÈ que volver·s mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardÌn, y cuando te pasees por ahÌ sabrÈ que est· solo el baÒo, y te darÈ mucho dinero. Al· te guarde, seÒor mÌo. ªEsto decÌa y contenÌa el segundo papel. Lo cual visto por todos, cada uno se ofreciÛ a querer ser el rescatado, y prometiÛ de ir y volver con toda puntualidad, y tambiÈn yo me ofrecÌ a lo mismo; a todo lo cual se opuso el renegado, diciendo que en ninguna manera consentirÌa que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le habÌa mostrado cu·n mal cumplÌan los libres las palabras que daban en el cautiverio; porque muchas veces habÌan usado de aquel remedio algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia, o Mallorca, con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habÌan rescatado, y nunca habÌan vuelto; porque la libertad alcanzada y el temor de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo. Y, en confirmaciÛn de la verdad que nos decÌa, nos contÛ brevemente un caso que casi en aquella mesma sazÛn habÌa acaecido a unos caballeros cristianos, el m·s estraÒo que jam·s sucediÛ en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiraciÛn. ªEn efecto, Èl vino a decir que lo que se podÌa y debÌa hacer era que el dinero que se habÌa de dar para rescatar al cristiano, que se le diese a Èl para comprar allÌ en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader y tratante en Tetu·n y en aquella costa; y que, siendo Èl seÒor de la barca, f·cilmente se darÌa traza para sacarlos del baÒo y embarcarlos a todos. Cuanto m·s, que si la mora, como ella decÌa, daba dineros para rescatarlos a todos, que, estando libres, era facilÌsima cosa aun embarcarse en la mitad del dÌa; y que la dificultad que se ofrecÌa mayor era que los moros no consienten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que compra barca, principalmente si es espaÒol, no la quiere sino para irse a tierra de cristianos; pero que Èl facilitarÌa este inconveniente con hacer que un moro tagarino fuese a la parte con Èl en la compaÒÌa de la barca y en la ganancia de las mercancÌas, y con esta sombra Èl vendrÌa a ser seÒor de la barca, con que daba por acabado todo lo dem·s. ªY, puesto que a mÌ y a mis camaradas nos habÌa parecido mejor lo de enviar por la barca a Mallorca, como la mora decÌa, no osamos contradecirle, temerosos que, si no hacÌamos lo que Èl decÌa, nos habÌa de descubrir y poner a peligro de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diÈramos todos las nuestras. Y asÌ, determinamos de ponernos en las manos de Dios y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le respondiÛ a Zoraida, diciÈndole que harÌamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo habÌa advertido tan bien como si Lela MariÈn se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello luego por obra. OfrecÌmele de nuevo de ser su esposo, y, con esto, otro dÌa que acaeciÛ a estar solo el baÒo, en diversas veces, con la caÒa y el paÒo, nos dio dos mil escudos de oro, y un papel donde decÌa que el primer jum·, que es el viernes, se iba al jardÌn de su padre, y que antes que se fuese nos darÌa m·s dinero, y que si aquello no bastase, que se lo avis·semos, que nos darÌa cuanto le pidiÈsemos: que su padre tenÌa tantos, que no lo echarÌa menos, cuanto m·s, que ella tenÌa la llaves de todo. ªDimos luego quinientos escudos al renegado para comprar la barca; con ochocientos me rescatÈ yo, dando el dinero a un mercader valenciano que a la sazÛn se hallaba en Argel, el cual me rescatÛ del rey, tom·ndome sobre su palabra, d·ndola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagarÌa mi rescate; porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al rey que habÌa muchos dÌas que mi rescate estaba en Argel, y que el mercader, por sus granjerÌas, lo habÌa callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso que en ninguna manera me atrevÌ a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se habÌa de ir al jardÌn, nos dio otros mil escudos y nos avisÛ de su partida, rog·ndome que, si me rescatase, supiese luego el jardÌn de su padre, y que en todo caso buscase ocasiÛn de ir all· y verla. RespondÌle en breves palabras que asÌ lo harÌa, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela MariÈn, con todas aquellas oraciones que la cautiva le habÌa enseÒado. ªHecho esto, dieron orden en que los tres compaÒeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del baÒo, y porque, viÈndome a mÌ rescatado, y a ellos no, pues habÌa dinero, no se alborotasen y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que, puesto que el ser ellos quien eran me podÌa asegurar deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en aventura, y asÌ, los hice rescatar por la misma orden que yo me rescatÈ, entregando todo el dinero al mercader, para que, con certeza y seguridad, pudiese hacer la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto, por el peligro que habÌa. CapÌtulo XLI. Donde todavÌa prosigue el cautivo su suceso ªNo se pasaron quince dÌas, cuando ya nuestro renegado tenÌa comprada una muy buena barca, capaz de m·s de treinta personas: y, para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que est· treinta leguas de Argel hacia la parte de Or·n, en el cual hay mucha contrataciÛn de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compaÒÌa del tagarino que habÌa dicho. Tagarinos llaman en BerberÌa a los moros de AragÛn, y a los de Granada, mudÈjares; y en el reino de Fez llaman a los mudÈjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey m·s se sirve en la guerra. ªDigo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardÌn donde Zoraida esperaba; y allÌ, muy de propÛsito, se ponÌa el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zal·, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y asÌ, se iba al jardÌn de Zoraida y le pedÌa fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque Èl quisiera hablar a Zoraida, como Èl despuÈs me dijo, y decille que Èl era el que por orden mÌa le habÌa de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ning˙n moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun m·s de aquello que serÌa razonable; y a mÌ me hubiera pesado que Èl la hubiera hablado, que quiz· la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenÌa; el cual, viendo cu·n seguramente iba y venÌa a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde querÌa, y que el tagarino, su compaÒero, no tenÌa m·s voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sÛlo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cu·les querÌa traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenÌa determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablÈ a doce espaÒoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que m·s libremente podÌan salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habÌan llevado toda la gente de remo, y Èstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedÛ aquel verano sin ir en corso, a acabar una galeota que tenÌa en astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardÌn de Agi Morato, y que allÌ me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sÌ, con orden que, aunque allÌ viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les habÌa mandado esperar en aquel lugar. ªHecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que m·s me convenÌa: y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asalt·semos antes del tiempo que ella podÌa imaginar que la barca de cristianos podÌa volver. Y asÌ, determinÈ de ir al jardÌn y ver si podrÌa hablarla; y, con ocasiÛn de coger algunas yerbas, un dÌa, antes de mi partida, fui all·, y la primera persona con quiÈn encontrÈ fue con su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la BerberÌa, y aun en Costantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra naciÛn alguna, sino una mezcla de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntÛ que quÈ buscaba en aquel su jardÌn, y de quiÈn era. RespondÌle que era esclavo de Arna˙te MamÌ (y esto, porque sabÌa yo por muy cierto que era un grandÌsimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada. PreguntÛme, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cu·nto pedÌa mi amo por mÌ. Estando en todas estas preguntas y respuestas, saliÛ de la casa del jardÌn la bella Zoraida, la cual ya habÌa mucho que me habÌa visto; y, como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venÌa, y de espacio, la llamÛ y mandÛ que llegase. ªDemasiada cosa serÌa decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostrÛ a mis ojos: sÛlo dirÈ que m·s perlas pendÌan de su hermosÌsimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenÌa en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traÌa, traÌa dos carcajes (que asÌ se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purÌsimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo despuÈs que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traÌa en las muÒecas de las manos valÌan otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarrÌa de las moras es adornarse de ricas perlas y aljÛfar, y asÌ, hay m·s perlas y aljÛfar entre moros que entre todas las dem·s naciones; y el padre de Zoraida tenÌa fama de tener muchas y de las mejores que en Argel habÌa, y de tener asimismo m·s de docientos mil escudos espaÒoles, de todo lo cual era seÒora esta que ahora lo es mÌa. Si con todo este adorno podÌa venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podr· conjeturar cu·l debÌa de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene dÌas y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ·nimo la levanten o abajen, puesto que las m·s veces la destruyen. ªDigo, en fin, que entonces llegÛ en todo estremo aderezada y en todo estremo hermosa, o, a lo menos, a mÌ me pareciÛ serlo la m·s que hasta entonces habÌa visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me habÌa puesto, me parecÌa que tenÌa delante de mÌ una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. AsÌ como ella llegÛ, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arna˙te MamÌ, y que venÌa a buscar ensalada. Ella tomÛ la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntÛ si era caballero y quÈ era la causa que no me rescataba. Yo le respondÌ que ya estaba rescatado, y que en el precio podÌa echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues habÌa dado por mÌ mil y quinientos zoltanÌs. A lo cual ella respondiÛ: ''En verdad que si t˙ fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera Èl por otros dos tantos, porque vosotros, cristianos, siempre mentÌs en cuanto decÌs, y os hacÈis pobres por engaÒar a los moros''. ''Bien podrÌa ser eso, seÒora -le respondÌ-, mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la tratarÈ con cuantas personas hay en el mundo''. ''Y øcu·ndo te vas?'', dijo Zoraida. ''MaÒana, creo yo -dije-, porque est· aquÌ un bajel de Francia que se hace maÒana a la vela, y pienso irme en Èl''. ''øNo es mejor -replicÛ Zoraida-, esperar a que vengan bajeles de EspaÒa, y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?'' ''No -respondÌ yo-, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de EspaÒa, es verdad, todavÌa yo le aguardarÈ, puesto que es m·s cierto el partirme maÒana; porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto que no me dejar· esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea''. ''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra -dijo Zoraida-, y por eso deseas ir a verte con tu mujer''. ''No soy -respondÌ yo- casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando all·''. ''Y øes hermosa la dama a quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan hermosa es -respondÌ yo- que para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho''. Desto se riyÛ muy de veras su padre, y dijo: ''Gual·, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la m·s hermosa de todo este reino. Si no, mÌrala bien, y ver·s cÛmo te digo verdad''. ServÌanos de intÈrprete a las m·s de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como m·s ladino; que, aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allÌ se usa, m·s declaraba su intenciÛn por seÒas que por palabras. ªEstando en estas y otras muchas razones, llegÛ un moro corriendo, y dijo, a grandes voces, que por las bardas o paredes del jardÌn habÌan saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. SobresaltÛse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es com˙n y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos est·n sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: ''Hija, retÌrate a la casa y enciÈrrate, en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y t˙, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llÈvete Al· con bien a tu tierra''. Yo me inclinÈ, y Èl se fue a buscar los turcos, dej·ndome solo con Zoraida, que comenzÛ a dar muestras de irse donde su padre la habÌa mandado. Pero, apenas Èl se encubriÛ con los ·rboles del jardÌn, cuando ella, volviÈndose a mÌ, llenos los ojos de l·grimas, me dijo: ''¡mexi, cristiano, ·mexi''; que quiere decir: "øVaste, cristiano, vaste?" Yo la respondÌ: ''SeÒora, sÌ, pero no en ninguna manera sin ti: el primero jum· me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos''. ªYo le dije esto de manera que ella me entendiÛ muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y, ech·ndome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzÛ a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvÌa de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que Ìbamos, y nosotros vimos que Èl nos habÌa visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegÛ m·s a mÌ y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras seÒales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenÌa contra mi voluntad. Su padre llegÛ corriendo adonde est·bamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntÛ que quÈ tenÌa; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado''. Y, quit·ndola del mÌo, la arrimÛ a su pecho; y ella, dando un suspiro y a˙n no enjutos los ojos de l·grimas, volviÛ a decir: ''¡mexi, cristiano, ·mexi'': "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondiÛ: ''No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ning˙n mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron''. ''Ellos, seÒor, la sobresaltaron, como has dicho -dije yo a su padre-; mas, pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quÈdate en paz, y, con tu licencia, volverÈ, si fuere menester, por yerbas a este jardÌn; que, seg˙n dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en Èl''. ''Todas las que quisieres podr·s volver -respondiÛ Agi Morato-, que mi hija no dice esto porque t˙ ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que t˙ te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas''. ªCon esto, me despedÌ al punto de entrambos; y ella, arranc·ndosele el alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeÈ muy bien y a mi placer todo el jardÌn: mirÈ bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podÌa ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto habÌa pasado al renegado y a mis compaÒeros; y ya no veÌa la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecÌa. ªEn fin, el tiempo se pasÛ, y se llegÛ el dÌa y plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta consideraciÛn y largo discurso, muchas veces habÌamos dado, tuvimos el buen suceso que dese·bamos; porque el viernes que se siguiÛ al dÌa que yo con Zoraida hablÈ en el jardÌn, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosÌsima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habÌan de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados, aguard·ndome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenÌan; porque ellos no sabÌan el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habÌan de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban. ªSucediÛ, pues, que, asÌ como yo me mostrÈ y mis compaÒeros, todos los dem·s escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaÒa ninguna persona parecÌa. Como estuvimos juntos, dudamos si serÌa mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegÛ a nosotros nuestro renegado diciÈndonos que en quÈ nos detenÌamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los m·s dellos durmiendo. DijÌmosle en lo que repar·bamos, y Èl dijo que lo que m·s importaba era rendir primero el bajel, que se podÌa hacer con grandÌsima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podÌamos ir por Zoraida. PareciÛnos bien a todos lo que decÌa, y asÌ, sin detenernos m·s, haciendo Èl la guÌa, llegamos al bajel, y, saltando Èl dentro primero, metiÛ mano a un alfanje, y dijo en morisco: ''Ninguno de vosotros se mueva de aquÌ, si no quiere que le cueste la vida''. Ya, a este tiempo, habÌan entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ·nimo, viendo hablar de aquella manera a su arr·ez, qued·ronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenÌan, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vÌa o manera la voz, que luego al punto los pasarÌan todos a cuchillo. ªHecho ya esto, qued·ndose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que qued·bamos, haciÈndonos asimismo el renegado la guÌa, fuimos al jardÌn de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abriÛ con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y asÌ, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellÌsima Zoraida aguard·ndonos a una ventana, y, asÌ como sintiÛ gente, preguntÛ con voz baja si Èramos nizarani, como si dijera o preguntara si Èramos cristianos. Yo le respondÌ que sÌ, y que bajase. Cuando ella me conociÛ, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajÛ en un instante, abriÛ la puerta y mostrÛse a todos tan hermosa y ricamente vestida que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomÈ una mano y la comencÈ a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los dem·s, que el caso no sabÌan, hicieron lo que vieron que nosotros hacÌamos, que no parecÌa sino que le d·bamos las gracias y la reconocÌamos por seÒora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardÌn. Ella respondiÛ que sÌ y que dormÌa. ''Pues ser· menester despertalle -replicÛ el renegado-, y llev·rnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardÌn.'' ''No -dijo ella-, a mi padre no se ha de tocar en ning˙n modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habr· para que todos quedÈis ricos y contentos; y esperaros un poco y lo verÈis''. Y, diciendo esto, se volviÛ a entrar, diciendo que muy presto volverÌa; que nos estuviÈsemos quedos, sin hacer ning˙n ruido. PreguntÈle al renegado lo que con ella habÌa pasado, el cual me lo contÛ, a quien yo dije que en ninguna cosa se habÌa de hacer m·s de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que volvÌa cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podÌa sustentar, quiso la mala suerte que su padre despertase en el Ìnterin y sintiese el ruido que andaba en el jardÌn; y, asom·ndose a la ventana, luego conociÛ que todos los que en Èl estaban eran cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzÛ a decir en ar·bigo: ''°Cristianos, cristianos! °Ladrones, ladrones!''; por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandÌsima y temerosa confusiÛn. Pero el renegado, viendo el peligro en que est·bamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandÌsima presteza, subiÛ donde Agi Morato estaba, y juntamente con Èl fueron algunos de nosotros; que yo no osÈ desamparar a la Zoraida, que como desmayada se habÌa dejado caer en mis brazos. En resoluciÛn, los que subieron se dieron tan buena maÒa que en un momento bajaron con Agi Morato, trayÈndole atadas las manos y puesto un paÒizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenaz·ndole que el hablarla le habÌa de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubriÛ los ojos por no verle, y su padre quedÛ espantado, ignorando cu·n de su voluntad se habÌa puesto en nuestras manos. Mas, entonces siendo m·s necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habÌan quedado nos esperaban, temerosos de alg˙n mal suceso nuestro. ªApenas serÌan dos horas pasadas de la noche, cuando ya est·bamos todos en la barca, en la cual se le quitÛ al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paÒo de la boca; pero tornÛle a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarÌan la vida. …l, como vio allÌ a su hija, comenzÛ a suspirar ternÌsimamente, y m·s cuando vio que yo estrechamente la tenÌa abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacÌa. ViÈndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que querÌamos dar los remos al agua, y viendo allÌ a su padre y a los dem·s moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se arrojarÌa en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la habÌa querido. El renegado me lo dijo; y yo respondÌ que era muy contento; pero Èl respondiÛ que no convenÌa, a causa que, si allÌ los dejaban apellidarÌan luego la tierra y alborotarÌan la ciudad, y serÌan causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiÈsemos escaparnos; que lo que se podrÌa hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movÌan a no hacer luego lo que querÌa, tambiÈn se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomÛ su remo, y comenzamos, encomend·ndonos a Dios de todo corazÛn, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos m·s cerca. ªPero, a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Or·n, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y, asimismo, temÌamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancÌa de Tetu·n, aunque cada uno por sÌ, y todos juntos, presumÌamos de que, si se encontraba galeota de mercancÌa, como no fuese de las que andan en corso, que no sÛlo no nos perderÌamos, mas que tomarÌamos bajel donde con m·s seguridad pudiÈsemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentÌa yo que iba llamando a Lela MariÈn que nos ayudase. ªBien habrÌamos navegado treinta millas, cuando nos amaneciÛ, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo m·s sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comÌamos algo, que iba bien proveÌda la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquÈl tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querÌan soltar los remos de las manos en manera alguna. HÌzose ansÌ, y en esto comenzÛ a soplar un viento largo, que nos obligÛ a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Or·n, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con muchÌsima presteza; y asÌ, a la vela, navegamos por m·s de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. ªDimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consolÛ diciÈndoles como no iban cautivos, que en la primera ocasiÛn les darÌan libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondiÛ: ''Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen tÈrmino, °oh cristianos!, mas el darme libertad, no me teng·is por tan simple que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de quit·rmela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quiÈn soy yo, y el interese que se os puede seguir de d·rmela; el cual interese, si le querÈis poner nombre, desde aquÌ os ofrezco todo aquello que quisiÈredes por mÌ y por esa desdichada hija mÌa, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto, comenzÛ a llorar tan amargamente que a todos nos moviÛ a compasiÛn, y forzÛ a Zoraida que le mirase; la cual, viÈndole llorar, asÌ se enterneciÛ que se levantÛ de mis pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allÌ Ìbamos le acompaÒamos en Èl. Pero, cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sÌ, le dijo en su lengua: ''øQuÈ es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura m·s favorable? RespÛndeme a esto, que me tiene m·s suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo''. ªTodo lo que el moro decÌa a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondÌa palabra. Pero, cuando Èl vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solÌa tener sus joyas, el cual sabÌa Èl bien que le habÌa dejado en Argel, y no traÌdole al jardÌn, quedÛ m·s confuso, y preguntÛle que cÛmo aquel cofre habÌa venido a nuestras manos, y quÈ era lo que venÌa dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondiÛ: ''No te canses, seÒor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfarÈ a todas; y asÌ, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquÌ de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria''. ''øEs verdad lo que Èste dice, hija?'', dijo el moro. ''AsÌ es'', respondiÛ Zoraida. ''øQue, en efeto -replicÛ el viejo-, t˙ eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?'' A lo cual respondiÛ Zoraida: ''La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se estendiÛ a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mÌ bien''. ''Y øquÈ bien es el que te has hecho, hija?'' ''Eso -respondiÛ ella- preg˙ntaselo t˙ a Lela MariÈn, que ella te lo sabr· decir mejor que no yo''. ªApenas hubo oÌdo esto el moro, cuando, con una increÌble presteza, se arrojÛ de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traÌa no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y asÌ, acudimos luego todos, y, asiÈndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibiÛ tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacÌa sobre Èl un tierno y doloroso llanto. VolvÌmosle boca abajo, volviÛ mucha agua, tornÛ en sÌ al cabo de dos horas, en las cuales, habiÈndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeÒo promontorio o cabo que de los moros es llamado el de La Cava RumÌa, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradiciÛn entre los moros que en aquel lugar est· enterrada la Cava, por quien se perdiÛ EspaÒa, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumÌa, cristiana; y aun tienen por mal ag¸ero llegar allÌ a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, seg˙n andaba alterada la mar. ªPusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jam·s los remos de la mano; comimos de lo que el renegado habÌa proveÌdo, y rogamos a Dios y a Nuestra SeÒora, de todo nuestro corazÛn, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diÈsemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicaciÛn de Zoraida, como ech·semos en tierra a su padre y a todos los dem·s moros que allÌ atados venÌan, porque no le bastaba el ·nimo, ni lo podÌan sufrir sus blandas entraÒas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. PrometÌmosle de hacerlo asÌ al tiempo de la partida, pues no corrÌa peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oÌdas del cielo; que, en nuestro favor, luego volviÛ el viento, tranquilo el mar, convid·ndonos a que torn·semos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje. ªViendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: ''øPor quÈ pens·is, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? øPens·is que es por piedad que de mÌ tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dar· mi presencia cuando quiera poner en ejecuciÛn sus malos deseos; ni pensÈis que la ha movido a mudar religiÛn entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad m·s libremente que en la nuestra''. Y, volviÈndose a Zoraida, teniÈndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque alg˙n desatino no hiciese, le dijo: ''°Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! øAdÛnde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? °Maldita sea la hora en que yo te engendrÈ, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!'' Pero, viendo yo que llevaba tÈrmino de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allÌ, a voces, prosiguiÛ en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Al· que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oÌr sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzÛ la voz de tal manera que podimos entender que decÌa: ''°Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejar· la vida, si t˙ le dejas!'' Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentÌa y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: ''Plega a Al·, padre mÌo, que Lela MariÈn, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Al· sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, seg˙n la priesa que me daba mi alma a poner por obra Èsta que a mÌ me parece tan buena como t˙, padre amado, la juzgas por mala''. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oÌa, ni nosotros ya le veÌamos; y asÌ, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos otro dÌa al amanecer en las riberas de EspaÒa. ªMas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompaÒado o seguido de alg˙n mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quiz· las maldiciones que el moro a su hija habÌa echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean; quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el prÛspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecÌa, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timÛn, delante de nosotros atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timÛn para darnos lugar que pas·semos. ªHabÌanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quiÈn Èramos, y adÛnde naveg·bamos, y de dÛnde venÌamos; pero, por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda; porque Èstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa''. Por este advertimiento, ninguno respondiÛ palabra; y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillerÌa, y, a lo que parecÌa, ambas venÌan con cadenas, porque con una cortaron nuestro ·rbol por medio, y dieron con Èl y con la vela en la mar; y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abriÛ toda, sin hacer otro mal alguno; pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos aneg·bamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en Èl hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y asÌ llegaron junto al nuestro; y, viendo cu·n pocos Èramos y cÛmo el bajel se hundÌa, nos recogieron, diciendo que, por haber usado de la descortesÌa de no respondelles, nos habÌa sucedido aquello. Nuestro renegado tomÛ el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con Èl en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacÌa. En resoluciÛn, todos pasamos con los franceses, los cuales, despuÈs de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto tenÌamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traÌa en los pies. Pero no me daba a mÌ tanta pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenÌa de que habÌan de pasar del quitar de las riquÌsimas y preciosÌsimas joyas al quitar de la joya que m·s valÌa y ella m·s estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se estienden a m·s que al dinero, y desto jam·s se vee harta su codicia; lo cual entonces llegÛ a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de alg˙n provecho les fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenÌan intenciÛn de tratar en algunos puertos de EspaÒa con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serÌan castigados, siendo descubierto su hurto. Mas el capit·n, que era el que habÌa despojado a mi querida Zoraida, dijo que Èl se contentaba con la presa que tenÌa, y que no querÌa tocar en ning˙n puerto de EspaÒa, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde habÌa salido; y asÌ, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navÌo, y todo lo necesario para la corta navegaciÛn que nos quedaba, como lo hicieron otra dÌa, ya a vista de tierra de EspaÒa, con la cual vista, todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida. ªCerca de mediodÌa podrÌa ser cuando nos echaron en la barca, d·ndonos dos barriles de agua y alg˙n bizcocho; y el capit·n, movido no sÈ de quÈ misericordia, al embarcarse la hermosÌsima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintiÛ que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dÌmosles las gracias por el bien que nos hacÌan, mostr·ndonos m·s agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar que al poner del sol est·bamos tan cerca que bien pudiÈramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que est·bamos, no nos pareciÛ cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecÌa, diciendo que diÈsemos en ella, aunque fuese en unas peÒas y lejos de poblado, porque asÌ asegurarÌamos el temor que de razÛn se debÌa tener que por allÌ anduviesen bajeles de cosarios de Tetu·n, los cuales anochecen en BerberÌa y amanecen en las costas de EspaÒa, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se tomÛ fue que nos lleg·semos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarc·semos donde pudiÈsemos. ªHÌzose asÌ, y poco antes de la media noche serÌa cuando llegamos al pie de una disformÌsima y alta montaÒa, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cÛmodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y, con l·grimas de muy alegrÌsimo contento, dimos todos gracias a Dios, SeÒor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos habÌa hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenÌa, tir·mosla en tierra, y subÌmonos un grandÌsimo trecho en la montaÒa, porque a˙n allÌ est·bamos, y a˙n no podÌamos asegurar el pecho, ni acab·bamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenÌa. AmaneciÛ m·s tarde, a mi parecer, de lo que quisiÈramos. Acabamos de subir toda la montaÒa, por ver si desde allÌ alg˙n poblado se descubrÌa, o algunas cabaÒas de pastores; pero, aunque m·s tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podrÌa ser menos sino que presto descubriÈsemos quien nos diese noticia della. Pero lo que a mÌ m·s me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, m·s le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y asÌ, nunca m·s quiso que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegrÌa, llev·ndola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debÌamos de haber andado, cuando llegÛ a nuestros oÌdos el son de una pequeÒa esquila, seÒal clara que por allÌ cerca habÌa ganado; y, mirando todos con atenciÛn si alguno se parecÌa, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y Èl, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que despuÈs supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y, como Èl los vio en h·bito de moros, pensÛ que todos los de la BerberÌa estaban sobre Èl; y, metiÈndose con estraÒa ligereza por el bosque adelante, comenzÛ a dar los mayores gritos del mundo diciendo: ''°Moros, moros hay en la tierra! °Moros, moros! °Arma, arma!'' ªCon estas voces quedamos todos confusos, y no sabÌamos quÈ hacernos; pero, considerando que las voces del pastor habÌan de alborotar la tierra, y que la caballerÌa de la costa habÌa de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedÛ en camisa; y asÌ, encomend·ndonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cu·ndo habÌa de dar sobre nosotros la caballerÌa de la costa. Y no nos engaÒÛ nuestro pensamiento, porque, a˙n no habrÌan pasado dos horas cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venÌan, y asÌ como los vimos, nos estuvimos quedos aguard·ndolos; pero, como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntÛ si Èramos nosotros acaso la ocasiÛn por que un pastor habÌa apellidado al arma. ''SÌ'', dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dÛnde venÌamos y quiÈn Èramos, uno de los cristianos que con nosotros venÌan conociÛ al jinete que nos habÌa hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mÌ decir m·s palabra: ''°Gracias sean dadas a Dios, seÒores, que a tan buena parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaÒo, la tierra que pisamos es la de VÈlez M·laga, si ya los aÒos de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, seÒor, que nos pregunt·is quiÈn somos, sois Pedro de Bustamante, tÌo mÌo''. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojÛ del caballo y vino a abrazar al mozo, diciÈndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que a˙n viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabÌamos que estabas en Argel, y por las seÒales y muestras de tus vestidos, y la de todos los desta compaÒÌa, comprehendo que habÈis tenido milagrosa libertad''. ''AsÌ es -respondiÛ el mozo-, y tiempo nos quedar· para cont·roslo todo''. ªLuego que los jinetes entendieron que Èramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de VÈlez M·laga, que legua y media de allÌ estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciÈndoles dÛnde la habÌamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tÌo del cristiano. SaliÛnos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se habÌa adelantado sabÌan la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa est· hecha a ver a los unos y a los otros; pero admir·banse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazÛn estaba en su punto, ansÌ con el cansancio del camino como con la alegrÌa de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le habÌa sacado al rostro tales colores que, si no es que la aficiÛn entonces me engaÒaba, osarÈ decir que m·s hermosa criatura no habÌa en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto. ªFuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida; y, asÌ como en ella entrÛ Zoraida, dijo que allÌ habÌa rostros que se parecÌan a los de Lela MariÈn. DijÌmosle que eran im·gines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela MariÈn que la habÌa hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural f·cil y claro, entendiÛ luego cuanto acerca de las im·genes se le dijo. Desde allÌ nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mÌ nos llevÛ el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo. ªSeis dÌas estuvimos en VÈlez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su informaciÛn de cuanto le convenÌa, se fue a la ciudad de Granada, a reducirse por medio de la Santa InquisiciÛn al gremio santÌsimo de la Iglesia; los dem·s cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareciÛ; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesÌa del francÈs le dio a Zoraida, de los cuales comprÈ este animal en que ella viene; y, sirviÈndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intenciÛn de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido m·s prÛspera ventura que la mÌa, puesto que, por haberme hecho el cielo compaÒero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que m·s la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mÌa me lo turba y deshace no saber si hallarÈ en mi tierra alg˙n rincÛn donde recogella, y si habr·n hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.ª No tengo m·s, seÒores, que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, j˙zguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mÌ sÈ decir que quisiera habÈrosla contado m·s brevemente, puesto que el temor de enfadaros m·s de cuatro circustancias me ha quitado de la lengua. CapÌtulo XLII. Que trata de lo que m·s sucediÛ en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse CallÛ, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo: -Por cierto, seÒor capit·n, el modo con que habÈis contado este estraÒo suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estraÒeza del mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que, aunque nos hallara el dÌa de maÒana entretenidos en el mesmo cuento, holg·ramos que de nuevo se comenzara. Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los dem·s se le ofrecieron, con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas que el capit·n se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreciÛ don Fernando que si querÌa volverse con Èl, que Èl harÌa que el marquÈs, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que Èl, por su parte, le acomodarÌa de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cÛmodo que a su persona se debÌa. Todo lo agradeciÛ cortesÌsimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos. En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegÛ a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera respondiÛ que no habÌa en toda la venta un palmo desocupado. -Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habÌan entrado-, no ha de faltar para el seÒor oidor que aquÌ viene. A este nombre se turbÛ la g¸Èspeda, y dijo: -SeÒor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del seÒor oidor la trae, que sÌ debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced. -Sea en buen hora -dijo el escudero. Pero, a este tiempo, ya habÌa salido del coche un hombre, que en el traje mostrÛ luego el oficio y cargo que tenÌa, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestÌa, mostraron ser oidor, como su criado habÌa dicho. TraÌa de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis aÒos, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a todos puso en admiraciÛn su vista; de suerte que, a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difÌcilmente pudiera hallarse. HallÛse don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, asÌ como le vio, dijo: -Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dÈ lugar a las armas y a las letras, y m·s si las armas y letras traen por guÌa y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sÛlo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y abajarse las montaÒas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraÌso, que aquÌ hallar· estrellas y soles que acompaÒen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquÌ hallar· las armas en su punto y la hermosura en su estremo. Admirado quedÛ el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propÛsito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornÛ a admirar de nuevo cuando vio delante de sÌ a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos g¸Èspedes y a las que la ventera les habÌa dado de la hermosura de la doncella, habÌan venido a verla y a recebirla. Pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron m·s llanos y m·s cortesanos ofrecimientos. En efecto, el seÒor oidor entrÛ confuso, asÌ de lo que veÌa como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella. En resoluciÛn, bien echÛ de ver el oidor que era gente principal toda la que allÌ estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y tanteado la comodidad de la venta, se ordenÛ lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchÛn ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y asÌ, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas seÒoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traÌa, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban. El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazÛn y barruntos de que aquÈl era su hermano, preguntÛ a uno de los criados que con Èl venÌan que cÛmo se llamaba y si sabÌa de quÈ tierra era. El criado le respondiÛ que se llamaba el licenciado Juan PÈrez de Viedma, y que habÌa oÌdo decir que era de un lugar de las montaÒas de LeÛn. Con esta relaciÛn y con lo que Èl habÌa visto se acabÛ de confirmar de que aquÈl era su hermano, que habÌa seguido las letras por consejo de su padre; y, alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contÛ lo que pasaba, certific·ndoles que aquel oidor era su hermano. HabÌale dicho tambiÈn el criado como iba proveÌdo por oidor a las Indias, en la Audiencia de MÈjico. Supo tambiÈn como aquella doncella era su hija, de cuyo parto habÌa muerto su madre, y que Èl habÌa quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedÛ en casa. PidiÛles consejo quÈ modo tendrÌa para descubrirse, o para conocer primero si, despuÈs de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba o le recebÌa con buenas entraÒas. -DÈjeseme a mÌ el hacer esa experiencia -dijo el cura-; cuanto m·s, que no hay pensar sino que vos, seÒor capit·n, serÈis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto. -Con todo eso -dijo el capit·n- yo querrÌa, no de improviso, sino por rodeos, d·rmele a conocer. -Ya os digo -respondiÛ el cura- que yo lo trazarÈ de modo que todos quedemos satisfechos. Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las seÒoras, que cenaron de por sÌ en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura: -Del mesmo nombre de vuestra merced, seÒor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos aÒos; la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que habÌa en toda la infanterÌa espaÒola, pero tanto cuanto tenÌa de esforzado y valeroso lo tenÌa de desdichado. -Y øcÛmo se llamaba ese capit·n, seÒor mÌo? -preguntÛ el oidor. -Llam·base -respondiÛ el cura- Ruy PÈrez de Viedma, y era natural de un lugar de las montaÒas de LeÛn, el cual me contÛ un caso que a su padre con sus hermanos le habÌa sucedido, que, a no cont·rmelo un hombre tan verdadero como Èl, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre habÌa dividido su hacienda entre tres hijos que tenÌa, y les habÌa dado ciertos consejos, mejores que los de CatÛn. Y sÈ yo decir que el que Èl escogiÛ de venir a la guerra le habÌa sucedido tan bien que en pocos aÒos, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subiÛ a ser capit·n de infanterÌa, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allÌ la perdiÛ, con perder la libertad en la felicÌsima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdÌ en la Goleta, y despuÈs, por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en Costantinopla. Desde allÌ vino a Argel, donde sÈ que le sucediÛ uno de los m·s estraÒos casos que en el mundo han sucedido. De aquÌ fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contÛ lo que con Zoraida a su hermano habÌa sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez habÌa sido tan oidor como entonces. SÛlo llegÛ el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venÌan, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habÌan quedado; de los cuales no habÌa sabido en quÈ habÌan parado, ni si habÌan llegado a EspaÒa, o llev·dolos los franceses a Francia. Todo lo que el cura decÌa estaba escuchando, algo de allÌ desviado, el capit·n, y notaba todos los movimientos que su hermano hacÌa; el cual, viendo que ya el cura habÌa llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y llen·ndosele los ojos de agua, dijo: -°Oh, seÒor, si supiÈsedes las nuevas que me habÈis contado, y cÛmo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas l·grimas que, contra toda mi discreciÛn y recato, me salen por los ojos! Ese capit·n tan valeroso que decÌs es mi mayor hermano, el cual, como m·s fuerte y de m·s altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mÌo, escogiÛ el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, seg˙n os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oÌstes. Yo seguÌ el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano est· en el Pir˙, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mÌ ha satisfecho bien la parte que Èl se llevÛ, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he podido con m·s decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo. Vive a˙n mi padre, muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que Èl vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cÛmo en tantos trabajos y afliciones, o prÛsperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sÌ a su padre; que si Èl lo supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caÒa para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habr·n dado libertad, o le habr·n muerto por encubrir su hurto. Esto todo ser· que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencÈ, sino con toda melancolÌa y tristeza. °Oh buen hermano mÌo, y quiÈn supiera agora dÛnde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los mÌos! °Oh, quiÈn llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenÌas vida, aunque estuvieras en las mazmorras m·s escondidas de BerberÌa; que de allÌ te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mÌas! °Oh Zoraida hermosa y liberal, quiÈn pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; °quiÈn pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran! Estas y otras semejantes palabras decÌa el oidor, lleno de tanta compasiÛn con las nuevas que de su hermano le habÌan dado, que todos los que le oÌan le acompaÒaban en dar muestras del sentimiento que tenÌan de su l·stima. Viendo, pues, el cura que tan bien habÌa salido con su intenciÛn y con lo que deseaba el capit·n, no quiso tenerlos a todos m·s tiempo tristes, y asÌ, se levantÛ de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomÛ por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capit·n a ver lo que el cura querÌa hacer, que fue que, tom·ndole a Èl asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los dem·s caballeros estaban, y dijo: -Cesen, seÒor oidor, vuestras l·grimas, y cÛlmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenÈis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuÒada. …ste que aquÌ veis es el capit·n Viedma, y Èsta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos mostrÈis la liberalidad de vuestro buen pecho. AcudiÛ el capit·n a abrazar a su hermano, y Èl le puso ambas manos en los pechos por mirarle algo m·s apartado; mas, cuando le acabÛ de conocer, le abrazÛ tan estrechamente, derramando tan tiernas l·grimas de contento,que los m·s de los que presentes estaban le hubieron de acompaÒar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto m·s escribirse. AllÌ, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allÌ mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos; allÌ abrazÛ el oidor a Zoraida; allÌ la ofreciÛ su hacienda; allÌ hizo que la abrazase su hija; allÌ la cristiana hermosa y la mora hermosÌsima renovaron las l·grimas de todos. AllÌ don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan estraÒos sucesos, atribuyÈndolos todos a quimeras de la andante caballerÌa. AllÌ concertaron que el capit·n y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas que de allÌ a un mes partÌa la flota de Sevilla a la Nueva EspaÒa, y fuÈrale de grande incomodidad perder el viaje. En resoluciÛn, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreciÛ a hacer la guardia del castillo, porque de alg˙n gigante o otro mal andante follÛn no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. AgradeciÈronselo los que le conocÌan, y dieron al oidor cuenta del humor estraÒo de don Quijote, de que no poco gusto recibiÛ. SÛlo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sÛlo Èl se acomodÛ mejor que todos, ech·ndose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dir·. Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los dem·s acomod·dose como menos mal pudieron, don Quijote se saliÛ fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo habÌa prometido. SucediÛ, pues, que faltando poco por venir el alba, llegÛ a los oÌdos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligÛ a que todas le prestasen atento oÌdo, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormÌa doÒa Clara de Viedma, que ansÌ se llamaba la hija del oidor. Nadie podÌa imaginar quiÈn era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompaÒase instrumento alguno. Unas veces les parecÌa que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusiÛn muy atentas, llegÛ a la puerta del aposento Cardenio y dijo: -Quien no duerme, escuche; que oir·n una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta. -Ya lo oÌmos, seÒor -respondiÛ Dorotea. Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atenciÛn posible, entendiÛ que lo que se cantaba era esto: CapÌtulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraÒos acaecimientos en la venta sucedidos] -Marinero soy de amor, y en su piÈlago profundo navego sin esperanza de llegar a puerto alguno. Siguiendo voy a una estrella que desde lejos descubro, m·s bella y resplandeciente que cuantas vio Palinuro. Yo no sÈ adÛnde me guÌa, y asÌ, navego confuso, el alma a mirarla atenta, cuidadosa y con descuido. Recatos impertinentes, honestidad contra el uso, son nubes que me la encubren cuando m·s verla procuro. °Oh clara y luciente estrella, en cuya lumbre me apuro!; al punto que te me encubras, ser· de mi muerte el punto. Llegando el que cantaba a este punto, le pareciÛ a Dorotea que no serÌa bien que dejase Clara de oÌr una tan buena voz; y asÌ, moviÈndola a una y a otra parte, la despertÛ diciÈndole: -PerdÛname, niÒa, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oÌr la mejor voz que quiz· habr·s oÌdo en toda tu vida. Clara despertÛ toda soÒolienta, y de la primera vez no entendiÛ lo que Dorotea le decÌa; y, volviÈndoselo a preguntar, ella se lo volviÛ a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oÌdo dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomÛ un temblor tan estraÒo como si de alg˙n grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abraz·ndose estrechamente con Teodora, le dijo: -°Ay seÒora de mi alma y de mi vida!, øpara quÈ me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podÌa hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oÌdos, para no ver ni oÌr a ese desdichado m˙sico. -øQuÈ es lo que dices, niÒa?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas. -No es sino seÒor de lugares -respondiÛ Clara-, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad que si Èl no quiere dejalle, no le ser· quitado eternamente. Admirada quedÛ Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciÈndole que se aventajaban en mucho a la discreciÛn que sus pocos aÒos prometÌan; y asÌ, le dijo: -Habl·is de modo, seÒora Clara, que no puedo entenderos: declaraos m·s y decidme quÈ es lo que decÌs de alma y de lugares, y deste m˙sico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me dig·is nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oÌr al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto. -Sea en buen hora -respondiÛ Clara. Y, por no oÌlle, se tapÛ con las manos entrambos oÌdos, de lo que tambiÈn se admirÛ Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguÌan en esta manera: -Dulce esperanza mÌa, que, rompiendo imposibles y malezas, sigues firme la vÌa que t˙ mesma te finges y aderezas: no te desmaye el verte a cada paso junto al de tu muerte. No alcanzan perezosos honrados triunfos ni vitoria alguna, ni pueden ser dichosos los que, no contrastando a la fortuna, entregan, desvalidos, al ocio blando todos los sentidos. Que amor sus glorias venda caras, es gran razÛn, y es trato justo, pues no hay m·s rica prenda que la que se quilata por su gusto; y es cosa manifiesta que no es de estima lo que poco cuesta. Amorosas porfÌas tal vez alcanzan imposibles cosas; y ansÌ, aunque con las mÌas sigo de amor las m·s dificultosas, no por eso recelo de no alcanzar desde la tierra el cielo. AquÌ dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendÌa el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y asÌ, le volviÛ a preguntar quÈ era lo que le querÌa decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oÌdo de Dorotea, que seguramente podÌa hablar sin ser de otro sentida, y asÌ le dijo: -Este que canta, seÒora mÌa, es un hijo de un caballero natural del reino de AragÛn, seÒor de dos lugares, el cual vivÌa frontero de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenÌa las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosÌas en el verano, yo no sÈ lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sÈ si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, Èl se enamorÛ de mÌ, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas seÒas y con tantas l·grimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me querÌa. Entre las seÒas que me hacÌa, era una de juntarse la una mano con la otra, d·ndome a entender que se casarÌa conmigo; y, aunque yo me holgarÌa mucho de que ansÌ fuera, como sola y sin madre, no sabÌa con quiÈn comunicallo, y asÌ, lo dejÈ estar sin dalle otro favor si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo tambiÈn, alzar un poco el lienzo o la celosÌa y dejarme ver toda, de lo que Èl hacÌa tanta fiesta, que daba seÒales de volverse loco. LlegÛse en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual Èl supo, y no de mÌ, pues nunca pude decÌrselo. CayÛ malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre; y asÌ, el dÌa que nos partimos nunca pude verle para despedirme dÈl, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos dÌas que camin·bamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de aquÌ, le vi a la puerta del mesÛn, puesto en h·bito de mozo de mulas, tan al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible conocelle. ConocÌle, admirÈme y alegrÈme; Èl me mirÛ a hurto de mi padre, de quien Èl siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mÌ en los caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sÈ quiÈn es, y considero que por amor de mÌ viene a pie y con tanto trabajo, muÈrome de pesadumbre, y adonde Èl pone los pies pongo yo los ojos. No sÈ con quÈ intenciÛn viene, ni cÛmo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque Èl lo merece, como lo ver· vuestra merced cuando le vea. Y m·s le sÈ decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oÌdo decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay m·s: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le quiero de manera que no he de poder vivir sin Èl. Esto es, seÒora mÌa, todo lo que os puedo decir deste m˙sico, cuya voz tanto os ha contentado; que en sola ella echarÈis bien de ver que no es mozo de mulas, como decÌs, sino seÒor de almas y lugares, como yo os he dicho. -No dig·is m·s, seÒora doÒa Clara -dijo a esta sazÛn Dorotea, y esto, bes·ndola mil veces-; no dig·is m·s, digo, y esperad que venga el nuevo dÌa, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen. -°Ay seÒora! -dijo doÒa Clara-, øquÈ fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecer· que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto m·s esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo harÈ por cuanto hay en el mundo. No querrÌa sino que este mozo se volviese y me dejase; quiz· con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviarÌa la pena que ahora llevo, aunque sÈ decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sÈ quÈ diablos ha sido esto, ni por dÛnde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y Èl tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis aÒos; que para el dÌa de San Miguel que vendr· dice mi padre que los cumplo. No pudo dejar de reÌrse Dorotea, oyendo cu·n como niÒa hablaba doÒa Clara, a quien dijo: -Reposemos, seÒora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecer· Dios y medraremos, o mal me andar·n las manos. Soseg·ronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormÌan la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabÌan el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyÈndole sus disparates. Es, pues, el caso que en toda la venta no habÌa ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzÛn, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros que parecÌa, que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decÌa con voz blanda, regalada y amorosa: -°Oh mi seÒora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreciÛn, archivo del mejor donaire, depÛsito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y øquÈ far· agora la tu merced? øSi tendr·s por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sÛlo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame t˙ nuevas della, °oh luminaria de las tres caras! Quiz· con envidia de la suya la est·s ahora mirando; que, o pase·ndose por alguna galerÌa de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre alg˙n balcÛn, est· considerando cÛmo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazÛn padece, quÈ gloria ha de dar a mis penas, quÈ sosiego a mi cuidado y, finalmente, quÈ vida a mi muerte y quÈ premio a mis servicios. Y t˙, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi seÒora, asÌ como la veas, suplÌcote que de mi parte la saludes; pero gu·rdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendrÈ m·s celos de ti que t˙ los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dÛnde corriste entonces celoso y enamorado. A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzÛ a cecear y a decirle: -SeÒor mÌo, llÈguese ac· la vuestra merced si es servido. A cuyas seÒas y voz volviÛ don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cÛmo le llamaban del agujero que a Èl le pareciÛ ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como Èl se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representÛ en su loca imaginaciÛn que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la seÒora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortÈs y desagradecido, volviÛ las riendas a Rocinante y se llegÛ al agujero, y, asÌ como vio a las dos mozas, dijo: -L·stima os tengo, fermosa seÒora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debÈis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo seÒora absoluta de su alma. Perdonadme, buena seÒora, y recogeos en vuestro aposento, y no quer·is, con significarme m·s vuestros deseos, que yo me muestre m·s desagradecido; y si del amor que me tenÈis hall·is en mÌ otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedÌdmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mÌa, de d·rosla en continente, si bien me pidiÈsedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. -No ha menester nada deso mi seÒora, seÒor caballero -dijo a este punto Maritornes. -Pues, øquÈ ha menester, discreta dueÒa, vuestra seÒora? -respondiÛ don Quijote. -Sola una de vuestras hermosas manos -dijo Maritornes-, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traÌdo, tan a peligro de su honor que si su seÒor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja. -°Ya quisiera yo ver eso! -respondiÛ don Quijote-; pero Èl se guardar· bien deso, si ya no quiere hacer el m·s desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija. PareciÛle a Maritornes que sin duda don Quijote darÌa la mano que le habÌan pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que habÌa de hacer, se bajÛ del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomÛ el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volviÛ a su agujero, a tiempo que don Quijote se habÌa puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al darle la mano, dijo: -Tomad, seÒora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesiÛn de todo mi cuerpo. No os la doy para que la besÈis, sino para que mirÈis la contestura de sus nervios, la trabazÛn de sus m˙sculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacarÈis quÈ tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. -Ahora lo veremos -dijo Maritornes. Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echÛ a la muÒeca, y, baj·ndose del agujero, atÛ lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintiÛ la aspereza del cordel en su muÒeca, dijo: -M·s parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratÈis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguÈis el todo de vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal. Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, asÌ como Maritornes le atÛ, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse. Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muÒeca, y al cerrojo de la puerta, con grandÌsimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, habÌa de quedar colgado del brazo; y asÌ, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podÌa esperar que estarÌa sin moverse un siglo entero. En resoluciÛn, viÈndose don Quijote atado, y que ya las damas se habÌan ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacÌa por vÌa de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le moliÛ aquel moro encantado del arriero; y maldecÌa entre sÌ su poca discreciÛn y discurso, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se habÌa aventurado a entrar en Èl la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es seÒal que no est· para ellos guardada, sino para otros; y asÌ, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podÌa soltarse; mas Èl estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y, aunque Èl quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podÌa sino estar en pie, o arrancarse la mano. AllÌ fue el desear de la espada de AmadÌs, contra quien no tenÌa fuerza de encantamento alguno; allÌ fue el maldecir de su fortuna; allÌ fue el exagerar la falta que harÌa en el mundo su presencia el tiempo que allÌ estuviese encantado, que sin duda alguna se habÌa creÌdo que lo estaba; allÌ el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allÌ fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueÒo y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo habÌa parido; allÌ llamÛ a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allÌ invocÛ a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allÌ le tomÛ la maÒana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba Èl que con el dÌa se remediara su cuita, porque la tenÌa por eterna, teniÈndose por encantado. Y hacÌale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movÌa, y creÌa que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habÌan de estar Èl y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro m·s sabio encantador le desencantase. Pero engaÒÛse mucho en su creencia, porque, apenas comenzÛ a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que a˙n estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote desde donde a˙n no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo: -Caballeros, o escuderos, o quienquiera que se·is: no tenÈis para quÈ llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro est· que a tales horas, o los que est·n dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol estÈ tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el dÌa, y entonces veremos si ser· justo o no que os abran. -øQuÈ diablos de fortaleza o castillo es Èste -dijo uno-, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que no queremos m·s de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa. -øParÈceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? -respondiÛ don Quijote. -No sÈ de quÈ tenÈis talle -respondiÛ el otro-, pero sÈ que decÌs disparates en llamar castillo a esta venta. -Castillo es -replicÛ don Quijote-, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. -Mejor fuera al revÈs -dijo el caminante-: el cetro en la cabeza y la corona en la mano. Y ser·, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compaÒÌa de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decÌs, porque en una venta tan pequeÒa, y adonde se guarda tanto silencio como Èsta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. -SabÈis poco del mundo -replicÛ don Quijote-, pues ignor·is los casos que suelen acontecer en la caballerÌa andante. Cans·banse los compaÒeros que con el preguntante venÌan del coloquio que con don Quijote pasaba, y asÌ, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo que el ventero despertÛ, y aun todos cuantos en la venta estaban; y asÌ, se levantÛ a preguntar quiÈn llamaba. SucediÛ en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venÌan los cuatro que llamaban se llegÛ a oler a Rocinante, que, melancÛlico y triste, con las orejas caÌdas, sostenÌa sin moverse a su estirado seÒor; y como, en fin, era de carne, aunque parecÌa de leÒo, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y asÌ, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con Èl en el suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causÛ tanto dolor que creyÛ o que la muÒeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque Èl quedÛ tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentÌa lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatig·base y estir·base cuanto podÌa por alcanzar al suelo: bien asÌ como los que est·n en el tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahÌnco que ponen en estirarse, engaÒados de la esperanza que se les representa, que con poco m·s que se estiren llegar·n al suelo. CapÌtulo XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas de la venta, saliÛ el ventero, despavorido, a ver quiÈn tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya habÌa despertado a las mismas voces, imaginando lo que podÌa ser, se fue al pajar y desatÛ, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenÌa, y Èl dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, lleg·ndose a Èl, le preguntaron quÈ tenÌa, que tales voces daba. …l, sin responder palabra, se quitÛ el cordel de la muÒeca, y, levant·ndose en pie, subiÛ sobre Rocinante, embrazÛ su adarga, enristrÛ su lanzÛn, y, tomando buena parte del campo, volviÛ a medio galope, diciendo: -Cualquiera que dijere que yo he sido con justo tÌtulo encantado, como mi seÒora la princesa Micomicona me dÈ licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafÌo a singular batalla. Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote, pero el ventero les quitÛ de aquella admiraciÛn, diciÈndoles que era don Quijote, y que no habÌa que hacer caso dÈl, porque estaba fuera de juicio. Pregunt·ronle al ventero si acaso habÌa llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince aÒos, que venÌa vestido como mozo de mulas, de tales y tales seÒas, dando las mesmas que traÌa el amante de doÒa Clara. El ventero respondiÛ que habÌa tanta gente en la venta, que no habÌa echado de ver en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche donde habÌa venido el oidor, dijo: -AquÌ debe de estar sin duda, porque Èste es el coche que Èl dicen que sigue; quÈdese uno de nosotros a la puerta y entren los dem·s a buscarle; y aun serÌa bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales. -AsÌ se har· -respondiÛ uno dellos. Y, entr·ndose los dos dentro, uno se quedÛ a la puerta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo cual veÌa el ventero, y no sabÌa atinar para quÈ se hacÌan aquellas diligencias, puesto que bien creyÛ que buscaban aquel mozo cuyas seÒas le habÌan dado. Ya a esta sazÛn aclaraba el dÌa; y, asÌ por esto como por el ruido que don Quijote habÌa hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doÒa Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habÌan podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacÌa caso dÈl, ni le respondÌan a su demanda, morÌa y rabiaba de despecho y saÒa; y si Èl hallara en las ordenanzas de su caballerÌa que lÌcitamente podÌa el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que habÌa prometido, Èl embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en quÈ paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales hallÛ al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabÛ del brazo y le dijo: -Por cierto, seÒor don Luis, que responde bien a quien vos sois el h·bito que tenÈis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os criÛ. LimpiÛse el mozo los soÒolientos ojos y mirÛ de espacio al que le tenÌa asido, y luego conociÛ que era criado de su padre, de que recibiÛ tal sobresalto, que no acertÛ o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y el criado prosiguiÛ diciendo: -AquÌ no hay que hacer otra cosa, seÒor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi seÒor la dÈ al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia. -Pues, øcÛmo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venÌa este camino y en este traje? -Un estudiante -respondiÛ el criado- a quien distes cuenta de vuestros pensamientos fue el que lo descubriÛ, movido a l·stima de las que vio que hacÌa vuestro padre al punto que os echÛ de menos; y asÌ, despachÛ a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquÌ a vuestro servicio, m·s contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que tornaremos, llev·ndoos a los ojos que tanto os quieren. -Eso ser· como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare -respondiÛ don Luis. -øQuÈ habÈis de querer, o quÈ ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros?; porque no ha de ser posible otra cosa. Todas estas razones que entre los dos pasaban oyÛ el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y, levant·ndose de allÌ, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los dem·s, que ya vestido se habÌan; a los cuales dijo cÛmo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cÛmo le querÌa volver a casa de su padre, y el mozo no querÌa. Y con esto, y con lo que dÈl sabÌan de la buena voz que el cielo le habÌa dado, vinieron todos en gran deseo de saber m·s particularmente quiÈn era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y asÌ, se fueron hacia la parte donde a˙n estaba hablando y porfiando con su criado. SalÌa en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doÒa Clara, toda turbada; y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contÛ en breves razones la historia del m˙sico y de doÒa Clara, a quien Èl tambiÈn dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando que lo dejase de oÌr Clara; de lo que quedÛ tan fuera de sÌ que, si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que Èl procurarÌa poner remedio en todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venÌan a buscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dÈl, persuadiÈndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. …l respondiÛ que en ninguna manera lo podÌa hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apret·ronle entonces los criados, diciÈndole que en ning˙n modo volverÌan sin Èl, y que le llevarÌan, quisiese o no quisiese. -Eso no harÈis vosotros -replicÛ don Luis-, si no es llev·ndome muerto; aunque, de cualquiera manera que me llevÈis, ser· llevarme sin vida. Ya a esta sazÛn habÌan acudido a la porfÌa todos los m·s que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareciÛ que no habÌa necesidad de guardar m·s el castillo. Cardenio, como ya sabÌa la historia del mozo, preguntÛ a los que llevarle querÌan que quÈ les movÌa a querer llevar contra su voluntad aquel muchacho. -MuÈvenos -respondiÛ uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla. A esto dijo don Luis: -No hay para quÈ se dÈ cuenta aquÌ de mis cosas: yo soy libre, y volverÈ si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza. -Har·sela a vuestra merced la razÛn -respondiÛ el hombre-; y, cuando ella no bastare con vuestra merced, bastar· con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados. -Sepamos quÈ es esto de raÌz -dijo a este tiempo el oidor. Pero el hombre, que lo conociÛ, como vecino de su casa, respondiÛ: -øNo conoce vuestra merced, seÒor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el h·bito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver? MirÛle entonces el oidor m·s atentamente y conociÛle; y, abraz·ndole, dijo: -øQuÈ niÒerÌas son Èstas, seÒor don Luis, o quÈ causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra? Al mozo se le vinieron las l·grimas a los ojos, y no pudo responder palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se harÌa bien; y, tomando por la mano a don Luis, le apartÛ a una parte y le preguntÛ quÈ venida habÌa sido aquÈlla. Y, en tanto que le hacÌa esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huÈspedes que aquella noche habÌan alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habÌan intentado a irse sin pagar lo que debÌan; mas el ventero, que atendÌa m·s a su negocio que a los ajenos, les asiÛ al salir de la puerta y pidiÛ su paga, y les afeÛ su mala intenciÛn con tales palabras, que les moviÛ a que le respondiesen con los puÒos; y asÌ, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro m·s desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo: -Socorra vuestra merced, seÒor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre, que dos malos hombres le est·n moliendo como a cibera. A lo cual respondiÛ don Quijote, muy de espacio y con mucha flema: -Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra peticiÛn, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto. Mas lo que yo podrÈ hacer por serviros es lo que ahora dirÈ: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ning˙n modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacarÈ della. -°Pecadora de mÌ! -dijo a esto Maritornes, que estaba delante-: primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estar· ya mi seÒor en el otro mundo. -Dadme vos, seÒora, que yo alcance la licencia que digo -respondiÛ don Quijote-; que, como yo la tenga, poco har· al caso que Èl estÈ en el otro mundo; que de allÌ le sacarÈ a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os darÈ tal venganza de los que all· le hubieren enviado, que quedÈis m·s que medianamente satisfechas. Y sin decir m·s se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiÈndole con palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y Èl luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudiÛ a la puerta de la venta, adonde a˙n todavÌa traÌan los dos huÈspedes a mal traer al ventero; pero, asÌ como llegÛ, embazÛ y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decÌan que en quÈ se detenÌa, que socorriese a su seÒor y marido. -DetÈngome -dijo don Quijote- porque no me es lÌcito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquÌ a mi escudero Sancho, que a Èl toca y ataÒe esta defensa y venganza. Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puÒadas y mojicones muy en su punto, todo en daÒo del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardÌa de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, seÒor y padre. Pero dejÈmosle aquÌ, que no faltar· quien le socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve a m·s de a lo que sus fuerzas le prometen, y volv·monos atr·s cincuenta pasos, a ver quÈ fue lo que don Luis respondiÛ al oidor, que le dejamos aparte, pregunt·ndole la causa de su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiÈndole fuertemente de las manos, como en seÒal de que alg˙n gran dolor le apretaba el corazÛn, y derramando l·grimas en grande abundancia, le dijo: -SeÒor mÌo, yo no sÈ deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitÛ nuestra vecindad que yo viese a mi seÒora doÒa Clara, hija vuestra y seÒora mÌa, desde aquel instante la hice dueÒo de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero seÒor y padre mÌo, no lo impide, en este mesmo dÌa ha de ser mi esposa. Por ella dejÈ la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos m·s de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, seÒor, sabÈis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su ˙nico heredero: si os parece que Èstas son partes para que os aventurÈis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, m·s fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades. CallÛ, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedÛ en oÌrle suspenso, confuso y admirado, asÌ de haber oÌdo el modo y la discreciÛn con que don Luis le habÌa descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabÌa el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y asÌ, no respondiÛ otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel dÌa no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. BesÛle las manos por fuerza don Luis, y aun se las baÒÛ con l·grimas, cosa que pudiera enternecer un corazÛn de m·rmol, no sÛlo el del oidor, que, como discreto, ya habÌa conocido cu·n bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabÌa que pretendÌa hacer de tÌtulo a su hijo. Ya a esta sazÛn estaban en paz los huÈspedes con el ventero, pues, por persuasiÛn y buenas razones de don Quijote, m·s que por amenazas, le habÌan pagado todo lo que Èl quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la pl·tica del oidor y la resoluciÛn de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenÛ que en aquel mesmo punto entrÛ en la venta el barbero a quien don Quijote quitÛ el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocÛ con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sÈ quÈ de la albarda, y asÌ como la vio la conociÛ, y se atreviÛ a arremeter a Sancho, diciendo: -°Ah don ladrÛn, que aquÌ os tengo! °Venga mi bacÌa y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes! Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyÛ los vituperios que le decÌan, con la una mano asiÛ de la albarda, y con la otra dio un mojicÛn al barbero que le baÒÛ los dientes en sangre; pero no por esto dejÛ el barbero la presa que tenÌa hecha en el albarda; antes, alzÛ la voz de tal manera que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia, y decÌa: -°AquÌ del rey y de la justicia, que, sobre cobrar mi hacienda, me quiere matar este ladrÛn salteador de caminos! -MentÌs -respondiÛ Sancho-, que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganÛ mi seÒor don Quijote estos despojos. Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cu·n bien se defendÌa y ofendÌa su escudero, y t˙vole desde allÌ adelante por hombre de pro, y propuso en su corazÛn de armalle caballero en la primera ocasiÛn que se le ofreciese, por parecerle que serÌa en Èl bien empleada la orden de la caballerÌa. Entre otras cosas que el barbero decÌa en el discurso de la pendencia, vino a decir: -SeÒores, asÌ esta albarda es mÌa como la muerte que debo a Dios, y asÌ la conozco como si la hubiera parido; y ahÌ est· mi asno en el establo, que no me dejar· mentir; si no, pruÈbensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedarÈ por infame. Y hay m·s: que el mismo dÌa que ella se me quitÛ, me quitaron tambiÈn una bacÌa de azÛfar nueva, que no se habÌa estrenado, que era seÒora de un escudo. AquÌ no se pudo contener don Quijote sin responder: y, poniÈndose entre los dos y apart·ndoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo: -°Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que est· este buen escudero, pues llama bacÌa a lo que fue, es y ser· yelmo de Mambrino, el cual se lo quitÈ yo en buena guerra, y me hice seÒor dÈl con ligÌtima y lÌcita posesiÛn! En lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sabrÈ decir es que mi escudero Sancho me pidiÛ licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y Èl los tomÛ, y, de haberse convertido de jaez en albarda, no sabrÈ dar otra razÛn si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballerÌa; para confirmaciÛn de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquÌ el yelmo que este buen hombre dice ser bacÌa. -°Pardiez, seÒor -dijo Sancho-, si no tenemos otra prueba de nuestra intenciÛn que la que vuestra merced dice, tan bacÌa es el yelmo de Malino como el jaez deste buen hombre albarda! -Haz lo que te mando -replicÛ don Quijote-, que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamento. Sancho fue a do estaba la bacÌa y la trujo; y, asÌ como don Quijote la vio, la tomÛ en las manos y dijo: -Miren vuestras mercedes con quÈ cara podÌa decir este escudero que Èsta es bacÌa, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballerÌa que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quitÈ, sin haber aÒadido en Èl ni quitado cosa alguna. -En eso no hay duda -dijo a esta sazÛn Sancho-, porque desde que mi seÒor le ganÛ hasta agora no ha hecho con Èl m·s de una batalla, cuando librÛ a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance. CapÌtulo XLV. Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad -øQuÈ les parece a vuestras mercedes, seÒores -dijo el barbero-, de lo que afirman estos gentiles hombres, pues a˙n porfÌan que Èsta no es bacÌa, sino yelmo? -Y quien lo contrario dijere -dijo don Quijote-, le harÈ yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces. Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenÌa tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla para que todos riesen, y dijo, hablando con el otro barbero: -SeÒor barbero, o quien sois, sabed que yo tambiÈn soy de vuestro oficio, y tengo m·s ha de veinte aÒos carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barberÌa, sin que le falte uno; y ni m·s ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sÈ tambiÈn quÈ es yelmo, y quÈ es morriÛn, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los gÈneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiÈndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que est· aquÌ delante y que este buen seÒor tiene en las manos, no sÛlo no es bacÌa de barbero, pero est· tan lejos de serlo como est· lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; tambiÈn digo que Èste, aunque es yelmo, no es yelmo entero. -No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad, que es la babera. -AsÌ es -dijo el cura, que ya habÌa entendido la intenciÛn de su amigo el barbero. Y lo mismo confirmÛ Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenÌan tan suspenso, que poco o nada atendÌa a aquellos donaires. -°V·lame Dios! -dijo a esta sazÛn el barbero burlado-; øque es posible que tanta gente honrada diga que Èsta no es bacÌa, sino yelmo? Cosa parece Èsta que puede poner en admiraciÛn a toda una Universidad, por discreta que sea. Basta: si es que esta bacÌa es yelmo, tambiÈn debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este seÒor ha dicho. -A mÌ albarda me parece -dijo don Quijote-, pero ya he dicho que en eso no me entremeto. -De que sea albarda o jaez -dijo el cura- no est· en m·s de decirlo el seÒor don Quijote; que en estas cosas de la caballerÌa todos estos seÒores y yo le damos la ventaja. -Por Dios, seÒores mÌos -dijo don Quijote-, que son tantas y tan estraÒas las cosas que en este castillo, en dos veces que en Èl he alojado, me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en Èl se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en Èl se trata va por vÌa de encantamento. La primera vez me fatigÛ mucho un moro encantado que en Èl hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cÛmo ni cÛmo no vine a caer en aquella desgracia. AsÌ que, ponerme yo agora en cosa de tanta confusiÛn a dar mi parecer, ser· caer en juicio temerario. En lo que toca a lo que dicen que Èsta es bacÌa, y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero, en lo de declarar si Èsa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia difinitiva: sÛlo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes. Quiz· por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendr·n que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendr·n los entendimientos libres, y podr·n juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mÌ me parecÌan. -No hay duda -respondiÛ a esto don Fernando-, sino que el seÒor don Quijote ha dicho muy bien hoy que a nosotros toca la difiniciÛn deste caso; y, porque vaya con m·s fundamento, yo tomarÈ en secreto los votos destos seÒores, y de lo que resultare darÈ entera y clara noticia. Para aquellos que la tenÌan del humor de don Quijote, era todo esto materia de grandÌsima risa; pero, para los que le ignoraban, les parecÌa el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni m·s ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habÌan llegado a la venta, que tenÌan parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que m·s se desesperaba era el barbero, cuya bacÌa, allÌ delante de sus ojos, se le habÌa vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le habÌa de volver en jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reÌan de ver cÛmo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, habl·ndolos al oÌdo para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se habÌa peleado. Y, despuÈs que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocÌan, dijo en alta voz: -El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me diga que es disparate el decir que Èsta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y asÌ, habrÈis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, Èste es jaez y no albarda, y vos habÈis alegado y probado muy mal de vuestra parte. -No la tenga yo en el cielo -dijo el sobrebarbero- si todos vuestras mercedes no se engaÒan, y que asÌ parezca mi ·nima ante Dios como ella me parece a mÌ albarda, y no jaez; pero all· van leyes..., etcÈtera; y no digo m·s; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado, si de pecar no. No menos causaban risa las necedades que decÌa el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazÛn dijo: -AquÌ no hay m·s que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga. Uno de los cuatro dijo: -Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquÌ est·n, se atrevan a decir y afirmar que Èsta no es bacÌa, ni aquÈlla albarda; mas, como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia; porque, °voto a tal! -y arrojÛle redondo-, que no me den a mÌ a entender cuantos hoy viven en el mundo al revÈs de que Èsta no sea bacÌa de barbero y Èsta albarda de asno. -Bien podrÌa ser de borrica -dijo el cura. -Tanto monta -dijo el criado-, que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen. Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habÌan entrado, que habÌa oÌdo la pendencia y quistiÛn, lleno de cÛlera y de enfado, dijo: -Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva. -MentÌs como bellaco villano -respondiÛ don Quijote. Y, alzando el lanzÛn, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allÌ tendido. El lanzÛn se hizo pedazos en el suelo, y los dem·s cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compaÒero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad. El ventero, que era de la cuadrilla, entrÛ al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compaÒeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornÛ a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetiÛ a los cuadrilleros. Don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a Èl y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecÌan a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligÌa, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doÒa Clara desmayada. El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molÌa al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atreviÛ a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puÒada que le baÒÛ los dientes en sangre; el oidor le defendÌa, don Fernando tenÌa debajo de sus pies a un cuadrillero, midiÈndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornÛ a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusiÛn de sangre. Y, en la mitad deste caos, m·quina y laberinto de cosas, se le representÛ en la memoria de don Quijote que se veÌa metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante; y asÌ dijo, con voz que atronaba la venta: -°TÈnganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; Ûiganme todos, si todos quieren quedar con vida! A cuya gran voz, todos se pararon, y Èl prosiguiÛ diciendo: -øNo os dije yo, seÒores, que este castillo era encantado, y que alguna regiÛn de demonios debe de habitar en Èl? En confirmaciÛn de lo cual, quiero que ve·is por vuestros ojos cÛmo se ha pasado aquÌ y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cÛmo allÌ se pelea por la espada, aquÌ por el caballo, acull· por el ·guila, ac· por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, seÒor oidor, y vuestra merced, seÒor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pÛnganos en paz; porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquerÌa que tanta gente principal como aquÌ estamos se mate por causas tan livianas. Los cuadrilleros, que no entendÌan el frasis de don Quijote, y se veÌan malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querÌan sosegarse; el barbero sÌ, porque en la pendencia tenÌa deshechas las barbas y el albarda; Sancho, a la m·s mÌnima voz de su amo, obedeciÛ como buen criado; los cuatro criados de don Luis tambiÈn se estuvieron quedos, viendo cu·n poco les iba en no estarlo. SÛlo el ventero porfiaba que se habÌan de castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le alborotaba la venta. Finalmente, el rumor se apaciguÛ por entonces, la albarda se quedÛ por jaez hasta el dÌa del juicio, y la bacÌa por yelmo y la venta por castillo en la imaginaciÛn de don Quijote. Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos a persuasiÛn del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y, en tanto que Èl con ellos se avenÌa, el oidor comunicÛ con don Fernando, Cardenio y el cura quÈ debÌa hacer en aquel caso, cont·ndoseles con las razones que don Luis le habÌa dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quiÈn Èl era y cÛmo era su gusto que don Luis se fuese con Èl al AndalucÌa, donde de su hermano el marquÈs serÌa estimado como el valor de don Luis merecÌa; porque desta manera se sabÌa de la intenciÛn de don Luis que no volverÌa por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intenciÛn de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta que ellos volviesen por Èl, o viese lo que su padre les ordenaba. Desta manera se apaciguÛ aquella m·quina de pendencias, por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero, viÈndose el enemigo de la concordia y el Èmulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que habÌa granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordÛ de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos. Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron, por haber entreoÌdo la calidad de los que con ellos se habÌan combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles que, de cualquiera manera que sucediese, habÌan de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que, entre algunos mandamientos que traÌa para prender a algunos delincuentes, traÌa uno contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad habÌa mandado prender, por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razÛn, habÌa temido. Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las seÒas que de don Quijote traÌa venÌan bien, y, sacando del seno un pergamino, topÛ con el que buscaba; y, poniÈndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leÌa ponÌa los ojos en don Quijote, y iba cotejando las seÒas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y hallÛ que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda tomÛ el mandamiento, y con la derecha asiÛ a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decÌa: -°Favor a la Santa Hermandad! Y, para que se vea que lo pido de veras, lÈase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos. TomÛ el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decÌa, y cÛmo convenÌa con las seÒas con don Quijote; el cual, viÈndose tratar mal de aquel villano malandrÌn, puesta la cÛlera en su punto y crujiÈndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo Èl, asiÛ al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compaÒeros, allÌ dejara la vida antes que don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza habÌa de favorecer a los de su oficio, acudiÛ luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzÛ la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allÌ estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba: -°Vive el SeÒor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en Èl! Don Fernando despartiÛ al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijÛ las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenÌan; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen a d·rsele atado y entregado a toda su voluntad, porque asÌ convenÌa al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedÌan socorro y favor para hacer aquella prisiÛn de aquel robador y salteador de sendas y de carreras. ReÌase de oÌr decir estas razones don Quijote; y, con mucho sosiego, dijo: -Venid ac·, gente soez y malnacida: øsaltear de caminos llam·is al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caÌdos, remediar los menesterosos? °Ah gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballerÌa andante, ni os dÈ a entender el pecado e ignorancia en que est·is en no reverenciar la sombra, cuanto m·s la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid ac·, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme: øquiÈn fue el ignorante que firmÛ mandamiento de prisiÛn contra un tal caballero como yo soy? øQuiÈn el que ignorÛ que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada; sus fueros, sus brÌos; sus prem·ticas, su voluntad? øQuiÈn fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias, ni esenciones, como la que adquiere un caballero andante el dÌa que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballerÌa? øQuÈ caballero andante pagÛ pecho, alcabala, chapÌn de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? øQuÈ sastre le llevÛ hechura de vestido que le hiciese? øQuÈ castellano le acogiÛ en su castillo que le hiciese pagar el escote? øQuÈ rey no le asentÛ a su mesa? øQuÈ doncella no se le aficionÛ y se le entregÛ rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, øquÈ caballero andante ha habido, hay ni habr· en el mundo, que no tenga brÌos para dar Èl solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante? CapÌtulo XLVI. De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote En tanto que don Quijote esto decÌa, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como don Quijote era falto de juicio, como lo veÌan por sus obras y por sus palabras, y que no tenÌan para quÈ llevar aquel negocio adelante, pues, aunque le prendiesen y llevasen, luego le habÌan de dejar por loco; a lo que respondiÛ el del mandamiento que a Èl no tocaba juzgar de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas. -Con todo eso -dijo el cura-, por esta vez no le habÈis de llevar, ni aun Èl dejar· llevarse, a lo que yo entiendo. En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quijote hacer, que m·s locos fueran que no Èl los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote; y asÌ, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavÌa asistÌan con gran rancor a su pendencia. Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron ·rbitros della, de tal modo que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y j·quimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacÌa ocho reales, y el barbero le hizo una cÈdula del recibo y de no llamarse a engaÒo por entonces, ni por siempre jam·s amÈn. Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que eran las m·s principales y de m·s tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acompaÒarle donde don Fernando le querÌa llevar; y, como ya la buena suerte y mejor fortuna habÌa comenzado a romper lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de cuanto don Luis querÌa; de que recibiÛ tanto contento doÒa Clara, que ninguno en aquella sazÛn la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma. Zoraida, aunque no entendÌa bien todos los sucesos que habÌa visto, se entristecÌa y alegraba a bulto, conforme veÌa y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su espaÒol, en quien tenÌa siempre puestos los ojos y traÌa colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasÛ por alto la d·diva y recompensa que el cura habÌa hecho al barbero, pidiÛ el escote de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldrÌa de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el ˙ltimo ardite. Todo lo apaciguÛ el cura, y lo pagÛ don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, habÌa tambiÈn ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecÌa la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote habÌa dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue com˙n opiniÛn que se debÌan dar las gracias a la buena intenciÛn y mucha elocuencia del seÒor cura y a la incomparable liberalidad de don Fernando. ViÈndose, pues, don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, asÌ de su escudero como suyas, le pareciÛ que serÌa bien seguir su comenzado viaje y dar fin a aquella grande aventura para que habÌa sido llamado y escogido; y asÌ, con resoluta determinaciÛn se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintiÛ que hablase palabra hasta que se levantase; y Èl, por obedecella, se puso en pie y le dijo: -Es com˙n proverbio, fermosa seÒora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra m·s esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa seÒora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podrÌa sernos de tanto daÒo que lo ech·semos de ver alg˙n dÌa; porque, øquiÈn sabe si por ocultas espÌas y diligentes habr· sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille?; y, d·ndole lugar el tiempo, se fortificase en alg˙n inexpugnable castillo o fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo. AsÌ que, seÒora mÌa, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y part·monos luego a la buena ventura; que no est· m·s de tenerla vuestra grandeza como desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario. CallÛ y no dijo m·s don Quijote, y esperÛ con mucho sosiego la respuesta de la fermosa infanta; la cual, con adem·n seÒoril y acomodado al estilo de don Quijote, le respondiÛ desta manera: -Yo os agradezco, seÒor caballero, el deseo que mostr·is tener de favorecerme en mi gran cuita, bien asÌ como caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer los huÈrfanos y menesterosos; y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo se cumplan, para que ve·is que hay agradecidas mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que yo no tengo m·s voluntad que la vuestra: disponed vos de mÌ a toda vuestra guisa y talante; que la que una vez os entregÛ la defensa de su persona y puso en vuestras manos la restauraciÛn de sus seÒorÌos no ha de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare. -A la mano de Dios -dijo don Quijote-; pues asÌ es que una seÒora se me humilla, no quiero yo perder la ocasiÛn de levantalla y ponella en su heredado trono. La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza est· el peligro. Y, pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrÈn de la reina, y despid·monos del castellano y destos seÒores, y vamos de aquÌ luego al punto. Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra: -°Ay seÒor, seÒor, y cÛmo hay m·s mal en el aldeg¸ela que se suena, con perdÛn sea dicho de las tocadas honradas! -øQuÈ mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mÌo, villano? -Si vuestra merced se enoja -respondiÛ Sancho-, yo callarÈ, y dejarÈ de decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir a su seÒor. -Di lo que quisieres -replicÛ don Quijote-, como tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que si t˙ le tienes, haces como quien eres, y si yo no le tengo, hago como quien soy. -No es eso, °pecador fui yo a Dios! -respondiÛ Sancho-, sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta seÒora que se dice ser reina del gran reino MicomicÛn no lo es m·s que mi madre; porque, a ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que est·n en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta. ParÛse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos, habÌa cogido con los labios parte del premio que merecÌan sus deseos (lo cual habÌa visto Sancho, y pareciÈndole que aquella desenvoltura m·s era de dama cortesana que de reina de tan gran reino), y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejÛle proseguir en su pl·tica, y Èl fue diciendo: -Esto digo, seÒor, porque, si al cabo de haber andado caminos y carreras, y pasado malas noches y peores dÌas, ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se est· holgando en esta venta, no hay para quÈ darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrÈn, pues ser· mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos. °Oh, v·lame Dios, y cu·n grande que fue el enojo que recibiÛ don Quijote, oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo: -°Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente! øTales palabras has osado decir en mi presencia y en la destas Ìnclitas seÒoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginaciÛn? °Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerÌas, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! °Vete; no parezcas delante de mÌ, so pena de mi ira! Y, diciendo esto, enarcÛ las cejas, hinchÛ los carrillos, mirÛ a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, seÒales todas de la ira que encerraba en sus entraÒas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedÛ Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo quÈ hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su seÒor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenÌa ya el humor de don Quijote, dijo, para templarle la ira: -No os despechÈis, seÒor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quiz· no las debe de decir sin ocasiÛn, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y asÌ, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, seg˙n vos, seÒor caballero, decÌs, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podrÌa ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabÛlica vÌa lo que Èl dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad. -Por el omnipotente Dios juro -dijo a esta sazÛn don Quijote-, que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visiÛn se le puso delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sÈ yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a nadie. -AnsÌ es y ansÌ ser· -dijo don Fernando-; por lo cual debe vuestra merced, seÒor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio. Don Quijote respondiÛ que Èl le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y, hinc·ndose de rodillas, pidiÛ la mano a su amo; y Èl se la dio, y, despuÈs de habÈrsela dejado besar, le echÛ la bendiciÛn, diciendo: -Agora acabar·s de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vÌa de encantamento. -AsÌ lo creo yo -dijo Sancho-, excepto aquello de la manta, que realmente sucediÛ por vÌa ordinaria. -No lo creas -respondiÛ don Quijote-; que si asÌ fuera, yo te vengara entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quiÈn tomar venganza de tu agravio. Desearon saber todos quÈ era aquello de la manta, y el ventero lo contÛ, punto por punto: la volaterÌa de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo que era encantamento; puesto que jam·s llegÛ la sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaÒo alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por fantasmas soÒadas ni imaginadas, como su seÒor lo creÌa y lo afirmaba. Dos dÌas eran ya pasados los que habÌa que toda aquella ilustre compaÒÌa estaba en la venta; y, pareciÈndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea, con la invenciÛn de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llev·rsele, como deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertÛ a pasar por allÌ, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quiÈn de una manera y quiÈn de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo habÌa visto. Hecho esto, con grandÌsimo silencio se entraron adonde Èl estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas. Lleg·ronse a Èl, que libre y seguro de tal acontecimiento dormÌa, y, asiÈndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que, cuando Èl despertÛ con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa m·s que admirarse y suspenderse de ver delante de sÌ tan estraÒos visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginaciÛn le representaba, y se creyÛ que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podÌa menear ni defender: todo a punto como habÌa pensado que sucederÌa el cura, trazador desta m·quina. SÛlo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejÛ de conocer quiÈn eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osÛ descoser su boca, hasta ver en quÈ paraba aquel asalto y prisiÛn de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allÌ la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que no se pudieran romper a dos tirones. Tom·ronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyÛ una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decÌa: -°Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dÈ afincamiento la prisiÛn en que vas, porque asÌ conviene para acabar m·s presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabar· cuando el furibundo leÛn manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya despuÈs de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoÒesco; de cuyo inaudito consorcio saldr·n a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitar·n las rumpantes garras del valeroso padre. Y esto ser· antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes im·gines con su r·pido y natural curso. Y t˙, °oh, el m·s noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansÌ delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballerÌa andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te ver·s tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldr·n defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen seÒor. Y aseg˙rote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo ver·s por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde parÈis entrambos. Y, porque no me es lÌcito decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sÈ. Y, al acabar de la profecÌa, alzÛ la voz de punto, y diminuyÛla despuÈs, con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oÌan. QuedÛ don Quijote consolado con la escuchada profecÌa, porque luego coligiÛ de todo en todo la significaciÛn de ella; y vio que le prometÌan el verse ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrÌan los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzÛ la voz, y, dando un gran suspiro, dijo: -°Oh t˙, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruÈgote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisiÛn donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquÌ se me han hecho; que, como esto sea, tendrÈ por gloria las penas de mi c·rcel, y por alivio estas cadenas que me ciÒen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y t·lamo dichoso. Y, en lo que toca a la consolaciÛn de Sancho Panza, mi escudero, yo confÌo de su bondad y buen proceder que no me dejar· en buena ni en mala suerte; porque, cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la Ìnsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podr· perderse; que en mi testamento, que ya est· hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mÌa. Sancho Panza se le inclinÛ con mucho comedimiento, y le besÛ entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas. Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes. CapÌtulo XLVII. Del estraÒo modo con que fue encantado don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo: -Muchas y muy graves historias he yo leÌdo de caballeros andantes, pero jam·s he leÌdo, ni visto, ni oÌdo, que a los caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardÌos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraÒa ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en alg˙n carro de fuego, o ya sobre alg˙n hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mÌ agora sobre un carro de bueyes, °vive Dios que me pone en confusiÛn! Pero quiz· la caballerÌa y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y tambiÈn podrÌa ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballerÌa aventurera, tambiÈn nuevamente se hayan inventado otros gÈneros de encantamentos y otros modos de llevar a los encantados. øQuÈ te parece desto, Sancho hijo? -No sÈ yo lo que me parece -respondiÛ Sancho-, por no ser tan leÌdo como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osarÌa afirmar y jurar que estas visiones que por aquÌ andan, que no son del todo catÛlicas. -øCatÛlicas? °Mi padre! -respondiÛ don Quijote-. øCÛmo han de ser catÛlicas si son todos demonios que han tomado cuerpos fant·sticos para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tÛcalos y p·lpalos, y ver·s como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste m·s de en la apariencia. -Par Dios, seÒor -replicÛ Sancho-, ya yo los he tocado; y este diablo que aquÌ anda tan solÌcito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oÌdo decir que tienen los demonios; porque, seg˙n se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero Èste huele a ·mbar de media legua. DecÌa esto Sancho por don Fernando, que, como tan seÒor, debÌa de oler a lo que Sancho decÌa. -No te maravilles deso, Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espÌritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razÛn es que como ellos, dondequiera que est·n, traen el infierno consigo, y no pueden recebir gÈnero de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ·mbar, o t˙ te engaÒas, o Èl quiere engaÒarte con hacer que no le tengas por demonio. Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invenciÛn, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza. Ya en esto, el cura se habÌa concertado con los cuadrilleros que le acompaÒasen hasta su lugar, d·ndoles un tanto cada dÌa. ColgÛ Cardenio del arzÛn de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacÌa, y por seÒas mandÛ a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, saliÛ la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo: -No llorÈis, mis buenas seÒoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sÌ, que tienen envidiosos de su virtud y valentÌa a muchos prÌncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vÌas destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa que, por sÌ sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor, Zoroastes, saldr· vencedora de todo trance, y dar· de sÌ luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si alg˙n desaguisado, por descuido mÌo, os he fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jam·s le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas prisiones, donde alg˙n mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas me veo libre, no se me caer· de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas merecen. En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capit·n y de su hermano y todas aquellas contentas seÒoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dÛnde habÌa de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegur·ndole que no habrÌa cosa que m·s gusto le diese que saberlo; y que Èl, asimesmo, le avisarÌa de todo aquello que Èl viese que podrÌa darle gusto, asÌ de su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreciÛ de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos. El ventero se llegÛ al cura y le dio unos papeles, diciÈndole que los habÌa hallado en un aforro de la maleta donde se hallÛ la Novela del curioso impertinente, y que, pues su dueÒo no habÌa vuelto m·s por allÌ, que se los llevase todos; que, pues Èl no sabÌa leer, no los querÌa. El cura se lo agradeciÛ, y, abriÈndolos luego, vio que al principio de lo escrito decÌa: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendiÛ ser alguna novela y coligiÛ que, pues la del Curioso impertinente habÌa sido buena, que tambiÈn lo serÌa aquÈlla, pues podrÌa ser fuesen todas de un mesmo autor; y asÌ, la guardÛ, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad. SubiÛ a caballo, y tambiÈn su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiÈronse a caminar tras el carro. Y la orden que llevaban era Èsta: iba primero el carro, gui·ndole su dueÒo; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas; seguÌa luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante. Detr·s de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando m·s de lo que permitÌa el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra. Y asÌ, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareciÛ al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunic·ndolo con el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco m·s, porque Èl sabÌa, detr·s de un recuesto que cerca de allÌ se mostraba, habÌa un valle de m·s yerba y mucho mejor que aquel donde parar querÌan. TomÛse el parecer del barbero, y asÌ, tornaron a proseguir su camino. En esto, volviÛ el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venÌan hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canÛnigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allÌ se parecÌa. Llegaron los diligentes a los perezosos y salud·ronse cortÈsmente; y uno de los que venÌan, que, en resoluciÛn, era canÛnigo de Toledo y seÒor de los dem·s que le acompaÒaban, viendo la concertada procesiÛn del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y m·s a don Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar quÈ significaba llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se habÌa dado a entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debÌa de ser alg˙n facinoroso salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondiÛ ansÌ: -SeÒor, lo que significa ir este caballero desta manera, dÌgalo Èl, porque nosotros no lo sabemos. OyÛ don Quijote la pl·tica, y dijo: -øPor dicha vuestras mercedes, seÒores caballeros, son versados y perictos en esto de la caballerÌa andante? Porque si lo son, comunicarÈ con ellos mis desgracias, y si no, no hay para quÈ me canse en decillas. Y, a este tiempo, habÌan ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pl·ticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio. El canÛnigo, a lo que don Quijote dijo, respondiÛ: -En verdad, hermano, que sÈ m·s de libros de caballerÌas que de las S˙mulas de Villalpando. AnsÌ que, si no est· m·s que en esto, seguramente podÈis comunicar conmigo lo que quisiÈredes. -A la mano de Dios -replicÛ don Quijote-. Pues asÌ es, quiero, seÒor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud m·s es perseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jam·s la Fama se acordÛ para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos criÛ Persia, bracmanes la India, ginosofistas la EtiopÌa, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas. -Dice verdad el seÒor don Quijote de la Mancha -dijo a esta sazÛn el cura-; que Èl va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intenciÛn de aquellos a quien la virtud enfada y la valentÌa enoja. …ste es, seÒor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oÌstes nombrar en alg˙n tiempo, cuyas valerosas hazaÒas y grandes hechos ser·n escritas en bronces duros y en eternos m·rmoles, por m·s que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos. Cuando el canÛnigo oyÛ hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podÌa saber lo que le habÌa acontencido; y en la mesma admiraciÛn cayeron todos los que con Èl venÌan. En esto, Sancho Panza, que se habÌa acercado a oÌr la pl·tica, para adobarlo todo, dijo: -Ahora, seÒores, quiÈranme bien o quiÈranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que asÌ va encantado mi seÒor don Quijote como mi madre; Èl tiene su entero juicio, Èl come y bebe y hace sus necesidades como los dem·s hombres, y como las hacÌa ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto ansÌ, øcÛmo quieren hacerme a mÌ entender que va encantado? Pues yo he oÌdo decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablar· m·s que treinta procuradores. Y, volviÈndose a mirar al cura, prosiguiÛ diciendo: -°Ah seÒor cura, seÒor cura! øPensaba vuestra merced que no le conozco, y pensar· que yo no calo y adivino adÛnde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por m·s que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por m·s que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, Èsta fuera ya la hora que mi seÒor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde, por lo menos, pues no se podÌa esperar otra cosa, asÌ de la bondad de mi seÒor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahÌ: que la rueda de la Fortuna anda m·s lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos hoy est·n por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando podÌan y debÌan esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o visorrey de alguna Ìnsula o reino, le ver·n entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, seÒor cura, no es m·s de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi seÒor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisiÛn de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi seÒor don Quijote deja de hacer en este tiempo que est· preso. -°AdÛbame esos candiles! -dijo a este punto el barbero-. øTambiÈn vos, Sancho, sois de la cofradÌa de vuestro amo? °Vive el SeÒor, que voy viendo que le habÈis de tener compaÒÌa en la jaula, y que habÈis de quedar tan encantado como Èl, por lo que os toca de su humor y de su caballerÌa! En mal punto os empreÒastes de sus promesas, y en mal hora se os entrÛ en los cascos la Ìnsula que tanto dese·is. -Yo no estoy preÒado de nadie -respondiÛ Sancho-, ni soy hombre que me dejarÌa empreÒar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie; y si Ìnsulas deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo venir a ser papa, cuanto m·s gobernador de una Ìnsula, y m·s pudiendo ganar tantas mi seÒor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cÛmo habla, seÒor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. DÌgolo porque todos nos conocemos, y a mÌ no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quÈdese aquÌ, porque es peor meneallo. No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que Èl y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este mesmo temor, habÌa el cura dicho al canÛnigo que caminasen un poco delante: que Èl le dirÌa el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. HÌzolo asÌ el canÛnigo, y adelantÛse con sus criados y con Èl: estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condiciÛn, vida, locura y costumbres de don Quijote, cont·ndole brevemente el principio y causa de su desvarÌo, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su tierra, para ver si por alg˙n medio hallaban remedio a su locura. Admir·ronse de nuevo los criados y el canÛnigo de oÌr la peregrina historia de don Quijote, y, en acab·ndola de oÌr, dijo: -Verdaderamente, seÒor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la rep˙blica estos que llaman libros de caballerÌas; y, aunque he leÌdo, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los m·s que hay impresos, jam·s me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cu·l m·s, cu·l menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene m·s Èste que aquÈl, ni estotro que el otro. Y, seg˙n a mÌ me parece, este gÈnero de escritura y composiciÛn cae debajo de aquel de las f·bulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseÒar: al contrario de lo que hacen las f·bulas apÛlogas, que deleitan y enseÒan juntamente. Y, puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sÈ yo cÛmo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginaciÛn le ponen delante; y toda cosa que tiene en sÌ fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues, øquÈ hermosura puede haber, o quÈ proporciÛn de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o f·bula donde un mozo de diez y seis aÒos da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeÒique; y que, cuando nos quieren pintar una batalla, despuÈs de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millÛn de competientes, como sea contra ellos el seÒor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzÛ la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo? Pues, øquÈ diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? øQuÈ ingenio, si no es del todo b·rbaro e inculto, podr· contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con prÛspero viento, y hoy anochece en LombardÌa, y maÒana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubriÛ Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que asÌ, no est·n obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hÌa yo que tanto la mentira es mejor cuanto m·s parece verdadera, y tanto m·s agrada cuanto tiene m·s de lo dudoso y posible. Hanse de casar las f·bulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiÈndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ·nimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiraciÛn y la alegrÌa juntas; y todas estas cosas no podr· hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitaciÛn, en quien consiste la perfeciÛn de lo que se escribe. No he visto ning˙n libro de caballerÌas que haga un cuerpo de f·bula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que m·s parece que llevan intenciÛn a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros; en las hazaÒas, increÌbles; en los amores, lascivos; en las cortesÌas, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la rep˙blica cristiana, como a gente in˙til. El cura le estuvo escuchando con grande atenciÛn, y pareciÛle hombre de buen entendimiento, y que tenÌa razÛn en cuanto decÌa; y asÌ, le dijo que, por ser Èl de su mesma opiniÛn y tener ojeriza a los libros de caballerÌas, habÌa quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contÛle el escrutinio que dellos habÌa hecho, y los que habÌa condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se riÛ el canÛnigo, y dijo que, con todo cuanto mal habÌa dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecÌan para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capit·n valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostr·ndose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y tr·gico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allÌ una hermosÌsima dama, honesta, discreta y recatada; aquÌ un caballero cristiano, valiente y comedido; acull· un desaforado b·rbaro fanfarrÛn; ac· un prÌncipe cortÈs, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de seÒores. Ya puede mostrarse astrÛlogo, ya cosmÛgrafo excelente, ya m˙sico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendr· ocasiÛn de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentÌa de Aquiles, las desgracias de HÈctor, las traiciones de SinÛn, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de CÈsar, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de CatÛn; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varÛn ilustre, ahora poniÈndolas en uno solo, ahora dividiÈndolas en muchos. -Y, siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invenciÛn, que tire lo m·s que fuere posible a la verdad, sin duda compondr· una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, despuÈs de acabada, tal perfeciÛn y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseÒar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse Èpico, lÌrico, tr·gico, cÛmico, con todas aquellas partes que encierran en sÌ las dulcÌsimas y agradables ciencias de la poesÌa y de la oratoria; que la Èpica tambiÈn puede escrebirse en prosa como en verso. CapÌtulo XLVIII. Donde prosigue el canÛnigo la materia de los libros de caballerÌas, con otras cosas dignas de su ingenio -AsÌ es como vuestra merced dice, seÒor canÛnigo -dijo el cura-, y por esta causa son m·s dignos de reprehensiÛn los que hasta aquÌ han compuesto semejantes libros sin tener advertencia a ning˙n buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos prÌncipes de la poesÌa griega y latina. -Yo, a lo menos -replicÛ el canÛnigo-, he tenido cierta tentaciÛn de hacer un libro de caballerÌas, guardando en Èl todos los puntos que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas m·s de cien hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondÌan a mi estimaciÛn, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes, que sÛlo atienden al gusto de oÌr disparates, y de todos he hallado una agradable aprobaciÛn; pero, con todo esto, no he proseguido adelante, asÌ por parecerme que hago cosa ajena de mi profesiÛn, como por ver que es m·s el n˙mero de los simples que de los prudentes; y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que m·s me le quitÛ de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representa, diciendo: ''Si estas que ahora se usan, asÌ las imaginadas como las de historia, todas o las m·s son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que asÌ han de ser, porque asÌ las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la f·bula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los dem·s se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les est· mejor ganar de comer con los muchos, que no opiniÛn con los pocos, deste modo vendr· a ser un libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendrÈ a ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engaÒan en tener la opiniÛn que tienen, y que m·s gente atraer·n y m·s fama cobrar·n representando comedias que hagan el arte que no con las disparatadas, y est·n tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razÛn ni evidencia que dÈl los saque. AcuÈrdome que un dÌa dije a uno destos pertinaces: ''Decidme, øno os acord·is que ha pocos aÒos que se representaron en EspaÒa tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, asÌ simples como prudentes, asÌ del vulgo como de los escogidos, y dieron m·s dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que despuÈs ac· se han hecho?'' ''Sin duda -respondiÛ el autor que digo-, que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por Èsas digo -le repliquÈ yo-; y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. AsÌ que no est· la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. SÌ, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le hallÛ en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado''. Y otras cosas aÒadÌ a Èstas, con que, a mi parecer, le dejÈ algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento. -En materia ha tocado vuestra merced, seÒor canÛnigo -dijo a esta sazÛn el cura-, que ha despertado en mÌ un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerÌas; porque, habiendo de ser la comedia, seg˙n le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e im·genes de lascivia. Porque, øquÈ mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niÒo en mantillas en la primera cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y øquÈ mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectÛrico, un paje consejero, un rey ganap·n y una princesa fregona? øQuÈ dirÈ, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podÌan suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzÛ en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabÛ en Africa, y ansÌ fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en AmÈrica, y asÌ se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitaciÛn es lo principal que ha de tener la comedia, øcÛmo es posible que satisfaga a ning˙n mediano entendimiento que, fingiendo una acciÛn que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entrÛ con la Cruz en JerusalÈn, y el que ganÛ la Casa Santa, como Godofre de BullÛn, habiendo infinitos aÒos de lo uno a lo otro; y fund·ndose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisÌmiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo dem·s es buscar gullurÌas. Pues, øquÈ si venimos a las comedias divinas?: °quÈ de milagros falsos fingen en ellas, quÈ de cosas apÛcrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin m·s respeto ni consideraciÛn que parecerles que allÌ estar· bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobrio de los ingenios espaÒoles; porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por b·rbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no serÌa bastante disculpa desto decir que el principal intento que las rep˙blicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan p˙blicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreaciÛn, y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues Èste se consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para quÈ poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debÌan hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual responderÌa yo que este fin se conseguirÌa mucho mejor, sin comparaciÛn alguna, con las comedias buenas que con las no tales; porque, de haber oÌdo la comedia artificiosa y bien ordenada, saldrÌa el oyente alegre con las burlas, enseÒado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ·nimo del que la escuchare, por r˙stico y torpe que sea; y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere mucho m·s que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben estremadamente lo que deben hacer; pero, como las comedias se han hecho mercaderÌa vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarÌan si no fuesen de aquel jaez; y asÌ, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad vÈase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicÌsimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias y, finalmente, tan llenas de elocuciÛn y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfecciÛn que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que despuÈs de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarÌan, y aun otros muchos m·s que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no sÛlo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en EspaÒa), sin la cual aprobaciÛn, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y, desta manera, los comediantes tendrÌan cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con seguridad podrÌan representallas, y aquellos que las componen mirarÌan con m·s cuidado y estudio lo que hacÌan, temorosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harÌan buenas comedias y se conseguirÌa felicÌsimamente lo que en ellas se pretende: asÌ el entretenimiento del pueblo, como la opiniÛn de los ingenios de EspaÒa, el interÈs y seguridad de los recitantes y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerÌas que de nuevo se compusiesen, sin duda podrÌan salir algunos con la perfecciÛn que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasiÛn que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los m·s ocupados; pues no es posible que estÈ continuo el arco armado, ni la condiciÛn y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lÌcita recreaciÛn. A este punto de su coloquio llegaban el canÛnigo y el cura, cuando, adelant·ndose el barbero, llegÛ a ellos, y dijo al cura: -AquÌ, seÒor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto. -AsÌ me lo parece a mÌ -respondiÛ el cura. Y, diciÈndole al canÛnigo lo que pensaba hacer, Èl tambiÈn quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecÌa. Y, asÌ por gozar dÈl como de la conversaciÛn del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber m·s por menudo las hazaÒas de don Quijote, mandÛ a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de allÌ estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque Èl determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus criados respondiÛ que el acÈmila del repuesto, que ya debÌa de estar en la venta, traÌa recado bastante para no obligar a no tomar de la venta m·s que cebada. -Pues asÌ es -dijo el canÛnigo-, llÈvense all· todas las cabalgaduras, y haced volver la acÈmila. En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podÌa hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenÌa por sospechosos, se llegÛ a la jaula donde iba su amo, y le dijo: -SeÒor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquÌ cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, sÌguese que no va encantado, sino embaÌdo y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha de responder, tocar· con la mano este engaÒo y ver· como no va encantado, sino trastornado el juicio. -Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho -respondiÛ don Quijote-, que yo te satisfarÈ y responderÈ a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos que allÌ van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros compatriotos y conocidos, bien podr· ser que parezca que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habr·n tomado esa apariencia y semejanza; porque es f·cil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habr·n tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasiÛn de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dÈl, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y tambiÈn lo habr·n hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dÛnde me viene este daÒo; porque si, por una parte, t˙ me dices que me acompaÒan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra, yo me veo enjaulado, y sÈ de mÌ que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme, øquÈ quieres que diga o piense sino que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leÌdo en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados? AnsÌ que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque asÌ son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer preguntarme algo, di, que yo te responderÈ, aunque me preguntes de aquÌ a maÒana. -°V·lame Nuestra SeÒora! -respondiÛ Sancho, dando una gran voz-. Y øes posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisiÛn y desgracia tiene m·s parte la malicia que el encanto? Pero, pues asÌ es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no, dÌgame, asÌ Dios le saque desta tormenta, y asÌ se vea en los brazos de mi seÒora Dulcinea cuando menos se piense... -Acaba de conjurarme -dijo don Quijote-, y pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te responderÈ con toda puntualidad. -Eso pido -replicÛ Sancho-; y lo que quiero saber es que me diga, sin aÒadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de tÌtulo de caballeros andantes... -Digo que no mentirÈ en cosa alguna -respondiÛ don Quijote-. Acaba ya de preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho. -Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y asÌ, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso despuÈs que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse. -No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; acl·rate m·s, si quieres que te responda derechamente. -øEs posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa. -°Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. °S·came deste peligro, que no anda todo limpio! CapÌtulo XLIX. Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su seÒor don Quijote -°Ah -dijo Sancho-; cogido le tengo! Esto es lo que yo deseaba saber, como al alma y como a la vida. Venga ac·, seÒor: øpodrÌa negar lo que com˙nmente suele decirse por ahÌ cuando una persona est· de mala voluntad: "No sÈ quÈ tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propÛsito a lo que le preguntan, que no parece sino que est· encantado"? De donde se viene a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales est·n encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan. -Verdad dices, Sancho -respondiÛ don Quijote-, pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encantamentos, y podrÌa ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacÌan. De manera que contra el uso de los tiempos no hay que arg¸ir ni de quÈ hacer consecuencias. Yo sÈ y tengo para mÌ que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formarÌa muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula, perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podrÌa dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad. -Pues, con todo eso -replicÛ Sancho-, digo que, para mayor abundancia y satisfaciÛn, serÌa bien que vuestra merced probase a salir desta c·rcel, que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle della, y probase de nuevo a subir sobre su buen Rocinante, que tambiÈn parece que va encantado, seg˙n va de malencÛlico y triste; y, hecho esto, prob·semos otra vez la suerte de buscar m·s aventuras; y si no nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero, de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte a salir con lo que digo. -Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano -replicÛ don Quijote-; y cuando t˙ veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedecerÈ en todo y por todo; pero t˙, Sancho, ver·s como te engaÒas en el conocimiento de mi desgracia. En estas pl·ticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el cura, el canÛnigo y el barbero. DesunciÛ luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejÛlos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogÛ al cura que permitiese que su seÒor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no irÌa tan limpia aquella prisiÛn como requirÌa la decencia de un tal caballero como su amo. EntendiÛle el cura, y dijo que de muy buena gana harÌa lo que le pedÌa si no temiera que, en viÈndose su seÒor en libertad, habÌa de hacer de las suyas, y irse donde jam·s gentes le viesen. -Yo le fÌo de la fuga -respondiÛ Sancho. -Y yo y todo -dijo el canÛnigo-; y m·s si Èl me da la palabra, como caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad. -SÌ doy -respondiÛ don Quijote, que todo lo estaba escuchando-; cuanto m·s, que el que est· encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que quisiere, porque el que le encantÛ le puede hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le har· volver en volandas. -Y que, pues esto era asÌ, bien podÌan soltalle, y m·s, siendo tan en provecho de todos; y del no soltalle les protestaba que no podÌa dejar de fatigalles el olfato, si de allÌ no se desviaban. TomÛle la mano el canÛnigo, aunque las tenÌa atadas, y, debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de que Èl se alegrÛ infinito y en grande manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, d·ndole dos palmadas en las ancas, dijo: -A˙n espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos; t˙, con tu seÒor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echÛ al mundo. Y, diciendo esto, don Quijote se apartÛ con Sancho en remota parte, de donde vino m·s aliviado y con m·s deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase. Mir·balo el canÛnigo, y admir·base de ver la estraÒeza de su grande locura, y de que, en cuanto hablaba y respondÌa, mostraba tener bonÌsimo entendimiento: solamente venÌa a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en trat·ndole de caballerÌa. Y asÌ, movido de compasiÛn, despuÈs de haberse sentado todos en la verde yerba, para esperar el repuesto del canÛnigo, le dijo: -øEs posible, seÒor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa letura de los libros de caballerÌas, que le hayan vuelto el juicio de modo que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo est· la mesma mentira de la verdad? Y øcÛmo es posible que haya entendimiento humano que se dÈ a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrÈn, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto gÈnero de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarrÌa de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerÌas contienen? De mÌ sÈ decir que, cuando los leo, en tanto que no pongo la imaginaciÛn en pensar que son todos mentira y liviandad, me dan alg˙n contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con Èl en el fuego si cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la com˙n naturaleza, y como a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da ocasiÛn que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traÌdo a tÈrminos que sea forzoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva alg˙n leÛn o alg˙n tigre, de lugar en lugar, para ganar con Èl dejando que le vean. °Ea, seÒor don Quijote, duÈlase de sÌ mismo, y red˙zgase al gremio de la discreciÛn, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicÌsimo talento de su ingenio en otra letura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra! Y si todavÌa, llevado de su natural inclinaciÛn, quisiere leer libros de hazaÒas y de caballerÌas, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces; que allÌ hallar· verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania; un CÈsar, Roma; un Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fern·n Gonz·lez, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fern·ndez, AndalucÌa; un Diego GarcÌa de Paredes, Estremadura; un Garci PÈrez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de LeÛn, Sevilla, cuya leciÛn de sus valerosos hechos puede entretener, enseÒar, deleitar y admirar a los m·s altos ingenios que los leyeren. …sta sÌ ser· letura digna del buen entendimiento de vuestra merced, seÒor don Quijote mÌo, de la cual saldr· erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseÒado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardÌa, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha; do, seg˙n he sabido, trae vuestra merced su principio y origen. AtentÌsimamente estuvo don Quijote escuchando las razones del canÛnigo; y, cuando vio que ya habÌa puesto fin a ellas, despuÈs de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: -ParÈceme, seÒor hidalgo, que la pl·tica de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerÌas son falsos, mentirosos, daÒadores e in˙tiles para la rep˙blica; y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y m·s mal en imitarlos, habiÈndome puesto a seguir la durÌsima profesiÛn de la caballerÌa andante, que ellos enseÒan, neg·ndome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras est·n llenas. -Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando -dijo a est· sazÛn el canÛnigo. A lo cual respondiÛ don Quijote: -AÒadiÛ tambiÈn vuestra merced, diciendo que me habÌan hecho mucho daÒo tales libros, pues me habÌan vuelto el juicio y puÈstome en una jaula, y que me serÌa mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo otros m·s verdaderos y que mejor deleitan y enseÒan. -AsÌ es -dijo el canÛnigo. -Pues yo -replicÛ don Quijote- hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecÌa la mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan. Porque querer dar a entender a nadie que AmadÌs no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que est·n colmadas las historias, ser· querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfrÌa, ni la tierra sustenta; porque, øquÈ ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de BorgoÒa, y lo de Fierabr·s con la puente de Mantible, que sucediÛ en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de dÌa? Y si es mentira, tambiÈn lo debe de ser que no hubo HÈctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Art˙s de Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos. Y tambiÈn se atrever·n a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son apÛcrifos los amores de don Trist·n y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueÒa QuintaÒona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran BretaÒa. Y es esto tan ansÌ, que me acuerdo yo que me decÌa una mi ag¸ela de partes de mi padre, cuando veÌa alguna dueÒa con tocas reverendas: ''AquÈlla, nieto, se parece a la dueÒa QuintaÒona''; de donde arguyo yo que la debiÛ de conocer ella o, por lo menos, debiÛ de alcanzar a ver alg˙n retrato suyo. Pues, øquiÈn podr· negar no ser verdadera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy dÌa se vee en la armerÌa de los reyes la clavija con que volvÌa al caballo de madera, sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timÛn de carreta? Y junto a la clavija est· la silla de Babieca, y en Roncesvalles est· el cuerno de Rold·n, tamaÒo como una grande viga: de donde se infiere que hubo Doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes, dÈstos que dicen las gentes que a sus aventuras van. Si no, dÌganme tambiÈn que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a BorgoÒa y se combatiÛ en la ciudad de Ras con el famoso seÒor de CharnÌ, llamado mosÈn Pierres, y despuÈs, en la ciudad de Basilea, con mosÈn Enrique de Remest·n, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafÌos que tambiÈn acabaron en BorgoÒa los valientes espaÒoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo por lÌnea recta de varÛn), venciendo a los hijos del conde de San Polo. NiÈguenme, asimesmo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatiÛ con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de QuiÒones, del Paso; las empresas de mosÈn Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzm·n, caballero castellano, con otras muchas hazaÒas hechas por caballeros cristianos, dÈstos y de los reinos estranjeros, tan autÈnticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecerÌa de toda razÛn y buen discurso. Admirado quedÛ el canÛnigo de oÌr la mezcla que don Quijote hacÌa de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenÌa de todas aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballerÌa; y asÌ, le respondiÛ: -No puedo yo negar, seÒor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes espaÒoles; y, asimesmo, quiero conceder que hubo Doce Pares de Francia, pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo TurpÌn dellos escribe; porque la verdad dello es que fueron caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser todos iguales en valor, en calidad y en valentÌa; a lo menos, si no lo eran, era razÛn que lo fuesen y era como una religiÛn de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan han de ser, o deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y, como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alc·ntara, decÌan en aquel tiempo caballero de los Doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religiÛn militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de que hicieron las hazaÒas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres, y que est· junto a la silla de Babieca en la armerÌa de los reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija, y m·s siendo tan grande como vuestra merced ha dicho. -Pues allÌ est·, sin duda alguna -replicÛ don Quijote-; y, por m·s seÒas, dicen que est· metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho. -Todo puede ser -respondiÛ el canÛnigo-; pero, por las Ûrdenes que recebÌ, que no me acuerdo haberla visto. Mas, puesto que conceda que est· allÌ, no por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahÌ nos cuentan; ni es razÛn que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen entendimiento, se dÈ a entender que son verdaderas tantas y tan estraÒas locuras como las que est·n escritas en los disparatados libros de caballerÌas. CapÌtulo L. De las discretas altercaciones que don Quijote y el canÛnigo tuvieron, con otros sucesos -°Bueno est· eso! -respondiÛ don Quijote-. Los libros que est·n impresos con licencia de los reyes y con aprobaciÛn de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leÌdos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo gÈnero de personas, de cualquier estado y condiciÛn que sean, øhabÌan de ser mentira?; y m·s llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazaÒas, punto por punto y dÌa por dÌa, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y crÈame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), sino lÈalos, y ver· el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dÌgame: øhay mayor contento que ver, como si dijÈsemos: aquÌ ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por Èl muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos gÈneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristÌsima que dice: ''T˙, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago est·s mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrÛjate en mitad de su negro y encendido licor; porque si asÌ no lo haces, no ser·s digno de ver las altas maravillas que en sÌ encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen?'' øY que, apenas el caballero no ha acabado de oÌr la voz temerosa, cuando, sin entrar m·s en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomend·ndose a Dios y a su seÒora, se arroja en mitad del bullente lago, y, cuando no se cata ni sabe dÛnde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los ElÌseos no tienen que ver en ninguna cosa? AllÌ le parece que el cielo es m·s transparente, y que el sol luce con claridad m·s nueva; ofrÈcesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos ·rboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oÌdos el dulce y no aprendido canto de los pequeÒos, infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. AquÌ descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que lÌquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acull· vee una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso m·rmol compuesta; ac· vee otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allÌ la vence. Acull· de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alc·zar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente, Èl es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que est· formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubÌes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de m·s estimaciÛn su hechura. Y øhay m·s que ver, despuÈs de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen n˙mero de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, serÌa nunca acabar; y tomar luego la que parecÌa principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojÛ en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alc·zar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le pariÛ, y baÒarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ung¸entos, y vestirle una camisa de cendal delgadÌsimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantÛn sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun m·s? øQuÈ es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado?; øquÈ, el verle echar agua a manos, toda de ·mbar y de olorosas flores distilada?; øquÈ, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?; øquÈ, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?; øquÈ, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cu·l deba de alargar la mano? øCu·l ser· oÌr la m˙sica que en tanto que come suena, sin saberse quiÈn la canta ni adÛnde suena? øY, despuÈs de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quiz· mond·ndose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho m·s hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de quÈ castillo es aquÈl, y de cÛmo ella est· encantada en Èl, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme m·s en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced crÈame, y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y ver· cÛmo le destierran la melancolÌa que tuviere, y le mejoran la condiciÛn, si acaso la tiene mala. De mÌ sÈ decir que, despuÈs que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortÈs, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciÈndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos dÌas verme rey de alg˙n reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mÌa fe, seÒor, el pobre est· inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sÛlo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querrÌa que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasiÛn donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querrÌa darle un condado que le tengo muchos dÌas ha prometido, sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado. Casi estas ˙ltimas palabras oyÛ Sancho a su amo, a quien dijo: -Trabaje vuestra merced, seÒor don Quijote, en darme ese condado, tan prometido de vuestra merced como de mÌ esperado, que yo le prometo que no me falte a mÌ habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oÌdo decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los seÒores, y les dan un tanto cada aÒo, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el seÒor se est· a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa; y asÌ harÈ yo, y no repararÈ en tanto m·s cuanto, sino que luego me desistirÈ de todo, y me gozarÈ mi renta como un duque, y all· se lo hayan. -Eso, hermano Sancho -dijo el canÛnigo-, entiÈndese en cuanto al gozar la renta; empero, al administrar justicia, ha de atender el seÒor del estado, y aquÌ entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intenciÛn de acertar; que si Èsta falta en los principios, siempre ir·n errados los medios y los fines; y asÌ suele Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto. -No sÈ esas filosofÌas -respondiÛ Sancho Panza-; mas sÛlo sÈ que tan presto tuviese yo el condado como sabrÌa regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que m·s, y tan rey serÌa yo de mi estado como cada uno del suyo; y, siÈndolo, harÌa lo que quisiese; y, haciendo lo que quisiese, harÌa mi gusto; y, haciendo mi gusto, estarÌa contento; y, en estando uno contento, no tiene m·s que desear; y, no teniendo m·s que desear, acabÛse; y el estado venga, y a Dios y ve·monos, como dijo un ciego a otro. -No son malas filosofÌas Èsas, como t˙ dices, Sancho; pero, con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados. A lo cual replicÛ don Quijote: -Yo no sÈ que haya m·s que decir; sÛlo me guÌo por el ejemplo que me da el grande AmadÌs de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Õnsula Firme; y asÌ, puedo yo, sin escr˙pulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido. Admirado quedÛ el canÛnigo de los concertados disparates que don Quijote habÌa dicho, del modo con que habÌa pintado la aventura del Caballero del Lago, de la impresiÛn que en Èl habÌan hecho las pensadas mentiras de los libros que habÌa leÌdo; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahÌnco deseaba alcanzar el condado que su amo le habÌa prometido. Ya en esto, volvÌan los criados del canÛnigo, que a la venta habÌan ido por la acÈmila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos ·rboles se sentaron, y comieron allÌ, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allÌ junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella venÌa un cabrero d·ndole voces, y diciÈndole palabras a su uso, para que se detuviese, o al rebaÒo volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allÌ se detuvo. LlegÛ el cabrero, y, asiÈndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo: -°Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cÛmo and·is vos estos dÌas de pie cojo! øQuÈ lobos os espantan, hija? øNo me dirÈis quÈ es esto, hermosa? Mas °quÈ puede ser sino que sois hembra, y no podÈis estar sosegada; que mal haya vuestra condiciÛn, y la de todas aquellas a quien imit·is! Volved, volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estarÈis m·s segura en vuestro aprisco, o con vuestras compaÒeras; que si vos que las habÈis de guardar y encaminar and·is tan sin guÌa y tan descaminada, øen quÈ podr·n parar ellas? Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al canÛnigo, que le dijo: -Por vida vuestra, hermano, que os soseguÈis un poco y no os acuciÈis en volver tan presto esa cabra a su rebaÒo; que, pues ella es hembra, como vos decÌs, ha de seguir su natural distinto, por m·s que vos os pong·is a estorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que templarÈis la cÛlera, y en tanto, descansar· la cabra. Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fue uno. TomÛlo y agradeciÛlo el cabrero; bebiÛ y sosegÛse, y luego dijo: -No querrÌa que por haber yo hablado con esta alimaÒa tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. R˙stico soy, pero no tanto que no entienda cÛmo se ha de tratar con los hombres y con las bestias. -Eso creo yo muy bien -dijo el cura-, que ya yo sÈ de esperiencia que los montes crÌan letrados y las cabaÒas de los pastores encierran filÛsofos. -A lo menos, seÒor -replicÛ el cabrero-, acogen hombres escarmentados; y para que cre·is esta verdad y la toquÈis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfad·is dello y querÈis, seÒores, un breve espacio prestarme oÌdo atento, os contarÈ una verdad que acredite lo que ese seÒor (seÒalando al cura) ha dicho, y la mÌa. A esto respondiÛ don Quijote: -Por ver que tiene este caso un no sÈ quÈ de sombra de aventura de caballerÌa, yo, por mi parte, os oirÈ, hermano, de muy buena gana, y asÌ lo har·n todos estos seÒores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos. -Saco la mÌa -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres dÌas; porque he oÌdo decir a mi seÒor don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder m·s, a causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seis dÌas; y si el hombre no va harto, o bien proveÌdas las alforjas, allÌ se podr· quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia. -T˙ est·s en lo cierto, Sancho -dijo don Quijote-: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sÛlo me falta dar al alma su refacciÛn, como se la darÈ escuchando el cuento deste buen hombre. -AsÌ las daremos todos a las nuestras -dijo el canÛnigo. Y luego, rogÛ al cabrero que diese principio a lo que prometido habÌa. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenÌa, diciÈndole: -RecuÈstate junto a mÌ, Manchada, que tiempo nos queda para volver a nuestro apero. Parece que lo entendiÛ la cabra, porque, en sent·ndose su dueÒo, se tendiÛ ella junto a Èl con mucho sosiego, y, mir·ndole al rostro, daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzÛ su historia desta manera: CapÌtulo LI. Que trata de lo que contÛ el cabrero a todos los que llevaban a don Quijote -´Tres leguas deste valle est· una aldea que, aunque pequeÒa, es de las m·s ricas que hay en todos estos contornos; en la cual habÌa un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, m·s lo era Èl por la virtud que tenÌa que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacÌa m·s dichoso, seg˙n Èl decÌa, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreciÛn, donaire y virtud, que el que la conocÌa y la miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habÌan enriquecido. Siendo niÒa fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis aÒos fue hermosÌsima. La fama de su belleza se comenzÛ a estender por todas las circunvecinas aldeas, øquÈ digo yo por las circunvecinas no m·s, si se estendiÛ a las apartadas ciudades, y aun se entrÛ por las salas de los reyes, y por los oÌdos de todo gÈnero de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venÌan? Guard·bala su padre, y guard·base ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato proprio. ªLa riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, asÌ del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas Èl, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quiÈn la entregarÌa de los infinitos que le importunaban. Y, entre los muchos que tan buen deseo tenÌan, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocÌa quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidiÛ tambiÈn otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecÌa que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir desta confusiÛn, determinÛ decÌrselo a Leandra, que asÌ se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos Èramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sÈ yo el que tuvo Leandra; sÛlo sÈ que el padre nos entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Ll·mase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin a˙n est· pendiente; pero bien se deja entender que ser· desastrado. ªEn esta sazÛn, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venÌa de las Italias, y de otras diversas partes, de ser soldado. LlevÛle de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce aÒos, un capit·n que con su compaÒÌa por allÌ acertÛ a pasar, y volviÛ el mozo de allÌ a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponÌa una gala y maÒana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y d·ndole el ocio lugar es la misma malicia, lo notÛ, y contÛ punto por punto sus galas y preseas, y hallÛ que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero Èl hacÌa tantos guisados e invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que habÌa hecho muestra de m·s de diez pares de vestidos y de m·s de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasÌa esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia. ªSent·base en un poyo que debajo de un gran ·lamo est· en nuestra plaza, y allÌ nos tenÌa a todos la boca abierta, pendientes de las hazaÒas que nos iba contando. No habÌa tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; habÌa muerto m·s moros que tiene Marruecos y T˙nez, y entrado en m·s singulares desafÌos, seg˙n Èl decÌa, que Gante y Luna, Diego GarcÌa de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos habÌa salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba seÒales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacÌa entender que eran arcabuzazos dados en diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que le conocÌan, y decÌa que su padre era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debÌa nada. AÒadiÛsele a estas arrogancias ser un poco m˙sico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que decÌan algunos que la hacÌa hablar; pero no pararon aquÌ sus gracias, que tambiÈn la tenÌa de poeta, y asÌ, de cada niÒerÌa que pasaba en el pueblo, componÌa un romance de legua y media de escritura. ªEste soldado, pues, que aquÌ he pintado, este Vicente de la Rosa, este bravo, este gal·n, este m˙sico, este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa que tenÌa la vista a la plaza. EnamorÛla el oropel de sus vistosos trajes, encant·ronla sus romances, que de cada uno que componÌa daba veinte traslados, llegaron a sus oÌdos las hazaÒas que Èl de sÌ mismo habÌa referido, y, finalmente, que asÌ el diablo lo debÌa de tener ordenado, ella se vino a enamorar dÈl, antes que en Èl naciese presunciÛn de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay ninguno que con m·s facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y, primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenÌa cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausent·dose de la aldea con el soldado, que saliÛ con m·s triunfo desta empresa que de todas las muchas que Èl se aplicaba. ªAdmirÛ el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dÈl noticia tuvieron; yo quedÈ suspenso, Anselmo, atÛnito, el padre triste, sus parientes afrentados, solÌcita la justicia, los cuadrilleros listos; tom·ronse los caminos, escudriÒ·ronse los bosques y cuanto habÌa, y, al cabo de tres dÌas, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosÌsimas joyas que de su casa habÌa sacado. VolviÈronla a la presencia del lastimado padre; pregunt·ronle su desgracia; confesÛ sin apremio que Vicente de la Roca la habÌa engaÒado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadiÛ que dejase la casa de su padre; que Èl la llevarÌa a la m·s rica y m·s viciosa ciudad que habÌa en todo el universo mundo, que era N·poles; y que ella, mal advertida y peor engaÒada, le habÌa creÌdo; y, robando a su padre, se le entregÛ la misma noche que habÌa faltado; y que Èl la llevÛ a un ·spero monte, y la encerrÛ en aquella cueva donde la habÌan hallado. ContÛ tambiÈn como el soldado, sin quitalle su honor, le robÛ cuanto tenÌa, y la dejÛ en aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiraciÛn a todos. ªDuro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmÛ con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habÌan dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jam·s se cobre. El mismo dÌa que pareciÛ Leandra la despareciÛ su padre de nuestros ojos, y la llevÛ a encerrar en un monesterio de una villa que est· aquÌ cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opiniÛn en que su hija se puso. Los pocos aÒos de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba alg˙n interÈs en que ella fuese mala o buena; pero los que conocÌan su discreciÛn y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinaciÛn de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta. ªEncerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los mÌos en tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra, crecÌa nuestra tristeza, apoc·base nuestra paciencia, maldecÌamos las galas del soldado y abomin·bamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde Èl, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaÒo de cabras, tambiÈn mÌas, pasamos la vida entre los ·rboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. ªA imitaciÛn nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ·speros montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, seg˙n est· colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en Èl donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. …ste la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquÈl la condena por f·cil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condiciÛn, y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdÈn sin haberla jam·s hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jam·s dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peÒa, ni margen de arroyo, ni sombra de ·rbol que no estÈ ocupada de alg˙n pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de quÈ tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y m·s juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sÛlo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino m·s f·cil, y a mi parecer el m·s acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.ª Y Èsta fue la ocasiÛn, seÒores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquÌ lleguÈ; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. …sta es la historia que prometÌ contaros; si he sido en el contarla prolijo, no serÈ en serviros corto: cerca de aquÌ tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosÌsimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables. CapÌtulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor General gusto causÛ el cuento del cabrero a todos los que escuchado le habÌan; especialmente le recibiÛ el canÛnigo, que con estraÒa curiosidad notÛ la manera con que le habÌa contado, tan lejos de parecer r˙stico cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y asÌ, dijo que habÌa dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que m·s se mostrÛ liberal en esto fue don Quijote, que le dijo: -Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos la tuviÈrades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna, debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciÈrades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las leyes de la caballerÌa, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro SeÒor que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda m·s la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesiÛn, que no es otra si no es favorecer a los desvalidos y menesterosos. MirÛle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admirÛse y preguntÛ al barbero, que cerca de sÌ tenÌa: -SeÒor, øquiÈn es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla? -øQuiÈn ha de ser -respondiÛ el barbero- sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas? -Eso me semeja -respondiÛ el cabrero- a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacÌan todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mÌ tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de tener vacÌos los aposentos de la cabeza. -Sois un grandÌsimo bellaco -dijo a esta sazÛn don Quijote-; y vos sois el vacÌo y el menguado, que yo estoy m·s lleno que jam·s lo estuvo la muy hideputa puta que os pariÛ. Y, diciendo y haciendo, arrebatÛ de un pan que junto a sÌ tenÌa, y dio con Èl al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachÛ las narices; mas el cabrero, que no sabÌa de burlas, viendo con cu·ntas veras le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltÛ sobre don Quijote, y, asiÈndole del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con Èl encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudiÛ a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas alg˙n cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorb·banselo el canÛnigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogiÛ debajo de sÌ a don Quijote, sobre el cual lloviÛ tanto n˙mero de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovÌa tanta sangre como del suyo. Reventaban de risa el canÛnigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia est·n trabados; sÛlo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podÌa desasir de un criado del canÛnigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase. En resoluciÛn, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpÌan, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo volver los rostros hacia donde les pareciÛ que sonaba; pero el que m·s se alborotÛ de oÌrle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su voluntad y m·s que medianamente molido, le dijo: -Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mÌas, ruÈgote que hagamos treguas, no m·s de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oÌdos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama. El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejÛ luego, y don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oÌa, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes. Era el caso que aquel aÒo habÌan las nubes negado su rocÌo a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacÌan procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allÌ junto estaba venÌa en procesiÛn a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle habÌa. Don Quijote, que vio los estraÒos trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los habÌa de haber visto, se imaginÛ que era cosa de aventura, y que a Èl solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmÛle m·s esta imaginaciÛn pensar que una imagen que traÌan cubierta de luto fuese alguna principal seÒora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayÛ en las mientes, con gran ligereza arremetiÛ a Rocinante, que paciendo andaba, quit·ndole del arzÛn el freno y el adarga, y en un punto le enfrenÛ, y, pidiendo a Sancho su espada, subiÛ sobre Rocinante y embrazÛ su adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban: -Agora, valerosa compaÒÌa, veredes cu·nto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballerÌa; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena seÒora que allÌ va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes. Y, en diciendo esto, apretÛ los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenÌa, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jam·s la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canÛnigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo: -øAdÛnde va, seÒor don Quijote? øQuÈ demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe catÛlica? Advierta, mal haya yo, que aquÈlla es procesiÛn de diciplinantes, y que aquella seÒora que llevan sobre la peana es la imagen benditÌsima de la Virgen sin mancilla; mire, seÒor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. FatigÛse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la seÒora enlutada, que no oyÛ palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. LlegÛ, pues, a la procesiÛn, y parÛ a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y, con turbada y ronca voz, dijo: -Vosotros, que, quiz· por no ser buenos, os encubrÌs los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero. Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clÈrigos que cantaban las ledanÌas, viendo la estraÒa catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notÛ y descubriÛ en don Quijote, le respondiÛ diciendo: -SeÒor hermano, si nos quiere decir algo, dÌgalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razÛn que nos detengamos a oÌr cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga. -En una lo dirÈ -replicÛ don Quijote-, y es Èsta: que luego al punto dejÈis libre a esa hermosa seÒora, cuyas l·grimas y triste semblante dan claras muestras que la llev·is contra su voluntad y que alg˙n notorio desaguisado le habedes fecho; y yo, que nacÌ en el mundo para desfacer semejantes agravios, no consentirÈ que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece. En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debÌa de ser alg˙n hombre loco, y tom·ronse a reÌr muy de gana; cuya risa fue poner pÛlvora a la cÛlera de don Quijote, porque, sin decir m·s palabra, sacando la espada, arremetiÛ a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compaÒeros, saliÛ al encuentro de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastÛn con que sustentaba las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tirÛ don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el ˙ltimo tercio, que le quedÛ en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado. Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viÈndole caÌdo, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no habÌa hecho mal a nadie en todos los dÌas de su vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote no bullÌa pie ni mano; y asÌ, creyendo que le habÌa muerto, con priesa se alzÛ la t˙nica a la cinta, y dio a huir por la campaÒa como un gamo. Ya en esto llegaron todos los de la compaÒÌa de don Quijote adonde Èl estaba; y m·s los de la procesiÛn, que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron alg˙n mal suceso, y hiciÈronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los capirotes, empuÒando las diciplinas, y los clÈrigos los ciriales, esperaban el asalto con determinaciÛn de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su seÒor, haciendo sobre Èl el m·s doloroso y risueÒo llanto del mundo, creyendo que estaba muerto. El cura fue conocido de otro cura que en la procesiÛn venÌa, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quiÈn era don Quijote, y asÌ Èl como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con l·grimas en los ojos, decÌa: -°Oh flor de la caballerÌa, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados aÒos! °Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando t˙ en Èl, quedar· lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorÌas! °Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenÌas dada la mejor Ìnsula que el mar ciÒe y rodea! °Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede! Con las voces y gemidos de Sancho reviviÛ don Quijote, y la primer palabra que dijo fue: -El que de vos vive ausente, dulcÌsima Dulcinea, a mayores miserias que Èstas est· sujeto. Ay˙dame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos. -Eso harÈ yo de muy buena gana, seÒor mÌo -respondiÛ Sancho-, y volvamos a mi aldea en compaÒÌa destos seÒores, que su bien desean, y allÌ daremos orden de hacer otra salida que nos sea de m·s provecho y fama. -Bien dices, Sancho -respondiÛ don Quijote-, y ser· gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre. El canÛnigo y el cura y barbero le dijeron que harÌa muy bien en hacer lo que decÌa; y asÌ, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venÌa. La procesiÛn volviÛ a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se despidiÛ de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura les pagÛ lo que se les debÌa. El canÛnigo pidiÛ al cura le avisase el suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguÌa en ella, y con esto tomÛ licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el bueno de Rocinante, que a todo lo que habÌa visto estaba con tanta paciencia como su amo. El boyero unciÛ sus bueyes y acomodÛ a don Quijote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguiÛ el camino que el cura quiso, y a cabo de seis dÌas llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad del dÌa, que acertÛ a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesÛ el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro venÌa, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados, y un muchacho acudiÛ corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tÌo y su seÒor venÌa flaco y amarillo, y tendido sobre un montÛn de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de l·stima fue oÌr los gritos que las dos buenas seÒoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerÌas; todo lo cual se renovÛ cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas. A las nuevas desta venida de don Quijote, acudiÛ la mujer de Sancho Panza, que ya habÌa sabido que habÌa ido con Èl sirviÈndole de escudero, y, asÌ como vio a Sancho, lo primero que le preguntÛ fue que si venÌa bueno el asno. Sancho respondiÛ que venÌa mejor que su amo. -Gracias sean dadas a Dios -replicÛ ella-, que tanto bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo: øquÈ bien habÈis sacado de vuestras escuderÌas?, øquÈ saboyana me traes a mÌ?, øquÈ zapaticos a vuestros hijos? -No traigo nada deso -dijo Sancho-, mujer mÌa, aunque traigo otras cosas de m·s momento y consideraciÛn. -Deso recibo yo mucho gusto -respondiÛ la mujer-; mostradme esas cosas de m·s consideraciÛn y m·s momento, amigo mÌo, que las quiero ver, para que se me alegre este corazÛn, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia. -En casa os las mostrarÈ, mujer -dijo Panza-, y por agora estad contenta, que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me verÈis presto conde o gobernador de una Ìnsula, y no de las de por ahÌ, sino la mejor que pueda hallarse. -QuiÈralo asÌ el cielo, marido mÌo; que bien lo habemos menester. Mas, decidme: øquÈ es eso de Ìnsulas, que no lo entiendo? -No es la miel para la boca del asno -respondiÛ Sancho-; a su tiempo lo ver·s, mujer, y aun te admirar·s de oÌrte llamar SeÒorÌa de todos tus vasallos. -øQuÈ es lo que decÌs, Sancho, de seÒorÌas, Ìnsulas y vasallos? -respondiÛ Juana Panza, que asÌ se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos. -No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. SÛlo te sabrÈ decir, asÌ de paso, que no hay cosa m·s gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las m·s que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querrÌa, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. SÈlo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriÒando selvas, pisando peÒas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreciÛn, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedÌ. Todas estas pl·ticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mir·balas Èl con ojos atravesados, y no acababa de entender en quÈ parte estaba. El cura encargÛ a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar a su tÌo, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que habÌa sido menester para traelle a su casa. AquÌ alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allÌ se renovaron las maldiciones de los libros de caballerÌas, allÌ pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habÌan de ver sin su amo y tÌo en el mesmo punto que tuviese alguna mejorÌa; y sÌ fue como ellas se lo imaginaron. Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras autÈnticas; sÛlo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que saliÛ de su casa, fue a Zaragoza, donde se hallÛ en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allÌ le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo mÈdico que tenÌa en su poder una caja de plomo, que, seg˙n Èl dijo, se habÌa hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habÌan hallado unos pergaminos escritos con letras gÛticas, pero en versos castellanos, que contenÌan muchas de sus hazaÒas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres. Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquÌ pone el fidedigno autor desta nueva y jam·s vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costÛ inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crÈdito que suelen dar los discretos a los libros de caballerÌas, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendr· por bien pagado y satisfecho, y se animar· a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invenciÛn y pasatiempo. Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se hallÛ en la caja de plomo eran Èstas: LOS ACAD…MICOS DE LA ARGAMASILLA, LUGAR DE LA MANCHA, EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO DON QUIJOTE DE LA MANCHA, HOC SCRIPSERUNT: EL MONICONGO, ACAD…MICO DE LA ARGAMASILLA, A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE Epitafio El calvatrueno que adornÛ a la Mancha de m·s despojos que JasÛn decreta; el j¸icio que tuvo la veleta aguda donde fuera mejor ancha, el brazo que su fuerza tanto ensancha, que llegÛ del Catay hasta Gaeta, la musa m·s horrenda y m·s discreta que grabÛ versos en la broncÌnea plancha, el que a cola dejÛ los Amadises, y en muy poquito a Galaores tuvo, estribando en su amor y bizarrÌa, el que hizo callar los Belianises, aquel que en Rocinante errando anduvo, yace debajo desta losa frÌa. DEL PANIAGUADO, ACAD…MICO DE LA ARGAMASILLA, In laudem Dulcineae del Toboso Soneto Esta que veis de rostro amondongado, alta de pechos y adem·n brioso, es Dulcinea, reina del Toboso, de quien fue el gran Quijote aficionado. PisÛ por ella el uno y otro lado de la gran Sierra Negra, y el famoso campo de MontÔel, hasta el herboso llano de Aranj¸ez, a pie y cansado. Culpa de Rocinante, °oh dura estrella!, que esta manchega dama, y este invito andante caballero, en tiernos aÒos, ella dejÛ, muriendo, de ser bella; y Èl, aunque queda en m·rmores escrito, no pudo huir de amor, iras y engaÒos. DEL CAPRICHOSO, DISCRETÕSIMO ACAD…MICO DE LA ARGAMASILLA, EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA Soneto En el soberbio trono diamantino que con sangrientas plantas huella Marte, frenÈtico, el Manchego su estandarte tremola con esfuerzo peregrino. Cuelga las armas y el acero fino con que destroza, asuela, raja y parte: °nuevas proezas!, pero inventa el arte un nuevo estilo al nuevo paladino. Y si de su AmadÌs se precia Gaula, por cuyos bravos descendientes Grecia triunfÛ mil veces y su fama ensancha, hoy a Quijote le corona el aula do Belona preside, y dÈl se precia, m·s que Grecia ni Gaula, la alta Mancha. Nunca sus glorias el olvido mancha, pues hasta Rocinante, en ser gallardo, excede a Brilladoro y a Bayardo. DEL BURLADOR, ACAD…MICO ARGAMASILLESCO, A SANCHO PANZA Soneto Sancho Panza es asqueste, en cuerpo chico, Pero grande en valor: ¡milagro extraño! Escudero el más simple y sin engaño Que tuvo el mundo, os juro y certifico. De ser conde no estuvo en un tantico, Si no se conjuraran en su daño Insolencias y agravios del tacaño Siglo, que aun no perdonan á un borrico. Sobre él anduvo (con perdón se miente) Este manso escudero, tras el manso Caballo Rocinante y tras su dueño. ¡Oh vanas esperanzas de la gente! ¡Cómo pasais con prometer descanso, Y al fin parais en sombra, en humo, en sueño! DEL CACHIDIABLO, ACAD…MICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE Epitafio AquÌ yace el caballero, bien molido y mal andante, a quien llevÛ Rocinante por uno y otro sendero. Sancho Panza el majadero yace tambiÈn junto a Èl, escudero el m·s fÔel que vio el trato de escudero. DEL TIQUITOC, ACAD…MICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO Epitafio Reposa aquÌ Dulcinea; y, aunque de carnes rolliza, la volviÛ en polvo y ceniza la muerte espantable y fea. Fue de castiza ralea, y tuvo asomos de dama; del gran Quijote fue llama, y fue gloria de su aldea. …stos fueron los versos que se pudieron leer; los dem·s, por estar carcomida la letra, se entregaron a un acadÈmico para que por conjeturas los declarase. TiÈnese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intenciÛn de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote. Forsi altro canter‡ con miglior plectio. Finis Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha TASA Yo, Hernando de Vallejo, escribano de C·mara del Rey nuestro seÒor, de los que residen en su Consejo, doy fe que, habiÈndose visto por los seÒores dÈl un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso, le tasaron a cuatro maravedÌs cada pliego en papel, el cual tiene setenta y tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos maravedÌs, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por Èl se ha de pedir y llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder, a que me refiero; y de mandamiento de los dichos seÒores del Consejo y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en Madrid, a veinte y uno dÌas del mes de otubre del mil y seiscientos y quince aÒos. Hernando de Vallejo. FEE DE ERRATAS Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en Èl cosa digna de notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de otubre, mil y seiscientos y quince. El licenciado Francisco Murcia de la Llana. APROBACIONES APROBACI”N Por comisiÛn y mandado de los seÒores del Consejo, he hecho ver el libro contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lÌcito, mezclado de mucha filosofÌa moral; puÈdesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a cinco de noviembre de mil seiscientos y quince. Doctor Gutierre de Cetina. APROBACI”N Por comisiÛn y mandado de los seÒores del Consejo, he visto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra nuestra santa fe catÛlica, ni buenas costumbres, antes, muchas de honesta recreaciÛn y apacible divertimiento, que los antiguos juzgaron convenientes a sus rep˙blicas, pues aun en la severa de los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ·nimos marchitos y espÌritus melancÛlicos, de que se acordÛ Tulio en el primero De legibus, y el poeta diciendo: Interpone tuis interdum gaudia curis, lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensiÛn, y cumpliendo con el acertado asunto en que pretende la expulsiÛn de los libros de caballerÌas, pues con su buena diligencia maÒosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos, es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra naciÛn, admiraciÛn y invidia de las estraÒas. …ste es mi parecer, salvo etc. En Madrid, a 17 de marzo de 1615. El maestro Josef de Valdivielso. APROBACI”N Por comisiÛn del seÒor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hallo en Èl cosa indigna de un cristiano celo, ni que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales; antes, mucha erudiciÛn y aprovechamiento, asÌ en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerÌas, cuyo contagio habÌa cundido m·s de lo que fuera justo, como en la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectaciÛn, vicio con razÛn aborrecido de hombres cuerdos; y en la correciÛn de vicios que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de reprehensiÛn cristiana, que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas gustosamente habr· bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco alguno, lo provechoso de la detestaciÛn de su vicio, con que se hallar·, que es lo m·s difÌcil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propÛsito lo ˙til con lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo imitar a DiÛgenes en lo filÛsofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cÌnico, entreg·ndose a maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio que tocan de su ·spera reprehensiÛn, y por ventura descubren caminos para seguirle, hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no reprehensores, a lo menos maestros dÈl. H·cense odiosos a los bien entendidos, con el pueblo pierden el crÈdito, si alguno tuvieron, para admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo tiempo est·n dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes, algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya aplicaciÛn, el atentado y docto mÈdico consigue el fin de resolverlas, tÈrmino que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes, asÌ nuestra naciÛn como las estraÒas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, asÌ por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido EspaÒa, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veinte y cinco de febrero deste aÒo de seiscientos y quince, habiendo ido el ilustrÌsimo seÒor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi seÒor, a pagar la visita que a Su IlustrÌsima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus prÌncipes y los de EspaÒa, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompaÒando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mÌ y a otros capellanes del cardenal mi seÒor, deseosos de saber quÈ libros de ingenio andaban m·s validos; y, tocando acaso en Èste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimaciÛn en que, asÌ en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenÌan sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la primera parte dÈsta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecÌ llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Pregunt·ronme muy por menor su edad, su profesiÛn, calidad y cantidad. HallÈme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondiÛ estas formales palabras: ''Pues, øa tal hombre no le tiene EspaÒa muy rico y sustentado del erario p˙blico?'' AcudiÛ otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo Èl pobre, haga rico a todo el mundo''. Bien creo que est·, para censura, un poco larga; alguno dir· que toca los lÌmites de lisonjero elogio; mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crÌtico la sospecha y en mÌ el cuidado; adem·s que el dÌa de hoy no se lisonjea a quien no tiene con quÈ cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de febrero de mil y seiscientos y quince. El licenciado M·rquez Torres. PRIVILEGIO Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relaciÛn que habÌades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, de la cual hacÌades presentaciÛn, y, por ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos suplicastes os mand·semos dar licencia para le poder imprimir y privilegio por veinte aÒos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la prem·tica por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debÌamos mandar dar esta nuestra cÈdula en la dicha razÛn, y nos tuvÌmoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de diez aÒos, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el dÌa de la fecha de esta nuestra cÈdula en adelante, vos, o la persona que para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, pod·is imprimir y vender el dicho libro que desuso se hace menciÛn; y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombr·redes para que durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo, nuestro escribano de C·mara, y uno de los que en Èl residen, con que antes y primero que se venda lo traig·is ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresiÛn est· conforme a Èl, o traig·is fe en p˙blica forma cÛmo, por corretor por nos nombrado, se vio y corrigiÛ la dicha impresiÛn por el dicho original, y m·s al dicho impresor que ansÌ imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego dÈl, ni entregue m·s de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha correciÛn y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro estÈ corregido y tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente ponga esta nuestra licencia y la aprobaciÛn, tasa y erratas, ni lo pod·is vender ni vend·is vos ni otra persona alguna, hasta que estÈ el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha prem·tica y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y m·s, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dÈl tuviere, y m·s incurra en pena de cincuenta mil maravedÌs por cada vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra C·mara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte par el que lo denunciare; y m·s a los del nuestro Consejo, presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y ChancillerÌas, y a otras cualesquiera justicias de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y seÒorÌos, y a cada uno en su juridiciÛn, ansÌ a los que agora son como a los que ser·n de aquÌ adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cÈdula y merced, que ansÌ vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedÌs para la nuestra C·mara. Dada en Madrid, a treinta dÌas del mes de marzo de mil y seiscientos y quince aÒos. YO, EL REY. Por mandado del Rey nuestro seÒor: Pedro de Contreras. PR”LOGO AL LECTOR °V·lame Dios, y con cu·nta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prÛlogo, creyendo hallar en Èl venganzas, riÒas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que dicen que se engendrÛ en Tordesillas y naciÛ en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cÛlera en los m·s humildes pechos, en el mÌo ha de padecer excepciÛn esta regla. Quisieras t˙ que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castÌguele su pecado, con su pan se lo coma y all· se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mÌ, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la m·s alta ocasiÛn que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimaciÛn de los que saben dÛnde se cobraron; que el soldado m·s bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mÌ de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facciÛn prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guÌan a los dem·s al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los aÒos. He sentido tambiÈn que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa quÈ cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y, siendo esto asÌ, como lo es, no tengo yo de perseguir a ning˙n sacerdote, y m·s si tiene por aÒadidura ser familiar del Santo Oficio; y si Èl lo dijo por quien parece que lo dijo, engaÒÛse de todo en todo: que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupaciÛn continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este seÒor autor el decir que mis novelas son m·s satÌricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo. ParÈceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los tÈrminos de mi modestia, sabiendo que no se ha aÒadir afliciÛn al afligido, y que la que debe de tener este seÒor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traiciÛn de lesa majestad. Si, por ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sÈ lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y, para confirmaciÛn desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento: ´HabÌa en Sevilla un loco que dio en el m·s gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un caÒuto de caÒa puntiagudo en el fin, y, en cogiendo alg˙n perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogÌa el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podÌa le acomodaba el caÒuto en la parte que, sopl·ndole, le ponÌa redondo como una pelota; y, en teniÈndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: ''øPensar·n vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?''ª øPensar· vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro? Y si este cuento no le cuadrare, dir·sle, lector amigo, Èste, que tambiÈn es de loco y de perro: ´HabÌa en CÛrdoba otro loco, que tenÌa por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de m·rmol, o un canto no muy liviano, y, en topando alg˙n perro descuidado, se le ponÌa junto, y a plomo dejaba caer sobre Èl el peso. Amohin·base el perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. SucediÛ, pues, que, entre los perros que descargÛ la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien querÌa mucho su dueÒo. BajÛ el canto, diole en la cabeza, alzÛ el grito el molido perro, violo y sintiÛlo su amo, asiÛ de una vara de medir, y saliÛ al loco y no le dejÛ hueso sano; y cada palo que le daba decÌa: ''Perro ladrÛn, øa mi podenco? øNo viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiÈndole el nombre de podenco muchas veces, enviÛ al loco hecho una alheÒa. EscarmentÛ el loco y retirÛse, y en m·s de un mes no saliÛ a la plaza; al cabo del cual tiempo, volviÛ con su invenciÛn y con m·s carga. Lleg·base donde estaba el perro, y, mir·ndole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decÌa: ''Este es podenco: °guarda!'' En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decÌa que eran podencos; y asÌ, no soltÛ m·s el canto.ª Quiz· de esta suerte le podr· acontecer a este historiador: que no se atrever· a soltar m·s la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son m·s duros que las peÒas. Dile tambiÈn que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite, que, acomod·ndome al entremÈs famoso de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi seÒor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vÌvame la suma caridad del ilustrÌsimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mÌ m·s libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos prÌncipes, sin que los solicite adulaciÛn mÌa ni otro gÈnero de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por m·s dichoso y m·s rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puÈdela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dÈ alguna luz de sÌ, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espÌritus, y, por el consiguiente, favorecida. Y no le digas m·s, ni yo quiero decirte m·s a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artÌfice y del mesmo paÒo que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta tambiÈn que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestÌa, aun de las malas, se estima en algo. OlvÌdaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea. DEDICATORIA, AL CONDE DE LEMOS Enviando a Vuestra Excelencia los dÌas pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si Èl all· llega, me parece que habrÈ hecho alg˙n servicio a Vuestra Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envÌe para quitar el h·mago y la n·usea que ha causado otro don Quijote, que, con nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que m·s ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habr· un mes que me escribiÛ una carta con un propio, pidiÈndome, o, por mejor decir, suplic·ndome se le enviase, porque querÌa fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y querÌa que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto, me decÌa que fuese yo a ser el rector del tal colegio. PreguntÈle al portador si Su Majestad le habÌa dado para mÌ alguna ayuda de costa. RespondiÛme que ni por pensamiento. ''Pues, hermano -le respondÌ yo-, vos os podÈis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venÌs despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; adem·s que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador por emperador, y monarca por monarca, en N·poles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorÌas, me sustenta, me ampara y hace m·s merced que la que yo acierto a desear''. Con esto le despedÌ, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien darÈ fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el m·s malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el m·s malo, porque, seg˙n la opiniÛn de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible. Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estar· Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, ˙ltimo de otubre de mil seiscientos y quince. Criado de Vuestra Excelencia, Miguel de Cervantes Saavedra. CapÌtulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encarg·ndolas tuviesen cuenta con regalarle, d·ndole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazÛn y el celebro, de donde procedÌa, seg˙n buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que asÌ lo hacÌan, y lo harÌan, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su seÒor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habÌan acertado en haberle traÌdo encantado en el carro de los bueyes, como se contÛ en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su ˙ltimo capÌtulo. Y asÌ, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejorÌa, aunque tenÌan casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ning˙n punto de la andante caballerÌa, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban. Visit·ronle, en fin, y hall·ronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecÌa sino hecho de carne momia. Fueron dÈl muy bien recebidos, pregunt·ronle por su salud, y Èl dio cuenta de sÌ y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su pl·tica vinieron a tratar en esto que llaman razÛn de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquÈl, reformando una costumbre y desterrando otra, haciÈndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un SolÛn flamante; y de tal manera renovaron la rep˙blica, que no pareciÛ sino que la habÌan puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y hablÛ don Quijote con tanta discreciÛn en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio. Hall·ronse presentes a la pl·tica la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su seÒor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propÛsito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerÌas, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y asÌ, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habÌan venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenÌa por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabÌa su designio, ni adÛnde habÌa de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que casi cada aÒo nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y Su Majestad habÌa hecho proveer las costas de N·poles y Sicilia y la isla de Malta. A esto respondiÛ don Quijote: -Su Majestad ha hecho como prudentÌsimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsej·rale yo que usara de una prevenciÛn, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella. Apenas oyÛ esto el cura, cuando dijo entre sÌ: -°Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeÒas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad! Mas el barbero, que ya habÌa dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntÛ a don Quijote cu·l era la advertencia de la prevenciÛn que decÌa era bien se hiciese; quiz· podrÌa ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los prÌncipes. -El mÌo, seÒor rapador -dijo don Quijote-, no ser· impertinente, sino perteneciente. -No lo digo por tanto -replicÛ el barbero-, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los m·s arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daÒo del rey o del reino. -Pues el mÌo -respondiÛ don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino el m·s f·cil, el m·s justo y el m·s maÒero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno. -Ya tarda en decirle vuestra merced, seÒor don Quijote -dijo el cura. -No querrÌa -dijo don Quijote- que le dijese yo aquÌ agora, y amaneciese maÒana en los oÌdos de los seÒores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo. -Por mÌ -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquÌ y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendÌ del romance del cura que en el prefacio avisÛ al rey del ladrÛn que le habÌa robado las cien doblas y la su mula la andariega. -No sÈ historias -dijo don Quijote-, pero sÈ que es bueno ese juramento, en fee de que sÈ que es hombre de bien el seÒor barbero. -Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por Èl, que en este caso no hablar· m·s que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado. -Y a vuestra merced, øquiÈn le fÌa, seÒor cura? -dijo don Quijote. -Mi profesiÛn -respondiÛ el cura-, que es de guardar secreto. -°Cuerpo de tal! -dijo a esta sazÛn don Quijote-. øHay m·s, sino mandar Su Majestad por p˙blico pregÛn que se junten en la corte para un dÌa seÒalado todos los caballeros andantes que vagan por EspaÒa; que, aunque no viniesen sino media docena, tal podrÌa venir entre ellos, que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco? EstÈnme vuestras mercedes atentos, y vayan conmigo. øPor ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejÈrcito de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, dÌganme: øcu·ntas historias est·n llenas destas maravillas? °HabÌa, en hora mala para mÌ, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don BelianÌs, o alguno de los del inumerable linaje de AmadÌs de Gaula; que si alguno dÈstos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia! Pero Dios mirar· por su pueblo, y deparar· alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les ser· inferior en el ·nimo; y Dios me entiende, y no digo m·s. -°Ay! -dijo a este punto la sobrina-; °que me maten si no quiere mi seÒor volver a ser caballero andante! A lo que dijo don Quijote: -Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando Èl quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende. A esta sazÛn dijo el barbero: -Suplico a vuestras mercedes que se me dÈ licencia para contar un cuento breve que sucediÛ en Sevilla, que, por venir aquÌ como de molde, me da gana de contarle. Dio la licencia don Quijote, y el cura y los dem·s le prestaron atenciÛn, y Èl comenzÛ desta manera: -´En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habÌan puesto allÌ por falto de juicio. Era graduado en c·nones por Osuna, pero, aunque lo fuera por Salamanca, seg˙n opiniÛn de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos aÒos de recogimiento, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginaciÛn escribiÛ al arzobispo, suplic·ndole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivÌa, pues por la misericordia de Dios habÌa ya cobrado el juicio perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenÌan allÌ, y, a pesar de la verdad, querÌan que fuese loco hasta la muerte. ªEl arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandÛ a un capell·n suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribÌa, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que tenÌa juicio, le sacase y pusiese en libertad. HÌzolo asÌ el capell·n, y el retor le dijo que aquel hombre a˙n se estaba loco: que, puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podÌa hacer la esperiencia habl·ndole. Quiso hacerla el capell·n, y, poniÈndole con el loco, hablÛ con Èl una hora y m·s, y en todo aquel tiempo jam·s el loco dijo razÛn torcida ni disparatada; antes, hablÛ tan atentadamente, que el capell·n fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenÌa ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacÌan porque dijese que a˙n estaba loco, y con l˙cidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenÌa era su mucha hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponÌan dolo y dudaban de la merced que Nuestro SeÒor le habÌa hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, Èl hablÛ de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a Èl tan discreto que el capell·n se determinÛ a llev·rsele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de aquel negocio. ªCon esta buena fee, el buen capell·n pidiÛ al retor mandase dar los vestidos con que allÌ habÌa entrado el licenciado; volviÛ a decir el retor que mirase lo que hacÌa, porque, sin duda alguna, el licenciado a˙n se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capell·n las prevenciones y advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeciÛ el retor, viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes, y, como Èl se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicÛ al capell·n que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus compaÒeros los locos. El capell·n dijo que Èl le querÌa acompaÒar y ver los locos que en la casa habÌa. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo: ''Hermano mÌo, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza en …l, que, pues a mÌ me ha vuelto a mi primero estado, tambiÈn le volver· a Èl si en …l confÌa. Yo tendrÈ cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cÛmalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estÛmagos vacÌos y los celebros llenos de aire. EsfuÈrcese, esfuÈrcese, que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''. ªTodas estas razones del licenciado escuchÛ otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del furioso, y, levant·ndose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntÛ a grandes voces quiÈn era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondiÛ: ''Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no tengo necesidad de estar m·s aquÌ, por lo que doy infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''. ''Mirad lo que decÌs, licenciado, no os engaÒe el diablo -replicÛ el loco-; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorrarÈis la vuelta''. ''Yo sÈ que estoy bueno -replicÛ el licenciado-, y no habr· para quÈ tornar a andar estaciones''. ''øVos bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dir·; andad con Dios, pero yo os voto a J˙piter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dÈl por todos los siglos del los siglos, amÈn. øNo sabes t˙, licenciadillo menguado, que lo podrÈ hacer, pues, como digo, soy J˙piter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en Èl ni en todo su distrito y contorno por tres enteros aÒos, que se han de contar desde el dÌa y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. øT˙ libre, t˙ sano, t˙ cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? AsÌ pienso llover como pensar ahorcarme''. ªA las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos, pero nuestro licenciado, volviÈndose a nuestro capell·n y asiÈndole de las manos, le dijo: ''No tenga vuestra merced pena, seÒor mÌo, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si Èl es J˙piter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloverÈ todas las veces que se me antojare y fuere menester''. A lo que respondiÛ el capell·n: ''Con todo eso, seÒor Neptuno, no ser· bien enojar al seÒor J˙piter: vuestra merced se quede en su casa, que otro dÌa, cuando haya m·s comodidad y m·s espacio, volveremos por vuestra merced''. RiÛse el retor y los presentes, por cuya risa se medio corriÛ el capell·n; desnudaron al licenciado, quedÛse en casa y acabÛse el cuento.ª -Pues, øÈste es el cuento, seÒor barbero -dijo don Quijote-, que, por venir aquÌ como de molde, no podÌa dejar de contarle? °Ah, seÒor rapista, seÒor rapista, y cu·n ciego es aquel que no vee por tela de cedazo! Y øes posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, seÒor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sÛlo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que est· en no renovar en sÌ el felicÌsimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballerÌa. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huÈrfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los m·s de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sÛlo procure descabezar, como dicen, el sueÒo, como lo hacÌan los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaÒa, y de allÌ pise una estÈril y desierta playa del mar, las m·s veces proceloso y alterado, y, hallando en ella y en su orilla un pequeÒo batel sin remos, vela, m·stil ni jarcia alguna, con intrÈpido corazÛn se arroje en Èl, entreg·ndose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y Èl, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y m·s leguas distante del lugar donde se embarcÛ, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentÌa y la teÛrica de la pr·ctica de las armas, que sÛlo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, dÌganme: øquiÈn m·s honesto y m·s valiente que el famoso AmadÌs de Gaula?; øquiÈn m·s discreto que PalmerÌn de Inglaterra?; øquiÈn m·s acomodado y manual que Tirante el Blanco?; øquiÈn m·s gal·n que Lisuarte de Grecia?; øquiÈn m·s acuchillado ni acuchillador que don BelianÌs?; øquiÈn m·s intrÈpido que PeriÛn de Gaula, o quiÈn m·s acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quiÈn m·s sincero que Esplandi·n?; øquiÈn mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; øquiÈn m·s bravo que Rodamonte?; øquiÈn m·s prudente que el rey Sobrino?; øquiÈn m·s atrevido que Reinaldos?; øquiÈn m·s invencible que Rold·n?; y øquiÈn m·s gallardo y m·s cortÈs que Rugero, de quien decienden hoy los duques de Ferrara, seg˙n TurpÌn en su CosmografÌa? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, seÒor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballerÌa. DÈstos, o tales como Èstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capell·n della; y si su J˙piter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquÌ estoy yo, que lloverÈ cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el seÒor BacÌa que le entiendo. -En verdad, seÒor don Quijote -dijo el barbero-, que no lo dije por tanto, y asÌ me ayude Dios como fue buena mi intenciÛn, y que no debe vuestra merced sentirse. -Si puedo sentirme o no -respondiÛ don Quijote-, yo me lo sÈ. A esto dijo el cura: -Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escr˙pulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquÌ el seÒor don Quijote ha dicho. -Para otras cosas m·s -respondiÛ don Quijote- tiene licencia el seÒor cura; y asÌ, puede decir su escr˙pulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa. -Pues con ese benepl·cito -respondiÛ el cura-, digo que mi escr˙pulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, seÒor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficciÛn, f·bula y mentira, y sueÒos contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos. -…se es otro error -respondiÛ don Quijote- en que han caÌdo muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi com˙n engaÒo; pero algunas veces no he salido con mi intenciÛn, y otras sÌ, sustent·ndola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a AmadÌs de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a AmadÌs pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensiÛn que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazaÒas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofÌa sus faciones, sus colores y estaturas. -øQue tan grande le parece a vuestra merced, mi seÒor don Quijote -preguntÛ el barbero-, debÌa de ser el gigante Morgante? -En esto de gigantes -respondiÛ don Quijote- hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un ·tomo en la verdad, nos muestra que los hubo, cont·ndonos la historia de aquel filisteazo de GolÌas, que tenÌa siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. TambiÈn en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueÒos, y tan grandes como grandes torres; que la geometrÌa saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabrÈ decir con certidumbre quÈ tamaÒo tuviese Morgante, aunque imagino que no debiÛ de ser muy alto; y muÈveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace menciÛn particular de sus hazaÒas que muchas veces dormÌa debajo de techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro est· que no era desmesurada su grandeza. -AsÌ es -dijo el cura. El cual, gustando de oÌrle decir tan grandes disparates, le preguntÛ que quÈ sentÌa acerca de los rostros de Reinaldos de Montalb·n y de don Rold·n, y de los dem·s Doce Pares de Francia, pues todos habÌan sido caballeros andantes. -De Reinaldos -respondiÛ don Quijote- me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colÈrico en demasÌa, amigo de ladrones y de gente perdida. De Rold·n, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheÒo, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado. -Si no fue Rold·n m·s gentilhombre que vuestra merced ha dicho -replicÛ el cura-, no fue maravilla que la seÒora AngÈlica la Bella le desdeÒase y dejase por la gala, brÌo y donaire que debÌa de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregÛ; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Rold·n. -Esa AngÈlica -respondiÛ don Quijote-, seÒor cura, fue una doncella destraÌda, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejÛ el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreciÛ mil seÒores, mil valientes y mil discretos, y contentÛse con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardÛ a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta seÒora le sucediÛ despuÈs de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejÛ donde dijo: Y como del Catay recibiÛ el cetro, quiz· otro cantar· con mejor plectro. Y, sin duda, que esto fue como profecÌa; que los poetas tambiÈn se llaman vates, que quiere decir adivinos. VÈese esta verdad clara, porque, despuÈs ac·, un famoso poeta andaluz llorÛ y cantÛ sus l·grimas, y otro famoso y ˙nico poeta castellano cantÛ su hermosura. -DÌgame, seÒor don Quijote -dijo a esta sazÛn el barbero-, øno ha habido alg˙n poeta que haya hecho alguna s·tira a esa seÒora AngÈlica, entre tantos como la han alabado? -Bien creo yo -respondiÛ don Quijote- que si Sacripante o Rold·n fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeÒados y no admitidos de sus damas fingidas -o fingidas, en efeto, de aquÈllos a quien ellos escogieron por seÒoras de sus pensamientos-, vengarse con s·tiras y libelos (venganza, por cierto, indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ning˙n verso infamatorio contra la seÒora AngÈlica, que trujo revuelto el mundo. -°Milagro! -dijo el cura. Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habÌan dejado la conversaciÛn, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido. CapÌtulo II. Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos graciosos Cuenta la historia que las voces que oyeron don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y ellas le defendÌan la puerta: -øQuÈ quiere este mostrenco en esta casa? Idos a la vuestra, hermano, que vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca a mi seÒor, y le lleva por esos andurriales. A lo que Sancho respondiÛ: -Ama de Satan·s, el sonsacado, y el destraÌdo, y el llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo; Èl me llevÛ por esos mundos, y vosotras os engaÒ·is en la mitad del justo precio: Èl me sacÛ de mi casa con engaÒifas, prometiÈndome una Ìnsula, que hasta agora la espero. -Malas Ìnsulas te ahoguen -respondiÛ la sobrina-, Sancho maldito. Y øquÈ son Ìnsulas? øEs alguna cosa de comer, golosazo, comilÛn, que t˙ eres? -No es de comer -replicÛ Sancho-, sino de gobernar y regir mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte. -Con todo eso -dijo el ama-, no entrarÈis ac·, saco de maldades y costal de malicias. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender Ìnsulas ni Ìnsulos. Grande gusto recebÌan el cura y el barbero de oÌr el coloquio de los tres; pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase alg˙n montÛn de maliciosas necedades, y tocase en puntos que no le estarÌan bien a su crÈdito, le llamÛ, y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar. EntrÛ Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cu·n puesto estaba en sus desvariados pensamientos, y cu·n embebido en la simplicidad de sus malandantes caballerÌas; y asÌ, dijo el cura al barbero: -Vos verÈis, compadre, cÛmo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez a volar la ribera. No pongo yo duda en eso -respondiÛ el barbero-, pero no me maravillo tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero, que tan creÌdo tiene aquello de la Ìnsula, que creo que no se lo sacar·n del casco cuantos desengaÒos pueden imaginarse. -Dios los remedie -dijo el cura-, y estemos a la mira: veremos en lo que para esta m·quina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras del seÒor, sin las necedades del criado, no valÌan un ardite. -AsÌ es -dijo el barbero-, y holgara mucho saber quÈ tratar·n ahora los dos. -Yo seguro -respondiÛ el cura- que la sobrina o el ama nos lo cuenta despuÈs, que no son de condiciÛn que dejar·n de escucharlo. En tanto, don Quijote se encerrÛ con Sancho en su aposento; y, estando solos, le dijo: -Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saquÈ de tus casillas, sabiendo que yo no me quedÈ en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mÌ me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja. -Eso estaba puesto en razÛn -respondiÛ Sancho-, porque, seg˙n vuestra merced dice, m·s anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos. -Eng·Òaste, Sancho -dijo don Quijote-; seg˙n aquello, quando caput dolet..., etcÈtera. -No entiendo otra lengua que la mÌa -respondiÛ Sancho. -Quiero decir -dijo don Quijote- que, cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y asÌ, siendo yo tu amo y seÒor, soy tu cabeza, y t˙ mi parte, pues eres mi criado; y, por esta razÛn, el mal que a mÌ me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mÌ el tuyo. -AsÌ habÌa de ser -dijo Sancho-, pero cuando a mÌ me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detr·s de las bardas, mir·ndome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los miembros est·n obligados a dolerse del mal de la cabeza, habÌa de estar obligada ella a dolerse dellos. -øQuerr·s t˙ decir agora, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que no me dolÌa yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses; pues m·s dolor sentÌa yo entonces en mi espÌritu que t˙ en tu cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habr· donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: øquÈ es lo que dicen de mÌ por ese lugar? øEn quÈ opiniÛn me tiene el vulgo, en quÈ los hidalgos y en quÈ los caballeros? øQuÈ dicen de mi valentÌa, quÈ de mis hazaÒas y quÈ de mi cortesÌa? øQuÈ se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oÌdos; y esto me has de decir sin aÒadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales es decir la verdad a sus seÒores en su ser y figura propia, sin que la adulaciÛn la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oÌdos de los prÌncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrÌan, otras edades serÌan tenidas por m·s de hierro que la nuestra, que entiendo que, de las que ahora se usan, es la dorada. SÌrvate este advertimiento, Sancho, para que discreta y bienintencionadamente pongas en mis oÌdos la verdad de las cosas que supieres de lo que te he preguntado. -Eso harÈ yo de muy buena gana, seÒor mÌo -respondiÛ Sancho-, con condiciÛn que vuestra merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de aquellas con que llegaron a mi noticia. -En ninguna manera me enojarÈ -respondiÛ don Quijote-. Bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeo alguno. -Pues lo primero que digo -dijo-, es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandÌsimo loco, y a mÌ por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniÈndose vuestra merced en los lÌmites de la hidalguÌa, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atr·s y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrÌan que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde. -Eso -dijo don Quijote- no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien vestido, y jam·s remendado; roto, bien podrÌa ser; y el roto, m·s de las armas que del tiempo. -En lo que toca -prosiguiÛ Sancho- a la valentÌa, cortesÌa, hazaÒas y asumpto de vuestra merced, hay diferentes opiniones; unos dicen: "loco, pero gracioso"; otros, "valiente, pero desgraciado"; otros, "cortÈs, pero impertinente"; y por aquÌ van discurriendo en tantas cosas, que ni a vuestra merced ni a mÌ nos dejan hueso sano. -Mira, Sancho -dijo don Quijote-: dondequiera que est· la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejÛ de ser calumniado de la malicia. Julio CÈsar, animosÌsimo, prudentÌsimo y valentÌsimo capit·n, fue notado de ambicioso y alg˙n tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazaÒas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dÈl que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De HÈrcules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de AmadÌs de Gaula, se murmura que fue m·s que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorÛn. AsÌ que, °oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos, bien pueden pasar las mÌas, como no sean m·s de las que has dicho. -°AhÌ est· el toque, cuerpo de mi padre! -replicÛ Sancho. -Pues, øhay m·s? -preguntÛ don Quijote. -A˙n la cola falta por desollar -dijo Sancho-. Lo de hasta aquÌ son tortas y pan pintado; mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de las caloÒas que le ponen, yo le traerÈ aquÌ luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja; que anoche llegÛ el hijo de BartolomÈ Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y, yÈndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mÌ en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la seÒora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cÛmo las pudo saber el historiador que las escribiÛ. -Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser alg˙n sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir. -Y °cÛmo -dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (seg˙n dice el bachiller SansÛn Carrasco, que asÌ se llama el que dicho tengo) que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena! -Ese nombre es de moro -respondiÛ don Quijote. -AsÌ ser· -respondiÛ Sancho-, porque por la mayor parte he oÌdo decir que los moros son amigos de berenjenas. -T˙ debes, Sancho -dijo don Quijote-, errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en ar·bigo quiere decir seÒor. -Bien podrÌa ser -replicÛ Sancho-, mas, si vuestra merced gusta que yo le haga venir aquÌ, irÈ por Èl en volandas. -Har·sme mucho placer, amigo -dijo don Quijote-, que me tiene suspenso lo que me has dicho, y no comerÈ bocado que bien me sepa hasta ser informado de todo. -Pues yo voy por Èl -respondiÛ Sancho. Y, dejando a su seÒor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volviÛ de allÌ a poco espacio, y entre los tres pasaron un graciosÌsimo coloquio. CapÌtulo III. Del ridÌculo razonamiento que pasÛ entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller SansÛn Carrasco Pensativo adem·s quedÛ don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oÌr las nuevas de sÌ mismo puestas en libro, como habÌa dicho Sancho; y no se podÌa persuadir a que tal historia hubiese, pues a˙n no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que habÌa muerto, y ya querÌan que anduviesen en estampa sus altas caballerÌas. Con todo eso, imaginÛ que alg˙n sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de encantamento las habr· dado a la estampa: si amigo, para engrandecerlas y levantarlas sobre las m·s seÒaladas de caballero andante; si enemigo, para aniquilarlas y ponerlas debajo de las m·s viles que de alg˙n vil escudero se hubiesen escrito, puesto -decÌa entre sÌ- que nunca hazaÒas de escuderos se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza habÌa de ser grandÌlocua, alta, insigne, magnÌfica y verdadera. Con esto se consolÛ alg˙n tanto, pero desconsolÛle pensar que su autor era moro, seg˙n aquel nombre de Cide; y de los moros no se podÌa esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas. TemÌase no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia, que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su seÒora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la habÌa guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya los Ìmpetus de los naturales movimientos; y asÌ, envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibiÛ con mucha cortesÌa. Era el bachiller, aunque se llamaba SansÛn, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrÛn, de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendrÌa hasta veinte y cuatro aÒos, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, seÒales todas de ser de condiciÛn maliciosa y amigo de donaires y de burlas, como lo mostrÛ en viendo a don Quijote, poniÈndose delante dÈl de rodillas, diciÈndole: -DÈme vuestra grandeza las manos, seÒor don Quijote de la Mancha; que, por el h·bito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras Ûrdenes que las cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los m·s famosos caballeros andantes que ha habido, ni aun habr·, en toda la redondez de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejÛ escritas, y rebiÈn haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de ar·bigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes. HÌzole levantar don Quijote, y dijo: -Desa manera, øverdad es que hay historia mÌa, y que fue moro y sabio el que la compuso? -Es tan verdad, seÒor -dijo SansÛn-, que tengo para mÌ que el dÌa de hoy est·n impresos m·s de doce mil libros de la tal historia; si no, dÌgalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se est· imprimiendo en Amberes, y a mÌ se me trasluce que no ha de haber naciÛn ni lengua donde no se traduzga. -Una de las cosas -dijo a esta sazÛn don Quijote- que m·s debe de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Dije con buen nombre porque, siendo al contrario, ninguna muerte se le igualar·. -Si por buena fama y si por buen nombre va -dijo el bachiller-, solo vuestra merced lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque el moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo la gallardÌa de vuestra merced, el ·nimo grande en acometer los peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento, asÌ en las desgracias como en las heridas, la honestidad y continencia en los amores tan platÛnicos de vuestra merced y de mi seÒora doÒa Dulcinea del Toboso. -Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he oÌdo llamar con don a mi seÒora Dulcinea, sino solamente la seÒora Dulcinea del Toboso, y ya en esto anda errada la historia. -No es objeciÛn de importancia Èsa -respondiÛ Carrasco. -No, por cierto -respondiÛ don Quijote-; pero dÌgame vuestra merced, seÒor bachiller: øquÈ hazaÒas mÌas son las que m·s se ponderan en esa historia? -En eso -respondiÛ el bachiller-, hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; Èste, a la descripciÛn de los dos ejÈrcitos, que despuÈs parecieron ser dos manadas de carneros; aquÈl encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaÌno. -DÌgame, seÒor bachiller -dijo a esta sazÛn Sancho-: øentra ahÌ la aventura de los yang¸eses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojÛ pedir cotufas en el golfo? -No se le quedÛ nada -respondiÛ SansÛn- al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta. -En la manta no hice yo cabriolas -respondiÛ Sancho-; en el aire sÌ, y aun m·s de las que yo quisiera. -A lo que yo imagino -dijo don Quijote-, no hay historia humana en el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerÌas, las cuales nunca pueden estar llenas de prÛsperos sucesos. -Con todo eso -respondiÛ el bachiller-, dicen algunos que han leÌdo la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al seÒor don Quijote. -AhÌ entra la verdad de la historia -dijo Sancho. -TambiÈn pudieran callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para quÈ escribirlas, si han de redundar en menosprecio del seÒor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero. -AsÌ es -replicÛ SansÛn-, pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar, o cantar las cosas, no como fueron, sino como debÌan ser; y el historiador las ha de escribir, no como debÌan ser, sino como fueron, sin aÒadir ni quitar a la verdad cosa alguna. -Pues si es que se anda a decir verdades ese seÒor moro -dijo Sancho-, a buen seguro que entre los palos de mi seÒor se hallen los mÌos; porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mÌ de todo el cuerpo; pero no hay de quÈ maravillarme, pues, como dice el mismo seÒor mÌo, del dolor de la cabeza han de participar los miembros. -SocarrÛn sois, Sancho -respondiÛ don Quijote-. A fee que no os falta memoria cuando vos querÈis tenerla. -Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado -dijo Sancho-, no lo consentir·n los cardenales, que a˙n se est·n frescos en las costillas. -Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no interrump·is al seÒor bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mÌ en la referida historia. -Y de mÌ -dijo Sancho-, que tambiÈn dicen que soy yo uno de los principales presonajes della. -Personajes que no presonajes, Sancho amigo -dijo SansÛn. -øOtro reprochador de voquibles tenemos? -dijo Sancho-. Pues ·ndense a eso, y no acabaremos en toda la vida. -Mala me la dÈ Dios, Sancho -respondiÛ el bachiller-, si no sois vos la segunda persona de la historia; y que hay tal, que precia m·s oÌros hablar a vos que al m·s pintado de toda ella, puesto que tambiÈn hay quien diga que anduvistes demasiadamente de crÈdulo en creer que podÌa ser verdad el gobierno de aquella Ìnsula, ofrecida por el seÒor don Quijote, que est· presente. -A˙n hay sol en las bardas -dijo don Quijote-, y, mientras m·s fuere entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los aÒos, estar· m·s idÛneo y m·s h·bil para ser gobernador que no est· agora. -Por Dios, seÒor -dijo Sancho-, la isla que yo no gobernase con los aÒos que tengo, no la gobernarÈ con los aÒos de MatusalÈn. El daÒo est· en que la dicha Ìnsula se entretiene, no sÈ dÛnde, y no en faltarme a mÌ el caletre para gobernarla. -Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que todo se har· bien, y quiz· mejor de lo que vos pens·is; que no se mueve la hoja en el ·rbol sin la voluntad de Dios. -AsÌ es verdad -dijo SansÛn-, que si Dios quiere, no le faltar·n a Sancho mil islas que gobernar, cuanto m·s una. -Gobernador he visto por ahÌ -dijo Sancho- que, a mi parecer, no llegan a la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman seÒorÌa, y se sirven con plata. -…sos no son gobernadores de Ìnsulas -replicÛ SansÛn-, sino de otros gobiernos m·s manuales; que los que gobiernan Ìnsulas, por lo menos han de saber gram·tica. -Con la grama bien me avendrÌa yo -dijo Sancho-, pero con la tica, ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en las manos de Dios, que me eche a las partes donde m·s de mÌ se sirva, digo, seÒor bachiller SansÛn Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el autor de la historia haya hablado de mÌ de manera que no enfadan las cosas que de mÌ se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mÌ cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habÌan de oÌr los sordos. -Eso fuera hacer milagros -respondiÛ SansÛn. -Milagros o no milagros -dijo Sancho-, cada uno mire cÛmo habla o cÛmo escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene al magÌn. -Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el bachiller- es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del seÒor don Quijote. -Yo apostarÈ -replicÛ Sancho- que ha mezclado el hideperro berzas con capachos. -Ahora digo -dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino alg˙n ignorante hablador, que, a tiento y sin alg˙n discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacÌa Orbaneja, el pintor de ⁄beda, al cual pregunt·ndole quÈ pintaba, respondiÛ: ''Lo que saliere''. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras gÛticas escribiese junto a Èl: "…ste es gallo". Y asÌ debe de ser de mi historia, que tendr· necesidad de comento para entenderla. -Eso no -respondiÛ SansÛn-, porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niÒos la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leÌda y tan sabida de todo gÈnero de gentes, que, apenas han visto alg˙n rocÌn flaco, cuando dicen: "allÌ va Rocinante". Y los que m·s se han dado a su letura son los pajes: no hay antec·mara de seÒor donde no se halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; Èstos le embisten y aquÈllos le piden. Finalmente, la tal historia es del m·s gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que catÛlico. -A escribir de otra suerte -dijo don Quijote-, no fuera escribir verdades, sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habÌan de ser quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sÈ yo quÈ le moviÛ al autor a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los mÌos: sin duda se debiÛ de atener al refr·n: "De paja y de heno...", etcÈtera. Pues en verdad que en sÛlo manifestar mis pensamientos, mis sospiros, mis l·grimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, seÒor bachiller, es que para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la m·s discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde est· la verdad est· Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que asÌ componen y arrojan libros de sÌ como si fuesen buÒuelos. -No hay libro tan malo -dijo el bachiller- que no tenga algo bueno. -No hay duda en eso -replicÛ don Quijote-; pero muchas veces acontece que los que tenÌan mÈritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus escritos, en d·ndolos a la estampa, la perdieron del todo, o la menoscabaron en algo. -La causa deso es -dijo SansÛn- que, como las obras impresas se miran despacio, f·cilmente se veen sus faltas, y tanto m·s se escudriÒan cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las m·s veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo. -Eso no es de maravillar -dijo don Quijote-, porque muchos teÛlogos hay que no son buenos para el p˙lpito, y son bonÌsimos para conocer las faltas o sobras de los que predican. -Todo eso es asÌ, seÒor don Quijote -dijo Carrasco-, pero quisiera yo que los tales censuradores fueran m·s misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los ·tomos del sol clarÌsimo de la obra de que murmuran; que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quiz· podrÌa ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y asÌ, digo que es grandÌsimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren. -El que de mÌ trata -dijo don Quijote-, a pocos habr· contentado. -Antes es al revÈs; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quiÈn fue el ladrÛn que hurtÛ el rucio a Sancho, que allÌ no se declara, y sÛlo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allÌ a poco le vemos a caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. TambiÈn dicen que se le olvidÛ poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que hallÛ en la maleta en Sierra Morena, que nunca m·s los nombra, y hay muchos que desean saber quÈ hizo dellos, o en quÈ los gastÛ, que es uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra. -Sancho respondiÛ: -Yo, seÒor SansÛn, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que me ha tomado un desmayo de estÛmago, que si no le reparo con dos tragos de lo aÒejo, me pondr· en la espina de Santa LucÌa. En casa lo tengo, mi oÌslo me aguarda; en acabando de comer, darÈ la vuelta, y satisfarÈ a vuestra merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, asÌ de la pÈrdida del jumento como del gasto de los cien escudos. Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa. Don Quijote pidiÛ y rogÛ al bachiller se quedase a hacer penitencia con Èl. Tuvo el bachiller el envite: quedÛse, aÒadiÛse al ordinaro un par de pichones, tratÛse en la mesa de caballerÌas, siguiÛle el humor Carrasco, acabÛse el banquete, durmieron la siesta, volviÛ Sancho y renovÛse la pl·tica pasada. CapÌtulo IV. Donde Sancho Panza satisface al bachiller SansÛn Carrasco de sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse VolviÛ Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento, dijo: -A lo que el seÒor SansÛn dijo que se deseaba saber quiÈn, o cÛmo, o cu·ndo se me hurtÛ el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, despuÈs de la aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a Segovia, mi seÒor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi seÒor arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de pluma; especialmente yo dormÌ con tan pesado sueÒo, que quienquiera que fue tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro lados de la albarda, de manera que me dejÛ a caballo sobre ella, y me sacÛ debajo de mÌ al rucio, sin que yo lo sintiese. -Eso es cosa f·cil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucediÛ a Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invenciÛn le sacÛ el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrÛn llamado Brunelo. -AmaneciÛ -prosiguiÛ Sancho-, y, apenas me hube estremecido, cuando, faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caÌda; mirÈ por el jumento, y no le vi; acudiÈronme l·grimas a los ojos, y hice una lamentaciÛn, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sÈ cu·ntos dÌas, viniendo con la seÒora princesa Micomicona, conocÌ mi asno, y que venÌa sobre Èl en h·bito de gitano aquel GinÈs de Pasamonte, aquel embustero y grandÌsimo maleador que quitamos mi seÒor y yo de la cadena. -No est· en eso el yerro -replicÛ SansÛn-, sino en que, antes de haber parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo rucio. -A eso -dijo Sancho-, no sÈ quÈ responder, sino que el historiador se engaÒÛ, o ya serÌa descuido del impresor. -AsÌ es, sin duda -dijo SansÛn-; pero, øquÈ se hicieron los cien escudos?; ødeshiciÈronse? RespondiÛ Sancho: -Yo los gastÈ en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y carreras que he andado sirviendo a mi seÒor don Quijote; que si, al cabo de tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura me esperaba; y si hay m·s que saber de mÌ, aquÌ estoy, que responderÈ al mismo rey en presona, y nadie tiene para quÈ meterse en si truje o no truje, si gastÈ o no gastÈ; que si los palos que me dieron en estos viajes se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedÌs cada uno, en otros cien escudos no habÌa para pagarme la mitad; y cada uno meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas veces. -Yo tendrÈ cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que ser· realzarla un buen coto m·s de lo que ella se est·. -øHay otra cosa que enmendar en esa leyenda, seÒor bachiller? -preguntÛ don Quijote. -SÌ debe de haber -respondiÛ Èl-, pero ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas. -Y por ventura -dijo don Quijote-, øpromete el autor segunda parte? -SÌ promete -respondiÛ SansÛn-, pero dice que no ha hallado ni sabe quiÈn la tiene, y asÌ, estamos en duda si saldr· o no; y asÌ por esto como porque algunos dicen: "Nunca segundas partes fueron buenas", y otros: "De las cosas de don Quijote bastan las escritas", se duda que no ha de haber segunda parte; aunque algunos que son m·s joviales que saturninos dicen: "Vengan m·s quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos". -Y øa quÈ se atiene el autor? -A que -respondiÛ SansÛn-, en hallando que halle la historia, que Èl va buscando con extraordinarias diligencias, la dar· luego a la estampa, llevado m·s del interÈs que de darla se le sigue que de otra alabanza alguna. A lo que dijo Sancho: -øAl dinero y al interÈs mira el autor? Maravilla ser· que acierte, porque no har· sino harbar, harbar, como sastre en vÌsperas de pascuas, y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeciÛn que requieren. Atienda ese seÒor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi seÒor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes, que pueda componer no sÛlo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquÌ en las pajas; pues tÈnganos el pie al herrar, y ver· del que cosqueamos. Lo que yo sÈ decir es que si mi seÒor tomase mi consejo, ya habÌamos de estar en esas campaÒas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros. No habÌa bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus oÌdos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomÛ don Quijote por felicÌsimo ag¸ero, y determinÛ de hacer de allÌ a tres o cuatro dÌas otra salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidiÛ consejo por quÈ parte comenzarÌa su jornada; el cual le respondiÛ que era su parecer que fuese al reino de AragÛn y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allÌ a pocos dÌas, se habÌan de hacer unas solenÌsimas justas por la fiesta de San Jorge, en las cuales podrÌa ganar fama sobre todos los caballeros aragoneses, que serÌa ganarla sobre todos los del mundo. AlabÛle ser honradÌsima y valentÌsima su determinaciÛn, y advirtiÛle que anduviese m·s atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de todos aquellos que le habÌan de menester para que los amparase y socorriese en sus desventuras. -Deso es lo que yo reniego, seÒor SansÛn -dijo a este punto Sancho-, que asÌ acomete mi seÒor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media docena de badeas. °Cuerpo del mundo, seÒor bachiller! SÌ, que tiempos hay de acometer y tiempos de retirar; sÌ, no ha de ser todo "°Santiago, y cierra, EspaÒa!" Y m·s, que yo he oÌdo decir, y creo que a mi seÒor mismo, si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario est· el medio de la valentÌa; y si esto es asÌ, no quiero que huya sin tener para quÈ, ni que acometa cuando la demasÌa pide otra cosa. Pero, sobre todo, aviso a mi seÒor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condiciÛn que Èl se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su regalo; que en esto yo le bailarÈ el agua delante; pero pensar que tengo de poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y capellina, es pensar en lo escusado. Yo, seÒor SansÛn, no pienso granjear fama de valiente, sino del mejor y m·s leal escudero que jam·s sirviÛ a caballero andante; y si mi seÒor don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios, quisiere darme alguna Ìnsula de las muchas que su merced dice que se ha de topar por ahÌ, recibirÈ mucha merced en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de Dios; y m·s, que tan bien, y aun quiz· mejor, me sabr· el pan desgobernado que siendo gobernador; y øsÈ yo por ventura si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las muelas? Sancho nacÌ, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el cielo alguna Ìnsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la desechase; que tambiÈn se dice: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla"; y "Cuando viene el bien, mÈtelo en tu casa". -Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habÈis hablado como un catedr·tico; pero, con todo eso, confiad en Dios y en el seÒor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una Ìnsula. -Tanto es lo de m·s como lo de menos -respondiÛ Sancho-; aunque sÈ decir al seÒor Carrasco que no echara mi seÒor el reino que me diera en saco roto, que yo he tomado el pulso a mÌ mismo, y me hallo con salud para regir reinos y gobernar Ìnsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi seÒor. -Mirad, Sancho -dijo SansÛn-, que los oficios mudan las costumbres, y podrÌa ser que viÈndoos gobernador no conociÈsedes a la madre que os pariÛ. -Eso all· se ha de entender -respondiÛ Sancho- con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo. °No, sino llegaos a mi condiciÛn, que sabr· usar de desagradecimiento con alguno! -Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello dir· cuando el gobierno venga; que ya me parece que le trayo entre los ojos. Dicho esto, rogÛ al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su seÒora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada verso habÌa de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso. El bachiller respondiÛ que, puesto que Èl no era de los famosos poetas que habÌa en EspaÒa, que decÌan que no eran sino tres y medio, que no dejarÌa de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su composiciÛn, a causa que las letras que contenÌan el nombre eran diez y siete; y que si hacÌa cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una letra; y si de a cinco, a quien llaman dÈcimas o redondillas, faltaban tres letras; pero, con todo eso, procurarÌa embeber una letra lo mejor que pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea del Toboso. -Ha de ser asÌ en todo caso -dijo don Quijote-; que si allÌ no va el nombre patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron los metros. Quedaron en esto y en que la partida serÌa de allÌ a ocho dÌas. EncargÛ don Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese Nicol·s, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y valerosa determinaciÛn. Todo lo prometiÛ Carrasco. Con esto se despidiÛ, encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le avisase, habiendo comodidad; y asÌ, se despidieron, y Sancho fue a poner en orden lo necesario para su jornada. CapÌtulo V. De la discreta y graciosa pl·tica que pasÛ entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordaciÛn (Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capÌtulo, dice que le tiene por apÛcrifo, porque en Èl habla Sancho Panza con otro estilo del que se podÌa prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que Èl las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debÌa; y asÌ, prosiguiÛ diciendo:) LlegÛ Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conociÛ su alegrÌa a tiro de ballesta; tanto, que la obligÛ a preguntarle: -øQuÈ traÈs, Sancho amigo, que tan alegre venÌs? A lo que Èl respondiÛ: -Mujer mÌa, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro. -No os entiendo, marido -replicÛ ella-, y no sÈ quÈ querÈis decir en eso de que os holg·redes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no sÈ yo quiÈn recibe gusto de no tenerle. -Mirad, Teresa -respondiÛ Sancho-: yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con Èl, porque lo quiere asÌ mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podrÈ hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podÌa hacer a poca costa y no m·s de quererlo, claro est· que mi alegrÌa fuera m·s firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza del dejarte; asÌ que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de no estar contento. -Mirad, Sancho -replicÛ Teresa-: despuÈs que os hicistes miembro de caballero andante habl·is de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda. -Basta que me entienda Dios, mujer -respondiÛ Sancho-, que …l es el entendedor de todas las cosas, y quÈdese esto aquÌ; y advertid, hermana, que os conviene tener cuenta estos tres dÌas con el rucio, de manera que estÈ para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las dem·s jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oÌr silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de cantueso si no tuviÈramos que entender con yang¸eses y con moros encantados. -Bien creo yo, marido -replicÛ Teresa-, que los escuderos andantes no comen el pan de balde; y asÌ, quedarÈ rogando a Nuestro SeÒor os saque presto de tanta mala ventura. -Yo os digo, mujer -respondiÛ Sancho-, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una Ìnsula, aquÌ me caerÌa muerto. -Eso no, marido mÌo -dijo Teresa-: viva la gallina, aunque sea con su pepita; vivid vos, y llÈvese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habÈis vivido hasta ahora, y sin gobierno os irÈis, o os llevar·n, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como Èsos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el n˙mero de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como Èsta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os viÈredes con alg˙n gobierno, no os olvidÈis de mÌ y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince aÒos cabales, y es razÛn que vaya a la escuela, si es que su tÌo el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad tambiÈn que Mari Sancha, vuestra hija, no se morir· si la casamos; que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos dese·is veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada. -A buena fe -respondiÛ Sancho- que si Dios me llega a tener algo quÈ de gobierno, que tengo de casar, mujer mÌa, a Mari Sancha tan altamente que no la alcancen sino con llamarla seÒora. -Eso no, Sancho -respondiÛ Teresa-: casadla con su igual, que es lo m·s acertado; que si de los zuecos la sac·is a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un t˙ a una doÒa tal y seÒorÌa, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera. -Calla, boba -dijo Sancho-, que todo ser· usarlo dos o tres aÒos; que despuÈs le vendr· el seÒorÌo y la gravedad como de molde; y cuando no, øquÈ importa? SÈase ella seÒorÌa, y venga lo que viniere. -MedÌos, Sancho, con vuestro estado -respondiÛ Teresa-; no os quer·is alzar a mayores, y advertid al refr·n que dice: "Al hijo de tu vecino, lÌmpiale las narices y mÈtele en tu casa". °Por cierto, que serÌa gentil cosa casar a nuestra MarÌa con un condazo, o con caballerote que, cuando se le antojase, la pusiese como nueva, llam·ndola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! °No en mis dÌas, marido! °Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahÌ est· Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sÈ que no mira de mal ojo a la mochacha; y con Èste, que es nuestro igual, estar· bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andar· la paz y la bendiciÛn de Dios entre todos nosotros; y no cas·rmela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda. -Ven ac·, bestia y mujer de Barrab·s -replicÛ Sancho-: øpor quÈ quieres t˙ ahora, sin quÈ ni para quÈ, estorbarme que no case a mi hija con quien me dÈ nietos que se llamen seÒorÌa? Mira, Teresa: siempre he oÌdo decir a mis mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa. Y no serÌa bien que ahora, que est· llamando a nuestra puerta, se la cerremos; dejÈmonos llevar deste viento favorable que nos sopla. (Por este modo de hablar, y por lo que m·s abajo dice Sancho, dijo el tradutor desta historia que tenÌa por apÛcrifo este capÌtulo.) -øNo te parece, animalia -prosiguiÛ Sancho-, que ser· bien dar con mi cuerpo en alg˙n gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y c·sese a Mari Sancha con quien yo quisiere, y ver·s cÛmo te llaman a ti doÒa Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. °No, sino estaos siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en esto no hablemos m·s, que Sanchica ha de ser condesa, aunque t˙ m·s me digas. -øVeis cuanto decÌs, marido? -respondiÛ Teresa-. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdiciÛn. Vos haced lo que quisiÈredes, ora la hag·is duquesa o princesa, pero sÈos decir que no ser· ello con voluntad ni consentimiento mÌo. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin aÒadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamÛ mi padre, y a mÌ, por ser vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razÛn me habÌan de llamar Teresa Cascajo. Pero all· van reyes do quieren leyes, y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dir·n: ''°Mirad quÈ entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociÈsemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasiÛn de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o Ìnsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorar· como seamos buenas; y yo no sÈ, por cierto, quiÈn le puso a Èl don, que no tuvieron sus padres ni sus ag¸elos. -Ahora digo -replicÛ Sancho- que tienes alg˙n familiar en ese cuerpo. °V·late Dios, la mujer, y quÈ de cosas has ensartado unas en otras, sin tener pies ni cabeza! øQuÈ tiene que ver el Cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven ac·, mentecata e ignorante (que asÌ te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doÒa Urraca, tenÌas razÛn de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una seÒorÌa a cuestas, y te la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un estrado de m·s almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los Almohadas de Marruecos, øpor quÈ no has de consentir y querer lo que yo quiero? -øSabÈis por quÈ, marido? -respondiÛ Teresa-; por el refr·n que dice: "°Quien te cubre, te descubre!" Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allÌ es el murmurar y el maldecir, y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas. -Mira, Teresa -respondiÛ Sancho-, y escucha lo que agora quiero decirte; quiz· no lo habr·s oÌdo en todos los dÌas de tu vida, y yo agora no hablo de mÌo; que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador que la Cuaresma pasada predicÛ en este pueblo, el cual, si mal no me acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos est·n mirando se presentan, est·n y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con m·s vehemencia que las cosas pasadas. (Todas estas razones que aquÌ va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el tradutor que tiene por apÛcrifo este capÌtulo, que exceden a la capacidad de Sancho. El cual prosiguiÛ diciendo:) -De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasÛ, no es, y sÛlo es lo que vemos presente. Y si Èste a quien la fortuna sacÛ del borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la alteza de su prosperidad, fuere bien criado, liberal y cortÈs con todos, y no se pusiere en cuentos con aquellos que por antig¸edad son nobles, ten por cierto, Teresa, que no habr· quien se acuerde de lo que fue, sino que reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna prÛspera fortuna est· segura. -Yo no os entiendo, marido -replicÛ Teresa-: haced lo que quisiÈredes, y no me quebrÈis m·s la cabeza con vuestras arengas y retÛricas. Y si est·is revuelto en hacer lo que decÌs... -Resuelto has de decir, mujer -dijo Sancho-, y no revuelto. -No os pong·is a disputar, marido, conmigo -respondiÛ Teresa-. Yo hablo como Dios es servido, y no me meto en m·s dibujos; y digo que si est·is porfiando en tener gobierno, que llevÈis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseÒÈis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres. -En teniendo gobierno -dijo Sancho-, enviarÈ por Èl por la posta, y te enviarÈ dineros, que no me faltar·n, pues nunca falta quien se los preste a los gobernadores cuando no los tienen; y vÌstele de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser. -Enviad vos dinero -dijo Teresa-, que yo os lo vistirÈ como un palmito. -En efecto, quedamos de acuerdo -dijo Sancho- de que ha de ser condesa nuestra hija. -El dÌa que yo la viere condesa -respondiÛ Teresa-, Èse harÈ cuenta que la entierro, pero otra vez os digo que hag·is lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros. Y, en esto, comenzÛ a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consolÛ diciÈndole que, ya que la hubiese de hacer condesa, la harÌa todo lo m·s tarde que ser pudiese. Con esto se acabÛ su pl·tica, y Sancho volviÛ a ver a don Quijote para dar orden en su partida. CapÌtulo VI. De lo que le pasÛ a Don Quijote con su sobrina y con su ama, y es uno de los importantes capÌtulos de toda la historia En tanto que Sancho Panza y su mujer Teresa Cascajo pasaron la impertinente referida pl·tica, no estaban ociosas la sobrina y el ama de don Quijote, que por mil seÒales iban coligiendo que su tÌo y seÒor querÌa desgarrarse la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante caballerÌa: procuraban por todas las vÌas posibles apartarle de tan mal pensamiento, pero todo era predicar en desierto y majar en hierro frÌo. Con todo esto, entre otras muchas razones que con Èl pasaron, le dijo el ama: -En verdad, seÒor mÌo, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se est· quedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles como ·nima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y al rey, que pongan remedio en ello. A lo que respondiÛ don Quijote: -Ama, lo que Dios responder· a tus quejas yo no lo sÈ, ni lo que ha de responder Su Majestad tampoco, y sÛlo sÈ que si yo fuera rey, me escusara de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada dÌa le dan; que uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos; y asÌ, no querrÌa yo que cosas mÌas le diesen pesadumbre. A lo que dijo el ama: -DÌganos, seÒor: en la corte de Su Majestad, øno hay caballeros? -SÌ -respondiÛ don Quijote-, y muchos; y es razÛn que los haya, para adorno de la grandeza de los prÌncipes y para ostentaciÛn de la majestad real. -Pues, øno serÌa vuesa merced -replicÛ ella- uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y seÒor, est·ndose en la corte? -Mira, amiga -respondiÛ don Quijote-: no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frÌo, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frÌo, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de dÌa, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance y en toda ocasiÛn los acometemos, sin mirar en niÒerÌas, ni en las leyes de los desafÌos; si lleva, o no lleva, m·s corta la lanza, o la espada; si trae sobre sÌ reliquias, o alg˙n engaÒo encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras ceremonias deste jaez, que se usan en los desafÌos particulares de persona a persona, que t˙ no sabes y yo sÌ. Y has de saber m·s: que el buen caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sÛlo tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos grandÌsimas torres, y que los brazos semejan ·rboles de gruesos y poderosos navÌos, y cada ojo como una gran rueda de molino y m·s ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil continente y con intrÈpido corazÛn los ha de acometer y embestir, y, si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeÒo instante, aunque viniesen armados de unas conchas de un cierto pescado que dicen que son m·s duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de acero, como yo las he visto m·s de dos veces. Todo esto he dicho, ama mÌa, porque veas la diferencia que hay de unos caballeros a otros; y serÌa razÛn que no hubiese prÌncipe que no estimase en m·s esta segunda, o, por mejor decir, primera especie de caballeros andantes, que, seg˙n leemos en sus historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud no sÛlo de un reino, sino de muchos. -°Ah, seÒor mÌo! -dijo a esta sazÛn la sobrina-; advierta vuestra merced que todo eso que dice de los caballeros andantes es f·bula y mentira, y sus historias, ya que no las quemasen, merecÌan que a cada una se le echase un sambenito, o alguna seÒal en que fuese conocida por infame y por gastadora de las buenas costumbres. -Por el Dios que me sustenta -dijo don Quijote-, que si no fueras mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que habÌa de hacer un tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el mundo. øCÛmo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes? øQuÈ dijera el seÒor AmadÌs si lo tal oyera? Pero a buen seguro que Èl te perdonara, porque fue el m·s humilde y cortÈs caballero de su tiempo, y, dem·s, grande amparador de las doncellas; mas, tal te pudiera haber oÌdo que no te fuera bien dello, que no todos son corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos. Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo: que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por parecer hombres bajos; aquÈllos se llevantan o con la ambiciÛn o con la virtud, Èstos se abajan o con la flojedad o con el vicio; y es menester aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las acciones. -°V·lame Dios! -dijo la sobrina-. °Que sepa vuestra merced tanto, seÒor tÌo, que, si fuese menester en una necesidad, podrÌa subir en un p˙lpito e irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, dÈ en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dÈ a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres! -Tienes mucha razÛn, sobrina, en lo que dices -respondiÛ don Quijote-, y cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a cuatro suertes de linajes, y estadme atentas, se pueden reducir todos los que hay en el mundo, que son Èstas: unos, que tuvieron principios humildes, y se fueron estendiendo y dilatando hasta llegar a una suma grandeza; otros, que tuvieron principios grandes, y los fueron conservando y los conservan y mantienen en el ser que comenzaron; otros, que, aunque tuvieron principios grandes, acabaron en punta, como pir·mide, habiendo diminuido y aniquilado su principio hasta parar en nonada, como lo es la punta de la pir·mide, que respeto de su basa o asiento no es nada; otros hay, y Èstos son los m·s, que ni tuvieron principio bueno ni razonable medio, y asÌ tendr·n el fin, sin nombre, como el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los primeros, que tuvieron principio humilde y subieron a la grandeza que agora conservan, te sirva de ejemplo la Casa Otomana, que, de un humilde y bajo pastor que le dio principio, est· en la cumbre que le vemos. Del segundo linaje, que tuvo principio en grandeza y la conserva sin aumentarla, ser·n ejemplo muchos prÌncipes que por herencia lo son, y se conservan en ella, sin aumentarla ni diminuirla, conteniÈndose en los lÌmites de sus estados pacÌficamente. De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los CÈsares de Roma, con toda la caterva, si es que se le puede dar este nombre, de infinitos prÌncipes, monarcas, seÒores, medos, asirios, persas, griegos y b·rbaros, todos estos linajes y seÒorÌos han acabado en punta y en nonada, asÌ ellos como los que les dieron principio, pues no ser· posible hallar agora ninguno de sus decendientes, y si le hall·semos, serÌa en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo quÈ decir, sino que sirve sÛlo de acrecentar el n˙mero de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infir·is, bobas mÌas, que es grande la confusiÛn que hay entre los linajes, y que solos aquÈllos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud, y en la riqueza y liberalidad de sus dueÒos. Dije virtudes, riquezas y liberalidades, porque el grande que fuere vicioso ser· vicioso grande, y el rico no liberal ser· un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas comoquiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortÈs y comedido, y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que con dos maravedÌs que con ·nimo alegre dÈ al pobre se mostrar· tan liberal como el que a campana herida da limosna, y no habr· quien le vea adornado de las referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle por de buena casta, y el no serlo serÌa milagro; y siempre la alabanza fue premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo m·s armas que letras, y nacÌ, seg˙n me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; asÌ que, casi me es forzoso seguir por su camino, y por Èl tengo de ir a pesar de todo el mundo, y ser· en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razÛn pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con saber, como sÈ, los innumerables trabajos que son anejos al andante caballerÌa, sÈ tambiÈn los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sÈ que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sÈ que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en la muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendr· fin; y sÈ, como dice el gran poeta castellano nuestro, que Por estas asperezas se camina de la inmortalidad al alto asiento, do nunca arriba quien de allÌ declina. -°Ay, desdichada de mÌ -dijo la sobrina-, que tambiÈn mi seÒor es poeta!. Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostarÈ que si quisiera ser albaÒil, que supiera fabricar una casa como una jaula. Yo te prometo, sobrina -respondiÛ don Quijote-, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sÌ todos los sentidos, que no habrÌa cosa que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes. A este tiempo, llamaron a la puerta, y, preguntando quiÈn llamaba, respondiÛ Sancho Panza que Èl era; y, apenas le hubo conocido el ama, cuando corriÛ a esconderse por no verle: tanto le aborrecÌa. AbriÛle la sobrina, saliÛ a recebirle con los brazos abiertos su seÒor don Quijote, y encerr·ronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro coloquio, que no le hace ventaja el pasado. CapÌtulo VII. De lo que pasÛ don Quijote con su escudero, con otros sucesos famosÌsimos Apenas vio el ama que Sancho Panza se encerraba con su seÒor, cuando dio en la cuenta de sus tratos; y, imaginando que de aquella consulta habÌa de salir la resoluciÛn de su tercera salida y tomando su manto, toda llena de congoja y pesadumbre, se fue a buscar al bachiller SansÛn Carrasco, pareciÈndole que, por ser bien hablado y amigo fresco de su seÒor, le podrÌa persuadir a que dejase tan desvariado propÛsito. HallÛle pase·ndose por el patio de su casa, y, viÈndole, se dejÛ caer ante sus pies, trasudando y congojosa. Cuando la vio Carrasco con muestras tan doloridas y sobresaltadas, le dijo: -øQuÈ es esto, seÒora ama? øQuÈ le ha acontecido, que parece que se le quiere arrancar el alma? -No es nada, seÒor SansÛn mÌo, sino que mi amo se sale; °s·lese sin duda! -Y øpor dÛnde se sale, seÒora? -preguntÛ SansÛn-. øH·sele roto alguna parte de su cuerpo? -No se sale -respondiÛ ella-, sino por la puerta de su locura. Quiero decir, seÒor bachiller de mi ·nima, que quiere salir otra vez, que con Èsta ser· la tercera, a buscar por ese mundo lo que Èl llama venturas, que yo no puedo entender cÛmo les da este nombre. La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde Èl se daba a entender que estaba encantado; y venÌa tal el triste, que no le conociera la madre que le pariÛ: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los ˙ltimos camaranchones del celebro, que, para haberle de volver alg˙n tanto en sÌ, gastÈ m·s de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir. -Eso creo yo muy bien -respondiÛ el bachiller-; que ellas son tan buenas, tan gordas y tan bien criadas, que no dir·n una cosa por otra, si reventasen. En efecto, seÒora ama: øno hay otra cosa, ni ha sucedido otro desm·n alguno, sino el que se teme que quiere hacer el seÒor don Quijote? -No, seÒor -respondiÛ ella. -Pues no tenga pena -respondiÛ el bachiller-, sino v·yase en hora buena a su casa, y tÈngame aderezado de almorzar alguna cosa caliente, y, de camino, vaya rezando la oraciÛn de Santa Apolonia si es que la sabe, que yo irÈ luego all·, y ver· maravillas. -°Cuitada de mÌ! -replicÛ el ama-; øla oraciÛn de Santa Apolonia dice vuestra merced que rece?: eso fuera si mi amo lo hubiera de las muelas, pero no lo ha sino de los cascos. -Yo sÈ lo que digo, seÒora ama: v·yase y no se ponga a disputar conmigo, pues sabe que soy bachiller por Salamanca, que no hay m·s que bachillear -respondiÛ Carrasco. Y con esto, se fue el ama, y el bachiller fue luego a buscar al cura, a comunicar con Èl lo que se dir· a su tiempo. En el que estuvieron encerrados don Quijote y Sancho, pasaron las razones que con mucha puntualidad y verdadera relaciÛn cuenta la historia. Dijo Sancho a su amo: -SeÒor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced adonde quisiere llevarme. -Reducida has de decir, Sancho -dijo don Quijote-, que no relucida. -Una o dos veces -respondiÛ Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: ''Sancho, o diablo, no te entiendo''; y si yo no me declarare, entonces podr· emendarme; que yo soy tan fÛcil... -No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sÈ quÈ quiere decir soy tan fÛcil. -Tan fÛcil quiere decir -respondiÛ Sancho- soy tan asÌ. -Menos te entiendo agora -replicÛ don Quijote. -Pues si no me puede entender -respondiÛ Sancho-, no sÈ cÛmo lo diga: no sÈ m·s, y Dios sea conmigo. -Ya, ya caigo -respondiÛ don Quijote- en ello: t˙ quieres decir que eres tan dÛcil, blando y maÒero que tomar·s lo que yo te dijere, y pasar·s por lo que te enseÒare. -ApostarÈ yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me calÛ y me entendiÛ, sino que quiso turbarme por oÌrme decir otras docientas patochadas. -Podr· ser -replicÛ don Quijote-. Y, en efecto, øquÈ dice Teresa? -Teresa dice -dijo Sancho- que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues m·s vale un toma que dos te darÈ. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco. -Y yo lo digo tambiÈn -respondiÛ don Quijote-. Decid, Sancho amigo; pas· adelante, que habl·is hoy de perlas. -Es el caso -replicÛ Sancho- que, como vuestra merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y maÒana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo m·s horas de vida de las que Dios quisiere darle, porque la muerte es sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va depriesa y no la har·n detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni mitras, seg˙n es p˙blica voz y fama, y seg˙n nos lo dicen por esos p˙lpitos. -Todo eso es verdad -dijo don Quijote-, pero no sÈ dÛnde vas a parar. -Voy a parar -dijo Sancho- en que vuesa merced me seÒale salario conocido de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mÌo me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo que gano, poco o mucho que sea, que sobre un huevo pone la gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se pierde nada. Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero, que vuesa merced me diese la Ìnsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querrÈ que se aprecie lo que montare la renta de la tal Ìnsula, y se descuente de mi salario gata por cantidad. -Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, a las veces, tan buena suele ser una gata como una rata. -Ya entiendo -dijo Sancho-: yo apostarÈ que habÌa de decir rata, y no gata; pero no importa nada, pues vuesa merced me ha entendido. -Y tan entendido -respondiÛ don Quijote- que he penetrado lo ˙ltimo de tus pensamientos, y sÈ al blanco que tiras con las inumerables saetas de tus refranes. Mira, Sancho: yo bien te seÒalarÌa salario, si hubiera hallado en alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo que me descubriese y mostrase, por alg˙n pequeÒo resquicio, quÈ es lo que solÌan ganar cada mes, o cada aÒo; pero yo he leÌdo todas o las m·s de sus historias, y no me acuerdo haber leÌdo que ning˙n caballero andante haya seÒalado conocido salario a su escudero. SÛlo sÈ que todos servÌan a merced, y que, cuando menos se lo pensaban, si a sus seÒores les habÌa corrido bien la suerte, se hallaban premiados con una Ìnsula, o con otra cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con tÌtulo y seÒorÌa. Si con estas esperanzas y aditamentos vos, Sancho, gust·is de volver a servirme, sea en buena hora: que pensar que yo he de sacar de sus tÈrminos y quicios la antigua usanza de la caballerÌa andante es pensar en lo escusado. AsÌ que, Sancho mÌo, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi intenciÛn; y si ella gustare y vos gust·redes de estar a merced conmigo, bene quidem; y si no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le falta cebo, no le faltar·n palomas. Y advertid, hijo, que vale m·s buena esperanza que ruin posesiÛn, y buena queja que mala paga. Hablo de esta manera, Sancho, por daros a entender que tambiÈn como vos sÈ yo arrojar refranes como llovidos. Y, finalmente, quiero decir, y os digo, que si no querÈis venir a merced conmigo y correr la suerte que yo corriere, que Dios quede con vos y os haga un santo; que a mÌ no me faltar·n escuderos m·s obedientes, m·s solÌcitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos. Cuando Sancho oyÛ la firme resoluciÛn de su amo se le anublÛ el cielo y se le cayeron las alas del corazÛn, porque tenÌa creÌdo que su seÒor no se irÌa sin Èl por todos los haberes del mundo; y asÌ, estando suspenso y pensativo, entrÛ SansÛn Carrasco y la sobrina, deseosos de oÌr con quÈ razones persuadÌa a su seÒor que no tornarse a buscar las aventuras. LlegÛ SansÛn, socarrÛn famoso, y, abraz·ndole como la vez primera y con voz levantada, le dijo: -°Oh flor de la andante caballerÌa; oh luz resplandeciente de las armas; oh honor y espejo de la naciÛn espaÒola! Plega a Dios todopoderoso, donde m·s largamente se contiene, que la persona o personas que pusieren impedimento y estorbaren tu tercera salida, que no la hallen en el laberinto de sus deseos, ni jam·s se les cumpla lo que mal desearen. Y, volviÈndose al ama, le dijo: -Bien puede la seÒora ama no rezar m·s la oraciÛn de Santa Apolonia, que yo sÈ que es determinaciÛn precisa de las esferas que el seÒor don Quijote vuelva a ejecutar sus altos y nuevos pensamientos, y yo encargarÌa mucho mi conciencia si no intimase y persuadiese a este caballero que no tenga m·s tiempo encogida y detenida la fuerza de su valeroso brazo y la bondad de su ·nimo valentÌsimo, porque defrauda con su tardanza el derecho de los tuertos, el amparo de los huÈrfanos, la honra de las doncellas, el favor de las viudas y el arrimo de las casadas, y otras cosas deste jaez, que tocan, ataÒen, dependen y son anejas a la orden de la caballerÌa andante. °Ea, seÒor don Quijote mÌo, hermoso y bravo, antes hoy que maÒana se ponga vuestra merced y su grandeza en camino; y si alguna cosa faltare para ponerle en ejecuciÛn, aquÌ estoy yo para suplirla con mi persona y hacienda; y si fuere necesidad servir a tu magnificencia de escudero, lo tendrÈ a felicÌsima ventura! A esta sazÛn, dijo don Quijote, volviÈndose a Sancho: -øNo te dije yo, Sancho, que me habÌan de sobrar escuderos? Mira quiÈn se ofrece a serlo, sino el inaudito bachiller SansÛn Carrasco, perpetuo trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano de su persona, ·gil de sus miembros, callado, sufridor asÌ del calor como del frÌo, asÌ de la hambre como de la sed, con todas aquellas partes que se requieren para ser escudero de un caballero andante. Pero no permita el cielo que, por seguir mi gusto, desjarrete y quiebre la coluna de las letras y el vaso de las ciencias, y tronque la palma eminente de las buenas y liberales artes. QuÈdese el nuevo SansÛn en su patria, y, honr·ndola, honre juntamente las canas de sus ancianos padres; que yo con cualquier escudero estarÈ contento, ya que Sancho no se digna de venir conmigo. -SÌ digno -respondiÛ Sancho, enternecido y llenos de l·grimas los ojos; y prosiguiÛ-: No se dir· por mÌ, seÒor mÌo: el pan comido y la compaÒÌa deshecha; sÌ, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quiÈn fueron los Panzas, de quien yo deciendo, y m·s, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y por m·s buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme merced; y si me he puesto en cuentas de tanto m·s cuanto acerca de mi salario, ha sido por complacer a mi mujer; la cual, cuando toma la mano a persuadir una cosa, no hay mazo que tanto apriete los aros de una cuba como ella aprieta a que se haga lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha de ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo soy hombre dondequiera, que no lo puedo negar, tambiÈn lo quiero ser en mi casa, pese a quien pesare; y asÌ, no hay m·s que hacer, sino que vuestra merced ordene su testamento con su codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pong·monos luego en camino, porque no padezca el alma del seÒor SansÛn, que dice que su conciencia le lita que persuada a vuestra merced a salir vez tercera por ese mundo; y yo de nuevo me ofrezco a servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan bien y mejor que cuantos escuderos han servido a caballeros andantes en los pasados y presentes tiempos. Admirado quedÛ el bachiller de oÌr el tÈrmino y modo de hablar de Sancho Panza; que, puesto que habÌa leÌdo la primera historia de su seÒor, nunca creyÛ que era tan gracioso como allÌ le pintan; pero, oyÈndole decir ahora testamento y codicilo que no se pueda revolcar, en lugar de testamento y codicilo que no se pueda revocar, creyÛ todo lo que dÈl habÌa leÌdo, y confirmÛlo por uno de los m·s solenes mentecatos de nuestros siglos; y dijo entre sÌ que tales dos locos como amo y mozo no se habrÌan visto en el mundo. Finalmente, don Quijote y Sancho se abrazaron y quedaron amigos, y con parecer y benepl·cito del gran Carrasco, que por entonces era su or·culo, se ordenÛ que de allÌ a tres dÌas fuese su partida; en los cuales habrÌa lugar de aderezar lo necesario para el viaje, y de buscar una celada de encaje, que en todas maneras dijo don Quijote que la habÌa de llevar. OfreciÛsela SansÛn, porque sabÌa no se la negarÌa un amigo suyo que la tenÌa, puesto que estaba m·s escura por el orÌn y el moho que clara y limpia por el terso acero. Las maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller no tuvieron cuento: mesaron sus cabellos, araÒaron sus rostros, y, al modo de las endechaderas que se usaban, lamentaban la partida como si fuera la muerte de su seÒor. El designo que tuvo SansÛn, para persuadirle a que otra vez saliese, fue hacer lo que adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y del barbero, con quien Èl antes lo habÌa comunicado. En resoluciÛn, en aquellos tres dÌas don Quijote y Sancho se acomodaron de lo que les pareciÛ convenirles; y, habiendo aplacado Sancho a su mujer, y don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie lo viese, sino el bachiller, que quiso acompaÒarles media legua del lugar, se pusieron en camino del Toboso: don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, proveÌdas las alforjas de cosas tocantes a la bucÛlica, y la bolsa de dineros que le dio don Quijote para lo que se ofreciese. AbrazÛle SansÛn, y suplicÛle le avisase de su buena o mala suerte, para alegrarse con Èsta o entristecerse con aquÈlla, como las leyes de su amistad pedÌan. PrometiÛselo don Quijote, dio SansÛn la vuelta a su lugar, y los dos tomaron la de la gran ciudad del Toboso. CapÌtulo VIII. Donde se cuenta lo que le sucediÛ a don Quijote, yendo a ver su seÒora Dulcinea del Toboso ''°Bendito sea el poderoso Al·! -dice Hamete Benengeli al comienzo deste octavo capÌtulo-. °Bendito sea Al·!'', repite tres veces; y dice que da estas bendiciones por ver que tiene ya en campaÒa a don Quijote y a Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde este punto comienzan las hazaÒas y donaires de don Quijote y de su escudero; persu·deles que se les olviden las pasadas caballerÌas del ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las que est·n por venir, que desde agora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como Èl promete; y asÌ prosigue diciendo: Solos quedaron don Quijote y Sancho, y, apenas se hubo apartado SansÛn, cuando comenzÛ a relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena seÒal y por felicÌsimo ag¸ero; aunque, si se ha de contar la verdad, m·s fueron los sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocÌn, de donde coligiÛ Sancho que su ventura habÌa de sobrepujar y ponerse encima de la de su seÒor, fund·ndose no sÈ si en astrologÌa judiciaria que Èl se sabÌa, puesto que la historia no lo declara; sÛlo le oyeron decir que, cuando tropezaba o caÌa, se holgara no haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba otra cosa sino el zapato roto o las costillas quebradas; y, aunque tonto, no andaba en esto muy fuera de camino. DÌjole don Quijote: -Sancho amigo, la noche se nos va entrando a m·s andar, y con m·s escuridad de la que habÌamos menester para alcanzar a ver con el dÌa al Toboso, adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allÌ tomarÈ la bendiciÛn y buena licencia de la sin par Dulcinea, con la cual licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace m·s valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas. -Yo asÌ lo creo -respondiÛ Sancho-; pero tengo por dificultoso que vuestra merced pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a lo menos, que pueda recebir su bendiciÛn, si ya no se la echa desde las bardas del corral, por donde yo la vi la vez primera, cuando le llevÈ la carta donde iban las nuevas de las sandeces y locuras que vuestra merced quedaba haciendo en el corazÛn de Sierra Morena. -øBardas de corral se te antojaron aquÈllas, Sancho -dijo don Quijote-, adonde o por donde viste aquella jam·s bastantemente alabada gentileza y hermosura? No debÌan de ser sino galerÌas o corredores, o lonjas, o como las llaman, de ricos y reales palacios. -Todo pudo ser -respondiÛ Sancho-, pero a mÌ bardas me parecieron, si no es que soy falto de memoria. -Con todo eso, vamos all·, Sancho -replicÛ don Quijote-, que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrar· mi entendimiento y fortalecer· mi corazÛn, de modo que quede ˙nico y sin igual en la discreciÛn y en la valentÌa. -Pues en verdad, seÒor -respondiÛ Sancho-, que cuando yo vi ese sol de la seÒora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese echar de sÌ rayos algunos, y debiÛ de ser que, como su merced estaba ahechando aquel trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso como nube ante el rostro y se le escureciÛ. -°Que todavÌa das, Sancho -dijo don Quijote-, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi seÒora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas principales que est·n constituidas y guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...! Mal se te acuerdan a ti, °oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde nos pinta las labores que hacÌan all· en sus moradas de cristal aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas, y se sentaron a labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allÌ el ingenioso poeta nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Y desta manera debÌa de ser el de mi seÒora cuando t˙ la viste; sino que la envidia que alg˙n mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y asÌ, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazaÒas, si por ventura ha sido su autor alg˙n sabio mi enemigo, habr· puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiÈndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuaciÛn de una verdadera historia. °Oh envidia, raÌz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sÈ quÈ de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias. -Eso es lo que yo digo tambiÈn -respondiÛ Sancho-, y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros habÌa visto debe de andar mi honra a coche ac·, cinchado, y, como dicen, al estricote, aquÌ y allÌ, barriendo las calles. Pues, a fe de bueno, que no he dicho yo mal de ning˙n encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mÌa, siempre natural y nunca artificiosa. Y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia CatÛlica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judÌos, debÌan los historiadores tener misericordia de mÌ y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que quisieren; que desnudo nacÌ, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque, por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mÌ todo lo que quisieren. -Eso me parece, Sancho -dijo don Quijote-, a lo que sucediÛ a un famoso poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una maliciosa s·tira contra todas las damas cortesanas, no puso ni nombrÛ en ella a una dama que se podÌa dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la lista de las dem·s, se quejÛ al poeta, diciÈndole que quÈ habÌa visto en ella para no ponerla en el n˙mero de las otras, y que alargase la s·tira, y la pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que habÌa nacido. HÌzolo asÌ el poeta, y p˙sola cual no digan dueÒas, y ella quedÛ satisfecha, por verse con fama, aunque infame. TambiÈn viene con esto lo que cuentan de aquel pastor que puso fuego y abrasÛ el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sÛlo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y, aunque se mandÛ que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o por escrito menciÛn de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavÌa se supo que se llamaba ErÛstrato. TambiÈn alude a esto lo que sucediÛ al grande emperador Carlo Quinto con un caballero en Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antig¸edad se llamÛ el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocaciÛn, se llama de todos los santos, y es el edificio que m·s entero ha quedado de los que alzÛ la gentilidad en Roma, y es el que m·s conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus fundadores: Èl es de hechura de una media naranja, grandÌsimo en estremo, y est· muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que est· en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con Èl y a su lado un caballero romano, declar·ndole los primores y sutilezas de aquella gran m·quina y memorable arquitetura; y, habiÈndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: ''Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mÌ fama eterna en el mundo''. ''Yo os agradezco -respondiÛ el emperador- el no haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquÌ adelante no os pondrÈ yo en ocasiÛn que volv·is a hacer prueba de vuestra lealtad; y asÌ, os mando que jam·s me hablÈis, ni estÈis donde yo estuviere''. Y, tras estas palabras, le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera. øQuiÈn piensas t˙ que arrojÛ a Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del Tibre? øQuiÈn abrasÛ el brazo y la mano a Mucio? øQuiÈn impeliÛ a Curcio a lanzarse en la profunda sima ardiente que apareciÛ en la mitad de Roma? øQuiÈn, contra todos los ag¸eros que en contra se le habÌan mostrado, hizo pasar el RubicÛn a CÈsar? Y, con ejemplos m·s modernos, øquiÈn barrenÛ los navÌos y dejÛ en seco y aislados los valerosos espaÒoles guiados por el cortesÌsimo CortÈs en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazaÒas son, fueron y ser·n obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, catÛlicos y andantes caballeros m·s habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etÈreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin seÒalado. AsÌ, °oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del lÌmite que nos tiene puesto la religiÛn cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ·nimo; a la gula y al sueÒo, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho seÒoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. Ves aquÌ, Sancho, los medios por donde se alcanzan los estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama. -Todo lo que vuestra merced hasta aquÌ me ha dicho -dijo Sancho- lo he entendido muy bien, pero, con todo eso, querrÌa que vuestra merced me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la memoria. -Asolviese quieres decir, Sancho -dijo don Quijote-. Di en buen hora, que yo responderÈ lo que supiere. -DÌgame, seÒor -prosiguiÛ Sancho-: esos Julios o Agostos, y todos esos caballeros hazaÒosos que ha dicho, que ya son muertos, ødÛnde est·n agora? -Los gentiles -respondiÛ don Quijote- sin duda est·n en el infierno; los cristianos, si fueron buenos cristianos, o est·n en el purgatorio o en el cielo. -Est· bien -dijo Sancho-, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde est·n los cuerpos desos seÒorazos, øtienen delante de sÌ l·mparas de plata, o est·n adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, øde quÈ est·n adornadas? A lo que respondiÛ don Quijote: -Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerpo de Julio CÈsar se pusieron sobre una pir·mide de piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San Pedro; al emperador Adriano le sirviÛ de sepultura un castillo tan grande como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el castillo de Sant·ngel en Roma; la reina Artemisa sepultÛ a su marido Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y seÒales que mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados. -A eso voy -replicÛ Sancho-. Y dÌgame agora: øcu·l es m·s: resucitar a un muerto, o matar a un gigante? -La respuesta est· en la mano -respondiÛ don Quijote-: m·s es resucitar a un muerto. -Cogido le tengo -dijo Sancho-: luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden l·mparas, y est·n llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama ser·, para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo. -TambiÈn confieso esa verdad -respondiÛ don Quijote. -Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto -respondiÛ Sancho-, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que, con aprobaciÛn y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen l·mparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devociÛn y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus m·s preciados altares... -øQuÈ quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? -dijo don Quijote. -Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos m·s brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, seÒor, que ayer o antes de ayer, que, seg˙n ha poco se puede decir desta manera, canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceÒÌan y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y est·n en m·s veneraciÛn que est·, seg˙n dije, la espada de Rold·n en la armerÌa del rey, nuestro seÒor, que Dios guarde. AsÌ que, seÒor mÌo, m·s vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; mas alcanzan con Dios dos docenas de diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endrigos. -Todo eso es asÌ -respondiÛ don Quijote-, pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religiÛn es la caballerÌa; caballeros santos hay en la gloria. -SÌ -respondiÛ Sancho-, pero yo he oÌdo decir que hay m·s frailes en el cielo que caballeros andantes. -Eso es -respondiÛ don Quijote- porque es mayor el n˙mero de los religiosos que el de los caballeros. -Muchos son los andantes -dijo Sancho. -Muchos -respondiÛ don Quijote-, pero pocos los que merecen nombre de caballeros. En estas y otras semejantes pl·ticas se les pasÛ aquella noche y el dÌa siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le pesÛ a don Quijote. En fin, otro dÌa, al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espÌritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabÌa la casa de Dulcinea, ni en su vida la habÌa visto, como no la habÌa visto su seÒor; de modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban alborotados, y no imaginaba Sancho quÈ habÌa de hacer cuando su dueÒo le enviase al Toboso. Finalmente, ordenÛ don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucediÛ cosas que a cosas llegan. CapÌtulo IX. Donde se cuenta lo que en Èl se ver· Media noche era por filo, poco m·s a menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormÌan y reposaban a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No se oÌa en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oÌdos de don Quijote y turbaban el corazÛn de Sancho. De cuando en cuando, rebuznaba un jumento, gruÒÌan puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal ag¸ero; pero, con todo esto, dijo a Sancho: -Sancho, hijo, guÌa al palacio de Dulcinea: quiz· podr· ser que la hallemos despierta. -øA quÈ palacio tengo de guiar, cuerpo del sol -respondiÛ Sancho-, que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeÒa? -DebÌa de estar retirada, entonces -respondiÛ don Quijote-, en alg˙n pequeÒo apartamiento de su alc·zar, solaz·ndose a solas con sus doncellas, como es uso y costumbre de las altas seÒoras y princesas. -SeÒor -dijo Sancho-, ya que vuestra merced quiere, a pesar mÌo, que sea alc·zar la casa de mi seÒora Dulcinea, øes hora Èsta por ventura de hallar la puerta abierta? Y øser· bien que demos aldabazos para que nos oyan y nos abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? øVamos por dicha a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea? -Hallemos primero una por una el alc·zar -replicÛ don Quijote-, que entonces yo te dirÈ, Sancho, lo que ser· bien que hagamos. Y advierte, Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande y sombra que desde aquÌ se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea. -Pues guÌe vuestra merced -respondiÛ Sancho-: quiz· ser· asÌ; aunque yo lo verÈ con los ojos y lo tocarÈ con las manos, y asÌ lo creerÈ yo como creer que es ahora de dÌa. GuiÛ don Quijote, y, habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacÌa la sombra, y vio una gran torre, y luego conociÛ que el tal edificio no era alc·zar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo: -Con la iglesia hemos dado, Sancho. -Ya lo veo -respondiÛ Sancho-; y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena seÒal andar por los cimenterios a tales horas, y m·s, habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo, que la casa desta seÒora ha de estar en una callejuela sin salida. -°Maldito seas de Dios, mentecato! -dijo don Quijote-. øAdÛnde has t˙ hallado que los alc·zares y palacios reales estÈn edificados en callejuelas sin salida? -SeÒor -respondiÛ Sancho-, en cada tierra su uso: quiz· se usa aquÌ en el Toboso edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y asÌ, suplico a vuestra merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que se me ofrecen: podrÌa ser que en alg˙n rincÛn topase con ese alc·zar, que le vea yo comido de perros, que asÌ nos trae corridos y asendereados. -Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi seÒora -dijo don Quijote-, y tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la soga tras el caldero. -Yo me reportarÈ -respondiÛ Sancho-; pero, øcon quÈ paciencia podrÈ llevar que quiera vuestra merced que de sola una vez que vi la casa de nuestra ama, la haya de saber siempre y hallarla a media noche, no hall·ndola vuestra merced, que la debe de haber visto millares de veces? -T˙ me har·s desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven ac·, hereje: øno te he dicho mil veces que en todos los dÌas de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jam·s atravesÈ los umbrales de su palacio, y que sÛlo estoy enamorado de oÌdas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta? -Ahora lo oigo -respondiÛ Sancho-; y digo que, pues vuestra merced no la ha visto, ni yo tampoco... -Eso no puede ser -replicÛ don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho t˙ que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la carta que le enviÈ contigo. -No se atenga a eso, seÒor -respondiÛ Sancho-, porque le hago saber que tambiÈn fue de oÌdas la vista y la respuesta que le truje; porque, asÌ sÈ yo quiÈn es la seÒora Dulcinea como dar un puÒo en el cielo. -Sancho, Sancho -respondiÛ don Quijote-, tiempos hay de burlar, y tiempos donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he visto ni hablado a la seÒora de mi alma has t˙ de decir tambiÈn que ni la has hablado ni visto, siendo tan al revÈs como sabes. Estando los dos en estas pl·ticas, vieron que venÌa a pasar por donde estaban uno con dos mulas, que, por el ruido que hacÌa el arado, que arrastraba por el suelo, juzgaron que debÌa de ser labrador, que habrÌa madrugado antes del dÌa a ir a su labranza; y asÌ fue la verdad. VenÌa el labrador cantando aquel romance que dicen: Mala la hubistes, franceses, en esa de Roncesvalles. -Que me maten, Sancho -dijo, en oyÈndole, don Quijote-, si nos ha de suceder cosa buena esta noche. øNo oyes lo que viene cantando ese villano? -SÌ oigo -respondiÛ Sancho-; pero, øquÈ hace a nuestro propÛsito la caza de Roncesvalles? AsÌ pudiera cantar el romance de CalaÌnos, que todo fuera uno para sucedernos bien o mal en nuestro negocio. LlegÛ, en esto, el labrador, a quien don Quijote preguntÛ: -øSabrÈisme decir, buen amigo, que buena ventura os dÈ Dios, dÛnde son por aquÌ los palacios de la sin par princesa doÒa Dulcinea del Toboso? -SeÒor -respondiÛ el mozo-, yo soy forastero y ha pocos dÌas que estoy en este pueblo, sirviendo a un labrador rico en la labranza del campo; en esa casa frontera viven el cura y el sacrist·n del lugar; entrambos, o cualquier dellos, sabr· dar a vuestra merced razÛn desa seÒora princesa, porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque para mÌ tengo que en todo Èl no vive princesa alguna; muchas seÒoras, sÌ, principales, que cada una en su casa puede ser princesa. -Pues entre Èsas -dijo don Quijote- debe de estar, amigo, Èsta por quien te pregunto. -PodrÌa ser -respondiÛ el mozo-; y adiÛs, que ya viene el alba. Y, dando a sus mulas, no atendiÛ a m·s preguntas. Sancho, que vio suspenso a su seÒor y asaz mal contento, le dijo: -SeÒor, ya se viene a m·s andar el dÌa, y no ser· acertado dejar que nos halle el sol en la calle; mejor ser· que nos salgamos fuera de la ciudad, y que vuestra merced se embosque en alguna floresta aquÌ cercana, y yo volverÈ de dÌa, y no dejarÈ ostugo en todo este lugar donde no busque la casa, alc·zar o palacio de mi seÒora, y asaz serÌa de desdichado si no le hallase; y, hall·ndole, hablarÈ con su merced, y le dirÈ dÛnde y cÛmo queda vuestra merced esperando que le dÈ orden y traza para verla, sin menoscabo de su honra y fama. -Has dicho, Sancho -dijo don Quijote-, mil sentencias encerradas en el cÌrculo de breves palabras: el consejo que ahora me has dado le apetezco y recibo de bonÌsima gana. Ven, hijo, y vamos a buscar donde me embosque, que t˙ volver·s, como dices, a buscar, a ver y hablar a mi seÒora, de cuya discreciÛn y cortesÌa espero m·s que milagrosos favores. Rabiaba Sancho por sacar a su amo del pueblo, porque no averiguase la mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le habÌa llevado a Sierra Morena; y asÌ, dio priesa a la salida, que fue luego, y a dos millas del lugar hallaron una floresta o bosque, donde don Quijote se emboscÛ en tanto que Sancho volvÌa a la ciudad a hablar a Dulcinea; en cuya embajada le sucedieron cosas que piden nueva atenciÛn y nuevo crÈdito. CapÌtulo X. Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la seÒora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridÌculos como verdaderos Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capÌtulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no habÌa de ser creÌdo, porque las locuras de don Quijote llegaron aquÌ al tÈrmino y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta m·s all· de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribiÛ de la misma manera que Èl las hizo, sin aÒadir ni quitar a la historia un ·tomo de la verdad, sin d·rsele nada por las objeciones que podÌan ponerle de mentiroso. Y tuvo razÛn, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua. Y asÌ, prosiguiendo su historia, dice que, asÌ como don Quijote se emboscÛ en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandÛ a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su seÒora, pidiÈndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo caballero, y se dignase de echarle su bendiciÛn, para que pudiese esperar por ella felicÌsimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas. EncargÛse Sancho de hacerlo asÌ como se le mandaba, y de traerle tan buena respuesta como le trujo la vez primera. -Anda, hijo -replicÛ don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. °Dichoso t˙ sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cÛmo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si est· en pie, mÌrala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en ·spera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no estÈ desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si t˙ me los relatares como ellos fueron, sacarÈ yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazÛn acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certÌsimos correos que traen las nuevas de lo que all· en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guÌete otra mejor ventura que la mÌa, y vuÈlvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas. -Yo irÈ y volverÈ presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced, seÒor mÌo, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazÛn quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y tambiÈn se dice: donde no piensa, salta la liebre. DÌgolo porque si esta noche no hallamos los palacios o alc·zares de mi seÒora, agora que es de dÌa los pienso hallar, cuando menos los piense, y hallados, dÈjenme a mÌ con ella. -Por cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan a pelo de lo que tratamos cuanto me dÈ Dios mejor ventura en lo que deseo. Esto dicho, volviÛ Sancho las espaldas y vareÛ su rucio, y don Quijote se quedÛ a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos, yÈndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartÛ de su seÒor que Èl quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando, volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecÌa, se apeÛ del jumento, y, sent·ndose al pie de un ·rbol, comenzÛ a hablar consigo mesmo y a decirse: -Sepamos agora, Sancho hermano, adÛnde va vuesa merced. øVa a buscar alg˙n jumento que se le haya perdido? ''No, por cierto''. Pues, øquÈ va a buscar? ''Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo junto''. Y øadÛnde pens·is hallar eso que decÌs, Sancho? ''øAdÛnde? En la gran ciudad del Toboso''. Y bien: øy de parte de quiÈn la vais a buscar? ''De parte del famoso caballero don Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed, y de beber al que ha hambre''. Todo eso est· muy bien. Y øsabÈis su casa, Sancho? ''Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alc·zares''. Y øhabÈisla visto alg˙n dÌa por ventura? ''Ni yo ni mi amo la habemos visto jam·s''. Y øparÈceos que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso supiesen que est·is vos aquÌ con intenciÛn de ir a sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ''En verdad que tendrÌan mucha razÛn, cuando no considerasen que soy mandado, y que mensajero sois, amigo, no merecÈis culpa, non''. No os fiÈis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colÈrica como honrada, y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala ventura. ''°Oxte, puto! °All· dar·s, rayo! °No, sino ·ndeme yo buscando tres pies al gato por el gusto ajeno! Y m·s, que asÌ ser· buscar a Dulcinea por el Toboso como a Marica por R·vena, o al bachiller en Salamanca. °El diablo, el diablo me ha metido a mÌ en esto, que otro no!'' Este soliloquio pasÛ consigo Sancho, y lo que sacÛ dÈl fue que volviÛ a decirse: -Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo, por mil seÒales, he visto que es un loco de atar, y aun tambiÈn yo no le quedo en zaga, pues soy m·s mentecato que Èl, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refr·n que dice: "Dime con quiÈn andas, decirte he quiÈn eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las m·s veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareciÛ cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejÈrcitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no ser· muy difÌcil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquÌ, es la seÒora Dulcinea; y, cuando Èl no lo crea, jurarÈ yo; y si Èl jurare, tornarÈ yo a jurar; y si porfiare, porfiarÈ yo m·s, y de manera que tengo de tener la mÌa siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quiz· con esta porfÌa acabarÈ con Èl que no me envÌe otra vez a semejantes mensajerÌas, viendo cu·n mal recado le traigo dellas, o quiz· pensar·, como yo imagino, que alg˙n mal encantador de estos que Èl dice que le quieren mal la habr· mudado la figura por hacerle mal y daÒo. Con esto que pensÛ Sancho Panza quedÛ sosegado su espÌritu, y tuvo por bien acabado su negocio, y deteniÈndose allÌ hasta la tarde, por dar lugar a que don Quijote pensase que le habÌa tenido para ir y volver del Toboso; y sucediÛle todo tan bien que, cuando se levantÛ para subir en el rucio, vio que del Toboso hacia donde Èl estaba venÌan tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque m·s se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballerÌa de las aldeanas; pero, como no va mucho en esto, no hay para quÈ detenernos en averiguarlo. En resoluciÛn: asÌ como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volviÛ a buscar a su seÒor don Quijote, y hallÛle suspirando y diciendo mil amorosas lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo: -øQuÈ hay, Sancho amigo? øPodrÈ seÒalar este dÌa con piedra blanca, o con negra? -Mejor ser· -respondiÛ Sancho- que vuesa merced le seÒale con almagre, como rÈtulos de c·tedras, porque le echen bien de ver los que le vieren. -De ese modo -replicÛ don Quijote-, buenas nuevas traes. -Tan buenas -respondiÛ Sancho-, que no tiene m·s que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la seÒora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced. -°Santo Dios! øQuÈ es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira no me engaÒes, ni quieras con falsas alegrÌas alegrar mis verdaderas tristezas. -øQuÈ sacarÌa yo de engaÒar a vuesa merced -respondiÛ Sancho-, y m·s estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, seÒor, y venga, y ver· venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubÌes, todas telas de brocado de m·s de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay m·s que ver. -Hacaneas querr·s decir, Sancho. -Poca diferencia hay -respondiÛ Sancho- de cananeas a hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las m·s galanas seÒoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi seÒora, que pasma los sentidos. -Vamos, Sancho hijo -respondiÛ don Quijote-; y, en albricias destas no esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crÌas que este aÒo me dieren las tres yeguas mÌas, que t˙ sabes que quedan para parir en el prado concejil de nuestro pueblo. -A las crÌas me atengo -respondiÛ Sancho-, porque de ser buenos los despojos de la primera aventura no est· muy cierto. Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas. TendiÛ don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbÛse todo, y preguntÛ a Sancho si las habÌa dejado fuera de la ciudad. -øCÛmo fuera de la ciudad? -respondiÛ-. øPor ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son Èstas, las que aquÌ vienen, resplandecientes como el mismo sol a mediodÌa? -Yo no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres borricos. -°Agora me libre Dios del diablo! -respondiÛ Sancho-. Y øes posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? °Vive el SeÒor, que me pele estas barbas si tal fuese verdad! -Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y t˙ Sancho Panza; a lo menos, a mÌ tales me parecen. -Calle, seÒor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos, y venga a hacer reverencia a la seÒora de sus pensamientos, que ya llega cerca. Y, diciendo esto, se adelantÛ a recebir a las tres aldeanas; y, ape·ndose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo: -Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allÌ est· hecho piedra m·rmol, todo turbado y sin pulsos de verse ante vuestra magnÌfica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y Èl es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura. A esta sazÛn, ya se habÌa puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y seÒora, y, como no descubrÌa en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atÛnitas, viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a su compaÒera; pero, rompiendo el silencio la detenida, toda desgraciada y mohÌna, dijo: -Ap·rtense nora en tal del camino, y dÈjenmos pasar, que vamos de priesa. A lo que respondiÛ Sancho: -°Oh princesa y seÒora universal del Toboso! øCÛmo vuestro magn·nimo corazÛn no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia a la coluna y sustento de la andante caballerÌa? Oyendo lo cual, otra de las dos dijo: -Mas, °jo, que te estrego, burra de mi suegro! °Mirad con quÈ se vienen los seÒoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquÌ no supiÈsemos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e dÈjenmos hacer el nueso, y serles ha sano. -Lev·ntate, Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir alg˙n contento a esta ·nima mezquina que tengo en las carnes. Y t˙, °oh estremo del valor que puede desearse, tÈrmino de la humana gentileza, ˙nico remedio deste afligido corazÛn que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sÛlo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya tambiÈn el mÌo no le ha cambiado en el de alg˙n vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisiÛn y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora. -°Tom· que mi ag¸elo! -respondiÛ la aldeana-. °Amiguita soy yo de oÌr resquebrajos! Ap·rtense y dÈjenmos ir, y agradecÈrselo hemos. ApartÛse Sancho y dejÛla ir, contentÌsimo de haber salido bien de su enredo. Apenas se vio libre la aldeana que habÌa hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijÛn que en un palo traÌa, dio a correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentÌa la punta del aguijÛn, que le fatigaba m·s de lo ordinario, comenzÛ a dar corcovos, de manera que dio con la seÒora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudiÛ a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que tambiÈn vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y quiriendo don Quijote levantar a su encantada seÒora en los brazos sobre la jumenta, la seÒora, levant·ndose del suelo, le quitÛ de aquel trabajo, porque, haciÈndose alg˙n tanto atr·s, tomÛ una corridica, y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, m·s ligero que un halcÛn, sobre la albarda, y quedÛ a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo Sancho: -°Vive Roque, que es la seÒora nuestra ama m·s ligera que un acot·n, y que puede enseÒar a subir a la jineta al m·s diestro cordobÈs o mejicano! El arzÛn trasero de la silla pasÛ de un salto, y sin espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren como el viento. Y asÌ era la verdad, porque, en viÈndose a caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atr·s por espacio de m·s de media legua. SiguiÛlas don Quijote con la vista, y, cuando vio que no parecÌan, volviÈndose a Sancho, le dijo: -Sancho, øquÈ te parece cu·n malquisto soy de encantadores? Y mira hasta dÛnde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi seÒora. En efecto, yo nacÌ para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has tambiÈn de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales seÒoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ·mbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegÈ a subir a Dulcinea sobre su hacanea, seg˙n t˙ dices, que a mÌ me pareciÛ borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinÛ y atosigÛ el alma. -°Oh canalla! -gritÛ a esta sazÛn Sancho- °Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quiÈn os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha! Mucho sabÈis, mucho podÈis y mucho m·s hacÈis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi seÒora en agallas alcornoqueÒas, y sus cabellos de oro purÌsimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le toc·rades en el olor; que por Èl siquiera sac·ramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subÌa de punto y quilates un lunar que tenÌa sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de m·s de un palmo. -A ese lunar -dijo don Quijote-, seg˙n la correspondencia que tienen entre sÌ los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado. -Pues yo sÈ decir a vuestra merced -respondiÛ Sancho- que le parecÌan allÌ como nacidos. -Yo lo creo, amigo -replicÛ don Quijote-, porque ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y asÌ, si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mÌ me pareciÛ albarda, que t˙ aderezaste, øera silla rasa o sillÛn? -No era -respondiÛ Sancho- sino silla a la jineta, con una cubierta de campo que vale la mitad de un reino, seg˙n es de rica. -°Y que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a decir, y dirÈ mil veces, que soy el m·s desdichado de los hombres. Harto tenÌa que hacer el socarrÛn de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engaÒado. Finalmente, despuÈs de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad cada aÒo suelen hacerse. Pero, antes que all· llegasen, les sucedieron cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leÌdas, como se ver· adelante. CapÌtulo XI. De la estraÒa aventura que le sucediÛ al valeroso don Quijote con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte Pensativo adem·s iba don Quijote por su camino adelante, considerando la mala burla que le habÌan hecho los encantadores, volviendo a su seÒora Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba quÈ remedio tendrÌa para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban tan fuera de sÌ, que, sin sentirlo, soltÛ las riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenÌa a pacer la verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le volviÛ Sancho Panza, diciÈndole: -SeÒor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias: vuestra merced se reporte, y vuelva en sÌ, y coja las riendas a Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardÌa que conviene que tengan los caballeros andantes. øQuÈ diablos es esto? øQuÈ descaecimiento es Èste? øEstamos aquÌ, o en Francia? Mas que se lleve Satan·s a cuantas Dulcineas hay en el mundo, pues vale m·s la salud de un solo caballero andante que todos los encantos y transformaciones de la tierra. -Calla, Sancho -respondiÛ don Quijote con voz no muy desmayada-; calla, digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada seÒora, que de su desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen los malos ha nacido su mala andanza. -AsÌ lo digo yo -respondiÛ Sancho-: quien la vido y la vee ahora, øcu·l es el corazÛn que no llora? -Eso puedes t˙ decir bien, Sancho -replicÛ don Quijote-, pues la viste en la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendiÛ a turbarte la vista ni a encubrirte su belleza: contra mÌ solo y contra mis ojos se endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caÌdo, Sancho, en una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me acuerdo, dijiste que tenÌa los ojos de perlas, y los ojos que parecen de perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quÌtalas de los ojos y p·salas a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los dientes. -Todo puede ser -respondiÛ Sancho-, porque tambiÈn me turbÛ a mÌ su hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendÈmoslo todo a Dios, que …l es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de l·grimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que estÈ sin mezcla de maldad, embuste y bellaquerÌa. De una cosa me pesa, seÒor mÌo, m·s que de otras; que es pensar quÈ medio se ha de tener cuando vuesa merced venza a alg˙n gigante o otro caballero, y le mande que se vaya a presentar ante la hermosura de la seÒora Dulcinea: øadÛnde la ha de hallar este pobre gigante, o este pobre y mÌsero caballero vencido? ParÈceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a mi seÒora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la conocer·n m·s que a mi padre. -Quiz·, Sancho -respondiÛ don Quijote-, no se estender· el encantamento a quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envÌe, haremos la experiencia si la ven o no, mand·ndoles que vuelvan a darme relaciÛn de lo que acerca desto les hubiere sucedido. -Digo, seÒor -replicÛ Sancho-, que me ha parecido bien lo que vuesa merced ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia m·s ser· de vuesa merced que suya; pero, como la seÒora Dulcinea tenga salud y contento, nosotros por ac· nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que pudiÈremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las suyas, que Èl es el mejor mÈdico destas y de otras mayores enfermedades. Responder querÌa don Quijote a Sancho Panza, pero estorbÛselo una carreta que saliÛ al travÈs del camino, cargada de los m·s diversos y estraÒos personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servÌa de carretero era un feo demonio. VenÌa la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreciÛ a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a ella venÌa un ·ngel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. VenÌa tambiÈn un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traÌa morriÛn, ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de diversas colores; con Èstas venÌan otras personas de diferentes trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera alborotÛ a don Quijote y puso miedo en el corazÛn de Sancho; mas luego se alegrÛ don Quijote, creyendo que se le ofrecÌa alguna nueva y peligrosa aventura, y con este pensamiento, y con ·nimo dispuesto de acometer cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y amenazadora, dijo: -Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quiÈn eres, a dÛ vas y quiÈn es la gente que llevas en tu carricoche, que m·s parece la barca de CarÛn que carreta de las que se usan. A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondiÛ: -SeÒor, nosotros somos recitantes de la compaÒÌa de Angulo el Malo; hemos hecho en un lugar que est· detr·s de aquella loma, esta maÒana, que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hÈmosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquÌ se parece; y, por estar tan cerca y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de ¡ngel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina; el otro, de Soldado; aquÈl, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compaÒÌa los primeros papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, preg˙ntemelo, que yo le sabrÈ responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo se me alcanza. -Por la fe de caballero andante -respondiÛ don Quijote-, que, asÌ como vi este carro, imaginÈ que alguna grande aventura se me ofrecÌa; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaÒo. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mand·is algo en que pueda seros de provecho, que lo harÈ con buen ·nimo y buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la car·tula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la far·ndula. Estando en estas pl·ticas, quiso la suerte que llegase uno de la compaÒÌa, que venÌa vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un palo traÌa tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, lleg·ndose a don Quijote, comenzÛ a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visiÛn asÌ alborotÛ a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote, tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con m·s ligereza que jam·s prometieron los huesos de su notomÌa. Sancho, que considerÛ el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltÛ del rucio, y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a Èl llegÛ, ya estaba en tierra, y junto a Èl, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanÌas de Rocinante y de sus atrevimientos. Mas, apenas hubo dejado su caballerÌa Sancho por acudir a don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas saltÛ sobre el rucio, y, sacudiÈndole con ellas, el miedo y ruido, m·s que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaÒa hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta. Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caÌda de su amo, y no sabÌa a cu·l de las dos necesidades acudirÌa primero; pero, en efecto, como buen escudero y como buen criado, pudo m·s con Èl el amor de su seÒor que el cariÒo de su jumento, puesto que cada vez que veÌa levantar las vejigas en el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para Èl t·rtagos y sustos de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a Èl en las niÒas de los ojos que en el m·s mÌnimo pelo de la cola de su asno. Con esta perpleja tribulaciÛn llegÛ donde estaba don Quijote, harto m·s maltrecho de lo que Èl quisiera, y, ayud·ndole a subir sobre Rocinante, le dijo: -SeÒor, el Diablo se ha llevado al rucio. -øQuÈ diablo? -preguntÛ don Quijote. -El de las vejigas -respondiÛ Sancho. -Pues yo le cobrarÈ -replicÛ don Quijote-, si bien se encerrase con Èl en los m·s hondos y escuros calabozos del infierno. SÌgueme, Sancho, que la carreta va despacio, y con las mulas della satisfarÈ la pÈrdida del rucio. -No hay para quÈ hacer esa diligencia, seÒor -respondiÛ Sancho-: vuestra merced temple su cÛlera, que, seg˙n me parece, ya el Diablo ha dejado el rucio, y vuelve a la querencia. Y asÌ era la verdad; porque, habiendo caÌdo el Diablo con el rucio, por imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el jumento se volviÛ a su amo. -Con todo eso -dijo don Quijote-, ser· bien castigar el descomedimiento de aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo emperador. -QuÌtesele a vuestra merced eso de la imaginaciÛn -replicÛ Sancho-, y tome mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y m·s siendo de aquellos de las compaÒÌas reales y de tÌtulo, que todos, o los m·s, en sus trajes y compostura parecen unos prÌncipes. -Pues con todo -respondiÛ don Quijote-, no se me ha de ir el demonio farsante alabando, aunque le favorezca todo el gÈnero humano. Y, diciendo esto, volviÛ a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo. Iba dando voces, diciendo: -Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender cÛmo se han de tratar los jumentos y alimaÒas que sirven de caballerÌa a los escuderos de los caballeros andantes. Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los de la carreta; y, juzgando por las palabras la intenciÛn del que las decÌa, en un instante saltÛ la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el Diablo carretero y el ¡ngel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en tan gallardo escuadrÛn, los brazos levantados con adem·n de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y p˙sose a pensar de quÈ modo los acometerÌa con menos peligro de su persona. En esto que se detuvo, llegÛ Sancho, y, viÈndole en talle de acometer al bien formado escuadrÛn, le dijo: -Asaz de locura serÌa intentar tal empresa: considere vuesa merced, seÒor mÌo, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y tambiÈn se ha de considerar que es m·s temeridad que valentÌa acometer un hombre solo a un ejÈrcito donde est· la Muerte, y pelean en persona emperadores, y a quien ayudan los buenos y los malos ·ngeles; y si esta consideraciÛn no le mueve a estarse quedo, muÈvale saber de cierto que, entre todos los que allÌ est·n, aunque parecen reyes, prÌncipes y emperadores, no hay ning˙n caballero andante. -Ahora sÌ -dijo don Quijote- has dado, Sancho, en el punto que puede y debe mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquÌ te ayudarÈ con voces y advertimientos saludables. -No hay para quÈ, seÒor -respondiÛ Sancho-, tomar venganza de nadie, pues no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto m·s, que yo acabarÈ con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la cual es de vivir pacÌficamente los dÌas que los cielos me dieren de vida. -Pues Èsa es tu determinaciÛn -replicÛ don Quijote-, Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y volvamos a buscar mejores y m·s calificadas aventuras; que yo veo esta tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas. VolviÛ las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo su escuadrÛn volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el dÌa siguiente, le sucediÛ otra con un enamorado y andante caballero, de no menos suspensiÛn que la pasada. CapÌtulo XII. De la estraÒa aventura que le sucediÛ al valeroso don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos La noche que siguiÛ al dÌa del rencuentro de la Muerte la pasaron don Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos ·rboles, habiendo, a persuasiÛn de Sancho, comido don Quijote de lo que venÌa en el repuesto del rucio, y entre la cena dijo Sancho a su seÒor: -SeÒor, °quÈ tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las crÌas de las tres yeguas! En efecto, en efecto, m·s vale p·jaro en mano que buitre volando. -TodavÌa -respondiÛ don Quijote-, si t˙, Sancho, me dejaras acometer, como yo querÌa, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos. -Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes -respondiÛ Sancho Panza- fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata. -AsÌ es verdad -replicÛ don Quijote-, porque no fuera acertado que los atavÌos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estÈs bien, teniÈndola en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la rep˙blica, poniÈndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparaciÛn hay que m·s al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes. Si no, dime: øno has visto t˙ representar alguna comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontÌfices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufi·n, otro el embustero, Èste el mercader, aquÈl el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple; y, acabada la comedia y desnud·ndose de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales. -SÌ he visto -respondiÛ Sancho. -Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontÌfices, y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura. -°Brava comparaciÛn! -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya oÌdo muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en acab·ndose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura. -Cada dÌa, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y m·s discreto. -SÌ, que algo se me ha de pegar de la discreciÛn de vuestra merced -respondiÛ Sancho-; que las tierras que de suyo son estÈriles y secas, estercol·ndolas y cultiv·ndolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir que la conversaciÛn de vuestra merced ha sido el estiÈrcol que sobre la estÈril tierra de mi seco ingenio ha caÌdo; la cultivaciÛn, el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mÌ que sean de bendiciÛn, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mÌo. RiÛse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y pareciÛle ser verdad lo que decÌa de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de manera que le admiraba; puesto que todas o las m·s veces que Sancho querÌa hablar de oposiciÛn y a lo cortesano, acababa su razÛn con despeÒarse del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que Èl se mostraba m·s elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no viniesen a pelo de lo que trataba, como se habr· visto y se habr· notado en el discurso desta historia. En estas y en otras pl·ticas se les pasÛ gran parte de la noche, y a Sancho le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como Èl decÌa cuando querÌa dormir, y, desaliÒando al rucio, le dio pasto abundoso y libre. No quitÛ la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su seÒor que, en el tiempo que anduviesen en campaÒa, o no durmiesen debajo de techado, no desaliÒase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzÛn de la silla; pero, øquitar la silla al caballo?, °guarda!; y asÌ lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dÈl y de Rocinante fue tan ˙nica y tan trabada, que hay fama, por tradiciÛn de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capÌtulos della; mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto, y escribe que, asÌ como las dos bestias se juntaban, acudÌan a rascarse el uno al otro, y que, despuÈs de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte m·s de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se solÌan estar de aquella manera tres dÌas; a lo menos, todo el tiempo que les dejaban, o no les compelÌa la hambre a buscar sustento. Digo que dicen que dejÛ el autor escrito que los habÌa comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y EurÌalo, y PÌlades y Orestes; y si esto es asÌ, se podÌa echar de ver, para universal admiraciÛn, cu·n firme debiÛ ser la amistad destos dos pacÌficos animales, y para confusiÛn de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo: No hay amigo para amigo: las caÒas se vuelven lanzas; y el otro que cantÛ: De amigo a amigo la chinche, etc. Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas cosas de importancia, como son: de las cig¸eÒas, el cristel; de los perros, el vÛmito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad, del caballo. Finalmente, Sancho se quedÛ dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo habÌa pasado, cuando le despertÛ un ruido que sintiÛ a sus espaldas, y, levant·ndose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dÛnde el ruido procedÌa, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dej·ndose derribar de la silla, dijo al otro: -ApÈate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amorosos pensamientos. El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al arrojarse, hicieron ruido las armas de que venÌa armado, manifiesta seÒal por donde conociÛ don Quijote que debÌa de ser caballero andante; y, lleg·ndose a Sancho, que dormÌa, le trabÛ del brazo, y con no pequeÒo trabajo le volviÛ en su acuerdo, y con voz baja le dijo: -Hermano Sancho, aventura tenemos. -Dios nos la dÈ buena -respondiÛ Sancho-; y øadÛnde est·, seÒor mÌo, su merced de esa seÒora aventura? -øAdÛnde, Sancho? -replicÛ don Quijote-; vuelve los ojos y mira, y ver·s allÌ tendido un andante caballero, que, a lo que a mÌ se me trasluce, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron las armas. -Pues øen quÈ halla vuesa merced -dijo Sancho- que Èsta sea aventura? -No quiero yo decir -respondiÛ don Quijote- que Èsta sea aventura del todo, sino principio della; que por aquÌ se comienzan las aventuras. Pero escucha, que, a lo que parece, templando est· un la˙d o vig¸ela, y, seg˙n escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo. -A buena fe que es asÌ -respondiÛ Sancho-, y que debe de ser caballero enamorado. -No hay ninguno de los andantes que no lo sea -dijo don Quijote-. Y escuchÈmosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si es que canta; que de la abundancia del corazÛn habla la lengua. Replicar querÌa Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que no era muy mala mi muy buena, lo estorbÛ; y, estando los dos atÛnitos, oyeron que lo que cantÛ fue este soneto: -Dadme, seÒora, un tÈrmino que siga, conforme a vuestra voluntad cortado; que ser· de la mÌa asÌ estimado, que por jam·s un punto dÈl desdiga. Si gust·is que callando mi fatiga muera, contadme ya por acabado: si querÈis que os la cuente en desusado modo, harÈ que el mesmo amor la diga. A prueba de contrarios estoy hecho, de blanda cera y de diamante duro, y a las leyes de amor el ama ajusto. Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho: entallad o imprimid lo que os dÈ gusto, que de guardarlo eternamente juro. Con un °ay!, arrancado, al parecer, de lo Ìntimo de su corazÛn, dio fin a su canto el Caballero del Bosque, y, de allÌ a un poco, con voz doliente y lastimada, dijo: -°Oh la m·s hermosa y la m·s ingrata mujer del orbe! øCÛmo que ser· posible, serenÌsima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ·speros y duros trabajos este tu cautivo caballero? øNo basta ya que he hecho que te confiesen por la m·s hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y, finalmente, todos los caballeros de la Mancha? -Eso no -dijo a esta sazÛn don Quijote-, que yo soy de la Mancha y nunca tal he confesado, ni podÌa ni debÌa confesar una cosa tan perjudicial a la belleza de mi seÒora; y este tal caballero ya vees t˙, Sancho, que desvarÌa. Pero, escuchemos: quiz· se declarar· m·s. -Si har· -replicÛ Sancho-, que tÈrmino lleva de quejarse un mes arreo. Pero no fue asÌ, porque, habiendo entreoÌdo el Caballero del Bosque que hablaban cerca dÈl, sin pasar adelante en su lamentaciÛn, se puso en pie, y dijo con voz sonora y comedida: -øQuiÈn va all·? øQuÈ gente? øEs por ventura de la del n˙mero de los contentos, o la del de los afligidos? -De los afligidos -respondiÛ don Quijote. -Pues llÈguese a mÌ -respondiÛ el del Bosque-, y har· cuenta que se llega a la mesma tristeza y a la afliciÛn mesma. Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegÛ a Èl, y Sancho ni m·s ni menos. El caballero lamentador asiÛ a don Quijote del brazo, diciendo: -Sentaos aquÌ, seÒor caballero, que para entender que lo sois, y de los que profesan la andante caballerÌa, b·stame el haberos hallado en este lugar, donde la soledad y el sereno os hacen compaÒÌa, naturales lechos y propias estancias de los caballeros andantes. A lo que respondiÛ don Quijote: -Caballero soy, y de la profesiÛn que decÌs; y, aunque en mi alma tienen su propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasiÛn que tengo de las ajenas desdichas. De lo que contaste poco ha, colegÌ que las vuestras son enamoradas, quiero decir, del amor que tenÈis a aquella hermosa ingrata que en vuestras lamentaciones nombrastes. Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en buena paz y compaÒÌa, como si al romper del dÌa no se hubieran de romper las cabezas. -Por ventura, seÒor caballero -preguntÛ el del Bosque a don Quijote-, øsois enamorado? -Por desventura lo soy -respondiÛ don Quijote-; aunque los daÒos que nacen de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que por desdichas. -AsÌ es la verdad -replicÛ el del Bosque-, si no nos turbasen la razÛn y el entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas. -Nunca fui desdeÒado de mi seÒora -respondiÛ don Quijote. -No, por cierto -dijo Sancho, que allÌ junto estaba-, porque es mi seÒora como una borrega mansa: es m·s blanda que una manteca. -øEs vuestro escudero Èste? -preguntÛ el del Bosque. -SÌ es -respondiÛ don Quijote. -Nunca he visto yo escudero -replicÛ el del Bosque- que se atreva a hablar donde habla su seÒor; a lo menos, ahÌ est· ese mÌo, que es tan grande como su padre, y no se probar· que haya desplegado el labio donde yo hablo. -Pues a fe -dijo Sancho-, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro tan..., y aun quÈdese aquÌ, que es peor meneallo. El escudero del Bosque asiÛ por el brazo a Sancho, diciÈndole: -V·monos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto quisiÈremos, y dejemos a estos seÒores amos nuestros que se den de las astas, cont·ndose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha de coger el dÌa en ellas y no las han de haber acabado. -Sea en buena hora -dijo Sancho-; y yo le dirÈ a vuestra merced quiÈn soy, para que vea si puedo entrar en docena con los m·s hablantes escuderos. Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasÛ un tan gracioso coloquio como fue grave el que pasÛ entre sus seÒores. CapÌtulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con el discreto, nuevo y suave coloquio que pasÛ entre los dos escuderos Divididos estaban caballeros y escuderos: Èstos cont·ndose sus vidas, y aquÈllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los mozos y luego prosigue el de los amos; y asÌ, dice que, apart·ndose un poco dellos, el del Bosque dijo a Sancho: -Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, seÒor mÌo, estos que somos escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echÛ Dios a nuestros primeros padres. -TambiÈn se puede decir -aÒadiÛ Sancho- que lo comemos en el yelo de nuestros cuerpos; porque, øquiÈn m·s calor y m·s frÌo que los miserables escuderos de la andante caballerÌa? Y aun menos mal si comiÈramos, pues los duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un dÌa y dos sin desayunarnos, si no es del viento que sopla. -Todo eso se puede llevar y conllevar -dijo el del Bosque-, con la esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a pocos lances se ver· premiado con un hermoso gobierno de cualque Ìnsula, o con un condado de buen parecer. Yo -replicÛ Sancho- ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de alguna Ìnsula; y Èl es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido muchas y diversas veces. Yo -dijo el del Bosque-, con un canonicato quedarÈ satisfecho de mis servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y °quÈ tal! -Debe de ser -dijo Sancho- su amo de vuesa merced caballero a lo eclesi·stico, y podr· hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el mÌo es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querÌan aconsejar personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase ser arzobispo; pero Èl no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces temblando si le venÌa en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia. -Pues en verdad que lo yerra vuesa merced -dijo el del Bosque-, a causa que los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos, algunos pobres, algunos malencÛnicos, y finalmente, el m·s erguido y bien dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades, que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor serÌa que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retir·semos a nuestras casas, y allÌ nos entretuviÈsemos en ejercicios m·s suaves, como si dijÈsemos, cazando o pescando; que, øquÈ escudero hay tan pobre en el mundo, a quien le falte un rocÌn, y un par de galgos, y una caÒa de pescar, con que entretenerse en su aldea? -A mÌ no me falta nada deso -respondiÛ Sancho-: verdad es que no tengo rocÌn, pero tengo un asno que vale dos veces m·s que el caballo de mi amo. Mala pascua me dÈ Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por Èl, aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendr· vuesa merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues galgos no me habÌan de faltar, habiÈndolos sobrados en mi pueblo; y m·s, que entonces es la caza m·s gustosa cuando se hace a costa ajena. -Real y verdaderamente -respondiÛ el del Bosque-, seÒor escudero, que tengo propuesto y determinado de dejar estas borracherÌas destos caballeros, y retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres orientales perlas. -Dos tengo yo -dijo Sancho-, que se pueden presentar al Papa en persona, especialmente una muchacha a quien crÌo para condesa, si Dios fuere servido, aunque a pesar de su madre. -Y øquÈ edad tiene esa seÒora que se crÌa para condesa? -preguntÛ el del Bosque. -Quince aÒos, dos m·s a menos -respondiÛ Sancho-, pero es tan grande como una lanza, y tan fresca como una maÒana de abril, y tiene una fuerza de un ganap·n. -Partes son Èsas -respondiÛ el del Bosque- no sÛlo para ser condesa, sino para ser ninfa del verde bosque. °Oh hideputa, puta, y quÈ rejo debe de tener la bellaca! A lo que respondiÛ Sancho, algo mohÌno: -Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo ser· ninguna de las dos, Dios quiriendo, mientras yo viviere. Y h·blese m·s comedidamente, que, para haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesÌa, no me parecen muy concertadas esas palabras. -°Oh, quÈ mal se le entiende a vuesa merced -replicÛ el del Bosque- de achaque de alabanzas, seÒor escudero! øCÛmo y no sabe que cuando alg˙n caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "°Oh hideputa, puto, y quÈ bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel tÈrmino, es alabanza notable; y renegad vos, seÒor, de los hijos o hijas que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes. -SÌ reniego -respondiÛ Sancho-, y dese modo y por esa misma razÛn podÌa echar vuestra merced a mÌ y hijos y a mi mujer toda una puterÌa encima, porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mesmo ser· si me saca deste peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engaÒado de una bolsa con cien ducados que me hallÈ un dÌa en el corazÛn de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquÌ, allÌ, ac· no, sino acull·, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con Èl, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un prÌncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen f·ciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sÈ que tiene m·s de loco que de caballero. -Por eso -respondiÛ el del Bosque- dicen que la codicia rompe el saco; y si va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando lo que no sÈ si despuÈs de hallado le ha de salir a los hocicos. -Y øes enamorado, por dicha? -SÌ -dijo el del Bosque-: de una tal Casildea de Vandalia, la m·s cruda y la m·s asada seÒora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruÒen en las entraÒas, y ello dir· antes de muchas horas. -No hay camino tan llano -replicÛ Sancho- que no tenga alg˙n tropezÛn o barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mÌa, a calderadas; m·s acompaÒados y paniaguados debe de tener la locura que la discreciÛn. Mas si es verdad lo que com˙nmente se dice, que el tener compaÒeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podrÈ consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mÌo. -Tonto, pero valiente -respondiÛ el del Bosque-, y m·s bellaco que tonto y que valiente. -Eso no es el mÌo -respondiÛ Sancho-: digo, que no tiene nada de bellaco; antes tiene una alma como un c·ntaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niÒo le har· entender que es de noche en la mitad del dÌa; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazÛn, y no me amaÒo a dejarle, por m·s disparates que haga. -Con todo eso, hermano y seÒor -dijo el del Bosque-, si el ciego guÌa al ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen comp·s de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas. EscupÌa Sancho a menudo, al parecer, un cierto gÈnero de saliva pegajosa y algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero, dijo: -ParÈceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas; pero yo traigo un despegador pendiente del arzÛn de mi caballo, que es tal como bueno. Y, levant·ndose, volviÛ desde allÌ a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendiÛ ser de alg˙n cabrÛn, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo: -Y øesto trae vuestra merced consigo, seÒor? -Pues, øquÈ se pensaba? -respondiÛ el otro-. øSoy yo por ventura alg˙n escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi caballo que lleva consigo cuando va de camino un general. ComiÛ Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta. Y dijo: -Vuestra merced sÌ que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnÌfico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquÌ por arte de encantamento, parÈcelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y malaventurado, que sÛlo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compaÒÌa cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueÒo, y a la opiniÛn que tiene y orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo. -Por mi fe, hermano -replicÛ el del Bosque-, que yo no tengo hecho el estÛmago a tagarninas, ni a piruÈtanos, ni a raÌces de los montes. All· se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzÛn de la silla, por sÌ o por no; y es tan devota mÌa y quiÈrola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dÈ mil besos y mil abrazos. Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empin·ndola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en acabando de beber, dejÛ caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro, dijo: -°Oh hideputa bellaco, y cÛmo es catÛlico! -øVeis ahÌ -dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho-, cÛmo habÈis alabado este vino llam·ndole hideputa? -Digo -respondiÛ Sancho-, que confieso que conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dÌgame, seÒor, por el siglo de lo que m·s quiere: øeste vino es de Ciudad Real? -°Bravo mojÛn! -respondiÛ el del Bosque-. En verdad que no es de otra parte, y que tiene algunos aÒos de ancianidad. -°A mÌ con eso! -dijo Sancho-. No tomÈis menos, sino que se me fuera a mÌ por alto dar alcance a su conocimiento. øNo ser· bueno, seÒor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos, que, en d·ndome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor, y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino ataÒederas? Pero no hay de quÈ maravillarse, si tuve en mi linaje por parte de mi padre los dos m·s excelentes mojones que en luengos aÒos conociÛ la Mancha; para prueba de lo cual les sucediÛ lo que ahora dirÈ: ´DiÈronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiÈndoles su parecer del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probÛ con la punta de la lengua, el otro no hizo m·s de llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabÌa a hierro, el segundo dijo que m·s sabÌa a cordob·n. El dueÒo dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no tenÌa adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordob·n. Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habÌan dicho. Anduvo el tiempo, vendiÛse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeÒa, pendiente de una correa de cordob·n.ª Porque vea vuestra merced si quien viene desta ralea podr· dar su parecer en semejantes causas. -Por eso digo -dijo el del Bosque- que nos dejemos de andar buscando aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volv·monos a nuestras chozas, que allÌ nos hallar· Dios, si …l quiere. -Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le servirÈ; que despuÈs todos nos entenderemos. Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que tuvo necesidad el sueÒo de atarles las lenguas y templarles la sed, que quit·rsela fuera imposible; y asÌ, asidos entrambos de la ya casi vacÌa bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos, donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque pasÛ con el de la Triste Figura. CapÌtulo XIV. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva, dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote: -Finalmente, seÒor caballero, quiero que sep·is que mi destino, o, por mejor decir, mi elecciÛn, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia. Ll·mola sin par porque no le tiene, asÌ en la grandeza del cuerpo como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues, que voy contando, pagÛ mis buenos pensamientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina a HÈrcules, en muchos y diversos peligros, prometiÈndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegarÌa el de mi esperanza; pero asÌ se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo sÈ cu·l ha de ser el ˙ltimo que dÈ principio al cumplimiento de mis buenos deseos. Una vez me mandÛ que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la m·s movible y voltaria mujer del mundo. LleguÈ, vila, y vencÌla, y hÌcela estar queda y a raya, porque en m·s de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez tambiÈn hubo que me mandÛ fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando, empresa m·s para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandÛ que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relaciÛn de lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesÈ los Toros de Guisando, despeÒÈme en la sima y saquÈ a luz lo escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resoluciÛn, ˙ltimamente me ha mandado que discurra por todas las provincias de EspaÒa y haga confesar a todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la m·s aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el m·s valiente y el m·s bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la mayor parte de EspaÒa, y en ella he vencido muchos caballeros que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo m·s me precio y ufano es de haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y hÈchole confesar que es m·s hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos; y, habiÈndole yo vencido a Èl, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona; y tanto el vencedor es m·s honrado, cuanto m·s el vencido es reputado; asÌ que, ya corren por mi cuenta y son mÌas las inumerables hazaÒas del ya referido don Quijote. Admirado quedÛ don Quijote de oÌr al Caballero del Bosque, y estuvo mil veces por decirle que mentÌa, y ya tuvo el mentÌs en el pico de la lengua; pero reportÛse lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca su mentira; y asÌ, sosegadamente le dijo: -De que vuesa merced, seÒor caballero, haya vencido a los m·s caballeros andantes de EspaÒa, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya vencido a don Quijote de la Mancha, pÛngolo en duda. PodrÌa ser que fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan. -øCÛmo no? -replicÛ el del Bosque-. Por el cielo que nos cubre, que peleÈ con don Quijote, y le vencÌ y rendÌ; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileÒa y algo corva, de bigotes grandes, negros y caÌdos. Campea debajo del nombre del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por seÒora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mÌa, que, por llamarse Casilda y ser de la AndalucÌa, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas seÒas no bastan para acreditar mi verdad, aquÌ est· mi espada, que la har· dar crÈdito a la mesma incredulidad. -Sosegaos, seÒor caballero -dijo don Quijote-, y escuchad lo que decir os quiero. HabÈis de saber que ese don Quijote que decÌs es el mayor amigo que en este mundo tengo, y tanto, que podrÈ decir que le tengo en lugar de mi misma persona, y que por las seÒas que dÈl me habÈis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habÈis vencido. Por otra parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo, si ya no fuese que como Èl tiene muchos enemigos encantadores, especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus altas caballerÌas le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra. Y, para confirmaciÛn desto, quiero tambiÈn que sep·is que los tales encantadores sus contrarios no ha m·s de dos dÌas que transformaron la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja, y desta manera habr·n transformado a don Quijote; y si todo esto no basta para enteraros en esta verdad que digo, aquÌ est· el mesmo don Quijote, que la sustentar· con sus armas a pie, o a caballo, o de cualquiera suerte que os agradare. Y, diciendo esto, se levantÛ en pie y se empuÒÛ en la espada, esperando quÈ resoluciÛn tomarÌa el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo sosegada, respondiÛ y dijo: -Al buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, seÒor don Quijote, pudo venceros transformado, bien podr· tener esperanza de rendiros en vuestro propio ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el dÌa, para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condiciÛn de nuestra batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que haga dÈl todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que se le ordenare. -Soy m·s que contento desa condiciÛn y convenencia -respondiÛ don Quijote. Y, en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteÛ el sueÒo. Despert·ronlos y mand·ronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en saliendo el sol, habÌan de hacer los dos una sangrienta, singular y desigual batalla; a cuyas nuevas quedÛ Sancho atÛnito y pasmado, temeroso de la salud de su amo, por las valentÌas que habÌa oÌdo decir del suyo al escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habÌan olido, y estaban todos juntos. En el camino dijo el del Bosque a Sancho: -Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la AndalucÌa, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano en tanto que sus ahijados riÒen. DÌgolo porque estÈ advertido que mientras nuestros dueÒos riÒeren, nosotros tambiÈn hemos de pelear y hacernos astillas. -Esa costumbre, seÒor escudero -respondiÛ Sancho-, all· puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no he oÌdo decir a mi amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la andante caballerÌa. Cuanto m·s, que yo quiero que sea verdad y ordenanza expresa el pelear los escuderos en tanto que sus seÒores pelean; pero yo no quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales pacÌficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y m·s quiero pagar las tales libras, que sÈ que me costar·n menos que las hilas que podrÈ gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por partida y dividida en dos partes. Hay m·s: que me imposibilita el reÒir el no tener espada, pues en mi vida me la puse. -Para eso sÈ yo un buen remedio -dijo el del Bosque-: yo traigo aquÌ dos talegas de lienzo, de un mesmo tamaÒo: tomarÈis vos la una, y yo la otra, y riÒiremos a talegazos, con armas iguales. -Desa manera, sea en buena hora -respondiÛ Sancho-, porque antes servir· la tal pelea de despolvorearnos que de herirnos. -No ha de ser asÌ -replicÛ el otro-, porque se han de echar dentro de las talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos podremos atalegar sin hacernos mal ni daÒo. -°Mirad, cuerpo de mi padre -respondiÛ Sancho-, quÈ martas cebollinas, o quÈ copos de algodÛn cardado pone en las talegas, para no quedar molidos los cascos y hechos alheÒa los huesos! Pero, aunque se llenaran de capullos de seda, sepa, seÒor mÌo, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y all· se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben antes de llegar su sazÛn y tÈrmino y que se cayan de maduras. -Con todo -replicÛ el del Bosque-, hemos de pelear siquiera media hora. -Eso no -respondiÛ Sancho-: no serÈ yo tan descortÈs ni tan desagradecido, que con quien he comido y he bebido trabe cuestiÛn alguna, por mÌnima que sea; cuanto m·s que, estando sin cÛlera y sin enojo, øquiÈn diablos se ha de amaÒar a reÒir a secas? -Para eso -dijo el del Bosque- yo darÈ un suficiente remedio: y es que, antes que comencemos la pelea, yo me llegarÈ bonitamente a vuestra merced y le darÈ tres o cuatro bofetadas, que dÈ con Èl a mis pies, con las cuales le harÈ despertar la cÛlera, aunque estÈ con m·s sueÒo que un lirÛn. -Contra ese corte sÈ yo otro -respondiÛ Sancho-, que no le va en zaga: cogerÈ yo un garrote, y, antes que vuestra merced llegue a despertarme la cÛlera, harÈ yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote, aunque lo m·s acertado serÌa dejar dormir su cÛlera a cada uno, que no sabe nadie el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios bendijo la paz y maldijo las riÒas, porque si un gato acosado, encerrado y apretado se vuelve en leÛn, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podrÈ volverme; y asÌ, desde ahora intimo a vuestra merced, seÒor escudero, que corra por su cuenta todo el mal y daÒo que de nuestra pendencia resultare. -Est· bien -replicÛ el del Bosque-. Amanecer· Dios y medraremos. En esto, ya comenzaban a gorjear en los ·rboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecÌa que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un n˙mero infinito de lÌquidas perlas, en cuyo suave licor baÒ·ndose las yerbas, parecÌa asimesmo que ellas brotaban y llovÌan blanco y menudo aljÛfar; los sauces destilaban man· sabroso, reÌanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegr·banse las selvas y enriquecÌanse los prados con su venida. Mas, apenas dio lugar la claridad del dÌa para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreciÛ a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que casi le hacÌa sombra a todo el cuerpo. CuÈntase, en efecto, que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amoratado, como de berenjena; baj·bale dos dedos m·s abajo de la boca; cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento asÌ le afeaban el rostro, que, en viÈndole Sancho, comenzÛ a herir de pie y de mano, como niÒo con alferecÌa, y propuso en su corazÛn de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cÛlera para reÒir con aquel vestiglo. Don Quijote mirÛ a su contendor, y hallÛle ya puesta y calada la celada, de modo que no le pudo ver el rostro, pero notÛ que era hombre membrudo, y no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traÌa una sobrevista o casaca de una tela, al parecer, de oro finÌsimo, sembradas por ella muchas lunas pequeÒas de resplandecientes espejos, que le hacÌan en grandÌsima manera gal·n y vistoso; vol·banle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas; la lanza, que tenÌa arrimada a un ·rbol, era grandÌsima y gruesa, y de un hierro acerado de m·s de un palmo. Todo lo mirÛ y todo lo notÛ don Quijote, y juzgÛ de lo visto y mirado que el ya dicho caballero debÌa de ser de grandes fuerzas; pero no por eso temiÛ, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero de los Espejos: -Si la mucha gana de pelear, seÒor caballero, no os gasta la cortesÌa, por ella os pido que alcÈis la visera un poco, porque yo vea si la gallardÌa de vuestro rostro responde a la de vuestra disposiciÛn. -O vencido o vencedor que salg·is desta empresa, seÒor caballero -respondiÛ el de los Espejos-, os quedar· tiempo y espacio demasiado para verme; y si ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabÈis que pretendo. -Pues, en tanto que subimos a caballo -dijo don Quijote-, bien podÈis decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido. -A eso vos respondemos -dijo el de los Espejos- que parecÈis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencÌ; pero, seg˙n vos decÌs que le persiguen encantadores, no osarÈ afirmar si sois el contenido o no. -Eso me basta a mÌ -respondiÛ don Quijote- para que crea vuestro engaÒo; empero, para sacaros dÈl de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en menos tiempo que el que tard·rades en alzaros la visera, si Dios, si mi seÒora y mi brazo me valen, verÈ yo vuestro rostro, y vos verÈis que no soy yo el vencido don Quijote que pens·is. Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volviÛ las riendas a Rocinante para tomar lo que convenÌa del campo, para volver a encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero, no se habÌa apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyÛ llamar del de los Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo: -Advertid, seÒor caballero, que la condiciÛn de nuestra batalla es que el vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreciÛn del vencedor. -Ya la sÈ -respondiÛ don Quijote-; con tal que lo que se le impusiere y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los lÌmites de la caballerÌa. -AsÌ se entiende -respondiÛ el de los Espejos. OfreciÈronsele en esto a la vista de don Quijote las estraÒas narices del escudero, y no se admirÛ menos de verlas que Sancho; tanto, que le juzgÛ por alg˙n monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas narices en las suyas serÌa acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una acciÛn de Rocinante; y, cuando le pareciÛ que ya era tiempo que volviese, le dijo: -Suplico a vuesa merced, seÒor mÌo, que antes que vuelva a encontrarse me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podrÈ ver m·s a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer con este caballero. -Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-, que te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros. -La verdad que diga -respondiÛ Sancho-, las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atÛnito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto a Èl. -Ellas son tales -dijo don Quijote-, que, a no ser yo quien soy, tambiÈn me asombraran; y asÌ, ven: ayudarte he a subir donde dices. En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque, tomÛ el de los Espejos del campo lo que le pareciÛ necesario; y, creyendo que lo mismo habrÌa hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra seÒal que los avisase, volviÛ las riendas a su caballo -que no era m·s ligero ni de mejor parecer que Rocinante-, y, a todo su correr, que era un mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viÈndole ocupado en la subida de Sancho, detuvo las riendas y parÛse en la mitad de la carrera, de lo que el caballo quedÛ agradecidÌsimo, a causa que ya no podÌa moverse. Don Quijote, que le pareciÛ que ya su enemigo venÌa volando, arrimÛ reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conociÛ haber corrido algo, porque todas las dem·s siempre fueron trotes declarados; y con esta no vista furia llegÛ donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar donde habÌa hecho estanco de su carrera. En esta buena sazÛn y coyuntura hallÛ don Quijote a su contrario embarazado con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o no acertÛ, o no tuvo lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontrÛ al de los Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del caballo, dando tal caÌda, que, sin mover pie ni mano, dio seÒales de que estaba muerto. Apenas le vio caÌdo Sancho, cuando se deslizÛ del alcornoque y a toda priesa vino donde su seÒor estaba, el cual, ape·ndose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quit·ndole las lazadas del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio... øQuiÈn podr· decir lo que vio, sin causar admiraciÛn, maravilla y espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomÌa, la mesma efigie, la pespetiva mesma del bachiller SansÛn Carrasco; y, asÌ como la vio, en altas voces dijo: -°Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! °Aguija, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores! LlegÛ Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzÛ a hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote: -Soy de parecer, seÒor mÌo, que, por sÌ o por no, vuesa merced hinque y meta la espada por la boca a este que parece el bachiller SansÛn Carrasco; quiz· matar· en Èl a alguno de sus enemigos los encantadores. -No dices mal -dijo don Quijote-, porque de los enemigos, los menos. Y, sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho, llegÛ el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le habÌan hecho, y a grandes voces dijo: -Mire vuesa merced lo que hace, seÒor don Quijote, que ese que tiene a los pies es el bachiller SansÛn Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero. Y, viÈndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo: -øY las narices? A lo que Èl respondiÛ: -AquÌ las tengo, en la faldriquera. Y, echando mano a la derecha, sacÛ unas narices de pasta y barniz, de m·scara, de la manifatura que quedan delineadas. Y, mir·ndole m·s y m·s Sancho, con voz admirativa y grande, dijo: -°Santa MarÌa, y valme! ø…ste no es TomÈ Cecial, mi vecino y mi compadre? -Y °cÛmo si lo soy! -respondiÛ el ya desnarigado escudero-: TomÈ Cecial soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os dirÈ los arcaduces, embustes y enredos por donde soy aquÌ venido; y en tanto, pedid y suplicad al seÒor vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal aconsejado del bachiller SansÛn Carrasco, nuestro compatrioto. En esto, volviÛ en sÌ el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le puso la punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo: -Muerto sois, caballero, si no confes·is que la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y dem·s de esto habÈis de prometer, si de esta contienda y caÌda qued·rades con vida, de ir a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte, para que haga de vos lo que m·s en voluntad le viniere; y si os dejare en la vuestra, asimismo habÈis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazaÒas os servir· de guÌa que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con ella hubiÈredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes de nuestra batalla, no salen de los tÈrminos de la andante caballerÌa. -Confieso -dijo el caÌdo caballero- que vale m·s el zapato descosido y sucio de la seÒora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me pedÌs. -TambiÈn habÈis de confesar y creer -aÒadiÛ don Quijote- que aquel caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecÌa, como yo confieso y creo que vos, aunque parecÈis el bachiller SansÛn Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su figura aquÌ me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el Ìmpetu de mi cÛlera, y para que use blandamente de la gloria del vencimiento. -Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creÈis, juzg·is y sentÌs -respondiÛ el derrengado caballero-. Dejadme levantar, os ruego, si es que lo permite el golpe de mi caÌda, que asaz maltrecho me tiene. AyudÛle a levantar don Quijote y TomÈ Cecial, su escudero, del cual no apartaba los ojos Sancho, pregunt·ndole cosas cuyas respuestas le daban manifiestas seÒales de que verdaderamente era el TomÈ Cecial que decÌa; mas la aprehensiÛn que en Sancho habÌa hecho lo que su amo dijo, de que los encantadores habÌan mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba dar crÈdito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaÒo amo y mozo, y el de los Espejos y su escudero, mohÌnos y malandantes, se apartaron de don Quijote y Sancho, con intenciÛn de buscar alg˙n lugar donde bizmarle y entablarle las costillas. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quiÈn era el Caballero de los Espejos y su narigante escudero. CapÌtulo XV. Donde se cuenta y da noticia de quiÈn era el Caballero de los Espejos y su escudero En estremo contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber alcanzado vitoria de tan valiente caballero como Èl se imaginaba que era el de los Espejos, de cuya caballeresca palabra esperaba saber si el encantamento de su seÒora pasaba adelante, pues era forzoso que el tal vencido caballero volviese, so pena de no serlo, a darle razÛn de lo que con ella le hubiese sucedido. Pero uno pensaba don Quijote y otro el de los Espejos, puesto que por entonces no era otro su pensamiento sino buscar donde bizmarse, como se ha dicho. Dice, pues, la historia que cuando el bachiller SansÛn Carrasco aconsejÛ a don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerÌas, fue por haber entrado primero en bureo con el cura y el barbero sobre quÈ medio se podrÌa tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y sosegado, sin que le alborotasen sus mal buscadas aventuras; de cuyo consejo saliÛ, por voto com˙n de todos y parecer particular de Carrasco, que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecÌa imposible, y que SansÛn le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con Èl, pues no faltarÌa sobre quÈ, y le venciese, teniÈndolo por cosa f·cil, y que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y asÌ vencido don Quijote, le habÌa de mandar el bachiller caballero se volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos aÒos, o hasta tanto que por Èl le fuese mandado otra cosa; lo cual era claro que don Quijote vencido cumplirÌa indubitablemente, por no contravenir y faltar a las leyes de la caballerÌa, y podrÌa ser que en el tiempo de su reclusiÛn se le olvidasen sus vanidades, o se diese lugar de buscar a su locura alg˙n conveniente remedio. AceptÛlo Carrasco, y ofreciÛsele por escudero TomÈ Cecial, compadre y vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios cascos. ArmÛse SansÛn como queda referido y TomÈ Cecial acomodÛ sobre sus naturales narices las falsas y de m·scara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre cuando se viesen; y asÌ, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote, y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte. Y, finalmente, dieron con ellos en el bosque, donde les sucediÛ todo lo que el prudente ha leÌdo; y si no fuera por los pensamientos extraordinarios de don Quijote, que se dio a entender que el bachiller no era el bachiller, el seÒor bachiller quedara imposibilitado para siempre de graduarse de licenciado, por no haber hallado nidos donde pensÛ hallar p·jaros. TomÈ Cecial, que vio cu·n mal habÌa logrado sus deseos y el mal paradero que habÌa tenido su camino, dijo al bachiller: -Por cierto, seÒor SansÛn Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con facilidad se piensa y se acomete una empresa, pero con dificultad las m·s veces se sale della. Don Quijote loco, nosotros cuerdos: Èl se va sano y riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, cu·l es m·s loco: øel que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad? A lo que respondiÛ SansÛn: -La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza lo ser· siempre, y el que lo es de grado lo dejar· de ser cuando quisiere. -Pues asÌ es -dijo TomÈ Cecial-, yo fui por mi voluntad loco cuando quise hacerme escudero de vuestra merced, y por la misma quiero dejar de serlo y volverme a mi casa. -Eso os cumple -respondiÛ SansÛn-, porque pensar que yo he de volver a la mÌa, hasta haber molido a palos a don Quijote, es pensar en lo escusado; y no me llevar· ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer m·s piadosos discursos. En esto fueron razonando los dos, hasta que llegaron a un pueblo donde fue ventura hallar un algebrista, con quien se curÛ el SansÛn desgraciado. TomÈ Cecial se volviÛ y le dejÛ, y Èl quedÛ imaginando su venganza; y la historia vuelve a hablar dÈl a su tiempo, por no dejar de regocijarse ahora con don Quijote. CapÌtulo XVI. De lo que sucediÛ a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha Con la alegrÌa, contento y ufanidad que se ha dicho, seguÌa don Quijote su jornada, imagin·ndose por la pasada vitoria ser el caballero andante m·s valiente que tenÌa en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allÌ adelante; tenÌa en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los inumerables palos que en el discurso de sus caballerÌas le habÌan dado, ni de la pedrada que le derribÛ la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yang¸eses. Finalmente, decÌa entre sÌ que si Èl hallara arte, modo o manera como desencantar a su seÒora Dulcinea, no invidiara a la mayor ventura que alcanzÛ o pudo alcanzar el m·s venturoso caballero andante de los pasados siglos. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dijo: -øNo es bueno, seÒor, que aun todavÌa traigo entre los ojos las desaforadas narices, y mayores de marca, de mi compadre TomÈ Cecial? -Y øcrees t˙, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco; y su escudero, TomÈ Cecial, tu compadre? -No sÈ quÈ me diga a eso -respondiÛ Sancho-; sÛlo sÈ que las seÒas que me dio de mi casa, mujer y hijos no me las podrÌa dar otro que Èl mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de TomÈ Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa; y el tono de la habla era todo uno. -Estemos a razÛn, Sancho -replicÛ don Quijote-. Ven ac·: øen quÈ consideraciÛn puede caber que el bachiller SansÛn Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear conmigo? øHe sido yo su enemigo por ventura? øHele dado yo jam·s ocasiÛn para tenerme ojeriza? øSoy yo su rival, o hace Èl profesiÛn de las armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado? -Pues, øquÈ diremos, seÒor -respondiÛ Sancho-, a esto de parecerse tanto aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero a TomÈ Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced ha dicho, øno habÌa en el mundo otros dos a quien se parecieran? -Todo es artificio y traza -respondiÛ don Quijote- de los malignos magos que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo habÌa de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de mi corazÛn, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsÌas procuraba quitarme la mÌa. Para prueba de lo cual ya sabes, °oh Sancho!, por experiencia que no te dejar· mentir ni engaÒar, cu·n f·cil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso, pues no ha dos dÌas que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardÌa de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y m·s, que el perverso encantador que se atreviÛ a hacer una transformaciÛn tan mala no es mucho que haya hecho la de SansÛn Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo; porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo. -Dios sabe la verdad de todo -respondiÛ Sancho. Y como Èl sabÌa que la transformaciÛn de Dulcinea habÌa sido traza y embeleco suyo, no le satisfacÌan las quimeras de su amo; pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste. En estas razones estaban cuando los alcanzÛ un hombre que detr·s dellos por el mismo camino venÌa sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gab·n de paÒo fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde. TraÌa un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalÌ de verde y oro, y los borceguÌes eran de la labor del tahalÌ; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruÒidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecÌan mejor que si fuera de oro puro. Cuando llegÛ a ellos, el caminante los saludÛ cortÈsmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le dijo: -SeÒor gal·n, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibirÌa en que nos fuÈsemos juntos. -En verdad -respondiÛ el de la yegua- que no me pasara tan de largo, si no fuera por temor que con la compaÒÌa de mi yegua no se alborotara ese caballo. -Bien puede, seÒor -respondiÛ a esta sazÛn Sancho-, bien puede tener las riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el m·s honesto y bien mirado del mundo: jam·s en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez que se desmandÛ a hacerla la lastamos mi seÒor y yo con las setenas. Digo otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre. Detuvo la rienda el caminante, admir·ndose de la apostura y rostro de don Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el arzÛn delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho m·s miraba don Quijote al de lo verde, pareciÈndole hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta aÒos; las canas, pocas, y el rostro, aguileÒo; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas. Lo que juzgÛ de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le habÌa visto jam·s: admirÛle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su adem·n y compostura: figura y retrato no visto por luengos tiempos atr·s en aquella tierra. NotÛ bien don Quijote la atenciÛn con que el caminante le miraba, y leyÛle en la suspensiÛn su deseo; y, como era tan cortÈs y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le saliÛ al camino, diciÈndole: -Esta figura que vuesa merced en mÌ ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que com˙nmente se usan, no me maravillarÌa yo de que le hubiese maravillado; pero dejar· vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero destos que dicen las gentes que a sus aventuras van. SalÌ de mi patria, empeÒÈ mi hacienda, dejÈ mi regalo, y entreguÈme en los brazos de la Fortuna, que me llevasen donde m·s fuese servida. Quise resucitar la ya muerta andante caballerÌa, y ha muchos dÌas que, tropezando aquÌ, cayendo allÌ, despeÒ·ndome ac· y levant·ndome acull·, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huÈrfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y asÌ, por mis valerosas, muchas y cristianas hazaÒas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las m·s naciones del mundo. Treinta mil vol˙menes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mÌas, y esto se entiende cuando no se halla presente quien las diga; asÌ que, seÒor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza, ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podr· admirar de aquÌ adelante, habiendo ya sabido quiÈn soy y la profesiÛn que hago. CallÛ en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, seg˙n se tardaba en responderle, parecÌa que no acertaba a hacerlo; pero de allÌ a buen espacio le dijo: -Acertastes, seÒor caballero, a conocer por mi suspensiÛn mi deseo; pero no habÈis acertado a quitarme la maravilla que en mÌ causa el haberos visto; que, puesto que, como vos, seÒor, decÌs, que el saber ya quiÈn sois me lo podrÌa quitar, no ha sido asÌ; antes, agora que lo sÈ, quedo m·s suspenso y maravillado. øCÛmo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerÌas? No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huÈrfanos, y no lo creyera si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. °Bendito sea el cielo!, que con esa historia, que vuesa merced dice que est· impresa, de sus altas y verdaderas caballerÌas, se habr·n puesto en olvido las innumerables de los fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daÒo de las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrÈdito de las buenas historias. -Hay mucho que decir -respondiÛ don Quijote- en razÛn de si son fingidas, o no, las historias de los andantes caballeros. -Pues, øhay quien dude -respondiÛ el Verde- que no son falsas las tales historias? -Yo lo dudo -respondiÛ don Quijote-, y quÈdese esto aquÌ; que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas. Desta ˙ltima razÛn de don Quijote tomÛ barruntos el caminante de que don Quijote debÌa de ser alg˙n mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don Quijote le rogÛ le dijese quiÈn era, pues Èl le habÌa dado parte de su condiciÛn y de su vida. A lo que respondiÛ el del Verde Gab·n: -Yo, seÒor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy m·s que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcÛn ni galgos, sino alg˙n perdigÛn manso, o alg˙n hurÛn atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cu·les de romance y cu·les de latÌn, de historia algunos y de devociÛn otros; los de caballerÌas a˙n no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo m·s los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invenciÛn, puesto que dÈstos hay muy pocos en EspaÒa. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mÌ se murmure; no escudriÒo las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada dÌa; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazÛn a la hipocresÌa y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazÛn m·s recatado; procuro poner en paz los que sÈ que est·n desavenidos; soy devoto de nuestra SeÒora, y confÌo siempre en la misericordia infinita de Dios nuestro SeÒor. AtentÌsimo estuvo Sancho a la relaciÛn de la vida y entretenimientos del hidalgo; y, pareciÈndole buena y santa y que quien la hacÌa debÌa de hacer milagros, se arrojÛ del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazÛn y casi l·grimas le besÛ los pies una y muchas veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntÛ: -øQuÈ hacÈis, hermano? øQuÈ besos son Èstos? -DÈjenme besar -respondiÛ Sancho-, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los dÌas de mi vida. -No soy santo -respondiÛ el hidalgo-, sino gran pecador; vos sÌ, hermano, que debÈis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra. VolviÛ Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la profunda malencolÌa de su amo y causado nueva admiraciÛn a don Diego. PreguntÛle don Quijote que cu·ntos hijos tenÌa, y dÌjole que una de las cosas en que ponÌan el sumo bien los antiguos filÛsofos, que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos. -Yo, seÒor don Quijote -respondiÛ el hidalgo-, tengo un hijo, que, a no tenerle, quiz· me juzgara por m·s dichoso de lo que soy; y no porque Èl sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Ser· de edad de diez y ocho aÒos: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, hallÈle tan embebido en la de la poesÌa, si es que se puede llamar ciencia, que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teologÌa. Quisiera yo que fuera corona de su linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el muladar. Todo el dÌa se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la IlÌada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariÒo que muestra tener a la poesÌa de romance, le tiene agora desvanecidos los pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de Salamanca, y pienso que son de justa literaria. A todo lo cual respondiÛ don Quijote: -Los hijos, seÒor, son pedazos de las entraÒas de sus padres, y asÌ, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeÒos por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean b·culo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no ser· daÒoso; y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen, serÌa yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que m·s le vieren inclinado; y, aunque la de la poesÌa es menos ˙til que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee. La poesÌa, seÒor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traÌda por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volver· en oro purÌsimo de inestimable precio; hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dej·ndola correr en torpes s·tiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se encierran. Y no pensÈis, seÒor, que yo llamo aquÌ vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea seÒor y prÌncipe, puede y debe entrar en n˙mero de vulgo. Y asÌ, el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesÌa, ser· famoso y estimado su nombre en todas las naciones polÌticas del mundo. Y a lo que decÌs, seÒor, que vuestro hijo no estima mucho la poesÌa de romance, doyme a entender que no anda muy acertado en ello, y la razÛn es Èsta: el grande Homero no escribiÛ en latÌn, porque era griego, ni Virgilio no escribiÛ en griego, porque era latino. En resoluciÛn, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto asÌ, razÛn serÌa se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alem·n porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaÌno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo, a lo que yo, seÒor, imagino, no debe de estar mal con la poesÌa de romance, sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y aun en esto puede haber yerro; porque, seg˙n es opiniÛn verdadera, el poeta nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale poeta; y, con aquella inclinaciÛn que le dio el cielo, sin m·s estudio ni artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in nobis..., etcÈtera. TambiÈn digo que el natural poeta que se ayudare del arte ser· mucho mejor y se aventajar· al poeta que sÛlo por saber el arte quisiere serlo; la razÛn es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino perficiÛnala; asÌ que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte con la naturaleza, sacar·n un perfetÌsimo poeta. Sea, pues, la conclusiÛn de mi pl·tica, seÒor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama; que, siendo Èl tan buen estudiante como debe de ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalÛn de las esencias, que es el de las lenguas, con ellas por sÌ mesmo subir· a la cumbre de las letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada, y asÌ le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. RiÒa vuesa merced a su hijo si hiciere s·tiras que perjudiquen las honras ajenas, y castÌguele, y rÛmpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente Èl lo hizo, al·bele: porque lÌcito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en sus versos mal de los invidiosos, y asÌ de los otros vicios, con que no seÒale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia, se pondr·n a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo ser· tambiÈn en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales ser·n sus escritos; y cuando los reyes y prÌncipes veen la milagrosa ciencia de la poesÌa en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del ·rbol a quien no ofende el rayo, como en seÒal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes. Admirado quedÛ el del Verde Gab·n del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opiniÛn que con Èl tenÌa, de ser mentecato. Pero, a la mitad desta pl·tica, Sancho, por no ser muy de su gusto, se habÌa desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allÌ junto estaban ordeÒando unas ovejas; y, en esto, ya volvÌa a renovar la pl·tica el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreciÛn y buen discurso de don Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por donde ellos iban venÌa un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que debÌa de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamÛ a Sancho que viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyÈndose llamar, dejÛ a los pastores, y a toda priesa picÛ al rucio, y llegÛ donde su amo estaba, a quien sucediÛ una espantosa y desatinada aventura. CapÌtulo XVII. De donde se declarÛ el ˙ltimo punto y estremo adonde llegÛ y pudo llegar el inaudito ·nimo de don Quijote, con la felicemente acabada aventura de los leones Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le trujese el yelmo, estaba Èl comprando unos requesones que los pastores le vendÌan; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo quÈ hacer dellos, ni en quÈ traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenÌa pagados, acordÛ de echarlos en la celada de su seÒor, y con este buen recado volviÛ a ver lo que le querÌa; el cual, en llegando, le dijo: -Dame, amigo, esa celada; que yo sÈ poco de aventuras, o lo que allÌ descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis armas. El del Verde Gab·n, que esto oyÛ, tendiÛ la vista por todas partes, y no descubriÛ otra cosa que un carro que hacia ellos venÌa, con dos o tres banderas pequeÒas, que le dieron a entender que el tal carro debÌa de traer moneda de Su Majestad, y asÌ se lo dijo a don Quijote; pero Èl no le dio crÈdito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habÌan de ser aventuras y m·s aventuras, y asÌ, respondiÛ al hidalgo: -Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me aperciba, que sÈ por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sÈ cu·ndo, ni adÛnde, ni en quÈ tiempo, ni en quÈ figuras me han de acometer. Y, volviÈndose a Sancho, le pidiÛ la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso d·rsela como estaba. TomÛla don Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venÌa, con toda priesa se la encajÛ en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzÛ a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibiÛ tal susto, que dijo a Sancho: -øQuÈ ser· esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos. CallÛ Sancho y diole un paÒo, y dio con Èl gracias a Dios de que su seÒor no hubiese caÌdo en el caso. LimpiÛse don Quijote y quitÛse la celada por ver quÈ cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegÛ a las narices, y en oliÈndolas dijo: -Por vida de mi seÒora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquÌ me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero. A lo que, con gran flema y disimulaciÛn, respondiÛ Sancho: -Si son requesones, dÈmelos vuesa merced, que yo me los comerÈ... Pero cÛmalos el diablo, que debiÛ de ser el que ahÌ los puso. øYo habÌa de tener atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? °Hallado le habÈis el atrevido! A la fe, seÒor, a lo que Dios me da a entender, tambiÈn debo yo de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa merced, y habr·n puesto ahÌ esa inmundicia para mover a cÛlera su paciencia y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confÌo en el buen discurso de mi seÒor, que habr· considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estÛmago que en la celada. -Todo puede ser -dijo don Quijote. Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando, despuÈs de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajÛ; y, afirm·ndose bien en los estribos, requiriendo la espada y asiendo la lanza, dijo: -Ahora, venga lo que veniere, que aquÌ estoy con ·nimo de tomarme con el mesmo Satan·s en persona. LlegÛ en esto el carro de las banderas, en el cual no venÌa otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. P˙sose don Quijote delante y dijo: -øAdÛnde vais, hermanos? øQuÈ carro es Èste, quÈ llev·is en Èl y quÈ banderas son aquÈstas? A lo que respondiÛ el carretero: -El carro es mÌo; lo que va en Èl son dos bravos leones enjaulados, que el general de Or·n envÌa a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro seÒor, en seÒal que aquÌ va cosa suya. -Y øson grandes los leones? -preguntÛ don Quijote. -Tan grandes -respondiÛ el hombre que iba a la puerta del carro-, que no han pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a EspaÒa jam·s; y yo soy el leonero, y he pasado otros, pero como Èstos, ninguno. Son hembra y macho; el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atr·s; y ahora van hambrientos porque no han comido hoy; y asÌ, vuesa merced se desvÌe, que es menester llegar presto donde les demos de comer. A lo que dijo don Quijote, sonriÈndose un poco: -øLeoncitos a mÌ? øA mÌ leoncitos, y a tales horas? Pues, °por Dios que han de ver esos seÒores que ac· los envÌan si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaÒa les darÈ a conocer quiÈn es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mÌ los envÌan. -°Ta, ta! -dijo a esta sazÛn entre sÌ el hidalgo-, dado ha seÒal de quiÈn es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los sesos. LlegÛse en esto a Èl Sancho y dÌjole: -SeÒor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi seÒor don Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquÌ nos han de hacer pedazos a todos. -Pues, øtan loco es vuestro amo -respondiÛ el hidalgo-, que temÈis, y creÈis que se ha de tomar con tan fieros animales? -No es loco -respondiÛ Sancho-, sino atrevido. -Yo harÈ que no lo sea -replicÛ el hidalgo. Y, lleg·ndose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le dijo: -SeÒor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque la valentÌa que se entra en la juridiciÛn de la temeridad, m·s tiene de locura que de fortaleza. Cuanto m·s, que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueÒan: van presentados a Su Majestad, y no ser· bien detenerlos ni impedirles su viaje. -V·yase vuesa merced, seÒor hidalgo -respondiÛ don Quijote-, a entender con su perdigÛn manso y con su hurÛn atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. …ste es el mÌo, y yo sÈ si vienen a mÌ, o no, estos seÒores leones. Y, volviÈndose al leonero, le dijo: -°Voto a tal, don bellaco, que si no abrÌs luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro! El carretero, que vio la determinaciÛn de aquella armada fantasÌa, le dijo: -SeÒor mÌo, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones, porque si me las matan, quedarÈ rematado para toda mi vida; que no tengo otra hacienda sino este carro y estas mulas. -°Oh hombre de poca fe! -respondiÛ don Quijote-, apÈate y desunce, y haz lo que quisieres, que presto ver·s que trabajaste en vano y que pudieras ahorrar desta diligencia. ApeÛse el carretero y desunciÛ a gran priesa, y el leonero dijo a grandes voces: -SÈanme testigos cuantos aquÌ est·n cÛmo contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este seÒor que todo el mal y daÒo que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con m·s mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, seÒores, se pongan en cobro antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daÒo. Otra vez le persuadiÛ el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondiÛ don Quijote que Èl sabÌa lo que hacÌa. RespondiÛle el hidalgo que lo mirase bien, que Èl entendÌa que se engaÒaba. -Ahora, seÒor -replicÛ don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y pÛngase en salvo. OÌdo lo cual por Sancho, con l·grimas en los ojos le suplicÛ desistiese de tal empresa, en cuya comparaciÛn habÌan sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las hazaÒas que habÌa acometido en todo el discurso de su vida. -Mire, seÒor -decÌa Sancho-, que aquÌ no hay encanto ni cosa que lo valga; que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uÒa de leÛn verdadero, y saco por ella que el tal leÛn, cuya debe de ser la tal uÒa, es mayor que una montaÒa. -El miedo, a lo menos -respondiÛ don Quijote-, te le har· parecer mayor que la mitad del mundo. RetÌrate, Sancho, y dÈjame; y si aquÌ muriere, ya sabes nuestro antiguo concierto: acudir·s a Dulcinea, y no te digo m·s. A Èstas aÒadiÛ otras razones, con que quitÛ las esperanzas de que no habÌa de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gab·n oponÈrsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareciÛ cordura tomarse con un loco, que ya se lo habÌa parecido de todo punto don Quijote; el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio ocasiÛn al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo m·s que pudiesen, antes que los leones se desembanastasen. Lloraba Sancho la muerte de su seÒor, que aquella vez sin duda creÌa que llegaba en las garras de los leones; maldecÌa su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornÛ a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le habÌa requerido e intimado, el cual respondiÛ que lo oÌa, y que no se curase de m·s intimaciones y requirimientos, que todo serÌa de poco fruto, y que se diese priesa. En el espacio que tardÛ el leonero en abrir la jaula primera, estuvo considerando don Quijote si serÌa bien hacer la batalla antes a pie que a caballo; y, en fin, se determinÛ de hacerla a pie, temiendo que Rocinante se espantarÌa con la vista de los leones. Por esto saltÛ del caballo, arrojÛ la lanza y embrazÛ el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante paso, con maravilloso denuedo y corazÛn valiente, se fue a poner delante del carro, encomend·ndose a Dios de todo corazÛn, y luego a su seÒora Dulcinea. Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia exclama y dice: ''°Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de LeÛn, que fue gloria y honra de los espaÒoles caballeros! øCon quÈ palabras contarÈ esta tan espantosa hazaÒa, o con quÈ razones la harÈ creÌble a los siglos venideros, o quÈ alabanzas habr· que no te convengan y cuadren, aunque sean hipÈrboles sobre todos los hipÈrboles? T˙ a pie, t˙ solo, t˙ intrÈpido, t˙ magn·nimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de muy luciente y limpio acero, est·s aguardando y atendiendo los dos m·s fieros leones que jam·s criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquÌ en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos''. AquÌ cesÛ la referida exclamaciÛn del autor, y pasÛ adelante, anudando el hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podÌa dejar de soltar al leÛn macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abriÛ de par en par la primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el leÛn, el cual pareciÛ de grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula, donde venÌa echado, y tender la garra, y desperezarse todo; abriÛ luego la boca y bostezÛ muy despacio, y, con casi dos palmos de lengua que sacÛ fuera, se despolvoreÛ los ojos y se lavÛ el rostro; hecho esto, sacÛ la cabeza fuera de la jaula y mirÛ a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y adem·n para poner espanto a la misma temeridad. SÛlo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con Èl a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos. Hasta aquÌ llegÛ el estremo de su jam·s vista locura. Pero el generoso leÛn, m·s comedido que arrogante, no haciendo caso de niÒerÌas, ni de bravatas, despuÈs de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volviÛ las espaldas y enseÒÛ sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volviÛ a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote, mandÛ al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera. -Eso no harÈ yo -respondiÛ el leonero-, porque si yo le instigo, el primero a quien har· pedazos ser· a mÌ mismo. Vuesa merced, seÒor caballero, se contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en gÈnero de valentÌa, y no quiera tentar segunda fortuna. El leÛn tiene abierta la puerta: en su mano est· salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta ahora, no saldr· en todo el dÌa. La grandeza del corazÛn de vuesa merced ya est· bien declarada: ning˙n bravo peleante, seg˙n a mÌ se me alcanza, est· obligado a m·s que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaÒa; y si el contrario no acude, en Èl se queda la infamia, y el esperante gana la corona del vencimiento. -AsÌ es verdad -respondiÛ don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquÌ me has visto hacer; conviene a saber: cÛmo t˙ abriste al leÛn, yo le esperÈ, Èl no saliÛ; volvÌle a esperar, volviÛ a no salir y volviÛse acostar. No debo m·s, y encantos afuera, y Dios ayude a la razÛn y a la verdad, y a la verdadera caballerÌa; y cierra, como he dicho, en tanto que hago seÒas a los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaÒa. HÌzolo asÌ el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se habÌa limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzÛ a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a ver la seÒal del blanco paÒo, dijo: -Que me maten si mi seÒor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama. DetuviÈronse todos, y conocieron que el que hacÌa las seÒas era don Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote al carretero: -Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y t˙, Sancho, dale dos escudos de oro, para Èl y para el leonero, en recompensa de lo que por mÌ se han detenido. -…sos darÈ yo de muy buena gana -respondiÛ Sancho-; pero, øquÈ se han hecho los leones? øSon muertos, o vivos? Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contÛ el fin de la contienda, exagerando, como Èl mejor pudo y supo, el valor de don Quijote, de cuya vista el leÛn, acobardado, no quiso ni osÛ salir de la jaula, puesto que habÌa tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y que, por haber Èl dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al leÛn para que por fuerza saliese, como Èl querÌa que se irritase, mal de su grado y contra toda su voluntad, habÌa permitido que la puerta se cerrase. -øQuÈ te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. øHay encantos que valgan contra la verdadera valentÌa? Bien podr·n los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ·nimo, ser· imposible. Dio los escudos Sancho, unciÛ el carretero, besÛ las manos el leonero a don Quijote por la merced recebida, y prometiÛle de contar aquella valerosa hazaÒa al mismo rey, cuando en la corte se viese. -Pues, si acaso Su Majestad preguntare quiÈn la hizo, dirÈisle que el Caballero de los Leones, que de aquÌ adelante quiero que en Èste se trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquÌ he tenido del Caballero de la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes caballeros, que se mudaban los nombres cuando querÌan, o cuando les venÌa a cuento. SiguiÛ su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gab·n prosiguieron el suyo. En todo este tiempo no habÌa hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciÈndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No habÌa a˙n llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leÌdo, cesara la admiraciÛn en que lo ponÌan sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el gÈnero de su locura; pero, como no la sabÌa, ya le tenÌa por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacÌa, disparatado, temerario y tonto. Y decÌa entre sÌ: -øQuÈ m·s locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y øquÈ mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones? Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacÛ don Quijote, diciÈndole: -øQuiÈn duda, seÒor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opiniÛn por un hombre disparatado y loco? Y no serÌa mucho que asÌ fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus prÌncipes; pero sobre todos Èstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intenciÛn de darles dichosa y bien afortunada cima, sÛlo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante, socorriendo a una viuda en alg˙n despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el esplÈndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y muÈstrese grande, liberal y magnÌfico, y buen cristiano, sobre todo, y desta manera cumplir· con sus precisas obligaciones. Pero el andante caballero busque los rincones del mundo; Èntrese en los m·s intricados laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los p·ramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar Èstos, acometer aquÈllos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del n˙mero de la andante caballerÌa, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mÌ me pareciere que cae debajo de la juridiciÛn de mis ejercicios; y asÌ, el acometer los leones que ahora acometÌ derechamente me tocaba, puesto que conocÌ ser temeridad esorbitante, porque bien sÈ lo que es valentÌa, que es una virtud que est· puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardÌa y la temeridad; pero menos mal ser· que el que es valiente toque y suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde; que asÌ como es m·s f·cil venir el prÛdigo a ser liberal que al avaro, asÌ es m·s f·cil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentÌa; y, en esto de acometer aventuras, crÈame vuesa merced, seÒor don Diego, que antes se ha de perder por carta de m·s que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen "el tal caballero es temerario y atrevido" que no "el tal caballero es tÌmido y cobarde". -Digo, seÒor don Quijote -respondiÛ don Diego-, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razÛn, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballerÌa andante se perdiesen, se hallarÌan en el pecho de vuesa merced como en su mismo depÛsito y archivo. Y dÈmonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde descansar· vuestra merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espÌritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo. -Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, seÒor don Diego- respondiÛ don Quijote. Y, picando m·s de lo que hasta entonces, serÌan como las dos de la tarde cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gab·n. CapÌtulo XVIII. De lo que sucediÛ a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde Gab·n, con otras cosas extravagantes HallÛ don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decÌa, ni delante de quiÈn estaba, dijo: -°Oh dulces prendas, por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios querÌa! °Oh tobosescas tinajas, que me habÈis traÌdo a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura! OyÛle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre habÌa salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la estraÒa figura de don Quijote; el cual, ape·ndose de Rocinante, fue con mucha cortesÌa a pedirle las manos para bes·rselas, y don Diego dijo: -Recebid, seÒora, con vuestro sÛlito agrado al seÒor don Quijote de la Mancha, que es el que tenÈis delante, andante caballero y el m·s valiente y el m·s discreto que tiene el mundo. La seÒora, que doÒa Cristina se llamaba, le recibiÛ con muestras de mucho amor y de mucha cortesÌa, y don Quijote se le ofreciÛ con asaz de discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasÛ con el estudiante, que, en oyÈndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo. AquÌ pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pint·ndonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareciÛ pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venÌan bien con el propÛsito principal de la historia, la cual m·s tiene su fuerza en la verdad que en las frÌas digresiones. Entraron a don Quijote en una sala, desarmÛle Sancho, quedÛ en valones y en jubÛn de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin almidÛn y sin randas; los borceguÌes eran datilados, y encerados los zapatos. CiÒÛse su buena espada, que pendÌa de un tahalÌ de lobos marinos; que es opiniÛn que muchos aÒos fue enfermo de los riÒones; cubriÛse un herreruelo de buen paÒo pardo; pero antes de todo, con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia, se lavÛ la cabeza y rostro, y todavÌa se quedÛ el agua de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos atavÌos, y con gentil donaire y gallardÌa, saliÛ don Quijote a otra sala, donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las mesas se ponÌan; que, por la venida de tan noble huÈsped, querÌa la seÒora doÒa Cristina mostrar que sabÌa y podÌa regalar a los que a su casa llegasen. En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que asÌ se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre: -øQuiÈn diremos, seÒor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traÌdo a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero andante, a mÌ y a mi madre nos tiene suspensos. -No sÈ lo que te diga, hijo -respondiÛ don Diego-; sÛlo te sabrÈ decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos: h·blale t˙, y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreciÛn o tonterÌa lo que m·s puesto en razÛn estuviere; aunque, para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo. Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho, y, entre otras pl·ticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don Lorenzo: -El seÒor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre todo, que es vuesa merced un gran poeta. -Poeta, bien podr· ser -respondiÛ don Lorenzo-, pero grande, ni por pensamiento. Verdad es que yo soy alg˙n tanto aficionado a la poesÌa y a leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de grande que mi padre dice. -No me parece mal esa humildad -respondiÛ don Quijote-, porque no hay poeta que no sea arrogante y piense de sÌ que es el mayor poeta del mundo. -No hay regla sin excepciÛn -respondiÛ don Lorenzo-, y alguno habr· que lo sea y no lo piense. -Pocos -respondiÛ don Quijote-; pero dÌgame vuesa merced: øquÈ versos son los que agora trae entre manos, que me ha dicho el seÒor su padre que le traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mÌ se me entiende algo de achaque de glosas, y holgarÌa saberlos; y si es que son de justa literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, ser· el tercero, al modo de las licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero. -Hasta ahora -dijo entre sÌ don Lorenzo-, no os podrÈ yo juzgar por loco; vamos adelante. Y dÌjole: -ParÈceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: øquÈ ciencias ha oÌdo? -La de la caballerÌa andante -respondiÛ don Quijote-, que es tan buena como la de la poesÌa, y aun dos deditos m·s. -No sÈ quÈ ciencia sea Èsa -replicÛ don Lorenzo-, y hasta ahora no ha llegado a mi noticia. -Es una ciencia -replicÛ don Quijote- que encierra en sÌ todas o las m·s ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teÛlogo, para saber dar razÛn de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser mÈdico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrÛlogo, para conocer por las estrellas cu·ntas horas son pasadas de la noche, y en quÈ parte y en quÈ clima del mundo se halla; ha de saber las matem·ticas, porque a cada paso se le ofrecer· tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicol·s o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla. De todas estas grandes y mÌnimas partes se compone un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, seÒor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede igualar a las m·s estiradas que en los ginasios y escuelas se enseÒan. -Si eso es asÌ -replicÛ don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia a todas. -øCÛmo si es asÌ? -respondiÛ don Quijote. Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas. -Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondiÛ don Quijote-: que la mayor parte de la gente del mundo est· de parecer de que no ha habido en Èl caballeros andantes; y, por parecerme a mÌ que si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar al cielo le saque dÈl, y le dÈ a entender cu·n provechosos y cu·n necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y cu·n ˙tiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo. -Escapado se nos ha nuestro huÈsped -dijo a esta sazÛn entre sÌ don Lorenzo-, pero, con todo eso, Èl es loco bizarro, y yo serÌa mentecato flojo si asÌ no lo creyese. AquÌ dieron fin a su pl·tica, porque los llamaron a comer. PreguntÛ don Diego a su hijo quÈ habÌa sacado en limpio del ingenio del huÈsped. A lo que Èl respondiÛ: -No le sacar·n del borrador de su locura cuantos mÈdicos y buenos escribanos tiene el mundo: Èl es un entreverado loco, lleno de l˙cidos intervalos. FuÈronse a comer, y la comida fue tal como don Diego habÌa dicho en el camino que la solÌa dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que m·s se contentÛ don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa habÌa, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados, pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don Quijote pidiÛ ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria; a lo que Èl respondiÛ que, por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan,... -...yo dirÈ mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sÛlo por ejercitar el ingenio la he hecho. -Un amigo y discreto -respondiÛ don Quijote- era de parecer que no se habÌa de cansar nadie en glosar versos; y la razÛn, decÌa Èl, era que jam·s la glosa podÌa llegar al texto, y que muchas o las m·s veces iba la glosa fuera de la intenciÛn y propÛsito de lo que pedÌa lo que se glosaba; y m·s, que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrÌan interrogantes, ni dijo, ni dirÈ, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que glosan, como vuestra merced debe de saber. -Verdaderamente, seÒor don Quijote -dijo don Lorenzo-, que deseo coger a vuestra merced en un mal latÌn continuado, y no puedo, porque se me desliza de entre las manos como anguila. -No entiendo -respondiÛ don Quijote- lo que vuestra merced dice ni quiere decir en eso del deslizarme. -Yo me darÈ a entender -respondiÛ don Lorenzo-; y por ahora estÈ vuesa merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera: °Si mi fue tornase a es, sin esperar m·s ser·, o viniese el tiempo ya de lo que ser· despuÈs...! Glosa Al fin, como todo pasa, se pasÛ el bien que me dio Fortuna, un tiempo no escasa, y nunca me le volviÛ, ni abundante, ni por tasa. Siglos ha ya que me vees, Fortuna, puesto a tus pies; vuÈlveme a ser venturoso, que ser· mi ser dichoso si mi fue tornase a es. No quiero otro gusto o gloria, otra palma o vencimiento, otro triunfo, otra vitoria, sino volver al contento que es pesar en mi memoria. Si t˙ me vuelves all·, Fortuna, templado est· todo el rigor de mi fuego, y m·s si este bien es luego, sin esperar m·s ser·. Cosas imposibles pido, pues volver el tiempo a ser despuÈs que una vez ha sido, no hay en la tierra poder que a tanto se haya estendido. Corre el tiempo, vuela y va ligero, y no volver·, y errarÌa el que pidiese, o que el tiempo ya se fuese, o volviese el tiempo ya. Vivo en perpleja vida, ya esperando, ya temiendo: es muerte muy conocida, y es mucho mejor muriendo buscar al dolor salida. A mÌ me fuera interÈs acabar, mas no lo es, pues, con discurso mejor, me da la vida el temor de lo que ser· despuÈs. En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantÛ en pie don Quijote, y, en voz levantada, que parecÌa grito, asiendo con su mano la derecha de don Lorenzo, dijo: -°Viven los cielos donde m·s altos est·n, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecÈis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de ParÌs, Bolonia y Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero, Febo los asaetee y las Musas jam·s atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, seÒor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio. øNo es bueno que dicen que se holgÛ don Lorenzo de verse alabar de don Quijote, aunque le tenÌa por loco? °Oh fuerza de la adulaciÛn, a cu·nto te estiendes, y cu·n dilatados lÌmites son los de tu juridiciÛn agradable! Esta verdad acreditÛ don Lorenzo, pues concediÛ con la demanda y deseo de don Quijote, diciÈndole este soneto a la f·bula o historia de PÌramo y Tisbe: Soneto El muro rompe la doncella hermosa que de PÌramo abriÛ el gallardo pecho: parte el Amor de Chipre, y va derecho a ver la quiebra estrecha y prodigiosa. Habla el silencio allÌ, porque no osa la voz entrar por tan estrecho estrecho; las almas sÌ, que amor suele de hecho facilitar la m·s difÌcil cosa. SaliÛ el deseo de comp·s, y el paso de la imprudente virgen solicita por su gusto su muerte; ved quÈ historia: que a entrambos en un punto, °oh estraÒo caso!, los mata, los encubre y resucita una espada, un sepulcro, una memoria. -°Bendito sea Dios! -dijo don Quijote habiendo oÌdo el soneto a don Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un consumado poeta, como lo es vuesa merced, seÒor mÌo; que asÌ me lo da a entender el artificio deste soneto. Cuatro dÌas estuvo don Quijote regaladÌsimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le pidiÛ licencia para irse, diciÈndole que le agradecÌa la merced y buen tratamiento que en su casa habÌa recebido; pero que, por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al regalo, se querÌa ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de quien tenÌa noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener el tiempo hasta que llegase el dÌa de las justas de Zaragoza, que era el de su derecha derrota; y que primero habÌa de entrar en la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos manantiales de las siete lagunas llamadas com˙nmente de Ruidera. Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinaciÛn, y le dijeron que tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le servirÌan con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su persona y la honrosa profesiÛn suya. LlegÛse, en fin, el dÌa de su partida, tan alegre para don Quijote como triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveÌdas alforjas. Con todo esto, las llenÛ y colmÛ de lo m·s necesario que le pareciÛ; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo: -No sÈ si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesÌa, algo estrecha, y tomar la estrechÌsima de la andante caballerÌa, bastante para hacerle emperador en daca las pajas. Con estas razones acabÛ don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y m·s con las que aÒadiÛ, diciendo: -Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al seÒor don Lorenzo, para enseÒarle cÛmo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas a la profesiÛn que yo profeso; pero, pues no lo pide su poca edad, ni lo querr·n consentir sus loables ejercicios, sÛlo me contento con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podr· ser famoso si se guÌa m·s por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del entendimiento corre m·s este engaÒo. De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesÛn que llevaba de acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las tenÌa por fin y blanco de sus deseos. Reiter·ronse los ofrecimientos y comedimientos, y, con la buena licencia de la seÒora del castillo, don Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron. CapÌtulo XIX. Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros en verdad graciosos sucesos Poco trecho se habÌa alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando encontrÛ con dos como clÈrigos o como estudiantes y con dos labradores que sobre cuatro bestias asnales venÌan caballeros. El uno de los estudiantes traÌa, como en portamanteo, en un lienzo de bocacÌ verde envuelto, al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el otro no traÌa otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con sus zapatillas. Los labradores traÌan otras cosas, que daban indicio y seÒal que venÌan de alguna villa grande, donde las habÌan comprado, y las llevaban a su aldea; y asÌ estudiantes como labradores cayeron en la misma admiraciÛn en que caÌan todos aquellos que la vez primera veÌan a don Quijote, y morÌan por saber quÈ hombre fuese aquÈl tan fuera del uso de los otros hombres. SaludÛles don Quijote, y, despuÈs de saber el camino que llevaban, que era el mesmo que Èl hacÌa, les ofreciÛ su compaÒÌa, y les pidiÛ detuviesen el paso, porque caminaban m·s sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos, en breves razones les dijo quiÈn era, y su oficio y profesiÛn, que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del mundo. DÌjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo eso, le miraban con admiraciÛn y con respecto, y uno dellos le dijo: -Si vuestra merced, seÒor caballero, no lleva camino determinado, como no le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con nosotros: ver· una de las mejores bodas y m·s ricas que hasta el dÌa de hoy se habr·n celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda. PreguntÛle don Quijote si eran de alg˙n prÌncipe, que asÌ las ponderaba. -No son -respondiÛ el estudiante- sino de un labrador y una labradora: Èl, el m·s rico de toda esta tierra; y ella, la m·s hermosa que han visto los hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo, porque se han de celebrar en un prado que est· junto al pueblo de la novia, a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho aÒos, y Èl de veinte y dos; ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y h·sele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte que el sol se ha de ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas verdes de que est· cubierto el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, asÌ de espadas como de cascabel menudo, que hay en su pueblo quien los repique y sacuda por estremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los que tiene muÒidos; pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que he dejado de referir ha de hacer m·s memorables estas bodas, sino las que imagino que har· en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenÌa su casa pared y medio de la de los padres de Quiteria, de donde tomÛ ocasiÛn el amor de renovar al mundo los ya olvidados amores de PÌramo y Tisbe, porque Basilio se enamorÛ de Quiteria desde sus tiernos y primeros aÒos, y ella fue correspondiendo a su deseo con mil honestos favores, tanto, que se contaban por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niÒos Basilio y Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordÛ el padre de Quiteria de estorbar a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenÌa; y, por quitarse de andar receloso y lleno de sospechas, ordenÛ de casar a su hija con el rico Camacho, no pareciÈndole ser bien casarla con Basilio, que no tenÌa tantos bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las verdades sin invidia, Èl es el m·s ·gil mancebo que conocemos: gran tirador de barra, luchador estremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta m·s que una cabra y birla a los bolos como por encantamento; canta como una calandria, y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega una espada como el m·s pintado. -Por esa sola gracia -dijo a esta sazÛn don Quijote-, merecÌa ese mancebo no sÛlo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo quisieran. -°A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces habÌa ido callando y escuchando-, la cual no quiere sino que cada uno case con su igual, ateniÈndose al refr·n que dicen "cada oveja con su pareja". Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se casara con esa seÒora Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso, iba a decir al revÈs, los que estorban que se casen los que bien se quieren. -Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-, quitarÌase la eleciÛn y juridiciÛn a los padres de casar sus hijos con quien y cuando deben; y si a la voluntad de las hijas quedase escoger los maridos, tal habrÌa que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado espadachÌn; que el amor y la aficiÛn con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio est· muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo, y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compaÒÌa segura y apacible con quien acompaÒarse; pues, øpor quÈ no har· lo mesmo el que ha de caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y m·s si la compaÒÌa le ha de acompaÒar en la cama, en la mesa y en todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercadurÌa que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le ech·is al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaÒa de la muerte, no hay desatarle. Muchas m·s cosas pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda m·s que decir al seÒor licenciado acerca de la historia de Basilio. A lo que respondiÛ el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamÛ don Quijote, que: -De todo no me queda m·s que decir sino que desde el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca m·s le han visto reÌr ni hablar razÛn concertada, y siempre anda pensativo y triste, hablando entre sÌ mismo, con que da ciertas y claras seÒales de que se le ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece sino estatua vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, Èl da tales muestras de tener apasionado el corazÛn, que tememos todos los que le conocemos que el dar el sÌ maÒana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte. -Dios lo har· mejor -dijo Sancho-; que Dios, que da la llaga, da la medicina; nadie sabe lo que est· por venir: de aquÌ a maÒana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro dÌa. Y dÌganme, øpor ventura habr· quien se alabe que tiene echado un clavo a la rodaja de la Fortuna? No, por cierto; y entre el sÌ y el no de la mujer no me atreverÌa yo a poner una punta de alfiler, porque no cabrÌa. Denme a mÌ que Quiteria quiera de buen corazÛn y de buena voluntad a Basilio, que yo le darÈ a Èl un saco de buena ventura: que el amor, seg˙n yo he oÌdo decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza riqueza, y a las lagaÒas perlas. -øAdÛnde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-; que cuando comienzas a ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el mesmo Judas, que te lleve. Dime, animal, øquÈ sabes t˙ de clavos, ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna? -°Oh! Pues si no me entienden -respondiÛ Sancho-, no es maravilla que mis sentencias sean tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y sÈ que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho; sino que vuesa merced, seÒor mÌo, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos. -Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda. -No se apunte vuestra merced conmigo -respondiÛ Sancho-, pues sabe que no me he criado en la Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si aÒado o quito alguna letra a mis vocablos. SÌ, que, °v·lgame Dios!, no hay para quÈ obligar al sayaguÈs a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido. -AsÌ es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se crÌan en las TenerÌas y en Zocodover como los que se pasean casi todo el dÌa por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, est· en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreciÛn es la gram·tica del buen lenguaje, que se acompaÒa con el uso. Yo, seÒores, por mis pecados, he estudiado C·nones en Salamanca, y pÌcome alg˙n tanto de decir mi razÛn con palabras claras, llanas y significantes. -Si no os pic·redes m·s de saber m·s menear las negras que llev·is que la lengua -dijo el otro estudiante-, vos llev·rades el primero en licencias, como llevastes cola. -Mirad, bachiller -respondiÛ el licenciado-: vos est·is en la m·s errada opiniÛn del mundo acerca de la destreza de la espada, teniÈndola por vana. -Para mÌ no es opiniÛn, sino verdad asentada -replicÛ Corchuelo-; y si querÈis que os lo muestre con la experiencia, espadas traÈis, comodidad hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que acompaÒadas de mi ·nimo, que no es poco, os har·n confesar que yo no me engaÒo. Apeaos, y usad de vuestro comp·s de pies, de vuestros cÌrculos y vuestros ·ngulos y ciencia; que yo espero de haceros ver estrellas a mediodÌa con mi destreza moderna y zafia, en quien espero, despuÈs de Dios, que est· por nacer hombre que me haga volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo no le haga perder tierra. -En eso de volver, o no, las espaldas no me meto -replico el diestro-; aunque podrÌa ser que en la parte donde la vez primera clav·sedes el pie, allÌ os abriesen la sepultura: quiero decir que allÌ qued·sedes muerto por la despreciada destreza. -Ahora se ver· -respondiÛ Corchuelo. Y, ape·ndose con gran presteza de su jumento, tirÛ con furia de una de las espadas que llevaba el licenciado en el suyo. -No ha de ser asÌ -dijo a este instante don Quijote-, que yo quiero ser el maestro desta esgrima, y el juez desta muchas veces no averiguada cuestiÛn. Y, ape·ndose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del camino, a tiempo que ya el licenciado, con gentil donaire de cuerpo y comp·s de pies, se iba contra Corchuelo, que contra Èl se vino, lanzando, como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos labradores del acompaÒamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que tiraba Corchuelo eran sin n˙mero, m·s espesas que hÌgado y m·s menudas que granizo. ArremetÌa como un leÛn irritado, pero salÌale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su furia le detenÌa, y se la hacÌa besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devociÛn como las reliquias deben y suelen besarse. Finalmente, el licenciado le contÛ a estocadas todos los botones de una media sotanilla que traÌa vestida, haciÈndole tiras los faldamentos, como colas de pulpo; derribÛle el sombrero dos veces, y cansÛle de manera que de despecho, cÛlera y rabia asiÛ la espada por la empuÒadura, y arrojÛla por el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era escribano, que fue por ella, dio despuÈs por testimonio que la alongÛ de sÌ casi tres cuartos de legua; el cual testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad cÛmo la fuerza es vencida del arte. SentÛse cansado Corchuelo, y lleg·ndose a Èl Sancho, le dijo: -MÌa fe, seÒor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquÌ adelante no ha de desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a quien llaman diestros he oÌdo decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja. -Yo me contento -respondiÛ Corchuelo- de haber caÌdo de mi burra, y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba. Y, levant·ndose, abrazÛ al licenciado, y quedaron m·s amigos que de antes, y no queriendo esperar al escribano, que habÌa ido por la espada, por parecerle que tardarÌa mucho; y asÌ, determinaron seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran. En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matem·ticas, que todos quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia. Era anochecido, pero antes que llegasen les pareciÛ a todos que estaba delante del pueblo un cielo lleno de inumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los ·rboles de una enramada, que a mano habÌan puesto a la entrada del pueblo, estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendÌa el viento, que entonces no soplaba sino tan manso que no tenÌa fuerza para mover las hojas de los ·rboles. Los m˙sicos eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecÌa sino que por todo aquel prado andaba corriendo la alegrÌa y saltando el contento. Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad pudiesen ver otro dÌa las representaciones y danzas que se habÌan de hacer en aquel lugar dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las exequias de Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo pidieron asÌ el labrador como el bachiller; pero Èl dio por disculpa, bastantÌsima a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese debajo de dorados techos; y con esto, se desviÛ un poco del camino, bien contra la voluntad de Sancho, viniÈndosele a la memoria el buen alojamiento que habÌa tenido en el castillo o casa de don Diego. CapÌtulo XX. Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico, con el suceso de Basilio el pobre Apenas la blanca aurora habÌa dado lugar a que el luciente Febo, con el ardor de sus calientes rayos, las lÌquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamÛ a su escudero Sancho, que a˙n todavÌa roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo: -°Oh t˙, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espÌritu, ni te persiguen encantadores, ni sobresaltan encantamentos! Duerme, digo otra vez, y lo dirÈ otras ciento, sin que te tengan en contina vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro dÌa t˙ y tu pequeÒa y angustiada familia. Ni la ambiciÛn te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los lÌmites de tus deseos no se estienden a m·s que a pensar tu jumento; que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los seÒores. Duerme el criado, y est· velando el seÒor, pensando cÛmo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocÌo no aflige al criado, sino al seÒor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirviÛ en la fertilidad y abundancia. A todo esto no respondiÛ Sancho, porque dormÌa, ni despertara tan presto si don Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere volver en sÌ. DespertÛ, en fin, soÒoliento y perezoso, y, volviendo el rostro a todas partes, dijo: -De la parte desta enramada, si no me engaÒo, sale un tufo y olor harto m·s de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas. -Acaba, glotÛn -dijo don Quijote-; ven, iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el desdeÒado Basilio. -Mas que haga lo que quisiere -respondiÛ Sancho-: no fuera Èl pobre y cas·rase con Quiteria. øNo hay m·s sino tener un cuarto y querer alzarse por las nubes? A la fe, seÒor, yo soy de parecer que el pobre debe de contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el golfo. Yo apostarÈ un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es asÌ, como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero, cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el dinero. -Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazÛn don Quijote-, que concluyas con tu arenga; que tengo para mÌ que si te dejasen seguir en las que a cada paso comienzas, no te quedarÌa tiempo para comer ni para dormir, que todo le gastarÌas en hablar. -Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicÛ Sancho-, debiÈrase acordar de los capÌtulos de nuestro concierto antes que esta ˙ltima vez saliÈsemos de casa: uno dellos fue que me habÌa de dejar hablar todo aquello que quisiese, con que no fuese contra el prÛjimo ni contra la autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido contra el tal capÌtulo. -Yo no me acuerdo, Sancho -respondiÛ don Quijote-, del tal capÌtulo; y, puesto que sea asÌ, quiero que calles y vengas, que ya los instrumentos que anoche oÌmos vuelven a alegrar los valles, y sin duda los desposorios se celebrar·n en el frescor de la maÒana, y no en el calor de la tarde. Hizo Sancho lo que su seÒor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada. Lo primero que se le ofreciÛ a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se habÌa de asar ardÌa un mediano monte de leÒa, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habÌan hecho en la com˙n turquesa de las dem·s ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabÌa un rastro de carne: asÌ embebÌan y encerraban en sÌ carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los ·rboles para sepultarlas en las ollas no tenÌan n˙mero; los p·jaros y caza de diversos gÈneros eran infinitos, colgados de los ·rboles para que el aire los enfriase. ContÛ Sancho m·s de sesenta zaques de m·s de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, seg˙n despuÈs pareciÛ, de generosos vinos; asÌ habÌa rimeros de pan blanquÌsimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servÌan de freÌr cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullÌan en otra caldera de preparada miel que allÌ junto estaba. Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeÒos lechones, que, cosidos por encima, servÌan de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecÌa haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era r˙stico, pero tan abundante que podÌa sustentar a un ejÈrcito. Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba: primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quiÈn Èl tomara de bonÌsima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y, ˙ltimamente, las frutas de sartÈn, si es que se podÌan llamar sartenes las tan orondas calderas; y asÌ, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegÛ a uno de los solÌcitos cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogÛ le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondiÛ: -Hermano, este dÌa no es de aquellos sobre quien tiene juridiciÛn la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahÌ un cucharÛn, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan. -No veo ninguno -respondiÛ Sancho. -Esperad -dijo el cocinero-. °Pecador de mÌ, y quÈ melindroso y para poco debÈis de ser! Y, diciendo esto, asiÛ de un caldero, y, encaj·ndole en una de las medias tinajas, sacÛ en Èl tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho: -Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar. -No tengo en quÈ echarla -respondiÛ Sancho. -Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple. En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando cÛmo, por una parte de la enramada, entraban hasta doce labradores sobre doce hermosÌsimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiestas; los cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo: -°Vivan Camacho y Quiteria: Èl tan rico como ella hermosa, y ella la m·s hermosa del mundo! Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sÌ: -Bien parece que Èstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas desta su Quiteria. De allÌ a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venÌa una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brÌo, todos vestidos de delgado y blanquÌsimo lienzo, con sus paÒos de tocar, labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntÛ uno de los de las yeguas si se habÌa herido alguno de los danzantes. -Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos. Y luego comenzÛ a enredarse con los dem·s compaÒeros, con tantas vueltas y con tanta destreza que, aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le habÌa parecido tan bien como aquÈlla. TambiÈn le pareciÛ bien otra que entrÛ de doncellas hermosÌsimas, tan mozas que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho aÒos, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podÌan tener competencia, sobre los cuales traÌan guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva compuestas. Gui·balas un venerable viejo y una anciana matrona, pero m·s ligeros y sueltos que sus aÒos prometÌan. HacÌales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo. Tras Èsta entrÛ otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guÌa el dios Cupido, y de la otra, el InterÈs; aquÈl, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; Èste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguÌan traÌan a las espaldas, en pargamino blanco y letras grandes, escritos sus nombres: poesÌa era el tÌtulo de la primera, el de la segunda discreciÛn, el de la tercera buen linaje, el de la cuarta valentÌa; del modo mesmo venÌan seÒaladas las que al InterÈs seguÌan: decÌa liberalidad el tÌtulo de la primera, d·diva el de la segunda, tesoro el de la tercera y el de la cuarta posesiÛn pacÌfica. Delante de todos venÌa un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de c·Òamo teÒido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros traÌa escrito: castillo del buen recato. HacÌanles el son cuatro diestros taÒedores de tamboril y flauta. Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponÌa entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo: -Yo soy el dios poderoso en el aire y en la tierra y en el ancho mar undoso, y en cuanto el abismo encierra en su b·ratro espantoso. Nunca conocÌ quÈ es miedo; todo cuanto quiero puedo, aunque quiera lo imposible, y en todo lo que es posible mando, quito, pongo y vedo. AcabÛ la copla, disparÛ una flecha por lo alto del castillo y retirÛse a su puesto. SaliÛ luego el InterÈs, y hizo otras dos mudanzas; callaron los tamborinos, y Èl dijo: -Soy quien puede m·s que Amor, y es Amor el que me guÌa; soy de la estirpe mejor que el cielo en la tierra crÌa, m·s conocida y mayor. Soy el InterÈs, en quien pocos suelen obrar bien, y obrar sin mÌ es gran milagro; y cual soy te me consagro, por siempre jam·s, amÈn. RetirÛse el InterÈs, y hÌzose adelante la PoesÌa; la cual, despuÈs de haber hecho sus mudanzas como los dem·s, puestos los ojos en la doncella del castillo, dijo: -En dulcÌsimos conceptos, la dulcÌsima PoesÌa, altos, graves y discretos, seÒora, el alma te envÌa envuelta entre mil sonetos. Si acaso no te importuna mi porfÌa, tu fortuna, de otras muchas invidiada, ser· por mÌ levantada sobre el cerco de la luna. DesviÛse la PoesÌa, y de la parte del InterÈs saliÛ la Liberalidad, y, despuÈs de hechas sus mudanzas, dijo: -Llaman Liberalidad al dar que el estremo huye de la prodigalidad, y del contrario, que arguye tibia y floja voluntad. Mas yo, por te engrandecer, de hoy m·s, prÛdiga he de ser; que, aunque es vicio, es vicio honrado y de pecho enamorado, que en el dar se echa de ver. Deste modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridÌculos, y sÛlo tomÛ de memoria don Quijote -que la tenÌa grande- los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el InterÈs quebraba en Èl alcancÌas doradas. Finalmente, despuÈs de haber bailado un buen espacio, el InterÈs sacÛ un bolsÛn, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecÌa estar lleno de dineros, y, arroj·ndole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa alguna. LlegÛ el InterÈs con las figuras de su valÌa, y, ech·ndola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron adem·n de quit·rsela; y todas las demostraciones que hacÌan eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente. PusiÈronlos en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la doncella se encerrÛ en Èl como de nuevo, y con esto se acabÛ la danza con gran contento de los que la miraban. PreguntÛ don Quijote a una de las ninfas que quiÈn la habÌa compuesto y ordenado. RespondiÛle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenÌa gentil caletre para semejantes invenciones. -Yo apostarÈ -dijo don Quijote- que debe de ser m·s amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener m·s de satÌrico que de vÌsperas: °bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho! Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo: -El rey es mi gallo: a Camacho me atengo. -En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquÈllos que dicen: "°Viva quien vence!" -No sÈ de los que soy -respondiÛ Sancho-, pero bien sÈ que nunca de ollas de Basilio sacarÈ yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho. Y enseÒÛle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, asiendo de una, comenzÛ a comer con mucho donaire y gana, y dijo: -°A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decÌa una ag¸ela mÌa, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenÌa; y el dÌa de hoy, mi seÒor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. AsÌ que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio ser·n, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle. -øHas acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote. -HabrÈla acabado -respondiÛ Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra habÌa cortada para tres dÌas. -Plega a Dios, Sancho -replicÛ don Quijote-, que yo te vea mudo antes que me muera. -Al paso que llevamos -respondiÛ Sancho-, antes que vuestra merced se muera estarÈ yo mascando barro, y entonces podr· ser que estÈ tan mudo que no hable palabra hasta la fin del mundo, o, por lo menos, hasta el dÌa del Juicio. -Aunque eso asÌ suceda, °oh Sancho! -respondiÛ don Quijote-, nunca llegar· tu silencio a do ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y m·s, que est· muy puesto en razÛn natural que primero llegue el dÌa de mi muerte que el de la tuya; y asÌ, jam·s pienso verte mudo, ni aun cuando estÈs bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer. -A buena fe, seÒor -respondiÛ Sancho-, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual tambiÈn come cordero como carnero; y a nuestro cura he oÌdo decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta seÒora m·s de poder que de melindre: no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta asÌ la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y, aunque no tiene barriga, da a entender que est· hidrÛpica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua frÌa. -No m·s, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus r˙sticos tÈrminos es lo que pudiera decir un buen predicador. DÌgote, Sancho que si como tienes buen natural y discreciÛn, pudieras tomar un p˙lpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas... -Bien predica quien bien vive -respondiÛ Sancho-, y yo no sÈ otras tologÌas. -Ni las has menester -dijo don Quijote-; pero yo no acabo de entender ni alcanzar cÛmo, siendo el principio de la sabidurÌa el temor de Dios, t˙, que temes m·s a un lagarto que a …l, sabes tanto. -Juzgue vuesa merced, seÒor, de sus caballerÌas -respondiÛ Sancho-, y no se meta en juzgar de los temores o valentÌas ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y dÈjeme vuestra merced despabilar esta espuma, que lo dem·s todas son palabras ociosas, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida. Y, diciendo esto, comenzÛ de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos que despertÛ los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante. CapÌtulo XXI. Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos sucesos Cuando estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capÌtulo antecedente, se oyeron grandes voces y gran ruido, y d·banlas y caus·banle los de las yeguas, que con larga carrera y grita iban a recebir a los novios, que, rodeados de mil gÈneros de instrumentos y de invenciones, venÌan acompaÒados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la gente m·s lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vio a la novia, dijo: -A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega. °Pardiez, que seg˙n diviso, que las patenas que habÌa de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! °Y montas que la guarniciÛn es de tiras de lienzo, blanca!, °voto a mÌ que es de raso!; pues, °tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache!: no medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con pelras blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. °Oh hideputa, y quÈ cabellos; que, si no son postizos, no los he visto mas luengos ni m·s rubios en toda mi vida! °No, sino ponedla tacha en el brÌo y en el talle, y no la comparÈis a una palma que se mueve cargada de racimos de d·tiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta! Juro en mi ·nima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de Flandes. RiÛse don Quijote de las r˙sticas alabanzas de Sancho Panza; pareciÛle que, fuera de su seÒora Dulcinea del Toboso, no habÌa visto mujer m·s hermosa jam·s. VenÌa la hermosa Quiteria algo descolorida, y debÌa de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el dÌa venidero de sus bodas. Õbanse acercando a un teatro que a un lado del prado estaba, adornado de alfombras y ramos, adonde se habÌan de hacer los desposorios, y de donde habÌan de mirar las danzas y las invenciones; y, a la sazÛn que llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y una que decÌa: -Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa. A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba un hombre vestido, al parecer, de un sayo negro, jironado de carmesÌ a llamas. VenÌa coronado -como se vio luego- con una corona de funesto ciprÈs; en las manos traÌa un bastÛn grande. En llegando m·s cerca, fue conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos, esperando en quÈ habÌan de parar sus voces y sus palabras, temiendo alg˙n mal suceso de su venida en sazÛn semejante. LlegÛ, en fin, cansado y sin aliento, y, puesto delante de los desposados, hincando el bastÛn en el suelo, que tenÌa el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca, estas razones dijo: -Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo yo, t˙ no puedes tomar esposo; y juntamente no ignoras que, por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a tu honra convenÌa; pero t˙, echando a las espaldas todas las obligaciones que debes a mi buen deseo, quieres hacer seÒor de lo que es mÌo a otro, cuyas riquezas le sirven no sÛlo de buena fortuna, sino de bonÌsima ventura. Y para que la tenga colmada, y no como yo pienso que la merece, sino como se la quieren dar los cielos, yo, por mis manos, desharÈ el imposible o el inconveniente que puede estorb·rsela, quit·ndome a mÌ de por medio. °Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortÛ las alas de su dicha y le puso en la sepultura! Y, diciendo esto, asiÛ del bastÛn que tenÌa hincado en el suelo, y, qued·ndose la mitad dÈl en la tierra, mostrÛ que servÌa de vaina a un mediano estoque que en Èl se ocultaba; y, puesta la que se podÌa llamar empuÒadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propÛsito se arrojÛ sobre Èl, y en un punto mostrÛ la punta sangrienta a las espaldas, con la mitad del acerada cuchilla, quedando el triste baÒado en su sangre y tendido en el suelo, de sus mismas armas traspasado. Acudieron luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y lastimosa desgracia; y, dejando don Quijote a Rocinante, acudiÛ a favorecerle y le tomÛ en sus brazos, y hallÛ que a˙n no habÌa espirado. QuisiÈronle sacar el estoque, pero el cura, que estaba presente, fue de parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el sac·rsele y el espirar serÌa todo a un tiempo. Pero, volviendo un poco en sÌ Basilio, con voz doliente y desmayada dijo: -Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este ˙ltimo y forzoso trance la mano de esposa, a˙n pensarÌa que mi temeridad tendrÌa desculpa, pues en ella alcancÈ el bien de ser tuyo. El cura, oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdÛn de sus pecados y de su desesperada determinaciÛn. A lo cual replicÛ Basilio que en ninguna manera se confesarÌa si primero Quiteria no le daba la mano de ser su esposa: que aquel contento le adobarÌa la voluntad y le darÌa aliento para confesarse. En oyendo don Quijote la peticiÛn del herido, en altas voces dijo que Basilio pedÌa una cosa muy justa y puesta en razÛn, y adem·s, muy hacedera, y que el seÒor Camacho quedarÌa tan honrado recibiendo a la seÒora Quiteria viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre: -AquÌ no ha de haber m·s de un sÌ, que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el t·lamo de estas bodas ha de ser la sepultura. Todo lo oÌa Camacho, y todo le tenÌa suspenso y confuso, sin saber quÈ hacer ni quÈ decir; pero las voces de los amigos de Basilio fueron tantas, pidiÈndole que consintiese que Quiteria le diese la mano de esposa, porque su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida, que le movieron, y aun forzaron, a decir que si Quiteria querÌa d·rsela, que Èl se contentaba, pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento de sus deseos. Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con l·grimas, y otros con eficaces razones, la persuadÌan que diese la mano al pobre Basilio; y ella, m·s dura que un m·rmol y m·s sesga que una estatua, mostraba que ni sabÌa ni podÌa, ni querÌa responder palabra; ni la respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que habÌa de hacer, porque tenÌa Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar a esperar inresolutas determinaciones. Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa, llegÛ donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. LlegÛ, en fin, Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidiÛ la mano por seÒas, y no por palabras. DesencajÛ los ojos Basilio, y, mir·ndola atentamente, le dijo: -°Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es, °oh fatal estrella mÌa!, que la mano que me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engaÒarme de nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legÌtimo esposo; pues no es razÛn que en un trance como Èste me engaÒes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha tratado contigo. Entre estas razones, se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban que cada desmayo se habÌa de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la de Basilio, le dijo: -Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y asÌ, con la m·s libre que tengo te doy la mano de legÌtima esposa, y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrÌo, sin que la turbe ni contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto. -SÌ doy -respondiÛ Basilio-, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo quiso darme; y asÌ, me doy y me entrego por tu esposo. -Y yo por tu esposa -respondiÛ Quiteria-, ahora vivas largos aÒos, ahora te lleven de mis brazos a la sepultura. -Para estar tan herido este mancebo -dijo a este punto Sancho Panza-, mucho habla; h·ganle que se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi parecer, m·s la tiene en la lengua que en los dientes. Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echÛ la bendiciÛn y pidiÛ al cielo diese buen poso al alma del nuevo desposado; el cual, asÌ como recibiÛ la bendiciÛn, con presta ligereza se levantÛ en pie, y con no vista desenvoltura se sacÛ el estoque, a quien servÌa de vaina su cuerpo. Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, m·s simples que curiosos, en altas voces, comenzaron a decir: -°Milagro, milagro! Pero Basilio replicÛ: -°No "milagro, milagro", sino industria, industria! El cura, desatentado y atÛnito, acudiÛ con ambas manos a tentar la herida, y hallÛ que la cuchilla habÌa pasado, no por la carne y costillas de Basilio, sino por un caÒÛn hueco de hierro que, lleno de sangre, en aquel lugar bien acomodado tenÌa; preparada la sangre, seg˙n despuÈs se supo, de modo que no se helase. Finalmente, el cura y Camacho, con todos los m·s circunstantes, se tuvieron por burlados y escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle de la burla; antes, oyendo decir que aquel casamiento, por haber sido engaÒoso, no habÌa de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo; de lo cual coligieron todos que de consentimiento y sabidurÌa de los dos se habÌa trazado aquel caso, de lo que quedÛ Camacho y sus valedores tan corridos que remitieron su venganza a las manos, y, desenvainando muchas espadas, arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi otras tantas. Y, tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacÌa dar lugar de todos. Sancho, a quien jam·s pluguieron ni solazaron semejantes fechurÌas, se acogiÛ a las tinajas, donde habÌa sacado su agradable espuma, pareciÈndole aquel lugar como sagrado, que habÌa de ser tenido en respeto. Don Quijote, a grandes voces, decÌa: -Teneos, seÒores, teneos, que no es razÛn tomÈis venganza de los agravios que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y asÌ como en la guerra es cosa lÌcita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, asÌ en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y maraÒas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposiciÛn de los cielos. Camacho es rico, y podr· comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene m·s desta oveja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que Dios junta no podr· separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta desta lanza. Y, en esto, la blandiÛ tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en todos los que no le conocÌan, y tan intensamente se fijÛ en la imaginaciÛn de Camacho el desdÈn de Quiteria, que se la borrÛ de la memoria en un instante; y asÌ, tuvieron lugar con Èl las persuasiones del cura, que era varÛn prudente y bien intencionado, con las cuales quedÛ Camacho y los de su parcialidad pacÌficos y sosegados; en seÒal de lo cual volvieron las espadas a sus lugares, culpando m·s a la facilidad de Quiteria que a la industria de Basilio; haciendo discurso Camacho que si Quiteria querÌa bien a Basilio doncella, tambiÈn le quisiera casada, y que debÌa de dar gracias al cielo, m·s por habÈrsela quitado que por habÈrsela dado. Consolado, pues, y pacÌfico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de Basilio se sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar que no sentÌa la burla, ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas pasasen adelante como si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a ellas Basilio ni su esposa ni secuaces; y asÌ, se fueron a la aldea de Basilio, que tambiÈn los pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare, como los ricos tienen quien los lisonjee y acompaÒe. LlevarÛnse consigo a don Quijote, estim·ndole por hombre de valor y de pelo en pecho. A sÛlo Sancho se le escureciÛ el alma, por verse imposibilitado de aguardar la esplÈndida comida y fiestas de Camacho, que duraron hasta la noche; y asÌ, asenderado y triste, siguiÛ a su seÒor, que con la cuadrilla de Basilio iba, y asÌ se dejÛ atr·s las ollas de Egipto, aunque las llevaba en el alma, cuya ya casi consumida y acabada espuma, que en el caldero llevaba, le representaba la gloria y la abundancia del bien que perdÌa; y asÌ, congojado y pensativo, aunque sin hambre, sin apearse del rucio, siguiÛ las huellas de Rocinante. CapÌtulo XXII. Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que est· en el corazÛn de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a don Quijote, obligados de las muestras que habÌa dado defendiendo su causa, y al par de la valentÌa le graduaron la discreciÛn, teniÈndole por un Cid en las armas y por un CicerÛn en la elocuencia. El buen Sancho se refocilÛ tres dÌas a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se habÌa visto; bien es verdad que confesÛ que habÌa dado parte de su pensamiento a algunos de sus amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intenciÛn y abonasen su engaÒo. -No se pueden ni deben llamar engaÒos -dijo don Quijote- los que ponen la mira en virtuosos fines. Y que el de casarse los enamorados era el fin de m·s excelencia, advirtiendo que el mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la continua necesidad, porque el amor es todo alegrÌa, regocijo y contento, y m·s cuando el amante est· en posesiÛn de la cosa amada, contra quien son enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto decÌa con intenciÛn de que se dejase el seÒor Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que, aunque le daban fama, no le daban dineros, y que atendiese a granjear hacienda por medios lÌcitos e industriosos, que nunca faltan a los prudentes y aplicados. -El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre, tiene prenda en tener mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo marido es pobre, merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por sÌ sola, atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a seÒuelo gustoso se le abaten las ·guilas reales y los p·jaros altaneros; pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y la estrecheza, tambiÈn la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiÒa; y la que est· a tantos encuentros firme bien merece llamarse corona de su marido. Mirad, discreto Basilio -aÒadiÛ don Quijote-: opiniÛn fue de no sÈ quÈ sabio que no habÌa en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y asÌ vivirÌa contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me ha venido en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atreverÌa a dar consejo al que me lo pidiese del modo que habÌa de buscar la mujer con quien se quisiese casar. Lo primero, le aconsejarÌa que mirase m·s a la fama que a la hacienda, porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser buena, sino con parecerlo; que mucho m·s daÒan a las honras de las mujeres las desenvolturas y libertades p˙blicas que las maldades secretas. Si traes buena mujer a tu casa, f·cil cosa serÌa conservarla, y aun mejorarla, en aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondr· el enmendarla: que no es muy hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no digo que sea imposible, pero tÈngolo por dificultoso. OÌa todo esto Sancho, y dijo entre sÌ: -Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir que podrÌa yo tomar un p˙lpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dÈl que cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sÛlo puede tomar p˙lpito en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a øquÈ quieres boca? °V·late el diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ·nima que sÛlo podÌa saber aquello que tocaba a sus caballerÌas, pero no hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada. Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyÛle su seÒor, y preguntÛle: -øQuÈ murmuras, Sancho? -No digo nada, ni murmuro de nada -respondiÛ Sancho-; sÛlo estaba diciendo entre mÌ que quisiera haber oÌdo lo que vuesa merced aquÌ ha dicho antes que me casara, que quiz· dijera yo agora: "El buey suelto bien se lame". -øTan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote. -No es muy mala -respondiÛ Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera. -Mal haces, Sancho -dijo don Quijote-, en decir mal de tu mujer, que, en efecto, es madre de tus hijos. -No nos debemos nada -respondiÛ Sancho-, que tambiÈn ella dice mal de mÌ cuando se le antoja, especialmente cuando est· celosa, que entonces s˙frala el mesmo Satan·s. Finalmente, tres dÌas estuvieron con los novios, donde fueron regalados y servidos como cuerpos de rey. PidiÛ don Quijote al diestro licenciado le diese una guÌa que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenÌa gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decÌan por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le darÌa a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerÌas, el cual con mucha voluntad le pondrÌa a la boca de la mesma cueva, y le enseÒarÌa las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda EspaÒa; y dÌjole que llevarÌa con Èl gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabÌa hacer libros para imprimir y para dirigirlos a prÌncipes. Finalmente, el primo vino con una pollina preÒada, cuya albarda cubrÌa un gayado tapete o arpillera. EnsillÛ Sancho a Rocinante y aderezÛ al rucio, proveyÛ sus alforjas, a las cuales acompaÒaron las del primo, asimismo bien proveÌdas, y, encomend·ndose a Dios y despediÈndose de todos, se pusieron en camino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos. En el camino preguntÛ don Quijote al primo de quÈ gÈnero y calidad eran sus ejercicios, su profesiÛn y estudios; a lo que Èl respondiÛ que su profesiÛn era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento para la rep˙blica; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podÌan sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones. -Porque doy al celoso, al desdeÒado, al olvidado y al ausente las que les convienen, que les vendr·n m·s justas que pecadoras. Otro libro tengo tambiÈn, a quien he de llamar MetamorfÛseos, o Ovidio espaÒol, de invenciÛn nueva y rara; porque en Èl, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quiÈn fue la Giralda de Sevilla y el ¡ngel de la Madalena, quiÈn el CaÒo de Vecinguerra, de CÛrdoba, quiÈnes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y LavapiÈs, en Madrid, no olvid·ndome de la del Piojo, de la del CaÒo Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorÌas, met·foras y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseÒan a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invenciÛn de las cosas, que es de grande erudiciÛn y estudio, a causa que las cosas que se dejÛ de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. OlvidÛsele a Virgilio de declararnos quiÈn fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomÛ las unciones para curarse del morbo g·lico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con m·s de veinte y cinco autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser ˙til el tal libro a todo el mundo. Sancho, que habÌa estado muy atento a la narraciÛn del primo, le dijo: -DÌgame, seÒor, asÌ Dios le dÈ buena manderecha en la impresiÛn de sus libros: øsabrÌame decir, que sÌ sabr·, pues todo lo sabe, quiÈn fue el primero que se rascÛ en la cabeza, que yo para mÌ tengo que debiÛ de ser nuestro padre Ad·n? -SÌ serÌa -respondiÛ el primo-, porque Ad·n no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos; y, siendo esto asÌ, y siendo el primer hombre del mundo, alguna vez se rascarÌa. -AsÌ lo creo yo -respondiÛ Sancho-; pero dÌgame ahora: øquiÈn fue el primer volteador del mundo? -En verdad, hermano -respondiÛ el primo-, que no me sabrÈ determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiarÈ, en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os satisfarÈ cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser Èsta la postrera. -Pues mire, seÒor -replicÛ Sancho-, no tome trabajo en esto, que ahora he caÌdo en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos. -Tienes razÛn, amigo -dijo el primo. Y dijo don Quijote: -Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has oÌdo decir. -Calle, seÒor -replicÛ Sancho-, que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no acabe de aquÌ a maÒana. SÌ, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de vecinos. -M·s has dicho, Sancho, de lo que sabes -dijo don Quijote-; que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, despuÈs de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria. En estas y otras gustosas pl·ticas se les pasÛ aquel dÌa, y a la noche se albergaron en una pequeÒa aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que desde allÌ a la cueva de Montesinos no habÌa m·s de dos leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester proverse de sogas, para atarse y descolgarse en su profundidad. Don Quijote dijo que, aunque llegase al abismo, habÌa de ver dÛnde paraba; y asÌ, compraron casi cien brazas de soga, y otro dÌa, a las dos de la tarde, llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahÌgos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas, que de todo en todo la ciegan y encubren. En viÈndola, se apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortÌsimamente con las sogas; y, en tanto que le fajaban y ceÒÌan, le dijo Sancho: -Mire vuestra merced, seÒor mÌo, lo que hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en alg˙n pozo. SÌ, que a vuestra merced no le toca ni ataÒe ser el escudriÒador desta que debe de ser peor que mazmorra. -Ata y calla -respondiÛ don Quijote-, que tal empresa como aquÈsta, Sancho amigo, para mÌ estaba guardada. Y entonces dijo la guÌa: -Suplico a vuesa merced, seÒor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay all· dentro: quiz· habr· cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones. -En manos est· el pandero que le sabr· bien taÒer -respondiÛ Sancho Panza. Dicho esto y acabada la ligadura de don Quijote -que no fue sobre el arnÈs, sino sobre el jubÛn de armar-, dijo don Quijote: -Inadvertidos hemos andado en no habernos proveÌdo de alg˙n esquilÛn pequeÒo, que fuera atado junto a mÌ en esta mesma soga, con cuyo sonido se entendiera que todavÌa bajaba y estaba vivo; pero, pues ya no es posible, a la mano de Dios, que me guÌe. Y luego se hincÛ de rodillas y hizo una oraciÛn en voz baja al cielo, pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella, al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego: -°Oh seÒora de mis acciones y movimientos, clarÌsima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oÌdos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeÒarme, a empozarme y a hundirme en el abismo que aquÌ se me representa, sÛlo porque conozca el mundo que si t˙ me favoreces, no habr· imposible a quien yo no acometa y acabe. Y, en diciendo esto, se acercÛ a la sima; vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y asÌ, poniendo mano a la espada, comenzÛ a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandÌsimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si Èl fuera tan agorero como catÛlico cristiano, lo tuviera a mala seÒal y escusara de encerrarse en lugar semejante. Finalmente se levantÛ, y, viendo que no salÌan m·s cuervos ni otras aves noturnas, como fueron murciÈlagos, que asimismo entre los cuervos salieron, d·ndole soga el primo y Sancho, se dejÛ calar al fondo de la caverna espantosa; y, al entrar, ech·ndole Sancho su bendiciÛn y haciendo sobre Èl mil cruces, dijo: -°Dios te guÌe y la PeÒa de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! °All· vas, valentÛn del mundo, corazÛn de acero, brazos de bronce! °Dios te guÌe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas por enterrarte en esta escuridad que buscas! Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo. Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y m·s soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salÌan, dejaron de oÌrse, ya ellos tenÌan descolgadas las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podÌan dar m·s cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, seÒal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y, creyÈndolo asÌ, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengaÒarse, pero, llegando, a su parecer, a poco m·s de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho, diciÈndole: -Sea vuestra merced muy bien vuelto, seÒor mÌo, que ya pens·bamos que se quedaba all· para casta. Pero no respondÌa palabra don Quijote; y, sac·ndole del todo, vieron que traÌa cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. TendiÈronle en el suelo y desli·ronle, y con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volviÛ en sÌ, desperez·ndose, bien como si de alg˙n grave y profundo sueÒo despertara; y, mirando a una y otra parte, como espantado, dijo: -Dios os lo perdone, amigos; que me habÈis quitado de la m·s sabrosa y agradable vida y vista que ning˙n humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueÒo, o se marchitan como la flor del campo. °Oh desdichado Montesinos! °Oh mal ferido Durandarte! °Oh sin ventura Belerma! °Oh lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha ijas de Ruidera, que mostr·is en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos! Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decÌa como si con dolor inmenso las sacara de las entraÒas. Suplic·ronle les diese a entender lo que decÌa, y les dijese lo que en aquel infierno habÌa visto. -øInfierno le llam·is? -dijo don Quijote-; pues no le llamÈis ansÌ, porque no lo merece, como luego verÈis. PidiÛ que le diesen algo de comer, que traÌa grandÌsima hambre. Tendieron la arpillera del primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus alforjas, y, sentados todos tres en buen amor y compaÒa, merendaron y cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don Quijote de la Mancha: -No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos. CapÌtulo XXIII. De las admirables cosas que el estremado don Quijote contÛ que habÌa visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apÛcrifa Las cuatro de la tarde serÌan cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que, sin calor y pesadumbre, contase a sus dos clarÌsimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos habÌa visto. Y comenzÛ en el modo siguiente: -A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. …ntrale una pequeÒa luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohÌno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura regiÛn abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y asÌ, determinÈ entrarme en ella y descansar un poco. Di voces, pidiÈndoos que no descolg·sedes m·s soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oÌrme. Fui recogiendo la soga que envi·bades, y, haciendo della una rosca o rimero, me sentÈ sobre Èl, pensativo adem·s, considerando lo que hacer debÌa para calar al fondo, no teniendo quiÈn me sustentase; y, estando en este pensamiento y confusiÛn, de repente y sin procurarlo, me salteÛ un sueÒo profundÌsimo; y, cuando menos lo pensaba, sin saber cÛmo ni cÛmo no, despertÈ dÈl y me hallÈ en la mitad del m·s bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la m·s discreta imaginaciÛn humana. DespabilÈ los ojos, limpiÈmelos, y vi que no dormÌa, sino que realmente estaba despierto; con todo esto, me tentÈ la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allÌ estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mÌ hacÌa, me certificaron que yo era allÌ entonces el que soy aquÌ ahora. OfreciÛseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alc·zar, cuyos muros y paredes parecÌan de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriÈndose dos grandes puertas, vi que por ellas salÌa y hacÌa mÌ se venÌa un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba: ceÒÌale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubrÌale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canÌsima, le pasaba de la cintura; no traÌa arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchÌsima presencia, cada cosa de por sÌ y todas juntas, me suspendieron y admiraron. LlegÛse a mÌ, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: ''Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaÒa sÛlo guardada para ser acometida de tu invencible corazÛn y de tu ·nimo stupendo. Ven conmigo, seÒor clarÌsimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alc·zar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre''. Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le preguntÈ si fue verdad lo que en el mundo de ac· arriba se contaba: que Èl habÌa sacado de la mitad del pecho, con una pequeÒa daga, el corazÛn de su grande amigo Durandarte y llev·dole a la SeÒora Belerma, como Èl se lo mandÛ al punto de su muerte. RespondiÛme que en todo decÌan verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeÒa, sino un puÒal buido, m·s agudo que una lezna. -DebÌa de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puÒal de RamÛn de Hoces, el sevillano. -No sÈ -prosiguiÛ don Quijote-, pero no serÌa dese puÒalero, porque RamÛn de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteciÛ esta desgracia, ha muchos aÒos; y esta averiguaciÛn no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia. -AsÌ es -respondiÛ el primo-; prosiga vuestra merced, seÒor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo. -No con menor lo cuento yo -respondiÛ don Quijote-; y asÌ, digo que el venerable Montesinos me metiÛ en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquÌsima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de m·rmol, con gran maestrÌa fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de m·rmol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. TenÌa la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa, seÒal de tener muchas fuerzas su dueÒo) puesta sobre el lado del corazÛn, y, antes que preguntase nada a Montesinos, viÈndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo: ''…ste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiÈnele aquÌ encantado, como me tiene a mÌ y a otros muchos y muchas, MerlÌn, aquel francÈs encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto m·s que el diablo. El cÛmo o para quÈ nos encantÛ nadie lo sabe, y ello dir· andando los tiempos, que no est·n muy lejos, seg˙n imagino. Lo que a mÌ me admira es que sÈ, tan cierto como ahora es de dÌa, que Durandarte acabÛ los de su vida en mis brazos, y que despuÈs de muerto le saquÈ el corazÛn con mis propias manos; y en verdad que debÌa de pesar dos libras, porque, seg˙n los naturales, el que tiene mayor corazÛn es dotado de mayor valentÌa del que le tiene pequeÒo. Pues siendo esto asÌ, y que realmente muriÛ este caballero, øcÛmo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si estuviese vivo?'' Esto dicho, el mÌsero Durandarte, dando una gran voz, dijo: ''°Oh, mi primo Montesinos! Lo postrero que os rogaba, que cuando yo fuere muerto, y mi ·nima arrancada, que llevÈis mi corazÛn adonde Belerma estaba, sac·ndomele del pecho, ya con puÒal, ya con daga.'' Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y, con l·grimas en los ojos, le dijo: ''Ya, seÒor Durandarte, carÌsimo primo mÌo, ya hice lo que me mandastes en el aciago dÌa de nuestra pÈrdida: yo os saquÈ el corazÛn lo mejor que pude, sin que os dejase una mÌnima parte en el pecho; yo le limpiÈ con un paÒizuelo de puntas; yo partÌ con Èl de carrera para Francia, habiÈndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas l·grimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenÌan, de haberos andado en las entraÒas; y, por m·s seÒas, primo de mi alma, en el primero lugar que topÈ, saliendo de Roncesvalles, echÈ un poco de sal en vuestro corazÛn, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado, a la presencia de la seÒora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueÒa Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquÌ encantados el sabio MerlÌn ha muchos aÒos; y, aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasiÛn que debiÛ de tener MerlÌn dellas, las convirtiÛ en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de EspaÒa, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santÌsima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plaÒendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un rÌo llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegÛ a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintiÛ de ver que os dejaba, que se sumergiÛ en las entraÒas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolÌa, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, °oh primo mÌo!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondÈis, imagino que no me dais crÈdito, o no me oÌs, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentar·n en ninguna manera. Sabed que tenÈis aquÌ en vuestra presencia, y abrid los ojos y verÈislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio MerlÌn, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballerÌa, por cuyo medio y favor podrÌa ser que nosotros fuÈsemos desencantados; que las grandes hazaÒas para los grandes hombres est·n guardadas''. ''Y cuando asÌ no sea -respondiÛ el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja-, cuando asÌ no sea, °oh primo!, digo, paciencia y barajar''. Y, volviÈndose de lado, tornÛ a su acostumbrado silencio, sin hablar m·s palabra. OyÈronse en esto grandes alaridos y llantos, acompaÒados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volvÌ la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesiÛn de dos hileras de hermosÌsimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venÌa una seÒora, que en la gravedad lo parecÌa, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubrÌa, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traÌa en las manos un lienzo delgado, y entre Èl, a lo que pude divisar, un corazÛn de carne momia, seg˙n venÌa seco y amojamado. DÌjome Montesinos como toda aquella gente de la procesiÛn eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allÌ con sus dos seÒores estaban encantados, y que la ˙ltima, que traÌa el corazÛn entre el lienzo y en las manos, era la seÒora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro dÌas en la semana hacÌan aquella procesiÛn y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazÛn de su primo; y que si me habÌa parecido algo fea, o no tan hermosa como tenÌa la fama, era la causa las malas noches y peores dÌas que en aquel encantamento pasaba, como lo podÌa ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. ''Y no toma ocasiÛn su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun aÒos, que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazÛn por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brÌo la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo''. ''°Cepos quedos! -dije yo entonces-, seÒor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparaciÛn es odiosa, y asÌ, no hay para quÈ comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la seÒora doÒa Belerma es quien es, y quien ha sido, y quÈdese aquÌ''. A lo que Èl me respondiÛ: ''SeÒor don Quijote, perdÛneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la seÒora Dulcinea a la seÒora Belerma, pues me bastaba a mÌ haber entendido, por no sÈ quÈ barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo''. Con esta satisfaciÛn que me dio el gran Montesinos se quietÛ mi corazÛn del sobresalto que recebÌ en oÌr que a mi seÒora la comparaban con Belerma. -Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cÛmo vuestra merced no se subiÛ sobre el vejote, y le moliÛ a coces todos los huesos, y le pelÛ las barbas, sin dejarle pelo en ellas. -No, Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, no me estaba a mÌ bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y est·n encantados; yo sÈ bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos. A esta sazÛn dijo el primo: -Yo no sÈ, seÒor don Quijote, cÛmo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que est· all· bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto. -øCu·nto ha que bajÈ? -preguntÛ don Quijote. -Poco m·s de una hora -respondiÛ Sancho. -Eso no puede ser -replicÛ don Quijote-, porque all· me anocheciÛ y amaneciÛ, y tornÛ a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres dÌas he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra. -Verdad debe de decir mi seÒor -dijo Sancho-, que, como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quiz· lo que a nosotros nos parece un hora, debe de parecer all· tres dÌas con sus noches. -AsÌ ser· -respondiÛ don Quijote. -Y øha comido vuestra merced en todo este tiempo, seÒor mÌo? -preguntÛ el primo. -No me he desayunado de bocado -respondiÛ don Quijote-, ni aun he tenido hambre, ni por pensamiento. -Y los encantados, øcomen? -dijo el primo. -No comen -respondiÛ don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es opiniÛn que les crecen las uÒas, las barbas y los cabellos. -øY duermen, por ventura, los encantados, seÒor? -preguntÛ Sancho. -No, por cierto -respondiÛ don Quijote-; a lo menos, en estos tres dÌas que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco. -AquÌ encaja bien el refr·n -dijo Sancho- de dime con quiÈn andas, decirte he quiÈn eres: ·ndase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdÛneme vuestra merced, seÒor mÌo, si le digo que de todo cuanto aquÌ ha dicho, llÈveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna. -øCÛmo no? -dijo el primo-, pues øhabÌa de mentir el seÒor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millÛn de mentiras? -Yo no creo que mi seÒor miente -respondiÛ Sancho. -Si no, øquÈ crees? -le preguntÛ don Quijote. -Creo -respondiÛ Sancho- que aquel MerlÌn, o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado all· bajo, le encajaron en el magÌn o la memoria toda esa m·quina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda. -Todo eso pudiera ser, Sancho -replicÛ don Quijote-, pero no es asÌ, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toquÈ con mis mismas manos. Pero, øquÈ dir·s cuando te diga yo ahora cÛmo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostrÛ Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las irÈ contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostrÛ tres labradoras que por aquellos amenÌsimos campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto, cuando conocÌ ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venÌan con ella, que hablamos a la salida del Toboso? PreguntÈ a Montesinos si las conocÌa, respondiÛme que no, pero que Èl imaginaba que debÌan de ser algunas seÒoras principales encantadas, que pocos dÌas habÌa que en aquellos prados habÌan parecido; y que no me maravillase desto, porque allÌ estaban otras muchas seÒoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estraÒas figuras, entre las cuales conocÌa Èl a la reina Ginebra y su dueÒa QuintaÒona, escanciando el vino a Lanzarote, cuando de BretaÒa vino. Cuando Sancho Panza oyÛ decir esto a su amo, pensÛ perder el juicio, o morirse de risa; que, como Èl sabÌa la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien Èl habÌa sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabÛ de conocer indubitablemente que su seÒor estaba fuera de juicio y loco de todo punto; y asÌ, le dijo: -En mala coyuntura y en peor sazÛn y en aciago dÌa bajÛ vuestra merced, caro patrÛn mÌo, al otro mundo, y en mal punto se encontrÛ con el seÒor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced ac· arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le habÌa dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse. -Como te conozco, Sancho -respondiÛ don Quijote-, no hago caso de tus palabras. -Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicÛ Sancho-, siquiera me hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dÌgame vuestra merced, ahora que estamos en paz: øcÛmo o en quÈ conociÛ a la seÒora nuestra ama? Y si la hablÛ, øquÈ dijo, y quÈ le respondiÛ? -ConocÌla -respondiÛ don Quijote- en que trae los mesmos vestidos que traÌa cuando t˙ me le mostraste. HablÈla, pero no me respondiÛ palabra; antes, me volviÛ las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque serÌa en balde, y m·s porque se llegaba la hora donde me convenÌa volver a salir de la sima. DÌjome asimesmo que, andando el tiempo, se me darÌa aviso cÛmo habÌan de ser desencantados Èl, y Belerma y Durandarte, con todos los que allÌ estaban; pero lo que m·s pena me dio, de las que allÌ vi y notÈ, fue que, est·ndome diciendo Montesinos estas razones, se llegÛ a mÌ por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos compaÒeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de l·grimas, con turbada y baja voz, me dijo: ''Mi seÒora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cÛmo est·; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de prestarle sobre este faldellÌn que aquÌ traigo, de cotonÌa, nuevo, media docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra de volvÈrselos con mucha brevedad''. SuspendiÛme y admirÛme el tal recado, y, volviÈndome al seÒor Montesinos, le preguntÈ: ''øEs posible, seÒor Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?'' A lo que Èl me respondiÛ: ''CrÈame vuestra merced, seÒor don Quijote de la Mancha, que Èsta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la seÒora Dulcinea del Toboso envÌa a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, seg˙n parece, no hay sino d·rselos; que, sin duda, debe de estar puesta en alg˙n grande aprieto''. ''Prenda, no la tomarÈ yo -le respondÌ-, ni menos le darÈ lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales''; los cuales le di (que fueron los que t˙, Sancho, me diste el otro dÌa para dar limosna a los pobres que topase por los caminos), y le dije: ''Decid, amiga mÌa, a vuesa seÒora que a mÌ me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un F˙car para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversaciÛn, y que le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. DirÈisle tambiÈn que, cuando menos se lo piense, oir· decir como yo he hecho un juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marquÈs de Mantua, de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le hallÛ para espirar en mitad de la montiÒa, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allÌ aÒadiÛ, hasta vengarle; y asÌ le harÈ yo de no sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con m·s puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla''. ''Todo eso, y m·s, debe vuestra merced a mi seÒora'', me respondiÛ la doncella. Y, tomando los cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantÛ dos varas de medir en el aire. -°Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. øEs posible que tal hay en el mundo, y que tengan en Èl tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi seÒor en una tan disparatada locura? °Oh seÒor, seÒor, por quien Dios es, que vuestra merced mire por sÌ y vuelva por su honra, y no dÈ crÈdito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido! -Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y, como no est·s experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andar· el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contarÈ algunas de las que all· abajo he visto, que te har·n creer las que aquÌ he contado, cuya verdad ni admite rÈplica ni disputa. CapÌtulo XXIV. Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribiÛ su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capÌtulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dÈl estaban escritas, de mano del mesmo Hamete, estas mismas razones: ''No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capÌtulo queda escrito: la razÛn es que todas las aventuras hasta aquÌ sucedidas han sido contingibles y verisÌmiles, pero Èsta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los tÈrminos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el m·s verdadero hidalgo y el m·s noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera Èl una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que Èl la contÛ y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran m·quina de disparates; y si esta aventura parece apÛcrifa, yo no tengo la culpa; y asÌ, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. T˙, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo m·s; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retratÛ della, y dijo que Èl la habÌa inventado, por parecerle que convenÌa y cuadraba bien con las aventuras que habÌa leÌdo en sus historias''. Y luego prosigue, diciendo: EspantÛse el primo, asÌ del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y juzgÛ que del contento que tenÌa de haber visto a su seÒora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacÌa aquella condiciÛn blanda que entonces mostraba; porque, si asÌ no fuera, palabras y razones le dijo Sancho, que merecÌan molerle a palos; porque realmente le pareciÛ que habÌa andado atrevidillo con su seÒor, a quien le dijo: -Yo, seÒor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadÌsima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servir·n para el Ovidio espaÒol que traigo entre manos. La tercera, entender la antig¸edad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, seg˙n puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aquel grande espacio que estuvo hablando con Èl Montesinos, Èl despertÛ diciendo: ''Paciencia y barajar''; y esta razÛn y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlomagno. Y esta averiguaciÛn me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo , que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invenciÛn de las antig¸edades; y creo que en el suyo no se acordÛ de poner la de los naipes, como la pondrÈ yo ahora, que ser· de mucha importancia, y m·s alegando autor tan grave y tan verdadero como es el seÒor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del rÌo Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes. -Vuestra merced tiene razÛn -dijo don Quijote-, pero querrÌa yo saber, ya que Dios le haga merced de que se le dÈ licencia para imprimir esos sus libros, que lo dudo, a quiÈn piensa dirigirlos. -SeÒores y grandes hay en EspaÒa a quien puedan dirigirse -dijo el primo. -No muchos -respondiÛ don Quijote-; y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfaciÛn que parece se debe al trabajo y cortesÌa de sus autores. Un prÌncipe conozco yo que puede suplir la falta de los dem·s, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas, quiz· despertara la invidia en m·s de cuatro generosos pechos; pero quÈdese esto aquÌ para otro tiempo m·s cÛmodo, y vamos a buscar adonde recogernos esta noche. -No lejos de aquÌ -respondiÛ el primo- est· una ermita, donde hace su habitaciÛn un ermitaÒo, que dicen ha sido soldado, y est· en opiniÛn de ser un buen cristiano, y muy discreto y caritativo adem·s. Junto con la ermita tiene una pequeÒa casa, que Èl ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huÈspedes. -øTiene por ventura gallinas el tal ermitaÒo? -preguntÛ Sancho. -Pocos ermitaÒos est·n sin ellas -respondiÛ don Quijote-, porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestÌan de hojas de palma y comÌan raÌces de la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquÈllos no lo digo de aquÈstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora; pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipÛcrita que se finge bueno que el p˙blico pecador. Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venÌa un hombre a pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venÌa cargado de lanzas y de alabardas. Cuando llegÛ a ellos, los saludÛ y pasÛ de largo. Don Quijote le dijo: -Buen hombre, deteneos, que parece que vais con m·s diligencia que ese macho ha menester. -No me puedo detener, seÒor -respondiÛ el hombre-, porque las armas que veis que aquÌ llevo han de servir maÒana; y asÌ, me es forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si quisiÈredes saber para quÈ las llevo, en la venta que est· m·s arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es que hacÈis este mesmo camino, allÌ me hallarÈis, donde os contarÈ maravillas. Y a Dios otra vez. Y de tal manera aguijÛ el macho, que no tuvo lugar don Quijote de preguntarle quÈ maravillas eran las que pensaba decirles; y, como Èl era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenÛ que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran. HÌzose asÌ, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyÛ esto Sancho Panza, cuando encaminÛ el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenÛ que el ermitaÒo no estuviese en casa; que asÌ se lo dijo una sotaermitaÒo que en la ermita hallaron. PidiÈronle de lo caro; respondiÛ que su seÒor no lo tenÌa, pero que si querÌan agua barata, que se la darÌa de muy buena gana. -Si yo la tuviera de agua -respondiÛ Sancho-, pozos hay en el camino, donde la hubiera satisfecho. °Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa de don Diego, y cu·ntas veces os tengo de echar menos! Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa; y asÌ, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debÌan de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque traÌa puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso de corte; la edad llegarÌa a diez y ocho o diez y nueve aÒos; alegre de rostro, y, al parecer, ·gil de su persona. Iba cantando seguidillas, para entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a Èl, acababa de cantar una, que el primo tomÛ de memoria, que dicen que decÌa: A la guerra me lleva mi necesidad; si tuviera dineros, no fuera, en verdad. El primero que le hablÛ fue don Quijote, diciÈndole: -Muy a la ligera camina vuesa merced, seÒor gal·n. Y øadÛnde bueno? Sepamos, si es que gusta decirlo. A lo que el mozo respondiÛ: -El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adÛnde voy es a la guerra. -øCÛmo la pobreza? -preguntÛ don Quijote-; que por el calor bien puede ser. -SeÒor -replicÛ el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de terciopelo, compaÒeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me podrÈ honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con quÈ comprar otros; y, asÌ por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas compaÒÌas de infanterÌa que no est·n doce leguas de aquÌ, donde asentarÈ mi plaza, y no faltar·n bagajes en que caminar de allÌ adelante hasta el embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y m·s quiero tener por amo y por seÒor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelÛn en la corte. -Y ølleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntÛ el primo. -Si yo hubiera servido a alg˙n grande de EspaÒa, o alg˙n principal personaje -respondiÛ el mozo-, a buen seguro que yo la llevara, que eso tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alfÈrez o capitanes, o con alg˙n buen entretenimiento; pero yo, desventurado, servÌ siempre a catarriberas y a gente advenediza, de raciÛn y quitaciÛn tan mÌsera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumÌa la mitad della; y serÌa tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna siquiera razonable ventura. -Y dÌgame, por su vida, amigo -preguntÛ don Quijote-: øes posible que en los aÒos que sirviÛ no ha podido alcanzar alguna librea? -Dos me han dado -respondiÛ el paje-; pero, asÌ como el que se sale de alguna religiÛn antes de profesar le quitan el h·bito y le vuelven sus vestidos, asÌ me volvÌan a mÌ los mÌos mis amos, que, acabados los negocios a que venÌan a la corte, se volvÌan a sus casas y recogÌan las libreas que por sola ostentaciÛn habÌan dado. -Notable espilorcherÌa, como dice el italiano -dijo don Quijote-; pero, con todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intenciÛn como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra m·s honrada ni de m·s provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y seÒor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no m·s riquezas, a lo menos, m·s honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado m·s mayorazgos las letras que las armas, todavÌa llevan un no sÈ quÈ los de las armas a los de las letras, con un sÌ sÈ quÈ de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llÈvelo en la memoria, que le ser· de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es que, aparte la imaginaciÛn de los sucesos adversos que le podr·n venir, que el peor de todos es la muerte, y como Èsta sea buena, el mejor de todos es el morir. Pregunt·ronle a Julio CÈsar, aquel valeroso emperador romano, cu·l era la mejor muerte; respondiÛ que la impensada, la de repente y no prevista; y, aunque respondiÛ como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento humano; que, puesto caso que os maten en la primera facciÛn y refriega, o ya de un tiro de artillerÌa, o volado de una mina, øquÈ importa? Todo es morir, y acabÛse la obra; y, seg˙n Terencio, m·s bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le est· el oler a pÛlvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podr· coger sin honra, y tal, que no os la podr· menoscabar la pobreza; cuanto m·s, que ya se va dando orden cÛmo se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y, ech·ndolos de casa con tÌtulo de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por ahora no os quiero decir m·s, sino que sub·is a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y allÌ cenarÈis conmigo, y por la maÒana seguirÈis el camino, que os le dÈ Dios tan bueno como vuestros deseos merecen. El paje no aceptÛ el convite de las ancas, aunque sÌ el de cenar con Èl en la venta; y, a esta sazÛn, dicen que dijo Sancho entre sÌ: -°V·late Dios por seÒor! Y øes posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquÌ ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dir·. Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecÌa, y no sin gusto de Sancho, por ver que su seÒor la juzgÛ por verdadera venta, y no por castillo, como solÌa. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntÛ al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondiÛ que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la caballeriza. CapÌtulo XXV. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino No se le cocÌa el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oÌr y saber las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar donde el ventero le habÌa dicho que estaba, y hallÛle, y dÌjole que en todo caso le dijese luego lo que le habÌa de decir despuÈs, acerca de lo que le habÌa preguntado en el camino. El hombre le respondiÛ: -M·s despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas: dÈjeme vuestra merced, seÒor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que yo le dirÈ cosas que le admiren. -No quede por eso -respondiÛ don Quijote-, que yo os ayudarÈ a todo. Y asÌ lo hizo, ahech·ndole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que obligÛ al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedÌa; y, sent·ndose en un poyo y don Quijote junto a Èl, teniendo por senado y auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzÛ a decir desta manera: -´Sabr·n vuesas mercedes que en un lugar que est· cuatro leguas y media desta venta sucediÛ que a un regidor dÈl, por industria y engaÒo de una muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltÛ un asno, y, aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue posible. Quince dÌas serÌan pasados, seg˙n es p˙blica voz y fama,- que el asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: ''Dadme albricias, compadre, que vuestro jumento ha parecido''. ''Yo os las mando y buenas, compadre -respondiÛ el otro-, pero sepamos dÛnde ha parecido''. ''En el monte -respondiÛ el hallador-, le vi esta maÒana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco que era una compasiÛn miralle. QuÌsele antecoger delante de mÌ y traÈrosle, pero est· ya tan montaraz y tan huraÒo, que, cuando llegÈ a Èl, se fue huyendo y se entrÛ en lo m·s escondido del monte. Si querÈis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego vuelvo''. ''Mucho placer me harÈis -dijo el del jumento-, e yo procurarÈ pag·roslo en la mesma moneda''. Con estas circunstancias todas, y de la mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que est·n enterados en la verdad deste caso. En resoluciÛn, los dos regidores, a pie y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareciÛ por todos aquellos contornos, aunque m·s le buscaron. Viendo, pues, que no parecÌa, dijo el regidor que le habÌa visto al otro: ''Mirad, compadre: una traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este animal, aunque estÈ metido en las entraÒas de la tierra, no que del monte; y es que yo sÈ rebuznar maravillosamente; y si vos sabÈis alg˙n tanto, dad el hecho por concluido''. ''øAlg˙n tanto decÌs, compadre? -dijo el otro-; por Dios, que no dÈ la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos''. ''Ahora lo veremos -respondiÛ el regidor segundo-, porque tengo determinado que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznarÈis vos y rebuznarÈ yo, y no podr· ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que est· en el monte''. A lo que respondiÛ el dueÒo del jumento: ''Digo, compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio''. Y, dividiÈndose los dos seg˙n el acuerdo, sucediÛ que casi a un mesmo tiempo rebuznaron, y cada uno engaÒado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse, pensando que ya el jumento habÌa parecido; y, en viÈndose, dijo el perdidoso: ''øEs posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznÛ?'' ''No fue, sino yo'', respondiÛ el otro. ''Ahora digo -dijo el dueÒo-, que de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al rebuznar, porque en mi vida he visto ni oÌdo cosa m·s propia''. ''Esas alabanzas y encarecimiento -respondiÛ el de la traza-, mejor os ataÒen y tocan a vos que a mÌ, compadre; que por el Dios que me criÛ que podÈis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y m·s perito rebuznador del mundo; porque el sonido que tenÈis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y comp·s; los dejos, muchos y apresurados, y, en resoluciÛn, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad''. ''Ahora digo -respondiÛ el dueÒo-, que me tendrÈ y estimarÈ en m·s de aquÌ adelante, y pensarÈ que sÈ alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que pensara que rebuznaba bien, nunca entendÌ que llegaba el estremo que decÌs''. ''TambiÈn dirÈ yo ahora -respondiÛ el segundo- que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas''. ''Las nuestras -respondiÛ el dueÒo-, si no es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden servir en otros, y aun en Èste plega a Dios que nos sean de provecho''. Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso se engaÒaban y volvÌan a juntarse, hasta que se dieron por contraseÒo que, para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por seÒas. Mas, øcÛmo habÌa de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo m·s escondido del bosque, comido de lobos? Y, en viÈndole, dijo su dueÒo: ''Ya me maravillaba yo de que Èl no respondÌa, pues a no estar muerto, Èl rebuznara si nos oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oÌdo rebuznar con tanta gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque le he hallado muerto''. ''En buena mano est·, compadre -respondiÛ el otro-, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el monacillo''. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les habÌa acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se estendiÛ por los lugares circunvecinos. Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimeras de nonada, ordenÛ e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como d·ndoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrÛn han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni verg¸enza. Yo creo que maÒana o esotro dÌa han de salir en campaÒa los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que est· a dos leguas del nuestro, que es uno de los que m·s nos persiguen: y, por salir bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habÈis visto.ª Y Èstas son las maravillas que dije que os habÌa de contar, y si no os lo han parecido, no sÈ otras. Y con esto dio fin a su pl·tica el buen hombre; y, en esto, entrÛ por la puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y jubÛn, y con voz levantada dijo: -SeÒor huÈsped, øhay posada? Que viene aquÌ el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra. -°Cuerpo de tal -dijo el ventero-, que aquÌ est· el seÒor mase Pedro! Buena noche se nos apareja. Olvid·baseme de decir como el tal mase Pedro traÌa cubierto el ojo izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafet·n verde, seÒal que todo aquel lado debÌa de estar enfermo; y el ventero prosiguiÛ, diciendo: -Sea bien venido vuestra merced, seÒor mase Pedro. øAdÛnde est· el mono y el retablo, que no los veo? -Ya llegan cerca -respondiÛ el todo camuza-, sino que yo me he adelantado, a saber si hay posada. -Al mismo duque de Alba se la quitara para d·rsela al seÒor mase Pedro -respondiÛ el ventero-; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta que pagar· el verle y las habilidades del mono. -Sea en buen hora -respondiÛ el del parche-, que yo moderarÈ el precio, y con sola la costa me darÈ por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine la carreta donde viene el mono y el retablo. Y luego se volviÛ a salir de la venta. PreguntÛ luego don Quijote al ventero quÈ mase Pedro era aquÈl, y quÈ retablo y quÈ mono traÌa. A lo que respondiÛ el ventero: -…ste es un famoso titerero, que ha muchos dÌas que anda por esta Mancha de AragÛn enseÒando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y m·s bien representadas historias que de muchos aÒos a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un mono de la m·s rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginÛ entre hombres, porque si le preguntan algo, est· atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, lleg·ndosele al oÌdo, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho m·s que de las que est·n por venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las m·s no yerra, de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el amo por Èl, despuÈs de haberle hablado al oÌdo; y asÌ, se cree que el tal maese Pedro esta riquÌsimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon compaÒo, y dase la mejor vida del mundo; habla m·s que seis y bebe m·s que doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo. En esto, volviÛ maese Pedro, y en una carreta venÌa el retablo, y el mono, grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y, apenas le vio don Quijote, cuando le preguntÛ: -DÌgame vuestra merced, seÒor adivino: øquÈ peje pillamo? øQuÈ ha de ser de nosotros?. Y vea aquÌ mis dos reales. Y mandÛ a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondiÛ por el mono, y dijo: -SeÒor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que est·n por venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, alg˙n tanto. -°Voto a Rus -dijo Sancho-, no dÈ yo un ardite porque me digan lo que por mÌ ha pasado!; porque, øquiÈn lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sÈ, serÌa una gran necedad; pero, pues sabe las cosas presentes, he aquÌ mis dos reales, y dÌgame el seÒor monÌsimo quÈ hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en quÈ se entretiene. No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo: -No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios. Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el mono en Èl, y, llegando la boca al oÌdo, daba diente con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este adem·n por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandÌsima priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y, abraz·ndole las piernas, dijo: -Estas piernas abrazo, bien asÌ como si abrazara las dos colunas de HÈrcules, °oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballerÌa!; °oh no jam·s como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, ·nimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caÌdos, b·culo y consuelo de todos los desdichados! QuedÛ pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atÛnito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguiÛ diciendo: -Y t˙, °oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo, alÈgrate, que tu buena mujer Teresa est· buena, y Èsta es la hora en que ella est· rastrillando una libra de lino, y, por m·s seÒas, tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porquÈ de vino, con que se entretiene en su trabajo. -Eso creo yo muy bien -respondiÛ Sancho-, porque es ella una bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, seg˙n mi seÒor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus herederos. -Ahora digo -dijo a esta sazÛn don Quijote-, que el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, øquÈ persuasiÛn fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido alg˙n tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotÛ de un ·nimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno. -Si yo tuviera dineros -dijo el paje-, preguntara al seÒor mono quÈ me ha de suceder en la peregrinaciÛn que llevo. A lo que respondiÛ maese Pedro, que ya se habÌa levantado de los pies de don Quijote: -Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del seÒor don Quijote, que est· presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos est·n en la venta, sin paga alguna. Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, seÒalÛ el lugar donde se podÌa poner el retablo, que en un punto fue hecho. Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no ser a propÛsito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas cosas; y asÌ, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se retirÛ don Quijote con Sancho a un rincÛn de la caballeriza, donde, sin ser oÌdos de nadie, le dijo: -Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraÒa habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener hecho pacto, t·cito o espreso, con el demonio. -Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser muy sucio patio; pero, øde quÈ provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios? -No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho alg˙n concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane de comer, y despuÈs que estÈ rico le dar· su alma, que es lo que este universal enemigo pretende. Y h·ceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabidurÌa del diablo no se puede estender a m·s, que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios est· reservado conocer los tiempos y los momentos, y para …l no hay pasado ni porvenir, que todo es presente. Y, siendo esto asÌ, como lo es, est· claro que este mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado cÛmo no le han acusado al Santo Oficio, y examin·dole y sac·dole de cuajo en virtud de quiÈn adivina; porque cierto est· que este mono no es astrÛlogo, ni su amo ni Èl alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan en EspaÒa, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. De una seÒora sÈ yo que preguntÛ a uno destos figureros que si una perrilla de falda pequeÒa, que tenÌa, si se empreÒarÌa y parirÌa, y cu·ntos y de quÈ color serÌan los perros que pariese. A lo que el seÒor judiciario, despuÈs de haber alzado la figura, respondiÛ que la perrica se empreÒarÌa, y parirÌa tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con tal condiciÛn que la tal perra se cubriese entre las once y doce del dÌa, o de la noche, y que fuese en lunes o en s·bado; y lo que sucediÛ fue que de allÌ a dos dÌas se morÌa la perra de ahÌta, y el seÒor levantador quedÛ acreditado en el lugar por acertadÌsimo judiciario, como lo quedan todos o los m·s levantadores. -Con todo eso, querrÌa -dijo Sancho- que vuestra merced dijese a maese Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasÛ en la cueva de Montesinos; que yo para mÌ tengo, con perdÛn de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soÒadas. -Todo podrÌa ser -respondiÛ don Quijote-, pero yo harÈ lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sÈ quÈ de escr˙pulo. Estando en esto, llegÛ maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecÌa. Don Quijote le comunicÛ su pensamiento, y le rogÛ preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que habÌa pasado en la cueva de Montesinos habÌan sido soÒadas o verdaderas; porque a Èl le parecÌa que tenÌan de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volviÛ a traer el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo: -Mirad, seÒor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas. Y, haciÈndole la acostumbrada seÒal, el mono se le subiÛ en el hombro izquierdo, y, habl·ndole, al parecer, en el oÌdo, dijo luego maese Pedro: -El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasÛ, en la dicha cueva son falsas, y parte verisÌmiles; y que esto es lo que sabe, y no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere saber m·s, que el viernes venidero responder· a todo lo que se le preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendr· hasta el viernes, como dicho tiene. -øNo lo decÌa yo -dijo Sancho-, que no se me podÌa asentar que todo lo que vuesa merced, seÒor mÌo, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni aun la mitad? -Los sucesos lo dir·n, Sancho -respondiÛ don Quijote-; que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque estÈ escondida en los senos de la tierra. Y, por hora, baste esto, y v·monos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mÌ tengo que debe de tener alguna novedad. -øCÛmo alguna? -respondiÛ maese Pedro-: sesenta mil encierra en sÌ este mi retablo; dÌgole a vuesa merced, mi seÒor don Quijote, que es una de las cosas m·s de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis; y manos a labor, que se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y que mostrar. ObedeciÈronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le hacÌan vistoso y resplandeciente. En llegando, se metiÛ maese Pedro dentro dÈl, que era el que habÌa de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir de intÈrprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenÌa una varilla en la mano, con que seÒalaba las figuras que salÌan. Puestos, pues, todos cuantos habÌa en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el trujam·n comenzÛ a decir lo que oir· y ver· el que le oyere o viere el capÌtulo siguiente. CapÌtulo XXVI. Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas en verdad harto buenas Callaron todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillerÌa, cuyo rumor pasÛ en tiempo breve, y luego alzÛ la voz el muchacho, y dijo: -Esta verdadera historia que aquÌ a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corÛnicas francesas y de los romances espaÒoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata de la libertad que dio el seÒor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en EspaÒa, en poder de moros, en la ciudad de SansueÒa, que asÌ se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allÌ cÛmo est· jugando a las tablas don Gaiferos, seg˙n aquello que se canta: Jugando est· a las tablas don Gaiferos, que ya de Melisendra est· olvidado. Y aquel personaje que allÌ asoma, con corona en la cabeza y ceptro en las manos, es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohÌno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reÒir; y adviertan con la vehemencia y ahÌnco que le riÒe, que no parece sino que le quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y, despuÈs de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corrÌa su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo: "Harto os he dicho: miradlo". Miren vuestras mercedes tambiÈn cÛmo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cÛlera, lejos de sÌ el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Rold·n, su primo, pide prestada su espada Durindana, y cÛmo don Rold·n no se la quiere prestar, ofreciÈndole su compaÒÌa en la difÌcil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que Èl solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el m·s hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allÌ parece, que se presupone que es una de las torres del alc·zar de Zaragoza, que ahora llaman la AljaferÌa; y aquella dama que en aquel balcÛn parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allÌ muchas veces se ponÌa a mirar el camino de Francia, y, puesta la imaginaciÛn en ParÌs y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren tambiÈn un nuevo caso que ahora sucede, quiz· no visto jam·s. øNo veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cÛmo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpi·rselos con la blanca manga de su camisa, y cÛmo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren tambiÈn cÛmo aquel grave moro que est· en aquellos corredores es el rey Marsilio de SansueÒa; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandÛ luego prender, y que le den docientos azotes, llev·ndole por las calles acostumbradas de la ciudad, con chilladores delante y envaramiento detr·s; y veis aquÌ donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecuciÛn la culpa; porque entre moros no hay "traslado a la parte", ni "a prueba y estÈse", como entre nosotros. -NiÒo, niÒo -dijo con voz alta a esta sazÛn don Quijote-, seguid vuestra historia lÌnea recta, y no os met·is en las curvas o transversales; que, para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas. TambiÈn dijo maese Pedro desde dentro: -Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese seÒor te manda, que ser· lo m·s acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles. -Yo lo harÈ asÌ -respondiÛ el muchacho; y prosiguiÛ, diciendo-: Esta figura que aquÌ parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y m·s sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo, creyendo que es alg˙n pasajero, con quien pasÛ todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen: Caballero, si a Francia ides, por Gaiferos preguntad; las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver cÛmo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y m·s ahora que veemos se descuelga del balcÛn, para ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas, °ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del faldellÌn de uno de los hierros del balcÛn, y est· pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cÛmo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se rasgar· o no el rico faldellÌn, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la seÒora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerÌas. Veis tambiÈn cÛmo los relinchos del caballo dan seÒales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su seÒor y en su seÒora. Veis cÛmo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de ParÌs la vÌa. °Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! °LleguÈis a salvamento a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! °Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los dÌas, que los de NÈstor sean, que os quedan de la vida! AquÌ alzÛ otra vez la voz maese Pedro, y dijo: -Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectaciÛn es mala. No respondiÛ nada el intÈrprete; antes, prosiguiÛ, diciendo: -No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandÛ luego tocar al arma; y miren con quÈ priesa, que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan. -°Eso no! -dijo a esta sazÛn don Quijote-: en esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un gÈnero de dulzainas que parecen nuestras chirimÌas; y esto de sonar campanas en SansueÒa sin duda que es un gran disparate. Lo cual oÌdo por maese Pedro, cesÛ el tocar y dijo: -No mire vuesa merced en niÒerÌas, seÒor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo que no se le halle. øNo se representan por ahÌ, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicÌsimamente su carrera, y se escuchan no sÛlo con aplauso, sino con admiraciÛn y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que, como yo llene mi talego, si quiere represente m·s impropiedades que tiene ·tomos el sol. -AsÌ es la verdad -replicÛ don Quijote. Y el muchacho dijo: -Miren cu·nta y cu·n lucida caballerÌa sale de la ciudad en siguimiento de los dos catÛlicos amantes, cu·ntas trompetas que suenan, cu·ntas dulzainas que tocan y cu·ntos atabales y atambores que retumban. TÈmome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que serÌa un horrendo espet·culo. Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, pareciÛle ser bien dar ayuda a los que huÌan; y, levant·ndose en pie, en voz alta, dijo: -No consentirÈ yo en mis dÌas y en mi presencia se le haga supercherÌa a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. °Deteneos, mal nacida canalla; no le sig·is ni persig·is; si no, conmigo sois en la batalla! Y, diciendo y haciendo, desenvainÛ la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y, con acelerada y nunca vista furia, comenzÛ a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a Èste, destrozando a aquÈl, y, entre otros muchos, tirÛ un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con m·s facilidad que si fuera hecha de masa de mazap·n. Daba voces maese Pedro, diciendo: -DetÈngase vuesa merced, seÒor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. °Mire, pecador de mÌ, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda! Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la cabeza en dos partes. AlborotÛse el senado de los oyentes, huyÛse el mono por los tejados de la ventana, temiÛ el primo, acobardÛse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandÌsimo, porque, como Èl jurÛ despuÈs de pasada la borrasca, jam·s habÌa visto a su seÒor con tan desatinada cÛlera. Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegÛse un poco don Quijote y dijo: -Quisiera yo tener aquÌ delante en este punto todos aquellos que no creen, ni quieren creer, de cu·nto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquÌ presente, quÈ fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que Èsta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho alg˙n desaguisado. En resoluciÛn, °viva la andante caballerÌa sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra! -°Vivan en hora buena -dijo a esta sazÛn con voz enfermiza maese Pedro-, y muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo: Ayer fui seÒor de EspaÒa... y hoy no tengo una almena que pueda decir que es mÌa! No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi seÒor de reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada deste seÒor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace otras obras caritativas; y en mÌ solo ha venido a faltar su intenciÛn generosa, que sean benditos y alabados los cielos, all· donde tienen m·s levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura habÌa de ser aquel que habÌa de desfigurar las mÌas. EnterneciÛse Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y dÌjole: -No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazÛn; porque te hago saber que es mi seÒor don Quijote tan catÛlico y escrupuloso cristiano, que si Èl cae en la cuenta de que te ha hecho alg˙n agravio, te lo sabr· y te lo querr· pagar y satisfacer con muchas ventajas. -Con que me pagase el seÒor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha deshecho, quedarÌa contento, y su merced asegurarÌa su conciencia, porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueÒo y no lo restituye. -AsÌ es -dijo don Quijote-, pero hasta ahora yo no sÈ que tenga nada vuestro, maese Pedro. -øCÛmo no? -respondiÛ maese Pedro-; y estas reliquias que est·n por este duro y estÈril suelo, øquiÈn las esparciÛ y aniquilÛ, sino la fuerza invencible dese poderoso brazo?, y øc˙yos eran sus cuerpos sino mÌos?, y øcon quiÈn me sustentaba yo sino con ellos? -Ahora acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas veces he creÌdo: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, seÒores que me oÌs, que a mÌ me pareciÛ todo lo que aquÌ ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno: por eso se me alterÛ la cÛlera, y, por cumplir con mi profesiÛn de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huÌan, y con este buen propÛsito hice lo que habÈis visto; si me ha salido al revÈs, no es culpa mÌa, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pag·rselo luego, en buena y corriente moneda castellana. InclinÛsele maese Pedro, diciÈndole: -No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote de la Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y menesterosos vagamundos; y aquÌ el seÒor ventero y el gran Sancho ser·n medianeros y apreciadores, entre vuesa merced y mÌ, de lo que valen o podÌan valer las ya deshechas figuras. El ventero y Sancho dijeron que asÌ lo harÌan, y luego maese Pedro alzÛ del suelo, con la cabeza menos, al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo: -Ya se vee cu·n imposible es volver a este rey a su ser primero; y asÌ, me parece, salvo mejor juicio, que se me dÈ por su muerte, fin y acabamiento cuatro reales y medio. -°Adelante! -dijo don Quijote. -Pues por esta abertura de arriba abajo -prosiguiÛ maese Pedro, tomando en las manos al partido emperador Carlomagno-, no serÌa mucho que pidiese yo cinco reales y un cuartillo. -No es poco -dijo Sancho. -Ni mucho -replicÛ el ventero-; mÈdiese la partida y seÒ·lensele cinco reales. -DÈnsele todos cinco y cuartillo -dijo don Quijote-, que no est· en un cuartillo m·s a menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto maese Pedro, que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de hambre. -Por esta figura -dijo maese Pedro- que est· sin narices y un ojo menos, que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales y doce maravedÌs. -Aun ahÌ serÌa el diablo -dijo don Quijote-, si ya no estuviese Melisendra con su esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en que iban, a mÌ me pareciÛ que antes volaba que corrÌa; y asÌ, no hay para quÈ venderme a mÌ el gato por liebre, present·ndome aquÌ a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holg·ndose en Francia con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, seÒor maese Pedro, y caminemos todos con pie llano y con intenciÛn sana. Y prosiga. Maese Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvÌa a su primer tema, no quiso que se le escapase; y asÌ, le dijo: -…sta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servÌan; y asÌ, con sesenta maravedÌs que me den por ella quedarÈ contento y bien pagado. Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que despuÈs los moderaron los dos jueces ·rbitros, con satisfaciÛn de las partes, que llegaron a cuarenta reales y tres cuartillos; y, adem·s desto, que luego lo desembolsÛ Sancho, pidiÛ maese Pedro dos reales por el trabajo de tomar el mono. -D·selos, Sancho -dijo don Quijote-, no para tomar el mono, sino la mona; y docientos diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que la seÒora doÒa Melisendra y el seÒor don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos. -Ninguno nos lo podr· decir mejor que mi mono -dijo maese Pedro-, pero no habr· diablo que ahora le tome; aunque imagino que el cariÒo y la hambre le han de forzar a que me busque esta noche, y amanecer· Dios y verÈmonos. En resoluciÛn, la borrasca del retablo se acabÛ y todos cenaron en paz y en buena compaÒÌa, a costa de don Quijote, que era liberal en todo estremo. Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya despuÈs de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de reales. Maese Pedro no quiso volver a entrar en m·s dimes ni diretes con don Quijote, a quien Èl conocÌa muy bien, y asÌ, madrugÛ antes que el sol, y, cogiendo las reliquias de su retablo y a su mono, se fue tambiÈn a buscar sus aventuras. El ventero, que no conocÌa a don Quijote, tan admirado le tenÌan sus locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagÛ muy bien, por orden de su seÒor, y, despidiÈndose dÈl, casi a las ocho del dÌa dejaron la venta y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que asÌ conviene para dar lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaraciÛn desta famosa historia. CapÌtulo XXVII. Donde se da cuenta quiÈnes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabÛ como Èl quisiera y como lo tenÌa pensado Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capÌtulo: ''Juro como catÛlico cristiano...''; a lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como catÛlico cristiano, siendo Èl moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, asÌ como el catÛlico cristiano cuando jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, asÌ Èl la decÌa, como si jurara como cristiano catÛlico, en lo que querÌa escribir de don Quijote, especialmente en decir quiÈn era maese Pedro, y quiÈn el mono adivino que traÌa admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas. Dice, pues, que bien se acordar·, el que hubiere leÌdo la primera parte desta historia, de aquel GinÈs de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que despuÈs le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este GinÈs de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtÛ a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cÛmo ni el cu·ndo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en quÈ entender a muchos, que atribuÌan a poca memoria del autor la falta de emprenta. Pero, en resoluciÛn, GinÈs le hurtÛ, estando sobre Èl durmiendo Sancho Panza, usando de la traza y modo que usÛ Brunelo cuando, estando Sacripante sobre Albraca, le sacÛ el caballo de entre las piernas, y despuÈs le cobrÛ Sancho, como se ha contado. Este GinÈs, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerÌas y delitos, que fueron tantos y tales, que Èl mismo compuso un gran volumen cont·ndolos, determinÛ pasarse al reino de AragÛn y cubrirse el ojo izquierdo, acomod·ndose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabÌa hacer por estremo. SucediÛ, pues, que de unos cristianos ya libres que venÌan de BerberÌa comprÛ aquel mono, a quien enseÒÛ que, en haciÈndole cierta seÒal, se le subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oÌdo. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar m·s cercano, o de quien Èl mejor podÌa, quÈ cosas particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a quÈ personas; y, llev·ndolas bien en la memoria, lo primero que hacÌa era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero todas alegres y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra, proponÌa las habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maÒa. Por la respuesta de cada pregunta pedÌa dos reales, y de algunas hacÌa barato, seg˙n tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien Èl sabÌa los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada por no pagarle, Èl hacÌa la seÒa al mono, y luego decÌa que le habÌa dicho tal y tal cosa, que venÌa de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crÈdito inefable, y and·banse todos tras Èl. Otras veces, como era tan discreto, respondÌa de manera que las respuestas venÌan bien con las preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cÛmo adevinaba su mono, a todos hacÌa monas, y llenaba sus esqueros. AsÌ como entrÛ en la venta, conociÛ a don Quijote y a Sancho, por cuyo conocimiento le fue f·cil poner en admiraciÛn a don Quijote y a Sancho Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiÈrale de costar caro si don Quijote bajara un poco m·s la mano cuando cortÛ la cabeza al rey Marsilio y destruyÛ toda su caballerÌa, como queda dicho en el antecedente capÌtulo. Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono. Y, volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, despuÈs de haber salido de la venta, determinÛ de ver primero las riberas del rÌo Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo para todo el mucho que faltaba desde allÌ a las justas. Con esta intenciÛn siguiÛ su camino, por el cual anduvo dos dÌas sin acontecerle cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una loma, oyÛ un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al principio pensÛ que alg˙n tercio de soldados pasaba por aquella parte, y por verlos picÛ a Rocinante y subiÛ la loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie della, a su parecer, m·s de docientos hombres armados de diferentes suertes de armas, como si dijÈsemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas rodelas. BajÛ del recuesto y acercÛse al escuadrÛn, tanto, que distintamente vio las banderas, juzgÛ de las colores y notÛ las empresas que en ellas traÌan, especialmente una que en un estandarte o jirÛn de raso blanco venÌa, en el cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeÒo sardesco, la cabeza levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si estuviera rebuznando; alrededor dÈl estaban escritos de letras grandes estos dos versos: No rebuznaron en balde el uno y el otro alcalde. Por esta insignia sacÛ don Quijote que aquella gente debÌa de ser del pueblo del rebuzno, y asÌ se lo dijo a Sancho, declar·ndole lo que en el estandarte venÌa escrito. DÌjole tambiÈn que el que les habÌa dado noticia de aquel caso se habÌa errado en decir que dos regidores habÌan sido los que rebuznaron; pero que, seg˙n los versos del estandarte, no habÌan sido sino alcaldes. A lo que respondiÛ Sancho Panza: -SeÒor, en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y asÌ, se pueden llamar con entrambos tÌtulos; cuanto m·s, que no hace al caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a pique est· de rebuznar un alcalde como un regidor. Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salÌa a pelear con otro que le corrÌa m·s de lo justo y de lo que se debÌa a la buena vecindad. Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrÛn le recogieron en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando la visera, con gentil brÌo y continente, llegÛ hasta el estandarte del asno, y allÌ se le pusieron alrededor todos los m·s principales del ejÈrcito, por verle, admirados con la admiraciÛn acostumbrada en que caÌan todos aquellos que la vez primera le miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y, rompiendo el suyo, alzÛ la voz y dijo: -Buenos seÒores, cuan encarecidamente puedo, os suplico que no interrump·is un razonamiento que quiero haceros, hasta que ve·is que os disgusta y enfada; que si esto sucede, con la m·s mÌnima seÒal que me hag·is pondrÈ un sello en mi boca y echarÈ una mordaza a mi lengua. Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le escucharÌan. Don Quijote, con esta licencia, prosiguiÛ diciendo: Yo, seÒores mÌos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesiÛn la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos. DÌas ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y, habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo, seg˙n las leyes del duelo, que est·is engaÒados en teneros por afrentados, porque ning˙n particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es ret·ndole de traidor por junto, porque no sabe en particular quiÈn cometiÛ la traiciÛn por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego OrdÛÒez de Lara, que retÛ a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que solo Vellido Dolfos habÌa cometido la traiciÛn de matar a su rey; y asÌ, retÛ a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el seÒor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasÛ muy adelante de los lÌmites del reto, porque no tenÌa para quÈ retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allÌ se declaran; pero, °vaya!, pues cuando la cÛlera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues, esto asÌ, que uno solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, rep˙blica ni pueblo entero, queda en limpio que no hay para quÈ salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque, °bueno serÌa que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahÌ en boca de los muchachos y de gente de poco m·s a menos! °Bueno serÌa, por cierto, que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeÒa que fuese! No, no, ni Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las rep˙blicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe catÛlica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiÈremos aÒadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niÒerÌas y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto m·s, que el tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y m·s de carne que de espÌritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintiÛ, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y asÌ, no nos habÌa de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. AsÌ que, mis seÒores, vuesas mercedes est·n obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse. -El diablo me lleve -dijo a esta sazÛn Sancho entre sÌ- si este mi amo no es tÛlogo; y si no lo es, que lo parece como un g¸evo a otro. TomÛ un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavÌa le prestaban silencio, quiso pasar adelante en su pl·tica, como pasara ni no se pusiere en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenÌa, tomÛ la mano por Èl, diciendo: -Mi seÒor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamÛ el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latÌn y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uÒa; y asÌ, no hay m·s que hacer sino dejarse llevar por lo que Èl dijere, y sobre mÌ si lo erraren; cuanto m·s, que ello se est· dicho que es necedad correrse por sÛlo oÌr un rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y propiedad que, en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradÌsimos; y, aunque por esta habilidad era invidiado de m·s de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites. Y, porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen, que esta ciencia es como la del nadar: que, una vez aprendida, nunca se olvida. Y luego, puesta la mano en las narices, comenzÛ a rebuznar tan reciamente, que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto a Èl, creyendo que hacÌa burla dellos, alzÛ un varapalo que en la mano tenÌa, y diole tal golpe con Èl, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho, arremetiÛ al que le habÌa dado, con la lanza sobre mano, pero fueron tantos los que se pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes, viendo que llovÌa sobre Èl un nublado de piedras, y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces, volviÛ las riendas a Rocinante, y a todo lo que su galope pudo, se saliÛ de entre ellos, encomend·ndose de todo corazÛn a Dios, que de aquel peligro le librase, temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le saliese al pecho; y a cada punto recogÌa el aliento, por ver si le faltaba. Pero los del escuadrÛn se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sÌ, y le dejaron ir tras su amo, no porque Èl tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguiÛ las huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues, don Quijote buen trecho, volviÛ la cabeza y vio que Sancho venÌa, y atendiÛle, viendo que ninguno le seguÌa. Los del escuadrÛn se estuvieron allÌ hasta la noche, y, por no haber salido a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo. CapÌtulo XXVIII. De cosas que dice Benengeli que las sabr· quien le leyere, si las lee con atenciÛn Cuando el valiente huye, la supercherÌa est· descubierta, y es de varones prudentes guardarse para mejor ocasiÛn. Esta verdad se verificÛ en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrÛn, puso pies en polvorosa, y, sin acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartÛ tanto cuanto le pareciÛ que bastaba para estar seguro. SeguÌale Sancho, atravesado en su jumento, como queda referido. LlegÛ, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al llegar, se dejÛ caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo molido y todo apaleado. ApeÛse don Quijote para catarle las feridas; pero, como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cÛlera le dijo: -°Tan en hora mala supistes vos rebuznar, Sancho! Y ødÛnde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A m˙sica de rebuznos, øquÈ contrapunto se habÌa de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje. -No estoy para responder -respondiÛ Sancho-, porque me parece que hablo por las espaldas. Subamos y apartÈmonos de aquÌ, que yo pondrÈ silencio en mis rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y dejan a sus buenos escuderos molidos como alheÒa, o como cibera, en poder de sus enemigos. -No huye el que se retira -respondiÛ don Quijote-, porque has de saber, Sancho, que la valentÌa que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazaÒas del temerario m·s se atribuyen a la buena fortuna que a su ·nimo. Y asÌ, yo confieso que me he retirado, pero no huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para tiempos mejores, y desto est·n las historias llenas, las cuales, por no serte a ti de provecho ni a mÌ de gusto, no te las refiero ahora. En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subiÛ en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua de allÌ se parecÌa. De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundÌsimos y unos gemidos dolorosos; y, pregunt·ndole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondiÛ que, desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro, le dolÌa de manera que le sacaba de sentido. -La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que, como era el palo con que te dieron largo y tendido, te cogiÛ todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si m·s te cogiera, m·s te doliera. -°Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha declarado por lindos tÈrminos! °Cuerpo de mÌ! øTan encubierta estaba la causa de mi dolor que ha sido menester decirme que me duele todo todo aquello que alcanzÛ el palo? Si me dolieran los tobillos, a˙n pudiera ser que se anduviera adivinando el porquÈ me dolÌan, pero dolerme lo que me molieron no es mucho adivinar. A la fe, seÒor nuestro amo, el mal ajeno de pelo cuelga, y cada dÌa voy descubriendo tierra de lo poco que puedo esperar de la compaÒÌa que con vuestra merced tengo; porque si esta vez me ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de marras y a otras muchacherÌas, que si ahora me han salido a las espaldas, despuÈs me saldr·n a los ojos. Harto mejor harÌa yo, sino que soy un b·rbaro, y no harÈ nada que bueno sea en toda mi vida; harto mejor harÌa yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues, °tomadme el dormir! Contad, hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiÈredes m·s, tomad otros tantos, que en vuestra mano est· escudillar, y tendeos a todo vuestro buen talante; que quemado vea yo y hecho polvos al primero que dio puntada en la andante caballerÌa, o, a lo menos, al primero que quiso ser escudero de tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes pasados. De los presentes no digo nada, que, por ser vuestra merced uno dellos, los tengo respeto, y porque sÈ que sabe vuesa merced un punto m·s que el diablo en cuanto habla y en cuanto piensa. -HarÌa yo una buena apuesta con vos, Sancho -dijo don Quijote-: que ahora que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en todo vuestro cuerpo. Hablad, hijo mÌo, todo aquello que os viniere al pensamiento y a la boca; que, a trueco de que a vos no os duela nada, tendrÈ yo por gusto el enfado que me dan vuestras impertinencias. Y si tanto dese·is volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita Dios que yo os lo impida; dineros tenÈis mÌos: mirad cu·nto ha que esta tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podÈis y debÈis ganar cada mes, y pagaos de vuestra mano. -Cuando yo servÌa -respondiÛ Sancho- a TomÈ Carrasco, el padre del bachiller SansÛn Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados ganaba cada mes, amÈn de la comida; con vuestra merced no sÈ lo que puedo ganar, puesto que sÈ que tiene m·s trabajo el escudero del caballero andante que el que sirve a un labrador; que, en resoluciÛn, los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de dÌa, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido despuÈs que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saquÈ de las ollas de Camacho, y lo que comÌ y bebÌ y dormÌ en casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustent·ndome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos. -Confieso -dijo don Quijote- que todo lo que dices, Sancho, sea verdad. øCu·nto parece que os debo dar m·s de lo que os daba TomÈ Carrasco? -A mi parecer -dijo Sancho-, con dos reales m·s que vuestra merced aÒadiese cada mes me tendrÌa por bien pagado. Esto es cuanto al salario de mi trabajo; pero, en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra merced me tiene hecha de darme el gobierno de una Ìnsula, serÌa justo que se me aÒadiesen otros seis reales, que por todos serÌan treinta. -Est· muy bien -replicÛ don Quijote-; y, conforme al salario que vos os habÈis seÒalado, 23 dÌas ha que salimos de nuestro pueblo: contad, Sancho, rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagaos, como os tengo dicho, de vuestra mano. -°Oh, cuerpo de mÌ! -dijo Sancho-, que va vuestra merced muy errado en esta cuenta, porque en lo de la promesa de la Ìnsula se ha de contar desde el dÌa que vuestra merced me la prometiÛ hasta la presente hora en que estamos. -Pues, øquÈ tanto ha, Sancho, que os la prometÌ? -dijo don Quijote. -Si yo mal no me acuerdo -respondiÛ Sancho-, debe de haber m·s de veinte aÒos, tres dÌas m·s a menos. Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzÛ a reÌr muy de gana, y dijo: -Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, y ødices, Sancho, que ha veinte aÒos que te prometÌ la Ìnsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios el dinero que tienes mÌo; y si esto es asÌ, y t˙ gustas dello, desde aquÌ te lo doy, y buen provecho te haga; que, a trueco de verme sin tan mal escudero, holgarÈme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballerÌa, ødÛnde has visto t˙, o leÌdo, que ning˙n escudero de caballero andante se haya puesto con su seÒor en tanto m·s cu·nto me habÈis de dar cada mes porque os sirva? …ntrate, Èntrate, malandrÌn, follÛn y vestiglo, que todo lo pareces; Èntrate, digo, por el mare magnum de sus historias, y si hallares que alg˙n escudero haya dicho, ni pensado, lo que aquÌ has dicho, quiero que me le claves en la frente, y, por aÒadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro, al rucio, y vuÈlvete a tu casa, porque un solo paso desde aquÌ no has de pasar m·s adelante conmigo. °Oh pan mal conocido! °Oh promesas mal colocadas! °Oh hombre que tiene m·s de bestia que de persona! øAhora, cuando yo pensaba ponerte en estado, y tal, que a pesar de tu mujer te llamaran seÒorÌa, te despides? øAhora te vas, cuando yo venÌa con intenciÛn firme y valedera de hacerte seÒor de la mejor Ìnsula del mundo? En fin, como t˙ has dicho otras veces, no es la miel... etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida; que para mÌ tengo que antes llegar· ella a su ˙ltimo tÈrmino que t˙ caigas y des en la cuenta de que eres bestia. Miraba Sancho a don Quijote de en hito en hito, en tanto que los tales vituperios le decÌa, y compungiÛse de manera que le vinieron las l·grimas a los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo: -SeÒor mÌo, yo confieso que para ser del todo asno no me falta m·s de la cola; si vuestra merced quiere ponÈrmela, yo la darÈ por bien puesta, y le servirÈ como jumento todos los dÌas que me quedan de mi vida. Vuestra merced me perdone y se duela de mi mocedad, y advierta que sÈ poco, y que si hablo mucho, m·s procede de enfermedad que de malicia; mas, quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda. -Maravill·rame yo, Sancho, si no mezclaras alg˙n refrancico en tu coloquio. Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes, y con que no te muestres de aquÌ adelante tan amigo de tu interÈs, sino que procures ensanchar el corazÛn, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas, que, aunque se tarda, no se imposibilita. Sancho respondiÛ que sÌ harÌa, aunque sacase fuerzas de flaqueza. Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodÛ al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales ·rboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasÛ la noche penosamente, porque el varapalo se hacÌa m·s sentir con el sereno. Don Quijote la pasÛ en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los ojos al sueÒo, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas del famoso Ebro, donde les sucediÛ lo que se contar· en el capÌtulo venidero. CapÌtulo XXIX. De la famosa aventura del barco encantado Por sus pasos contados y por contar, dos dÌas despuÈs que salieron de la alameda, llegaron don Quijote y Sancho al rÌo Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contemplÛ y mirÛ en Èl la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus lÌquidos cristales, cuya alegre vista renovÛ en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que habÌa visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le habÌa dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, Èl se atenÌa m·s a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revÈs de Sancho, que todas las tenÌa por la mesma mentira. Yendo, pues, desta manera, se le ofreciÛ a la vista un pequeÒo barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de un ·rbol que en la ribera estaba. MirÛ don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego, sin m·s ni m·s, se apeÛ de Rocinante y mandÛ a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un ·lamo o sauce que allÌ estaba. PreguntÛle Sancho la causa de aquel s˙bito apeamiento y de aquel ligamiento. RespondiÛ don Quijote: -Has de saber, Sancho, que este barco que aquÌ est·, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me est· llamando y convidando a que entre en Èl, y vaya en Èl a dar socorro a alg˙n caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque Èste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando alg˙n caballero est· puesto en alg˙n trabajo, que no puede ser librado dÈl sino por la mano de otro caballero, puesto que estÈn distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun m·s, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; asÌ que, °oh Sancho!, este barco est· puesto aquÌ para el mesmo efecto; y esto es tan verdad como es ahora de dÌa; y antes que Èste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guÌe, que no dejarÈ de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos. -Pues asÌ es -respondiÛ Sancho-, y vuestra merced quiere dar a cada paso en estos que no sÈ si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar la cabeza, atendiendo al refr·n "haz lo que tu amo te manda, y siÈntate con Èl a la mesa"; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo de mi conciencia, quiero advertir a vuestra merced que a mÌ me parece que este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste rÌo, porque en Èl se pescan las mejores sabogas del mundo. Esto decÌa, mientras ataba las bestias, Sancho, dej·ndolas a la proteciÛn y amparo de los encantadores, con harto dolor de su ·nima. Don Quijote le dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los llevarÌa a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendrÌa cuenta de sustentarlos. -No entiendo eso de logicuos -dijo Sancho-, ni he oÌdo tal vocablo en todos los dÌas de mi vida. -Longincuos -respondiÛ don Quijote- quiere decir apartados; y no es maravilla que no lo entiendas, que no est·s t˙ obligado a saber latÌn, como algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran. -Ya est·n atados -replicÛ Sancho-. øQuÈ hemos de hacer ahora? -øQuÈ? -respondiÛ don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero decir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco est· atado. Y, dando un salto en Èl, siguiÈndole Sancho, cortÛ el cordel, y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos varas dentro del rÌo, comenzÛ a temblar, temiendo su perdiciÛn; pero ninguna cosa le dio m·s pena que el oÌr roznar al rucio y el ver que Rocinante pugnaba por desatarse, y dÌjole a su seÒor: -El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. °Oh carÌsimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaÒo, nos vuelva a vuestra presencia! Y, en esto, comenzÛ a llorar tan amargamente que don Quijote, mohÌno y colÈrico, le dijo: -øDe quÈ temes, cobarde criatura? øDe quÈ lloras, corazÛn de mantequillas? øQuiÈn te persigue, o quiÈn te acosa, ·nimo de ratÛn casero, o quÈ te falta, menesteroso en la mitad de las entraÒas de la abundancia? øPor dicha vas caminando a pie y descalzo por las montaÒas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable rÌo, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquÌ un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera las que hemos caminado; aunque, o yo sÈ poco, o ya hemos pasado, o pasaremos presto, por la lÌnea equinocial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia. -Y cuando lleguemos a esa leÒa que vuestra merced dice -preguntÛ Sancho-, øcu·nto habremos caminado? -Mucho -replicÛ don Quijote-, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo, del agua y de la tierra, seg˙n el cÛmputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmÛgrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la lÌnea que he dicho. -Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la aÒadidura de meÛn, o meo, o no sÈ cÛmo. RiÛse don Quijote de la interpretaciÛn que Sancho habÌa dado al nombre y al cÛmputo y cuenta del cosmÛgrafo Ptolomeo, y dÌjole: -Sabr·s, Sancho, que los espaÒoles y los que se embarcan en C·diz para ir a las Indias Orientales, una de las seÒales que tienen para entender que han pasado la lÌnea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el navÌo se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallar·n, si le pesan a oro; y asÌ, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda; y si no, pasado habemos. -Yo no creo nada deso -respondiÛ Sancho-, pero, con todo, harÈ lo que vuesa merced me manda, aunque no sÈ para quÈ hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde est·n las alemaÒas dos varas, porque allÌ est·n Rocinante y el rucio en el propio lugar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga. -Haz, Sancho, la averiguaciÛn que te he dicho, y no te cures de otra, que t˙ no sabes quÈ cosa sean coluros, lÌneas, paralelos, zodÌacos, clÌticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o parte dellas, vieras claramente quÈ de paralelos hemos cortado, quÈ de signos visto y quÈ de im·gines hemos dejado atr·s y vamos dejando ahora. Y tÛrnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mÌ tengo que est·s m·s limpio que un pliego de papel liso y blanco. TentÛse Sancho, y, llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzÛ la cabeza y mirÛ a su amo, y dijo: -O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas leguas. -Pues øquÈ? -preguntÛ don Quijote-, øhas topado algo? -°Y aun algos! -respondiÛ Sancho. Y, sacudiÈndose los dedos, se lavÛ toda la mano en el rÌo, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni alg˙n encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave. En esto, descubrieron unas grandes aceÒas que en la mitad del rÌo estaban; y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho: -øVees? AllÌ, °oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar alg˙n caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquÌ traÌdo. -øQuÈ diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, seÒor? -dijo Sancho-. øNo echa de ver que aquÈllas son aceÒas que est·n en el rÌo, donde se muele el trigo? -Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que, aunque parecen aceÒas, no lo son; y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos. No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostrÛ la experiencia en la transformaciÛn de Dulcinea, ˙nico refugio de mis esperanzas. En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del rÌo, comenzÛ a caminar no tan lentamente como hasta allÌ. Los molineros de las aceÒas, que vieron venir aquel barco por el rÌo, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas a detenerle, y, como salÌan enharinados, y cubiertos los rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces grandes, diciendo: -°Demonios de hombres! øDÛnde vais? øVenÌs desesperados? øQuÈ querÈis, ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas? -øNo te dije yo, Sancho -dijo a esta sazÛn don Quijote-, que habÌamos llegado donde he de mostrar a dÛ llega el valor de mi brazo? Mira quÈ de malandrines y follones me salen al encuentro, mira cu·ntos vestiglos se me oponen, mira cu·ntas feas cataduras nos hacen cocos... Pues °ahora lo verÈis, bellacos! Y, puesto en pie en el barco, con grandes voces comenzÛ a amenazar a los molineros, diciÈndoles: -Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrÌo a la persona que en esa vuestra fortaleza o prisiÛn tenÈis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro nombre, a quien est· reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura. Y, diciendo esto, echÛ mano a su espada y comenzÛ a esgrimirla en el aire contra los molineros; los cuales, oyendo y no entendiendo aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas. P˙sose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase de tan manifiesto peligro, como lo hizo, por la industria y presteza de los molineros, que, oponiÈndose con sus palos al barco, le detuvieron, pero no de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con don Quijote y con Sancho al travÈs en el agua; pero vÌnole bien a don Quijote, que sabÌa nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevÛ al fondo dos veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua y los sacaron como en peso a entrambos, allÌ habÌa sido Troya para los dos. Puestos, pues, en tierra, m·s mojados que muertos de sed, Sancho, puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidiÛ a Dios con una larga y devota plegaria le librase de allÌ adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su seÒor. Llegaron en esto los pescadores dueÒos del barco, a quien habÌan hecho pedazos las ruedas de las aceÒas; y, viÈndole roto, acometieron a desnudar a Sancho, y a pedir a don Quijote se lo pagase; el cual, con gran sosiego, como si no hubiera pasado nada por Èl, dijo a los molineros y pescadores que Èl pagarÌa el barco de bonÌsima gana, con condiciÛn que le diesen libre y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban oprimidas. -øQuÈ personas o quÈ castillo dice -respondiÛ uno de los molineros-, hombre sin juicio? øQuiÈreste llevar por ventura las que vienen a moler trigo a estas aceÒas? -°Basta! -dijo entre sÌ don Quijote-. AquÌ ser· predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparÛ el barco, y el otro dio conmigo al travÈs. Dios lo remedie, que todo este mundo es m·quinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo m·s. Y, alzando la voz, prosiguiÛ diciendo, y mirando a las aceÒas: -Amigos, cualesquiera que se·is, que en esa prisiÛn qued·is encerrados, perdonadme; que, por mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de vuestra cuita. Para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta aventura. En diciendo esto, se concertÛ con los pescadores, y pagÛ por el barco cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo: -A dos barcadas como Èstas, daremos con todo el caudal al fondo. Los pescadores y molineros estaban admirados, mirando aquellas dos figuras tan fuera del uso, al parecer, de los otros hombres, y no acababan de entender a dÛ se encaminaban las razones y preguntas que don Quijote les decÌa; y, teniÈndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceÒas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias, don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco. CapÌtulo XXX. De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora Asaz melancÛlicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciÈndole que todo lo que dÈl se quitaba era quit·rselo a Èl de las niÒas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron a caballo y se apartaron del famoso rÌo, don Quijote sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecÌa que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las m·s, eran disparates, y buscaba ocasiÛn de que, sin entrar en cuentas ni en despedimientos con su seÒor, un dÌa se desgarrase y se fuese a su casa. Pero la fortuna ordenÛ las cosas muy al revÈs de lo que Èl temÌa. SucediÛ, pues, que otro dÌa, al poner del sol y al salir de una selva, tendiÛ don Quijote la vista por un verde prado, y en lo ˙ltimo dÈl vio gente, y, lleg·ndose cerca, conociÛ que eran cazadores de altanerÌa. LlegÛse m·s, y entre ellos vio una gallarda seÒora sobre un palafrÈn o hacanea blanquÌsima, adornada de guarniciones verdes y con un sillÛn de plata. VenÌa la seÒora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente que la misma bizarrÌa venÌa transformada en ella. En la mano izquierda traÌa un azor, seÒal que dio a entender a don Quijote ser aquÈlla alguna gran seÒora, que debÌa serlo de todos aquellos cazadores, como era la verdad; y asÌ, dijo a Sancho: -Corre, hijo Sancho, y di a aquella seÒora del palafrÈn y del azor que yo, el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su grandeza me da licencia, se las irÈ a besar, y a servirla en cuanto mis fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cÛmo hablas, y ten cuenta de no encajar alg˙n refr·n de los tuyos en tu embajada. -°Hallado os le habÈis el encajador! -respondiÛ Sancho-. °A mÌ con eso! °SÌ, que no es Èsta la vez primera que he llevado embajadas a altas y crecidas seÒoras en esta vida! -Si no fue la que llevaste a la seÒora Dulcinea -replicÛ don Quijote-, yo no sÈ que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder. -AsÌ es verdad -respondiÛ Sancho-, pero al buen pagador no le duelen prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mÌ no hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me alcanza un poco. -Yo lo creo, Sancho -dijo don Quijote-; ve en buena hora, y Dios te guÌe. PartiÛ Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegÛ donde la bella cazadora estaba, y, ape·ndose, puesto ante ella de hinojos, le dijo: -Hermosa seÒora, aquel caballero que allÌ se parece, llamado el Caballero de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se llamaba el de la Triste Figura, envÌa por mÌ a decir a vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que, con su propÛsito y benepl·cito y consentimiento, Èl venga a poner en obra su deseo, que no es otro, seg˙n Èl dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanerÌa y fermosura; que en d·rsela vuestra seÒorÌa har· cosa que redunde en su pro, y Èl recibir· seÒaladÌsima merced y contento. -Por cierto, buen escudero -respondiÛ la seÒora-, vos habÈis dado la embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el de la Triste Figura, de quien ya tenemos ac· mucha noticia, no es justo que estÈ de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro seÒor que venga mucho en hora buena a servirse de mÌ y del duque mi marido, en una casa de placer que aquÌ tenemos. LevantÛse Sancho admirado, asÌ de la hermosura de la buena seÒora como de su mucha crianza y cortesÌa, y m·s de lo que le habÌa dicho que tenÌa noticia de su seÒor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le habÌa llamado el de los Leones, debÌa de ser por habÈrsele puesto tan nuevamente. PreguntÛle la duquesa, cuyo tÌtulo a˙n no se sabe: -Decidme, hermano escudero: este vuestro seÒor, øno es uno de quien anda impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por seÒora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso? -El mesmo es, seÒora -respondiÛ Sancho-; y aquel escudero suyo que anda, o debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la estampa. -De todo eso me huelgo yo mucho -dijo la duquesa-. Id, hermano Panza, y decid a vuestro seÒor que Èl sea el bien llegado y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que m·s contento me diera. Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandÌsimo gusto volviÛ a su amo, a quien contÛ todo lo que la gran seÒora le habÌa dicho, levantando con sus r˙sticos tÈrminos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire y cortesÌa. Don Quijote se gallardeÛ en la silla, p˙sose bien en los estribos, acomodÛse la visera, arremetiÛ a Rocinante, y con gentil denuedo fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su marido, le contÛ, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya; y los dos, por haber leÌdo la primera parte desta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandÌsimo gusto y con deseo de conocerle le atendÌan, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con Èl en cuanto les dijese, trat·ndole como a caballero andante los dÌas que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerÌas, que ellos habÌan leÌdo, y aun les eran muy aficionados. En esto, llegÛ don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse, acudiÛ Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al apearse del rucio, se le asiÛ un pie en una soga del albarda, de tal modo que no fue posible desenredarle, antes quedÛ colgado dÈl, con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenÌa en costumbre apearse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho habÌa llegado a tenÈrsele, descargÛ de golpe el cuerpo, y llevÛse tras sÌ la silla de Rocinante, que debÌa de estar mal cinchado, y la silla y Èl vinieron al suelo, no sin verg¸enza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echÛ al desdichado de Sancho, que a˙n todavÌa tenÌa el pie en la corma. El duque mandÛ a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero, los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caÌda, y, renqueando y como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos seÒores; pero el duque no lo consintiÛ en ninguna manera, antes, ape·ndose de su caballo, fue a abrazar a don Quijote, diciÈndole: -A mÌ me pesa, seÒor Caballero de la Triste Figura, que la primera que vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos. -El que yo he tenido en veros, valeroso prÌncipe -respondiÛ don Quijote-, es imposible ser malo, aunque mi caÌda no parara hasta el profundo de los abismos, pues de allÌ me levantara y me sacara la gloria de haberos visto. Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias que ata y cincha una silla para que estÈ firme; pero, comoquiera que yo me halle, caÌdo o levantado, a pie o a caballo, siempre estarÈ al servicio vuestro y al de mi seÒora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna seÒora de la hermosura y universal princesa de la cortesÌa. -°Pasito, mi seÒor don Quijote de la Mancha! -dijo el duque-, que adonde est· mi seÒora doÒa Dulcinea del Toboso no es razÛn que se alaben otras fermosuras. Ya estaba a esta sazÛn libre Sancho Panza del lazo, y, hall·ndose allÌ cerca, antes que su amo respondiese, dijo: -No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi seÒora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oÌdo decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso tambiÈn puede hacer dos, y tres y ciento; dÌgolo porque mi seÒora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama la seÒora Dulcinea del Toboso. VolviÛse don Quijote a la duquesa y dijo: -Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero m·s hablador ni m·s gracioso del que yo tengo, y Èl me sacar· verdadero si algunos dÌas quisiere vuestra gran celsitud servirse de mÌ. A lo que respondiÛ la duquesa: -De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es seÒal que es discreto; que las gracias y los donaires, seÒor don Quijote, como vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen Sancho es gracioso y donairoso, desde aquÌ le confirmo por discreto. -Y hablador -aÒadiÛ don Quijote. -Tanto que mejor -dijo el duque-, porque muchas gracias no se pueden decir con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el gran Caballero de la Triste Figura... -De los Leones ha de decir vuestra alteza -dijo Sancho-, que ya no hay Triste Figura, ni figuro. -Sea el de los Leones -prosiguiÛ el duque-. Digo que venga el seÒor Caballero de los Leones a un castillo mÌo que est· aquÌ cerca, donde se le har· el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a Èl llegan. Ya en esto, Sancho habÌa aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y, subiendo en Èl don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la duquesa en medio y encaminaron al castillo. MandÛ la duquesa a Sancho que fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oÌr sus discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y entretejiÛse entre los tres, y hizo cuarto en la conversaciÛn, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado. CapÌtulo XXXI. Que trata de muchas y grandes cosas Suma era la alegrÌa que llevaba consigo Sancho, viÈndose, a su parecer, en privanza con la duquesa, porque se le figuraba que habÌa de hallar en su castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre aficionado a la buena vida; y asÌ, tomaba la ocasiÛn por la melena en esto del regalarse cada y cuando que se le ofrecÌa. Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo llegasen, se adelantÛ el duque y dio orden a todos sus criados del modo que habÌan de tratar a don Quijote; el cual, como llegÛ con la duquesa a las puertas del castillo, al instante salieron dÈl dos lacayos o palafreneros, vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finÌsimo raso carmesÌ, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oÌdo ni visto, le dijeron: -Vaya la vuestra grandeza a apear a mi seÒora la duquesa. Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el caso; pero, en efecto, venciÛ la porfÌa de la duquesa, y no quiso decender o bajar del palafrÈn sino en los brazos del duque, diciendo que no se hallaba digna de dar a tan gran caballero tan in˙til carga. En fin, saliÛ el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de finÌsima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del patio de criados y criadas de aquellos seÒores, diciendo a grandes voces: -°Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes! Y todos, o los m·s, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquÈl fue el primer dÌa que de todo en todo conociÛ y creyÛ ser caballero andante verdadero, y no fant·stico, viÈndose tratar del mesmo modo que Èl habÌa leÌdo se trataban los tales caballeros en los pasados siglos. Sancho, desamparando al rucio, se cosiÛ con la duquesa y se entrÛ en el castillo; y, remordiÈndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se llegÛ a una reverenda dueÒa, que con otras a recebir a la duquesa habÌa salido, y con voz baja le dijo: -SeÒora Gonz·lez, o como es su gracia de vuesa merced... -DoÒa RodrÌguez de Grijalba me llamo -respondiÛ la dueÒa-. øQuÈ es lo que mand·is, hermano? A lo que respondiÛ Sancho: -QuerrÌa que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo, donde hallar· un asno rucio mÌo; vuesa merced sea servida de mandarle poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco medroso, y no se hallar· a estar solo en ninguna de las maneras. -Si tan discreto es el amo como el mozo -respondiÛ la dueÒa-, °medradas estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien ac· os trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueÒas desta casa no estamos acostumbradas a semejantes haciendas. -Pues en verdad -respondiÛ Sancho- que he oÌdo yo decir a mi seÒor, que es zahorÌ de las historias, contando aquella de Lanzarote, cuando de BretaÒa vino, que damas curaban dÈl, y dueÒas del su rocino; y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocÌn del seÒor Lanzarote. -Hermano, si sois juglar -replicÛ la dueÒa-, guardad vuestras gracias para donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podrÈis llevar sino una higa. -°Aun bien -respondiÛ Sancho- que ser· bien madura, pues no perder· vuesa merced la quÌnola de sus aÒos por punto menos! -Hijo de puta -dijo la dueÒa, toda ya encendida en cÛlera-, si soy vieja o no, a Dios darÈ la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos. Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyÛ la duquesa; y, volviendo y viendo a la dueÒa tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntÛ con quiÈn las habÌa. -AquÌ las he -respondiÛ la dueÒa- con este buen hombre, que me ha pedido encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que est· a la puerta del castillo, trayÈndome por ejemplo que asÌ lo hicieron no sÈ dÛnde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueÒas a su rocino, y, sobre todo, por buen tÈrmino me ha llamado vieja. -Eso tuviera yo por afrenta -respondiÛ la duquesa-, m·s que cuantas pudieran decirme. Y, hablando con Sancho, le dijo: -Advertid, Sancho amigo, que doÒa RodrÌguez es muy moza, y que aquellas tocas m·s las trae por autoridad y por la usanza que por los aÒos. -Malos sean los que me quedan por vivir -respondiÛ Sancho-, si lo dije por tanto; sÛlo lo dije porque es tan grande el cariÒo que tengo a mi jumento, que me pareciÛ que no podÌa encomendarle a persona m·s caritativa que a la seÒora doÒa RodrÌguez. Don Quijote, que todo lo oÌa, le dijo: -øPl·ticas son Èstas, Sancho, para este lugar? -SeÒor -respondiÛ Sancho-, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera que estuviere; aquÌ se me acordÛ del rucio, y aquÌ hablÈ dÈl; y si en la caballeriza se me acordara, allÌ hablara. A lo que dijo el duque: -Sancho est· muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se le dar· recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratar· como a su mesma persona. Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquÌsimas de oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habÌan de hacer, y de cÛmo habÌan de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese que le trataban como caballero andante. QuedÛ don Quijote, despuÈs de desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubÛn de camuza, seco, alto, tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra; figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servÌan con disimular la risa -que fue una de las precisas Ûrdenes que sus seÒores les habÌan dado-, reventaran riendo. PidiÈronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintiÛ, diciendo que la honestidad parecÌa tan bien en los caballeros andantes como la valentÌa. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerr·ndose con Èl en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudÛ y vistiÛ la camisa; y, viÈndose solo con Sancho, le dijo: -Dime, truh·n moderno y majadero antiguo: øparÈcete bien deshonrar y afrentar a una dueÒa tan veneranda y tan digna de respeto como aquÈlla? øTiempos eran aquÈllos para acordarte del rucio, o seÒores son Èstos para dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueÒos? Por quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto m·s es tenido el seÒor cuanto tiene m·s honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas mayores que llevan los prÌncipes a los dem·s hombres es que se sirven de criados tan buenos como ellos. øNo adviertes, angustiado de ti, y malaventurado de mÌ, que si veen que t˙ eres un grosero villano, o un mentecato gracioso, pensar·n que yo soy alg˙n echacuervos, o alg˙n caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer puntapiÈ cae y da en truh·n desgraciado. Enfrena la lengua, considera y rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda. Sancho le prometiÛ con muchas veras de coserse la boca, o morderse la lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propÛsito y bien considerada, como Èl se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que nunca por Èl se descubrirÌa quiÈn ellos eran. VistiÛse don Quijote, p˙sose su tahalÌ con su espada, echÛse el mantÛn de escarlata a cuestas, p˙sose una montera de raso verde que las doncellas le dieron, y con este adorno saliÛ a la gran sala, adonde hallÛ a las doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y ceremonias. Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya los seÒores le aguardaban. CogiÈronle en medio, y, lleno de pompa y majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la sala a recebirle, y con ellos un grave eclesi·stico, destos que gobiernan las casas de los prÌncipes; destos que, como no nacen prÌncipes, no aciertan a enseÒar cÛmo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ·nimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables; destos tales, digo que debÌa de ser el grave religioso que con los duques saliÛ a recebir a don Quijote. HiciÈronse mil corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se fueron a sentar a la mesa. ConvidÛ el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque Èl lo rehusÛ, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar. El eclesi·stico se sentÛ frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados. A todo estaba presente Sancho, embobado y atÛnito de ver la honra que a su seÒor aquellos prÌncipes le hacÌan; y, viendo las muchas ceremonias y ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la cabecera de la mesa, dijo: -Si sus mercedes me dan licencia, les contarÈ un cuento que pasÛ en mi pueblo acerca desto de los asientos. Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote temblÛ, creyendo sin duda alguna que habÌa de decir alguna necedad. MirÛle Sancho y entendiÛle, y dijo: -No tema vuesa merced, seÒor mÌo, que yo me desmande, ni que diga cosa que no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal. -Yo no me acuerdo de nada, Sancho -respondiÛ don Quijote-; di lo que quisieres, como lo digas presto. -Pues lo que quiero decir -dijo Sancho- es tan verdad, que mi seÒor don Quijote, que est· presente, no me dejar· mentir. -Por mÌ -replicÛ don Quijote-, miente t˙, Sancho, cuanto quisieres, que yo no te irÈ a la mano, pero mira lo que vas a decir. -Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo est· el que repica, como se ver· por la obra. -Bien ser· -dijo don Quijote- que vuestras grandezas manden echar de aquÌ a este tonto, que dir· mil patochadas. -Por vida del duque -dijo la duquesa-, que no se ha de apartar de mÌ Sancho un punto: quiÈrole yo mucho, porque sÈ que es muy discreto. -Discretos dÌas -dijo Sancho- viva vuestra santidad por el buen crÈdito que de mÌ tiene, aunque en mÌ no lo haya. Y el cuento que quiero decir es Èste: ´ConvidÛ un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venÌa de los ¡lamos de Medina del Campo, que casÛ con doÒa MencÌa de QuiÒones, que fue hija de don Alonso de MaraÒÛn, caballero del h·bito de Santiago, que se ahogÛ en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia aÒos ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi seÒor don Quijote se hallÛ en ella, de donde saliÛ herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herrero...ª øNo es verdad todo esto, seÒor nuestro amo? DÌgalo, por su vida, porque estos seÒores no me tengan por alg˙n hablador mentiroso. -Hasta ahora -dijo el eclesi·stico-, m·s os tengo por hablador que por mentiroso, pero de aquÌ adelante no sÈ por lo que os tendrÈ. -T˙ das tantos testigos, Sancho, y tantas seÒas, que no puedo dejar de decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque llevas camino de no acabar en dos dÌas. -No ha de acortar tal -dijo la duquesa-, por hacerme a mÌ placer; antes, le ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis dÌas; que si tantos fuesen, serÌan para mÌ los mejores que hubiese llevado en mi vida. -´Digo, pues, seÒores mÌos -prosiguiÛ Sancho-, que este tal hidalgo, que yo conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de ballesta, convidÛ un labrador pobre, pero honrado.ª -Adelante, hermano -dijo a esta sazÛn el religioso-, que camino llev·is de no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo. -A menos de la mitad pararÈ, si Dios fuere servido -respondiÛ Sancho-. ´Y asÌ, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo convidador, que buen poso haya su ·nima, que ya es muerto, y por m·s seÒas dicen que hizo una muerte de un ·ngel, que yo no me hallÈ presente, que habÌa ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...ª -Por vida vuestra, hijo, que volv·is presto de Tembleque, y que, sin enterrar al hidalgo, si no querÈis hacer m·s exequias, acabÈis vuestro cuento. -´Es, pues, el caso -replicÛ Sancho- que, estando los dos para asentarse a la mesa, que parece que ahora los veo m·s que nunca...ª Gran gusto recebÌan los duques del disgusto que mostraba tomar el buen religioso de la dilaciÛn y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don Quijote se estaba consumiendo en cÛlera y en rabia. -´Digo, asÌ -dijo Sancho-, que, estando, como he dicho, los dos para sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba tambiÈn que el labrador la tomase, porque en su casa se habÌa de hacer lo que Èl mandase; pero el labrador, que presumÌa de cortÈs y bien criado, jam·s quiso, hasta que el hidalgo, mohÌno, poniÈndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciÈndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me siente ser· vuestra cabecera''.ª Y Èste es el cuento, y en verdad que creo que no ha sido aquÌ traÌdo fuera de propÛsito. P˙sose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le parecÌan; los seÒores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de pl·tica y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntÛ la duquesa a don Quijote que quÈ nuevas tenÌa de la seÒora Dulcinea, y que si le habÌa enviado aquellos dÌas algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no podÌa dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondiÛ: -SeÒora mÌa, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendr·n fin. Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero øadÛnde la habÌan de hallar, si est· encantada y vuelta en la m·s fea labradora que imaginar se puede? -No sÈ -dijo Sancho Panza-, a mÌ me parece la m·s hermosa criatura del mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sÈ yo que no dar· ella la ventaja a un volteador; a buena fe, seÒora duquesa, asÌ salta desde el suelo sobre una borrica como si fuera un gato. -øHabÈisla visto vos encantada, Sancho? -preguntÛ el duque. -Y °cÛmo si la he visto! -respondiÛ Sancho-. Pues, øquiÈn diablos sino yo fue el primero que cayÛ en el achaque del encantorio? °Tan encantada est· como mi padre! El eclesi·stico, que oyÛ decir de gigantes, de follones y de encantos, cayÛ en la cuenta de que aquÈl debÌa de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leÌa el duque de ordinario, y Èl se lo habÌa reprehendido muchas veces, diciÈndole que era disparate leer tales disparates; y, enter·ndose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cÛlera, hablando con el duque, le dijo: -Vuestra Excelencia, seÒor mÌo, tiene que dar cuenta a Nuestro SeÒor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, d·ndole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades. Y, volviendo la pl·tica a don Quijote, le dijo: -Y a vos, alma de c·ntaro, øquiÈn os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencÈis gigantes y prendÈis malandrines? Andad en hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenÈis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reÌr a cuantos os conocen y no conocen. øEn dÛnde, nora tal, habÈis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? øDÛnde hay gigantes en EspaÒa, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan? Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varÛn, y, viendo que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y alborotado rostro, se puso en pie y dijo... Pero esta respuesta capÌtulo por sÌ merece. CapÌtulo XXXII. De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo: -El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las manos de mi justo enojo; y, asÌ por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entrarÈ con la mÌa en igual batalla con vuesa merced, de quien se debÌa esperar antes buenos consejos que infames vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme reprehendido en p˙blico y tan ·speramente ha pasado todos los lÌmites de la buena reprehensiÛn, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que se reprehende, llamar al pecador, sin m·s ni m·s, mentecato y tonto. Si no, dÌgame vuesa merced: øpor cu·l de las mentecaterÌas que en mÌ ha visto me condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo? øNo hay m·s sino a troche moche entrarse por las casas ajenas a gobernar sus dueÒos, y, habiÈndose criado algunos en la estrecheza de alg˙n pupilaje, sin haber visto m·s mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, meterse de rondÛn a dar leyes a la caballerÌa y a juzgar de los caballeros andantes? øPor ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dÈl, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magnÌficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviÈralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballerÌa, no se me da un ardite: caballero soy y caballero he de morir si place al AltÌsimo. Unos van por el ancho campo de la ambiciÛn soberbia; otros, por el de la adulaciÛn servil y baja; otros, por el de la hipocresÌa engaÒosa, y algunos, por el de la verdadera religiÛn; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballerÌa andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no m·s de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siÈndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platÛnicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, dÌganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes. -°Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga m·s vuestra merced, seÒor y amo mÌo, en su abono, porque no hay m·s que decir, ni m·s que pensar, ni m·s que perseverar en el mundo. Y m·s, que, negando este seÒor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay, caballeros andantes, øquÈ mucho que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho? -øPor ventura -dijo el eclesi·stico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una Ìnsula? -SÌ soy -respondiÛ Sancho-; y soy quien la merece tan bien como otro cualquiera; soy quien "j˙ntate a los buenos y ser·s uno dellos", y soy yo de aquellos "no con quien naces, sino con quien paces", y de los "quien a buen ·rbol se arrima, buena sombra le cobija". Yo me he arrimado a buen seÒor, y ha muchos meses que ando en su compaÒÌa, y he de ser otro como Èl, Dios queriendo; y viva Èl y viva yo: que ni a Èl le faltar·n imperios que mandar ni a mÌ Ìnsulas que gobernar. -No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazÛn el duque-, que yo, en nombre del seÒor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de nones, de no pequeÒa calidad. -HÌncate de rodillas, Sancho -dijo don Quijote-, y besa los pies a Su Excelencia por la merced que te ha hecho. HÌzolo asÌ Sancho; lo cual visto por el eclesi·stico, se levantÛ de la mesa, mohÌno adem·s, diciendo: -Por el h·bito que tengo, que estoy por decir que es tan sandio Vuestra Excelencia como estos pecadores. °Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras! QuÈdese Vuestra Excelencia con ellos; que, en tanto que estuvieren en casa, me estarÈ yo en la mÌa, y me escusarÈ de reprehender lo que no puedo remediar. Y, sin decir m·s ni comer m·s, se fue, sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cÛlera le habÌa causado. AcabÛ de reÌr y dijo a don Quijote: -Vuesa merced, seÒor Caballero de los Leones, ha respondido por sÌ tan altamente que no le queda cosa por satisfacer deste que, aunque parece agravio, no lo es en ninguna manera; porque, asÌ como no agravian las mujeres, no agravian los eclesi·sticos, como vuesa merced mejor sabe. -AsÌ es -respondiÛ don Quijote-, y la causa es que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niÒos y los eclesi·sticos, como no pueden defenderse, aunque sean ofendidos, no pueden ser afrentados; porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia, como mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta viene de parte de quien la puede hacer, y la hace y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: est· uno en la calle descuidado, llegan diez con mano armada, y, d·ndole de palos, pone mano a la espada y hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir con su intenciÛn, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no afrentado. Y lo mesmo confirmar· otro ejemplo: est· uno vuelto de espaldas, llega otro y dale de palos, y en d·ndoselos huye y no espera, y el otro le sigue y no alcanza; este que recibiÛ los palos, recibiÛ agravio, mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos, aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada y se estuviera quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado agraviado y afrentado juntamente: agraviado, porque le dieron a traiciÛn; afrentado, porque el que le dio sustentÛ lo que habÌa hecho, sin volver las espaldas y a pie quedo. Y asÌ, seg˙n las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado; porque los niÒos no sienten, ni las mujeres, ni pueden huir, ni tienen para quÈ esperar, y lo mesmo los constituidos en la sacra religiÛn, porque estos tres gÈneros de gente carecen de armas ofensivas y defensivas; y asÌ, aunque naturalmente estÈn obligados a defenderse, no lo est·n para ofender a nadie. Y, aunque poco ha dije que yo podÌa estar agraviado, agora digo que no, en ninguna manera, porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las cuales razones yo no debo sentir, ni siento, las que aquel buen hombre me ha dicho; sÛlo quisiera que esperara alg˙n poco, para darle a entender en el error en que est· en pensar y decir que no ha habido, ni los hay, caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera AmadÌs, o uno de los infinitos de su linaje, yo sÈ que no le fuera bien a su merced. -Eso juro yo bien -dijo Sancho-: cuchillada le hubieran dado que le abrieran de arriba abajo como una granada, o como a un melÛn muy maduro. °Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi santiguada, que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalb·n hubiera oÌdo estas razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado que no hablara m·s en tres aÒos. °No, sino tom·rase con ellos y viera cÛmo escapaba de sus manos! PerecÌa de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opiniÛn le tenÌa por m·s gracioso y por m·s loco que a su amo; y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente, don Quijote se sosegÛ, y la comida se acabÛ, y, en levantando los manteles, llegaron cuatro doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil, asimismo de plata, y la otra con dos blanquÌsimas y riquÌsimas toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos -que sin duda eran blancas- una redonda pella de jabÛn napolitano. LlegÛ la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajÛ la fuente debajo de la barba de don Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debÌa ser usanza de aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y asÌ tendiÛ la suya todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzÛ a llover el aguamanil, y la doncella del jabÛn le manoseÛ las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sÛlo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero, tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza. El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en quÈ habÌa de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingiÛ que se le habÌa acabado el agua, y mandÛ a la del aguamanil fuese por ella, que el seÒor don Quijote esperarÌa. HÌzolo asÌ, y quedÛ don Quijote con la m·s estraÒa figura y m·s para hacer reÌr que se pudiera imaginar. Mir·banle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veÌan con media vara de cuello, m·s que medianamente moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabÛn, fue gran maravilla y mucha discreciÛn poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenÌan los ojos bajos, sin osar mirar a sus seÒores; a ellos les retozaba la cÛlera y la risa en el cuerpo, y no sabÌan a quÈ acudir: o a castigar el atrevimiento de las muchachas, o darles premio por el gusto que recibÌan de ver a don Quijote de aquella suerte. Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a don Quijote, y luego la que traÌa las toallas le limpiÛ y le enjugÛ muy reposadamente; y, haciÈndole todas cuatro a la par una grande y profunda inclinaciÛn y reverencia, se querÌan ir; pero el duque, porque don Quijote no cayese en la burla, llamÛ a la doncella de la fuente, diciÈndole: -Venid y lavadme a mÌ, y mirad que no se os acabe el agua. La muchacha, aguda y diligente, llegÛ y puso la fuente al duque como a don Quijote, y, d·ndose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y, dej·ndole enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. DespuÈs se supo que habÌa jurado el duque que si a Èl no le lavaran como a don Quijote, habÌa de castigar su desenvoltura, lo cual habÌan enmendado discretamente con haberle a Èl jabonado. Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sÌ: -°V·lame Dios! øSi ser· tambiÈn usanza en esta tierra lavar las barbas a los escuderos como a los caballeros? Porque, en Dios y en mi ·nima que lo he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendrÌa a m·s beneficio. -øQuÈ decÌs entre vos, Sancho? -preguntÛ la duquesa. -Digo, seÒora -respondiÛ Èl-, que en las cortes de los otros prÌncipes siempre he oÌdo decir que en levantando los manteles dan agua a las manos, pero no lejÌa a las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho, por ver mucho; aunque tambiÈn dicen que el que larga vida vive mucho mal ha de pasar, puesto que pasar por un lavatorio de Èstos antes es gusto que trabajo. -No teng·is pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo harÈ que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester. -Con las barbas me contento -respondiÛ Sancho-, por ahora a lo menos, que andando el tiempo, Dios dijo lo que ser·. -Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo que el buen Sancho pide, y cumplidle su voluntad al pie de la letra. El maestresala respondiÛ que en todo serÌa servido el seÒor Sancho, y con esto se fue a comer, y llevÛ consigo a Sancho, qued·ndose a la mesa los duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballerÌa. La duquesa rogÛ a don Quijote que le delinease y describiese, pues parecÌa tener felice memoria, la hermosura y facciones de la seÒora Dulcinea del Toboso; que, seg˙n lo que la fama pregonaba de su belleza, tenÌa por entendido que debÌa de ser la m·s bella criatura del orbe, y aun de toda la Mancha. SospirÛ don Quijote, oyendo lo que la duquesa le mandaba, y dijo: -Si yo pudiera sacar mi corazÛn y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquÌ, sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en Èl toda retratada; pero, øpara quÈ es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los mÌos, empresa en quien se debÌan ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en m·rmoles y en bronces, y la retÛrica ciceroniana y demostina para alabarla? -øQuÈ quiere decir demostina, seÒor don Quijote -preguntÛ la duquesa-, que es vocablo que no le he oÌdo en todos los dÌas de mi vida? -RetÛrica demostina -respondiÛ don Quijote- es lo mismo que decir retÛrica de DemÛstenes, como ciceroniana, de CicerÛn, que fueron los dos mayores retÛricos del mundo. -AsÌ es -dijo el duque-, y habÈis andado deslumbrada en la tal pregunta. Pero, con todo eso, nos darÌa gran gusto el seÒor don Quijote si nos la pintase; que a buen seguro que, aunque sea en rasguÒo y bosquejo, que ella salga tal, que la tengan invidia las m·s hermosas. -SÌ hiciera, por cierto -respondiÛ don Quijote-, si no me la hubiera borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucediÛ, que es tal, que m·s estoy para llorarla que para describirla; porque habr·n de saber vuestras grandezas que, yendo los dÌas pasados a besarle las manos, y a recebir su bendiciÛn, benepl·cito y licencia para esta tercera salida, hallÈ otra de la que buscaba: hallÈla encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ·ngel en diablo, de olorosa en pestÌfera, de bien hablada en r˙stica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago. -°V·lame Dios! -dando una gran voz, dijo a este instante el duque-. øQuiÈn ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? øQuiÈn ha quitado dÈl la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenÌa y la honestidad que le acreditaba? -øQuiÈn? -respondiÛ don Quijote-. øQuiÈn puede ser sino alg˙n maligno encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazaÒas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me han encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me persiguir·n hasta dar conmigo y con mis altas caballerÌas en el profundo abismo del olvido; y en aquella parte me daÒan y hieren donde veen que m·s lo siento, porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el ·rbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause. -No hay m·s que decir -dijo la duquesa-; pero si, con todo eso, hemos de dar crÈdito a la historia que del seÒor don Quijote de pocos dÌas a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la seÒora Dulcinea, y que esta tal seÒora no es en el mundo, sino que es dama fant·stica, que vuesa merced la engendrÛ y pariÛ en su entendimiento, y la pintÛ con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso. -En eso hay mucho que decir -respondiÛ don Quijote-. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fant·stica o no es fant·stica; y Èstas no son de las cosas cuya averiguaciÛn se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendrÈ ni parÌ a mi seÒora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sÌ las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortÈs, cortÈs por bien criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con m·s grados de perfeciÛn que en las hermosas humildemente nacidas. -AsÌ es -dijo el duque-; pero hame de dar licencia el seÒor don Quijote para que diga lo que me fuerza a decir la historia que de sus hazaÒas he leÌdo, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay Dulcinea, en el Toboso o fuera dÈl, y que sea hermosa en el sumo grado que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las Orianas, con las Alastrajareas, con las Mad·simas, ni con otras deste jaez, de quien est·n llenas las historias que vuesa merced bien sabe. -A eso puedo decir -respondiÛ don Quijote- que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en m·s se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado; cuanto m·s, que Dulcinea tiene un jirÛn que la puede llevar a ser reina de corona y ceptro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sÌ encerradas mayores venturas. -Digo, seÒor don Quijote -dijo la duquesa-, que en todo cuanto vuestra merced dice va con pie de plomo, y, como suele decirse, con la sonda en la mano; y que yo desde aquÌ adelante creerÈ y harÈ creer a todos los de mi casa, y aun al duque mi seÒor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy dÌa, y es hermosa, y principalmente nacida y merecedora que un tal caballero como es el seÒor don Quijote la sirva; que es lo m·s que puedo ni sÈ encarecer. Pero no puedo dejar de formar un escr˙pulo, y tener alg˙n no sÈ quÈ de ojeriza contra Sancho Panza: el escr˙pulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza hallÛ a la tal seÒora Dulcinea, cuando de parte de vuestra merced le llevÛ una epÌstola, ahechando un costal de trigo, y, por m·s seÒas, dice que era rubiÛn: cosa que me hace dudar en la alteza de su linaje. A lo que respondiÛ don Quijote: -SeÒora mÌa, sabr· la vuestra grandeza que todas o las m·s cosas que a mÌ me suceden van fuera de los tÈrminos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de alg˙n encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los m·s caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Rold·n, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no podÌa ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto habÌa de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna; y asÌ, cuando Bernardo del Carpio le matÛ en Roncesvalles, viendo que no le podÌa llagar con fierro, le levantÛ del suelo entre los brazos y le ahogÛ, acord·ndose entonces de la muerte que dio HÈrcules a AnteÛn, aquel feroz gigante que decÌan ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo dicho, que podrÌa ser que yo tuviese alguna gracia dÈstas, no del no poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado, que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el mundo no fuera poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas de encantamentos; pero, pues de aquÈl me librÈ, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me empezca; y asÌ, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar de sus malas maÒas, vÈnganse en las cosas que m·s quiero, y quieren quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo; y asÌ, creo que, cuando mi escudero le llevÛ mi embajada, se la convirtieron en villana y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel trigo ni era rubiÛn ni trigo, sino granos de perlas orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes cÛmo, viniendo poco ha por el Toboso, jam·s pude hallar los palacios de Dulcinea; y que otro dÌa, habiÈndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma figura, que es la m·s bella del orbe, a mÌ me pareciÛ una labradora tosca y fea, y no nada bien razonada, siendo la discreciÛn del mundo; y, pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, seg˙n buen discurso, ella es la encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han vengado de mÌ mis enemigos, y por ella vivirÈ yo en perpetuas l·grimas, hasta verla en su prÌstino estado. Todo esto he dicho para que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues a mÌ me la mudaron, no es maravilla que a Èl se la cambiasen. Dulcinea es principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar ser· famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y EspaÒa por la Cava, aunque con mejor tÌtulo y fama. Por otra parte, quiero que entiendan vuestras seÒorÌas que Sancho Panza es uno de los m·s graciosos escuderos que jam·s sirviÛ a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeÒo contento; tiene malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo y crÈelo todo; cuando pienso que se va a despeÒar de tonto, sale con unas discreciones, que le levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocarÌa con otro escudero, aunque me diesen de aÒadidura una ciudad; y asÌ, estoy en duda si ser· bien enviarle al gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en Èl una cierta aptitud para esto de gobernar, que atus·ndole tantico el entendimiento, se saldrÌa con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y m·s, que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahÌ ciento que apenas saber leer, y gobiernan como unos girifaltes; el toque est· en que tengan buena intenciÛn y deseen acertar en todo; que nunca les faltar· quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. AconsejarÌale yo que ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el estÛmago, que saldr·n a su tiempo, para utilidad de Sancho y provecho de la Ìnsula que gobernare. A este punto llegaban de su coloquio el duque, la duquesa y don Quijote, cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el palacio; y a deshora entrÛ Sancho en la sala, todo asustado, con un cernadero por babador, y tras Èl muchos mozos, o, por mejor decir, pÌcaros de cocina y otra gente menuda, y uno venÌa con un artesoncillo de agua, que en la color y poca limpieza mostraba ser de fregar; seguÌale y perseguÌale el de la artesa, y procuraba con toda solicitud ponÈrsela y encaj·rsela debajo de las barbas, y otro pÌcaro mostraba querÈrselas lavar. -øQuÈ es esto, hermanos? -preguntÛ la duquesa-. øQuÈ es esto? øQuÈ querÈis a ese buen hombre? øCÛmo y no consider·is que est· electo gobernador? A lo que respondiÛ el pÌcaro barbero: -No quiere este seÒor dejarse lavar, como es usanza, y como se la lavÛ el duque mi seÒor y el seÒor su amo. -SÌ quiero -respondiÛ Sancho con mucha cÛlera-, pero querrÌa que fuese con toallas m·s limpias, con lejÌa mas clara y con manos no tan sucias; que no hay tanta diferencia de mÌ a mi amo, que a Èl le laven con agua de ·ngeles y a mÌ con lejÌa de diablos. Las usanzas de las tierras y de los palacios de los prÌncipes tanto son buenas cuanto no dan pesadumbre, pero la costumbre del lavatorio que aquÌ se usa peor es que de diciplinantes. Yo estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes refrigerios; y el que se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo de la cabeza, digo, de mi barba, hablando con el debido acatamiento, le darÈ tal puÒada que le deje el puÒo engastado en los cascos; que estas tales ceremonias y jabonaduras m·s parecen burlas que gasajos de huÈspedes. Perecida de risa estaba la duquesa, viendo la cÛlera y oyendo las razones de Sancho, pero no dio mucho gusto a don Quijote verle tan mal adeliÒado con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y asÌ, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les pedÌa licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla: -°Hola, seÒores caballeros! Vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuÈlvanse por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare, que mi escudero es limpio tanto como otro, y esas artesillas son para Èl estrechas y penantes b˙caros. Tomen mi consejo y dÈjenle, porque ni Èl ni yo sabemos de achaque de burlas. CogiÛle la razÛn de la boca Sancho, y prosiguiÛ diciendo: -°No, sino llÈguense a hacer burla del mostrenco, que asÌ lo sufrirÈ como ahora es de noche! Traigan aquÌ un peine, o lo que quisieren, y almoh·cenme estas barbas, y si sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza, que me trasquilen a cruces. A esta sazÛn, sin dejar la risa, dijo la duquesa: -Sancho Panza tiene razÛn en todo cuanto ha dicho, y la tendr· en todo cuanto dijere: Èl es limpio, y, como Èl dice, no tiene necesidad de lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su palma, cuanto m·s, que vosotros, ministros de la limpieza, habÈis andado demasiadamente de remisos y descuidados, y no sÈ si diga atrevidos, a traer a tal personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de aparadores. Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podÈis dejar, como malandrines que sois, de mostrar la ojeriza que tenÈis con los escuderos de los andantes caballeros. Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venÌa con ellos, que la duquesa hablaba de veras; y asÌ, quitaron el cernadero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron y le dejaron; el cual, viÈndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a hincar de rodillas ante la duquesa y dijo: -De grandes seÒoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear verme armado caballero andante, para ocuparme todos los dÌas de mi vida en servir a tan alta seÒora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy, hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna destas cosas puedo servir a vuestra grandeza, menos tardarÈ yo en obedecer que vuestra seÒorÌa en mandar. -Bien parece, Sancho -respondiÛ la duquesa-, que habÈis aprendido a ser cortÈs en la escuela de la misma cortesÌa; bien parece, quiero decir, que os habÈis criado a los pechos del seÒor don Quijote, que debe de ser la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, o cirimonias, como vos decÌs. Bien haya tal seÒor y tal criado: el uno, por norte de la andante caballerÌa; y el otro, por estrella de la escuderil fidelidad. Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfarÈ vuestras cortesÌas con hacer que el duque mi seÒor, lo m·s presto que pudiere, os cumpla la merced prometida del gobierno. Con esto cesÛ la pl·tica, y don Quijote se fue a reposar la siesta, y la duquesa pidiÛ a Sancho que, si no tenÌa mucha gana de dormir, viniese a pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho respondiÛ que, aunque era verdad que tenÌa por costumbre dormir cuatro o cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su bondad, Èl procurarÌa con todas sus fuerzas no dormir aquel dÌa ninguna, y vendrÌa obediente a su mandado, y fuese. El duque dio nuevas Ûrdenes como se tratase a don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del estilo como cuentan que se trataban los antiguos caballeros. CapÌtulo XXXIII. De la sabrosa pl·tica que la duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note Cuenta, pues, la historia, que Sancho no durmiÛ aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la duquesa; la cual, con el gusto que tenÌa de oÌrle, le hizo sentar junto a sÌ en una silla baja, aunque Sancho, de puro bien criado, no querÌa sentarse; pero la duquesa le dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas merecÌa el mismo escaÒo del Cid Ruy DÌaz Campeador. EncogiÛ Sancho los hombros, obedeciÛ y sentÛse, y todas las doncellas y dueÒas de la duquesa la rodearon, atentas, con grandÌsimo silencio, a escuchar lo que dirÌa; pero la duquesa fue la que hablÛ primero, diciendo: -Ahora que estamos solos, y que aquÌ no nos oye nadie, querrÌa yo que el seÒor gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la historia que del gran don Quijote anda ya impresa; una de las cuales dudas es que, pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a la seÒora Dulcinea del Toboso, ni le llevÛ la carta del seÒor don Quijote, porque se quedÛ en el libro de memoria en Sierra Morena, cÛmo se atreviÛ a fingir la respuesta, y aquello de que la hallÛ ahechando trigo, siendo todo burla y mentira, y tan en daÒo de la buena opiniÛn de la sin par Dulcinea, y todas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos. A estas razones, sin responder con alguna, se levantÛ Sancho de la silla, y, con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios, anduvo por toda la sala levantando los doseles; y luego, esto hecho, se volviÛ a sentar y dijo: -Ahora, seÒora mÌa, que he visto que no nos escucha nadie de solapa, fuera de los circunstantes, sin temor ni sobresalto responderÈ a lo que se me ha preguntado, y a todo aquello que se me preguntare; y lo primero que digo es que yo tengo a mi seÒor don Quijote por loco rematado, puesto que algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satan·s no las podrÌa decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente y sin escr˙pulo, a mÌ se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo tengo esto en el magÌn, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habr· seis o ocho dÌas, que a˙n no est· en historia; conviene a saber: lo del encanto de mi seÒora doÒa Dulcinea, que le he dado a entender que est· encantada, no siendo m·s verdad que por los cerros de ⁄beda. RogÛle la duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo contÛ todo del mesmo modo que habÌa pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y, prosiguiendo en su pl·tica, dijo la duquesa: -De lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escr˙pulo en el alma y un cierto susurro llega a mis oÌdos, que me dice: ''Pues don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser Èl m·s loco y tonto que su amo; y, siendo esto asÌ, como lo es, mal contado te ser·, seÒora duquesa, si al tal Sancho Panza le das Ìnsula que gobierne, porque el que no sabe gobernarse a sÌ, øcÛmo sabr· gobernar a otros?'' -Par Dios, seÒora -dijo Sancho-, que ese escr˙pulo viene con parto derecho; pero dÌgale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco que dice verdad: que si yo fuera discreto, dÌas ha que habÌa de haber dejado a mi amo. Pero Èsta fue mi suerte, y Èsta mi malandanza; no puedo m·s, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiÈrole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y asÌ, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadÛn. Y si vuestra altanerÌa no quisiere que se me dÈ el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podrÌa ser que el no d·rmele redundase en pro de mi conciencia; que, maguera tonto, se me entiende aquel refr·n de ''por su mal le nacieron alas a la hormiga''; y aun podrÌa ser que se fuese m·s aÌna Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquÌ como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos, y asaz de desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no hay estÛmago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar, como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a Dios por su proveedor y despensero; y m·s calientan cuatro varas de paÒo de Cuenca que otras cuatro de lÌmiste de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el prÌncipe como el jornalero, y no ocupa m·s pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacrist·n, aunque sea m·s alto el uno que el otro; que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos pese y a buenas noches. Y torno a decir que si vuestra seÒorÌa no me quisiere dar la Ìnsula por tonto, yo sabrÈ no d·rseme nada por discreto; y yo he oÌdo decir que detr·s de la cruz est· el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Wamba para ser rey de EspaÒa, y de entre los brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las trovas de los romances antiguos no mienten. -Y °cÛmo que no mienten! -dijo a esta sazÛn doÒa RodrÌguez la dueÒa, que era una de las escuchantes-: que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allÌ a dos dÌas dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja: Ya me comen, ya me comen por do m·s pecado habÌa; y, seg˙n esto, mucha razÛn tiene este seÒor en decir que quiere m·s ser m·s labrador que rey, si le han de comer sabandijas. No pudo la duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su dueÒa, ni dejÛ de admirarse en oÌr las razones y refranes de Sancho, a quien dijo: -Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo, aunque le cueste la vida. El duque, mi seÒor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y asÌ, cumplir· la palabra de la prometida Ìnsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. EstÈ Sancho de buen ·nimo, que cuando menos lo piense se ver· sentado en la silla de su Ìnsula y en la de su estado, y empuÒar· su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que mire cÛmo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos. -Eso de gobernarlos bien -respondiÛ Sancho- no hay para quÈ encarg·rmelo, porque yo soy caritativo de mÌo y tengo compasiÛn de los pobres; y a quien cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para mi santiguada que no me han de echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sÈ despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musaraÒas ante los ojos, porque sÈ dÛnde me aprieta el zapato: dÌgolo porque los buenos tendr·n conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y parÈceme a mÌ que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podrÌa ser que a quince dÌas de gobernador me comiese las manos tras el oficio y supiese m·s dÈl que de la labor del campo, en que me he criado. -Vos tenÈis razÛn razÛn, Sancho -dijo la duquesa-, que nadie nace enseÒado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero, volviendo a la pl·tica que poco ha trat·bamos del encanto de la seÒora Dulcinea, tengo por cosa cierta y m·s que averiguada que aquella imaginaciÛn que Sancho tuvo de burlar a su seÒor y darle a entender que la labradora era Dulcinea, y que si su seÒor no la conocÌa debÌa de ser por estar encantada, toda fue invenciÛn de alguno de los encantadores que al seÒor don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sÈ de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engaÒador, es el engaÒado; y no hay poner m·s duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el seÒor Sancho Panza que tambiÈn tenemos ac· encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni m·quinas; y crÈame Sancho que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que est· encantada como la madre que la pariÛ; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y entonces saldr· Sancho del engaÒo en que vive. -Bien puede ser todo eso -dijo Sancho Panza-; y agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a la seÒora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y h·bito que yo dije que la habÌa visto cuando la encantÈ por solo mi gusto; y todo debiÛ de ser al revÈs, como vuesa merced, seÒora mÌa, dice, porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco que con tan flaca y magra persuasiÛn como la mÌa creyese una cosa tan fuera de todo tÈrmino. Pero, seÒora, no por esto ser· bien que vuestra bondad me tenga por malÈvolo, pues no est· obligado un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pÈsimos encantadores: yo fingÌ aquello por escaparme de las riÒas de mi seÒor don Quijote, y no con intenciÛn de ofenderle; y si ha salido al revÈs, Dios est· en el cielo, que juzga los corazones. -AsÌ es la verdad -dijo la duquesa-; pero dÌgame agora, Sancho, quÈ es esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustarÌa saberlo. Entonces Sancho Panza le contÛ punto por punto lo que queda dicho acerca de la tal aventura. Oyendo lo cual la duquesa, dijo: -Deste suceso se puede inferir que, pues el gran don Quijote dice que vio allÌ a la mesma labradora que Sancho vio a la salida del Toboso, sin duda es Dulcinea, y que andan por aquÌ los encantadores muy listos y demasiadamente curiosos. -Eso digo yo -dijo Sancho Panza-, que si mi seÒora Dulcinea del Toboso est· encantada, su daÒo; que yo no me tengo de tomar, yo, con los enemigos de mi amo, que deben de ser muchos y malos. Verdad sea que la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve, y por tal labradora la juzguÈ; y si aquÈlla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mÌ, o sobre ello, morena. No, sino ·ndense a cada triquete conmigo a dime y direte, "Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornÛ y Sancho volviÛ", como si Sancho fuese alg˙n quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza, el que anda ya en libros por ese mundo adelante, seg˙n me dijo SansÛn Carrasco, que, por lo menos, es persona bachillerada por Salamanca, y los tales no pueden mentir si no es cuando se les antoja o les viene muy a cuento; asÌ que, no hay para quÈ nadie se tome conmigo, y pues que tengo buena fama, y, seg˙n oÌ decir a mi seÒor, que m·s vale el buen nombre que las muchas riquezas, enc·jenme ese gobierno y ver·n maravillas; que quien ha sido buen escudero ser· buen gobernador. -Todo cuanto aquÌ ha dicho el buen Sancho -dijo la duquesa- son sentencias catonianas, o, por lo menos, sacadas de las mesmas entraÒas del mismo Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor. -En verdad, seÒora -respondiÛ Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia; con sed bien podrÌa ser, porque no tengo nada de hipÛcrita: bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o malcriado; que a un brindis de un amigo, øquÈ corazÛn ha de haber tan de m·rmol que no haga la razÛn? Pero, aunque las calzo, no las ensucio; cuanto m·s, que los escuderos de los caballeros andantes, casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montaÒas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo. -Yo lo creo asÌ -respondiÛ la duquesa-. Y por ahora, v·yase Sancho a reposar, que despuÈs hablaremos m·s largo y daremos orden como vaya presto a encajarse, como Èl dice, aquel gobierno. De nuevo le besÛ las manos Sancho a la duquesa, y le suplicÛ le hiciese merced de que se tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de sus ojos. -øQuÈ rucio es Èste? -preguntÛ la duquesa. -Mi asno -respondiÛ Sancho-, que por no nombrarle con este nombre, le suelo llamar el rucio; y a esta seÒora dueÒa le roguÈ, cuando entrÈ en este castillo, tuviese cuenta con Èl, y azorÛse de manera como si la hubiera dicho que era fea o vieja, debiendo ser m·s propio y natural de las dueÒas pensar jumentos que autorizar las salas. °Oh, v·lame Dios, y cu·n mal estaba con estas seÒoras un hidalgo de mi lugar! -SerÌa alg˙n villano -dijo doÒa RodrÌguez, la dueÒa-, que si Èl fuera hidalgo y bien nacido, Èl las pusiera sobre el cuerno de la luna. -Agora bien -dijo la duquesa-, no haya m·s: calle doÒa RodrÌguez y sosiÈguese el seÒor Panza, y quÈdese a mi cargo el regalo del rucio; que, por ser alhaja de Sancho, le pondrÈ yo sobre las niÒas de mis ojos. -En la caballeriza basta que estÈ -respondiÛ Sancho-, que sobre las niÒas de los ojos de vuestra grandeza ni Èl ni yo somos dignos de estar sÛlo un momento, y asÌ lo consintirÌa yo como darme de puÒaladas; que, aunque dice mi seÒor que en las cortesÌas antes se ha de perder por carta de m·s que de menos, en las jumentiles y asÌ niÒas se ha de ir con el comp·s en la mano y con medido tÈrmino. -LlÈvele -dijo la duquesa- Sancho al gobierno, y all· le podr· regalar como quisiere, y aun jubilarle del trabajo. -No piense vuesa merced, seÒora duquesa, que ha dicho mucho -dijo Sancho-; que yo he visto ir m·s de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el mÌo no serÌa cosa nueva. Las razones de Sancho renovaron en la duquesa la risa y el contento; y, envi·ndole a reposar, ella fue a dar cuenta al duque de lo que con Èl habÌa pasado, y entre los dos dieron traza y orden de hacer una burla a don Quijote que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco, en el cual le hicieron muchas, tan propias y discretas, que son las mejores aventuras que en esta grande historia se contienen. CapÌtulo XXXIV. Que cuenta de la noticia que se tuvo de cÛmo se habÌa de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras m·s famosas deste libro Grande era el gusto que recebÌan el duque y la duquesa de la conversaciÛn de don Quijote y de la de Sancho Panza; y, confirm·ndose en la intenciÛn que tenÌan de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les habÌa contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que m·s la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido Èl mesmo el encantador y el embustero de aquel negocio); y asÌ, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que habÌan de hacer, de allÌ a seis dÌas le llevaron a caza de monterÌa, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado. DiÈronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de finÌsimo paÒo; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro dÌa habÌa de volver al duro ejercicio de las armas y que no podÌa llevar consigo guardarropas ni reposterÌas. Sancho sÌ tomÛ el que le dieron, con intenciÛn de venderle en la primera ocasiÛn que pudiese. Llegado, pues, el esperado dÌa, armÛse don Quijote, vistiÛse Sancho, y, encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metiÛ entre la tropa de los monteros. La duquesa saliÛ bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortÈs y comedido, tomÛ la rienda de su palafrÈn, aunque el duque no querÌa consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altÌsimas montaÒas estaba, donde, tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzÛ la caza con grande estruendo, grita y vocerÌa, de manera que unos a otros no podÌan oÌrse, asÌ por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas. ApeÛse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabÌa que solÌan venir algunos jabalÌes. ApeÛse asimismo el duque y don Quijote, y pusiÈronse a sus lados; Sancho se puso detr·s de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque no le sucediese alg˙n desm·n. Y, apenas habÌan sentado el pie y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venÌa un desmesurado jabalÌ, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viÈndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantÛ a recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. SÛlo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparÛ al rucio y dio a correr cuanto pudo, y, procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando ya a la mitad dÈl, asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajÛ la rama, y, al venir al suelo, se quedÛ en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo. Y, viÈndose asÌ, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciÈndole que si aquel fiero animal allÌ allegaba le podÌa alcanzar, comenzÛ a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahÌnco, que todos los que le oÌan y no le veÌan creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera. Finalmente, el colmilludo jabalÌ quedÛ atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le habÌa conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a Èl, que no le desamparÛ en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban. LlegÛ don Quijote y descolgÛ a Sancho; el cual, viÈndose libre y en el suelo, mirÛ lo desgarrado del sayo de monte, y pesÛle en el alma; que pensÛ que tenÌa en el vestido un mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalÌ poderoso sobre una acÈmila, y, cubriÈndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en seÒal de vitoriosos despojos, a unas grandes tiendas de campaÒa que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo: -Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo. Yo no sÈ quÈ gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida; yo me acuerdo haber oÌdo cantar un romance antiguo que dice: De los osos seas comido, como Favila el nombrado. -…se fue un rey godo -dijo don Quijote-, que, yendo a caza de monterÌa, le comiÛ un oso. -Eso es lo que yo digo -respondiÛ Sancho-: que no querrÌa yo que los prÌncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le habÌa de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno. -Antes os engaÒ·is, Sancho -respondiÛ el duque-, porque el ejercicio de la caza de monte es el m·s conveniente y necesario para los reyes y prÌncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al enemigo; padÈcense en ella frÌos grandÌsimos y calores intolerables; menosc·base el ocio y el sueÒo, corrobÛranse las fuerzas, agilÌtanse los miembros del que la usa, y, en resoluciÛn, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que Èl tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros gÈneros de caza, excepto el de la volaterÌa, que tambiÈn es sÛlo para reyes y grandes seÒores. AsÌ que, °oh Sancho!, mudad de opiniÛn, y, cuando se·is gobernador, ocupaos en la caza y verÈis como os vale un pan por ciento. -Eso no -respondiÛ Sancho-: el buen gobernador, la pierna quebrada y en casa. °Bueno serÌa que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y Èl estuviese en el monte holg·ndose! °AsÌ enhoramala andarÌa el gobierno! MÌa fe, seÒor, la caza y los pasatiempos m·s han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos no dicen con mi condiciÛn ni hacen con mi conciencia. -Plega a Dios, Sancho, que asÌ sea, porque del dicho al hecho hay gran trecho. -Haya lo que hubiere -replicÛ Sancho-, que al buen pagador no le duelen prendas, y m·s vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intenciÛn, sin duda que gobernarÈ mejor que un gerifalte. °No, sino pÛnganme el dedo en la boca y ver·n si aprieto o no! -°Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito -dijo don Quijote-, y cu·ndo ser· el dÌa, como otras muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razÛn corriente y concertada! Vuestras grandezas dejen a este tonto, seÒores mÌos, que les moler· las almas, no sÛlo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traÌdos tan a sazÛn y tan a tiempo cuanto le dÈ Dios a Èl la salud, o a mÌ si los querrÌa escuchar. -Los refranes de Sancho Panza -dijo la duquesa-, puesto que son m·s que los del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad de las sentencias. De mÌ sÈ decir que me dan m·s gusto que otros, aunque sean mejor traÌdos y con m·s sazÛn acomodados. Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas, y presto, se les pasÛ el dÌa y se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazÛn del tiempo pedÌa, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo consigo ayudÛ mucho a la intenciÛn de los duques; y, asÌ como comenzÛ a anochecer, un poco m·s adelante del crep˙sculo, a deshora pareciÛ que todo el bosque por todas cuatro partes se ardÌa, y luego se oyeron por aquÌ y por allÌ, y por ac· y por acull·, infinitas cornetas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballerÌa que por el bosque pasaba. La luz del fuego, el son de los bÈlicos instrumentos, casi cegaron y atronaron los ojos y los oÌdos de los circunstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilÌes, al uso de moros cuando entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores, resonaron pÌfaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin Èl al son confuso de tantos intrumentos. PasmÛse el duque, suspendiÛse la duquesa, admirÛse don Quijote, temblÛ Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores de la causa se espantaron. Con el temor les cogiÛ el silencio, y un postillÛn que en traje de demonio les pasÛ por delante, tocando en voz de corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedÌa. -°Hola, hermano correo! -dijo el duque-, øquiÈn sois, adÛnde vais, y quÈ gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa? A lo que respondiÛ el correo con voz horrÌsona y desenfadada: -Yo soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que por aquÌ viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el gallardo francÈs Montesinos, a dar orden a don Quijote de cÛmo ha de ser desencantada la tal seÒora. -Si vos fuÈrades diablo, como decÌs y como vuestra figura muestra, ya hubiÈrades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le tenÈis delante. -En Dios y en mi conciencia -respondiÛ el Diablo- que no miraba en ello, porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la principal a que venÌa se me olvidaba. -Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe de ser hombre de bien y buen cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mÌ que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente. Luego el Demonio, sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo: -A ti, el Caballero de los Leones (que entre las garras dellos te vea yo), me envÌa el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mand·ndome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la que es menester para desencantarla. Y, por no ser para m·s mi venida, no ha de ser m·s mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ·ngeles buenos con estos seÒores. Y, en diciendo esto, tocÛ el desaforado cuerno, y volviÛ las espaldas y fuese, sin esperar respuesta de ninguno. RenovÛse la admiraciÛn en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querÌan que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le habÌa pasado en la cueva de Montesinos. Y, estando elevado en estos pensamientos, el duque le dijo: -øPiensa vuestra merced esperar, seÒor don Quijote? -Pues øno? -respondiÛ Èl-. AquÌ esperarÈ intrÈpido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno. -Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, asÌ esperarÈ yo aquÌ como en Flandes -dijo Sancho. En esto, se cerrÛ m·s la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por el bosque, bien asÌ como discurren por el cielo las exhalaciones secas de la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. OyÛse asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrÌo ·spero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. AÒadiÛse a toda esta tempestad otra que las aumentÛ todas, que fue que parecÌa verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allÌ sonaba el duro estruendo de espantosa artillerÌa, acull· se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lililÌes agarenos. Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillerÌa, los arcabuces, y, sobre todo, el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su corazÛn para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con Èl desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibiÛ en ellas, y a gran priesa mandÛ que le echasen agua en el rostro. HÌzose asÌ, y Èl volviÛ en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a aquel puesto. Tir·banle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en cada cuerno traÌan atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venÌa hecho un asiento alto, sobre el cual venÌa sentado un venerable viejo, con una barba m·s blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocacÌ, que, por venir el carro lleno de infinitas luces, se podÌa bien divisar y discernir todo lo que en Èl venÌa. Gui·banle dos feos demonios vestidos del mesmo bocacÌ, con tan feos rostros, que Sancho, habiÈndolos visto una vez, cerrÛ los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levantÛ de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie, dando una gran voz, dijo: -Yo soy el sabio Lirgandeo. Y pasÛ el carro adelante, sin hablar m·s palabra. Tras Èste pasÛ otro carro de la misma manera, con otro viejo entronizado; el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro, dijo: -Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la Desconocida. Y pasÛ adelante. Luego, por el mismo continente, llegÛ otro carro; pero el que venÌa sentado en el trono no era viejo como los dem·s, sino hombrÛn robusto y de mala catadura, el cual, al llegar, levant·ndose en pie, como los otros, dijo con voz m·s ronca y m·s endiablada: -Yo soy Arcal·us el encantador, enemigo mortal de AmadÌs de Gaula y de toda su parentela. Y pasÛ adelante. Poco desviados de allÌ hicieron alto estos tres carros, y cesÛ el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyÛ otro, no ruido, sino un son de una suave y concertada m˙sica formado, con que Sancho se alegrÛ, y lo tuvo a buena seÒal; y asÌ, dijo a la duquesa, de quien un punto ni un paso se apartaba: -SeÒora, donde hay m˙sica no puede haber cosa mala. -Tampoco donde hay luces y claridad -respondiÛ la duquesa. A lo que replicÛ Sancho: -Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan, y bien podrÌa ser que nos abrasasen, pero la m˙sica siempre es indicio de regocijos y de fiestas. -Ello dir· -dijo don Quijote, que todo lo escuchaba. Y dijo bien, como se muestra en el capÌtulo siguiente. CapÌtulo XXXV. Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos Al comp·s de la agradable m˙sica vieron que hacia ellos venÌa un carro de los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venÌa un diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los lados, y encima dÈl, ocupaban doce otros diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venÌa sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argenterÌa de oro, que la hacÌan, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. TraÌa el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubrÌa un hermosÌsimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los aÒos, que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete. Junto a ella venÌa una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al punto que llegÛ el carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesÛ la m˙sica de las chirimÌas, y luego la de las arpas y la˙des que en el carro sonaban; y, levant·ndose en pie la figura de la ropa, la apartÛ a entrambos lados, y, quit·ndose el velo del rostro, descubriÛ patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibiÛ pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron alg˙n sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzÛ a decir desta manera: -Yo soy MerlÌn, aquel que las historias dicen que tuve por mi padre al diablo (mentira autorizada de los tiempos), prÌncipe de la M·gica y monarca y archivo de la ciencia zoro·strica, Èmulo a las edades y a los siglos que solapar pretenden las hazaÒas de los andantes bravos caballeros a quien yo tuve y tengo gran cariÒo. Y, puesto que es de los encantadores, de los magos o m·gicos contino dura la condiciÛn, ·spera y fuerte, la mÌa es tierna, blanda y amorosa, y amiga de hacer bien a todas gentes. En las cavernas lÛbregas de Dite, donde estaba mi alma entretenida en formar ciertos rombos y car·teres, llegÛ la voz doliente de la bella y sin par Dulcinea del Toboso. Supe su encantamento y su desgracia, y su trasformaciÛn de gentil dama en r˙stica aldeana; condolÌme, y, encerrando mi espÌritu en el hueco desta espantosa y fiera notomÌa, despuÈs de haber revuelto cien mil libros desta mi ciencia endemoniada y torpe, vengo a dar el remedio que conviene a tamaÒo dolor, a mal tamaÒo. °Oh t˙, gloria y honor de cuantos visten las t˙nicas de acero y de diamante, luz y farol, sendero, norte y guÌa de aquellos que, dejando el torpe sueÒo y las ociosas plumas, se acomodan a usar el ejercicio intolerable de las sangrientas y pesadas armas! A ti digo °oh varÛn, como se debe por jam·s alabado!, a ti, valiente juntamente y discreto don Quijote, de la Mancha esplendor, de EspaÒa estrella, que para recobrar su estado primo la sin par Dulcinea del Toboso, es menester que Sancho, tu escudero, se dÈ tres mil azotes y trecientos en ambas sus valientes posaderas, al aire descubiertas, y de modo que le escuezan, le amarguen y le enfaden. Y en esto se resuelven todos cuantos de su desgracia han sido los autores, y a esto es mi venida, mis seÒores. -°Voto a tal! -dijo a esta sazÛn Sancho-. No digo yo tres mil azotes, pero asÌ me darÈ yo tres como tres puÒaladas. °V·late el diablo por modo de desencantar! °Yo no sÈ quÈ tienen que ver mis posas con los encantos! °Par Dios que si el seÒor MerlÌn no ha hallado otra manera como desencantar a la seÒora Dulcinea del Toboso, encantada se podr· ir a la sepultura! -Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un ·rbol, desnudo como vuestra madre os pariÛ; y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os darÈ, tan bien pegados que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquÈis palabra, que os arrancarÈ el alma. Oyendo lo cual MerlÌn, dijo: -No ha de ser asÌ, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que Èl quisiere; que no se le pone tÈrmino seÒalado; pero permÌtesele que si Èl quisiere redemir su vejaciÛn por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se los dÈ ajena mano, aunque sea algo pesada. -Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar -replicÛ Sancho-: a mÌ no me ha de tocar alguna mano. øParÌ yo, por ventura, a la seÒora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El seÒor mi amo sÌ, que es parte suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero, øazotarme yo...? °Abernuncio! Apenas acabÛ de decir esto Sancho, cuando, levant·ndose en pie la argentada ninfa que junto al espÌritu de MerlÌn venÌa, quit·ndose el sutil velo del rostro, le descubriÛ tal, que a todos pareciÛ mas que demasiadamente hermoso, y, con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo: -°Oh malaventurado escudero, alma de c·ntaro, corazÛn de alcornoque, de entraÒas guijeÒas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrÛn desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del gÈnero humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con alg˙n truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que no hay niÒo de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entraÒas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Pon, °oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niÒas destos mÌos, comparados a rutilantes estrellas, y ver·slos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. MuÈvate, socarrÛn y malintencionado monstro, que la edad tan florida mÌa, que a˙n se est· todavÌa en el diez y... de los aÒos, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una r˙stica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el seÒor MerlÌn, que est· presente, sÛlo porque te enternezca mi belleza; que las l·grimas de una afligida hermosura vuelven en algodÛn los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestiÛn indÛmito, y saca de harÛn ese brÌo, que a sÛlo comer y m·s comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi condiciÛn y la belleza de mi faz; y si por mÌ no quieres ablandarte ni reducirte a alg˙n razonable tÈrmino, hazlo por ese pobre caballero que a tu lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino tu rÌgida o blanda repuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al estÛmago. TentÛse, oyendo esto, la garganta don Quijote y dijo, volviÈndose al duque: -Por Dios, seÒor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquÌ tengo el alma atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta. -øQuÈ decÌs vos a esto, Sancho? -preguntÛ la duquesa. -Digo, seÒora -respondiÛ Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio. -Abrenuncio habÈis de decir, Sancho, y no como decÌs -dijo el duque. -DÈjeme vuestra grandeza -respondiÛ Sancho-, que no estoy agora para mirar en sotilezas ni en letras m·s a menos; porque me tienen tan turbado estos azotes que me han de dar, o me tengo de dar, que no sÈ lo que me digo, ni lo que me hago. Pero querrÌa yo saber de la seÒora mi seÒora doÒa Dulcina del Toboso adÛnde aprendiÛ el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y ll·mame alma de c·ntaro y bestiÛn indÛmito, con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. øPor ventura son mis carnes de bronce, o vame a mÌ algo en que se desencante o no? øQuÈ canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, anque no los gasto, trae delante de sÌ para ablandarme, sino un vituperio y otro, sabiendo aquel refr·n que dicen por ahÌ, que un asno cargado de oro sube ligero por una montaÒa, y que d·divas quebrantan peÒas, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que m·s vale un "toma" que dos "te darÈ"? Pues el seÒor mi amo, que habÌa de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me hiciese de lana y de algodÛn cardado, dice que si me coge me amarrar· desnudo a un ·rbol y me doblar· la parada de los azotes; y habÌan de considerar estos lastimados seÒores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien dice: "bebe con guindas". Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni est·n los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique. -Pues en verdad, amigo Sancho -dijo el duque-, que si no os abland·is m·s que una breva madura, que no habÈis de empuÒar el gobierno. °Bueno serÌa que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entraÒas pedernalinas, que no se doblega a las l·grimas de las afligidas doncellas, ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios! En resoluciÛn, Sancho, o vos habÈis de ser azotado, o os han de azotar, o no habÈis de ser gobernador. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, øno se me darÌan dos dÌas de tÈrmino para pensar lo que me est· mejor? -No, en ninguna manera -dijo MerlÌn-; aquÌ, en este instante y en este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio, o Dulcinea volver· a la cueva de Montesinos y a su prÌstino estado de labradora, o ya, en el ser que est·, ser· llevada a los ElÌseos Campos, donde estar· esperando se cumpla el n˙mero del v·pulo. -Ea, buen Sancho -dijo la duquesa-, buen ·nimo y buena correspondencia al pan que habÈis comido del seÒor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar, por su buena condiciÛn y por sus altas caballerÌas. Dad el sÌ, hijo, desta azotaina, y v·yase el diablo para diablo y el temor para mezquino; que un buen corazÛn quebranta mala ventura, como vos bien sabÈis. A estas razones respondiÛ con Èstas disparatadas Sancho, que, hablando con MerlÌn, le preguntÛ: -DÌgame vuesa merced, seÒor MerlÌn: cuando llegÛ aquÌ el diablo correo y dio a mi amo un recado del seÒor Montesinos, mand·ndole de su parte que le esperase aquÌ, porque venÌa a dar orden de que la seÒora doÒa Dulcinea del Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a Montesinos, ni a sus semejas. A lo cual respondiÛ MerlÌn: -El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante y un grandÌsimo bellaco: yo le enviÈ en busca de vuestro amo, pero no con recado de Montesinos, sino mÌo, porque Montesinos se est· en su cueva entendiendo, o, por mejor decir, esperando su desencanto, que a˙n le falta la cola por desollar. Si os debe algo, o tenÈis alguna cosa que negociar con Èl, yo os lo traerÈ y pondrÈ donde vos m·s quisiÈredes. Y, por agora, acabad de dar el sÌ desta diciplina, y creedme que os ser· de mucho provecho, asÌ para el alma como para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la harÈis; para el cuerpo, porque yo sÈ que sois de complexiÛn sanguÌnea, y no os podr· hacer daÒo sacaros un poco de sangre. -Muchos mÈdicos hay en el mundo: hasta los encantadores son mÈdicos -replicÛ Sancho-; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo, digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con condiciÛn que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se me ponga tasa en los dÌas ni en el tiempo; y yo procurarÈ salir de la deuda lo m·s presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la seÒora doÒa Dulcinea del Toboso, pues, seg˙n parece, al revÈs de lo que yo pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser tambiÈn condiciÛn que no he de estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en el n˙mero, el seÒor MerlÌn, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran. -De las sobras no habr· que avisar -respondiÛ MerlÌn-, porque, llegando al cabal n˙mero, luego quedar· de improviso desencantada la seÒora Dulcinea, y vendr· a buscar, como agradecida, al buen Sancho, y a darle gracias, y aun premios, por la buena obra. AsÌ que no hay de quÈ tener escr˙pulo de las sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo engaÒe a nadie, aunque sea en un pelo de la cabeza. -°Ea, pues, a la mano de Dios! -dijo Sancho-. Yo consiento en mi mala ventura; digo que yo acepto la penitencia con las condiciones apuntadas. Apenas dijo estas ˙ltimas palabras Sancho, cuando volviÛ a sonar la m˙sica de las chirimÌas y se volvieron a disparar infinitos arcabuces, y don Quijote se colgÛ del cuello de Sancho, d·ndole mil besos en la frente y en las mejillas. La duquesa y el duque y todos los circunstantes dieron muestras de haber recebido grandÌsimo contento, y el carro comenzÛ a caminar; y, al pasar, la hermosa Dulcinea inclinÛ la cabeza a los duques y hizo una gran reverencia a Sancho. Y ya, en esto, se venÌa a m·s andar el alba, alegre y risueÒa: las florecillas de los campos se descollaban y erguÌan, y los lÌquidos cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y pardas guijas, iban a dar tributo a los rÌos que los esperaban. La tierra alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sÌ y todos juntos, daban manifiestas seÒales que el dÌa, que al aurora venÌa pisando las faldas, habÌa de ser sereno y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y de haber conseguido su intenciÛn tan discreta y felicemente, se volvieron a su castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas, que para ellos no habÌa veras que m·s gusto les diesen. CapÌtulo XXXVI. Donde se cuenta la estraÒa y jam·s imaginada aventura de la dueÒa Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribiÛ a su mujer Teresa Panza TenÌa un mayordomo el duque de muy burlesco y desenfadado ingenio, el cual hizo la figura de MerlÌn y acomodÛ todo el aparato de la aventura pasada, compuso los versos y hizo que un paje hiciese a Dulcinea. Finalmente, con intervenciÛn de sus seÒores, ordenÛ otra del m·s gracioso y estraÒo artificio que puede imaginarse. PreguntÛ la duquesa a Sancho otro dÌa si habÌa comenzado la tarea de la penitencia que habÌa de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sÌ, y que aquella noche se habÌa dado cinco azotes. PreguntÛle la duquesa que con quÈ se los habÌa dado. RespondiÛ que con la mano. -Eso -replicÛ la duquesa- m·s es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo para mÌ que el sabio MerlÌn no estar· contento con tanta blandura; menester ser· que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de las de canelones, que se dejen sentir; porque la letra con sangre entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran seÒora como lo es Dulcinea por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mÈrito ni valen nada. A lo que respondiÛ Sancho: -DÈme vuestra seÒorÌa alguna diciplina o ramal conveniente, que yo me darÈ con Èl como no me duela demasiado, porque hago saber a vuesa merced que, aunque soy r˙stico, mis carnes tienen m·s de algodÛn que de esparto, y no ser· bien que yo me descrÌe por el provecho ajeno. -Sea en buena hora -respondiÛ la duquesa-: yo os darÈ maÒana una diciplina que os venga muy al justo y se acomode con la ternura de vuestras carnes, como si fueran sus hermanas propias. A lo que dijo Sancho: -Sepa vuestra alteza, seÒora mÌa de mi ·nima, que yo tengo escrita una carta a mi mujer Teresa Panza, d·ndole cuenta de todo lo que me ha sucedido despuÈs que me apartÈ della; aquÌ la tengo en el seno, que no le falta m·s de ponerle el sobreescrito; querrÌa que vuestra discreciÛn la leyese, porque me parece que va conforme a lo de gobernador, digo, al modo que deben de escribir los gobernadores. -øY quiÈn la notÛ? -preguntÛ la duquesa. -øQuiÈn la habÌa de notar sino yo, pecador de mÌ? -respondiÛ Sancho. -øY escribÌstesla vos? -dijo la duquesa. -Ni por pienso -respondiÛ Sancho-, porque yo no sÈ leer ni escribir, puesto que sÈ firmar. -Ve·mosla -dijo la duquesa-, que a buen seguro que vos mostrÈis en ella la calidad y suficiencia de vuestro ingenio. SacÛ Sancho una carta abierta del seno, y, tom·ndola la duquesa, vio que decÌa desta manera: Carta de Sancho Panza a Teresa Panza, su mujer Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba; si buen gobierno me tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entender·s t˙, Teresa mÌa, por ahora; otra vez lo sabr·s. Has de saber, Teresa, que tengo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar a gatas. Mujer de un gobernador eres, °mira si te roer· nadie los zancajos! AhÌ te envÌo un vestido verde de cazador, que me dio mi seÒora la duquesa; acomÛdale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote, mi amo, seg˙n he oÌdo decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio MerlÌn ha echado mano de mÌ para el desencanto de Dulcinea del Toboso, que por all· se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedar· desencantada como la madre que la pariÛ. No dir·s desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo, y unos dir·n que es blanco y otros que es negro. De aquÌ a pocos dÌas me partirÈ al gobierno, adonde voy con grandÌsimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo; tomarÈle el pulso, y avisarÈte si has de venir a estar conmigo o no. El rucio est· bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar, aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi seÒora te besa mil veces las manos; vuÈlvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos cueste ni valga m·s barata, seg˙n dice mi amo, que los buenos comedimientos. No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros cien escudos, como la de marras, pero no te dÈ pena, Teresa mÌa, que en salvo est· el que repica, y todo saldr· en la colada del gobierno; sino que me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le pruebo, que me tengo de comer las manos tras Èl; y si asÌ fuese, no me costarÌa muy barato, aunque los estropeados y mancos ya se tienen su calonjÌa en la limosna que piden; asÌ que, por una vÌa o por otra, t˙ has de ser rica, de buena ventura. Dios te la dÈ, como puede, y a mÌ me guarde para servirte. Deste castillo, a veinte de julio de 1614. Tu marido el gobernador, Sancho Panza. En acabando la duquesa de leer la carta, dijo a Sancho: -En dos cosas anda un poco descaminado el buen gobernador: la una, en decir o dar a entender que este gobierno se le han dado por los azotes que se ha de dar, sabiendo Èl, que no lo puede negar, que cuando el duque, mi seÒor, se le prometiÛ, no se soÒaba haber azotes en el mundo; la otra es que se muestra en ella muy codicioso, y no querrÌa que orÈgano fuese, porque la codicia rompe el saco, y el gobernador codicioso hace la justicia desgobernada. -Yo no lo digo por tanto, seÒora -respondiÛ Sancho-; y si a vuesa merced le parece que la tal carta no va como ha de ir, no hay sino rasgarla y hacer otra nueva, y podrÌa ser que fuese peor si me lo dejan a mi caletre. -No, no -replicÛ la duquesa-, buena est· Èsta, y quiero que el duque la vea. Con esto se fueron a un jardÌn, donde habÌan de comer aquel dÌa. MostrÛ la duquesa la carta de Sancho al duque, de que recibiÛ grandÌsimo contento. Comieron, y despuÈs de alzado los manteles, y despuÈs de haberse entretenido un buen espacio con la sabrosa conversaciÛn de Sancho, a deshora se oyÛ el son tristÌsimo de un pÌfaro y el de un ronco y destemplado tambor. Todos mostraron alborotarse con la confusa, marcial y triste armonÌa, especialmente don Quijote, que no cabÌa en su asiento de puro alborotado; de Sancho no hay que decir sino que el miedo le llevÛ a su acostumbrado refugio, que era el lado o faldas de la duquesa, porque real y verdaderamente el son que se escuchaba era tristÌsimo y malencÛlico. Y, estando todos asÌ suspensos, vieron entrar por el jardÌn adelante dos hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el suelo; Èstos venÌan tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lado venÌa el pÌfaro, negro y pizmiento como los dem·s. SeguÌa a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una negrÌsima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encima de la loba le ceÒÌa y atravesaba un ancho tahelÌ, tambiÈn negro, de quien pendÌa un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra. VenÌa cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien se entreparecÌa una longÌsima barba, blanca como la nieve. MovÌa el paso al son de los tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo, su negrura y su acompaÒamiento pudiera y pudo suspender a todos aquellos que sin conocerle le miraron. LlegÛ, pues, con el espacio y prosopopeya referida a hincarse de rodillas ante el duque, que en pie, con los dem·s que allÌ estaban, le atendÌa; pero el duque en ninguna manera le consintiÛ hablar hasta que se levantase. HÌzolo asÌ el espantajo prodigioso, y, puesto en pie, alzÛ el antifaz del rostro y hizo patente la m·s horrenda, la m·s larga, la m·s blanca y m·s poblada barba que hasta entonces humanos ojos habÌan visto, y luego desencajÛ y arrancÛ del ancho y dilatado pecho una voz grave y sonora, y, poniendo los ojos en el duque, dijo: -AltÌsimo y poderoso seÒor, a mÌ me llaman TrifaldÌn el de la Barba Blanca; soy escudero de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la DueÒa Dolorida, de parte de la cual traigo a vuestra grandeza una embajada, y es que la vuestra magnificencia sea servida de darla facultad y licencia para entrar a decirle su cuita, que es una de las m·s nuevas y m·s admirables que el m·s cuitado pensamiento del orbe pueda haber pensado. Y primero quiere saber si est· en este vuestro castillo el valeroso y jam·s vencido caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que se puede y debe tener a milagro o a fuerza de encantamento. Ella queda a la puerta desta fortaleza o casa de campo, y no aguarda para entrar sino vuestro benepl·cito. Dije. Y tosiÛ luego y manoseÛse la barba de arriba abajo con entrambas manos, y con mucho sosiego estuvo atendiendo la respuesta del duque, que fue: -Ya, buen escudero TrifaldÌn de la Blanca Barba, ha muchos dÌas que tenemos noticia de la desgracia de mi seÒora la condesa Trifaldi, a quien los encantadores la hacen llamar la DueÒa Dolorida; bien podÈis, estupendo escudero, decirle que entre y que aquÌ est· el valiente caballero don Quijote de la Mancha, de cuya condiciÛn generosa puede prometerse con seguridad todo amparo y toda ayuda; y asimismo le podrÈis decir de mi parte que si mi favor le fuere necesario, no le ha de faltar, pues ya me tiene obligado a d·rsele el ser caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer a toda suerte de mujeres, en especial a las dueÒas viudas, menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar su seÒorÌa. Oyendo lo cual TrifaldÌn, inclinÛ la rodilla hasta el suelo, y, haciendo al pÌfaro y tambores seÒal que tocasen, al mismo son y al mismo paso que habÌa entrado, se volviÛ a salir del jardÌn, dejando a todos admirados de su presencia y compostura. Y, volviÈndose el duque a don Quijote, le dijo: -En fin, famoso caballero, no pueden las tinieblas de malicia ni de la ignorancia encubrir y escurecer la luz del valor y de la virtud. Digo esto porque apenas ha seis dÌas que la vuestra bondad est· en este castillo, cuando ya os vienen a buscar de lueÒas y apartadas tierras, y no en carrozas ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas; los tristes, los afligidos, confiados que han de hallar en ese fortÌsimo brazo el remedio de sus cuitas y trabajos, merced a vuestras grandes hazaÒas, que corren y rodean todo lo descubierto de la tierra. -Quisiera yo, seÒor duque -respondiÛ don Quijote-, que estuviera aquÌ presente aquel bendito religioso que a la mesa el otro dÌa mostrÛ tener tan mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andantes, para que viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo: tocara, por lo menos, con la mano que los extraordinariamente afligidos y desconsolados, en casos grandes y en desdichas inormes no van a buscar su remedio a las casas de los letrados, ni a la de los sacristanes de las aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los tÈrminos de su lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y contarlas, que procura hacer obras y hazaÒas para que otros las cuenten y las escriban; el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de personas se halla mejor que en los caballeros andantes, y de serlo yo doy infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien empleado cualquier desm·n y trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueÒa y pida lo que quisiere, que yo le librarÈ su remedio en la fuerza de mi brazo y en la intrÈpida resoluciÛn de mi animoso espÌritu. CapÌtulo XXXVII. Donde se prosigue la famosa aventura de la dueÒa Dolorida En estremo se holgaron el duque y la duquesa de ver cu·n bien iba respondiendo a su intenciÛn don Quijote, y a esta sazÛn dijo Sancho: -No querrÌa yo que esta seÒora dueÒa pusiese alg˙n tropiezo a la promesa de mi gobierno, porque yo he oÌdo decir a un boticario toledano que hablaba como un silguero que donde interviniesen dueÒas no podÌa suceder cosa buena. °V·lame Dios, y quÈ mal estaba con ellas el tal boticario! De lo que yo saco que, pues todas las dueÒas son enfadosas e impertinentes, de cualquiera calidad y condiciÛn que sean, øquÈ ser·n las que son doloridas, como han dicho que es esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que en mi tierra faldas y colas, colas y faldas, todo es uno. -Calla, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que, pues esta seÒora dueÒa de tan lueÒes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario tenÌa en su n˙mero, cuanto m·s que Èsta es condesa, y cuando las condesas sirven de dueÒas, ser· sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus casas son seÒorÌsimas que se sirven de otras dueÒas. A esto respondiÛ doÒa RodrÌguez, que se hallÛ presente: -DueÒas tiene mi seÒora la duquesa en su servicio, que pudieran ser condesas si la fortuna quisiera, pero all· van leyes do quieren reyes; y nadie diga mal de las dueÒas, y m·s de las antiguas y doncellas; que, aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que hace una dueÒa doncella a una dueÒa viuda; y quien a nosotras trasquilÛ, las tijeras le quedaron en la mano. -Con todo eso -replicÛ Sancho-, hay tanto que trasquilar en las dueÒas, seg˙n mi barbero, cuanto ser· mejor no menear el arroz, aunque se pegue. -Siempre los escuderos -respondiÛ doÒa RodrÌguez- son enemigos nuestros; que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras, desenterr·ndonos los huesos y enterr·ndonos la fama. Pues m·ndoles yo a los leÒos movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un muladar con un tapiz en dÌa de procesiÛn. A fe que si me fuera dado, y el tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sÛlo a los presentes, sino a todo el mundo, cÛmo no hay virtud que no se encierre en una dueÒa. -Yo creo -dijo la duquesa- que mi buena doÒa RodrÌguez tiene razÛn, y muy grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sÌ y por las dem·s dueÒas, para confundir la mala opiniÛn de aquel mal boticario, y desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza. A lo que Sancho respondiÛ: -DespuÈs que tengo humos de gobernador se me han quitado los v·guidos de escudero, y no se me da por cuantas dueÒas hay un cabrahÌgo. Adelante pasaran con el coloquio dueÒesco, si no oyeran que el pÌfaro y los tambores volvÌan a sonar, por donde entendieron que la dueÒa Dolorida entraba. PreguntÛ la duquesa al duque si serÌa bien ir a recebirla, pues era condesa y persona principal. -Por lo que tiene de condesa -respondiÛ Sancho, antes que el duque respondiese-, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero por lo de dueÒa, soy de parecer que no se muevan un paso. -øQuiÈn te mete a ti en esto, Sancho? -dijo don Quijote. -øQuiÈn, seÒor? -respondiÛ Sancho-. Yo me meto, que puedo meterme, como escudero que ha aprendido los tÈrminos de la cortesÌa en la escuela de vuesa merced, que es el m·s cortÈs y bien criado caballero que hay en toda la cortesanÌa; y en estas cosas, seg˙n he oÌdo decir a vuesa merced, tanto se pierde por carta de m·s como por carta de menos; y al buen entendedor, pocas palabras. -AsÌ es, como Sancho dice -dijo el duque-: veremos el talle de la condesa, y por Èl tantearemos la cortesÌa que se le debe. En esto, entraron los tambores y el pÌfaro, como la vez primera. Y aquÌ, con este breve capÌtulo, dio fin el autor, y comenzÛ el otro, siguiendo la mesma aventura, que es una de las m·s notables de la historia. CapÌtulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueÒa Dolorida Detr·s de los tristes m˙sicos comenzaron a entrar por el jardÌn adelante hasta cantidad de doce dueÒas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequÌ, tan luengas que sÛlo el ribete del monjil descubrÌan. Tras ellas venÌa la condesa Trifaldi, a quien traÌa de la mano el escudero TrifaldÌn de la Blanca Barba, vestida de finÌsima y negra bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matem·tica figura con aquellos tres ·ngulos acutos que las tres puntas formaban, por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debÌa llamar la condesa Trifaldi, como si dijÈsemos la condesa de las Tres Faldas; y asÌ dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los seÒores la denominaciÛn de sus nombres de la cosa o cosas en que m·s sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejÛ el Lobuna y tomÛ el Trifaldi. VenÌan las doce dueÒas y la seÒora a paso de procesiÛn, cubiertos los rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de TrifaldÌn, sino tan apretados que ninguna cosa se traslucÌan. AsÌ como acabÛ de parecer el dueÒesco escuadrÛn, el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesiÛn miraban. Pararon las doce dueÒas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantÛ, sin dejarla de la mano TrifaldÌn, viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y dilicada, dijo: -Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesÌa a este su criado; digo, a esta su criada, porque, seg˙n soy de dolorida, no acertarÈ a responder a lo que debo, a causa que mi estraÒa y jam·s vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sÈ adÛnde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto m·s le busco menos le hallo. -Sin Èl estarÌa -respondiÛ el duque-, seÒora condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin m·s ver, es merecedor de toda la nata de la cortesÌa y de toda la flor de las bien criadas ceremonias. Y, levant·ndola de la mano, la llevÛ a asentar en una silla junto a la duquesa, la cual la recibiÛ asimismo con mucho comedimiento. Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueÒas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron. Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quiÈn le habÌa de romper, y fue la dueÒa Dolorida con estas palabras: -Confiada estoy, seÒor poderosÌsimo, hermosÌsima seÒora y discretÌsimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitÌsima en vuestros valerosÌsimos pechos acogimiento no menos pl·cido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a enternecer los m·rmoles, y a ablandar los diamantes, y a molificar los aceros de los m·s endurecidos corazones del mundo; pero, antes que salga a la plaza de vuestros oÌdos, por no decir orejas, quisiera que me hicieran sabidora si est· en este gremio, corro y compaÒÌa el acendradÌsimo caballero don Quijote de la ManchÌsima y su escuderÌsimo Panza. -El Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquÌ esta, y el don QuijotÌsimo asimismo; y asÌ, podrÈis, dolorosÌsima dueÒÌsima, decir lo que quisieridÌsimis, que todos estamos prontos y aparejadÌsimos a ser vuestros servidorÌsimos. En esto se levantÛ don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida dueÒa, dijo: -Si vuestras cuitas, angustiada seÒora, se pueden prometer alguna esperanza de remedio por alg˙n valor o fuerzas de alg˙n andante caballero, aquÌ est·n las mÌas, que, aunque flacas y breves, todas se emplear·n en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos, y, siendo esto asÌ, como lo es, no habÈis menester, seÒora, captar benevolencias ni buscar pre·mbulos, sino, a la llana y sin rodeos, decir vuestros males, que oÌdos os escuchan que sabr·n, si no remediarlos, dolerse dellos. Oyendo lo cual, la Dolorida dueÒa hizo seÒal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se arrojÛ, y, pugnando por abraz·rselos, decÌa: -Ante estos pies y piernas me arrojo, °oh caballero invicto!, por ser los que son basas y colunas de la andante caballerÌa; estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, °oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazaÒas dejan atr·s y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises! Y, dejando a don Quijote, se volviÛ a Sancho Panza, y, asiÈndole de las manos, le dijo: -°Oh t˙, el m·s leal escudero que jam·s sirviÛ a caballero andante en los presentes ni en los pasados siglos, m·s luengo en bondad que la barba de TrifaldÌn, mi acompaÒador, que est· presente!, bien puedes preciarte que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros que han tratado las armas en el mundo. Conj˙rote, por lo que debes a tu bondad fidelÌsima, me seas buen intercesor con tu dueÒo, para que luego favorezca a esta humilÌsima y desdichadÌsima condesa. A lo que respondiÛ Sancho: -De que sea mi bondad, seÒorÌa mÌa, tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, a mÌ me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las barbas de ac· poco o nada me curo; pero, sin esas socaliÒas ni plegarias, yo rogarÈ a mi amo, que sÈ que me quiere bien, y m·s agora que me ha menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa merced desemba˙le su cuita y cuÈntenosla, y deje hacer, que todos nos entenderemos. Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habÌan tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sÌ la agudeza y disimulaciÛn de la Trifaldi, la cual, volviÈndose a sentar, dijo: -´Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas m·s all· del cabo ComorÌn, fue seÒora la reina doÒa Maguncia, viuda del rey Archipiela, su seÒor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual dicha infanta Antonomasia se criÛ y creciÛ debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la m·s antigua y la m·s principal dueÒa de su madre. SucediÛ, pues, que, yendo dÌas y viniendo dÌas, la niÒa Antonomasia llegÛ a edad de catorce aÒos, con tan gran perfeciÛn de hermosura, que no la pudo subir m·s de punto la naturaleza. °Pues digamos agora que la discreciÛn era mocosa! AsÌ era discreta como bella, y era la m·s bella del mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre de la vida. Pero no habr·n, que no han de permitir los cielos que se haga tanto mal a la tierra como serÌa llevarse en agraz el racimo del m·s hermoso veduÒo del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida de mi torpe lengua, se enamorÛ un n˙mero infinito de prÌncipes, asÌ naturales como estranjeros, entre los cuales osÛ levantar los pensamientos al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba, confiado en su mocedad y en su bizarrÌa, y en sus muchas habilidades y gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacÌa hablar, y m·s que era poeta y gran bailarÌn, y sabÌa hacer una jaula de p·jaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a derribar una montaÒa, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna parte para rendir la fortaleza de mi niÒa, si el ladrÛn desuellacaras no usara del remedio de rendirme a mÌ primero. Primero quiso el malandrÌn y desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En resoluciÛn: Èl me adulÛ el entendimiento y me rindiÛ la voluntad con no sÈ quÈ dijes y brincos que me dio, pero lo que m·s me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oÌ cantar una noche desde una reja que caÌa a una callejuela donde Èl estaba, que, si mal no me acuerdo, decÌan: De la dulce mi enemiga nace un mal que al alma hiere, y, por m·s tormento, quiere que se sienta y no se diga. PareciÛme la trova de perlas, y su voz de almÌbar, y despuÈs ac·, digo, desde entonces, viendo el mal en que caÌ por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las buenas y concertadas rep˙blicas se habÌan de desterrar los poetas, como aconsejaba PlatÛn, a lo menos, los lascivos, porque escriben unas coplas, no como las del marquÈs de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niÒos y a las mujeres, sino unas agudezas que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantÛ: Ven, muerte, tan escondida que no te sienta venir, porque el placer del morir no me torne a dar la vida. Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos suspenden. Pues, øquÈ cuando se humillan a componer un gÈnero de verso que en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? AllÌ era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y asÌ, digo, seÒores mÌos, que los tales trovadores con justo tÌtulo los debÌan desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la buena dueÒa que debÌa, no me habÌan de mover sus trasnochados conceptos, ni habÌa de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo, tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, p·rtome y quÈdome", con otros imposibles desta ralea, de que est·n sus escritos llenos. Pues, øquÈ cuando prometen el fÈnix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol, del Sur las perlas, de TÌbar el oro y de Pancaya el b·lsamo? AquÌ es donde ellos alargan m·s la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jam·s piensan ni pueden cumplir. Pero, ødÛnde me divierto? °Ay de mÌ, desdichada! øQuÈ locura o quÈ desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mÌas? °Ay de mÌ, otra vez, sin ventura!, que no me rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las m˙sicas, sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que Èste es el nombre del referido caballero; y asÌ, siendo yo la medianera, Èl se hallÛ una y muy muchas veces en la estancia de la por mÌ, y no por Èl, engaÒada Antonomasia, debajo del tÌtulo de verdadero esposo; que, aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de sus zapatillas. °No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en cualquier negocio destos que por mÌ se tratare! Solamente hubo un daÒo en este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho, del reino. Algunos dÌas estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi recato esta maraÒa, hasta que me pareciÛ que la iba descubriendo a m·s andar no sÈ quÈ hinchazÛn del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en bureo a los tres, y saliÛ dÈl que, antes que se saliese a luz el mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia, en fe de una cÈdula que de ser su esposa la infanta le habÌa hecho, notada por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de SansÛn no pudieran romperla. HiciÈronse las diligencias, vio el vicario la cÈdula, tomÛ el tal vicario la confesiÛn a la seÒora, confesÛ de plano, mandÛla depositar en casa de un alguacil de corte muy honrado...ª A esta sazÛn, dijo Sancho: -TambiÈn en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dÈse vuesa merced priesa, seÒora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin desta tan larga historia. -SÌ harÈ -respondiÛ la condesa. CapÌtulo XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia De cualquiera palabra que Sancho decÌa, la duquesa gustaba tanto como se desesperaba don Quijote; y, mand·ndole que callase, la Dolorida prosiguiÛ diciendo: -´En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaraciÛn, el vicario sentenciÛ en favor de don Clavijo, y se la entregÛ por su legÌtima esposa, de lo que recibiÛ tanto enojo la reina doÒa Maguncia, madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres dÌas la enterramos.ª -DebiÛ de morir, sin duda -dijo Sancho. -°Claro est·! -respondiÛ TrifaldÌn-, que en Candaya no se entierran las personas vivas, sino las muertas. -Ya se ha visto, seÒor escudero -replicÛ Sancho-, enterrar un desmayado creyendo ser muerto, y parecÌame a mÌ que estaba la reina Maguncia obligada a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian, y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle tanto. Cuando se hubiera casado esa seÒora con alg˙n paje suyo, o con otro criado de su casa, como han hecho otras muchas, seg˙n he oÌdo decir, fuera el daÒo sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan gentilhombre y tan entendido como aquÌ nos le han pintado, en verdad en verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque, seg˙n las reglas de mi seÒor, que est· presente y no me dejar· mentir, asÌ como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los caballeros, y m·s si son andantes, los reyes y los emperadores. -RazÛn tienes, Sancho -dijo don Quijote-, porque un caballero andante, como tenga dos dedos de ventura, est· en potencia propincua de ser el mayor seÒor del mundo. Pero, pase adelante la seÒora Dolorida, que a mÌ se me trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquÌ dulce historia. -Y °cÛmo si queda lo amargo! -respondiÛ la condesa-, y tan amargo que en su comparaciÛn son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. ´Muerta, pues, la reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra y apenas le dimos el ˙ltimo vale, cuando, quis talia fando temperet a lachrymis?, puesto sobre un caballo de madera, pareciÛ encima de la sepultura de la reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de la demasÌa de Antonomasia, los dejÛ encantados sobre la mesma sepultura: a ella, convertida en una jimia de bronce, y a Èl, en un espantoso cocodrilo de un metal no conocido, y entre los dos est· un padrÛn, asimismo de metal, y en Èl escritas en lengua sirÌaca unas letras que, habiÈndose declarado en la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: "No cobrar·n su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura". Hecho esto, sacÛ de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiÈndome a mÌ por los cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza. TurbÈme, pegÛseme la voz a la garganta, quedÈ mohÌna en todo estremo, pero, con todo, me esforcÈ lo m·s que pude, y, con voz tembladora y doliente, le dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecuciÛn de tan riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sÌ todas las dueÒas de palacio, que fueron estas que est·n presentes, y, despuÈs de haber exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueÒas, sus malas maÒas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenÌa, dijo que no querÌa con pena capital castigarnos, sino con otras penas dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo momento y punto que acabÛ de decir esto, sentimos todas que se nos abrÌan los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hall·monos de la manera que ahora verÈis.ª Y luego la Dolorida y las dem·s dueÒas alzaron los antifaces con que cubiertas venÌan, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cu·les rubias, cu·les negras, cu·les blancas y cu·les albarrazadas, de cuya vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y atÛnitos todos los presentes. Y la Trifaldi prosiguiÛ: -´Desta manera nos castigÛ aquel follÛn y malintencionado de Malambruno, cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, seÒores mÌos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos fuentes, pero la consideraciÛn de nuestra desgracia, y los mares que hasta aquÌ han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y asÌ, lo dirÈ sin l·grimas), digo, pues, que øadÛnde podr· ir una dueÒa con barbas? øQuÈ padre o quÈ madre se doler· della? øQuiÈn la dar· ayuda? Pues, aun cuando tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y mudas, apenas halla quien bien la quiera, øquÈ har· cuando descubra hecho un bosque su rostro? °Oh dueÒas y compaÒeras mÌas, en desdichado punto nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!ª Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse. CapÌtulo XL. De cosas que ataÒen y tocan a esta aventura y a esta memorable historia Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como Èsta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semÌnimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las t·citas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los ·tomos del m·s curioso deseo manifiesta. °Oh autor celebÈrrimo! °Oh don Quijote dichoso! °Oh Dulcinea famosa! °Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por sÌ viv·is siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los vivientes. Dice, pues, la historia que, asÌ como Sancho vio desmayada a la Dolorida, dijo: -Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los Panzas, que jam·s he oÌdo ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su pensamiento ha cabido, semejante aventura como Èsta. V·lgate mil satanases, por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y øno hallaste otro gÈnero de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? øCÛmo y no fuera mejor, y a ellas les estuviera m·s a cuento, quitarles la mitad de las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles barbas? ApostarÈ yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape. -AsÌ es la verdad, seÒor -respondiÛ una de las doce-, que no tenemos hacienda para mondarnos; y asÌ, hemos tomado algunas de nosotras por remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y aplic·ndolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueÒas de mi seÒora por jam·s quisimos admitirlas, porque las m·s oliscan a terceras, habiendo dejado de ser primas; y si por el seÒor don Quijote no somos remediadas, con barbas nos llevar·n a la sepultura. -Yo me pelarÌa las mÌas -dijo don Quijote- en tierra de moros, si no remediase las vuestras. A este punto, volviÛ de su desmayo la Trifaldi y dijo: -El retintÌn desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegÛ a mis oÌdos, y ha sido parte para que yo dÈl vuelva y cobre todos mis sentidos; y asÌ, de nuevo os suplico, andante Ìnclito y seÒor indomable, vuestra graciosa promesa se convierta en obra. -Por mÌ no quedar· -respondiÛ don Quijote-: ved, seÒora, quÈ es lo que tengo de hacer, que el ·nimo est· muy pronto para serviros. -Es el caso -respondiÛ la Dolorida -que desde aquÌ al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos m·s a menos; pero si se va por el aire y por la lÌnea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es tambiÈn de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que Èl le enviarÌa una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevÛ el valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, seg˙n es tradiciÛn antigua, fue compuesto por aquel sabio MerlÌn; prestÛsele a Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robÛ, como se ha dicho, a la linda Magalona, llev·ndola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien Èl querÌa, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno en Èl. De allÌ le ha sacado Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dÈl en sus viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy est· aquÌ y maÒana en Francia y otro dÌa en PotosÌ; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, seg˙n camina llano y reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en Èl. A esto dijo Sancho: -Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires; pero por la tierra, yo le cutirÈ con cuantos portantes hay en el mundo. RiÈronse todos, y la Dolorida prosiguiÛ: -Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estar· en nuestra presencia, porque Èl me significÛ que la seÒal que me darÌa por donde yo entendiese que habÌa hallado el caballero que buscaba, serÌa enviarme el caballo, donde fuese con comodidad y presteza. -Y øcu·ntos caben en ese caballo? -preguntÛ Sancho. La Dolorida respondiÛ: -Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada doncella. -QuerrÌa yo saber, seÒora Dolorida -dijo Sancho-, quÈ nombre tiene ese caballo. -El nombre -respondiÛ la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado BucÈfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalb·n, ni Frontino, como el de Rugero, ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, ˙ltimo rey de los godos, entrÛ en la batalla donde perdiÛ la vida y el reino. -Yo apostarÈ -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno desos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habr·n dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado. -AsÌ es -respondiÛ la barbada condesa-, pero todavÌa le cuadra mucho, porque se llama ClavileÒo el AlÌgero, cuyo nombre conviene con el ser de leÒo, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y asÌ, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante. -No me descontenta el nombre -replicÛ Sancho-, pero øcon quÈ freno o con quÈ j·quima se gobierna? -Ya he dicho -respondiÛ la Trifaldi- que con la clavija, que, volviÈndola a una parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o ya rastreando y casi barriendo la tierra, o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas. -Ya lo querrÌa ver -respondiÛ Sancho-, pero pensar que tengo de subir en Èl, ni en la silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. °Bueno es que apenas puedo tenerme en mi rucio, y sobre un albarda m·s blanda que la mesma seda, y querrÌan ahora que me tuviese en unas ancas de tabla, sin cojÌn ni almohada alguna! Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las barbas a nadie: cada cual se rape como m·s le viniere a cuento, que yo no pienso acompaÒar a mi seÒor en tan largo viaje. Cuanto m·s, que yo no debo de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el desencanto de mi seÒora Dulcinea. -SÌ sois, amigo -respondiÛ la Trifaldi-, y tanto, que, sin vuestra presencia, entiendo que no haremos nada. -°AquÌ del rey! -dijo Sancho-: øquÈ tienen que ver los escuderos con las aventuras de sus seÒores? øHanse de llevar ellos la fama de las que acaban, y hemos de llevar nosotros el trabajo? °Cuerpo de mÌ! Aun si dijesen los historiadores: "El tal caballero acabÛ la tal y tal aventura, pero con ayuda de fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el acabarla". Pero, °que escriban a secas: "Don ParalipomenÛn de las Tres Estrellas acabÛ la aventura de los seis vestiglos", sin nombrar la persona de su escudero, que se hallÛ presente a todo, como si no fuera en el mundo! Ahora, seÒores, vuelvo a decir que mi seÒor se puede ir solo, y buen provecho le haga, que yo me quedarÈ aquÌ, en compaÒÌa de la duquesa mi seÒora, y podrÌa ser que cuando volviese hallase mejorada la causa de la seÒora Dulcinea en tercio y quinto; porque pienso, en los ratos ociosos y desocupados, darme una tanda de azotes que no me la cubra pelo. -Con todo eso, le habÈis de acompaÒar si fuere necesario, buen Sancho, porque os lo rogar·n buenos; que no han de quedar por vuestro in˙til temor tan poblados los rostros destas seÒoras; que, cierto, serÌa mal caso. -°AquÌ del rey otra vez! -replicÛ Sancho-. Cuando esta caridad se hiciera por algunas doncellas recogidas, o por algunas niÒas de la doctrina, pudiera el hombre aventurarse a cualquier trabajo, pero que lo sufra por quitar las barbas a dueÒas, °mal aÒo! Mas que las viese yo a todas con barbas, desde la mayor hasta la menor, y de la m·s melindrosa hasta la m·s repulgada. -Mal est·is con las dueÒas, Sancho amigo -dijo la duquesa-: mucho os vais tras la opiniÛn del boticario toledano. Pues a fe que no tenÈis razÛn; que dueÒas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de dueÒas, que aquÌ est· mi doÒa RodrÌguez, que no me dejar· decir otra cosa. -Mas que la diga vuestra excelencia -dijo RodrÌguez-, que Dios sabe la verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiÒas que seamos las dueÒas, tambiÈn nos pariÛ nuestra madre como a las otras mujeres; y, pues Dios nos echÛ en el mundo, …l sabe para quÈ, y a su misericordia me atengo, y no a las barbas de nadie. -Ahora bien, seÒora RodrÌguez -dijo don Quijote-, y seÒora Trifaldi y compaÒÌa, yo espero en el cielo que mirar· con buenos ojos vuestras cuitas, que Sancho har· lo que yo le mandare, ya viniese ClavileÒo y ya me viese con Malambruno; que yo sÈ que no habrÌa navaja que con m·s facilidad rapase a vuestras mercedes como mi espada raparÌa de los hombros la cabeza de Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre. -°Ay! -dijo a esta sazÛn la Dolorida-, con benignos ojos miren a vuestra grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas de las regiones celestes, e infundan en vuestro ·nimo toda prosperidad y valentÌa para ser escudo y amparo del vituperoso y abatido gÈnero dueÒesco, abominado de boticarios, murmurado de escuderos y socaliÒado de pajes; que mal haya la bellaca que en la flor de su edad no se metiÛ primero a ser monja que a dueÒa. °Desdichadas de nosotras las dueÒas, que, aunque vengamos por lÌnea recta, de varÛn en varÛn, del mismo HÈctor el troyano, no dejaran de echaros un vos nuestras seÒoras, si pensasen por ello ser reinas! °Oh gigante Malambruno, que, aunque eres encantador, eres certÌsimo en tus promesas!, envÌanos ya al sin par ClavileÒo, para que nuestra desdicha se acabe, que si entra el calor y estas nuestras barbas duran, °guay de nuestra ventura! Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacÛ las l·grimas de los ojos de todos los circunstantes, y aun arrasÛ los de Sancho, y propuso en su corazÛn de acompaÒar a su seÒor hasta las ˙ltimas partes del mundo, si es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros. CapÌtulo XLI. De la venida de ClavileÒo, con el fin desta dilatada aventura LlegÛ en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso caballo ClavileÒo viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciÈndole que, pues Malambruno se detenÌa en enviarle, o que Èl no era el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno no osaba venir con Èl a singular batalla. Pero veis aquÌ cuando a deshora entraron por el jardÌn cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que sobre sus hombros traÌan un gran caballo de madera. PusiÈronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo: -Suba sobre esta m·quina el que tuviere ·nimo para ello. -AquÌ -dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ·nimo ni soy caballero. Y el salvaje prosiguiÛ diciendo: -Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fÌese del valeroso Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra malicia, ser· ofendido; y no hay m·s que torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta, que Èl los llevar· por los aires adonde los atiende Malambruno; pero, porque la alteza y sublimidad del camino no les cause v·guidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche, que ser· seÒal de haber dado fin a su viaje. Esto dicho, dejando a ClavileÒo, con gentil continente se volvieron por donde habÌan venido. La Dolorida, asÌ como vio al caballo, casi con l·grimas dijo a don Quijote: -Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el caballo est· en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas, pues no est· en m·s sino en que subas en Èl con tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo viaje. -Eso harÈ yo, seÒora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor talante, sin ponerme a tomar cojÌn, ni calzarme espuelas, por no detenerme: tanta es la gana que tengo de veros a vos, seÒora, y a todas estas dueÒas rasas y mondas. -Eso no harÈ yo -dijo Sancho-, ni de malo ni de buen talante, en ninguna manera; y si es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede buscar mi seÒor otro escudero que le acompaÒe, y estas seÒoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy brujo, para gustar de andar por los aires. Y øquÈ dir·n mis insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa m·s: que habiendo tres mil y tantas leguas de aquÌ a Candaya, si el caballo se cansa o el gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de aÒos, y ya ni habr· Ìnsula ni Ìnsulos en el mundo que me conozan; y, pues se dice com˙nmente que en la tardanza va el peligro, y que cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguilla, perdÛnenme las barbas destas seÒoras, que bien se est· San Pedro en Roma; quiero decir que bien me estoy en esta casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueÒo tan gran bien espero como es verme gobernador. A lo que el duque dijo: -Sancho amigo, la Ìnsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raÌces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancar·n ni mudar·n de donde est· a tres tirones; y, pues vos sabÈis que sÈ yo que no hay ninguno gÈnero de oficio destos de mayor cantÌa que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cu·l m·s, cu·l menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro seÒor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura; que ahora volv·is sobre ClavileÒo con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria fortuna os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesÛn en mesÛn y de venta en venta, siempre que volviÈredes hallarÈis vuestra Ìnsula donde la dej·is, y a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que siempre han tenido, y mi voluntad ser· la mesma; y no pong·is duda en esta verdad, seÒor Sancho, que serÌa hacer notorio agravio al deseo que de serviros tengo. -No m·s, seÒor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas tantas cortesÌas; suba mi amo, t·penme estos ojos y encomiÈndenme a Dios, y avÌsenme si cuando vamos por esas altanerÌas podrÈ encomendarme a Nuestro SeÒor o invocar los ·ngeles que me favorezcan. A lo que respondiÛ Trifaldi: -Sancho, bien podÈis encomendaros a Dios o a quien quisiÈredes, que Malambruno, aunque es encantador, es cristiano, y hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con nadie. -°Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la SantÌsima Trinidad de Gaeta! -Desde la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote-, nunca he visto a Sancho con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como otros, su pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas en el ·nimo. Pero llegaos aquÌ, Sancho, que con licencia destos seÒores os quiero hablar aparte dos palabras. Y, apartando a Sancho entre unos ·rboles del jardÌn y asiÈndole ambas las manos, le dijo: -Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera, y que sabe Dios cu·ndo volveremos dÈl, ni la comodidad y espacio que nos dar·n los negocios; asÌ, querrÌa que ahora te retirases en tu aposento, como que vas a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y, en un daca las pajas, te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que est·s obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendr·s, que el comenzar las cosas es tenerlas medio acabadas. -°Par Dios -dijo Sancho-, que vuestra merced debe de ser menguado! Esto es como aquello que dicen: "°en priesa me vees y doncellez me demandas!" øAhora que tengo de ir sentado en una tabla rasa, quiere vuestra merced que me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene vuestra merced razÛn. Vamos ahora a rapar estas dueÒas, que a la vuelta yo le prometo a vuestra merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi obligaciÛn, que vuestra merced se contente, y no le digo m·s. Y don Quijote respondiÛ: -Pues con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplir·s, porque, en efecto, aunque tonto, eres hombre verÌdico. -No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla, cumpliera mi palabra. Y con esto se volvieron a subir en ClavileÒo, y al subir dijo don Quijote: -Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que quien de tan lueÒes tierras envÌa por nosotros no ser· para engaÒarnos, por la poca gloria que le puede redundar de engaÒar a quien dÈl se fÌa; y, puesto que todo sucediese al revÈs de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaÒa no la podr· escurecer malicia alguna. -Vamos, seÒor -dijo Sancho-, que las barbas y l·grimas destas seÒoras las tengo clavadas en el corazÛn, y no comerÈ bocado que bien me sepa hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced y t·pese primero, que si yo tengo de ir a las ancas, claro est· que primero sube el de la silla. -AsÌ es la verdad -replicÛ don Quijote. Y, sacando un paÒuelo de la faldriquera, pidiÛ a la Dolorida que le cubriese muy bien los ojos, y, habiÈndoselos cubierto, se volviÛ a descubrir y dijo: -Si mal no me acuerdo, yo he leÌdo en Virgilio aquello del PaladiÛn de Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preÒado de caballeros armados, que despuÈs fueron la total ruina de Troya; y asÌ, ser· bien ver primero lo que ClavileÒo trae en su estÛmago. -No hay para quÈ -dijo la Dolorida-, que yo le fÌo y sÈ que Malambruno no tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, seÒor don Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daÒo si alguno le sucediere. PareciÛle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad serÌa poner en detrimento su valentÌa; y asÌ, sin m·s altercar, subiÛ sobre ClavileÒo y le tentÛ la clavija, que f·cilmente se rodeaba; y, como no tenÌa estribos y le colgaban las piernas, no parecÌa sino figura de tapiz flamenco pintada o tejida en alg˙n romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegÛ a subir Sancho, y, acomod·ndose lo mejor que pudo en las ancas, las hallÛ algo duras y no nada blandas, y pidiÛ al duque que, si fuese posible, le acomodasen de alg˙n cojÌn o de alguna almohada, aunque fuese del estrado de su seÒora la duquesa, o del lecho de alg˙n paje, porque las ancas de aquel caballo m·s parecÌan de m·rmol que de leÒo. A esto dijo la Trifaldi que ning˙n jaez ni ning˙n gÈnero de adorno sufrÌa sobre sÌ ClavileÒo; que lo que podÌa hacer era ponerse a mujeriegas, y que asÌ no sentirÌa tanto la dureza. HÌzolo asÌ Sancho, y, diciendo ''a Dios'', se dejÛ vendar los ojos, y, ya despuÈs de vendados, se volviÛ a descubrir, y, mirando a todos los del jardÌn tiernamente y con l·grimas, dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarÌas, porque Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don Quijote: -LadrÛn, øest·s puesto en la horca por ventura, o en el ˙ltimo tÈrmino de la vida, para usar de semejantes plegarias? øNo est·s, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupÛ la linda Magalona, del cual decendiÛ, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, øno puedo ponerme al del valeroso Pierres, que oprimiÛ este mismo lugar que yo ahora oprimo? C˙brete, c˙brete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes, a lo menos en presencia mÌa. -T·penme -respondiÛ Sancho-; y, pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, øquÈ mucho que tema no ande por aquÌ alguna regiÛn de diablos que den con nosotros en Peralvillo? CubriÈronse, y, sintiendo don Quijote que estaba como habÌa de estar, tentÛ la clavija, y, apenas hubo puesto los dedos en ella, cuando todas las dueÒas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo: -°Dios te guÌe, valeroso caballero! -°Dios sea contigo, escudero intrÈpido! -°Ya, ya vais por esos aires, rompiÈndolos con m·s velocidad que una saeta! -°Ya comenz·is a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os est·n mirando! -°Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! °Mira no cayas, que ser· peor tu caÌda que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su padre! OyÛ Sancho las voces, y, apret·ndose con su amo y ciÒiÈndole con los brazos, le dijo: -SeÒor, øcÛmo dicen Èstos que vamos tan altos, si alcanzan ac· sus voces, y no parecen sino que est·n aquÌ hablando junto a nosotros? -No repares en eso, Sancho, que, como estas cosas y estas volaterÌas van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas ver·s y oir·s lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sÈ de quÈ te turbas ni te espantas, que osarÈ jurar que en todos los dÌas de mi vida he subido en cabalgadura de paso m·s llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa. -AsÌ es la verdad -respondiÛ Sancho-, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me est·n soplando. Y asÌ era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo, que no le faltÛ requisito que la dejase de hacer perfecta. SintiÈndose, pues, soplar don Quijote, dijo: -Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda regiÛn del aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los rel·mpagos y los rayos se engendran en la tercera regiÛn, y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la regiÛn del fuego, y no sÈ yo cÛmo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos. En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos, pendientes de una caÒa, les calentaban los rostros. Sancho, que sintiÛ el calor, dijo: -Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, seÒor, por descubrirme y ver en quÈ parte estamos. -No hagas tal -respondiÛ don Quijote-, y acuÈrdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caÒa, cerrados los ojos, y en doce horas llegÛ a Roma, y se apeÛ en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de BorbÛn, y por la maÒana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que habÌa visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandÛ el diablo que abriese los ojos, y los abriÛ, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osÛ mirar a la tierra por no desvanecerse. AsÌ que, Sancho, no hay para quÈ descubrirnos; que, el que nos lleva a cargo, Èl dar· cuenta de nosotros, y quiz· vamos tomando puntas y subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como hace el sacre o neblÌ sobre la garza para cogerla, por m·s que se remonte; y, aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardÌn, creÈme que debemos de haber hecho gran camino. -No sÈ lo que es -respondiÛ Sancho Panza-, sÛlo sÈ decir que si la seÒora Magallanes o Magalona se contentÛ destas ancas, que no debÌa de ser muy tierna de carnes. Todas estas pl·ticas de los dos valientes oÌan el duque y la duquesa y los del jardÌn, de que recibÌan estraordinario contento; y, queriendo dar remate a la estraÒa y bien fabricada aventura, por la cola de ClavileÒo le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, volÛ por los aires, con estraÒo ruido, y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados. En este tiempo ya se habÌan desparecido del jardÌn todo el barbado escuadrÛn de las dueÒas y la Trifaldi y todo, y los del jardÌn quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron maltrechos, y, mirando a todas partes, quedaron atÛnitos de verse en el mesmo jardÌn de donde habÌan partido y de ver tendido por tierra tanto n˙mero de gente; y creciÛ m·s su admiraciÛn cuando a un lado del jardÌn vieron hincada una gran lanza en el suelo y pendiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes letras de oro, estaba escrito lo siguiente: El Ìnclito caballero don Quijote de la Mancha feneciÛ y acabÛ la aventura de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueÒa Dolorida, y compaÒÌa, con sÛlo intentarla. Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas de las dueÒas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia en su prÌstino estado. Y, cuando se cumpliere el escuderil v·pulo, la blanca paloma se ver· libre de los pestÌferos girifaltes que la persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que asÌ est· ordenado por el sabio MerlÌn, protoencantador de los encantadores. Habiendo, pues, don Quijote leÌdo las letras del pergamino, claro entendiÛ que del desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando muchas gracias al cielo de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su pasada tez los rostros de las venerables dueÒas, que ya no parecÌan, se fue adonde el duque y la duquesa a˙n no habÌan vuelto en sÌ, y, trabando de la mano al duque, le dijo: -°Ea, buen seÒor, buen ·nimo; buen ·nimo, que todo es nada! La aventura es ya acabada sin daÒo de barras, como lo muestra claro el escrito que en aquel padrÛn est· puesto. El duque, poco a poco, y como quien de un pesado sueÒo recuerda, fue volviendo en sÌ, y por el mismo tenor la duquesa y todos los que por el jardÌn estaban caÌdos, con tales muestras de maravilla y espanto, que casi se podÌan dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien sabÌan fingir de burlas. LeyÛ el duque el cartel con los ojos medio cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote, diciÈndole ser el m·s buen caballero que en ning˙n siglo se hubiese visto. Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver quÈ rostro tenÌa sin las barbas, y si era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposiciÛn prometÌa, pero dijÈronle que, asÌ como ClavileÒo bajÛ ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el escuadrÛn de las dueÒas, con la Trifaldi, habÌa desaparecido, y que ya iban rapadas y sin caÒones. PreguntÛ la duquesa a Sancho que cÛmo le habÌa ido en aquel largo viaje. A lo cual Sancho respondiÛ: -Yo, seÒora, sentÌ que Ìbamos, seg˙n mi seÒor me dijo, volando por la regiÛn del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos, pero mi amo, a quien pedÌ licencia para descubrirme, no la consintiÛ; mas yo, que tengo no sÈ quÈ briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices apartÈ tanto cuanto el paÒizuelo que me tapaba los ojos, y por allÌ mirÈ hacia la tierra, y pareciÛme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas; porque se vea cu·n altos debÌamos de ir entonces. A esto dijo la duquesa: -Sancho amigo, mirad lo que decÌs, que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y est· claro que si la tierra os pareciÛ como un grano de mostaza, y cada hombre como una avellana, un hombre solo habÌa de cubrir toda la tierra. -AsÌ es verdad -respondiÛ Sancho-, pero, con todo eso, la descubrÌ por un ladito, y la vi toda. -Mirad, Sancho -dijo la duquesa-, que por un ladito no se vee el todo de lo que se mira. -Yo no sÈ esas miradas -replicÛ Sancho-: sÛlo sÈ que ser· bien que vuestra seÒorÌa entienda que, pues vol·bamos por encantamento, por encantamento podÌa yo ver toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creer· vuestra merced cÛmo, descubriÈndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo que no habÌa de mÌ a Èl palmo y medio, y por lo que puedo jurar, seÒora mÌa, que es muy grande adem·s. Y sucediÛ que Ìbamos por parte donde est·n las siete cabrillas; y en Dios y en mi ·nima que, como yo en mi niÒez fui en mi tierra cabrerizo, que asÌ como las vi, °me dio una gana de entretenerme con ellas un rato...! Y si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, y øquÈ hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi seÒor tampoco, bonita y pasitamente me apeÈ de ClavileÒo, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos alhelÌes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y ClavileÒo no se moviÛ de un lugar, ni pasÛ adelante. -Y, en tanto que el buen Sancho se entretenÌa con las cabras -preguntÛ el duque-, øen quÈ se entretenÌa el seÒor don Quijote? A lo que don Quijote respondiÛ: -Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mÌ sÈ decir que ni me descubrÌ por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es verdad que sentÌ que pasaba por la regiÛn del aire, y aun que tocaba a la del fuego; pero que pas·semos de allÌ no lo puedo creer, pues, estando la regiÛn del fuego entre el cielo de la luna y la ˙ltima regiÛn del aire, no podÌamos llegar al cielo donde est·n las siete cabrillas que Sancho dice, sin abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente o Sancho sueÒa. -Ni miento ni sueÒo -respondiÛ Sancho-: si no, preg˙ntenme las seÒas de las tales cabras, y por ellas ver·n si digo verdad o no. -DÌgalas, pues, Sancho -dijo la duquesa. -Son -respondiÛ Sancho- las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una de mezcla. -Nueva manera de cabras es Èsa -dijo el duque-, y por esta nuestra regiÛn del suelo no se usan tales colores; digo, cabras de tales colores. -Bien claro est· eso -dijo Sancho-; sÌ, que diferencia ha de haber de las cabras del cielo a las del suelo. -Decidme, Sancho -preguntÛ el duque-: øvistes all· en entre esas cabras alg˙n cabrÛn? -No, seÒor -respondiÛ Sancho-, pero oÌ decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna. No quisieron preguntarle m·s de su viaje, porque les pareciÛ que llevaba Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de cuanto all· pasaba, sin haberse movido del jardÌn. En resoluciÛn, Èste fue el fin de la aventura de la dueÒa Dolorida, que dio que reÌr a los duques, no sÛlo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera; y, lleg·ndose don Quijote a Sancho, al oÌdo le dijo: -Sancho, pues vos querÈis que se os crea lo que habÈis visto en el cielo, yo quiero que vos me cre·is a mÌ lo que vi en la cueva de Montesinos; y no os digo m·s. CapÌtulo XLII. De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la Ìnsula, con otras cosas bien consideradas Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenÌan para que se tuviesen por veras; y asÌ, habiendo dado la traza y Ûrdenes que sus criados y sus vasallos habÌan de guardar con Sancho en el gobierno de la Ìnsula prometida, otro dÌa, que fue el que sucediÛ al vuelo de ClavileÒo, dijo el duque a Sancho que se adeliÒase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humillÛ y le dijo: -DespuÈs que bajÈ del cielo, y despuÈs que desde su alta cumbre mirÈ la tierra y la vi tan pequeÒa, se templÛ en parte en mÌ la gana que tenÌa tan grande de ser gobernador; porque, øquÈ grandeza es mandar en un grano de mostaza, o quÈ dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaÒos como avellanas, que, a mi parecer, no habÌa m·s en toda la tierra? Si vuestra seÒorÌa fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese m·s de media legua, la tomarÌa de mejor gana que la mayor Ìnsula del mundo. -Mirad, amigo Sancho -respondiÛ el duque-: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uÒa, que a solo Dios est·n reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una Ìnsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fÈrtil y abundosa, donde si vos os sabÈis dar maÒa, podÈis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo. -Ahora bien -respondiÛ Sancho-, venga esa Ìnsula, que yo pugnarÈ por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a quÈ sabe el ser gobernador. -Si una vez lo prob·is, Sancho -dijo el duque-, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcÌsima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueÒo llegue a ser emperador, que lo ser· sin duda, seg˙n van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo. -SeÒor -replicÛ Sancho-, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado. -Con vos me entierren, Sancho, que sabÈis de todo -respondiÛ el duque-, y yo espero que serÈis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quÈdese esto aquÌ y advertid que maÒana en ese mesmo dÌa habÈis de ir al gobierno de la Ìnsula, y esta tarde os acomodar·n del traje conveniente que habÈis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida. -VÌstanme -dijo Sancho- como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido serÈ Sancho Panza. -AsÌ es verdad -dijo el duque-, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no serÌa bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, irÈis vestido parte de letrado y parte de capit·n, porque en la Ìnsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas. -Letras -respondiÛ Sancho-, pocas tengo, porque a˙n no sÈ el A, B, C; pero b·stame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejarÈ las que me dieren, hasta caer, y Dios delante. -Con tan buena memoria -dijo el duque-, no podr· Sancho errar en nada. En esto llegÛ don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se habÌa de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomÛ por la mano y se fue con Èl a su estancia, con intenciÛn de aconsejarle cÛmo se habÌa de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerrÛ tras sÌ la puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a Èl, y con reposada voz le dijo: -Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenÌa librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y t˙, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfÌan, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cÛmo ni cÛmo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquÌ entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. T˙, que para mÌ, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado de la andante caballerÌa, sin m·s ni m·s te vees gobernador de una Ìnsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, °oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y despuÈs las dar·s a la grandeza que en sÌ encierra la profesiÛn de la caballerÌa andante. Dispuesto, pues, el corazÛn a creer lo que te he dicho, est·, °oh hijo!, atento a este tu CatÛn, que quiere aconsejarte y ser norte y guÌa que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones. Primeramente, °oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle est· la sabidurÌa, y siendo sabio no podr·s errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el m·s difÌcil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldr· el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendr· a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideraciÛn de haber guardado puercos en tu tierra. -AsÌ es la verdad -respondiÛ Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero despuÈs, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardÈ, que no puercos; pero esto parÈceme a mÌ que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes. -AsÌ es verdad -replicÛ don Quijote-, por lo cual los no de principios nobles deben acompaÒar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuraciÛn maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondr· a correrte; y prÈciate m·s de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para quÈ tener envidia a los que los tienen de prÌncipes y seÒores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sÌ sola lo que la sangre no vale. Siendo esto asÌ, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estÈs en tu Ìnsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfar·s al cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que Èl hizo, y corresponder·s a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estÈn sin las propias), ensÈÒala, doctrÌnala y desb·stala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer r˙stica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que puede suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caÒa de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagar· con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca te guÌes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti m·s compasiÛn las l·grimas del pobre, pero no m·s justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y d·divas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la d·diva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar alg˙n pleito de alg˙n tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasiÛn propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las m·s veces, ser·n sin remedio; y si le tuvieren, ser· a costa de tu crÈdito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus l·grimas y tus oÌdos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razÛn en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la aÒadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu juridiciÛn considÈrale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muÈstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, m·s resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, ser·n luengos tus dÌas, tu fama ser· eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casar·s tus hijos como quisieres, tÌtulos tendr·n ellos y tus nietos, vivir·s en paz y benepl·cito de las gentes, y en los ˙ltimos pasos de la vida te alcanzar· el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrar·n tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquÌ te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo. CapÌtulo XLIII. De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza øQuiÈn oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en toc·ndole en la caballerÌa, y en los dem·s discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en Èsta destos segundos documentos que dio a Sancho, mostrÛ tener gran donaire, y puso su discreciÛn y su locura en un levantado punto. AtentÌsimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preÒez de su gobierno. ProsiguiÛ, pues, don Quijote, y dijo: -En lo que toca a cÛmo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uÒas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uÒas largas les hermosean las manos, como si aquel escremento y aÒadidura que se dejan de cortar fuese uÒa, siendo antes garras de cernÌcalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso. No andes, Sancho, desceÒido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ·nimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronerÌa, como se juzgÛ en la de Julio CÈsar. Toma con discreciÛn el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados, d·sela honesta y provechosa m·s que vistosa y bizarra, y rep·rtela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y asÌ tendr·s pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no la alcanzan los vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanerÌa. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectaciÛn es mala. Come poco y cena m·s poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estÛmago. SÈ templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie. -Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho. Y don Quijote le dijo: -Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y Èste es uno de los m·s torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y asÌ, la gente curiosa se ha acogido al latÌn, y al regoldar dice erutar, y a los reg¸eldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden estos tÈrminos, importa poco, que el uso los ir· introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso. -En verdad, seÒor -dijo Sancho-, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo. -Erutar, Sancho, que no regoldar -dijo don Quijote. -Erutar dirÈ de aquÌ adelante -respondiÛ Sancho-, y a fee que no se me olvide. -TambiÈn, Sancho, no has de mezclar en tus pl·ticas la muchedumbre de refranes que sueles; que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que m·s parecen disparates que sentencias. -Eso Dios lo puede remediar -respondiÛ Sancho-, porque sÈ m·s refranes que un libro, y viÈnenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riÒen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendrÈ cuenta de aquÌ adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo est· el que repica, y el dar y el tener seso ha menester. -°Eso sÌ, Sancho! -dijo don Quijote-: °encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! °CastÌgame mi madre, y yo trÛmpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquÌ una letanÌa dellos, que asÌ cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de ⁄beda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refr·n traÌdo a propÛsito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la pl·tica desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzÛn postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros, caballerizos. Sea moderado tu sueÒo, que el que no madruga con el sol, no goza del dÌa; y advierte, °oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jam·s llegÛ al tÈrmino que pide un buen deseo. Este ˙ltimo consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te ser· de menos provecho que los que hasta aquÌ te he dado; y es que jam·s te pongas a disputar de linajes, a lo menos, compar·ndolos entre sÌ, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres ser·s aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado. Tu vestido ser· calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco m·s largo; greguescos, ni por pienso, que no les est·n bien ni a los caballeros ni a los gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte; andar· el tiempo, y, seg˙n las ocasiones, asÌ ser·n mis documentos, como t˙ tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero øde quÈ han de servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las uÒas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasar· del magÌn, pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni acordar· m·s dellos que de las nubes de antaÒo, y asÌ, ser· menester que se me den por escrito, que, puesto que no sÈ leer ni escribir, yo se los darÈ a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester. -°Ah, pecador de mÌ -respondiÛ don Quijote-, y quÈ mal parece en los gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, °oh Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o Èl tan travieso y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y asÌ, querrÌa que aprendieses a firmar siquiera. -Bien sÈ firmar mi nombre -respondiÛ Sancho-, que cuando fui prioste en mi lugar, aprendÌ a hacer unas letras como de marca de fardo, que decÌan que decÌa mi nombre; cuanto m·s, que fingirÈ que tengo tullida la mano derecha, y harÈ que firme otro por mÌ; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, harÈ lo que quisiere; cuanto m·s, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es m·s que ser alcalde, °llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calÛÒenme, que vendr·n por lana y volver·n trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y, siÈndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habr· falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decÌa una mi ag¸ela, y del hombre arraigado no te ver·s vengado. -°Oh, maldito seas de Dios, Sancho! -dijo a esta sazÛn don Quijote-. °Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los est·s ensartando y d·ndome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un dÌa a la horca; por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ødÛnde los hallas, ignorante, o cÛmo los aplicas, mentecato, que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase? -Por Dios, seÒor nuestro amo -replicÛ Sancho-, que vuesa merced se queja de bien pocas cosas. øA quÈ diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y m·s refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venÌan aquÌ pintiparados, o como peras en tabaque, pero no los dirÈ, porque al buen callar llaman Sancho. -Ese Sancho no eres t˙ -dijo don Quijote-, porque no sÛlo no eres buen callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querrÌa saber quÈ cuatro refranes te ocurrÌan ahora a la memoria que venÌan aquÌ a propÛsito, que yo ando recorriendo la mÌa, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece. -øQuÈ mejores -dijo Sancho- que "entre dos muelas cordales nunca pongas tus pulgares", y "a idos de mi casa y quÈ querÈis con mi mujer, no hay responder", y "si da el c·ntaro en la piedra o la piedra en el c·ntaro, mal para el c·ntaro", todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su gobernador ni con el que le manda, porque saldr· lastimado, como el que pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que replicar, como al "salÌos de mi casa y quÈ querÈis con mi mujer". Pues lo de la piedra en el c·ntaro un ciego lo ver·. AsÌ que, es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga por Èl: "espantÛse la muerta de la degollada", y vuestra merced sabe bien que m·s sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena. -Eso no, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta ning˙n discreto edificio. Y dejemos esto aquÌ, Sancho, que si mal gobernares, tuya ser· la culpa, y mÌa la verg¸enza; mas consuÈlome que he hecho lo que debÌa en aconsejarte con las veras y con la discreciÛn a mÌ posible: con esto salgo de mi obligaciÛn y de mi promesa. Dios te guÌe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mÌ me saque del escr˙pulo que me queda que has de dar con toda la Ìnsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al duque quiÈn eres, diciÈndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias. -SeÒor -replicÛ Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquÌ le suelto, que m·s quiero un solo negro de la uÒa de mi alma que a todo mi cuerpo; y asÌ me sustentarÈ Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y m·s que, mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, ver· que sÛlo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sÈ m·s de gobiernos de Ìnsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, m·s me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno. -Por Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que, por solas estas ˙ltimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil Ìnsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiÈndate a Dios, y procura no errar en la primera intenciÛn; quiero decir que siempre tengas intento y firme propÛsito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y v·monos a comer, que creo que ya estos seÒores nos aguardan. CapÌtulo XLIV. CÛmo Sancho Panza fue llevado al gobierno, y de la estraÒa aventura que en el castillo sucediÛ a don Quijote Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capÌtulo, no le tradujo su intÈrprete como Èl le habÌa escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sÌ mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre habÌa de hablar dÈl y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios m·s graves y m·s entretenidos; y decÌa que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, habÌa usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capit·n cautivo, que est·n como separadas de la historia, puesto que las dem·s que allÌ se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podÌan dejar de escribirse. TambiÈn pensÛ, como Èl dice, que muchos, llevados de la atenciÛn que piden las hazaÒas de don Quijote, no la darÌan a las novelas, y pasarÌan por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sÌ contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando, por sÌ solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y asÌ, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y aun Èstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos lÌmites de la narraciÛn, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir. Y luego prosigue la historia diciendo que, en acabando de comer don Quijote, el dÌa que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio escritos, para que Èl buscase quien se los leyese; pero, apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que los comunicÛ con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote; y asÌ, llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompaÒamiento al lugar que para Èl habÌa de ser Ìnsula. AcaeciÛ, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque, muy discreto y muy gracioso -que no puede haber gracia donde no hay discreciÛn-, el cual habÌa hecho la persona de la condesa Trifaldi, con el donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus seÒores de cÛmo se habÌa de haber con Sancho, saliÛ con su intento maravillosamente. Digo, pues, que acaeciÛ que, asÌ como Sancho vio al tal mayordomo, se le figurÛ en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y, volviÈndose a su seÒor, le dijo: -SeÒor, o a mÌ me ha de llevar el diablo de aquÌ de donde estoy, en justo y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste mayordomo del duque, que aquÌ est·, es el mesmo de la Dolorida. MirÛ don Quijote atentamente al mayordomo, y, habiÈndole mirado, dijo a Sancho: -No hay para quÈ te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente, que no sÈ lo que quieres decir; que el rostro de la Dolorida es el del mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que, a serlo, implicarÌa contradiciÛn muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas averiguaciones, que serÌa entrarnos en intricados laberintos. CrÈeme, amigo, que es menester rogar a Nuestro SeÒor muy de veras que nos libre a los dos de malos hechiceros y de malos encantadores. -No es burla, seÒor -replicÛ Sancho-, sino que denantes le oÌ hablar, y no pareciÛ sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oÌdos. Ahora bien, yo callarÈ, pero no dejarÈ de andar advertido de aquÌ adelante, a ver si descubre otra seÒal que confirme o desfaga mi sospecha. -AsÌ lo has de hacer, Sancho -dijo don Quijote-, y dar·sme aviso de todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te sucediere. SaliÛ, en fin, Sancho, acompaÒado de mucha gente, vestido a lo letrado, y encima un gab·n muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detr·s dÈl, por orden del duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. VolvÌa Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compaÒÌa iba tan contento que no se trocara con el emperador de AlemaÒa. Al despedirse de los duques, les besÛ las manos, y tomÛ la bendiciÛn de su seÒor, que se la dio con l·grimas, y Sancho la recibiÛ con pucheritos. Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, y espera dos fanegas de risa, que te ha de causar el saber cÛmo se portÛ en su cargo, y, en tanto, atiende a saber lo que le pasÛ a su amo aquella noche; que si con ello no rieres, por lo menos desplegar·s los labios con risa de jimia, porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiraciÛn, o con risa. CuÈntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintiÛ su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisiÛn y quitarle el gobierno, lo hiciera. ConociÛ la duquesa su melancolÌa, y preguntÛle que de quÈ estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos, dueÒas y doncellas habÌa en su casa que le servirÌan muy a satisfaciÛn de su deseo. -Verdad es, seÒora mÌa -respondiÛ don Quijote-, que siento la ausencia de Sancho, pero no es Èsa la causa principal que me hace parecer que estoy triste, y, de los muchos ofrecimientos que vuestra excelencia me hace, solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en lo dem·s, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y permita que yo solo sea el que me sirva. -En verdad -dijo la duquesa-, seÒor don Quijote, que no ha de ser asÌ: que le han de servir cuatro doncellas de las mÌas, hermosas como unas flores. -Para mÌ -respondiÛ don Quijote- no ser·n ellas como flores, sino como espinas que me puncen el alma. AsÌ entrar·n ellas en mi aposento, ni cosa que lo parezca, como volar. Si es que vuestra grandeza quiere llevar adelante el hacerme merced sin yo merecerla, dÈjeme que yo me las haya conmigo, y que yo me sirva de mis puertas adentro, que yo ponga una muralla en medio de mis deseos y de mi honestidad; y no quiero perder esta costumbre por la liberalidad que vuestra alteza quiere mostrar conmigo. Y, en resoluciÛn, antes dormirÈ vestido que consentir que nadie me desnude. -No m·s, no m·s, seÒor don Quijote -replicÛ la duquesa-. Por mÌ digo que darÈ orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que una doncella; no soy yo persona, que por mÌ se ha de descabalar la decencia del seÒor don Quijote; que, seg˙n se me ha traslucido, la que m·s campea entre sus muchas virtudes es la de la honestidad. Desn˙dese vuesa merced y vÌstase a sus solas y a su modo, como y cuando quisiere, que no habr· quien lo impida, pues dentro de su aposento hallar· los vasos necesarios al menester del que duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue a que la abra. Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre estendido por toda la redondez de la tierra, pues mereciÛ ser amada de tan valiente y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el corazÛn de Sancho Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo de la belleza de tan gran seÒora. A lo cual dijo don Quijote: -Vuestra altitud ha hablado como quien es, que en la boca de las buenas seÒoras no ha de haber ninguna que sea mala; y m·s venturosa y m·s conocida ser· en el mundo Dulcinea por haberla alabado vuestra grandeza, que por todas las alabanzas que puedan darle los m·s elocuentes de la tierra. -Agora bien, seÒor don Quijote -replicÛ la duquesa-, la hora de cenar se llega, y el duque debe de esperar: venga vuesa merced y cenemos, y acostar·se temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan corto que no haya causado alg˙n molimiento. -No siento ninguno, seÒora -respondiÛ don Quijote-, porque osarÈ jurar a Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia m·s reposada ni de mejor paso que ClavileÒo; y no sÈ yo quÈ le pudo mover a Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla asÌ, sin m·s ni m·s. -A eso se puede imaginar -respondiÛ la duquesa- que, arrepentido del mal que habÌa hecho a la Trifaldi y compaÒÌa, y a otras personas, y de las maldades que como hechicero y encantador debÌa de haber cometido, quiso concluir con todos los instrumentos de su oficio, y, como a principal y que m·s le traÌa desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasÛ a ClavileÒo; que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el valor del gran don Quijote de la Mancha. De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a la duquesa, y, en cenando, don Quijote se retirÛ en su aposento solo, sin consentir que nadie entrase con Èl a servirle: tanto se temÌa de encontrar ocasiones que le moviesen o forzasen a perder el honesto decoro que a su seÒora Dulcinea guardaba, siempre puesta en la imaginaciÛn la bondad de AmadÌs, flor y espejo de los andantes caballeros. CerrÛ tras sÌ la puerta, y a la luz de dos velas de cera se desnudÛ, y al descalzarse -°oh desgracia indigna de tal persona!- se le soltaron, no suspiros, ni otra cosa, que desacreditasen la limpieza de su policÌa, sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedÛ hecha celosÌa. AfligiÛse en estremo el buen seÒor, y diera Èl por tener allÌ un adarme de seda verde una onza de plata; digo seda verde porque las medias eran verdes. AquÌ exclamÛ Benengeli, y, escribiendo, dijo ''°Oh pobreza, pobreza! °No sÈ yo con quÈ razÛn se moviÛ aquel gran poeta cordobÈs a llamarte d·diva santa desagradecida! Yo, aunque moro, bien sÈ, por la comunicaciÛn que he tenido con cristianos, que la santidad consiste en la caridad, humildad, fee, obediencia y pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos: "Tened todas las cosas como si no las tuviÈsedes"; y a esto llaman pobreza de espÌritu; pero t˙, segunda pobreza, que eres de la que yo hablo, øpor quÈ quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos m·s que con la otra gente? øPor quÈ los obligas a dar pantalia a los zapatos, y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerdas, y otros de vidro? øPor quÈ sus cuellos, por la mayor parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde?'' Y en esto se echar· de ver que es antiguo el uso del almidÛn y de los cuellos abiertos. Y prosiguiÛ: ''°Miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipÛcrita al palillo de dientes con que sale a la calle despuÈs de no haber comido cosa que le obligue a limpi·rselos! °Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estÛmago!'' Todo esto se le renovÛ a don Quijote en la soltura de sus puntos, pero consolÛse con ver que Sancho le habÌa dejado unas botas de camino, que pensÛ ponerse otro dÌa. Finalmente, Èl se recostÛ pensativo y pesaroso, asÌ de la falta que Sancho le hacÌa como de la inreparable desgracia de sus medias, a quien tomara los puntos, aunque fuera con seda de otra color, que es una de las mayores seÒales de miseria que un hidalgo puede dar en el discurso de su prolija estrecheza. MatÛ las velas; hacÌa calor y no podÌa dormir; levantÛse del lecho y abriÛ un poco la ventana de una reja que daba sobre un hermoso jardÌn, y, al abrirla, sintiÛ y oyÛ que andaba y hablaba gente en el jardÌn. P˙sose a escuchar atentamente. Levantaron la voz los de abajo, tanto, que pudo oÌr estas razones: -No me porfÌes, °oh Emerencia!, que cante, pues sabes que, desde el punto que este forastero entrÛ en este castillo y mis ojos le miraron, yo no sÈ cantar, sino llorar; cuanto m·s, que el sueÒo de mi seÒora tiene m·s de ligero que de pesado, y no querrÌa que nos hallase aquÌ por todo el tesoro del mundo. Y, puesto caso que durmiese y no despertase, en vano serÌa mi canto si duerme y no despierta para oÌrle este nuevo Eneas, que ha llegado a mis regiones para dejarme escarnida. -No des en eso, Altisidora amiga -respondieron-, que sin duda la duquesa y cuantos hay en esa casa duermen, si no es el seÒor de tu corazÛn y el despertador de tu alma, porque ahora sentÌ que abrÌa la ventana de la reja de su estancia, y sin duda debe de estar despierto; canta, lastimada mÌa, en tono bajo y suave al son de tu arpa, y, cuando la duquesa nos sienta, le echaremos la culpa al calor que hace. -No est· en eso el punto, °oh Emerencia! -respondiÛ la Altisidora-, sino en que no querrÌa que mi canto descubriese mi corazÛn y fuese juzgada de los que no tienen noticia de las fuerzas poderosas de amor por doncella antojadiza y liviana. Pero venga lo que viniere, que m·s vale verg¸enza en cara que mancilla en corazÛn. Y, en esto, sintiÛ tocar una arpa suavÌsimamente. Oyendo lo cual, quedÛ don Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria las infinitas aventuras semejantes a aquÈlla, de ventanas, rejas y jardines, m˙sicas, requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros de caballerÌas habÌa leÌdo. Luego imaginÛ que alguna doncella de la duquesa estaba dÈl enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad; temiÛ no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer; y, encomend·ndose de todo buen ·nimo y buen talante a su seÒora Dulcinea del Toboso, determinÛ de escuchar la m˙sica; y, para dar a entender que allÌ estaba, dio un fingido estornudo, de que no poco se alegraron las doncellas, que otra cosa no deseaban sino que don Quijote las oyese. Recorrida, pues, y afinada la arpa, Altisidora dio principio a este romance: -°Oh, t˙, que est·s en tu lecho, entre s·banas de holanda, durmiendo a pierna tendida de la noche a la maÒana, caballero el m·s valiente que ha producido la Mancha, m·s honesto y m·s bendito que el oro fino de Arabia! Oye a una triste doncella, bien crecida y mal lograda, que en la luz de tus dos soles se siente abrasar el alma. T˙ buscas tus aventuras, y ajenas desdichas hallas; das las feridas, y niegas el remedio de sanarlas. Dime, valeroso joven, que Dios prospere tus ansias, si te criaste en la Libia, o en las montaÒas de Jaca; si sierpes te dieron leche; si, a dicha, fueron tus amas la aspereza de las selvas y el horror de las montaÒas. Muy bien puede Dulcinea, doncella rolliza y sana, preciarse de que ha rendido a una tigre y fiera brava. Por esto ser· famosa desde Henares a Jarama, desde el Tajo a Manzanares, desde Pisuerga hasta Arlanza. Troc·reme yo por ella, y diera encima una saya de las m·s gayadas mÌas, que de oro le adornan franjas. °Oh, quiÈn se viera en tus brazos, o si no, junto a tu cama, rasc·ndote la cabeza y mat·ndote la caspa! Mucho pido, y no soy digna de merced tan seÒalada: los pies quisiera traerte, que a una humilde esto le basta. °Oh, quÈ de cofias te diera, quÈ de escarpines de plata, quÈ de calzas de damasco, quÈ de herreruelos de holanda! °QuÈ de finÌsimas perlas, cada cual como una agalla, que, a no tener compaÒeras, Las solas fueran llamadas! No mires de tu Tarpeya este incendio que me abrasa, NerÛn manchego del mundo, ni le avives con tu saÒa. NiÒa soy, pulcela tierna, mi edad de quince no pasa: catorce tengo y tres meses, te juro en Dios y en mi ·nima. No soy renca, ni soy coja, ni tengo nada de manca; los cabellos, como lirios, que, en pie, por el suelo arrastran. Y, aunque es mi boca aguileÒa y la nariz algo chata, ser mis dientes de topacios mi belleza al cielo ensalza. Mi voz, ya ves, si me escuchas, que a la que es m·s dulce iguala, y soy de disposiciÛn algo menos que mediana. Estas y otras gracias mÌas, son despojos de tu aljaba; desta casa soy doncella, y Altisidora me llaman. AquÌ dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzÛ el asombro del requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sÌ: -°Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire que de mÌ no se enamore...! °Que tenga de ser tan corta de ventura la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la incomparable firmeza mÌa...! øQuÈ la querÈis, reinas? øA quÈ la perseguÌs, emperatrices? øPara quÈ la acos·is, doncellas de a catorce a quince aÒos? Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte que Amor quiso darle en rendirle mi corazÛn y entregarle mi alma. Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, y para todas las dem·s soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acÌbar; para mÌ sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las dem·s, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojÛ la naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora; desespÈrese Madama, por quien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de ser de Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar de todas las potestades hechiceras de la tierra. Y, con esto, cerrÛ de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostÛ en su lecho, donde le dejaremos por ahora, porque nos est· llamando el gran Sancho Panza, que quiere dar principio a su famoso gobierno. CapÌtulo XLV. De cÛmo el gran Sancho Panza tomÛ la posesiÛn de su Ìnsula, y del modo que comenzÛ a gobernar °Oh perpetuo descubridor de los antÌpodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquÌ, Febo allÌ, tirador ac·, mÈdico acull·, padre de la PoesÌa, inventor de la M˙sica: t˙ que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, °oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narraciÛn del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso. Digo, pues, que con todo su acompaÒamiento llegÛ Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenÌa. DiÈronle a entender que se llamaba la Ìnsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le habÌa dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, saliÛ el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegrÌa, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridÌculas ceremonias, le entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador de la Ìnsula Barataria. El traje, las barbas, la gordura y pequeÒez del nuevo gobernador tenÌa admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabÌa, y aun a todos los que lo sabÌan, que eran muchos. Finalmente, en sac·ndole de la iglesia, le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo del duque le dijo: -Es costumbre antigua en esta Ìnsula, seÒor gobernador, que el que viene a tomar posesiÛn desta famosa Ìnsula est· obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y asÌ, o se alegra o se entristece con su venida. En tanto que el mayordomo decÌa esto a Sancho, estaba Èl mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas; y, como Èl no sabÌa leer, preguntÛ que quÈ eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido: -SeÒor, allÌ esta escrito y notado el dÌa en que Vuestra SeÒorÌa tomÛ posesiÛn desta Ìnsula, y dice el epitafio: Hoy dÌa, a tantos de tal mes y de tal aÒo, tomÛ la posesiÛn desta Ìnsula el seÒor don Sancho Panza, que muchos aÒos la goce. -Y øa quiÈn llaman don Sancho Panza? -preguntÛ Sancho. -A vuestra seÒorÌa -respondiÛ el mayordomo-, que en esta Ìnsula no ha entrado otro Panza sino el que est· sentado en esa silla. -Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamÛ mi padre, y Sancho mi ag¸elo, y todos fueron Panzas, sin aÒadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta Ìnsula debe de haber m·s dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podr· ser que, si el gobierno me dura cuatro dÌas, yo escardarÈ estos dones, que, por la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el seÒor mayordomo, que yo responderÈ lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo. A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traÌa unas tijeras en la mano, y el sastre dijo: -SeÒor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en razÛn que este buen hombre llegÛ a mi tienda ayer (que yo, con perdÛn de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniÈndome un pedazo de paÒo en las manos, me preguntÛ: ''SeÒor, øhabrÌa en esto paÒo harto para hacerme una caperuza?'' Yo, tanteando el paÒo, le respondÌ que sÌ; Èl debiÛse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginÈ bien, que sin duda yo le querÌa hurtar alguna parte del paÒo, fund·ndose en su malicia y en la mala opiniÛn de los sastres, y replicÛme que mirase si habrÌa para dos; adivinÈle el pensamiento y dÌjele que sÌ; y Èl, caballero en su daÒada y primera intenciÛn, fue aÒadiendo caperuzas, y yo aÒadiendo sÌes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que le pague o vuelva su paÒo. -øEs todo esto asÌ, hermano? -preguntÛ Sancho. -SÌ, seÒor -respondiÛ el hombre-, pero h·gale vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho. -De buena gana -respondiÛ el sastre. Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostrÛ en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo: -He aquÌ las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paÒo, y yo darÈ la obra a vista de veedores del oficio. Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo: -ParÈceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varÛn; y asÌ, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paÒo, y las caperuzas se lleven a los presos de la c·rcel, y no haya m·s. Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero moviÛ a admiraciÛn a los circunstantes, Èsta les provocÛ a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandÛ el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traÌa una caÒaheja por b·culo, y el sin b·culo dijo: -SeÒor, a este buen hombre le prestÈ dÌas ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condiciÛn que me los volviese cuando se los pidiese; pas·ronse muchos dÌas sin pedÌrselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvÈrmelos que la que Èl tenÌa cuando yo se los prestÈ; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le prestÈ, y que si se los prestÈ, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto; querrÌa que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquÌ y para delante de Dios. -øQuÈ decÌs vos a esto, buen viejo del b·culo? -dijo Sancho. A lo que dijo el viejo: -Yo, seÒor, confieso que me los prestÛ, y baje vuestra merced esa vara; y, pues Èl lo deja en mi juramento, yo jurarÈ como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente. BajÛ el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del b·culo dio el b·culo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habÌan prestado aquellos diez escudos que se le pedÌan; pero que Èl se los habÌa vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvÌa a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntÛ al acreedor quÈ respondÌa a lo que decÌa su contrario; y dijo que sin duda alguna su deudor debÌa de decir verdad, porque le tenÌa por hombre de bien y buen cristiano, y que a Èl se le debÌa de haber olvidado el cÛmo y cu·ndo se los habÌa vuelto, y que desde allÌ en adelante jam·s le pidirÌa nada. TornÛ a tomar su b·culo el deudor, y, bajando la cabeza, se saliÛ del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin m·s ni m·s se iba, y viendo tambiÈn la paciencia del demandante, inclinÛ la cabeza sobre el pecho, y, poniÈndose el Ìndice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeÒo espacio, y luego alzÛ la cabeza y mandÛ que le llamasen al viejo del b·culo, que ya se habÌa ido. TrujÈronsele, y, en viÈndole Sancho, le dijo: -Dadme, buen hombre, ese b·culo, que le he menester. -De muy buena gana -respondiÛ el viejo-: hele aquÌ, seÒor. Y p˙sosele en la mano. TomÛle Sancho, y, d·ndosele al otro viejo, le dijo: -Andad con Dios, que ya vais pagado. -øYo, seÒor? -respondiÛ el viejo-. Pues, øvale esta caÒaheja diez escudos de oro? -SÌ -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se ver· si tengo yo caletre para gobernar todo un reino. Y mandÛ que allÌ, delante de todos, se rompiese y abriese la caÒa. HÌzose asÌ, y en el corazÛn della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo SalomÛn. Pregunt·ronle de dÛnde habÌa colegido que en aquella caÒaheja estaban aquellos diez escudos, y respondiÛ que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel b·culo, en tanto que hacÌa el juramento, y jurar que se los habÌa dado real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le tornÛ a pedir el b·culo, le vino a la imaginaciÛn que dentro dÈl estaba la paga de lo que pedÌan. De donde se podÌa colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y m·s, que Èl habÌa oÌdo contar otro caso como aquÈl al cura de su lugar, y que Èl tenÌa tan gran memoria, que, a no olvid·rsele todo aquello de que querÌa acordarse, no hubiera tal memoria en toda la Ìnsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribÌa las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendrÌa y pondrÌa por tonto o por discreto. Luego, acabado este pleito, entrÛ en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venÌa dando grandes voces, diciendo: -°Justicia, seÒor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la irÈ a buscar al cielo! SeÒor gobernador de mi ·nima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, °desdichada de mÌ!, me ha llevado lo que yo tenÌa guardado m·s de veinte y tres aÒos ha, defendiÈndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un alcornoque, conserv·ndome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme. -Aun eso est· por averiguar: si tiene limpias o no las manos este gal·n -dijo Sancho. Y, volviÈndose al hombre, le dijo quÈ decÌa y respondÌa a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondiÛ: -SeÒores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta maÒana salÌa deste lugar de vender, con perdÛn sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliÒas poco menos de lo que ellos valÌan; volvÌame a mi aldea, topÈ en el camino a esta buena dueÒa, y el diablo, que todo lo aÒasca y todo lo cuece, hizo que yog·semos juntos; paguÈle lo soficiente, y ella, mal contenta, asiÛ de mÌ, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcÈ, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y Èsta es toda la verdad, sin faltar meaja. Entonces el gobernador le preguntÛ si traÌa consigo alg˙n dinero en plata; Èl dijo que hasta veinte ducados tenÌa en el seno, en una bolsa de cuero. MandÛ que la sacase y se la entregase, asÌ como estaba, a la querellante; Èl lo hizo temblando; tomÛla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del seÒor gobernador, que asÌ miraba por las huÈrfanas menesterosas y doncellas; y con esto se saliÛ del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero mirÛ si era de plata la moneda que llevaba dentro. Apenas saliÛ, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las l·grimas, y los ojos y el corazÛn se iban tras su bolsa: -Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquÌ con ella. Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partiÛ como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allÌ a poco volvieron el hombre y la mujer m·s asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quit·rsela; mas no era posible, seg˙n la mujer la defendÌa, la cual daba voces diciendo: -°Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, seÒor gobernador, la poca verg¸enza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandÛ darme. -Y øh·osla quitado? -preguntÛ el gobernador. -øCÛmo quitar? -respondiÛ la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. °Bonita es la niÒa! °Otros gatos me han de echar a las barbas, que no este desventurado y asqueroso! °Tenazas y martillos, mazos y escoplos no ser·n bastantes a sac·rmela de las uÒas, ni aun garras de leones: antes el ·nima de en mitad en mitad de las carnes! -Ella tiene razÛn -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mÌas no son bastantes para quit·rsela, y dÈjola. Entonces el gobernador dijo a la mujer: -Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa. Ella se la dio luego, y el gobernador se la volviÛ al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada: -Hermana mÌa, si el mismo aliento y valor que habÈis mostrado para defender esta bolsa le mostr·rades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de HÈrcules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no parÈis en toda esta Ìnsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. °Andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora! EspantÛse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre: -Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquÌ adelante, si no le querÈis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie. El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando. Y quÈdese aquÌ el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo, alborozado con la m˙sica de Altisidora. CapÌtulo XLVI. Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibiÛ don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habÌan causado la m˙sica de la enamorada doncella Altisidora. AcostÛse con ellos, y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y junt·bansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corriÛ caballero en las horas, y con mucha presteza llegÛ la de la maÒana. Lo cual visto por don Quijote, dejÛ las blandas plumas, y, no nada perezoso, se vistiÛ su acamuzado vestido y se calzÛ sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus medias; arrojÛse encima su mantÛn de escarlata y p˙sose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgÛ el tahelÌ de sus hombros con su buena y tajadora espada, asiÛ un gran rosario que consigo contino traÌa, y con gran prosopopeya y contoneo saliÛ a la antesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y como esper·ndole; y, al pasar por una galerÌa, estaban aposta esper·ndole Altisidora y la otra doncella su amiga, y, asÌ como Altisidora vio a don Quijote, fingiÛ desmayarse, y su amiga la recogiÛ en sus faldas, y con gran presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, lleg·ndose a ellas, dijo: -Ya sÈ yo de quÈ proceden estos accidentes. -No sÈ yo de quÈ -respondiÛ la amiga-, porque Altisidora es la doncella m·s sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un °ay! en cuanto ha que la conozco, que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si es que todos son desagradecidos. V·yase vuesa merced, seÒor don Quijote, que no volver· en sÌ esta pobre niÒa en tanto que vuesa merced aquÌ estuviere. A lo que respondiÛ don Quijote: -Haga vuesa merced, seÒora, que se me ponga un la˙d esta noche en mi aposento, que yo consolarÈ lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella; que en los principios amorosos los desengaÒos prestos suelen ser remedios calificados. Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allÌ le viesen. No se hubo bien apartado, cuando, volviendo en sÌ la desmayada Altisidora, dijo a su compaÒera: -Menester ser· que se le ponga el la˙d, que sin duda don Quijote quiere darnos m˙sica, y no ser· mala, siendo suya. Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del la˙d que pedÌa don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertÛ con el duque y con sus doncellas de hacerle una burla que fuese m·s risueÒa que daÒosa, y con mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se habÌa venido el dÌa, el cual pasaron los duques en sabrosas pl·ticas con don Quijote. Y la duquesa aquel dÌa real y verdaderamente despachÛ a un paje suyo, que habÌa hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a Teresa Panza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lÌo de ropa que habÌa dejado para que se le enviase, encarg·ndole le trujese buena relaciÛn de todo lo que con ella pasase. Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, hallÛ don Quijote una vihuela en su aposento; templÛla, abriÛ la reja, y sintiÛ que andaba gente en el jardÌn; y, habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afin·ndola lo mejor que supo, escupiÛ y remondÛse el pecho, y luego, con una voz ronquilla, aunque entonada, cantÛ el siguiente romance, que Èl mismo aquel dÌa habÌa compuesto: -Suelen las fuerzas de amor sacar de quicio a las almas, tomando por instrumento la ociosidad descuidada. Suele el coser y el labrar, y el estar siempre ocupada, ser antÌdoto al veneno de las amorosas ansias. Las doncellas recogidas que aspiran a ser casadas, la honestidad es la dote y voz de sus alabanzas. Los andantes caballeros, y los que en la corte andan, requiÈbranse con las libres, con las honestas se casan. Hay amores de levante, que entre huÈspedes se tratan, que llegan presto al poniente, porque en el partirse acaban. El amor reciÈn venido, que hoy llegÛ y se va maÒana, las im·gines no deja bien impresas en el alma. Pintura sobre pintura ni se muestra ni seÒala; y do hay primera belleza, la segunda no hace baza. Dulcinea del Toboso del alma en la tabla rasa tengo pintada de modo que es imposible borrarla. La firmeza en los amantes es la parte m·s preciada, por quien hace amor milagros, y asimesmo los levanta. AquÌ llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque y la duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a plomo caÌa, descolgaron un cordel donde venÌan m·s de cien cencerros asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traÌan cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que, aunque los duques habÌan sido inventores de la burla, todavÌa les sobresaltÛ; y, temeroso, don Quijote quedÛ pasmado. Y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y, dando de una parte a otra, parecÌa que una regiÛn de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardÌan, y andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que no sabÌa la verdad del caso, estaba suspensa y admirada. LevantÛse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzÛ a tirar estocadas por la reja y a decir a grandes voces: -°Afuera, malignos encantadores! °Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones! Y, volviÈndose a los gatos que andaban por el aposento, les tirÛ muchas cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allÌ se salieron, aunque uno, viÈndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltÛ al rostro y le asiÛ de las narices con las uÒas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzÛ a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque y la duquesa, y considerando lo que podÌa ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudiÛ el duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces: -°No me le quite nadie! °DÈjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador, que yo le darÈ a entender de mÌ a Èl quiÈn es don Quijote de la Mancha! Pero el gato, no cur·ndose destas amenazas, gruÒÌa y apretaba. Mas, en fin, el duque se le desarraigÛ y le echÛ por la reja. QuedÛ don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habÌan dejado fenecer la batalla que tan trabada tenÌa con aquel malandrÌn encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con sus blanquÌsimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido; y, al ponÈrselas, con voz baja le dijo: -Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni t˙ lo goces, ni llegues a t·lamo con ella, a lo menos viviendo yo, que te adoro. A todo esto no respondiÛ don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo suspiro, y luego se tendiÛ en su lecho, agradeciendo a los duques la merced, no porque Èl tenÌa temor de aquella canalla gatesca, encantadora y cencerruna, sino porque habÌa conocido la buena intenciÛn con que habÌan venido a socorrerle. Los duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le saliera a don Quijote aquella aventura, que le costÛ cinco dÌas de encerramiento y de cama, donde le sucediÛ otra aventura m·s gustosa que la pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho Panza, que andaba muy solÌcito y muy gracioso en su gobierno. CapÌtulo XLVII. Donde se prosigue cÛmo se portaba Sancho Panza en su gobierno Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpÌsima mesa; y, asÌ como Sancho entrÛ en la sala, sonaron chirimÌas, y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibiÛ con mucha gravedad. CesÛ la m˙sica, sentÛse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no habÌa m·s de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. P˙sose a su lado en pie un personaje, que despuÈs mostrÛ ser mÈdico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquÌsima y blanca toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno que parecÌa estudiante echÛ la bendiciÛn, y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacÌa el oficio de maestresala, llegÛ un plato de fruta delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandÌsima celeridad; pero el maestresala le llegÛ otro de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero, antes que llegase a Èl ni le gustase, ya la varilla habÌa tocado en Èl, y un paje alz·dole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedÛ suspenso, y, mirando a todos, preguntÛ si se habÌa de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondiÛ el de la vara: -No se ha de comer, seÒor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras Ìnsulas donde hay gobernadores. Yo, seÒor, soy mÈdico, y estoy asalariado en esta Ìnsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho m·s que por la mÌa, estudiando de noche y de dÌa, y tanteando la complexiÛn del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daÒo y ser nocivo al estÛmago; y asÌ, mandÈ quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente h˙meda, y el plato del otro manjar tambiÈn le mandÈ quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe mata y consume el h˙medo radical, donde consiste la vida. -Desa manera, aquel plato de perdices que est·n allÌ asadas, y, a mi parecer, bien sazonadas, no me har·n alg˙n daÒo. A lo que el mÈdico respondiÛ: -…sas no comer· el seÒor gobernador en tanto que yo tuviere vida. -Pues, øpor quÈ? -dijo Sancho. Y el mÈdico respondiÛ: -Porque nuestro maestro HipÛcrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malÌsima". -Si eso es asÌ -dijo Sancho-, vea el seÒor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cu·l me har· m·s provecho y cu·l menos daÒo, y dÈjeme comer dÈl sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador, y asÌ Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al seÒor doctor y Èl m·s me diga, antes ser· quitarme la vida que aument·rmela. -Vuestra merced tiene razÛn, seÒor gobernador -respondiÛ el mÈdico-; y asÌ, es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allÌ est·n, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, a˙n se pudiera probar, pero no hay para quÈ. Y Sancho dijo: -Aquel platonazo que est· m·s adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podrÈ dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho. -Absit! -dijo el mÈdico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. All· las ollas podridas para los canÛnigos, o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y dÈjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razÛn es porque siempre y a doquiera y de quienquiera son m·s estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar y en las compuestas sÌ, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; mas lo que yo sÈ que ha de comer el seÒor gobernador ahora, para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de caÒutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estÛmago y le ayuden a la digestiÛn. Oyendo esto Sancho, se arrimÛ sobre el espaldar de la silla y mirÛ de hito en hito al tal mÈdico, y con voz grave le preguntÛ cÛmo se llamaba y dÛnde habÌa estudiado. A lo que Èl respondiÛ: -Yo, seÒor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Ag¸ero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que est· entre Caracuel y AlmodÛvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna. A lo que respondiÛ Sancho, todo encendido en cÛlera: -Pues, seÒor doctor Pedro Recio de Mal Ag¸ero, natural de Tirteafuera, lugar que est· a la derecha mano como vamos de Caracuel a AlmodÛvar del Campo, graduado en Osuna, quÌteseme luego delante, si no, voto al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por Èl, no me ha de quedar mÈdico en toda la Ìnsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los mÈdicos sabios, prudentes y discretos los pondrÈ sobre mi cabeza y los honrarÈ como a personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquÌ; si no, tomarÈ esta silla donde estoy sentado y se la estrellarÈ en la cabeza; y pÌdanmelo en residencia, que yo me descargarÈ con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal mÈdico, verdugo de la rep˙blica. Y denme de comer, o si no, tÛmense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueÒo no vale dos habas. AlborotÛse el doctor, viendo tan colÈrico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonÛ una corneta de posta en la calle, y, asom·ndose el maestresala a la ventana, volviÛ diciendo: -Correo viene del duque mi seÒor; alg˙n despacho debe de traer de importancia. EntrÛ el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandÛ leyese el sobreescrito, que decÌa asÌ: A don Sancho Panza, gobernador de la Ìnsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario. Oyendo lo cual, Sancho dijo: -øQuiÈn es aquÌ mi secretario? Y uno de los que presentes estaban respondiÛ: -Yo, seÒor, porque sÈ leer y escribir, y soy vizcaÌno. -Con esa aÒadidura -dijo Sancho-, bien podÈis ser secretario del mismo emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice. HÌzolo asÌ el reciÈn nacido secretario, y, habiendo leÌdo lo que decÌa, dijo que era negocio para tratarle a solas. MandÛ Sancho despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los dem·s y el mÈdico se fueron; y luego el secretario leyÛ la carta, que asÌ decÌa: A mi noticia ha llegado, seÒor don Sancho Panza, que unos enemigos mÌos y desa Ìnsula la han de dar un asalto furioso, no sÈ quÈ noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. SÈ tambiÈn, por espÌas verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo, y mirad quiÈn llega a hablaros, y no com·is de cosa que os presentaren. Yo tendrÈ cuidado de socorreros si os viÈredes en trabajo, y en todo harÈis como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de la maÒana. Vuestro amigo, El Duque. QuedÛ atÛnito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes; y, volviÈndose al mayordomo, le dijo: -Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser Èl, y de muerte adminÌcula y pÈsima, como es la de la hambre. -TambiÈn -dijo el maestresala- me parece a mÌ que vuesa merced no coma de todo lo que est· en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y, como suele decirse, detr·s de la cruz est· el diablo. -No lo niego -respondiÛ Sancho-, y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podr· venir veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester ser· estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazÛn, que no corazÛn tripas. Y vos, secretario, responded al duque mi seÒor y decidle que se cumplir· lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y darÈis de mi parte un besamanos a mi seÒora la duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y mi lÌo a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibirÈ mucha merced, y tendrÈ cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino podÈis encajar un besamanos a mi seÒor don Quijote de la Mancha, porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaÌno, podÈis aÒadir todo lo que quisiÈredes y m·s viniere a cuento. Y ·lcense estos manteles, y denme a mÌ de comer, que yo me avendrÈ con cuantas espÌas y matadores y encantadores vinieren sobre mÌ y sobre mi Ìnsula. En esto entrÛ un paje, y dijo: -AquÌ est· un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra SeÒorÌa en un negocio, seg˙n Èl dice, de mucha importancia. -EstraÒo caso es Èste -dijo Sancho- destos negociantes. øEs posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como Èstas no son en las que han de venir a negociar? øPor ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra marmol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durar·, seg˙n se me trasluce), que yo ponga en pretina a m·s de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre; pero adviÈrtase primero no sea alguno de los espÌas, o matador mÌo. -No, seÒor -respondiÛ el paje-, porque parece una alma de c·ntaro, y yo sÈ poco, o Èl es tan bueno como el buen pan. -No hay que temer -dijo el mayordomo-, que aquÌ estamos todos. -øSerÌa posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no est· aquÌ el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla? -Esta noche, a la cena, se satisfar· la falta de la comida, y quedar· Vuestra SeÒorÌa satisfecho y pagado -dijo el maestresala. -Dios lo haga -respondiÛ Sancho. Y, en esto, entrÛ el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue: -øQuiÈn es aquÌ el seÒor gobernador? -øQuiÈn ha de ser -respondiÛ el secretario-, sino el que est· sentado en la silla? -HumÌllome, pues, a su presencia -dijo el labrador. Y, poniÈndose de rodillas, le pidiÛ la mano para bes·rsela. NegÛsela Sancho, y mandÛ que se levantase y dijese lo que quisiese. HÌzolo asÌ el labrador, y luego dijo: -Yo, seÒor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que est· dos leguas de Ciudad Real. -°Otro Tirteafuera tenemos! -dijo Sancho-. Decid, hermano, que lo que yo os sÈ decir es que sÈ muy bien a Miguel Turra, y que no est· muy lejos de mi pueblo. -Es, pues, el caso, seÒor -prosiguiÛ el labrador-, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la Santa Iglesia CatÛlica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se muriÛ mi mujer, o, por mejor decir, me la matÛ un mal mÈdico, que la purgÛ estando preÒada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y el licenciado. -De modo -dijo Sancho- que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuÈrades agora viudo. -No, seÒor, en ninguna manera -respondiÛ el labrador. -°Medrados estamos! -replicÛ Sancho-. Adelante, hermano, que es hora de dormir m·s que de negociar. -Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamorÛ en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de AndrÈs Perlerino, labrador riquÌsimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son perl·ticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines; aunque, si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltÛ de viruelas; y, aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquÈllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las m·s bien formadas. De los labios no tengo quÈ decir, porque son tan sutiles y delicados que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero, como tienen diferente color de la que en los labios se usa com˙nmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdÛneme el seÒor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal. -Pintad lo que quisiÈredes -dijo Sancho-, que yo me voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mÌ que vuestro retrato. -Eso tengo yo por servir -respondiÛ el labrador-, pero tiempo vendr· en que seamos, si ahora no somos. Y digo, seÒor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiraciÛn; pero no puede ser, a causa de que ella est· agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede estender, que est· aÒudada; y, con todo, en las uÒas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura. -Est· bien -dijo Sancho-, y haced cuenta, hermano, que ya la habÈis pintado de los pies a la cabeza. øQuÈ es lo que querÈis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni aÒadiduras. -QuerrÌa, seÒor -respondiÛ el labrador-, que vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplic·ndole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la verdad, seÒor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay dÌa que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espÌritus; y de haber caÌdo una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condiciÛn de un ·ngel, y si no es que se aporrea y se da de puÒadas Èl mesmo a sÌ mesmo, fuera un bendito. -øQuerÈis otra cosa, buen hombre? -replicÛ Sancho. -Otra cosa querrÌa -dijo el labrador-, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no pegue. Digo, seÒor, que querrÌa que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sÌ, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros. -Mirad si querÈis otra cosa -dijo Sancho-, y no la dejÈis de decir por empacho ni por verg¸enza. -No, por cierto -respondiÛ el labrador. Y, apenas dijo esto, cuando, levant·ndose en pie el gobernador, asiÛ de la silla en que estaba sentado y dijo: -°Voto a tal, don pat·n r˙stico y mal mirado, que si no os apart·is y ascondÈis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, øy a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ødÛnde los tengo yo, hediondo?; y øpor quÈ te los habÌa de dar, aunque los tuviera, socarrÛn y mentecato?; y øquÈ se me da a mÌ de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines? °Va de mÌ, digo; si no, por vida del duque mi seÒor, que haga lo que tengo dicho! T˙ no debes de ser de Miguel Turra, sino alg˙n socarrÛn que, para tentarme, te ha enviado aquÌ el infierno. Dime, desalmado, a˙n no ha dÌa y medio que tengo el gobierno, y øya quieres que tenga seiscientos ducados? Hizo de seÒas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase su cÛlera, que el bellacÛn supo hacer muy bien su oficio. Pero dejemos con su cÛlera a Sancho, y ·ndese la paz en el corro, y volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanÛ en ocho dÌas, en uno de los cuales le sucediÛ lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mÌnimas que sean. CapÌtulo XLVIII. De lo que le sucediÛ a don Quijote con doÒa RodrÌguez, la dueÒa de la duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria eterna Adem·s estaba mohÌno y malencÛlico el mal ferido don Quijote, vendado el rostro y seÒalado, no por la mano de Dios, sino por las uÒas de un gato, desdichas anejas a la andante caballerÌa. Seis dÌas estuvo sin salir en p˙blico, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintiÛ que con una llave abrÌan la puerta de su aposento, y luego imaginÛ que la enamorada doncella venÌa para sobresaltar su honestidad y ponerle en condiciÛn de faltar a la fee que guardar debÌa a su seÒora Dulcinea del Toboso. -No -dijo creyendo a su imaginaciÛn, y esto, con voz que pudiera ser oÌda-; no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazÛn y en lo m·s escondido de mis entraÒas, ora estÈs, seÒora mÌa, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tenga MerlÌn, o Montesinos, donde ellos quisieren; que, adondequiera eres mÌa, y adoquiera he sido yo, y he de ser, tuyo. El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. P˙sose en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruÒos; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual traje parecÌa la m·s extraordinaria fantasma que se pudiera pensar. ClavÛ los ojos en la puerta, y, cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendÌsima dueÒa con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrÌan y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traÌa una media vela encendida, y con la derecha se hacÌa sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrÌan unos muy grandes antojos. VenÌa pisando quedito, y movÌa los pies blandamente. MirÛla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliÒo y notÛ su silencio, pensÛ que alguna bruja o maga venÌa en aquel traje a hacer en Èl alguna mala fechurÌa, y comenzÛ a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visiÛn, y, cuando llegÛ a la mitad del aposento, alzÛ los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si Èl quedÛ medroso en ver tal figura, ella quedÛ espantada en ver la suya, porque, asÌ como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo: -°Jes˙s! øQuÈ es lo que veo? Y con el sobresalto se le cayÛ la vela de las manos; y, viÈndose a escuras, volviÛ las espaldas para irse, y con el miedo tropezÛ en sus faldas y dio consigo una gran caÌda. Don Quijote, temeroso, comenzÛ a decir: -Conj˙rote, fantasma, o lo que eres, que me digas quiÈn eres, y que me digas quÈ es lo que de mÌ quieres. Si eres alma en pena, dÌmelo, que yo harÈ por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy catÛlico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomÈ la orden de la caballerÌa andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ·nimas de purgatorio se estiende. La brumada dueÒa, que oyÛ conjurarse, por su temor coligiÛ el de don Quijote, y con voz afligida y baja le respondiÛ: -SeÒor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no soy fantasma, ni visiÛn, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doÒa RodrÌguez, la dueÒa de honor de mi seÒora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar, a vuestra merced vengo. -DÌgame, seÒora doÒa RodrÌguez -dijo don Quijote-: øpor ventura viene vuestra merced a hacer alguna tercerÌa? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi seÒora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, seÒora doÒa RodrÌguez, que, como vuestra merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y departiremos de todo lo que m·s mandare y m·s en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre. -øYo recado de nadie, seÒor mÌo? -respondiÛ la dueÒa-. Mal me conoce vuestra merced; sÌ, que a˙n no estoy en edad tan prolongada que me acoja a semejantes niÒerÌas, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amÈn de unos pocos que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de AragÛn son tan ordinarios. Pero espÈreme vuestra merced un poco; saldrÈ a encender mi vela, y volverÈ en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo. Y, sin esperar respuesta, se saliÛ del aposento, donde quedÛ don Quijote sosegado y pensativo esper·ndola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecÌale ser mal hecho y peor pensado ponerse en peligro de romper a su seÒora la fee prometida, y decÌase a sÌ mismo: -øQuiÈn sabe si el diablo, que es sutil y maÒoso, querr· engaÒarme agora con una dueÒa, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oÌdo decir muchas veces y a muchos discretos que, si Èl puede, antes os la dar· roma que aguileÒa. Y øquiÈn sabe si esta soledad, esta ocasiÛn y este silencio despertar· mis deseos que duermen, y har·n que al cabo de mis aÒos venga a caer donde nunca he tropezado? Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso; que no es posible que una dueÒa toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el m·s desalmado pecho del mundo. øPor ventura hay dueÒa en la tierra que tenga buenas carnes? øPor ventura hay dueÒa en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa? °Afuera, pues, caterva dueÒesca, in˙til para ning˙n humano regalo! °Oh, cu·n bien hacÌa aquella seÒora de quien se dice que tenÌa dos dueÒas de bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servÌan para la autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueÒas verdaderas! Y, diciendo esto, se arrojÛ del lecho, con intenciÛn de cerrar la puerta y no dejar entrar a la seÒora RodrÌguez; mas, cuando la llegÛ a cerrar, ya la seÒora RodrÌguez volvÌa, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella vio a don Quijote de m·s cerca, envuelto en la colcha, con las vendas, galocha o becoquÌn, temiÛ de nuevo, y, retir·ndose atr·s como dos pasos, dijo: -øEstamos seguras, seÒor caballero? Porque no tengo a muy honesta seÒal haberse vuesa merced levantado de su lecho. -Eso mesmo es bien que yo pregunte, seÒora -respondiÛ don Quijote-; y asÌ, pregunto si estarÈ yo seguro de ser acometido y forzado. -øDe quiÈn o a quiÈn pedÌs, seÒor caballero, esa seguridad? -respondiÛ la dueÒa. -A vos y de vos la pido -replicÛ don Quijote-, porque ni yo soy de m·rmol ni vos de bronce, ni ahora son las diez del dÌa, sino media noche, y aun un poco m·s, seg˙n imagino, y en una estancia m·s cerrada y secreta que lo debiÛ de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozÛ a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, seÒora, la mano, que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas reverendÌsimas tocas. Y, diciendo esto, besÛ su derecha mano, y le asiÛ de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias. AquÌ hace Cide Hamete un parÈntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos asÌ asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenÌa. EntrÛse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedÛse doÒa RodrÌguez sentada en una silla, algo desviada de la cama, no quit·ndose los antojos ni la vela. Don Quijote se acorrucÛ y se cubriÛ todo, no dejando m·s de el rostro descubierto; y, habiÈndose los dos sosegado, el primero que rompiÛ el silencio fue don Quijote, diciendo: -Puede vuesa merced ahora, mi seÒora doÒa RodrÌguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazÛn y lastimadas entraÒas, que ser· de mÌ escuchada con castos oÌdos, y socorrida con piadosas obras. -AsÌ lo creo yo -respondiÛ la dueÒa-, que de la gentil y agradable presencia de vuesa merced no se podÌa esperar sino tan cristiana respuesta. ´Es, pues, el caso, seÒor don Quijote, que, aunque vuesa merced me vee sentada en esta silla y en la mitad del reino de AragÛn, y en h·bito de dueÒa aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje que atraviesan por Èl muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber cÛmo ni cÛmo no, me trujeron a la corte, a Madrid, donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella de labor a una principal seÒora; y quiero hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allÌ a pocos aÒos se debieron de ir al cielo, porque eran adem·s buenos y catÛlicos cristianos. QuedÈ huÈrfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio; y, en este tiempo, sin que diese yo ocasiÛn a ello, se enamorÛ de mi un escudero de casa, hombre ya en dÌas, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el rey, porque era montaÒÈs. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a noticia de mi seÒora, la cual, por escusar dimes y diretes, nos casÛ en paz y en haz de la Santa Madre Iglesia CatÛlica Romana, de cuyo matrimonio naciÛ una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenÌa; no porque yo muriese del parto, que le tuve derecho y en sazÛn, sino porque desde allÌ a poco muriÛ mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora lugar para contarle, yo sÈ que vuestra merced se admirara.ª Y, en esto, comenzÛ a llorar tiernamente, y dijo: -PerdÛneme vuestra merced, seÒor don Quijote, que no va m·s en mi mano, porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los ojos de l·grimas. °V·lame Dios, y con quÈ autoridad llevaba a mi seÒora a las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las seÒoras iban a las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos, no puedo dejar de contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido. ´Al entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venÌa a salir por ella un alcalde de corte con dos alguaciles delante, y, asÌ como mi buen escudero le vio, volviÛ las riendas a la mula, dando seÒal de volver a acompaÒarle. Mi seÒora, que iba a las ancas, con voz baja le decÌa: ''-øQuÈ hacÈis, desventurado? øNo veis que voy aquÌ?'' El alcalde, de comedido, detuvo la rienda al caballo y dÌjole: ''-Seguid, seÒor, vuestro camino, que yo soy el que debo acompaÒar a mi seÒora doÒa Casilda'', que asÌ era el nombre de mi ama. TodavÌa porfiaba mi marido, con la gorra en la mano, a querer ir acompaÒando al alcalde, viendo lo cual mi seÒora, llena de cÛlera y enojo, sacÛ un alfiler gordo, o creo que un punzÛn, del estuche, y clavÛsele por los lomos, de manera que mi marido dio una gran voz y torciÛ el cuerpo, de suerte que dio con su seÒora en el suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde y los alguaciles; alborotÛse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente baldÌa que en ella estaba; vÌnose a pie mi ama, y mi marido acudiÛ en casa de un barbero diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entraÒas. DivulgÛse la cortesÌa de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrÌan por las calles, y por esto y porque Èl era alg˙n tanto corto de vista, mi seÒora la duquesa le despidiÛ, de cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para mÌ que se le causÛ el mal de la muerte. QuedÈ yo viuda y desamparada, y con hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar. Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi seÒora la duquesa, que estaba reciÈn casada con el duque mi seÒor, quiso traerme consigo a este reino de AragÛn y a mi hija ni m·s ni menos, adonde, yendo dÌas y viniendo dÌas, creciÛ mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento. De su limpieza no digo nada: que el agua que corre no es m·s limpia, y debe de tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis aÒos, cinco meses y tres dÌas, uno m·s a menos. En resoluciÛn: de esta mi muchacha se enamorÛ un hijo de un labrador riquÌsimo que est· en una aldea del duque mi seÒor, no muy lejos de aquÌ. En efecto, no sÈ cÛmo ni cÛmo no, ellos se juntaron, y, debajo de la palabra de ser su esposo, burlÛ a mi hija, y no se la quiere cumplir; y, aunque el duque mi seÒor lo sabe, porque yo me he quejado a Èl, no una, sino muchas veces, y pedÌdole mande que el tal labrador se case con mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oÌrme; y es la causa que, como el padre del burlador es tan rico y le presta dineros, y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar pesadumbre en ning˙n modo.ª QuerrÌa, pues, seÒor mÌo, que vuesa merced tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas, pues, seg˙n todo el mundo dice, vuesa merced naciÛ en Èl para deshacerlos y para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y pÛngasele a vuesa merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi conciencia que de cuantas doncellas tiene mi seÒora, que no hay ninguna que llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la que tienen por m·s desenvuelta y gallarda, puesta en comparaciÛn de mi hija, no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced, seÒor mÌo, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidorilla tiene m·s de presunciÛn que de hermosura, y m·s de desenvuelta que de recogida, adem·s que no est· muy sana: que tiene un cierto allento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi seÒora la duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oÌdos. -øQuÈ tiene mi seÒora la duquesa, por vida mÌa, seÒora doÒa RodrÌguez? -preguntÛ don Quijote. -Con ese conjuro -respondiÛ la dueÒa-, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. øVee vuesa merced, seÒor don Quijote, la hermosura de mi seÒora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmÌn, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardÌa con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los mÈdicos que est· llena. -°Santa MarÌa! -dijo don Quijote-. Y øes posible que mi seÒora la duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero, pues la seÒora doÒa RodrÌguez lo dice, debe de ser asÌ. Pero tales fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ·mbar lÌquido. Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa importante para salud. Apenas acabÛ don Quijote de decir esta razÛn, cuando con un gran golpe abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayÛ a doÒa RodrÌguez la vela de la mano, y quedÛ la estancia como boca de lobo, como suele decirse. Luego sintiÛ la pobre dueÒa que la asÌan de la garganta con dos manos, tan fuertemente que no la dejaban gaÒir, y que otra persona, con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al parecer, chinela, le comenzÛ a dar tantos azotes, que era una compasiÛn; y, aunque don Quijote se la tenÌa, no se meneaba del lecho, y no sabÌa quÈ podÌa ser aquello, y est·base quedo y callando, y aun temiendo no viniese por Èl la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueÒa los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviÈndole de la s·bana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puÒadas, y todo esto en silencio admirable. DurÛ la batalla casi media hora; saliÈronse las fantasmas, recogiÛ doÒa RodrÌguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se saliÛ por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedÛ solo, donde le dejaremos deseoso de saber quiÈn habÌa sido el perverso encantador que tal le habÌa puesto. Pero ello se dir· a su tiempo, que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide. CapÌtulo XLIX. De lo que le sucediÛ a Sancho Panza rondando su Ìnsula Dejamos al gran gobernador enojado y mohÌno con el labrador pintor y socarrÛn, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo del duque, se burlaban de Sancho; pero Èl se las tenÌa tiesas a todos, maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los que con Èl estaban, y al doctor Pedro Recio, que, como se acabÛ el secreto de la carta del duque, habÌa vuelto a entrar en la sala: -Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo sÛlo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es aquÈl el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes. Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazÛn y coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer ni a la del dormir, que los jueces son de carne y de hueso y han de dar a la naturaleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mÌa, merced al seÒor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que est· delante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que asÌ se la dÈ Dios a Èl y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos mÈdicos, que la de los buenos, palmas y lauros merecen. Todos los que conocÌan a Sancho Panza se admiraban, oyÈndole hablar tan elegantemente, y no sabÌan a quÈ atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos. Finalmente, el doctor Pedro Recio Ag¸ero de Tirteafuera prometiÛ de darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos de HipÛcrates. Con esto quedÛ contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche y la hora de cenar; y, aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse de un lugar, todavÌa se llegÛ por Èl el tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicÛn de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera algo entrada en dÌas. EntregÛse en todo con m·s gusto que si le hubieran dado francolines de Mil·n, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de MorÛn, o gansos de Lavajos; y, entre la cena, volviÈndose al doctor, le dijo: -Mirad, seÒor doctor: de aquÌ adelante no os curÈis de darme a comer cosas regaladas ni manjares esquisitos, porque ser· sacar a mi estÛmago de sus quicios, el cual est· acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras m·s podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que Èl quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradecerÈ y se lo pagarÈ alg˙n dÌa; y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaÒa, pues, cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernarÈ esta Ìnsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo est· en Cantillana, y que, si me dan ocasiÛn, han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas. -Por cierto, seÒor gobernador -dijo el maestresala-, que vuesa merced tiene mucha razÛn en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los insulanos desta Ìnsula que han de servir a vuestra merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced redunde. -Yo lo creo -respondiÛ Sancho-, y serÌan ellos unos necios si otra cosa hiciesen o pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace m·s al caso; y, en siendo hora, vamos a rondar, que es mi intenciÛn limpiar esta Ìnsula de todo gÈnero de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes, y mal entretenida; porque quiero que sep·is, amigos, que la gente baldÌa y perezosa es en la rep˙blica lo mesmo que los z·nganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos y, sobre todo, tener respeto a la religiÛn y a la honra de los religiosos. øQuÈ os parece desto, amigos? øDigo algo, o quiÈbrome la cabeza? -Dice tanto vuesa merced, seÒor gobernador -dijo el mayordomo-, que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquÌ venimos. Cada dÌa se veen cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados. LlegÛ la noche, y cenÛ el gobernador, con licencia del seÒor doctor Recio. Aderez·ronse de ronda; saliÛ con el mayordomo, secretario y maestresala, y el coronista que tenÌa cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles y escribanos, tantos que podÌan formar un mediano escuadrÛn. Iba Sancho en medio, con su vara, que no habÌa m·s que ver, y pocas calles andadas del lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron all·, y hallaron que eran dos solos hombres los que reÒÌan, los cuales, viendo venir a la justicia, se estuvieron quedos; y el uno dellos dijo: -°AquÌ de Dios y del rey! øCÛmo y que se ha de sufrir que roben en poblado en este pueblo, y que salga a saltear en Èl en la mitad de las calles? -Sosegaos, hombre de bien -dijo Sancho-, y contadme quÈ es la causa desta pendencia, que yo soy el gobernador. El otro contrario dijo: -SeÒor gobernador, yo la dirÈ con toda brevedad. Vuestra merced sabr· que este gentilhombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que est· aquÌ frontero m·s de mil reales, y sabe Dios cÛmo; y, hall·ndome yo presente, juzguÈ m·s de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia; alzÛse con la ganancia, y, cuando esperaba que me habÌa de dar alg˙n escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, Èl embolsÛ su dinero y se saliÛ de la casa. Yo vine despechado tras Èl, y con buenas y corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis padres no me le enseÒaron ni me le dejaron, y el socarrÛn, que no es m·s ladrÛn que Caco, ni m·s fullero que Andradilla, no querÌa darme m·s de cuatro reales; °porque vea vuestra merced, seÒor gobernador, quÈ poca verg¸enza y quÈ poca conciencia! Pero a fee que, si vuesa merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que habÌa de saber con cu·ntas entraba la romana. -øQuÈ decÌs vos a esto? -preguntÛ Sancho. Y el otro respondiÛ que era verdad cuanto su contrario decÌa, y no habÌa querido darle m·s de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que, para seÒal que Èl era hombre de bien y no ladrÛn, como decÌa, ninguna habÌa mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son tributarios de los mirones que los conocen. -AsÌ es -dijo el mayordomo-. Vea vuestra merced, seÒor gobernador, quÈ es lo que se ha de hacer destos hombres. -Lo que se ha de hacer es esto -respondiÛ Sancho-: vos, ganancioso, bueno, o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y m·s, habÈis de desembolsar treinta para los pobres de la c·rcel; y vos, que no tenÈis oficio ni beneficio y and·is de nones en esta Ìnsula, tomad luego esos cien reales, y maÒana en todo el dÌa salid desta Ìnsula desterrado por diez aÒos, so pena, si lo quebrant·redes, los cumpl·is en la otra vida, colg·ndoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentarÈ la mano. DesembolsÛ el uno, recibiÛ el otro, Èste se saliÛ de la Ìnsula, y aquÈl se fue a su casa, y el gobernador quedÛ diciendo: -Ahora, yo podrÈ poco, o quitarÈ estas casas de juego, que a mÌ se me trasluce que son muy perjudiciales. -…sta, a lo menos -dijo un escribano-, no la podr· vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y m·s es sin comparaciÛn lo que Èl pierde al aÒo que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cantÌa podr· vuestra merced mostrar su poder, que son los que m·s daÒo hacen y m·s insolencias encubren; que en las casas de los caballeros principales y de los seÒores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y, pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio com˙n, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de alg˙n oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo. -Agora, escribano -dijo Sancho-, yo sÈ que hay mucho que decir en eso. Y, en esto, llegÛ un corchete que traÌa asido a un mozo, y dijo: -SeÒor gobernador, este mancebo venÌa hacia nosotros, y, asÌ como columbrÛ la justicia, volviÛ las espaldas y comenzÛ a correr como un gamo, seÒal que debe de ser alg˙n delincuente. Yo partÌ tras Èl, y, si no fuera porque tropezÛ y cayÛ, no le alcanzara jam·s. -øPor quÈ huÌas, hombre? -preguntÛ Sancho. A lo que el mozo respondiÛ: -SeÒor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen. -øQuÈ oficio tienes? -Tejedor. -øY quÈ tejes? -Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced. -øGraciosico me sois? øDe chocarrero os pic·is? °Est· bien! Y øadÛnde Ìbades ahora? -SeÒor, a tomar el aire. -Y øadÛnde se toma el aire en esta Ìnsula? -Adonde sopla. -°Bueno: respondÈis muy a propÛsito! Discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la c·rcel. °Asilde, hola, y llevadle, que yo harÈ que duerma allÌ sin aire esta noche! -°Par Dios -dijo el mozo-, asÌ me haga vuestra merced dormir en la c·rcel como hacerme rey! -Pues, øpor quÈ no te harÈ yo dormir en la c·rcel? -respondiÛ Sancho-. øNo tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere? -Por m·s poder que vuestra merced tenga -dijo el mozo-, no ser· bastante para hacerme dormir en la c·rcel. -øCÛmo que no? -replicÛ Sancho-. Llevalde luego donde ver· por sus ojos el desengaÒo, aunque m·s el alcaide quiera usar con Èl de su interesal liberalidad; que yo le pondrÈ pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la c·rcel. -Todo eso es cosa de risa -respondiÛ el mozo-. El caso es que no me har·n dormir en la c·rcel cuantos hoy viven. -Dime, demonio -dijo Sancho-, øtienes alg˙n ·ngel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar? -Ahora, seÒor gobernador -respondiÛ el mozo con muy buen donaire-, estemos a razÛn y vengamos al punto. Prosuponga vuestra merced que me manda llevar a la c·rcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que Èl lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaÒa, øser· vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero? -No, por cierto -dijo el secretario-, y el hombre ha salido con su intenciÛn. -De modo -dijo Sancho- que no dejarÈis de dormir por otra cosa que por vuestra voluntad, y no por contravenir a la mÌa. -No, seÒor -dijo el mozo-, ni por pienso. -Pues andad con Dios -dijo Sancho-; idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dÈ buen sueÒo, que yo no quiero quit·rosle; pero aconsÈjoos que de aquÌ adelante no os burlÈis con la justicia, porque toparÈis con alguna que os dÈ con la burla en los cascos. Fuese el mozo, y el gobernador prosiguiÛ con su ronda, y de allÌ a poco vinieron dos corchetes que traÌan a un hombre asido, y dijeron: -SeÒor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en h·bito de hombre. Lleg·ronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos m·s aÒos, recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil perlas. Mir·ronla de arriba abajo, y vieron que venÌa con unas medias de seda encarnada, con ligas de tafet·n blanco y rapacejos de oro y aljÛfar; los greguescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de lo mesmo, suelta, debajo de la cual traÌa un jubÛn de tela finÌsima de oro y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre. No traÌa espada ceÒida, sino una riquÌsima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la moza parecÌa bien a todos, y ninguno la conociÛ de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podÌan pensar quiÈn fuese, y los consabidores de las burlas que se habÌan de hacer a Sancho fueron los que m·s se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venÌa ordenado por ellos; y asÌ, estaban dudosos, esperando en quÈ pararÌa el caso. Sancho quedÛ pasmado de la hermosura de la moza, y preguntÛle quiÈn era, adÛnde iba y quÈ ocasiÛn le habÌa movido para vestirse en aquel h·bito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestÌsima verg¸enza, respondiÛ: -No puedo, seÒor, decir tan en p˙blico lo que tanto me importaba fuera secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrÛn ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe. Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho: -Haga, seÒor gobernador, apartar la gente, porque esta seÒora con menos empacho pueda decir lo que quisiere. MandÛlo asÌ el gobernador; apart·ronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. ViÈndose, pues, solos, la doncella prosiguiÛ diciendo: -´Yo, seÒores, soy hija de Pedro PÈrez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.ª -Eso no lleva camino -dijo el mayordomo-, seÒora, porque yo conozco muy bien a Pedro PÈrez y sÈ que no tiene hijo ninguno, ni varÛn ni hembra; y m·s, que decÌs que es vuestro padre, y luego aÒadÌs que suele ir muchas veces en casa de vuestro padre. -Ya yo habÌa dado en ello -dijo Sancho. -Ahora, seÒores, yo estoy turbada, y no sÈ lo que me digo -respondiÛ la doncella-; pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer. -A˙n eso lleva camino -respondiÛ el mayordomo-, que yo conozco a Diego de la Llana, y sÈ que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y una hija, y que despuÈs que enviudÛ no ha habido nadie en todo este lugar que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan encerrada que no da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la fama dice que es en estremo hermosa. -AsÌ es la verdad -respondiÛ la doncella-, y esa hija soy yo; si la fama miente o no en mi hermosura ya os habrÈis, seÒores, desengaÒado, pues me habÈis visto. Y, en esto, comenzÛ a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegÛ al oÌdo del maestresala y le dijo muy paso: -Sin duda alguna que a esta pobre doncella le debe de haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal, anda fuera de su casa. -No hay dudar en eso -respondiÛ el maestresala-; y m·s, que esa sospecha la confirman sus l·grimas. Sancho la consolÛ con las mejores razones que Èl supo, y le pidiÛ que sin temor alguno les dijese lo que le habÌa sucedido; que todos procurarÌan remediarlo con muchas veras y por todas las vÌas posibles. -´Es el caso, seÒores -respondiÛ ella-, que mi padre me ha tenido encerrada diez aÒos ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de dÌa, y la luna y las estrellas de noche, ni sÈ quÈ son calles, plazas, ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un hermano mÌo, y de Pedro PÈrez el arrendador, que, por entrar de ordinario en mi casa, se me antojÛ decir que era mi padre, por no declarar el mÌo. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos dÌas y meses que me trae muy desconsolada; quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nacÌ, pareciÈndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sÌ mesmas. Cuando oÌa decir que corrÌan toros y jugaban caÒas, y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un aÒo menor que yo, que me dijese quÈ cosas eran aquÈllas y otras muchas que yo no he visto; Èl me lo declaraba por los mejores modos que sabÌa, pero todo era encenderme m·s el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdiciÛn, digo que yo roguÈ y pedÌ a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...ª Y tornÛ a renovar el llanto. El mayordomo le dijo: -Prosiga vuestra merced, seÒora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido, que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus l·grimas. -Pocas me quedan por decir -respondiÛ la doncella-, aunque muchas l·grimas sÌ que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo otros descuentos que los semejantes. HabÌase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y llegÛ otra vez su lanterna para verla de nuevo; y pareciÛle que no eran l·grimas las que lloraba, sino aljÛfar o rocÌo de los prados, y aun las subÌa de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y de sus suspiros. Desesper·base el gobernador de la tardanza que tenÌa la moza en dilatar su historia, y dÌjole que acabase de tenerlos m·s suspensos, que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo: -´No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo roguÈ a mi hermano que me vistiese en h·bitos de hombre con uno de sus vestidos y que me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese; Èl, importunado de mis ruegos, condecendiÛ con mi deseo, y, poniÈndome este vestido y Èl vestiÈndose de otro mÌo, que le est· como nacido, porque Èl no tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosÌsima, esta noche, debe de haber una hora, poco m·s o menos, nos salimos de casa; y, guiados de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y cuando querÌamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermano me dijo: ''Hermana, Èsta debe de ser la ronda: aligera los pies y pon alas en ellos, y vente tras mÌ corriendo, porque no nos conozcan, que nos ser· mal contado''. Y, diciendo esto, volviÛ las espaldas y comenzÛ, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caÌ, con el sobresalto, y entonces llegÛ el ministro de la justicia que me trujo ante vuestras mercedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante tanta gente.ª -øEn efecto, seÒora -dijo Sancho-, no os ha sucedido otro desm·n alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de vuestra casa? -No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sÛlo el deseo de ver mundo, que no se estendÌa a m·s que a ver las calles de este lugar. Y acabÛ de confirmar ser verdad lo que la doncella decÌa llegar los corchetes con su hermano preso, a quien alcanzÛ uno dellos cuando se huyÛ de su hermana. No traÌa sino un faldellÌn rico y una mantellina de damasco azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin toca ni con otra cosa adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, seg˙n eran rubios y enrizados. Apart·ronse con el gobernador, mayordomo y maestresala, y, sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cÛmo venÌa en aquel traje, y Èl, con no menos verg¸enza y empacho, contÛ lo mesmo que su hermana habÌa contado, de que recibiÛ gran gusto el enamorado maestresala. Pero el gobernador les dijo: -Por cierto, seÒores, que Èsta ha sido una gran rapacerÌa, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas, ni tantas l·grimas y suspiros; que con decir: ''Somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invenciÛn, sÛlo por curiosidad, sin otro designio alguno'', se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle. -AsÌ es la verdad -respondiÛ la doncella-, pero sepan vuesas mercedes que la turbaciÛn que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el tÈrmino que debÌa. -No se ha perdido nada -respondiÛ Sancho-. Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre; quiz· no los habr· echado menos. Y, de aquÌ adelante, no se muestren tan niÒos, ni tan deseosos de ver mundo, que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina, por andar se pierden aÌna; y la que es deseosa de ver, tambiÈn tiene deseo de ser vista. No digo m·s. El mancebo agradeciÛ al gobernador la merced que querÌa hacerles de volverlos a su casa, y asÌ, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy lejos de allÌ. Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja, al momento bajÛ una criada, que los estaba esperando, y les abriÛ la puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, asÌ de su gentileza y hermosura como del deseo que tenÌan de ver mundo, de noche y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad. QuedÛ el maestresala traspasado su corazÛn, y propuso de luego otro dÌa pedÌrsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negarÌa, por ser Èl criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinÛ de ponerlo en pl·tica a su tiempo, d·ndose a entender que a una hija de un gobernador ning˙n marido se le podÌa negar. Con esto, se acabÛ la ronda de aquella noche, y de allÌ a dos dÌas el gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se ver· adelante. CapÌtulo L. Donde se declara quiÈn fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueÒa y pellizcaron y araÒaron a don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevÛ la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza Dice Cide Hamete, puntualÌsimo escudriÒador de los ·tomos desta verdadera historia, que al tiempo que doÒa RodrÌguez saliÛ de su aposento para ir a la estancia de don Quijote, otra dueÒa que con ella dormÌa lo sintiÛ, y que, como todas las dueÒas son amigas de saber, entender y oler, se fue tras ella, con tanto silencio, que la buena RodrÌguez no lo echÛ de ver; y, asÌ como la dueÒa la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no faltase en ella la general costumbre que todas las dueÒas tienen de ser chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su seÒora la duquesa, de cÛmo doÒa RodrÌguez quedaba en el aposento de don Quijote. La duquesa se lo dijo al duque, y le pidiÛ licencia para que ella y Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueÒa querÌa con don Quijote; el duque se la dio, y las dos, con gran tiento y sosiego, paso ante paso, llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca, que oÌan todo lo que dentro hablaban; y, cuando oyÛ la duquesa que RodrÌguez habÌa echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos Altisidora; y asÌ, llenas de cÛlera y deseosas de venganza, entraron de golpe en el aposento, y acrebillaron a don Quijote y vapularon a la dueÒa del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la hermosura y presunciÛn de las mujeres, despierta en ellas en gran manera la ira y enciende el deseo de vengarse. ContÛ la duquesa al duque lo que le habÌa pasado, de lo que se holgÛ mucho, y la duquesa, prosiguiendo con su intenciÛn de burlarse y recibir pasatiempo con don Quijote, despachÛ al paje que habÌa hecho la figura de Dulcinea en el concierto de su desencanto -que tenÌa bien olvidado Sancho Panza con la ocupaciÛn de su gobierno- a Teresa Panza, su mujer, con la carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos presentados. Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y, con deseo de servir a sus seÒores, partiÛ de muy buena gana al lugar de Sancho; y, antes de entrar en Èl, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres, a quien preguntÛ si le sabrÌan decir si en aquel lugar vivÌa una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un caballero llamado don Quijote de la Mancha, a cuya pregunta se levantÛ en pie una mozuela que estaba lavando, y dijo: -Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi seÒor padre, y el tal caballero, nuestro amo. -Pues venid, doncella -dijo el paje-, y mostradme a vuestra madre, porque le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre. -Eso harÈ yo de muy buena gana, seÒor mÌo -respondiÛ la moza, que mostraba ser de edad de catorce aÒos, poco m·s a menos. Y, dejando la ropa que lavaba a otra compaÒera, sin tocarse ni calzarse, que estaba en piernas y desgreÒada, saltÛ delante de la cabalgadura del paje, y dijo: -Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo est· nuestra casa, y mi madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos dÌas ha de mi seÒor padre. -Pues yo se las llevo tan buenas -dijo el paje- que tiene que dar bien gracias a Dios por ellas. Finalmente, saltando, corriendo y brincando, llegÛ al pueblo la muchacha, y, antes de entrar en su casa, dijo a voces desde la puerta: -Salga, madre Teresa, salga, salga, que viene aquÌ un seÒor que trae cartas y otras cosas de mi buen padre. A cuyas voces saliÛ Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con una saya parda. ParecÌa, seg˙n era de corta, que se la habÌan cortado por vergonzoso lugar, con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo: -øQuÈ es esto, niÒa? øQuÈ seÒor es Èste? -Es un servidor de mi seÒora doÒa Teresa Panza -respondiÛ el paje. Y, diciendo y haciendo, se arrojÛ del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la seÒora Teresa, diciendo: -DÈme vuestra merced sus manos, mi seÒora doÒa Teresa, bien asÌ como mujer legÌtima y particular del seÒor don Sancho Panza, gobernador propio de la Ìnsula Barataria. -°Ay, seÒor mÌo, quÌtese de ahÌ; no haga eso -respondiÛ Teresa-, que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno! -Vuesa merced -respondiÛ el paje- es mujer dignÌsima de un gobernador archidignÌsimo; y, para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta y este presente. Y sacÛ al instante de la faldriquera una sarta de corales con estremos de oro, y se la echÛ al cuello y dijo: -Esta carta es del seÒor gobernador, y otra que traigo y estos corales son de mi seÒora la duquesa, que a vuestra merced me envÌa. QuedÛ pasmada Teresa, y su hija ni m·s ni menos, y la muchacha dijo: -Que me maten si no anda por aquÌ nuestro seÒor amo don Quijote, que debe de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le habÌa prometido. -AsÌ es la verdad -respondiÛ el paje-: que, por respeto del seÒor don Quijote, es ahora el seÒor Sancho gobernador de la Ìnsula Barataria, como se ver· por esta carta. -LÈamela vuesa merced, seÒor gentilhombre -dijo Teresa-, porque, aunque yo sÈ hilar, no sÈ leer migaja. -Ni yo tampoco -aÒadiÛ Sanchica-; pero espÈrenme aquÌ, que yo irÈ a llamar quien la lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller SansÛn Carrasco, que vendr·n de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre. -No hay para quÈ se llame a nadie, que yo no sÈ hilar, pero sÈ leer, y la leerÈ. Y asÌ, se la leyÛ toda, que, por quedar ya referida, no se pone aquÌ; y luego sacÛ otra de la duquesa, que decÌa desta manera: Amiga Teresa: Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me movieron y obligaron a pedir a mi marido el duque le diese un gobierno de una Ìnsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el duque mi seÒor, por el consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engaÒado en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la seÒora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga a mÌ Dios como Sancho gobierna. AhÌ le envÌo, querida mÌa, una sarta de corales con estremos de oro; yo me holgara que fuera de perlas orientales, pero quien te da el hueso, no te querrÌa ver muerta: tiempo vendr· en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo que ser·. EncomiÈndeme a Sanchica, su hija, y dÌgale de mi parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo piense. DÌcenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envÌeme hasta dos docenas, que las estimarÈ en mucho, por ser de su mano, y escrÌbame largo, avis·ndome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer m·s que boquear: que su boca ser· medida, y Dios me la guarde. Deste lugar. Su amiga, que bien la quiere, La Duquesa. -°Ay -dijo Teresa en oyendo la carta-, y quÈ buena y quÈ llana y quÈ humilde seÒora! Con estas tales seÒoras me entierren a mÌ, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasÌa como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquÌ donde esta buena seÒora, con ser duquesa, me llama amiga, y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el m·s alto campanario que hay en la Mancha. Y, en lo que toca a las bellotas, seÒor mÌo, yo le enviarÈ a su seÒorÌa un celemÌn, que por gordas las pueden venir a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora, Sanchica, atiende a que se regale este seÒor: pon en orden este caballo, y saca de la caballeriza g¸evos, y corta tocino adunia, y dÈmosle de comer como a un prÌncipe, que las buenas nuevas que nos ha traÌdo y la buena cara que Èl tiene lo merece todo; y, en tanto, saldrÈ yo a dar a mis vecinas las nuevas de nuestro contento, y al padre cura y a maese Nicol·s el barbero, que tan amigos son y han sido de tu padre. -SÌ harÈ, madre -respondiÛ Sanchica-; pero mire que me ha de dar la mitad desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi seÒora la duquesa, que se la habÌa de enviar a ella toda. -Todo es para ti, hija -respondiÛ Teresa-, pero dÈjamela traer algunos dÌas al cuello, que verdaderamente parece que me alegra el corazÛn. -TambiÈn se alegrar·n -dijo el paje- cuando vean el lÌo que viene en este portamanteo, que es un vestido de paÒo finÌsimo que el gobernador sÛlo un dÌa llevÛ a caza, el cual todo le envÌa para la seÒora Sanchica. -Que me viva Èl mil aÒos -respondiÛ Sanchica-, y el que lo trae, ni m·s ni menos, y aun dos mil, si fuere necesidad. SaliÛse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al cuello, y iba taÒendo en las cartas como si fuera en un pandero; y, encontr·ndose acaso con el cura y SansÛn Carrasco, comenzÛ a bailar y a decir: -°A fee que agora que no hay pariente pobre! °Gobiernito tenemos! °No, sino tÛmese conmigo la m·s pintada hidalga, que yo la pondrÈ como nueva! -øQuÈ es esto, Teresa Panza? øQuÈ locuras son Èstas, y quÈ papeles son Èsos? -No es otra la locura sino que Èstas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarÌas y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora. -De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decÌs. -AhÌ lo podr·n ver ellos -respondiÛ Teresa. Y dioles las cartas. LeyÛlas el cura de modo que las oyÛ SansÛn Carrasco, y SansÛn y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habÌan leÌdo; y preguntÛ el bachiller quiÈn habÌa traÌdo aquellas cartas. RespondiÛ Teresa que se viniesen con ella a su casa y verÌan el mensajero, que era un mancebo como un pino de oro, y que le traÌa otro presente que valÌa m·s de tanto. QuitÛle el cura los corales del cuello, y mirÛlos y remirÛlos, y, certific·ndose que eran finos, tornÛ a admirarse de nuevo, y dijo: -Por el h·bito que tengo, que no sÈ quÈ me diga ni quÈ me piense de estas cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos corales, y por otra, leo que una duquesa envÌa a pedir dos docenas de bellotas. -°AderÈzame esas medidas! -dijo entonces Carrasco-. Agora bien, vamos a ver al portador deste pliego, que dÈl nos informaremos de las dificultades que se nos ofrecen. HiciÈronlo asÌ, y volviÛse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para empedrarle con g¸evos y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno contentÛ mucho a los dos; y, despuÈs de haberle saludado cortÈsmente, y Èl a ellos, le preguntÛ SansÛn les dijese nuevas asÌ de don Quijote como de Sancho Panza; que, puesto que habÌan leÌdo las cartas de Sancho y de la seÒora duquesa, todavÌa estaban confusos y no acababan de atinar quÈ serÌa aquello del gobierno de Sancho, y m·s de una Ìnsula, siendo todas o las m·s que hay en el mar Mediterr·neo de Su Majestad. A lo que el paje respondiÛ: -De que el seÒor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de que sea Ìnsula o no la que gobierna, en eso no me entremeto, pero basta que sea un lugar de m·s de mil vecinos; y, en cuanto a lo de las bellotas, digo que mi seÒora la duquesa es tan llana y tan humilde, que no -decÌa Èl- enviar a pedir bellotas a una labradora, pero que le acontecÌa enviar a pedir un peine prestado a una vecina suya. Porque quiero que sepan vuestras mercedes que las seÒoras de AragÛn, aunque son tan principales, no son tan puntuosas y levantadas como las seÒoras castellanas; con m·s llaneza tratan con las gentes. Estando en la mitad destas pl·ticas, saltÛ Sanchica con un halda de g¸evos, y preguntÛ al paje: -DÌgame, seÒor: ømi seÒor padre trae por ventura calzas atacadas despuÈs que es gobernador? -No he mirado en ello -respondiÛ el paje-, pero sÌ debe de traer. -°Ay Dios mÌo -replicÛ Sanchica-, y que ser· de ver a mi padre con pedorreras! øNo es bueno sino que desde que nacÌ tengo deseo de ver a mi padre con calzas atacadas? -Como con esas cosas le ver· vuestra merced si vive -respondiÛ el paje-. Par Dios, tÈrminos lleva de caminar con papahÌgo, con solos dos meses que le dure el gobierno. Bien echaron de ver el cura y el bachiller que el paje hablaba socarronamente, pero la fineza de los corales y el vestido de caza que Sancho enviaba lo deshacÌa todo; que ya Teresa les habÌa mostrado el vestido. Y no dejaron de reÌrse del deseo de Sanchica, y m·s cuando Teresa dijo: -SeÒor cura, eche cata por ahÌ si hay alguien que vaya a Madrid, o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al uso y de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar un coche, como todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar. -Y °cÛmo, madre! -dijo Sanchica-. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que maÒana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi seÒora madre en aquel coche: ''°Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cÛmo va sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!'' Pero pisen ellos los lodos, y ·ndeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. °Mal aÒo y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo, y ·ndeme yo caliente, y rÌase la gente! øDigo bien, madre mÌa? -Y °cÛmo que dices bien, hija! -respondiÛ Teresa-. Y todas estas venturas, y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y ver·s t˙, hija, cÛmo no para hasta hacerme condesa: que todo es comenzar a ser venturosas; y, como yo he oÌdo decir muchas veces a tu buen padre, que asÌ como lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con soguilla: cuando te dieren un gobierno, cÛgele; cuando te dieren un condado, ag·rrale, y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena d·diva, env·sala. °No, sino dormÌos, y no respond·is a las venturas y buenas dichas que est·n llamando a la puerta de vuestra casa! -Y øquÈ se me da a mÌ -aÒadiÛ Sanchica- que diga el que quisiere cuando me vea entonada y fantasiosa: "Viose el perro en bragas de cerro...", y lo dem·s? Oyendo lo cual el cura, dijo: -Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panzas nacieron cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto que no los derrame a todas horas y en todas las pl·ticas que tienen. -AsÌ es la verdad -dijo el paje-, que el seÒor gobernador Sancho a cada paso los dice, y, aunque muchos no vienen a propÛsito, todavÌa dan gusto, y mi seÒora la duquesa y el duque los celebran mucho. -øQue todavÌa se afirma vuestra merced, seÒor mÌo -dijo el bachiller-, ser verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay duquesa en el mundo que le envÌe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leÌdo las cartas, no lo creemos, y pensamos que Èsta es una de las cosas de don Quijote, nuestro compatrioto, que todas piensa que son hechas por encantamento; y asÌ, estoy por decir que quiero tocar y palpar a vuestra merced, por ver si es embajador fant·stico o hombre de carne y hueso. -SeÒores, yo no sÈ m·s de mÌ -respondiÛ el paje- sino que soy embajador verdadero, y que el seÒor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis seÒores duque y duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno; y que he oÌdo decir que en Èl se porta valentÌsimamente el tal Sancho Panza; si en esto hay encantamento o no, vuestras mercedes lo disputen all· entre ellos, que yo no sÈ otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho. -Bien podr· ello ser asÌ -replicÛ el bachiller-, pero dubitat Augustinus. -Dude quien dudare -respondiÛ el paje-, la verdad es la que he dicho, y esta que ha de andar siempre sobre la mentira,como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verbis: vÈngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y ver·n con los ojos lo que no creen por los oÌdos. -Esa ida a mÌ toca -dijo Sanchica-: llÈveme vuestra merced, seÒor, a las ancas de su rocÌn, que yo irÈ de muy buena gana a ver a mi seÒor padre. -Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino acompaÒadas de carrozas y literas y de gran n˙mero de sirvientes. -Par Dios -respondiÛ Sancha-, tan biÈn me vaya yo sobre una pollina como sobre un coche. °Hallado la habÈis la melindrosa! -Calla, mochacha -dijo Teresa-, que no sabes lo que te dices, y este seÒor est· en lo cierto: que tal el tiempo, tal el tiento; cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, seÒora, y no sÈ si diga algo. -M·s dice la seÒora Teresa de lo que piensa -dijo el paje-; y denme de comer y desp·chenme luego, porque pienso volverme esta tarde. A lo que dijo el cura: -Vuestra merced se vendr· a hacer penitencia conmigo, que la seÒora Teresa m·s tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huÈsped. RehusÛlo el paje; pero, en efecto, lo hubo de conceder por su mejora, y el cura le llevÛ consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de espacio por don Quijote y sus hazaÒas. El bachiller se ofreciÛ de escribir las cartas a Teresa de la respuesta, pero ella no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenÌa por algo burlÛn; y asÌ, dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabÌa escribir, el cual le escribiÛ dos cartas, una para su marido y otra para la duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta grande historia se ponen, como se ver· adelante. CapÌtulo LI. Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos tales como buenos AmaneciÛ el dÌa que se siguiÛ a la noche de la ronda del gobernador, la cual el maestresala pasÛ sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro, brÌo y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupÛ lo que della faltaba en escribir a sus seÒores lo que Sancho Panza hacÌa y decÌa, tan admirado de sus hechos como de sus dichos: porque andaban mezcladas sus palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos. LevantÛse, en fin, el seÒor gobernador, y, por orden del doctor Pedro Recio, le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de agua frÌa, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de uvas; pero, viendo que aquello era m·s fuerza que voluntad, pasÛ por ello, con harto dolor de su alma y fatiga de su estÛmago, haciÈndole creer Pedro Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo que m·s convenÌa a las personas constituidas en mandos y en oficios graves, donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las del entendimiento. Con esta sofisterÌa padecÌa hambre Sancho, y tal, que en su secreto maldecÌa el gobierno y aun a quien se le habÌa dado; pero, con su hambre y con su conserva, se puso a juzgar aquel dÌa, y lo primero que se le ofreciÛ fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el mayordomo y los dem·s acÛlitos, que fue: -SeÒor, un caudaloso rÌo dividÌa dos tÈrminos de un mismo seÒorÌo (y estÈ vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso). Digo, pues, que sobre este rÌo estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario habÌa cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueÒo del rÌo, de la puente y del seÒorÌo, que era en esta forma: "Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adÛnde y a quÈ va; y si jurare verdad, dÈjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allÌ se muestra, sin remisiÛn alguna". Sabida esta ley y la rigurosa condiciÛn della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decÌan verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. SucediÛ, pues, que, tomando juramento a un hombre, jurÛ y dijo que para el juramento que hacÌa, que iba a morir en aquella horca que allÌ estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: ''Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintiÛ en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, Èl jurÛ que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre''. PÌdese a vuesa merced, seÒor gobernador, quÈ har·n los jueces del tal hombre; que aun hasta agora est·n dudosos y suspensos. Y, habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mÌ a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso. A lo que respondiÛ Sancho: -Por cierto que esos seÒores jueces que a mÌ os envÌan lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo m·s de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quiz· podrÌa ser que diese en el hito. VolviÛ otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero habÌa dicho, y Sancho dijo: -A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararÈ yo, y es asÌ: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, jurÛ verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, jurÛ mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen. -AsÌ es como el seÒor gobernador dice -dijo el mensajero-; y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay m·s que pedir ni que dudar. -Digo yo, pues, agora -replicÛ Sancho- que deste hombre aquella parte que jurÛ verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplir· al pie de la letra la condiciÛn del pasaje. -Pues, seÒor gobernador -replicÛ el preguntador-, ser· necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y asÌ no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad espresa que se cumpla con ella. -Venid ac·, seÒor buen hombre -respondiÛ Sancho-; este pasajero que decÌs, o yo soy un porro, o Èl tiene la misma razÛn para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y, siendo esto asÌ, como lo es, soy de parecer que dig·is a esos seÒores que a mÌ os enviaron que, pues est·n en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado m·s el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre, si supiera firmar; y yo en este caso no he hablado de mÌo, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta Ìnsula: que fue que, cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde. AsÌ es -respondiÛ el mayordomo-, y tengo para mÌ que el mismo Licurgo, que dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el gran Panza ha dado. Y ac·bese con esto la audiencia desta maÒana, y yo darÈ orden como el seÒor gobernador coma muy a su gusto. -Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: denme de comer, y lluevan casos y dudas sobre mÌ, que yo las despabilarÈ en el aire. CumpliÛ su palabra el mayordomo, pareciÈndole ser cargo de conciencia matar de hambre a tan discreto gobernador; y m·s, que pensaba concluir con Èl aquella misma noche haciÈndole la burla ˙ltima que traÌa en comisiÛn de hacerle. SucediÛ, pues, que, habiendo comido aquel dÌa contra las reglas y aforismos del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entrÛ un correo con una carta de don Quijote para el gobernador. MandÛ Sancho al secretario que la leyese para sÌ, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de secreto, la leyese en voz alta. HÌzolo asÌ el secretario, y, repas·ndola primero, dijo: -Bien se puede leer en voz alta, que lo que el seÒor don Quijote escribe a vuestra merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice asÌ: Carta de don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, gobernador de la Ìnsula Barataria Cuando esperaba oÌr nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oÌ de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiÈrcol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. DÌcenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, seg˙n es la humildad con que te tratas; y quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazÛn; porque el buen adorno de la persona que est· puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condiciÛn le inclina. VÌstete bien, que un palo compuesto no parece palo. No digo que traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que te adornes con el h·bito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien compuesto. Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no hay cosa que m·s fatigue el corazÛn de los pobres que la hambre y la carestÌa. No hagas muchas pragm·ticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragm·ticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el prÌncipe que tuvo discreciÛn y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantÛ, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella. SÈ padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos estremos, que en esto est· el punto de la discreciÛn. Visita las c·rceles, las carnicerÌas y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razÛn. No te muestres, aunque por ventura lo seas -lo cual yo no creo-, codicioso, mujeriego ni glotÛn; porque, en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinaciÛn determinada, por allÌ te dar·n baterÌa, hasta derribarte en el profundo de la perdiciÛn. Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquÌ partieses a tu gobierno, y ver·s como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus seÒores y muÈstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que tambiÈn lo ser· a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace. La seÒora duquesa despachÛ un propio con tu vestido y otro presente a tu mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta. Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucediÛ no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada, que si hay encantadores que me maltraten, tambiÈn los hay que me defiendan. AvÌsame si el mayordomo que est· contigo tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi, como t˙ sospechaste, y de todo lo que te sucediere me ir·s dando aviso, pues es tan corto el camino; cuanto m·s, que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nacÌ para ella. Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos seÒores; pero, aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesiÛn que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas. DÌgote este latÌn porque me doy a entender que, despuÈs que eres gobernador, lo habr·s aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga l·stima. Tu amigo, Don Quijote de la Mancha. OyÛ Sancho la carta con mucha atenciÛn, y fue celebrada y tenida por discreta de los que la oyeron; y luego Sancho se levantÛ de la mesa, y, llamando al secretario, se encerrÛ con Èl en su estancia, y, sin dilatarlo m·s, quiso responder luego a su seÒor don Quijote, y dijo al secretario que, sin aÒadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que Èl le dijese, y asÌ lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente: Carta de Sancho Panza a don Quijote de la Mancha La ocupaciÛn de mis negocios es tan grande que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aun para cortarme las uÒas; y asÌ, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, seÒor mÌo de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo m·s hambre que cuando and·bamos los dos por las selvas y por los despoblados. EscribiÛme el duque, mi seÒor, el otro dÌa, d·ndome aviso que habÌan entrado en esta Ìnsula ciertas espÌas para matarme, y hasta agora yo no he descubierto otra que un cierto doctor que est· en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquÌ vinieren: ll·mase el doctor Pedro Recio, y es natural de Tirteafuera: °porque vea vuesa merced quÈ nombre para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice Èl mismo de sÌ mismo que Èl no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y m·s dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, Èl me va matando de hambre, y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensÈ venir a este gobierno a comer caliente y a beber frÌo, y a recrear el cuerpo entre s·banas de holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaÒo; y, como no la hago de mi voluntad, pienso que, al cabo al cabo, me ha de llevar el diablo. Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en quÈ va esto; porque aquÌ me han dicho que los gobernadores que a esta Ìnsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que Èsta es ordinaria usanza en los dem·s que van a gobiernos, no solamente en Èste. Anoche, andando de ronda, topÈ una muy hermosa doncella en traje de varÛn y un hermano suyo en h·bito de mujer; de la moza se enamorÛ mi maestresala, y la escogiÛ en su imaginaciÛn para su mujer, seg˙n Èl ha dicho, y yo escogÌ al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en pl·tica nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere. Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallÈ una tendera que vendÌa avellanas nuevas, y averig¸Èle que habÌa mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquÈlas todas para los niÒos de la doctrina, que las sabrÌan bien distinguir, y sentenciÈla que por quince dÌas no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sÈ decir a vuestra merced es que es fama en este pueblo que no hay gente m·s mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo asÌ lo creo, por las que he visto en otros pueblos. De que mi seÒora la duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y envi·dole el presente que vuestra merced dice, estoy muy satisfecho, y procurarÈ de mostrarme agradecido a su tiempo: bÈsele vuestra merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto, como lo ver· por la obra. No querrÌa que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis seÒores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro est· que ha de redundar en mi daÒo, y no ser· bien que, pues se me da a mÌ por consejo que sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo. Aquello del gateado no entiendo, pero imagino que debe de ser alguna de las malas fechorÌas que con vuestra merced suelen usar los malos encantadores; yo lo sabrÈ cuando nos veamos. Quisiera enviarle a vuestra merced alguna cosa, pero no sÈ quÈ envÌe, si no es algunos caÒutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta Ìnsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscarÈ quÈ enviar de haldas o de mangas. Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuestra merced el porte y envÌeme la carta,que tengo grandÌsimo deseo de saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal intencionados encantadores, y a mÌ me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, seg˙n me trata el doctor Pedro Recio. Criado de vuestra merced, Sancho Panza, el Gobernador. CerrÛ la carta el secretario y despachÛ luego al correo; y, junt·ndose los burladores de Sancho, dieron orden entre sÌ cÛmo despacharle del gobierno; y aquella tarde la pasÛ Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que Èl imaginaba ser Ìnsula, y ordenÛ que no hubiese regatones de los bastimentos en la rep˙blica, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio seg˙n su estimaciÛn, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello. ModerÛ el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corrÌa con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso gravÌsimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de dÌa. OrdenÛ que ning˙n ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio autÈntico de ser verdadero, por parecerle que los m·s que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos. Hizo y creÛ un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resoluciÛn: Èl ordenÛ cosas tan buenas que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza. CapÌtulo LII. Donde se cuenta la aventura de la segunda dueÒa Dolorida, o Angustiada, llamada por otro nombre doÒa RodrÌguez Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruÒos, le pareciÛ que la vida que en aquel castillo tenÌa era contra toda la orden de caballerÌa que profesaba, y asÌ, determinÛ de pedir licencia a los duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnÈs que en las tales fiestas se conquista. Y, estando un dÌa a la mesa con los duques, y comenzando a poner en obra su intenciÛn y pedir la licencia, veis aquÌ a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres, como despuÈs pareciÛ, cubiertas de luto de los pies a la cabeza, y la una dellas, lleg·ndose a don Quijote, se le echÛ a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos, que puso en confusiÛn a todos los que la oÌan y miraban; y, aunque los duques pensaron que serÌa alguna burla que sus criados querÌan hacer a don Quijote, todavÌa, viendo con el ahÌnco que la mujer suspiraba, gemÌa y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la levantÛ del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la faz llorosa. Ella lo hizo asÌ, y mostrÛ ser lo que jam·s se pudiera pensar, porque descubriÛ el rostro de doÒa RodrÌguez, la dueÒa de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admir·ronse todos aquellos que la conocÌan, y m·s los duques que ninguno; que, puesto que la tenÌan por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a hacer locuras. Finalmente, doÒa RodrÌguez, volviÈndose a los seÒores, les dijo: -Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco con este caballero, porque asÌ conviene para salir con bien del negocio en que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano. El duque dijo que Èl se la daba, y que departiese con el seÒor don Quijote cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don Quijote, dijo: -DÌas ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazÛn y alevosÌa que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que es esta desdichada que aquÌ est· presente, y vos me habedes prometido de volver por ella, enderez·ndole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las buenas venturas que Dios os depare; y asÌ, querrÌa que, antes que os escurriÈsedes por esos caminos, desafi·sedes a este r˙stico indÛmito, y le hiciÈsedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar que el duque mi seÒor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasiÛn que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto, Nuestro SeÒor dÈ a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare. A cuyas razones respondiÛ don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya: -Buena dueÒa, templad vuestras l·grimas, o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan f·cil en creer promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y asÌ, con licencia del duque mi seÒor, yo me partirÈ luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallarÈ, y le desafiarÈ, y le matarÈ cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesiÛn es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir: acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos. -No es menester -respondiÛ el duque- que vuesa merced se ponga en trabajo de buscar al r˙stico de quien esta buena dueÒa se queja, ni es menester tampoco que vuesa merced me pida a mÌ licencia para desafiarle; que yo le doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafÌo, y que le acete, y venga a responder por sÌ a este mi castillo, donde a entrambos darÈ campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como est·n obligados a guardarla todos aquellos prÌncipes que dan campo franco a los que se combaten en los tÈrminos de sus seÒorÌos. -Pues con ese seguro y con buena licencia de vuestra grandeza -replicÛ don Quijote-, desde aquÌ digo que por esta vez renuncio a mi hidalguÌa, y me allano y ajusto con la llaneza del daÒador, y me hago igual con Èl, habilit·ndole para poder combatir conmigo; y asÌ, aunque ausente, le desafÌo y repto, en razÛn de que hizo mal en defraudar a esta pobre, que fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le dio de ser su legÌtimo esposo, o morir en la demanda. Y luego, descalz·ndose un guante, le arrojÛ en mitad de la sala, y el duque le alzÛ, diciendo que, como ya habÌa dicho, Èl acetaba el tal desafÌo en nombre de su vasallo, y seÒalaba el plazo de allÌ a seis dÌas; y el campo, en la plaza de aquel castillo; y las armas, las acostumbradas de los caballeros: lanza y escudo, y arnÈs tranzado, con todas las dem·s piezas, sin engaÒo, supercherÌa o supersticiÛn alguna, examinadas y vistas por los jueces del campo. -Pero, ante todas cosas, es menester que esta buena dueÒa y esta mala doncella pongan el derecho de su justicia en manos del seÒor don Quijote; que de otra manera no se har· nada, ni llegar· a debida ejecuciÛn el tal desafÌo. -Yo sÌ pongo -respondiÛ la dueÒa. -Y yo tambiÈn -aÒadiÛ la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal talante. Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que habÌa de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenÛ la duquesa que de allÌ adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a seÒoras aventureras que venÌan a pedir justicia a su casa; y asÌ, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las dem·s criadas, que no sabÌan en quÈ habÌa de parar la sandez y desenvoltura de doÒa RodrÌguez y de su malandante hija. Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la comida, veis aquÌ donde entrÛ por la sala el paje que llevÛ las cartas y presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya llegada recibieron gran contento los duques, deseosos de saber lo que le habÌa sucedido en su viaje; y, pregunt·ndoselo, respondiÛ el paje que no lo podÌa decir tan en p˙blico ni con breves palabras: que sus excelencias fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen con aquellas cartas. Y, sacando dos cartas, las puso en manos de la duquesa. La una decÌa en el sobreescrito: Carta para mi seÒora la duquesa tal, de no sÈ dÛnde, y la otra: A mi marido Sancho Panza, gobernador de la Ìnsula Barataria, que Dios prospere m·s aÒos que a mÌ. No se le cocÌa el pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y abriÈndola y leÌdo para sÌ, y viendo que la podÌa leer en voz alta para que el duque y los circunstantes la oyesen, leyÛ desta manera: Carta de Teresa Panza a la Duquesa Mucho contento me dio, seÒora mÌa, la carta que vuesa grandeza me escribiÛ, que en verdad que la tenÌa bien deseada. La sarta de corales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra seÒorÌa haya hecho gobernador a Sancho, mi consorte, ha recebido mucho gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura, y mase Nicol·s el barbero, y SansÛn Carrasco el bachiller; pero a mÌ no se me da nada; que, como ello sea asÌ, como lo es, diga cada uno lo que quisiere; aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para quÈ gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como vee que lo han menester sus hijos. Yo, seÒora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen dÌa en mi casa, yÈndome a la corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y asÌ, suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envÌe alg˙n dinerillo, y que sea algo quÈ, porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra, a treinta maravedÌs, que es un juicio; y si quisiere que no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me est·n bullendo los pies por ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que, si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la corte, vendr· a ser conocido mi marido por mÌ m·s que yo por Èl, siendo forzoso que pregunten muchos: ''-øQuiÈn son estas seÒoras deste coche?'' Y un criado mÌo responder: ''-La mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la Ìnsula Barataria''; y desta manera ser· conocido Sancho, y yo serÈ estimada, y a Roma por todo. PÈsame, cuanto pesarme puede, que este aÒo no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso, envÌo a vuesa alteza hasta medio celemÌn, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallÈ m·s mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz. No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendrÈ cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando a Nuestro SeÒor guarde a vuestra grandeza, y a mÌ no olvide. Sancha, mi hija, y mi hijo besan a vuestra merced las manos. La que tiene m·s deseo de ver a vuestra seÒorÌa que de escribirla, su criada, Teresa Panza. Grande fue el gusto que todos recibieron de oÌr la carta de Teresa Panza, principalmente los duques, y la duquesa pidiÛ parecer a don Quijote si serÌa bien abrir la carta que venÌa para el gobernador, que imaginaba debÌa de ser bonÌsima. Don Quijote dijo que Èl la abrirÌa por darles gusto, y asÌ lo hizo, y vio que decÌa desta manera: Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su marido Tu carta recibÌ, Sancho mÌo de mi alma, y yo te prometo y juro como catÛlica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento. Mira, hermano: cuando yo lleguÈ a oÌr que eres gobernador, me pensÈ allÌ caer muerta de puro gozo, que ya sabes t˙ que dicen que asÌ mata la alegrÌa s˙bita como el dolor grande. A Sanchica, tu hija, se le fueron las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenÌa delante, y los corales que me enviÛ mi seÒora la duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellas allÌ presente, y, con todo eso, creÌa y pensaba que era todo sueÒo lo que veÌa y lo que tocaba; porque, øquiÈn podÌa pensar que un pastor de cabras habÌa de venir a ser gobernador de Ìnsulas? Ya sabes t˙, amigo, que decÌa mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dÌgolo porque pienso ver m·s si vivo m·s; porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que, aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros. Mi seÒora la duquesa te dir· el deseo que tengo de ir a la corte; mÌrate en ello, y avÌsame de tu gusto, que yo procurarÈ honrarte en ella andando en coche. El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacrist·n no pueden creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento, como son todas las de don Quijote tu amo; y dice SansÛn que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote la locura de los cascos; yo no hago sino reÌrme, y mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija. Unas bellotas enviÈ a mi seÒora la duquesa; yo quisiera que fueran de oro. EnvÌame t˙ algunas sartas de perlas, si se usan en esa Ìnsula. Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casÛ a su hija con un pintor de mala mano, que llegÛ a este pueblo a pintar lo que saliese; mandÛle el Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento, pidiÛ dos ducados, diÈronselos adelantados, trabajÛ ocho dÌas, al cabo de los cuales no pintÛ nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volviÛ el dinero, y, con todo eso, se casÛ a tÌtulo de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intenciÛn de hacerse clÈrigo; s˙polo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dÈl, pero Èl lo niega a pies juntillas. HogaÒo no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquÌ pasÛ una compaÒÌa de soldados; llev·ronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quiÈn son: quiz· volver·n, y no faltar· quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas. Sanchica hace puntas de randas; gana cada dÌa ocho maravedÌs horros, que los va echando en una alcancÌa para ayuda a su ajuar; pero ahora que es hija de un gobernador, t˙ le dar·s la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secÛ; un rayo cayÛ en la picota, y allÌ me las den todas. Espero respuesta dÈsta y la resoluciÛn de mi ida a la corte; y, con esto, Dios te me guarde m·s aÒos que a mÌ o tantos, porque no querrÌa dejarte sin mÌ en este mundo. Tu mujer, Teresa Panza. Las cartas fueron solenizadas, reÌdas, estimadas y admiradas; y, para acabar de echar el sello, llegÛ el correo, el que traÌa la que Sancho enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyÛ p˙blicamente, la cual puso en duda la sandez del gobernador. RetirÛse la duquesa, para saber del paje lo que le habÌa sucedido en el lugar de Sancho, el cual se lo contÛ muy por estenso, sin dejar circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y m·s un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de TronchÛn RecibiÛlo la duquesa con grandÌsimo gusto, con el cual la dejaremos, por contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de todos los insulanos gobernadores. CapÌtulo LIII. Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza ''Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo escusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estÌo, el estÌo al otoÒo, y el otoÒo al invierno, y el invierno a la primavera, y asÌ torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera m·s que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene tÈrminos que la limiten''. Esto dice Cide Hamete, filÛsofo mahomÈtico; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duraciÛn de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquÌ, nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabÛ, se consumiÛ, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho. El cual, estando la sÈptima noche de los dÌas de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragm·ticas, cuando el sueÒo, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los p·rpados, oyÛ tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecÌa sino que toda la Ìnsula se hundÌa. SentÛse en la cama, y estuvo atento y escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que podÌa ser la causa de tan grande alboroto; pero no sÛlo no lo supo, pero, aÒadiÈndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedÛ m·s confuso y lleno de temor y espanto; y, levant·ndose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y, sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, saliÛ a la puerta de su aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores m·s de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces: -°Arma, arma, seÒor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos en la Ìnsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre. Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atÛnito y embelesado de lo que oÌa y veÌa; y, cuando llegaron a Èl, uno le dijo: -°¡rmese luego vuestra seÒorÌa, si no quiere perderse y que toda esta Ìnsula se pierda! -øQuÈ me tengo de armar -respondiÛ Sancho-, ni quÈ sÈ yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor ser· dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachar· y pondr· en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas. -°Ah, seÒor gobernador! -dijo otro-. øQuÈ relente es Èse? ¡rmese vuesa merced, que aquÌ le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guÌa y nuestro capit·n, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador. -¡rmenme norabuena -replicÛ Sancho. Y al momento le trujeron dos paveses, que venÌan proveÌdos dellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavÈs delante y otro detr·s, y, por unas concavidades que traÌan hechas, le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedÛ emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. PusiÈronle en las manos una lanza, a la cual se arrimÛ para poder tenerse en pie. Cuando asÌ le tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo Èl su norte, su lanterna y su lucero, tendrÌan buen fin sus negocios. -øCÛmo tengo de caminar, desventurado yo -respondiÛ Sancho-, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme, atravesado o en pie, en alg˙n postigo, que yo le guardarÈ, o con esta lanza o con mi cuerpo. -Ande, seÒor gobernador -dijo otro-, que m·s el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y menÈese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan y el peligro carga. Por cuyas persuasiones y vituperios probÛ el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensÛ que se habÌa hecho pedazos. QuedÛ como gal·pago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien asÌ como barca que da al travÈs en la arena; y no por verle caÌdo aquella gente burladora le tuvieron compasiÛn alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el °arma! con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, d·ndole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si Èl no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazÛn se encomendaba a Dios que de aquel peligro le sacase. Unos tropezaban en Èl, otros caÌan, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allÌ, como desde atalaya, gobernaba los ejÈrcitos, y a grandes voces decÌa: -°AquÌ de los nuestros, que por esta parte cargan m·s los enemigos! °Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! °Vengan alcancÌas, pez y resina en calderas de aceite ardiendo! °TrinchÈense las calles con colchones! En fin, Èl nombraba con todo ahÌnco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufrÌa todo, decÌa entre sÌ: -°Oh, si mi SeÒor fuese servido que se acabase ya de perder esta Ìnsula, y me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia! OyÛ el cielo su peticiÛn, y, cuando menos lo esperaba, oyÛ voces que decÌan: -°Vitoria, vitoria! °Los enemigos van de vencida! °Ea, seÒor gobernador, lev·ntese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo! -Lev·ntenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho. Ayud·ronle a levantar, y, puesto en pie, dijo: -El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a alg˙n amigo, si es que le tengo, que me dÈ un trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua. Limpi·ronle, trujÈronle el vino, desli·ronle los paveses, sentÛse sobre su lecho y desmayÛse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habÈrsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sÌ Sancho les templÛ la pena que les habÌa dado su desmayo. PreguntÛ quÈ hora era, respondiÈronle que ya amanecÌa. CallÛ, y, sin decir otra cosa, comenzÛ a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en quÈ habÌa de parar la priesa con que se vestÌa. VistiÛse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podÌa ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiÈndole todos los que allÌ se hallaban, y, lleg·ndose al rucio, le abrazÛ y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin l·grimas en los ojos, le dijo: -Venid vos ac·, compaÒero mÌo y amigo mÌo, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenÌa con vos y no tenÌa otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis dÌas y mis aÒos; pero, despuÈs que os dejÈ y me subÌ sobre las torres de la ambiciÛn y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos. Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran pena y pesar subiÛ sobre Èl, y, encaminando sus palabras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que allÌ presentes estaban, dijo: -Abrid camino, seÒores mÌos, y dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nacÌ para ser gobernador, ni para defender Ìnsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mÌ de arar y cavar, podar y ensarmentar las viÒas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se est· San Pedro en Roma: quiero decir, que bien se est· cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me est· a mÌ una hoz en la mano que un cetro de gobernador; m·s quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un mÈdico impertinente que me mate de hambre; y m·s quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeciÛn del gobierno entre s·banas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi seÒor que, desnudo nacÌ, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entrÈ en este gobierno y sin ella salgo, bien al revÈs de como suelen salir los gobernadores de otras Ìnsulas. Y ap·rtense: dÈjenme ir, que me voy a bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mÌ. -No ha de ser asÌ, seÒor gobernador -dijo el doctor Recio-, que yo le darÈ a vuesa merced una bebida contra caÌdas y molimientos, que luego le vuelva en su prÌstina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dej·ndole comer abundantemente de todo aquello que quisiere. -°Tarde piache! -respondiÛ Sancho-. AsÌ dejarÈ de irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios que asÌ me quede en Èste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. QuÈdense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros p·jaros, y volv·monos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren zapatos picados de cordob·n, no le faltar·n alpargatas toscas de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie tienda m·s la pierna de cuanto fuere larga la s·bana; y dÈjenme pasar, que se me hace tarde. A lo que el mayordomo dijo: -SeÒor gobernador, de muy buena gana dej·ramos ir a vuesa merced, puesto que nos pesar· mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador est· obligado, antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero residencia: dÈla vuesa merced de los diez dÌas que ha que tiene el gobierno, y v·yase a la paz de Dios. -Nadie me la puede pedir -respondiÛ Sancho-, si no es quien ordenare el duque mi seÒor; yo voy a verme con Èl, y a Èl se la darÈ de molde; cuanto m·s que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra seÒal para dar a entender que he gobernado como un ·ngel. -Par Dios que tiene razÛn el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de verle. Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciÈndole primero compaÒÌa y todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no querÌa m·s de un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para Èl; que, pues el camino era tan corto, no habÌa menester mayor ni mejor reposterÌa. Abraz·ronle todos, y Èl, llorando, abrazÛ a todos, y los dejÛ admirados, asÌ de sus razones como de su determinaciÛn tan resoluta y tan discreta. CapÌtulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna ResolviÈronse el duque y la duquesa de que el desafÌo que don Quijote hizo a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se habÌa ido huyendo, por no tener por suegra a doÒa RodrÌguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascÛn, que se llamaba Tosilos, industri·ndole primero muy bien de todo lo que habÌa de hacer. De allÌ a dos dÌas dijo el duque a don Quijote como desde allÌ a cuatro vendrÌa su contrario, y se presentarÌa en el campo, armado como caballero, y sustentarÌa como la doncella mentÌa por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que Èl le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibiÛ mucho gusto con las tales nuevas, y se prometiÛ a sÌ mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habÈrsele ofrecido ocasiÛn donde aquellos seÒores pudiesen ver hasta dÛnde se estendÌa el valor de su poderoso brazo; y asÌ, con alborozo y contento, esperaba los cuatro dÌas, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos. DejÈmoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompaÒar a Sancho, que entre alegre y triste venÌa caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compaÒÌa le agradaba m·s que ser gobernador de todas las Ìnsulas del mundo. SucediÛ, pues, que, no habiÈndose alongado mucho de la Ìnsula del su gobierno -que Èl nunca se puso a averiguar si era Ìnsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba-, vio que por el camino por donde Èl iba venÌan seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a Èl, se pusieron en ala, y, levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendiÛ que era limosna la que en su canto pedÌan; y como Èl, seg˙n dice Cide Hamete, era caritativo adem·s, sacÛ de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venÌa proveÌdo, y diÛselo, diciÈndoles por seÒas que no tenÌa otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y dijeron: -°Guelte! °Guelte! -No entiendo -respondiÛ Sancho- quÈ es lo que me pedÌs, buena gente. Entonces uno de ellos sacÛ una bolsa del seno y mostrÛsela a Sancho, por donde entendiÛ que le pedÌan dineros; y Èl, poniÈndose el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenÌa ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompiÛ por ellos; y, al pasar, habiÈndole estado mirando uno dellos con mucha atenciÛn, arremetiÛ a Èl, ech·ndole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo: -°V·lame Dios! øQuÈ es lo que veo? øEs posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? SÌ tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho. AdmirÛse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del estranjero peregrino, y, despuÈs de haberle estado mirando sin hablar palabra, con mucha atenciÛn, nunca pudo conocerle; pero, viendo su suspensiÛn el peregrino, le dijo: -øCÛmo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar? Entonces Sancho le mirÛ con m·s atenciÛn y comenzÛ a rafigurarle, y , finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le echÛ los brazos al cuello, y le dijo: -øQuiÈn diablos te habÌa de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: øquiÈn te ha hecho franchote, y cÛmo tienes atrevimiento de volver a EspaÒa, donde si te cogen y conocen tendr·s harta mala ventura? -Si t˙ no me descubres, Sancho -respondiÛ el peregrino-, seguro estoy que en este traje no habr· nadie que me conozca; y apartÈmonos del camino a aquella alameda que allÌ parece, donde quieren comer y reposar mis compaÒeros, y allÌ comer·s con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendrÈ lugar de contarte lo que me ha sucedido despuÈs que me partÌ de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi naciÛn amenazaba, seg˙n oÌste. HÌzolo asÌ Sancho, y, hablando Ricote a los dem·s peregrinos, se apartaron a la alameda que se parecÌa, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quit·ronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en aÒos. Todos traÌan alforjas, y todas, seg˙n pareciÛ, venÌan bien proveÌdas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas. TendiÈronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamÛn, que si no se dejaban mascar, no defendÌan el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que m·s campeÛ en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacÛ la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se habÌa transformado de morisco en alem·n o en tudesco, sacÛ la suya, que en grandeza podÌa competir con las cinco. Comenzaron a comer con grandÌsimo gusto y muy de espacio, sabore·ndose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecÌa sino que ponÌan en Èl la punterÌa; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, seÒales que acreditaban el gusto que recebÌan, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estÛmagos las entraÒas de las vasijas. Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolÌa; antes, por cumplir con el refr·n, que Èl muy bien sabÌa, de "cuando a Roma fueres, haz como vieres", pidiÛ a Ricote la bota, y tomÛ su punterÌa como los dem·s, y no con menos gusto que ellos. Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban m·s enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegrÌa que hasta allÌ habÌan mostrado. De cuando en cuando, juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decÌa: -EspaÒol y tudesqui, tuto uno: bon compaÒo. Y Sancho respondÌa: Bon compaÒo, jura Di! Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le habÌa sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdiciÛn suelen tener los cuidados. Finalmente, el acab·rsele el vino fue principio de un sueÒo que dio a todos, qued·ndose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habÌan comido m·s y bebido menos; y, apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueÒo; y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones: -´Bien sabes, °oh Sancho Panza, vecino y amigo mÌo!, como el pregÛn y bando que Su Majestad mandÛ publicar contra los de mi naciÛn puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mÌ le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedÌa para que hiciÈsemos ausencia de EspaÒa, ya tenÌa el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. OrdenÈ, pues, a mi parecer como prudente, bien asÌ como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordenÈ, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los dem·s salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sÛlo amenazas, como algunos decÌan, sino verdaderas leyes, que se habÌan de poner en ejecuciÛn a su determinado tiempo; y forz·bame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenÌan, y tales, que me parece que fue inspiraciÛn divina la que moviÛ a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resoluciÛn, no porque todos fuÈsemos culpados, que algunos habÌa cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podÌan oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razÛn fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro, la m·s terrible que se nos podÌa dar. Doquiera que estamos lloramos por EspaÒa, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en BerberÌa, y en todas las partes de ¡frica, donde esper·bamos ser recebidos, acogidos y regalados, allÌ es donde m·s nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a EspaÒa, que los m·s de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan all· sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. SalÌ, como digo, de nuestro pueblo, entrÈ en Francia, y, aunque allÌ nos hacÌan buen acogimiento, quise verlo todo. PasÈ a Italia y lleguÈ a Alemania, y allÌ me pareciÛ que se podÌa vivir con m·s libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. DejÈ tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntÈme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a EspaÒa muchos dellos, cada aÒo, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certÌsima granjerÌa y conocida ganancia. ¡ndanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con m·s de cien escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intenciÛn, Sancho, sacar el tesoro que dejÈ enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podrÈ hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sÈ que est· en Argel, y dar traza como traerlas a alg˙n puerto de Francia, y desde allÌ llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resoluciÛn, Sancho, yo sÈ cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son catÛlicas cristianas, y, aunque yo no lo soy tanto, todavÌa tengo m·s de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dÈ a conocer cÛmo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por quÈ se fue mi mujer y mi hija antes a BerberÌa que a Francia, adonde podÌa vivir como cristiana.ª A lo que respondiÛ Sancho: -Mira, Ricote, eso no debiÛ estar en su mano, porque las llevÛ Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo m·s bien parado, y sÈte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habÌan quitado a tu cuÒado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar. -Bien puede ser eso -replicÛ Ricote-, pero yo sÈ, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrÌ dÛnde estaba, temeroso de alg˙n desm·n; y asÌ, si t˙, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te darÈ docientos escudos, con que podr·s remediar tus necesidades, que ya sabes que sÈ yo que las tienes muchas. -Yo lo hiciera -respondiÛ Sancho-, pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejÈ yo esta maÒana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata; y, asÌ por esto como por parecerme harÌa traiciÛn a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquÌ de contado cuatrocientos. -Y øquÈ oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntÛ Ricote. -He dejado de ser gobernador de una Ìnsula -respondiÛ Sancho-, y tal, que a buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones. -øY dÛnde est· esa Ìnsula? -preguntÛ Ricote. -øAdÛnde? -respondiÛ Sancho-. Dos leguas de aquÌ, y se llama la Ìnsula Barataria. -Calla, Sancho -dijo Ricote-, que las Ìnsulas est·n all· dentro de la mar; que no hay Ìnsulas en la tierra firme. -øCÛmo no? -replicÛ Sancho-. DÌgote, Ricote amigo, que esta maÒana me partÌ della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los gobernadores. -Y øquÈ has ganado en el gobierno? -preguntÛ Ricote. -He ganado -respondiÛ Sancho- el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueÒo, y aun el sustento; porque en las Ìnsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen mÈdicos que miren por su salud. -Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-, pero parÈceme que todo lo que dices es disparate; que, øquiÈn te habÌa de dar a ti Ìnsulas que gobernases? øFaltaban hombres en el mundo m·s h·biles para gobernadores que t˙ eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejÈ escondido; que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te darÈ con que vivas, como te he dicho. -Ya te he dicho, Ricote -replicÛ Sancho-, que no quiero; contÈntate que por mÌ no ser·s descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y dÈjame seguir el mÌo; que yo sÈ que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueÒo. -No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: øhall·stete en nuestro lugar, cuando se partiÛ dÈl mi mujer, mi hija y mi cuÒado? -SÌ hallÈ -respondiÛ Sancho-, y sÈte decir que saliÛ tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos habÌa en el pueblo, y todos decÌan que era la m·s bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedÌa la encomendasen a Dios y a Nuestra SeÒora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mÌ me hizo llorar, que no suelo ser muy llorÛn. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quit·rsela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostrÛ m·s apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que t˙ conoces, que dicen que la querÌa mucho, y despuÈs que ella se partiÛ, nunca m·s Èl ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada. -Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el saber que la querÌa bien; que ya habr·s oÌdo decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo, atendÌa a ser m·s cristiana que enamorada, no se curarÌa de las solicitudes de ese seÒor mayorazgo. -Dios lo haga -replicÛ Sancho-, que a entrambos les estarÌa mal. Y dÈjame partir de aquÌ, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde est· mi seÒor don Quijote. -Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compaÒeros se rebullen, y tambiÈn es hora que prosigamos nuestro camino. Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subiÛ en su rucio, y Ricote se arrimÛ a su bordÛn, y se apartaron. CapÌtulo LV. De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay m·s que ver El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel dÌa llegase al castillo del duque, puesto que llegÛ media legua dÈl, donde le tomÛ la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio mucha pesadumbre; y asÌ, se apartÛ del camino con intenciÛn de esperar la maÒana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde mejor acomodarse, cayeron Èl y el rucio en una honda y escurÌsima sima que entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se encomendÛ a Dios de todo corazÛn, pensando que no habÌa de parar hasta el profundo de los abismos. Y no fue asÌ, porque a poco m·s de tres estados dio fondo el rucio, y Èl se hallÛ encima dÈl, sin haber recebido lisiÛn ni daÒo alguno. TentÛse todo el cuerpo, y recogiÛ el aliento, por ver si estaba sano o agujereado por alguna parte; y, viÈndose bueno, entero y catÛlico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro SeÒor de la merced que le habÌa hecho, porque sin duda pensÛ que estaba hecho mil pedazos. TentÛ asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si serÌa posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas las hallÛ rasas y sin asidero alguno, de lo que Sancho se congojÛ mucho, especialmente cuando oyÛ que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio, que, a la verdad, no estaba muy bien parado. -°Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cu·n no pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! øQuiÈn dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una Ìnsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se habÌa de ver sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro? AquÌ habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, Èl de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no serÈ yo tan venturoso como lo fue mi seÒor don Quijote de la Mancha cuando decendiÛ y bajÛ a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde hallÛ quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha. AllÌ vio Èl visiones hermosas y apacibles, y yo verÈ aquÌ, a lo que creo, sapos y culebras. °Desdichado de mÌ, y en quÈ han parado mis locuras y fantasÌas! De aquÌ sacar·n mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raÌdos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quiz· se echar· de ver quiÈn somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartÛ de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: °miserables de nosotros, que no ha querido nuestra corta suerte que muriÈsemos en nuestra patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara quien dello se doliera, y en la hora ˙ltima de nuestro pasamiento nos cerrara los ojos! °Oh compaÒero y amigo mÌo, quÈ mal pago te he dado de tus buenos servicios! PerdÛname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados. Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el dÌa, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzÛ a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oÌa; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos no habÌa persona que pudiese escucharle, y entonces se acabÛ de dar por muerto. Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodÛ de modo que le puso en pie, que apenas se podÌa tener; y, sacando de las alforjas, que tambiÈn habÌan corrido la mesma fortuna de la caÌda, un pedazo de pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal, y dÌjole Sancho, como si lo entendiera: -Todos los duelos con pan son buenos. En esto, descubriÛ a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por Èl una persona, si se agobiaba y encogÌa. AcudiÛ a Èl Sancho Panza, y, agazap·ndose, se entrÛ por Èl y vio que por de dentro era espacioso y largo, y p˙dolo ver, porque por lo que se podÌa llamar techo entraba un rayo de sol que lo descubrÌa todo. Vio tambiÈn que se dilataba y alargaba por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual, volviÛ a salir adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzÛ a desmoronar la tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y, cogiÈndole del cabestro, comenzÛ a caminar por aquella gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A veces iba a escuras, y a veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo. -°V·lame Dios todopoderoso! -decÌa entre sÌ-. Esta que para mÌ es desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. …l sÌ que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a alg˙n florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado de ·nimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima m·s profunda que la otra, que acabe de tragarme. °Bien vengas mal, si vienes solo! Desta manera y con estos pensamientos le pareciÛ que habrÌa caminado poco m·s de media legua, al cabo de la cual descubriÛ una confusa claridad, que pareciÛ ser ya de dÌa, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de tener fin abierto aquel, para Èl, camino de la otra vida. AquÌ le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote, que, alborozado y contento, esperaba el plazo de la batalla que habÌa de hacer con el robador de la honra de la hija de doÒa RodrÌguez, a quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenÌan fecho. SucediÛ, pues, que, saliÈndose una maÒana a imponerse y ensayarse en lo que habÌa de hacer en el trance en que otro dÌa pensaba verse, dando un repelÛn o arremetida a Rocinante, llegÛ a poner los pies tan junto a una cueva, que, a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella. En fin, le detuvo y no cayÛ, y, lleg·ndose algo m·s cerca, sin apearse, mirÛ aquella hondura; y, est·ndola mirando, oyÛ grandes voces dentro; y, escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decÌa: -°Ah de arriba! øHay alg˙n cristiano que me escuche, o alg˙n caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado desgobernado gobernador? PareciÛle a don Quijote que oÌa la voz de Sancho Panza, de que quedÛ suspenso y asombrado, y, levantando la voz todo lo que pudo, dijo: -øQuiÈn est· all· bajo? øQuiÈn se queja? -øQuiÈn puede estar aquÌ, o quiÈn se ha de quejar -respondieron-, sino el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala andanza, de la Ìnsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don Quijote de la Mancha? Oyendo lo cual don Quijote, se le doblÛ la admiraciÛn y se le acrecentÛ el pasmo, viniÈndosele al pensamiento que Sancho Panza debÌa de ser muerto, y que estaba allÌ penando su alma, y llevado desta imaginaciÛn dijo: -Conj˙rote por todo aquello que puedo conjurarte como catÛlico cristiano, que me digas quiÈn eres; y si eres alma en pena, dime quÈ quieres que haga por ti; que, pues es mi profesiÛn favorecer y acorrer a los necesitados deste mundo, tambiÈn lo serÈ para acorrer y ayudar a los menesterosos del otro mundo, que no pueden ayudarse por sÌ propios. -Desa manera -respondieron-, vuestra merced que me habla debe de ser mi seÒor don Quijote de la Mancha, y aun en el Ûrgano de la voz no es otro, sin duda. -Don Quijote soy -replicÛ don Quijote-, el que profeso socorrer y ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quiÈn eres, que me tienes atÛnito; porque si eres mi escudero Sancho Panza, y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de Dios, estÈs en el purgatorio, sufragios tiene nuestra Santa Madre la Iglesia CatÛlica Romana bastantes a sacarte de las penas en que est·s, y yo, que lo solicitarÈ con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quiÈn eres. -°Voto a tal! -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced quisiere, juro, seÒor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los dÌas de mi vida; sino que, habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester m·s espacio para decirlas, anoche caÌ en esta sima donde yago, el rucio conmigo, que no me dejar· mentir, pues, por m·s seÒas, est· aquÌ conmigo. Y hay m·s: que no parece sino que el jumento entendiÛ lo que Sancho dijo, porque al momento comenzÛ a rebuznar, tan recio, que toda la cueva retumbaba. -°Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mÌo. EspÈrame; irÈ al castillo del duque, que est· aquÌ cerca, y traerÈ quien te saque desta sima, donde tus pecados te deben de haber puesto. -Vaya vuesa merced -dijo Sancho-, y vuelva presto, por un solo Dios, que ya no lo puedo llevar el estar aquÌ sepultado en vida, y me estoy muriendo de miedo. DejÛle don Quijote, y fue al castillo a contar a los duques el suceso de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que debÌa de haber caÌdo por la correspondencia de aquella gruta que de tiempos inmemoriales estaba allÌ hecha; pero no podÌan pensar cÛmo habÌa dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen, llevaron sogas y maromas; y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole un estudiante, y dijo: -Desta manera habÌan de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo. OyÛlo Sancho, y dijo: -Ocho dÌas o diez ha, hermano murmurador, que entrÈ a gobernar la Ìnsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en ellos me han perseguido mÈdicos, y enemigos me han brumado los g¸esos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y, siendo esto asÌ, como lo es, no merecÌa yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le est· bien a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie diga "desta agua no beberÈ", que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me entiende, y basta, y no digo m·s, aunque pudiera. -No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que ser· nunca acabar: ven t˙ con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dÈl que ha sido un ladrÛn, y si sale pobre, que ha sido un para poco y un mentecato. -A buen seguro -respondiÛ Sancho- que por esta vez antes me han de tener por tonto que por ladrÛn. En estas pl·ticas llegaron, rodeados de muchachos y de otra mucha gente, al castillo, adonde en unos corredores estaban ya el duque y la duquesa esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al duque sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque decÌa que habÌa pasado muy mala noche en la posada; y luego subiÛ a ver a sus seÒores, ante los cuales, puesto de rodillas, dijo: -Yo, seÒores, porque lo quiso asÌ vuestra grandeza, sin ning˙n merecimiento mÌo, fui a gobernar vuestra Ìnsula Barataria, en la cual entrÈ desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dir·n lo que quisieren. He declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido asÌ el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, mÈdico insulano y gobernadoresco. AcometiÈronnos enemigos de noche, y, habiÈndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la Ìnsula que salieron libres y con vitoria por el valor de mi brazo, que tal salud les dÈ Dios como ellos dicen verdad. En resoluciÛn, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podr·n llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y asÌ, antes que diese conmigo al travÈs el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al travÈs, y ayer de maÒana dejÈ la Ìnsula como la hallÈ: con las mismas calles, casas y tejados que tenÌa cuando entrÈ en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metÌdome en granjerÌas; y, aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habÌan de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. SalÌ, como digo, de la Ìnsula sin otro acompaÒamiento que el de mi rucio; caÌ en una sima, vÌneme por ella adelante, hasta que, esta maÒana, con la luz del sol, vi la salida, pero no tan f·cil que, a no depararme el cielo a mi seÒor don Quijote, allÌ me quedara hasta la fin del mundo. AsÌ que, mis seÒores duque y duquesa, aquÌ est· vuestro gobernador Sancho Panza, que ha granjeado en solos diez dÌas que ha tenido el gobierno a conocer que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una Ìnsula, sino de todo el mundo; y, con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies, imitando al juego de los muchachos, que dicen "Salta t˙, y d·mela t˙", doy un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi seÒor don Quijote; que, en fin, en Èl, aunque como el pan con sobresalto, h·rtome, a lo menos, y para mÌ, como yo estÈ harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices. Con esto dio fin a su larga pl·tica Sancho, temiendo siempre don Quijote que habÌa de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazÛn gracias al cielo, y el duque abrazÛ a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto el gobierno; pero que Èl harÌa de suerte que se le diese en su estado otro oficio de menos carga y de m·s provecho. AbrazÛle la duquesa asimismo, y mandÛ que le regalasen, porque daba seÒales de venir mal molido y peor parado. CapÌtulo LVI. De la descomunal y nunca vista batalla que pasÛ entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la dueÒa doÒa RodrÌguez No quedaron arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho Panza del gobierno que le dieron; y m·s, que aquel mismo dÌa vino su mayordomo, y les contÛ punto por punto, todas casi, las palabras y acciones que Sancho habÌa dicho y hecho en aquellos dÌas, y finalmente les encareciÛ el asalto de la Ìnsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de que no pequeÒo gusto recibieron. DespuÈs desto, cuenta la historia que se llegÛ el dÌa de la batalla aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo Tosilos cÛmo se habÌa de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle ni herirle, ordenÛ que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don Quijote que no permitÌa la cristiandad, de que Èl se preciaba, que aquella batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase con que le daba campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto del Santo Concilio, que prohÌbe los tales desafÌos, y no quisiese llevar por todo rigor aquel trance tan fuerte. Don Quijote dijo que Su Excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio como m·s fuese servido; que Èl le obedecerÌa en todo. Llegado, pues, el temeroso dÌa, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo y las dueÒas, madre y hija, demandantes, habÌa acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habÌan visto, ni oÌdo decir en aquella tierra los que vivÌan ni los que habÌan muerto. El primero que entrÛ en el campo y estacada fue el maestro de las ceremonias, que tanteÛ el campo, y le paseÛ todo, porque en Èl no hubiese alg˙n engaÒo, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego entraron las dueÒas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos hasta los ojos y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeÒo sentimiento. Presente don Quijote en la estacada, de allÌ a poco, acompaÒado de muchas trompetas, asomÛ por una parte de la plaza, sobre un poderoso caballo, hundiÈndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frisÛn, ancho y de color tordillo; de cada mano y pie le pendÌa una arroba de lana. VenÌa el valeroso combatiente bien informado del duque su seÒor de cÛmo se habÌa de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro por escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le encontrase. PaseÛ la plaza, y, llegando donde las dueÒas estaban, se puso alg˙n tanto a mirar a la que por esposo le pedÌa. LlamÛ el maese de campo a don Quijote, que ya se habÌa presentado en la plaza, y junto con Tosilos hablÛ a las dueÒas, pregunt·ndoles si consentÌan que volviese por su derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sÌ, y que todo lo que en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero. Ya en este tiempo estaban el duque y la duquesa puestos en una galerÌa que caÌa sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente, que esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condiciÛn de los combatientes que si don Quijote vencÌa, su contrario se habÌa de casar con la hija de doÒa RodrÌguez; y si Èl fuese vencido, quedaba libre su contendor de la palabra que se le pedÌa, sin dar otra satisfaciÛn alguna. PartiÛles el maestro de las ceremonias el sol, y puso a los dos cada uno en el puesto donde habÌan de estar. Sonaron los atambores, llenÛ el aire el son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra; estaban suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando otros el bueno o el mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote, encomend·ndose de todo su corazÛn a Dios Nuestro SeÒor y a la seÒora Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese seÒal precisa de la arremetida; empero, nuestro lacayo tenÌa diferentes pensamientos: no pensaba Èl sino en lo que agora dirÈ: Parece ser que, cuando estuvo mirando a su enemiga, le pareciÛ la m·s hermosa mujer que habÌa visto en toda su vida, y el niÒo ceguezuelo, a quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder la ocasiÛn que se le ofreciÛ de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la lista de sus trofeos; y asÌ, lleg·ndose a Èl bonitamente, sin que nadie le viese, le envasÛ al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado izquierdo, y le pasÛ el corazÛn de parte a parte; y p˙dolo hacer bien al seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do quiere, sin que nadie le pida cuenta de sus hechos. Digo, pues, que, cuando dieron la seÒal de la arremetida, estaba nuestro lacayo transportado, pensando en la hermosura de la que ya habÌa hecho seÒora de su libertad, y asÌ, no atendiÛ al son de la trompeta, como hizo don Quijote, que, apenas la hubo oÌdo, cuando arremetiÛ, y, a todo el correr que permitÌa Rocinante, partiÛ contra su enemigo; y, viÈndole partir su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces: -°Dios te guÌe, nata y flor de los andantes caballeros! °Dios te dÈ la vitoria, pues llevas la razÛn de tu parte! Y, aunque Tosilos vio venir contra sÌ a don Quijote, no se moviÛ un paso de su puesto; antes, con grandes voces, llamÛ al maese de campo, el cual venido a ver lo que querÌa, le dijo: -SeÒor, øesta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con aquella seÒora? -AsÌ es -le fue respondido. -Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondrÌala en gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y asÌ, digo que yo me doy por vencido y que quiero casarme luego con aquella seÒora. QuedÛ admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y, como era uno de los sabidores de la m·quina de aquel caso, no le supo responder palabra. Det˙vose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no le acometÌa. El duque no sabÌa la ocasiÛn porque no se pasaba adelante en la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decÌa, de lo que quedÛ suspenso y colÈrico en estremo. En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegÛ adonde doÒa RodrÌguez estaba, y dijo a grandes voces: -Yo, seÒora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la muerte. OyÛ esto el valeroso don Quijote, y dijo: -Pues esto asÌ es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: c·sense en hora buena, y, pues Dios Nuestro SeÒor se la dio, San Pedro se la bendiga. El duque habÌa bajado a la plaza del castillo, y, lleg·ndose a Tosilos, le dijo: -øEs verdad, caballero, que os dais por vencido, y que, instigado de vuestra temerosa conciencia, os querÈis casar con esta doncella? -SÌ, seÒor -respondiÛ Tosilos. -…l hace muy bien -dijo a esta sazÛn Sancho Panza-, porque lo que has de dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado. Õbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen, porque le iban faltando los espÌritus del aliento, y no podÌa verse encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quit·ronsela apriesa, y quedÛ descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual doÒa RodrÌguez y su hija, dando grandes voces, dijeron: -°…ste es engaÒo, engaÒo es Èste! °A Tosilos, el lacayo del duque mi seÒor, nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! °Justicia de Dios y del Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquerÌa! -No vos acuitÈis, seÒoras -dijo don Quijote-, que ni Èsta es malicia ni es bellaquerÌa; y si la es, y no ha sido la causa el duque, sino los malos encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en el de este que decÌs que es lacayo del duque. Tomad mi consejo, y, a pesar de la malicia de mis enemigos, casaos con Èl, que sin duda es el mismo que vos dese·is alcanzar por esposo. El duque, que esto oyÛ, estuvo por romper en risa toda su cÛlera, y dijo: -Son tan extraordinarias las cosas que suceden al seÒor don Quijote que estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y maÒa: dilatemos el casamiento quince dÌas, si quieren, y tengamos encerrado a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podrÌa ser que volviese a su prÌstina figura; que no ha de durar tanto el rancor que los encantadores tienen al seÒor don Quijote, y m·s, yÈndoles tan poco en usar estos embelecos y transformaciones. -°Oh seÒor! -dijo Sancho-, que ya tienen estos malandrines por uso y costumbre de mudar las cosas, de unas en otras, que tocan a mi amo. Un caballero que venciÛ los dÌas pasados, llamado el de los Espejos, le volvieron en la figura del bachiller SansÛn Carrasco, natural de nuestro pueblo y grande amigo nuestro, y a mi seÒora Dulcinea del Toboso la han vuelto en una r˙stica labradora; y asÌ, imagino que este lacayo ha de morir y vivir lacayo todos los dÌas de su vida. A lo que dijo la hija de RodrÌguez: -SÈase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco; que m·s quiero ser mujer legÌtima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero, puesto que el que a mÌ me burlÛ no lo es. En resoluciÛn, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se recogiese, hasta ver en quÈ paraba su transformaciÛn; aclamaron todos la vitoria por don Quijote, y los m·s quedaron tristes y melancÛlicos de ver que no se habÌan hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien asÌ como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan, porque le ha perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la gente, volviÈronse el duque y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos, quedaron doÒa RodrÌguez y su hija contentÌsimas de ver que, por una vÌa o por otra, aquel caso habÌa de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba menos. CapÌtulo LVII. Que trata de cÛmo don Quijote se despidiÛ del duque, y de lo que le sucediÛ con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la duquesa Ya le pareciÛ a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la que en aquel castillo tenÌa; que se imaginaba ser grande la falta que su persona hacÌa en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos regalos y deleites que como a caballero andante aquellos seÒores le hacÌan, y parecÌale que habÌa de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y asÌ, pidiÛ un dÌa licencia a los duques para partirse. DiÈronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba de que los dejase. Dio la duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el cual llorÛ con ellas, y dijo: -øQuiÈn pensara que esperanzas tan grandes como las que en el pecho de mi mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno habÌan de parar en volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don Quijote de la Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondiÛ a ser quien es, enviando las bellotas a la duquesa; que, a no habÈrselas enviado, quedando yo pesaroso, me mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es que esta d·diva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya tenÌa yo el gobierno cuando ella las enviÛ, y est· puesto en razÛn que los que reciben alg˙n beneficio, aunque sea con niÒerÌas, se muestren agradecidos. En efecto, yo entrÈ desnudo en el gobierno y salgo desnudo dÈl; y asÌ, podrÈ decir con segura conciencia, que no es poco: "Desnudo nacÌ, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano". Esto pasaba entre sÌ Sancho el dÌa de la partida; y, saliendo don Quijote, habiÈndose despedido la noche antes de los duques, una maÒana se presentÛ armado en la plaza del castillo. Mir·banle de los corredores toda la gente del castillo, y asimismo los duques salieron a verle. Estaba Sancho sobre su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentÌsimo, porque el mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le habÌa dado un bolsico con docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto a˙n no lo sabÌa don Quijote. Estando, como queda dicho, mir·ndole todos, a deshora, entre las otras dueÒas y doncellas de la duquesa, que le miraban, alzÛ la voz la desenvuelta y discreta Altisidora, y en son lastimero dijo: -Escucha, mal caballero; detÈn un poco las riendas; no fatigues las ijadas de tu mal regida bestia. Mira, falso, que no huyas de alguna serpiente fiera, sino de una corderilla que est· muy lejos de oveja. T˙ has burlado, monstruo horrendo, la m·s hermosa doncella que DÔana vio en sus montes, que Venus mirÛ en sus selvas. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrab·s te acompaÒe; all· te avengas. T˙ llevas, °llevar impÌo!, en las garras de tus cerras las entraÒas de una humilde, como enamorada, tierna. LlÈvaste tres tocadores, y unas ligas, de unas piernas que al m·rmol puro se igualan en lisas, blancas y negras. LlÈvaste dos mil suspiros, que, a ser de fuego, pudieran abrasar a dos mil Troyas, si dos mil Troyas hubiera. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrab·s te acompaÒe; all· te avengas. De ese Sancho, tu escudero, las entraÒas sean tan tercas y tan duras, que no salga de su encanto Dulcinea. De la culpa que t˙ tienes lleve la triste la pena; que justos por pecadores tal vez pagan en mi tierra. Tus m·s finas aventuras en desventuras se vuelvan, en sueÒos tus pasatiempos, en olvidos tus firmezas. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrab·s te acompaÒe; all· te avengas. Seas tenido por falso desde Sevilla a Marchena, desde Granada hasta Loja, de Londres a Inglaterra. Si jugares al reinado, los cientos, o la primera, los reyes huyan de ti; ases ni sietes no veas. Si te cortares los callos, sangre las heridas viertan, y quÈdente los raigones si te sacares las muelas. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrab·s te acompaÒe; all· te avengas. En tanto que, de la suerte que se ha dicho, se quejaba la lastimada Altisidora, la estuvo mirando don Quijote, y, sin responderla palabra, volviendo el rostro a Sancho, le dijo: -Por el siglo de tus pasados, Sancho mÌo, te conjuro que me digas una verdad. Dime, øllevas por ventura los tres tocadores y las ligas que esta enamorada doncella dice? A lo que Sancho respondiÛ: -Los tres tocadores sÌ llevo; pero las ligas, como por los cerros de ⁄beda. QuedÛ la duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora, que, aunque la tenÌa por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que se atreviera a semejantes desenvolturas; y, como no estaba advertida desta burla, creciÛ m·s su admiraciÛn. El duque quiso reforzar el donaire, y dijo: -No me parece bien, seÒor caballero, que, habiendo recebido en este mi castillo el buen acogimiento que en Èl se os ha hecho, os hay·is atrevido a llevaros tres tocadores, por lo menos, si por lo m·s las ligas de mi doncella; indicios son de mal pecho y muestras que no corresponden a vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafÌo a mortal batalla, sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro, como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entrÛ con vos en batalla. -No quiera Dios -respondiÛ don Quijote- que yo desenvaine mi espada contra vuestra ilustrÌsima persona, de quien tantas mercedes he recebido; los tocadores volverÈ, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es imposible, porque ni yo las he recebido ni Èl tampoco; y si esta vuestra doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo, seÒor duque, jam·s he sido ladrÛn, ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y asÌ, no tengo de quÈ pedirle perdÛn ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor opiniÛn, y me dÈ de nuevo licencia para seguir mi camino. -DÈosle Dios tan bueno -dijo la duquesa-, seÒor don Quijote, que siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechurÌas. Y andad con Dios; que, mientras m·s os detenÈis, m·s aument·is el fuego en los pechos de las doncellas que os miran; y a la mÌa yo la castigarÈ de modo, que de aquÌ adelante no se desmande con la vista ni con las palabras. -Una no m·s quiero que me escuches, °oh valeroso don Quijote! -dijo entonces Altisidora-; y es que te pido perdÛn del latrocinio de las ligas, porque, en Dios y en mi ·nima que las tengo puestas, y he caÌdo en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba. -øNo lo dije yo? -dijo Sancho-. °Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues, a quererlos hacer, de paleta me habÌa venido la ocasiÛn en mi gobierno. AbajÛ la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiÈndole Sancho sobre el rucio, se saliÛ del castillo, enderezando su camino a Zaragoza. CapÌtulo LVIII. Que trata de cÛmo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras Cuando don Quijote se vio en la campaÒa rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareciÛ que estaba en su centro, y que los espÌritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerÌas, y, volviÈndose a Sancho, le dijo: -La libertad, Sancho, es uno de los m·s preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, asÌ como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecÌa a mÌ que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran mÌos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ·nimo libre. °Venturoso aquÈl a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligaciÛn de agradecerlo a otro que al mismo cielo! -Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como pÌctima y confortativo la llevo puesta sobre el corazÛn, para lo que se ofreciere; que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen. En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron, habiendo andado poco m·s de una legua, que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sÌ tenÌan unas como s·banas blancas, con que cubrÌan alguna cosa que debajo estaba; estaban empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. LlegÛ don Quijote a los que comÌan, y, salud·ndolos primero cortÈsmente, les preguntÛ que quÈ era lo que aquellos lienzos cubrÌan. Uno dellos le respondiÛ: -SeÒor, debajo destos lienzos est·n unas im·gines de relieve y entabladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llev·moslas cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren. -Si sois servidos -respondiÛ don Quijote-, holgarÌa de verlas, pues im·gines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas. -Y °cÛmo si lo son! -dijo otro-. Si no, dÌgalo lo que cuesta: que en verdad que no hay ninguna que no estÈ en m·s de cincuenta ducados; y, porque vea vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de ojos. Y, levant·ndose, dejÛ de comer y fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostrÛ ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecÌa una ascua de oro, como suele decirse. ViÈndola don Quijote, dijo: -Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina: llamÛse don San Jorge, y fue adem·s defendedor de doncellas. Veamos esta otra. DescubriÛla el hombre, y pareciÛ ser la de San MartÌn puesto a caballo, que partÌa la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo: -Este caballero tambiÈn fue de los aventureros cristianos, y creo que fue m·s liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que est· partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debÌa de ser entonces invierno, que, si no, Èl se la diera toda, seg˙n era de caritativo. -No debiÛ de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debiÛ de atener al refr·n que dicen: que para dar y tener, seso es menester. RiÛse don Quijote y pidiÛ que quitasen otro lienzo, debajo del cual se descubriÛ la imagen del PatrÛn de las EspaÒas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viÈndola, dijo don Quijote: -…ste sÌ que es caballero, y de las escuadras de Cristo; Èste se llama don San Diego Matamoros, uno de los m·s valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo. Luego descubrieron otro lienzo, y pareciÛ que encubrÌa la caÌda de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su conversiÛn suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondÌa. -…ste -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro SeÒor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendr· jam·s: caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viÒa del SeÒor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedr·tico y maestro que le enseÒase el mismo Jesucristo. No habÌa m·s im·gines, y asÌ, mandÛ don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban: -Por buen ag¸ero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mÌ y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sÈ lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejor·ndose mi ventura y adob·ndoseme el juicio, podrÌa ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. -Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasiÛn. Admir·ronse los hombres, asÌ de la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir querÌa. Acabaron de comer, cargaron con sus im·gines, y, despidiÈndose de don Quijote, siguieron su viaje. QuedÛ Sancho de nuevo como si jam·s hubiera conocido a su seÒor, admirado de lo que sabÌa, pareciÈndole que no debÌa de haber historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uÒa y clavado en la memoria, y dÌjole: -En verdad, seÒor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las m·s suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinaciÛn nos ha sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos. -T˙ dices bien, Sancho -dijo don Quijote-, pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el vulgo suele llamar com˙nmente ag¸eros, que no se fundan sobre natural razÛn alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos acontecimientos. Lev·ntase uno destos agoreros por la maÒana, sale de su casa, encuÈntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas y vuÈlvese a su casa. Derr·masele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y derr·masele a Èl la melancolÌa por el corazÛn, como si estuviese obligada la naturaleza a dar seÒales de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega CipiÛn a ¡frica, tropieza en saltando en tierra, tiÈnenlo por mal ag¸ero sus soldados; pero Èl, abraz·ndose con el suelo, dijo: ''No te me podr·s huir, ¡frica, porque te tengo asida y entre mis brazos''. AsÌ que, Sancho, el haber encontrado con estas im·gines ha sido para mÌ felicÌsimo acontecimiento. -Yo asÌ lo creo -respondiÛ Sancho-, y querrÌa que vuestra merced me dijese quÈ es la causa por que dicen los espaÒoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "°Santiago, y cierra, EspaÒa!" øEst· por ventura EspaÒa abierta, y de modo que es menester cerrarla, o quÈ ceremonia es Èsta? -SimplicÌsimo eres, Sancho -respondiÛ don Quijote-; y mira que este gran caballero de la cruz bermeja h·selo dado Dios a EspaÒa por patrÛn y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los espaÒoles han tenido; y asÌ, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias espaÒolas se cuentan. MudÛ Sancho pl·tica, y dijo a su amo: -Maravillado estoy, seÒor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagaÒoso, o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazÛn, por pequeÒo que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oÌdo decir tambiÈn que en la verg¸enza y recato de las doncellas se despuntan y embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora m·s parece que se aguzan que despuntan. -Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni guarda tÈrminos de razÛn en sus discursos, y tiene la misma condiciÛn que la muerte: que asÌ acomete los altos alc·zares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesiÛn de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la verg¸enza; y asÌ, sin ella declarÛ Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusiÛn que l·stima. -°Crueldad notoria! -dijo Sancho-. °Desagradecimiento inaudito! Yo de mÌ sÈ decir que me rindiera y avasallara la m·s mÌnima razÛn amorosa suya. °Hideputa, y quÈ corazÛn de m·rmol, quÈ entraÒas de bronce y quÈ alma de argamasa! Pero no puedo pensar quÈ es lo que vio esta doncella en vuestra merced que asÌ la rindiese y avasallase: quÈ gala, quÈ brÌo, quÈ donaire, quÈ rostro, que cada cosa por sÌ dÈstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el ˙ltimo cabello de la cabeza, y que veo m·s cosas para espantar que para enamorar; y, habiendo yo tambiÈn oÌdo decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sÈ yo de quÈ se enamorÛ la pobre. -Advierte, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con Ìmpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero tambiÈn conozco que no soy disforme; y b·stale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho. En estas razones y pl·ticas se iban entrando por una selva que fuera del camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se hallÛ don Quijote enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos ·rboles a otros estaban tendidas; y, sin poder imaginar quÈ pudiese ser aquello, dijo a Sancho: -ParÈceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las m·s nuevas aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues m·ndoles yo que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de durÌsimos diamantes, o m·s fuertes que aquÈlla con que el celoso dios de los herreros enredÛ a Venus y a Marte, asÌ la rompiera como si fuera de juncos marinos o de hilachas de algodÛn. Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron delante, saliendo de entre unos ·rboles, dos hermosÌsimas pastoras; a lo menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino brocado, digo, que las sayas eran riquÌsimos faldellines de tabÌ de oro. TraÌan los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podÌan competir con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de los quince ni pasaba de los diez y ocho. Vista fue Èsta que admirÛ a Sancho, suspendiÛ a don Quijote, hizo parar al sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos cuatro. En fin, quien primero hablÛ fue una de las dos zagalas, que dijo a don Quijote: -Detened, seÒor caballero, el paso, y no romp·is las redes, que no para daÒo vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahÌ est·n tendidas; y, porque sÈ que nos habÈis de preguntar para quÈ se han puesto y quiÈn somos, os lo quiero decir en breves palabras. En una aldea que est· hasta dos leguas de aquÌ, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre muchos amigos y parientes se concertÛ que con sus hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y parientes, nos viniÈsemos a holgar a este sitio, que es uno de los m·s agradables de todos estos contornos, formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, vistiÈndonos las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos Èglogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentÌsimo Camoes, en su misma lengua portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el primero dÌa que aquÌ llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas tiendas, que dicen se llaman de campaÒa, en el margen de un abundoso arroyo que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de estos ·rboles para engaÒar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro ruido, vinieren a dar en ellas. Si gust·is, seÒor, de ser nuestro huÈsped, serÈis agasajado liberal y cortÈsmente; porque por agora en este sitio no ha de entrar la pesadumbre ni la melancolÌa. CallÛ y no dijo m·s. A lo que respondiÛ don Quijote: -Por cierto, hermosÌsima seÒora, que no debiÛ de quedar m·s suspenso ni admirado AnteÛn cuando vio al improviso baÒarse en las aguas a Diana, como yo he quedado atÛnito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podÈis mandar; porque no es Èsta la profesiÛn mÌa, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo gÈnero de gente, en especial con la principal que vuestras personas representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar alg˙n pequeÒo espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos por do pasar sin romperlas; y porque deis alg˙n crÈdito a esta mi exageraciÛn, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha, si es que ha llegado a vuestros oÌdos este nombre. -°Ay, amiga de mi alma -dijo entonces la otra zagala-, y quÈ ventura tan grande nos ha sucedido! øVes este seÒor que tenemos delante? Pues h·gote saber que es el m·s valiente, y el m·s enamorado, y el m·s comedido que tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaÒa una historia que de sus hazaÒas anda impresa y yo he leÌdo. Yo apostarÈ que este buen hombre que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen. -AsÌ es la verdad -dijo Sancho-: que yo soy ese gracioso y ese escudero que vuestra merced dice, y este seÒor es mi amo, el mismo don Quijote de la Mancha historiado y referido. -°Ay! -dijo la otra-. SupliquÈmosle, amiga, que se quede; que nuestros padres y nuestros hermanos gustar·n infinito dello, que tambiÈn he oÌdo yo decir de su valor y de sus gracias lo mismo que t˙ me has dicho, y, sobre todo, dicen dÈl que es el m·s firme y m·s leal enamorado que se sabe, y que su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda EspaÒa la dan la palma de la hermosura. -Con razÛn se la dan -dijo don Quijote-, si ya no lo pone en duda vuestra sin igual belleza. No os cansÈis, seÒoras, en detenerme, porque las precisas obligaciones de mi profesiÛn no me dejan reposar en ning˙n cabo. LlegÛ, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de las zagalas correspondÌa; cont·ronle ellas que el que con ellas estaba era el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de quien tenÌa Èl ya noticia, por haber leÌdo su historia. OfreciÛsele el gallardo pastor, pidiÛle que se viniese con Èl a sus tiendas; h˙bolo de conceder don Quijote, y asÌ lo hizo. LlegÛ, en esto, el ojeo, llen·ronse las redes de pajarillos diferentes que, engaÒados de la color de las redes, caÌan en el peligro de que iban huyendo. Junt·ronse en aquel sitio m·s de treinta personas, todas bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron enteradas de quiÈnes eran don Quijote y su escudero, de que no poco contento recibieron, porque ya tenÌan dÈl noticia por su historia. Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y limpias; honraron a don Quijote d·ndole el primer lugar en ellas; mir·banle todos, y admir·banse de verle. Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzÛ don Quijote la voz, y dijo: -Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniÈndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos est· lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razÛn; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando Èstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, tambiÈn las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y asÌ, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las d·divas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo, pues, agradecido a la merced que aquÌ se me ha hecho, no pudiendo corresponder a la misma medida, conteniÈndome en los estrechos lÌmites de mi poderÌo, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y asÌ, digo que sustentarÈ dos dÌas naturales en metad de ese camino real que va a Zaragoza, que estas seÒoras zagalas contrahechas que aquÌ est·n son las m·s hermosas doncellas y m·s corteses que hay en el mundo, excetado sÛlo a la sin par Dulcinea del Toboso, ˙nica seÒora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan. Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atenciÛn le habÌa estado escuchando, dando una gran voz, dijo: -øEs posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi seÒor es loco? Digan vuestras mercedes, seÒores pastores: øhay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por m·s fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquÌ ha ofrecido? VolviÛse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colÈrico, le dijo: -øEs posible, °oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sÈ quÈ ribetes de malicioso y de bellaco? øQuiÈn te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si est· desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con la razÛn que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos quisieren contradecirla. Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantÛ de la silla, dejando admirados a los circunstantes, haciÈndoles dudar si le podÌan tener por loco o por cuerdo. Finalmente, habiÈndole persuadido que no se pusiese en tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ·nimo valeroso, pues bastaban las que en la historia de sus hechos se referÌan, con todo esto, saliÛ don Quijote con su intenciÛn; y, puesto sobre Rocinante, embrazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no lejos del verde prado estaba. SiguiÛle Sancho sobre su rucio, con toda la gente del pastoral rebaÒo, deseosos de ver en quÈ paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento. Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino -como os he dicho-, hiriÛ el aire con semejantes palabras: -°Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a pie y de a caballo que por este camino pas·is, o habÈis de pasar en estos dos dÌas siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante, est· aquÌ puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesÌas del mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la seÒora de mi alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquÌ le espero. Dos veces repitiÛ estas mismas razones, y dos veces no fueron oÌdas de ning˙n aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor en mejor, ordenÛ que de allÌ a poco se descubriese por el camino muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las manos, caminando todos apiÒados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas, se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les podÌa suceder alg˙n peligro; sÛlo don Quijote, con intrÈpido corazÛn, se estuvo quedo, y Sancho Panza se escudÛ con las ancas de Rocinante. LlegÛ el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venÌa m·s delante, a grandes voces comenzÛ a decir a don Quijote: -°Ap·rtate, hombre del diablo, del camino, que te har·n pedazos estos toros! -°Ea, canalla -respondiÛ don Quijote-, para mÌ no hay toros que valgan, aunque sean de los m·s bravos que crÌa Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, asÌ a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquÌ he publicado; si no, conmigo sois en batalla. No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse, aunque quisiera; y asÌ, el tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar los llevaban a un lugar donde otro dÌa habÌan de correrse, pasaron sobre don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en tierra, ech·ndole a rodar por el suelo. QuedÛ molido Sancho, espantado don Quijote, aporreado el rucio y no muy catÛlico Rocinante; pero, en fin, se levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquÌ y cayendo allÌ, comenzÛ a correr tras la vacada, diciendo a voces: -°Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera, el cual no tiene condiciÛn ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que huye, hacerle la puente de plata! Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron m·s caso de sus amenazas que de las nubes de antaÒo. Det˙vole el cansancio a don Quijote, y, m·s enojado que vengado, se sentÛ en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y con m·s verg¸enza que gusto, siguieron su camino. CapÌtulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucediÛ a don Quijote Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorriÛ una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin j·quima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. AcudiÛ Sancho a la reposterÌa de su alforjas, y dellas sacÛ de lo que Èl solÌa llamar condumio; enjuagÛse la boca, lavÛse don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espÌritus desalentados. No comÌa don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenÌa, de puro comedido, y esperaba a que su seÒor hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abriÛ la suya, y, atropellando por todo gÈnero de crianza, comenzÛ a embaular en el estÛmago el pan y queso que se le ofrecÌa. -Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que m·s que a mÌ te importa, y dÈjame morir a mÌ a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nacÌ para vivir muriendo, y t˙ para morir comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considÈrame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de prÌncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazaÒas, me he visto esta maÒana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideraciÛn me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la m·s cruel de las muertes. -Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobar· vuestra merced aquel refr·n que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo menos, no pienso matarme a mÌ mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde Èl quiere; yo tirarÈ mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, seÒor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced, y crÈame, y despuÈs de comido, Èchese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y ver· como cuando despierte se halla algo m·s aliviado. HÌzolo asÌ don Quijote, pareciÈndole que las razones de Sancho m·s eran de filÛsofo que de mentecato, y dÌjole: -Si t˙, °oh Sancho!, quisieses hacer por mÌ lo que yo ahora te dirÈ, serÌan mis alivios m·s ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que, mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, t˙ te desviases un poco lejos de aquÌ, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es l·stima no pequeÒa que aquella pobre seÒora estÈ encantada por tu descuido y negligencia. -Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos, y despuÈs, Dios dijo lo que ser·. Sepa vuestra merced que esto de azotarse un hombre a sangre frÌa es cosa recia, y m·s si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi seÒora Dulcinea, que, cuando menos se cate, me ver· hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo es vida; quiero decir que a˙n yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido. AgradeciÈndoselo don Quijote, comiÛ algo, y Sancho mucho, y ech·ronse a dormir entrambos, dejando a su albedrÌo y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compaÒeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, d·ndose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allÌ se descubrÌa. Digo que era venta porque don Quijote la llamÛ asÌ, fuera del uso que tenÌa de llamar a todas las ventas castillos. Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huÈsped si habÌa posada. Fueles respondido que sÌ, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Ape·ronse y recogiÛ Sancho su reposterÌa en un aposento, de quien el huÈsped le dio la llave; llevÛ las bestias a la caballeriza, echÛles sus piensos, saliÛ a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta. LlegÛse la hora del cenar; recogiÈronse a su estancia; preguntÛ Sancho al huÈsped que quÈ tenÌa para darles de cenar. A lo que el huÈsped respondiÛ que su boca serÌa medida; y asÌ, que pidiese lo que quisiese: que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveÌda aquella venta. -No es menester tanto -respondiÛ Sancho-, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi seÒor es delicado y come poco, y yo no soy tragantÛn en demasÌa. RespondiÛle el huÈsped que no tenÌa pollos, porque los milanos los tenÌan asolados. -Pues mande el seÒor huÈsped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna. -øPolla? °Mi padre! -respondiÛ el huÈsped-. En verdad en verdad que enviÈ ayer a la ciudad a vender m·s de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere. -Desa manera -dijo Sancho-, no faltar· ternera o cabrito. -En casa, por ahora -respondiÛ el huÈsped-, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo habr· de sobra. -°Medrados estamos con eso! -respondiÛ Sancho-. Yo pondrÈ que se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos. -°Por Dios -respondiÛ el huÈsped-, que es gentil relente el que mi huÈsped tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y øquiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y dÈjese de pedir gallinas. -Resolv·monos, cuerpo de mÌ -dijo Sancho-, y dÌgame finalmente lo que tiene, y dÈjese de discurrimientos, seÒor huÈsped. Dijo el ventero: -Lo que real y verdaderamente tengo son dos uÒas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de ternera que parecen uÒas de vaca; est·n cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora est·n diciendo: ''°ComÈme! °ComÈme!'' -Por mÌas las marco desde aquÌ -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las pagarÈ mejor que otro, porque para mÌ ninguna otra cosa pudiera esperar de m·s gusto, y no se me darÌa nada que fuesen manos, como fuesen uÒas. -Nadie las tocar· -dijo el ventero-, porque otros huÈspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y reposterÌa. -Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno m·s que mi amo; pero el oficio que Èl trae no permite despensas ni botillerÌas: ahÌ nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nÌsperos. Esta fue la pl·tica que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle; que ya le habÌa preguntado quÈ oficio o quÈ ejercicio era el de su amo. LlegÛse, pues, la hora del cenar, recogiÛse a su estancia don Quijote, trujo el huÈsped la olla, asÌ como estaba, y sentÛse a cenar muy de propÛsito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividÌa m·s que un sutil tabique, oyÛ decir don Quijote: -Por vida de vuestra merced, seÒor don JerÛnimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capÌtulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Apenas oyÛ su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oÌdo alerto escuchÛ lo que dÈl trataban, y oyÛ que el tal don JerÛnimo referido respondiÛ: -øPara quÈ quiere vuestra merced, seÒor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leÌdo la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda. -Con todo eso -dijo el don Juan-, ser· bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mÌ en Èste m·s desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso. Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzÛ la voz y dijo: -Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le harÈ entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasÛn es la firmeza, y su profesiÛn, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna. -øQuiÈn es el que nos responde? -respondieron del otro aposento. -øQuiÈn ha de ser -respondiÛ Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que har· bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas. Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecÌan, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo: -Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, seÒor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballerÌa, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazaÒas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquÌ os entrego. Y, poniÈndole un libro en las manos, que traÌa su compaÒero, le tomÛ don Quijote, y, sin responder palabra, comenzÛ a hojearle, y de allÌ a un poco se le volviÛ, diciendo: -En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensiÛn. La primera es algunas palabras que he leÌdo en el prÛlogo; la otra, que el lenguaje es aragonÈs, porque tal vez escribe sin artÌculos, y la tercera, que m·s le confirma por ignorante, es que yerra y se desvÌa de la verdad en lo m·s principal de la historia; porque aquÌ dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari GutiÈrrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podr· temer que yerra en todas las dem·s de la historia. A esto dijo Sancho: -°Donosa cosa de historiador! °Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari GutiÈrrez! Torne a tomar el libro, seÒor, y mire si ando yo por ahÌ y si me ha mudado el nombre. -Por lo que he oÌdo hablar, amigo -dijo don JerÛnimo-, sin duda debÈis de ser Sancho Panza, el escudero del seÒor don Quijote. -SÌ soy -respondiÛ Sancho-, y me precio dello. -Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: pÌntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe. -Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dej·rame en mi rincÛn, sin acordarse de mÌ, porque quien las sabe las taÒe, y bien se est· San Pedro en Roma. Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabÌan que en aquella venta no habÌa cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido, condecenciÛ con su demanda y cenÛ con ellos; quedÛse Sancho con la olla con mero mixto imperio; sentÛse en cabecera de mesa, y con Èl el ventero, que no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uÒas aficionado. En el discurso de la cena preguntÛ don Juan a don Quijote quÈ nuevas tenÌa de la seÒora Dulcinea del Toboso: si se habÌa casado, si estaba parida o preÒada, o si, estando en su entereza, se acordaba -guardando su honestidad y buen decoro- de los amorosos pensamientos del seÒor don Quijote. A lo que Èl respondiÛ: -Dulcinea se est· entera, y mis pensamientos, m·s firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada. Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la seÒora Dulcinea, y lo que le habÌa sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio MerlÌn le habÌa dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho. Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oÌr contar a don Quijote los estraÒos sucesos de su historia, y asÌ quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. AquÌ le tenÌan por discreto, y allÌ se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse quÈ grado le darÌan entre la discreciÛn y la locura. AcabÛ de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasÛ a la estancia de su amo; y, en entrando, dijo: -Que me maten, seÒores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querrÌa que, ya que me llama comilÛn, como vuesas mercedes dicen, no me llamase tambiÈn borracho. -SÌ llama -dijo don JerÛnimo-, pero no me acuerdo en quÈ manera, aunque sÈ que son malsonantes las razones, y adem·s, mentirosas, seg˙n yo echo de ver en la fisonomÌa del buen Sancho que est· presente. -CrÈanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho. -Yo asÌ lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se habÌa de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien asÌ como mandÛ Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles. -Retr·teme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias. -Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al seÒor don Quijote de quien Èl no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande. En estas y otras pl·ticas se pasÛ gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera m·s del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con Èl, diciendo que Èl lo daba por leÌdo y lo confirmaba por todo necio, y que no querÌa, si acaso llegase a noticia de su autor que le habÌa tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le habÌa leÌdo; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto m·s los ojos. Pregunt·ronle que adÛnde llevaba determinado su viaje. RespondiÛ que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnÈs, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los aÒos. DÌjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se habÌa hallado en ella en una sortija, falta de invenciÛn, pobre de letras, pobrÌsima de libreas, aunque rica de simplicidades. -Por el mismo caso -respondiÛ don Quijote-, no pondrÈ los pies en Zaragoza, y asÌ sacarÈ a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echar·n de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que Èl dice. -Har· muy bien -dijo don JerÛnimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde podr· el seÒor don Quijote mostrar su valor. -AsÌ lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el n˙mero de sus mayores amigos y servidores. -Y a mÌ tambiÈn -dijo Sancho-: quiz· serÈ bueno para algo. Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don JerÛnimo admirados de ver la mezcla que habÌa hecho de su discreciÛn y de su locura; y verdaderamente creyeron que Èstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describÌa su autor aragonÈs. MadrugÛ don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se despidiÛ de sus huÈspedes. PagÛ Sancho al ventero magnÌficamente, y aconsejÛle que alabase menos la provisiÛn de su venta, o la tuviese m·s proveÌda. CapÌtulo LX. De lo que sucediÛ a don Quijote yendo a Barcelona Era fresca la maÒana, y daba muestras de serlo asimesmo el dÌa en que don Quijote saliÛ de la venta, inform·ndose primero cu·l era el m·s derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenÌa de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decÌan que le vituperaba. SucediÛ, pues, que en m·s de seis dÌas no le sucediÛ cosa digna de ponerse en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomÛ la noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele. Ape·ronse de sus bestias amo y mozo, y, acomod·ndose a los troncos de los ·rboles, Sancho, que habÌa merendado aquel dÌa, se dejÛ entrar de rondÛn por las puertas del sueÒo; pero don Quijote, a quien desvelaban sus imaginaciones mucho m·s que la hambre, no podÌa pegar sus ojos; antes iba y venÌa con el pensamiento por mil gÈneros de lugares. Ya le parecÌa hallarse en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oÌdos las palabras del sabio MerlÌn que le referÌan las condiciones y diligencias que se habÌan de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesper·base de ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creÌa, solos cinco azotes se habÌa dado, n˙mero desigual y pequeÒo para los infinitos que le faltaban; y desto recibiÛ tanta pesadumbre y enojo, que hizo este discurso: -Si nudo gordiano cortÛ el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar como desatar'', y no por eso dejÛ de ser universal seÒor de toda la Asia, ni m·s ni menos podrÌa suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condiciÛn deste remedio est· en que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, øquÈ se me da a mÌ que se los dÈ Èl, o que se los dÈ otro, pues la sustancia est· en que Èl los reciba, lleguen por do llegaren? Con esta imaginaciÛn se llegÛ a Sancho, habiendo primero tomado las riendas de Rocinante, y acomod·dolas en modo que pudiese azotarle con ellas, comenzÛle a quitar las cintas, que es opiniÛn que no tenÌa m·s que la delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado, cuando Sancho despertÛ en todo su acuerdo, y dijo: -øQuÈ es esto? øQuiÈn me toca y desencinta? -Yo soy -respondiÛ don Quijote-, que vengo a suplir tus faltas y a remediar mis trabajos: vÈngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a que te obligaste. Dulcinea perece; t˙ vives en descuido; yo muero deseando; y asÌ, desat·cate por tu voluntad, que la mÌa es de darte en esta soledad, por lo menos, dos mil azotes. -Eso no -dijo Sancho-; vuesa merced se estÈ quedo; si no, por Dios verdadero que nos han de oÌr los sordos. Los azotes a que yo me obliguÈ han de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme; basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en voluntad me viniere. -No hay dejarlo a tu cortesÌa, Sancho -dijo don Quijote-, porque eres duro de corazÛn, y, aunque villano, blando de carnes. Y asÌ, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazÛ con Èl a brazo partido, y, ech·ndole una zancadilla, dio con Èl en el suelo boca arriba; p˙sole la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenÌa las manos, de modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decÌa: -øCÛmo, traidor? øContra tu amo y seÒor natural te desmandas? øCon quien te da su pan te atreves? -Ni quito rey, ni pongo rey -respondiÛ Sancho-, sino ay˙dome a mÌ, que soy mi seÒor. Vuesa merced me prometa que se estar· quedo, y no tratar· de azotarme por agora, que yo le dejarÈ libre y desembarazado; donde no, AquÌ morir·s, traidor, enemigo de doÒa Sancha. PrometiÛselo don Quijote, y jurÛ por vida de sus pensamientos no tocarle en el pelo de la ropa, y que dejarÌa en toda su voluntad y albedrÌo el azotarse cuando quisiese. LevantÛse Sancho, y desviÛse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a arrimarse a otro ·rbol, sintiÛ que le tocaban en la cabeza, y, alzando las manos, topÛ con dos pies de persona, con zapatos y calzas. TemblÛ de miedo; acudiÛ a otro ·rbol, y sucediÛle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote que le favoreciese. HÌzolo asÌ don Quijote, y, pregunt·ndole quÈ le habÌa sucedido y de quÈ tenÌa miedo, le respondiÛ Sancho que todos aquellos ·rboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. TentÛlos don Quijote, y cayÛ luego en la cuenta de lo que podÌa ser, y dÌjole a Sancho: -No tienes de quÈ tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos ·rboles est·n ahorcados; que por aquÌ los suele ahorcar la justicia cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona. Y asÌ era la verdad como Èl lo habÌa imaginado. Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos ·rboles, que eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecÌa, y si los muertos los habÌan espantado, no menos los atribularon m·s de cuarenta bandoleros vivos que de improviso les rodearon, diciÈndoles en lengua catalana que estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capit·n. HallÛse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un ·rbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y asÌ, tuvo por bien de cruzar las manos e inclinar la cabeza, guard·ndose para mejor sazÛn y coyuntura. Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa de cuantas en las alforjas y la maleta traÌa; y avÌnole bien a Sancho que en una ventrera que tenÌa ceÒida venÌan los escudos del duque y los que habÌan sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera escondido, si no llegara en aquella sazÛn su capit·n, el cual mostrÛ ser de hasta edad de treinta y cuatro aÒos, robusto, m·s que de mediana proporciÛn, de mirar grave y color morena. VenÌa sobre un poderoso caballo, vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes -que en aquella tierra se llaman pedreÒales- a los lados. Vio que sus escuderos, que asÌ llaman a los que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandÛles que no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y asÌ se escapÛ la ventrera. AdmirÛle ver lanza arrimada al ·rbol, escudo en el suelo, y a don Quijote armado y pensativo, con la m·s triste y melancÛlica figura que pudiera formar la misma tristeza. LlegÛse a Èl diciÈndole: -No estÈis tan triste, buen hombre, porque no habÈis caÌdo en las manos de alg˙n cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen m·s de compasivas que de rigurosas. -No es mi tristeza -respondiÛ don Quijote- haber caÌdo en tu poder, °oh valeroso Roque, cuya fama no hay lÌmites en la tierra que la encierren!, sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin el freno, estando yo obligado, seg˙n la orden de la andante caballerÌa, que profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mÌ mismo; porque te hago saber, °oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy f·cil rendirme, porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazaÒas tiene lleno todo el orbe. Luego Roque Guinart conociÛ que la enfermedad de don Quijote tocaba m·s en locura que en valentÌa, y, aunque algunas veces le habÌa oÌdo nombrar, nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante humor reinase en corazÛn de hombre; y holgÛse en estremo de haberle encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dÈl habÌa oÌdo; y asÌ, le dijo: -Valeroso caballero, no os despechÈis ni teng·is a siniestra fortuna Èsta en que os hall·is, que podÌa ser que en estos tropiezos vuestra torcida suerte se enderezase; que el cielo, por estraÒos y nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantar los caÌdos y enriquecer los pobres. Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual venÌa a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte aÒos, vestido de damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeÒa en las manos y dos pistolas a los lados. Al ruido volviÛ Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual, en llegando a Èl, dijo: -En tu busca venÌa, °oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio, a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sÈ que no me has conocido, quiero decirte quiÈn soy: y soy Claudia JerÛnima, hija de SimÛn Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. …ste, pues, por abreviar el cuento de mi desventura, te dirÈ en breves palabras la que me ha causado. Viome, requebrÛme, escuchÈle, enamorÈme, a hurto de mi padre; porque no hay mujer, por retirada que estÈ y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecuciÛn y efecto sus atropellados deseos. Finalmente, Èl me prometiÛ de ser mi esposo, y yo le di la palabra de ser suya, sin que en obras pas·semos adelante. Supe ayer que, olvidado de lo que me debÌa, se casaba con otra, y que esta maÒana iba a desposarse, nueva que me turbÛ el sentido y acabÛ la paciencia; y, por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y apresurando el paso a este caballo, alcancÈ a don Vicente obra de una legua de aquÌ; y, sin ponerme a dar quejas ni a oÌr disculpas, le disparÈ estas escopetas, y, por aÒadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debÌ de encerrar m·s de dos balas en el cuerpo, abriÈndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra. AllÌ le dejo entre sus criados, que no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a tomar en Èl desaforada venganza. Roque, admirado de la gallardÌa, bizarrÌa, buen talle y suceso de la hermosa Claudia, le dijo: -Ven, seÒora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que despuÈs veremos lo que m·s te importare. Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia habÌa dicho y lo que Roque Guinart respondiÛ, dijo: -No tiene nadie para quÈ tomar trabajo en defender a esta seÒora, que lo tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espÈrenme aquÌ, que yo irÈ a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le harÈ cumplir la palabra prometida a tanta belleza. -Nadie dude de esto -dijo Sancho-, porque mi seÒor tiene muy buena mano para casamentero, pues no ha muchos dÌas que hizo casar a otro que tambiÈn negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, Èsta fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera. Roque, que atendÌa m·s a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en las razones de amo y mozo, no las entendiÛ; y, mandando a sus escuderos que volviesen a Sancho todo cuanto le habÌan quitado del rucio, mand·ndoles asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habÌan estado alojados, y luego se partiÛ con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontrÛ Claudia, y no hallaron en Èl sino reciÈn derramada sangre; pero, tendiendo la vista por todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diÈronse a entender, como era la verdad, que debÌa ser don Vicente, a quien sus criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle; diÈronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo hicieron. Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y debilitada voz rogaba que le dejasen allÌ morir, porque el dolor de las heridas no consentÌa que m·s adelante pasase. Arroj·ronse de los caballos Claudia y Roque, lleg·ronse a Èl, temieron los criados la presencia de Roque, y Claudia se turbÛ en ver la de don Vicente; y asÌ, entre enternecida y rigurosa, se llegÛ a Èl, y asiÈndole de las manos, le dijo: -Si t˙ me dieras Èstas, conforme a nuestro concierto, nunca t˙ te vieras en este paso. AbriÛ los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia, le dijo: -Bien veo, hermosa y engaÒada seÒora, que t˙ has sido la que me has muerto: pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras, jam·s quise ni supe ofenderte. -Luego, øno es verdad -dijo Claudia- que ibas esta maÒana a desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro? -No, por cierto -respondiÛ don Vicente-; mi mala fortuna te debiÛ de llevar estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recÌbeme por esposo, si quisieres, que no tengo otra mayor satisfaciÛn que darte del agravio que piensas que de mÌ has recebido. ApretÛle la mano Claudia, y apretÛsele a ella el corazÛn, de manera que sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedÛ desmayada, y a Èl le tomÛ un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabÌa quÈ hacerse. Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y trujÈronla, con que se los baÒaron. VolviÛ de su desmayo Claudia, pero no de su parasismo don Vicente, porque se le acabÛ la vida. Visto lo cual de Claudia, habiÈndose enterado que ya su dulce esposo no vivÌa, rompiÛ los aires con suspiros, hiriÛ los cielos con quejas, maltratÛ sus cabellos, entreg·ndolos al viento, afeÛ su rostro con sus propias manos, con todas las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran imaginarse. -°Oh cruel e inconsiderada mujer -decÌa-, con quÈ facilidad te moviste a poner en ejecuciÛn tan mal pensamiento! °Oh fuerza rabiosa de los celos, a quÈ desesperado fin conducÌs a quien os da acogida en su pecho! °Oh esposo mÌo, cuya desdichada suerte, por ser prenda mÌa, te ha llevado del t·lamo a la sepultura! Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las l·grimas de los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasiÛn. Lloraban los criados, desmay·base a cada paso Claudia, y todo aquel circuito parecÌa campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque Guinart ordenÛ a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar de su padre, que estaba allÌ cerca, para que le diesen sepultura. Claudia dijo a Roque que querrÌa irse a un monasterio donde era abadesa una tÌa suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y m·s eterno acompaÒada. AlabÛle Roque su buen propÛsito, ofreciÛsele de acompaÒarla hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compaÒÌa Claudia, en ninguna manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo, se despediÛ dÈl llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y Roque se volviÛ a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia JerÛnima. Pero, øquÈ mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos? HallÛ Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les habÌa ordenado, y a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciÈndoles una pl·tica en que les persuadÌa dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, asÌ para el alma como para el cuerpo; pero, como los m·s eran gascones, gente r˙stica y desbaratada, no les entraba bien la pl·tica de don Quijote. Llegado que fue Roque, preguntÛ a Sancho Panza si le habÌan vuelto y restituido las alhajas y preseas que los suyos del rucio le habÌan quitado. Sancho respondiÛ que sÌ, sino que le faltaban tres tocadores, que valÌan tres ciudades. -øQuÈ es lo que dices, hombre? -dijo uno de los presentes-, que yo los tengo, y no valen tres reales. -AsÌ es -dijo don Quijote-, pero estÌmalos mi escudero en lo que ha dicho, por habÈrmelos dado quien me los dio. MandÛselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en ala, mandÛ traer allÌ delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo aquello que desde la ˙ltima reparticiÛn habÌan robado; y, haciendo brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciÈndolo a dineros, lo repartiÛ por toda su compaÒÌa, con tanta legalidad y prudencia que no pasÛ un punto ni defraudÛ nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don Quijote: -Si no se guardase esta puntualidad con Èstos, no se podrÌa vivir con ellos. A lo que dijo Sancho: -Seg˙n lo que aquÌ he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones. OyÛlo un escudero, y enarbolÛ el mocho de un arcabuz, con el cual, sin duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que se detuviese. PasmÛse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto que entre aquella gente estuviese. LlegÛ, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venÌa y dar aviso a su mayor de lo que pasaba, y Èste dijo: -SeÒor, no lejos de aquÌ, por el camino que va a Barcelona, viene un gran tropel de gente. A lo que respondiÛ Roque: -øHas echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros buscamos? -No, sino de los que buscamos -respondiÛ el escudero. -Pues salid todos -replicÛ Roque-, y traÈdmelos aquÌ luego, sin que se os escape ninguno. HiciÈronlo asÌ, y, qued·ndose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron a ver lo que los escuderos traÌan; y, en este entretanto, dijo Roque a don Quijote: -Nueva manera de vida le debe de parecer al seÒor don Quijote la nuestra, nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que asÌ le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir m·s inquieto ni m·s sobresaltado que el nuestro. A mÌ me han puesto en Èl no sÈ quÈ deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los m·s sosegados corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, asÌ da con todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sÛlo las mÌas, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que, aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dÈl a puerto seguro. Admirado quedÛ don Quijote de oÌr hablar a Roque tan buenas y concertadas razones, porque Èl se pensaba que, entre los de oficios semejantes de robar, matar y saltear no podÌa haber alguno que tuviese buen discurso, y respondiÛle: -SeÒor Roque, el principio de la salud est· en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo las medicinas que el mÈdico le ordena: vuestra merced est· enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor decir, que es nuestro mÈdico, le aplicar· medicinas que le sanen, las cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y m·s, que los pecadores discretos est·n m·s cerca de enmendarse que los simples; y, pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ·nimo y esperar mejorÌa de la enfermedad de su conciencia; y si vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su salvaciÛn, vÈngase conmigo, que yo le enseÒarÈ a ser caballero andante, donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tom·ndolas por penitencia, en dos paletas le pondr·n en el cielo. RiÛse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando pl·tica, contÛ el tr·gico suceso de Claudia JerÛnima, de que le pesÛ en estremo a Sancho, que no le habÌa parecido mal la belleza, desenvoltura y brÌo de la moza. Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompaÒaban, con otros dos mozos de mulas que los caballeros traÌan. CogiÈronlos los escuderos en medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el gran Roque Guinart hablase, el cual preguntÛ a los caballeros que quiÈn eran y adÛnde iban, y quÈ dinero llevaban. Uno dellos le respondiÛ: -SeÒor, nosotros somos dos capitanes de infanterÌa espaÒola; tenemos nuestras compaÒÌas en N·poles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que dicen est·n en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores tesoros. PreguntÛ Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos podÌan llevar hasta sesenta reales. Quiso saber tambiÈn quiÈn iba en el coche, y adÛnde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo: -Mi seÒora doÒa Guiomar de QuiÒones, mujer del regente de la VicarÌa de N·poles, con una hija pequeÒa, una doncella y una dueÒa, son las que van en el coche; acompaÒ·mosla seis criados, y los dineros son seiscientos escudos. -De modo -dijo Roque Guinart-, que ya tenemos aquÌ novecientos escudos y sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mÌrese a cÛmo le cabe a cada uno, porque yo soy mal contador. Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo: -°Viva Roque Guinart muchos aÒos, a pesar de los lladres que su perdiciÛn procuran! Mostraron afligirse los capitanes, entristeciÛse la seÒora regenta, y no se holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscaciÛn de sus bienes. T˙volos asÌ un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza, que ya se podÌa conocer a tiro de arcabuz, y, volviÈndose a los capitanes, dijo: -Vuesas mercedes, seÒores capitanes, por cortesÌa, sean servidos de prestarme sesenta escudos, y la seÒora regenta ochenta, para contentar esta escuadra que me acompaÒa, porque el abad, de lo que canta yanta, y luego puÈdense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto que yo les darÈ, para que, si toparen otras de algunas escuadras mÌas que tengo divididas por estos contornos, no les hagan daÒo; que no es mi intenciÛn de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales. Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesÌa y liberalidad, que, por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La seÒora doÒa Guiomar de QuiÒones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero Èl no lo consintiÛ en ninguna manera; antes le pidiÛ perdÛn del agravio que le hacÌa, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio. MandÛ la seÒora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos que le habÌan repartido, y ya los capitanes habÌan desembolsado los sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que se estuviesen quedos, y volviÈndose a los suyos, les dijo: -Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir bien de esta aventura. Y, trayÈndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveÌdo, Roque les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y, despidiÈndose dellos, los dejÛ ir libres, y admirados de su nobleza, de su gallarda disposiciÛn y estraÒo proceder, teniÈndole m·s por un Alejandro Magno que por ladrÛn conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana: -Este nuestro capit·n m·s es para frade que para bandolero: si de aquÌ adelante quisiere mostrarse liberal sÈalo con su hacienda y no con la nuestra. No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oÌrlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abriÛ la cabeza casi en dos partes, diciÈndole: -Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos. Pasm·ronse todos, y ninguno le osÛ decir palabra: tanta era la obediencia que le tenÌan. ApartÛse Roque a una parte y escribiÛ una carta a un su amigo, a Barcelona, d·ndole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel caballero andante de quien tantas cosas se decÌan; y que le hacÌa saber que era el m·s gracioso y el m·s entendido hombre del mundo, y que de allÌ a cuatro dÌas, que era el de San Juan Bautista, se le pondrÌa en mitad de la playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo, y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus amigos los Niarros, para que con Èl se solazasen; que Èl quisiera que carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los donaires de su escudero Sancho Panza no podÌan dejar de dar gusto general a todo el mundo. DespachÛ estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando el traje de bandolero en el de un labrador, entrÛ en Barcelona y la dio a quien iba. CapÌtulo LXI. De lo que le sucediÛ a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen m·s de lo verdadero que de lo discreto Tres dÌas y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trecientos aÒos, no le faltara quÈ mirar y admirar en el modo de su vida: aquÌ amanecÌan, acull· comÌan; unas veces huÌan, sin saber de quiÈn, y otras esperaban, sin saber a quiÈn. DormÌan en pie, interrompiendo el sueÒo, mud·ndose de un lugar a otro. Todo era poner espÌas, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traÌan pocos, porque todos se servÌan de pedreÒales. Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dÛnde estaba; porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona habÌa echado sobre su vida le traÌan inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos, o le habÌan de matar, o entregar a la justicia: vida, por cierto, miserable y enfadosa. En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron a su playa la vÌspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta entonces no se los habÌa dado, los dejÛ, con mil ofrecimientos que de la una a la otra parte se hicieron. VolviÛse Roque; quedÛse don Quijote esperando el dÌa, asÌ, a caballo, como estaba, y no tardÛ mucho cuando comenzÛ a descubrirse por los balcones del Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en lugar de alegrar el oÌdo; aunque al mesmo instante alegraron tambiÈn el oÌdo el son de muchas chirimÌas y atabales, ruido de cascabeles, ''°trapa, trapa, aparta, aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la ciudad salÌan. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una rodela, por el m·s bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando. Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; pareciÛles espaciosÌsimo y largo, harto m·s que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habÌan visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de fl·mulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrÌan el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimÌas, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos. Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas, correspondiÈndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salÌan. Los soldados de las galeras disparaban infinita artillerÌa, a quien respondÌan los que estaban en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillerÌa gruesa con espantoso estruendo rompÌa los vientos, a quien respondÌan los caÒones de crujÌa de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sÛlo tal vez turbio del humo de la artillerÌa, parece que iba infundiendo y engendrando gusto s˙bito en todas las gentes. No podÌa imaginar Sancho cÛmo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos que por el mar se movÌan. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililÌes y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atÛnito estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don Quijote: -Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballerÌa andante, donde m·s largamente se contiene. Bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apÛcrifo que en falsas historias estos dÌas nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describiÛ Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores. No respondiÛ don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la respondiese, sino, volviÈndose y revolviÈndose con los dem·s que los seguÌan, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote; el cual, volviÈndose a Sancho, dijo: -…stos bien nos han conocido: yo apostarÈ que han leÌdo nuestra historia y aun la del aragonÈs reciÈn impresa. VolviÛ otra vez el caballero que hablÛ a don Quijote, y dÌjole: -Vuesa merced, seÒor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart. A lo que don Quijote respondiÛ: -Si cortesÌas engendran cortesÌas, la vuestra, seÒor caballero, es hija o parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiÈredes, que yo no tendrÈ otra voluntad que la vuestra, y m·s si la querÈis ocupar en vuestro servicio. Con palabras no menos comedidas que Èstas le respondiÛ el caballero, y, encerr·ndole todos en medio, al son de las chirimÌas y de los atabales, se encaminaron con Èl a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo malo ordena, y los muchachos, que son m·s malos que el malo, dos dellos traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que, dando mil corcovos, dieron con sus dueÒos en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudiÛ a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho, el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre m·s de otros mil que los seguÌan. Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y m˙sica llegaron a la casa de su guÌa, que era grande y principal, en fin, como de caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque asÌ lo quiere Cide Hamete. CapÌtulo LXII. Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niÒerÌas que no pueden dejar de contarse Don Antonio Moreno se llamaba el huÈsped de don Quijote, caballero rico y discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan si son con daÒo de tercero. Lo primero que hizo fue hacer desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado vestido -como ya otras veces le hemos descrito y pintado- a un balcÛn que salÌa a una calle de las m·s principales de la ciudad, a vista de las gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo delante dÈl los de las libreas, como si para Èl solo, no para alegrar aquel festivo dÌa, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentÌsimo, por parecerle que se habÌa hallado, sin saber cÛmo ni cÛmo no, otras bodas de Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el del duque. Comieron aquel dÌa con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no cabÌa en sÌ de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos cuantos le oÌan. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho: -Ac· tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondiguillas, que, si os sobran, las guard·is en el seno para el otro dÌa. -No, seÒor, no es asÌ -respondiÛ Sancho-, porque tengo m·s de limpio que de goloso, y mi seÒor don Quijote, que est· delante, sabe bien que con un puÒo de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho dÌas. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla; quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, tÈngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara a las barbas honradas que est·n a la mesa. -Por cierto -dijo don Quijote-, que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en l·minas de bronce, para que quede en memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando Èl tiene hambre, parece algo tragÛn, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendiÛ a comer a lo melindroso: tanto, que comÌa con tenedor las uvas y aun los granos de la granada. -°CÛmo! -dijo don Antonio-. øGobernador ha sido Sancho? -SÌ -respondiÛ Sancho-, y de una Ìnsula llamada la Barataria. Diez dÌas la gobernÈ a pedir de boca; en ellos perdÌ el sosiego, y aprendÌ a despreciar todos los gobiernos del mundo; salÌ huyendo della, caÌ en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salÌ vivo por milagro. ContÛ don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que dio gran gusto a los oyentes. Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote, se entrÛ con Èl en un apartado aposento, en el cual no habÌa otra cosa de adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se sostenÌa, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce. PaseÛse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas veces la mesa, despuÈs de lo cual dijo: -Agora, seÒor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno, y est· cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las m·s raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden, con condiciÛn que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los ˙ltimos retretes del secreto. -AsÌ lo juro -respondiÛ don Quijote-, y aun le echarÈ una losa encima, para m·s seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, seÒor don Antonio -que ya sabÌa su nombre-, que est· hablando con quien, aunque tiene oÌdos para oÌr, no tiene lengua para hablar; asÌ que, con seguridad puede vuestra merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mÌo y hacer cuenta que lo ha arrojado en los abismos del silencio. -En fee de esa promesa -respondiÛ don Antonio-, quiero poner a vuestra merced en admiraciÛn con lo que viere y oyere, y darme a mÌ alg˙n alivio de la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son para fiarse de todos. Suspenso estaba don Quijote, esperando en quÈ habÌan de parar tantas prevenciones. En esto, tom·ndole la mano don Antonio, se la paseÛ por la cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se sostenÌa, y luego dijo: -Esta cabeza, seÒor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de naciÛn y dicÌpulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas se cuentan; el cual estuvo aquÌ en mi casa, y por precio de mil escudos que le di, labrÛ esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas cosas al oÌdo le preguntaren. GuardÛ rumbos, pintÛ car·cteres, observÛ astros, mirÛ puntos, y, finalmente, la sacÛ con la perfeciÛn que veremos maÒana, porque los viernes est· muda, y hoy, que lo es, nos ha de hacer esperar hasta maÒana. En este tiempo podr· vuestra merced prevenirse de lo que querr· preguntar, que por esperiencia sÈ que dice verdad en cuanto responde. Admirado quedÛ don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo por no creer a don Antonio; pero, por ver cu·n poco tiempo habÌa para hacer la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecÌa el haberle descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerrÛ la puerta don Antonio con llave, y fuÈronse a la sala, donde los dem·s caballeros estaban. En este tiempo les habÌa contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que a su amo habÌan acontecido. Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de r˙a, vestido un balandr·n de paÒo leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado. PusiÈronle el balandr·n, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: …ste es don Quijote de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rÈtulo los ojos de cuantos venÌan a verle, y como leÌan: …ste es don Quijote de la Mancha, admir·base don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocÌan; y, volviÈndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo: -Grande es la prerrogativa que encierra en sÌ la andante caballerÌa, pues hace conocido y famoso al que la profesa por todos los tÈrminos de la tierra; si no, mire vuestra merced, seÒor don Antonio, que hasta los muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen. -AsÌ es, seÒor don Quijote -respondiÛ don Antonio-, que, asÌ como el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser conocida, y la que se alcanza por la profesiÛn de las armas resplandece y campea sobre todas las otras. AcaeciÛ, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un castellano que leyÛ el rÈtulo de las espaldas, alzÛ la voz, diciendo: -°V·lgate el diablo por don Quijote de la Mancha! øCÛmo que hasta aquÌ has llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mÌrenlo por estos seÒores que te acompaÒan. VuÈlvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hijos, y dÈjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te desnatan el entendimiento. -Hermano -dijo don Antonio-, seguid vuestro camino, y no deis consejos a quien no os los pide. El seÒor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le acompaÒamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os met·is donde no os llaman. -Pardiez, vuesa merced tiene razÛn -respondiÛ el castellano-, que aconsejar a este buen hombre es dar coces contra el aguijÛn; pero, con todo eso, me da muy gran l·stima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las cosas este mentecato se le desag¸e por la canal de su andante caballerÌa; y la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mÌ y para todos mis descendientes si de hoy m·s, aunque viviese m·s aÒos que MatusalÈn, diere consejo a nadie, aunque me lo pida. ApartÛse el consejero; siguiÛ adelante el paseo; pero fue tanta la priesa que los muchachos y toda la gente tenÌa leyendo el rÈtulo, que se le hubo de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa. LlegÛ la noche, volviÈronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de don Antonio, que era una seÒora principal y alegre, hermosa y discreta, convidÛ a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huÈsped y a gustar de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenÛse esplÈndidamente y comenzÛse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas habÌa dos de gusto pÌcaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. …stas dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no sÛlo el cuerpo, pero el ·nima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y, sobre todo, no nada ligero. Requebr·banle como a hurto las damiselas, y Èl, tambiÈn como a hurto, las desdeÒaba; pero, viÈndose apretar de requiebros, alzÛ la voz y dijo: -Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos. All· os avenid, seÒoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los mÌos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan. Y, diciendo esto, se sentÛ en mitad de la sala, en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en peso a su lecho, y el primero que asiÛ dÈl fue Sancho, diciÈndole: -°Nora en tal, seÒor nuestro amo, lo habÈis bailado! øPens·is que todos los valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo que si lo pens·is, que est·is engaÒado; hombre hay que se atrever· a matar a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiÈrades de zapatear, yo supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del danzar, no doy puntada. Con estas y otras razones dio que reÌr Sancho a los del sarao, y dio con su amo en la cama, arrop·ndole para que sudase la frialdad de su baile. Otro dÌa le pareciÛ a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos seÒoras que habÌan molido a don Quijote en el baile, que aquella propia noche se habÌan quedado con la mujer de don Antonio, se encerrÛ en la estancia donde estaba la cabeza. ContÛles la propiedad que tenÌa, encargÛles el secreto y dÌjoles que aquÈl era el primero dÌa donde se habÌa de probar la virtud de la tal cabeza encantada; y si no eran los dos amigos de don Antonio, ninguna otra persona sabÌa el busilis del encanto, y aun si don Antonio no se le hubiera descubierto primero a sus amigos, tambiÈn ellos cayeran en la admiraciÛn en que los dem·s cayeron, sin ser posible otra cosa: con tal traza y tal orden estaba fabricada. El primero que se llegÛ al oÌdo de la cabeza fue el mismo don Antonio, y dÌjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida: -Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra: øquÈ pensamientos tengo yo agora? Y la cabeza le respondiÛ, sin mover los labios, con voz clara y distinta, de modo que fue de todos entendida, esta razÛn: -Yo no juzgo de pensamientos. Oyendo lo cual, todos quedaron atÛnitos, y m·s viendo que en todo el aposento ni al derredor de la mesa no habÌa persona humana que responder pudiese. -øCu·ntos estamos aquÌ? -tornÛ a preguntar don Antonio. Y fuele respondido por el propio tenor, paso: -Est·is t˙ y tu mujer, con dos amigos tuyos, y dos amigas della, y un caballero famoso llamado don Quijote de la Mancha, y un su escudero que Sancho Panza tiene por nombre. °AquÌ sÌ que fue el admirarse de nuevo, aquÌ sÌ que fue el erizarse los cabellos a todos de puro espanto! Y, apart·ndose don Antonio de la cabeza, dijo: -Esto me basta para darme a entender que no fui engaÒado del que te me vendiÛ, °cabeza sabia, cabeza habladora, cabeza respondona y admirable cabeza! Llegue otro y preg˙ntele lo que quisiere. Y, como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber, la primera que se llegÛ fue una de las dos amigas de la mujer de don Antonio, y lo que le preguntÛ fue: -Dime, cabeza, øquÈ harÈ yo para ser muy hermosa? Y fuele respondido: -SÈ muy honesta. -No te pregunto m·s -dijo la preguntanta. LlegÛ luego la compaÒera, y dijo: -QuerrÌa saber, cabeza, si mi marido me quiere bien, o no. Y respondiÈronle: -Mira las obras que te hace, y echarlo has de ver. ApartÛse la casada diciendo: -Esta respuesta no tenÌa necesidad de pregunta, porque, en efecto, las obras que se hacen declaran la voluntad que tiene el que las hace. Luego llegÛ uno de los dos amigos de don Antonio, y preguntÛle: -øQuiÈn soy yo? Y fuele respondido: -T˙ lo sabes. -No te pregunto eso -respondiÛ el caballero-, sino que me digas si me conoces t˙. -SÌ conozco -le respondieron-, que eres don Pedro Noriz. -No quiero saber m·s, pues esto basta para entender, °oh cabeza!, que lo sabes todo. Y, apart·ndose, llegÛ el otro amigo y preguntÛle: -Dime, cabeza, øquÈ deseos tiene mi hijo el mayorazgo? -Ya yo he dicho -le respondieron- que yo no juzgo de deseos, pero, con todo eso, te sÈ decir que los que tu hijo tiene son de enterrarte. -Eso es -dijo el caballero-: lo que veo por los ojos, con el dedo lo seÒalo. Y no preguntÛ m·s. LlegÛse la mujer de don Antonio, y dijo: -Yo no sÈ, cabeza, quÈ preguntarte; sÛlo querrÌa saber de ti si gozarÈ muchos aÒos de buen marido. Y respondiÈronle: -SÌ gozar·s, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchos aÒos de vida, la cual muchos suelen acortar por su destemplanza. LlegÛse luego don Quijote, y dijo: -Dime t˙, el que respondes: øfue verdad o fue sueÒo lo que yo cuento que me pasÛ en la cueva de Montesinos? øSer·n ciertos los azotes de Sancho mi escudero? øTendr· efeto el desencanto de Dulcinea? -A lo de la cueva -respondieron- hay mucho que decir: de todo tiene; los azotes de Sancho ir·n de espacio, el desencanto de Dulcinea llegar· a debida ejecuciÛn. -No quiero saber m·s -dijo don Quijote-; que como yo vea a Dulcinea desencantada, harÈ cuenta que vienen de golpe todas las venturas que acertare a desear. El ˙ltimo preguntante fue Sancho, y lo que preguntÛ fue: -øPor ventura, cabeza, tendrÈ otro gobierno? øSaldrÈ de la estrecheza de escudero? øVolverÈ a ver a mi mujer y a mis hijos? A lo que le respondieron: -Gobernar·s en tu casa; y si vuelves a ella, ver·s a tu mujer y a tus hijos; y, dejando de servir, dejar·s de ser escudero. -°Bueno, par Dios! -dijo Sancho Panza-. Esto yo me lo dijera: no dijera m·s el profeta Perogrullo. -Bestia -dijo don Quijote-, øquÈ quieres que te respondan? øNo basta que las respuestas que esta cabeza ha dado correspondan a lo que se le pregunta? -SÌ basta -respondiÛ Sancho-, pero quisiera yo que se declarara m·s y me dijera m·s. Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas, pero no se acabÛ la admiraciÛn en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio, que el caso sabÌan. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por no tener suspenso al mundo, creyendo que alg˙n hechicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba; y asÌ, dice que don Antonio Moreno, a imitaciÛn de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero, hizo Èsta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la f·brica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada y barnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenÌa era de lo mesmo, con cuatro garras de ·guila que dÈl salÌan, para mayor firmeza del peso. La cabeza, que parecÌa medalla y figura de emperador romano, y de color de bronce, estaba toda hueca, y ni m·s ni menos la tabla de la mesa, en que se encajaba tan justamente, que ninguna seÒal de juntura se parecÌa. El pie de la tabla era ansimesmo hueco, que respondÌa a la garganta y pechos de la cabeza, y todo esto venÌa a responder a otro aposento que debajo de la estancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y pechos de la medalla y figura referida se encaminaba un caÒÛn de hoja de lata, muy justo, que de nadie podÌa ser visto. En el aposento de abajo correspondiente al de arriba se ponÌa el que habÌa de responder, pegada la boca con el mesmo caÒÛn, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de esta manera no era posible conocer el embuste. Un sobrino de don Antonio, estudiante agudo y discreto, fue el respondiente; el cual, estando avisado de su seÒor tÌo de los que habÌan de entrar con Èl en aquel dÌa en el aposento de la cabeza, le fue f·cil responder con presteza y puntualidad a la primera pregunta; a las dem·s respondiÛ por conjeturas, y, como discreto, discretamente. Y dice m·s Cide Hamete: que hasta diez o doce dÌas durÛ esta maravillosa m·quina; pero que, divulg·ndose por la ciudad que don Antonio tenÌa en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntaban respondÌa, temiendo no llegase a los oÌdos de las despiertas centinelas de nuestra Fe, habiendo declarado el caso a los seÒores inquisidores, le mandaron que lo deshiciese y no pasase m·s adelante, porque el vulgo ignorante no se escandalizase; pero en la opiniÛn de don Quijote y de Sancho Panza, la cabeza quedÛ por encantada y por respondona, m·s a satisfaciÛn de don Quijote que de Sancho. Los caballeros de la ciudad, por complacer a don Antonio y por agasajar a don Quijote y dar lugar a que descubriese sus sandeces, ordenaron de correr sortija de allÌ a seis dÌas; que no tuvo efecto por la ocasiÛn que se dir· adelante. Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie, temiendo que, si iba a caballo, le habÌan de perseguir los mochachos, y asÌ, Èl y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a pasearse. SucediÛ, pues, que, yendo por una calle, alzÛ los ojos don Quijote, y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: AquÌ se imprimen libros; de lo que se contentÛ mucho, porque hasta entonces no habÌa visto emprenta alguna, y deseaba saber cÛmo fuese. EntrÛ dentro, con todo su acompaÒamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en Èsta, enmendar en aquÈlla, y, finalmente, toda aquella m·quina que en las emprentas grandes se muestra. Lleg·base don Quijote a un cajÛn y preguntaba quÈ era aquÈllo que allÌ se hacÌa; d·banle cuenta los oficiales, admir·base y pasaba adelante. LlegÛ en otras a uno, y preguntÛle quÈ era lo que hacÌa. El oficial le respondiÛ: -SeÒor, este caballero que aquÌ est· -y enseÒÛle a un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad- ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la estampa. -øQuÈ tÌtulo tiene el libro? -preguntÛ don Quijote. -A lo que el autor respondiÛ: -SeÒor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele. -Y øquÈ responde le bagatele en nuestro castellano? -preguntÛ don Quijote. -Le bagatele -dijo el autor- es como si en castellano dijÈsemos los juguetes; y, aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y encierra en sÌ cosas muy buenas y sustanciales. -Yo -dijo don Quijote- sÈ alg˙n tanto de el toscano, y me precio de cantar algunas estancias del Ariosto. Pero dÌgame vuesa merced, seÒor mÌo, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no m·s: øha hallado en su escritura alguna vez nombrar piÒata? -SÌ, muchas veces -respondiÛ el autor. -Y øcÛmo la traduce vuestra merced en castellano? -preguntÛ don Quijote. -øCÛmo la habÌa de traducir -replicÛ el autor-, sino diciendo olla? -°Cuerpo de tal -dijo don Quijote-, y quÈ adelante est· vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostarÈ una buena apuesta que adonde diga en el toscano piache, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga pi˘, dice m·s, y el su declara con arriba, y el gi˘ con abajo. -SÌ declaro, por cierto -dijo el autor-, porque Èsas son sus propias correspondencias. -OsarÈ yo jurar -dijo don Quijote- que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. °QuÈ de habilidades hay perdidas por ahÌ! °QuÈ de ingenios arrinconados! °QuÈ de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revÈs, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas f·ciles, ni arguye ingenio ni elocuciÛn, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podrÌa ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor CristÛbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de J·urigui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cu·l es la traduciÛn o cu·l el original. Pero dÌgame vuestra merced: este libro, øimprÌmese por su cuenta, o tiene ya vendido el privilegio a alg˙n librero? -Por mi cuenta lo imprimo -respondiÛ el autor-, y pienso ganar mil ducados, por lo menos, con esta primera impresiÛn, que ha de ser de dos mil cuerpos, y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas. -°Bien est· vuesa merced en la cuenta! -respondiÛ don Quijote-. Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las correspondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se espante, y m·s si el libro es un poco avieso y no nada picante. -Pues, øquÈ? -dijo el autor-. øQuiere vuesa merced que se lo dÈ a un librero, que me dÈ por el privilegio tres maravedÌs, y a˙n piensa que me hace merced en d·rmelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en Èl soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin Èl no vale un cuatrÌn la buena fama. -Dios le dÈ a vuesa merced buena manderecha -respondiÛ don Quijote. Y pasÛ adelante a otro cajÛn, donde vio que estaban corrigiendo un pliego de un libro que se intitulaba Luz del alma; y,en viÈndole, dijo: -Estos tales libros, aunque hay muchos deste gÈnero, son los que se deben imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados. PasÛ adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y, preguntando su tÌtulo, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de Tordesillas. -Ya yo tengo noticia deste libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi conciencia que pensÈ que ya estaba quemado y hecho polvos, por impertinente; pero su San MartÌn se le llegar·, como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son m·s verdaderas. Y, diciendo esto, con muestras de alg˙n despecho, se saliÛ de la emprenta. Y aquel mesmo dÌa ordenÛ don Antonio de llevarle a ver las galeras que en la playa estaban, de que Sancho se regocijÛ mucho, a causa que en su vida las habÌa visto. AvisÛ don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella tarde habÌa de llevar a verlas a su huÈsped el famoso don Quijote de la Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenÌan noticia; y lo que le sucediÛ en ellas se dir· en el siguiente capÌtulo. CapÌtulo LXIII. De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca Grandes eran los discursos que don Quijote hacÌa sobre la respuesta de la encantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todos paraban con la promesa, que Èl tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea. AllÌ iba y venÌa, y se alegraba entre sÌ mismo, creyendo que habÌa de ver presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecÌa el ser gobernador, como queda dicho, todavÌa deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que esta mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas. En resoluciÛn, aquella tarde don Antonio Moreno, su huÈsped, y sus dos amigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo, que estaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote y Sancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatieron tienda, y sonaron las chirimÌas; arrojaron luego el esquife al agua, cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesÌ, y, en poniendo que puso los pies en Èl don Quijote, disparÛ la capitana el caÒÛn de crujÌa, y las otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir don Quijote por la escala derecha, toda la chusma le saludÛ como es usanza cuando una persona principal entra en la galera, diciendo: ''°Hu, hu, hu!'' tres veces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era un principal caballero valenciano; abrazÛ a don Quijote, diciÈndole: -Este dÌa seÒalarÈ yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores que pienso llevar en mi vida, habiendo visto al seÒor don Quijote de la Mancha: tiempo y seÒal que nos muestra que en Èl se encierra y cifra todo el valor del andante caballerÌa. Con otras no menos corteses razones le respondiÛ don Quijote, alegre sobremanera de verse tratar tan a lo seÒor. Entraron todos en la popa, que estaba muy bien aderezada, y sent·ronse por los bandines, pasÛse el cÛmitre en crujÌa, y dio seÒal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedÛ pasmado, y m·s cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a Èl le pareciÛ que todos los diablos andaban allÌ trabajando; pero esto todo fueron tortas y pan pintado para lo que ahora dirÈ. Estaba Sancho sentado sobre el estanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de lo que habÌa de hacer, asiÛ de Sancho, y, levant·ndole en los brazos, toda la chusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dando y volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tanta priesa, que el pobre Sancho perdiÛ la vista de los ojos, y sin duda pensÛ que los mismos demonios le llevaban, y no pararon con Èl hasta volverle por la siniestra banda y ponerle en la popa. QuedÛ el pobre molido, y jadeando, y trasudando, sin poder imaginar quÈ fue lo que sucedido le habÌa. Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntÛ al general si eran ceremonias aquÈllas que se usaban con los primeros que entraban en las galeras; porque si acaso lo fuese, Èl, que no tenÌa intenciÛn de profesar en ellas, no querÌa hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que, si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le habÌa de sacar el alma a puntillazos; y, diciendo esto, se levantÛ en pie y empuÒÛ la espada. A este instante abatieron tienda, y con grandÌsimo ruido dejaron caer la entena de alto abajo. PensÛ Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venÌa a dar sobre su cabeza; y, agobi·ndola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que tambiÈn se estremeciÛ y encogiÛ de hombros y perdiÛ la color del rostro. La chusma izÛ la entena con la misma priesa y ruido que la habÌan amainado, y todo esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo seÒal el cÛmitre que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujÌa con el corbacho o rebenque, comenzÛ a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensÛ Èl que eran los remos, dijo entre sÌ: -…stas sÌ son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice. øQuÈ han hecho estos desdichados, que ansÌ los azotan, y cÛmo este hombre solo, que anda por aquÌ silbando, tiene atrevimiento para azotar a tanta gente? Ahora yo digo que Èste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio. Don Quijote, que vio la atenciÛn con que Sancho miraba lo que pasaba, le dijo: -°Ah Sancho amigo, y con quÈ brevedad y cu·n a poca costa os podÌades vos, si quisiÈsedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos seÒores, y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y pena de tantos, no sentirÌades vos mucho la vuestra; y m·s, que podrÌa ser que el sabio MerlÌn tomase en cuenta cada azote dÈstos, por ser dados de buena mano, por diez de los que vos finalmente os habÈis de dar. Preguntar querÌa el general quÈ azotes eran aquÈllos, o quÈ desencanto de Dulcinea, cuando dijo el marinero: -SeÒal hace MonjuÌ de que hay bajel de remos en la costa por la banda del poniente. Esto oÌdo, saltÛ el general en la crujÌa, y dijo: -°Ea hijos, no se nos vaya! Alg˙n bergantÌn de cosarios de Argel debe de ser Èste que la atalaya nos seÒala. Lleg·ronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se les ordenaba. MandÛ el general que las dos saliesen a la mar, y Èl con la otra irÌa tierra a tierra, porque ansÌ el bajel no se les escaparÌa. ApretÛ la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecÌa que volaban. Las que salieron a la mar, a obra de dos millas descubrieron un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quince bancos, y asÌ era la verdad; el cual bajel, cuando descubriÛ las galeras, se puso en caza, con intenciÛn y esperanza de escaparse por su ligereza; pero avÌnole mal, porque la galera capitana era de los m·s ligeros bajeles que en la mar navegaban, y asÌ le fue entrando, que claramente los del bergantÌn conocieron que no podÌan escaparse; y asÌ, el arr·ez quisiera que dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capit·n que nuestras galeras regÌa. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba, ordenÛ que, ya que la capitana llegaba tan cerca que podÌan los del bajel oÌr las voces que desde ella les decÌan que se rindiesen, dos toraquÌs, que es como decir dos turcos borrachos, que en el bergantÌn venÌan con estos doce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que sobre nuestras arrumbadas venÌan. Viendo lo cual, jurÛ el general de no dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y, llegando a embestir con toda furia, se le escapÛ por debajo de la palamenta. PasÛ la galera adelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela en tanto que la galera volvÌa, y de nuevo, a vela y a remo, se pusieron en caza; pero no les aprovechÛ su diligencia tanto como les daÒÛ su atrevimiento, porque, alcanz·ndoles la capitana a poco m·s de media milla, les echÛ la palamenta encima y los cogiÛ vivos a todos. Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa volvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseosos de ver lo que traÌan. Dio fondo el general cerca de tierra, y conociÛ que estaba en la marina el virrey de la ciudad. MandÛ echar el esquife para traerle, y mandÛ amainar la entena para ahorcar luego luego al arr·ez y a los dem·s turcos que en el bajel habÌa cogido, que serÌan hasta treinta y seis personas, todos gallardos, y los m·s, escopeteros turcos. PreguntÛ el general quiÈn era el arr·ez del bergantÌn y fuele respondido por uno de los cautivos, en lengua castellana, que despuÈs pareciÛ ser renegado espaÒol: -Este mancebo, seÒor, que aquÌ vees es nuestro arr·ez. Y mostrÛle uno de los m·s bellos y gallardos mozos que pudiera pintar la humana imaginaciÛn. La edad, al parecer, no llegaba a veinte aÒos. PreguntÛle el general: -Dime, mal aconsejado perro, øquiÈn te moviÛ a matarme mis soldados, pues veÌas ser imposible el escaparte? øEse respeto se guarda a las capitanas? øNo sabes t˙ que no es valentÌa la temeridad? Las esperanzas dudosas han de hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios. Responder querÌa el arr·ez; pero no pudo el general, por entonces, oÌr la respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo. -°Buena ha estado la caza, seÒor general! -dijo el virrey. -Y tan buena -respondiÛ el general- cual la ver· Vuestra Excelencia agora colgada de esta entena. -øCÛmo ansÌ? -replicÛ el virrey. -Porque me han muerto -respondiÛ el general-, contra toda ley y contra toda razÛn y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galeras venÌan, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente a este mozo, que es el arr·ez del bergantÌn. Y enseÒÛle al que ya tenÌa atadas las manos y echado el cordel a la garganta, esperando la muerte. MirÛle el virrey, y, viÈndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde, d·ndole en aquel instante una carta de recomendaciÛn su hermosura, le vino deseo de escusar su muerte; y asÌ, le preguntÛ: -Dime, arr·ez, øeres turco de naciÛn, o moro, o renegado? A lo cual el mozo respondiÛ, en lengua asimesmo castellana: -Ni soy turco de naciÛn, ni moro, ni renegado. -Pues, øquÈ eres? -replicÛ el virrey. -Mujer cristiana -respondiÛ el mancebo. -øMujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos? M·s es cosa para admirarla que para creerla. -Suspended -dijo el mozo-, °oh seÒores!, la ejecuciÛn de mi muerte, que no se perder· mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo os cuente mi vida. øQuiÈn fuera el de corazÛn tan duro que con estas razones no se ablandara, o, a lo menos, hasta oÌr las que el triste y lastimado mancebo decir querÌa? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperase alcanzar perdÛn de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzÛ a decir desta manera: -´De aquella naciÛn m·s desdichada que prudente, sobre quien ha llovido estos dÌas un mar de desgracias, nacÌ yo, de moriscos padres engendrada. En la corriente de su desventura fui yo por dos tÌos mÌos llevada a BerberÌa, sin que me aprovechase decir que era cristiana, como, en efecto, lo soy, y no de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y catÛlicas. No me valiÛ, con los que tenÌan a cargo nuestro miserable destierro, decir esta verdad, ni mis tÌos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por invenciÛn para quedarme en la tierra donde habÌa nacido, y asÌ, por fuerza m·s que por grado, me trujeron consigo. Tuve una madre cristiana y un padre discreto y cristiano, ni m·s ni menos; mamÈ la fe catÛlica en la leche; criÈme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jam·s, a mi parecer, di seÒales de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, que yo creo que lo son, creciÛ mi hermosura, si es que tengo alguna; y, aunque mi recato y mi encerramiento fue mucho, no debiÛ de ser tanto que no tuviese lugar de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio, hijo mayorazgo de un caballero que junto a nuestro lugar otro suyo tiene. CÛmo me vio, cÛmo nos hablamos, cÛmo se vio perdido por mÌ y cÛmo yo no muy ganada por Èl, serÌa largo de contar, y m·s en tiempo que estoy temiendo que, entre la lengua y la garganta, se ha de atravesar el riguroso cordel que me amenaza; y asÌ, sÛlo dirÈ cÛmo en nuestro destierro quiso acompaÒarme don Gregorio. MezclÛse con los moriscos que de otros lugares salieron, porque sabÌa muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo de dos tÌos mÌos que consigo me traÌan; porque mi padre, prudente y prevenido, asÌ como oyÛ el primer bando de nuestro destierro, se saliÛ del lugar y se fue a buscar alguno en los reinos estraÒos que nos acogiese. DejÛ encerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia, muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y doblones de oro. MandÛme que no tocase al tesoro que dejaba en ninguna manera, si acaso antes que Èl volviese nos desterraban. HÌcelo asÌ, y con mis tÌos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos a BerberÌa; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si le hiciÈramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y la fama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mÌa. LlamÛme ante sÌ, preguntÛme de quÈ parte de EspaÒa era y quÈ dineros y quÈ joyas traÌa. DÌjele el lugar, y que las joyas y dineros quedaban en Èl enterrados, pero que con facilidad se podrÌan cobrar si yo misma volviese por ellos. Todo esto le dije, temerosa de que no le cegase mi hermosura, sino su codicia. Estando conmigo en estas pl·ticas, le llegaron a decir cÛmo venÌa conmigo uno de los m·s gallardos y hermosos mancebos que se podÌa imaginar. Luego entendÌ que lo decÌan por don Gaspar Gregorio, cuya belleza se deja atr·s las mayores que encarecer se pueden. TurbÈme, considerando el peligro que don Gregorio corrÌa, porque entre aquellos b·rbaros turcos en m·s se tiene y estima un mochacho o mancebo hermoso que una mujer, por bellÌsima que sea. MandÛ luego el rey que se le trujesen allÌ delante para verle, y preguntÛme si era verdad lo que de aquel mozo le decÌan. Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sÌ era; pero que le hacÌa saber que no era varÛn, sino mujer como yo, y que le suplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo en todo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia. DÌjome que fuese en buena hora, y que otro dÌa hablarÌamos en el modo que se podÌa tener para que yo volviese a EspaÒa a sacar el escondido tesoro. HablÈ con don Gaspar, contÈle el peligro que corrÌa el mostrar ser hombre; vestÌle de mora, y aquella mesma tarde le truje a la presencia del rey, el cual, en viÈndole, quedÛ admirado y hizo disignio de guardarla para hacer presente della al Gran SeÒor; y, por huir del peligro que en el serrallo de sus mujeres podÌa tener y temer de sÌ mismo, la mandÛ poner en casa de unas principales moras que la guardasen y la sirviesen, adonde le llevaron luego. Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) se deje a la consideraciÛn de los que se apartan si bien se quieren. Dio luego traza el rey de que yo volviese a EspaÒa en este bergantÌn y que me acompaÒasen dos turcos de naciÛn, que fueron los que mataron vuestros soldados. Vino tambiÈn conmigo este renegado espaÒol -seÒalando al que habÌa hablado primero-, del cual sÈ yo bien que es cristiano encubierto y que viene con m·s deseo de quedarse en EspaÒa que de volver a BerberÌa; la dem·s chusma del bergantÌn son moros y turcos, que no sirven de m·s que de bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar el orden que traÌamos de que a mÌ y a este renegado en la primer parte de EspaÒa, en h·bito de cristianos, de que venimos proveÌdos, nos echasen en tierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, si pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por alg˙n acidente que a los dos nos sucediese, podrÌamos descubrir que quedaba el bergantÌn en la mar, y si acaso hubiese galeras por esta costa, los tomasen. Anoche descubrimos esta playa, y, sin tener noticia destas cuatro galeras, fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habÈis visto. En resoluciÛn: don Gregorio queda en h·bito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligro de perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, o, por mejor decir, temiendo perder la vida, que ya me cansa.ª …ste es, seÒores, el fin de mi lamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es que me dejÈis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido culpante de la culpa en que los de mi naciÛn han caÌdo. Y luego callÛ, preÒados los ojos de tiernas l·grimas, a quien acompaÒaron muchas de los que presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sin hablarle palabra, se llegÛ a ella y le quitÛ con sus manos el cordel que las hermosas de la mora ligaba. En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba, tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino que entrÛ en la galera cuando entrÛ el virrey; y, apenas dio fin a su pl·tica la morisca, cuando Èl se arrojÛ a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras de mil sollozos y suspiros, le dijo: -°Oh Ana FÈlix, desdichada hija mÌa! Yo soy tu padre Ricote, que volvÌa a buscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma. A cuyas palabras abriÛ los ojos Sancho, y alzÛ la cabeza (que inclinada tenÌa, pensando en la desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino, conociÛ ser el mismo Ricote que topÛ el dÌa que saliÛ de su gobierno, y confirmÛse que aquÈlla era su hija, la cual, ya desatada, abrazÛ a su padre, mezclando sus l·grimas con las suyas; el cual dijo al general y al virrey: -…sta, seÒores, es mi hija, m·s desdichada en sus sucesos que en su nombre. Ana FÈlix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su hermosura como por mi riqueza. Yo salÌ de mi patria a buscar en reinos estraÒos quien nos albergase y recogiese, y, habiÈndole hallado en Alemania, volvÌ en este h·bito de peregrino, en compaÒÌa de otros alemanes, a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejÈ escondidas. No hallÈ a mi hija; hallÈ el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el estraÒo rodeo que habÈis visto, he hallado el tesoro que m·s me enriquece, que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus l·grimas y las mÌas, por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la misericordia, usadla con nosotros, que jam·s tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos en ning˙n modo con la intenciÛn de los nuestros, que justamente han sido desterrados. Entonces dijo Sancho: -Bien conozco a Ricote, y sÈ que es verdad lo que dice en cuanto a ser Ana FÈlix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala intenciÛn, no me entremeto. Admirados del estraÒo caso todos los presentes, el general dijo: -Una por una vuestras l·grimas no me dejar·n cumplir mi juramento: vivid, hermosa Ana FÈlix, los aÒos de vida que os tiene determinados el cielo, y lleven la pena de su culpa los insolentes y atrevidos que la cometieron. Y mandÛ luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados habÌan muerto; pero el virrey le pidiÛ encarecidamente no los ahorcase, pues m·s locura que valentÌa habÌa sido la suya. Hizo el general lo que el virrey le pedÌa, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada. Procuraron luego dar traza de sacar a don Gaspar Gregorio del peligro en que quedaba. OfreciÛ Ricote para ello m·s de dos mil ducados que en perlas y en joyas tenÌa. DiÈronse muchos medios, pero ninguno fue tal como el que dio el renegado espaÒol que se ha dicho, el cual se ofreciÛ de volver a Argel en alg˙n barco pequeÒo, de hasta seis bancos, armado de remeros cristianos, porque Èl sabÌa dÛnde, cÛmo y cu·ndo podÌa y debÌa desembarcar, y asimismo no ignoraba la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron el general y el virrey el fiarse del renegado, ni confiar de los cristianos que habÌan de bogar el remo; fiÛle Ana FÈlix, y Ricote, su padre, dijo que salÌa a dar el rescate de los cristianos, si acaso se perdiesen. Firmados, pues, en este parecer, se desembarcÛ el virrey, y don Antonio Moreno se llevÛ consigo a la morisca y a su padre, encarg·ndole el virrey que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le ofrecÌa lo que en su casa hubiese para su regalo. Tanta fue la benevolencia y caridad que la hermosura de Ana FÈlix infundiÛ en su pecho. CapÌtulo LXIV. Que trata de la aventura que m·s pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habÌan sucedido La mujer de don Antonio Moreno cuenta la historia que recibiÛ grandÌsimo contento de ver a Ana FÈlix en su casa. RecibiÛla con mucho agrado, asÌ enamorada de su belleza como de su discreciÛn, porque en lo uno y en lo otro era estremada la morisca, y toda la gente de la ciudad, como a campana taÒida, venÌan a verla. Dijo don Quijote a don Antonio que el parecer que habÌan tomado en la libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenÌa m·s de peligroso que de conveniente, y que serÌa mejor que le pusiesen a Èl en BerberÌa con sus armas y caballo; que Èl le sacarÌa a pesar de toda la morisma, como habÌa hecho don Gaiferos a su esposa Melisendra. -Advierta vuesa merced -dijo Sancho, oyendo esto- que el seÒor don Gaiferos sacÛ a sus esposa de tierra firme y la llevÛ a Francia por tierra firme; pero aquÌ, si acaso sacamos a don Gregorio, no tenemos por dÛnde traerle a EspaÒa, pues est· la mar en medio. -Para todo hay remedio, si no es para la muerte -respondiÛ don Quijote-; pues, llegando el barco a la marina, nos podremos embarcar en Èl, aunque todo el mundo lo impida. -Muy bien lo pinta y facilita vuestra merced -dijo Sancho-, pero del dicho al hecho hay gran trecho, y yo me atengo al renegado, que me parece muy hombre de bien y de muy buenas entraÒas. Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se tomarÌa el espediente de que el gran don Quijote pasase en BerberÌa. De allÌ a dos dÌas partiÛ el renegado en un ligero barco de seis remos por banda, armado de valentÌsima chusma; y de allÌ a otros dos se partieron las galeras a Levante, habiendo pedido el general al visorrey fuese servido de avisarle de lo que sucediese en la libertad de don Gregorio y en el caso de Ana FÈlix; quedÛ el visorrey de hacerlo asÌ como se lo pedÌa. Y una maÒana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decÌa, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacÌa Èl un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traÌa pintada una luna resplandeciente; el cual, lleg·ndose a trecho que podÌa ser oÌdo, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo: -Insigne caballero y jam·s como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazaÒas quiz· te le habr·n traÌdo a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razÛn de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparaciÛn m·s hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si t˙ la confiesas de llano en llano, escusar·s tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en d·rtela; y si t˙ peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfaciÛn sino que, dejando las armas y absteniÈndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un aÒo, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque asÌ conviene al aumento de tu hacienda y a la salvaciÛn de tu alma; y si t˙ me vencieres, quedar· a tu discreciÛn mi cabeza, y ser·n tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasar· a la tuya la fama de mis hazaÒas. Mira lo que te est· mejor, y respÛndeme luego, porque hoy todo el dÌa traigo de tÈrmino para despachar este negocio. Don Quijote quedÛ suspenso y atÛnito, asÌ de la arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y adem·n severo le respondiÛ: -Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazaÒas hasta agora no han llegado a mi noticia, yo osarÈ jurar que jam·s habÈis visto a la ilustre Dulcinea; que si visto la hubiÈrades, yo sÈ que procur·rades no poneros en esta demanda, porque su vista os desengaÒara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y asÌ, no diciÈndoos que mentÌs, sino que no acert·is en lo propuesto, con las condiciones que habÈis referido, aceto vuestro desafÌo, y luego, porque no se pase el dÌa que traÈis determinado; y sÛlo exceto de las condiciones la de que se pase a mÌ la fama de vuestras hazaÒas, porque no sÈ cu·les ni quÈ tales sean: con las mÌas me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiÈredes, que yo harÈ lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. HabÌan descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y dÌchoselo al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey, creyendo serÌa alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno, o por otro alg˙n caballero de la ciudad, saliÛ luego a la playa con don Antonio y con otros muchos caballeros que le acompaÒaban, a tiempo cuando don Quijote volvÌa las riendas a Rocinante para tomar del campo lo necesario. Viendo, pues, el visorrey que daban los dos seÒales de volverse a encontrar, se puso en medio, pregunt·ndoles quÈ era la causa que les movÌa a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondiÛ que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas que habÌa dicho a don Quijote, con la acetaciÛn de las condiciones del desafÌo hechas por entrambas partes. LlegÛse el visorrey a don Antonio, y preguntÛle paso si sabÌa quiÈn era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si era alguna burla que querÌan hacer a don Quijote. Don Antonio le respondiÛ que ni sabÌa quiÈn era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafÌo. Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejarÌa o no pasar adelante en la batalla; pero, no pudiÈndose persuadir a que fuese sino burla, se apartÛ diciendo: -SeÒores caballeros, si aquÌ no hay otro remedio sino confesar o morir, y el seÒor don Quijote est· en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense. AgradeciÛ el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomend·ndose al cielo de todo corazÛn y a su Dulcinea -como tenÌa de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecÌan-, tornÛ a tomar otro poco m·s del campo, porque vio que su contrario hacÌa lo mesmo, y, sin tocar trompeta ni otro instrumento bÈlico que les diese seÒal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como era m·s ligero el de la Blanca Luna, llegÛ a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allÌ le encontrÛ con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantÛ, al parecer, de propÛsito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caÌda. Fue luego sobre Èl, y, poniÈndole la lanza sobre la visera, le dijo: -Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confes·is las condiciones de nuestro desafÌo. Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo: -Dulcinea del Toboso es la m·s hermosa mujer del mundo, y yo el m·s desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quÌtame la vida, pues me has quitado la honra. -Eso no harÈ yo, por cierto -dijo el de la Blanca Luna-: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la seÒora Dulcinea del Toboso, que sÛlo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un aÒo, o hasta el tiempo que por mÌ le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla. Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allÌ estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondiÛ que como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo dem·s cumplirÌa como caballero puntual y verdadero. Hecha esta confesiÛn, volviÛ las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entrÛ en la ciudad. MandÛ el visorrey a don Antonio que fuese tras Èl, y que en todas maneras supiese quiÈn era. Levantaron a don Quijote, descubriÈronle el rostro y hall·ronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabÌa quÈ decirse ni quÈ hacerse: parecÌale que todo aquel suceso pasaba en sueÒos y que toda aquella m·quina era cosa de encantamento. VeÌa a su seÒor rendido y obligado a no tomar armas en un aÒo; imaginaba la luz de la gloria de sus hazaÒas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. TemÌa si quedarÌa o no contrecho Rocinante, o deslocado su amo; que no fuera poca ventura si deslocado quedara. Finalmente, con una silla de manos, que mandÛ traer el visorrey, le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volviÛ tambiÈn a ella, con deseo de saber quiÈn fuese el Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante habÌa dejado a don Quijote. CapÌtulo LXV. Donde se da noticia quiÈn era el de la Blanca Luna, con la libertad de Don Gregorio, y de otros sucesos SiguiÛ don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y siguiÈronle tambiÈn, y aun persiguiÈronle, muchos muchachos, hasta que le cerraron en un mesÛn dentro de la ciudad. EntrÛ el don Antonio con deseo de conocerle; saliÛ un escudero a recebirle y a desarmarle; encerrÛse en una sala baja, y con Èl don Antonio, que no se le cocÌa el pan hasta saber quiÈn fuese. Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le dejaba, le dijo: -Bien sÈ, seÒor, a lo que venÌs, que es a saber quiÈn soy; y, porque no hay para quÈ neg·roslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo dirÈ, sin faltar un punto a la verdad del caso. Sabed, seÒor, que a mÌ me llaman el bachiller SansÛn Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le tengamos l·stima todos cuantos le conocemos, y entre los que m·s se la han tenido he sido yo; y, creyendo que est· su salud en su reposo y en que se estÈ en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella; y asÌ, habr· tres meses que le salÌ al camino como caballero andante, llam·ndome el Caballero de los Espejos, con intenciÛn de pelear con Èl y vencerle, sin hacerle daÒo, poniendo por condiciÛn de nuestra pelea que el vencido quedase a discreciÛn del vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era que se volviese a su lugar y que no saliese dÈl en todo un aÒo, en el cual tiempo podrÌa ser curado; pero la suerte lo ordenÛ de otra manera, porque Èl me venciÛ a mÌ y me derribÛ del caballo, y asÌ, no tuvo efecto mi pensamiento: Èl prosiguiÛ su camino, y yo me volvÌ, vencido, corrido y molido de la caÌda, que fue adem·s peligrosa; pero no por esto se me quitÛ el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como Èl es tan puntual en guardar las Ûrdenes de la andante caballerÌa, sin duda alguna guardar· la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es, seÒor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna; suplÌcoos no me descubr·is ni le dig·is a don Quijote quiÈn soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos mÌos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonÌsimo, como le dejen las sandeces de la caballerÌa. -°Oh seÒor -dijo don Antonio-, Dios os perdone el agravio que habÈis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al m·s gracioso loco que hay en Èl! øNo veis, seÒor, que no podr· llegar el provecho que cause la cordura de don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvarÌos? Pero yo imagino que toda la industria del seÒor bachiller no ha de ser parte para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y si no fuese contra caridad, dirÌa que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza, su escudero, que cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolÌa. Con todo esto, callarÈ, y no le dirÈ nada, por ver si salgo verdadero en sospechar que no ha de tener efecto la diligencia hecha por el seÒor Carrasco. El cual respondiÛ que ya una por una estaba en buen punto aquel negocio, de quien esperaba feliz suceso. Y, habiÈndose ofrecido don Antonio de hacer lo que m·s le mandase, se despidiÛ dÈl; y, hecho liar sus armas sobre un macho, luego al mismo punto, sobre el caballo con que entrÛ en la batalla, se saliÛ de la ciudad aquel mismo dÌa y se volviÛ a su patria, sin sucederle cosa que obligue a contarla en esta verdadera historia. ContÛ don Antonio al visorrey todo lo que Carrasco le habÌa contado, de lo que el visorrey no recibiÛ mucho gusto, porque en el recogimiento de don Quijote se perdÌa el que podÌan tener todos aquellos que de sus locuras tuviesen noticia. Seis dÌas estuvo don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y mal acondicionado, yendo y viniendo con la imaginaciÛn en el desdichado suceso de su vencimiento. Consol·bale Sancho, y, entre otras razones, le dijo: -SeÒor mÌo, alce vuestra merced la cabeza y alÈgrese, si puede, y dÈ gracias al cielo que, ya que le derribÛ en la tierra, no saliÛ con alguna costilla quebrada; y, pues sabe que donde las dan las toman, y que no siempre hay tocinos donde hay estacas, dÈ una higa al mÈdico, pues no le ha menester para que le cure en esta enfermedad: volv·monos a nuestra casa y dejÈmonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos; y, si bien se considera, yo soy aquÌ el m·s perdidoso, aunque es vuestra merced el m·s mal parado. Yo, que dejÈ con el gobierno los deseos de ser m·s gobernador, no dejÈ la gana de ser conde, que jam·s tendr· efecto si vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de su caballerÌa; y asÌ, vienen a volverse en humo mis esperanzas. -Calla, Sancho, pues ves que mi reclusiÛn y retirada no ha de pasar de un aÒo; que luego volverÈ a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar reino que gane y alg˙n condado que darte. -Dios lo oiga -dijo Sancho-, y el pecado sea sordo, que siempre he oÌdo decir que m·s vale buena esperanza que ruin posesiÛn. En esto estaban cuando entrÛ don Antonio, diciendo con muestras de grandÌsimo contento: -°Albricias, seÒor don Quijote, que don Gregorio y el renegado que fue por Èl est· en la playa! øQuÈ digo en la playa? Ya est· en casa del visorrey, y ser· aquÌ al momento. AlegrÛse alg˙n tanto don Quijote, y dijo: -En verdad que estoy por decir que me holgara que hubiera sucedido todo al revÈs, porque me obligara a pasar en BerberÌa, donde con la fuerza de mi brazo diera libertad no sÛlo a don Gregorio, sino a cuantos cristianos cautivos hay en BerberÌa. Pero, øquÈ digo, miserable? øNo soy yo el vencido? øNo soy yo el derribado? øNo soy yo el que no puede tomar arma en un aÒo? Pues, øquÈ prometo? øDe quÈ me alabo, si antes me conviene usar de la rueca que de la espada? -DÈjese deso, seÒor -dijo Sancho-: viva la gallina, aunque con su pepita, que hoy por ti y maÒana por mÌ; y en estas cosas de encuentros y porrazos no hay tomarles tiento alguno, pues el que hoy cae puede levantarse maÒana, si no es que se quiere estar en la cama; quiero decir que se deje desmayar, sin cobrar nuevos brÌos para nuevas pendencias. Y lev·ntese vuestra merced agora para recebir a don Gregorio, que me parece que anda la gente alborotada, y ya debe de estar en casa. Y asÌ era la verdad; porque, habiendo ya dado cuenta don Gregorio y el renegado al visorrey de su ida y vuelta, deseoso don Gregorio de ver a Ana FÈlix, vino con el renegado a casa de don Antonio; y, aunque don Gregorio, cuando le sacaron de Argel, fue con h·bitos de mujer, en el barco los trocÛ por los de un cautivo que saliÛ consigo; pero en cualquiera que viniera, mostrara ser persona para ser codiciada, servida y estimada, porque era hermoso sobremanera, y la edad, al parecer, de diez y siete o diez y ocho aÒos. Ricote y su hija salieron a recebirle: el padre con l·grimas y la hija con honestidad. No se abrazaron unos a otros, porque donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura. Las dos bellezas juntas de don Gregorio y Ana FÈlix admiraron en particular a todos juntos los que presentes estaban. El silencio fue allÌ el que hablÛ por los dos amantes, y los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos pensamientos. ContÛ el renegado la industria y medio que tuvo para sacar a don Gregorio; contÛ don Gregorio los peligros y aprietos en que se habÌa visto con las mujeres con quien habÌa quedado, no con largo razonamiento, sino con breves palabras, donde mostrÛ que su discreciÛn se adelantaba a sus aÒos. Finalmente, Ricote pagÛ y satisfizo liberalmente asÌ al renegado como a los que habÌan bogado al remo. ReincorporÛse y red˙jose el renegado con la Iglesia, y, de miembro podrido, volviÛ limpio y sano con la penitencia y el arrepentimiento. De allÌ a dos dÌas tratÛ el visorrey con don Antonio quÈ modo tendrÌan para que Ana FÈlix y su padre quedasen en EspaÒa, pareciÈndoles no ser de inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cristiana y padre, al parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreciÛ venir a la corte a negociarlo, donde habÌa de venir forzosamente a otros negocios, dando a entender que en ella, por medio del favor y de las d·divas, muchas cosas dificultosas se acaban. -No -dijo Ricote, que se hallÛ presente a esta pl·tica- hay que esperar en favores ni en d·divas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsiÛn, no valen ruegos, no promesas, no d·divas, no l·stimas; porque, aunque es verdad que Èl mezcla la misericordia con la justicia, como Èl vee que todo el cuerpo de nuestra naciÛn est· contaminado y podrido, usa con Èl antes del cauterio que abrasa que del ung¸ento que molifica; y asÌ, con prudencia, con sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus fuertes hombros a debida ejecuciÛn el peso desta gran m·quina, sin que nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta, porque no se le quede ni encubra ninguno de los nuestros, que, como raÌz escondida, que con el tiempo venga despuÈs a brotar, y a echar frutos venenosos en EspaÒa, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenÌa. °Heroica resoluciÛn del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco! -Una por una, yo harÈ, puesto all·, las diligencias posibles, y haga el cielo lo que m·s fuere servido -dijo don Antonio-. Don Gregorio se ir· conmigo a consolar la pena que sus padres deben tener por su ausencia; Ana FÈlix se quedar· con mi mujer en mi casa, o en un monasterio, y yo sÈ que el seÒor visorrey gustar· se quede en la suya el buen Ricote, hasta ver cÛmo yo negocio. El visorrey consintiÛ en todo lo propuesto, pero don Gregorio, sabiendo lo que pasaba, dijo que en ninguna manera podÌa ni querÌa dejar a doÒa Ana FÈlix; pero, teniendo intenciÛn de ver a sus padres, y de dar traza de volver por ella, vino en el decretado concierto. QuedÛse Ana FÈlix con la mujer de don Antonio, y Ricote en casa del visorrey. LlegÛse el dÌa de la partida de don Antonio, y el de don Quijote y Sancho, que fue de allÌ a otros dos; que la caÌda no le concediÛ que m·s presto se pusiese en camino. Hubo l·grimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al despedirse don Gregorio de Ana FÈlix. OfreciÛle Ricote a don Gregorio mil escudos, si los querÌa; pero Èl no tomÛ ninguno, sino solos cinco que le prestÛ don Antonio, prometiendo la paga dellos en la corte. Con esto, se partieron los dos, y don Quijote y Sancho despuÈs, como se ha dicho: don Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el rucio cargado con las armas. CapÌtulo LXVI. Que trata de lo que ver· el que lo leyere, o lo oir· el que lo escuchare leer Al salir de Barcelona, volviÛ don Quijote a mirar el sitio donde habÌa caÌdo, y dijo: -°AquÌ fue Troya! °AquÌ mi desdicha, y no mi cobardÌa, se llevÛ mis alcanzadas glorias; aquÌ usÛ la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquÌ se escurecieron mis hazaÒas; aquÌ, finalmente, cayÛ mi ventura para jam·s levantarse! Oyendo lo cual Sancho, dijo: -Tan de valientes corazones es, seÒor mÌo, tener sufrimiento en las desgracias como alegrÌa en las prosperidades; y esto lo juzgo por mÌ mismo, que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que soy escudero de a pie, no estoy triste; porque he oÌdo decir que esta que llaman por ahÌ Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y asÌ, no vee lo que hace, ni sabe a quiÈn derriba, ni a quiÈn ensalza. -Muy filÛsofo est·s, Sancho -respondiÛ don Quijote-, muy a lo discreto hablas: no sÈ quiÈn te lo enseÒa. Lo que te sÈ decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en Èl suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquÌ viene lo que suele decirse: que cada uno es artÌfice de su ventura. Yo lo he sido de la mÌa, pero no con la prudencia necesaria, y asÌ, me han salido al gallarÌn mis presunciones; pues debiera pensar que al poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna no podÌa resistir la flaqueza de Rocinante. AtrevÌme en fin, hice lo que puede, derrib·ronme, y, aunque perdÌ la honra, no perdÌ, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre, acreditarÈ mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina, pues, amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el aÒo del noviciado, con cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mÌ olvidado ejercicio de las armas. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, no es cosa tan gustosa el caminar a pie, que me mueva e incite a hacer grandes jornadas. Dejemos estas armas colgadas de alg˙n ·rbol, en lugar de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas del rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de caminar a pie y hacerlas grandes es pensar en lo escusado. -Bien has dicho, Sancho -respondiÛ don Quijote-: cuÈlguense mis armas por trofeo, y al pie dellas, o alrededor dellas, grabaremos en los ·rboles lo que en el trofeo de las armas de Rold·n estaba escrito: Nadie las mueva que estar no pueda con Rold·n a prueba. -Todo eso me parece de perlas -respondiÛ Sancho-; y, si no fuera por la falta que para el camino nos habÌa de hacer Rocinante, tambiÈn fuera bien dejarle colgado. -°Pues ni Èl ni las armas -replicÛ don Quijote- quiero que se ahorquen, porque no se diga que a buen servicio, mal galardÛn! -Muy bien dice vuestra merced -respondiÛ Sancho-, porque, seg˙n opiniÛn de discretos, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda; y, pues deste suceso vuestra merced tiene la culpa, castÌguese a sÌ mesmo, y no revienten sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen m·s de lo justo. En estas razones y pl·ticas se les pasÛ todo aquel dÌa, y aun otros cuatro, sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto dÌa, a la entrada de un lugar, hallaron a la puerta de un mesÛn mucha gente, que, por ser fiesta, se estaba allÌ solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un labrador alzÛ la voz diciendo: -Alguno destos dos seÒores que aquÌ vienen, que no conocen las partes, dir· lo que se ha de hacer en nuestra apuesta. -SÌ dirÈ, por cierto -respondiÛ don Quijote-, con toda rectitud, si es que alcanzo a entenderla. -´Es, pues, el caso -dijo el labrador-, seÒor bueno, que un vecino deste lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafiÛ a correr a otro su vecino, que no pesa m·s que cinco. Fue la condiciÛn que habÌan de correr una carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiÈndole preguntado al desafiador cÛmo se habÌa de igualar el peso, dijo que el desafiado, que pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y asÌ se igualarÌan las once arrobas del flaco con las once del gordo.ª -Eso no -dijo a esta sazÛn Sancho, antes que don Quijote respondiese-. Y a mÌ, que ha pocos dÌas que salÌ de ser gobernador y juez, como todo el mundo sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito. -Responde en buen hora -dijo don Quijote-, Sancho amigo, que yo no estoy para dar migas a un gato, seg˙n traigo alborotado y trastornado el juicio. Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos alrededor dÈl la boca abierta, esperando la sentencia de la suya: -Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede escoger las armas, no es bien que Èste las escoja tales que le impidan ni estorben el salir vencedor; y asÌ, es mi parecer que el gordo desafiador se escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus carnes, de aquÌ o de allÌ de su cuerpo, como mejor le pareciere y estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualar· y ajustar· con las cinco de su contrario, y asÌ podr·n correr igualmente. -°Voto a tal -dijo un labrador que escuchÛ la sentencia de Sancho- que este seÒor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canÛnigo! Pero a buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes, cuanto m·s seis arrobas. -Lo mejor es que no corran -respondiÛ otro-, porque el flaco no se muela con el peso, ni el gordo se descarne; y Èchese la mitad de la apuesta en vino, y llevemos estos seÒores a la taberna de lo caro, y sobre mÌ la capa cuando llueva. -Yo, seÒores -respondiÛ don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer descortÈs y caminar m·s que de paso. Y asÌ, dando de las espuelas a Rocinante, pasÛ adelante, dej·ndolos admirados de haber visto y notado asÌ su estraÒa figura como la discreciÛn de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo: -Si el criado es tan discreto, °cu·l debe de ser el amo! Yo apostarÈ que si van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de corte; que todo es burla, sino estudiar y m·s estudiar, y tener favor y ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la mano o con una mitra en la cabeza. Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y descubierto; y otro dÌa, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venÌa un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegÛ junto a don Quijote, adelantÛ el paso, y medio corriendo llegÛ a Èl, y, abraz·ndole por el muslo derecho, que no alcanzaba a m·s, le dijo, con muestras de mucha alegrÌa: -°Oh mi seÒor don Quijote de la Mancha, y quÈ gran contento ha de llegar al corazÛn de mi seÒor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su castillo, que todavÌa se est· en Èl con mi seÒora la duquesa! -No os conozco, amigo -respondiÛ don Quijote-, ni sÈ quiÈn sois, si vos no me lo decÌs. -Yo, seÒor don Quijote -respondiÛ el correo-, soy Tosilos, el lacayo del duque mi seÒor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento de la hija de doÒa RodrÌguez. -°V·lame Dios! -dijo don Quijote-. øEs posible que sois vos el que los encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decÌs, por defraudarme de la honra de aquella batalla? -Calle, seÒor bueno -replicÛ el cartero-, que no hubo encanto alguno ni mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entrÈ en la estacada como Tosilos lacayo salÌ della. Yo pensÈ casarme sin pelear, por haberme parecido bien la moza, pero sucediÛme al revÈs mi pensamiento, pues, asÌ como vuestra merced se partiÛ de nuestro castillo, el duque mi seÒor me hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenÌa dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es ya monja, y doÒa RodrÌguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envÌa mi amo. Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquÌ llevo una calabaza llena de lo caro, con no sÈ cu·ntas rajitas de queso de TronchÛn, que servir·n de llamativo y despertador de la sed, si acaso est· durmiendo. -Quiero el envite -dijo Sancho-, y Èchese el resto de la cortesÌa, y escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en las Indias. -En fin -dijo don Quijote-, t˙ eres, Sancho, el mayor glotÛn del mundo y el mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es encantado, y este Tosilos contrahecho. QuÈdate con Èl y h·rtate, que yo me irÈ adelante poco a poco, esper·ndote a que vengas. RiÛse el lacayo, desenvainÛ su calabaza, desalforjÛ sus rajas, y, sacando un panecillo, Èl y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz compaÒa despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas, con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sÛlo porque olÌa a queso. Dijo Tosilos a Sancho: -Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco. -øCÛmo debe? -respondiÛ Sancho-. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y m·s cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a Èl; pero, øquÈ aprovecha? Y m·s agora que va rematado, porque va vencido del Caballero de la Blanca Luna. RogÛle Tosilos le contase lo que le habÌa sucedido, pero Sancho le respondiÛ que era descortesÌa dejar que su amo le esperase; que otro dÌa, si se encontrasen, habrÌa lugar par ello. Y, levant·ndose, despuÈs de haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogiÛ al rucio, y, diciendo ''a Dios'', dejÛ a Tosilos y alcanzÛ a su amo, que a la sombra de un ·rbol le estaba esperando. CapÌtulo LXVII. De la resoluciÛn que tomÛ don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el aÒo de su promesa, con otros sucesos en verdad gustosos y buenos Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado, muchos m·s le fatigaron despuÈs de caÌdo. A la sombra del ·rbol estaba, como se ha dicho, y allÌ, como moscas a la miel, le acudÌan y picaban pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que habÌa de hacer en su forzosa retirada. LlegÛ Sancho y alabÛle la liberal condiciÛn del lacayo Tosilos. -øEs posible -le dijo don Quijote- que todavÌa, °oh Sancho!, pienses que aquÈl sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que me persiguen. Pero dime agora: øpreguntaste a ese Tosilos que dices quÈ ha hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la fatigaban? -No eran -respondiÛ Sancho- los que yo tenÌa tales que me diesen lugar a preguntar boberÌas. °Cuerpo de mÌ!, seÒor, øest· vuestra merced ahora en tÈrminos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos? -Mira, Sancho -dijo don Quijote-, mucha diferencia hay de las obras que se hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que sea desagradecido. QuÌsome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres tocadores que sabes, llorÛ en mi partida, maldÌjome, vituperÛme, quejÛse, a despecho de la verg¸enza, p˙blicamente: seÒales todas de que me adoraba, que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mÌas las tengo entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como los de los duendes, aparentes y falsos, y sÛlo puedo darle estos acuerdos que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien t˙ agravias con la remisiÛn que tienes en azotarte y en castigar esas carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los gusanos que para el remedio de aquella pobre seÒora. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, si va a decir la verdad, yo no me puedo persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los desencantos de los encantados, que es como si dijÈsemos: "Si os duele la cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osarÈ jurar que en cuantas historias vuesa merced ha leÌdo que tratan de la andante caballerÌa no ha visto alg˙n desencantado por azotes; pero, por sÌ o por no, yo me los darÈ, cuando tenga gana y el tiempo me dÈ comodidad para castigarme. -Dios lo haga -respondiÛ don Quijote-, y los cielos te den gracia para que caigas en la cuenta y en la obligaciÛn que te corre de ayudar a mi seÒora, que lo es tuya, pues t˙ eres mÌo. En estas pl·ticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio y lugar donde fueron atropellados de los toros. ReconociÛle don Quijote; dijo a Sancho: -…ste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en Èl querÌan renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitaciÛn, si es que a ti te parece bien, querrÌa, °oh Sancho!, que nos convirtiÈsemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo comprarÈ algunas ovejas, y todas las dem·s cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llam·ndome yo el pastor Quijotiz, y t˙ el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquÌ, endechando allÌ, bebiendo de los lÌquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos rÌos. Dar·nnos con abundantÌsima mano de su dulcÌsimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durÌsimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegrÌa el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sÛlo en los presentes, sino en los venideros siglos. -Pardiez -dijo Sancho-, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal gÈnero de vida; y m·s, que no la ha de haber a˙n bien visto el bachiller SansÛn Carrasco y maese Nicol·s el barbero, cuando la han de querer seguir, y hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al cura de entrar tambiÈn en el aprisco, seg˙n es de alegre y amigo de holgarse. -T˙ has dicho muy bien -dijo don Quijote-; y podr· llamarse el bachiller SansÛn Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrar· sin duda, el pastor Sansonino, o ya el pastor CarrascÛn; el barbero Nicol·s se podr· llamar Miculoso, como ya el antiguo Bosc·n se llamÛ Nemoroso; al cura no sÈ quÈ nombre le pongamos, si no es alg˙n derivativo de su nombre, llam·ndole el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi seÒora cuadra asÌ al de pastora como al de princesa, no hay para quÈ cansarme en buscar otro que mejor le venga; t˙, Sancho, pondr·s a la tuya el que quisieres. -No pienso -respondiÛ Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que le vendr· bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama Teresa; y m·s, que, celebr·ndola yo en mis versos, vengo a descubrir mis castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas. El cura no ser· bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere el bachiller tenerla, su alma en su palma. -°V·lame Dios -dijo don Quijote-, y quÈ vida nos hemos de dar, Sancho amigo! °QuÈ de churumbelas han de llegar a nuestros oÌdos, quÈ de gaitas zamoranas, quÈ tamborines, y quÈ de sonajas, y quÈ de rabeles! Pues, °quÈ si destas diferencias de m˙sicas resuena la de los albogues! AllÌ se ver· casi todos los instrumentos pastorales. -øQuÈ son albogues -preguntÛ Sancho-, que ni los he oÌdo nombrar, ni los he visto en toda mi vida? -Albogues son -respondiÛ don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de azÛfar, que, dando una con otra por lo vacÌo y hueco, hace un son, si no muy agradable ni armÛnico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad de la gaita y del tamborÌn; y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacÈn, alcancÌa, y otros semejantes, que deben ser pocos m·s; y solos tres tiene nuestra lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguÌ, zaquizamÌ y maravedÌ. AlhelÌ y alfaquÌ, tanto por el al primero como por el i en que acaban, son conocidos por ar·bigos. Esto te he dicho, de paso, por habÈrmelo reducido a la memoria la ocasiÛn de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer en perfeciÛn este ejercicio el ser yo alg˙n tanto poeta, como t˙ sabes, y el serlo tambiÈn en estremo el bachiller SansÛn Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostarÈ que debe de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga tambiÈn maese Nicol·s, no dudo en ello, porque todos, o los m·s, son guitarristas y copleros. Yo me quejarÈ de ausencia; t˙ te alabar·s de firme enamorado; el pastor CarrascÛn, de desdeÒado; y el cura Curiambro, de lo que Èl m·s puede servirse, y asÌ, andar· la cosa que no haya m·s que desear. A lo que respondiÛ Sancho: -Yo soy, seÒor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el dÌa en que en tal ejercicio me vea. °Oh, quÈ polidas cuchares tengo de hacer cuando pastor me vea! °QuÈ de migas, quÈ de natas, quÈ de guirnaldas y quÈ de zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejar·n de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevar· la comida al hato. Pero, °guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores m·s maliciosos que simples, y no querrÌa que fuese por lana y volviese trasquilada; y tambiÈn suelen andar los amores y los no buenos deseos por los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no veen, corazÛn que no quiebra; y m·s vale salto de mata que ruego de hombres buenos. -No m·s refranes, Sancho -dijo don Quijote-, pues cualquiera de los que has dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he aconsejado que no seas tan prÛdigo en refranes y que te vayas a la mano en decirlos; pero parÈceme que es predicar en desierto, y "castÌgame mi madre, y yo trÛmpogelas". -ParÈceme -respondiÛ Sancho- que vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo la sartÈn a la caldera: QuÌtate all· ojinegra". Est·me reprehendiendo que no diga yo refranes, y ens·rtalos vuesa merced de dos en dos. -Mira, Sancho -respondiÛ don Quijote-: yo traigo los refranes a propÛsito, y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tr·eslos tan por los cabellos, que los arrastras, y no los guÌas; y si no me acuerdo mal, otra vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la experiencia y especulaciÛn de nuestros antiguos sabios; y el refr·n que no viene a propÛsito, antes es disparate que sentencia. Pero dejÈmonos desto, y, pues ya viene la noche, retirÈmonos del camino real alg˙n trecho, donde pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que ser· maÒana. Retir·ronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a quien se le representaban las estrechezas de la andante caballerÌa usadas en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en los castillos y casas, asÌ de don Diego de Miranda como en las bodas del rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser siempre de dÌa ni siempre de noche, y asÌ, pasÛ aquÈlla durmiendo, y su amo velando. CapÌtulo LXVIII. De la cerdosa aventura que le aconteciÛ a don Quijote Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en parte que pudiese ser vista: que tal vez la seÒora Diana se va a pasear a los antÌpodas, y deja los montes negros y los valles escuros. CumpliÛ don Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueÒo, sin dar lugar al segundo; bien al revÈs de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueÒo desde la noche hasta la maÒana, en que se mostraba su buena complexiÛn y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que despertÛ a Sancho y le dijo: -Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condiciÛn: yo imagino que eres hecho de m·rmol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni sentimiento alguno. Yo velo cuando t˙ duermes, yo lloro cuando cantas, yo me desmayo de ayuno cuanto t˙ est·s perezoso y desalentado de puro harto. De buenos criados es conllevar las penas de sus seÒores y sentir sus sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche, la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia entre nuestro sueÒo. Lev·ntate, por tu vida, y desvÌate alg˙n trecho de aquÌ, y con buen ·nimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez, porque sÈ que los tienes pesados. DespuÈs que te hayas dado, pasaremos lo que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y t˙ tu firmeza, dando desde agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea. -SeÒor -respondiÛ Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad de mi sueÒo me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del dolor de los azotes se pueda pasar al de la m˙sica. Vuesa merced me deje dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me har· hacer juramento de no tocarme jam·s al pelo del sayo, no que al de mis carnes. -°Oh alma endurecida! °Oh escudero sin piedad! °Oh pan mal empleado y mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mÌ te has visto gobernador, y por mÌ te vees con esperanzas propincuas de ser conde, o tener otro tÌtulo equivalente, y no tardar· el cumplimiento de ellas m·s de cuanto tarde en pasar este aÒo; que yo post tenebras spero lucem. -No entiendo eso -replico Sancho-; sÛlo entiendo que, en tanto que duermo, ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventÛ el sueÒo, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frÌo, frÌo que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueÒo, seg˙n he oÌdo decir, y es que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia. -Nunca te he oÌdo hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente como ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refr·n que t˙ algunas veces sueles decir: "No con quien naces, sino con quien paces". -°Ah, pesia tal -replicÛ Sancho-, seÒor nuestro amo! No soy yo ahora el que ensarta refranes, que tambiÈn a vuestra merced se le caen de la boca de dos en dos mejor que a mÌ, sino que debe de haber entre los mÌos y los suyos esta diferencia: que los de vuestra merced vendr·n a tiempo y los mÌos a deshora; pero, en efecto, todos son refranes. En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un ·spero ruido, que por todos aquellos valles se estendÌa. LevantÛse en pie don Quijote y puso mano a la espada, y Sancho se agazapÛ debajo del rucio, poniÈndose a los lados el lÌo de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el ruido, y, lleg·ndose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al otro, ya se sabe su valentÌa. Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria m·s de seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruÒir y el bufar, que ensordecieron los oÌdos de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podÌa. LlegÛ de tropel la estendida y gruÒidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho, y derribando no sÛlo a don Quijote, sino llevando por aÒadidura a Rocinante. El tropel, el gruÒir, la presteza con que llegaron los animales inmundos, puso en confusiÛn y por el suelo a la albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote. LevantÛse Sancho como mejor pudo, y pidiÛ a su amo la espada, diciÈndole que querÌa matar media docena de aquellos seÒores y descomedidos puercos, que ya habÌa conocido que lo eran. Don Quijote le dijo: -DÈjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y le piquen avispas y le hollen puercos. -TambiÈn debe de ser castigo del cielo -respondiÛ Sancho- que a los escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y les embista la hambre. Si los escuderos fuÈramos hijos de los caballeros a quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generaciÛn; pero, øquÈ tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornÈmonos a acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecer· Dios y medraremos. -Duerme t˙, Sancho -respondiÛ don Quijote-, que naciste para dormir; que yo, que nacÌ para velar, en el tiempo que falta de aquÌ al dÌa, darÈ rienda a mis pensamientos, y los desfogarÈ en un madrigalete, que, sin que t˙ lo sepas, anoche compuse en la memoria. -A mÌ me parece -respondiÛ Sancho- que los pensamientos que dan lugar a hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere, que yo dormirÈ cuanto pudiere. Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucÛ y durmiÛ a sueÒo suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque -que Cide Hamete Benengeli no distingue el ·rbol que era-, al son de sus mesmos suspiros, cantÛ de esta suerte: -Amor, cuando yo pienso en el mal que me das, terrible y fuerte, voy corriendo a la muerte, pensando asÌ acabar mi mal inmenso; mas, en llegando al paso que es puerto en este mar de mi tormento, tanta alegrÌa siento, que la vida se esfuerza y no le paso. AsÌ el vivir me mata, que la muerte me torna a dar la vida. °Oh condiciÛn no oÌda, la que conmigo muerte y vida trata! Cada verso dÈstos acompaÒaba con muchos suspiros y no pocas l·grimas, bien como aquÈl cuyo corazÛn tenÌa traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea. LlegÛse en esto el dÌa, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho, despertÛ y esperezÛse, sacudiÈndose y estir·ndose los perezosos miembros; mirÛ el destrozo que habÌan hecho los puercos en su reposterÌa, y maldijo la piara y aun m·s adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venÌan hasta diez hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. SobresaltÛse el corazÛn de don Quijote y azorÛse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba traÌa lanzas y adargas y venÌa muy a punto de guerra. VolviÛse don Quijote a Sancho, y dÌjole: -Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera atado los brazos, esta m·quina que sobre nosotros viene la tuviera yo por tortas y pan pintado, pero podrÌa ser fuese otra cosa de la que tememos. Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y pechos, amenaz·ndole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la boca, en seÒal de que callase, asiÛ del freno de Rocinante y le sacÛ del camino; y los dem·s de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adÛnde le llevaban o quÈ querÌan; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecÌa lo mismo, porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un aguijÛn, le punzaba, y al rucio ni m·s ni menos como si hablar quisiera. CerrÛ la noche, apresuraron el paso, creciÛ en los dos presos el miedo, y m·s cuando oyeron que de cuando en cuando les decÌan: -°Caminad, trogloditas! -°Callad, b·rbaros! -°Pagad, antropÛfagos! -°No os quejÈis, scitas, ni abr·is los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros! Y otros nombres semejantes a Èstos, con que atormentaban los oÌdos de los miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sÌ: -øNosotros tortolitas? øNosotros barberos ni estropajos? øNosotros perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los palos, y °ojal· parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan desventurada! Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacÌa quÈ serÌan aquellos nombres llenos de vituperios que les ponÌan, de los cuales sacaba en limpio no esperar ning˙n bien y temer mucho mal. Llegaron, en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conociÛ don Quijote que era el del duque, donde habÌa poco que habÌan estado. -°V·leme Dios! -dijo, asÌ como conociÛ la estancia- y øquÈ ser· esto? SÌ que en esta casa todo es cortesÌa y buen comedimiento, pero para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor. Entraron al patio principal del castillo, y viÈronle aderezado y puesto de manera que les acrecentÛ la admiraciÛn y les doblÛ el miedo, como se ver· en el siguiente capÌtulo. CapÌtulo LXIX. Del m·s raro y m·s nuevo suceso que en todo el discurso desta grande historia avino a don Quijote Ape·ronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio, alrededor del cual ardÌan casi cien hachas, puestas en sus blandones, y, por los corredores del patio, m·s de quinientas luminarias; de modo que, a pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la falta del dÌa. En medio del patio se levantaba un t˙mulo como dos varas del suelo, cubierto todo con un grandÌsimo dosel de terciopelo negro, alrededor del cual, por sus gradas, ardÌan velas de cera blanca sobre m·s de cien candeleros de plata; encima del cual t˙mulo se mostraba un cuerpo muerto de una tan hermosa doncella, que hacÌa parecer con su hermosura hermosa a la misma muerte. TenÌa la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una guirnalda de diversas y odorÌferas flores tejida, las manos cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma. A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos, daban seÒales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado deste teatro, adonde se subÌa por algunas gradas, estaban otras dos sillas, sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a Sancho, todo esto callando y d·ndoles a entender con seÒales a los dos que asimismo callasen; pero, sin que se lo seÒalaran, callaron ellos, porque la admiraciÛn de lo que estaban mirando les tenÌa atadas las lenguas. Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompaÒamiento, dos principales personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la duquesa, sus huÈspedes, los cuales se sentaron en dos riquÌsimas sillas, junto a los dos que parecÌan reyes. øQuiÈn no se habÌa de admirar con esto, aÒadiÈndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que estaba sobre el t˙mulo era el de la hermosa Altisidora? Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y Sancho y les hicieron una profunda humillaciÛn, y los duques hicieron lo mesmo, inclinando alg˙n tanto las cabezas. SaliÛ, en esto, de travÈs un ministro, y, lleg·ndose a Sancho, le echÛ una ropa de bocacÌ negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y, quit·ndole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y dÌjole al oÌdo que no descosiese los labios, porque le echarÌan una mordaza, o le quitarÌan la vida. Mir·base Sancho de arriba abajo, veÌase ardiendo en llamas, pero como no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. QuitÛse la coroza, viola pintada de diablos, volviÛsela a poner, diciendo entre sÌ: -A˙n bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan. Mir·bale tambiÈn don Quijote, y, aunque el temor le tenÌa suspensos los sentidos, no dejÛ de reÌrse de ver la figura de Sancho. ComenzÛ, en esto, a salir, al parecer, debajo del t˙mulo un son sumiso y agradable de flautas, que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el mesmo silencio guardaba silencio a sÌ mismo, se mostraba blando y amoroso. Luego hizo de sÌ improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer, cad·ver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa, que Èl mismo tocaba, cantÛ con suavÌsima y clara voz estas dos estancias: -En tanto que en sÌ vuelve Altisidora, muerta por la crueldad de don Quijote, y en tanto que en la corte encantadora se vistieren las damas de picote, y en tanto que a sus dueÒas mi seÒora vistiere de bayeta y de anascote, cantarÈ su belleza y su desgracia, con mejor plectro que el cantor de Tracia. Y aun no se me figura que me toca aqueste oficio solamente en vida; mas, con la lengua muerta y frÌa en la boca, pienso mover la voz a ti debida. Libre mi alma de su estrecha roca, por el estigio lago conducida, celebr·ndote ir·, y aquel sonido har· parar las aguas del olvido. -No m·s -dijo a esta sazÛn uno de los dos que parecÌan reyes-: no m·s, cantor divino; que serÌa proceder en infinito representarnos ahora la muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que est· presente; y asÌ, °oh t˙, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lÛbregas de Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados est· determinado acerca de volver en sÌ esta doncella, dilo y decl·ralo luego, porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos. Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compaÒero de Radamanto, cuando, levant·ndose en pie Radamanto, dijo: -°Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia consiste la salud de Altisidora! Oyendo lo cual Sancho Panza, rompiÛ el silencio, y dijo: -°Voto a tal, asÌ me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como volverme moro! °Cuerpo de mÌ! øQuÈ tiene que ver manosearme el rostro con la resurreciÛn desta doncella? RegostÛse la vieja a los bledos. Encantan a Dulcinea, y azÛtanme para que se desencante; muÈrese Altisidora de males que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mÌ veinte y cuatro mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a pellizcos. °Esas burlas, a un cuÒado, que yo soy perro viejo, y no hay conmigo tus, tus! -°Morir·s! -dijo en alta voz Radamanto-. Abl·ndate, tigre; humÌllate, Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser, acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. °Ea, digo, ministros, cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habÈis de ver para lo que nacistes! Parecieron, en esto, que por el patio venÌan, hasta seis dueÒas en procesiÛn, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las manos derechas en alto, con cuatro dedos de muÒecas de fuera, para hacer las manos m·s largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando, bramando como un toro, dijo: -Bien podrÈ yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me toquen dueÒas, °eso no! GatÈenme el rostro, como hicieron a mi amo en este mesmo castillo; trasp·senme el cuerpo con puntas de dagas buidas; aten·cenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevarÈ en paciencia, o servirÈ a estos seÒores; pero que me toquen dueÒas no lo consentirÈ, si me llevase el diablo. RompiÛ tambiÈn el silencio don Quijote, diciendo a Sancho: -Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos seÒores, y muchas gracias al cielo por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della desencantes los encantados y resucites los muertos. Ya estaban las dueÒas cerca de Sancho, cuando Èl, m·s blando y m·s persuadido, poniÈndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera, la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia. -°Menos cortesÌa; menos mudas, seÒora dueÒa -dijo Sancho-; que por Dios que traÈis las manos oliendo a vinagrillo! Finalmente, todas las dueÒas le sellaron, y otra mucha gente de casa le pellizcaron; pero lo que Èl no pudo sufrir fue el punzamiento de los alfileres; y asÌ, se levantÛ de la silla, al parecer mohÌno, y, asiendo de una hacha encendida que junto a Èl estaba, dio tras las dueÒas, y tras todos su verdugos, diciendo: -°Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan extraordinarios martirios! En esto, Altisidora, que debÌa de estar cansada por haber estado tanto tiempo supina, se volviÛ de un lado; visto lo cual por los circunstantes, casi todos a una voz dijeron: -°Viva es Altisidora! °Altisidora vive! MandÛ Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se habÌa alcanzado el intento que se procuraba. AsÌ como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas delante de Sancho, diciÈndole: -Agora es tiempo, hijo de mis entraÒas, no que escudero mÌo, que te des algunos de los azotes que est·s obligado a dar por el desencanto de Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y con eficacia de obrar el bien que de ti se espera. A lo que respondiÛ Sancho: -Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno serÌa que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No tienen m·s que hacer sino tomar una gran piedra, y at·rmela al cuello, y dar conmigo en un pozo, de lo que a mÌ no pesarÌa mucho, si es que para curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. DÈjenme; si no, por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda. Ya en esto, se habÌa sentado en el t˙mulo Altisidora, y al mismo instante sonaron las chirimÌas, a quien acompaÒaron las flautas y las voces de todos, que aclamaban: -°Viva Altisidora! °Altisidora viva! Levant·ronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del t˙mulo; la cual, haciendo de la desmayada, se inclinÛ a los duques y a los reyes, y, mirando de travÈs a don Quijote, le dijo: -Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado en el otro mundo, a mi parecer, m·s de mil aÒos; y a ti, °oh el m·s compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo. DispÛn desde hoy m·s, amigo Sancho, de seis camisas mÌas que te mando para que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son todas limpias. BesÛle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas en el suelo. MandÛ el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza, y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. SuplicÛ Sancho al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las querÌa llevar a su tierra, por seÒal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondiÛ que sÌ dejarÌan, que ya sabÌa Èl cu·n grande amiga suya era. MandÛ el duque despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabÌan. CapÌtulo LXX. Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia DurmiÛ Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don Quijote, cosa que Èl quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabÌa que su amo no le habÌa de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se hallaba en disposiciÛn de hablar mucho, porque los dolores de los martirios pasados los tenÌa presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniÈrale m·s a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia acompaÒado. SaliÛle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que, apenas hubo entrado su seÒor en el lecho, cuando dijo: -øQuÈ te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la fuerza del desdÈn desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instrumento bÈlico, ni con venenos mortÌferos, sino con la consideraciÛn del rigor y el desdÈn con que yo siempre la he tratado. -MuriÈrase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera -respondiÛ Sancho-, y dej·rame a mÌ en mi casa, pues ni yo la enamorÈ ni la desdeÒÈ en mi vida. Yo no sÈ ni puedo pensar cÛmo sea que la salud de Altisidora, doncella m·s antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sÌ que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sÈ librar; con todo esto, suplico a vuestra merced me deje dormir y no me pregunte m·s, si no quiere que me arroje por una ventana abajo. -Duerme, Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, si es que te dan lugar los alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas. -Ning˙n dolor -replicÛ Sancho- llegÛ a la afrenta de las mamonas, no por otra cosa que por habÈrmelas hecho dueÒa, que confundidas sean; y torno a suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueÒo es alivio de las miserias de los que las tienen despiertas. Sea asÌ -dijo don Quijote-, y Dios te acompaÒe. DurmiÈronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide Hamete, autor desta grande historia, quÈ les moviÛ a los duques a levantar el edificio de la m·quina referida. Y dice que, no habiÈndosele olvidado al bachiller SansÛn Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caÌda borrÛ y deshizo todos sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el pasado; y asÌ, inform·ndose del paje que llevÛ la carta y presente a Teresa Panza, mujer de Sancho, adÛnde don Quijote quedaba, buscÛ nuevas armas y caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llev·ndolo todo sobre un macho, a quien guiaba un labrador, y no TomÈ Cecial, su antiguo escudero, porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote. LlegÛ, pues, al castillo del duque, que le informÛ el camino y derrota que don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza. DÌjole asimismo las burlas que le habÌa hecho con la traza del desencanto de Dulcinea, que habÌa de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin, dio cuenta de la burla que Sancho habÌa hecho a su amo, d·ndole a entender que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cÛmo la duquesa su mujer habÌa dado a entender a Sancho que Èl era el que se engaÒaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco se riÛ y admirÛ el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote. PidiÛle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por allÌ a darle cuenta del suceso. HÌzolo asÌ el bachiller; partiÛse en su busca, no le hallÛ en Zaragoza, pasÛ adelante y sucediÛle lo que queda referido. VolviÛse por el castillo del duque y contÛselo todo, con las condiciones de la batalla, y que ya don Quijote volvÌa a cumplir, como buen caballero andante, la palabra de retirarse un aÒo en su aldea, en el cual tiempo podÌa ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que Èsta era la intenciÛn que le habÌa movido a hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de l·stima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese loco. Con esto, se despidiÛ del duque, y se volviÛ a su lugar, esperando en Èl a don Quijote, que tras Èl venÌa. De aquÌ tomÛ ocasiÛn el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginÛ que podrÌa volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le hallasen. Hall·ronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo lo que habÌa de hacer, asÌ como tuvo noticia de su llegada, mandÛ encender las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el t˙mulo, con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos, que de la verdad a ellos habÌa bien poca diferencia. Y dice m·s Cide Hamete: que tiene para sÌ ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahÌnco ponÌan en burlarse de dos tontos. Los cuales, el uno durmiendo a sueÒo suelto, y el otro velando a pensamientos desatados, les tomÛ el dÌa y la gana de levantarse; que las ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jam·s dieron gusto a don Quijote. Altisidora -en la opiniÛn de don Quijote, vuelta de muerte a vida-, siguiendo el humor de sus seÒores, coronada con la misma guirnalda que en el t˙mulo tenÌa, y vestida una tunicela de tafet·n blanco, sembrada de flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un b·culo de negro y finÌsimo Èbano, entrÛ en el aposento de don Quijote, con cuya presencia turbado y confuso, se encogiÛ y cubriÛ casi todo con las s·banas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle cortesÌa ninguna. SentÛse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y, despuÈs de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo: -Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en p˙blico de los secretos que su corazÛn encierra, en estrecho tÈrmino se hallan. Yo, seÒor don Quijote de la Mancha, soy una dÈstas, apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta; tanto que, por serlo tanto, reventÛ mi alma por mi silencio y perdÌ la vida. Dos dÌas ha que con la consideraciÛn del rigor con que me has tratado, °Oh m·s duro que m·rmol a mis quejas, empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliÈndose de mÌ, depositÛ mi remedio en los martirios deste buen escudero, all· me quedara en el otro mundo. -Bien pudiera el Amor -dijo Sancho- depositarlos en los de mi asno, que yo se lo agradeciera. Pero dÌgame, seÒora, asÌ el cielo la acomode con otro m·s blando amante que mi amo: øquÈ es lo que vio en el otro mundo? øQuÈ hay en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero. -La verdad que os diga -respondiÛ Altisidora-, yo no debÌ de morir del todo, pues no entrÈ en el infierno; que, si all· entrara, una por una no pudiera salir dÈl, aunque quisiera. La verdad es que lleguÈ a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en calzas y en jubÛn, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas, y con unas vueltas de lo mismo, que les servÌan de puÒos, con cuatro dedos de brazo de fuera, porque pareciesen las manos m·s largas, en las cuales tenÌan unas palas de fuego; y lo que m·s me admirÛ fue que les servÌan, en lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa maravillosa y nueva; pero esto no me admirÛ tanto como el ver que, siendo natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los que pierden, allÌ en aquel juego todos gruÒÌan, todos regaÒaban y todos se maldecÌan. -Eso no es maravilla -respondiÛ Sancho-, porque los diablos, jueguen o no jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen. -AsÌ debe de ser -respondiÛ Altisidora-; mas hay otra cosa que tambiÈn me admira, quiero decir me admirÛ entonces, y fue que al primer voleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y asÌ, menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad quÈ libro es Èse''. Y el diablo le respondiÛ: ''…sta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonÈs, que Èl dice ser natural de Tordesillas''. ''Quit·dmele de ahÌ -respondiÛ el otro diablo-, y metedle en los abismos del infierno: no le vean m·s mis ojos''. ''øTan malo es?'', respondiÛ el otro. ''Tan malo -replicÛ el primero-, que si de propÛsito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara''. Prosiguieron su juego, peloteando otros libros, y yo, por haber oÌdo nombrar a don Quijote, a quien tanto adamo y quiero, procurÈ que se me quedase en la memoria esta visiÛn. -VisiÛn debiÛ de ser, sin duda -dijo don Quijote-, porque no hay otro yo en el mundo, y ya esa historia anda por ac· de mano en mano, pero no para en ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oÌr que ando como cuerpo fant·stico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere buena, fiel y verdadera, tendr· siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no ser· muy largo el camino. Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don Quijote: -Muchas veces os he dicho, seÒora, que a mÌ me pesa de que hay·is colocado en mÌ vuestros pensamientos, pues de los mÌos antes pueden ser agradecidos que remediados; yo nacÌ para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente desengaÒo es Èste para que os retirÈis en los lÌmites de vuestra honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible. Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo: -°Vive el SeÒor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de d·til, m·s terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! øPens·is por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habÈis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos habÌa de dejar que me doliese un negro de la uÒa, cuanto m·s morirme. -Eso creo yo muy bien -dijo Sancho-, que esto del morirse los enamorados es cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, crÈalo Judas. Estando en estas pl·ticas, entrÛ el m˙sico, cantor y poeta que habÌa cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran reverencia a don Quijote, dijo: -Vuestra merced, seÒor caballero, me cuente y tenga en el n˙mero de sus mayores servidores, porque ha muchos dÌas que le soy muy aficionado, asÌ por su fama como por sus hazaÒas. Don Quijote le respondiÛ: -Vuestra merced me diga quiÈn es, porque mi cortesÌa responda a sus merecimientos. El mozo respondiÛ que era el m˙sico y panegÌrico de la noche antes. -Por cierto -replicÛ don Quijote-, que vuestra merced tiene estremada voz, pero lo que cantÛ no me parece que fue muy a propÛsito; porque, øquÈ tienen que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta seÒora? -No se maraville vuestra merced deso -respondiÛ el m˙sico-, que ya entre los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento, y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia poÈtica. Responder quisiera don Quijote, pero estorb·ronlo el duque y la duquesa, que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce pl·tica, en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de nuevo admirados a los duques, asÌ con su simplicidad como con su agudeza. Don Quijote les suplicÛ le diesen licencia para partirse aquel mismo dÌa, pues a los vencidos caballeros, como Èl, m·s les convenÌa habitar una zah˙rda que no reales palacios. DiÈronsela de muy buena gana, y la duquesa le preguntÛ si quedaba en su gracia Altisidora. …l le respondiÛ: -SeÒora mÌa, sepa Vuestra SeÒorÌa que todo el mal desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupaciÛn honesta y continua. Ella me ha dicho aquÌ que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos, no se menear·n en su imaginaciÛn la imagen o im·gines de lo que bien quiere; y Èsta es la verdad, Èste mi parecer y Èste es mi consejo. -Y el mÌo -aÒadiÛ Sancho-, pues no he visto en toda mi vida randera que por amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas m·s ponen sus pensamientos en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mÌ lo digo, pues, mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oÌslo; digo, de mi Teresa Panza, a quien quiero m·s que a las pestaÒas de mis ojos. -Vos decÌs muy bien, Sancho -dijo la duquesa-, y yo harÈ que mi Altisidora se ocupe de aquÌ adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer por estremo. -No hay para quÈ, seÒora -respondiÛ Altisidora-, usar dese remedio, pues la consideraciÛn de las crueldades que conmigo ha usado este malandrÌn mostrenco me le borrar·n de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquÌ, por no ver delante de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura. -Eso me parece -dijo el duque- a lo que suele decirse: Porque aquel que dice injurias, cerca est· de perdonar. Hizo Altisidora muestra de limpiarse las l·grimas con un paÒuelo, y, haciendo reverencia a sus seÒores, se saliÛ del aposento. -M·ndote yo -dijo Sancho-, pobre doncella, m·ndote, digo, mala ventura, pues las has habido con una alma de esparto y con un corazÛn de encina. °A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara! AcabÛse la pl·tica, vistiÛse don Quijote, comiÛ con los duques, y partiÛse aquella tarde. CapÌtulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucediÛ con su escudero Sancho yendo a su aldea Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo adem·s por una parte, y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegrÌa, el considerar en la virtud de Sancho, como lo habÌa mostrado en la resurreciÛn de Altisidora, aunque con alg˙n escr˙pulo se persuadÌa a que la enamorada doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le entristecÌa ver que Altisidora no le habÌa cumplido la palabra de darle las camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo: -En verdad, seÒor, que soy el m·s desgraciado mÈdico que se debe de hallar en el mundo, en el cual hay fÌsicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace Èl, sino el boticario, y c·talo cantusado; y a mÌ, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro alg˙n enfermo, que, antes que le cure, me han de untar las mÌas; que el abad de donde canta yanta, y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bÛbilis, bÛbilis. -T˙ tienes razÛn, Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, y halo hecho muy mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, m·s que estudio es recebir martirios en tu persona. De mÌ te sÈ decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como buena; pero no sÈ si vendr· bien con la cura la paga, y no querrÌa que impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se perder· nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azÛtate luego, y p·gate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros mÌos. A cuyos ofrecimientos abriÛ Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio consentimiento en su corazÛn a azotarse de buena gana; y dijo a su amo: -Agora bien, seÒor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mÌo; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. DÌgame vuestra merced: øcu·nto me dar· por cada azote que me diere? -Si yo te hubiera de pagar, Sancho -respondiÛ don Quijote-, conforme lo que merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas del PotosÌ fueran poco para pagarte; toma t˙ el tiento a lo que llevas mÌo, y pon el precio a cada azote. -Ellos -respondiÛ Sancho- son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me he dado hasta cinco: quedan los dem·s; entren entre los tantos estos cinco, y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no llevarÈ menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, junt·ndose a los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco reales. …stos desfalcarÈ yo de los que tengo de vuestra merced, y entrarÈ en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman truchas..., y no digo m·s. -°Oh Sancho bendito! °Oh Sancho amable -respondiÛ don Quijote-, y cu·n obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los dÌas que el cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible sino que vuelva, su desdicha habr· sido dicha, y mi vencimiento, felicÌsimo triunfo. Y mira, Sancho, cu·ndo quieres comenzar la diciplina, que porque la abrevies te aÒado cien reales. -øCu·ndo? -replicÛ Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced que la tengamos en el campo, al cielo abierto, que yo me abrirÈ mis carnes. LlegÛ la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo, pareciÈndole que las ruedas del carro de Apolo se habÌan quebrado, y que el dÌa se alargaba m·s de lo acostumbrado, bien asÌ como acontece a los enamorados, que jam·s ajustan la cuenta de sus deseos. Finalmente, se entraron entre unos amenos ·rboles que poco desviados del camino estaban, donde, dejando vacÌas la silla y albarda de Rocinante y el rucio, se tendieron sobre la verde yerba y cenaron del repuesto de Sancho; el cual, haciendo del cabestro y de la j·quima del rucio un poderoso y flexible azote, se retirÛ hasta veinte pasos de su amo, entre unas hayas. Don Quijote, que le vio ir con denuedo y con brÌo, le dijo: -Mira, amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden a otros; no quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della te falte el aliento; quiero decir que no te des tan recio que te falte la vida antes de llegar al n˙mero deseado. Y, porque no pierdas por carta de m·s ni de menos, yo estarÈ desde aparte contando por este mi rosario los azotes que te dieres. FavorÈzcate el cielo conforme tu buena intenciÛn merece. -Al buen pagador no le duelen prendas -respondiÛ Sancho-: yo pienso darme de manera que, sin matarme, me duela; que en esto debe de consistir la sustancia deste milagro. DesnudÛse luego de medio cuerpo arriba, y, arrebatando el cordel, comenzÛ a darse, y comenzÛ don Quijote a contar los azotes. Hasta seis o ocho se habrÌa dado Sancho, cuando le pareciÛ ser pesada la burla y muy barato el precio della, y, deteniÈndose un poco, dijo a su amo que se llamaba a engaÒo, porque merecÌa cada azote de aquÈllos ser pagado a medio real, no que a cuartillo. -Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-, que yo doblo la parada del precio. -Dese modo -dijo Sancho-, °a la mano de Dios, y lluevan azotes! Pero el socarrÛn dejÛ de d·rselos en las espaldas, y daba en los ·rboles, con unos suspiros de cuando en cuando, que parecÌa que con cada uno dellos se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le acabase la vida, y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le dijo: -Por tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio, que me parece muy ·spera esta medicina, y ser· bien dar tiempo al tiempo; que no se ganÛ Zamora en un hora. M·s de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado: bastan por agora; que el asno, hablando a lo grosero, sufre la carga, mas no la sobrecarga. -No, no, seÒor -respondiÛ Sancho-, no se ha de decir por mÌ: "a dineros pagados, brazos quebrados". Ap·rtese vuestra merced otro poco y dÈjeme dar otros mil azotes siquiera, que a dos levadas dÈstas habremos cumplido con esta partida, y a˙n nos sobrar· ropa. -Pues t˙ te hallas con tan buena disposiciÛn -dijo don Quijote-, el cielo te ayude, y pÈgate, que yo me aparto. VolviÛ Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya habÌa quitado las cortezas a muchos ·rboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y, alzando una vez la voz, y dando un desaforado azote en una haya, dijo: -°AquÌ morir·s, SansÛn, y cuantos con Èl son! AcudiÛ don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del riguroso azote, y, asiendo del torcido cabestro que le servÌa de corbacho a Sancho, le dijo: -No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mÌo pierdas t˙ la vida, que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendrÈ en los lÌmites de la esperanza propincua, y esperarÈ que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este negocio a gusto de todos. -Pues vuestra merced, seÒor mÌo, lo quiere asÌ -respondiÛ Sancho-, sea en buena hora, y Ècheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querrÌa resfriarme; que los nuevos diciplinantes corren este peligro. HÌzolo asÌ don Quijote, y, qued·ndose en pelota, abrigÛ a Sancho, el cual se durmiÛ hasta que le despertÛ el sol, y luego volvieron a proseguir su camino, a quien dieron fin, por entonces, en un lugar que tres leguas de allÌ estaba. Ape·ronse en un mesÛn, que por tal le reconociÛ don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza; que, despuÈs que le vencieron, con m·s juicio en todas las cosas discurrÌa, como agora se dir·. Aloj·ronle en una sala baja, a quien servÌan de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas estaba pintada de malÌsima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huÈsped se la llevÛ a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacÌa seÒas con una media s·bana al fugitivo huÈsped, que por el mar, sobre una fragata o bergantÌn, se iba huyendo. NotÛ en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reÌa a socapa y a lo socarrÛn; pero la hermosa Dido mostraba verter l·grimas del tamaÒo de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo: -Estas dos seÒoras fueron desdichadÌsimas, por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos seÒores, ni fuera abrasada Troya, ni Cartago destruida, pues con sÛlo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias. -Yo apostarÈ -dijo Sancho- que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegÛn, venta ni mesÛn, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazaÒas. Pero querrÌa yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a Èstas. -Tienes razÛn, Sancho -dijo don Quijote-, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en ⁄beda; que, cuando le preguntaban quÈ pintaba, respondÌa: ''Lo que saliere''; y si por ventura pintaba un gallo, escribÌa debajo: "…ste es gallo", porque no pensasen que era zorra. Desta manera me parece a mÌ, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacÛ a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha salido: que pintÛ o escribiÛ lo que saliere; o habr· sido como un poeta que andaba los aÒos pasados en la corte, llamado MauleÛn, el cual respondÌa de repente a cuanto le preguntaban; y, pregunt·ndole uno que quÈ querÌa decir Deum de Deo, respondiÛ: ''DÈ donde diere''. Pero, dejando esto aparte, dime si piensas, Sancho, darte otra tanda esta noche, y si quieres que sea debajo de techado, o al cielo abierto. -Pardiez, seÒor -respondiÛ Sancho-, que para lo que yo pienso darme, eso se me da en casa que en el campo; pero, con todo eso, querrÌa que fuese entre ·rboles, que parece que me acompaÒan y me ayudan a llevar mi trabajo maravillosamente. -Pues no ha de ser asÌ, Sancho amigo -respondiÛ don Quijote-, sino que para que tomes fuerzas, lo hemos de guardar para nuestra aldea, que, a lo m·s tarde, llegaremos all· despuÈs de maÒana. Sancho respondiÛ que hiciese su gusto, pero que Èl quisiera concluir con brevedad aquel negocio a sangre caliente y cuando estaba picado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro; y a Dios rogando y con el mazo dando, y que m·s valÌa un "toma" que dos "te darÈ", y el p·jaro en la mano que el buitre volando. -No m·s refranes, Sancho, por un solo Dios -dijo don Quijote-, que parece que te vuelves al sicut erat; habla a lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y ver·s como te vale un pan por ciento. -No sÈ quÈ mala ventura es esta mÌa -respondiÛ Sancho-, que no sÈ decir razÛn sin refr·n, ni refr·n que no me parezca razÛn; pero yo me enmendarÈ, si pudiere. Y, con esto, cesÛ por entonces su pl·tica. CapÌtulo LXXII. De cÛmo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea Todo aquel dÌa, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar y mesÛn don Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la campaÒa rasa la tanda de su diciplina, y el otro, para ver el fin della, en el cual consistÌa el de su deseo. LlegÛ en esto al mesÛn un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el seÒor dellos parecÌa: -AquÌ puede vuestra merced, seÒor don ¡lvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca. Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho: -Mira, Sancho: cuando yo hojeÈ aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topÈ allÌ este nombre de don ¡lvaro Tarfe. -Bien podr· ser -respondiÛ Sancho-. DejÈmosle apear, que despuÈs se lo preguntaremos. El caballero se apeÛ, y, frontero del aposento de don Quijote, la huÈspeda le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que tenÌa la estancia de don Quijote. P˙sose el reciÈn venido caballero a lo de verano, y, saliÈndose al portal del mesÛn, que era espacioso y fresco, por el cual se paseaba don Quijote, le preguntÛ: -øAdÛnde bueno camina vuestra merced, seÒor gentilhombre? Y don Quijote le respondiÛ: -A una aldea que est· aquÌ cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced, ødÛnde camina? -Yo, seÒor -respondiÛ el caballero-, voy a Granada, que es mi patria. -°Y buena patria! -replicÛ don Quijote-. Pero, dÌgame vuestra merced, por cortesÌa, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo m·s de lo que buenamente podrÈ decir. -Mi nombre es don ¡lvaro Tarfe -respondiÛ el huÈsped. A lo que replicÛ don Quijote: -Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don ¡lvaro Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, reciÈn impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno. -El mismo soy -respondiÛ el caballero-, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandÌsimo amigo mÌo, y yo fui el que le sacÛ de su tierra, o, a lo menos, le movÌ a que viniese a unas justas que se hacÌan en Zaragoza, adonde yo iba; y, en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quitÈ de que no le palmease las espaldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido. -Y, dÌgame vuestra merced, seÒor don ¡lvaro, øparezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice? -No, por cierto -respondiÛ el huÈsped-: en ninguna manera. -Y ese don Quijote -dijo el nuestro-, øtraÌa consigo a un escudero llamado Sancho Panza? -SÌ traÌa -respondiÛ don ¡lvaro-; y, aunque tenÌa fama de muy gracioso, nunca le oÌ decir gracia que la tuviese. -Eso creo yo muy bien -dijo a esta sazÛn Sancho-, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, seÒor gentilhombre, debe de ser alg˙n grandÌsimo bellaco, friÛn y ladrÛn juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo m·s gracias que llovidas; y si no, haga vuestra merced la experiencia, y ·ndese tras de mÌ, por los menos un aÒo, y ver· que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo las m·s veces lo que me digo, hago reÌr a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huÈrfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por ˙nica seÒora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este seÒor que est· presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlerÌa y cosa de sueÒo. -°Por Dios que lo creo! -respondiÛ don ¡lvaro-, porque m·s gracias habÈis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habÈis hablado, que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oÌ hablar, que fueron muchas. M·s tenÌa de comilÛn que de bien hablado, y m·s de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mÌ con don Quijote el malo. Pero no sÈ quÈ me diga; que osarÈ yo jurar que le dejo metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquÌ otro don Quijote, aunque bien diferente del mÌo. -Yo -dijo don Quijote- no sÈ si soy bueno, pero sÈ decir que no soy el malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi seÒor don ¡lvaro Tarfe, que en todos los dÌas de mi vida no he estado en Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese don Quijote fant·stico se habÌa hallado en las justas desa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y asÌ, me pasÈ de claro a Barcelona, archivo de la cortesÌa, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y, en sitio y en belleza, ˙nica. Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sÛlo por haberla visto. Finalmente, seÒor don ¡lvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaraciÛn ante el alcalde deste lugar, de que vuestra merced no me ha visto en todos los dÌas de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquÈl que vuestra merced conociÛ. -Eso harÈ yo de muy buena gana -respondiÛ don ¡lvaro-, puesto que cause admiraciÛn ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mÌ lo que ha pasado. -Sin duda -dijo Sancho- que vuestra merced debe de estar encantado, como mi seÒora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como me doy por ella, que yo me los diera sin interÈs alguno. -No entiendo eso de azotes -dijo don ¡lvaro. Y Sancho le respondiÛ que era largo de contar, pero que Èl se lo contarÌa si acaso iban un mesmo camino. LlegÛse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don ¡lvaro. EntrÛ acaso el alcalde del pueblo en el mesÛn, con un escribano, ante el cual alcalde pidiÛ don Quijote, por una peticiÛn, de que a su derecho convenÌa de que don ¡lvaro Tarfe, aquel caballero que allÌ estaba presente, declarase ante su merced como no conocÌa a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allÌ presente, y que no era aquÈl que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyÛ jurÌdicamente; la declaraciÛn se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debÌan hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaraciÛn y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesÌas y ofrecimientos pasaron entre don ¡lvaro y don Quijote, en las cuales mostrÛ el gran manchego su discreciÛn, de modo que desengaÒÛ a don ¡lvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debÌa de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes. LlegÛ la tarde, partiÈronse de aquel lugar, y a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que habÌa de llevar don ¡lvaro. En este poco espacio le contÛ don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiraciÛn a don ¡lvaro, el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguiÛ su camino, y don Quijote el suyo, que aquella noche la pasÛ entre otros ·rboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumpliÛ del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto m·s que de sus espaldas, que las guardÛ tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima. No perdiÛ el engaÒado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y hallÛ que con los de la noche pasada era tres mil y veinte y nueve. Parece que habÌa madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino, tratando entre los dos del engaÒo de don ¡lvaro y de cu·n bien acordado habÌa sido tomar su declaraciÛn ante la justicia, y tan autÈnticamente. Aquel dÌa y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, si no fue que en ella acabÛ Sancho su tarea, de que quedÛ don Quijote contento sobremodo, y esperaba el dÌa, por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su seÒora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de MerlÌn. Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincÛ de rodillas y dijo: -Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe tambiÈn tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sÌ mismo; que, seg˙n Èl me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba. -DÈjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar. Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo. CapÌtulo LXXIII. De los ag¸eros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia A la entrada del cual, seg˙n dice Cide Hamete, vio don Quijote que en las eras del lugar estaban riÒendo dos mochachos, y el uno dijo al otro: -No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los dÌas de tu vida. OyÛlo don Quijote, y dijo a Sancho: -øNo adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: ''no la has de ver en todos los dÌas de tu vida''? -Pues bien, øquÈ importa -respondiÛ Sancho- que haya dicho eso el mochacho? -øQuÈ? -replicÛ don Quijote-. øNo vees t˙ que, aplicando aquella palabra a mi intenciÛn, quiere significar que no tengo de ver m·s a Dulcinea? QuerÌale responder Sancho, cuando se lo estorbÛ ver que por aquella campaÒa venÌa huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. CogiÛla Sancho a mano salva y presentÛsela a don Quijote, el cual estaba diciendo: -Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: °Dulcinea no parece! -EstraÒo es vuesa merced -dijo Sancho-. Presupongamos que esta liebre es Dulcinea del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la pongo en poder de vuesa merced, que la tiene en sus brazos y la regala: øquÈ mala seÒal es Èsta, ni quÈ mal ag¸ero se puede tomar de aquÌ? Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntÛ Sancho que por quÈ reÒÌan. Y fuele respondido por el que habÌa dicho ''no la ver·s m·s en toda tu vida'', que Èl habÌa tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvÈrsela en toda su vida. SacÛ Sancho cuatro cuartos de la faltriquera y diÛselos al mochacho por la jaula, y p˙sosela en las manos a don Quijote, diciendo: -He aquÌ, seÒor, rompidos y desbaratados estos ag¸eros, que no tienen que ver m·s con nuestros sucesos, seg˙n que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de antaÒo. Y si no me acuerdo mal, he oÌdo decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niÒerÌas; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los dÌas pasados, d·ndome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en ag¸eros. Y no es menester hacer hincapiÈ en esto, sino pasemos adelante y entremos en nuestra aldea. Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diÛsela don Quijote; pasaron adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza habÌa echado sobre el rucio y sobre el lÌo de las armas, para que sirviese de repostero, la t˙nica de bocacÌ, pintada de llamas de fuego que le vistieron en el castillo del duque la noche que volviÛ en sÌ Altisidora. AcomodÛle tambiÈn la coroza en la cabeza, que fue la m·s nueva transformaciÛn y adorno con que se vio jam·s jumento en el mundo. Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a ellos con los brazos abiertos. ApeÛse don Quijote y abrazÛlos estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la coroza del jumento y acudieron a verle, y decÌan unos a otros: -Venid, mochachos, y verÈis el asno de Sancho Panza m·s gal·n que Mingo, y la bestia de don Quijote m·s flaca hoy que el primer dÌa. Finalmente, rodeados de mochachos y acompaÒados del cura y del bachiller, entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habÌan llegado las nuevas de su venida. Ni m·s ni menos se las habÌan dado a Teresa Panza, mujer de Sancho, la cual, desgreÒada y medio desnuda, trayendo de la mano a Sanchica, su hija, acudiÛ a ver a su marido; y, viÈndole no tan bien adeliÒado como ella se pensaba que habÌa de estar un gobernador, le dijo: -øCÛmo venÌs asÌ, marido mÌo, que me parece que venÌs a pie y despeado, y m·s traÈis semejanza de desgobernado que de gobernador? -Calla, Teresa -respondiÛ Sancho-, que muchas veces donde hay estacas no hay tocinos, y v·monos a nuestra casa, que all· oir·s maravillas. Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daÒo de nadie. -Traed vos dinero, mi buen marido -dijo Teresa-, y sean ganados por aquÌ o por allÌ, que, comoquiera que los hay·is ganado, no habrÈis hecho usanza nueva en el mundo. AbrazÛ Sanchica a su padre, y preguntÛle si traÌa algo, que le estaba esperando como el agua de mayo; y, asiÈndole de un lado del cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compaÒÌa del cura y del bachiller. Don Quijote, sin guardar tÈrminos ni horas, en aquel mismo punto se apartÛ a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contÛ su vencimiento, y la obligaciÛn en que habÌa quedado de no salir de su aldea en un aÒo, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un ·tomo, bien asÌ como caballero andante, obligado por la puntualidad y orden de la andante caballerÌa, y que tenÌa pensado de hacerse aquel aÒo pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podÌa dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercit·ndose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenÌan mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios m·s importantes, quisiesen ser sus compaÒeros; que Èl comprarÌa ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de pastores; y que les hacÌa saber que lo m·s principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenÌa puestos los nombres, que les vendrÌan como de molde. DÌjole el cura que los dijese. RespondiÛ don Quijote que Èl se habÌa de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el pastor CarrascÛn; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino. Pasm·ronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se les fuese otra vez del pueblo a sus caballerÌas, esperando que en aquel aÒo podrÌa ser curado, concedieron con su nueva intenciÛn, y aprobaron por discreta su locura, ofreciÈndosele por compaÒeros en su ejercicio. -Y m·s -dijo SansÛn Carrasco-, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy celebÈrrimo poeta y a cada paso compondrÈ versos pastoriles, o cortesanos, o como m·s me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos andurriales donde habemos de andar; y lo que m·s es menester, seÒores mÌos, es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus versos, y que no dejemos ·rbol, por duro que sea, donde no la retule y grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamorados pastores. -Eso est· de molde -respondiÛ don Quijote-, puesto que yo estoy libre de buscar nombre de pastora fingida, pues est· ahÌ la sin par Dulcinea del Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la hermosura, nata de los donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien puede asentar bien toda alabanza, por hipÈrbole que sea. -AsÌ es verdad -dijo el cura-, pero nosotros buscaremos por ahÌ pastoras maÒeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen. A lo que aÒadiÛ SansÛn Carrasco: -Y cuando faltaren, darÈmosles los nombres de las estampadas e impresas, de quien est· lleno el mundo: FÌlidas, Amarilis, Dianas, FlÈridas, Galateas y Belisardas; que, pues las venden en las plazas, bien las podemos comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebrarÈ debajo del nombre de Anarda; y si Francisca, la llamarÈ yo Francenia; y si LucÌa, Lucinda, que todo se sale all·; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofadrÌa, podr· celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina. RiÛse don Quijote de la aplicaciÛn del nombre, y el cura le alabÛ infinito su honesta y honrada resoluciÛn, y se ofreciÛ de nuevo a hacerle compaÒÌa todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones. Con esto, se despidieron dÈl, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con su salud, con regalarse lo que fuese bueno. Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la pl·tica de los tres; y, asÌ como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote, y la sobrina le dijo: -øQuÈ es esto, seÒor tÌo? øAhora que pens·bamos nosotras que vuestra merced volvÌa a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada, se quiere meter en nuevos laberintos, haciÈndose Pastorcillo, t˙ que vienes, pastorcico, t˙ que vas? Pues en verdad que est· ya duro el alcacel para zampoÒas. A lo que aÒadiÛ el ama: Y øpodr· vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que Èste es ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire, seÒor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta aÒos que tengo de edad: estÈse en su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ·nima si mal le fuere. -Callad, hijas -les respondiÛ don Quijote-, que yo sÈ bien lo que me cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejarÈ siempre de acudir a lo que hubiÈredes menester, como lo verÈis por la obra. Y las buenas hijas -que lo eran sin duda ama y sobrina- le llevaron a la cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible. CapÌtulo LXXIV. De cÛmo don Quijote cayÛ malo, y del testamento que hizo, y su muerte Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinaciÛn de sus principios hasta llegar a su ˙ltimo fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegÛ su fin y acabamiento cuando Èl menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolÌa que le causaba el verse vencido, o ya por la disposiciÛn del cielo, que asÌ lo ordenaba, se le arraigÛ una calentura que le tuvo seis dÌas en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quit·rsele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero. …stos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenÌa de aquella suerte, por todas las vÌas posibles procuraban alegrarle, diciÈndole el bachiller que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenÌa ya compuesta una Ècloga, que mal aÒo para cuantas Sanazaro habÌa compuesto, y que ya tenÌa comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado: el uno llamado Barcino, y el otro ButrÛn, que se los habÌa vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos al mÈdico, tomÛle el pulso, y no le contentÛ mucho, y dijo que, por sÌ o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corrÌa peligro. OyÛlo don Quijote con ·nimo sosegado, pero no lo oyeron asÌ su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del mÈdico que melancolÌas y desabrimientos le acababan. RogÛ don Quijote que le dejasen solo, porque querÌa dormir un poco. HiciÈronlo asÌ y durmiÛ de un tirÛn, como dicen, m·s de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se habÌa de quedar en el sueÒo. DespertÛ al cabo del tiempo dicho, y, dando una gran voz, dijo: -°Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen lÌmite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. Estuvo atenta la sobrina a las razones del tÌo, y pareciÈronle m·s concertadas que Èl solÌa decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y preguntÛle: -øQuÈ es lo que vuestra merced dice, seÒor? øTenemos algo de nuevo? øQuÈ misericordias son Èstas, o quÈ pecados de los hombres? -Las misericordias -respondiÛ don Quijote-, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre Èl me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerÌas. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaÒo ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querrÌa hacerla de tal modo, que diese a entender que no habÌa sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querrÌa confirmar esta verdad en mi muerte. Ll·mame, amiga, a mis buenos amigos: el cura, al bachiller SansÛn Carrasco y a maese Nicol·s, el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero de este trabajo se escusÛ la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo: -Dadme albricias, buenos seÒores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de AmadÌs de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballerÌa, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leÌdo, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino. Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le habÌa tomado. Y SansÛn le dijo: -øAhora, seÒor don Quijote, que tenemos nueva que est· desencantada la seÒora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y øagora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos prÌncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaÒo? Calle, por su vida, vuelva en sÌ, y dÈjese de cuentos. -Los de hasta aquÌ -replicÛ don Quijote-, que han sido verdaderos en mi daÒo, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, seÒores, siento que me voy muriendo a toda priesa; dÈjense burlas aparte, y traÌganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como Èste no se ha de burlar el hombre con el alma; y asÌ, suplico que, en tanto que el seÒor cura me confiesa, vayan por el escribano. Mir·ronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las seÒales por donde conjeturaron se morÌa fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones aÒadiÛ otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo. Hizo salir la gente el cura, y quedÛse solo con Èl, y confesÛle. El bachiller fue por el escribano, y de allÌ a poco volviÛ con Èl y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabÌa por nuevas del bachiller en quÈ estado estaba su seÒor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzÛ a hacer pucheros y a derramar l·grimas. AcabÛse la confesiÛn, y saliÛ el cura, diciendo: -Verdaderamente se muere, y verdaderamente est· cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento. Estas nuevas dieron un terrible empujÛn a los ojos preÒados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las l·grimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condiciÛn y de agradable trato, y por esto no sÛlo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocÌan. EntrÛ el escribano con los dem·s, y, despuÈs de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: -Õtem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre Èl y mÌ ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, despuÈs de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que ser· bien poco, y buen provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la Ìnsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condiciÛn y fidelidad de su trato lo merece. Y, volviÈndose a Sancho, le dijo: -PerdÛname, amigo, de la ocasiÛn que te he dado de parecer loco como yo, haciÈndote caer en el error en que yo he caÌdo, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo. -°Ay! -respondiÛ Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, seÒor mÌo, sino tome mi consejo y viva muchos aÒos, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin m·s ni m·s, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolÌa. Mire no sea perezoso, sino lev·ntese desa cama, y v·monos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quiz· tras de alguna mata hallaremos a la seÒora doÒa Dulcinea desencantada, que no haya m·s que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, Ècheme a mÌ la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto m·s, que vuestra merced habr· visto en sus libros de caballerÌas ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor maÒana. -AsÌ es -dijo SansÛn-, y el buen Sancho Panza est· muy en la verdad destos casos. -SeÒores -dijo don Quijote-, v·monos poco a poco, pues ya en los nidos de antaÒo no hay p·jaros hogaÒo: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimaciÛn que de mÌ se tenÌa, y prosiga adelante el seÒor escribano. ªÕtem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina, que est· presente, habiendo sacado primero de lo m·s bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfaciÛn que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y m·s veinte ducados para un vestido. Dejo por mis albaceas al seÒor cura y al seÒor bachiller SansÛn Carrasco, que est·n presentes. ªÕtem, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho informaciÛn que no sabe quÈ cosas sean libros de caballerÌas; y, en caso que se averiguare que lo sabe, y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con Èl, y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pÌas a su voluntad. ªÕtem, suplico a los dichos seÒores mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahÌ con el tÌtulo de Segunda parte de las hazaÒas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasiÛn que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escr˙pulo de haberle dado motivo para escribirlos. CerrÛ con esto el testamento, y, tom·ndole un desmayo, se tendiÛ de largo a largo en la cama. Alborot·ronse todos y acudieron a su remedio, y en tres dÌas que viviÛ despuÈs deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comÌa la sobrina, brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razÛn que deje el muerto. En fin, llegÛ el ˙ltimo de don Quijote, despuÈs de recebidos todos los sacramentos, y despuÈs de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerÌas. HallÛse el escribano presente, y dijo que nunca habÌa leÌdo en ning˙n libro de caballerÌas que alg˙n caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y l·grimas de los que allÌ se hallaron, dio su espÌritu: quiero decir que se muriÛ. Viendo lo cual el cura, pidiÛ al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado com˙nmente don Quijote de la Mancha, habÌa pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedÌa para quitar la ocasiÛn de alg˙n otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazaÒas. Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sÌ por ahij·rsele y tenÈrsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero. DÈjanse de poner aquÌ los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque SansÛn Carrasco le puso Èste: Yace aquÌ el Hidalgo fuerte que a tanto estremo llegÛ de valiente, que se advierte que la muerte no triunfÛ de su vida con su muerte. Tuvo a todo el mundo en poco; fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditÛ su ventura morir cuerdo y vivir loco. Y el prudentÌsimo Cide Hamete dijo a su pluma: -AquÌ quedar·s, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sÈ si bien cortada o mal tajada pÈÒola mÌa, adonde vivir·s luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor modo que pudieres: ''°Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta impresa, buen rey, para mÌ estaba guardada. Para mÌ sola naciÛ don Quijote, y yo para Èl; Èl supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atreviÛ, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliÒada las hazaÒas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertir·s, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciÈndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que, para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que Èl hizo, tan a gusto y benepl·cito de las gentes a cuya noticia llegaron, asÌ en Èstos como en los estraÒos reinos''. Y con esto cumplir·s con tu cristiana profesiÛn, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedarÈ satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozÛ el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerÌas, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale. Fin *** End of this LibraryBlog Digital Book "Don Quijote" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.