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Title: Paisajes Argentinos Author: Salaverría, José María Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Paisajes Argentinos" *** PAISAJES ARGENTINOS _OBRAS DEL AUTOR_ =El perro negro.= (Ensayos) =Vieja España.= (Impresión de Castilla, con un prólogo de Pérez Galdós) =Nicéforo el bueno.= (Novela) =La Virgen de Aranzazu.= (Novela) =Tierra Argentina.= (Viajes) =La sombra de Loyola.= (Ensayos) =A lo lejos.= (Ensayos) =Cuadros europeos.= (Viajes) =Espíritu ambulante.= (Ensayos) =La afirmación española.= (Estudios sobre el pesimismo español y los nuevos tiempos) =El muchacho español.= =El poema de la Pampa.= (Martín Fierro y el criollismo español) _JOSÉ Mª. SALAVERRÍA_ PAISAJES ARGENTINOS [colfón] GUSTAVO GILI, EDITOR UNIVERSIDAD, 45: BARCELONA MCMXVIII ES PROPIEDAD TIPOGRAFÍA LA ACADÉMICA _Este libro, que la amistad del editor don Gustavo Gili me ha instigado a publicar, está formado de partes variadas en las que alternan recuerdos de viajes por los sitios más pintorescos y grandiosos de la Argentina, y sensaciones e ideas de aquel Buenos Aires donde he pasado tres años bien curiosos de mi vida._ _El Sr. Gili, como creador que ha sido de la Cámara del Libro Español, sustenta el principio ético-editorial de una verdadera comunión de intereses hispanoamericanos, y piensa que todo editor tiene el deber de ensayar la publicación de libros americanistas en España, y dar a conocer en la Península las cosas e ideas americanas._ _Algunas páginas de esta obra fueron escritas antes de que la guerra arrojase su crisis y sus agobios sobre tantos países del mundo._ _Tal vez la exaltación arrogante y un poco excesiva de los pueblos del Plata se haya contenido algo a causa de la crisis universal, lo que haría aparecer a ciertos pasajes del libro como no reflejando fielmente los caracteres de aquella vida. Pero cualquier crisis es pasajera en el Plata, y lo permanente y característico es el tono peculiar de vida que estas páginas intentan reflejar._ _A los amigos de allá, a la nación Argentina siempre recordada, va dedicado el libro como una ofrenda._ I EN EL RÍO URUGUAY La belleza de navegar Uno de los más grandes tormentos que pueden asaltarle al hombre es la necesidad de permanecer inmóvil en un sitio. El hombre sedentario es como un árbol o como un pilar clavado en tierra. Por el contrario, ¡qué bello es viajar! El mundo es ancho, es hermoso, está lleno de curiosidades; el mundo, además, lo hicieron indudablemente para que el hombre lo recorriera. ¡Ya nos quedará tiempo después, cuando la hora amarga llegue, de permanecer inmóviles, bien inmóviles y resignados, debajo de una losa de piedra! Es bello viajar; pero todavía es más deseable el navegar. La navegación conserva aún el picor sugestivo de las antiguas emociones errantes, y aunque no vayamos ahora, como en los tiempos de Ulises, ni tan siquiera como en los de Colón, embarcados en alígeras carabelas por los remotos mares desconocidos, sin embargo, al pisar la cubierta de un barco de vapor, sentimos un cosquilleo particular en el alma. El mar se mantiene siempre en su puesto arrogante. ¡El mar sigue siendo una cosa seria! Por eso la navegación nos reserva aún un especial encanto: el encanto del peligro. La grandeza del río He hablado del mar con alguna precipitación. Porque, en realidad, las aguas que surca este barco no son salobres, ni verdes, ni azules. Esto no es el mar, seguramente; no es más que el río de la Plata, con sus aguas dulces, turbias, lisas y superficiales. Pero con un poco de esfuerzo imaginativo, el río de la Plata puede suplantar al Océano: un Océano canicular, ecuatorial, de calma chicha. Por otra parte, esas aguas que miradas de cerca se nos representan de un color tan sucio, contempladas desde lejos recuerdan bastante bien la lontananza atlántica. El Río de la Plata debe mirarse a conveniente distancia, como las pinturas escenográficas: entonces se da un efecto muy aceptable de alta mar azul. Tampoco hay que mirar muy prolijamente el vapor. Ya se sabe que es un buque limitado, de ruedas y de falsa quilla; pero cerrando los ojos a ciertos detalles, el viajero puede lograr una perfecta ilusión de buque transatlántico. Hasta nos apoya la aparición en medio de la inmensa agua, de una costa remota, una isla, una playa. Es como cuando se navega en la mar abierta y súbitamente surge el encanto de la costa deseada. Sólo que aquí, en nuestro caso, la costa se complica con exceso. No es una costa la que aparece, sino dos. Y estas dos costas van estrechándose, poco a poco, hasta formar dos riberas fluviales. Sí: estamos en un río. La ilusión del mar se desvanece del todo y nos resignamos a la idea de que navegamos por un río. Este es el río Uruguay. El vapor de ruedas lo enfila con entusiasmo, corriente arriba, a toda marcha. ¡Ancho, soberbio, generoso río de aguas calmas! Es el gemelo del Paraná: los dos hermanos vienen a verter sus caudales inmensos en la majestad del Plata. Ayer mismo, en sus márgenes selváticas tendía el indio su arco, amenazando al cauteloso tigre; hoy, en su lugar, el caballero pastor acosa a las reses pacíficas; mañana se levantarán ciudades populosas e innumerables. Porque nada es tan propicio a la civilización como un río caudaloso. Las grandes civilizaciones han nacido al favor de las corrientes fluviales, como la babilónica, la egipcia, la brahmánica. Y un gran río suele ser siempre el compañero de una gran ciudad. Nadie se explicaría la magnificencia de Menfis o de Tebas sin el Nilo opulento, ni concebimos la existencia de Babilonia sin el riego bienhechor del Eufrates. Hasta tal punto, que casi hallamos cuerda la célebre frase gedeónica: «Bendigamos a la providencia que hizo pasar un gran río junto a cada gran ciudad.» Las islas En algunos momentos de esta navegación encantada yo desearía suplicarle al capitán del barco: Señor, vire un poco hacia tierra; déjeme desembarcar y siga después adelante. Me asalta este deseo cuando surge ante los ojos, en el centro del ancho río, una isla poblada de maleza. Disculpadme: siento un infantil sentimentalismo al ver las frondosas islas de los ríos americanos. Se opera en mí, en tal momento, una regresión inevitable, un salto atrás, una vuelta hacia los días crédulos de la infancia. Viendo las islas de los ríos argentinos me achico, me empequeñezco, me convierto en un muchachito quimérico. Y el estado de mi espíritu entonces es el mismo que cuando tenía diez años. Me veo sentado ante una mesa, con las piernas colgando y el ceño fruncido al imperio de una reconcentrada atención. Tengo un libro en la mano. Es cualquiera de los mágicos libros que escribió aquel bondadoso hombre llamado Julio Verne, el escritor que más ha espoleado las imaginaciones infantiles. Sí; al descubrir las islas frondosas, surgiendo de las plateadas aguas del gran río, yo no soy el hombre actual, de bigote lacio y frente científica; soy, al revés, un muchacho crédulo que lee una novela de Julio Verne. Y una vez más, como en los años antiguos, se me despierta la ambición de echar pie a tierra, tomar posesión de una de estas islas y hacer vida robinsoniana. Antiguamente, cuando me dormía sobre las páginas del libro estimado, soñaba que era un navegante, un descubridor... ¿Existe entre los niños americanos la obsesión de los descubrimientos? Tal vez no; ésta debe de ser una manía europea, un atavismo de las razas anteriores, aquellas que se lanzaron en un momento dado a descubrir islas y continentes por todo el mundo, cuando los mares parecían abrirse en una fantástica cosecha de archipiélagos perfumados. Hoy también, igual que en los años mozos, delante de una isla me siento descubridor y conquistador. Quisiera desembarcar, y vivir allí novelescamente. Construir una choza. Subir a la copa de los árboles para recoger los frutos exóticos. Cobijarme a la sombra de una palmera. Cazar aves de plumas repintadas. Buscar al tigre entre la maleza y matarlo de un certero tiro. Pescar peces policromos. Oír la voz musical de los pájaros. Asistir a la gloriosa asunción de la luna sobre los bosques. Y emocionarme con los peligros, sorpresas y épicos trabajos de la naturaleza virgen... Pero el vapor pasa de largo, y las islas, una a una, van quedándose atrás. En ellas podría un hombre vivir una vida libre, sencilla e intensa a la vez, lejos de las leyes y pragmáticas de la sociedad, solo ante la naturaleza, dueño de su destino, feliz y rico en su pobreza aparente, con abundancia de peces, pájaros, aire, sol, claros paisajes. Pero las islas pasan y yo no me atrevo a desembarcar. Me ha estropeado la civilización. Las goletas De repente, en un recodo del río, se descubre una goleta sin velas, atracada a la costa. ¿Qué hace ahí esa goleta? La costa es desierta, y está poblada de bosque; el barquito se arrima a la arboleda, como si quisiera cubrirse y esconderse. ¿Qué hace ahí ese barco? No hay muelle, ni puerto, ni pueblo, ni siquiera una mala casucha. El lugar no puede ser más desolado. Y otra vez entra en acción la fantasía novelesca. Ahora son las novelas de Mayne Reid las que reviven en la memoria. Y reanudo en seguida las lecturas de los diez años, tremendas lecturas en que un barco filibustero se arrimaba a las costas tropicales, o subía por la corriente del Missisipí, del Orinoco, y los piratas, al abrigo de la selva, sorprendían un poblado, se llevaban cautivas las mujeres, se reembarcaban y huían por los vericuetos inexplorados de los archipiélagos... La calma tórrida del mediodía En la hora central del día, el río se convierte en una lámina de plata. No se mueve ni un pliegue de aire. La atmósfera duerme su siesta. Si no fuera por la máquina del buque, el silencio sería total. El buque, sin embargo, no cesa: las dos ruedas potentes arañan el agua, la sacuden, y el río se riza con olas oblicuas, largas, como las varillas simétricas de un abanico. Duermen los bosques de la orilla, duerme el aire, todo está inmóvil. Bajo la pereza del mediodía, el barco resbala sobre el río. Y allá lejos, en lo alto de las colinas, las palmeras aisladas, derechas, quietas, aparentan la suma expresión de la molicie, con sus palmas curvadas hacia el suelo, indolentemente. Entre dos palmeras, ¡qué bien se tendería una hamaca, y se dormiría allí, al arrullo de los moscardones sonsoneantes! Todo está hablando alrededor de cosas lejanas, de vidas diferentes, de primitivismo. Unas pocas horas han bastado para alejarnos enormemente de la civilización y del europeísmo. Lo que nos rodea tiene sabor americano, pero de americanismo legendario. Parece que nos separan miles de leguas de las ciudades, y que Buenos Aires se ha retirado muy lejos, pero muy lejos. De tal modo, que el ánimo está preparado para todo fenómeno fantástico. Si nos dijeran que un tigre ha rugido entre los cañares de la orilla, lo consideraríamos muy natural; tampoco nos extrañaría ver avanzar una banda de indios armados con agudas lanzas. Encontraríamos perfectamente lógico que un barco pirata nos embistiese de proa, y que nos lanzara dos cañonazos detonantes. Hasta que el sol, inclinándose al horizonte, modera su fuerza, ilumina las cosas de costado y hace desaparecer la modorra y la tensión de la fantasía. Entonces la luz se vuelve dorada, las sombras se alargan y acentúan. El río adquiere matices variados. Llega la hora de la dulzura y la melancolía, el antecrepúsculo de oro. Si el barco se aproxima a las márgenes, pueden distinguirse los detalles de las arboledas, los trenzados impenetrables de las lianas y la amorosa paz de algunas ensenadas. Los arroyos Muchas veces tienen los fenómenos sencillos la virtud de despertar en nuestra mente complicados pensamientos. Que un arroyo desemboque en un río, es un acto perfectamente natural; nada tiene de extraordinario, en efecto. No obstante, la conjunción de un arroyo en un ancho río me sugiere siempre una grave curiosidad. Si vemos caer un arroyo en un río, desde la parte de tierra, la cosa no nos merece mayor atención; pero visto el fenómeno desde la parte del río, cobra un valor simbólico muy grande. Yo veo desembocar los arroyos en el río, y ¿podrá creérseme?: en aquel momento se me figura que estoy al otro lado de la vida, más allá de la barrera de la muerte. En fin: los arroyos confluentes se me representan como vidas que concluyen. El final de una existencia, indudablemente, no es más que eso: un acto de caer, de rendirse, de sumirse en la extensión anuladora de las grandes aguas. El arroyo es una vida. Su historia está repetida desde el principio del mundo y se repetirá hasta la extinción del mundo. Como una vida, nada más. Nacer de una fuente matriz, saltar y jugar entre las peñas, borbotar entre los guijarrillos, correr por entre márgenes floridas, ensancharse en el valle, ir majestuosamente por el llano: y al final, caer humildemente en el gran río de aguas numerosas, anuladoras. Anularse, morir. Los arroyos, como las vidas, ofrecen rasgos característicos en su momento terminal. Hay arroyos trágicos, como hay vidas de tragedia. Los que caen al mar o al río caudaloso desde una altura, en forma de cascada, son arroyos dramáticos, inquietos y violentos, que corresponden a las vidas trágicas de un César, de un Borgia o de un Cromwell. Otros arroyos vierten sus aguas finales con una serena resignación; su muerte es filosófica y austera como la de un Sócrates, o también como la de una persona buena que ha cumplido honestamente su misión en el mundo y entra con grave sencillez en la muerte. De esta última clase son los arroyos que confluyen en el río Uruguay, arroyos tranquilos y mansos, que salen de la espesura, abren un hueco en la maleza y entran en el río sin protestas, sin resistirse ni espumajear: como verdaderos seres filosóficos. ¡Oh arroyos simbólicos y representativos! Seáis vosotros el alto ejemplo que me inspire a mí la manera de pasar, noble y decorosamente, el umbral de aquella última hora definitiva. Los hombres a caballo A medida que el vapor avanza, la costa se hace más abrupta. En algunos sitios se descubren imponentes acantilados, cortados con tajo brusco sobre el agua. El terreno es más alto, más ondulado. Se entra en la región de las pequeñas colinas, más bien de los collados, o empleando el vocablo territorial: cuchillas. En lo alto de estas cuchillas se eleva de tarde en tarde alguna casa, alguna choza misérrima: no es raro divisar también la blancura confortable de una estancia. Otras veces, la cumbre de estas cuchillas está tomada por algún rebaño de novillos, quienes comen mansamente su hierba providencial sin dignarse volver la mirada hacia el barco que pasa. Pero en ocasiones suele ser un hombre el que ocupa la eminencia de esas colinas. Un hombre montado en su caballo. Un hombre que se para en seco, enhiesto sobre su montura, vueltos los ojos hacia la embarcación que sube río arriba. Y ese hombre ahí parado, no sé por qué, se me figura que vierte una mirada de antipatía hacia el rugiente barco. Su destino es uno, y el del barco es otro. El hombre ése representa el pasado, mientras que el barco de vapor representa lo evolutivo, lo revolucionario y transformador. Ese hombre sintetiza la vida fácil, libre y romántica de la tradición pastoril. Cabalgar desde que apunta el día, recorrer las praderas pobladas de copiosos rebaños, comer la carne sobre la hoguera que sirvió de fogón y de abrigo, dormir bajo el manto constelado; no inquietarse por el porvenir, sino esperar que el mismo destino provea a nuestras necesidades; amar, cantar melancólicamente; reñir y guerrear si es preciso, y terminar de una recta puñalada al corazón, en una noche de contraria suerte. El vapor significa lo opuesto. El vapor sube por la corriente arriba, paralelo al ferrocarril, llevando arados, ladrillos, alambres cercadores. Representa el sedentarismo, la agricultura, la economía, la organización municipal, la fundación de bancos, la población numerosa, la tierra acotada, la supresión de aquella vida libre, deliciosamente anárquica, generosamente sobria, de los confusos tiempos pastoriles. El hombre ese que se detiene sobre la montura de su caballo, en lo alto de la cuchilla, siente que cada vapor que remonta el río es un nuevo asalto a la tradición. Y lo mira pasar seriamente, llena el alma de tristeza y de odio. El hombre y el vapor son enemigos por necesidad, opuestos entre sí, mutuamente incomprensibles. El hombre a caballo no comprende la prisa, ni el entusiasmo codicioso que lleva el vapor, porque él aprecia mucho más el sangrante churrasco devorado en la rasa llanura, que los suculentos manjares comidos en cerradas habitaciones. No concibe que un hombre construya su casa con ladrillos sobrepuestos y bien ensamblados, cuando unas tablas o unos adobes recubiertos de hierba seca, bastan para cobijarle. Y entiende que todo lo demás sirve solamente de nudo y de cadena. Ciertamente: cada nueva comodidad, cada seguridad nueva que nos presta la civilización, es una nueva hipoteca que le hacemos a la libertad personal. Pero de los dos adversarios, el vapor es el más poderoso. El saldrá vencedor. Y las orillas del río se cubrirán de pueblos, de casas, de alquerías. La belleza salvaje y solitaria de ahora, se cambiará por otra hermosura distinta. Las aguas mansas del río reflejarán árboles civilizados, recortados, obedientes, en lugar de las malezas insubordinadas de ahora. Los ranchos misérrimos habrán de convertirse en casitas pintadas, coquetonas. A la soledad majestuosa de las llanuras, seguirán los campos labrados, cercados por setos florecidos. Niños que van a la escuela en tropel; golpes de martillo; silbar de locomotoras; los carros henchidos de frutas sazonadas; cantos y alborozo de las vendimias. Si una poesía decrece, otra renacerá. La naturaleza no renuncia jamás a su dominio estético, y sabe siempre ser noble, lo mismo en la grandeza de las selvas vírgenes, que en los trabajos de los valles cultivados, de las ciudades atareadas... El sol se ha puesto. Tímidamente asoman, una a una, las estrellas. El río se vuelve negro: sobre la sombra de sus aguas, un lucero pone su blanco punto ideal. La noche es muda, como un silencio estupefacto. En medio de este silencio, el buque, un poco pedante, persiste en su ritmo bronco: bum, burrum, bum. Octubre, 1912. II LA DOCTA CÓRDOBA Cuando el tren camina con más entusiasmo, a la dorada luz del sol matutino, el viajero queda perplejo al ver que la llanura inmensa, la abrumadora llanura argentina, se deprime bruscamente, como por efecto de un encantamiento. Allá en el fondo de la depresión, una multitud de casitas y ranchos sobresalen entre las arboledas. El paisaje ha tomado repentinamente un aire rudo y enérgico. La monotonía de la llanura, la suavidad de las líneas prolongadas hasta lo infinito, se traducen en unos desniveles y bancales poblados de matas, bosques y zarzas. Una población extraurbana, numerosa y típica, bulle por aquel paisaje intempestivo. Las casitas de adobe, los ranchos de paja, asoman entre las tunas. Y las gentes, con su color moreno y su aire netamente criollo, evocan en la imaginación un mundo muy apartado del Buenos Aires europeo y descolorido. Un poco más adelante, en el fondo de la depresión, ocupando el lugar estratégico del valle, aparece Córdoba. Primero no se ven más que torres, sobresaliendo del semioculto caserío. Y esas torres distintas, extemporáneas dentro de la igualdad pampeana, son para el viajero una nota llena de simpatía, algo como un hallazgo providencial. Porque el viajero, si es de índole un poco artística, ama precisamente aquellas cosas que se apartan de lo común, y sobre todo las cosas que tienen fuerza evocativa. ¿Y puede haber algo tan evocador, como un ejército de torres levantándose sobre una ciudad histórica? En cada torre hay un mundo de recuerdos, de creencias, de controversias o de fanatismo: pocas cosas existen en el mundo, efectivamente, que sugieran tal suma de ideas y contrastes como unas torres levantándose sobre una ciudad. Y como la ciudad de Córdoba aparece a la vista del espectador tan erizada de torres ingentes, uno se imagina bien pronto la profundidad histórica que ha de existir en ese pueblo interior, colocado en el mismo centro del antiguo virreinato. Los pueblos se dividen, como las personas, en dos categorías: hay la categoría de las ciudades vulgares, y la de las ciudades típicas, entonadas, de sabor propio. En seguida que el viajero penetra por las calles de Córdoba, comprende que se encuentra en una ciudad personal y de pronunciado carácter. Mientras camino por las calles, nada me impide suponer que voy vagando por una de aquellas ciudades históricas del mediodía de España. La multitud de iglesias, las tapias discretas de los conventos, la paz de las calles silenciosas, el misterio de los muros viejos, por encima de los cuales asoma un árbol florido; y en el fondo de esas calles vacías, silenciosas, limpias, alguna ventana aislada, con su reja artística, y colgando de los hierros de la reja una flor... Todo esto es bien europeo, bien antiguo, y sobre todo bien español. Hasta las personas eclesiásticas adoptan un aspecto raro. Los sacerdotes no visten como los atildados abates de Buenos Aires, no llevan el redingot ajustado, el sombrerillo de ala plana y breve, el bastón en la mano; este aire de mundanidad no lo desean los sacerdotes de Córdoba. Ellos no tratan de disimular su estado, como si se avergonzaran de vestir trajes demasiado sombríos y demasiado anacrónicos, entre las gentes despreocupadas del cosmopolitismo. Por el contrario, los sacerdotes de Córdoba se mantienen fieles a la sotana, y al manteo amplio, y al sombrero ampuloso, el clásico sombrero de «teja». Se ven también frailes de distintas órdenes, unos con hábito pardo, otros con hábito blanco, y algunos con los dos colores, pardo y blanco. Y pasan gravemente por las calles, sin timidez, sin miedo a la ironía del descreído cosmopolitismo; antes más bien con el gesto y la compostura del que se siente dentro de su legítimo feudo. Y se ven además muchas, numerosas mujeres que visten hábitos diversos, incomprensibles para el profano. Las hay vestidas de color marrón; otras visten de blanco, con manto a la cabeza color azul; otras combinan el blanco con el negro; y otras, en fin, sobre el traje rosa ponen su manto azul celeste. El viajero queda asombrado, perplejo, ante la variedad colorista de los hábitos femeninos de Córdoba. He ahí una ciudad que posee en alto grado el instinto del color, tan negado a muchos pintores. ¿Y las campanas? Desde que abandoné las costas de Europa no había yo escuchado el son de las campanas. En Europa suenan mucho los bronces místicos. Nuestro oído se halla como viciado por ese son un poco lúgubre, pero también recordatorio de muchas escenas infantiles. Yo notaba en mí cierto vacío. Pero en Córdoba he vuelto a saturarme de ese son familiar. Las campanas de Córdoba suenan numerosas, porfiadas, a todas horas. Vienen las campanadas de cerca, de lejos, de todos los lados. La campana de la catedral, principalmente, suena de un modo grave y religioso; es un son venerable, no exento de soberbia; suena con la autoridad de algo que se siente legítimo, necesario, inseparable de la tradición de la ciudad. Cuando la campana suena, de los pliegues y dibujos churriguerescos que coronan la gran cúpula central surge una bandada de palomas; las pobres palomas eclesiásticas no han podido habituarse al tono solemne de la campana; el misticismo de las blancas palomas cree que existe mayor dulzura religiosa en el éter azul, que en la voz triste del bronce; y mientras la iglesia, para comunicarse con Dios, usa la voz de la campana, las palomas levantan el vuelo, ascienden por el aire nítido, y es como si quisieran abismarse en el azul firmamento, regazo inmenso de Dios. Pero a la vez que estas cosas hablan a la imaginación de las viejas ciudades españolas, otras cosas nos sugieren imágenes contrarias, de un fuerte aire americano. Entrando en Córdoba es cuando el viajero llega a entender lo que era una ciudad prócer en tiempos de absoluto criollismo. La banda de la Argentina que da sobre el mar y sobre el ancho río, va perdiendo, o ha perdido completamente su aspecto criollo: entre los inmigrantes, los almacenes, los remates, los arados ingleses y las copias de París, le han quitado a esa banda su barniz tradicional. Pero en Córdoba hay civilización, hay trabajo, hay negocios, y sin embargo conserva su tono tradicional. Se parece a esas personas próceres, de largo abolengo, de fortuna pingüe y heredada, que saben recibir las modas recientes, pero sin renunciar a sus maneras y costumbres señoriales. Algo hay, sin duda, en el ambiente de Córdoba, algo que no se puede tocar ni apenas definir, y que para ser expresado se requiere emplear la palabra difícil, la palabra muy pocas veces lícita: la palabra señorial. ¿Qué es lo señorial? Ahí está un nombre de veras difícil. El vulgo, y también el que no es vulgo, quiere aplicar ese nombre a cosas y personas que maldito de Dios si lo merecen. Señorial no es lo que tiene riquezas, como el vulgo supone; muchas personas ricas andan por el mundo que no han tenido el menor contacto con lo señorial. Lo fastuoso tampoco es señorial. Se pueden tener muchos trajes, muchos palacios, muchos troncos de caballos ingleses, mucha vajilla de plata, mucha prodigalidad, y sin embargo se puede no ser señorial. Lo señorial quiere decir noble, y esto de noble es un compuesto de cultura, de inteligencia, de arte, de cortesía, de bondad, de discreción, de medida, de caballerosidad, de buen gusto, de calma, de saber limitarse, de huir de la exageración como del diablo, de no entregarse a la última moda puerilmente, de apartarse de lo «snob» y de conservar siempre los prestigios de su personalidad... Me atreveré a afirmar que todos esos atributos los posee la ciudad de Córdoba. Es claro que para muchos espíritus descuidados Córdoba parece un tanto rancia; tiene un sabor provinciano, y esto hace torcer el gesto a los cosmopolitas. Pero es menester inclinarse con respeto ante las ciudades que no quieren sumirse en el todo igualatorio; ante los pueblos que creen en la historia, en la personalidad nacional, en los prestigios heredados y transmisibles. Por mi parte, no niego que me infunden gran consideración el árbol que sobresale en el bosque, el arbusto lindo o feo, que rompe la monotonía de un sembrado, el hombre que se atreve a llevar un sombrero distinto a los demás, o simplemente el que tiene más estatura, es más pequeño o tiene la calva más exagerada que los otros. Ser distinto, en estos tiempos en que los sastres, las ordenanzas municipales y los hoteleros se empeñan en hacernos simétricos, denota valor y fe, y ambas virtudes son de las más altas de cuantas se ofrecen a nuestra consideración. Un ejemplo de esa discreción noble, señorial, lo tenemos en la universidad, tres veces gloriosa. La universidad de Córdoba cuenta su vida por siglos; en sus aulas han enseñado los primeros profesores del virreinato y de la república; en esas mismas aulas han estudiado los obispos, los generales, los magistrados, los presidentes, los escritores de más lustre de la nación. La vida intelectual de la Argentina, en lo que ésta tiene de abolenga y de histórica, puede decirse que ha nacido en los bancos de la universidad cordobesa. Otra ciudad menos discreta hubiese dado a su universidad un aspecto ampuloso, soberbiamente monumental; hubiera puesto una fachada rimbombante, con muchas columnas, estatuas e inscripciones, y una suerte de molduras hechas de cemento habrían dejado pasmado al pobre transeúnte. En Córdoba no sucede así. La universidad de Córdoba, sin embargo de su prestigio, ofrece una apariencia modesta. Es preciso ir a buscarla, y buscarla bien en el recodo de una calle apartada, para dar con ella. Nada de fachadas rimbombantes. Un frente de estilo clásico, una puerta mediana, un vestíbulo pequeño, y eso es todo. En el centro el patio ofrece un aspecto conventual, con su claustro de columnas de medio punto. Un jardincillo llena el patio con sus verdores amables. Las aulas se abren sobre el corredor del claustro, y en aquellas aulas, sobre bancos de pino, se sientan los estudiantes. Se comprende que todo está igual, desde muy antiguo. La universidad no ha querido abandonarse a las locuras de la ostentación moderna. Piensa que la inteligencia no necesita de mucho lujo para desenvolverse, y que Sócrates conversaba con sus discípulos en mitad de la calle o a la sombra de los plátanos clásicos. La simpatía es un sentimiento inefable. Nos es una cosa simpática, y el por qué no sabemos decirlo muchas veces. De la ciudad de Córdoba guardaré siempre un recuerdo amable. Una visita rápida, que duró dos días, no sirve, es claro, para penetrar en el fondo de un pueblo; pero yo prefiero atenerme a mi impresión fugaz, ya que ella es propicia. La plaza central, tan bella y limpia; las calles bien cuidadas; las casas discretas y elegantes; la distinción de todo, lo mismo de las piedras que de las personas. Y el recato y silencio de las vías adyacentes, aquellas encantadoras calles por donde no se ve transitar muchedumbres afanosas; allí donde el reposo es tan completo que se oye distintamente la voz de un piano interior, las risas de unas muchachas invisibles, hasta el crujir de las hojas de los naranjos y de las adelfas que asoman por encima de las tapias. De noche la ciudad se envuelve en calma y en silencio. A la hora en que el último color del día se amortigua, cuando la luz de los luceros llena de poesía el espacio, el aire de Córdoba tiene una transparencia, una suave frescura, una sonoridad indecible. El rumor de las calles no viene a turbar esa calma con su estúpido ruido. Es hora en que las personas caminan sin prisa, con ademán negligente y desinteresado. Entonces la ciudad entera parece sumida en descanso y en amabilidad. El aire se hace sonoro. Las mujeres salen al balcón y sus voces animan la calle, como un sonido que viniera de atrás, de un tiempo en que no existían ni ferrocarriles ni periódicos. Y el aire de fin de verano se embalsama con olor de hierbas campestres. Hay, en fin, tiempo y espacio para mirar al cielo y para ocuparse en un trabajo tan divino como es el de contar las estrellas del cielo. El alma se abandona a las ideas semisueños. El alma descansa. Febrero, 1911 III VIAJE A LAS MISIONES JESUÍTICAS Paisaje civilizado Era una brillante mañana de primavera cuando emprendí aquella expedición hacia los países remotos e inhabitados del interior de América (como un conquistador que hubo de llegar demasiado tarde). Alma de explorador, fantasía de viajero, yo, que a los quince años soñaba con descubrir un nuevo Amazonas, ahora podía por último lanzarme a la aventura de la América florida, selvática y prodigiosa. No dudé en aceptar la generosa invitación de mi amigo el señor Errecaborde, que se dirigía al pueblo de San Javier con propósito de subastar unas cuantas leguas de tierra. Y en compañía de dos distinguidos «rematadores», provistos de maletas, armas y provisiones, todos juntos y en buena disposición de ánimo emprendimos la marcha hacia el territorio de las Misiones. Plana y verde, sembrada de quintas y de «chacras», la fértil llanura de Buenos Aires tendía al paso del tren su opulencia agricultora. Aquel país monótono y civilizado no era todavía el mundo salvaje y novelesco que mi imaginación deseaba. Pero más allá del pueblo de Zárate comenzó la decoración a complicarse. El tren se trasladó todo entero a un «ferry boat» que lenta y suavemente nos puso en la otra margen del río Paraná... Y mientras cruzaba las aguas parduscas y tranquilas del ancho río, mis ojos pudieron admirar los primeros signos del paisaje indiano; ceibas de encarnada flor, bosques de caña «tacuara», y unas palmeras a lo lejos, flotando sobre las malezas de los campos anegadizos. Empieza el exotismo Salió el tren del «ferry boat» y recuperó el dominio de los carriles. Y se lanzó a la carrera por las soledades de la provincia de Entre Ríos, patria de hombres valientes, hábiles en el manejo de la lanza y del cuchillo cuando las «montoneras» y las guerras civiles conmovían continuamente el territorio del Plata. Cruzábamos un paisaje denso y austero, solitario y noble, que por estar moteado de pequeñas y onduladas lomas, por la vastedad religiosa y por los grupos de árboles parecidos a encinas, me recordaba mucho el grave paisaje castellano. Vino la noche, divinamente sembrada de estrellas, y el aire, al paso del tren, nos traía vagos presagios del Trópico. A veces, en la pausa de una estación, veíamos volar las mágicas luminarias de las luciérnagas. Perfumes dulces y pesados, de magnolias y jazmines, llegaban a nosotros desde el fondo de la llanura como ingenuas tentaciones voluptuosas. La gente caminaba sin prisa. Los pueblos aparecían inmensamente distanciados. De los chozos o «ranchos» del camino surgían mujeres de piel cobriza y muelles ademanes. Los hombres, a caballo, portaban sobre los riñones, cruzado en bandolera el largo y puntiagudo «facón» de los famosos «gauchos»... ¡Hallábame, pues, en la verdadera América de mis sueños! En el pueblo de Santo Tomé acabó la primera etapa de nuestro viaje. Hasta entonces pudimos beneficiarnos de las comodidades y delicias de la civilización: vagón corrido, restaurant, cama. Desde ahora empezaba la lucha con lo desconocido y con lo indisciplinado. Ibamos a usar todos los medios imaginables de locomoción, y tendríamos que someternos a la cocina fantástica de las posadas, donde quiméricos cocineros italianos nos servirían manjares incomestibles. Y dormiríamos, claro es, en la vecindad de toda suerte de insectos. Para estas contingencias del porvenir decidimos reposar y abastecernos en el pueblo de Santo Tomé. Es un pueblo amable, bastante crecido y de contornos deliciosos. Su nombre de santo antiguo indica desde luego que fué creado por los Jesuítas. En efecto, desde Santo Tomé, hacia las espesuras del Brasil y el Paraguay, entre los grandes ríos Uruguay y Paraná, extendíanse las célebres Misiones Jesuíticas, ese noble intento de una república cristiano-comunista que dió lugar a tantas leyendas y a tan contradictorios comentarios. En Santo Tomé viví dos días; no podré contar en mi vida muchos días que sean más serenos. Una suavidad del aire, un perfume de jazmines, el panorama del caudaloso río, y una paz de lentitud y de pereza en las gentes... En Santo Tomé parece que las cosas esperan a alguien. Esta espera es la misma que la del rebaño que perdiera su pastor. Los pueblos misioneros tenían en los jesuítas su pastor. Estos eran el cerebro, la conciencia y la voluntad, la providencia que evita el dolor y el cálculo que previene; los sencillos indios no necesitaban pensar ni agitarse, ni desear siquiera. Sobre sus vírgenes y sumisas naturalezas en que faltaba principalmente la voluntad, ¡con qué alegría y entusiasmo ensayaron los hijos de Loyola su programa cristiano-social! Armados de revólver... En fin, partimos de Santo Tomé en un tren explorador que marchaba con un cargamento de obreros hasta el límite de la línea. Nos acomodamos en un furgón sin techumbre, y en esta poco sibarítica forma hicimos un recorrido de tres horas. La línea del ferrocarril terminaba en seco en mitad de una llanura desierta y rasa. Descendimos a tierra, y con nosotros bajaron los obreros. Acababan de llegar de Europa. Eran inmigrantes novicios, reclutados en todos los rincones de España, de Italia, de Turquía y de Rusia. Venían deshechos, sucios, hambrientos. Al saltar a tierra formaron en grupos, y los capataces los escogían, los distribuían de aquí para allá. En seguida pusiéronse a encender fuego. Prepararon el «mate» y lo sorbían a grandes tragos, mojando en la caliente infusión la dura galleta. Nosotros teníamos apercibida una «galera», regularmente desvencijada. Nos instalamos allí, y a un trallazo del mayoral las mulas arrancaron a correr por el infame camino polvoriento. Eran cuatro mulas en las varas; otras dos iban delanteras; y a la cabeza de la tropilla, jinete en un caballejo, marchaba un muchacho con su rebenque. El mayoral llevaba un cuchillo enorme cruzado a la cintura; el que hacía de jefe o intendente de la galera mostraba un buen revólver bajo el chaleco. Entrábamos, pues, en una comarca semidesierta, fronteriza al Brasil y al Uruguay, nido de contrabandistas y desterrados... Mis compañeros de viaje buscaron en sus maletas y sacaron sendos revólveres, que prendieron de sus cinturas. Yo no tenía armas. Esta ausencia de previsión marcial me avergonzó bastante y me dejó en situación de manifiesta inferioridad. Entonces, viendo mi actitud humillada e indefensa, alguien me alargó un revólver que sobraba. Como el revólver era de grueso calibre y yo carecía de cinto y de funda, me ví perplejo ante aquella arma, que no sabía en donde aposentar. Opté por guardarla en el bolsillo de la chaqueta. --¡Qué hace usted, señor! Con los tumbos que da el coche, ¿no imagina usted que se dispare y se hiera, o nos hiera a nosotros? En resolución, tuve que entregar el revólver a quien me lo quiso prestar. Y puesto que tan mala maña demostraba yo para el manejo de las armas, decidimos que mi persona era inútil en cuanto a las contingencias de asaltos, sorpresas y bandidajes, y que mis compañeros asumían la responsabilidad de defenderme. En seguida nos lanzamos por el camino polvoriento, que, a causa de ser muy roja la tierra de Misiones, semejaba una herida palpitante y sanguinolenta en mitad de las hinchadas colinas. Un camposanto en el desierto Marchábamos en la galera desvencijada por aquel camino infernal, y sin embargo del fatigoso viaje iba yo bastante alegre; porque sin mucho esfuerzo imaginativo podía considerarme entonces como un explorador de antaño o como un personaje de Julio Verne. Sentía la extraña y directa impresión de haber retrocedido muchos años en la cuenta del tiempo. Todo a mi alrededor hablaba de cosas remotas y antiguas, desde el arcaico tintineo de las muías hasta la soledad primitiva y salvaje del campo. A veces el mayoral cruzaba con el zagalillo algunas palabras en idioma «guaraní», o animaba a las bestias con gritos de raro y gutural acento: «¡Oh, oh! ¡Perico!...», y las mulillas trotaban valientemente haciendo crujir al coche a cada arrancada. En la ondulada llanura que cruzábamos no se distinguían ni pueblos, ni «estancias» ni campos de cultivo. De tarde en tarde descubríamos un seto artificial, un «alambrado», y aquel cerco, símbolo de propiedad, era el único vestigio de civilización. Algún «rancho», mísera cabaña perdida en la vastedad, nos advertía que por alguna parte existiera gente humana. Las enigmáticas lechuzas de circulares ojos fijos, posadas en las puntas de los postes solitarios, miraban el paso de la galera con una hierática o supersticiosa obstinación. Y las bandadas de cuervos volaban lentamente sobre los descampados. Caía el sol de plano sobre la tierra, donde un manto de hierba escuálida se requemaba bajo la brasa del cielo. Las nubes se abombaban en el horizonte y hacían magníficas combinaciones de grandes masas de rosa y blanco. El paisaje, ondulado y liso, semejaba un mar de olas pacíficas; sólo en las encañadas y cortaduras crecían bellos grupos de árboles, vírgenes y sin dueño, que daban fresca sombra a regocijantes y encantadores arroyos. Fuera de estos bosquecillos, la tierra ofrecía un ardiente color encarnado, como regada con sangre. Recuerdo ahora mismo la tristísima impresión que me produjo, a lo largo de la marcha, ver de pronto surgir en aquel desierto un rudimentario camposanto. Eran unos palos irregulares y mal reunidos, que a cierta distancia aparentaban formas de un culto idolátrico, y que, aproximándonos, vimos que eran efectivamente toscas cruces. Para resguardar a los muertos de las reses vagabundas, alguien había cercado con alambre de púas el santo lugar. Una cruz, menos tosca y más grande que las demás, hacía allí el efecto de un pastor, o era como un espectro macabro y piadoso que vigilaba la inseguridad y el misterio del horizonte. Un cementerio nos entristece siempre y nos perturba. ¡Pero aquel pobre camposanto en el desierto, tan abandonado de los vivos y tan sin contacto con la vida! ¡Aquellos pobres muertos sin nombre, indefensos en la soledad, temerosos en la misma muerte, abrasados por el sol tórrido!... Un pueblo de polacos Más adelante empezamos a descubrir frecuentes cabañas y pequeños cultivos de maíz. Por último avistamos algunos edificios de canto y cal y pabellones de madera. Estábamos en una colonia de polacos, llamada Apóstoles. De estas poblaciones exóticas e intrusas existen bastantes en la Argentina. Suelen formarse con rusos, judíos, polacos, galenses, y en la inmensidad del territorio viven una vida poco próspera, estacionaria por lo general, puesto que se componen de gentes ignorantes y de mezquinos labriegos. La colonia que nosotros acabábamos de descubrir se componía de polacos de la Galitzia austriaca, polacos rusos y rutenos. Eran bastante numerosos. Cultivaban sus campos de maíz y de trigo y pastoreaban algunas reses vacunas. Los de religión ortodoxa tenían su «pope», y los católicos habían traído también su sacerdote de lengua polaca. Un intendente o administrador dirigía la colonia y velaba por el orden. Era de Varsovia; un hombre joven, rubio, de rostro fino y soñador y mirada inteligente. Los pobres polacos, nacidos en la servidumbre y la ignorancia, venían, pues, a substituir a los indios en la tierra de Misiones. Tenían éstos, como los antiguos indígenas, una especie de fatalismo perezoso y conformista y una inhabilidad para vivir sin la ayuda del jefe y del pastor. Traían también la honda religiosidad de los indios. En los cruces de los senderos, en las lindes de los sembrados, constantemente veíamos grandes cruces votivas y protectoras. En ellas había a veces inscripciones. Pedimos que nos tradujeran una de aquellas leyendas, y decía: «¡Señor Dios, dadme este año una buena cosecha de maíz!...» Nos albergamos en una mísera posada, donde en desvencijados catres pudimos dormir a la noche. Y tan pronto el día alumbraba, encomendándonos a nuestros ángeles familiares, volvimos a ir dentro de la galera por el camino de la soledad. Y cuando la mañana se hizo más calurosa, tropezamos con un arroyo bastante ancho que carecía de puente y hubo necesidad de atravesar haciendo raras gimnasias. Allí contemplé por vez primera un vehículo muy americano, muy curioso y que, usual y único antes de la importación del ferrocarril, ha quedado hoy constreñido a las comarcas más desviadas del país. Se trataba de una «carreta». Antiguamente hacían esas «carretas» el camino de las Pampas y eran a modo de caravanas rodantes que en viajes lentos, peligrosos, largos de muchos meses, conducían mercaderías y personas desde los Andes hasta el litoral del Plata. La carreta que yo veía era grande, con un tosco armazón de madera y enormes ruedas pesadas. Un techo de paja cubría el armatoste, dándole aspecto de cabaña verdadera, rodante y vagabunda. Una familia brasileña viajaba en el carro. Tres parejas de bueyes lo arrastraban, obedeciendo al aguijón de un muchachuelo que trotaba y se revolvía constantemente, jinete en un potro. Como los nómadas de la prehistoria, como los personajes de una novela, marchando lentamente por un país suave, cruzando selvas y ríos, durmiendo bajo las estrelladas y cálidas noches... ¡confieso que sentí un poco de envidia por los viajeros de aquella cabaña rodadora! Tuve que resignarme a montar en la galera, que nuevamente nos llevó dando tumbos por un camino cada vez más impracticable. Y así dimos vista al pueblo de Concepción de la Sierra, precisamente la víspera de la festividad de la Concepción. Misticismo eslavo Tan trabajado me sentía por el penoso viaje, el polvo y el calor tórrido, que me tendí a dormir en la posada una siesta profunda, como de piedra. Apenas concluí de cenar, otra vez busqué la cama y me hundí en un sueño profundo. Pero al alba me despertaron unos cohetes y un campaneo estrepitoso. ¡Bien! El pueblo se disponía a celebrar la fiesta de su Patrona, la Virgen de la Concepción. Salí pronto a la plaza, y frente a la iglesia hube de tentarme el cuerpo para convencerme de que no dormía, de que, en efecto, yo estaba en un pueblo de la América meridional. Todos los polacos del contorno habían acudido al pueblo de Concepción de la Sierra. Llegaban en sus largos carros típicos, vistiendo a usanza de su país; ellos con trajes gruesos y obscuros y botas altas, los bigotes lacios y la melena hasta el hombro; las mujeres con una falda de color, chaleco liso y camisa de mangas amplias. Los cuerpos toscos, las caras feas y juanetudas, y un olor a grasa y sudor rancio... Pero su impresionante misticismo les disculpaba de todas las imperfecciones físicas. Al entrar en el templo, las mujeres se arrojaban de bruces y besaban el polvo. Próximos al altar veíanse cuatro hombres, especie de acólitos encargados de corear las palabras litúrgicas del cura celebrante. Cantaban, pero con una voz tan triste, tan perfectamente triste, que producía angustia. La misma rudeza de las voces aumentaba la sugestión del canto y lo hacía más sincero y hondo. Parecía un eco que llegase de la estepa remota, helada, infinita, o un lamento trascendental y místico que interpretase el doloroso anhelo de la melancólica raza eslava... Salí de la iglesia con un hipo de dolor, y busqué en el aire encendido y brillante una compensación aliviadora. Los zorzales, en los patios sombrosos, modulaban sus ternezas amatorias; y los jazmines llenaban con su perfume voluptuoso el ambiente quieto y cálido. Pero un campaneo desenfrenado rompe a sonar; todo el pueblo acude a la plaza. Está saliendo la procesión por la puerta de la iglesia. Tiene esta procesión un sabor raro, original, maravilloso. El ambiente es luminoso y tropical, mientras que los personajes vienen ataviados a la usanza rusa; y de esta unión estrambótica surge el efecto más inverosímil. No traen más imagen que la de la Virgen; toda está rodeada de flores. El honor de escoltar a la Virgen se lo han adjudicado las mujeres del pueblo, y algunos paisanos del contorno, con sus bombachas nuevas y la gran espuela calada, se reservan el derecho de llevar las andas. Los polacos, privados de todo honor, se resignan a escoltar la imagen, humildemente. No pueden ellos cargar las andas ni tocar la imagen; pero como perros fieles, como rendidos siervos, rodean el objeto amado y lo miran con ávidos ojos. Descubiertos como van, el sol misionero les hiere en los cráneos y hace rebrillar sus cabelleras rubias, aceitosas. Y se achicharran dentro de sus capotes de paño grueso. Las mujeres tiran y arrastran a sus pequeñuelos. Los más ancianos siguen al cortejo montados en sus carros. Van cantando. Cantan una triste, una desgarradora melopea. El canto se extiende por la plaza y llena el pueblo entero. Parece una voz antigua y remota que viene a saludar a un amigo. Al conjuro de aquel canto religioso, yo no sé qué raras interpretaciones se entremezclan en mi espíritu. Me figuro que las voces cristianas de los polacos llaman a las almas de los indios que allí residieron un día y que dispersó la fatalidad. En aquella misma plaza de Concepción de la Sierra, dos siglos antes habían pasado los indios guaraníes, rodeando la imagen de la Virgen. Un jesuíta, revestido de su pompa eclesiástica, los dirigía, dándoles la pauta del canto. Los indios fueron aventados, y ahora, pasados los siglos, otros hombres indefensos forman en rebaño y piden a Dios, con místicos clamores, la firmeza y la felicidad que sus pobres almas inseguras no saben procurarse en los azares y las luchas de la vida... Ruinas en la selva Habíamos salido del pueblo de la Concepción en medio de un diluvio relampagueante. De estas tormentas aparatosas no es conveniente hacer mucho caso en los países próximos a la zona tropical. En efecto, muy pronto nos vimos otra vez bajo un sol abrasador y un cielo brillante, con el espectáculo de una naturaleza recién lavada y rica en primores de color. Para almorzar más a placer (galleta dura y cecina criolla) nos refugiamos en un bosque. Ya no se trataba de un simple grupo de árboles, como los que antes habíamos visto; aquello era la «selva», interminable y profunda, inexplorada y misteriosa; la selva virgen que avanzaba hacia el Paraguay y el Brasil, con sus tigres y sus sorpresas. El mayoral del coche nos dijo: --Ahí en el bosque hay un pueblo jesuítico; pueden verlo, porque está cerca. --¿Un pueblo de las antiguas misiones jesuíticas?... --Sí, señor. Por esa «picada» es el camino. Se llama Santa María Mártir. Me apresuré a internarme en la selva por una «picada», o sea un camino abierto en la espesura. A los pocos minutos me hallé frente a una maravilla arqueológica, mudo de sorpresa, de admiración. Oprimida y sofocada por la frondosidad del bosque, descubrí una plaza rectangular, grande como de cien metros de lado. Allí podía comprobarse la forma que adoptaban los misioneros para construir sus ciudades. En uno de los lienzos de la plaza levantaban la iglesia, el convento y el almacén; en los otros lados se hallaban las dependencias más importantes, las habitaciones de los jefes y de los caciques, y los talleres comunales, que surtían de cosas al «falansterio» místico y tributaban riquezas a la Compañía. La plaza tenía un pórtico corrido, apto para guarecer a las gentes del sol o de las tormentas. Esta disposición de las poblaciones misioneras estaba a mis ojos claramente expuesta; las ruinas sufrieron poco, los hombres no se habían llevado los sillares para construir tapias ni chozas; la misma bravura del bosque defendía la muerta ciudad de la barbarie o inconsciencia humana. Dos lienzos de la plaza conservábanse en pie, hasta la altura del primer piso; los pilares, cuadrados y de sencillos capiteles, permanecían erguidos aún. En el centro de la plaza asomaba la boca de un profundo pozo, que se comunicaba con un subterráneo cuya boca quedaba abierta en un muro lateral, de proporciones ciclópeas. Dentro del muro ciclópeo, capaz de resistir la furia de un cañón, contemplé una especie de nicho, resto de capilla o de celda. Sobre un altar improvisado, una imagen de la Virgen mantenía aún en sus brazos al Niño, que la injuria del tiempo había maltratado, cortándole los brazos y las narices. Después los macizos muros se desprendían de la plaza céntrica y alejábanse en varias direcciones, hasta perderse y desaparecer bruscamente, como indescifrables interrogaciones en el misterio de la selva. Nada tan extraño e imponente como aquellos muros decapitados, hechos de grandes sillares rojos, ocultos en la sombra de los inmensos árboles enlazados por las lianas. Una impresión del soñado Indostán se avivaba en mi mente, y me figuraba asistir al espectáculo de las raras arquitecturas místicas en los bosques del Ganges... Cuando me alejaba, una cotorra pasó chillando sobre mi cabeza. El fruto de los naranjos comenzaba a sazonar. Eran unos naranjos silvestres, nobiliarios y perseverantes, hijos de aquellos otros que los misioneros importaron y cultivaron. Uno tras otro, los árboles de fruto de oro iban sucediéndose en el secreto de la selva, como tácitos transmisores de la tradición. Bajo la sombra de los naranjos, los cándidos indios guaraníes sesteaban después de la labor reglamentaria. Trabajaban para el común; nadie tenía propiedad individual; vivían acuartelados con una distribución inteligente y suave de todas sus horas. Dirigidos por los misioneros, gobernados por los caciques de su propia raza, tenían limpios trajes de algodón, impresionantes y poéticas fiestas religiosas, procesiones, luminarias, bailes y ceremonias, tan caras a la imaginación del indio. El confín del mundo En fin, nuestro pintoresco y laborioso viaje hubo de llegar a su término, y una tarde, efectivamente, penetramos en un pueblo que se llama, si no falla mi memoria, Itacaruaré. En aquel pueblo radicaban las extensas tierras cuya subasta íbamos nosotros a realizar. Yo no he visto en toda mi vida un pueblo más extraño como el de Itacaruaré. Era pueblo, pero al mismo tiempo carecía de realidad. Existía de hecho, pero no de derecho... En suma, era un verdadero pueblo americano, ligeramente fantástico, algo cómico por su duplicidad de cosa efectiva y no existente, y sin embargo admirable como una concepción de Walt Whitman. En la extensión inhabitada de la selva, gentes del Brasil y de la Argentina habían hecho su nido. Hoy era un italiano que, subiendo desde las provincias pobladas del Sur, estimaba bueno establecerse en aquel ángulo desierto del mundo; después era un sueco o un alemán, que abandonando los estados vecinos del Brasil tomaban posesión de un trozo de selva; o era un español, un sirio, un judío de la Besarabia, un ruso de Crimea, un croata, un francés, un irlandés los que llegaban a establecerse. Cuantos hombres de diverso origen vagan y pululan por aquellas naciones de inmigración, aportaban alguna representación al pueblo novato de Itacaruaré. Como el territorio estaba abandonado y la selva era grande, cada nuevo colono escogía un pedazo de país, quemaba los árboles, y sobre la tierra virgen y fértil plantaba tabaco, arroz, legumbres. Si la tierra se fatigaba, no había más que incendiar un nuevo trozo de selva y plantar en terreno virgen, fecundo. En seguida acudieron algunos comerciantes. Los colonos, poco a poco, se asociaban más estrechamente, contrataban un maestro y una maestra, establecían un Ayuntamiento rudimentario y daban a su ciudad la consistencia de un organismo civilizado... Yo me admiraba de ver aquel fenómeno de espontaneidad cívica, operado con gentes tan contrarias y diversas, en quienes no había nada de común, ni la religión, ni la raza, ni las tradiciones. Sólo les unía el destino, la identidad de intereses, y una aspiración de crearse una «estirpe». Aventureros de Europa, piedras rodantes, traqueteados en las aventuras y los fracasos, con las vidas truncadas, ¡ahora querían «construirse» su vida, fundar una casa, una familia, una propiedad, una patria!... Pero entonces, cuando llegaban al triunfo de sus afanes, ¡he ahí que se entrometía la Ley! Ellos habían «creado» su propiedad, su casa, su campo, su huerto, su familia; pero en Buenos Aires, unos hombres severos oponían unos papeles sellados, en los que se decía que los campos de Itacaruaré no eran de sus pobladores, sino de otro señor... Afortunadamente, este señor, propietario de derecho, iba dispuesto a la concordia y a ser generoso con aquellos bravos «pioneers». Antes de llegar a la vista del pueblo, los colonos de Itacaruaré formaron una nutrida cabalgata y salieron a saludarnos al camino. Desde lejos comenzaron a disparar cohetes. Nos recibieron a caballo en dos filas, muy galantemente, rodeando nuestro coche en actitud de respetuosa escolta. Venían todos armados con cuchillos y grandes revólveres, sin duda porque no pudieron todavía contratar algunos gendarmes. Cada uno era el guardia y el juez de sí mismo... ¡Ah! ¡Episodio romántico y novelesco, caído en mitad de mi vida como un premio a mis largas y fervorosas aspiraciones adolescentes! ¡Qué aroma de primitivismo, qué ráfaga de plena naturaleza llenó entonces mi alma, en aquel rincón del mundo donde confluía la selva virgen y la civilización naciente! ¡Qué ruda franqueza en las vidas de aquellos hombres, cuyo pasado estaría tal vez moteado de raras aventuras, de tragedias íntimas, quién sabe si de crímenes!... Noviembre, 1909. IV LOS ANDES El mundo muerto Cuando un viajero de mediana cultura atraviesa los Andes por primera vez, irremediablemente le asaltará una idea admirativa. Considerará asombrado la suma de valor y de persistencia ideal que fué necesaria para traspasar esas ingentes montañas con los recursos primitivos de los conquistadores. Pero aquello fué antes, en los tiempos del heroísmo; actualmente el ferrocarril conduce al hombre sin mayores peligros materiales por la sinuosidad de las barrancadas, de un lado al otro de la cordillera. El peligro material ha desaparecido. Pero queda el otro peligro de la imaginación. ¿Has preguntado por la razón de este nuevo peligro, lector?... Pero este es un peligro familiar a todas las cabezas algo desvaídas. Hay un peligro en los Andes, indudablemente. Sentir que de dentro del ser, pero de lo más íntimo del ser, fluyen arrebatadamente ideas y sentimientos extraños; sentir que el orden de los razonamientos cotidianos se invierte, como se invierte la aguja magnética de los marinos en determinados climas; sentirse, en una palabra, propenso a enloquecer, ¿no es este un grave y bien temible peligro? Puesto que otros hablan del mal del «puna» y de otros males serranos, yo me permito hablar del mal de la imaginación, peculiar a todas las ascensiones montañesas, pero mucho más agudo y temeroso en el seno de los Andes. ¿Y por qué es más agudo el mal en los Andes? Quizá porque la impresión imaginativa es allí descendente, al contrario que en otras montañas, donde se presenta en forma ascendente. En las montañas que pudiéramos llamar naturales--Pirineo, Alpes, Cárpatos--la sensación es entusiasta, pletórica y optimista; mientras que en los Andes nos sentimos oprimidos por no sabemos qué rara angustia, y cuanto más nos elevamos sobre sus cumbres, sufrimos una depresión mayor y más negativa. Por eso tal vez son los Andes las montañas únicas en el mundo, las de una originalidad más intensa. Habréis visitado las gargantas peñascosas de las sierras de España, las sumidades húmedas de Suiza, las lomas cálidas y olorosas del Apenino, hasta las musgosas laderas del litoral noruego, o las montañas floridas de los archipiélagos tropicales: después de haber ascendido a tantas alturas, os faltará conocer lo principal. Porque las otras montañas, aparte los accidentes de luz, de clima y de vegetación, se parecen todas: son, al fin, protuberancias terrenas, perfectamente lógicas, con vegetación de árboles, de hierbas o de musgos, con animales que las pueblan, con ruidos leves o airados que las animan. Los Andes son otra cosa. No pertenecen a este mundo. Son hinchazones hiperbólicas, sin vida, sin musgo, sin ruido, sin nada. Es un algo atormentado y trágico; pero trágico sin teatralidad; sincera, íntimamente trágico. Sin embargo, uno ha visto alguna vez ese paisaje. ¿En dónde?... Es un paisaje casi familiar. ¡Sí, el recuerdo llega, finalmente! Un paisaje como el de los Andes lo vió uno allá remoto, cuando leía los libros sugestionantes de Astronomía, en los grabados que transcribían la posible forma de las anfractuosidades selenitas. Paisaje lunar: esto son los Andes. En oposición a las otras montañas, que son paisajes terrenales. Desde lejos, situándose en la llanada de Mendoza, el viajero cree que ha de poder sumergirse impunemente dentro del mundo andino. Más allá de las primeras estribaciones, que forman un muro sombrío, las cumbres nevadas se deslizan, como si dijéramos, en el aire límpido, y ascienden a alturas milagrosas. Pero nada de esto presupone pavor ni emociones extranaturales: al contrario, vistas desde la llanura, aquellas olímpicas cumbres que ascienden en el espacio finísimo, sugieren ideas dichosas. Después, cuando se ha penetrado en el laberinto de la cordillera, el ánimo queda encogido, nuestro ser se inmuta todo entero, y sobreviene la angustia capital, la angustia andina; una angustia moral, hecha de náuseas, como la angustia material de la «puna» se resuelve en náuseas y opresión de las sienes. Todo el orden del paisaje se ha invertido, y las ideas, las impresiones, se invierten también. A la falta de lógica en la naturaleza, corresponde en nuestra mente un trastorno mental. Comienza a desaforarse nuestra imaginación. Surgen ideas de milenario... Y a medida que pasan las horas, el recuerdo de los países que se han dejado atrás, desaparece: llega, entonces, el momento en que nos consideramos desprendidos del mundo real, y que habitamos un astro muerto. Y persistiendo en la creencia de que el astro está muerto, del todo y para siempre muerto, nos asalta un inaudito asombro: ¿cómo estamos, pues, vivos nosotros, si el astro que nos retiene se ha muerto?... ¿O acaso nos habremos muerto, realmente, y esta apariencia de vida mental no será más que una pausa de sueño, un sueño quimérico soñado por un cadáver?... Este efecto se conseguirá nada más que apartándose de la línea férrea y de las mezquinas, aisladas señales de vida real que se escalonan a lo largo de los rieles. Doblando cualquier recodo y subiendo a una mediana altura, la sensación andina, total y magna, se precipita en nuestro ser. Ved ahí que todo ha terminado. Los ojos, con una angustiosa inquisición, escrutan las montañas y las hondonadas, por ver si descubren algún signo de vida; el oído se abre atento: pero la vida no aparece. Silencio, soledad, desolación terminante y definitiva. ¿Quedará, en tal caso, la compensación grave e indecible de las emociones místicas? Pero la religiosidad, considerada esta palabra en su sentido más amplio y eterno, no acude al alma. Uno se siente sumergido en panteísmo dentro de la naturaleza animada, múltiple y vigorosa de las alturas medias; aun allá, en la cima de las otras montañas, en aquel silencio bienhechor, el espíritu se mece en pensamientos de una dulce eternidad; pero en el seno de los Andes, la eternidad se representa como un algo vacío y yerto. Hasta la eternidad, o la idea del infinito, adquiere en los Andes forma de cosa muerta. ¡Y aquel color ocre de las montanas! ¡Oh, la monótona y extraña coloración de esas cumbres colosales! Color ocre, repetido hasta la fatiga. Pero dentro del ocre, ¡qué inmensidad de matices! Y los matices llegan de repente, sin gradación, sin lógica; sobre una ladera extensa y rasa, pintada de cobre mate, salta, por ejemplo, una gran verruga de color vivo, como oro. Pero el sol, por su parte, se entretiene en jugar con las montañas, colorándolas a su capricho; así es como pueden sorprenderse, de repente, sobre la larga cresta de una sierra, un filete encendido, al modo de una barra de oro ígneo. Otras veces el sol sume en la sombra una montaña pequeña, y la montaña se va poniendo obscura, obscura, como el bronce sucio de las estatuas en los climas húmedos. ¡Humedad! ¡Sagrada palabra! De la humedad nos viene todo lo bueno, lo substancioso y lo poético; las plantas, los granos, la salud y el vigor, y también las nieblas, que son la madre de la poesía. Pero en los Andes no existe la humedad. Si hubiese allí nieblas, nuestra alma descansaría, porque las nieblas montañesas ejercen una acción sedante en el espíritu. Pero no hay nieblas, y el espíritu queda tenso, siempre tenso, a punto de quebrarse en locura. Y el aire es tan neto, tan fino y transparente, que las cosas simulan haber perdido su condición gradual; la más pequeña piedra se distingue a largas distancias, y es como si el paisaje, en su totalidad, se nos viniese encima de los ojos. ¿Pero es un paisaje en realidad? Nuestra costumbre clasificadora entiende que un paisaje debe estar formado por árboles, por arbustos, por hierbas siquiera, sin contar los otros aditamentos de las aguas, las viviendas, los seres animados. En tal sentido, los Andes no son un paisaje. Falta allí todo rastro de vida animada, y en la vertiente de las montañas no arraiga el más mínimo liquen. Las nieves grandes se licuaron. Sólo en algunos sitios hay manchas blancas; pero esa misma nieve, contagiada por la universal desolación, adopta un aspecto seco: se diría que la nieve se ha fosilizado. ¡Ah, todo el paisaje es un inmenso fósil!... Pero aunque el viajero haya de huir alarmado de ese laberinto trágico, ¡nunca agradecerá bastante a su fortuna el poder haberlo sentido, vivido y padecido! En todo el resto del mundo no hay una cosa tan gigantesca y sugeridora. Nada es tan imprevisto y original como esos Andes augustos, malditos del cielo, desheredados, atormentados; pero únicos. Los pájaros escapan, los animalillos rastreros y viles huyen también; quizá en ninguna primavera nacerá allí una humilde flor... Las montañas están limpias, como puede estar limpia una osamenta bajo la injuria de un sol tórrido. Y aquel cielo de las alturas, ¡cómo es de nítido! A la hora del crepúsculo, después que el sol desaparece, el firmamento toma un matiz opalino, de una finura imponderable. Después la atmósfera se enfría intensa y bruscamente. Cae sobre los espacios vacíos y hondos, un velo; cabría decir que el paisaje se inmuta, al amago de un terror inefable. Es el terror de la noche que llega. Bajo la luz del sol, la muerte misma olvida su muerte; pero viene la noche y aquellas montañas cadáveres se reintegran a la evidencia de su muerte. El destino de esas montañas se ha consumado: ¡nunca más han de vivir! ¿Y todas las demás montañas del globo, todos los valles y llanuras rientes, que son hoy encanto del hombre, se doblarán a su vez bajo el mismo destino mortal?... Será muy tarde; será en un lapso inconmensurable de tiempo, pero alguna vez será. Como estos cadavéricos Andes ha de morir toda nuestra combatida y afanosa tierra. Y para entonces--¡oh pensamiento desolador!--no quedará ni un alma que pueda considerar la muerte del mundo. Los hombres todos habrán fenecido. Sobre el cadáver de la Tierra no habrá comentarios de hombres. ¡Los miserables hombres estarán conversos en polvo! Como los místicos suelen mostrar a la arrogancia humana, para abatirla, el ejemplo de un cadáver, los Andes se nos presentan también en actitud conminatoria. El duque de Gandía contempló el cadáver de la mujer que tanto veneraba, y al verlo putrefacto, en un instante reaccionó su espíritu hacia el lado divino, y aborreció las galas terrenales. Así también los Andes se nos presentan como predicadores de renunciación. ¡Renunciemos a la soberbia, en efecto! Más temprano o más tarde, el mundo que tanto admiramos, se convertirá, como esos cerros, en frío, en silencio, en inanidad. Por el espacio ruedan mundos que tuvieron fronda de árboles y lujo de flores encantadas; hoy giran yertos, en una imperturbable rueda de amaneceres y de anocheceres sin objeto. Como esos mundos sin vida rodará también nuestro mundo, nuestra anhelante tierra, esta bola fenomenal que nuestras pasiones llenan de crímenes, de amores y de glorias. Abajo, detrás de las barreras andinas, hacia los caminos de la llanura y de los grandes ríos, numerosos pueblos se afanan por levantarse, engrandecerse y convertirse en cosas gloriosas; más allá de la llanura y de los ríos, sobre los anchos continentes, otros pueblos buscan asimismo el poder, la grandeza y la victoria. ¡Descomunal hormiguero de pasiones! Y un siglo tras otro, desde lontananzas inaccesibles a nuestra percepción, desde el principio de la vida moral, los hombres luchan, guerrean, padecen, lloran, nada más que por conseguir el derecho a la inmortalidad. Sedienta de inmortalidad ha estado siempre la especie humana. Un poeta con un verso, un guerrero con una hazaña, un sabio con una idea nueva, se encaraman sobre el montón de la multitud reclamando la inmortalidad. ¡Ea, pues, tomad vuestra inmortalidad! Aquí hay una estatua, un libro de historia, una palma indeleble; vuestros nombres son inmortales. ¿Y después?... Contemplad esas montañas supremas, esos cadáveres eminentes: ¡considerad que el globo entero será una cosa tan yerta como lo son ahora esas montañas! Y el mundo yerto, el mundo cadáver, girará sin tregua por los circulares senderos del infinito. El sol hará que amanezcan sobre él las radiantes auroras, y que la noche, dulce reposo, venga a envolverlo en sus negros pliegues. Pero la aurora y la noche, los siglos todos, encontrarán insensible a nuestra muerta Tierra. La historia de sus grandezas, quedará enterrada en el mismo cadáver. La muerta Tierra guardará su secreto, y los esfuerzos descomunales que hizo el hombre por la conquista del pensamiento o de las fuerzas naturales, allá permanecerán fracasados, interrumpidos, estériles. Acaso entonces, desde un mundo lejano, otros seres inteligentes, mediante aparatos y recursos colosales, investigarán el secreto de la yerta Tierra, y por inducciones sacarán alguna verdad, y someterán nuestra antigua existencia a investigaciones y comentarios filosóficos. Pero, ¿y si hasta esta última esperanza nos fracasase? ¿Si ocurriera, por ejemplo, que en ningún otro astro pueda haber nunca seres de mediana talla intelectual, capaces de interpretar nuestra historia?... Entonces sería cuando la Tierra habría perecido del todo. «Refugio» de Puente del Inca, 1909. El cóndor solitario Sobre la más alta cumbre, y en la porción más luminosa del cielo, una nota obscura aparece, apenas un punto en aquella inmensidad. Y se mantiene inmóvil largo tiempo, y luego desciende rápido a la región de la sombra, ocultándose en el secreto de los abismos. Más tarde surge otra vez a la luz, y en la luz vuela, con vuelo largo, lento, onduloso, magnífico. Es el cóndor, el señor de los Andes, el rey exclusivo de las alturas. Su majestad reina sobre cosas precarias, según la interpretación del hombre positivo: reina sobre cosas estériles, como son la nieve, el hielo, la roca, el rayo o el huracán. Pero dominando sobre esas cosas infructíferas, el ave colosal se siente bien. ¿Qué le importan a ella las interpretaciones de los hombres? ¿Por qué sube tan alto esa ave solitaria? ¿Es por verse más cerca del cielo? ¿O es por huir más lejos de la tierra? ¿Cuáles son sus sentimientos? ¿Sed de luz divina, o aborrecimiento de la pequeñez terrena? ¿Ansia de subir hasta Dios, o anhelo de escapar al Hombre?... Aquí abajo, sobre la evidente corteza terrenal, el hombre rastrea las cosas útiles, necesarias, positivas: allá arriba asciende el ave caudal por la escala luminosa del infinito. Cosas útiles, ¡cuánto nos cuestan! Hay frutos, y minas, y carnes sabrosas sobre la tierra; hay gloria, y triunfos, y placeres: y los hombres vamos rastreando, en pos de las cosas deseadas, odiándonos y mordiéndonos, asesinándonos si es preciso. Mientras tanto, el cóndor augusto se sumerge en su remota soledad, lejos de la tierra, lejos de las cosas útiles que pueden dar placer y que concitan odios. ¡Ave caudal, solitaria! ¡Quién pudiera entender el sentido de tu alma rebelde, y saber remontarse también a la región limpia y virginal en donde no existen las cosas útiles! ¡Quién pudiera acompañarte en tu soledad austera! Y sobre todo, ¡quién pudiera huir del hombre! Tú tienes garras potentes y pico de hierro; pero el hombre, ¡qué peligrosas y triturantes garras posee! Y el pico del hombre es feroz cuando se lanza sobre la presa. La Humanidad es una muchedumbre de garras y de picos aprestados, prontos a la lucha, dispuestos a desgarrar, ávidos de la carne fresca de las víctimas, o de la carne hedionda de los cadáveres. ¿Y para qué, finalmente? La muerte nos espera a todos, ahí cerca, escondida en la sombra. Si esta fenomenal comedia de la vida tuviese la virtud de la eternidad, aun entonces merecería el dolor de disputarla. Pero esto acaba ingenuamente, como una luz corta y estúpida... Sobre el cadáver de la cordillera pedregosa, el cóndor atisba el secreto del mundo: vive en contacto con las cimas peladas, con las rocas que nunca han reverdecido, con los horizontes de eterna desolación. Prejuzga ya la hora final que ha de tragarse a los cóndores, a los hombres y a la tierra accidental. Y esta visión exacta de la vida le empuja cada vez más lejos, hacia lo eterno infinito. En tanto que el hombre, alucinado por la rotación de las estaciones y por el florecer constante de las primaveras, se figura, obcecado, que él mismo ha de ser una primavera rediviva. Y no piensa en la miseria del tiempo, y en que un poco más tarde, la Tierra fría será como son ahora los Andes: una osamenta irredimible. Y dentro del cadáver de la tierra, blanqueará el cadáver del hombre, y blanquearán asimismo los cadáveres de sus glorias, de sus odios, de sus enormes anhelos... Sobre la más alta cumbre, el cóndor abre sus alas poderosas y se mantiene vibrando largo tiempo, inmóvil en el centro del espacio. Bebe el último rayo de luz solar. Cuando la luz se ha ido totalmente, el ave se abisma en la tiniebla, y en ella se envuelve, digno manto regio para su majestad solitaria. Puente del Inca, 1909. Los Andes a la luz de la luna Sobre la nieve de las cumbres el último claror del crepúsculo se desvanece, se diluye en blancura, y desde entonces la noche se apodera definitivamente de la cordillera. Sucede al día una vaguedad de ensueño, una media luz extraña que no tiene relación con ninguna otra luminosidad; una media luz que no es siquiera penumbra, y que no se acierta a discernir por completo. No se sabe si es reflejo de nieve, resto postrero del crepúsculo o alba de luna. Y en aquel instante supremo y trascendental, el silencio, que tan absoluto era de día, ahora se convierte en algo infinito y alucinador. En el sepulcro, los cadáveres deben de sentir un silencio como éste. La primera hora de la noche va asociada en nuestra imaginación con ideas y emociones familiares. Nada tan íntimo y amoroso como la preparación del sueño. Las bestias más brutales y feroces se amansan y endulzan cuando les invade el sueño, y en la copa de los árboles los pájaros errabundos declinan su independencia al morir el día, y allí gimen y cuchichean, se juntan y aprietan cariñosamente. Y nosotros, los hombres, tenemos impresa en el alma, para toda la vida, la huella de aquel momento en que reclinábamos nuestra cabeza indómita en el seno maternal, y caía el sueño sobre nuestro ser, empapado en el efluvio materno. Pero la noche de los Andes carece de familiaridad y de ternura. En los Andes no hay lugar para el idilio, sino para la tragedia. Como un mundo que cuenta ya muchos milenarios de muerte, hasta el recuerdo de la vida ha desaparecido. No hay árboles, ni hierbas, ni insectos, ni apenas musgos. La vida está ya olvidada. ¿Qué importa, pues, que brille el sol o que llegue la noche? La naturaleza cadavérica de los Andes no cuenta ya los días, ni los milenarios, ni menos el transcurso efímero de las horas de luz y sombra. Es un esqueleto que se ha entregado definitivamente a la eternidad. Ya no le importan los días. ¿Cómo han de importarle los días al infinito? En el precario hotel que se levanta sobre el barranco, los pasajeros buscan la manera de olvidar el sitio donde se hallan. Pesa demasiado sobre sus frágiles espíritus la enormidad de las montañas, y, sobre todo, la sugestión de esa naturaleza trágica. Buscan el calor de la estufa, el olvido en la revista ilustrada, la conversación amistosa entre humo de cigarros, teniendo las ventanas bien cerradas. Así logran aislarse de la naturaleza que les abruma, como quien se hunde en un submarino. Lejos de la realidad actual, muy lejos del sitio donde están, pensando en la vida de los países llanos y sociables. La luna, mientras tanto, una luna incompleta y oblicua, ha salido imprevistamente de la montaña. La nieve ha adquirido una nitidez de fantasía. Todo el cielo se ha purificado, y la atmósfera está como cernida. Las rocas desnudas que se encaraman en aquella cima lejana han recuperado su matiz rojizo; el tono enérgico de su color extemporáneo destaca furiosamente de entre la universal blancura y de esta unánime transparencia sutil. Parece una llaga, un manchón de carne herida, un algo cualquiera que recuerde a la vida. Pero no. Aquellas mismas rocas han muerto. Ni aun con el sudario de la muerte desean vestirse o engalanarse. Su antigua muerte está exenta ya de las primeras vanidades suntuarias que acompañan al joven cadáver. ¡Naturaleza! ¿Qué se hicieron tus galas, tus furores, tus hecatombes, tus rugidos y tus primaveras? En este momento concibe el alma la fugacidad de todo, el secreto del destino que nos aguarda a todos. Los Andes han terminado ya su misión, como la luna quizá, como seguramente muchos astros que ruedan inútiles por el vacío. Es un miembro inerte de ese gran cuerpo terráqueo que tanto nos apasiona. Un aviso de lo que ha de suceder más tarde. Como este paisaje yerto, alguna vez será toda la Tierra. Del mismo modo que al llegar a una cumbre se complace la mirada en revisar las cosas que quedaron abajo, también aquí se apresura la mente a revisar la historia del mundo. Surge esa historia como una síntesis, a grandes rasgos, en procesos milenarios. Vista desde lejos, la historia se reduce a unos cuantos gestos o ademanes, a unos cuantos nombres representativos. Toda Babilonia se sintetiza en unos jardines aéreos, en una quimérica torre de ladrillo y en la figura tambaleante de Nabucodonosor. Sócrates, Platón, Anacreonte... Bajo un cielo azul vemos unas columnas de mármol, y los filósofos, como sombras de sueño, que frasean vagamente: eso nada más es Grecia. Otros pueblos se nos representan en un ademán único. Los normandos los vemos remar, todos a un tiempo, con rumbo hacia las tierras de botín. La España del siglo XVI vémosla caminar con el arcabuz y la pica al hombro, toda unánime, hacia un sacrificio de estéril gloria. ¿Pero no vemos de la misma manera a las personas en nuestro recuerdo? Fulano es el hombre que ríe, y siempre le recordamos riendo; otro es el hombre que declama, y le vemos hablando, accionando, en nuestra imaginación. Porque el recuerdo es gráfico sobre todo. Nuestra mente está hecha para las imágenes visibles. La inteligencia, en su fondo, es gráfica, como la vida, en fin de cuentas. Y todo eso se irá simplificando, sintetizándose cada vez más. La historia, proceso de eliminación. Cuanto más avanzamos, lo de lejos se simplifica más. Ahora todavía percibimos un gesto, una figura, un nombre: mañana, nada. Hasta que finalmente el mundo todo será una síntesis absoluta. Una gran bola sin vida que da vueltas sistemáticas. ¡Suprema estupidez! Sin embargo, nuestra imaginación se rebela siempre, y ve formas de vida en donde no las hay. Aquí, cuando todo está inmóvil y muerto, todavía la imaginación insiste en representar formas aparentes de vida. De este modo, aquella cumbre recuerda la cabeza de un hombre pensativo, aquella roca parece el dorso de un monstruo, aquella nubecilla copia el vuelo de una grande y prodigiosa ave. Así logra el espíritu llenarse de consolador engaño e imaginarse que, hasta en esta siniestra concavidad de los Andes muertos, la vida no cesa de existir. Démosle, pues, gracias a la imaginación. Ella nos envuelve con cendales de ensueño, y ella se encarga de revestir a la razón con toda suerte de alentadoras mentiras. Por virtud de la imaginación se olvida el ser vivo de que existe la muerte. Merced a esa maga protectora hemos inventado los hombres la ficción de la inmortalidad. Donde la razón termina con una linde desoladora, allá acude vigorosa, rauda, juvenil, la imaginación nuestra, a sugerirnos lontananzas inacabables, mentiras del más allá. ¡Qué fuera de nosotros sin esas mentiras! Y ahora, que rompa el alba con su claror este delirio de la noche de luna. Que venga el tren a llevarnos, rumbo a las tierras normales, sociales, llenas de gratas mentiras. Volver a contemplar los árboles, las flores, los pájaros, los pueblos. Sumirnos en la enorme ilusión del mundo rodante y agitado. Olvidar estas montañas inertes, anticipo y promesa de la última muerte universal. Y entrar en la vorágine de las ilusiones, oír la voz materna de la imaginación que nos habla de inmortalidad. Puente del Inca, 1909. V ASPECTOS DE MONTEVIDEO Por la mañana muy temprano, cuando el viajero consigue libertarse de la presión carcelaria del camarote, su anhelo, como una imposición irrebatible, le empuja hacia la parte más eminente de la cubierta del buque. ¡Aire! Ha salido el viajero de la metrópoli del Plata, y probablemente sale en busca de los dos elementos capitales, los mayores enemigos de la neurastenia: aire y silencio. En efecto, sobre la cubierta del buque soplan amplias bocanadas de aire puro, y el silencio es tan grande, que el retemblar sordo de la máquina no es sino un contraste que sirve para acentuar la placidez silenciosa. El sol asciende sobre las aguas. Delante, y bajo el mismo centelleo del sol naciente, surge Montevideo. El silencio Todo está sujeto a la ley de las relaciones, y una cosa no es grande por ella misma, sino porque hay otra cosa menor. El silencio de Montevideo no es absoluto; es mayor que otros y menor que otros muchos. Para la percepción de la persona que llega de Buenos Aires, el silencio de Montevideo es de una divina plenitud. El viajero se figura que ha penetrado en una ciudad mágica donde no existen tranvías, ni carros, ni coches, ni chicos vocingleros; sin embargo, en Montevideo hay tranvías y carros y demás sujetos de alboroto. ¿Pero no gritan, ni ruedan, ni chirrian, esos sujetos alborotantes en Montevideo? Seguramente que sí; y hasta es probable que los habitantes de la urbe oriental se sentirán bien incómodos con el ruido penoso de sus tranvías, carros, coches y chicos; pero al viajero que llega de Buenos Aires le parece que todas las cosas son de pluma y que al chocar entre sí no levantan el más leve ruido. ¡Suprema paradoja de lo relativo! Parece también,--ésa es al menos la impresión que recibe el viajero de Buenos Aires,--parece que la ciudad se encontrase en plena huelga; hay un no sé qué de laxo y de tranquilo en las personas que andan, en los vehículos que ruedan; los dependientes de los comercios se diría que, como hay huelga en la ciudad, se ocupan en ordenar con calma sus mercancías en los aparadores; las personas no titubean en pararse a charlar sobre la vía; y hay muchas calles, en fin, de una incomparable soledad, apenas turbada por el paso errabundo de un perro o de un vigilante. El aire sopla libremente, con fuerza, pero no con tanta energía que moleste: es una caricia sobre el rostro y sobre la hondura de los pulmones. ¡Qué plausible ciudad para las faenas del pensamiento! Aire, silencio, ausencia de prisa: son los más activos colaboradores del obrero intelectual. Las plazas filosóficas En el mismo corazón de la ciudad tropieza el viajero con unos espacios floridos, frescos, sombrosos, verdaderas treguas de paz. Son plazas pequeñas, plazas sin pretensiones, plazas minúsculas si las consideramos con un criterio actual. Allá en tiempos de Artigas, esas plazas equivaldrían a soberbios parques frondosos: hoy no podemos considerarlas sino como placitas tutelares, en donde uno se halla tan bien, tan suavemente, como cuando recostamos la cabeza sobre un pecho cariñoso. No tienen la magnificencia insultadora de los grandes parques que hoy se usan en las principales metrópolis, pero tienen un encanto de intimidad que vale por todas las grandezas. ¿Dónde he visto yo unas plazas semejantes? Debe de ser en una ciudad europea, quizá española. Ciertamente: yo he visto en Cádiz unas plazas pequeñas, íntimas, calladas, hermosas, como las de Montevideo. Son plazas como para los ancianos, las comadres, los niños y los literatos. En esas pequeñas plazas de Montevideo debe ser delicioso sentarse a leer un libro, cuando la primavera desgrana todas sus flores. Pero leer un libro sin codicia, platónicamente, no por el afán práctico y mercantil de sacarle a las páginas una utilidad de conocimiento, sino con ánimo ligero y generoso. Leer un fragmento y mirar a un árbol; leer otro fragmento y suspender la lectura para seguir el vuelo turbio de una mariposa. De esta manera debe ser grato sentarse en esas plazas pacíficas de Montevideo. En Montevideo vale la pena de ser ocioso: ¡no puede decirse lo mismo de todas las poblaciones! Y como el ocio contemplativo es la condición exigida para una buena literatura, no debe vacilarse en asegurar que Montevideo es la ciudad mejor preparada para conceder a Sur América el regalo de geniales poetas y pensadores. La naturaleza Otro de los encantos con que se ve obsequiado el viajero en la ciudad oriental, es la naturaleza. Hay allí bosques, playas, mar, hasta colinas. También estas cosas de la naturaleza montevideana están sujetas a la ley de la relatividad: si comparamos ese mar agridulce y ligeramente teñido de azul, con la brava y franca grandiosidad del Atlántico, nos ha de resultar un mar algo modesto. Los bosques tampoco pueden resistir una confrontación con las selvas tropicales, y esas cuchillas que se incorporan sobre la llanura no son, precisamente, estribaciones de los Andes. Pero con un poco de esfuerzo imaginativo y otro poco de buena voluntad, el viajero encuentra en Montevideo cuadros de paisaje deliciosos. Marchando hacia la parte del paseo del Prado, uno se siente sumergido en amables y frescas frondosidades. Hay en aquel paseo una encantadora negligencia. ¡Estamos tan hartos de jardines simétricos y versallescos! En los parques rígidos, bien vigilados y atendidos, el paseante se considera violento; cada una de las hierbas tiene carácter religioso; las ordenanzas municipales han puesto un sello timbrado en cada hoja, y las flores parecen cosas oficiales, protocolarias: en esos parques versallescos, tan lindos para ser mirados desde un balcón, uno no puede moverse, ni sentarse, ni oler, ni tocar, ni apenas mirar. Eso es una caricatura de la naturaleza. Mientras que los parques algo abandonados se ofrecen al paseante íntegramente. Es una condición estimable que un parque tenga consignada una pequeña suma en el presupuesto oficial; así hay la certidumbre de que habrá pocos vigilantes, pocos obreros y pocas mangas de regar. Escaseando estos elementos de urbanización jardinera, sabemos positivamente que el parque se inclinará más al monte que al jardín. Y lo que el hombre ciudadano estima es el monte, precisamente, o sea lo contrario de la ciudad; por esa ley de los contrastes que nos incita a desear lo que no poseemos. El paseo del Prado de Montevideo recuerda más al monte que al jardín. ¡Hermoso lugar! Ahora bien, si las personas urbanas estimamos los paisajes agrestes, al mismo tiempo nos molestan mucho las intemperancias de la naturaleza, libre y bravía. Una excesiva convivencia con las calles planas y las casas cómodas, nos ha dado una sensibilidad miedosa; sentimos miedo a las espinas, a los zarzales, a los pedruscos, a los aviesos animalillos que adornan y pueblan los montes naturales. Pero el paseo del Prado de Montevideo goza el encanto de ser un monte, sin los inconvenientes del monte natural. He ahí el acierto. Puesto que hay avenidas y senderos para transitar, y una hierba medianamente agreste, en la que puede sentarse, y hasta tumbarse, sin miedo, ni al funcionario municipal escrupuloso de la ley, ni al impertinente pinchazo de las matas bravas. Esta sería, probablemente, la fórmula ideal de la civilización: una vida que no huyese tanto como huye la nuestra de la naturaleza, ni que se acercase demasiado a ella: una vida de sabio equilibrio, que evitase caer en el decadente refinamiento artificial y en la barbarie del primitivismo. Las playas Un espíritu mordaz podría hacer juegos humorísticos con la profusión de playas en Montevideo. Un marsellés o un andaluz se sentirían molestos ante ese lujo de playas: Capurro, Ramírez, Pocitos y quién sabe cuántas más. Pero no deben permitirse ironías con las playas. ¿Se sabe bien lo que significa la palabra playa? En la vida trágica del mar, la playa significa serenidad, refugio, calma, salvación, belleza. Con ciertas palabras no caben bromas; son sagradas; así las palabras madre, virtud, playa. Una playa sugiere siempre ideas bondadosas y tiernas. Sobre sus arenas encallaron sus naves los remotos nautas, cuando no existían muelles y dársenas, aunque existiera el infinito anhelo de las nobles empresas civilizadoras; y ahora aún, los pescadores modestos buscan en las arenas de las playas un refugio para sus navecillas; y los náufragos, en su último esfuerzo titánico, ¡con qué delirante gozo hunden sus dedos en las arenas de las playas benéficas! Todas las playas de Montevideo son dignas de elogio, por la suavidad de sus líneas y la calma de sus aguas. Cada una tiene personalidad aparte, y hasta a ellas ha llegado la diferencia social. La playa de Pocitos, por ejemplo, es un tanto aristocrática y presuntuosa; sus hoteles y su rambla se mantienen dentro de un aislamiento, fuera del contacto de la multitud. En cambio la playa de Ramírez es democrática, abierta a todo el mundo. El parque Urbano se llena de pueblo, y este mismo pueblo inunda la playa, hasta rebosarla. Allí acuden los niños, los hombres, las mujeres, los ricos, los pobres, los comerciantes, los jovencillos tenorios y las muchachitas pizpiretas. En las tardes de domingo media ciudad se vierte sobre la playa. Adquiere aquello un aire animado de fiesta popular. Las barracas de titiriteros para los pazguatos, los columpios para los niños, los tíos vivos para las mucamas, los organillos, los vendedores ambulantes, los refrescos con soda y los grandes vasos de cerveza. El sol hiere con su luz y su fuego ese cuadro de _kermesse_, y la gente va y viene, mirándose, por esa necesidad invencible que siente el ser humano de tocarse, mirarse, formar montón. El hombre es un animal sociable: así se le ha definido. Realmente, el hombre no puede vivir solo; ni disfruta aún de suficiente mentalidad para vivir solo. ¿Qué haría el hombre si le condenasen a la soledad? Ya se sabe que Schopenhauer discernía la capacidad mental de las personas, por su aptitud para la soledad: según él, un negro, un niño y un estúpido se aburren, lloran o mueren si no encuentran gente con quien compartir su estolidez; mientras que la persona inteligente, la que posee en sí misma un tesoro, se encuentra más acompañada cuando más sola está. Pero no todos pueden ser filósofos ni profundas y ricas personalidades; la sociedad se compone de infinitas personas medias, más o menos vulgares, que necesitan vivir agrupadas. Sin el concurso de estas personas medias, y si se quiere vulgares, no existiría la civilización; porque la civilización viene a ser, en fin de cuentas, la obra de las medianías asociadas. Pongamos cuatro filósofos en una isla, y al momento disputarían, yéndose cada cual por su lado; pongamos en esa misma isla cuatro personalidades vigorosas--César Borgia, Pizarro, Bismarck, Chamberlain--y al instante se despedazarían entre sí, o cada uno por su lado marcharían a buscar aventuras. Pero los medianos se buscan, se unen, se encuentran bien juntos, instituyen leyes, crean autoridades, ponen hombres armados para la defensa del estado, construyen casas y ferrocarriles, escuelas y hospitales, periódicos y parlamentos. Sin la compenetración de las medianías, ¿qué suerte hubiera corrido la humanidad? Es bello creer con Carlyle que todo se ha hecho por la acción de los «héroes»; pero la realidad nos dice que la civilización es obra de las medianías. Si «esta» civilización fuese obra de los «héroes», ¿tendría el carácter que tiene? Nadie, sino las medianías, ha podido formar esta civilización... Las solteronas En la playa de Ramírez hay un balneario, al extremo de un malecón de madera. Este malecón o rambla forma una plazoleta, con bancos, sillas y un cafetín. La gente se sienta a refrescar o a comer emparedados de jamón y queso. Otra porción de gente pasea. Da vueltas por la plazoleta, en perfecto orden, como en las plazas de las ciudades de provincia suelen las familias pasear a la caída de la tarde. En ese balneario de Ramírez se congregan las personas de la clase media; pequeños comerciantes, empleados y dependientes de oficina o de almacén. Las señoras se sientan en los bancos y las señoritas giran pausadamente de dos en dos, o de tres en tres; los jovenzuelos, con algunos curiosos, forman el complemento. Pero es un fenómeno singular y digno de mencionarse: en ese paseo abundan las solteronas de una manera sorprendente. Arrugadas unas, muy pintadas otras, vistiendo trajes y sombreros algo defectuosos; todas ellas con el aire peculiar que las distingue, o sea una mezcla de tristeza y de fuerza ilusoria. ¡Nada tan grande y poderoso como la facultad de ilusión de una solterona! La solterona no renuncia jamás a la ilusión; tiene encendida en su alma, constantemente, una lámpara votiva a la esperanza. Cada aurora le trae una interrogación, una promesa: ¿será hoy, por fin?... Cuando se acaba el día la solterona reanuda vigorosamente su ilusión, pone nuevo aceite perfumado en su lámpara votiva y se acuesta, suspirando, sí, pero en silencio, para que ni ella misma se entere de la flaqueza. Y al siguiente día, otra vez a luchar; a luchar contra el desengaño, contra la realidad cruel, impura, odiosa. Yo no conozco nada tan triste y al mismo tiempo tan admirable como una solterona. Pensad en que una mujer ha nacido para el amor y que su misión única, así como su única finalidad, consiste en acoplar dos besos trascendentales: uno sobre los labios del amado, y otro sobre la frente del hijo. Hacia ese fin van las mujeres, fatalmente, como las aguas al mar. Las solteronas aguardan, y nunca llega su hora. En sus corazones van almacenando almíbar de amor; sus corazones son como las frutas pasadas, más dulces que las normales. Miran un niño, y sus entrañas de madres frustradas se conmueven dolorosamente; ven pasar un hombre, y todos sus viejos anhelos se precipitan sobre los ojos. ¡Oh sublimes seres sacrificados! Cada solterona es un drama profundo, un poema inenarrable. Las otras mujeres lo hallaron todo fácil; su existencia tiene la vulgaridad de un proceso corriente, de un hecho adocenado; pero las solteronas conocen todos los martirios, las torturas de la envidia, el dolor de la espera infinita, y sobre todo, la angustia de lo que está lleno y no puede vaciarse, suprema angustia de lo que desea darse y no puede. En algún siglo futuro, ¿será posible una ley que disponga el amor para todos? Hemos decretado la enseñanza obligatoria, el derecho al trabajo, el derecho a la vida, el derecho al pan: nos falta aún decretar el derecho al amor y a la maternidad. Marzo, 1912. VI LA TENTACIÓN AGRARIA Los trenes suelen delatar las características de las naciones con una veracidad insubstituible. Yo he aprendido mucha psicología americana en el fondo de un vagón... Sentémonos en el restaurant de un tren argentino. Cuatro o cinco naciones están allí representadas. Se oye el suave acento de los ingleses, el apasionado hablar de los italianos, el rudo seseo de los españoles. No se advierte en ningún semblante asomo de melancolía o decaimiento. Tratan de comprar novillos, de vender campos, de construir galpones, de adquirir semillas. Al través de los cristales, la sequía pasada deja ver su castigo. Pero nadie hace caso de esta evidente ruina. Todos hablan con el fervor del que tiene por delante la inmensidad del tiempo y del espacio. En efecto, el tiempo es largo y traerá nuevas lluvias, y en cuanto al espacio, ahí está la llanura interminable que aguarda a que la mano del hombre la acaricie con el arado. La psicología de esas gentes del campo es simple como la del marino, como la del jugador. Puede ser que carezcan de la profundidad que tienen los seres de los países viejos y definitivamente acotados. Son gentes que ignoran el ahorro, la previsión, y por tanto el miedo. Para ellos la tierra es un tapete verde donde se juega a juegos de azar. Lejos de su ánimo las virtudes de la cautela, de los actos bien meditados, de la sujeción a las formas seculares; ellos poseen otras virtudes, que a los sociólogos timoratos pueden parecer defectos: poseen la virtud, o el defecto si se quiere, de la temeridad. Se lanzan a sembrar sin tener semillas, ni herramientas, ni hombres; esto, en Europa, parecería una locura, pero en América resulta perfectamente real. Ponen a una carta todo cuanto tienen. Si ganan, su vida adquiere un tono de increíble arrogancia; si pierden, no han perdido nada, porque vuelven a empezar. Esto también parecería en Europa fantástico, donde el que se arruina una vez ya no se levanta más. Esta temeridad o inconsciencia, acompañada del valor, no es una cosa antipática, sino al contrario. La temeridad presta a la vida americana un tono ágil, vigoroso y alegre. Más que negociar, se juega. Del fondo de este juego continuo surge una aura de esperanza y optimismo. Porque todos se ven con derecho a jugar, y todos juegan. La especulación alcanza a los más ínfimos y a los más altos. El médico que ahorra cinco mil pesos, compra tierras y las vende luego; el artista construye una casa y la enajena por el doble de su costo; el humilde limpiabotas acude a un remate, compra, vende, juega al alza y baja. El hombre más espiritual, aquel que en Europa no soñaría nunca con adulterar su vida de ensueño y meditación, se entrega él también a la vorágine de la compra y venta. ¡Cuántos deliciosos poetas habrán fracasado en la Argentina por haber substituido el ritmo del oro por el ritmo del verso! Saliendo en tren de Buenos Aires, cualquiera que sea la línea, el viajero caminará todo el día sin haber salido del mismo paisaje. La unidad topográfica de la mayor parte de la república es uno de sus principales caracteres. Llanura, siempre llanura. El extranjero se siente al principio deprimido por esa falta de variedad panorámica, y si se le pregunta por la belleza del país, confesará que el país tiene bien poca hermosura. La extensión de la planicie fatiga, con la fatiga del océano. Todo se presenta dotado de abrumadora extensión. Cuando la llanura se interrumpe, surge un río también extenso, uniforme, fatigador. El ánimo siente angustia delante de tanta inmensidad, la angustia que nos invade ante el vacío. Pero más tarde el europeo encuentra una sensación nueva dentro de esa llanura argentina. La necesidad de lo íntimo se pierde, dando paso a un sentimiento extraño. Este sentimiento debe parecerse al que sentirá el marino, cuando su barco, en mitad del Atlántico, vuela al ímpetu del viento. Ese sentimiento se llama «libertad». En el centro de la llanura, el hombre, después que ha sabido matar la angustia de lo interminable, siente la impresión nueva, radiante, juvenil, de la alta mar. Se ve solo en la inmensidad. Sabe que su esfuerzo es la única ayuda que le sirve en la lucha con los elementos. Conoce entonces el placer que debió gozar Robinson, cuando se vió dueño de la naturaleza. La sensación del propio y absoluto mérito hincha todos los músculos físicos y morales del hombre abandonado a su propia iniciativa. Y la libertad, la deseable libertad, le llena el alma de indecible alegría. El cielo claro, la tierra infinita, todo le habla al espíritu de libertad. Entonces se olvida de los paisajes antiguos, de las bellezas que tanto amaba; concibe otra clase de belleza, dentro de la simplicidad de la llanura: conoce la belleza moral de esa llanura inextinguible... Ahora le pido licencia al lector para revelarle un secreto. Asomado a la ventanilla del tren, miraba yo una extensión muy grande de trigo. Estaba aquel trigo tan lozano, que los ojos no se cansaban de verlo. Recordé todos los trigales contemplados por mí en el curso de la vida: las pequeñas y modestísimas parcelas del país cantábrico, las mieses de Castilla, los perfectos y casi académicos sembrados del interior de Francia. Comparaba aquellos recuerdos con la realidad actual, y sacaba yo en consecuencia que estos extensos trigales superaban en magnitud a todos los vistos anteriormente. Los sembrados del país cantábrico eran, sin duda, más amables, porque su pequeñez surgía de entre setos frondosos, de entre rientes praderías, en forma que el oro del trigo parecía estar guardado primorosamente en el fondo de almohadillas felpudas y verdes. Los trigales de Castilla aparentaban tener, cuando mi imaginación los evocaba, un valor histórico, más bien legendario; no es posible asistir al espectáculo de la llanura castellana sin que se levanten las imágenes del Romancero, el paso de las mesnadas del Cid, el relumbrar de los hierros marciales y antiguos: el blanco y sabroso pan de Castilla parece que nutre al mismo tiempo nuestro estómago y nuestra fantasía. Los trigos de Francia tienen a su favor la intensidad y la sabiduría; son campos regulares de líneas precisas, de conjunto armónico e impecable; los bordes del sembrado tienen una corrección clásica; indudablemente, en esos trigales intensos e inteligentes se descubre el alma ordenada de Francia, todo medida, todo corrección y disciplinada inteligencia. Después de repasar mis recuerdos hundía la mirada en los trigos que corrían delante del tren, y me parecían los más grandes, los más «fastuosos». Podían ser otros más intensos y más científicos, pero estos de aquí poseían la virtud de lo inmenso. Quizá incorrectos, tal vez desordenados, pero inmensos y fastuosos. Entre los trigales argentinos y los europeos, había la diferencia de un parque urbano a una selva tropical. Si los bosques, los ríos, las cataratas, las cordilleras y las llanuras de América se distinguen por su grandeza, las formas que adoptase la agricultura debían ser también gigantescas. Pero he hallado la palabra conveniente: los trigales argentinos se me figuran gigantescos. Y entonces--aquí está el secreto que anunciaba--me asaltó una idea súbita. ¿Por qué no había yo de convertirme en agricultor?... Todos los que seamos un poco sentimentales, y especialmente aquellos que sufren la tiranía aniquilante de la ciudad, hemos suspirado alguna vez por el ideal de Horacio: tener un huerto, un jardín, una casa pacífica en la ladera de un collado. Pero este ideal guarda relación con la literatura; es un programa literario-filosófico, en que la labranza es lo de menos, en que lo importante sería el ocio aristocrático dentro de un marco sereno. No era esta tentación la que yo sentí. Era una tentación nueva, un impulso de hombre primitivo, un deseo puramente labrador. La tentación me sugería ideas nuevas que me sorprendían. No ambicionaba el huerto horaciano, para descansar de mis trabajos y lecturas; deseaba el campo abierto, para cansarme allí, pero con un cansancio corporal, cansancio de músculos, de sudor, de callos. Convertirme en _chacarero_. El concepto masculino de la agricultura se me introdujo en la mente, y comprendí de pronto la infinita hermosura de una vida agraria en esa gigantesca llanura platense. Todas estas especulaciones mentales con que distraemos nuestras horas, ¿no serán un poco femeninas? Lo viril, lo masculino, es el trabajo muscular sobre la tierra; lo noble es el esfuerzo que va de nuestra voluntad a la tierra, en un viaje de simpatía amorosa que tiene por fin la concepción. Olvidé el huerto horaciano, excesivamente intelectual; olvidé la afición bucólica del siglo XVIII, motivo, cuando más, para decorar tapices. Estas manos ¿por qué han de rehuir la herramienta áspera? A un lado la agricultura simple; ésa es la noble. Llenarse de honrados callos. Sentir la aspereza de la tierra sobre la piel. Hundir los pies en el barro. Ofrecer el rostro a los latigazos del viento. Soportar con firmeza las caricias brutales del sol. Empaparse en las aguas torrenciales del cielo. Contemplar sin pavor la brusca tormenta y el fulgor del rayo. Cabalgar. Dominar potros reacios, imponiéndoles el imperio de las piernas contraídas y del freno tenso. Levantarse cuando en el cielo se apagan las lámparas nocturnas. Tenderse en la cama dura con un espasmo de placer, todos los músculos cansados como piedras. Dormir sin sueños, al modo de los niños, inocentemente. No hacerle ascos a ninguna comida. Comer de pie, a grandes bocados, y sentir que los manjares se resuelven en sangre y en alegría. Olvidarse de las dispepsias sedentarias, de las jaquecas afeminadas, de los achaques poco varoniles. Y luego convencerse de la eficacia de las propias aptitudes para dirigir la siembra, para conocer el punto de madurez de las plantas, para recolectar a tiempo y con habilidad. Correr, gritar a las peonadas, disciplinar las fuerzas de los hombres y las bestias, revelarse dueño ante los subordinados, y después beber con ellos a su salud... La tentación agraria no se ofrece sólo en el campo; se ofrece lo mismo en las ciudades. Sobre la sociedad argentina se levanta invariablemente la eterna conversación: la cosecha. El campo está allí siempre de moda. Y como adondequiera que uno vaya, así sea el perfumado gabinete de una señorita, se encuentra con el tópico de la cosecha, termina uno por preocuparse seriamente de los trigos y del maíz. En otros países podrá ser la agricultura una ocupación ordinaria y plebeya; en la Argentina es la ocupación aristocrática por excelencia. Una fortuna no se considera respetable si no cuenta con ricos campos de cultivo; hablarle del maíz a una señorita no es en Buenos Aires ninguna impertinencia, como lo sería en París o Viena. Luego viene otro agente de tentación: el reclamo periodístico. Abriendo un gran diario nos encontramos con hojas enteras destinadas a anunciar las ventas de campos; ahí aparecen en fotografía las «chacras», o salen grabados los mapas, con sus ríos, pueblos y heredades. Y el reclamo de esas ventas y remates adopta un calor, un apasionamiento tan grande, que el hombre más frío se siente arrastrado por la pasión. ¡Los campos de tal punto son inmejorables!--gritan los anuncios. ¡Compren los campos de riego! ¡No descuiden sus negocios, y compren tierras! ¡Las tierras son fortuna! ¡El porvenir está en nuestras tierras!... Carteles por las calles, anunciando remates. Carteles en las estaciones de ferrocarril, y un ejército de agentes que ponderan de mil modos las ventajas agrícolas. Se advierte, en fin, tal entusiasmo por la agricultura, que uno termina por sugestionarse: entonces se trastornan los conceptos pasivos que una vida sedentaria o libresca ha logrado infundir a nuestra mente, y lo que nos parecía grosero y sin gracia, ahora nos parece hermoso y hasta elegante. Preparado así el ánimo para la conversión, un momento cualquiera, un incidente vulgar provoca la nueva profesión de fe. Yo estaba bien preparado para la conversión; la vista de los extensos trigales maduros fué el rayo divino, el camino de Damasco; y una voz me gritó por último: Hazte _chacarero_... Pero la vida me arrastró por otros caminos, haciendo fracasar el agricultor a la americana que indudablemente había en mí. VII EL CANTO DE LA SEMILLA Sobre la llanura plana e inmensa, el invierno ha tendido su hielo, su escarcha y su nieve. Desde el Plata hasta los Andes, desde los matorrales del Chaco hasta los acantilados de la Tierra de Fuego, la llanura, la descomunal e inaudita llanura, se ha arrebujado en ese manto invernal, y duerme. Está cansada de producir. La cosecha de flores de la primavera, la cosecha de mieses del verano, la han rendido. Quiere ahora reposar... Pero no hay reposo para ti, oh fecunda llanura. El destino te ha condenado a una eterna, creciente y acelerada germinación. El mundo tiene hambre, y el mundo piensa que tú tienes la misión de alimentarle. Estás condenada a germinar eternamente, cada vez más intensamente. No puedes dormir. No duermes, ni ahora, cuando el hielo, la escarcha y la nieve te cubren con su manto. La semilla está despierta, la semilla te aguija por dentro, y vive en tu interior, lacerándote las entrañas maternales. Ya se acabaron tus días de reposo. Desde que la luz se hizo sobre la Tierra, sobre tu rasa superficie no cruzó nunca la aguja de un arado. Jamás el hombre te atormentó con los golpes de la azada, y el indio ingenuo, vagabundo, errante, iba al azar por entre las cañas de los bañados, por entre las matas de los valles, sin rozarte más que con la huella de su planta desnuda. Los ligeros guanacos, los aéreos avestruces, el ondulante y liviano tigre, eran tus únicos dueños. En aquel tiempo feliz y alboreal, nadie exigía a tus entrañas que pariesen más, siempre más, en una febril sucesión de cosechas. Si creabas, tu creación era platónica y gratuita; dabas al viento tus flores y tus hierbas, como un poeta simple da a la ventura sus versos desinteresados. Pero cierto día vinieron unos hombres barbudos. Su mirada traía un reflejo satánico, y su gesto significaba claramente el más demoníaco de los vicios: la codicia. Detrás de ellos, en aquel continente lejano donde toda tragedia tuvo su escenario, aguardaban otros hombres, millones de gentes ávidas. Los exploradores volvieron, alabando la virgen prodigalidad de la nueva tierra de promisión. Y desde entonces no hay paz para ti. El nervioso caballo, el filosófico buey, la inocente oveja, se multiplicaron hasta el infinito, exigiendo de tus praderas más producción, siempre más. Y con el arado, más tarde, rayaron lo incólume de tu superficie, ¡oh, llanura inmensa, para sepultarnos a nosotras, las semillas! Somos la semilla, el trigo dorado, la benéfica harina. Somos extrañas para ti, llanura americana. Venimos de un continente viejo y trabajado, donde nada se produce ya espontáneamente. Somos, dentro de la agricultura, un producto de la industria. Somos las hijas del pensamiento humano. Somos humanas, humanas. Representamos el eje de la idea del hombre: el pan. Para que el hombre viva, para que sus esperanzas puedan efectuarse en el campo de la ciencia y del ideal, es preciso que nosotras existamos, las semillas, y que demos eternamente el alimento del pan. Hay en nosotras algo de la fiebre humana; la tragedia humana nos ha tomado de colaboradoras. Toda la historia humana está influida de nuestro nombre, y Dios, cuando maldijo al hombre, le habló del pan como del supremo tormento. ¡Ay! Somos tormento, inquietud y angustia. El miserable nos evoca en sus momentos de desolación, y esa tragedia social que ahora llega a su punto máximo, tiene como fondo siniestro la palabra precisa: pan. Germinad, compañeras, bajo la tierra dormida. No descansemos nunca. La tragedia humana nos necesita; el ideal del hombre nos necesita también. Para la tragedia, para el anhelo, para las alegrías y para el ideal, germinad, compañeras, hasta la consumación de los siglos. El invierno ha extendido su manto helado; no importa. Nosotras, las semillas, estamos vigilando despiertas en el seno de la llanura. Apenas se nos advierte. La mirada indocta piensa que todo ha terminado, y que la quietud más absoluta reina debajo del invierno. Tal vez aparece sólo un musgo verde, una hierba sutil y tímida, por entre las rayas que trazó el arado; pero los surcos revivirán, y una gloria opulenta se levantará con las primeras brisas primaverales. Y en llegando la hora solar, cuando las ráfagas del viento sean de suaves como una caricia de amor, entonces nosotras daremos a la tierra una insuperable fronda de verdor. Y toda la llanura resplandecerá de gloria. Semejará un mar sin orillas, un océano fastuoso; desde los matorrales del Chaco hasta los acantilados de la Tierra de Fuego, la llanura se cubrirá de opulencia. Y el viento que surja de las hondonadas de los Andes irá a morir en el estero del Plata después de jugar con ese mar de verdura. Y luego vendrán las espigas, y la obra nuestra se habrá consumado. Y entonces la llanura parecerá un mar de oro, una fantasía de los cuentos de hadas, una promesa hecha fruto y un sueño convertido en oro. Germinad, compañeras. Somos el símbolo supremo; representamos la idea que se mete en la entraña, y que en el silencio labora, para surgir al fin en flores y frutos de realidad. De una idea del infinito brotaron los mundos; semillas siderales son los astros, que han de germinar en el silencio del Cosmos, hasta dar su cosecha fenomenal. ¿Qué era, sino una semilla, esta tierra asombrosa que nos sustenta? Llevaba dentro de sí los gérmenes de toda grandeza y también de todo crimen; la semilla se manifestó, nació la vida y ahora la tierra es un fruto grande y magnífico--quizá un poco amargo, ¡pero siempre magnífico! El mundo tiene hambre. ¡No descanséis, compañeras! En Europa nos aguardan los hombres numerosos, los que bullen en las ciudades, los que arrancan en las fábricas los objetos amados de la civilización. Nos aguarda el miserable, tanto como el potentado. Ninguna mesa nos repudia. El facineroso arranca violentamente el pan codiciado, y marcha a devorarlo en su cubil; así como la delicada doncella rompe el lindo pan crujiente y lo acaricia con su dentadura de marfil. Nadie se libra de nuestra tentación. Con pan se nutre la soberbia del hombre. Representamos el germen, esa cosa llena de misterio, de tentación, de curiosidad y de infinitas posibilidades. El germen es lo más misterioso y lo más inefable. En el germen está escondida la solución de todos los actos que después servirán de admiración. En un germen humano puede preexistir un Napoleón, un Sócrates o un desalmado. De gérmenes incontables está hecha la vida, y toda la vida es un germen florecido. También nosotras, gérmenes del pan, floreceremos en rubias espigas, como una filosofía que se resuelve en sublimes realidades. La realidad del pan caliente y restaurador: ésa ha de ser nuestra realidad futura. Laboremos, compañeras, bajo la helada tierra de la llanura. Después vendrá el sol tibio de la primavera, y las espigas ondularán graciosamente. Y vendrá el sol cálido del estío, y las mieses tomarán el color sagrado del oro. Y los hombres transitarán contentos por los campos. Se levantarán montañas de trigo. Los trenes correrán enardecidos, conduciendo afanosos el rico grano. Y los trenes desembocarán en el puerto, donde las naves enormes estarán aguardando la preciosa carga. Para llevarla a los cuatro ángulos del mundo. Y de las sucesivas cosechas, el mundo devolverá el regalo del trigo con montañas de oro acuñado. Y así se realizará el sueño de una nación cada vez más rica y populosa. Nacerán ciudades nuevas, se cubrirá la llanura de gentes afanadas. Finalmente vendrá una cosecha de ideas, que tal vez hoy viven en germen... Laborad, compañeras. VIII EL CANTO DEL EMIGRANTE Decrépita Europa; avaro país del ahorro; patria de la prudencia y del temor, de la medida y de la minuciosidad, de lo reglamentado y de lo limitado: vieja Europa, ¡adiós! Vamos al país ancho y luminoso; al país que no tiene límites; a la patria de la inconsciencia; a la tierra que no cuenta, ni mide, ni ahorra, ni recela; al país que no tiene miedo del mañana, sino que ama al mañana, con la clara y confiada alegría del niño. Vamos a la tierra de promisión, donde existe todavía el azar, y lo fortuito, y lo imprevisto, y las locas sorpresas. La prudencia de Europa nos había agarrotado entre sus brazos de sabiduría. ¡Malhaya la sabiduría que proporciona el hambre! Estamos cansados de experiencia, de prudencia, de medida y de limitación. Deseamos vivir la vida grande, la vida amplia. Nos ahogábamos en aquella atmósfera de prudencia, donde todo está contado y previsto. Adiós, tierra anciana y perezosa. Nosotros buscamos otra tierra virginal, que da sin cálculo ni medida. La tierra de Europa carece de ingenuidad; tiene la sabiduría de lo anciano, y entre ella y el agricultor se establece un contrato severo de exacta justicia; paga sus frutos a cambio de tantos puñados de abono--ni uno menos--y a cambio de tantos golpes de azada. Si no se le da lo que exige, no rinde lo justo. Es como un experimentado comerciante. Aquella tierra sabe demasiado. Tiene el pulso de la ciencia, de la vejez, de las largas comprobaciones. Ha llegado al límite del cálculo, maneja la balanza con una prolijidad de tendero. Mirad, en cambio, esa tierra nueva que se nos ofrece. Tiene la encantadora inexperiencia de la juventud, que confía en sus recursos vigorosos. Esa tierra joven se abre al soborno, al engaño, a la violencia del hombre. Lo da todo; se da entera, toda entera, al primer advenedizo. ¿Para qué quiere ella reservarse? La juventud no es previsora, carece de miedo, porque se cree inmortal y porque piensa que su vigor no ha de extinguirse jamás. Se la engaña con cuatro someros golpes de arado, con unos puñados de semilla arrojados al viento; no pide abono, no conoce la virtud estimulante de la química. Quédese el abono, la estimulación química, para las tierras ancianas y perezosas; esa nueva tierra de América, como un joven vigoroso, se ríe de los estimulantes. Europa quedó lejos, al otro lado de las altas olas. Las últimas cruces de sus campanarios desaparecieron en el horizonte; los amigos y los parientes que gritaban en el puerto, desaparecieron también: ya no escucharemos sus voces queridas, ni sentiremos el calor amargo de sus lágrimas cariñosas. ¡Oh patria, oh patria!... A pesar de tu ingratitud, no podemos arrancarte de nuestro corazón. Tu recuerdo nos ha seguido en el curso de la mar, como una golondrina sigue la estela del barco corredor. ¿Por qué nos atormentas?... Si has querido ser cruel, hasta el punto de lanzarnos a la emigración, ¿por qué nos persigues todavía? Desde lejos nos están hablando tus palabras insinuantes y pérfidas; nos traes el eco de los tamboriles y gaitas natales, el rumor de los bosques infantiles, las risas de las muchachas, el alboroto de los bailes domingueros, las hogueras de San Juan, las cenas de Nochebuena, el canto de los grillos, las fiestas de la vendimia... ¡Oh patria, oh patria! Déjanos para siempre, no prolongues tu crueldad hasta más allá de la emigración. Nos esclavizabas con el hambre, ¿y quieres ahora esclavizarnos con la nostalgia? El viaje llega a su fin. Piadoso, el mar nos ha transportado sobre sus robustas espaldas, nos ha mecido blandamente, y para que el pavor no amilane nuestras almas, ha separado las greñas adustas de la tempestad. En las noches de luna sus olas nos han hablado aquel lenguaje monocorde y sereno, tan propicio a las evocaciones lejanas. Y el cielo del trópico nos ha regalado la fiesta de sus crepúsculos dorados, la brillantez de sus amaneceres, la pompa bíblica de sus noches estrelladas. Ya el viaje llega a su término. Aparecen las primeras gaviotas, como un saludo de las costas cercanas. Una mancha obscura ciñe el borde del horizonte. ¿Serán las nubes aún? ¡Es la tierra, la tierra de promisión, la tierra soñada! Y en seguida emergen de la bruma las torres de la gran ciudad, las chimeneas humeantes, las cúpulas. ¡Salve, salve, tierra novísima! Acógenos con liberalidad. Que seas hospitalaria con nosotros los desterrados del viejo mundo. Que tu sol ilumine nuestros afanes; que tus vientos encumbren nuestras esperanzas. Que nos concedas la rica, la amada libertad. Ea, pues, compañeros, pongamos nuestra planta segura sobre esa tierra nueva. Tomemos posesión de las llanuras y de las montañas, de los bosques y de los ríos. Marchemos hacia las selvas, donde los árboles centenarios guardan el secreto de los siglos que pasaron. El golpe de nuestras hachas hará despertar a los policromos papagayos y el cielo se punteará de colores caprichosos. Al ruido de nuestros pasos, el tigre cruel levantará su cabeza feroz; pero no temamos. Somos la vida inteligente, la civilización y la paz. Todas las alimañas de la selva necesitarán huir, desaparecer, ante nuestra invasión arrolladora. Marchemos hacia las remotas montañas, escalemos los picos de las cordilleras. Que los cóndores solitarios abandonen también sus madrigueras. Más alto que las nubes, sobre las madrigueras de los cóndores soberbios, ¡nosotros levantaremos la frente ambiciosa! Nos trae la ambición. Contra la ambición no valen nada las barreras de los montes más encumbrados. Y no nos detendrá el hielo. Iremos a los valles desiertos del Mediodía, allí donde los pájaros marinos graznan su estúpido canto en la soledad de los acantilados. Llevaremos la vida a aquellas playas distantes, y el humo de los hogares civilizados levantará su columna gloriosa en el cielo hiperbóreo. Marchemos hacia la llanura. ¡Oh, qué maravilla divina, regalo de los dioses benéficos, ofrenda del cielo a los hombres de buena voluntad! Sus límites se confunden con el mar y con las ingentes cordilleras. Como un plato de abundancia se ofrece al hombre laborioso. Grande, inmensa, fabulosa, esa llanura no se acaba nunca. Parece un sueño fabuloso, o un cuento oriental. Su tierra es negra, blanda, profunda; no la entorpecen las rocas; toda ella es aprovechable, semejante al manjar que la providencia de una madre presenta al hijo. Y esa llanura infinita nos está aguardando. Nos espera, como la amada al amado, temblando de emoción, impaciente de recibir en sus entrañas nuestra caricia. ¡Hurra, hurra! Los desheredados del viejo mundo, los hijos de la pobreza, los expulsados, marchemos a conquistar la tierra prometida. Con arados y azadones la conquistaremos. Será nuestra. Tendremos tesoros, riquezas increíbles, rebaños. Qué placer tan viril hundir el arado en la tierra virgen y ver cómo brotan mares de espigas. Anegarse en el oro del trigo cosechado. Sentir que la tierra produce sin esfuerzo, y que al tiempo de cosechar llega la fortuna repentinamente. Tender la mirada hasta el horizonte y ver que todo aquel océano de espigas maduras nos lo regala el destino. Sentirse fuerte y pletórico, como nadando en abundancias consecutivas y sin fin... El placer de los rebaños ascendentes, prolíficos; los rebaños que se hinchan, se agigantan, como en las leyendas bíblicas; los rebaños más numerosos que las arenas de la mar. La reproducción fastuosa, el crecimiento inaudito. Las ovejas que se multiplican en cifras de millares; el novillo que se convierte en multitudes de toros bramadores. Toda la llanura cubierta de vida y de abundancia. ¡Marchemos, compañeros, a conquistar esa tierra de promisión! Nosotros también, como las espigas y los ganados, nos multiplicaremos. Pequeños somos, es verdad, y pobres; pero nuestra semilla humana fructificará en cosechas de muchedumbres futuras. De nuestra raíz ambiciosa y viril nacerá el pueblo venidero. La llanura se cubrirá con los hijos de nuestra sangre, y ese pueblo futuro se hinchará, se agrandará gigantescamente, como las arenas del mar. Y así tendrá el mundo una reserva de nuevas y juveniles probabilidades. Cuando los continentes viejos no produzcan más que flores fatigadas, los hijos de nuestra sangre ofrecerán a la humanidad sus energías ingenuas, su entusiasmo y su optimismo. Sea bendito el fruto de nuestro trabajo. Y mil veces bendito sea el fruto de nuestra sangre, el hijo de nuestro ser. Que la Fortuna lo adopte y lo cuide celosamente, para que se convierta en una fuerte realidad; para que no se malogre en vanas tentativas; para que no le arrastre el demonio de la estúpida soberbia, o el otro demonio de la frivolidad, o aquel otro demonio que se llama sensualismo. ¡Que la Fortuna adopte al hijo de nuestra sangre, para que sea una realidad de fuerza, de pensamiento y de idealismo! IX ASPECTOS DE BUENOS AIRES Carencia de viejos Deseo hacer partícipe al lector de una de mis habituales preocupaciones: ¿Dónde están los viejos porteños? ¿Hay ancianos en Buenos Aires? Y si existen viejecitos en esta turbulenta ciudad, ¿en qué rincones misteriosos se ocultan? El interés de algunas ciudades estriba nada más que en el número y la exhibición de sus ancianos. Los viejecitos de esas ciudades, generalmente tranquilas, suelen tener sus plazas y paseos exclusivos, adonde acuden los días de buen sol, si es invierno, o en las mañanas frescas del estío. Se les ve también en las puertas de las casas, mirando beatíficamente el transcurso de las cosas callejeras, o formando grupos en los bancos de los paseos, para comentar los sucesos de hace medio siglo. Estos viejos acartonados no existen en Buenos Aires. Naturalmente que sería demasiada exigencia pedir que en el vértigo de la City se pasearan con su pasito breve los sobrevivientes del tiempo de Rosas. Las ciudades agitadas suelen excluir de su centro vital a todas las personas débiles; pero en los remansos tranquilos, en los paseos centrales de París, por ejemplo, es frecuente encontrar a los pulcros ancianos de vestimenta anticuada y con la roseta, a veces, de una honorable condecoración. Yo he indagado en los paseos de Buenos Aires, y no he visto en ellos más que niños, transeúntes melancólicos y atorrantes. ¿Es que no hay viejos en Buenos Aires? Acaso no existan, en efecto, o cuando menos no forman multitud. Desde luego puede asegurarse que no existe esa clase de ancianos vegetativos, ambulantes, acartonados, de aquellos que parecen conservarse por virtud de un ambiente particular. A muchos podrá parecerles este dato desconsolador. Pero si miramos al fondo del problema, fácil nos será advertir que la vejez acartonada, la vejez estacionaria y vegetativa, no siempre señala un grado distinguido de vitalidad. Al contrario, los casos de vejez excesiva son patrimonio de los países estacionarios, en que la existencia carece de energía y de ardor. Los viejos centenarios, según dicen las estadísticas, están en mayor número en los pueblos pobres y poco fecundos. Allí se llega a la longevidad por ausencia de gasto: es un efecto de economía que entra de lleno en la sordidez. A fuerza de escatimar la acción, la vida se prolonga; pero esa clase de vida, si vida puede llamársele, no merece ser envidiada. Mientras que en los pueblos activos, el hombre vive plenamente, sin reservarse; se abandona al remolino del azar, y pone todo su tesoro vital en la contienda. No se resguarda sórdidamente. Sus nervios, sus músculos, sus órganos fundamentales, su cerebro, su imaginación, todo lo lanza a la vida. Cincuenta años de brega significan una larga historia de emociones. Vive, pero vive plenamente, con todo su ser, robustamente, intensamente. Negocia su existencia a un plazo corto; cuando el plazo ha vencido, sus órganos están destrozados. La muerte, inexorable cobrador, llega a hacer efectiva la letra. Y todo acaba. Y otro acude en seguida a ocupar el puesto... Faltan gatos Otra particularidad muy curiosa de Buenos Aires, es que mantiene muy pocos gatos. Si se pudiera hacer una estadística de tales mamíferos, quedaríamos sorprendidos ante la cortedad de las cifras. En muchos países se considera al gato como una entidad adherente, indispensable, necesaria a la familia. El gato viene a ser así algo como el fogón, como el lecho, como la cuna, como la olla. Una familia sin gato, en esos pueblos a que me refiero, equivale a una familia trunca e incompleta. Cuando la familia cambia de lugar, el gato sigue el éxodo fielmente. Si la familia es pobre y ha sido desahuciada, el gato, sobre el ajuar miserable, aguanta estoicamente el revés de la fortuna. Y el gato se encarga de soportar el irascible humor de la familia, cuando la familia sufre, o recibe los mimos suaves cuando la familia goza. Unas veces puntapiés, otras veces sobaduras tiernas en el lomo, el gato lo soporta y lo acepta todo, con aquella cauta filosofía que tanto le distingue. Y se le ve en lo alto de los muebles, limpio y sedoso, adornado el cuello con una cinta roja; o junto al fogón mugriento, al calor de las brasas familiares. Algunas madres frustradas adoptan al gato como a hijo, prodigándole las más dulces afecciones. Y por la noche, sobre todo en las noches de luna invernal, los tejados suelen convertirse en escenarios de amorosas tragedias; los mahidos de los gatos llenan con su música supersticiosa la calma nocturna. En Buenos Aires se ven muy pocos gatos. Hay numerosas familias que desconocen al gato, que no lo han tenido nunca en sus casas. Esto parecería absurdo a muchas personas de otros países. ¿Por qué se ven pocos gatos en Buenos Aires? Es que les falta ternura a las familias porteñas? O es que no existen ratones? La explicación de este fenómeno debe de estar en una de las principales características bonaerenses, o sea en la accidentalidad y nomadismo de los hogares. Las familias se organizan demasiado bruscamente: en tal caso, muchas cosas del hogar necesitan padecer el defecto de la improvisación. Dos extranjeros, llegados de opuestas zonas, se encuentran, se aman, contraen matrimonio. Son dos «déracinés», como dicen los franceses. Al unirse, cada uno de los cónyuges hace omisión de sus hábitos tradicionales. Recuerdan que en su casa de la patria remota había un retrato del abuelo, unas cortinas que bordó la madre en su mocedad, un sofá donde murió el padre, un gato viejo y maniático... Pero todo esto ha quedado allá lejos, interrumpido, roto, sin continuidad, como un primer tomo de una novela. Al formar familia, instintivamente enuncian el propósito de «empezar de nuevo». Empiezan, efectivamente, una vida, una cuenta nueva. Todo en ellos es nuevo, sin tradición y sin compromisos anteriores. Compran los muebles, los utensilios juntos, de una vez. No heredan nada de nadie. El hogar es un conglomerado de cosas anónimas adquiridas en los bazares. ¿Cómo podrían acordarse del gato? El gato presupone historia y tradición familiares. No habiendo historia ni compromisos con los manes de los antepasados, el gato no tiene razón de ser ni de existir. Es verdad que caza ratones, y esa utilidad de sus garras podría sincerar su existencia; pero la química con sus polvos venenosos, la ferretería con sus cepos automáticos, superan a las uñas gatunas. La permanencia del gato no se debe a la utilidad. El gato, en la familia civilizada, tiene un sentido más íntimo, más filosófico, y de esencia más oculta. Los escaparates Pocas ciudades aventajan a Buenos Aires en el lujo de sus comercios. Es un lujo imaginario muchas veces, un derroche de luz y de maniquíes, una fantasía de exhibiciones. Los escaparates porteños resultan una verdadera fiesta de adornos, de prodigalidad, y con frecuencia también de buen gusto. Pero los escaparates, como todas las cosas, hasta las más vulgares, tienen su psicología particular. Repasando uno a uno los escaparates bonaerenses, es posible averiguar los vicios, las características morales, las pasiones de los habitantes. Observad, verbigracia, los comercios destinados a vender objetos comestibles, y descubriréis una nota original del carácter argentino: su escasa glotonería. Pero observad inmediatamente los escaparates de las tiendas de lujo, y conoceréis el prurito de ostentación que ocupa el mayor espacio del alma argentina. Los escaparates de los almacenes y reposterías no están en Buenos Aires a la altura de su prestigio. Hay muchos bares, restaurantes, confiterías; pero esa profusión de lugares donde se come y bebe no significa, a lo más, otra cosa que abundancia de dinero. Falta, en cambio, el esmero de las muestras, falta la tentación de las golosinas expuestas con ánimo de sobornar la gula del transeúnte. Esto indica que el argentino no es glotón. Mejor dicho, no es vicioso del comer. Sus antepasados, agarrándose al churrasco, al mate y a la galleta dura, soportaban las empresas heroicas de la llanura. El puchero, que aun se mantiene en vigor dentro de respetables familias, habla mejor que nada, con su simplismo culinario, de la sobriedad platense. Pero los escaparates de las tiendas de modas, adornos, bisutería, están hablando por su parte de la condición exhibitoria y fastuosa que llena el alma de los argentinos, así como de los seudoargentinos. Los comerciantes lo saben muy bien; las vitrinas de sus tiendas relumbran ante la mirada de las pobres mujeres fascinadas, y ante el ojo codicioso de los hombres. Gustan el charol, la seda, los encajes, las colas, las joyas, las plumas. Todo lo que concierne a la vanidad. El horror a lo antiguo Las casas viejas de Buenos Aires se van. Quedan muy pocas, y las pocas que quedan desaparecen con singular rapidez. La muerte de las cosas familiares origina en todas partes un sentimiento de melancolía; cuando esas cosas, además de familiares, tienen un valor artístico, todavía la melancolía es mucho más acentuada y universal. Pero en Buenos Aires, por no se sabe qué fenómeno de psicología, todo eso no levanta la menor emoción. Caen las casas, se derriba lo viejo, huye lo familiar y lo histórico, y el alma pública sigue tan fría, como si esos objetos no la afectasen en nada. Se diría que la ciudad está poblada toda ella por gentes nuevas y adventicias, para quienes lo de ayer carece de sentido. Sus almas se diría que no guardan contacto ni continuidad con las almas antepasadas. Se diría una ciudad sin historia, sobre todo sin abolengo, cuya tradición comienza desde ayer mismo, todavía más: desde hoy... Lo característico de Buenos Aires, y también de la vasta región que sigue sus inspiraciones, es una especie de horror hacia lo viejo. Repugnancia por la pátina,--he ahí lo que singulariza a la moderna sociedad argentina. Las casas todas son nuevas; cuando la pesadumbre de diez, veinte años, empieza a barnizarlas con el matiz inapreciable del tiempo, entonces se las derriba y se construye otras nuevecitas y flamantes. Los muebles tienen que ser nuevos también, para que los salones de una casa ofrezcan el aspecto de haber sido amueblados el día anterior por la tarde. Nada de antigüedad. Los países europeos sienten gusto de estimar las cosas, no por su novedad, sino por sus anos; aquellas gentes entienden que una familia será tanto más noble, cuanto más generaciones pueda contar, y que los muebles, las casas, las joyas y los trajes ganan en nobleza con el tiempo. Se piensa allí que lo noble no es lo de hoy, porque toda nobleza heráldica o intelectual, necesita ser contrastada y discernida por los años, por los siglos. Se piensa allí además que la pátina es el secreto de la estética, puesto que un hermoso palacio recién construído, con sus piedras blancas y virginales, está recordando con exceso al albañil y al maestro cantero; parece haber salido de un taller, limpio, brillante, con la firma del arquitecto bien visible y las huellas de las manos del herrero en las verjas del parque. Mientras que, al contrario, un simple torreón viejo devorado por la yedra, ofrece, gracias a su adusta vejez y a su anónima factura, un efecto extraño de belleza. Es como si el torreón ese hubiera surgido hecho de la misma tierra, o como si toda una época, toda una civilización, hubiesen tomado parte en su obra. Del mismo modo se entiende, en esos países europeos, que el mármol, el marfil y el bronce ganan con el tiempo, así como las buenas y legítimas joyas, y que careciendo de pátina, el cristo de marfil y la estatuita de bronce, recuerdan demasiado al bazar de «objetos artísticos» en donde fueron comprados. En los objetos del culto cristiano se advierte el mismo afán de pulcritud, la misma tendencia hacia lo bonito de los criollos. Los extranjeros que llegan de países seculares quedan sorprendidos ante el efecto, casi negativo, que ocasionan esos templos barnizados, desprovistos de penumbra y de ha grave austeridad que debe tener una casa de oración. Una catedral gótica, con sus sepulcros de mármol mohoso, sus altares un poco descoloridos y sus imágenes algo desportilladas, sería recibida en Buenos Aires con un mohín de repugnancia. Inmediatamente abrirían ventanas en los muros, para que las naves sombrías adquirieran luz, y los santos y los altares, las piedras consumidas por el roce de los siglos, todo eso que habla al espíritu religioso de una manera tan profunda, sería reformado, pulido, barnizado, puesto a tono con la general corrección mundana. Tampoco se muestra la gente muy apegada a desempolvar recuerdos históricos de larga fecha. Todo cuanto se refiere a un siglo pertenece a la «edad antigua». La historia propiamente dicha comienza en la revolución de 1810; lo anterior a esa fecha corresponde a la prehistoria. Se sospecha que antes de ese año culminante de la revolución hubo hombres, quizá comerciantes, acaso artesanos: pero todo aparece borroso y vago, como podría aparecer a los ojos de un francés la vida de los galos prelatinos. No se quiere ahondar demasiado en los prolegómenos de la nacionalidad. En rigor, aquellos siglos preliminares en que se formaban la raza y el carácter merecen poca simpatía; es como si se tratara de cosas y personas extrañas, sin contacto con las cosas y personas actuales. Y, sin embargo, los pueblos tienen mucha semejanza con los vinos. Los buenos cosecheros preparan en un principio sus cubas, maceran los caldos, hasta que el recipiente se empapa y satura de esa que, castizamente, se llama «solera». Aunque el vino primitivo vaya enajenándose, las nuevas aportaciones se saturan del sabor originario, gracias a la poderosa virtud de la solera, y las nuevas cosechas, en infinitos años, conservan siempre el sabor y el tono de la elaboración primera. Los pueblos, asimismo, por muchas importaciones y renovaciones que sufran, guardan siempre la modalidad, enérgica, definitiva, que adquirieron en su formación. Por eso, con todas las aportaciones exóticas y multiformes que caen diariamente en la Argentina, la modalidad auténtica, la que se formó en los primeros tiempos de la colonia, se mantiene viva siempre. Pero el tiempo pasará, y todo lo que ahora es heteróclito y renovado irá consolidándose. Las fortunas se harán cada vez más tradicionales. Las familias contarán entonces con un abolengo de varias generaciones. Y nacerá, si no ha nacido ya en pequeña escala y tímidamente, el amor y el culto por los antepasados. Cuando llegue ese momento, los argentinos lamentarán la irrespetuosa manía de destrucción de sus antepasados. Modestas, frágiles y sencillas como eran, sin embargo, aquellas mansiones viejas habían guardado el aliento de los abuelos, en su ámbito se desenvolvieron las vidas antepasadas, y de ellas surgió el molde de la nacionalidad. La marea humana Todos sabemos que una ciudad guarda mucho parecido con el cuerpo humano: tiene un órgano vital, de donde fluye y se esparce la energía dinámica. El corazón es la urna que contiene el tesoro bullente de la vida humana; las ciudades poseen también su corazón. El palpitante corazón de Buenos Aires se llama la City. Suprimid ese barrio vital, y la población no tendrá ninguna razón de ser; paralizad el movimiento febril de la City, y la ciudad habrá quedado inmóvil, yerta, como un hombre presa de un síncope. Una de las cualidades de Buenos Aires que merece mayor aprecio, es su franqueza. Buenos Aires no engaña a nadie. Al extranjero que desembarca en los muelles, le ofrece como primer espectáculo el de la City, con sus bancos y oficinas de negocio. Hace, como si dijéramos, sonar un saquito de monedas al oído del inmigrante, para convencerle desde luego que en esa tierra de promisión no encontrará más que tópicos monetarios. Otras poblaciones suelen ser hipócritas o convencionales. Presentan al viajero las severas fachadas de sus Universidades, liceos y pinacotecas, con la intención de aparentar una vida de divagaciones mentales. Pero Buenos Aires, mucho más sincero, pone en primer lugar sus Bancos y oficinas mercantiles. Así logra encadenar al hombre ambicioso, inyectándole desde el momento que desembarca el virus de la codicia. Una codicia franca y leal, libre de simulaciones. La City propiamente dicha es pequeña: comprende cuando más una superficie de un kilómetro cuadrado. En ese espacio de terreno tan corto se encuentra lo más vigoroso y potente de la ciudad: los Bancos, la Bolsa, las agencias de navegación, los grandes remates, las oficinas de tierras y de seguros. Lo más vivo, todo cuanto significa fuerza financiera, está comprendido en esas calles privilegiadas. Pero la City, a pesar de ser el corazón de la metrópoli, tiene aspectos tan distintos, que parece una ciudad extraña, un pueblo extranjero incrustado en la urbe criolla. El americanismo novelesco evoca en la imaginación formas ligeras e indolentes, colores claros y pintorescos. La City no es americana en ese sentido. Es de un americanismo yanqui; negra, fea y agria. La angostura de sus calles hace que los tranvías, los carruajes y las personas vayan disputando entre sí y eludiéndose a trompicones. Uno piensa con terror que camina por la calle de milagro, y se llega a creer firmemente en una providencia vigilante. Y el ruido. No se parece al ruido disciplinado de algunas avenidas europeas, donde el paso simétrico de cuatro filas de vehículos recuerda a un ejército en marcha, a un torrente majestuoso. En la angostura de la City bonaerense, el ruido es desordenado, agudo, irritante. Los tranvías, rozando las aceras, arrojan al oído del transeunte sus latidos metálicos que crispan; los carros se enredan; riñen los conductores, se apostrofan y amenazan con los puños cerrados. Los nervios vibran. Y pasan rápidos los caminantes, empujándose, pisándose, obsesos en su única y común preocupación. Sin embargo de su fealdad y su acritud, ¡qué emocionante es la City! Nada hay en Buenos Aires que me produzca una impresión tan enérgica, como un paseo por ese barrio cartaginés. Siento en sus calles como la brutal caricia de una ráfaga huracanada. Me acuerdo del Océano, de la tempestad, de los precipicios torrenciales, de todas las cosas primitivas y fuertes que acatan el imperio de la fatalidad. En esas calles tumultuosas recibo un aliento de sana y trascendental barbarie. Me olvido de las exquisiteces decadentistas, de las neurosis afeminadas, de los remudamientos intelectuales. La muchedumbre me rodea, me traga, y yo me veo arrastrado como por un torrente. Olvido y disculpo los encontronazos de los hombres, los atropellos de los carruajes; sobre mi naturaleza de hombre de gabinete, aquella marea oceánica ensaya sus golpes y ultrajes más imponentes. Bárbaro y violento, todo aquello tiene para mí un sabor nuevo, extraño, excitante. Las caras rojas de los negociantes, la falta de educación y compostura, los ademanes bruscos, eso apenas roza mi sensibilidad. Todo lo brutal que allí reside, yo lo disculpo. La ola total me agarra, me lleva, me infunde vigor, como un gran trago de _whisky_. Siento que me asalta entonces la borrachera de aquella multitud encandilada, y el entusiasmo del ambiente se me introduce en la tímida alma intelectual... X PSICOLOGÍA DE LOS ANUNCIOS Antes de visitar la República Argentina conocía yo varias de sus intimidades. La lección previa me la habían dado sus periódicos, grandes como océanos. Pero no aprendí a conocer esas interioridades en las columnas periodísticas, en sus artículos políticos ni en sus reseñas sociales o policíacas. Mi curiosidad bebía en unas fuentes humildes y despreciadas: en las planas de anuncios. Cada pueblo tiene su fisonomía; tienen también las planas de avisos de sus periódicos un tono diferenciado. ¿Para qué buscar los datos en las planas principales de las hojas cotidianas? La verdad y el rasgo característico suelen estar allí casi siempre velados o atenuados. La civilización, obligándonos al uso del guante, quiere también que enguantemos nuestras ideas y emociones. Se escribe discretamente, envolviendo en eufemismos los pensamientos, poniendo sordina a la indignación y evitando los grandes ademanes. En cambio, quién es capaz de contener las exclamaciones rudas y sinceras de los anuncios? Los artículos pasan por el tamiz del director o del propietario, mientras que los anuncios llegan directamente de la calle y pasan a la imprenta. Pagan religiosamente su inserción, y en tal sentido se sienten con el derecho de decir la verdad. La grosería de lo demasiado sincero es una de sus peculiaridades. Están ahí todos los días, revueltos y amontonados, gesticuladores. Nos hacen muecas raras y altisonantes, para que nos fijemos en ellos. Como los sacamuelas de las plazas, como los apóstoles de las sesenta religiones que actúan dominicalmente en los jardines de Boston o de Cincinati, esos avisos cotidianos se esfuerzan por atraernos. Si uno grita, otro grita más fuerte. Recurren a todos los arbitrios de notoriedad, y emplean en ello un ingenio sutil y estrambótico. Nos ofrecen todo, nos regalan todas las delicias, con tal de que les hagamos caso. Brindan la salud, la fortuna, la felicidad... Pero tan grotescos y charlatanes como son, en los anuncios está la raíz psicológica de un pueblo. Más adelante, cuando una sociedad venidera intente reconstruir la historia prolija de nuestra época atormentada, necesitará recurrir a planes de comprobación muy delicados, y apartar la hojarasca de los datos numerosos y confusos. Ningún dato mejor que los anuncios. Las sociedades futuras observarán, por ejemplo, que el mayor número de avisos está formado de dos temas: la oferta de específicos medicinales y la invitación de medios para adquirir fortuna. Con lo que deducirán que nuestra época padece dos enfermedades distintas y una dolencia verdadera: intemperancia. He dicho antes que yo conocía previamente los rasgos argentinos por los avisos de sus periódicos. Me gustaba, efectivamente, hundirme en la lectura de sus numerosos anuncios, desentrañar su sentido, gozarme en su pintoresca confusión. No he sentido después una sensación tan plena de la inconsciente juventud argentina. Yo me entretenía en el juego raro de «perderme» entre las columnas y planas anunciadoras de los periódicos de Buenos Aires, analizar su alma, discernir sus rasgos originales. «Se presta dinero sobre sueldos y alhajas», es el aviso que menudea en muchas capitales burocráticas de Europa. En Buenos Aires también abundan los avisos de préstamo. ¡Pero qué distintos! Leed uno: «Dinero disponible, _cualquier suma_, para hipotecas. Largos plazos y amortización a voluntad del tomador». Hay otro más expresivo todavía: «Cualquier suma disponible, desde 10,000 hasta 1.000,000 de pesos...». Aquí no se trata de mezquinas usuras sobre sueldos; no se transparenta aquí, detrás del aviso, una vida de estrechez y de mal disimulada tacañería. La usura, en este caso, toma un aspecto magnífico. En ese millón de pesos ofrecido hay una enorme ambición de dar, y otra enorme ambición de arriesgarse en estupendas aventuras. Pueblo que vive del crédito, gente que no sabe ahorrar ni contener sus prodigalidades y sus apetitos; pueblo que carece de dinero, posee, sin embargo, la audacia de entenderse por cifras de millones. La virgen tierra inacabable aparece detrás de los avisos como un mágico telón de fondo. La locura de la tierra, la locura de las especulaciones bruscas, rápidas, ilógicas, es una característica del país, la que le da el tono principal, la que le hace aparecer como un gran tapete verde en donde todo es motivo de juego y de azar; las cosechas de trigo, los rebaños, los barcos llenos de maíz. «Compro cualquier extensión de tierra, pagando al contado,» dice un aviso gallardamente. La grandeza territorial de un país no saben expresarla bien los mapas y las geografías. Tantos grados de latitud, tantos kilómetros cuadrados de superficie: todas esas cifras geográficas no aciertan a darnos una visión clara de la extensión. Los avisos saben medir mejor. «En Río Negro, vendo 5,000 hectáreas, y dos fracciones con 10,000 hectáreas más o menos.» Este _más_ o _menos_ es de una real e ingenua magnificencia. Acostumbrado a ver las parcelas de tierra perfectamente medidas hasta el centímetro, un europeo queda asombrado ante esas elásticas mediciones, ante ese _más_ o _menos_ que bien puede consistir en 100 ó 500 hectáreas. «Vendo cuatro leguas en el Neuquen.» He ahí cómo los avisos de los periódicos son los más justos y expresivos historiadores de la Argentina. Hasta en la manera de pedir y ofrecer empleos resultan grandes psicólogos los avisos. No se solicita trabajo en forma humilde y pordiosera, como en los países muy trabajados por la concurrencia. Los avisos dicen simplemente: «Necesito obreros; tres pesos por día.» «Jardinero experimentado, se ofrece.» No hay aquí ninguna imposición por parte del amo ni ninguna mendicidad del lado del operario. Se transparenta la libertad de contratarse, el ir y venir de los hombres a lo largo de los oficios, hacia la meta hipotética de la fortuna. Luego viene el capítulo numeroso de los avisos de subastas. A través de esos avisos está viendo el lector la trama nacional, el ambiente de aventura, de engaños y de audacias. Se ve pasar una multitud de agiotistas, especuladores, locos, ilusos y temerarios. Hallazgos inauditos, sorpresas fabulosas, negocios pingües realizados en un día. Terrenos que se compran por la mañana a diez, y por la noche se venden a cien. Acaso pérdidas bruscas y jugadas más que dudosas. También nos enseñan los anuncios a conocer el espíritu nómada de estos países improvisados, repentistas, sin cimientos en la tradición. Basta fijarse en la sección de compras y ventas. Se venden las casas como pudieran venderse juguetes. Se venden las casas con sus muebles, con todos los objetos familiares. En las viejas sociedades está la familia como pegada a la tierra y a los objetos caros. Antes de desprenderse de un mueble, una familia europea echa mano de todos los recursos defensivos, porque el mueble conserva el roce y el baño de la tradición. En aquel sofá se sentaba el abuelo; aquel crucifijo oyó las oraciones de la madre; en aquel armario se guardaban los mantones bordados y los abanicos de nácar de la abuela. Tienen aquellos objetos aromas espirituales. Pero en Buenos Aires los muebles son cosas sin expresión: se compraron ayer todos juntos, y como hoy han pasado de moda, se venden todos en montón. Nada dicen a las sumidades del alma donde se esconden los recuerdos. Nacieron de la vanidad y la vanidad los enajena. Van, ruedan, como los hombres, como las familias, como todo el país... La gente vive muy aprisa y está enferma; pero no quiere morirse. Para enfermedades indefinibles se inventan medicinas fantásticas. ¡Pobre humanidad civilizada! Compras muy cara tu civilización. Los avisos de los periódicos lo dicen: necesitas excitantes alcohólicos para multiplicar la actividad del trabajo o del placer, y te hacen falta tónicos reconstituyentes para no caer en la consunción. La sociedad requiere el _whisky_, el vermut o el cognac para ofrecerle al organismo una amplificación enérgica. Es preciso comer mucho, creando una energía artificial que nos permita dilatarnos hasta todas las solicitaciones de la ambición y de la sensualidad. Para eso se inventan los aperitivos. Cuando éstos no bastan, se inventan las panaceas reconstituyentes, los tónicos salvadores. Pero las panaceas farmacéuticas no son más que livianos paliativos o donosas mentiras. Entonces sobreviene la neurastenia, el histerismo. Los avisos lo dicen: Las tres cuartas partes de los médicos que se anuncian en los periódicos son especialistas de enfermedades nerviosas. ¡Enloquecer! Este es el destino de las sociedades ambiciosas, activas, incontinentes. El progreso exige que vibremos como cuerdas tensas y que no hallemos jamás el reposo o el término a nuestros apetitos apasionados ¡Más, más! Este es el mandato imperativo. Un algo trágico surge del maremagnum de los avisos. Entre el júbilo de las ventas y de los millones ofrecidos, se levanta la hostil catadura del farmacéutico trayéndonos un frasco tonificante. Cansancio, agotamiento; he ahí el corolario de la vida moderna. Y una locura ascendente, devastadora, que alcanza a todos los seres humanos. Esa tragedia moderna está hablando ahí, en las planas de los periódicos. No hay novela, no hay historia tan íntimamente veraz y emocionante como los avisos de un periódico. La humanidad aparece en ellos desnuda, con el más desconcertante impudor. XI LAS MANSIONES Y LOS HOMBRES IMAGINARIOS ¿Qué cosa es lo real? Por el supremo valor que le damos al dinero, nos inclinamos a respetar como la cosa más real y positiva, un Banco, por ejemplo. Sin embargo, en Buenos Aires he perdido yo el respeto que me merecían, como a todos los hombres pobres, los Bancos. Junto a los Bancos de la City se reúne una multitud de escritorios y pequeñas oficinas, de distintos tamaños, de nacionalidades diversas. Al principio sentía yo un gran respeto por esas oficinas, adornadas con todo el lujo de rótulos dorados, extensos cristales, tableros con cifras y cotizaciones, ingentes armarios de hierro. También me causaban respeto una especie de antros, a cuya puerta veía clavadas muchas, infinitas placas de cobre con un nombre o una firma comercial. Miraba al pasar el fondo de aquellas habitaciones, y descubría allí dentro un algo misterioso, una suerte de esfuerzos heroicos en que estaban empeñadas gentes audaces y patrióticas. Pero también les he perdido el respeto a esos antros... Ahora los miro como lugares cómicos, pintorescos, nidos de aventuras novelables. Son unos locales espaciosos, compuestos de un patio largo al que convergen numerosos cuartos y gabinetes; en los pisos altos se continúa la misma distribución de habitaciones autónomas. Cada gabinete ostenta un número, como las celdas de una cárcel o de un hospital; junto a la puerta, una placa de porcelana o de cobre indica el apellido del dueño. Estos dueños asumen las más variadas y antagónicas profesiones. Unos son abogados, otros ingenieros, contratistas, rematadores de tierras, registradores, notarios, agentes comerciales, representantes de compañías navieras, de compañías pobladoras, de compañías de seguros; otros negocios y profesiones suele haber que lindan con lo fantástico. Cualquier persona que tenga el propósito de especular, pone su placa a la puerta de un gabinete, planta una mesa y cuatro sillas, compra una máquina de escribir y se pone a operar. ¿Sobre qué opera? Sobre nada, sobre el vacío. Ya es una empresa de seguros, ya una sociedad de avisos, de colonización, de cualquier cosa. En muchos de estos gabinetes se sientan, es claro, verdaderos abogados, verdaderos comisionistas y evidentes sociedades de colonización y de seguros; pero quienes dan carácter a la cosa son los otros, los imaginarios, los increíbles e inauditos. ¿Qué habrá ahí dentro?--me preguntaba yo antes.--Hay hombres serios que trabajan y operan sobre realidades; pero una muchedumbre opera sobre sombras y palabras. Allí dentro no hay nada, o hay cosas de apariencia y de ilusión. Este, por ejemplo, tiene en su mesa o tiradas por los divanes, muestras de un alambre nuevo para cercar campos; el otro presenta unas espigas de trigo cosechadas en un campo «que se dice que se vende y es una pichincha»; otros no presentan ni eso, como no sea una placa con un nombre, que es un enigma. Pero en ningún escritorio faltan planos y mapas de pueblos y territorios lejanos. Los terrenos aparecen cortados por líneas simétricas, en forma de parcelas cuadradas: son los terrenos, los eternos _terrenos_ que se ofrecen a la especulación, las fichas de este gran tapete verde de la república donde se juega a la compra y venta de fantasías. Allí se fraguan negocios extraños. Pulula por allí una gitanería internacional, un picarismo cosmopolita, digno de la pluma de un Dickens. Nadie tiene allí punta ni asomo de idiota; todos son perfectamente linces, educados en la escuela de lo maravilloso. Se ve a un italiano asociarse con un andaluz, a un vasco con un ruso, a un inglés con un dálmata. Unos se engañan a otros, se echan la zancadilla, en un torneo de astucia. Esperan a los incautos y a los ilusos. Viajan en viajes repentinos y anónimos, para volver con informes y hallazgos recogidos tierra adentro. Tienden la red, como las arañas, y aguardan a la presa. Allí se fabrican reputaciones sorprendentes. Los campos secos, con cuatro flacos novillos, pasan a convertirse en fértiles terrenos de pasturaje. Enseñan muestras de pasto, o plantas de lino y maíz de gran desarrollo. Con el dedo se recorren los mapas, hechos con la ciencia aduladora de los técnicos que están en el secreto del negocio; se miden en el mapa los terrenos y se ponderan sus perfecciones. Por aquí ha de pasar el ferrocarril; allá se ha de fundar una colonia agrícola; por aquel lado irá un canal de riego... Y las tierras se venden, se compran, sin que nadie las haya visto. En ellas no hay cultivo, ni rinden ninguna renta. No se compran por su valor esencial, sino por el valor que se supone han de alcanzar más tarde. Como todos tienen interés en sostener la farsa, la farsa sigue su curso. Ved un tapete inmenso, en cuya verde superficie se reflejan las ambiciones y fantasías de tanto soñador, de tanto aventurero. Un ambiente así, tan recargado de especulaciones monetarias, ha tenido que producir muchas locuras. Uno de los locos más típicos, es el que llamo yo «creador de proyectos». Su locura no cae dentro de los límites del manicomio; no es un demente de clínica: es simplemente un maniático, como el enamorado, como el artista. Tiene la monomanía de los proyectos, tiene el ideal de la fortuna, así como para el enamorado y para el artista sus ideales se convierten en obsesión fija y constante. El proyectista se levanta pensando en sus colosales negocios, y se duerme con sus sueños de fortuna; pero la fortuna no se le aparece en una forma material, sino fantástica e idealista. No quiere él la fortuna como los hombres prácticos, para conseguir cosas y satisfacciones reales: él desea la fortuna por la fortuna misma, ama el proyecto por el proyecto. Algo parecido a Don Quijote, el creador de proyectos se ha imaginado una Dulcinea, y por su bello amor vive, sueña, batalla, corre, habla. Le veréis en cualquier punto del centro de la ciudad. Está en los cafés, en los «bars», en los pasillos de los teatros. Como si su excitación cerebral no fuera suficiente, aun la aumenta con los aperitivos y estimulantes. Bebe vermut, copa tras copa; bebe sucesivas tazas de espeso café; ingiere a borbotones la cerveza. Borracho por su monomanía, apenas se da cuenta de la embriaguez alcohólica. Los alcoholes no añaden locura a su borrachera idiosincrásica, permanente. ¡Oh soñador, soñador empedernido, soñador de fantasías metálicas! El oro de las libras esterlinas, la sedosidad de los billetes de banco, lo envuelven en continuas sinfonías ideales. Y marcha por la vida escuchando el sonoro retintín de las monedas, estimulado por su música interior, enloquecido por la sarcástica excitación de su demonio íntimo. Un loco hace cien locos. El proyectista comunica a sus semejantes su locura, y allí donde va deja un rastro de utopías. Escoge por lo regular las naturalezas blandas y propicias, tal como los recién desembarcados. Entonces ocurre que el que llega, en cuanto pisa tierra, choca con el creador de proyectos, y el hombre se pierde irremediablemente. Desembarcar en América, en el país del oro, y tropezar con un hombre que baraja negocios, que hila y amontona proyectos, esto es tan terrible como caer por la boca de un abismo. Así se explica que las calles del centro estén pobladas por una muchedumbre rara, hiperbólica, febricitante, que manotea epilépticamente al conjuro de una idéntica locura. Todos hablan de proyectos enormes, de ganancias monstruosas. Sobre las mesas de los cafés, de pie ante el mostrador de un «bar», en mitad de la calle, los proyectistas gesticulan entusiasmados, o hablan muy bajito, misteriosamente, para que nadie les sorprenda la idea y les malogre el descomunal negocio. Negocios descomunales, sí; negocios estupendos. Pensar en grandes destinos, o no pensar en nada. Unas veces se trata de crear una ciudad; otras veces el asunto consiste en regar un desierto y valorizar las tierras en proporciones de dos a mil; otras veces se habla de un invento prodigioso, o de una nueva forma de reclamo, o de sociedades anónimas con capitales inauditos. Las cifras más altas, los miles y millones de pesos, bailan una danza extraña dentro de esas imaginaciones espoleadas. Las demás cosas del mundo las encuentran insensibles; no salen nunca del riñón de la ciudad, y en esas calles apasionadas y ruidosas, ellos encuentran un placer morboso que los enajena. El estrépito de tranvías y carros, el vocear de los chicos, los tropezones, la continua alarma de la calle, todo eso los enardece. Absortos en su ideal, temblando siempre ante la inminencia del éxito, su cerebro se convierte en una colmena de ilusiones. Dentro de sus almas hay fuegos fatuos, sombras siniestras, iluminaciones repentinas y maravillosas. Riman cantidades, como el poeta rima bellos adjetivos. Poetas del negocio, idealistas estrambóticos en un medio cartaginés, ellos vienen a ser las mariposas o la flor romántica del centro de la ciudad. Flores morbosas y enfermizas, caldeadas por la locura. Hasta que caen lentamente en la indigencia, y se convierten en atorrantes. O una noche cualquiera, no pudiendo sus pobres cabezas resistir tan alta presión, revientan y se mueren. XII UNA FARMACIA EN LA CITY La torre del vigía ¿Cuál es el punto más estratégico desde donde se puede vigilar mejor la miseria humana? Una sala de juego, un confesionario, un cálido salón de baile son culminantes sitios de investigación, en donde el ojo despierto penetrará como una saeta en la psicología humana. Pero existe otro lugar ventajosamente colocado sobre el panorama del mundo, o sobre el escenario social, punto obligado adonde afluyen los dolores del hombre y en donde la humanidad se muestra sinceramente en toda su pobre miseria. Este lugar de transcendente observación se halla al alcance de cualquier espíritu curioso. Se trata simplemente de las farmacias. El boticario es aquel para quien no existen secretos. El sabe qué pequeños, qué endebles y cuán cobardes somos. Situado en su mostrador, ningún esfuerzo necesita hacer para averiguar nuestras debilidades. Desde que el día amanece hasta que la noche se cierra, todos nosotros acudimos anhelantes donde él y le pedimos la salud, la providencial salud para nuestra gran cobardía y nuestro estupendo miedo de morir. Y todos nuestros vicios de lujuria, de glotonería, de sensualidad impenitente, el boticario los conoce. Con más sinceridad todavía que al confesor, le revelamos al boticario nuestras flaquezas. ¡Oh discreto y tácito farmacéutico, que sabe callar tan filosóficamente y que no guarda para nuestra miseria la menor sonrisa de desprecio! Alguna vez me ha arrastrado a la botica un malsano instinto de curiosidad, y allí me he complacido en asistir al desarrollo y tránsito de los gestos, las palabras, los elocuentes detalles del público, que acude con sus recetas y con su zozobra. Pero las farmacias guardan entre sí una vasta relación de categorías. No todas son igualmente entretenidas e ilustradoras. La botica de los barrios pobres, por ejemplo, sólo nos muestra un lado de la humanidad; la pobreza, la vil pobreza. Y cuando la pobreza se junta con la enfermedad, entonces surge un espectáculo que nada tiene de tentador. Son otras las farmacias sugestivas. Las situadas en los barrios ricos, ¡éstas sí que ofrecen largo tema de experimentación! Además tienen de favorable su ausencia de tragedia. El elemento trágico de las boticas pobres se convierte en tragi-cómico allá en las boticas que abastecen a los ricos. Porque el rico es un ser que teme a la muerte con un temor ridículo. Tiene miedo hasta de la sospecha de morir. Su regalona sensualidad se crispa a la más pequeña amenaza del dolor. Un simple dolor de cabeza le obliga a poner en movimiento al médico, al boticario, a todas las gentes cercanas. Y tienen razón después de todo. La muerte, para quien sufre en vida el hambre, el frío, la servidumbre y el vilipendio, hasta puede resultar una puerta amable de huída, de liberación; pero aquel que todo lo posee, justo es que se disguste ante la idea de abandonar unas cosas y unos placeres que no serán fácilmente substituíbles en otro mundo hipotético. Por otra parte, el miserable siente al morir que tiene derecho a una compensación; ante cualquier posible tribunal de justicia, el pobre está en el caso de reclamar el pago de deudas atrasadas. Pero quien lo ha tenido y gozado todo, ése, aunque no lo declare, mantiene la sospecha de que un justo tribunal posterior le habría de cargar en cuenta las satisfacciones anteriores. Pero esto lo dijeron ya otros labios más competentes. «Antes entrará un camello por el agujero de una aguja», etc. Todavía mejor que en las boticas de los barrios acaudalados, es situarse en aquellas otras del centro de la ciudad. Las boticas de la City son las más instructivas, las más profundas y complejas. Media hora de observación en una de ellas equivale a la lectura de un folletín. ¿No queréis entrar?... He ahí una farmacia de la City. Por lo común es extranjera y tiene escritos en los paneles de su fachada ininteligibles rótulos alemanes, franceses o ingleses, quizá porque al vulgo de los dolientes les presta más confianza la farmacopea de los pueblos lejanos: no hay que olvidar que en todo enfermo habita un supersticioso. Recorred con la vista los anaqueles y los mostradores: están llenos de frascos, botellines, paquetes y envoltorios, cuyas leyendas nos hablan de específicos providenciales, omnipotentes, todopoderosos. El milagro está allí, el soñado milagro de los enfermos. Ninguna de esas panaceas duda o vacila; todas afirman categóricamente su virtud curadora. Son hoy lo que eran antes los visionarios, los profetas y los elegidos de Dios; curan los males misteriosos, reportan vigor a los decaídos, infunden fuerzas a los desalentados. Es una repetición, en fin, de las antiguas magias. Y es que el hombre, por más que se empeñe en disimularlo, sigue siendo el niño grande, adorador de la fábula. Numerosos carteles cuelgan al azar de las estanterías, de las columnas y de las paredes. Asesorados por dibujos llamativos, esos cartelones anuncian las virtudes múltiples y terminantes de los específicos, de las aguas medicinales, de los ungüentos y de las hierbas. La ciencia aparece allí convertida en un sacamuelas de plaza pública. Y se ven firmas doctorales de médicos, que atestiguan formalmente la exactitud de cuanto prometen los específicos. Industria, comercio, reclamo, añagazas, grandes palabras, enormes afirmaciones, todo confundido con apotegmas universitarios y bañado con un lustre científico. Es un gran observatorio, de seguro. No dudéis en aprovecharlo. Desde allí se abarca el núcleo temblante, frágil, representativo de la pobre humanidad. Fuera, por los cristales, se ve pasar el torbellino de la gente, esa multitud sui géneris que va y corre por el barrio de la City con un temblor de marea turbulenta. Loca y febril, vibrante, la multitud pasa en pos de sus gruesos ideales; el dinero, lo mismo que una estrella celeste, le guía a través de sus fracasos y dolores; la codicia le espolea, y un trabajo brutal, nunca satisfecho, le presta esa inquietud trascendental y única. Emana de esa multitud un aura de fuerza; las mismas casas obscuras y pesadas sugieren ideas de un vigor incontrastable. Todo lo que vive y transita por allí habla de fuerza y poderío. Los bancos llenos de dinero--suprema significación de potencia--y los restaurantes suculentos, así como las oficinas en donde se consagran los grandes negocios, todo eso aporta a la imaginación sugericiones poderosas. Son, indudablemente, cosas densas y firmes, cosas y muchedumbres vigorosas, formidables. Sin embargo, en la botica está el secreto; allí se nos revela el doble fondo, el reverso, la clave. Esos mismos hombres de aspecto y ademanes fortalecidos entran en la botica y piden humildemente un tónico. ¡Una panacea, por Dios, que nos ayude a soportar la carga increíble de la vida! Ya está, pues, el secreto revelado, la mentira deshecha. Por debajo de la aparente fuerza, la humanidad transeúnte arrastra sus vísceras doloridas y rotas. Del torbellino pujante que pasa, van desprendiéndose los individuos, entran en las farmacias y piden el elíxir que ha de proporcionarles vigor para seguir andando, para continuar la lucha. La ciencia les da su calor como la mano maternal que enjuga la frente sudorosa del guerrero. Y luego, otra vez a las filas. Otra vez y siempre, ¡hasta la definitiva etapa final! El arsénico, el yodo, el mercurio, la quina. Todas las substancias revividoras se ponen a contribución. Olores acres y exóticos, gustos ásperos, matices de color indiscernibles. Los organismos, al recibir la inyección de esas substancias misteriosas, perciben como una sensación de júbilo material, a la manera que el cansado corcel brinca y se enardece cuando el acicate del impaciente amo le espolea. Brincan los organismos, se llenan de un imprevisto vigor, y la carrera adquiere una súbita celeridad. ¡Adelante, siempre adelante! Se le pide también al alcohol su virtud acicateante. Junto a las farmacias, los bares y los cafés, los puestos de comida y las cervecerías llaman la atención de los luchadores. ¡Entrad y reconfortaos! Y entran a montones, turbulentamente, en solicitud de una multi-nutrición. Comen glotonamente a dos carrillos, se hartan de jamón y huevos y manteca, la carne roja les chorrea grasa por los labios. Es preciso compensar con una sobrealimentación las pérdidas cuantiosas y diarias. Para poder alcanzar a tantos negocios, para tener asidos los vértices de tantas combinaciones codiciosas, hace falta exaltar la personalidad y hacer que un solo individuo posea la aptitud de diez o veinte. Devoran, tragan, beben copiosos vasos de licor cálido. El apetito lánguido y perezoso requiere también la espuela del aperitivo. La musa demoníaca del alcohol vuela sobre las frentes y ayuda a que enloquezcan más aún, mucho más todavía. Todos vibrantes, tensos, como pugilistas en el estadio. Comiendo, bebiendo, gesticulando. Rojas las caras, brillantes los ojos. Y andar, andar sin freno, de una a otra idea, de este a aquel proyecto. Sumar cifras, levantar montañas de ideales. Manipular los billetes de banco con mano nerviosa. Sentir la infernal y sublime embriaguez de gastar dinero. Ver cómo van y vienen las monedas, al compás de un ritmo de locura. Oír la voz de las brujas que gritan en el alma, como en el alma de Macbeth: «Tú serás rey: tú serás rico»... Mientras tanto el boticario combina sus drogas. En los momentos de tregua, cuando nuestro espíritu se abisma en su soledad, acude a nosotros la revelación intrínseca y luminosa de los pasmosos engaños en que vivimos. Durante esas paradas que hacemos al margen del camino, llega a nuestra imaginación la síntesis final de las cosas, y vemos que, verbigracia, todo esto que tanto nos enajena, termina estúpidamente en un hueco de cuatro palmos abierto en la tierra. El boticario y el enterrador son aquellos amigos adversos que no se fatigan de aguardarnos, porque saben que no podemos faltar a la cita. Entonces nos entra una gran desgana, y como los cenobitas quisiéramos renunciar a toda lucha, ya que todo acaba tan simplemente, tan brevemente. Pero quieren los hados que cerremos los oídos a la seducción ultra epicúrea del renunciamiento místico. Y otra vez, pasado aquel momento de alucinación intelectual, el hombre vuelve al torbellino. Nadie se libra de esos instantes lúcidos en que la vida se muestra en toda su integridad. Todos vuelven a incorporarse a la marea, aceptando como una solución la locura de este tráfago inverosímil, sin objeto, sin finalidad ni explicación. ¿Adonde se va? Nadie lo sabe. El mundo lo ignora. Se ha inventado una palabra vaga: progreso. Pero lo cierto es que el mundo, la sociedad, todos nosotros, obedecemos a esa ley de movimiento que se llama vida, de cuya ley ninguno podrá evadirse, tanto la planta como el hombre. Y la vida insaciable, al igual que los niños, pide siempre más. Vivir más, con la mayor extensión e intensidad posibles. Más... Boticario, ¿qué haces que no mezclas más aprisa tus mágicas drogas? XIII ESCENAS MARINERAS Los grandes puertos son sugestivos y amenos como una novela. En un barco anclado hay siempre un mundo de imaginaciones, de posibilidades y de heroicas inminencias. Pero el puerto de Buenos Aires es una novela mucho más complicada y entretenida que las otras. Le conceden interés dramático y pintoresco, no sólo los barcos y las mercaderías exóticas, sino además los hombres. Los hombres que desembarcan en muchedumbre, y que traen en sus rostros el gesto emocionado, estupefacto, de los descubridores. Como Colón en otro tiempo se abalanzó a la proa de su nave y quedó ensimismado ante la tierra soñada y al fin descubierta, los inmigrantes también corren a la punta del barco y miran, con un silencio trascendental, aparecer en el horizonte las cúpulas de Buenos Aires. Y más allá de las cúpulas ven lo ignoto, lo misterioso de un porvenir que tanto tiempo se complacieron en soñar. Ir errante por los muelles del puerto; he ahí un placer de nómada y de visionario. Muchas veces me he complacido yo en evadirme de las cárceles cotidianas, salir de la cuadrangular población y perderme a lo largo de las dársenas. Confundirme con la multitud de los estibadores y gabarreros, y sentirme pequeño, ignorado, insignificante, allí donde las grúas rechinan con tanta fuerza y las sirenas de los vapores lanzan sus alaridos tan gigantescos. Polvo, ruido, aglomeración. Todo tiene allí una energía descomunal. Las cosas son fuertes, enormes, fatales. Los mismos hombres sugieren una impresión de fuerza poco habitual. Lobos de mar, gavieros hirsutos, pilotos de andar zambo y ojos grises, encalmados como un mediodía oceánico, pero que al mandar en la maniobra se enardecen, chispean como un acero vibrante. Y la diversidad de lenguas, la multiplicación de los tipos, cobrizos unos, otros negros, rubios otros. Todos mezclados en el puerto, como en una resurrección del mito de Babel. Aquí reposan los grandes y lujosos transatlánticos, con su turba de camareros y marmitones, con sus oficiales galoneados. En otra dársena, los chatos y ciclópeos buques de carga arrojan a tierra su varia mercancía. Más allá están los vapores carboneros, con el pabellón británico sobre el tope. Luego vienen los buques fluviales, largos, llenos de ventanillas circulares, cómodos como un vagón de ferrocarril, los suaves buques que se deslizan por la plateada anchura de los ríos y que se sumen en la tórrida magnificencia del lejano Paraguay. Después las dársenas se acaban y comienza la sinuosa y pintoresca región del Riachuelo, atiborrado de bergantines, lleno de marineros tartajeantes, con denso olor a brea, con un aire como de folletín romántico. Y entre las dársenas y los pesados buques un enjambre de bateles, de gabarras, de remolcadores, una actividad de hormiguero, una confusión clamorosa, animada, tonificante. Y los ruidos. ¡Qué significación de colosal energía tienen los ruidos de un puerto! Las máquinas chirrían y crujen; los vagones ruedan sordamente; los cajones de mercancías caen con golpes agrios o rotundos. Se escuchan los gritos de los capitanes que dirigen la maniobra. Un buque se desprende del muelle, suelta las amarras, parte. ¡Quién sabe a qué bellos países partirá!... Un buque es un monstruo hecho para lanzarse corriendo sobre las libres olas. Dentro de las dársenas se mueve torpemente, marcha ciego, conducido y guiado por los rechonchos remolcadores. La menor negligencia puede hacerle chocar contra los malecones y abrirse en dos pedazos. Por eso el capitán grita con gritos de ira y alarma. Los marineros, injuriados por la voz del capitán, corren sobre cubierta, escalan veloces los mástiles, hacen vibrar las maquinillas auxiliares. Y el buque, lentamente, va salvando los obstáculos, pasa de una dársena a otra, gana por fin la boca del puerto, aprieta los resortes de la hélice, se lanza corriendo en busca de la alta mar hermosa. Entonces su sirena vomita un alarido de triunfo, de gloria, de libertad. Y entonces, ¡con qué envidia sigue al barco valiente nuestra alma viajera! Viajar, soltar las amarras, irse. Irse a cualquier parte; ir por el placer de ir. Desprenderse de los muelles, desamarrarse de lo cotidiano y convencional. Huir de lo habitual. Huir de la muerte, en suma, porque todo lo que se inmoviliza se muere. Porque la muerte no es más que un detenimiento. Y porque la vida es sólo un viaje. ¡Viajar, vivir!... Para un artista o un soñador, los buques modernos no tienen todavía suficiente encanto. En cambio los barcos de vela traen a la fantasía un torbellino de recuerdos, sugericiones de aquellos siglos en que había negreros, piratas y abordajes imprevistos. Por eso me gusta a mí alejarme de las dársenas donde atracan los grandes buques de vapor y zambullirme en los recodos pintorescos del Riachuelo, en los muelles destinados a las fragatas, a las bellas corbetas, a las lindas goletas, frágiles, graciosas y femeninas. Pero en los días de labor aquellos muelles están sacudidos por la fiebre del trabajo, y el encanto es menor. De los ventrudos barcos sacan montones de madera, adoquines, fardos y barriles químicos. En las tardes del domingo es cuando los muelles esos adquieren su mayor curiosidad. Entonces las grúas descansan, los carreros no alteran con sus voces maldicientes la paz del lugar, y los barcos veleros semejan viejos lobos de mar que reposan y sueñan una suerte de sueños colosales y exóticos. Las finas arboladuras se lanzan al espacio, como queriendo extraviarse en la pureza gris del cielo invernizo. Y las proas, tan parecidas al semblante de un hombre, miran con sus ojos pacíficos la turbia quietud de las aguas dormidas. Todo es pensativo y ensoñador en esos barcos arcaicos, en esas naves de leyenda que la civilización ha condenado a morir. Los marineros, como las naves, reposan también, sumidos en su nostalgia. De bruces sobre la borda miran la tierra, las casas, los escasos transeúntes; pero aunque miran no ven; sus almas andan lejos, en el confín del mundo, en los puertos natales. Cabezas rubias de noruego, ojos glaucos de inglés, melenas rizosas de italiano. Unos fuman su pipa beatíficamente, sin un guiño ni la menor muestra de emoción; otros pasean en silencio con las manos hundidas en los profundos bolsillos del pantalón. Alguno de ellos, tal vez de vuelta de la taberna, rezonga y balbucea como un animal aturdido, y marcha a ocultarse en su camarote. La atmósfera, que recuerda al cristal, tiene la rigidez tenue de las finas cosas quebradizas. Se teme que cualquier choque brusco, o cualquier agrio sonido, fueran a romper el cristal finísimo, imponderable, de la atmósfera. Sólo caben allí los sonidos tenues y a la sordina. Por eso es grato oír en esas horas inefables la voz gangosa y apagada de los acordeones marineros. A veces suena un acordeón dentro de un barco, y no se sabe dónde está el músico; parece que es el barco quien canta, con aquella voz gangosa que rememora al órgano, o mejor todavía a los armoniums místicos de las pequeñas capillas privadas. Pero no, es un marinero de grandes barbas rubias, o un grumete lampiño. El músico busca un lugar propicio en el seno del barco. Y son cantatas populares de los _fiord_ noruegos, o de los lagos suecos, o de las estepas moscovitas... Todo ello envuelto en olor de brea, ese olor que es el alma de los barcos y el acicate más vivo para una imaginación viajera. Cosmopolita, confuso, formidable y sugeridor, ¡oh gran puerto colmado de ilusiones!, tú eres un mundo mucho más grave y trascendental que el de las vanas y cuadrangulares calles ciudadanas. Energía, fuerza, civilización. Tabernas genovesas del barrio de la Boca; ciclópeos almacenes del paseo de Colón; fonduchos del paseo de Julio donde humean las fritangas más inverosímiles. Letreros en inglés, en francés, en italiano, en turco, en ruso. Olor a polenta y a macarrones, a _whisky_ y a caviar, a puchero y a sopas picantes. Grandes pizarras con sus inscripciones trazadas en blanco: «se desean braceros para un ferrocarril de Tucumán». Hombres lentos y ociosos que pasean con sus botas altas, sus ponchos al brazo, sus chambergos deformados, buscando donde contratar sus músculos para no se sabe qué raras o remotas labores. Locomotoras que gritan imperiosamente arrastrando trenes enormes. El transatlántico que parte, los pañuelos de despedida, el llanto de los que se quedan en el muelle, el humo solemne y triunfal de las chimeneas en marcha. ¡Adiós, adiós!... Todo esto, que es imprevisto, lejano, accidental, enérgico, forzudo y aéreo; todo esto que es viaje, azar, y que huele intensamente a aventura, es lo que hace a un puerto profundamente emocionante como la más loca novela. XIV BUENOS AIRES NOCTURNO Como la muerte sigue a la vida, el reposo es la playa donde viene a perecer la soberbia del trabajo. Todos tenemos que pagarle tributo al descanso. Los hombres, las aves del cielo, las hojas de los árboles. Hasta el viento y la mar mitigan su violencia llegando a la noche. La noche es la tregua, la pausa grave en esa batalla sin fin que empeñaron los elementos desde que hay vida en el Cosmos. ¿Habéis puesto el oído alguna vez sobre el gran corazón de una ciudad dormida? Bajo la paz nocturna, una ciudad parece un monstruo descomunal que pone el ritmo de su pecho al compás del latido de la naturaleza. Ninguna sensación es comparable a la que se percibe de noche, muy dentro de la noche, en las calles dormidas de una ciudad. Hay entonces en el aire no se sabe qué presagios, qué inminencias o qué supersticiosas revelaciones. El monstruo está dormido, y toda la tragedia que se reconcentra en su interior, entonces, a la hora central de la noche se revela a nuestra alma absorta. Lo más intenso que ha creado el hombre es la ciudad; la ciudad es la suma de toda la ambición, de toda la fiebre y de toda la maldad que vive en el espíritu del hombre. Viendo una ciudad dormida, es como si asistiéramos al entreacto de una tragedia. Nuestra alma tiembla de emoción al recordar las peripecias dolorosas del día que pasó, y se estremece ante la seguridad de los episodios del día siguiente. Cada día es un acto trágico; la noche es una pausa, y el espacio es el telón siniestro moteado de brillantes. Pero no duermen del mismo modo todas las ciudades. Los pueblos frívolos desconocen el sueño rotundo y terminante; hasta muy cerca del alba hay en ellos un rastro de vida, alguna orquesta pertinaz, algunos viciosos rezagados. En cambio, los pueblos que trabajan intensamente duermen de una manera definitiva, casi brutal. Una aldea de labradores duerme al compás de la naturaleza; ni siquiera parpadea una luz en sus casas; la aldea se acuesta en el seno del campo, hasta confundirse con la misma tierra. Las ciudades comerciales y laboriosas duermen del mismo modo rotundo. Ningún hombre se escapa de tener una o varias manías. Las manías son las que nos diferencian a los unos de los otros, como los rasgos físicos, como los lunares o el dibujo de la nariz, como el color del pelo o de los ojos. Una de mis manías consiste en pasear a grandes pasos por las calles de una ciudad dormida. Encuentro un encanto extraño en sumergirme dentro del vacío de la noche. Se me figura que la ciudad está ausente, que los hombres se han ido, y que sólo queda allí, bajo las sombras, el esqueleto. Se me figura también que la ciudad es un documento histórico, un algo muerto que se puede interpretar fantásticamente, al arbitrio de la imaginación. El día tiene demasiados afanes; de día nos arrastra la zozobra de la lucha, y somos nosotros mismos, aunque a nuestro pesar, actores en el drama ciudadano. Pero de noche somos espectadores. Podemos ver el panorama de la ciudad muerta, levantarla en alas de nuestro ensueño, manosearla con nuestra imaginación. Entonces la ciudad es nuestra, mientras que durante el día somos nosotros de ella. Buenos Aires duerme. Llega un momento de la noche en que la gran ciudad, unánime, se queda inmóvil. Millón y medio de almas se han dormido; miles de máquinas, cientos de grúas, infinidad de hornos, se han paralizado; y han quedado en suspenso infinitos negocios, combinaciones arriesgadas, proyectos temerarios. Los libros del Debe y el Haber están cerrados; las plumas descansan al borde los tinteros; las sumas quedaron interrumpidas; los fajos de billetes, a medio contar, aguardan al día próximo. El hilo de la vida se ha cortado. Como el sueño llega al niño y le cierra los ojos imperativamente, así ha llegado para la ciudad: igual que un niño, la ciudad ha cerrado los ojos, y tan rápidamente vino el sueño, que los juguetes quedaron entre las manos apretadas... Pero la ciudad es un niño sin candor, y sus juguetes son demasiado dramáticos. Dinero: con un juguete que se llama «dinero», las bromas y los juegos acaban en sangre, en lágrimas, en dolor. Buenos Aires tiene el sueño terminante y definitivo, como todas las poblaciones laboriosas. Tal vez en algunas de sus calles se prolonguen la luz y la vida hasta muy cerca del alba; acaso un coche, una pareja de paseantes rezagados, rompan con su ruido el silencio de la ciudad. Pero son rumores parciales y leves, casi vergonzantes. Hasta parece que ese coche tardío, esos dos amigos que pasan hablando bajo, hacen resaltar el silencio total. A media noche, Buenos Aires es una población muerta, silenciosa, inmóvil. Tiene un sueño de labrador cansado, el sueño característico de los seres que se mueven mucho durante el día. Y en esa hora central de la noche, es un espectáculo incitante pasear por aquellos lugares que absorben la vida y el movimiento en las horas diurnas. Las calles laboriosas, las más pobladas y comerciales, son las que duermen con mayor intensidad. En el barrio de las oficinas y de los bancos hay tal silencio, tal soledad de noche, que el ánimo se encoge de cierto temor supersticioso. Caminando de noche por esas calles, se siente la impresión de cruzar un cementerio. La soledad se mete dentro del alma, el silencio se apodera de la mente; cae el silencio sobre uno como algo denso, como algo misterioso y cabalístico. Las pisadas propias resuenan huecamente. La sombra personal, persigue al cuerpo, le acompaña de lado, se antepone, según la posición de los mecheros de gas. Esa misma sombra de uno toma apariencia viva, supersticiosa e insinuante. Y cuanto más rotunda es la inmovilidad de las cosas, más sugestiones se desprenden de ellas. Las cosas, en fin, hablan entonces con palabras segundas. Esas cosas tienen de día un lenguaje material y grosero, el lenguaje de la realidad; pero de noche adoptan un lenguaje interior, un segundo lenguaje, hijo de esa segunda vida que tienen las cosas, lo mismo que los hombres. Porque las cosas sueñan también. Si es cierto que duermen, ¿cómo podían no soñar? ¿Y cuáles serán los sueños de ese barrio comercial, corazón de Buenos Aires, pila cargada de electricidad? Alguna noche he querido yo descifrar esos sueños, y la vanidad de mi fantasía ha creído interpretarlos. Pero nuestra fantasía, seguramente, tiene sus límites, y ciertos sueños son inasequibles a la interpretación. El barrio duerme, el barrio de los negocios sueña. Está tendido a la margen del puerto, cerca de las vías del mar, por donde llegan los buques y las gentes y las mercaderías; la sábana negra de la noche lo cubre piadosamente. Ahí está el barrio codicioso, el barrio inquieto y vivaz, el barrio dramático, el más dramático de toda la ciudad. En sus casas no hay apenas mercancías; sólo hay tinteros, libros rayados, aparatos telefónicos, grandes cajas de acero. Los fardos y los cajones, las cosas reales y tangibles, las cosas de comer y de arder, están en otras calles. Sin embargo, ese barrio es el núcleo de la ciudad, el cerebro metálico que rige las operaciones de la inmensa urbe. Ahí están los bancos que conceden créditos, las oficinas que contratan, los remates que valorizan las propiedades, las agencias europeas, la Bolsa. Ahí están también los aventureros, los ambiciosos impacientes, los jugadores de fortunas, los manipuladores de empresas, tal vez los piratas urbanos que acechan víctimas desde el fondo de sus oficinas. Ahora, cuando llega la hora central de la noche, el barrio entero se acuesta a dormir. Tiene un sueño capital, pesado. Recupera las fuerzas, para emprender la campaña del siguiente día. Mientras tanto, sueña... ¿Pero no sueña acaso también de día? Los negocios, el comprar y vender, el traspasarse las fortunas, el amontonar cifras, ¿es algo más que un sueño? Todos esos hombres que viven como a impulso de una corriente eléctrica, ¿qué son, sino soñadores? ¿Es verdad que viven despiertos? ¿Puede titularse vida real a ese ir y venir, a esa fiebre de todas las horas, a ese comer de prisa, a ese beber apresurado, a ese contar y recontar cantidades, a esa inquietud de monigotes movidos por hilos invisibles? Todo eso es un sueño muy grande, y también muy humorístico. Allá cerca duerme el puerto. Los grandes buques duermen a lo largo de los malecones. Los transatlánticos que cruzaron el peligro del Océano; los vapores chatos que trajeron las mercancías desde las antípodas; los barcos de vela, venidos desde los hielos del remoto septentrión; todos duermen, fatigados. Las grúas de los muelles descansan. Los gabarrones, negros y forzudos, están durmiendo como estúpidas bestias de carga. La brisa del estuario orea los vientres y los lomos de esos monstruos marítimos. Y del horizonte, como una faz despavorida, la luna emerge despacio, amarilla y tácita. A la luz de la luna es grato contemplar la ciudad inmóvil. Tiene la luna una eterna facultad de engaño, de manera que las cosas más torpes se espiritualizan al beso de su luz. La luna se complace en poetizar una tapia ruinosa, y de cualquier torre vulgar hace un poema místico. Las calles prosaicas de Buenos Aires se afinan y ennoblecen con esa luz fraudulenta de la luna. El barrio de los ricos, por ejemplo, adquiere a la luz de la luna una suave espiritualidad. El mismo río, mirado desde la boca de una calle del norte, se muestra argentado, poético, lleno de romanticismo; recuerda los lagos y los mares que los pintores escenógrafos ponen como decoración de las óperas antiguas. Y los palacios de ese barrio del norte, bajo la sugestión arbitraria de la luna, toman un carácter de cosa vieja, realmente aristocrática. Adquieren pátina, apariencia de vejez y de nobleza. El ánimo se olvida de que los palacios han sido construídos antes de ayer, por arquitectos anónimos, sobre planos de construcciones exóticas. Los palacios se ilustran y avejentan a la luz de la luna; las torres de pizarra simulan ser, en efecto, torres de mansiones feudales. Se piensa en damas nobiliarias, en pajes rubios y en señores de horca y cuchillo. Y así logran las familias recientes, que tienen por abolengo un honrado comerciante o un pacífico ganadero, igualarse a las nobles estirpes de las aristocracias europeas. Entonces, cuando la luna navega por lo más alto del cielo y el silencio envuelve al barrio linajudo, uno quisiera poseer alguna virtud maravillosa de las leyendas; ser, verbigracia, como un «diablo cojuelo», capaz de destapar las techumbres de los palacios y sorprender el sueño de los salones, de las joyas, de las personas. Cruzar los corredores entapizados, oír el tic-tac de los relojes, y percibir y entender los latidos de las almas. Descifrar el sueño del señor que ha lanzado sobre un tapete verde una fortuna; interpretar el sueño de las damas, entretejido de cintas de cotillón y flirteos trascendentales; leer la última página del libro, que ha quedado abierto sobre el sofá; leer asimismo la última frase de la carta íntima, o la última nota del piano confidente. Y oír las palabras sin sonidos que se dicen las sedas y las plumas, la conversación imperceptible de los brillantes y las perlas, los cuchicheos y las risas de los pendientes, los collares, las pulseras. Todo ese mundo reservado; todas esas joyas y sedas que viven en contacto con las carnes rosadas; que se recuestan sobre el seno, en la parte del corazón; que aprietan los pulsos de las muñecas; que rodean las gargantas y oprimen las sienes; todas esas cosas calladas y leales que conocen los secretos del pulso y del corazón, que saben todos los matices de la emoción, que asisten a los más disimulados temblores de sus bellas dueñas; ese mundo tácito de cosas sabias e íntimas está ahí, sobre las consolas y mesillas, y uno siente la ambición de oírle hablar a ese mundo hermético, que lo sabe todo, y que sabe callarlo todo también. Los teatros cierran sus puertas en el centro, en el corazón de la ciudad. Es aquella parte de la población que se destina a los gozadores impenitentes, llena de cafés y de bares, de farándula y de mujeres empolvadas. Cuando el resto de la ciudad se hunde en su sueño pesado, en esas pocas calles se mantiene aún la supremacía del vicio despierto, de la alegría repintada, de una alegría que tiene precio y que se cotiza brutalmente a la luz de los grandes focos eléctricos. Allí acuden las almas insaciables, queriendo prolongar la ilusión del día. Allí se congrega ese mundo difuso, heterogéneo, cosmopolita, como en los remansos de los grandes ríos se amontonan los restos de tantas correntadas. Ingleses de afilado perfil, alemanes de caras apopléticas, italianos gesticulantes, criollos irónicos, suizos borrosos y vulgares, algún yanqui ciclópeo, y después los tipos indefinidos, indescifrables, con rasgos tenebrosos y cataduras frías, siniestras. Toda esa multitud se aglomera, oscila, habla, ronda en un pequeño espacio, como si todos los que la componen fuesen amigos. Nada, sin embargo, hay de común entre ellos, como no sea la unánime sed de placeres. Han trabajado durante el día afanosamente, sumando cifras, combinando negocios, moviendo los resortes de la vida económica del país. Al llegar la noche se sienten vacíos. Quieren lanzarse a quiméricas dichas, por esa ilusión romántica de que ningún hombre se ve libre. Se sienten vacíos. Vacíos de ternura familiar, de ideales domésticos, de ambiciones puras o espirituales. Su ideal de trabajo y de fortuna, su lucha por la conquista del triunfo financiero no les llena el alma lo suficiente. Al cerrar sus libros de cuentas, al cerrar sus oficinas, les queda un enorme vacío en el alma. Entonces acuden al teatro, al restaurant, al _whisky_, a la cerveza, a la dama de mejillas repintadas. Pasan las horas, se suceden los espectáculos y su vacío continúa sin llenarse. Más allá de la media noche, todos andan rodando, codeándose, con un no sé qué de angustia en las miradas. Algunos están ebrios y esos son los más dichosos--tan dichosos como los que duermen.--Y entonces, en plena calle, comienza la impudorosa cotización del placer femenino. Pasan las féminas carnosas, grandes hembras rubias arrancadas de las aldeas austriacas, polacas o rumanas. Se van por parejas. Otros se alejan solos, cansados. Los violines, mientras tanto, dejan oír sus gemidos en el fondo de los cafés. Más de una vez he penetrado yo a beber cosas que no me apetecían, por escuchar las voces inactuales de esas orquestas asalariadas que se obstinan en prodigar sus sartas de ensueños ideales ante gentes distraídas y sordas. Cuando un café, pasada la media noche, está lleno de un público glotón o gesticulante, uno está seguro de que la música de esa orquesta se le reserva a él solo, como un regalo gratuito y sorprendente. Nadie hace caso de las lamentaciones del violoncelo; el violín primero ensaya en vano sus apasionadas frases; el tecleo elegante del piano no encuentra, de seguro, quien le atienda. Y, sin embargo, aquellos músicos obsesos, aquellos buenos padres de familia, que han dejado su hogar caliente y los hijitos durmiendo, todo lo olvidan ante la divina seducción de su arte amado, y tocan ardorosa, honradamente, como si, en efecto, les escuchase un auditorio atento. Pero nadie les hace caso. Entonces es agradable entrar y encender un cigarro. Envuelto en la atmósfera de humo, en medio de aquella claridad fascinante de las cien bombillas eléctricas, apartando, con un esfuerzo de la imaginación, la realidad modesta de aquellos hombres que beben y gesticulan, uno puede entonces figurarse muy bien que la orquesta ha sido traída para él, y que los acordes de Beethoven o de Wagner se le dedican a él exclusivamente. Y puede uno soñar con las cosas eternas, puras, lejanas; con el cielo crepuscular de otoño, con un paisaje de primavera en la montaña, con el mar y los bosques... Los violines, por último, interrumpen sus gemidos. Aquel trozo de la ciudad, de grandes focos eléctricos, de alcohol y de mejillas empolvadas, concluye por dormirse también. Canta un gallo imprevistamente. Una carreta madrugadora, cargada de verduras, pasa hacia el mercado... XV LA NOCHE DEL SÁBADO Ya no existen brujas; sobre el prado maldito ya no aguarda el macho velludo y libidinoso la ofrenda de sus devotas nocturnas. Pero la noche del sábado conserva aún no se sabe qué olor de aventura y de tragedia. Modernamente, en nuestra edad metálica, económica y social, esa noche representa el fin de la etapa jornalera. Es la noche en que el jornal danza su baile tentador dentro del bolsillo proletario. La noche en que los apetitos, sofocados durante seis días, despiertan imperiosamente. Noche de vino y de francachela, de vómitos y de puñetazos, de cantos obscenos y de puñaladas en la penumbra. El arrabal, en esa noche, se despereza torpemente. Pero hay otro síntoma de estremecimiento sabático en el centro de la ciudad, mucho más sugerente y representativo que el arrabalesco. Tiene Buenos Aires una encrucijada nocturna, donde se aglomera, como milagrosamente, todo el vicio, todo el ocio, toda la incertidumbre internacional. En el espacio de cuatro o seis manzanas se reúne un número increíble de bares y restaurantes, de cafés y de tabernas, de teatrillos, de cinematógrafos. Todo ese mundo vicioso, alegre, pintarrajeado, que huele a alcohol y perfumes afrodisíacos, toda esa turbia ola de placer nocturno halla en la noche del sábado su expresión suprema de brillo y de grandeza. ¡Cómo no ha de existir grandeza en esa suma de la vida moderna y en ese espumante delirio de la inmensa ciudad que quiere, después de trabajar, morder la torpe fruta de los placeres monetizados! Pero esa faz de la metrópoli tiene dos muecas distintas, como el rostro de un cómico hábil. Durante el día, las calles en cuestión toman un aspecto honorable, normal y sensato. Abren los comercios sus escaparates, donde se exponen cosas correctas y sin malicia alguna; transita la gente habitual; pasan las buenas madres y las honestas hijas; nadie se atrevería a suponer ningún ardid ni un doble fondo cualquiera en tan correcto sitio. Los cafés y bares, las tabernas y los tugurios parecen esfumarse a la luz meridiana. Están allí, sin embargo; pero cautamente se ocultan, se callan, procuran pasar inadvertidos. Llega la noche y la escena cambia de tono asombrosamente. Entonces la decoración, las bambalinas y los personajes diurnos se desvanecen, y entran en acción otros telones, otros actores. Los comercios honorables han cerrado sus puertas. Y, como ciertos animalejos que reviven y fosforean al amparo de la sombra, así también los bares y los chamizos, los cafés y los escaparates pantagruelescos alcanzan, con la noche, un brillo y una existencia sorprendentes. Parece aquello un efecto de birlibirloque, el juego de un escamoteador. Las gentes son otras, las palabras distintas, las pasiones completamente opuestas. Y entonces queda uno asombrado ante la prodigiosa floración de tanto lugar alegre. Los bares y los cafés se suceden en forma continua. Casi no queda espacio para los otros comercios normales. ¿Cómo ha podido suceder?... Pero Buenos Aires es fecundo en esta clase de sorpresas y mutaciones. La gente circula entretanto. Sale de un teatro para meterse en un café; sale de un café para reunirse en el fondo de otro. Beben, comen, vuelven a beber. Trasiegan los líquidos frescos o ardientes. Cerveza a grandes tragos, _whisky_ a pequeños sorbos. La soda burbujea en los vasos, hace cosquillas en la garganta. A veces estalla el estampido de un corcho de champaña. Otras veces, cuando el vértigo culmina, los licores de alta graduación ya no se ingieren a sorbitos, sino a grandes e imprudentes tragos. Y esa gente, como si padeciera del mal de San Vito, no se resigna a estacionarse en un lugar; sale, entra, torna a salir en un peregrinaje de copas recientes y ampliamente vaciadas. Y por entre la gente pasan los cocheros, ofreciendo el maternal refugio de las victorias para los derrotados en la porfía. Y pasan del mismo modo las mujeres imprecisas, con sus ojos arbitrariamente agrandados, con sus palideces o carmines de engaño o tentación. ¿Quién podría discernir y catalogar esa muchedumbre? En ella existe de todo, como en un pedazo escogido de la humanidad. Están allí el burgués y el estudiante, el empleado y el cultivador de tierra adentro. Están asimismo los patoteros, los calaveras, los compadres, los buscavidas, los vagabundos, los pilletes, los rateros, los mendigos. Se oye hablar en infinitos idiomas. Allí se confunde el alemán de rostro encarnado con el inglés de perfil anguloso y pipa, oliendo a higos macerados. El capitán del barco que entró en el puerto por la mañana, y el estanciero de la pampa remota que vino a negociar, y que por la noche enlazó una buena comida de las ocho con una cuchipanda de las doce. Y pasan semblantes siniestros, rápidos, que dejan en nuestro corazón una sospecha supersticiosa, como si se nos anunciara la posibilidad de un asesinato. Bajo las chaquetas, ciertamente, reposan, bien ocultos y bien dispuestos, los negros revólveres. Toda esa gente busca en la noche el premio a los afanes del día. Gente, en su mayoría, de inmigración: horteras, empleados de las compañías ferroviarias, oficinistas o buscadores de negocios. Mezclados con ellos bullen los muchachotes alegres, los hijos de familia que saben tirar tan puerilmente aquellos sesudos pesos que el padre reunió con tanta asiduidad. Pero los laboriosos están en mayor número. Son esos que han pasado el día sumando cifras, distribuyendo lotes o negociando con minas lejanas y con especulaciones seductoras. Han ganado un sueldo y quieren una compensación de placer. No se resignan a depositar la cabeza sobre la almohada sin haber tenido antes un relampagueo de ilusión. En las mesas de los cafés, en la atmósfera grasienta de los restaurantes, echan a volar su fantasía entre vaguedades beodas, fumando, riendo, atisbando las carnes rosadas de las mujeres funambulescas. Ved ahí una síntesis de la civilización, el coronamiento del trabajo. La civilización pide voluntades enérgicas y consecuentes, soldados de férrea disciplina que trabajen sumisamente, sin preguntar las causas ni los fines, tal como el buen soldado no pregunta jamás las causas ni los fines de la guerra, sino que marcha al combate con estoica docilidad. Los fines de la civilización, ¿quién los conoce? Los mismos generales ignoran su interpretación. Un Rothschild o un Morgan, ellos mismos, son capitanes que accionan mecánicamente, a impulso de un fatalismo inexplicable, conducidos a la lucha monetaria por un deber indiscernible. ¿Quién conoce, entonces, los hilos y los motivos de la civilización?... Tanto valdría preguntar por el secreto de esa máxima energía cósmica que sabemos que acciona, pero que no sabemos por qué ni para qué. Y esos soldados de la civilización que esgrimen plumas o rimeros de cifras, piden, en las horas de asueto, un buen botín de sensualidades. Se atracan, en efecto, con grosera glotonería, y a la mañana vuelven a su puesto. Hasta que un día caen. Otro ocupa su lugar entretanto. Y continúa la marcha ascendente de la humanidad, cada vez más rica en máquinas, en millones, en fuerza, pero también más rica en misterios cada vez. La noche del sábado tiene en esas encrucijadas del centro de Buenos Aires una vehemencia sin igual. Es incomparable, porque se resuelve en un espacio tan corto, en tanta angostura y con elementos tan dispares. Están muy juntos todos, y sin embargo no hay entre ellos ningún lazo de solidaridad. Extraños unos con otros, de idioma desigual, casi hostiles, sólo los une el propósito inicial de sus vidas: la ambición siempre, y en la hora nocturna la sensualidad. Asoman la mirada por los cafés y ven el espectáculo humoso, confuso, de allá dentro. Mujeres y hombres se barajan sobre las copas de licor. Las orquestas ríen, los violines aguzan sus notas vibrantes, los violoncelos lanzan su queja estéril, los pianos teclean con presunción aristocrática. Y, frenéticos, dando grandes voces, los lustradores de botas gesticulan a la puerta de sus establecimientos. Y es un cómico cuadro el que ofrecen aquellos hombres presurosos, aquellos lustradores vertiginosos, charolando los botines de numerosos caballeros, como para una gran fiesta principesca que promete empezar en seguida. No empieza nada, sin embargo... Todo acaba después, entre bascas de vino y de tedio. Fango quizá, tal vez grosería, vicio. Pero la noche del sábado significa una piadosa válvula a los afanes de la semana, una pobre compensación a tanta disciplina y asiduidad. El aquelarre de otrora se ha convertido en esta fiesta legal, sancionada por los vigilantes que montan la guardia, impasibles en la esquina, y alumbrada por las bombas eléctricas. Ya no vienen las brujas a caballo sobre sus escobas; el diablo no espera ya en forma de macho cabrío. Este es un aquelarre civilizado, menos tenebroso y obscuro que el anterior, que tiene también su diablo... «¡Vade retro!». Pero hasta el diablo se ha empequeñecido y familiarizado en este siglo de las cooperativas y del sufragio universal. Y aquí termina mi impresión de la urbe tentacular, del caótico Buenos Aires, del núcleo dinámico más grande de Sur América. ¡Joven y ya inmensa ciudad, como una fuerza de la Naturaleza que obedece a impulsos fatales y cuyos fines y aspiraciones sería inútil querer explicar ni reducir a concepto! ÍNDICE _Páginas_ I.--En el río Uruguay 7 II.--La Docta Córdoba 25 III.--Viaje a las Misiones Jesuíticas 37 IV.--Los Andes 64 V.--Aspectos de Montevideo 87 VI.--La tentación agraria 103 VII.--El canto de la semilla 115 VIII.--El canto del emigrante 123 IX.--Aspectos de Buenos Aires 133 X.--Psicología de los anuncios 153 XI.--Las mansiones y los hombres imaginarios 163 XII.--Una farmacia en la City 173 XIII.--Escenas marineras 185 XIV.--Buenos Aires nocturno 195 XV.--La noche del sábado 211 * * * * * GUSTAVO GILI, Editor: Universidad, 45: Barcelona LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA Estudios sobre el pesimismo español y los nuevos tiempos por JOSÉ M.ª SALAVERRÍA Un volumen de 170 páginas, de 20 × 13 centímetros. EXTRACTO DEL ÍNDICE La afirmación como deber.--El tono negativo.--El tono despectivo.--España frente a Europa.--La generación del 98.--La España negra.--La superstición de Europa.--La negación sistemática.--Hacia otras ideas.--Los negadores: intelectuales separatistas y republicanos.--Justificación del optimismo.--De la relatividad.--El tono moral.--España y América.--La voluntad afirmativa.--Gimnasia contra los lugares comunes.--Fuenterrabía.--El oro, la dinámica y la hora más propicia. EL LIBRO DE LAS TIERRAS VÍRGENES por RUDYARD KIPLING Traducción directa del inglés por RAMÓN D. PERÉS Un lujoso volumen de 504 págs., de 20 × 13 cms., con ilustraciones de JOSÉ TRIADÓ. * * * * * «La grandiosa poesía del mundo natural, pocas veces ha sido interpretada por un hombre de modo tan elevado y profundo como por Kipling.»--RAFAEL ALTAMIRA. «Kipling es uno de los escritores más originales de estos tiempos y su obra considerabilísima y variada... El inmenso éxito de estos relatos débese, sin duda, a su originalidad...»--LA LECTURA. * * * * * GUSTAVO GILI, Editor: Universidad, 45: Barcelona COLECCIÓN SELECTA INTERNACIONAL _VOLÚMENES PUBLICADOS_ PABLO BOURGET.--=El sentido de la muerte.= Novela. » » --=Lazarina.= Novela. RAMÓN D. PERÉS.--=La madre tierra.= Poema. JEROME K. JEROME.--=Las divagaciones de un haragán.= =Libro para los días de asueto y de pereza.= ENRIQUE BORDEAUX.--=El ídolo roto.= =La casa maldita.= =La muchacha de los pájaros.= =La visionaria.= =Novelas.= A. DE CHATEAUBRIANT.--=El señor de Lourdines.= =Novela.= A. RUIZ PABLO.--=Las metamorfosis de un erudito.= =Novela.= RENATO BAZIN.--=El ánade azul.= Novela. » » --=La alquería de Champdolent.= Novela. J. ORTEGA MUNILLA.--=La Señorita de la Cisniega.= Novela. H. G. WELLS.--=Bealby.= Novela. OTRAS PUBLICACIONES R. H. BENSON.--=El amo del mundo.= Novela. » » » --=Alba triunfante.= Novela. » » » --=La tragedia de la Reina.= Novela. ENRIQUE TOMASICH.--=Agua pasada.= Narraciones. RUDYARD KIPLING.--=El libro de las tierras vírgenes.= ENRIQUE BORDEAUX.--=Noviazgo de prueba.= Novela. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Paisajes Argentinos" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.