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Title: Paisajes Argentinos
Author: Salaverría, José María
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Paisajes Argentinos" ***


                          PAISAJES ARGENTINOS

                           _OBRAS DEL AUTOR_


     =El perro negro.= (Ensayos)

     =Vieja España.= (Impresión de Castilla, con un prólogo de Pérez
     Galdós)

     =Nicéforo el bueno.= (Novela)

     =La Virgen de Aranzazu.= (Novela)

     =Tierra Argentina.= (Viajes)

     =La sombra de Loyola.= (Ensayos)

     =A lo lejos.= (Ensayos)

     =Cuadros europeos.= (Viajes)

     =Espíritu ambulante.= (Ensayos)

     =La afirmación española.= (Estudios sobre el pesimismo español y los
     nuevos tiempos)

     =El muchacho español.=

     =El poema de la Pampa.= (Martín Fierro y el criollismo español)



                         _JOSÉ Mª. SALAVERRÍA_

                               PAISAJES
                              ARGENTINOS

                               [colfón]

                         GUSTAVO GILI, EDITOR
                      UNIVERSIDAD, 45: BARCELONA
                               MCMXVIII


                             ES PROPIEDAD

                        TIPOGRAFÍA LA ACADÉMICA


_Este libro, que la amistad del editor don Gustavo Gili me ha instigado
a publicar, está formado de partes variadas en las que alternan
recuerdos de viajes por los sitios más pintorescos y grandiosos de la
Argentina, y sensaciones e ideas de aquel Buenos Aires donde he pasado
tres años bien curiosos de mi vida._

_El Sr. Gili, como creador que ha sido de la Cámara del Libro Español,
sustenta el principio ético-editorial de una verdadera comunión de
intereses hispanoamericanos, y piensa que todo editor tiene el deber de
ensayar la publicación de libros americanistas en España, y dar a
conocer en la Península las cosas e ideas americanas._

_Algunas páginas de esta obra fueron escritas antes de que la guerra
arrojase su crisis y sus agobios sobre tantos países del mundo._

_Tal vez la exaltación arrogante y un poco excesiva de los pueblos del
Plata se haya contenido algo a causa de la crisis universal, lo que
haría aparecer a ciertos pasajes del libro como no reflejando fielmente
los caracteres de aquella vida. Pero cualquier crisis es pasajera en el
Plata, y lo permanente y característico es el tono peculiar de vida que
estas páginas intentan reflejar._

_A los amigos de allá, a la nación Argentina siempre recordada, va
dedicado el libro como una ofrenda._



I

EN EL RÍO URUGUAY


La belleza de navegar

Uno de los más grandes tormentos que pueden asaltarle al hombre es la
necesidad de permanecer inmóvil en un sitio. El hombre sedentario es
como un árbol o como un pilar clavado en tierra. Por el contrario, ¡qué
bello es viajar! El mundo es ancho, es hermoso, está lleno de
curiosidades; el mundo, además, lo hicieron indudablemente para que el
hombre lo recorriera. ¡Ya nos quedará tiempo después, cuando la hora
amarga llegue, de permanecer inmóviles, bien inmóviles y resignados,
debajo de una losa de piedra!

Es bello viajar; pero todavía es más deseable el navegar. La navegación
conserva aún el picor sugestivo de las antiguas emociones errantes, y
aunque no vayamos ahora, como en los tiempos de Ulises, ni tan siquiera
como en los de Colón, embarcados en alígeras carabelas por los remotos
mares desconocidos, sin embargo, al pisar la cubierta de un barco de
vapor, sentimos un cosquilleo particular en el alma. El mar se mantiene
siempre en su puesto arrogante. ¡El mar sigue siendo una cosa seria! Por
eso la navegación nos reserva aún un especial encanto: el encanto del
peligro.


La grandeza del río

He hablado del mar con alguna precipitación. Porque, en realidad, las
aguas que surca este barco no son salobres, ni verdes, ni azules. Esto
no es el mar, seguramente; no es más que el río de la Plata, con sus
aguas dulces, turbias, lisas y superficiales. Pero con un poco de
esfuerzo imaginativo, el río de la Plata puede suplantar al Océano: un
Océano canicular, ecuatorial, de calma chicha.

Por otra parte, esas aguas que miradas de cerca se nos representan de un
color tan sucio, contempladas desde lejos recuerdan bastante bien la
lontananza atlántica. El Río de la Plata debe mirarse a conveniente
distancia, como las pinturas escenográficas: entonces se da un efecto
muy aceptable de alta mar azul.

Tampoco hay que mirar muy prolijamente el vapor. Ya se sabe que es un
buque limitado, de ruedas y de falsa quilla; pero cerrando los ojos a
ciertos detalles, el viajero puede lograr una perfecta ilusión de buque
transatlántico. Hasta nos apoya la aparición en medio de la inmensa
agua, de una costa remota, una isla, una playa. Es como cuando se navega
en la mar abierta y súbitamente surge el encanto de la costa deseada.

Sólo que aquí, en nuestro caso, la costa se complica con exceso. No es
una costa la que aparece, sino dos. Y estas dos costas van
estrechándose, poco a poco, hasta formar dos riberas fluviales. Sí:
estamos en un río. La ilusión del mar se desvanece del todo y nos
resignamos a la idea de que navegamos por un río.

Este es el río Uruguay. El vapor de ruedas lo enfila con entusiasmo,
corriente arriba, a toda marcha. ¡Ancho, soberbio, generoso río de aguas
calmas! Es el gemelo del Paraná: los dos hermanos vienen a verter sus
caudales inmensos en la majestad del Plata. Ayer mismo, en sus márgenes
selváticas tendía el indio su arco, amenazando al cauteloso tigre; hoy,
en su lugar, el caballero pastor acosa a las reses pacíficas; mañana se
levantarán ciudades populosas e innumerables. Porque nada es tan
propicio a la civilización como un río caudaloso. Las grandes
civilizaciones han nacido al favor de las corrientes fluviales, como la
babilónica, la egipcia, la brahmánica. Y un gran río suele ser siempre
el compañero de una gran ciudad. Nadie se explicaría la magnificencia de
Menfis o de Tebas sin el Nilo opulento, ni concebimos la existencia de
Babilonia sin el riego bienhechor del Eufrates. Hasta tal punto, que
casi hallamos cuerda la célebre frase gedeónica: «Bendigamos a la
providencia que hizo pasar un gran río junto a cada gran ciudad.»


Las islas

En algunos momentos de esta navegación encantada yo desearía suplicarle
al capitán del barco: Señor, vire un poco hacia tierra; déjeme
desembarcar y siga después adelante.

Me asalta este deseo cuando surge ante los ojos, en el centro del ancho
río, una isla poblada de maleza. Disculpadme: siento un infantil
sentimentalismo al ver las frondosas islas de los ríos americanos. Se
opera en mí, en tal momento, una regresión inevitable, un salto atrás,
una vuelta hacia los días crédulos de la infancia. Viendo las islas de
los ríos argentinos me achico, me empequeñezco, me convierto en un
muchachito quimérico. Y el estado de mi espíritu entonces es el mismo
que cuando tenía diez años.

Me veo sentado ante una mesa, con las piernas colgando y el ceño
fruncido al imperio de una reconcentrada atención. Tengo un libro en la
mano. Es cualquiera de los mágicos libros que escribió aquel bondadoso
hombre llamado Julio Verne, el escritor que más ha espoleado las
imaginaciones infantiles. Sí; al descubrir las islas frondosas,
surgiendo de las plateadas aguas del gran río, yo no soy el hombre
actual, de bigote lacio y frente científica; soy, al revés, un muchacho
crédulo que lee una novela de Julio Verne.

Y una vez más, como en los años antiguos, se me despierta la ambición de
echar pie a tierra, tomar posesión de una de estas islas y hacer vida
robinsoniana. Antiguamente, cuando me dormía sobre las páginas del libro
estimado, soñaba que era un navegante, un descubridor... ¿Existe entre
los niños americanos la obsesión de los descubrimientos? Tal vez no;
ésta debe de ser una manía europea, un atavismo de las razas anteriores,
aquellas que se lanzaron en un momento dado a descubrir islas y
continentes por todo el mundo, cuando los mares parecían abrirse en una
fantástica cosecha de archipiélagos perfumados.

Hoy también, igual que en los años mozos, delante de una isla me siento
descubridor y conquistador. Quisiera desembarcar, y vivir allí
novelescamente. Construir una choza. Subir a la copa de los árboles para
recoger los frutos exóticos. Cobijarme a la sombra de una palmera. Cazar
aves de plumas repintadas. Buscar al tigre entre la maleza y matarlo de
un certero tiro. Pescar peces policromos. Oír la voz musical de los
pájaros. Asistir a la gloriosa asunción de la luna sobre los bosques. Y
emocionarme con los peligros, sorpresas y épicos trabajos de la
naturaleza virgen...

Pero el vapor pasa de largo, y las islas, una a una, van quedándose
atrás. En ellas podría un hombre vivir una vida libre, sencilla e
intensa a la vez, lejos de las leyes y pragmáticas de la sociedad, solo
ante la naturaleza, dueño de su destino, feliz y rico en su pobreza
aparente, con abundancia de peces, pájaros, aire, sol, claros paisajes.
Pero las islas pasan y yo no me atrevo a desembarcar. Me ha estropeado
la civilización.


Las goletas

De repente, en un recodo del río, se descubre una goleta sin velas,
atracada a la costa. ¿Qué hace ahí esa goleta? La costa es desierta, y
está poblada de bosque; el barquito se arrima a la arboleda, como si
quisiera cubrirse y esconderse.

¿Qué hace ahí ese barco? No hay muelle, ni puerto, ni pueblo, ni
siquiera una mala casucha. El lugar no puede ser más desolado. Y otra
vez entra en acción la fantasía novelesca. Ahora son las novelas de
Mayne Reid las que reviven en la memoria. Y reanudo en seguida las
lecturas de los diez años, tremendas lecturas en que un barco
filibustero se arrimaba a las costas tropicales, o subía por la
corriente del Missisipí, del Orinoco, y los piratas, al abrigo de la
selva, sorprendían un poblado, se llevaban cautivas las mujeres, se
reembarcaban y huían por los vericuetos inexplorados de los
archipiélagos...


La calma tórrida del mediodía

En la hora central del día, el río se convierte en una lámina de plata.
No se mueve ni un pliegue de aire. La atmósfera duerme su siesta.

Si no fuera por la máquina del buque, el silencio sería total. El buque,
sin embargo, no cesa: las dos ruedas potentes arañan el agua, la
sacuden, y el río se riza con olas oblicuas, largas, como las varillas
simétricas de un abanico.

Duermen los bosques de la orilla, duerme el aire, todo está inmóvil.
Bajo la pereza del mediodía, el barco resbala sobre el río. Y allá
lejos, en lo alto de las colinas, las palmeras aisladas, derechas,
quietas, aparentan la suma expresión de la molicie, con sus palmas
curvadas hacia el suelo, indolentemente. Entre dos palmeras, ¡qué bien
se tendería una hamaca, y se dormiría allí, al arrullo de los
moscardones sonsoneantes!

Todo está hablando alrededor de cosas lejanas, de vidas diferentes, de
primitivismo. Unas pocas horas han bastado para alejarnos enormemente
de la civilización y del europeísmo. Lo que nos rodea tiene sabor
americano, pero de americanismo legendario. Parece que nos separan miles
de leguas de las ciudades, y que Buenos Aires se ha retirado muy lejos,
pero muy lejos.

De tal modo, que el ánimo está preparado para todo fenómeno fantástico.
Si nos dijeran que un tigre ha rugido entre los cañares de la orilla, lo
consideraríamos muy natural; tampoco nos extrañaría ver avanzar una
banda de indios armados con agudas lanzas. Encontraríamos perfectamente
lógico que un barco pirata nos embistiese de proa, y que nos lanzara dos
cañonazos detonantes.

Hasta que el sol, inclinándose al horizonte, modera su fuerza, ilumina
las cosas de costado y hace desaparecer la modorra y la tensión de la
fantasía. Entonces la luz se vuelve dorada, las sombras se alargan y
acentúan. El río adquiere matices variados. Llega la hora de la dulzura
y la melancolía, el antecrepúsculo de oro. Si el barco se aproxima a las
márgenes, pueden distinguirse los detalles de las arboledas, los
trenzados impenetrables de las lianas y la amorosa paz de algunas
ensenadas.


Los arroyos

Muchas veces tienen los fenómenos sencillos la virtud de despertar en
nuestra mente complicados pensamientos. Que un arroyo desemboque en un
río, es un acto perfectamente natural; nada tiene de extraordinario, en
efecto. No obstante, la conjunción de un arroyo en un ancho río me
sugiere siempre una grave curiosidad.

Si vemos caer un arroyo en un río, desde la parte de tierra, la cosa no
nos merece mayor atención; pero visto el fenómeno desde la parte del
río, cobra un valor simbólico muy grande. Yo veo desembocar los arroyos
en el río, y ¿podrá creérseme?: en aquel momento se me figura que estoy
al otro lado de la vida, más allá de la barrera de la muerte. En fin:
los arroyos confluentes se me representan como vidas que concluyen.

El final de una existencia, indudablemente, no es más que eso: un acto
de caer, de rendirse, de sumirse en la extensión anuladora de las
grandes aguas. El arroyo es una vida. Su historia está repetida desde el
principio del mundo y se repetirá hasta la extinción del mundo. Como una
vida, nada más. Nacer de una fuente matriz, saltar y jugar entre las
peñas, borbotar entre los guijarrillos, correr por entre márgenes
floridas, ensancharse en el valle, ir majestuosamente por el llano: y al
final, caer humildemente en el gran río de aguas numerosas, anuladoras.
Anularse, morir.

Los arroyos, como las vidas, ofrecen rasgos característicos en su
momento terminal. Hay arroyos trágicos, como hay vidas de tragedia. Los
que caen al mar o al río caudaloso desde una altura, en forma de
cascada, son arroyos dramáticos, inquietos y violentos, que corresponden
a las vidas trágicas de un César, de un Borgia o de un Cromwell. Otros
arroyos vierten sus aguas finales con una serena resignación; su muerte
es filosófica y austera como la de un Sócrates, o también como la de
una persona buena que ha cumplido honestamente su misión en el mundo y
entra con grave sencillez en la muerte.

De esta última clase son los arroyos que confluyen en el río Uruguay,
arroyos tranquilos y mansos, que salen de la espesura, abren un hueco en
la maleza y entran en el río sin protestas, sin resistirse ni
espumajear: como verdaderos seres filosóficos.

¡Oh arroyos simbólicos y representativos! Seáis vosotros el alto ejemplo
que me inspire a mí la manera de pasar, noble y decorosamente, el umbral
de aquella última hora definitiva.


Los hombres a caballo

A medida que el vapor avanza, la costa se hace más abrupta. En algunos
sitios se descubren imponentes acantilados, cortados con tajo brusco
sobre el agua. El terreno es más alto, más ondulado. Se entra en la
región de las pequeñas colinas, más bien de los collados, o empleando el
vocablo territorial: cuchillas.

En lo alto de estas cuchillas se eleva de tarde en tarde alguna casa,
alguna choza misérrima: no es raro divisar también la blancura
confortable de una estancia. Otras veces, la cumbre de estas cuchillas
está tomada por algún rebaño de novillos, quienes comen mansamente su
hierba providencial sin dignarse volver la mirada hacia el barco que
pasa.

Pero en ocasiones suele ser un hombre el que ocupa la eminencia de esas
colinas. Un hombre montado en su caballo. Un hombre que se para en seco,
enhiesto sobre su montura, vueltos los ojos hacia la embarcación que
sube río arriba. Y ese hombre ahí parado, no sé por qué, se me figura
que vierte una mirada de antipatía hacia el rugiente barco.

Su destino es uno, y el del barco es otro. El hombre ése representa el
pasado, mientras que el barco de vapor representa lo evolutivo, lo
revolucionario y transformador. Ese hombre sintetiza la vida fácil,
libre y romántica de la tradición pastoril. Cabalgar desde que apunta el
día, recorrer las praderas pobladas de copiosos rebaños, comer la carne
sobre la hoguera que sirvió de fogón y de abrigo, dormir bajo el manto
constelado; no inquietarse por el porvenir, sino esperar que el mismo
destino provea a nuestras necesidades; amar, cantar melancólicamente;
reñir y guerrear si es preciso, y terminar de una recta puñalada al
corazón, en una noche de contraria suerte.

El vapor significa lo opuesto. El vapor sube por la corriente arriba,
paralelo al ferrocarril, llevando arados, ladrillos, alambres
cercadores. Representa el sedentarismo, la agricultura, la economía, la
organización municipal, la fundación de bancos, la población numerosa,
la tierra acotada, la supresión de aquella vida libre, deliciosamente
anárquica, generosamente sobria, de los confusos tiempos pastoriles.

El hombre ese que se detiene sobre la montura de su caballo, en lo alto
de la cuchilla, siente que cada vapor que remonta el río es un nuevo
asalto a la tradición. Y lo mira pasar seriamente, llena el alma de
tristeza y de odio.

El hombre y el vapor son enemigos por necesidad, opuestos entre sí,
mutuamente incomprensibles. El hombre a caballo no comprende la prisa,
ni el entusiasmo codicioso que lleva el vapor, porque él aprecia mucho
más el sangrante churrasco devorado en la rasa llanura, que los
suculentos manjares comidos en cerradas habitaciones. No concibe que un
hombre construya su casa con ladrillos sobrepuestos y bien ensamblados,
cuando unas tablas o unos adobes recubiertos de hierba seca, bastan para
cobijarle. Y entiende que todo lo demás sirve solamente de nudo y de
cadena. Ciertamente: cada nueva comodidad, cada seguridad nueva que nos
presta la civilización, es una nueva hipoteca que le hacemos a la
libertad personal.

Pero de los dos adversarios, el vapor es el más poderoso. El saldrá
vencedor. Y las orillas del río se cubrirán de pueblos, de casas, de
alquerías. La belleza salvaje y solitaria de ahora, se cambiará por otra
hermosura distinta. Las aguas mansas del río reflejarán árboles
civilizados, recortados, obedientes, en lugar de las malezas
insubordinadas de ahora. Los ranchos misérrimos habrán de convertirse en
casitas pintadas, coquetonas. A la soledad majestuosa de las llanuras,
seguirán los campos labrados, cercados por setos florecidos. Niños que
van a la escuela en tropel; golpes de martillo; silbar de locomotoras;
los carros henchidos de frutas sazonadas; cantos y alborozo de las
vendimias.

Si una poesía decrece, otra renacerá. La naturaleza no renuncia jamás a
su dominio estético, y sabe siempre ser noble, lo mismo en la grandeza
de las selvas vírgenes, que en los trabajos de los valles cultivados, de
las ciudades atareadas...

El sol se ha puesto. Tímidamente asoman, una a una, las estrellas. El
río se vuelve negro: sobre la sombra de sus aguas, un lucero pone su
blanco punto ideal. La noche es muda, como un silencio estupefacto. En
medio de este silencio, el buque, un poco pedante, persiste en su ritmo
bronco: bum, burrum, bum.

Octubre, 1912.



II

LA DOCTA CÓRDOBA


Cuando el tren camina con más entusiasmo, a la dorada luz del sol
matutino, el viajero queda perplejo al ver que la llanura inmensa, la
abrumadora llanura argentina, se deprime bruscamente, como por efecto de
un encantamiento. Allá en el fondo de la depresión, una multitud de
casitas y ranchos sobresalen entre las arboledas. El paisaje ha tomado
repentinamente un aire rudo y enérgico. La monotonía de la llanura, la
suavidad de las líneas prolongadas hasta lo infinito, se traducen en
unos desniveles y bancales poblados de matas, bosques y zarzas. Una
población extraurbana, numerosa y típica, bulle por aquel paisaje
intempestivo. Las casitas de adobe, los ranchos de paja, asoman entre
las tunas. Y las gentes, con su color moreno y su aire netamente
criollo, evocan en la imaginación un mundo muy apartado del Buenos Aires
europeo y descolorido. Un poco más adelante, en el fondo de la
depresión, ocupando el lugar estratégico del valle, aparece Córdoba.

Primero no se ven más que torres, sobresaliendo del semioculto caserío.
Y esas torres distintas, extemporáneas dentro de la igualdad pampeana,
son para el viajero una nota llena de simpatía, algo como un hallazgo
providencial. Porque el viajero, si es de índole un poco artística, ama
precisamente aquellas cosas que se apartan de lo común, y sobre todo las
cosas que tienen fuerza evocativa. ¿Y puede haber algo tan evocador,
como un ejército de torres levantándose sobre una ciudad histórica? En
cada torre hay un mundo de recuerdos, de creencias, de controversias o
de fanatismo: pocas cosas existen en el mundo, efectivamente, que
sugieran tal suma de ideas y contrastes como unas torres levantándose
sobre una ciudad. Y como la ciudad de Córdoba aparece a la vista del
espectador tan erizada de torres ingentes, uno se imagina bien pronto la
profundidad histórica que ha de existir en ese pueblo interior, colocado
en el mismo centro del antiguo virreinato.

Los pueblos se dividen, como las personas, en dos categorías: hay la
categoría de las ciudades vulgares, y la de las ciudades típicas,
entonadas, de sabor propio. En seguida que el viajero penetra por las
calles de Córdoba, comprende que se encuentra en una ciudad personal y
de pronunciado carácter.

Mientras camino por las calles, nada me impide suponer que voy vagando
por una de aquellas ciudades históricas del mediodía de España. La
multitud de iglesias, las tapias discretas de los conventos, la paz de
las calles silenciosas, el misterio de los muros viejos, por encima de
los cuales asoma un árbol florido; y en el fondo de esas calles vacías,
silenciosas, limpias, alguna ventana aislada, con su reja artística, y
colgando de los hierros de la reja una flor... Todo esto es bien
europeo, bien antiguo, y sobre todo bien español. Hasta las personas
eclesiásticas adoptan un aspecto raro. Los sacerdotes no visten como los
atildados abates de Buenos Aires, no llevan el redingot ajustado, el
sombrerillo de ala plana y breve, el bastón en la mano; este aire de
mundanidad no lo desean los sacerdotes de Córdoba. Ellos no tratan de
disimular su estado, como si se avergonzaran de vestir trajes demasiado
sombríos y demasiado anacrónicos, entre las gentes despreocupadas del
cosmopolitismo. Por el contrario, los sacerdotes de Córdoba se mantienen
fieles a la sotana, y al manteo amplio, y al sombrero ampuloso, el
clásico sombrero de «teja». Se ven también frailes de distintas órdenes,
unos con hábito pardo, otros con hábito blanco, y algunos con los dos
colores, pardo y blanco. Y pasan gravemente por las calles, sin timidez,
sin miedo a la ironía del descreído cosmopolitismo; antes más bien con
el gesto y la compostura del que se siente dentro de su legítimo feudo.
Y se ven además muchas, numerosas mujeres que visten hábitos diversos,
incomprensibles para el profano. Las hay vestidas de color marrón; otras
visten de blanco, con manto a la cabeza color azul; otras combinan el
blanco con el negro; y otras, en fin, sobre el traje rosa ponen su manto
azul celeste. El viajero queda asombrado, perplejo, ante la variedad
colorista de los hábitos femeninos de Córdoba. He ahí una ciudad que
posee en alto grado el instinto del color, tan negado a muchos pintores.

¿Y las campanas? Desde que abandoné las costas de Europa no había yo
escuchado el son de las campanas. En Europa suenan mucho los bronces
místicos. Nuestro oído se halla como viciado por ese son un poco
lúgubre, pero también recordatorio de muchas escenas infantiles. Yo
notaba en mí cierto vacío. Pero en Córdoba he vuelto a saturarme de ese
son familiar. Las campanas de Córdoba suenan numerosas, porfiadas, a
todas horas. Vienen las campanadas de cerca, de lejos, de todos los
lados. La campana de la catedral, principalmente, suena de un modo grave
y religioso; es un son venerable, no exento de soberbia; suena con la
autoridad de algo que se siente legítimo, necesario, inseparable de la
tradición de la ciudad. Cuando la campana suena, de los pliegues y
dibujos churriguerescos que coronan la gran cúpula central surge una
bandada de palomas; las pobres palomas eclesiásticas no han podido
habituarse al tono solemne de la campana; el misticismo de las blancas
palomas cree que existe mayor dulzura religiosa en el éter azul, que en
la voz triste del bronce; y mientras la iglesia, para comunicarse con
Dios, usa la voz de la campana, las palomas levantan el vuelo, ascienden
por el aire nítido, y es como si quisieran abismarse en el azul
firmamento, regazo inmenso de Dios.

Pero a la vez que estas cosas hablan a la imaginación de las viejas
ciudades españolas, otras cosas nos sugieren imágenes contrarias, de un
fuerte aire americano. Entrando en Córdoba es cuando el viajero llega a
entender lo que era una ciudad prócer en tiempos de absoluto criollismo.
La banda de la Argentina que da sobre el mar y sobre el ancho río, va
perdiendo, o ha perdido completamente su aspecto criollo: entre los
inmigrantes, los almacenes, los remates, los arados ingleses y las
copias de París, le han quitado a esa banda su barniz tradicional. Pero
en Córdoba hay civilización, hay trabajo, hay negocios, y sin embargo
conserva su tono tradicional. Se parece a esas personas próceres, de
largo abolengo, de fortuna pingüe y heredada, que saben recibir las
modas recientes, pero sin renunciar a sus maneras y costumbres
señoriales.

Algo hay, sin duda, en el ambiente de Córdoba, algo que no se puede
tocar ni apenas definir, y que para ser expresado se requiere emplear la
palabra difícil, la palabra muy pocas veces lícita: la palabra señorial.
¿Qué es lo señorial? Ahí está un nombre de veras difícil. El vulgo, y
también el que no es vulgo, quiere aplicar ese nombre a cosas y personas
que maldito de Dios si lo merecen. Señorial no es lo que tiene riquezas,
como el vulgo supone; muchas personas ricas andan por el mundo que no
han tenido el menor contacto con lo señorial. Lo fastuoso tampoco es
señorial. Se pueden tener muchos trajes, muchos palacios, muchos troncos
de caballos ingleses, mucha vajilla de plata, mucha prodigalidad, y sin
embargo se puede no ser señorial. Lo señorial quiere decir noble, y
esto de noble es un compuesto de cultura, de inteligencia, de arte, de
cortesía, de bondad, de discreción, de medida, de caballerosidad, de
buen gusto, de calma, de saber limitarse, de huir de la exageración como
del diablo, de no entregarse a la última moda puerilmente, de apartarse
de lo «snob» y de conservar siempre los prestigios de su personalidad...
Me atreveré a afirmar que todos esos atributos los posee la ciudad de
Córdoba.

Es claro que para muchos espíritus descuidados Córdoba parece un tanto
rancia; tiene un sabor provinciano, y esto hace torcer el gesto a los
cosmopolitas. Pero es menester inclinarse con respeto ante las ciudades
que no quieren sumirse en el todo igualatorio; ante los pueblos que
creen en la historia, en la personalidad nacional, en los prestigios
heredados y transmisibles. Por mi parte, no niego que me infunden gran
consideración el árbol que sobresale en el bosque, el arbusto lindo o
feo, que rompe la monotonía de un sembrado, el hombre que se atreve a
llevar un sombrero distinto a los demás, o simplemente el que tiene más
estatura, es más pequeño o tiene la calva más exagerada que los otros.
Ser distinto, en estos tiempos en que los sastres, las ordenanzas
municipales y los hoteleros se empeñan en hacernos simétricos, denota
valor y fe, y ambas virtudes son de las más altas de cuantas se ofrecen
a nuestra consideración.

Un ejemplo de esa discreción noble, señorial, lo tenemos en la
universidad, tres veces gloriosa. La universidad de Córdoba cuenta su
vida por siglos; en sus aulas han enseñado los primeros profesores del
virreinato y de la república; en esas mismas aulas han estudiado los
obispos, los generales, los magistrados, los presidentes, los escritores
de más lustre de la nación. La vida intelectual de la Argentina, en lo
que ésta tiene de abolenga y de histórica, puede decirse que ha nacido
en los bancos de la universidad cordobesa. Otra ciudad menos discreta
hubiese dado a su universidad un aspecto ampuloso, soberbiamente
monumental; hubiera puesto una fachada rimbombante, con muchas
columnas, estatuas e inscripciones, y una suerte de molduras hechas de
cemento habrían dejado pasmado al pobre transeúnte. En Córdoba no sucede
así. La universidad de Córdoba, sin embargo de su prestigio, ofrece una
apariencia modesta. Es preciso ir a buscarla, y buscarla bien en el
recodo de una calle apartada, para dar con ella. Nada de fachadas
rimbombantes. Un frente de estilo clásico, una puerta mediana, un
vestíbulo pequeño, y eso es todo. En el centro el patio ofrece un
aspecto conventual, con su claustro de columnas de medio punto. Un
jardincillo llena el patio con sus verdores amables. Las aulas se abren
sobre el corredor del claustro, y en aquellas aulas, sobre bancos de
pino, se sientan los estudiantes. Se comprende que todo está igual,
desde muy antiguo. La universidad no ha querido abandonarse a las
locuras de la ostentación moderna. Piensa que la inteligencia no
necesita de mucho lujo para desenvolverse, y que Sócrates conversaba con
sus discípulos en mitad de la calle o a la sombra de los plátanos
clásicos.

La simpatía es un sentimiento inefable. Nos es una cosa simpática, y el
por qué no sabemos decirlo muchas veces. De la ciudad de Córdoba
guardaré siempre un recuerdo amable. Una visita rápida, que duró dos
días, no sirve, es claro, para penetrar en el fondo de un pueblo; pero
yo prefiero atenerme a mi impresión fugaz, ya que ella es propicia. La
plaza central, tan bella y limpia; las calles bien cuidadas; las casas
discretas y elegantes; la distinción de todo, lo mismo de las piedras
que de las personas. Y el recato y silencio de las vías adyacentes,
aquellas encantadoras calles por donde no se ve transitar muchedumbres
afanosas; allí donde el reposo es tan completo que se oye distintamente
la voz de un piano interior, las risas de unas muchachas invisibles,
hasta el crujir de las hojas de los naranjos y de las adelfas que asoman
por encima de las tapias.

De noche la ciudad se envuelve en calma y en silencio. A la hora en que
el último color del día se amortigua, cuando la luz de los luceros llena
de poesía el espacio, el aire de Córdoba tiene una transparencia, una
suave frescura, una sonoridad indecible. El rumor de las calles no
viene a turbar esa calma con su estúpido ruido. Es hora en que las
personas caminan sin prisa, con ademán negligente y desinteresado.
Entonces la ciudad entera parece sumida en descanso y en amabilidad. El
aire se hace sonoro. Las mujeres salen al balcón y sus voces animan la
calle, como un sonido que viniera de atrás, de un tiempo en que no
existían ni ferrocarriles ni periódicos. Y el aire de fin de verano se
embalsama con olor de hierbas campestres. Hay, en fin, tiempo y espacio
para mirar al cielo y para ocuparse en un trabajo tan divino como es el
de contar las estrellas del cielo. El alma se abandona a las ideas
semisueños. El alma descansa.

Febrero, 1911



III

VIAJE A LAS MISIONES JESUÍTICAS


Paisaje civilizado

Era una brillante mañana de primavera cuando emprendí aquella expedición
hacia los países remotos e inhabitados del interior de América (como un
conquistador que hubo de llegar demasiado tarde).

Alma de explorador, fantasía de viajero, yo, que a los quince años
soñaba con descubrir un nuevo Amazonas, ahora podía por último lanzarme
a la aventura de la América florida, selvática y prodigiosa. No dudé en
aceptar la generosa invitación de mi amigo el señor Errecaborde, que se
dirigía al pueblo de San Javier con propósito de subastar unas cuantas
leguas de tierra. Y en compañía de dos distinguidos «rematadores»,
provistos de maletas, armas y provisiones, todos juntos y en buena
disposición de ánimo emprendimos la marcha hacia el territorio de las
Misiones.

Plana y verde, sembrada de quintas y de «chacras», la fértil llanura de
Buenos Aires tendía al paso del tren su opulencia agricultora. Aquel
país monótono y civilizado no era todavía el mundo salvaje y novelesco
que mi imaginación deseaba. Pero más allá del pueblo de Zárate comenzó
la decoración a complicarse. El tren se trasladó todo entero a un «ferry
boat» que lenta y suavemente nos puso en la otra margen del río
Paraná... Y mientras cruzaba las aguas parduscas y tranquilas del ancho
río, mis ojos pudieron admirar los primeros signos del paisaje indiano;
ceibas de encarnada flor, bosques de caña «tacuara», y unas palmeras a
lo lejos, flotando sobre las malezas de los campos anegadizos.


Empieza el exotismo

Salió el tren del «ferry boat» y recuperó el dominio de los carriles. Y
se lanzó a la carrera por las soledades de la provincia de Entre Ríos,
patria de hombres valientes, hábiles en el manejo de la lanza y del
cuchillo cuando las «montoneras» y las guerras civiles conmovían
continuamente el territorio del Plata. Cruzábamos un paisaje denso y
austero, solitario y noble, que por estar moteado de pequeñas y
onduladas lomas, por la vastedad religiosa y por los grupos de árboles
parecidos a encinas, me recordaba mucho el grave paisaje castellano.

Vino la noche, divinamente sembrada de estrellas, y el aire, al paso del
tren, nos traía vagos presagios del Trópico. A veces, en la pausa de una
estación, veíamos volar las mágicas luminarias de las luciérnagas.
Perfumes dulces y pesados, de magnolias y jazmines, llegaban a nosotros
desde el fondo de la llanura como ingenuas tentaciones voluptuosas. La
gente caminaba sin prisa. Los pueblos aparecían inmensamente
distanciados. De los chozos o «ranchos» del camino surgían mujeres de
piel cobriza y muelles ademanes. Los hombres, a caballo, portaban sobre
los riñones, cruzado en bandolera el largo y puntiagudo «facón» de los
famosos «gauchos»... ¡Hallábame, pues, en la verdadera América de mis
sueños!

En el pueblo de Santo Tomé acabó la primera etapa de nuestro viaje.
Hasta entonces pudimos beneficiarnos de las comodidades y delicias de la
civilización: vagón corrido, restaurant, cama. Desde ahora empezaba la
lucha con lo desconocido y con lo indisciplinado. Ibamos a usar todos
los medios imaginables de locomoción, y tendríamos que someternos a la
cocina fantástica de las posadas, donde quiméricos cocineros italianos
nos servirían manjares incomestibles. Y dormiríamos, claro es, en la
vecindad de toda suerte de insectos. Para estas contingencias del
porvenir decidimos reposar y abastecernos en el pueblo de Santo Tomé.

Es un pueblo amable, bastante crecido y de contornos deliciosos. Su
nombre de santo antiguo indica desde luego que fué creado por los
Jesuítas. En efecto, desde Santo Tomé, hacia las espesuras del Brasil y
el Paraguay, entre los grandes ríos Uruguay y Paraná, extendíanse las
célebres Misiones Jesuíticas, ese noble intento de una república
cristiano-comunista que dió lugar a tantas leyendas y a tan
contradictorios comentarios.

En Santo Tomé viví dos días; no podré contar en mi vida muchos días que
sean más serenos. Una suavidad del aire, un perfume de jazmines, el
panorama del caudaloso río, y una paz de lentitud y de pereza en las
gentes... En Santo Tomé parece que las cosas esperan a alguien. Esta
espera es la misma que la del rebaño que perdiera su pastor. Los pueblos
misioneros tenían en los jesuítas su pastor. Estos eran el cerebro, la
conciencia y la voluntad, la providencia que evita el dolor y el cálculo
que previene; los sencillos indios no necesitaban pensar ni agitarse, ni
desear siquiera. Sobre sus vírgenes y sumisas naturalezas en que faltaba
principalmente la voluntad, ¡con qué alegría y entusiasmo ensayaron los
hijos de Loyola su programa cristiano-social!


Armados de revólver...

En fin, partimos de Santo Tomé en un tren explorador que marchaba con un
cargamento de obreros hasta el límite de la línea. Nos acomodamos en un
furgón sin techumbre, y en esta poco sibarítica forma hicimos un
recorrido de tres horas. La línea del ferrocarril terminaba en seco en
mitad de una llanura desierta y rasa. Descendimos a tierra, y con
nosotros bajaron los obreros.

Acababan de llegar de Europa. Eran inmigrantes novicios, reclutados en
todos los rincones de España, de Italia, de Turquía y de Rusia. Venían
deshechos, sucios, hambrientos. Al saltar a tierra formaron en grupos, y
los capataces los escogían, los distribuían de aquí para allá. En
seguida pusiéronse a encender fuego. Prepararon el «mate» y lo sorbían a
grandes tragos, mojando en la caliente infusión la dura galleta.

Nosotros teníamos apercibida una «galera», regularmente desvencijada.
Nos instalamos allí, y a un trallazo del mayoral las mulas arrancaron a
correr por el infame camino polvoriento. Eran cuatro mulas en las varas;
otras dos iban delanteras; y a la cabeza de la tropilla, jinete en un
caballejo, marchaba un muchacho con su rebenque.

El mayoral llevaba un cuchillo enorme cruzado a la cintura; el que hacía
de jefe o intendente de la galera mostraba un buen revólver bajo el
chaleco. Entrábamos, pues, en una comarca semidesierta, fronteriza al
Brasil y al Uruguay, nido de contrabandistas y desterrados... Mis
compañeros de viaje buscaron en sus maletas y sacaron sendos revólveres,
que prendieron de sus cinturas. Yo no tenía armas. Esta ausencia de
previsión marcial me avergonzó bastante y me dejó en situación de
manifiesta inferioridad.

Entonces, viendo mi actitud humillada e indefensa, alguien me alargó un
revólver que sobraba. Como el revólver era de grueso calibre y yo
carecía de cinto y de funda, me ví perplejo ante aquella arma, que no
sabía en donde aposentar. Opté por guardarla en el bolsillo de la
chaqueta.

--¡Qué hace usted, señor! Con los tumbos que da el coche, ¿no imagina
usted que se dispare y se hiera, o nos hiera a nosotros?

En resolución, tuve que entregar el revólver a quien me lo quiso
prestar. Y puesto que tan mala maña demostraba yo para el manejo de las
armas, decidimos que mi persona era inútil en cuanto a las contingencias
de asaltos, sorpresas y bandidajes, y que mis compañeros asumían la
responsabilidad de defenderme.

En seguida nos lanzamos por el camino polvoriento, que, a causa de ser
muy roja la tierra de Misiones, semejaba una herida palpitante y
sanguinolenta en mitad de las hinchadas colinas.


Un camposanto en el desierto

Marchábamos en la galera desvencijada por aquel camino infernal, y sin
embargo del fatigoso viaje iba yo bastante alegre; porque sin mucho
esfuerzo imaginativo podía considerarme entonces como un explorador de
antaño o como un personaje de Julio Verne.

Sentía la extraña y directa impresión de haber retrocedido muchos años
en la cuenta del tiempo. Todo a mi alrededor hablaba de cosas remotas y
antiguas, desde el arcaico tintineo de las muías hasta la soledad
primitiva y salvaje del campo. A veces el mayoral cruzaba con el
zagalillo algunas palabras en idioma «guaraní», o animaba a las bestias
con gritos de raro y gutural acento: «¡Oh, oh! ¡Perico!...», y las
mulillas trotaban valientemente haciendo crujir al coche a cada
arrancada.

En la ondulada llanura que cruzábamos no se distinguían ni pueblos, ni
«estancias» ni campos de cultivo. De tarde en tarde descubríamos un seto
artificial, un «alambrado», y aquel cerco, símbolo de propiedad, era el
único vestigio de civilización. Algún «rancho», mísera cabaña perdida en
la vastedad, nos advertía que por alguna parte existiera gente humana.
Las enigmáticas lechuzas de circulares ojos fijos, posadas en las puntas
de los postes solitarios, miraban el paso de la galera con una
hierática o supersticiosa obstinación. Y las bandadas de cuervos volaban
lentamente sobre los descampados.

Caía el sol de plano sobre la tierra, donde un manto de hierba escuálida
se requemaba bajo la brasa del cielo. Las nubes se abombaban en el
horizonte y hacían magníficas combinaciones de grandes masas de rosa y
blanco. El paisaje, ondulado y liso, semejaba un mar de olas pacíficas;
sólo en las encañadas y cortaduras crecían bellos grupos de árboles,
vírgenes y sin dueño, que daban fresca sombra a regocijantes y
encantadores arroyos. Fuera de estos bosquecillos, la tierra ofrecía un
ardiente color encarnado, como regada con sangre.

Recuerdo ahora mismo la tristísima impresión que me produjo, a lo largo
de la marcha, ver de pronto surgir en aquel desierto un rudimentario
camposanto. Eran unos palos irregulares y mal reunidos, que a cierta
distancia aparentaban formas de un culto idolátrico, y que,
aproximándonos, vimos que eran efectivamente toscas cruces. Para
resguardar a los muertos de las reses vagabundas, alguien había cercado
con alambre de púas el santo lugar. Una cruz, menos tosca y más grande
que las demás, hacía allí el efecto de un pastor, o era como un espectro
macabro y piadoso que vigilaba la inseguridad y el misterio del
horizonte. Un cementerio nos entristece siempre y nos perturba. ¡Pero
aquel pobre camposanto en el desierto, tan abandonado de los vivos y tan
sin contacto con la vida! ¡Aquellos pobres muertos sin nombre,
indefensos en la soledad, temerosos en la misma muerte, abrasados por el
sol tórrido!...


Un pueblo de polacos

Más adelante empezamos a descubrir frecuentes cabañas y pequeños
cultivos de maíz. Por último avistamos algunos edificios de canto y cal
y pabellones de madera. Estábamos en una colonia de polacos, llamada
Apóstoles.

De estas poblaciones exóticas e intrusas existen bastantes en la
Argentina. Suelen formarse con rusos, judíos, polacos, galenses, y en
la inmensidad del territorio viven una vida poco próspera, estacionaria
por lo general, puesto que se componen de gentes ignorantes y de
mezquinos labriegos. La colonia que nosotros acabábamos de descubrir se
componía de polacos de la Galitzia austriaca, polacos rusos y rutenos.
Eran bastante numerosos. Cultivaban sus campos de maíz y de trigo y
pastoreaban algunas reses vacunas. Los de religión ortodoxa tenían su
«pope», y los católicos habían traído también su sacerdote de lengua
polaca. Un intendente o administrador dirigía la colonia y velaba por el
orden. Era de Varsovia; un hombre joven, rubio, de rostro fino y soñador
y mirada inteligente.

Los pobres polacos, nacidos en la servidumbre y la ignorancia, venían,
pues, a substituir a los indios en la tierra de Misiones. Tenían éstos,
como los antiguos indígenas, una especie de fatalismo perezoso y
conformista y una inhabilidad para vivir sin la ayuda del jefe y del
pastor. Traían también la honda religiosidad de los indios. En los
cruces de los senderos, en las lindes de los sembrados, constantemente
veíamos grandes cruces votivas y protectoras. En ellas había a veces
inscripciones. Pedimos que nos tradujeran una de aquellas leyendas, y
decía: «¡Señor Dios, dadme este año una buena cosecha de maíz!...»

Nos albergamos en una mísera posada, donde en desvencijados catres
pudimos dormir a la noche. Y tan pronto el día alumbraba,
encomendándonos a nuestros ángeles familiares, volvimos a ir dentro de
la galera por el camino de la soledad.

Y cuando la mañana se hizo más calurosa, tropezamos con un arroyo
bastante ancho que carecía de puente y hubo necesidad de atravesar
haciendo raras gimnasias. Allí contemplé por vez primera un vehículo muy
americano, muy curioso y que, usual y único antes de la importación del
ferrocarril, ha quedado hoy constreñido a las comarcas más desviadas del
país.

Se trataba de una «carreta». Antiguamente hacían esas «carretas» el
camino de las Pampas y eran a modo de caravanas rodantes que en viajes
lentos, peligrosos, largos de muchos meses, conducían mercaderías y
personas desde los Andes hasta el litoral del Plata. La carreta que yo
veía era grande, con un tosco armazón de madera y enormes ruedas
pesadas. Un techo de paja cubría el armatoste, dándole aspecto de cabaña
verdadera, rodante y vagabunda. Una familia brasileña viajaba en el
carro. Tres parejas de bueyes lo arrastraban, obedeciendo al aguijón de
un muchachuelo que trotaba y se revolvía constantemente, jinete en un
potro.

Como los nómadas de la prehistoria, como los personajes de una novela,
marchando lentamente por un país suave, cruzando selvas y ríos,
durmiendo bajo las estrelladas y cálidas noches... ¡confieso que sentí
un poco de envidia por los viajeros de aquella cabaña rodadora!

Tuve que resignarme a montar en la galera, que nuevamente nos llevó
dando tumbos por un camino cada vez más impracticable. Y así dimos vista
al pueblo de Concepción de la Sierra, precisamente la víspera de la
festividad de la Concepción.


Misticismo eslavo

Tan trabajado me sentía por el penoso viaje, el polvo y el calor
tórrido, que me tendí a dormir en la posada una siesta profunda, como de
piedra. Apenas concluí de cenar, otra vez busqué la cama y me hundí en
un sueño profundo. Pero al alba me despertaron unos cohetes y un
campaneo estrepitoso. ¡Bien! El pueblo se disponía a celebrar la fiesta
de su Patrona, la Virgen de la Concepción.

Salí pronto a la plaza, y frente a la iglesia hube de tentarme el cuerpo
para convencerme de que no dormía, de que, en efecto, yo estaba en un
pueblo de la América meridional.

Todos los polacos del contorno habían acudido al pueblo de Concepción de
la Sierra. Llegaban en sus largos carros típicos, vistiendo a usanza de
su país; ellos con trajes gruesos y obscuros y botas altas, los bigotes
lacios y la melena hasta el hombro; las mujeres con una falda de color,
chaleco liso y camisa de mangas amplias. Los cuerpos toscos, las caras
feas y juanetudas, y un olor a grasa y sudor rancio... Pero su
impresionante misticismo les disculpaba de todas las imperfecciones
físicas.

Al entrar en el templo, las mujeres se arrojaban de bruces y besaban el
polvo. Próximos al altar veíanse cuatro hombres, especie de acólitos
encargados de corear las palabras litúrgicas del cura celebrante.
Cantaban, pero con una voz tan triste, tan perfectamente triste, que
producía angustia. La misma rudeza de las voces aumentaba la sugestión
del canto y lo hacía más sincero y hondo. Parecía un eco que llegase de
la estepa remota, helada, infinita, o un lamento trascendental y místico
que interpretase el doloroso anhelo de la melancólica raza eslava...

Salí de la iglesia con un hipo de dolor, y busqué en el aire encendido y
brillante una compensación aliviadora. Los zorzales, en los patios
sombrosos, modulaban sus ternezas amatorias; y los jazmines llenaban con
su perfume voluptuoso el ambiente quieto y cálido.

Pero un campaneo desenfrenado rompe a sonar; todo el pueblo acude a la
plaza. Está saliendo la procesión por la puerta de la iglesia. Tiene
esta procesión un sabor raro, original, maravilloso. El ambiente es
luminoso y tropical, mientras que los personajes vienen ataviados a la
usanza rusa; y de esta unión estrambótica surge el efecto más
inverosímil.

No traen más imagen que la de la Virgen; toda está rodeada de flores. El
honor de escoltar a la Virgen se lo han adjudicado las mujeres del
pueblo, y algunos paisanos del contorno, con sus bombachas nuevas y la
gran espuela calada, se reservan el derecho de llevar las andas. Los
polacos, privados de todo honor, se resignan a escoltar la imagen,
humildemente. No pueden ellos cargar las andas ni tocar la imagen; pero
como perros fieles, como rendidos siervos, rodean el objeto amado y lo
miran con ávidos ojos. Descubiertos como van, el sol misionero les hiere
en los cráneos y hace rebrillar sus cabelleras rubias, aceitosas. Y se
achicharran dentro de sus capotes de paño grueso. Las mujeres tiran y
arrastran a sus pequeñuelos. Los más ancianos siguen al cortejo montados
en sus carros. Van cantando.

Cantan una triste, una desgarradora melopea. El canto se extiende por la
plaza y llena el pueblo entero. Parece una voz antigua y remota que
viene a saludar a un amigo. Al conjuro de aquel canto religioso, yo no
sé qué raras interpretaciones se entremezclan en mi espíritu. Me figuro
que las voces cristianas de los polacos llaman a las almas de los indios
que allí residieron un día y que dispersó la fatalidad. En aquella misma
plaza de Concepción de la Sierra, dos siglos antes habían pasado los
indios guaraníes, rodeando la imagen de la Virgen. Un jesuíta, revestido
de su pompa eclesiástica, los dirigía, dándoles la pauta del canto. Los
indios fueron aventados, y ahora, pasados los siglos, otros hombres
indefensos forman en rebaño y piden a Dios, con místicos clamores, la
firmeza y la felicidad que sus pobres almas inseguras no saben
procurarse en los azares y las luchas de la vida...


Ruinas en la selva

Habíamos salido del pueblo de la Concepción en medio de un diluvio
relampagueante. De estas tormentas aparatosas no es conveniente hacer
mucho caso en los países próximos a la zona tropical. En efecto, muy
pronto nos vimos otra vez bajo un sol abrasador y un cielo brillante,
con el espectáculo de una naturaleza recién lavada y rica en primores de
color.

Para almorzar más a placer (galleta dura y cecina criolla) nos
refugiamos en un bosque. Ya no se trataba de un simple grupo de árboles,
como los que antes habíamos visto; aquello era la «selva», interminable
y profunda, inexplorada y misteriosa; la selva virgen que avanzaba hacia
el Paraguay y el Brasil, con sus tigres y sus sorpresas.

El mayoral del coche nos dijo:

--Ahí en el bosque hay un pueblo jesuítico; pueden verlo, porque está
cerca.

--¿Un pueblo de las antiguas misiones jesuíticas?...

--Sí, señor. Por esa «picada» es el camino. Se llama Santa María Mártir.

Me apresuré a internarme en la selva por una «picada», o sea un camino
abierto en la espesura. A los pocos minutos me hallé frente a una
maravilla arqueológica, mudo de sorpresa, de admiración.

Oprimida y sofocada por la frondosidad del bosque, descubrí una plaza
rectangular, grande como de cien metros de lado. Allí podía comprobarse
la forma que adoptaban los misioneros para construir sus ciudades. En
uno de los lienzos de la plaza levantaban la iglesia, el convento y el
almacén; en los otros lados se hallaban las dependencias más
importantes, las habitaciones de los jefes y de los caciques, y los
talleres comunales, que surtían de cosas al «falansterio» místico y
tributaban riquezas a la Compañía.

La plaza tenía un pórtico corrido, apto para guarecer a las gentes del
sol o de las tormentas. Esta disposición de las poblaciones misioneras
estaba a mis ojos claramente expuesta; las ruinas sufrieron poco, los
hombres no se habían llevado los sillares para construir tapias ni
chozas; la misma bravura del bosque defendía la muerta ciudad de la
barbarie o inconsciencia humana.

Dos lienzos de la plaza conservábanse en pie, hasta la altura del primer
piso; los pilares, cuadrados y de sencillos capiteles, permanecían
erguidos aún. En el centro de la plaza asomaba la boca de un profundo
pozo, que se comunicaba con un subterráneo cuya boca quedaba abierta en
un muro lateral, de proporciones ciclópeas.

Dentro del muro ciclópeo, capaz de resistir la furia de un cañón,
contemplé una especie de nicho, resto de capilla o de celda. Sobre un
altar improvisado, una imagen de la Virgen mantenía aún en sus brazos al
Niño, que la injuria del tiempo había maltratado, cortándole los brazos
y las narices.

Después los macizos muros se desprendían de la plaza céntrica y
alejábanse en varias direcciones, hasta perderse y desaparecer
bruscamente, como indescifrables interrogaciones en el misterio de la
selva. Nada tan extraño e imponente como aquellos muros decapitados,
hechos de grandes sillares rojos, ocultos en la sombra de los inmensos
árboles enlazados por las lianas. Una impresión del soñado Indostán se
avivaba en mi mente, y me figuraba asistir al espectáculo de las raras
arquitecturas místicas en los bosques del Ganges...

Cuando me alejaba, una cotorra pasó chillando sobre mi cabeza. El fruto
de los naranjos comenzaba a sazonar. Eran unos naranjos silvestres,
nobiliarios y perseverantes, hijos de aquellos otros que los misioneros
importaron y cultivaron. Uno tras otro, los árboles de fruto de oro iban
sucediéndose en el secreto de la selva, como tácitos transmisores de la
tradición. Bajo la sombra de los naranjos, los cándidos indios guaraníes
sesteaban después de la labor reglamentaria. Trabajaban para el común;
nadie tenía propiedad individual; vivían acuartelados con una
distribución inteligente y suave de todas sus horas. Dirigidos por los
misioneros, gobernados por los caciques de su propia raza, tenían
limpios trajes de algodón, impresionantes y poéticas fiestas religiosas,
procesiones, luminarias, bailes y ceremonias, tan caras a la imaginación
del indio.


El confín del mundo

En fin, nuestro pintoresco y laborioso viaje hubo de llegar a su
término, y una tarde, efectivamente, penetramos en un pueblo que se
llama, si no falla mi memoria, Itacaruaré. En aquel pueblo radicaban las
extensas tierras cuya subasta íbamos nosotros a realizar.

Yo no he visto en toda mi vida un pueblo más extraño como el de
Itacaruaré. Era pueblo, pero al mismo tiempo carecía de realidad.
Existía de hecho, pero no de derecho... En suma, era un verdadero pueblo
americano, ligeramente fantástico, algo cómico por su duplicidad de cosa
efectiva y no existente, y sin embargo admirable como una concepción de
Walt Whitman.

En la extensión inhabitada de la selva, gentes del Brasil y de la
Argentina habían hecho su nido. Hoy era un italiano que, subiendo desde
las provincias pobladas del Sur, estimaba bueno establecerse en aquel
ángulo desierto del mundo; después era un sueco o un alemán, que
abandonando los estados vecinos del Brasil tomaban posesión de un trozo
de selva; o era un español, un sirio, un judío de la Besarabia, un ruso
de Crimea, un croata, un francés, un irlandés los que llegaban a
establecerse. Cuantos hombres de diverso origen vagan y pululan por
aquellas naciones de inmigración, aportaban alguna representación al
pueblo novato de Itacaruaré.

Como el territorio estaba abandonado y la selva era grande, cada nuevo
colono escogía un pedazo de país, quemaba los árboles, y sobre la tierra
virgen y fértil plantaba tabaco, arroz, legumbres. Si la tierra se
fatigaba, no había más que incendiar un nuevo trozo de selva y plantar
en terreno virgen, fecundo. En seguida acudieron algunos comerciantes.
Los colonos, poco a poco, se asociaban más estrechamente, contrataban un
maestro y una maestra, establecían un Ayuntamiento rudimentario y daban
a su ciudad la consistencia de un organismo civilizado...

Yo me admiraba de ver aquel fenómeno de espontaneidad cívica, operado
con gentes tan contrarias y diversas, en quienes no había nada de
común, ni la religión, ni la raza, ni las tradiciones. Sólo les unía el
destino, la identidad de intereses, y una aspiración de crearse una
«estirpe». Aventureros de Europa, piedras rodantes, traqueteados en las
aventuras y los fracasos, con las vidas truncadas, ¡ahora querían
«construirse» su vida, fundar una casa, una familia, una propiedad, una
patria!...

Pero entonces, cuando llegaban al triunfo de sus afanes, ¡he ahí que se
entrometía la Ley! Ellos habían «creado» su propiedad, su casa, su
campo, su huerto, su familia; pero en Buenos Aires, unos hombres severos
oponían unos papeles sellados, en los que se decía que los campos de
Itacaruaré no eran de sus pobladores, sino de otro señor...

Afortunadamente, este señor, propietario de derecho, iba dispuesto a la
concordia y a ser generoso con aquellos bravos «pioneers».

Antes de llegar a la vista del pueblo, los colonos de Itacaruaré
formaron una nutrida cabalgata y salieron a saludarnos al camino. Desde
lejos comenzaron a disparar cohetes.

Nos recibieron a caballo en dos filas, muy galantemente, rodeando
nuestro coche en actitud de respetuosa escolta. Venían todos armados con
cuchillos y grandes revólveres, sin duda porque no pudieron todavía
contratar algunos gendarmes. Cada uno era el guardia y el juez de sí
mismo...

¡Ah! ¡Episodio romántico y novelesco, caído en mitad de mi vida como un
premio a mis largas y fervorosas aspiraciones adolescentes! ¡Qué aroma
de primitivismo, qué ráfaga de plena naturaleza llenó entonces mi alma,
en aquel rincón del mundo donde confluía la selva virgen y la
civilización naciente! ¡Qué ruda franqueza en las vidas de aquellos
hombres, cuyo pasado estaría tal vez moteado de raras aventuras, de
tragedias íntimas, quién sabe si de crímenes!...

Noviembre, 1909.



IV

LOS ANDES


El mundo muerto

Cuando un viajero de mediana cultura atraviesa los Andes por primera
vez, irremediablemente le asaltará una idea admirativa. Considerará
asombrado la suma de valor y de persistencia ideal que fué necesaria
para traspasar esas ingentes montañas con los recursos primitivos de los
conquistadores.

Pero aquello fué antes, en los tiempos del heroísmo; actualmente el
ferrocarril conduce al hombre sin mayores peligros materiales por la
sinuosidad de las barrancadas, de un lado al otro de la cordillera. El
peligro material ha desaparecido. Pero queda el otro peligro de la
imaginación. ¿Has preguntado por la razón de este nuevo peligro,
lector?... Pero este es un peligro familiar a todas las cabezas algo
desvaídas.

Hay un peligro en los Andes, indudablemente. Sentir que de dentro del
ser, pero de lo más íntimo del ser, fluyen arrebatadamente ideas y
sentimientos extraños; sentir que el orden de los razonamientos
cotidianos se invierte, como se invierte la aguja magnética de los
marinos en determinados climas; sentirse, en una palabra, propenso a
enloquecer, ¿no es este un grave y bien temible peligro? Puesto que
otros hablan del mal del «puna» y de otros males serranos, yo me permito
hablar del mal de la imaginación, peculiar a todas las ascensiones
montañesas, pero mucho más agudo y temeroso en el seno de los Andes.

¿Y por qué es más agudo el mal en los Andes? Quizá porque la impresión
imaginativa es allí descendente, al contrario que en otras montañas,
donde se presenta en forma ascendente. En las montañas que pudiéramos
llamar naturales--Pirineo, Alpes, Cárpatos--la sensación es entusiasta,
pletórica y optimista; mientras que en los Andes nos sentimos oprimidos
por no sabemos qué rara angustia, y cuanto más nos elevamos sobre sus
cumbres, sufrimos una depresión mayor y más negativa.

Por eso tal vez son los Andes las montañas únicas en el mundo, las de
una originalidad más intensa. Habréis visitado las gargantas peñascosas
de las sierras de España, las sumidades húmedas de Suiza, las lomas
cálidas y olorosas del Apenino, hasta las musgosas laderas del litoral
noruego, o las montañas floridas de los archipiélagos tropicales:
después de haber ascendido a tantas alturas, os faltará conocer lo
principal. Porque las otras montañas, aparte los accidentes de luz, de
clima y de vegetación, se parecen todas: son, al fin, protuberancias
terrenas, perfectamente lógicas, con vegetación de árboles, de hierbas o
de musgos, con animales que las pueblan, con ruidos leves o airados que
las animan. Los Andes son otra cosa. No pertenecen a este mundo. Son
hinchazones hiperbólicas, sin vida, sin musgo, sin ruido, sin nada. Es
un algo atormentado y trágico; pero trágico sin teatralidad; sincera,
íntimamente trágico.

Sin embargo, uno ha visto alguna vez ese paisaje. ¿En dónde?... Es un
paisaje casi familiar. ¡Sí, el recuerdo llega, finalmente! Un paisaje
como el de los Andes lo vió uno allá remoto, cuando leía los libros
sugestionantes de Astronomía, en los grabados que transcribían la
posible forma de las anfractuosidades selenitas. Paisaje lunar: esto son
los Andes. En oposición a las otras montañas, que son paisajes
terrenales.

Desde lejos, situándose en la llanada de Mendoza, el viajero cree que ha
de poder sumergirse impunemente dentro del mundo andino. Más allá de las
primeras estribaciones, que forman un muro sombrío, las cumbres nevadas
se deslizan, como si dijéramos, en el aire límpido, y ascienden a
alturas milagrosas. Pero nada de esto presupone pavor ni emociones
extranaturales: al contrario, vistas desde la llanura, aquellas
olímpicas cumbres que ascienden en el espacio finísimo, sugieren ideas
dichosas. Después, cuando se ha penetrado en el laberinto de la
cordillera, el ánimo queda encogido, nuestro ser se inmuta todo entero,
y sobreviene la angustia capital, la angustia andina; una angustia
moral, hecha de náuseas, como la angustia material de la «puna» se
resuelve en náuseas y opresión de las sienes.

Todo el orden del paisaje se ha invertido, y las ideas, las impresiones,
se invierten también. A la falta de lógica en la naturaleza, corresponde
en nuestra mente un trastorno mental. Comienza a desaforarse nuestra
imaginación.

Surgen ideas de milenario... Y a medida que pasan las horas, el recuerdo
de los países que se han dejado atrás, desaparece: llega, entonces, el
momento en que nos consideramos desprendidos del mundo real, y que
habitamos un astro muerto. Y persistiendo en la creencia de que el astro
está muerto, del todo y para siempre muerto, nos asalta un inaudito
asombro: ¿cómo estamos, pues, vivos nosotros, si el astro que nos
retiene se ha muerto?... ¿O acaso nos habremos muerto, realmente, y
esta apariencia de vida mental no será más que una pausa de sueño, un
sueño quimérico soñado por un cadáver?...

Este efecto se conseguirá nada más que apartándose de la línea férrea y
de las mezquinas, aisladas señales de vida real que se escalonan a lo
largo de los rieles. Doblando cualquier recodo y subiendo a una mediana
altura, la sensación andina, total y magna, se precipita en nuestro ser.
Ved ahí que todo ha terminado. Los ojos, con una angustiosa inquisición,
escrutan las montañas y las hondonadas, por ver si descubren algún signo
de vida; el oído se abre atento: pero la vida no aparece. Silencio,
soledad, desolación terminante y definitiva. ¿Quedará, en tal caso, la
compensación grave e indecible de las emociones místicas? Pero la
religiosidad, considerada esta palabra en su sentido más amplio y
eterno, no acude al alma. Uno se siente sumergido en panteísmo dentro de
la naturaleza animada, múltiple y vigorosa de las alturas medias; aun
allá, en la cima de las otras montañas, en aquel silencio bienhechor, el
espíritu se mece en pensamientos de una dulce eternidad; pero en el
seno de los Andes, la eternidad se representa como un algo vacío y
yerto. Hasta la eternidad, o la idea del infinito, adquiere en los Andes
forma de cosa muerta.

¡Y aquel color ocre de las montanas! ¡Oh, la monótona y extraña
coloración de esas cumbres colosales! Color ocre, repetido hasta la
fatiga. Pero dentro del ocre, ¡qué inmensidad de matices! Y los matices
llegan de repente, sin gradación, sin lógica; sobre una ladera extensa y
rasa, pintada de cobre mate, salta, por ejemplo, una gran verruga de
color vivo, como oro. Pero el sol, por su parte, se entretiene en jugar
con las montañas, colorándolas a su capricho; así es como pueden
sorprenderse, de repente, sobre la larga cresta de una sierra, un filete
encendido, al modo de una barra de oro ígneo. Otras veces el sol sume en
la sombra una montaña pequeña, y la montaña se va poniendo obscura,
obscura, como el bronce sucio de las estatuas en los climas húmedos.

¡Humedad! ¡Sagrada palabra! De la humedad nos viene todo lo bueno, lo
substancioso y lo poético; las plantas, los granos, la salud y el
vigor, y también las nieblas, que son la madre de la poesía. Pero en los
Andes no existe la humedad. Si hubiese allí nieblas, nuestra alma
descansaría, porque las nieblas montañesas ejercen una acción sedante en
el espíritu. Pero no hay nieblas, y el espíritu queda tenso, siempre
tenso, a punto de quebrarse en locura. Y el aire es tan neto, tan fino y
transparente, que las cosas simulan haber perdido su condición gradual;
la más pequeña piedra se distingue a largas distancias, y es como si el
paisaje, en su totalidad, se nos viniese encima de los ojos.

¿Pero es un paisaje en realidad? Nuestra costumbre clasificadora
entiende que un paisaje debe estar formado por árboles, por arbustos,
por hierbas siquiera, sin contar los otros aditamentos de las aguas, las
viviendas, los seres animados. En tal sentido, los Andes no son un
paisaje. Falta allí todo rastro de vida animada, y en la vertiente de
las montañas no arraiga el más mínimo liquen. Las nieves grandes se
licuaron. Sólo en algunos sitios hay manchas blancas; pero esa misma
nieve, contagiada por la universal desolación, adopta un aspecto seco:
se diría que la nieve se ha fosilizado. ¡Ah, todo el paisaje es un
inmenso fósil!...

Pero aunque el viajero haya de huir alarmado de ese laberinto trágico,
¡nunca agradecerá bastante a su fortuna el poder haberlo sentido, vivido
y padecido! En todo el resto del mundo no hay una cosa tan gigantesca y
sugeridora. Nada es tan imprevisto y original como esos Andes augustos,
malditos del cielo, desheredados, atormentados; pero únicos.

Los pájaros escapan, los animalillos rastreros y viles huyen también;
quizá en ninguna primavera nacerá allí una humilde flor... Las montañas
están limpias, como puede estar limpia una osamenta bajo la injuria de
un sol tórrido. Y aquel cielo de las alturas, ¡cómo es de nítido! A la
hora del crepúsculo, después que el sol desaparece, el firmamento toma
un matiz opalino, de una finura imponderable. Después la atmósfera se
enfría intensa y bruscamente. Cae sobre los espacios vacíos y hondos, un
velo; cabría decir que el paisaje se inmuta, al amago de un terror
inefable. Es el terror de la noche que llega. Bajo la luz del sol, la
muerte misma olvida su muerte; pero viene la noche y aquellas montañas
cadáveres se reintegran a la evidencia de su muerte.

El destino de esas montañas se ha consumado: ¡nunca más han de vivir! ¿Y
todas las demás montañas del globo, todos los valles y llanuras rientes,
que son hoy encanto del hombre, se doblarán a su vez bajo el mismo
destino mortal?... Será muy tarde; será en un lapso inconmensurable de
tiempo, pero alguna vez será. Como estos cadavéricos Andes ha de morir
toda nuestra combatida y afanosa tierra. Y para entonces--¡oh
pensamiento desolador!--no quedará ni un alma que pueda considerar la
muerte del mundo. Los hombres todos habrán fenecido. Sobre el cadáver de
la Tierra no habrá comentarios de hombres. ¡Los miserables hombres
estarán conversos en polvo!

Como los místicos suelen mostrar a la arrogancia humana, para abatirla,
el ejemplo de un cadáver, los Andes se nos presentan también en actitud
conminatoria. El duque de Gandía contempló el cadáver de la mujer que
tanto veneraba, y al verlo putrefacto, en un instante reaccionó su
espíritu hacia el lado divino, y aborreció las galas terrenales. Así
también los Andes se nos presentan como predicadores de renunciación.
¡Renunciemos a la soberbia, en efecto! Más temprano o más tarde, el
mundo que tanto admiramos, se convertirá, como esos cerros, en frío, en
silencio, en inanidad.

Por el espacio ruedan mundos que tuvieron fronda de árboles y lujo de
flores encantadas; hoy giran yertos, en una imperturbable rueda de
amaneceres y de anocheceres sin objeto. Como esos mundos sin vida rodará
también nuestro mundo, nuestra anhelante tierra, esta bola fenomenal que
nuestras pasiones llenan de crímenes, de amores y de glorias.

Abajo, detrás de las barreras andinas, hacia los caminos de la llanura y
de los grandes ríos, numerosos pueblos se afanan por levantarse,
engrandecerse y convertirse en cosas gloriosas; más allá de la llanura y
de los ríos, sobre los anchos continentes, otros pueblos buscan
asimismo el poder, la grandeza y la victoria. ¡Descomunal hormiguero de
pasiones! Y un siglo tras otro, desde lontananzas inaccesibles a nuestra
percepción, desde el principio de la vida moral, los hombres luchan,
guerrean, padecen, lloran, nada más que por conseguir el derecho a la
inmortalidad. Sedienta de inmortalidad ha estado siempre la especie
humana. Un poeta con un verso, un guerrero con una hazaña, un sabio con
una idea nueva, se encaraman sobre el montón de la multitud reclamando
la inmortalidad. ¡Ea, pues, tomad vuestra inmortalidad! Aquí hay una
estatua, un libro de historia, una palma indeleble; vuestros nombres son
inmortales. ¿Y después?... Contemplad esas montañas supremas, esos
cadáveres eminentes: ¡considerad que el globo entero será una cosa tan
yerta como lo son ahora esas montañas!

Y el mundo yerto, el mundo cadáver, girará sin tregua por los circulares
senderos del infinito. El sol hará que amanezcan sobre él las radiantes
auroras, y que la noche, dulce reposo, venga a envolverlo en sus negros
pliegues. Pero la aurora y la noche, los siglos todos, encontrarán
insensible a nuestra muerta Tierra. La historia de sus grandezas,
quedará enterrada en el mismo cadáver. La muerta Tierra guardará su
secreto, y los esfuerzos descomunales que hizo el hombre por la
conquista del pensamiento o de las fuerzas naturales, allá permanecerán
fracasados, interrumpidos, estériles. Acaso entonces, desde un mundo
lejano, otros seres inteligentes, mediante aparatos y recursos
colosales, investigarán el secreto de la yerta Tierra, y por inducciones
sacarán alguna verdad, y someterán nuestra antigua existencia a
investigaciones y comentarios filosóficos. Pero, ¿y si hasta esta última
esperanza nos fracasase? ¿Si ocurriera, por ejemplo, que en ningún otro
astro pueda haber nunca seres de mediana talla intelectual, capaces de
interpretar nuestra historia?... Entonces sería cuando la Tierra habría
perecido del todo.

«Refugio» de Puente del Inca, 1909.


El cóndor solitario

Sobre la más alta cumbre, y en la porción más luminosa del cielo, una
nota obscura aparece, apenas un punto en aquella inmensidad. Y se
mantiene inmóvil largo tiempo, y luego desciende rápido a la región de
la sombra, ocultándose en el secreto de los abismos. Más tarde surge
otra vez a la luz, y en la luz vuela, con vuelo largo, lento, onduloso,
magnífico.

Es el cóndor, el señor de los Andes, el rey exclusivo de las alturas. Su
majestad reina sobre cosas precarias, según la interpretación del hombre
positivo: reina sobre cosas estériles, como son la nieve, el hielo, la
roca, el rayo o el huracán. Pero dominando sobre esas cosas
infructíferas, el ave colosal se siente bien. ¿Qué le importan a ella
las interpretaciones de los hombres?

¿Por qué sube tan alto esa ave solitaria? ¿Es por verse más cerca del
cielo? ¿O es por huir más lejos de la tierra? ¿Cuáles son sus
sentimientos? ¿Sed de luz divina, o aborrecimiento de la pequeñez
terrena? ¿Ansia de subir hasta Dios, o anhelo de escapar al Hombre?...

Aquí abajo, sobre la evidente corteza terrenal, el hombre rastrea las
cosas útiles, necesarias, positivas: allá arriba asciende el ave caudal
por la escala luminosa del infinito. Cosas útiles, ¡cuánto nos cuestan!
Hay frutos, y minas, y carnes sabrosas sobre la tierra; hay gloria, y
triunfos, y placeres: y los hombres vamos rastreando, en pos de las
cosas deseadas, odiándonos y mordiéndonos, asesinándonos si es preciso.
Mientras tanto, el cóndor augusto se sumerge en su remota soledad, lejos
de la tierra, lejos de las cosas útiles que pueden dar placer y que
concitan odios.

¡Ave caudal, solitaria! ¡Quién pudiera entender el sentido de tu alma
rebelde, y saber remontarse también a la región limpia y virginal en
donde no existen las cosas útiles! ¡Quién pudiera acompañarte en tu
soledad austera! Y sobre todo, ¡quién pudiera huir del hombre!

Tú tienes garras potentes y pico de hierro; pero el hombre, ¡qué
peligrosas y triturantes garras posee! Y el pico del hombre es feroz
cuando se lanza sobre la presa. La Humanidad es una muchedumbre de
garras y de picos aprestados, prontos a la lucha, dispuestos a
desgarrar, ávidos de la carne fresca de las víctimas, o de la carne
hedionda de los cadáveres.

¿Y para qué, finalmente? La muerte nos espera a todos, ahí cerca,
escondida en la sombra. Si esta fenomenal comedia de la vida tuviese la
virtud de la eternidad, aun entonces merecería el dolor de disputarla.
Pero esto acaba ingenuamente, como una luz corta y estúpida...

Sobre el cadáver de la cordillera pedregosa, el cóndor atisba el secreto
del mundo: vive en contacto con las cimas peladas, con las rocas que
nunca han reverdecido, con los horizontes de eterna desolación. Prejuzga
ya la hora final que ha de tragarse a los cóndores, a los hombres y a la
tierra accidental. Y esta visión exacta de la vida le empuja cada vez
más lejos, hacia lo eterno infinito. En tanto que el hombre, alucinado
por la rotación de las estaciones y por el florecer constante de las
primaveras, se figura, obcecado, que él mismo ha de ser una primavera
rediviva. Y no piensa en la miseria del tiempo, y en que un poco más
tarde, la Tierra fría será como son ahora los Andes: una osamenta
irredimible. Y dentro del cadáver de la tierra, blanqueará el cadáver
del hombre, y blanquearán asimismo los cadáveres de sus glorias, de sus
odios, de sus enormes anhelos...

Sobre la más alta cumbre, el cóndor abre sus alas poderosas y se
mantiene vibrando largo tiempo, inmóvil en el centro del espacio.

Bebe el último rayo de luz solar.

Cuando la luz se ha ido totalmente, el ave se abisma en la tiniebla, y
en ella se envuelve, digno manto regio para su majestad solitaria.

Puente del Inca, 1909.


Los Andes a la luz de la luna

Sobre la nieve de las cumbres el último claror del crepúsculo se
desvanece, se diluye en blancura, y desde entonces la noche se apodera
definitivamente de la cordillera. Sucede al día una vaguedad de ensueño,
una media luz extraña que no tiene relación con ninguna otra
luminosidad; una media luz que no es siquiera penumbra, y que no se
acierta a discernir por completo. No se sabe si es reflejo de nieve,
resto postrero del crepúsculo o alba de luna. Y en aquel instante
supremo y trascendental, el silencio, que tan absoluto era de día, ahora
se convierte en algo infinito y alucinador. En el sepulcro, los
cadáveres deben de sentir un silencio como éste.

La primera hora de la noche va asociada en nuestra imaginación con ideas
y emociones familiares. Nada tan íntimo y amoroso como la preparación
del sueño. Las bestias más brutales y feroces se amansan y endulzan
cuando les invade el sueño, y en la copa de los árboles los pájaros
errabundos declinan su independencia al morir el día, y allí gimen y
cuchichean, se juntan y aprietan cariñosamente. Y nosotros, los hombres,
tenemos impresa en el alma, para toda la vida, la huella de aquel
momento en que reclinábamos nuestra cabeza indómita en el seno
maternal, y caía el sueño sobre nuestro ser, empapado en el efluvio
materno.

Pero la noche de los Andes carece de familiaridad y de ternura. En los
Andes no hay lugar para el idilio, sino para la tragedia. Como un mundo
que cuenta ya muchos milenarios de muerte, hasta el recuerdo de la vida
ha desaparecido. No hay árboles, ni hierbas, ni insectos, ni apenas
musgos. La vida está ya olvidada. ¿Qué importa, pues, que brille el sol
o que llegue la noche? La naturaleza cadavérica de los Andes no cuenta
ya los días, ni los milenarios, ni menos el transcurso efímero de las
horas de luz y sombra. Es un esqueleto que se ha entregado
definitivamente a la eternidad. Ya no le importan los días. ¿Cómo han de
importarle los días al infinito?

En el precario hotel que se levanta sobre el barranco, los pasajeros
buscan la manera de olvidar el sitio donde se hallan. Pesa demasiado
sobre sus frágiles espíritus la enormidad de las montañas, y, sobre
todo, la sugestión de esa naturaleza trágica. Buscan el calor de la
estufa, el olvido en la revista ilustrada, la conversación amistosa
entre humo de cigarros, teniendo las ventanas bien cerradas. Así logran
aislarse de la naturaleza que les abruma, como quien se hunde en un
submarino. Lejos de la realidad actual, muy lejos del sitio donde están,
pensando en la vida de los países llanos y sociables.

La luna, mientras tanto, una luna incompleta y oblicua, ha salido
imprevistamente de la montaña. La nieve ha adquirido una nitidez de
fantasía. Todo el cielo se ha purificado, y la atmósfera está como
cernida.

Las rocas desnudas que se encaraman en aquella cima lejana han
recuperado su matiz rojizo; el tono enérgico de su color extemporáneo
destaca furiosamente de entre la universal blancura y de esta unánime
transparencia sutil. Parece una llaga, un manchón de carne herida, un
algo cualquiera que recuerde a la vida. Pero no. Aquellas mismas rocas
han muerto. Ni aun con el sudario de la muerte desean vestirse o
engalanarse. Su antigua muerte está exenta ya de las primeras vanidades
suntuarias que acompañan al joven cadáver.

¡Naturaleza! ¿Qué se hicieron tus galas, tus furores, tus hecatombes,
tus rugidos y tus primaveras? En este momento concibe el alma la
fugacidad de todo, el secreto del destino que nos aguarda a todos. Los
Andes han terminado ya su misión, como la luna quizá, como seguramente
muchos astros que ruedan inútiles por el vacío. Es un miembro inerte de
ese gran cuerpo terráqueo que tanto nos apasiona. Un aviso de lo que ha
de suceder más tarde. Como este paisaje yerto, alguna vez será toda la
Tierra.

Del mismo modo que al llegar a una cumbre se complace la mirada en
revisar las cosas que quedaron abajo, también aquí se apresura la mente
a revisar la historia del mundo. Surge esa historia como una síntesis, a
grandes rasgos, en procesos milenarios. Vista desde lejos, la historia
se reduce a unos cuantos gestos o ademanes, a unos cuantos nombres
representativos. Toda Babilonia se sintetiza en unos jardines aéreos, en
una quimérica torre de ladrillo y en la figura tambaleante de
Nabucodonosor. Sócrates, Platón, Anacreonte... Bajo un cielo azul vemos
unas columnas de mármol, y los filósofos, como sombras de sueño, que
frasean vagamente: eso nada más es Grecia. Otros pueblos se nos
representan en un ademán único. Los normandos los vemos remar, todos a
un tiempo, con rumbo hacia las tierras de botín. La España del siglo XVI
vémosla caminar con el arcabuz y la pica al hombro, toda unánime, hacia
un sacrificio de estéril gloria. ¿Pero no vemos de la misma manera a las
personas en nuestro recuerdo? Fulano es el hombre que ríe, y siempre le
recordamos riendo; otro es el hombre que declama, y le vemos hablando,
accionando, en nuestra imaginación. Porque el recuerdo es gráfico sobre
todo. Nuestra mente está hecha para las imágenes visibles. La
inteligencia, en su fondo, es gráfica, como la vida, en fin de cuentas.

Y todo eso se irá simplificando, sintetizándose cada vez más. La
historia, proceso de eliminación. Cuanto más avanzamos, lo de lejos se
simplifica más. Ahora todavía percibimos un gesto, una figura, un
nombre: mañana, nada. Hasta que finalmente el mundo todo será una
síntesis absoluta. Una gran bola sin vida que da vueltas sistemáticas.
¡Suprema estupidez!

Sin embargo, nuestra imaginación se rebela siempre, y ve formas de vida
en donde no las hay. Aquí, cuando todo está inmóvil y muerto, todavía la
imaginación insiste en representar formas aparentes de vida. De este
modo, aquella cumbre recuerda la cabeza de un hombre pensativo, aquella
roca parece el dorso de un monstruo, aquella nubecilla copia el vuelo de
una grande y prodigiosa ave. Así logra el espíritu llenarse de
consolador engaño e imaginarse que, hasta en esta siniestra concavidad
de los Andes muertos, la vida no cesa de existir. Démosle, pues, gracias
a la imaginación. Ella nos envuelve con cendales de ensueño, y ella se
encarga de revestir a la razón con toda suerte de alentadoras mentiras.
Por virtud de la imaginación se olvida el ser vivo de que existe la
muerte. Merced a esa maga protectora hemos inventado los hombres la
ficción de la inmortalidad. Donde la razón termina con una linde
desoladora, allá acude vigorosa, rauda, juvenil, la imaginación nuestra,
a sugerirnos lontananzas inacabables, mentiras del más allá. ¡Qué fuera
de nosotros sin esas mentiras!

Y ahora, que rompa el alba con su claror este delirio de la noche de
luna. Que venga el tren a llevarnos, rumbo a las tierras normales,
sociales, llenas de gratas mentiras. Volver a contemplar los árboles,
las flores, los pájaros, los pueblos. Sumirnos en la enorme ilusión del
mundo rodante y agitado. Olvidar estas montañas inertes, anticipo y
promesa de la última muerte universal. Y entrar en la vorágine de las
ilusiones, oír la voz materna de la imaginación que nos habla de
inmortalidad.

Puente del Inca, 1909.



V

ASPECTOS DE MONTEVIDEO


Por la mañana muy temprano, cuando el viajero consigue libertarse de la
presión carcelaria del camarote, su anhelo, como una imposición
irrebatible, le empuja hacia la parte más eminente de la cubierta del
buque. ¡Aire! Ha salido el viajero de la metrópoli del Plata, y
probablemente sale en busca de los dos elementos capitales, los mayores
enemigos de la neurastenia: aire y silencio. En efecto, sobre la
cubierta del buque soplan amplias bocanadas de aire puro, y el silencio
es tan grande, que el retemblar sordo de la máquina no es sino un
contraste que sirve para acentuar la placidez silenciosa. El sol
asciende sobre las aguas. Delante, y bajo el mismo centelleo del sol
naciente, surge Montevideo.


El silencio

Todo está sujeto a la ley de las relaciones, y una cosa no es grande por
ella misma, sino porque hay otra cosa menor. El silencio de Montevideo
no es absoluto; es mayor que otros y menor que otros muchos. Para la
percepción de la persona que llega de Buenos Aires, el silencio de
Montevideo es de una divina plenitud. El viajero se figura que ha
penetrado en una ciudad mágica donde no existen tranvías, ni carros, ni
coches, ni chicos vocingleros; sin embargo, en Montevideo hay tranvías y
carros y demás sujetos de alboroto. ¿Pero no gritan, ni ruedan, ni
chirrian, esos sujetos alborotantes en Montevideo? Seguramente que sí; y
hasta es probable que los habitantes de la urbe oriental se sentirán
bien incómodos con el ruido penoso de sus tranvías, carros, coches y
chicos; pero al viajero que llega de Buenos Aires le parece que todas
las cosas son de pluma y que al chocar entre sí no levantan el más leve
ruido. ¡Suprema paradoja de lo relativo! Parece también,--ésa es al
menos la impresión que recibe el viajero de Buenos Aires,--parece que la
ciudad se encontrase en plena huelga; hay un no sé qué de laxo y de
tranquilo en las personas que andan, en los vehículos que ruedan; los
dependientes de los comercios se diría que, como hay huelga en la
ciudad, se ocupan en ordenar con calma sus mercancías en los aparadores;
las personas no titubean en pararse a charlar sobre la vía; y hay muchas
calles, en fin, de una incomparable soledad, apenas turbada por el paso
errabundo de un perro o de un vigilante. El aire sopla libremente, con
fuerza, pero no con tanta energía que moleste: es una caricia sobre el
rostro y sobre la hondura de los pulmones. ¡Qué plausible ciudad para
las faenas del pensamiento! Aire, silencio, ausencia de prisa: son los
más activos colaboradores del obrero intelectual.


Las plazas filosóficas

En el mismo corazón de la ciudad tropieza el viajero con unos espacios
floridos, frescos, sombrosos, verdaderas treguas de paz. Son plazas
pequeñas, plazas sin pretensiones, plazas minúsculas si las consideramos
con un criterio actual. Allá en tiempos de Artigas, esas plazas
equivaldrían a soberbios parques frondosos: hoy no podemos considerarlas
sino como placitas tutelares, en donde uno se halla tan bien, tan
suavemente, como cuando recostamos la cabeza sobre un pecho cariñoso. No
tienen la magnificencia insultadora de los grandes parques que hoy se
usan en las principales metrópolis, pero tienen un encanto de intimidad
que vale por todas las grandezas. ¿Dónde he visto yo unas plazas
semejantes? Debe de ser en una ciudad europea, quizá española.
Ciertamente: yo he visto en Cádiz unas plazas pequeñas, íntimas,
calladas, hermosas, como las de Montevideo. Son plazas como para los
ancianos, las comadres, los niños y los literatos. En esas pequeñas
plazas de Montevideo debe ser delicioso sentarse a leer un libro, cuando
la primavera desgrana todas sus flores. Pero leer un libro sin codicia,
platónicamente, no por el afán práctico y mercantil de sacarle a las
páginas una utilidad de conocimiento, sino con ánimo ligero y generoso.
Leer un fragmento y mirar a un árbol; leer otro fragmento y suspender la
lectura para seguir el vuelo turbio de una mariposa. De esta manera debe
ser grato sentarse en esas plazas pacíficas de Montevideo. En Montevideo
vale la pena de ser ocioso: ¡no puede decirse lo mismo de todas las
poblaciones! Y como el ocio contemplativo es la condición exigida para
una buena literatura, no debe vacilarse en asegurar que Montevideo es la
ciudad mejor preparada para conceder a Sur América el regalo de geniales
poetas y pensadores.


La naturaleza

Otro de los encantos con que se ve obsequiado el viajero en la ciudad
oriental, es la naturaleza. Hay allí bosques, playas, mar, hasta
colinas. También estas cosas de la naturaleza montevideana están sujetas
a la ley de la relatividad: si comparamos ese mar agridulce y
ligeramente teñido de azul, con la brava y franca grandiosidad del
Atlántico, nos ha de resultar un mar algo modesto. Los bosques tampoco
pueden resistir una confrontación con las selvas tropicales, y esas
cuchillas que se incorporan sobre la llanura no son, precisamente,
estribaciones de los Andes. Pero con un poco de esfuerzo imaginativo y
otro poco de buena voluntad, el viajero encuentra en Montevideo cuadros
de paisaje deliciosos. Marchando hacia la parte del paseo del Prado, uno
se siente sumergido en amables y frescas frondosidades. Hay en aquel
paseo una encantadora negligencia.

¡Estamos tan hartos de jardines simétricos y versallescos! En los
parques rígidos, bien vigilados y atendidos, el paseante se considera
violento; cada una de las hierbas tiene carácter religioso; las
ordenanzas municipales han puesto un sello timbrado en cada hoja, y las
flores parecen cosas oficiales, protocolarias: en esos parques
versallescos, tan lindos para ser mirados desde un balcón, uno no puede
moverse, ni sentarse, ni oler, ni tocar, ni apenas mirar. Eso es una
caricatura de la naturaleza. Mientras que los parques algo abandonados
se ofrecen al paseante íntegramente. Es una condición estimable que un
parque tenga consignada una pequeña suma en el presupuesto oficial; así
hay la certidumbre de que habrá pocos vigilantes, pocos obreros y pocas
mangas de regar. Escaseando estos elementos de urbanización jardinera,
sabemos positivamente que el parque se inclinará más al monte que al
jardín. Y lo que el hombre ciudadano estima es el monte, precisamente, o
sea lo contrario de la ciudad; por esa ley de los contrastes que nos
incita a desear lo que no poseemos. El paseo del Prado de Montevideo
recuerda más al monte que al jardín. ¡Hermoso lugar! Ahora bien, si las
personas urbanas estimamos los paisajes agrestes, al mismo tiempo nos
molestan mucho las intemperancias de la naturaleza, libre y bravía. Una
excesiva convivencia con las calles planas y las casas cómodas, nos ha
dado una sensibilidad miedosa; sentimos miedo a las espinas, a los
zarzales, a los pedruscos, a los aviesos animalillos que adornan y
pueblan los montes naturales. Pero el paseo del Prado de Montevideo goza
el encanto de ser un monte, sin los inconvenientes del monte natural. He
ahí el acierto. Puesto que hay avenidas y senderos para transitar, y una
hierba medianamente agreste, en la que puede sentarse, y hasta tumbarse,
sin miedo, ni al funcionario municipal escrupuloso de la ley, ni al
impertinente pinchazo de las matas bravas. Esta sería, probablemente, la
fórmula ideal de la civilización: una vida que no huyese tanto como huye
la nuestra de la naturaleza, ni que se acercase demasiado a ella: una
vida de sabio equilibrio, que evitase caer en el decadente refinamiento
artificial y en la barbarie del primitivismo.


Las playas

Un espíritu mordaz podría hacer juegos humorísticos con la profusión de
playas en Montevideo. Un marsellés o un andaluz se sentirían molestos
ante ese lujo de playas: Capurro, Ramírez, Pocitos y quién sabe cuántas
más. Pero no deben permitirse ironías con las playas. ¿Se sabe bien lo
que significa la palabra playa? En la vida trágica del mar, la playa
significa serenidad, refugio, calma, salvación, belleza. Con ciertas
palabras no caben bromas; son sagradas; así las palabras madre, virtud,
playa. Una playa sugiere siempre ideas bondadosas y tiernas.

Sobre sus arenas encallaron sus naves los remotos nautas, cuando no
existían muelles y dársenas, aunque existiera el infinito anhelo de las
nobles empresas civilizadoras; y ahora aún, los pescadores modestos
buscan en las arenas de las playas un refugio para sus navecillas; y
los náufragos, en su último esfuerzo titánico, ¡con qué delirante gozo
hunden sus dedos en las arenas de las playas benéficas! Todas las playas
de Montevideo son dignas de elogio, por la suavidad de sus líneas y la
calma de sus aguas. Cada una tiene personalidad aparte, y hasta a ellas
ha llegado la diferencia social. La playa de Pocitos, por ejemplo, es un
tanto aristocrática y presuntuosa; sus hoteles y su rambla se mantienen
dentro de un aislamiento, fuera del contacto de la multitud. En cambio
la playa de Ramírez es democrática, abierta a todo el mundo. El parque
Urbano se llena de pueblo, y este mismo pueblo inunda la playa, hasta
rebosarla. Allí acuden los niños, los hombres, las mujeres, los ricos,
los pobres, los comerciantes, los jovencillos tenorios y las muchachitas
pizpiretas. En las tardes de domingo media ciudad se vierte sobre la
playa. Adquiere aquello un aire animado de fiesta popular. Las barracas
de titiriteros para los pazguatos, los columpios para los niños, los
tíos vivos para las mucamas, los organillos, los vendedores ambulantes,
los refrescos con soda y los grandes vasos de cerveza. El sol hiere con
su luz y su fuego ese cuadro de _kermesse_, y la gente va y viene,
mirándose, por esa necesidad invencible que siente el ser humano de
tocarse, mirarse, formar montón.

El hombre es un animal sociable: así se le ha definido. Realmente, el
hombre no puede vivir solo; ni disfruta aún de suficiente mentalidad
para vivir solo. ¿Qué haría el hombre si le condenasen a la soledad? Ya
se sabe que Schopenhauer discernía la capacidad mental de las personas,
por su aptitud para la soledad: según él, un negro, un niño y un
estúpido se aburren, lloran o mueren si no encuentran gente con quien
compartir su estolidez; mientras que la persona inteligente, la que
posee en sí misma un tesoro, se encuentra más acompañada cuando más sola
está. Pero no todos pueden ser filósofos ni profundas y ricas
personalidades; la sociedad se compone de infinitas personas medias, más
o menos vulgares, que necesitan vivir agrupadas. Sin el concurso de
estas personas medias, y si se quiere vulgares, no existiría la
civilización; porque la civilización viene a ser, en fin de cuentas, la
obra de las medianías asociadas. Pongamos cuatro filósofos en una isla,
y al momento disputarían, yéndose cada cual por su lado; pongamos en esa
misma isla cuatro personalidades vigorosas--César Borgia, Pizarro,
Bismarck, Chamberlain--y al instante se despedazarían entre sí, o cada
uno por su lado marcharían a buscar aventuras. Pero los medianos se
buscan, se unen, se encuentran bien juntos, instituyen leyes, crean
autoridades, ponen hombres armados para la defensa del estado,
construyen casas y ferrocarriles, escuelas y hospitales, periódicos y
parlamentos.

Sin la compenetración de las medianías, ¿qué suerte hubiera corrido la
humanidad? Es bello creer con Carlyle que todo se ha hecho por la acción
de los «héroes»; pero la realidad nos dice que la civilización es obra
de las medianías. Si «esta» civilización fuese obra de los «héroes»,
¿tendría el carácter que tiene? Nadie, sino las medianías, ha podido
formar esta civilización...


Las solteronas

En la playa de Ramírez hay un balneario, al extremo de un malecón de
madera. Este malecón o rambla forma una plazoleta, con bancos, sillas y
un cafetín. La gente se sienta a refrescar o a comer emparedados de
jamón y queso. Otra porción de gente pasea. Da vueltas por la plazoleta,
en perfecto orden, como en las plazas de las ciudades de provincia
suelen las familias pasear a la caída de la tarde. En ese balneario de
Ramírez se congregan las personas de la clase media; pequeños
comerciantes, empleados y dependientes de oficina o de almacén. Las
señoras se sientan en los bancos y las señoritas giran pausadamente de
dos en dos, o de tres en tres; los jovenzuelos, con algunos curiosos,
forman el complemento. Pero es un fenómeno singular y digno de
mencionarse: en ese paseo abundan las solteronas de una manera
sorprendente. Arrugadas unas, muy pintadas otras, vistiendo trajes y
sombreros algo defectuosos; todas ellas con el aire peculiar que las
distingue, o sea una mezcla de tristeza y de fuerza ilusoria. ¡Nada tan
grande y poderoso como la facultad de ilusión de una solterona! La
solterona no renuncia jamás a la ilusión; tiene encendida en su alma,
constantemente, una lámpara votiva a la esperanza. Cada aurora le trae
una interrogación, una promesa: ¿será hoy, por fin?... Cuando se acaba
el día la solterona reanuda vigorosamente su ilusión, pone nuevo aceite
perfumado en su lámpara votiva y se acuesta, suspirando, sí, pero en
silencio, para que ni ella misma se entere de la flaqueza. Y al
siguiente día, otra vez a luchar; a luchar contra el desengaño, contra
la realidad cruel, impura, odiosa. Yo no conozco nada tan triste y al
mismo tiempo tan admirable como una solterona. Pensad en que una mujer
ha nacido para el amor y que su misión única, así como su única
finalidad, consiste en acoplar dos besos trascendentales: uno sobre los
labios del amado, y otro sobre la frente del hijo. Hacia ese fin van las
mujeres, fatalmente, como las aguas al mar.

Las solteronas aguardan, y nunca llega su hora. En sus corazones van
almacenando almíbar de amor; sus corazones son como las frutas pasadas,
más dulces que las normales. Miran un niño, y sus entrañas de madres
frustradas se conmueven dolorosamente; ven pasar un hombre, y todos sus
viejos anhelos se precipitan sobre los ojos. ¡Oh sublimes seres
sacrificados! Cada solterona es un drama profundo, un poema inenarrable.

Las otras mujeres lo hallaron todo fácil; su existencia tiene la
vulgaridad de un proceso corriente, de un hecho adocenado; pero las
solteronas conocen todos los martirios, las torturas de la envidia, el
dolor de la espera infinita, y sobre todo, la angustia de lo que está
lleno y no puede vaciarse, suprema angustia de lo que desea darse y no
puede. En algún siglo futuro, ¿será posible una ley que disponga el amor
para todos? Hemos decretado la enseñanza obligatoria, el derecho al
trabajo, el derecho a la vida, el derecho al pan: nos falta aún decretar
el derecho al amor y a la maternidad.

Marzo, 1912.



VI

LA TENTACIÓN AGRARIA


Los trenes suelen delatar las características de las naciones con una
veracidad insubstituible. Yo he aprendido mucha psicología americana en
el fondo de un vagón...

Sentémonos en el restaurant de un tren argentino. Cuatro o cinco
naciones están allí representadas. Se oye el suave acento de los
ingleses, el apasionado hablar de los italianos, el rudo seseo de los
españoles. No se advierte en ningún semblante asomo de melancolía o
decaimiento. Tratan de comprar novillos, de vender campos, de construir
galpones, de adquirir semillas. Al través de los cristales, la sequía
pasada deja ver su castigo. Pero nadie hace caso de esta evidente
ruina. Todos hablan con el fervor del que tiene por delante la
inmensidad del tiempo y del espacio. En efecto, el tiempo es largo y
traerá nuevas lluvias, y en cuanto al espacio, ahí está la llanura
interminable que aguarda a que la mano del hombre la acaricie con el
arado.

La psicología de esas gentes del campo es simple como la del marino,
como la del jugador. Puede ser que carezcan de la profundidad que tienen
los seres de los países viejos y definitivamente acotados. Son gentes
que ignoran el ahorro, la previsión, y por tanto el miedo. Para ellos la
tierra es un tapete verde donde se juega a juegos de azar. Lejos de su
ánimo las virtudes de la cautela, de los actos bien meditados, de la
sujeción a las formas seculares; ellos poseen otras virtudes, que a los
sociólogos timoratos pueden parecer defectos: poseen la virtud, o el
defecto si se quiere, de la temeridad. Se lanzan a sembrar sin tener
semillas, ni herramientas, ni hombres; esto, en Europa, parecería una
locura, pero en América resulta perfectamente real. Ponen a una carta
todo cuanto tienen. Si ganan, su vida adquiere un tono de increíble
arrogancia; si pierden, no han perdido nada, porque vuelven a empezar.
Esto también parecería en Europa fantástico, donde el que se arruina una
vez ya no se levanta más.

Esta temeridad o inconsciencia, acompañada del valor, no es una cosa
antipática, sino al contrario. La temeridad presta a la vida americana
un tono ágil, vigoroso y alegre. Más que negociar, se juega. Del fondo
de este juego continuo surge una aura de esperanza y optimismo. Porque
todos se ven con derecho a jugar, y todos juegan. La especulación
alcanza a los más ínfimos y a los más altos. El médico que ahorra cinco
mil pesos, compra tierras y las vende luego; el artista construye una
casa y la enajena por el doble de su costo; el humilde limpiabotas acude
a un remate, compra, vende, juega al alza y baja. El hombre más
espiritual, aquel que en Europa no soñaría nunca con adulterar su vida
de ensueño y meditación, se entrega él también a la vorágine de la
compra y venta. ¡Cuántos deliciosos poetas habrán fracasado en la
Argentina por haber substituido el ritmo del oro por el ritmo del
verso!

Saliendo en tren de Buenos Aires, cualquiera que sea la línea, el
viajero caminará todo el día sin haber salido del mismo paisaje. La
unidad topográfica de la mayor parte de la república es uno de sus
principales caracteres. Llanura, siempre llanura. El extranjero se
siente al principio deprimido por esa falta de variedad panorámica, y si
se le pregunta por la belleza del país, confesará que el país tiene bien
poca hermosura. La extensión de la planicie fatiga, con la fatiga del
océano. Todo se presenta dotado de abrumadora extensión. Cuando la
llanura se interrumpe, surge un río también extenso, uniforme,
fatigador. El ánimo siente angustia delante de tanta inmensidad, la
angustia que nos invade ante el vacío.

Pero más tarde el europeo encuentra una sensación nueva dentro de esa
llanura argentina. La necesidad de lo íntimo se pierde, dando paso a un
sentimiento extraño. Este sentimiento debe parecerse al que sentirá el
marino, cuando su barco, en mitad del Atlántico, vuela al ímpetu del
viento. Ese sentimiento se llama «libertad». En el centro de la llanura,
el hombre, después que ha sabido matar la angustia de lo interminable,
siente la impresión nueva, radiante, juvenil, de la alta mar. Se ve solo
en la inmensidad. Sabe que su esfuerzo es la única ayuda que le sirve en
la lucha con los elementos. Conoce entonces el placer que debió gozar
Robinson, cuando se vió dueño de la naturaleza. La sensación del propio
y absoluto mérito hincha todos los músculos físicos y morales del hombre
abandonado a su propia iniciativa. Y la libertad, la deseable libertad,
le llena el alma de indecible alegría. El cielo claro, la tierra
infinita, todo le habla al espíritu de libertad. Entonces se olvida de
los paisajes antiguos, de las bellezas que tanto amaba; concibe otra
clase de belleza, dentro de la simplicidad de la llanura: conoce la
belleza moral de esa llanura inextinguible...

Ahora le pido licencia al lector para revelarle un secreto.

Asomado a la ventanilla del tren, miraba yo una extensión muy grande de
trigo. Estaba aquel trigo tan lozano, que los ojos no se cansaban de
verlo. Recordé todos los trigales contemplados por mí en el curso de la
vida: las pequeñas y modestísimas parcelas del país cantábrico, las
mieses de Castilla, los perfectos y casi académicos sembrados del
interior de Francia.

Comparaba aquellos recuerdos con la realidad actual, y sacaba yo en
consecuencia que estos extensos trigales superaban en magnitud a todos
los vistos anteriormente. Los sembrados del país cantábrico eran, sin
duda, más amables, porque su pequeñez surgía de entre setos frondosos,
de entre rientes praderías, en forma que el oro del trigo parecía estar
guardado primorosamente en el fondo de almohadillas felpudas y verdes.
Los trigales de Castilla aparentaban tener, cuando mi imaginación los
evocaba, un valor histórico, más bien legendario; no es posible asistir
al espectáculo de la llanura castellana sin que se levanten las imágenes
del Romancero, el paso de las mesnadas del Cid, el relumbrar de los
hierros marciales y antiguos: el blanco y sabroso pan de Castilla parece
que nutre al mismo tiempo nuestro estómago y nuestra fantasía. Los
trigos de Francia tienen a su favor la intensidad y la sabiduría; son
campos regulares de líneas precisas, de conjunto armónico e impecable;
los bordes del sembrado tienen una corrección clásica; indudablemente,
en esos trigales intensos e inteligentes se descubre el alma ordenada de
Francia, todo medida, todo corrección y disciplinada inteligencia.

Después de repasar mis recuerdos hundía la mirada en los trigos que
corrían delante del tren, y me parecían los más grandes, los más
«fastuosos». Podían ser otros más intensos y más científicos, pero estos
de aquí poseían la virtud de lo inmenso. Quizá incorrectos, tal vez
desordenados, pero inmensos y fastuosos. Entre los trigales argentinos y
los europeos, había la diferencia de un parque urbano a una selva
tropical.

Si los bosques, los ríos, las cataratas, las cordilleras y las llanuras
de América se distinguen por su grandeza, las formas que adoptase la
agricultura debían ser también gigantescas. Pero he hallado la palabra
conveniente: los trigales argentinos se me figuran gigantescos.

Y entonces--aquí está el secreto que anunciaba--me asaltó una idea
súbita. ¿Por qué no había yo de convertirme en agricultor?...

Todos los que seamos un poco sentimentales, y especialmente aquellos que
sufren la tiranía aniquilante de la ciudad, hemos suspirado alguna vez
por el ideal de Horacio: tener un huerto, un jardín, una casa pacífica
en la ladera de un collado. Pero este ideal guarda relación con la
literatura; es un programa literario-filosófico, en que la labranza es
lo de menos, en que lo importante sería el ocio aristocrático dentro de
un marco sereno. No era esta tentación la que yo sentí. Era una
tentación nueva, un impulso de hombre primitivo, un deseo puramente
labrador. La tentación me sugería ideas nuevas que me sorprendían. No
ambicionaba el huerto horaciano, para descansar de mis trabajos y
lecturas; deseaba el campo abierto, para cansarme allí, pero con un
cansancio corporal, cansancio de músculos, de sudor, de callos.
Convertirme en _chacarero_.

El concepto masculino de la agricultura se me introdujo en la mente, y
comprendí de pronto la infinita hermosura de una vida agraria en esa
gigantesca llanura platense. Todas estas especulaciones mentales con que
distraemos nuestras horas, ¿no serán un poco femeninas? Lo viril, lo
masculino, es el trabajo muscular sobre la tierra; lo noble es el
esfuerzo que va de nuestra voluntad a la tierra, en un viaje de simpatía
amorosa que tiene por fin la concepción.

Olvidé el huerto horaciano, excesivamente intelectual; olvidé la afición
bucólica del siglo XVIII, motivo, cuando más, para decorar tapices.
Estas manos ¿por qué han de rehuir la herramienta áspera? A un lado la
agricultura simple; ésa es la noble. Llenarse de honrados callos. Sentir
la aspereza de la tierra sobre la piel. Hundir los pies en el barro.
Ofrecer el rostro a los latigazos del viento. Soportar con firmeza las
caricias brutales del sol. Empaparse en las aguas torrenciales del
cielo. Contemplar sin pavor la brusca tormenta y el fulgor del rayo.
Cabalgar. Dominar potros reacios, imponiéndoles el imperio de las
piernas contraídas y del freno tenso. Levantarse cuando en el cielo se
apagan las lámparas nocturnas. Tenderse en la cama dura con un espasmo
de placer, todos los músculos cansados como piedras. Dormir sin sueños,
al modo de los niños, inocentemente. No hacerle ascos a ninguna comida.
Comer de pie, a grandes bocados, y sentir que los manjares se resuelven
en sangre y en alegría. Olvidarse de las dispepsias sedentarias, de las
jaquecas afeminadas, de los achaques poco varoniles. Y luego convencerse
de la eficacia de las propias aptitudes para dirigir la siembra, para
conocer el punto de madurez de las plantas, para recolectar a tiempo y
con habilidad. Correr, gritar a las peonadas, disciplinar las fuerzas de
los hombres y las bestias, revelarse dueño ante los subordinados, y
después beber con ellos a su salud...

La tentación agraria no se ofrece sólo en el campo; se ofrece lo mismo
en las ciudades. Sobre la sociedad argentina se levanta invariablemente
la eterna conversación: la cosecha. El campo está allí siempre de moda.
Y como adondequiera que uno vaya, así sea el perfumado gabinete de una
señorita, se encuentra con el tópico de la cosecha, termina uno por
preocuparse seriamente de los trigos y del maíz. En otros países podrá
ser la agricultura una ocupación ordinaria y plebeya; en la Argentina es
la ocupación aristocrática por excelencia. Una fortuna no se considera
respetable si no cuenta con ricos campos de cultivo; hablarle del maíz a
una señorita no es en Buenos Aires ninguna impertinencia, como lo sería
en París o Viena.

Luego viene otro agente de tentación: el reclamo periodístico. Abriendo
un gran diario nos encontramos con hojas enteras destinadas a anunciar
las ventas de campos; ahí aparecen en fotografía las «chacras», o salen
grabados los mapas, con sus ríos, pueblos y heredades. Y el reclamo de
esas ventas y remates adopta un calor, un apasionamiento tan grande, que
el hombre más frío se siente arrastrado por la pasión.

¡Los campos de tal punto son inmejorables!--gritan los anuncios.
¡Compren los campos de riego! ¡No descuiden sus negocios, y compren
tierras! ¡Las tierras son fortuna! ¡El porvenir está en nuestras
tierras!...

Carteles por las calles, anunciando remates. Carteles en las estaciones
de ferrocarril, y un ejército de agentes que ponderan de mil modos las
ventajas agrícolas. Se advierte, en fin, tal entusiasmo por la
agricultura, que uno termina por sugestionarse: entonces se trastornan
los conceptos pasivos que una vida sedentaria o libresca ha logrado
infundir a nuestra mente, y lo que nos parecía grosero y sin gracia,
ahora nos parece hermoso y hasta elegante. Preparado así el ánimo para
la conversión, un momento cualquiera, un incidente vulgar provoca la
nueva profesión de fe. Yo estaba bien preparado para la conversión; la
vista de los extensos trigales maduros fué el rayo divino, el camino de
Damasco; y una voz me gritó por último: Hazte _chacarero_...

Pero la vida me arrastró por otros caminos, haciendo fracasar el
agricultor a la americana que indudablemente había en mí.



VII

EL CANTO DE LA SEMILLA


Sobre la llanura plana e inmensa, el invierno ha tendido su hielo, su
escarcha y su nieve. Desde el Plata hasta los Andes, desde los
matorrales del Chaco hasta los acantilados de la Tierra de Fuego, la
llanura, la descomunal e inaudita llanura, se ha arrebujado en ese manto
invernal, y duerme. Está cansada de producir. La cosecha de flores de la
primavera, la cosecha de mieses del verano, la han rendido. Quiere ahora
reposar...

Pero no hay reposo para ti, oh fecunda llanura. El destino te ha
condenado a una eterna, creciente y acelerada germinación. El mundo
tiene hambre, y el mundo piensa que tú tienes la misión de alimentarle.
Estás condenada a germinar eternamente, cada vez más intensamente. No
puedes dormir. No duermes, ni ahora, cuando el hielo, la escarcha y la
nieve te cubren con su manto. La semilla está despierta, la semilla te
aguija por dentro, y vive en tu interior, lacerándote las entrañas
maternales.

Ya se acabaron tus días de reposo. Desde que la luz se hizo sobre la
Tierra, sobre tu rasa superficie no cruzó nunca la aguja de un arado.
Jamás el hombre te atormentó con los golpes de la azada, y el indio
ingenuo, vagabundo, errante, iba al azar por entre las cañas de los
bañados, por entre las matas de los valles, sin rozarte más que con la
huella de su planta desnuda. Los ligeros guanacos, los aéreos
avestruces, el ondulante y liviano tigre, eran tus únicos dueños. En
aquel tiempo feliz y alboreal, nadie exigía a tus entrañas que pariesen
más, siempre más, en una febril sucesión de cosechas. Si creabas, tu
creación era platónica y gratuita; dabas al viento tus flores y tus
hierbas, como un poeta simple da a la ventura sus versos
desinteresados.

Pero cierto día vinieron unos hombres barbudos. Su mirada traía un
reflejo satánico, y su gesto significaba claramente el más demoníaco de
los vicios: la codicia. Detrás de ellos, en aquel continente lejano
donde toda tragedia tuvo su escenario, aguardaban otros hombres,
millones de gentes ávidas. Los exploradores volvieron, alabando la
virgen prodigalidad de la nueva tierra de promisión. Y desde entonces no
hay paz para ti. El nervioso caballo, el filosófico buey, la inocente
oveja, se multiplicaron hasta el infinito, exigiendo de tus praderas más
producción, siempre más. Y con el arado, más tarde, rayaron lo incólume
de tu superficie, ¡oh, llanura inmensa, para sepultarnos a nosotras, las
semillas!

Somos la semilla, el trigo dorado, la benéfica harina. Somos extrañas
para ti, llanura americana. Venimos de un continente viejo y trabajado,
donde nada se produce ya espontáneamente. Somos, dentro de la
agricultura, un producto de la industria. Somos las hijas del
pensamiento humano. Somos humanas, humanas.

Representamos el eje de la idea del hombre: el pan. Para que el hombre
viva, para que sus esperanzas puedan efectuarse en el campo de la
ciencia y del ideal, es preciso que nosotras existamos, las semillas, y
que demos eternamente el alimento del pan. Hay en nosotras algo de la
fiebre humana; la tragedia humana nos ha tomado de colaboradoras. Toda
la historia humana está influida de nuestro nombre, y Dios, cuando
maldijo al hombre, le habló del pan como del supremo tormento. ¡Ay!
Somos tormento, inquietud y angustia. El miserable nos evoca en sus
momentos de desolación, y esa tragedia social que ahora llega a su punto
máximo, tiene como fondo siniestro la palabra precisa: pan.

Germinad, compañeras, bajo la tierra dormida. No descansemos nunca. La
tragedia humana nos necesita; el ideal del hombre nos necesita también.
Para la tragedia, para el anhelo, para las alegrías y para el ideal,
germinad, compañeras, hasta la consumación de los siglos.

El invierno ha extendido su manto helado; no importa. Nosotras, las
semillas, estamos vigilando despiertas en el seno de la llanura. Apenas
se nos advierte. La mirada indocta piensa que todo ha terminado, y que
la quietud más absoluta reina debajo del invierno. Tal vez aparece sólo
un musgo verde, una hierba sutil y tímida, por entre las rayas que trazó
el arado; pero los surcos revivirán, y una gloria opulenta se levantará
con las primeras brisas primaverales. Y en llegando la hora solar,
cuando las ráfagas del viento sean de suaves como una caricia de amor,
entonces nosotras daremos a la tierra una insuperable fronda de verdor.
Y toda la llanura resplandecerá de gloria. Semejará un mar sin orillas,
un océano fastuoso; desde los matorrales del Chaco hasta los acantilados
de la Tierra de Fuego, la llanura se cubrirá de opulencia. Y el viento
que surja de las hondonadas de los Andes irá a morir en el estero del
Plata después de jugar con ese mar de verdura. Y luego vendrán las
espigas, y la obra nuestra se habrá consumado. Y entonces la llanura
parecerá un mar de oro, una fantasía de los cuentos de hadas, una
promesa hecha fruto y un sueño convertido en oro.

Germinad, compañeras. Somos el símbolo supremo; representamos la idea
que se mete en la entraña, y que en el silencio labora, para surgir al
fin en flores y frutos de realidad. De una idea del infinito brotaron
los mundos; semillas siderales son los astros, que han de germinar en el
silencio del Cosmos, hasta dar su cosecha fenomenal. ¿Qué era, sino una
semilla, esta tierra asombrosa que nos sustenta? Llevaba dentro de sí
los gérmenes de toda grandeza y también de todo crimen; la semilla se
manifestó, nació la vida y ahora la tierra es un fruto grande y
magnífico--quizá un poco amargo, ¡pero siempre magnífico!

El mundo tiene hambre. ¡No descanséis, compañeras! En Europa nos
aguardan los hombres numerosos, los que bullen en las ciudades, los que
arrancan en las fábricas los objetos amados de la civilización. Nos
aguarda el miserable, tanto como el potentado. Ninguna mesa nos repudia.
El facineroso arranca violentamente el pan codiciado, y marcha a
devorarlo en su cubil; así como la delicada doncella rompe el lindo pan
crujiente y lo acaricia con su dentadura de marfil. Nadie se libra de
nuestra tentación. Con pan se nutre la soberbia del hombre.

Representamos el germen, esa cosa llena de misterio, de tentación, de
curiosidad y de infinitas posibilidades. El germen es lo más misterioso
y lo más inefable. En el germen está escondida la solución de todos los
actos que después servirán de admiración. En un germen humano puede
preexistir un Napoleón, un Sócrates o un desalmado. De gérmenes
incontables está hecha la vida, y toda la vida es un germen florecido.
También nosotras, gérmenes del pan, floreceremos en rubias espigas, como
una filosofía que se resuelve en sublimes realidades. La realidad del
pan caliente y restaurador: ésa ha de ser nuestra realidad futura.

Laboremos, compañeras, bajo la helada tierra de la llanura. Después
vendrá el sol tibio de la primavera, y las espigas ondularán
graciosamente. Y vendrá el sol cálido del estío, y las mieses tomarán el
color sagrado del oro. Y los hombres transitarán contentos por los
campos. Se levantarán montañas de trigo. Los trenes correrán
enardecidos, conduciendo afanosos el rico grano. Y los trenes
desembocarán en el puerto, donde las naves enormes estarán aguardando la
preciosa carga. Para llevarla a los cuatro ángulos del mundo.

Y de las sucesivas cosechas, el mundo devolverá el regalo del trigo con
montañas de oro acuñado. Y así se realizará el sueño de una nación cada
vez más rica y populosa. Nacerán ciudades nuevas, se cubrirá la llanura
de gentes afanadas. Finalmente vendrá una cosecha de ideas, que tal vez
hoy viven en germen...

Laborad, compañeras.



VIII

EL CANTO DEL EMIGRANTE


Decrépita Europa; avaro país del ahorro; patria de la prudencia y del
temor, de la medida y de la minuciosidad, de lo reglamentado y de lo
limitado: vieja Europa, ¡adiós!

Vamos al país ancho y luminoso; al país que no tiene límites; a la
patria de la inconsciencia; a la tierra que no cuenta, ni mide, ni
ahorra, ni recela; al país que no tiene miedo del mañana, sino que ama
al mañana, con la clara y confiada alegría del niño. Vamos a la tierra
de promisión, donde existe todavía el azar, y lo fortuito, y lo
imprevisto, y las locas sorpresas.

La prudencia de Europa nos había agarrotado entre sus brazos de
sabiduría. ¡Malhaya la sabiduría que proporciona el hambre! Estamos
cansados de experiencia, de prudencia, de medida y de limitación.
Deseamos vivir la vida grande, la vida amplia. Nos ahogábamos en aquella
atmósfera de prudencia, donde todo está contado y previsto.

Adiós, tierra anciana y perezosa. Nosotros buscamos otra tierra
virginal, que da sin cálculo ni medida. La tierra de Europa carece de
ingenuidad; tiene la sabiduría de lo anciano, y entre ella y el
agricultor se establece un contrato severo de exacta justicia; paga sus
frutos a cambio de tantos puñados de abono--ni uno menos--y a cambio de
tantos golpes de azada. Si no se le da lo que exige, no rinde lo justo.
Es como un experimentado comerciante. Aquella tierra sabe demasiado.
Tiene el pulso de la ciencia, de la vejez, de las largas comprobaciones.
Ha llegado al límite del cálculo, maneja la balanza con una prolijidad
de tendero.

Mirad, en cambio, esa tierra nueva que se nos ofrece. Tiene la
encantadora inexperiencia de la juventud, que confía en sus recursos
vigorosos. Esa tierra joven se abre al soborno, al engaño, a la
violencia del hombre. Lo da todo; se da entera, toda entera, al primer
advenedizo. ¿Para qué quiere ella reservarse? La juventud no es
previsora, carece de miedo, porque se cree inmortal y porque piensa que
su vigor no ha de extinguirse jamás. Se la engaña con cuatro someros
golpes de arado, con unos puñados de semilla arrojados al viento; no
pide abono, no conoce la virtud estimulante de la química. Quédese el
abono, la estimulación química, para las tierras ancianas y perezosas;
esa nueva tierra de América, como un joven vigoroso, se ríe de los
estimulantes.

Europa quedó lejos, al otro lado de las altas olas. Las últimas cruces
de sus campanarios desaparecieron en el horizonte; los amigos y los
parientes que gritaban en el puerto, desaparecieron también: ya no
escucharemos sus voces queridas, ni sentiremos el calor amargo de sus
lágrimas cariñosas. ¡Oh patria, oh patria!... A pesar de tu ingratitud,
no podemos arrancarte de nuestro corazón. Tu recuerdo nos ha seguido en
el curso de la mar, como una golondrina sigue la estela del barco
corredor. ¿Por qué nos atormentas?... Si has querido ser cruel, hasta el
punto de lanzarnos a la emigración, ¿por qué nos persigues todavía?
Desde lejos nos están hablando tus palabras insinuantes y pérfidas; nos
traes el eco de los tamboriles y gaitas natales, el rumor de los bosques
infantiles, las risas de las muchachas, el alboroto de los bailes
domingueros, las hogueras de San Juan, las cenas de Nochebuena, el canto
de los grillos, las fiestas de la vendimia... ¡Oh patria, oh patria!
Déjanos para siempre, no prolongues tu crueldad hasta más allá de la
emigración. Nos esclavizabas con el hambre, ¿y quieres ahora
esclavizarnos con la nostalgia?

El viaje llega a su fin. Piadoso, el mar nos ha transportado sobre sus
robustas espaldas, nos ha mecido blandamente, y para que el pavor no
amilane nuestras almas, ha separado las greñas adustas de la tempestad.
En las noches de luna sus olas nos han hablado aquel lenguaje monocorde
y sereno, tan propicio a las evocaciones lejanas. Y el cielo del
trópico nos ha regalado la fiesta de sus crepúsculos dorados, la
brillantez de sus amaneceres, la pompa bíblica de sus noches
estrelladas.

Ya el viaje llega a su término. Aparecen las primeras gaviotas, como un
saludo de las costas cercanas. Una mancha obscura ciñe el borde del
horizonte. ¿Serán las nubes aún? ¡Es la tierra, la tierra de promisión,
la tierra soñada! Y en seguida emergen de la bruma las torres de la gran
ciudad, las chimeneas humeantes, las cúpulas.

¡Salve, salve, tierra novísima! Acógenos con liberalidad. Que seas
hospitalaria con nosotros los desterrados del viejo mundo. Que tu sol
ilumine nuestros afanes; que tus vientos encumbren nuestras esperanzas.
Que nos concedas la rica, la amada libertad.

Ea, pues, compañeros, pongamos nuestra planta segura sobre esa tierra
nueva. Tomemos posesión de las llanuras y de las montañas, de los
bosques y de los ríos. Marchemos hacia las selvas, donde los árboles
centenarios guardan el secreto de los siglos que pasaron. El golpe de
nuestras hachas hará despertar a los policromos papagayos y el cielo se
punteará de colores caprichosos. Al ruido de nuestros pasos, el tigre
cruel levantará su cabeza feroz; pero no temamos. Somos la vida
inteligente, la civilización y la paz. Todas las alimañas de la selva
necesitarán huir, desaparecer, ante nuestra invasión arrolladora.

Marchemos hacia las remotas montañas, escalemos los picos de las
cordilleras. Que los cóndores solitarios abandonen también sus
madrigueras. Más alto que las nubes, sobre las madrigueras de los
cóndores soberbios, ¡nosotros levantaremos la frente ambiciosa! Nos trae
la ambición. Contra la ambición no valen nada las barreras de los montes
más encumbrados. Y no nos detendrá el hielo. Iremos a los valles
desiertos del Mediodía, allí donde los pájaros marinos graznan su
estúpido canto en la soledad de los acantilados. Llevaremos la vida a
aquellas playas distantes, y el humo de los hogares civilizados
levantará su columna gloriosa en el cielo hiperbóreo.

Marchemos hacia la llanura. ¡Oh, qué maravilla divina, regalo de los
dioses benéficos, ofrenda del cielo a los hombres de buena voluntad! Sus
límites se confunden con el mar y con las ingentes cordilleras. Como un
plato de abundancia se ofrece al hombre laborioso. Grande, inmensa,
fabulosa, esa llanura no se acaba nunca. Parece un sueño fabuloso, o un
cuento oriental. Su tierra es negra, blanda, profunda; no la entorpecen
las rocas; toda ella es aprovechable, semejante al manjar que la
providencia de una madre presenta al hijo. Y esa llanura infinita nos
está aguardando. Nos espera, como la amada al amado, temblando de
emoción, impaciente de recibir en sus entrañas nuestra caricia.

¡Hurra, hurra! Los desheredados del viejo mundo, los hijos de la
pobreza, los expulsados, marchemos a conquistar la tierra prometida. Con
arados y azadones la conquistaremos. Será nuestra. Tendremos tesoros,
riquezas increíbles, rebaños.

Qué placer tan viril hundir el arado en la tierra virgen y ver cómo
brotan mares de espigas. Anegarse en el oro del trigo cosechado. Sentir
que la tierra produce sin esfuerzo, y que al tiempo de cosechar llega la
fortuna repentinamente. Tender la mirada hasta el horizonte y ver que
todo aquel océano de espigas maduras nos lo regala el destino. Sentirse
fuerte y pletórico, como nadando en abundancias consecutivas y sin
fin...

El placer de los rebaños ascendentes, prolíficos; los rebaños que se
hinchan, se agigantan, como en las leyendas bíblicas; los rebaños más
numerosos que las arenas de la mar. La reproducción fastuosa, el
crecimiento inaudito. Las ovejas que se multiplican en cifras de
millares; el novillo que se convierte en multitudes de toros bramadores.
Toda la llanura cubierta de vida y de abundancia. ¡Marchemos,
compañeros, a conquistar esa tierra de promisión!

Nosotros también, como las espigas y los ganados, nos multiplicaremos.
Pequeños somos, es verdad, y pobres; pero nuestra semilla humana
fructificará en cosechas de muchedumbres futuras. De nuestra raíz
ambiciosa y viril nacerá el pueblo venidero. La llanura se cubrirá con
los hijos de nuestra sangre, y ese pueblo futuro se hinchará, se
agrandará gigantescamente, como las arenas del mar. Y así tendrá el
mundo una reserva de nuevas y juveniles probabilidades. Cuando los
continentes viejos no produzcan más que flores fatigadas, los hijos de
nuestra sangre ofrecerán a la humanidad sus energías ingenuas, su
entusiasmo y su optimismo.

Sea bendito el fruto de nuestro trabajo. Y mil veces bendito sea el
fruto de nuestra sangre, el hijo de nuestro ser. Que la Fortuna lo
adopte y lo cuide celosamente, para que se convierta en una fuerte
realidad; para que no se malogre en vanas tentativas; para que no le
arrastre el demonio de la estúpida soberbia, o el otro demonio de la
frivolidad, o aquel otro demonio que se llama sensualismo. ¡Que la
Fortuna adopte al hijo de nuestra sangre, para que sea una realidad de
fuerza, de pensamiento y de idealismo!



IX

ASPECTOS DE BUENOS AIRES


Carencia de viejos

Deseo hacer partícipe al lector de una de mis habituales preocupaciones:
¿Dónde están los viejos porteños? ¿Hay ancianos en Buenos Aires? Y si
existen viejecitos en esta turbulenta ciudad, ¿en qué rincones
misteriosos se ocultan?

El interés de algunas ciudades estriba nada más que en el número y la
exhibición de sus ancianos. Los viejecitos de esas ciudades,
generalmente tranquilas, suelen tener sus plazas y paseos exclusivos,
adonde acuden los días de buen sol, si es invierno, o en las mañanas
frescas del estío. Se les ve también en las puertas de las casas,
mirando beatíficamente el transcurso de las cosas callejeras, o formando
grupos en los bancos de los paseos, para comentar los sucesos de hace
medio siglo.

Estos viejos acartonados no existen en Buenos Aires. Naturalmente que
sería demasiada exigencia pedir que en el vértigo de la City se pasearan
con su pasito breve los sobrevivientes del tiempo de Rosas. Las ciudades
agitadas suelen excluir de su centro vital a todas las personas débiles;
pero en los remansos tranquilos, en los paseos centrales de París, por
ejemplo, es frecuente encontrar a los pulcros ancianos de vestimenta
anticuada y con la roseta, a veces, de una honorable condecoración.

Yo he indagado en los paseos de Buenos Aires, y no he visto en ellos más
que niños, transeúntes melancólicos y atorrantes. ¿Es que no hay viejos
en Buenos Aires? Acaso no existan, en efecto, o cuando menos no forman
multitud. Desde luego puede asegurarse que no existe esa clase de
ancianos vegetativos, ambulantes, acartonados, de aquellos que parecen
conservarse por virtud de un ambiente particular.

A muchos podrá parecerles este dato desconsolador. Pero si miramos al
fondo del problema, fácil nos será advertir que la vejez acartonada, la
vejez estacionaria y vegetativa, no siempre señala un grado distinguido
de vitalidad. Al contrario, los casos de vejez excesiva son patrimonio
de los países estacionarios, en que la existencia carece de energía y de
ardor. Los viejos centenarios, según dicen las estadísticas, están en
mayor número en los pueblos pobres y poco fecundos. Allí se llega a la
longevidad por ausencia de gasto: es un efecto de economía que entra de
lleno en la sordidez. A fuerza de escatimar la acción, la vida se
prolonga; pero esa clase de vida, si vida puede llamársele, no merece
ser envidiada.

Mientras que en los pueblos activos, el hombre vive plenamente, sin
reservarse; se abandona al remolino del azar, y pone todo su tesoro
vital en la contienda. No se resguarda sórdidamente. Sus nervios, sus
músculos, sus órganos fundamentales, su cerebro, su imaginación, todo
lo lanza a la vida. Cincuenta años de brega significan una larga
historia de emociones. Vive, pero vive plenamente, con todo su ser,
robustamente, intensamente. Negocia su existencia a un plazo corto;
cuando el plazo ha vencido, sus órganos están destrozados. La muerte,
inexorable cobrador, llega a hacer efectiva la letra. Y todo acaba. Y
otro acude en seguida a ocupar el puesto...


Faltan gatos

Otra particularidad muy curiosa de Buenos Aires, es que mantiene muy
pocos gatos. Si se pudiera hacer una estadística de tales mamíferos,
quedaríamos sorprendidos ante la cortedad de las cifras.

En muchos países se considera al gato como una entidad adherente,
indispensable, necesaria a la familia. El gato viene a ser así algo como
el fogón, como el lecho, como la cuna, como la olla. Una familia sin
gato, en esos pueblos a que me refiero, equivale a una familia trunca e
incompleta. Cuando la familia cambia de lugar, el gato sigue el éxodo
fielmente. Si la familia es pobre y ha sido desahuciada, el gato, sobre
el ajuar miserable, aguanta estoicamente el revés de la fortuna. Y el
gato se encarga de soportar el irascible humor de la familia, cuando la
familia sufre, o recibe los mimos suaves cuando la familia goza. Unas
veces puntapiés, otras veces sobaduras tiernas en el lomo, el gato lo
soporta y lo acepta todo, con aquella cauta filosofía que tanto le
distingue. Y se le ve en lo alto de los muebles, limpio y sedoso,
adornado el cuello con una cinta roja; o junto al fogón mugriento, al
calor de las brasas familiares. Algunas madres frustradas adoptan al
gato como a hijo, prodigándole las más dulces afecciones. Y por la
noche, sobre todo en las noches de luna invernal, los tejados suelen
convertirse en escenarios de amorosas tragedias; los mahidos de los
gatos llenan con su música supersticiosa la calma nocturna.

En Buenos Aires se ven muy pocos gatos. Hay numerosas familias que
desconocen al gato, que no lo han tenido nunca en sus casas. Esto
parecería absurdo a muchas personas de otros países. ¿Por qué se ven
pocos gatos en Buenos Aires? Es que les falta ternura a las familias
porteñas? O es que no existen ratones?

La explicación de este fenómeno debe de estar en una de las principales
características bonaerenses, o sea en la accidentalidad y nomadismo de
los hogares. Las familias se organizan demasiado bruscamente: en tal
caso, muchas cosas del hogar necesitan padecer el defecto de la
improvisación. Dos extranjeros, llegados de opuestas zonas, se
encuentran, se aman, contraen matrimonio. Son dos «déracinés», como
dicen los franceses. Al unirse, cada uno de los cónyuges hace omisión de
sus hábitos tradicionales. Recuerdan que en su casa de la patria remota
había un retrato del abuelo, unas cortinas que bordó la madre en su
mocedad, un sofá donde murió el padre, un gato viejo y maniático... Pero
todo esto ha quedado allá lejos, interrumpido, roto, sin continuidad,
como un primer tomo de una novela. Al formar familia, instintivamente
enuncian el propósito de «empezar de nuevo». Empiezan, efectivamente,
una vida, una cuenta nueva. Todo en ellos es nuevo, sin tradición y sin
compromisos anteriores. Compran los muebles, los utensilios juntos, de
una vez. No heredan nada de nadie. El hogar es un conglomerado de cosas
anónimas adquiridas en los bazares. ¿Cómo podrían acordarse del gato? El
gato presupone historia y tradición familiares. No habiendo historia ni
compromisos con los manes de los antepasados, el gato no tiene razón de
ser ni de existir. Es verdad que caza ratones, y esa utilidad de sus
garras podría sincerar su existencia; pero la química con sus polvos
venenosos, la ferretería con sus cepos automáticos, superan a las uñas
gatunas. La permanencia del gato no se debe a la utilidad. El gato, en
la familia civilizada, tiene un sentido más íntimo, más filosófico, y de
esencia más oculta.


Los escaparates

Pocas ciudades aventajan a Buenos Aires en el lujo de sus comercios. Es
un lujo imaginario muchas veces, un derroche de luz y de maniquíes, una
fantasía de exhibiciones. Los escaparates porteños resultan una
verdadera fiesta de adornos, de prodigalidad, y con frecuencia también
de buen gusto.

Pero los escaparates, como todas las cosas, hasta las más vulgares,
tienen su psicología particular. Repasando uno a uno los escaparates
bonaerenses, es posible averiguar los vicios, las características
morales, las pasiones de los habitantes. Observad, verbigracia, los
comercios destinados a vender objetos comestibles, y descubriréis una
nota original del carácter argentino: su escasa glotonería. Pero
observad inmediatamente los escaparates de las tiendas de lujo, y
conoceréis el prurito de ostentación que ocupa el mayor espacio del alma
argentina.

Los escaparates de los almacenes y reposterías no están en Buenos Aires
a la altura de su prestigio. Hay muchos bares, restaurantes,
confiterías; pero esa profusión de lugares donde se come y bebe no
significa, a lo más, otra cosa que abundancia de dinero. Falta, en
cambio, el esmero de las muestras, falta la tentación de las golosinas
expuestas con ánimo de sobornar la gula del transeúnte. Esto indica que
el argentino no es glotón. Mejor dicho, no es vicioso del comer. Sus
antepasados, agarrándose al churrasco, al mate y a la galleta dura,
soportaban las empresas heroicas de la llanura. El puchero, que aun se
mantiene en vigor dentro de respetables familias, habla mejor que nada,
con su simplismo culinario, de la sobriedad platense.

Pero los escaparates de las tiendas de modas, adornos, bisutería, están
hablando por su parte de la condición exhibitoria y fastuosa que llena
el alma de los argentinos, así como de los seudoargentinos. Los
comerciantes lo saben muy bien; las vitrinas de sus tiendas relumbran
ante la mirada de las pobres mujeres fascinadas, y ante el ojo codicioso
de los hombres. Gustan el charol, la seda, los encajes, las colas, las
joyas, las plumas. Todo lo que concierne a la vanidad.


El horror a lo antiguo

Las casas viejas de Buenos Aires se van. Quedan muy pocas, y las pocas
que quedan desaparecen con singular rapidez.

La muerte de las cosas familiares origina en todas partes un sentimiento
de melancolía; cuando esas cosas, además de familiares, tienen un valor
artístico, todavía la melancolía es mucho más acentuada y universal.
Pero en Buenos Aires, por no se sabe qué fenómeno de psicología, todo
eso no levanta la menor emoción. Caen las casas, se derriba lo viejo,
huye lo familiar y lo histórico, y el alma pública sigue tan fría, como
si esos objetos no la afectasen en nada. Se diría que la ciudad está
poblada toda ella por gentes nuevas y adventicias, para quienes lo de
ayer carece de sentido. Sus almas se diría que no guardan contacto ni
continuidad con las almas antepasadas. Se diría una ciudad sin
historia, sobre todo sin abolengo, cuya tradición comienza desde ayer
mismo, todavía más: desde hoy...

Lo característico de Buenos Aires, y también de la vasta región que
sigue sus inspiraciones, es una especie de horror hacia lo viejo.
Repugnancia por la pátina,--he ahí lo que singulariza a la moderna
sociedad argentina. Las casas todas son nuevas; cuando la pesadumbre de
diez, veinte años, empieza a barnizarlas con el matiz inapreciable del
tiempo, entonces se las derriba y se construye otras nuevecitas y
flamantes. Los muebles tienen que ser nuevos también, para que los
salones de una casa ofrezcan el aspecto de haber sido amueblados el día
anterior por la tarde. Nada de antigüedad.

Los países europeos sienten gusto de estimar las cosas, no por su
novedad, sino por sus anos; aquellas gentes entienden que una familia
será tanto más noble, cuanto más generaciones pueda contar, y que los
muebles, las casas, las joyas y los trajes ganan en nobleza con el
tiempo. Se piensa allí que lo noble no es lo de hoy, porque toda
nobleza heráldica o intelectual, necesita ser contrastada y discernida
por los años, por los siglos. Se piensa allí además que la pátina es el
secreto de la estética, puesto que un hermoso palacio recién construído,
con sus piedras blancas y virginales, está recordando con exceso al
albañil y al maestro cantero; parece haber salido de un taller, limpio,
brillante, con la firma del arquitecto bien visible y las huellas de las
manos del herrero en las verjas del parque. Mientras que, al contrario,
un simple torreón viejo devorado por la yedra, ofrece, gracias a su
adusta vejez y a su anónima factura, un efecto extraño de belleza. Es
como si el torreón ese hubiera surgido hecho de la misma tierra, o como
si toda una época, toda una civilización, hubiesen tomado parte en su
obra. Del mismo modo se entiende, en esos países europeos, que el
mármol, el marfil y el bronce ganan con el tiempo, así como las buenas y
legítimas joyas, y que careciendo de pátina, el cristo de marfil y la
estatuita de bronce, recuerdan demasiado al bazar de «objetos
artísticos» en donde fueron comprados.

En los objetos del culto cristiano se advierte el mismo afán de
pulcritud, la misma tendencia hacia lo bonito de los criollos. Los
extranjeros que llegan de países seculares quedan sorprendidos ante el
efecto, casi negativo, que ocasionan esos templos barnizados,
desprovistos de penumbra y de ha grave austeridad que debe tener una
casa de oración. Una catedral gótica, con sus sepulcros de mármol
mohoso, sus altares un poco descoloridos y sus imágenes algo
desportilladas, sería recibida en Buenos Aires con un mohín de
repugnancia. Inmediatamente abrirían ventanas en los muros, para que las
naves sombrías adquirieran luz, y los santos y los altares, las piedras
consumidas por el roce de los siglos, todo eso que habla al espíritu
religioso de una manera tan profunda, sería reformado, pulido,
barnizado, puesto a tono con la general corrección mundana.

Tampoco se muestra la gente muy apegada a desempolvar recuerdos
históricos de larga fecha. Todo cuanto se refiere a un siglo pertenece a
la «edad antigua». La historia propiamente dicha comienza en la
revolución de 1810; lo anterior a esa fecha corresponde a la
prehistoria. Se sospecha que antes de ese año culminante de la
revolución hubo hombres, quizá comerciantes, acaso artesanos: pero todo
aparece borroso y vago, como podría aparecer a los ojos de un francés la
vida de los galos prelatinos. No se quiere ahondar demasiado en los
prolegómenos de la nacionalidad. En rigor, aquellos siglos preliminares
en que se formaban la raza y el carácter merecen poca simpatía; es como
si se tratara de cosas y personas extrañas, sin contacto con las cosas y
personas actuales. Y, sin embargo, los pueblos tienen mucha semejanza
con los vinos. Los buenos cosecheros preparan en un principio sus cubas,
maceran los caldos, hasta que el recipiente se empapa y satura de esa
que, castizamente, se llama «solera». Aunque el vino primitivo vaya
enajenándose, las nuevas aportaciones se saturan del sabor originario,
gracias a la poderosa virtud de la solera, y las nuevas cosechas, en
infinitos años, conservan siempre el sabor y el tono de la elaboración
primera. Los pueblos, asimismo, por muchas importaciones y renovaciones
que sufran, guardan siempre la modalidad, enérgica, definitiva, que
adquirieron en su formación. Por eso, con todas las aportaciones
exóticas y multiformes que caen diariamente en la Argentina, la
modalidad auténtica, la que se formó en los primeros tiempos de la
colonia, se mantiene viva siempre.

Pero el tiempo pasará, y todo lo que ahora es heteróclito y renovado irá
consolidándose. Las fortunas se harán cada vez más tradicionales. Las
familias contarán entonces con un abolengo de varias generaciones. Y
nacerá, si no ha nacido ya en pequeña escala y tímidamente, el amor y el
culto por los antepasados.

Cuando llegue ese momento, los argentinos lamentarán la irrespetuosa
manía de destrucción de sus antepasados. Modestas, frágiles y sencillas
como eran, sin embargo, aquellas mansiones viejas habían guardado el
aliento de los abuelos, en su ámbito se desenvolvieron las vidas
antepasadas, y de ellas surgió el molde de la nacionalidad.


La marea humana

Todos sabemos que una ciudad guarda mucho parecido con el cuerpo humano:
tiene un órgano vital, de donde fluye y se esparce la energía dinámica.
El corazón es la urna que contiene el tesoro bullente de la vida humana;
las ciudades poseen también su corazón.

El palpitante corazón de Buenos Aires se llama la City. Suprimid ese
barrio vital, y la población no tendrá ninguna razón de ser; paralizad
el movimiento febril de la City, y la ciudad habrá quedado inmóvil,
yerta, como un hombre presa de un síncope.

Una de las cualidades de Buenos Aires que merece mayor aprecio, es su
franqueza. Buenos Aires no engaña a nadie. Al extranjero que desembarca
en los muelles, le ofrece como primer espectáculo el de la City, con sus
bancos y oficinas de negocio. Hace, como si dijéramos, sonar un saquito
de monedas al oído del inmigrante, para convencerle desde luego que en
esa tierra de promisión no encontrará más que tópicos monetarios.

Otras poblaciones suelen ser hipócritas o convencionales. Presentan al
viajero las severas fachadas de sus Universidades, liceos y pinacotecas,
con la intención de aparentar una vida de divagaciones mentales. Pero
Buenos Aires, mucho más sincero, pone en primer lugar sus Bancos y
oficinas mercantiles. Así logra encadenar al hombre ambicioso,
inyectándole desde el momento que desembarca el virus de la codicia. Una
codicia franca y leal, libre de simulaciones.

La City propiamente dicha es pequeña: comprende cuando más una
superficie de un kilómetro cuadrado. En ese espacio de terreno tan corto
se encuentra lo más vigoroso y potente de la ciudad: los Bancos, la
Bolsa, las agencias de navegación, los grandes remates, las oficinas de
tierras y de seguros. Lo más vivo, todo cuanto significa fuerza
financiera, está comprendido en esas calles privilegiadas.

Pero la City, a pesar de ser el corazón de la metrópoli, tiene aspectos
tan distintos, que parece una ciudad extraña, un pueblo extranjero
incrustado en la urbe criolla. El americanismo novelesco evoca en la
imaginación formas ligeras e indolentes, colores claros y pintorescos.
La City no es americana en ese sentido. Es de un americanismo yanqui;
negra, fea y agria. La angostura de sus calles hace que los tranvías,
los carruajes y las personas vayan disputando entre sí y eludiéndose a
trompicones. Uno piensa con terror que camina por la calle de milagro, y
se llega a creer firmemente en una providencia vigilante.

Y el ruido. No se parece al ruido disciplinado de algunas avenidas
europeas, donde el paso simétrico de cuatro filas de vehículos recuerda
a un ejército en marcha, a un torrente majestuoso. En la angostura de la
City bonaerense, el ruido es desordenado, agudo, irritante. Los
tranvías, rozando las aceras, arrojan al oído del transeunte sus latidos
metálicos que crispan; los carros se enredan; riñen los conductores, se
apostrofan y amenazan con los puños cerrados. Los nervios vibran. Y
pasan rápidos los caminantes, empujándose, pisándose, obsesos en su
única y común preocupación.

Sin embargo de su fealdad y su acritud, ¡qué emocionante es la City!
Nada hay en Buenos Aires que me produzca una impresión tan enérgica,
como un paseo por ese barrio cartaginés. Siento en sus calles como la
brutal caricia de una ráfaga huracanada. Me acuerdo del Océano, de la
tempestad, de los precipicios torrenciales, de todas las cosas
primitivas y fuertes que acatan el imperio de la fatalidad. En esas
calles tumultuosas recibo un aliento de sana y trascendental barbarie.
Me olvido de las exquisiteces decadentistas, de las neurosis afeminadas,
de los remudamientos intelectuales. La muchedumbre me rodea, me traga, y
yo me veo arrastrado como por un torrente. Olvido y disculpo los
encontronazos de los hombres, los atropellos de los carruajes; sobre mi
naturaleza de hombre de gabinete, aquella marea oceánica ensaya sus
golpes y ultrajes más imponentes.

Bárbaro y violento, todo aquello tiene para mí un sabor nuevo, extraño,
excitante. Las caras rojas de los negociantes, la falta de educación y
compostura, los ademanes bruscos, eso apenas roza mi sensibilidad. Todo
lo brutal que allí reside, yo lo disculpo. La ola total me agarra, me
lleva, me infunde vigor, como un gran trago de _whisky_. Siento que me
asalta entonces la borrachera de aquella multitud encandilada, y el
entusiasmo del ambiente se me introduce en la tímida alma
intelectual...



X

PSICOLOGÍA DE LOS ANUNCIOS


Antes de visitar la República Argentina conocía yo varias de sus
intimidades. La lección previa me la habían dado sus periódicos, grandes
como océanos. Pero no aprendí a conocer esas interioridades en las
columnas periodísticas, en sus artículos políticos ni en sus reseñas
sociales o policíacas. Mi curiosidad bebía en unas fuentes humildes y
despreciadas: en las planas de anuncios.

Cada pueblo tiene su fisonomía; tienen también las planas de avisos de
sus periódicos un tono diferenciado. ¿Para qué buscar los datos en las
planas principales de las hojas cotidianas? La verdad y el rasgo
característico suelen estar allí casi siempre velados o atenuados. La
civilización, obligándonos al uso del guante, quiere también que
enguantemos nuestras ideas y emociones. Se escribe discretamente,
envolviendo en eufemismos los pensamientos, poniendo sordina a la
indignación y evitando los grandes ademanes. En cambio, quién es capaz
de contener las exclamaciones rudas y sinceras de los anuncios? Los
artículos pasan por el tamiz del director o del propietario, mientras
que los anuncios llegan directamente de la calle y pasan a la imprenta.
Pagan religiosamente su inserción, y en tal sentido se sienten con el
derecho de decir la verdad.

La grosería de lo demasiado sincero es una de sus peculiaridades. Están
ahí todos los días, revueltos y amontonados, gesticuladores. Nos hacen
muecas raras y altisonantes, para que nos fijemos en ellos. Como los
sacamuelas de las plazas, como los apóstoles de las sesenta religiones
que actúan dominicalmente en los jardines de Boston o de Cincinati, esos
avisos cotidianos se esfuerzan por atraernos. Si uno grita, otro grita
más fuerte. Recurren a todos los arbitrios de notoriedad, y emplean en
ello un ingenio sutil y estrambótico. Nos ofrecen todo, nos regalan
todas las delicias, con tal de que les hagamos caso. Brindan la salud,
la fortuna, la felicidad... Pero tan grotescos y charlatanes como son,
en los anuncios está la raíz psicológica de un pueblo.

Más adelante, cuando una sociedad venidera intente reconstruir la
historia prolija de nuestra época atormentada, necesitará recurrir a
planes de comprobación muy delicados, y apartar la hojarasca de los
datos numerosos y confusos. Ningún dato mejor que los anuncios. Las
sociedades futuras observarán, por ejemplo, que el mayor número de
avisos está formado de dos temas: la oferta de específicos medicinales y
la invitación de medios para adquirir fortuna. Con lo que deducirán que
nuestra época padece dos enfermedades distintas y una dolencia
verdadera: intemperancia.

He dicho antes que yo conocía previamente los rasgos argentinos por los
avisos de sus periódicos. Me gustaba, efectivamente, hundirme en la
lectura de sus numerosos anuncios, desentrañar su sentido, gozarme en su
pintoresca confusión. No he sentido después una sensación tan plena de
la inconsciente juventud argentina. Yo me entretenía en el juego raro de
«perderme» entre las columnas y planas anunciadoras de los periódicos de
Buenos Aires, analizar su alma, discernir sus rasgos originales.

«Se presta dinero sobre sueldos y alhajas», es el aviso que menudea en
muchas capitales burocráticas de Europa. En Buenos Aires también abundan
los avisos de préstamo. ¡Pero qué distintos! Leed uno: «Dinero
disponible, _cualquier suma_, para hipotecas. Largos plazos y
amortización a voluntad del tomador». Hay otro más expresivo todavía:
«Cualquier suma disponible, desde 10,000 hasta 1.000,000 de pesos...».
Aquí no se trata de mezquinas usuras sobre sueldos; no se transparenta
aquí, detrás del aviso, una vida de estrechez y de mal disimulada
tacañería. La usura, en este caso, toma un aspecto magnífico. En ese
millón de pesos ofrecido hay una enorme ambición de dar, y otra enorme
ambición de arriesgarse en estupendas aventuras. Pueblo que vive del
crédito, gente que no sabe ahorrar ni contener sus prodigalidades y sus
apetitos; pueblo que carece de dinero, posee, sin embargo, la audacia de
entenderse por cifras de millones.

La virgen tierra inacabable aparece detrás de los avisos como un mágico
telón de fondo. La locura de la tierra, la locura de las especulaciones
bruscas, rápidas, ilógicas, es una característica del país, la que le da
el tono principal, la que le hace aparecer como un gran tapete verde en
donde todo es motivo de juego y de azar; las cosechas de trigo, los
rebaños, los barcos llenos de maíz. «Compro cualquier extensión de
tierra, pagando al contado,» dice un aviso gallardamente.

La grandeza territorial de un país no saben expresarla bien los mapas y
las geografías. Tantos grados de latitud, tantos kilómetros cuadrados de
superficie: todas esas cifras geográficas no aciertan a darnos una
visión clara de la extensión. Los avisos saben medir mejor. «En Río
Negro, vendo 5,000 hectáreas, y dos fracciones con 10,000 hectáreas más
o menos.» Este _más_ o _menos_ es de una real e ingenua magnificencia.
Acostumbrado a ver las parcelas de tierra perfectamente medidas hasta el
centímetro, un europeo queda asombrado ante esas elásticas mediciones,
ante ese _más_ o _menos_ que bien puede consistir en 100 ó 500
hectáreas. «Vendo cuatro leguas en el Neuquen.» He ahí cómo los avisos
de los periódicos son los más justos y expresivos historiadores de la
Argentina.

Hasta en la manera de pedir y ofrecer empleos resultan grandes
psicólogos los avisos. No se solicita trabajo en forma humilde y
pordiosera, como en los países muy trabajados por la concurrencia. Los
avisos dicen simplemente: «Necesito obreros; tres pesos por día.»
«Jardinero experimentado, se ofrece.» No hay aquí ninguna imposición por
parte del amo ni ninguna mendicidad del lado del operario. Se
transparenta la libertad de contratarse, el ir y venir de los hombres a
lo largo de los oficios, hacia la meta hipotética de la fortuna.

Luego viene el capítulo numeroso de los avisos de subastas. A través de
esos avisos está viendo el lector la trama nacional, el ambiente de
aventura, de engaños y de audacias. Se ve pasar una multitud de
agiotistas, especuladores, locos, ilusos y temerarios. Hallazgos
inauditos, sorpresas fabulosas, negocios pingües realizados en un día.
Terrenos que se compran por la mañana a diez, y por la noche se venden a
cien. Acaso pérdidas bruscas y jugadas más que dudosas.

También nos enseñan los anuncios a conocer el espíritu nómada de estos
países improvisados, repentistas, sin cimientos en la tradición. Basta
fijarse en la sección de compras y ventas. Se venden las casas como
pudieran venderse juguetes. Se venden las casas con sus muebles, con
todos los objetos familiares. En las viejas sociedades está la familia
como pegada a la tierra y a los objetos caros. Antes de desprenderse de
un mueble, una familia europea echa mano de todos los recursos
defensivos, porque el mueble conserva el roce y el baño de la tradición.
En aquel sofá se sentaba el abuelo; aquel crucifijo oyó las oraciones de
la madre; en aquel armario se guardaban los mantones bordados y los
abanicos de nácar de la abuela. Tienen aquellos objetos aromas
espirituales. Pero en Buenos Aires los muebles son cosas sin expresión:
se compraron ayer todos juntos, y como hoy han pasado de moda, se venden
todos en montón. Nada dicen a las sumidades del alma donde se esconden
los recuerdos. Nacieron de la vanidad y la vanidad los enajena. Van,
ruedan, como los hombres, como las familias, como todo el país...

La gente vive muy aprisa y está enferma; pero no quiere morirse. Para
enfermedades indefinibles se inventan medicinas fantásticas. ¡Pobre
humanidad civilizada! Compras muy cara tu civilización. Los avisos de
los periódicos lo dicen: necesitas excitantes alcohólicos para
multiplicar la actividad del trabajo o del placer, y te hacen falta
tónicos reconstituyentes para no caer en la consunción.

La sociedad requiere el _whisky_, el vermut o el cognac para ofrecerle
al organismo una amplificación enérgica. Es preciso comer mucho, creando
una energía artificial que nos permita dilatarnos hasta todas las
solicitaciones de la ambición y de la sensualidad. Para eso se inventan
los aperitivos. Cuando éstos no bastan, se inventan las panaceas
reconstituyentes, los tónicos salvadores. Pero las panaceas
farmacéuticas no son más que livianos paliativos o donosas mentiras.
Entonces sobreviene la neurastenia, el histerismo. Los avisos lo dicen:
Las tres cuartas partes de los médicos que se anuncian en los periódicos
son especialistas de enfermedades nerviosas.

¡Enloquecer! Este es el destino de las sociedades ambiciosas, activas,
incontinentes. El progreso exige que vibremos como cuerdas tensas y que
no hallemos jamás el reposo o el término a nuestros apetitos apasionados
¡Más, más! Este es el mandato imperativo. Un algo trágico surge del
maremagnum de los avisos. Entre el júbilo de las ventas y de los
millones ofrecidos, se levanta la hostil catadura del farmacéutico
trayéndonos un frasco tonificante. Cansancio, agotamiento; he ahí el
corolario de la vida moderna. Y una locura ascendente, devastadora, que
alcanza a todos los seres humanos.

Esa tragedia moderna está hablando ahí, en las planas de los periódicos.
No hay novela, no hay historia tan íntimamente veraz y emocionante como
los avisos de un periódico. La humanidad aparece en ellos desnuda, con
el más desconcertante impudor.



XI

LAS MANSIONES Y LOS HOMBRES IMAGINARIOS


¿Qué cosa es lo real? Por el supremo valor que le damos al dinero, nos
inclinamos a respetar como la cosa más real y positiva, un Banco, por
ejemplo. Sin embargo, en Buenos Aires he perdido yo el respeto que me
merecían, como a todos los hombres pobres, los Bancos.

Junto a los Bancos de la City se reúne una multitud de escritorios y
pequeñas oficinas, de distintos tamaños, de nacionalidades diversas. Al
principio sentía yo un gran respeto por esas oficinas, adornadas con
todo el lujo de rótulos dorados, extensos cristales, tableros con
cifras y cotizaciones, ingentes armarios de hierro. También me causaban
respeto una especie de antros, a cuya puerta veía clavadas muchas,
infinitas placas de cobre con un nombre o una firma comercial. Miraba al
pasar el fondo de aquellas habitaciones, y descubría allí dentro un algo
misterioso, una suerte de esfuerzos heroicos en que estaban empeñadas
gentes audaces y patrióticas. Pero también les he perdido el respeto a
esos antros... Ahora los miro como lugares cómicos, pintorescos, nidos
de aventuras novelables.

Son unos locales espaciosos, compuestos de un patio largo al que
convergen numerosos cuartos y gabinetes; en los pisos altos se continúa
la misma distribución de habitaciones autónomas. Cada gabinete ostenta
un número, como las celdas de una cárcel o de un hospital; junto a la
puerta, una placa de porcelana o de cobre indica el apellido del dueño.
Estos dueños asumen las más variadas y antagónicas profesiones. Unos son
abogados, otros ingenieros, contratistas, rematadores de tierras,
registradores, notarios, agentes comerciales, representantes de
compañías navieras, de compañías pobladoras, de compañías de seguros;
otros negocios y profesiones suele haber que lindan con lo fantástico.
Cualquier persona que tenga el propósito de especular, pone su placa a
la puerta de un gabinete, planta una mesa y cuatro sillas, compra una
máquina de escribir y se pone a operar. ¿Sobre qué opera? Sobre nada,
sobre el vacío. Ya es una empresa de seguros, ya una sociedad de avisos,
de colonización, de cualquier cosa. En muchos de estos gabinetes se
sientan, es claro, verdaderos abogados, verdaderos comisionistas y
evidentes sociedades de colonización y de seguros; pero quienes dan
carácter a la cosa son los otros, los imaginarios, los increíbles e
inauditos.

¿Qué habrá ahí dentro?--me preguntaba yo antes.--Hay hombres serios que
trabajan y operan sobre realidades; pero una muchedumbre opera sobre
sombras y palabras. Allí dentro no hay nada, o hay cosas de apariencia y
de ilusión. Este, por ejemplo, tiene en su mesa o tiradas por los
divanes, muestras de un alambre nuevo para cercar campos; el otro
presenta unas espigas de trigo cosechadas en un campo «que se dice que
se vende y es una pichincha»; otros no presentan ni eso, como no sea una
placa con un nombre, que es un enigma.

Pero en ningún escritorio faltan planos y mapas de pueblos y territorios
lejanos. Los terrenos aparecen cortados por líneas simétricas, en forma
de parcelas cuadradas: son los terrenos, los eternos _terrenos_ que se
ofrecen a la especulación, las fichas de este gran tapete verde de la
república donde se juega a la compra y venta de fantasías.

Allí se fraguan negocios extraños. Pulula por allí una gitanería
internacional, un picarismo cosmopolita, digno de la pluma de un
Dickens. Nadie tiene allí punta ni asomo de idiota; todos son
perfectamente linces, educados en la escuela de lo maravilloso. Se ve a
un italiano asociarse con un andaluz, a un vasco con un ruso, a un
inglés con un dálmata. Unos se engañan a otros, se echan la zancadilla,
en un torneo de astucia. Esperan a los incautos y a los ilusos. Viajan
en viajes repentinos y anónimos, para volver con informes y hallazgos
recogidos tierra adentro. Tienden la red, como las arañas, y aguardan a
la presa.

Allí se fabrican reputaciones sorprendentes. Los campos secos, con
cuatro flacos novillos, pasan a convertirse en fértiles terrenos de
pasturaje. Enseñan muestras de pasto, o plantas de lino y maíz de gran
desarrollo. Con el dedo se recorren los mapas, hechos con la ciencia
aduladora de los técnicos que están en el secreto del negocio; se miden
en el mapa los terrenos y se ponderan sus perfecciones. Por aquí ha de
pasar el ferrocarril; allá se ha de fundar una colonia agrícola; por
aquel lado irá un canal de riego... Y las tierras se venden, se compran,
sin que nadie las haya visto. En ellas no hay cultivo, ni rinden ninguna
renta. No se compran por su valor esencial, sino por el valor que se
supone han de alcanzar más tarde. Como todos tienen interés en sostener
la farsa, la farsa sigue su curso. Ved un tapete inmenso, en cuya verde
superficie se reflejan las ambiciones y fantasías de tanto soñador, de
tanto aventurero.

Un ambiente así, tan recargado de especulaciones monetarias, ha tenido
que producir muchas locuras. Uno de los locos más típicos, es el que
llamo yo «creador de proyectos». Su locura no cae dentro de los límites
del manicomio; no es un demente de clínica: es simplemente un maniático,
como el enamorado, como el artista. Tiene la monomanía de los proyectos,
tiene el ideal de la fortuna, así como para el enamorado y para el
artista sus ideales se convierten en obsesión fija y constante.

El proyectista se levanta pensando en sus colosales negocios, y se
duerme con sus sueños de fortuna; pero la fortuna no se le aparece en
una forma material, sino fantástica e idealista. No quiere él la fortuna
como los hombres prácticos, para conseguir cosas y satisfacciones
reales: él desea la fortuna por la fortuna misma, ama el proyecto por el
proyecto. Algo parecido a Don Quijote, el creador de proyectos se ha
imaginado una Dulcinea, y por su bello amor vive, sueña, batalla, corre,
habla.

Le veréis en cualquier punto del centro de la ciudad. Está en los cafés,
en los «bars», en los pasillos de los teatros. Como si su excitación
cerebral no fuera suficiente, aun la aumenta con los aperitivos y
estimulantes. Bebe vermut, copa tras copa; bebe sucesivas tazas de
espeso café; ingiere a borbotones la cerveza. Borracho por su monomanía,
apenas se da cuenta de la embriaguez alcohólica. Los alcoholes no añaden
locura a su borrachera idiosincrásica, permanente.

¡Oh soñador, soñador empedernido, soñador de fantasías metálicas! El oro
de las libras esterlinas, la sedosidad de los billetes de banco, lo
envuelven en continuas sinfonías ideales. Y marcha por la vida
escuchando el sonoro retintín de las monedas, estimulado por su música
interior, enloquecido por la sarcástica excitación de su demonio íntimo.

Un loco hace cien locos. El proyectista comunica a sus semejantes su
locura, y allí donde va deja un rastro de utopías. Escoge por lo regular
las naturalezas blandas y propicias, tal como los recién desembarcados.
Entonces ocurre que el que llega, en cuanto pisa tierra, choca con el
creador de proyectos, y el hombre se pierde irremediablemente.
Desembarcar en América, en el país del oro, y tropezar con un hombre
que baraja negocios, que hila y amontona proyectos, esto es tan terrible
como caer por la boca de un abismo. Así se explica que las calles del
centro estén pobladas por una muchedumbre rara, hiperbólica,
febricitante, que manotea epilépticamente al conjuro de una idéntica
locura. Todos hablan de proyectos enormes, de ganancias monstruosas.
Sobre las mesas de los cafés, de pie ante el mostrador de un «bar», en
mitad de la calle, los proyectistas gesticulan entusiasmados, o hablan
muy bajito, misteriosamente, para que nadie les sorprenda la idea y les
malogre el descomunal negocio.

Negocios descomunales, sí; negocios estupendos. Pensar en grandes
destinos, o no pensar en nada. Unas veces se trata de crear una ciudad;
otras veces el asunto consiste en regar un desierto y valorizar las
tierras en proporciones de dos a mil; otras veces se habla de un invento
prodigioso, o de una nueva forma de reclamo, o de sociedades anónimas
con capitales inauditos. Las cifras más altas, los miles y millones de
pesos, bailan una danza extraña dentro de esas imaginaciones
espoleadas. Las demás cosas del mundo las encuentran insensibles; no
salen nunca del riñón de la ciudad, y en esas calles apasionadas y
ruidosas, ellos encuentran un placer morboso que los enajena. El
estrépito de tranvías y carros, el vocear de los chicos, los tropezones,
la continua alarma de la calle, todo eso los enardece.

Absortos en su ideal, temblando siempre ante la inminencia del éxito, su
cerebro se convierte en una colmena de ilusiones. Dentro de sus almas
hay fuegos fatuos, sombras siniestras, iluminaciones repentinas y
maravillosas. Riman cantidades, como el poeta rima bellos adjetivos.
Poetas del negocio, idealistas estrambóticos en un medio cartaginés,
ellos vienen a ser las mariposas o la flor romántica del centro de la
ciudad. Flores morbosas y enfermizas, caldeadas por la locura.

Hasta que caen lentamente en la indigencia, y se convierten en
atorrantes. O una noche cualquiera, no pudiendo sus pobres cabezas
resistir tan alta presión, revientan y se mueren.



XII

UNA FARMACIA EN LA CITY


La torre del vigía

¿Cuál es el punto más estratégico desde donde se puede vigilar mejor la
miseria humana?

Una sala de juego, un confesionario, un cálido salón de baile son
culminantes sitios de investigación, en donde el ojo despierto penetrará
como una saeta en la psicología humana. Pero existe otro lugar
ventajosamente colocado sobre el panorama del mundo, o sobre el
escenario social, punto obligado adonde afluyen los dolores del hombre y
en donde la humanidad se muestra sinceramente en toda su pobre miseria.
Este lugar de transcendente observación se halla al alcance de cualquier
espíritu curioso. Se trata simplemente de las farmacias.

El boticario es aquel para quien no existen secretos. El sabe qué
pequeños, qué endebles y cuán cobardes somos. Situado en su mostrador,
ningún esfuerzo necesita hacer para averiguar nuestras debilidades.
Desde que el día amanece hasta que la noche se cierra, todos nosotros
acudimos anhelantes donde él y le pedimos la salud, la providencial
salud para nuestra gran cobardía y nuestro estupendo miedo de morir. Y
todos nuestros vicios de lujuria, de glotonería, de sensualidad
impenitente, el boticario los conoce. Con más sinceridad todavía que al
confesor, le revelamos al boticario nuestras flaquezas. ¡Oh discreto y
tácito farmacéutico, que sabe callar tan filosóficamente y que no guarda
para nuestra miseria la menor sonrisa de desprecio!

Alguna vez me ha arrastrado a la botica un malsano instinto de
curiosidad, y allí me he complacido en asistir al desarrollo y tránsito
de los gestos, las palabras, los elocuentes detalles del público, que
acude con sus recetas y con su zozobra. Pero las farmacias guardan entre
sí una vasta relación de categorías. No todas son igualmente
entretenidas e ilustradoras. La botica de los barrios pobres, por
ejemplo, sólo nos muestra un lado de la humanidad; la pobreza, la vil
pobreza. Y cuando la pobreza se junta con la enfermedad, entonces surge
un espectáculo que nada tiene de tentador. Son otras las farmacias
sugestivas. Las situadas en los barrios ricos, ¡éstas sí que ofrecen
largo tema de experimentación! Además tienen de favorable su ausencia de
tragedia. El elemento trágico de las boticas pobres se convierte en
tragi-cómico allá en las boticas que abastecen a los ricos. Porque el
rico es un ser que teme a la muerte con un temor ridículo. Tiene miedo
hasta de la sospecha de morir. Su regalona sensualidad se crispa a la
más pequeña amenaza del dolor. Un simple dolor de cabeza le obliga a
poner en movimiento al médico, al boticario, a todas las gentes
cercanas. Y tienen razón después de todo. La muerte, para quien sufre en
vida el hambre, el frío, la servidumbre y el vilipendio, hasta puede
resultar una puerta amable de huída, de liberación; pero aquel que todo
lo posee, justo es que se disguste ante la idea de abandonar unas cosas
y unos placeres que no serán fácilmente substituíbles en otro mundo
hipotético. Por otra parte, el miserable siente al morir que tiene
derecho a una compensación; ante cualquier posible tribunal de justicia,
el pobre está en el caso de reclamar el pago de deudas atrasadas. Pero
quien lo ha tenido y gozado todo, ése, aunque no lo declare, mantiene la
sospecha de que un justo tribunal posterior le habría de cargar en
cuenta las satisfacciones anteriores. Pero esto lo dijeron ya otros
labios más competentes. «Antes entrará un camello por el agujero de una
aguja», etc.

Todavía mejor que en las boticas de los barrios acaudalados, es situarse
en aquellas otras del centro de la ciudad. Las boticas de la City son
las más instructivas, las más profundas y complejas. Media hora de
observación en una de ellas equivale a la lectura de un folletín. ¿No
queréis entrar?...

He ahí una farmacia de la City. Por lo común es extranjera y tiene
escritos en los paneles de su fachada ininteligibles rótulos alemanes,
franceses o ingleses, quizá porque al vulgo de los dolientes les presta
más confianza la farmacopea de los pueblos lejanos: no hay que olvidar
que en todo enfermo habita un supersticioso. Recorred con la vista los
anaqueles y los mostradores: están llenos de frascos, botellines,
paquetes y envoltorios, cuyas leyendas nos hablan de específicos
providenciales, omnipotentes, todopoderosos. El milagro está allí, el
soñado milagro de los enfermos. Ninguna de esas panaceas duda o vacila;
todas afirman categóricamente su virtud curadora. Son hoy lo que eran
antes los visionarios, los profetas y los elegidos de Dios; curan los
males misteriosos, reportan vigor a los decaídos, infunden fuerzas a los
desalentados. Es una repetición, en fin, de las antiguas magias. Y es
que el hombre, por más que se empeñe en disimularlo, sigue siendo el
niño grande, adorador de la fábula.

Numerosos carteles cuelgan al azar de las estanterías, de las columnas y
de las paredes. Asesorados por dibujos llamativos, esos cartelones
anuncian las virtudes múltiples y terminantes de los específicos, de las
aguas medicinales, de los ungüentos y de las hierbas. La ciencia aparece
allí convertida en un sacamuelas de plaza pública. Y se ven firmas
doctorales de médicos, que atestiguan formalmente la exactitud de cuanto
prometen los específicos. Industria, comercio, reclamo, añagazas,
grandes palabras, enormes afirmaciones, todo confundido con apotegmas
universitarios y bañado con un lustre científico.

Es un gran observatorio, de seguro. No dudéis en aprovecharlo. Desde
allí se abarca el núcleo temblante, frágil, representativo de la pobre
humanidad. Fuera, por los cristales, se ve pasar el torbellino de la
gente, esa multitud sui géneris que va y corre por el barrio de la City
con un temblor de marea turbulenta. Loca y febril, vibrante, la multitud
pasa en pos de sus gruesos ideales; el dinero, lo mismo que una estrella
celeste, le guía a través de sus fracasos y dolores; la codicia le
espolea, y un trabajo brutal, nunca satisfecho, le presta esa inquietud
trascendental y única.

Emana de esa multitud un aura de fuerza; las mismas casas obscuras y
pesadas sugieren ideas de un vigor incontrastable. Todo lo que vive y
transita por allí habla de fuerza y poderío. Los bancos llenos de
dinero--suprema significación de potencia--y los restaurantes
suculentos, así como las oficinas en donde se consagran los grandes
negocios, todo eso aporta a la imaginación sugericiones poderosas. Son,
indudablemente, cosas densas y firmes, cosas y muchedumbres vigorosas,
formidables. Sin embargo, en la botica está el secreto; allí se nos
revela el doble fondo, el reverso, la clave.

Esos mismos hombres de aspecto y ademanes fortalecidos entran en la
botica y piden humildemente un tónico. ¡Una panacea, por Dios, que nos
ayude a soportar la carga increíble de la vida! Ya está, pues, el
secreto revelado, la mentira deshecha. Por debajo de la aparente fuerza,
la humanidad transeúnte arrastra sus vísceras doloridas y rotas. Del
torbellino pujante que pasa, van desprendiéndose los individuos, entran
en las farmacias y piden el elíxir que ha de proporcionarles vigor para
seguir andando, para continuar la lucha. La ciencia les da su calor como
la mano maternal que enjuga la frente sudorosa del guerrero. Y luego,
otra vez a las filas. Otra vez y siempre, ¡hasta la definitiva etapa
final!

El arsénico, el yodo, el mercurio, la quina. Todas las substancias
revividoras se ponen a contribución. Olores acres y exóticos, gustos
ásperos, matices de color indiscernibles. Los organismos, al recibir la
inyección de esas substancias misteriosas, perciben como una sensación
de júbilo material, a la manera que el cansado corcel brinca y se
enardece cuando el acicate del impaciente amo le espolea. Brincan los
organismos, se llenan de un imprevisto vigor, y la carrera adquiere una
súbita celeridad. ¡Adelante, siempre adelante!

Se le pide también al alcohol su virtud acicateante. Junto a las
farmacias, los bares y los cafés, los puestos de comida y las
cervecerías llaman la atención de los luchadores. ¡Entrad y
reconfortaos! Y entran a montones, turbulentamente, en solicitud de una
multi-nutrición. Comen glotonamente a dos carrillos, se hartan de jamón
y huevos y manteca, la carne roja les chorrea grasa por los labios. Es
preciso compensar con una sobrealimentación las pérdidas cuantiosas y
diarias. Para poder alcanzar a tantos negocios, para tener asidos los
vértices de tantas combinaciones codiciosas, hace falta exaltar la
personalidad y hacer que un solo individuo posea la aptitud de diez o
veinte.

Devoran, tragan, beben copiosos vasos de licor cálido. El apetito
lánguido y perezoso requiere también la espuela del aperitivo. La musa
demoníaca del alcohol vuela sobre las frentes y ayuda a que enloquezcan
más aún, mucho más todavía. Todos vibrantes, tensos, como pugilistas en
el estadio. Comiendo, bebiendo, gesticulando. Rojas las caras,
brillantes los ojos. Y andar, andar sin freno, de una a otra idea, de
este a aquel proyecto. Sumar cifras, levantar montañas de ideales.
Manipular los billetes de banco con mano nerviosa. Sentir la infernal y
sublime embriaguez de gastar dinero. Ver cómo van y vienen las monedas,
al compás de un ritmo de locura. Oír la voz de las brujas que gritan en
el alma, como en el alma de Macbeth: «Tú serás rey: tú serás rico»...

Mientras tanto el boticario combina sus drogas.

En los momentos de tregua, cuando nuestro espíritu se abisma en su
soledad, acude a nosotros la revelación intrínseca y luminosa de los
pasmosos engaños en que vivimos. Durante esas paradas que hacemos al
margen del camino, llega a nuestra imaginación la síntesis final de las
cosas, y vemos que, verbigracia, todo esto que tanto nos enajena,
termina estúpidamente en un hueco de cuatro palmos abierto en la tierra.
El boticario y el enterrador son aquellos amigos adversos que no se
fatigan de aguardarnos, porque saben que no podemos faltar a la cita.
Entonces nos entra una gran desgana, y como los cenobitas quisiéramos
renunciar a toda lucha, ya que todo acaba tan simplemente, tan
brevemente.

Pero quieren los hados que cerremos los oídos a la seducción ultra
epicúrea del renunciamiento místico. Y otra vez, pasado aquel momento de
alucinación intelectual, el hombre vuelve al torbellino. Nadie se libra
de esos instantes lúcidos en que la vida se muestra en toda su
integridad. Todos vuelven a incorporarse a la marea, aceptando como una
solución la locura de este tráfago inverosímil, sin objeto, sin
finalidad ni explicación. ¿Adonde se va? Nadie lo sabe. El mundo lo
ignora. Se ha inventado una palabra vaga: progreso. Pero lo cierto es
que el mundo, la sociedad, todos nosotros, obedecemos a esa ley de
movimiento que se llama vida, de cuya ley ninguno podrá evadirse, tanto
la planta como el hombre. Y la vida insaciable, al igual que los niños,
pide siempre más.

Vivir más, con la mayor extensión e intensidad posibles. Más...
Boticario, ¿qué haces que no mezclas más aprisa tus mágicas drogas?



XIII

ESCENAS MARINERAS


Los grandes puertos son sugestivos y amenos como una novela. En un barco
anclado hay siempre un mundo de imaginaciones, de posibilidades y de
heroicas inminencias. Pero el puerto de Buenos Aires es una novela mucho
más complicada y entretenida que las otras. Le conceden interés
dramático y pintoresco, no sólo los barcos y las mercaderías exóticas,
sino además los hombres.

Los hombres que desembarcan en muchedumbre, y que traen en sus rostros
el gesto emocionado, estupefacto, de los descubridores. Como Colón en
otro tiempo se abalanzó a la proa de su nave y quedó ensimismado ante
la tierra soñada y al fin descubierta, los inmigrantes también corren a
la punta del barco y miran, con un silencio trascendental, aparecer en
el horizonte las cúpulas de Buenos Aires. Y más allá de las cúpulas ven
lo ignoto, lo misterioso de un porvenir que tanto tiempo se complacieron
en soñar.

Ir errante por los muelles del puerto; he ahí un placer de nómada y de
visionario. Muchas veces me he complacido yo en evadirme de las cárceles
cotidianas, salir de la cuadrangular población y perderme a lo largo de
las dársenas. Confundirme con la multitud de los estibadores y
gabarreros, y sentirme pequeño, ignorado, insignificante, allí donde las
grúas rechinan con tanta fuerza y las sirenas de los vapores lanzan sus
alaridos tan gigantescos. Polvo, ruido, aglomeración.

Todo tiene allí una energía descomunal. Las cosas son fuertes, enormes,
fatales. Los mismos hombres sugieren una impresión de fuerza poco
habitual. Lobos de mar, gavieros hirsutos, pilotos de andar zambo y ojos
grises, encalmados como un mediodía oceánico, pero que al mandar en la
maniobra se enardecen, chispean como un acero vibrante. Y la diversidad
de lenguas, la multiplicación de los tipos, cobrizos unos, otros negros,
rubios otros. Todos mezclados en el puerto, como en una resurrección del
mito de Babel.

Aquí reposan los grandes y lujosos transatlánticos, con su turba de
camareros y marmitones, con sus oficiales galoneados. En otra dársena,
los chatos y ciclópeos buques de carga arrojan a tierra su varia
mercancía. Más allá están los vapores carboneros, con el pabellón
británico sobre el tope. Luego vienen los buques fluviales, largos,
llenos de ventanillas circulares, cómodos como un vagón de ferrocarril,
los suaves buques que se deslizan por la plateada anchura de los ríos y
que se sumen en la tórrida magnificencia del lejano Paraguay. Después
las dársenas se acaban y comienza la sinuosa y pintoresca región del
Riachuelo, atiborrado de bergantines, lleno de marineros tartajeantes,
con denso olor a brea, con un aire como de folletín romántico. Y entre
las dársenas y los pesados buques un enjambre de bateles, de gabarras,
de remolcadores, una actividad de hormiguero, una confusión clamorosa,
animada, tonificante.

Y los ruidos. ¡Qué significación de colosal energía tienen los ruidos de
un puerto! Las máquinas chirrían y crujen; los vagones ruedan
sordamente; los cajones de mercancías caen con golpes agrios o rotundos.
Se escuchan los gritos de los capitanes que dirigen la maniobra. Un
buque se desprende del muelle, suelta las amarras, parte. ¡Quién sabe a
qué bellos países partirá!...

Un buque es un monstruo hecho para lanzarse corriendo sobre las libres
olas. Dentro de las dársenas se mueve torpemente, marcha ciego,
conducido y guiado por los rechonchos remolcadores. La menor negligencia
puede hacerle chocar contra los malecones y abrirse en dos pedazos. Por
eso el capitán grita con gritos de ira y alarma. Los marineros,
injuriados por la voz del capitán, corren sobre cubierta, escalan
veloces los mástiles, hacen vibrar las maquinillas auxiliares. Y el
buque, lentamente, va salvando los obstáculos, pasa de una dársena a
otra, gana por fin la boca del puerto, aprieta los resortes de la
hélice, se lanza corriendo en busca de la alta mar hermosa. Entonces su
sirena vomita un alarido de triunfo, de gloria, de libertad.

Y entonces, ¡con qué envidia sigue al barco valiente nuestra alma
viajera! Viajar, soltar las amarras, irse. Irse a cualquier parte; ir
por el placer de ir. Desprenderse de los muelles, desamarrarse de lo
cotidiano y convencional. Huir de lo habitual. Huir de la muerte, en
suma, porque todo lo que se inmoviliza se muere. Porque la muerte no es
más que un detenimiento. Y porque la vida es sólo un viaje. ¡Viajar,
vivir!...

Para un artista o un soñador, los buques modernos no tienen todavía
suficiente encanto. En cambio los barcos de vela traen a la fantasía un
torbellino de recuerdos, sugericiones de aquellos siglos en que había
negreros, piratas y abordajes imprevistos. Por eso me gusta a mí
alejarme de las dársenas donde atracan los grandes buques de vapor y
zambullirme en los recodos pintorescos del Riachuelo, en los muelles
destinados a las fragatas, a las bellas corbetas, a las lindas goletas,
frágiles, graciosas y femeninas.

Pero en los días de labor aquellos muelles están sacudidos por la fiebre
del trabajo, y el encanto es menor. De los ventrudos barcos sacan
montones de madera, adoquines, fardos y barriles químicos. En las tardes
del domingo es cuando los muelles esos adquieren su mayor curiosidad.
Entonces las grúas descansan, los carreros no alteran con sus voces
maldicientes la paz del lugar, y los barcos veleros semejan viejos lobos
de mar que reposan y sueñan una suerte de sueños colosales y exóticos.
Las finas arboladuras se lanzan al espacio, como queriendo extraviarse
en la pureza gris del cielo invernizo. Y las proas, tan parecidas al
semblante de un hombre, miran con sus ojos pacíficos la turbia quietud
de las aguas dormidas. Todo es pensativo y ensoñador en esos barcos
arcaicos, en esas naves de leyenda que la civilización ha condenado a
morir.

Los marineros, como las naves, reposan también, sumidos en su nostalgia.
De bruces sobre la borda miran la tierra, las casas, los escasos
transeúntes; pero aunque miran no ven; sus almas andan lejos, en el
confín del mundo, en los puertos natales. Cabezas rubias de noruego,
ojos glaucos de inglés, melenas rizosas de italiano. Unos fuman su pipa
beatíficamente, sin un guiño ni la menor muestra de emoción; otros
pasean en silencio con las manos hundidas en los profundos bolsillos del
pantalón. Alguno de ellos, tal vez de vuelta de la taberna, rezonga y
balbucea como un animal aturdido, y marcha a ocultarse en su camarote.

La atmósfera, que recuerda al cristal, tiene la rigidez tenue de las
finas cosas quebradizas. Se teme que cualquier choque brusco, o
cualquier agrio sonido, fueran a romper el cristal finísimo,
imponderable, de la atmósfera. Sólo caben allí los sonidos tenues y a la
sordina. Por eso es grato oír en esas horas inefables la voz gangosa y
apagada de los acordeones marineros. A veces suena un acordeón dentro de
un barco, y no se sabe dónde está el músico; parece que es el barco
quien canta, con aquella voz gangosa que rememora al órgano, o mejor
todavía a los armoniums místicos de las pequeñas capillas privadas. Pero
no, es un marinero de grandes barbas rubias, o un grumete lampiño. El
músico busca un lugar propicio en el seno del barco. Y son cantatas
populares de los _fiord_ noruegos, o de los lagos suecos, o de las
estepas moscovitas... Todo ello envuelto en olor de brea, ese olor que
es el alma de los barcos y el acicate más vivo para una imaginación
viajera.

Cosmopolita, confuso, formidable y sugeridor, ¡oh gran puerto colmado de
ilusiones!, tú eres un mundo mucho más grave y trascendental que el de
las vanas y cuadrangulares calles ciudadanas. Energía, fuerza,
civilización. Tabernas genovesas del barrio de la Boca; ciclópeos
almacenes del paseo de Colón; fonduchos del paseo de Julio donde humean
las fritangas más inverosímiles. Letreros en inglés, en francés, en
italiano, en turco, en ruso. Olor a polenta y a macarrones, a _whisky_ y
a caviar, a puchero y a sopas picantes. Grandes pizarras con sus
inscripciones trazadas en blanco: «se desean braceros para un
ferrocarril de Tucumán». Hombres lentos y ociosos que pasean con sus
botas altas, sus ponchos al brazo, sus chambergos deformados, buscando
donde contratar sus músculos para no se sabe qué raras o remotas
labores. Locomotoras que gritan imperiosamente arrastrando trenes
enormes. El transatlántico que parte, los pañuelos de despedida, el
llanto de los que se quedan en el muelle, el humo solemne y triunfal de
las chimeneas en marcha. ¡Adiós, adiós!...

Todo esto, que es imprevisto, lejano, accidental, enérgico, forzudo y
aéreo; todo esto que es viaje, azar, y que huele intensamente a
aventura, es lo que hace a un puerto profundamente emocionante como la
más loca novela.



XIV

BUENOS AIRES NOCTURNO


Como la muerte sigue a la vida, el reposo es la playa donde viene a
perecer la soberbia del trabajo. Todos tenemos que pagarle tributo al
descanso. Los hombres, las aves del cielo, las hojas de los árboles.
Hasta el viento y la mar mitigan su violencia llegando a la noche. La
noche es la tregua, la pausa grave en esa batalla sin fin que empeñaron
los elementos desde que hay vida en el Cosmos.

¿Habéis puesto el oído alguna vez sobre el gran corazón de una ciudad
dormida? Bajo la paz nocturna, una ciudad parece un monstruo descomunal
que pone el ritmo de su pecho al compás del latido de la naturaleza.
Ninguna sensación es comparable a la que se percibe de noche, muy dentro
de la noche, en las calles dormidas de una ciudad. Hay entonces en el
aire no se sabe qué presagios, qué inminencias o qué supersticiosas
revelaciones. El monstruo está dormido, y toda la tragedia que se
reconcentra en su interior, entonces, a la hora central de la noche se
revela a nuestra alma absorta. Lo más intenso que ha creado el hombre es
la ciudad; la ciudad es la suma de toda la ambición, de toda la fiebre y
de toda la maldad que vive en el espíritu del hombre. Viendo una ciudad
dormida, es como si asistiéramos al entreacto de una tragedia. Nuestra
alma tiembla de emoción al recordar las peripecias dolorosas del día que
pasó, y se estremece ante la seguridad de los episodios del día
siguiente. Cada día es un acto trágico; la noche es una pausa, y el
espacio es el telón siniestro moteado de brillantes.

Pero no duermen del mismo modo todas las ciudades. Los pueblos frívolos
desconocen el sueño rotundo y terminante; hasta muy cerca del alba hay
en ellos un rastro de vida, alguna orquesta pertinaz, algunos viciosos
rezagados. En cambio, los pueblos que trabajan intensamente duermen de
una manera definitiva, casi brutal. Una aldea de labradores duerme al
compás de la naturaleza; ni siquiera parpadea una luz en sus casas; la
aldea se acuesta en el seno del campo, hasta confundirse con la misma
tierra. Las ciudades comerciales y laboriosas duermen del mismo modo
rotundo.

Ningún hombre se escapa de tener una o varias manías. Las manías son las
que nos diferencian a los unos de los otros, como los rasgos físicos,
como los lunares o el dibujo de la nariz, como el color del pelo o de
los ojos. Una de mis manías consiste en pasear a grandes pasos por las
calles de una ciudad dormida. Encuentro un encanto extraño en sumergirme
dentro del vacío de la noche. Se me figura que la ciudad está ausente,
que los hombres se han ido, y que sólo queda allí, bajo las sombras, el
esqueleto. Se me figura también que la ciudad es un documento histórico,
un algo muerto que se puede interpretar fantásticamente, al arbitrio de
la imaginación. El día tiene demasiados afanes; de día nos arrastra la
zozobra de la lucha, y somos nosotros mismos, aunque a nuestro pesar,
actores en el drama ciudadano. Pero de noche somos espectadores. Podemos
ver el panorama de la ciudad muerta, levantarla en alas de nuestro
ensueño, manosearla con nuestra imaginación. Entonces la ciudad es
nuestra, mientras que durante el día somos nosotros de ella.

Buenos Aires duerme. Llega un momento de la noche en que la gran ciudad,
unánime, se queda inmóvil. Millón y medio de almas se han dormido; miles
de máquinas, cientos de grúas, infinidad de hornos, se han paralizado; y
han quedado en suspenso infinitos negocios, combinaciones arriesgadas,
proyectos temerarios. Los libros del Debe y el Haber están cerrados; las
plumas descansan al borde los tinteros; las sumas quedaron
interrumpidas; los fajos de billetes, a medio contar, aguardan al día
próximo. El hilo de la vida se ha cortado. Como el sueño llega al niño y
le cierra los ojos imperativamente, así ha llegado para la ciudad: igual
que un niño, la ciudad ha cerrado los ojos, y tan rápidamente vino el
sueño, que los juguetes quedaron entre las manos apretadas... Pero la
ciudad es un niño sin candor, y sus juguetes son demasiado dramáticos.
Dinero: con un juguete que se llama «dinero», las bromas y los juegos
acaban en sangre, en lágrimas, en dolor.

Buenos Aires tiene el sueño terminante y definitivo, como todas las
poblaciones laboriosas. Tal vez en algunas de sus calles se prolonguen
la luz y la vida hasta muy cerca del alba; acaso un coche, una pareja de
paseantes rezagados, rompan con su ruido el silencio de la ciudad. Pero
son rumores parciales y leves, casi vergonzantes. Hasta parece que ese
coche tardío, esos dos amigos que pasan hablando bajo, hacen resaltar el
silencio total. A media noche, Buenos Aires es una población muerta,
silenciosa, inmóvil. Tiene un sueño de labrador cansado, el sueño
característico de los seres que se mueven mucho durante el día.

Y en esa hora central de la noche, es un espectáculo incitante pasear
por aquellos lugares que absorben la vida y el movimiento en las horas
diurnas. Las calles laboriosas, las más pobladas y comerciales, son las
que duermen con mayor intensidad. En el barrio de las oficinas y de los
bancos hay tal silencio, tal soledad de noche, que el ánimo se encoge de
cierto temor supersticioso. Caminando de noche por esas calles, se
siente la impresión de cruzar un cementerio. La soledad se mete dentro
del alma, el silencio se apodera de la mente; cae el silencio sobre uno
como algo denso, como algo misterioso y cabalístico. Las pisadas propias
resuenan huecamente. La sombra personal, persigue al cuerpo, le acompaña
de lado, se antepone, según la posición de los mecheros de gas. Esa
misma sombra de uno toma apariencia viva, supersticiosa e insinuante. Y
cuanto más rotunda es la inmovilidad de las cosas, más sugestiones se
desprenden de ellas. Las cosas, en fin, hablan entonces con palabras
segundas. Esas cosas tienen de día un lenguaje material y grosero, el
lenguaje de la realidad; pero de noche adoptan un lenguaje interior, un
segundo lenguaje, hijo de esa segunda vida que tienen las cosas, lo
mismo que los hombres. Porque las cosas sueñan también. Si es cierto que
duermen, ¿cómo podían no soñar?

¿Y cuáles serán los sueños de ese barrio comercial, corazón de Buenos
Aires, pila cargada de electricidad? Alguna noche he querido yo
descifrar esos sueños, y la vanidad de mi fantasía ha creído
interpretarlos. Pero nuestra fantasía, seguramente, tiene sus límites, y
ciertos sueños son inasequibles a la interpretación. El barrio duerme,
el barrio de los negocios sueña. Está tendido a la margen del puerto,
cerca de las vías del mar, por donde llegan los buques y las gentes y
las mercaderías; la sábana negra de la noche lo cubre piadosamente. Ahí
está el barrio codicioso, el barrio inquieto y vivaz, el barrio
dramático, el más dramático de toda la ciudad. En sus casas no hay
apenas mercancías; sólo hay tinteros, libros rayados, aparatos
telefónicos, grandes cajas de acero. Los fardos y los cajones, las cosas
reales y tangibles, las cosas de comer y de arder, están en otras
calles. Sin embargo, ese barrio es el núcleo de la ciudad, el cerebro
metálico que rige las operaciones de la inmensa urbe. Ahí están los
bancos que conceden créditos, las oficinas que contratan, los remates
que valorizan las propiedades, las agencias europeas, la Bolsa. Ahí
están también los aventureros, los ambiciosos impacientes, los jugadores
de fortunas, los manipuladores de empresas, tal vez los piratas urbanos
que acechan víctimas desde el fondo de sus oficinas.

Ahora, cuando llega la hora central de la noche, el barrio entero se
acuesta a dormir. Tiene un sueño capital, pesado. Recupera las fuerzas,
para emprender la campaña del siguiente día. Mientras tanto, sueña...
¿Pero no sueña acaso también de día? Los negocios, el comprar y vender,
el traspasarse las fortunas, el amontonar cifras, ¿es algo más que un
sueño? Todos esos hombres que viven como a impulso de una corriente
eléctrica, ¿qué son, sino soñadores? ¿Es verdad que viven despiertos?
¿Puede titularse vida real a ese ir y venir, a esa fiebre de todas las
horas, a ese comer de prisa, a ese beber apresurado, a ese contar y
recontar cantidades, a esa inquietud de monigotes movidos por hilos
invisibles? Todo eso es un sueño muy grande, y también muy humorístico.

Allá cerca duerme el puerto. Los grandes buques duermen a lo largo de
los malecones. Los transatlánticos que cruzaron el peligro del Océano;
los vapores chatos que trajeron las mercancías desde las antípodas; los
barcos de vela, venidos desde los hielos del remoto septentrión; todos
duermen, fatigados. Las grúas de los muelles descansan. Los gabarrones,
negros y forzudos, están durmiendo como estúpidas bestias de carga. La
brisa del estuario orea los vientres y los lomos de esos monstruos
marítimos. Y del horizonte, como una faz despavorida, la luna emerge
despacio, amarilla y tácita.

A la luz de la luna es grato contemplar la ciudad inmóvil. Tiene la luna
una eterna facultad de engaño, de manera que las cosas más torpes se
espiritualizan al beso de su luz. La luna se complace en poetizar una
tapia ruinosa, y de cualquier torre vulgar hace un poema místico. Las
calles prosaicas de Buenos Aires se afinan y ennoblecen con esa luz
fraudulenta de la luna.

El barrio de los ricos, por ejemplo, adquiere a la luz de la luna una
suave espiritualidad.

El mismo río, mirado desde la boca de una calle del norte, se muestra
argentado, poético, lleno de romanticismo; recuerda los lagos y los
mares que los pintores escenógrafos ponen como decoración de las óperas
antiguas. Y los palacios de ese barrio del norte, bajo la sugestión
arbitraria de la luna, toman un carácter de cosa vieja, realmente
aristocrática. Adquieren pátina, apariencia de vejez y de nobleza. El
ánimo se olvida de que los palacios han sido construídos antes de ayer,
por arquitectos anónimos, sobre planos de construcciones exóticas. Los
palacios se ilustran y avejentan a la luz de la luna; las torres de
pizarra simulan ser, en efecto, torres de mansiones feudales. Se piensa
en damas nobiliarias, en pajes rubios y en señores de horca y cuchillo.
Y así logran las familias recientes, que tienen por abolengo un honrado
comerciante o un pacífico ganadero, igualarse a las nobles estirpes de
las aristocracias europeas.

Entonces, cuando la luna navega por lo más alto del cielo y el silencio
envuelve al barrio linajudo, uno quisiera poseer alguna virtud
maravillosa de las leyendas; ser, verbigracia, como un «diablo cojuelo»,
capaz de destapar las techumbres de los palacios y sorprender el sueño
de los salones, de las joyas, de las personas. Cruzar los corredores
entapizados, oír el tic-tac de los relojes, y percibir y entender los
latidos de las almas. Descifrar el sueño del señor que ha lanzado sobre
un tapete verde una fortuna; interpretar el sueño de las damas,
entretejido de cintas de cotillón y flirteos trascendentales; leer la
última página del libro, que ha quedado abierto sobre el sofá; leer
asimismo la última frase de la carta íntima, o la última nota del piano
confidente. Y oír las palabras sin sonidos que se dicen las sedas y las
plumas, la conversación imperceptible de los brillantes y las perlas,
los cuchicheos y las risas de los pendientes, los collares, las
pulseras. Todo ese mundo reservado; todas esas joyas y sedas que viven
en contacto con las carnes rosadas; que se recuestan sobre el seno, en
la parte del corazón; que aprietan los pulsos de las muñecas; que rodean
las gargantas y oprimen las sienes; todas esas cosas calladas y leales
que conocen los secretos del pulso y del corazón, que saben todos los
matices de la emoción, que asisten a los más disimulados temblores de
sus bellas dueñas; ese mundo tácito de cosas sabias e íntimas está ahí,
sobre las consolas y mesillas, y uno siente la ambición de oírle hablar
a ese mundo hermético, que lo sabe todo, y que sabe callarlo todo
también.

Los teatros cierran sus puertas en el centro, en el corazón de la
ciudad. Es aquella parte de la población que se destina a los gozadores
impenitentes, llena de cafés y de bares, de farándula y de mujeres
empolvadas. Cuando el resto de la ciudad se hunde en su sueño pesado, en
esas pocas calles se mantiene aún la supremacía del vicio despierto, de
la alegría repintada, de una alegría que tiene precio y que se cotiza
brutalmente a la luz de los grandes focos eléctricos. Allí acuden las
almas insaciables, queriendo prolongar la ilusión del día. Allí se
congrega ese mundo difuso, heterogéneo, cosmopolita, como en los
remansos de los grandes ríos se amontonan los restos de tantas
correntadas. Ingleses de afilado perfil, alemanes de caras apopléticas,
italianos gesticulantes, criollos irónicos, suizos borrosos y vulgares,
algún yanqui ciclópeo, y después los tipos indefinidos, indescifrables,
con rasgos tenebrosos y cataduras frías, siniestras.

Toda esa multitud se aglomera, oscila, habla, ronda en un pequeño
espacio, como si todos los que la componen fuesen amigos. Nada, sin
embargo, hay de común entre ellos, como no sea la unánime sed de
placeres. Han trabajado durante el día afanosamente, sumando cifras,
combinando negocios, moviendo los resortes de la vida económica del
país. Al llegar la noche se sienten vacíos. Quieren lanzarse a
quiméricas dichas, por esa ilusión romántica de que ningún hombre se ve
libre. Se sienten vacíos. Vacíos de ternura familiar, de ideales
domésticos, de ambiciones puras o espirituales. Su ideal de trabajo y de
fortuna, su lucha por la conquista del triunfo financiero no les llena
el alma lo suficiente. Al cerrar sus libros de cuentas, al cerrar sus
oficinas, les queda un enorme vacío en el alma. Entonces acuden al
teatro, al restaurant, al _whisky_, a la cerveza, a la dama de mejillas
repintadas. Pasan las horas, se suceden los espectáculos y su vacío
continúa sin llenarse. Más allá de la media noche, todos andan rodando,
codeándose, con un no sé qué de angustia en las miradas. Algunos están
ebrios y esos son los más dichosos--tan dichosos como los que
duermen.--Y entonces, en plena calle, comienza la impudorosa cotización
del placer femenino. Pasan las féminas carnosas, grandes hembras rubias
arrancadas de las aldeas austriacas, polacas o rumanas. Se van por
parejas. Otros se alejan solos, cansados.

Los violines, mientras tanto, dejan oír sus gemidos en el fondo de los
cafés. Más de una vez he penetrado yo a beber cosas que no me apetecían,
por escuchar las voces inactuales de esas orquestas asalariadas que se
obstinan en prodigar sus sartas de ensueños ideales ante gentes
distraídas y sordas. Cuando un café, pasada la media noche, está lleno
de un público glotón o gesticulante, uno está seguro de que la música de
esa orquesta se le reserva a él solo, como un regalo gratuito y
sorprendente. Nadie hace caso de las lamentaciones del violoncelo; el
violín primero ensaya en vano sus apasionadas frases; el tecleo elegante
del piano no encuentra, de seguro, quien le atienda. Y, sin embargo,
aquellos músicos obsesos, aquellos buenos padres de familia, que han
dejado su hogar caliente y los hijitos durmiendo, todo lo olvidan ante
la divina seducción de su arte amado, y tocan ardorosa, honradamente,
como si, en efecto, les escuchase un auditorio atento. Pero nadie les
hace caso.

Entonces es agradable entrar y encender un cigarro. Envuelto en la
atmósfera de humo, en medio de aquella claridad fascinante de las cien
bombillas eléctricas, apartando, con un esfuerzo de la imaginación, la
realidad modesta de aquellos hombres que beben y gesticulan, uno puede
entonces figurarse muy bien que la orquesta ha sido traída para él, y
que los acordes de Beethoven o de Wagner se le dedican a él
exclusivamente. Y puede uno soñar con las cosas eternas, puras, lejanas;
con el cielo crepuscular de otoño, con un paisaje de primavera en la
montaña, con el mar y los bosques...

Los violines, por último, interrumpen sus gemidos. Aquel trozo de la
ciudad, de grandes focos eléctricos, de alcohol y de mejillas
empolvadas, concluye por dormirse también. Canta un gallo
imprevistamente. Una carreta madrugadora, cargada de verduras, pasa
hacia el mercado...



XV

LA NOCHE DEL SÁBADO


Ya no existen brujas; sobre el prado maldito ya no aguarda el macho
velludo y libidinoso la ofrenda de sus devotas nocturnas. Pero la noche
del sábado conserva aún no se sabe qué olor de aventura y de tragedia.
Modernamente, en nuestra edad metálica, económica y social, esa noche
representa el fin de la etapa jornalera. Es la noche en que el jornal
danza su baile tentador dentro del bolsillo proletario. La noche en que
los apetitos, sofocados durante seis días, despiertan imperiosamente.
Noche de vino y de francachela, de vómitos y de puñetazos, de cantos
obscenos y de puñaladas en la penumbra.

El arrabal, en esa noche, se despereza torpemente. Pero hay otro síntoma
de estremecimiento sabático en el centro de la ciudad, mucho más
sugerente y representativo que el arrabalesco.

Tiene Buenos Aires una encrucijada nocturna, donde se aglomera, como
milagrosamente, todo el vicio, todo el ocio, toda la incertidumbre
internacional. En el espacio de cuatro o seis manzanas se reúne un
número increíble de bares y restaurantes, de cafés y de tabernas, de
teatrillos, de cinematógrafos. Todo ese mundo vicioso, alegre,
pintarrajeado, que huele a alcohol y perfumes afrodisíacos, toda esa
turbia ola de placer nocturno halla en la noche del sábado su expresión
suprema de brillo y de grandeza. ¡Cómo no ha de existir grandeza en esa
suma de la vida moderna y en ese espumante delirio de la inmensa ciudad
que quiere, después de trabajar, morder la torpe fruta de los placeres
monetizados!

Pero esa faz de la metrópoli tiene dos muecas distintas, como el rostro
de un cómico hábil. Durante el día, las calles en cuestión toman un
aspecto honorable, normal y sensato. Abren los comercios sus
escaparates, donde se exponen cosas correctas y sin malicia alguna;
transita la gente habitual; pasan las buenas madres y las honestas
hijas; nadie se atrevería a suponer ningún ardid ni un doble fondo
cualquiera en tan correcto sitio. Los cafés y bares, las tabernas y los
tugurios parecen esfumarse a la luz meridiana. Están allí, sin embargo;
pero cautamente se ocultan, se callan, procuran pasar inadvertidos.

Llega la noche y la escena cambia de tono asombrosamente. Entonces la
decoración, las bambalinas y los personajes diurnos se desvanecen, y
entran en acción otros telones, otros actores. Los comercios honorables
han cerrado sus puertas. Y, como ciertos animalejos que reviven y
fosforean al amparo de la sombra, así también los bares y los chamizos,
los cafés y los escaparates pantagruelescos alcanzan, con la noche, un
brillo y una existencia sorprendentes. Parece aquello un efecto de
birlibirloque, el juego de un escamoteador. Las gentes son otras, las
palabras distintas, las pasiones completamente opuestas. Y entonces
queda uno asombrado ante la prodigiosa floración de tanto lugar alegre.
Los bares y los cafés se suceden en forma continua. Casi no queda
espacio para los otros comercios normales. ¿Cómo ha podido suceder?...
Pero Buenos Aires es fecundo en esta clase de sorpresas y mutaciones.

La gente circula entretanto. Sale de un teatro para meterse en un café;
sale de un café para reunirse en el fondo de otro. Beben, comen, vuelven
a beber. Trasiegan los líquidos frescos o ardientes. Cerveza a grandes
tragos, _whisky_ a pequeños sorbos. La soda burbujea en los vasos, hace
cosquillas en la garganta. A veces estalla el estampido de un corcho de
champaña. Otras veces, cuando el vértigo culmina, los licores de alta
graduación ya no se ingieren a sorbitos, sino a grandes e imprudentes
tragos. Y esa gente, como si padeciera del mal de San Vito, no se
resigna a estacionarse en un lugar; sale, entra, torna a salir en un
peregrinaje de copas recientes y ampliamente vaciadas. Y por entre la
gente pasan los cocheros, ofreciendo el maternal refugio de las
victorias para los derrotados en la porfía. Y pasan del mismo modo las
mujeres imprecisas, con sus ojos arbitrariamente agrandados, con sus
palideces o carmines de engaño o tentación.

¿Quién podría discernir y catalogar esa muchedumbre? En ella existe de
todo, como en un pedazo escogido de la humanidad. Están allí el burgués
y el estudiante, el empleado y el cultivador de tierra adentro. Están
asimismo los patoteros, los calaveras, los compadres, los buscavidas,
los vagabundos, los pilletes, los rateros, los mendigos. Se oye hablar
en infinitos idiomas. Allí se confunde el alemán de rostro encarnado con
el inglés de perfil anguloso y pipa, oliendo a higos macerados. El
capitán del barco que entró en el puerto por la mañana, y el estanciero
de la pampa remota que vino a negociar, y que por la noche enlazó una
buena comida de las ocho con una cuchipanda de las doce. Y pasan
semblantes siniestros, rápidos, que dejan en nuestro corazón una
sospecha supersticiosa, como si se nos anunciara la posibilidad de un
asesinato. Bajo las chaquetas, ciertamente, reposan, bien ocultos y bien
dispuestos, los negros revólveres.

Toda esa gente busca en la noche el premio a los afanes del día. Gente,
en su mayoría, de inmigración: horteras, empleados de las compañías
ferroviarias, oficinistas o buscadores de negocios. Mezclados con ellos
bullen los muchachotes alegres, los hijos de familia que saben tirar tan
puerilmente aquellos sesudos pesos que el padre reunió con tanta
asiduidad. Pero los laboriosos están en mayor número. Son esos que han
pasado el día sumando cifras, distribuyendo lotes o negociando con minas
lejanas y con especulaciones seductoras. Han ganado un sueldo y quieren
una compensación de placer. No se resignan a depositar la cabeza sobre
la almohada sin haber tenido antes un relampagueo de ilusión. En las
mesas de los cafés, en la atmósfera grasienta de los restaurantes, echan
a volar su fantasía entre vaguedades beodas, fumando, riendo, atisbando
las carnes rosadas de las mujeres funambulescas.

Ved ahí una síntesis de la civilización, el coronamiento del trabajo. La
civilización pide voluntades enérgicas y consecuentes, soldados de
férrea disciplina que trabajen sumisamente, sin preguntar las causas ni
los fines, tal como el buen soldado no pregunta jamás las causas ni los
fines de la guerra, sino que marcha al combate con estoica docilidad.
Los fines de la civilización, ¿quién los conoce? Los mismos generales
ignoran su interpretación. Un Rothschild o un Morgan, ellos mismos, son
capitanes que accionan mecánicamente, a impulso de un fatalismo
inexplicable, conducidos a la lucha monetaria por un deber
indiscernible. ¿Quién conoce, entonces, los hilos y los motivos de la
civilización?... Tanto valdría preguntar por el secreto de esa máxima
energía cósmica que sabemos que acciona, pero que no sabemos por qué ni
para qué.

Y esos soldados de la civilización que esgrimen plumas o rimeros de
cifras, piden, en las horas de asueto, un buen botín de sensualidades.
Se atracan, en efecto, con grosera glotonería, y a la mañana vuelven a
su puesto. Hasta que un día caen. Otro ocupa su lugar entretanto. Y
continúa la marcha ascendente de la humanidad, cada vez más rica en
máquinas, en millones, en fuerza, pero también más rica en misterios
cada vez.

La noche del sábado tiene en esas encrucijadas del centro de Buenos
Aires una vehemencia sin igual. Es incomparable, porque se resuelve en
un espacio tan corto, en tanta angostura y con elementos tan dispares.
Están muy juntos todos, y sin embargo no hay entre ellos ningún lazo de
solidaridad. Extraños unos con otros, de idioma desigual, casi hostiles,
sólo los une el propósito inicial de sus vidas: la ambición siempre, y
en la hora nocturna la sensualidad. Asoman la mirada por los cafés y ven
el espectáculo humoso, confuso, de allá dentro. Mujeres y hombres se
barajan sobre las copas de licor. Las orquestas ríen, los violines
aguzan sus notas vibrantes, los violoncelos lanzan su queja estéril, los
pianos teclean con presunción aristocrática. Y, frenéticos, dando
grandes voces, los lustradores de botas gesticulan a la puerta de sus
establecimientos. Y es un cómico cuadro el que ofrecen aquellos hombres
presurosos, aquellos lustradores vertiginosos, charolando los botines de
numerosos caballeros, como para una gran fiesta principesca que promete
empezar en seguida. No empieza nada, sin embargo... Todo acaba después,
entre bascas de vino y de tedio.

Fango quizá, tal vez grosería, vicio. Pero la noche del sábado significa
una piadosa válvula a los afanes de la semana, una pobre compensación a
tanta disciplina y asiduidad. El aquelarre de otrora se ha convertido en
esta fiesta legal, sancionada por los vigilantes que montan la guardia,
impasibles en la esquina, y alumbrada por las bombas eléctricas. Ya no
vienen las brujas a caballo sobre sus escobas; el diablo no espera ya en
forma de macho cabrío. Este es un aquelarre civilizado, menos tenebroso
y obscuro que el anterior, que tiene también su diablo... «¡Vade
retro!». Pero hasta el diablo se ha empequeñecido y familiarizado en
este siglo de las cooperativas y del sufragio universal.

Y aquí termina mi impresión de la urbe tentacular, del caótico Buenos
Aires, del núcleo dinámico más grande de Sur América. ¡Joven y ya
inmensa ciudad, como una fuerza de la Naturaleza que obedece a impulsos
fatales y cuyos fines y aspiraciones sería inútil querer explicar ni
reducir a concepto!



ÍNDICE


                                                                _Páginas_


I.--En el río Uruguay                                                  7

II.--La Docta Córdoba                                                 25

III.--Viaje a las Misiones Jesuíticas                                 37

IV.--Los Andes                                                        64

V.--Aspectos de Montevideo                                            87

VI.--La tentación agraria                                            103

VII.--El canto de la semilla                                         115

VIII.--El canto del emigrante                                        123

IX.--Aspectos de Buenos Aires                                        133

X.--Psicología de los anuncios                                       153

XI.--Las mansiones y los hombres imaginarios                         163

XII.--Una farmacia en la City                                        173

XIII.--Escenas marineras                                             185

XIV.--Buenos Aires nocturno                                          195

XV.--La noche del sábado                                             211

                   *       *       *       *       *


           GUSTAVO GILI, Editor: Universidad, 45: Barcelona


                        LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA

       Estudios sobre el pesimismo español y los nuevos tiempos

                        por JOSÉ M.ª SALAVERRÍA

          Un volumen de 170 páginas, de 20 × 13 centímetros.

                          EXTRACTO DEL ÍNDICE

La afirmación como deber.--El tono negativo.--El tono
despectivo.--España frente a Europa.--La generación del 98.--La España
negra.--La superstición de Europa.--La negación sistemática.--Hacia
otras ideas.--Los negadores: intelectuales separatistas y
republicanos.--Justificación del optimismo.--De la relatividad.--El tono
moral.--España y América.--La voluntad afirmativa.--Gimnasia contra los
lugares comunes.--Fuenterrabía.--El oro, la dinámica y la hora más
propicia.


                   EL LIBRO DE LAS TIERRAS VÍRGENES

                          por RUDYARD KIPLING

           Traducción directa del inglés por RAMÓN D. PERÉS

Un lujoso volumen de 504 págs., de 20 × 13 cms., con ilustraciones de
JOSÉ TRIADÓ.

                   *       *       *       *       *

«La grandiosa poesía del mundo natural, pocas veces ha sido interpretada
por un hombre de modo tan elevado y profundo como por Kipling.»--RAFAEL
ALTAMIRA.

«Kipling es uno de los escritores más originales de estos tiempos y su
obra considerabilísima y variada... El inmenso éxito de estos relatos
débese, sin duda, a su originalidad...»--LA LECTURA.

                   *       *       *       *       *


           GUSTAVO GILI, Editor: Universidad, 45: Barcelona


                    COLECCIÓN SELECTA INTERNACIONAL

                        _VOLÚMENES PUBLICADOS_

     PABLO BOURGET.--=El sentido de la muerte.= Novela.

      »      »    --=Lazarina.= Novela.

     RAMÓN D. PERÉS.--=La madre tierra.= Poema.

     JEROME K. JEROME.--=Las divagaciones de un haragán.= =Libro para los
     días de asueto y de pereza.=

     ENRIQUE BORDEAUX.--=El ídolo roto.= =La casa maldita.= =La muchacha de
     los pájaros.= =La visionaria.= =Novelas.=

     A. DE CHATEAUBRIANT.--=El señor de Lourdines.= =Novela.=

     A. RUIZ PABLO.--=Las metamorfosis de un erudito.= =Novela.=

     RENATO BAZIN.--=El ánade azul.= Novela.

       »     »    --=La alquería de Champdolent.=
     Novela.

     J. ORTEGA MUNILLA.--=La Señorita de la Cisniega.= Novela.

     H. G. WELLS.--=Bealby.= Novela.


                          OTRAS PUBLICACIONES

     R. H. BENSON.--=El amo del mundo.= Novela.

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     ENRIQUE TOMASICH.--=Agua pasada.= Narraciones.

     RUDYARD KIPLING.--=El libro de las tierras vírgenes.=

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