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Title: La prueba
Author: Pardo Bazán, Emilia, condesa de
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La prueba" ***

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, y las versalitas se
    han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido actualizada de acuerdo
    con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Se convierte la mayor parte de los entrecomillados en rayas
    iniciales de diálogo. Se espacian las restantes rayas según las
    convenciones ortotipográficas más recientes.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



  OBRAS COMPLETAS
  DE
  EMILIA PARDO BAZÁN,
  CONDESA DE PARDO BAZÁN

  LA PRUEBA



  EMILIA PARDO BAZÁN,
  CONDESA DE PARDO BAZÁN

  OBRAS COMPLETAS. -- TOMO XXII

  LA PRUEBA


  [Ilustración]


  ADMINISTRACIÓN:
  LIBRERÍA DE PUEYO
  ARENAL, 6



  ES PROPIEDAD.
  QUEDA HECHO EL DEPÓSITO
  QUE MARCA LA LEY.


  IMP. GRÁFICA UNIVERSAL. -- PRINCESA, 14. MADRID



LA PRUEBA



I


No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que
Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante
feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera
de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las
ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas que dan interés a nuestro
existir.

Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas;
la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual
perilla de balcón; el cuello gordo; los hombros altos; las facciones
demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una
_facies_ nada vulgar, pero de mascarón de proa; una _carofla_, como
le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el
Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a
sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el
amor propio inherente a la condición humana debía de hacerle sentir
a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado
desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a
los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.

Nunca había yo reparado la mala gracia y prosaico exterior de Luis
como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la
enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real --y que no sé si
debo llamar bronco-pneumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda,
pulmonía doble, o darle otro de los infinitos nombres que entretejen
la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios--.
Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas
temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se deshace
y sobreviene la muerte, de pronto se inició franca mejoría, y ya me
permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al
lado de mi mesita repantigado en una butaca. El día en que Portal vino
a acompañarme --domingo por señas-- estaba el cielo encapotado, cosa
no frecuente en Madrid, y el camarada entró hasta mi habitación metido
en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una
legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su
capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía más rechoncho
y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno
sucio de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo
atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al
comprador.

--¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?

Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de
espaldas...

--¿No parece increíble que lo den por cuatro duros menos una peseta?
¡Y vengan chaparrones! Ya puede uno salir al campo, hacer cuantas
expediciones quiera...

--Sí, pero no estar al lado de un amigo convaleciente. Hijo, eso huele
a demonios --advertí sin fijarme en la rareza de que Portal, tan
sedentario y comodón, soñase en hacer excursiones campestres cuando se
necesita chubasquero.

Mi amigo salió a colgar en el perchero del recibimiento la prenda, y
volvió, ya a cuerpo gentil, a sentarse cerca de mi sillón, dirigiéndome
la pregunta clásica:

--¿Qué tal ese valor?

Abrí la válvula. ¡Necesitaba tanto explayarme! ¿Y con quién mejor que
con Luis, el amigote conocedor de la rara historia de mi alma durante
el período de un año?

--De la enfermedad, muy bien; a pedir de boca. Cada sorbo de caldo es
vida que bebo. Ya puedo andar ¿ves? sin trémolos en las piernas ni
telarañas en los ojos.

Hice la prueba: me puse en pie y di algunos pasos firmes, tropezando
en seguida con la pared, pues mi cuarto era, como ustedes no ignoran,
reducidísimo.

--¡Eh, pocas valentías!... A sentarse --ordenó Luis--. ¿De modo que
hecho un héroe? ¿Con ánimos para todo?

--Según para qué --respondí, dejándome caer en la butaca y envolviendo
las piernas otra vez en mi capa raída--. La carne va robusteciéndose;
pero el espíritu... ps, ps.

La faz de Portal expresó claramente este signo ortográfico: «?».

--Tú no sabes las cosazas que yo soñé en los días de mayor gravedad,
en los días del calenturón, de los treinta y nueve grados y muchas
décimas... Soñé (pero mira que lo estaba viendo y oyendo tan claro como
te puedo ver y oír a ti, si me hablas ahora) que la tití... ¿entiendes?
la tití en carne y hueso me hacía mil caricias, me decía palabras
tiernas así por lo bajo, me abrazaba, consentía que la abrazase... en
fin, que teníamos resuelto el problema.

Portal continuaba mirándome, pensando tal vez: «Dejemos a este que
desembuche. A ver en qué para.»

--Pues hijo --continué--, cesar el peligro y disiparse el sueño, fue
todo uno. Mi tití ya es la de siempre: fuerte e inexpugnable, revestida
de su deber lo mismo que de una cota de mallas. Cariñosa conmigo, sí;
¿pero qué? El cariño que nadie rehúsa a un enfermo, a no tener entrañas
de fiera. ¡Nada de lo otro... nada! Así es que echo de menos la fiebre,
y la antipirina, y las drogas puercas que me disponía nuestro paisano
el doctorcillo Saúco, el cual me ha vuelto loco a fuerza de potingues.
¡Ay! Me papaba yo ahora un cuartillo de óxido blanco a trueque de oír
alguna de aquellas palabritas de azúcar... o por soñar que las estaba
oyendo.

Mi amigo se cogía la barbilla como quien reflexiona. Al fin resolló:

--¿Y estás bien seguro de que efectivamente no has soñado las
demostraciones de la tití? ¡Cuando se tiene calentura alta!

--¿De cuándo acá me ilusiono yo tratándose de esta mujer?

--Baja la voz --advirtió el prudente orensano--. Pueden andar por el
pasillo, y si nos oyen...

--Tienes razón --contesté poniendo la sordina--. Conste que no me
ilusiono, ni hay tales carneros. Habré delirado, habré divagado; pero
aquello... ni fue divagación ni delirio. Tan verdad como que ahora
charlamos los dos aquí.

--Y después --interrogó Luis--, ¿nada?

--Nada absolutamente; ni esto.

Calló Portal un instante, y dándome suave palmada en el hombro, declaró
con énfasis:

--Hijito, piensa bien si te es igual ser perdigón o aprobar las
asignaturas. Si te es igual, sigue enamorado así, a lo don Quijote,
de la fermosa Dulcinea; si no, manda a paseo figuraciones y delirios;
trinca los libritos en cuanto estés bueno del todo... y a vivir. Desde
que te amartelaste, hablas y obras lo mismo que si tuvieses dos mil
duros de renta asegurados y siguieses la carrera por adorno. Mira que
estamos en abril, y que una enfermedad retrasa. Ya sabes que nuestros
arrenegados estudios son como las cabras del cuento de la pastora
Torralba: si saltamos una cabra, hay que empezar el cuento otra vez.
Aprende de mí; me descuidé el año pasado... ¡No volverá a suceder, juro
a Dios, por muchas tentaciones que se me presenten!

Al hablar así, sonrisa misteriosa iluminó la amplia faz de mi amigo,
y sus ojos, expresivos a fuerza de inteligencia, destellaron chispas
de orgullo, lo mismo que si dijesen: «Tampoco por acá somos costal de
paja, y tenemos nuestras aventuras como cada hijo de vecino.»

--Chacho --pregunté--, ¿qué pasa? ¿Hay gato encerrado?... ¿De cuándo
acá secretitos para mí? ¿No te lo cuento yo todo?

La sonrisa de Portal se difundió por su gran cara, y más que sonrisa
fue resplandor de alegría verdadera. Los hombres que tienen poco
partido con las mujeres, sonríen así cuando pueden afirmar que han
cautivado a una.

--¡Psh...! --respondió, alardeando de modesto y de discreto--,
verás. Como se trata de una cosa tan particular, tan distinta de lo
acostumbrado... No sé si te harás cargo... ¿eh? Porque es de lo que no
abunda.

--Gracias por la brillante opinión que tienes formada de mis
entendederas.

--No es eso, hombre... no es eso. Es que no estando en pormenores...

--Bueno cállatelo si te da la gana, pero no me vengas con músicas. A fe
que si quieres explicarte...

--Pues procuraré enterarte bien... y enterarme yo mismo: estoy aún
como quien ve visiones. Lo primero, te diré que es una extranjera, una
inglesa...

--¿Inglesa?

--Sí, hijito; castiza, del mismo Londres... Una mujer preciosa; el tipo
de allí, ya sabes... alta, blanca como la nieve, muy fresca, facciones
regulares, y el pelo de un rubio así pálido, pálido... casi ceniza...
¡No creas que sosa... no! ¡Más maliciosa y más salada!... En los
carrillos dos hoyos llenos de chiste.

--Que me estás haciendo agua la boca... Ten caridad, hombre.

--No exagero pizca. ¡Si te aseguro que he tomado el asunto con cierta
serenidad! No soy como tú, que te vas amelonando, amelonando... hasta
que pierdes la chaveta. Nada de eso; yo en mis trece... Pero de ahí a
cerrar los ojos y desconocer las cualidades de la persona...

--Anda con ellas. Inglesa, alta, pelo ceniza, hoyos... ¿Qué más?

--¡Bah!... ¿Soy algún simplón? Lo de los hoyos y del pelo es lo que
menos me importa. Si algo me interesa o podrá llegar a interesarme,
es el modo de ser de la chica. Ya sabes que a mí no me hace feliz
la ignorancia cerril de la mujer española. Me gusta una muchacha
instruida, capaz de alternar en conversación, despreocupada, con
aficiones artísticas y conocimientos en todas las materias... Esta creo
que es la mujer del porvenir. Bueno; pues mi _Mo_ realiza ese tipo.

--Tu... ¿qué? --pregunté interrumpiéndole--. ¿Cómo dices que se llama
esa señorita?

Portal se acercó a la mesa, cogió un lápiz y escribió sobre el primer
papel que halló a mano: _Maud_.

--¡Ah! --exclamé, recordando mi inglés prendido con alfileres--. Eso me
parece que significa _Matilde_. ¿Por qué no la llamas Matilde, que es
más bonito y suena mejor?

--¡Hombre, qué ha de sonar! _Mo_ es precioso... _Mo_, _Mo_... --repitió
Luis relamiéndose.

--Bueno, pues convenido; responde por _Mo_ la inglesa --dije,
comprendiendo que mi amigo estaba encariñado con la sílaba británica--.
¿Y dónde has descubierto ese tesoro?

--En el tranvía. Suelo meterme en él a la tarde, ir hasta el fin
del trayecto y volver luego paseando. Muchas veces subo por el de la
Puerta del Sol a la calle de Fuencarral, y no me bajo hasta la Glorieta
de Bilbao; desde allí, _pédibus_ andando, a casa, a comer. Esto,
generalmente, de seis a siete. Dos o tres tardes noté que en la misma
Puerta del Sol entraba una señorita de aspecto extranjero. Chico, desde
el primer día me llamó la atención. ¡Iba tan decidida y tan sencilla
y tan seria! Por el camino sacaba un libro y leía. Miré de reojo... y
debía de ser una edición de Shakespeare, porque distinguí una lámina de
Romeo subiendo por el balcón de Julieta.

--Bonito misal para una señorita --interrumpí yo--. ¿Sabes que por
ahora no veo nada de particular en todo eso?

--Ni lo verás después --replicó Portal con algún enfado--. Para ti,
todo lo que no sea descolgarse por una reja, robar a una _esposa del
Señor_ o seducir a una creyente heroína...

--No te sulfures, y sigue _palante_.

--Pues poco tengo ya que añadir --exclamó mi amigo, evidentemente
amostazado por la interrupción--. Escalamientos y raptos, no los hay en
esta historia. No la canté ninguna trova, ni la propuse _la fuga_. ¡Ha
sido lo más vulgarón!... En vez de afincarme de hinojos, fui y la pagué
el tranvía...

--¿Y diez a diez céntimos, entruchasteis la inglesa y tú?

--No sé si puede llamarse entruchar --prosiguió el oportunista--. A las
tres veces que pagué ya me saludó. Al otro viaje después del saludo, me
pidió prestado _El Imparcial_, que yo acababa de comprar, y comentamos
juntos alguna noticia. Ella solía bajarse poco más allá del Tribunal
de Cuentas, a la entrada de una calle muy solitaria, donde me dijo que
vivía. Así que se estableció el trato, la propuse que llegase conmigo
hasta la iglesia de Chamberí, que luego nos volveríamos a pie; y
aceptó la proposición sin empacho, porque en el extranjero no existen
esas ñoñerías ridículas de aquí, y una señorita y un hombre se pasean
juntos sin que tiemblen las esferas. A pie nos volvimos, con una tarde
preciosa, y charlando que era una bendición de Dios.

--¿Y qué tal de varas? ¿Entra bien en suerte?

--¡Varas! ¡Estás fresco! Te equivocas de nación, hijo. A mi inglesa no
ha nacido el que le ponga varas. Con una española, en el mero hecho de
dar ese paseíto entre dos luces, teníamos arreglado el asunto; pero con
esas barbianas... ¡Si ni sabe uno por dónde empezar!.

--¡Inocente! --exclamé gozándome en ver al sagaz Luis cogido en la red,
como un doctrino--. ¿No te acuerdas de lo que dice Shakespeare (ya ves
que cito un inglés) en Otelo?: «El vino que ella bebe está hecho con
uvas.»

--¿Sí? Pues aplícale eso a tu Carmiña, que a _Mo_ no le cuadra. Porque
lo que no resultó en el primer paseo... resultó en los posteriores...
¡Pero si vieras! De la manera más natural del mundo. Si te cuento
como...

--Todo soy oídos.

--Pues nada... Figúrate que siempre hablábamos de cosas indiferentes,
de esas que son conversación vedada para las madrileñas: de política,
de ciencias, de literatura, de artes, hasta de religión... y yo sin
encontrar resquicio para espetarle la declaración y saber cómo lo
tomaría... Una tarde que habíamos dado un paseo más largo que de
costumbre, la veo que saluda a un señor alto y entrecano que pasaba,
y al saludarlo se azara bastante. Pregunto por qué, y quién es aquel
señor, y me contesta: «¡Oh! Nadie... El representante de la compañía
Stirling, que conoce a mi papá muchísimo. Yo me he puesto así,
colorada, porque como aquí no es costumbre que las señoritas paseen
solas con sus novios... En mi país se hace, y no extraña...» Así
averigüé que era novio de _Mo_. ¡Figúrate cómo me quedaría!

--¡Olé por la pérfida Albión! ¡La niña que no tomaba varas! Total, que
ella fue quien te espetó a ti su atrevido pensamiento.

--¡Bah!... No sé a qué te entero de estas cosas. Está visto que nuestro
ideal amoroso se parece como un huevo a una castaña. Mejor me fuera
callarme el pico.

--No, hombre, no; si me hace gracia el verte dichoso y contento,
en posesión de la mujer con que sueñas. ¿Que es _Mo_? ¡Pues santas
Pascuas! Ya ves que soy más tolerante, muchísimo más que tú. Tú no
transiges con la mía... Yo admito la tuya, con sus pies de una vara de
largo, que parecerán dos sollas... Y a todo esto, aún no sabemos qué
oficio ni qué beneficio tiene la señorita _Mo_, ni si cuenta con padre,
madre o perrito que le ladre.

--¡Cosa más rara! --exclamó riéndose Portal--. Has nombrado
precisamente todas las cosas que _Mo_ posee. ¡Padre y madre! ¡Ya lo
creo! Y excelentes personas. Un poco así... vamos, muy ingleses en su
tipo. ¿Perrito que le ladre? Se me había olvidado decirte que cuantas
tardes pasea conmigo, lleva un _King Charles_ de lanas negras... una
monada.

--Estaréis muy monos, efectivamente, la señorita, el cusculeto y tú.

--Y --prosiguió mi amigo desdeñando la interrupción-- en cuanto a
oficio y beneficio... _Mo_ no es como estas mujeres de por acá, que
andan en busca de un marido que las mantenga, porque su ineptitud y las
absurdas ideas sociales no las permiten ganarse honradamente la vida.
_Mo_ va todos los días a la calle Ancha de San Bernardo a dar lecciones
de inglés, geografía e historia a unas señoritas hijas de gente rica.
En muchísimas casas le hacen proposiciones para institutriz; pero no la
conviene. Prefiere estar con su familia, con sus hermanitos.

--¡Ay, ay, ay!... _¡Malorum!_ --dije, saboreando el gusto de motejar a
Portal--. ¡Muy encandilado te veo! Esto va a tener mal fin.

--¿Quién, yo? --preguntó mi amigo, tocándose con el índice de la
izquierda la solapa de la americana--. ¿Casaca a mí, al hijo de mi
padre? ¡Quia, hombre! Por lo mismo que se trata de una mujer ilustrada,
instruida, superior a su sexo, ¿crees que preguntará si _voy con buen
fin_? ¡Dios nos libre! _Mo_ y yo somos dos amigos... vamos... dos que
se gustan, que se dan paseítos juntos por las afueras y que se irán
algún domingo de excursión a Alcalá o al Escorial... ¡Pero de esto a lo
otro! ¡A la Vicaría! ¡Qué desatino, chacho! Ella vive y se las arregla;
yo estoy en camino de conquistarme también mi posición; no tengo nada
de Quijote ni de visionario; por lo tanto, figúrate si he de caer en
ese pozo.

--¿Entras en la casa? --pregunté.

--Todavía no --respondió mi amigo con cierto embarazo.

--¿Pero vas a entrar?

--¡Ah! Sí; no habrá más remedio... Pero en concepto de amigo de _Mo_
solamente. Nada de noviazgos oficiales. Así se lo he dicho a ella,
y está enteramente conforme. En su casa tampoco hacen preguntas
indiscretas, ni extrañarán que lleve presentado a un amigo, a tomar
té. Son otras costumbres, más fáciles y racionales que las nuestras.
Después que me presenten a mí, te llevo a ti un día. Debe de ser una
casa patriarcal.

--¿Conque excursioncitas? Ahora veo la razón práctica de los cuatro
duros menos una peseta del apestoso --dije a Portal, para tirarle más
de la lengua.

Lo conseguí. Continuó hablándome de su aventura y de los méritos de
la señorita _Mo_, la cual era un estuche de habilidades: pintaba
a la acuarela, tocaba el piano, escribía _impresiones_, bordaba y
hasta sabía levantar mapas --mapas, no es broma--. Era visible que mi
amigo estaba en ese período en que las naturalezas más egoístas que
altruistas ceden al sortilegio de creer en el amor y experimentan una
plenitud vanidosa que se parece muchísimo al verdadero entusiasmo. De
repente torció la conversación, y me dijo con misterio:

--La Belén me ha preguntado más de diez veces por ti. Hasta ofreció una
misa a no sé qué Virgen, para que te sanara. ¡Pillete!... ¡Qué fortuna!
Haz, haz remilgos. Y... ¿y tu tío Felipe? ¿Qué tal se ha portado
mientras duró la enfermedad? Explícame eso, que será curioso. ¿No ha
sacado el Cristo de los celos? ¡Si vieses cuánto me extraña que ya no
tengas desazones por ese motivo!

--Ninguna --contesté sombríamente--. Admírate. En mi opinión, ese
hombre está cansado de su mujer, y hasta creo que arrepentido de su
boda.

--¡Chist! ¡Baja la voz! ¡No hablemos aquí de eso! --suplicó mi
cauteloso amigo--. Hacemos muy mal en tocar siquiera la conversación.
Si no se enteran ellos, pueden enterarse la cocinera o el criado, y
peor que peor. Veo que este intríngulis toma nueva faz... El primer día
que te permitan salir charlaremos.



II


El día llegó por sus pasos contados, después de los trámites
inevitables de toda convalecencia: el ala de pollo, devorada con
placer y golosina; el sopicaldo frecuente; los paseos por la casa, con
el mismo gusto que si fuesen algún viaje por países hermosísimos; y
después de ejecutar tantas acciones indiferentes con la ilusión que ya
no producen cuando son actos de la vida diaria, el _alta_, el regreso
al mundo de los sanos, que, en vez de júbilo, causa inexplicable
melancolía, análoga quizá a la del navegante que después de haberse
acercado al puerto seguro, se arroja al Océano otra vez.

Permitiéronme salir a la calle embozado en mi capita, a las horas
de sol, de ese generoso luminar madrileño, alivio de los achacosos,
alegría de los vagos y consuelo de los tristes. Una mano desconocida,
sin duda la piadosa diestra de la tití, había descolgado de la pared de
mi cuarto el espejo, para impedirme que comprobase lo que los médicos
llaman el _hábito exterior_ de la enfermedad. Con el alta volvió el
espejo a su clavo, y cuando me vestía, pude echar una ojeada a mi
_coram vobis_. La ropa me revelaba que había pegado un estirón, y la
azogada luna me dio otra noticia más sorprendente, demostrándome que
se había cumplido el ciclo de mi desarrollo físico y realizádose la
plenitud de mi ser. Una especie de vegetación suave, pero tupida, me
guarnecía el mentón, dando a mi fisonomía aspecto tan singular, que
apenas me reconocí. ¡Barba, Dios mío, barba! ¡El signo de la dignidad
viril; el noble atributo de la hombría de bien; el fenómeno que señala
el ritmo completo de las funciones fisiológicas; el adorno que negó la
naturaleza a las razas inferiores, obscuras y salvajes; el símbolo de
la lealtad; el distintivo de la aristocracia en sus orígenes; aquello
que se les repelaba a los traidores, y por que juraban los caballeros
sin tacha, como sobre sagrada reliquia!

Apenas podía creer que fuese realmente _barba_ lo que orlaba mis
mejillas con cerco de tan dulce sombra. Admirábame, a manera de hombre
que ve cumplirse en su organismo, sin anuencia de su voluntad, arcanas
leyes de la naturaleza. Tocaba aquel vello oscuro, lo acariciaba,
lavábalo con agua y jabón, pasábale el peine, y me costaba trabajo
reprimir la tentación de ir a retratarme en seguida. Nunca hice tanto
gasto de espejo como al punto en que me convencí de que era hombre
barbado. En mí surgía, con la entera virilidad, secreto orgullo y
cierta conciencia de la legitimidad de la pasión. Antes, cuando pensaba
a solas en el enigma de mi enamoramiento loco, y me acusaba por
dejarme llevar sin defensa de la corriente romántica, solía buscando
argumentos contra mí mismo, acordarme de mi faz casi lampiña, de mis
mejillas lisas y redondas como las de una damisela, y del ligero trazo
al difumino sobre el labio superior, único rasgo grave que realzaba
una fisonomía por demás juvenil. Ahora me parecía que hasta el bigote
se había robustecido y espesado, y contemplando mis ojos, agrandados
por la enfermedad, y mis facciones, acentuadas por la transformación,
sentía cual si hubiese subido un peldaño de la escala humana,
pareciéndome que ya ni los grandes sentimientos ni las grandes acciones
eran en mí ridiculez.

Además --con algún rubor lo declaro-- comprendía que mi exterioridad,
lo que llamaba mi estampa Luis, había mejorado en tercio y quinto con
la aparición de la barba. Claro que no pretendía darla de buen mozo,
ni era semejante vanidad lo que me complacía, sino la idea de que en
parecer _más hombre_ se cifraba el principal y tal vez el solo canon de
la estética varonil.

Una cosa me cohibía, aguándome el gustazo de las barbas. Y era cierta
deficiencia, no orgánica, sino social: la carencia de algo tan
preciso para existir entre nuestros semejantes, en medio de nuestra
civilización, como la sangre para el proceso biológico. Me faltaba,
¿quién no lo adivina?, metal acuñado; y el metal acuñado es padre de
todo aplomo y arrogancia, y fundamento hasta de esa labor imaginativa
que cristaliza en nuestro cerebro los ensueños y las aspiraciones
poéticas. ¿Qué hace la criatura humana privada de tan indispensable
emolumento? Ni aun la pasión es lícita al que carece de palanca de
oro. Poned a un hombre en la fuerza de la juventud, con energía y
plasticismo de ilusiones, y atadle las manos por falta de un pedazo de
papel mugriento con la efigie de Mendizábal o de Lope de Vega, y veréis
lo que es bueno en materia de berrinches vergonzantes. Sin dinero,
solo no agacha las orejas el descarado petardista, el corsario capaz
de apostarse en la esquina de un callejón para dar caza a las pesetas
ajenas, y que ya ha perdido esa delicada película de decoro que es al
alma lo que al cuerpo la epidermis.

En aquella ocasión, la escasez de _guita_ se traducía en mí por gran
decadencia en el ramo de indumentaria. Entre la batalla de todo
el invierno y el estirón de la enfermedad, no había prenda que me
sirviese. Lo noté al vestirme para la primer salida, y cuando mi tití
me despidió en la puerta, encargándome que «volviese temprano por causa
del frío», me abochorné de mis pantalones rabicortos y de mi capa
vetusta. «Parezco un cesante», pensé con rabia.

Recuerdo que fue lo primerito de que hablamos Portal y yo mientras
bajábamos, por las calles de Serrano y Lista hacia el paseo de la
Castellana. Hacíamos rumbo al _candelero_ de Colón, cuando dije a mi
amigo:

--Chico, no hay cosa más cargante que no disponer de un céntimo. A
veces me entran ganas de echarlo todo a rodar y marcharme a Buenos
Aires. Con lo que sé me basta para ganarme la vida allí. Es una
ridiculez andar como ando, con este tipo y este pergeño, y no poder
irse en derechura al sastre: «Hágame usted un traje de mezclilla, que
estamos en primavera.» Aquí me tienes reducido a un _chupiturqui_ que
parece la chaquetilla del pirata Barbarroja, y a esta capa indecente.
No nos acerquemos a Recoletos, que encontraremos conocidos. El
descubridor de las Américas nos manda volver atrás.

Así lo hicimos. Portal, echando a broma mis contrariedades, me preguntó:

--¿Y para cuándo son los sablazos a las mamás?

--¡Ya comprenderás que no deja de habérseme ocurrido! Por ahí
acabaré..., pero me molesta. Mi madre hace demasiado; hace prodigios.
No habrá otro remedio... Mal va a sentarla el petitorio, después de
que mi tío la avisó de que le pasará la cuenta del médico.

--¿Eso hará?

--Eso. ¿Qué te creías tú? Y lo prefiero. Me avergonzaría que pagase
él los gastos de mi enfermedad. Gracias a Dios, correrá con ellos mi
madre. Mi tío está sufriendo en su carácter un cambio, para empeorar,
por supuesto. Antes era únicamente antipático. Ahora se ha hecho
aborrecible. El menor extraordinario le sobrexcita. Yo le atisbo y me
froto las manos, porque veo que en mi tití se establece correlación de
sentimientos, y que conforme él se vuelve más tacaño, más cominero y
más duro, ella se retrae más, y la intimidad matrimonial se la lleva el
diablo.

--Chacho --advirtió Portal deteniéndose, con el movimiento
característico que ejecutamos cuando una conversación nos
interesa--, en la historia de tus tíos noto que armas unos embrollos
psicológicos tales, que no ocurriendo nada en ese matrimonio, al
menos exteriormente, cuando hablas tú parece que existe un drama. Ni
comprendo al marido ni al galán. Explícate.

--Verás --contesté, apoyándome en su brazo, porque aún me sentía un
poco débil--. La situación me parece bien sencilla, aunque en ella,
como en toda cuestión amorosa y matrimonial, hay siempre algo de
inexplicable. Ni en amor ni en filosofía conseguirás nunca entender
las substancias. Soy el primero a reconocer que es una anomalía mi
entusiasmo por esa mujer, ni conquistable ni hermosa.

--Sí, hijo, anomalía, o manía, hablando pronto --afirmó el
oportunista--. He visto poco de eso. Si vivieses recluido en algún
seminario... ¡Corcho! entonces... El hombre reprimido está expuesto
a cometer _ene_ disparates por una escoba con faldas. Pero teniendo
libertad y la suerte de haberle caído en gracia a una hembra tan
principal como Belén... ¿No sabes? Coche, ¡tiene coche ya!... Tanto
la calenté la cabeza que la mujer no ha sosegado hasta exprimir al
bolsista. Lo sé porque ayer volvió a preguntarme por tu salud... La
chica no te quiere enfermo.

--Déjame de Belenes --contesté--. ¿Nos sentamos en este banco? --añadí
indicando uno entoldado por frondosa acacia.

--Corriente. Pero barremos la casa. Confiésate del todo. A ver si
determino tu verdadero estado moral.

El sol, que picaba agradablemente, calentando mis piernas y mis pies y
la parte de tronco que yo sacaba de la zona de sombra producida por el
árbol, me infundía en las ideas claridad y optimismo, causándome a la
vez cierta impresión que puede llamarse de _irrealidad de las penas_;
benéfica operación mediante la cual el alma elimina el gas mortífero
del dolor y respira el oxígeno de la esperanza, sin causa ni motivo,
solo por la virtud reparadora que lleva consigo la existencia.

--También a mí --contesté-- me han entrado ganas de hacer examen. Se me
figura que vivo rodeado de fantasmas, y que esos fantasmas me los he
forjado yo mismo. Se me ocurre si no habrá tal pasión, ni tal odio, ni
nada. Chacho, ¿qué te parece?

Y al decirlo apoyé la mano en el hombro de Luis. Mi amigo, opuesto
siempre a dar pábulo a la curiosidad de los transeúntes, y además
muy poco demostrativo, al menos con los varones, se apartó, y dijo
mirándome con un reposo lleno de inteligente sagacidad:

--Buena señal cuando conoces tu extravagancia. Capítulo primero.
Hagamos historia. Mientras estabas malito, ¿te figuraste que la mujer
de tu tío te manifestaba cariño, amor o qué sé yo qué?

--Tampoco entiendo lo que era. Ojalá fuese _amor_; pero pudo ser
cariño, piedad, indulgencia.

--Y al cesar el peligro ¿cesaron las demostraciones?

--Sí, de repente. Hoy solo noto en ella... la simpatía involuntaria
que siempre noté; una especie de atracción, que, comparada a la
repulsión que la inspira su marido... ya es algo.

--¿Y él? ¿Él? Capítulo segundo e importantísimo. ¿Él se escama? ¿Hay
celotipia?

--No. Casi no entró en mi cuarto.

--¿Y a qué atribuyes tú esa indiferencia?

--A dos cosas puede atribuirse: la primera a que mi tío no es tonto, y
sabe de qué madera está hecha su mujer.

Portal, sin abrir la boca, dejó oír el sonido de una _u_ repetida y
prolongada.

--¿No lo crees? Segunda explicación. A mi tío su mujer no le importa.
Nunca la quiso, y desde hará dos meses se ha despegado totalmente de
ella.

--¿Por qué?

--Sospecho que por la boda de su padre, aquel señor de Aldao, que
debe de estar ido, cuando hizo la melonada de casarse en secreto con
una chicuela hija de un cabo de carabineros, que tendrá dieciséis o
diecisiete años y la mayor cabeza de viento que se conoce en las cuatro
provincias. A mi tío se le atravesó la boda; empezó por armar escándalo
con su mujer, lo mismo que si ella fuese responsable de las chocheces
del papá; y desde ese día casi no la ha vuelto a dirigir la palabra. Se
está fuera todo el tiempo que puede, y escatima hasta un ochavo. Nunca
fue espléndido; pero ahora sufre una crisis de avaricia. De rechazo,
no por celos ¡quia!, tiembla que yo le sea gravoso. Uno de los motivos
por que no quiero hablarle del mal estado de mi guardarropa, es porque
le creo capaz de ofrecerme prendas suyas de desecho. Te digo que está
el hombre medio lunático; se figura que el señor de Aldao tendrá
sucesión, y que la tití quedará desheredada, y anda caviloso; ninguna
conversación le distrae; cuando la gente le pregunta qué le duele,
responde que no sabe, que es un poco de murria... Solo el verle da
hipocondría.

Portal reflexionó algunos instantes, y clavando en mí las pupilas,
intensas y escrutadoras, repitió:

--¿Estás seguro de que ese hombre no tiene celos?

--No --repliqué con energía--. _Siento_, conozco que no los tiene.
Aunque me lo jurasen frailes descalzos. No tiene celos.

--¡Cosa más rara! --murmuró mi amigo, sacudiendo la cabeza
meditabundo--. Porque no puedo convencerme de que sea únicamente
cuestión de la boda del suegro... Eso le pondría furioso unos días;
pero las murrias no penden de la boda. Si no hay celos, otros disgustos
habrá. Un paisano mío me dijo anteayer que en Pontevedra andan muy
mal las cosas, que el Santo del Naranjal le da de codo a don Felipe
y protege a su gran enemigo Dochán, el que le hizo tanta guerra
para que no le pusiesen en casa la oficina de Correos... En algo de
esto consistirá; aunque, realmente, son motivos fútiles para tanto
abatimiento. No lo entiendo. Nadie me quita de la cabeza que ahí hay
_busilis_. Los celos sí que lo explicarían perfectamente; pero tú dices
--insistió el muy porfiado-- que celos no.

--Celos no. ¡Si lo sabré! ¡Ojalá los tuviese, y fundados!

--Oraciones de tontos no llegan al cielo. Y después de todo --añadió
Portal rascándose una oreja--, ¿de dónde sacas que no existe fundamento
para celarse? ¿No me has repetido cien veces que ella le mira con
repugnancia? Si tú lo notas, ¿no había de notarlo él? ¿Y no dices que
ella te hizo muchas carantoñas mientras estabas enfermo? Pues auto en
mi favor. Si él percibe algo, y al mismo tiempo nota que no le cae en
gracia a su señora... blanco y migado...

--¡Te digo que no es eso! --repliqué impaciente--. Te digo que si fuese
así, no me cabría a mí el gozo en el cuerpo, ni necesitaría tomar el
sol para reanimarme. ¡Ay, ojalá! Pero naíta. Mi dicha ya sabes que
carece de elementos positivos, y se funda en el negativo de sorprender
en ella, no solo la repugnancia misteriosa de antes, sino de algún
tiempo acá, otro sentimiento más declarado y más activo. Sí; por mucho
que se reprime y trata de no caer en lo que le parece una maldad
muy grande, no lo logra, y el sentimiento renace más fuerte que su
voluntad. ¿No sabes que yo la estudio constantemente?

--Ya lo sé... ¡Así estudiases las asignaturas! ¿Y qué más averiguas?

--Que antes era solo repulsión, y ahora es aborrecimiento... No lo
dudes, no. Mi felicidad no tiene otra base. Vivo de que le aborrezca.
¿Comprendes lo que en una criatura así significa el odio? ¡Ella, que
es toda simpatía y caridad! Pues le odia. Yo la diseco: nada de cuanto
hace puede escapárseme. Noto que por las mañanas, cuando vuelve de misa
o del confesionario, se vence, le habla con dulzura, hasta con afecto,
y no le mira, por no dejar asomar a sus ojos la luz de _aquello_ que
pretende encubrir a toda costa... Pero a medida que pasan horas, su
vehemencia y espontaneidad vuelven a sobreponerse, y ¡créelo!, si la
voluntad fuese un veneno... mi tío estaría muerto ya.

--¡Me asombras! ¿Y de qué nace ese odio?

--Ya te lo he dicho: en mi concepto, del actual modo de ser de él,
y de que la antipatía enconada puede convertirse así, de pronto, en
saña invencible. Yo no soy persona que haya sentido jamás impulsos de
atentar a la vida de nadie; pero a mi tío, créeme que de algún tiempo a
esta parte le hubiese escabechado de muy buena gana.

El oportunista pegó un brinco sobre el banco de piedra, y se puso a
mirarme lo mismo que se mira a los locos, y a persignarse deprisa.

--¡Hijo... hijo... hijo...! ¡Esta es la cierta! ¡Rematado, rematado! No
es un decir: te encuentro desequilibrado completamente; por Dios, sin
tardanza, duchas, bromuro, régimen tónico...

--Déjame a mí. Cada loco con su tema --respondí sonriente--. Mi gloria
consiste en una quimera, ya lo sé, y quimera extravagante... ¿Qué mal
hago? A mí me basta, y a los demás no les importa. Estoy satisfecho con
cierto paralelismo de sentimientos entre la mujer querida y yo. Si a
mí me inspira repugnancia una persona, repugnancia le inspira a ella;
lo que odio, ella lo odia: podrá no quererme a mí, pero nadie quita
que sus afectos van al compás de los míos. Tú dices que mi tía es una
mujer de otros tiempos, y que el espíritu cristiano y la religiosidad
profunda que dictan sus acciones la hacen incompatible conmigo, que soy
racionalista. Pues mira: podremos _entender_ de diferente modo, pero
_sentimos_ igual. No lo dudes. A cualquier camueso que no conciba estas
honduras y delicadezas, se le figurará que mi tío, el marido, su dueño,
es el obstáculo que hay entre nosotros... ¡Memo quien tal crea! Mi tío
es el lazo que nos une. No pienses que yo le quiero mal porque esté
casado con ella. ¡Qué disparate! Ya sabes que mi tío me es antipático
desde hace _ene_ años... desde que nací; y que ahora mi repulsión se ha
convertido en aversión... porque ella le detesta también. No hay más.

Mi amigo no contestó al pronto. Después exclamó, mirándome compadecido:

--Vámonos a casa. Tienes calentura.

--No creas que estoy trastornado.

--¡Si no digo trastornado! Pero tienes fiebre. Echas chispas por los
ojos. Vas a recaer. ¡Precaución! Embózate... y a casita.

Cuando ya habíamos pasado más allá del monumento colombiano, Portal me
dijo en el tono con que se da una mala noticia.

--¿No sabes quién está, en mi concepto, cien veces más malo que
estuviste tú? ¿Pero sentenciadito?

--¿Quién?

--El empollón de Dolfos.

Así llamábamos en nuestra jerga, amistosa y escolar a un pobre
muchacho zamorano, muy corto de alcances, compañero de estudios y
también de hospedaje el año anterior. Era un chico apocado, insulso,
tristón, el más tenaz y asiduo de todos nosotros, porque, huérfano de
padre y madre, le pagaba la carrera con sus economías una abuelita
casi octogenaria, que le había dicho: «No quiero morirme sin verte
ingeniero.» Su verdadero nombre era Restituto Suárez; pero por su
patria y su aspecto triste, o, como dicen los portugueses, _soturno_,
le habíamos puesto _Dolfos_.

--¿Qué tiene? --pregunté.

--¿Qué ha de tener? Lo natural. Que los cerebros son igual que los
estómagos; no todos pueden resistir una misma comida, y comida fuerte:
no todos son capaces de cenar langosta, verbigracia. Al infeliz se le
ha indigestado el atracón de _binomios_ y _polinomios_, _invariantes_
y _covariantes_, _canonizantes de las cúbicas_, y otras hierbas. ¿Te
parece a ti que no hay más que meterse eso en las casillas de la chola,
de una chola pobre y sin _humus_ ninguno? ¡Claro! como meter... se
mete, a mazo y escoplo, a fuerza de pasarse muchas noches en blanco, de
suprimir todo ejercicio, y de embrutecerse. El desgraciado de Dolfos no
ha gozado, puede decirse, un día de asueto desde que es alumno. No le
ha dicho jamás a una mujer: «por ahí te pudras». ¡Si eso es vivir...!
Y ahora está malo; malo de verdad. No prueba comida; tiene una tos
blanda, que no me hace gracia ninguna; más flaco que un espectro... y
dale que le das a los libros. Quiere ganar el año a toda costa. Como no
gane la Sacramental...

Quedamos en que yo iría en breve a visitar a Dolfos. Según nos
acercábamos a doblar la esquina de la calle de Alcalá, Portal me dio un
empellón, exhalando un grito.

--Mira... mira quién va por allí...

Volví la cabeza. Al trote corto de un jaco no muy fogoso ni de sangre
muy pura, rodaba paseo arriba la victoria donde se reclinaba,
provocativa y tímida a la vez, como suelen las mujeres de su oficio,
Belén, mi pecadora. Ceñida por el corsé, realzada por el traje de paño
verde y el redondo sombrero de castor con plumas, Belén parecía lo
que era en realidad: una gran mujer, digna de precipitar al abismo a
cualquier protector espléndido.

¡Cristo, en cuanto nos guipó! Porque estábamos situados de manera que
sin vernos no podía pasar. Sus ojazos resplandecieron: la alegría se
derramó por su bella cara, pálida y algo retocada de blanquete; en
su agitación, ni acertaba a decir al cochero que parase. Adiviné las
intenciones, y arrastrando a mi amigo, me alejé, después de saludar a
Belén con una sonrisa.

--Es capaz de hacernos subir al coche --dije a Portal--. Huyamos.

Ya en la Plaza de la Independencia, le pregunté por _Mo_.

--¿Qué dice la Gran Bretaña?

--Ayer me presentaron en casa de los padres --respondió mi amigo--.
Otro día te contaré... o, mejor dicho, te llevaré allá. ¡Verás qué
gente!



III


Escribí a mamá una carta de estudiante legítima, que partía los
corazones a fuerza de exagerar mi situación y el estado de mi
guardarropa.

  «La capa imposible. He preguntado a un sastruco de mala muerte lo
  que costaría su arreglo, y dice que veinticinco pesetas poniéndole
  buenos embozos, y veinte si se los pone inferiores. Como la pobre
  está tan tronitis, creo que son de esta última clase los que se le
  deben echar. Mi sombrero, más indecente todavía que la capa; por
  donde tiene pelo, que no es por todas partes ni mucho menos, lo
  tiene verde, casi color de esmeralda, y por donde no lo tiene, está
  cubierto de un barniz tornasolado de grasa, o de goma, o no se de
  qué, que revuelve el estómago mirarlo. Ítem. Mis pantalones mejores
  amenazan romperse. Los peores ya se rompieron, y además todos ellos
  me sirven para los brazos mejor que para las piernas. Por hoy basta
  de calamidades, pero conste que necesito ropa sin remedio.»

Toda madre atiende a estas demandas si la queda un solo céntimo
disponible. Mamá me giró dinero para vestirme, aunque al mismo tiempo
me encargaba la mayor parsimonia, quejándose amargamente, por variar,
de mi tío. Es cierto que el residir yo en su casa le ahorraba a ella
parte de gastos de hospedaje; pero en cambio los de médico, que no
habían sido flojos, los de botica, y todos los demás, de cualquier
género que fuesen, recaían sobre la pobre señora, agobiándola
precisamente aquel año, cuando las rentas habían descendido la mitad
con la emigración y la baratura de los trigos _de fuera_.

Entre estas lástimas del orden económico andaban mezcladas otras que
pertenecían a la esfera del sentimiento. Mi madre lamentaba que le
hubiesen ocultado la gravedad de mi mal, porque, eso sí, para venir a
verme en momentos tales, no le faltaría a ella dinero nunca. Añadía
--con aquella graciosa manera suya de confundir y barajar las cosas
más incoherentes-- calurosas protestas contra el doctorcillo Saúco,
un chico de nuestro país, «tan gallego como nosotros», que al año de
estar en Madrid buscándose la vida, ya se creía con derecho a cobrar
duro por visita, lo cual era todo un escándalo. «El médico de Cebre,
que lleva tanto tiempo de práctica, me asiste por seis ferrados de
trigo anuales.» ¡Cuarenta y pico de duros en médico! Este dato lo
tenía mi madre clavado en el corazón, y, en su concepto, el hecho de
ser gallego el doctor Saúco hacía más escandalosa la exorbitancia de
sus honorarios. Las cuentas de botica que le había enviado mi tío, la
horrorizaban también. Los medicamentos a la fuerza debían de estar
amasados con oro. En fin, el asunto es que yo hubiese salido adelante,
y estuviese ya bueno y guapo y con barba corrida...

Para mí, el asunto es que tenía ropa aceptable, y con ella podía
presentarme ante la gente, de un modo adecuado a los ensanches y
prolongaciones de mi cuerpo y a la eflorescencia de mi barba. En
cuanto me puse de nuevo de pies a cabeza, estrenando un traje de
entretiempo, barato, pero de agradable color y mediano corte, pareciome
que recobraba la verdadera salud. Hasta entonces no había cesado mi
dolencia; aún pesaba sobre mí, en forma de vestimenta menguada y pobre.
Al salir a la calle llevaba, retozándome dentro, un regocijo bullicioso
y pueril, más propio de algún chicuelo que de hombre hecho y derecho
y barbado. ¡Tanto influye en nuestro espíritu la cáscara del ropaje,
indispensable requisito o pasaporte que nos exige la sociedad!

Disipado aquel sentimiento de vaga nostalgia que noté en los primeros
instantes de mi convalecencia, entrome una especie de hervor de
vitalidad, de ansia de movimiento, que se tradujo en hacer visitas
a todos mis conocidos, adquirir relaciones nuevas, salir, hablar...
todo menos la necesaria y desesperante aplicación al estudio. Los
libros me inspiraban tedio, un tedio que quería ocultarme a mí mismo,
por vergüenza, pero que era real y efectivo; mi cabeza estaba como
oxidada, y los goznes de mi entendimiento y de mi memoria se resistían
a funcionar. La primera vez que comprobé este fenómeno, me causó una
especie de terror. «¡No puedo, no puedo! ¡Ay, Dios mío, qué va a ser
de mí este año!» Dos o tres veces realicé el esfuerzo penoso que
consiste en poner en tensión la voluntad para obligar a la inteligencia
a concentrarse y funcionar metódicamente, sin irse por esos cerros o
entregarse a una inercia dormilona. La pícara no quería obedecer. Y,
en cambio, el cuerpo, antojadizo y rebosando lozanía, resistíase a la
sujeción y a la encerrona. Mi deseo mayor era _flanear_, callejear,
tomar el sol, detenerme aquí y allí sin objeto, pasear solamente por
el gusto de sentir que mis músculos y mis tendones poseían elasticidad
y vigor propios de gimnasta. Como suele suceder en los años en que la
corriente vital asciende aún, después de mi enfermedad encontrábame más
animoso que antes, y la subida de la savia primaveral, combinada con
la impetuosa salud, me espoleaba causándome una ebullición interna,
volcánica, semidolorosa.

Mi primer visita fue a la calle del Clavel, a la casa de huéspedes de
doña Jesusa. La encontré como siempre, ordenada, pacífica, limpia en
lo que cabe, con su jilguero cantarín en el mismo rincón del pasillo;
y a sus inquilinos idénticos, siguiendo cada uno la pendiente de su
carácter. A Trinito me lo hallé tumbado a la bartola, y al pobre
Dolfos estudiando con furia. El cubano, en aquellos últimos tiempos
de la carrera, no necesitaba más que dar un repaso; su memorión le
sacaba de apuros. En cambio Dolfos, cuyas facultades de comprensión
y asimilación disminuían con la progresiva debilidad del cuerpo y la
anemia cerebral, se pasaba el día, y acaso la noche, encorvado sobre el
libro mortífero. ¡Cómo estaba el infeliz aquel! Cuando se levantó para
abrazarme, tuve ese movimiento involuntario de retroceso que realizamos
ante la muerte pintada en un rostro. El asiduo era un espectro. En su
faz amarilla, ni aun brillaban sus ojos atónicos y apagados. Lo que se
veía mucho, por lo descarnado de las mejillas, eran los dientes oscuros
en las encías pálidas y flácidas. Sus orejas se despegaban del cráneo
de un modo aterrador, como si fuesen a caerse al suelo. Sentí su mano
viscosa entre las mías, y noté en ella juntos el ardor de la calentura
y el sudor de la agonía próxima. Su aliento era ya la descomposición
de un estómago que no tiene jugos digestivos. Le dije las tonterías y
vulgaridades de cajón.

--Cuidarse... Me parece que aras demasiado... No conviene exagerar...
El número uno ante todo... Prudencia, prudencia. ¿Por qué no sales y
tomas aires de campo? ¡Te encuentro algo flacucho!...

Y el maniático con una sonrisa casi suplicante, que pedía excusas,
respondiome:

--Ya ves, ahora, para lo que falta... Pocas son las malas fadas,
como dices tú; hasta junio solamente... En examinándome y saliendo
con bien... ¡plam! a casa, junto a la viejuca... Va a chochear de
contenta... va a ponerse a bailar, aunque no puede menearse de su
butaquita. ¡Y yo! --Interrupción a cada palabra por una tos que
parecía salir de una olla rota--. Yo... mira, yo... para ser franco...
contentísimo también. Porque chico, la aciertas... es demasiada
sujeción, y lo que es este verano... te aseguro que he de correr
liebres y que he de beber mosto. No; si ya hasta se me ocurre que
este género de vida... me perjudicará... a la salud. La comida no me
aprovecha y tengo una poquita... ¡ay!... nada más que una poquita... de
expectoración. Pero no vale la pena; conozco el remedio. En llegando a
Zamora...

--Pues mira --insté--, lo que convenga... hacerlo pronto. Esas cosas
que atañen a la salud, en tiempo... porque si no... ¿quién sabe a lo
que te expones? Ea, hoy sales a dar una vuelta conmigo...

El asiduo se alarmó como si le propusiese cometer algún crimen.

--¿Una vuelta? Estás loco. ¡Tú no te fijas en lo que tengo que hacer!
Esos condenados _puertos y señales marítimas_ y esa... indecente...
_legislación de obras públicas_... ¡ya ves que no es lo más difícil...!
pues no acaban de entrarme. A veces se me figura que mi cabeza es una
espumadera: echo en ella párrafos y más párrafos... Al minuto no queda
ni gota. ¡Ay! ¡Si yo pudiese apretar, apretar los sesos! No creas; un
día hasta me até un pañuelo por las sienes... Lo que se me ha quitado
ahora son las jaquecas que padecía al principio. Del mal el menos.
Siquiera no tengo que acostarme y quedarme a oscuras. Únicamente...
la cuestión del estómago... Pero en yendo este año a unas aguas
minerales... ya me dijo Saúco que me pondría como nuevo. Lo que tengo
es nervioso, puramente nervioso... Ganas de acabar.

Dejele con sus consoladoras esperanzas y su obstinación honrada y
absurda, para enterarme de cómo andaba el bueno de Trini. ¡Ah! De
monises, rematadamente mal: ni un cuarto para hacer bailar a un
ciego. Pero en cambio, de gloria... _¡ssss!_ Trinito, que para todo
poseía la misma facilidad desastrosa, se había aprendido la jerga o
caló de la crítica gacetillera, _fusilando_ sin escrúpulo frases y
hasta conceptos enteritos de escritores conocidos y celebrados; y
sin omitir ni las frialdades jocosas que el género impone, ni unas
cuantas citas trastrocadas y de cuarta mano, ponía él de oro y azul
a los más pintados maestros y compositores del mundo; pues por ahora
su especialidad era la crítica musical, aunque alimentaba siniestros
propósitos de correrse a la artística, a la dramática y a la literaria,
si a mano venía. Como al ramo de crítica musical se dedican pocos
autores, y no deja de _hacer bien_ en un diario, aunque son contados
los lectores que se enteran, Trinito había logrado en poco tiempo que
«le abriese sus columnas» cierto periódico muy autorizado y popular;
y a cada acontecimiento musical que sobrevenía, les endilgaba a los
suscriptores dos columnas y media de aquellas que le habían abierto.
Cobrar no cobraba por su prosa un céntimo partido por la mitad;
pero sus escarceos críticos le valían entrada gratis en teatros y
conciertos, relación con cantantes, etcétera; y esperaba él que más
adelante, cuando «se diese a conocer», le reportarían ventajas mayores.
Portal estaba muy gracioso describiendo los artículos de Trini.

--El tupé más colosal del siglo. Lo mismo habla de Mozart y de
Beethoven, que si desde chiquito les hubiese tratado tú por tú. A
Arrigo Boito le adivina las intenciones, y Saint-Saëns que no se
descuide ni se caiga, que no habrá perdón para él. Da gusto verle
encararse con Ambrosio Thomas preguntándole _si cree que por ese camino
se va a alguna parte_, y tirarse como un gato a los ojos de Wagner
cuando _incurre en monotonía_. Te aseguro que es divino el muchacho.
¿Pues con los cantantes? A la pobre de la Sgarbi me la puso de vuelta y
media porque dice que no entró a tiempo en no sé qué cavatina. Estaba
con la Sgarbi, por lo del retraso, como si la infeliz mujer le debiese
dinero o le hubiese dado calabazas. Tú ya sabes lo patoso, lo manso que
es a diario Trinito... Pues escribiendo parece un dragón. Se come a la
gente.

También visité la casa de Pepa Urrutia, mi antigua patrona vizcaína,
por el interés que me inspiraba siempre el desastrado Botello. Me llevé
chasco. Botello había desaparecido, tragado quizás por la oscura boca
de la miseria o lanzado a desconocidas regiones por la dura mano de la
necesidad. La casa de la Pepa rebosaba de alumnos de Arquitectura y
Minas, con algunos huéspedes de paso; y el puesto de don Julián, aquel
valenciano trápala que en otros tiempos llevaba la batuta, ocupábalo
(según pude inferir de algunas indiscreciones de los comensales, entre
los cuales había uno bastante conocido mío, Mauricio Parra), el señor
de Téllez de los Roeles de Porcuna, noble sin dinero, hombre ya entrado
en años, de majestuosa presencia, pero más tronado que Botello mismo,
si estar más tronado cupiese.

Venía este tal a Madrid a asuntos graves e importantísimos, pues se
trataba nada menos que de un pleito de tenuta sostenido contra la casa
más ilustre quizá de nuestra nobleza, a fin de recobrar unos mayorazgos
que le detentaban muy contra razón y fuero. Todos los días, en la
mesa redonda, refería el buen señor Téllez de los Roeles las causas,
orígenes, bases, razones y fundamentos de su derecho inconcuso a los
dos mayorazgos de Solera de Hijosa y Mohadín, que sin justicia retenía
la casa ducal de Puenteancha, citando el privilegio rodado concedido a
su ascendiente el maestre de Alcántara, en virtud del cual su línea,
adornada con el don de la masculinidad, era incuestionablemente la
llamada a suceder. Vi al señor Téllez cuando me lo presentó sin
ceremonia Mauricio Parra, y no pude menos de admirar el evidente corte
aristocrático de su figura, que era prolongada, bien barbada como la
de los apóstoles de los Museos, de ancha frente, que coronaban con
dignidad mechones grises; la estatura aventajada, finas las manos, y
toda la persona revestida de un carácter de autoridad, resignación
y tristeza casi mística que imponía consideración y respeto. La
misma pobreza de su ropa, raída y esmeradamente cepillada, le hacía
simpático; el modo de caerle el abrigo era elegante, y su aspecto nunca
delataba incuria, desaseo o sordidez. Yo, mirando al señor Téllez,
juzgaba maliciosos y desvergonzados a los muchachos estudiantes que
suponían a aquella persona tan decente extralegales influencias sobre
Pepa Urrutia. ¿Era capaz de ejercitarlas? ¿No sería más bien que el
corazón de la patrona, blando y caritativo de suyo, se había derretido
aún más viendo al pariente de los duques de Puenteancha, sucesor en el
marquesado de Mohadín de los Infantes y acaso en una o dos grandezas,
reducido a la mayor estrechez? Lo cierto es que Pepita profesaba al
señor de Téllez inexplicable veneración; que todo le parecía poco
para su regalo; que se cree fundadamente que no le presentaba la
cuenta nunca, y que se interesaba hasta el delirio por el éxito de las
pretensiones del Marqués de Mohadín..., _in partibus infidelium_.

Hízome gran impresión aquel tipo original, con quien más adelante hube
de trabar relaciones que en nada interesan al curso y desarrollo de
la presente historia. La del respetable litigante la contaría yo de
muy buena gana, si tuviese aptitudes de narrador; pero ella es tan
peregrina, que no quedará en el olvido; se impondrá a la atención de
los que pasan su vida escudriñando los repliegues del corazón ajeno,
acaso para distraer nostalgias del propio.

Cierro la lista de las distracciones que encontré en la convalecencia,
y con las cuales creí engañar el tiránico afecto enseñoreado de mi
alma, diciendo que penetré en dos círculos sociales muy distintos:
en casa de una señora que daba reuniones, y en la de un importante
personaje político, jefe de partido, escritor y sabio, a quien me
presentó Mauricio Parra, que era de sus prosélitos fervientes.

Yo también comulgaba, y no con menos devoción en la creencia de
Mauricio; yo me contaba entre los devotos de aquel insigne repúblico,
a quien llamaré Don Alejo Nevada, y le reconocía por _jefe_ cuando mis
fiebres amorosas dejaban lugar a las políticas.

Creía además, o mejor dicho, deseaba que el entusiasmo político borrase
mis preocupaciones de otra índole, pues me encontraba en un momento
de esos en que con sinceridad nos proponemos combatir nuestra locura,
aplicando todos los derivativos que conoce la ciencia. Mi entusiasmo
por Nevada me infundía esperanzas de que su vista y trato refrigerante
serenasen mi cabeza, trayéndome a aquel camino de las _líneas
rectas_ en mal hora abandonado, al cual la severa figura del que yo
interiormente llamaba _mi jefe_ debía ayudarme a volver.

No pisé su casa sin religiosa emoción de neófito. He notado que cuando
nos acercamos a los personajes célebres, de quienes se habla en todas
partes y a quienes se juzga con criterio muy distinto y contradictorio,
a veces con la más salvaje grosería y la maledicencia más inconsiderada
y ponzoñosa; a quienes un día tras otro la caricatura, las sátiras de
los periodiquines y los sueltos aviesos y ladradores de la sección
política exponen en la picota a pública vergüenza; he notado, digo,
que cuando nos llegamos a estos personajes, parece que la injuria,
la calumnia, el humo y el polvo mismo de la batalla les han puesto
aureola, y lejos de movernos a irreverencia todo lo que hemos oído
y leído, redobla nuestro acatamiento. Entré poseído de ese respeto
involuntario --que muchos considerándolo ridículo, encubren bajo una
franqueza chabacana y de mal gusto-- en la residencia de Don Alejo
Nevada.

La casa no tenía sin embargo, nada de imponente, como no fuese su
propia austera sencillez y la voluntaria abstención del lujo barato
moderno, deslumbrador para los incautos. El edificio era antiguo,
desahogado y alto de techos: pasado el recibimiento, descansábamos en
una pieza que adornaba vasta anaquelería abarrotada de libros. Allí
esperábamos y allí se leían periódicos o se discutía a media voz,
mientras llegaba el turno de ser introducido en el despacho contiguo y
saludar al grande hombre.

Cuando me tocó la vez, entré aturdido y ciego, enredándome en los
muebles y tropezando con las sillas. Al dar la mano a Nevada humedecía
mi diestra ligero trasudor, y el corazón me latía fuerte. No supe
decir más que frases balbucientes y torpes. Tuve conciencia de mi
falta de aplomo, y la fría amabilidad con que Nevada me sentó a su
lado y me dirigió preguntas, acabó de aturrullarme. Sin embargo, poco
a poco fue normalizándose mi circulación y disipándose la niebla que
hasta entonces me oscurecía los rasgos de Nevada: vi claramente su
faz de rey mago, que parecía desprendida de algún tríptico medieval,
su barba de nieve, sus ojos tranquilos, dormidos tras los espejuelos,
sus mejillas rosadas como de figura de porcelana, el dibujo anguloso
de sus facciones, la calma de sus movimientos. Aquella impasibilidad
sin mezcla de arrogancia alguna, aquella llaneza y tibieza de la
expresión, aquella palabra glacial, que servía de verbo a una política
abstracta, profética y pacienzuda, me parecieron entonces el colmo
de la sabiduría. Nada más distinto de como solemos representarnos a
un agitador y a un radical que aquel viejo apacible, semejante a las
figuritas de cerámica que retratan la ancianidad en el arte de los
pueblos de Oriente. Nevada, con su trato afable y mate y su yerta
conversación, encarnaba a maravilla las _líneas rectas_ que debían
predominar en mi cerebro.

Así que recobré ánimo, aprecié también el aspecto del despacho, y todos
y cada uno de sus detalles contribuyeron a afianzar en mi espíritu la
consideración. Tanta modestia y seriedad me cautivaron. El sillón que
mi jefe ocupaba, de cuero negro con grandes y doradas tachuelas; la
ancha mesa; la anaquelería cargada de libros y subiendo hasta el techo,
lo mismo que la de la antecámara; los estantes, que en vez de ricos
chirimbolos, lucían reproducciones en yeso, lo más barato y modesto que
en arte cabe poseer; las anchas fotografías y grabados, único adorno
de las paredes, todo revelaba la misma formalidad, la misma carencia
de pretensiones, y el mismo propósito de huir de la vulgaridad por
medio de la sobriedad espartana; e indicaban aficiones científicas
los instrumentos de observación, colocados en otras rinconeras, los
termómetros y giróscopos de Benot o Echegaray, un microscopio, una
hermosa caja de compases.

La conversación del repúblico era como su nido: apagada, sorda, sin
brillo alguno, aunque en ocasiones importante y firme, y en otras
profunda. Sus palabras, pronunciadas por una voz sin inflexiones,
una voz gris, y en estilo castizo, se me grababan en el cerebro cual
si las inscribiese acerado punzón. Cuando ya dejé desbordar algo mi
entusiasmo, revelándolo en dos o tres frases, no se estremeció músculo
ni fibra de aquella fisonomía; los ojos no brillaron, los espejuelos
sí; no observé en el semblante ni la dilatación de la vanidad, ni la
inconsciente efusión de la simpatía que responde a la simpatía; solo
contestó a mis protestas un «vamos, vamos» inerte. La apacibilidad de
Nevada me impulsó a extremar mis vehemencias, empeñándome en arrancar
del trozo de sílex la chispa; recuerdo que le dije que estaba decidido
a todo, y que me considerase como _recluta disponible_. El jefe me
preguntó entonces mi nombre y señas, y lo apuntó cuidadosamente, con
bien sentado pulso, en un libro. Supe después que también llevaba,
en papeletas, como un catálogo de biblioteca, el índice de todos los
comités del partido en España, y me pareció que semejante idea de
catálogo, de clasificación y de método, introducida en el hervor de una
comunicación joven y entusiasta, pintaba al hombre.

Salía yo a tiempo que entraba un fuerte sostén del partido, prócer de
tan alta alcurnia como pingüe hacienda, tipo bien diferente y a un
opuesto al de Nevada, cabeza de enérgico diseño, meridional, respirando
pasión, modelada con rasgos hondos y valientes curvas, como en lava del
Vesubio. El contraste entre aquellos dos personajes políticos hacía
sorprendente su estrecha unión y amistad. A pesar de la presencia del
prócer, Nevada al despedirme, me acompañó hasta la puerta.

Seguí yendo los domingos por la mañana a casa de mi jefe, aficionándome
a la tertulia de la antesala, donde se ventilaban problemas de
actualidad, y la conversación, al par que de miasmas políticos, se
cargaba alguna que otra vez de efluvios intelectuales, sobre todo
si Mauricio Parra alternaba en ella. Traté de presentar allí a Luis
Portal; pero el orensano no quiso, porque, según decía: «en esa ermita
no entran más que los devotos, y ya sabes que yo... _nequaquam_».

Nuestras polémicas en la antesala eran a media voz. Generalmente
leíamos la prensa, que se amontonaba en grandes cascadas sobre la mesa
central. Los personajes que descollaban en la reunión eran un síndico
de vinateros, hombre acomodado y de influencia, que solía ejercer
altos cargos municipales; cierto tipógrafo socialista, de quien a
veces, en nuestra zozobra de noveles conspiradores, sospechábamos que
fuese agente provocador e hiciese bajo cuerda la política de Cánovas;
un cura zorrillista que no formaba opinión sobre cosa alguna divina
ni humana mientras no consultaba a don Manuel y este resolvía la
consulta --y el elemento estudiantil, no escaso ni pacífico. Tanto que
muchas veces, en ocasión de entrar el prócer o algún personaje de alto
fuste, y cuando oíamos el rumor alternado del diálogo en el despacho
vecino, nos entraba ansia de esa atmósfera de disputa que ha sido por
largo tiempo ambiente propio de la política española; y vencidos de
nuestro antojo apelábamos al recurso de irnos a otro piso de la misma
casa, la redacción de un periódico masónico, donde veían la luz actas
del Gran Oriente mantuano, el legítimo, el ajustado al rito antiguo
escocés. Allí podíamos subir el diapasón y despacharnos a nuestro
gusto. Mauricio Parra llevaba la batuta. Aquel muchacho, dotado de
inteligencia no inferior a la de mi amigo Luis, era su polo opuesto,
en el sentido de que tenía temperamento batallador, carácter acerbo y
díscolo, poquísima transigencia, decidida afición a contradecir, y bajo
estas espinas y abrojos, un gran fondo de ternura y tal vez un candor
de que no adolece el sagaz Portal. La vida, con su roce y su desgaste,
no había conseguido limar los ángulos del carácter de Mauricio, ni
atenuar la crudeza de sus opiniones, generalmente paradójicas. Para
muestra de esas trasladaré lo que decía de mi carrera y del espíritu
que en ella domina.

--Déjeme usted --exclamaba encolerizado Mauricio--. Su carrera de
ustedes, tal como aquí se entiende, es una carrera, ya que no de
obstáculos, de disparates. Estudian ustedes, no cabe duda, diez veces
más que los ingenieros franceses y belgas; pero estudian cosas que
maldita la falta para el ejercicio de la profesión. Aquí sacamos de
quicio todas las carreras por querer elevarlas a sus elementos más
sublimes, prescindiendo de los meramente útiles; y luego resulta que
nuestros ingenieros hacen dramas, hacen leyes, hacen política, lo hacen
todo menos ferrocarriles, puentes y montaje de fábricas. ¿Quieren
ustedes saber cuál es para mí el ideal del ingeniero? El hombre que
dirige a conciencia la construcción de un ferrocarril, y el día de la
inauguración recibe de frac a las comisiones y al Rey, y en seguida,
cuando se trata de que el Rey recorre la línea, se quita el frac, se
planta su blusa, trepa a la locomotora, y actuando de maquinista,
lleva el tren al final del trayecto. ¡No se subiría el hijo de mi
padre a un tren dirigido por Echegaray o Sagasta! Esa gimnasia feroz
de matemáticas, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve? En Francia
un ingeniero no estudia la teoría de su profesión sino tres años, y
luego pasa a _centralier_, y blusa al canto, ¡y práctica, y práctica,
y más práctica! Mientras que aquí, sabrán ustedes mucho de buñolería
científica... pero no saben hacer lo que hace un maestro de obras: ¡una
tapia!

--¡Hombre! --le contestaba alguno escandalizado--. ¡No tanto, por Dios!

--¡Ni una tapia! Me ratifico. Son ustedes, a estas alturas, lo que
fueron los médicos allá en el siglo XVIII: una gente atestada de
fórmulas, y sin el menor sentido de la realidad. Entonces los médicos
se habían plantado en Aristóteles: ustedes hoy están en Euclides. Mucho
fárrago de teorías y de proposiciones, muchos conocimientos abstractos,
y nada de anatomía ni de clínica profesional. Para lo más sencillo
se ven ustedes atarugados. Se le pide a uno de ustedes un modelo de
puente, verbigracia, y se toma un trabajo loco, se gasta cinco meses,
lo calcula todo muy bien, resistencias, distancias, coeficientes de
flexión... para que luego les digan a ustedes en el _Creusot_: «Pues
sí, señor, todo eso es óptimo, y muy meritorio y muy laudable, están
ustedes muy fuertes en el cálculo...; pero han perdido el tiempo
lastimosamente, porque aquí tenemos modelitos de puentes hechos ya,
cuyo resultado se conoce por experiencia, y con pedir el modelo núm. 2,
o el núm. 3, salían ustedes del apuro sin tanto descornarse.»

--¡Pero eso --exclamaba yo indignado-- es hacer de nosotros punto menos
que artesanos! Suprímanos usted, y que nos reemplacen los sobrestantes
de caminos.

--Pues eríjame la profesión en sacerdocio, y deje los puentes en el
aire o abra túneles que luego resulten anteojos de teatro --respondiome
el furioso paradojista--. ¿Ha visto usted que los Edison ni los Eiffel
salgan de ninguna Escuela especial? ¿No sabe usted que Eiffel dice a
quien lo quiere oír que _il se fiche_ de las matemáticas? ¿Le parece
a usted que es sano y bueno, en una cosa de carácter eminentemente
práctico, mandar la práctica al rábano, como hacen ustedes? Y además,
¿no es doloroso ver reducir a tal estado a los alumnos, que en esos
años de la carrera, lo más florido y plástico de la vida, no les quede
ni tiempo ni cabeza para adquirir otra clase de conocimientos sino
los puramente técnicos? Da grima ver a los chicos pasar su juventud
sin obtener ni ese barniz tan necesario hoy, que se llama _cultura
general_, y que es como la camisa limpia del entendimiento. Salen
ustedes de ahí aplatanados, atrofiados del cerebro, con los sesos
rellenos de guarismo. Usted y Portal son de lo más lucidito de la
Escuela no en la carrera tal vez, sino en cuanto a que han procurado
ustedes, a salto de mata, apoderarse de algunas ideas, leer algo más
que el libro de texto. Conservan ustedes cierta savia intelectual, que
sería mucho mayor si no estuviesen sometidos a ese régimen depresivo.
Su amigo Luis es un cabezón; de allí podría salir un grande hombre
de estado, un economista... ¡yo qué sé! Y usted que tiene tanta
sensibilidad, tanta fantasía... ¿por qué no había de ser artista, o
escritor, o...?

--Pues si no quiere que Echegaray haga dramas --objeté--, ¿cómo me
aconseja a mí que en vez de mis asignaturas cultive las letras?

No era Mauricio de los que se dejan coger en un renuncio. Se evadía con
sofística habilidad. Nosotros atribuíamos su gran inquina contra la
Escuela, a que en tiempos tuvo que salir de ella por la puerta de los
carros.



IV


La señora que daba reuniones vivía en el primero de la casa de mis
tíos. Era viuda de un Subsecretario, y allá en sus mocedades hubo
de presumir de elegantona; hoy tenía el pelo blanco, las formas
exuberantes, corva la nariz, el continente entre severo y meloso, y
todas las pretensiones cifradas en sus dos pares de niñas, muchachas
del género insulso, nerviosas y linfáticas, de estas cuya inutilidad
e intolerable sosera son fruto combinado de la vida anodina, la
deficiencia de instrucción, la estrechez de miras y la frivolidad. «De
la cabecita de esas cuatro no se saca para hacer un frito de sesos»,
afirmaba Luis. Las señoritas del primero eran prueba viviente de que
andaba acertado mi amigo al insistir en la necesidad de crear una mujer
nueva, distinta del tipo general mesocrático. ¿Quién podría sufrir la
vida común con semejantes maniquíes?

Pasábanse todo el día de Dios en la ventana, ya entre cristales, ya
con el cuerpo fuera. Cuando no estaban así, en postura de loritos,
martirizaban el piano, revolvían figurines, charlaban de modas, leían
revistas de salones para husmear las bodas y los equipos de la gente
encopetada, criticaban a sus amigas, fisgoneaban quién entraba en casa
de los vecinos, se miraban al espejo o daban vueltas a sus sombrerillos
y trajes. A falta de otro género de conocimientos, su madre les
inculcaba ideas de nimia corrección social, explicándoles día y noche
lo que era _bien visto_ y _mal visto_, lo que _podían hacer_ y lo que
_no podían hacer_ unas señoritas; y a aquellas criaturas, capaces de
establecer comunicación telegráfica con el primer mequetrefe que pasase
por la acera fronteriza, les parecía tan imposible ir solas hasta la
esquina de la calle, como en ferrocarril a la luna. A falta de su madre
--que padecía un principio de estrechez valvular, y no podía andar
mucho a pie--, las acompañaba una criada zafia y descaradilla, y con
tan excelente rodrigón, ya se atrevían las muchachas a salir a compras,
a misa, a casa de las amigas de confianza, mientras todas cuatro,
juntas, pero sin la maritornes, no se hubieran determinado ni a tomar
un carrete de hilo en la tienda de enfrente.

La noción fundamental de la moral inspirada a las niñas de Barrientos
era la inseparabilidad. La madre se desvivía para meter en la cabeza a
sus cuatro retoños que el toque de la fraternidad estribaba, no solo en
vestir tan idéntico que si una de las hermanas compraba, verbigracia,
un alfiler de cabeza de gallo, las demás revolviesen todas las tiendas
de Madrid buscando otros tres gallos igualitos, sino en pasear y hasta
creo que estornudar a las mismas horas y del mismo modo. Cuando a
una la dolía la cabeza, las otras tres suprimían la salida; si una
aprendía, por afición, a calar madera con sierrecilla, era obligatorio
que a las restantes las entrase igual manía, llenándose la casa de
cajitas enanas y edificios góticos de cinco pulgadas de alto; si una
aprendía cierta sonata al piano, habían de aprenderla las restantes,
y si una se levantaba y salía del gabinete, la seguían las otras en
hilera como las grullas. La madre, viéndolas sometidas al régimen de la
fraternidad forzosa, solía exclamar, cayéndosele la baba: «¡Como están
tan unidas!» Y aprobaban los presentes: «¡Ay! muy unidas... ¡Da gusto
ver una familia así!»

Lo que realmente daba --según Portal, presentado por mí a la señora de
Barrientos-- era pavor, de imaginar que se preparaban con tal régimen
futuras esposas y madres de familia; de pensar que aquellas muñecas
rellenas de serrín, serían, andando el tiempo, base de un hogar,
compañeras de un hombre inteligente, que hubiese probado las amarguras
y los combates de la vida, ejercitando el cerebro, desarrollado sus
ideas y contraído la necesidad de emitirlas.

--¡Yo --exclamaba Luis-- me suicido si me mandan que me amarre al
yugo con una de esas sin sustancia! ¡No creas por eso que prefiero a
tu ideal! Entre la tití y las señoritas de Barrientos, me quedo sin
ninguna; la señora de tu tío (que en mi concepto está algo loca) es
una mujer de otras edades, a quien tocó nacer en el siglo presente,
adornada con virtudes que no necesito y convicciones que me estorban; y
las de Barrientos, unas pavisosas coquetuelas que no veo la necesidad
de que naciesen en este siglo ni en ninguno, porque maldito si sirven
para nada. Créeme, chacho. El hombre de mediano sentido común que
cargue con ellas, a los dos meses las administra algún alcaloide. ¡Dios
me libre de tales plepas! ¿Quién cargará con esas gangas?

Ya podía conjeturarse quién, pues las señoritas de Barrientos tenían
novio todas, aunque de muy diverso pronóstico matrimonial: dos había
de casaca, y dos de pasatiempo. Los de casaca se dirigían a la segunda
y tercera de las niñas, Aurora y Concha; los de entretenimiento a la
mayor y menor, Camila y Raimunda. Eran los de casaca un par de buenos
muchachos, que esperaban, el uno por la notaría y el otro por la
efectividad de capitán, para ofrecer el cuello a la coyunda; y los
de entretenimiento, dos estudiantes de leyes, asociados para aquellos
amoríos, amigos de cháchara, pero más recelosos de la Vicaría que toro
corrido de la puya.

Como las muchachas de Barrientos estaban «tan unidas», yo he de decir
en toda verdad que cuando asistía a sus saraos me era imposible no
confundirlas, y también a sus novios, de una manera a veces muy cómica.
Viéndoles pegados a sus respectivas damiselas, conseguía orientarme;
pero en cuanto se deshacían los dúos, me quedaba en ayunas de cuál era
_el de_ Raimunda ni cuál _el de_ Concha. Hasta tal punto me mareaba el
amoroso rigodón, que se me puso en la cabeza que el novio de Aurora, el
futuro notario, chico muy formal y dulce, la mejor proporción de los
cuatro pretendientes, hablaba más con Camila, la mayor de las hermanas,
que con su misma novia. Camila tendría veintiséis o veintisiete
años largos de talle, y aunque ajustada al patrón uniforme de la
insignificancia fraternal, me parecía que alguna vez, sobre todo cuando
cantaba acompañándola al piano Raimunda, revelábase en ella una mujer
distinta, nada espiritual por cierto. Al modular las notas de algún
tango o cancioncilla, sus labios se entreabrían, el canto enronquecido
y arrullador salía de ellos como chorro candente, sus ojos se nublaban,
y transformaba su cara empalidecida una especie de deliquio. Aquella
pobre joven debía de estar muy fatigada de su larga soltería.

A casa de Barrientos bajaba yo con la tití una vez por semana, los
jueves, día señalado para las recepciones. No sabiendo qué hacer, y en
la imposibilidad de dar conversación a Carmiña, se la daba a Camila,
lo cual me distraía un poco, pues lentamente, bajo el artificio de su
educación convencional, iba descubriéndose la naturaleza más fogosa
que yo había encontrado nunca. La proximidad de un individuo de mi
sexo producía en Camila un efecto que encubría disimulando; a veces
adoptaba la expresión cándida y bobalicona de sus hermanas, pero no
siempre podía mandar en sus ojos ni en su fisonomía delatora. A no
estar yo tan subyugado por otro orden de sentimientos, Camila hubiera
sido un peligro para mí; y no porque me gustase, que no me gustaba poco
ni mucho, sino porque mujeres de tal condición no necesitan gustar para
constituir riesgo. Son el clásico fuego junto a la estopa.

En los saraos barrientescos, tití se manifestaba como cumple a su
estado, absteniéndose de cuanto trascendiese a profanidad: siempre
moderada en el vestido y adorno, hallábase tan dispuesta a dar palique,
en el rincón del sofá, a las señoras formales, como a teclear polkas y
rigodones para que bailase la gente moza.

A lo que no se prestaba nunca era a tocar allí el piano formalmente.
No sé si la tití era una profesora, o algo menos: seguramente una
aficionada notable. Es imposible sacar mejor partido de un instrumento
seco, ingrato y duro como el piano, en que el sonido no se liga al
sonido sino a fuerza de inteligencia y sensibilidad en el ejecutante.
No se podía comparar la ejecución de Carmiña a esa catarata de notas
sonoras, metálicas y brillantes que tanto se aplaude en los conciertos;
jamás la vi romper a sudar mientras tocaba, ni hago memoria de que
saltase cuerda alguna en el arrechucho de una serie de octavas o de
una escala cromática doble. Su manera despuntaba por lo suave, tersa,
matizada y sobria. No daba una pifia, ni aplicaba el pedal cuando no
hacía falta. Tenía gusto en la elección de piezas: no recuerdo que
estudiase _fantasías_ sobre motivos de ópera alguna. Cogía, sí, la
ópera entera, e iba leyéndola, divagando, deteniéndose más en los
pasajes reconocidamente hermosos, y manifestando al traducirlos que
había entendido muy bien su sentido recóndito, el pasional inclusive.
Sus trozos predilectos eran sonatas de Beethoven o de Schumann.
También tocaba música de iglesia, pero decía ella que no se prestaba
el piano, y que tenía capricho de un buen armonio. Capricho, ¡ay! que
llevaba pocas trazas de cumplirse, pues mi tío no parecía muy inclinado
a aflojar cuartos para fines meramente recreativos.

Cada día se confirmaba que mi tío Felipe sufría honda crisis: no
estaría enfermo del cuerpo, pero debía de estarlo, y gravemente, del
espíritu. Su carácter, más desabrido y agrio, sus períodos de murria
y silencio, la indiferencia en que a ratos caía, indicaban no era su
estado de ánimo el propio de un hombre a quien mira con buenos ojos la
fortuna, que ha triunfado en su pequeña escaramuza por la existencia, y
es dueño de una esposa joven y envidiable como Carmiña Aldao.

Repito que le observaba sin cesar. No me ocupaba en otra cosa; aunque
en apariencia me distrajese, volvía siempre al foco o centro de mi
vida sentimental, que eran Carmiña y su marido --y aún creo que
debiera invertir el orden--. El odio puede ser más irritante y activo
que el amor, y yo por odio me convertí en anatómico de dos almas. La
historia de mi loca pasión por la tití se reducía a un espionaje, pues
me bastaba saber las vicisitudes de su espíritu, juzgándome feliz si
andaban acordes con las del mío propio. Pues bien: hacia la época a
que voy refiriéndome --el mes de mayo-- hube de notar (no era ilusión)
que la inexplicable acedumbre de mi tío para con su mujer revestía
carácter de desvío absoluto. Este desvío, acentuándose gradualmente, se
manifestó sin rebozo en dos síntomas.

El primero fue tan significativo en el terreno material, que no
dejaría duda ni al más topo. Había en la casa, contiguo al despacho,
un gabinete o dormitorio interior, estucado, que servía de ropero:
allí colgaba mi tío su vestuario, allí colgaba algún trasto estorboso,
y allí se aseaba. En esta alcoba supletoria existía también una cama
de hierro, doblada y arrimada a la pared. Pude cerciorarme de que a
principios del mes de mayo la cama recibió colchones y sábanas, y mi
tío pasó las noches en ella.

El segundo indicio, puramente moral, aún resultó para mí más luminoso y
me produjo mayor satisfacción interna. Fue percibir en el semblante y
en toda la persona de la tití --desde que se realizó esta separación--
un cambio favorabilísimo. ¿Habéis visto la flor lacia y mustia, que al
segarle con delicado corte de tijera el tallo e introducirla en agua,
yergue la cabeza, adquiere color, frescura y gallardía, y lozanea
saliéndose del vaso de cristal? Pues así revivió la mujer incomparable,
cuando sin intervención suya, sin tener que acusarse de nada, se
aflojó el lazo que había apretado en mal hora su generosa decisión.
Seguramente los mártires de la leyenda cristiana irían al suplicio muy
animados, cantando muchos himnos y todo lo que ustedes gusten; pero
figurémonos que sin necesidad de quemar incienso ante los ídolos, ni
de apostatar de la fe, ni de recibir un triste libelo, en aquellos
instantes terribles, obtuviesen la conservación de la dulce vida...
y crean ustedes que los mártires, sobre todo siendo jóvenes y llenos
de esperanza, se pondrían tan contentos. ¿Pues qué? ¿Acaso el mismo
Hijo del Hombre, en el Huerto, no se volvió a su Padre, implorando que
pasase de él aquel cáliz, si era posible?

Mi tití no tenía que beber el cáliz ya. No era culpa suya si el esposo
se alejaba. Podía cumplir su programa moral, ser buena a toda costa, y
al mismo tiempo no apurar la hiel de deberes tan amargos. Yo veía que
los negros ojos de Carmiña recobraban el brillo y la húmeda suavidad de
la ventura; que sus ojeras, perdiendo el amoratado color, solo rodeaban
de ligero cerco obscuro los luceros de la cara; que su tez perdía el
tono de la bilis estancada y reprimida, para adquirir el arrebol de
nácar que presta la sangre cuando circula normalmente; que hasta su
buen apetito y su risa delataban el equilibrio de las funciones. Mi tía
iba poniéndose guapa.

La satisfacción se revelaba hasta en su modo de herir las teclas.
Alegres y brillantes valses, cadenciosas polkas, brotaban de sus
dedos, saltando como mariposas juguetonas y aladas de un matorral.
Arpegios rápidos, marchas y galopes sonoros nacían de sus manecitas, ya
redondeadas y llenas, como son las de las mujeres felices. Otras veces
volvía a Schumann y a Beethoven, pero con una reposada languidez que
imprimía a aquellas ensoñadoras divagaciones mayor encanto. Las teclas
no gemían, ni rezaban ya, o al menos su rezo se parecía a acción de
gracias fervorosa.

Hasta en el traje de Carmiña me pareció advertir indicios de ese
renacimiento moral que presta valor a los objetos exteriores y nos
lleva a reflejar en ellos la situación de nuestro espíritu. Se componía
más; su peinado, siempre sencillo, tenía algunos toques de coquetería
modesta; prendía a veces una rama de lila en el pecho; otras un bonito
y limpio _fichú_ blanco alegraba su traje, habitualmente obscuro.

En esta ocasión tuve mil de hablarla a solas, porque mi tío se marchaba
de casa con diferentes pretextos, y siempre andaba de cabildeos
políticos, tejiendo intrigas de menor cuantía, relacionadas con sus
proyectos de veraneo en Pontevedra y el influjo que allí deseaba
reconquistar. Las tiranías locales, aunque piden frecuentes viajes
a la corte, también imponen al tirano residencia en sus dominios.
Sucedíale a mi tío lo que a muchos caciques de su misma exigua talla:
que no poseyendo condiciones para volar con sus propias alas en Madrid,
consiguen dominar una provincia merced al favor de personajes más
altos; pero faltándoles este puntal, la acometida de otra medianía
hace tambalearse su efímero poder. El adversario de mi tío era Dochán,
ambiciosillo rastrero, de habilidad suma, que ya le tenía minados
todos los caminos y tomadas todas las vueltas. Había empezado por
fundar, contra _El Teucrense_, otro periodiquín llamado _La Aurora de
Helenes_; esta hoja ladradora y procaz llenaba sus tres páginas con
ataques a mi tío y a ciertos paniaguados suyos que, desatendidos por
Sotopeña, iban inclinándose hacia el partido conservador o reformista,
únicamente por recurso; porque veían al Santo indiferente a sus quejas,
sordo, desde lo alto de la hornacina, a sus postulaciones, y ya se
permitían de vez en cuando, seguros de que nada lograban por medio
del incienso, apelar a la intimidación y dirigirle estocadas. ¡Ancha
y pródiga mano y paciencia heroica necesitaba el Santo bendito para
satisfacer a todos sus coterráneos, que fundaban en sus milagros la
aspiración de hacer del presupuesto la quinta provincia gallega!

A mi tío _La Aurora_ le daba con las de alambre. Salían a relucir
diariamente enjuagues y chanchullos: el alquiler de la casa para
oficina de Correos, los solares famosos, los expedientes de
carreteras... todo, todo; la eterna miseria de los escándalos de
provincia, basura removida sin cesar, que nunca se entierra, y no por
indignación vengadora, sino por odios personales, o por desesperación
de que otro haya sido autor de la fechoría y usufructuario también.
Aparte de las concusiones, le arrojaban a la faz la dureza de su
corazón, ajeno a los afectos de familia, y su guerra contra Luciano
Aldao, a quien sitiaba por hambre, cerrándole el camino de la deseada
prebenda del Hospital: en efecto, mi tío desplegaba encarnizamiento
horrible contra su cuñado: si pudiese, le reduciría a la miseria.

He dicho que me encontraba muchas veces solo con Carmiña, sentado cerca
del piano, oyéndola juguetear con las teclas, o viéndola hacer labor y
repasar la ropa, tarea doméstica que desempeñaba a las mil maravillas.
Decir que no se me ocurriese arriesgar un paso decisivo, sería mentir:
yo, como es natural, pensé, no solo en la posibilidad de declararme,
sino en la probabilidad de sorprender dormida a la virtud, y robar a
su sueño lo que su vigilia no me otorgaría nunca: pensé también que el
temporal apartamiento de los cónyuges coadyuvase a mi propósito... Sí,
todo lo pensé, y nada hice entonces. Tenía miedo, mucho miedo a que un
desplante mío malograse lo obtenido ya: ¿no valía más gozar tan dulce
intimidad que exponerme a una ruptura, un castigo, un extrañamiento?
Calma...

¿Qué podía yo desear? Interrumpidas las relaciones entre ella y
su dueño, libre casi, y yo a su lado... Lo demás que lo hiciese
el tiempo... o alguna circunstancia fortuita como la de mi
enfermedad, circunstancia que yo aguardaba siempre, con la viva fe
de los enamorados, fiando en que nuestra convivencia y la soledad
de aquella mujer acabarían por inclinarla hacia mí, de modo tan
insensible como se inclina el sauce hacia el agua. Y así era. Sin
pecar de fatuo comprendía que mi presencia agradaba; que Carmiña se
entretenía charlando conmigo; que su juventud se entendía bien con
mi juventud; que el interés de su vida lo constituía mi trato, y que
la santa «pintada sobre fondo de oro», según la frase de Portal, iba
destacándose de la niebla mística, y entrando en más humano ambiente.
Mi mismo respeto, mi cautela para no espantarla, contribuían a captarme
su corazón. ¡Ah! Era evidente: habían reflorecido aquellos días tan
hermosos del Tejo, porque a veces las pupilas de tití adquirían la
misma expresión que la tarde en que salimos a pescar en la ría; y su
voz, inflexiones parecidísimas a las que tuvo en los supremos instantes
de mi grave enfermedad... Yo no sabré encarecer lo azucarado de
aquellas proximidades y aquellos coloquios, tan inocentes en el terreno
positivo.

Empezaba a mostrarme suma confianza. Hablome varias veces de asuntos
de familia, de cómo Candidiña había escrito una carta pidiendo perdón
por su boda, y ella había respondido con otra atestada de buenos
consejos.

--Pero de esto no he dicho nada a Felipe --añadió--. Sería probable
que se enfadase mucho; y ¿a qué provocar discusiones y malos humores
y tonterías? ¿No te parece que hice bien? Yo creo que no es ninguna
acción reprensible el haber contestado a Cándida. ¿Qué sacábamos de
darla un bufido? Ella con eso no había de volverse más formal. Al
contrario, tal vez mi carta influya para sentarle la cabeza a aquella
_tolitatis_... Mira, esto de que Candidiña es una _tolitatis_ te
lo digo a ti: que a la gente... ¡líbreme Dios! Si las primeras en
desacreditar a una mujer son las personas de su familia, nunca honra
tendrá. Yo quiero que Cándida tenga honra, ya que se ha casado con mi
padre. Estoy deseando llegar allá para hartarla de sermones. Ella no es
tonta; la demostraré la cuenta que trae cumplir con su deber. ¿Sabes
lo que voy a decirla? Pues lo siguiente, y en tono bien categórico:
«Cándida, mira, sé buena, que no te pesará. Si eres buena, te prometo
que aunque no tengas hijos, he de hacer que mi padre te deje cuanto
pueda; que asegure tu suerte para toda la vida. Mi pobre padre, por
un orden natural, poco tiempo ha de vivir; conserva su decoro los
años que viva, y después libre quedas... Yo haré que la pobreza no te
angustie... Seré tu mejor amiga, te querré mucho, iré contigo a lodos
lados, no sufriré que te haga nadie un desaire ni una mala partida...
He de conseguir que te trates con todo el señorío de Pontevedra...
¡Vaya! ¿Qué te pensabas tú? Con la del Gobernador, con los marqueses
del Remo, con la familia de Filgueira... pero no avergüences a mi
padre... ¿lo oyes? porque entonces tendrás en mí la enemiga peor...»
Todo esto he de encajárselo a la chiquilla..., ¡y si así no consigo
nada!... Espero que conseguiré... ¡ojalá!... Cándida es una aturdida,
pero no creo que se atreva a cometer el mayor crimen de una mujer...
que es faltar a su marido. ¡No, de eso no puede ser capaz!

Cuando hablaba así, articulando palabras para mí tan funestas, me
comería a besos su sagrada boca.

--Por desgracia --añadía--, Felipe no me permitirá que trate a Cándida.
Esto sí que me lo temo. ¡Mis consejos serían tan convenientes para la
infeliz! Y no es igual... ¡quia! es enteramente distinto aconsejar
por carta, que de viva voz. Felipe ni quiere oír hablar de que yo la
trate. Dice que si en público se dirige a nosotros, debemos volver las
espaldas. Te aseguro que esto me tiene disgustadísima.

Prometí que le conseguiría una entrevista clandestina con Cándida, o
que iría yo mismo a transmitir los recados.

--¡Bah! no... guasas tuyas --contestó la tití--. ¡Valiente embajador!
Lo que harías sería levantar de cascos a mi madrastra. No conviene. No
tienes tú formalidad ni suposición para semejante envío de recaditos.
Te tiemblo, Salustio... Esa cabeza... Mira: otro lío que me trae muy
cavilosa, mucho, es el de mi hermano. El pobre, cargado de familia:
todos los años un chico: papá sin darle gran cosa... y cuanto le diese,
insignificante para mantener el pico a tanta gente menuda. Por eso
pretende el empleíto del Hospital u otra colocación... ¿Qué trabajo le
costaría a Felipe apoyarle? Pues le hace una guerra a muerte... y mi
hermano lo va a conseguir por Dochán... ¡Figúrate qué vergüenza! ¡El
mayor enemigo de mi marido! Parece que hasta don Vicente Sotopeña se
manifestó sorprendido y disgustado al ver que Felipe le tira a degüello
al pariente más próximo de su mujer. Tú ya sabes que don Vicente
Sotopeña es tan amante de la familia... Nada, por Felipe, se moriría de
hambre mi hermano...

--Tú --interrumpí-- a tu hermano poco tienes que agradecerle...
Acuérdate que no quiso tenerte en su casa.

Tití no contestó. Parpadeó, y sus grandes pupilas me contemplaron un
segundo. Indudablemente iba humanizándose y saliendo del fondo de oro.

--No importa --contestó--. Que él se haya portado mejor o peor
conmigo, no quita para que yo le desee buena suerte y me parezca mal
perjudicarle. Es mi hermano, tiene muchos hijos, y es un prójimo. No
sé qué daría por que Dios le tocase en el corazón a Felipe. Te aseguro
que...

Vi favorable coyuntura para entrar en materia, y dije:

--Vamos, tití, confiesa que no eres muy dichosa con tu cónyuge.



V


Carmiña no se arredró. Esperaba, sin duda, desde que nos hablábamos
así confidencialmente, que tarde o temprano se me fuese a mí la lengua
y saliese a relucir la cuestión vedada, la eterna manzana conyugal.
Estaba, pues, dispuesta al combate.

--¿Y por qué no he de ser dichosa? --contestó dejando asomar a sus
mejillas un carmín puro--. La dicha (no te rías de estos términos) está
en nosotros mismos. El que cumple con su obligación y de buena gana, es
feliz. ¿A que no me lo niegas?

--¿Pues no he de negártelo? La felicidad del ser humano consiste en
realizar plenamente su destino y los fines propios de la vida, y uno de
los fines principalísimos en tu sexo es el amor y la maternidad. Tú no
amas ni tienes hijos; luego...

Al tocar este registro, al asestar contra el corazón de la noble
mujer este dardo impregnado de ponzoña, vi que ella no esperaba tan
rudo ataque. Se puso del color de la grana; sus ojos se entornaron
dolorosamente; abrió primero la boca para respirar y beber el aire,
como quien recibe tremendo golpe, y luego la cerró, como el que
comprende la necesidad de callar a toda costa. Pude conocer mejor el
efecto que le había causado mi estocada, en que guardó silencio. Y al
fin salió con este argumento endeblísimo:

--Cuando Dios no ha querido darme hijos, Él sabrá por qué. Nunca
debemos rebelarnos contra la voluntad de Dios, que conoce mejor que
nosotros lo que nos hace falta.

--Bien, corriente; así será, pero una cosa es resignarse, es decir,
fastidiarse, y otra ser feliz. Tú feliz no eres.

--No sé de dónde lo sacas. No parece sino --repuso ella buscando una
evasión-- que me ves por los rincones de la casa llorando. Pues me
parece que...

--¡Ay, tití! --exclamé acercándome a pretexto de revolver en la
canastilla de los hilos y de jugar con los carretes y las estrellas
de crochet--. ¡Ay tití! ¡Las cosas que podía yo contestarte! ¡Ay si
te dijese clarito por qué no lloras! ¿Crees que no atisbamos, que no
miramos, que no vemos los demás? ¡Bobiña! ¡Pues si yo me paso la vida
pendiente de lo que tú haces... de lo que tú sientes... oyéndote la
respiración! ¿No había de saber por qué esta temporada te baila la
alegría en el cuerpo?

Dije esto con todo el fuego que el caso requería. La pobre tití no
contaba tampoco con el empleo del cuchillo tan traidor, de hoja
triangular, que ensancha la herida. Se demudó, y seria, entera, firme,
se levantó y salió del gabinete, dirigiéndose al interior de la casa.

¿Me atreveré a referir cuál fue el resultado de nuestra conferencia?
Sí; porque en la historia que voy narrando, el lector no puede ver más
que un aspecto de los sucesos, el que tenían para mí; y al través de
mis ojos es como ha de contemplar el alma de la mujer fuerte. Yo no
juro, pues, que los hechos fuesen cual voy a referirlos; solo afirmo
que así se me representaban.

Hizo la casualidad que aquel día diesen un sarao las señoras de
Barrientos. Siempre estas cachupinadas se verificaban los jueves;
pero tratábase de una extraordinaria, por coincidir el jueves con
los días de la señora; que tenía el mal gusto de llamarse Ascensión,
nombre sumamente difícil de pronunciar. El caso es que en honor de
doña Ascensión se armaba aquella noche baile, sus miajas de concierto
casero, y un cachito de _buffet_. Mi tía se vistió y arregló con esmero
evidente; púsose el traje blanco, que no había vuelto a salir desde
la noche de bodas; colocó no sin gracia sus joyas en pecho y cabeza;
se empolvó, se rizó el pelo ocultando algo, según exigía la moda, su
vasta frente; entreabrió el corpiño destapando la garganta, y en suma,
procuró --¡caso notable!-- presentarse de manera que pudiese atraer
las miradas y el deseo. Ya estaba emperejilada así cuando nos sentamos
a la mesa; y noté que, con una especie de coquetería febril intentaba
conseguir que se fijase en ella su marido. Me estremecí hasta los
tuétanos. No puedo explicar lo que sufría, y aquel suplicio, yo mismo
me lo había preparado, sembrando en el alma de la esposa el recelo y
los escrúpulos, rasgando brutalmente el velo con que aún procuraba
cubrirse para disculpar la alegría de su emancipación. Mis palabras
habían abierto sus ojos; a la luz de mis indiscretas afirmaciones veía
su contento por la ruptura de la intimidad matrimonial, y se espantaba
de semejante estado, que no la parecía ortodoxo, ni mucho menos,
por lo cual resolvía cargar valerosamente con la cruz y restablecer
el trato con su esposo. Marchaba a la unión, como el soldado a la
toma del reducto, donde ha de llover sobre su pecho la muerte. ¡Y yo
presenciándolo, yo viéndolo, yo sufriéndolo, yo siendo de ello causa
involuntaria!

Cuando la tití estuvo engalanada del todo, acudió a solicitar las
alabanzas, los requiebros, digámoslo así, del marido. Encerraba un
elemento profundamente trágico la acción de aquella mujer santa
y pura, de aquella señora recatadísima, remedando los artificios
de las cortesanas cuando procuran agradar, no ya al indiferente
recién llegado, sino al mismo hombre que las infunde repulsión y
aborrecimiento.

--¿Qué te parece, Felipe? --preguntaba la infeliz--. ¿Qué te parece?
¿Está bien? ¿Te gusta como me he peinado? ¿Hace mal aquí esta rosa?

Y mi tío ¡bendición de la Providencia! posaba en su mujer una mirada
distraída y rápida, respondiendo con indiferencia profunda:

--Perfectamente... Los hombres entendemos poco de eso.

No lograron nada sus tretas de sublime y honesta coquetería. Nada,
nada. Tuve el gusto de comprobarlo. Mas no por eso tragué menos saliva,
ni paladeé menos hieles. Yo hubiese besado sus pies llamándola santa y
heroína... y la hubiese estrangulado, considerando que la santa era una
mujer, y esta mujer se brindaba a otro hombre.

Lo inútil del sacrificio iluminó el rostro de la piadosa sacerdotisa
del hogar. Leí en la cara de Carmiña un gozo sereno, esa sedación
plácida que experimentamos después de haber salvado un gran peligro,
y que presta tan simpática expresión al semblante de los marinos
veteranos. El sentimiento del deber cumplido se unía al de la
indulgencia de la suerte, para ensanchar su alma. Mas sin duda no
quería que yo se lo dijese; temía a mi sagacidad. Los primeros días
huyó de mí. Costome trabajo reanudar aquellas sabrosas y dulces
pláticas de las largas tardes de mayo, cerca del piano o del costurero.
Lo conseguí por último, y ella se prestó, entregándose nuevamente a
la confianza desde que pudo advertir que no hacía alusiones al asunto
escabroso.

Un día, no sé por qué resbaladizos senderos, que yo untaba de jabón a
propósito, llegó la tití a interrogarme acerca de mis amoríos y mis
noviazgos. Ella aseguraba que yo tenía novia. Yo solía entretenerla
contando historias de mis amigos, por supuesto, las contables, pues
me cortaría la lengua antes que derramar en los oídos de Carmiña una
palabra ofensiva, o de dudoso sentido. ¡Eso nunca! Y sin embargo,
cuando me preguntó de mí mismo, entrome un arrechucho tal de franqueza,
que desembuché todo, absolutamente todo lo relativo a Belén, escogiendo
formas y términos, pero sin quitar punto ni coma en lo esencial.
Confesión auricular entera complaciéndome en inmolar en aras de la
virtud la negra oveja del pecado. Me escuchaba tití con los ojos
dilatados de curiosidad, el seno oprimido, el ceño un tanto fruncido;
y, al final, no pudo menos de exclamar con voz opaca:

--¡Ay, Dios mío! ¿Y _eso_... sigue? ¿Vas a ver a _esa_... señorita
muchas veces?

--¡Señorita! --contesté risueño--. ¡Valiente señorita nos dé Dios! No,
tití... ya no voy a ver a esa señorita, como tú dices...

--Bueno; a esa... mujer.

--A esa mujer. Hace lo menos quince o veinte días que no piso aquella
casa. Si quieres que no vuelva a pisarla nunca, basta con que digas:
«Salustio, te prohíbo que te acerques a Belén». Y no me acerco en mi
vida. Nada, no me acerco. Palabra de honor.

--¡Hombre... prohibir!... Yo no soy nadie para prohibirte eso. Pero me
parece muy mal, muy mal, que vayas ahí ni a ningún sitio donde peques
mortalmente; y si es lo mismo pedírtelo que mandártelo... te suplico
que no vayas. Te lo ruego.

--Es lo mismo. No iré, tití, no iré. El pecado no me importa cosa
mayor... pero por darte gusto, por darte gusto... ¿entiendes?

--Pues no me satisface que lo hagas por darme gusto: debes hacerlo por
no ofender a Dios.

--¿Te contentas con que no lo haga?

--A falta de pan, buenas son tortas --respondió festivamente,
revelando que la causaba verdadera alegría mi promesa.

¡Malicia y vanidad! Me figuré que también a ella la movía un impulso
humano al rogarme que no viese más a la pecadora.

--Mira --le dije espontáneamente--, si dejo de ir a casa de Belén, no
me lo agradezcas ni miaja. Puedo jurarte que no la quiero; que no me
hace feliz esa historieta.

--Y entonces, ¿por qué vas?

--Pssh... Tonterías en que cae uno por... por sosera.

--¿No es bonita?

--Bonita sí; pero ¿qué importa su hermosura? Un objeto que no nos
interesa nunca es hermoso, tití. Esto de la hermosura tiene su busilis,
como todo. Está en el corazón. Allí sí que se ve claramente lo bonito y
lo feo.

Se lo dije mirándola con ojos tan expresivos, que, según entiendo, no
pudo dudar.

--Eres un bobo --pronunciaron los labios; pero la animación de la faz,
la involuntaria expansión de la sonrisa, parecían murmurar: «Gracias,
sobrinito. Me sabe a gloria lo que me dices».

Pronto tuvimos otro nuevo pretexto para confidencias y otro interés
común. ¿De qué pensarán ustedes que se trataba? Pues de un suceso que,
al parecer, debía sernos casi indiferente a los dos. Es el caso que mi
compañero Dolfos, el zamorano, no pudo llegar al codiciado término de
sus afanes. El destino le impidió dar cima a la empresa magna y mortal.
Faltábanle, para acabar de subir la cuesta, solo dos escalones, un par
de asignaturas, una bicoca; pero la naturaleza se plantó, diciendo: «No
paso de aquí. Se ha consumido todo el aceite de la lámpara. Conmigo no
se juega impunemente». El asiduo cayó en cama, y todavía, luchando con
la disnea, en el último período de una tisis caseiforme, insidiosa al
pronto y que al final corrió a galope tendido, aún quería llenarse
la cabeza de científico plomo. En el lecho, donde le clavó lo que él
llamaba su «catarro de primavera», no soltaba los libros, y mediante
piadosa engañifa de la imaginación, mientras los demás veíamos ya su
cuerpo en el ataúd y su pobre cerebro estoposo ahíto de matemáticas sin
digerir, él veía el examen decisivo y postrimero, el diploma, la salida
de Madrid, la llegada a Zamora, y la anciana paralítica, que, al oírle
levantaría la cabeza, temblorosa de placer, y no pudiendo moverse del
sillón, extendería las manos para tocar más pronto la ropa del nieto
querido... Mi tití, sabedora de la apurada situación del buen Dolfos,
no se enternecía tanto por él como por la viejecita que esperaba a su
niño, y que, en vez de recibir al ser amado, dejaría caer en la falda,
de las manos inertes, el telegrama horrible...

--¡Dios mío, infeliz anciana, infeliz señora! --exclamaba Carmiña,
inundada de compasión--. ¿Creerás que sueño con ella muchas noches? No
la conozco, pero me la figuro; me parece que estoy viéndola. Me parte
el alma. No sé qué me sucede cuando pienso en lo que la espera. Di, ¿y
él sin aprensión ninguna?

--Ni tanto así. Lleno de ilusiones, persuadido de que en cuanto se meta
el calor y pase esta mala temporada, y se examinen y le aprueben y
salga ingeniero, se largará a Zamora chorreando salud. La condición de
su mejoría es acabar la carrera... y el desdichado no la acaba.

--Dejarle con sus quimeras. Tiempo tendrá de saber lo peor. Cuando
el médico diga que está muy grave... eso sí... entonces... hay que
prepararle y que se confiese. ¿Me das palabra de que no se irá al otro
mundo sin sacramentos?

--Te la doy --respondí, dándole también el corazón en una sonrisa--.
Por ahora no le desengañamos, ¿a qué? ¡Si así es más dichoso!... Ni a
la abuelita de Zamora se le dice nada.

--¿Y no hay esperanza?

--¡Quia! ¡Esperanza! Nos vemos y nos deseamos para conseguir que doña
Jesusa no le eche de casa. La aseguramos que el médico responde de
él...; pero la patrona no es lerda, y bien adivina que el huésped se
las lía por la posta.

A los pocos días advertí a Carmiña que aquella noche me quedaría
velando a Dolfos, el cual se encontraba ya en los últimos. Mi tití se
arrasó en lágrimas al oírlo. Con ímpetu indecible exclamó:

--¡Si vieses de qué buena gana te ayudaría a velar! ¡Me da tanta
lástima!

--Si tú vas a velarle, ten por seguro que cura --murmuré piadosamente.

Me acercaba al pasillo, cuando me llamó para suplicarme que «no me
olvidase del confesor».

No estaba Dolfos para curar, aunque le velasen los serafines. La muerte
no soltaba su presa. La abuela no le verá nunca más en este mundo. Solo
llegará hasta ella un papel azul, seco, breve, transmitido por el rayo,
que será para la anciana otro rayo de dolor... «El hijo de tu hija está
en el féretro; le alumbran cuatro cirios. Aunque vengas y le beses, y
vuelvas a besarle con toda la ternura de tu corazón dos veces maternal,
no abrirá los ojos, no pagará tus caricias, no sonreirá para decirte:
Ya tengo carrera... no te apures... desde hoy seré tu sostén. No. El
telegrama, solo el telegrama... y para ti el eterno desconsuelo, hasta
que la muerte, que parece olvidarte, te recoja desdeñosamente y te
administre la gran medicina.»



VI


Recuerdo los últimos días de mayo, como se recuerdan las fechas
críticas; y sin embargo, en ellos no me ocurrió cosa que en apariencia
merezca referirse; porque mi historia es rica en detalles internos,
pero exteriormente monótona y vulgar. ¿Qué sucedió en aquella quincena,
para que yo la distinga y la señale con tinta roja o con piedra
negrísima? ¿Qué sucedió? ¡Ah! Una cosa sencilla, legal, sancionada por
la sociedad y por Dios; una cosa que debe regocijar a las gentes bien
intencionadas... Mi tío pasó de la mayor indiferencia por su mujer,
de una especie de separación amistosa, a un acceso de amor conyugal,
rabioso casi. El lazo del matrimonio --hasta entonces medio desatado--
volvió a apretar estrechamente las gargantas de la pareja.

¿Cómo se verificó aquella reconciliación o ritornelo conyugal? No
sabré decirlo: burlaron mi vigilancia, y puedo asegurar que me cogió
tan de susto, que dos días antes del fenómeno hubiese jurado que el
apartamiento de los esposos era ya eterno. En efecto, yo tenía motivos
para afirmar que mi tío no solo huía de su mujer, sino que cortejaba a
otras, amartelado lo mismo que un cadete. Lo supe por Belén, a la cual
(¡oh flaqueza humana!) hice entonces dos o tres visitas, a puros ruegos
y ardientes instancias de la pecadora. Ella, con profunda indignación,
me enteró de las veleidades eróticas de mi tío.

--¿Querrás creer que al tiñoso este le da por rondarme desde hace
unos días? Cartas y todo me ha escrito... Yo, con la puerta en las
narices... Para lo que había de sacar de él... Como si lo viera, iba a
dejarme ahí un duro en calderilla... Solo una vez lo he de recibir, a
ver si me cuenta algo de su mujer.

--¡De su mujer! --exclamé azorado--. ¿Qué tienes tú que ver con ella?
Déjala, y no te ocupes de las señoras que no se acuerdan de ti.

--¡Ay, ay!... --chilló la muchacha--. ¡Pues, hijo, ni que fuera la
Santísima Virgen! No te atufes, que yo no voy a comérmela. ¿Es de
merengue y se quiebra con tocarla? ¿Sabes que ya me olía a mí que te
duele mucho ese lado del cuerpo? ¿Y habrá mamarracho como tu tío, que
te tiene en casa, a la verita de su señora? ¡Ay, ay, ay! Nada, lo que
digo; si yo me lo calé... Soy perro viejo: a mí no me la das tú, ni
veinte como tú. Por eso te me escurres y no hay quien te traiga aquí...

Me puse furioso con la paloma torcaz, y creo que hasta tuve la
indelicadeza de decirla tres o cuatro frases más groseras, precisamente
por dirigirse a quien yo debía reconocimiento y consideración, a falta
del amor y del respeto íntimo que no podía profesarle. Mis asperezas
encresparon el genio de Belén. Con el rostro encendido de cólera y
los ojos preñados de iracundas lágrimas, se acusó de quererme y se
maldijo por haber puesto afición tanta en un chisgarabís. Y viendo que
en vez de replicar o maltratarla me levantaba para tomar la puerta,
corrió a ponerse delante y a estorbármelo, abriendo los brazos con una
espontaneidad y vigor de actitud que le envidiaría una tiple en el acto
cuarto de _Hugonotes_.

--¡No, tú no sales! ¡Anda, chulapo, indino... pégame si quieres salir!

En los brillantes ojos negros, que despedían centellas; en el seno
enhiesto y rígido, destacado por la postura; en las soberbias líneas
de aquel cuerpo de mujer que me cerraba el paso, había un reto, una
provocación apasionada, que de parte de un hombre de su mismo temple,
un hombre como el que Belén deseaba en aquel instante despertar en mí,
le valdrían el apetecido bofetón, y después una lluvia de salvajes
caricias para borrar la huella. Pero conmigo ni lo uno ni lo otro
consiguió la hermosa. Me armé de paciencia, me senté en una silla y
dije con gran seriedad:

--Hija, ya te cansarás de estar ahí crucificada... Ya bajarás los
brazos y me dejarás largarme. Así no creo que te pases el día entero.
Es postura muy incómoda. Anda, ponte en la razón y permíteme que me
retire con mis honores, acompañándome hasta la puerta si gustas.

Mi calma produjo efecto mágico. Se aplacó lo mismo que el mar cuando
derraman sobre sus irritadas olas un pellejo de aceite. La espuma del
furor descendió aplanándose; las airadas pupilas cesaron de lanzar
rayos; la invectiva murió en los labios rojos: los brazos, lánguidos
y sin brío, se desmayaron a lo largo del cuerpo... y la domada y
subyugada pecadora... ¡vergüenza me da escribirlo! vino a hincarse
medio de rodillas ante mí, abrazándome por la cintura, con una especie
de humildad desesperada.

--¡Ay, hijo, te vales de que sabes que te requiero y no puedo pasar sin
ti!... Perdona, no estés así con ese gesto y esa cara... ni tampoco te
rías, que es lo que me irrita más. ¿Soy alguna mona para dar risa? No;
reírte, no... Menos así, seriote y como si fueses a comerme. Bueno; que
tiene unos prontos y ligerezas... Perfecto solo Dios. Ahora voy a ser
una chica modelo. Pero no te vayas, hijo, y sobre todo atufado. ¿Me
das palabra de honor de que volverás? No vienes nunca... ¡una vez cada
mes! Galleguito, no puede ser... yo voy a ponerme mala. Por eso dice
una disparates y se mete con las señoras... Si vienes, seré una malva.
¡Huy, resaladito, qué bien me saben las paces! Cúmpleme un antojo.
Pégame un cachete... sin miedo; no duele na... si es por gusto; por
gusto...

Lo que menos me importaba era aquel borrascoso episodio con mi rendida
pecadora. En cambio no dejó de hacerme cavilar mi tío, volviendo a las
andadas y dispuesto a prevaricar. Mas ¡qué fue cuando vi los ímpetus
amorosos del hebreo restituidos a su legítimo cauce, concentrados en su
esposa!

Manifestose el fenómeno sin preliminares, sin transición. A los
dos días de haber rehusado Belén los homenajes de mi tío, este,
sacrificando a los penates, se dedicó a su mujer con entusiasmo. Así
como suele decirse que no hay llave para el ladrón de casa, diré que
para el observador a domicilio no hay cortina ni biombo. Yo, por
obra de la fatal convivencia, sorprendí las gradaciones y matices
de aquella renovada luna de miel. Pude ver al marido comunicativo a
la hora del almuerzo, solícito a la del paseo, encandilado a la de
la comida, y nervioso e impaciente a la de la velada. Por desgracia
era sábado, y yo había renunciado a un teatrillo a que me convidaban
Mauricio Parra y otros amigotes, con propósito de acompañar a mi tití,
entretenido en ver cruzarse las lanas y juguetear las agujas de madera
al través del _punto tunecino_, o en escuchar trozos del _Don Juan_ o
de _Roberto_. Y cátate que la resolución de quedarme me obligaba al
suplicio de presenciar... Como si lo presenciase, señores. Interpretaba
la inequívoca actitud de aquel hombre ansioso de disolver la soñolienta
tertulia, para quedarse a solas con su mujercita; sus miradas al reloj,
sus gestos de impaciencia cuando Camila Barrientos, que había subido un
rato a traer no sé qué recado de su mamá, tardaba en irse y hojeaba los
últimos números de _La Ilustración_. Conocía la expresión del rostro de
mi tío en ocasiones dadas; no necesitaba preguntar lo que relucía en
sus ojos e inflamaba su tez... Me puse tan nervioso, tan fuera de mí,
que Camila me preguntó:

--¿Salustio, le pasa a usted algo?

Carmiña, involuntariamente, volvió la cabeza y clavó en mí sus
pupilas... Yo pagué la mirada. Creo que nunca nos entendimos como en
aquel momento. La ojeada de ella decía categóricamente: «¿Qué es esto?
Una prueba inesperada, un castigo de Dios con el cual no contábamos.
Pero no te asustes: tengo ánimo y fuerzas. Verás tú cómo me crezco.
Después de todo, no haré más que cumplir con mi deber.» Y mi mirar le
contestaba: «Tú lo tomas así, como un ángel que eres; pero yo, que soy
un diablo, sufro y me retuerzo, como deben de retorcerse y sufrir los
diablos allá en las mansiones infernales.»

Mi tío se salió con la suya. Aún no habían dado las once cuando
consiguió echarnos. Camila Barrientos me clavó el puñal hasta la cruz,
diciendo a la tití:

--Hoy tu marido te contemplaba como si estuviese haciéndote el amor. Se
le caía la baba. Una novena para que nos toque otro así.

Corrí a mi cuarto, y me encerré en él, más enloquecido que la noche
de la boda, en el Tejo. Traté de enfrascarme en el estudio, de leer
periódicos, de hojear una novela... ¡Imposible! Rugiendo de ira y de
pena, apagué la luz, me encerré con llave y me tumbé sobre la cama.
Acordábame de Luis Portal, que solía decirme: «Cuando está uno rabioso
y dado a Barrabás, un cigarro es el mejor entretenimiento. En echando
unas chupadas, es mucho lo que la imaginación se distrae...» En
semejante momento sentía yo amargamente no fumar ni tener cigarrillos;
y por un capricho de mi alma enferma, se me antojaba que si fumase,
pasaría como por encanto aquel malestar, aquella ponzoña de la acre
saliva, aquella calentura de la sangre requemada.

El día siguiente, a la hora de almorzar, tuve un consuelo del orden
negativo, como todos los míos en tan desdichada página amorosa; y fue
ver en la faz de la tití, más marcadas aún que en la mía, las huellas
de un combate moral y un quebranto físico muy profundo. Había bastado
una noche para desencajar su rostro y dar a sus facciones, donde antes
brillaba la frescura de la juventud, una expresión agónica como tiene
la cara de la Virgen que los pintores representan viendo espirar en la
Cruz a su Hijo. La palidez de la tití era azulada, sus ojeras lívidas,
y los movimientos que hacía para desdoblar la servilleta, servirse o
beber, parecían automáticos. Ni uno ni otro comimos, puede decirse.
Mi tío, en cambio, lo hizo con ganas; no obstante, al venir a la mesa
el tercer plato, comenzó a fijarse en la actitud de Carmiña, y por
vez primera noté en su fisonomía una expresión de extrañeza y recelo,
lo mismo que si acabase de caer en la cuenta de que su mujer... Clavó
en ella la vista, y su mirada suspicaz le quiso registrar el alma:
ideas que acaso no habían cruzado por su mente, se condensaron, y una
expresión irónica timbró su voz al decir:

--¿Qué te sucede, Carmen? ¿No comes? Parece que no tienes apetito.

--He comido --respondió ella.

--No es verdad. No has probado la tortilla ni los riñones, y la chuleta
se queda ahí. ¿No guisa a tu gusto la cocinera? ¿Por qué no mandas que
te hagan otra cosa?

¡Sombra de la sospecha, ligera nube que pasas rozando apenas el
espíritu y dejas en él para siempre tu negror! ¿Atravesaste entonces
por la imaginación del hebreo? ¿El genio cauteloso de su raza se
reveló en aquellos instantes decisivos de su vida? ¿Alumbraste también
con siniestra luz la conciencia de aquella mujer purísima, casta,
noble, pero mujer al fin de carne y hueso, hija y descendiente de Eva,
vehemente y apasionada en el fondo, aunque sujeta al yugo de la virtud
por las áureas ligaduras de la fe más acendrada? ¿La dijiste lo que no
quería creer?

Al notar el marido la preocupación y desgana de la esposa, las mejillas
de esta pasaron de la palidez a un rojo vivo; temblor violento la
sacudió, y con su indispensable séquito de acongojados sollozos
declarose en ella el ataque de nervios... que, digan lo que gusten
los saineteros y los escritores festivos, rara vez se presenta a no
provocarlo una causa honda, psíquica, algo que hiere en el corazón
femenino sentimientos profundos o pudores recónditos y sagrados...

El ataque duró poco: un minuto escasamente. En seguida reaccionó la
tití: bebió agua, se levantó y contestó a las obstinadas y recelosas
interrogaciones de su marido:

--Sí, puede que no esté bien... ¡Qué disparate! ¡Qué ha de valer esto
la pena de llamar al médico! Me acostaré un rato... En tomando tila...
Si ya no tengo nada; nada absolutamente.

No pude resistir más: despedime y salí. Me eché a la calle con objeto
de disipar una exaltación que, comprimida, fermentaría y me conduciría
a algún desatinado extremo. Fuime en busca del calmante: de Luis
Portal. Pero no tuve la suerte de encontrarle. Era domingo, y supe por
Trinito que estaba con _Mo_ de expedición en el Pardo.



VII


Cuando evoco el recuerdo de los días siguientes, creo evocar el de una
larga pesadilla; y sin embargo, no pasarían de quince; ¡pero en ellos
mi estado moral fue tan violento y penoso! Mi tío, después del episodio
del comedor, en vez de alejarse de su mujer, se mostraba con ella más
que nunca... ¿diré rendido? no; pero solícito y afanoso, como quien
echa de ver que ha descuidado el cultivo de una finca importante y se
propone reparar la omisión. A alguna idea semejante, característica de
la naturaleza codiciosa del hebreo, respondía indudablemente aquel no
apartarse de Carmiña ni de día ni de noche, aquella especie de frenesí
conyugal, aquella intimidad restablecida plenamente, con circunstancias
propias de luna de miel. Y si no eran rasgos de propietario celoso de
sus derechos, ¿qué significaban la frialdad repentina que me demostraba
a mí, el no dirigirme la palabra en la mesa, el concederme solo pocas,
agrias y secas frases, cuando antes puede decirse que solo charlaba
conmigo? Mi posición en la casa, durante la cruel quincena, llegó a
ser humillante, análoga a la de un pariente sostenido por caridad,
o un importuno tácitamente despachado a cada momento y que no acaba
de entender las indirectas. Aquella tirantez debieron de percibirla
hasta los criados, aunque eran dos ejemplares célticos traídos del
riñón de Galicia, que a duras penas empezaban a desasnarse, cuanto más
a leer en el alma de sus amos --lectura que es la borla de doctor de
los sirvientes--. Pero la hostilidad y el desdén de mi tío eran tales,
que saltaban a los ojos. Notolos Camila Barrientos, y una noche se
emancipó hasta embromarme disimuladamente sobre lo celoso que era el
tío y lo desagradable que resultaba la posición de un muchacho alojado
en casa de un matrimonio. Como yo estaba tan desequilibrado, recuerdo
que se me fue la lengua y contesté muy destempladamente a la presunta
señorita candorosa. La cual, en vez de formalizarse, me pidió excusas
en voz queda, y como yo se las implorase a mi vez, me dijo algo que me
preocupó, no sé si porque a la sazón todo me preocupaba.

--Su tío de usted me parece que ha cambiado muchísimo de carácter.
Antes era una persona bastante corriente; bromeaba con nosotras, estaba
de buen humor... discutía... Ahora parece, o enfermo, o maniático. ¿No
se ha fijado usted? Pues fíjese: lo notó mamá lo mismo que nosotras.

Camila, al decir esto, apoyaba el dedo en la frente. En idéntico sitio
se me clavó a mí la idea sugerida por la señorita.

--Efectivamente --pensé-- que es raro pasar de la total indiferencia
por una mujer, a tales extremos. ¿Estará mi tío lunático?

Semejante conjetura... ¿lo confesaré? se me presentó desde el primer
instante, no negra y fúnebre como debiera, sino en cierto modo, grata
y consoladora. «Si se vuelve loco, pierde de hecho la soberanía
doméstica, la autoridad sobre su mujer, la fuerza moral y el carácter
de jefe de familia. Un loco es un ser que carece de alma y la humanidad
racional lo expulsa de su seno. El loco no posee derechos sociales y
civiles; el loco no tiene mujer, ni hijos, ni amigos siquiera. Si mi
tío se trastorna, igual que si se divorciase. El lazo roto queda,
y ella sola en el mundo, porque un loco no acompaña, ni presente ni
ausente. ¿Habrá, en efecto, manía?...» La tensión de mi voluntad
llegaba a desearlo. ¡Y de ahí a otros deseos va tan poco!

No tardé en dar el paso que me separaba del terreno en que ya se
desatan las voliciones y nos arrastran al crimen --al crimen mental,
único frecuente en nuestra enervada época--. Recuerdo que aquellos días
me tentó el diablo a dedicarme a lecturas dramáticas y tempestuosas,
de esas que agitan el corazón y nublan la conciencia, y entre ellas
se contó una traducción de _Hamlet_, que me produjo efecto muy hondo,
induciéndome a comparar la irresolución, la ebullición moral y la
inacción física del extraño príncipe de Dinamarca con mis propios
sentimientos. Y enmedio de la lectura, me hirió de pronto, embargando
mis potencias, aquella rara frase: «Cuando acaricio a mi segundo
esposo, mato segunda vez al primero.» Comprendí entonces que mientras
más virtuosa e invencible es una mujer, más fatalmente desea su
enamorado la muerte del marido; y vi también, por modo clarísimo, que
mi pasión desatada no era sino el odio antiguo a mi tío el hebreo, odio
inveterado ya, que había tomado distinta forma, pero que subsistía
implacable.

Si el deseo matase como la estricnina, por la voluntad, cien veces
fallece mi tío. A solas, con los codos en la mesa y la frente sostenida
entre mis palmas febriles, yo me saciaba del sueño fúnebre, y me
entregaba al detestable goce de figurarme a D. Felipe extendido en el
ataúd, con los ojos cerrados y las manos cruzadas. La pujanza con que
me dominaba este deseo era tal, que nunca me subyugó así ansia amorosa.
Si me hubiesen dicho entonces: «Elige entre tu tía vencida, demente,
roja de vergüenza y de pasión, o tu tío rígido, yerto, cadáver», sin
vacilar optaría por lo segundo.

Claro es que no se me ocultaba la monstruosidad de la idea. Tanto la
comprendía, que ansiando libertarme de la absurda y estéril figuración,
solicité más que nunca el trato de Portal, única persona capaz de
librarme de mis obsesiones y combatir a los endriagos y vestiglos de
la fantasía con las armas de la risa y del ingenio. Desgraciadamente,
mi simpático Sancho Panza andaba entonces ocupadísimo, no solo en la
labor de fin de curso, sino con su otra gran labor sentimental. A
pesar de sus alardes de independencia y despreocupación, de asegurar
que él tomaba _aquello_ con extraordinaria tranquilidad y filosofía,
si se perdiese mi oportunista, que le buscasen al canto de _Mo_. No
desperdiciaba coyuntura de amar perdidamente.

Para ver algunos ratos a Portal fue preciso seguirle a su polo
magnético, o sea a casa de los _Mos_. Me empeñé en ser presentado, y no
habría transcurrido media hora desde la presentación, cuando percibí
lo que mi orensano se guardaba bien de confesar: que el padre de _Mo_
era al mismo tiempo que cabeza de patriarcal familia... _ministro del
Señor_, o en lenguaje más llano, clérigo protestante.

¿Por qué se lo tendría tan calladito el camarada? Yo lo había
sospechado alguna vez, sin verdadero fundamento puesto que Luis, al
preguntarle las condiciones del _futuro suegro_, invariablemente
respondía: «Conste que no voy allí con carácter de yerno...: pero el
papá de _Mo_ es un sujeto apreciabilísimo... y la mamá... ¡Ah! Lo que
es esa... No he visto nada igual.» El cuidado en no especificar la
profesión del apreciable sujeto no había dejado de escamarme... Repito
que me cercioré de la verdad al poco rato de haberme sentado en el sofá
del señor Baldwin --que así se llama el pastor.

Este tenía el tipo agigantado y pletórico de la pura raza sajona: eran
sus patillas del mismo color que la tez, exceptuando la frente, blanca
y tersa como la de un niño. En tres años de residencia en Madrid no
había logrado amoldar su laringe a la pronunciación española; y ningún
inglés de sainete o caricatura dice cosas más grotescas que el señor
Baldwin cuando intentaba servirse de nuestro idioma para algo que no
fuese gruñir: «_Buons dis... com stá._»

Nadie encontraría explicación satisfactoria al fenómeno de que la
comunión evangélica hubiese enviado a tierras apostolizables tan tosco
misionero, a no existir la misionera o pastora mistress Baldwin mujer
singular, a quien tuve desde el primer instante por un milagro en su
género.

Nada de la inglesa seca y angulosa, tipo convencional en las letras
y en el arte. Muy al contrario. Para pintar a mistress Baldwin
fielmente, hay que servirse de los tonos más armoniosos y suaves, las
líneas más exquisitas y el más discreto claroscuro. Su rostro poseía
esa uniformidad de color que hace tan aristocráticas las cabezas al
pastel; sobre su blancura de perla destacábase el gris de acero de los
ojos, en los cuales resplandecían algunas chispas áureas al sonreír.
Sus facciones finas, pero de grandioso dibujo, expresaban constante
afabilidad artificiosa, ya casi natural a fuerza de persistencia.
Vestía con dignidad y decoro sumo: de azul marino o de negro,
generalmente de seda, lo cual hacía que al andar o al sentarse su ropa
tuviese un crujido señoril; llevaba al cuello una cadena de oro de
muchas vueltas, sostén de la sabonetilla siempre en hora, reluciente
por virtud del uso; y sobre sus cabellos grises, del gris polvoriento
con que encanecen las rubias, alisados en bandós, usaba una especie
de platito de encaje blanco, nítido de limpieza, planchado como una
servilleta y acentuaba el óvalo algo ajado, pero de contorno puro, de
su faz.

Desde que se entraba en la esfera de aquella mujer de tan distinguido
continente, era imposible no ver en ella el punto matemático donde
todos los radios tenían que converger y unirse. Su marido, hombrachón
que la hubiese pulverizado de una guantada; sus hijos, alguno de
ellos ya con veinte años y un aspecto de vigor para dar envidia a la
raquítica raza española; sus hijas, entre las cuales descollaba _Mo_;
sus tertulianos, y... es preciso decirlo de una vez, sus feligreses,
sus ovejas, marchaban a paso redoblado por la ruta que les señalaba
la mano prolongada, flexible, adornada con anticuados anillos, de la
pastora.

Semejante mujer había nacido para el trono, o por mejor decir, para
cardenal-ministro de un rey absoluto. Rebosaba en ella ese don de
mando, esa autoridad encubierta por dulcísimas formas, patrimonio de
las abadesas. Su sonrisa y sus modales tan refinadamente adamados,
encubrían la voluntad más templada y férrea que ha dado nunca de
sí la tierra de la perseverancia y del cerrado fanatismo. Bajo las
apariencias hercúleas del marido, no había sino un pelele, un muñeco
de trapos, que jamás poseyó la energía necesaria para sostener su
desairado papel de apóstol de una creencia aborrecible a la inmensa
mayoría de los españoles, y que a los mismos descreídos o racionalistas
no nos cae en gracia. El señor Baldwin se larga de España con viento
fresco a las primeras de cambio, si no le mantuviese la barra de acero,
forrada en piel de guante, que tenía por esposa. Ella, la pastora, era
quien se aferraba en hacer reflorecer los áureos tiempos de la calle
de la Madera durante los años revolucionarios; ella, quien ideaba
obras pías con fines de propaganda y ediciones de libros catequéticos;
ella, quien... ¿Pero a dónde voy con reseñar las proezas de la matrona
insigne? La verdad es que al ver así a mistress Baldwin, recostada en
su butaca, apoyados los pies en un cojín, el codo puesto en el velador
cargado de álbumes, ilustraciones, revistas y enormes diarios ingleses,
era cosa de pensar que aquella señora vivía consagrada exclusivamente
a recibir a sus amigos con un _chic_ de duquesa anciana.

Cuando entré yo en casa de los pastores, serían las cinco de la tarde.
Dispensome la pastora atentísima acogida; y no digo _cordial_, porque
de cordialidad no se trataba allí. Hízome sentar frontero a ella, y me
preguntó minuciosamente por mi familia, mis estudios, mis aficiones.
Al saber que me gustaba la música, puso los ojos en blanco, y su cara
adquirió expresión beatífica. ¡Oh! ¡La _mioúsica_! Luego, al tratarse
de mi carrera, elevó otro salmo entusiasta a la ciencia. ¡Oh! ¡La
_sciensia_! Después, sonriéndome con una sonrisa que parecía estrenada
para mí, me fue enseñando multitud de tesoros que formaban un pequeño
museo: hierbajos, algas y conchas recogidas en Australia por ella, y
que guardaba prensadas entre hojas de libros: y por último, en tono
misterioso y confidencial, apoyó el dedo en la boca, y con el mismo
aspecto extático, silabeó: «Van a cantar las niñas.»

Cuatro vi acercarse al piano pero ya entre ellas, mis ojos habían
distinguido a _Mo_, sin necesidad de seguir la dirección de las miradas
de Luis. Hube de confesar interiormente que, respecto a hermosura, no
exageraba el oportunista. Por lo regular nos inclinamos a encontrar
defectos físicos en las novias de nuestros amigos, como si así
desahogásemos el involuntario despecho que causa la felicidad ajena,
la amorosa sobre todo. Pues a pesar de esta tendencia, me vi precisado
a reconocer que valía un imperio la señorita _Mo_. Deliciosa mezcla
o fusión de los dos tipos paterno y materno, atestiguaba a la vez la
fidelidad y legalidad de la pastora y las ventajas del cruzamiento
entre sajones y normandos para la selección sexual. El color, la
frescura de amanecer, la plasticidad del tipo, procedían indudablemente
del pastor, que allá en sus verdes años sería un mocetón como un roble;
y la finura de los rasgos, la distinción y pulcritud, de la madre.
Sus ojos eran los de la pastora, ya acerados y dominadores, bañados
aún en el fluido amoroso de la juventud. Por lo demás, Portal la había
fotografiado: era exactísimo lo del oro del pelo, casi ceniza, lo de
la blancura, y hasta lo de los hoyos tentadores que se dibujaban, a
cada jugueteo del reír, en las mejillas tersas, aterciopeladas por el
vello de un cutis del Norte, que aún no había curtido el recio clima
continental de la metrópoli española.

Semejante pedazo de hembra explicaba todos los desvaríos en que
pudiese caer el más escéptico y sesudo de los mortales. Si a los dones
naturales reunía la señorita _Mo_ aquella sorprendente cultura de que
mi amigo hablaba siempre, no se podía negar que Luis, al descubrir la
joya británica, había tenido un hallazgo. Involuntariamente me sentí
penetrado de consideración hacia Portal; convine en que aquel mozo
había sabido desenterrar la gran mujer, y justifiqué sus hipérboles y
su jactancia.

Al pronto, la casa de los _Mos_ me causó la misma impresión favorable,
por su aspecto de orden y bienestar. La familia Baldwin había elegido
una calle aseada y tranquila, sin malos olores de mercados y tiendas,
ni estrépito de coches; desde sus ventanas se recreaba la vista en
el arbolado de un jardín fronterizo, ventana inestimable en Madrid;
en su saloncito los muebles eran prácticos y cómodos: había libros,
grabados, flores; la familia aparecía limpia, sociable, disciplinada...
Mi respeto hacia el pesquis de Luis se acrecentó, y a hurtadillas le
dirigí un guiño que en nuestra charla familiar se traducía así: «¡Al
pelo!»

Transcurridos los primeros instantes, después de haber visto y admirado
los tesoros botánicos y zoológicos de la pastora, cuando las niñas se
llegaron al piano para cantar, recordé que Luis me había ensalzado a su
_Mo_ como a «la mujer del porvenir», hembra superior al nivel general
de su sexo, libre de preocupaciones enfermizas; varonil en el mejor
sentido de la palabra, que es el que implica fuerza, entendimiento
y resolución. Hablo, por supuesto, poniéndome en lugar de Luis; pues
quien haya seguido el desarrollo de mi vida afectiva al través de estas
páginas, comprenderá de sobra que no prefiero tal clase de mujer, sino
que estoy por _la otra_, la del pasado, la que por espacio de diez
y nueve siglos ha venido siendo el ideal de la humanidad; la que en
cierto modo ya lo era antes, pues sus rasgos esenciales difieren poco
de los que trazaba Salomón en un bosquejo que no se ha borrado de
la memoria humana. Pero aunque no me fuese posible aceptar más tipo
femenino que el que cifraba Carmen, colocándome en el punto de vista de
mi amigo, era capaz de discernir si _Mo_ realizaba aquel prodigio de la
sociedad futura: la _mujer nueva_.

Si lo realizaba, no tardaría ella en manifestarlo, y en percibirlo
yo. La seguí atentamente con los ojos cuando se acercaba al piano, a
fin de acompañar a Alicia, su hermana segunda, que representaba de
catorce a quince años, y llevaba todavía suelto y colgando el hermoso
cabello semialbino. La chica perfiló una canción inglesa, que es tanto
como decir sosa y agria, cuya letra sentimental trataba --a lo que
pude advertir-- de un niño huérfano, abandonado por ciertos tíos muy
crueles, que pide limosna, y acaba por quedarse tiesecito entre la
nieve una noche de _Christmas_, a la puerta de un palacio donde se
celebra espléndido festín. Acabada la tonadilla, sustituyó a Alicia su
hermana Beth o Elizabeth, entonando otra canción no menos insulsa, solo
que en ella no se trataba de niño huérfano, sino de la aspiración del
alma que quiere tener alas para volar a la gloria, a la verita de los
querubines. «_¡Wings!_ --mayaba la chiquilla--. _¡Wings... my God...
wings!_»

Pensé que después de la segunda cantata no nos diesen más música, pero
engañeme, porque inmediatamente salió al redondel un chiquitín, Edward,
de calcetines cortos, pierna al aire y guedeja blonda; el cual nos
regaló (ni al diablo se le ocurre) el terceto de _los ratas_ en _La
Gran Vía_. ¡El terceto de _los ratas_! ¡Quién imaginara verlo salir de
labios de aquel angelito, nacido en la quinta parte del mundo, pues
Edward era australiano!

No se había agotado el catálogo de las sorpresas: así que hubo cantado
y representado el benjamín, veo que se levanta la pastora, elige un
cuaderno de música y se arrima al piano, rodeada de sus hijos. Calose
la pastora las gafas de oro: quitose delicadamente sus mitones de
seda, que puso bien doblados, sobre el velador; y contrayendo las
cejas y apretando los labios como quien ejecuta una acción importante
y absorbente, y acompañándose ella misma, rompió a entonar un cántico
religioso, en que andaban como por su casa las _souls_ y los _sins_
(no pude entender más del texto). Al concluir la primer estrofa, toda
la familia, agrupada en torno del instrumento, coreó el estribillo,
y el mismo reverendo Baldwin, acercándose, poniendo su diestra sobre
la cubierta del piano, arqueando su poderoso y elefantino esternón,
sostuvo con voz becerril los falsetes de las muchachas. Miré a la cara
de la pastora, y también a _Mo_. De los semblantes de las dos mujeres
se había borrado la expresión habitual, en la una fina e insinuante, en
la otra alegre y juvenil, sustituyéndolas --especialmente en la madre--
cierta exaltación sombría y dura, como se nota en los personajes de
algunos cuadros de martirio. Volvime a ver qué gesto ponía Luis, y vi
que no estaba en la habitación.

Acabado el concierto, nos brindaron una taza de té excelente,
acompañada de una copa de Jerez y de ciertas golosinas que, si no
recuerdo mal, se llaman _cracknells_. Me convidaron a que volviese,
a que frecuentase la casa, y la pastora, sobre todo, me dijo con
sorprendente cortesía:

--¡Oh! ¡Oh! Creemos que usted no dejará de venir a vernos de cuando en
cuando...

Al salir desahogué con Portal:

--Esta gente será buenísima, todo lo que gustes; pero, vamos, que en
devoción no se quedan atrás de la tití. Me huelen más a sacristía: te
lo advierto.

--Ya sabes --respondió mi amigo secamente-- que los protestantes
observan y practican su religión. No son como nosotros.

--¿Lo dices en son de alabanza?

--Sí y no --repuso un poco amostazado--. Sobre eso habría mucho que
hablar.

--¿Y por qué tu _Mo_, esa señorita tan ilustrada, les deja a sus
hermanos cantar adefesios y los canta ella?

--¡Qué sé yo! --exclamó el oportunista--. ¡Qué importa! Vamos, ¿qué
tal? ¿No es guapa?

--De primera. Eso no puedo negártelo.



VIII


Y entretanto, ¿qué hacía la tití? ¡Ay! es lo único que aliviaba mi
rabioso tormento: sufrir, sufrir probablemente cien veces más que
yo. Sorprendida por la repentina asiduidad del esposo, doblaba el
cuello; pero se desmejoraba, demacrábase su faz, y sus ojos relucían,
como ascuas atizadas por la fiebre, detrás de los negruzcos párpados.
Cualquier indiferente pensaría al mirarla: «Esta mujer está enferma.
Peligra si no se cuida.»

Ocurrióseme un día hacer lo nunca hecho: seguirla cuando iba por la
mañana a sus devociones. No sospechando que la atisbaba nadie, se
entregaría libremente a aquella pena, único alivio de las mías propias.
Puse por obra mi resolución. Dejando clases y dejándolo todo (¡qué me
importaban las clases! ¡qué me importaba cosa alguna!) me aposté en la
esquina aguardando que saliese Carmen. La vi aparecer, devocionario
en mano, rosario en muñeca, velo de blonda a la cara, no sé si por
modestia o porque el eterno instinto de coquetería de la mujer la
enseña a entrecubrir el rostro cuando en él asoman los estragos la
pena o de la edad. Iba con paso ligero, como persona deseosa de hacer
ejercicio y respirar aire sano. Por la calle de Jorge Juan bajó a la
plaza de Colón, y desde allí, con gran sorpresa mía, en vez de tomar
hacia el Prado para dirigirse a las Pascualas, subió por la ronda
de Recoletos. Diríase que, más que iglesia y oraciones, necesitaba
esparcimiento, soledad, un paseo agitado, la ilusión de cierta libertad
momentánea. Iba aprisa, tan aprisa, que el seguirla me costaba trabajo.
Corría lo mismo que si huyese de sí propia o de algún perseguidor. No
de mí: ni me había visto, ni me evitaría aunque me viese; al menos tal
era mi convicción íntima.

Al final de la ronda dudó un instante qué dirección tomaría; por fin,
describiendo con viveza un arco de círculo, se metió por la luenga
calle de Almagro.

--¡Cosa más rara! --discurría yo--. Lo que es por aquí, no hay ninguna
iglesia de las que ella suele frecuentar.

No la había tampoco en la calle del Cisne, por donde torció hacia
Chamberí. Era evidente que aquel correteo insensato ni tenía objeto,
ni finalidad, ni cosa que lo valga. Al fin llegó a las inmediaciones
de una iglesia; dudó breves instantes, y acabó por no pasar el umbral
del templo. Este suceso, insignificante en apariencia, me dio en qué
discurrir.

¿No iba a la iglesia? ¿Por qué? ¿Es que no se atrevía a consultar
con Dios sus pensamientos? ¿Es que Dios no tenía ya fuerzas para
consolarla? ¿Es que la desesperación avasallaba tanto su espíritu, que
no la permitía acudir adonde siempre encontraron alivio sus males?

Casualmente la misma tarde se vio mi tío obligado a ir al salón de
Conferencias para activar no sé qué intriga, y Carmen se quedó en
casa. Por no infundirla recelo, yo también salí, pero volví al cuarto
de hora. Llamé despacito, a fin de que ella no prestase atención al
campanilleo. Entré haciendo el menor ruido posible hacia su cuarto, y
la sorprendí como deseaba.

Sentada, o, por mejor decir, caída en el diván; con la labor abandonada
sobre el regazo; la cesta de los ovillos de lana a sus pies; las
manos cruzadas y casi crispadas en torno de las rodillas; los ojos
enturbiados por el dolor; la boca contraída en amargo pliegue; los
pies juntos, como si cansados de recorrer penosos caminos aspirasen a
inacción eterna... así la encontré. Había entrado sin que me viese, y
pude considerarla buen rato. Al fin, no sé si el magnetismo con que la
mirada llama por la mirada, u otra causa inexplicable, la avisó de mi
presencia: se estremeció, se puso en pie, y sin decir palabra me dejó
acercarme.

Cuando me vio a su lado, súbitamente, adoptando una resolución,
pronunció algo semejante a lo que leerán ustedes:

--Oye, Salustio: voy a pedirte un favor por Dios y por lo que más
quieras. Que no hagas estas tonterías de acecharme y de seguirme:
Tú llevarás la mejor intención del mundo; pero confiesa que es una
conducta rara... y, sobre todo, que me haces mucho daño, creyendo
hacerme bien; que me angustias. Te lo repito: me afliges, me mortificas
atrozmente. Si es eso lo que te propones...

--Carmen --le contesté con no menor vehemencia, y nombrándola, acaso
por primera vez, sin el diminutivo regional--: tú ves visiones,
y quieres hacérmelas ver a mí. Ni te molesta el interés que te
demuestro, ni ese es el camino. Al contrario, te agrada: es lo único
que te consuela. Y como te consuela y te agrada, pobre mártir, por
eso, cabalmente por eso, tienes escrúpulos de una compensación tan
insignificante, y has determinado privarte de ella. Lo sé, lo sé, lo
adivino...

--Pues adivinas tonterías, y no sabes lo que te dices --contestó ella
briosamente, muy nerviosa--. Ni hay tal alivio, ni tal compensación, ni
absolutamente nada de eso. El llamarme mártir es un romanticismo bobo.
Hazme el obsequio de decirme en qué soy mártir. ¡Mártir, mártir! ¡A
cualquier cosa llaman martirio! ¡Qué ridiculez!

Bajo el influjo de su exaltación, accionaba, sus mejillas se
arrebataban, llenábanse sus ojos de reprimidas lágrimas. No me arredré:
comprendí lo campal de la batalla, y que la misma cólera de mi tía daba
un mentís a sus afirmaciones. Conocí que estaba la señora de Unceta
en uno de esos momentos en que el sentimiento hierve y se desborda, y
en que se puede sacar partido de la fermentación del alma. Si yo me
hallase enteramente dueño de mí, tranquilo y frío, tenía asegurada la
mejor parte en la lucha; pero lo malo es que yo también empezaba a
descomponerme. Mi sangre bullía, mi lengua no acertaba a dar forma a
los pensamientos.

--Tití, cálmate --la dije--. Razonemos. No me niegues que tu vida es
un martirio... Mira que yo, con esta manía de acecharte, sé mejor que
tú misma lo que te pasa. Te he seguido día por día. ¡Como no pienso en
otra cosa!

--Muy mal hecho --declaró la tití llorando casi.

--Muy mal, convenido, como quieras... detestablemente... pero es
así. Desde el Tejo, desde tu conferencia con el fraile... ya ves que
te lo confieso sin ambajes ningunos... desde el Tejo no he perdido
ripio. He visto la paciencia valerosa de los primeros días... y la
procesión que andaba por adentro; que andaba, señora, no me lo oculte
usted. Después la alegría de la emancipación, cuando... cuando se...
aflojaron ciertos nudos. ¡Ay, tití! ¡Qué alegre y qué guapa te habías
puesto entonces! Y luego... _lo de ahora_... la calentura, la quina que
tragas, lo que te consumes allá en tu interior... No, déjame acabar,
que he de decírtelo. ¿Conque no es esto suplicio, y suplicio cruel?
¿O los martirios solo consisten en aquellas salvajadas que cuenta el
Año Cristiano, los potros y los ecúleos, y los garfios de hierro que
arrancan las costillas? ¡Carmen, Carmen! A otros engañarás, a mí no. No
solo eres mártir, sino que eres santa, y a los santos...

Completé la frase con la acción; me incliné, y cogiendo a bulto
por donde pude la bata de mi tía, la besé. Ella se echó atrás con
violencia, y gritó entre ahogado llanto:

--Como vuelvas a decir ni a hacer bobadas así... o me voy de casa,
o digo a mi marido que te ponga en la calle. Me estás molestando,
pero de verdad, con tus consuelos, y tus novelerías, y tus comedias.
Si me llamas santa otra vez, créelo, no te dirijo la palabra en mi
vida, suponiendo que te mofas de mí descaradamente. ¡Cuidado con mi
santidad! ¿Y quién te mete a ti a hablar de santos? Tú tienes unas
ideas religiosas... así... nada más que medianas; lo que es de santos,
confiesa que no entiendes ni pizca. Vaya, que si yo fuese santa...
¿para qué quería más? ¡Pues ya me había caído el premio gordo! ¡Santa!
Me daría por contenta con ser buena, sin añadiduras. Tú no has leído
vidas de santas ni de santos. Lo menos que hicieron fue dejarse
cortar la cabeza o asar en las parrillas (al decir esto, se rio
nerviosamente). ¿Crees tú que se contentaron con morir, y que por esa
hombrada sola se fueron al cielo derechitos? ¡Anda, anda! La vida de
los santos, antes del instante de prueba, había sido ya una serie de
méritos. No habían aborrecido a nadie; habían dominado constantemente
sus pasiones, y habían vivido como ángeles. Y yo...

--Y tú te juntas al que aborreces --interrumpí--, y tú te alejas del
que... te es simpático... y tú trituras tus pasiones como la santa más
pintada. No me vengas con santas a mí... Ninguna hizo más que tú.

--¡Avemaría, qué barbaridad! --exclamó sinceramente--. Si no estuviese
tan incomodada por tus desatinos, ahora me reía a carcajadas. Hay para
estarse riendo un año (y al decir esto se le soltó una lágrima gruesa,
rápida y de esa bonita forma de perla que tienen las de las imágenes).
Te digo que sí, que a carcajadas me reía, hombre. Las santas que siendo
reinas se fueron a los hospitales a cuidar enfermos asquerosos; las
santas que andaban llenas de cilicios que les hacían llagas y costras;
las santas que comían diariamente un mendrugo de pan o unas hierbas
cocidas y mezcladas con ceniza... ¡Hijo! No más simplezas; soy una
pecadora... y esta conversación es ociosa y tontísima. No viene al caso
que la llevemos adelante.

Sentí una revolución en mi ser. No me reprimo en aquel instante si
me ofrecen la gloria. Estábamos solos en la casa, porque los criados
hallábanse recluidos en la cocina, al extremo del largo pasillo.
Comprendí que rara vez vería a mi tití tan fuera de su reserva
acostumbrada; o, mejor dicho, no reflexioné sobre el caso, sino que me
dejé llevar del instinto, el más seguro consejero en guerra y en amor,
y ataqué a la pobrecilla con este inesperado ardid:

--Pues ya que te empeñas... pecadora serás. Si es pecado lo que se hace
contra toda voluntad, lo que nos impone una fuerza superior a nosotros
mismos... entonces, pecadora eres, a pesar de tus buenos propósitos.

Alzó la cabeza y me miró con inquietud y ansiedad.

--¿Que te repugna tu esposo? --osadamente--. ¿Que no le puedes sufrir?
Pues más mérito si le sufres. ¿Que mi compañía te presta... alguna
distracción... o algún consuelo? Pues más mérito... más mérito si
huyes de mí, y no me permites que me acerque, y ahora mismo te desvías
y te arrinconas en el diván para no tocarme ni al pelo de la ropa.
¡Santa, santiña! También para ti hay tentación y corona... No todos los
cilicios son de cerdas, ni es el pan duro y las hierbas sin sal la
comida que peor sabe... ¿Verdad, Carmiña? ¿Verdad? Di que sí.

Articulé estas últimas palabras en voz baja, y con ese tono pasional,
que ni se finge, ni se oye impunemente. Fascinada por el mismo terror
que la causaban sus impresiones, mi tití calló, volviendo el rostro.
Así permaneció un momento, que yo aproveché para asir otra vez su
vestido (no me atreví a las manos) y besarlo con tal unción, que ella
gritó como si la mordiese en su carne:

--¡Salustio! ¡Salustio!... De vergüenza estoy que no sé lo que me
pasa... O te vas, o salgo a la ventana y grito... Te digo que te
vayas... y también que no vuelvas a hablarme en tu vida de semejantes
cosas... Es ridículo y bochornoso... Pero tú ¿qué te has figurado?
Hasta me tiembla la voz... ¿No comprendes que es una cobardía muy
grande meterse con quien no tiene defensa?... ¡Cobarde! No me importa
que te parezca mal... Viéndote tan inconveniente me crezco... Ahora te
digo que vas a irte por la posta.

Yo me había corrido algo en aquella extraña conversación. No podía
retroceder; no había términos hábiles. Además, mi sangre, mi cabeza, mi
corazón, eran cráteres furiosos. No contesté, pero mi mismo silencio me
dio fuerzas para sujetarla por la ropa y cogerla con dulce violencia
las manecitas, contra las cuales apoyé mis mejillas ardorosas y mis
ojos, y restregué la frente sintiendo felicidad indecible, balbuciendo
sílabas que pretendían, sin conseguirlo, formar palabras. Levanté
después la cara y miré a Carmiña sonriendo, enajenado de ventura, sin
soltar sus delgadas muñecas. Era mi mirada más elocuente que cuantas
declaraciones pudiesen dirigirse a una mujer. Ella no necesitaba que yo
le dijese lo que sentía; mis ojos, mi actitud, mi turbada voz sobraban
para declararme. Hubo un momento en que por su rostro se esparció otra
sonrisa tan luminosa como la mía; pero duró muy poco, reemplazándola
una expresión de terror vivísima. Sin enfado, sin cólera, en tono
suplicante, exclamó:

--Déjame, por Dios. Tengo que arreglarme y bajar a casa de Barrientos.

--No es verdad. Acaban de salir a paseo. Las he visto. Ni te toco, ni
te sujeto --y al decir esto aflojé las manos--. Quiero convencerte de
lo fácil que es matarle a uno de alegría. ¡Ay! permíteme que respire,
porque soy capaz de ahogarme.

Me levanté y di tres o cuatro agitados paseos por el gabinete. Reía
y lloraba a un tiempo. El convencimiento de la realidad tanto tiempo
sospechada me aturdía, y, a poder, me hubiese alejado de allí como el
niño que roba dulces y tiene prisa de huir para comérselos a solas.
Carmiña, encogida en el ángulo del diván, escondía la cabeza entre las
manos. Lo que para mí era revelación de ventura, constituía para ella
el descubrimiento de un crimen. Ahora veía la mujer fuerte que yo no
era meramente el sobrinillo cariñoso y animado, la cara simpática de
la familia, sino el _hombre_ --aquel ser que la mujer apetece como la
materia apetece la forma--, el único _hombre_ del mundo, porque los
demás no tienen existencia real en la esfera del sentimiento... Ahora
comprendía que su alma, al huir de los brazos conyugales, donde solo
quedaba el cuerpo inerte, se iba en busca de otra alma, la mía, sin
saberlo y sin permiso de la honrada voluntad. Ahora averiguaba por
qué no tenía ánimos para entrar en la iglesia, por qué adelgazaba,
por qué sufría, por qué le hacía daño el sonido de las teclas al
recorrerlas sus dedos, por qué se sentía tan alterada y tan... así...
cuando la mujer buena ha de poseer un espíritu apacible, respirar
placidez y serenidad, y dejar las crispaciones y las borrascas para las
conciencias culpables y los corazones manchados e infieles...

En medio de mi alteración adiviné todo esto. El respeto, la lástima, el
cariño delirante me dictaron la línea de conducta más discreta. Y fue
acercarme a ella y decirla:

--Carmiña, ya me voy... Salgo de casa. No quiero que tengas por mí ni
un minuto de contrariedad. No te pregunto nada. Sé cuanto me importaba
saber. Ahora no te acecho más. Soy para ti como un hermano... ¿lo oyes?
Quita esas manos de la cara, y déjame que te vea... que ya me marcho.

Separó las manos y apareció con los ojos secos, asombrados, mortalmente
pálida. Pero al verme sonreír y dirigirme hacia la puerta, su mirada
fue calmándose y destellando luz.



IX


Hay coincidencias. Quien lo niegue desconoce el juego variadísimo y
complicado de la vida sentimental; quien lo niegue vegeta; no vive.

Al otro día de la fecha, memorable para mí, de la que en novelesco
estilo se llamaría _la escena del diván_, entró mi tío a la hora del
almuerzo, teniendo en las manos una carta: y al desplegarla, dijo con
tono del que da una rara noticia:

--¿No sabes quién está en Madrid?

Carmiña, levantando los ojos, que tenía clavados en el mantel, preguntó
con la indiferencia del que espera pocas contingencias felices:

--¿Quién?

--El Padre Moreno.

¡Que si la hizo eco la nueva! Una impresión fulminante. Saltó en la
silla y exclamó con voz entrecortada de júbilo:

--¿Que está... aquí? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no vino a vernos ya?

--Pues está hace dos días:... pero toma, entérate de la carta, y verás
en qué consiste que no haya venido.

Tití se apoderó del papel con esa rapidez de movimiento que delata
la emoción. Leyó para sí prontamente, interrumpiendo la lectura con
frecuentes exclamaciones.

--¡Ay, Jesús! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pues el Padre no me había
escrito ni esto! ¡Ave María Purísima! ¡Qué decidido! ¡Ay, pobre!...
Cojo el velo y allá me voy. ¿Vienes, Felipe?

--Ve tú ahora --dijo el marido demostrando que no le atraía la
excursión--. Yo iré por la tarde, o mañana. No estoy vestido, y tengo
que contestar una carta muy larga a Castro Mera.

--¿Pero qué le sucede al Padre? --interrogué con curiosidad--. ¿Puede
saberse? Sentiré que sea cosa mala.

--¡Vaya si es mala! --exclamó con su acostumbrada vehemencia mi tía--.
Y que se lo estaba profetizando siempre. Me le sacan de Marruecos, un
clima tan caliente, y le meten allá en Compostela a aguantar humedades
y fríos. Es natural; ha cogido una enfermedad y a Andalucía en busca
de mejor temperatura. Y apenas llega ya a Andalucía, ve que el mal es
más grave de lo que pensó, y tiene que venirse aquí a que le hagan una
operación, probablemente dolorosa. ¿Y sabes dónde se encuentra? En San
Carlos. Tiene allí un amigo, el médico Sánchez del Abrojo. Hay que ir a
verle sin tardanza. Su carta es alarmante; se conoce que el Padre está
aprensivo. Pues él poca aprensión acostumbraba gastar... Valiente como
él solo. Para que diga que va a morirse... Allá me voy sin más.

--Almuerza primero --advirtió su marido.

¡Valiente almuerzo! En el comedero de un pájaro cabría. Antes de los
postres se levantó, y a poco rato volvió a presentarse vestida de
mañana, con aquel sencillo trajecito negro y aquel velo de blonda que
yo conocía tan bien. Entró como indecisa, apoyándose en la sombrilla de
tafetán tornasol y sacudiendo los guantes, que no se había calzado aún.
Miró a su marido y le hizo seña, llevándosele a un rincón para decirle
algo muy reservado. Por discreción me aparté, pero no tanto que no
viese el gesto indefinible que acostumbraba hacer mi tío cuando se veía
obligado a gastos que no figuraban en su presupuesto. La tití no tardó,
sin embargo, en deslizar en su bolsillo un billete dado por el esposo.

Por la tarde aproveché las pocas horas que tenía libres, yéndome
también a San Carlos. Quiso la casualidad que al doctorcillo Saúco le
tocase aquel día hacer guardia pues era uno de los seis profesores que
turnan en la asistencia del hospital. Mi paisano manifestó gran alegría
al verme y se empeñó en hacerme cumplidamente los honores de la casa.

--Es preciso que veas las clínicas, y los baños, y el museo, y el
paraninfo, con el techo de Padró... Mira, tu fraile no está en ninguna
clínica, ya lo supondrás: le hemos dado el cuarto que se reserva para
los enfermos de campanillas. Es un fraile muy tratable; ya nos hemos
hecho tan amigos en las pocas horas que hace que le conozco. Sube... es
por aquí, al final de este pasillo, antes de la balconada... ¿Se puede
entrar?... Que sí... Pasa, hombre.

Pasé, en efecto, y el fraile, al ver entrar, una visita, se incorporó
trabajosamente en la butaca.

A un mismo tiempo veía yo dos figuras, y las dos eran del Padre Moreno;
pero ¡cuán diferentes! La primera, la que yo había conocido en el
Tejo pocos meses antes: aquel moro tostado por el sol del África, de
brillantes ojos, cetrina tez, vigorosas proporciones, negro pelo,
cuello robusto, voz timbrada y viril, fuertes músculos, viva complexión
y ánimo resuelto. Y la segunda, la actual, un hombre amarillo como los
cirios, consumido, de ojos pálidos, de mejillas hundidas, en que la
descuidada barba tendía una triste pincelada azul, negruzca a trechos;
de cabello que casi se había vuelto gris; de manos enflaquecidas, de
labios sumidos, de encorvado dorso.

Daba dolor ver así a Aben Jusuf. Creo que si le encuentro en la calle
no le conozco; tanto le había envejecido y desemblantado el mal. Él, en
cambio, me reconoció a pesar de mis barbas, y con voz que intentaba ser
como la de otros tiempos, me saludó:

--¡Hola!... Felices, don Salustio... ¿Conque también usted viene a ver
a este pobre fraile?

--¡Vaya! --me apresuré a decir medio abrazándole--, y con mucho gusto.
Ya sabe usted que se le quiere, Padre Moreno, y que tiene en mí un
amigo de verdad. He sentido bastante saber que está usted malo. ¿Cómo
se encuentra? ¿Qué es ello?

Con regazos de su antigua marcialidad, me contestó Aben Jusuf:

--¿Que qué tengo? Hijo, poca cosa... Una pierna que casi no sé si es de
mi cuerpo o del ajeno. ¡Una pierna que tal vez sea preciso... rsss o
ssrrr!

Hizo el ademán del que saja con un bisturí y del que sierra con un
serrucho. Protesté estremeciéndome.

--Vamos, Padre... Valdrá más el ruido que las nueces. En diciendo que
le reconocen y que le lavan la pupa con sublimada... ya está usted de
alta.

--Bien, bien; eso se verá... y eso es lo que menos importa. Dios sabe
lo que ha de hacer conmigo.

--¿No le decíamos todos --interrumpí regañando-- allá en la Ullosa, ¿se
acuerda?, que no le convenía el clima de Compostela? Aquella humedad,
aquel frío... ¡Para un sarraceno!

--Mire usted, caballero Salustio... lo que más conviene es hacer lo que
se debe. Créalo... ¿Me ve usted en este estado, con la pierna así y
con esta cara que parece que acaban de desenterrarme? Pues no me hallo
descontento, ni cosa que lo valga. En todas partes se pueden coger
enfermedades... En todas. Los males vienen pronto. Paciencia. Diga
--añadió haciendo un esfuerzo y señalando hacia la mesilla colocada a
su lado--, ¿quiere un buen habano? No tenga reparo en aceptar, que
casi puede decirse que fuma usted de lo suyo. El doctor Saúco ya tuvo
la amabilidad de aceptar uno, y lo alabó.

Volví la cabeza y vi el cajón abierto, con falta de dos puros no más,
con sus ataduritas de los colores nacionales, y comprendí para qué
objeto le había pedido cuartos Carmiña a su esposo.

--Padre Moreno --respondí-- ni fumo ni le puedo dar cigarros, porque
soy un estudiantillo que no se permite esos lujos; pero algo haré
por usted. Vendré aquí a menudo; y si necesita que le velen o que le
acompañen, a todo me ofrezco.

--Mil gracias. Aquí me atienden perfectamente. Ningún enfermo con
familia se puede alabar de mejor asistencia. Solo el doctor Saúco, que
me abandona... Me mata de sed.

--¿No quiere usted admitir favores míos? --exclamé un tanto molestado
por el tono en que se expresaba el fraile.

--Al contrario. Los quiero admitir, sí. Y tanto los quiero admitir...
que he de pedirle uno muy gordo.

--¿De qué se trata?

--Ya hablaremos, ya hablaremos --respondió él mordiendo la punta del
puro y disponiéndose a prenderle fuego.

Saúco, entendiendo a media palabra, se acercó al fraile, y señalando un
frasquito:

--Ahí queda la poción... No se olvide usted de tomarla a cada cuarto de
hora...

Nos dejó libres, y entonces el fraile se preparó a hablar, echando una
lenta y golosa chupada.

--Y ese favor que quiere pedirme... sepamos... ¿está en mi mano hacerlo?

--Claro que sí. De otro modo no se lo pediría.

--Sepamos con qué se come el favor.

--Pues allá va. Mi enfermedad no es en la lengua. Hablo más claro que
nunca. Lo diré en dos palabras. Con cualquier pretexto... queda a cargo
de usted el inventarlo, y sin dilación ninguna... yo le ruego... que
se marche de casa de su tío, a una posada.

Me quedé mudo, sin saber qué cara poner.

--Se lo suplico a usted, caballero --insistió el fraile--. Ya ve usted
cómo tienen sus achaques al Padre Moreno, para que llegue a suplicar
estas cosas. Que si estuviese en mi estado normal, pudiendo andar
con mis piernas y servirme de mis brazos... no le pediría a usted...
¡Caramelo! ¡Qué había de pedir!

Incorporose en la silla, olvidado de su padecimiento, transfigurado,
echando chispas. Desde que había empezado el corto diálogo, se animaba
gradualmente; sus pómulos de cera dejaban transparentar la infusión de
la sangre, y me pareció verle restaurado a su prístino ser, arrogante,
intrépido, como en sus tiempos mejores.

--Padre... --murmuré--. Poco a poco... Eso no es tan fácil como usted
cree; y me parece que, cuando menos, tengo el derecho de preguntar:
¿por qué se me pide que dé ese paso?

--Yo tengo el derecho de no contestarle --respondió el Padre--; pero no
quiero hacer uso de él, y respondo sin ambajes, categóricamente, con
arreglo a mi genio y a mi tipo. Deseo que salga usted de casa de D.
Felipe, porque no debió de entrar en ella nunca; porque si está aquí
el hijo de mi padre no se comete semejante pifia; porque a su tío le
cegó el buen deseo... o la idea ruin de ahorrar unos ochavos... cuando
discurrió la incongruencia de que usted viviese a mesa y mantel con un
matrimonio joven... o nuevo, o como se le antoje llamarle; y porque en
todo este arreglo de vida familiar, ha habido poca prudencia y tacto
y ninguna sal en la mollera, y es tiempo de poner coto a semejantes
chapucerías.

Dijo esto el Padre con tono cada vez más coercitivo; pero de repente
le vi palidecer, llevarse la mano al muslo y derrumbarse en el sillón,
exhalando un gemido sordo.

--¡Ay... ay... Moreno, Moreno! --pronunció hablando consigo mismo--:
Moreno, ¡qué echadito estás a perder! Hijo, eres una pura plasta...
Salustio, ¿quiere usted pasarme este vaso de agua o de porquería, que
está ahí? ¿La cucharita? Apuremos esta pócima.

Hice lo que me pedía; tomó el remedio, y recostó la cabeza sobre el
almohadillado del respaldo. Así que dio señales de reanimarse, anudé la
desatada conversación:

--Padre... usted comprende que yo no puedo salir ahora de casa de mis
tíos. Llamaría la atención. Los exámenes se acercan; estamos a las
puertas de junio...

El Padre me miró con leve expresión burlona.

--No entre usted a examen. Se lo aconseja Silvestre Moreno. Lo que es
este año... perdigón, como dicen ustedes.

No dejó de amoscarme aquella ironía y aquel afán de meterme en lo que,
a mi entender, ni le venía al fraile moro.

--Hablemos con calma, Padre --dije resueltamente--. Usted, con ese
ruego o, mejor dicho, esa orden de despejar el terreno que me está
dando, parece suponer cosas que... vamos... que pueden redundar en
ofensa de Carmen.

--De la señora de su tío de usted.

--Bien, de la señora de mi tío... Como usted guste. Hablemos sin
circunloquios ni reservas mentales. A mí no me duelen prendas. Hace un
año próximamente que nos hemos conocido... ¿verdad? y aquel mismo día
conocí yo también a la señorita de Aldao. A un tiempo supimos usted y
yo que ella se casaba sin amor y hasta con repugnancia verdadera; y
al saberlo... usted, Padre, aprobó... y yo desaprobé y protesté, y lo
dije. ¿Se acuerda de nuestra conversación, la tarde de la boda en el
soto del Tejo, cuando usted rezaba sus horas tan pacífico y yo casi
lloraba? ¿Sí o no? ¿Se acuerda?

--Sí, señor... me acuerdo... --contestó el fraile--. ¿Y a qué viene
recordármelo?

--¿A qué? Yo aseguraba que aún había medio de deshacer la boda;
profetizaba que era un desatino, pero gordo... y usted me mandó a
paseo... y me dijo que tenía una jumera. ¿Es verdad, o es mentira?

--Como el Evangelio. Y la tenía usted; solo que por lo patético y lo
fino.

--Bueno: el asunto es que usted no hizo maldito caso de mis
presentimientos. Ha pasado un año, y en él ha perdido usted de vista a
Carmiña. Vuelve a encontrarla... y como se lo pronostiqué: desgraciada,
triste, enferma de repulsión... ¡y ahora el Padre no querrá confesar
que me sobraba razón por cima de los pelos!

--Lo que oigo --gritó el fraile ya montado en cólera-- me da ganas
de enviar al rábano la pata mala, y levantarme y hacer con usted una
atrocidad. Todo es puro desatino y absurdos sin ningún fundamento:
perdone usted si me expreso tan rotundamente... ¿Carmen desgraciada?
¿Y por qué? Va usted a descifrarme el enigma. ¿En qué la falta su
esposo? ¿Qué motivos razonables de disgusto la da? ¿No la quiere,
no la acompaña? ¿No la trata bien, según su carácter, que cada cual
tenemos el nuestro? ¿Qué plato le ha tirado a la cabeza? ¡Me indignan
--y repito que pido a usted excusas si la forma es ruda y poco
parlamentaria--las alharacas con que usted me viene!

--Y a mí me indigna su modo de sentir y de pensar de usted, Padre
--repliqué no menos airado que el moro--. ¿De modo que en no tirando
platos ni solfeando con una tranca, ni trayéndose a casa una pindonga,
ya no tiene derecho a quejarse una mujer como Carmen Aldao? ¿Lo cree
usted de buena fe? ¿Se atrevería a jurar que no es indispensable en
el matrimonio la paridad y la simpatía de las almas, el cariño mutuo,
todo lo que allí falta y faltará siempre? ¿Piensa usted que una mujer
elevada, sincera, efusiva, amante, puede resignarse a vivir con un
hombre sórdido, bajo, inmoral e intrigante, esclavo de la materia?
¿Es así? Según el criterio de usted, en extendiendo los dedos y
refunfuñando cuatro palabras en latín, las incompatibilidades más
profundas desaparecen, y los espíritus se asimilan y se funden por
ensalmo. Una bendición... y acabose todo. ¿Ya no hay más?

--Y para usted --replicó el Padre, dominándose y articulando con voz
sonora y profunda-- el matrimonio es asunto de mero deleite; en no
gustándole el cónyuge a la cónyuge, y viceversa... lazo roto. Dios ha
de crear para nuestro uso propio y exclusivo un ser exento de faltas,
enteramente conforme al patrón que se traza nuestra fantasía; y si
resulta que no es aquello, ¡zas! allá van el sacramento y los deberes
al traste. El sensualismo...

Esta palabra cruda y teológica me hirió en el alma, y salté protestando.

--Padre, ustedes los sacerdotes que ejercen en el confesonario, y se
han abstenido del trato con mujeres, no distinguen de colores, no ven
más que un aspecto de las cosas, y a veces calumnian los sentimientos
más nobles y más limpios. Calumnia involuntaria, pero calumnia al
fin, y calumnia que irrita a los que nos sentimos inocentes. Usted,
al parecer, me atribuye la suposición de que mi tía no es feliz con
su marido porque este no la agrada así... materialmente, en sus
condiciones físicas. Lo cual es una enormidad, y ¡no se lo perdono a
usted!

--¡Naranjas y piñones! --exclamó el fraile ya fuera de sí--. ¿Conque no
hay sensualidad del espíritu ni extravíos de la imaginación? Y, además,
a mí no me venga usted con flores retóricas. Yo no comulgo con ruedas
de molino. Detrás de esos descontentos que usted supone, habría --si
no fuesen inventados por usted-- lo que hay en el fondo de todas las
cosas de la misma índole: el fuego de la concupiscencia y el aguijón
del diablo. Por fortuna nada de eso existe más que en la fantasía
de usted. Carmen es feliz con su esposo, todo lo feliz que se puede
ser por acá, en este valle de... rabietas: su conciencia y su honor
están intactos, y si yo quiero que usted se salga de la casa, no es
porque vea en su presencia peligro, sino porque puede verlo el mundo,
y la fama con un soplo se enturbia. Usted, que me recordaba hace poco
nuestra conversación en el soto del Tejo, ¿se acuerda también de lo
que tratamos en la Ullosa? Me parece que le dije que no le tendría por
hombre honrado si se acercaba de una manera sospechosa a la mujer de su
tío.

¿Por qué me escocieron tanto estas palabras del fraile? ¿Es que veía
surgir formidable obstáculo, no al logro de mis deseos, pues no los
fijaba en cosa concreta, sino a mi reciente y deliciosa plenitud de
felicidad ideal? No lo sé. Solo afirmo que sus palabras me encresparon,
y que en un arranque de independencia y rebeldía, determinado a echarlo
todo a rodar, exclamé:

--Pues, Padre, tengo el sentimiento de decirle lo que no le he dicho
hasta la fecha. Que es usted para mí una persona respetabilísima,
apreciable como pocas, simpática, digna; que estoy convencido de ello y
que lo repetiré en todas partes; pero de ahí a que le tome por doctor
infalible en cuestiones de moral, va tanto como de aquí a Montevideo.
Yo puedo ser honrado a carta cabal, aunque no se lo parezca, y si,
porque me interesa una mujer que es infeliz --infeliz, infeliz, aunque
usted lo niegue--, pierdo para usted el prestigio de hombre honrado,
juro que me importa un bledo. Vamos a llevar la cuestión al terreno más
arduo para que vea que soy franco y que no me duelen prendas más que a
usted. Suponga que, efectivamente, estoy enamorado de mi tía Carmen.
Pues esto será una desgracia para mí, y acaso un peligro para ella (ya
ve que concedo bastante); pero lo que es a mi honradez... ni le quita
ni le pone.

Hice de propósito, una pausa, a fin de que la frase siguiente cayese
como una piedra sobre el cráneo de Aben Jusuf.

--¡Ni a la de ella tampoco!

¿Quién pintará la metamorfosis que al oír esta última herejía se
obró en el semblante del fraile sarraceno? Sus ojos vibraron llamas
y fuego, rodando en las órbitas, con todo el brío de sus tiempos
mejores; las facciones, ya tan acentuadas de suyo se movieron como si
las levantase un cataclismo interior, dibujándose en ellas arrugas
profundas y fuertes, rígidas, casi metálicas; en el primer momento, no
pudiendo hablar, aspiró desesperadamente el aire, según debe de hacer
el que se asfixia. Pero aquella violenta impresión no se derramó en
palabras, porque el hombre segundo, el que la religión de Cristo había
injertado en el bravío tronco de aquella alma de africano, se sobrepuso
y venció; y recobrando, mediante un esfuerzo inaudito, la serenidad...
respondiome en voz algo bronca:

--Pues... señor mío... si está usted tan conforme consigo mismo y no ve
en su comportamiento nada digno de censura, no tenemos más que hablar.
Usted cree que introducirse en las casas, bajo la protección y el
amparo de los parientes próximos, a fin de atentar en una forma o en
otra a su honor y combinar _pian pianino_ el adulterio y el incesto,
no son acciones reprobables ni hay en ellas nada que desdiga de los
principios de un caballero cumplido. Yo pienso de diferente manera;
pero como usted, por otra parte no tiene principios religiosos, mi voz
carece de autoridad sobre usted, y cuanto le diga le suena a mojiganga.
Cese, pues, toda conversación ociosa, y desde hoy cese usted también
de ver y de tratar al Padre Moreno. Porque yo, en cumplimiento de mi
obligación, no podría menos de dirigir a usted alguna advertencia que
de fijo se le haría impertinente... y no tenemos tampoco la flema en
el bolsillo. Deje a este pobre enfermo, y siga su rumbo. Pero tenga
entendido lo que voy a añadir: aquí no habrá lucha; porque Carmen,
aunque no es santa ni virgen, como usted dice sacrílegamente, es mujer
de bien y sabe a lo que está obligada; y si lucha hubiese... entre
usted, joven y lleno de recursos y de atractivos, y Silvestre Moreno,
envejecido ya, y probablemente enfermo de lo que ha de llevarle al
hoyo... Moreno sería el vencedor. No le digo más.

Yo escuchaba paseando por la habitación de arriba abajo y con las
manos metidas en los bolsillos, sintiendo en mi interior, en el
estómago y en las entrañas, esa trepidación ardiente que notamos en
circunstancias críticas. Mi batalla era secreta, y no por eso menos
empeñada y furiosa. Luchaba con mi orgullo, con mi pasión, con mi carne
toda, para no volverme y decir al fraile... lo que le dije por fin, en
irresistible impulso de mi conciencia y de mi alma.

--Padre... respecto a luchas y victorias, hablaremos; pero tocante
a lo otro... para que vea usted... ¡tiene usted razón! Razón que le
sobra. No es delicado vivir en esa casa... lo comprendo, lo reconozco:
mi misma posición es humillante, particularmente desde hace algún
tiempo... y saldré de ella, palabra de honor, pronto, pronto... lo más
pronto posible. No dude que saldré... y adiós, Padre.

Mostré querer marcharme sin tenderle las manos, y él me llamó con
cordialidad súbita.

--Venga acá, venga acá... Usted en religión pensará como quiera, pero
conserva un fondo de sentimientos delicados que me agrada. Y vamos a
ver, ¿qué mal le ha hecho a usted Carmen para que dude de que yo sería
el vencedor en la lucha, si tal lucha existiese?

--Padre, de eso no quería tratar; conste que es usted quien me pincha.
Supongamos que hay lucha... si no... ¿a qué viene esta discusión?
Hay lucha... pues usted vencerá... ¡estoy cierto de que sí! en lo
exterior, en el terreno positivo... ¿me explico? ¿me entiende?

--¡Demasiado! --contestó gravemente el fraile.

--Y lo mejor de todo... es que yo, en ese particular, no deseo --tan
cierto como que quiero a mi madre-- que salga usted derrotado.

--Adelante --articuló Aben Jusuf ceñudo y pensativo.

--Mi victoria es de otro género... _¡Mi reino no es de este mundo!_
--pronuncié con ligera ironía, que el Padre debió de encontrar
pesada--. Hay una esfera en la cual siempre saldré triunfante... y
esa me basta... ¡Y usted ahí sí que no llega! Ese es el imperio de la
libertad. ¡En el quinto piso del alma, Padrecito... ni usted... ni
nadie!...

El moro callaba. Alzó sus ojos al techo de la enfermería, y las
movibles facciones de su rostro adquirieron una expresión, casi
desconocida para mí, de exaltado misticismo. Sonrió luminosamente, y me
dijo con mezcla de unción y desdén:

--En todos los pisos entra Jesucristo cuando se le antoja.

Al salir pregunté al doctorcillo Saúco qué padecía el fraile. Mi
paisano movió la cabeza.

--¿Qué ha de tener? Era un hombre como una loma... Tenía cuerda para
cien años; pero hizo una vida impropia de naturalezas tan robustas.
Máquinas de esa potencia, están mejor andando que paradas. Él, si no se
ha parado del todo, ha clavado, cuando menos, ruedas muy importantes...
y ahí tienes las resultas. Lo que padece es serio. Regularmente se
impondrá la operación.



X


Mi posición en casa de mis tíos fue desde aquel día extremadamente
embarazosa. No veía el modo de salir de allí, y lo deseaba muy de
veras, porque además de la actitud de mi tío, se me había grabado en
lo más vivo la afirmación del moro: que era depresivo sostenerse a
expensas del marido de Carmen. Se me hacía totalmente insufrible la
estéril y dolorosa convivencia, que me obligaba a adivinar y casi a
presenciar las intimidades conyugales y atentaba al carácter romántico
de mi amor.

¿De qué me servía vivir bajo el mismo techo? Desde la entrevista con el
fraile se había producido un cambio en la tití. Me dirigía las palabras
indispensables, y se desviaba de mí como si yo estuviese apestado. No
me desesperaba del todo, porque comprendía la causa, y adivinaba la
batalla secreta de aquel espíritu superior; no obstante mi situación
implicaba tal tirantez, tantos rozamientos penosos, tamaña dosis de
pachorra en momentos dados, que no había resistencia que alcanzase, ni
yo podía responder de que a lo mejor no saltase el resorte.

Por ahora, la victoria del fraile era puramente material. De la moral
podía gloriarme yo. ¡Y dijese lo que dijese el moro... cuán débiles
mis armas y pertrechos! El Padre, apoyándose en creencias y principios
arraigados en el alma de aquella mujer; teniendo por cómplices a la ley
y a la sociedad; con el cielo en una mano y el infierno en la otra,
para premiar la virtud o castigar el delito... y yo, sin más que el
sentimiento; yo, que representaba para Carmen la infracción del deber,
la mancha del honor, el atropello de las convicciones, la vergüenza, el
crimen y la pérdida del alma. No militaba en mi favor sino la fuerza
que en los minerales se conoce por afinidad, y por amor en los seres
orgánico-racionales: fuerza que en todos existe latente y solo aguarda
favorable ocasión para revelar su poder. Y así, inerme, o, mejor dicho,
armado únicamente con las armas naturales, sabía que en mí recaería
el triunfo; que todos los dictados de la razón, todos los preceptos y
mandamientos de la religión, todos los sermones del Padre, no bastarían
para que aquella mujer no _aborreciese_ a su marido y me _quisiese_ a
mí muy de adentro... ¡Este era el lauro!

Lauro noblemente ganado si yo salía, cuanto antes, de casa de mi tío.

Irme pronto... ¿De qué manera? Ese problemita sí que no se resuelve
fácilmente en mis circunstancias. Había que decirle a D. Felipe: «Me
voy.» A mi madre: «Dispóngase a pagar un dineral de posada, o lo que
para sus medios equivale a un dineral.» Y al mundo, al microscosmos de
nuestro círculo: «Salgo de aquí. Piensen lo que gusten, yo salgo. Bien
comprenderán que hay gato encerrado cuando me voy quince o veinte días
antes de los exámenes.»

Determinado a romper por todo antes que dejarme estar, fui, no
obstante, dando largas. No me atrevía a volver a San Carlos mientras
no pusiese por obra mi resolución. Mi tía, en cambio, visitaba al
Padre diariamente, y por ella y por el doctorcillo Saúco sabía yo
noticias del estado del enfermo, que, a decir verdad, era lastimoso.
Habían hecho con el pobre Aben Jusuf verdaderas diabluras: suponiendo
que tenía la enfermedad en el hueso de la pierna, le cloroformizaron
dos veces para abrirle calicatas en la tibia por medio de barrenos y
berbiquíes.

--Nada --exclamaba el doctorcillo--, que con toda su ciencia (digámoslo
muy bajo), Sánchez del Abrojo y el marqués de la Salud le yerran la
cura. Han trabajado en él como los carpinteros en la madera. Te digo
que me le han destrozado al infeliz; él creyó dos o tres veces que
era la de vámonos, y pidió los sacramentos y se dispuso en regla... Es
mozo terne y bragado. No tenía miedo ninguno, por más que confesaba
que no le hacía pizca de chiste el morir. ¡Qué lástima de hombre! Pues
que aquí te corto, y allí te sajo, y acullá te pincho...; y luego
salimos con que no había tal caries del hueso, sino una inflamación del
periostio...

--A mí háblame en castellano claro. Nada de palabrotas.

--Chico, periostio es la membrana que rodea...

--Bueno: ¿qué se deduce de esa membrana? ¿Que el fraile escapa o se las
lía?

--No sabemos. Muy comprometido se encuentra, y mucho tiempo andará
con muletas, si llega a contarlo. Siempre le quedará un portillo.
Lo que te juro es que yo no he visto hombre de más amistades ni que
inspire mayores simpatías. Todos le queremos bien, lo mismo internos
que profesores; lo mismo las hermanas que los mozos del anfiteatro.
Nos tiene seducidos por lo campechano y lo animoso. Diariamente vienen
a visitarle muchas señoras. Nos da lástima. Es un tío que ha cumplido
bien con las obligaciones de su profesión, haciendo una vida y llevando
un régimen muy contrarios a su temperamento... Lo que sucede es lógico;
no debe quejarse; así es que no se queja; dice y repite que está
conforme con cuanto disponga Dios. Lo repito; mimado de señoras, como
nadie. Una de las más asiduas es tu tía.

Ocurrióseme, al decir esto el doctorcillo, que para hablar un momento a
solas con la Carmen, lo mejor era esperarla a la entrada o a la salida
del hospital. Así lo hice. Al verla bajarse del tranvía de Atocha,
acerqueme a ella con rapidez. Sorprendiose, y al través del velo de
blonda pude notar el vivo rubor que se extendió por su rostro.

--Hola... ¿Tú por aquí, Salustio? --preguntó disimulando--. ¿Vienes a
ver al Padre? Sube, que entraremos juntos.

--No vengo a ver al Padre, sino a ti --contesté resueltamente--. Como
en casa te me escurres de entre los dedos, tengo que arreglármelas para
encontrarte en otros sitios. ¿Quieres hacerme el favor de apartarte de
la puerta y oírme? Cuestión de un minuto.

Dudó, y por fin se avino a aproximarse a la esquina de la calle del
Fúcar.

--Quiero decirte --pronuncié tratando de hablar con aplomo y no
sabiendo reprimir la agitación-- que me voy de tu casa. Me voy sin
aguardar a que pasen los exámenes. Pretexto, yo lo buscaré; pierde
cuidado. Pero no quiero estar más allí.

--Tú... Pues haces bien... Ya me lo esperaba.

--¿Hago bien, verdad?

--Sí... Yo creo que sí.

--Eso quería saber... Nada más. Ahora... vuélvete a San Carlos. Si pasa
alguno y nos ve aquí... Vuélvete. No: antes escucha otra palabrita. Me
voy de tu casa, pero no me aparto de ti. Contigo estoy siempre, a todas
horas. ¿Me has entendido?

Por detrás del enrejado de blonda la vi parpadear, demudarse, querer
contestar algo y no poder... Me parecía que el golpear de su corazón
hería a intervalos la estirada seda de su corpiño, y que en sus labios
palpitaba una frase pretendiendo salir... Mas, en vez de hablar,
alargome la mano, que cogí y deshice entre las mías. ¡Ay, Dios!
no sabía soltarla... La evidencia de ser querido era para mí tan
contundente y tan deliciosa, que me sentía del todo enajenado, en esa
situación psíquica en que somos capaces de un desatino, y conociendo
bien que es desatino, conocemos igualmente que no podríamos dejar de
cometerlo. Estábamos los dos así, aturdidos, ella sin desprender su
mano, yo sin aflojarla... Pasó un chiquillo silbando y arrastrando un
carrito de madera; el estrépito del tranvía hizo retemblar el suelo...
y nos encontramos desasidos, ella caminando hacia el hospital, yo
inmóvil en la misma esquina.

Aquel día, al regresar a casa, planteé la cuestión de cambio de
alojamiento. El pretexto se me había ocurrido al quedarme plantado en
la bocacalle como un guarda cantón. Aseguré a mi tío que para salir
airoso de los exámenes, necesitaba repasar con mis condiscípulos. Él me
miró, calando con sus duras pupilas hasta el hondo de mi pensamiento.

--Tu verás lo que haces --respondiome--. No te digo ni sí ni no. Las
fondas cuestan. No sé cómo lo tomará tu madre.

Y al mismo tiempo su expresión, más repulsiva cada vez, parecía añadir:
«Vete enhorabuena. Tu presencia es enfadosa. Hice mal en traerte
conmigo. Cuanto menos bultos, más claridad.»

Fuera de allí, pues, escribí a mi madre que me convenía repasar...
etcétera... y me instalé en casa de doña Jesusa. La compañía de Portal
me hizo bien, y por vez primera, después de bastantes meses, pensé en
una cosa muy sencilla, muy insignificante, muy tonta... ¡En que sería
conveniente aprobar el curso!

¡Realidad brutal y opresora! Cuando más queremos construir libremente
el edificio de la vida soñada, acudes y nos pegas un empellón,
recordándonos que hay en nuestro existir parte de mecanismo, de
engranaje fatal, del que solo nos evadimos por medio de la poesía, la
locura, el amor o la muerte. ¡Insufrible serie de ruedecitas dentadas,
que van mordiéndose y comunicándose el movimiento esclavizador de
nuestra fantasía y de nuestra sangre impetuosa, las cuales reclaman
imprevistos, aventura, romance, drama!

Todo lo anterior significa que yo no estaba demasiado dispuesto a
sufrir el examen. ¡Ay de mí! La atmósfera, cálida ya, de aquellos días
de junio olía terriblemente a calabazas. Estábamos los de la Escuela
que no nos llegaba la camisa al cuerpo; y sobre todo los que, como yo,
se habían permitido divagaciones y extraordinarios, lujo vedado al
alumno de ingenieros. Recordaba con horripilación que tenía en mi hoja
faltas de asistencia no justificadas, con otras de puntualidad, que si
no llegaban al corto número reglamentario, suficiente para fundar la
pérdida del curso, eran bastantes para calificarme de alumno descuidado
y despertar en el tribunal una prevención que había de traducirse por
mayor rigor en las preguntas. Así como el acróbata que ha descansado
mucho tiempo conoce la falta de flexibilidad en sus articulaciones
y teme desgraciarse en la primer plancha, yo, oxidado por mi larga
residencia en el país imaginario, me estremecía pensando en el instante
crítico del llamamiento.

Con ardor de última hora me enfrasqué en los libros. Ciertas
asignaturas no me entraban, no tanto por su dificultad, sino porque
antes de meterles el diente había que sacudir la capa del polvo
gris del aburrimiento y del fastidio. No se necesita gran esfuerzo
intelectual para comprender pasajes como el siguiente, del _Tratado
de las construcciones en el mar_: «Poëy llama la atención sobre una
nube de forma especial (_globo cirro_ y _globo cúmulo_), figurando
bolsas o vejigas, indicio seguro de tempestad inminente, que los
meteorologistas ingleses denominan _Pocky cloud_ o _nube pustulada_...»
Tampoco se requiere ser ningún Newton para hacerse cargo de que «los
_fracto cúmulos_ son las nubes más bajas, según Poëy, irregulares
y desgarradas en sus bordes, que, moviéndose con gran velocidad,
atraviesan rápidamente la región cenital; en lo cual difieren de los
_cúmulos_, que parecen estar inmóviles en el horizonte, por más que,
según algunos, esta inmovilidad sea solo aparente». ¡Pero apréndase
usted el relato de memoria sin omitir sílaba y poniendo mucho cuidado
en no trabucar los _fracto cúmulos_ y los _cúmulos_! ¡Atráquese usted
en dos o tres semanas de _puertos y señales marítimas_, de _caminos
de hierro_, de _economía política_, de _derecho administrativo_, de
_legislación de obras públicas_, cuando en el espíritu no hay sino
conflagración y tormenta, y en la cabeza las vegetaciones azules y
doradas del jardín de la fantasía!

¿Recuerdan ustedes aquella especie de símbolo con que yo solía expresar
mi estado moral y psicológico, suponiendo que mi cerebro era un campo
de batalla donde lidiaban incesantemente las rectas y las curvas,
encarnando las rectas la vida real, el buen sentido y los severos
estudios, y las curvas la imaginación y la pasión? Pues en el último
período de mis trabajos, cuando convenía apretar las clavijas y echarme
en brazos de las rectas, las curvas habían vencido, y un imposible, una
novela, un extravío, un fantasma me sacaban de quicio, entregándome al
desorden y a la irregularidad, y retrasando una vez más el término de
mi carrera --la emancipación.

Quise recobrar en breve plazo el tiempo malamente perdido. El salir mis
tíos a su excursión veraniega me devolvió un poco de serenidad para
consagrarme a los libros. En ellos me sepulté, pasándome las noches
en claro a fuerza de tazas de ese brebaje que conocemos por _café de
exámenes_, y que hacemos echando un puñado de café a hervir en un
puchero hasta que suelta todo el jugo, y bebiéndonos después a pasto
la amarga infusión. Fue aquello una desesperada gimnasia mental, una
carrera loca para recuperar lo que no se asimila en días, ni en meses.
A veces sentía vértigos; parecíame que mi masa encefálica se volvía
caldo y mi sangre se carbonizaba, por falta de sueño, de paseo y de
reposo. Me acostaba cuando ya cantaban los pajaritos; dormía cuatro
horas escasas; y el cuerpo no me pedía alimento; en ciertos momentos
del día tuve hasta fiebre.

Como suele suceder en casos tales, hociqué precisamente en lo más
fácil: en el condenado _derecho administrativo_. Respondí con
lucimiento a dos preguntas, y al formularme la tercera, que carecía
completamente de importancia, advertí como un agujero en mi cabeza, un
espacio vacío donde no se dibujaba ni la nebulosa de una idea referente
a aquella parte del interrogatorio. Lo dije con absoluta sinceridad:

--No me acuerdo.

Y al regresar a casa, con el _suspenso_ sobre el espíritu, ¡empieza a
delinearse sobre el fondo de la memoria la necesaria respuesta...! Como
placa fonográfica que en momentos dados repite los sonidos un tiempo
depositados en ella, mi memoria devolvía automáticamente --cuando no se
necesitaba ya-- la definición y las palabras mismas del libro... De tal
modo me irritó aquella inútil y tardía facultad, que me di un puñetazo
en la frente. Si pudiese emprenderla a cachetes con la memoria... la
emprendo, de fijo.



XI


¡Qué a pechos lo tomó mi madre! El tropiezo momentos antes de llegar a
la meta la desatinó. Sus cartas tenían que leer. Díjome claramente que
me creía entregado a vicios o dominado por alguna bribonaza, la cual
bribonaza me apartaba del estudio.

--Tu madre es muy lógica y razonable en eso --afirmaba Portal--. ¡Cómo
ha de concebir que por patoso y desaborío hayas perdido el año! La
verdad es que nadie se lo figura. Si Belén fuese la culpable... hombre,
entonces...

El resultado de las sospechas de mi madre fue llamarme a Galicia.
Quería verme por sus ojos, regañarme con su propia boca, enterarse
de cómo me había dejado la enfermedad, averiguar a ciencia cierta el
nombre y las truhanerías de la supuesta pirindonga, embaucadora y
sonsacadora de inocentes alumnos... Mamá, desde la Ullosa, pretendía
saber al dedillo todos los riesgos, emboscadas y escollos en que puede
estrellarse un joven de mi edad, perdido en la vorágine cortesana.
Desde este punto de vista, sus cartas eran a veces un tesoro de
advertencias cómicas.

Su primer pregunta, al llegar yo a la Ullosa, fue algo parecido a esto:
«¿En qué mano caíste? Vamos, sé franco con tu madre. No me ocultes
nada. ¿Estás malo? Yo haré que te vea el médico de Cebre, que es una
gran cosa. ¿Y tus tíos? ¿Por fin te dieron la patada, verdad? ¿Te
fuiste de allí porque no podías resistirlos? ¿Tu tía es una empalagosa?
Ya me lo sospechaba yo.» Todo se lo sospechaba la buena de mamá,
menos lo único cierto...; y de fijo que si alguien se lo indica, ella
responde con indignación: «Mi hijo no es capaz de andar en líos con
señoras casadas. Tiene más decencia y mejores principios que todo eso.
¿Lo oye usted?»

Desde que descansé en la Ullosa, mi mayor deseo --¿quién no lo
adivina?-- fue ver a la tití. ¿Dónde se encontraba? De fijo en el
Tejo o en Pontevedra... No necesité mucho tiempo para averiguarlo: mi
madre, con su pandilla de espías y noticieros, se mostraba siempre muy
enterada de la vida exterior de aquel matrimonio. Justamente revelaba
entonces mamá gran alegría y satisfacción por una particularidad que la
lisonjeaba mucho: Carmen Aldao no estaba encinta...

--Puede que no tengan hijos --me decía sin disimular el júbilo.

Y yo, con tono y acento muy distintos, impulsado por otras esperanzas,
bien diferentes de las de mi madre, contestaba sordamente:

--¡Puede que no los tengan!

Pocos días después, mi madre se manifestó alborotada y preocupada por
noticias frescas, también referentes al matrimonio. Con aire misterioso
vino cierta mañana a despertarme, trayendo en la mano una carta de
Pontevedra.

--¿No sabes lo que escribe Josefina Montero? --preguntó en tono
enfático, que no se explicaba por la importancia de la nueva--. Tus
tíos se han ido a los baños de la Toja.

--¿Está enferma Carmen? --pregunté con ansiedad.

--No, es él... Tiene un golpe de erisipela feroz.

Todavía añadió mamá otro parrafito chismográfico.

--En Pontevedra no hay más conversación sino de Candidiña, la mujer del
señor de Aldao, y lo que va a suceder entre ella y su hijastra. ¿No
sabes? El viejo, después que se casó de tapadillo y negó la boda a puño
cerrado los primeros meses, de repente se desvergonzó y... me sale de
bracete con la chiquilla. Es una irrisión verlos por las calles, ella
tan maja y tan sobresaliente y él arrastrando los pies. El bajón que ha
dado en poco tiempo D. Román no te lo quiero decir. Un espectro. Ella
parece que le hizo tragar que ya tuvo un mal parto; y el viejo está que
se le cae la baba pura. Te digo que ahí se prepara un sainete. Algunos
cuentan si Castro Mera los visita o no los visita... Habladurías; pero
bien empleadas le están al vejete. Últimamente ella encargó a París un
sombrero. ¿Qué tal? ¡Candidiña con sombrero de París!

Manifesté mi indignación contra semejante abuso, y pocos días más
adelante supe, por la acostumbrada estafeta que comunicaba los
acontecimientos a mamá, cómo muy en breve regresarían a Pontevedra mi
tío y su mujer.

--Dicen que Felipe viene bastante mejorado. Lo dudo.

Y preguntando yo por qué dudaba de la mejoría, respondiome moviendo la
cabeza:

--Al tiempo, en fin, ahora vienen a Pontevedra porque quieren armar
unas fiestas muy lucidas, más lucidas que las del año anterior; tu
tío y Castro Mera son los que revuelven el cotarro... Dicen que no
se habrán visto otras iguales. Intrigas de ellos; yo te enteraré,
para que no te chupes el dedo como los bobos. Dochán... ¿no conoces
tú a Dochán? pues es un tuno muy largo, aún más largo que tu tío, al
menos para estas intriguillas de por aquí; en Madrid no sé; hablo de
esta tierra. Así que Dochán vio que tu tío se casaba, tomaba el tole
y dejaba el campo libre, discurrió que él podía hacerse dueño de la
provincia agarrándose a los faldones de Sotopeña. Procuró metimiento
con Lupercio Pimentel, le llevó la corriente, supo adularle en dos o
tres cuestiones... En fin, él se las arregló de manera que Sotopeña
diese de codo a tu tío y empezase a servirse para todo de Dochán. Por
poco le revientan lo de la casa de Correos; solo que Castro Mera paró
el golpe. Pero minaron el terreno en cuanto se refiere a la Diputación:
echaron abajo al Presidente, que era suyo, y plantaron a otro: dos
cuartos de lo mismo en las Comisiones; en fin, no hay hechura de tu tío
que no dance. Ahora, solo para darle un bofetón --como que desde que
se casó don Román, tu tío anda en pugna con el cuñado-- le regalaron a
este la plaza que pretendía en el hospital. Felipe está que brama; y
no sabiendo qué hacer para desprestigiar al _Santo_, dicen que mandó
poner en _El Teucrense_ unos artículos terribles descubriendo mil
picardías... Además, Castro Mera, que es listo como una pólvora, tanto
revolvió y tanto hizo, que consiguió que no le brindasen a Lupercio
Pimentel la presidencia del Certamen literario... ¿se dice así? eso, el
Certamen. A pretexto de que nos hacía falta un literato muy famoso, les
metió en la cabeza convidar a uno que se llama... ¿me acordaré? Sí...
don Apolo Añejo...

Echeme a reír: conocía al personaje por las pullas de la crítica
festiva, por la continua zumba de los estudiantes, que habían
personificado en el autor famoso elegido por los pontevedreses la
literatura de redoma y la poesía momificada.

--Parece --continuó mamá muy seria-- que ese señor es el más nombrado
en Madrid. Te cuento esto solo para que veas que llevan la pugna a
todos los terrenos tu tío y Dochán. Están a matar. No se sabe quién
triunfará; pero ya es una cuestión que se ha enzarzado tanto, que andan
furiosos y un día se pegan. ¡Y los periódicos! _El Teucrense_ y _La
Aurora_ no hacen sino insultarse. Si se comen... figúrate qué chiripa.
Damos a la Peregrina una misa cantada.

Al saber que mis tíos estaban de vuelta en Pontevedra, entrome
invencible afán de ver a Carmen otra vez y resolví ir a toda costa a
las fiestas. No dejó de ser empresa bastante ardua: mamá, impresionada
por mi fracaso en la carrera, lejos de decirme como otros años:
«Diviértete y come, que bastante trabajas en invierno», me repetía la
consigna de estudiar, de estudiar a destajo, de recobrar lo perdido.
No obstante, puse tal empeño que conseguí la apetecida licencia: y mi
madre se decidió a acompañarme, porque le saldría más cara mi estancia
en la fonda que en su casita. Salimos, pues, hacia la capital, la
_Helenes_ de los revisteros. Inmediatamente que llegamos, pasé a ver a
mis tíos; no así mamá, detenida por una cuestión de etiqueta.

--Que venga primero Carmen --dijo--, que es más joven.

Yo no me paré en tales requisitos y fui... ¿qué es ir? Corrí; creo que
me llevaron las piernas solas a aquella casa. Era un piso chiquito,
donde habían metido apresuradamente algunos muebles, residuos de la
antigua habitación de mi tío Felipe, hoy alquilada para oficinas de
Correos. Los trastos eran viejos y pocos: pero mi tití había conseguido
prestarles un aspecto muy agradable de orden y limpieza. La doncella,
la galleguita desasnada en Madrid, me conoció, me recibió en palmas y
me dejó pasar, sin tomarse ni el trabajo de anunciarme, considerándome
parte integrante de la familia.

Entré. Siempre me gustaba sorprender así a Carmiña, porque dada la
vehemencia de su carácter, la era muy difícil reprimirse en los
primeros momentos y no dejar asomar a la superficie el alma. Acerté de
medio a medio, pues al sentir el ruido de mis pasos, al verme en la
salita donde estaba haciendo labor, la impresión fue tan fuerte, que no
sabía qué contestar a mi saludo: se trababa su lengua. De tal modo se
sobrecogió, que yo era el que permanecía relativamente sereno, dueño de
mí, a pesar de mi estudiantil inexperiencia para los casos pasionales.
Cogí sus manos, que en la palma humedecía ligero y helado sudor; la
arrastré hasta la ventana, y clavé los ojos en su rostro, que encontré
más pálido, más desencajado que nunca. Pugnaba por que nos sentásemos
como en visita, muy formales; pero no lo consentí, y la mantuve junto
a los vidrios, sin saciarme de ver su cara. Estábamos tan cerca,
que yo siendo más alto, podría bien fácilmente inclinarme y robarle
el supremo bien, el sello de amor, el ansiado beso, favor dulcísimo
que implica los restantes; pero me detuvo, más que el respeto, la
piedad, el temor de cubrir de vergüenza aquellas mejillas mustias. Si
la besase, de fijo quedaría una mancha roja en la faz. Sí; yo veía
el beso apetecido señalado como la marca que imprimía allá en otros
tiempos el hierro candente del verdugo. No; besarla nunca. Reprimiendo
la tentación, estrujaba sus manos, incrustaba mis dedos en la palma
trémula. Consiguió por fin llevarme hacia el sofá, y sentándose en él,
me señaló la butaca, donde me hundí. Entonces con acento suplicante y
opaco murmuró:

--Déjame, Salustio; anda.

Aquella voz me rasgó el pecho. La solté. Ya me encontraba tan turbado
como ella y comprendía que ni uno ni otro podíamos expresarnos por
medio de palabras, y el único lenguaje sería el abrazo largo y mudo.
Con gran sorpresa mía, Carmen se rehizo, cobró aliento, se echó atrás y
pronunció con firmeza:

--Salustio, una vez te dije que no me siguieses ni me importunases. Ha
llegado el caso de repetírtelo. No vuelvas por aquí, y menos cuando yo
esté sola. No me hagas más desgraciada de lo que soy. ¿Quieres ponerme
en el compromiso de avisar a tu tío y cerrarte la puerta? Pues no me
arredra el hacerlo. Hay ocasiones en que rompo por todo.

Tardé en responder, haciendo un llamamiento a mi sangre fría. Me
recogí, y sin cólera, como el que ruega objeté:

--Ya que me echas, permíteme hablar. Quieres que no venga. No puedo
vivir sin verte. Tú tampoco respiras; estás desmejoradísima, enferma y
triste. Te has ido poniendo así desde el día de tu matrimonio. ¿No te
sirve de alivio verme y hablar conmigo un rato? ¿Por qué te niegas a
recibir esta distracción o este consuelo? ¡Si vieses lo que has variado
desde que te dejé! ¿Que no? Bueno, no volveré a molestarte; pero
explícame siquiera en qué te perjudican mis visitas. ¿Es tu marido que
se opone? ¿O eres tú la que escrupulizas y me despides?

Echose atrás nuevamente en el sofá, y antes de responder me miró. Por
instantes resplandecían sus pupilas y se transfiguraba su rostro. Su
voz era entera y pura al contestarme:

--Los dos. Mi marido, si comprendiese lo que ocurre, naturalmente que
lo desaprobaría; y yo, que estoy enterada, lo desapruebo. Sí, es verdad
que ando enferma y triste, y parece que ni ganas tengo de vivir; pero
no es porque tú no vengas... Al revés. ¿Cómo te lo explicaré? Atiende
bien, trataré de descifrártelo. Un día me dijiste que no atentarías a
mi honra... Mi honra es mía y nadie atentará contra ella, porque no lo
consentiré; pero para hablar tú así, es que yo te he dado lugar a que
pienses disparates. Esto es culpa mía, culpa mía solo; desde luego te
digo que en mi conducta hay mucho que censurar. En vez de dar consejos
a Cándida, vale más que me observe a mí misma... Ahora me parece que he
soltado un despropósito. ¡Ni en mi conducta, ni en mis hechos descubro
nada que pueda avergonzarme realmente... solo que mejor sería que no
hubiesen mediado entre nosotros ciertas... tonterías, tonterías tuyas!
Hago mal en hablar contigo de estas cosas; pero siento allá en mis
adentros que es mejor que nos expliquemos.

--Expliquémonos --suspiré.

--Verás con qué claridad. Tú te has figurado que yo no quiero a
mi marido, y hasta que siento por él... así... una especie... de
repugnancia. Has tenido valor de decírmelo. Pues supón que fuese
verdad. Una mujer que teme a Dios... ¡mira que hablo seriamente! tiene
que querer a su marido... y yo he resuelto querer al mío... o morir.
Estoy completamente segura de que si no consigo llegar a quererle tanto
que lo confieses tú mismo... me muero. Solo con que puedan los extraños
dudar de ese cariño, me convenzo de que he obrado mal hasta hoy. Yo me
he obligado solemnemente a _quererle_, en presencia de quien no olvida
las promesas ni consiente los perjurios. No le debo tan solo fidelidad,
sino _amor_, y... en ese punto... Por eso me irrito cuando me llamas
_santa_. ¡Bonita _santa_ estoy! ¡La burla que tendrás hecha de mí! Pero
ya se acabó... No has de reírte.

No sabía qué replicar. Contra aquella mujer no tenía argumentos. En el
fondo de mi conciencia, su sacrificio me parecía unas veces hueco y
vano, otras admirable y sublime; unas veces quintesenciado, artificioso
y estéril, otras espontáneo, heroico y provechosísimo a la moralidad
de las generaciones futuras. Era mi doble naturaleza presentándome
el pro y el contra de la idea del matrimonio cristiano; eran el
tradicionalista y el racionalista que yo llevaba en mí, enzarzados y
arañándose.

--¿Sabes --prosiguió ella-- lo primero que conviene hacer cuando quiere
uno ir derechito por el buen camino? Apartar estorbos y tropiezos.
Por eso te repito que no basta haberte salido de casa, sino que es
necesario no venir por aquí mucho, y menos cuando Felipe no esté. Ni es
decoroso ni conveniente; compréndelo tú mismo y valdrá más.

El decreto no me sobrecogió. Lo esperaba. Estaba seguro de que Carmen
había de parapetarse tras ese muro de papel que consiste en alejar
materialmente a un hombre, cuando ese hombre no ignora que es querido.
El destierro importaba poco: no así aquella bizarría de la voluntad
nunca vencida, que en el propio sufrimiento buscaba nuevos bríos...

--Bien --murmuré tomando el sombrero--. Me echas de tu casa, sin
tener en cuenta lo respetuoso que ha sido siempre mi porte contigo
y la consideración absoluta que te he guardado. Creo que me harás
justicia confesando que no me he extralimitado nunca. Te veía abatida y
lastimada, y aspiraba a servirte de consuelo. No me lo permites. Pues
como lo que está dentro del alma a la cara tiene que salir, yo te digo
que, no pudiendo verte de cerca ni un minuto, haré las tonterías que
son naturales: te seguiré cuando salgas, te pasearé la calle, y en el
teatro te miraré.

--No harás eso --respondió-- porque como yo no daré pábulo, la gente te
tomará por loco.

--He pensado muchas veces si lo estaré --respondí en un acceso de
lirismo, sintiendo que el corazón se me ablandaba como mantequilla en
verano--. Otras me parece que tú no estás tampoco en tu sano juicio.
Ese plan de querer a tu marido o morir... verás mi franqueza... es
hermoso, muy hermoso: ni presumes toda la hermosura que encierra.
Solo que es la hermosura de la enajenación mental. ¿Has leído el
_Quijote_? Pues eso... pues eso. Eres un quijote hembra. Me despides...
¡Te acordarás de mí! Me barres... Tu corazón me recogerá. Adiós, por
segunda vez te lo digo... Soy profeta. Al tiempo.

Me lancé a la calle y paseé sin rumbo, yendo a dar con mi cuerpo en un
banco de la Alameda, a tales horas solitaria. La sombra de los árboles
gigantescos, la frescura, la perspectiva del río, debieran recrearme;
pero ni observé el cuadro. Mi idea fija me vedaba la contemplación de
la naturaleza. Cada derrota exaltaba más mi espíritu; cada demostración
palmaria de la fortaleza moral de tití me dejaba más ilusionado, más
convencido de que en ella, y solo en ella, se cifraba la perfección
femenina. Y por otro lado se me representaban claramente las
dificultades, los tropiezos hasta la esterilidad de la aspiración, que,
a poder ser cumplida y satisfecha, no dejaría en pos de sí más que
drama, conflicto, vergüenza y dolor para aquella misma mujer a quien yo
intentaba subir al pináculo y a la cual deseaba tantos bienes y glorias.

Devanando estos pensamientos, atravesaba las fiestas de la Peregrina
sin advertir su bullicio mareante. Para mí, ni los paseos en la
Alameda, con su música y sus señoritas vestidas de alegres colores
veraniegos, ni el teatro con su compañía de zarzuela que nos brindaba
_La Mascota_ por décima vez, ni las funciones de iglesia, ni los bailes
de los círculos de recreo, nada, en fin, de lo que compone el programa
de unos festejos provincianos, tenía el menor atractivo, como no me
sirviese de pretexto para ver a mi tití, aunque solo fuera de paso;
¡verla pasar con su marido, descolorida, desmejorada, triste, fea para
todos, menos para mí!

En el paseo sorteaba las vueltas para cruzarme con ella una vez más.
En los templos, por la mañana, solía encontrarla, y mientras ella oía
misa, rezaba o leía en su libro, yo allí me dejaba estar, hasta que
mis amigos y mi madre misma se enteraron --pues en los pueblos cunde
rápidamente la más insignificante noticia-- de que frecuentaba las
iglesias, y me dieron broma con mi devoción, suponiendo que alguna
linda muchacha era el imán que me atraía. En el teatro, mientras me
suponían absorto en la contemplación de tal o cual señoritinga de
las que descollaban por su palmito o su elegancia en el vestir, yo
miraba furtivamente hacia aquel palco platea donde la mujer de mi tío
se sentaba modestamente vestida, peinada sin pretensiones, compuesta
y grave en su actitud. ¿Notó ella que la miraba? ¿Volvió la cabeza
hacia donde me encontrase? Mentiría si dijera que no. La volvió, en
efecto y varias veces, con disimulo, pero con una especie de angustia.
Probablemente aquel movimiento solo quería decir: «Sobrino, a ver si me
comprometes.»

Moviose aquellos días de los festejos gran zalagarda en Pontevedra: la
pugna entre mi tío y Dochán alcanzaba su plenitud, y sobreexcitada por
la presencia de los beligerantes, daba lugar a una guerra horrible de
personalidades y de ataques groseros, ya dirigidos a cara descubierta.
_El Teucrense_ y _La Aurora de Helenes_ eran los puestos estratégicos
elegidos por los combatientes para disparar desde allí contra el
enemigo. Órgano _El Teucrense_ de mi tío, había llegado al extremo de
acusar sin rebozo a Dochán de acciones penadas por el Código, no siendo
de las menos graves la de haberse llevado a su casa muebles comprados
para alhajar los salones de la Diputación. Había cierto sofá, ciertas
cortinas y cierta alfombra a que _El Teucrense_ no cesaba de sacudir el
polvo. Los dochanistas, en cambio, imputaban a los de mi tío enjuagues
mayúsculos: y como el cadáver a flor del agua, tornaban a subir a la
revuelta superficie de la política local los chanchullos viejos y
enterrados, los que ya han prescrito, los que en Madrid ni vuelven a
nombrarse --los solares expropiados, por ejemplo--. Pero todavía estas
armas, con ser de tan envenenado filo, no bastaban a los dochanistas,
que empezaban a inmiscuirse en la vida privada, hablando del objeto de
don Felipe Unceta al casarse con la hija de «un propietario rico»; de
cómo las segundas nupcias del suegro le «reventaban»; de la inquina
entre el yerno, el suegro y el cuñado; y, por último, deslizando
insinuaciones sobre malos tratamientos a la esposa, basadas en la
decadencia física de esta... A todo se aludía en aquellos momentos,
excepto a lo que verdaderamente existía en el fondo de mi alma y en
el de la pobre tití... Es que los malignos y los maldicientes, en
fuerza del propio instinto dañino que les guía y de la brutalidad de
su saña, no toman en cuenta los móviles puramente sentimentales de la
humana conducta, ni las delicadezas psíquicas, y llegan a tener ojos y
no ver, a tener oídos y no oír. Ante aquella mujer modesta, retraída,
apenas engalanada, desmejorada y flacucha, tipo enteramente opuesto
al de la adúltera de melodrama que pintan los artículos morales y
los folletines, nadie se imaginaba, ni por asomos, que le saltase
el corazón en el pecho cuando veía pasar a un alumno de ingenieros,
sobrino de su marido, ni que este sobrino se encontrase pronto a dar
por ella el porvenir entero y a mirar con indiferencia al resto de las
mujeres. ¡Ah! ¡Si pudiesen sospecharlo! ¡Qué hallazgo para la facción
Dochán!

Aunque mi tío aparentase gran serenidad y soberano desdén (estilo
político aprendido en Madrid) hacia las pestilentes habladurías de _La
Aurora_, yo comprendía que le llegaban al alma, y de puertas adentro le
veía exasperado, acentuando más la acritud y desigualdad de carácter
ya demostrada en Madrid; cosa rara, pues la ecuanimidad de mi tío
era en otros tiempos forma propia de su índole cautelosa y prudente.
En Pontevedra se susurraba que el ataque de erisipela había sido muy
grave, y hasta se lanzaban ciertas especies que no es lícito repetir
ni estampar, calumniando su conducta y atribuyéndole libertinaje
desenfrenado. Particularmente los dochanistas subrayaban con atroz
malignidad aquello de «¿No sabe usted? Estuvo en la Toja temporada
larga; veinte días lo menos.» Observando a mi tío, no pude menos de
advertir en él muy graduado el decaimiento físico, cuyos primeros
síntomas habíamos advertido casi a la vez la señorita de Barrientos
y yo. Dos o tres veces vino a vernos quejándose de inapetencia, y
diciendo a mi madre: «Benigna, mujer, hazme unas papas a tu modo... así
como en la aldea... a ver si me despiertan el estómago.» Al pronto,
el plato humeante le atraía, y abriendo un boquete en la harina de
maíz, derramaba en él la leche y se preparaba a devorar; pero a la
segunda cucharada se le acababa el apetito. «No hay cosa que me guste.
Tengo además un cansancio... ¡si vieses! Y me parece que debo de
haber enflaquecido. Los pantalones se me caen.» Al formular estas
quejas el hebreo, mi madre le miraba fijamente, con viva expresión
de inteligente curiosidad. Los ojos de mamá hablaban, querían decir
algo importantísimo y luego... chitón. Una circunstancia me extrañó
entonces, y fue advertir cómo mi madre apartaba cuidadosamente el vaso,
el plato, la servilleta y los cubiertos de que se había servido mi tío,
y los encerraba en el aparador bajo llave. Cierto día que la criada
tocó a aquel depósito, la echó mi madre una chillería muy fiera.

--Tengo dicho que ahí no... Eso es para D. Felipe... Hay tazas de sobra
en el alzadero, mujer.

No obstante, al llegar a su plenitud los festejos, en el estado de
mi tío se verificó un cambio favorable: le vi repentinamente alegre
y animado; aseguró que recobraba el apetito; y no sé si por esto o
porque era inminente la llegada de D. Apolo Añejo, a quien él mismo
había invitado a presidir el Certamen, con el fin de dar en la cabeza
a Pimentel y a los sotopeñistas, se lanzó de nuevo al combate contra
Dochán, y se exhibió mucho, en compañía de su esposa, en calles, paseos
y diversiones.

De D. Apolo Añejo se habló bastante aquellos días en Pontevedra,
discutiéndose con osadía sus méritos y aptitudes para presidir nada
menos que un Certamen local. ¡Notoria injusticia, regatear siquiera a
tan perínclito varón la palma, ya mustia por la edad, y el laurel, más
seco que el de los vasares de cocina, sancionados por cincuenta años
de consecuencia literaria, de fidelidad a la escuela poética, cuyo
busilis está en nombrar las cosas de un modo absolutamente contrario a
como las nombra todo el mundo, llamando al agua _linfa_; a los vasos,
_cráteras_; al café, _haba insomnífera_; y al té, _salutífera sinense
droga_! Ni eran tan fósiles las rimas de D. Apolo, que no le hubiesen
servido de escalón para trepar a ciertos puestos administrativos, y
aun una penumbra política, donde se mantenía, no sin fruto. Diríase a
primera vista que para don Apolo había de ser un compromiso el discurso
del Certamen; pero el clásico vate lograba ocultar tan diestramente
su ignorancia en casi todas las cuestiones humanas y divinas, que
esperábamos que sucediese lo mismo en los Juegos florales de Helenes.

Mi tío se multiplicaba a todas horas (frase tomada de una crónica
de _El Teucrense_) para organizar una lucida recepción a don Apolo.
Los dochanistas le creaban mil dificultades. Ya se entendían con el
director del orfeón «Ecos del Lérez», a fin de que no se prestase a
dar serenata al señor de Añejo; ya intrigaban en el Casino suscitando
obstáculos a la velada literaria en su honor; ya excitaban el amor
propio regional en pro de Lupercio Pimentel, al cabo hijo del país,
y más acreedor a que se le confiase la presidencia del Certamen. Sin
embargo, la llegada de don Apolo determinó un período de tregua; el
amor propio urbano, el deseo de dejar bien a su ciudad, aplacaron
el ánimo de los contendientes; el aspecto entonado del vate, sus
medias palabras, recalcadas y acentuadas con enigmáticas sonrisas, le
conquistaron aprecio y consideración. Deshízose entonces la prensa, sin
distinción de colores, en frases encomiásticas, y dio cuenta minuciosa
de los pasos y movimientos del literato insigne: hoy había salido a la
calle en compañía de Fulano y Mengano; a la tarde le tocaba extasiarse
ante tal iglesia o ruina: a la noche es seguro que iría a «admirar» la
iluminación de la Alameda: ayer se dejó decir que las pontevedresas son
de canela y azúcar...

La mañana del Certamen --víspera de la función de la Divina Peregrina--
reviví en cierto modo aquel mes del año anterior, en que se había
verificado la boda de Carmen y principiado para mí la verdadera
juventud con los primeros estremecimientos de la pasión. Por las calles
de Pontevedra me encontré a Serafín Espiña, tan lejos del sacerdocio
como cuando le conocí; al Alcalde de San Andrés; al Ayudante de Marina,
con toda su familia, mujer, cuñadas y mamones; a D. Wenceslao Viñal,
individuo del jurado, embutido en su levitón y dignificado con su
chistera, y a Castro Mera, del jurado también, calzándose guantes color
de zanahoria.

Y después vi entrar en el teatro, donde había de verificarse la
literaria solemnidad, a una pareja que llamaba la atención, provocaba
maliciosas risas, hacía volver la cabeza a todo el mundo y proyectaba
con su sombra una silueta de caricatura. Eran el señor de Aldao,
trémulo pocho con el labio colgante y los pies a rastra, y su esposa,
hermoseada, fresca, blanca como la leche, afinada ya, derecha y gentil,
elegantemente vestida de seda lila a pintas negras, y luciendo su
capotita de paja que guarnecía, emboscándose en los cabellos rubios,
una rosa té. Iban de ganchete, y Cándida --he de confesarlo-- no
manifestaba ni descoco ni engreimiento con su nueva posición; solo
cierto gracioso aturdimiento infantil, que la indujo, cuando me vio,
a amenazarme con el abanico, y a sonreírme con boca y ojos, mostrando
unos dientes como piñones entre la cereza partida de los labios.

Yo no entré en el Certamen. Por ser de día y hallarse encendidas las
luces todas, dentro reinaba un calor asfixiante, y no merecía la pena
de arrostrarlo el oír la leyenda _Os Turrichaos_, en octavas reales y
en dialecto, y premiada con un ejemplar de las _Obras de Cervantes_;
el _Himno a Helenes_, tintero de plata; el _Romance a Nuestra Excelsa
Patrona la Divina Peregrina_, florero de bronce y cristal... y otras
obras destinadas al pozo del olvido, a pesar de que don Apolo las llamó
_aromadas flores del poético vergel galaico_. Tampoco el discurso de
Añejo, con sus disertaciones sobre el _gay saber_ y los trovadores de
la Edad Media, me seducía gran cosa. Yo sabía que Carmen estaba allí;
pero prefería verla al salir, que ahogarme y que aguantar el chaparrón
de rimas laureadas. Y a propósito, ya que hago mi autobiografía,
declararé que no profeso gran afición ni a los versos excelentes, y
que los malos, del género Trinito, lejos de exaltarme la fantasía, me
causan una especie de desprecio cómico y de reacción de prosaísmo.
Tengo la arrogancia de creer que mi historia con Carmiña Aldao es más
poesía que el _Himno a Helenes_.

Al concluirse el discurso resonaron aplausos y salieron a la puerta
unos cuantos espectadores, rendidos de calor, agradecidos a que la
perorata solo hubiese durado hora y media. Entre ellos venía el
director de _El Teucrense_, que me tocó en el hombro.

--¿No sabe lo que acaba de hacer su tío? --me preguntó--. Se encuentra
en los pasillos con el suegro y la mujer, y ni siquiera les saluda. No
se habla de otra cosa en el teatro.

--¿Y el discurso de Añejo?

--¡Hombre!... Poquita voz, poquita gracia... unas palabras tan
enrevesadas que casi no se entienden... Nos habló de los trovadores y
de los troveros... nos dijo que caminásemos a la apoteosis de Galicia,
haciendo muchos certámenes por el estilo de este que él preside... y
nos encargó que no nos extraviásemos imitando a los _decadentistas...
decadentistas_, así como suena. Yo no sé que en Pontevedra haya
decadentista ninguno. Me parece que el público entendió: _dentistas_.
Mañana en _El Teucrense_ voy a ver si publico un extracto del discurso:
por eso he tomado apuntes. Ahora vuelta al horno, a ver cuando da fin
esa lata de poesías. No nos llega la camisa al cuerpo, de miedo a
que el autor de _Os Turrichaos_ nos endilgue su leyenda sin perdonar
octava. Esperamos que el Presidente pondrá coto a tamaño abuso. Si no,
como decía el cura tartamudo, te... te... tenemos misita hasta las
cu... cu... cuatro. ¿Qué hace usted ahí? Entre a oír los cantos de la
Musa.

¡Entrar! Preferí darme una vuelta por el pueblo y volver a apostarme a
la puerta cuando racionalmente supuse que faltaba poco para acabarse la
función. Pero sin duda el autor de _Os Turrichaos_ no había perdonado
al público ni una octava, pues todavía esperé largo rato. Por fin
empezó a vaciarse el local. Todo el mundo, al salir, respiraba como
quien se ve libre de una carga enojosa: las fisonomías se dilataban
al contacto del aire fresco, y el sol les infundía regocijo; había
suspiros de satisfacción y voces que sonaban alegres, sacudiendo el
enervamiento de la insufrible ceremonia. Salió Carmen entre su marido
y don Apolo: al paso de este grupo la gente abría camino y oíanse
murmullos de curiosidad.



XII


Al otro día del Certamen se celebraba el baile del Casino. La tití
asistiría, porque su marido la obligaba a exhibición continua mientras
durasen las fiestas y fuese preciso imponerse y ganar prestigio contra
los dochanistas. Me preparé a concurrir también al _festival_ (así
decía _La Aurora_), y a las diez ya vagaba como alma en pena al través
de aquellos salones, no ocupados a la sazón sino por el Presidente
y algún individuo de la directiva, que daban los últimos toques a
la decoración y se enteraban de cómo andábamos de flores, polvos de
arroz y horquillas en el tocador, «digno de _Las mil y una noches_»,
afirmación de _La Aurora_ también.

Empezó a acudir la gente en pelotones, pues es raro que en bailes
de provincia entre una familia sola, antes suelen reunirse para
arrostrar la situación desairada de los primeros momentos. Divanes y
banquetas fueron alegrándose con los colores delicados del traje de
las señoritas, y al tocar la orquesta la primera polka, seis u ocho
parejas salieron ya bailando con ímpetu, teniendo el salón por suyo. En
poco tiempo aumentó la concurrencia de tal modo, que la circulación se
hizo difícil. Y Carmiña sin presentarse.

A eso de las doce menos cuarto realizó su entrada del brazo de don
Apolo, que desplegaba con ella galantería senil. No hay mujer en el
mundo, al menos el mundo tal cual hoy le conocemos, que, por santa que
sea, no trate de parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a pesar
de su completa abnegación, de fijo había consagrado aquella noche
un ratito al espejo. Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero
refrescado, adornado con piñas de rosas; en el pelo flores naturales
y alguna joya discretamente prendida. Sus largos guantes de Suecia
disimulaban la ya angulosa línea de sus brazos. No diré que estuviese
bonita: había allí tantas caras radiantes y juveniles, que a ellas con
justo título pertenecían los honores de la belleza plástica. Mis ojos,
sin embargo, apartándose de los lozanos botones en flor, iban en busca
de la rosa mística, de la hermosura puramente espiritual, patente en un
rostro consumido por la pasión y la lucha. Si yo no viese allí aquel
rostro, tal vez hubiese bailado con las lindas muchachas que aguardaban
pareja. Pero no quise. Mirarla a hurtadillas era mejor.

A su lado estaba Añejo. Ella le oía y contestaba con afabilidad,
tratando de no levantar la voz ni hacer ademanes en que se fijase
el concurso. ¿De qué le hablaría don Apolo tan seguido y tan
acaloradamente? Supe después que del éxito de su gran _Elegía a la
rota del Guadalete_, oída con suma benignidad por el rey Alfonso XII
e impresa a expensas de una corporación doctísima. Mi tío dejó a su
mujer entregada a la _rota del Guadalete_, y dando una vuelta por el
salón, no tardó en reunirse con el director de _El Teucrense_, que, muy
deferente y solícito, se le acercó diciendo:

--¿Don Felipe, qué hay? ¿Qué se le ocurre?

Estaban tan cerca de mí, que pude oír la respuesta. Con voz más
quebrantada de lo que acostumbraba, respondió mi tío:

--Hombre, días pasados me sentí muy bien... Pero hoy no sé cómo ando.
Tengo un cansancio y un hormigueo en los pies... Y a veces dolores.
Creo que estoy perdido de reuma. Las pensiones de la vejez, que
empiezan a cobrarse ya.

--Eh, qué vejez, ni qué rabo de gaita, ¡si es usted un muchacho!
--protestó el periodista--. Cuidarse y no criar bilis, que ya
fastidiaremos a los de _La Aurora_ y a la gente que nos impone el
_Santo_. Si le da la gana de mandar, que mande en Compostela, donde
posee su distrito y donde ha empleado hasta a los _correcanes_ de la
catedral. De aquí hemos de espantarle. Mire usted, D. Vicente tendrá
todo el talentazo que guste y que la gente le reconoce; pero en sus
protecciones toca el violón más que nadie. ¡Cuidado con haber entregado
el pueblo a Dochán, a Paredes, a Rivas Moure, a Requenita y a toda esa
chusma de _La Aurora_! Hay días que le entran a uno ganas de hacer una
barbaridad. Ayer en el Certamen me cansé de llamarles pillos; y se lo
tragaron, porque hoy no chistan.

Mi tío moderó el celo del seide, repitiendo:

--Calma, calma y mala intención... A D. Vicente ya le haremos ver que
no le queda más remedio sino venirse a buenas y transigir. Crea usted
que a estas horas está harto de Dochán y de los compromisos en que le
pone... el asunto de los muebles...

No quise oír más, y dejando al cacique y al periodista engolfados en su
diálogo, me interné en el salón, atraído por la tití.

Noté que estaba muy acompañada; varias señoras de lo más granado de
la población habían ido aproximándose y formando en torno de ella y
del señor Añejo ese núcleo superior que inevitablemente se constituye
en todo baile o sarao, para desesperación de las que en él no tienen
cabida. Un incidente vino a poner de relieve lo que indico.

Cuando las señoras consiguen organizar el susodicho núcleo, desplegan
habilidad felina para defenderlo y evitar la ingerencia de elementos
extraños o heteróclitos. La media docena de damas que, con mi tití
enmedio, presidían moralmente el baile, realizando una ingeniosa
captación de los divanes, extendiendo las faldas, haciendo que no
veían, habían obtenido el deseado aislamiento. Dos o tres tentativas
de inmixtión fueron desconcertadas rápidamente. Pero sobrevino una
que demostró la unión, la sorprendente armonía con que se verificaban
los movimientos en el pequeño cuerpo de ejército femenil. Y fue que
entró por la puerta grande --casi fronteriza al diván-- el señor
de Aldao, dando la derecha a su esposa, la cual, a decir verdad,
venía muy bonita con su traje claro y su cabello rubio empolvado y
crespo. La pareja se dirigió como una saeta al diván; y las señoras,
con admirable prontitud, se ensancharon, ahuecaron los trajes, y
fingiéndose distraídas y abanicándose precipitadamente, imposibilitaron
la colocación de la intrusa. Esta, llena de sagacidad, a despecho de
su inexperiencia, vio desde lejos la maniobra, y tirando del brazo de
su sexagenario marido, le apartó del sitio peligroso. Hubo un momento
de curiosa ansiedad en el salón; el lance ocurría durante el descanso,
y los hombres habían salido, quedando casi despejado el centro de la
sala y permitiendo enterarse de todo. La improvisada señora vaciló;
no sabía a qué lado dirigirse; temía otro desaire. Por fin, lo hizo
hacia la izquierda, sentándose en la esquina de una banqueta ocupada
por algunas señoras, de las menos encopetadas del pueblo; como que
entre ellas se contaba la familia de un concejal, almacenista de vinos,
y la de un fomentador de San Andrés. El marido de Candidiña, después
de acomodarla, hubo de hacer lo que todos, retirarse, dejándola en
la embarazosa situación de una mujer sola, blanco de ojeadas poco
benévolas, y a quien nadie dirige la palabra. Miró alrededor con cierta
angustia, y su rosada faz de angelote se puso repentinamente seria.
Para aparecer menos cohibida, hizo gestos, se arregló los encajes del
escote, se pasó la mano por el pelo, puso bien la cola, abanicose, y
olió la flor que llevaba en el hombro, casi rozando con la mejilla. Su
espíritu imploraba un salvador... y el salvador no tardó en aparecer,
en figura de Castro Mera, que de frac, obsequioso y meloso, con el
requiebro en los labios y la insolencia en las pupilas, cruzó el
salón y se acercó a la señora de Aldao, mostrando más desenfado del
conveniente. La conversación entre Candidiña y el diputado provincial
pasó a animado cuchicheo, y las señoras sentadas al lado de la de D.
Román empezaron a secretear entre sí, no sin algún severo fruncimiento
de cejas y algún movimiento de cabeza que desaprobaba enérgicamente.

Yo contemplaba a mi tití desde lejos, y pude notar que no perdía
detalle de esta escena. Dos o tres veces advertí en su rostro señales
de contrariedad y desazón reprimida, y esos movimientos nerviosos mal
disimulados que se escapan a la mujer cuando las conveniencias sociales
la obligan a permanecer en un punto y su deseo la lleva a otro. No
pudiendo contenerse más, hizo a D. Apolo una graciosa indicación con
la cabeza y la mano, y el cantor del Guadalete se inclinó, ofreciendo
el brazo con apresuramiento y deferencia. Cruzaron el salón, y, a
mi parecer, tití lo verificaba con la dignidad de una reina, con la
ligereza de un hada y con la divina sonrisa de una virgen. Y sin dejar
de sonreír, entre la expectación general, acercose a su madrastra, la
tendió la mano, y mientras Cándida balbucía, temblando de emoción y de
sorpresa: «Muchas gracias... Carmiña...», la honesta y sublime mujer
se inclinó, posó los labios en la frente de la chicuela, y empujándola
familiarmente por los hombros, la enganchó casi del brazo de Añejo a la
vez que ella tomaba el de Castro Mera, diciendo con dulce autoridad:

--¡Me toca a mí!

Cuando atravesaron el recinto para ir a instalarse en el diván, se
oiría el volar de una mosca. En cambio, medio minuto después las
acaloradas conversaciones _sotto voce_ remedaban el zumbido de una
colmena:

--Hizo mal.

--No, pues a mí me parece que muy bien.

--Es una escena, de todos modos.

--¿Usted lo haría?

--Yo no; yo pienso de otra manera; soy muy poco _democrática_; esa
fregatriz no es para alternar con las señoras desde sus principios.

--Pero, en fin, es la mujer de su padre, y consentir que le ponga en
berlina...

--¿Usted cree que al cabo no le pondrá? Es un golpe de efecto.

--No, un rasgo de humildad y de modestia. Es muy buena Carmiña: mire
usted que la conozco desde que nació.

--Yo también, señora.

--¿Y el marido?

--¡Ay! ¡Unceta! Ese es más atravesado que Caín; va a armar la de
pópulo, porque desde que se casó el suegro no quiere tratarle.

--¡Jesús! ¡A ver qué cara pone cuando vuelva del salón de descanso!...

--Mire usted con qué expansión le habla la hijastra a la madrastra...

Etcétera, etcétera.

Mi tía, en efecto, dirigía la palabra cariñosamente a Cándida, le
hacía los honores y la presentaba a las demás señoras del grupo,
quienes, comprendiendo la buena obra, se asociaban a ella por medio
de sonrisas y atenciones. De común acuerdo manifestaron a Castro Mera
cierta frialdad, y el tenorio provinciano cesó de revolotear alrededor
del grupo. Entonces me acerqué yo. El señor de Aldao, asomándose a la
puerta del salón, buscaba con la vista a su mujer, y esta radiante de
orgullo, le hizo una seña, a que el viejo obedeció con cuanta agilidad
permitían sus años, acercándose al diván. Si mi tití no se encontrase
sobradamente recompensada de su acción generosa por la satisfacción de
su conciencia, la daría mejor premio la alegría pueril que iluminó el
rostro del viejo al encontrar a su mujer sentada allí, en medio de la
crema de la sociedad. Entre la hija y el padre se entabló un diálogo en
que nada significaban las palabras, y todo la expresión. Sobre la faz
de Carmiña, coloreada por la excitación del suceso, creí ver escrita
en caracteres de luz esta divisa: «Honrar padre y madre».

El reverso de la medalla fue la entrada de mi tío. No puedo expresar la
transformación de su rostro judaico cuando, al regresar al salón, se
dio cuenta de la gran novedad. Primero mostró no querer acercarse al
diván; después cambió de propósito, y fue aproximándose lentamente. Ya
al lado de su mujer, y haciendo que no veía a D. Román ni a Cándida,
ordenó:

--Vámonos, que es tarde.

Carmiña no se arredró. Obediente hasta el fanatismo en tantas
ocasiones, en alguna era insubordinada hasta la heroicidad. Púsose en
pie, sin apresurarse nada; se despidió de su padre, de D. Apolo, de
las señoras; y por último, echando a Cándida los brazos al cuello, la
dijo no sé qué al oído. El efecto del secreteo fue tal, que la muchacha
exclamó con decisión:

--Si te vas tú, yo también quiero irme: Román, marchémonos en seguida.

Y, en efecto, las dos señoras tomaron a un tiempo sus abrigos, y solo
en la calle se separaron, dirigiéndose a sus respectivas casas.

El que tenga la paciencia de leerme puede juzgar de la marejada
que en el baile se produjo. Donde se desató más tempestuosa fue en
el bando de Dochán. Formose un círculo, en que un redactor de _La
Aurora_, Requenita, comentaba durísimamente la acción de sacar a la
señora de Unceta del baile, escurriéndose desde ese terreno al de
las apreciaciones sobre la conducta política y privada de mi tío.
Por allí cerca andaba el director de _El Teucrense_, que replicó de
manera insultante, diciendo que al menos el mobiliario de mi tío no
era adquirido por ninguna corporación, y disparando luego contra el
mismo Requenita, con alusiones a los fondos de cierta suscripción, que
habían dado fondo en el fondo del bolsillo del redactor de _La Aurora_.
La disputa paró en una especie de reto. «Ahí fuera me lo dirá usted,
si quiere», contestó Requenita a la provocación más directa de su
adversario. Intervinimos, les calmamos, y al parecer quedó arreglado
todo.

A eso de las cinco de la madrugada, que es tanto como decir que era día
claro, salíamos juntos del Casino el director de _El Teucrense_ y yo.
Habíamos cenado, y aturdidos por el sueño y unas copas de detestable
seudo-Champaña, mirábamos con sorpresa, parpadeando la luz solar,
cuando al poner el pie en la calle se arrojaron sobre nosotros cuatro
o cinco individuos, vociferando interjecciones. Eran los de la turbia
_La Aurora_ periodística. Nos amanecía a palos. Venían armados de
garrotes, y el primer lampreazo cayó, sonoro y magnífico, sobre las
espaldas del director de _El Teucrense_, que retrocedió, pálido de
susto, gritando: «¡Indecentes... canallas!» El siguiente fue para mí,
y me alcanzó en el sombrero, que por fortuna resguardó mi cabeza. Pero
segundaron, y sentí el golpe en la mano, tan doloroso, que encendió mi
furia, y en vez de pedir auxilio, me arrojé sobre el que acababa de
herirme, le desarmé, y con su propio bastón le perseguí, sin conseguir
pegarle, porque apeló a la fuga. A todo esto ya se habían reunido
varios rezagados del baile, con esa prontitud que tienen las gentes
para enterarse de los acontecimientos y acudir a su teatro. Levantaron
del suelo al del _Teucrense_, que se quejaba de puntapies y pisotones,
amén de los bastonazos; y a mí también quisieron acudirme con remedios
farmacéuticos y caseros, éter, agua, vinagre. Mi juvenil orgullo se
rebeló. Protesté. «Si no tengo nada. Total un palo en la mano. ¿Ven
ustedes? No hay hueso roto. La manejo bien.» La agresión había sido tan
imprevista, que yo no sabía el nombre de mi apaleador. «Se llama Rivas
Moure. Es uno que por influencias de Dochán desempeña interinamente
una cátedra del Instituto.» Sin querer, y como si masticase alguna
cosa pesada e indigesta, al retirarme a mi casa iba murmurando: «Rivas
Moure, Rivas Moure.» La mano me escocía. Por fortuna era la izquierda.



XIII


Y digo por fortuna, porque, a la verdad, el ser apaleado e inutilizado
a causa y en defensa de mi tío me parecía la mayor primada del mundo.
Era indudable que en concepto de sobrino de don Felipe Unceta me habían
pegado, y esta injusticia de la suerte me envenenaba la sangre. Hasta
entonces, en diferentes camorras con compañeros, yo había vapuleado sin
recibir. Ahora me zurraban a traición, y el palo a mi tío iba dirigido
moralmente; pero al fin daba en mi cuerpo. ¡Rayos y truenos! En mi
interior repetía: «Rivas Moure... ¡Ah! Yo te pillaré.»

Hubiese dedicado a esta caza el día, si la casualidad no lo dispusiese
de otro modo, quizá más oportuno y conducente a mis planes. Presentose
en mi casa azoradísimo, a cosa de las once, cuando aún tenía yo la mano
envuelta en paños de árnica, el director de _El Teucrense_, descolorido
y desencajado, y en pocas palabras me enteró de que le ocurría un
lance... un lance serio, comprometidísimo: y era que _La Aurora_, sobre
haber lucido para él de tan desapacible modo, ahora, a las diez de la
mañana, le había enviado dos padrinos, los señores Dochán y Rivas Moure
cuya visita tenía por objeto buscar «solución honrosa» al conflicto
provocado por la mañana a la salida del baile.

--De modo que --decía el pobre diablo, pues en el fondo no era otra
cosa el director-- aquí me tiene usted, después de que me han agredido
brutalmente, metido de cabeza nada menos que en un desafío. ¡Le
digo que nuestra misión es una serie de amarguras! Un desafío... Yo
había pensado en usted para padrino: en usted y en don Felipe, si
quisiese... pero de seguro no querrá... por lo cual, si le parece,
iremos ahora a solicitar el concurso del señor Castro Mera. No, a mí
no crea que me intimida el lance como lance... Solo que siempre son
disgustos: tiene uno hermanas, familia a la cual se debe... y no agrada
la idea de dejarla en el desamparo...

Me volví en la cama --estaba acostado-- y solté la risa.

--Tranquilícese --contesté al bueno del director--. No dejará usted
desamparadas a sus hermanas por ahora. Es más: si se guía usted por
mí, y si Castro Mera me entiende y se adapta a mis instrucciones, le
prometo que ni siquiera habrá lance. Voy a levantarme y saldremos
reunidos. Usted hágame el favor de enderezar el cuerpo, de ladear el
sombrero y de encender un puro y fumar con mucho garbo mientras andemos
por esas calles de Dios. Porque esté seguro de que nos siguen los pasos
y nos atisban. Al ir a casa de Castro Mera, daremos un rodeo para pasar
por delante de la redacción de _La Aurora_... Que sí, hombre, que sí;
que no saldrá nadie ni con junquillo. Respondo yo. ¡Ay!... Y por la
calle... ni la palabra del objeto de nuestra correría. Procuraremos
hablar alto, y de cosas indiferentes: de _Os Turrichaos_, del frac de
don Apolo Añejo, o de las chicas guapas, o de un rayo que las divida...
pero del desafío, ni esto.

Salimos, en efecto, juntos, no sin que yo, por lo que _potest
contingere_, me hubiese provisto de un recio palo de tojo, cortado
en mi monte patrimonial de la Ullosa, y capaz de dar mucho juego,
manejado con arte. El director del _Teucrense_, siguiendo mis consejos,
iba engallado y firme, aunque no tan provocativo y matón como yo
le quisiera. Al acercarse a la esquina por donde había que torcer
para pasar ante la redacción de _La Aurora_, mostró olvidarse de lo
convenido, e inclinarse a echar por el camino más corto; pero no lo
sufrí, y girando resueltamente hacia la izquierda, me metí por la calle
que nos conducía a la misma boca del lobo, a la temida redacción...
«Ánimo. Nada de prisas. Nada de torcer la cabeza.», deslicé al oído de
mi apadrinado. No me engañaba al presumir que serían notados nuestros
menores pasos y movimientos. Detrás de los cristales de las vidrieras
había curiosos ojos, oídos que pretendían sorprender algún fragmento
de nuestra conversación, lenguas, que comentaban nuestra actitud,
y particularmente la del periodista. La imprenta de _La Aurora_, a
planta baja, estaba entreabierta: allá en el fondo se veía la máquina,
los galerines con la composición, y dos o tres hombres de blusa que
rodeaban a un individuo de americana, en quien reconocimos al punto al
famoso Requenita, iniciador de la zambra del Casino.

--Ahora se nos echan encima --murmuró el de _El Teucrense_ apretándome
el codo.

--Haga usted como yo --respondí--; mire usted para dentro frunciendo
mucho las cejas.

Hízolo así; Requenita, fingiendo no habernos visto, se internó en las
profundidades de la redacción: nadie asomó, ni ganas, y en paz y en
gracia de Dios llegamos al portal de Castro Mera.

Nos recibió el diputado provincial de babuchas blancas y en mangas de
camisa; también él acababa de salir de la cama en aquel momento y se
disponía a rasurarse.

Apenas enterado del objeto de nuestra visita noté con sorpresa que
estaba tan aturrullado y receloso, como si a él mismo, y no al
periodista, tocase cruzar el hierro. Al verle que se le podía recoger
con cucharilla, comprendí la necesidad de que yo me atribuyese
facultades dictatoriales.

--Déjenme ustedes a mí --les dije--. Respondo de lo que ocurra. En
último caso, me bato por el señor. Pero pierdan cuidado, que no llegará
la sangre al río. Todo esto de los desafíos es guagua. No sé a qué
viene tenerlos tanto asco, si al fin nunca vemos enterrar a ningún
individuo muerto en un _lance de honor_. Esta madrugada corrimos más
peligro con los garrotes de esos mamarrachos. ¿Quiere usted quedar
bien, sí o no? Pues denme plenos poderes y facultades omnímodas. Usted,
señor director, ya no nos hace maldita la falta. Se va usted a su
redacción, o a su casa, o a donde se le antoje, y escribe usted para el
número de mañana un artículo que en sustancia diga esto: «Los barateros
y rufianes que se reúnen en número de cinco para agredir a dos personas
inermes, son víctimas de un caso fulminante de _canguelitis_ cuando las
cosas se formalizan y se llevan al terreno del honor.» Como al partido
de ustedes lo que más le conviene es inutilizar a Dochán; aluda usted
claramente a Dochán mismo, y asegure que sus seides forman la nueva
cuadrilla de apaleadores. Esta tarde leeremos el artículo y le daré el
vistobueno. Lo demás corre de mi cuenta.

Recuerdo que Castro Mera me dio un golpecito en la espalda, murmurando:

--¡Chico listo! Veo que conoce usted la brújula... Sostener al tío
contra viento y marea... ¡Soberbio! No tiene Dochán un segundo por el
estilo.

Llevé aquel negocio militarmente. Castro Mera y yo nos _personamos_ en
casa de Dochán, sin aguardar a que él viniese a buscarnos y sospechase
que huíamos de la quema. Un tanto sorprendido por lo enérgico de
nuestra actitud, el jefe de los enemigos de mi tío hizo llamar a Rivas
Moure, que entró en la sala cabizbajo y nos saludó sin mirarnos a
la cara. Le medí desde el primer instante con ojeada despreciativa,
afectando dirigir la conversación a Dochán exclusivamente. Mi arenga
se dividió en tres puntos: primero, que sentíamos que los señores de
_La Aurora_ se nos hubiesen adelantado, porque desde la emboscada del
Casino, nuestro apadrinado deseaba encontrar alguien en quien castigar
debidamente la indigna agresión; segundo, que siendo el ofendido el
director de _El Teucrense_, entendía que el duelo durase hasta quedar
inutilizado uno de los combatientes; tercero, que no podía contentarse
con un palito más, dado con la hoja de un sable sin filo, sino que
exigía la pistola, a veinte pasos, avanzando, hasta conseguir «sus
propósitos».

A medida que yo hablaba, el semblante irónico y cauteloso de Dochán
se oscurecía, y Rivas Moure, que tenía un hociquito de comadreja,
exangüe y mal barbado, fijaba con azoramiento las pupilas en la punta
de sus botas, no atreviéndose a levantar la consternada faz. Por último
rompieron el silencio, se resolvieron a mirarse, y puestos de acuerdo
con aquella ojeada, Dochán articuló:

--Lo que ustedes proponen... no se han fijado ustedes bien... Yo no
puedo aceptar responsabilidades gravísimas. Vivimos en una época y en
un país civilizado...

--Pues a veces parece mentira, y si no que lo diga el Sr. Rivas Moure
--contesté volviéndome hacia el catedrático suplente, el cual torció la
cabeza y se puso verdoso.

--En fin, nosotros... --balbuceó Dochán.

--Nuestro deber es impedir una escena cruenta... un día de luto...

--El duelo es inmoral --añadió sentenciosamente Dochán, levantando un
dedo corto y peludo.

--Lo inmoral, Sr. Dochán --respondí muy despacio, recalcando las
sílabas--, es que nuestras costumbres políticas se hayan rebajado
tanto, que forme parte de ellas el insulto, el apaleamiento y la
agresión traicionera, sin que nadie proteste con un acto digno. El
señor director de _El Teucrense_ ha sido agredido de la manera más
vil, cuando ni tenía medios de defensa ni amigos que le guardasen las
espaldas; y bastante hace al admitir una satisfacción en el terreno
que pisan los caballeros, pues estaría en su derecho si, imitando
y llevando a la perfección los procedimientos de su adversario, le
clavase una bala en la sien, donde quiera que lo encontrase. Conste
así, y ruego a ustedes que tomen este asunto con toda la seriedad que
exigimos. Esperamos pronta respuesta, y volveremos a recogerla a las
cuatro de la tarde.

Castro Mera y yo salimos de allí disputando. El abogado estaba atónito
de mi ardimiento, y a la vez alarmadísimo, temiendo que los otros se
las _tendrían tiesas_.

--Amigo Castro --le dije--, esta tarde, a las cuatro y media, redactará
usted un modelo de acta que dará las doce. Esa gente es tan osada y
cínica como blanca de sangre. Capaces de atacar por la espalda cuando
van en mayor número, no lo son de ponerse en un lance uno a uno ante
el cañón de una pistola. Solo pido de plazo hasta las cuatro y media.
Estoy tan seguro del resultado que no apuesto, porque sería, en
puridad, robarle a usted los cuartos.

Realizáronse completamente mis vaticinios. A la tarde, Dochán y Rivas
Moure, hechos un caramelo de puro corteses, nos ofrecieron todo género
de satisfacciones, jurando que solo la exagerada caballerosidad y
delicadeza de su apadrinado había sido causa de una mala inteligencia,
y de una provocación que, en su entender, «no procedía». No solamente
el redactor jefe de _La Aurora_, señor Requena, da a ustedes las
satisfacciones más cumplidas...

--Sí... pero ¿y el bastonazo? --pregunté encarándome con Rivas Moure.

--Aquí somos gente formal --interrumpió Dochán--. No atribuimos
importancia a lo que carece de ella... Un acaloramiento... Cuando
asiste uno a bailes y fiestas y pasa algún rato en el _buffet_... Usted
comprende... Por lo demás...

--Bueno, pues que conste en el acta la borrachera del señor redactor
--indicó Castro Mera, que, ya envalentonado por el giro que tomaba la
cosa, se permitía hasta decir chistes...

--¿Y qué es lo que iban ustedes a hacer además de dar en el acto las
satisfacciones más cumplidas?

--Pues además... queríamos decir a ustedes... que de hoy en adelante
_La Aurora_ no... vamos, que guardará consideraciones... a _El
Teucrense_... y... y a su director... Porque es realmente aflictivo que
en el _estadio de la prensa_ se realicen esos pugilatos... La prensa,
en cumplimiento de... de su misión sagrada... debe marchar unánime,
gestionando los intereses vitales de la región... Duele presenciar
ciertos espectáculos.

--Vamos --dije a media voz, pero no tanto que no pudiese oírlo Rivas
Moure--. De ayer a hoy han descubierto que la misión de la prensa...
¡Botarates! Gato escaldado...

Extendió el acta Castro Mera, con todas aquellas retractaciones y
satisfacciones que pudiésemos desear; firmáronla por su apadrinado
ellos, y por el nuestro nosotros; y así que la doblamos y la guardó
Castro Mera en su bolsillo, reinó embarazoso silencio, hasta que lo
rompió Dochán, proponiendo que nos fuésemos al café a solemnizar el
fausto desenlace de tan enojoso asunto. Aceptamos, y nos instalamos
ante una mesa donde el camarero depositó inmediatamente el servicio
de café y la clásica garrafita de coñac. Fundiose el hielo y la
conversación se hizo animada. Los padrinos de _La Aurora_ estaban
indudablemente satisfechos, por la terminación, si no muy gloriosa,
al menos bien pacífica del lance, y hasta se permitían bromear con
nosotros y manifestar una cordialidad que parecía anuncio de próxima
reconciliación entre los partidos _dochanista y uncetista_. Aquella era
la ocasión que espiaba yo para extraerme la hiel del cuerpo. Rompiendo
el mutismo que guardaba y dejando mi café intacto, me puse de pie y
dije lo más alto que pude:

--Señor Rivas Moure... usted creía sin duda que al sentarme aquí era
con ánimo de tomar café en su compañía. Pues estaba equivocado, muy
equivocado. Lo que yo buscaba era coyuntura favorable de decirle a
usted que no tomo ¡ni gloria! con los cobardes que apalean a traición.

Y sin añadir palabra más, cogí la taza del café abrasando, y la arrojé
contra la cara de Rivas, donde se estrelló, poniéndole de perlas.
Alzose un tumulto; se interpusieron; Castro Mera me sacó de allí...
y a poco oía un regular sermón de mi madre, trémula de susto y de
indignación contra «ese pillete de Rivas, que ya el año pasado engañó a
una muchacha, y la plantó, con un chiquillo en el vientre».



XIV


¡Divina Peregrina, y cómo vino al día siguiente la buena de _La
Aurora_! Sueltos embozados y misteriosos; otros que se clareaban; un
largo artículo titulado _Manos ocultas_; unos versos macarrónicos
que ocupaban casi toda la tercera plana; el número entero, en fin;
consagrado a demostrar esta palmaria verdad: que mi tío Felipe Unceta
tenía a sueldo un ejército de espadachines, entre los cuales figuraban,
en primera línea, su sobrino y el director de _El Teucrense_; que con
este ejército aterrorizaba y cohibía y ahogaba la voz de la prensa
imparcial; pero que no le valdría la treta, porque ellos (los de _La
Aurora_) estaban determinados a irse al bulto y a no entretenerse con
espantapájaros y testaferros, imponiendo severo correctivo al que se
escondía cobardemente detrás de sus mesnadas, pues ya encontrarían modo
de llegar hasta su inviolable persona. Mezcladas con estas indirectas
del Padre Cobos venían otras no menos ofensivas; salían por centésima
vez los solares, con lujo de pormenores aún inéditos, y se hablaba de
ciertos incidentes ocurridos en el baile entre un suegro y un yerno,
una hijastra y una madrastra, incidentes que habían procurado el donoso
espectáculo de una reconciliación de familia, hecha en público por la
esposa sin anuencia del esposo.

Con el periódico en el bolsillo salí a pasear mi berrinche. Echando
mano de toda la filosofía que tengo de reserva, pensaba para mi sayo:
«¿Qué se hace aquí? ¿Sentarles la mano de verdad, o mandarles al
cuerno? Delibera, Salustio. Comprendo que te molesten algo ciertas
estupideces, que te indigne la mala fe de presentarte como un seide
de tu tío, una especie de sicario asalariado para tirar tazas de café
hirviendo a la cara de sus adversarios políticos. Pero reflexiona y
hazte cargo de una cosa, que te refrescará la sangre, impidiéndote
cometer las barbaridades que se te ocurren. El razonamiento a que debes
atender para calmarte, no tiene vuelta de hoja. _La Aurora_ no se lee
fuera de aquí, y aquí todo el mundo sabe cómo las cosas han pasado:
luego ni aquí ni fuera puede perjudicarte. A quien perjudicará unas
miajas será a tu tío y a su prestigio político. Supongo que dirás que
por ahí te las den todas.»

Con estas reflexiones me aplaqué. Sin embargo, dediqué la tarde
a pasear los sitios más públicos, a fin de que no dijesen que me
escondía, y puedo asegurar que por ningún punto del horizonte vi rastro
de Rivas Moure ni de otras gentes de su calaña. A pesar de que duraba
aún la tornafiesta de la peregrina, ellos se habían retirado huyendo
del mundanal ruido.

Al recogerme a casa para cenar, encontré a mi madre agitadísima: hasta
me esperaba en la escalera para desahogar más pronto.

--¿No sabes? --dijo precipitadamente--. Todo se vuelve líos. Ahora
vamos a tener huéspedes en la Ullosa. Yo salgo para allá mañana en
el coche de la tarde, y ellos pasado en una carretela que alquilan.
¡Bonito jaleo se me prepara! Y me parece que allá no tengo azúcar,
y que se me acabó todo el dulce de pera. No sé cómo voy a salir del
compromiso. Solo esto me faltaba: encontrarme con tu tío y su mujer a
cuestas...

--¿Cómo? --pregunté no menos alterado que mi madre--. ¿Dice usted que
mi tío y su mujer se van a la Ullosa? ¿Pero por qué? ¿Qué novedades
son esas? ¿Usted les convidó?

--¿Convidarles? Chiquillo, ¿qué dices? ¿Qué novedades han de ser?
Canguelo... cerotipia... o como le llaméis al miedo, para no llamarle
por su verdadero nombre. Está Felipe que no le llega la camisa al
cuerpo con lo que decía ayer _La Aurora_ y con todos los belenes
de estos días atrás. A mi modo de ver, recela que los de Dochán se
propongan inutilizarle o matarle, para que no les haga sombra. Está con
esa aprensión que no ve por dónde pisa.

--¿Pero se lo ha dicho a usted?

--¡Hombre! no; él le echa la culpa a la enfermedad, y dale con que los
médicos le mandan respirar aires de campo...; y como al Tejo no quiere
ir, porque no le da la gana de hacer las paces con el suegro, mira por
cuánto me cae a mí la pejiguera...

--¡Mamá!, ¿qué importa? --contesté afanosamente--. Ya les obsequiaremos
lo mejor que se pueda. Cierto que no es muy airoso para mi tío largarse
ahora. Creerán que está muerto de miedo...

--¡Ya se ve!... Y creerán la verdad pura --corfirmó mi implacable mamá.

Al día siguiente salió en el coche de línea, dejándome a mí el encargo
de acompañar a los tíos en la carretela. Protesté, aunque la comisión
me sabía a gloria: pero, al advertirme que era encargo expreso de
Felipe, dejeme convencer, y a las seis de la mañana me vi encerrado en
la extrecha cárcel de un cajón sustentado en cuatro ruedas, frente a
la mujer querida, respirando su atmósfera y sintiendo por vez primera,
desde el famoso vals del Tejo, un año hacía ya, el contacto de sus
finos piececitos y de su cuerpo delicado; contacto que me haría olvidar
toda moderación, si el recelo de ofenderla no me sirviese de poderoso
freno...

A medida que apretaba el calor y el polvo de la carretera subía
en ráfagas turbias, metiéndose por las ventanillas del carruaje,
mi tío acometido de sueño o de modorra, recostó la cabeza en el
rincón, y cerró los párpados. El sol, colándose al través de las
cortinas de percal, introducía, por donde estas no ajustaban, una
flecha de luz, que bañaba el rostro del hebreo --donde se advertía
cierta demacración-- y su cuello, salpicado de placas rojizas. Así
adormecido, con los ojos cerrados y algo retraídos hacia el cráneo,
la boca apretada y las ventanas de la nariz llenas de transparente
sombra, parecía un cadáver, y por vez primera se fijó mi pensamiento
en la hipótesis de la muerte natural de aquel hombre, único obstáculo
a mi dicha. «Está enfermo en realidad: se me figura que lo que tiene
es serio. Ha cambiado mucho, ahora lo noto. Su tipo era sanguíneo y
fuerte, mientras que en la actualidad...» Y después de volver a mirarle
yo discurría: «No lo puedo sentir. Si se muere, digo que la acierta,
dejando a su mujer en libertad y a mí a la puerta del cielo.»

No sé si Carmen interpretó la expresión de mi rostro: lo cierto es
que me miró de un modo raro e indefinible, llevando los ojos de su
marido a mí, y de mí a su marido. La conversación se arrastraba: apenas
trocábamos contadas frases, adormilados y enervados por el calor y
el polvo, mecidos por el carranqueo del coche, que casi no movían
los jacos rendidos de otros viajes y agobiados de tábanos y moscas.
Abanicábase mi tití, y la brisa que levantaba su abanico enfriaba el
sudor en mis sienes, causándome una sensación deliciosa...

Llegamos a mis dominios a las tres, exhaustos de fatiga, como si
hubiésemos hecho a pie la jornada. Mi madre nos esperaba ya y tenía
preparados refrescos, leche, fruta. La tarde la pasamos gratamente
fuera de casa, Carmiña de bata de percal y sombrerón de paja tosca,
divirtiéndose mucho con el gallinero y los establos --pues en mi
humilde casita patrimonial no existían jardines, aunque pegados a la
tapia crecían rosales, celindas y geranios, flores vulgares con que
armé un ramillete para obsequiar a la tití--. El reposo después de
la molestia del viaje; la serenidad de la naturaleza, que siempre se
comunica al espíritu; la libertad y amenidad del campo, prestaban a
Carmen un poco de animación, algo de carmín en las mejillas, y libertad
de movimientos, infundida por la certeza de que nadie la atisbaba. Mi
tío, quejándose de dolor en los huesos, se había tumbado en un sofá, y
Carmen, mi madre y yo quedamos dueños de la huerta.

Aquella tarde, y también al otro día (el lugar, la ocasión y mis años
explican, si no disculpan, el fenómeno), rompiose algún tanto la valla
del respeto interior que ofrecía a Carmen en holocausto; hizo la sangre
su oficio, y noté con terror que si antes me dominaba al tenerla
próxima o encontrarme a solas con ella, ya el amor dantesco se revelaba
vivo y humano, arraigado en las entrañas. Sentíame capaz de incurrir
en desmanes, no solo indelicados sino odiosos, que me enajenasen para
siempre una voluntad secretamente mía, y me abochornasen después.
Me temía a mí mismo, como temen los propensos al suicidio acercarse
a la boca de un abismo o sacar el cuerpo fuera por la barandilla de
una torre. Me proponía vencerme en absoluto; pero no estaba seguro de
conseguirlo, a menos que me ayudasen las circunstancias.

¡De qué horrible manera me ayudaron!

Al tercer día de nuestra estancia en la Ullosa, mi madre y mi tío
salieron juntos con objeto de ver algunos sembrados y majuelos, orgullo
de la cultivadora. Ambos iban de sombrero de paja y sombrillas de
crudillo, forradas de verde. Yo me quedé leyendo y soñando, encendida
la sangre con la idea de que Carmiña estaba a pocos pasos de mí, en la
soledad de aquella casa, donde solo se oía el pesado zumbido de las
moscas, y alguna que otra vez, a lo lejos, la orgullosa y retadora
voz del gallo en el corral. El sol, el silencio, el misterio de las
ventanas entornadas para procurar un poco de frescura, eran incentivos
de mi imaginación, gotas de lava derramadas por mis venas. ¡Tenerla
allí, tan cerca, y no cerciorarme de que positivamente me quería!
Y el caso es que se me figuraba que si ella viniese y me diese de
palabra, solo con una palabrita, el bálsamo consolador de la esperanza
y de la promesa, aquel encendimiento y aquella inquietud dolorosa se
desvanecerían en un soplo.

¿Dónde estaría? Encerrada en su cuarto de fijo, por no encontrarse
conmigo a solas. En esto pensaba, cuando, prestando atención, oí su
voz en el establo, a mis pies. Los establos, en la Ullosa, forman la
planta baja, y encima dormimos los racionales, por lo cual mi madre
sostiene que no existe en el mundo mansión que reúna tales condiciones
de salubridad. Atendí a la voz, que pronunciaba cariñosos adjetivos en
dialecto, palabras tiernas: no tardé en comprender que iban dirigidas
al recental, cría de la vaca. La madre había salido sin duda a pastar
al monte, y el ternerillo, solo en la cuadra, mugía saudosamente,
a pesar de decirle mi tía tantas cosas dulces, y de ofrecerle pan.
Dudé al pronto, pero por fin descendí al establo, y entre la media
obscuridad que en semejantes sitios reina, divisé a Carmiña con su bata
de percal, remangada de brazos y presentando al becerro un puñado de
hierba tierna y húmeda. El gracioso animal sacaba su hocico tibio y
sedoso, pasándole a mi tía por las manos la áspera lengua, mojándolas
de baba clara y pura como la de un niño. Sus ojos nos miraban cándidos
y asombrados; sus doradas orejillas cortas se empinaban sobre su
infantil testuz. Era imposible no deleitarse con tan gentil y precioso
bicho, y la tití me lo dijo en cuanto me acerqué.

--¡Cosa más mona!... Tráele hierba, verás cómo se la zampa... Te digo
que es una judiada dejarlo solito. ¡Pobriño... anda, come, bobo, come!

Lo sombrío del establo no me permitía ver bien a mi interlocutora,
y me alentaba a pronunciar palabras atrevidas. Seguramente iba a
deslizarme, cuando entró, sudoroso y limpiándose la frente con la
manga, un gañán, el mozo de labranza de mi madre, que nos presentó,
muy envueltas en un pañuelo de algodón para que no se manchasen los
sobres, diez o doce cartas y unos cuantos periódicos. Salí a la luz,
miré los sobres uno por uno, y como todos venían dirigidos a mi tío,
se los entregué a Carmiña. Los periódicos iba a guardármelos; pero
viendo entre ellos dos números de _La Aurora_, les quité la faja en
un santiamén y busqué en el texto algo que se refiriese a nuestras
recientes tragedias, recelando encontrar alusiones a la precipitada
marcha, que bien podía parecer cobarde fuga, y en efecto lo era, por
parte de mi tío al menos. Lo primero con que tropezaron mis ojos fue
un artículo titulado: «Retirada vergonzosa.» En él ponían a mi tío
de vuelta y media por haber tomado las de Villadiego. Y en el número
siguiente, otro artículo, cuyo encabezado y contexto me parecieron
harto más graves. Rezaba el epígrafe: «Los hijos de Israel, o un trozo
de historia retrospectiva»; y allí, exhibido con lujo de erudición
--robada sin duda a la cobarde complacencia de D. Wenceslao Viñal--,
se hacía la descripción física de mi tío, relacionándola con su origen
judaico; se hablaba de los judaizantes castigados por la Inquisición,
sobre todo del azotado Juan Manuel Cardoso Muiño; se daba vaya a los
«aristócratas» que mezclaban su sangre con una sangre tan impura, y
se establecía cierto paralelo entre la procedencia y las mañas de
don Felipe, el cual, no pudiendo prestar a usura como sus abuelos,
se dedicaba a chupar la sangre de la provincia. El artículo, aunque
lleno de procacidad e insolencia, revelaba maña para eludir la
denuncia ante los Tribunales, sin dejar por eso de mortificar, herir
y levantar roncha. No sé por qué, al arrugarlo con involuntaria ira,
me atravesó la mente este pensamiento: «¿Sabrá ella que está casada
con un judío?» Creo que me sugirió tan mala idea la familiar palabra
_judiada_, empleada por la tití para calificar el hecho de separar
al ternerillo de su madre. Ni siquiera reflexioné que si mi tío era
hebreo, me alcanzaba a mí la mancha de familia: y tendiendo a la tití
el periódico, la dije:

--Carmiña, lee. Mira a dónde llegan los rencores políticos.

Se asomó también a la puerta del establo, y leyó. La observé entre
tanto. Sin duda la lectura confirmaba presentimientos antiguos,
repugnancias indefinibles hasta entonces, estremecimientos del alma que
no podían justificarse por ninguna razón positiva. La aversión quedaba
explicada ya. Aquella _cara de judío_ no la dibujaba la imaginación
antojadiza; su marido parecía un sayón... porque lo era; y el horror
instintivo acertaba más que los razonamientos.

Devolviome el periódico sin pronunciar palabra, y subiendo la escalera,
se encerró en su cuarto con llave.

Mamá y mi tío regresaron pronto. Comimos y hasta dormimos un rato de
siesta, pues en el vallecito de la Ullosa, encerrado entre colinas, el
calor, en las horas meridianas, era intolerable. A eso de las cuatro
vino mi tío a llamar a mi puerta, y entró en el cuarto, diciéndome:

--Salustio... ¿Conoces tú por aquí cerca algún médico formal y que sepa
su obligación?

--¿Aquí cerca? --respondí--. El de Cebre no es malo; es un hombre
estudioso y que se toma interés por los enfermos... Una vez asistió a
mamá en unas anginas. Pero... ¿qué sucede? ¿Está indispuesta... mi tía?

--No... ¿Qué distancia hay hasta Cebre?

--Hay tres leguas que andar, lo menos. No importa; enviaremos al criado.

--¡Bah! --respondió--. No merece la pena. Iré a Pontevedra... es
preferible. Lo que tengo no vale nada probablemente. Por la mañana
tomamos una ración de sol más que regular; yo traía ya la sangre
quemada con los belenes de estos días... y creo que se me ha arrebatado
la erisipela un poco. Se me han formado ampollitas... ¿ves? --añadió
remangándose el puño de la camisa y enseñando su brazo velludo--. Luego
reventarán... El _soleado_ es dañosísimo para esto de los humores.

Sin duda a causa de la antipatía que me inspiraba el paciente, se me
figuró muy repugnante el aspecto de las ampollas, y me costó algún
esfuerzo fijar en ellas los ojos. Ofrecime a ir en persona a Cebre y
traer al médico si hacía falta.

--No --contestó mi tío--. Voy yo a Pontevedra, ida por vuelta, a
consultar a Saúco, que está allí, según he visto en los periódicos.
Pero se me figura que no hay necesidad. Con un poco de agua de
vejeto... Hice una imprudencia en exponerme al sol de justicia de esta
mañana. Tu madre se moría si no me enseñaba la viña nueva. Además está
uno desazonado, porque aquella gente... En fin, cuestión de refrescos.
Irritación y nada más.

No se volvió a hablar aquel día del padecimiento. Ni yo pensaba en
él, dedicándome a estudiar en el rostro de Carmiña los efectos de la
revelación contenida en el artículo de _La Aurora_. ¡Ah! Se veían tan
patentes como si los hubiese escrito un dedo de fuego en su fisonomía.
El esfuerzo para _querer_ a su marido era inútil; el desvío instintivo
se sobreponía ya, la naturaleza recobraba sus derechos, y al contacto
del deicida estremecíase profundamente la cristiana...

A la mañana siguiente se me pegaron a mí las sábanas. Me habían
desvelado toda la noche mis sugestiones de pasión y de odio, mis
livianos pensamientos y la desazón de girar en aquella especie de
círculo vicioso o devaneo estéril en que consumía mis mejores años, la
savia de mi cerebro, y las fuerzas de mi alma. Mientras corrían las
horas nocturnas, yo cavilaba si no sería mejor hacer de una vez algo,
malo o bueno, disparatado o razonable, pero decisivo; algo que pusiese
fin a la situación ambigua y casi tonta de enamorado platónico; algo,
en suma, que me desentumeciese y resolviese el problema, aunque fuese
echándolo todo a rodar. Fluctuando así pasé, lo repito, de claro en
claro la calurosa noche veraniega, y solo al amanecer concilié un sueño
letárgico; de modo que a cosa de las diez aún no me había rebullido.
Desperté sobresaltado al oír que entraba en mi dormitorio una persona
que abrió de golpe las maderas, arrojando sobre mis ojos y mi cara un
torrente de luz solar y exclamando en el tono con que gritaría «¡Fuego!»

--¡Salustio, Salustio!

Abrí los párpados, aturdido todavía. Era mamá. Aunque embargado por el
sueño, presentí o adiviné que algo grave ocasionaba su entrada en mi
cuarto a deshora. Me froté los ojos, me estiré, moví la cabeza y vi
que el rostro de mamá expresaba un sentimiento mixto: sorpresa, miedo,
espanto y cierta satisfacción misteriosa... Se inclinó sobre mi cama y
soltó estas palabras:

--¿Sabes qué ocurre? Salustio... ¿sabes?

--¿Qué? No... ¿cómo he de saber? Carmiña...

--¡Carmiña! Sí, ¡buena Carmiña te dé Dios! Tu tío...

--¿Ha reñido con ella?... ¿La?...

--Tu tío --dijo enérgica y rápidamente-- ha pasado la noche con
calentura y dolores; cree que tiene un ataque de erisipela, una
inflamación de la sangre...

--Bien, ¿y?...

--¡Y lo que tiene es el mal de San Lázaro!... --articuló mi madre, con
los ojos dilatados de horror.



XV


--¿El mal de San Lázaro? --repetí sin comprender aún claramente el
sentido de la tremenda palabra.

--Bueno, la lepra --respondió emitiendo la voz entre sus dientes
apretados y con una expresión que no cabe imitar.

La revelación produjo su natural efecto. Mudo yo de estupor en los
primeros instantes, y silenciosa ella para dejar que me penetrase bien
de la trascendencia de la noticia, nos mirábamos de hito en hito, y a
fuerza de ocurrírsenos un tropel de ideas no formulábamos ninguna. Mi
madre fue la primera a recobrar la palabra, y con el acento dramático
de la mujer del pueblo que narra un asesinato de que ha sido testigo
presencial, dio salida al torrente de sus impresiones.

--Te juro que es lepra, tan cierto como que tu padre está en la
sepultura. Ya me lo tenía yo tragado hace tiempo. No creas que me coge
de susto. Pero estas cosas siempre afectan, cuando uno las ve así.
Felipe es el vivo retrato de la abuela... y la abuela murió lazarada
también. ¿No te decía yo que Dios es muy justo y no deja sin castigo
las fechorías?

--¡Mamá, está usted loca! --exclamé interrumpiéndola--. No puede ser;
ese mal ya no existe; es una enfermedad de otros tiempos, de allá de
la Edad Media, y ahora ni se ve ni se sabe que la padezca ninguno. Son
desvaríos; vamos, que no.

--¿Que nadie la tiene? ¿Que no la padece nadie? --prorrumpió mamá con
furia--. Sí, fíate en Dios y no corras... En Marín te enseñaría yo más
de cinco pobretes leprosos; y esos no la ocultan. Lo que sucede es que
en los señores siempre se llama erisipela o humor herpético. Ni en el
potro confiesan la verdad: ¡buena gana! Y nosotros debemos hacer lo
mismo, porque es una mancha muy grande para la familia y una vergüenza
horrorosa.

--Vergüenza ni mancha, no --protesté--. ¿Qué culpa tiene nadie de sus
padecimientos? El estar enfermo no es afrenta --respondí mientras en
mis adentros una contrariedad involuntaria me desmentía.

--¡Qué ideas tan disparatadas traéis de Madrid! --porfió mi madre--.
¿No te parece vergüenza ser de familia de judíos y de lazarados?
Hay cosas que da risa oírlas. ¡Sois más extravagantes! Vergüenza y
grandísima; y si se corriese por ahí, te perjudicaría para casarte hoy
o mañana. Tú erre que es erisipela, y de ahí no me sales. Pero yo quise
decírtelo, primero por desahogar, segundo para que vivas avisado, y
además para que me aconsejes lo que hacemos.

--¿Lo que hacemos? --repetí sin comprender el alcance de la pregunta.

--¡Pues claro! --repuso mamá sorprendida--. ¿Crees que me voy a quedar
con la lepra en casa, así tan fresca y tan conforme? ¿Crees que voy
a exponerme a que se nos pegue? ¡Cualquier día! Desde que me he
convencido de que la cosa es lo que suponía no sosiego; les dejaría
campando en la Ullosa y me largaría yo a donde Cristo dio las tres
voces, contigo por supuesto.

--¡Pero eso es una inhumanidad! --objeté alarmado--. ¡Dejar a Carmiña
sola con el marido, en semejantes circunstancias! ¿Usted no conoce que
no puede ser?

--¿Que no puede ser? --contestó admiradísima--. ¿Y por qué? ¿Qué
obligación tengo yo de aguantar a Felipe ahora? Su mujer es su mujer;
que le asista, que para eso le tomó por marido; ¿pero nosotros? ¿Me
haces el favor de decirme a qué santo le habíamos de sufrir? ¿Qué le
debemos? Nos ha despojado, nos ha robado...

--¡Chist!... No levante usted la voz... --pronuncié en tono suplicante,
echándome de la cama y buscando mis zapatos y mis calcetines.

--Me ha robado lo mejor de mi legítima; como es la pura verdad, no hay
por qué ocultarlo --arguyó mi madre, a quien el pavor de la repugnante
enfermedad hacía perder toda noción de prudencia, y hasta olvidarse de
su propio interés--. Me ha dejado en cueros, bien sabes que te lo he
dicho, y lo que le sucede es castigo de Dios; ya te anuncié que el día
menos pensado le caería sobre la cabeza.

--Mamá --respondí metiéndome en el pantalón--: no sabes lo que me
fastidia oír disparates. ¿Conque Dios anda vara en mano sacudiendo a
los que a ti te molestan?

--¡Disparates los tuyos! --replicó ella intrépidamente--. ¿Conque Dios
no premia ni castiga? ¿Conque Dios no les da a los pícaros su merecido,
aquí en este mundo y en el otro? ¿Conque cualquiera puede hacer lo
que se le antoje, quitar el pan al huérfano y a la viuda, y Dios no
se entera? Salustiño, yo no sé tanto como tú, ni he estudiado, ni leo
libros; pero ciertas cosas las entiendo lo mismo que los sabios... ¡y
pobres de nosotros si se precisase mucha sabiduría para entenderlas!

Abroché agitadamente el chaleco. No acertaba a entrar los botones
en los ojales. Mis torpes dedos se negaban a servirme. Renunciando
a discutir con mamá, en la seguridad de no poder apearla de sus
convicciones bíblicas, duras y rencorosas, mi único deseo era ver a
Carmiña, cerciorarme de la realidad del caso atroz, y discurrir cómo
se aminoraría la gravedad del conflicto. Pensaba en esto al hacerme
descuidadamente el lazo de la chalina, encontrándose ya mis potencias
enteramente despejadas, según suele ocurrir cuando nos sorprende en
mitad del sueño una novedad importante, que nos llama al terreno de la
acción. Incierto aún, me volví hacia mi madre, insistiendo:

--¿Pero estás bien segura de que es lepra, lepra auténtica? Tus
conocimientos en medicina...

--¿Que si estoy segura? Como yo fuese médico, a ciencia me ganarían
otros... ¡pero lo que es a golpe de vista! Tengo yo ojo de diablo.
Además, he visto lazarados mil veces. En la Toja los hay a docenas. En
Marín teníamos uno que venía diariamente a casa a pedir limosna: traía
su taza para el caldo, y nosotros le dejábamos otra llena en el portal;
porque comprenderás que se tomaban mil precauciones, y todas eran
pocas. ¡A mí me da _eso_ una grima!...

--Pues mamá, si lo tenemos en la masa de la sangre, quien menos debe
asustarse somos nosotros.

--Hombre... lo tenemos y no lo tenemos --replicó con su ilógico
tesón--. Quien sacó aquí cara de judío es tu tío Felipe, y a él es
a quien se le ha transmitido el mal. La prueba es que yo nunca tuve
aprensión de padecerlo, ni de que lo padecieses tú.

--Y entonces --argüí--, ¿por qué te empeñas en que ahora aislemos al
tío, si no hemos de contraer la enfermedad?

--¡Pamplina! --gritó tercamente--. El cuidado no sobra. Lo primero, el
número uno. Él que se arregle. Bien rico es: no le faltarán enfermeros
ni médicos.

--¿No queda duda?

--¡Duda! ¡He visto la úlcera!... ¡Esta mañana tenía la ropa interior
pegada al cuerpo!

--¿Y él... sospecha?...

--¡Ni por asomo! Erisipela y más erisipela. Le echa la culpa al sol de
ayer.

Yo estaba vestido ya, y me había pasado por los soñolientos ojos una
toalla húmeda. Planteme delante de mi madre, en interrogadora actitud,
como el que dice: «Bueno, ¿y qué? ¿Cómo resolvemos la situación?
Pongámonos de acuerdo.»

--Pues, hijo --declaró mamá con su acostumbrada viveza--; yo no soy
de las que se atollan. Esta misma tarde a Pontevedra, o ellos, o
nosotros. Lo prudente y natural sería que lo hiciesen ellos, en busca
de facultativo; pero como Felipe tiene un miedo que no ve a que le
apaleen los de _La Aurora_, acaso le dé por estarse aquí hasta Dios
sabe cuándo: tal vez hasta que se vuelva a Madrid: ya ves tú si sería
pejiguera. De modo que si ellos no se van, somos tú y yo los que esta
misma tarde, por la diligencia, tomamos el portante. Ahí les queda la
casa, la criada, las ropas... que regularmente tendré que quemarlas
toditas cuando tu tío se marche, porque yo no me acuesto en sus
sábanas; primero pido limosna para comprar otras nuevas...

La oía aterrorizado. ¿De manera que iba a permanecer allí Carmiña,
sola, con su marido atacado de tan terrible mal?

--Mamá, vete tú, si quieres. Yo no tengo aprensión. Me quedo para lo
que haga falta.

--¿Que no vienes? ¿Pero estás de remate? ¿Crees que voy a dejarte
aquí, ni a consentir que se te pegue el mal por locuras y quijotismos?
¿Tantas obligaciones le debes a tu tío que te juegas por él la salud?
Salustiño, mira que no me incomodes... Tú me acompañas a la tardecita.

--Tiempo perdido, mamá... No he de ir.

--¿Cómo que no? --exclamó mi madre, agotada ya su escasa provisión de
paciencia--. ¿Cómo que no? ¿Se puede saber quién manda aquí?

--Tú, en todo menos en esto --contesté deseoso de no enfadarla,
tomándola en broma como hacía muchas veces.

--No; no me vengas con guasas, que entonces me pongo aún más frenética
--gritó la vehemente criatura en tono indescriptible--. Has hecho
cuanto se te ha antojado; me has perdido el año, y no te he dicho una
palabra siquiera --lo cual no era verdad, pues me había dicho muchas--.
Pero si ahora se te antoja coger la lepra, ¡eso!...

--Por Dios, no alce usted la voz... Cállese... ¡Que va a enterarse
Carmiña!

--Pues que se entere. ¡Caramba con tantos miramientos y tantos
circunloquios! No entiendo lo que te pasa con tus tíos, pero estás
para ellos todo derretido y acaramelado. A la fuerza Felipe te hace
concebir que hoy o mañana te protegerá. No te fíes de él... y ahora
menos que por orden natural... ¡No te comprometas, te lo aconseja tu
madre!... Esos días atrás, en Pontevedra, te pusiste en peligro de que
te rompiesen las costillas... ¡Me viniste a casa con la mano izquierda
estropeada!... ¡Aún tienes la señal... no la escondas! ¿Y todo por
qué? ¡Por sostener el partido de tu tío contra Dochán! No pensé que le
quisieses tanto... Ahora vas a exponerte a ganar la muerte... ¡Mándale
a paseo, que yo, para que acabes tu carrera, soy capaz de ponerme a
servir!...

Decía estas incoherencias accionando y gesticulando mucho, en tono ya
suplicante, ya colérico, hasta que por último, cogiéndome por la solapa
de la americana, lanzó el ultimátum:

--Si no quieres obedecerme, a mí que hablo solo por tu bien, te pego un
bofetón... y no tienes más remedio que venirte.

La tomé en brazos, triunfando de su desesperada resistencia, y
besándola en el pelo, porque escondía la cara, contesté:

--Presentaremos la otra mejilla. ¡Tendrá chiste que me pegues sobre la
barba! Mamá, no chochees. Ni tú ni yo podemos salir de aquí dejando a
tu hermano enfermo y a su esposa sola con él.

--Pues ya verás si les dejo o no les dejo --respondió mamá--. Y a ti
dispongo que te ate el mozo del ganado, y te llevo atadito.

La casualidad o la suerte hicieron que no se precisase echar mano de
esos remedios heroicos. El hebreo se presentó a la hora del desayuno,
como solía, pero muy desmadejado y lacio, anunciando que aquella misma
tarde, por el coche de línea, iba a tomar el tren para seguir a Vigo,
pues comprendía que su estado de salud reclamaba consulta formal, en
toda regla.

--Esta erisipela es molestísima. Es preciso atender al vicio de la
sangre, que se ha revelado ahora más fuerte que antes de ir a la Toja.
Tengo entendido que Sánchez del Arroyo está en Vigo dando baños a su
familia. Podré saber su dictamen.

Yo, sin tocar al chocolate ni al vaso de leche que me habían servido,
consideraba a mi tío con ardiente curiosidad, sufriendo esa fascinación
que ejerce sobre nosotros lo repulsivo y lo horrible, lo que plantea
el enigma del dolor y la miseria humana. Quería leer en su fisonomía
descolorida y como infartada, en su cuello, sembrado de rojas
flictenas, el secreto de la incurable enfermedad, transmitida de padres
a hijos, mejor dicho de abuelos a nietos, disuelta en las gotas de
sangre judía que corrían por las venas de nuestra raza. «No sabe lo que
tiene --pensaba yo--; ni ella lo sospecha tampoco. ¡Vaya una situación!
¿Qué haremos ahora? ¿Se le dice o se le oculta? ¿Cuál resultará más
piadoso: revelar la verdad, o encubrirla hasta que hable la ciencia?
¿Tendrá el médico valor para desengañarla? ¿Qué va a ser de esta
infeliz? ¿Cómo soporta el asco y el miedo y la congoja? Una mujer que
siempre miró a su marido con repulsión invencible ¿qué será ahora? En
cuanto lo sepa se le hace imposible la vida.» Y por virtud instantánea
del terrible misterio cuyo velo se había descorrido para mí, noté en
mi corazón y en mis sentidos un cambio singular. En vez del juvenil y
ardoroso deseo que me torturaba pocas horas antes, percibí una especie
de adormecimiento de la vida sensitiva: pareciome que se purificaba
todo en mí; que podía mirar a Carmiña como se mira a los ángeles; es
más: la idea de su forzada convivencia con el leproso, me infundió esa
pureza o frigidez que se desarrolla a la cabecera de un enfermo grave,
al pie de un lecho de muerte, en los supremos instantes penosos de
nuestra pobre humanidad. Sentí mi amor mutilado o depurado --conforme
se entienda--, y me pareció, al ofrecer aquella gran oblación íntima,
que ya estaría así hasta la consumación de los siglos; que todo era
blanco en mi vida.

A la tarde les vi marchar con la desesperación de no poder
acompañarles, de no haber trocado dos palabras a solas con Carmiña, de
no saber si mi madre se equivocaba, y de perder de vista al ser perdido
cuando le esperaban horas tan crueles. Las fibras profundas de mi alma
me dolían al despedirme de la mujer ligada al hombre sentenciado a
tan espantoso género de muerte. Presentía su calvario, adivinaba sus
torturas, y temblaba por ella. ¿No era contagioso el mal? ¿No caería
sobre su cabeza como el rayo? ¿No iba ella también a ser _leprosa_?

Así que les hubo despedido en la carretera, mi madre se volvió a casa.
Con sus propias manos acarreó leña, la hacinó, le puso debajo cebo de
ramas secas, y prendiendo fuego con un papel retorcido empapado en
petróleo, armó en el patio una fogarada idéntica a las que hacen los
muchachos en la noche de San Juan. Así que crujió la leña, arrancó
las sábanas de la cama de mis tíos (las sábanas que estimaba tanto,
hiladas y tejidas caseramente del lino que ella misma cultivaba);
sacó las toallas, los vasos, las servilletas, el mantel, los platos,
los cubiertos, todo cuanto había servido para los huéspedes, y sin un
momento de vacilación, de prisa, a brazados, lo arrojó a las llamas.
Quedaba en el cuarto de los huéspedes un pañuelo que tití llevaba al
cuello, un pañuelo de seda. Lo arrojó también; y hasta que el fuego no
lo hubo consumido todo, derritiendo el metal blanco y estallando el
vidrio, no se retiró de allí la inquisidora.



XVI


No volví a tener noticias del matrimonio lo menos en quince días.
¡Decir lo que me consumía y desesperaba entretanto! ¡Oh falta de
dinero, estorbo a cualquier grande acción, rémora invisible que nos
sujeta más fuertemente que todas las cadenas y prisiones del mundo,
eterna cortapisa de nuestros mejores impulsos, cable que nos amarras
a la realidad, matadora de los ensueños y enemiga de la libertad como
ningún tirano! ¡Ira de Dios! ¡Verme con barbas, lleno de amor y de
zozobra, saber que la mujer amada atraviesa el más amargo trance, y no
ser dueño de ofrecerle ayuda, compañía, consuelo!

A veces me calmaba un poco la esperanza de que mamá se hubiese
equivocado de medio a medio, lo cual no sería sorprendente. Ella no era
ninguna autoridad en medicina, ni mucho menos, y su fogosa imaginación
y sus preocupaciones tradicionales podían extraviarla. ¿Acaso hay lepra
en el mundo? ¿Acaso persiste esa enfermedad bíblica y gótica? ¿Quién
se acuerda de San Lázaro ya? ¿Dónde vemos una leprosería? ¿Padece de
semejantes dolencias ninguna persona de cierta educación, de regulares
medios de fortuna? ¿No era pesadilla o calenturiento antojo suponer que
mi tío la padeciese?

Transcurrida la quincena, una carta de Carmiña a mi madre me hizo
entrever un rastro de luz. Decía que el achaque de Felipe no presentaba
mejoría notable; que Sánchez del Arroyo no estaba en Vigo, y que
deseosos de consultar a una lumbrera, habían resuelto adelantar el
regreso a Madrid. «Felipe tiene aprensión, mucha aprensión --añadía la
esposa--. Como le falta apetito y le molestan los dolores, discurre que
el facultativo a quien vea en Madrid le enviará, aprovechando lo que
queda de otoño, a algunos baños o aguas que le sienten mejor que le
sentaron los de la Toja. Él cree que estos estaban contraindicados, y
que de allí procede todo su mal». Y al final de la carta, añadía: «Yo
muy bien. Aquí como perfectamente, y los baños de mar me han repuesto.»

Estas indicaciones me hicieron cavilar. «¡Generosa mentira! --pensé--.
Su objeto es persuadirme de que no le faltan fuerzas para llenar
los deberes de esposa, por más difíciles que sean. Me dice con
disimulo: --No flaqueo. Verás cómo tengo valor--. Pero no me engaña.
Comprendo mejor que nadie su estado. ¡La repugnancia, el asco, el
temor, la protesta de la naturaleza contra una enfermedad de esa
índole! ¡Un matrimonio indisoluble! Imposibilidad de apartarse de él
e imposibilidad de acercarse...» Mi imaginación, ya sin freno, bordó
sobre este tema crueles variaciones, representándome cosas hechas
adrede para crispar los nervios. ¿Pero creen ustedes que me resignaba
a dejar marchar los sucesos como Dios quisiera? Nada de eso. Yo tenía
mis planes y mis resoluciones, que había de poner por obra. Como que
me proponía nada menos que ser el salvador de mi tití, y redimirla de
aquella espantable tribulación. Me convertía en ángel de su guarda o
en compañero de su martirio. Mi amor, al depurarse, había adquirido
refinamientos y delicadezas mayores, y me sentía movido por idealismos
generosos, que me impulsaban la abnegación.

No veía el momento de salir camino de la corte. Ansiaba --pienso que
como nunca-- hablar con Carmiña, saber la verdad, cuál era el estado de
su salud y de su espíritu y ofrecerme y entregarme sin reserva. Cuando
llegó el momento, mi madre se encerró conmigo para leerme la cartilla
y encargarme que hiciese... precisamente lo contrario de lo que tenía
determinado hacer.

--Por casa de tu tío aporta lo menos que puedas. Pararás en la fonda de
doña Jesusa. Procura, mira que te lo encargo, no verles; discúlpate
con que tienes mucho que estudiar; y si Felipe te da la mano, no la
cojas; con disimulo te apartas, fingiéndote distraído... ¿ves? así --y
mamá representaba a lo vivo la escena de hacerse el sueco--. Mira que
ese mal se pega; tú tienes la misma sangre; al fin, digan los médicos
lo que se les antoje, de una casta somos, que no podemos negarlo; y no
sería milagroso que retoñase donde menos se piense... Ojo te encargo.
La posada la pago yo; no necesitas andar complaciéndolo a él para que
nos ayude: si por buscar la herencia atrapamos la muerte, esa sí que es
ruina. No hijiño: cada uno mire por sí: no hagas el caballero andante.

Prometí seguir al pie de la letra tan sabios consejos, y emprendí el
viaje, con fiebre de llegar. En lo del hospedaje obedecí, instalándome
en casa de doña Jesusa, por más que entonces desearía yo a par del alma
vivir con mis tíos; y no era que me propusiese ningún fin torcido y
siniestro. ¡Sedme testigos de ello, árboles del soto de la Ullosa, que
me visteis muchas tardes entregado a sueños dignos del hidalgo manchego
en los riscos de la sierra!

La hora de llegada del correo no era a propósito para visitar a nadie.
¡Una noche más de incertidumbre! Por la mañana, en cuanto pude,
corrí a la calle de Claudio Coello. En el portal tuve un momento de
escepticismo. Viendo a la portera que me saludaba, apoyándose en su
vetusta escoba; encontrando la escalera invariable, los _evonymus_ del
patio nada crecidos, el aspecto de las cosas idéntico a sí propio...
me aferré a la idea de la _irrealidad_ del drama interior. «Ni hay
tal lepra, ni tales sacrificios, ni tal amor, si me apuran.» Metí las
manos en los bolsillos, dudé un segundo... y al fin tomé la escalera,
subiéndola de tres en tres escalones, como los chicos. Me introdujo
la criada en la sala... ¡Gran polka bailada por el corazón!... Alzose
la cortina del gabinete... y con verdadera sorpresa mía salió a
recibirme... ¿Quién pensará el lector? Ni más ni menos que el fraile
moro.

--¡Usted por aquí, Padre!

--Más que usted de verme me admiro yo de encontrarme en el mundo de los
vivos... --contestó el fraile, cuyo aspecto confirmaba plenamente su
aseveración. Estaba consumido, amarillento, con los ojos mortecinos,
y cojeando, se apoyaba en una muleta de palo liso, sin almohadilla
ni adornos de clavazón dorada--. Ya no soy aquel Padre Moreno que
usted conoció --añadió tristemente--. Mi robustez se deshizo como la
espuma. Dos operaciones horrorosas he sufrido, ambas con aplicación de
cloroformo; me han barrenado los huesos, y creo que me han extraído
los tuétanos a la vez. Si le digo a usted que un día, al hacerme la
cura, pregunté qué era aquello que me sacaban... me contestan que unas
hilas... ¡y era el tendón que llaman de Aquiles, que salía deshecho!
Pero ¿qué se le ha de hacer? Dios no quiso llevarme todavía... y por
aquí estoy. ¿Viene usted a saber de su tío?...

--Justamente... --tartamudeé--. Quería enterarme de cómo sigue, y
saludar a Carmen.

--Pues no sé si ahora podrá salir. Creo que están haciéndole la cura...
y como puede decirse que quien la hace es ella, porque nunca permite
descansar en el practicante...

--¿De modo --pregunté articulando lentamente y fijando mis ojos
preguntones, casi magnéticos a fuerza de irradiar voluntad, en los del
fraile--, de modo que _sigue su curso el mal_?

--¿La erisipela? --contestó Aben Yusuf cruzando con sobrehumano vigor
su mirada con la mía--. Sigue, ¡pues claro está!...

--¿La erisipela? --pronuncié ya enteramente seguro de lo que pretendía
averiguar, es decir, que mi madre no se había engañado, y el fraile
también _lo sabía_.

--La erisipela, el padecimiento que se le declaró este verano en
Pontevedra --dijo él con serenidad.

--Oiga usted, Padre --supliqué, inspirado por una idea repentina--.
¿Quiere usted hacerme un favor? Ya que en este momento no me es posible
ver a los tíos... véngase usted a dar un paseíto conmigo... y a tomar
una taza de café.

--¡Ay! ¡Paseíto! ¡Usted cree que habla con el Silvestre Moreno del
otro verano! --respondiome resignado y dolorido--. Con esta pata coja
no podré andar como Dios manda lo menos en diez meses... Vaya usted
aplazando el paseo para entonces.

--Pues véngase usted a mi fonda... La verdad por delante: necesito
hablar con usted en reserva. Tomaremos un coche, y no tendrá usted que
estropearse la pierna mala.

--¿Y a qué semejante conferencia? --interrogó el moro vendiéndose caro.

--Figúrese usted que se tratase de confesión --respondí llevándole el
genio.

--¡Confesión! Están verdes... --objetó moviendo la encanecida testa.

No obstante, logré que se viniese conmigo. Servile de apoyo hasta que
nos metimos en un simón, y creyendo que era el sitio más seguro para
hablar, tomé por horas el coche y le mandé ir al paso por la ronda. Y
allí, encajonado, alentado por la proximidad, me expliqué con entera
franqueza. La lealtad de mis propósitos me prestaba energía.

--Padre, usted sabe mejor que yo lo que el marido de Carmen padece.
Usted conoce esa enfermedad; en África ha tenido mil ocasiones de
verla, de saber que es contagiosa, y que es mortal. No me lo niegue.

--Lo que no me explico --contestó el fraile arrugando el entrecejo--
es cómo se encuentra tan enterado el caballero Salustio. Eso sí que me
admira.

--Lo sé --dije sonriendo desdeñosamente-- no por ninguna indiscreción
epistolar, como usted se está maliciando, sino porque en nuestra
familia esa enfermedad es hereditaria; salta una generación, y se
presenta cuando menos la esperamos. Hay en nosotros sangre israelita,
y ese legado cruel...

--Bien cruel, efectivamente --respondió apiadado Aben Jusuf--. Es
cosa tremenda, y crea usted que si conociese ese antecedente antes de
casarse Carmen, la diría: «considera a lo que te expones.»

--¿Lo ve usted? --exclamé triunfante--. ¿Ve usted cómo acertaba yo al
opinar que esa boda era un atentado?

--Poco a poco. Tanto como atentado, no. Usted cree que la vida ha de
componerse de una serie de dichas y venturas, y en eso se equivoca
mucho, porque la vida es una prueba, y a veces una sucesión de pruebas
que acaba con la muerte. A su tía de usted, la señora de don Felipe, la
mandó Dios prueba más dura y más amarga; pero ya sabe Dios dónde hiere,
porque su alma no es del temple común. Carmen es la mujer cristiana, se
lo dije a usted en cierta ocasión... precisamente cuando tuve el gusto
de que nos conociésemos...; y si yo, hablando humanamente, preferiría
que hubiese sido dichosa aquí y en el otro mundo, como confesor diré a
usted que no lamento demasiado verla en este trance. Es un medio de que
luzca en todo su esplendor la hermosura de su alma.

--Padre Moreno --objeté con acento hosco--, es usted tan buen fraile,
tan buen fraile... que ya no tiene entrañas ni corazón. A fuerza de
virtud, suprime usted la humanidad, como quien suprime un estorbo,
o la pisotea como a un bicho. No contento con eso, se mira usted en
el espejo de su propia perfección, hasta el extremo de desconfiar de
los simples mortales, juzgándoles radicalmente incapaces de intención
honrada y de limpieza de propósitos. ¡Apuesto un duro a que no
consiente usted en lo que quiero proponerle!

--Sepamos. Por supuesto, en su juicio acerca de mí hay manifiesta
exageración; vamos, que me ve al través de un cristal teñido de colores
enteramente fantásticos. Usted, señor positivista, hace del Padre
Moreno --que es la misma prosa, el hombre más a la pata la llana-- uno
de esos frailes de drama o de novelón por entregas; si me descuido
me atribuye que venga a prenderle para entregarle al Tribunal de la
Inquisición. No tengo pizca de Torquemada: soy bastante tolerante... me
parece.

--Pues ya que se juzga tolerante y humano --argüí--, veremos cómo toma
mi proposición. Usted saldrá de Madrid dentro de pocos días, según
entiendo. Además, no está usted en situación de cuidar enfermos, sino
de mirar por sí mismo y reponer algo, si es posible, los quebrantos de
la salud. Carmiña se queda aquí sola... peor que sola; bregando con
un enfermo asqueroso, expuesta a que desfallezca su ánimo, y a que,
con todo su heroísmo, sus fuerzas le hagan traición. Pues bien; no se
oponga a que yo la ayude en la asistencia de su esposo.

Una carcajada, no amarga e irónica, sino muy franca, sorprendente en un
hombre débil aún, brotó de los labios del Padre Moreno.

--Perdone que me ría --dijo--, pero es que no lo puedo remediar.
¡Naranjas con el alumno de ingenieros! Tengo que reírme, y mejor es que
me ría yo que no que me formalice y armemos la de Roncesvalles. ¿De
modo que usted cree que su mamá le envía aquí para hacer de hermana de
la Caridad? Y otra cosa, amiguito. ¿Piensa que los cuidados de usted
complacerían al infeliz paciente como la asistencia tiernísima de la
amante esposa?

--Ea, Padre --exclamé saliendo de mis casillas, como solía siempre que
me arrollaba el fraile maldito--: a mí no me venga usted con retóricas
de púlpito, ni me trastee con palabritas insidiosas. Ya sabe que yo
estoy en el secreto: Carmiña es una esposa honrada, la más honrada de
todas las esposas del mundo; pero no puede ser una esposa amante...
¡y la razón me parece bien sencilla! porque no está enamorada de su
esposo.

--Y de usted sí, ¿verdad? --replicó en tono de mofa punzante el Padre
Moreno.

Titubeé. Estaba cogido. Yo protestaría, pero... la verdad es que el
fraile había dado en el hito y traducido mi pensamiento exactamente.
Para salir del apuro, resolví agarrarme al honor y a la delicadeza.

--¿De modo que usted supone en esta proposición mía malicia, algún
fin dañado, algún siniestro propósito? ¿Me juzga usted tan mal? ¿Me
atribuye ni sombra de idea ofensiva para Carmen? Le juro, Padre, que
hoy por hoy es sagrada para mí la mujer de mi tío; que usted no estará
a su lado con más pureza que yo. Si muere su marido, me casaré con
ella; entretanto, seré su hermano y hermano más respetuoso no lo ha
tenido ninguna mujer desde que hay mundo y fraternidad.

El Padre se revolvió en su asiento, afianzando con dos dedos los
anteojos que usaba desde que la enfermedad le había acortado la
vista. Luego se remangó la manga del sayal, como si quisiera pegarme,
movimiento familiar en él; y en seguida me miró y volvió a soltar la
risa.

--¡Caramelo! No puede negarse que es usted muy chusco. No tenía usted
precio para actor cómico, señor mío de mi mayor respeto. Vamos, lo
dicho; es usted de oro, y de plata, y de todos los metales preciosos.
¿Pero no comprende, inocente, que yo, que ni soy director de su
conciencia de usted, ni presumo que su conciencia de usted gaste
el lujo de tener director, no necesito enterarme de si usted lleva
intenciones limpias o sucias y va con buen o mal fin? ¿No conoce que
eso a mí no me preocupa, sino en cuanto le considero prójimo? Por
usted me alegraré de que sea verdad... y la cuestión de conciencia,
aquí termina. Si con algún título pudiera yo meterme en esta danza,
sería como amigo de usted, para desengañarle y quitarle las telarañas
de los ojos. Solo que no querrá usted consentir la extirpación de esa
catarata moral; y entonces, el cirujano no tendrá más recurso sino
dejarle con su padecimiento, hasta que venga la experiencia y le opere.

--¿Y en qué consiste mi catarata, vamos a ver? --pregunté algo
preocupado por el aplomo del fraile.

--¿Quiere usted saberlo? ¿Se convencerá? ¿No saldrá por las de Pavía?

--Oigo tranquilo... Diga, Padre.

--Consiste su catarata en que cree usted que Carmen puede desear que
la ayuden a asistir a su marido, y no es cierto, porque Carmen aspira
a llevarse ella sola la gloria de la asistencia; consiste en que cree
usted que Carmen aborrece a su esposo, y Carmen le ama. Estos son sus
errores, sus cataratas morales. ¿Cuánto va a que no las he batido?

--¡Padre! --exclamé--, perdemos el tiempo. Lo perdemos lastimosamente:
siento decírselo. Porque usted me habla como a un niño de tres años,
prescindiendo de que hace bastantes más que tengo uso de razón; y por
lo tanto, no puede convencerme. Desautoriza sus palabras la falta de
sinceridad.

--¿De sin-ce-ri-dad? --deletreó picarescamente el fraile.

--¿No está usted asegurando que Carmiña _ama_... --así, textualmente--,
_ama_ a su marido?

--Y me ratifico en ello.

--Pues yo insisto, Padrecito Moreno...; por ese camino no se va a
ninguna parte. Mis ojos, mi juicio, mi inteligencia, que no me los ha
dado Dios para adorno, sino para que me guíen y me sean útiles, gritan
a voces lo contrario. Padre Moreno, no le molesto a usted más. Ahora me
toca a mí: se ha acabado nuestra conversación.

--¡Eh! ¡Caramelo! --exclamó el Padre con uno de aquellos chispazos
de vigor que revelaban al antiguo Aben Jusuf--. ¡Poquito a poco, que
de Silvestre Moreno nadie se despide así! Fraile soy, a mucha honra
y también hombre de vergüenza y de verdad. Le he dicho a usted que
Carmiña _ama_ a su marido... y usted me sale con que _no le amaba_.
Fíjese en la gramática: hoy le _ama_... y el tiempo se encargará de
probárselo a usted. Cuando se lo pruebe ¡naranjas! me debe usted una
satisfacción. La de reconocer que ha sido bastante terco.

--Entonces... le han vuelto a Carmen el corazón del revés, como un
guante.

--Exactamente. ¿Cree usted que no puede ser? ¡Vaya si puede, señor mío!
Hace media hora que hablamos como cotorritas, y no nos entendemos,
ni trazas, porque tampoco entendemos el mundo ni la vida de la misma
manera. Usted cree que no hay en esto de las relaciones conyugales
más que el capricho, la golosina de la imaginación, el frenesí de
los sentidos... o una chifladura muy superfirolítica, de esas que se
leen en los versos o se cantan en las óperas; y que si inspira cierta
prevención un esposo robusto y sano, doble repugnancia ha de infundir
el mismo esposo lleno de lacras, herido por la mano de Dios con un mal
repugnante e inmundo. Pues ahí verá usted las consecuencias de ser
pagano, como lo es usted por desgracia. La persona que tiene el alma
disciplinada por el cristianismo, lejos de aborrecer el sufrimiento, ve
en él la ley universal, la gran norma de la humanidad, que solo nace
para sufrir y merecer otra vida mejor que esta. Me ha contado fray
Zeferino González --porque yo no soy sabihondo, soy un pobre teólogo de
misa y olla-- que ahora los filósofos más de moda, aun entre ustedes
mismos los racionalistas, reconocen esta verdad, y están conformes en
que el mundo no es más que un abismo de dolor, y que hay un velo de
ilusión que nos engaña, desfigurando la realidad. Pues la verdad que
ahora, al cabo de los años mil, descubren los filósofos flamantes, la
tenemos olvidada de puro sabida los cristianos. Al convencernos de que
el dolor es la ley, y que nadie la elude, se nos desarrolla una virtud
llamada _caridad_. Si a la _caridad_ se añade la _gracia_, se nos
inmuta el corazón, y amamos el sufrimiento, la enfermedad y la muerte.
¿Usted dice que el padecimiento del marido de Carmen es asqueroso?
¡Ya lo creo que lo es! No lo sabe usted bien... y si se acercase a
asistirle, se me figura que toda la resolución de que hace usted alarde
iba a llevársela el diablo. Bueno; pues en la Edad Media, ese mismo mal
existía y abundaba, y era acaso más repugnante que hoy, porque no había
para combatirlo tantos medios científicos como actualmente; tantos
desinfectantes, verbigracia. Y las santas y los santos más grandes de
la Iglesia estaban --permítame usted la frase-- enamorados, lo que se
dice enamorados, de los leprosos. Les daban los nombres más cariñosos
y tiernos; les consideraban como a hijos o hermanos. Eso, saltará
usted, es contra la naturaleza humana, que busca lo sano y lo bello, y
rechaza lo que mortifica los sentidos. Pues ahí verá usted, ¡caramelo!
Por eso le decía yo que no podíamos entendernos. Porque usted solo ve
la naturaleza y lo terrenal, y yo veo lo sobrenatural, pero realísimo,
puesto que en otros siglos se encontraba a cada paso, y en este todavía
se encuentra.

--¿Y usted cree --pregunté sin darle crédito alguno-- que a mi tía la
ha herido esa gracia a que se refiere?

--¡Váyase usted al recaramelo! --profirió el fraile--. No sé a qué
gasto saliva. No me entiende: estoy hablando en chino... La experiencia
le enseñará.

--¿Vuelvo, señorito? --dijo el auriga, cuando toqué al vidrio del
clarens.

--Sí; Claudio Coello... número tantos... ¿O quiere que le lleve a otro
sitio, Padre?

--Si le es lo mismo, déjeme en la puerta de San Carlos... Y medite, que
falta le hace.



XVII


La experiencia, sí... pero, ¿cómo adquirirla? Era dificilísimo ver
despacio a tití, que salía poco del cuarto del enfermo. Resolví esperar
al domingo, irme a pasarlo enterito a la casa, y estudiar la situación.

Conviene saber que Luis Portal, ya dueño de su diploma, pero no
colocado todavía, no se había movido de Madrid, donde al llegar yo, le
encontré... ¡oh asombro!, reñido, enteramente reñido con la inglesa.

--Pero, ¿cómo ha sido eso? --pregunté atónito--. ¡Si estabas hecho un
arrope manchego! ¡Si no se te podía resistir!

--¡Ahí verás tú! --respondió el oportunista, colgándose de mi brazo y
paseando conmigo, arriba y abajo, por el reducido cuartuco--. Eso te
probará que soy todo un hombre, y no me dejo llevar de la fantasía,
ni del capricho, ni de la pasión. Si tomases ejemplo de mí, mejor
te fuera. A mí no me arrastra el corazón, o lo que sea, a cometer
insensateces y a comprometer mi porvenir.

--Bueno; déjate de filosofías, y vengan detalles. ¿Por qué has tronado
con tu _Mo_?

--¡Hijo!... Por trescientas mil cosas. Mejor dicho, no... solo por
una... pero menudita. ¡Bagatela! La señorita Baldwin quería... ¡no
se le ocurre ni al diablo!... quería casarse conmigo. Y no para más
adelante, cuando yo abra mi surco... Ahorita, inmediatamente... Para
irnos juntos a Ciudad Real, adonde estoy destinado.

--¡Hombre!... ¿Pues no decías que _Mo_ no pensaba en casaca, y que era
una mujer superior, y nueva y distinta de todo el género femenino?

Mi amigo me miró con sus ojos ardientes, hinchados y cercados de negras
ojeras.

--Eso parecía... Cualquiera lo hubiese pensado... Pero, hijo... así que
me vieron metido en harina, me echaron la red. Fue una conspiración
sumamente curiosa, en que toda la familia Baldwin tomó parte. Dieron
por hecho que nos casábamos: ya conoces el sistema. Los chiquitines me
llamaban _brother_, la pastora me decía a veces: «Luis, hijo mío...»
Abusaban de mí como si ya tuviese puesta la coyunda; me empleaban sin
escrúpulo y sin duelo en sus obras de propaganda y evangelización,
y quisiera que me vieses ocupado en corregir pruebas de un folleto
titulado _La gran crisis_, donde se profetiza que el jueves 5 de marzo
de 1896 serán arrebatados al cielo, sin morir, ¡ciento cuarenta y
cuatro mil cristianos!

--¡Bah! Exageras.

--¡Qué he de exagerar! No rebajo un cristiano de los ciento cuarenta y
cuatro mil. Aquí conservo ejemplares del folletito, parto de la musa de
mi reverendo ex suegro el señor Baldwin, o, mejor dicho, de la pastora.
Mira ese grabado: _la mujer encarnada sobre la bestia bermeja_. ¡Qué
mono! Representa a Roma. ¿No ves la tiara?

--Pero entonces, aquella señora Baldwin tan fina y tan lista... ¿está
loca, o qué?

--No sé qué responderte. Me da en qué pensar. Acaso _ellos_ son más
ilusos que nosotros, los latinos decadentes. Creo que la cultura y
la sensatez de esa gente no pasan del exterior: barniz simpático,
que encubre un fanatismo delirante y una intransigencia cruel. _Mo_,
educada de otra manera, sería un encanto de muchacha: no puede negarse.
Porque hay allí tesoros... Pero le han inoculado el virus...

--¡Anda! ¡Toma el ave fénix... la mujer del porvenir!

--¡Qué quieres! --profirió con amargura Luis--. Yo tengo el defecto de
ver claro...

--¿A última hora?

--¡Más vale tarde que nunca! --añadió con despecho--. He penetrado
más allá de la cáscara... y resulta que era de plaqué y saltaba al
apoyar el dedo. Hoy por hoy, no sé si te diga que prefiero el tipo
de nuestra mujer ignorante y cerril a una marisabidilla como _Mo_.
Las cosas a medias, los conatos siempre tienen algo de aborto, cierto
sello ridículo. La instrucción de _Mo_ es embolada, es ñoña; solo sirve
para confirmar preocupaciones, no para desterrarlas dejando libre el
campo intelectual. A _Mo_ la han enseñado a pintar, pero sin estudio
del modelo vivo, flores y pájaros únicamente; _Mo_ toca el piano...
como cualquiera: a Shakespeare lo lee, conformes... pero en edición
expurgada; _Mo_ conoce la historia de su país... según un compendio
para niños; en suma, chacho, yo que creía encontrar su espíritu igual
al de un varón... y me suena a hueco, lo mismo que el de las demás
hembras.

--¿Y cuándo has notado eso? --pregunté al oportunista.

--¡Bah! inmediatamente --afirmó alzando los hombros--. Pero no quería
convencerme, porque... --Riose nerviosamente--. ¡Esto del amor es una
cosa empecatada!

--¿Y reñísteis por eso solo?

--Reñimos --contestó Portal repentinamente exaltado, echando
chispas por los ojos y arrebatada su amplia faz-- el día en que me
planteó la crisis e hizo cuestión de gabinete la inmediata boda.
Yo me solivianté... y ella no, al contrario: estaba más serena,
y más cándida, y más guapa que nunca... ¡Erre en que hacía un
papel desairado, y en que a su edad ya su madre llevaba tres años
de matrimonio, y _habían nacido_ ella y William, el mayor de los
chicos...! ¡Estuve por decirla que la indemnizaría del retraso!
Desde que empezamos la polémica, me trató de usted... ¡Y si vieses
qué sonido tan particular, tan seco, le daba al _usted_ la muchacha!
Yo, haciéndola mil reflexiones... y nada, tiempo perdido... como si
hablase a esa cama de hierro...

Calló un instante el oportunista, y sus cejas se contrajeron con
sombría expresión. Al cabo de algunos segundos añadió con esfuerzo:

--Llegué a figurarme que esa mujer no me ha querido nunca. Sí, adquirí
el convencimiento...

--¿Porque deseaba casarse pronto?

--¡Bah! Por eso no precisamente... Hay que fijarse en la voz, los
gestos, la manera de mirar... Lo que uno cuenta no da jamás idea
de lo que ha sucedido. Quisiera que la vieses. Parecía un mercader
discutiendo un negocio... Aquel corazón es de berroqueña; es un
témpano, mejor dicho... ¡Un Témpano! No sé cómo pude llegar a
ilusionarme tanto al principio, y personificar en _Mo_ la _mujer
nueva_. ¡Corteza, cáscara, mentira! Pero yo, en mis trece. De casaca no
quise ni prometer, ni soltar prenda. ¡Si vieses con qué tranquilidad me
despachó! Yo en la puerta, y ella de espaldas, rígida, sin llamarme...
Pero se lleva chasco, que con Mathew tampoco se casa. ¡Buena gana tiene
el mozo!

--Mathew... ¿Quién es ese? ¿Un rival?

--Un cajero que se trajo de Inglaterra la compañía Stirling. ¡Un
inglesito más antipático! Y piensa en bodas lo mismo que yo. Ya verá la
señorita _Mo_ lo bueno... Mathew no se casa... ¡Como no se case con una
botella de _gin_!...

Al hablar así, el rostro de mi amigo se descomponía, revelando oculto
sufrimiento.

--Pues si resulta que _Mo_ no es lo que tú soñabas --le dije--, debes
alegrarte del trueno.

--Y me alegro... ¿Quién lo duda? ¿Crees que lloro? Así que me largue
a Ciudad Real... bailaré de gusto. ¡Ventaja mayor! Pero no todos se
mostrarían tan enteros. Esto requiere mi fuerza de voluntad.

No quise dar broma a mi amigo, porque me parecía crueldad manifiesta.
Conocí que estaba ferido de punta de amor, tanto o más que yo mismo,
que rebosaba despecho y amargura, y que hacía de tripas corazón. Ya
me encontraba yo versado en los misterios del antojo amoroso, de ese
duende que se nos aloja en las entrañas, y figureme que la traducción
más fiel y ajustada de ciertas biliosas melancolías, de ciertas
alegrías sin pretexto, y aun de ciertos desórdenes en que vi caer a mi
sensato amigo, no tenían otra explicación sino la de haberse quedado su
alma cautiva entre los dedos de la bella zagala evangélica.

Antes de avistarme con mi tío hablé confidencialmente al doctorcillo
Saúco, su médico de cabecera desde que Sánchez del Abrojo había
interrumpido sus visitas, nunca muy frecuentes, como de facultativo ya
famoso. Al pronto intentó mi paisano disimular conmigo y convencerme de
que la enfermedad de don Felipe Unceta no era sino una «degeneración
cutánea»; pero, persuadido de que yo estaba en autos, cantó de plano el
hombre.

--Entonces, hijo, ya que lo sabes... Pero guárdame el secreto; es
decir, guárdatelo a ti propio; si se enteran por ahí de que te viene
de casta... Por supuesto, tú no tienes nada que temer. Si acaso, tus
hijos; esta enfermedad casi siempre salta una generación. A veces
también se extinguen, a fuerza de tiempo y de cruzamientos de sangre.
Lo que va siendo raro es que se presente tan de mano armada y con
proceso tan rápido como en tu tío. Esta... esta es de órdago. Ya se le
van anestesiando las extremidades. Los músculos empiezan a atrofiarse.

--Pero yo creí que no había en el mundo semejante enfermedad.

--¡Vaya si la hay! Solo que a esa clase de padecimientos, en las
personas acomodadas, los llamamos _dermatosis, degeneraciones
cutáneas_... y adelante con los faroles. No son frecuentes, sin
embargo, en la esfera social de tu tío los casos de lepra.

--¿Y tiene cura? --pregunté con ansiedad.

--¡Cura...! El cura, hijo... si es buen católico ese señor. Solo caben
paliativos. Y la cosa va de prisa. A quien compadezco es a la pobre
señora. Tu tío será dentro de poco un montón de lacería, como Job en
su estercolero. La Edad Media en estos casos aislaba rigurosamente,
y dicen que a los gafos se les ponía al cuello una campanillita para
que huyese de ellos la gente sana. Hoy tendemos encima de ciertos
males repugnantes un velo de sublimado corrosivo... y se acabó. Mucha
desinfección, pero igual podredumbre. Y aquí tienes un caso en que yo
entiendo que procedía la disolución del matrimonio.

Cualquiera presume cómo iría yo cuando el domingo logré por fin ver al
enfermo y a la enfermera... Frío mortal me traspasaba los huesos al
subir las escaleras, al llamar, al entrar en el cuarto del leproso.
Encontrábase este arrellanado en un sillón, con un periódico sobre las
rodillas: sin duda acababa de leerlo. A su lado, tití hacía labor.
Cuando yo llegué, tenía la cabeza baja: así es que lo primero que
atrajo mis miradas fue el rostro del enfermo...

Había en él algo que impresionaba siniestramente, tal vez por su
misma inmovilidad, pues noté que le faltaba el juego expresivo de las
facciones, sin duda a causa de la atrofia muscular de que hablaba
el doctorcillo. No estaba, sin embargo, ni muy desfigurado, ni
enflaquecido en demasía. Cejas y pestañas habían desaparecido casi, y
en la parte inferior de las mejillas noté manchas lívidas y siniestras.
Mi angustia creció al comprobar la tremenda verdad del pronóstico de
mi madre. ¡Era el mal sagrado y pavoroso de la Biblia, que al cabo de
tantos siglos caía nuevamente sobre la raza de Israel...!

Mi tío, al verme, hizo lo que acaso por suspicacia hacen todos los
enfermos de males contagiosos: me tendió la mano, ya algo retorcida
por la gafedad, y mostró intención de apretar la mía. No vacilé: se
la entregué llevado de un instinto de delicadeza; pero, al tocar la
suya, me subió la náusea al galillo. El horror tradicional a aquel
formidable castigo del cielo surgía del fondo de mi alma, y mi diestra
se estremeció en la de don Felipe.

Tití se había levantado para saludarme. También me alargó su manecita,
cuyo contacto me sorprendió, porque no estaba calenturienta. Entonces
la miré de frente, y admiré el cambio de toda su persona. Ya no
mostraba decaimiento, ni aquel temor escrito en su rostro cuando
en la Ullosa comprendió que era de raza hebrea su marido. La vida
brillaba en sus serenos ojos; su tez, aunque no sonrosada, tenía la
tersura que presta el equilibrio de los humores; había cobrado carnes,
y en sus brazos y seno observé dulce plenitud de formas. Su actitud
misma se diferenciaba de la de antes. Ahora mostraba una tranquilidad
resuelta, una presencia de espíritu que casi podía confundirse con el
gozo. Si yo conociese menos los quilates del alma de la tití, creería
que la regocijaba la enfermedad de su marido. Lo cierto es que su
transformación la sentaba muy bien: era otra mujer, y mujer capaz de
inspirar otra clase de amor; mujer apetecible. Y, sin embargo, yo, que
había ardido por la triste y desmejorada criatura, hoy me reconocía
dueño de mis sentidos: con la idea de la enfermedad, no creía que
pudiese mi imaginación inflamarse nunca.

--Comerás con nosotros, Salustio --advirtió mi tío, dirigiéndose a su
mujer--. Que le pongan plato. Vente todos los domingos: no puedo salir,
me darás conversación. Se aburre uno de estar así tan encerrado, tan
privado del trato de gentes...

--¿Y cómo se encuentra usted? --dije, por decir algo.

--Hombre... ¡qué sé yo!... Saúco siempre me anima y se ríe de mí...
Dice que pasaré mal invierno tal vez, pero que en primavera estaré muy
aliviado. Ya ves que aún me queda buen rato de rabiar... Se me agarró
de veras el condenado reumatismo, y como creo complica la erisipela,
se originan estos malditos fenómenos... Lo peor de todo, que está uno
hecho un sucio: que ni se puede ir al Congreso ni a ninguna parte hasta
que empiece a quitarse _esto_ del pescuezo y de la cara... Vamos, que
está uno impresentable; y aquí en Madrid no se quiere a la gente sino
charolada y lustrosa... Lo siento, porque Dochán en el interregno se
despacha a su gusto y me hace barrabasadas...

No contesté. ¡Me parecía tan cómicamente fúnebre oír a aquel hombre
sentenciado a espantosa muerte interesarse por mezquindades de política
local!

--Si pudiese andar --añadió--, daría mil vueltas por ciertos centros, y
divertiría a toda aquella pandilla de los Dochanes, los Requenas y los
Rivas Moure. Precisamente ahora tienen descontento a don Vicente, y lo
pasarían bastante mal si yo no estuviese inutilizado.

La voz de tití se alzó entonces, timbrada con la misteriosa sonoridad
que indica que lo que se dice sale del alma.

--No pienses en niñerías, Felipe --murmuró amistosa y eficazmente--.
Piensa en tu curación, si Dios quiere permitir que te cures pronto.
Allá los de Pontevedra que se arreglen como gusten. Primero eres tú. No
entiendo de medicina, pero me parece que la condición necesaria para
sanar debe de ser tranquilizar el espíritu, ¿no es cierto, Salustio?
Y cuando por casualidad viene un mal de esos que no tienen remedio...
entonces... ¡cada vez se necesita más el sosiego del ánimo, la
resignación y el desprecio de las menudencias!

Al decir esto, recogió el periódico, que se le había caído a su marido
de las manos casi inertes; y comprendiendo, sin duda, la conveniencia
de distraer su imaginación y quitarle de la cabeza los pensamientos
relativos al mal, fue preguntándome mil cosillas de la Ullosa, de mi
madre, de la huerta...

--¡Si vieses el becerrito! --la dije--. ¿Te acuerdas qué chiquitín?
Podíamos llevarle en brazos como a una criatura... Pues ahora se ha
hecho un ternero hermosísimo. Está casi tan grandote como la madre...

La evocación de este recuerdo inofensivo y bucólico la hizo ruborizarse
algún tanto.

--Carmen --indicó el enfermo--: siento mucho frío aquí. ¿Por qué no
enciendes?

La verdad es que el aire era templado y suave, y que no hacía maldita
falta la lumbre; pero sin duda el frío del hebreo era aquel que radica
en la médula. Carmen accedió a su deseo: la leña estaba colocada ya
haciendo pirámide, y las astillas en su lugar: con aproximar un fósforo
bastó para conseguir en breve hermosa llama. Mi tío se acercó a ella,
tendiendo los pies frioleramente. Carmen y yo seguimos charlando de la
Ullosa. Otras veces, en presencia de su marido, no solía ser tan íntima
y afectuosa nuestra charla. Ahora se notaba en su manera de cruzar la
palabra conmigo, que no sentía encogimiento alguno, que me hablaba...
como se hablan los que no tienen ningún secreto, nada que el mundo deba
ignorar.

Cuando más engolfados estábamos en nuestra conversación, en que el
enfermo tomaba parte, aunque no mucha, como si el hablar le costase
esfuerzo, de pronto la tití saltó en la silla.

--Huele a chamusquina --dijo mirando alrededor y sacudiendo el borde de
su falda--. ¿Qué es lo que arde, Salustio?

Me acerqué a la chimenea... y vi que lo que ardía, despidiendo humo y
tufo insufrible, era la zapatilla del enfermo, cuyo pie izquierdo se
apoyaba casi en uno de los inflamados troncos.

--¡Tío, que se abrasa usted! --grité; y uniendo la acción al aviso,
desvié la butaca y le puse fuera del alcance del fuego.

Su mujer, al hacerse cargo de lo que sucedía, se precipitó, se echó
de rodillas y arrancó del pie la zapatilla, por un lado medio
carbonizada. Salieron adheridos a ella fragmentos del calcetín,
y por el tejido de algodón vi extenderse formando geométricas
ondulaciones, la llama. En el sitio descubierto del pie había una llaga
estremecedora... Carmen exhaló un grito.

--¡Pero si te has achicharrado el pie! --exclamó alarmada, palpando la
quemadura, que era profunda y extensa--. ¡Te lo has abrasado!... ¡hasta
huele a carne tostada!

--No puede ser... ¡Si no me duele! --contestó el enfermo.

--¡Te digo que te has quemado!... --respondió ella con acento doloroso
y compasivo--. No muevas el pie, que voy a buscar bálsamo, un trapo y
una venda.

--Yo iré, Carmen; explícame dónde está todo eso --pronuncié,
ofreciéndome con solicitud.

--Gracias; tendrías que tardar... yo vuelvo en un instante.

Salió rápidamente, y, en efecto, al minuto volvió trayendo lo
necesario. Arrodillose otra vez ante el enfermo, y con precauciones
infinitas y mucho mimo, curó la llaga, aplicando el bálsamo empapado en
un trapo limpio, doblado en dos. De tiempo en tiempo alzaba la cabeza
con inquietud.

--¿Pero no sientes dolor ninguno? ¿Ninguno, ni miaja?

--No mujer --afirmó el esposo--. Sin duda me ha insensibilizado los
tejidos la erisipela. Ese pie me parece que no es mío. No te tomes
tanta molestia: haz con él lo que quieras, porque no siente.

Vendado ya el pie, Carmen trajo un calcetín y pasó todos los trabajos
del mundo para meterlo por encima de la venda. Lo consiguió; fue por
otras zapatillas, y al cabo depositó el pie tostado sobre un cojín,
rodando la butaca al punto donde le pareció que el enfermo disfrutaría
del calor sin miedo a contingencia semejante. Al hacer todo esto, se
acusaba de lo ocurrido.

--Culpa mía... Por no mirar... A los enfermos no debe perdérseles nunca
de vista. No volverá a sucederme, Felipe. Ahora quiera Dios que venga
pronto el doctor Saúco... No, no creo que deje de dar una vuelta por
aquí esta noche. Ya nos dirá lo que conviene poner a la quemadura. No
me atrevo a más remedios sin que Saúco los disponga.

Habiéndome repetido el enfermo con insistencia el convite de
acompañarles a comer, hube de aceptar, temeroso de que mi negativa se
interpretase como asco o miedo. Entre Carmiña y yo le ayudamos a pasar
al comedor --decía que quedándose en su cuarto le entraba murria--.
No fue fácil la traslación. Aquel hombre que, al abrasarse un pie, no
había sentido asomo de molestia en sus tejidos achicharrados, sufría,
al incorporarse, tan agudos dolores en los huesos, que exhaló gritos
y maldiciones ahogadas. Pasado el primer instante, quiso ir solo y
nos mandó que le soltásemos: así lo hicimos, y empezó a andar mirando
fijamente al suelo y tambaleándose...

--Felipe... --dijo la esposa en suplicante tono--, Felipe... por
Dios... apóyate en mí. Tengo miedo de que te caigas. Con el pie así
lastimado... Cógete.

Sostenido por ella, anduvo el corto camino, y al sentarse suspiró
profundamente. Antes de que empezásemos a comer, Carmen fue más de
media docena de veces a la cocina, a que el caldo del enfermo viniese
bien colado y desalado, a que no sazonasen la carne, a filtrar el agua,
con otras menudencias. Yo entretanto aguardaba, y mis ojos, sin querer,
se fijaban en la loza blanca del plato sopero vacío colocado delante
de mí, y en el cristal de los vasos donde aún el vino tinto no lanzaba
sangrientos reflejos. ¿He de ser franco? ¡Sí! ¡Vaya toda la verdad en
su desnudez, más bella para quien sabe considerarla, que las galas de
la mentira! En aquel momento me parecía el colmo del sacrificio comer
en semejante vajilla y beber en vasos semejantes. ¡Compartir los
manjares del leproso! Una horripilación interna me cerraba el estómago
con recto tapón. Verdad que ya me había desayunado con mi tío en la
Ullosa, sospechando que tenía lepra; pero entonces no estaba seguro de
lo que fuese; no la había visto en toda su fealdad; no había respirado
sus miasmas... «Lo que es hoy, no entra bocado en mi cuerpo... En ese
borde del vaso puso los labios... y esta cuchara la habrá introducido
cien veces en la boca.»

Cuando la tití regresó al comedor y ocupó su silla, atravesaba yo uno
de esos instantes críticos, en que un sudor va y otro viene, y la
voluntad flaquea; más rendida por insignificante obstáculo que ante
alguna empresa dificilísima. Sentía que no me era posible tocar a la
comida; que iba a causarme los efectos del mareo. ¿Quién me había
mandado aceptar? No, no podía...; estaba viendo siempre el pie del
malato, los tejidos lacerados por la enfermedad y por el fuego; notaba
el espantoso olor inquisitorial de la achicharrada carne...

Carmen cogió la sopera, la destapó, me sirvió sopa... Ya su marido
y ella esgrimían la cuchara y empezaban a comer. Hice un esfuerzo,
llevé una cucharada a la altura de la boca... para devolverla al
plato sin probarla, pues había en mi garganta un obstáculo, algo que
materialmente impedía el paso de los alimentos. Entonces _ella_ alzó
los ojos, y los puso en mí con serenidad majestuosa. Aquella ojeada
era lo que yo me temía. Quise rehuirla; pero me seguían las grandes
pupilas negras y con energía magnética me obligaban a que me volviese
y respondiese a la mirada. No era un mirar airado ni desdeñoso: estaba
impregnada de piedad..., pero de piedad algún tanto compasiva... lo
peor, lo más mortificante. Parecía decir: «¿Lo ves, sobrino? Ahí tienes
tú hasta dónde llegan la compasión racionalista y el valor romántico
que no se apoya en creencia ninguna. ¡Fantasmón! Tantas plantas como
has echado... ¡y no puedes ni tomar una cucharada de alimento aquí!
¡Miren qué valentía se le pide al caballero andante este! Engullirse un
plato de sopa de tapioca... Ni más ni menos. ¿Pues a que no lo engulle?
¡Pobretín, y qué lástima me estás dando! ¡Para que te pusiesen a ti a
desempeñar mis funciones y a curar llaguitas!»

Y yo sin tragar la cucharada... Al cabo mi tití sonrió como debe de
sonreírse un serafín que se burla de algún diablillo de escalera
abajo... y dijo con desesperante bondad:

--Salustio, si no tienes gana, no comas... Me parece que hoy has
almorzado tarde.

--Muy tarde, por cierto --respondí cobardemente, vencido,
desmoralizado, seguro de que no podía dominarme y tragar la maldita
sopa--. A las tres... figúrate... y fuerte... con Portal y otros
amigos... Ahora me sería imposible...; pero por no desairaros...

--Pues por Dios, nada de violentarse --indicó ella, subrayando las
palabras.

Respiré, y aparté el plato. Repentinamente, aliviado del pánico de
comer allí, se me desató la lengua, y hablé con animación, tratando
de meter gran bulla para ocultar mi ayuno. Ni café quise tomar, a
despecho de las instancias de mi tío. A cosa de las nueve se alzó el
mantel, y nos quedamos en el comedor un ratito de tertulia: hablose
de Aurora Barrientos, próxima a contraer nupcias con su notario, de
lo poco que ahora subían las niñas y la mamá... Esto lo indicó mi
tío, con cierta irritación en la voz. «De los enfermos todo el mundo
escapa», murmuró sordamente. Poco después de las nueve vino Saúco; se
le enteró del incidente del fuego, hizo las preguntas que son de rigor
en casos tales, recetó, añadió varias advertencias... y al indicar que
se retiraba, yo, que no me resistía a mí mismo, que creía ahogarme en
aquella atmósfera, me escapé con él... sin tender la mano a nadie.



XVIII


En el portal respiré.

--¡Ay, Saúco! --dije--. ¡Qué oficio el vuestro!

--Parece que te hizo impresión la visita de don Felipe... --murmuró
el doctor--. No me extraña. El que no está familiarizado con ciertos
males... ¿Y qué tal el episodio de hoy? Es la forma anestésica, la
muerte de los tejidos: los nervios se destruyen completamente, de
manera que tu tío pudo quemarse el pie enterito sin notarlo, hasta que
el fuego llegase a la parte sana... Te digo que esta enfermedad es
pavorosa. Pero ya se le ha curtido a uno la piel. ¿Quieres venirte a
Apolo a oír una pieza?

Accedí. Me iría a cualquier parte, con tal de distraerme, de no
pensar más en las miserias de nuestro infeliz organismo. Saltamos del
tranvía y nos bajamos ante el vestíbulo de Apolo, que la luz eléctrica
alumbraba con claros resplandores. Acababa justamente de alzarse el
telón, y representaban una de esas piececillas inmortalmente bobas,
en que un tío procedente de Cuba llega de pronto a sorprender a un
sobrino, suponiéndole casado y padre de familia, mientras el pillín del
muchacho se ha mantenido soltero. Al anuncio de la venida del pariente
ricachón, unas complacientes amiguitas se prestan a improvisarle al
sobrino hogar completo, con mujer, suegra, cuñadas y chiquitines, a fin
de que el de los ingenios (estos tíos antillanos de comedia siempre
poseen ingenios a patadas) se enternezca y no retire su protección
al calaverilla. En los _quid pro quo_ a que da lugar la suposición
de estado civil, consiste toda la sal de la pieza, bien reída por el
candoroso público. Iba comenzando a enterarme del _imbroglio_, cuando
por poco me arranca un grito la presencia de la actriz que salía
sacudiendo los muebles con un plumero, en el papel de maritornes... No
cabía duda: a pesar de la cascarilla y del colorete, conocí a Cinta,
que realizaba al fin sus aspiraciones de «artista lírica», si bien en
la esfera más humilde.

Puedo asegurar que mientras no vi a aquella criatura, ni me acordaba
de la existencia de su hermana, la buena moza Belén, que me había
distinguido siempre con constantes e inmerecidos favores. Su recuerdo,
de ordinario indiferente, o punto menos, para mí, me produjo efecto
extraño, no sentido jamás: algo que se parecía a la efusión,
mitad romántica y mitad ardorosa, de un corazón joven que aspira
impetuosamente a la dicha... Mezclen ustedes y agiten en un vaso la
nostálgica embriaguez del recuerdo y la savia juvenil que bulle como
el cráter en actividad, y obtendrán el filtro que me hechizó en aquel
instante, obligándome a decir a Saúco que «me había olvidado de un
negocio muy urgente... que no podía esperar a ver cómo acababa el
enredo de la familia postiza...» Y dejando al mediquín con más que
regular escama, corrí, corrí, empujando a los transeúntes y sorteando
los carruajes, hacia la calle de las Hileras... ¿Si no estuviese en
casa Belén, o si, estando, no me recibiese por... por cualquier motivo?

No habían apagado todavía el gas del portal. Serían poco más de
las diez. Me disponía a llamar a la puerta, cuando observé que se
encontraba entornada solamente. En el recibimiento no había luz, y
avanzando con precaución para no tropezar en algún mueble, vi a lo
lejos una dudosa claridad procedente de la sala, y arriesgándome a
sufrir las consecuencias de mi imprudente osadía, me dejé guiar por el
rayito, y entré en la pieza siseando:

--¡Belén! Psss... ¡Belén!

La sala estaba vacía, sin mueble alguno; parecía inmensa, y en ella
retumbaban los pasos y se ahuecaba la voz. Habían desaparecido los
espejos, el entredós, las colgaduras... La claridad se debía a un
quinqué de petróleo colocado en el suelo. Empujé la puerta del
gabinete, entreabierta también, y un grito femenil respondió a mi
entrada... «¡Chiquilla!».

--¡Dios, qué asombro! ¡Ay, aparecío de mi alma!

Dos brazos mórbidos se ciñeron a mi cuello; un hálito ardiente me
calentó los labios, murió en ellos un suspiro... y me encontré caído en
la meridiana, con la cabeza de la pecadora sobre mis hombros...

--¡Qué reguapa estás! --la dije con admiración al cabo de un minuto.

--¡Zalamero, invencionista! --contestó estrechándome con furia.

No era zalamería, no. Nunca la gallarda escultura de su cuerpo ostentó
líneas más firmes, ni su cara más hermosa palidez, ni sus labios
remedaron mejor a la granada madura, salpicada de gotas de leche. Acaso
me pareció más bella por mi estado de alma, y en mis ojos, sedientos de
vitalidad, era de donde se reflejaba tan magnífica y tentadora la gran
mujer. Sorprendida en el _deshabillé_ más incorrecto, Belén calzaba
chapín de raso, vestía un faldellín de _peluche_ carmesí con encajes
negros, y sobre su arrogante busto ceñíase una pañoleta de rejilla
atada atrás. No me cansaba de tocar sus brazos firmes, sus apretadas
carnes, murmurando con idolatría:

--¡Qué sana estás... qué fresca y qué guapetona!... Te mordería lo
mismo que si fueses un albérchigo.

--No... --tortoleaba ella en voz arrulladora--, no, trapacero, si tú
no me quieres a mí... Sino que vienes de allá, no me has visto hace
tiempo, y _taentrao_ capricho... Lo conozco que _taentrao_...

Cuando la dejé respirar un poco, me reveló el secreto de la
desaparición de los muebles.

--Una _pastelá_. Que Armiñón se casó con una prima suya, viuda,
ricachona... y no le suelta. No, él, como portar se ha portado a lo
caballero: me regaló una cantidad redondita... mil duros en _cuatros_.
Dice que viva con eso y que sea de hoy _pa endelante_ mujer de bien.
¡No parece sino que antes era una cualquier cosa! Me dio horror de
consejos... Que vendiese los muebles, la ropa y las alhajas; que
despidiese a aquella doncella tan _finica_ y me mudase a un pisito...
En eso le atendí, porque..., mientras no se tercia cosa de provecho...,
este cuesta mucho. Hoy por la mañana han venido las prenderas y
arramblado con la sala toda. Pero aquí, en mi gabinete y mi dormitorio,
no se ha tocado aún a cosa ninguna. Y me alegro, ya que la Virgen de la
Paloma te trajo esta noche. ¡Qué morenillo vienes, pedazo de gloria!
¡Así me gustas requetemás!

Habría transcurrido cosa de media hora, cuando..., ¡oh naturaleza
insaciable, molino que no se para nunca!, dejaste oír tu voz allá en
el fondo de mi estómago vacío... Bien recordarán ustedes que no había
probado alimento en casa del tío Felipe.

Mis mandíbulas se desencajaron con histérico sollozo; veló mis ojos
leve niebla; noté como si me barrenasen, y un desfallecimiento se
apoderó de mí... La individua me contemplaba con inquietud.

--¿Qué te pasa? ¿Estás malito?

Sonreí, me incorporé sobre un codo y murmuré con esfuerzo:

--Chiquilla, si vieses... No he comido hace bastantes horas... Dame un
sorbo de vino, si lo tienes a mano.

¡La merienda que allí se armó en pocos minutos! Corrió la pecadora
al comedor y a la despensa, trayendo copas, platos, cubiertos, pan,
salchichón, ternera fría, botellas..., el descorchador.

--¡Ay, qué fortuna! --exclamaba a cada objeto que dejaba sobre el
lavabo, o en el suelo, o donde Dios quería--. Pues si vendo hoy las
botellas, me luzco... La Paca me las quiso comprar, y me decía la muy
lagartona: «Suelta ese _Champán_, mujer, que tú no vas a bebértelo,
y yo te lo pago a peseta botella.» ¡Mira que a peseta! Y costaron a
quince cuando se trajeron el día de San Telesforo... Anda, que si las
vendo..., se me desgracia ahora el _lunche_.

No tardó el _lunche_ en organizarse, no escaso de bebidas ni de
manjares, y a medida del deseo. Alborozada con mi presencia, Belén
encendió las bujías color de rosa del tocador, echó a la puerta de
la calle llavín y cerrojo, y se empeñó en que abriésemos desde el
principio una botella de _Champán_, para que hubiese alegría y fiesta.

--Si se las han de llevar esas ladronas de solenidá en una mala peseta,
bebámoslas, hijo..., que van mejor empleadas.

No sé si por lo desfallecido de mi estómago, o por virtud natural del
vino juguetón, desde la tercera copa me pareció que se verificaba en mí
un cambio singularísimo, cuyos efectos expliqué a Belén, que se reía,
tomando mis explicaciones por efectos de la turca.

--Mira, salada, antes de entrar a verte, yo tenía sobre el corazón
una envoltura gris, pegajosa y fría como las telarañas. Y desde que
te he visto, la telaraña se me quitó, o, mejor dicho, fue volviéndose
una gasa brillante, más fina y más dorada cada vez, que ahora es una
espumilla de oro..., una espumilla que crece, y se alborota, y forma
olitas, y me sube todo alrededor, como un mar...; pero ¡qué mar, ¡ay!,
tan bonito! Nado en él..., floto..., no me sumerjo... ¿Lo ves? --añadía
haciendo el ademán del que da paladas.

--Es la espuma de _Champán_ propiamente --explicó la pecadora, riendo
con libertina carcajada y sacudiendo su negro cabello fosco, semejante
a melena de león.

--No..., no es el Champaña... No creas que confundo... El Champaña es
líquido, hija..., y esta espuma de que te hablo me parece fluida..., un
fluido universal... que lo penetra todo...

Me incliné sobre su orejita, encendida como la grana, y murmuré:

--¡Tonta, si es la vida! ¡La vida misma..., una cosa inmensa, que no se
concluye! La vida se presenta así..., en olas que van y que vienen y se
enfurecen o se aplacan... como un mar... La vida es... una diosa; hubo
épocas en que los pueblos la adoraban... La vida es hermosísima; toda
se vuelve luces, y flores, y risas, y... No me hables de enfermedades
ni de muerte..., ¡cosas tan antipáticas! Morir... sin que se sepa que
morimos... es seguir viviendo. ¿Verdad que tú estás... sanita... como
las manzanas? ¡Ay, qué sanita!

Ella se rio con expansión de aquellos disparates ordenados.

--La vida... --dije aproximándola más a mí-- la vida... eres tú.

--¿Soy yo una diosa, según eso? --preguntó envanecida la pecadora.

--Una diosa..., sí..., ¡ya lo creo!, del paganismo, hija, del
paganismo...; la única religión que hizo del mundo un paraíso
terrenal..., porque el cristianismo... francamente, pichona..., es una
religión... así..., muy lúgubre..., de..., de gente que ni come... ni
bebe..., ni..., ni...

Belén abría de par en par sus magnéticos ojazos, sin comprender a qué
venía todo aquello, ni qué relación guardaban con el caso presente los
dislates que salían de mi boca. Pero yo no me reía de su cara entre
atónita y curiosa, porque empezaba a no distinguirla tal cual realmente
era. La buena moza me parecía más alta, más mujerona, más rica en
colorido, y en formas más espléndida; sus labios eran del tamaño y
color de una rosa gigantesca, hecha de llama y sangre... El resto de
la figura lo veía al través de una bruma dorada y pálida, movible
cortina salpicada de danzarines puntos blancos que incesantemente se
entrecruzaban, bajaban, subían, se proyectaban en rocío de aljófar,
como el chorro de agua al despedirlo el pulverizador... Me froté los
ojos, porque aquella grasa sutil me los cegaba..., y entonces vi a
Belén mucho menos. Solo sentí el aterciopelado contacto de su falda
de _peluche_, sobre la cual me parece que recliné la frente para
aletargarme.



XIX


Serían las doce de la mañana cuando empecé a despertar, con acíbares en
la boca, las sienes estallando de jaqueca, el hígado pesado como plomo,
y en el alma esa inexplicable desolación, ese pesimismo obscuro y hondo
de los días que siguen a las noches orgiásticas. En medio de mi sopor,
oía un ruidito semejante al que hacen las teclas del piano cuando se
las hiere en seco estando el instrumento desencordado del todo; eran
los tacones de la pecadora, que daba mil vueltas por el cuarto, en
puntillas, y entraba de vez en cuando, para volver a salir con algún
objeto en las manos o en la falda. Sin duda, a cada salida cuidaba de
mirar hacia mí, pues al punto se dio cuenta de que yo estaba despierto,
y llegándose e inclinándose a mi oído, murmuró:

--No hagas caso... Duerme más si se te antoja. Están ahí las prenderas,
y las voy sacando a la sala las cosas, para que las vean y las ajusten.

No contesté. Me levanté disparado. ¡Yo sí que quería plantarme donde la
perdiese de vista! Su pelambrera enredada; su bata de rica seda, con el
encaje hecho jirones; el chapaleteo de su calzado; su misma hermosura,
su frescor intacto después de la noche toledana, me empalagaban como
empalaga el último bocadillo de piña de América o de otro dulce muy
sápido y gustoso. Bascas de la materia, ¡cuánto asombráis el espíritu!
¡Cuánto le recordáis su origen, su fin, su divina esencia! ¡Lástima que
algunas veces os retraséis en el camino, y lleguéis solo en buena sazón
para chapuzarnos en las amargas aguas de arrepentimiento de que hablaba
el Salmista!

Necesité violentarme para no tratar mal a la desdichada. Comprendí la
brutalidad que les entra de sobremesa a ciertos hombres. Me disculpé
con jaquecas y molestias gástricas, y ella empeñada en llamar a un
médico, en aplicarme compresas de agua de Colonia, en darme caldo...
Por fin logré huir de la odiosa prisión, y en casa me lavé de pies a
cabeza, cambié de ropa, y me juré a mí mismo ir a la calle de Claudio
Coello a borrar la mala impresión de la comida... «Salustio, ahora
veremos si eres hombre o pelele. Anoche te portaste... Vergüenza debías
tener... ¡Para eso tanto bravatear con el Padre Moreno, y solo con la
idea de que el enfermo bebía en aquel mismo vaso, ya no pudiste pasar
bocado, ya te pusiste a soñar disparates y acabaste por hacer de una
infeliz nada menos que la encarnación de la vida!... No tienes tú, no,
el heroísmo sencillo y modesto de Carmen... Y lo que es ella te ha
calado... Anoche es seguro que infundiste _lástima_. ¡Rehabilítate hoy!»

Cuando el propósito de rehabilitación me llevó a casa de mi tío, eran
las cinco de la tarde, y la criada, al abrirme la puerta, me indicó que
en el comedor encontraría a su señora.

Allí me dirigí, y esta vez Carmen, al verme, no mostró aquella
extraña emoción de otras veces, cuando impensadamente me presentaba.
Saludome muy cordial, y su fisonomía no perdió la irradiación dulce y
serena. Estaba en pie, de bata floja, recogido el pelo al descuido, y
arreglando loza en el chinero.

--¡Qué milagro! --la dije--. ¿Cómo no te encuentro al lado del tío
Felipe? Me han dicho que no sales de allí.

--Exageración --contestó tranquilamente sin interrumpir su tarea--. El
mal no requiere eso, como no sea para que no se aburra de verse solo.
¡Viene tan poca gente! Pero hoy casualmente ha llegado de Pontevedra
Castro Mera, y me lo entretendrá un ratito.

Continuó arreglando. Las tazas, las copas, bajo su mano inteligente, se
alineaban en orden, y en su bolsillo, a cada movimiento del brazo, se
oía, sonoro y claro más que nunca, el tilinteo de las llaves.

--Carmen --pregunté tomando una silla--: ¿y qué te parece del enfermo?
¿Le encuentras mejoría? ¿Esperas que sanará? Nadie puede saberlo mejor
que tú que le cuidas.

Se volvió hacia mí con un plato de china en la mano, y antes de
responder lo pensó un poco. Luego dijo con voz sinceramente dolorida:

--No encuentro mejoría alguna. Al contrario. Sufre dolores horribles.
Se me figura que pierde más terreno del que el médico sospecha.

--Y tú... --murmuré acercándome a ella y hablando muy bajito-- sé
franca... ¿sabes... lo que tiene?

El plato chocó con las otras piezas de loza al depositarlo en el
estante, y ella respondió tan bajo como había hablado yo mismo:

--Sí.

Un instante callamos los dos. Ella arreglaba, pero ya alterada y
febril, y la loza y el cristal se embestían con frecuencia. Fui el
primero en recobrar el uso de la palabra, y acercándome y tomándole las
manos según acostumbraba otras veces, exclamé:

--Carmiña, mira, tengo que pedirte un favor... pero un favor muy
grande... Ya te suelto mujer... Si ya has adivinado de lo que se
trata... Atiende; por ahora sufres con mucho valor la asistencia...
estás empezando, como quien dice... Lo que has bregado no es nada para
lo que puede sobrevenir... Tú no te formas idea de cómo va a ponerse
ese hombre... Llegará a criar gusanos en vida --murmuré estremeciéndome
y temblando--. ¡Ay! Día vendrá, Carmen, en que no podrás resistir, en
que llegarás al límite de tus fuerzas, porque todo en el mundo tiene
límite... Pues yo... yo puedo prescindir de estudios y de todo...
escucha... y ayudarte, ayudarte... Verás cómo vengo aquí y me porto...
Te respondo de mi estómago y de mi voluntad... No llevo mira interesada
alguna... quiere decir que _no soy el de antes_... ¿comprendes? Si
falto a mi programa... échame a la calle. Tití... anda... no me lo
niegues.

Interrumpida su labor, se quedó ante mí, reflexionando, mirándome
fijamente al fondo de las pupilas. Y al cabo, con voz apacible,
pronunció:

--Salustio, te lo agradezco muchísimo. Tienes muy buen corazón, y
no dudo que te ofreces con el mejor deseo del mundo: además, siendo
pariente tan próximo de Felipe, yo no había de impedirte que te
acercases a su cama cuando está enfermo. Pero en cuanto que llegue a
fatigarme la asistencia... en eso, te equivocas. No me cansará, aunque
dure diez años. Tengo muchísima mayor provisión de energía de lo que te
figuras.

--Supongamos --insistí-- que enfermases, que esa provisión de fuerzas
se agotase... ¿Qué harías? ¿No me permitirías auxiliarte, ni siquiera a
ratos? ¡Ay, Carmen! No tienes para mí buena voluntad...

--Sí la tengo, sí la tengo --respondió ella--. Solo que tú tampoco te
fijas. ¿Crees que los enfermos se acostumbran a todas las personas
indistintamente? ¡Quia, hijo! Nones. Se habitúan a una persona... Con
Felipe está pasando eso. Si falto yo se desconsuela. Poco me puedo
desviar de su lado. A los dos minutos me llama. Desengáñate, los pobres
enfermos son caprichosos... ¡y quítales de la cabeza la afición o la
costumbre!

--¿Por qué no dices el cariño? --respondí irónicamente.

--¡Pues sí, el cariño! --afirmó ella con toda la efusión de su alma--.
¿Cómo no han de preferir a aquella persona que más les quiere?

--¡Aquella persona que más les quiere! --repetí como quien no entiende
lo que oye.

--Claro. ¿Le ha de querer nadie tanto como yo? --dijo con naturalidad,
al par que con fuerza, la esposa.

Sentí un dolor al lado izquierdo, cual si me taladrasen las telillas
del corazón con taladro muy fino, fenómeno que siempre he notado cuando
un desengaño me hiere o siento profundamente mortificado mi amor
propio. Y con agitada respiración, supliqué:

--Carmen, no me engañes. Las mentiras, por generosas y nobles que sean,
manchan la boca. Tú no puedes mentir, porque siempre fuiste para mí la
verdad personificada. Como si nos oyese Dios...

--Ya nos oye --declaró ella con hermosa solemnidad.

--Pues porque nos oye... contesta: ¿es verdad eso de que quieres a tu
marido?

--Más que he querido a nadie en este mundo.

Sentí la puñalada, y en vez de un grito, arrojé secamente esta insigne
vulgaridad:

--Pues, hija, no lo comprendo. Pero que aproveche.

Y la tití, con acento severo y quizás un tanto desdeñoso, repuso:

--Es natural que no lo comprendas. ¡Ojalá llegues a comprenderlo algún
día! No te deseo mayor bien.

Se volvió con propósito de marcharse, y yo la detuve por la bata,
tembloroso de pena y de coraje.

--Carmen, por Dios... Carmen... ten compasión de mí. Todo lo que
aseguras será como el Evangelio... pero explícamelo... Necesito
entenderlo... Me vuelvo loco. Es natural, muy natural; está muy en
carácter que asistas bien a tu marido, que le cuides, que te desvivas
por él, que realices todos esos milagros... ¡Como que tú eres... ya
sabes, vamos... no lo repito, no te pongas así! Pero una cosa es eso, y
otra el _querer_... El querer es involuntario, brota de las entrañas.
¿Me vas tú a convencer de que le quieres? Imposible.

Ella accedió, casi risueña, a detenerse; y sentándose en la silla más
próxima a la mía, habló confidencialmente.

--Me pones en un apuro, Salustio... ¿Cómo explicártelo? A mí me parece
que ciertas cosas no tienen explicadura. Se caen de suyo, y si me
haces discurrir sobre ellas, entonces... entonces sí que no las voy a
entender. La verdad es que yo fui bastante mala con mi marido mientras
estuvo sano. ¿No te acuerdas tú?

--¡Sí me acuerdo! --confirmé ardientemente--. Le profesabas horror...
esto sí que no lo discutirás... horror... Cuando se apartaba de ti te
ponías contenta y de aspecto saludable...

La tití, al oírme, iba enrojeciéndose, enrojeciéndose, primero por las
mejillas, pero luego la oleada de sangre se extendió a la frente, a la
barbilla, y hasta creo que por la raíz de los cabellos.

--Pues... --murmuró reprimiéndose acaso para no dar salida a
inoportunas lágrimas-- precisamente por todo eso que dices, cuanto
haga yo ahora es poco para borrar lo de antes, y estoy agradecidísima
a Dios que me ha concedido medios de reparar mi conducta. Es cierto
que lo hacía así... no se cómo, sin querer y sin poderlo remediar,
porque me incitaba una cosa interior, una prevención o una manía;
pero no me disculpo, porque las manías raras se vencen; cuando una
mujer se casa, adquiere compromisos muy sagrados, y no valen manías ni
antojos... Nadie me había obligado a casarme con Felipe, y en vez de
quererle, parece que andaba buscando pretextos para apartarme de él...
Entonces, Dios... que es tan bueno... se armaría de paciencia, y diría
para sí: «¡Hola! ¿Frialdades tenemos? Pues yo haré que te veas en la
precisión de acercarte a tu marido... y que no puedas desviarte de él
ni un minuto. Yo le mandaré una enfermedad que solo tú tendrás arranque
para asistírsela... ¿No has querido admitir en tu corazón el cariño de
esposa en las condiciones naturales? Yo haré que lo admitas por medio
del sacrificio y de la prueba...» ¿Tú no creerás una cosa, Salustio?
Cuando Dios nos manda la copa de ajenjo, si la bebemos de buena gana,
sabe a almíbar... y si la tomamos con repugnancia, entonces se nota
todo el amargor o más aún del amargor que tiene... Yo al principio
(no te lo oculto) hice esto venciéndome, porque me parecía que era
mi _obligación_, mi _deber_, y un _deber_ hasta de _caridad_ con un
_prójimo_... Pero así que me resolví y dije para mis adentros: «Carmen,
Carmen, esto lo has de ejecutar así se hunda el mundo...», me pareció
que ya se me quitaba todo el peso del trabajo, ¡y más todavía! que
empezaba a entrarme por Felipe una cosa que no había sentido nunca...
así como un... un apego... una ley...

--Dilo de una vez... ¿Amor?

--¡Voy creyendo que sí, que así debe llamarse!... --respondió
firmemente la sacerdotisa del hogar--. Por lo menos crece todos los
días... me ha dominado ya... y me recompensa las pocas fatigas que
sufro... En términos que ahora --mira tú... ¡no te rías!-- me daría así
como... envidia... o celos... si otro viniese a compartir mi tarea y a
ser para Felipe lo que yo soy actualmente.

--Y él... --pregunté con sarcasmo, para ocultar mi decepción y mi
furia-- y él ¿qué tal? ¿También estará contigo muy amoroso y tierno?...

--¡Vaya si lo está! --afirmó con efusión indecible, dejando ya, sin
rubor alguno, transparentar al borde de sus pestañas las lágrimas--. Si
vieses lo que el pobre ha cambiado para mí... te admirarías.

--¿Tan derretido anda? --indiqué irónicamente.

--¡No es _eso_! --exclamó con su alma entera en los labios la santa
mujer--. ¡No finjas que no te enteras, Salustio! Es que ahora... ¿cómo
te diría yo? ha caído una valla que había entre nosotros... se ha
fundido un gran témpano... y yo no sé... me mira de otro modo... me
habla con diferente eco de voz... no puede estar sin mí un instante;
no se arregla si yo no le acudo; pero no solamente llama porque me
necesita para cuidarle, sino a todas horas: mi compañía la reclama...
moralmente; es su único consuelo. Antes, cuando estaba robusto y
sano, hablábamos poco... Ahora charla conmigo, me pregunta mil cosas,
me suplica que esté siempre cerca... Hasta... ¡mira tú! hasta la
llave del dinero... que no la soltaba nunca... pues aquí está, ¿ves?
--exclamó sacando el manojito, y repicándolo triunfalmente--. Parece
que le han cambiado el alma... o que me la han cambiado a mí... y tal
vez será a los dos... Lo cierto es... ¡cuidado que no te engaño!...

Al llegar aquí, sus ojos resplandecieron, su semblante tomó expresión
celestial, y sus labios murmuraron suavemente:

--Cuando me casé... tú ya sabes cómo fue aquello... es indudable que
yo hubiese preferido... tal vez... no casarme... o... en fin... Pues
hoy... si me dicen qué estado elijo... con los ojos cerrados respondo
que este entre todos los del mundo; y si me dan a escoger marido... con
los ojos cerrados también, digo que el que tengo... ¡y ninguno más!

Clavó en mí sus radiantes pupilas al repetir:

--¡Ninguno... ninguno más!

Yo callaba. Como siempre, tascaba el freno, admiraba, protestando, y
al mismo tiempo una voz mofadora preguntaba en mis adentros: «¿Es esto
virtud, extravagancia, o desvarío? ¿Llega a estos límites el ideal que
tú te has forjado? Que esta mujer cuide y atienda a su marido enfermo,
bien; pero que por el hecho de verle así, atacado de mal tan asqueroso,
se considere prendada de él y le anteponga a todo el mundo... ¿cabe
en lo racional y en lo posible?» Y la voz, contestándose a sí propia,
susurraba misteriosamente: «Hay enigmas del sentimiento que la razón
más embrolla que aclara. El concepto del deber estricto es insuficiente
en ciertas situaciones. Los grandes milagros los hace el amor; las
acciones más sublimes vienen de la locura. La tití nunca ha sido una
mujer equilibrada y flemática: una mujer equilibrada cuida a su esposo,
pero no se entusiasma con él porque esté hecho un montón de lacras
y miserias. Donde acaba el raciocinio empieza la iluminación. Esta
criatura es una iluminada. Tiene aureola.»

--¿De modo, Carmen --la dije--, que estáis tan amartelados tu marido y
tú, que no quepo entre vosotros? ¿Ni de ayuda acertaré a servirte? ¿Te
sobro, en toda la extensión de la palabra?

Ella tuvo una de las transiciones que solía de ángel a mujer, o, mejor
dicho, a chiquilla ingenua y traviesa. Y mirándome y entornando los
ojos con cierta malicia, contestó:

--¡Ay, Salustio! ¡En qué apuro te pondría si aceptase tus
proposiciones! ¡Quién te vería pasarte cuatro meses... seis... un añico
entero, ayunando al traspaso, como ayunaste el otro domingo!

--¡Búrlate! --exclamé--; haces bien, porque estuve aquel día más
sandio aún de lo que piensas. Ponme a prueba hoy, y me portaré como un
hombre... Y pues hasta la ocasión de rehabilitarme me quitas... sé al
menos benigna en una cosa.

--¿En cuál?

--Confiesa... ea, confiesa que antes de enamoricarte de tu marido...
me quisiste un poco... a mí, a este pecador... y en cierta ocasión me
cuidaste casi tanto como a él.

--No lo niego... Es decir, lo del cuidado.

--¿Y lo otro?

--No contesto. Solo el contestar sería malo --dijo seriamente--. Vamos
allá, que Castro Mera se habrá largado y estará solito el enfermo.

Tuve que seguirla, y entrar con valor. Se me hizo más fácil que el
primer día tomar y estrechar la mano del leproso. Me acerqué a él con
estudiada naturalidad, y busqué diferentes pretextos para tocarle la
ropa y aproximarme bien. A eso de las siete salí de aquella casa, pero
estaba decretado que no pasase quince minutos más sin volver a ver a
Carmiña.

Es el caso que al tiempo de cruzar ante el piso primero, vi
entreabrirse suavemente la puerta de las señoras de Barrientos, que
era la de la derecha, y salir por ella una mujer, muy velada, que
miró con precaución hacia atrás, al recibimiento obscuro, y luego
cerró nerviosamente, con mano trémula, procurando hacer el menor
ruido posible. Luego, ciñendo más aún el velo a la cara, descendió
las escaleras con paso azorado y rápido... sin fijarse en que yo la
seguía. En el aspecto, en el talle, en el modo de andar, había conocido
a una de las señoritas de Barrientos; pero ¿cuál? Eran a primera vista
tan semejantes, que la averiguación se hacía difícil. De todos modos,
comprendí que allí pasaba algo de no pequeña importancia. Eché detrás
de la señorita, y en el portal la alcancé. Ella, al sentir pasos de
alguien que le iba a los alcances, se volvió y ahogó un grito. El velo
se entreabrió, y entonces pude distinguir perfectamente las facciones
de Camila Barrientos. ¿Por qué asustada? ¿Por qué, en vez de saludarme,
huyó de mí en tan insensata carrera, que a mi vez tuve que apretar los
talones para no perderla de vista? A diez pasos más allá de la casa
estaba parado un coche de punto. Asomó la cabeza por la ventanilla un
hombre, y el asombro casi me petrificó cuando reconocí en el que iba
dentro y esperaba a Camila, ¡al novio de su hermana Aurora!

Latigazo al jamelgo... Arrancó el coche echando chispas, y allí me
quedé yo, sin saber lo que me pasaba... Así que me repuse, empecé a
discurrir qué haría. ¿Subir y contárselo a Carmen? ¿Que ella informase
a la mamá? Estas dudas me clavaron en el piso de la calle, y allí creo
que estaría aún, si un grito desesperado no resonase detrás de mí, y
dos damas en pelo, jadeantes, alarmadísimas, en quienes reconocí a
Carmen y a la viuda de Barrientos, no se agarrasen cada una de un brazo
mío exclamando a la vez:

--¿Ha visto usted a mi niña?

--Camila... ¿por casualidad la has visto salir tú?

--¡Eh! Sí, la he visto... Acabo de verla... --tartamudeé, sin saber a
cuál de las dos atendiese.

--¿Por dónde va?

--¿Hacia qué lado tomó?

--¿Te dijo algo?

--¿Cómo no la llamó usted?

--Pero ¡por Dios, señoras!... ¡Si no me dejan ustedes resollar! Ya voy,
ya explico... Abrió la puerta con mucho tiento; bajó delante de mí,
como si huyese; por más que pretendí alcanzarla no pude. Se tapaba con
el velo; iba como trastornada. Ahí en la esquina se ha metido en un
simón...

--¿Sola? ¿Sola?

--Con... con un caballero... --respondí no atreviéndome a añadir la más
negra.

La bóveda celeste, cayendo sobre la venerable cabeza cana de la señora
de Barrientos, no la hubiese aplastado tan pronto. Quiso hablar y no
pudo; se echó atrás; se puso carmesí... luego violeta... y exclamó
roncamente:

--¡Eeeh... aaah! ¡Se... señ... un... coche... un... hom...! ¡No...
no... pue...!

Cogimos entre mi tití y yo a la matrona, que no daba cuenta de sí, y
en vilo, pasando las penas del purgatorio, la subimos por la escalera.
Entramos en el piso primero como una bomba... Renuncio a describir
el espectáculo que ofrecía la casa. Aurora y sus dos hermanitas,
abrazadas, lloraban en un rincón... Mi tití me dijo, compadecida:

--¡Búscales, Salustio!... A ver si das con ellos...

--No te apures, Carmiña --contesté--. Ya parecerán. A estas horas de
fijo no tienen gana de que les encuentren. ¿Y qué? En vez de casarse
Aurora, se casará Camila... Tratándose de hermanas tan unidas, tanto
monta.

--¿Pero era el novio de su hermana? --preguntó la tití gravemente.

--¡Qué! ¿no lo sabías?

--No, pero... casi te diré que no me sorprende. Tenía yo mis
barruntos... ¡Pobre familia! Los regalos comprados, el equipo listo...

--¡Bah! El amor no se para en fruslerías --murmuré por lo bajo.

Calló al pronto, y, por fin, mirándome con serenidad, y desabrochando
uno a uno los corchetes que ocultaban las opulentísimas bellezas del
busto de la señora de Barrientos, respondiome:

--Eso no se llama _amor_, sino _infamia_. Aurorita --añadió alzando la
voz--: tráigame usted la antihistérica.



FINAL


Provisto hacía algún tiempo de mi diploma en la Escuela de Caminos,
hallábame una noche en Aranjuez, adonde me habían llevado mis primeros
deberes profesionales, hospedado en aquella fonda que aún conserva las
mamparas de damasco rojo de la época en que se enorgullecía sirviendo
de residencia al Príncipe de la Paz. Anunciáronme que había llegado de
Madrid un caballero deseoso de verme y saludarme; mandé que entrase al
punto, y sin tardanza me dio los brazos Luis Portal, mi condiscípulo y
amigote.

Después de las exclamaciones consiguientes, Portal se dispuso a
explicarme el objeto de su venida tan a deshora.

--Es bastante raro... Te sorprenderá, pero no hagas aspavientos, que en
el fondo no hay de qué... Mañana, en Madrid... ¡Krrr! --e imitaba con
la lengua el sonido que hace al abrirse una navaja de muelles--. Tengo
el antojo de que tú me apadrines...

--¿Lance?

--No, digo, sí... Boda.

--¿Te casas? --articulé estupefacto--. ¿Así, tan de sopetón? En tu
última carta --la recibí hará diez días-- ni mentabas intenciones
semejantes.

--¡Ahí verás tú!... Ni yo me lo imaginaba tampoco hace una semana.
Estaba en Ciudad Real, y descuidadísimo... Pero un día se me presenta
allí _Mo_... ¡Si vieses qué peripecias!... El diablo lo añasca todo...
Casamiento y mortaja... ¡La vida, chico!

--¡Ah bonachón, pedazo de pan! ¿Pues no decías que para ti no se había
cortado la casaca?

Portal no contestó: sonrió, miró de soslayo hacia la punta de sus
botas llenas de polvo, y una expresión maliciosa e infatuada pasó por
su rostro anchísimo, curtido ya por el sol de los ejercicios de la
profesión ingenieresca.

--¡Pch!... No podía fallar: habías de salirme con eso... No cabe
duda; la vida no puede teorizarse; gracias si la vamos practicando
a tropezones... y la teoría es el reverso de la práctica. Estas
cosas vienen así... no porque uno las prepare; así como no puede
prepararlas... ¡corcho! tampoco las puede rehuir.

--¿Pues no te habías desilusionado? ¿Pues no reconocías que _Mo_...
vamos, no era tu ideal, ni por semejas? ¿No me confesaste que cualquier
muchacha sencilla e ignorante te parecía preferible?

--Bien... yo me expresé aquel día con cierta exageración. Estaba fuera
de juicio. No hay que tomar al pie de la letra lo que dice un enamorado
emberrechinado. _Mo_ no es la _mujer nueva_, convenido; pero acaso
no es tiempo aún de que esa hembra excepcional aparezca en nuestra
sociedad y la modifique... Entretanto, _Mo_ es una real mujer, que me
tiene ley, que dejaría por mí la proporción más brillante... y eso
supone algo, compadrito. Mathew... ¿ves tú? se casaba, _iba al ara
de Himeneo_, si a ella se le antojase. No es invención, no; cartas
cantan... Y el tal Mathew tiene muchas libras...

--¿De carne?

--¡Esterlinas, Caracoles!

--¿Y dices que mañana? ¡Escopetazo!

--Cabal... Todo lo he arreglado al vuelo... Si es locura... ¡mejor!
Alguna locura se ha de hacer en la vida, chacho... y las locuras, en
caliente, que es cuando tienen mejor substancia. Estoy convencido de
que los locos la aciertan más que los cuerdos. Nuestro siglo está
enfermo de sensatez; nuestra generación, hipocondríaca de formalidad y
de tanto calcular las consecuencias de los actos pasionales... Yo creo
que es hora de tocar a rebato. ¿Qué opinas?

--Que antes no pensabas así. Todo se te volvía prudencia, reflexión,
oportunismo y cuquería.

--Pues... _velay_. ¡La vida es una serie de _velays_! No me hagas
observaciones. Los que nunca hemos roto un plato, de repente...
¡cataplún! nos dejamos caer y rompemos una vajilla entera.

--Pues ya que hoy no tienes tren para volver a Madrid, y es la última
noche que pasamos juntos --le dije-- me entran ganas de leerte unos
borrones que escribí... una especie de novela o de autobiografía...
donde estudio aquello... ¿bien te acordarás? aquello tan raro... no sé
si le llame amor... que tuve con la mujer de mi difunto tío Felipe. En
el cuaderno sales a relucir a cada paso, y te servirá de remordimiento,
porque escribí tus sanos consejos y tus doctrinas en esto de amoríos y
bodas. ¿No te molestará el oírlo?

--Al contrario, me gustará mucho --afirmó mi amigo--. Haz que traigan
una maquinilla de café y los ingredientes para confeccionarlo; pide
para mí dos cajetillas de cigarros, porque me olvidé de comprar antes
de venirme; di también que suban un par de botellitas de alemana; y...
soy todo oídos, a ver ese engendro.

Saqué del cajón mis apuntes, en los cuales había encontrado delicioso
entretenimiento, un baño de frescura, que me desimpresionaba del último
período de mis aridísimos estudios. Portal me escuchó con atención,
convertida luego en interés: protestando algunas veces por medio de un
movimiento de cabeza, cuando le parecía menos exacta la narración;
aprobando otras, y riendo a la evocación del recuerdo ya casi borrado;
y solo me interrumpió repentinamente hacia el final, a tiempo que yo
entraba de lleno en el relato de los últimos meses de la enfermedad de
mi tío.

--¡Alto ahí! --dijo, arrojando el cigarro que chupaba.

--¿Qué se te ocurre? --preguntele.

--Hacerte una observación --respondió-- para el caso de que algún día
destinases esos borrones a la publicidad: tentación en que caerás
¡como si lo viese! porque ningún joven de nuestra época se conforma
a archivar sus _estudios_ (_inspiraciones_ les llamaban antes).
Si encajas eso por ahí... en periódico o revista... debes, en mi
concepto, suprimir todos los capítulos donde pintas los progresos y los
caracteres de la enfermedad de tu tío. Créeme: al público no le gustan
esas descripciones brutalmente naturalistas, y cuanto más a lo vivo las
dibujes, más antipáticas le serán. No obligues al que haya de leerte a
oler un frasquito de sales, ni hagas que las señoras nerviosas cierren
tu libro sin acabarlo.

--Ya conozco que el asunto no es de lo más ameno... No pienso dar esto
a la prensa. Pero supón que me entrase la manía de lanzarlo a los
famosos _cuatro vientos de la publicidad_: ¿no sería un contra sentido
segregar cabalmente esos capítulos en que la figura de tití aparece,
no ya sobre fondo de oro, sino sobre un rompimiento de gloria, como el
de las Concepciones de Murillo? Es cierto que no ocurren en esa parte
de mi narración sucesos variados y sorprendentes; ¿pero te parece
poco semejante asistencia, hecha con abnegación tal? Dices que es
repugnante. ¿Pues y la Biblia, cuando describe a Job rayéndose la podre
con un casco de teja?

--¡Bah! ¡De la Biblia acá... no nos hemos vuelto poco delicados!
Créeme, guarda para ti esos detalles clínicos, esa poesía farmacéutica,
y pasa como sobre ascuas por encima del mal de tu tío. Conténtate con
decir que se puso malito, y que se fue empeorando... hasta que estiró
la pata.

--¡Te repito que entonces mutilo completamente el carácter y la imagen
de Carmiña! --objeté dolorido--. Si no la seguimos paso a paso en
el camino del calvario; si no la vemos abandonada de todo el mundo;
negándose a llamar a una monja de las que asisten, porque don Felipe no
quería cuidados más que de su mujer; habiéndosele despedido los criados
por pánico de «coger el mal»; pasándose las noches en vela, rendida,
febril, sin probar alimento en veinticuatro horas, obligada a lavar
ella misma las vendas y los trapos...

--¡Huy, hijo! Vendas... trapos... ¡Todo eso apesta a hospital, a
fénico, a pus! ¡No lo nombres siquiera! Toma mi consejo. Insisto en
que no debes decirlo. El arte no desciende ahí. El arte debe ser
una selección... El artista pasa a través de la naturaleza haciendo
lo mismo que haría un paseante inteligente y delicado: recogiendo
las florecitas para atarlas y formar un ramillete y colocarlo en un
lindo búcaro. La ciencia... ya es diferente: el botánico puede coger
las hierbas malas, feas y ponzoñosas, y guardarlas con cariño, y
estudiarlas y clasificarlas...

--Pero si yo no tengo pretensiones de artista, ni Cristo que lo fundó
--contesté con la menor dosis de sinceridad posible.

--Hablamos para el caso de que las tuvieses. Suponiendo que ese libro
de tu autobiografía fuera a imprimirse, yo le daría un tajo; me pararía
en firme en aquel incidente... verás... La escapatoria de Camila
Barrientos con el novio de su hermana... Porque creo que esa vez fue la
última que se cruzaron entre Carmiña y tú palabras relativas al drama
de pasión que indudablemente existía entre ambos, muy tapadito, pero
muy auténtico. Después, para que no se ignorase en qué había parado
la cosa, pondría un epílogo... la muerte de tu tío... y nada más.
Nada más por ahora, quiero decir, porque tus confesiones traen cola,
chacho; a los dos o tres años de estar casado con la tití... han de
sucederte cosas dignas de la pluma de Balzac. Sigo en mi idea. Esta
clase de mujeres tan santas, tan excelentes y admirables, no pueden
hacernos felices a nosotros... y nuestra existencia a su lado sería un
infierno. En fin, hoy no es día de que yo predique a nadie... Estoy
desautorizado. Se ha llevado pateta mi prestigio.

--Vamos --indiqué--, lo que pasa es que a ti, en tu estado de ánimo
actual, no te hacen gracia esas páginas dolorosas. Pues las salto...
y si quieres, de palabra te contaré cómo se murió mi tío, pues fue un
momento en que experimenté yo una emoción bastante rara. No tengas
miedo: abreviaré, porque conozco que estás muriéndote de sueño... y hoy
es jugarte una serranada el no dejarte dormir.

Sonrió el orensano, y yo continué:

--En los últimos meses de la enfermedad, mi tío no se dejaba ver
de nadie, más que de su mujer y del médico. A mí se me prohibió la
entrada. Yo hubiera insistido; pero me lo impidió una interminable
carta de mamá, donde me anunciaba el propósito de venir a Madrid para
obtener que su hermano testase en mi favor, como era justo. La tal
carta me hizo adoptar dos resoluciones: primera, la de engañar a mamá,
evitando a toda costa que viniese, afirmando que mi tío estaba resuelto
a dejarme su fortuna toda; segunda, la de no poner los pies en la casa
mientras durase el mal. Parecíame esto de elemental delicadeza, no sé
si en mi resolución entraría por algo la poca gracia que me hacía el
contagioso y horrible padecimiento.

Una tarde vino a mi fonda el Padre Moreno, solicitando hablarme
privadamente. Yo ignoraba que el fraile moro hubiese regresado a
Madrid; le creía convaleciente en el convento de Chipiona. Díjome que
venía a activar y despachar ciertos asuntos de su Orden, «que a usted
le importan un pito», añadió con su brusca familiaridad acostumbrada,
y que se alegraba, porque así había conseguido reducir al marido
de Carmen, el cual, a fuerza de tanto padecer, y enterado ya de su
verdadera situación, estaba «dado a Barrabás, y sin querer aceptar la
voluntad de Dios, ni confesarse».

--Ya le tenemos como un guante --prosiguió Aben Jusuf-- y ahora lo que
desea es verle a usted en estas últimas horas...

--¿Tan malo está?

--Dice el médico que no pasará de esta noche o de la madrugada. La
anemia, producida por las lesiones interiores y sus consecuencias, es
lo que le acaba. Lo que es peor el mal propiamente dicho... viviría
diez años, si vida puede llamarse la de un leproso.

--¿Y quiere verme? ¿Sabe usted que no tengo ganas de ir?

--Pues venga usted sin ganas --contestó el fraile, terciándose el
manteo o capa eclesiástica, y echando delante con resolución. Ya no
usaba muleta; estaba otra vez hecho un valiente.

Le seguí; ¡qué remedio!, subí las escaleras, crucé el pasillo, entré
en el cuarto, y a la débil luz de una lamparilla y en el fondo de la
cama que en otro tiempo fue tálamo nupcial, vi un objeto de forma
indistinta: la cabeza del enfermo envuelta en vendas múltiples. Una
voz ronca y extraña, como la de los sordomudos, me llamó; sin duda la
enfermedad había atacado las cuerdas vocales... Mi tití, que había
entrado conmigo, se colocó a los pies de la cama, y al otro lado de
ella se situó el Padre Moreno.

--Sal... us... tio... --pronunciaba el enfermo tan dificultosamente,
que una misteriosa tristeza compasiva se apoderó de mí--. Es... toy...
muy...

--No hable usted, tío... --supliqué aproximándome más, arrostrando
el olor de éter mezclado con el de la descomposición cadavérica que
exhalaba ya aquel cuerpo--. Si tiene usted algo que decirme... Carmen
lo hará por usted.

--Carm... hija... ven... --articuló el desgraciado.

Carmen se acercó también, pero sollozando, con el rostro oculto en el
pañuelo.

--Yo hablaré, señor de Unceta... no se fatigue --intervino el Padre--.
Lo que quiere su tío es decirle que... vamos... que allá en otro
tiempo... cuando murió el señor abuelo de usted y se hicieron las
partijas... tal vez no hubiese toda la equidad posible en el reparto de
los cupos... y que hoy, en estos momentos solemnes...

Al llegar a este punto, el viviente cadáver pretendió incorporarse,
ladeose un tanto, y de entre sus vendas y del fondo de su destruida
laringe salió un acento... ¡qué acento, señor!... Decía:

--Salustio... per... perdóname... y dile a... a... tu madre que... me
per...

¡Qué espantoso daño me hizo aquello! Se me apretó la garganta, se me
cortó el aliento, y exclamé, ahogándome:

--No me pida usted perdón... Le ruego que no me lo pida usted... Yo soy
quien debe...

--Su señor tío --interrumpió el Padre secamente-- está animado de
sentimientos tan equitativos, que hizo ayer sus disposiciones dejándole
a usted la parte mejor de su caudal... El total no, porque también
favorece en el testamento a su señora, que le ha asistido... como usted
sabe y le consta... y que le ha dado pruebas de cariño inmenso.

--¡Tío! --exclamé fuera de mí--: ¿por qué hizo usted ese disparate...?
Todo, todo a Carmiña... Ella lo merece; yo ni lo merezco, ni lo quiero,
ni lo admito. Me ocasiona usted el mayor disgusto... No me deje usted
nada. Renuncio... ¡Por Dios! He concluido mi carrera, y a mi madre la
sobra con qué vivir. No necesito bienes. Por Cristo, borre usted mi
nombre de su testamento.

--Felipe --suplicó a su vez la tití con voz empañada por el llanto--,
déjaselo todo a tu hermana, todo, todo; y yo, si no me quieren en casa
de mis padres, con ella me iré a vivir, caso de que tú faltases... que
no sucederá, porque Dios te conservará la vida.

--Basta de porfías --intervino el fraile--. No sean bobos por exceso
de desinterés. Don Felipe estuvo acertadísimo en el reparto de su
hacienda. Si logra algún alivio en su enfermedad, ya tendrá tiempo
de modificar la última voluntad que ayer dictó. Ahora --por si
empeorase--que piense en Dios, en su justicia y en su misericordia.
Carmen, échese usted un rato. Salustio y yo velaremos... Saúco no
tardará en venir a pasar la noche también...

Al hacer el Padre esta proposición el tronco del enfermo se agitó, sus
manos entrapajadas salieron de entre las sábanas, y con sobrehumano
esfuerzo gritó claramente:

--¡No te vayas... Carmiña!

Ella se precipitó al lecho con el rostro casi transfigurado, con la
expresión angelical de la Santa Isabel de Murillo, se desplomó sobre el
leproso, murmurando:

--¡Felipe, alma, corazón mío, si no me voy!

Y sobre aquellos labios, roídos por el asqueroso mal, con una
vehemencia que en otra ocasión me hubiese estremecido de rabia hasta
los mismos tuétanos, apoyó su boca firme y largamente, y sonó el beso
santo... Mi tío, galvanizado, consiguió incorporarse; pero el esfuerzo
retiró probablemente la sangre de su cerebro... y cuando su cabeza
volvió a recaer sobre la almohada, ya vidriaba sus ojos la agonía. ¿Qué
más te diré?... El Padre Moreno dijo la recomendación del alma, a que
contestamos Carmen y yo... Nada, lo que puedes suponerte...

· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

--¿Cuál fue ese fenómeno raro que notaste entonces? --preguntó el
curioso Portal.

--Que el corazón me aumentó de tamaño... No te rías, se me ensanchó
atrozmente... y fui _cristiano_ por espacio de una hora lo menos.

El orensano parecía reflexionar.

--¿Y cuándo te casas con la viuda? --dijo al fin.

--¡Vaya una ocurrencia! Está con su luto riguroso... y padeciendo,
pues acabada la asistencia, se vieron las resultas de tanta fatiga en
el quebranto de su salud. A Pontevedra se ha vuelto. Sé de ella por mi
madre. Ignoro lo que siento... Necesito analizar mi espíritu...

En aquel instante amanecía y los canoros ruiseñores de Aranjuez, desde
la frondosa copa de los árboles centenarios, saludaban al nuevo día con
sus arpadas lenguas.

--¿Sabes --indicó Portal-- que este sitio es precioso? Mira qué
alborada nos dan los pájaros... Y luego la habitación grande y fresca,
el piso de azulejos... Voy a venirme aquí a pasar la primer noche.


FIN



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