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Title: Las Fuerzas Extrañas Author: Lugones, Leopoldo Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Las Fuerzas Extrañas" *** NOTAS DEL TRANSCRIPTOR En la versión de texto sin formato, el texto en cursiva se indica con _guiones bajos_. El signo ^ representa un superíndice; así e^ representa la letra _e_ minúscula escrita como superíndice inmediatamente después del carácter precedente. Del mismo modo _{4} representa al subíndice 4. Se han corregido errores de puntuación obvios y otros errores de impresión. El Índice con el contenido ha sido movido del final al principio de la obra. El esquema presentado por el autor en el relato "Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones", en la versión de texto sin formato ha sido modificado de su diseño original para evitar un formato de exhibición no admitido por los programas de lectura de textos. El diseño original de ese esquema está disponible en las versiones HTML, EPUB y MOBI, donde se han incluido como imagen. La portada del libro ha sido modificada por el transcriptor y se incluye en el dominio público. * * * * * LAS FUERZAS EXTRAÑAS DEL AUTOR LAS MONTAÑAS DEL ORO; poema (agotado). LA REFORMA EDUCACIONAL; polémica (agotado). EL IMPERIO JESUÍTICO; ensayo histórico (agotado). LOS CREPÚSCULOS DEL JARDÍN; versos. LA GUERRA GAUCHA (agotado). Imprenta de Coni Hermanos, Perú 684 LEOPOLDO LUGONES LAS FUERZAS EXTRAÑAS BUENOS AIRES ARNOLDO MOEN Y HERMANO, EDITORES Florida 323 1906 [Ilustración: Leopoldo Lugones] ÍNDICE La fuerza Omega 5 La lluvia de fuego 27 Un fenómeno inexplicable 47 El milagro de san Wilfrido 63 El escuerzo 77 La metamúsica 87 El origen del diluvio 109 Los caballos de Abdera 123 Viola acherontia 137 Yzur 151 La estatua de sal 169 El psychon 181 Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones 201 Proemio 203 I.--El origen del universo 206 II.--El origen de la forma 212 III.--El espacio y el tiempo 216 IV.--Los átomos 220 V.--Nuestra teoría ante la ciencia 228 VI.--La vida de la materia 237 VII.--Los elementos terrestres 243 VIII.--La vida orgánica 247 IX.--La inteligencia en el universo 253 X.--El hombre 265 Epílogo 275 LA FUERZA OMEGA LA FUERZA OMEGA No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya á la gente. El sencillo sabio ante quien nos hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de tranvía. Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada á comerciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia ó sonreía con amargura. --Eso es para comer, decía sencillamente. Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público, aquéllos á quienes interesa suelen disimular su predilección, no hablando de ella sino con sus semejantes. Fué precisamente lo que pasó, y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar á aquel desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito, fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos. Todavía le veo pasearse por su cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y de químico á la vez. “Anda por ahí á flor de tierra, solía decirme, más de una fuerza tremenda cuyo descubrimiento se aproxima. De esas fuerzas interetéreas que acaban de modificar los más sólidos conceptos de la ciencia, y que justificando las afirmaciones de la sabiduría oculta, dependen cada vez más del intelecto humano.” La identidad de la mente con las fuerzas directrices del cosmos--concluía en ocasiones filosofando--es cada vez más clara; y día llegará en que aquélla sabrá regirlas sin las máquinas intermediarias, que en realidad deben de ser un estorbo. Cuando uno piensa que las máquinas no son sino aditamentos con que el ser humano se completa, llevándolas potencialmente en sí, según lo prueba al concebirlas y ejecutarlas, los tales aparatos resultan en substancia, simples modificaciones de la caña con que se prolonga el brazo para alcanzar un fruto. Ya la memoria suprime los dos conceptos fundamentales, los más fundamentales como realidad y como obstáculo--el espacio y el tiempo--al evocar instantáneamente un lugar que se vió hace diez años y que se encuentra á mil leguas; para no hablar de ciertos casos de bilocación telepática, que demuestran mejor la teoría. Si estuviera en ésta la verdad, el esfuerzo humano debería tender á la abolición de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales, á suprimir en lo posible la materia--otro axioma de filosofía oculta; mas para esto hay que poner el organismo en condiciones especiales, activar la mente, acostumbrarla á la comunicación directa con dichas fuerzas. Caso de magia. Caso que solamente los miopes no perciben en toda su luminosa sencillez. Habíamos hablado de la memoria. El cálculo demuestra también una relación directa; pues si calculando se llega á determinar la posición de un astro desconocido, en un punto del espacio, es porque hay identidad entre las leyes que rigen al pensamiento humano y al universo. Hay más todavía: es la determinación de un hecho material por medio de una ley intelectual. El astro tiene que estar ahí, porque así lo determina mi razón matemática, y esta sanción imperativa equivale casi á una creación. Entiendo, Dios me perdone, que mi amigo no se limitaba á teorizar el ocultismo, y que su régimen alimenticio, tanto como su severa continencia, implicaban un entrenamiento; pero nunca se franqueó sobre este punto y yo fuí discreto á mi vez. Habíase relacionado con nosotros, poco antes de los sucesos que voy á narrar, un joven médico á quien sólo faltan sus exámenes generales, que quizá nunca llegue á dar pues se ha dedicado á la filosofía; y éste era el otro confidente que debía escuchar la revelación. Fué á la vuelta de unas largas vacaciones que nos habían separado del descubridor. Encontrámosle algo más nervioso, pero radiante con una singular inspiración, y su primera frase fué para invitarnos á una especie de tertulia filosófica--tales sus palabras--donde debía exponernos el descubrimiento. En el laboratorio habitual, que presentaba al mismo tiempo un vago aspecto de cerrajería, y en cuya atmósfera flotaba un dejo de cloro, empezó la conferencia. Con su voz clara de siempre, su aspecto negligente, sus manos extendidas sobre la mesa como durante los discursos psíquicos, nuestro amigo enunció esta cosa sorprendente: --He descubierto la potencia mecánica del sonido. “Saben ustedes,--agregó, sin preocuparse mayormente del efecto causado por su revelación--saben ustedes bastante de estas cosas para comprender que no se trata de nada sobrenatural. Es un gran hallazgo, ciertamente, pero no superior á la onda hertziana ó al rayo Roentgen. Á propósito--yo he puesto también un nombre á mi fuerza. Y como ella es la última en la síntesis vibratoria cuyos otros componentes son el calor, la luz y la electricidad--la he llamado la fuerza Omega”. --¿Pero el sonido no es cosa distinta?, preguntó el médico. --No, desde que la electricidad y la luz están consideradas ahora como materia. Falta todavía el calor; pero la analogía nos lleva rápidamente á conjeturar la identidad de su naturaleza, y veo cercano el día en que se demuestre este postulado para mí evidente: que si los cuerpos se dilatan al calentarse, ó en otros términos, si sus espacios intermoleculares aumentan, es porque entre ellos se ha introducido algo y que este algo es el calor. De lo contrario, habría que recurrir al vacío aborrecido por la naturaleza y por la razón. “El sonido es materia para mí, pero esto resultará mejor de la propia exposición de mi descubrimiento.” “La idea, vaga aunque intensa hasta el deslumbramiento, me vino--cosa singular--la primera vez que vi afinar una campana. Claro es que no se puede determinar de antemano la nota precisa de una campana, pues la fundición cambiaría el tono. Una vez fundida, es menester recortarla al torno para lo cual hay dos reglas: si se quiere bajar el tono, hay que disminuir la línea media llamada ”falseadura“; si subirlo, es menester recortar la ”pata“ ó sea el reborde, y la afinación se practica al oído como la de un piano. Puede bajarse hasta un tono, pero no subirse sino medio; pues cortando mucho la pata, el instrumento pierde su sonoridad.” “Al pensar que si la pierde no es porque deje de vibrar, me vino esta idea, base de todo el invento: la vibración sonora se vuelve fuerza mecánica y por esto deja de ser sonido; pero la cosa se precisó durante las vacaciones, mientras ustedes veraneaban, lo cual aumentó, con la soledad, mi concentración.” “Ocupábame de modificar discos de fonógrafo, y aquello me traía involuntariamente al tema. Había pensado construir una especie de diapasón para destacar, y percibir directamente por lo tanto, las armónicas de la voz humana, lo que no es posible sino por medio de un piano, y siempre con gran imperfección; cuando de repente, con claridad tal que en dos noches de trabajo concebí toda la teoría, el hecho se produjo.” “Cuando se hace vibrar un diapasón que está al mismo tono con otro, éste vibra también por influencia al cabo de poco tiempo, lo que prueba que la onda sonora, ó en otros términos el aire agitado, tiene fuerza suficiente para poner en movimiento el metal. Dada la relación que existe entre el peso, densidad y tenacidad de éste con los del aire, esa fuerza tiene que ser enorme; y sin embargo, no es capaz de mover una hebra de paja que un soplo humano aventaría, siendo á su vez impotente para hacer vibrar en forma perceptible el metal. La onda sonora es, pues, más y menos poderosa que el soplo de nuestro ejemplo. Esto depende de las circunstancias, y en el caso de los diapasones, la circunstancia debe de ser una relación molecular, puesto que si ellos no están al unísono, el fenómeno marra. Había, pues, que aplicar la fuerza sonora, á fenómenos intermoleculares.” “No creo que la concepción de la _fuerza sonora_ necesite mucho ingenio. Cualquiera ha sentido las pulsaciones del aire en los sonidos muy bajos, los que produce el nasardo de un órgano, por ejemplo. Parece que las dieciséis vibraciones por segundo que engendra un tubo de treinta y dos pies, marcan el límite inferior del sonido perceptible que no es ya sino un zumbido. Con menos vibraciones, el movimiento se vuelve un soplo de aire; el soplo que movería la brizna, pero que no afectaría el diapasón. Esas vibraciones bajas, verdadero viento melodioso, son las que hacen trepidar las vidrieras de las catedrales; pero no forman ya notas, propiamente hablando, y sólo sirven para reforzar las octavas inmediatamente superiores.” “Cuanto más alto es el sonido, más se aleja de su semejanza con el viento y más disminuye la longitud de su onda; pero si ha de considerársela como fuerza intermolecular, ella es enorme todavía en los sonidos más altos de los instrumentos; pues el del piano con el do séptimo, que corresponde á un máximum de 4200 vibraciones por segundo, tiene una onda de tres pulgadas. La flauta, que llega á 4700 vibraciones, da una onda gigantesca todavía.” “La longitud de la onda depende, pues, de la altura del sonido, que deja ya de ser musical poco más allá de las 4700 vibraciones mencionadas. Despretz ha podido percibir un do, que vendría á ser el décimo, con 32.770 vibraciones producidas por el frote de un arco sobre un pequeñísimo diapasón. Yo percibo sonido aún, pero sin determinación musical posible, en las 45.000 vibraciones del diapasón que he inventado.” --¡45.000 vibraciones, dije; eso es prodigioso! --Pronto vas á verlo, prosiguió el inventor. Ten paciencia un instante todavía. Y después de ofrecernos té, que rehusamos: “La vibración sonora, se vuelve casi recta con estas altísimas frecuencias, y tiende igualmente á perder su forma curvilínea, tornándose más bien un zig-zag á medida que el sonido se exaspera. Esto se ha experimentado prácticamente cerdeando un violín. Hasta aquí no salimos de lo conocido, bien que no sea vulgar.” “Pero ya he dicho que me proponía estudiar el sonido como fuerza. He aquí mi teoría, que la experiencia ha confirmado.” “Cuanto más bajo es el sonido, más superficiales son sus efectos sobre los cuerpos. Después de lo que sabemos, esto es bien sencillo. La fuerza penetrante del sonido, depende, pues, de su altura; y como á ésta corresponde, según dije, una menor ondulación, resulta que mi onda sonora de 45.000 vibraciones por segundo, es casi una flecha ligerísimamente ondulada. Por pequeña que sea esta ondulación, siempre es excesiva molecularmente hablando; y como mis diapasones no pueden reducirse más, era menester ingeniarse de otro modo.” “Había, además, otro inconveniente. Las curvas de la onda sonora están relacionadas con su propagación, de tal modo que su ampliación progresa con gran velocidad hasta anularla como sonido, imposibilitando á la vez su desarrollo como fuerza; pero tanto este inconveniente, como el que resulta de la ondulación en sí, desaparecerían multiplicando la velocidad de traslación. De ésta depende que la onda no pierda la rectitud, que como toda curva tiene al comenzar, y al logro de semejante propósito concurrió una ley científica.” “Fourier, el célebre matemático francés, ha enunciado un principio aplicable á las ondas simples--las de mi problema--que puede traducirse vulgarmente así: “Cualquiera forma de onda, puede estar compuesta por cierto número de ondas simples de longitudes diferentes.” “Siendo ello así, si yo pudiera lanzar sucesivamente un número cualquiera de ondas en progresión proporcional, la velocidad de la primera sería la suma de las velocidades de todas juntas; la proporción entre las ondulaciones de aquélla y su traslación, quedaba rota con ventaja, y libertada por lo tanto la potencia mecánica del sonido.” “Mi aparato va á demostrarles que todo esto se puede; pero aún no les he dicho lo que me proponía hacer.” “Yo considero que el sonido es materia, desprendida en partículas infinitesimales del cuerpo sonoro, y dinamizada en tal forma, que da la sensación de sonido, como las partículas odoríferas dan la sensación del olor. Esa materia se desprende en la forma ondulatoria comprobada por la ciencia y que yo me proponía modificar, engendrando la onda aérea conocida por nosotros, del propio modo que la ondulación de una anguila bajo el agua, es repetida por ésta en su superficie.” “Cuando la doble onda choca con un cuerpo, la parte aérea se refleja contra su superficie; la etérea penetra produciendo la vibración del cuerpo y sin ninguna otra consecuencia, pues el éter de cuerpo supuesto, se dinamiza armónicamente con el de la onda, difundido en él; y ésta es la explicación, que se da por primera vez, de las vibraciones al unísono.” “Una vez rota la relación entre las ondulaciones y su propagación, el éter sonoro no se difunde en la masa del cuerpo, sino que la perfora, ya completamente, ya hasta cierta profundidad. Y aquí viene la explicación misma de los fenómenos que produzco.” “Todo cuerpo tiene un centro formado por la gravitación de moléculas que constituye su cohesión, y que representa el peso total de dichas moléculas. No necesito advertir que ese centro puede encontrarse en cualquier punto del cuerpo. Las moléculas representan aquí, lo que las masas planetarias en el espacio.” “Claro es que el más mínimo desplazamiento del centro en cuestión, ocasionará instantáneamente la desintegración del cuerpo; pero no es menos cierto que para efectuarlo, venciendo la cohesión molecular, se necesitaría una fuerza enorme, algo de que la mecánica actual no tiene idea, y que yo he descubierto, sin embargo.” “Tyndall ha dicho en un ejemplo gráfico, que la fuerza del puñado de nieve contenido en la mano de un niño, bastaría para hacer volar en pedazos una montaña. Calculen ustedes lo que se necesitará para vencer esa fuerza. Y yo desintegro bloques de granito de un metro cúbico...” Decía aquello sencillamente, como la cosa más natural, sin ocuparse de nuestra aquiescencia. Nosotros, aunque vagamente, íbamonos turbando con la inminencia de un gran revelación; pero acostumbrados al tono autoritario de nuestro amigo, nada replicábamos. Nuestros ojos, eso sí, buscaban al descuido por el taller, los misteriosos aparatos. Á no ser un volante de eje solidísimo, nada había que no nos fuese familiar. “Llegamos, prosiguió el descubridor, al final de la exposición. Había dicho que necesitaba ondas sonoras susceptibles de ser lanzadas en progresión proporcional, y á vuelta de muchos tanteos, que no es menester describrir, di con ellas.” “Eran el _do, fa, sol, do_, que según la tradición antigua constituían la lira de Orfeo, y que contienen los intervalos más importantes de la declamación, es decir, el secreto musical de la voz humana. La relación de estas ondas es matemáticamente 1, 4/3, 3/2, 2; y arrancadas de la naturaleza, sin un agregado ó deformación que las altere, son también una fuerza original. Ya ven ustedes que la lógica de los hechos, iba paralela con la de la teoría.” “Procedí entonces á construir mi aparato; mas para llegar al que usted en ven aquí, dijo sacando de su bolsillo un disco harto semejante á un reloj de níquel, ensayé diversas máquinas.” Confieso que el aparato aquél nos defraudó. La relación de magnitudes forma de tal modo la esencia del criterio humano, que al oir hablar de fuerzas enormes habíamos presentido máquinas grandiosas. Aquella cajita redonda, con un botón saliente en su borde y á la parte opuesta una boquilla, parecía cualquier cosa menos un generador de éter vibratorio. “Primero, continuó el otro sonriendo ante nuestra perplejidad, pensé en cosas complicadas, análogas á las sirenas de Koenig. Luego fuí simplificando de acuerdo con mis ideas sobre la deficiencia de las máquinas, hasta llegar á esto que no es sino una solución transitoria.” “La delicadeza del aparato no permite abrirlo á cada momento; pero ustedes deben conocerlo, añadió destornillando su tapa.” Contenía cuatro diapasoncillos, poco menos finos que cerdas, implantados á intervalos desiguales sobre un diafragma de madera que constituía el fondo de la caja. Un sutilísimo alambre se tendía y distendía rozándolos, bajo la acción del botón que sobresalía; y la boquilla de que antes hablé, era una bocina microfónica. “Los intervalos entre diapasón y diapasón, tanto como el espacio necesario para el juego de la cuerda que los roza, imponían al aparato este tamaño mínimo. Cuando ellos suenan, la cuádruple onda transformada en una, sale por la bocina microfónica como un verdadero proyectil etéreo. La descarga se repite cuantas veces aprieto el botón, pudiendo salir las ondas sin solución de continuidad apreciable, es decir mucho más próximas que las balas de una ametralladora, y formar un verdadero chorro de éter dinámico cuya potencia es incalculable.” “Si la onda va al centro molecular del cuerpo, éste se desintegra en partículas impalpables. Si no, lo perfora con un agujerillo enteramente imperceptible. En cuanto al roce tangencial, van á ver ustedes sus efectos sobre aquel volante...” --...¿Qué pesa?... interrumpí. --Trescientos kilogramos. El botón comenzó á actuar con ruidecito intermitente y seco, ante nuestra curiosidad todavía incrédula; y como el silencio era grande, percibimos apenas una aguda estridencia, análoga al zumbido de un insecto. No tardó mucho en ponerse en movimiento la mole, y ésta fué acelerándose de tal modo, que pronto vibró la casa entera como al empuje de un huracán. La maciza rueda no era más que una sombra vaga semejante al ala de un colibrí en suspensión, y el aire desplazado por ella provocaba un torbellino dentro del cuarto. El descubridor suspendió muy luego los efectos de su aparato, pues ningún eje habría aguantado mucho tiempo semejante trabajo. Mirábamonos suspensos, con una mezcla de admiración y pavor, trocada muy luego en desmedida curiosidad. El médico quiso repetir el experimento; pero por más que abocó la cajita hacia el volante, nada consiguió. Yo intenté lo propio con igual desventura. Creíamos ya en una broma de nuestro amigo, cuando éste dijo, poniéndose tan grave que casi daba en taciturno: “Es que aquí está el misterio de mi fuerza. Nadie, sino yo, puede usarla. Y yo mismo no sé cómo sucede.” “Defino, sí, lo que por mí pasa, como una facultad análoga á la puntería. Sin verlo, sin percibirlo en ninguna forma material, yo _sé_ dónde está el centro del cuerpo que deseo desintegrar, y en la misma forma proyecto mi éter contra el volante.” “Prueben ustedes cuanto quieran. Quizá al fin...” Todo fué en vano. La onda etérea se dispersaba inútil. En cambio, bajo la dirección de su amo, llamémosle así, ejecutó prodigios. Un adoquín que calzaba la puerta rebelde, se desintegró á nuestra vista, convirtiéndose con leve sacudida en un montón de polvo impalpable. Varios trozos de hierro sufrieron la misma suerte. Y resultaba en verdad de un efecto mágico aquella transformación de la materia, sin un esfuerzo perceptible, sin un ruido, como no fuera la leve estridencia que cualquier rumor ahogaba. El médico, entusiasmado, quería escribir un artículo. --No, dijo nuestro amigo; detesto la notoriedad, aunque no he podido evitarla del todo, pues los vecinos comienzan á enterarse. Además, temo los daños que puede causar esto... --En efecto, dije; como arma sería espantoso. --¿No lo has ensayado sobre algún animal? preguntó el médico. --Ya sabes, respondió nuestro amigo con grave mansedumbre, que jamás causo dolor á ningún ser viviente. Y con esto terminó la sesión. Los días siguientes transcurrieron entre maravillas; y recuerdo como particularmente notable la desintegración de un vaso de agua, que desapareció de súbito cubriendo de rocío toda la habitación. “El vaso permanece, explicaba el sabio, porque no forma un bloque con el agua á causa de que no hay entre ésta y el cristal adherencia perfecta. Lo mismo sucedería si estuviera herméticamente cerrado. El líquido, convertido en partículas etéreas, sería proyectado á través de los poros del metal...” Así marchábamos de asombro en asombro; mas el secreto no podía prolongarse, y es imposible valorar lo que se perdió en el triste suceso cuyo relato finalizará esta historia. Lo cierto es--para qué entretenerse en cosas tristes--que una de esas mañanas encontramos á nuestro amigo, muerto, con la cabeza recostada en el respaldo de su silla. Fácil es imaginar nuestra consternación. El aparato maravilloso estaba ante él y nada anormal se notaba en el laboratorio. Mirábamonos sorprendidos, sin conjeturar ni lejanamente la causa de aquel desastre, cuando noté de pronto que la pared á la cual casi tocaba la cabeza del muerto, se hallaba cubierta de una capa grasosa, una especie de manteca. Casi al mismo tiempo mi compañero lo advirtió también, y raspando con su dedo sobre aquella mixtura, exclamó sorprendido: --¡Esto es substancia cerebral! La autopsia confirmó su dicho certificando una nueva maravilla del portentoso aparato. Efectivamente, la cabeza de nuestro pobre amigo estaba vacía, sin un átomo de sesos. El proyectil etéreo, quién sabe por qué rareza de dirección ó por qué descuido, habíale desintegrado el cerebro, proyectándolo en explosión atómica á través de los poros de su cráneo. Ni un rastro exterior denunciaba la catástrofe, y aquel fenómeno, con todo su horror, era, á fe mía, el más estupendo de cuantos habíamos presenciado. Sobre mi mesa de trabajo, aquí mismo, en tanto que finalizo esta historia, el aparato en cuestión brilla, diríase siniestramente, al alcance de mi mano. Funciona perfectamente; pero el éter formidable, la substancia prodigiosa y homicida de la cual tengo ¡ay! tan desgraciada prueba, se pierde sin rumbo en el espacio, á pesar de todas mis vanas tentativas. En el instituto Lutz y Schultz han ensayado también sin éxito. LA LLUVIA DE FUEGO LA LLUVIA DE FUEGO EVOCACIÓN DE UN DESENCARNADO DE GOMORRA Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta. Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida... Á eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá--partículas de cobre semejantes á las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arenas. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera, cesaron de cantar. Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica causada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban asimismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, á largos intervalos. Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?... Acababa de caer una chispa en mi terraza, á pocos pasos. Extendí la mano; era, á no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos. En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba... ...¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir. En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahito de mujeres y un poco gotoso, en punto á vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía á los hombres. ¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado á mis jardines, á mis peces, á mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo á la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo. La vasta ciudad libertina, era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos ó tres ataques de gota por año... Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos ó tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho--lo digo sin orgullo--á un busto municipal, con tanta razón como á la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso. Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla. De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, á la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fué enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes. Bruscamente acabó mi apetito, y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar á la servidumbre, aquélla se apresuró á corresponderme. El incidente me había desconcertado. Promediaba la siesta cuando subí nuevamente á la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba á tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado á causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó á intimidarme la idea de un cataclismo. Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo, no dejaba conjeturar su procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre--pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco á poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababan precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad--mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?... ¿Huir...? Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria... Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco visible, debía ser general. No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo discutía conmigo mismo, un poco enervado á la verdad por el letargo digestivo de mi siesta consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba á pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro. En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía, doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos. Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario, la animación vespertina que era toda amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos afanosos, recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado á comprar. Era todo lo que quedaba de la gran amenaza celeste. Más numerosa que nunca, la gente de placer coloreaba las calles; y aún recuerdo que sonreí vagamente á un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón, erguido en su carro, manejaba como si fuese una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayuntamientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, á fe mía; y garantida la autenticidad de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida. Seguido por tres jóvenes enmascaradas pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas. También depilaba al oropimente y sabía dorarlas uñas. Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez, pregonaba al son de crótalos de bronce, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido infructuosamente los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo á las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón á balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques, palpitaba de parejas... Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño. Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría. La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire. Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba á las puertas. Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas, se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste. Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un corbertor de biso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañadera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballos habían deaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor á mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido. Afortunadamente el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano, atestado de vinos. Bajé á él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro é insípido, de efectos instantáneos. Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, á no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena. Subí á la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso á ella. Veía desde allí lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, ó explosión anormal. El ambiente estaba rojo, y á su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en cenizas. Sobre el lago flotaba un denso vapor, que algo prevenía la extraordinaria sequedad del aire. Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá. Mis pájaros comenzaban á morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá, habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con tendencia á salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías, para cortar á mi agua toda comunicación con el exterior. Esa tarde y toda la noche fué horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemada en sus domicilios, la gente huía despavorida para arderse en las calles, en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendas. No hay nada tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo la incineración de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó á soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba á dominar; y aquel hedor de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!... Mi casa empezaba á arder. Bajé á la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga, al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un miedo que no sentía--estoy seguro--desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché á llorar, á llorar como un loco, á llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno. No fué sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo á cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué á comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua. De repente mis lámparas empezaron á amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado sin advertirlo toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, en traerlas todas conmigo. Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba á llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible á morir asfixiado como una alimaña en su cueva. Á duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor cubrían... ...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres, yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco ó seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver. La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie, y asiéndome de las adarajas pude llegar á su cima. No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho á un escorial volcánico. Á trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un arenal de cobre. En las montañas, á la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba á agobiarme con una honda desolación, cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía á mí. No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino á sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero apuñaleando á su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía. Asegurado á este respecto, empecé á interrogarle. Todos los barcos ardieron, los muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en voz baja, no me atreví--ignoro por qué--á levantar la mía. Ofrecíle mi bodega donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos, todo el vino... De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama ó de Seboim. Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como peligroso. Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían á la ciudad como á un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo. La sed y no el hambre era lo que los enfurecía, pues pasaron junto á nosotros sin advertirnos. ¡Y en qué estado venían! Nada como ellos demostraba tan lúgubremente la catástrofe. Pelados como gatos sarnosos, reducida á escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos á medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre--todo aquello decía á las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos. Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también; hasta que sentándose por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse á rugir. ¡Ah!... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de bestia sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto á alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba á sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar--¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos á cierta vaga noción de proveniencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal, y sus rugidos preguntaban ciertamente algo á la cosa tremenda que causaba su padecer. ¡Ah!... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cuál comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed... Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó á llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca. En nuestro súbito descenso, alcanzamos á ver que las fieras se desbandaban buscando abrigo bajo los escombros. Llegamos á la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas, y comprendiendo que aquel nuevo chaparrón iba á consumar la ruina, me dispuse á concluir. Mientras mi compañero abusaba de la bodega--por primera y última vez, á buen seguro--decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí á ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza. Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar, apenas turbado por la curiosidad de la muerte. El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron á las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme. Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez á caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo á mis labios, y... UN FENÓMENO INEXPLICABLE UN FENÓMENO INEXPLICABLE Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar á las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba á dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía, vino en mi auxilio. --Conozco allá, me dijo, un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde recibe á sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación... Acepté y emprendí acto continuo mi viaje llegando al punto de destino horas después. Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo á la derecha, su pozo á la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. Á raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas á lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje. Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban á la estafeta en busca de cartas. Pregunté á uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse á mi huésped, que se le tenía por hombre considerable. No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacía el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circunstantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado. En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante sus rasgos de _chalet_ industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio. Cuando llegué á la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por la guía de una enredadera. Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fuí á golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso á silbar en una rendija, agravando la soledad. Á un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome. Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarle á mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de _clergyman_; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias superciliares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso. Enterado de la carta, me invitó á pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, fué dedicado á mis arreglos personales. En la mesa fué donde empecé á notar algo extraño. Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba á mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual. La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. Á este propósito, una frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré á exponer. --La influencia que sobre el péndulo de Rutter, dije concluyendo una frase, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales á las que produciría una dosis quinientas ó mil veces mayor. Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora. --Sin embargo, respondió, Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted á Reichenbach. --Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando á Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dió con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota. Aquí, sonrisa de mi huésped; prueba terminante de que nos entendíamos. --¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, ó el perfeccionado por el doctor Leger? --El segundo, respondí. --Es mejor; ¿y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach? --Ésta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto _exigían_ que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo cuando son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece á la cantidad, sino á la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo _cree_ que la cantidad influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma á Rutter. Desaparecida la alucinación... --Oh, ya tenemos aquí la alucinación, dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado. --No soy de los que explican todo por la alucinación, á lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa. --Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí á Home, el médium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas... --Permítame una pequeña digresión, interrumpí--encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje; quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta: ¿Ha sido usted militar?... --Poco tiempo; llegué á subteniente del ejército de la India. --Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios. --No; la guerra cerraba el camino del Tibet á donde hubiese querido llegar. Fuí hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud regresé muy luego á Inglaterra; de Inglaterra pasé á Chile en 1879; y por último á este país en 1888. --¿Enfermó usted en la India? --Sí, respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento. --¿El cólera? insistí. Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí vagamente. Su pulgar comenzó á moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba á hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la obscuridad. --Fué algo peor todavía, comenzó mi huésped. Fué el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme. Me incliné agradecido. --¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted á conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse. El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas á su castellano un tanto gramatical. Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero. --En febrero de 1858, continuó, fué cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los _yoghis_, esos singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes? --Creo que en la facultad de producir cuando quieren, el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes, etc. --Es exacto. Pues bien, yo vi operar á los _yoghis_ en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos á la obra. --¿Por cuál método? Sin responderme, continuó: --Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué á dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada á mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas poco á poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde. Una distracción prolongada, ocasionaba un desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía á ser algo así como una afirmación del _no yo_, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. _Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo_, durante el sueño extático. --¿Y pudo conseguirlo? --Fué una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esta forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente.Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. Á donde quiera que _él_ va, _voy conmigo_, con _él_. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se _le_ acerca jamás, no _se_ mueve jamás, no _me_ muevo jamás... Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz. --Cálmese usted, le dije, aparentando confianza. La reintegración no es imposible. --¡Oh, sí! respondió con amargura. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé quedos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no creo en ello. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera á una persona que no soy yo. Á veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro... Era, á no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio. --Pero en fin, ¿ese mono?... pregunté para agotar el asunto. --Es negro como mi propia sombra, y melancólico al modo de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece á mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece á mí! Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación. Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva: --Voy á caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego. Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó á pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana alargándose y acortándose según la mayor ó menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que á cada momento se encontraba el hombre. Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra. Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible á la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba á la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad teniendo asegurada una base exacta. Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás imitaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja, concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado. Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé á la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace. --No mire usted, dije. --¡Miraré! me respondió con un acento tan imperioso, que á pesar mío puse el papel ante la luz. Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita! Y conste que yo no sé dibujar. EL MILAGRO DE SAN WILFRIDO EL MILAGRO DE SAN WILFRIDO El 15 de junio de 1099, cuarto día de la tercera semana, un crepúsculo en nimbos de sangre había visto por vigésima quinta vez al campamento cruzado, desplegarse como una larga línea de silencios y de tiendas pardas alrededor de Jerusalén, desde la puerta de Damasco hasta donde el Cedrón penetra en el valle de Sové que los latinos llaman valle de Josafat. Sobre la llanura que se extendía entre el campamento y la ciudad, algunos bultos denunciaban cadáveres: restos de la jornada del 13 que los francos libraron sobre la antemuralla. El monte Moria, alzábase frente de la puerta Esterquilinaria, al mediodía. Por el norte levantaban sus cumbres desoladas el Olivete y el monte del Escándalo donde Salomón idolatró. Entre estas cumbres, el valle maldito, el valle donde imperara la herejía de Belphegor y de Moloch; donde gimieron David y Jeremías; donde Jesucristo empezó su pasión; donde Joel dijo su memorable profecía: _congregabo omnes gentes_, etc.; donde duermen Zacarías y Absalón; el valle adonde los judíos van á morir de todas las partes del mundo, se abría lleno de sombra y de viñas negras... Las murallas de la ciudad, altas de cien palmos, escondían á la vista las montañas de Judea que el rey Sabio hizo poblar de cedros. El recinto quedaba oculto, y sólo se divisaba por sobre la línea de bastiones, la cumbre rojiza del Acra, la monstruosa cúpula de cobre de la mezquita _Gameat-el-Sakhra_ levantada por Ornar á indicación del patriarca Sofronio, sobre las ruinas del templo de Salomón--y algunas palmeras. Una agonía sedienta consumía á los soldados de la cruz. Las fuentes de Siloé y de Rogel estaban exhaustas. El viento salado apenas dejaba aproximarse las nubes hasta Jericó. Y aquello estaba tan seco, tan calcinado, que las mismas tumbas antiguas parecían clamar de sed. Sobre las tiendas de las huestes sitiadoras, ondeaban multicolores estandartes, en cuyo trapo, al impulso de la devoción y del heroísmo, iban germinando como futuros emblemas de gloria, las trece coronas y las treinta y seis cruces principales de la heráldica, desde la sencilla cruz patente hasta las embrolladísimas dobles y contra potenzadas, que llegarían luego á su máxima complicación en el bizarro jeroglífico de la familia Squarciafichi. Estaban allí Godofredo, Eustaquio y Balduino; los señores de Tolosa, de Foix, de Flandes, de Orange, de Rosellón, de San Pol, de l’Estoile, de Flandes y de Normandía. Ya eran todos ilustres. Guicher había hendido en dos un león; Godofredo había partido por la mitad un gigante sarraceno en el puente de Antíoco... Una tienda rasa se alzaba entre las otras. En aquella tienda un monje flaco y viejo que tenía un báculo de olivo, vivía mojando en lágrimas toda la longitud de su barba. Era Pedro el Ermitaño. Aquel monje sabía que la ciudad ilustre fundada en el 2023 año del mundo, era una mártir. Desde los hijos de Jebus, hasta Sesac; desde Joas hasta Manasés, hasta Nabucodonosor, hasta Tolomeo Lago, hasta los dos Antíocos el Grande y el Epifanio, hasta Pompeyo, hasta Craso, hasta Antígono, hasta Herodes, hasta Tito, hasta Adriano, hasta Cosroes, hasta Omar--cuánta sangre había manchado sus piedras, cuánta desolación había caído sobre la reina glorificada por la salutación de Tobías: _¡Jerusalem, civitas Dei, luce splendida fulgebis!_ Pedro había podido observar, como san Jerónimo, que en aquella ciudad no se veía un solo pájaro. * * * * * Esa tarde, un correo expedido de Kaloni, comunicó á Godofredo que en el puerto de Jafa acababan de anclar varias naves pisanas y genovesas, en las cuales venían los marineros esperados para construír las máquinas de guerra diseñadas por Raymundo de Foix. Acababa de hundirse el sol, cuando tomaron el camino de Arimatea cuatro caballeros enviados para guardar las naves recién llegadas á Jafa. Eran Raimundo Pileto, Acardo de Mommellou, Guillermo de Sabran y Wilfrido de Hohenstein á quien llamaban el caballero del blanco yelmo. Era él rubio y fuerte como un arcángel. Sobre su tarja germana, sin divisa como todos los escudos de aquel tiempo, se destacaba formando blasón pleno un lirio de estaño en campo verde. Aquel lirio en forma de alabarda, era el único abierto de toda la flora heráldica; pues el de Francia permanecía aún en botón. Pero lo extraordinario en la armadura del caballero, era su casco de metal blanquísimo, cuyo esplendor no velaba entre los demás la cimera de que carecían los yelmos de los cruzados. El nasal de aquel casco, dividiéndole exageradamente el entrecejo y bajando por entre sus ojos como un pico, daba á su faz una expresión de gerifalte. Contábase á propósito de aquella prenda, una rara historia. Decíase que casado su dueño á los veinte años, antes de uno mató á la esposa en un arrebato de celos. Descubierta luego la inocencia de la víctima, el señor de Ilohenstein fué en demanda de perdón á Pedro el Ermitaño, quien le puso en el pecho la cruz de los peregrinos. Antes de partir, quiso orar el joven en la tumba de su esposa. Sobre aquel sepulcro, había crecido un lirio que él decidió llevarse como recuerdo; mas al cortarla, la flor se transformó en un casco de plata, dando origen al sobrenombre del caballero. Poseídos aún del milagro que hizo llover lirios sobre la cabeza de Clodoveo, no tenían los camaradas del héroe por qué dudar de su aventura, mucho más cuando él la abonaba con su valentía y con un voto de castidad. La noche estaba ya densa sobre los montes. Los caballeros cruzaron al trote de sus cabalgaduras, como cuatro sombras en rumor de hierro, la garganta estéril que une á Jerusalén con Sichem y Neápolis; el torrente donde David tomó las cinco piedras para combatir al gigante; el valle del Terebinto, el de Jeremías, dolorosa entrada de los montes de Judea poblados de jabalíes; los arrabales de Arimatea, los de Lydia sembrados de aquellas palmas idumeas bajo las cuales curó Pedro al paralítico; y al llegar al pozo de la virgen, la llanura de Sarón, cubierta de alelíes y tulipanes se desplegó ante ellos desde Gaza hasta el Carmelo, y desde los montes de Judea hasta los de Samaría, denunciándose en la obscuridad con el aroma de sus flores. Tal iban evocando los pasajes de la sacra historia por los mismos lugares de su tránsito, aquellos ilustres guerreros. Wilfrido habíase rezagado un tanto. Los otros tres mantenían su piadosa conversación; y el señor de Sabran refirió á sus compañeros la historia de la ciudad adonde se dirigían. Jafa está, decía, en la heredad de Dan y es más antigua que el diluvio. En ella murió Noé; á ella venían las flotas de Hiram cargadas de cedro; en ella se embarcó Jonás para cruzar el mar, aquel _Gran Mar_ “que vió á Dios y retrocedió”, dice el Salmista; ella sufrió el peso de cinco invasiones y fué incendiada por Judas Macabeo. Allí resucitó Pedro á Tabita; allí Cestio y Vespasiano repletaron de oro sus legiones; y en su ciudadela manda ahora en nombre del Soldán, el feroz Abu-Djezzar-Mohamed ibn-el-Thayybel-Achary, á quien llaman familiarmente Abu-Djezzar, y cuyos sicarios recorren estos parajes buscando el rastro de los guerreros de Cristo. El señor de Mommellou añadió á su vez que Jafa había sido teatro de las fábulas del paganismo. Su nombre era el de una hija de Eolo; y San Jerónimo cuenta que le enseñaron allí la roca y el anillo en que Andrómeda fué entregada al monstruo de Neptuno. Plinio añade que Escauro llevó á Roma los huesos de dicho animal, y Pausanias refiere que existe todavía la fuente donde Perseo se lavó las manos cubiertas por la sangre del combate. Y todo lo contaron los caballeros Acardo de Mommellou y Guillermo de Sabran, porque sabían muchas letras de historia aprendidas en los pergaminos de los monasterios. De repente, al llegar junto á las ruinas de una cisterna seca, advirtieron que Wilfrido no iba ya con ellos. Era indudable que se había extraviado en tan peligroso sitio, pero no podían buscarle, pues de las naves que iban á custodiar dependía la toma de la ciudad santa. Y por si era tiempo aún, galoparon soplando sus cuernos hacia las murallas próximas. * * * * * Abu-Djezzar gobernaba la ciudadela. La fortaleza se levantaba, dominando el mar, entre un bosquecillo de nopales y de granados. Mil musulmanes defendíanse allí esperando auxilios de Cesárea ó de Solima. Los fosos estaban llenos de agua y levantados los rastrillos, que apenas dejaban paso á las partidas de merodeadores. Wilfrido de Ilohenstein, despojado de sus armas, fué traído ante el señor de la ciudadela. Era éste un musulmán de ojos aguileños y perfil enérgico como un hachazo. --Perro, le dijo apenas le tuvo á su alcance; ya sabemos la situación de vuestros soldados que mueren de sed bajo los muros de Solima. Dime, pues lo sabes, si los cristianos abrigan todavía esperanzas. Una sonrisa heroica iluminó la juventud del caballero. --Sarraceno, replicó; los condes de Flandes y de Normandía acampan al norte, allá mismo donde fué apedreado san Esteban; Godofredo y Tancredo están al Occidente; el conde de Saint-Gilles al sur, sobre el monte Sión. Ya sabes dónde se hallan nuestras tropas, y también que los soldados de Cristo no retroceden. Pues bien, óyelo Sarraceno: Antes de un mes, los soldados de Cristo entrarán en Jerusalén por el norte, por el occidente y por el mediodía. Abu-Djezzar rugió de rabia. --Cortad maderos, gritó á sus soldados; haced una cruz y clavad en ella á este perro. ¡Que muera como su Dios! Tres horas después, los soldados venían en grupos á contemplar el mártir. Wilfrido de Hohenstein, clavado en una cruz muy baja, parecía estar muerto en pie. Desnudo enteramente, cruzado su cuerpo de rayas rojas, la cabeza doblada, los cabellos rubios cubriéndole los ojos, las manos y los pies como envueltos en púrpura, semejaba una efigie de altar. La muerte no conseguía ajar su juventud, realzándola más bien como una escarcha fina sobre un mármol artístico. El patíbulo daba al mar, sobre la ciudad ruinosa, desamparado bajo el cielo. Y los soldados admiraban en voz baja, con palabras bárbaramente desgarradas en vómitos guturales, aquella juventud enemiga, tan viril bajo los cabellos rubios ceñidos ya por una gloria de apogeos. El cuerpo de Wilfrido de Hohenstein no era ya sino un despojo. Estaba muy blanco, casi transparente, como un vaso de alabastro que ha dejado correr todo su vino; y bajo sus párpados entreabiertos, se vislumbraba una minúscula estrella azul. Un buitre sirio, á inmensa altura, mecíase entre los cenitales esplendores. Los soldados lo vieron y entonces recordaron. Aunque la agonía del caballero fué larga, era indudable que ya estaba muerto. El agá se aproximó y levantó uno de los párpados. La estrellita azul se había apagado en el fondo de la órbita. De la comisura labial, desprendíase un hilo de sangre. Nadie se atrevió á abofetearle, á pesar de que era la costumbre, porque su sueño apaciguaba con su inmensa blancura. Tendieron simplemente la cruz y empezaron á desclavarle. Pero la mano derecha resistía tanto, que el agá la cortó con su gumía dejándola clavada en el poste. Y como la cruz aquella podía servir para ajusticiar otros perros, resolvieron conservarla en la armería. La mano permaneció así durante un mes. Nadie se acordaba ya de aquello, cuando el 12 de julio de 1099, un emisario sarraceno vino en su caballo moribundo á decir á Abu-Djezzar que los cristianos arrojando escalas sobre los muros de Solima, al rayar la aurora, y encerrados en fuertes ingenios de madera, hacían llover sobre los fieles del Profeta un aguacero de aceite y pez hirviendo. Abu-Djezzar mandó afilar los alfanjes y descendió á la armería para inspeccionar los arneses de peones y caballeros. Lucían los hierros en la penumbra de la sala. Había allí lorigas de Egipto, yataganes de Damasco; lanzas españolas, largas de diez palmos; adargas de cuero de hipopótamo, tomadas á los nubios; estribos tajantes al uso berberisco y puñales bizantinos que parecían de agua. El musulmán recorría con ojo satisfecho aquel arsenal provisto por el califa, de tantas y tan hermosas armas. Sus babuchas sonaban en las lozas de la galería, y soberbiamente envuelto en su albornoz, examinábalo todo. Habíase quitado el turbante, y su cabeza afeitada ostentaba en el occipucio el penacho de cabellos por donde el ángel Gabriel le conduciría al Paraíso el día del juicio. Nadaban en sus ojos dos chispas, y bajo su labio crispado, la dentadura fijaba un brillo siniestro. Desde su sitio percibía la cruz disimulada en la sombra donde amarilleaba la mano del mártir. Y andando, andando, se encontró debajo de ella con la mirada fija en una de las perchas de la armería. En ese momento eran las tres de la tarde. El caballero de l’Estoile acababa de saltar sobre las murallas de Jerusalén. Y como el agá apareciera en la puerta, Abu-Djezzar le increpó: --¡Alá los extermine! ¡Malditos perros!... No pudo concluir. La mano, espantosamente viva, se había abierto como una garra, retorciéndose en su clavo y enredando entre sus dedos los cabellos del infiel. El agá, loco de horror, huyó á lo alto de la ciudadela. Los soldados acudieron, mas nadie se atrevió á tocar aquella formidable reliquia que mantenía invenciblemente agarrada la presa enemiga. Abu-Djezzar yacía muerto al pie de la cruz, con la lengua apretada entre los dientes y tendidos los brazos que descuartizaba una convulsión. Esa misma tarde el agá hizo arrojar por sobre las murallas el siniestro crucifijo, sin que la mano volviera á abrirse desde entonces. Y los cristianos de Jafa, sabederos del hecho por un prisionero de la ciudadela tomado pocos días después, condujeron en procesión aquel trofeo erigiendo un altar al caballero del blanco yelmo, que padeció muerte de cruz entre los infieles el 16 de junio del año 1099 de Cristo. * * * * * Ahora, en el convento de los franciscanos de Jafa, puede verse bajo una urna de cristal, clavada en su trozo de madera y asiendo un puñado de cabellos, todavía fresca como para consolar la décima séptima agonía de Jerusalén, la mano blanca de san Wilfrido de Hohenstein. EL ESCUERZO EL ESCUERZO Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, me di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Tenía horror á los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y entonado batracio no tardó en sucumbir á los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semi-campestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa está situada cerca de un arroyo que cruza por la ciudad, lo cual contribuía á aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales reptiles. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fuí á preguntar por ella á la vieja criada, confidente mía en las primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos á ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada á la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalito. --¡Gracias á Dios que no lo hayas dejado! exclamó con muestras de la mayor alegría. En este mismo instante vamos á quemarlo. --¿Quemarlo? dije yo; ¿pero qué va á hacer, si ya está muerto? --No sabes que es un escuerzo--replicó en tono misterioso mi interlocutora--¿y que este animalito resucita sino se quema? ¿Quién te mandó matarlo? ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy á contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. ¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado á ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula á un hombre de barba entera. --¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquia? interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. --De ningún modo, señorita. Es una historia _que ha pasado_. Julia sonrió. --No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... --Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues, proseguí; mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración que es como sigue: Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo á pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacían, refirió á su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharle, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio para quemar el cadáver del animal. --Has de saber, le dijo, que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que puede hacer con él otro tanto. El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer á la pobre vieja de que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar á una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara á quemar los restos del animal. Inútil fué toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. Á toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse á acompañarla. No era tan distante; unas seis cuadras á lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. --¿No te dije? exclamó ella echándose á llorar; ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! --Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas ó lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. Regresaron, pues, á la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo á las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, á la luz de la luna, y ya se disponía él á tenderse sobre su apero para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. La protesta contra semejante petición fué viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡Á quién se le ocurría pensar en hacerle dormir con aquel calor, dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto, decidió acceder á semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fué arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida á pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. Calcula ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba á bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia. Allí estaba, por fin, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche á la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dió de pronto un saltito, después otro, en dirección de la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror á su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. Antonia no se atrevió á hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: El sapo comenzó á hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fué reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó á tierra, se dirigió á la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. Entonces se atrevió Antonia á levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fué de tal modo horrible, que á los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha. LA METAMÚSICA LA METAMÚSICA Como hiciera varias semanas que no le veía, al encontrarle le interrogué: --¿Estás enfermo? --No; mejor que nunca y alegre como unas pascuas. ¡Si supieras lo que me ha tenido absorto durante estos dos meses de encierro! Pues hacía efectivamente dos meses que se le extrañaba en su círculo literario, en los cafés familiares y hasta en el paraíso de la Ópera, su predilección. El pobre Juan tenía una debilidad: la música. En sus buenos tiempos, cuando el padre opulento y respetado compraba palco, Juan podía entregarse á su pasión favorita con toda comodidad. Después acaeció un derrumbe--títulos bajos, hipotecas, remates... El viejo murió de disgusto y Juan se encontró solo en esa singular autonomía de la orfandad, que toca por un extremo al tugurio y por el otro á la fonda de dos platos, sin vino. Por no ser huésped de cárcel, se hizo empleado que cuesta más y produce menos; pero hay seres timoratos en medio de su fuerza, que temen á la vida lo bastante para respetarla, acabando por acostarse con sus legítimas después de haber pensado en veinte queridas. La existencia de Juan se volvió entonces acabadamente monótona. Su oficina, sus libros y su banqueta del paraíso, fueron para él la obligación y el regalo. Estudió mucho, convirtiéndose en un teorizador formidable. Analogías de condición y de opiniones nos acercaron, nos amistaron y concluyeron por unirnos en sincera afección. Lo único que nos separaba era la música, pues jamás entendí una palabra de sus disertaciones, ó mejor dicho nunca pude conmoverme con ellas, pareciéndome falso en la práctica lo que por raciocinio encontraba evidente; y como en arte la comprensión está íntimamente ligada á la emoción sentida, al no sentir yo nada con la música, claro está que no la entendía. Esto desesperaba á mi amigo cuya elocuencia crecía en proporción á mi incapacidad para gozar con lo que, siendo para él emoción superior, sólo me resultaba confusa algarabía. Conservaba de su pasado bienestar un piano, magnífico instrumento cuyos acordes solían comentar sus ideas cuando mi rebelde emoción fracasaba en la prueba. --Comprendo que la palabra no alcance á expresarlo, decía, pero escucha; abre bien las puertas de tu espíritu; es imposible que dejes de entender. Y sus dedos recorrían el teclado en una especie de mística exaltación. Así discutíamos los sábados por la noche, alternando las disertaciones líricas con temas científicos en los que Juan era muy fuerte, y recitando versos. Las tres de la mañana siguiente era la hora habitual de despedirnos. Júzguese si nuestra conversación sería prolongada después de ocho semanas de separación. --¿Y la música, Juan? --Querido, he hecho descubrimientos importantes. Su fisonomía tomó tal carácter de seriedad, que le creí acto continuo. Pero una idea me ocurrió de pronto. --¿Compones? Los ojos le fulguraron. --Mejor que eso, mucho mejor que eso. Tú eres un amigo del alma y puedes saberlo. El sábado por la noche, como siempre, ya sabes; en casa; pero no lo digas á nadie, ¿eh? ¡Á nadie! añadió casi terrible. Calló un instante; luego me pellizcó confidencialmente la punta de la oreja, mientras una sonrisa maliciosa entreabría sus febriles labios. --Allá comprenderás por fin, allá verás. Hasta el sábado, ¿no?... Y como le mirara interrogativo, añadió lanzándose sobre el estribo de un tranvía, pero de modo que sólo yo pudiese oirle: --...¡Los colores de la música!... Era un miércoles. Me era menester esperar tres días para conocer el sentido de aquella prosa. ¡Los colores de la música! me decía. ¿Será un fenómeno de audición coloreada? ¡Imposible! Juan es un muchacho muy equilibrado para caer en eso. Parece excitado, pero nada revela una alucinación en sus facultades. Después de todo, ¿por qué no ha de ser verdad su descubrimiento?... Sabe mucho, es ingenioso, perseverante, inteligente... La música no le impide cultivar á fondo las matemáticas, y éstas son la sal del espíritu. En fin, esperemos. Pero no obstante mi resignación, una intensa curiosidad me embargaba; y el pretexto ingenuamente hipócrita de este género de situaciones, no tardó en presentarse. Juan está enfermo, á no dudarlo. Abandonarle en tal situación, sería poco discreto. Lo mejor es verle, hablarle, hacer cuanto pueda para impedir algo peor. Iré esta noche. Y esa misma noche fuí, aunque reconociendo en mi intento más curiosidad de lo que hubiese querido. Daban las nueve cuando llegué á la casa. La puerta estaba cerrada. Una sirvienta desconocida vino á abrirme. Pensé que sería mejor darme por amigo de confianza, y después de expresar las buenas noches con mi entonación más confidencial: --¿Está Juan? pregunté. --No, señor; ha salido. --¿Volverá pronto? --No ha dicho nada. --Porque si volviera pronto, añadí insistiendo, le pediría permiso para esperarle en su cuarto. Soy su amigo íntimo y tengo algo urgente que comunicarle. --Á veces no vuelve en toda la noche. Esta evasiva me reveló que se trataba de una consigna, y decidí retirarme sin insistir. Volví el jueves, el viernes, con igual resultado. Juan no quería recibirme, y esto, francamente, me exasperaba. El sábado me tendría fuerte, vencería mi curiosidad, no iría. El sábado á las nueve de la noche había dominado aquella puerilidad. Juan en persona me abrió. --Perdona; sé que me has buscado; no estaba; tenía que salir todas las noches. --Sí; te has convertido en personaje misterioso. --Veo que mi descubrimiento te interesa de veras. --No mucho, mira; pero francamente, al oirte hablar de los colores de la música, temí lo que hay que temer, y ahí tienes la causa de mi insistencia. --Gracias, quiero creerte, y me apresuro á asegurarte que no estoy loco. Tu duda lastima mi amor propio de inventor, pero somos demasiado amigos para no prometerte una venganza. Mientras, habíamos atravesado un patio lleno de plantas. Pasamos bajo un zaguán, doblamos á la derecha, y Juan abriendo una puerta dijo: --Entra; voy á pedir el café. Era el cuarto habitual, con su escritorio, su ropero, su armario de libros, su catre de hierro. Noté que faltaba el piano. Juan volvía en ese momento. --¿Y el piano? --Está en la pieza inmediata. Ahora soy rico; tengo dos “salones”. --¡Qué opulencia! Y esto nos endilgó en el asunto. Juan, que paladeaba con deleite su café, empezó tranquilamente: --Hablemos en serio. Vas á ver una cosa interesante. _'Vas á ver_, óyelo bien. No se trata de teorías. Las notas poseen cada cual su color, no arbitrario, sino real. Alucinaciones y chifladuras nada tienen que ver con esto. Los aparatos no mienten, y mi aparato hace perceptibles los colores de la música. Tres años antes de conocerte, emprendí las experiencias coronadas hoy por el éxito. Nadie lo sabía en casa, donde, por otra parte, la independencia era grande, como recordarás. Casa de viudo con hijos mayores... Dicho esto en forma de disculpa por mi reserva, que espero no atribuyas á desconfianza, quiero hacerte una descripción de mis procedimientos, antes de empezar mi pequeña fiesta científica. Encendimos los cigarrillos y Juan continuó. --Sabemos por la teoría de la unidad de la fuerza, que el movimiento es, según los casos, luz, calor, sonido, etc.; dependiendo estas diferencias--que esencialmente no existen, pues son únicamente modos de percepción de nuestro sistema nervioso--del mayor ó menor número de vibraciones de la onda etérea. “Así, pues, en todo sonido hay luz, calor, electricidad latentes, como en toda luz hay á su vez electricidad, calor y sonido. El ultra violeta del espectro, señala el limite de la luz y es ya calor, que cuando llegue á cierto grado se convertirá en luz... Y la electricidad igualmente. ¿Por qué no ocurriría lo mismo con el sonido? me dije; y desde aquel momento quedó planteado mi problema.” “La escala musical está representada por una serie de números cuya proporción, tomando al do como unidad, es bien conocida; pues la armonía se halla constituida por proporciones de número, ó en otros términos se compone de la relación de las vibraciones aéreas por un acorde de movimientos desemejantes.” “En todas las músicas sucede lo mismo, cualquiera que sea su desarrollo. Los griegos que no conocían sino tres de las consonancias de la escala, llegaban á idénticas proporciones: 1 á 2, 3 á 2, 4 á 3. Es, como observas, matemático. Entre las ondulaciones de la luz tiene que haber una relación igual, y es ya vieja la comparación. El 1 del do, está representado por las vibraciones de 369 millonésimas de milímetro que engendran el violado, y el 2 de la octava por el duplo; es decir, por las de 738 que producen el rojo. Las demás notas, corresponden cada una á un color.” “Ahora bien, mi raciocinio se efectuaba de este modo.” “Cuando oímos un sonido, no miramos la luz, no palpamos el calor, no sentimos la electricidad que produce, porque las ondas caloríficas, luminosas y eléctricas son imperceptibles por su propia amplitud. Por la misma razón no oímos cantar la luz, aunque la luz canta real y verdaderamente, cuando sus vibraciones que constituyen los colores, forman proporciones armónicas. Cada percepción tiene un límite de intensidad, pasado el cual se convierte en impercepción para nosotros. Estos límites no son coincidentes en la mayoría de los casos, lo cual obedece al progresivo trabajo de diferenciación efectuado por los sentidos en los organismos superiores; de tal modo que si al producirse una vibración, no percibimos más que uno de los movimientos engendrados, es porque los otros, ó han pasado el limite máximo, ó no han alcanzado el límite mínimo de la percepción. Á veces se consigue, sin embargo, la simultaneidad. Así, vemos el color de una luz, palpamos su calor y medimos su electricidad...” Todo esto era lógico; pero en cuanto al sonido, tenía una objeción muy sencilla que hacer y la hice: --Es claro; y si con el sonido no sucede así, es porque se trata de una vibración aérea, mientras que las otras son vibraciones etéreas. --Perfectamente; pero la onda aérea provoca vibraciones etéreas, puesto que al propagarse conmueve al éter intermedio entre molécula y molécula de aire. ¿_Qué es_ esta segunda vibración? Yo he llegado á demostrar que es luz. ¿Quién sabe si mañana un termómetro ultrasensible no averiguará las temperaturas del sonido? “Un sabio injustamente olvidado, Louis Lucas, dice lo que voy á leer, en su _Chimie Nouvelle_:” “Si se estudia con cuidado las propiedades del monocordio, se nota que en toda jerarquía sonora no existen, en realidad, más que tres puntos de primera importancia: la tónica, la quinta y la tercia, siendo la octava reproducción de ellas á diversa altura, y permaneciendo en las tres resonancias la tónica como punto de apoyo; la quinta es su antagonista y la tercia un punto indiferente, pronto á seguir á aquél de los dos contrarios que adquiera superioridad.” “Esto es también lo que hallamos en tres cuerpos simples, cuya importancia relativa no hay necesidad de recordar: el hidrógeno, el ázoe y el oxígeno. El primero por su negativismo absoluto en presencia de los otros metaloides, por sus propiedades esencialmente básicas, toma el sitio de la tónica ó reposo relativo; el oxígeno, por sus propiedades antagónicas, ocupa el lugar de la quinta; y por fin, la indiferencia bien conocida del ázoe, le asigna el rol de la tercia.” “Ya ves que no estoy solo en mis conjeturas, y que ni siquiera voy tan lejos; mas lleguemos cuanto antes á la narración de la experiencia.” “Ante todo, tenía tres caminos: ó colar el sonido á través de algún cuerpo que lo absorbiera, no dejando pasar sino las ondas luminosas--algo semejante al carbón animal para los colorantes químicos; ó construir cuerdas tan poderosas, que sus vibraciones pudieran contarse, no por miles sino por millones de millones en cada segundo, para producir mi música en luz; ó reducir la expansión de la onda luminosa, invisible en el sonido, contenerla en su marcha, reflejarla, reforzarla hasta hacerla alcanzar un límite de percepción, y verla sobre una pantalla convenientemente dispuesta.” “De los tres métodos probables, excuso decirte que he adoptado el último; pues los dos primeros requerirían un descubrimiento previo cada uno, mientras que el tercero es una aplicación de aparatos conocidos.” _¡Age dum!_ prosiguió evocando su latín, mientras abría la puerta del segundo aposento. Aquí tienes mi aparato, añadió, al paso que me enseñaba sobre un caballete una caja como de dos metros de largo, enteramente parecida á un féretro. Por uno de sus extremos sobresalía el pabellón paraboloide de una especie de clarín. En la tapa, cerca de la otra extremidad, resaltaba un trozo de cristal que me pareció la faceta de un prisma. Una pantalla blanca coronaba el misterioso cajón, sobre un soporte de metal colocado hacia la mitad de la tapa. Juan se apoyó sobre el aparato y yo me senté en la banqueta del piano. --Oye con atención. --Ya te imaginas. --El pabellón que aquí ves, recoge las ondas sonoras. Este pabellón toca al extremo de un tubo de vidrio negro, de dobles paredes, en el cual se ha llevado el vacío á una millonésima de atmósfera. La doble pared del tubo está destinada á contener una capa de agua. El sonido muere en él y en el denso almohadillado que lo rodea. Queda sólo la onda luminosa cuya expansión debo reducir para que no alcance la amplitud suprasensible. El vidrio negro lo consigue; y ayudado por la refracción del agua, se llega á una reducción casi completa. Además el agua tiene por objeto absorber el calor que resulta. --¿Y por qué el vidrio negro? --Porque la luz negra tiene una vibración superior á la de todas las otras, y como por consiguiente el espacio entre movimiento y movimiento se restringe, las demás no pueden pasar por los intersticios y se reflejan. Es exactamente análogo á una trinchera de trompos que bailan conservando distancias proporcionales á su tamaño. Un trompo mayor, aunque animado de menor velocidad, intenta pasar; pero se produce un choque que lo obliga á volver sobre sí mismo. --Y los otros, ¿no retroceden también? --Ése es el percance que el agua está encargada de prevenir. --Muy bien; continúa. --Reducida la onda luminosa, se encuentra al extremo del tubo con un disco de mercurio engarzado á aquél, cuyo disco la detiene en su marcha. --Ah, el inevitable mercurio. --Sí, el mercurio. Cuando el profesor Lippmann lo empleó para corregir las interferencias de la onda luminosa en su descubrimiento de la fotografía de los colores, aproveché el dato; y el éxito no tardó en coronar mis previsiones. Así, pues, mi disco de mercurio contiene la onda en marcha por el tubo, y la refleja hacia arriba por medio de otro acodado. En este segundo tubo, hay dispuestos tres prismas _infrangibles_, que refuerzan la onda luminosa hasta el grado requerido para percibirla como sensación óptica. El número de prismas está determinado por tanteo, á ojo, y el último de ellos, cerrando el extremo del tubo, es el que ves sobresalir aquí. Tenemos, pues, suprimida la vibración sonora, reducida la amplitud de la onda luminosa, contenida su marcha y reforzada su acción. No nos queda más que verla. --¿Y se ve? --Se ve, querido; se ve sobre esta pantalla; pero falta algo aún. Este algo es mi piano cuyo teclado he debido transformar en series de siete blancas y siete negras, para conservar la relación verdadera de las transposiciones de una nota tónica á otra; relación que se establece multiplicando la nota por el intervalo del semitono menor. “Mi piano queda convertido, así, en un instrumento exacto, bien que de dominio mucho más difícil. Los pianos comunes, construidos sobre el principio de la gama temperada que luego recordaré, suprimen la diferencia entre los tonos y los semitonos mayores y menores, de suerte que todos los sones de la octava se reducen á doce, cuando son catorce en realidad. El mío es un instrumento exacto y completo.” “Ahora bien, esta reforma, equivale á abolir la gama temperada de uso corriente, bien que sea, como dije, inexacta; y á la cual se debe en justicia el enorme progreso alcanzado por la música instrumental desde Sebastián Bach, quien le consagró cuarenta y ocho composiciones. Es claro, ¿no?” --¡Qué sé yo de todo eso! Lo que estoy viendo es que me has elegido como se elige una pared para rebotar la pelota. --Creo ocioso recordarte que uno no se apoya sino sobre lo que resiste. Callamos sonriendo, hasta que Juan me dijo: --¿Sigues creyendo, entonces, que la música no expresa nada? Ante esta insólita pregunta que desviaba á mil leguas el argumento de la conversación, le pregunté á mi vez: --¿Has leído á Hanslick? --Sí, ¿por qué? --Porque Hanslick, cuya competencia critica no me negarás, sostiene que la música no expresa nada, que sólo evoca sentimientos. --¿Eso dice Hanslick? Pues bien, yo sostengo sin ser ningún critico alemán, que la música es la expresión matemática del alma. --Palabras... --No, hechos perfectamente demostrables. Si multiplicas el semidiámetro del mundo por 36, obtienes las cinco escalas musicales de Platón, correspondientes á los cinco sentidos. --¿Y por qué 36? --Hay dos razones; una matemática, la otra psíquica. Según la primera, se necesita treinta y seis números para llenar los intervalos de las octavas, las cuartas y las quintas hasta 27, con números armónicos. --¿Y por qué 27? --Porque 27 es la suma de los números cubos 1 y 8; de los lineales 2 y 3; y de los planos 4 y 9--es decir, de las bases matemáticas del universo. La razón psíquica consiste en que ese número 36, total de los números armónicos, representa, además, el de las emociones humanas. --¿Cómo? --El veneciano Gozzi, Gœthe y Schiller, afirmaban que no deben existir sino treinta y seis emociones dramáticas. Un erudito, J. Polti, demostró el año 94, si no me equivoco, que la cantidad era exacta y que el número de emociones humanas no pasaba de treinta y seis. --¡Es curioso! --En efecto; y más curioso si se tiene en cuenta mis propias observaciones. La suma ó valor absoluto de las cifras de 36, es 9, número irreductible; pues todos sus múltiplos lo repiten si se efectúa con ellos la misma operación. El 1 y el 9 son los únicos números absolutos ó permanentes; y de este modo, tanto 27 como 36, iguales á 9 por el valor absoluto de sus cifras, son números de la misma categoría. Esto da origen, además, á una proporción, 27, ó sea el total de las bases geométricas, es á 36, total de las emociones humanas, como x, el alma, es al absoluto 9. Practicada la operación, se averigua que el término desconocido es 6. Seis, fíjate bien; el doble ternario que en la simbología sagrada de los antiguos, significaba el equilibrio del universo. ¿Qué me dices? Su mirada se había puesto luminosa y extraña. --El universo es música, prosiguió animándose. Pitágoras tenía razón, y desde Timeo hasta Kepler todos los pensadores han presentido esta armonía. Eratóstenes llegó á determinar la escala celeste, los tonos y semitonos entre astro y astro. Yo creo tener algo mejor; pues habiendo dado con las notas fundamentales de la música de las esferas, ¡reproduzco en colores geométricamente combinados, el esquema del Cosmos!... ¿Qué estaba diciendo aquel alucinado? ¿Qué torbellino de extravagancias se revolvía en su cerebro...? Casi no tuve tiempo de advertirlo, cuando el piano empezó á sonar. Juan volvió á ser el inspirado de otro tiempo en cuanto sus dedos acariciaron las teclas. --Mi música, iba diciendo, se halla formada por los acordes de tercia menor introducidos en el siglo XVII y que Mozart mismo consideraba imperfectos, á pesar de que es todo lo contrario; pero su recurso fundamental está constituido por aquellos acordes inversos que hicieron calificar de música de los ángeles la música de Palestina... En verdad, hasta mi naturaleza refractaria se conmovía con aquellos sones. Nada tenían de común con las armonías habituales, y aun podía decirse que no eran música en realidad; pero lo cierto es que sumergían el espíritu en un éxtasis sereno, como quien dice formado de antigüedad y de distancia. Juan continuaba: --Observa en la pantalla la distribución de colores que acompaña á la emisión musical. Lo que estás escuchando es una armonía en la cual entran las notas específicas de cada planeta del sistema, y este sencillo conjunto termina con la sublime octava del sol, que nunca me he atrevido á tocar, pues temo producir influencias excesivamente poderosas. ¿No sientes algo extraño? Sentía, en efecto, como si la atmósfera de la habitación estuviese conmovida por presencias invisibles. Ráfagas sordas cruzaban su ámbito. Y entre la beatitud que me regalaba la grave dulzura de aquella armonía, una especie de aura eléctrica iba helándome de pavor. Pero no distinguía sobre la pantalla otra cosa que una vaga fosforescencia y como esbozos de figuras... De pronto comprendí. En la común exaltación, habíasenos olvidado apagar la lámpara. Iba á hacerlo, cuando Juan gritó enteramente arrebatado, entre un son estupendo del instrumento: --¡Mira ahora! Yo también lancé un grito, pues acababa de suceder algo terrible. Una llama deslumbradora brotó del foco de la pantalla. Juan, con el pelo erizado, se puso de pie, espantoso. Sus ojos acababan de evaporarse como dos gotas de agua bajo aquel haz de dardos flamígeros, y él, insensible al dolor, radiante de locura, exclamaba tendiéndome los brazos: --¡La octava del sol, muchacho, la octava del sol! EL ORIGEN DEL DILUVIO EL ORIGEN DEL DILUVIO NARRACIÓN DE UN ESPÍRITU ...La Tierra acababa de experimentar su primera incrustación sólida y hallábase todavía en una obscura incandescencia. Mares de ácido carbónico batían sus continentes de litio y de aluminio, pues éstos fueron los primeros sólidos que formaron la costra terrestre. El azufre y el boro figuraban también en débiles vetas. Así el globo entero brillaba como una monstruosa bola de plata. La atmósfera era de fósforo con vestigios de flúor y de cloro. Llamas de sodio, de silicio, de magnesio, constituían la luminosa progenie de los metales. Aquella atmósfera relumbraba tanto como una estrella, presentando un espesor de muchos millares de kilómetros. Sobre esos continentes y en semejantes mares, había ya vida organizada, bien que bajo formas inconcebibles ahora; pues no existiendo aún el fosfato de cal, dichos seres carecían de huesos. El oxígeno y el nitrógeno, que con algunos rastros de berilo entraban en la composición de tales vidas, completaban los únicos catorce cuerpos constituyentes del planeta. Así, todo era en él extremadamente sencillo. La actividad de los seres que poseían inteligencia, no era menos intensa que ahora, sin embargo, si bien de mucho menor amplitud; y no obstante su constitución de moluscos, vivían, obraban, sentían, de un modo análogo al de la humanidad presente. Habían llegado, por ejemplo, á construír enormes viviendas con rocas de litio; y el sudor de sus cuerpos oxidaba el aluminio en copos semejantes al amianto incandescente. Su estructura blanda, era una consecuencia del medio poco sólido en que tomaron origen, así como de la ligereza específica de los continentes que habitaban. Poseían también la aptitud anfibia; pero como debían resistir aquellas temperaturas, y mantenerse en formas definidas bajo la presión de la profunda atmósfera, su estructura manteníase recia en su misma fluidez. Esbozos de hombres, más bien que hombres propiamente dichos, ó especie de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina ó la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla. Esto último constituía su tacto, pues necesitaban incorporar los objetos á su ser, envolviéndolos enteramente para sentirlos. En cambio poseían la doble vista de los sonámbulos actuales. Carecían de olfato, gusto y oído. Eran perversos y formidables, los peores monstruos de aquella primitiva creación. Sabían emanar de sus fluidos organismos, seres cuya vida era breve pero dañina, semejantes á las carroñas que dan vida á los gusanos. Fueron los gigantes de que hablan las leyendas. Construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudada por su habitante. Así, las casas resultaban grupos de bóvedas y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes. Eran tan altas como éstas, pero no se destacaban en el cielo azul, pues el azul no existía entonces, porque faltaba el aire. La atmósfera sólo se coloreaba de anaranjado y de rojo. Apenas dos ó tres especies de aves cuyas alas no tenían plumas, sino escamas como las de las mariposas, y cuyo tornasol preludiaba el oro inexistente, remontaban su vuelo por la atmósfera fosfórica. Era ésta tan elevada, y el vuelo tan vasto, que las llevaba cerca de la luna. El arrebato magnético del astro, solía embriagarlas; y como éste poseía entonces una atmósfera en contacto con la terrestre, afrontábanla en ímpetu temerario yendo á caer exánimes sobre sus campos de hielo. Una vegetación de hongos y de líquenes gigantes arraigaba en las aún mal seguras tierras; y no lejanos todavía del animal, en la primitiva confusión de los orígenes, algunos sabían trasladarse por medio de tentáculos; tenían otros, á guisa de espinas, picos de ave, que estaban abriéndose y cerrándose; otros fosforecían á cualquier roce; otros frutaban verdaderas arañas que se iban caminando y producían huevos de los cuales brotaba otra vez el vegetal progenitor. Eran singularmente peligrosos los cactus eléctricos que sabían proyectar sus espinas. Los elementos terrestres se encontraban en perpetua instabilidad. Surgían y fracasaban por momentos, disparatadas alotropías. La presión enorme apenas dejaba solidificarse escasos cuerpos. Las rocas actuales dormían el sueño de la inexistencia. Las piedras preciosas no eran sino colores en las fajas del espectro. Así las cosas, sobrevino la catástrofe que los hombres llamaron después diluvio; pero ella no fué una inundación acuosa, si bien la causó una invasión del elemento líquido. El agua tuvo intervención de otro modo. Ahora bien, es sabido que los cuerpos, bajo ciertas circunstancias, pueden variar sus caracteres específicos hasta perderlos casi todos con excepción del peso; y esto es lo que recibe el nombre de alotropía. El ejemplo clásico del fósforo rojo y del fósforo blanco, debe ser recordado aquí: el blanco es ávido de oxígeno, tóxico y funde á los 44°; el rojo es casi indiferente al oxígeno, inofensivo é infusible, sin contar otros caracteres que acentúan la diferencia. Sin embargo, son el mismo cuerpo. Podría citarse además el diamante y el carbón, para no hablar de las diversas especies de hierro, de plata, que son también estados alotrópicos. Nadie ignora, por otra parte, que el calor multiplica las afinidades de la materia, haciendo posibles, por ejemplo, las combinaciones del ázoe y del carbono con otros cuerpos, cosa que no sucede á la temperatura ordinaria; y conviene recordar además, que basta la presencia en un cuerpo de partículas pertenecientes á algunos otros, para cambiar sus propiedades ó comunicarles nuevas--siendo particularmente interesante á este respecto lo que sucede al aluminio puesto en contacto por choque, con el mercurio; pues basta eso para que se oxide en seco, descomponga el agua y sea atacado por los ácidos nítrico y sulfúrico, al revés exactamente de lo que le pasa cuando no existe tal contacto. Á estas causas de variabilidad de los cuerpos, es menester añadir la presión, capaz por sí sola de disgregar los sólidos hasta licuarlos, cualquiera que sea su maleabilidad, y sin exceptuar al mismo acero, pues nada más que con la presión se ha llegado á convertirlo en una masa blanduzca, trabajándolo con entera comodidad. Mencionaremos, por último, una extraña propiedad que los químicos llaman acción catalítica, ó en términos vulgares, acción de presencia, y por medio de la cual ciertos cuerpos provocan combinaciones de otros, sin tomar parte en las mismas. Entre éstos, uno de los más activos, y el que interviene en mayor número de casos, es el vapor de agua. Los datos que anteceden, nos ponen ya en situación de explicar el fenómeno al cual están dedicadas estas líneas. Sucedió por entonces que la atmósfera terrestre, condensándose en torno al globo, empezó á ejercer una atracción progresiva sobre la atmósfera de la luna. Al cabo de cierto tiempo, esta atmósfera no pudo resistir á aquella atracción, y empezó á incorporar con la nuestra sus elementos más ligeros. La falta de presión causada por este fenómeno, vaporizó los mares de la luna que estaban helados hacía muchos siglos; y una niebla fría, á muchos grados bajo nuestro cero termométrico, rodeó al astro muerto como un sudario. Cierto día el vapor acuoso se precipitó en la atmósfera terrestre, y ésta vió aumentado su peso en varios miles de millones de toneladas. Á tal fenómeno, unióse la acción catalítica del vapor, y entonces fué cuando empezaron á disgregarse los sólidos terrestres. Un ablandamiento progresivo, dió á todos la consistencia del yeso; pero cuando el fénomeno siguió, deleznándose aquéllos en una especie de lodo, empezó la catástrofe. Las montañas fueron aplastándose por su propio peso, hasta degenerar en médanos que el viento arrasaba. Las mansiones de los gigantes volviéronse polvo á su vez, y pronto hubo de observarse con horror que el elemento líquido cambiaba de estado en la forma más extraordinaria; secábase sin desaparecer, volviéndose también polvo por la disgregación de sus moléculas, y se confundía con el otro en un solo cuerpo, seco y fluido á la vez--sin olor, sin color y sin temperatura. Lo malo era que el fenómeno no se efectuaba al mismo tiempo en la materia organizada. Ésta resistía mejor, sin duda por su condición semi-líquida; pero semejante diferencia implicaba la muerte violenta en aquella disgregación. Poco después no hubo en el globo otra existencia que la flotante sobre esa especie de arenas cósmicas; mas ya la mayor parte de los seres animados había muerto de inanición; pues aunque no comían como nosotros, absorbían del aire sus principios vitales, y el aire estaba cambiado por los elementos de la luna. Apenas uno que otro gran molusco se revolvía sobre le universal fluidez sin olas, bajo el horror de la atmósfera gigantesca, preñada de tósigos mortales, donde se operaba la futura organización. Tampoco pudieron ellos resistir á esas combustiones, ni adaptarse al estado de disgregación; y, por otra parte, éste los afectaba á su vez. Ellos fueron también disolviéndose hasta desaparecer; y entonces, sobre el ámbito del planeta, fué la soledad y la negra noche. Millares de años después, los elementos empezaron á recomponerse. Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crítico de la masa, y los catorce cuerpos primitivos revivieron engendrando nuevas combinaciones. El litio se triplicó en potasio, rubidio y cesio; el fósforo en arsénico, antimonio y bismuto; el carbono engendró titanio y zirconio; el azufre, selenio y telurio... Los océanos fueron ya de agua, el agua de la luna periódicamente exaltada hacia su origen por la armónica dilatación de las mareas. La atmósfera se había vuelto de aire semejante al nuestro, aunque saturado de ácido carbónico. Ningún ser vivo quedaba de la anterior creación. Hasta sus huellas habían sido destruidas. Pero los vapores de la luna trajeron consigo gérmenes vivificantes, que el nuevo estado de la Tierra fué llamando lentamente á la existencia. El mar se cubrió de vidas rudimentarias. La costra sólida pululó de hierbas, y el dominio de éstas duró una edad. Pero yo no sabría repetir el enorme proceso. Réstame decir que los primeros seres humanos fueron organismos del agua; monstruos hermosos, mitad pez, mitad mujer, llamados después sirenas en las mitologías. Ellos dominaban el secreto de la armonía original, y trajeron al planeta las melodías de la luna que encerraban el secreto de la muerte. Fueron blancos de carne como el astro materno; y el sodio primitivo que saturaba su nuevo elemento de existencia, al engendrar de sí los metales nobles, hizo vegetar en sus cabelleras el oro hasta entonces desconocido... ...He aquí lo que mi memoria millonaria de años, evoca con un sentido humano, y he aquí lo que he venido á deciros descendiendo de mi región--el cono de sombra de la Tierra. Os añadiré que estoy condenado á permanecer en él durante toda la edad del planeta. * * * * * La médium calló, recostando fatigosamente su cabeza sobre el respaldo del sofá. Y Mr. Skinner, una de las ocho personas que asistían á la sesión, no pudo menos de exclamar en las tinieblas: --¡El cono de sombra! ¡El diluvio! ... ¡Disparatada superchería! Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo. De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz perceptible en la penumbra. Creció como un globo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprenderse á modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento, envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la obscuridad espesada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror. Nadie intentaba moverse, ante el espantoso hormigueo de tentáculos de sombra que se sentía alrededor, y no sé cómo hubiera acabado eso, si la médium no implora con voz desfallecida: --¡Luz, luz Dios mío! Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica; y junto con su rayo, la masa de sombra estalló sin ruido, en una especie de suspiro enorme. Mirámonos en silencio. Algo como un lodo heladísimo nos cubría enteramente, y aquello habría bastado para prodigio, si al acudir á su lavatorio, Skinner no realiza un hallazgo más asombroso. En el fondo de la palangana, yacía no más grande que un ratón, pero acabada de formas y de hermosura, irradiando mortalmente su blancor, una pequeña sirena muerta. LOS CABALLOS DE ABDERA LOS CABALLOS DE ABDERA Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos. Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían á gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada á porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho á la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano. Estas circunstancias habían contribuido también á intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando á considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos ó tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado á Arión, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia; siendo seguro en todo caso, que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar á los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampon figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas. Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciadas desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda ó el arnés, en libertad de cruzar á sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, á la orilla del Kossínites, para su recreo y alimentación. Á son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente á admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles. Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella _humanización_ de la raza equina, iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba á desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo cosas anormales que daban pábulo al comentario general. Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo á coces los de tres paineles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho, daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural por otra parte en la ecuestre metrópoli. Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fué necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fué en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba á pesar de todo. Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjerónse de allí á poco. Dos ó tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó á preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían á los ricos, se defería á su rebelión comentándola mimosamente á título de capricho. Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fué menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes, no se reprodujo la rebelión. Al fin ésta tuvo lugar cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se los vió regresar al campo suburbano con lentitud sombría. Medianoche era cuando estalló el singular conflicto. De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento á la vez para asaltarla; pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado. Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido á esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe. Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino á ponerlos en evidencia, multiplicándolos aún. Las puertas reventadas á coces yacían por el suelo, dando paso á feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas. Conmovida de tropeles, la ciudad obscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera ó de dolor, relinchos variados como palabras á los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado á ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto. Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase á organizar en ella la resistencia. Por lo pronto se cubría de dardos á todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla. Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fué sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo á las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, á las joyas y objetos brillantes. La oposición á sus designios fué lo que suscitó su furia. Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba á la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor... Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando á mordiscos las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros. El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad á la más insensata destrucción. Los hombres empezaron á armarse; mas pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido á atacar también. Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas. El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fué, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron á pasar corriendo frente á la fortaleza. En cambio quedaron acribillados por las saetas de los defensores. Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fué formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, á decir verdad, profundamente trabajadas. Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque. Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían á docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros collares; y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos. De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho... Entretanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban á ceder. Súbitamente una alarma paralizó á las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossinites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo. Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando á las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena. Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío. Inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades. Y de repente empezó á andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda á estremecer la ciudad cambiándose en rugido. Á pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un sólo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección á la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse á través de las olas. En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría á sus mandíbulas? ¿Qué muro á sus garras?... Comenzaban ya á preferir el pasado riesgo (al fin era una lucha contra bestias civilizadas) sin alientos ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fué un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano--el bélico _¡alalé!_ de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los _hoyohei_ y los _hoyotoho_ de la fortaleza. ¡Glorioso prodigio! Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos. Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde: --¡Hércules, es Hércules que llega! VIOLA ACHERONTIA VIOLA ACHERONTIA Lo que deseaba aquel extraño jardinero, era crear la flor de la muerte. Sus tentativas remontaban á diez años, con éxito negativo siempre, porque considerando al vegetal sin alma, ateníase exclusivamente á la plástica. Injertos, combinaciones, de todo había ensayado. La producción de la rosa negra ocupóle un tiempo; pero nada sacó de sus investigaciones. Después le interesaron las pasionarias y los tulipanes, con el único resultado de dos ó tres ejemplares monstruosos, hasta que Bernardin de Saint-Pierre le puso en el buen camino, enseñándole cómo puede haber analogías entre la flor y la mujer encinta, supuestas ambas capaces de recibir por “antojo” imágenes de los objetos deseados. Aceptar este audaz postulado, equivalía á suponer en la planta un mental suficientemente elevado para recibir, concretar y conservar una impresión; en una palabra, para sugestionarse con intensidad parecida á la de un organismo inferior. Esto era, precisamente, lo que había llegado á comprobar nuestro jardinero. Según él, la marcha de los vástagos en las enredaderas, obedecía á una deliberación seguida por resoluciones que daban origen á una serie de tanteos. De aquí las curvas y acodamientos, caprichosos al parecer, las diversas orientaciones y adaptaciones á diferentes planos, que ejecutan las guías, los gajos, las raíces. Un sencillo sistema nervioso presidía esas obscuras funciones. Había también en cada planta su bulbo cerebral y su corazón rudimentario, situados respectivamente en el cuello de la raíz y en el tronco. La semilla, es decir el ser resumido para la procreación, lo dejaba ver con toda claridad. El embrión de una nuez tiene la misma forma del corazón, siendo asaz parecida al cerebro la de los cotiledones. Las dos hojas rudimentarias que salen de dicho embrión, recuerdan con bastante claridad dos ramas bronquiales cuyo oficio desempeñan en la germinación. Las analogías morfológicas, suponen casi siempre otras de fondo; y por esto la sugestión ejerce una influencia más vasta de lo que se cree sobre la forma de los seres. Algunos clarovidentes de la historia natural, como Michelet y Fries, presintieron esta verdad que la experiencia va confirmando. El mundo de los insectos, pruébalo enteramente. Los pájaros ostentan colores más brillantes en los países cuyo cielo es siempre puro (Gould). Los gatos blancos y de ojos azules, son comúnmente sordos (Darwin). Hay peces que llevan fotografiadas en la gelatina de su dorso, las olas del mar (Strindberg). El girasol mira constantemente al astro del día, y reproduce con fidelidad su núcleo, sus rayos y sus manchas (Saint-Pierre). He aquí un punto de partida. Bacon en su _Novum organum_ establece que el canelero y otros odoríferos colocados cerca de lugares fétidos, retienen obstinadamente el aroma, rehusando su emisión, para impedir que se mezcle con las exhalaciones hediondas... Lo que ensayaba el extraordinario jardinero con quien iba á verme, era una sugestión sobre las violetas. Habíalas encontrado singularmente nerviosas, lo cual demuestra, agregaba, la afección y el horror siempre exagerados que les profesan las histéricas, y quería llegar á hacerlas emitir un tósigo mortal sin olor alguno; una ponzoña fulminante é imperceptible. Qué se proponía con ello, si no era puramente una extravagancia, permaneció siempre misterioso para mí. Encontré un anciano de porte sencillo, que me recibió con cortesías casi humildes. Estaba enterado de mis pretensiones, por lo cual entablamos acto continuo la conversación sobre el tema que nos acercaba. Quería sus flores como un padre, manifestando fanática adoración por ellas. Las hipótesis y datos consignados más arriba, fueron la introducción de nuestro diálogo; y como el hombre hallara en mí un conocedor, se encontró más á sus anchas. Después de haberme expuesto sus teorías con rara precisión, me invitó á conocer sus violetas. --He procurado, decía mientras íbamos, llevarlas á la producción del veneno que deben exhalar, por una evolución de su propia naturaleza; y aunque el resultado ha sido otro, él comporta una verdadera maravilla; sin contar con que no desespero de obtener la exhalación mortífera. Pero ya hemos llegado; véalas usted. Estaban al extremo del jardín, en una especie de plazoleta rodeada de plantas extrañas. Entre las hojas habituales, sobresalían sus corolas que al pronto tomé por pensamientos, pues eran negras. --¡Violetas negras! exclamé. --Sí, pues; había que empezar por el color, para que _la idea_ fúnebre se grabara mejor en ellas. El negro es, salvo alguna fantasía china, el color natural del luto, puesto que lo es de la noche--vale decir de la tristeza, de la diminución vital y del sueño, hermano de la muerte. Además estas flores no tienen perfume, conforme á mi propósito, y éste es otro resultado producido por un efecto de correlación. El color negro parece ser, en efecto, adverso al perfume; y así tiene usted que sobre mil ciento noventa y tres especies de flores blancas, hay ciento setenta y cinco perfumadas y doce fétidas; mientras que sobre dieciocho especies de flores negras, hay diecisiete inodoras y una fétida. Pero esto no es lo interesante del asunto. Lo maravilloso está en otro detalle, que requiere, desgraciadamente, una larga explicación... --No tema usted, respondí; mis deseos de aprender son todavía mayores que mi curiosidad. --Oiga usted, entonces, cómo he procedido. Primeramente, debí proporcionar á mis flores un medio favorable para el desarrollo de la idea fúnebre; luego, sugerirles esta idea por medio de una sucesión de fenómenos; después poner su sistema nervioso en estado de recibir la imagen y fijarla; por último llegar á la producción del veneno, combinando en su ambiente y en su savia diversos tósigos vegetales. La herencia se encargaría del resto. Las violetas que usted ve, pertenecen á una familia cultivada bajo ese régimen durante diez años. Algunos cruzamientos, indispensables para prevenir la degeneración, han debido retardar un tanto el éxito final de mi tentativa. Y digo éxito final, porque conseguir la violeta negra é inodora, es ya un resultado. Sin embargo, ello no es difícil: se reduce á una serie de manipulaciones en las que entra por base el carbono con el objeto de obtener una variedad de anilina. Suprimo el detalle de las investigaciones á que debí entregarme sobre las toluidinas y los xilenos, cuyas enormes series me llevarían muy lejos, vendiendo por otra parte mi secreto. Puedo darle, no obstante, un indicio: el origen de los colores que llamamos anilinas, es una combinación de hidrógeno y carbono; el trabajo químico posterior, se reduce á fijar oxígeno y nitrógeno, produciendo los álcalis artificiales cuyo tipo es la anilina, y obteniendo derivados después. Algo semejante he hecho yo. Usted sabe que la clorofila es muy sensible, y á esto se debe más de un resultado sorprendente. Exponiendo matas de hiedra á la luz solar, en un sitio donde ésta entraba por aberturas romboidales solamente, he llegado á alterar la forma de su hoja, tan persistente sin embargo, que es el tipo geométrico de la curva cisoides; y luego, es fácil observar que las hierbas rastreras de un bosque, se desarrollan imitando los arabescos de la luz á través del ramaje... Llegamos ahora al procedimiento capital. La sugestión que ensayo sobre mis flores es muy difícil de efectuar, pues las plantas tienen su cerebro debajo de tierra; son seres invertidos. Por esto me he fijado más en la influencia del medio como elemento fundamental. Obtenido el color negro de las violetas, estaba conseguida la primera nota fúnebre. Planté luego en torno, los vegetales que usted ve: estramonio, jazmín y belladona. Mis violetas quedaban, así, sometidas á influencias química y fisiológicamente fúnebres. La solarina es, en efecto, un veneno narcótico; así como la daturina contiene hioscyamina y atropina, dos alcaloides dilatadores de la pupila que producen la megalopsia, ó sea el agrandamiento de los objetos. Tenía, pues, los elementos del sueño y de la alucinación, es decir, dos productores de pesadillas; de modo que á los efectos específicos del color negro, del sueño y de las alucinaciones, se unía el miedo. Debo añadirle que para redoblar las impresiones alucinantes, planté además el beleño, cuyo veneno radical es precisamente la hioscyamina. --¿Y de qué sirve, puesto que la flor no tiene ojos? pregunté. --Ah, señor; no se ve únicamente con los ojos, replicó el anciano. Los sonámbulos ven con los dedos de la mano y con la planta de los pies. No olvide usted que aquí se trata de una sugestión. Mis labios rebosaban de objeciones; pero callé, por ver hasta dónde iba á llevarnos el desarrollo de tan singular teoría. --La solanina y la daturina, prosiguió mi interlocutor, se aproximan mucho á los venenos cadavéricos--ptomaínas y leucomainas--que exhalan olores de jazmín y de rosa. Si la belladonna y el estramonio me dan aquellos cuerpos, el olor está suministrado por el jazminero y por ese rosal cuyo perfume aumento, conforme á una observación de de Candolle, sembrando cebollas en sus cercanías. El cultivo de las rosas está ahora muy adelantado, pues los injertos han hecho prodigios; en tiempo de Shakespeare se injertó recién las primeras rosas en Inglaterra... Aquel recuerdo que tendía á halagar visiblemente mis inclinaciones literarias, me conmovió. --Permítame, dije, que admire de paso su memoria verdaderamente juvenil. --Para extremar aún la influencia sobre mis flores, continuó él sonriendo vagamente, he mezclado á los narcóticos plantas cadavéricas. Algunos arum y orchis, una stapelia aquí y allá, pues sus olores y colores recuerdan los de la carne corrompida. Las violetas sobrexcitadas por su excitación amorosa natural, dado que la flor es un órgano de reproducción, aspiran el perfume de los venenos cadavéricos añadido al olor del cadáver mismo; sufren la influencia soporífica de los narcóticos que las predisponen á la hipnosis, y la megalopsia alucinante de los venenos dilatadores de la pupila. La sugestión fúnebre comienza así á efectuarse con toda intensidad; pero todavía aumento la sensibilidad anormal en que la flor se encuentra por la inmediación de esas potencias vegetales, aproximándole de tiempo en tiempo una mata de valeriana y de espuelas de caballero cuyo cianuro la irrita notablemente. El etileno de la rosa colabora también en este sentido. Llegamos ahora al punto culminante del experimento, pero antes deseo hacerle esta advertencia: el _¡ay!_ humano es un grito de la naturaleza. Al oir este brusco aparte, la locura de mi personaje se me presentó evidente; pero él, sin darme tiempo á pensarlo bien siquiera, prosiguió: --El ¡ay! es, en efecto, una interjección de todos los tiempos. El hombre se ha quejado siempre lo mismo. Pero lo curioso es que entre los animales sucede también así. Desde el perro, un vertebrado superior, hasta la esfinge calavera, una mariposa, el ¡ay! es una manifestación de dolor y de miedo. Precisamente el extraño insecto que acabo de nombrar, y cuyo nombre proviene de que lleva dibujada una calavera en el coselete, recuerda bien la fauna lúgubre en la cual el ¡ay! es común. Fuera inútil recordar á los búhos; pero sí debe mencionarse á ese extraviado de las selvas primitivas, el perezoso, que parece llevar el dolor de su decadencia en el ¡ay! específico al cual debe uno de sus nombres... Y bien; exasperado por mis diez años de esfuerzos, decidí realizar ante las flores escenas crueles que las impresionaran más aún, sin éxito también; hasta que un día... ...Pero aproxímese, juzgue por usted mismo. Su cara tocaba las negras flores, y casi obligado hice lo propio. Entonces--cosa inaudita--me pareció percibir débiles quejidos. Pronto hube de convencerme. Aquellas flores se quejaban en efecto, y de sus corolas obscuras, surgía una pululación de pequeños ayes muy semejantes á los de un niño. La sugestión habíase operado en forma completamente imprevista, y aquellas flores, durante toda su breve existencia, no hacían sino llorar. Mi estupefacción había llegado al colmo, cuando de repente una idea terrible me asaltó. Recordé que al decir de las leyendas de hechicería, la mandrágora llora también cuando se la ha regado con la sangre de un niño; y con una sospecha que me hizo palidecer horriblemente, me incorporé. --Como las mandrágoras, dije. --Como las mandrágoras, repitió él palideciendo aún más que yo. Y nunca hemos vuelto á vernos. Pero mi convicción de ahora es que se trata de un verdadero bandido, de un perfecto hechicero de otros tiempos, con sus venenos y sus flores de crimen. ¿Llegará á producir la violeta mortífera que se propone? ¿Debo entregar su nombre maldito á la publicidad?... YZUR YZUR Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado. La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia á cuyo relato están dedicadas estas líneas, fué una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos á la abstención, no á la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar.” Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico: Los monos fueron hombres que por una ú otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió á ser animal. Claro es que si llegara á demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje. Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego á darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios, mal se avenía con tales payasadas. Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, _que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable_. Esto llevaba cinco años de meditaciones. Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón) Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más á ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría. Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos á la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí. No hay á la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica á sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto á su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, á pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace á la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea _fatalmente_ el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables. Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables. El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema, fué llevándome á esta conclusión: _Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono._ Así es, en efecto, cómo se procede con los sordomudos antes de llevarlos á la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu. Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya diminución de esta facultad por la paralización de aquélla. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora: la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al mareo. Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como á un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo. Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran. La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues á los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fué la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte. Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba--quizá por mi expresión--la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, ó alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió á mover los labios. Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, á la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos, depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una “concatenación dinámica de las ideas”, frase cuya profunda claridad honraría á más de un psicólogo contemporáneo. Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida. Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, á juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto á mi propósito. Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, ó sea el argumento lógico fundamental, no es extraño á la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales, que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?... Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur. Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente á la palabra sensata. Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias,--tratábase de enseñarle las modificaciones de aquélla, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática ó dinámica, según que se refiera á las vocales ó á las consonantes. Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: _a_ con papa; _e_ con leche; _i_ con vino; _o_ con coco; _u_ con azúcar--haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en _papa_, _coco_, _leche_, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir como sonido fundamental: _vino, azúcar_. Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, ó sea los sonidos que se forma con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que á veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La _u_ fué lo que más le costó pronunciar. Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y á poco hube de comprender que nunca llegaría á pronunciar aquéllas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente. El vocabulario quedaba reducido, entonces, á las cinco vocales; la _b_, la _k_, la _m_, la _g_, la _f_ y la _c_, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua. Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como con un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido. Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía á dar á las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo. En el circo había aprendido á ladrar, como los perros sus compañeros de tareas; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición vertiginosa de _pes_ y de _emes_. Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado á convertirse en una obsesión dolorosa, y poco á poco sentíame inclinado á emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba á convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino á decirme una noche que había sorprendido al mono “hablando verdaderas palabras”. Estaba, según su narración, acurrucado junto á una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: _cama_ y _pipa_. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad. No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó á perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad. En vez de dejar que el mono llegara naturalmente á la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia. No conseguí sino las _pes_ y las _emes_ con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y--Dios me perdone--una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas. Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fué su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos. Á los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro--toda la terapéutica del espantoso mal le fué aplicada. Luché con desesperado brío, á impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer á la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba á la tumba. Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de la cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona. El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, á renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así. Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejélo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Habléle con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad ó su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el “yo soy tu amo” con que empezaba todas mis lecciones, ó el “tú eres mi mono” con que completaba mi anterior afirmación, para llevar á su espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía un sonido, ni siquiera llegaba á mover los labios. Había vuelto á la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido á sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis precauciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos á las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, á ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Mas, á pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un obscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado á las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir á su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba á romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad. Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara á aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; á aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; á aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura. He aquí lo que al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. Á través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba á violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla. Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía á ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última tarde, la tarde de su muerte, fué cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido á emprender esta narración. Habíame dormitado á su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca. Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme inmediato á su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía á la vez mi esperanza, brotaron--estoy seguro--brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies: --AMO, AGUA. AMO, MI AMO... LA ESTATUA DE SAL LA ESTATUA DE SAL He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato: --Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquéllos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oir misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo á la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fué el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais á oir, me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida á los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén. * * * * * Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos á la religión del crucificado. Pertenecía, pues, á la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima á desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos á la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo. Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban á comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascención á la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí. Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron á volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar á la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó á reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje. Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesárea á las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó á Sosistrato. --He visto los cadáveres de las ciudades malditas, dijo una noche á su huésped; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto á la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía. --Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado _De Sodoma_, dijo en voz baja Sosistrato. --Sí, conozco el pasaje, añadió el peregrino. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena... --Es la justicia de Dios, exclamó el solitario --¿No vino Cristo á redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo?--replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?... Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fué aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, á pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás en persona. El proyecto del maligno fué sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lacha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto. Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban á faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció. Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco á poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El monje reparó apenas en semejantes restos; que procuró evitar á fin de que sus pies no se manchasen á su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sud, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua. Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades. Sosistrato se aproximó á la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, ¡esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló á orar en la sombra de un bosquecillo... Cómo se verificó el acto, no os lo voy á decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y á los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada á la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe... las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una clarovidente visión de muerte. Iba á morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: _¡la mujer de Lot estaba allí!_ El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer le era conocida! Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose á la espectral resucitada: --Mujer, respóndeme una sola palabra. --Habla... pregunta... --¿Responderás? --¡Sí, habla; me has salvado! Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas. --_Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar._ Una voz anudada de angustia, le respondió: --Oh, no... Por Elohim, ¡no quieras saberlo! --¡Dime qué viste! --No... no... ¡Sería el abismo! --Yo quiero el abismo. --Es la muerte... --¡Dime qué viste! --No puedo... ¡no quiero! --Yo te he salvado. --No... no.... El sol acababa de ponerse. --¡Habla! La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando. --¡Por las cenizas de tus padres!... --¡Habla! Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos á Dios por su alma. EL PSYCHON EL PSYCHON El doctor Paulin, ventajosamente conocido en el mundo científico por el descubrimiento del telectróscopo, el electroide y el espejo negro, de los cuales hablaremos algún día, llegó á esta capital hará próximamente ocho años, de incógnito, para evitar manifestaciones que su modestia repudiaba. Nuestros médicos y hombres de ciencia leerán correctamente el nombre del personaje, que disimuló bajo un patronímico supuesto, tanto por carecer de autorización para publicarlo, cuanto porque el desenlace de este relato ocasionaría polémicas, que mi ignorancia no sabría sostener en campo científico. Un reumatismo vulgar, aunque rebelde á todo tratamiento, me hizo conocer al doctor Paulin cuando todavía era aquí un forastero. Cierto amigo, miembro de una sociedad de estudios psíquicos á quien venía recomendado desde Australia el doctor, nos puso en relaciones. Mi reumatismo desapareció mediante un tratamiento helioterápico original del médico; y la gratitud hacia él, tanto como el interés que sus experiencias me causaban, convirtió nuestra aproximación en amistad, desarrollando un sincero afecto. Una ojeada preliminar sobre las mencionadas experiencias, servirá de introducción explicativa, necesaria para la mejor comprensión de lo que sigue. El doctor Paulin era, ante todo, un físico distinguido. Discípulo de Wroblewski en la universidad de Cracovia, habíase dedicado con preferencia al estudio de la licuación de los gases, problema que planteado imaginativamente por Lavoisier, debía quedar resuelto luego por Faraday, Cagniard-Latour y Thilorier. Pero no era éste el único género de investigaciones en que sobresalía el doctor. Su profesión se especializaba en el mal conocido terreno de la terapéutica sugestiva, siendo digno émulo de los Charcot, los Dumontpallier, los Landolt, los Luys; y aparte el sistema helioterápico citado más arriba, mereció ser consultado por Guimbail y por Branly repetidas veces, sobre temas tan delicados como la conductibilidad de los neurones, cuya ley recién determinada entonces por ambos sabios, era el caso palpitante de la ciencia. Forzoso es confesar, no obstante, que el doctor Paulin adolecía de un defecto grave. Era espiritualista, teniendo, para mayor pena, la franqueza de confesarlo. Siempre recordaré á este respecto el final de una carta que dirigió en julio del 98, al profesor Elmer Gates, de Washington, contestando otra en la cual éste le comunicaba particularmente sus experiencias sobre la sugestión en los perros y sobre la “dirigación”, ósea la acción modificadora ejercida por la voluntad sobre determinadas partes del organismo. “Y bien, sí, decía el doctor; tenéis razón para vuestras conclusiones, que acabo de ver publicadas junto con el relato de vuestras experiencias, en el _New York Medical Times_. El espíritu es quien rige los tejidos orgánicos y las funciones fisiológicas, porque es él quien crea esos tejidos y asegura su facultad vital. Ya sabéis si me siento inclinado á compartir vuestra opinión”, etc. Así, el doctor Paulin era mirado de reojo por las academias. Como á Crookes, como á de Rochas, le aceptaban con agudas sospechas. Sólo faltaba la estampilla materialista para que le expidieran su diploma de sabio. ¿Por qué estaba en Buenos Aires el doctor Paulin? Parece que á causa de una expedición científica con la que procuraba coronar una serie de estudios botánicos aplicados á la medicina. Algunas plantas que por mi intermedio consiguió, entre otras la jarilla cuyas propiedades emenagogas habíale yo descripto, dieron pie para una súplica á que su amabilidad defirió de buen grado. Le pedí autorización para asistir á sus experimentos, siendo testigo de ellos desde entonces. Tenía el doctor, en el pasaje X, un laboratorio al cual se llegaba por la sala de consultas. Todos cuantos le conocieron, recordarán perfectamente éste y otros detalles, pues nuestro hombre era tan sabio como franco y no hacia misterio de su existencia. En aquel laboratorio fué donde una noche, hablando con el doctor sobre las prescripciones rituales que afectan á los cleros de todo el mundo, obtuve una explicación singular de cierto hecho que me traía muy atareado. Comentábamos la tonsura, cuya explicación yo no hallaba, cuando el doctor me lanzó de pronto este argumento que no pretendo discutir: --Sabe usted que las exhalaciones fluídicas del hombre, son percibidas por los sensitivos en forma de resplandores, rojos los que emergen del lado derecho, azulados los que se desprenden del izquierdo. Esta ley es constante, excepto en los zurdos cuya polaridad se trueca, naturalmente, lo mismo para el sensitivo que para el imán. Poco antes de conocerle, experimentando sobre ese hecho con Antonia, la sonámbula que nos sirvió para ensayar el electroide, me hallé en presencia de un hecho que llamó extraordinariamente mi atención. La sensitiva veía desprenderse de mi occipucio una llama amarilla, que ondulaba alargándose hasta treinta centímetros de altura. La persistencia con que la muchacha afirmaba este hecho, me llenó de asombro. No podía siquiera presumir una sugestión involuntaria, pues en este género de investigaciones empleo el método del doctor Luys, hipnotizando solamente las retinas para dejar libre la facultad racional. El doctor se levantó de su asiento y empezó á pasearse por la habitación. --Con el interés que se explica ante un fenómeno tan inesperado, ensayé al otro día una experiencia con cinco muchachos pagados al efecto. Antonia no vió en ninguno la misteriosa llama, aunque sí las aureolas ordinarias; mas cuál no sería mi sorpresa, al oírla exclamar en presencia del portero don Francisco, usted sabe, llamado por mí como último recurso: “El señor sí la tiene, clarita pero menos brillante”. Cavilé dos días sobre aquel fenómeno; hasta que de pronto, por ese hábito de no desperdiciar detalle adquirido en semejantes estudios, me ocurrió una idea que, ligeramente ridicula primero, no tardó en volverse aceptable. Chupó vigorosamente su cigarro y continuó: --Tengo la costumbre de operar llevando puesto mi fez casero; la calvicie me obliga á esta incorrección... Cuando Antonia vió sobre mi cabeza el fulgor amarillo, estaba sin gorro, habiéndomelo quitado por el excesivo calor. ¿No habría sido el cabello de los muchachos lo que impidió la emisión de la llama? Según Fugairon, la capa córnea que constituye la epidermis, es mal conductor de la electricidad animal; de modo que el pelo, substancia córnea también, posee idéntica propiedad. Además, don Francisco es calvo como yo, y la coincidencia del fenómeno en ambos, autorizaba una presunción atendible. Mis investigaciones posteriores la confirmaron plenamente; y ahora comprenderá usted la razón de ser de la tonsura. Los sacerdotes primitivos, observarían sobre la cabeza de algunos apóstoles _electrógenos_, diremos, aceptando un término de reciente creación, el resplandor que Antonia percibía en las nuestras. El hecho, de Moisés acá, no es raro en las cronologías legendarias. Luego se notaría el obstáculo que presentaba el cabello, y se establecería el hábito de rapar aquel punto del cráneo por donde surgía el fulgor, á fin de que este fenómeno, cuyo prestigio se infiere, pudiera manifestarse con toda intensidad. ¿Le parece convincente mi explicación? --Me parece, por lo menos; tan ingeniosa como la de Volney, para quien la tonsura es el símbolo del sol... Tenía la costumbre de contradecirle así, indirectamente, para que llegase hasta el fin en sus explicaciones. --Podría usted citar asimismo, la de Brillat-Savarin, según el cual se ha prescripto la tonsura á los monjes para que tengan fresca la cabeza, replicó el doctor entre picado y sonriente. No obstante, hay algo más, prosiguió animándose. Desde mucho tiempo antes, proyectaba una experiencia sobre esas emanaciones fluídicas, sobre la _lohé_, para usar la expresión de Reichenbach, su descubridor: quería obtener el espectro de esos fulgores. Lo intenté, haciéndome describir por la sensitiva, minuciosamente, todos los fenómenos... --...¿Y qué resulta? pregunté entusiasmado. --Resulta una raya verde en el índigo para la coloración roja, y dos negras en el verde para la coloración azul. En cuanto á la amarilla descubierta por mí, el resultado es extraordinario. Antonia dice ver en el rojo una raya violeta claro. --¡Absurdo! --Lo que usted quiera; pero ya la he presentado un espectro, y ella me ha indicado en él la posición de la raya que ve ó cree ver. Según estos datos, y con todas las suposiciones de error posible, creo que esa raya es la número 5567. De ser así, habría una identidad curiosa; pues la raya 5567, coincidiría exactamente con la hermosa raya número 4 de la aurora boreal... --¡Pero doctor, todo esto es fantasía pura! exclamé alarmado por aquellas ideas vertiginosas. --No, amigo mío. ¡Esto significaría sencillamente que el polo es algo así como la coronilla del planeta! Poco después de la conversación que he referido y cuya última frase concluyó entre la más afable sonrisa del doctor Paulin, éste me leyó una tarde entusiasmado, las primeras noticias sobre la licuación del hidrógeno efectuada por Dewar en mayo de aquel año, y sobre el descubrimiento hecho algunos días después por Travers y Ramsay, de tres elementos nuevos en el aire: el _kryptón_, el _neón_ y el _metargón_, aplicando precisamente el procedimiento de licuación de los gases; y á propósito de estos hechos, recuerdo aún su frase de labor y de combate. --No; no es posible que yo muera sin ligar mi nombre á uno de estos descubrimientos que son la gloria de una vida. Mañana mismo continuaré mis experiencias. Desde el siguiente día, púsose á trabajaren efecto con ardor febril; y aunque yo debía estar curado de asombro ante sus éxitos, no pude menos de estremecerme cuando una tarde me dijo con voz tranquila: --¿Creerá usted que he visto con mis propios ojos _esa_ raya en el espectro del neón? --¿De veras? dije con evidente descortesía. --De veras. Creo que la tal raya me ha puesto en buen camino. Pero á fin de satisfacer su curiosidad, me es menester hablarle de ciertas indagaciones que he mantenido reservadas. Agradecí calurosamente y me dispuse á oir con avidez. El doctor empezó: --Aunque las noticias sobre la licuación del hidrógeno eran harto breves, mis conocimientos en la materia me permitieron completarlas, bastándome modificar el aparato de Olzewski, que uso en la preparación del aire líquido. Aplicando después el principio de la destilación fraccionada, obtuve como Travers y Ramsay los espectros del kryptón, el neón y el metargón. Dispuse luego extraer estos cuerpos, por si aparecía algún espectro nuevo en el residuo, y efectivamente, cuando ya no quedó más, vi aparecer la raya mencionada. --¿Y cómo se opera la extracción? --Haciendo evaporar lentamente el aire líquido, y recogiendo en un recipiente el gas desprendido por esa evaporación. Si tuviera aquí una máquina Linde que me suministraría sesenta kilogramos de aire líquido por hora, podría operar en grande escala; pero he debido contentarme con una producción de ochocientos centímetros cúbicos. Obtenido el gas en el recipiente, lo trato por el cobre calentado para retirar el oxígeno, y por una mezcla de cal con magnesio para absorber el ázoe. Queda, pues, aislado el argón; y entonces es cuando aparece la doble raya verde del kryptón, descubierta por Ramsay. Licuando el argón aislado, y sometiéndolo á una evaporación lenta, los productos de la destilación suministran en el tubo de Geissler una luz rojo-anaranjada, con nuevas rayas, que por la interposición de una botella de Leyden aumentan, caracterizando el espectro del neón. Si la destilación prosigue, se obtiene un producto sólido de evaporación muy lenta, cuyo espectro se caracteriza por dos líneas, una verde y la otra amarilla, denunciando la existencia del metargón ó _eosium_, según propone Berthelot. Hasta aquí, es todo lo que se sabe. --¿Y la raya violeta? --Vamos á verla dentro de algunos instantes. Sepa usted entretanto, que para llegar á resultados iguales yo procedo de otro modo. Retiro el oxígeno y el ázoe por medio de las substancias indicadas; luego el argón y el metargón con hiposulfito de soda; el kryptón en seguida con fosfuro de cinc, y por último el neón con ferrocianuro de potasio. Este método es empírico. Queda todavía en el recipiente un residuo comparable á la escarcha, que se evapora con suma lentitud. El gas resultante, es mi descubrimiento. Me incliné ante aquellas palabras solemnes. --He estudiado sus constantes físicas llegando á determinar algunas. Su densidad es de 25,03, siendo la del oxígeno de 16 como es sabido. He determinado también la longitud de la onda sonora en ese fluido, y el número encontrado, permitiéndome evaluar la relación de los calores específicos, me ha indicado que es monoatómico. Pero el resultado sorprendente está en su espectro, caracterizado por una raya violeta en el rojo, la raya 5567 coincidente con la número 4 de la aurora boreal, la misma que presentaba el fulgor amarillo percibido por Antonia sobre mi cabeza. Ante tal afirmación, dejé escapar esta pregunta inocente: --¿Y qué será ese cuerpo, doctor? Con gran sorpresa mía, el sabio sonrió satisfecho. --Ese cuerpo... ¡hum! Ese cuerpo bien podría ser pensamiento volatilizado. Di un salto en la silla, pero el doctor me impuso silencio con un ademán. --¿Por qué no? siguió diciendo. El cerebro irradia pensamiento en forma de fuerza mecánica, habiendo grandes probabilidades de que lo haga también en forma fluídica. La llama amarilla no sería en este caso más que el producto de la combustión cerebral, y la analogía de su espectro con el de la substancia descubierta por mí, me hace creer que sean algo idéntico. Figúrese por el consumo diario de pensamiento, la enorme irradiación que debe producirse. ¿Qué se harían, efectivamente, los pensamientos inútiles ó extraños, las creaciones de los imaginativos, los éxtasis de los místicos, los ensueños de los histéricos, los proyectos de los ilógicos, todas esas fuerzas cuya acción no se manifiesta por falta de aplicación inmediata? Los astrólogos decían que los pensamientos _viven_ en la luz astral, como fuerzas latentes susceptibles de actuar en determinadas condiciones. ¿No sería esto una intuición del fenómeno que la ciencia está en camino de descubrir? Por lo demás, el pensamiento como entidad psíquica es inmaterial; pero sus manifestaciones deben ser fluídicas, y esto es quizás lo que he llegado á obtener como un producto de laboratorio. Á horcajadas en su teoría, el doctor lanzábase audazmente por aquellas regiones, desarrollando una temible lógica á la que yo intentaba resistir en vano. --He dado á mi cuerpo el nombre de _Psychon_, concluyó; ya comprende por qué. Mañana intentaremos una experiencia: licuaremos el pensamiento. (El doctor me agregaba, como se ve, á sus experimentos, y me guardé bien de rehusar). Después calcularemos si es posible realizar su oclusión en algún metal, y acuñaremos medallas psíquicas. Medallas de genio, de poesía, de audacia, de tristeza... Luego determinaremos su sitio en la atmósfera, llamando “psicósfera”, si se permite la expresión, la capa correspondiente... Hasta mañana á las dos, entonces, y veremos lo que resulta de todo esto. Á las dos en punto estábamos en obra. El doctor me enseñó su nuevo aparato. Consistía en tres espirales concéntricos formados por tubos de cobre y comunicados entre sí. El gas desembocaba en la espiral exterior, bajo una presión de seiscientas cuarenta y tres atmósferas, y una temperatura de -136° obtenida por la evaporación del etileno según el sistema circulatorio de Pictet; recorriendo las otras dos serpentinas, iba á distenderse en la extremidad inferior de la espiral interna, y atravesando sucesivamente los compartimientos anulares en que se encontraban aquéllas, desembocaba cerca de su punto de partida en el extremo superior de la segunda. El aparato medía en conjunto 0,70m de altura por 0,175m de diámetro. La distensión del fluido compresionado, ocasionaba el descenso de temperatura requerido para su licuación, por el método llamado de la cascada, también perteneciente al profesor Pictet. La experiencia comenzó, previos los trámites del caso que sólo interesarían á los profesionales, siendo por ello suprimidos. Mientras el doctor operaba, yo me disponía á escribir los resultados que me dictase, en un formulario. Doy á continuación esas anotaciones tal como las redactó, en gracia de la precisión indispensable. Decía el doctor: “Cuando la distensión llega á cuatrocientas atmósferas, se obtiene una temperatura de -237°3 y el fluido desemboca en un vaso de doble paredes separadas por un espacio vacío de aire; la pared interior está plateada, para impedir aportes de calor por convección ó por irradiación.” “El producto es un líquido transparente é incoloro que presenta cierta analogía con el alcohol.” “Las constantes críticas del psychon, son, pues, cuatrocientas atmósferas y -237°3.” “Un hilo de platino cuya resistencia es de 5038 ohms en el hielo fundente, no presenta más que una de 0,119 en el psychon hirviendo. La ley de variación de la resistencia de este hilo con la temperatura, me permite fijar la de la ebullición del psychon en -265°.” --¿Sabe usted lo que quiere decir esto? me preguntó suspendiendo bruscamente el dictado. No le respondí; la situación era demasiado grave. --Esto quiere decir, prosiguió como hablando consigo mismo, que ya no estaríamos más que á ocho grados del cero absoluto. Yo me había levantado, y con la ansiedad que es de suponer, examinaba el líquido cuyo menisco se destacaba claramente en el vaso. ¡El pensamiento!... ¡El cero absoluto!... Vagaba con cierta lúcida embriaguez en el mundo de las temperaturas imposibles. Si pudiera traducirse, pensaba, ¿_qué diría_ este poco de agua clara que tengo ante mis ojos? ¿Qué oración pura de niño, qué intento criminal, qué proyectos estarán encerrados en este recipiente? ¿O quizá alguna malograda creación de arte, algún descubrimiento perdido en las obscuridades del ilogismo?... El doctor, entre tanto, presa de una emoción que en vano intentaba reprimir, medía el aposento á grandes pasos. Por fin se aproximó al aparato diciendo: --El experimento está concluido. Rompamos ahora el recipiente para que este líquido pueda escapar evaporándose. Quién sabe si al retenerlo no causamos la congoja de algún alma... Practicóse un agujero en la pared superior del vaso, y el líquido empezó á descender, mientras el ruido mate de un escape se percibía distintamente. De pronto noté en la cara del doctor una expresión sardónica enteramente fuera de las circunstancias; y casi al mismo tiempo, la idea de que sería una inconveniencia estúpida saltar por encima de la mesa, acudió á mi espíritu; mas apenas lo hube pensado, cuando ya el mueble pasó bajo mis piernas, no sin darme tiempo para ver que el doctor arrojaba al aire como una pelota su gato, un siamés legítimo, verdadera niña de sus ojos. El cuaderno fué á parar con una gran carcajada en las narices del doctor, provocando por parte de éste una pirueta formidable en honor mío. Lo cierto es que durante una hora, estuvimos cometiendo las mayores extravagancias, con gran estupefacción de los vecinos á quienes atrajo el tumulto y que no sabían cómo explicarse la cosa. Yo recuerdo apenas, que en medio de la risa, me asaltaban ideas de crimen entre una vertiginosa enunciación de problemas matemáticos. El gato mismo se mezclaba á nuestras cabriolas con un ardor extraño á su apatía tropical, y aquello no cesó sino cuando los espectadores abrieron de par en par las puertas; pues el pensamiento puro que habíamos absorbido, era seguramente el elíxir de la locura. El doctor Paulin desapareció al día siguiente, sin que por mucho tiempo me fuese dado averiguar su paradero. Ayer, por primera vez, me llegó una noticia exacta. Parece que ha repetido su experimento, pues se encuentra ahora en Alemania en una casa de salud. ENSAYO DE UNA COSMOGONÍA EN DIEZ LECCIONES ENSAYO DE UNA COSMOGONÍA EN DIEZ LECCIONES PROEMIO Hallándome cierta vez en un paso de la cordillera de los Andes, hice conocimiento con un caballero que allí moraba desde poco tiempo atrás, por cuenta de cierto sindicato para el cual estaba efectuando una mensura. Era un hombre alto, moreno, en cuyo tipo resaltaba ante todo una gran distinción, á poco acentuada por el encanto de su lenguaje. Un accidente montañés, que inutilizó por varios días á mi peón de mano, me obligó á compartir su real de agrimensor con cierto exceso quizá; pero mi hombre merecía aquel corto sacrificio de tiempo, y yo, además, no llevaba prisa. Arrobado verdaderamente por su conversación, confieso que las horas se me iban sin sentirlo, así las ideas expresadas por aquellos labios fuesen de las más extraordinarias; pero entre ellas y su autor, había cierta correlación de singularidad que las hacía enteramente aceptables mientras él hablaba. En el hombre aquél, el tipo era tan indefinible como la edad, bien que á primera vista se le atribuyera una vigorosa juventud y una procedencia americana; pero éstas pueden ser ocurrencias mías en las cuales ruego al lector que no insista. Nuestras pláticas--sus conferencias mejor dicho--dejaron en mi ánimo una gran impresión á la cual contribuirían ciertamente la soledad inspiradora de las noches andinas, la comunión de naturaleza que sugería su serenidad, y el silencio divino de las estrellas; pero cuyo mérito intrínseco bien merecía el estupor de un mortal. Una de aquellas noches, cerca del fuego medio apagado, mientras los peones reparaban en el sueño las fatigas del día, escuché la revelación que procuraré transmitir tan fielmente como me sea posible, ya que no se me exigió secreto alguno. Por mucho que difiera de las ideas científicas dominantes, el lector apreciará su concepción profunda, su lógica perfecta, y comprenderá que explica bastantes cosas con mayor claridad aún. He meditado bien antes de decidirme á publicarla, pero dos circunstancias me han impulsado sobre todo. La primera es que, á pesar de las más prolijas indagaciones, no he podido encontrar indicio alguno de aquel casual interlocutor, pues todas las señas que me dió á su respecto han resultado inciertas; la segunda es la facilidad con que me hizo el confidente de sus revelaciones. Estas dos circunstancias, me hacen creer que yo fuí tomado como agente para comunicar tales ideas, papel que acepto desde luego con la más perfecta humildad. La ocultación del revelador podría infundir sospechas; pero el lector verá que ella era innecesaria dada la naturaleza de sus enseñanzas, y que, en todo caso, responde á la decisión de no decir más, ó á la modestia. Ambas cosas respetables. Para no caer en conjeturas, lo mejor será abordar cuanto antes el asunto. PRIMERA LECCIÓN EL ORIGEN DEL UNIVERSO La vida, que es la eterna conversión de las cosas en otras distintas, abarca con su ley primordial el universo entero. Todas las cosas que son dejarán de ser, y vienen de otras que ya han dejado de ser. Tan universal como la vida misma, es esta periodicidad de sus manifestaciones. El día y la noche, el trabajo y el reposo, la vigilia y el sueño, son como quien dice los polos de la manifestación de la vida. Engendrándose unos á otros y permutándose, es como engendran los fenómenos. Toda fuerza será inercia y toda inercia será fuerza. Siendo ambas _vida_ en su esencia, su identidad radical es lo que produce sus permutaciones. Su diferencia aparente, la contradicción en que parecen hallarse, es sencillamente una diferencia de magnitudes: _la noche es menos día_, y así en lo demás. Ahora bien, toda magnitud es una progresión y de esto depende que no haya brusquedad en los cambios de estado de las cosas. Así es como la continuidad de la vida se mantiene en la periodicidad. Vivir es estar continuamente viniendo á ser y dejando de ser. Cada uno de los focos donde esto se opera--átomo ó planeta, célula ú organismo--es una vida. Ese equilibrio infinitamente instable, sin duración puesto que la más mínima permanencia en uno ú otro de los estados que lo forman, lo anularía ya; y sin tiempo, puesto que es una coincidencia de ser y de no ser--ese equilibrio es lo que se llama la existencia. Dejar de existir es acabarse ese equilibrio; entrar el ser á un estado inconcebible. En nuestro universo, _lo que viene á ser_ se llama _materia_, y _lo que deja de ser_ se llama _energía_, pero claro está que estas cosas figuran aquí como entidades abstractas. No obstante, como las manifestaciones polares de la vida se permutan, lo que viene á ser, es decir, la materia, proviene de la energía y vice-versa. Si toda magnitud es una progresión, su crecimiento y su decrecimiento deben tener una duración equivalente, y éste es otro carácter de la periodicidad en las manifestaciones de la vida. El isocronismo de las oscilaciones pendulares, materializa en forma visible tal ley. Estas consideraciones que en nada afectan á las ideas científicas y filosóficas de nuestra época, son necesarias para que se comprenda mejor la exposición del sistema cosmogónico. Un universo que nace, es el producto de un universo que fué, y basta para demostrarlo, que ese universo haya nacido: _ex nihilo nihil_. Los universos acaban como manifestación material, convirtiéndose en energía pura según la ley fundamental de la vida, y en este último estado permanecen por una duración equivalente á la que tuvieron como materia. Esta duración, que respecto á la materia es un reposo absoluto en el cual no hay tiempo ni ninguna otra idea proveniente de la relación de magnitudes, pues al no existir la materia no hay magnitud de ningún género--esta duración es la eternidad. Eternidad significa, como es sabido, ausencia de tiempo. Semejante estado, que es el no existir de que hablábamos más arriba, es un estado inconcebible como decíamos también. Hay, pues, una imposibilidad absoluta para especular á su respecto. Sólo podemos saber que es energía incondicionada. Los antiguos decían que las tinieblas son luz absoluta; y siendo la luz una forma de energía, la forma más elevada mejor dicho para nuestra percepción, luz pura, es decir, energía pura, equivale á aquel estado inconcebible, ó sea á las tinieblas: luz absoluta. La ciencia habla ahora de _luz negra_, exactamente como el _Zohar_, libro hebreo más antiguo que la Biblia; y esta luz negra parece ser la forma más sutil del éter, teniendo una absoluta fuerza de penetración. Resulta superior á la otra luz, bien que sea invisible[1]. Transcurrida la duración de un universo como energía pura, la ley de periodicidad lo llama de nuevo á la existencia material; pero esta nueva existencia no será, naturalmente, una repetición de la antigua. Constituirá, por el contrario, una continuación de las actividades que cesaron al dejar de existir ese universo, y que han permanecido latentes en el seno de la absoluta energía[2]. De otro modo se volvería atrás, y la naturaleza nunca vuelve atrás. ¿Pero qué habrá podido ser, supongamos, el universo anterior al nuestro; aquél de que el nuestro procede? Siendo una en realidad la ley que rige las manifestaciones de la vida bajo determinadas formas, la más simple desviación de ella implica el cambio de todas estas formas. Así, por ejemplo, nuestro universo tiene por base la curva; todo la presupone en él; todas nuestras percepciones dependen de este acomodo fundamental. Supongamos que en vez de ser la curva fuese la recta. El universo se convertiría en algo enteramente imperceptible para nosotros, y hasta podría coexistir con nuestro universo actual, sin la más mínima sospecha de nuestra parte. Ahora, si conjeturamos--lo que es bien posible--otros conceptos geométricos y otras formas de universos, el problema se simplifica más aún. Quizá el “mundo invisible” que nos rodea y se comunica á veces con nosotros bajo formas tan extrañas, no sea sino esto; y con una existencia tan real, tan material como el nuestro, nos resulta del todo imperceptible. El universo antecesor del nuestro, había regresado, pues, á su estado de éter puro, de pura energía al concluir un ciclo de evolución bajo determinadas formas, cuyo desarrollo al entrar de nuevo en el período material, engendraría nuestro universo curvilíneo. Este determinismo cósmico, nada tiene de violento para nuestros conceptos científicos; y quizá más pronto de lo que se cree, las especulaciones sobre la cuarta dimensión del espacio puedan darnos un esquema del origen de nuestra geometría. Pero lo interesante es describir el proceso de la organización de la materia tal como la conocemos. SEGUNDA LECCIÓN EL ORIGEN DE LA FORMA Cuando el éter puro en que se disolvió un universo, ha tenido una duración equivalente á la de éste, ocurre en él un cambio de estado. La vida, ya lo hemos dicho, es un eterno cambiar de estado. La primera manifestación de esto en el éter del cual nuestro universo procede, fué un movimiento. Sabemos que las diversas manifestaciones de la electricidad, son cambios de estado por el movimiento; de tal modo que basta mover con velocidad uniforme un cuerpo cargado de electricidad estática, para que ésta se vuelva corriente voltaica; y que basta con variar esa velocidad, para producir la inducción, es decir, tres electricidades distintas. Ahora bien, los primeros fenómenos del éter que va á organizarse en materia, presentan una gran analogía con estos cambios de estado, pues la primera manifestación del éter es, en efecto, electricidad. Para seguir con la analogía, conviene recordar que la electricidad en el vacío produce los rayos catódicos y los rayos _x_. La ciencia acaba, de descubrir los rayos _γ_, más poderosos aún, pues atraviesan todos los obstáculos y no hay fuerza que pueda desviarlos. Este estado, todavía mal conocido de la electricidad, esta “luz” invisible que sólo presenta una analogía lejana con la luz habitual, es la primera manifestación material del éter. Es electricidad puramente dinámica en una forma que no podemos concebir ahora, según lo prueba su indiferencia ante todos los obstáculos y todas las fuerzas. Es el primer ser del universo, el universo mismo, puesto que todas las formas que han de componerlo, serán sus desdoblamientos; y he aquí por qué la antigua sabiduría llamaba á la electricidad _alma del mundo_. Representa el mundo de una sola dimensión, el mundo de la longitud absoluta, inconcebible para nosotros á no ser como una mera abstracción. La propagación de este rayo es rectilínea, pero su forma es ondulada; y á medida que se propaga, van agrandándose naturalmente sus ondulaciones. Como el absoluto dinamismo posee una tendencia á convertirse en electricidad[3] estática, pues á esto se debe su manifestación en forma de “luz” _γ_, llega un momento en que las ondulaciones dividen el rayo en trozos venciendo su cohesión; y como estas ondulaciones son arcos de círculo, sus extremos, libres de toda solicitación por otras fuerzas, se buscan, se unen y forman ruedas en el espacio. La ondulación, levísima al principio en el rayo _γ_, empieza siendo una tendencia hacia la segunda dimensión, la latitud; pero ésta no alcanza manifestación real sino al formarse los primeros círculos. El mundo de la longitud absoluta, el mundo de una dimensión, era, como es claro, el mundo de lo uniforme; un simple movimiento sin puntos de referencia, tan abstracto para nosotros como una idea, pero con existencia real. La transformación de la electricidad puramente estática en electricidad dinámica, es, pues, lo que engendra la segunda dimensión--la latitud--y con ella la superficie, es decir la forma. Esta tendencia de la energía á permanecer, cambiando su movimiento absoluto en equilibrio, ó sea engendrando el principio de inercia, constituye la fuerza original en el nacimiento y organización de la materia; sin serlo todavía en nuestro supuesto universo de dos dimensiones, aunque en él existan ya la forma y la magnitud. Predomina en él todavía el dinamismo, pues la materia, es decir el equilibrio de fuerzas que conocemos bajo semejante nombre, no es posible sino en el espacio de tres dimensiones; cuando el equilibrio entre la electricidad estática y la dinámica, engendra la tercera dimensión. Sábese, en efecto, que el único carácter constante de la materia, el que permanece bajo los diversos estados que ella puede asumir, es el peso; y el peso no puede existir sin volumen, ó lo que es lo mismo, sin la tercera dimensión. Así, pues, las ruedas formadas por la división del rayo original, son simples manchas de luz en el espacio, pero carecen de volumen. Tienen magnitud y forma, pero no son materia aún, pues la forma y la magnitud _anteceden_ á la materia. Por absurdo que esto pueda parecer, basta recordar la mancha de luz producida por la reflexión solar en un espejo. Tiene forma y magnitud; pero, ¿es materia?...[4]. TERCERA LECCIÓN EL ESPACIO Y EL TIEMPO Entre tanto, el espacio ha nacido con la manifestación de la vida, pues el dinamismo absoluto del éter puro excluye el espacio. El mundo de una dimensión, que supone un espacio de una dimensión también, da á éste su propio carácter inconcebible á no ser como abstracción. Conviene recordar que el concepto del espacio, nace para nuestra mente por comparación entre magnitudes de materia y de movimiento; y que siendo así, son éste y aquélla los que engendran el espacio. Por incomprensible que sea el espacio, su objetividad es evidente, pues siempre lo concebiremos como un cuerpo, aunque sea ilimitado é inmaterial. El hecho de que es _algo_, prueba su objetividad, y desde este punto de vista su materialidad también[5]. Spencer ha demostrado en los _Primeros_ _Principios_, que científicamente equivale á un sólido perfecto, pues si se le supusiera la más mínima solución de continuidad, la transmisión de la luz sería imposible, por ejemplo; pero como no es un sólido, y como los sólidos tampoco poseen la continuidad perfecta que excluiría, por otra parte, toda vibración, debe ser algo homogéneo é inmaterial á la vez, desde el punto de vista de la materia ponderable: el mundo de una dimensión, es decir, la primera manifestación de la vida, que está eternamente convirtiéndose en los otros estados más complejos. Precisamente al convertirse en el segundo estado, adquiere el espacio la extensión, si bien continua siendo inconcebible para nuestra mente. Necesita llegar á la tercera para ser el espacio concebible, el objeto ilimitadamente hueco donde todo se mueve; pues ésta es nuestra concepción del espacio. El tiempo es lo mismo que el espacio esencialmente, si bien no existe en el mundo de una dimensión. Es también una relación de magnitudes, pero con referencia á la duración de los seres, mientras que el espacio no necesita de ella para existir. Ahora bien, el rayo absolutamente longitudinal del primer mundo, es eterno como manifestación vital, puesto que sólo puede concluir en un estado negativo donde no hay espacio ni abstracciones siquiera: la energía absoluta de donde procede; pero las manchas luminosas del segundo estado de vida, pueden morir, es decir transformarse, y aquí cabe ya el tiempo. Por lo demás, el rayo primordial es unidad absoluta como manifestación vital[6], mientras las manchas son varios seres; cabe ya entre ellas la relación de existencia á que debe la suya el tiempo, pues una puede morir mientras las otras permanecen, engendrando así la relación. Tenemos, entonces, que en el mundo de dos dimensiones, poblado únicamente por esas vastas y sencillas existencias cósmicas que son las manchas de luz, existe ya el espacio como _magnitud_, si bien no como _extensión_[7] todavía; y el tiempo en su concepto actual. Podrá objetarse que siendo el tiempo y el espacio estados de conciencia, nuestras consideraciones son pura dialéctica; pero nosotros replicamos--y muy luego se verá el desarrollo de esto--que todas esas manifestaciones de la vida, de las cuales proceden el espacio y el tiempo, son estados de conciencia, _puesto que son pensamiento_. Así, pues, seguiremos la descripción del proceso vital de nuestro planeta[8]. CUARTA LECCIÓN LOS ÁTOMOS Las ruedas de luz continúan moviéndose en el espacio con la velocidad del rayo de que proceden; pero esta velocidad que era infinita en la longitud absoluta, lo cual da un carácter más abstracto aún á ese primer mundo de una dimensión, se convierte en rotatoria por la forma circular de las manchas. Éstas, seres unitarios como formas, si bien como vidas[9] son ya compuestas por el equilibrio de dos fuerzas, constituyen toda la población del espacio. Sin embargo, la luz no era uniforme en todos los puntos de su superficie, pues se debilitaba hacia el centro; y sucedió que los puntos de mayor intensidad fueron los vértices de otros tantos polígonos regulares, primeras formas en la rueda luminosa que era la única hasta entonces. Nuestra electricidad reproduce ahora este fenómeno; pues es sabido que en el fluido eléctrico acumulado sobre la superficie de un cuerpo, se provoca la formación de polígonos regulares por la proximidad de varios mecheros que ionizan[10] la electricidad. Esta propiedad de engendrar en su seno formas geométricas por acciones análogas, es común á todos los fluidos, así sean líquidos dispuestos en capas delgadas, ó metales en fusión bruscamente enfriados; y es ella la que, constituyendo una ley primordial como acaba de verse, engendra la tendencia hacia la cristalización, que todos los sólidos manifiestan. Pero ya veremos esto mejor en la parte relativa al origen de la vida orgánica. Dichos polígonos son las primeras diferenciaciones individuales de la energía absoluta, consistiendo su tarea vital en marchar armónica y proporcionalmente con la rotación y la traslación de la mancha luminosa donde toman origen, y en el mismo sentido que ella. No existe, pues, para ellos, _adelante_ ni _atrás_, conservando desde este punto de vista la tendencia del rayo primordial hacia el movimiento en un solo sentido. Disminuidas ó aceleradas sus velocidades, la línea que los forma se rompe y el ser perece: reingresa en el no ser, que es para él el ser absoluto, el infinito. Éste es el concepto superior de la muerte. Semejantes seres, son lo que en nuestro lenguaje se llama “espíritus”, es decir existencias incorpóreas, bien que limitadas y dinámicas; y así es cómo procediendo la materia, de la energía pura localizada en movimiento, en forma, en extensión, el espiritualismo resulta una consecuencia lógica de la organización universal, y la inmortalidad del alma un fenómeno natural en el universo. Más adelante veremos que esas fuerzas primordiales tienen que ser inteligencias y voluntades en acción, si la ciencia positiva no quiere caer en el mismo contrasentido que las religiones, asignando al hombre un papel extranatural. La vida que para esos seres rectilíneos es moverse en una sola dirección, dinamiza á su paso la luz amorfa incorporándola á cada uno de ellos, pero sin conservarla en él. En realidad lo único que permanece _es la idea de la figura_, una existencia puramente espiritual[11], como que es una idea solamente, y á la vez inmaterial, sin emociones y sin desgaste. Rotos los polígonos, se desvanecen en un ángulo infinito, pues son organismos unitarios en su esencia, bien que ya poseen forma, magnitud y movimiento. Su tarea es preparar la luz amorfa para la futura atomización, pues estas formas geométricas superficiales son los esbozos de los átomos. Las ruedas luminosas han seguido, entre tanto, su curso por el infinito; pero como proceden de muchos puntos á la vez, y como su traslación se verifica en sentido rectilíneo bajo el impulso del rayo primordial, hay entre ellas acercamientos y conflictos. Éstos no son otra cosa que la absorción de unas ruedas por otras de mayor magnitud ó velocidad, es decir, nuevos cambios de estado equivalentes á nuevas formas de vida. Pero las fuerzas tangenciales que estos choques engendran[12], unidas á una menor actividad central de las ruedas, por efecto de su propia forma, inicia en éstas un principio de expansión que las convierte en lentejas, originando la tercera dimensión y por consiguiente nuestro espacio. Esta fuerza obra de dentro hacia afuera, hasta convertir las lentejas en esferas huecas, existiendo en nuestro mundo una analogía sencillísima para objetivar el procedimiento. Nos referimos á las pompas de jabón, que la fuerza del soplo originario agranda, engendrando á la vez un rapidísimo movimiento rotatorio de sus partículas, perceptible claramente á simple vista[13]. Esta fuerza expansiva transforma los polígonos absolutamente superficiales, en poliedros; es decir, divide la luz dentro de la cual eran formas lineales, en partículas poliédricas. Ahora bien, si las ruedas de luz conservaban la velocidad del rayo primordial, y los polígonos formados en ellas marchaban con la misma velocidad según hemos visto; como en cada punto donde se hallaban dichas figuras dinamizaban la luz amorfa, geometrizándola[14] á la vez en otros tantos polígonos, y como aquella velocidad era prácticamente infinita, resulta que no había punto de la rueda que no estuviera contenido en una de dichas formas. Al convertirse éstas en poliédricas por electo de la expansión de toda la masa, que adquirió así la tercera dimensión, dicha masa quedó formada por poliedros innumerables, que constituyeron los átomos. Las masas fueron lo que conocemos astronómicamente por nebulosas. Ahora, una explicación más detallada del fenómeno: Cualquiera entiende que el número de puntos en que puede dividirse una superficie (las ruedas de luz) es infinito; y si es infinita también la velocidad de la fuerza divisora, quiere decir que la masa, en cualquier momento, se encuentra dividida en infinito número de puntos. No pudiendo éstos ser materiales por causa de su divisibilidad infinita, deben ser simples centros de fuerza, y la expansión de ésta tiene que resultar poliédrica para que todos sus planos de desarrollo puedan coincidir y no queden huecos en la masa. Esto fué lo que sucedió, según hemos visto[15]. Así, pues, tenemos que la primera manifestación de la energía absoluta en que se resolvió, al concluir su ciclo de existencia, el universo predecesor del nuestro, fué un movimiento de desarrollo absolutamente longitudinal, un rayo _γ_; y que este movimiento engendró el espacio. El rayo en cuestión llevaba en su propio curso la segunda dimensión, puesto que serpenteaba; y sus ondulaciones al acentuarse, concluyeron por dividirlo en arcos cuyos extremos, faltos de toda solicitud hacia una ú otra parte, por no haber en el infinito más existencias, se unieron formando ruedas y engendrando el espacio de segunda dimensión. En el ámbito de estas ruedas formáronse (ya vimos cómo) polígonos que fueron los primeros seres, con una existencia análoga á la de los que conocemos, y que constituyeron los prototipos lineales de los átomos. Las ruedas luminosas se atrajeron, y al chocar ó absorberse según sus magnitudes, se desarrolló en ellas el volumen á que tendían, transformándolas en lentejas, en ovoides y en esferoides, y engendrando por consecuencia el espacio de tercera dimensión, nuestro espacio, al par que la rotación planetaria. Los polígonos se convirtieron en poliedros y nacieron los átomos, que son centros de fuerza individualizada. Naturalmente, esto no es más que un desarrollo esquemático del proceso cósmico. QUINTA LECCIÓN NUESTRA TEORÍA ANTE LA CIENCIA Fácilmente se echa de ver que estas ideas nada tienen de semejante con el sistema de Laplace, hoy en vigencia; pero intentemos demostrar que no son anticientíficas. El sistema de Laplace, empieza suponiendo una nebulosa ígnea surgida del espacio _ex nihilo_, ó al impulso del azar que es la misma cosa[16]. Cualquiera nota la inferioridad de este comienzo, así como la consiguiente embrolla en la organización de los movimientos que impulsan á la nebulosa en cuestión, haciéndola girar, aplastarse, desprender anillos, dividirlos y reunirlos en esferoides; si bien existe con nuestra teoría un punto común: los arcos procedentes de la división de los anillos en que se descompone la nebulosa, tienden á unirse por sus extremos engendrando los esferoides, así como los provenientes de la división de nuestro rayo primordial, lo hacen para formar las ruedas luminosas. La diferencia está en que el sistema de Laplace, supone la existencia previa del espacio y de la materia tal como los conocemos, para describir la vida de su nebulosa; mientras el nuestro acomete radicalmente el problema de los orígenes El positivismo nada quiere saber de esto, y le daríamos razón, si no empezara por faltar á su propio método construyendo á su vez hipótesis como ésta de Laplace; pero cuando él lo hace, el mismo derecho nos asiste y usaremos ampliamente de él. Ahora bien, como la ciencia quiere hechos y el método positivo afirma que teoría es “hipótesis verificada”, diremos que de todas las nebulosas conocidas, ninguna confirma la hipótesis de Laplace. Algunas se hallan en un estado de homogeneidad muy primitivo, pues su espectro sólo manifiesta la raya del hidrógeno, lo cual hace suponer que están formadas de este gas exclusivamente; pero ninguna presenta uno solo de los supuestos anillos. Adoptan las más variadas formas, bajo un aspecto común de masas profundamente atormentadas, y algunas han cambiado de forma, imposibilitando así el argumento de que si no se las ve anillarse, es debido á la gran lentitud de su evolución. Las más regulares, las que afectan precisamente una forma lenticular, han resultado no ser nebulosas sino sistemas de estrellas, vías lácteas semejantes á la nuestra[17]. Ya veremos de dónde resulta esa forma atormentada de las nebulosas. Falta, entonces, el testimonio de los hechos; á no ser que se quiera darle por confirmación, harto lejana ciertamente, la subordinación planetaria al sol de nuestro sistema; pero como la ciencia admite que esta subordinación puede ser ejercida por los soles sobre los cometas, no queda ya mucho para la teoría. No hemos olvidado, naturalmente, á Saturno, que con sus anillos parece presentar un testimonio, bien que ellos estén considerados sólidos lo cual es un obstáculo sobremanera grave; pero una excepción evidente entre los astros, no puede servir para verificar una hipótesis, con mayor razón cuando ella se refiere á las nebulosas donde no hay nada parecido, y cuando de conformidad á su enunciado, los astros sólidos _no debieran_ presentar esa conformación[18]. Saturno es realmente un defectuoso del espacio, y de aquí que la astrología lo considerara el planeta de las malas influencias; pero esto puede ser desdeñado por el lector, sin más trámite. Otra cosa que la hipótesis de Laplace no explica, es el origen del movimiento rotatorio, ya muy complicado, de su supuesta nebulosa originaria, que como todas las masas esferoidales del espacio giraba sobre sí misma y se trasladaba á la vez; para no hablar de los movimientos secundarios engendrados por los dos anteriores. La nebulosa en cuestión era un organismo bastante complejo, según se ve, y por templada que sea la curiosidad positivista, ha de sentir tentaciones de buscar más simples antecedentes. Pero cuando la hipótesis pierde todo su valor, quedando reducida á un mero juego de gabinete, es cuando se considera que una masa rotatoria debe forzosamente trasladarse en una órbita espiral, tal como se acepta actualmente. Suprimidas entonces las curvas cerradas, vale decir las elipses perfectas de la hipótesis, los supuestos anillos desprendidos de la nebulosa serían largas espirales de materia cósmica difusa, que tenderían á concretarse en cometas, no en planetas concéntricos. El experimento de Plateau falla, entonces, por su base, y los anillos de Saturno se desvanecen definitivamente esta vez[19]. Al experimento de Plateau, que empieza por suponer la nebulosa originaria parada en el espacio (la gota de aceite en el seno del agua alcoholizada) nosotros oponemos nuestra modesta pompa de jabón, que le lleva de ventaja su sencillez, siendo ésta, como es sabido, un atributo de la verdad; y consecutivamente alegamos contra la hipótesis, la falta completa de hechos confirmatorios[20]. Tampoco es admisible la nebulosa infinita que supondría esa supuesta falta de movimiento traslaticio, necesario para que el experimento de Plateau se realice; pues con sólo tener en cuenta la aparición en ella de focos que serán los futuros soles centrales, y sus diversas magnitudes, la suposición se vuelve insostenible. Por otra parte, la astronomía se aleja cada vez más de la suposición de un universo infinito, ó siquiera de ilimitadas dimensiones; pues piensa que si ello fuera así, los rayos de las estrellas infinitas llenarían todo el espacio (dado que el rayo de luz no se pierde por razones de distancia, según enseña la física); no habría punto del espacio sin un rayo de luz, y por consiguiente no existiría la noche. Newcomb supone, basándose sobre las paralajes de las estrellas y por medio de complicados cálculos cuyo resumen es imposible sin confusión, que nuestro universo es una esfera de _siete mil millones de millones_ de leguas de radio[21]. Sin aceptar especialmente ningún cálculo, opinamos que nuestro universo es limitado en efecto, es decir un organismo en evolución por enorme que se lo considere; si bien esto no supone que rechacemos la eterna actividad del cosmos en el infinito[22]. Nuestra teoría va apoyada en todo su desarrollo por hechos científicos, desde el rayo primordial hasta la generación de los átomos; consistiendo su diferencia con el criterio positivista, en que no hace distinción fundamental entre fuerza y materia, ó considera pues los elementos permutables y provenientes de una sola causa: la energía absoluta. Salvo esta última parte, la ciencia va aceptando la identidad substancial de fuerza y materia é inclinándose más á nuestra definición: materia es todo lo objetivo, sea ó no ponderable. La electricidad y el radium le imponen esta conclusión. Los estados de la materia y de la conciencia, así como la generación de unos elementos por otros, puesto que la vida, como hemos dicho, es un perpetuo cambiar de estado, explican mejor la evolución total del universo que la hipótesis cosmogónica de la ciencia, sin subordinarla exclusivamente á la materia ni al azar que es lo arbitrario, antes conciliando el doble aspecto substancial de los fenómenos y dando á su producción inicial un carácter determinista; todo lo cual es, por cierto, mucho más filosófico y aceptable. Expresaremos, para concluir este capítulo, algo que acentúa aun el carácter científico de la teoría. Apenas la luz primordial se individualiza, comienza ya en el espacio la lucha por la vida (la absorción de unas ruedas por otras) que acarrea de consiguiente la supervivencia de los más aptos, principio progresivo de toda evolución; lo que está lejos de suceder en la demasiado perfecta maquinaria de la nebulosa de Laplace. Las leyes de la vida, ya lo hemos dicho, son las mismas para el insecto que para la nebulosa. El lector está ya lo bastante informado para elegir entre esa hipótesis ó la nuestra; entre el proceso puramente material, ó el cambio de estado de la absoluta energía, que al volverse materia engendra simultáneamente al tiempo y al espacio, ó mejor dicho la extensión por el movimiento; la magnitud, la forma, el átomo, es decir los fundamentos del universo bajo sus múltiples aspectos de ideación, de conciencia, de número y de objetividad. Veamos ahora cómo prosiguió la evolución de ese universo. SEXTA LECCIÓN LA VIDA DE LA MATERIA Al adquirir la tercera dimensión, las lentejas se hacen perceptibles bajo la forma de copos de luz blanca, pues mientras fueron simples cambios de estado de la energía, tuvieron una existencia tan invisible como la de las “luces” α, β, γ que la ciencia conoce ahora. Entonces es cuando empieza á haber propiamente materia y fuerza, y á desarrollarse fenómenos más familiares para nosotros. El primero de ellos (y en relación con la materia ponderable, el primordial) es el calor, ó sea la electricidad bajo este aspecto, resultante de la fricción de los átomos[23]. Átomos dotados de una velocidad casi infinita, producen al chocar entre sí una incandescencia enorme, cuyo primer efecto es consumir á muchos, ó mejor dicho refundirlos en otros, condensando así la materia al revés de lo que el calor hace ahora. Los átomos sobrevivientes de esa verdadera lucha por la existencia, representan, pues, sumas colosales de energía en equilibrio, explicándose así la proveniencia de esta energía que tiene perpleja á la ciencia. La armonía vibratoria formada por proporciones numéricas, que resulta de este acomodo tanto como de la estructura poliédrica de los átomos, es el prototipo de las vibraciones armónicas que llamamos música, y que explica á la vez la “música de las esferas” de Pitágoras y el poder constructor de la lira de Amphion; pues siendo el sonido fuerza primordial, es naturalmente fuerza creadora[24]. El calor se manifiesta al mismo tiempo que la luz roja, la luz más caliente como es sabido; del propio modo que la electricidad fría de los anteriores estados, había coincidido con los rayos ultravioletas excitadores de la fosforescencia y de la fluorescencia, manifestaciones á su vez de la radioactividad de la materia. De aquí que el calor y la luz carezcan (en sentido material) de magnitud y de tiempo respectivamente. Basta con reflexionar que la más pequeña llama puede encender los fuegos de toda la Tierra sin disminuir absolutamente, y que el rayo de luz, según queda enunciado más arriba, no se pierde por razones de distancia, viajando incesantemente. No era necesario el radium, como se ve, para hacer perceptible la infinitud de la energía, pues bastaba observar la más mísera candela como fuente de luz y de calor; pero la ciencia requiere también sus maravillas. Por lo demás, sostenemos que el olor es también una forma de radioactividad, como lo prueba el ejemplo bien conocido de la partícula de almizcle que perfuma durante un siglo sin variar de peso. Ya veremos todo el alcance de estas consideraciones[25]. La materia, pues, existía ya, cada vez con mayor tendencia hacia la inercia; y para valernos de una analogía gráfica, que encierra una verdad, por otra parte, diremos que la tensión eléctrica se había transformado en gravedad, identificándose con el volumen. La materia es, si se tiene esto en cuenta, electricidad neutra cuya tensión se ha transformado en gravedad[26]. Pero, qué era esta materia? Esta materia era el hidrógeno, cuya raya figura _única_ en el espectro de las nebulosas propiamente dichas. El hidrógeno es la electricidad bajo forma de gas, y de aquí sus cualidades características. Todos los gases son formas alotrópicas del hidrógeno, provienen de su átomo; pero este átomo, que es el hexaedro primordial antes mencionado, desarrolla al girar un torbellino formado por espirales concéntricos, según resulta de su forma en rotación, y este torbellino constituye como quien dice su cuerpo. Así, cuando la ciencia vea los átomos, no ha de ser bajo la forma de menudas chispas[27], sino de torbellinos espiraloides enteramente análogos á los sistemas solares. Los tres estados que la energía debió asumir á convertirse en materia, son inapreciables para nosotros mientras no llegan al perfecto equilibrio y se manifiestan bajo forma de hidrógeno. He aquí por qué en los ochos grupos del sistema de los elementos, los compuestos hidrogenados primordiales no tienen clasificación sino á contar desde el cuarto (MH_{4}); los tres restantes son materia radioactiva pura. Esas masas de gas incandescente, sufren diversos percances: explosiones que las destruyen, absorciones, divisiones en regueros espirales que se convierten en cometas, y desplazamientos que las arrojan al espacio con movimiento parabólico, bajo forma de cometas igualmente[28]. Este desplazamiento eterno de las masas estelares, va dejando el sitio necesario para nuevas formaciones, y así es como vive el infinito, convirtiéndose perpetuamente; todo ello sin contar los cataclismos que semejantes movimientos suponen, y que explican la forma atormentada de las nebulosas. La lucha por la vida es activísima entre esos errantes del espacio. Unos son devorados por los que ya se convirtieron en soles; otros se conjugan y forman seres mixtos; otros se organizan en sistemas; pero al cabo de cierto tiempo, ninguno es simple ya, sino una suma de otros, exactamente como el animal que incorpora á su organismo los de diversos seres; y su vida se vuelve singularmente compleja. Menester es que aquí dejemos al astro hipotético, para seguir la evolución de la vida en nuestro planeta. Antes de pasar á otro capítulo conviene tener presente, sin embargo, que las leyes primordiales de la vida son comunes á todos los astros y á todos aplicables por analogía; así como que dichos astros nunca pierden su relación substancial, continuando ésta bajo comunicaciones luminosas, magnéticas, etc. El átomo originario sigue siendo el prototipo de cada ser, tanto en el insecto como en la estrella. SÉPTIMA LECCIÓN LOS ELEMENTOS TERRESTRES Á cada uno de los cambios de estado del movimiento que engendra el espacio de tres dimensiones, corresponde, como hemos visto, una clase de electricidad, una clase de formas, una clase de luz. En la Tierra corresponde también á cada uno un elemento. En el gas, predomina la fuerza expansiva del rayo primordial; en el líquido, la expansión horizontal del segundo estado; en el sólido, el equilibrio del tercero que es la tensión eléctrica convertida en gravedad--la electricidad neutra. Prototipo de todos los líquidos, el agua es una permutación del hidrógeno, cuyo nombre significa, como es sabido, generador del agua. El agua viene á ser así electricidad líquida, como el hidrógeno es electricidad gaseosa[29]. Á esto se debe que las leyes de distribución de la electricidad y de los líquidos, sean las mismas; aunque éstos se hallen sometidos á la gravedad y aquélla no; pero tensión y gravedad son una misma cosa como hemos visto. Lo líquido es, pues, dado nuestro punto de vista, más vivo, es decir más próximo al estado de energía pura ó éter, y por esto el agua es la fuente de la vida orgánica. Los alquimistas decían que el mercurio es el más vivo de los metales (en francés _vif argent_) y debe notarse que los vehículos esenciales de la vida orgánica,--sangre, savia, leche--son líquidos. Tanto en el estado gaseoso como en el líquido, la forma poliédrica de los átomos continúa siendo el prototipo, y esto se encuentra asaz bien demostrado por las fórmulas químicas, para que debamos insistir; no obstante, en el estado líquido, los poliedros son ya cristales prototípicos de los futuros sólidos en que se manifestará el máximum de inercia de la materia. La Tierra era una especie de océano esferoidal, denso y glutinoso, en el cual los átomos se agruparon bajo formas cristalinas, es decir poliédricas, según su modelo fundamental. La ciencia produce cristales semifluidos en el seno de un líquido, por medio del calor y de la electricidad, y estos cristales se portan como seres vivos, no sólo por su estructura semejante á la de las células, sino porque poseen propiedades tan notables como la de reparar sus mutilaciones. Esto bastará, según creemos, para demostrar que el estado líquido no es un estado amorfo, y que el sólido ha podido perfectamente derivar de él. De aquí la tendencia de todos los sólidos á cristalizar, es decir á modelarse bajo el patrón originario. Cuando un planeta[30] ha organizado toda su materia en los tres costados, ó en términos más generales: cuando la materia de un planeta ha alcanzado su máximum de estabilidad, comienza el proceso de desintegración de esta materia. Ella se ha de efectuar en un tiempo equivalente al que empleó para formarse, conforme á la ley de periodicidad, y en estados semejantes, bien que inversos[31]. La función vital preponderante, que era condensar éter, es reemplazada por la de “eterizar” la materia, aunque esto no quiere decir que haya sustitución completa de un proceso por otro. El equilibrio entre ambos persiste por mucho tiempo, exactamente como ahora lo vemos en nuestro mundo, sin diferencias apreciables, pero con tendencia progresiva hacia la eterización. Á esto último responde la aparición de los seres orgánicos. NOTAS: [1] “Luz negra” y “tinieblas” no equivalen naturalmente á _sombra_, es decir á una diminución de luz. Son la “no-luz” en absoluto. [2] Esta causalidad, que es la ley suprema de toda vida, tiene un símbolo admirable en el paganismo. Queremos hablar del destino (ó sea el determinismo de las causas anteriores) que era superior á todos los dioses, sin ser él mismo un dios. [3] Conviene tener presente siempre que esta electricidad es la del rayo _γ_, y no la que conocemos habitualmente. [4] La ciencia empieza á considerar como materia á la luz y á la electricidad, porque está obligada á suponerlas atómicas. Nosotros también; pero si son materia porque son objetivas y ésta es la verdadera definición carecen de la propiedad substancial _única_ de la materia: el peso. No sabemos si la ciencia creerá que no hay, entonces, diferencia substancial entre la materia y la energía: pero la lógica obliga á esta conclusión. [5] Recuérdese nuestra definición de la materia en la nota anterior: materia es todo lo objetivo. [6] La unidad absoluta en abstracto, es la energía absoluta; por eso decimos que el rayo es unidad absoluta _como manifestación vital_. [7] No se nos escapa lo imperfecto de estas expresiones, pues parece en realidad que la extensión debiera preceder á la magnitud; pero creemos haber demostrado en el caso de la mancha de luz, que ésta puede tener magnitud sin tener volumen, mientras que la extensión lo requeriría. El valor convencional que damos á las palabras, resulta de la novedad de las ideas. [8] Nosotros llegamos á Dios, es decir, al Ser Supremo (que de ninguna manera se nos representa como un tipo semejante al humano) á través de la materia y de la fuerza, sin necesidad de negarlas, antes refundiéndolas en su propio ser una de cuyas manifestaciones las consideramos. De aquí que tengamos á las manifestaciones de la vida absoluta (Dios) por estados de conciencia. [9] Recuérdese nuestra definición de la vida. [10] Es decir que producen iones. Los iones surgidos de los mecheros, son los productores del fenómeno. En las manchas de luz primordial, los puntos más luminosos vienen á ser las fuentes de ionización. [11] Las analogías entre estas vidas con los fenómenos del mundo actual, no implican identidades. Los fenómenos de aquéllas, son los prototipos de nuestros fenómenos; son parecidos, pero no iguales. [12] Como siempre que hay choque de dos magnitudes de forma circular. [13] El sol, que es sin duda una esfera fluida, no tiene achatamiento polar alguno, como una pompa de jabón, aunque su densidad sea sólo una cuarta parte de la terrestre, y su fuerza centrífuga cuatro veces mayor. Á su tiempo recordaremos esta singularidad solar. [14] El pensamiento divino geometriza en el Cosmos, decía Platón que sabía á qué atenerse. [15] Conviene quizá advertir que el hexaedro es la única forma material perceptible que realice estas condiciones, si bien un agregado de hexaedros nunca puede componer un todo perfecto, estando limitado siempre por ángulos abiertos. Es lo que ocurre con la materia en eterno trabajo de desintegración que la pone en contacto con la absoluta energía, como los ángulos abiertos con el infinito á nuestro conjunto de hexaedros. [16] En efecto, el azar que es una causa sin causa, equivale á los dioses de las religiones positivas, cuyo carácter más saliente y común es la arbitrariedad. [17] La astronomía moderna se inclina á creer que todo el universo estelar tiene esta forma, y que nuestra vía láctea se halla próxima á su centro; pues el número de estrellas de dos puntos opuestos del cielo, ya estén situados en la vía misma ó en sus polos, es casi igual. Siendo esto así, el universo estelar presentaría la forma de una lenteja ó esferoide muy achatado en la misma dirección que la vía láctea. Dividiendo el cielo en nueve círculos paralelos al plano de ésta (las zonas 1^a y 9^a abarcarían sus polos) resulta la siguiente relación de densidades: 1, 2.8; 2, 3.0; 3, 3.5; 4, 5.3; 5, 8.2; 6, 6.1; 7, 3.7; 8, 3.2; 9, 3.1; lo cual establece el rango central de la vía láctea (5, 8, 2), así como la forma del universo estelar. Nuestras _lentejas_ no son, pues, pura fantasía. [18] Dadas su velocidad rotatoria y la condensación de la materia gaseosa de los anillos en materia sólida, esta última es inexplicable. En efecto, si es del mismo peso y densidad que la del planeta, no ha podido condensarse sin romperse; y si no es del mismo peso y de la misma densidad, ¿cómo gira armónicamente con él? [19] Los cambios de conformación de algunas nebulosas, manifiestan tendencia á definirse en torbellinos espirales. El capítulo siguiente expresará en detalle estos movimientos. [20] En cambio abundan los contradictorios, y entre éstos son los más notables: la densidad de Venus, menor que la de la Tierra, no obstante su mayor proximidad al sol; la de Urano mayor que la de Saturno, á pesar de hallarse más lejano que éste; la de los satélites de Júpiter mucho mayor que la de éste; el movimiento retrógrado de los satélites de Urano y de Neptuno, la falta de achatamiento polar del sol, antes mencionada; la depresión polar de Mercurio, diez veces mayor que la de la Tierra, á pesar de que su rotación equivale apenas á un tercio de la de ésta, siendo mayor su densidad en una cuarta parle tan sólo; las depresiones polares igualmente desproporcionadas de Saturno y de Júpiter... [21] Es curioso que el número 7, el número sagrado por excelencia, reaparezca como cifra inicial de este resultado; pero lo es más aún el que la _docena_ y la _decena_, también números sagrados, estén significados en la población de ciento veinte millones (diez docenas de millones) de estrellas que los mismos cálculos asignan al universo. [22] Del propio modo que no se niega la continuidad de la vida, porque los organismos individuales acaben. [23] En la materia no atómica, es claro que no puede haber calor. [24] Sábese que el sonido aumenta la producción de rayos N. [25] La emanación continua del radium, tanto como la propagación de la luz, el desprendimiento odorífero, etc., resultan ser movimiento perpetuo. La locura del pasado, es la razón del presente. [26] No damos á la palabra _gravedad_, su acepción corriente. Para nosotros, gravedad es atracción magnética, por más extraño que esto pueda parecer. Por lo demás, la atracción en razón directa de las masas é inversa del cuadrado de las distancias, no se efectúa conforme á esta ley, según es sabido, en las masas muy pequeñas; y en las grandes, existe un hecho por demás curioso: los cometas desarrollan su cola (materia más tenue que el núcleo), en oposición al sol por el cual son atraídos en razón directa de las masas, etc. Se ve, entonces, que la gravedad tiene contradicciones harto serias. [27] Como en el último aparato de Crookes, que pone al radium en presencia del sulfuro de cinc fosforescente á la distancia de medio milímetro. [28] La astronomía supone que algunos cometas son masas desprendidas de las nebulosas. [29] Este “agua” y este “hidrógeno,” no son naturalmente los que conocemos; basta reflexionar que si todos los gases son formas alotrópicas del hidrógeno, el hidrógeno primordial era todos estos gases, es decir, una cosa bien distinta de hoy, cuando ellos se encuentran ya diferenciados. Del propio modo el líquido primordial cuya forma actual es el agua, era un conjunto ahora diferenciado, una especie de fluido coloidal, como se verá luego. El hidrógeno y el agua primordiales, eran estados generales de materia: _lo_ gaseoso y _lo_ líquido. [30] Como el nuestro. [31] Siendo el hidrógeno y el agua, el gas y el líquido prototípicos, ¿cuál era el sólido de esta cualidad? Probablemente el radium, ó una composición parecida, que al solidificarse del todo, debe perder muchas de sus cualidades radiantes (tensión eléctrica) para adquirir peso (gravedad). El radium posee la propiedad de descomponer el agua en hidrógeno y oxígeno, y esto es un fuerte indicio. OCTAVA LECCIÓN LA VIDA ORGÁNICA En los mundos de una y de dos dimensiones, no había sensibilidad, puesto que faltaba extensión y la vida de relación no era posible por lo tanto. Al existir aquélla, ó sea el espacio de tres dimensiones, la sensibilidad se hizo posible en la materia. Pero, ¿qué es la sensibilidad? La sensibilidad es la radioactividad de la materia, el fenómeno por el cual ésta se transforma en energía pura; y como toda materia es radioactiva, según lo prueba el descubrimiento de los rayos N, de Blondlot, toda materia posee sensibilidad. La ciencia se encamina rápidamente á esta comprobación, que cuenta ya con una cantidad de hechos tan grande como singular. Los rayos N, la fatiga de los metales, sus propiedades eléctricas y terapéuticas, la vida de los cristales--han demostrado ya hasta la evidencia que la sensibilidad no es una propiedad exclusiva de la materia llamada orgánica. Ahora, en cuanto á la producción de los seres vivos, las fuerzas de las moléculas libres en el seno de los líquidos; la presión osmótica que es un fenómeno fundamental de la vida orgánica, las propiedades todavía vagas--mas no por ello menos prodigiosas--de los metales coloidales tan semejantes á los fermentos orgánicos en sus manifestaciones[32]--todo eso está indicando cómo debió producirse _grosso modo_ el fenómeno. La generación espontánea, es entonces un hecho real, bien que limitado á épocas, por la coexistencia en ellas de diversas circunstancias; todo depende de las condiciones en que se halle el átomo. Los seres vivos son máquinas poderosas de eterización, porque son los cuerpos más sensibles, y la sensibilidad es--ya lo hemos dicho--la radioactividad de la materia. El amor es el producto eléctrico del contacto de dos cuerpos heterogéneos[33]. La sangre es un potentísimo reservorio de electricidad. Ahora bien, los organismos siguieron al formarse, las mismas leyes que la materia. Un solo ser, primero difuso y de constitución unitaria, desarrolló de sí mismo los primeros órganos y se propagó por los conocidos procedimientos de generación,--fisiparidad, ovulación, hermafrodismo--hasta alcanzar en la sexualidad su máximum de materialización. Poderosas oxidaciones habían engendrado la vegetación, cuyas formas asumió previamente el reino mineral como un intento prototípico, debiéndose á dichas oxidaciones el nacimiento de la vida orgánica. El sexo único que concebía y paría por los métodos ya descriptos, era naturalmente femenino. Todos los seres eran madres, llevando reasumido, y luego latente en su facultad de autoengendrar, el sexo masculino futuro. De aquí que la materia haya sido considerada por las antiguas filosofías como la “gran madre” (_mater-ia_) personificada en el agua, pues el agua es, á contar desde el punto en que la energía pura se manifiesta como materia, una permutación de la electricidad ó sea su cuarto estado. Procuraremos hacer tangibles estas permutaciones de la energía absoluta, en un esquema que será un resumen á la vez de todo lo estudiado. Lo que concibe y produce por sí mismo, llevará el signo (-) el signo de la pasividad ó femenino; y el elemento engendrador el signo (+), el signo de la actividad ó masculino. El ser absoluto, la absoluta energía en que todo se reasume al concluir el universo su ciclo de manifestación material--será los dos elementos á la vez en un absoluto equilibrio equivalente á cero (+ −); mas como de eso sale el rayo primordial, puede ser considerado como elemento femenino: auto engendra. Previa esta explicación, véase el esquema: Septenario de la manifestación ╱▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔╲ Ternario de la ideación Cuaternario de la realización ╱▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔╲ ╱▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔▔╲ _Energía absoluta_ − Estado atómico (materia difusa) + Rayo primordial + Gas (primera dimensión) (materia expansiva) − Magnitud sin volumen − Líquido (segunda dimensión) (equilibrio material) + Extensión + Sólido (tercera dimensión) (materia cohesiva) Estas propiedades lo son _por excelencia_ de los diversos estados de materia, pero no excluyen las otras; forman sus características, pero no son exclusivas. Se ve, entonces, que el elemento femenino es el primordial, y que la situación del estado líquido (agua) en el cuadro de las manifestaciones materiales, justifica su símbolo[34]. La biología moderna considera primitivo también al sexo femenino, y cree que desarrolló su contrario antecediéndolo con la fase hermafrodita. No tenemos, pues, por qué esforzarnos en buscar mayores razones. Conviene hacer notar ahora que esas formas de vida eran fluídicas, verdaderos moldes de las actuales por causa del enorme calor del globo y de la todavía escasa diferenciación de sus elementos; y si el radium ú otra cosa análoga, era el sólido prototípico, dichas formas debían ser luminosas, ó en otros términos manifestar más intensamente la radiación que hoy perciben apenas los sensitivos (el _od_ de Reichenbach, la exteriorización de la sensibilidad del coronel de Rochas) y que la placa fotográfica revela como rayos N. La fluidez de esos seres, tanto como su relación de magnitud con la Tierra que, al ser casi gaseosa, era de mucho mayor volumen, debía darles una estructura gigantesca y á la vez sencillísima, para que resistieran mejor los vastos conflictos de fuerzas á que se veían sometidos. El hombre, ó mejor dicho el ser inteligente que sería hombre con el tiempo, bogaba en el fluido glutinoso del mar universal como una célula gigantesca, sin órganos, sin conciencia, sin mente, reproduciéndose como los zoófitos y desvaneciéndose como ellos, sin morir realmente, en los seres que de su masa engendraba. NOVENA LECCIÓN LA INTELIGENCIA EN EL UNIVERSO Lo que acabamos de expresar es de tal modo extraño á las ideas corrientes, que requiere una explicación de los fenómenos estudiados, bajo un aspecto no percibido hasta aquí; el aspecto intelectual del universo, ó mejor dicho el universo como manifestación inteligente. Si el pensamiento es un producto de las combinaciones físico-químicas del organismo humano, donde quiera que haya análogas combinaciones, existirán efectos análogos. Á iguales causas idénticos efectos. Ahora, cuando se piensa que la vida obedece á leyes muy simples en su comienzo, y que no hay realmente diferencia entre la materia orgánica y la inorgánica, siéndoles común la sensibilidad, parece que no es ya tan absurdo buscar pensamiento en toda manifestación de la vida. Atribuirlo solamente al hombre, es caer ya en el antropocentrismo del ser singular creado ex profeso por los dioses de las religiones positivas; decir que es una actividad peculiar á su organismo, es negar la perfecta analogía é identidad substancial de éste con los del resto del mundo animal, sin excluir á los insectos cuya inteligencia es tan notable; limitarlo á los seres vivos, es volver á la separación de materias que no existe en realidad. ¿Qué derecho tendría el hombre para considerarse como el único ser inteligente del universo, si apenas es superior en su pequeño mundo? ¿Superior en absoluto? De ningún modo. Superior á él es el mineral en estabilidad; el vegetal en duración como ser vivo; el animal en muchas facultades. Víctima de la bacteria microscópica durante edades, hace muy poco que ha empezado contra ella una lucha desigual en la que, hasta ahora, lleva la peor parte. Durante edades ha sido la víctima de los más ínfimos del reino animal. Esto para los materialistas. Los espiritualistas, especialmente los fieles de las religiones positivas, creen en entidades espirituales ó inteligencias superiores al hombre, conforme lo manifiestan sus complicadas angelologías, y en otras inferiores á él según sus demonologías más complicadas aún. Con éstos nos bastará ponernos de acuerdo sobre el _modus operandi_ de semejantes inteligencias. Sentadas estas advertencias, podemos ya iniciar el asunto. El pensamiento, nadie puede negarlo, es una forma de la energía, si bien no presenta identidad con ninguna de las otras. No es luz, calor, electricidad, aroma ó sonido; pero es lo que percibe de un modo consciente esas formas de energía, puesto que las estudia é investiga sus leyes. El pensamiento es la energía absoluta de que todo procede y á la que todo regresa, lo que en sí lleva potencialmente todas las formas de energía, sin tener sus cualidades, como es natural, pues no es ninguna de ellas parcialmente considerada. Él es realmente el ser absoluto cuya primera manifestación consiste en electricidad puramente dinámica, como se recordará, ó sea el movimiento absolutamente lineal é inconcebible. Sabe todo el mundo que la actividad cerebral produce fenómenos eléctricos: y los sensitivos y lúcidos de de Rochas, dicen que durante dicho trabajo ven á las células cerebrales relumbrar como estrellas. Más recientemente aún, se ha observado que la actividad nerviosa aumenta la producción de rayos N. Como energía sensible, el pensamiento es imponderable y no objetivo á la vez: no es materia absolutamente. Su indiferencia á la distancia y al tiempo, puesto que se traslada con prescindencia de ambos y sin que ambos le estorben, prueba su superioridad sobre ellos; así como demuestra al concebirlos que los contiene y que puede crearlos. Las consecuencias de su lógica, anteriores al conocimiento de los hechos, puesto que los predice en ciertos casos, establece cuando menos la identidad de sus leyes con las que rigen el universo. Maxwell encontró como un resultado matemático, la onda eléctrica que Hertz hizo perceptible, sin realizar ninguna experiencia y bastante tiempo antes que Hertz. Estos hechos podrían multiplicarse. Todas las manifestaciones de la vida son formas de pensamiento, puesto que lo son de la energía absoluta en su eterno doble trabajo de integrarse y desintegrarse; pero entonces también, las fuerzas son seres inteligentes en proporción con su mayor vecindad á la energía de donde proceden. Así el primer movimiento en sentido lineal, ó bien la electricidad puramente dinámica, sería la primera idea, el primer ser que en su simple unidad lleva potencialmente todo el universo por desarrollarse--un dios verdaderamente; pero no la unidad neutra y extra-cósmica de las religiones, sino la síntesis de todas las energías, que hasta su tercer estado no es materia en realidad. Oímos ya que se objeta con el panteísmo; pero los estados sucesivos no tienen lugar por disminución ó desaparición del primero, según lo prueba nuestro pensamiento en acción, pues coexiste con todo ellos y nunca deja de estar convirtiéndose. Así se explica que los universos acaben y vuelvan á empezar en el punto donde acabaron, no como un nuevo proceso de repetición, sino como una continuación del que lo precediera. No siendo esa energía una magnitud, no puede disminuir, lo que explica su permanencia; y así está eternamente convirtiéndose y siendo la misma. Las ruedas de luz en que luego se divide, forman la primera hueste de seres, multiplicados en los polígonos inscriptos en ellos, y sucesivamente en los poliedros del primer estado atómico; pero como estos seres no son materia de la nuestra, digamos así, es forzoso considerarlos entidades incorpóreas, ó sea espíritus[35]. Unitarios en un principio, como que no son sino formas, se convierten en hermafroditas al volverse átomos, no por razones de sexo naturalmente, sino por reunir en el perfecto equilibrio que constituye su existencia, la materia y la fuerza bajo el estado potencial. El átomo es así un espíritu puro, y su conversión al estado de materia y de fuerza ya definido, su caída. Entre tanto, los seres que fueron las primeras ruedas, y que como estados de energía no han dejado de existir, van dirigiendo su propio fraccionamiento evolucionario, por actos de conciencia y de voluntad; pues se recordará que no siendo nada material, resultan forzosamente espíritus: pensamiento en acción. ¿Quién duda, por otra parte, que cada pensamiento es una individualidad? Cuando leemos un pensamiento, no necesitamos recordar á su autor, ni se ve que aquél tenga ninguna identidad con éste, pues de ninguna manera es necesario conocer al autor de un pensamiento, ni saber nada sobre él, para entenderlo. Una vez creado, el pensamiento es una individualidad con vida propia; y si esto sucede en la humanidad, cualquiera advierte la importancia que revestirá cuando se trata de seres cósmicos. La fuerza, cualquiera que ella sea, nunca posee esta individualidad, y he aquí otra demostración de que son cosas distintas, así sea toda fuerza una manifestación de pensamiento, como son cosas distintas el rastro y la planta que lo imprimió. Aquellas primeras energías cósmicas debían poseer una potencia prodigiosa, dadas su libertad y la asimilación de energías que constituía su ser; pero esto no querrá significar nunca la omnipotencia ni la omniciencia, sino relativamente al intelecto humano. Los fracasos de mundos estallados en asteroides ó consumidos en las hogueras solares, tanto como la desaparición de especies animales que convivieron con otras aún existentes, prueban errores de criterio y de procedimiento en esas inteligencias primordiales[36]. Ahora, lo que es existencia corpórea, no la tuvieron sino cuando hubo materia voluminosa y extensión, correspondiendo entonces al calor su rango de primer numen[37]; pero el catálogo de las existencias cósmicas no tendría interés para el lector, sino como una nomenclatura estéril de personajes fantásticos. Lo que sí interesa saber, es que todas estas manifestaciones son atómicas y susceptibles de transformarse en otras, es decir de _crear_, si ha de darse á este verbo su único sentido aceptable[38]. Son atómicas, como el hombre es celular, sin que su unidad de ser individual se resienta; y si están sujetas á la evolución que hemos descripto como una serie de consecuencias, este determinismo es el resultado de las causas desconocidas que actuaron sobre ellas en el universo anterior; pero ellas _sabían lo que les pasaba_, y ayudaban á la evolución dirigiéndola en los seres emanados de ellas, si bien no sin conflictos, es decir sin errores, como lo prueban los cataclismos cósmicos[39]. Si hubiera un Creador omniciente y omnipotente, el universo sería una maquinaria perfecta, sin ningún tropiezo posible. Por lo demás, las fuerzas están demostrándonos á cada momento su inteligencia. Todos los fenómenos naturales nos revelan operaciones complicadísimas, ejecutadas con una precisión, con una economía tal de esfuerzo, con una adaptación tan perfecta á su objeto, que revelan direcciones muy superiores á nuestra razón. Compárese el trabajo que ésta ha debido ejecutar para repetir el más insignificante de esos fenómenos, y se tendrá la relación entre ella y las fuerzas directoras de éstos. La ley del menor esfuerzo, la tendencia á la regularidad de las formas, que la ciencia llama “inclinación natural” de la materia, ¿qué son sino deliberaciones inteligentes? ¿No implican acaso, comparación entre dos términos? Todavía si el universo fuera de una estabilidad perfecta, se explicaría esa precisión como un equilibrio resultante de largas oscilaciones; pero cuando todo cambia incesantemente, las fuerzas ciegas son inexplicables. Al no asignar inteligencia sino al hombre, la ciencia cae en el error antropocéntrico de las religiones, ó está obligada á suponerla en toda manifestación físico-química, en todo fenómeno cuya dirección tenga analogía con un raciocinio, una comparación, una modalidad intelectual en una palabra; mucho más cuando esa modalidad resulte, como hemos visto, superior á las suyas. Efectos análogos, suponen causas semejantes. ¿Qué será, finalmente, si parangonamos al hombre con el planeta que habita, y cuyas manifestaciones físico-químicas mucho más poderosas y complicadas que la suya (como que él es una en el planeta) supone una inteligencia mucho más vasta, así sea ella la causa (espiritualismo) ó el efecto (materialismo) de esas manifestaciones? ¿O sería osado el hombre á suponerse más perfecto como ser, que el planeta--el ser enorme--en el cual aquél no es sino una célula?...[40]. Hay, sin embargo, otro aspecto muy interesante del asunto. Si la radioactividad de la materia en forma de luz, calor, electricidad, olor, sonido, es un trabajo de regreso hacia la energía absoluta, percibir esas manifestaciones por medio de los sentidos es incorporarlas á dicha energía, es decir al pensamiento. Esto explica á la vez la percepción y la naturaleza etérea (radioactividad absoluta) del pensamiento. De aquí que el mejor aparato para apoderarse de la energía etérea, sea el hombre, que al llevarla en sí está en ella y es ella, como entidad espiritual naturalmente. Así, pues, toda luz, todo sonido, todo calor, todo fenómeno olfatorio ó gustativo, son trabajos de desintegración de la materia, y toda percepción inteligente de estos fenómenos es reintegración de materia á la energía absoluta. Esto acarrea una consecuencia racional inesperada, y que resuelve uno de los más obscuros problemas filosóficos. Sábese, en efecto, que el espacio como extensión infinita é incorpórea, vale decir el movimiento absoluto, puesto que es el movimiento lo que engendra al espacio--es á un tiempo inconcebible é imprescindible para nuestra mente. Si el pensamiento es la energía absoluta, nuestro pensamiento y el espacio son una misma cosa, ó sea éter infinito é incondicionado donde no hay magnitud ni tiempo; resultando así inconcebible como sensación, bien que imprescindible porque constituye nuestro propio ser. Los términos al parecer antagónicos, se hallan así conciliados. He aquí el espiritualismo y la inmortalidad del alma como soluciones racionales de una concepción cosmogónica, es decir aceptables sin conflicto con la ciencia ó con la razón. Posición intermedia, bien que sólo por razones de distancia, entre el materialismo y el super-naturalismo, la nuestra considera todos los fenómenos como naturales, pero no los deriva totalmente de la materia; y lejos de someterlos á la arbitrariedad del azar ó de un dios _ex nihilo_, los considera determinados por una existencia anterior. Todas las consecuencias que se derivan del espiritualismo así concebido: solidaridad humana, inmortalidad, causalidad del destino humano, son consecuencias racionales. NOTAS: [32] Las diastasas, las toxinas, presentan también analogías sorprendentes con los metales en estado coloidal. Éstos obran sobre ciertos cuerpos (formiatos, alcoholes) como las bacterias específicas de ciertas transformaciones, y son neutralizadas por los mismos cuerpos. El átomo, resumen de las fuerzas primordiales, lleva en sí resumida la potencia de todos los fenómenos, y le basta cambiar de estado para producirlos á todos. [33] Basta ese contacto, como es sabido, para producir electricidad; y es claro que aquí nos referimos solamente al amor físico en su más simple expresión. [34] Haremos notar, sin embargo, que el símbolo físico del agua en todas las filosofías antiguas, es la cruz, pero ello viene de que cuando se parte del espacio de tres dimensiones, ó sea de la materia tal como podemos percibirla, el agua ocupa el cuarto lugar; siendo la cruz el símbolo cuaternario. Los dos líneas horizontal y vertical que la componen, simbolizan también el equilibrio material que es la forma líquida, y ésta era otra razón. [35] He aquí por qué llamamos _ideación_ al ternario superior de nuestro esquema. [36] Conviene no olvidar que si el pensamiento es la energía primordial, todas las fuerzas (energía manifestada) son pensamiento, es decir seres inteligentes. [37] El calor, como se recordará, es una forma de la electricidad, que en estado puramente dinámico, es pensamiento. [38] Si de la nada, nada sale, crear es sólo transformar. [39] El calor mata ó vivifica según el poder y las circunstancias de su acción. Por otra parte, no hay evolución posible sin errores; es decir progreso, causalidad, fenómenos. La absoluta perfección, ó sea el Dios de las religiones, implica la absoluta esterilidad. [40] El capítulo siguiente dilucidará esta cuestión. DÉCIMA LECCIÓN EL HOMBRE Cuando vuelve á la vida un universo, los seres que lo poblaron vuelven también á la acción por orden de importancia; es decir que las fuerzas superiores, las más poderosas y activas, son las primeras en reaparecer. Esto explica la formación de los mundos como entidades primordiales, y todo el proceso de conversión de la energía en materia, hasta que ésta alcanza su máximum de estabilidad en el estado sólido. Á partir de este punto, se inicia el proceso inverso, ó de desintegración, y los seres van tendiendo á convertirse en focos de eterización cada vez más activa. Siendo éstos los seres vivos, según se expresó, y figurando entre ellos el hombre como el más activo de todos, alcanzar el estado humano viene á ser para los seres de la Tierra la suprema perfección en este mundo. Conociendo este proceso, la Kábala había dicho muchos siglos antes que los darwinistas: “La piedra se convierte en árbol, el árbol en animal, el animal en hombre y el hombre en espíritu puro”--dando á las cosas un alcance bien superior como se ve. Sabido esto, es claro que al aparecer en la Tierra la vida animal, su primer representante ha tenido que ser el hombre; y ya hemos visto que vida animal, tanto como vegetal y mineral, hubo en la Tierra desde que ésta entró al estado líquido, bajo formas fluídicas, pero no menos reales por ello. Antes del proceso cristalino y del vegetativo, en el cual la ciencia va encontrando ya las células poliédricas primordiales, así como los rudimentos de un sistema nervioso[41], el espíritu del hombre existía ya, pero no dividido todavía en seres humanos, sino como una entidad sintética que dirigía la evolución todavía poco diferenciada de su planeta. Era un habitante de la nebulosa ígnea que constituía la Tierra entonces, y engendraba por acción mental, es decir pensaba su descendencia. Cuando el planeta entró al estado líquido, aparecieron en su seno los cristales blandos, los rudimentos de existencias filamentosas que constituirían la vegetación, y las primeras células animales. El ser planetario se había dividido en existencias. De éstas, las destinadas á formar el reino animal, eran inteligencias, es decir hombres, según correspondía, dado que el hombre era la fuerza superior en la animalidad, y debía, por lo tanto, aparecer primero. Todas las formas animales son derivados de aquellas células, ideaciones suyas, y la escala darwiniana se encuentra así totalmente invertida[42]. El hombre es, pues, el progenitor del reino animal, explicando esto por qué repite las características de la serie zoológica durante su vida intrauterina; argumento el más poderoso del darwinismo para demostrar que es la síntesis inversa de toda esa serie. Pero Darwin, urgido por imperativos teológicos, habló del hombre como del “coronamiento de la escala animal”. La lógica anuló bien pronto esa capitulación con la Biblia; pues si el hombre no era más que un peldaño, no había razón para que fuese el superior y el último, sino uno de tantos. Así, pues, el mono antecesor se ha convertido en un primo, lo cual ya es algo. Sin embargo, hay un hecho bastante significativo; y es que el esqueleto ó los rastros del hombre, coexisten con todas las formas de vertebrados extinguidos y en todas las épocas geológicas, sin mostrar alteraciones muy sensibles en su estructura y en su tamaño, lo cual revela, cuando menos, una estabilidad superior como especie; y teniendo en cuenta que semejante estabilidad no puede provenir sino de una organización superior á la de los coetáneos ya desaparecidos, así como que se requiere una antigüedad muy grande para fijar los caracteres de una especie cuanto más complejos son[43], parece que la misma ciencia va demostrando la situación _anterior_ del hombre en el reino animal. La división que hemos debido establecer entre el hombre como espíritu de la tierra y como ser material, requiere también una explicación. En efecto, como espíritu de la tierra, ó sea en su carácter de fuerza sintética animadora, el hombre es el progenitor de todos los reinos; pero como ser material, es decir dividido en mónadas[44] activas, se circunscribe al reino animal. Eso sí, como la ley de vida es una sola, al constituir el hombre la fuerza superior de la animalidad, aparece primero. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la vida de los planetas concluye dentro del ciclo de todo el universo, del propio modo que la del hombre dentro de la vida del planeta, muchas de esas mónadas quedan detenidas en su evolución hacia la espiritualidad, cuando el planeta sucumbe. ¿Qué sucede entonces? Hemos dicho que los astros de un sistema conservan relaciones magnéticas y luminosas, pudiendo agregar ahora que dichas relaciones son influencias evidentes, pues la ciencia dice que basta la incidencia de un rayo de luz sobre un punto para provocar múltiples fenómenos. Siendo ello así, la energía de esas mónadas pasa á otros astros que se encuentran en evolución correlativa, para seguir su ciclo en ellos, y de aquí que el pretendido absurdo de la astrología sea sostenido por talentos superiores. Callaremos, no obstante, lo que pasa, para limitarnos á decir lo que pasó, continuando así nuestras descripciones. Al entrar la Tierra en el estado líquido, la vida orgánica de la luna había concluido su ciclo de manifestación, y las mónadas de sus seres inteligentes debieron pasar á incorporarse en las nuestras. No lo hicieron como puras energías, sino también como agregados de materia sutil que se infiltró en la masa de la gigantesca célula humana á modo de influencia magnética, comunicándole nuevas propiedades, de la manera que el imán al acero. De aquí las relaciones magnéticas que el estado líquido conserva con la luna bajo la forma de mareas. El vehículo de que esos espíritus lunares se valieron para venir á la Tierra, fué el cono de sombra que ésta proyecta sobre la luna, y que durante los eclipses nos trae exhalaciones maléficas de aquel astro; pues siendo él un cadáver, no ha de exhalar vida naturalmente. Esto explica la tradición en cuya virtud los chinos y muchas otras gentes, alborotan durante los eclipses “para ahuyentar á los malos espíritus”. El cono de sombra es tan objetivo para esas formas sutiles, como un chorro de agua ó una columna de humo; pues siendo la luz el más poderoso agente de eterización de la materia, donde ella falta, es decir donde hay sombra, la materia es más densa y puede servir de vehículo. Cuando se dice que la luz ahuyenta á los espectros, se expresa una verdad más grande de lo que parece; y cuando los “bárbaros” hacen ruido para producir un efecto igual, por estar la luna oculta, echan mano de un agente (el sonido) que según se ha visto es una fuerza primordial, pues es la que ordena los átomos en series armónicas. La luz y la música, son enemigas de la muerte. Muchos errores había cometido el hombre, espíritu puro sin conciencia, en sus engendros de la animalidad, así como en los tanteos para adoptar su propia forma; y de este modo, sobre el glutinoso mar primitivo, iban formándose los monstruos (fracasos) cuya descendencia estudia nuestra paleontología. Sobre un coágulo de temblorosa albúmina, aparecía de pronto un inmenso ojo azul; una pulida mano, que al carecer de huesos[45] era más tierna aún, surgía de la antena de un molusco monstruoso; peces con cara humana, copos de nácar fluido en cuyo centro latían con intermitente fosforescencia glándulas pineales; serpientes engendradas por el simple movimiento de las olas coloidales, y aniquiladas de pronto en una multitud de cabecitas de pájaro; membranas de colores esbozando en su tornasol complicaciones intestinales y vesículas natatorias... Los espíritus de la luna trajeron al hombre su experiencia, es decir le dieron la percepción mental que puso orden en aquella confusión; pero esto no bastaba; requeríase aún la conciencia y la memoria para que aquel espíritu tuviera responsabilidad, ó sea para que se individualizara del todo, aprendiendo á causar su propio destino. Entonces los espíritus solares se esparcieron por el planeta. Iban á ayudar al hermano inferior en su obra, que la simple ley evolucionaría habría llevado á término; pero que por este acto, se adelantaba hacia la perfección, economizando edades[46]. Éste era un deber (como lo es todo acto caritativo) un deber de los espíritus solares; pero muchos de ellos no quisieron llenarlo, por no descender de su rango superior. Llegó un momento, sin embargo, en que la ley evolucionaría los impelió á cumplir como fatalidad lo que habían rehusado como deber[47]; y entonces debieron encarnarse en las mónadas que les tocaba animar; pero éstas, mientras tanto, habían seguido cometiendo errores, que refluyeron sobre los que habrían debido impedirlos animándolas, y es así cómo esas mónadas se encontraron retrasadas en su evolución. Comprendiendo, entonces, que durante la vida de este globo no pueden alcanzar la perfección de los otros, continúan entregadas á la fatalidad, que es la transgresión del deber, es decir _haciendo mal_. El bien y el mal, las diferencias de calidad, de inteligencia, etc., en los hombres, quedan así explicados en carácter de fenómenos lógicos y productos de la conciencia espiritual. Así es cómo, únicamente, el mal no viene á ser una forma del bien, según el conocido sofisma deísta; y cómo el dualismo de Dios y de Satanás, no es tampoco un imperativo categórico. Hay condenados por su culpa (por no haber animado voluntariamente las mónadas) pero su condenación no es eterna, sino respecto al ciclo de evolución de este planeta. Los que han preferido obrar como fuerza ciega, son las víctimas de la fatalidad[48]. Sólo falta por agregar ahora, que así como después de reingresar en la energía absoluta, el universo vuelve á ser materia, mundos y hombres hacen lo propio en ciclos equivalentes á la duración de sus vidas; y que de tal modo, la reencarnación humana resulta una ley racional y necesaria[49]. Necesaria sobre todo, si á los actos de su corta vida no han de corresponder, contra toda razón y toda justicia, _eternidades_ de gloria ó de tormento. Una sola es la ley de la vida, lo mismo para el insecto que para la estrella[50]. NOTAS: [41] Porque el vegetal es un reino intermedio entre los otros dos y participa de la naturaleza de ambos. [42] Esto explica por qué en el Génesis, Adán “da nombre” ó lo que es igual especifica á los animales que ya estaban creados por Dios; es decir que existían como meras potencialidades sin objetividad alguna, en la mente del espíritu director del planeta. [43] Ésta es la respuesta á los que objetan que ciertos insectos viven también con su forma adquirida, desde remotas edades geológicas, por más que ninguno alcance á la antigüedad del hombre. [44] Usamos el término como una semejanza, y advirtiendo que estas mónadas tienen la misma existencia incorpórea de los átomos, ya descripta en otro lugar, siendo substancialmente idénticas á los átomos minerales ó vegetales, pero en otro estado de vida, según los antecedentes del ser que las engendra. [45] No se olvide que el estado sólido no existía aún, y téngase presente que aun después de existir, el fosfato de cal un producto de los moluscos primitivos fué de los últimos en aparecer. [46] Éste es el origen del mito de Prometeo, un numen que roba fuego para los hombres. Cuando se sabe que Prometeo viene _de pro-methis_, “premeditación”, el mito resulta enteramente claro. [47] Cumplir un deber indicado por la razón, es adelantarse á la ley fatal, activando la vida consciente, ó sea produciendo un acto meritorio; pues siendo la razón un ser superior al hombre, si bien encarnado en él--el espíritu solar mismo--ella es realmente la guía del hombre. Así se explica satisfactoriamente el bien y la superioridad en apariencia paradógica de la razón humana, que, estando en el hombre, es superior al hombre y da leyes á su existencia. [48] Éste es el concepto del pecado cuando se lo considera individualmente. Pecado es ignorancia, es decir fuerza ciega, según la propia definición teológica. [49] Conviene no olvidar que la razón de estos regresos á la vida, está en la ley de causalidad puesta en acción por el mismo ser que sufre sus consecuencias. [50] Repetimos que toda esta cosmogonía es sólo un esquema. La evolución de las razas humanas, así como la explicación detallada de las relaciones interplanetarias, excederían de su objeto; pero algo me dice que he de volver á encontrar un día las huellas de mi augusto revelador. EPÍLOGO Y mi extraño interlocutor calló durante una hora cuyo silencio no me atreví á turbar. Sobre nuestras cabezas palpitaba de astros la inmensidad transparente y obscura. Su antigüedad formada por el transcurso de todos los tiempos, era, no obstante, ligera como un aroma; su profundidad estaba serena como un sueño en paz. En el silencio de aquella noche, ante la cordillera ahí erguida como una presencia superior, tenía realmente la elevación de una idea. Estrellas y sombra, infinito y eternidad, componían para mi mente en comunión con ellos, esa armonía del silencio que presta alas al éxtasis. Pero semejante grandeza no me anonadaba. Era grata por el contrario á mi pequeñez, y experimentaba ante ella, como ante una madre, la dulce seguridad de un niño desnudo. Los misterios cuya exposición había oído, eran poca cosa ante aquél mucho más grande de todos los astros del firmamento, concentrando sus rayos en mi pobre ojo humano, inconcebiblemente pequeño ante el universo, y subordinados por la mísera chispa de mi cerebro al imperio de una ley; pues á través del frágil cristal de mi ojo, el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito. Música de las esferas que el iniciado heleno concibió en su sistema: ¿qué necesidad tenía de oirte con mis orejas, si tu transporte comunicaba á mi ser la beatitud inefable? Espectáculo de la bóveda estrellada, siempre el mismo y nunca monótono para el humano en meditación: ¿qué mérito mayor podía atribuirte que el de consolar mis tristezas? Condición humana, dulcemente grata en tu pequeñez, puesto que á ella debes la dicha de adorar; vida del hombre, preciosa en su fugacidad de soplo, ya que ésta misma te acerca á la inmortalidad: nunca como aquella noche comprendí vuestro destino, uno con el infinito y siendo el infinito mismo, á la manera del rayo solar que tamizado por el más pequeño poro, lleva no obstante á la pupila la sensación de todo el sol. Mi interlocutor hizo un movimiento como si despertara, y alzando su mano señaló el cielo del sur. Las nubes magallánicas rozaban el horizonte con sus lejanos tules, evocando recuerdos de navegación y de noches antiguas. Eso, dijo el sabio, aquellas manchas negras, sombra de la sombra, que la astronomía llama sacos de carbón, son sitios de futuros universos, abismos de pensamiento eterno donde reposa la eterna vida. ¿Qué fueron, qué son, qué serán? Un silencio más hondo que la muerte, el silencio mismo del no ser, guarda ese secreto. Los rayos de todos los astros son impotentes para penetrar esa sombra cuya existencia es tan real como la de la luz, puesto que se destaca sobre la otra sombra que es diminución de luz, siendo tinieblas existentes por sí mismas. ¿Cómo explica la ciencia la impenetrabilidad de esas sombras al rayo estelar? No lo explica. ¿Qué conjetura sobre su naturaleza? Nada conjetura. Ante esos abismos donde piensa la eternidad y no existe el tiempo; donde el sol más flamígero se apagaría como un candil en una cueva; donde el silencio mismo no existe, donde la extensión misma no es concebible--el pavor de lo absoluto paraliza aun al rayo de luz que la inmensidad no detiene. Pero un día, cuando nuestro universo esté quizá disuelto en una nubecilla atómica, el seno de esas tinieblas se estremecerá al impulso del rayo inicial, y los abismos estelares volverán á transformarse en soles. Quizá nosotros mismos seamos los animadores de esa vida, y así como ahora pensamos ideas, pensemos entonces espíritus vivientes. Pero nuestras ideas son también espíritus, espíritus que aspiran á realizar, como los astros en el cielo y las flores sobre la Tierra, no la sombría _struggle for life_ de la ciencia, sino la divina _struggle for light_ de los seres superiores... Su estatura parecía haber crecido hasta sobrepasar la vecina montaña; no era ya más que una larga niebla confundiéndose con la vía láctea en el fondo del horizonte. Y fuese ilusión de mi mente sobrexcitada, ó maravillosa realidad, es lo cierto que sin darme cuenta del prodigio, estaba viendo, desde hacía un rato, emblanquecer su rostro entre las estrellas. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Las Fuerzas Extrañas" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.