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Title: La familia de Doctor Pedraza
Author: Blasco Ibáñez, Vicente
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La familia de Doctor Pedraza" ***


                           LA NOVELA DE HOY

                      Director: ARTEMIO PRECIOSO

         Oficinas: MENDIZÁBAL, 42, 2.º 1-4 Apartado número 473

                Año 1 Madrid, 3 Noviembre 1922 Núm. 25



                     La familia del doctor Pedraza

                                NOVELA

                                  POR

                         Vicente Blasco Ibáñez

                   Ilustraciones de VARELA DE SEIJAS

                         NÚMERO EXTRAORDINARIO

                                MADRID

                   SUCESORES DE RIVADENEYRA (S. A.)

                       Paseo de San Vicente, 20

                                 1922



                               OBRAS DE

                         VICENTE BLASCO IBÁÑEZ


                        NOVELAS A CINCO PESETAS

=Arroz y tartana.--Flor de Mayo.--La Barraca.--Entre naranjos.--Sónnica
la cortesana.--Cañas y barro.--La Catedral.--El Intruso.--La Bodega.--La
Horda. La maja desnuda.--Sangre y arena.--Los muertos mandan.--Luna
Benamor.--Los argonautas= (dos tomos).--=Los cuatro jinetes del
Apocalipsis.--Mare nostrum.--Los enemigos de la mujer.--El préstamo de
la difunta.--El paraíso de las mujeres.--La tierra de todos.=


                        CUENTOS A CINCO PESETAS

                 =La Condenada.--Cuentos valencianos.=


                        VIAJES A CINCO PESETAS

       =Oriente.--En el país del arte.= (Tres meses en Italia.)


                      ARTÍCULOS A CUATRO PESETAS

                      =El militarismo mejicano.=

     Estas obras, encuadernadas en tela, una peseta de aumento el
     volumen.--De venta en todas las librerías y bibliotecas de las
     estaciones de ferrocarril.


                           PARA LOS PEDIDOS
                     Editorial PROMETEO.--Valencia

                            [Illustration]



                          A manera de prólogo


                                            Hablando con Blasco Ibáñez.

_La mejor obra de Blasco Ibáñez, aun siendo por tantos conceptos
admirable cuanto ha salido de la pluma, del insigne valenciano, será su
autobiografía, cuando el maestro se decida a plasmar impresiones,
anécdotas y aventuras de su vida interesantísima..._

_--Es que mi vida no ha terminado aún--me decía un día--¡Quién sabe si_
ahora comienza!...

_--No, Maestro. Usted_ ha llegado, _pero de la manera_ completa _que
todos los verdaderos artistas deben alcanzar, saboreando las caricias de
la Gloria Universal, y al propio tiempo gustando de las comodidades y
magnificencias que proporciona el dinero... Y aunque en su vida futura
puedan existir hechos y apoteosis superiores a los de hoy--si es que
esto es posible--, ¿acaso no podría usted volcar en un tomo las
impresiones y acciones de su vida hasta ahora? ¿Por qué, entonces, no
comenzar ya la hermosa tarea, que será, no lo dude usted, superior a_ La
barraca, _con ser esta novela una obra-cumbre?_

_--Si llevo vida de millonario--decíame en la intimidad otro día--, no
soy digno de envidia. Trabajo doce o catorce horas diarias para atender
a los compromisos adquiridos con revistas y editores de Europa y
América... Además, la gente ve el resultado final de una vida de
continua producción, pero ignora lo que he tenido que sufrir y trabajar
para obtener eso. Baste decir que jamás fuí tertuliano de ningún café,
ni perdí el tiempo figurando en grupitos literarios, infecundos y
murmuradores. Tal vez el haberme dedicado a la política revolucionaria
desde los diez y siete años me libró de esa vida de pereza y crítica
negativa que ha atrofiado las facultades de tantos jóvenes en nuestro
país._

_--Realmente no parece usted un español. ¡Tiene usted alma de
norteamericano!_

_--Eso me han dicho muchas veces, hasta cuando me vieron de cerca en
Estados Unidos. Muchos yankees esperaban asombrarme con la prodigiosa
actividad de su país, y finalmente los periódicos de allá acabaron por
reconocer que en punto a voluntad enérgica y a potencia productora yo
podía figurar entre los más fuertes de sus compatriotas._

_El gran novelista español tiene en su vida un éxito material que pocas
veces se ha visto._

_Un día, estando en su regia posesión de la Costa Azul--y perdone el
maestro tan poco republicano adjetivo--, le visitó el presidente de una
de las más grandes casas cinematográficas de Nueva York. Venía a
comprarle sus derechos de autor de_ Los cuatro jinetes del Apocalipsis
_para hacer con esta novela--famosísima en el mundo entero-y de la cual
se han vendido en Estados Unidos cerca de dos millones de ejemplares--un
film de gran espectáculo. Y le entregó por dicha autorización 200.000
dólares, o sea más de un millón de pesetas. ¡Eso es recibir una visita
grata!... Pero hay que recordar que la citada novela la vendió en 1916
en 300 dólares a la traductora inglesa, y que ésta se ha enriquecido con
ella, así como los editores, sin que Blasco Ibáñez recibiese un céntimo
más. Justo es que la Providencia, en forma de Empresa cinematográfica,
le haya proporcionado esa magnífica compensación._

_--¿Usted sigue siendo republicano?_

_--Lo seré mientras viva. Yo no soy un político; no lo he sido nunca.
Soy un romántico de la República. A veces pienso como digno final de mi
existencia morir lo mismo que aquel viejo desconocido que muere en_ Los
Miserables _sobre una barricada, sin que nadie sepa su nombre, sirviendo
de bandera a la juventud revolucionaria. No quiero volver a la actividad
política para ser un político..., un diputado. Hay veinte mil españoles,
por lo menos, que pueden ser diputados, tan bien o mejor que yo lo fuí
durante muchos años. Españoles que puedan escribir novelas y las hagan
leer a los públicos de toda la tierra, son indudablemente algunos menos.
Yo creo servir a mi país haciendo lo que hago ahora: novelas. Y si algún
día renacen en España los movimientos para implantar la República,
entonces yo, aunque tenga ochenta años..._

_El brillo de los ojos del famoso novelista parece terminar esta
profesión de fe, verdaderamente de_ “romántico”, _eternamente joven.
Luego queda pensativo y añade:_

_--Dicen que disminuye el número de los republicanos en España. Esto no
significa nada. En veinticuatro horas una nación entera puede pasar de
monárquica a republicana. Además, no me impresiona que aumenten las
deserciones y se abran claros en las filas. Yo repito el verso del
inmenso Hugo en una situación semejante, cuando Napoleón III parecía
victorioso para siempre, y cada vez eran menos los republicanos en
Francia: “Si sólo queda uno, ése seré yo.”_

--_La literatura de nuestro país hoy..._

--_Hay muchos novelistas jóvenes a los que leo con verdadero deleite.
Todo el que trabaja y expresa sinceramente su manera de ver la vida,
tiene en mí un admirador. Lo único que les falta a algunos de ellos es
asomarse al mundo, vivir en otros ambientes, respirar otros aires,
renovarse..._

_La charla de Blasco Ibáñez está a su altura como escritor. Me gusta
casi tanto cuando habla como cuando escribe. A veces es mordaz, irónico,
y en dos palabras tajantes va al resumen de la cuestión._

--_¿No ha hablado usted nunca con el Rey?_

_El novelista me mira. ¿Quiere sondar con su mirada de estilete la
intención de mi pregunta? Ha debido ver en mis ojos lealtad, cuando
tranquilamente, pausadamente, me responde:_

--_No; no he hablado nunca con el Rey. ¿Qué motivos hay para ello?... Si
escribiese novelas, tal vez me interesaría verle. No digo que no acabe
haciéndolas, pues según dicen ha nacido con variadísimos talentos para
todo; pero hasta el presente sólo ha hecho discursos... Viviendo en el
extranjero, como yo vivo, bien podría ocurrir alguna vez que me
encontrase con él en sus viajes, y hablásemos. Fuera de España no hay
política; todos somos españoles._

_Blasco Ibáñez añade:_

--_Yo soy amigo particular de otro rey de España, que no está sentado en
el trono, pero cuyos derechos a la Corona sostienen aún muchos
españoles. Algunas tardes veo a Don Jaime de Borbón y echamos un párrafo
con la alegría de dos compatriotas que se encuentran en tierra
extranjera._

_Don Jaime ha comprado una propiedad agrícola en los alrededores de
Niza; Blasco Ibáñez tiene su poética “Fontana Rosa” en Menton; entre
estas dos ciudades cercanas de la Costa Azul viene a ser Montecarlo un
lugar intermedio, y es en el Casino de Montecarlo donde se encuentran
con frecuencia el pretendiente al trono de España y el novelista, como
dos vecinos._

--_El tiene sus creencias y yo las mías. Somos dos españoles que amamos
a España, cada uno a su modo, y nunca reñimos. Además, Don Jaime posee
la más sólida y positiva de las ilustraciones; la que no se adquiere en
los libros, sino viajando. ¡Ojalá todos sus partidarios y los más de los
españoles hubiesen hecho lo mismo!... El ha corrido una gran parte de la
tierra; yo no he viajado menos que él, y eso hace que nos entendamos
perfectamente, con la tolerancia y el mutuo respeto de dos hombres que
se libertaron de esas estrecheces de criterio y miserias mentales que
sufren los que no han salido nunca de “la sombra de su campanario”.
Además, lo repito: somos dos buenos españoles, y hay que vivir fuera de
España para saber lo que representa esto como fuerza atractiva._

_--Y si España peligrase, maestro, ¿abandonaría usted su dorada y
altísima Torre del Arte para acudir?_

_Los ojos del maestro llamean de patriótica exaltación._

_--¡Claro que sí!... ¿Acaso hay quien crea que porque no resido
habitualmente en España no la quiero y venero tanto como el que más? ¿No
presto yo mejor servicio a mi Patria estando fuera de ella que si
viviese aquí como uno de tantos españoles?..._

       *       *       *       *       *

_En la terraza del Casino de Madrid, a los postres, hablamos de España,
de Europa, del mundo..._

_--Sí, indudablemente España progresa--dice el eminente novelista--,
pero el progreso que se ve es “material”; un progreso de ladrillos
puestos unos sobre otros y de nuevas calles en las ciudades. Pero
progreso moral, espiritual, intelectual... ¡lo dudo un poco! La vida
sigue siendo aquí dura, agresiva y áspera. Aún no hemos aprendido “la
dulzura de vivir”. Yo_ YA _no podría residir aquí continuamente, como
en otro tiempo. Al que viene de fuera, le parece que todo en este
ambiente le molesta y le pincha... Para las mujeres no hay respeto, sino
procacidad, grosería... Los hombres, ante una mujer hermosa parecen
lobos hambrientos... Es triste, pero es cierto..._

_--Sí--interrumpo--, aun los que todavía no hemos vivido, ni viajado, ni
aprendido, ni visto lo que usted, comprendemos con dolor y con tristeza
que España, en estos aspectos de que hablamos, es una aldea, una pobre
aldea sin botica, pero con cura... Una aldea en la que, naturalmente,
todo llama la atención: la mujer hermosa, los brillantes, las pieles,
las pantorrillas, los hombres altos, los hombres flacos, los hombres
gordos... ¡hasta las mujeres feas despiertan estupor! Y luego, todo se
toma por la tremenda, por lo trágico, en cobardes huídas del ingenio...
Tiene usted las corridas de toros..._

_--No me hable usted de las corridas de toros--interrumpe ahora el
maestro--¿Para qué hablar de tan cobarde espectáculo? El caballo, amigo
fiel del hombre, que le ayuda en todo, encuentra como premio a su vida
abnegada la plaza de toros, donde se le somete a los más infames
martirios... No hablemos, no hablemos de las corridas de toros..._

_Pasamos a conversar de otra cosa que interesa particularmente al
novelista: el viaje que va a hacer alrededor del mundo._

_En noviembre del año próximo 1923, Blasco Ibáñez irá a Nueva York para
embarcarse en un gran yacht que dará la vuelta a la tierra. Es un viaje
organizado para millonarios norteamericanos, a juzgar por lo que cuesta.
Un centenar de pasajeros hará esto, circunnavegación en un
transatlántico de 20.000 toneladas, convertido en yacht. Después de
visitar muchas islas de Oceanía, el Japón, Corea, China, Java, la India,
Ceilán, Egipto, etc., el novelista bajará a tierra en Montecarlo, único
puerto de Europa en que tocará el yacht, y se irá tranquilamente a su
villa “Fontana Rosa” en el tranvía de Menton (veinte minutos), o en uno
de sus dos automóviles, mientras el buque continúa navegando hacia Nueva
York con los demás pasajeros._

_Esto se llama vivir en nuestro planeta como si fuese casa propia._

       *       *       *       *       *

_Referir cuanto hemos oído al maestro durante su última estancia en
España, sería labor prolija._

_Vicente Blasco Ibáñez es el más alto y más sólido prestigio literario
de la España de nuestros días, y uno de los primeros novelistas del
mundo, como lo han declarado famosos críticos de Europa y América._ LA
NOVELA DE HOY _experimenta verdadera satisfacción al decir a sus
lectores: el maestro, el glorioso autor de_ La barraca, _de_ Entre
naranjos, _de_ Mare Nostrum, _de_ Los cuatro jinetes del Apocalipsis,
_de tantas obras famosas, leídas y saboreadas por millones y millones de
almas, traducidas a todos los idiomas, el maestro Blasco Ibáñez, el
insigne valenciano, el célebre español aclamado por los más diversos
públicos, colaborará asiduamente en nuestras páginas._

_¡Salud, maestro! Hasta su próxima novela, y hasta la visita que le
prometí en la Costa Azul, le abraza su devoto_

[Illustration]

[Illustration]



                     La familia del doctor Pedraza



I


--Yo también--dijo Serrano--conocí, como algunos de ustedes, al doctor
Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los
restaurants de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite
llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo
diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.

Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no
vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización y
roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando
desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas
productivas.

La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la
capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a
hacerme más préstamos dudando del éxito de mi colonización, tuve que
buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco
Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos
directores de este establecimiento, dependiente del Gobierno, podría
pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando
mi prestigio financiero, y terminaría, igualmente, los trabajos de
roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.

Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi
propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario.
No era empresa fácil, ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado
allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países
americanos de habla española.

Todo lo que tiene una relación, más o menos lejana, con el Gobierno debe
desarrollarse pausadamente y tras largas esperas. Si se resuelven los
negocios con rapidez y en pocas horas, pueden creer los maldicientes que
se ha hecho algo ilegal para obtener ganancias enormes. Por eso en toda
oficina pública le responden a usted ordinariamente: “Vuelva mañana”; y
este mañana, que será el día de la resolución del asunto, tarda meses o
tarda años.

Yo, pobre español, metido en trabajos importantes con poco dinero, falto
de protectores, y que además no estaba casado con una señora del
país--alianza que proporciona un apoyo semejante al de la solidaridad de
la antigua tribu--, tuve que oír muchas veces “Vuelva usted mañana” y
esperar semanas y semanas en las oficinas del Banco Hipotecario a que
llegase mi “mañana”, o sea la concesión del préstamo.

Durante mis monótonas esperas en la antesala del presidente de dicho
Banco vi por primera vez al doctor Pedraza, recibiendo la regia limosna
de su protectora conversación.

Otra advertencia que considero necesaria para todos los que me escuchan
y no han estado allá. Este doctor Pedraza era llamado “doctor”, no
porque fuese médico, sino por ser abogado.

Desde Tejas al cabo de Hornos, en todas las repúblicas, los abogados son
tan numerosos como los generales; y esto es decir algo. Pero en las
repúblicas de la América que podemos llamar de arriba, los titulan
simplemente “licenciados”, y abajo, en la Argentina y otros países,
“doctores”.

He visto en el Archivo de Indias, de Sevilla, una súplica dirigida al
rey de España por los primeros habitantes de Buenos Aires pidiendo que
fuesen enviados a la ciudad naciente hombres de todas las profesiones,
menos abogados, por ser la tal carrera nociva para la paz y la
prosperidad de un país. Estos colonos de hace tres siglos adivinaban con
prodigiosa anticipación las futuras calamidades de su patria. Hay quien
asegura que si en la Avenida de Mayo o la calle Florida--lo más céntrico
y concurrido de Buenos Aires--alguien grita en plena tarde “¿Doctor?”,
cincuenta transeuntes se detienen al mismo tiempo y vuelven la cabeza
creyéndose llamados. Algunos van más lejos y afirman que si el grito se
repite varias veces pueden ser tantos los atraídos por él, que la
circulación quede interrumpida. Pero esto último no debe ser tenido, en
mi opinión, por rigurosamente exacto.

Después de tales explicaciones, les diré que el doctor Pedraza, como
tantos otros doctores de su país, era un abogado de lujo que nunca había
ejercido su profesión y cuando tenía que acudir a los tribunales por
asuntos propios buscaba el auxilio de algún colega con “estudio”
abierto. El título de doctor es como una distinción nobiliaria en
aquella tierra de régimen democrático, crisis periódicas y riqueza
incesantemente renovada, que surte a una gran parte de la Humanidad de
panecillos y bifteques.

El doctor Pedraza se dedicaba a los negocios lo mismo que muchos
argentinos de su generación. En su primera juventud había desempeñado
una cátedra de Derecho en la Universidad de La Plata como profesor
substituto; luego ocupó varios cargos políticos en la provincia de
Buenos Aires, llegando, finalmente, a ser diputado nacional. Pero su
palabra reposada y majestuosa, que se detenía, abriendo largas pausas,
para cazar las expresiones más retorcidas y sonoras, no aspiraba a los
triunfos parlamentarios. Su posición social y las necesidades suntuosas
de su familia exigían mucho dinero, y sólo le era posible obtenerlo
honradamente dedicándose en absoluto a los negocios.

Compraba campos--las más de las veces sin conocerlos--y los vendía,
valiéndose para tan enormes transacciones de las cantidades que le
prestaban los Bancos. Al mismo tiempo dirigía desde Buenos Aires una
rica estancia heredada de sus padres y otra no menos importante que su
esposa había aportado como dote. Era un personaje cuyo nombre figuraba
casi todos los días en la crónica social de los diarios de Buenos Aires;
“un exponente representativo de la alta vida del país” como decía él con
su lenguaje rebuscado.

Alto de talla, fuerte y de inconmovible salud tenía la gallarda soltura
de miembros de todos los hombres de allá, criados en las estancias, que
aprenden a montar a caballo antes de saber andar. Al mismo tiempo que
ágil, era recio de cuerpo y carnudo. No pueden ser de otro modo en una
tierra donde los destetan de niños con carne asada.

Este buen mozo, de porte señoril, rostro aguileño y largos bigotes,
cuidaba de su indumento como en los años que aún era muchacho y sentía
sus primeros impulsos amorosos hacia la que después fué su esposa.
Siempre vi sus pies, pequeños y arqueados como los de una mujer, en un
encierro de brillante charol. Nunca le encontré, a partir de las
primeras horas de la tarde, que no vistiese chaqué y llevase sobre la
corbata una perla que parecía caída del turbante de un rajah. Jamás, al
extenderse la noche sobre Buenos Aires, dejé de encontrar al doctor
Pedraza puesto de _smoking_, si iba a comer con los amigos en el Jockey
Club, o de frac, para acompañar a su familia al teatro Colón.

Su esposa y sus seis hijas no le hubiesen permitido la menor falta a las
reglas que debe observar todo _gentleman_ en uno u otro hemisferio de la
tierra. Y el elegante doctor, hombre enérgico a sus horas y temible en
el manejo de las armas, era incapaz de oponer resistencia a los
caprichos y órdenes de las mujeres de su familia.

[Illustration]

Este hombre, que gastaba muchos miles de pesos en el adorno de su
persona, no había dado que murmurar a sus enemigos y envidiosos con la
más pequeña aventura pasional. Se acicalaba para la gente de su casa;
para gustar a su mujer; para que le admirasen sus niñas con esa
satisfacción orgullosa que siente toda joven cuando contempla las
elegancias y seducciones del género masculino a través de su padre.

Para el doctor Pedraza no había nada más allá de su familia. Ella le
inspiró el más extraordinario de los heroísmos... Porque sepan ustedes
que el hombre que les voy describiendo fué un héroe más grande que los
héroes de la guerra o de la ciencia. Estos mueren por la gloria,
orgullosos de su muerte y ganosos de que todos la conozcan.

Pedraza, héroe obscuro, al desaparecer de un modo que no hiciese
sospechar a nadie su sacrificio, resulta más admirable.

Ustedes se convencerán de ello si tienen paciencia para seguir
escuchándome.



II


Un cambio enorme se ha realizado durante los últimos cincuenta años en
el interior de las familias acomodadas; algo tan importante como una de
esas revoluciones que trastornan la organización política de un país o
la forma de la propiedad.

Pero como esto sólo ocurre entre las gentes de dinero, que son las
menos, la tal revolución ha pasado algo inadvertida hasta el presente y
sólo se dan cuenta de ella los que sufren sus efectos.

Hace medio siglo, cuando un hombre se arruinaba voluntariamente, y no a
causa de malos negocios, era casi siempre por el amor o por el juego.
Una llamada “artista”, o una profesional, con sus dientecitos
incansables había ido royendo la fortuna del pobre señor. Mientras
tanto, la esposa vivía obscuramente en su casa, haciendo economías para
remediar las locuras del marido, y las hijas, bajo la dirección materna,
llevaban una existencia de sobriedad monjil.

Vestir con modestia era signo de distinción social. Las joyas vistosas,
los trajes originales, los despilfarros, parecían un vergonzoso
privilegio de las “artistas”, de las mundanas, de todas las criaturas
brillantes, peligrosas y efímeras mantenidas al margen de la alta
sociedad. La mujer decente, la madre de familia, debía ser económica,
modesta, opaca, y ahorrar en su casa, mientras el marido gastaba fuera
de ella. Las alas de mariposa eran para las mujeres “malas”, para las
criaturas versátiles y locas sin otra preocupación que danzar en torno
a la llama que acaba por quemarlas.

La existencia de muchos hombres resultaba parecida a la de los antiguos
ciudadanos de Atenas, fieles visitantes de las hetairas de moda, para
discurrir con ellas sobre el amor, los prodigios de las artes y el lujo,
mientras la mujer legítima hilaba en el gineceo, se ocupaba de la
limpieza de sus pequeños y ordenaba el trabajo de los esclavos.

Pero un día la mujer moderna se dió cuenta de la inferioridad que
significaba continuar siendo señora decente; de la injusticia con que
procedía el hombre con ella mostrándose económico en el hogar y
despilfarrador con las hembras encontradas en la calle o en el teatro.

--Si nuestros maridos o nuestros padres--dijeron muchas--desean
arruinarse por una mujer, que sea por nosotras. Nos pintaremos, nos
vestiremos y devoraremos el dinero, lo mismo que las otras. Eso se
aprende con facilidad. Sabremos hacerles conocer, igual que ellas, los
refinamientos de un lujo disparatado y el orgullo de pagar lo mucho que
cuesta. Si han de tirar una fortuna por vanidad, a lo menos que su
locura sea aprovechada por las de la casa. Acicalémonos como las
profesionales y tengamos sus mismas exigencias...

Total: que hoy todas las mujeres se adornan del mismo modo, se permiten
iguales audacias en público, y uno no puede distinguir, como antes, la
señora de la que no lo es. El único indicio para no equivocarse es tener
por señora a la que menos parece serlo. Las mujeres decentes muestran en
la actualidad el atrevimiento del neófito que acaba de entrar en una
religión nueva, la audacia del esclavo recién libertado.

Algunos dicen que esta gran revolución en la vida doméstica ha venido a
Europa desde América en los últimos cincuenta años; como los _Palaces_,
como la afición exagerada al baile, como los _jazz-band_ y tantas cosas
contemporáneas. Otros afirman que no ha sido precisa la influencia
americana para esto, pues en todo tiempo han existido en Europa esposas
que arruinaron a sus maridos. Pero aunque así fuese, representó en su
época una excepción, y de ningún modo algo general y corriente como en
nuestros tiempos.

El hecho es que ahora, cuando se pregunta: “¿Cómo se arruinó Fulano de
Tal?”, se escucha con frecuencia la misma respuesta: “Al pobrecito lo
arruinaron su mujer y sus hijas.”

Esto tiene una explicación lógica. En los tiempos presentes, amigos
míos, la mujer resulta más cara que nunca. Es empresa difícil sostener
el lujo de una señora decente. Ríanse ustedes de las magnificencias de
ciertas mujeres célebres que figuran en la Historia. El lujo de antes
era deslumbrador, pero consistía principalmente en alhajas; es decir,
en algo duradero y que representaba un capital, guardado en reserva. Un
hombre, al hacer entonces regalos ostentosos a su mujer, iba depositando
en realidad dinero para el porvenir en la caja fuerte de su casa. Lo
terrible es el lujo de ahora: lujo de trapos, de blondas, pieles y
plumas, cosas todas que duran un par de meses, o cuando más un par de
años, que se ajan con facilidad y sólo pueden admirarse unos días, pues
carecen de la seducción sólida, inconmovible, eterna, de las piedras
preciosas.

Ustedes habrán oído hablar de Madame Recamier. Todo París estaba a sus
pies hace un siglo. Era la mujer más elegante de su época. Los guerreros
napoleónicos, los santos padres del naciente romanticismo, los hombres
de moda, necesitaban ir todas las tardes a su tertulia, que era como una
consagración. La divina Julieta estrenaba diariamente un vestido; lo
llevaba unas horas nada más, y lo regalaba después a su doncella.
¡Trescientos sesenta y cinco vestidos al año!...

Pero el valor de cada uno de ellos equivalía, según testimonio de los
indiscretos de aquella época, a unos tres francos cincuenta céntimos.
Eran túnicas blancas de lino o de batista, sobre las cuales colocaba la
divina Recamier una faja de seda celeste, y su belleza rubia no
necesitaba

[Illustration]

más para tenderse en un diván, rematado por cuellos de cisne, a escuchar
los lamentos ossiánicos de un arpa o los versos recitados por su amigo
Chateaubriand.

Ahora, una mujer tenida por elegante se considera deshonrada si lleva
vestidos de menos de mil francos. Lo corriente es que valgan dos mil. Y
lo mismo ocurre con el sombrero, las botas, etcétera. Además, la pobre
Recamier haría reír a nuestras amigas si intentase deslumbrarlas
cambiando cada día de vestido. Un vestido por día: ¡qué suciedad!, ¡qué
atraso!... Una mujer _chic_ cambia ahora ritualmente de vestido tres
veces al día, cuando menos, y debe preferir la muerte antes de conocer
la deshonra de que sus compañeras la sorprendan dos días seguidos
llevando las mismas ropas.

Aquellas cortesanas y comediantas, lujosas como la reina de Sabá y
devoradoras de millones, que todos hemos conocido en el teatro y en los
libros al describir la vida de París de hace medio siglo, son ya
personajes fantásticos de comedia y de novela. Sólo existen en la
imaginación de las gentes crédulas. Vayan ustedes a las joyerías de la
plaza Vendôme, a los modistos de la rue de la Paix y demás proveedores
del lujo femenino; pregúntenles por las “artistas” de costumbres ligeras
y por las mundanas célebres, que deben ser sus mejores clientes, y
verán cómo tuercen el gesto:

--Eso era en otros tiempos, señor. Ahora las gentes de tal clase no nos
convienen; sólo saben hacer deudas. Ya no hay grandes duques rusos que
las protejan. Unicamente quedan agentes bolcheviques, que vienen de allá
llevando varios millones para la propaganda roja y los gastan con
bailarinas viejas que admiraron en su juventud de bohemios hambrientos.
Pero son tan pocos, que esto no significa nada. Háblenos usted de
señoras decentes; de mamás y de niñas. Esa es la verdadera clientela de
nuestra época. Los millonarios de América y de Europa ya no gastan el
dinero más que en las mujeres de su casa. El despilfarro y la locura
marchan ahora del brazo con la moral.

Y los tales comerciantes, si fuesen capaces de hablar con esta
franqueza, dirían la verdad. Hay ahora niña casadera que antes de los
veinte años presenta a su papá cuentas de modisto y de otros proveedores
más enormes que las que pagó su abuelo ocultamente cuando se dedicaba a
proteger bailarinas o a dar a conocer al mundo el talento de alguna
comediante joven y de buen rostro.

La familia del doctor Pedraza era de esta clase. La eterna preocupación
del prócer argentino consistía en ser rico, enormemente rico, para que
su familia, compuesta toda de mujeres, no experimentase ninguna
privación en sus deseos de lujo.

Cada vez que el doctor encontraba en los relatos de fiestas
aristocráticas publicados por los diarios a “la distinguidísima señora
de Pedraza y sus lindas e interesantes hijas”, sentía la misma emoción
de vanidad satisfecha, el mismo legítimo orgullo del artista que ve
elogiadas sus obras.

Para él, su mujer era la primera dama de Buenos Aires y sus hijas
estaban destinadas a casarse con los jóvenes más ricos del país. Y esta
admiración por su cónyuge se convertía en obediencia absoluta a todas
sus indicaciones, como si la considerase incapaz de equivocarse en los
asuntos concernientes a la familia. El, para los negocios, para ganar
dinero; y su esposa, para la vida de alta sociedad, para gastar con
“distinción”.

No resultaba extraordinario que después de veinte años de matrimonio
siguiese tan enamorado de su esposa. Doña Zoila (allá no son raros
nombres como éste) era una hermosa mujer: la patricia argentina, madre
de numerosa familia, que mantiene intactas la belleza y la gracia de la
primera juventud y muestra todavía un gran atractivo femenil rodeada de
sus nietas. Esta matrona, de ojos negros y arrogante estatura, guardaba
todas las magnificencias físicas de una raza sana y fuerte, que adopta
por moda los enervamientos del lujo, pero no ha sido vencida aún por
ellos.

Doña Zoila era la primera invitada a toda fiesta. Su opinión equivalía a
una ley; ella indicaba lo que era distinguido y lo que debía ser
considerado como “guarango”. Se estremecía de orgullo al declarar que
todas sus ropas procedían de París y que los grandes modistos de allá se
preocupaban del adorno de su persona, salvando el obstáculo de tres mil
leguas oceánicas. Cuando llegaban los comisionistas de la rue de la Paix
a Buenos Aires, apenas habían empezado a desenfardar en el hotel sus
modelos para la estación próxima, a la primera que avisaban era a
“Madame Pedraza”. Contaban con ella como gran compradora, y además sus
gustos y sus recomendaciones eran seguidos por mucha gente.

Después de su reputación de mujer elegante, lo que más apreciaba ella al
conversar en los salones con algún extranjero era poder decir:

--Y tal como usted me ve, soy madre de seis señoritas.

Una maternidad tan corta representaba para ella una humillación, y se
apresuraba a añadir:

--Una hermana mía tiene diez y ocho hijos; muchos de ellos varones.

Esto es natural en un país poco poblado, que sólo cuenta un habitante
por kilómetro. Mientras los dueños de estancia fomentan la cría de sus
reses, en las ciudades, las esposas se afanan por aumentar el número de
ciudadanos.

Además, amigos míos, aquellas mujeres que llevan en sus entrañas el
porvenir de su país son sanas y prolíficas, con la frescura y la salud
de un pueblo joven. Como la riqueza las impulsa a aceptar los caprichos
de la moda, a lo mejor se resignan a sufrir los tormentos del hambre
para ser extremadamente delgadas. “Hay que conservar la línea.” Pero a
pesar de su demacración elegante y su agostamiento distinguido, no
pueden ocultar la solidez del andamiaje interno, el noble vigor de sus
antecesores los centauros de la pampa. Parecen, por lo flacas, que
acaban de salir de una ciudad sitiada, o de un transatlántico con
averías en alta mar que sometieron a los pasajeros a la media ración.
Pero que la moda les dé permiso para comer y renacerán esplendorosas,
como surge el trigo en la llanura argentina cuando llueve largo.

Decía, señores, que el doctor Pedraza amaba y admiraba al mismo tiempo a
su esposa. Ni una sola vez había contestado negativamente a las
peticiones de doña Zoila, y eso que la señora no reconocía límites ni
escrúpulos en los gastos para sostener, como ella decía, “el prestigio
de la familia”. Habitaban una casa nueva, grande y elegante en las
cercanías del Parque de Palermo; estaban abonados invariablemente a uno
de los mejores palcos del teatro Colón durante la temporada de ópera, y
a otros palcos en diversos teatros. En Buenos Aires no abundan las
fiestas de sociedad, y el llamado “gran mundo” se ve y se habla durante
los entreactos en las representaciones tenidas por elegantes. Su
servidumbre era numerosa. Poseían tres automóviles: uno, el de
“negocios”, para el señor, y otros dos que empleaban la señora y las
niñas para visitas o excursiones.

Doña Zoila enviaba a la casa donde el doctor tenía establecido su
“escritorio”, todas las cuentas de sus proveedores urbanos, así como las
que llegaban de París y Londres los días de vapor correo. Y Pedraza, sin
hacer objeciones, iba llenando hojas y más hojas de su cuaderno de
cheques, y las entregaba, dando por terminado el asunto.

Le enorgullecían los enormes gastos hechos por su cónyuge. Eran una
demostración de su elegancia natural y de su noble origen. Porque el
doctor creía más aún que su mujer en el linaje aristocrático de ésta.

--Soy de los Pérez Zurrialde--declaraba doña Zoila con orgullo en
determinados momentos.

Y los demás, cuando querían hacer un elogio completo de ella, después de
ensalzar su elegancia

[Illustration]

y su buen gusto, acababan diciendo: “Es una Pérez Zurrialde.”

Todos creían en la distinción aristocrática de esta familia, sin poder
explicar el porqué de su creencia. En América se ve esto muchas veces.
Hay familias que cuentan entre sus antecesores generales célebres,
héroes patrióticos, presidentes de República. Pero otras, cuyos abuelos
no hicieron nada y no fueron nada, pasan, sin embargo, por más
distinguidas y más aristocráticas. Tal vez será porque estos
predecesores hablaron poco, se mantuvieron al margen de las luchas del
país, se preocuparon únicamente de vestir bien, dedicando a esto toda su
inteligencia, y fueron muy exigentes en materia de casamientos,
emparentándose solamente con sus allegados.

Si una familia se empeña en ser aristocrática, como ponga en ello su
voluntad durante tres generaciones y lo afirme a todas horas, al cabo de
un siglo todos acabarán por aceptar su aristocracia y creer en ella.
¿Quién va a escarbar la historia de nadie más allá del abuelo o el
bisabuelo?... Hace cien años, en todas las colonias españolas de América
el mayor signo de distinción y bienestar era tener tienda abierta: un
establecimiento de comestibles o de ropas. Las familias linajudas de
todas las ciudades históricas de aquellas repúblicas tuvieron por
fundadores a tenderos españoles o criollos, que representaban la
riqueza y la aristocracia de entonces. La agricultura y la ganadería no
valían nada en aquellos tiempos. Sólo eran ricos los que vivían detrás
de un mostrador. Pero doña Zoila no quería saber esto: “Soy una Pérez
Zurrialde.” Y su marido, simple Pedraza que había alcanzado de niño a
conocer a su abuelo, un emigrante venido de Castilla, participaba
también de esta admiración por el noble linaje de su esposa, por la
historia de aquella familia, que databa casi de siglo y medio, lo que
equivale en América a perderse en la noche de los tiempos.

Además, esta esposa, todavía bella, de elegancia generalmente reconocida
y que le había dado seis veces la reproducción de su propia persona,
merecía gratitud por sus sólidas virtudes conyugales.

Con doña Zoila “no había miedo a novelas”, como decía el doctor, y un
marido podía vivir en perpetua tranquilidad. Su avidez de audacias
elegantes no iba más allá de las invenciones del modisto, de la
sombrerera y demás artistas encargados del embellecimiento de la mujer.
Para ella no existía otro amor que el conyugal. Los demás caprichos e
invenciones eran buenos para las “locas de París” y no para ella, una
señora, casada y madre.

Gustaba de que los hombres elogiasen en los salones la elegancia de sus
vestidos y su sabiduría para apreciar lo que es _chic_ y lo que no lo
es; pero nada de alabanzas a su persona, nada de muestras de asombro o
admiración por su belleza, que se mantenía fresca y viva, desafiando al
tiempo.

--Pero usted--le dijo un europeo--gasta una fortuna en vestidos todos
los años, y debe complacerle que los hombres admiren su lujo y se lo
digan.

La señora de Pedraza acogió con un gesto desdeñoso tales palabras: Eso
sería verdad allá en Europa, donde las mujeres sólo piensan en los
hombres.

--Entonces--siguió preguntando el curioso--,¿para qué viste usted con
tanta elegancia y se preocupa del adorno de su persona?...

Doña Zoila, antes de contestar, le miró con cierta conmiseración, como
apiadada de su ignorancia:

--Para dar envidia a mis amigas y que rabien un poco.



III


Llevaba yo tres semanas de presentarme todas las tardes en la antesala
del presidente del Banco Hipotecario, para saber si mi petición de
empréstito iba a ser bien acogida por los señores de la Junta, cuando
hablé por primera vez con el doctor Pedraza.

Algunos de ustedes tal vez no saben lo que son las cédulas del Banco
Hipotecario Argentino. En las Bolsas de Europa las consideran como un
papel de esos que llaman “de todo reposo”; un valor para que el padre de
familia invierta en él sin miedo sus ahorros y la viuda pobre su escasa
herencia. Estas cédulas hipotecarias gozan de más crédito entre la gente
tímida que los empréstitos que emiten los gobiernos o las obligaciones
de las empresas industriales, que siempre tienen algo de aventurado.
Cada título representa un pedazo de tierra hipotecada, algo sólido,
tangible, que no puede desaparecer ni volatilizarse en una guerra o una
catástrofe. Y como los directores del Banco Hipotecario desean mantener
incólume el prestigio reposado y seguro de su institución, de aquí que
procediesen en mis tiempos con tanta lentitud y minuciosidad en sus
operaciones, como si aun vivieran en la época colonial.

Yo aspiraba a que me diesen dinero con la garantía de mis tierras; pero
ellos, antes de emitir sobre mi propiedad varios centenares de cédulas
nuevas y venderlas en Europa a gentes timoratas que sólo tienen de
América vagas ideas, necesitaban minuciosos informes y repetidas
exploraciones de sus ingenieros para que en lo futuro no fuese posible
una depreciación de la hipoteca.

El ujier del presidente se inclinó al entrar en la antesala un hombre
vestido con elegancia y de aspecto aseñorado. Le abrió la puerta del
despacho presidencial y luego creyó necesario darme una explicación para
que no me doliese la injusticia de que alguien entrase antes que yo, no
obstante mi larga espera.

--Es el doctor Pedraza..., un señor muy rico que ha sido diputado
nacional.

Volví a verle otras tardes en el Banco Hipotecario, pero esperando lo
mismo que yo, pues he observado muchas veces que la frecuentación de las
oficinas no da mayor confianza al solicitante, sino, por el contrario,
le quita poco a poco el prestigio y la entrada franca que tuvo en sus
primeras visitas. El doctor Pedraza acabó por sentarse en la antesala
cerca de mí. Unas veces había salido el presidente; otras, no deseaba
hablar con él, sino con los ingenieros y los peritos del Banco, cuyo
informe era siempre laborioso, circunspecto y lento. Un amigo cualquiera
nos puso en relación, y como la soledad de la pieza predisponía a las
confidencias, hablamos mucho durante las horas pesadas y al mismo tiempo
optimistas que siguen al almuerzo, y son en Buenos Aires las de visita a
las oficinas.

El doctor Pedraza solicitaba lo mismo que yo, aunque entre sus
pretensiones y las mías existiese una diferencia igual a la que separaba
mi humilde persona de colonizador extranjero de su opulencia de gran
propietario. Quería hipotecar la estancia heredada de sus padres,
operación importante para el Banco por tratarse de un préstamo de muchos
centenares de miles de pesos.

Esto no me produjo asombro, ni quebrantó el respeto que me infundía el
doctor como hombre rico. En aquel país se puede ser un gran millonario y
deber al mismo tiempo sumas enormes. Hasta parece que la riqueza traiga
aparejado lo de tener deudas. Se emprenden sin miedo nuevos negocios; se
compra sin tener con qué pagar, dando por seguro que se venderá lo
comprado antes de unos meses y con fabulosa ganancia; nadie vacila en
tomar cantidades a préstamo... Así es como se ha engrandecido aquel
país.

Para mí era indudable que este opulento personaje necesitaba el dinero
de la hipoteca para emprender algún negocio considerable y secreto.

Seducido por el silencio con que le escuchaba, iba enumerando Pedraza
las magnificencias de la estancia que pretendía hipotecar. Además, todo
argentino nace propagandista de su patria, y se enardece hasta ser
elocuente cuando relata las grandezas de la tierra natal. El doctor,
exagerando

[Illustration]

un poco, me describía los pastos de sus praderas, pasándose una mano por
el pecho para hacerme ver hasta dónde llegaba su altura. Yo,
escuchándole, contemplaba imaginativamente el galope circular de las
tropas de yeguas por el vasto campo cerrado con alambradas; el lento
rumiar de los bueyes, mejorados por una continua selección, casi sin
cuernos, con el lomo plano lo mismo que una mesa, y carnosos, como si en
su interior hubiera quedado suprimido el andamiaje del esqueleto.

--Ha habido año que he vendido diez mil novillos; ¿sabe, compañero?...

Otras tardes sentía la nostálgica necesidad de hacerme ver el Buenos
Aires de su infancia. Casas bajas de sobria arquitectura colonial;
aceras de ladrillo que parecían escaleras por sus numerosos altibajos;
calles profundas como barrancos, polvorientas unas veces y otras tan
llenas de agua estancada que había que vadearlas lo mismo que
riachuelos. Muy pocos transitaban a pie por la ciudad.

--Yo iba a caballo a la escuela, y los otros muchachos “bien” llegaban
del mismo modo. Mientras duraba la lección había fuera de la casa unas
cuantas docenas de caballitos “petizos”, que entretenían su impaciencia
escarbando el suelo con las patas. Cuando yo salía de la escuela, mi
“petizo”

[Illustration]

había abierto un hoyo así de grande. Los mendigos también iban montados,
pidiendo limosna de puerta en puerta. Los cocheros públicos encontraban
que era más barato no dar de comer a sus animales, y cuando éstos se les
morían, enganchar otros nuevos. No tenían más que salir a las afueras de
la ciudad para comprarlos por lo que querían ofrecer. Y ahora vendo yo
caballos en mi estancia tan caros como en Europa... Además, ¡lo que ha
cambiado nuestro Buenos Aires! Es cosa de asombrarse, compañero, viendo
esas avenidas y esas casas que parecen las de Nueva York... A veces creo
que lo de mi niñez fué algo soñado.

Pero el doctor cortaba su entusiasmo patriótico para protegerme con una
de sus miradas bondadosas:

--Y usted, galleguito, ¿qué piensa hacer con su plata cuando esos
señores le acepten la operación?...

Modestamente iba yo explicando mis planes de colonizador. Con el
producto de la hipoteca terminaría la roturación de mis terrenos;
compraría tractores mecánicos y otras maquinarias agrícolas de las que
fabrican en los Estados Unidos; crearía un sistema de riego, y las
ganancias del nuevo cultivo me permitirían pagar los intereses de la
deuda y suprimirla finalmente, vendiendo tierra en pequeñas parcelas.
Pero me avergonzaba de la modestia de mis planes al recordar la
importancia del hombre que me estaba escuchando.

--Usted, doctor, sí que hará cosas enormes en su estancia con esa
fortuna que le va a prestar el Banco. ¡Habrá que ver eso!...

Y el doctor acogía mis palabras moviendo la cabeza con pensativa
gravedad. Luego hablaba. Los tiempos empezaban a ser malos; la compra y
venta de terrenos se iba paralizando; ya no era un negocio la
especulación. Sería conveniente volver al cultivo de las estancias, como
lo habían hecho los padres y los abuelos, pero agrandándolas,
modernizándolas...

Dejé de verle. La operación sobre su estancia estaba casi terminada, y
de un momento a otro le iban a entregar las cédulas hipotecarias, o sea
el dinero. Para él los informes de los técnicos se hacían breves, y los
obstáculos rituales se derrumbaban ante su paso. Por algo era el doctor
Pedraza, y su esposa una Pérez Zurrialde. Además, doña Zoila, la noble
criolla, resultaba parienta, más o menos próxima, de la mayor parte de
los directores del Banco.

Como si la protección que me había dispensado el doctor--expresada
únicamente hasta entonces con palabras amables y ojeadas
majestuosas--empezase a ejercer sobre mí una influencia real, algunas
semanas después los poderosos personajes del Banco se apiadaron de mi
insignificancia, concediéndome la hipoteca sobre mis tierras.

Esto representó un descanso en mi angustiosa empresa, un alto durante el
cual podría resollar algunos meses con la tranquilidad que proporciona
la abundancia de dinero. Ya no tendría que mendigar pequeños préstamos
en los Bancos particulares. Pagué deudas, emprendí los trabajos que
tenía proyectados, encargué maquinaria a los Estados Unidos, y como la
nueva orientación de mi empresa exigía una espera, durante la cual
permanecería inactivo, me acometió el deseo de hacer un viaje corto a
Europa.

Bien había ganado este descanso en dos años de áspera lucha. Además me
quedaba disponible algún dinero, varios miles de pesos, que podía gastar
en el regalo de mi propia persona, e inmediatamente sentí lo que llaman
en Buenos Aires “la enfermedad de París”. ¿Por qué yo, que pretendía
llegar en lo futuro a millonario (estilo América del Sur), no me podía
dar por algunas semanas una representación adelantada de lo que es en
Europa la vida de un personaje de tal clase?...

Precisamente hacía un mes que en Buenos Aires los periódicos y las
gentes hablaban todos los días del _Cap Bojador_, transatlántico alemán
que había hecho su primer viaje desde Hamburgo e iba a emprender su
travesía de regreso. Esto fué antes de la última guerra europea, y el
tal _Cap Bojador_, que no sobrepasaba en importancia a la mayor parte de
los transatlánticos que van a los Estados Unidos, era considerado como
una maravilla por su gran tonelaje entre los buques que remontan el río
de la Plata.

Las gentes hablaban de sus salones lujosos; de su piscina de natación;
de las previsoras innovaciones establecidas en sus camarotes para
atender a las más pequeñas necesidades higiénicas, del invernáculo que
esparcía su jardín de flores tropicales sobre la última cubierta. Una
muchedumbre interminable bajaba como en procesión al muelle para visitar
esta maravilla flotante.

¡Pobre _Cap Bojador_! La organización germánica lo había previsto todo
en él. Hasta guardaba en lo más secreto de sus bodegas unos cuantos
cañones desmontados para convertirse rápidamente en corsario si
estallaba una guerra. Y cuando la noticia de la guerra le sorprendió,
años después, estando anclado en Buenos Aires, montó su artillería y
salió al mar, para ser cañoneado y echado a pique por los cruceros
ingleses cerca de las costas de Africa.

Familias que semanas antes no pensaban ni remotamente en un viaje a
Europa, sentían de pronto la necesidad de pasar el Atlántico. Fué de
moda ser pasajero del _Cap Bojador_ en su primera travesía. Representaba
una gran distinción. Sólo los millonarios podían permitirse, según el
vulgo, este gusto inaudito.

Preparaba yo modestamente mi viaje en otro buque cuando me avisaron que
en el famoso transatlántico había un pequeño camarote libre. Alguien
había desistido de su excursión a última hora. ¿Por qué no había de
darme el gusto de figurar, aunque fuese en último término, entre los
opulentos pasajeros del _Cap Bojador_, cuando precisamente iba yo a
Europa para hacer el aprendizaje de cómo viaja y vive un futuro
millonario?...

La salida del buque fué precedida de una confusión clamorosa y triunfal.
Todos los alemanes de Buenos Aires se habían aglomerado en el muelle
para celebrar este acontecimiento glorioso. Músicas, banderas, ¡_hocs_!
incesantes al Káiser, cánticos del _Hüber Alles_. Además, gran afluencia
de familias criollas, que acudían para admirar y envidiar a los que se
marchaban; haces de flores enormes, como gavillas de trigo; cajas de
chocolates que parecían maletas; besos; miles de pañuelos tremolados
como banderas...

Pasé modestamente a través de esa confusión. Nadie me conocía y yo no
conocía a nadie. Cuando el buque se despegó del muelle tuve un

[Illustration]

encuentro en una de las calles de esta ciudad flotante que se iba
deslizando sin el menor movimiento, como si resbalase sobre el fondo del
río de la Plata. El doctor Pedraza iba a Europa con toda su familia.

Doña Zoila y las seis hijas se movían atareadas y confusas, no sabiendo
qué hacer de las gavillas de flores y las cajas de dulces apiladas sobre
varios sillones de la cubierta: regalos de las numerosas amistades que
habían acudido a despedirlas. Todas ellas llevaban unos vestidos de
violenta novedad, “modelos únicos”, encargados, sin duda, por cable a
París apenas la familia decidió el viaje.

El doctor iba trajeado como yo me imaginaba entonces que vestían el
presidente de la Cámara de los Lores o el primer ministro inglés al
salir de excursión. ¡Las ilusiones de aquel tiempo, en que no habíamos
visto aún los retratos de Lloyd George!...

Me distinguió el rico argentino una vez más con sus palabras amables,
rebuscadas, majestuosas, y también con sus ojos protectores. En el curso
del viaje se dignó muchas veces tratarme como si fuese amigo suyo, y
hasta hizo mi presentación a doña Zoila y las niñas, las cuales me
acogieron con una indiferencia cortés.

Era la familia más importante de a bordo por el número de sus
individuos y por su lujosa instalación.

Doña Zoila y su esposo habitaban un amplio dormitorio, con salón propio
y otras dependencias. Las seis niñas se habían resignado a ocupar tres
amplios camarotes de los más caros, cada uno con dos camas. Además,
formaban parte de esta expedición un par de doncellas españolas al
servicio de las señoritas: una parienta, pobre, de doña Zoila, que no se
dignaba prestar otro trabajo que el de servir de acompañanta a las niñas
en ausencia de su madre; el ayuda de cámara italiano del doctor, y una
vieja criada mestiza que había tenido en sus brazos a la señora de
Pedraza y seguía la familia a todas partes, como un recuerdo histórico
de la noble casa de los Pérez Zurrialde. En total, doce personas,
ocupando todo un lado de cierto corredor del buque donde estaban las
mejores habitaciones.

La señora y señoritas de Pedraza viajaban “a la ligera”, según
declaración de la mamá, pues se proponían renovar enteramente su
vestuario cuando llegasen a París. Esto no impedía que al lado de las
puertas de sus camarotes estuviesen amontonados y obstruyendo el paso
numerosos cofres y maletas: una pequeña parte destacada del grueso del
equipaje oculto en las bodegas. El viaje de Buenos Aires a Boulogne iba
a durar aproximadamente veinte días. Una persona decente debe cambiar
de vestido tres veces cada veinticuatro horas, y ellas no podían
resignarse a que las demás pasajeras dijesen que en los veinte días se
habían puesto dos veces las mismas ropas. Total: sesenta vestidos por
cada una de ellas, ¡y eran siete!...

Las dos hijas mayores habían dejado sus novios en Buenos Aires, y todas
las mañanas escribían una carta, guardándola para echarlas luego juntas
en los puertos donde hacía escala el buque. Sus hermanas menores
bailaban en el gran salón o en la cubierta cuando los camareros del
vapor se convertían en músicos, unas veces de instrumentos de cuerda,
otras de metal. Además hacían continuos ejercicios gimnásticos para
cultivar su delgadez, riñendo batallas tenaces y heroicas con el apetito
juvenil, excitado por el aire del mar. Sus comidas consistían casi
siempre en una taza de té, y alguna de ellas hasta suprimía este líquido
con la ambición de llegar a ser más esquelética que sus hermanas.

En cambio, el doctor Pedraza gozaba con regodeo de la abundante mesa de
a bordo, así como de la consideración y el respeto que le acompañaba en
sus paseos por el buque.

--Es un doctor de Buenos Aires--decían algunos europeos de regreso a su
tierra, al mostrarse a este personaje--, un estanciero riquísimo, una
persona “bien”. ¡La plata que debe tener!...

Al verme Pedraza, poco después de haber zarpado el transatlántico, me
saludó dándome en la espalda una de sus palmadas de buen príncipe.

--¡Usted aquí, españolito!... ¿Va usted a dar un paseo por Europa?...
Hace bien; no todo ha de ser trabajo... Hay que gastar la platita.

¡Simpático y bondadoso personaje! Recordé nuestras conversaciones
durante las primeras horas de la tarde, sentados en la antesala del
Banco Hipotecario.

Luego una idea absurda, inverosímil, pasó por mi pensamiento. Se me
ocurrió que el dinero facilitado por el Banco Hipotecario iba a servir
en su mayor parte para este viaje suntuoso.

Tal vez el doctor Pedraza había hipotecado su estancia para dar gusto a
su familia, deseosa de realizar un paseo triunfal por el viejo mundo: un
viaje que excitase la envidia y la admiración de las amigas que dejaban
a sus espaldas.



IV


Terminada la navegación nos vimos poco. Yo no podía vivir en el mismo
plano que este millonario.

Además huía de él, no porque me fuese antipática su persona, sino por
miedo a la deslumbrante doña Zoila y a sus hijas, que parecían esparcir
una nueva luz sobre París.

[Illustration]

_Le Figaro_, que es el diario que presta más atención al paso de los
americanos, hablaba casi todos los días de “Madame de Pedraza, ilustre
dama argentina, y sus hermosas hijas”.

Ocupaba la familia una parte considerable del primer piso de cierto
hotel monumental, próximo al Arco de Triunfo. Algunas mañanas el
doctor, con su esposa y las seis niñas, salían a caballo para galopar
por las avenidas del Bosque de Bolonia. Esta cabalgata, que muchos, en
el primer momento de sorpresa, tomaron por un desfile de artistas de
circo, servía para demostrar la opulencia de la familia. Además, todos
eran excelentes jinetes, que habían aprendido la equitación por
instinto, en la estancia natal, al mismo tiempo que aprendían a hablar.

[Illustration]

No se sabe si fué la admiración o la envidia la que inventó el mote;
pero las seis señoritas Pedraza empezaron a ser apodadas “Las walkirias
argentinas”.

El éxito de las hijas del doctor no podía ser más halagüeño para la
vanidad de sus padres. No digo que París entero se preocupase de ellas.
París es muy grande y su vida está dividida en sectores. Pero en el
fragmento de mundo parisién donde se movían los Pedraza, o sea la
porción comprendida entre el Bosque, la Avenida Kleber y los bulevares,
la popularidad de las seis walkirias era cada vez más grande.

En los establecimientos de la calle de la Paz, de los Campos Elíseos y
de la plaza Vendôme sonaba con frecuencia el nombre de madame de Pedraza
y sus _demoiselles_, recomendando los jefes, con voz respetuosa, el
rápido cumplimiento de los encargos de tan ricas clientes. Muchas veces,
al contar yo que venía de la Argentina y tenía en ella mis negocios,
escuché las mismas palabras:

--Ahora está en París un gran millonario de allá, el doctor Pedraza, con
su esposa, una señora muy distinguida, y sus niñas, que parecen un coro
de ángeles. ¡Lo que gasta esa familia! ¡La fortuna enorme que debe tener
el padre!... ¡Qué collar de perlas el de la mamá!...

Y yo asentía a estas expresiones de asombro y admiración... ¿Para qué
hablar? En Europa tienen tal concepto de la riqueza, sólida,
inconmovible, cristalizada, que no pueden imaginarse la riqueza movible,
inquieta y en continuo volteo de los países americanos: una riqueza que
se aleja y vuelve, se desvanece y torna a reconstituírse, haciendo que
un mismo hombre se vea tres o cuatro veces en su existencia millonario
como un príncipe de cuento de hadas y mendigo visionario.

Además, el lujo enorme de la familia Pedraza, que yo apreciaba desde
lejos, acabó por desorientarme, haciéndome dudar de lo que había visto
al otro lado del Océano.

En realidad, yo sólo sabía del doctor que había hipotecado la mejor de
sus fincas; pero esto no significaba nada extraordinario ni fatal. En el
Nuevo Mundo no basta preguntar cuánto posee una persona; es preciso
añadir: “¿Cuánto debe?”. Todos, por ricos que sean, tienen deudas
enormes, contraídas para el agrandamiento de sus negocios. El
crecimiento rápido de los pueblos jóvenes exige que los ricos vivan un
poco a la ventura, como viven los jugadores, confiándose a su buena
suerte y tomando sin vacilación todo el dinero que les ofrezcan, con la
esperanza de poder devolverlo gracias a nuevos negocios.

Tal vez el doctor era más rico que yo me lo imaginaba, y su préstamo
debía ser considerado como una operación transitoria y sin importancia.
Al año siguiente una portentosa cosecha de trigo, o una de aquellas
ventas de “hacienda”, en las que entraban los novillos a miles, y que él
me había descrito entusiásticamente en sus conversaciones, bastaría para
pagar enteramente su deuda sin tener que imponerse sacrificio alguno.

Antes de que yo regresase a la Argentina tuve noticias directas de los
grandes éxitos obtenidos en París por doña Zoila y sus hijas. Las dos
mayores se mostraban refractarias a todo coqueteo, e iban de fiesta en
fiesta, estrenando cada vez un vestido riquísimo; pero graves y
austeras, orgullosas de su lujo y dignándose mirar únicamente a las de
su sexo, lo mismo que su noble madre.

--Somos muy argentinas y sólo podemos casarnos con uno de nuestra
tierra.

Las dos seguían escribiendo diariamente a sus novios, que estaban en
Buenos Aires. Unicamente les interesaban en París los vestidos y los
elogios de las mujeres.

En cambio, las otras hermanas vivían asediadas por el amor y las
peticiones matrimoniales. Hasta la más pequeña, que todavía iba de corto
y con el cabello suelto, tenía varios suspirantes que la deseaban por
esposa. La fama de estas millonarias recién llegadas se había esparcido
por todos los círculos, más o menos aristocráticos, donde hay jóvenes
que se tienden con desesperación en un diván después de haber perdido
los últimos miles de francos en la sala destinada al juego.

Además, en los años anteriores a la guerra la República Argentina
acababa de ponerse de moda, y los conocimientos geográficos de los
hombres deseosos de adquirir una fortuna casándose se ensancharon
considerablemente.

Todos habían acabado por descubrir una gran novedad; que existen dos
Américas: la del Norte y la del Sur. El matrimonio con americanas de los
Estados Unidos era ya entonces una industria en decadencia. Los títulos
nobiliarios se aprecian allá cada vez menos. Las mujeres de aquel país,
dotadas de un carácter práctico y escarmentadas por la experiencia, se
reservan el manejo de sus bienes, y el marido sólo es un consocio bien
alimentado, pero sin derecho a tocar la fortuna de su esposa: una
especie de rey consorte, sin voz ni voto en el gobierno de la casa...

Era conveniente buscar acomodo en la otra América, donde también existen
millonarias, menos numerosas, pero más inexpertas en esta clase de
alianzas. El riquísimo doctor llegaba oportunamente con cuatro hijas
casaderas, y todos los que en París esperaban salvarse por medio del
matrimonio olvidaron lo que sabían de inglés para perfeccionarse en el
tango y chapurrear algunas palabras de español.

Dos de las señoritas Pedraza empezaron a mostrarse distanciadas por una
rivalidad aristocrática:

--Yo puedo ser duquesa si quiero--decía una de ellas--, y a ti sólo te
pretende un marqués.

--Pero el mío es más joven que el tuyo--contestaba la otra.

Doña Zoila creyó oportuno cortar tales disputas con la autoridad de su
noble pasado. Nada tenía que decir contra estos personajes que aspiraban
a ser sus yernos; pero no le hacían ningún favor extraordinario al
pretender entrar en su familia. Ellos tenían un pasado histórico, pero
los Pérez Zurrialde no eran cualquier cosa allá en su tierra. Si
llegaban a casarse con sus niñas no tendrían por qué ruborizarse, pues
éstas eran iguales a ellos.

Empezó a circular entre los sudamericanos de París la noticia de que un
duque y un marqués querían ser yernos del doctor Pedraza. Les corría
prisa esta unión y deseaban realizarla antes de que la familia volviese
a Buenos Aires. Las niñas, por su parte, también mostraban una prisa
igual, pensando en lo que dirían sus amiguitas de allá al verlas con
títulos nobiliarios.

Yo me marché de París en aquellos días; pero las confidencias de
algunos amigos del doctor sirvieron para darme una idea aproximada de lo
que debió ocurrir.

Estos nobles personajes que descienden a emparentarse con los ricos del
otro lado del Océano muestran siempre un gran desinterés cuando llega el
momento de tratar las condiciones materiales que deben regir la
asociación matrimonial. Ocupados en el galanteo de la joven millonaria,
no quieren interrumpir su dúo de amor con vulgares discusiones
financieras, y envían a un llamado hombre de ley, a un notario que ha
servido siempre a su familia o al administrador de su hacienda
quebrantada para que ajuste el convenio con los padres.

El doctor Pedraza, hombre de negocios, consideró sin importancia estos
tratos preliminares del matrimonio. El manejaría a su gusto a los dos
nobles señores que pretendían ser hijos suyos. Pero en vez de hablar con
ellos, tuvo que recibir la visita de dos leguleyos franceses, de palabra
melosa, con el plumaje áspero y el pico duro, lo mismo que aves de
rapiña.

Pedraza y su noble esposa se expresaron como príncipes generosos que no
pueden contar la inmensidad de su fortuna. Los dos se comprometieron
desde el primer momento a entregar a cada una de sus niñas una renta
anual de trescientos mil francos. Pero los enviados no creían en rentas
que pueden ser pagadas fielmente el primer año e ir disminuyéndose en
los siguientes, hasta quedar suprimidas. Ellos necesitaban un capital
positivo, aunque la renta fuese menor: campos, casas, valores
mobiliarios, algo que pudiera convertirse en dinero a cualquiera hora,
dando una seguridad de riqueza a sus poseedores.

En resumen: que éstas conferencias laboriosas, en las que se batían
ambas partes con buenas palabras y perversas intenciones, terminaron tan
mal como cualquiera de las entrevistas diplomáticas a las que asisten
los Gobiernos con el propósito de engañarse unos a otros.

El duque y el marqués desaparecieron. Las dos niñas lloraron un poco.
¡No poder marcar con una corona heráldica sus pañuelos y sus ropas más
íntimas, para envidia de las amigas!...

Las hermanas mayores, que habían sufrido en silencio el orgullo
nobiliario de las otras, creyeron llegado el momento del desquite.

--Nosotras debemos casarnos con gentes de nuestra tierra. Aquí, en
Europa, sólo nos buscan por nuestra gran fortuna. Os hubieran tomado la
plata y después, ¡quién sabe si habrían acabado pegándoos!...

Doña Zoila apoyaba estas palabras:

--Allá no usamos corona, pero somos tan nobles como los de aquí.
Vosotras, además de ser Pedraza, lleváis un gran nombre por vuestra
madre.

La hermosa señora abominaba ahora de París. Según contó después a sus
amigas de Buenos Aires, algunos mocitos que casi podían ser hijos suyos
habían osado hablarla, en los salones, de “almas dormidas que deben ser
despertadas”, burlándose a continuación de la vulgaridad de ser fiel al
marido, y comparando su belleza con el sol de la tarde, más deslumbrador
y ardoroso que el del amanecer... ¡A ella! ¡A una matrona respetada por
todos en su país!... Si había aguantado en silencio tales audacias era
por miedo a que se enterase su esposo, hombre violento en sus cóleras y
famoso tirador de pistola.

Pedraza, arrepentido sinceramente de la satisfacción que le había
procurado por unas semanas la posibilidad de ser suegro de tan
aristocráticos personajes, mostraba ahora un recrudecimiento de sus
entusiasmos de americano, hijo de una República.

--Lo de los títulos de nobleza, che, puede deslumbrar a los gringos de
Europa; ¿pero a nosotros?... En la América del Sur eso nos hace reír.



V


Transcurrió mucho tiempo sin que yo volviese a ver al doctor. Me enteré
por los diarios argentinos de su regreso triunfal de Europa. Otra vez su
nombre y el de todas las mujeres que componían su familia volvieron a
aparecer en las crónicas de la alta vida social.

Doña Zoila organizaba fiestas de caridad; se movía a la cabeza de todas
las Juntas para la difusión de principios morales, y a la hora del té su
palabra era escuchada como un oráculo, definiendo lo que es elegancia y
en qué consiste la falta de _chic_. Después de haber pasado un año en
París, su autoridad parecía inconmovible.

La vida del doctor resultaba menos dichosa y plácida. Yo le veía pasar
en su lujoso automóvil por la avenida de Mayo o apearse en la calle
Reconquista, donde están establecidos los Bancos de la ciudad, yendo de
uno a otro para sus numerosas e importantes operaciones. Todos seguían
considerándole con respeto, como un personaje influyente, y muchos
envidiaban su riqueza. Pero de tarde en tarde llegaban hasta mí noticias
inquietantes para el crédito del doctor. Sus amigos íntimos contaban que
había gastado en Europa un

[Illustration]

millón de pesos (más de lo que le había prestado el Banco Hipotecario).
En las reuniones de alta sociedad se hablaba con asombro del collar de
perlas que doña Zoila había adquirido en París, y los envidiosos
apuntaban que el marido no tenía fortuna para tantos dispendios.

En mucho tiempo no volví a acordarme de Pedraza, pues bastante tenía con
preocuparme de mi propia suerte. La Argentina pasaba en aquellos
momentos por una de esas crisis financieras que son en su existencia a
modo de una enfermedad normal y periódica, repitiéndose aproximadamente
cada diez años.

A los negocios rápidos y extraordinariamente productivos había sucedido
la atonía del dinero; al despilfarro, el pánico, el egoísmo y la
pobreza. Los Bancos que adelantaban antes capitales para toda clase de
negocios, no sólo habían cortado repentinamente sus créditos, sino que
exigían la inmediata devolución de sus préstamos. Yo tuve que luchar
mucho en aquella época para no salir de la crisis completamente pobre.
De no ocurrir tal calamidad estarían ustedes escuchando ahora a un
millonario. Gracias que pude salvar lo preciso para retirarme a París y
vivir aquí con modestia.

Pero volvamos a nuestro doctor. Su situación era semejante a la de otros
compatriotas suyos. Continuaba siendo un capitalista para las gentes:
seguía viviendo como un millonario; pero los directores de los Bancos y
los hacendados sólidamente ricos, al nombrarle con respeto, contraían
los labios como para cerrar el paso a una sonrisa burlona y cruel. Su
infortunio llegaba hasta mí fragmentariamente, por noticias sueltas y
espaciadas, como se aproximan o se alejan las detonaciones de un combate
remoto, según los caprichos del viento.

La familia había tomado, como siempre, su palco en el teatro Colón al
empezar la temporada de ópera. Esto era natural. La vida resulta
inconcebible en Buenos Aires sin la asistencia a dicho teatro. ¡Antes
morir! Pero el doctor había entregado al empresario por el abono del
palco, no un cheque, sino un pagaré a noventa días vista. En las malas
épocas muchos pagan así en aquel país. Se confía en el porvenir. Nadie
cuenta únicamente con lo que tiene en la mano, como los tímidos del
viejo mundo; todos admiten de consocia a la esperanza. ¡Quién sabe qué
grandes negocios pueden hacerse en el plazo de noventa días!... Como la
fortuna tiene alas, sólo necesita unos instantes para llegar hasta
nosotros.

También supe que Pedraza había hipotecado la otra estancia que era de su
mujer. Acababan de casarse las dos hijas mayores con una magnificencia
que hizo acudir a toda la alta sociedad de Buenos Aires. Doña Zoila dió
a las bodas de sus hijas el aparato de un acontecimiento histórico.
Mientras tanto el pobre doctor se agitaba de la mañana a la noche por
conseguir al mismo tiempo dos cosas que parecían antagónicas: sostener
el aspecto opulento de su familia sin aminorar sus gastos, y pagar los
enormes réditos de sus deudas.

Las cosechas de las dos estancias y las ventas de novillos criados en
sus campos sólo servían para satisfacer los tales réditos. Pedraza,
deseoso de evitar disgustos a su esposa, disimulaba las angustias de
esta situación. Apenas se veía en su casa, rodeado de un ambiente de
lujo, entre sus hijas solteras, que hablaban y reían como princesas
seguras del porvenir; necesitaba mostrarse optimista, imaginándose una
serie de negocios maravillosos que vendrían a sacarle de apuros al día
siguiente.

No quiero cansar a ustedes describiendo detalladamente cómo se fué
acelerando, cuesta abajo, la ruina de Pedraza. Necesitaba siempre
dinero; en los Bancos no querían dárselo al interés corriente, y
recurrió al préstamo usurario. Además tuvo que vender con pérdida enorme
los terrenos que había adquirido para especular sobre su alza en la
buena época del país, cuando circulaba vertiginosamente la riqueza.

Al mismo tiempo mostraba, al hablar con sus hijas casadas y sus yernos,
la tranquilidad bondadosa de un hombre inmensamente rico, que al morir
dejará caer un chaparrón de bienes sobre sus herederos. Aceptaba sin la
menor mueca de contrariedad todas las peticiones de las hijas que vivían
en su casa. Doña Zoila, que estaba vagamente enterada de que los
negocios no marchaban del todo bien, parecía vacilar algunas veces al
hacer a su marido la enumeración de los gastos de la familia, pensando
en la posibilidad de ciertas economías. Un día hasta le dió a entender
que, en caso de apuro, estaba dispuesta a desprenderse de sus joyas.
Pero esto, aun siendo mera hipótesis, parecía causar tal pena a la
señora, que el doctor se apresuró a disuadirla.

Le era imposible aceptar que su noble compañera modificase su vida
ordinaria. Además, ¿qué dirían las gentes al ver disminuído el lujo de
la familia?... Y era el pobre doctor quien recomendaba a su esposa que
evitase las economías demasiado visibles. Las niñas debían casarse, y
para ello era conveniente que la casa conservase su aspecto de
abundancia segura y ostentosa.

Cuando de tarde en tarde me ponía la casualidad al alcance de la palabra
solemne y los ojos protectores de mi amigo adivinaba yo los estragos que
iba haciendo en su persona esta nueva vida de pobreza disimulada. Iba
vestido con la elegancia de siempre; conservaba su aspecto señoril; pero
estaba viejo, mucho más viejo que debía serlo por su edad.

--¿Cómo marchan sus negocios, españolito?... Mala época: ¡muy mala para
todos!... Pero esto no puede durar.

Y me golpeaba la espalda con la bondad de un ser superior que sabe que
existe la desgracia, pero es para los otros, pues él se encuentra por
encima de las miserias del vulgo.

Su caída fué larga. Nadie se enriquece con la rapidez que se imaginan
los que viven al margen de los negocios; nadie tampoco se arruina, por
regla general, en unos instantes, como lo vemos muchas veces en comedias
y novelas. Hay ruinas fulminantes, como hay naufragios instantáneos que
sólo duran unos minutos; pero la mayoría de las gentes se enriquecen con
lentitud, o van empobreciéndose como el que baja una escalera, peldaño
tras peldaño. El naufragio del doctor fué igual al de los grandes
veleros, que después de estar llenos de agua, todavía flotan con la
quilla al aire mucho tiempo, yendo de un lado a otro, al capricho de las
corrientes.

En realidad, sólo sé de Pedraza lo que me contaron incidentalmente
algunos de sus amigos íntimos. Estas noticias son a modo de episodios
sueltos y sin concordancia; pero yo he hecho de todos ellos algo
compacto, uniéndolos con los hilos de mis suposiciones. Valiéndome del
álgebra de la inducción, he llegado a imaginarme todo lo que le ocurrió
al doctor. Dirán ustedes que lo que voy a contarles es en gran parte
invención mía; pero hay invenciones más ciertas y verosímiles, por ser
lógicas, que las noticias que nos dan como seguras los amigos y los
periódicos.

He pensado muchas veces en las tardes que debió pasar cuando quedaba
solo en su “escritorio”: un piso arrendado en la avenida de Mayo para
sus oficinas. Lejos de su casa y libre de las seducciones que ejercían
sobre él las mujeres de su familia, obligándole a verlo todo de una
manera optimista, quedaba frente a frente al enigma de su situación. Iba
a verse arruinado en un país donde el dinero tiene mayor importancia que
en otras naciones y resulta más necesario para la vida. ¿Era posible la
existencia de un Rómulo Pedraza protegido por sus amigos y con un empleo
público para sostener humildemente a su familia?...

La idea de que su mujer y sus niñas tuvieran alguna vez que remendar sus
vestidos, llevando la existencia dolorosa de los ricos arruinados que
buscan el amparo de unos parientes más dichosos, le parecía tan absurda
e inconcebible como un trastorno de las leyes astronómicas. ¿Era lógico
que Zoila, su mujer, fuese alguna vez pobre?...

Además sentía miedo al pensar en sus hijas. El conocía la historia de
muchas señoritas cuyos padres se habían empobrecido. Unas pocas
conseguían casarse con ricos, lo mismo que en las novelas; las más se
resignaban a descender, perdiendo la distinción de su origen,
convirtiéndose en obreras ocultas que trabajaban mal recompensadas para
el sostenimiento de una vida miserable; y algunas acababan sirviendo de
amantes a hombres que en otras circunstancias no habrían osado aspirar a
ser sus maridos.

El pobre doctor se estremecía de miedo y de cólera al pensar que sus
hijas, las cuatro hijas que le quedaban en casa, podían verse en la
misma situación de algunas infelices que atraen a los libertinos con un
nuevo encanto: el de haber sido señoritas de buena casa, jóvenes, ricas
y educadas en el lujo antes de que la ruina paternal les empuje a ser lo
que son.



VI


Como todos los que viven inseguros y acechados por el peligro, creyendo
sentir que la tierra vacila bajo sus pies, el doctor aceptó
supersticiosamente la existencia de fuerzas misteriosas que pueden
proteger a los mortales y salvarlos, fijándose en ellos con las secretas
preferencias de la predestinación. ¿Por qué no había de ayudarle la
fortuna, tirando de él con un manotazo maternal para elevarlo sobre
aquellas miserias que le obligaban de día a dolorosos fingimientos, y le
tenían la noche entera entre las roedoras mandíbulas del insomnio?...
Había que abrir las ventanas a la suerte para que pudiese tocarle con
sus alas.

Y se hizo jugador, jugando en la Bolsa y en los Clubs aristocráticos, de
los que era uno de los socios más respetables y escuchados. Dió orden
también a las gentes de su “escritorio” para que dejasen libre la
entrada a todo el que llegase pretendiendo hablarle. ¡Quién sabe si el
más humilde visitante vendría a proponerle un negocio salvador!... En
los países jóvenes, de continua inmigración, que atraen a los
aventureros de mala ley, pero igualmente a los visionarios geniales e
inventores, todo es posible.

Un día, un agente de seguros sobre la vida le conquistó con su charla
amena, haciéndole firmar una póliza de doscientos mil pesos a favor de
su mujer y sus hijas. Esto iba a obligarle al pago de una prima
importante todos los años; pero como estaba acostumbrado a los enormes
réditos que debía entregar a sus acreedores, consideró insignificante el
aumento de una cantidad más...

El agente de seguros, alegre por la comisión ganada, debió hablar a sus
compañeros; la puerta del “escritorio” seguía franca, y empezaron a
visitar a Pedraza casi todos los que en Buenos Aires se dedicaban al
mismo negocio. Intentó resistirse al principio a una segunda operación
basada en su muerte; pero al fin acabó mostrando cierto gusto por ella,
y como continuaba acogiendo bien a tales visitantes, éstos parecieron
pasarse el aviso unos a otros.

Rara era la semana que el doctor no suscribía una póliza nueva. Como a
pesar de su madurez se mantenía fuerte, y los médicos de las Compañías
de Seguros daban un informe rotundo sobre su espléndido equilibrio
físico, libre de toda enfermedad, el negocio se hacía sin obstáculos. Al
poco tiempo Pedraza estaba asegurado en más de una docena de compañías,
unas del país, otras de Europa y de los Estados Unidos. Además había
firmado contraseguros y hecho otras operaciones que le aconsejaban los
agentes, deseosos de ganar nuevas primas.

Al fin, su persona había llegado a valer más de dos millones de pesos,
según manifestaba con regocijo a sus amigos. Esta era la cantidad que
deberían entregar las Compañías a su familia en el momento de su muerte.
Pero los amigos, admirando la solidez de su cuerpo, contestaban:

--Antes de morir habrás pagado en primas algo más de los dos millones.
¡Mal negocio el tuyo! Vas a vivir mucho.

Y el doctor sonreía, orgulloso de su vigor, afirmando que se consideraba
más fuerte que nunca, y al final serían efectivamente las Compañías de
Seguros las explotadoras de su credulidad. Luego terminaba, con una
displicencia de rico:

--Caro resulta eso; pero ¿qué importa?... Es plata que voy depositando
para los míos.

Una mañana le escuché estas palabras en un Banco, cuando formábamos
grupo en la antesala del gerente varios aspirantes a un préstamo
inmediato.

Y de pronto la muerte, una muerte inesperada, que muchos llamaron
“estúpida”, por su absurda inoportunidad; como si alguna vez la muerte
pudiera resultar oportuna.

Era en verano y la familia del doctor estaba pasando una temporada en
las islas del Tigre. Estas islas están cerca de Buenos Aires, y las
forma el río Paraná al desembocar en el estuario llamado río de la
Plata: una red intrincada de canales navegables entre tierras medio
sumergidas, cubiertas de una vegetación frondosa, siempre verde. Es un
lugar hermoso, digno de servir de escenario a un poema. Lo malo es que
nunca ha ocurrido en él nada digno de mención.

Muchos ricos de Buenos Aires, especialmente las familias de origen
antiguo, tienen una casa de recreo en las inmediaciones del Tigre, y
doña Zoila había creído indispensable poseer un edificio igual, para
complemento del lujoso hotel, cerca del Parque de Palermo. Considero
necesario decir de paso que las dos nobles viviendas estaban
hipotecadas.

El doctor pasaba las noches con su familia, acompañando a las niñas
cuando bailaban en el Casino del Tigre. Por la mañana tomaba el tren
para ir a Buenos Aires y ocuparse en sus negocios, regresando al
anochecer. Fué en uno de estos viajes de vuelta cuando el doctor cayó a
la vía, al pasar de un vagón a otro. Nadie pudo explicarse claramente
cómo ocurrió este suceso, que produjo tanta emoción en la ciudad. Lo
cierto es que el cadáver del doctor fué encontrado hecho pedazos entre
los rieles.

Los periódicos hablaron largamente, censurando a la Compañía del
ferrocarril por el mal estado de su material. Había cerrado ya la noche
y la obscuridad debió ser la verdadera causa de esta desgracia; pero
también resultaba culpable de ella la Empresa, por la vejez de sus
vagones. Los puentes que los unían eran defectuosos; las portezuelas se
abrían solas. Indudablemente un hombre como el doctor Pedraza,
preocupado a todas

[Illustration]

horas por sus negocios, al pasar distraído de un vagón a otro, había
sido víctima de tales deficiencias.

Sus funerales fueron magníficos. Los diarios publicaron largas
biografías de él, considerando su trágica muerte como una pérdida
nacional.

¡Ah, doctor! ¡Heroico doctor!... Unos pocos nada más nos mirábamos
fijamente al mencionar su nombre. Nos hablábamos con los ojos, leíamos
mutuamente en ellos nuestro común pensamiento; pero nadie se atrevía a
expresarlo con palabras.

Algunos hubiesen querido hablar; pero ¿cómo interrumpir con suposiciones
malévolas, inoportunas y peligrosas la unanimidad del sentimiento
público por la pérdida de un ilustre hijo del país?... El duelo general
había servido para demostrar cuán numerosas eran las amistades de la
familia del llorado doctor y el prestigio de doña Zoila en la alta
sociedad (¡una Pérez Zurrialde!).

La señora viuda de Pedraza y sus hijas cobraron dos millones de pesos de
las Compañías de Seguros. Todos admiraron la previsión de este buen
padre de familia. Le tenían por rico; dejaba a los suyos una gran
fortuna (aunque indudablemente algo quebrantada por la crisis del
momento), y había que añadir a tal herencia los importantes seguros
sobre su muerte. El dinero siempre llega a tiempo, y en esta ocasión
serviría para suavizar el dolor de la familia.

Doña Zoila libró de hipotecas sus propiedades, y al poco tiempo la
Suerte--a la que el pobre doctor abría inútilmente la ventana para que
entrase--se decidió repentinamente a ir en busca de sus herederos. Pasó
la crisis nacional, circuló otra vez la riqueza; el mundo, que necesita
para vivir panecillos y bifteques, compró a buen precio los trigos y las
reses; las dos estancias de la familia, limpias de réditos,
proporcionaron magníficas rentas.

La señora viuda de Pedraza continúa siendo una de las primeras matronas
del país. Llama, como siempre, la atención de todos por su elegancia;
pero ahora es una elegancia de noble dama que ha renunciado a dar
envidia a sus amigas; una elegancia a base de colores apagados, de ricas
blondas y joyas sólidas.

Para que un concierto o una función teatral de caridad tenga público
hasta en los pasillos es preciso que ella la organice. Los comerciantes
tiemblan al verla presidenta de una nueva institución benéfica, sabiendo
que esto significa un tributo más que tendrán que pagar con miedosa
sonrisa, so pena de verse sin clientela. Los comediantes célebres, los
concertistas, los escritores que llegan

[Illustration]

de Europa a dar conferencias, están condenados al fracaso si no cuentan
con su protección.

No ha vuelto al viejo mundo; pero desde Buenos Aires legisla sobre
materias de elegancia, y los comisionistas de modas que llegan de París
van a enseñarla sus novedades antes que al público.

Todas sus hijas se han casado ya. Los nietos empiezan a tirar de su
falda, y cada vez que siente una fugaz simpatía por cualquiera de sus
yernos, le dice suspirando:

--Hijo mío: sólo deseo que sea usted tan bueno para la familia como lo
fué mi finado el doctor.

[Illustration: Firma: Vicente Blasco Ibáñez]

       *       *       *       *       *


                   En el próximo número publicaremos


                        =UNA MUJER ESPIRITUAL=

                         por EDUARDO ZAMACOIS
                  Ilustraciones de _M. Quintanilla_.

                   *       *       *       *       *

                       EDITORIAL “MUNDO LATINO”

                            ---- MADRID----

           Apartado 502.--Librería: Caballero de Gracia, 28


                     OBRAS DE “EL CABALLERO AUDAZ”

                        (José María Carretero.)

                                                  Ptas.
“La virgen desnuda” (novela)                        5
“Desamor” (6.ª edición)                             4.50
“De pecado en pecado”                               5
“El pozo de las pasiones”                           5
“El libro de los toreros”                           2
“La bien pagada” (4.ª edición)                      5
“En carne viva” (2.ª edición)                       5
“Emocionario” (almas y paisajes)                    5
“La sin ventura” (novela)                           5
“El divino pecado”                                  5
“Lo que sé por mí” (10 volúmenes de interviús)      5
“Con el pie en el corazón” (novela)                 5
“Hombre de amor” (novela)                           5
“Un hombre extraño” (novela)                        5


EN PRENSA

“Las horas cortesanas” (impresiones)                5
“El jefe político” (novela)                         5
“Vírgenes y cortesanas”                             5

[Illustration]


                  Pedidos directamente a MUNDO LATINO
                             Apartado 502.



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