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Title: No title Author: Lucio Apuleyo, - To be updated Language: English As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "No title" *** This book is indexed by ISYS Web Indexing system to allow the reader find any word or number within the document. ORO *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * Se han añadido tildes a las mayúsculas y se han modernizado las transcripciones de los nombres propios de origen griego. * En la página 212, se ha añadido el texto en castellano, tomado de la traducción original, de dos párrafos que aparecen impresos en latín. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final del libro. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. LA METAMORFOSIS o EL ASNO DE ORO ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA», Paseo de San Vicente, 20. BIBLIOTECA CLÁSICA TOMO CXLIII LA METAMORFOSIS o EL ASNO DE ORO POR LUCIO APULEYO Versión castellana hecha a fines del siglo XV POR DIEGO LÓPEZ DE CORTEGANA Arcediano de Sevilla. MADRID LIBRERÍA DE LA VIUDA DE HERNANDO Y C.ª CALLE DEL ARENAL, NÚM. 11 -- 1890 PRÓLOGO. I. El arcediano de Sevilla Diego López de Cortegana, escribía a fines del siglo XV, al frente de su traducción de _El asno de oro_, las siguientes noticias biográficas del autor de esta novela latina: «Lucio Apuleyo, de noble linaje y en su secta platónica, fue natural de la ciudad de Orán, en África, que en aquel tiempo era colonia y población de los romanos, la cual está asentada en los fines de Numidia y Getulia, de donde el mismo Apuleyo confiesa ser; y asimismo Platónico le llama Sidonio de Orán. »Su padre se llamaba Teseo, de los principales de la ciudad, y la madre había nombre Salvia, dueña de mucha virtud; su linaje es muy noble, pues desciende de aquel Plutarco Queronense, y de Sexto, filósofo. »La mujer de Apuleyo se llamaba Pudentila, adornada de todas las virtudes y hermosura. »Él era de buena estatura, los ojos verdes y el cabello rubio. »Floreció en la ciudad de Cartago, teniendo por cónsules Juliano Abito y Claudio Máximo, adonde él, en su mocedad, se empleó en todas las artes liberales, y se aprovechó de la doctrina de los maestros cartagineses, de donde, no sin causa, él se alaba de ser criado en la ciudad insigne de Cartago, a la cual llama venerable maestra de África. »Y también estuvo en la ciudad de Atenas, de donde en aquel tiempo se sacaban los ríos de todas las ciencias, de donde él bebió gran parte; conviene a saber: la afición de la poesía y la política, geometría, y la dulce música, la austeridad de la dialéctica y el manjar real de la filosofía, en tal manera, que con su continuo estudio alcanzó las nueve ciencias liberales. »Después vino a Roma, adonde fue tan dado a la ciencia de la lengua latina, que llegó a la cumbre de la facundia romana, en tal manera, que él fue habido por muy elocuente. Aquí fue ordenado y juntado en el número de los sacerdotes principales de Osiris, el cual se llama el Colegio Sacrosanto, adonde por mandado de aquel ídolo, que por Dios adoraban, él tomó cargo de abogar por los pobres. »Escribió algunos tratados y libros, no menos doctos que elocuentes, de los cuales, los que han parecido, son cuatro libros que se llamaban floridos, en los cuales su florida facundia y olorosa doctrina bien se mostró. Asimismo la oración copiosísima por la cual se defiende contra sus enemigos que le imponían que era mágico, con tanta fuerza y vehemencia de doctrina y elocuencia, que parece que a sí mismo se vence. »Escribió también un libro del Demonio de Sócrates, cuya autoridad alega el bienaventurado San Agustín, en la definición de los demonios y en la descripción de los hombres. »Asimismo escribió dos libros de la enseñanza de Platón, donde recoligió breve y doctamente lo que Platón escribió en diversos libros. »Escribió un libro de cosmografía, adonde no poco se contiene de los meteoros de Aristóteles, y el diálogo de Trismegisto y estos once libros de _El asno de oro_, con tanta hermosura y elegancia y diversidad de materias, que no hay cosa que se pueda decir más hermosa y elegante, ni más florida, en tal manera, que con mucha razón se puede llamar _Asno de oro_, por el estilo, cubierto de oro, y la hermosura de su decir. »Y porque en semejantes libros se acostumbra querer saber la intención del que los escribió, y por qué les puso tal nombre, para esto es de saber que Apuleyo imitó en el argumento de esta su obra a Luciano, filósofo griego; pero en este envolvimiento y oscuridad de transformación, parece que quiso notar la natura de los hombres y sus costumbres malas, porque entendamos que nos tornamos de hombres en asnos cuando, como brutos animales, seguimos tras los deleites y vicios carnales con una asnal torpeza, y que no reluce en nosotros una centella de razón y virtud. Y en esta manera el hombre, según que enseña Orígenes en sus libros, es hecho como caballo y mulo; y así se transmuda el cuerpo humano en cuerpo de bestia. Demás de esto, la reformación de asno en hombre significa que, vencidos los vicios y quitados los deleites corporales, resucita la razón, y el hombre de dentro, que es verdadero hombre, salido de aquella cárcel y cieno del pecado, mediante la virtud y religión, torna a la clara y luciente vida, en tal manera, que podemos decir que los mancebos poseídos de los deleites se tornan en asnos, y después, cuando son más ancianos, mirando con claros ojos la virtud, la abrazan, y entonces, apartando de si la figura de bestia, tornan a recibir la de hombre. »Porque (según dice Platón) entonces ven los hombres las cosas perfectamente, cuando los dejan sus concupiscencias. Y Próculo dice que en esta vida hay muchos lobos, puercos, y otras muchas formas de bestias. De lo cual no nos maravillemos, pues que en esta ínsula vive aquella falsa Circe, que transforma los hombres en puercos. Y esto es, cuando nuestro entendimiento es tan terreno que tiene la voluntad embriagada en los vicios del mundo; entonces nos tornamos bestias, hasta que gustamos las rosas, esto es, la ciencia, que alumbra la razón, cuyo olor suavísimo gustado, se torna en humana forma y razonable entendimiento, apartada de sí la gruesa cobertura de las cosas terrenales. Y cierto que muy pocos hombres se hallan que, estando revueltos en los vicios corporales, vivan templadamente y sin perturbación alguna. »También se puede referir esta materia de transmutación a los muchos trabajos y muchas variedades de la vida humana, en los cuales el hombre casi cada día se transmuta. Y porque estas prefaciones nos enseñan el argumento de la materia propuesta, dejaré de más alargarme en esto y en la vida de Lucio Apuleyo. »Suplico a los lectores, que de estas historias se avisen para bien vivir.» Hasta aquí lo que Cortegana escribió de Apuleyo, y pocos detalles pueden añadirse a esta biografía, por no citarle los autores contemporáneos, y sí solo los Padres de la Iglesia para combatir sus doctrinas filosóficas. Se sabe que nació en el año 114 de J. C., cuando ocupaba el trono imperial Trajano; que su padre era duunviro en la pequeña población de Mandaura (hoy Orán), es decir, el primer magistrado de la ciudad, y su madre sobrina de Plutarco. De sus primeros años ninguna noticia ha llegado a nosotros, si no es la de que profesaba grandísima afición a las letras y a las bellas artes, afición que aumentó con la edad; que joven abandonó su patria, recorrió Egipto y Grecia y se detuvo en Italia; que estudió las doctrinas de los neoplatónicos y asistió a las escuelas de los sofistas de Atenas, como también a las de los retóricos de Roma, enamorándose de la elocuencia declamatoria tan en boga en su época, elocuencia que se aplicaba a todos los asuntos y a la exposición de todas las ciencias; que agotado su patrimonio, no por ello se desalentó, llegando a vender hasta sus propios vestidos; que aprendió solo la lengua latina y estudió el derecho y la retórica. Estos datos y los demás que hay de la vida de este escritor, en su mayor número están tomados de la defensa que de él hizo cuando los parientes de su mujer, Pudentila, le acusaron de practicar la magia. Apuleyo volvió a África en el año 148, cuando ya gozaba de gran reputación, y los cartagineses le acogieron con entusiasmo. Fijó su residencia en Cartago, y al poco tiempo le hicieron célebre sus discursos. En su _Apología_, que es la antes citada defensa contra la acusación de los parientes de su esposa, habla del entusiasmo que inspiraba, de las estatuas que le dedicaron y de la influencia que gozaba en el Senado y entre los magnates. Recuerda con énfasis la variedad de sus aptitudes y su admirable facilidad de palabra, que le proporcionaron tantos rivales y acaso tantos enemigos. Estos aprovecharon el casamiento de Apuleyo con una viuda rica, Pudentila, acusándole de haber empleado artes de magia para hacerse amar de una mujer que era de bastante más edad que él, y Pontiano, hijo de Pudentila, le citó ante el tribunal del procónsul Claudio Máximo, donde Apuleyo pronunció su _Apología_, inspirándole la defensa de su honor y acaso de su vida, rasgos de grande elocuencia. Fue absuelto, pero le quedó el apodo de mágico. No se conocen más detalles de la vida de Apuleyo. Sábese únicamente que murió en el reinado de Antonino, el año 184 de J. C. Deseoso Apuleyo de que sus obras llegaran a la posteridad, dejó coleccionadas las flores de su elocuencia, panegíricos en verso y prosa, novelas, himnos en honor de los héroes y diversos tratados de filosofía; pero perdidas muchas de estas obras, y entre ellas todas las poéticas, solo han llegado a nosotros su _Metamorfosis_, o como vulgarmente se la llama, _El asno de oro_, los fragmentos de sus discursos y arengas, llamados _Las floridas_, su _Apología_ y dos tratados sobre las opiniones del Pórtico y de la Academia, la filosofía de Sócrates y la de Platón. Durante largo tiempo solo fue conocido de Apuleyo _El asno de oro_, y aun hoy día es esta obra la que mantiene su fama. «_El asno de oro_, dice Schœll en su historia de la literatura latina, es una novela satírica en la cual se burla Apuleyo con mucho ingenio y originalidad de las ridiculeces y vicios que dominaban en su siglo, de la general superstición, de la inclinación a lo maravilloso y a la magia, de la trapacería de los sacerdotes del paganismo y de la mala policía en el Imperio romano, que permitía a los ladrones ejecutar impunemente toda clase de fechorías. »El héroe de la novela, cuya curiosidad y lubricidad son castigadas al ser convertido en asno, corre aventuras que le ponen en relación con diversas clases de individuos, y le dan a conocer lo que pasa en el interior de las casas y en las sociedades más secretas. Las abominaciones cubiertas con el velo de sagrados misterios, están pintadas con vivos colores. Termina la novela con una bella descripción de los misterios de Isis, en los cuales es iniciado el héroe, depurando con ellos sus debilidades y regenerándose.» II. El origen de este género de novelas de amor y de aventuras es preciso buscarlo en la primitiva literatura de Grecia y Roma. Adviértense los lejanos principios de esta literatura en la época ática, y puede seguirse su oscuro desarrollo en la alejandrina, pero no se le ve florecer hasta la romana[1]. La diferencia de costumbres y de sociedades explica el tardío favor de la novela entre los antiguos, género literario tan popular en nuestros días, distinto de la historia por la mezcla de la ficción y la escasa importancia de los acontecimientos, distinto de la poesía por el empleo de la prosa y por la pintura de la vida familiar. En los modernos pueblos, los progresos de las ciencias y los estudios abstractos han agotado no poco las fuentes de las fábulas poéticas; y la constitución política de los grandes Estados de Europa, aun de aquellos en que los ciudadanos no tienen directa intervención en el gobierno, no permite que la vida pública absorba por completo la privada. En Grecia y Roma, al contrario, solo muy tarde llegó a hastiarse la imaginación de lo maravilloso de las fábulas épicas, cuadro casi siempre ideal de la vida, y mientras la turbulenta libertad de las pequeñas repúblicas griegas y de la ciudad de Roma consumía en el Ágora y el Foro la existencia de casi todos los ciudadanos, el cuadro de las circunstancias ordinarias de la vida privada fue impotente para seducir los ánimos. Eran entonces preferidos los espectáculos heroicos de la tragedia, y aun la misma comedia, para inspirar interés, tenía que acudir a la pintura de las pasiones políticas. Solo en tiempo de Menandro, es decir, en la época de la conquista macedónica, pacificada la sociedad griega, pudo ser la comedia espejo de las costumbres privadas, y entonces también apareció la novela. Las _Fábulas milesias_ son sin duda de mayor antigüedad, pero en un principio eran recitaciones orales como las _Fábulas frigias_ o el apólogo esópico, y nacieron en una sociedad muy distinta de las demás poblaciones griegas, en una sociedad donde los goces de la vida privada hacían olvidar los de la vida pública. En la sociedad griega, antes de la conquista macedónica, y en la romana, antes del Imperio, todo concurría a retardar la pintura de los cuadros de la vida familiar. Cuando florecían sus repúblicas, griegos y romanos carecían de tiempo para dedicarse a lecturas de mera distracción del espíritu. Los asuntos públicos y privados ocupaban su vida entera, y su misma literatura era una literatura activa, una literatura viva, que se dirigía más a los oyentes que a los lectores, y que se escuchaba en templos, teatros, juegos, festines, tribunas y escuelas. Conforme se fue extinguiendo en Grecia y Roma la actividad de la vida pública, debió extenderse la afición a la pintura de las costumbres. En las obras de Eurípides se advierte ya la tendencia de la tragedia a apartarse de las tradiciones heroicas y a acercarse a los cuadros familiares y novelescos. En la _Flor_ de Agatón, la tragedia es una novela. La comedia nueva aparece bajo la dominación de los sucesores de Alejandro, y en las de Menandro, de Alexis y de Filemón, aún permanece cerrado el santuario de la familia, limitándose estos poetas a retratar cortesanas, jóvenes, padres y esclavos. Puede creerse que en la misma época se propagaron de Jonia en Grecia las _Fábulas milesias_, cuyos autores, más atrevidos, dirigían mirada indiscreta al interior de la familia. Pero estas fábulas eran breves cuentos, muy distintos de las extensas narraciones que empezaron en la época romana. Entonces es cuando aparecen Petronio, Apuleyo, Jámblico, Heliodoro, Aquiles Tacio, porque también empezaba nueva era para el mundo antiguo. Con el Imperio acabaron las costumbres republicanas y la vida pública; los excesos de la libertad habían muerto la libertad; no había ya ciudadanos; los particulares gozan de largos ocios que pueden dedicar a las lecturas frívolas, y los retóricos aprovechan esta holganza de la clase opulenta para entretenerla con interminables novelas de amor y de aventuras. La verdadera patria de esta clase de narraciones es el Oriente porque siempre fue la tierra de la servidumbre política, y de la vida privada. En Oriente es donde se encuentran los ejemplos más antiguos de este género de composiciones, y en las posesiones griegas más en contacto con la vida oriental, es decir, en el Asia Menor, aparecen los primeros ensayos de la literatura novelesca de los griegos. Allí también fue donde más tarde tomó gran desarrollo. En Jonia aparecieron las _Fábulas milesias_; Jámblico, autor de las _Babilónicas_, nació en Siria, como Luciano, que lo fue de la _Luciada_ y de la _Historia verdadera_; Heliodoro era de Emesa, en Fenicia, y Aquiles Tacio de Alejandría. En Chipre, Antioquía y Éfeso vieron también la luz tres novelistas que llevan por nombre Jenofonte. No puede, pues, negarse que la influencia del gusto oriental indujo a algunas imaginaciones hacia lo maravilloso y extraordinario y favoreció en Grecia el desarrollo de las composiciones novelescas; pero no por ello debe afirmarse que la novela griega procede de los cuentos orientales, porque el carácter de estos cuentos y de aquellas novelas es, por regla general, distinto. Aunque las pinturas en las novelas sean poco naturales y verosímiles, todo en ellas es griego, hasta los cuadros del mundo oriental. El elemento maravilloso que ocupa algún espacio en varias de estas narraciones fabulosas, no tiene jamás la amplitud y franqueza con que domina en los cuentos de Oriente. El gusto de la novela pasa de Oriente a Grecia; pero la novela se transforma en manos de los griegos, pues sabido es con cuánta facilidad la raza griega se asimila e imprime el sello de su genio a cuanto coge de las civilizaciones extranjeras. Eran los griegos, naturalmente, aficionados a cuentos. Antes que las narraciones fabulosas llegaran a ser en manos de los retóricos un género literario, se habían hecho multitud de cuentos orales, en los que se había desvanecido, hasta desaparecer, la influencia oriental. Unas veces eran cuentos de madres y nodrizas a los niños; otras de ociosos y desocupados en las barberías; hasta en las encrucijadas de las calles de Atenas había charlatanes, cuyo oficio consistía en entretener a los transeúntes con sus cuentos, como el _Filepsio_ de Aristófanes. Estos cuentos orales eran de muchas clases. Los había morales en el género de las fábulas de Esopo y de la fábula _Líbica_; los había satíricos y agradables, que dieron origen a las _Fábulas sibaríticas_. En su origen, estas fábulas, que algunas veces llamaban _Apotegmas sibaríticos_, eran, más que una narración, la expresión de un chiste, y tal es el carácter de muchos de los cuentecillos que el autor de las Avispas pone en boca de Filocleón. Pero es dudoso que las _Fábulas sibaríticas_ hayan tenido siempre su primitiva sencillez, y la estrecha alianza de Síbaris y de Mileto parece que, a la larga, confundió estas narraciones con las _Fábulas milesias_. Hemos mencionado los cuentos que en la antigüedad tuvieron mayor boga, lo mismo cuando eran transmitidos de boca en boca, que cuando más tarde fueron recogidos, reformados o imitados por los escritores. Pero de estas cortas y fugitivas narraciones, a las novelas compuestas después por los retóricos, hay gran distancia. Antes de llegar al examen de estas novelas, conviene echar rápida ojeada a las narraciones que les sirvieron de origen. Natural era que la elegante y voluptuosa Jonia fuese la cuna de los cuentos eróticos. El nombre solo de Jonios recuerda al pueblo más felizmente dotado de los Helenos, el pueblo en cuyo seno se desarrolla más pronto la poesía, la filosofía, la música, la arquitectura, todas las elegancias y todas las delicadezas de la civilización; pero también el pueblo más dado a los refinamientos de la voluptuosidad. Sucesivamente sometido a la dominación de los Lidios y de los Persas, se cuidó siempre más de su bienestar que de la libertad, y acaso la libertad consistía para ellos en la ausencia de toda clase de cortapisa a sus placeres. «En todos mis viajes solo he encontrado una ciudad libre, decía un sibarita, y es Mileto.» Mileto, la patria de Aspasia y de otras cortesanas tan famosas como las de Corinto, era, en efecto, modelo de este género de independencia, que le valió la admiración de los habitantes de Síbaris, y que estableció entre ambas ciudades relaciones de íntima amistad. De Mileto, como de Síbaris, salieron multitud de cuentos agradables y con sobrada frecuencia licenciosos, que esparcieron por toda Grecia la fama de ambas ciudades y la afición a las costumbres voluptuosas. En vano fue asolada Mileto en la guerra de los Medos; en vano Síbaris fue destruida; los _Cuentos milesios_ y _sibaríticos_ sobrevivieron a la prosperidad de ambos pueblos y llegaron a ser la delicia de la Roma degenerada. Cuando la derrota de Craso se encontró en el bagaje de un oficial romano una colección de esta clase de cuentos, y el _surena_ leyó el libro ante el Senado de Seleucia, para que se formara juicio de las costumbres de aquel pueblo arrogante que pretendía dominar a los Partos. El rival de Septimio Severo, Albino, que fue algún tiempo emperador, ocupaba los ratos de ocio que su ambición le permitía, en leer a Apuleyo y en escribir _Cuentos milesios_, que sus cortesanos encontraban excelentes, pero no tanto su historiador Capitolino. La colección más famosa de _Cuentos milesios_, es la que compuso, no se sabe en qué época, un tal Arístides de Mileto, y que tradujo en latín L. Cornelio Sisenna, dos veces citados por Ovidio, quien parece decir que la obra de Arístides había sido presentada como histórica. Probablemente era un libro en el cual, después de una breve historia de Mileto, refería numerosas anécdotas de la vida milesia; anécdotas que no eran otra cosa sino _Cuentos milesios_. Hegesipo y algunos otros escritores a quienes alude Partenio de Nicea, sin nombrarlos, escribieron obras de igual índole. En la colección de cuentos amatorios que nos ha dejado este gramático, hay muchos _Cuentos milesios_; pues como tales deben ser considerados, no solo los que Partenio copia de Hegesipo o de cualquiera otro autor de las _Historias milesias_, sino todos aquellos que tienen a Mileto por lugar de la escena, y por asunto la incontinencia de las mujeres de aquella ciudad. El recuerdo de estos cuentos se halla en todas las narraciones eróticas de la antigüedad, especialmente en las más antiguas. Uno de los interlocutores del diálogo de Luciano, titulado _Los amores_, hablando de tales narraciones, que acaba de oír, las llama _Cuentos milesios_. Apuleyo no hizo otra cosa que reunir muchos de estos _Cuentos milesios_, entre los cuales está la historia de una madrastra enamorada, como _Fedra_, y un _Cuento del cubero_, que ha aprovechado Lafontaine. No creemos que tenga el mismo origen la fábula de _Psique_, aunque algunas ficciones de pura fantasía desfiguran un poco el primitivo carácter alegórico. Los _Cuentos milesios_ dirigíanse más a los sentidos que al sentimiento, y a lo más había en ellos alguna lección moral, como en una de las narraciones de Partenio, o alguna intención satírica, como en la _Matrona de Éfeso_. Este último cuento, uno de los episodios de _El Satiricón_ de Petronio, también procedía, sin duda, de la Jonia. Éfeso tuvo también, quizá como Mileto, su literatura erótica, y en Jenofonte de Éfeso su Arístides de Mileto. Al menos era célebre, como Mileto, por su vida voluptuosa; y ordinariamente, en cualquiera de ambas ciudades colocaban los novelistas griegos la acción de sus novelas. Los _Cuentos milesios_ son imagen de la primera forma de las narraciones eróticas en la antigüedad. Eran ligeros y rápidos bosquejos en el género de las trovas de la Edad Media, sin la versificación, y de los cuentos que forman el _Decamerón_ de Boccacio y el _Heptamerón_ de Margarita de Navarra. Destinados únicamente a entretener y excitar las imaginaciones sensuales, no tuvieron al principio ninguna pretensión literaria, y eran más agradables cuanto más naturales. Es probable que no tuvieran, por lo general, más extensión que las narraciones del mismo género que Partenio de Nicea extractó de diversas historias para que sirvieran de asuntos de elegía a su amigo Cornelio Galo. Se ve por la obra de Partenio, por una colección idéntica de Plutarco, por algunas de las _Narraciones_ de Conón, y por las _Historias variadas_ de Eliano, que la influencia de los _Cuentos milesios_ se hizo sentir hasta en la historia, introduciendo en ella algunos episodios eróticos, en su mayor número imaginarios. Tales eran los cuentos relativos a la cortesana Ródope, que, según unos, hizo elevar una de las pirámides de Egipto, invitando a cada uno de sus amantes a llevar una piedra, y al decir de otros, llegó a ser reina de Egipto gracias a haber perdido sus pantuflos. El nombre de Ródope es tan popular entre los novelistas griegos, como el de Helena entre los poetas. En _Teágenes y Cariclea_ las seducciones de otra Ródope casi triunfaron de la austeridad de un gran sacerdote de Menfis, y en _Leucipa y Clitofonte_ también hay otra Ródope, pero esta es virtuosa y pura, hasta el punto de provocar con sus desdenes la venganza de Venus. Plutarco, en sus _Obras morales_, cita con la _Pantea_ de Jenofonte a la _Timoquea_ de Aristóbulo y a la _Tebea_ de Teopompo, nombres de algunas heroínas de los cuentos eróticos mezclados a la historia. Fácil sería aumentar esta lista con las narraciones de este género, extractadas de la historia por Conón, Partenio y Plutarco, y también se hubiera podido hacer con un libro, hoy perdido, que erróneamente se atribuyó al logógrafo Cadmo de Mileto, y cuyo título era igual al de la obra de Partenio, _Relatos de pasiones amorosas_. De la historia pasaron los _Cuentos milesios_ a los escritos de los filósofos. Rastros de ellos se advierten en el _Banquete_ de Jenofonte, en el _Tratado del amor_ de Clearco de Solí, en algunas obras idénticas de Teofrastro, de Aristón de Iulis, de Esfodrio el cínico, de Favorino de Arlés, y hasta en algunos de los diálogos, mezclados con narraciones, que quedan de Plutarco, sobre todo en el que lleva por título _Del amor_. Bastante tiempo después, y acaso poco antes de Petronio, los cuentos de amor, tan breves en las _Fábulas milesias_, tan rápidos cuando iban mezclados a la historia y a las novelas históricas y filosóficas, como las que hasta ahora hemos mencionado, tomaron grande extensión y considerable desarrollo. Las antiguas narraciones del género milesio consérvanse a veces en forma de episodios en largas novelas, que ven la luz en la época romana y en la bizantina, mas en general desaparecen al convertirse en narraciones mucho más amplias, que abarcan mucho más tiempo, y que complican la acción principal con gran número de episodios, y añaden a los principales personajes multitud de figuras secundarias. La transición del cuento a la novela no se realizó sin trabajo, y basta comparar la _Luciada_ con _La metamorfosis_ o _El asno de oro_ de Apuleyo, para comprender cuán artificial era a veces el procedimiento de mezclar multitud de cuentos episódicos a la fábula principal, y cuán fácilmente se advierte la soldadura. Pocos cuentos tuvieron en la antigüedad tanto éxito como el de Lucio metamorfoseado en asno gracias a un ungüento mágico, y vuelto a la humana forma al comer rosas. No era esta solamente una narración erótica, sino un cuento de género fantástico, género que también fue muy cultivado en la antigüedad. Mientras los poetas alimentaban la imaginación popular con narraciones relativas a los dioses y las diosas del Olimpo, la superstición no dejó de multiplicar los cuentos referentes a seres sobrenaturales y a sucesos maravillosos. Para exhortar al bien a los niños, se les recitaban fábulas como las de Esopo; para apartarles del mal, cuentos terribles en que intervenían los ogros de ambos sexos de la antigüedad. Y como el imperio de la credulidad no se limita a la infancia, en todas las edades se amedrentaban con cuentos de malhechores y demonios que poblaban los espacios, de fantasmas y aparecidos. Cuando en el primer siglo de la era cristiana el furor de la magia se apoderó de todo el mundo pagano, este aspecto de lo maravilloso abrió ilimitado campo a la fantasía de los narradores. Las novelas de amor tomaron de los cuentos fantásticos muchos de sus episodios, y no hay escritor alguno que desaproveche este recurso que aseguraba el éxito entre los lectores de su época. No es extraño que esto suceda cuando la misma historia también lo hacía; testigo, el genio que, según Plutarco, se aparece a Bruto antes de la batalla de Filipos. Las compilaciones que han llegado a nosotros de Apolonio y de Flegón de Tralles, con título de _Historias maravillosas_, contienen muchos relatos de esta índole, mezclándose en algunos de ellos el artificio de una ingeniosa ficción. Luciano, en uno de sus diálogos titulado _El mentiroso_, incluye una serie de cuentos fantásticos que corrían en su época, uno de los cuales ha servido a Goethe para su cuento _El estudiante brujo_. El filósofo se burlaba de las creencias supersticiosas en su tiempo, pero el hombre de ingenio sabía aprovecharlas para asuntos de sus amenas obras. Se le cree autor de la _Luciada_, y muy bien pudo escribirla como entretenimiento burlesco, de igual modo que su contemporáneo el platónico Apuleyo se divirtió en hacer _El asno de oro_. ¿Es o no de Luciano la obra que ha llegado a nosotros con el título de _Luciada_? Lo que puede asegurarse es que el asunto produjo a lo menos dos obras distintas, atribuidas una a Lucio de Patras y otra a Luciano. ¿Fue este imitador de aquel, o la imitó de este algún falsificador, poniéndola bajo el nombre de Lucio de Patras? La crítica no ha podido aún resolver estas dudas. En opinión de Mr. Chassang, de cuya excelente obra sobre la novela en la antigüedad tomamos estos párrafos, es evidente que el cuento fue repetidas veces rehecho en griego, y debe ser más antiguo que la versión que ha llegado a nosotros, atribuida a Luciano. Uno de los episodios más extraños de la novela, la monstruosa aventura del asno y de la dama de Patras, tenía precedentes en las narraciones de los poetas relativas a Pasífae y en lo que dicen los historiadores de la hija de Hipomeno. Focio, que tuvo a la vista dos versiones en griego de esta novela, una con el nombre de Luciano y otra con el de Lucio, las aprecia y compara. Censura al supuesto Lucio de hablar de todos estos prestigios y encantos en el tono propio de quien cree lo que cuenta, y prefiere la narración de Luciano, que le parece una agradable burla de las supersticiones paganas. De seguro el falso Lucio no creía más ni mejor que el autor de la _Luciada_ en su propia metamorfosis; pero entre esta obra y la de Luciano había la diferencia de referir con pesadez y sin ingenio anécdotas insípidas por sí mismas, mientras que Luciano dio atractivo y belleza a tales extravagancias con una narración ligera, ingeniosa y llena de gracejo. Creemos error de la crítica, sigue diciendo Mr. Chassang, el haber negado algunas veces esta obra a Luciano; la tradición se la conserva, y el buen gusto no la encuentra indigna de él. ¿Es acaso inverosímil que hiciera en cuanto a los cuentos mágicos lo que había hecho respecto a los viajes imaginarios en su _Historia verdadera_? Luciano era de los que tienen el don de transformar cuanto tocan. Uno de los méritos de la _Luciada_ es la brevedad. La prolijidad difusa es, por lo contrario, el principal defecto de _El asno de oro_ de Apuleyo, y este defecto tiene especial importancia en obras de asuntos frívolos. Una broma prolongada fatiga, y así sucede a la novela latina de las aventuras de Lucio. De las dos _Luciadas_, la atribuida a Lucio y la que se cree de Luciano, no se sabe cuál imitó Apuleyo; pero él mismo advierte que refiere una _fábula griega_, y aun añade que ha hilvanado diversos cuentos del género de las fábulas milesias. Así revela el secreto de la composición del libro, que consiste en repetir todos los cuentos de la _Luciada_, añadiéndoles gran número de circunstancias accesorias y de narraciones episódicas. Una sola de estas narraciones vale más que todo el resto de la obra, la historia de Psique. Tampoco fue inventada por Apuleyo, pues evidentemente procede de origen griego y muy antiguo. Esta bella narración contrasta con los cuentos licenciosos, y a veces obscenos, que Apuleyo toma de la _Luciada_, o añade por su cuenta, con tantas pinturas inmorales, que ponen de manifiesto una época en que se representaban en el anfiteatro los amores de Pasífae y de Leda, cuyo realismo los recomendó a la imitación de un escritor famosísimo del siglo XVI, el autor de _El Príncipe_ y de _La mandrágora_[2]. III. _Las floridas_ son una colección de extractos o de párrafos de diversas memorias y discursos. El estilo de estos fragmentos es ampuloso, sin variedad y sin naturalidad. Imitando el ejemplo de sus maestros de Roma, hacía Apuleyo con frecuencia discursos pueriles, cuyo único objeto era su propio panegírico y el de sus oyentes. Por fortuna ponía en ellos algunas digresiones, y a estas se deben varios detalles curiosos, relativos a los usos de la época y a las costumbres religiosas del politeísmo. Las obras religiosas comprenden: 1.º Un tratado del _Dogma de Platón_, que se divide en tres libros: la filosofía natural, la filosofía moral extractada de los libros _De Republica_ y de _Las leyes_, de Platón, y la lógica, que contiene los principios de Aristóteles y de los estoicos. 2.º El tratado de _El mundo_, que reproduce literalmente la doctrina cosmogónica de Aristóteles. 3.º El tratado de _El dios de Sócrates_, en el cual Apuleyo, admitiendo la realidad del genio de Sócrates, examina a qué clase de demonios pertenece. Este libro ha sido ampliamente refutado por San Agustín. El gran doctor acusa a Apuleyo de comercio secreto con el demonio. San Jerónimo le considera como el Anticristo, y proscribe en los términos más enérgicos sus obras, como inspiradas en el espíritu del mal. Apuleyo, sin embargo, no pasa de ser un sectario de la filosofía de Platón, y dentro y fuera del cristianismo tuvo numerosos cómplices, porque era entonces general la influencia del espiritualismo griego, no faltando entre los más doctos cristianos quien tratase de conciliar los mitos poéticos del discípulo de Sócrates, con la sublime moral de Jesucristo, uniendo de esta suerte el antiguo con el nuevo mundo. No se empeñó en tan difícil trabajo Apuleyo, y acaso porque no tuvo ni el propósito, ni siquiera la idea, de demostrar que las doctrinas platónicas eran como el presentimiento de la gran reforma humana consumada por el cristianismo, incurrió en el anatema. En los trabajos filosóficos que de él han llegado a nosotros, no es Apuleyo más que un traductor; no crea ningún nuevo sistema, limitándose a exponer el del maestro. Apenas se atreve a añadir algunos comentarios al texto que traduce, a la concreta exposición de las teorías del filósofo divino. No fatiga su imaginación investigando nuevas verdades, ni examinando las reconocidas, ingeniándose en reproducir laboriosamente las mismas ideas con distintas formas. Socavando en los despojos de la antigua lengua latina, encuentra nuevas palabras para disfrazar ideas vulgares, siendo como escritor lo mismo que era como orador. Este estilo bárbaro e insólito fue sin duda lo que engañó a sus piadosos adversarios, atribuyéndole lo que pertenecía a Platón. No conocieron al amable filósofo vestido con tan rústico traje, ni encontraron en el latín de África rastro alguno de aquella dicción griega tan pura y tan perfecta, de aquel estilo encantador, propio del amado discípulo de Sócrates. EL ASNO DE ORO INTRODUCCIÓN En este libro podrás conocer y saber diversas historias y fábulas, con las cuales deleitarás tus oídos y sentidos: si quisieres leer y no menospreciares mi escritura, porque aquí verás las fortunas y figuras de hombres convertidas en otras imágenes y tornadas otra vez en su misma forma; de manera, que te maravillarás lo que digo. Y si quieres saber quién soy, en pocas palabras te lo diré: Mi antiguo linaje es de Atenas y de Lacedemonia, que son ciudades muy fértiles y nobles, celebradas por muchos escritores. En esta ciudad de Atenas comencé a aprender siendo mozo; después vine a Roma, donde con mucho trabajo y fatiga, sin que maestro me enseñase, aprendí la lengua natural de los romanos. Así que pido perdón si en algo ofendiere, siendo yo rudo para hablar lengua extraña. Que aun la misma mudanza de mi hablar responde a la ciencia y estilo variable que comienzo a escribir. La historia es griega; entiéndela bien y habrás placer. EL ASNO DE ORO. LIBRO PRIMERO. ARGUMENTO. Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, donde estas artes se usaban, y en el camino se juntó con otros dos compañeros: y en aquel camino iban contando cosas increíbles y de maravillar de un embaidor y de dos hechiceras. -- Y luego cómo llegó a la ciudad de Hipata, y de su huésped Milón, y lo que le aconteció en su casa la primera noche. -- Lee y verás cosas de mucho gusto, y toma lo mejor para ti. I. Cómo Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, y en el camino se juntó con dos compañeros, los cuales iban contando admirables acaecimientos de hechiceras. Yendo yo a Tesalia (que de allí era mi linaje por parte de mi madre, de aquel noble Plutarco, y Sexto su sobrino), después de haber pasado por sierras y valles, deleitosos prados llenos de hierbas y campos arados, ya mi caballo iba rendido, y así por esto, como por ejercitar las piernas, que llevaba cansadas de venir caballero, salté de él en tierra y comencé a caminar muy poco a poco, llevándolo por delante. De esta manera alcancé dos compañeros que iban allí cerca, y escuché lo que hablaban. El uno de ellos, con una risa, dijo: --Calla ya; no digas esas palabras mentirosas. Como esto le oí, deseando saber cosas nuevas, dije: --Señores, repartid conmigo de lo que vais hablando, porque huelgo mucho de oír cosas tales, y también porque subiendo esta tan áspera cuesta, el hablar nos alivie parte del trabajo. Entonces, aquel que había comenzado la plática primera, nos dijo: --Por cierto no es más verdad esta mentira, que si alguno dijese que con arte mágica se vuelven atrás los caudalosos ríos, que la mar se cuaja, que los aires no se mueven, que el sol está fijo en el cielo, que despuma en las hierbas la luna, que se arrancan del cielo las estrellas, que se quita el día y la noche se detiene. Yo entonces, con un poco más de osadía, dije: --Oyes, tú que comenzaste la primera habla, por amor de mí que no te pese ni te enojes de proseguir adelante. Asimismo dije al otro: --Paréceme que tú, con grueso entendimiento y rudo corazón, menosprecias lo que por ventura es verdad, y no sabes que muchas cosas juzgan los hombres por mentira, o porque nunca fueron vistas, o porque ellas parecen más grandes de lo que se puede pensar, las cuales, si bien se mirasen y contemplasen, no solamente serían claras de hallar, pero aun fáciles de hacer. Porque yendo yo un día a Atenas, y llegando a la puerta grande que llamaban Decile, vi un hombre de estos que hacen juegos de manos, que tragó una espada bien aguda por la punta. Y luego, por un poco de dinero que le dieron, tomó una lanza por el hierro y metiósela por la barriga; de manera que el hierro que entró por la ingle le salió por la parte del colodrillo a la cabeza, y en la punta de él apareció un niño volteando y danzando, de lo cual nos maravillamos cuantos allí estábamos, que no dijeras sino que era el báculo del dios Esculapio, medio cortados los ramos y nudoso, con una serpiente volteando encima. Así que, tú que comenzaste a hablar, torna lo comenzado, que yo solo te creeré, y demás de esto te prometo que en el primer mesón en que entremos te convidaré a comer conmigo, y esta será la paga de tu trabajo. Él respondió: --Pláceme aceptar lo que dices, y luego proseguiré lo que antes había comenzado, y primero, te juro por el sol, te he de contar cosas que así han pasado, porque no dudes que cierto por mí pasaron, aunque me pesó, y en esta ciudad que aquí cerca está, es cosa muy sabida y manifiesta. Y porque sepáis quién soy, de qué tierra y qué es mi oficio, habéis de saber que yo soy de Egina y ando por estas provincias de Tesalia, Etolia y Beocia, de acá para allá, buscando mercaderías de queso, miel y semejantes cosas de taberneros, y como oyese decir que en la ciudad de Hipata (la cual es la más principal de Tesalia) hubiese buen queso, de buen sabor y provechoso para vender, corrí luego allá para comprar todo lo que pudiese; pero con el pie izquierdo entré en la negociación, que no me sucedió como esperaba, porque otro día antes había venido otro negociador que se llamaba Lobo, y lo había comprado todo. Así que yo, fatigado del camino, fuime hacia el baño y de improviso hallé en la calle a Sócrates, mi amigo y compañero, que estaba sentado en tierra medio vestido, con un sayuelo roto, tan disforme, flaco y amarillo, que parecía tal como aquellos que la triste fortuna trae a pedir por las calles. Como yo lo vi, aunque era muy familiar mío y compañero, con todo esto dudé si le conocía, y llegándome a él, dije: --¡Oh mi Sócrates! ¿Qué es esto? ¿Qué gesto es ese? ¿Qué desventura fue la tuya? En tu casa ya eres llorado; ya a tus hijos han dado tutores los alcaldes. Tu mujer, después de hechas tus exequias y haberte llorado, cargada de luto y tristeza, es importunada por sus parientes que se case, y tú estás aquí como estatua del diablo con nuestra injuria y deshonra. Él entonces me respondió: --¡Oh Aristómenes, no sabes tú las vueltas y rodeos de la fortuna y sus instables movimientos! Y diciendo esto, con su falda rota se cubrió la cara de manera que se descubrió desde el ombligo abajo. Yo no pude sufrir tan miserable vista y triste espectáculo; tomelo por la mano y trabajé con él porque se levantase, y él así con la cara cubierta, me dijo: --Déjame use la fortuna conmigo de su triunfo y siga lo que comenzó. Yo luego desnudeme una de mis vestiduras y prestamente se la vestí, aunque mejor diría que lo cubrí, e hícelo ir a lavar al baño, y dile todo lo que fue menester para untarse y limpiar la mucha suciedad que tenía. Después de bien curado llevelo al mesón e hícelo asentar a la mesa y comer a su placer, amanselo con el comer, alegrelo con el beber, de manera que ya estaba inclinado a hablar en cosas de juego y placer, para conversar como hombre decidor, cuando de lo íntimo de su corazón dio un mortal suspiro, y con la mano derecha se dio un gran golpe en la cara, diciendo: --¡Oh mezquino de mí! que en tanto que anduve siguiendo el arte de la esgrima, que mucho me placía, caí en estas miserias, porque, como tú bien sabes, después de la mucha ganancia que hube en Macedonia, partiéndome de allí con mi dinero, un poco antes que llegase a la ciudad de Larisa, pasando por un valle muy grande lleno de espesa arboleda, hay unas grandes decendidas; allí me cercaron los ladrones y me robaron cuanto traía, y yo escapé medio muerto; víneme a la ciudad y posé en casa de una vieja tabernera llamada Meroes, mujer sabia y parlera, a la cual conté lo que me acaeció en el camino y la gana y ansia que tenía por volver a mi casa, contándole mis penas con mucha fatiga y miseria; ella me empezó a tratar humanamente y diome a cenar muy bien y de balde, y así que, movida o alterada de amor, metiome en su cámara y cama. Yo, mezquino luego, como llegué a ella una vez, se me pegó tanta enfermedad y vejez, que por huir su conversación todo cuanto tenía le di, hasta las vestiduras que los buenos ladrones me dejaron con que me cubriese, y aun algunas de las cosas que había ganado. Así que aquella buena mujer y mi mala fortuna me trajeron a este gesto que poco antes me viste. Yo le respondí: --Por cierto, tú eres merecedor de cualquier mal que te viniese, pues que una mala mujer, y un vicio carnal tan sucio, te hizo olvidar de tu casa, mujer e hijos. Sócrates entonces, poniendo el dedo en la boca, mirando en derredor a ver si era lugar seguro para hablar, dijo: --Calla, calla, no digas mal contra esta mujer que es maga, por ventura no recibas algún daño por tu lengua. A lo cual yo le respondí: --¿Cómo es eso de esa tabernera, y tanto puede? ¿Qué mujer es? Él respondió: --Es muy astuta hechicera, que puede más que los diablos, y los manda a zapatazos; hará temblar la tierra, y cuajar las aguas, deshacer los montes, oscurecer las estrellas, conjurar los muertos, resistir a los dioses. Cuando le oí decir estas cosas, le dije: --Ruégote, por Dios, que no hablemos más en materia tan alta, hablemos en cosas comunes. Sócrates dijo: --¿Quieres oír alguna cosa o muchas de las suyas? Pues has de saber que ella hace que dos enamorados se quieran bien y se amen muy fuertemente, no solamente aquí los naturales, pero aun los que están muy lejos, aunque sea en el cabo del mundo. Oye ahora lo que en presencia de muchos osó hacer a un enamorado suyo porque tuvo que hacer con otra mujer: con una sola palabra lo convirtió en un animal que llaman castor, el cual tiene esta propiedad, que temiendo de no ser tomado por los cazadores, córtase su natura porque lo dejen; y porque otro tanto le aconteciese a aquel su amigo, lo tornó en aquella bestia. Asimismo, a otro su vecino tabernero que le quería mal, convirtió en rana; y ahora el mezquino viejo andaba nadando en la tinaja del vino, y escondiéndose debajo las heces; canta cuando vienen a su casa los que continuaban a comprar de él. También a otro procurador de causas, porque abogó contra ella, lo transformó en un carnero; y así en esta forma procura ahora los pleitos. Esta misma, porque la mujer de un su enamorado le dijo cierta injuria, le hizo tal hechizo, que quedó con la barriga muy grande, como preñada, y todos cuentan el tiempo de su preñez, que son ya ocho años que a la mezquina crece el vientre, como preñez de elefante. La cual, como a muchos dañase, fue tanta la ira que el pueblo tomó contra ella, que determinaron de apedrearla; pero con sus encantamentos, ella supo lo que estaba ordenado, y como aquella Medea, que con la tregua de un día que alcanzó del rey Creón, toda su casa, y su hija, y al mismo rey, quemó en vivas llamas, así esta, con sus imprecaciones infernales, que dentro de un sepulcro hizo (según que la beoda me contó), a todos los vecinos de la ciudad encerró en sus casas con la fuerza de sus encantamentos, que en dos días no pudieron romper las cerraduras ni abrir las puertas, hasta que unos a otros se amonestaron y juraron de no tocarle ni hacer mal alguno, antes de darle todo favor y ayuda. De esta manera amansada, desligó toda la ciudad; pero al autor de este escándalo, con su casa entera, y sus cimientos, a media noche la llevó a otra ciudad cien millas de allí; y porque en la ciudad no había lugar donde pudiese asentar la casa, por la mucha vecindad, la puso en el arrabal, y allí la dejó. Cuando yo le oí esto, díjele: --Por cierto, mi Sócrates, tú dices cosas muy espantables y crueles, y sin duda que en gran miedo me has puesto. Y porque esta vieja (usando de su encantamento) habrá entendido nuestra plática, vámonos a dormir, y muy de mañana huyamos de aquí lo más lejos que pudiéremos. II. Cómo prosiguiendo Aristómenes (que así se llamaba el compañero) su historia, contó a Lucio Apuleyo cómo dos hechiceras, Meroes y Pancia, degollaron aquella noche a Sócrates. Aún yo no había bien acabado de decir esto, cuando Sócrates se adormeció, así por haber bebido de lo que no acostumbra, como también por la luenga fatiga que había padecido. Yo entonces entré la puerta dentro de la cámara y echele la aldaba, y acosteme sobre una camilla que estaba cerca los quicios de la puerta. Así que del miedo que tenía velé un poco, y siendo casi media noche, comenzáronseme a cerrar los ojos; mi fe, si os place, ya dormía, y súpitamente las puertas se arrancaron de sus quicios, y se cayeron en tierra. Mi camilla en que estaba, como era pequeña, y cojo el banco de un pie y los otros podridos, con la fuerza e ímpetu de la puerta, cayó en tierra, y yo caí debajo en el suelo, porque como la cama se volvió, tomome debajo de sí; entonces sentí un efecto natural en contrario, que así como en un gran placer suelen venir lágrimas, así a mí, que estaba lleno de miedo, me venía gran risa, porque estaba de hombre hecho tortuga. Estando así en el suelo cubierto con mi camilla, vi dos mujeres viejas; la una traía un candil ardiendo, la otra un puñal y una esponja, y pusiéronse cerca de Sócrates, que dormía muy bien. La que traía el puñal dijo a la otra: --Hermana Pancia, este es el gran enamorado Endimión, otro Ganímedes, que días y noches burló de mi juventud. Este es el que no solamente contando mis amores me difama y deshonra, mas aun ahora se quería huir, y que yo quede sola y con pena, como Calipso cuando Ulises la dejó y se fue. Diciendo esto me señaló con la mano, y dijo a Pancia: --Y también este buen consejero Aristómenes, que es el autor de esta huida, cercano está de la muerte, echado yace en tierra debajo de la cama; todo esto bien lo ha mirado, mas no crea que ha de pasar sin pena por lo que contra mí dijo, yo le haré que luego, y aun ahora, se arrepienta de lo que malamente ha hablado y del consejo de la huida que quiere hacer. Yo, mezquino, como entendí estas palabras, cubrime de un sudor frío y comenzome a temblar todo el cuerpo, en tanta manera, que mi camilla saltaba temblando en mis espaldas. Pancia dijo entonces: --Pues, hermana, ¿por qué a este no despedazamos primero o le cortamos su natura? Respondiole Meroes (que era la tabernera, la cual conocí más por su gesto de vino que por otra cosa): --Antes me parece que debe de vivir este, para que entierre a este otro cuitado. Y tomando la cabeza de Sócrates por la parte siniestra de la garganta, le metió el puñal hasta los cabos, y tomó la sangre en un barquino, de manera que gota no pareció, y metiendo la mano por la llaga hasta las entrañas, sacó el corazón de mi triste compañero, el cual, como tenía cortado el gaznate, no pudo dar ni un solo gemido. Pancia tomó la esponja que traía, y metióla en la boca de la llaga, diciendo: --Tú, esponja, nacida en la mar, guarda que no pases por ningún río. Diciendo esto, ambas se vinieron a mí y quitáronme la cama de encima, y puestas en cuclillas meáronme la cara, tanto, que me remojaron muy bien, y entonces se fueron, y luego las puertas se tornaron a su lugar como de antes estaban. Yo, como estaba echado en tierra, desnudo y frío y remojado de orines, como si entonces hubiera salido del vientre de mi madre, dije entre mí: «¿Qué será de mí cuando se hallare este a la mañana degollado? ¿Quién me podrá creer, aunque dé mil razones? Porque luego me dirán: Si tú, hombre tan grande, no podías resistir a una mujer, a lo menos dieras voces y llamaras socorro. ¿Cómo en tu presencia degollaban un hombre? ¿Por qué, si eran ladrones, no mataban a ti como a él? Así que, pues escapaste de la muerte, torna a ella.» Considerando yo estas cosas muchas veces, íbase la noche, y venía el día; pareciome buen consejo salirme antes de él, y tomar mis alforjas y mi capa. Comencé de abrir las puertas de la cámara con la llave, y aquellas, que esa noche de su voluntad se abrieron, a mala vez y con mucho trabajo pude abrir, dando veinte vueltas a la llave. Después que salí de la cámara, fuime a la puerta del mesón, y dije al portero: --Oyes, tú, ábreme la puerta, que quiero caminar de mañana. El que cerca de la puerta estaba echado, me respondió: --¿Cómo te quieres partir ahora, que aún es de noche? ¿No sabes que andan ladrones por los caminos? Si tú eres tan simple que deseas morir, nosotros no tenemos cabezas de calabaza que queramos morir por ti. Yo dije: --No hay mucho de aquí al día, cuanto más, que a hombre pobre, ¿qué pueden robarle los ladrones? ¿No sabes tú, hermano, que a hombre desnudo, diez valientes no le pueden despojar? A esto el embeleñado villano, medio dormido, dio una vuelta sobre el otro lado, diciendo: --¿Y qué sé yo ahora si dejas degollado aquel tu compañero con quien cenabas anoche, y te vas huyendo? Cuando yo le oí aquello, en aquel punto me pareció abrirse la tierra, y que vide el maldito profundo del infierno, y el traidor del Cancerbero hambriento por tragarme. Acordóseme que aquella buena de Meroes no me había dejado de matar por misericordia, mas por crueldad, por guardarme para la horca. Así que torneme a la cámara, y pensaba entre mí qué linaje de muerte me habían de dar al otro día; con esta cuita determiné de matarme, y como en la cámara no hubiese armas, volvime a mi camilla, y díjele: --¡Oh mi lecho amado, que has padecido conmigo tanta fatiga esta noche, tú eres sabedor de lo que aquí se hizo; a ti solo puedo tomar por testigo de mi inocencia; ruégote que si tengo que morir, me des algún socorro! Y diciendo esto, desaté una soguilla con que estaba tejido, y echéla de un madero, e hice un lazo en la cuerda, y subido encima de la cama, me lo puse atado al pescuezo, y dando con los pies en la cama por apartarla, para que el cuerpo quedase en el aire, y me ahogase, la cuerda, súpitamente, con el peso del cuerpo se hizo pedazos de vieja y podrida; yo, como caí de lo alto, di sobre Sócrates, que estaba allí echado cerca de mí. Y luego en ese momento entró el portero dando voces: --¿Dónde estás tú que a media noche con gran prisa te querías partir, y ahora te estás en la cama? A esto, no sé si o con la caída que yo di, o por las voces y baraúnda del portero, Sócrates se levantó primero que yo, diciendo: --No sin causa los huéspedes aborrecen y dicen mal de estos mesoneros; ved ahora este necio importuno cómo entró de rondón en la cámara, creo que por hurtar algo. Con sus voces me despertó. Cuando yo vi a mi compañero hablar, fuime a él y abracele y besele muchas veces; él me dijo: --Quítate allá, que hiedes malamente. Entonces yo le mudé el propósito, y lo hice levantar, y luego nos partimos. Empezamos a caminar ya cuando el sol alumbraba toda la tierra: yo iba muy curiosamente mirando a mi compañero la garganta por aquella parte que le había visto meter el puñal, y decía entre mí. Cierto, anoche yo estaba tan lleno de vino, que soñé cosas del diablo: he aquí Sócrates vivo y sano. ¿Dónde está la herida? ¿Dónde esta la esponja? Entonces dije a mi compañero: --No sin causa dicen los médicos que los que mucho cenan y beben, sueñan pesados sueños, así me aconteció a mí, que anoche, como me desordené en el beber, soñé crueles y espantables cosas, que aun me parecía que estaba rociado con sangre de hombre. A esto respondió él riéndose: --Antes me parece que estás rociado con meados. Pero también soñaba yo que me degollaban, y me dolió la garganta, y que me arrancaban el corazón: y aun ahora no puedo resollar; por tanto, quería comer alguna cosa para esforzar. Yo entonces le dije: --He aquí el almuerzo. Luego saqué pan y queso, y sentámonos a almorzar. Yo lo estaba mirando cómo tragaba los bocados con una flaqueza intrínseca y un color amarillo, que parecía de muerto: yo, pensando en aquellas brujas, estaba tan medroso, que el bocado de pan que había mordido se me atravesó en el galillo, de manera que no podía pasar abajo, ni tornar arriba, y también tenía temor por no ver pasar a nadie por el camino. Sócrates, desde que hubo bien comido del pan y queso, tenía gran sed, y cerca de allí do estábamos asentados, corría un hermoso y claro río, adonde mi compañero fue a matar su sed; y echándose de bruces en el agua, empezando a meter los labios, se le abrió súpitamente la degolladura, y de dentro salió la esponja con una poca de sangre. Yo, cuando esto vi, asile por los pies y tirelo a tierra, que de otra manera, el cuerpo sin alma cayera en el río. Después (según el tiempo y lugar) lloré a mi compañero, y le di en la arena sepultura para siempre. Y con mucha ansia me fui por esos caminos; y dejando mi tierra y casa, tomando voluntario destierro me fui a Etolia, y allí me casé, donde ahora soy morador. De esta manera nos contó Aristómenes su historia: y el otro su compañero, medio riendo, dijo: --No hay mentira tan fabulosa en el mundo como esta. Y mirando hacia mí, dijo: --Tú, hombre de bien (según tu presencia y hábito muestran), ¿crees esta conseja? Yo le respondí: --Cierto: no pienso que hay cosa imposible, porque muchas veces acaecen a mí y a ti, y a todos los hombres, cosas maravillosas que nunca acontecieron, que si se cuentan a persona rústica, no son creídas. Y volviéndome a Aristómenes, le dije: --Mucho holgué de oír tu historia, y de mi parte lo agradezco mucho, porque con tu cuento me hiciste olvidar el camino y pasarlo sin fatiga; del cual beneficio también mi caballo lleva su parte, porque sin trabajo suyo he venido hasta la puerta de esta ciudad, no encima de él, mas de mis orejas. Aquí nos apartamos; yo entré en la ciudad, y mis compañeros pasaron adelante. III. Cómo Lucio Apuleyo llegó a la ciudad de Hipata y fue a posar en casa de Milón, y lo que con Pitias le aconteció. Llegando al primer mesón que hallé, pregunté a una vieja tabernera si conocía uno de los principales de aquel pueblo que se llamaba Milón. La vieja respondió: --Por cierto así es, que este Milón es el más honrado de su casa. Yo le dije: --Madre mía, dejemos burlas y dime en qué casa mora. Ella respondió: --¿Ves aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad, de frente una calleja sin salida? pues allí mora Milón, harto rico, y mayor avariento, y de baja condición, hombre infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo dar dinero a usura, sobre buenas prendas de plata y oro; metido en una casilla pequeña, está siempre pensando en su dinero, con su mujer, compañera de tristeza y avaricia, y no tiene en su casa persona, sino una mozuela, y tanto es avariento, que anda vestido como un pobre hombre. Cuando yo oí esto, reíme entre mí, diciendo: --Por cierto, bien encaminado vengo de mi amigo Demeas, pues a tal hombre me envía para que me dé posada, en cuya casa ni habrá miedo del humo ni del olor de la cocina. Y diciendo esto llegué a la puerta de Milón, a la cual, como estaba muy bien cerrada, empecé a llamar. En esto salió una mozuela de dentro, que me dijo: --Oyes tú, que tan reciamente llamas a la puerta, ¿qué prenda traes para que te preste sobre ella dineros? Yo le respondí: --Mejor lo haga Dios conmigo; respóndeme si está en casa tu señor. Ella dijo: --Sí está; mas dime: ¿qué es lo que quieres? Yo respondí: --Tráigole cartas de Corinto, de su amigo Demeas. Ella me dijo: --Espera en cuanto se lo digo. Y cerrando muy bien la puerta, se entró para dentro. De allí a poco tornó a salir, y abriéndola, me dijo que entrase. Yo entré y hallé a Milón sentado a una mesilla pequeña, que entonces empezaba a cenar. Y la mujer estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi nada que comer. Él me dijo: --Esta es tu posada. Yo le di muchas gracias, y luego le di las cartas de Demeas, las cuales por él leídas, dijo: --Yo soy muy contento de tener tan honrado huésped como mi amigo Demeas me envía. Y diciendo esto, hizo levantar a su mujer, y a mí, tomándome por la halda, me hizo sentar en su lugar, diciendo que por miedo de ladrones no tenía otra silla ni otras cosas que convenían. Después que yo fui sentado, me dijo. --Huésped honrado, ruégote que no menosprecies la angostura de mi casa, que está aparejada para lo que mandares, y ves allí a aquella cámara, que es razonable, donde puedes estar a tu placer. Porque cierto, tu persona hará mayor la casa; demás de esto, imitarás a tu padre Teseo, que nunca se menospreció de posar en casa de aquella buena vieja Hecales. Entonces llamó a la moza, y díjole: --Andria, toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo, y saca aceite para untarse y un paño para limpiarle, y llévalo al baño más cercano, porque vendrá fatigado del largo camino. Cuando yo le oí esto, dije: --No he menester nada de esto, que yo iré y preguntaré por el baño. Lo que ahora querría es que para mi caballo me compres tú, Andria, heno y cebada, ves aquí los dineros. Entonces puse mi ropa en aquella cámara, y yendo al baño, acordé de proveer primero algo para cenar, y fuime a la plaza de Cupido a donde había gran abundancia, y compré pescado. Al tiempo que me venía topé con Pitias, que fue mi compañero cuando estudiábamos en Atenas, el cual, como me vio, se vino a mi y abrazome y diome paz amorosamente, y dijo: --¡Oh, mi Lucio! mucho tiempo ha que no nos vimos; ¿qué es ahora la causa de tu venida? Yo dije: --Mañana nos veremos más despacio, y entonces te lo diré. Mas ¿qué es esto? Yo he gran placer en verte con vara de justicia; según tu hábito, debes tener oficio en la ciudad. Él me respondió: --Soy almotacén, tengo cargo de las cosas de comer; por eso, si quieres comprar algo, bien te podré aprovechar. Yo no quise, porque ya tenía comprado lo necesario para cenar. Pero él, como vio la espuerta del pescado, tomola, y mirando los peces que en ella había, dijo: --¿Cuánto te costó este rehús? Yo le dije que veinte maravedís. Lo cual como él oyó, tomome por la halda y llevome a la plaza de Cupido y preguntome: --¿De cuál de estos lo compraste? Yo le mostré un vejezuelo que estaba sentado en un rincón. Al cual, con voces ásperas (como a su oficio convenía), empezó a maltratar diciendo: --Vosotros ni perdonáis a nuestros amigos ni a los forasteros que aquí vienen, porque vendéis el pescado podrido por tan gran precio, y hacéis con vuestra carestía que una ciudad como esta, que es la flor de Tesalia, se torne en un desierto. Pero no lo haréis sin pena, a lo menos en tanto que yo tuviere este cargo. Y tomando la espuerta del pescado la derramó por el suelo e hizo a uno de sus oficiales que lo rehollasen con los pies. Así que mi amigo Pitias contestó con este castigo, me dijo: --Lucio, bien basta lo que hice a este vejezuelo; vete con Dios. Yo quedé mal contento de esto, y me fui al baño sin cena y sin dineros, por el buen consejo de aquel mi amigo Pitias. Así que, después de lavado, torneme a la posada de Milón y entreme en la cámara. Luego vino Andria, la moza de casa, a llamarme diciendo: --Ruégate mi señor que vayas allá. Yo, sabiendo la miseria de Milón, excuseme diciendo que quien venía fatigado del camino, más había menester reposar en la cama que otra cosa. Mas Milón se vino a mí, y tomome por la mano y llevome a aquella su pequeña y pobre mesilla, donde me hizo sentar. Y luego me preguntó: --¿Cómo está mi amigo Demeas? ¿cómo está su mujer e hijos? Yo le di cuenta de todo muy cumplidamente. Así mismo me preguntó ahincadamente la causa de mi venida, la cual después que muy bien le relaté, me preguntó de la tierra y del estado de la ciudad, y quién la regía y gobernaba, y otras cosas. Plugo a Dios que acabó de parlar el viejo rancioso, más hambriento del sueño que harto de la cena, y dándome licencia me fui a dormir. LIBRO II. ARGUMENTO. Andando Lucio Apuleyo mirando la ciudad de Hipata, se conoció con una tía suya; era dueña muy rica; y cómo fue avisado de ella que se guardase de la mujer de Milón, porque era grande hechicera. -- Y cómo se enamoró de la moza de casa. -- Y de un convite que le hizo su tía, donde infiere cosas graciosas y de placer. -- Y cómo guardando uno a un muerto, le cortaron las narices y orejas. -- Después, cómo Lucio Apuleyo tornó de noche a su posada cansado de haber muerto, no a tres hombres, mas a tres odres. I. Cómo andando Lucio Apuleyo por la ciudad se conoció con una su tía, que le dio algunos avisos. Viniendo la mañana, yo me levanté con ansia y deseo de saber aquellas cosas que son raras y maravillosas, pensando entre mí que estaba en aquella ciudad tan populosa, y que era nombrada por todo el mundo de haber en ella muchos encantamentos de arte mágica. También consideraba en aquella fábula de Aristómenes mi compañero, la cual había acontecido en aquella ciudad. Y así andaba escudriñando todas las cosas que veía. Y no había cosa que, mirándola yo, creyese ser lo que veía; mas parecíame que todas con encantamento estaban tornadas en otra figura. Andando así, atónito, no hallando principio a lo que deseaba, halleme en la plaza de Cupido, a donde vi venir una dueña con una buena compañía de servidores, vestida de oro y seda y piedras preciosas. Venía a su lado un viejo honrado, el cual, como me vio, dijo: --En verdad, este es Lucio. Y diome paz; y llegándose a la oreja de la dueña, no sé qué le habló, que, volviéndose a mí, dijo: --¿Por qué no te llegas a tu madre y le hablas? Yo le respondí: --He vergüenza, porque no la conozco. Y diciendo esto me detuve. Ella puso los ojos en mí, diciendo: --¡Oh bondad generosa de aquella muy noble Salvia, tu madre, prima mía, que en todo le pareces! Llégate a mí, que yo soy aquella Birrena, tu tía, cuyo nombre bien has oído muchas veces a tus padres. Ruégote que vengas a mi posada, aunque mejor diré a la tuya. A esto respondí con mucha mesura y cortesía: --Señora, yo poso en casa de Milón, y no me será bien contado mudar de posada; lo que haré será que te visitaré muchas veces. Hablando estas y otras cosas llegamos a su casa, la cual era muy hermosa y bien labrada. Había en ella cuatro órdenes de columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una estatua de la diosa de la Victoria, tan artificiosamente labradas, con sus rostros, alas y plumas, que parecía que querían volar. De la otra parte estaba la estatua de la diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, enfrente de la entrada de la puerta. Estaba esta diosa tan pulidamente labrada, que parecía que el aire llevaba su vestidura y que se movía y andaba, y en su presencia mostraba gran majestad. Alderredor de ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que amenazaban con los ojos, las orejas alzadas, las narices y las bocas abiertas. A las espaldas de esta diosa estaba una piedra muy grande, cavada en manera de cueva, en la cual había esculpidas hierbas de muchas maneras, con sus troncos y hojas, pámpanos y parras, y otras flores que resplandecían dentro de la cueva con la claridad de la estatua Diana, que era de mármol muy claro, y resplandeciente. Pensaras que viniendo el tiempo de las uvas, cuando ellas maduran, que podrás coger de ellas para comer. Y si miraras las fuentes que a los pies de la diosa corrían como un arroyo, creyeras que los racimos que cuelgan de las parras eran verdaderos, que aun no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de estos árboles y flores estaba la imagen del rey Acteón; estaba mirando cómo ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella Birrena, mi tía: --Tuyo es todo lo que aquí ves. Y diciendo esto mandó a los que allí estaban que se apartasen, que quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, me dijo: --Lucio, hijo muy amado, por esta diosa que delante de nos está, que tengo mucha compasión y ansia de ti, deseando cómo proveerte y remediarte, porque no te querría ver en esta tierra, ni en otra, en peligros y trabajos que ligeramente vienen a las personas. Guárdate fuertemente de las malas artes y peores halagos de aquella Pánfila, mujer de tu huésped Milón, porque es gran mágica y maestra de cuantas hechicerías se pueden pensar; que con cogollos de árboles y pedrezuelas y semejantes cosas, con ciertas palabras hace que la luz del día se torne tinieblas, y que la mar se levante y la tierra tiemble. Y si ve algún gentilhombre que tenga buena disposición, luego se enamora de él, y le hace tales encantamentos, que le ata el cuerpo y el alma, y después que se harta de él, conviértelo en piedra o en bestia, o en otra forma que ella quiere, y a otros mata. Esto te digo temblando, porque te guardes, que es muy enamorada, y tú, como eres mozo y gentilhombre, agradarle has. Esto me decía mi tía con harta congoja y pena que de mí tenía. Mas yo holgué mucho de saber que mi huéspeda era mágica, porque pretendía alcanzar algo de ella. Y disimulando con mi tía lo mejor que pude, me despedí, pidiéndome que la visitase muchas veces, ya que no quería aceptar su posada. De esta manera salí de manos de mi tía, que ya no veía la hora de verme en casa de Milón, mi huésped. II. Cómo Lucio Apuleyo se enamoró de Andria, la moza de su huésped Milón, y lo que pasó con ella. Después que me aparté de mi tía me iba para casa de mi huésped; en el camino decía entre mí: --Ea, Lucio, vélate bien, que ahora tienes entre las manos lo que tanto deseabas. Desecha de ti todo miedo, porque puedas presto alcanzar lo que deseas; pero mira bien que te apartes de no hacer vileza ni ensuciar la cama y honra de tu huésped Milón. Con todo eso bien puedes requerir de amores a Andria su criada, que parece agudilla, bonica y alegre. Aun bien te debes recordar cuando anoche te ibas a dormir, cómo ella te acompañó mostrándote la cámara, y cubriéndote con la ropa después de acostado, y te besó en la cabeza, partiéndose de allí contra su voluntad. Yendo yo disputando entre mí estas cosas, llegué a la casa de Milón, y, como dicen, yo por mis pies confirmé la sentencia de lo que había pensado. Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que eran idos fuera, sino a sola mi Andria, que aparejaba de comer para sus amos. Estaba vestida de blanco, su camisa limpia, y ceñida una faja blanca por debajo de la tetas; y con sus manos blancas y lindas estaba haciendo unos pasteles; y como traía alderredor la masa, ella también se movía tan apaciblemente, que yo, con lo que veía, estaba enamorado de ella; y lo más cortésmente que pude, dije: --Señora Andria, con tanta gracia y donaire aparejas este manjar, que yo creo ser más dulce y sabroso que otro alguno. Cierto, será dichoso aquel que dejares tocar a tus vestidos. Ella, como era viva y decidora, me dijo: --Anda, mezquino, quítate de aquí, vete de la cocina, no te llegues al fuego, porque si un poco del mío te tocare, arderás de dentro, que nadie podrá apagarlo sino yo, que sé muy bien merecer la olla y cama. Diciendo esto mirome y riose; pero yo no me partí de allí hasta que le toqué con mis manos por su cuerpo, y dejadas las particularidades de su persona, porque todas eran cabales, yo me enamoré tanto de sus cabellos, que en público nunca partía los ojos de ellos, tanto les era su aficionado. Entonces tuve por cierta razón y conocí que la cabeza y cabellos es la parte principal de la hermosura en las mujeres, por dos razones, o porque es la primera cosa que nos ocurre a los ojos, o porque adorna la cabeza de la manera que los vestidos adornan las otras partes del cuerpo. Si trasquilasen la más hermosa mujer que hubiese en el mundo, aunque fuese la diosa Venus, acompañada de sus ninfas graciosas, con su Cupido y toda la más compañía que le sigue, con su arreo de cinta de oro y hermosas cadenas al cuello, y olores de cinamomo y bálsamo, si viniere sin cabellos, no aplacerá ni aun a su marido Vulcano. ¿Qué color puede más agradar que el natural de sus cabellos? Tanta es la gracia de ellos, que, aunque una mujer esté vestida de seda y oro y piedras preciosas, si no mostrase sus cabellos, no podrá estar perfectamente ornada ni ataviada. Pero en Andria, mi señora, no el atavío de su persona, mas estando revuelta como estaba, le daba más gracia. Ella los tenía espesos y largos que le llegaban abajo de la cintura, y con una redecilla de oro ligados con un nudo muy artificialmente dado, que le daba mucha gracia. De manera que yo no me pude sufrir, y tomándola por el trenzado, la empecé a besar. Ella me dijo: --Oyes tú, escolar, dulce y amargo gusto tomas, pues mira que te aviso que, a trueque de comer de la miel, no gustes después la hiel. Yo le respondí: --Mi señora, por solo darte un beso a mi contento, sufriré veinte mil penas. Y sintiendo yo que ella estaba ya encendida en mi amor, la abracé y besé muy a mi placer, y prometiome que esa noche se acostaría conmigo. Así que con esta promesa nos partimos por entonces. Después, ya que era mediodía, mi tía Birrena me envió un presente de media docena de gallinas, un lechón y un barril de vino añejo. Yo lo entregué a Andria, como despensera de la miserable casa de Milón, y díjele: --Ves aquí, señora, el dios del amor e instrumento de nuestro placer, viene sin llamarlo, de su propia gana. Bebámoslo sin que gota quede, porque nos quite la vergüenza y nos incite la fuerza de nuestra alegría, que esta es la vitualla o provisión que ha menester el navío de Venus; conviene, a saber, que en la noche sin sueño abunde en el candil aceite y vino en la copa. Después que hube comido, me fui otra vez al baño; ya la noche me recogí a casa, y convidome a cenar mi huésped. Senteme a una pequeña mesilla, guardándome cuanto podía de la vista de Pánfila, su mujer, porque acordándome del aviso que me había dado mi tía, parecíame que veía el infierno cuando la miraba, y por eso empleaba los ojos en mi Andria. En esto, como vino la noche y encendieron lumbre, la mujer de Milón, mirando el candil, dijo: --Cuán grande agua hará mañana. El marido le preguntó que cómo lo sabía. Ella le respondió que la lumbre se lo decía. Milón, riéndose, dijo: --Por cierto la gran sibila profetisa mantenemos en este candil que todas las cosas que han de ser nos dice primero. Yo entremetime a hablar en su plática, y dije: --Pues sabe que este es el principal argumento de la adivinación, y no te maravilles, porque como esta sea lumbre encendida por manos de hombres, a semejanza de aquel fuego mayor que está en el cielo, y, por tanto, se puede adivinar todo. Yo vi ahora en Corinto, antes que de allí partiese, un sabio que allí es venido, que toda la ciudad se espanta de respuestas maravillosas que da a los que le preguntan sus venturas y caminos que han de hacer, y qué día es bueno para hacer casamientos, o para hacer viajes y otras cosas. A mí dijo cuando venía para esta ciudad, que me acaecerían grandes cosas y que de mí se haría un cuento fabuloso, y cosas variables, y que había de escribir libros. A esto respondió Milón riéndose: --¿Qué señas tiene ese hombre, cómo se llama? Yo le dije que era un hombre de buena estatura, entre rojo y negrillo, que se llamaba Diófanes. Entonces Milón dijo: --Ese es el que aquí en esta ciudad hacía muchas cosas semejantes a las que dices, por donde ganó hartos dineros; y estando él un día cercado de muchas gentes que le preguntaban sus venturas y suertes, acaso llegó un mozo que le abrazó, y el sabio se holgó mucho de verlo, y preguntando el mancebo cómo le había ido en el viaje de la isla Rubea, él dijo que muy mal, porque la nave, con una grande tormenta, se abrió, y ellos en un pequeño barquillo habían salido con harto trabajo a tierra. Oyendo esto los que presentes estaban, se rieron y mofaron del sabio, diciendo que cómo conocía el hado y suerte de los otros y era necio en lo que le importaba. Pero tú, Lucio, ¿crees que aquel sabio te dijo verdad? No lo creas, que son grandes charlatanes, y con sus mentiras roban al pueblo ignorante y rudo. Mi amigo Milón se detenía tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me deshacía, porque quería ir a gozar de mi Andria. Finalmente, que yo me despedí de él, diciendo que todo me dormía, porque aún estaba fatigado del camino. Y así me fui a mi aposento, a donde hallé muy ricamente de cenar y las copas llenas de vino. Como yo cené a mi placer, acosteme en la cama. He aquí do viene mi Andria (que ya dejaba acostada a su señora) con una guirnalda de rosas, la cual, como llegó, me besó muy dulcemente, y tomando las rosas, las echó sobre la cama; después hinchó una taza de vino, templola con agua caliente, y me la dio a beber, y teniéndola medio bebida, me la tomó de las manos y bebiose lo que me quedaba, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera bebimos otra vez, hasta la tercera. Después que estaba ya harto de beber, y no solamente con el deseo, sino también con el cuerpo aparejado a la batalla, roguele que se apiadara de mí y se acostase, diciéndole: --Ya ves cuánta pena me ha dado tu señora, porque estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido, después que la primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fue causa de que mi arco se extendiese tanto, que si no le aflojas, tengo miedo que con la mucha tensión la cuerda se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi voluntad, suelta tus cabellos y así me abrazarás. No tardó ella, que había alzado la mesa prestamente con todas aquellas cosas que en ella estaban, y desnudada de todas sus vestiduras, hasta la camisa, y sueltos los cabellos, que parecía la diosa Venus cuando sale de la mar, blanca y hermosa, poniéndose la mano delante de sus vergüenzas. Y acostándose en par de mí, dijo: --Ahora haz de mí lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida ni te he de volver las espaldas. Así que pasamos la noche recreando el cuerpo con el beber, y de esta manera entretuvimos algunas otras, aguardando lo que la fortuna quería hacer de mí. III. Cómo Birrena convidó a su sobrino Lucio Apuleyo, y de un cuento muy gracioso que uno contó. Pasados algunos días en que me recreaba con mi Andria, mi tía me rogó que fuese una noche a cenar con ella, lo cual yo le concedí, más por su ruego que por voluntad que tenía, por no apartarme de mi Andria, a la cual primero pedí licencia, y ella me la dio diciendo que volviese temprano del convite, porque de noche andaban por las calles bandas de ladrones que cruelmente mataban a cualquier hombre; yo le prometí de volver lo más presto que pudiese, y dije que conmigo llevaba mi espada para guardarme y defenderme. Con esto me despedí de ella y fui a la cena, donde hallé otros muchos convidados, que como mi tía era principal de la ciudad, así era el convite bien acompañado y suntuoso. Allí había mesas ricas de cedro y marfil, cubiertas con paños de brocado; muchas copas y tazas de diversas maneras, y todas de muy gran precio; las unas eran de vidrio artificialmente labrado; otras de cristal pintado; otras de plata y oro resplandeciente, adornadas de piedras preciosas, que ponían gana de beber; finalmente, que todo el suntuoso aparejo que puede ser, allí lo había. Los pajes y servidores de la mesa eran muchos y bien ataviados; los manjares, en abundancia y muy bien guisados; los vinos, añejos, muy finos y de muchas maneras. En comenzando a cenar, comenzaron a hablar los convidados, riéndose y burlando. Mi tía dijo entonces: --¿Cómo te va en esta nuestra tierra, que cierto es la principal del mundo en edificios, y de mucha mercadería, seguridad y franqueza para todos los extranjeros? A esto yo respondí: --Por cierto, señora, así me parece; mas he miedo de las tinieblas y maldades del arte mágica, que me dicen que es aquí muy usado, y que aun los muertos no están seguros en sus sepulturas, porque de allí los sacan y toman ciertas partes de sus cuerpos y cortaduras para hacer mal a los vivos, y que las viejas hechiceras, en el punto que alguno muere, en tanto que le aparejan las exequias, con gran cuidado procuran de tomarle alguna cosa de su cuerpo. Diciendo yo esto, respondió uno que allí estaba: --Antes digo que aquí tampoco perdonan a los vivos, y aún no sé quién padeció lo semejante, que tiene la cara cortada disforme y fea de toda parte. Como aquel dijo estas palabras, comenzaron todos a dar grandes risas, volviendo las caras y mirando a uno que estaba sentado al canto de la mesa, el cual, confuso y turbado de la burla que los otros hacían de él, comenzó a reñir entre sí, y como se quiso levantar para irse, Birrena le dijo: --Antes te ruego, mi Telefrón, que no te vayas; siéntate un poco, y por cortesía que nos cuentes aquella historia que te aconteció, porque mi hijo Lucio goce de oír tu graciosa fábula. Él respondió: --Señora, tú me ruegas como noble y virtuosa, pero no es de sufrir la soberbia y necedad en algunos hombres. De esta manera Telefrón enojado, Birrena con mucha instancia le rogaba y juraba por su vida que, aunque fuese contra su voluntad, se lo recontase y dijese; así que él hizo lo que ella mandaba, y dijo de esta manera: --Siendo yo huérfano de padre y de madre, partí de Mileto para ir a ver una fiesta Olimpia, y oyendo decir la gran fama de esta provincia, deseaba mucho verla. Así que, andando toda Tesalia, llegué a la ciudad de Larisa con mal agüero de aves negras. Y andando mirando por todas partes las cosas de allí, ya que se me enflaquecía la bolsa, comencé a buscar el remedio para mi pobreza, y andando así, veo en medio de la plaza un viejo que a voces altas decía: --Si alguno quisiere guardar un muerto, avéngase conmigo en el precio. Yo pregunté a uno de los que pasaban: --¿Qué cosa es esta? ¿Suelen aquí guardar los muertos? Respondiome aquel: --Calla, hermano, que bien pareces extranjero, y por eso no sabes que estás en medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras les cortan narices y orejas, porque con esto hacen sus artes y encantamentos. Yo entonces le dije: --Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es esta de los difuntos? Él me respondió: --Primeramente toda la noche ha de velar muy bien abiertos los ojos y siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar en otra parte, ni solamente volverlos de él, porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que quieran, en volviendo la cara, luego se meten y esconden, una vez hechas aves, otra vez perros y ratones y también moscas. Y como están dentro, con sus malditos encantamentos oprimen y echan sueño a los que guardan; de manera que no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres hacen por su mal vicio; y por este tan grande trabajo no dan de salario más de cuatro ducados de oro, poco más o menos. Lo principal se me olvidaba por decirte: que si el guardador del muerto no lo restituye entero a la mañana, como se lo entregaron, todo lo que hallaren cortado y disminuido del muerto, han de cortar en su misma carne del vivo para rehacer al muerto lo que falta. Oyendo esto, esforceme lo mejor que pude, y llegándome al que pregonaba, le dije: --Deja de pregonar, que aquí está quien guardará al muerto. Dime, ¿qué salario me han de dar? Él dijo: --Darte han mil maravedís; pero, mira, mancebo, que este cuerpo es de un hombre principal de esta ciudad; por tanto, vélate bien por guardarlo de estas malas arpías. Yo le dije entonces: --¿Para qué me dices esto? ¿No ves que soy hombre de hierro, que nunca entró sueño en mí? Cierto, más veo que un lince; estoy más lleno de ojos que Argos. No había dicho esto, cuando me llevó a una casa, la cual tenía cerradas las ventanas; metiome dentro por un pequeño postigo, y llevome a una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña vestida de luto, y llegando a ella la dijo: --Este es el hombre que ha de guardar a tu marido. Ella me dijo: --Mira bien, hermano, que guardes con vigilancia lo que tomas a cargo. Yo la respondí: --Señora, déjate de eso, y mándame dar de cenar. Lo cual a ella le plugo, y metiome después en un aposento, donde estaba el difunto cubierto de sábanas blancas, y trajo allí siete testigos. Luego, levantando la sábana, descubrió el muerto llorando y enseñome todas las partes de su cuerpo, diciendo que fuesen de ello testigos, lo cual un escribano asentaba en su registro. Ella decía: --¿Ves aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin faltarle cosa y la barba maciza? Vosotros buenos testigos sois de todo. Diciendo esto, me mandó proveer de un candil con aceite y un jarro de vino para acompañarme con pan y queso. En fin, se fueron todos, y yo quedé solo y con harta tristeza; pero esforzándome lo más que pude, refregaba mis ojos, y a ratos cantaba, paseaba y hablaba en muchas cosas por no caer en sueño, por la pena que tenía si no lo guardaba bien. Siendo ya gran parte de la noche, a mí me vino un miedo grande; en esto entró una comadreja, y púsoseme a mirar a la cara muy fuertemente. Yo, viendo un tan pequeño animal que me miraba con ahinco, indigneme contra él, y díjele: --Oh bestia sucia y mala, ¿por qué no te vas de aquí, y te encierras con los ratoncillos tus iguales, antes que experimentes el daño que te puedo hacer? En esto la comadreja se fue. Y no tardó mucho que me vino un sueño tan profundo, como que me echaban en el centro de los abismos; de tal manera que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que estábamos en el aposento fuese más muerto. Estando así desarmado, y quien había menester otro que me guardase, casi que no estaba allí donde estaba. En fin, cantando el gallo, yo desperté con grande sobresalto y temor, y tomando el candil en la mano, fui a mirar con gran prisa el muerto, y con gran diligencia le caté todo el cuerpo, y hallé que todo estaba sano y entero. En esto vino la mañana, y he aquí do entra la mujer llorando, y mostrando mucha pena entraron con ella los siete testigos que la noche antes había traído. Y echándose sobre el cuerpo, lo besaba muchas veces; y mirándolo todo y reconociéndolo, halló que estaba entero y sano. Entonces llamó a un su mayordomo que me pagase por la buena guarda que había hecho; luego me pagaron, y la dueña me dijo: --Mira, mancebo, todo lo que te fuere menester de esta casa, mientras aquí estuvieres, pídelo; que por este buen servicio que me has hecho, se hará por ti. Yo, como no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis ducados resplandecientes, y como pasmado los pasé de una mano a otra. Y dando las gracias a la señora de mi buena paga, me fui hacia la plaza, y entreme a comer en un bodegón; después me salí a pasear a la misma plaza, donde estaba pensando en la miseria de este mezquino y trabajoso mundo, y la ceguedad de las malas mujeres, que con sus encantamentos y hechizos quieren buscar deleites y torpezas para cumplir sus depravados y malos apetitos, no pensando que el soberbio Plutón las ha de castigar cruelmente. Estando en esto, he aquí do asomó el cuerpo del difunto, llorado y plañido, el cual pasaba por la plaza con gran pompa, acompañado de mucha gente hasta su sepultura. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia llorando y mesándose sus canas honradas, y con ambas manos trabó de la tumba donde iba el muerto, diciendo: --Por la fe que mantenéis, oh ciudadanos, y por la piedad de la República, que socorráis al triste muerto, y castiguéis con graveza la gran traición y maldad que esta nefanda y mala mujer hizo; porque esta mató con hierbas ponzoñosas a este malogrado hombre, hijo de mi hermana, por complacer a su enamorado y comerle su hacienda. De tal manera decía y se quejaba el buen viejo, que oyendo aquellas palabras el pueblo, se indignó contra la mujer; unos dicen que traigan leña y que luego la quemen, y otros que apedreada muera. Ella, con palabras bien compuestas y antes pensadas, se excusaba jurando por los dioses. El viejo dijo entonces: --Pues que así es, pongamos la cosa en las manos de la divina Providencia, que lo descubra. Y para esto aquí está presente Zacles, egipcio, sacerdote de Plutón y de Proserpina, el cual hace venir los muertos del infierno a dar sus razones a lo que les preguntan. Como el viejo dijese esto, todo el pueblo fue contento; y llamando allí al sacerdote, le rogó ahincadamente que le diese remedio para descubrirse tan gran maldad. El viejo se llegó al cuerpo muerto, y tomando una cierta hierba que consigo traía, se la puso en tres partes, en la boca, y en el pecho, y en la mano izquierda, y vuelto hacia el poniente del sol, comenzó a rezar entre sí mansamente. Todo el pueblo estaba mirando tan grande milagro como allí se quería hacer. Yo, que deseaba mucho saber lo que pasaba acerca de mi muerto, llegueme cuanto pude a la tumba y aun hallé una piedra en que puse los pies, de manera que yo lo veía muy bien todo. Comenzó el muerto a vivir poco a poco, hasta que se levantó, y empezó a hablar, diciendo: --¿Por qué me haces tornar a este mundo, después de haber venido del río Leteo, y haber pasado por el lago Estigio? Déjame, déjame estar en mi reposo. Como esto dijo el ánima del muerto, el sacerdote le dijo: --¿Por qué no manifiestas al pueblo y declaras la causa de tu muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamentos puedo llamar las furias infernales, que te atormenten los miembros? Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y de allí empezó a hablar al pueblo de esta manera: --Yo fui muerto por astucia y engaños de mi mujer, por complacer un adúltero que ensuciaba mi lecho. Entonces la mujer le respondió con grande ánimo, y altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo, cuando esto oyó, alterose en diversas opiniones, unos decían que aquella pésima mujer la debían enterrar viva juntamente con el marido, y otros que no se había de dar crédito al cuerpo muerto. Pero estas alteraciones atajó el cuerpo del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo: --Yo os daré muy clara señal de mi entera verdad, y manifestaré lo que no sabe otro ninguno. Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió diciendo: --Sabed que este muy sagaz y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y con diligencia, las hechiceras que deseaban cortarme las narices y orejas, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echaron un gran sueño, y estando él como muerto comenzaron a llamar mi nombre, y como mi cuerpo estaba finado, no pudo tan presto responder al servicio de la arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque sepultado en el sueño, y se llamaba como yo, levantose a su llamada sin saber quién lo llamaba, de manera que él, de su propia voluntad, andando como ánima de muerto por la casa, aunque las puertas estaban cerradas, por un agujero le cortaron las narices y las orejas, en fin, que recibió en sí la carnicería que se había de hacer en mí. Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí, con mucha sutileza, de cera, formada a manera de orejas, y la nariz semejante a la suya: y ahora está aquí el mezquino gozoso por la buena paga que le hicieron, no por su guarda y vigilancia, mas por la pérdida y lesión de sus narices y orejas. Como esto dijo el muerto, yo, espantado luego, me eché mano a las narices y trájelas en la mano; trabé de las orejas y cayéronseme. Cuando esto vieron los que estaban alderredor, comenzaron todos a mirarme haciendo gestos con las cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, bajando mi cabeza, como mejor pude me fui de allí, y desde entonces nunca más volví a mi tierra, por estar así lisiado. Así que con los cabellos largos encubro la falta de las orejas, y con este paño la fealdad de mis desventuradas narices. Cuando Telefrón acabó de contar su historia, los que estaban a la mesa, ya alegres del vino, comenzaron otra vez a dar grandes risas y a beber largamente. Mi tía me dijo: --Mañana se hace la fiesta del dios de la risa, la cual nosotros los de esta ciudad festejamos con mucho placer; esta fiesta será más alegre y placentera con tu vista, por tanto, querría que nos ayudases con alguna invención a ella. Yo le respondí: --Señora, mucho holgaría de ser parte para hacerle algún regocijo. Y con esto me despedí de mi tía y de los más convidados. En el medio de la plaza un aire grande apagó el hacha que llevaba mi criado, de manera que con la oscuridad, tropezando me fui a casa, y llegando junto a la puerta, vi tres hombres que hacían fuerza por entrar dentro, y aunque nos veían, ni por eso dejaban de encontrar la puerta. Yo que esto vi, eché mano a mi espada, y dando en ellos con buen corazón, los derroqué en el suelo uno a uno. Al ruido que yo hice bajó Andria y abriome la puerta; yo me entré de prisa por sentir gente que por la calle venía, y como estaba cansado y bien cenado, luego me eché a dormir sin curar de más nada. LIBRO III. ARGUMENTO. Luego que fue de día, la justicia con sus ministros fueron a la posada de Apuleyo, y como a hombre homicida lo llevaron ante los jueces. -- Y cuenta del gran pueblo y gente que se juntó a verlo. -- Y de cómo el promotor fiscal le acusó como a hombre matador, y cómo él defendía su parte por argumentos de grande orador, y cómo vino una vieja que parecía ser madre de aquellos muertos a los cuales descubrió Apuleyo por mandato de los jueces, y hallaron tres odres, de donde se levantó tan gran risa entre todos, que con esto fue celebrada la fiesta del dios de la risa. -- Cómo Andria, su amiga, le descubrió la causa de los odres. -- Y cómo le mostró a la mujer de Milón cuando se untaba para tornarse en ave, de lo cual le tomó gran deseo, y por yerro de la bujeta del ungüento, por tornarse ave se volvió en asno; en fin, cuenta cómo robaron a Milón, de donde hecho asno le llevaron cargado, con otras bestias, de las riquezas de Milón su huésped. I. Cómo Lucio Apuleyo fue preso y llevado al teatro público, adonde fue acusado de la muerte de tres hombres. Otro día de mañana yo desperté y comencé a pensar en lo que había hecho antenoche, y lloraba muy reciamente diciendo: --¿Qué juez puedo yo hallar que me haya de dar por inocente siendo homicida de tantos hombres? Esta es aquella prosperidad de mi camino que el sabio Diófanes me decía. Esto y otras cosas diciendo, lloraba mi ventura, cuando entraron los alcaldes y alguaciles en casa, pegaron en mí para llevarme por fuerza, a lo que yo no resistí. Y yendo yo preso, toda la ciudad me salió a mirar, y volviendo a un lado vi una gran maravilla, y fue que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no rompiese las entrañas de risa. Finalmente, habiéndome llevado por todas las calles públicas, de la manera que purgan la ciudad cuando hay algunas malas señales o agüeros, que traen la víctima o animal que han de sacrificar por las calles y rincones de la ciudad. Después de haberme traído por los rincones de ella, pusiéronme delante de la silla de los jueces, que era un cadalso muy alto donde estaban sentados. Ya el pregonero de la ciudad pregonaba que todos callasen y tuviesen silencio, cuando todos a una voz dicen que por la muchedumbre de la gente que peligraba por la estrechura y apretamiento del lugar, que este juicio se fuese a juzgar al teatro. Y luego sin más tardanza, todo el pueblo fue corriendo al teatro, que en muy poco espacio fue lleno de gente, de manera que las entradas y tejados todo estaba lleno. Unos estaban abrazados con las columnas, otros colgados de las estatuas, y otros a las ventanas y azoteas medio asomados, tanto, que por la gana que tenían de ver se ponían a peligro de su salud. Entonces lleváronme por medio del teatro los ministros de la justicia como a un carnero que quieren sacrificar, y pusiéronme delante del asiento de los jueces. El pregonero, a grandes voces, comenzó a pregonar al acusador, y luego se levantó un viejo para acusarme, y para el término de la acusación pusiéronme allí un reloj de arena; en cuanto caía la arena por un sutil agujero, el viejo comenzó a hablar al pueblo de esta manera: --Ciudadanos nobles y honrados, no penséis que se tratan aquí cosas de poca sustancia; mayormente, que toca a la paz y bien común de toda la ciudad y al buen ejemplo; yo soy capitán de la guarda que se hace en la noche, y creo que ninguno habrá que culpe mi diligencia. Andando yo anoche casi a las once horas, con mucha diligencia cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, vi este crudelísimo hombre con una espada en la mano, matando cuantos podía, y tenía a sus pies muertos tres, que aún estaban expirando, llenos de sangre, y él, como me sintió y vio el mal que tenía hecho, metiose en una casa con mucha prisa, y como hacía oscuro, fácilmente se me pudo esconder, mas la providencia de los dioses, que no permiten que los malhechores queden sin castigo, quiso que esta mañana lo hallase y lo prendiese, y lo presentase ante la majestad de vuestro juicio; de manera que aquí tenéis este culpado de tantas muertes, que fue tomado en el delito y es extranjero. Así que, con mucha constancia y severidad, pronunciad la sentencia contra este hombre extraño que mató a tres de vuestros ciudadanos. De esta manera hablando aquel recio acusador, en fin acabó su razón, y luego el pregonero me dijo si quería responder alguna cosa, a lo que aquel decía que comenzase; pero yo en aquel tiempo ninguna otra cosa podía, salvo llorar, y no tanto por oír aquella cruel acusación, como por ser yo matador. Con todo esto Dios me dio una poca de osadía, con que respondí de esta manera: --No ignoro yo, señores, cuán recia y ardua cosa sea, estando muertos tres ciudadanos, aquel que es acusado de su muerte (aunque diga verdad confesando el delito), cómo podrá persuadir a tanta muchedumbre de pueblo ser inocente y sin culpa; mas si vuestra humanidad me quiere dar un poco de audiencia pública, fácilmente os mostraré que este peligro en que ahora estoy puesto, no por mi culpa y merecimiento, mas por caso fortuito, con mucha razón que tuve, lo padezco. Porque viniendo anoche un poco tarde de cenar y habiendo bebido, y muy bien, lo cual como crimen verdadero no dejaré de confesar, llegando ante las puertas de mi posada, que es en casa de Milón, vuestro ciudadano, vi unos crudelísimos ladrones que tentaban de entrar en su casa y procuraban arrancar las puertas de sus quicios, determinados ya de matar a los que hallaran dentro de ella, de los cuales ladrones, el principal de ellos, así en cuerpo como en fuerzas, incitaba a los otros con estas palabras: «Ea, mancebos, con esfuerzo salteemos a estos que duermen; apartad toda pereza de vosotros; con las espadas en las manos andemos matando por toda la casa al que halláremos durmiendo, y así, matando a todos, nos iremos en salvo si ninguno dejamos vivo en casa.» Yo, señores, confieso que pensando hacer oficio de buen ciudadano, y también temiendo no robasen a mis huéspedes y a mí, eché mano a mi espada, que para semejantes peligros conmigo traía, y arremetí a ellos por hacerlos huir. Ellos, como hombres bárbaros y crueles, no quisieron, antes aunque me vieron con la espada en la mano, pusiéronse a resistirme con grande pertinacia; el capitán de ellos arremetió conmigo con mucha valentía, y con ambas manos me trabó de los cabellos, y volviéndome atrás la cabeza, quería darme con una piedra, y en tanto que la pedía dile una estocada que luego cayó muerto; a otro que me mordía los pies le di por las espaldas; al tercero, que sin discreción vino contra mí, le di por los pechos, y así los despaché a todos tres. En esta manera hice paz, aseguré la casa de mi huésped y defendí las vidas a todos, y no pensaba que por esto me darían pena, antes me galardonarían, porque hasta hoy no se hallara que en cosa alguna yo haya hecho ni cometido crimen, antes siempre fui tenido en honra, y en mi tierra siempre la virtud antepuse a todos otros provechos y utilidades, ni puedo hallar qué razón haya para acusarme de tan justa venganza como fue la que hice contra unos ladrones tan malignos, mayormente, que no se podría mostrar que yo tuviese enemistad con ellos antes de ahora, ni que yo los conociese ni hubiese visto. Habiendo hablado de esta manera, con las manos alzadas y los ojos llenos de lágrimas, a todos pedía la debida misericordia. Y como creyese que ya todos estaban conmovidos, habiendo mancillado mis lágrimas, alcé un poco la cabeza, y veo que todo el pueblo quería reventar de risa, y también mi huésped Milón, que se deshacía riendo. Cuando yo esto vi, dije entre mí: «¡Mirad qué fe y qué proximidad; yo, por la defensa de mi huésped, soy acusado de homicidio, y él, en pago de esto, está riéndose de mí!» II. Cómo estando Apuleyo para recibir sentencia, llega al teatro una vieja que de nuevo lo acusó, y el donoso cuento en que esto paró. Haciendo todos, como dije, grandes fiestas, con mucha risa, he aquí do viene al teatro una mujer llorando, cubierta de luto, y con un niño en los brazos; tras ella venía una vieja llorando como la otra; las cuales, poniéndose alderredor del lecho donde los muertos estaban cubiertos con una sábana, alzaron grandes gritos, y llorando amargamente, decían: --¡Oh señores, por la misericordia que debéis a todos y por el bien común de esta ciudad, tened piedad de estos tres mancebos muertos y de nuestra ciudad y soledad, y para nuestra consolación, dadnos venganza sacrificando por la paz y sosiego de esta República la sangre de este ladrón, según vuestras leyes y derechos! Levantose uno de los jueces más antiguos, y comenzó a hablar al pueblo de esta manera: --Sobre tan grave crimen como este resta hacer una diligencia, y es que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña, porque no es cosa de creer que un hombre solo matase a tres tan valientes mancebos. Por tanto, mi parecer es que la verdad se sepa por cuestión de tormento, porque quien le acompañaba, huyó. Diciendo esto el juez, no tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro de fuego y todos los otros artificios del tormento. Acrecentóseme con esto la tristeza, porque a lo menos no me dejaban morir entero sin despedazarme con tormentos; pero aquella vieja que con lloros y plantos lo turbaba todo, dijo: --Señores, antes que pongáis en la horca a este ladrón, matador de mis tristes hijos, permitid que sean descubiertos sus cuerpos muertos, que aquí están, porque vista su edad y disposición, más justamente os indignéis a vengar este delito. A esto que la vieja dijo, concedieron, y luego uno de los jueces me mandó que con mi mano descubriese los muertos que estaban en el lecho. Excusándome yo que no lo quería hacer, porque parecía que con la nueva demostración renovaba el delito pasado, los ministros me compelieron que por fuerza y contra mi voluntad lo hubiese de hacer; finalmente, que yo, constreñido de necesidad, obedecí su mandado, y aunque contra mi voluntad, arrebatada la sábana, descubrí los cuerpos muertos. ¡Oh buenos dioses, qué cosa vi, qué monstruo y cosa nueva, porque los cuerpos de aquellos tres hombres eran tres odres hinchados, y acordándome de la pendencia de anteanoche, estaban abiertos y heridos por las partes que yo había dado a los ladrones! Entonces, de industria de algunos, detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto, que unos con la gran alegría daban voces, otros se ponían las manos en las barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría, mirándome muchas veces, se partieron del teatro. Yo, luego que alcé la sábana y vi los odres, quedé ni más ni menos como una piedra, estatua o columna de las que estaban en el teatro, y no volví en mí hasta que mi huésped Milón llegó y tiró de mí para llevarme, y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, me llevó consigo, aunque no quise, por unas callejas malas y sin gente, y por unos rodeos fuimos a casa, consolándome con muchas palabras; y estando así con mucha tristeza, llegaron allí los senadores y jueces, y comienzan a hablarme de esta manera: --No ignoramos, Lucio, tu dignidad y el noble linaje de donde vienes; esto porque ahora te quejas, no lo recibiste por injuria, porque esta fiesta celebramos cada año al gratísimo dios de la risa con alguna novedad; por tanto, aparta de tu corazón toda tristeza y fatiga, y este pueblo te agradece mucho el placer que le has dado, y desde ahora te asentarán en sus libros para tener memoria de ti. A esto que me decían yo no pude responder, porque aún me parecía que esperaba la sentencia, y como mejor pude les di las gracias de su visitación, y al fin se partieron de mí. III. Cómo Andria descubrió a Lucio Apuleyo que su ama Pánfila fue causa del ser afrentado en la fiesta de la risa. De esta manera estaba con harta pasión afrentado y con dolor de cabeza, por las muchas lágrimas que había derramado. Mi huésped Milón me convidaba a cenar, mas yo me excusé, porque no estaba para ello; y así me fui a acostar con harta tristeza, pensando en todas las cosas que aquel día habían pasado. Estando así pensativo, llegó mi amiga Andria, la cual venía más desemejada que antes era, la cara no alegre, ni con habla graciosa; mas con mucha pena empezó a decir: --Yo soy culpada en tu afrenta y enojo; lo que a causa de otro a mí me mandaron que hiciese, por mi desdichada y mala suerte se tornó y cayó en tu injuria. Entonces yo le rogué me dijese en qué manera aquel su yerro se convirtió en mi daño. Ella me respondió: --Señor, ruégote que esperes, cerraré la puerta de la cámara, porque no haya algún escándalo de lo que aquí hablaremos. Diciendo esto, echó la aldaba a la puerta, y tornada a mí, con voz muy baja me dijo: --Gran temor tengo de descubrirte los secretos de esta casa y cosas ocultas de mi señora; pero confiada de tu discreción y saber, me atrevo a decirte cosas que a persona del mundo no dijera. Ya sabrás todo el estado de nuestra casa, y también los secretos maravillosos que mi señora sabe, por los cuales la obedecen los muertos, las estrellas se turban, los dioses son apremiados, los elementos la sirven, y en cosa alguna no usa tanto de este arte, como cuando ve algún gentilhombre que le agrada, lo cual le suele acontecer a menudo, que aun ahora está muerta de amores por un mancebo hermoso y de buena disposición, contra el cual apareja todas sus artes, manos y artillería. Yo le oí decir ayer a vísperas, amenazando el sol, que si presto no se pusiese, y diese lugar que la noche viniese para hacer las artes de sus hechicerías, que lo haría cubrir de una niebla oscura que en diez días no alumbrase. Este mancebo que digo, viniendo ella el otro día del baño, viole estar en casa de un barbero que lo afeitaban, y como ella lo viese, mandome a mí que secretamente tomase de los cabellos que le habían cortado, que estaban en el suelo caídos; los cuales, como yo comencé a coger a hurto, el barbero me vio, y como nosotras somos conocidas e infamadas de hechiceras, arrebatome de las manos los cabellos y aun me quisiera dar unas pocas de bofetadas si yo no me desviara. Conociendo yo las costumbres de mi señora, que cuando no le llevaba lo que quería se enojaba mucho conmigo, y aun me daba de palos, yendo así triste, pensando qué haría, acaso veo estar un odrero trasquilando tres cueros de cabrón; los cuales, como yo los viese estar colgados, tiesos e hinchados, tomé algunos de los pelos que estaban por el suelo, y como eran rojos, parecían a los cabellos de aquel Beocio gentilhombre de quien mi ama estaba enamorada, a la cual se los di, encubriéndole la verdad. Mi señora Pánfila, en el principio de la noche, antes que volvieses de cenar, con la pena y ansia que tenía en el corazón, subiose a un aposento alto, adonde ella tiene sus hechicerías. Y ante todas cosas, según su costumbre, aparejó sus instrumentos mortíferos, conviene a saber: todo género de especias odoríferas, láminas de cobre con ciertos caracteres que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos que se perdieron en la mar y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos miembros y pedazos de cuerpos muertos, así como narices, dedos y clavos de los pies de hombres ahorcados. También tenía sangre de muertos a hierro, huesos de cabeza y quijadas sin dientes de bestias fieras. Entonces abrió un corazón, y vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con diversos licores, con agua de fuente, ahora con leche de vacas, ahora con miel silvestre; añadió mulsa, que es hecha de muchos materiales. De esta manera, aquellos pelos retorcidos y con muchos olores perfumados, puso en medio las brasas para quemar. Entonces con la fuerza de la nigromancia y hechizos, apremiados por los espíritus aquellos cuerpos, cuyos pelos están en el fuego, vienen muy recios en aquella parte do son llamados; esto hicieron los odres, y vinieron a la puerta porfiando de entrar. Y tú, engañado con la oscuridad de la noche, y con el vino que habías bebido, con gran osadía, como aquel Áyax griego, no matando ovejas, cuando mató a muchos, pero muy más esforzadamente mataste tres odres hinchados. De manera que vencidos los enemigos sin sangre, te abrazaré no como a matahombres, mas como a mataodres. Siendo yo de esta suerte burlado y escarnecido de mi Andria, le dije: --Pues que así es, yo podré muy bien contar esta primera historia, comparándola a los doce trabajos de Hércules, que como él mató a Cerión, que era de tres cuerpos, o al Cancerbero del infierno, que era de tres cabezas, así yo maté otros tantos odres. Pero por el amor que te tengo, te ruego me enseñes a tu señora cuando hace alguna cosa del arte mágica, o cuando se muda en otra forma. Andria me respondió: --Mucho deseo, mi Lucio, en todo hacer tu voluntad, pero mi señora siempre se aparta a solas a hacer sus hechizos; mas por tu amor, yo buscaré tiempo y parte en que la puedas ver, con condición que, como te dije al principio, tengas silencio en todo lo que vieres. En esta manera, hablando y burlando, nos dormimos, y así pasamos la noche, olvidando los enojos del dios de la risa. IV. Cómo Andria mostró a Lucio Apuleyo a su ama Pánfila cuando se untaba para convertirse en búho, y él, queriéndose untar por experimentar el arte, fue, por yerro de la bujeta del ungüento, convertido en asno. De esta manera, pasadas algunas noches de placer, un día vino a mí corriendo Andria, medrosa y alterada, y díjome que, viendo su señora cómo con todas las otras artes que hacía no le aprovechaban para sus amores, deliberaba aquella noche tornarse en un ave con plumas, y así volar a su amigo deseado, por ende que yo me aparejase cautamente para ver cosa tan grande y maravillosa. Así que a la prima de la noche tomome de la mano, y con pasos muy sutiles, y sin algún ruido, llevome a la cámara alta, donde la señora estaba, y mostrome una hendidura de la puerta por donde viese lo que hacía. Lo cual Pánfila hizo de esta manera: Primeramente ella se desnudó, y, abierta una arquilla pequeña, sacó muchas bujetas, de las cuales, tirando la tapadera a una, sacó de ella un ungüento, con que se untó desde las puntas de los pies hasta la cabeza, y diciendo entre sí ciertas palabras, comenzose a sacudir todos sus miembros, de los cuales salieron poco a poco plumas; luego le salen las alas y el pico, y las uñas se encorvaron: en fin, que se tornó perfecto búho, y luego empezó a cantar aquel triste canto que ellos cantan, y después se salió volando por la ventana fuera. Yo, que mirando estaba esto, quedé como hombre loco, y pensaba entre mí si estaba durmiendo o si estaba encantado, y porque tan gran hazaña me espantó mucho. Tornando en mi seso, viendo lo presente cómo había pasado, rogué a mi Andria que me untase con aquel ungüento para tornarme en búho o en otra cualquier ave. Ella dijo: --¿Para qué me pides eso? ¿Quieres que yo misma encienda el fuego en que me queme? Veamos: tú hecho ave, ¿a dónde te iré a buscar, o cuándo te veré? Yo le respondí: --Los dioses me guarden de hacer contra ti cosa que te dé enojo. ¿Cómo, y aunque volase y subiese tan alto como el águila, no volvería muchas veces a mi nido? Yo te juro por este trenzado de tus cabellos, con el cual ataste mi corazón, que a persona del mundo no quiero más que a ti: por tanto, no receles de tornarme en ave, porque yo sabré muy bien tornar a ti. Mas te quiero preguntar si después de tornado en ave he de volver a ser Lucio como de antes. Ella respondió: --De eso no tengas temor, porque mi señora me enseñó todo lo que es menester para los que toman estas figuras poder tornar a su natural y forma primera; y esto no pienses que me lo mostró por quererme bien, sino porque cuando ella tornase, le pudiese dar medicina con que vuelva a su primera forma. Y mira con cuán poca cosa y cuán liviana se remedia tan gran cosa, con un poco de eneldo y hojas de laurel echado en agua de fuente, y con esto lavarla y darle a beber un poco, luego se convierte en su propia forma. Estas y otras cosas me decía Andria, por lo cual me daba cada vez más gana de hacerme ave, por probar estos hechizos. Mas Andria decía que yo me perdería y que no sabría volver, y otras muchas cosas me ponía delante. Yo le decía que sí volvería y que no recelase de hacerlo. Ella, con mucha prisa y temor, se metió en la cámara y sacó una de las bujetas. Así que prestamente yo me desnudé, y con mucha ansia metí la mano en la bujeta y tomé un buen pedazo de aquel ungüento, con el cual refregué todos los miembros de mi cuerpo. Ya que yo con buen esfuerzo sacudí los brazos, pensando tornarme en ave semejante que Pánfila se había tornado, no me nacieron plumas, ni los cuchillos de las alas, antes los de mi cuerpo se tornaron sedas, y mi piel delgada se tornó cuero duro, y los dedos de las partes extremas de pies y manos, perdido el número, se juntaron y tornaron en sendas uñas, y del fin de mi espinazo salió una grande cola; pues la cara muy grande, el hocico largo, las narices abiertas, los labios colgando, y las orejas alzábanseme con unos ásperos pelos, y en todo este mal veía que también me crecía mi natura. Así que estando considerando tanto mal como tenía, vídeme tornado, no en ave, mas en asno. Y queriéndome quejar de lo que Andria había hecho, ya no podía, porque estaba privado de gesto y voz de hombre; y lo que solamente pude era que, caídos los bezos, los ojos hundidos, mirando un poco de través a ella, callando la acusaba y me quejaba, la cual, como así me vido, abofeteando su cara, y arañándose, lloraba diciendo: --Mezquina de mí que soy muerta: el miedo y priesa que tenía me hizo errar, y la semejanza de las bujetas me engañó; pero bien está, que fácilmente habremos el remedio para reformarte como antes. Porque solamente mascando unas pocas de rosas te desnudarás de asno y luego te tornarás mi Lucio. Pluguiera a Dios que, como otras veces yo he hecho, esta tarde hubiera aparejado guirnaldas de rosas, porque solamente no estuvieras en esa pena espacio de una noche; pero luego en la mañana te será dado el remedio prestamente. En esta manera ella lloraba: yo, como quiera que estaba hecho perfecto asno, y por Lucio era bestia; pero todavía retuve el sentido de hombre. Finalmente, yo estaba en gran pensamiento y deliberación, si mataría a coces y bocados aquella maligna y falsa hembra; pero de este pensamiento temerario me aparté, porque si matara a Andria, por ventura también matara y acabara el remedio de mi salud. Así que, bajada mi cabeza y murmurando entre mí, y disimulada esta temporal injuria, obedeciendo a mi dura y adversa fortuna, voyme al establo, donde estaba mi buen caballo que me había traído, donde asimismo hallé otro asno de mi huésped Milón, que estaba con él. Entonces yo pensaba entre mí si algún natural distinto y conocimiento tuviesen los brutos animales, que aquel mi caballo, revestido de alguna mancilla, me hospedara y diera el mejor lugar del establo; mas él y el otro asno juntaron las cabezas como que hacían conjuración contra mí para destruirme, temiendo que les comiese la cebada; apenas me vieron llegar al pesebre, cuando, abajadas las orejas, con mucha furia me siguen echando pernadas, de manera que me hicieron apartar de la cebada, que yo poco antes les había echado. En esta manera maltratado y desterrado, me aparté en un rincón del establo. V. Cómo estando Lucio Apuleyo convertido en asno, vinieron súpitamente ladrones a robar la casa de Milón, y cargado el robo en el caballo y asno, cargaron también a él y se partieron para la posada de los ladrones, que era una cueva, y lo que más pasó. De esta manera estaba hecho asno, pensando en la soberbia de mis compañeros, y también las cosas que a la mañana había de hacer para volverme Lucio, y la venganza que había de tomar en mi caballo. Estando pensando esto miré a una columna, sobre la cual se sustentaban las vigas de la casa; y vi en ella estar una imagen de la diosa Hipona, la cual estaba adornada de rosas frescas. Finalmente, que conocido mi saludable remedio, lleno de esperanza me alcé cuanto pude con los pies delante todos, y levanteme esforzadamente, y tendido el pescuezo, alargando los bezos con cuanta fuerza yo podía, procuraba llegar a las rosas. Lo cual yo con mala dicha procuraba alzándome muchas veces; mas un mi criado que tenía cuidado de dar pienso al caballo, viéndome levantar, se vino a mí con grande enojo, y dijo: --¿Quién trajo aquí esta jaca castrada? De antes quería comer la cebada a los otros, y ahora quiere hacer enojo a la imagen de la diosa; por cierto que a este asno sacrílego yo le quiebre las piernas y lo amanse. Y luego, buscando un palo topó con un haz de leña que allí estaba, del cual sacó un valiente leño nudoso y más grueso de cuantos allí había, y comenzó a sacudirme tantos palos, que no acabó hasta que sonó un gran ruido y golpes en las puertas de casa, y con temor de la vecindad, que daba voces: ¡Ladrones, ladrones! De esto él, espantado, huyó. Y sin más tardar, súpitamente abiertas las puertas, entró un montón de ladrones, los cuales, armados, cercaron la casa por todas partes, resistiendo a los que venían a socorrer de una parte y de otra; porque como ellos venían todos bien armados, con sus espadas y armas, y con hachas en las manos que alumbraban la noche, de manera que el fuego y las armas resplandecían como rayos del sol. Entonces llegaron a un almacén que estaba en medio de la casa, bien cerrado con fuertes candados, lleno de todas las riquezas de Milón, y con fuertes hachas quebraron las puertas, el cual abierto, sacaron de él todo cuanto allí había, y muy prestamente hechos líos de todo ello, repartiéronlos entre sí; pero la mucha carga excedía el número de las bestias que lo habían de llevar. Entonces ellos, puestos en necesidad por la abundancia de la gran riqueza, sacaron del establo a nosotros, ambos los asnos y a mi caballo, y cargáronnos con cuantas mayores cargas pudieron, y dejando la casa vacía y metida a sacomano, dándonos de palos nos llevaron, y para que les avisase de la pesquisa que se hacía de aquel delito, dejaron allí uno de sus compañeros; y dándonos mucha prisa y palos, nos llevaron fuera de camino por esos montes. Yo, con el gran peso de tantas cosas como llevaba, y con las cuestas de aquellas sierras, y el camino largo, casi no había diferencia de mí a un muerto. Yendo así vínome al pensamiento, como quiera que tarde, pero de veras, de llamar el ayuda y socorro de la justicia para que, invocando el nombre del emperador César, me pudiese librar de tanto trabajo. Finalmente, como ya fuese bien claro el día, pasando por una aldea bien llena de gente, porque había allí feria aquel día, entre aquellos griegos y gentes que allí andaban intenté invocar el nombre de Augusto César en lenguaje griego, que yo sabía bien por ser mío de nacimiento. Y comencé valientemente y muy claro a decir: «¡Oh, oh!» Lo otro que restaba del nombre de César nunca lo pude pronunciar. Los ladrones, cuando esto oyeron, enojados de mi áspero y duro cantar, sacudiéronme tantos palos, hasta que hicieron del triste de mi cuero tal, que aun para cribas no era bueno. Al fin Dios me deparó remedio no pensado, que como pasamos por muchas aldehuelas, vi estar un huerto muy hermoso y deleitable a donde había rosas muy hermosas y llenas del rocío de la mañana; yo, como las vi, con gran deseo y ansia esperando la salud, alegreme, y muy gozoso llegueme cerca de ellas; y ya que movía mis labios para comer, vínome a la memoria otro consejo muy más saludable, creyendo que si comía de aquellas rosas y de improviso dejase de ser asno y me tornase hombre, manifiestamente me ponía en gran peligro de morir por las manos de los ladrones, porque sospecharían que yo era nigromántico, o que los había de descubrir y acusar del robo. Entonces, con este pensamiento me aparté de ellas, padeciendo mi desdicha presente en figura de asno, royendo heno y cebada como los otros animales, esperando la ventura. LIBRO IV. ARGUMENTO. Apuleyo, tornado asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que padeció en su larga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo el sentido de hombre. -- Entremete a su tiempo diversos casos de los ladrones. -- Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas fiestas que se habían de hacer, y de una doncella que robaron. I. Lucio Apuleyo cuenta lo que pasaron los ladrones desde la ciudad de Hipata hasta llegar a la cueva de su morada. Andando nuestro camino, sería casi mediodía que ya el sol ardía, llegamos a una aldea, donde hallamos ciertos ladrones amigos de nuestros amos, lo que yo bien conocí, aunque era uno, porque en llegando hablaron como amigos y se abrazaron, y también porque les dieron algunas cosas de las que llevaban. Allí nos descargaron de todo y nos echaron en un prado cerca, para que a nuestro buen placer paciésemos, pero la compañía de pacer con el otro asno y con mi caballo, no pudo detenerme allí, porque yo no era usado de comer heno; mas como estaba perdido de hambre, vi tras de la casa un hortezuelo, en el cual me lancé. Y como quiera que de coles crudas, pero abundantemente henchí mi barriga. Andando así en el huerto, miraba por todas partes rogando a los dioses, por ventura, si en los otros huertos que estaban junto a este hubiese algún rosal, a lo cual me daba buena confianza la soledad que por allí había, y estando fuera de camino y escondido, en tomando el remedio que deseaba de tornarme de asno en hombre, lo podría hacer sin que nadie me viese. Así que, andando en este pensamiento vacilando, vi un poco lejos un valle con árboles y sombra, en el cual, entre otras hierbas, resplandecían rosas coloradas y frescas; ya en mi pensamiento, que del todo no era de bestia, pensaba que aquel lugar fuese de la diosa Venus y de sus ninfas, cuyas flores y rosas relucían entre aquellas arboledas y sombras. Entonces, invocado por mi alegre y próspero aliento, comencé a correr cuanto pude, que, por Dios, yo no parecía ser asno, sino un caballo corredor y ligero; pero aquel mi osado y buen esfuerzo no pudo huir de la crueldad de mi fortuna; ya que llegaba cerca, veo que no eran rosas tiernas y amenas rociadas del rocío de la aurora, mas antes eran unos árboles, los cuales tienen la hoja larga de manera de laureles, y las flores sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, que llaman los rústicos, o el vulgo, rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata cualquier animal que lo come. Con tales desdichas fatigado ya, y desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de aquella ponzoña, pero con poca gana y alguna tardanza; cuando quise llegar a morder en ellas, un mancebo que me pareció ser el hortelano del huerto que yo había destruido y comido las coles, como vido haberle hecho tanto daño, arrebató un palo y con mucho enojo fue hacia mí, y diome tantos palos, que casi me pusiera en peligro de muerte, si yo, sabia y discretamente, no buscara remedio; así que yo alcé mis ancas y los pies en alto y sacudile muy bien de coces, de manera que, él bien castigado y caído en el suelo, eché a huir contra una sierra muy alta que estaba allí junto; mas luego una mujer, que parece debía ser del hortelano, como le vido que estaba tendido en el suelo medio muerto y sin sentido, vino corriendo llorando y dando voces, porque oyéndola la gente de alderredor, viniesen contra mí por matarme. Entonces los villanos, alborotados con los gritos, comenzaron a llamar los perros y echármelos para que me despedazasen; entonces, como me vi sin alguna duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, dejé de subir a la sierra arriba y torné para casa corriendo cuanto más podía, y metime en el establo de donde había salido. Ellos, desde que hubieron pacificado a los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome tantos palos, que cierto me mataran, si no que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tiesa y llena de coles crudas vínome flujo, y suelto un chisguete con que los rocié muy bien; por esto y por el gran hedor, se apartaron de mis espaldas. No tardó mucho que nos cargasen, y volviendo a nuestro viaje andando un buen pedazo, yo iba muy desfallecido con el largo camino y con el peso de la gran carga y los continuos palos que me daban; también iba cojo y muy maltratado, porque llevaba los pies y manos desportillados; llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, pareciome haber hallado con mi buena dicha sutil ocasión para lo que pensaba, lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy obstinado de no levantarme para pasar el arroyo, aunque me diesen veinte mil palos, y aunque me diesen con una espada, antes morir que no levantarme, porque como a cosa vieja y doliente me diesen carta de horro, y también pensaba que por no detenerse los ladrones, yendo de huida con su robo, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros mis compañeros, y me dejarían allí para que me comiesen lobos y buitres. Pero mi desdichada suerte no quiso que tan buen consejo me aprovechase, porque el otro asno, adivinando mi pensamiento, se dejó caer con su carga en tierra como muerto, y aunque le daban muchos palos y le metían aguijones, y le alzaban por la cola, y le hacían otros muchos remedios, ni les aprovechaba alzarle las piernas, ni aunque le revolvían el cuerpo de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que finalmente los ladrones (y con la postrimera esperanza), habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto, y más, en verdad, se podía decir de piedra, y no detuviesen su huida, quitáronle la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo. Entonces yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero, acordé, apartados de mí todos fraudes y engaños, como buen asno provechoso, servir a mis señores, cuanto más que, según lo que yo les oía estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descansar y reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada. Finalmente, pasada una cuestezuela no muy áspera, llegamos al lugar donde íbamos. En llegando, luego nos descargaron, y metieron lo que traíamos dentro de casa. Yo, aliviado del peso de la carga, por refrescarme del cansancio, en lugar de baño comencé a revolcarme en el polvo. II. Lucio cuenta cómo llegaron a la cueva, y el sitio de ella. Y otras cosas de gusto. Brevemente contaré del sitio donde habitaban estos ladrones. Era allí una montaña bien alta, muy horrible y umbrosa, de muchos árboles silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la ceñían; abajo había muchas y hondas lagunas, en aquellos valles llenos de espinas y zarzas, que naturalmente fortalecían aquel lugar. De encima del monte descendía una fuente de agua muy hermosa y muy clara, que parecía color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo estaban a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Aquí estaba la cueva de estos ladrones, a donde nos descargaron, y ellos, cargados de lo que nosotros traíamos, lanzáronse en la cueva, y a nosotros nos ataron con cabestros bien recios a la puerta. Luego empezaron a reñir con una vejezuela, la cual sola tenía cargo de la salud de tantos mancebos, diciendo: --¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno, así nos has de burlar, estándote sentada no haciendo nada, que nos tengas aparejado algún solaz por tantos trabajos como hemos pasado, que tú días y noches no entiendes en otra cosa sino echar vino en ese tu vientre sediento que nunca se harta! La vieja, con su voz medrosa, temblando respondió: --¡Oh señores valientes mancebos, todo está presto y aparejado abundantemente; yo tengo guisado de comer muy sabroso, mucho pan, y vino puesto en sus copas, y también agua cocida para que todos os lavéis! Acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y lavados con agua caliente, se untaron con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a comer. Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa llegaron otros mancebos, los cuales en viéndolos quienquiera diría que eran ladrones como los otros, porque también traían muchos vasos y monedas de oro y plata, y ricas vestiduras. Así que, por el semejante lavados y refrescados, sentáronse a comer con sus compañeros. Ellos comían y bebían sin orden los manjares a montones; el beber sin cuenta ni razón; burlaban unos con otros, cantaban y reían motejándose. Entonces un mancebo de aquellos, que parecía más valiente que los otros, dijo: --Nosotros batimos esforzadamente la casa de Milón, de Hipata, y demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos, tornamos todos a nuestra casa sin que uno faltase, y aun si hace al caso, digo que vinimos ocho pies más acrecentados. Pero vosotros que habéis andado por las ciudades de Beocia, donde perdisteis a vuestro capitán Lámaco y habéis disminuido el número de vuestra compañía. Cierto, yo más quisiera su salud y vida, que todo cuanto trajisteis en estos líos y fardos; pero como él haya muerto con esfuerzo y valentía, la memoria y fama lo hará vivir para siempre. Que, hablando verdad, vosotros sois ladrones medrosos, y para hurtos pequeños, andando por casillas de viejas y otras pobres. A esto respondió uno de aquellos: --¿Cómo ahora sabes que las casas mayores son más fáciles de robar que las otras pequeñas? Porque como quiera que en las casas grandes haya muchos servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor. Pero los hombres de bien, solitarios y modestos sus bienes, pocos o muchos, disimuladamente los encubren, y reciamente defienden, y con peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora paso, os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de Beocia, que es la más principal para el trato de nuestro arte, andando con diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico, y señor de gran dinero, el cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido, dormía sobre los zurrones de oro. Así que todos de un voto acordamos que el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque todos a una, comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel cambiador rico. Lo cual puesto en obra al principio de la noche, fuimos a las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar, ni mover, ni quebrar, porque como eran fuertes, al ruido de ellas despertó la vecindad toda en daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lámaco, con la furia de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y procuraba arrancar el pestillo o cerradura; pero aquel Criseros, malvado y maligno más que hombre del mundo, estaba vestido, y sintiendo lo que pasaba, vino hacia la puerta muy pacífico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran clavo y martillo, con el cual, súbitamente, con gran golpe clavó la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta, y dejado allí cruelmente clavado, como quien lo deja en la horca, subiose encima de una azotea de su casa, y de allí con grandes voces llamaba a los vecinos muy ahincadamente. Cuando los vecinos oyeron esto, cada uno espantado del peligro que podía venir a su casa por la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos en uno de dos peligros, o de matar nuestro compañero, o desampararlo, acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fue que le cortamos el brazo por la coyuntura del hombro, y dejado allí el brazo, atada la herida con muchos paños, porque la sangre no hiciese rastro por donde nos siguiesen, arrebatamos a Lámaco, y llevámoslo como pudimos, y como íbamos huyendo, ni él nos podía seguir, ni nos lo podíamos llevar, ni podía quedar seguro, y como era valiente, animoso y esforzado, viendo que no podía escapar de las manos enemigas, con mucha instancia nos rogaba, por la diestra del dios Marte y por el juramento que entre nos había, que lo matásemos, diciendo asimismo que cómo había de vivir un hombre teniendo el brazo cortado, con el cual solía robar y degollar, que él se tendría por bien aventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que después que vido que a ninguno de nosotros pudo persuadir que lo matase, tomó con la otra mano un puñal que traía y metióselo por los pechos. Nosotros, alabando el esfuerzo de tal varón, tomando su cuerpo envuelto en una sábana, lo echamos en la mar. Y así quedó allí nuestro capitán Lámaco, el cual hizo fin conforme a su oficio. Pues el nuestro compañero Alcimo, que tenía muy astutos principios, no pudo huir la sentencia de la cruel fortuna, el cual después de entrado en casa de una vejezuela, que estaba durmiendo, subió a la cámara donde dormía, y pudiera muy bien ahogarla si quisiera, pero quiso primero echar por una ventana a la calle todas las cosas que tenía, y ya que tenía todo echado, no quiso perdonar a la cama en que la vieja dormía. La mala vieja, viendo esto, le dijo llorando: --Hijo, ruégote que me digas por qué echas mis cosas pobres al vecino rico, sobre cuya huerta cae esta ventana. Alcimo, medio turbado, llegose a la ventana por ver si era así, mas la vieja, que lo vio medio salido de la ventana, mirando a una parte y a otra, súbitamente lo empujó, y dio con él abajo, donde se le abrió la cabeza, y contándonos el engaño que le hizo la vieja, acabó de morir, al cual dimos sepultura en la mar, como a nuestro capitán Lámaco. III. Cómo aquel ladrón cuenta que robaron a un hombre rico con una graciosa industria de una osa. --Después de la pérdida de estos dos compañeros, nosotros, tristes y con pena, parecionos que debíamos dejar de entender en las cosas de aquella provincia de Tebas, y acordamos de venirnos a una ciudad que estaba cerca, que ha nombre Plates; en la cual hallamos gran fama de un hombre que moraba allí, llamado Demócares, el cual celebraba grandes fiestas al pueblo, porque él era más principal en la ciudad, hombre muy rico y liberal, y hacía estos placeres y fiestas al pueblo por mostrar la magnificencia de sus riquezas. ¿Quién podría ahora explicar y tener idóneas palabras para decir tanta facundia de ingenio, tantas maneras de aparatos como tenía? Los unos eran jugadores de esgrima afamados de sus manos; otros cazadores muy ligeros para correr; en otra parte había hombres condenados a muerte, que los engordaban para que los comiesen las bestias bravas. Había asimismo torres hechas de madera a la manera de unas casas movedizas, que se traen de una parte a otra, las cuales eran muy bien pintadas, para acogerse a ellas cuando corrían toros u otras bestias en el teatro. Demás de esto, ¿cuántas maneras de bestias había allí y cuán fieras y valientes? Tanto era su estudio de hacer magníficamente aquellos juegos, que buscaba hombres de linaje que fuesen condenados a muerte, para que peleasen con las bestias; pero sobre todo el aparato que buscaba para estas fiestas principalmente y con cuánta fuerza de dineros podía, procuraba tener número de grandísimas osas, demás de de las que él hacía cazar, de las que a poder de dinero compraba. Mas este tan claro y magnífico aparejo de placer y fiesta popular, no pudo huir los ojos mortales de la envidia. Porque con la fatiga de estar mucho tiempo presas, y con el gran calor del verano, y también por estar flojas y perezosas por no andar ni correr, dio tan gran pestilencia en ellas, que casi ninguna quedó. Estaban por estas plazas muchas de ellas muertas con tanto estrago, que parecía haber hecho naufragio de bestias. Aquellos pobres del pueblo, a los cuales la pobreza y necesidad constriñe a buscar algo para henchir el vientre, sin escoger manjares andaban tomando de la carne de aquellos animales que por allí estaban, para hartarse. Cuando yo y este nuestro compañero Bardulo vimos aquello, inventamos del mismo negocio un muy sutil consejo, y era que estaba allí una osa muerta mayor que todas las otras, la cual de noche llevamos a nuestra estancia, y allí la desollamos muy bien, no tocándose en las uñas ni en la cabeza. Tomamos el cuero, y polvoreado por encima, pusímoslo a secar al sol. Nosotros nos conjuramos para el negocio, e hicimos juramento que uno de nosotros, el más valiente, se metiese dentro en aquella piel y se hiciese osa, y la llevaríamos de noche a casa de Demócares, para que nos abriese las puertas cuando todos durmiesen. Y para esto escogimos por todos a Trasileón, el cual con gran ánimo se metió en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo, para ejercitar en lo que había de hacer. Y nosotros rehenchimos algunas partes de él con lana para igualarlo todo; cosímoslo, y con los pelos de una parte y otra cubrimos la costura muy bien; hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa cerca del pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por do pudiese mirar y resollar. Así que nuestro valiente compañero hecho bestia, metímoslo en una jaula. De esta manera, prosiguiendo en nuestro negocio, supimos como este Demócares tenía un gran amigo en Tracia, del cual fingimos carta que le escribía, diciendo que por honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que había cazado. Y siendo ya noche, aprovechándonos del ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Demócares, y dímosle la carta falsa. El cual, maravillándose de la grandeza de la bestia, y muy alegre con la liberalidad de su amigo, nos mandó luego dar diez ducados. Todos venían a ver la osa y decían no haber visto cosa tan grande; mas Trasileón daba muchas vueltas, saltando de una parte a otra, porque no viesen en alguna señal el engaño. Y así, todos a una voz decían que era muy espantable, ligera y grande. Así que Demócares mandaba llevar la osa a un buen pasto do tenía otras; mas yo le dije: --Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada del camino; no debía echarse con las otras fieras, mayormente que me dicen que están todas dolientes, antes sería bueno que la dejases en este patio, do corre este caño de agua, para que de noche se recree. Con estas palabras, Demócares, habiendo miedo de que se le muriese aquella, como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja donde a nosotros pareciese; demás de esto yo dije que si él mandaba, que estábamos prestos de velar algunas noches cerca de la jaula para dar de comer y beber a la bestia cuando menester fuese, porque prestamente se le quitase la fatiga del sol y el cansancio del camino. A esto respondió Demócares: --No es menester que os pongáis en ese trabajo, porque todos los de mi casa, por la larga costumbre, están bien ejercitados para saber curar estas bestias. Dicho esto, tomamos licencia y nos fuimos. Saliendo por la puerta de la ciudad vimos estar un enterramiento apartado y escondido del camino; allí abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban aquellos muertos hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí lo que robásemos. Después, al principio de la noche, según es costumbre de ladrones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos humanos, con toda nuestra gente armada nos fuimos a poner ante las puertas de Demócares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio. No menos fue perezoso Trasileón, que como vido la oportunidad de la noche, saltó fuera de la jaula, abrionos las puertas, y como nosotros prestamente nos metiésemos en casa, mostronos un almacén donde aquella noche sagazmente él vio meter y encerrar mucha plata, al cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles muertos, y que luego corriendo tornasen por más, y que para lo demás yo quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno viniese, y para espiar solícitamente hasta que tornasen. De más de esto la osa andaba por casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad, ¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese en huir aceleradamente, o que no echase la aldaba a la puerta de su cámara y se encerrase de miedo? Estas cosas así, prósperamente dispuestas, sucedió en ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis compañeros que tornasen, entonces un esclavo de la propia casa, como vio la osa que andaba por toda la casa, vase muy pasico de cámara en cámara, diciendo a todos lo que había visto. No tardó mucho que todos no salieran con candiles y mechones encendidos, y con lanzas y espadas se pusieron a guardar las puertas de casa. Demás de esto llamaron los perros de monte, grandes y bravos, y echáronlos a la osa. Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, aparteme de allí y púseme detrás de la puerta, de donde vi a Trasileón pelear maravillosamente contra los perros, el cual, como estaba en lo último de su vida, hacía cosas de espanto; ora huyendo, ora resistiendo, daba saltos sin compás; en fin, no pudiendo más, vínose retrayendo a la calle, en donde se juntaron muchos más perros, los cuales cercaron a Trasileón y lo despedazaban y mordían cruelmente. Entonces yo, no pudiendo sufrir tanto dolor, metime en medio de la gente, y en lo que podía ayudaba a nuestro buen compañero, diciendo a todos de esta manera: --¡Oh qué pérdida y mal hacemos! ¿Para qué queremos hacer morir una tan preciada y hermosa bestia? Pero todas estas artes y cautelas no aprovecharon para el triste y desdichado de mi compañero vivir, porque un hombre de aquellos, indignado contra la osa, le arrojó una lanza, que le atravesó todo el cuerpo, y los más cargaron sobre la osa con sus espadas hasta que la mataron. De esta manera acabó Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía. Y era tanto el miedo que todos tenían de la osa, que hasta el otro día bien tarde ninguno fue osado llegar a ella, hasta que uno de estos que andaban a desollar bestias, se le llegó, y empezando a desollar la piel, halló dentro a aquel magnífico ladrón. Entonces nosotros cogimos nuestros líos que tenían en guarda aquellos fieles muertos, y cuan presto pudimos nos vinimos cargados con esta prisa que veis. Acabada la habla, tomaron sus tazas y bebieron el vino puro, y en memoria de sus compañeros cantaron ciertas canciones al dios Marte, y después se fueron a dormir. IV. Cómo los ladrones trajeron una doncella robada, la cual llora su desdicha. Aquella buena vieja proveyó muy bien a nosotros de cebada, sin tasa ni medida, tanto que mi rocín, como vio tanta abundancia y hartura para sí solo, creía que hacía carnestolendas, y como quiera que otras veces hubiese yo comido cebada, tragándola con pena por ser para mí manjar dañoso y desabrido; pero entonces miré a un rincón, donde habían puesto los pedazos del pan que habían sobrado de aquellos ladrones, y comencé a ejercitar mis quijadas, que tenían telarañas de mucha hambre. Venida la noche, que ya todos dormían, los ladrones despertaron con gran ímpetu y comenzaron a mudar su real, armados con sus espadas y lanzas que parecían diablos, y salieron por la puerta afuera muy aprisa. Pero ni solo esto ni aun el sueño, que bien me eran menester, pudo impedir el tragar y comer que yo hacía, y como quiera que cuando era Lucio con uno o dos panes me hartaba y levantaba harto de la mesa; mas entonces, contentando a un vientre de asno tan ancho y profundo, ya entraba rumiando por el tercero canastillo de pan, cuando estando atónito en esta obra me tomó el día claro. Entonces yo, como asno empachado de vergüenza, salime de casa y fui a un arroyo a hartarme de agua; no tardó mucho que no viniesen los ladrones, los cuales traían una doncella muy linda hurtada, y según en su gesto y hábito mostraba, debía ser alguna hijadalgo, que cierto yo, aunque era asno, la deseaba. La triste venía llorando y mesando sus cabellos. Después que la metieron en su cueva, comenzaron a consolarla, diciendo: --Tú, pues, estás aquí segura de la vida, y ahora ten paciencia, porque la necesidad y pobreza nos hace seguir este trato; tu padre y madre, aunque sean avarientos, no dejarán de rescatarte. Con estas palabras y otras la consolaban, pero no dejaba su llanto. Entonces los ladrones mandaron a la vieja que se sentase a par de ella y la consolase con blandas palabras mientras ellos iban a hacer su oficio; la vieja, movida de piedad, le decía muchas cosas; mas todo no aprovechaba, porque lloraba y decía palabras lastimosas, y de cansada se durmió. Ya que había dormido un poco, despertó con un sobresalto como mujer sin seso, y comenzó de nuevo a hacer mayores llantos; como la vieja vio que otra vez de nuevo comenzaba, le rogó con mucha instancia la contase por qué causa lloraba más fuertemente después de haber dormido. La doncella, aunque llena de lágrimas, le dijo de esta manera: --Pocos días ha que yo fui desposada con un mancebo muy rico y de buena disposición, con el cual desde niña me crié, y siempre nos tuvimos grande amor, como si fuéramos hermanos. Así que estando para velarnos, de consentimiento de nuestros padres, con la casa aderezada y enramada de laureles, con contares y otras cosas de bodas, estándome mi madre ataviando para semejante fiesta, he aquí do entra súbitamente un escuadrón de ladrones con gran ímpetu, con las espadas desnudas, y no curaron de robar alguna cosa ni matar a nadie, sino todos juntos, sin los familiares de casa podérselo estorbar, me arrebataron y trajeron aquí. Pero ahora soñaba que mi querido esposo venía por librarme y que cruelmente le mataban estos hombres espantables y temerarios, y por esta causa me afligía más que de antes. Entonces la vieja, suspirando, le dijo: --Hija, esfuérzate y ten buen corazón; no te espantes con unas ficciones de sueños, porque demás de tener por cierto que los sueños del día son falsos, aun los de la noche traen los fines y salidas al contrario: porque llorar, ser herido o muerto, traen el fin próspero y de mucha ganancia; y, por el contrario, reír, o comer cosas sabrosas, o hallarse en placeres, significa tristeza de corazón o enfermedad del cuerpo y otros daños y fatigas. Pero yo te quiero consolar y decir una novela muy linda, con que olvides esta pena y trabajo. La cual luego comenzó en esta manera: V. Cómo la vieja madre de los ladrones cuenta a la doncella un cuento muy elegante y lleno de doctrina. --Había en una ciudad un rey y una reina que tenían tres hijas: las dos mayores eran muy hermosas y bien apuestas; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poderlo decir. Muchos de otros reinos y ciudades, oyendo la fama de su gran beldad y hermosura, venían a verla, y luego, poniendo las manos en la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban. Ya la fama corría por todas las ciudades y tierras cercanas, que esta era la diosa Venus, que por influjo de las estrellas del cielo había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su fama crecía más cada día, y de muchas partes venían por mar y tierra, por ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo. Y nadie quería ir a ver a la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Pafo, ni a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde solían sacrificar. Sus templos eran ya destruidos, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas sin honra. Todos a esta doncella suplicaban, y siendo humana la adoraban por tan gran diosa; y cuando de mañana se levantaban, todos le sacrificaban con manjares y otras cosas; cuando iba por la calle, todo el pueblo, con flores y guirnaldas de rosas, le suplicaban y honraban. Esta honra que se daba a esta doncella encendió mucho en ira a la propia diosa Venus, y riñendo entre sí, dijo: --Yo, que soy madre de todas las cosas criadas; yo, que soy principio y nacimiento de los elementos; yo, que soy Venus poderosa, ¿he de sufrir que se dé la honra debida a mi majestad a una moza mortal, y que mi nombre, puesto en el cielo, se haya de profanar en la tierra, y que en cada parte tengan duda si me han de sacrificar y adorar a mí o a esta doncella, y que tenga tal gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas, cuyo juicio aprobó aquel gran Júpiter. Mas a esta que mi honra ha robado, yo haré que se arrepienta de esto y de su hermosura. Luego llamó a su hijo Cupido, al cual, con sus palabras encendido mucho, le llevó a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psique, y mostrósela, diciendo con mucho enojo y casi llorando toda la historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole de esta manera: --¡Oh hijo, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre y por las dulces llagas de tus saetas y por los sabrosos fuegos de tus amores, que des cumplida venganza a tu madre contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer; y sobre todo te ruego que esta doncella sea enamorada de muy ardiente amor del más bajo y vil hombre que en todo el mundo se halle! Después que Venus hubo dicho esto, besó y abrazó a su hijo, y fuese a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus hermosos pies holló el rocío de las ondas de aquel río, y de allí se fue a la mar, a donde todas las ninfas le vinieron a servir. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Neptuno con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salicia, y Palemón, que es guiador del Delfín, y las compañas de los tritones, saltando por la mar, unos tocando trompetas, otros traían un palio de seda, porque el sol no le tocase; otros llevan el espejo delante de la diosa. De esta manera, nadando con sus carros por la mar, todo este ejército acompañó a Venus hasta el Océano. Entretanto, la doncella Psique, con su hermosura para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y alababan, pero ningún rey, ni otro alguno, la pedía por mujer. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero era como quien ve una estatua de una diosa pulidamente fabricada. Las dos hermanas mayores, como eran medianamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos, y habían sido casadas con dos reyes que las pidieron: ya estaba cada una en su casa, reina y señora. Mas esta doncella Psique estaba en casa de su padre, llorando su soledad, y siendo virgen era viuda, por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón. Aborrecía su hermosura, porque todos pasmaban de verla. El mezquino padre, sospechando que alguna ira y odio tuviesen los dioses contra su desventurada hija, acordó de ir a consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Mileto, y con sus sacrificios y ofrendas suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo le respondió en esta manera: --Pondrás esta moza, adornada del aparato delante, en el más alto peñasco que hallares, y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal, mas espéralo fiero y cruel y venenoso como serpiente, el cual, volando, fatiga con sus saetas a todos. El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó esto, triste y de mala gana se tornó para su casa. Y dijo a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y gimieron algunos días. En esto ya se llegaba el tiempo en que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba; de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella tenía menester para sus mortales bodas. Encendieron las lumbres de las hachas negras con hollín, y los alegres instrumentos músicos se mudaron en lloro y amargura, los cantares en luto y lloro. De manera que el triste hado de esta casa hacía entristecer a toda la ciudad. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar a la mezquina de Psique a la pena que le estaba profetizada; mas por otra parte, movido de piedad, detenía el negocio, llorando amargamente. Entonces la hija dijo al padre y madre de esta manera: --¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar? ¿Por qué fatigáis vuestro espíritu con tantos aullidos? ¿Por qué ensuciáis esas caras con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué apuñeáis vuestros pechos con tanta fuerza? ¿Este será el premio y galardón de mi hermosura? Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia, y sentís tarde el daño. Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta. Ahora veo y siento que solo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte: llevadme ya en aquel risco donde Apolo manda, porque ya querría ver acabadas estas tristes bodas. Acabado de hablar esto la doncella, cayó en tierra, y como ya venía todo el pueblo para acompañarla, metiose en medio de ellos y fueron su camino a un lugar donde estaba un risco muy alto sobre un monte, encima del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, poniendo en su compañía las hachas negras que delante de sí llevaban ardiendo. El pueblo, lleno de lágrimas, bajando sus cabezas, volvieron a sus casas, acompañando al rey y a la reina, los cuales, cubiertos de luto y cerrando las ventanas del palacio, se pusieron en perpetuo llanto. Psique, estando temerosa en aquella peña, vino un manso viento y muy quietamente la puso en un delicioso prado, donde la dejó. LIBRO V. ARGUMENTO. En este libro se contienen los palacios que Psique halló, y los amores secretos que con ella tuvo el dios Cupido, y de cómo vinieron a visitar a Psique sus mismas hermanas, y la envidia que de ella tuvieron; por cuya causa, creyendo Psique lo que le aconsejaban, quiso herir a su marido Cupido; por lo cual cayó de la cumbre de su felicidad y fue puesta en tribulación. -- Y cómo las hermanas hubieron el castigo que merecían por tan mal consejo como a su hermana dieron. -- Y cómo Venus persigue a Psique, buscándola por todas partes. I. Cómo la vieja cuenta a la doncella cómo Psique fue llevada a unos palacios muy poderosos, a donde holgó con su nuevo marido. --Hallándose Psique en aquel prado hermoso y florido, aliviose algún tanto de la pena que en su corazón tenía. Y mirando a todas partes vio una floresta con muy grande arboleda, y una fuente muy clara y apacible, y allí junto estaba una casa real, la cual no parecía edificada por mano de hombres, sino por los dioses. A la entrada de la casa estaba un palacio tan rico y hermoso, que parecía morada de algún dios, porque el zaquizamí y cobertura de madera era de cedro y marfil maravillosamente labrado. Las columnas eran de oro, y todas las paredes eran de plata. Y todos los aposentos y cámaras relucían con el oro, y daban tanta claridad, que era cosa más celestial que humana. Psique, convidada con la hermosura de tal lugar, llegose cerca, y con osadía entró dentro, maravillándose de lo que veía. Y dentro en la casa vio muchos palacios y salas tan perfectamente adornados y aderezados, que ninguna cosa había en el mundo que allí no hubiese; pero sobre todo, de lo que más se maravilló fue de ver los aposentos tan llenos de oro y riquezas, y sin cerradura ni guarda. Andando ella con gran placer mirando estas cosas, oyó una sola voz que le decía: «¿Por qué, señora, te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto que aquí ves; por tanto, entra en la cámara y descansa en la rica cama, y cuando quisieres pide agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces oyes, somos tus siervas, y en todo lo que mandares te serviremos, y luego vendrá la comida, que bien aparejada está para esforzar tu cuerpo.» Cuando esto oyó Psique, entendió que aquello era ordenado por algún dios, y descansando de su fatiga, durmió un poco, y después que despertó levantose y lavose, y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada, se fue a sentar a ella; luego vinieron muchos manjares y un vino que se llama néctar, del que los dioses beben, lo cual todo no parecía quién lo traía, solamente parecía que venía en el aire, ni tampoco la señora podía ver a nadie, mas solamente oía las voces que la hablaban. Después que hubo comido le vinieron a cantar y tañer muy suavísimamente sin ser vistos los músicos. Acabado este placer ya que era noche, Psique se fue a dormir, temiendo la guarda de su virginidad. Y estando con este miedo vino el marido no conocido, y acostándose junto a ella se confirmó el matrimonio; y antes que fuese de día se partió de allí, y luego aquellas voces fueron oídas en la cámara y comenzaron a curar de la novia. De esta manera pasó algún tiempo sin ver a su marido; ella, por la mucha continuación de las voces y del servicio que le hacían, lo tenía ya por deleite y pasatiempo. Entretanto su padre y madre se envejecían en llanto y luto continuo, y la fama de este negocio cómo había pasado, llegó adonde estaban las hermanas mayores casadas, las cuales con mucha tristeza, cargadas de luto, dejaron sus casas y vinieron a ver a sus padres para hablarles y consolarles. Aquella misma noche el marido habló a su mujer Psique, que aunque no lo veía, bien lo oía y con sus manos palpaba, y la dijo de esta manera: --¡Oh, señora mía y muy amada mujer, la fortuna cruel te amenaza con un peligro de muerte, del cual yo querría que te guardases; con mucha cautela tus hermanas, turbadas pensando que tú eres muerta, han de venir a aquel risco en donde tú aquí viniste; si tú, por ventura, oyeres sus voces y llantos, no les respondas en ningún modo, porque si lo haces, darásme gran dolor y para ti causarás un grandísimo mal que te será casi la muerte! Ella prometió de hacer todo lo que el marido le mandase; pero como la noche fue pasada y el marido de ella partido, todo aquel día la doncella consumió en llantos y en lágrimas, diciendo que estaba en una hermosa cárcel apartada de toda conversación humana, y que no podía ver a sus hermanas, ni aun responderlas. De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni holgarse con cosa alguna, sino llorando con muchas lágrimas, se fue a dormir. Luego vino el marido, y acostándose en la cama la comenzó a reprender de esta manera: --¡Oh, mi señora Psique! ¿Esto es lo que tú me prometiste? ¿Qué te puedo yo aconsejar siendo tu marido, que no sea tu provecho? Anda ya, y haz lo que te pareciere. Porque cuando te viniere el mal, te acordarás de lo que te he amonestado. Entonces ella, con muchos ruegos, le hizo conceder que ella hable a sus hermanas y les dé todas las piezas de oro y joyas que quisiere. Pero muchas veces le amonestó que no curase de sus palabras ni curase de saber la cara y figura de su marido, porque si esto pretendiese, que caería de tanta felicidad como tenía. Ella le dijo que todo lo cumpliría, y con muchos besos y abrazos que le daba, juntamente le pidió que mandase al viento que trajese allí a sus hermanas, así como a ella había traído, todo lo cual él le otorgó, y viniendo la mañana se partió del lecho. Las hermanas preguntaron por aquel risco o lugar donde habían dejado a Psique, y luego se fueron para allá, donde comenzaron a llorar y dar grandes voces, hiriéndose en los pechos, tanto, que a las voces que daban acudió Psique, diciéndoles: «¿Por qué os afligís con tantas lágrimas y tristes voces? Dejad, hermanas, el llanto, y venid a ver y abrazar a quien lloráis.» Entonces llamó al viento cierzo, y mandole que hiciese lo que su marido le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo a su mandamiento, trajo luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro alguno, y como llegaron, comenzáronse a abrazar y a besar unas a otras con grandísimo contentamiento. Y Psique les dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena y fatiga, deleitándose en ver tan suntuoso y rico palacio y frescos jardines. II. Cómo prosiguiendo la vieja en su cuento, dice cómo las dos hermanas de Psique la vinieron a ver y le tuvieron envidia. --Después que así les hubo hablado, mostroles la casa y las grandes riquezas de ella, y la mucha familia de los que le servían, oyéndolos solamente. Después las mandó a un baño muy rico y hermoso, y luego vinieron a comer, donde había muchos manjares abundantemente. En tal manera, que la hartura y abundancia de tantas comidas y riquezas (más de los dioses que humanas), criaron envidia en sus corazones contra ella. Finalmente, que le comenzaron a preguntar curiosamente les dijese quién era el señor de aquellas riquezas celestiales. Pero Psique, disimulando, les dijo que su marido era un mozo hermoso que le apuntaba la barba, el cual andaba ocupado en la caza de montería. Y por no tratar más en este negocio, les dio mucho oro y piedras preciosas, y mandó al viento que las tornase a llevar de donde las había traído. Lo cual hecho, las hermanas, tornándose a casa, iban ardiendo con la hiel de la envidia que les crecía, y una otra hablaban sobre ello muchas cosas, entre las cuales la una dijo esto: --Mirad ahora qué escasa es la fortuna, ciega malvada; ¿parécete bien que seamos todas hijas de un padre y madre, y que tengamos diversos estados; nosotras que somos mayores que ella, seamos esclavas de maridos advenedizos, y que vivamos como desterradas fuera de nuestra tierra, y apartadas muy lejos de la casa y reino de nuestros padres, y esta nuestra hermana, última de todas, que haya de poseer tantas riquezas, y tener un dios por marido, y aun cierto ella no sabe bien usar de tanta muchedumbre de riquezas como tiene? ¿No viste tú, hermana, cuántas cosas están en aquella casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecientes, y cuántas piedras preciosas relumbran por ella? Por cierto, si ella tiene el marido hermoso mancebo como nos dijo, ninguna más bienaventurada que ella. Y demás de esto, manda a los vientos, y tiene por servidoras las voces. Yo, mezquina, lo primero que puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre y más calvo que una calabaza, y más flaco que un niño, guardando de continuo la casa. La otra dice: --Pues yo sufro a otro marido gotoso y aun corcovado, por lo cual nunca tengo placer con él, fregándole de continuo sus dedos, endurecidos como piedras, con medicinas hediondas, que ya estoy harta de tantos trabajos como paso con él; pero tú, hermana, paréceme que sufres esto con ánimo paciente, mas yo en ninguna manera puedo sufrir que tanta riqueza y bienaventuranza tenga esta melindrosilla. ¿No te recuerdas cuán soberbiamente y con cuánta arrogancia se hubo con nosotras, las piezas que nos mostró con tanta vanidad, y de tantas riquezas como allí había no nos dio más de esto poquito, y luego mandó al viento que nos llevase luego fuera? Pues no me tendría yo por mujer si no la echase de tantas riquezas. Tomemos yo y tú algún buen consejo para esto que digo, y estas cosas que llevamos que ella nos dio, no las mostremos a nuestros padres ni digamos cosa alguna de su salud y vida, ni publiquemos las muchas riquezas que vimos, porque no so pueden llamar bienaventurados aquellos cuyas riquezas no son sabidas: ahora dejemos esto y tornemos a nuestros maridos, y después, instruidas con mayor acuerdo y consejo, tornaremos más fuertes para castigar su soberbia. Este mal consejo parecía bueno a las dos malas hermanas; y escondidas las joyas y dones que Psique les había dado, tornáronse desgreñadas como que venían llorando, y rascándose las caras, fingiendo de nuevo grandes llantos. En esta manera dejaron sus padres, refrescándoles su pena y dolor, y fuéronse a sus casas. III. Cómo Cupido avisa a su mujer que en ninguna manera oiga a sus hermanas, porque la quieren echar a perder. Viendo Cupido los engaños y maldades que las hermanas ordenaban, habló a Psique de esta manera: --¿No ves cuánto peligro te está aparejado de la cruel e inconstante fortuna, por medio de tus hermanas? Por eso, si tú de lejos no te apercibes, yo creo que te derrocará y hará mucho mal. Aquellas lobas tejen una desleal y mala tela para tu perdición. Ellas te quieren persuadir que tú veas mi cara, la cual, como muchas veces te he dicho, tú no verás; mas si intentares verla, ya aquellas malas brujas vienen armadas con sus malignos corazones encendidos de envidia por echarte a perder: tú no hables con ellas ni las admitas a que te vengan a ver. Y si por tu liviandad y amor que les tienes no te pudieres sufrir sin hablarles, no les respondas ni les des oídos a todo lo que hablaren acerca de tu marido, porque haciéndolo de esta manera acrecentaremos nuestro linaje, que este tu vientre un niño trae ya, y si tú encubres y guardas lo que te digo, ese niño que parieres será inmortal; haciéndolo de otra manera, yo te digo que será mortal. Psique, cuando esto oyó, alegrose mucho con la divina generación, y prometió a su marido hacer lo que él decía. Pero aquellas furias espantables de sus hermanas ya deseaban echar de sí el veneno de serpientes: y con este deseo aceleraban su camino por la mar cuanto podían. En esto el marido de Psique de nuevo la tornó a amonestar diciéndole las mismas palabras que de antes le había dicho. Ella entonces, llorando, le dijo: --Bien sabes tú, señor, que yo no soy parlera; ya el otro día me enseñaste la fe que te había de guardar y lo que había de callar; así, que ahora tú no verás que yo mude la constancia y firmeza de mi ánimo; solamente te ruego que mandes al viento que haga su oficio y que sirva en lo que le mandare, y en lugar de tu vista, pues me la niegas, a lo menos consiente que yo goce de la vista de mis hermanas. Esto, señor, te suplico por estos tus cabellos lindos y olorosos y por el amor que te tengo, aunque no te conozco de vista. Así conozca tu cara en este niño que traigo en el vientre, que concedas a mis ruegos, haciendo que yo goce de ver y hablar a mis hermanas. Y de aquí adelante no curaré más de querer conocer tu cara, y no me curo que las tinieblas de la noche me quiten tu vista, pues yo tengo a ti, que eres mi lumbre. Con estas palabras, abrazando a su marido y llorando, limpiaba las lágrimas con sus cabellos, tanto que él fue vencido y prometió de hacer todo lo que ella quería, y luego, antes que amaneciese, se partió de ella, como acostumbraba. Las hermanas, con su mal propósito, en llegando no curaron de ver a sus padres, sino en saliendo de las naos, derechas se fueron a aquel risco, a donde con el ansia que tenían no esperaron que el viento les ayudase, antes con temeridad y osadía se echaron de allí abajo; pero el viento, recordándose de lo que su señor le había mandado, recibiolas en sus alas y púsolas muy mansamente en el suelo. Ellas se metieron luego en casa, y van a abrazar a la que querían perder, y comenzáronla a lisonjear de esta manera: --Hermana Psique, ya nos parece que estás preñada. ¡Oh, cuán bienaventuradas somos nosotras, pues tenemos hermana que posee tantas riquezas, y más bienandante serás tú cuando te naciere el hijo, porque si él te pareciere, será el segundo dios Cupido! Con estas palabras maliciosas ganaban la voluntad de su hermana. Ella las mandó lavar en el rico baño, y después de lavadas sentáronse a la mesa, donde les fueron dados manjares reales en abundancia, y luego vino la música y comenzaron a cantar y tañer muy suavemente, que parecía celestial. Pero con todo esto no se amansaba la maldad de las falsas mujeres, antes procuraban de armar su lazo de engaños que traían pensado. Y comenzaron disimuladamente a meter palabras, preguntándole qué tal era su marido, de qué nación y ley venía. Psique, habiendo olvidado lo que su marido le encomendara, comenzó a fingir una nueva razón, diciendo que su marido era de una gran provincia, y que era mercader de muy gruesa mercadería, y que era hombre de media edad. No tardó mucho en esta habla, que luego las cargó de joyas y ricos dones, y mandó al viento que las llevase. Después que fueron idas, entre sí iban hablando de esta manera: --¿Qué diremos de esta loca? La otra vez nos dijo que era su marido mancebo desbarbado, y ahora nos dice que es de media edad. ¿Quién será este que tan presto se hizo viejo? --Cierto, hermana; o esta mala hembra nos miente, o ella no conoce a su marido, y cualquier cosa de estas que sea, nos conviene que la echemos de estas riquezas. Ahora volvámonos a casa de nuestros padres y callémonos esto, encubriéndolo con el mejor modo que pudiéremos. IV. Cómo vinieron las hermanas tercera vez a Psique, y del mal consejo que le dieron y lo que acaeció a Psique. Al otro día, sin poder tomar reposo, luego las dos hermanas fueron al risco o peñasco, de donde, con la ayuda del viento acostumbrado, volaron hasta casa de Psique, y con unas pocas lágrimas que por fuerza y apretando los ojos sacaron, comenzaron a hablar a su hermana de esta manera: --Tú piensas que eres bienaventurada y estás segura y sin ningún cuidado, no sabiendo cuánto mal y peligro tienes; pero nosotras, que con grandísimo cuidado velamos sobre lo que te cumple, mucho somos fatigadas con tu daño, porque has de saber que hemos hallado por verdad que este tu marido que se echa contigo es una serpiente grande y venenosa; lo cual, con el dolor y pena que de tu mal tenemos, no te podemos encubrir, y ahora se nos recuerda de lo que el dios Apolo dijo cuando le consultaron sobre tu casamiento, que tú eras señalada para casarte con una cruel bestia. Y muchos de los vecinos de estos lugares, que andan a cazar por estas montañas, dicen que han visto este dragón por aquí cerca, y que se echa a nadar por este río para pasar acá, y todos afirman que te quiere engordar con estos regalos y manjares que te da; y cuando esta tu preñez estuviere más crecida, y tú estuvieres bien llena, por gozar de más hartura, que te ha de tragar. Tú ahora, hermana, mira bien lo que te decimos, porque mejor será que vivas entre los tuyos, que no estar aquí solitaria en peligro tan grande. Psique, como era muchacha y de noble condición, creyó lo que le dijeron, y con palabras tan espantables, salió casi de seso, por lo cual olvidó las amonestaciones de su marido; y así, turbada, les dijo: --Vosotras, hermanas, hacéis lo que debéis a virtud, y eso que decís trae camino, porque yo hasta hoy nunca pude ver la cara de mi marido; solamente le oigo hablar de noche, y así paso con marido incierto que huye de la luz, y siempre me amenaza que me vendrá gran mal si porfío ver su cara. Cuando las malas mujeres hallaron el corazón de su hermana descubierto, dejados los engaños secretos, comenzaron con las espadas desenvainadas públicamente a combatir el pensamiento temeroso de la simple mujer, y la una de ellas dijo de esta manera: --El mejor camino que yo veo en este negocio es que has de esconder secretamente en la cama donde te sueles acostar, una navaja bien aguda, y pondrás un candil lleno de aceite, encendido, debajo de alguna cobertura al canto de la cámara, y con este aparejo, disimuladamente, cuando viniere aquel serpiente a acostarse como suele, desde que ya tú veas que él duerme, salta de la cama, y muy pasico, saca el candil de debajo de donde está escondido, y con la navaja en la mano, con el mayor esfuerzo que pudieres, dale en el nudo de la cerviz de aquel serpiente venenoso, y córtale la cabeza; y no pienses que te faltará nuestra ayuda y favor, porque después de esto hecho te llevaremos en nuestra compañía con todas estas riquezas, y te casaremos con quien mereces. Con estas palabras encendieron tanto las hermanas a Psique, que la dejaron ardiendo, y ellas, temiendo del mal consejo que le daban no les viniese algún gran mal por ello, se partieron luego; y con el viento acostumbrado, se fueron hasta encima del risco, de donde se fueron lo más presto que pudieron, y entráronse en sus naos, y fuéronse a sus tierras. Psique quedó sola, y llorando pensaba cómo había de hacer aquel negocio; por una parte osaba, y por otra temía. En fin, lo que más le fatigaba era que en un mismo cuerpo aborrecía la serpiente y amaba a su marido. Ya que la noche venía, comenzó a aparejar el candil y navaja, para su mal. Siendo de noche, vino el marido a la cama, el cual, desde que hubo burlado con ella, comenzó a dormir suavemente. Entonces Psique se levantó de la cama, y sacado el candil debajo de donde estaba, tomó la navaja en la mano, y como alumbrase con el candil, y descubriese todo el secreto de la cama, vio una bestia la más mansa y dulce de todas las fieras; digo que era aquel dios del amor, que se llama Cupido, el cual estaba acostado muy hermosamente, y con su vista alegrándose, la lumbre del candil creció, y la aguda y sacrílega navaja resplandeció. Cuando Psique vio tal cosa, espantada y fuera de sí, se cortó y cayó sobre las rodillas, y la navaja se le cayó de las manos. Estando así fatigada y desfallecida, cuanto más miraba la cara divina de Cupido, tanto más se recreaba con su hermosura. Ella le vio los cabellos como hebras de oro, llenos de olor divino; el cuello blanco como la leche; la cara blanca y roja, como rosas coloradas, y los cabellos de oro colgando por todas partes que resplandecían como el sol, y vencían la lumbre del candil. Tenía en los hombros péñolas de color de rosas y flores; y todo lo demás del cuerpo estaba hermoso, como convenía a hijo de la diosa Venus, que lo parió sin arrepentirse por ello. Estaban ante los pies de la cama el arco y saetas; que son armas del dios de amor; lo cual todo estando mirando Psique, no se hartaba de mirarlo; maravillándose de las armas de su marido, saca del carcax una saeta, y estándola tentando con el dedo, a ver si era tan aguda como decían, hincósele un poquito de la saeta, de manera que tiró sangre de color de rosas, y de esta manera Psique, no sabiéndolo, cayó y fue presa en amor del dios de amor. Entonces con mayor ardor de amor se abajó sobre él y lo comenzó a besar con tan gran placer, que temía no despertase tan presto. Estando ella en este placer herida del amor, el candil que tenía en la mano, o por no serle fiel, o de envidia mortal, o por ventura que él también quiso tocar el cuerpo de Cupido, echó de sí una gota de aceite hirviendo, y cayó sobre el hombro derecho de Cupido. De esta manera el dios Cupido, quemado, saltó de la cama, y conociendo que su secreto era descubierto, callando, desapareció y huyó de los ojos de Psique, la cual se pegó a una de sus piernas cuando se levantaba, y así fue colgando de sus pies por las nubes del cielo, hasta tanto que, cansada, cayó en el suelo. Pero el dios de amor no la quiso desamparar en la caída, y vino volando a sentarse en un ciprés que allí estaba, de donde la empezó a reprender, diciendo: --¡Oh, Psique, mujer simple! Yo, no recordándome de los mandamientos de mi madre Venus, la cual me había mandado que te hiciese ser enamorada del más miserable hombre del mundo, te quise bien y fui tu enamorado; pero esto que hice, bien sé que fue hecho livianamente, y yo mismo, que tiro a los otros con mis saetas, me herí a mí, y te tomé por mi mujer, y tú querías cortar mi cabeza. ¿No sabes tú cuántas veces te decía que te guardases de querer ver mi cara? Pero aquellas malas y envidiosas de tus hermanas presto me pagarán el consejo que te dieron. Diciendo esto, levantose con sus alas y voló en alto hacia el cielo; Psique quedó echada en tierra, y cuanto podía con la vista, miraba cómo su marido iba volando, y afligía su corazón con muchos lloros y gemidos. Después que su marido desapareció, desesperada se echó en un río que allí cerca estaba; pero el río, por honra del dios de amor, cuya mujer ella era, tomola encima de sus ondas sin hacerle algún mal, y púsola sobre las flores y hierbas del campo. Acaso el dios Pan, que es dios de las montañas, estaba asentado en un otero cerca del río, enseñando a tañer una flauta a la ninfa Caña, y viendo a Psique tan desmayada y llena de dolor, llamola, y halagándola con buenas palabras, le dijo: --Doncella hermosa, bien veo que andas fatigada de dolor; mas no se puede resistir a los crueles hados, por tanto, ten paciencia, y no vuelvas a echarte en el río ni te mates con ningún otro género de muerte. Antes procura aplacar con plegarias al dios Cupido, que es el mayor de los dioses, y trabaja por merecer su amor, con servicios y halagos, porque es mancebo delicado y muy regalado. V. Cómo Psique fue a sus hermanas a quejarse de su desdicha mala, y del castigo que sus hermanas recibieron. Hablando de esta manera el dios Pan a Psique, ella, sin responderle palabra, comenzó a caminar por una senda que allí vio, y tanto anduvo, hasta que llegó a una ciudad, adonde era el reino de una de sus hermanas. La cual hermana, como supo que estaba allí Psique, mandola entrar. Y después que se hubieron abrazado ambas a dos, preguntole qué era la causa de su venida. Psique le respondió: --¿No te recuerdas tú, señora hermana, el consejo que me disteis ambas a dos, que matase aquella grande bestia que conmigo se acostaba, antes que me tragase, para lo cual me diste una navaja? Y como yo quisiese poner por obra vuestro consejo, saqué el candil, y luego que miré su gesto y cara, veo una cosa divina y maravillosa, al hijo de la diosa Venus, digo al dios Cupido, aquel dios de amor que estaba hermosamente durmiendo, y como yo estaba pasmada de ver un dios tan hermoso y tan resplandeciente, acaso cayó una gota de aceite hirviendo del candil sobre su hombro, y con el dolor despertó; y como me vio armada con hierro y fuego, díjome: --¿Cómo has hecho tan gran maldad y traición? Anda, vete luego de mi casa, que yo casaré con una de tus hermanas, y la dotaré de más ricas piezas que a ti. Y diciendo esto, mandó al viento cierzo que me pusiese muy lejos de su casa. No había acabado Psique de hablar estas palabras, cuando la hermana, incitada de envidia inmortal, compuesta una mentira para engañar a su marido, diciendo que había sabido de cómo su padre estaba a la muerte metiose en una nao, y fue navegando hasta que llegó a aquel risco, en el cual subida, dijo: --¡Oh, Cupido! Recíbeme, que soy perteneciente para ser tu mujer, y tú, viento cierzo, recibe a tu señora. Con estas palabras dio un salto grande del risco abajo, pero ella ni viva ni muerta pudo llegar al lugar que deseaba, porque se hizo por aquellas peñas pedazos, como merecía. Tras de esta no tardó mucho la pena y venganza de la otra hermana, porque yendo Psique por su camino más adelante llegó a otra ciudad, en la cual moraba la otra su hermana, a la cual asimismo engañó con decirle lo que había dicho a la otra. Y queriendo el casamiento que no le cumplía, fuese a aquel risco, de donde fue despeñada. Entretanto Psique andaba muy congojosa en busca de su marido Cupido por todos los pueblos y ciudades; pero él, herido de la llaga que le hizo la gota de aceite del candil, estaba echado enfermo, gimiendo, en la cámara de su madre. Entonces un ave blanca que se llama gaviota, zambullose dentro en la mar, y halló allí a la diosa Venus, que se estaba lavando, nadando y holgando, a la cual se llegó y le dijo cómo su hijo Cupido estaba malo de una llaga de fuego que le daba mucho dolor: diciéndole más: que él se había estado apartado de las gentes, metido en una sierra con una doncella muy hermosa, la cual le había hecho la llaga, y que en el mundo ya no había amor ni policía alguna, ni nadie se casaba, ni se amaban los casados, sino todo andaba al contrario, feo y enojoso para todos. Cuando aquella ave parlera dijo estas cosas a Venus, llena de ira y enojo contra su hijo Cupido, exclamó diciendo estas palabras: --Paréceme que ya aquel bueno de mi hijo tiene alguna amiga; hazme tanto placer tú, que me sirves con más amor que ninguna, que me digas el nombre de aquella que engañó a este muchacho sin barbas y de poca edad, ahora sea alguna de las ninfas o del número de las diosas, ahora sea del coro de las musas o del ministerio de mis gracias. Aquella ave parlera no calló lo que sabía, diciendo: --Por cierto, señora, no sé bien cómo se llama, mas pienso, si bien me recuerdo, que la que tu hijo ama se llama Psique. Entonces Venus, indignada, comenzó a dar voces, diciendo: --Ciertamente, él debe amar a aquella Psique, que pensaba tener mi gesto y era envidiosa de mi nombre; de lo que más tengo enojo en este negocio, es que me hizo a mí alcahueta, porque yo le mostré y enseñé por dónde conociese a aquella moza. De esta manera, riñendo y gritando, prestamente se salió de la mar y fuese luego a su cámara, a donde halló a su hijo malo, según lo había oído, y desde la puerta comenzó a dar voces, diciendo de esta manera: --Honesta cosa es, y que cumple mucho a nuestra honra y fama, lo que tú has hecho parecerte buena cosa, menospreciar y tener en poco los mandamientos de tu madre, dándome pena con los amores de mi enemiga que tenía robada en el mundo mi honra y honor. ¿Piensas tú que tengo yo de sufrir, por amor de ti, nuera que sea mi enemiga? Pero tú, mentiroso y corrompedor de costumbres, presumes que tú solo eres engendrado para los amores, y que yo no podré parir otro Cupido; pues quiero ahora que sepas que yo podré engendrar otro hijo mucho mejor que tú; y aun porque más sientas la injuria, adoptaré por hijo a alguno de mis esclavos y servidores, y darle he alas y llamas de amores, con el arco y las saetas y todo lo otro que a ti di. Después que Venus hubo dicho esto, saliose fuera muy enojada diciendo palabras de enojo; pero la diosa Ceres y Juno, como la vieron enojada, la fueron a acompañar, y la preguntaron qué era la causa por que traía el gesto tan turbado, y los ojos, que resplandecían (de tanta hermosura), traía tan revueltos mostrando su enojo. Ella respondió: --A buen tiempo venís para preguntarme la causa de este enojo que traigo, aunque no por mi voluntad, sino porque otro me lo ha dado; por ende, yo os ruego que con todas vuestras fuerzas busquéis a aquella huidora de Psique doquier que la hallareis, porque yo bien sé que vosotras sabéis toda la historia de lo que ha acontecido en mi casa con este hijo que no oso decir que es mío. Ellas, sabiendo las cosas que habían pasado, deseando amansar la ira de Venus, comenzáronle a hablar de esta manera: --Qué, ¿tan gran delito pudo hacer tu hijo, que tú, señora, estés contra él enojada con tan gran pertinacia y melancolía, y que a aquella que él mucho ama tú la desees destruir? Rogámoste que mires bien si es crimen para tu hijo que le pareciese bien una doncella; ¿no sabes tú que es hombre? ¿Hásete ya olvidado cuántos años tiene tu hijo, o porque es mancebo y hermoso tú piensas que es todavía muchacho? Tú eres su madre y mujer de seso, y siempre has experimentado los placeres y juegos de tu hijo, ¿y tú culpas en él y reprendes sus artes y amores, y quieres cerrar la tienda pública de los placeres de las mujeres? De esta manera ellas querían satisfacer por el dios Cupido, por miedo de sus amorosas saetas. Mas Venus, viendo que burlaban de ella, las dejó con la palabra en la boca y se volvió a la mar, de donde había salido. LIBRO VI. ARGUMENTO. Después de haber Psique con mucha fatiga buscado a Cupido, se ofreció a Venus, y con cuánta soberbia fue tratada de ella; mandole hacer cosas imposibles; conviene a saber: que apartase de un montón grande todas las simientes, cada linaje de granos por su parte, y que le trajese el fleco del vellocino de oro, y del agua Estigia infernal le trajese un jarro lleno. -- Asimismo le trajese una bujeta llena de la hermosura de Proserpina. -- Todas las cuales cosas hechas por ayuda de los Dioses, Psique casó con su marido Cupido en el Concilio de los Dioses, y sus bodas fueron celebradas en el cielo, del cual matrimonio nació el deleite. I. Cómo Psique fue al templo de la diosa Ceres y al de Juno a demandarles socorro y ayuda para su fatiga, y ninguna se lo dio por no enojar más a Venus, que estaba enojada. La desdichada Psique andaba por diversas partes y caminos buscando a su marido, y tanto más le crecía el deseo de hallarlo, cuanta era la pena que traía en buscarle. Y deliberaba entre sí que si no le pudiese con sus halagos como mujer amansar, que a lo menos con sus ruegos y oraciones lo aplacara. Yendo así pensando en esto, vio un templo encima de un alto monte, y dijo: --¿Qué sé yo ahora si por ventura mora mi señor en este templo? Y luego se fue hacia allá; y habiendo subido a aquel monte, llegó al templo y entró, donde vio muchas espigas de trigo y cebada derramadas por el suelo sin ningún orden ni concierto. Psique, como vio estas cosas derramadas, comenzó a apartar cada cosa por su parte, y a componerlo y a ataviarlo todo. Estando en esta obra, entró la diosa Ceres, y como la viese, comenzole a decir. --¡Oh Psique desventurada, la diosa Venus anda por todo el mundo con grandísima ansia buscándote, y pretende traerte a la muerte, y tú ahora estás aquí teniendo cuidado de mis cosas! Entonces Psique echose a sus pies y comenzolos a regar con sus lágrimas, suplicándole y pidiéndole perdón, diciendo: --Ruégote, señora, por la tu diestra mano, sembradora de los panes, y por las ceremonias alegres de las sementeras, y por las aradas y barbechos de Sicilia, y por los sacrificios que se hacen en la ciudad Eleusina, que tú socorras a la triste ánima de tu sierva Psique, y consiente que entre estos montones de espigas me pueda esconder algunos pocos días hasta que pase la cruel y vengativa ira de tan gran diosa como es Venus. Ceres le respondió: --Ciertamente yo me he conmovido a compasión por ver tus lágrimas y lo que me ruegas, y deséote ayudar, pero no quiero incurrir en desgracia de mi cuñada, con la cual tengo antigua amistad. Así que tú parte luego de mi casa, y recibe en gracia que no fuiste presa por mí ni retenida. Cuando Psique esto oyó, llena de mayor dolor, tomó su camino adelante, y habiendo andado un gran rato, vio un hermoso templo que estaba en una selva de mucha arboleda, edificado muy pulidamente, en el cual entró y vio en él muy ricos dones de ropas y vestiduras colgadas de los troncos y ramas de los árboles con letras de oro que decían la causa por que eran allí ofrecidas, y el nombre de la diosa a quien se daban. Entonces Psique, hincando las rodillas en el suelo y con las manos tocando el altar y limpiándolas con lágrimas de sus ojos, comenzó a decir de esta manera: --¡Oh tú, Juno, mujer y hermana del gran Júpiter, o estés en el antiguo templo de la isla de Samos, la cual se glorifica porque tú naciste y te criaste allí; o estés en la silla de la alta ciudad de Cartago, la cual te adoró como doncella que fuiste llevada al cielo encima de un león; o estés en la ribera del río Ínaco, el cual hace memoria de ti, que eres casada con Júpiter y reina de las diosas; o estés en las ciudades de los griegos, adonde todos te honran como a diosa de los casamientos; donde quiera que estés, te ruego que socorras mis extremas necesidades y peligros! Acabado de decir esto, luego le pareció la diosa Juno, y díjole: --Yo te quisiera remediar con mi ayuda y favor; pero contra la voluntad de Venus, mi nuera, la cual siempre tuve en lugar de hija, no lo puedo hacer, porque la vergüenza me resiste. Demás de esto, las leyes prohíben que nadie pueda recibir los esclavos fugitivos contra la voluntad de sus señores; por tanto, vete luego de aquí. II. Cómo Psique se fue a presentar ante Venus por demandarle perdón, y los trabajos que con ella hubo. De esta manera espantada Psique, viéndose desechada del favor de las diosas, determinó presentarse ante la diosa Venus, pensando que con esta humildad y obediencia la aplacaría. En este medio tiempo, Venus, enojada de andar a buscar a Psique por la tierra, determinó subir al cielo, y mandó aparejar su carro, el cual, Vulcano, su marido, muy sutil y pulidamente había fabricado y se lo había dado en arras de su casamiento, y luego a la hora salieron de su cámara cuatro palomas muy blancas, pusiéronse en orden para llevar el carro, y como Venus subió encima, comenzaron a volar alegremente, y tras el carro comenzaron a volar muchos pajaritos y aves que cantaban muy dulcemente, haciendo saber como Venus venía. En esta manera llegó al palacio real de Júpiter, y con mucha osadía pidió que le mandase al dios Mercurio le ayudase con su voz, que había menester para cierto negocio. Júpiter se lo otorgó, y mandó que así se hiciese. Entonces ella, alegremente, acompañándola Mercurio, se partió del cielo y de esta manera habló a Mercurio: --Hermano de Arcadia, tú sabes bien que tu hermana Venus nunca hizo cosa alguna sin tu ayuda y presencia, y ahora tú no ignoras cuánto tiempo ha que yo no puedo hallar a aquella mi sierva que se anda escondiendo de mí; así que ya no tengo otro remedio sino que públicamente tú pregones que le será dado gran premio a quien la descubriere. Por ende te ruego que hagas prestamente lo que te digo, y en tu pregón da las señas e indicios por donde manifiestamente se pueda conocer. Diciendo esto, se fue a su casa. No olvidó Mercurio lo que Venus le mandó hacer, y luego se fue por todos los lugares y ciudades pregonando que si alguno mostrare o prendiere a Psique, hija del rey y sierva de Venus, que anda huida, que le dará por ello muy grande premio. De esta manera pregonando Mercurio, todos buscaban a Psique por ganar el hallazgo, la cual cosa oída por ella, luego a mucha prisa se fue a presentar al templo de Venus, y como llegó a las puertas del templo, salió a ella una doncella de Venus, que había nombre Costumbre, y como la vio, comenzó a dar grandes voces diciendo: --Vos dueña, mala esclava, ya sentís que tenéis señora; no sabéis cuánto trabajo nos habéis dado, que andamos por todas las partes a buscaros. Pero bien está pues caísteis en mis manos; haced cuenta que caísteis en la cárcel del infierno, adonde para siempre jamás nunca podréis salir, y muy prestamente recibiréis la pena de vuestra gran contumacia y fiera rebeldía. Diciendo esto arremetió a ella, y tomándola por los cabellos, la llevó ante Venus, la cual, como la vio, comenzose a reír, y meneando la cabeza, rascándose en la oreja, comenzó a decir: --Basta, que ya fuiste contenta de hablar a tu suegra; mas antes creo que lo hiciste por ver a tu marido, que está a la muerte de la llaga que tú le causaste; pero está segura que yo te recibiré como conviene a buena nuera. Y como esto dijo, llamó a sus criadas la Costumbre y la Tristeza, a las cuales mandó que azotasen cruelmente a Psique. Ellas, obedeciendo el mandamiento de su señora, dieron tantos azotes a la mezquina Psique, que la atormentaron muy malamente, y luego la tornaron a presentar otra vez ante su señora. Venus, como la vio, se comenzó otra vez a reír, y dijo: --¿No veis cómo aun en el vientre que trae hinchado nos conmueve a misericordia? Piensa hacerme abuela, bien dichosa con lo que saliere de esta su preñez. Dichosa yo que en la flor de mi edad me llamarán abuela, y el hijo de una bellaca oirá que le llamen nieto de la diosa Venus; pero necia soy en decir esto, porque mi hijo no es casado, por cuanto las personas no son iguales, y lo que hicieron entre sí no es válido, que fue en un monte escondido y sin testigos, ni con consentimiento de padre ni madre. Y diciendo esto, tomó trigo y cebada, mijo y centeno, garbanzos y lentejas, lo cual todo mezclado y hecho un gran montón, dijo a Psique: --Tú me pareces mujer de gran cuidado: yo quiero experimentar tu servicio; por tanto, aparta todos los granos de estas simientes que están juntos en este montón, y cada simiente apartada me la has de dar antes de la noche. Y diciendo esto, se fue a comer a las bodas de sus dioses. Psique, embarazada con la grandeza de aquel mandamiento, estaba callando como una muerta, que nunca alzó la mano a comenzar tan grande obra para nunca acabar. Entonces aquellas pequeñas hormigas del campo, teniendo mancilla de tan gran trabajo y dificultad como era el de la mujer del dios de amor, discurrieron prestamente por esos campos, y llamaron todas las huestes de hormigas, diciéndoles: --¡Oh sutiles hijas, criadas de la tierra, madre de todas las cosas, habed mancilla de una moza hermosa, mujer del dios de amor, y socorredla presto, que está en gran peligro! --Entonces, como ondas de agua, venían infinitas hormigas, cayendo unas sobre otras, y con mucha diligencia apartaron todo el montón, grano a grano. Después de apartado y divisos todos los géneros de simiente, prestamente se fueron de allí. Luego, al comienzo de la noche, Venus llegó, y vista la diligencia de la obra, dijo: --¡Oh mala, no es tuya ni de tus manos esta obra sino de aquel a quien tú más has placido! Y diciendo esto, echole un pedazo de pan para que comiese, y se fue a acostar. III. Cómo Venus mandó a Psique cosas muy dificultosas, las cuales acabó con ayuda de los dioses. Y al otro día, luego que amaneció, mandó Venus llamar a Psique, y díjole de esta manera: --¿Ves tú aquella floresta por donde pasa aquel río que tiene aquellos grandes árboles alderredor, y ves aquellas ovejas resplandecientes y de color de oro, que andan por allí paciendo, sin que nadie las guarde? Pues ve allá luego, y tráeme la flor de su precioso vellocino, en cualquier manera que lo puedas traer. Psique, de muy buena gana se fue allá, no con pensamiento de hacer lo que Venus le había mandado, mas por dar fin a sus males, echándose de un risco de aquellos dentro en el río. Y llegando cerca del río, una caña verde, que es madre de la suave música, meneada de un dulce aire, por inspiración divina le habló de esta manera: --Psique, tú que has sufrido tantas tribulaciones, no me quieras ensuciar mis muy santas aguas con tu misérrima muerte, ni tampoco llegues a estas espantosas ovejas; porque tomado el calor del sol, suelen ser muy rabiosas, y con los cuernos agudos y las frentes de piedra, y aun mordiendo con los dientes ponzoñosos, matan a muchos hombres. Pero después que pasare el ardor del mediodía y las ovejas se vayan a reposar a la frescura del río, podrás esconderte debajo de aquel alto plátano, y como tú vieres que las ovejas, dejada toda su ferocidad, comienzan a dormir, sacudirás las ramas y hojas de aquel monte que está cerca de ellas, y allí hallarás las vedijas de oro, que se pegan por aquellas varas cuando las ovejas pasan. En esta manera la caña, por su virtud y humanidad, enseñó a la mezquina de Psique cómo se había de remediar. Ella, cuando esto oyó, no fue negligente en cumplirlo; y así, haciendo todo lo que le dijo, hurtó el oro con la lana de aquellos montes, y trájola a Venus. Mas con todo esto, nunca se aplacó su ira, y con una risa falsa le dijo: --Tampoco creo yo ahora que en esto que tú hiciste faltó quien te ayudase; pero yo quiero experimentar si por ventura tú lo haces con esfuerzo tuyo y prudencia o con ayuda de otro: por ende, mira bien aquella altura de aquel monte, a donde están aquellos riscos muy altos, de donde sale una fuente de agua muy negra, que desciende por aquel valle donde hace aquellas lagunas hondas y turbias, y de allí salen algunos arroyos infernales, feos y temerosos a la vista de todos. De allí, de la altura donde sale aquella fuente, tráeme este vaso lleno de agua. Y diciendo esto, le dio un vaso de cristal, amenazándola si no lo traía lleno como le decía. Psique, cuando esto oyó, aceleradamente se fue hacia aquel monte, para subir encima de él, y desde allí echarse, para dar fin a su amarga vida. Pero como llegó alderredor de aquel monte, vio una mortal dificultad para llegar a él, porque estaba allí un risco muy alto, que parecía llegar al cielo, y tan liso, que no había quien por él pudiese subir, de encima del cual salía una fuente de agua muy negra y espantable, que corría por aquellos riscos abajo, venía a un valle grande, que estaba cercado de una parte y de la otra de grandes riscos, a donde moraban dragones espantables, con los cuellos alzados y los ojos tan abiertos para velar, que jamás los cerraban, ni pestañeaban; y como ella llegó allí, las mismas aguas le hablaron, diciéndole muchas veces que se apartase de allí, o si no, que moriría. Cuando Psique vio la imposibilidad que había de llegar a aquel lugar, fue tornada como una piedra, en tal manera, que con el gran miedo del peligro estaba tan muerta, que carecía del último consuelo y solaz de las lágrimas; pero no pudo esconderse a los ojos de la divina Providencia tanta fatiga y tribulación de la inocente Psique, la cual, estando en esta fatiga, aquella ave real de Júpiter que se llama águila, abiertas las alas, vino volando súbitamente, recordándose del servicio que antiguamente hizo Cupido a Júpiter, cuando por su diligencia arrebató a Ganímedes el troyano para su copero; queriendo dar ayuda y pagar el beneficio recibido y ayudar a los trabajos de Psique, mujer de Cupido, dejó de volar por el cielo, y vínose a la presencia de Psique, y díjole en esta manera: --¿Cómo tú eres tan simple y necia de tales cosas, que esperas poderte hartar, ni solamente tocar a una sola gota de esta fuente, no menos cruel que santísima? ¿Tú nunca oíste alguna vez que estas aguas estigias son espantables a los dioses y aun al mismo Júpiter? Demás de esto, vosotros los mortales juráis por los dioses, pero los dioses acostumbran jurar por la Majestad del lago Estigio; pero dame ese vaso que traes. El cual ella le dio, y el águila se lo arrebató de la mano muy presto, y volando entre las bocas y dientes crueles y las lenguas de tres órdenes de aquellos dragones, fue al agua e hinchió el vaso, consintiéndolo la misma agua, y aun amonestándole que prestamente se fuese, antes que los dragones la matasen. El águila, fingió que por el mandamiento de la diosa Venus, y para su servicio, había venido por aquella agua; por la cual causa más fácilmente llegó a henchir el vaso y salir libre con ella. En esta manera tornó con mucho gozo, y dio el vaso a Psique, lleno de agua; la cual llevó luego y la dio a Venus; pero con todo esto, nunca pudo aplacar ni amansar algo su crueldad; antes con su risa mortal, como solía, le habló, amenazándola con mayores tormentos, diciendo: --Ya tú me pareces una gran hechicera, porque muy bien has remediado mis mandamientos; mas tú, lumbre de mis ojos, aún te resta otra cosa que has de hacer. Toma esta bujeta (la cual luego le dio) y vete a los palacios del infierno, y darás esta bujeta a Proserpina, diciéndole: «Venus te ruega que le des aquí una poca de tu hermosura, que baste siquiera para un día, porque todo lo hermoso que ella tenía lo ha perdido y consumido curando a su hijo Cupido, que está muy malo»; y torna presto con ella, porque tengo necesidad de lavarme la cara con esto para entrar en el teatro y fiesta de los dioses. Entonces Psique abiertamente sintió su último fin, pues la mandaban ir al infierno, donde estaban las ánimas de los muertos. Con este pensamiento se fue a una torre muy alta para echarse de allí abajo, por así acabar su vida y descender muy presto al infierno. Pero la torre le habló de esta manera: --¡Mezquina de ti! ¿Por qué te quieres matar echándote de aquí abajo? Pues que ya este es último peligro y trabajo que has de pasar, porque si una vez tu alma fuere apartada de tu cuerpo, bien podrás ir de cierto al infierno; pero créeme, que en ninguna manera podrás tornar a salir de allí. No está muy lejos de aquí una noble ciudad de Acaya, que se llama Lacedemonia; cerca de esta ciudad busca un monte que se llama Ténaro, el cual está apartado en lugares remotos. En este monte está una puerta del infierno, y por la boca de aquella cueva va un triste camino, por donde si tú entras podrás ir por aquella solitaria vía derechamente a los infiernos, a donde están los palacios del rey Plutón; pero no entiendas que has de llevar las manos vacías, porque te conviene llevar en cada una de las dos una sopa de pan mojada en meloja, y en la boca has de llevar dos monedas, y desde que ya hubieres andado buena parte de aquel camino de la muerte, hallarás un asno cojo cargado de leña, con él un hombre también cojo, el cual te rogará que le des ciertas chamizas para echar en la carga, que se le cae; pero tú pásate callando sin hablarle palabra, y después, como llegares al río donde está Caronte, él te pedirá portazgo, porque así pasa él en su barca de la otra parte a los muertos que allí llegan, porque has de saber que hasta allí entre los muertos hay avaricia; que ni Caronte, ni aquel gran rey Plutón, hacen alguna cosa de gracia, y si algún pobre muere, cúmplele buscar dineros para el camino, porque si no los llevare en la mano no le pasarán de allí. A este viejo le darás, en nombre de flete, una moneda de aquellas que llevares, pero ha de ser que él mismo la tome con su mano de tu boca. Después que hubieres pasado este río muerto, hallarás otro viejo muerto y podrido, que anda nadando sobre las aguas de aquel río, y alzando las manos te rogará que lo recibas dentro en la barca; tú no cures de usar piedad que no te conviene. Pasado el río y andando un poco adelante, hallarás unas viejas tejedoras que están tejiendo una tela, las cuales te rogarán que les toques la mano; pero tú no lo hagas, porque no te conviene tocarles en manera ninguna. Que has de saber que todas estas cosas y otras muchas, nacen de las asechanzas de Venus, que quería que te pudiesen quitar de las manos una de aquellas sopas, lo cual te sería muy grave daño, porque si una de ellas perdieses, nunca jamás tornarías a esta vida. Demás de esto, sepas que está un poco más adelante un perro muy grueso y grande que tiene tres cabezas, el cual es muy espantable, y ladrando con aquellas bocas abiertas, espanta a los muertos, a los cuales ya ningún mal puede hacer, y siempre está velando ante la puerta del oscuro palacio de Proserpina, guardando la casa vacía de Plutón. Cuando aquí llegares, con una sopa que le eches lo tendrás enfrenado y podrás luego pasar fácilmente, y entrarás a donde está Proserpina, la cual te recibirá benigna y alegremente, y te mandará sentar y dar muy bien de comer; pero tú siéntate en el suelo y come de aquel pan negro que te dieren, y pide luego de parte de Venus aquello por que eres venida, y recibido lo que te dieren en la bujeta, cuando tornares amansarás la rabia de aquel perro con la otra sopa, y después cuando llegares al barquero avariento, le darás la otra moneda que guardaste en la boca, y pasando aquel río, tornarás por las mismas pisadas por donde entraste, y así vendrás a ver esta claridad celestial. Pero sobre todo te aviso que en ninguna manera cures de abrir ni mirar lo que traes en la bujeta. De esta manera aquella torre, habiendo mancilla de Psique, le declaró lo que le era menester. No tardó Psique, que luego se fue al monte Ténaro, y tomando aquellos dineros y aquellas sopas como le mandó la torre, entrose por aquella boca del infierno, y pasando callando aquel asnero cojo y pagado a Caronte su flete porque la pasase, y menospreciando asimismo el deseo de aquel viejo muerto que andaba nadando, y también no curando de los engañosos ruegos de las viejas tejedoras, y habiendo amansado la rabia de aquel temeroso perro con el manjar de aquella sopa, llegó, pasando todo esto, a los palacios de Proserpina; pero no quiso aceptar el asiento y manjar que Proserpina le mandaba dar, mas contenta con un pedazo de pan, le dio la embajada que de Venus traía, y luego Proserpina le hinchó la bujeta secretamente de lo que pedía. Psique luego partió, y aplacado el perro bravo con la sopa que le quedaba, y habiendo dado la otra moneda a Caronte el barquero porque la pasase, tornó del infierno más esforzada de lo que entró. Y como este era el postrer servicio que a Venus había de hacer, vínole al pensamiento una temeraria curiosidad, diciendo: --Bien soy yo necia, trayendo conmigo la divina hermosura, que no tome de ella siquiera un poquito para mí, para poder placer a aquel mi hermoso enamorado. Diciendo esto abrió la bujeta, dentro de la cual ninguna cosa había, sino un sueño infernal y profundo, el cual cubrió a Psique de una niebla de sueño grueso que la hizo dormir como cosa mortal. Pero Cupido, ya que convalecía de su llaga, no pudiendo sufrir la larga ausencia de su amiga, saliose por una ventana de su cámara y fue a socorrer a su amiga Psique, y apartado de ella el sueño, y metiéndolo otra vez en la bujeta, la despertó, reprendiéndola de su curiosidad, y díjole más, que llevase la embajada a su madre, que entretanto él proveería lo que fuese menester. Dicho esto, levantose con sus alas y se fue volando. Psique llevó lo que traía de Proserpina, y diolo a Venus. Entretanto Cupido, que andaba muy fatigado del gran amor, la cara amarilla, temiendo la severidad de su madre, tornose almario de su pecho, y con sus ligeras alas volando, se fue al cielo y suplicó al dios Júpiter que le ayudase, y recontole toda su causa. Entonces Júpiter tomolo por la barba, y trayéndole la mano por la cara, comenzolo a besar, diciendo: --Como quiera que tú, señor hijo, nunca me guardaste la honra que se debe a los padres por mandamiento de los dioses, pero aun este mi pecho, en el cual se encierran y disponen todas las leyes de los elementos, y a las veces el de las estrellas, muchas veces lo llagaste con continuos golpes de tu amor, y lo ensuciaste con muchos lazos de terrenal lujuria, y lisiaste mi honra y fama con adulterios torpes y sucios contra las leyes, especialmente contra la ley Julia y la pública disciplina, transformando mi cara y hermosura en serpientes, en fuegos, en bestias fieras, en aves y en cualquier otro animal, con todo esto, recordándome de mi mansedumbre y que tú creciste entre estas mis manos, yo haré todo lo que tú quisieres, y tú te sepas guardar de otros que desean lo que tú deseas. Esto sea con una condición: que si tú sabes de alguna doncella hermosa en la tierra, por este beneficio que de mí recibes has de pagarme con ella la recompensa. Después que esto hubo hablado, mandó a Mercurio que llamase a todos los dioses a concilio, y si alguno de ellos faltase, que pagase diez mil talentos de pena. Por el cual miedo todos vinieron, y fue lleno el palacio donde estaba Júpiter, el cual, asentado en la silla alta, comenzó a decir de esta manera: --¡Oh dioses escritos en el banco de las musas! Vosotros todos sabéis cómo a este mancebo, que yo crié en mis manos, procuré de refrenar los ímpetus y movimientos ardientes de su primera juventud. Pero harto basta que él es infamado entre todos de adulterio y de otras corruptelas, por lo cual es bien que se quite toda ocasión y para esto me parece que su licenciosa juventud se debe atar con lazo de matrimonio. Él ha escogido una doncella, a la cual privó de su virginidad; téngala y poséala siempre y use de sus amores. Y diciendo esto, volvió la cara a Venus y díjole: --Tú, hija, no te entristezcas por esto; no temas a tu linaje, porque yo haré que este matrimonio sea igual al de los dioses. Luego mandó a Mercurio que subiese a Psique al cielo; y como Mercurio la trajo, le dio Júpiter a beber del licor de los dioses, diciéndole: --Toma, Psique, bebe esto y serás inmortal; Cupido nunca se apartará de ti, y este matrimonio durará siempre. Dicho esto, no tardó mucho cuando vino la cena muy abundante, como a tales bodas convenía. Estaba sentado a la mesa Cupido junto a Júpiter, con su amada Psique, y por su orden todos los dioses. Ganímedes echaba el vino a Júpiter, como copero suyo, y a los otros Baco. Vulcano cocinaba la cena; las ninfas henchían de flores y rosas la sala donde cenaban; las musas cantaban muy dulcemente, y también Apolo con su vihuela. De esta manera vino Psique en poder de su marido Cupido, y estando ya Psique en el tiempo del parir, nacioles una hija, la cual llamamos Placer. En esta manera contaba la vieja a la doncella cautiva esta conseja; pero yo, como estaba allí cerca, oíalo todo, y dolíame que no podía con mis manos de asno escribir y notar tan linda y hermosa novela. IV. Cómo vinieron los ladrones de robar, y lo que acaeció a Lucio y a la doncella. Muy de prisa entraron los ladrones en su cueva, diciendo que habían peleado muy fuertemente. Y dejando en casa algunos de los heridos para que se curasen, los más esforzados, comiendo de prisa unos bocados, sacaron del establo a mí y a mis compañeros y lleváronnos a una cueva lejos de allí y cerca de un pueblo, a donde nos cargaron de muchas cosas, y luego a gran prisa nos hicieron caminar con tantos palos y rempujones, que me hicieron caer, y para levantarme me dieron tantos golpes, que me lisiaron en un pie, que como yo iba cojeando, uno de aquellos ladrones dijo: --¿Hasta cuándo hemos de mantener de balde a este asnillo cansado y ahora cojo? A esto respondió otro: --Después que este entró en nuestro poder, siempre anduvo de mal en peor. ¡Oh! yo os prometo que cuando llevare estas cargas, lo hemos de despeñar. Como yo esto oí, con el miedo hice alas de los pies, caminando cuanto podía. Cuando llegamos, luego prestamente nos quitaron de encima lo que llevábamos, y no curando de nuestra salud ni tampoco de mi muerte, llamaron a sus compañeros que habían quedado en casa heridos, y, según lo que ellos decían, era para contarles el enojo que habían habido de nuestra tardanza. En todo esto no tenía yo poco miedo a la muerte de que me habían amenazado, y, pensando en ella, decía entre mí de esta manera: --¿En qué estás, Lucio? ¿qué cosa más extrema puedes esperar? Esta muerte muy cruel te está aparejada por deliberación y acuerdo de estos ladrones, y en el cierto peligro, poco aprovecha el esfuerzo. Ya ves estos riscos y peñas muy agudas; a cualquier parte que cayeres por ellas, te desmembrarán y harán pedazos, porque el arte mágica que tú andabas a buscar no te dio tan solamente la cara y las fatigas y trabajos de asno, mas aun cercote de un cuero grueso como de asno. Pues que así es, ¿por qué no te esfuerzas, y en tanto que puedes aconsejas a tu salud? Ahora tienes muy buena oportunidad para huir, en tanto que los ladrones no están en casa. ¿Has de temer, por ventura, la guarda de una vieja medio muerta, la cual puedes matar con una coz de tu pie cojo? Pero ¿hacia dónde podré huir, o quién me acogerá en su casa? Este pensamiento, ciertamente me parece necio y de asno, porque, ¿qué caminante me hallará en el camino que no cabalgue encima de mí y me lleve consigo? Diciendo esto, con muy alegre esfuerzo quebré el cabestro con que estaba atado, y eché a correr cuanto más presto pude, por huir los ojos de milano de aquella falsa vieja, la cual, como me vio suelto, tomando un grande ánimo y esfuerzo, más que la edad y condición le podían dar, arrebatome por el cabestro y porfiome a quererme tornar por fuerza al establo; pero yo, recordándome del propósito mortal de aquellos ladrones, no me moví a piedad alguna; antes, alzando los pies, le di un par de coces en aquellos pechos, que di con ella en tierra. La vieja, como quiera que estaba en tierra, todavía me tenía fuertemente por el cabestro; de manera que, aunque yo corría, la llevaba arrastrando, la cual luego comenzó con grandes voces y gritos a pedir ayuda de otra más fuerza que la suya. Pero en balde hallaba ayuda con sus voces, porque nadie había que le pudiese socorrer, salvo aquella doncella que allí estaba presa, la cual, a las voces que la vieja daba, salió y vio un aparato para reír; conviene saber: la vejezuela trabada, no de un toro, mas de un asno; y como aquello vio, tomada en fin fuerza y ánimo de varón, osó hacer una hazaña maravillosa. Primeramente trabome del cabestro, y con palabras de halagos comenzome a detener un poco, y luego saltó encima de mí. Desde que se vio encima incitábame a que corriese, y yo, por la gana que tenía de huir, como por librar a aquella doncella, corría como un caballo, y aun tentaba de responder a las palabras que la delicada doncella decía, y muchas veces, fingiendo quererme rascar en el espinazo, volvía la cabeza y besaba los hermosos pies de la moza. Entonces ella, suspirando, decía: --¡Oh soberanos dioses, dad ayuda y favor a mis extremos peligros, y tú, cruel fortuna, deja ya de perseguirme! Y tú, asno, remedio de mi libertad, si me llevares en salvo a mi casa, y me tornares a mis padres y hermoso marido, cuántas gracias te daré y de cuántas comidas te hartaré. Esas tus crines muy bien peinadas, te adornaré las cerdas de tu cola, que por negligencia están revueltas, con mucho cuidado las puliré y ataviaré. Tú serás comparado a los antiguos milagros, porque por tu ejemplo creeremos que Frixo pasó la mar encima de un carnero, y Arión escapó encima de un delfín, y Europa huyó encima de un toro; porque si fue verdad que Júpiter se transfiguró en buey, bien puede ser que este mi asno esconda la figura de algún hombre y la imagen de algún dios. Entretanto que la hermosa doncella esto decía, llegamos adonde se apartaban tres caminos. Cuando allí llegamos, ella, tirándome del cabestro con toda cuanta fuerza podía, tiraba y porfiaba de enderezarme por el camino de a mano derecha, porque aquella era la vía para ir a casa de sus padres. Mas yo, sabiendo que aquellos ladrones habían ido por allí a hacer otros robos, resistíale fuertemente, y entre mí decía de esta manera: --¿Qué haces, moza desventurada? ¿Por qué quieres perder a ti y a mí? ¿No sabes que este es el camino de los ladrones? Estando nosotros altercando cada uno en su porfía, contendiendo sobre el camino que habíamos de tomar, he aquí que los ladrones, cargados de lo que habían robado, nos tomaron a manos, y como con la claridad de la luna nos conocieron un poco de lejos, con una risa falsa y cruel nos comenzaron a saludar, y el uno de ellos dijo de esta manera: --¿Hacia dónde tan de prisa trasnocháis este camino, que no teméis las brujas y fantasmas de la soledad de la noche; y tú, muy buena doncella, das mucha prisa en ir a ver a tus padres? Pues que así es, nosotros socorreremos a tu soledad, y te mostraremos el camino bien ancho para ir a tus padres. Y sirviéndola con las palabras y no con el hecho, echó mano del cabestro y tornome para atrás, dándome buenos palos y guinchones con un palo nudoso que traía en la mano. Entonces yo, contra mi voluntad tornado a la muerte que me estaba aparejada, acordeme del dolor de la uña, y comencé cabeceando a cojear; pero aquel que me tornó para atrás, dijo: --¿Y cómo tú otra vez vas titubeando y vacilando, y estos tus pies podridos pueden huir y no saben andar, y ahora poco ha vencías la celeridad de Pegaso, aquel caballo que volaba? En tanto que este compañero muy sabroso jugaba conmigo de esta manera, sacudiéndome muy buenas varadas, ya llegábamos al cantón de su casa, cuando vimos aquella vejezuela que estaba ahorcada con una soga de la rama de un alto ciprés, a la cual los ladrones descolgaron, y así, con su cuerda al pescuezo, la lanzaron por las peñas abajo, y entrando en casa, después que hubieron atado la doncella con sus cordeles, dieron en la cena que la desventurada vieja en su última diligencia había aparejado, y después que con sus ánimos bestiales y ferocidad tragaron todo lo que allí había, comenzaron entre sí a platicar de nuestra pena y de su venganza, y como suele acontecer entre gente turbulenta, fueron diferentes las sentencias que cada uno daba. El primero dijo que le parecía que era bueno y que debían quemar viva aquella doncella; el segundo, que la echasen a las bestias fieras; el tercero, que la debían de ahogar; el cuarto, que con tormentos la despedazasen. Ciertamente por dicho de todos, como quiera que fuese, la muerte le estaba aparejada. Entonces uno de aquellos mandó callar a todos, y con palabras agradables comenzó a hablar de esta manera: --No conviene a la secta de nuestro colegio, ni a la mansedumbre de cada uno, ni aun tampoco a mi modestia, sufrir que vosotros seáis crueles más de lo que el delito merece, ni debéis traer para esto bestias fieras, ni horca, ni fuego, ni tormentos ni aun tampoco muerte apresurada. Así que vosotros, si tomáis mi voto, habéis de dar vida a la doncella, pero aquella vida que merece. No creo yo que se os ha olvidado lo que determinabais hacer de este asno perezoso y gran comilón, y aun ahora mentiroso, fingiendo que estaba cojo; era ministro y medianero de la huida de esta doncella. Así, pues, me parece que mañana degollemos a este asno, y sacadas de él todas las entrañas por medio de la barriga, cosámosle dentro esta doncella, y solamente le quede la cara fuera; y después me parece se debe poner este asno, así relleno y cosido, encima de un risco de estos, adonde le dé el ardor del sol, y de esta manera sufrirán ambos todas las penas que vosotros derechamente habéis sentenciado, porque el asno recibirá la muerte que hace días ha merecido, y la doncella vivirá muriendo, pasando grandes penas, así del ardor del sol que la quemará, como de hambre y sed, y los bocados que los tigres y buitres le han de dar, le darán mayores dolores y fatigas. Cuando este mal ladrón acabó de hablar, todos confirmaron su parecer y sentencia; lo cual oyendo con mis grandes orejas, ¿qué otra cosa podía hacer, sino llorar mi muerte que había de ser al otro día? LIBRO VII. ARGUMENTO. Lucio Apuleyo cuenta cómo de mañana uno de aquellos ladrones vino de fuera y decía a los otros en qué manera culpaban a Apuleyo y le imputaban el robo de la casa de Milón; que no culpaban a ninguno de los ladrones, salvo a Apuleyo, que nunca más había parecido; el cual, oyendo esto, y estando hecho asno, gemía entre sí por culpársele de este gran crimen. -- Cómo la doncella fue libre por su esposo Lepolemo. -- Cuenta muchas desventuras y trabajos que pasó siendo asno. -- También refiere muchos cuentos y fábulas graciosas, y la maldad de un muchacho que traía leña con él, y otras muchas cosas de gusto. I. Cómo viniendo un ladrón de la ciudad de Hipata, cuenta a los otros cómo no culpaban a nadie del robo de la casa de Milón, sino a Lucio Apuleyo, y cómo fue admitido a la compañía de los ladrones un mancebo. Al otro día, de mañana, después de salido el sol, uno de la compañía de aquellos ladrones, según yo conocí en sus palabras, entró por la puerta, y como llegó a la entrada de la cueva, sentose allí para cobrar resuello, y comenzó a hablar a sus compañeros de esta manera: --Cuanto toca a la casa de Milón, el de la ciudad de Hipata, la cual poco ha robamos, ya podemos estar seguros, porque yo lo he bien solicitado, que después que vosotros con vuestras fuerzas robasteis todo lo de aquella casa, y os partisteis para esta nuestra estancia, mezcleme entre aquella gente popular de aquella ciudad, haciendo parecer que me dolía y me pesaba de aquel negocio; donde andaba mirando qué consejo tomaban sobre buscar quién había hecho aquel robo y en qué manera y cómo querían hacer la pesquisa para buscar los ladrones, lo cual todo yo miraba para deciros, como me mandasteis. Y no solamente por dudosos argumentos, mas por razones probadas, todos los de aquella ciudad, y de consentimiento de todos, pedían no sé qué Lucio, diciendo ser el autor manifiesto de tan gran crimen. El cual, pocos días antes con ciertas cartas fingidas y fingiendo ser hombre de bien, había hecho amistad estrechamente con aquel Milón, en tanto que lo recibió por huésped en su casa y por muy su amigo, y él se detuvo algunos días en su casa, fingiendo tener amores con una criada de Milón, y espió muy bien las cerraduras de la puerta y los cuartos donde Milón tenía todo su patrimonio, para lo cual no pequeño indicio se halla contra aquel mal hombre, porque aquella misma noche, y en el momento de aquel robo, él huyó, y desde entonces acá nunca más pareció, y porque tuviese ayuda muy prestamente y muy lejos se escondiese, dejando atrás los que los seguían, tuvo buen remedio que llevó consigo, en que fue cabalgando, aquel su caballo blanco en que había venido, dejando en la posada a su mozo, el cual fue hallado allí, y por la justicia de la ciudad lo mandaron echar en la cárcel como testigo que sabía de las maldades y consejos de su señor. Y otro día, puesto a cuestión de tormento, lo quebrantaron y desmembraron hasta que llegó a punto de muerte, mas nunca confesó cosa ninguna de todo lo que al pobre hombre le preguntaban, por la cual causa enviaron muchos de aquella ciudad a la tierra de aquel Lucio para hacerle pagar la pena del delito que había cometido. Contando él estas cosas yo gemía y lloraba dentro de mis entrañas, viéndome hecho asno, que no podía volver por mí ni defender mi honra. Veníanme al pensamiento los varones antiguos, que no sin causa pintaban a la fortuna ciega y sin ojos, la cual trataba bien y daba sus riquezas y honras a hombres malos y que no las merecían, y los trabajos, miserias y deshonras, a los buenos. Así que yo, a quien su cruel ímpetu trajo y reformó en una bestia de cuatro pies, de la más vil suerte de todas las bestias, sobre todo era ahora acusado de crimen de ladrón contra mi huésped Milón, que tanta honra me hizo en su casa, el cual crimen no solamente se podía llamar latrocinio, pero más justamente se llamaría parricidio. Estando pensando en esto lleno de enojo, quise responder a los ladrones, diciendo que no hice tal cosa, pero nunca pude pronunciar más de una sílaba, la cual, dije muchas veces, rebuznando siempre: «No, no, no.» ¿Qué más me puedo yo quejar de la cruel fortuna sino que aun no hubo vergüenza de juntarme y hacerme compañero de mi caballo, que me trajo a cuestas? Estando yo entre mí imaginando estas cosas, vínome al pensamiento otro mal mayor, y era acordarme que estaba sentenciado para ser sacrificio del ánima de aquella doncella, y mirando muchas veces mi barriga, me parecía que ya tenía la doncella dentro. Mas si os place, aquel ladrón que trajo la falsa relación del hurto, sacados de su seno mil ducados que allí traía cosidos, los cuales (según él decía) había sacado a muchos caminantes, echándolos dentro en el arca para provecho común de todos, comenzó a inquirir y preguntar por todos los compañeros, y sabido cómo algunos de los más esforzados eran muertos en diversos casos, persuadiolos que entretanto no robasen en los caminos ni en otra parte, hasta que entendiesen en buscar compañeros, y con la milicia de otros mancebos fuese restituido el número de su compañía como antes estaba, porque haciéndolo así podrían compeler, poniendo miedo a los que no quisiesen. Que no habría pocos que, renunciando la vida pobre y servil, no quisiesen más seguir su opinión y fuerte compañía, la cual parecía que era cosa de grande estado y poderío, diciendo que él había hablado de su parte con un hombre hacía poco, alto de cuerpo, y mancebo esforzado, y le había persuadido, y finalmente acabado con él, que tornase a ejercitar las manos, que traía embotadas de la larga paz, y que mientras pudiese usase de los bienes de la fortuna, y no quisiese ensuciar sus esforzadas manos, pidiendo por amor de Dios, sino que se ejercitasen cogiendo oro a manos llenas. Cuando aquel mancebo hubo dicho estas cosas, todos los que allí estaban consintieron en ello, diciendo que tal hombre como aquel, que era ya probado en las armas, que debería ser luego llamado, y buscar otros para suplir el número de los compañeros. Entonces aquel salió fuera de casa y tardó un poco. El cual trajo consigo un mancebo grande y esforzado, como había prometido, que no se podía comparar a ninguno de los que estaban presentes, porque además de la grandeza de su cuerpo, sobrepujaba en altura a todos los otros, y entonces le apuntaban los pelos de las barbas; como quiera que venía muy mal vestido y con un sayo vil y roto, por el cual se le parecía el pecho y vientre con las costras y callos duros y fuertes. De esta manera, como entró en casa, dijo: --Dios os salve, servidores del fortísimo dios Marte y mis fieles compañeros: recibid, queriendo de vuestra voluntad y gana, a un hombre muy valiente de un gran corazón, que quiere estar en vuestra compañía, que de mejor gana recibe heridas en el cuerpo que dinero en la mano, y es mejor que la muerte, la cual otros temen. Y no penséis que soy pobre y desdichado, ni estiméis mis paños rotos, porque yo fui capitán de un ejército, que casi destruimos a toda Macedonia; yo fui aquel ladrón famoso que ha por nombre Hemo de Tracia, del cual todas las provincias temen. Yo soy hijo de aquel Terón que fue muy famoso ladrón. Yo fui criado con sangre de hombre, y crecía entre los hombres de guerra, y fui heredero imitador de la virtud de mi padre, pero en espacio de poco tiempo perdí aquellas grandes riquezas, y aquella primera muchedumbre de mis fuertes compañeros, porque demás de yo haber sido procurador del emperador César, fui también su capitán de doscientos hombres, de donde la mala fortuna me derribó y fue causa de todo mi mal. Dejado esto aparte, como ya en vuestra presencia había comenzado, tomaré la orden de contar el negocio por que conozcáis y sepáis cómo pasa. En el palacio del Emperador César había un caballero muy noble y privado del emperador, al cual la cruel envidia, por malicia de algunos acusado, desterró de palacio. Su mujer, dueña de mucha fidelidad y prudencia, menospreciando los placeres y reposo de la ciudad, le acompañó en su destierro; la cual, cortados los cabellos, en hábito de hombre, ceñida una cinta de oro, pasó muchos trabajos con ánimo viril en compañía de su marido. En fin, que aportando una vez al puerto de Accio, por donde nosotros andábamos robando toda Macedonia, ya que era noche se aposentó en un mesón a donde nosotros llegamos, y le robamos todo cuanto traía, y no con poco peligro de nuestras personas nos partimos de allí, porque como aquella dueña oyó el sonido de la puerta cuando la abríamos, metiose en su cámara dando grandes gritos y voces, que despertó a todos sus criados y criadas y vecinos; y si no fuera porque nosotros, como éramos muchos, teníamos atajados los pasos a todos, cierto que lo pasáramos mal. Pero a los pocos días aquella dueña suplicó a la majestad del Emperador, y alcanzó que su marido tornase a palacio; asimismo impetró que se hiciese pesquisa general sobre los ladrones, por donde fueron destruidos y muertos casi todos; y así se deshizo el colegio y compañía de Hemo. Y como era desbarbado, escapé de la furia del Emperador vestido en traje de mujer con un asno cargado de paja. Pero con todo esto, yo nunca me aparté ni disminuí la gloria de mi padre, ni de mi esfuerzo y virtud. Verdad es que casi con miedo, pasando cerca de los caballeros de la pesquisa, cubierto con el engaño del hábito de mujer, yo solo me iba por esas villas y castillos donde apañaba lo que podía para provisión de mi camino. Diciendo esto, descosió aquellos paños rasgados que traía vestidos, y sacó dos mil ducados de oro, diciendo: --Veis aquí esta pitanza, y aun digo, que en dote los doy de buena gana para vuestro colegio y esforzada compañía, y me ofrezco por vuestro capitán fidelísimo, que yo sé muchas provincias y ciudades, y conozco a los hombres ricos y pobres, y otras muchas cosas con que os holgaréis; y si vosotros no rehusáis esto, yo me obligo a hacer que en espacio de breve tiempo esta vuestra casa, que ahora es de piedra, se torne toda de oro. No tardaron más los ladrones todos, que de un voto le hicieron su capitán, y le vistieron luego una vestidura de seda como convenía a tal capitán, quitándole primero el sayo roto, aunque rico, que traía. En esta manera reformado, dio paz, y abrazó a cada uno de ellos, y sentado en más alto lugar que ninguno, comenzaban a hacer fiesta con su cena de muchos manjares y vinos. II. Cómo aquel mancebo, recibido en la compañía por Hemo, afamado ladrón, fue descubierto ser Lepolemo, esposo de la doncella, el cual la libertó con su buena industria, y la llevó a su tierra. Pues hablando entonces unos con otros, comenzaron a decir de la huida de la doncella y de cómo yo la llevaba a cuestas, y diciendo asimismo de la monstruosa y no oída muerte que para entrambos nos tenían aparejada; lo cual todo por él oído, preguntó dónde estaba aquella moza, y lleváronlo a donde estaba, y como la vio en prisión cargada de hierro, comenzó a despreciarla haciendo un sonido con las narices, y saliose luego de la cámara, y desde que se tornó a sentar, dijo luego a los ladrones: --Yo, señores, no soy tan bruto ni temerario que quiera refrenar vuestra sentencia y acuerdo; pero yo pensaría que tenía dentro de mi corazón pecado de mala conciencia, si disimulase lo que me parece que es bueno y provechoso; mas una cosa habéis de pensar, que esto que yo digo es por vuestra causa y provecho. Por ende, si esto que os dijere no os placiere, digo que tengáis libertad para tornarlo al asno; porque yo, señores, pienso que los ladrones saben que ninguna cosa más debe anteponerse a su ganancia. También esta venganza es dañosa muchas veces a ellos, y a otros. Pues si matareis la doncella en el asno, no haréis otra cosa sino ejercitar vuestro enojo sin ningún provecho ni ganancia. Por ende, me parece que esta doncella deberíais llevarla a alguna ciudad, porque no sería liviano el precio que por ella se diese, según su edad, que aun yo tengo conocido días ha algunos rufianes, de los cuales uno podría (según yo pienso) comprar esta moza con muchos talentos de oro, para ponerla al partido en el burdel, como ella merece por su huida, y vosotros quedáis bien vengados. De esta manera, aquel abogado del fisco de los ladrones proponía nuestro pleito, como buen defensor de la doncella y del asno. Todos se llegaron al consejo del nuevo ladrón, y luego soltaron a la doncella de las cadenas en que estaba; la cual, como vio aquel mancebo, y oyó hacer mención del burdel y del rufián, secretamente se reía, y estaba llena de placer; tanto, que a mí me vino al pensamiento que no hay que fiar en mujeres, pues aquella se alegraba con oír hablar de tan infame cosa. Aquel mancebo, tornando a hablar, dijo. --Pues ¿por qué no aparejamos de hacer sacrificio a nuestro dios Marte, que nos dé buena mano derecha en nuestro oficio? Mas paréceme que no tenemos aquí animal que sacrificar; por tanto, vengan conmigo algunos compañeros, e iré al primer pueblo a comprar lo necesario. Dicho esto, partieron de allí, y antes de mucho tiempo vinieron unos cargados con cueros de vino, otros con pan, otros traían un rebaño de ganado, de donde escogieron un hermoso cabrón, que sacrificaron al dios Marte, y luego fue aparejada la comida abundantemente. Entonces aquel nuevo mancebo, por ser a todos agradable, empezó a cocinar muchos y sabrosos manjares; después daba de beber a todos en grandes tazas; servíalos a la mesa, repartiendo los guisados por entre todos. Y algunas veces, fingiendo que iba por las cosas necesarias para la mesa, entraba donde estaba la moza, y traíale algunas cosas de comer, y aun la besaba muchas veces, lo que ella consentía de buena voluntad, la cual cosa a mí mucho me desplacía, y decía entre mí: --¡Oh moza doncella, tan presto te has olvidado de tu desposorio y de aquel tu amado esposo, por quien tanto llorabas, y ahora besas a un advenedizo y cruel matador, ladrón corsario! ¿No te acusará la conciencia, no te acusará la fe que debes a tu esposo? Paréceme que te revolvió la inconstancia el corazón. ¿Qué será si esto entienden los otros ladrones? ¿Piensas que no tornarás otra vez al asno, y otra vez me causarás la muerte? Entretanto que yo, en mi triste y desventurado pensamiento, falsamente acusaba y deponía contra la casta doncella estas cosas, y disputaba de ellas con gran enojo, conocí de sus mismas palabras, algo mansas y dudosas, aunque no muy oscuras para asno discreto, que aquel mancebo no era Hemo, ladrón famoso, mas que era Lepolemo, esposo de la doncella. Porque procediendo en sus palabras, que ya un poco más claramente hablaba, no curando de mi presencia, estuvieron hablando muy quedo, y él le dijo: --Tú, señora Carites, mi dulcísima esposa, ten buen esfuerzo, que todos estos tus enemigos te los daré presos y cautivos en las manos. Y diciendo esto, no cesaba de darles el vino, ya mezclado y algo tibio, con grande instancia, de manera que ellos estaban ya de buena manera. Él se abstenía de beber; y por Dios que a mí me dio sospecha que les había echado dentro los cántaros del vino algunas hierbas para hacerles dormir. Finalmente, que todos, sin que uno faltase, estaban sepultados en vino, y algunos de ellos aparejados para la muerte. Entonces Lepolemo, sin ninguna dificultad y trabajo, puestos ellos en prisiones y atados en ellas como a él le pareció, puso encima de mí la doncella; enderezó el camino para su tierra, a la cual, como llegamos, toda la ciudad salió a ver lo que mucho deseaban. Salieron su padre y madre y parientes, cuñados y esclavos, las caras llenas de gozo, que quien lo viera pudiera ver muy bien una gran fiesta de personas de todo linaje y edad, que por Dios que era un espectáculo digno de gran memoria, ver una doncella triunfante encima de un asno. Yo también muy alegre como hombre varón, porque no pareciese que era ajeno del presente placer, alzadas las orejas, e hinchadas las narices, rebuzné muy fuertemente, y aun puedo decir que canté con clamor alto y grande. III. Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pusieron a pensar con gran consejo qué premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad. -- Donde cuenta grandes trabajos que padeció. Después que la doncella entró en casa, los padres la recibieron y regalaron como mejor pudieron. Lepolemo tornó a mí con otra muchedumbre de asnos y acémilas de la ciudad, y tornome para atrás, adonde yo iba de buena gana, porque tenía mucha gana y deseo de tornar a ver la prisión de aquellos ladrones, a los cuales hallamos bien atados con el vino más que con cadenas. Así que nosotros, cargados de oro y plata y otras cosas suyas, que nada les dejaron, tomaron a los ladrones atados como estaban, y a los unos, envueltos, los echaron de esos riscos abajo; otros, degollados con sus espadas, se los dejaron por ahí. Con esta tal venganza, alegres y con mucho placer, nos tornamos a la ciudad, adonde pusieron todas aquellas riquezas en el Tesoro y arca pública de ella, y la doncella diéronla a Lepolemo, su esposo, como era razón y derecho. Desde allí la dueña, que ya era casada, me nombraba a mí como a su guardador, que le había librado de tanto peligro: y ese mismo día de las bodas me mandó henchir el pesebre de cebada, y poner heno, tan abundantemente, que bastara para un camello. ¡Cuántas maldiciones podría yo echar ahora a mi Andria, que es merecedora de ellas, porque me tornó en asno y no en perro!; porque veía por allí los perros hartos de aquellas reliquias y sobras de la boda, muy abundantes. Después de pasada la primera noche de la boda, la recién casada no se olvidó del beneficio que de mí tenía recibido, y llamando a su padre y madre y marido, me encomendó mucho a todos y les preguntó cómo se podrían remunerar al asno tan grandes servicios. El uno dijo, que si me tuviesen encerrado en casa, sin que cosa alguna hiciese, y me engordasen con cebada y habas y buena cama; pero venció a este otro, que miró más a mi libertad, diciendo que me echasen al campo con las yeguas, y que allí andando a mi placer holgando entre ellas, daría a mis señores muchas y buenas mulas. Así que, llamando al yeguarizo, habláronle muy largamente, encomendándome mucho, y entregáronme a él que me llevase. Adonde, por cierto, yo iba muy alegre y gozoso, creyendo que ya había renunciado el trabajo y cargas que me solían echar. Demás de esto, me gozaba que me habían dado aquella libertad en principio del verano, cuando los prados estaban llenos de hierbas y flores, donde pensaba hallar algunas rosas; porque me venía un continuo pensamiento, que habiéndome hecho tanta honra siendo asno, tornándome hombre más me gratificaran y honraran. Mas después que el yeguarizo me llevó, ninguna libertad ni placer tuve, porque su mujer, que era mala hembra, me puso a moler en una tahona, y con un palo nudoso me castigaba de continuo, ganando con mi cuero pan para sí y para los suyos; y no solamente era contentada de fatigarme y trabajar por causa de su comer, pero matábame moliendo continuamente, por dineros, del trigo de sus vecinos; y por todos estos trabajos y fatigas no me daba a comer la cebada que habían señalado para mí, mezquino, la cual tostaba ella, y me la hacía moler con mis continuas vueltas, y la vendía a sus vecinos cercanos; y a mí, que andaba atento todo el día al continuo trabajo de la tahona, me ponía unos pocos salvados sucios y por cerner, llenos de piedras, que no había quien los pudiese comer. Estando yo bien domado con tales penas y trabajos, la cruel fortuna me trajo a otro mayor tormento; conviene a saber: aquel buen pastor que tarde escuchó el mandado de su señor, plúgole ya de echarme a las yeguas. Finalmente, de que yo me veía asno libre, alegre y saltando con mis pasos blandos, y a mi placer andaba escogiendo las yeguas que mejor me parecían, creyendo que habían de ser mis enamoradas; pero aquí aun la alegre esperanza que tenía se me volvió en gran tristeza, porque los garañones, como estaban hartos y gruesos y muy terribles, por haber muchos días que andaban al pasto, eran cierto muy más fuertes que ningún asno, y temíanse de mí, guardando que hiciese adulterio monstruoso con sus amigas; no guardando la amistad que Júpiter mandó tener con los huéspedes, comenzaron a perseguirme con mucha furia y odio. El uno, alzados sus grandes pechos en alto, su cabeza alta y con las manos sobre mi cabeza, peleaba con sus uñas contra mí; el otro, con sus ancas redondas y gruesas, volviéndolas hacia mí, me daba de coces; otro, amenazándome con sus malditos relinchos y bajadas las orejas y descubiertos los dientes, me mordía. Así lo había yo leído en la historia del gran rey de Tracia, que daba a sus caballos los mezquinos de los huéspedes que acogía, para despedazarlos y comer. Tanto era aquel tirano escaso de la cebada, que con abundancia de cuerpos humanos ensuciaba el hambre de sus rabiosos caballos[3]. De aquella misma manera yo era mordido y lacerado de los saltos y varios golpes de aquellos caballos, tanto, que pensaba me sería mejor tornar a la tahona. Mas la fortuna, que no se hartaba de atormentarme, instruyó de nuevo y aparejó otra mayor pestilencia y daño, la cual fue que me echaron a traer leña de un monte y entregáronme a un muchacho que me llevase y trajese, el más falso y maligno rapaz de todos los del mundo, que no me fatigaba tanto la áspera subida del monte, ni las piedras y ásperos riscos por donde con harto trabajo pasaba, como los grandes y continuos palos que me daba, en tal manera, que dentro, en el corazón, me entraba el dolor de los golpes y heridas, y con el pie derecho siempre me daba tantos golpes, que hiriendo en un lugar me desollaba el cuero. Y con todo este mal no dejaba de martillar siempre en una misma llaga llena de sangre. Echábame tan gran carga de leña a cuestas, que quien quiera que la viera dijera que bastaba más para un elefante que para un asno. Aquel falso rapaz, cada vez que la carga pesaba más a una parte y se acostaba a un lado, en lugar de quitarme la leña de aquel cabo, para que quitado el peso me quitase de aquella fatiga, a lo menos pasar de los leños de un lado a otro, para igualar la carga, hacíalo al contrario, porque echaba muchas piedras a la otra parte, y así curaba el mal y pena de mi carga. No contento con tan gran peso de cargas como me echaba, después de otras muchas fatigas y tribulaciones, cuando habíamos de pasar algún río, por no mojarse los pies, saltaba encima de mis ancas, y así pasaba cabalgando, y si acaso con tan gran peso resbalaba en el cieno que estaba a la orilla del río, y caía, el bueno de mi maestro, en lugar de ayudarme con la mano, alzándome la cabeza con el cabestro y tirándome de la cola, o a lo menos quitarme alguna parte de la carga de encima hasta que me levantase, ninguna ayuda detrás me hacía aunque me veía cansado, antes comenzando desde la cabeza, y aun de las orejas, con un palo nudoso me daba tantos golpes, que todo el cuerpo me desollaba, hasta tanto que, con las heridas y palos que me daba, me hacía levantar. Este mal rapaz inventó una travesura para maltratarme, y fue que tomó una manojo de zarzas, con las espinas muy agudas, las cuales puso atadas debajo de mi cola de manera que, como yo comenzase a andar, me llagase con sus puntas venenosas. Así que yo estaba en dos peligros, porque si quería huir corriendo, heríame más reciamente la fuerza de las espinas, y si me estaba quedo un poco, porque no me lastimasen las zarzas, dábame de palos para hacerme correr, que cierto aquel maligno rapaz no parecía que pensaba en otra cosa sino cómo me matase y echase a perder, y así lo juraba, y algunas veces me amenazaba. Y cierto su detestable malicia le estimulaba para que hiciese otras peores cosas, porque un día, a causa que mi paciencia ya no podía sufrir su gran soberbia, dile un par de coces; por la cual causa él inventó contra mí crimen y hazaña endiablada. Cargome encima dos barcinas de tascos muy bien ligados, con sus cuerdas, y así me llevó por este camino adelante, y llegando a una aldea, hurtó una brasa de fuego y púsola en medio de la carga: el fuego recalentado y criado con los tascos, alzó grandes llamas, de manera que el ardor mortal me cubrió, que ni había remedio a tan gran mal, ni parecía socorro alguno para mi salud. Y como semejante peligro no sufre tardanza, antes pervierte todo buen consejo, la providencia de la fortuna resplandece a la vez muy alegre en los casos crueles y contrarios. No sé si lo hizo aquí por guardarme para otro mayor peligro, pero cierto ella me libró de la presente y cierta muerte. Acaso estaba un charquillo de agua turbia, que había llovido otro día antes, el cual, como yo vi, lánceme dentro en un salto, sin pensar otro peligro, y la llama fue luego apagada, en tal manera, que yo fui vacío de la carga, y escapé libre de la muerte. Mas aquel maligno y temeroso mozo tornó contra mí toda su malignidad que había hecho, diciendo y afirmando a todos los pastores que por allí estaban, que pasando yo por los fuegos de los vecinos de aquella aldea, de mi propia gana, titubeando los pasos, había tomado aquel fuego, y aun haciendo burla de mí, andaba diciendo: --¿Hasta cuando hemos de mantener de balde a este engendrador de fuego? IV. Lucio recuenta grandes trabajos que padeció por causa de venir a poder y manos de un mal rapaz. Ya que pasaron muchos días después, me buscó otro mayor engaño. Vendió la carga de leña que yo traía en una casa de aquella aldea, y tornome vacío a casa, dando voces que no podía ya su fuerza bastar a mi maldad, y que él no quería más servir en este miserable oficio, y las quejas que inventaba contra mí, eran de esta manera: --Vosotros veis este perezoso tardón y grande asno, además de otras maldades que cada día me hace, ahora me fatiga con menos peligros: como ve por ese camino a algún caminante, ahora sea mujer vieja, ahora moza doncella para casar, o muchacho de tierna edad, luego, echada la carga en el suelo, y aun algunas veces la albarda y cuanto trae encima, con mucha furia corre, como enamorado de personas humanas, y echados por aquel suelo, prueba de hacer con ellos lo que es contra natura, y aun muérdelos con su boca sucia, que parece que los quiere besar, lo cual nos es causa de muchas lites y cuestiones, y aun quizá algún día nos traerá a mayor daño. Que ahora halló en el camino una moza honesta y hermosa, y como la vio, echada por el suelo la carga de leña que traía, arremetió a ella con ímpetu furioso, y el gentil enamorado derribó a la mujer por el suelo, y trabajaba cuanto podía por dormir con ella, en tal manera, que si no acudieran unos labradores y se la quitaran de entre las manos, cierto él hiciera mal, a pesar de la moza, y la matara, y a nosotros diera harto trabajo y mala ventura. Con estas tan falsas mentiras, que mucho me atormentaban, incitó cruel y fieramente los ánimos de los pastores para destrucción mía. Finalmente, que uno de ellos dijo: --Pues si así es, ¿por qué no sacrificamos este marido público y adúltero común de todos, así como lo merecen sus bodas contra natura? Y tú, mozo, ¿oyes? Mátalo luego y echa las entrañas y asadura a nuestros perros, y la otra carne se salará para que la coman los gañanes, y el cuero llevaremos a nuestro amo, y con él haremos pago, diciendo que le mató un lobo. Cuando esto oyó aquel mortal enemigo y acusador mío, estaba muy alegre, por ser ejecutor de la sentencia de los pastores, y procurando siempre mi mal, recordándose de aquellas coces que le había dado, comenzó luego a aguzar el cuchillo en una piedra. Entonces, uno de la compañía de aquellos labradores, dijo: --Grande mal es que matemos de esta manera un asno tan hermoso como este y que por lujuria de amores de personas humanas él sea acusado, y carezcamos de su buen trabajo y servicio tan necesario, cuanto más, quitándole los compañones, nunca será más celoso ni se alzará para hacer mala cosa; a nosotros quitaremos de peligro, y él se hará más hermoso y grueso; porque yo he visto muchos, no solamente de estos asnos perezosos, mas caballos muy fieros que eran celosos en gran manera, y por aquella causa, bravos y crueles, y haciéndoles este remedio de castrarlos, se tornaban muy mansos sin ninguna furia; y por esto no eran menos hábiles para traer la carga y hacer todo lo otro que era menester. Si todo esto que os digo creéis, y os parece bien, de aquí un poco de rato yo he acordado de ir a este mercado que aquí cerca se hace, y tomadas de casa las herramientas que son menester para hacer esta cura, tornaré a vosotros muy presto, y castrado este enamorado, cruel y bravo, yo entiendo tornarlo más manso que un cordero. Con esta sentencia yo fui revocado de las manos de la muerte, pero como quedé desde entonces reservado para aquella pena, yo lloraba y gemía, viendo que era ya muerto en la última parte de mi cuerpo. Finalmente, yo deliberaba de dejarme morir de hambre, o de matarme, echándome de unos riscos abajo, porque aunque hubiese luego de morir, muriese entero. Entretanto que yo tardaba en pensar y elegir cuál de estas muertes tomaría, a la mañana, aquel malvado mozo que me quería matar, me llevó a aquel monte donde solíamos traer leña, y allí atome muy bien del ramo de una grande encina; yo muy bien atado, él se fue un poco adelante con su hacha, para cortar la leña que había de llevar, cuando de una grande cueva que allí estaba salió una osa espantable, alzada, la cual como yo vi con su vista repentina, muy espantado y temeroso, colgué todo el peso del cuerpo sobre las corvas de los pies, la cerviz alta tiré cuanto pude. De manera que quebré el cabestro con que estaba atado, y eché a huir cuanto pude por allí abajo; no solamente corría con los pies, más con todo el cuerpo; medio tropezando salí por esos campos llanos, huyendo con grandísimo ímpetu de aquella grande osa, y del bellaco del mozo, que era peor que la osa. Entonces un caminante que por allí pasaba, como me vio vagabundo y solitario, cabalgó encima de mí, y con un palo que traía en la mano comenzome a echar y guiar por otro camino que yo no sabía. Pero yo no iba contra mi voluntad, antes caminaba lo más que podía, por alejarme de aquella cruel carnicería de mis compañones, y tampoco me curaba mucho porque aquel me daba con el palo; porque yo estaba acostumbrado, que cada día me desollaban a palos; mas aquella fortuna cruel que siempre me fue contraria, no permitió que esto fuese adelante, antes ordenó otra cosa. Aquellos mis pastores andaban a buscar una vaquilla que se les había perdido, y habiendo atravesado y andado por muchas partes, acaso encontraron con nosotros, y luego, como me conocieron, tomáronme por el cabestro, y comenzáronme a llevar; pero aquel otro resistía con mucha osadía, llamando ayuda y protestando la fe de los hombres, y el señorío que en mí tenía, diciendo: --¿Por qué me robáis lo mío? ¿Por qué me salteáis? Ellos dijeron: --Tú dices que te tratamos descortésmente, llevando como llevas nuestro asno hurtado. Antes has de decir dónde escondiste el mozo que traía el asno, el cual tú mataste. Y diciendo esto, dieron con él en tierra, y sacudiéronle muy bien de coces y puñadas, y él juraba que nunca había visto quién trajese el asno, mas que lo cierto era que él lo había hallado suelto y solo por ese camino, y que lo había tomado por ganar el hallazgo; pero que la verdad era que él tenía pensamiento de restituirlo a su dueño, y que pluguiese a Dios que este asno pudiera hablar, para que declarara y diera testimonio de su inocencia, porque cierto a ellos les pesara de la injuria que le habían hecho. De esta manera, porfiando y defendiendo su causa, ninguna cosa le aprovechaba, porque los pastores, enojados, le echaron las manos al pescuezo, y así lo tornaron hasta aquel cerro donde el mozo acostumbraba hacer leña, el cual nunca pareció en todo aquel monte; pero al cabo hallaron su cuerpo desmembrado y despedazado, derramado por muchas partes, lo que yo entendía ser hecho por los dientes de la osa, y cierto yo dijera lo que sabía, si el hablar me ayudara. Los pastores cogieron todos aquellos pedazos del cuerpo, y con mucha ansia los enterraron allí. De esta manera, culpando a mi nuevo guiador, diciendo que era cruel, ladrón y matador, llevándolo bien preso y atado, tornáronle a sus casas y chozas, diciendo que al otro día siguiente lo llevasen ante los alcaldes para que le diesen la pena que merecía. Entretanto que los padres del mozo muerto lloraban y plañían su hijo, he aquí do viene aquel rústico que había ido al mercado, al cual no se le había olvidado lo que le prometió, y venía pidiendo muy ahincadamente que me castrasen, al cual uno de los que allí estaban dijo: --No es nuestro daño presente lo que tú ahora solamente pides, pero antes conviene que mañana, no solamente cortemos la natura a este pésimo asno, mas es razón que también le cortemos la cabeza. Y no creas que para esto te faltará la ayuda y diligencia de estos. En esta manera fue hecho que mi mala ventura se dilatase hasta otro día. Yo entre mí daba gracias al bueno del mozo, porque a lo menos, siendo muerto, daba un día de espacio a mi carnicería. Pero con todo esto, nunca fue dado un poquito de espacio a mi reposo y placer, porque la madre de aquel mozo, llorando la muerte amarga de su hijo con muchas lágrimas y llantos, cubierta de luto, mesaba sus canas con ambas manos, aullando y gritando, y de esta manera lanzose en mi establo, adonde, abofeteándose la cara y dándose de puñadas en los pechos, dijo de esta manera: --Ahora este asno está muy seguro sobre su pesebre, entendiendo en tragar y comiendo siempre, ensancha su profunda barriga, que nunca se harta, y no se le recuerda de mi amarga mancilla, ni del caso desdichado que aconteció a su maestro difunto, antes me parece que menosprecia y tiene en poco mi vejez y flaqueza, y piensa que pasará sin pena de tan gran crimen como hizo y cometió. Y como esto dijo, desenvueltas sus manos, desató una faja que traía ceñida, y ligados mis pies y manos con ella, me apretó muy fuertemente, porque estuviese obediente a su venganza, y arrebató una tranca con que se solían cerrar las puertas del establo, y no cesó de darme de palos hasta que con el peso del madero, cansada ya de darme, le soltó de la mano. Entonces, quejándose que tan presto se había cansado, arremetió al fuego, y tomó un tizón ardiendo y metiómelo en medio de estas ingles, que me quemó todo, hasta que ya no me restaba sino solo un remedio, en que algo me esforzaba, que solté un chisguete de líquido, que le ensucié toda la cara y los ojos; finalmente, que con aquella ceguedad y hedor se apartó la mala vieja de mí, dejándome con harto dolor. LIBRO VIII. ARGUMENTO. En este libro se contiene la desdichada muerte de Lepolemo, marido de Carites, y de cómo ella sacó los ojos del traidor Trasilo, que lo había muerto, y después se mató con sus propias manos. -- Y la mudanza que hicieron sus pastores después de su muerte. -- Adonde cuenta muy lucidamente los trabajos que pasó, y cómo después fue vendido a un echacuervos de la diosa Siria, que andaba por los pueblos pidiendo, y al fin cómo fueron descubiertos de sus bellaquerías y torpezas, y otras muchas cosas de gusto y pasatiempo. I. Cómo vino un mancebo a casa del pastor amo de Lucio, asno, el cual cuenta a los pastores la muerte de Lepolemo, y la venganza que Carites tomó en su enamorado Trasilo, y cómo después se mató. Cuando vino el otro día, llegó un mancebo de la ciudad, el cual (a mi parecer) debía ser criado de Carites, aquella doncella que padeció conmigo tantas tribulaciones y trabajos en casa de aquellos ladrones. Este mancebo, estando sentado al fuego con los otros gañanes y mozos, contaba cosas maravillosas y espantables de la desventura e infortunio que había venido a la persona y casa de su señora, diciendo de esta manera: --Yeguarizos, vaqueros y ovejeros, quiéroos contar lo que ahora aconteció en casa de nuestros amos. Era un mancebo de esta ciudad, hidalgo y de nuestro linaje, asaz rico, pero era dado a los vicios de lujuria y tabernas, andando de continuo en los mesones y burdeles, acompañándose siempre con ladrones y hombres infames y de bajos espíritus, ensuciando continuo sus manos en sangre humana, el cual se llamaba Trasilo; tal era su fama y así se decía de él. Este mancebo fue uno de los principales que por muchas veces, ahora por sí, ahora por intercesión de sus parientes y otras personas, pidió en casamiento a Carites siendo ella de edad para casar, y con toda su posibilidad trabajó por casarse con ella, y aunque en linaje y riqueza precedía a todos los otros del pueblo, pero por sus malas costumbres fue desechado y repelido. Después que la hija de mi señor se casó y vino a poder de aquel noble varón Lepolemo, Trasilo criaba entre sí el amor que a Carites tenía, y recordándose cómo le habían negado aquel casamiento, buscaba ocasión para su cruel deseo. Y para esto se hizo y mostró muy placentero con el casamiento y bodas de Lepolemo, y el día que la doncella fue librada de mano de los ladrones por astucia y esfuerzo de su esposo, él, mostrándose más alegre que otro ninguno, hacía mucha fiesta, gozándose mucho de su buen suceso, y así por todo esto que mostraba, como por ser de los más principales de la tierra, él fue recibido en nuestra casa como uno de los principales huéspedes, el cual, encubriendo su traición, era muy placentero y mostraba su gesto alegre. De esta manera vino a ser grande amigo y familiar de casa, y cada día crecía la conversación. Finalmente, Trasilo deliberó consigo muchos días antes de hacer lo que pudiese, y como no hallase lugar oportuno para poder hablar a la dueña secretamente, y conociese que el vínculo del nuevo amor, que entre los nuevos desposados crecía, no se pudiese desatar, y que la dueña no había de hacer traición a su marido, determinó porfiar en su obstinado y mal propósito, confiando en su juventud, y lo que ahora le parecía dificultoso, el amor loco que cada día más crecía, le hacía creer y tener esperanza de ponerlo en efecto. Mas yo os ruego ahora que con mucha atención escuchéis en qué paró el ímpetu de esta perversa y furiosa lujuria. Un día Lepolemo llevó consigo a Trasilo, fuese a caza de monte para buscar animales, así como corzos, porque en estos no hay ferocidad ni braveza como en los otros animales, y también Carites no consentía que su marido fuese a cazar bestias armadas con dientes o con cuernos, por el peligro que de ello se podría seguir. Y llegando a un monte muy espeso de árboles, comenzaron los cazadores a llamar los perros, que eran monteros de linaje, para que sacasen de allí los animales que había, y como los perros eran enseñados de aquella arte, repartiéronse luego, cercando todas las salidas de aquel monte. Estando así, cada uno aguardando en su estancia, hecha señal por los cazadores, comenzaron de latir y ladrar tan reciamente, que toda la montaña hinchieron de voces, de la cual no salió corza ni gama, que es mansa más que ninguna otra fiera, pero salió un puerco montés muy grande y espantable, con las cerdas levantadas encima del lomo, echando espumajos con el sonido de las navajas, los ojos de fuego, con ímpetu cruel, que parecía un rayo. Y luego, como llegaron a él los más esforzados perros, dando con las navajas acá y allá los mató y despedazó, y después saltó las redes y enderezó su camino. Nosotros, cuando aquello vimos, espantados de gran miedo, como no éramos acostumbrados a aquella peligrosa caza, mayormente que estábamos sin armas, escondímonos entre aquellas ramas y hojas de los árboles. Trasilo, como halló oportunidad para la traición y maldad que en su pecho moraba, dijo a Lepolemo engañosamente: «¿Qué es la causa por que confusos de miedo, y semejantes a nuestros criados, espantados dejamos perder tan hermosa presa de nuestras manos? ¿Por qué no subimos en nuestros caballos y seguimos a este puerco? Toma tú este venablo, y yo tomaré mi lanza.» Diciendo esto, no tardaron más, y saltaron luego en sus caballos, y con grandísima gana siguieron tras del puerco, el cual, como el animal se viese apretado, no se le olvidó su esfuerzo, y tornó con gran ímpetu y encendimiento de su ferocidad, dando golpes con las navajas, hiriendo y rompiendo cuanto topaba. Mas el primero que llegó fue Lepolemo, que le metió el venablo por las espaldas. Trasilo perdonó al jabalí, y arrojó la lanza al caballo de Lepolemo, que le cortó las corvas de los pies, por manera que el caballo cayó hacia la parte donde estaba herido, y contra su voluntad dio con su señor en tierra. No tardó el puerco, que con mucha furia arremetió a él, y comenzole a trabar de la ropa, y él forcejeaba por levantarse, mas diole tantas navajadas, que le hizo muchas llagas; pero en todo esto, nunca el bueno de su amigo le socorrió ni se arrepintió de la traición comenzada, antes rogándole Lepolemo que le socorriese, no lo hizo, mas metiole la lanza por muchas partes, a semejanza de las heridas del diente del jabalí, porque no pareciesen dadas con mano. Y revolviéndose al puerco, muy fácilmente lo mató. En esta manera muerto Lepolemo, salimos todos de donde estábamos escondidos, y corrimos allá. Trasilo, como había acabado lo que deseaba, aunque estaba alegre, todavía hizo gran sentimiento, y mostraba mucha tristeza, y con mucha ansia besaba el cuerpo del difunto, de manera que ninguna cosa dejó de hacer para mostrar que tenía gran dolor de su muerte. Cuando esta nueva fue a la triste de su mujer, conmovida de gran dolor, como mujer sin seso, se salió de casa y fue a esperar el cuerpo de su marido, y luego se ayuntaron muchos de la ciudad, que la acompañaron en su dolor. En esto llegó el muerto, el cual como ella vio, llena de lágrimas se cayó amortecida, y con harto trabajo la volvieron en sí. Después, con mucha pompa y honra, lo enterraron. En todo esto Trasilo no hacía sino dar voces y llorar, diciendo muchas cosas lastimosas por engañar a la verdad y encubrir su maldad. Y llegándose muchas veces a Carites, esposa del muerto, le tomaba las manos, porque no se rompiese los pechos, y con oficio de piedad se deleitaba en tocar a la dueña. Después de hechas las exequias, Carites se retrajo y determinaba de morir de hambre y sed para ir a acompañar a su marido. Mas Trasilo, con malvada instancia, unas veces por sí, otras por sus familiares y parientes, trabajaba que ella no se consumiese ni angustiase, y que tomase placer. Y como era atrevido y desvergonzado, un día le habló, diciéndole que se casase con él, lo cual como ella oyese, fue muy escandalizada, y disimulando con él, le dijo que tomaría su consejo y que le daría la respuesta. Esa misma noche le apareció el ánima de su marido Lepolemo, la cual, alzando la cara ensangrentada, amarilla y muy disforme, quebrantó el casto sueño de su mujer, diciendo: --Señora mujer, yo te doy licencia que te cases en buen hora con quien quisieres, con tal condición: que jamás vengas a poder del traidor sacrílego de Trasilo, ni hables con él, ni te sientes a la mesa, ni duermas en cama con él; huye de su mano sangrienta que me mató; no quieras comenzar bodas con quien mató a tu marido, que las heridas aquellas, cuya sangre lavaron tus lágrimas, no son todas de las navajadas del puerco, porque la lanza del malvado Trasilo me hizo ajeno de ti. Y de esta manera le contó todas las otras cosas, por donde le manifestó toda la traición como había pasado. Ella, muy temerosa, metió la cara debajo de la ropa, adonde bañó la cara en lágrimas, llorando y suspirando con gran dolor y mancilla de su marido, muerto a traición tan malamente por el malvado Trasilo. Y desde entonces propuso en su pecho de vengarse del cruel matador, y después matar a sí misma para quitarse de tan enojosa y triste vida. Al otro día siguiente he aquí donde torna otra vez el abominable demandador de placeres ilícitos, y comenzó a porfiar con la dueña sobre su casamiento; pero ella, con astucia y sagacidad, le habló de esta manera: --Aun ahora la cara de mi marido y tu amigo se representa ante mis ojos, y aún el olor de su cuerpo dura en mis narices; por ende me parecía bien que aguardases el tiempo que es honesto para el luto y llanto que cualquier noble matrona es obligada a hacer legítimamente por su marido, a lo menos hasta que se cumpla el año, y esto conviene a mi honra y a tu provecho y salud. Trasilo, no satisfecho con estas palabras, ni contento con el prometimiento que le hacía, al cabo de muy poco tiempo tornó a porfiar, diciendo palabras lastimeras con su lengua maldita, hasta tanto que Carites, vencida de su importunidad, con gran disimulación comenzó a decir de esta manera: --Trasilo, tú me has de otorgar lo que ahora te pido, y es que por algunos días secretamente seamos en uno, en tal manera, que ninguno de los familiares de casa lo sienta hasta que pasen algunos días en que se cumpla este año. Mas Trasilo, cuando esto oyó, oprimido de la engañosa promesa de la mujer, concedió alegremente por cumplir toda su voluntad con ella a hurto. Ella le dijo: --Mira bien tú, Trasilo, que lo hagas discretamente: cubierta la cabeza con tu capa, y sin compañía, vendrás a mi puerta al primer sueño, y solamente con un silbido que des, te abrirá la puerta esta mi ama, que te estará esperando; y como entrares, ella te llevará a mi cama. Cuando esto oyó Trasilo, plúgole mucho de la manera que le decía de sus bodas mortales; y no sospechando otra alguna mala cosa, sino turbado con el deseo, se quejaba porque la noche no venía. En fin, después que el sol dio lugar a la noche, Trasilo, aparejado como le había mandado Carites, vino a la hora, y engañado por la vieja ama que luego le abrió, lleno de placer y gozo se echó en la cama. Entonces la vieja, por mandado de su señora, le comenzó a halagar y hacer caricias, y secretamente sacando un jarro de vino, que tenía mezclado con cierta medicina para darle sueño, de allí con una copa le dio a beber tres o cuatro veces, fingiendo que su señora se tardaba porque estaba allí su padre enfermo y ella estaba cerca de él hasta que reposase. De esta manera Trasilo, bebiendo de aquel vino, seguramente, y con aquel deseo que tenía, fácilmente la vieja lo enterró en un profundo sueño. Estando él ya aparejado para sufrir todas las injurias que le quisiesen hacer, durmiendo de espaldas, la vieja llamó a Carites, la cual, con esfuerzo varonil, se llegó a aquel cruel matador, diciendo de esta manera: --¿Veis aquí el fiel compañero y amigo de mi marido? Este es el que quiere contraer nuevas bodas conmigo; esta mano es aquella que derramó mi sangre; este es el pecho que pensó y compuso tantos engaños y rodeos para mi destrucción; estos son los ojos a quien yo en mal hora agradé. Pues duerme seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni con espada; nunca plegue a Dios que tal haga, porque no te iguales con mi marido en semejante género de muerte; pero siendo tú vivo, morirán tus ojos y no verás cosa alguna. Diciendo esto, sacó un alfiler de la cabeza e hirió con él en los ojos de Trasilo, y dejándolo así ciego del todo, desenvainó la espada que su marido solía traer, y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad y fue hasta la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo la seguimos para quitarle la espada de las manos; pero ella se sentó cerca del sepulcro, y apartando a todos, les dijo de esta manera: --Dejad, señores, estas lágrimas; dejad el llanto, que es ajeno de mis virtudes, porque yo me vengué del cruel matador de mi marido; yo he punido y castigado al ladrón y malvado robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino para ir adonde está mi Lepolemo. Y después que hubo contado por orden todas las cosas que su marido le reveló en el sueño, y asimismo de qué manera había engañado a Trasilo, diose con la espada por debajo de la teta izquierda, y así cayó muerta revuelta en su propia sangre. Finalmente, no pudiendo hablar claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de Carites tomaron su cuerpo y enterráronlo en la misma sepultura de su marido, dándole allí su perpetua compañera. Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación, y teniendo por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la gran traición por él cometida, hízose llevar al sepulcro de Lepolemo, y estando allí, dijo: --¡Oh ánimas enemigas, veis aquí donde viene la víctima y sacrificio de su propia voluntad para vuestra venganza! Y diciendo esto muchas veces, metiose dentro del sepulcro, y cerradas muy bien las puertas de la tumba, deliberó por hambre sacar de sí el ánima condenada por su propia sentencia. II. Cómo después que los pastores supieron la muerte de sus señores se huyeron con su hacienda. Siendo aquellos pastores sabedores de la cruel fortuna que había pasado por sus amos, unos lloraban, otros gemían, doliéndose del triste suceso de aquella casa. Y temiendo la novedad de la mudanza de otro señor, aparejáronse para huir, y aquel mayordomo que tenía cargo de las yeguas y ganado (el cual me recibió muy encomendado para tratarme y curar bien), todas cuantas cosas había de precio en la casa y alquería las cargó encima de mis espaldas y de otros caballos, y así se partió, desamparando su primera morada. Nosotros llevábamos a cuestas niños y mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros, gatos y perrillos, y cualquiera otra cosa que por su flaco peso podía detener la huida andaba con nuestros pies, y aunque la carga era grande, no me fatigaba mucho el peso de ella, antes me holgaba con la huida por dejar aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre. Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche venía, llegamos a una villa bien grande y rica, adonde los vecinos nos avisaron que no caminásemos de noche, porque había por allí infinitos lobos muy grandes, feroces y muy bravos, que estaban acostumbrados a saltear y comer a los hombres que caminaban de noche. Pero aquellos malvados huidores que nos llevaban, ciegos con el atrevimiento de la presa que llevaban, y miedo que no los siguiesen, desechando el consejo saludable que les daban, no esperaron el día, mas cerca de media noche nos cargaron y comenzaron a caminar. Entonces yo, por miedo del peligro susodicho, me metí en medio de todas las otras bestias, y todos se maravillaban cómo yo andaba más liviano que cuantos caballos allí iban; pero aquello no era livianeza de alegría, mas era indicio del miedo que llevaba: finalmente, que yo pensaba entre mí, que aquel caballo Pegaso, por miedo le habían nacido alas con que voló, y por eso fue hasta el cielo, habiendo miedo que no lo mordiese la ardiente Quimera. Aquellos pastores que nos llevaban hiciéronse a manera de un ejército; unos llevaban lanzas, otros dardos, otros ballestas, y otros piedras en las manos, y otros llevaban picas bien agudas, y algunos llevaban hachas ardiendo por espantar a los lobos; en tal manera iban, que no les faltaba sino una trompeta para que pareciera hueste de guerra. Pero aunque pasamos nuestro miedo sin peligro, caímos en otro lazo mucho mayor, porque los lobos, o por ver mucha gente, o por las lumbres de aquellos, hubieron miedo, o por ventura porque eran idos a otra parte, ninguno de ellos vimos, ni pareció cerca ni lejos. Mas los vecinos de aquellos cortijos por donde pasamos, como vieron tanta gente y armada, pensaron que eran ladrones, y proveyendo a sus bienes y hacienda con gran temor que tenían de no ser robados, llamaron a los perros, que eran más rabiosos y feroces que lobos, y más crueles que osos, los cuales tenían criados así bravos y furiosos, para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos acostumbrados y otras tales voces, echaron los perros contra nosotros, y ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos, cercáronnos de una parte y otra, y comienzan a saltar y a morder en la gente sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan fieramente, que a muchos echaron por el suelo. Vierais una fiesta que era más para haber mancilla, que no para contarla, porque como había muchos perros que andaban como rabiosos, y a los que huían arrebataban con los dientes, y a los que estaban quedos arremetían, y con crueldad y braveza les sacaban los pedazos, en tal manera, que a bocados disminuyeron toda nuestra compañía. He aquí que a este peligro sucedió otro mayor, que los villanos de encima de los tejados, y de una cuesta que estaba allí arriba, echábannos tantas piedras, que no sabíamos de qué habíamos de huir. De una parte los perros que andaban cerca de nosotros, y de la otra más lejos las piedras que venían sobre nosotros: de manera que estábamos en harto aprieto. En esto vino una piedra que descalabró a una mujer que iba encima de mí, y ella, con el gran dolor, comenzó a dar grandes gritos y voces, llamando a su marido, que era un pastor de aquellos, que la viniese a socorrer. Él, cuando la vio, limpiándole la sangre, comenzó a dar gritos, diciendo: --¡Justicia de Dios! ¿por qué matáis los tristes caminantes, y los perseguís, espantáis y apedreáis con tan crueles ánimos? ¿Qué daño os hemos hecho? ¿Qué robo es este? Como esto oyeron, luego cesó el llover de las piedras, y apartaron la tempestad de los perros bravos, y uno de aquellos labradores dijo a voces: --No creáis que nosotros, teniendo codicia de vuestros despojos os queríamos robar; mas pensando que lo mismo queríais hacer a nosotros, nos pusimos en defensa por quitar nuestro daño de vuestras manos; así que de aquí en adelante podéis ir seguros y en paz. Esto dicho, comenzamos a andar nuestro camino bien descalabrados, y cada uno contaba su mal: los unos, heridos de piedras; los otros, mordidos de los perros; de manera que todos iban lastimados. Yendo adelante ya buena parte del camino, llegamos a un valle de muchas arboledas y espesuras de grandes matas, adonde acordaron aquellos pastores que nos llevaban, de holgar un rato por descansar y curarse de las heridas. Así que echáronse todos por aquel prado, y después de haber reposado, curáronse sus llagas lo mejor que pudieron: el uno se lavaba la sangre en un arroyo que por allí pasaba, y otros con esponjas mojadas remediaban la hinchazón de sus llagas; otros ligaban las heridas con vendas, y de esta manera procuraba cada uno su salud. Entretanto, un viejo asomó por un cerro, el cual debía ser pastor, y uno de los de nuestra compañía le preguntó si tenía leche o cuajada para vender; el viejo cabrero, meneando la cabeza, dijo: --No sabéis en qué lugar estáis; guardaos de ahí no muráis. Y diciendo esto, fuese de allí muy lejos. La cual palabra y su huida no poco miedo puso a nuestros pastores. Así que estando ellos espantados y no viendo a quién preguntar qué cosa fuese aquella, asomó otro viejo muy mayor que aquel y más cargado de años, con un bordón en la mano, corcovado, y venía como hombre cansado, y llorando muy reciamente: llegó a nosotros, y haciendo grandes reverencias, comenzó a besar a cada uno de aquellos mancebos en las rodillas, diciendo: --Señores, por vuestra virtud, y por el Dios que adoráis, que me socorráis en una tribulación, a mí, viejo cuitado, de un niño mi nieto que casi está a punto de muerte, el cual venía conmigo en este camino, y tiró una piedra a un pajarito que estaba cantado, y por matarlo, cayó en una cueva que estaba llena de árboles por encima, que no se parecía, y creo que está en lo último de su vida, aunque por las voces que da, conozco que aún está vivo, mas por mi vejez y flaqueza, como veis, no le pude ayudar. Vosotros, señores, que sois mancebos y recios, fácilmente podréis socorrer a este mezquino viejo, librándome aquel niño, que no tengo otro heredero, ni sucesor de mi linaje. Diciendo esto, el viejo pelábase las barbas, de manera que todos habían mancilla de él. Pero uno más recio que ninguno, y más mozo, de gran cuerpo y fuerzas, que aquel solo había quedado sano del ruido pasado, levantose luego y preguntó en qué lugar había caído. El viejo le mostró con el dedo entre unas zarzas y matas espesas. Así que el mancebo siguió tras el viejo hacia do le había mostrado. Los compañeros, de que hubieron bien comido, y nosotros pacido, cargáronnos para ir su camino, y como aquel mancebo no venía, comenzaron a darle voces; desde que vieron que no respondía, enviaron uno que lo buscase, y que le dijese que viniese presto, que era ya hora de caminar: aquel tardó en ir a buscar al otro, y tornó admirado y espantado, diciendo que había visto una cosa maravillosa de aquel mancebo, que vio cómo estaba muerto en el suelo medio comido, y un dragón espantable encima de él, comiéndolo todo, y que no parecía el viejo; lo cual, visto por los pastores, y conociendo que no había en aquella tierra otro morador, sino aquel viejo, conocieron que aquel era el dragón. Así que dejaron aquella tierra y se fueron. III. Cómo Lucio prosigue contando muchos acontecimientos que se ofrecieron siendo asno, yendo con los pastores. De allí fuimos a una aldea, donde estuvimos toda aquella noche, y allí aconteció una cosa que yo deseo contar. Un esclavo de un caballero, cuya era aquella heredad, estaba allí por mayordomo y guarda de toda la hacienda, y era casado con una esclava del mismo caballero. El marido andaba enamorado de otra moza libre, hija de un vecino de allí. La mujer, con el dolor y enojo de los amores del marido, tomó cuantos libros de sus cuentas tenía, y toda la hacienda y ropa de casa, no estando allí su marido, y quemolo todo. No contenta con lo que había hecho, ni pensando que estaba vengada de la injuria, tornose contra sí misma y tomó en los brazos un niño, hijo del marido, y atolo consigo y echose en un pozo muy hondo. El señor, cuando supo la muerte de su esclava y del niño, que había sido por causa de los amores del marido, hubo mucho enojo, y tomolo desnudo y enmelado, y atolo muy fuertemente a una higuera vieja que tenía muchas hormigas, que hervían de un cabo a otro, las cuales, como sintieron el dulzor de la miel y el olor de la carne, y aunque eran chicas, pero infinitas, con los continuos y espesos bocados que le daban, en tres o cuatro días le comieron hasta las entrañas, que dejaron los huesos blancos y sin carne ninguna, atados a la vieja higuera, de lo cual se espantaron todos los labradores. Dejamos también esta mala tierra y partimos, caminando a mucha priesa por unos grandes campos, hasta que llegamos a una ciudad muy noble y bien poblada, adonde aquellos pastores determinaron tomar sus casas y morada, porque les parecía que allí se podrían muy bien esconder de los que viniesen a buscarles. Demás de esto les convidaba a morar allí la abundancia que había. Finalmente, que después de haber reposado tres días por descansar, porque nos rehiciésemos del camino, para mejor podernos vender, sacáronnos al mercado, y un pregonero nos comenzó a pregonar, y luego vendió el caballo y otro asno, mas a mi nadie me quería, como a mala bestia. Ya yo estaba enojado de los que allí estaban, que todos me palpaban las encías, queriendo saber y contar de mis dientes la edad que había, y con este asco, llegando a mí uno que le hedían las manos, sobajando muchas veces mi boca con sus dedos sucios, dile un bocado en la mano, casi le corté los dedos; lo cual espantó tanto a los que allí estaban alrededor, que ninguno me quiso comprar, diciendo que era asno bravo y fiero. Entonces el pregonero comenzó a dar grandes voces, que ya estaba ronco, diciendo muchas gracias y burlas contra mi fortuna y desdicha. --¿Hasta cuándo tardaremos en vender este asno viejo? Él tiene las manos y pies desportillados, flaco y de muy ruin color, perezoso, y, sobre todo, bravo y feroz tan sin provecho, que no es bueno sino para hacer de su pellejo un harnero; démoslo a alguno que no le pese de perder la paja y cebada que comiere. En esta manera, jugando aquel pregonero, hacía dar grandes risas a los que allí estaban; pero aquella mi cruelísima fortuna, la cual yo, huyendo por tantas provincias, nunca pude huir de ella, ni con tantos males y tribulaciones como pasé, pude aplacar, otra vez de nuevo lanzó sus ojos ciegos contra mí, dándome un comprador perteneciente para mis duras adversidades; y ¿sabéis qué tal? Un viejo calvo y bellaco, cubierto de cabellos y medio cano, del más bajo linaje, y de las heces de todo el pueblo, el cual andaba con otros trayendo a la diosa Siria por esas plazas, villas y lugares, tañendo panderos y atabales y mendigando de puerta en puerta sin ninguna vergüenza. Este echacuervos, con la mucha gana que tenía de comprarme, preguntó al pregonero que de dónde era yo. Él le respondió prestamente que era de Capadocia, y que era muy bueno y asaz recio. Preguntole más: ¿qué edad había? El pregonero, burlándose de mí, dijo: --Un astrólogo que miró la constelación de su nacimiento, dijo, que podría ahora haber como cinco años, pero él sé que sabrá mejor estas cosas, según la profesión de su ciencia. Y como quiera que yo, a sabiendas, incurra en la pena de la ley Cornelia, si revendiere ciudadano romano por esclavo; pero ¿por qué no compras un servidor tan bueno y provechoso, que te podrá ayudar así en casa como fuera de ella? Con todo esto, aquel comprador malo no dejó de preguntar cuando esto oyó, y sacar unas cosas de otras. Finalmente preguntó con mucha ansia si yo era manso. El pregonero le dijo: --Es tan manso, que no parece asno, sino cordero: no muerde, ni echa coces, que no parece sino que debajo del cuero de un asno mora un hombre muy pacífico y modesto. En esta manera, el pregonero, con sus chocarrerías, trataba aquel glotón echacuervos, el cual dio por mí siete dineros, y llevándome a su casa, luego, a la entrada de la puerta, comenzó a dar voces, diciendo: --Mozas, un servidor os traigo del mercado, ¿veislo aquí? Pero aquellas mozas que él decía, era una manada de mozos bardajas, los cuales, como lo oyeron, habiendo de ello mucho placer y alegría, alzaron grandes voces pensando que les traería algún esclavo que fuese aparejado para lo que ellos querían. Pero cuando vieron que era un asno, torciendo el rostro con enojo, increpaban a su maestro, diciéndole que no había traído servidor para ellos, sino marido para sí. Diciendo estas y otras cosas de burlas, me ataron a un pesebre, y luego vino un mancebo, que tenía flauta y trompeta, que estaba allí por su sueldo para tañer a la diosa, y en casa ejercitábase en contentar a aquellos medio mujeres, el cual me echó de comer. IV. Cómo después que Lucio, asno, fue vendido a un echacuervos de la diosa Siria, le acontecieron muchos trabajos. Al otro día siguiente, vestidos de varios colores, y cada uno de su traje, unos con mitras en sus cabezas, otros con túnicas blancas ceñidas, pusieron encima de mí a la diosa Siria, cubierta de una vestidura de seda. Ellos llevaban los brazos desnudos hasta los hombros y unos cuchillos en las manos, y al son de la flauta bailaban delante de su diosa. Y yendo de esta manera, pasamos por algunas caserías y pueblos, adonde aquellos hipócritas falsos comenzaron a hacer grandes maravillas, bajando furiosamente sus cabezas, torciendo a una parte y a otra los pescuezos, colgando los cabellos y mordiéndose algunas veces los brazos, y aun con aquellos cuchillos que traían se daban de cuchilladas. Entre estos había uno que con mayor furia, así como hombre endemoniado, fingía aquella locura, por parecer que con las presencias de los dioses suelen los hombres no ser mejores en sí, mas antes hacerse flacos y enfermos. Pues espera, y verás qué galardón hubo de la Providencia celestial. Él comenzó a decir adivinando a grandes voces, y fingiendo mayor mentira, que quería castigar y reprender asimismo, diciendo que había pecado contra su santa religión; y por esto quería él tomar por sus propias manos la pena que merecía por aquel pecado que había cometido. Así que arrebató un azote, el cual es propia insignia de aquellas medias mujeres, torcidos muchos cordeles de lana de ovejas y escarchado con choquezuelas de pies de carneros a colores, y diose con aquellos nudos muchos golpes, hasta que se adormeció las carnes, que parecía que maravillosamente estaba preservado para poder sufrir el dolor de aquellas llagas. Que vieras cómo de las heridas de los cuchillos y de los golpes de la disciplina todo el suelo estaba bañado en la suciedad de aquella sangre afeminada, la cual cosa no poco cuidado y fatiga me ponía en mi corazón, viendo derramar tan largamente sangre de tantas heridas, por ventura que al estómago de aquella diosa extraña no se le antojase sangre de asno, como a los estómagos de algunos hombres se les antoja leche; así que cuando ya estaban cansados, cierto mejor diría cuando hartos de abrir sus carnes, hicieron pausa cesando de aquella carnicería; y comenzaron a recoger en sus faldas abiertas dineros de cobre y aun también de plata que muchos les ofrecían. Demás de esto, les daban jarros de vino y de leche, queso y harina y trigo candeal, y algunos daban cebada para mí que traía la diosa. Ellos, con aquella codicia rapaban todo cuanto podían y lanzábanlo en costales que para esto traían de industria aparejados para aquella echacorvería y todos los echaban encima de mí, de manera que ya yo iba bien cargado con carga doblada, porque iba hecho troje y templo. En esta manera discurriendo por aquella región, la robaban. Llegando a una villa principal, como allí hallaron provecho de alguna ganancia, alegres hicieron un convite de placer, que sacaron un carnero grueso a un vecino de allí, con una mentira de su fingida predicación, diciéndole que con su limosna y sacrificio hartase a la diosa Siria, que estaba hambrienta. Así que su cena bien aparejada, fuéronse al baño, y vinieron muy bien lavados. Trajeron consigo un mancebo aldeano de allí para cenar con ellos, y como hubieron comido unos bocados de ensalada, allí delante de la mesa aquellos sucios bellacos comenzaron a burlar con aquel mancebo, que tenían desnudo, como hacían las mujeres con los hombres. Yo, cuando vi tan gran traición y maldad, no pudiéndolo sufrir mis ojos, intenté dar voces, diciendo: «¡Oh romanos!», pero no pudiendo pronunciar las otras letras y sílabas, solamente dije muy claro y muy recio: «¡Oh, oh!», lo cual dije a tiempo oportuno, a causa que muchos mancebos de una aldea de allí cerca, andaban a buscar un asnillo que les habían hurtado aquella noche, y andaban muy codiciosos buscándolo por todos los caminos y apartamientos; los cuales, oyendo mi rebuzno dentro de aquellas casas, creyeron que era su asno, y de improviso todos juntos entraron en casa, donde hallaron aquellos bellacos haciendo aquellas maldades y suciedades, y como los vieron comenzaron a llamar a los vecinos para que viesen aquel aparato torpe y sucio; demás de esto, haciendo burla, alababan la purísima castidad de aquellos echacuervos. Ellos, embarazados y turbados con esta infamia, que fácilmente fue divulgada por todo el pueblo, por lo cual con mucha razón eran aborrecidos y malquistos de todos, aquella noche a las doce, liadas todas sus ropas, se partieron a hurtadillas de aquella villa; y habiendo andado buena parte del camino antes del día, entramos por un desierto y despoblado, siendo ya claro día; entonces hablaron entre sí primeramente, y después aparejáronse para mi daño y muerte; porque quitando la diosa de encima de mí, y puesta en tierra, quitáronme todos aquellos paramentos que traía, y desnudo atáronme a un roble, y con aquel azote que estaba encadenado de osezuelos de ovejas, diéronme tantos azotes, que casi me llegaron a lo último de la muerte. Uno de aquellos me amenazaba con un cuchillo para cortarme las piernas, diciendo que había enfadado con mi feo rebuzno a todos; pero los otros no permitieron que me las cortase, diciendo que por reverencia de la diosa, que estaba delante, no muriese por entonces. En tal manera, que luego me tornaron a cargar de aquellas cosas que llevaba, y dándome buenos palos, coces y encontrones, llegamos a una grande y noble ciudad; adonde un noble varón principal de allí, hombre de buena vida, y que era muy devoto de la diosa Siria, como oyó el sonido de los atabales y panderos y los cantares de aquellos echacuervos a manera de como cantan los sacerdotes de la diosa Cibeles, corrió luego a recibirlos muy devotamente; recibió por huéspeda a la diosa, y a nosotros todos nos hizo meter dentro del cercado de su ancha casa, y luego comenzaron a entender en aplacar y sacrificar a la diosa con gran veneración y con gruesos animales y sacrificios. En este lugar me acuerdo yo haber escapado de un grandísimo peligro de muerte, el cual fue este: Un labrador de allí envió un presente al señor de aquella casa, que era un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo. Un lebrel que allí estaba, sin que nadie lo viese, alcanzolo, y alegre con su presa, prestamente desapareció delante de los ojos de los que allí estaban. El cocinero, cuando conoció su daño y la gran negligencia en que había caído, llorando muy fieramente, y como casi desesperado que ya casi su señor demandaba de cenar, no sabiendo qué hacer, y con el temor que tenía, se quería ir de su amo. La mujer, que le quería bien, con palabras amorosas le ponía esfuerzos, diciendo: --¿Cómo tan espantado y atemorizado te ha este presente mal, que determinas de dejar la casa de tu señor, adonde tanto tiempo ha que ganas tu vida? ¿Y no ves que me dejas sola llena de hijos? Por ende yo he hallado un buen remedio, el cual vino por providencia de los dioses, y es este: Toma este asno, que ahora es venido aquí, llévalo a algún lugar apartado, y degüéllalo, y una de sus piernas, que es semejante a la que se perdió, le cortas, y muy bien picada y guisada, o de otra manera que sea muy sabrosa, la pondrás delante de tu señor, en lugar del ciervo. Al bellaco pusilánime del cocinero plugo mucho el consejo que la sagaz y astuta de su mujer le había dado, y acordó hacer en mí aquella cruel carnicería, queriendo con mi muerte remediar su vida y la de su mujer e hijos, y para esto comenzó luego a aguzar sus cuchillos, no viendo la hora de tener guisada mi pobre pierna. LIBRO IX. ARGUMENTO. Este noveno libro cuenta la astucia del asno cómo se escapó de la muerte, de donde se le siguió mayor peligro, que creyeron que rabiaba, y con el agua que bebió vieron que estaba sano. -- Cuenta una mujer que engañó a su marido por un sutil arte de un tonel. -- Ítem el engaño de las suertes que traían los echacuervos de la diosa Siria. -- Y cómo fueron tomados con un hurto, y fueron presos por ello. -- Y de cómo fue vendido a un tahonero, adonde cuenta de la maldad de su mujer y otras cosas de mucho gusto y pasatiempo. -- Y cómo después fue vendido a un hortelano, y de un caballero que quiso tomar el asno por fuerza, y lo que le aconteció. I. Cómo después que Lucio entendió que el cocinero le quería matar, buscó astucia para librarse de tan gran peligro, de donde se le siguió otro mayor, del cual también se libró. Aquel cocinero traidor ya armaba contra mí sus crueles manos. Yo, con la presencia de tan gran peligro, no teniendo consejo ni aun tiempo para pensar en él, deliberé, huyendo, escapar de la muerte que sobre mí estaba, y prestamente, quebrando el cabestro con que estaba atado, eché a correr a cuatro pies cuanto pude, y metime sin empacho ni vergüenza en la sala donde estaba cenando aquel señor de casa sus manjares con los sacerdotes de aquella diosa Siria; y con mi ímpetu derramé y vertí todas aquellas comidas que allí estaban, mesas y candeleros y cosas semejantes, la cual disformidad y estrago, como vio el señor de la casa mandó a un siervo suyo que con diligencia me tomase y como asno importuno y garañón me tuviese encerrado en alguna parte, porque otra vez con mi poca vergüenza no desbaratase su convite placentero y alegre. Entonces yo me alegré con aquel mandamiento de la guarda y cárcel saludable, viendo cómo con mi astucia y discreta invención había escapado de las crueles y pestilenciales manos de aquel carnicero. Pero cuando la fortuna persigue a un hombre, ningún buen consejo le aprovecha, porque la invención que a mí me pareció haber hallado para mi salud, me fabricó otro mayor peligro, y fue que un muchacho entró en la sala donde estaban comiendo, y dijo a su señor cómo de una calleja de allí cerca había entrado poco antes un perro rabioso con gran ímpetu y ardiente furor, y había mordido a todos los perros de casa, y después había entrado en el establo y mordido con aquella rabia a muchos de los caballos que allí estaban, y que también había mordido a algunas personas de casa, lo cual asombró a todos, y pensando que por estar yo inficionado de aquella pestilencia hacía aquellas ferocidades, arrebataron lanzas y dardos y comenzáronse a amonestar unos a otros que echasen de sí un mal tan grande como era aquel. Y cierto, ellos me perseguían y rabiaban más que yo, por lo cual, sin duda, me mataran y despedazaran con aquellas lanzas y venablos y con hachas que traían; mas yo, viendo el ímpetu de tan gran peligro, luego me metí en la cámara donde posaban aquellos mis amos. Entonces ellos, cerrándome luego las puertas, velaban hasta que aquella fuerte pestilencia y rabia se consumiese, para que ellos pudiesen estar sin peligro. Como yo me vi así encerrado, libre de aquel infortunio, echeme encima de la cama, que estaba muy bien hecha, y descansé durmiendo como hombre, lo cual mucho tiempo había que no usaba. Y a otro día bien claro, habiendo yo muy bien descansado con la blandura de la cama, levanteme esforzado y aceché aquellos veladores que allí estaban guardándome, los cuales altercaban sobre mí de esta manera: --Este mezquino asno creemos que está fatigado con su furor y rabia, y puede ser que estará ya muerto. Bueno será que veamos lo que hace. Y abierta una pequeña parte de la puerta, viéronme estar sosegado y muy quieto; y como así me vieron, uno de aquellos que parece los dioses habían enviado para mi remedio, mostró a otro un remedio para conocer mi sanidad, diciendo que me pusiesen una caldera de agua para beber, y que si yo sin temor y como acostumbraba llegase al agua y bebiese, de buena voluntad supiesen que yo estaba sano y libre de toda enfermedad; y por el contrario, si vista el agua hubiese miedo, haciendo algunos meneos y diabluras, y no la quisiese tocar, tuviesen por muy cierto que aquella rabia mortal duraba en mí, y que esto tal se solía guardar según cuentan los libros antiguos. Como esto les pluguiese a todos, tomaron luego una grande herrada de agua clara y limpia, y con algún temor me la pusieron delante; yo salí luego sin tardanza ninguna a recibir el agua con harta sed que tenía, y comencé a beber de aquella agua, que asaz era para mí verdaderamente saludable. Entonces yo sufrí cuanto ellos hacían, dándome golpes con las manos y tirarme de las orejas y trabarme del cabestro, y cualquier otra cosa que ellos querían hacer por experimentar mi salud; yo había placer de ello, hasta tanto que con su desvariada presunción yo probase claramente mi modestia y mansedumbre para que a todos fuese manifiesta. II. Lucio recuenta una historia que oyó haber acontecido en un pueblo, de cómo una mujer burló de su marido. Luego otro día siguiente, habiendo yo escapado de tanto peligro, me cargaron otra vez de los divinos despojos, y ellos con sus panderos y campanillas comenzamos a caminar, y habiendo ya pasado algunas caserías, llegamos a un lugarejo, adonde aquella noche nos aposentamos. Allí oí contar un gracioso cuento, el cual quiero que vosotros sepáis. Era un hombre que se alquilaba por trabajador, y con aquello que ganaba se mantenía miserablemente; tenía una mujer galana y requebrada. Un día de mañana, como el marido se fuese a la plaza para buscar de trabajar, vino el enamorado de su mujer y metiose en casa. Estando ellos así, el marido, que ninguna cosa sabía ni sospechaba, tornó de improviso a casa y batió a la puerta. La mujer, que era astuta para tales sobresaltos, hizo meter a su enamorado en un tonel viejo que estaba en un rincón de casa, medio roto y vacío; y abierta la puerta a su marido, comenzó a reñir con él, diciendo: --¿Cómo así venís vacío y muy despacio, metidas las manos en el seno? ¿No veis nuestra necesidad y pobreza? ¿Por qué no traéis alguna cosilla para comer? Yo, mezquina, que todo el día y la noche me estoy quebrando los dedos hilando, encerrada en casa, al menos que tenga para encender un candil. ¡Bienaventurada mi vecina Dafnes, que en amaneciendo come y bebe cuanto quiere, y todo el día está en placeres con sus enamorados! El marido, convencido con esto, dijo: --¿Pues qué es ahora esto? Aunque mi amo está ocupado en un pleito y no nos ha llevado a trabajar, yo he proveído a lo que hemos de comer, porque he vendido aquel tonel, que nunca nos sirve de nada, por cinco dineros a un hombre que aquí viene; por tanto, ayúdame a sacarlo de aquí, y entregarlo hemos a quien me lo compró. Cuando esto oyó la mujer, sacó el engaño de lo que el marido decía, y fingiendo una gran risa, le dijo: --¡Oh qué hombre y buen negociador he hallado, que la cosa que yo, siendo mujer necesitada, tengo vendida por siete dineros, vendió él en la calle por menos! El marido, alegre con esto, le dijo: --¿Quién es este que tanto te dio por él? La mujer respondió: --Vos no sabéis nada; ahora entró uno dentro de él para ver qué tal estaba. No faltó astucia al enamorado, que luego saltó de dentro, diciendo: --Buena mujer, este tonel me parece que está abierto por muchas partes. Y disimuladamente volviose al marido, como que no le conocía, y díjole: --Tú, hombrecillo, quien quiera que eres, ¿por qué no me traes un candil para ver bien de dentro este tonel? ¿Por ventura piensas que he de dar mis dineros sin mirarlo muy bien? El buen hombre, no sospechando mal, no tardó en encender el candil, y dijo al enamorado: --Apártate, hermano, y huelga, que yo entraré a ver las heces, y verás si es hendido y mal tratado. Diciendo esto, tomó la mujer el candil, y él entró en el tonel y comenzó a raer aquellas costras. El adúltero, como vio que la mujer estaba bajada alumbrando a su marido, dolábala por detrás; y ella, con astucia metida la cabeza en el tonel, burlaba del marido, diciendo: «trae aquí y allí, y quita esto y esto otro», hasta que la obra de entrambos fue acabada. Entonces salió del tonel, y tomando sus siete dineros el mezquino del marido cargó el tonel a cuestas, y llevolo a casa del adúltero. Aquí estuvimos algunos días, donde por la liberalidad de los moradores de aquella ciudad fuimos muy bien tratados, y mis amos cargados de dones por su adivinar. III. Cómo Lucio recuenta una astuta manera de suerte que los echacuervos usaban para sacar dineros; y cómo fueron presos y él vendido a un tahonero. Bien sabían engañar al pueblo aquellos limpios y buenos de mis amos, porque para sacar dineros inventaron una suerte sola; la cual aplicaban y referían a muchas cosas, y en cada pueblo de aquellos la sacaban para responder y engañar a los que les preguntaban, y consultaban sobre cosas varias; y la suerte decía de esta manera: --Por ende, los bueyes juntos aran la tierra, porque para el tiempo venidero nazcan los trigos alegres. Con esta suerte burlaban a todos; porque si algunos deseaban casarse, y les preguntaban cómo sucedería, decían que la suerte respondía que era muy buena para juntarse por matrimonio y para tener buenos hijos. Si alguno quería comprar una heredad, respondían que era muy bien, porque los bueyes y el yugo significaban los campos floridos y llenos de fruto. Si alguno quería ir camino y preguntaba a aquellos buenos sacerdotes de su viaje, decían que sería muy bueno, porque venían en la suerte los más mansos animales que hay en el mundo y más provechosos. Si alguno de aquellos quería ir a la guerra o a perseguir ladrones, y preguntaba si sería su ida provechosa, respondían que la victoria tenían muy cierta, según la demostración de la suerte; porque sojuzgarían al yugo las cervices de los enemigos, y habrían de lo que robasen muy abundante y provechosa presa. Con esta manera de adivinar y con su grande astucia, no pocos dineros apañaban. Pero ya cansados de recibir dineros, aparejáronse para caminar, llevándome muy bien cargado por un camino muy bellaco de muchos lodos y lagunas, que a cada paso resbalaba y tenía gran miedo de dar con la diosa en tierra. Saliendo de este mal camino llegamos a unos espaciosos y hermosos campos, y he aquí súbitamente a nuestras espaldas una manada de gente de a caballo, corriendo con gran ímpetu, y pegaron muy recio a los sacerdotes, llamándoles sacrílegos y regulares y grandes ladrones, engañadores y falsarios; dándoles buenas puñadas echaron a todos esposas a las manos, y con palabras muy recias les comenzaron a apretar, para que descubriesen dónde llevaban un vaso de oro que habían hurtado, y que dijesen la verdad, porque fingiendo ellos de sacrificar secretamente a la madre de los dioses que allí iba, de su estrado lo hurtaron escondidamente; y pensando escapar de la pena de tan gran traición, se partieron calladamente, antes que amaneciese, de la ciudad. Diciendo esto, no faltó uno de aquellos caballeros que por encima de mis espaldas metió la mano debajo de las faldas de la que yo traía, y buscando bien halló el vaso de oro, el cual sacó delante de todos. Pero con este tan gran crimen no se avergonzaron aquellos sucios bellacos, mas antes fingiendo un mentiroso reír, dijeron: --¡Oh, qué crueldad y sinrazón! Por un vasillo que la madre de los dioses presentó a su hermana Siria, en don de haberla tenido por huésped en su casa, lleváis vosotros a sus sacerdotes presos como a homicidas. Estas y otras tales mentiras y excusas gritando daban, mas aquellos caballeros, no curando de sus palabras, los tornaron para atrás y los metieron en la cárcel, y el vaso de oro y la diosa que yo llevaba pusieron en el templo de la madre de los dioses. Al otro día sacáronme a la plaza, y otra vez me pusieron en almoneda, pregonando el pregonero: «¿Quién da más por él?» y un tahonero de un lugar allí cerca me compró por siete dineros más caro que el echacuervos me había comprado; el cual molinero luego me cargó muy bien de trigo, y por un camino lleno de piedras y cuestas me llevó a su tahona. Allí vi muchos caballos y acémilas que traían aquellas muelas en derredor dando vueltas siempre por un camino. Y no solamente de día, pero toda la noche hacían harina, volviendo continuamente aquellas tahonas. Pero como venía de nuevo, porque no me espantase de la novedad de aquel servicio, aposentome el nuevo señor en lugar ancho donde estuviese; aquel primer día que llegué me dejó holgar, dándome muy bien de comer. Pero aquella bienaventuranza de holgar y comer no duró más adelante, porque al otro día siguiente bien de mañana yo fui ligado a un ingenio de aquellos, que parecía ser el mayor de todos, y cubierta mi cara fui compelido a caminar por aquel espacio redondo de canal torcida de manera que yo retornando y rehollando mis pasos en la redondez de aquel término triste y sin esperanza, y no olvidando mi sagacidad y prudencia, fácilmente me di a la novedad de mi servicio; y también cuando yo era hombre, muchas veces había visto semejantes ingenios. Mas hallando este oficio muy trabajoso, propuse en mí de hacerme espantadizo y andar para atrás, pensando que como a asno bobo y sin provecho para aquel oficio, me enviarían a otro lugar donde tuviese más liviano trabajo, o por ventura me dejarían holgar. Pero en balde pensé yo esta astucia dañosa, porque luego muchos de aquellos que allí estaban se pusieron alrededor de mí con varas en las manos; y como yo estaba seguro por tener los ojos tapados, súbitamente con grandes voces me dieron muchos palos, y en tal manera que con aquel ruido me espantaron, que luego dejado todo mi consejo, muy sabiamente, así como estaba ligado con aquellas cinchas de esparto, hice mis discursos y vueltas, alegre, aunque me daban harto trabajo; y con esta súbita mudanza de un extremo a otro, los que allí estaban se finaban de risa. Ya gran parte del día había muy bien molido, y aun andaba harto desmayado y cansado, cuando me quitaron las cinchas de esparto con que andaba ligado, y lleváronme al pesebre. Pero yo, aunque había bien menester descansar, que casi estaba muerto de hambre, dejando todo refrigerio aparte, me puse a mirar la familia y gente de aquella casa. ¡Oh Dios, y qué hombrecitos había allí, pintados de las señales de los azotes que les daban, las espaldas negras de los palos, con unos enjalmillos más para cobertura que vestidura; otros solamente con paños menores cubiertas sus vergüenzas, y tan rotos, que casi todo se les parecía, herrados en la frente[4] y argollas de hierro en los pies, las cabezas trasquiladas, los ojos pelados y comidas las pestañas del humo y hollín de la casa; por lo cual todos tenían los ojos muy malos y blanqueaban con el polvo de la harina, como luchadores que se polvorean cuando quieren luchar! Pues de mis compañeros, los otros asnos y acémilas que molían, ¿qué podría decir? ¡Cuán cansados, aquellos machos y jacones flacos, cerca de los pesebres royendo granzones de paja, los pescuezos desollados y llenos de llagas podridas, las narices abiertas para tomar más huelgo, los pechos, del muermo, tosiendo, y de los antepechos que les ponían para moler, todos pelados y llagados, que casi les parecían los huesos, las uñas de pies y manos alzadas hacia arriba de no herrarse, y mancos de andar alderredor, todo el pellejo sarnoso de magrez y flaqueza! Mirando yo esto, temía de venir en otro tanto, y recordándome de cuando era hombre, y que había venido en tanta desventura, bajada la cabeza, lloraba, y no tenía otro solaz de mi pena, sino que con mi natural ingenio que tenía, me recreaba algo, porque no curando de mi presencia, libremente hacía y hablaba cada uno, delante de mí, lo que quería, por donde yo conocí que, no sin causa, aquel divino autor de la primera poesía[5], deseando mostrar un varón de gran prudencia entre los griegos, celebró y alabó a Ulises haber alcanzado las soberanas virtudes, por haber andado muchas ciudades y conocido diversos pueblos. Así que yo, recordándome de esto, hacía muchas gracias a mi asno, porque me traía encubierto con su figura, ejercitándome por muchos y diversos casos y fortunas, por lo cual si yo no fui prudente, al menos me hizo sabedor de muchas cosas. IV. Cómo Lucio cuenta un gracioso acontecimiento, en el cual la mujer del tahonero (su amo) gozó un enamorado; y tomándolos juntos los castigó, en la cual venganza le ahorcó por arte de encantamento. Finalmente, que yo deliberé de traer a vuestras orejas una buena historia, suavemente compuesta, mejor que las que he dicho, la cual comienza: Aquel molinero que me compró, era hombre de bien y de buena conversación, y tenía una mujer la más pésima y mala que jamás se vio, con la cual él pasaba mucha pena y enojo en su casa, que por cierto yo había mancilla de aquel buen hombre, porque ningún vicio faltaba en aquella mala mujer, que todos se habían lanzado en su cuerpo, como en sucia sentina; soberbia, cruel, lujuriosa, borracha, porfiada, avara en robar donde pudiese, gastadora en cosas sucias, enemiga de fe y de honra. Menospreciaba los dioses, y mentía jurando por ellos, y con juramentos engañaba a todos, y al mezquino del marido. Embeodábase luego de mañana, y todo el día gastaba con sus enamorados. Esta mala mujer, con grande odio me perseguía, que en amaneciendo, antes que ella se levantase, llamaba a los mozos y mandábales que echasen a moler al asno novicio. Y como ella salía del palacio cuando se levantaba, allí, en su presencia, me mandaba dar de palos, y cuando soltaban las otras bestias temprano, mandaba que a mí dejasen hasta más tarde, que no me diesen a comer. Y esta crueldad suya fue causa que yo más en sus costumbres mirase; de manera que yo veía a menudo entrar un mancebo en su aposento, la cara del cual yo deseaba ver, mas no podía, por los anteojos que traía; verdad es que no me faltaba astucia para descubrir, en cualquier manera, la maldad que aquella mala mujer hacía a su marido, mas una vieja que sabía toda la ruindad, y era mensajera entre ella y su amigo, nunca se partía de allí, las cuales, en amaneciendo, almorzaban, y entre sí altercaban quién bebería más del vino puro. La mala de la vieja, alcahueta, hacía estos aparatos públicos y engañosos en gran daño del triste del marido. Y aunque yo muchas veces, entre mí, me enojaba contra Andria, que por hacerme ave me tornase asno; todavía, en esta triste deformidad mía, había placer, porque como tenía las orejas largas, cualquier cosa que decían, aunque estuviese lejos, luego la oía. Un día, estando la vieja hablando con ella, decía estas palabras: --Hija mía, mira bien lo que te cumple acerca de este mancebo que ahora amas, porque es negligente y temeroso, y tiene miedo del gesto arrugado de tu marido, y tal enamorado no pertenece para ti, que quieres holgar y llevar buena vida en cuanto tienes tiempo; igual es Filesitero, un mancebo hermoso, gentilhombre, liberal, magnífico, y contra los celos de estos maridos muy esforzado, el cual es digno de ser enamorado de todas las mujeres del mundo, y merecedor de traer una corona de oro, por sola una cosa que hizo el otro día a un casado celoso. Óyeme ahora, y verás cuánta diferencia hay de un enamorado a otro. Bien conoces un barbudo que es alcaide de esta villa, que tiene una mujer muy hermosa, y es muy celoso; este, pues, habiendo de ir fuera de la ciudad, dejó encomendada la guarda de su mujer a Hormigón, su esclavo, por ser más fiel y diligente. A este cometió secretamente toda la guarda de su mujer, diciéndole que si no guardaba bien a su señora, de manera que ninguno, pasando cerca de ella, solamente le tocase con el dedo o con la falda, que le echaría hierros y en cárcel perpetuamente, donde muriese de hambre, lo cual juró y perjuró muchas veces por todos los dioses. Así que con esta seguridad se partió, dejando por recio guardián a Hormigón, y bien amedrentado, el cual guardaba a su señora con tanta diligencia, que a ninguna parte la dejaba ir, y de continuo estaba sentado cerca de ella, estando hilando o haciendo otras cosas que las mujeres hacen en su casa, y si alguna vez, por grande necesidad, iba a lavarse al baño, Hormigón iba tan pegado a ella, que las faldas llevaba en la mano, y de esta manera, con mucha sagacidad cumplía lo que su señor le había mandado. Pero no se pudo esconder a Filesitero la hermosura de esta gentil mujer, porque la bondad y castidad de ella le inflamó y puso más codicia para hacer todo lo que pudiese, y ponerse a cualquier peligro que le viniese, y con esta gana propuso de combatir y expugnar la fortaleza o casa bien guardada de la dueña, confiando y siendo cierto que la flaqueza humana, con el dinero, al cual toda dificultad es llana, se puede fácilmente derribar, que el oro por donde quiera halla entrada, aunque las puertas sean diamantes muy fuertes. Un día, andando en este pensamiento, Filesitero halló solo a Hormigón, y díjole abiertamente toda su pena y amor, rogándole, con mucha cortesía, que diese remedio a su tormento, porque si presto no alcanzaba lo que deseaba, su muerte era muy cierta, y que en esto no temiese, porque él iría, secreto, de noche, que nadie lo sintiese, y en un momento de hora se tornaría. Estas y otras persuasiones tales diciendo, añadió un grandísimo aguijón, el cual rompió y pervirtió a Hormigón por su codicia. Echó mano a la escarcela, y sacó treinta ducados, nuevos, resplandecientes, de los cuales dijo a Hormigón que diese veinte a su señora, y tomase diez para sí. Cuando esto oyó Hormigón, espantose de tan abominable pecado, y tapadas las orejas echó a huir; pero el resplandor y codicia que tenía del oro no le pudo huir de los ojos y del corazón, mas apartado lejos, yéndose apriesa hacia casa, representábasele la hermosura de la moneda ante los ojos, y deseaba apañar lo que ya tenía arraigado en el corazón. Con este pensamiento, el mezquino navegaba como en las ondas de la mar, ya en una cosa ya en otra. De la una parte se le representaba la fidelidad, de la otra la ganancia. De la otra la pena con que le amenazó su señor, de la otra el deleite y provecho del oro. Finalmente, que el oro venció al miedo de la muerte, y apartada de sí toda tardanza, llegose a su señora, y secretamente le dijo todo el negocio como pasaba. Ella, con la natural liviandad, luego obligó su pudicicia al maldito metal, y consintió por apañar el dinero. Cuando Hormigón oyó esto, lleno de placer y gozo, deseaba ya de tocar aquel dinero, que en precio de su fidelidad había ganado, y fue luego a dar la nueva a Filesitero, pidiéndole lo que le había prometido. Y como Hormigón se vio con tanto dinero, habido de buen lance, estaba tan alegre, que luego a la noche tomó a Filesitero, y lo metió secretamente en la cámara de su señora. Los nuevos enamorados, estando ya desnudos y a placer, tomando el primer fruto de sus amores, no pensaban ni sospechaban la venida de su marido. De improviso súbitamente comienzan a dar grandes voces a la puerta de casa, y a querer quebrar la puerta con una piedra; y cuanto más tardaban en abrirla, tanto más sospecha le ponían de la que él tenía. Así que comenzó a amenazar a Hormigón que lo mataría. Hormigón, oyendo esto, y con la prisa que le daba, estaba turbado, y con la turbación no tenía consejo, ni sabía qué hacerse, sino decía que no tenía lumbre, y que no hallaba la llave de la puerta. En tanto, Filesitero, como oyó el ruido, arrebató su ropa, y vistiose, mas con la turbación se le olvidaron las chinelas, y saliose de la cámara. En esto Hormigón llegó con la llave y abrió las puertas a su señor, el cual entró bramando, y luego fue derecho a la cámara. Filesitero, en tanto, botó por la puerta fuera de casa, y Hormigón cerró las puertas. El marido, desde que vio todo seguro, ya un poco manso, fuese a dormir. Otro día luego de mañana, como el barbudo se levantó, vio junto a la cama unas chinelas que no eran de casa, las cuales había dejado Filesitero, y sospechando y sacando de allí lo que podía ser, y cómo alguno había dormido aquella noche con su mujer, que las había dejado, calló su dolor y congoja, que ni a su mujer ni a otro de casa dijo cosa alguna, y tomó las chinelas secretamente, y metióselas en el seno, y mandó a otros siervos que le trajesen a Hormigón atado hasta la plaza. El barbudo, yendo todavía entregruñendo, andando aprisa hacia la plaza, tenía por cierto que por las chinelas había de hallar al adúltero que sospechaba haber estado con su mujer. Iba él en este pensamiento, la cara turbia, las cejas caídas y muy enojado, y detrás de él Hormigón atado, aunque no se sabía la culpa que él tuviese; pero él mismo bien lo sabía, por lo cual lloraba, de suerte que los que le veían habían gran duelo de él. Acaso Filesitero, que iba a otro negocio, encontró con ellos, y como vio de la manera que llevaban a Hormigón, sin miedo ni turbación, y acordándose que se le habían olvidado las chinelas en la cámara, y sospechando que por aquello llevaban así atado a Hormigón, astutamente y con su esfuerzo acostumbrado, apartó a los otros siervos y arremetió con Hormigón, y con grandes voces comenzole a dar de puñadas, y decirle: --¡Oh malvado, ladrón ahorcado; este tu señor, y todos los dioses del cielo a quien tú has perjurado, te hagan mal y te destruyan, que me hurtaste el otro día mis chinelas en el baño; bien mereces, por cierto, ser muy bien castigado! Con este engaño que el esforzado Filesitero hizo, el barbudo, que iba determinado de matar a Hormigón, depuesto ya de toda crueldad, tornose a su casa y llamó a Hormigón, al cual dio las chinelas y perdonó de muy buena gana, y le mandó que luego las tornase a quien las había hurtado. Acabado de decir esto la vejezuela, comenzó la mujer del tahonero: --Bienaventurada ella que goza de la libertad de tan constante y recio enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está. Respondió la vieja: --Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga delante de ti, y luego voy por él. Cuando sea noche, espérame, que yo tornaré. La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó muy bien de cenar, vinos excelentísimos de buenos, y la mesa puesta con todo lo demás, esperando su venida como de algún dios. Acaso el marido cenaba aquella noche con un pelaire, un muy su amigo, y casi a mediodía, que nos soltaba de la tahona, para darnos de comer; yo no había tanto placer con la comida y descanso, cuanto porque me desataban los ojos, que libremente podía ver las artes y engaños de aquella mala mujer. Ya el sol puesto, vino aquella vieja mala con el adúltero escondido a su lado, el cual era un mancebo gentilhombre que entonces le apuntaba la barba. Ella lo recibió con muchos besos, abrazándole, y sentáronse a la mesa. En comenzando a cenar los primeros bocados, el marido llamó a la puerta, sin ser esperado, ni creyendo que viniera tan presto. Ella, cuando esto vio, comenzolo a maldecir, diciendo que las piernas tuviese quebradas y los ojos. Diciendo esto, y sobresaltada, metió el enamorado debajo de una artesa en que limpiaba el trigo, y sentose cerca de él, y con su malicia acostumbrada, disimulando tanta maldad, con su rostro sereno, preguntó a su marido qué era la causa por que venía tan presto, dejada la cena de su amigo. Él le respondió con mucha tristeza, diciendo: --Yo vine tan presto, porque acaeció allá una cosa bien bellaca. ¡Oh Dios, y que es posible que una mujer tan honrada haya de hacer tan gran fealdad! Juro por este pan, que aunque yo lo viera con mis ojos, que no lo creyera. Ella le preguntó muy ahincadamente le contase aquel negocio, qué era y cómo pasara. Él, importunado de ella, comenzó a contar duelos ajenos, no sabiendo el triste de los suyos, diciendo así: --La mujer de este pelaire, mi vecino y amigo, cierto parecía mujer de vergüenza y casta, que no se podía pensar mal de ella; cuando íbamos a cenar ahora a su casa, ella parece que estaba holgando con su enamorado secretamente, y como llegamos, turbada con nuestra presencia, de súbito consejo proveída, tomó aquel su enamorado y metiolo debajo de un azufrador de mimbres, donde tenía azufrando sus tocas, que estaba junto con la mesa; pensando ella que ya estaba seguramente escondido, sentose a la mesa a cenar con nosotros sin ningún cuidado. Entretanto, con el grave humo del azufre embarbascado el otro, no podía resollar debajo del perfumador; como es vivo y hediondo aquel humo, comenzó a estornudar de la parte donde estaba sentada la mujer. El marido pensó que era ella, y díjole como se suele decir: «Dios te ayude.» Mas el desventurado dio otro estornudo, y otro; y estornudó tantas veces, que el marido sospechó lo que podía ser, y arrojó de sí la mesa, y alzó el perfumador, y halló debajo el gentilhombre, que con el gran humo estaba casi muerto, que no resollaba. Cuando lo vio, inflamado de su injuria, echó mano a su espada, que lo quería degollar, pero porque yo estaba presente, y no me culpasen de la muerte de aquel hombre, lo defendía diciendo también que si no curase de él, que presto moriría sin cargarnos culpa, según estaba casi ahogado de la furia y violencia del azufre. Él, como vio que le decía bien, más por necesidad suya que por mi persuasión, amansado del enojo, sacó al adúltero medio vivo, y lo echó en una calleja cerca de su casa. Yo, como vi la revuelta, dije a la mujer que huyese a casa de una vecina suya, en tanto que al marido se le pasaba el enojo y se le amansaba el calor de la ira y dolor del corazón; porque con la rabia no dudaba que de sí y de su mujer hiciese algún mal recado. Así que yo, enojado de lo que había acaecido en su convite, torneme a mi casa. Diciendo esto el tahonero, su mujer reprendía con muy malas palabras a la mujer de aquel pelaire, diciendo que era una mala mujer, sin fe y sin vergüenza, deshonra de todas las mujeres; que pospuesta su honra y bondad, menospreciando la honra de su marido y casa, la había ensuciado y deshonrado, por donde había perdido nombre de casada, y tomado fama de burdelera; y aun añadía encima de esto, que tales hembras merecían ser quemadas. Pero ella, instigada y amonestada de la llaga que sentía, y de su mala y su sucia conciencia, queriendo librar a su enamorado de la pena que tenía debajo de la artesa, ahincaba mucho a su marido que se fuese a acostar temprano. Él, como le habían atajado la cena en casa de su amigo, por no irse a dormir ayuno y sin cenar, demandó a la mujer que le pusiese la mesa. Ella, aunque contra su voluntad, porque estaba para otro guisada, púsosela delante muy de prisa y de mala gana. A mí se me quería arrancar el corazón y las entrañas, habiendo visto la maldad pasada que hizo, y la traición presente de tan mala mujer; y pensaba entre mí cómo, descubriendo aquel engaño y maldad, podría ayudar a mi señor, y aquel que estaba como galápago debajo de la artesa, para que todos lo viesen. Estando con pena en esto, la fortuna lo hubo de proveer, porque un viejo, cojo, que tenía cargo de dar pienso a las bestias, siendo la hora de llevarnos a beber, saconos a todos juntos; lo cual me dio causa muy oportuna para vengar aquella injuria. Así que, pasando cerca de la artesa, vi como era angosta y tenía de fuera los dedos de la mano, y púsele el pie encima, apretando tan reciamente, que le desmenucé los dedos. El adúltero, con gran dolor, dio grandes voces, y echó de sí la artesa, de manera que quedó descubierto a todos, y fue entendida la maldad que aquella mala mujer hacía. El tahonero, cuando esto vio, no se curó mucho por el daño de la honestidad de su mujer, antes con el gesto sereno y alegre, comenzó a hablar al mozo, que estaba amarillo y temeroso de la muerte, de esta manera: --No temas, hijo, que de mí te venga mal ninguno, ni tampoco te acusaré para que te degüellen por el rigor de la ley de los adúlteros, pues eres tan lindo y hermoso mancebo. Mas, cierto, yo te trataré igualmente con mi mujer, no te apartaré de mi heredad, mas comúnmente partiré contigo; y sin ninguna división, todos tres moraremos en uno; porque siempre yo viví con mi mujer en tanta concordia, que, según sentencia de los sabios, siempre una cosa agradó a entrambos. Por tanto, yo te quiero hacer muy bien curar de la mano que tienes maltratada. Con estos halagos burlando, llevó al mozo a su cámara, aunque él no quiso, y a la buena de su mujer encerrola en otro aposento. Otro día de mañana llamó a dos valientes mancebos sus criados, y mandó tomar al mozo y azotarlo muy bien en las nalgas con un azote, diciéndole: --Pues que tú eres tan blando y tierno, y tan muchacho; ¿por qué engañas a las mujeres y andas tras las casadas, rompiendo los matrimonios, y tomando para ti, muy temprano, nombre de adúltero? Diciéndole estas palabras y otras muchas, y habiéndolo muy bien azotado, echolo fuera de casa. Aquel valiente y esforzado enamorado, cuando se vio en libertad que él no esperaba, aunque llevaba las nalgas blandas, bien azotadas, llorando de noche y de día, huyó. El tahonero dio carta de quita a la mujer, y luego la echó de casa. Ella, cuando se vio desechaba del marido y fuera de su casa, y que no comía ni bebía de lo puro, como solía, ni tenía qué dar ni mandar, viéndose afrentada y maltratada, con vida triste y amarga, con su malicia y natural inclinación, tornose al marido con sus maldades, y armose de las artes que comúnmente usan las mujeres, y con mucha diligencia buscó una mala vieja hechicera, que con sus maleficios y hechizos se creía que haría todo lo que quisiese. A esta vieja dio muchas dádivas, prometiéndole otras mayores, y le rogó mucho que hiciese por ella una de dos cosas: o que amansase a su marido y se reconciliase con él, o si aquello no pudiese acabar, que enviase algún fantasma o algún diablo que le atormentase el espíritu. Entonces aquella hechicera comenzó a invocar los demonios, y hacer cuanto pudo por tornar el corazón del marido al amor de su mujer; mas esto no sucedió como ella quería, por lo cual se enojó contra los diablos, porque demás de hacerle perder la ganancia que ya le habían prometido, parecía que la menospreciaban, y comenzó a hacer su arte contra la cabeza del mezquino del marido, para lo cual llamó el espíritu de una mujer muerta a hierro, que le viniese a asombrar o matar. Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprenderás lo que yo digo, y dirás así: Tú, asno malicioso, ¿dónde pudiste saber lo que afirmas y cuentas que hablaban aquellas mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la tahona y tapados los ojos? A esto respondo: Oye ahora, hombre curioso, en qué manera, teniendo yo forma de asno, conocí y vi todo lo que se hacía en daño de mi amo: Un día casi a mediodía, súbitamente, cerca de la tahona, pareció una mujer muy fea y disforme, vestida de muy sucio y vilísimo hábito, los pies descalzos, flaca y muy amarilla, los cabellos medio canos, llenos de ceniza y desgreñada, colgando las greñas ante los ojos. Esta mujer diablo echó mano del tahonero, como que le quería hablar secreto, y llevolo a su cámara, y cerrada la puerta, tardaba mucho, y como ya se acababa de moler todo el trigo que estaba en las tolvas, los mozos tenían necesidad de pedir más, y fueron a la puerta del palacio, que estaba cerrada por dentro, y llamaron a su señor, que viniese a dar trigo, y como nadie les respondía, comenzaron a dar golpes a la puerta recio, y como estaba fuertemente cerrada, sospechando algún mal, con una palanca arrancaron la puerta. Cuando entraron dentro, la mujer no pareció; pero hallaron a su señor ahorcado de una viga del aposento, el cual descolgaron con muchos llantos. Hechas sus obsequias, lleváronlo a enterrar. Otro día vino una su hija de otro lugar, donde era casada, mesándose y dándose puñadas en los pechos, la cual sabía de la desdicha que había acontecido a su padre, sin que persona se lo hubiese dicho; mas en sueños le había aparecido el espíritu de su padre muy lloroso, atada la soga a la garganta, y le contó toda la maldad y traición de su madrastra, del adulterio que le acometía, de los hechizos, y de cómo lo hizo descender a los infiernos, endemoniado; la cual, como se fatigaba mucho llorando y gimiendo, los familiares de casa la consolaron e hicieron que diesen espacio a su corazón y al dolor. Después, pasados los nueve días, hechos todos los oficios al difunto, sacaron a vender en almoneda toda la ropa y bestias como bienes de herencia. V. Cómo Lucio cuenta que lo vendieron a un hortelano, y de sus miserias, y lo que acaeció con un caballero. A mí, desventurado y mezquino, me compró en aquella almoneda un hortelano por cincuenta dineros, el cual decía que era gran precio; mas que me había comprado tan caro por buscar de comer para sí y para mí. El tiempo y razón demandan que yo cuente la manera de mi servicio, la cual era esta. Aquel mi amo que me había comprado, acostumbraba bien de mañana, cargado de coles y hortaliza, ir a la ciudad que allí cerca estaba, y después que había vendido su mercadería, cabalgaba encima de mí y tornábase a su huerta. Entretanto que él, corcovado, andaba cavando y regando su huerta, yo me recreaba a todo mi placer y descansaba callando, que en otra cosa no entendía. Así pasaba mi triste vida, contentándome con la alegre vista de la huerta, porque como era verano era cosa placentera. Mas no quiso mi cruel fortuna que en esta huerta hubiese rosas para tornar a ser hombre con ellas, por ser parte donde muy bien lo pudiera hacer. Viniendo el invierno, tempestuoso y revuelto el signo de Capricornio, llovía continuamente y nevaba, y yo, triste, estaba encerrado en un establo sin techo y debajo del cielo, atormentado con el continuo frío. Pero ¿cómo no estaría yo así, pues que mi señor era tan pobre que no solamente no me podía dar alguna enjalma, o siquiera un poco de tejado, mas aun para sí no lo tenía, que con la sombra de ramas de una choza, donde moraba, era contento? Demás de esto, en las mañanas hollaba aquel lodo frío y aquellos carámbanos helados, con los pies descalzos, y aun no podía henchir su vientre siquiera de los manjares acostumbrados, porque igual era la cena a mí y a mi amo, que cierto no había diferencia; pero eran bien pocas hojas de lechugas viejas sin sabor, o aquellas que de mucha vejez están espigadas de la simiente, tan altas como escobas, que ya el zumo de ellas se había tornado como carcoma desabrida y amarga. Viniendo un día mi amo de la ciudad de vender unas coles, encima de mí, he aquí un hombre de buena disposición, y según mostraba su hábito y gesto, debía de ser hombre de armas de alguna hueste, nos encontró en el camino y preguntó con una palabra muy soberbia y arrogante: --¿A dónde llevas aquel asno vacío? Mi amo no entendió su lenguaje, que era romano o latino, y bajada la cabeza, pasó adelante. El caballero, cuando esto vio, no pudo sufrir su acostumbrada soberbia, y enojado por su callar, como si le hubiera hecho una grande injuria, diole de palos con un sarmiento que en la mano traía, y juntamente le echó de encima de mí, dando con él en tierra. Entonces el pobre hortelano le respondió humildemente, diciendo que por no saber la lengua no podía saber ni entender lo que había dicho. El caballero, con enojo, tornole a decir: --Pues dime, ¿dónde llevas este asno? El hortelano respondió que iba a aquella ciudad que allí cerca estaba. El caballero dijo: --Pues yo he menester este asno, porque ha de traer, con otras acémilas, unas cargas de nuestro capitán, que aquí cerca esté. Y luego echó la mano y arrebatome por el cabestro, y comenzome a llevar. El hortelano, estando limpiando la sangre que de su cabeza le corría de una descalabradura que le había hecho con el sarmiento, rogábale otra vez que tratase bien y mansamente al compañero, lo cual le pedía diciendo que así Dios le prosperase e hiciese victorioso; y asimismo decía que aquel asnillo era perezoso, y demás de esto tenía una abominable enfermedad, que era gota coral, y que a mala vez acostumbraba traer de cerca de allí unos pocos de manojos de berzas, y cuando llegaba con ellos, ya no podía resollar; cuanto más para gran carga, que en ninguna manera pertenecía para ello. Pero desde que el hortelano vio que por ningún ruego se amansaba el caballero, antes veía que se ensoberbecía más, y algunas veces alzaba la mano para darle, buscó un último remedio: fingiendo de quererle besar las rodillas para conmoverle a misericordia, y estando así bajado y encorvado, arrebatolo por entrambos los pies, y alzándolo arriba, dio con él un gran golpe en tierra, y luego saltó encima y diole muchas puñadas, y con una piedra que allí halló le sacudió muy bien en la cabeza y en las manos y brazos, de manera que lo aturdió y descalabró en muchas partes. El caballero, con la súbita caída y mucha presteza del hortelano, no tuvo lugar de pelear; solamente gritando amenazaba al hortelano que lo había de matar, lo cual, oído por él, de nuevo le tornó a dar más crueles heridas. Estando el pobre caballero así maltratado y tendido en tierra, no hallando ningún remedio a su salud y vida, determinó de hacerse el muerto, y así lo hizo. Entonces el hortelano, que así lo vio, tomándole la espada, cabalgó encima de mí cuanto más aprisa pudo, y acogiose a la ciudad, no curando de ir a ver su huerta, y fuese a casa de un amigo suyo, al cual, contándole todo como había pasado, le rogó que le ayudase en aquel peligro en que estaba y que lo escondiese a él y a su asno hasta que pasase el ímpetu de la pesquisa que la justicia había de hacer. Aquel su amigo, no olvidando la ley de la amistad, recibiolo de buena gana, y a mí, atados los pies y manos, subiéronme por una escalera y metiéronme en un aposento. Al hortelano metiéronlo en una canasta con su tapadera encima. El caballero, según que después supe, como quien se levanta de una gran embriaguez, medio trompicado, como mejor pudo llegó a la ciudad, y confuso de su poco poder y fuerza, no osó decir cosa alguna a la justicia; pero callando y tragando su injuria, halló a ciertos compañeros suyos y contoles esta su fatiga y pena, a los cuales pareció que él se debía esconder y no descubrirse a nadie, porque demás de la injuria que había recibido, que era infame y baja, había de temer el juramento que había hecho de la caballería, que le fuese acusado por haber perdido su espada, y que ellos, como ya tenían señas de nosotros, pondrían mucha diligencia en buscarnos para su venganza. No faltó un traidor vecino suyo que luego descubrió que estábamos allí escondidos. Entonces aquellos sus compañeros fuéronse a la justicia, y mintiendo, dijeron que habían perdido en el camino una capa rica y de mucho precio de su capitán, y que la había hallado un hortelano, el cual no se la quería restituir, por lo cual estaba escondido en casa de un su amigo. Entonces los alcaldes, viendo la querella y el robo que le decían ser hecho al capitán, vinieron a las puertas de nuestra posada, y dijeron a nuestro huésped que aquel que tenía escondido dentro en su casa, pues sabían que era ladrón, que luego le entregase antes que incurriese en pena de su propia cabeza; pero el amigo no se espantó, antes procurando la salud de aquel que había recibido en su protección y amparo, no dijo cosa de nosotros, sino que había muchos días que a tal hombre no había visto. Los escuderos porfiaban lo contrario, jurando por vida del Emperador que allí estaba escondido, y no en otro lugar alguno. Finalmente, que los alcaldes acordaron de mandar buscarlo, y dijeron a un alguacil que entrase a buscarlo, el cual brevemente revolvió la casa y dijo a los alcaldes que no hallaba tal hombre. Entonces fue mayor la porfía entre los escuderos, diciendo que sabían por muy cierto que nosotros estábamos allí, y protestaban por el ayuda y favor del Emperador. El amigo nuestro negaba, jurando por los dioses que tal hombre no estaba en su casa. Yo, cuando oí la porfía y voces que daban, como era asno curioso, deseé saber lo que pasaba; como bajé la cabeza por una ventanilla que allí estaba, por ver qué cosa era aquel tumulto y voces que daban, uno de aquellos escuderos acaso alzó los ojos a mi sombra, que daba abajo, y como me vio, díjolo a todos, y luego levantaron un gran clamor y vocería, riéndose de cómo me vieron arriba en la ventana, y luego me hicieron bajar y tomáronme por perdido, como esclavo cautivo. Y luego, buscando bien la casa, hallaron el mezquino hortelano metido en la cesta, al cual llevaron a la cárcel para darle la pena que merecía. Y en todo esto nunca dejaron de burlar con gran risa de mi asomada a la ventana, de donde nació aquel muy usado refrán de «la mirada y sombra del asno». LIBRO X. ARGUMENTO. En este libro se contiene cómo el caballero llevó al asno a una ciudad, adonde aconteció una notable cosa de una mujer que requirió de amores a un su entenado. -- Y de cómo fue vendido el asno a dos hermanos, uno cocinero y otro pastelero de un señor, a los cuales él comía los manjares, y de la buena vida que tuvo con el señor, adonde cuenta muchas cosas graciosas y de pasatiempo, y de un teatro que se hizo, en que se representó el _Juicio de Paris_ con las tres diosas, y finalmente cómo el asno huyó. I. Cómo el asno fue llevado por el caballero a una ciudad, y de un extraño caso que allí aconteció. Otro día siguiente, no sé qué fue ni qué hicieron de mi amo el hortelano; pero aquel caballero que por su gran soberbia y tiranía fue muy bien aporreado, quitome de la casa y llevome a la suya sin que nadie se lo contradijese. Después me cargó de sus alhajas, que eran cosas de soldados. Yo iba alegre y galán, porque resplandecía con un yelmo muy luciente y un escudo grande y hermoso y una pica muy fuerte y aguda, la cual había puesto con mucha diligencia encima de la carga, de la manera que los soldados la llevan enristrada, lo cual él no hacía tanto por causa que fuese bien puesta, cuanto por espantar a los pobres caminantes que encontrase. Después que pasamos aquellos campos, no con mucho trabajo, por el camino llano llegamos a una ciudad pequeña, adonde fuimos a posar a casa de un capitán de peones, su amigo, y luego, como llegamos, encomendome a una esclava, y él se fue a visitar a su capitán. Después de algunos días que allí estábamos, en los cuales yo tenía buena vida, aconteció una cosa fuera de toda razón y espantable, la cual, porque vosotros también sepáis, acordé poner en este libro. Aquel curioso capitán, señor de esta posada, tenía un hijo mancebo, buen letrado y virtuoso, adornado de toda modestia y piedad. Muerta la madre mucho tiempo había, su padre se casó segunda vez y de esta segunda mujer tenía otro hijo que pasaba de doce años. La madrastra, como era rica y viciosa, no mirando a su honor, puso los ojos en su entenado. Ahora tú, buen lector, has de saber que no lees fábulas de cosas bajas, sino tragedia de altos y grandes hechos, y que has de subir de comedia a tragedia. Aquella mujer, en cuanto el amor se iba arraigando en su pecho, resistía y disimulaba a sus llamas; pero después que el cruel amor tomó posesión en sus entrañas, no pudiéndolo resistir, determinó hacerse enferma en cama para por este medio alcanzar lo que deseaba, diciendo que era dolor del corazón. Ninguno hay que no entienda que la persona doliente luego muestra señales claras de su mal: la flaqueza y color amarillo de la cara, los ojos marchitos, las piernas cansadas, el reposo sin sueño, grandes suspiros y luengos, con grandes fatigas. Quien quiera que viera a esta dueña, no creyera que estaba atormentada de ardientes fiebres, sino que lloraba. ¡Guay del seso e ingenio de los médicos! ¿Qué cosa es la vena o el pulso, o la poca templanza del calor? ¿Qué es la fatiga del resuello y las vueltas continuas de un lado a otro sin reposo? ¡Oh buen Dios, qué fácilmente se descubre el mal del amor, no solamente al médico, que es letrado, pero a cualquier hombre discreto, especialmente cuando veis a alguno arder sin tener calor en el cuerpo! Así ella, reciamente fatigada con la poca paciencia del amor, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había, y envió a llamar a su hijo, el cual nombre de hijo ella de buena gana rayara y quitara por no haber vergüenza del mismo. El mancebo no tardó en obedecer el mandamiento de su madre enferma, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara para servirla en todo lo que mandase. Pero ella, fatigada de un gran dolor, estaba en mucha duda entre sí, pensando si se descubriría, por dónde le entraría y qué palabras le diría, y en esto estuvo suspensa un rato. El mancebo, que ninguna cosa sospechaba, bajados los ojos, le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, tomó osadía para decirle su pena, y llorando reciamente y temblando, le comenzó a hablar de esta manera: --La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él y toda mi salud y remedio, tú solo eres, porque esos tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel encendimiento en mi corazón, por lo cual te ruego que hayas mancilla de quien por ti muere, y no te espantes que pecas contra tu padre, mas antes entiende que libras a su mujer de la muerte. Ahora tienes tiempo, pues estamos solos para cumplir mis deseos a tu voluntad, porque lo que nadie sabe no se puede decir que es hecho. El mancebo, cuando esto oyó, turbado de tan repentino mal, aunque se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció bien desengañarla luego con palabras ásperas, antes tuvo por mejor de amansarla con dilación cautelosa; y así le respondió alegremente, que se esforzarse y curase de sí, hasta que su padre se fuese a alguna parte, y viniese tiempo libre para su placer. Diciendo esto, apartose de la mortal vista de su madrastra; y viendo que una traición tamaña, como ella pedía que se hiciese, había menester mayor consejo que el suyo, platicó el negocio con un viejo ayo suyo, hombre muy prudente, al cual no pareció otro mejor consejo, sino que el mancebo se fuese de casa lejos, por escapar de la tempestad de la cruel fortuna. Pero la madrastra, como no tenía paciencia para esperar, persuadió a su marido con maravillosas artes y palabras, que luego se fuese a unas aldeas que estaban bien lejos de allí. Lo cual hecho, ella con su locura apresurada, viendo que había lugar para su esperanza, demandole con mucha instancia que cumpliese con ella lo que había prometido. Pero el mancebo excusábase, diciendo ahora una cosa, ahora otra; apartándose de su abominable vista cuanto podía, hasta tanto que, conociendo ella claramente que le negaba la promesa, prestamente se le mudó su nefando amor en odio mortal. Y llamando a un esclavo suyo muy malo y aparejado para toda maldad, comunicó con él todo este negocio y pensamiento malvado que ella tenía; lo cual entre ellos platicado, hallaron por bueno que lo matasen con ponzoña. Y luego envió al esclavo a comprar la ponzoña, la cual traída, mezcláronla en un vaso con vino. En tanto que la malvada hembra y su esclavo deliberaban entre sí la oportunidad y tiempo para podérselo dar, acaso el hermano menor, hijo propio de la mala mujer, viniendo de la escuela a la hora de comer, teniendo sed, bebió de aquel veneno que allí halló, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí dentro estaba; y después que hubo bebido la muerte que estaba aparejada para su hermano, súbitamente cayó en tierra sin ánimo. Los familiares de casa, que esto vieron, comenzaron a dar grandes gritos, y alborotados todos de tan repentino caso, llamaron prestamente a la madre, la cual, como estaba dañada, como mala hembra, ejemplo único de la malicia de las madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, por el parricidio que ella misma había causado, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo que de ello su marido había de tener, ni por la fatiga del enterramiento del hijo, procuró venganza muy presta, por donde causó daño para su casa. Así que muy presto despachó un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo. Cuando el marido oyó estas nuevas tornose del camino, y entrando en casa, luego ella, con gran temeridad y audacia, comenzó a acusar y decir que su hijo era muerto con la ponzoña del entenado; y en esto no mentía ella, porque el muchacho era muerto con la ponzoña que estaba aparejada para el mancebo; pero ella fingía que su hijo era muerto por maldad del entenado, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de forzarla; y no contenta con estas tan grandes mentiras, añadía más, que porque ella había descubierto esta traición, él la amenazaba de matarla con un puñal. Entonces, el desventurado marido fue lleno de gran saña contra su hijo, así por la traición que le quería hacer, como por la arrebatada muerte del hijo que presente tenía; de manera que deliberó de hacer morir a su hijo por justicia. Y como hubo enterrado el hijo, luego se fue a los alcaldes, y les hizo saber la maldad que su hijo había cometido, diciendo que había cometido pecado de incesto en acometer a su madre, y que era homicida en la muerte de su hermano, y no contento con esto, amenazaba a la madre que la había de matar. Esto decía el viejo llorando muy piadosamente, y con su lloro conmovió a los alcaldes; los cuales llamaron luego un pregonero para que llamase las partes a juicio. Vino el acusador y el reo por llamamiento del pregonero; y asimismo fueron amonestados los abogados de la causa, según la costumbre del Senado y leyes de Atenas, que no curasen de hacer dilaciones, ni conmoviesen a los presentes con sus proemios. Estas cosas en esta manera pasadas supe yo, porque las oía a muchos que hablaban en ello; pero cuántas alteraciones hubo de una parte a otra, y con qué palabras el acusador decía contra el reo, se defendía y deshacía su acusación; y estando yo ausente atado al pesebre, no lo pude bien saber por entero, ni las preguntas ni respuestas, y otras palabras que entre ellos pasaron, y por esto no os podré contar lo que yo no supe; pero sí lo que hoy quise escribir en este libro. II. Cómo por industria de un senador antiguo fue descubierta la maldad de la madrastra, y libre el mancebo. Después que fue acabada la contención entre ellos, plugo a los jueces buscar la verdad de este crimen por cierta manera, y no dar tanto lugar a la sospecha que del mancebo se tenía. Y mandaron que fuese traído allí aquel esclavo diligente que afirmaba que él solo sabía aquel negocio cómo había pasado, y venido aquel bellaco ahorcadizo, ningún empacho ni turbación tuvo ni de ver en caso de tan gran juicio, ni de aquel senado adonde tales personas estaban, o a lo menos de su conciencia culpada, que él sabía bien que lo que había fingido era falso, lo cual él afirmaba como cosa verdadera, diciendo de esta manera: Que aquel mancebo, muy enojado de su madrastra, lo había llamado y díchole que por vengar su injuria había muerto a su hijo de ella, y que le había prometido gran premio porque callase, y porque él dijo que no quería callar, el mancebo le amenazó que lo mataría, y que el dicho mancebo había destemplado con su propia mano la ponzoña, y la había dado al esclavo para que la diese a su hermano; pero él, temiendo tan gran mal, no la quiso dar al muchacho, y que en fin el mancebo con su propia mano se la había dado. Diciendo estas cosas que parecían tener apariencia de verdad, aquel azotado fingiendo miedo, acabose la audiencia. Lo cual oído por los jueces, ninguno quedó tan justo y tan derecho a la justicia del mancebo, que no le pronunciase ser culpado manifiestamente de este crimen, y como a tal lo debían meter en un cuero de lobo, y echarlo en el río como a parricida; y como ya las sentencias y votos de todos fuesen iguales, y estuviesen firmados de la mano de cada uno, para meterlos en un cántaro de cobre, de donde no se podía sacar después de una vez metidos, ni convenía mudar alguna cosa, porque la sentencia ya era dada en cosa bien vista, y no restaba otra cosa sino entregarlo al verdugo para que cumpliese la justicia, uno de aquellos senadores, el más viejo y de mejor conciencia, letrado y médico, puso la mano encima de la boca del cántaro, porque ninguno echase su voto dentro, y dijo a todos de esta manera: --Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que por mi edad vosotros, señores, me tengáis en alguna más reputación y cuenta, y por esto no consentiré que acusado el reo por falsos testigos, se haya de condenar por cruel homicidio, ni que vosotros seáis engañados por la mentira de un esclavo, porque cierto yo no veo con qué razón nosotros podemos juzgar a este mancebo. Oíd ahora, y sabed todos cómo pasa este negocio: Este ladrón, muy diligente vino a mí por comprar ponzoña que luego matase, y ofrecíame cien sueldos de oro por que se la diese, diciendo que la había menester para un enfermo que estaba muy fatigado con una enfermedad de hidropesía perpetua, de la cual no podía sanar, y deseaba morir brevemente por librarse del tormento que con la vida tenía. Yo, viendo que este esclavo parlaba mucho y decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes siendo cierto que él procuraba alguna traición, acordé de darle, no ponzoña, mas otra poción soñolienta de mandrágora, que es muy famosa para hacer dormir gravemente, y da un sueño semejante a la muerte; por tanto, si es verdad que el muchacho bebió aquella confección que por mis manos fue hecha, él es vivo, y reposa con gran sueño, y en acabando de consumirse el potente humor de la mandrágora, despertará tan sano como antes. Y si él es verdaderamente muerto, o verdaderamente le mataron, yo no sé de eso. En esta manera hablando aquel viejo, plugo a todos lo que decía, y fueron luego a mucha prisa al sepulcro donde estaba el cuerpo de aquel muchacho; que casi ninguno de los jueces ni de los principales de la ciudad, ni aun tampoco de los del pueblo, quedó que no viniese allí por ver aquel milagro. Su padre, muy diligente, con sus propias manos alzó la cobertera de la tumba y halló a su hijo que ya comenzaba a querer levantarse, y abrazándole y besándole, enseñolo al pueblo, y así como estaba lo llevaron a casa de la justicia. Así que en esta manera descubierta la maldad de la mala mujer y del bellaco del esclavo, fue pronunciada sentencia, que ella fuese desterrada y el esclavo ahorcado, lo que luego se cumplió. Y a aquel viejo senador, que tanta prudencia tuvo en dar aquel brebaje de mandrágora, y en descubrir el negocio en tal tiempo, diéronle cien sueldos de oro por tan buen servicio. III. Cómo el asno fue vendido a un cocinero y a un panadero, que eran hermanos, y de la buena vida que tenía, donde pasó cosas de mucho gusto. Aquel caballero que me hubo de buen lance, húbose de partir para Roma, por mandado de su capitán, a llevar ciertas cartas a su general, y ante que se partiese me vendió a dos hermanos, sus vecinos, por once dineros. Estos tenían un señor rico, y el uno de ellos era panadero, que hacía pan y pasteles, y fruta de sartén y otros manjares. El otro, cocinero, que hacía manjares muy sabrosos y delicados. Estos dos hermanos moraban ambos en una casa, y compráronme para traer platos y escudillas, y lo que era necesario para su oficio, de manera que yo fui llamado como un tercer compañero entre aquellos dos hermanos, para andar por las aldeas de aquel caballero, y traer todo lo que era menester para su cocina, y otras muchas cosas. Y ciertamente, en ningún tiempo experimenté tan mansa mi adversa fortuna, porque a la noche después de aquellas muy abundantes cenas, y sus esplendidísimos aparatos, mis amos acostumbraban a traer a su casilla muchas partes de aquellos manjares. El cocinero traía grandes pedazos de puerco, de pollo y otras carnes, pescados, y otras muchas maneras de comer. El panadero traía pan y pedazos de pasteles, y muchas frutas de sartén, así como juncadas y pestiños, mazapanes y otras cosas de azúcar y miel, lo cual todo dejaban encerrado en su aposento, y se iban a lavar al baño. En tanto yo comía y tragaba a mi placer de aquellos sabrosos y delicados manjares que Dios me daba, porque tampoco yo no era tan loco y verdadero asno que, dejados aquellos tan dulces y costosos manjares, cenase heno áspero y duro. Esta manera y maña de comer a hurto me duró algunos días, porque comía poco y con miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechaban ellos engaño ninguno en el asno; pero después que yo tomé mayor atrevimiento en el comer, tragaba lo más principal y mejor de lo que allí estaba, y como yo escogía siempre lo mejor y más preciado, no pequeña sospecha entró en los corazones de los hermanos, los cuales, aunque de mí no creyesen tal cosa, todavía con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuraban de saber quién lo hacía. Finalmente, que ellos se acusaban uno a otro de aquella rapiña y fealdad, y desde adelante pusieron cuidado diligente y mayor guarda, contando los pedazos y partes que dejaban, y cómo siempre faltaba. Roto al fin el velo de la vergüenza, el uno al otro habló de esta manera: --Por cierto ya esto ni es justo ni humano, menospreciar y disminuir cada día más la fe que está entre nosotros, hurtando lo principal que aquí queda, y aquello vendido escondidamente, acrecientas tu caudal, y aun de ese poco que queda, llevas tu parte igual; por tanto, si a ti no place nuestra compañía, podemos quedar hermanos en todas las otras cosas, y apartarnos de este vínculo de comunidad, porque según yo veo, este mal crece mucho, de donde nos puede venir gran discordia. El otro hermano le respondió: --Por Dios que yo alabo este tu parecer, pues has querido prevenir a la querella de lo que hasta ahora es secretamente hurtado a entrambos, lo cual yo sufriendo muchos días entre mí mismo, me he quejado, porque no pareciese que reprendía a mi hermano de un hurto tan bajo como este; pero bien está, pues que nos hemos descubierto, para que por mí y por ti se busque el remedio de nuestro daño, y la envidia, procediendo mansamente, no nos traiga contenciones, como entre los dos hermanos Eteocles y Polinices, que el uno al otro se mataron. Estas y otras semejantes palabras dichas el uno al otro, juraron cada uno de ellos que ningún engaño ni hurto había hecho ni cometido; pero que debían por todas las vías artes que pudiesen buscar el ladrón que aquel común daño les hacía, porque no era de creer que el asno que allí solamente estaba se había de aficionar a comer tales manjares; pero que cada día faltaban los principales y más preciados manjares; demás de esto, en su cámara no había muy grandes ratones ni moscas, como fueron otro tiempo las arpías que robaban los manjares de Fineo, rey de Arcadia. Entretanto que ellos andaban en esto, yo, cebado de aquellas copiosas cenas, y bien gordo con los manjares de hombre, estaba redondo y lleno, y mi cuerpo ablandado con la hermosa grosura, y criado el pelo, que resplandecía; pero esta hermosura de mi cuerpo causó saberse el negocio, porque ellos, movidos de la grandeza y grosura no acostumbrada de mi cuerpo, y viendo que el heno y cebada que me echaban cada día quedaba allí sin tocar en ella, sospecharon de mí, y a la hora acostumbrada hicieron como que se iban al baño, y cerradas las puertas como solían, pusiéronse a mirar por una hendidura de la puerta y viéronme cómo estaba puesto con aquellos manjares. Ellos, no haciendo cosa de su daño, tornaron el enojo en muy gran risa; y llamando al otro hermano, y después a todos los servidores de casa, mostrábales la gula, digna de ponerse en memoria, de un asno perezoso. Finalmente, que tan gran risa y tan liberal tomó a todos, que vino a las orejas del señor, que por allí pasaba, el cual preguntó qué cosa era aquella de que tanto se reían, si estaban locos o mordidos de la tarántula. Y sabido el negocio que era, él también fue a mirar por el agujero, de que hubo gran placer, y tan gran risa le tomó, que le dolían las ingles; y abierto el aposento, púsose a mirar de más cerca. Yo, cuando esto vi, pareciome que veía próspera y amigable la cara de la fortuna, que en alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo y placer de los que presentes estaban, ninguna cosa me turbaba, antes comía seguramente, hasta tanto que con la novedad de aquella vista, el señor de casa, muy alegremente, mandó lavar, y él mismo por sus manos me llevó a su sala, y puesta la mesa, mandome poner en ella todo género de manjares enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme gracioso y grato al señor, y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares como si estuviera muy hambriento. Ellos, por informarse bien si yo era manso, aquello que naturalmente aborrecen los asnos, eso me ponían delante, por si lo comía, así como carne adobada, gallinas y capones salpimentados, pescados en escabeche y otras muchas cosas. Entretanto que esto pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un truhan que allí había, dijo: --Dad alguna cosa a este mi compañero. A lo cual respondió el señor, diciendo: --Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser que este nuestro convidado desee beber de buena gana de este vino. Y luego dijo a un paje: --Daca aquella copa de oro e hínchela de vino y da de beber a mi truhan, y aun dile cómo yo bebí antes que él. Los convidados que estaban a la mesa estuvieron muy atentos esperando lo que había de pasar. Entonces yo, no espantado por cosa alguna, muy despacio y a mi placer, retorciendo el labio de abajo a manera de lengua, bebí toda aquella gran copa. Y luego, todos a una voz, con grande clamor me dijeron: --Dios te dé salud, que tan bien lo has hecho. En fin, que aquel señor, lleno de gran placer y alegría, llamó a sus dos criados que me habían comprado, y mandoles dar por mí cuatro tantos más de lo en que me habían comprado, y a mí diome a otro su criado, haciéndole primero un gran sermón, encomendándome mucho, el cual me criaba y trataba asaz humanamente, como a un su compañero. Y porque su amo lo tuviese más acepto, procuraba cuanto podía darme placer con mis juegos. Y primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo; después también me enseñó a luchar y a saltar alzadas las manos. Y porque fuese cosa muy maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales. En tal manera, que cuando no quería, meneaba la cabeza, y cuando algo quería, mostraba que me placía bajándola, y cuando había sed, miraba al copero, y haciendo señal con las pestañas, le demandaba de beber. Todas estas cosas fácilmente las aprendía y hacía, porque aunque nadie me las mostrara, las supiera muy bien hacer; pero temía que si por ventura, sin que nadie me enseñase, yo hiciese estas cosas como hombre humano, muchos, pensando que podría venir de esto algún cruel presagio o agüero, que como a monstruo y mal agorero me matarían y darían muy bien de comer conmigo a los buitres. IV. Cómo Lucio cuenta qué estado era el de su señor, y cómo partió para la ciudad de Corinto. Por todas partes corría ya la fama de cómo yo, con mis maravillosas artes y juegos, era muy placentero; por esta causa era mi señor muy afamado y acatado de todos. Cuando iba por la calle, decían: --Este es el que tiene un asno que es compañero y convidado, que salta y lucha, y entiende las hablas de los hombres, y da a entender lo que quiere con señales que hace. Ahora lo demás que os quiero decir, aunque lo debiera hacer al principio; pero al menos relataré quién era este amo, el cual se llamaba Tiaso. Él era natural de la ciudad de Corinto, que es cabeza de toda la provincia de Acaya; según que la dignidad y majestad de su nacimiento lo demandaba, y de grado en grado, había tenido todos los oficios de honra de la ciudad, y ahora estaba nombrado para ser la quinta vez cónsul, y por que respondiese su nobleza al resplandor de tan gran oficio en que había de entrar, prometió dar al pueblo tres días fiestas y juegos de placer, extendiendo largamente su liberalidad y magnificencia. De manera que tanta gana tenía de la gloria y favor del pueblo, que hubo de ir a Tesalia a comprar bestias fieras, grandes y hermosas, y a traer muchas otras cosas de gran precio para regocijar al pueblo. Después que hubo a su placer comprado todas las cosas que había menester, aparejó de tornarse a su casa. Y menospreciadas aquellas ricas sillas en que lo traían, y dejados los carros ricos, unos cubiertos de toldo y otros descubiertos, que allí venían vacíos, y los traían aquellos caballos que nos seguían; y dejados asimismo los caballos de Tesalia, y otros palafrenes franceses, a los cuales el generoso linaje y crianza que de ellos sale, los hace ser muy estimados, venía con mucho amor encima de mí, trayéndome muy ataviado con guarnición dorada y cubierto de tapetes de muy fina seda y brocado y con freno de plata, y las cinchas labradas de seda muy artificialmente, y adornado con muchas campanillas y cascabeles de plata, que venían sonando, que en verdad yo no parecía asno, sino un potente dromedario, según que venía ancho. Después que hubimos caminado por la mar y por tierra, llegamos a Corinto, adonde nos salió a recibir gran compaña de la ciudad, los cuales, según que a mí me parecía, no salían tanto por hacer honra a mi señor, cuanto era deseando de verme a mí; porque tanta fama había allí de mí, que no poca ganancia hubo por mí aquel que me tenía en cargo. El cual, viendo que muchos tenían grande ansia deseando de ver mis juegos, cerraba las puertas y entraban uno a uno, y él, recibiendo dineros, no pocas sumas rapaba cada día. En aquel conventículo y ayuntamiento fue a verme una matrona, mujer rica y honrada, la cual, como los otros, mercó mi vista con su dinero; y con las muchas maneras de juegos que yo hacía, ella se deleitó y maravilló tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente deseaba echarse conmigo y ser otra Pasífae de asno, como fue la otra del toro; en fin, que ella concertó con aquel que me tenía a su cargo que la dejase echar una noche conmigo y que le daría gran precio por ello. Así que aquel bellaco, por que de mí le pudiese venir provecho, contento de su ganancia, prometióselo. Ya que habíamos cenado, partímonos de la sala de mi señor y hallamos aquella dueña que me estaba esperando en mi cámara. ¡Oh Dios, qué bueno era aquel aparato! ¡Cuán rico y ataviado! Cuatro eunucos que allí tenía nos aparejaron luego la cama en el suelo con muchos cojines llenos de pluma delicada y muelle, que parecía que estaban hinchados de viento, y encima ropas de brocado y de púrpura, y encima de todo otros cojines más pequeños que los otros, con los cuales las mujeres delicadas acostumbraban sostener sus rostros y cervices. Y por que no impidiesen el placer y deseo de la señora con su larga tardanza, cerradas las puertas de la cámara se fueron luego; pero dentro quedaron velas de cera ardiendo resplandecientes, que nos esclarecían las tinieblas oscuras de la noche. Entonces ella, desnuda de sus vestiduras, y llegada cerca de la lumbre, sacó un botecillo de estaño y untose toda con bálsamo que allí traía, y a mí también me untó y fregó muy largamente; pero con mucha mayor diligencia me untó la boca y narices. [Latín: Tunc exosculata pressule, non qualia in lupanari solent basiola jactari, vel meretricum poscinummia, vel adventorum negotinummia, sed pura atque sincera instruit, et blandissimos affatus: Amo, et cupio, et te solum diligo, et sine te jam vivere nequeo: et cetera, quis mulieres et alios inducunt, et suas testantur affectiones. Capistroque me prehensum, more quo didiceram, declinat facile. Quippe quum nil novi nihilque difficile facturus mihi viderer; præsertim post tamtum temporis, tam formosæ mulieris cupientis amplexus obiturus. Nam et vino pulcherrimo atque copioso memet madefeceram; et unguento fragrantisimo prolubium libidinis suscitaram.] [Latín: Sed angebar plane non exili metu, reputans quemadmodum tantis tamque magnis cruribus possem delicatam matronam inscendere; vel tam lucida, tamque tenera et lacte ac melle confecta membra duris ungulis complecti: labiasque modicas ambrosio rore purpurantes tam amplo ore tamque enormi et saxeis dentibus deformis saviari: novissime, quo pacto quamquam ex unguiculis perpruriscens, mulier tam vastum genitale susciperet. Heu me, qui dirupta nobili femina, bestiis objectus, manus instructurus sim mei domini! Molles interdum voculas, et asidua savia, et dulces gannitus, commorsicantibus oculis, iterabat illa. Et in summa, Teneo te, inquit, teneo meum palumbulum, meum passerem. Et cum dicto, vanas fuisse cogitationes meas, ineptumque monstrat metum. Artisime namque complexa, totum me, prorsus sed totum recepit. Illa vero, quotiens ei parcens nates recellebam accedens totiens nisu rabido, et spinam prehendens meam, appliciore nexu inhærebat: ut Hercules etiam deesse mihi aliquid ad supplendam ejus libidinem crederem; nec Minotauri matrem frustra delectatam putarem adultero mugiente.] Nota de transcripción Los dos párrafos anteriores han sido puestos en latín por el editor, presumiblemente por su carácter explícito. La traducción que hizo de ellos López de Cortegana, en castellano del final del siglo XV, fue la siguiente: «Esto hecho besome muy apretadamente, no de la manera que suelen besar las mujeres que están en el burdel, u otras rameras de mandonas, o las que suelen recibir a los negociantes que vienen, sino pura y sinceramente sin engaño. Y dende comenzome a hablar muy blandamente, diciendo: Yo te amo, y te deseo, y a ti solo, y sin ti ya no puedo vivir: y semejantes cosas con que las mujeres atraen a otros, y les declaran sus aficiones y amor que les tienen. Así que tomome por el cabestro, y como ya sabía la costumbre de aquel negocio, fácilmente me hizo abajar. Mayormente que yo bien veía que en aquello ninguna cosa nueva ni difícil hacía, cuanto más a cabo de tanto tiempo que hubiese dicha de abrazar una mujer tan hermosa, y que tanto me deseaba. Demás de esto yo estaba harto de muy buen vino, y con aquel ungüento tan oloroso que me había untado, desperté mucho más el deseo y aparejo de la lujuria. »Verdad es que me fatigaba entre mí no con poco temor, pensando en qué manera un asno como yo podría abrazar con mis duras uñas, unos miembros tan blancos y tiernos hechos de miel y de leche: y también aquellos labios delgados, colorados como rocío de púrpura, había de tocar con una boca tan ancha y grande: y besarla con mis dientes disformes y grandes como de piedra. Finalmente que yo conocía que aquella dueña estaba encendida dende las uñas hasta los cabellos; guay de mí, que rompiendo una mujer hija dalgo como aquella, yo había de ser echado a las bestias bravas que me comiesen y despedazasen, y haría fiesta a mi señor. Ella entretanto tornaba a decir aquellas palabras blandas, besándome muchas veces y diciendo aquellos halagos dulces con los ojos amodorridos diciendo en suma: Téngote, mi palomino, mi pajarito: y diciendo esto mostró que mi miedo y mi pensamiento era muy necio. Tanto que por Dios yo creía que me faltaba algo para suplir su deseo, por lo cual yo pensaba que no de balde la madre del Minotauro se deleitaba con el toro su enamorado.» Ya que la noche trabajosa y muy velada era pasada, ella, escondiéndose de la luz del día, partiose de mañana, dejando acordado otro tanto precio para la noche venidera, lo cual aquel mi maestro concedió de su propia gana sin mucha dificultad por dos cosas: lo uno por la ganancia que a mi causa recibía; lo otro, por aparejar nueva fiesta para mi señor. En fin, que sin tardanza ninguna le descubrió todo el aparato del negocio y en qué manera había pasado. Cuando él oyó esto, hizo mercedes magníficamente a aquel su criado, y mandó que él me aparejase para hacer aquello en una fiesta pública. V. Cómo se buscaba a una mujer que estaba condenada o muerte, para que en unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el delito que había cometido aquella mujer. Porque aquella buena de mi mujer, por ser de linaje y honrada, ni tampoco otra alguna se pudo hallar para aquello, buscose una de baja condición por gran precio (la cual estaba condenada por sentencia de la justicia, para ser echada a las bestias), para que públicamente, delante del pueblo, en el teatro, se echase conmigo; de la cual yo supe esta historia: Aquella mujer tenía un marido, el padre del cual, partiéndose a otra tierra muy lejos, dejaba preñada a su mujer, madre de aquel mancebo, y mandole que si pariese hija, que luego que fuese nacida la matase. Ella parió una hija, y por lo que el marido le había mandado, habiendo piedad de la niña, como las madres la tienen de sus hijos, no quiso cumplir aquello que su marido le dijo, y dióla a criar a un vecino. Después que tornó el marido, díjole como había muerto a una hija que parió. Pero después que ya la moza estaba para casar, la madre no la podía dotar sin que el marido lo supiese, y lo que pudo hacer fue que descubrió el secreto a aquel mancebo hijo suyo, porque temía quizá por ventura no se enamorase de la moza, y con el calor de la juventud, no sabiéndolo, incurriese en mal caso con su hermana, que tampoco lo sabía. Mas aquel mancebo, que era hombre de noble condición, puso en obra lo que su madre le mandaba y lo que a su hermana cumplía, y guardando mucho el secreto, por la honra de la casa de su padre, y mostrando de parte de fuera una humanidad común entre los buenos, quiso satisfacer a lo que era obligado a su sangre, diciendo que por ser aquella moza su vecina desconsolada y apartada de la ayuda y favor de sus padres, la quería recibir en su casa so su amparo y tutela, porque la quería dotar de su propia hacienda y casarla con un compañero muy su amigo y allegado. Pero estas cosas, así con mucha nobleza y bondad bien dispuestos no pudieron huir de la mortal envidia de la fortuna; por disposición de la cual, luego los crueles celos entraron en la casa del mancebo, y luego la mujer de aquel mancebo, que ahora estaba condenada a ser echada a las bestias por aquellos males que hizo, comenzó primeramente a sospechar contra la moza que era su combleza y que se echaba con su marido, y por esto decía mal de ella. De aquí se puso en acecharlos por todos los lazos de la muerte. Finalmente, que inventó y pensó su traición y maldad de esta manera: Esta mujer hurtó a su marido el anillo y fuese a la aldea donde tenía sus heredades, y envió a un esclavo suyo que le era muy fiel, aunque él merecía mal por la fe que le tenía, para que dijese a la moza que aquel mancebo, su marido, la llamaba que viniese luego allí a la aldea, adonde él estaba, añadiendo a esto que muy prestamente viniese sola y sin ningún compañero, y por que no hubiese causa para tardarse, dio el anillo que había hurtado a su marido, el cual, como lo mostrase ella, daría fe a sus palabras. El esclavo hizo lo que su señora le mandaba, y como aquella doncella oyó el mandado de su hermano, aunque este nombre no lo sabía otro, viendo la señal que le mostró, prestamente se partió sin compañía como le era mandado. Pero después que caída en el hoyo del engaño, sintió las asechanzas y lazos que le estaban aparejadas, aquella buena mujer, desenfrenada, y con los estímulos de la lujuria, tomó a la hermana de su marido. Primeramente, desnuda, la hizo azotar cruelmente, y aunque ella, hablando lo que era verdad, decía que por demás tenía pena y sospecha que era su combleza, y llamado muchas veces el nombre de su hermano, aquella mala mujer la lanzó un tizón ardiendo entre las piernas, diciendo que mentía y fingía aquellas cosas que decía, hasta que cruelmente la mató. Entonces, el marido de esta y su hermano, supo su amarga muerte por los que corrieran presto a la aldea donde estaba, y después de muy llorada, pusiéronla en la sepultura. El mancebo, su hermano, no pudiendo tolerar ni sufrir con paciencia la rabiosa muerte de su hermana, y que sin causa había sido muerta, conmovido y apasionado de gran dolor que tenía en medio de su corazón, encendido de un mortal furor de la amarga cólera, ardía con una fiebre muy ardiente y encendida, de tal manera, que ya a él le parecía tomar medicinas. Pero la mujer, la cual antes de ahora había perdido con la fe el nombre de su mujer, habló a un físico, que notoriamente era falsario y mal hombre, el cual tenía ya hartos triunfos de su mano, y era conocido en las batallas de semejantes victorias, y prometiole cincuenta ducados por que le vendiese ponzoña que luego matase, y ella comprase la muerte de su marido; la cual, como vido la ponzoña, fingió que era necesario aquel noble jarabe que los sabios llaman sagrado, para amansar las entrañas y sacar toda la cólera. Pero en lugar de esta medicina que ella decía, puso otra maldita para ir a la salud del infierno. El físico, presentes todos los de casa y algunos amigos y parientes, quería dar al enfermo aquel jarabe, muy bien destemplado por su mano, pero aquella mujer, audaz y atrevida, por matar juntamente al físico con su marido, como a hombre que sabía su traición, y no la descubriese, y también por quedarse con el dinero que le había prometido, detuvo el vaso que el físico tenía, y dijo: --Señor doctor, pues eres el mejor de los físicos, no consiento que des este jarabe a mi marido sin que primeramente tú bebas de él una buena parte; porque ¿cómo sé yo ahora si por ventura está en él escondida alguna ponzoña mortal? Cierto no se ofende, siendo tan prudente y tan docto físico, si la buena mujer, deseosa y solícita acerca de la salud de su marido, procura piedad para su salud necesaria. Cuando el físico esto oyó, fue súbitamente turbado por la maravillosa desesperación de aquella mujer, y viéndose privado de todo consejo por el poco tiempo que tenía para pensar que con su miedo o tardanza diese sospecha a los otros de su mala conciencia, gustó una buena parte de aquella poción. El marido, viendo lo que el físico había hecho, tomó el vaso en la mano y bebió lo que quedaba. Pasado el negocio de esta manera, el médico se tornaba a su casa lo más presto que podía, por tomar alguna saludable poción para apagar y matar la pestilencia de aquel vino que había tomado. Pero la mujer, con porfía y obstinación sacrílega, como ya lo había comenzado, no consintió que el médico se apartase de ella tanto como una uña, diciendo que no se partiese de allí hasta que el jarabe que su marido había tomado fuese digerido, y pareciese probado lo que la medicina obraba. Finalmente, que fatigada de los ruegos e importunaciones del físico, contra su voluntad, y de mala gana, lo dejó ir. Entretanto, las entrañas y el corazón habían recibido en sí aquella ponzoña furiosa y ciega; así que él, lisiado de la muerte y lanzado en una graveza de sueño que ya no se podía tener, llegó a su casa, y apenas pudo contar a su mujer cómo había pasado. Mandole que, al menos, pidiese los cincuenta ducados que le había ofrecido, en remuneración de aquellas dos muertes. En esta manera aquel físico, muy famoso abogado, con la violencia de la ponzoña dio el ánima. Ni tampoco aquel mancebo, marido de esta mujer, detuvo mucho la vida, porque entre las fingidas lágrimas de ella, murió de otra muerte semejante. Después que el marido fue sepultado, pasando pocos días, en los cuales se hacen exequias a los muertos, la mujer del físico vino a pedir el precio de la muerte doblada de ambos maridos; pero aquella mujer mala, en todo semejante a sí misma, suprimiendo la verdad y mostrando semejanza de querer cumplir con ella, respondiole muy blandamente, prometiendo que la pagaría largamente y aun más adelante, y que luego era contenta con tal condición, que le quisiese dar un poco de aquel jarabe para acabar el negocio que había comenzado. La mujer del físico, inducida por los lazos y engaños de aquella mala hembra, fácilmente consintió en lo que le demandaba, y por agradar y mostrarse ser servidora de aquella mujer que era muy rica, muy prestamente fue a su casa y trajo toda la bujeta de la ponzoña, y diósela a aquella mujer, la cual, hallada causa y materia de grandes maldades, procedió adelante largamente con sus manos sangrientas. Ella tenía una hija pequeña de aquel marido que poco ha había muerto, y a esta niña, como la venían por sucesión los bienes de su padre, como el derecho manda, queríala muy mal, y codiciando con mucha ansia todo el patrimonio de su hija, deseábala ver muerta. Así que ella, siendo cierto que las madres, aunque sean malas, heredan los bienes de los hijos difuntos, deliberó de ser tan buena madre para su hija cual fue mujer para su marido, de manera que cuando vio tiempo ordenó un convite, en el cual hirió con aquella ponzoña a la mujer del físico, juntamente con su misma hija, y como la niña era pequeña y tenía el espíritu sutil, luego la ponzoña rabiosa se entró en las delicadas y tiernas venas y entrañas, y murió la mujer del físico. En tanto que la tempestad de aquella poción detestable andaba dando vueltas por sus pulmones, sospechando primero lo que había de ser, y luego como se comenzó a hincar, ya más cierta que lo cierto, corrió presto a la casa del senador, y con gran clamor comenzó a llamar su ayuda y favor, a las cuales voces el pueblo todo se levantó con gran tumulto. Diciendo ella que quería descubrir grandes traiciones, hizo que las puertas de la casa, y juntamente las orejas del senador, se le abriesen, y contadas por orden las maldades de aquella cruda mujer desde el principio, súbitamente tomó un desvanecimiento de cabeza, cayó con la boca medio abierta, que no pudo más hablar, y dando grandes tenazadas con los dientes, cayó muerta ante los pies del senador. Cuando él vio esto, como era hombre ejercitado en tales cosas, maldiciendo la maldad de aquella hechicera, que a tantos había muerto, no permitió que el negocio se enfriase con perezosa dilación, y luego, traída allí aquella mujer, apartados los de su cámara, con amenazas y tormentos sacó de ella toda la verdad, y así fue sentenciada que la echasen a las bestias. Como quiera que esta pena era menor que la que ella merecía, diéronsela, porque no se pudo pensar otro tormento que más digno fuese para su maldad. Tal era la mujer con quien yo había de hacer matrimonio públicamente, por lo cual, estando así suspenso, tenía conmigo muy gran pena y fatiga, esperando el día de aquella fiesta, y por cierto muchas veces pensaba tomar la muerte con mis manos y matarme, antes que ensuciarme juntándome yo con mujer tan maligna, o que hubiese yo de perder la vergüenza con infamia de tan público espectáculo. Pero privado yo de manos humanas, y privado de los dedos, con la uña redonda y maciza no podía apretar espada ni cuchillo para hacer lo que quería. En fin, yo consolaba estas mis extremas fatigas con una muy pequeña esperanza, y era que el verano comenzaba ya, y que pintaba todas las cosas con hierbezuelas floridas, y vestía los prados con flores de muchos colores, y que luego las rosas, echando de sí olores celestiales, salidas de su vestidura espinosa, resplandecerían y me tornarían a mi primer Lucio, como yo antes era. VI. Lucio, asno, cuenta cómo se representó en un teatro el _Juicio de Paris_ y otras cosas, y cómo huyó de allí. Mi señor, determinando hacer gran fiesta al pueblo, como ya dije, mandó hacer un teatro muy suntuoso, en el cual se habían de hacer muchos juegos e invenciones, y yo había de ser el postrer juego, porque había de bailar y hacer mis habilidades delante de todo el pueblo, y después de todo esto, habían de soltar muchas fieras bravas y fuertes a una mujer que tenía graves crímenes, para que la comiesen. En esto he aquí do viene el día que era señalado para aquella fiesta, y con gran pompa y favor, acompañándome todo el pueblo, yo soy llevado al teatro. Y en tanto que comenzaban a hacer principio de la fiesta ciertas danzas y representaciones, yo estuve quedo ante la puerta del teatro, paciendo grama y otras hierbas frescas, que yo había gran placer de comer; la puerta del teatro estaba abierta y sin impedimento; muchas veces recreaba los ojos, mirando aquellas fiestas graciosas. Porque allí había mozos y mozas de florida edad, hermosos en sus personas y resplandecientes en las vestiduras, saltadores, que bailaban y representaban una fábula griega que se llama pírrica, los cuales, dispuestos sus órdenes, daban sus graciosas vueltas, unas veces en rueda, otras en ordenanza torcida, otras veces hechos una cuña en manera cuadrada, y apartándose unos de otros. Después que aquella trompa con que tañían hizo señal que acababan ya la danza, fueron quitados los paños de raso que allí había, y cogidas las velas aparejose el aparato de la fiesta, el cual era de esta manera: Estaba allí un monte de madera, hecho a la forma de aquel muy nombrado monte, el cual el gran poeta Homero celebró llamándolo Ida, adornado y hecho de muy excelente arte, lleno de matas y árboles verdes; y encima del altura del monte manaba una fuente de agua muy hermosa, hecha de mano de carpintero, y allí andaban unas pocas cabrillas, que comían de aquellas hierbas. Estaba allí un mancebo muy hermosamente vestido, con un sombrero de oro en la cabeza y una ropa al hombro, a manera de Paris, pastor troyano, el cual mancebo fingía ser pastor de aquellas cabras. En esto vino un muchacho muy lindo, desnudo, salvo que en el hombro izquierdo llevaba una ropa blanca, los cabellos rubios; entre ellos saltaban unas plumas de oro, juntas unas a otras. El cual, según el instrumento y verga que llevaba en la mano, manifestaba ser Mercurio. Este, saltando y bailando con una manzana de láminas de oro que llevaba en su mano, llegó a aquel que parecía ser Paris, y diósela, diciéndole lo que Júpiter mandaba que hiciese, y luego se fue. Entró luego una doncella honesta en su gesto, semejante a la diosa Juno, porque traía con una diadema blanca ligada la cabeza, y traía asimismo un cetro real. Tras de esta salió otra que luego parecía que era Minerva, la cabeza cubierta con un yelmo resplandeciente, y encima traía una corona de ramos de oliva, con una lanza y una adarga, meneándola a una parte y a otra, como cuando ella pelea. Después de estas entró otra muy poderosa; con hermosa vista y la gracia de su divino color, manifestaba que debía ser la diosa Venus, cual ella era cuando fue doncella, el cuerpo desnudo y sin ninguna vestidura, mostrando su perfecta hermosura, salvo que con un velo sutil de seda cubría su vergüenza, el cual velo un airecillo curioso enamoradamente meneaba. El color de esta diosa era tan hermoso, que el cuerpo era blanco y claro, como cuando sale del cielo, y la vestidura azul, como cuando torna de la mar. Estas tres doncellas, que representaban aquellas tres diosas, traían sus compañas consigo que las acompañaban. A Juno acompañaban Cástor y Pólux, cubiertas las cabezas con sus yelmos y cimeras adornados de estrellas; pero estos dos pastores eran dos muchachos de aquellos que representaban la fábula. Esta doncella, aunque la trompa tenía diversos sones y bailes, salió muy reposada y sin hacer gesto ninguno, y honestamente, con su rostro sereno, prometió al pastor, que si le diese aquella manzana, que era premio de la hermosura, le daría el reino y señorío de toda Asia. A la otra doncella, que en el atavío de sus armas parecía Minerva, acompañaban dos muchachos pajes, que llevaban las armas de esta diosa de las batallas, a los cuales llamaban, al uno Espanto, y al otro Miedo. Estos venían saltando y esgrimiendo con sus espadas sacadas; a las espaldas de ellos estaban las trompetas, que tañían como cuando entran en las batallas, y junto con las trompetas bastardas tocaban clarines, de manera que incitaban a gana de ligeramente saltar. Esta doncella, volviendo la cabeza, y con los ojos que parecía que amenazaban, saltando y dando vueltas muy alegremente, decía a Paris, que si le diese la victoria de la hermosura, que lo haría muy esforzado y muy famoso, con su favor y ayuda en los triunfos de las batallas. Después de esto, he aquí do sale Venus, con gran favor de todo el pueblo que allí estaba, y en medio del teatro, cercada de muchachos alegres y hermosos, y riéndose dulcemente, estuvo queda con gentil continencia. Cierto, quien quiera que viera aquellos niños gordos y blancos, dijera que eran dioses del amor, como Cupido, que a honrarla habían salido de la mar, o volado del cielo, porque ellos conformaban en las plumas, arcos y saetas, y en todo el otro hábito, al dios Cupido, y llevaban hachas encendidas, como si su señora Venus se casara. Asimismo, otro linaje de damas hermosas la cercaban: de una parte, las gracias agradables, y de la otra, las muy hermosas horas, que son ninfas que acompañan a Venus, las cuales, por agradar a su señora, con sus guirnaldas de flores, y otras en las manos que por allí echaban y derramaban, hacían un corro muy bien ordenado por dar placer a su señora con aquellas hierbas y flores del verano. Ya las chirimías tocaban dulcemente aquellos cantos y sones músicos y suaves, los cuales deleitaban suavemente los corazones de los que allí estaban mirando; pero muy más suavemente se conmovían con la vista de Venus, la cual muy paso a paso, por medio de aquellos niños y de sus plumas y alas, moviendo poco a poco la cabeza, comenzó a andar, y con su gesto y aire delicado a responder al son y canto de los instrumentos, una vez bajando los ojos, otra vez parecía que amenazaba con las pestañas, y algunas veces parecía que saltaba con solos los ojos. Esta, como llegó ante la presencia del juez, echole los brazos al cuello, prometiéndole que si ella llevase la victoria, que le daría una mujer tan hermosa como ella. Entonces aquel mancebo troyano de muy buena gana le metiera en la mano aquella manzana de oro, que era victoria. ¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, letrados y abogados, y aun digo buitres de rapiña en hábitos de hombre, si ahora todos los jueces venden por dinero sus sentencias, porque, en el comienzo de todas las cosas del mundo, la gracia y hermosura corrompió el juicio que se trataba entre los dioses y el hombre? Y aquel pastor rústico, juez elegido por el gran Júpiter, vendió la primera sentencia de aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y perdimiento de todo su linaje. Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio hecho entre los capitanes griegos. Cuando Palamedes, poderoso en armas, fue condenado de traición, o cuando Ulises fue preferido a Áyax. Pues que tal fue aquel otro juicio cerca de los letrados y discretos de Atenas y los otros maestros de toda la ciencia. Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina prudencia, el cual fue preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios Apolo, ¿no fue muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la juventud, la cual antes él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia? Mayormente que los filósofos de este tiempo desean y siguen su doctrina santísima, y con grandísimo estudio y afición de felicidad juran por su nombre. Mas porque alguno no reprenda el ímpetu de mi enojo, diciendo entre sí de esta manera: ¿Cómo es ahora razón que suframos un asno que nos esté aquí diciendo filosofías? tornaré otra vez a contar la fábula donde la dejé. Después que fue acabado el _Juicio de Paris_, aquellas diosas, Juno y Minerva, tristes, y semejantes, y enojadas, fuéronse del teatro, manifestando en sus gestos la indignación y pena de la injusticia que les era hecha. Pero la diosa Venus, gozosa y muy alegre, saltando y bailando con toda su compañía, manifestó su alegría. Entonces, encima de aquel monte, por un caño escondido, salió una fuente de agua de color de azafrán, y cayendo de arriba, roció aquellas cabras que andaban allí paciendo, con aquella agua olorosa, en tal manera, que teñidas y pintadas del agua, mudaron el color blanca que era propio suyo, en color amarillo. Así que oliendo suavemente todo el teatro ya que era acabada toda la fábula, sumiose todo aquel monte de madera en una abertura grande de la tierra que allí estaba hecha. Acabados estos juegos, luego empezó mi maestro a aparejar el teatro para yo ir a danzar. Mas como yo era asno vergonzoso, y no hacía mis cosas públicas, hallando ocasión de tomar las riñas y acogerme, determiné hacerlo, entretanto que mi maestro aparejaba el teatro, y la otra gente que allí estaba, los unos estaban ocupados en mirar la caza de las bestias, los otros atónitos en aquel espectáculo y fiesta deleitosa, en tal manera que daban libre albedrío a mi pensamiento para poner en obra mi huida, y también nadie tenía pensamiento ni se curaba de aguardar un asno tan manso. Así que poco a poco comencé a retraer los pies horriblemente, y de que llegué a la puerta de la ciudad, que estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y andadas seis millas, en breve espacio llegué a Céncreas, que es una villa muy noble de los Corintios, junta con ella el mar Egeo de la una parte, y de la otra el mar Sarónico, adonde, porque hay puerto seguro para las naos, es frecuentada de muchos mercaderes y pueblos. Cuando yo allí llegué, aparteme de la gente que no me viese, y en la ribera de la mar, secretamente, cerca del rocío de las ondas del agua, me eché en un blando montón de arena, y allí recreé mi cuerpo cansado, porque ya el carro del Sol había bajado y puesto último término al día; adonde yo estando descansando de noche, un dulce sueño me tomó. LIBRO XI. ARGUMENTO. Nuestro Lucio Apuleyo todo es lleno de doctrina y elegancia; pero este último libro excede a todos los otros: en el cual dice algunas cosas simplemente y muchas de historia verdadera, y otras muchas sacadas de los secretos de la filosofía y religión de Egipto. En el principio explica con gran elocuencia una oración, no de asno, mas de elocuente orador, que hizo a la Luna, y luego la respuesta de la Luna. -- La copiosa y muy discreta descripción de la pompa sacerdotal. -- La reformación del asno en hombre, comidas las rosas. -- La entrada que hizo en la religión de Isis. -- La abstinencia de su castidad. -- Y otra oración que hizo a la Luna. -- Y después la feliz jornada que hizo a Roma, adonde, ordenado en las cosas sagradas, de allí fue puesto en el colegio de los principales sacerdotes. -- Hablarán copiosamente, que es difícil a la letra tornarlo en nuestro romance: haya paciencia quien lo leyere, y no culpe lo que él, por ventura, no podrá hacer. I. Cómo Lucio cuenta que, venido en aquel lugar de Céncreas, después del primer sueño vio la Luna, a la cual pidió le volviese a su primera forma de hombre. Siendo ya de noche, yo desperté con un súbito pavor, y vi la luna relumbrando y con un resplandor grande, que a la hora salía de las ondas de la mar. Yo, hallándome solo y con la ocasión de la noche llena de silencio, pensaba que la Luna resplandece con gran majestad, y que todas las cosas humanas son regidas por su providencia, no tan solamente las animalias domésticas y bestias fieras, mas aun los que son sin ánima se esfuerzan y crecen por virtud de su lumbre, y también, por consiguiente, los mismos cuerpos en la tierra, en el aire y en la mar, ahora se aumentan con los crecimientos de la Luna, ahora se disminuyen cuando ella mengua. Pensando yo también que mi fortuna estaría ya harta con tantas tribulaciones y desventuras como me había dado, y que ahora, aunque tarde, me mostraba alguna esperanza de salud, deliberé de rogar y suplicar a aquella venerable diosa me diese su favor. Y luego, quitando de mí toda pereza, me levanté muy alegre, y con gana de limpiarme y purificarme, echeme en la mar metiendo la cabeza siete veces debajo del agua, porque aquel divino Pitágoras manifestó que aquel número septenario era en gran manera aparejado para la religión y santidad, y con el placer alegre, saliéndome las lágrimas de los ojos, suplicábale de esta manera: --¡Oh, reina! ¡Ahora tú seas aquella santa Ceres, madre primera de los panes, que te alegraste cuando se halló tu hija, y quitado el manjar antiguo de las bellotas, mostraste manjar deleitoso! ¡Ahora tú seas aquella Venus celestial, que juntas los hombres con amor y haces los casamientos para haber generación! ¡Ahora tú seas hermana del Sol, que socorres a las mujeres en sus trabajosos partos! ¡Ahora tú seas aquella temerosa Proserpina a quien sacrificaban con aullidos de noche, y que oprimes las fantasmas con tu forma de tres caras, y refrenándote de los encerramientos de la tierra andas por diversas montañas y arboledas, y eres sacrificada y adorada por diversas maneras! ¡Tú alumbras todas las ciudades del mundo con esta tu claridad mujeril; y criando las simientes alegres, con tus húmedos rayos dispensas tu lumbre incierta con las vueltas y rodeos del Sol! ¡Por cualquier nombre, o por cualquier rito, o nombre que sea lícito llamarte, tú, señora, socorre y ayuda ahora a mis extremas angustias! ¡Tú levanta mi caída fortuna! ¡Tú da paz y reposo a los acaecimientos crueles por mí pasados y sufridos! ¡Basten ya los trabajos, basten ya los peligros, y quítame esta cara maldita de asno, y tórname a hacer Lucio, para que vea y goce de los míos! Y si por ventura a algún dios yo he enojado y me trata con crueldad inexorable, ¡consienta a lo menos que yo muera, pues que no me conviene que viva! En esta manera habiendo hecho mis rogativas, tornome otra vez a venir gran sueño, y acosteme en el mismo lugar donde antes había dormido, para reposar y pasar la triste noche. No había yo bien cerrado los ojos, he aquí aquella alegre cara, alzando su gesto honrado, salió de en medio de la mar, y de allí poco a poco su luciente figura, ya que estaba toda fuera del agua, pareció que se puso delante de mí. De la cual maravillosa imagen yo me esforzaré a contar, si el efecto de la lengua humana me diere para ello facultad, o si su divinidad me administrare abundante copia de facundia para poderlo decir. Tenía los cabellos, muchos y muy largos, derramados por el divino cuello, que le cubrían las espaldas. Tenía en su cabeza una corona adornada de diversas flores, en medio de la cual estaba una redondez llana, a manera de espejo, que resplandecía la lumbre de él, para demostración de la luna. De la una parte y de la otra había muchos surcos de arados, torcidos como culebras, y con muchas espigas de trigo por allí nacidas. Traía una vestidura de lino tejida de muchos colores: ahora era blanca y muy luciente, ahora amarilla como flor de azafrán, ahora inflamada con un color rosado, que, aunque estaba muy lejos, me quitaba la vista de los ojos. Traía encima otra ropa negra, que resplandecía la oscuridad de ella, la cual traía cubierta y echada por debajo del brazo diestro al hombro izquierdo como un escudo, pendiendo con muchos pliegues y dobleces. Era esta ropa bordada alderredor con sus trenzas de oro, y sembrada toda de unas estrellas muy resplandecientes, en medio de las cuales, la luna llena de quince días lanzaba de sí rayos inflamados. Y como quiera que esta ropa la cercaba toda, pendiendo de cada parte, y tenía la hermosa corona ligada con ella, adornada de diversas flores, manzanas, peras y otras frutas, con todo, en la mano tenía otra cosa muy diferente de lo que hemos dicho; porque ella tenía un pandero en la mano derecha, con sus sonajas de alambre y de plata atravesadas por medio con sus hierrecitos, y con un palillo dábale muchos golpes, que lo hacía sonar muy dulcemente. En la mano izquierda traía un jarro de oro, y del asa del jarro, que era muy linda y pulida, salía una serpiente, que se llama áspid, alzando la cabeza y con el cuello muy alto. En los pies, divinos y hermosos, traía unos alpargates hechos de hojas de palma. Tal y tan grande me pareció aquella diosa, echando de sí un olor divino, como los olores que se crían en Arabia, y tuvo por bien de hablarme de esta manera: --Heme aquí, do vengo conmovida por tus ruegos, oh Lucio; sepas que yo soy madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos, principio y generación de los siglos, la mayor de los dioses y reina de todos los difuntos, primera y una sola de todos los dioses y diosas del cielo, que dispenso con mi poder y mando las alturas resplandecientes del cielo, y las aguas saludables de la mar, y los secretos lloros del infierno. A mí sola y a una diosa honra y sacrifica todo el mundo en muchas maneras de nombres. De aquí los troyanos, que fueron los primeros que nacieron en el mundo, me llaman Pesimútica, madre de los dioses. De aquí asimismo los Atenienses naturales y allí nacidos, me llaman Minerva Cecropea, y también los de Chipre, que moran cerca de la mar, me nombran Venus Pafia; los Arqueros y Sagitarios de Cresa, Diana; los Sicilianos de tres lenguas me llaman Proserpina; los Eleusinos, la diosa Ceres antigua. Otros me llaman Juno, otros Belona, otros Ecates, otros Ranusia. Los Etíopes, ilustrados de los hirvientes rayos del Sol cuando nace, y los Arios y Egipcios poderosos y sabios, donde nació toda la doctrina, cuando me honran y sacrifican con mis propios ritos y ceremonias, me llaman mi verdadero nombre, que es la reina Isis. Habiendo merced de tu desastrado caso, vengo en persona a favorecerte y ayudarte; por eso deja ya esos lloros y lamentaciones; aparta de ti toda tristeza y fatiga, que ya por mi providencia es llegado el día saludable para ti. Así que con mucha solicitud y diligencia entiende y cumple lo que te mandare. El día de mañana nombro la religión de los hombres, y lo festivo y dedico para siempre en mi nombre; porque apaciguadas las tempestades del invierno, y amansadas las ondas y tormentas de la mar, estando ya manso para navegar, los sacerdotes de mi templo me sacrificaban una barca nueva en señal y primicia de su navegación. Esta mi fiesta no la debes tú esperar con pensamiento profano; porque por mi aviso y mandado, el sacerdote que fuere en esta procesión llevará en la mano derecha una guirnalda de rosas. Así que, sin empacho ni tardanza, alegre, apartando la gente, llégate a la procesión, confiado en mí, y blandamente llégate al sacerdote, y morderás de aquellas rosas, las cuales comidas, luego yo te desnudaré del cuero de esta pésima y detestable bestia, en que ha tantos días andas metido, y no temas cosa alguna de lo que te digo, pensando ser cosa difícil; porque yo mando en sueños al sacerdote lo que ha de hacer para que esto venga a efecto; por mi mandado el pueblo, aunque esté muy apretado, se apartará y te dará lugar, y ninguno de cuantos allí hubiere se espantarán en ver esta cara disforme que traes. Ni tampoco acusará maliciosamente, ni interpretará en mala parte, que tu figura súbitamente sea tornada en hombre. De una cosa te recordarás y tendrás siempre escondida en lo íntimo de tu corazón: que todo el tiempo de tu vida que de aquí adelante vivieres, hasta el último término de ella, todo aquello que vives lo debes, con mucha razón, a aquella por cuyo beneficio tornas a estar entre los hombres. Tú vivirás placentero y honrado debajo de mi amparo, y cuando hubieres acabado el espacio de tu vida y entrares en el infierno, allí, en aquel subterráneo medio redondo, me verás que alumbro a las tinieblas del río Aqueronte y que reino en los palacios secretos del infierno, y tú, que estarás y morarás en los campos Elíseos, muchas veces me adorarás como a tu abogada cierta y propicia. Demás de esto, sepas que si con servicios continuos, actos religiosos y perpetua castidad merecieres mi gracia, yo te podré alegrar, y a mí solamente conviene prolongarte la vida allende el tiempo constituido a tu término. En esta manera, acabada la habla de esta venerable visión, desapareció delante de mis ojos, tornándose en sí misma. II. Escribe con grande elocuencia una solemne procesión que los sacerdotes hicieron a la Luna, en la cual procesión el asno apañó las rosas de las manos del gran sacerdote, y, comidas, se volvió hombre. No tardó mucho que yo desperté de aquel sueño; me levanté con un pavor y gozo, y asimismo mezclado de un gran sudor, maravillándome mucho de tan clara presencia de esta diosa poderosa, y rociándome con el agua de la mar, estando muy atento a sus grandes mandamientos, recolegía entre mí la orden de su munición. En esto estando, no tardó mucho que el Sol dorado salió apartando las tinieblas de la noche oscura, y llegándome a la ciudad, yo vi que la gente y pueblo de ella henchían todas las plazas en hábito religioso, y triunfante con tanta alegría, que demás del placer que yo tenía, me parecía que todas las cosas se alegraban, en tal manera, que hasta los bueyes y brutos animales, y todas las cosas, y aun el mismo día, sentía yo que con alegres gestos se gozaban, porque el día sereno y apacible había seguido a la lluvia que otro día antes había hecho. En tal manera, que los pajaritos y avecicas, alegrándose del vapor del verano, sonaban cantos muy dulces y suaves, halagando blandamente a la madre de las estrellas, principio de los tiempos, señora de todo el mundo. ¿Qué puedo decir, sino que los árboles, así los que dan fruto, como los que se contentan con solamente su sombra, meneando y alzando las ramas con el viento Austro, se reían y alegraban con el nuevo nacimiento de sus hojas, y con el manso movimiento de sus ramos chiflaban y hacían un dulce estrépito? El mar, amansado de la tormenta y tempestad, y depuesto el rumor e hinchazón de las ondas, estaba templado y con reposo. El cielo, alanzando de sí las oscuras nubes, relumbraba con la serenidad y resplandor de su propia lumbre. He aquí donde vienen delante de la procesión, poco a poco, muchas maneras de juegos, hermosamente adornados; uno venía en hábito de caballero, ceñido con su banda; otro vestido su vestidura y zapatos de caza, con un venablo en la mano, representando un cazador; otro vestido con una ropa de seda y chapines dorados y otros ornamentos de mujer, con una cabellera de cabellos rubios en la cabeza, andando pomposamente, y otro venía todo armado con quijotes y capacete y babera, y su espada y broquel en la mano, que parecía que salía del juego de la esgrima. No faltaba otro que le seguía vestido de púrpura, con insignias de senador, y tras de este otro con su bordón, esclavina y alpargates, y con sus barbas de cabrón representaba y fingía persona de filósofo. Otro iba con diversas cañas, la una para cazar aves con un visco, y otras para pescar peces con anzuelo. Demás de esto, vi asimismo que llevaban una osa mansa asentada en una silla y vestida en hábito de mujer casada y honrada. Otro llevaba una mano, con un sombrerete velloso en la cabeza, y vestida con un sayo amarillo, con una copa de oro, que parecía a Ganímedes, aquel pastor troyano que Júpiter arrebató para su servicio. Tras de esto, vi que iba allí un asno con alas, que representaba aquel caballo Belerofonte, y cerca de él andaba un viejo, que podía decir quien lo viese que era Pegaso, como quiera que podía reírse y burlar de entrambos a dos. Entre estas cosas de juegos que popularmente allí se hacían, ya se aparejaban y venía la fiesta y pompa de mi propia diosa, que me había de librar de tanta tribulación, y delante de ella venían muchas mujeres resplandecientes, con vestiduras blancas, y alegres, con diversas guirnaldas de flores que traían, las cuales henchían de flores, que sacaban de sus senos, las calles y plazas por donde venía la fiesta y procesión. Otras llevaban en las espaldas unos espejos resplandecientes, por mostrar a la diosa, que venía tras de ellas, el servicio y fiesta que le hacían. Otras había que rociaban las plazas con muchas aguas olorosas. Demás de esto, iba gran muchedumbre de hombres de toda suerte, y mujeres con sus candelas, hachas y cirios, y con otro género de fuego artificial, con muchas banderas de seda de muchas invenciones y artes hechas, favoreciendo y honrando las estrellas celestiales. También iban muchos instrumentos de música, así como sinfonías, y suaves flautas y chirimías, que cantaban muy dulcemente, a las cuales seguía una danza de muy hermosas doncellas, con sus alcandoras blancas, cantando un canto muy gracioso, el cual, con favor de las musas, ordenó aquel sabio poeta, en el cual se contenía el argumento y ordenanza de toda la fiesta. Otros iban cantando dulces canciones de mayores votos, y otros con trompetas dedicadas al gran dios de Egipto, Serapis, los cuales, con las trompetas retorcidas puestas a la oreja derecha, cantaban aquellos versos familiares del templo y de la diosa. Otros muchos había que iban haciendo lugar por donde pasase la fiesta. En esto vino una gran muchedumbre de hombres y mujeres de toda suerte y edad, relumbrando con vestiduras de lino puro y muy blanco; mezcláronse con los sacerdotes que allí iban. Las unas llevaban los cabellos untados con olores y ligados en limpios y blandos trenzados. Los hombres llevaban las cabezas raídas, reluciéndoles las coronas como estrellas terrenales de gran religión, tañendo y haciendo dulce sonido con panderos y sonajas de alambre y de plata y aun también de oro. Y aquellos principales sacerdotes, que iban vestidos de aquellas vestiduras blancas hasta los pies, llevaban las alhajas e insignias de sus poderosos dioses. El primero de los cuales llevaba una lámpara resplandeciente, no semejante a nuestra lumbre con que nos alumbramos a las cenas de la noche, pero era un jarro de oro; tenía la boca ancha, por donde echaba la llama de la lumbre largamente. El segundo iba vestido semejante a este, pero llevaba en ambas manos un altar, que quiere decir auxilio, al cual, la providencia de la soberana diosa, que es ayudadora, le dio este propio nombre. Iba el tercero y llevaba en la mano una palma con hojas de oro sutilmente labradas, y en la otra un caduceo, que es instrumento de Mercurio. El cuarto mostró un indicio y señal de equidad, conviene a saber: llevaba la mano izquierda extendida, la cual, por ser de su natural perezosa y que no es astuta ni maliciosa, parece que es más aparejada y conveniente a la igualdad y razón, que no la mano derecha. Este mismo llevaba en la otra mano un vaso de oro redondo y hecho a manera de teta, del cual salía leche. El quinto traía una criba de oro, llena de ramos dorados. No tardaron tras de esto de salir los dioses, que tuvieron por bien de andar sobre pies humanos. Aquí venía Mercurio, mensajero de los dioses, con la cara negra, ahora de oro, alzando la cerviz, y cabeza de perro; el cual traía en la mano izquierda un caduceo, y con la derecha sacudiendo una palma. Tras de él seguía una vaca levantada en su estado, la cual es figura de la diosa madre de todas las cosas; porque como la vaca es útil y provechosa, así lo es esta diosa: la cual imagen o figura llevaba encima de sus hombros uno de aquellos sacerdotes, con pasos muy pomposos. Otro llevaba un cofre donde iban todas las cosas secretas de aquella religión. Otro, asimismo, llevaba en su regazo la venerable figura de su diosa soberana, la cual no era de bestia, ni de ave, ni de otra fiera, ni tampoco era semejante a figura de hombre. Mas por una alta invención y novedad, para argumento inefable de la reverencia y gran silencio de su secreta religión, era una cosa de oro resplandeciente, figurado de esta manera: Un vaso pulidamente obrado, abajo redondo, y de parte de fuera bien esculpido, con figuras y simulacros de los Egipcios, la boca no muy alta, pero tenía un pico luengo como canal, por donde echaba el agua, y de la otra parte un asa muy larga y apartada del vaso, encima del cual estaba torcida una serpiente áspid, con la cerviz escamosa y el cuello alto y soberbio; y luego he aquí donde llegan mis hados y beneficios, que por la presente diosa me fueron prometidos, y el sacerdote que traía esta misma salud mía, allegó a cumplir el mandado a la divina promisión, el cual traía en su mano derecha un pandero con sonajas, y colgada de ella una corona de rosas, la cual, por cierto, a mi se me podía muy bien dar, porque había pasado tantos y tan grandes trabajos y peligros. Con todo esto yo no me movía, súbitamente arremetiendo recio y con ferocidad, temiendo que por ventura con el ímpetu repentino de una bestia de cuatro pies no se turbase el orden de la procesión. Mas poco a poco, deteniéndome, con la cara alegre y el paso como de hombre de seso, bajando el cuerpo, dándome lugar el pueblo, por la gracia de la diosa, llegueme muy pasito cerca del sacerdote que llevaba las rosas, el cual, siendo ya amonestado y avisado de la diosa por el sueño y visión de la noche pasada, según que del mismo negocio yo pude conocer, maravillándose asimismo como todo aquello concordaba con lo que le había sido revelado, luego estuvo quedo y de su propia gana tendió su mano a mi boca y me dio la corona de rosas. Entonces yo, temblando y dándome el corazón muchos saltos en el cuerpo, llegué a la corona, la cual resplandecía, tejida de rosas delicadas y frescas, y tomándola con mucha gana y deseo, deseosamente la tragué. No me engañó la promesa celestial, porque luego a la hora se me cayó aquel disforme y fiero gesto de asno. Primeramente los pelos duros se me quitaron, y desde adelante el cuero grueso se adelgazó; el vientre, hinchado y redondo, se asentó; las plantas de los pies, que estaban hechas uñas, se tornaron dedos; las manos ya no eran pies como de antes, y se levantaron derechas para hacer su oficio; la cerviz, alta y grande, se achicó; la boca y la cabeza se redondeó; las orejas, grandes y gruesas, se tornaron a su primera forma, y también los dientes, que, eran crecidos, tornaron a ser menudos como de hombre; la cola, que principalmente me daba pena, desapareció. Aquellas gentes y el pueblo que allí estaba se maravillaron todos. Los sacerdotes adoraron y honraron tan evidente potencia de la gran diosa y la magnificencia semejante a la revelación de la noche pasada y la facilidad de esta mi reforma, y alzando las manos al cielo, todos a una voz testificaban y decían este tan ilustre beneficio de su diosa. Yo, espantado y como pasmado, estaba quedo y callando, revolviendo en mi corazón tan repentino y tan gran gozo, que no cabía en mí, pensando qué era lo primero que principalmente había de comenzar a hablar, de dónde había de tomar el comienzo de la nueva voz. ¿Con qué palabras podría ahora la lengua, otra vez nacida, comenzar con mejor dicha? ¿Con cuáles y con cuántas palabras yo podría hacer gracias a tan gran diosa? Pero el sacerdote, que por la divina revelación estaba informado de todos mis trabajos y penas desde el principio, como quiera que él también estaba espantado, hizo señal y mandó que primeramente me diesen una vestidura de lino con que me vistiese, porque yo, luego que vi que el asno me había despojado de aquella cobertura bruta y nefanda, apretadas las piernas estrechamente y puestas las manos encima, según que convenía a hombre desnudo, tapaba mis vergüenzas. Entonces uno de la compañía de aquella religión, prestamente se quitó una ropa que traía, y cubriome. Lo cual así hecho, el sacerdote, con alegre gesto, estando pasmado de verme en la forma que me veía, me habló de esta manera: --¡Oh, Lucio: habiendo tú padecido muchos y diversos trabajos con grandes tempestades de la fortuna, y siendo maltratado de mayores tribulaciones, finalmente viniste al puerto de salud y era de misericordia, y no te aprovechó tu linaje y la dignidad de tu persona, ni aun tampoco la ciencia que tienes; mas antes con la incontinencia de tu mocedad, puesto en vicios de hombres siervos y bajos, hubiste el premio y galardón de tu agudeza y curiosidad sin provecho! Mas como quiera que sea la ciega fortuna, pensando de atormentarte con estos pésimos trabajos y peligros, te trajo con su malicia, no por ella vista, a esta bienaventuranza, pues vaya ahora y bravee con su furia cuanto quisiere, y busque desde luego para su crueldad otra materia donde se ejercite, porque en aquellos cuyas vidas y servicios la majestad de nuestra diosa tomó bajo su amparo y protección, no ha lugar ningún caso contrario. ¿Qué le aprovecharon a la malvada de la fortuna los ladrones, qué le aprovecharon las fieras o el servicio en que te puso, o las idas y venidas de los caminos ásperos que anduviste, o el miedo de la muerte en que cada día te puso? Y ahora eres recibido en tutela y guarda de la prosperidad, pero de la que es buena y alumbra a los dioses. De aquí adelante ten la cara alegre, y que se conforme con este tu hábito cándido y blanco. Acompaña la pompa y procesión de esta diosa que te salvó, con pasos alegres, por que lo vean los herejes y conozcan su error. He aquí, Lucio, librado de las primeras tribulaciones, gozoso con la providencia de la gran diosa, y triunfando con vencimiento de su desdicha. Y por que seas más seguro y mejor guardado, entrégate a esta santa religión, y por tu voluntad toma el yugo de esta milicia, porque cuando comenzares a servir a esta diosa, entonces tú sentirás mucho más el fruto de tu libertad. De esta manera, habiendo hablado aquel egregio sacerdote, estando ya cansado de hablar, calló, y entonces yo, mezclándome con aquella compañía de religiosos, iba en la solemne procesión acompañando aquella solemnidad, señalándome y notándome con los dedos y gestos todos los de la ciudad, y todos hablando de mí, diciendo: --La divinidad de nuestra gran diosa reformó y trasladó hoy a este de bestia en hombre; por cierto, él es bienaventurado, y hubo buena dicha, que por la inocencia y fe de la vida pasada mereció tan gran favor y ayuda del cielo, que casi ha tornado a nacer hoy de nuevo, y luego fue dedicado y puesto en el servicio de las cosas sagradas. Dicho esto, viniendo un poco adelante con la procesión, llegamos a la ribera de la mar en aquel mismo lugar donde otro día antes mi asno había tenido su establo, y allí, puesta la diosa y las otras cosas sagradas en tierra honradamente, el principal de los sacerdotes ofreció a la diosa una nave muy pulidamente obrada y pintada con pinturas maravillosas, como las que se pintan en Egipto, y hechos sus sacrificios y solemnísimas preces, con una tea ardiendo y un huevo y piedra azufre, rezando con su casta boca, después de haberla limpiado y purificado, la dedicó y nombró a esta gran diosa. La nave tenía una vela muy blanca de lino delgado, en la cual estaban escritas unas letras que declaraban el voto de los que ofrecían, por que la diosa les diese próspero viaje. Tenía asimismo la nave su mástil, que era un pino redondo, alto y muy hermoso, con su entena y su gavia, y la popa de la nave era cubierta de láminas de oro, con las cuales resplandecía. Y todo el cuerpo de la nave era de cedro limpio y muy pulido. Entonces todo el pueblo, así los religiosos como los seglares, con sus harneros y espuertas en las manos llenos de olores y de otras cosas semejantes, para suplicar a su diosa, las lanzaban dentro en la nao; y asimismo desmenuzadas estas cosas con leche, las lanzaban sobre las ondas de la mar, por ceremonia de sus sacrificios. Hasta tanto que la nao, llena de estos dones y otras largas promesas y devociones, sueltas las cuerdas de las áncoras, fue echada en la mar con su sereno y próspero viento, la cual después, con su ida, se nos perdió de vista. Los que traían las cosas sagradas, tomando cada uno lo que traía a cargo, alegres y con mucho placer, en procesión como habían ido, se tornaron a su templo. Después que hubimos llegado al templo, el principal de los sacerdotes y los otros que traían aquellas divinas reliquias, y los que eran novicios en aquella religión, entráronse dentro en el sagrario, adonde pusieron sus imágenes y reliquias que traían. Entonces, uno de aquellos, al cual los otros llamaban escribano, estando a la puerta, llamó allí todo el colegio de aquellos sacerdotes, de encima de un púlpito, y comenzó a pronunciar en palabras y lenguaje griego, diciendo: «Paz sea al Príncipe y gran Senado, caballeros y a todo el pueblo romano, y buen viaje a los marineros y a las naves que van por la mar, y salud a todos los que son regidos y gobernados debajo de nuestro imperio.» En fin de lo cual, dio licencia a todo el pueblo, diciendo que se fuesen con Dios. A lo cual respondió todo el pueblo con gran clamor y alegría, por donde pareció que a todos había de venir buenaventura, como el escribano decía. Después de esto, todos los que allí estaban, con gran gozo y con sus guirnaldas de rosas y flores, besando los pies de la diosa, que estaba hecha de plata y puesta en las gradas del templo, fuéronse para sus casas; pero a mí no me dejaba mi corazón apartarme de allí cuanto una uña; mas atento en la hermosura de la diosa, me recordaba de la fortuna que me había acontecido. III. Cómo Lucio cuenta el ardiente deseo que tuvo de entrar en la religión de la diosa, y cómo fue primero industriado para recibirla. La fama, que vuela con sus alas muy ligeramente, no cesó ni fue perezosa, antes voló muy presto en mi tierra, recontando el honorable beneficio de la providencia de la diosa, y la memorable fortuna que por mí había pasado. En tal manera, que mis familiares y criados, y asimismo mis parientes, quitado el luto que a mi causa habían tomado por la falsa relación y mensajería que de mi muerte tenían, súbitamente se alegraron, y luego vinieron corriendo a mí, cada uno con su presente, para ver mi presencia. Yo asimismo, holgándome con ver mi gesto y persona, de lo cual ya estaba desesperado, recibí sus dones y presentes, dándoles muchas gracias por ello, lo cual yo tenía razón de hacer, porque estos mis familiares y amigos habían tenido cuidado de traer cumplidamente lo que había menester, así para vestirme y ataviarme como para el otro gasto. Así que, después que les hube hablado en general y a cada uno particularmente, diciéndoles todas mis primeras fatigas y penas, y el gozo presente en que estaba, torneme otra vez a la muy agradable vista y presencia de la diosa. Y alquilada una casa dentro del cerco del templo, constituí allí mi morada temporal, sirviendo por entonces en las cosas de dentro de casa que me mandaban, estando de continuo en la compañía de aquellos sacerdotes, no apartándome del servicio de la gran diosa; en tal manera, que ninguna cosa pasó, ni hube reposo alguno, sin que viese y contemplase en esta diosa, cuyos sagrados mandamientos y servicios, como quiera que mucho antes a ellos yo me viese obligado, me parecía que ahora lo comenzaba a hacer y a servirla; y aunque en esto yo tenía gran deseo y voluntad, pero excusábame y tenía como religioso temor y vergüenza, mayormente que con mucha diligencia preguntaba la dificultad que había en el servicio de aquella religión, y sabía yo que había gran abstinencia y castidad. Demás de esto miraba con mucha cautela que la vida de aquella religión era disminuida y estaba debajo de muchos casos y ocasiones, lo cual todo pensando entre mí muchas veces, no sé cómo dilataba lo que mucho deseaba. Estando en este pensamiento, una noche soñaba que el sumo sacerdote me daba y ofrecía la falda llena, y preguntándole yo qué cosa era aquella, me respondió que traía allí ciertas cosas que me enviaban de la ciudad de Tesalia, y que asimismo había venido de allá un siervo mío, que por nombre había Cándido. Despertando con este sueño, revolvía muchas veces mi pensamiento, diciendo qué cosa podía ser aquesta, mayormente que no me recordaba en tiempo alguno haber tenido siervo que por tal nombre se llamase. Pero porque la adivinanza del señor se enderezase a bien, yo creía y se me figuraba que el ofrecimiento de aquellas cosas que me daban, en todas maneras significaban alguna cierta ganancia. En esta manera, estando en gran congoja, atónito con la prosperidad de la ganancia, esperaba la hora de maitines para que las puertas del templo fuesen abiertas, las cuales desde que se abrieron, comenzamos a adorar y suplicar a la imagen venerable de la diosa. Y el sumo sacerdote, andando por estos altares y aras, procuraba hacer su sacrificio y divinos oficios. Y después tomó un vaso de agua de la fuente secreta, e hizo la salva, como se acostumbraba en las solemnidades y suplicaciones divinas. Lo cual todo muy bien acabado, los otros religiosos comenzaron a cantar la hora de prima, adorando y saludando a la luz del día, que entonces comenzaba. Estando en esto vinieron de mi tierra mis criados y servidores que allá había dejado cuando Andria, criada de Milón, me encabestró por su necio error. Así que, conocidos mis criados y mi caballo cándido y blanco que ellos me traían, el cual era perdido y lo había cobrado por conocimiento de una señal que traía en las espaldas, por lo cual yo me maravillaba de la violencia de mi sueño, mayormente que, demás de concordar con la ganancia prometida, me había dado, en lugar del siervo Cándido, mi caballo, que era de color cándido y blanco. Lo cual todo así hecho, con mucha solicitud y diligencia yo frecuentaba el servicio del templo, con esperanza cierta que por los servicios presentes habría alguna remuneración. No menos con todo esto, cada día me crecía el deseo y codicia de recibir aquel hábito y religión, por lo cual muchas veces rogué y supliqué ahincadamente al principal de los sacerdotes que tuviese por bien de ordenarme, para que yo pudiese intervenir en los secretos sacrificios; pero él, como era personaje grave y muy afamado en la observancia y guarda de su religión, con mucha clemencia y humanidad, como suelen los padres templar los deseos apresurados de sus hijos, halagaba y aplacaba la fatiga de mi deseo, dilatando mi importunidad con promesa de mejor esperanza, diciendo que el día que cualquiera se hubiese de ordenar, había de ser mostrado y señalado por la voluntad de la diosa, y también por su divina providencia había de ser elegido el sacerdote que había de administrar en sus sacrificios, y por semejante, ella había de declarar el gasto necesario para aquellas ceremonias; las cuales cosas nosotros somos obligados a guardar con mucha paciencia, y guardarnos de ser apresurados, y de ser remisos, apartándonos de no caer en culpa de lo uno ni de lo otro; conviene a saber: que si soy llamado a la religión, no tengo de tardar, y si no me llaman, no ir de prisa; ni hay ninguno del número de estos sacerdotes que tenga tan perdido el seso, ni se pondrá tan a peligro de muerte, que sin ser llamado por la diosa, osase emprender tan sacrílego ministerio, de donde pudiese contraer culpa mortal, porque en mano de esta diosa están las llaves de la muerte y la guarda de la vida, y la entrada de esta religión se ha de celebrar a manera de una muerte voluntaria y rogada salud. Mayormente que esta diosa acostumbraba elegir para su servicio y religión los hombres que ya están en el último término de su vivir, a los cuales seguramente se puede cometer el silencio y autoridad de su orden, porque con su providencia hace tornar de nuevo a vivir a los que, en alguna manera renacidos en esta religión, entran en ella. Por las cuales razones me convenía obedecer el mandamiento celestial. Y como quiera que clara y abiertamente la diosa, por su gracia y bondad, me hubiese señalado y elegido para el ministerio de su religión, pero que ni más ni menos que los otros sus servidores me había de abstener, guardar y apartar de todos los manjares y actos profanos y seglares, por donde más derechamente pudiese llegar a los secretos purísimos de esta sagrada religión. Después que el sacerdote hubo dicho esto, no creáis que por ello yo me enojase, ni se corrompió mi servicio; antes muy atento, con grandísima paciencia y sufrimiento, continuamente hacía el oficio que convenía a las cosas sagradas del templo, y no recibí en ello engaño, ni la liberalidad de la diosa poderosa consintió que yo padeciese pena de larga tardanza. Mas una noche oscura claramente en sueños la vi, diciendo que ya era llegado el día que yo mucho deseaba, en el cual alcanzaría y tendría efecto mi voto y deseo, diciendo asimismo cuánto era lo que se había de gastar en el aparato de los oficios y ceremonias, y como aquel su principal sacerdote, que Mitra se llamaba, me había de juntar y poner en el número de los de aquella compañía sagrada, señalándome por uno de los ministros de aquella religión. Yo, cuando oí estas razones y otras semejantes palabras de aquella señora, recreado en mi corazón, casi aún no era bien de día, cuando muy presto me fui a la celda del sacerdote. Y yo que llegaba a la puerta y él que salía, dile los buenos días, y con mayor instancia y ahinco que solía, pensaba decirle que tuviese ya por bien de recibirme al servicio y deuda que debía a su religión. El sacerdote, luego que me vio, antes que nada me dijese, comenzó de esta manera: --¡Oh, Lucio: tú eres dichoso y bienaventurado, pues que por su propia voluntad nuestra diosa te ha juzgado y escogido por hombre digno para su servicio! Así que, pues esto así es, ¿por qué te tardas y no despachas presto? Este es aquel día que tú mucho deseabas, en el cual por estas mis manos tú serás ordenado para los piísimos secretos de esta diosa y de su religión. Diciendo esto, aquel viejo honrado me tomó con su mano derecha, y me llevó muy presto a las puertas del magnífico templo, las cuales abiertas con aquella solemnidad que convenía, acabado el sacrificio de la mañana, sacó de un lugar secreto del templo unos ciertos libros escritos de letras y figuras no conocidas; en parte eran figuras de animales, que declaraban lo que allí se contenía, y de partes figuras de sarmientos torcidos y atados por las puntas, por que la lección de las letras fuese escondida de la curiosidad de los legos. De allí me dijo y enseñó las cosas que era necesario aparejar para mi profesión, las cuales luego yo con alguna liberalidad, por una parte, y mis compañeros por otra, procurábamos comprar y buscar. Así que venido el tiempo, según que el sacerdote decía, llevome, acompañado de muchos religiosos, a unos baños que allí cerca estaban, y primeramente me hizo lavar, como es costumbre, y después, rezando y suplicando a los dioses, rociándome todo de una parte y de otra, limpiome muy bien y tornome al templo casi pasadas dos partes del día, y púsome ante los pies de la diosa, diciéndome secretamente ciertos mandamientos que es mejor callarlos que decirlos; pero en presencia de todos me dijo estas cosas, conviene a saber: que en aquellos diez días continuos me abstuviese de comer, ayunando, y que no comiese carne de ningún animal ni bebiese vino. Las cuales cosas por mí guardadas derechamente con venerable abstinencia, ya que era llegado el día señalado y prometido para mi recepción, casi a la tarde, cuando el sol baja, he aquí donde vienen muchos compañeros vestidos al modo antiguo de vestiduras sagradas, y cada uno de ellos diversamente me daba su don. Entonces, apartados de allí todos los legos, y vestido yo de una túnica de lino blanco, el sacerdote me tomó por la mano, y me llevó a lo íntimo y secreto del sagrario. Por ventura, tú, lector estudioso, podrás aquí con ansia preguntar qué es lo que después fue dicho o hecho o qué me aconteció, lo cual yo diría si fuese cosa conveniente el decirlo, y si no conociese que a ninguno conviene saberlo ni oírlo, porque en igual culpa incurrían las orejas y la lengua de aquella temerosa osadía. Pero con todo eso no quiero dar pena a tu deseo (por ventura religioso), teniéndote gran rato suspenso. Mas créelo, que es verdad. Sepas que yo llegué al término de la muerte, y hallando el palacio de Proserpina, anduve y fui traído por todos los elementos, y a media noche vi el Sol resplandeciente con muy hermosa claridad, y vi los dioses altos y bajos, y llegueme cerca y adorelos. He aquí te he dicho lo que vi; lo cual, como quiera que lo has oído, es necesario que lo sepas. Pero aquello que sin pecado se puede manifestar y denunciar a las orejas de los legos, yo lo diré. IV. Lucio cuenta la entrada en la religión, y cómo fue a Roma donde fue ordenado en las cosas sagradas, y fue recibido en el colegio de los sacerdotes de la diosa Isis. Otro día de mañana, acabadas las horas solemnes, salí vestido con doce vestiduras, que es hábito muy devoto y religioso, del cual puedo hablar sin prohibición alguna, mayormente que en aquel tiempo muchos que estaban presentes lo vieron. Estaba en medio del templo sagrado, delante la imagen de la diosa, hecho un cadalso de madera, encima del cual yo estaba muy adornado de una vestidura, que era blanca de lino, pero de diversas flores pintada, que me colgaba de los hombros por las espaldas hasta los pies; ella era tan rica y preciosa, que de cualquier parte que la veían parecía de diversos colores, y muy adornada de animales en ella bordados. De una parte había dragones de las Indias, de la otra grifos hiperbóreos, que nacen y son criados en tierras muy ásperas, y tienen alas a manera de aves. A esta vestidura llamaban los sacerdotes estola olímpica. En la mano derecha tenía yo un hacha encendida, y encima una hermosa corona resplandeciente, a manera de unas hojas de palma, alzadas arriba como rayos. En esta manera yo adornado, que parecía al Sol, y ataviado como una imagen, súbitamente alzaron la vela que estaba delante, y quedé descubierto en presencia de todo el pueblo. Después de esto celebré muy solemnemente la fiesta de mi profesión, hice convite de muy suaves manjares y otros placeres y fiestas, que duraron tres días, así en lo que pertenecía a la honesta y religiosa comida, como en todas las otras cosas que eran necesarias a la solemnidad y perfección de mi entrada. Después, continuando allí algunos pocos días, mi deseo y trabajo gozaba de aquel inestimable, por estar en servicio de la diosa, siendo prendado de tan grande beneficio. Finalmente, que habiendo referido humildemente, según mi posibilidad, aunque no tan por entero como era razón, las gracias del beneficio y merced recibida, siendo amonestado por la gran diosa, y con gran pena rotas las áncoras de mi ardiente deseo, alcancé licencia (aunque tardía) para tornar a mi casa. Así que, echado en tierra con mi cara ante sus pies, y lavándolos con mis lágrimas, y tapando la habla con grandes sollozos y tragando las palabras; finalmente, habiendo hecho mi oración a la diosa, abracé al sacerdote Mitra, padre mío, y colgado de su pescuezo, dándole muchos besos, le demandaba perdón. Porque no podía remunerar ni agradecerle tantos beneficios como de él había recibido. Finalmente, que al cabo de gran rato que pasamos en referir las gracias y ofrecimientos, nos partimos. Yo, después, a muy poquito tiempo enderecé mi camino para tornar a la casa de mis padres. Así que, habiendo pasado algunos días por aviso y mando de nuestra diosa, hice liar muy prestamente mi hacienda, y entrando en la nao tomé el camino hacia Roma, y navegando con favor y prosperidad de los vientos (que traían), muy presto tomé puerto. De allí, por tierra, subí en un carro y llegué a esta sacrosanta ciudad, a doce días del mes de Diciembre, a donde no tuve otro mayor cuidado, como llegué, sino cada día ir a visitar el templo de la reina Isis, llamado Campense. He aquí donde, pasado el sol por los doce signos del cielo, había cumplido un año, y el cuidado de la diosa, que bien me quería, tornó de nuevo a interrumpir mi descanso y reposo, haciéndome ensueños que otra vez me aparejase para entrar en la religión. Yo estaba maravillado qué cosa podía ser aquella, si por ventura no era bien ordenado y me faltaba algo, y en este escrúpulo hallé una cosa nueva, la cual era que, aunque yo estaba cierto en el entendimiento de la orden de la reina Isis, no estaba alumbrado ni limpio para el sacrificio del padre de todos los dioses, Osiris; y aunque ambas estas religiones eran unas y estaban juntas, pero había gran diferencia cuanto al hacer de la profesión. Estando yo en esta duda, a la noche, en sueño me apareció un sacerdote de Osiris, el cual me denunció los secretos de aquella religión. Este sacerdote por darme conocimiento de sí por alguna cierta señal, andaba poco a poco cojeando un poco del pie izquierdo. Así que, quitada toda oscuridad y duda por la voluntad de los dioses, luego de mañana, acabadas las horas matutinas, miraba con gran diligencia a cada uno, quién de ellos era semejante al que vi en sueños, y luego vi uno de aquellos sacerdotes que, demás del indicio de ser cojo del pie izquierdo, concordaba justamente en todo lo otro, así en hábito como en estatura, al que vi en sueños, y según después supe, se llamaba Asinio Marcelo, el cual nombre no era ajeno de mi reformación de cuando yo andaba hecho asno. Visto esto, fuile luego a hablar, pero él no estaba incierto de lo que yo le decía, que ya había sido avisado por semejante orden como me había de administrar y admitir en estas cosas de sus sacrificios y religión, porque en sueños había oído la noche pasada al gran Osiris, estándole ataviando la corona, por su propia boca, con la cual dice y declara las venturas de cada uno, cómo le era enviado un hombre de Orán, virtuoso, al cual él luego recibiese a sus sacrificios. En esta manera, estando yo destinado para entrar en la religión, estaba impedido contra mi voluntad por la pobreza, por no tener para cumplir lo que era necesario para la costa, porque los grandes gastos de mi larga peregrinación habían consumido las fuerzas del patrimonio, y también los gastos que había de hacer en Roma precedían y eran mayores que los que se habían hecho en Acaya, donde tomé el hábito. Así que, con la pobreza y necesidad que tenía, estaba en mucha fatiga puesto, como dice el proverbio, «entre el cuchillo y la piedra»; demás de lo cual ya era amonestado que vendiese las alhajas y ropa que tenía, aunque poca, lo que luego hice, con que hice alguna suma de dineros. Así que, ya aparejadas abundantemente todas las cosas que eran menester, otra vez torné a ayunar tres días, contentándome con manjares de hierbas y no comer otra alguna cosa. Demás de esto, siendo amonestado por las nocturnas fantasmas de Osiris, estaba ya muy satisfecho para entrar en su religión, por ser hermano de la gran reina Isis, y por esto yo frecuentaba su servicio, lo cual daba gran descanso y placer a mi larga peregrinación y trabajo; no menos me ayudaba, y daba abundantemente lo necesario a mi vivir, el oficio de abogar causas, que con el favor de mi buena dicha yo ejercitaba y tenía, en que yo era muy diligente y harto solícito. He aquí que después, a poquito tiempo, no pensándolo yo, otra vez fui amonestado por mandamientos de los dioses, para que tercera vez me ordenase en su religión, lo cual no poco cuidado y pena me dio, y con gran congoja y pena de mi corazón pensaba qué cosa podría ser esta nueva y no oída intención de los dioses, qué quería decir, o a dónde se enderezaba, o qué faltaba a la profesión y entrada que ya dos veces había hecho. Estando yo en este pensamiento como hombre sin seso, me apareció en sueños una persona que mansamente me instruyó, y dijo de esta manera: --No hay causa de que te puedas espantar, porque sabe que por tu bien te mandan ordenar tercera vez, que es cosa que a nadie se permitió, y mira bien que te pertenece morar en Roma, en el templo de la diosa Isis, con el hábito y vestiduras de su religión, que tomaste en la provincia de Acaya; y no puedes en los días solemnes suplicar ni hacer cosa alguna sin este felice y glorioso hábito, lo cual, porque para ti sea dichoso y de buenaventura, recíbelo otra vez con ánimo gozoso y placentero, pues lo mandan y son autores de ello los dioses grandes y soberanos. Hasta aquí, de la manera que he contado, me persuadió la revelación de la profesión, diciéndome todo lo que era menester para mi entrada. En adelante no dilaté ni olvidé el negocio, antes luego me fui al sacerdote principal, y dichas todas las cosas que había visto, me puse a la obediencia y yugo de la castidad, y abstinencia de comer cosas de sangre; y por la ley perpetua de aquellos diez días, yo de propia gana multipliqué otros más adelante. De manera que largamente aparejé todo lo que era menester para mi profesión y entrada, porque muchas cosas de aquellas me fueron dadas más por virtud y piedad de algunos, que por precio de dineros, aunque a mí no me pesaba del trabajo ni del gasto, pues que liberalmente la providencia de los dioses me había proveído en los negocios y causas de mi abogar. Finalmente, después, a bien pocos días, el dios principal, Osiris, me apareció en sueños, mandándome que sin alguna tardanza tomase cargo de patrocinar y ayudar en las causas y pleitos de los que poco pueden, y no temiese las envidias y murmuraciones de los que mal me querían, las cuales allí se causaban y divulgaban por la doctrina y trabajo de mi estudio. Y no solamente su gran majestad tenía por bien que yo fuese juntado en la compañía de los sacerdotes, mas que fuese uno de los principales entre los Decuriones, que de cinco en cinco años se elegían. Finalmente, que yo, trayendo mi cabeza rasa de cada parte, según la ceremonia e institución del antiguo colegio que se instituyó en los tiempos de Sila, me ejercitaba y servía mis oficios y cargos, perseverando en ellos con mucho placer y alegría. FIN. LAS FLORIDAS FRAGMENTOS DE DISCURSOS DE LUCIO APULEYO LAS FLORIDAS I. Es costumbre de los viajeros piadosos, cuando encuentran algún bosque sagrado o algún lugar santo, detenerse en ellos un momento para pedir ayuda a los cielos y ofrecerles sus votos. Yo, como ellos, al entrar en esta ciudad, la más santa de todas[6], apremiado como lo estoy por el tiempo, debo, ante todo, implorar indulgencia, detener mis pasos, pronunciar un discurso. Nada hay, en efecto, más digno de que un viajero de religiosas costumbres suspenda su marcha, ni el altar adornado con flores, ni la gruta que el follaje sombrea, ni la encina que termina en forma de cuernos, ni el haya coronada de pieles, ni la colina consagrada por un cercado, ni tronco que la azuela ha esculpido, ni césped fumigado con las libaciones, ni piedra impregnada de perfumes, porque tales signos son poca cosa, pocos son los que los conocen y adoran; el vulgo los ignora y sigue adelante. II. No es esto lo que opinaba nuestro maestro Sócrates. Mirando cierto día a un bello joven que guardaba prudentísimo silencio: «Habla, le dijo, para que te vea.» Así, pues, para Sócrates, el callar equivalía a no dejarse ver, es decir, que pensaba no deben apreciarse los hombres con los ojos del cuerpo, sino con la mirada de la inteligencia y la vista del alma, y en este punto estaba en desacuerdo con el soldado de Plauto, que dice: «Más vale un hombre con ojos que diez con oídos.» El filósofo, para examinar al hombre, volvía del revés la frase diciendo: «Más que diez hombres con ojos, vale uno con oídos.» Por lo demás, si el juicio de la vista fuera superior al de la inteligencia, la sabiduría del águila sería mayor que la nuestra. Nosotros los hombres no podemos distinguir los objetos ni demasiado distantes ni demasiado cerca; en cierto modo todos somos ciegos, y si quedáramos reducidos a los débiles ojos del cuerpo, tendría razón un famoso poeta al decir «que una especie de nube se extiende ante nuestros ojos impidiéndonos ver más allá de donde llega la piedra que sale de la honda». Pero el águila, cuando con sublime vuelo se lanza hacia las nubes, cuando llega a la región de las lluvias y de las nieves y más allá de las alturas donde se producen el relámpago y el rayo, y que, por decirlo así, son la base del éter y la cima de las tempestades; cuando allí se balancea suavemente a derecha o a izquierda y a su placer mueve la masa de su cuerpo, ayudándose de las alas como de velas, de la cola como de timón y de sus plumas como de remos infatigables, todo lo ve. Irresoluta un momento, suspende de pronto el vuelo, contempla cuanto le rodea y busca y escoge la presa sobre la que ha de arrojarse desde lo alto como el rayo. Desde las nubes, que ocultan su presencia, distingue el rebaño en la llanura, la fiera en la montaña y los hombres en el interior de las poblaciones; les amenaza con la vista y con las garras y se apresta a despedazar con el pico, a desgarrar con las uñas a la descuidada oveja o a la liebre medrosa, o a cualquier otra víctima que el acaso ofrece a su hambre o a sus crueles instintos. III. Hyagnis, según la tradición, fue el padre y señor del flautista Marsias, el único que en aquellos siglos rudos poseía el instinto de la música. Desconocía la flauta de muchos agujeros con su flexible armonía y variadas modulaciones, pues este arte, de reciente invención, estaba entonces en la infancia; que nada desde su origen es perfecto, y los elementos ricos en esperanzas preceden siempre a los resultados de la experiencia. Antes de Hyagnis, la mayoría, como el pastor o boyero de Virgilio, no sabían sino _Stridente miserum stipula disperdere carmen._ Aun los que tenían fama de haber profundizado más en los dominios del arte, limitábanse a hacer sonar una sola flauta, como se hace con una trompeta. Hyagnis fue el primero que movió los dedos para producir varios sonidos, el primero que animó dos flautas con un solo aliento, el primero que, por medio de agujeros colocados a izquierda y derecha, produjo el acorde musical mezclando sonidos agudos y notas graves. Marsias, su hijo, heredero de la flauta y del talento paterno, era, sin embargo, un frigio, un bárbaro asqueroso y repugnante, de barba sucia, erizada de espinas a guisa de pelos, y no obstante, se dice (audacia inaudita) que quiso rivalizar con Apolo, como si Tersites compitiera con Nereo, un rústico con un erudito, un bruto con un dios. Minerva y las Musas fingieron constituirse en jueces para burlarse de la bárbara fanfarronada de este monstruo y para castigarle por su estupidez. Pero Marsias (y este era el rasgo distintivo de su necedad), no comprendiendo que servía de mofa, empezó, antes de hacer sonar la flauta, a decir groseras impertinencias de él y de Apolo. Alabábase de su cabellera echada hacia atrás, de su barba sucia, de su velludo pecho, de que el arte le había hecho flautista y la fortuna indigente; y, cosa ridícula, censuraba en Apolo las cualidades contrarias; que tuviese el cabello largo, gracioso semblante, cutis suave, grandes y variadas dotes artísticas y opulenta fortuna. «Y además, dijo, su cabellera, arreglada en pequeños bucles y graciosos anillos, cae por ambos lados de la frente; todo su cuerpo es encantador, sus miembros de blancura deslumbradora, su boca profética con igual facilidad habla en prosa que en verso. ¿Qué? ¿Es acaso bella cosa su vestido de finísimo tejido, de blanda tela, teñido de radiante púrpura? ¿Lo es una lira en que brilla el resplandor del oro, la blancura del marfil y el fulgor de los diamantes? ¿Lo es, en fin, murmurar docta y gratamente algunas canciones? Todas estas niñerías no son títulos de virtud, sino signos de afeminación.» Diciendo esto ostentaba las cualidades específicas de su persona. Las Musas, al oír que dirigía a Apolo censuras que todo hombre sensato desearía merecer, estallaban de risa. El flautista fue vencido en esta lid, y ellas le dejaron como oso en dos pies, con el pellejo roto y las entrañas palpitantes. Así fue castigado Marsias por su reto y su derrota, avergonzando a Apolo tan humilde victoria. IV. Era Antigénidas un flautista que sabía cadenciar dulce como la miel todos los acordes y producir todos los modos que se deseaban, el sencillo eólico, el variado iásico, el plañidero lidio, el frigio religioso y el belicoso dórico. Lo que más afligía a este hombre eminente en el arte, lo que, al decir suyo, mortificaba más su alma y su genio, era oír llamar a los flautistas músicos de entierros. Pero seguramente hubiera sufrido esta calificación, de haber visto los mimos (entre los cuales unos presiden, otros reciben los golpes, y todos visten púrpura casi semejante), si hubiera asistido a nuestros juegos, donde de igual manera preside un hombre o combate, o si viera tomar la toga lo mismo para un sacrificio que para unos funerales, y el manto servir lo mismo para envolver cadáveres que para traje de filósofos. V. Favorable es el afán con que venís aquí sabiendo que el sitio no puede disminuir la autoridad del orador y que conviene enterarse antes de lo que se verá en el teatro; porque si es un mimo, os reiréis; si un bailarín en cuerda, lo admiraréis; si un cómico, aplaudiréis; si un filósofo, os instruiréis. VI. La India, paraje lleno de habitantes y que se extiende hasta el infinito, está situada lejos de nosotros, al Oriente, en los lugares donde el Océano forma un golfo, donde nace el sol. Próximo a los primeros astros y límite del mundo, encuéntrase más allá de los sabios Egipcios, de los Judíos supersticiosos, de los Nabateos mercaderes, de los Arsácidas de vestiduras talares, de los Itureos, pobres en frutos, de los Árabes, ricos en perfumes. Por mi parte no admiro a esos indios por sus masas de marfil, sus cosechas de pimienta, su comercio de cinamomo, el temple de sus hierros, sus minas de plata y sus auríferos ríos. ¿Qué me importa que tengan el mayor de estos, el Ganges? Monarca de las aguas; origen de cien ríos Que cien valles recorren, fecundizando el suelo, Y por cien bocas entran en el undoso mar. ¿Qué me importa que estos pueblos, situados en los lugares donde empieza el día, muestren en sus cuerpos el color de la noche, y que allí inmensas serpientes luchen con monstruosos elefantes en combates donde igualmente peligran y mueren? Porque estos reptiles encadenan con sus tortuosos repliegues a los elefantes, que no pudiendo desenlazar las patas y escapar a la furiosa presión de las serpientes y a sus escamosas ligaduras, vense precisados a procurar la venganza con el peso de su cuerpo, arrojándose al suelo para aplastar con su masa a los enemigos que les sujetan. Hay entre los indios gran variedad de razas, pues me agrada más contar los prodigios del hombre que los de la Naturaleza. Una de ellas solo sabe apacentar bueyes, y de aquí que se les llame boyeros. Otras se distinguen por su habilidad en el cambio de mercancías o por su valor en la guerra; de lejos combaten con la flecha, y de cerca con la espada. Existe además una clase preeminente que se llama de los gimnosofistas. Estos son los que admiro. ¿Por qué? Porque son hábiles, no en propagar la viña o podar los árboles o labrar la tierra; no saben cultivar el campo, ni recolectar el vino, ni domar un caballo, ni sujetar un toro, ni esquilar o apacentar ovejas y cabras. ¿Y qué importa? Saben lo que es superior a todo; todos ellos cultivan la sabiduría, lo mismo los viejos maestros que los jóvenes discípulos, y mis mayores elogios son al odio que profesan a la torpeza del entendimiento y a la ociosidad. Por ello, cuando está puesta la mesa, y antes de traer las viandas, todos los jóvenes dejan sus trabajos y moradas, reuniéndose para la comida, y los maestros les preguntan qué han hecho bueno desde la salida del sol hasta aquella hora del día. Uno refiere que, elegido por árbitro entre dos hombres, ha sabido calmarles la ira, aplacar sus corazones, disipar sus sospechas, y de enemigos que eran, convertirles en amigos; otro dice que ha obedecido todas las órdenes de sus padres; otro que ha logrado con sus meditaciones algún descubrimiento o que lo aprendió por las demostraciones de otro; finalmente, todos refieren lo que han hecho, y el que nada tiene que decir para merecer la comida, es echado fuera, para que continúe el trabajo con el estómago vacío. VII. Alejandro, el más ilustre de todos los reyes por sus acciones y sus conquistas, mereció el título de Grande, que le dieron para que quien había adquirido una gloria por nadie igualada, no fuera jamás nombrado sin elogio. Desde que el mundo empezó y la tradición existe, este hombre, cuyo brazo invencible había sometido el universo, es el único superior a su fortuna. Sus más extraordinarios triunfos los provocó con su valor, los igualó con su mérito y los sobrepujó con la grandeza de su alma. Es el único que brilla sin rivales, hasta el punto que nadie se atrevería a esperar su virtud o a desear su fortuna. Las acciones sublimes que llenan la vida de Alejandro, los brillantes rasgos que causan la admiración, aquella audacia en la guerra, aquella previsión en el gobierno, ha tomado a su cargo el referirlas un poeta eruditísimo y suavísimo, mi Clemente[7], en un maravilloso poema. Pero ved aquí un rasgo notable entre los que lo son más. Quería Alejandro que su imagen fuera transmitida fielmente a la posteridad, y temiendo que la desfigurasen la generalidad de los artistas, prohibió en todo el universo reproducir su real efigie en bronce, en pintura o por medio del grabado. Polícleto solo fue el encargado de reproducirla en bronce, Apeles de representarla con el pincel, y Pirgoteles de esculpirla con el buril. A excepción de estos tres artistas, cada uno superior en su arte, quien se atreviera a acercarse a aquella santa imagen, debía ser castigado como sacrílego. Gracias a este general temor, Alejandro es él en todos sus retratos. En todas las estatuas, en todos los cuadros, en todos los vasos aparece igualmente el varonil vigor del audaz guerrero, el inmenso genio del héroe en la flor de su bella juventud y con el encanto de su olímpica frente. ¡Oh! ¡Si la filosofía pudiera, como Alejandro, prohibir a lo vulgar reproducir su imagen! Corto número de hombres de bien verdaderamente instruidos, se dedicarían a este estudio que lo comprende todo: al estudio de la sabiduría. La turba grosera, ignorante, inculta, no imitaría a los filósofos hasta en el manto, y a la reina de las ciencias, que no enseña menos a bien decir que a bien vivir, no la deshonrarían con un mal lenguaje y peor conducta. Este doble vicio es facilísimo; nada más común que la violencia del lenguaje, unida a la bajeza de las costumbres. Ambas cosas nacen del desprecio a los demás y a sí mismo, porque prescindir de la moral es despreciarse a sí propio y atacar groseramente a los demás; es despreciar al auditorio. ¿Acaso no es para vosotros el mayor ultraje que os crean íntimamente gozosos por los insultos dirigidos a los hombres más honrados, suponer que no comprendéis el sentido de las palabras bochornosas y deshonestas, o que, si lo entendéis, os agradan? ¿Qué zafio, mozo de esquina o tabernero, no tendría más verbosidad que vosotros para insultar, si quiere tomar el manto? VIII. Debe más a su persona que a su dignidad, aunque de esta dignidad no sea partícipe todo el universo. Porque entre un número infinito de hombres, pocos son senadores; entre los senadores, pocos son nobles de nacimiento; de estos consulares, pocos son virtuosos, y finalmente, de estos virtuosos, pocos son instruidos. Pero, hablando del honor únicamente, las insignias de este cargo, el vestido y el calzado, no las tiene el primero que llega. IX. Si por acaso en esta ilustre asamblea hay alguno de mis envidiosos, porque en una gran ciudad siempre hay hombres que prefieren denigrar el mérito superior a imitarlo, y que, desesperando de igualarlo afectan despreciarlo; hombres cuyo nombre es oscuro y que quisieran darse a conocer a expensas del mío; si, pues, alguno de estos seres biliosos se ha mezclado, como mancha, a este brillante auditorio, deseo que pase un poco la vista por el inmenso concurso, y que mirando esta concurrencia tan grande que ningún filósofo la ha visto igual alrededor de su cátedra, medite qué peligros puede correr un hombre que inspira tan grande estimación y está tan habituado al desprecio. ¡Cuán ruda y penosa tarea la de satisfacer la curiosidad, por poca que sea, de un corto número de oyentes, sobre todo para mí, a quien mi fama y una favorable prevención no permiten negligencia alguna, ninguna expresión descuidada! ¿Quién de vosotros, en efecto, me perdonaría un solecismo? ¿Quién una sola sílaba pronunciada con acento bárbaro? ¿Quién me permitiría balbucear frases incorrectas y viciosas como las que produce el delirio de la fiebre? Sin embargo, todo esto lo permitís a los demás y tenéis razón sobrada. Pero cada una de mis palabras la examináis, la pesáis cuidadosamente, la sometéis al contraste de la lima y de la cuerda, relacionáis el torno con las exigencias del coturno. Tanta es la indulgencia con la medianía, como la severidad con el mérito. Reconozco, pues, la dificultad de mi situación y no os demando diferente disposición de ánimo; pero no os dejéis engañar por una ligera y falsa semejanza, porque ya lo he dicho con frecuencia: los pordioseros con manto llenan las calles. El pregonero sube al tribunal con el procónsul, y también va cubierto con toga; a veces está largo tiempo de pie: a veces anda; pero ordinariamente grita con toda la potencia de su voz. El procónsul permanece sentado; habla raras veces, y si habla es con voz pausada, y lo más frecuente es que lea en sus tablillas. Ahora bien: el gritador de voz estentórea es un ministril; el procónsul que lee en sus tablillas es un juez, y a su fallo, una vez pronunciado, no se puede añadir ni quitar una sola letra. Tal como lo pronuncia es inscrito en el archivo de la provincia. Yo estoy, por mis estudios, casi en una posición análoga, salvo la distancia correspondiente. Lo que ante vosotros digo es escrito y leído en seguida, nada puedo retirar, ni cambiar, ni corregir, y por ello mis palabras tengo que medirlas y pensarlas en mis diversas composiciones. Porque hay más obras en mi galería que había en la fábrica de Hipias[8]. Sea de ello lo que quiera, estad atentos y hablaré con mayor cuidado y método. Este Hipias, el primero de los sofistas por la variedad de su talento y la facilidad de sus locuciones, era contemporáneo de Sócrates. La Élida fue su patria: se ignora su origen; tenía gran reputación, mediana fortuna, memoria excelente, variados conocimientos y numerosos rivales. Vino una vez a los juegos olímpicos a Pisa; su traje era tan brillante como de extraña forma, y nada de lo que sobre sí llevaba lo había comprado, sino estaba hecho por sus manos, las telas que le cubrían, el calzado que llevaba en los pies y los adornos que llamaban la atención. Ceñía el cuerpo con estrecha túnica de finísimo tejido de tres hilos, de púrpura dos veces teñida, y la había tejido él mismo. El cinturón era un tahalí cubierto de bordados babilónicos de abigarrados y brillantes colores, y nadie le había ayudado en este trabajo. Cubríale un manto blanco que echaba por encima del hombro. Este manto también, según se decía, era obra suya y los pantuflos que le servían de calzado. Mostraba con ostentación en la mano izquierda un anillo de oro, cuyo sello estaba artísticamente trabajado, y él era quien había redondeado el oro, puesto el engarce y grabado la piedra. No he enumerado aún todas sus obras, porque no debo avergonzarme en referir lo que él sin ruborizarse y vanidosamente mostraba. Refirió ante numerosa asamblea haber fabricado el frasco de aceite que llevaba, que era un vaso de forma lenticular, suavemente redondeado por los contornos, y como compañero mostraba un precioso peinecillo de mango recto y púas en forma de tubos, de manera que el mango servía para sostenerlo, y los tubos para que corriese el sudor. ¿Quién no elogiaría a un sabio en tan gran número de artes, en tan varias ciencias; peritísimo Dédalo para todos los utensilios? Yo también elogio a Hipias, pero prefiero igualar su fecundidad con mi instrucción mejor que con mi talento para fabricar tantas cosas. Lo confieso: soy inferior a él en las artes mecánicas; compro mis vestidos al sastre y mi calzado al zapatero; no uso anillo y estimo el oro y las piedras preciosas como el plomo y los guijarros. El peine, el frasco de aceite y los demás objetos de baño los compro en el mercado. Finalmente, ¿por qué negarlo? no sé manejar ni la escuadra, ni la lezna, ni la lima, ni el torno, ni otras tales herramientas. A todas ellas, lo confieso, prefiero una pluma de escribir, que me sirve para componer toda clase de poemas dignos de la cítara, de la lira, del coturno o del zueco; sátiras, logogrifos, historias varias, discursos admirados por los oradores, diálogos elogiados por los filósofos; abarco todos los géneros y los expreso en griego y en latín, por mi doble vocación, con el mismo gusto e igual estilo. ¡Que no pueda yo ofrecerte, ilustre procónsul, todos estos tributos literarios, no en partes separadas y como nuestras, sino en su conjunto y unidad, y merecer tu glorioso testimonio por la universalidad de mis aptitudes! Y no es ciertamente por falta de alabanzas, porque mi gloria, siempre intacta, floreciente siempre, ha llegado a tu noticia por conducto de todos tus predecesores; pero deseo con preferencia a todos los otros sufragios, el del hombre que yo más estimo, porque es natural amar a quienes se estima, y buscar los elogios de aquellos a quienes se ama. Ahora bien: yo te profeso la más viva amistad, porque si ninguna obligación tengo con el hombre privado, el magistrado ha adquirido por completo mi afecto, y si ningún favor he obtenido de ti, es porque ninguno he pedido. Además, la filosofía me ha enseñado a amar no solamente a mis bienhechores, sino hasta a mis enemigos; a escuchar la voz de la justicia mejor que los consejos del interés; a preferir la utilidad general a la mía propia. Así, pues, mientras los más aman los efectos de tu benevolencia, yo amo tu inclinación al bien. Me he aficionado a ti al ver tu celo por los negocios de la provincia, celo que te debe proporcionar el apasionado amor de todos: de los obligados, por el beneficio, de los demás, por el ejemplo; porque si los beneficios son útiles a gran número, el ejemplo es saludable a todos. En efecto, ¿quién no deseará aprender de ti por qué moderación se adquiere esa amable gravedad, esa dulce austeridad, esa seguridad tranquila, esa amenidad que no excluye la energía? Ningún procónsul, que yo sepa, inspira a África más respeto y menos temor. Jamás, antes de tu mando, se había visto ser más fuerte que la intimidación para reprimir el crimen, la vergüenza de cometerlo. Ningún otro, con igual poder, repartió más beneficios e infundió menos terror; ninguno trajo consigo un hijo que tanto le asemejara en las virtudes; ninguno ha sido por más largo tiempo procónsul de Cartago; porque cuando tú recorrías la provincia, Honorio quedaba con nosotros, y si nuestro pesar fue más amargo, tu ausencia era menos sentida. En el hijo se encontraba la equidad del padre, en el joven la prudencia del anciano, en el teniente la autoridad del cónsul. Retrata tan fielmente todas tus virtudes, que se te admiraría más por tu hijo que por ti mismo, si este hijo no fuera uno de tus dones. ¡Plegue al cielo que gocemos siempre de tu mando! ¿Para qué esos cambios de procónsules? ¡Años demasiado cortos; meses que transcurren fugaces! ¡Cuán fugitivo es el paso de los hombres virtuosos! ¡Qué rápidamente cumplen su misión los buenos gobernadores! Ya te acompaña, Severiano, el sentimiento de toda la provincia; pero Honorio es llamado por su sangre a la pretura; el favor de los Césares le prepara el consulado. Desde ahora posee nuestro amor, y en él cifra Cartago su esperanza para lo porvenir. ¡Único consuelo que tu ejemplo nos da! Es enviado de lugarteniente, y pronto volverá a nosotros de procónsul. X. Citemos primero el Sol, cuyo carro, en su luminosa carrera, inunda el universo con su brillante llama, y la Luna, que refleja dócilmente su luz, y los otros cinco planetas, el benéfico Júpiter, la voluptuosa Venus, el rápido Mercurio, el devorador Saturno, Marte el incendiario. Hay además otras divinidades intermedias cuya influencia sentimos, pero que no alcanzamos a ver con nuestros ojos, como el Amor y todos sus adherentes, que, invisibles por la forma, conocemos por su fuerza. Esta fuerza es la que, conforme a los designios de la Providencia, ha levantado aquí las encrespadas crestas de los montes, y allá extendido a sus pies el nivel de las campiñas, diversificando por todas partes el curso de los ríos y el verdor de las praderas. Ella es la que ha dicho al pájaro: «Vuela», y a la serpiente: «Arrástrate», a la fiera: «Corre», y al hombre: «Anda». XI. Veis esos desgraciados que cultivan una heredad estéril, un campo pedregoso, lleno de guijarros y matorrales, no recolectando ningún fruto en sus arenales pantanosos, no encontrando sino la estéril cizaña y la infecunda avena; pues como no tienen frutos suyos, toman los de otros y cogen las flores del vecino para mezclarlas a sus cardos. Lo mismo sucede a los hombres estériles en virtudes. XII. El loro es un ave de la India, casi del mismo tamaño que una paloma, pero de distinto color. No es el blanco leche, ni el tinte amarillento, ni la mezcla de ambos colores con el gris ceniciento; el color del loro es verde desde el nacimiento de las plumas hasta la punta de las alas, y solo el cuello se diferencia por estar rodeado de un círculo de bermellón que, como collar de oro, se repite alrededor de la cabeza en forma de brillante corona. El pico es de una dureza sin igual, y cuando desde la altura se precipita sobre una roca con toda la impetuosidad de su vuelo, el pico es como ancla que lo sujeta. La cabeza es igualmente dura, y por eso, para obligarle a imitar nuestro lenguaje, se le da en ella con una varilla de hierro a fin de hacerle comprender lo que se le manda. Es como la férula del colegial. Puede ser instruido desde que nace hasta la edad de dos años, porque entonces su garganta se presta fácilmente a todos los ejercicios, su lenguaje a todas las evoluciones. Pero cuando se le coge viejo, es indócil y olvidadizo. El loro que se presta mejor a reproducir el lenguaje humano es el que se alimenta con bellotas y tiene en las patas tantos dedos como el hombre. En esto se distingue de las otras especies; pero es condición común a todas, la de que, poseyendo la lengua más fuerte que las demás aves, articulan más fácilmente la palabra humana por tener el paladar y la laringe más desarrollados. El loro habla, o mejor dicho, canta lo que aprende con tan fiel imitación, que al oírle se creería que es un hombre, pero viéndole se reconoce que su palabra es un esfuerzo. Por lo demás, el loro, como el cuervo, no pronuncia más que los sonidos que ha aprendido. Enseñadle palabras indignas y os aturdirá día y noche con sus blasfemias; esta será su poesía y su canción, y cuando agote su repertorio, comenzará la misma cantilena. El único medio de poner coto a su tan indecorosa verbosidad, será cortarle la lengua o devolverle cuanto antes a sus bosques. XIII. La filosofía no me ha dado una palabra en el género de canto corto e intermitente que la Naturaleza ha proporcionado a ciertos pájaros. La golondrina se hace oír por la mañana, la cigarra al mediodía, el murciélago al ponerse el sol, la lechuza al oscurecer, el búho durante la noche, y el gallo antes de despuntar la aurora. Todos estos animales parece que se relevan, si se considera la variedad de tiempo y de modo que determinan la hora y el tono de sus cantos. El gallo da el grito de aviso, el búho gime, la lechuza se queja, el murciélago lanza roncos sonidos, la cigarra chirría, la golondrina gorjea. Pero la razón, como la palabra de los filósofos, son de todos los momentos, y así sucede por su carácter imponente de autoridad, de utilidad y de universalidad. XIV. Oyendo Crates a Diógenes repetir estas máximas y otras semejantes, tanto se enardeció su ánimo, que un día fue a la plaza pública y arrojó allí todo su patrimonio como vil carga, más embarazosa que útil. Después, en medio de la multitud que le rodeaba, exclamó: «Crates emancipa a Crates.» Desde entonces, solo, desnudo, libre de todo, vivió toda su vida como verdadero hombre feliz. Buscábanle con tanto empeño, que una doncella de ilustre nacimiento, desdeñando a todos los pretendientes jóvenes y ricos, deseó unirse a él. Crates le descubrió sus hombros, entre los cuales tenía una joroba, puso en el suelo sus alforjas, su bastón y su manto, y le dijo que aquellos eran todos sus bienes, y sus atractivos personales ya los veía, añadiendo que consultara seriamente consigo misma, para que no se arrepintiera después. Hiparquia, no obstante, aceptó las condiciones, y respondiole que ya había reflexionado y deliberado bastante; que en parte alguna encontraría un marido más rico y más amable y que podía conducirla donde quisiera. El cínico la llevó al Pórtico, y allí, en el sitio más frecuentado, ante todos, y en pleno día, se acostó junto a ella, y ante todos también hubiera consumado el matrimonio, a lo que accedía la joven con igual desenfado, si Zenón no les hubiera cubierto con su manto para ocultar a su maestro de las miradas de la multitud que le rodeaba. XV. Es Samos una islilla del mar Icariense, situada frente y al Occidente de Mileto, de la cual la separa un brazo de mar. Con viento favorable se puede hacer el trayecto de una a otra en dos días. El suelo, poco fértil en trigo, rebelde al arado, pero propicio al olivo, no produce ni viñas ni legumbres. El cultivo consiste, únicamente, en plantar y podar olivos, cuyo producto es más beneficioso a la isla que las demás recolecciones. Por lo demás, Samos está pobladísima y es muy frecuentada por los forasteros. La ciudad no responde a la fama de la comarca, y solo las ruinas de los muros indican que fue una gran población. Hay, sin embargo, en ella un templo a Juno, muy celebrado en la antigüedad. Este templo, si no recuerdo mal, está a veinte estadios de la población siguiendo la ribera. El altar de la diosa es riquísimo y se ha empleado gran cantidad de oro y plata en platos, espejos, copas y otros objetos que sirven de ornamentación. También hay allí muchas estatuas de bronce representando diversas figuras, trabajo antiguo y muy notable. Citaré la de Batilo, que está delante del altar y que fue dedicada por el tirano Polícrates. No conozco trabajo más esmerado. Algunos creen, erróneamente, que es la estatua de Pitágoras. Representa un adolescente de admirable belleza. Sus cabellos, partidos por mitad de la cabeza y retirados de las sienes, caen por la espalda en largos bucles, formando sobre los hombros una sombra en la que destaca el cuello finísimo y mórbido; las líneas de las sienes son graciosas, las mejillas redondeadas, con un hoyuelo en medio de la barba. Su postura es la de un tocador de cítara; mira a la diosa y parece que canta. Su túnica, cubierta de bordados y sujeta con cinturón griego, cae hasta los pies. Una clámide cubre ambos brazos hasta los puños, y por bajo flota en elegantes pliegues. La cítara está suspendida de un tahalí de perfecto trabajo. Sus manos son finas y delicadas; la izquierda toca las cuerdas separando los dedos, y la derecha aproxima el arco de la cítara como si aguardara para tocar a que la voz interrumpa el canto que parece escaparse de su redondeada boca y de los dulcemente entreabiertos labios. Admito que esta estatua sea de algún favorito de Polícrates que, por agradarle, modula una canción anacreóntica, pero de seguro no es la imagen de Pitágoras. Este era, en verdad, de Samos, de belleza maravillosa, de talento superior para tocar toda clase de instrumentos de música y vivió en los tiempos en que Polícrates dominaba a Samos; pero el tirano jamás amó al filósofo, porque cuando aquel se apoderó del mando, Pitágoras escapó secretamente de la isla. Acababa de perder a su padre Mnesarco, hábil grabador en piedras, que en el arte de trabajarlas prefería, según se dice, la gloria al provecho. Hay quien supone que Pitágoras fue uno de los cautivos del rey Cambises, llevado a Egipto, donde tuvo por maestros a los magos persas, y especialmente a Zoroastro, el gran fundador de su religión y que después fue rescatado por un tal Gillo, príncipe de los Crotonenses. Pero la tradición más acreditada consiste en que fue voluntariamente a estudiar las doctrinas egipcias y que los sacerdotes le enseñaron el increíble y misterioso poder de sus ceremonias, la admirable combinación de los números y las fórmulas rigurosas de la geometría. Su ciencia no le satisfizo: visitó a los Caldeos y después a los Brahmanes y sus gimnosofistas. Los Caldeos le revelaron la ciencia de los astros, las revoluciones precisas de los planetas y su influencia en el nacimiento de los hombres. Diéronle los remedios para curar las enfermedades, remedios adquiridos a gran coste, buscados en la tierra, en el cielo y en la profundidad de los mares. De los Brahmanes tomó el mayor número de los principios de la filosofía; el arte de ilustrar la inteligencia; el de fortificar el cuerpo; las diferentes partes del alma; las transformaciones de la vida; las penas y recompensas concedidas por los dioses manes a cada mortal según su mérito. También tuvo por maestro a Ferécides de Siros, el primero que sacudió el yugo de los versos y empleó un lenguaje libre, sin las trabas de la poesía. Y cuando Ferécides, putrefacto por los horribles insectos que le roían, sucumbió víctima de esta espantosa enfermedad, Pitágoras amortajó religiosamente a su maestro. Dícese, además, que estudió filosofía natural con Anaximandro, de Mileto, que siguió la escuela del cretense Epiménides, augur y poeta ilustre, y que escuchó las lecciones de Leodamas, discípulo de Creófilo, de quien se asegura que fue huésped y rival de Homero. Este hombre, instruido por tantos maestros; este hombre, que había recorrido el universo para aprender las doctrinas en su origen; este genio eminente, cuya inteligencia supera los límites impuestos a la humana; este fundador, este creador de la filosofía, lo primero que enseñó a sus discípulos fue el silencio. En su opinión, el primer estudio de quien quería llegar a ser sabio, era el de contener completamente su lengua, refrenar esas palabras que los poetas llaman _volantes_, cortarles las alas, encerrarlas en esa fortaleza de marfil que forman los dientes. El primer elemento de la filosofía era aprender a reflexionar y olvidar el perorar. No estaba prohibido el uso de la palabra toda la vida, ni todos los discípulos estaban condenados a mutismo de igual duración. Para los hombres graves reducía el maestro a corto tiempo la obligación del silencio; para los locuaces prolongaba hasta a cinco años esta especie de destierro de la palabra. Ahora bien: nuestro Platón, que ha sido fiel o se ha desviado muy poco de las leyes de esta secta, pitagoriza casi siempre; y yo, que he sido adoptado en su nombre por mis maestros, debo a mis meditaciones académicas la doble ventaja de saber hablar animosamente cuando es preciso, y callarme sin esfuerzo cuando la ocasión lo exige. Gracias a esta moderación, he obtenido con tus predecesores la honrosa reputación de hombre que sabe guardar silencio a propósito y hablar cuando es preciso. XVI. Quiero, nobles jefes de África, antes de daros gracias por esta estatua que me habéis hecho el honor de pedir para mí cuando estaba entre vosotros y de conceder en mi ausencia, quiero explicaros por qué he faltado muchos días a mi auditorio y he ido a las aguas Persianas[9], sitio de delicioso solaz para los sanos y de salud para los enfermos; porque he resuelto daros cuenta de todos los instantes de esta vida mía que os está consagrada para siempre, y cuanto haga, importante o frívolo, someterlo a vuestro conocimiento y a vuestro juicio. El motivo que repentinamente me privó de vuestra ilustre presencia, tiene alguna relación con el hecho que voy a referir: se trata de Filemón el cómico[10]. Probablemente conoceréis su genio: escuchad algunos detalles de su muerte. ¡Pero qué! ¿Dudáis de su talento? Pues sabed que Filemón era un poeta de la media comedia, contemporáneo de Menandro, con quien luchó, y si no le iguala, fue al menos su rival, y aun con frecuencia, vergüenza me da decirlo, su vencedor. Encuéntrase en sus obras fina sátira, intrigas ingeniosas, reconocimientos de hijos clarísimamente explicados: los actos y el lenguaje de sus personajes están de acuerdo con las situaciones, sus chistes nunca son triviales, su gravedad nunca trágica. Rara vez son sus comedias licenciosas, y si habla del amor, es tratándolo como un extravío. Pero nunca deja de sacar a la escena el mercader de esclavos sin fe, el amante en desvarío, el criado astuto, la querida falaz, la esposa arrogante, la madre indulgente, el tío sermoneador, el amigo entremetido, el soldado fanfarrón y hasta los glotones parásitos, los padres testarudos y las procaces meretrices. Gracias a estos méritos llegó a ser célebre Filemón en el arte cómico. Un día que recitaba en público una obra suya nueva, en el tercer acto de la comedia, en el momento en que todo el interés estaba más vivamente excitado, una lluvia repentina, como me sucedió hace poco, le obligó a interrumpir la lectura y a prometer, por petición de todo el auditorio, acabarla al día siguiente. Acudió al otro día inmensa multitud; cada cual procura sentarse lo más cerca posible; los últimos en llegar hacían señas a sus amigos de que se estrecharan para dejarles puestos; los espectadores de las extremidades se quejaban de que les empujaban fuera de sus asientos; el auditorio estaba apiñado en el teatro, y empezaron las conversaciones. Los que no estuvieron la víspera preguntaban lo que se había leído; los que asistieron recordaban lo que habían oído, hasta que sabiéndolo todos, esperaban la continuación de la comedia. El día avanza y Filemón no acude a la cita; algunos murmuran por su tardanza; los más defienden al poeta. Pero después de aguardar largo rato, y viendo que Filemón no llegaba, envían a los más impacientes para que salgan a su encuentro, y le hallan... muerto en su lecho. Acababa de exhalar el último suspiro, y tendido en la cama parecía estar meditando, con los dedos aún entre las hojas y la boca junto al libro abierto. Pero el alma había partido; el libro estaba cerrado y olvidado el auditorio. Los primeros que entraron permanecieron un instante inmóviles, sorprendidos por un acontecimiento tan imprevisto como lo era una muerte tan maravillosa y bella. Seguidamente fueron a anunciar al pueblo que el poeta Filemón, a quien esperaba para terminar en el teatro la lectura de una comedia escrita sobre asunto imaginario, acababa de terminar en su casa el verdadero drama, diciendo por última vez a las cosas humanas _valere et plaudere_, y a sus amigos _dolere et plangere_; que la lluvia de la víspera era presagio de lágrimas; que su comedia había llegado a la antorcha fúnebre antes de llegar a la antorcha nupcial, y que al abandonar este ilustre poeta el teatro de la vida, su auditorio debía asistir a sus exequias, recogiendo primero sus huesos y después sus versos. Largo tiempo hace que sabía esta historia, y la he recordado en daño mío; porque no habéis olvidado que la lluvia interrumpió mi último discurso, y que a petición vuestra dejé el continuarlo para el día siguiente. A fe mía que me ha faltado poco para asemejar por completo a Filemón; el mismo día sufrí en la palestra tan violenta torcedura en el talón, que estuvo a punto de romperse la articulación de la pierna, aún inflamada por consecuencia de la luxación. Pero mientras la curaba a fuerza de ligaduras y por mi cuerpo corría el sudor a torrentes, la acción de un frío demasiado prolongado me dejó transido, produciéndome dolor agudo en las entrañas, que no se calmó sino en el instante en que su violencia me iba a matar. Expuesto he estado, como Filemón, a despedirme de la vida antes de volver a veros, a hacer mi reverencia al mundo antes de hacerla al público, a terminar mi existencia antes que mi historia. Pero gracias a las aguas Persianas, a su dulce temperatura, a sus duchas saludables, he recobrado la facultad de andar, y aunque todavía mal seguro sobre mis piernas, venía apresurado a pagar la deuda con vosotros contraída, cuando vuestro beneficio, no solo ha puesto al cojo en pie, sino que le ha dado alas. ¿Acaso no debía yo apresurarme tratándose de un honor que me obliga al agradecimiento, mayormente por no haber sido pedido? Y no es porque la gloriosa Cartago no merezca hacerse pagar los honores, aun para un filósofo, con un ruego, sino porque para que vuestro beneficio nada perdiese de su gracia y de su precio, era necesario que no alterara su brillo una demanda; que fuera gratuito. En efecto, no se obtiene gratis lo que se consigue por ruegos, como no es dar nada ceder a las instancias. Por esto se prefiere comprar todos los utensilios a pedirlos, y en mi opinión este principio es especialmente aplicable en cuestión de honores, porque quien laboriosamente los consigue, no está obligado más que a sí mismo; pero quien, sin importunar, los obtiene, debe doblado reconocimiento a sus bienhechores, porque no pide, recibe. Os debo, pues, doble reconocimiento, o mejor dicho, inmenso, y lo proclamaré siempre y en todas partes. Por ahora, este discurso, compuesto a propósito de tal honor, será, como de costumbre, pública expresión de mi agradecimiento. El filósofo, en efecto, tiene un medio seguro de dar gracias a los que le decretan una estatua, y poco me apartaré de él en este discurso que reclama la eminente dignidad de Emiliano Estrabón; discurso que tendrá, así lo espero, algún éxito si él quiere añadir hoy su aprobación a la vuestra; pues tal es su superioridad literaria, que debe más fama a su propio genio que a sus títulos de patricio y de cónsul. ¿De qué términos, Emiliano Estrabón, el primero de los mortales que han existido, existen y existirán, el más ilustre de los hombres virtuosos, el más virtuoso de los ilustres y el más sabio de unos y otros; de qué términos me valdré para tributar a la benevolencia con que me honras, solemnes actos de gracia? ¿Cómo celebrar dignamente tan glorioso patrocinio? ¿Cómo reconocer e igualar con humildes palabras tan brillante favor? Busco aún el medio de conseguirlo, pero ¿lo encontraré? Al menos emplearé el mayor celo, los más grandes esfuerzos, Si gratitud y vida no me faltan. En este momento, lo confieso, la alegría entorpece mis palabras, el placer suspende mi pensamiento, y mi alma delirante prefiere saborear sus transportes a celebrarlos. ¿Qué hacer? Quiero mostrar mi gratitud, y en mi entusiasmo no encuentro palabras que lo expresen. Nadie, ni aun los que peor me quieran, se atreverá a censurarme porque, ante honor tan grande, quede tan sobrecogido como satisfecho, y que, por venir del más noble y sabio de los hombres, me exalte tan magnífico testimonio. En efecto, ¿dónde lo he recibido? En medio del Senado de Cartago, cuerpo tan ilustre como benévolo, y de parte de un consular. Ser conocido de este sería ya insigne honor. ¡Y él, sin embargo, es quien se ha constituido en mi panegirista ante los primeros magistrados de la provincia! Porque, lo he sabido, él es quien ha propuesto hace tres días que se me erigiera una estatua en una plaza pública; él ha invocado primero los derechos de nuestra amistad, comenzada honrosamente por una comunidad de estudios con los mismos maestros. Después recordó los votos con que le he felicitado en todas las fases de su grandeza. Su primer beneficio ha sido recordar nuestros votos comunes; el segundo haberse vanagloriado, él, tan eminente, de mi afecto como del que le profesara un igual suyo. Además ha enumerado los pueblos y comarcas que me han dedicado estatuas y concedido otros honores. ¿Qué puedo yo añadir a este panegírico, hecho por un ilustre consular? Hasta ha demostrado que, en virtud del sacerdocio que ejerzo, poseo en Cartago una eminente dignidad, y coronando este elogio con el mayor de todos los beneficios, me ha recomendado, este glorioso preopinante, con todo el poder de su sufragio. En fin, ha prometido hacer elevar mi estatua a sus expensas en Cartago, él, a quien todas las provincias tienen por dicha ofrecerle cuadrigas y tiros de seis caballos. ¿Es necesario algo más para colmarme de gloria y poner el sello a mi reputación? ¿Qué falta acaso? Emiliano Estrabón, un consular que los votos de todos llevaran al proconsulado, ha hecho en el Senado de Cartago una proposición relativa a los honores que quiere se me concedan, y todos han aplaudido su pensamiento. ¿No os parece este asentimiento un _senatus consulto_? Diré más. Todos los cartagineses presentes en esta ilustre asamblea no han decretado inmediatamente la plaza donde será erigida la estatua, ni han dejado, yo creo, el votar una segunda estatua para la próxima sesión sino por deferencia, por respeto a su consular; querían parecer que le imitaban, no rivalizar con él, deseando que se dedicara un día entero y se consagrara a la expresión de los sentimientos públicos. Estos excelentes magistrados, estos jefes benévolos recordaban, sin embargo, Emiliano, que tu proposición estaba de acuerdo con su propia voluntad. ¿Y fingiré ignorar todo esto? ¿Guardaré silencio? Sería un ingrato. Permitidme que para responder a los brillantes honores de que he sido objeto por parte de todos los de vuestro orden senatorial, ofrezca y dispense todos los homenajes que puedo poner a vuestros pies, a vosotros, que me habéis saludado con vuestras gloriosas aclamaciones en un sitio donde tan honroso es el ser solamente nombrado. Sí; lo que era difícil, lo que me parecía de todo punto imposible reunir, las simpatías del pueblo y el agrado del Senado, la aprobación de los magistrados y de los jefes del Estado, lo digo sin orgullo, ya en cierto modo he llegado a conseguirlo. ¿Qué falta, pues, a este insigne honor si no es la compra del bronce y el trabajo del artista? Seguramente no dejaré de tener en Cartago, donde la clase más ilustre, aun en los casos en que se ventilan los más grandes intereses, decreta y no calcula, estas dos cosas que he obtenido en las más pequeñas ciudades. Por lo demás, cuanto más completo sea vuestro favor, más grande será mi gratitud. Nobles senadores, ciudadanos ilustres, y vosotros, mis gloriosos amigos, cuando llegue la dedicatoria de mi estatua, yo os dedicaré un libro de mi mano en el que mi reconocimiento sea más vivamente expresado, y este libro correrá por todas las provincias, por todo el universo, en todos los siglos venideros, para inmortalizar en todos los pueblos la gloria de vuestro beneficio. XVII. Plena libertad para aquellos que tienen por máxima perturbar la tranquilidad de los procónsules; que procuran recomendar su talento por la intemperancia de su lenguaje, y que afectadamente se adornan con el manto de vuestra amistad. Evito cuidadosamente estos dos defectos, pues aunque mi mérito sea mediano, todos tienen conocimiento de él lo bastante para no necesitar nueva recomendación. Por otra parte, tu favor, Escipión Orfito, y el de los que se te parecen, es más dulce a mi corazón que a mi vanidad. De la amistad de persona tan insigne más bien estoy celoso que enorgullecido, porque no se la debe desear sin conocer su justo valor, y cualquier advenedizo puede erróneamente vanagloriarse con ella. Además, desde mi infancia ha sido tal mi pasión por las artes liberales, y este amor a las buenas costumbres y al estudio que me ha seguido a vuestra provincia, me había proporcionado en Roma tan gran estimación entre tus amigos, de lo cual tú eres irrecusable testigo, que debéis, cartagineses, recibir mi amistad con tanta afición como tengo yo en buscar la vuestra. Las dificultades con que accedéis a mis raras audiencias prueban vuestro deseo de escucharme asiduamente. Y si no, decidme: el agrado en frecuentar a las gentes, el irritarse por sus inexactitudes, el regocijarse por su constancia, el censurar sus infidelidades, todos estos sentimientos que se experimentan por aquellos cuya ausencia nos es penosa, ¿no son la mayor prueba de amor? Y por otra parte, la palabra condenada a eterno silencio, ¿no es lo mismo el olfato entorpecido por el constipado, que el oído ensordecido por el viento, que los ojos cubiertos con una tela? ¿No equivale a sujetar las manos con esposas, a aprisionar los pies con grillos, el sumir el alma, esta reina del cuerpo, en el sueño, ahogarla en el vino o embotarla con las enfermedades? De igual suerte que la espada brilla con el uso y se enmohece con el descanso, la voz sujeta a la tortura de largo silencio se entorpece. La falta de actividad engendra en todo la pereza, y la pereza el letargo. Los actores trágicos perdían el brillo de su voz si no declamaban todos los días, y gritando es como se desarrolla la laringe. Sin embargo, la vocalización humana es un trabajo superfluo, un ejercicio inútil comparado con multitud de otros resultados posteriores. ¿Qué es la voz del hombre si se compara con el brillante sonido del clarín, con la variada armonía de la lira, con el seductor lamento de la flauta, con el murmullo encantador del caramillo o el eco prolongado de la trompeta? Y no hablo de multitud de animales cuyos acentos naturales, por sus propiedades especiales, nos llenan de admiración: el grave mugido de los toros, el lúgubre aullido de los lobos, el grito doloroso del elefante, el regocijado relincho del caballo, los penetrantes chillidos de los pájaros, los feroces rugidos del león y otras voces de animales, voces terribles o llenas de dulzura, según expresan la rabia cruel o el amoroso celo. En cambio ha dado Dios al hombre una voz menos fuerte, pero más útil a la inteligencia y agradable al oído; no habiendo mejor ocasión de emplearla y servirse de ella que ante una asamblea presidida por tan grande hombre, ante la numerosa reunión de personas tan instruidas y benévolas. Si tuviera superior habilidad para tocar la lira, no querría lucirla sino ante numeroso auditorio. En la soledad cantaban: en las selvas, Orfeo; Arión entre delfines; porque de dar crédito a las fábulas, Orfeo ocultaba su dolor en el destierro, y Arión se arrojó de lo alto de un buque; aquel domesticaba a las fieras; este encantaba a los monstruos del mar. ¡Desdichados cantores! Sus acordes no los inspiraba el amor a la gloria, sino la necesidad de su salvación. Más y de mejor grado les admiraría si hubieran deleitado a los hombres y no a los animales. La soledad es patrimonio de los pájaros, de los mirlos, de los ruiseñores, de los cisnes; el mirlo silba en los apartados eriales; el ruiseñor alegra los desiertos de África con sus juveniles canciones; el cisne en las orillas de los ríos solitarios medita el canto de la vejez. Pero quien puede cantar versos útiles a los niños, a los jóvenes y a los ancianos, debe cantar en medio de todos, y por ello mi poesía está dedicada a las virtudes de Orfito; himno tardío acaso, pero serio y tan agradable como útil a los cartagineses de todas las edades, porque todos tienen pruebas de la especial bondad del procónsul; del que atemperando los deseos con saludables restricciones, ha sabido inspirar a los niños la moderación, a los jóvenes la alegría, a los ancianos la seguridad. Ahora, Escipión, que llego a hablar de tu noble carácter, temo que me detenga o tu generosa modestia o el sentimiento de natural pudor. Pero no puedo pasar en silencio todas las cualidades que con tan justo título admiramos en tu persona; mencionaré algunas de ellas, y vosotros, ciudadanos a quien él ha salvado, reconocedlas conmigo. XVIII. Ante tan prodigiosa afluencia de oyentes debo más bien felicitar a Cartago, por poseer en su seno tantos amigos de la ciencia, que justificar a un filósofo que se presenta ante el público. Por lo demás, esta numerosa asamblea corresponde a la grandeza de la ciudad, y el inmenso concurso explica la elección del sitio. Además, en presencia de tal auditorio no se debe fijar la atención en el mármol del piso ni en las tablas del teatro, ni en la columnata de la escena más que en la elevación del techo, el brillo del artesonado, o la circunferencia de las gradas. Olvidad que aquí mismo y en otras ocasiones un mimo se descoyunta, un cómico charla, un trágico declama, un bailarín de cuerda da sus peligrosos saltos, un escamoteador hace sus juegos, un histrión sus payasadas; olvidad, en fin, que todos los demás farsantes muestran aquí, a los ojos del pueblo, sus diversas habilidades; dejad a un lado todas estas ideas y pensad solo en la gravedad de la asamblea y en el lenguaje del orador. Por ello, a ejemplo de los poetas que de ordinario suponen aquí mismo diferentes ciudades, y como el trágico que hace decir en el teatro: Tú que del Citerón a la alta cumbre llegas, o como el cómico: Plauto en esta ciudad vuestra Os pide modesto sitio Para transportar Atenas Sin arquitecto y sin ruido, séame permitido transportaros, no a una ciudad lejana y del otro lado del mar, sino al Senado o a la Biblioteca de Cartago. Suponed, si mi discurso es digno del Senado, que lo oís en el Senado, y si es sabio, que nos encontramos en la Biblioteca. Quisiera que la fecundidad de mi palabra respondiera a la grandeza de este auditorio y que no me faltara, sobre todo, donde yo deseo emplear mayor elocuencia; pero nada tan cierto que el dicho de que «el cielo no concede al hombre ninguna dicha que no esté mezclada con algunas contrariedades» y el de que en la mayor alegría siempre existe alguna amargura. No hay miel sin hiel. La abundancia conduce al exceso. Conozco más que en ninguna otra ocasión esta verdad, porque cuando más derechos creo tener a vuestros sufragios, mayor es el embarazo que me inspira para hablar el respeto que os profeso. Yo que con frecuencia he hecho ante extranjeros prueba de una locución fácil, titubeo ante mis conciudadanos. ¡Cosa extraña! Vuestras alabanzas me cortan, vuestros aplausos me intimidan, vuestra benevolencia encadena mi palabra, y, sin embargo, ¿no debería todo esto, al contrario, alentarme? Nuestros penates son comunes; he vivido entre vosotros desde mi infancia, he estudiado con vuestros maestros; estáis iniciados en mi doctrina; conocéis mi voz; habéis aprobado mis obras; mi patria está en la jurisdicción de África; he pasado con vosotros mi juventud; he escuchado vuestras lecciones, y si completé mis estudios en Atenas, aquí los empecé. Pronto hará seis años que estáis acostumbrados a oírme hablar en las dos lenguas; en cuanto a mis libros, lo que sobre todo les da mérito y precio es la aprobación que vosotros les concedéis. Pues bien, estos mil puntos comunes que os predisponen a escucharme favorablemente, detienen mi palabra. Seríame mucho más fácil celebrar vuestras alabanzas en cualquier otro sitio que en medio de vosotros, porque entre los suyos a cada cual retiene la modestia; la verdad no es libre sino entre extraños, y por ello siempre y en todas partes os celebro como parientes míos y mis primeros maestros y os pago mi tributo, no a la manera del sofista Protágoras, que fijó su salario y no lo recibió, sino como el sabio Tales, que no lo pidió y lo cobró. Pero ya veo lo que deseáis saber, y os contaré esta doble historia. Protágoras, sofista instruidísimo y uno de los primeros y más elocuentes inventores de la retórica, era de la misma edad y de la misma ciudad que el naturalista Demócrito, cuyas doctrinas estudió. Dícese que Protágoras había estipulado con Euathlo, su discípulo, un salario elevadísimo, con la imprudente condición de que no lo pagaría si no ganaba el primer pleito. Euathlo aprendió fácilmente todos los medios de atraerse la benevolencia de los jueces, los ardides de la defensa y los artificios de la parte contraria, tanto mas fácilmente cuanto que su ingenio era fino y astuto. Satisfecho de saber lo que había deseado, imaginó eludir su promesa; entretuvo a su maestro con prórrogas, y pasó largo tiempo sin querer pleitear ni pagar. Protágoras al fin le cita a juicio; expone en este las condiciones con que se había comprometido a instruírle, y emplea este argumento bicornuto: «O yo ganaré el pleito y deberás pagarme el precio convenido, porque a ello serás condenado, o lo ganas tú y entonces tendrás que pagarme también, conforme a nuestras condiciones, puesto que habrás ganado el primer pleito. De suerte que si ganas estás en el caso previsto en nuestro contrato, y si pierdes, obligado a pagar por la sentencia.» Responde a esto. Los jueces encontraron el argumento concluyente e invencible; pero Euathlo, digno discípulo de su maestro, lo devolvió de esta manera: «Pues bien, si así es, en ninguno de ambos casos te debo pagar lo que demandas. Si gano, la sentencia me liberta de la deuda, y si pierdo, me libran nuestras condiciones, por virtud de las cuales nada te debo si pierdo mi primer pleito. En cualquiera de ambos casos quedo libre del pago; si pierdo, por la condición de nuestro contrato; si gano, por la sentencia.» ¿No os parece que estos argumentos de ambos sofistas se enmarañan como espinas revueltas por el viento? Por ambas partes los mismos dardos, igual habilidad, idénticas heridas. Dejemos, pues, a los abogados y a los avaros el salario de Protágoras, con sus asperezas y espinas. ¡Cuánto más amo este otro salario que Tales demandaba! Era Tales uno de los siete sabios, y ciertamente el más ilustre de todos. Inventor entre los griegos de la geometría, fue el primero que estudió con exactitud la naturaleza de las cosas, y ayudado de pequeñas líneas, hizo los más grandes descubrimientos; la revolución de los tiempos, el soplo de los vientos, el curso de las estrellas, la retumbante maravilla del trueno, la dirección oblicua de los relámpagos, la vuelta anual del sol, las diversas fases de la luna, que nace y crece, envejece y se altera, tropieza con un obstáculo y desaparece. Ya en edad avanzada dio la verdadera explicación del sistema solar; explicación que aprendí y comprobé por medio de la experiencia. Él es quien ha medido el círculo que el sol, con su inmensa vuelta, describe sobre sí mismo. Se cuenta que acababa de hacer Tales un descubrimiento, y lo enseñó a Mandraito de Priene. Maravillado este por un sistema tan nuevo e inesperado, dejó a elección de Tales la recompensa que había de darle por tan preciosa comunicación. «Estaré recompensado, contestó el sabio, si cuando demuestres a alguno lo que te acabo de enseñar, no te atribuyes el descubrimiento, ni a ningún otro, sino a mí.» ¡Respuesta admirable y digna de este grande hombre! ¡Salario inmortal! Porque hoy y siempre le estaremos pagando cuantos hemos reconocido la verdad de sus observaciones astronómicas. Tal es el salario que os pago, cartagineses, en todas partes donde voy, por la enseñanza que me habéis dado durante mi infancia. En todas me vanaglorio de ser vuestro discípulo y os tributo todo género de elogios. Vuestras doctrinas son las que cultivo con mayor cuidado; vuestro poder el que celebro como más elevado; vuestras divinidades las que honro con más devoción. No creo encontrar un exordio más agradable a vuestros oídos que la invocación del nombre de Esculapio, de ese dios que protege con visible predilección la ciudadela de vuestra Cartago. Os recitaré un himno que, en honor de este dios, he compuesto en latín y griego, porque no soy para él adorador desconocido, ni iniciado novel, ni pontífice ingrato, pues en prosa y verso he celebrado su divinidad hasta el punto de cantarle en dos lenguas; y a este himno he añadido un diálogo-prólogo en griego y en latín. En este diálogo hablarán Sabidio Severo y Julio Persio: dos ilustres amigos que igualmente queréis por sus servicios, por su elocuencia y por su patriotismo, y de quienes no se sabe decir si se distinguen más por su moderación tranquila, por la actividad de su celo o por el brillo de sus honores. Unidos por estrecha amistad, solo luchan y rivalizan entre sí en un punto: su amor por Cartago; en esto agotan ambos toda su energía y de ambos es la victoria. Persuadido estoy de que la lectura de este diálogo no os será menos agradable que a mí placentero el haberlo compuesto, y que con él os hago un piadoso homenaje. Al principio del libro introduzco uno de los que conmigo estudiaban en Atenas, el cual pide en griego a Persio que le cuente las palabras que yo he pronunciado la víspera en el templo de Esculapio. Viene en seguida Severiano, que desempeña el papel de interlocutor latino, pues aunque Persio pueda hablar muy bien la lengua latina, conviene a nuestro propósito valernos en esta ocasión del vocabulario de Atenas. XIX. Asclepiades, uno de los médicos más ilustres, exceptuando a Hipócrates, el más ilustre de todos, es el primero que ha empleado el vino para mejorar a los enfermos; pero, entiéndase bien, lo empleaba oportunamente. Para ello, la observación le servía de regla infalible, pues estudiaba con extraordinaria atención los movimientos irregulares o satisfactorios del pulso. Un día, al volver a la ciudad de su campaña por el barrio, vio una inmensa pira puesta en una plaza, y alrededor de ella, de pie, en traje de luto, sumida en la mayor tristeza y con señales exteriores del más profundo duelo, una inmensa multitud que había acudido para asistir a los funerales. Por un impulso de natural curiosidad, se acercó para saber quién era el difunto, porque nadie había contestado a sus preguntas, y acaso porque esperaba hacer algunas observaciones útiles a la ciencia. Lo cierto es que aquel hombre, tendido y casi inhumado, le debió la vida. Asclepiades miraba a aquel desdichado, cuyos miembros estaban ya cubiertos de aromas, el rostro impregnado de esencias por mano de los embalsamadores y preparada la comida fúnebre; notó con atención ciertos signos, y tentando el cuerpo repetidas veces, comprendió que quedaba en él un resto de vida. «Este hombre vive, exclamó, alejad esas antorchas, apagad ese fuego, destruid esa pira, llevad esa comida a la sala del festín.» Óyese en seguida un rumor; decían unos que era preciso creer a los médicos; otros se burlaban de la medicina. Finalmente, a despecho hasta de los parientes, que no prestaban fe a sus palabras o que ya saludaban la herencia, consiguió Asclepiades, no sin gran trabajo, una breve dilación para las exequias del supuesto difunto; llevole a su casa en virtud de un derecho de postliminio de nueva especie; y arrancando a este desdichado de las manos de los sepultureros, como del infierno, le devolvió el aliento, y a poco la vida, escondida en los más secretos repliegues del cuerpo, fue reanimada, gracias a ciertos remedios. XX. He aquí una frase célebre de un sabio, relativa a los placeres de la mesa: «La primera copa es para la sed, la segunda para la alegría, la tercera para la voluptuosidad, la cuarta para la demencia.» La copa de las Musas, al contrario, cuanto más llena de licor sin mezcla, es más propicia a la salud del alma. La primera copa, la de los elementos, disipa la ignorancia; la segunda, la de la gramática, enseña las reglas; la tercera, la de la retórica, proporciona el arma de la elocuencia. Los más se detienen aquí. Por mi parte, estando en Atenas, he bebido además otras copas; he gastado la poesía y sus especias, la geometría y su agua clara, la música y sus dulzores, la dialéctica y su picante aspereza, en fin, la filosofía general y su delicioso néctar. Juzgad si no. Empédocles compone versos; Platón, diálogos; Sócrates, himnos; Epicarmo, refranes; Jenofonte, historias; Jenócrates, sátiras. Vuestro Apuleyo abarca todos estos géneros; con celo igual cultiva las nueve Musas, con mejor voluntad, sin duda, que talento. Por esto acaso merece más elogios, porque en todas las cosas bellas, el mérito está en los esfuerzos y el resultado es cosa eventual. Lo mismo sucede con el crimen; la intención, no seguida del efecto, es penada por la ley, porque si la mano queda pura, el alma está manchada. Por tanto, si la intención de obrar mal basta para ser castigado, también basta para la gloria intentar cosas laudables. ¿Y cómo conquistar los elogios más brillantes y más seguros, sino celebrando a Cartago, ciudad donde todos los ciudadanos se distinguen por su instrucción, donde se ven todos los géneros de conocimientos estudiados por los niños, practicados por los jóvenes, enseñados por los ancianos? ¡Cartago, venerable institutriz de nuestra provincia; Cartago, musa celeste del África; Cartago, inspiración de la toga! XXI. A veces, aun durante una precipitación necesaria, ocurren honrosos impedimentos que obligan a aplaudir una suspensión de voluntad. Supongamos a algunos hombres apremiados para hacer un viaje; prefieren montar a caballo a sentarse en un carro, a causa del embarazo del equipaje, de la pesadez de los carruajes, de las ruedas embarradas, de los carriles con baches, sin contar los montones de piedras, las cepas de árboles, los campos encharcados, las colinas en talud. Queriendo evitar todos estos motivos de tardanza, han escogido para montar caballos tan sólidos como vigorosos, tan fuertes como rápidos, Que de un escape salvan los campos y colinas, como dice Lucilio. Pero mientras sobre sus fogosos corceles vuelan, por el camino ven un hombre eminente por su dignidad y su nobleza; un hombre muy considerado, muy conocido, y entonces, sea la que quiera su impaciencia, suspenden, en honor suyo, la carrera, detienen los pasos, refrenan los caballos y echan pie a tierra; la varilla que les sirve para excitar el corcel, la pasan a la mano izquierda, y con la derecha, ya libre, le acogen y saludan. Mientras el personaje les pregunta, le acompañan conversando, y cualquiera que sea el retraso lo sacrifican de buen grado al cumplimiento de un deber. XXII. A Crates, discípulo de Diógenes, lo honraban sus contemporáneos en Atenas como a un genio doméstico. Ninguna casa le fue jamás cerrada, ningún padre de familia tuvo secreto tan oculto que no lo supiera inmediatamente Crates, porque era el árbitro y mediador de todas las cuestiones y de todos los disgustos entre parientes. Lo que los poetas cuentan de que Hércules sometió, venció con su valor tantos monstruos terribles, hombres y fieras, y que purgó de ellos al mundo, puede decirse de la cólera, de la envidia, de la avaricia, de la lujuria de todos los monstruos y de todas la plagas del alma humana, para las cuales fue un Hércules este filósofo. Las arrancó de todas las almas, purgó de ellas a todas las familias y domó la perversidad. Como Hércules, iba medio desnudo y llevaba una maza. Había nacido en Tebas, donde, según la tradición, nació Hércules. Antes de llegar a ser Crates, era uno de los principales tebanos; se citaban la nobleza de su origen, el número de sus servidores, el esplendor del vestíbulo de su casa; él mismo iba bien vestido y con dinero. Pero más tarde reconoció que en toda esta fortuna no había nada sólido, ninguna regla de conducta; vio que todo es efímero y frívolo, que cuantas riquezas hay bajo los cielos no sirven para hacer la felicidad. Un barco, decía, es bueno hábilmente construido, bien acondicionado y elegantemente decorado por dentro, provisto por fuera de un timón móvil, de un mástil elevado, de brillantes velas, en una palabra, de cuanto es necesario al equipo, de cuanto puede agradar a la vista. Pero si este barco no tiene piloto que le dirija, o la tempestad es su piloto, pronto se sepultará con su magnífico equipaje en las profundidades del mar, o se estrellará contra las rocas. Por muchos que sean los médicos que visiten a un enfermo, ninguno de ellos, porque vea la casa adornada de soberbias galerías y de dorados techos, porque un rebaño de esclavos y de adolescentes de rara belleza estén de pie alrededor del lecho, dice al enfermo que tenga buen ánimo, sino se sienta junto al lecho, le toma la mano, le tienta, observa los movimientos del pulso y sus intervalos, y si encuentra en ellos alguna alteración o perturbación, anuncia al paciente que su mal es peligroso. A este Creso le prohíbe tomar alimento. En aquella casa tan opulenta, no hay en todo el día un mendrugo de pan para él, mientras sus servidores gozan en alegres festines. En esto, su condición y nada son la misma cosa. XXIII. Vosotros, los que habéis querido que hablase abundantemente, aceptad este ensayo. Más tarde lo acabaré. No creo correr ningún riesgo atreviéndome a improvisar delante de vosotros, puesto que ya habéis aplaudido mis discursos preparados; ni temo desagradar en las cosas frívolas, habiéndoos satisfecho en las más graves. Preciso es que me conozcáis bajo todos los aspectos. Por este boceto informe, como dice Lucilio, podréis juzgar si soy el mismo en mis improvisaciones que en mis asuntos meditados, si algunos de vosotros desconocen esta facultad mía de hablar de improviso. Espero que vuestros oídos no sean más severos que mi pluma; en cambio seréis con la obra más indulgentes que su mismo autor. Esto es, por lo demás, costumbre de hombres de gusto, que muestran tanta severidad y desconfianza con las obras larga y detenidamente elaboradas, como benevolencia con las espontáneas. Jueces rigurosos, críticos severos, sin restricción para las obras escritas, deseáis conocer las improvisaciones para no juzgarlas. Esto es justo. Nuestros escritos quedan como están después que hemos terminado su lectura; pero en lo que decimos de repente, en lo cual en cierto modo sois partícipes, el único mérito es la acogida que le hagáis. Cuanto mayor desenfado haya hoy en mi estilo, tanto más me elevaré a vuestros ojos. Pero ya veo que me escucháis con gusto. Mi suerte está en vuestras manos, a vosotros toca desplegar y hacer que floten nuestras velas, a vosotros impedir que lánguidamente cuelguen o que permanezcan crispadas en las vergas. Por mi parte, aplicaré la frase de Aristipo, el jefe de la escuela cirenaica, o dándole el nombre que él prefiere, el discípulo de Sócrates. Preguntándole un tirano para qué le había servido el largo y penoso estudio de la filosofía, Aristipo respondió: «Para poder hablar a todos los hombres sin temor ni embarazo.» En este asunto, improvisada la expresión, será espontánea como muralla construida a escape, donde es preciso colocar las piedras al azar y sin simetría, sin apoyarlas en sólida base, sin alinearlas en planos regulares, sin medirlas conforme a las leyes geométricas. Construcción de palabras, las piedras que para ello traeré de mi montaña no están labradas en ángulos rectos, perfectamente iguales en todas sus caras y pulidas en las proporciones más exactas. Acopiaré los materiales para la obra y emplearé indiferentemente las piedras desiguales y esquinadas como las pulimentadas y brillantes. Unas serán angulosas, de aristas vivas; otras redondas o de bordes desgastados, sin alineación ni regularidad de escuadra ni rectitud de nivel. La celeridad y la corrección en una misma cosa, son imposibles, y nada hay que a la vez reúna el mérito de la prontitud y la belleza de la perfección. He cedido al deseo de algunas personas que absolutamente deseaban fuese improvisado mi discurso; pero temo me suceda lo que aconteció, según Esopo, al cuervo de la fábula, esto es, que buscando nueva gloria, pierda algo del mérito que antes me concedíais. Veo que tenéis curiosidad de conocer este apólogo, y no me molesta recitároslo. El cuervo y el zorro vieron al mismo tiempo una presa, y con igual ardor se lanzaron a cogerla; pero no con igual prontitud, porque el zorro corría y el cuervo volaba, de modo que el ave adelantó muy pronto a su rival. Desplegadas las alas atravesó el aire con rápido vuelo, cayó sobre la presa, se apoderó de ella, y orgulloso de la victoria, emprendió de nuevo el vuelo y fue a posarse seguro sobre la cima de una próxima encina. Entonces el zorro, no pudiendo valerse de sus patas, apeló a la astucia, y parándose debajo del cuervo, vanidoso de su conquista, empezó a alabarle hipócritamente, diciendo: «¡Cuán loco era yo en pretender rivalizar con el ave de Apolo! ¿Viose nunca cuerpo más gracioso? Ni pequeño ni grande, todo es en él útil y agradable; plumaje lustroso, cabeza elegante, pico sólido. ¡Qué miradas tan penetrantes! ¡Qué uñas tan vigorosas! ¿Y qué decir del color? Solo hay dos colores primordiales, el negro y el blanco, que son entre sí el día y la noche. Ambos los dio Apolo a sus aves queridas, el blanco al cisne y el negro al cuervo. Pero al conceder el canto a aquel, ¿por qué no dio voz a este? Tan hermosa ave, el fénix de los huéspedes de la selva, el favorito del armonioso Apolo, ¿verase obligado a vivir mudo y silencioso?» Al oír estas palabras el cuervo, queriendo demostrar que no carecía de esta cualidad, quiso dar enorme graznido por probar que en nada cedía al cisne, y olvidando la presa que tenía cogida, abrió el ancho pico, y perdió con el canto lo que había ganado con el vuelo, ganando el zorro con la astucia lo que había perdido en la carrera. Resumamos esta fábula en pocas palabras, si es posible. El cuervo, para mostrar su bella voz, único mérito que le faltaba, al decir del engañoso zorro, se puso a graznar, y la presa que tenía fue el premio del adulador. XXIV. De antemano sé lo que significan estas demostraciones. Pedís que diga en latín el resto de mi discurso, porque recuerdo que, al empezar, las opiniones estaban divididas, y prometí que si alguno de vosotros se inclinara en favor de la una o de la otra lengua, no se retiraría sin haber oído lo que prefiriese. Por eso, si queréis, dejaremos ahora la lengua del Ática, que ya es tiempo de abandonar a Grecia por el Lacio. Estamos próximamente a la mitad del discurso, y por lo que puedo juzgar, esta última parte no será inferior a la que he pronunciado en griego, ni por el vigor de los pensamientos, ni por la abundancia de las ideas, ni por la riqueza de los ejemplos, ni por la elegancia de la expresión. EL DEMONIO DE SÓCRATES POR LUCIO APULEYO EL DEMONIO DE SÓCRATES. ARGUMENTO. Los dioses supremos habitan en las alturas del mundo sin contacto alguno con los animales que viven en la tierra; pero entre el hombre y la Divinidad hay poderes intermediarios. Los genios o demonios son a la vez los intérpretes de nuestros votos y los mensajeros de los beneficios celestes, participando de doble naturaleza; como nosotros, son apasionados; como los dioses, inmortales. Su morada es ese intervalo aéreo que existe entre el cielo y la tierra. Su cuerpo es más ligero que el de los animales terrestres, y menos sutil que el de los seres superiores. Son visibles e invisibles según su voluntad, o mejor dicho, según sus diversas atribuciones. Deben ser contados entre ellos los manes y demás genios familiares, y otros de superior esencia, como el Sueño y el Amor. Todos tienen un culto especial, todos agradecen las ofrendas, y a todos irrita la indiferencia o el desprecio. Sin embargo, cada hombre tiene un demonio que debe honrar particularmente, un genio cuyos consejos debe escuchar y cuyas inspiraciones seguir. La sabiduría consiste en el culto tributado al genio especial de cada uno, y Sócrates fue el hombre más sabio por su obediencia a los mandamientos de su genio. En todas ocasiones escuchaba con respeto la divina voz que le hablaba. Este demonio fue quien le enseñó a distinguir los verdaderos de los falsos bienes, a despreciar los favores de la fortuna, y a buscar solo la virtud. Imitemos a Sócrates: dejando de un lado las cosas exteriores, cultivemos nuestro genio; no deseemos más que los verdaderos bienes, y seremos felices, y mereciendo, como Ulises, elogios que solo se dirijan a nuestra virtud. * * * * * Examinando Platón la naturaleza de todas las cosas, y principalmente la de los seres animados, los dividió en tres clases. Creyó que había dioses superiores, dioses intermedios y dioses inferiores, distinguiéndoles no solo por sus moradas, sino también por la perfección de su naturaleza, y fundó esta diferencia en numerosas consideraciones. Estableció primero, para mayor claridad, la distinción de las moradas y, cual su majestad lo exigía, asignó el cielo a los dioses inmortales. Entre estos dioses celestiales unos aparecen a nuestros ojos, otros los descubre la inteligencia. Vemos, pues, con nuestros ojos ... esos astros brillantes Que arreglan en los cielos el curso de los años. Pero nuestros ojos no ven solo esos astros principales: el sol, creador del día; la luna, rival del sol, esplendor de la noche, que, alternativamente figura un arco o aparece la mitad, o se muestra en la plenitud de su forma, antorcha variable, que luce con mayor brillo conforme se aleja más del sol, midiendo los meses en sus períodos regulares, períodos que se componen de crecientes y menguantes iguales. ¿Brilla la luna, como creen los Caldeos, con luz propia, luminosa de un lado y oscura de otro; debe a la revolución de su globo los cambios de su color, forma y extensión, o es cuerpo oscuro y falto de luz, que absorbe como espejo los rayos oblicuos u opuestos del sol? O sirviéndome de la frase de Lucrecio: «La luz que en ella brilla ¿es prestada?» Después veremos cuál de ambas opiniones es verdadera, pero lo cierto es que ni griegos ni bárbaros han negado o puesto en duda la divinidad del sol y de la luna. No son estos astros, según he dicho, los únicos dioses superiores. Hay además cinco estrellas que el ignorante vulgo llama errantes, aunque tienen un movimiento eterno, regular y cierto: si bien siguen distinta ruta, conservan siempre una velocidad igual y semejante, una progresión y una vuelta admirablemente determinadas por su situación y por la oblicuidad de su curva. Este orden maravilloso lo han advertido los que estudian la salida y ocultación de los astros. Los partidarios del sistema de Platón deben contar en el número de los dioses visibles a Arturo, las pluviosas Híades y las dos _Osas_, como también las demás constelaciones luminosas, coro admirable que en un cielo puro vemos brillar con severo resplandor; majestuosas bellezas de la noche sembrada de estrellas, luces deslumbradoras que reflejan, como dice Ennio, multitud de figuras en el magnífico escudo del mundo. Hay también otra especie de dioses que la naturaleza ha negado a nuestras miradas, pero que advertimos en las contemplaciones de la inteligencia, cuando con los ojos del alma los consideramos atentamente; entre ellos están los doce siguientes, cuyos nombres reunió Ennio en dos versos, Juno, Vesta, Minerva, Ceres, Diana, Venus, Marte, Mercurio, Júpiter, Neptuno, Vulcano, Apolo, y otros de igual naturaleza, cuyos nombres desde hace largo tiempo son familiares a nuestros oídos, y cuyo poder comprende nuestro espíritu por los distintos beneficios que nos prodigan en la vida, según sus diversas atribuciones. Pero el vulgo profano, ignorante de la filosofía y de las cosas santas, privado de razón y de creencias, y extraño a la verdad; el vulgo crédulo e insolente desconoce a los dioses, y con un culto ridículo o con insolentes desdenes, unos son supersticiosos y otros despreciadores, aquellos por debilidad, y estos por orgullo. En efecto, el mayor número reverencia a todos los dioses que habitan en las altas regiones del aire y que están muy alejados de las debilidades humanas; pero los honores que les tributan son indignos de ellos. Todo el mundo teme los dioses, pero sin saber la razón. Pocos los niegan, y estos por impiedad. Los dioses, según Platón, son naturalezas incorpóreas, animadas, sin principio ni fin, eternas en lo porvenir y en lo pasado, sin contacto alguno con los cuerpos perfectos y destinadas a la felicidad suprema. Buenos por sí mismos, no participan de ningún bien exterior y alcanzan el objeto de su deseo por un movimiento fácil, sencillo, libre y sin obstáculos. ¿Hablaré yo del padre de los dioses, del que crea y gobierna todas las cosas y que no está obligado a ningún acto, a ningún especial deber? ¿Qué diré de él cuando Platón, filósofo dotado de divina elocuencia y de penetración igual a la de los inmortales, ha repetido frecuentemente que la majestad de este ser, solo e infinito, está por encima de los términos y de las expresiones, y que ninguna palabra humana puede dar la menor idea de su perfección; que los mismos sabios, después de elevarse cuanto pueden sobre el nivel de los sentidos, apenas llegan a comprender este dios, y que lo entreven de ordinario como rapidísimo relámpago que brilla en densa oscuridad? No me detendré en este punto; la fuerza me faltaría, puesto que mi maestro Platón no ha encontrado ninguna expresión digna de tan gran asunto: ante una materia que excede al alcance de mi débil genio, tengo que batirme en retirada, y del cielo bajo mi discurso a la tierra, donde el hombre es el primero de los animales. En verdad, la mayoría de los hombres, depravados por el abandono de toda moral, entregados a los errores y a los crímenes, de dulces que eran naturalmente, han llegado a ser de tal modo feroces, que el ser humano podría ser considerado como el último de los animales de la tierra. Pero no tratamos ahora de discutir sobre sus extravíos, sino de poner de manifiesto la división de la naturaleza. Los hombres están dotados de razón y de palabra, su alma es inmortal, su cuerpo perdurable, su espíritu activo e inquieto, sus sentidos groseros y falibles. Difieren entre sí por sus costumbres, y se parecen por sus extravíos, por su audacia, por la terquedad de sus esperanzas, por sus vanos trabajos, por su frágil fortuna. Cada hombre, aisladamente, es mortal, pero el género humano existe, se reproduce y se renueva perpetuamente. Su vida es rápida, su saber tardío, su muerte pronta y la tierra es la morada donde pasa su dolorosa existencia. Tenéis, pues, dos clases de seres animados: los hombres y los dioses; mas estos difieren de aquellos en que habitan en lugares sublimes, en la perpetuidad de su vida, en la perfección de su naturaleza. Nada de común tienen con nosotros, porque la inmensidad separa sus moradas de las nuestras, porque en ellos la juventud es eterna e inalterable, y nuestra vida es frágil y rápida, y porque ellos están destinados a la felicidad, y nosotros oprimidos por el peso de las miserias. Pero qué, ¿la naturaleza no está unida en sí misma por ningún lazo, sino que, dividida en parte divina y en parte humana, se hace impotente por esta escisión? Porque como Platón ha dicho, ningún dios se mezcla con los hombres, y la señal más evidente de su sublimidad es que jamás se manchan con nuestro contacto. Algunos solamente, como los astros, aparecen a nuestra débil vista, y con todo eso, aun no estamos de acuerdo acerca de su tamaño y color. Los otros solo son comprendidos por los esfuerzos de nuestra inteligencia. Y no debe admirar que los dioses inmortales no estén al alcance de nuestra vista, porque aun entre los hombres, el que la fortuna eleva al trono, silla movible y frágil, se aparta lejos de todos, y, huyendo el contacto del vulgo, se oculta, por decirlo así, dentro de su propia dignidad, porque, así como la familiaridad produce el desprecio, la rareza de las relaciones inspira respetuosa admiración. Dirase, sin embargo, ¿qué ha de hacerse, según esta opinión, quizá sublime, pero casi inhumana? ¿Qué ha de hacerse, si los hombres, rechazados por los Inmortales, relegados en el Tártaro de esta vida, privados de toda comunicación con los dioses, no tienen ninguna divinidad que vele por ellos como pastor por sus ovejas, si ningún poder celestial modera el furor de los malos, cura las enfermedades, consuela a los indigentes? Decís que ningún dios se ocupa de las cosas humanas. ¿A quién, pues, debo dirigir mis ruegos? ¿A quién ofreceré mis votos? ¿A quién inmolaré víctimas? ¿A quién podré invocar como protector de los desgraciados, defensor de los inocentes y enemigo de los perversos? ¿A quién, finalmente, apelaré como juez de mis juramentos? ¿Diré yo como el Ascanio de Virgilio: «Juro por esta cabeza, por la cual mi padre antes juraba»? Sin duda, Julio, tu padre podía invocar esta prenda sagrada entre los troyanos nacidos de la misma raza que él, y acaso entre los griegos que lo habían conocido en los combates; pero entre los Rútulos que recientemente has conocido, si nadie quiere fiar en dicha cabeza, ¿qué dios responderá por ti? ¿Apelarás, como el feroz Mecencio, a tu brazo y a tu lanza? Porque este tirano solo respetaba sus armas: Mi dios es esta mano y este dardo que lanzo. Apartad esos dioses tan crueles, esa mano fatigada de homicidios, ese dardo enmohecido por la sangre; ni aquella ni este tienen nada en sí que merezca que se les invoque o que por ellos se jure. Este honor solo corresponde al dios de los dioses, porque jurar es poner a Júpiter por testigo, como ha dicho Ennio. ¿Qué hacer? ¿Juraremos por Júpiter en piedra, según antigua costumbre de los romanos? Si la opinión de Platón es cierta, si los dioses no tienen ninguna comunicación con los hombres, la piedra no ha de oírnos con más facilidad que Júpiter. No, os responderá Platón por mi boca; no, los dioses no son tan distintos ni viven tan separados de los hombres, que no puedan oír vuestros votos. Son, en verdad, extraños al contacto, pero no al cuidado de las cosas humanas. Existen divinidades intermedias que habitan entre las alturas del cielo y el elemento terrestre, en ese medio que ocupa el aire, divinidades que transmiten a los dioses nuestros deseos y los méritos de nuestras acciones. Los griegos las llaman _demonios_. Mensajeros de ruegos y de beneficios entre los hombres y los dioses, estos demonios llevan y traen de unos a otros, de una parte las demandas, y de otra los socorros; intérpretes con unos, genios bienhechores con otros, como lo dice Platón en su _Banquete_, presiden también en las revelaciones, en los encantos de los magos y en todos los presagios. Cada cual de ellos tiene sus atributos especiales. Componen los sueños, despedazan las víctimas, arreglan el vuelo y el canto de los pájaros, inspiran a los adivinos, lanzan el rayo, hacen brillar los relámpagos y se ocupan, en fin, de cuanto nos revela el porvenir: cosas todas que debemos creer mandadas por la voluntad, la providencia y las órdenes de los dioses, y ejecutadas por el cuidado, la obediencia y el ministerio de los demonios. Por ellos, por su intervención, fue Aníbal amenazado en sueños de la pérdida de un ojo; Flaminio, al ver las entrañas de la víctima, temió una derrota; los augures descubrieron a Navio Atto la maravillosa propiedad de la piedra de afilar; algunos hombres ven brillar los signos precursores del reinado que les espera; un águila corona a Tarquinio Prisco; una llama ilumina la cabeza de Servio Tulio; en fin, son las divinidades mediadoras entre los hombres y los dioses, que inspiran los presagios de los augures, los sacrificios toscanos, los versos de las Sibilas, y que indican los lugares donde ha de herir el rayo. Tales son las atribuciones de estos poderes intermedios entre los hombres y los dioses. Ciertamente sería impropio de la majestad de los dioses supremos, que alguno de ellos infundiera un sueño a Aníbal, o despedazara la víctima de Flaminio, o hiciera volar un ave junto a Atto Navio, o pusiera en verso las predicciones de la Sibila, o le quitara el bonete de flamen a Tarquinio, para devolvérselo, o hiciera aparecer envuelta en fuego la cabeza de Servio sin quemarla. Las divinidades del cielo no descienden a estos detalles que corresponden a los poderes intermedios, cuya morada está en el espacio de aire contiguo a la tierra y a los cielos, y que habitan en él como cada especie animada en el elemento que le es propio: en el aire lo que vuela, y en la tierra lo que anda. Y como hay cuatro elementos bien conocidos, que son, por decirlo así, las cuatro grandes divisiones de la naturaleza, y la tierra, el agua y el fuego, tienen cada uno sus animales peculiares (Aristóteles asegura que en las abrasadoras hornazas hay unos animales alados que revolotean y pasan su vida en el fuego, con el cual nacen, y sin él perecen), como tantos brillantes astros giran, según antes he dicho, en el éter, donde está el más vivo y puro origen del fuego, ¿por qué el aire, este cuarto elemento que ocupa tanto espacio, ha de estar vacío de toda cosa, y ser el único de los cuatro condenado por la naturaleza a no tener habitantes? ¿Por qué no ha de hacer que nazcan en el aire animales aéreos, como los produce inflamados en el fuego, fluidos en el agua y terrestres en la tierra? Porque los que asignan el aire como morada a las aves, cometen un error evidente. En primer lugar, ningún ave remonta su vuelo por encima del Olimpo, el monte más elevado del globo, cuya altura, según la medida de los geómetras, no llega a diez estadios. A partir de este monte, se extiende un inmenso espacio de aire hasta el primer círculo de la luna, donde verdaderamente empieza el éter. ¿Qué diréis, pues, de esta grande extensión de aire que se encuentra entre la cima del Olimpo y el círculo más próximo a la luna? ¿Estará despoblada de animales que le sean propios, y esta parte de la naturaleza quedará muerta e impotente? Porque, observad que el ave es más bien un animal terrestre que aéreo; su alimento está en la tierra; en ella nace y en ella descansa, y cuando vuela, solo atraviesa el aire más próximo a la tierra; en fin, cuando las alas que le sirven de remos están fatigadas, la tierra es el puerto que la recibe. Puesto que la fuerza del razonamiento obliga a admitir la existencia de animales propios del aire, resta solo, tratar de su naturaleza y de sus propiedades. No serán terrestres, porque les arrastraría su peso: no estarán formados de fuego, porque la fuerza del calor les llevaría fuera del elemento en que viven. Preciso es, pues, combinar una naturaleza intermedia, como el sitio en que se encuentran, para que la constitución de los habitantes esté en armonía con la región que ocupan. Formemos con el pensamiento, creemos una especie de animales hechos de suerte que no sean ni tan pesados como los de la tierra, ni tan ligeros como los del éter. Que difieran de unos y otros en algunas propiedades, o que las tengan de ambos, sea que se admita o que se rechace la participación de las dos naturalezas, advirtiendo de paso que la formación que admite la mezcla es más inteligible que la que la excluye. Así, pues, los cuerpos de estos demonios tendrán algún peso para que no sean elevados a las regiones superiores, y alguna ligereza para que no sean precipitados a la tierra. Ante todo, para que no me acuséis de presentaros creaciones increíbles, como hacen los poetas, os daré un ejemplo de este equilibrio. Las nubes tienen alguna relación con los cuerpos de que os hablo: si fueran tan ligeras como las cosas que carecen de peso, jamás bajarían, como frecuentemente las vemos descender, hasta la cima de las montañas que parece coronan; y si, por otra parte, fueran tan densas y pesadas que ningún principio de ligereza las levantara, caerían por su propio peso como masa de plomo o como piedra, destrozándose contra la tierra. Pero permanecen en suspensión y son movibles, corren acá y allá en el océano y en los aires, como barco que gobierna el viento; cambian de forma según se acercan o se alejan de la tierra. Cuando están preñadas de aguas celestes, descienden como para parir, y cuanto mayor es su peso, más bajan negras y amenazadoras y más lenta es su marcha. Por el contrario, cuanto menos cargadas, se elevan en el espacio más rápidas y transparentes, y huyen como guedejas de ligera lana. Ya sabéis los admirables versos de Lucrecio sobre el trueno: El trueno que desgarra la cima de los cielos, Formado está por nubes aéreas que entrechocan Arrastradas a impulsos de fiero vendaval. Si, pues, las nubes que se forman enteramente de la tierra y que a ella caen en seguida, se elevan a lo alto, ¿qué pensáis sucederá a los cuerpos de estos demonios, cuya combinación es mucho más sutil? No están formados, como ellas, de esos vapores espesos, de esas nieblas impuras, sino del elemento más puro, de la serenidad misma del aire, y a causa de ello no aparecen fácilmente a los mortales, llegando solo a ser visibles por la voluntad de los dioses, porque carecen de esa solidez terrestre que intercepta la luz, que detiene la mirada y que concentra necesariamente la vista. Los tejidos de su cuerpo son raros, brillantes y separados, de suerte que su resplandor deslumbra nuestros ojos y engaña las miradas. Preciso es poner en esta categoría la Minerva de Homero, cuando se aparece en medio de los griegos para apaciguar a Aquiles, Visible para él solo; ningún otro la ve. También debe ponerse la Juturna de Virgilio cuando avanza por entre las filas del ejército para socorrer a su hermano, y Mezclada con soldados, permanece invisible. No es, pues, como ese soldado de Plauto, que se vanagloria de su escudo, Cuyo brillo deslumbra los ojos enemigos. Y para no decir más, en esta especie de demonios es donde los poetas, no apartándose mucho de la verdad, escogen ordinariamente los dioses que suponen amigos o enemigos de ciertos hombres, aplicados aquellos a elevar y a sostener a sus protegidos, estos a perseguirlos y afligirlos, de suerte que participan de todas las pasiones humanas, la compasión, el odio, la alegría, el dolor, y, como nosotros, son agitados por los movimientos del corazón y los tumultuosos pensamientos del espíritu. Los dioses supremos viven tranquilos, extraños a todas estas perturbaciones, a todas estas tempestades. Estos habitantes del cielo gozan de eterna calma de espíritu. No sienten dolor ni voluptuosidad que les arrebate, ni cambios súbitos ni violencias extrañas, porque nada hay tan omnipotente como un dios; ni modificaciones espontáneas, porque nada hay que les iguale en perfección. ¿Cómo creer que sea perfecto el que pasa de un primer estado a otro más irregular? Ninguno cambia si no se arrepiente de su primera posición, y el cambio es la condenación del estado precedente. Así, pues, un dios no puede sentir ningún afecto temporal, ni el amor ni el odio; es inaccesible a la cólera y a la piedad, a las angustias del dolor y a los transportes del placer; para él no hay pasiones, ni tristeza, ni alegría, ni deseos súbitos y contradictorios. Todos estos movimientos y muchos otros convienen a la naturaleza media de los demonios, que, por el lugar que habitan y por la índole de su espíritu, son término medio entre dioses y hombres, teniendo la inmortalidad de aquellos y las pasiones de estos. Se les puede definir así: los demonios son seres animados, razonables y sensibles, cuyo cuerpo es aéreo y la vida eterna. De estos cinco atributos les son comunes con los hombres los tres primeros, el cuarto les es propio, y el último lo comparten con los dioses inmortales, de quienes solo difieren por la sensibilidad. Llámoles sensibles no sin razón, puesto que su alma está sujeta a las mismas agitaciones que la nuestra, y por ello debemos prestar fe a las diversas ceremonias de las religiones y a las diferentes súplicas empleadas en los sacrificios. Algunos de estos demonios aman las ceremonias que se celebran de noche, otros las que se verifican de día; unos prefieren el culto público, otros el privado; unos exigen la alegría, otros que la tristeza presida a los sacrificios y solemnidades que se les consagran. Por ello los dioses de Egipto son honrados casi siempre con sollozos; los de Grecia, con bailes; los de los bárbaros, con el ruido de címbalos, tambores y flautas. Obsérvase la misma diferencia, según las costumbres de cada país, en la marcha de las ceremonias, en el silencio de los misterios, en las funciones de los sacerdotes, en los ritos de los sacrificadores y hasta en las estatuas de los dioses, en los despojos que les son ofrecidos, en la consagración de los templos y en el lugar donde son edificados, en el color y sacrificios de las víctimas. Todos estos usos son establecidos solemnemente, según los diversos países, y con frecuencia reconocemos en los sueños, en los presagios y en los oráculos, que los dioses se indignan si por ignorancia o por orgullo se descuida algún detalle de su culto. Podría citar multitud de ejemplos de este género, pero son tan conocidos y en tanto número, que quien quisiera enumerarlos olvidaría muchos más que citaría. No me detendré, pues, a enumerar estos hechos, a los cuales podrán no dar fe algunos espíritus, pero que al menos son universalmente conocidos. Más vale discurrir acerca de las diferentes especies de genios citadas por filósofos, a fin de que podamos conocer claramente cuál era el presentimiento de Sócrates, y cuál el dios que tenía por amigo. Porque en determinada acepción, el alma humana, aun encerrada en el cuerpo, es llamada demonio. ¿Este ardor nos proviene, Euríale, de los dioses Donde divinizamos nuestros deseos furiosos? Así, pues, un buen deseo del alma es un dios bienhechor, y de ello proviene que muchos, como he dicho, llaman _feliz_ a aquel cuyo demonio es bueno, es decir, cuya alma está formada por la virtud. En nuestro lenguaje puede llamarse a este demonio genio. No sé si la expresión es perfectamente justa, pero me atrevo a llamarlo así porque el dios que representa es el alma de cada hombre; dios inmortal y que, sin embargo, nace en cierto modo con el hombre. Así, pues, las preces en las cuales invocamos el _genio_ y _Genita_, me parece que explican la formación y el nudo de nuestro ser cuando designan con dos nombres el alma y el cuerpo, cuya unión constituye el hombre. En otro sentido llámase también demonio al alma humana, que después de haber pagado su tributo a la vida, se separa del cuerpo. En la antigua lengua de los Latinos encuentro que se la llamaba _Lémure_. Entre estos _Lémures_ los hay divinidades pacíficas y bienhechoras de la familia, que eran encargadas del cuidado de la posteridad y toman el nombre de _Lares domésticos_. Otros, por lo contrario, privados de una estancia feliz, expían los crímenes de su vida en una especie de destierro, y siendo espanto de los buenos y plaga de los malvados, yerran al azar. Se les designa generalmente con el nombre de _Larvas_. Pero cuando no se está seguro de la suerte de uno u otro, ni si un genio es lare o larva, se le llama _dios Mane_. Este título de dios es solo una señal de respeto; porque no se llaman verdaderamente dioses sino a aquellos cuya vida se acomodó a las leyes de la justicia y de la virtud, y que, divinizados en seguida por los hombres, se les edificaron templos y recibieron homenajes, como Anfiarao, en Beocia; Mopso, en África; Osiris, en Egipto; otros, en otras naciones, y Esculapio, en todas partes. Esta división de los demonios solo se refiere a los que vivieron en cuerpo humano. Pero hay otra especie de demonios no menos numerosos, superiores en poder, de naturaleza más augusta y elevada, que jamás estuvieron sometidos a los lazos y a las cadenas del cuerpo, y que tienen un poder cierto y determinado. En este número están el Sueño y el Amor, que ejercen opuesta influencia: el Amor hace velar, y el Sueño dormir. En este orden más elevado coloca Platón a los árbitros y testigos de nuestras acciones, guardianes invisibles de todos, siempre presentes, siempre instruidos de nuestros actos y pensamientos. Cuando abandonamos la vida, este genio, que ha sido dado a cada uno de nosotros, coge al hombre confiado a su guarda y le lleva ante el Tribunal supremo, donde se encarga de su defensa. Allí rebate sus mentiras, confirma sus palabras si dice verdad, y por su testimonio se da la sentencia. Así, pues, todos vosotros los que escucháis esta divina sentencia de Platón, pronunciada por mi boca, arreglad a este principio vuestras pasiones, vuestros actos y vuestros pensamientos, y no olvidéis que para estos guardianes no hay secreto alguno ni dentro ni fuera de nuestro corazón; que vuestro genio asiste a toda vuestra vida, que todo lo ve, que lo comprende todo, y como la conciencia, penetra en los más ocultos repliegues del corazón. Este genio es un centinela, un guía personal, un censor íntimo, un curador especial, un observador asiduo, un testigo inseparable, un juez familiar que desaprueba el mal, que aplaude el bien y que debe ser estudiado, conocido y honrado con un cuidado religioso; a quien debemos, como Sócrates, el homenaje de nuestra justicia y de nuestra inocencia. Porque en la incertidumbre de los acontecimientos prevé por nosotros, en la duda nos aconseja, en el peligro nos protege, en la miseria nos socorre. En su poder está a veces por los sueños, a veces por los signos; por su presencia visible a veces cuando es necesario alejar el infortunio, atraer el éxito, engrandecer o conservar nuestra fortuna, disipar las nubes de la vida, guiarnos en los días felices o corregir la adversidad. Y ahora bien: ¿quién extrañara que Sócrates, hombre eminente perfecto, sabio por el dicho del mismo Apolo, conozca y honre su dios, su guardián, su _lare_ familiar (así puedo llamarlo) que aparta de él cuanto era preciso apartar, que le protege contra todos los peligros, que le da todos los consejos necesarios? Y cuando su saber desfallecía y sus consejos eran impotentes, siendo precisos los presagios, él era quien disipaba la duda en el corazón de Sócrates por medio de una revelación divina. Hay, en efecto, en la vida muchas circunstancias en que los mismos sabios tienen que recurrir a los oráculos y a los adivinos. ¿No veis acaso en Homero, como en un gran espejo, esta distinción claramente fijada entre los consejos de la sabiduría y las advertencias del cielo? Cuando las dos columnas del ejército, Agamenón el poderoso rey, y Aquiles el formidable guerrero, se separan, siéntese la necesidad de un hombre sabio y elocuente que modere el orgullo del Átrida y el ardor del hijo de Peleo, y que, dominándoles por su autoridad, les instruya con sus ejemplos y les calme con sus discursos. ¿Quién se levanta en este momento? ¿Quién toma la palabra? El orador de Pilos, el respetable anciano cuya voz es tan dulce y tan persuasiva su sabiduría. Todos lo saben: la edad debilita su cuerpo, pero su alma está llena de sabiduría y de vigor, y sus palabras corren como la miel. Pero en los reveses de la guerra, cuando precisa enviar emisarios que penetren en el campo enemigo en mitad de la noche, ¿a quién se escogerá? Ulises y Diomedes representan la prudencia y la fuerza, el espíritu humano, el pensamiento y la espada. Ahora bien: si los griegos son detenidos en Áulida por los vientos contrarios, si se cansan de esperar y luchar contra los obstáculos, si para obtener una mar tranquila y una travesía feliz tienen que interrogar a las entrañas de las víctimas y al vuelo de las aves y a la comida de las serpientes, los dos sabios de Grecia, Ulises y Néstor, permanecen entonces silenciosos, y Calcas, el más hábil de los adivinos, dirige su vista a las aves y al altar, y de repente el profeta calma las tempestades, lanza los barcos al mar y predice un sitio de diez años. Igualmente en el campo de los troyanos, cuando precisa recurrir a los augures, aquel sabio Senado permanece mudo, nadie se atreve a hablar, ni Hicetaón, ni Lampo, ni Clitio; todos escuchan en silencio, o las terribles predicciones de Heleno, o las profecías de Casandra, condenada a no ser jamás creída. De igual manera Sócrates, cuando no bastaban los consejos de la sabiduría, seguía los presagios de su demonio, y su respetuosa obediencia le hacía agradable a su dios. Si el genio detenía casi siempre a Sócrates en el momento de obrar, si jamás le excitaba, es por una razón que ya hemos dicho; porque Sócrates, hombre eminentemente perfecto, cumplía todos sus deberes con ardimiento, sin necesidad de ser excitado, sino retenido cuando sus actos podían producir algún peligro, y estas advertencias le obligaban a diferir por el momento empresas que reanudaba más tarde o por otros medios. En estas ocasiones decía oír _una cierta voz divina_ (es la expresión de Platón), y no es de creer que aceptara los presagios de boca del primero que llegara. Un día que estaba fuera de la ciudad solo con Fedro, a la sombra de frondoso árbol, oyó esta voz que le advertía no atravesara el arroyo de Iliso antes de calmar con una retractación al Amor, que había ofendido. De haber acudido a los presagios, hubiera encontrado alguno que le excitara a obrar, como con frecuencia sucede a los hombres supersticiosos que se dejan guiar, no por su corazón, sino por la palabra de otro; que van por las calles recogiendo consejos de todo el mundo, y que, por decirlo de una vez no piensan con su entendimiento sino con sus oídos. Lo cierto es que los que escuchan la palabra de los intérpretes, palabra que con frecuencia han oído, no pueden dudar de que salga de boca humana. Pero Sócrates no dice que llega a sus oídos _una voz_, sino _una cierta voz_, y esta adición demuestra que no es una voz ordinaria, una voz humana, porque en tal caso hubiera añadido inútilmente la palabra _cierta_, siendo más exacto decir _una voz_ o _la voz de alguno_, como la cortesana de Terencio: Paréceme que oigo la voz de mi soldado. Cuando se dice _una cierta voz_, es porque se ignora de dónde viene, porque se duda hasta de que exista; dase a entender que hay algo en ella de extraordinario, de misterioso, como la que a Sócrates le hablaba de una manera divina y tan oportuna. Creo, además, que no conocía solo su genio por audición, sino también por signos visibles, porque con frecuencia decía que un signo divino y no una voz se había ofrecido a él. Este signo era quizá la figura del mismo demonio que Sócrates solo veía, como en Homero Aquiles ve a Minerva. Persuadido estoy de que la mayoría de vosotros vacila en creer lo que acabo de decir y se admira de que la forma de un demonio haya aparecido a Sócrates; pero Aristóteles refiere (y es testigo importantísimo) que a los pitagóricos causaba extrañeza que alguno asegurara no haber visto jamás demonios. Si, pues, cada uno puede ver su divina imagen, ¿por qué no la había de ver Sócrates, cuya sabiduría lo elevó a rango de los dioses supremos? Porque lo que hay más semejante y más agradable a un dios, es un hombre de perfecta virtud, un hombre tan superior a los demás mortales, como es inferior a los dioses inmortales. ¿Por qué no nos estimula el ejemplo y el recuerdo de Sócrates? ¿Por qué el temor de estos dioses no nos induce al estudio de la filosofía? No sé lo que lo impide, y sobre todo me admira que deseando todos la felicidad y sabiendo que no reside sino en el alma, y que para vivir dichoso es preciso cultivar nuestra alma, no la cultivemos. Quien quiere tener penetrante vista, necesita cuidar sus ojos, por cuyo medio ve; a quien quiere correr con rapidez, le es preciso cuidar sus pies, que le sirven para correr, y quien quiere luchar al pugilato, debe fortificar sus brazos, con los cuales lucha; en fin, todos los demás miembros exigen un cuidado en relación con sus funciones. Esto es claro para todo el mundo, y por ello me extraña y no comprendo que el hombre deje de cultivar su alma con el auxilio de su razón; porque al fin todos necesitamos saber vivir, no sucediendo en esto como en la pintura o en la música, artes que un hombre bueno puede ignorar sin incurrir por ello en nota de infamia. Yo no sé tocar la flauta como Ismenias, sin que esto me avergüence; no soy pintor como Apeles, ni escultor como Lisipo, y no me ruboriza el no serlo. En una palabra, es permitido ignorar sin desdoro todos los conocimientos de esta índole; pero decid, si os atrevéis: No sé vivir como Sócrates, como Platón, como Pitágoras, y no me sonrojo. No osaréis jamás decirlo. Y ¡cosa extraña! lo que no se quiere ignorar se descuida el aprenderlo, retrocediendo a la vez ante el estudio y ante la ignorancia de este arte. Haced la cuenta de los gastos diarios, y encontraréis muchos cuantiosos e inútiles, y nada empleado para vos, es decir, para el culto de vuestro demonio, culto que no es otra cosa sino la santa práctica de la filosofía. Construyen los hombres magníficas casas de campo, adornan espléndidamente sus palacios, aumentan el número de sus esclavos; pero en medio de toda esta abundancia hay alguna cosa que avergüenza, y es el dueño; y con razón, porque los dueños reúnen las riquezas, les dedican culto y permanecen ellos ignorantes, groseros y sin cultura. Ved esos edificios en los que han gastado todo su patrimonio; nada hay más risueño y espléndido: posesiones tan grandes como ciudades, casas adornadas como templos, numerosos sirvientes cuidadosamente peinados, muebles soberbios, lujo deslumbrador. Todo es suntuoso, magnífico, excepto el dueño. Él solo, como Tántalo, es pobre. En medio de sus riquezas todo le falta; no desea un fruto que no tenga, pero tiene hambre y sed de verdadera felicidad, es decir, de una vida tranquila y de una dichosa filosofía. Ignora que las riquezas son examinadas como los caballos que él quiere comprar, pues cuando esto sucede no se para la atención en los arneses, ni en la silla, ni en los adornos que brillan en la cabeza, ni en las bridas bordadas con oro, plata o piedras preciosas, ni en la riqueza y arte de los objetos que rodean su cuello, ni en el cincelado del freno, ni en el brillo y dorado de la cincha; déjase todo esto aparte y se mira el caballo desnudo, se examina su cuerpo, su genio, la nobleza de su andar, la rapidez de su carrera y la resistencia. Mírase ante todo si tiene El vientre corto, la cabeza fina, Redonda grupa y musculoso pecho. Después, si la espina dorsal es doble, porque queremos que el movimiento sea rápido y suave. Por igual modo, en la apreciación del hombre, apartad cuanto le es extraño; examinad al hombre solo, reducido a sí mismo, pobre como mi Sócrates; y llamo extraño al hombre, cuanto debe a sus padres y a la fortuna, porque nada de esto entra en mi admiración a Sócrates. La nobleza, los abuelos, la genealogía, las envidiadas riquezas, todo esto, lo repito, es extraño. La gloria del nacimiento procede de un abuelo cuya conducta no ruborice al nieto, e igual sucede con las demás ventajas que podéis enumerar. Tal hombre es noble; pues alabáis a sus antecesores; es rico, pues no creo en la fortuna y de lo demás no hago caso; es vigoroso, pues la enfermedad puede debilitarle; es ágil, pues llegará a ser viejo; es bello, esperad un poco y dejará de serlo. Pero si decís: ha estudiado las bellas artes, es muy instruido, es tan sabio como puede serlo un hombre, es prudente, entonces elogiáis al hombre en sí mismo. Nada de esto es herencia de sus padres, ni regalo de azar, ni resultado efímero del sufragio, ni cosa que se altera con el cuerpo o cambia con la edad. Estas son las únicas ventajas de mi Sócrates, y por eso desdeñaba la posesión de las otras. Si todo esto os excita al estudio de la filosofía, no oiréis mezclar a nuestras alabanzas nada que os sea extraño, y quien quiera elogiaros tendrá que decir de vosotros lo que Aecio al principio de su _Filoctetes_ ha dicho de Ulises: «Héroe glorioso, salido de patria oscura; tu nombre es célebre, tu alma está llena de sabiduría, tú guías a los griegos y sabes vengarles de Ilión, hijo de Laertes...» Solo en último caso habla de su padre, y solo oís alabanzas que le son personales. Ninguna de ella llega a Laertes, ni a Anticlea, ni a Arcesio; todo el elogio corresponde a Ulises. Homero, hablando de este héroe, dice lo mismo; le da por compañera la prudencia, designada, según costumbre de los poetas, con el nombre de Minerva. Con ella vence todos los obstáculos y evita todos los peligros; penetra en el antro del Cíclope, y sale de él; ve los bueyes del sol, y no los toca; desciende a los infiernos, y vuelve a la tierra. Con la sabiduría pasa Escila sin ser arrastrado, salva los remolinos del Caribdis sin ser sumergido; bebe la copa de Circe sin ser metamorfoseado; llega a la tierra de los Lotófagos sin permanecer allí, y oye a las Sirenas sin acercarse a ellas. NOTAS [1] Chassang, _Histoire du roman dans l’antiquité grecque et latine_. [2] Nicolás Maquiavelo. [3] Este rey era Diomedes. Hércules le venció y castigó con el mismo suplicio que hacía sufrir a sus huéspedes, entregándole a la voracidad de sus caballos. [4] Cuando los esclavos habían cometido algún delito o se les capturaba por haber huido, sus dueños los hacían marcar en la frente con un hierro candente, imprimiéndoles así letras, y a veces palabras enteras indicando la clase del delito. Por ejemplo, si habían robado, la frase _Cave a fure_. Guárdate del ladrón. Estos caracteres los ennegrecían con una especie de tinta para que fuesen más perceptibles. [5] Homero. [6] Se refiere indudablemente a Cartago. [7] Este poeta es desconocido. Hay, sin embargo, en las poesías de Ausonio el elogio de un poeta de este nombre. [8] Es el mismo Hipias de quien habla Platón en sus diálogos. [9] Estas aguas son hoy desconocidas. [10] Véase el juicio que de este poeta hace Quintiliano. ÍNDICE. Páginas. PRÓLOGO. VII Introducción. XXXI LIBRO I. I. Cómo Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, y en el camino se juntó con dos compañeros, los cuales iban contando admirables acaecimientos de hechiceras. 1 II. Cómo prosiguiendo Aristómenes (que así se llamaba el compañero) su historia, contó a Lucio Apuleyo cómo dos hechiceras, Meroes y Pancia, degollaron aquella noche a Sócrates. 8 III. Cómo Lucio Apuleyo llegó a la ciudad de Hipata y fue a posar en casa de Milón, y lo que con Pitias le aconteció. 14 LIBRO II. I. Cómo andando Lucio Apuleyo por la ciudad, se conoció con una su tía, que le dio algunos avisos. 19 II. Cómo Lucio Apuleyo se enamoró de Andria, la moza de su huésped Milón, y lo que pasó con ella. 22 III. Cómo Birrena convidó a su sobrino Lucio Apuleyo, y de un cuento muy gracioso que uno contó. 28 LIBRO III. I. Cómo Lucio Apuleyo fue preso y llevado al teatro público, adonde fue acusado de la muerte de tres hombres. 38 II. Cómo estando Apuleyo para recibir sentencia, llega al teatro una vieja que de nuevo lo acusó, y el donoso cuento en que esto paró. 43 III. Cómo Andria descubrió a Lucio Apuleyo que su ama Pánfila fue causa de ser afrentado en la fiesta de la risa. 45 IV. Cómo Andria mostró a Lucio Apuleyo a su ama Pánfila cuando se untaba para convertirse en búho, y él, queriéndose untar por experimentar el arte, fue, por yerro de la bujeta del ungüento, convertido en asno. 49 V. Cómo estando Lucio Apuleyo convertido en asno, vinieron súbitamente ladrones a robar la casa de Milón, y cargado el robo en el caballo y asno, cargaron también a él y se partieron para la posada de los ladrones, que era una cueva, y lo que más pasó. 53 LIBRO IV. I. Lucio Apuleyo cuenta lo que pasaron los ladrones desde la ciudad de Hipata hasta llegar a la cueva de su morada. 56 II. Lucio cuenta cómo llegaron a la cueva, y el sitio de ella. Y otras cosas de gusto. 60 III. Cómo aquel ladrón cuenta que robaron a un hombre rico con una graciosa industria de una osa. 65 IV. Cómo los ladrones trajeron una doncella robada, la cual llora su desdicha. 70 V. Cómo la vieja madre de los ladrones cuenta a la doncella un cuento muy elegante y lleno de doctrina. 73 LIBRO V. I. Cómo la vieja cuenta a la doncella cómo Psique fue llevada a unos palacios muy poderosos, adonde holgó con su nuevo marido. 78 II. Cómo prosiguiendo la vieja en su cuento, dice cómo las dos hermanas de Psique la vinieron a ver y le tuvieron envidia. 82 III. Cómo Cupido avisa a su mujer que en ninguna manera oiga a sus hermanas, porque la quieren echar a perder. 84 IV. Cómo vinieron las hermanas tercera vez a Psique, y del mal consejo que le dieron y lo que acaeció a Psique. 88 V. Cómo Psique fue a sus hermanas a quejarse de su desdicha mala, y del castigo que sus hermanas recibieron. 93 LIBRO VI. I. Cómo Psique fue al templo de la diosa Ceres y al de Juno a demandarles socorro y ayuda para su fatiga, y ninguna se lo dio por no enojar más a Venus, que estaba enojada. 98 II. Cómo Psique se fue a presentar ante Venus por demandarle perdón, y los trabajos que con ella hubo. 101 III. Cómo Venus mandó a Psique cosas muy dificultosas, las cuales acabó con ayuda de los dioses. 104 IV. Cómo vinieron los ladrones de robar, y lo que acaeció a Lucio y a la doncella. 113 LIBRO VII. I. Cómo viniendo un ladrón de la ciudad de Hipata, cuenta a los otros cómo no culpaban a nadie del robo de la casa de Milón, sino a Lucio Apuleyo, y cómo fue admitido a la compañía de los ladrones un mancebo. 120 II. Cómo aquel mancebo, recibido en la compañía por Hemo, afamado ladrón, fue descubierto ser Lepolemo, esposo de la doncella, el cual la libertó con su buena industria, y la llevó a su tierra. 126 III. Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pusieron a pensar con gran consejo qué premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad. Donde cuenta grandes trabajos que padeció. 130 IV. Lucio recuenta grandes trabajos que padeció por causa de venir a poder y manos de un mal rapaz. 136 LIBRO VIII. I. Cómo vino un mancebo a casa de un pastor amo de Lucio, asno, el cual cuenta a los pastores la muerte de Lepolemo y la venganza que Carites tomó en su enamorado Trasilo, y cómo después se mató. 142 II. Cómo después que los pastores supieron la muerte de sus señores, se huyeron con su hacienda. 150 III. Cómo Lucio prosigue contando muchos acontecimientos que se ofrecieron siendo asno, yendo con los pastores. 156 IV. Cómo después que Lucio, asno, fue vendido a un echacuervos de la diosa Siria, le acontecieron muchos trabajos. 159 LIBRO IX. I. Cómo después que Lucio entendió que el cocinero le quería matar, buscó astucia para librarse de tan gran peligro, de donde se le siguió otro mayor, del cual también se libró. 165 II. Lucio recuenta una historia que oyó haber acontecido en un pueblo, de cómo una mujer burló de su marido. 168 III. Cómo Lucio recuenta una astuta manera de suerte que los echacuervos usaban para sacar dineros, y cómo fueron presos y él vendido a un tahonero. 171 IV. Cómo Lucio cuenta un gracioso acontecimiento, en el cual la mujer del tahonero (su amo) gozó un enamorado; y tomándolos juntos los castigó: en la cual venganza le ahorcó por arte de encantamento. 176 V. Cómo Lucio cuenta que lo vendieron a un hortelano, y de sus miserias, y lo que acaeció con un caballero. 188 LIBRO X. I. Cómo el asno fue llevado por el caballero a una ciudad, y de un extraño caso que allí aconteció. 194 II. Cómo por industria de un senador antiguo fue descubierta la maldad de la madrastra, y libre el mancebo. 200 III. Cómo el asno fue vendido a un cocinero y a un panadero, que eran hermanos, y de la buena vida que tenía, donde pasó cosas de mucho gusto. 203 IV. Cómo Lucio cuenta qué estado era el de su señor, y cómo partió para la ciudad de Corinto. 208 V. Cómo se buscaba a una mujer que estaba condenada a muerte, para que en unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el delito que había cometido aquella mujer. 212 VI. Lucio, asno, cuenta cómo se representó en un teatro el _Juicio de Paris_ y otras cosas, y cómo huyó de allí. 219 LIBRO XI. I. Cómo Lucio cuenta que, venido en aquel lugar de Céncreas, después del primer sueño vio la Luna, a la cual le pidió le volviese a su primera forma de hombre. 226 II. Escribe con grande elocuencia una solemne procesión que los sacerdotes hicieron a la Luna, en la cual procesión el asno apañó las rosas de las manos del gran sacerdote, y, comidas, se volvió hombre. 232 III. Cómo Lucio cuenta el ardiente deseo que tuvo de entrar en la religión de la diosa, y cómo fue primero industriado para recibirla. 242 IV. Lucio cuenta la entrada en la religión, y cómo fue a Roma, donde fue ordenado en la cosas sagradas, y fue recibido en el Colegio de los sacerdotes de la diosa Isis. 248 LAS FLORIDAS. 257 EL DEMONIO DE SÓCRATES. 307 *** End of this LibraryBlog Digital Book "No title" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.