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Title: Historia de la guerra del Peloponeso (2 de 2) Author: Tucídides Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia de la guerra del Peloponeso (2 de 2)" *** This book is indexed by ISYS Web Indexing system to allow the reader find any word or number within the document. PELOPONESO (2 DE 2) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También se han modernizado las transcripciones de los nombres propios y gentilicios de origen griego. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final del libro. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. * El original impreso de este tomo lleva el Índice general de los dos tomos de la obra, pero solo se ha incluido aquí la parte correspondiente a este segundo tomo. HISTORIA DE LA GUERRA DEL PELOPONESO. BIBLIOTECA CLÁSICA. TOMO CXXIII HISTORIA DE LA GUERRA DEL PELOPONESO ESCRITA POR TUCÍDIDES TRADUCIDA DEL GRIEGO POR DIEGO GRACIÁN Y ENMENDADA LA TRADUCCIÓN TOMO II MADRID LIBRERÍA DE PERLADO, PÁEZ Y C.ª Sucesores de Hernando. Calle del Arenal, núm. 11. -- 1913 ES PROPIEDAD MADRID. -- Imp. de los Suc. de Hernando, Quintana, 33. GUERRA DEL PELOPONESO. LIBRO V. SUMARIO. I. Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de Torone a los peloponesios. Viaje que el ateniense Féax hace a Italia y Sicilia. -- II. Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a Anfípolis, muriendo ambos caudillos en la batalla. -- III. Ajustan la paz los lacedemonios con los atenienses para sí y sus aliados, y después pactan alianza, prescindiendo de estos. -- IV. La paz entre atenienses y peloponesios no es observada. Corinto y otras ciudades del Peloponeso se alían con los argivos contra los lacedemonios. -- V. Comunicaciones que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios. Hechos de guerra y tratados que en este verano se hicieron. -- VI. Los lacedemonios se alían con los beocios sin consentimiento de los atenienses, contra lo estipulado en el tratado de paz, y estos, al saberlo, pactan alianza con los argivos, mantineos y eolios. -- VII. Después de muchas empresas guerreras entre los aliados de los lacedemonios y de los atenienses, estos, a petición de los argivos, declararon que los lacedemonios habían quebrantado el tratado de paz y eran perjuros. -- VIII. Estando los lacedemonios y sus aliados dispuestos a combatir con los argivos y sus confederados delante de la ciudad de Argos, los jefes de ambas partes, sin consentirlo ni saberlo sus tropas, pactan treguas por cuatro meses, treguas que rompen los argivos a instancia de los atenienses, y toman la ciudad de Orcómeno. -- IX. Los lacedemonios y sus aliados libran una batalla en Mantinea contra los atenienses y argivos y sus aliados, alcanzando la victoria. -- X. Pactan primero la paz, y después la alianza, los lacedemonios y los argivos. Hechos que realizan los lacedemonios y los atenienses sin previa declaración de guerra. -- XI. Del sitio y toma de la ciudad de Melos por los atenienses, y de otros sucesos que ocurrieron aquel año. I. Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de Torone a los peloponesios. -- Viaje que el ateniense Féax hace a Italia y Sicilia. En el verano siguiente, fin del primer año de las treguas, que se cumplieron el día de las fiestas de Pitia, los atenienses echaron de la isla de Delos a los moradores, porque les pareció por alguna causa antigua que no vivían dignamente, y que no restaba por hacer más que aquello para cumplir y acabar la purificación de dicha isla, según lo antes referido, pues habiendo quitado las sepulturas y monumentos de los muertos, convenía también lanzar de allí a los vivos que hacían mala vida, para aplacar del todo la ira de los dioses. Los echados de la isla se fueron todos a la ciudad de Adramitio, en tierra de Asia, a donde Farnaces les daba lugar para que habitasen conforme iban llegando. Terminadas las treguas, Cleón partió para Tracia con treinta navíos, en los cuales había mil doscientos infantes atenienses, todos muy bien armados, y trescientos de a caballo, con otro gran número de aliados que llevaba consigo por consentimiento de los atenienses, a quienes Cleón había inducido para esto. Al llegar delante de Escíone, que estaba todavía cercada, Cleón tomó alguna gente de la guarnición del cerco y se fue con ella al puerto Cofo, que no está muy lejos de la ciudad de Torone, donde entendiendo por relación de algunos fugitivos que Brásidas no estaba allí, y que la gente de guerra que había dejado en guarda no era bastante para resistir a sus fuerzas y poder, salió de sus naves y fue por tierra con su ejército hacia la ciudad, habiendo primeramente dejado diez barcos para que cerrasen y tomasen la entrada del puerto. Dirigiose contra los muros y reparos nuevos que Brásidas había hecho por meter los arrabales dentro de la ciudad, y para que fuese todo un fuerte, había derribado los muros viejos que estaban entre la ciudad, y los arrabales. Llegaron los atenienses de pronto a combatir aquellos muros, donde Pasitélidas, que había quedado por capitán para guarda y defensa de la ciudad, resistió lo mejor que pudo con la poca gente que tenía; mas viendo que no era bastante para poder defenderse, y temiendo que la gente que quedaba en las naves alrededor del puerto entrase en la ciudad por la parte de mar, que estaba desprovista de tropas, y le atacase por la espalda, se retiró con la mayor diligencia que pudo al burgo viejo de la ciudad. La gente de las naves que había saltado a tierra en el puerto ganó la entrada de la ciudad por aquella parte, y los que combatían los muros nuevos, viendo esto, les siguieron a todo empuje y entraron todos mezclados unos tras otros dentro del burgo viejo por algunos portillos de la muralla vieja que había sido derribada, matando en aquella entrada gran número de lacedemonios, y de los ciudadanos que les salían al encuentro defendiéndose. Algunos cayeron prisioneros, entre ellos Pasitélidas, su capitán. Sabedor Brásidas de la llegada de los atenienses, venía a socorrer a los de Torone a toda prisa; mas como en el camino tuviese nueva de la toma de la ciudad, se volvió, faltándole solo para llegar a tiempo caminar unos cuarenta estadios. Los atenienses, después de tomar la plaza, levantaron dos trofeos en señal de victoria, uno en el puerto y otro en la ciudad, y tomaron cautivos las mujeres, niños y hombres, así lacedemonios como ciudadanos, y otros de tierra de Calcídica, enviándolos todos a Atenas. Serían unos setecientos, de los cuales los lacedemonios fueron después libertados por concierto de las treguas, y los otros dados a los olintios en canje por otros tantos atenienses que estaban prisioneros. Durante este tiempo los beocios tomaron por traición el muro de Panacto, que está en los confines de Atenas. Cleón, habiendo dejado buena guarnición dentro de Torone, partió por mar a la villa de Atos, cercana de la ciudad de Anfípolis, y Féax, hijo de Erasístrato, elegido por embajador de los atenienses con otros dos acompañantes, salió para Italia y Sicilia con dos naves solamente. La causa de enviarle fue esta: Después que los atenienses salieron de Sicilia por la concordia y unión que los sicilianos habían hecho entre sí, los leontinos habían metido en su ciudad gran número de gente por ciudadanos, a causa de lo cual, viéndose el pueblo muy crecido y aumentado de gente, determinó repartir las tierras de la ciudad por cabezas, lo cual, visto por los principales y más ricos, expulsaron la mayor parte de los del pueblo fuera de la ciudad. Estos expulsados fueron a unas partes y a otras, y dejaron la ciudad casi sola y desierta. Poco después se acogieron a los siracusanos, que los recibieron en su ciudad como a ciudadanos; mas posteriormente algunos de ellos, a quienes pesaba estar allí, determinaron volver a su tierra, y al llegar a ella tomaron por asalto una parte de la ciudad llamada Foceas, y otro lugar fuera, en término de ella, nombrado Bricinias, que era bien fuerte, a donde muchos de aquellos desterrados acudieron para juntarse con ellos, defendiéndose dentro de los muros de aquel lugar lo mejor que podían contra los de la ciudad. Advertidos los atenienses de esto, enviaron a Féax, como arriba dijimos, con encargo de que tratase con sus aliados y confederados y los otros de la tierra, persuadirles, si fuese posible, de que se unieran para contrastar el poder de los siracusanos, cada día mayor, y socorrer y ayudar a los leontinos. Al llegar Féax a Sicilia, con sus buenas razones ganó la voluntad de los de Camarina y Acragas; mas cuando se presentó a los de Gela, hallando las cosas en contraria disposición de lo que pensaba, no pasó más adelante, conociendo que no hacían nada por él, y se volvió navegando a lo largo de la isla de Sicilia, hablando de pasada con los de Catana y de Bricinias para amonestarles que siempre estuviesen firmes y constantes en la amistad a los atenienses. Al ir, como al volver, trató con algunas ciudades de Italia para que no se confederasen e hiciesen alianza con los atenienses. Pasando por la costa de Sicilia, a la vuelta a su tierra, encontró en la mar algunos ciudadanos de Locros procedentes de Mesena, de donde fueron lanzados por los mesenios después de vivir algún tiempo en la ciudad. A causa de una sedición y revuelta que hubo en ella, poco tiempo después de la concordia hecha entre los sicilianos, el bando que se vio más débil, y con menos fuerzas llamó a los locros en su ayuda. Estos enviaron gran número de sus ciudadanos, y por este medio se hicieron señores de Mesena por algún tiempo con la ayuda de los que les habían llamado. Mas al fin fueron echados de la ciudad, y volvían a sus casas cuando Féax les encontró, el cual no les molestó, aunque pudiera, porque de pasada había hecho alianza con los de la ciudad de Locros en nombre de los atenienses, y a pesar de que en la concordia hecha entre los sicilianos, estos locros habían rehusado la alianza de los atenienses. Aun entonces no la aceptaran si no fuera por la guerra que a la sazón tenían contra los hiponios y medmeos, sus vecinos y comarcanos. Pasado esto, a los pocos días Féax llegó a Atenas. II. Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a Anfípolis, muriendo ambos caudillos en la batalla. Partió Cleón de Torone, y dirigiose contra la ciudad de Anfípolis. De pasada, al salir del puerto de Eyón, tomó por asalto la villa de Estagira, en tierra de Andros[1], intentando además tomar a Galepso, en tierra de Tasos; mas no lo pudo conseguir, y volvió a Eyón. Estando allí, envió a decir a Pérdicas que, conforme a la alianza que había hecho nuevamente con los atenienses, viniese luego hacia él con todo su poder, y asimismo avisó a Poles, rey de los odomantos, que tenía un grueso ejército de soldados en Tracia, para que viniesen en su ayuda, esperando la llegada de estos reyes en aquel lugar de Eyón. Al saber todo esto Brásidas, partió con su ejército y se alojó junto a la villa de Cerdilio, que está en un lugar alto y fuerte, en tierra de los argilios, de la otra parte del río, no muy lejos de Anfípolis, porque de este lugar se podía muy bien ver lo que hacían sus enemigos, y ellos también lo que él hacía. Cleón, como Brásidas lo había pensado, caminó con todo su campo derechamente hacia la ciudad de Anfípolis, haciendo muy poco caso de Brásidas, porque no tenía más de 1500 soldados tracios, y juntamente con ellos los edonios, todos muy bien armados, y algunos de a caballo, entre mircinios y calcídeos, sin los 1000 que había enviado dentro de Anfípolis, que podían ser en todos hasta 2000 hombres de a pie y 300 de a caballo, de los cuales tomó 1500, y con ellos subió a Cerdilio; los otros los envió dentro de Anfípolis para socorro de Cleáridas. Volviendo a Cleón, digo que estuvo quieto, sin osar emprender ningún hecho, hasta tanto que fue forzado a salir por las mañas que después Brásidas tuvo. A los de Cleón no les gustaba estar allí esperando tanto tiempo sin pelear, teniendo a Cleón por hombre negligente y cobarde, y que sabía muy poco de las cosas de guerra en comparación de Brásidas, que le estimaban por hombre osado y buen capitán. Añadíase que los más de los atenienses habían ido con Cleón a esta empresa de mala gana y contra su voluntad, por todo lo cual, oyendo este la murmuración de los suyos, y porque no se enojasen perdiendo más tiempo allí, determinó sacarlos de aquel lugar, donde estaban todos puestos en un escuadrón, como habían estado en Pilos, esperando que les sucedería la cosa tan bien como allí; porque no podía pensar que los enemigos osarían venir a combatir contra él; antes decía que quería salir de su campo y subir a reconocer el lugar donde estaban aquellos. También quiso aguardar mayor socorro, no tanto por la esperanza de la victoria si se veía forzado a combatir, como por cercar la ciudad y tomarla. Al llegar con todo su ejército, que era muy pujante, bien cerca de Anfípolis, se alojó sobre un cerro, de donde podía ver la tierra en derredor; y mirando el asiento de la ciudad muy atento, mayormente por la parte de Tracia, donde el río Estrimón se estrecha, halló que le venía muy a propósito este lugar, por parecerle que se podría retirar cuando quisiese sin combate. Por otra parte, no veía persona alguna dentro de la ciudad, ni que entrase o saliese por las puertas, las cuales estaban todas cerradas, y pesábale en gran manera, no haber traído consigo todos sus aparatos y pertrechos de guerra para batir los muros, pareciéndole que, de tenerlos allí, la hubiera tomado fácilmente. Cuando Brásidas entendió que los atenienses habían levantado su campo, también desalojó a Cerdilio y entró con toda su gente dentro de Anfípolis, sin hacer alarde alguno de querer salir ni combatir con los atenienses, porque no se hallaba tan poderoso como los enemigos para hacerlo, no tanto por el número de gente (porque en esto casi eran iguales) cuanto por los otros aprestos de guerra, en que era inferior a sus contrarios, y aun por la calidad de las tropas, porque en el campo de los atenienses estaba la flor de su gente de guerra y todas las fuerzas de los lemnios y de los imbrios. Determinó, pues, usar de arte y maña para acometerles; porque presentar a los enemigos su ejército, aunque fuese en número bastante y bien armado, le parecía no serle provechoso, y que antes serviría para dar ánimo a los enemigos y para que los despreciasen y tuviesen en poco. Así, pues, dejando para guarda y defensa de la ciudad con 150 soldados a Cleáridas, él, con lo demás de su ejército, determinó acometer a los atenienses antes que partiesen de allí, pensando que serían más fáciles de desbaratar estando faltos del socorro que esperaban por momentos, que aguardar a que este llegara. Antes de poner en ejecución su empresa quiso declarárselo a sus soldados, y amonestarles que hiciesen todos su deber. Mandó, pues, reunirlos y les dirigió la siguiente arenga: «Varones peloponesios: Porque venimos de una tierra de donde los naturales por su ánimo generoso siempre han vivido en libertad, y por la costumbre que aquellos de vosotros que sois dorios de nación tenéis de combatir contra los jonios de origen, a quienes siempre habéis estimado por inferiores, y para menos que vosotros, no es menester que os haga largo razonamiento, sino solo que os declare la manera que tengo pensada para salir y acometer a mis enemigos: porque viendo que quiero probar mi fortuna con poco número de gente sin llevar todo nuestro poder, no tengáis menos corazón, pensando que por esto sois más débiles y flacos. Según puedo conjeturar estos nuestros enemigos que ahora nos tienen en poco, pensando que no osaremos salir a combatir contra ellos, se han puesto en lo alto para reconocer la tierra, y allí están muy seguros sin ningún orden ni concierto. »Sucede muchas veces, que el que entiende y para mientes con atención en los yerros y faltas de sus enemigos, y se determina de acometerles con ánimo y osadía, no solamente en batalla campal, sino también en encuentro cuando quiera que vea la suya, llega al cabo con su empresa para su honra y provecho. Porque las empresas y hazañas que se hacen en guerra con astucia para dañar a los enemigos y hacer bien y provecho a sus amigos, dan gran honra y gloria a los capitanes que las emprenden. Por tanto, mientras están así desordenados y sin sospechar mal alguno, antes que levanten su campo del lugar donde están, pues me parece que tienen más voluntad de desalojarle que de esperar allí, he determinado dar sobre ellos con la gente que tengo, mientras dudan de lo que harán y antes que puedan resolverlo, entrando, si pudiere, hasta en medio de su campo. »Tú, Cleáridas, cuando vieres que yo estoy sobre ellos, y entendieses que los he puesto temor y espanto, abrirás la puerta de la ciudad, y saldrás súbitamente de la otra parte con la gente que tienes, así ciudadanos como extranjeros, y vendrás con la mayor diligencia que pudieras a meterte en medio, porque me parece que, haciendo esto, los pondrás en gran alboroto y turbación, pues ya sabes que los que sobrevienen de nuevo en un encuentro ponen más temor a los contrarios que aquellos con quienes están peleando. »Muéstrate, pues, Cleáridas, hombre de valor y verdaderamente espartano, y vosotros nuestros aliados, seguidle animosamente, y pensad que el pelear bien consiste solo en tener buen corazón, vergüenza y honra, y obedecer a sus capitanes, que el día de hoy, si os mostráis valientes y esforzados, adquiriréis libertad para siempre y seréis en adelante con más razón llamados compañeros y aliados de los lacedemonios. Obrando de otro modo, si os podéis escapar de ser todos muertos, y vuestra ciudad destruida, a bien librar quedaréis en más dura servidumbre que estábais antes, y seréis causa de estorbar a los otros griegos el conseguir su libertad. »Sabiendo, pues, cuánto nos importa esta batalla, procurad señalaros en ella por buenos y esforzados, que en lo demás que a mí toca, yo mostraré por la obra que sé pelear de cerca tan bien como amonestar a los otros de lejos.» Después que Brásidas hubo animado a los suyos con este razonamiento, puso en orden los que habían de salir con él, y asimismo los que después habían de salir con Cleáridas por la puerta de Tracia según queda dicho. Mas por haber sido visto de los enemigos a la bajada de Cerdilio, y también después, estando dentro de la ciudad, sobre todo cuando estaba haciendo sacrificios en el templo de la diosa Palas, situado fuera de la ciudad y cerca de la muralla, dieron aviso a Cleón que había salido a reconocer la tierra en torno de la ciudad. Fácil les era averiguar lo que pasaba, así porque veían claramente a los de dentro de la ciudad que se ponían en armas, como también que salía por las puertas tropel de gente de a caballo y de a pie, lo cual espantó mucho a Cleón, que apresuradamente bajó del lugar donde se encontraba para saber si eran ciertas sus sospechas. Cuando conoció la verdad, habiendo determinado no combatir hasta que llegara el socorro que esperaba, y considerando que si se retiraba por la parte que primero había pensado le verían claramente, hizo señal para retirarse por otro lado, y mandó a los suyos que comenzasen la marcha primero por la izquierda, porque por otra parte no era posible, dirigiéndose hacia la villa de Eyón, mas viendo que los del ala izquierda caminaban muy despacio, hizo volver a los de la derecha hacia aquella parte, dejando por esta vía el escuadrón de en medio descubierto, y él mismo iba animando a los suyos para retirarse a toda prisa. Entonces Brásidas conoció que ya era tiempo de salir, y viendo que se marchaban los enemigos, dijo a los suyos: «Esta gente no nos aguardará, porque bien veo cómo sus lanzas y celadas se menean, y nunca jamás hicieron esto hombres que tuviesen gana de combatir, por tanto, abrid las puertas, y salgamos todos con buen ánimo a dar sobre ellos con toda diligencia.» Abiertas las puertas por la parte que Brásidas había ordenado, así las de la ciudad como las de los reparos, y las del muro largo, salió con su gente a buen trote por la senda estrecha donde ahora se ve un trofeo puesto, y dio en medio del escuadrón de los enemigos, que halló confusos por el desorden que tenían, y espantados por la osadía de sus enemigos; inmediatamente volvieron las espaldas y se pusieron en fuga. Al poco rato salió Cleáridas por la puerta de Tracia, como le habían mandado, y vino por la otra parte a dar sobre los enemigos. Los atenienses, viéndose acometer súbitamente por donde no pensaban, y atajados de todas partes, se asustaron más que antes, de tal manera, que los de la ala izquierda que habían tomado el camino de Eyón diéronse a huir en desorden. En este medio Brásidas, que había entrado por el ala derecha de los enemigos, fue gravemente herido, cayendo a tierra, mas antes que los atenienses lo advirtiesen fue levantado por los suyos que estaban cerca, y aunque los soldados de la ala derecha de los atenienses se afirmaron más que los otros en su plaza, Cleón viendo que no era tiempo de esperar más, dio a huir, y cuando iba huyendo le encontró un soldado mircinio que lo mató. Mas no por eso los que con él estaban dejaron de defenderse contra Cleáridas a la subida del cerro, y allí pelearon muy valientemente hasta tanto que los de a caballo y los de a pie armados a la ligera, así mircinios como calcídeos, sobrevinieron, y a fuerza de venablos obligaron a que abandonaran su puesto, y se pusiesen en huida. De esta suerte todo el ejército de los atenienses fue desbaratado, huyendo unos por una parte y los otros por otra, cada cual como podía hacia la montaña, y los que de ellos se pudieron salvar acogiéronse a Eyón. Después que Brásidas fue llevado herido a la ciudad, antes de perder la vida supo que había alcanzado la victoria, y al poco rato falleció. Cleáridas siguió al alcance de los enemigos cuanto pudo con lo restante del ejército, y después se volvió al lugar donde había sido la batalla. Cuando hubo despojado los muertos, levantó un trofeo en el mismo lugar en señal de victoria. Pasado esto, todos acompañaron al cuerpo de Brásidas armados, y le sepultaron dentro de la ciudad delante del actual mercado, donde los de Anfípolis le hicieron sepulcro muy suntuoso, y un templo como a héroe, dedicándole sacrificios y otras fiestas, y honras anuales, dándole el título y nombre de fundador y poblador de la ciudad, y todas las memorias que se hallaron en escrito, pintura o talla de Hagnón, su primer fundador, las quitaron y rayaron, teniendo y reputando a Brásidas por fundador y autor de su libertad. Hacían esto por agradar más a los lacedemonios por el temor que tenían a los atenienses, y también porque les parecía más provechoso para ellos hacer a Brásidas aquellas honras que no a Hagnón, a causa de la enemistad que naturalmente tenían con los atenienses, a los cuales, no obstante esto, les dieron sus muertos, que se hallaron hasta 600, aunque de la parte de los lacedemonios no hubo más de siete, porque esta no había sido primeramente batalla, sino un encuentro o batida donde no hubo mucha resistencia. Recobrados los muertos, los atenienses volvieron por mar a Atenas, y Cleáridas con su gente se quedó en la ciudad de Anfípolis para ordenar el gobierno de ella. Esta derrota fue en el fin del verano, a tiempo que los lacedemonios Ranfias y Autocáridas iban con un refuerzo de novecientos hombres de guerra a tierra de Tracia para rehacer el ejército de los peloponesios. Cuando llegaron a la ciudad de Heraclea, en tierra de Traquinia, estando allí ordenando las cosas necesarias para aquella ciudad, tuvieron noticia de lo ocurrido. III. Ajustan la paz los lacedemonios con los atenienses para sí y sus aliados, y después pactan alianza, prescindiendo de estos. Al comienzo del invierno, la gente de guerra que mandaba Ranfias llegó hasta el monte Pierio, que está en Tesalia, mas los de la tierra le prohibieron el paso, por cuya causa, y también porque supieron la muerte de Brásidas, a quien llevaba aquellas tropas, volvieron a sus casas, porque les parecía que no era tiempo de comenzar la guerra, visto que los atenienses se habían retirado, y que ellos dos, Ranfias y Autocáridas, carecían de recursos para dar fin a la empresa de Brásidas. Por otra parte, sabían muy bien que a su partida de Esparta los lacedemonios estaban más inclinados a la paz que a la guerra, y a excepción del combate de Anfípolis y la vuelta de Ranfias de Tesalia, no hubo hecho alguno de guerra entre atenienses y lacedemonios, porque de una y otra parte se deseaba más la paz que la guerra; los atenienses, por la pérdida que habían sufrido primeramente en Delio, y poco después en Anfípolis, por razón de lo cual no estimaban sus fuerzas por tan grandes como al principio cuando les hablaron sobre concierto de paz, que ellos rehusaron entonces, confiados muchos en su prosperidad, y también temían en gran manera que sus aliados, viendo declinar su fortuna, se les rebelasen, estando muy arrepentidos de no haber aceptado la paz que les demandaban después de la victoria que alcanzaron en Pilos. Los lacedemonios, por su parte, la deseaban, porque les había resultado la guerra muy distinta de lo que pensaron al principio, pues creían que talando la tierra de los atenienses, en poco tiempo los desharían; también por la pérdida de Pilos, que fue la mayor que los de Esparta tuvieron hasta entonces, y porque los enemigos, que estaban dentro de Pilos y de Citera, no cesaban de recorrer y robar las tierras que los lacedemonios tenían allí cercanas. Además, sus hilotas y esclavos se pasaban a menudo a los atenienses, y continuamente tenían temor que los otros que quedaban hiciesen lo mismo por consejo de los que primero habían huido. También había otra causa y razón más eficaz, y era que la tregua que los lacedemonios habían hecho por treinta años con los argivos espiraba en breve, la cual tregua los lacedemonios no querían continuar si los argivos no les devolvían la villa de Cinuria, y no se hallaban bastante poderosos para hacer la guerra contra los atenienses y los argivos a un tiempo, tanto más sospechando que algunas de las ciudades del partido de estos en tierra de Peloponeso se declarasen por ellos, como sucedió después. Por estas razones, ambas partes deseaban la paz, mayormente los lacedemonios, para recobrar sus prisioneros en Pilos, los cuales eran todos naturales de Esparta, parientes y amigos de los principales de Lacedemonia, y por cuya libertad procuraron la paz desde que fueron presos, aunque los atenienses, engreídos con la prosperidad de su fortuna, entonces no la habían querido aceptar, esperando hacer mayores cosas antes que la guerra tuviese fin. Pero después que los atenienses fueron derrotados en Delio, pensando los lacedemonios que entonces serían más tratables y humanos, habían acordado las treguas por un año, para que durante este pudiesen tratar de la paz o de más larga tregua. Sobrevenido al poco tiempo la derrota de Anfípolis, que les ayudaba en gran manera al logro de sus deseos, sobre todo porque Brásidas y Cleón habían muerto en ella, y estos eran los principales que estorbaban la paz de ambas partes, Brásidas por la buena fortuna que tenía en la guerra, de la cual esperaba siempre gloria y honra, y Cleón porque le parecía que sus yerros y faltas serían más notorias y manifiestas en tiempo de paz que en el de guerra, y que no se daría tanta fe y crédito a sus invenciones y ruines pareceres habiendo paz. Faltando estos dos quedaban otras dos personas, las más principales de las dos ciudades que tenían gran deseo y codicia de la paz, esperando que por medio de ella alcanzarían el mando principal en las dos ciudades. El uno era Plistoanacte, hijo de Pausanias, rey de Lacedemonia, y el otro, Nicias, hijo de Nicérato, que por entonces era el mejor caudillo que los atenienses tenían, y que había realizado en la guerra famosos hechos. A este le parecía que era mejor hacer la paz mientras que los atenienses estaban en prosperidad y antes que perdiesen su buena fortuna por algún azar de guerra, y también porque los ciudadanos, y él mismo con ellos, tuviesen en adelante sosiego y reposo, y él pudiese dejar la buena fama después de su muerte, de no haber hecho ni aconsejado jamás cosa alguna por donde a la ciudad le sobreviniese mal, lo cual podía no sucederle si lo fiaba todo a la aventura de la guerra, cuyos males y daños se evitan por la paz. El lacedemonio Plistoanacte también deseaba la paz, a causa de tenérsele por sospechoso desde el comienzo de la guerra, acusándole de que se había retirado con el ejército de los peloponesios de tierra de los atenienses. Además le culpaban de todos los males y daños que después de su retirada habían venido a los lacedemonios y de que él y Aristóteles, su hermano, habían sobornado a la sacerdotisa del templo de Apolo en Delfos que daba los oráculos y respuestas de Apolo, de manera que a nombre del dios, y como inspirada por él, había respondido a los nuncios que los lacedemonios enviaron diversas veces al templo para saber el consejo de Apolo tocante a la guerra el oráculo siguiente: «Los descendientes de Júpiter tornarán su generación de tierra ajena a la suya propia, si no quieren arar la tierra con reja de plata»[2]. Hizo esto Plistoanacte, porque los lacedemonios le desterraron a Liceo por la sospecha de que se dejó corromper por dinero, para retirarse con el ejército de tierra de Atenas: en el cual lugar del Liceo vivió mucho tiempo, y por esta respuesta del oráculo le alzaron el destierro, y fue recibido en la ciudad con las honras que acostumbran para los reyes cuando entran con pompa. Para hacer olvidar estas sospechas deseaba la paz, pareciéndole que cesando los inconvenientes de la guerra, no tendrían ocasión de imputarle aquella culpa, mayormente después que los ciudadanos hubiesen recobrado sus prisioneros. Además, mientras durase la lucha duraría la murmuración, pues como sucede siempre, cuando el pueblo ve los males y daños de la guerra, murmura contra los principales actores de ella. Duraron los tratos para la paz todo el invierno, y al fin de él los lacedemonios hicieron alarde de querer construir una grande armada: y enviaron a todas las ciudades confederadas aviso para que se aprestasen a la guerra, para la primavera, pensando que así infundirían más temor a los atenienses, y les darían motivo para querer la paz. Por tales medios, después de muchos tratos y discusiones, fue ajustada entre ellos, con condición de que cada cual de las partes devolviera lo que había tomado a la otra, excepto Nisea, que quedaría en poder de los atenienses, porque pidiendo Platea, los tebanos decían que no la habían tomado por fuerza, sino que los ciudadanos se la habían entregado voluntariamente y los atenienses dijeron lo mismo de Nisea. Estando juntos todos los confederados para este efecto, les alegró que la paz se concluyese, y que en ella quedara establecido que la ciudad de Platea fuera de los tebanos, y la de Nisea de los atenienses. Los beocios, los corintios, los eleos y los megarenses no quisieron aceptar esta paz; no obstante, por común decreto fue acordada y jurada por los embajadores de Atenas en Esparta: y después confirmada por las ciudades confederadas de una y otra parte en la forma y manera siguiente: «Primeramente, en cuanto a los templos públicos, que sea lícito a cada cual de las partes ir y venir a su voluntad sin ningún estorbo ni impedimento alguno, y hacer sus sacrificios, demandas, peticiones y consultas acostumbradas, y que para esto puedan enviar sus nuncios y consejeros así por mar como por tierra. »Ítem, en cuanto al templo de Apolo en Delfos, que los que lo tienen a su cargo puedan usar y gozar de sus leyes, privilegios, costumbres, tierras, rentas y provechos, según costumbre. »Ítem, que esta paz sea firme y segura sin dolo, fraude, ni engaño entre los atenienses y los lacedemonios, sus amigos, aliados y confederados por espacio de cincuenta años, que si en este tiempo se suscitaran entre ellos algunas cuestiones, se deba decidir y determinar por derecho y justicia, y no por armas, y que así será jurado por juramento solemne de una parte y de otra; pero con la condición de que los lacedemonios y sus confederados restituirán a los atenienses la ciudad de Anfípolis, y que los moradores de esta y de las otras ciudades, villas y lugares que fueren restituidas a los atenienses puedan y les sea lícito, si quisieren, irse y trasladar el domicilio adonde bien les pareciere con sus casas, bienes y haciendas, y que las ciudades que Arístides hizo tributarias sean libres y francas en adelante. »Ítem, que no sea lícito a los atenienses y sus aliados ir ni enviar gente de armas para hacerles mal a estas ciudades que les serán devueltas mientras les pagaren su tributo acostumbrado. Estas ciudades son las siguientes: Argilo, Estagira, Acanto, Escolo, Olinto y Espartolo, las cuales quedarán neutrales, sin estar aliadas ni confederadas a los atenienses ni a los lacedemonios, excepto si los atenienses las pueden inducir por buenos medios y maneras, sin fuerza ni rigor, a que sean sus aliadas, pues, en tal caso, les será lícito. »Ítem, que los habitantes de Meciberna, de Sane y de Singo puedan morar en sus ciudades, según y de la misma manera que los olintios y los acantios. »Ítem, que los lacedemonios restituyan a los atenienses la ciudad de Panacto, y los atenienses a los lacedemonios las villas de Corifasio, Citera, Metana, Ptéleo y Atalanta, y todos los prisioneros que de ellos tienen, así en la ciudad de Atenas como en otras partes en su tierra y poder. Asimismo los que tienen sitiados en Escíone, lacedemonios u otros peloponesios, o de sus amigos y confederados de cualquier parte y lugar que sean, y generalmente todos los que Brásidas envió a dichas plazas. Además, si estuviere algún lacedemonio u otra cualquier persona de sus aliados en prisión por cualquier causa que sea en la ciudad de Atenas o en otro cualquier lugar de su señorío, sea puesto en libertad, haciendo los lacedemonios y sus confederados lo mismo en favor de los atenienses y sus aliados. En cuanto a los de las ciudades de Escíone, Torone y Sermile y los de otras ciudades que tienen los atenienses, estos determinarán lo que se hubiere de proveer y les mandarán hacer el juramento a los lacedemonios y a las otras ciudades confederadas. Que ambas partes harán el juramento acostumbrado la una a la otra, el mayor y más fuerte que se puede hacer en tal caso, en el cual se contenga, en efecto, que guardarán los tratados y capítulos de paz arriba dichos justa y debidamente, y que este juramento se deba renovar todos los años, y sea consignado por escrito y esculpido en una piedra y puesto en Olimpia, en Delfos, en el Istmo, en la ciudad de Atenas y en la de Lacedemonia en el lugar llamado Amicleo. »Ítem, si alguna otra cosa ocurriese además de esto que sea justa y razonable a ambas partes, se pueda añadir, mudar y quitar por los atenienses y por los lacedemonios. »Fue acordado y aceptado este tratado de paz en Esparta, siendo éforo Plístolas y presidente de la ciudad de Lacedemonia, a 26 días del mes de Artemisio, y en Atenas fue aceptado y aprobado, siendo presidente Alceo, a 15 días del mes de Elafebolión, y otorgáronle y juráronle por parte de los lacedemonios Plístolas, Damageto, Quiónide, Metágenes, Acanto, Daito, Iscágoras, Filocáridas, Zéuxidas, Antipo, Télide, Alcínadas, Empedias, Menas, Láfilo; y de parte de los atenienses, Lampón, Istmiónico, Nicias, Laques, Eutidemo, Procles, Pitodoro, Hagnón, Mirtilo, Trasicles, Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timócrates, León, Lámaco y Demóstenes.» Este tratado fue hecho y jurado al fin del invierno y al comienzo de la primavera, diez años y algunos días después del principio de la guerra, que fue la primera entrada que hicieron los peloponesios y sus confederados en tierra de Atenas. La cual guerra me parece por mejor señal para mayor acierto distinguirla por los tiempos del año, a saber: el invierno y el verano, que no por los nombres de los cónsules y gobernadores de las ciudades principales, que cambian con frecuencia. Conforme a este tratado de paz, los lacedemonios entregaron inmediatamente los prisioneros que tenían en su poder, porque les cupo por suerte ser los primeros que entregasen, y tras esto enviaron sus embajadores Iscágoras y Menas a Cleáridas, su capitán, para mandarle que entregase la ciudad de Anfípolis a los atenienses. También los enviaron a las otras ciudades confederadas, para que confirmasen y pusiesen por ejecución el tratado arriba dicho, y muchas rehusaron hacerlo, pretendiendo que no les era favorable el contrato. Asimismo Cleáridas rehusó entregar la ciudad de Anfípolis por agradar a los calcídeos, diciendo que no lo podía hacer sin voluntad de estos; pero partió con los dos embajadores a Lacedemonia para defenderse si le quisieran calumniar diciendo que no había obedecido el mandato de los lacedemonios, y también para probar si podría enmendar el tratado en este artículo; mas sabiendo que estaba concluido y acordado, volvió a la ciudad de Anfípolis por orden de los lacedemonios, que también le mandaron expresamente entregase la ciudad a los atenienses, o que, si los ciudadanos dificultaban esto, saliese él con todos los peloponesios que estaban dentro. Las otras ciudades confederadas enviaron sus embajadores a los lacedemonios para mostrarles que este tratado de paz les era muy perjudicial y que no le querían guardar ni cumplir, si no lo enmendaban en algunos artículos. Después que los lacedemonios les oyeron, no quisieron enmendar nada de lo que habían hecho y concluido, mandándoles retirarse. Poco tiempo después hicieron alianza con los atenienses, y aunque los argivos habían rehusado entrar en la alianza con ellos, nada les importó, porque les parecía que sin los atenienses no les podrían hacer mucho mal, y que la mayor parte de los peloponesios querían más la paz, por el sosiego y reposo, que la guerra. Después de algunas negociaciones sobre la alianza en la ciudad de Esparta con los embajadores de los atenienses, fue ajustada del siguiente modo: «Los lacedemonios serán compañeros y aliados de los atenienses por cincuenta años en esta forma. »Si algunos enemigos entraren en tierra de los lacedemonios para hacerles daño, los atenienses ayudarán a estos con todo su poder en todo y por todo lo que pudieren, y si los tales enemigos asolaran su tierra, serán tenidos por enemigos comunes de atenienses y lacedemonios, y les harán la guerra juntamente, o la dejarán pactando la paz de consuno. »Todas las cosas arriba dichas se harán bien y debidamente sin fraude ni engaño: y lo mismo harán los lacedemonios con los atenienses, si algunos extraños entraran en su tierra. »Si los hilotas o siervos de los lacedemonios se levantaran contra ellos, los atenienses estarán obligados a ayudarles con todo su poder. »Esta alianza será otorgada y jurada por las mismas personas que juraron la paz de ambas partes, y se había de renovar todos los años el juramento como el de la paz escrita, y esculpir el tratado en dos piedras que se pusieran una en la ciudad de Esparta, junto al templo de Apolo en el Amicleo, y la otra en la de Atenas, junto al templo de Minerva. Además fue acordado, que si durante esta alianza pareciese bien a ambas partes añadir o quitar o mudar cosa alguna, lo pudieran hacer por común acuerdo. »Esta alianza la juraron de parte de los lacedemonios Plistoanacte, Agis, Plístolas, Damageto, Quiónide, Metágenes, Acanto, Daito, Iscágoras, Filocáridas, Zéuxidas, Antipo, Télis, Alcínadas, Empedias, Menas, Láfilo. Y de parte de los atenienses Lampón, Istmiónico, Nicias, Laques, Eutidemo, Procles, Pitodoro, Hagnón, Mirtilo, Trasicles, Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timócrates, León, Lámaco y Demóstenes.» La alianza fue hecha poco después del tratado de paz, y de entregar los atenienses los prisioneros que hicieron en la isla frente a Pilos al principio del verano, que fue el fin del décimo año, después que comenzó la guerra que escribimos. IV. La paz entre atenienses y peloponesios no es observada. -- Corinto y otras ciudades del Peloponeso se alían con los argivos contra los lacedemonios. Hecha esta paz entre los lacedemonios y los atenienses, después de durar la guerra diez años, como antes se ha dicho, solamente fue observada entre las ciudades que la quisieron admitir, porque los corintios y algunas otras ciudades del Peloponeso no la aceptaron y poco después se movió revuelta entre los lacedemonios y los otros confederados. Andando el tiempo los lacedemonios fueron tenidos por sospechosos a los atenienses, principalmente por razón de algunos artículos de la alianza que no eran ejecutados como debían serlo, aunque todavía se guardaron de entrar los unos en tierra de los otros como enemigos por espacio de seis años y diez meses. Mas después se hicieron grandes daños los unos a los otros en diversas ocasiones sin romper del todo la alianza, antes la entretenían con treguas, las cuales fueron guardadas mal por espacio de diez años, y pasados estos viéronse forzados a acudir a la guerra descubierta. Esta guerra la escribió Tucídides ordenadamente, según fue hecha de año en año, así en invierno como en verano, hasta tanto que los lacedemonios y sus aliados asolaron y destruyeron el imperio y señorío de los atenienses, tomaron los muros largos de la ciudad de Atenas y el Pireo y duró, comprendido el primero y segundo período, veintisiete años, del cual espacio de tiempo no se puede con razón quitar ni descontar el tiempo que duró el tratado de paz: porque el que para mientes en lo ocurrido, no podrá juzgar que esta paz tuviese algún efecto, visto que no fue guardada ni ejecutada por ninguna de las partes en las cosas que señaladamente fueron articuladas, contraviniendo unos y otros al tratado con la guerra hecha en Mantinea y en Epidauro y de otras muchas maneras. También en Tracia los que habían sido aliados fueron después enemigos. Y los beocios hacían treguas de diez días solamente, por lo cual el que contara bien los diez años que duró la primera guerra, el tiempo que pasó en treguas y lo que duró la segunda guerra, hallará la cuenta de los años tal cual yo he dicho y algunos días más. Este espacio de tiempo fue profetizado por los oráculos y respuestas de los dioses: porque me acuerdo haber oído decir a menudo públicamente a muchas personas, que aquella guerra había de durar tres novenos años. En todo este tiempo viví sano de mi cuerpo y entendimiento y procuré saber y entender todo lo que se hizo, aunque estuve en destierro durante diez años, después que fui enviado por capitán de la armada a Anfípolis. Habiendo, pues, estado presente a las cosas que se hicieron de una y otra parte en el tiempo que seguí la guerra, no tuve menos conocimiento de ellas en el que estuve desterrado en tierra del Peloponeso: antes tuve mejor ocasión de saber, entender y escribir la verdad. Referiré, por tanto, las cuestiones y diferencias que sobrevinieron pasados los diez años: asimismo el rompimiento de las treguas, y finalmente todo lo que se hizo en esta guerra hasta su terminación. Volviendo a la historia, digo que después de hecha la paz por cincuenta años, y la liga y alianza entre los atenienses y los lacedemonios, y que los embajadores de las ciudades del Peloponeso que habían ido a Lacedemonia volvieron a sus casas sin convenir nada, los corintios gestionaron aliarse con los argivos, y al principio hicieron hablar a algunos de los principales de la ciudad de Argos, mostrándoles que, pues los lacedemonios habían hecho alianza con los atenienses, sus mortales enemigos, no por guardar y conservar la libertad común de los peloponesios, sino por ponerlos en servidumbre, convenía que los argivos procurasen guardar la libertad común y persuadir a todas las ciudades de Grecia que quisiesen vivir en libertad, y según sus leyes y costumbres antiguas, que hiciesen alianza con ellos para darse ayuda los unos a los otros cuando fuese menester, y que eligiesen caudillos a capitanes que tuviesen mando y autoridad de proveer en todas cosas a fin de que las empresas fuesen secretas y que los pueblos mismos no tuviesen noticia de algunas cosas que, presumían, no habían de consentir, porque, según decían estos corintios que seguían las negociaciones, habría muchos particulares que por odio a los lacedemonios se aliaran con los mismos argivos. Tales razonamientos hicieron los corintios a los principales gobernadores de Argos y estos los refirieron al pueblo, acordando por común decreto, que eligiesen doce personas a quienes se diese pleno poder y facultad de contratar y concluir amistad y alianza en nombre de los argivos con todas las ciudades libres de Grecia, excepto con los lacedemonios y los atenienses, con los cuales no pudiesen tratar nada sin comunicarlo primeramente al pueblo: hicieron esto los argivos, así porque veían que se les acercaba la guerra con los lacedemonios, por el poco tiempo que restaba para espirar las treguas, como también porque esperaban por esta vía hacerse señores del Peloponeso, a causa que el mando y señorío de los lacedemonios era ya odioso y desagradable a la mayor parte de los peloponesios y comenzaban a despreciarlos y tener en poco por las derrotas, pérdidas y daños que habían sufrido en la guerra. Por otra parte, los argivos eran entonces entre todos los griegos los más ricos, a causa de que, como no se habían mezclado en las guerras precedentes por tener amistad y alianza con ambas partes, durante la guerra entre los otros, se habían enriquecido en gran manera. Procuraban, pues, por estos medios atraer a su amistad y alianza a todos los griegos que se quisiesen confederar con ellos, entre los cuales, los primeros que se aliaron fueron los mantineos y sus adherentes, porque durante la guerra entre los atenienses y los lacedemonios habían tomado una parte de tierra de Arcadia, sujeta a los lacedemonios, y se la habían apropiado sospechando que tendrían memoria para vengar la citada injuria cuando viesen oportunidad, aunque por entonces no lo aparentasen. Antes, pues, de que les viniese este peligro quisieron aliarse con los argivos, considerando que Argos era una grande y poderosa ciudad, muy poblada y muy rica, y por eso bastante y suficiente para poder resistir a los lacedemonios, y también porque era gobernada por señorío y estado popular, como la suya de Mantinea. A ejemplo de estos mantineos, otras muchas ciudades del Peloponeso hicieron lo mismo, pareciéndoles que los mantineos no habían hecho esto sin gran motivo y sin saber y conocer alguna cosa más que ellos no sabían. También lo hacían por despecho de los lacedemonios, a los cuales tenían gran odio por muchas causas, y la principal era que en un artículo del tratado de paz hecho entre atenienses y lacedemonios, estaba dicho y confirmado por juramento que si en el tratado se hallase cosa alguna que les pareciese se debía quitar o mudar, los de las dos ciudades, a saber, de Atenas y Lacedemonia, lo pudiesen hacer, sin que este artículo hiciese mención alguna de las otras ciudades confederadas del Peloponeso, cosa que puso en gran sospecha a todos los peloponesios, de que estas dos ciudades se hubiesen concertado para sujetar a todas las demás, pues parecíales que era cosa justa, si los tenían por sus compañeros y aliados, comprender en aquel artículo también las otras ciudades del Peloponeso, y no solamente las dos. Esta fue la causa principal que les movió a hacer alianza con los argivos. Los lacedemonios, entendiendo que poco a poco las ciudades del Peloponeso se confederaban con los argivos, y que los corintios habían sido autores y promovedores de esto, les enviaron algunos embajadores, haciéndoles saber que si se apartaban de su amistad y alianza por juntarse a los argivos, contravendrían su juramento y obrarían contra toda razón no queriendo aprobar y confirmar el tratado de paz hecho con los atenienses, atento que la mayor parte de las otras ciudades confederadas lo había aprobado, y que en el contrato de sus alianzas se contenía, que lo que fuese hecho por la mayor parte de ellos fuese tenido y guardado por todos los otros, si no había algún impedimento justo por parte de los dioses o héroes. Antes de responder a esta demanda, los corintios reunieron todos sus aliados, es a saber, a aquellos que no habían aún aceptado el tratado de paz por común acuerdo con los lacedemonios, para inducirles a entrar en la liga y confederarse contra ellos, alegando algunas cosas en que los lacedemonios les habían hecho agravio al otorgar aquel tratado de paz, mayormente porque en él no estaba puesto que los atenienses les restituyeran las villas de Solio, Anactorio y algunos otros lugares que pretendían haberles tomado, y también porque no estaban determinados los corintios a desamparar a los de Tracia, que por su amonestación y persuasión se habían rebelado contra los atenienses, a los cuales habían prometido particularmente por juramento, que no les abandonarían así al comienzo, cuando se rebelaron con los de Potidea, como después otras muchas veces, por lo cual no se tenían por quebrantadores de la alianza que hicieron antes con los lacedemonios, si ahora no querían aceptar el tratado de paz que estos habían hecho con los atenienses, visto que no lo podían hacer sin quedar por perjuros para con los tracios. Además, en un artículo de su tratado de alianza se decía que la parte menor hubiese de aceptar lo que hiciese la mayor, si no hubiera algún estorbo o impedimento de los dioses, lo cual reputaban que ocurría en este caso, pues contraviniendo a su juramento ofendían a los dioses, por los cuales ellos habían jurado. Así respondían respecto a este artículo. En cuanto a la liga y alianza con los argivos, que habiendo consultado estos con sus amigos y aliados harían todo aquello que hallen ser justo y razonable. Después que los embajadores de los lacedemonios fueron despedidos con esta respuesta, los corintios mandaron venir ante ellos, en su Senado, a los embajadores de los argivos que ya estaban en la ciudad antes que los otros partiesen, y les dijeron que no curasen de diferir más la alianza con ellos, sino que fueran al primer consejo y la concluyesen. Pendiente esto llegaron allí los embajadores de los eleos, los cuales primeramente hicieron alianza con los corintios, y de allí, por su orden, fueron a Argos, donde hicieron lo mismo, porque también estaban muy descontentos de los lacedemonios, a causa de que antes de la guerra con los atenienses, siendo los de Lépreo ofendidos por algunos de los arcadios, se acogieron a los eleos y les prometieron que si les socorrían en aquella guerra, después de acabada, cuando fueran expulsados de su tierra los arcadios, les darían la mitad de los frutos que cogiesen. Verificada la expulsión, los eleos se convinieron y acordaron con los lepreatas que tenían tierra a labrar, que les pagasen cada año un talento de oro todos juntos, el cual se ofreciese al templo de Júpiter en Olimpia, y este tributo pagaron sin contradicción algunos años, hasta la guerra de los atenienses y peloponesios, mas después rehusaron hacerlo, tomando por excusa las cargas y tributos que sostenían por razón de la guerra. Y porque los eleos les querían obligar a que lo pagasen, los lepreatas acudieron a los lacedemonios, a quienes también los eleos sometieron por entonces la cuestión para que la decidieran, pero después, sospechando que juzgasen contra ellos, no quisieron proseguir la causa ante aquellos, sino que fueron a talar la tierra de los lepreatas. No obstante esto, los lacedemonios pronunciaron su sentencia, por la cual declararon que los lepreatas no estaban obligados en cosa alguna a los eleos, que sin razón habían talado su tierra. Viendo los lacedemonios que los eleos no querían pasar por su juicio y sentencia, enviaron su gente de guerra en socorro de los lepreatas, por lo cual los eleos pretendían que los lacedemonios habían contravenido al tratado de alianza hecho entre ellos y los otros peloponesios, en el que se establecía que las tierras que cada cual de las ciudades poseía al comienzo de la guerra, les debiesen quedar, diciendo que los lacedemonios habían atraído a ellos la ciudad de los lepreatas, que les era tributaria. Esta fue la ocasión y pretexto para hacer la alianza con los argivos, y poco después la hicieron los corintios y los calcídeos que habitan en Tracia. Los beocios y megarenses estuvieron a punto de hacer lo mismo, pretendiendo que habían sido menospreciados por los lacedemonios, pero se detuvieron considerando que la manera de vivir de los argivos, que era señorío y mando del pueblo, no era tan conveniente para ellos como la de los lacedemonios que se gobernaban por un cierto número de personas, a saber, por un consejo y senado que tenía el mando y autoridad sobre todos. V. Comunicaciones que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios. -- Hechos de guerra y tratados que en este verano se hicieron. Durante este verano los atenienses se apoderaron de la ciudad de Escíone por fuerza, mataron todos los hombres jóvenes, cautivaron a los niños y a las mujeres, y dieron todas las tierras de los escionios a los plateenses, sus aliados, para que las labrasen y se aprovecharan de ellas. También hicieron regresar a Delos a los ciudadanos que habían sido echados de allí, atendiendo así a los males y daños que habían sufrido por la guerra, como a los oráculos de los dioses que se lo amonestaban. Los focenses y los locros comenzaron la guerra entre sí, y los corintios y los argivos, que ya estaban aliados y confederados, fueron a la ciudad de Tegea con esperanza de poder apartarla de la alianza de los lacedemonios, y por medio de esta, porque tenía gran término y jurisdicción, atraer a sí a todas las demás del Peloponeso. Mas viendo los corintios que los tegeatas no se querían separar de los lacedemonios por queja alguna que hubiesen tenido antes con ellos, perdieron la esperanza de que ningunos otros quisieran unirse a ellos en amistad, rehusándolo los de Tegea. No por eso dejaron de solicitar a los beocios para que se aliasen y confederasen con ellos y con los argivos, y para que en adelante se rigiesen y gobernasen todos por común acuerdo, porque los beocios habían hecho la tregua de diez días con los atenienses. Después de la conclusión de la paz de cincuenta años arriba dicha, les demandaban que enviasen sus embajadores con ellos a los atenienses para que fuesen comprendidos en la misma tregua, y si no lo querían hacer, los beocios renunciasen del todo esta tregua y en adelante no hiciesen ningún tratado de paz y de tregua sin los corintios. A esto respondieron los beocios, respecto a la alianza, que ellos entenderían en ella, y en cuanto a lo demás enviaron sus embajadores con los de los corintios a Atenas, y demandaron a los atenienses que comprendieran a los corintios en la tregua de diez días, pero los atenienses respondieron a todos, que si los corintios estaban aliados con los lacedemonios les bastaba aquella alianza para con ellos, y no habían menester otra cosa. Oída esta respuesta, los corintios procuraron con gran instancia que los beocios renunciasen la tregua de diez días, pero estos no lo quisieron hacer; visto lo cual los atenienses quedaron satisfechos de hacer tregua con los corintios sin alguna otra alianza. En este verano los lacedemonios, con su ejército al mando de Plistoanacte, su rey, salieron contra los parrasios que viven en tierra de Arcadia y son súbditos de los mantineos. Fueron los lacedemonios llamados a esta empresa por algunos de los ciudadanos parrasios a causa de los bandos y sediciones que había entre ellos, y también iban con intención de derrocar los muros que los mantineos hicieron en la villa de Cipsela, donde habían puesto guarnición, villa asentada en los términos de los parrasios en la región de Escirítide en tierra de Lacedemonia. Al llegar los lacedemonios a tierra de los parrasios comenzaron a robar y talar, y viendo esto los mantineos dejaron la guarda de su ciudad a los argivos, y con todo su poder acudieron a socorrer a sus súbditos, mas viendo que no podían defender los muros de Cipsela y guardar la ciudad de los parrasios juntamente, determinaron volverse. Los lacedemonios pusieron a los parrasios, que les llamaron en su ayuda, en libertad, derrocaron aquellos muros, y regresaron a sus casas. Después del regreso, llegó también la gente de guerra que había ido con Brásidas a Tracia, y que Cleáridas trajo por mar cuando quedó ajustada la paz. Declarose por decreto que todos los hilotas y esclavos que se habían hallado en aquella guerra con Brásidas quedasen libres y francos, y pudieran vivir donde quisieran. Al poco tiempo enviaron a todos estos, con algunos otros ciudadanos, a habitar la villa de Lépreo, que está en término de los eleos, en tierra de Lacedemonia, porque ya los lacedemonios tenían guerra con los eleos. Por otro decreto los lacedemonios desautorizaron y declararon infames a los que cayeron prisioneros de los atenienses en la isla frente a Pilos, por haberse entregado con armas a los enemigos, y entre los que así se rindieron había algunos que ya estaban elegidos para los cargos públicos de la ciudad. Hicieron esto los lacedemonios, porque siendo aquellos reputados y tenidos por infames, no emprendiesen alguna novedad en la república si llegaban a tener algún cargo de autoridad y mando en ella. De esta suerte los declararon inhábiles para adquirir honras y oficios ni tratar ni contratar, aunque poco tiempo después les habilitaron. En este mismo verano los de Dío tomaron la ciudad de Tiso, en tierra de Atos, confederada con Atenas. Durante toda esta estación atenienses y peloponesios comerciaron entre sí, aunque siempre se tenían por sospechosos desde el principio del tratado de paz, porque no habían restituido de una parte ni de otra lo que fue acordado en él. Los lacedemonios, que eran los primeros que debían restituir, no habían devuelto a los atenienses la ciudad de Anfípolis ni las otras plazas, ni habían obligado a sus confederados en tierra de Tracia a que aceptasen el tratado de paz, ni tampoco a los beocios y los corintios, aunque decían siempre que si los tales confederados no querían aceptar el tratado de paz, se unirían a los atenienses para forzarles a ello, y para esto habían señalado un día sin poner nada por escrito ni obligación, dentro del cual, los que no hubiesen ratificado y aprobado aquel tratado de paz, fuesen tenidos y reputados por enemigos de los atenienses y de los lacedemonios. Viendo los atenienses que los lacedemonios no cumplían nada de lo que habían prometido y capitulado, opinaban que no querían mantener la paz, y por esto también dilataban la devolución de Pilos, arrepintiéndose de haber entregado los prisioneros, y reteniendo en su poder las otras villas y plazas que habían de restituir por virtud del contrato, hasta tanto que los lacedemonios hubiesen cumplido su compromiso, los cuales se excusaban diciendo que ya habían hecho lo que podían devolviendo los prisioneros que tenían y mandado salir de Tracia su gente de guerra, pero que la devolución de Anfípolis no estaba en su mano; y en lo demás, que ellos trabajarían por hacer que los beocios y los corintios entrasen en el contrato, y la ciudad de Panacto fuese restituida a los atenienses, como también todos los atenienses que se hallasen prisioneros en Beocia. En cambio pedían a los atenienses que les devolvieran la ciudad de Pilos, o a lo menos si no la querían entregar, que sacasen de ella a los mesenios y los esclavos que tenían dentro, como ellos habían sacado la gente de guerra que estaba en Tracia, y que pusiesen en guarda de la ciudad, si quisiesen, de los suyos propios. De esta manera pasaron todo aquel verano las cosas en tranquilidad, tratando y comunicando los unos con los otros. VI. Los lacedemonios se alían con los beocios sin consentimiento de los atenienses, contra lo estipulado en el tratado de paz, y estos, al saberlo, pactan alianza con los argivos, mantineos y eolios. En el invierno siguiente fueron mudados los éforos o gobernadores de la ciudad de Esparta, en cuyo tiempo fue concluido el tratado de paz. En su lugar eligieron otros que eran contrarios a la paz, y se hizo una asamblea en Lacedemonia donde se hallaron presentes los embajadores de las ciudades confederadas a los peloponesios y los de los atenienses, los corintios y los beocios. En esta asamblea fueron debatidas muchas cosas de todas partes, mas al fin terminó sin tomar resolución alguna. Vueltos cada cual a su casa, Cleóbulo y Jénares, que eran los dos éforos nuevamente elegidos que presidían por entonces en Lacedemonia, y deseaban el rompimiento de la paz, tuvieron negociaciones privadas con los beocios y los corintios, amonestándoles que atendiesen al estado general de las cosas, y al en que ellos estaban por entonces, sobre todo a los beocios, que así como habían sido los primeros en hacer alianza con los argivos, quisieran de nuevo confederarse con los lacedemonios, mostrándoles que por este medio no estarían obligados a tener alianza con los atenienses, y que antes de las enemistades que esperaban y de que se rompiesen las treguas, siempre los lacedemonios habían deseado más la alianza y amistad de los argivos que la de los atenienses, porque siempre habían desconfiado de estos, y por eso querían ahora asegurarse, sabiendo que la alianza de los argivos les venía muy a propósito a los lacedemonios, para hacer la guerra fuera del Peloponeso. Por tanto, rogaban a los beocios que dejasen de buen grado a los lacedemonios la ciudad de Panacto, para que, restituida esta ciudad, ellos pudiesen recobrar a Pilos si fuese posible, y por este medio comenzar la guerra de nuevo contra los atenienses con más seguridad. Dichas tales cosas a los embajadores de los beocios y de los corintios por los éforos y algunos otros lacedemonios, amigos suyos, para que hiciesen relación de ellas a sus repúblicas, partieron. Antes de llegar a sus ciudades encontraron en el camino dos gobernadores de Argos, y hablaron mucho con ellos, para saber si sería posible que los beocios quisieran entrar en su alianza, como habían hecho los corintios, los mantineos y los eleos, diciéndoles que si esto se hacía, les parecía que serían bastantes para declarar la guerra a los atenienses, o a lo menos, por medio de los beocios y los otros confederados, llegar a algún buen concierto con ellos. Estas noticias fueron muy agradables a los beocios, porque les parecía que concordaban con lo que sus amigos los lacedemonios les habían encargado y que los argivos otorgaban lo que los otros deseaban, determinando entre ellos enviar embajadores a tierra de Beocia para este efecto, y con esto se despidieron unos de otros. Llegados los beocios a su tierra, relataron a los gobernadores de su ciudad todo lo que habían escuchado de los lacedemonios y lo que había pasado con los argivos en el camino, lo cual celebraron los gobernadores, porque la amistad de los unos y de los otros les venía bien, y porque ambas partes, sin previo acuerdo, se mostraban propicias al mismo fin. Pocos días después vinieron embajadores de los argivos, a los cuales, después de oídos, les respondieron que dentro de algunos días enviarían a ellos sus embajadores para tratar de la alianza. Durante este tiempo se reunieron los beocios, los corintios, los megarenses y los embajadores de los de Tracia, y acordaron y concluyeron entre ellos una liga y alianza para ayudarse y socorrerse unos a otros contra todos aquellos que les quisiesen ofender, y que no pudiesen hacer guerra, ni paz ni otro tratado con persona alguna una parte sin la otra. También fue estipulado que los beocios y megarenses, que ya estaban aliados, hiciesen alianza en las mismas condiciones con los argivos; mas antes que los gobernadores de Beocia concluyesen la cosa, dieron cuenta de ella a los cuatro consejos de la tierra que tienen el universal mando y autoridad principal, rogándoles que quisiesen consentir en esta alianza con aquellas ciudades y con todos los otros que querían juntarse con ellos, mostrándoles que esto era en su utilidad y provecho. Los consejos no quisieron otorgarlo temiendo que fuese contrario a los lacedemonios, si se aliaban con los corintios que se habían rebelado y apartado de ellos, porque los gobernadores no les habían advertido de sus explicaciones con los éforos, Cleóbulo y Jénares, y los amigos lacedemonios, que era en substancia, que primero debiesen hacer alianza con los argivos y corintios, y que después la harían con los lacedemonios, porque les pareció a los gobernadores que sin declarar esto a los cuatro consejos, harían lo que ellos les aconsejaban. Mas viendo que la cosa ocurría de muy distinta manera que pensaban los corintios y los embajadores de Tracia, regresaron sin concluir nada, y los gobernadores de los beocios, que habían determinado, si podían, persuadir primero al pueblo, e intentar después la alianza con los argivos, viendo que no lo podían alcanzar de los cuatro consejos, no procuraron hablar más de ello, ni los argivos, que habían de enviar allí su embajador, tampoco le enviaron. De esta manera la cosa quedó por hacer por descuido y negligencia, y por falta de solicitud. En este invierno los olintios tomaron por asalto la villa de Meciberna, donde los atenienses tenían guarnición, y la robaron y saquearon. Pasado esto hubo muchas negociaciones entre atenienses y lacedemonios tocante a la guarda y observancia de los tratados de paz, mayormente sobre restituir los lugares de una parte y de otra, esperando los lacedemonios, que si restituían Panacto a los atenienses, también estos les devolverían a Pilos, y para ello enviaron su embajador los lacedemonios a los beocios, rogándoles que dejasen a los atenienses la ciudad de Panacto, dándoles los prisioneros que tenían suyos, a lo cual los beocios les respondieron que no lo harían en ningún caso, si los lacedemonios no hacían alianza particular con ellos como la habían hecho con los atenienses. Sobre esto, los lacedemonios, aunque conocían que era contrario a la alianza hecha con los atenienses, en la cual estaba capitulado que los unos no pudiesen hacer paz ni guerra sin los otros, por el deseo que tenían de adquirir de los beocios a Panacto, esperando por medio de ella recobrar a Pilos, y también por la mayor inclinación que los éforos que gobernaban entonces tenían a los beocios que a los atenienses, a fin de romper la paz, acordaron e hicieron aquella alianza en fin del invierno. Después de hecha, al comienzo de la primavera, que fue el onceno año de la guerra, los beocios derribaron y asolaron del todo la ciudad de Panacto. Los argivos, viendo que los beocios no habían enviado sus embajadores para hacer alianza según les prometieron, y que habían derrocado hasta los cimientos a Panacto y hecho alianza particular con los lacedemonios, tuvieron gran temor de quedarse solos en guerra con los lacedemonios, y que las otras ciudades de Grecia se confederasen todas con estos, porque pensaban que lo que habían hecho los beocios en Panacto fuese con consejo y consentimiento de los lacedemonios, y aun de los atenienses, y que todos estaban de acuerdo. Con los atenienses no tenían los argivos propósito de contratar más, porque lo que habían contratado antes era con idea de que la alianza entre ellos y los lacedemonios no sería durable. Estando, pues, muy perplejos al verse obligados a sostener la guerra con los lacedemonios y los atenienses, y aun contra los tegeatas y los beocios, porque habían rehusado el tratado y concierto con los lacedemonios, y codiciado el imperio y señorío de todo el Peloponeso, enviaron por embajadores a los lacedemonios a Éustrofo y a Esón, que tenían por grandes amigos, y muy aceptos y agradables a los lacedemonios, para que tratasen la alianza, pareciéndoles que si estaban confederados con los lacedemonios, a cualquier parte que se inclinase la cosa, estarían seguros según el estado del tiempo presente. Al llegar los embajadores a Lacedemonia, declararon su misión ante el Senado, demandándole la paz y alianza, y para poder mejor tratarla, requirieron que las diferencias que tenían con los lacedemonios sobre la villa de Cinuria, que está en los términos de los argivos, inmediata a sus dos ciudades Tirea y Antene, pero poblada de lacedemonios, se remitiesen a alguna ciudad neutral o a algún juez señalado por las partes, en el que ambas confiasen. Los lacedemonios les respondieron que no era menester hablar más sobre esto, y que si los argivos querían, estaban ellos dispuestos a hacer un nuevo tratado según y de la misma forma y manera que había sido el precedente. A esto los argivos mostraron alguna contradicción, diciendo que harían tratado igual al pasado, con la condición de que fuese lícito a cada cual de las partes, no obstante el tratado, hacer la guerra a la otra cuando bien le pareciese a causa de la villa de Cinuria, no estando la otra parte impedida por epidemia o por otra guerra, como en otra ocasión convinieron entre ellos, a la sazón que libraron una batalla, de la cual ambas partes pretendían haber alcanzado la victoria. Además que la guerra no debiese pasar más adelante de los límites de la ciudad de Argos, o Lacedemonia, y de sus términos. Esta demanda pareció al principio a los lacedemonios muy loca y desvariada; pero al fin la otorgaron, porque deseaban la amistad de los argivos. Pero antes de convenir nada, aunque los embajadores tuviesen pleno poder, quisieron que regresaran a Argos, y propusiesen el contrato al pueblo para saber si lo aprobaba; y siendo así, que volvieran en un día señalado para jurar el contrato. Convenido esto partieron de Lacedemonia los embajadores. Mientras en Argos se ocupaban de este asunto, los embajadores que los lacedemonios habían enviado a los beocios para recobrar a Panacto y los prisioneros atenienses, a saber, Andrómedes, Fédimo y Antiménidas, hallaron que Panacto había sido asolada por los beocios, porque decían que existía un contrato antiguo entre ellos y los atenienses, confirmado con juramento, en el cual se decía que ni unos ni otros debían habitar en aquel lugar. Respecto a los prisioneros, les devolvieron los que tenían de los atenienses, a quienes los embajadores se los enviaron; y tocante a Panacto, les dijeron que no tenían por qué temer que ningún enemigo suyo habitase en ella, pues estaba derribada, pensando que por este medio quedarían libres de la promesa de devolverla. No satisfizo esto a los atenienses; antes respondieron que no era cumplir lo prometido devolverles la ciudad destruida y asolada, y en lo demás haber hecho alianza con los beocios, contra lo que terminantemente había sido acordado entre ellos de que debiesen obligar a todas las ciudades confederadas que lo rehusaran a aceptar y ratificar el tratado de paz. Por razón de estas cosas y otras muchas usaron con los embajadores de palabras muy duras, y les despidieron sin otra conclusión. Estando los atenienses y los lacedemonios en estas diferencias, aquellos a quienes la paz no agradaba en Atenas buscaban todos los medios que podían para romperla con ocasión de esto; y entre otros, era uno Alcibíades, hijo de Clinias, el cual, aunque mozo, por la nobleza y antigüedad de sus progenitores (que habían sido muy nombrados y señalados), era muy honrado y amado del pueblo, y tenía gran autoridad en la ciudad. Este aconsejaba al pueblo que hiciese alianza con los argivos, así porque le parecía serles útil y provechosa, como también porque por la altivez de su corazón se afrentaba que la paz fuese hecha con los lacedemonios por Nicias y Laques, sin hacer caso ni estima de él, porque era joven; y tanto más se consideraba injuriado, cuanto que había renovado con ellos la amistad que su abuelo repudió. Por despecho de todo esto, se declaró entonces contra el tratado de paz, y dijo públicamente que no había seguridad ni firmeza en los lacedemonios, y que el tratado de paz hecho con ellos, era solo por apartar a los argivos de su amistad, y después declararles la guerra. Viendo que el pueblo estaba inclinado contra los lacedemonios, envió secretamente a decir a los argivos que era el momento oportuno para conseguir la alianza y amistad, porque los atenienses la deseaban, y que viniesen sin dilación y trajesen los procuradores de los eleos y de los mantineos para ajustarla, prometiéndoles que les ayudaría con todo su poder. Los argivos, teniendo aviso de esto, y entendiendo que los beocios no habían hecho alianza con los atenienses, y también que los atenienses estaban en gran discordia con los lacedemonios, prescindieron de las negociaciones de sus embajadores que trataban la paz y alianza con los lacedemonios, y entendieron hacerla con los atenienses, la cual tenían por mejor y más útil y provechosa para ellos que la otra, porque los atenienses habían sido siempre, desde los tiempos antiguos, sus amigos, y se gobernaban por señorío y estado popular como ellos, y porque les podían dar gran favor y ayuda por mar si temían guerra, siendo como eran en el mar los más poderosos. Inmediatamente enviaron sus embajadores con los de los eleos y mantineos a Atenas para tratar y concluir la alianza. Al mismo tiempo llegaron a Atenas los embajadores de los lacedemonios, que eran Filocáridas, León y Endio, que, según parece, eran los más aficionados a los atenienses y a la paz, los cuales fueron enviados así por la sospecha que tuvieron los lacedemonios de que los atenienses hiciesen alianza con los argivos en daño de ellos, como también para demandar que les devolvieran a Pilos en cambio de Panacto, y también para excusarse de la alianza que habían hecho con los beocios, y para mostrarles que no la habían hecho con mala intención ni en perjuicio de los atenienses. Todas estas cosas fueron propuestas por los embajadores lacedemonios ante el Senado de Atenas, y además declararon que tenían pleno poder para tratar y convenir sobre todas las diferencias pasadas. Viendo esto Alcibíades, y temiendo que si estas cosas fuesen publicadas y declaradas al pueblo le inducirían a consentir con ellos, y por tanto a rehusar la alianza de los argivos, usó de la astucia e ingenio para estorbarlo, hablando secretamente con los embajadores, y diciéndoles que en manera alguna declarasen al pueblo que tenían poder bastante para entender en todas las diferencias, prometiéndoles que, si lo hacían así, pondría a Pilos en sus manos; que él tenía para ello los medios y autoridad, y sabía cómo persuadir al pueblo, como los había tenido antes para hacer que se opusiera a las demandas de los otros embajadores de los lacedemonios. Además les prometió que compondría todas las otras diferencias que tenían, haciendo esto por apartarlos de la conversación con Nicias, y también para por este medio calumniar a los embajadores, insinuar entre el pueblo que no había en ellos verdad ni lealtad, e inducirle a que hiciese alianza con los argivos, los mantineos y los eleos, según sucedió, porque cuando los embajadores se presentaron delante de todo el pueblo, siendo preguntados si tenían pleno poder para entender y tratar sobre todas las diferencias, respondieron que no, lo cual era contrario totalmente a lo que habían dicho primero delante del Senado. Tanto enojó esto a los atenienses, que no les quisieron dar más audiencia, poniéndose de acuerdo con Alcibíades, que comenzó con esta ocasión a cargarles la mano más que lo había hecho antes. A persuasión suya mandaron entrar los argivos y los otros aliados que habían venido en su compañía para ajustar y convenir la confederación y alianza con ellos, mas antes que la cosa fuese efectuada del todo tembló la tierra, por lo cual fue dejada la consulta para un día después. Al día siguiente, de mañana, Nicias viose engañado por Alcibíades no menos que los embajadores de los lacedemonios que fueran inducidos por él a negar al pueblo lo que primero habían dicho en el Senado. Mas no por eso dejó Nicias de insistir de nuevo en la asamblea, y mostrarles que la alianza debía hacerse y renovar la amistad con los lacedemonios, y que para esto debían enviar embajadores a Lacedemonia para saber más ampliamente su voluntad e intención, y entretanto diferir la alianza con los argivos, mostrándoles que era honra suya evitar la guerra y la vergüenza de los lacedemonios, y pues las cosas de los atenienses estaban en buen estado, que se supiesen guardar y conservar, pues los lacedemonios que habían quedado con pérdida tenían más motivo para desear la fortuna de la guerra que no ellos. Finalmente, tanto les persuadió Nicias que acordaron los atenienses enviar sus embajadores a Lacedemonia, y entre ellos fue nombrado el mismo Nicias, a los cuales ordenaron que dijesen a los lacedemonios que si querían tratar con verdad y mantener la paz y alianza, devolvieran a los atenienses la ciudad de Panacto reedificada, y en lo demás dejasen a Anfípolis y se apartasen de la alianza de los beocios si no querían entrar en el tratado de paz con las mismas condiciones que en él había sido dicho y declarado, a saber: que cualquiera de las partes no pudiese hacer tratos con ciudad alguna sin que en ellos entrase la otra. Declararon además que si querían contravenir el tratado de paz y alianza haciendo lo contrario de lo que primero habían capitulado, supiesen que los atenienses tenían ya concluida la alianza con los argivos que quedaban en Atenas esperando la resolución de esta embajada, y juntamente con estas enviaron otras muchas quejas y agravios contra los lacedemonios por no haber guardado ni cumplido el tratado de paz, todas las cuales fueron dadas por instrucción a los embajadores atenienses para que se las expresaran a los lacedemonios. Cuando los embajadores llegaron a Lacedemonia y expusieron su demanda en el Senado a los lacedemonios, y en el último término les notificaron que si no querían dejar la alianza con los beocios (en el caso que estos no quisiesen aceptar el tratado de paz como hemos dicho), los atenienses concluirían la alianza con los argivos y los otros aliados suyos, los lacedemonios, por consejo del éforo Jénares, y los de su bando respondieron que no se apartarían de la alianza de los beocios en manera alguna, aunque siendo requeridos por Nicias que jurasen de nuevo guardar el tratado de paz y amistad que habían hecho antes entre sí, lo juraron de buen grado. Hizo esto Nicias temiendo que si volvía a Atenas sin efectuar algo de lo que llevaba a cargo, después le calumniarían por haber sido autor del tratado de alianza con los lacedemonios, según después sucedió. Cuando Nicias regresó de su embajada, y los atenienses entendieron por su relación la respuesta de los lacedemonios, y que no había efectuado nada con ellos, consideráronse muy injuriados, y por consejo y persuasión de Alcibíades concluyeron la alianza con los argivos que estaban en Atenas, el tenor de la cual es el siguiente: «Queda hecha confederación y alianza por espacio de cien años por parte de los atenienses con los argivos, los mantineos y los eleos, así para ellos como para sus amigos y compañeros a quien presiden una parte y otra sin fraude, ni dolo, ni engaño, así por mar como por tierra, a saber: que una parte no pueda mover la guerra, ni hacer mal ni daño a la otra ni a sus aliados ni súbditos bajo cualquier causa, ocasión o motivo que sea. »Además, que si algunos enemigos durante este tiempo entraren en tierra de los atenienses, los argivos, mantineos y eleos estarán obligados a socorrerles con todas sus fuerzas y poder tan pronto como fuesen requeridos por los atenienses. Y si sucediese que los enemigos hubieran ya salido de tierra de los atenienses, los argivos, mantineos y eleos los deban tener y reputar por sus enemigos ni más ni menos que los tendrán los atenienses. »Que no sea lícito a ninguna de estas ciudades aliadas y confederadas hacer tratado o concordia con los enemigos comunes sin el consentimiento de las otras, y lo mismo harán los atenienses para con los argivos, mantineos y eleos cuando los enemigos entrasen en su tierra. »Que ninguna de estas ciudades permitirá ni dará licencia para pasar por su tierra ni por la de sus amigos y aliados a quien presiden, ni por mar ninguna gente de armas para hacer guerra si no fuere con acuerdo y deliberación de las cuatro ciudades. Y si alguna de estas ciudades demandare socorro y ayuda de gente a las otras, la ciudad que pidiere el socorro sea obligada a proveer y abastecer de vituallas a su costa por espacio de treinta días, contados desde el primer día que el tal socorro llegare a la ciudad que le demanda. Pero si la ciudad hubiese menester el socorro por más tiempo, quedará obligada a dar sueldo a los tales soldados, a saber: tres óbolos de plata cada día por cada hombre de a pie, y a los de a caballo una dracma. La ciudad tendrá mando y autoridad sobre estos hombres de guerra, y ellos estarán obligados a obedecerla, mientras estuvieren en ella. Mas si en nombre de todas cuatro ciudades se formase ejército o armada, tenga caudillo y capitán de parte de todas cuatro. »Este tratado de alianza deberán jurarlo los atenienses al presente en nombre suyo, y de sus aliados y confederados, y después se jurará en cada una de las otras tres ciudades y de sus aliados en la más estrecha forma que pueda ser, según su costumbre religiosa, después de hechos los sacrificios correspondientes por estas palabras: »Juro mantener esta confederación y alianza según la forma y tenor del tratado acordado y otorgado sobre ella, justa, leal y sencillamente, y no ir ni venir en contrario con cualquier pretexto, arte ni maquinación que sea. Este juramento será hecho en Atenas por los senadores y los tribunos, y después confirmado por ellos. Y en la ciudad de Argos, por el Senado y los ochenta varones del consejo. En Mantinea, por la justicia y gobernadores, y confirmado por los adivinos y caudillos de la guerra. En Elea o Élide, por los oficiales tesoreros y sesenta varones del gran consejo, y será confirmado por los conservadores de las leyes. El juramento será renovado todos los años, primero por los atenienses, los cuales irán para este efecto a las otras tres ciudades treinta días antes de las fiestas olímpicas, y después los representantes de las otras tres ciudades irán a Atenas para hacer lo mismo diez días antes de la gran fiesta llamada Panacteas. »Será escrito el presente tratado con su juramento y esculpido en una piedra que se ponga en lugar público, a saber: en Atenas, en el más eminente lugar de la ciudad; en Argos, junto al mercado en el templo de Apolo; y en Mantinea y en Élide, en el mercado junto al templo de Júpiter. En nombre de estas cuatro ciudades será puesto en las próximas fiestas olímpicas en una tabla de bronce, y podrán estas ciudades por común acuerdo añadir a este tratado lo que bien les pareciere en adelante.» De esta manera fue ajustada la liga y confederación entre estas cuatro ciudades sin que se hiciese mención alguna que por esta alianza se apartaban del tratado de paz y alianza hecha entre los atenienses y los lacedemonios. VII. Después de muchas empresas guerreras entre los aliados de los lacedemonios y de los atenienses, estos, a petición de los argivos, declararon que los lacedemonios habían quebrantado el tratado de paz y eran perjuros. Esta alianza y confederación no fue agradable a los corintios, y siendo requeridos por los argivos, sus aliados, para que la ratificasen y jurasen, rehusaron hacerlo diciendo que les bastaba la que habían hecho antes con lo mismos argivos, mantineos y eleos, por la cual prometieron no hacer guerra ni paz una ciudad sin la otra, y ayudar para defenderse la una a la otra, sin pasar más adelante, y obligarse a dar ayuda y socorro para ofender y acometer a otros. De esta suerte los corintios se apartaron de aquella alianza y tomaron nueva amistad e inteligencia con los lacedemonios. Todas estas cosas fueron hechas en aquel verano que fue cuando, en las fiestas olímpicas, el arcadio Andróstenes ganó el premio y joya en los juegos y contiendas de ellas. En aquellas fiestas los eleos prohibieron a los lacedemonios hacer sacrificios en el templo de Júpiter, y tomar parte en los juegos y contiendas si no pagaban la multa a que habían sido condenados por ellos, según las leyes y estatutos de Olimpia, pues decían que los lacedemonios enviaron tropas contra la ciudadela de Firco, y dentro de la ciudad de Lépreo durante la tregua hecha en Olimpia, y contra el tenor de ella. La multa montaba a dos mil minas de plata[3], a saber: por cada hombre armado, que eran mil, dos minas, según se contenía en el contrato. A esto, los lacedemonios respondían que habían sido injustamente condenados; porque cuando enviaron su gente a Lépreo, la tregua no estaba aún publicada. Mas los eleos replicaban que no la podían ignorar, porque ya andaba entre sus manos, y ellos mismos habían sido los primeros que la habían notificado a los eleos. No obstante esto, contraviniendo a ella, habían emprendido aquel hecho de guerra contra ellos sin razón y sin que los eleos hubiesen innovado cosa alguna en su perjuicio. A esto argüían los lacedemonios, que si así era, y si los eleos entendían, cuando fueron a notificar aquella tregua a los lacedemonios, que ya habían contravenido a ella, no era necesario que se la notificasen, como habían hecho después del tiempo en que pretendían haber realizado los lacedemonios la empresa de guerra contra ellos, y que no se podría asegurar que los lacedemonios hubiesen innovado ni intentado cosa alguna después de la notificación. Los eleos perseveraron en su opinión, no obstante esta respuesta de los lacedemonios, y para más justificación suya les ofrecieron que si les querían devolver a Lépreo les perdonarían una parte de la multa que se les había de aplicar, y la otra, destinada al templo de Apolo, la pagaría por ellos: condición que no quisieron aceptar los lacedemonios. Viendo esto, los eleos les hicieron otra oferta, a saber: que pues que no querían restituirles a Lépreo, a fin de que no quedasen los lacedemonios excluidos en aquellas fiestas, jurasen en las aras del templo de Júpiter delante de todos los griegos pagar aquella multa, andando el tiempo, si no lo podían hacer entonces; pero los lacedemonios tampoco quisieron aceptar este partido, por razón de lo cual fueron excluidos de sacrificar y de estar presentes a los juegos de aquellas fiestas, viéndose obligados a hacer sus sacrificios en su misma ciudad. A estos juegos acudieron todos los otros griegos, excepto los de Lépreo. Los eleos, temiendo que los lacedemonios viniesen al templo y quisieran sacrificar por fuerza, mandaron poner cierto número de su gente en armas para que estuviese allí en guarda junto al templo, y con estos fueron enviados de Argos y de Mantinea dos mil hombres armados, mil de cada ciudad, y además, los atenienses enviaron su gente de a caballo que tenían en Argos, esperando el día de las fiestas. Todos ellos tuvieron gran miedo de ser acometidos por los lacedemonios, mayormente después que un lacedemonio llamado Licas, hijo de Arcesilao, fue castigado con varas por los ministros de justicia en el lugar de las carreras, por razón de que, habiendo sido atribuido su carro a los beocios porque había salido a correr en la carrera con los otros carros, lo cual no le era lícito, pues estaban prohibidos a los lacedemonios aquellos juegos y contiendas, como se ha dicho, este Licas, en menosprecio de la justicia, para dar a entender a todos que aquel carro era suyo, puso una corona de vencedor a su carretero en el mismo lugar de las carreras públicamente. Todos sospecharon que aquel no hubiera osado hacer tal cosa si no esperase ayuda de los lacedemonios, pero estos no se movieron por entonces de su lugar, y así pasó aquel día de la fiesta. Acabadas las fiestas, los argivos y sus aliados fueron a Corinto a rogar a los corintios les enviasen personas con poderes para tratar una alianza con ellos. Allí se hallaron también presentes los embajadores de los lacedemonios, y tuvieron muchas conferencias acerca de esto, mas al fin, cuando oyeron el temblor de tierra, todos los que estaban allí reunidos para negociar se separaron unos de otros sin tomar acuerdo alguno, y se fue cada cual a su ciudad. Ninguna otra cosa se hizo aquel verano. Al empezar del invierno siguiente, los de Heraclea de Traquinia libraron una batalla contra los enianes, los dólopes y los melieos y algunos otros pueblos de Tesalia, sus comarcanos y enemigos, porque aquella ciudad había sido fundada y poblada contra ellos, y por esto, desde su fundación, nunca habían cesado de tramar y maquinar por destruirla. De esta batalla los heracleotas llevaron lo peor, muriendo muchos de los suyos, y entre otros el lacedemonio Jénares, hijo de Cnidis, que era su general; y con esto pasó el invierno, que fue el duodécimo año de la guerra. Al principio del verano los beocios tomaron la ciudad de Heraclea, y echaron de ella al lacedemonio Agesípidas, que la gobernaba, diciendo que lo hacía mal y que sospechaban que estando los lacedemonios ocupados en guerra en el Peloponeso los atenienses la tomasen. Esta acción produjo en los lacedemonios gran rencor contra ellos. En este mismo verano Alcibíades, capitán de los atenienses, con la ayuda de los argivos y de otros aliados fue al Peloponeso, llevando consigo muy pocos soldados atenienses, y algunos flecheros y confederados, los que halló más dispuestos, y atravesó tierra de Peloponeso, dando orden en las cosas necesarias; y entre otras, aconsejó a los de Patras que derrocasen el muro desde la villa hasta la mar, pensando hacer otro sobre el cerro que está de la parte de Acaya, mas los corintios y los sicionios, que entendieron que esto se hacía contra ellos, los estorbaron. En el mismo verano hubo una gran guerra entre los epidaurios y los argivos, por motivo de que los epidaurios no habían enviado las ofrendas al templo de Apolo Pitaeo, como estaban obligados; el cual templo caía en la jurisdicción de los argivos, mas en realidad de verdad, era porque los argivos, y Alcibíades con ellos, buscaban alguna ocasión para ocupar la ciudad de Epidauro si pudiesen, así por estar más seguros contra los corintios, como también porque desde el puerto de Egina podían atravesar más fácil y más derechamente que desde Atenas, rodeando por el cabo de Escíleo. Con este pretexto se aparejaban los argivos para ir a cobrar la ofrenda de los epidaurios por fuerza de armas. En este tiempo los lacedemonios salieron al campo con todo su poder, y se juntaron en Leuctra, que es una villa de su tierra, al mando de Agis, hijo de Arquidamo, su rey, el cual los quería llevar contra los de Liceo sin descubrir su intención a persona alguna: mas habiendo hecho sus sacrificios para aquel viaje, y no siéndoles favorables, se volvieron a sus casas, tomando primero el acuerdo de reunirse de nuevo el mes siguiente, que era el de junio. Después de partir, los argivos salieron con todas sus fuerzas contra ellos cerca del fin de mayo, y caminaron todo un día hasta entrar en tierra de Epidauro, y la robaron y destruyeron. Viendo esto los epidaurios, enviaron aviso a los lacedemonios y a los otros aliados suyos para que les diesen socorro y ayuda, mas los unos se excusaron, diciendo que el mes señalado para reunirse no había aún llegado, y los otros fueron hasta los confines de Epidauro, y allí se detuvieron sin pasar más adelante. Mientras los argivos estaban en tierra de Epidauro, llegaron a Mantinea los embajadores de las otras ciudades aliadas suyas, y a instancia de los atenienses; y después que estuvieron todos juntos, el corintio Eufámidas dijo que las obras no eran semejantes a las palabras, porque hablaban y trataban de paz, y entretanto, los epidaurios y sus aliados se habían juntado y puesto en armas para ir contra los argivos. Por tanto, que la razón demandaba que la gente de guerra se retirase de una parte y de otra; y hecho así se empezara a tratar de paz. En esto consintieron los embajadores de los atenienses, y mandaron retirar la gente que había entrado en tierra de los epidaurios, y después volvieron a reunirse todos para tratar de la paz, mas al fin partieron sin tomar resolución, y los argivos volvieron de nuevo a hacer correrías en la tierra de Epidauro. Por este mismo tiempo los lacedemonios sacaron su gente para ir contra los de Carias; mas como los sacrificios no se les mostrasen favorables para esta jornada, regresaron. Los argivos, después que hubieron quemado y destruido gran parte de la tierra de los epidaurios, volvieron a la suya, y con ellos Alcibíades, que había ido de Atenas en su ayuda con mil hombres de guerra, en busca de los lacedemonios que salieron al campo, mas cuando supo que se habían retirado también, él regresó con su gente; y en esto pasó aquel verano. Al principio del invierno, los lacedemonios enviaron secretamente, y sin que lo supiesen los atenienses, por mar trescientos hombres de pelea en socorro de los epidaurios, al mando de Agesípidas, y por ello los argivos enviaron mensajeros a los atenienses quejándose de ellos, porque en su alianza estaba convenido que ninguna de las ciudades confederadas permitiría pasar por sus tierras ni por sus mares enemigos de los otros armados, y no obstante esto, habían dejado pasar por su mar la gente de los lacedemonios para socorrer a Epidauro, por lo cual era justo y razonable que los atenienses pasasen en sus naves a los mesenios y a sus esclavos, y los llevasen a Pilos, pues de lo contrario, les harían gran ofensa. Vista la querella de los argivos, los atenienses, por consejo de Alcibíades, mandaron esculpir en la columna Laconia un rótulo, que decía cómo los lacedemonios habían contravenido el tratado de paz y quebrantado su juramento; y con este motivo embarcaron los esclavos de los argivos en el puerto de Cranios y los pasaron a tierra de Pilos, para que la robasen y destruyesen; sin que se hiciese otra cosa en este invierno, durante el cual los argivos tuvieron guerra con los epidaurios, mas no hubo batalla reñida entre ellos, sino tan solamente entradas, escaramuzas y combates. Al fin del invierno, los argivos fueron de noche secretamente con sus escalas para tomar por asalto la ciudad de Epidauro, pensando que no había gente de defensa dentro, y que todos estaban en campaña, pero la hallaron bien provista, y se volvieron sin hacer lo que pretendían. En esto pasó el invierno, que fue el fin del trigésimo año de la guerra. VIII. Estando los lacedemonios y sus aliados dispuestos a combatir con los argivos y sus confederados delante de la ciudad de Argos, los jefes de ambas partes, sin consentirlo ni saberlo sus tropas, pactan treguas por cuatro meses, treguas que rompen los argivos a instancia de los atenienses, y toman la ciudad de Orcómeno. Al verano siguiente, los lacedemonios, viendo que los epidaurios sus aliados estaban metidos en guerras, y que muchos lugares del Peloponeso se habían apartado de su amistad, y otros estaban a punto de hacerlo, y si no proveían remedio en todo esto, sus cosas irían de mal en peor, se pusieron todos en armas, y sus hilotas y esclavos con ellos al mando de Agis, hijo de Arquidamo, su rey, para ir contra los de Argos, llamando también en su compañía a los tegeatas y a todos los otros arcadios que eran aliados suyos, y a los confederados del Peloponeso y de otras partes les mandaron que viniesen a Fliunte, como así lo hicieron. Fueron también los beocios con cinco mil infantes bien armados, y otros tantos armados a la ligera, y quinientos hombres de a caballo, los corintios con dos mil hombres bien armados, y de las otras villas enviaron también gente de guerra según la posibilidad de cada uno. También los fliasios, porque la hueste se reunía en su tierra, enviaron toda la más gente de guerra que pudieron tomar a sueldo. Advertidos los argivos de este aparato de guerra de los lacedemonios, y que venían derechamente a Fliunte para reunirse allí con los otros aliados, les salieron delante con todo su poder, llevando en su compañía a los mantineos con sus aliados, y tres mil eleos bien armados, y les alcanzaron cerca de Metidrio, villa en tierra de Arcadia, donde unos y otros procuraron ganar un cerro para asentar allí su campo. Los argivos se apercibían para darles la batalla, antes que los lacedemonios pudieran unirse con sus compañeros que estaban en Fliunte, mas Agis, a la media noche, partió de allí para ir derechamente a Fliunte. Al saberlo los argivos se pusieron en marcha el día siguiente por la mañana y fueron derechamente a Argos, y de allí salieron al camino que va a Nemea, por donde esperaban que los lacedemonios habían de pasar. Pero Agis, sospechando esto mismo, había tomado otro camino más áspero y difícil, llevando consigo a los lacedemonios, los arcadios y los epidaurios, y por este camino fue a descender a tierra de los argivos por el otro lado. Los corintios, los peleneos y los fliasios por otra parte salieron a este camino. A los beocios, megarenses y sicionios se les mandó que descendiesen por el mismo camino que va a Nemea, por donde los argivos habían ido, a fin de que, si estos querían bajar y descender a lo llano para encontrarse con los lacedemonios que venían por la parte baja, cargasen sobre ellos por la espalda con su gente de a caballo. Estando las huestes así ordenadas, Agis entró por un llano en tierra de los argivos, y tomó la villa de Saminto y otros lugares pequeños inmediatos a ella. Viendo esto los argivos, salieron de Nemea al amanecer para socorrer su tierra; y como encontrasen en el camino los corintios y los fliasios, tuvieron una pelea donde mataron algunos de ellos, aunque fueron muertos otros tantos de los suyos por los contrarios. Por la otra parte, los beocios, megarenses y sicionios, siguieron el camino que les mandaron, y fueron directamente a Nemea, de donde los argivos habían ya partido, bajando al llano. Cuando llegaron a Nemea, y entendieron que los enemigos estaban allí cerca y que les robaban y talaban la tierra, pusieron su gente en orden de batalla para combatir con ellos, los cuales hicieron otro tanto por su parte. Pero los argivos se hallaron cercados por todos lados: por el llano estaban los lacedemonios y sus compañeros que tenían su campo situado entre ellos y la ciudad, por la parte del cerro, de los corintios, fliasios y peleneos, y por la de Nemea de los beocios, sicionios y megarenses. No tenían los argivos gente alguna de a caballo, porque los atenienses, que debían traerla, no habían aún llegado, ni tampoco pensaron en verse en tanto aprieto, ni que hubiese tantos enemigos contra ellos, antes esperaban, que estando en su tierra y a la vista de su ciudad, alcanzarían una gloriosa victoria contra los lacedemonios. Encontrándose los dos ejércitos a punto de combatir, salieron dos de los argivos: Trasilo, que era uno de los cinco capitanes, y Alcifrón, que tenía gran conocimiento con los lacedemonios, y se pusieron al habla con Agis, para estorbar que se diese batalla, ofreciendo de parte de los argivos, que si los lacedemonios tenían alguna pretensión contra ellos estarían a derecho y pagarían lo juzgado, con tal de que los lacedemonios hiciesen lo mismo por su parte, y que hechas estas treguas harían la paz más adelante si bien les pareciese. Estos ofrecimientos los hicieron los dos argivos de propia autoridad, sin saberlo ni consentirlo los otros. Agis les respondió, que lo otorgaba sin llamar para ello persona alguna, excepto uno de los contadores que le fue dado por compañero de aquella guerra, y así entre ellos cuatro acordaron cuatro meses de tregua, dentro de los cuales se habían de tratar las cosas arriba dichas. Hecho esto, Agis retiró su gente de guerra y se volvió sin hablar palabra a ninguna persona de los aliados, ni tampoco de los lacedemonios, todos los cuales siguieron en pos de él, porque era caudillo de todo el ejército, y por guardar la ley y disciplina militar. Mas no obstante, blasfemaban contra él y le culpaban en gran manera, porque teniendo tan buena ocasión para la victoria, por estar sus enemigos cercados por todas partes, así de los de a pie como de los de a caballo, habían partido de allí sin hacer cosa alguna digna de tan hermoso ejército como traía, que era uno de los mejores y más lucidos que los griegos reunieron en todo el tiempo de aquella guerra. Todos se retiraron a Nemea, donde descansaron algunos días, y estando en este lugar hacían sus cálculos los capitanes y jefes, diciendo que eran bastante poderosos, no solamente para vencer y desbaratar a los argivos y sus aliados, sino también a otros tantos si vinieran, por lo cual todos volvieron cada cual a su tierra muy airados contra Agis. También los argivos se indignaron contra los dos de su parte que habían hecho aquellos conciertos, diciendo que nunca los lacedemonios habían tenido tan buena ocasión de retirarse tan seguros, porque les parecía que teniendo ellos tan grueso ejército, así de los suyos como de sus aliados, y estando a vista de su ciudad, muy fácilmente pudieran haber desbaratado a los lacedemonios. Partidos de allí los argivos, se fueron todos al lugar de Caradro, donde antes que entrar en la ciudad y despojarse de las armas, celebraron consejo sobre los asuntos militares y las cuestiones de guerra. Allí fue sentenciado, entre otras cosas, que Trasilo fuese apedreado, y aunque se salvó acogiéndose al templo, su dinero y bienes fueron confiscados. Mientras allí estaban llegaron mil hombres de a pie y quinientos de a caballo que Laques y Nicóstrato traían de Atenas para ayudar a los argivos, a los cuales mandaron volver los argivos, diciendo que no querían violar las treguas hechas con los lacedemonios, de cualquier manera que fuesen. Y aunque los capitanes atenienses les pidieron hablar con los del pueblo de Argos, los capitanes argivos se lo estorbaban, hasta que, a ruego de mantineos y eleos, lo alcanzaron. Admitidos los capitanes atenienses en la ciudad, ante el pueblo de Argos y de los aliados que allí estaban, Alcibíades, que era caudillo de los atenienses, expuso sus razones, diciendo que ellos no habían podido hacer treguas ni otros tratados de paz con los enemigos sin su consentimiento, y pues había llegado allí con su ejército dentro del término prometido, debían empezar nuevamente la guerra; y de tal manera les persuadió con sus razones, que todos, de común acuerdo y propósito, partieron para ir contra la ciudad de Orcómeno que está en tierra de Arcadia, excepto los argivos, los cuales, aunque fueron de esta opinión, se quedaron por entonces, y a los pocos días siguieron a los otros, poniendo todos juntos cerco a Orcómeno y haciendo todo lo posible para tomarla, así con máquinas y otros ingenios de guerra como de otra manera, pues tenían gran deseo de tomar aquella ciudad por muchas causas que a ello les movieron, y la principal era porque los lacedemonios habían metido dentro de ella todos los rehenes tomados a los arcadios. Los orcomenios, temiendo ser tomados y saqueados antes que les pudiese llegar el socorro, porque sus muros no eran fuertes y los enemigos muchos, hicieron tratos con ellos, convirtiéndose en aliados suyos, dándoles los rehenes que los lacedemonios habían dejado dentro de la ciudad, y en cambio de ellos dieron otros a los mantineos. Después que los atenienses y sus aliados hubieron ganado a Orcómeno celebraron consejo sobre su partida y a dónde deberían ir, porque los eleos querían que fuesen a Lépreo y los mantineos a Tegea, de cuya opinión fueron los atenienses y los argivos, por lo cual los eleos se despidieron de ellos y volvieron a su tierra. Todos los otros quedaron en Mantinea y se disponían para ir a conquistar a Tegea, donde tenían inteligencias con algunos de la ciudad que les habían prometido darles entrada. Cuando los lacedemonios volvieron de Argos a causa de las treguas hechas por cuatro meses, blasfemaban por ella contra Agis por no haber tomado la ciudad de Argos, habiendo tenido la mejor ocasión y medio para ello que jamás lograron ni podrían tener en adelante, porque les parecía que sería muy difícil poder reunir otra vez tan grande ejército de aliados y confederados como entonces tuvieron allí. Mas cuando llegó la nueva de la tomada de Orcómeno, fueron mucho más airados contra Agis, hasta el punto que determinaron derribarle la casa, lo que antes nunca se había hecho en la ciudad, y le condenaron a cien mil dracmas; tan grande era la ira y saña que tenían contra él, aunque Agis se excusaba y les hizo muchas ofertas, prometiéndoles recompensar aquella falta con algún otro señalado servicio si le querían dejar el cargo de capitán sin poner en ejecución lo que habían determinado contra él. Con esto se contentaron los lacedemonios por entonces, dejándole el cargo y no haciéndole mal ninguno, aunque desde aquel suceso hicieron una ley nueva, por la cual crearon diez consejeros naturales de Esparta que le asistiesen, sin los cuales no le era lícito sacar ejército fuera de la ciudad, ni menos hacer paz ni tregua ni otros conciertos con los enemigos. IX. Los lacedemonios y sus aliados libran una batalla en Mantinea contra los atenienses y argivos y sus aliados, alcanzando la victoria. Durante este tiempo llegó a Lacedemonia un mensajero de Tegea con nuevas de parte de los de la ciudad, que si no les socorrían pronto, les sería forzoso entregarse a los argivos y a sus aliados. Esta noticia alarmó mucho a los lacedemonios y se pusieron en armas, así los libres como los esclavos, con la mayor diligencia que pudieron, partiendo para la villa de Oresteo. Además enviaron orden a los de Menalia y a los otros arcadios de su partido, que por el más corto camino que hallasen vinieran derechamente hacia Tegea. Al llegar a Oresteo, y antes de salir de allí, enviaron la quinta parte de su ejército a su tierra para guarda de la ciudad, en los cuales entraban los viejos y niños, y todos los otros caminaron derechamente a Tegea. Llegaron allí, y tras ellos los arcadios, ordenando a los corintios, los beocios, los focenses y a los locros que fueran a juntarse con ellos a Mantinea lo más pronto que pudiesen. Algunos de estos aliados estaban bastante cerca para poder llegar en seguida; pero teniendo forzosamente que pasar por tierra de enemigos, les fue necesario esperar a los otros, aunque hacían todo lo posible para atravesar. Los lacedemonios, con los arcadios que tenían consigo, entraron en tierra de Mantinea, donde hicieron todo el mal que pudieron, y asentaron su campo delante del templo de Hércules. Los argivos y sus aliados, advertidos de esto, situaron su campo en un lugar alto, muy fuerte y muy difícil de entrar, y allí se prepararon para la batalla contra los lacedemonios, los cuales también se ponían en orden para pelear. Cuando los lacedemonios llegaron a tiro de dardo de los enemigos, uno de los más ancianos del ejército, viendo que ya iban resueltos a acometer a los enemigos en su fuerte posición, dio voces diciendo: «Agis, quieres remediar un mal con otro mayor», dando a entender por estas palabras que Agis pensando enmendar el yerro que había hecho delante de Argos, quería aventurar aquella batalla en malas condiciones. Entonces Agis oyendo esto, vaciló, o por el temor que tuvo de ser cogido en medio si acometía a los enemigos en sus parapetos, o por parecerle otra cosa más a propósito, y mandó retirar su gente de pronto sin que pelease. Cuando volvió a tierra de Tegea, procuró quitarles el agua del río que pasaba por allí en tierra de Mantinea, por razón del cual río los tegeatas y los mantineos tenían cuestiones y diferencias a menudo, porque destruía las tierras por donde pasaba. Hizo esto Agis, para obligar a los argivos y sus aliados a que bajasen de aquel lugar fuerte que ocupaban, por la necesidad del agua, y sacarlos a lo llano, a fin de combatir con ellos en sitio ventajoso, y empleó todo aquel día en quitarles el agua. A los argivos y sus aliados asustó primero ver que los lacedemonios habían partido súbitamente, no pudiendo imaginar la causa de su retirada; mas después, viendo que no los habían seguido, echaban la culpa a sus capitanes, diciendo que los habían dejado ir una vez por sus conciertos, pudiéndoles desbaratar cuando estaban delante de Argos, y que ahora que habían huido no les quisieron seguir a su alcance, escapándose por esto a su placer, y estando en salvo mientras ellos eran engañados y vendidos por la traición de sus capitanes. Asustó a estos dicha murmuración, temiendo que parase en algún motín, y por ello partieron del fuerte de donde estaban con toda su gente, bajando a la llanura con propósito de seguir a sus enemigos; y al día siguiente caminaron en orden de batalla, resueltos a combatir con ellos si los podían alcanzar. Los lacedemonios, que habían vuelto del río a su primer alojamiento junto al templo de Hércules, viendo venir a los enemigos contra ellos, se asustaron como nunca, porque la cosa era tan súbita, que apenas les daba tiempo para ponerse en orden de batalla. Pero cobraron ánimo, y de pronto se pusieron en orden para pelear por mandato de Agis su rey, el cual, conforme a sus leyes, tenía toda la autoridad necesaria para mandar a los caudillos del ejército que eran los más principales después de él, y estos mandaban a los jefes, y los jefes a los capitanes, y los capitanes a los cabos de escuadras, porque así están ordenados, por lo cual la mayor parte de la gente que forma su ejército tienen cargo los unos sobre los otros, y por esta vía hay muchos que cuidan de los negocios de la milicia. Esta vez se hallaron en la extrema izquierda los esciritas, según la costumbre antigua de los lacedemonios, y con ellos los soldados que habían estado en Tracia con Brásidas, y los que habían sido nuevamente libertados de servidumbre, y tras estos venían los otros lacedemonios por sus bandas según su orden, y junto a ellos los arcadios. En la derecha estaban los menalios, los tegeatas, y algunos lacedemonios, aunque pocos, puestos en el extremo de la línea de batalla. A los lados iba la gente de a caballo. De la parte de los argivos, a la extrema derecha estaban los mantineos, por hacerse la guerra en su tierra, y junto a ellos los arcadios que eran de su parcialidad, y mil soldados viejos y escogidos, a quienes los argivos daban sueldo porque eran muy experimentados en la guerra. Tras estos venían todos los otros argivos, y sucesivamente los cleoneos y los orneatas, y a la extrema izquierda estaban los atenienses con su gente de a caballo. De esta manera iban ordenadas las haces de los dos ejércitos, y aunque los lacedemonios mostraban mucha gente, no puedo determinar realmente el número de combatientes de una parte ni de ambas, porque los lacedemonios hacían sus cosas muy secretas y con gran silencio, ni menos el de sus contrarios, porque sé que los engrandecen hasta lo increíble. Puede, sin embargo, calcularse el número de la gente de los lacedemonios, porque es cierto y averiguado que pelearon siete bandas de los suyos sin los esciritas, que eran quinientos, y en cada una de estas bandas había cinco capitanes, y en cada capitanía dos escuadras, y en cada escuadra cuatro hombres de frente, y más dentro había más o menos, según la voluntad de los capitanes. Cada hilera comúnmente tenía hacia dentro ocho hombres, y el frente de todas las escuadras estaba junto y cerrado a lo largo, de manera que había cuatrocientos cuarenta y ocho hombres en cada ala sin los esciritas. Después que todos estuvieron a punto en orden de batalla, así de una parte como de la otra, cada capitán animaba a sus soldados lo mejor que sabía. Los mantineos decían a los suyos, que mirasen que la contienda era sobre perder su patria, señorío y libertad y caer en servidumbre. Los argivos representaban a los suyos que la cuestión era sobre guardar y conservar su señorío, igual al de las otras ciudades del Peloponeso; y también sobre vengar las injurias que sus enemigos vecinos y comarcanos les habían hecho a menudo. Los atenienses decían a sus conciudadanos que mirasen que en aquella batalla les iba la honra, y pues que peleaban en compañía de tan gran número de aliados mostrasen que no eran más ruines guerreros que los otros, y también que si esta vez podían vencer y desbaratar a los lacedemonios en tierra de Peloponeso, su estado y señorío sería en adelante más seguro, porque no habría pueblo que osase venir a acometerles en su tierra. Estas y otras semejantes arengas y amonestaciones hacían los argivos y sus aliados. Los lacedemonios, porque se tenían por hombres seguros y experimentados en la guerra, no tuvieron necesidad de grandes amonestaciones, porque la memoria y recuerdo de sus grandes hechos les daba más osadía que ninguna arenga de frases elocuentes. Hecho esto comenzaron a moverse los unos contra los otros, a saber: los argivos y sus aliados con gran ímpetu y furor, y los lacedemonios, paso a paso, al son de las flautas, de que había gran número en sus escuadrones, porque acostumbran a llevar muchas, no por religión ni por devoción, como hacen otros, sino para poder ir con mejor orden y compás al son de ellas, y también porque no se desmanden o pongan en desorden en el encuentro con los enemigos, según suele suceder a menudo cuando los grandes ejércitos se encuentran uno con otro. Antes de afrontar unos con otros, Agis, rey de los lacedemonios, tuvo aviso de hacer una cosa para evitar lo que suele siempre ocurrir cuando se encuentran dos ejércitos, porque los que están en la punta derecha de la una parte y de la otra, cuando llegan a encontrar a los enemigos que vienen de frente por la extrema izquierda, extiéndense a lo largo para cercarlos y cerrar; y temiendo cada cual quedar descubierto del costado derecho, que no le cubre con el escudo, ampárase del escudo del que está a la mano derecha, pareciéndoles que cuanto más cerrados y espesos se encuentren, estarán más cubiertos y seguros. El que está al principio de la punta derecha muestra a los otros el camino para que hagan esto, porque no tiene ninguno a la mano derecha que le pueda amparar, y procura lo más que puede hurtar el cuerpo a los enemigos de la parte que está descubierta, y por ello trabaja lo posible por traspasar la punta del ala de los contrarios que está frente a él, y cercarle y encerrarle por no ser acometido por la parte que tiene descubierta, y los otros todos les siguen por el mismo temor. Siendo los mantineos, que estaban a la extrema derecha de su ejército, muchos más en número que los esciritas, que les acometían de frente, y también los lacedemonios y los tegeatas, que tenían la punta derecha de su parte, más numerosos que los atenienses que iban en la izquierda de los contrarios, temió Agis que la punta siniestra de los suyos fuese maltratada por los mantineos, e hizo señal a los esciritas y a los brasidianos, o soldados de Brásidas, que se retirasen y uniesen contra los mantineos, y al mismo tiempo mandó a dos jefes que estaban en la punta derecha, llamados Hiponoidas y Aristocles, que partiesen del lugar donde estaban con sus compañías, y reforzasen de pronto a los esciritas y brasidianos, pensando que por este medio la punta derecha de los suyos quedaría bien provista de gente, y la siniestra estaría más fortificada para resistir a los mantineos. Pero los dos jefes no quisieron cumplir la orden, así porque ya estaban casi a las manos con los enemigos, como también porque el tiempo era breve para hacer lo que se les mandaba, y por esta desobediencia fueron después desterrados de Esparta como cobardes y negligentes. Como los esciritas y soldados brasidianos estaban ya retirados de su posición, cumpliendo el mandato del rey Agis, viendo este que las otras dos bandas de los dos jefes no les sustituían en su lugar, mandó de nuevo a estos que volvieran a su primera estancia, mas no les fue posible, ni menos a los que antes estaban junto a ellos recibirlos, porque ya tenían todos orden cerrado, y se encontraban junto a los enemigos; y aunque los lacedemonios en todos los hechos de guerra suelen ser mejores guerreros y más experimentados que los otros, no lo mostraron aquí, porque cuando vinieron a las manos, los mantineos, que tenían la extrema derecha, rompieron a los esciritas y a los brasidianos y sus aliados, y los pusieron en huida, y los mil soldados viejos escogidos de los argivos cargaron sobre el ala izquierda de los lacedemonios, desamparada de las dos bandas que no se pudieron unir a ella, y la desbarataron y obligaron a huir, siguiéndola hasta el bagaje que estaba allí cerca, donde mataron algunos de los más viejos que estaban en guarda del bagaje, y en esta parte los lacedemonios fueron vencidos. Mas en el centro de la batalla, adonde estaba el rey Agis, y con él trescientos hombres escogidos, que llaman los caballeros, la cosa sucedió muy al contrario, porque estos dieron sobre los principales de los argivos y sobre aquellos soldados que llaman las cinco compañías, y asimismo sobre los cleoneos y orneatas, y sobre algunos atenienses que estaban en sus escuadrones, con tanto ánimo que les hicieron perder sus posiciones, y los más de ellos sin ponerse en defensa, viendo el denuedo que traían los lacedemonios, salieron huyendo. Los lacedemonios los siguieron, y en este rebato fueron muertos y hollados muchos de ellos. De esta manera los argivos y sus aliados quedaron todos rotos y desbaratados por dos partes, y los atenienses que estaban en el ala izquierda se vieron en gran aprieto, porque los lacedemonios y los tegeatas de la extrema derecha los cercaban de la una parte, y de la otra sus aliados eran vencidos y dispersados; de suerte que de no acudir los suyos de a caballo en su socorro, todos los atenienses fueran dispersados. En este momento, avisado Agis de que los suyos que estaban a la izquierda de su ejército, frente a los mantineos y a los mil soldados viejos de los argivos, estaban en gran aprieto, mandó a todos los suyos que les fuesen a socorrer, y lo hicieron así, teniendo los atenienses tiempo para salvarse con los otros argivos que habían sido desbaratados. Los mantineos y los mil soldados argivos, viéndose acosados por todos sus contrarios, no tuvieron corazón para seguir adelante, estando los suyos rotos y dispersos y perseguidos por los lacedemonios que iban tras ellos al alcance, por lo cual también volvieron las espaldas, y dieron a huir, muriendo muchos mantineos, aunque los más de los mil soldados argivos se salvaron, porque se iban retirando paso a paso sin desordenarse, y también porque la costumbre de los lacedemonios es pelear fuertemente y con perseverancia mientras dura la batalla hasta vencer a sus contrarios; mas después que los ven huir, vueltas las espaldas, no curan de perseguirles gran trecho. Así concluyó esta batalla, que fue de las mayores y más reñidas que tuvieron los griegos hasta entonces unos con otros, porque la libraban las más poderosas y nombradas ciudades. Después de la victoria, los lacedemonios despojaron los muertos de sus armas, con las cuales levantaron trofeo en señal de victoria, y en seguida de sus vestiduras, y dieron los cuerpos a los enemigos que los pidieron para sepultarlos. Los suyos que allí perecieron mandaron llevarlos a la ciudad de Tegea, donde les hicieron enterrar muy honradamente. El número de los que murieron en esta batalla fue este: de los argivos, orneatas y cleoneos cerca de setecientos, de los mantineos doscientos, y otros tantos de los atenienses y de los eginetas, entre los cuales murieron los capitanes de los atenienses y argivos. De la parte de los lacedemonios no hubo tantos que se pueda hacer gran mención, ni tampoco se sabe de cierto el número de ellos, afirmándose comúnmente que murieron cerca de trescientos. Debió acudir para esta batalla Plistoanacte, que era el otro rey de Lacedemonia, el cual había salido con los ancianos y los mancebos para ayudar a los otros; mas cuando llegó a la ciudad de Tegea, al saber la nueva de la victoria, se volvió desde allí, mandó a los corintios y a los otros aliados que habitan fuera del istmo del Peloponeso que venían en socorro de los lacedemonios que regresaran a sus tierras, y también despidió algunos soldados extranjeros que traía consigo. Después hizo celebrar sus fiestas en loor del dios Apolo, llamadas Carneas, y de tal manera la deshonra e infamia que habían recibido de los atenienses, así en la isla frente a Pilos, como en otras partes, donde fueron tenidos y reputados por ruines y cobardes, la vengaron con esta sola victoria, donde mostraron claramente que aquello que les había ocurrido antes fue por caso y fortuna de guerra; pero que su virtud y esfuerzo era y permanecía siempre tal cual había sido antes. Sucedió que un día antes de la batalla, los epidaurios, creyendo que todos los argivos habían ido a esta guerra y la ciudad quedaba sola y vacía de gente, vinieron con todo su poder a tierra de los argivos, y mataron algunos de aquellos que habían quedado en guarda y que les salieron al encuentro. Pero tres mil eleos que venían en socorro de los mantineos, y mil atenienses que llegaron asimismo en su socorro, juntamente con aquellos que se habían escapado de la batalla de los lacedemonios, fueron contra los de Epidauro, mientras que los lacedemonios celebraban sus fiestas Carneas, combatieron la ciudad y la tomaron, e hicieron en ella un fuerte, y los atenienses en el terreno que les cupo, reedificaron el templo de Juno que estaba fuera de la ciudad, y dejando allí gente de guarnición en el fuerte que hicieron, regresaron a sus tierras. Esto ocurrió aquel verano. X. Pactan primero la paz y después la alianza los lacedemonios y los argivos. -- Hechos que realizan los lacedemonios y los atenienses sin previa declaración de guerra. Al empezar el invierno siguiente, habiendo los lacedemonios celebrado sus fiestas de Carneas, salieron al campo y fueron a Tegea. Estando en aquel lugar, enviaron mensajeros a los argivos para tratar de la paz. Había en la ciudad de Argos muchos que tenían parentesco con los lacedemonios, los cuales en gran manera deseaban quitar el gobierno democrático existente, reduciéndole a pocos gobernadores con Senado y cónsules, y después de perdida aquella jornada hallaron muchos más de esta opinión. Para poderlo realizar, querían ante todas cosas ajustar la paz con los lacedemonios y, hecha esta, pactar alianza. Por este medio esperaban atraer al pueblo a su opinión. Los lacedemonios, para tratar la paz, enviaron a Licas, hijo de Arcesilao, que tenía casa en Argos, al cual dieron encargo que demandase dos cosas tan solamente a los argivos, a saber: si querían hacer guerra, de qué manera la querían hacer; y si querían paz, de qué suerte la querían. Sobre lo cual hubo grandes discusiones de ambas partes, porque se halló allí a la sazón Alcibíades, de parte de los atenienses, que procuraba estorbar la paz con todas sus fuerzas. Mas al fin los que eran del partido de los lacedemonios convencieron e indujeron al pueblo a tomar y aceptar la paz en la manera siguiente: «Ha parecido al concejo, justicia y gobernadores de los lacedemonios hacer la paz con los argivos en esta forma: Primeramente los argivos quedan obligados a devolver a los orcomenios sus hijos que tienen en su poder, a los menalios sus ciudadanos y a los lacedemonios los suyos que detienen dentro de Mantinea. Además mandarán salir su gente de guerra que tienen de guarnición dentro de Epidauro, y derrocarán el muro que allí han hecho, y si los atenienses, como consecuencia, no mandaran también salir los suyos que allí están en guarda, que sean tenidos y reputados por enemigos así de los lacedemonios como de los argivos. De igual modo, si los lacedemonios tienen en su poder algún hijo de los argivos o de sus aliados, los devolverán, jurando hacerlo así unos y otros. »Todas las ciudades y villas que están dentro del Peloponeso, grandes o pequeñas, serán en adelante francas y libres, y en su libertad y franquicia vivirán según sus leyes y costumbres antiguas, y si algunos enemigos quisieren entrar en armas dentro de la tierra del Peloponeso contra alguna de estas ciudades, las otras le darán socorro y ayuda según su parecer y consejo, todas de común acuerdo. »Los aliados de los lacedemonios que habitan fuera del Peloponeso permanecerán en el mismo ser y estado que los confederados de los argivos y lacedemonios, cada uno en su término y jurisdicción. »Cuando fuere pedido socorro por alguno de los aliados de ambas partes y se unieran a ellos para dárselo, después de mostradas las presentes capitulaciones, podrán pelear juntamente con ellos, y ayudarles o regresar a sus casas como los aliados quisieren.» Estos artículos fueron aceptados por los argivos, y tras esto los lacedemonios que estaban sobre Tegea partieron de allí y volvieron a su tierra. Pocos días después estando allí presentes los mismos que habían tratado la paz, yendo y viniendo a menudo los unos con los otros, fue acordado entre ellos que los argivos hiciesen alianza con los lacedemonios, apartándose de aquella que primero habían hecho con los atenienses, los mantineos y los eleos, y la ajustaron del modo siguiente: «Ha parecido a los lacedemonios y a los argivos hacer alianza y confederación entre ellos por cincuenta años de esta manera: »Primeramente, ambas partes estarán a derecho y justicia según sus leyes y costumbres antiguas. »Ítem, las otras ciudades que están en el Peloponeso francas y libres, y que viven en libertad, podrán entrar en esta alianza y tener y poseer su tierra y jurisdicciones y señorío según han acostumbrado. »Ítem, que todas las otras ciudades confederadas con los lacedemonios que habitan fuera del Peloponeso serán de la misma forma y condición que los lacedemonios, y asimismo los aliados de los argivos de la suerte y condición de los argivos, teniendo y gozando igualmente de sus términos y jurisdicción. »Ítem, que siendo necesario enviar socorro o ayuda a alguna de las tales ciudades confederadas, los lacedemonios y argivos juntamente proveerán sobre esto lo que les pareciere justo y razonable, lo cual se entiende cuando alguna de estas ciudades tuviere cuestión o diferencia con otras que no sean de esta alianza por razón de sus términos u otro motivo. Pero si alguna de tales ciudades confederadas tuviere diferencias con otra, las someterá al arbitraje de una de las otras ciudades que fuere de confianza a ambas partes, para juzgarlas y determinar amigablemente, según sus leyes y costumbres.» De esta manera fue hecha la alianza entre los lacedemonios y los argivos, por medio de la cual todas las cuestiones que había entre estas dos ciudades cesaron y se extinguieron. También acordaron no recibir embajada ni mensaje de los atenienses en una ciudad ni en otra sin que primeramente sacasen la gente de guerra que tenían en el Peloponeso y derrocasen los muros que habían hecho en Epidauro, prometiéndose no hacer paz ni guerra sino de común acuerdo. Tenían los lacedemonios y argivos en proyecto muchas cosas, mas principalmente querían hacer una expedición a tierra de Tracia, y con tal motivo enviaron sus embajadores a Pérdicas, rey de Macedonia, para atraerle a su devoción y alianza; mas el rey no quiso, por lo pronto, comprometerse a ello ni apartarse de la amistad de los atenienses, aunque tenía gran respeto a los argivos por ser natural de Argos, y por esto pedía tiempo para decidirse. Los lacedemonios y argivos revocaron el juramento que habían hecho con los calcídeos e hicieron otro nuevo, y pasado esto, enviaron sus embajadores a los atenienses para pedirles que derrocaran el muro que habían hecho en Epidauro. Los atenienses, considerando que la gente de guarnición que habían dejado en Epidauro era muy poca en comparación de la que reunían los aliados para la defensa de la comarca, enviaron a su capitán Demóstenes para que sacase de allí las tropas de guarnición. Demóstenes, al llegar a Epidauro, fingió que quería hacer unos juegos y fiestas fuera de la ciudad, y con esto hizo salir la gente de todos los otros que allí estaban de guarnición. Cuando todos salieron cerroles las puertas, y después se juntó con los de la villa, renovó con ellos la alianza que tenían con los atenienses y les dejó el muro objeto de la cuestión. Hecha la alianza entre los lacedemonios y los argivos, al principio los mantineos rehusaron entrar en ella; mas viendo que eran muy flacas sus fuerzas contra los argivos, a los pocos días hicieron tratos y conciertos con los lacedemonios y les dejaron libres las villas y ciudades que les tenían usurpadas. Hecho esto, los lacedemonios y los argivos enviaron cada cual de ellos mil hombres de guerra a Sición, y quitando al pueblo el gobierno de la ciudad y dándolo a ciertos ciudadanos que nombraron senadores, lo cual hicieron primero los lacedemonios, y luego tras ellos lo mismo los de Argos en su ciudad, para que la república se gobernase por consejo y senado, de la misma manera que la ciudad de Lacedemonia. Todas estas cosas se hicieron al fin del invierno, cerca de la primavera, que fue el año catorce de la guerra. En el verano siguiente los de Dío, que habitan en tierra de Atos, se rebelaron contra los atenienses, y aliándose con los calcídeos y los lacedemonios pusieron en buen orden todas las cosas de Acaya que no estaban a su gusto. En este mismo tiempo los del pueblo y comunidad de Argos, que habían ya conspirado para volver a tomar el gobierno de la república, aguardaron el momento en que los lacedemonios se estaban ejercitando todos desnudos en sus juegos, según lo tienen por costumbre, y levantándose contra los gobernadores de la ciudad y personas principales, les acometieron con armas y mataron algunos de ellos y a otros echaron fuera de la ciudad, los cuales, antes de salir, enviaron a pedir a los lacedemonios socorro y ayuda, pero estos tardaron mucho en llegar por estar ocupados en sus juegos. Cuando los dejaron, salieron al campo a socorrer los gobernadores; al llegar a Tegea supieron que estos habían ya salido, y regresando a su tierra, acabaron sus juegos. Después fueron embajadores, así de parte de los que habían sido echados de la ciudad como de la comunidad que gobernaba la república, los cuales fueron oídos por los lacedemonios en presencia de sus aliados, y después de grandes controversias entre ellos, declararon que sin causa ni motivo los gobernadores habían sido echados de la ciudad, acordando ir contra la comunidad en favor de los gobernadores, y por fuerza de armas restablecerlos en sus cargos. Como este acuerdo se dilatase de poner en ejecución por algunos días, los de la comunidad, temiendo ser asaltados por los lacedemonios, se confederaron de nuevo con los atenienses, pensando que por tal medio estos les ampararían y defenderían. Así hecho, mandaron rehacer y fortificar la muralla que va desde la ciudad hasta la mar, a fin de que si les tomaban el paso para meter vituallas por parte de mar, las pudiesen meter por tierra. Esta obra hicieron teniendo inteligencias con algunas ciudades del Peloponeso, con tan gran diligencia que no hubo hombre ni mujer, viejo ni mozo, grande ni pequeño que no emplease su persona en este trabajo, y también los atenienses les enviaron sus maestros y obreros y carpinteros, de manera que los muros fueron acabados al fin del verano. Viendo esto los lacedemonios, mandaron reunir todos sus aliados, excepto los corintios, y al comienzo del invierno fueron a hacerles la guerra al mando de Agis, su rey; y aunque tenían algunas inteligencias con los de la ciudad de Argos, como por entonces no les eran útiles, determinaron tomar la muralla nueva, que aún no estaba del todo acabada, por fuerza de armas, y la derribaron. Después tomaron por combate y asalto un lugar que estaba en tierra de Argos, llamado Hisias, y lo saquearon y mataron a todos los hombres de edad madura que hallaron dentro, regresando después a sus tierras. Pasado esto, los argivos salieron de la ciudad con todo su poder contra los fliasios y les tomaron toda la tierra por haber acogido a los gobernadores que ellos echaron de la ciudad de Argos, aunque algunos de estos tenían casas y heredades en la tierra. En el mismo invierno los atenienses hicieron la guerra al rey Pérdicas en Macedonia, so color que había conspirado contra ellos en favor de los lacedemonios y de los argivos, y que cuando los atenienses aparejaron su armada para enviarla a tierra de Tracia contra los calcídeos y los de Anfípolis al mando de Nicias, Pérdicas había disimulado con ellos, de manera que aquella empresa no pudo tener efecto, por lo cual le declararon su enemigo. Estos sucesos ocurrieron aquel invierno, que fue el fin del decimoquinto año de esta guerra. Al principio del verano siguiente, Alcibíades, con veinte naves, pasó a Argos, y al llegar allí, entró en la ciudad y prendió a trescientos ciudadanos que tenía por sospechosos de seguir el partido de los lacedemonios, enviándoles desterrados a las islas que los atenienses poseen en aquellas partes. XI. Del sitio y toma de la ciudad de Melos por los atenienses y de otros sucesos que ocurrieron aquel año. En este mismo tiempo los atenienses enviaron otra armada de treinta barcos contra los de la isla de Melos, en la cual iban mil doscientos hombres de guerra muy bien armados, y trescientos flecheros, y veinte caballos ligeros. En esta armada había seis naves de las de Quíos, y dos de las de Lesbos, sin el socorro de los otros aliados, y de las mismas islas, que serían mil y quinientos hombres. Fueron estos melios poblados por los lacedemonios, y por eso recusaban ser súbditos a los atenienses como todas las otras islas de aquella mar, aunque al principio no se habían declarado contra ellos: mas porque los atenienses los querían obligar a que se unieran a ellos, les quemaban y talaban las tierras, tratándoles como a enemigos y declarándoles la guerra. Al llegar la armada de los atenienses a la isla de Melos, Cleomedes, hijo de Licomedes, y Tisias, hijo de Tisímaco, que eran los jefes de la armada, antes que hiciesen mal ni daño alguno a los de la isla, enviaron embajadores a los de la ciudad, para que parlamentasen con ellos, los cuales fueron oídos, aunque no delante de todo el pueblo, sino solamente de los cónsules y senadores. Los embajadores expusieron sus razones en el Senado, sobre lo que les mandaron los capitanes, y los melios respondieron a ellas, y fue debatida la materia entre ellos por vía de preguntas y respuestas de la manera siguiente: LOS ATENIENSES.-- Varones melios, porque tenemos entendido que no habéis querido que hablemos delante de todo el pueblo, sino solamente aquí en esta asamblea aparte, pues sospecháis que aunque nuestras razones sean buenas y verdaderas, si las proponemos de una vez todas juntas delante de todo el pueblo, acaso este, engañado por ellas, será inducido a cometer algún yerro, a causa de no haber discutido antes la materia punto por punto, y altercado sobre ella, será necesario que vosotros hagáis lo mismo, a saber: que no digáis todas vuestras razones de una vez, sino por sus puntos. Según viereis que nosotros decimos alguna cosa que no os parezca conveniente ni ajustada a razón, vosotros responderéis a ella, y diréis libremente vuestro parecer. Ante todas cosas decidnos si esta manera de hablar por pregunta y respuesta que os proponemos, os agrada o no. LOS MELIOS.-- Ciertamente, varones atenienses, esta manera de discutir los asuntos a placer y despacio no es de vituperar, pero hay una cosa del todo contraria y repugnante a esto; y es que nos parece que vosotros no venís para hablarnos de la guerra venidera, sino de la presente, que está ya dispuesta y preparada, y la traéis, como dicen, en las manos. Por tanto, bien vemos que vosotros queréis ser los jueces de esta discusión, y el final de ella será tal, que si os convencemos por derecho y por razón, no otorgando las cosas a vuestra voluntad, comenzaréis la guerra, y si consentimos en lo que vosotros queréis, quedaremos por vuestros súbditos, y en vez de libres, cautivos y en servidumbre. LOS ATENIENSES.-- A la verdad, si os habéis aquí reunido para discutir sobre cosas que podrían ocurrir, o sobre otra materia que no hace al caso, antes que para entender de lo que toca al bien y pro de vuestra república, según el estado en que ahora se encuentra, no es menester que pasemos adelante, pero si venís para tratar de esto que os atañe, hablaremos y discutiremos. LOS MELIOS.-- Justo es y conveniente a toda razón, y por tanto debemos sufrirlo, que los que están en el estado que nosotros al presente, hablen mucho, y cambien muchas razones respecto a muchas cosas, atento que en esta asamblea la cuestión es sobre nuestras vidas y honras, por lo cual, si os parece, nuestra conversación será como vosotros habéis propuesto. LOS ATENIENSES.-- Conviniendo pues hablar de esta suerte, no queremos usar con vosotros de frases artificiosas ni de términos extraños, como si por derecho y razón nos perteneciese el mando y señorío sobre vosotros, por causa de la victoria que en los tiempos pasados alcanzamos contra los medos, ni tampoco será menester hacer largo razonamiento para mostraros que tenemos justa causa de comenzar la guerra contra vosotros por injurias que de vosotros hayamos recibido. Tampoco hay necesidad de que aleguéis que fuisteis poblados por los lacedemonios, ni que no nos habéis ofendido en cosa alguna, pensando así persuadirnos de que desistamos de nuestra demanda, sino que conviene tratar aquí de lo que se debe y puede hacer, según vosotros, y nosotros entendemos el negocio que al presente tenemos entre manos, y considerar que entre personas de entendimiento las cosas justas y razonables se debaten por derecho y razón, cuando la necesidad no obliga a una parte más que a la otra; pero cuando los más flacos contienden sobre aquellas cosas que los más fuertes y poderosos les piden y demandan, conviene ponerse de acuerdo con estos para conseguir el menor mal y daño posible. LOS MELIOS.-- Puesto que queréis que, sin tratar de lo que fuere conforme a derecho y razón, se hable de hacer lo mejor que pueda practicarse en nuestro provecho, según el estado de las cosas presentes, justo y razonable es, no pudiendo hacer otra cosa, que conservemos aquello en que consiste nuestro bien común, que es nuestra libertad; y por consiguiente al que continuamente está en peligro, le será conveniente y honroso, que el consejo que da a otro, a saber, que se deba contentar con lo que puede ganar y aventajar por industria y diligencia conforme al tiempo, ese mismo consejo lo tome para sí. A lo cual vosotros, atenienses, debéis tener más miramiento que otros, porque siendo más grandes y poderosos que los otros, si os sucediera peligro o adversidad semejante, tanto más grande sería vuestra caída; y de mayor ejemplo para los demás el castigo. LOS ATENIENSES.-- Nosotros no tememos la caída de nuestro estado y señorío, porque aquellos que acostumbran a mandar a otros, como los lacedemonios, nunca son crueles contra los vencidos, como lo son los que están acostumbrados de ser súbditos de otros, si acaso consiguen triunfar de aquellos a quienes antes obedecían. Mas este peligro que decís lo tomamos sobre nosotros, quedando a nuestro riesgo y fortuna, pues no tenemos ahora guerra con los lacedemonios. Hablemos de lo que toca a la dignidad de nuestro señorío y a vuestro bien y provecho particular, y de vuestra ciudad y república. En cuanto a esto os diremos claramente nuestra voluntad e intención, y es que queremos de todos modos tener mando y señorío sobre vosotros, porque será tan útil y provechoso para vosotros como para nosotros mismos. LOS MELIOS.-- ¿Cómo puede ser tan provechoso para nosotros ser vuestros súbditos, como para vosotros ser nuestros señores? LOS ATENIENSES.-- Os es ciertamente provechoso, porque más vale que seáis súbditos que sufrir todos los males y daños que os pueden venir a causa de la guerra; y nuestro provecho consiste en que nos conviene más mandaros y teneros por súbditos que mataros y destruiros. LOS MELIOS.-- Veamos si podemos ser neutrales sin unirnos a una parte ni a otra, y que nos tengáis por amigos en lugar de enemigos. ¿No os satisfará esto? LOS ATENIENSES.-- En manera alguna, que más daño nuestro sería teneros por amigos que por enemigos, porque si tomamos vuestra amistad por temor, sería dar grandísima señal de nuestra flaqueza y poder, por lo cual los otros súbditos nuestros a quien mandamos, nos tendrían en menos de aquí en adelante. LOS MELIOS.-- ¿Luego todos vuestros súbditos desean que los que no tienen que ver con vosotros sean vuestros súbditos como ellos, y también que vuestras poblaciones, si hay algunas que se os hayan rebelado, caigan de nuevo bajo vuestras manos? LOS ATENIENSES.-- ¿Por qué no tendrían este deseo puesto que los unos ni las otras no se han apartado de nuestra devoción y obediencia por derecho ni razón, sino solo cuando se han visto poderosos para podernos resistir, y creyendo que nosotros, por temor, no nos atreveríamos a acometerles? Además, cuando os sojuzguemos, tendremos más número de súbditos, y nuestro señorío será más pujante y más seguro, porque vosotros sois isleños, y tenidos por más poderosos en mar que cualquiera de las otras islas, por lo cual, no conviene que se diga podéis resistirnos, siendo como somos los que dominan la mar. LOS MELIOS.-- Y vosotros, decid, ¿no ponéis todo vuestro cuidado y seguridad en vuestras fuerzas de mar? Puesto que nos aconsejáis dejemos aparte el derecho y la razón por seguir vuestra intención y provecho, os mostraremos que lo que pedimos para nuestro provecho, redundará también en el vuestro, pues se os alcanza muy bien que queriendo sujetarnos sin causa alguna, haréis a todos los otros griegos, que son neutrales, vuestros enemigos, porque viendo lo que habréis hecho con nosotros, sospecharán que después hagáis lo mismo con ellos. De esta suerte ganáis más enemigos, y forzáis a que lo sean también aquellos que no tenían voluntad de serlo. LOS ATENIENSES.-- No tememos tal cosa por considerar menos ásperos y duros a los que viven gozando de su libertad en tierra firme, en cualquier parte que sea, que a los isleños que cual vosotros no sean súbditos de nadie, y también a los que están sujetos y obedientes por fuerza cuando tienen mala voluntad; porque aquellos que viven en libertad, son más negligentes y descuidados en guardarse, pero los sujetos a otro poder por sus desordenadas pasiones, muchas veces por pequeño motivo se exponen ellos y exponen a sus señores a grandes peligros. LOS MELIOS.-- Pues si vosotros por aumentar vuestro señorío, y los que están en sujeción por eximirse y libertarse de servidumbre se exponen a tantos peligros, gran vergüenza y cobardía nuestra será, si estando en libertad, como estamos, la dejásemos perder y no hiciésemos todo lo posible, antes de caer en servidumbre. LOS ATENIENSES.-- No es lo mismo en este caso, ni tampoco obraréis cuerdamente si os guiáis por tal consejo, porque vuestras fuerzas no son iguales a las nuestras, y no debe avergonzaros reconocernos la ventaja. Por tanto, lo mejor será mirar por vuestra vida y salud, que no querer resistir, siendo débiles, a los más fuertes y poderosos. LOS MELIOS.-- Es verdad, pero también sabemos que la fortuna en la guerra muchas veces es común a los débiles y a los fuertes, y que no todas favorece a los que son más en número. Por otra parte entendemos que el que se somete a otro, no tiene ya esperanza de libertarse, pero el que se pone en defensa, la tiene siempre. LOS ATENIENSES.-- La esperanza es consuelo de los que se ven en peligro, aunque algunas veces trae daño a los que tienen causa justa, porque tenerla, y bien grande, no los echa a perder por completo, como hace con aquellos que todo lo fían en esto de esperar, lo cual es peligroso, pues la esperanza, a los que se han confiado en ella en demasía, no les deja después vía ni manera por donde poderse salvar. Por lo cual, vosotros, pues os conocéis débiles y flacos y veis el peligro en que estáis, os debéis guardar de él y no hacer como otros muchos que, teniendo primero ocasión de salvarse, después que se ven sin esperanza cierta acuden a lo incierto, como son visiones, pronósticos, adivinaciones, oráculos y otras semejantes ilusiones, que con vana esperanza llevan los hombres a perdición. LOS MELIOS.-- Bien conocemos claramente lo mismo que vosotros sabéis, que sería cosa muy difícil resistir a vuestras fuerzas y poder, que sin comparación son mucho mayores que las nuestras, y que la cosa no sería igual; confiamos, sin embargo, en la fortuna y en el favor divino, considerando nuestra inocencia frente a la injusticia de los otros. Y aun cuando no seamos bastantes para resistiros, esperamos el socorro y ayuda de los lacedemonios, nuestros aliados y confederados, los cuales por necesidad habrán de ayudarnos y socorrernos, cuando no hubiese otra causa, a lo menos por lo que toca a su honra, por cuanto somos población de ellos, y son nuestros parientes y deudos. Por estas consideraciones comprenderéis que con gran razón hemos tenido atrevimiento y osadía para hacer lo que hacemos hasta ahora. LOS ATENIENSES.-- Tampoco nosotros desconfiamos de la bondad y benignidad divina, ni pensamos que nos ha de faltar, porque lo que hacemos es justo para con los dioses y conforme a la opinión y parecer de los hombres, según usan los unos con los otros; porque en cuanto toca a los dioses, tenemos y creemos todo aquello que los otros hombres tienen y creen comúnmente de ellos; y en cuanto a los hombres, bien sabemos que naturalmente por necesidad, el que vence a otro le ha de mandar y ser su señor, y esta ley no la hicimos nosotros, ni fuimos los primeros que usaron de ella, antes la tomamos al ver que los otros la tenían y usaban, y así la dejaremos perpetuamente a nuestros herederos y descendientes. Seguros estamos de que si vosotros y los otros todos tuvieseis el mismo poder y facultad que nosotros, haríais lo mismo. Por tanto, respecto a los dioses, no tememos ser vencidos por otros, y con mucha razón; y en cuanto a lo que decís de los lacedemonios, y de la confianza que tenéis en que por su honra os vendrán a ayudar, bien librados estáis, si en esto solo os tenéis por bienaventurados, como hombres de escasa experiencia del mal; mas ninguna envidia os tenemos por esta vuestra necedad y locura. Sabed de cierto que los lacedemonios entre sí mismos, y en las cosas que conciernen a sus leyes y costumbres, muchas veces usan de virtud y bondad, mas de la manera que se han portado con los otros, os podríamos dar muchos ejemplos. En suma os diremos por verdad lo que de ellos sabemos, que es gente que solo tienen por bueno y honesto lo que le es agradable y apacible, y por justo lo que le es útil y provechoso; por lo cual, atenerse a sus pensamientos, que son varios y sin razón en cosa tan importante como esta en que os van la vida y las honras, no sería cordura vuestra. LOS MELIOS.-- Decid lo que quisiereis, que nosotros creemos en ellos y tenemos por cierto que, aun cuando no les moviese la honra, a lo menos por su interés y provecho particular no desampararían esta ciudad poblada por ellos, viendo que por esta vía se mostrarían traidores y desleales a los otros griegos sus aliados y confederados, y esto redundaría en utilidad y provecho de sus enemigos. LOS ATENIENSES.-- Luego vosotros confesáis que no hay cosa provechosa si no es segura, y asimismo que no se ha de emprender cosa alguna por el provecho particular, si no hay seguridad, y que por la honra y justicia se han de exponer los hombres a peligro, lo cual los lacedemonios hacen menos que otros algunos. LOS MELIOS.-- Verdaderamente pensamos que se aventurarán y expondrán a peligro por nosotros, pues tienen motivo para hacerlo más que otros algunos, por ser nosotros más vecinos y cercanos al Peloponeso, lo que les permite ayudarse mejor de nosotros en sus haciendas, y podrán más seguramente confiar en nosotros por el deudo y parentesco que con ellos tenemos, pues somos naturales y descendientes de ellos. LOS ATENIENSES.-- Así es como decís, mas la efectividad del socorro no consiste de parte de los que le han de dar en la confianza y benevolencia que tienen a los que lo piden, sino en la obra, considerando si son bastantes sus fuerzas para podérselo dar. En esto los lacedemonios tienen más miramiento que otros, porque desconfiados de sus propias fuerzas, buscan y procuran las de sus aliados para acometer a sus vecinos, por lo cual no es de creer que conociendo que somos más poderosos que ellos por mar, quieran aventurarse ahora a pasar a esta isla a socorreros. LOS MELIOS.-- Aunque eso sea, los lacedemonios tienen otros muchos hombres de guerra, sin ellos, que pueden enviar, y la mar de Creta es tan ancha, que será más difícil a los que la dominan poder encontrar a quienes quieran venir por ella a esta parte, que no a los que vinieren ocultarse a sus perseguidores. Aun cuando esta razón no les moviere a venir, podrán entrar en vuestras tierras y en las de vuestros aliados, es decir, en las de aquellos contra quien no fue Brásidas, y por esta vía os darán ocasión para que penséis más en defender vuestras propias tierras que en ocupar las que no os pertenecen. LOS ATENIENSES.-- Vosotros experimentaréis a vuestra costa, si os dejáis engañar en estas cosas, lo que sabéis bien por experiencia de otros; que los atenienses nunca levantaron cerco que tuviesen puesto delante de algún lugar o plaza fuerte por temor. Vemos que todo cuanto habéis dicho en nada atañe a lo que toca a vuestra salvación. Esto solo había de ser lo que entendiesen y debiesen procurar los que están en vuestra apurada situación. Porque todo lo que alegáis con tanta instancia sirve para lo venidero, y tenéis muy breve espacio de tiempo para defenderos y libraros de las manos de los que están ya dispuestos y preparados para destruiros. Parécenos, pues, que os mostraréis bien faltos de juicio y entendimiento si no pensáis entre vosotros algún buen medio mejor que el de ponderar la vergüenza que podréis sufrir en adelante, lo cual varias veces ha sido muy dañoso en los grandes peligros; y muchos ha habido que considerando el mal que les podría ocurrir si se rindiesen, han aborrecido el nombre de servidumbre que tenían por deshonroso, prefiriendo el de vencidos por considerarlo más honroso. Así, por su poco saber, han caído en males y miserias incurables, sufriendo mayor vergüenza por su necedad y locura, que hubieran sufrido por su fortuna adversa si la quisieran tomar con paciencia. Si sois cuerdos, parad mientes en esto, y no tengáis reparo en someteros y dar la ventaja a gente tan poderosa como son los atenienses, que no os demandan sino cosas justas y razonables, a saber: que seáis sus amigos y aliados, pagándoles vuestro tributo. Y, pues, os dan a escoger la paz o la guerra, que la una os pone en peligro, y la otra en seguridad, no queráis por vanidad y porfía escoger lo peor, que así como es cordura, y por tal se tiene comúnmente no quererse someter a su igual, cuando el hombre se puede honestamente defender, así también es locura querer resistir a los que conocidamente son más fuertes y poderosos, los cuales muchas veces usan de humanidad y clemencia con los más débiles y flacos. Apartaos, pues, un poco de nosotros, y considerad bien que esta vez consultáis la salud o perdición de vuestra patria, que no hay otro término, y que con la determinación que toméis, la haréis dichosa o desdichada. Dicho esto, se salieron los atenienses fuera. Los melios también se apartaron a otro lugar, y después de consultar entre sí gran rato, determinaron rechazar la demanda de los atenienses, respondiéndoles de esta manera: LOS MELIOS.-- Varones atenienses, no cambiamos de parecer, ni jamás desearemos perder en breve espacio de tiempo la libertad que hemos tenido y conservado de setecientos años a esta parte que hace está nuestra ciudad fundada; antes con la buena fortuna que nos ha favorecido siempre hasta el día de hoy, y con la ayuda de nuestros amigos los lacedemonios, estamos resueltos a guardar y conservar nuestra ciudad en libertad. Empero todavía os rogamos os contentéis con que seamos vuestros amigos, sin ser enemigos de otros, y que de tal manera hagáis vuestros tratos y conciertos con nosotros para el bien y provecho de ambas partes, saliendo de nuestras tierras y dejándonos libres y en paz. Cuando los melios hubieron hablado de esta manera, los atenienses, que se habían retirado aparte, mientras ellos discutieron, respondiéronles de esta otra: LOS ATENIENSES.-- Ya vemos que solo vosotros estimáis, por vuestro propio parecer y mal consejo, las cosas venideras por más ciertas que las presentes que tenéis a la vista, y os parece que lo que está en mano y determinación de otro, lo tenéis ya en vuestro poder como si estuviese hecho. Os ocurrirá, pues, que la gran confianza que tenéis en los lacedemonios y en la fortuna, fundando todas vuestras cosas en esperanzas vanas, será causa de vuestra pérdida y ruina. Esto dicho, los atenienses volvieron a su campo sin haber convenido nada; por lo cual los caudillos y capitanes del ejército, viendo que no había esperanza de ganar la villa por tratos, se prepararon a tomarla por combate y fuerza de armas, repartiendo las compañías en alojamientos de lugares cercanos, poniendo a la ciudad de Melos cerco de muro por todas partes, y dejando guarnición, así de los atenienses como de sus aliados, por mar y por tierra. Hecho esto, la mayor parte del ejército se retiró, y los que quedaron, entendían en combatir la ciudad para tomarla. En este tiempo, habiendo los argivos entrado en tierra de los fliasios, fueron descubiertos por estos y salieron contra ellos, peleando de manera que mataron ochenta. Por otra parte, los atenienses, que estaban en Pilos, hicieron una entrada en tierra de Lacedemonia y llevaron gran presa, aunque no por esto los lacedemonios tuvieron las treguas por rotas, ni quisieron comenzar la guerra, sino que solamente publicaron un decreto, por el cual permitían a los suyos que pudieran recorrer y robar la tierra de los atenienses. No había ciudad de todas las del Peloponeso que hiciese guerra abierta contra los atenienses, a excepción de los corintios, que la hacían por algunas diferencias particulares que tenían con ellos. En cuanto a lo de Melos, estando puesto el cerco a la ciudad, los de dentro salieron una noche contra los que estaban en el sitio por la parte del mercado, y tomaron el muro que habían hecho hacia aquel lado, matando muchos de los que estaban de guarda en él. Además les cogieron gran cantidad del trigo y otras provisiones que metieron dentro de la ciudad, encerrándose en ella sin hacer otra cosa memorable este verano. Por causa de este suceso los atenienses procuraron en adelante poner mejores guardas de noche. Tales fueron los sucesos de este verano. Al comienzo del invierno siguiente los lacedemonios estaban resueltos a entrar en tierra de los argivos, para favorecer a los expatriados; mas hechos sus sacrificios para ello, como no se les mostrasen favorables, regresaron a sus casas. Algunos de los argivos que esperaban su venida, fueron presos como sospechosos por los otros ciudadanos, y otros de propia voluntad se ausentaron de la ciudad, temiendo ser presos. En este tiempo los melios salieron otra vez de la ciudad, fueron sobre el muro que los atenienses habían hecho en aquella parte, y lo tomaron, porque había poca gente de guarda. Sabido esto por los atenienses, enviaron nuevo socorro al mando de Filócrates, hijo de Demeas, el cual tenía a punto sus ingenios y pertrechos para batir los muros de la ciudad, pero los sitiados, por causa de algunos motines y traiciones que había entre ellos, se entregaron a merced de los atenienses, los cuales mandaron matar a todos los jóvenes de catorce años arriba, y las mujeres y niños quedaron esclavos, llevándolos a Atenas. Dejaron en la ciudad guarnición, hasta que después enviaron quinientos moradores con sus familias para poblarla con gente suya. FIN DEL LIBRO QUINTO. LIBRO VI. SUMARIO. I. Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que la habitaban, y de cómo los atenienses enviaron a ella su armada para conquistarla. -- II. Hechos de guerra ocurridos durante aquel invierno en Grecia. La armada de los atenienses se apareja para el viaje a Sicilia. -- III. Discurso de Nicias ante el Senado y pueblo de Atenas para disuadirles de la empresa contra Sicilia. -- IV. Discurso de Alcibíades a los atenienses aconsejándoles la expedición a Sicilia. -- V. Discurso de Nicias a los atenienses, que, de nuevo y por medios indirectos, procura impedir la empresa contra Sicilia. -- VI. Los atenienses, por consejo y persuasión de Alcibíades, determinan la expedición a Sicilia. Dispuesta la armada, sale del puerto del Pireo. -- VII. Diversas opiniones que había entre los siracusanos acerca de la armada de los atenienses. Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el Senado de Siracusa, y determinación que fue tomada. -- VIII. Discurso de Atenágoras a los siracusanos. -- IX. Parte de Corcira la armada de los atenienses y es mal recibida así en Italia como en Sicilia. -- X. Llamado Alcibíades a Atenas para responder a la acusación contra él dirigida, huye al Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue muerto en Atenas Hiparco, hermano del tirano Hipias. -- XI. Después de la partida de Alcibíades los dos jefes de la armada que quedaron ejecutan algunos hechos de guerra en Sicilia, sitiando Siracusa y derrotando a los siracusanos. -- XII. Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos a la batalla. -- XIII. Los siracusanos, después de nombrar nuevos jefes y ordenar bien sus asuntos, hacen una salida contra los de Catana. Los atenienses no pueden tomar Mesena. -- XIV. Los atenienses por su parte y los siracusanos por la suya envían embajadores a los de Camarina para procurar su alianza. Respuesta de los camarineos. Aprestos belicosos de los atenienses contra los siracusanos en este invierno. -- XV. Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a los camarineos. -- XVI. Los lacedemonios, por consejo y persuasión de los corintios y de Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos contra los atenienses. -- XVII. Los atenienses, preparadas las cosas necesarias para la guerra, sitian Siracusa. Victorias que alcanzan contra los siracusanos en el ataque de esta ciudad. Llega a Sicilia el socorro de los lacedemonios. I. Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que la habitan, y de cómo los atenienses enviaron a ella su armada para conquistarla. En este invierno[4] los atenienses determinaron enviar otra vez a Sicilia una armada mucho mayor que la que Laques y Eurimedonte condujeron antes con intención de sojuzgarla, no sabiendo la mayor parte de ellos la extensión de la isla y la multitud de pueblos que la habitaban, así griegos como bárbaros, y por tanto que emprendían una nueva guerra no menor que la de los peloponesios, porque aquella isla tiene de circuito tanto cuanto una nave gruesa puede navegar en ocho días, y aunque es tan grande, no está separada de la tierra firme más que unos veinte estadios[5]. Al principio fue habitada Sicilia por muchas y diversas naciones, siendo los primeros los cíclopes y los lestrigones, que tuvieron solamente una parte de ella. No sé decir qué nación era esta ni de dónde fueron, ni a dónde pararon, ni sé otra cosa más que lo que los poetas dicen, y los que de estos tienen noticias. Después fueron los sicanos los primeros que la habitaron, los cuales dicen haber sido los primitivos moradores y que nacieron en aquella tierra; mas se ve claramente lo contrario, siendo en su origen iberos, llamados sicanos, del nombre de un río que está en Iberia, llamado Sicano, y que echados de su tierra por los ligures, se acogieron a Sicilia, la cual, por el nombre de ellos, llamaron Sicania, pues antes se llamaba Trinacria, y aun al presente los de aquella nación tienen algunos lugares de dicha isla a la parte de occidente. Después de tomada Troya, algunos troyanos que huyeron de ella por temor a los griegos, se acogieron a tierra de los sicanos, donde hicieron su morada, y así troyanos como sicanos fueron llamados élimos, y habitaron dos ciudades, a saber: Erice y Egesta. Tras de estos fueron a morar allí algunos focenses de los que, a la vuelta de Troya, arrojó una tormenta a las costas de Libia, desde donde pasaron a Sicilia. Cuando los sicilianos fueron de Italia, siendo lanzados de allí por los ópicos, como es verosímil y dicen comúnmente, pasaron en dos bateles con la marea, aprovechando el tiempo oportuno para ello, porque el pasaje es muy corto. Parece claramente que debió suceder esto, porque aun hoy día hay sicilianos en Italia, la cual fue así nombrada de un rey de Arcadia llamado Ítalo. Estos sicilianos pasaron en gran número, de manera que vencieron en batalla a los sicanos, obligándoles a retirarse a la parte de la isla que está hacia el mediodía, y con esto mudaron el nombre a la isla, llamando Sicilia la que antes llamaban Sicania. Porque a la verdad, ocuparon la mayor parte de los buenos lugares de ella, y los tuvieron, desde su primera invasión hasta que los griegos llegaron, por espacio de trescientos años. Aun ahora tienen lugares mediterráneos que están hacia las partes de Aquilón. Durante este tiempo los fenicios fueron a habitar una parte de la isla en algunas pequeñas islas allí cercanas para tratar y negociar con los sicilianos; mas después, habiendo pasado muchos griegos por mar a la isla, dejaron la navegación, avecindáronse en la isla, y fundaron tres ciudades en los confines de los élimos, que fueron Motia, Solunte y Panormo, confiados de la amistad que tenían con los élimos, y también porque por aquella parte hay muy poco trecho de mar para pasar de Sicilia a Cartago. De esta manera, y por tanto número de diversas gentes bárbaras, fue habitada la isla de Sicilia. Los griegos calcídeos que salieron de Eubea al mando de Tucles, fueron los primeros que allí arribaron, fundando la ciudad de Naxos, y fuera de ella edificaron el templo de Apolo Arquegeta, que allí se ve hoy día, donde, cuando quieren salir fuera de la isla, hacen primeramente sus votos y sacrificios. Un año después de la llegada de los calcídeos, el corintio Arquias, que procedía de los descendientes de Hércules, fue a habitar aquel lugar donde al presente está Siracusa, habiendo primeramente lanzado de allí a los sicilianos que la tenían, y estaba entonces aquella ciudad toda fundada en tierra firme, sin que la mar la tocase por ningún punto. Mucho tiempo después se acrecentó la parte que entra dentro de la mar, que ahora está cercada de muralla, la cual, por sucesión de tiempo, se pobló en gran manera. Siete años después de fundada Siracusa, Tucles y los calcídeos salieron de Naxos, expulsaron a los sicilianos que habitaban en la ciudad de Leontinos, y la tomaron, y lo mismo hicieron en la ciudad de Catana, de donde lanzaron a Evarco, que los de la tierra decían había sido el primer fundador. En este mismo tiempo Lamis fue de Mégara para habitar en Sicilia y asentó, con la gente que llevaba para poblar, junto a un río llamado Pantacias, y un lugar nombrado Trótilo. Desde allí pasó a habitar con los calcídeos, en la ciudad de Leontinos, y por algún tiempo gobernaron la ciudad juntamente; mas, al fin, por discordias y disensiones le echaron de ella, y fue con su gente a morar a Tapso, donde murió. Muerto Lamis, los suyos abandonaron la comarca, y mandados por un rey siciliano nombrado Hiblón, que había entregado la tierra a los griegos por traición, vinieron a morar a Mégara. Del nombre de este rey fueron llamados hibleos, y doscientos cuarenta y cinco años después que allí llegaron, los expulsó un rey de los siracusanos nombrado Gelón. Antes de esto, cerca de cien años después de establecerse allí, fundó la ciudad de Selinunte Pámilo, el cual, siendo echado de Mégara, que era su ciudad metrópoli, con los otros de su nación creó esta colonia. La ciudad de Gela fue fundada y poblada por Antifemo, natural de Rodas, y Entimo, de Creta, según afirman todos comúnmente que trajeron cada cual de su tierra cierto número de pobladores con sus casas y familias, cerca de cuarenta y cinco años después que Siracusa se comenzó a habitar, y pusieron nombre de Gela a aquella ciudad a causa del río que pasa allí cerca, que es así llamado, y la edificaron donde antes estaba asentada una villa cercada de muros llamada Lindios. Pasados ciento ocho años después, los de Gela, dejando su ciudad bien poblada por los dorios, fueron a habitar la ciudad que ahora se llama Acragas, al mando de Aristónoo y de Pístilo. La llamaron así de un río que pasa por ella que tiene este nombre, y establecieron el gobierno y estado de la ciudad según las leyes y costumbres de su tierra. La ciudad de Zancle primeramente fue habitada por algunos corsarios que vinieron de la ciudad de Cumas, que está en la región de Ópica. Mas después, como aportase allí gran multitud de otros griegos, así de Calcis como de la tierra de Eubea, fue llamada Cumas, y venían por caudillos de estos griegos, Perieres, natural de Cumas, y Cratémenes, natural de Calcis. Llamábase antiguamente aquella ciudad Zancle, porque está asentada en figura de una hoz que los sicilianos en su lengua llaman _zanclon_. Estos de Zancle fueron después echados de su ciudad por los samios y por algunos otros jonios que, huyendo de la persecución de los medos, pasaron a Sicilia. Poco después Anaxilas, que era señor de los de Regio, los lanzó de allí, pobló la ciudad de gentes de diversas naciones y la llamó Mesena[6], del nombre de la ciudad de donde él fue natural. La ciudad de Hímera fue fundada por los zancleos, los cuales, al mando de Euclides, de Simo y de Sacón, la poblaron de cierto número de sus gentes. Poco tiempo después llegaron muchos calcídeos, y gran número de siracusanos, lanzados de su ciudad por los bandos contrarios, llamados milétidas, y por la mezcla de estas dos naciones se hizo un lenguaje compuesto de dos, a saber: la mitad calcídeo, y la mitad dorio; la manera de vivir fue según las leyes y costumbres de los calcídeos. Las ciudades de Acras y de Cásmenas los siracusanos las fundaron y poblaron; Acras cerca de setenta años después que fue habitada Siracusa, y Cásmenas cerca de veinte años después de la fundación de Acras. Unos ciento treinta y cinco años después de fundada Siracusa, los siracusanos fundaron y poblaron la ciudad de Camarina, capitaneados por Dascón y Menécolo; pero a muy poco tiempo, habiéndose los camarineos rebelado contra los siracusanos, sus fundadores, los expulsaron estos de la ciudad; y andando el tiempo, Hipócrates, señor de Gela, habiendo cogido prisioneros algunos siracusanos, consiguió por rescate de ellos esta ciudad de Camarina, que estaba desierta, y la pobló. Poco después fue otra vez destruida por Gelón: y a la postre reedificada y poblada por los de Gela. Poblada y habitada la isla de Sicilia por tan diversas naciones de bárbaros y griegos, los atenienses intentaron invadirla, a la verdad, con intención y codicia de conquistarla, aunque lo hacían so color de dar socorro a los calcídeos, sus amigos y parientes, y especialmente a los egesteos, porque estos habían enviado embajadores a los atenienses, para demandarles socorro y ayuda, a causa de cierta diferencia que había entre ellos y los selinuntios por algunos casamientos, y también por los límites. Los selinuntios habían recurrido a los siracusanos, como a sus aliados y confederados, y estos impedían a los egesteos el paso por mar y tierra. Por ello los egesteos habían enviado a pedir socorro a los atenienses, trayéndoles a la memoria la amistad antigua y alianza que habían hecho en tiempo pasado con Laques, capitán de los atenienses en la guerra con los leontinos, rogándoles que les enviaran armada para socorrerles. Para más inducirles a ello, les exponían muchas razones, y la principal era, que si dejaban a los siracusanos realizar sus proyectos, después echarían de su tierra a los leontinos y a sus aliados, y por este medio serían señores de toda la isla, sucediendo después que los siracusanos, por ser descendientes de los dorios que están en el Peloponeso, y haber sido por ellos enviados a poblar Sicilia, acudirían en socorro de los peloponesios contra los atenienses, para disminuir y destruir su poder y señorío. Aconsejaban, pues, a los atenienses que para evitar aquellos inconvenientes, sería muy cuerdo enviar con tiempo socorro a los egesteos, sus aliados, y resistir al poder de los siracusanos. Para ello les ofrecían proveerles de todo el dinero que les fuese necesario para la guerra. Estas amonestaciones de los egesteos, que hacían muy a menudo a los atenienses, expuestas al pueblo de Atenas, fueron causa de que este determinara enviar primeramente sus embajadores a Sicilia, para saber si los egesteos tenían tanto dinero para la guerra como ofrecían, y además para ver los aprestos de guerra que poseían e informarse del poder y fuerzas de los selinuntios, sus contrarios, y del estado en que se encontraban sus cosas, lo cual fue así hecho. II. Hechos de guerra ocurridos durante aquel invierno en Grecia. La armada de los atenienses se apareja para el viaje a Sicilia. En aquel invierno los lacedemonios con toda su hueste salieron al campo en favor de los corintios, entraron en tierra de los argivos, robaron y talaron mucha parte de ella, y trajeron muchas vacas y ganado, y gran cantidad de trigo que les tomaron. Después hicieron sus conciertos y treguas entre los argivos que estaban en la ciudad, y los expatriados que pasaron a la ciudad de Orneas con la condición de que los unos no atentasen contra los otros durante el tiempo de la tregua, y esto hecho, regresaron a sus casas. Poco tiempo después los atenienses regresaron con treinta naves, en las cuales había setecientos hombres de pelea, y se juntaron con los argivos saliendo de esta ciudad todos los que eran aptos para tomar armas, y juntos fueron contra los de Orneas. El mismo día que llegaron, tomaron la ciudad, aunque la noche anterior, los de dentro, viendo que el campo de los enemigos estaba bastante lejos de la ciudad, tuvieron tiempo para salvarse todos. Los argivos, a la mañana siguiente, hallando la ciudad abandonada por los habitantes, la derrocaron y asolaron, regresando después a sus casas. Los atenienses, que habían ido con ellos, se embarcaron y navegaron derechamente hacia la villa de Metone, que está situada en los confines de Macedonia, donde embarcaron también otros muchos soldados, así de los suyos como de los macedonios, y algunos de a caballo, que estaban desterrados de su país, y vivían en tierra de los atenienses. Todos juntos entraron en las tierras de Pérdicas, y las robaban y talaban cuanto podían. Sabido esto por los lacedemonios, mandaron a los calcídeos que moran en Tracia, que fuesen a socorrer a Pérdicas, lo cual rehusaron hacer, diciendo que tenían treguas con los atenienses por diez días. Pasó así el invierno, que fue el decimosexto año de esta guerra, que Tucídides escribió. Al principio del verano regresaron los embajadores que los atenienses habían enviado a Sicilia, y con ellos algunos egesteos de los principales, que trajeron sesenta talentos de plata, no labrada, para la paga de un mes de sesenta naves que pedían de socorro a los atenienses. Estos egesteos y los embajadores fueron admitidos en el Senado, y al darles audiencia delante de todo el pueblo, propusieron muchas cosas para poder persuadir a los atenienses de su demanda, y entre otras fue la de afirmar que tenía su ciudad gran copia de oro y plata, así en el tesoro público como en los templos, aunque no era esto verdad. No obstante, a sus ruegos y persuasiones, el pueblo les otorgó la ayuda de sesenta naves que pidieron y gran número de gente de guerra, y nombraron tres de los principales de la ciudad por caudillos de aquella armada, que fueron Alcibíades, hijo de Clinias; Nicias, hijo de Nicérato, y Lámaco, hijo de Jenófanes, con pleno poder y autoridad bastante; a los cuales encargaron que primeramente socorriesen a los egesteos contra los selinuntios; después, si viesen sus cosas prósperas, procurasen restituir a los leontinos en su estado, y finalmente, que en tierra de Sicilia hiciesen todo aquello que consideraran convenir al bien y aumento de la república de los atenienses. A los cinco días celebrose nueva reunión en el Senado para ordenar lo necesario, a fin de que la armada pudiese partir muy pronto, y proveer las cosas precisas para los capitanes. Entonces, Nicias, uno de los nombrados para aquella empresa, aunque contra su voluntad, porque entendía haber sido determinada sin consejo y razón, solamente por codicia de conquistar toda la isla de Sicilia, y que además conocía cuán difícil era la empresa, pensando apartarles de este propósito, salió en medio delante de todos y habló de esta manera: III. Discurso de Nicias ante el Senado y pueblo de Atenas para disuadirles de la empresa contra Sicilia. «Esta asamblea, varones atenienses, se hace, según veo, para proveer lo necesario a una armada y pasar con ella a Sicilia, mas a mi parecer, ante todas cosas, convendría consultar si será acertado enviarla y realizar esta empresa o no lo será. En materia de tanta importancia no conviene limitarse a una consulta tan breve, y atenidos a lo que nos hacen creer hombres extraños, comenzar una guerra tan difícil por lo que nada nos importa. »En lo que particularmente a mi toca, yo sé de cierto que puedo ganar honra en este hecho más que en otro alguno, y que soy el que menos teme poner a riesgo su persona de todos cuantos aquí están, pero he tenido y tengo por buen ciudadano al que cuida de su persona y de su hacienda, porque este puede y quiere servir y aprovechar a la república con lo uno y con lo otro. »Conforme en el tiempo pasado, jamás por codicia de honra he dicho otra cosa de lo que me parecía ser mejor y más conveniente para la república, lo mismo pienso hacer al presente. Y aunque este mi razonamiento será de poca eficacia para mover vuestros corazones, que ya están persuadidos en contrario, debo, sin embargo, deciros que miréis por vuestras personas, guardéis vuestras haciendas y no queráis aventurar y poner en peligro las cosas ciertas por las dudosas; considerando que esta vuestra empresa contra Sicilia, que tan de prisa habéis determinado, ni es oportuna ni tan fácil como os dan a entender. Lo primero, porque me parece que, acometiendo esta empresa dejáis acá muchos enemigos a las espaldas y procuráis traer otros muchos más, pues si os fundáis en que las treguas que tenéis con los lacedemonios serán firmes y seguras, yo os certifico que lo serán mientras nosotros estemos en paz y nuestras cosas continúen en prosperidad, pero si por desgracia ocurriera alguna adversidad a esta nuestra armada que enviamos, inmediatamente se moverán ellos y vendrán a dar sobre nosotros, pues para las treguas y conciertos que con nosotros hicieron, fueron obligados por necesidad y no guiados por su provecho y ventaja. »Hay, además, en el convenio muchos puntos oscuros y dudosos. No pocos del partido contrario no lo aceptaron, y estos no los más flacos de fuerzas, de los cuales algunos se han declarado ya enemigos nuestros, y los otros, aunque no se mueven ahora por las treguas de diez días que les obligan a estar tranquilos, si por dicha suya ven nuestras fuerzas repartidas, como queremos hacer ahora, se declararán por enemigos, vendrán contra nosotros y volverán a aliarse con los sicilianos, como lo han querido hacer en otros tiempos. »Debemos, pues, considerar todas estas cosas, y no estimar nuestra ciudad por tan poderosa que la queramos poner en peligro y codiciar nuevo señorío antes de asegurar de manera firme y estable el que tenemos. Porque si hasta ahora no hemos podido sojuzgar por completo a los calcídeos de Tracia, nuestros súbditos, que se nos habían rebelado, ni a sosegar otros de tierra firme, de quienes no estamos muy seguros, ¿por qué determinamos tan de repente ir a socorrer a los egesteos, so color que son nuestros aliados y necesitan ayuda? Estos, en tiempo pasado, se apartaron de nuestra alianza, y con razón podríamos asegurar que nos han hecho injuria. Aun en el caso de recobrar su alianza alcanzando la victoria contra sus enemigos, muy poco o nada nos pueden ayudar, así por estar muy lejos, como por ser muchos, por lo cual no podríamos mandar en ellos fácilmente. »Paréceme, por tanto, que es locura ir contra aquellos, que cuando los hubiéremos vencido no los podremos buenamente guardar ni mantener en nuestra obediencia, y si no conseguimos la victoria, quedaremos en peor estado que antes de comenzada la guerra. »Por otra parte, según yo entiendo de las cosas de Sicilia, me parece que los siracusanos, aunque sean los principales de aquella tierra, no tienen por qué odiarnos ni envidiarnos, que es el punto en que los egesteos fundan su demanda, y aunque por acaso les ocurriese ahora quererse congraciar con los lacedemonios, no es de creer que los que están en peligro de perder, quieran por amor a pueblo extraño emprender la guerra contra otro y aventurar su estado, pues han de pensar que si los peloponesios con su ayuda acabaran con nuestro señorío, de igual modo destruirían el suyo. »Además los griegos que habitan en tierra de Sicilia nos tienen gran miedo mientras no vamos contra ellos, y lo tendrán mucho mayor si les mostrásemos nuestras fuerzas y después nos retirásemos. Mas si una vez entramos en su tierra como enemigos, y recibimos de ellos algún daño o afrenta, en adelante nos tendrán en mucho menos, se juntarán con los otros griegos y vendrán a acometernos en nuestra tierra, pues como todos sabéis bien, las cosas son más admiradas cuanto más lejos están y tanto menos se estiman cuanto más se prueban y conocen, según podemos ver por experiencia en nosotros mismos, porque alcanzamos la victoria contra los lacedemonios y los otros peloponesios, cuyas fuerzas y poder temíamos mucho, y desde entonces les tenemos en tan poco, que presumimos ir a conquistar a Sicilia. »No conviene por la adversidad de los contrarios engreírse, sino antes refrenar los apetitos y pensamientos, y confiar tan solamente en las propias fuerzas considerando que los lacedemonios, por la afrenta que han recibido de nosotros, no piensan en otra cosa sino en vernos hacer alguna locura o desatino para vengar su derrota y recobrar la honra perdida; tanto más ellos que otros porque son más codiciosos de gloria y honra que cualquiera otra nación. »Debemos pues, varones atenienses, considerar que no tratamos ahora solo de favorecer a los egesteos de Sicilia, que al fin son bárbaros, sino también de cómo nos podemos guardar y defender de una ciudad tan poderosa como la de los lacedemonios, que, por gobernarla pocos, es enemiga de la nuestra que se gobierna por señorío y comunidad. »También nos debemos acordar de que apenas hemos podido respirar de una grande epidemia, y de una guerra tan grande como la pasada, que nos puso en tanto cuidado y fatiga, y que si ahora crecemos en número de gente y de riqueza, lo debemos guardar para emplearlo en provecho de nosotros mismos, y no gastarlo en pro de estos desterrados que vienen a pedirnos socorro y ayuda, los cuales saben mentir bien para su provecho, con daño y peligro de sus vecinos, sin tener otra cosa que dar sino palabras. Porque si con nuestra ayuda les suceden bien sus cosas, ni nos darán provecho ni gracias, y si mal, se perjudicarán ellos y dañarán a sus amigos y aliados. Y si alguno de los elegidos por vosotros para tener cargo de la armada aconseja esta empresa por su interés particular, y por estar en la flor de su mocedad desea ganar honra para ser más estimado, y ostentar los muchos caballeros que mantiene de la renta que tiene, no por eso debéis otorgar a sus deseos y cumplir su voluntad y provecho particular con daño y peligro de toda la ciudad, sino antes considerad que por causa de semejantes personas las cosas públicas reciben detrimento, y las privadas y particulares se gastan y destruyen. Además, un negocio de tan gran importancia no debe ser consultado con hombres mozos, ni ponerse en ejecución tan de repente. »Porque temo que en esta asamblea hay muchos sentados que le asisten y favorecen, y por su ruego han venido, recomiendo a los ancianos que no se dejen persuadir por hombres mozos que les dicen sería vergüenza no emprender la guerra, que parecería pusilanimidad y falta de corazón, que sería mal comentado no socorrer a los amigos ausentes y otras semejantes razones, pues sabéis bien que las cosas que se hacen por pasión y afecto las más de las veces no salen tan bien como aquellas que se ejecutan por razón y maduro consejo. Por lo cual y por no poner nuestro estado en peligro ya que hasta ahora no lo hemos puesto, debemos responder a los sicilianos que no traspasen los términos que actualmente tienen con nosotros, a saber, que no pasen el golfo de la mar de Jonia por la parte de tierra, ni por otra parte de Sicilia, y en lo demás que gobiernen sus tierras y señoríos entre ellos como bien les pareciere, y responded a los egesteos, que pues que comenzaron la guerra contra los selinuntios sin los atenienses, la acaben por sí mismos, y de aquí en adelante nos recatemos de hacer nuevas alianzas de la suerte que hasta ahora hemos acostumbrado, porque siempre queremos ayudar a los necesitados en sus trabajos y fortunas, y cuando nosotros necesitamos socorro para los nuestros no lo hallamos. »Tú, presidente, si quieres tener cuidado de la ciudad y gobernarla como conviene, y merecer el nombre de buen ciudadano, debes poner de nuevo en consulta este negocio, y demandar las opiniones de todos sin avergonzarte de revocar el decreto una vez hecho, pues en esta asamblea hay tan buenos y tantos testigos que con razón no podrás ser culpado por tomar otra vez consejo. Este será el remedio para la ciudad mal aconsejada, no olvidando que la manera de gobernar bien un buen juez, es hacer a su patria todo el provecho que pudiere, a lo menos no hacerle mal ni daño a sabiendas.» De esta manera habló Nicias, y después hablaron otros muchos atenienses, de los cuales la mayoría fue de parecer que se llevase adelante aquella empresa según la primera determinación. Algunos había de contraria opinión. Alcibíades era el que más aconsejaba la guerra, así por contradecir a Nicias, a quien tenía odio, como por otras causas que entonces le movían tocantes al gobierno de la república, y también porque Nicias en su razonamiento parecía que le acusaba de calumnia, aunque no le nombraba por su nombre, y principalmente porque deseaba en gran manera ser capitán en aquella armada, esperando por este medio conquistar a Sicilia, y después a Cartago, y adquirir gloria, honra y riquezas en esta conquista, si la cosa salía bien como creía, porque estando en gran reputación, teniendo el favor del pueblo y queriendo por gloria y ambición ostentar más de lo que permitían sus rentas, presumía de mantener muchos caballos, y hacer suntuosos y excesivos gastos, lo cual después en parte fue causa de la destrucción del poder de Atenas, pues muchos ciudadanos viendo su desorden y demasía, así en el comer como en atavíos de su persona y su arrogancia y pensamientos altivos en todas cuantas cosas trataba, le fueron enemigos, creyendo que se quería hacer señor y tirano de la tierra, y aunque en las cosas de guerra fuese muy valeroso y las supiese bien tratar, como la mayoría de los ciudadanos era contraria a sus obras, procuraban poner los negocios de la república en manos de otro, de donde al fin provino la pérdida y destrucción de su ciudad. Saliendo Alcibíades ante todos les habló de esta manera: IV. Discurso de Alcibíades a los atenienses aconsejándoles la expedición a Sicilia. «Varones atenienses: me conviene ser caudillo y capitán de esta armada más que a otro alguno, y quiero comenzar mi discurso por este punto y no por otro, porque veo que Nicias ha querido aludir a él, y porque con esto y sin esto me compete dicho cargo por ser digno y merecedor de él, pues las cualidades que me dan fama y estima entre los hombres, si redundan en gloria de mis antepasados y mía, traen también honra y provecho a la república. Los griegos que se hallaron presentes a los juegos y fiestas de Olimpia, viendo mi suntuosidad y magnificencia, tuvieron y estimaron nuestra ciudad por más rica y poderosa, donde antes la tenían en poco y pensaban fácilmente poderla sojuzgar; pues entonces, como todos saben, me hallé en aquellas fiestas con siete carros triunfales muy bien adornados, lo cual ningún particular había podido hacer hasta entonces, y así gané el primer premio de la contienda y aun el segundo y cuarto, y en lo demás hice tan gran aparato y usé de tanta magnificencia como convenía a tal victoria. Todas estas cosas son muy honrosas, y muestran a las gentes que las ven el poder y riqueza de la tierra y ciudad de donde es natural el que las hace. »Y aunque estos hechos y otros semejantes, por los cuales yo soy tenido y estimado en esta ciudad, engendren gran envidia a los otros ciudadanos contra mí, serán siempre señal de poderío y riqueza para los extraños y venideros, y en mi opinión, los pensamientos del que procura por estos medios a su costa hacer honra y provecho, no solamente a sí mismo, sino también a su patria, no deben ser tenidos por dañosos y perjudiciales a la república. Ni menos por malo, el que tiene tal presunción de sí mismo que no quiere ser igual a los otros, sino antes excederles en todo y por todo, pues los ruines y mal aventurados no hallan persona que les quiera tener compañía en su miseria, y siempre son menospreciados. Si estando en prosperidad y felicidad los tenemos en poco, no les debe pesar por ello, sino esperar a hacer lo mismo con nosotros cuando se vieren en tal estado. »Aunque yo sé muy bien que las tales personas y otras semejantes que exceden en honra y dignidad a otros son muy envidiados, mayormente de sus iguales, y también en alguna manera de los otros contemporáneos, mas esto es solo en vida, que después de su muerte la fama y renombre que han ganado es de tal eficacia para los venideros que muchos se glorifican de haber sido sus parientes y deudos, y aun algunos que no lo son dicen serlo. Muchos otros se tienen por honrados de llamarse vecinos y moradores de la tierra y ciudad de donde aquellos son naturales, no por cierto por haber sido estos tales malos y ruines, sino antes buenos y provechosos a la república. Por lo cual, si yo he procurado imitar a tales personas virtuosas y seguir sus pasos, y por ello he vivido particularmente más honrado que los otros, mirad si por esta causa en los negocios de la república me he portado más ruinmente que los otros ciudadanos. »Recordad que estando todo el poder de los peloponesios unido contra nosotros, sin vuestro peligro ni a vuestra costa, obligué a los lacedemonios a que un día junto a Mantinea aventurasen todo su estado en una batalla, en la cual, aunque lograron la victoria, el peligro en que se vieron fue tan grande, que desde entonces no han osado venir contra nosotros. Y esta mi mocedad y poco saber que parecía, según razón y natura, no poder resistir entonces al poder de los peloponesios, hablando de veras dio tal muestra y crédito de mi valor, que al presente no debáis temer sea dañosa a la república, antes mientras yo tengo esta osadía en mi mocedad, y Nicias la buena fortuna y cualidades de gobierno que tiene, podéis usar de las condiciones del uno y del otro según os pareciere más conveniente a vuestro bien y provecho. »Volviendo al propósito de que hablamos, en manera alguna conviene que revoquéis el decreto que habéis hecho para ejecutar esta empresa de Sicilia por miedo o temor a tener que lidiar con muchas y diversas gentes, porque aunque en Sicilia hay muchas ciudades, los pobladores son de diversas naciones, que ya están acostumbradas a mudanzas y alborotos, y ninguno hay de ellos que quiera tomar armas para defender su patria, ni aun su misma persona, ni menos entender en la fortificación de los lugares para defensa de los pueblos; antes cada uno, creyendo que podrá convencer a los otros de lo que dijere, o si no les puede persuadir, que revolverá la ciudad y el estado de la república por interés particular, fija toda su atención en esto, y no es de creer que una multitud de gentes diferentes se pueda poner de acuerdo para obedecer las palabras de quien les aconseje que se unan para defenderse de sus contrarios, antes cada cual estará dispuesto a hacer lo que se le antoje según su voluntad y apetito, mayormente habiendo entre ellos bandos y sediciones, según tengo entendido, que al presente hay. »Además no tienen tantas gentes de guerra como dicen, porque comúnmente se exagera en estas cosas. Los mismos griegos no pudieron reunir tan gran ejército como se alababa de tener cualquiera de sus estados, cuando fue preciso en la pasada guerra contra los medos, que toda la Grecia se pusiera en armas. »Estando, pues, las cosas de Sicilia en el estado que os he dicho, según entiendo por la relación de muchas personas dignas de fe y crédito, facilísima os será esta empresa, mayormente habiendo entre ellos muchos bárbaros, los cuales, por la enemistad que tienen con los siracusanos, de buena gana se unirán con nosotros. »Bien mirado, tampoco nos podrá estorbar esta guerra el atender a las cosas de acá, pues es cierto que nuestros mayores y antepasados, teniendo por contrarios todos los que ahora dicen que se declararán a favor de nuestros enemigos, cuando supiesen que nuestra armada está en Sicilia, donde al presente no nos impiden pasar y, además de ellos, los medos adquirieron este imperio y señorío que tenemos, no por otros medios, sino por ser poderosos en la mar y tener gran armada, que es la causa sola porque los peloponesios han perdido la esperanza de podernos vencer de aquí en adelante. »Además, si ellos determinasen entrar en nuestra tierra, bien lo podrían realizar aunque no tuviésemos esta armada, pero no nos podrán hacer mal con la suya, porque la que dejaremos aquí será bastante para resistir y combatirla. Por todo lo cual, pidiéndonos nuestros amigos y aliados ayuda y socorro, no podremos tener excusa ninguna para no debérsela dar, y no haciéndolo, con razón nos culparán de que tuvimos pereza de ir, o que so color de excusas muy frías, les hemos negado el auxilio que estamos obligados por nuestro juramento. »Ni menos podemos alegar en contra de ellos que nunca nos han socorrido en nuestras guerras, pues no les damos la ayuda y socorro en su tierra con intención de que ellos nos vengan a socorrer en la nuestra, sino solamente para que entretengan con su guerra los enemigos que tenemos en aquellas partes, y les hagan todo el mal y daño que pudieren, a fin de que tengan menos fuerzas para venir a acometernos en nuestra tierra, y por estas vías y maneras nosotros y todos aquellos que han adquirido grandes tierras y señoríos las han aumentado siempre y conservado, dando pronto y con liberalidad ayuda y socorro a aquellos que se los demandaban, ora fuesen griegos, ora bárbaros. »Porque si rehusamos dar ayuda a los que nos la piden, o si nos detenemos a calcular a qué nación la debemos dar o negar, nunca ganaremos mucho, sino que pondremos en peligro lo que poseemos al presente. »Jamás debe esperar a defender sus fuerzas, el que es más poderoso cuando llega su enemigo a acometerlas, sino apercibirse antes de suerte que este tema venir. Ni tampoco está en nuestra mano poner un término a nuestro imperio o señorío, para decir que ninguno pase adelante, sino que para defenderle es necesario acometer a unos y guardarnos de ser acometidos por otros, porque si no procuramos señorear a los otros, estaremos en peligro de ser dominados. Ni menos debemos tomar el descanso y reposo de la suerte y manera que lo toman los otros, si no queremos también vivir como ellos viven. »Considerando estas cosas, y que siguiendo esta nuestra empresa, aumentaremos nuestro estado y señorío; embarquémonos y vayamos a esta jornada siquiera por hacer perder el ánimo a los peloponesios cuando vieren que, teniéndolos en poco, determinamos pasar a Sicilia, sin querer gozar del ocio y reposo que podríamos ahora disfrutar. Porque si esta empresa nos sale bien, como es de creer, seremos señores de toda Grecia, o a lo menos para nuestro bien y el de nuestros aliados y confederados, haremos todo el mal y daño que podamos a los siracusanos. »Cuanto más que teniendo nuestra armada en aquellas partes salva y segura, podremos quedar allí si viéremos ventaja, y si no, volvernos cuando bien nos pareciere, pues con ella somos dueños de nuestra voluntad y de todos los sicilianos. »Las palabras de Nicias, directamente encaminadas a preferir el ocio al trabajo, y a excitar discordia entre los mancebos y los viejos, no se deben aprobar, sino antes todos de común acuerdo, a imitación de nuestros antepasados, que consultando los jóvenes con los viejos los negocios tocantes al bien de la república, aumentaron y establecieron nuestro imperio y señorío en el estado que ahora le veis, debéis por el mismo camino, y por las mismas vías y maneras, procurar aumentarlo, y pensar que la mocedad y la vejez no vale nada la una sin la otra, y que el flaco y el fuerte y el mediano, cuando todos se ponen de acuerdo, sirven y aprovechan a la república. »Por el contrario, cuando una ciudad está ociosa se gasta y corrompe, y como todas las otras cosas envejecen con el ocio, así también sucederá a nuestra disciplina militar, si no nos ejercitamos en diversas guerras, para que la conserven las muchas experiencias: porque la ciencia de saber guardar y defender, no se aprende por palabras, sino por uso, acostumbrándose, y ejercitándose en los trabajos y en las armas. »En conclusión, mi parecer es, que cuando una ciudad que está acostumbrada al trabajo se entrega al ocio y reposo, pronto llega a perderse y destruirse: y que entre todos los otros son más firmes y seguros los que rigen y gobiernan el estado de su república siempre de una suerte y manera, según sus leyes y costumbres antiguas, aunque no sean buenas del todo.» Cuando Alcibíades terminó su discurso se adelantaron los embajadores de los egesteos y leontinos, y con grande instancia pidieron a los atenienses que les enviasen el socorro que les demandaban, trayéndoles a la memoria el juramento que habían hecho sus capitanes, por lo cual, el pueblo, oídas sus razones, y las persuasiones de Alcibíades, decidió poner en ejecución esta empresa de Sicilia. Mas Nicias, viendo que no había medio de apartarle de su propósito por esta vía, pensó por otros medios estorbar la empresa, poniéndoles delante los grandes gastos y aprestos que requería, y les habló de esta manera: V. Discurso de Nicias a los atenienses que, de nuevo y por medios indirectos, procura impedir la empresa contra Sicilia. «Varones atenienses, puesto que os veo de todo punto determinados a hacer esta guerra de Sicilia, será cosa útil y necesaria saber de qué modo y manera la queréis poner en ejecución, y por eso al presente os diré lo que entiendo se debe hacer en esto. »Según presiento y he sabido por oídas, vamos contra muchas ciudades muy poderosas, las cuales ni son sujetas las unas a las otras ni menos desean mudanza en su estado de vivir, porque esto es propio de aquellos que, estando en servidumbre violenta, desean pasar a otra mejor vida, por donde no es verosímil que de buena gana quieran trocar su libertad por servidumbre, y que de libres se hagan nuestros siervos y súbditos. Además en esta isla hay muchas ciudades pobladas y habitadas por griegos, de las cuales todas, excepto las de Naxos y Catana, que podrán ser de nuestro bando por el deudo y parentesco que tienen con los leontinos, no veo otras ningunas de quien nos podamos confiar y estar seguros. »También hay siete ciudades que están muy bien provistas de todas las cosas necesarias para la guerra, tanto y más que la armada que allá enviamos, especialmente Selinunte y Siracusa, contra las cuales principalmente vamos. No solo cuentan con mucha gente de guerra y flecheros y tiradores, sino también con gran número de barcos, numerosos marineros que los tripulen y mucho dinero, así de particulares como del tesoro público y común que guardan en los templos, y sin lo que tienen en sus tierras, pueden armar algunos bárbaros que les son tributarios. »En lo que más nos aventajan es en la mucha gente de a caballo que tienen, y en la gran cantidad de trigo en sus propias tierras, sin que tengan necesidad de irlo a buscar a otra parte, siendo, pues, necesario para ir contra tan gran poder, enviar no solamente gruesa armada, sino también muchos soldados, si queremos hacer buena resistencia a los suyos de a caballo, que se opondrán a que tomemos tierra. »Además, si las ciudades por temor a nuestra armada hacen alianza unas con otras, y se juntan contra nosotros, no teniendo otro socorro en aquellas partes sino el de los egesteos, no veo cómo podamos resistir a su gente de a caballo, y sería gran vergüenza que los nuestros fuesen obligados a retirarse por las fuerzas de los enemigos, o comenzar esta empresa tan livianamente que, al llegar, tuviéramos que pedir ayuda para rehacer y fortificar nuestro ejército, siendo mucho mejor que desde luego fuésemos bien apercibidos, con buen ejército y todas las otras cosas necesarias que en tal caso se requiere, pensando que vamos a tierras muy lejos de las nuestras, donde nos será preciso hacer la guerra, no en igualdad de condiciones ni en ventaja nuestra, y también que no hemos de pasar por tierras de amigos o súbditos ni de otras gentes a quien antes hayamos socorrido y de las cuales podamos esperar ayuda, o provisiones de vituallas, ni de otras cosas necesarias como se encuentran en tierra de amigos, sino que pasaremos siempre por tierras y señoríos extraños, y que con gran trabajo en los cuatro meses de invierno podremos recibir nuevas de los nuestros ni ellos de nosotros. Esta es la razón en que me fundo para deciros que debemos enviar buen número de gente de guerra, así de la nuestra como de la de nuestros súbditos y aliados, y también de los peloponesios si podemos haber algunos por amistad o por sueldo, igualmente muchos flecheros y tiradores de honda para poder resistir a su gente de a caballo, y no pocos barcos de carga para llevar vituallas y otras cosas necesarias. Asimismo gran cantidad de trigo y harina, y muchos molineros y panaderos que puedan siempre moler y hacer pan, para que hallándose en partes donde no sea posible navegar, tenga el ejército lo necesario para mantenerse, porque yendo tan gran multitud de gente no será bastante una ciudad sola para poderla recibir y sustentar. »Conviene, pues, que vayan provistos de todas las cosas necesarias lo más y mejor que sea posible, sin confiarse en los extraños, y, sobre todo, de dinero, porque lo que los egesteos dicen de que nos tienen allá reservada gran cantidad, creed que es promesa y no obra. Si partimos de aquí sin ir bien apercibidos de gente y vituallas, y de todas las otras cosas necesarias, atendiendo a lo que nos prometen los egesteos, apenas seremos poderosos para defenderles y vencer a los otros. »Dispongámonos para ir a esta jornada como si quisiésemos fundar y poblar una nueva ciudad en tierra extraña y de enemigos, y ordenar las cosas de modo que desde el primer día que entremos en Sicilia procuremos ser señores de ella, porque si faltamos en esto, no cabe duda de que tendremos a todos los de la isla por enemigos. »Conociendo esto por las sospechas que tengo, me parece que debemos consultar bien primero y procurar siempre conservarnos en nuestra felicidad y prosperidad, aunque es muy difícil, siendo como somos, hombres sujetos a las cosas mundanas, y por eso querría partir para esta empresa, de tal suerte, que confiase de la fortuna lo menos posible, y estar tan bien provisto de todo lo necesario, que no fuese menester aventurar nada. Esto es lo que me parece más seguro y saludable para la ciudad y para nosotros los que debemos ir como capitanes de la armada, y si alguno ve o entiende otra cosa mejor, le entrego desde luego mi cargo.» VI. Los atenienses, por consejo y persuasión de Alcibíades, determinan la expedición a Sicilia. Dispuesta la armada, sale del puerto del Pireo. De la manera arriba dicha habló Nicias con propósito de apartar los atenienses de aquella empresa poniéndoles delante las dificultades que ofrecía o ir más seguro si le obligaban a partir con la expedición. Pero ningún argumento les hizo desistir del propósito que tenían y las dudas les excitaron más que antes, de suerte que a Nicias le ocurrió lo contrario de lo que pensaba, porque a todos les parecía que daba muy buen consejo, y que haciéndose lo que él decía, la cosa iría muy segura, por la cual todos tenían más codicia de ir a esta jornada que antes: los viejos porque pensaban que ganarían a Sicilia, o a lo menos que yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir en daño ni peligro ninguno: los mancebos porque deseaban ver tierras extrañas seguros de que regresarían salvos a la suya, y finalmente el pueblo y los soldados por el deseo de sueldo que esperaban ganar en aquella empresa, entendiendo que, después de conquistada Sicilia, se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento que había de proporcionar al estado y señorío de los atenienses. Si alguno había de contrario parecer, viendo la inclinación de todos los de la ciudad a esta empresa, no osaba contrariarla, sino que lo callaba, temiendo ser tenido y juzgado por mal consejero. Finalmente, al cabo salió uno de los de la junta que dijo a Nicias, en voz tan alta que todos la oyesen, que ya no era menester más discursos sobre ello ni buscar rodeos, sino que delante de todos declarase si tan grande armada le parecía bastante y necesaria para aquella empresa. A esto respondió Nicias que lo consultaría despacio con los otros capitanes sus compañeros, mas que le parecía no eran menester menos de cien trirremes de los atenienses para llevar la gente de guerra, y algunos otros de sus aliados, todos los cuales a lo menos transportasen cinco mil hombres de pelea y más si ser pudiese, además buen número de flecheros y honderos, así de los naturales como de los de Creta, y juntamente con esto todas las otras provisiones necesarias para una tan gran armada. Oído esto por los atenienses, al momento, por decreto unánime, dieron pleno poder y autoridad a los capitanes nombrados para proveer todas las cosas necesarias, así en lo que tocaba al número de gente que había de ir, como en todas las otras, según viesen que mejor convenía al bien de la ciudad. Después de este decreto se dedicaron con toda diligencia a hacer los aprestos necesarios en la ciudad para la armada; y avisaron a sus aliados y confederados para que hiciesen lo mismo por su parte, porque ya la ciudad se había podido rehacer de los trabajos pasados, así de la epidemia, como de las guerras continuas que habían tenido, y estaba muy crecida y aumentada, así de moradores como de dinero y riquezas, a causa de las treguas. Por esto se pudo más pronto y fácilmente poner en ejecución esta empresa. Pero estando los atenienses ocupados en disponer las cosas necesarias para esta empresa, todos los hermas y estatuas de piedra de Mercurio que estaban en la ciudad, así en las entradas de los templos como a las puertas de las casas y edificios suntuosos, que eran infinitas, se hallaron una noche quebradas y destrozadas, sin que se pudiese jamás saber ni haber indicio de quién había sido el autor de ello, aunque ofrecieron grandes premios a quien lo descubriese. También mandaron públicamente que si había alguna persona que supiese o tuviese noticia de algún crimen impío o pecado abominable cometido contra el culto o religión de los dioses, que lo revelase sin temor alguno, fuese ciudadano o extranjero, siervo o libre, de cualquier estado o condición, porque hacían gran caso de esto, pareciéndoles un mal agüero para la jornada, y pronóstico de alguna conjuración para tramar nuevas cosas, y trastornar el estado y gobernación de la ciudad; y aunque por entonces no se podía saber nada de aquel hecho, algunos advenedizos y otros sirvientes denunciaron que antes habían sido tres estatuas de otros dioses destrozadas por algunos jóvenes de la ciudad, haciéndolo por necedad y embriaguez. También denunciaron que en algunas casas particulares no se hacían los sacrificios como debían hacerse, de lo cual acriminaban en cierto modo a Alcibíades, y de buena gana prestaban oído a esto los que le tenían odio o envidia, porque les parecía que era impedimento para que ejerciese todo el mando y autoridad que tenía en el pueblo, y que si le podían privar de él, ellos solos serían señores: a este fin agravaban más la cosa, y sembraban rumores por la ciudad de que estas faltas que se hacían en los sacrificios, y el romper y despedazar las imágenes significaba la destrucción de la república, dirigiendo la acusación contra Alcibíades por muchos indicios que había de su manera de vivir desordenada y del favor que tenía en el pueblo, de donde inferían que esto no podía ser hecho sin su conocimiento y consentimiento. Él lo negaba, ofreciendo estar a derecho y pagar lo juzgado, antes de su partida, si se le probaba la culpa; pero si resultaba inocente, quería ser absuelto y dado por libre antes de ir en aquella jornada, diciendo que no era justo hacer información, ni proceder contra él en su ausencia, sino que inmediatamente le condenasen a muerte si lo había merecido; y asegurando que no era de hombres cuerdos y sabios enviar un hombre fuera con gran ejército y con tanto poder y autoridad, acusado de un crimen, sin que primero terminase la causa; mas sus enemigos y contrarios, temiendo que, si la cosa se trataba antes de su partida, todos aquellos que habían de ir con él le serían favorables, y que el pueblo se ablandase, porque por sus gestiones los argivos y algunos de los mantineos se habían unido a los atenienses para ayudarles en aquella empresa, lo repugnaban diciendo que debían diferir la acusación hasta la vuelta de la armada, pensando que durante su ausencia podrían maquinar nuevas tramas contra él, y para ello procuraban que los embajadores, con mayores instancias, pidiesen la salida de la expedición. Determinaron, pues, que partiese Alcibíades. A mediados del verano toda la armada estuvo dispuesta para ir a Sicilia con otros muchos barcos mercantes, así de los suyos como de sus aliados, para llevar vituallas y otros bastimentos de guerra, a los cuales mandaron con anticipación que se hallasen listos en el puerto de Corcira, para que todos juntos pasasen en mar Jonio hasta el cabo de Yapigia. Los atenienses y sus aliados, reunidos en Atenas en un día señalado, llegaron al puerto del Pireo al salir el alba para embarcarse, y con ellos salió la mayor parte de los de la ciudad, así de los vecinos como de los extranjeros, para acompañar unos a sus hijos y otros a sus padres y parientes y amigos, llenos de esperanza y de dolor; de esperanza porque creían que aquella jornada les sería útil y provechosa, y de dolor porque pensaban no ver pronto a los que partían para tan largo viaje, y también porque, partiendo, dejaban a los que quedaban en muchos peligros, exponiéndose ellos a otros mayores, en cuyos peligros pensaban entonces mucho más que antes, cuando determinaron la empresa, aunque por otra parte tenían gran confianza viendo una armada tan gruesa y tan bien provista, que todo el pueblo, grandes y pequeños, aunque no tuviesen en ella parientes ni amigos, y todos los extranjeros salían a verla, porque era digna de ser vista, y mayor de lo que se pudiera pensar. A la verdad, para una armada de una ciudad sola era la más costosa y bien aprestada que hasta entonces se hubiese visto, porque aunque la que llevó antes Pericles a Epidauro y la que condujo Hagnón a Potidea fuesen tan grandes, así en número de naves como de gentes de guerra, pues iban en ellas cuatro mil infantes y trescientos caballos, todos atenienses, cien trirremes suyos, y cincuenta de los de Lesbos y de los de Quíos, sin otros muchos compañeros y aliados; no estaban tan bien aprestadas en gran parte como esta, porque el viaje no era tan largo; y porque habiendo de durar la guerra más tiempo en Sicilia, la habían abastecido mejor, así de gente de guerra como de todas las otras cosas necesarias. Cada cual activaba sus tareas y mostraba su industria, así la ciudad en común como los patrones y capitanes de las naves, porque la ciudad pagaba de sueldo un dracma por día a cada marinero, de los que había gran número en tantos trirremes, que eran cuarenta largos para llevar la gente de guerra, y sesenta ligeros, y además del sueldo que pagaba el común, los patrones y capitanes daban otra paga de su propia bolsa a los que traían remos más largos y a los otros ministros y pilotos. Por otra parte, el aparato, así de las armas como de los trirremes y otros atavíos, era mucho más suntuoso que había sido en las otras armadas, porque cada patrón y capitán, para tan largo camino, trabajaba a fin de que su nave fuese la mejor y más ligera y la más aparejada de todas. También los soldados escogidos para esta empresa procuraban aprestarse a porfía así de armas como de otros atavíos necesarios, por la codicia que tenían de gloria y honra, y el deseo de cada uno de ser preferido a los otros en la ordenanza. De manera que parecía que esta armada se organizaba más para una ostentación del poder y fuerzas de los atenienses en comparación de los otros griegos, que para combatir contra los enemigos allá donde iban. Porque a la verdad, el que quisiese hacer bien la cuenta de los gastos que hicieron en esta armada, así de parte de la ciudad en común como de los capitanes y soldados en particular, la primera en los aprestos, los particulares en sus armas y arreos de guerra, y los capitanes cada uno en su nave, y de las provisiones que cada cual hacía para tan largo tiempo, además del sueldo y de la gran cantidad de mercaderías que llevaban, así los soldados para su provecho como otros muchos mercaderes que les seguían para ganar, hallaría que aquella armada costó el valor de infinitos talentos de oro. Pero en mayor admiración puso a aquellos contra quien iban, así por su suntuosidad en todas las cosas como por el atrevimiento y osadía de los que lo habían emprendido, que parecía cosa extraña y maravillosa a una sola ciudad tomar a su cargo empresa que juzgaban exceder a sus fuerzas y poder, mayormente tan lejos de su tierra. Embarcada la gente y desplegadas las velas de los trirremes, ordenaron silencio a voz de trompeta e hicieron sus votos y plegarias a los dioses, según costumbre, no cada nave aparte, sino todas a la vez, por su trompeta o pregonero. Después bebieron en copas de oro y plata, así los capitanes como los soldados y marineros. Los mismos votos y plegarias hacían los que quedaban en tierra por toda la armada en general, y en particular por sus parientes y amigos. Cuando acabaron sus músicas y canciones en loor de los dioses, y hecho todos sus sacrificios, alzaron velas y partieron, al principio todos juntos en hilera figurada como cuerno, después se apartaron navegando cada trirreme según su ligereza y la fuerza del viento. Primero tomaron puerto en Egina, y de allí partieron derechamente a Corcira, donde las otras naves les esperaban. VII. Diversas opiniones que había entre los siracusanos acerca de la armada de los atenienses. -- Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el Senado de Siracusa, y determinación que fue tomada. Entretanto los siracusanos, aunque por varios conductos tuviesen nuevas de la armada de los atenienses que iba contra ellos, no lo podían creer, y en muchas asambleas que se hicieron en la ciudad para tratar de esto fueron dichas muchas y diversas razones, así de aquellos que creían en la empresa como de los que eran de contrario parecer, entre los cuales Hermócrates, hijo de Hermón, teniendo por cierto que la expedición iba contra ellos, salió delante de todos y habló de esta manera: «Por ventura os parecerá cosa increíble lo que ahora os quiero decir de la armada de los atenienses, como también os ha parecido lo que otros muchos nos han dicho de ella, y bien sé que aquellos que os traían mensaje de cosas que no parecen dignas de fe, además de no creerles nada de lo que dicen, son tenidos por necios y locos, mas no por temor de esto, y atendiendo a lo que toca al bien de la república, y por el daño y peligro que le podría venir, dejaré de decir aquello que yo pienso más ciertamente que otro, y es que los atenienses, a pesar de que vosotros os maravilláis en tanta manera y no lo podéis creer, vienen derechamente contra nosotros con numerosa armada y gran poder de gente de guerra, con pretexto de dar ayuda y socorro a los egesteos y a sus aliados, y restituir a los leontinos desterrados en sus tierras y casas: mas a la verdad, es por codicia de ganar a Sicilia, y principalmente esta nuestra ciudad, pareciéndoles que si una vez son señores de ella, fácilmente podrán sujetar todas las otras ciudades de la isla. »Conviene, pues, consultar pronto cómo nos defenderemos resistiendo lo mejor que nos sea posible con la gente de guerra que tenemos al presente al gran poder que traen con su armada, la cual no tardará mucho tiempo en llegar; y no descuidéis esta cosa, ni la tengáis en poco, por no quererla creer, ni por esta vía os dejéis sorprender de vuestros enemigos desprovistos y desapercibidos. »Pero si alguno hay entre vosotros que no tiene esta cosa por increíble y sí por verdadera, no debe por eso temer la osadía y atrevimiento de los atenienses, ni del poder que traerán, puesto que tan expuestos se hallan a recibir mal y daño de nosotros como nosotros de ellos, si nos apercibimos con tiempo. Y que vengan con tan gran armada y tanto número de gente no es peor para nosotros, antes será más nuestro provecho, y de todos los otros sicilianos, los cuales, sabiendo que los atenienses vienen tan poderosos, mejor se pondrán de nuestra parte que de la suya. »Además será gran gloria y honra nuestra haber vencido una tan gran armada como esta, si lo podemos conseguir, o a lo menos estorbar su empresa, de lo cual yo no tengo duda, y me parece que con razón debemos esperar alcanzar lo uno y lo otro, porque pocas veces ha ocurrido que una armada, sea de griegos o de bárbaros, haya salido lejos de su tierra y alcanzado buen éxito. »El número de gente que traen no es mayor del que nosotros podemos allegar de nuestra ciudad, y de los que moran en la tierra; los cuales por el temor que tendrán a los enemigos, acudirán a guarecerse dentro de ella de todas partes; y si por ventura los que vienen a acometer a otros por falta de provisiones, o de otras cosas necesarias para la guerra, se ven obligados a volverse como vinieron sin hacer lo que pretendían, aunque esto suceda antes por su yerro que por falta de valentía, siempre la gloria y honra de este hecho será de los que fueron acometidos. Y así debe ser, porque los mismos atenienses de quien hablamos al presente, ganaron tanta honra contra los medos que, viniendo contra ellos, las más veces llevaban lo peor, más bien por su mala fortuna que por esfuerzo y valentía de los atenienses. Con razón, pues, debemos esperar que nos pueda ocurrir lo mismo. »Por tanto, varones siracusanos, teniendo firme esperanza de esto, preparémonos a toda prisa, y proveamos todas las cosas necesarias para ello. Además enviemos embajadores a todas las otras ciudades de Sicilia para confirmar y mantener en amistad a nuestros aliados y confederados, y hacer nuevas amistades con los que no las tenemos. »No solamente debemos enviar mensajeros a los sicilianos naturales, sino también a los extranjeros que moran en Sicilia, mostrándoles que el peligro es tan común a ellos como a nosotros. »Lo mismo debemos hacer respecto a Italia, para demandar a los de la tierra que nos den ayuda y socorro, o a lo menos que no reciban en su tierra a los atenienses, y no solamente a Italia, sino también a Cartago, que temiendo siempre un ataque de los atenienses, fácilmente les podremos persuadir de que si estos nos conquistan podrán más seguramente ir contra ellos. Y considerando el trabajo y peligro que les podría sobrevenir si se descuidan, es de creer que nos querrán dar ayuda pública o secreta de cualquier manera que sea, lo cual podrán hacer, si quieren, mejor que ninguna nación del mundo, porque tienen mucho oro y plata, que es lo más importante y necesario para todas las cosas, y más para la guerra. »Además, debemos mandar embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que nos envíen socorro aquí, y muevan la guerra a los atenienses por aquellas partes. »Réstame por decir una cosa que me parece la más conveniente, aunque por vuestro descuido no habéis querido parar mientes en ella, y es, que debemos requerir a todos los sicilianos si quisiereis, o a lo menos a la mayor parte de ellos, a fin de que vengan con todos sus barcos, abastecidos de vituallas para dos meses, a juntarse con nosotros para salir al encuentro de los atenienses en Tarento, o en el cabo de Yapigia, y mostrarles por obra primero que no solo han de contender con nosotros sobre Sicilia, sino que tienen que pelear para atravesar el mar de Jonia, y haciendo esto, les pondremos en gran cuidado, mayormente saliendo nosotros de la tierra de nuestros aliados al encuentro de ellos para defender la nuestra, pues los de Tarento nos recibirán en su tierra como amigos, mientras que a los atenienses les será muy difícil, habiendo de cruzar tanta mar con tan grande armada, ir siempre en orden, y por esta causa les podremos acometer con ventaja, yendo nosotros en orden por tener menos trecho de mar que pasar. Seguramente unas de sus naves no podrán seguir a las otras, y si quieren descargar las que estén más cargadas para reunirlas más pronto con las otras, al verse acometidas, convendrá que lo hagan a fuerza de remos, con lo cual los marineros trabajarán demasiado, y quedarán más cansados, y por consiguiente malparados para defenderse si les queremos acometer. Si no os pareciere bien de hacerlo así, nos podremos retirar a Tarento. »Por otra parte, si vienen con pequeña provisión de vituallas como para dar solo una batalla naval, esperando conquistar y ocupar inmediatamente después la tierra, tendrán gran necesidad de víveres cuando se hallaren en costas desiertas: si quieren parar allí, les sitiará el hambre, y si procuran pasar adelante, veranse forzados a dejar una gran parte de los aprestos de su armada, y no estando seguros de que les reciban bien en las otras ciudades, les dominará el desaliento. »Por estas razones tengo por averiguado que si les salimos al encuentro, de manera que vean que no pueden saltar en tierra, como pensaban, no partirán de Corcira, sino que mientras consultan allí sobre el número de la gente y naves que tenemos, y en qué lugar estamos, llegará el invierno, que estorbará e impedirá su paso, o sabiendo que nuestros aprestos son mayores que ellos pensaban, dejarán su empresa, con tanta más razón, cuanto que según he oído, el principal de sus capitanes, y más experimentado en las cosas de guerra, viene contra su voluntad, y por ello de buena gana tomará cualquier pretexto para volverse, si por nuestra parte hacemos alguna buena muestra de nuestras fuerzas. La noticia de lo que podremos hacer, será mayor que la cosa, porque en tales casos los hombres fundan su parecer en la fama y rumor, y cuando el que piensa ser acometido sale delante al que le quiere acometer, le infunde más temor que si solamente se prepara a la defensa; porque entonces el acometedor se ve en peligro, y piensa cómo defenderse, cuando antes solo imaginaba cómo acometer, lo cual sin duda sucedería ahora a los ateniense cuando nos vieren venir contra ellos, donde ellos pensaban venir contra nosotros sin hallar resistencia alguna, lo cual no es de maravillar que lo creyesen, pues mientras estuvimos aliados con los lacedemonios, nunca les movimos guerra, mas si ahora ven nuestra osadía, y que nos atrevemos a lo que ellos no esperaban, les asustará ver cosa tan nueva, muy contraria a su opinión, y el poder y fuerzas que tenemos de veras. »Por tanto, varones siracusanos, os ruego me deis crédito en esto, y cobréis ánimo y osadía que es lo mejor que podéis hacer, y si no queréis hacer esto, a lo menos apercibiros de todas las cosas necesarias para la guerra, y parad mientes, que obrando así, estimaréis en menos a los enemigos que vienen a acometeros. Esto no se puede demostrar sino poniéndolo por obra y preparándoos contra ellos, de tal suerte, que estéis seguros. No olvidéis que lo mejor que un hombre puede hacer es prever el peligro antes que venga, como si lo tuviese delante, pues a la verdad, los enemigos vienen con muy gruesa armada, y ya casi están desembarcados y como a la vista.» Cuando Hermócrates acabó su discurso, todos los siracusanos tuvieron gran debate, porque unos afirmaban que era verdad que los atenienses venían como decía Hermócrates, y otros decían que aunque viniesen, no podían hacer daño alguno sin recibirlo mayor; algunos menospreciaban la cosa, tomándolo a burla y se reían de ella, siendo muy pocos los que daban crédito a lo que Hermócrates aseguraba, y temían lo venidero. Entonces Atenágoras, que era uno de los principales del pueblo, que mejor sabía persuadir al vulgo, se puso en pie, y habló de esta manera: VIII. Discurso de Atenágoras a los siracusanos. «Si alguno hay que no diga que los atenienses son locos o insensatos, si vinieren a acometernos en nuestra tierra, o que si vienen, no vendrán a meterse en nuestras manos, este tal es bien medroso, y no tiene amor ni quiere el bien de la república. No me maravillo tanto de la osadía y temeridad de los que siembran estos rumores para poner espanto en nuestro ánimo como de su locura y necedad si piensan que no ha de saberse y ser manifiesto quienes son. »La costumbre de aquellos que temen y recelan en particular, es procurar poner miedo a toda la ciudad para encubrir y ocultar su miedo particular so color del común temor. Por donde yo entiendo que estos rumores que corren de la venida de la armada de los atenienses no han nacido espontáneamente, sino que los hacen correr con malicia los acostumbrados a promover semejantes cosas. »Si me queréis creer y usar de buen consejo, no hagáis caso alguno de ellos, sino antes considerad la condición y calidad de aquellos de quien se dice que son hombres sabios y experimentados, como a la verdad yo estimo que lo son los atenienses. Reconociéndolos por tales, no me parece verosímil que aun no estando ellos del todo libres de la guerra que tienen con los peloponesios, quieran abandonar su tierra y venir a comenzar aquí una nueva guerra, que no será menor que la otra, antes pienso que se tendrán por dichosos si no vamos nosotros a acometerles en su tierra, habiendo en esta isla tantas ciudades y tan poderosas, que si vinieren, como se dice, han de pensar que la isla de Sicilia es más poderosa para combatirles y vencerles que todo el Peloponeso junto, pues esta isla está abastecida mejor y provista de todas las cosas necesarias para la guerra, y principalmente esta nuestra ciudad que solo ella es más poderosa que toda la armada que dicen viene contra nosotros, aunque fuese mucho mayor, pues no pueden traer gente de a caballo, ni menos la podrán hallar por acá, sino por acaso algunos pocos que les podrían dar los egesteos, y de gente de a pie no pueden venir en tan gran número como nosotros tenemos, pues los han de traer por mar, y es cosa difícil que el gran número de naves necesarias para traer vituallas y otras cosas indispensables en un ejército tan grande como se requiere para conquistar una ciudad de tanto poder cual es la nuestra, pueda venir en salvo y segura hasta aquí. »También me parece poco verosímil que, aunque los atenienses tuviesen alguna villa o ciudad que fuese su colonia tan poblada de gente como esta nuestra ciudad en algún lugar aquí cerca, y que desde esta quisiesen venir a acometernos, puedan volver sin pérdida y daño, por lo tanto con más razón se debe esperar viniendo de tan lejos contra toda Sicilia, la cual, tengo por cierto, que se declarará por completo contra ellos, porque los atenienses por fuerza han de asentar su campo en algún lugar de la costa para la seguridad de su armada, que tendrán siempre a la vista sin atreverse a entrar en el interior de la tierra por temor a la caballería, cuanto más que apenas podrán tomar tierra, porque tengo por mucho mejores hombres de guerra a los nuestros que a los suyos, y sabido esto, aseguro que los atenienses, antes pensarán en guardar su tierra, que en venir a ganar la nuestra. »Pero hay algunos hombres en esta ciudad que van diciendo cosas que ni son ni podrán ser jamás, y no es esta la primera vez que les contradigo, sino que otras muchas he hallado que esparcen estas noticias y otras peores para poner temor al vulgo crédulo, y por esta vía tomar y usurpar el mando de la ciudad. En gran manera temo que haciendo esto a menudo salgan alguna vez con su intención, y que seamos tan cobardes, y para poco, que nos dejemos oprimir por ellos antes de poner remedio, pues sabiendo y conociendo su mala intención no les castigamos. »Tal es la causa en mi entender de que nuestra ciudad esté muchas veces desasosegada con bandos y sediciones que provocan guerras civiles, con las cuales ha sido más veces trabajada que por guerras de extranjeros, y aun algunas veces sujetada por algunos tiranos de la misma isla. »Mas si vosotros me queréis seguir yo trabajaré en remediarlo de suerte que en nuestros tiempos no tengamos por qué temer esto entre nosotros, y os probaré con evidentes razones que se consigue castigando a los que inventan y traman estas cosas, y no solamente a los que fueren convencidos del crimen (porque sería muy difícil averiguar esto), sino también a los que otras veces han intentado lo mismo, aunque sin lograrlo. Porque todos aquellos que quieren estar seguros de sus enemigos no solo deben parar mientes en lo que estos hacen para defenderse de ellos, sino también presumir lo que intentan hacer en adelante, porque si no cuidan de esto, podría ser que fuesen los primeros en recibir mal y daño. »A mi parecer, no podremos apartar de su mala voluntad a esta gente que procura reducir el estado y gobierno común de esta ciudad al número y mando de pocos hombres principales y poderosos, si no fuere procurando descubrir sus intenciones y guardarse de ellos, por las razones y conjeturas que existen de sus intentos. »Y a la verdad, muchas veces he pensado que lo que pretendéis los mancebos de tener desde ahora cargos y mandos, no es justo ni razonable según nuestras leyes, las cuales fueron hechas para impedirlo, no por haceros injuria, sino solamente por la falta de experiencia en vuestra edad. Los podréis tener cuando fuereis de edad cumplida, como los otros ciudadanos, siendo lo justo y razonable que hombres de una misma ciudad y de un mismo estado, tengan igual derecho a las honras y preeminencias. »Dirán por ventura algunos que este estado y mando común del pueblo, no puede ser nunca equitativo, y que los más ricos y poderosos son siempre los más hábiles y suficientes para gobernar la república, a los cuales respondo en cuanto a lo primero, que el nombre de gobierno popular se entiende tan solo para una parte de él, y respecto a lo segundo, que para la guarda del dinero del común, los ricos son más idóneos, mas para dar muy buen consejo, los más cuerdos y sabios, y los que mejor entienden son los mejores. Cuando el pueblo reunido oye los pareceres de todos, juzgan mucho mejor; y en el repartimiento de las cosas, así en particular como en común, el estado popular lo hace equitativamente, pero si lo han de hacer pocos y poderosos, reparten los daños y perjuicios a los más, y de los provechos dan muy poca parte a los otros, antes los toman todos para sí. »Esto es lo que desean en el día de hoy los más ricos y poderosos, y principalmente los mancebos, que son muy numerosos en una tan gran ciudad; y los que esto desean están fuera de juicio si no entienden que quieren el mal de la ciudad, o por mejor decir, son los más ignorantes de todos los griegos que yo he conocido; y si lo entienden, son los más injustos al desearlo. »Si lo comprendéis así por mis razones, o lo sabéis por vosotros mismos, debéis procurar igualmente en lo que toca al bien y pro común de la ciudad; considerando que aquellos de entre vosotros que son los más ricos y poderosos, tienen más obligación al bien común que lo restante del pueblo; y que si queréis procurar lo contrario, os ponéis en peligro de perderlo todo; por lo cual debéis desechar y apartar de vosotros estos noveleros y acarreadores de noticias y mentiras, como hombres conocidos por tales de antes, y no permitir que hagan su provecho con estas sus invenciones, porque aunque los atenienses viniesen, esta ciudad es bastante poderosa para resistirles y también tenemos gobernadores y caudillos que sabrán muy bien proveer lo necesario para ello. »Si la cosa no es verdad, como yo pienso, vuestra ciudad atemorizada por tales fingidas nuevas, no nos pondrá en sujeción de personas que con esta ocasión procuran ser vuestros capitanes y caudillos, antes sabiendo por sí misma la verdad, juzgará las palabras de estos iguales a sus obras, de manera que no pierda la libertad presente, sino que por temor de los rumores que corren, antes procurará guardarla y conservarla con buenas y ordenadas precauciones para las cosas venideras.» De esta manera habló Atenágoras, y tras él otros muchos quisieron razonar, mas se levantó uno de los gobernadores principales de la ciudad y no permitió a ninguno que hablase, expresándose él en los siguientes términos: «No me parece que es cordura usar tales palabras calumniosas unos contra otros, ni son para que se deban decir ni menos para ser oídas, sino antes parar mientes en las nuevas que corren para que cada cual así en común como en particular, y toda la ciudad se prepare a resistir a los que vienen contra nosotros, y si no fuese verdad su venida ni menester preparativos de defensa, ningún daño recibirá la ciudad por estar apercibida de caballos y armas, y todas las otras cosas necesarias para la guerra. En lo que a nosotros toca, y a nuestro cargo haremos todo lo posible con gran diligencia para proveerlo así, espiando a los enemigos, enviando avisos a las otras ciudades de Sicilia, y haciendo todo lo que nos pareciere conveniente y necesario en este caso como ya lo hemos comenzado a hacer. En lo demás que se nos ofreciere os avisaremos.» Con esta conclusión se disolvió la asamblea. IX. Parte de Corcira la armada de los atenienses y es mal recibida así en Italia como en Sicilia. Cuando el gobernador pronunció este discurso a los siracusanos, partieron todos del Senado. Entretanto los atenienses y sus aliados estaban ya reunidos en Corcira. Antes de salir de allí los capitanes de la armada mandaron pasar revista a su gente para ordenar cómo podrían navegar por la mar, y después de saltar en tierra, cómo distribuirían su ejército. Para ello dividieron toda la armada en tres partes, de las cuales los tres capitanes tomaron el mando según les cupo por suerte. Hicieron esto temiendo que si iban todos juntos no podrían hallar puerto bastante para acogerlos, y también porque no les faltase el agua y las otras vituallas, y porque estando el ejército así repartido, sería más fácil llevarle y gobernarle teniendo cada compañía su caudillo. Enviaron después tres naves por delante a Italia y a Sicilia, una de cada división para reconocer las ciudades y saber si los querían recibir como amigos. Mandaron a estas naves que les trajesen la respuesta diciéndoles el camino que habían ordenado seguir. Así hecho, los atenienses, con gran aparato de fuerza, hicieron rumbo desde Corcira, y tomaron el camino directamente a Sicilia con su armada, que tenía por junto ciento veinticuatro barcos de a tres hileras de remos, y dos de Rodas de a dos. Entre las de tres había ciento de Atenas, de las cuales sesenta iban a la ligera, y las otras llevaban la gente de guerra; lo restante de la armada lo habían provisto los de Quíos y otros aliados de los atenienses. La gente de guerra que iba en esta armada sería, en suma, cinco mil y cien infantes, de los cuales mil y quinientos eran atenienses, que tenían setecientos criados para el servicio; de los otros, así aliados como súbditos, y principalmente de los argivos, había quinientos, y de los mantineos y otros reclutados a sueldo, había doscientos cincuenta tiradores; flecheros, cuatrocientos ochenta; de los cuales cuatrocientos eran de Rodas y ochenta de Creta; setecientos honderos de Rodas; cien soldados de Mégara desterrados, armados a la ligera, y treinta de a caballo en una hipagoga, que es nave para llevar caballos, tal fue la armada de los atenienses al principio de aquella guerra. Además de estas había otras treinta naves gruesas de porte, que llevaban vituallas y otras provisiones necesarias, y panaderos, y herreros, y carpinteros, y otros oficiales mecánicos con sus herramientas e instrumentos necesarios para hacer y labrar muros. También iban otros cien barcos que necesariamente habían de acompañar a las naves gruesas, y otros muchos buques de todas clases que por su voluntad seguían a la armada para tratar y negociar con sus mercaderías en el campamento. Toda esta armada se reunió junto a Corcira, y toda junta pasó el golfo del mar de Jonia, pero después se dividió; una parte de ella aportó al cabo o promontorio de Yapigia, otra a Tarento, y las otras a diversos lugares de Italia, donde mejor pudieron desembarcar. Mas ninguna ciudad hallaron que los quisiese recibir, ni para tratar ni de otra manera, sino que solamente les permitieron que saltaran a tierra para tomar agua, víveres frescos y otras provisiones necesarias; excepto los tarentinos y locros, que por ninguna vía les permitieron poner los pies en su tierra. De esta manera pasaron navegando por la mar sin parar hasta llegar al promontorio y cabo de Regio, que está al fin de Italia, y aquí porque les fue negada la entrada de la ciudad, se reunieron todos y se alojaron fuera de la ciudad, junto al templo de Diana, donde los de la ciudad les enviaron vituallas y otras cosas necesarias por su dinero. Allí metieron su naves en el puerto y descansaron algunos días. Entretanto tuvieron negociaciones con los de Regio, rogándoles que ayudaran a los leontinos, puesto que también eran calcídeos de nación como ellos; mas los de Regio les respondieron resueltamente que no se querían entrometer en la guerra de los sicilianos, ni estar con los unos ni con los otros, sino que en todo y por todo harían como los otros italianos. No obstante esta respuesta, los atenienses, por el deseo que tenían de realizar su empresa de Sicilia, esperaban los trirremes que habían enviado a Egesta para saber cómo estaban las cosas de la tierra, principalmente en lo que tocaba al dinero de que los embajadores de los egesteos se habían alabado en Atenas que hallarían en su ciudad, lo cual no resultó cierto. Durante este tiempo los siracusanos tuvieron noticias seguras de muchas partes, y principalmente por los barcos que habían enviado por espías, de cómo la armada de los atenienses había arribado a Regio. Entonces lo creyeron de veras, y con la mayor diligencia que pudieron prepararon todo lo necesario para su defensa, enviando a los pueblos de Sicilia a unos embajadores, y a otros gente de guarnición para defenderse, mandando reunir en el puerto de su ciudad todos los buques que pudieron para la defensa de ella, haciendo recuento de su gente y de las armas y vituallas que había en la ciudad, y disponiendo, en efecto, todas las otras cosas necesarias para la guerra, ni más ni menos que si ya estuviera comenzada. Los trirremes que los atenienses habían enviado a Egesta volvieron estando estos en Regio, y les dieron por respuesta que en la ciudad de Egesta no había tanto dinero como prometieron, y lo que había podía montar hasta la suma de treinta talentos solamente, cosa que alarmó a los capitanes atenienses y perdieron mucho ánimo viendo que al llegar les faltaba lo principal en que fundaban su empresa, y que los de Regio rehusaban tomar parte en la guerra con ellos, siendo el primer puerto donde habían tocado, y a quien ellos esperaban ganar más pronto la voluntad por ser parientes y deudos de los leontinos y de una misma nación, como también porque siempre habían sido aficionados al partido de los atenienses. Todo esto confirmó la opinión de Nicias, porque siempre creyó y defendió que los egesteos habían de engañar a los atenienses; mas los otros dos capitanes, sus compañeros, se vieron burlados por la astucia y cautela de que usaron los egesteos, cuando los primeros embajadores de los atenienses fueron enviados a ellos para saber el tesoro que tenían, pues al entrar en su ciudad los llevaron directamente al templo de Venus, que está en el lugar de Erice, y allí les mostraron las lámparas, incensarios y otros vasos sagrados que había en él, y los presentes y otros muy ricos dones de gran valor, y porque todos eran de plata, daban muestra y señal que había gran suma de dinero en aquella ciudad, pues siendo tan pequeña había tanto en aquel templo. Además, en todas las casas donde los atenienses que habían ido en aquella embajada y en las naves fueron aposentados, sus huéspedes les mostraban gran copia de vasos de oro y de plata, así del servicio como del aparador, los cuales, en su mayor parte, habían traído prestados de sus amigos, tanto de los de la tierra como de los fenicios y griegos, fingiendo que todos eran suyos, y esta su magnificencia y manera de vivir suntuosamente. Al ver los atenienses tan ricas vajillas en las casas, y estas igualmente provistas, fue grande su admiración, y al volver a Atenas, refirieron a los suyos haber visto tanta cantidad de oro y plata que era espanto. De este modo los atenienses fueron engañados; mas después que la gente de guerra que estaba en Regio conoció la verdad en contrario por los mensajeros que había enviado, enojose grandemente contra los capitanes, y estos tuvieron consejo sobre ello, expresando Nicias la siguiente opinión. Dijo que con toda el armada junta fueran a Selinunte, adonde principalmente habían sido enviados para favorecer a los egesteos, y que si estando allí los egesteos les daban paga entera para toda la armada, entonces consultarían lo que debían de hacer, y si no les daban paga entera para toda la armada, pedirles a lo menos provisiones para sesenta naves que habían pedido de socorro. Si hacían esto, que esperase allí la armada hasta tanto que hubiesen reconciliado en paz y amistad los selinuntios con los egesteos, ora fuese por fuerza, ora por conciertos, y después pasar navegando a la vista de las otras ciudades de Sicilia para mostrarles el poder y fuerzas de los atenienses e infundir temor a sus enemigos. Hecho esto, volver a sus casas y no esperar más allí sino algunos días para, en caso oportuno, prestar algún servicio a los leontinos y atraer a la amistad de los atenienses otras ciudades de Sicilia, porque obrar de otra manera era poner en peligro el estado de los atenienses a su costa y riesgo. Alcibíades manifestó contraria opinión, diciendo que era gran vergüenza y afrenta habiendo llegado con una tan gruesa armada tan lejos de su tierra volver a ella sin hacer nada. Por tanto, le parecía que debían enviar sus farautes y trompetas a todas las ciudades de Sicilia, excepto Siracusa y Selinunte, para avisarles su venida, y procurar ganar su amistad, excitando a los súbditos de los siracusanos y selinuntios a rebelarse contra sus señores, y atraer los otros a la alianza de los atenienses. Por este medio podrían tener ellos vituallas y gente de guerra. Ante todas cosas deberían trabajar para ganarse la amistad de los mesenios o mamertinos, porque eran los más cercanos para hacer escala yendo de Grecia y queriendo saltar en tierra, y tenían muy buen puerto, grande y seguro, donde los atenienses se podrían acoger cómodamente, y desde allí hacer sus tratos con las otras ciudades; sabiendo de cierto las que tenían el partido de los siracusanos, y las que les eran contrarias, y pudiendo ir todos juntos contra siracusanos y selinuntios para obligarles por fuerza de armas por lo menos a que los siracusanos se concertasen con los egesteos, y que los selinuntios dejasen y permitiesen libremente a los leontinos habitar en su ciudad y en sus casas. Lámaco decía que, sin más tardar, debían navegar directamente hacia Siracusa y combatir la ciudad cogiéndoles desapercibidos antes que pudiesen prepararse para resistir, y estando perturbados, como a la verdad estarían, porque cualquier armada a primera vista parece más grande a los enemigos y les pone espanto y temor; pero si se tarda en acometerlos tienen espacio para tomar consejo, y haciendo esto cobran ánimo de tal manera que vienen a menospreciar y tener en poco a los que antes les parecían terribles y espantosos. Afirmaba en conclusión que si inmediatamente y sin más tardanza, iban a acometer a los siracusanos, estando con el temor que inspira la falta de medios de defensa, serían vencedores, e infundirían a estos gran miedo así con la presencia de la armada donde les parecería haber más gente de la que tenía, como también por temor de los males y daños que esperarían poderles ocurrir si fuesen vencidos en batalla. Además que era verosímil que en los campos fuera de la ciudad hallarían muchos que no sospechaban la llegada de la armada, los cuales, queriéndose acoger de pronto a la ciudad, dejarían sus bienes y haciendas en el campo, y todos los podrían tomar sin peligro, o la mayor parte, antes que los dueños pudiesen salvarlos, con lo cual no faltaría dinero a los del ejército para mantener el sitio de la ciudad. Por otra parte, haciendo esto, las otras ciudades de Sicilia, inmediatamente escogerían pactar alianza y amistad con los atenienses y no con los siracusanos, sin esperar a saber cuál de las dos partes lograba la victoria. Decía además que para lo uno y para lo otro, ora se debiesen retirar, ora acometer a los enemigos, habían de ir primero con su armada al puerto de Mégara, así por ser lugar desierto, como también porque estaba muy cerca de Siracusa por mar y por tierra. Así habló Lámaco, apoyando en cierto modo con sus argumentos el parecer de Alcibíades. Pasado esto, Alcibíades partió con su trirreme derechamente a la ciudad de Mesena, y requirió a los mamertinos a que trabaran amistad y alianza con los atenienses; mas no pudo conseguirlo, ni le dejaron entrar en su ciudad, aunque le ofrecieron que le darían mercado franco fuera de ella, donde pudiese comprar vituallas y otras provisiones necesarias para sí y los suyos. Alcibíades volvió a Regio, donde inmediatamente él y los otros capitanes mandaron embarcar una parte de la gente de la armada dentro de sesenta trirremes, los abastecieron de las vituallas necesarias, y dejando lo restante del ejército en el puerto de Regio con uno de los capitanes, los otros dos partieron directamente a la ciudad de Naxos con las sesenta naves, y fueron recibidos en ella de buena gana por los ciudadanos. De allí se dirigieron a Catana, donde no les quisieron recibir, porque una parte de los ciudadanos era del partido de los siracusanos. Por esta causa viéronse obligados a dirigirse más arriba hacia la ribera del Terias, donde pararon todo aquel día, y a la mañana siguiente fueron a Siracusa con todos sus barcos puestos en orden en figura de cuerno, de los cuales enviaron diez delante hacia el gran puerto de la ciudad para reconocer si había dentro otros buques de los enemigos. Cuando todos estuvieron juntos a la entrada del puerto, mandaron pregonar al son de la trompeta que los atenienses habían ido allí para restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones conforme a la amistad y alianza, según les obligaban el deudo y parentesco que con ellos tenían, por tanto que denunciaban y hacían saber a todos aquellos que fuesen de nación leontinos y se hallasen a la sazón dentro de la ciudad de Siracusa, se pudiesen retirar y acoger a su salvo a los atenienses como a sus amigos y bienhechores. Después de dar este pregón y de reconocer muy bien el asiento de la ciudad y del puerto y de la tierra que había en contorno para ver de qué parte la podrían mejor poner cerco, regresaron todos a Catana, y de nuevo requirieron a los ciudadanos para que les dejasen entrar en la ciudad como amigos. Los habitantes, después de celebrar consejo, les dieron por respuesta que en manera alguna dejarían entrar la gente de la armada, pero que si los capitanes querían entrar solos, los recibirían y oirían de buena gana cuanto quisieran decir, lo cual fue así hecho, y estando todos los de la ciudad reunidos para dar audiencia a los capitanes, mientras estaban atentos a oír lo que Alcibíades les decía, la gente de la armada se metió de pronto por un postigo en la ciudad, y sin hacer alboroto ni otro mal alguno andaban de una parte a otra comprando vituallas y otros abastecimientos necesarios. Algunos de los ciudadanos que eran del partido de los siracusanos, cuando vieron la gente de guerra de la armada dentro, se asustaron mucho, y sin más esperar, huyeron secretamente. Estos no fueron muchos, y todos los otros que habían quedado acordaron hacer paz y alianza con los atenienses. Por este suceso fue ordenado a todos los atenienses que habían quedado con lo restante de la armada en Regio que viniesen a Catana. Cuando estuvieron juntos en el puerto de Catana, y hubieron puesto en orden su campo, tuvieron aviso de que si iban directamente a Camarina, los ciudadanos les darían entrada en su ciudad, y también que los siracusanos aparejaban su armada. Con esta nueva partieron todos navegando hacia Siracusa, mas no viendo ninguna armada aparejada de los siracusanos volvieron atrás, y fueron a Camarina. Al llegar cerca del puerto hicieron pregonar a son de trompeta, y anunciar a los camarineos su venida, mas estos no les quisieron recibir diciendo que estaban juramentados para no dejar entrar a los atenienses dentro de su puerto con más de una nave, salvo el caso de que ellos mismos les enviasen a llamar para que fueran con barcos. Con esta respuesta se retiraron los atenienses sin hacer cosa alguna. A la vuelta de Camarina saltaron en tierra en algunos lugares de los siracusanos para saquearlos, mas la gente de a caballo que estos tenían acudió en socorro de los lugares, y hallando a los remadores y desordenados a los atenienses, ocupándose en robar, dieron sobre ellos y mataron muchos, porque estaban armados a la ligera. Los atenienses se retiraron a Catana. X. Llamado Alcibíades a Atenas para responder a la acusación contra él dirigida, huye al Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue muerto en Atenas Hiparco, hermano del tirano Hipias. Después que los atenienses estuvieron reunidos en Catana, aportó allí el trirreme de Atenas llamado _Salaminia_, que los de la ciudad habían enviado para que Alcibíades regresara a fin de responder a la acusación que le habían hecho públicamente, y con él citaban a otros muchos que había en el ejército, considerándoles culpados por muchos indicios de complicidad en el crimen de violar y profanar los misterios y sacrificios, y del de romper y desrostrar las estatuas e imágenes de Hermes arriba dichas. Después de partir la armada, los atenienses no dejaron de hacer su pesquisa y proseguir sus investigaciones, no parando solamente en pruebas y conjeturas aparentes, sino que, pasando más adelante, daban fe y crédito a cualquier sospecha por liviana que fuese. Fundando su convencimiento en los dichos y deposiciones de hombres viles e infames, prendieron a muchas personas principales de la ciudad, pareciéndoles que era mejor escudriñar y averiguar el hecho por toda clase de pesquisas y conjeturas que dejar libre un solo hombre aunque fuese de buena fama y opinión, por no decir que los indicios que había contra él eran insuficientes para convencerle de que debía estar a derecho y justicia. Hacían esto porque sabían de oídas que la tiranía y mando de Pisístrato, que en tiempos pasados había dominado en Atenas, fue muy dura y cruel, no siendo destruida por el pueblo ni por Harmodio, sino por los lacedemonios. Este recuerdo les infundía gran temor y recelo, y cualquier sospecha la atribuían a la peor parte. Aunque a la verdad la osadía de Aristogitón y de Harmodio en matar al tirano fue por amores, según declararé en adelante, y mostraré que los atenienses y los otros griegos hablan a su capricho y voluntad de sus tiranos y de los hechos que ejecutaron, sin saber nada de la verdad, pues la cosa pasó así. Muerto Pisístrato en edad avanzada le sucedió en el señorío de Atenas Hipias, que era su hijo mayor, y no Hiparco, como algunos dijeron. Había en la ciudad de Atenas un mancebo llamado Harmodio, muy gracioso y apacible, a quien Aristogitón, que era un hombre de mediano estado en la ciudad, tenía mucho cariño. Este Harmodio fue acusado por Hiparco, hijo de Pisístrato, de infame y malo, de lo cual el mancebo se quejó a Aristogitón, que por temor de que ocurriese mal a quien él tenía tan buena voluntad por la acusación de Hiparco, que era hombre de mando y autoridad en la ciudad, se propuso favorecerle so color de que Hiparco quería usurpar la tiranía de la ciudad. Entretanto Hiparco procuraba atraer a sí el mancebo y ganar su amistad con halagos; mas viendo que no conseguía nada por esta vía, pensó afrentarle por justicia, sin usar de otra fuerza ni violencia, que no era lícita entonces, porque los tiranos en aquel tiempo no tenían más mando y autoridad sobre sus súbditos que la que les daba el derecho y la justicia, y por esto, y porque los que a la sazón eran tiranos se ejercitaban en ciencia y virtud, sus mandos no eran tan envidiados ni tan odiosos al pueblo como lo fueron después, porque no cobraban otros tributos a los súbditos y ciudadanos sino la veintena parte de su renta, y con esta hacían muchos edificios y reparos en la ciudad, y adornaban los templos con sacrificios, y mantenían grandes guerras con sus vecinos y comarcanos. En lo demás dejaban el mando y gobierno enteramente a la ciudad para que se gobernase según sus leyes y costumbres antiguas, excepto que, por su autoridad, uno de ellos era siempre elegido por el pueblo para los cargos más principales de la república, que le duraban un año. El hijo de Hipias, llamado Pisístrato como su abuelo, teniendo mando y señorío en Atenas después de la muerte de su padre, hizo en medio del mercado un templo dedicado a los doce dioses, y entre ellos un ara en honor del dios Apolo Pitio, con un letrero que después fue por el pueblo cancelado, pero todavía se puede leer aunque con dificultad por estar las letras medio borradas, el cual letrero dice así: «Pisístrato, hijo de Hipias, puso esta memoria de su imperio y señorío en el templo de Apolo Pitio.» Lo que arriba he dicho de que Hipias, hijo de Pisístrato, tuvo el mando y señorío en Atenas porque era el hijo mayor, no solamente lo puedo afirmar por haberlo averiguado con certeza, sino que también lo podrá saber cualquiera por la fama que hay de ello. No se hallará que ninguno de los hijos legítimos de Pisístrato tuviese hijos sino él, según se puede ver por los letreros antiguos que están en las columnas del templo y en la fortaleza de Atenas, en que se hace memoria de las arbitrariedades de los tiranos, y donde nada absolutamente se dice de los hijos de Hiparco y de Tésalo, sino solamente de cinco hijos que hubo Hipias en Mirrina, su mujer, hija de Calias, hijo a su vez de Hiperóquides. Como es verosímil que el mayor de estos hijos se casó primero, y también en el mismo epitafio se le nombra el primero, de creer es que sucedió en la tiranía y señorío a su padre, pues iba por este a embajadas y a otros cargos. Esto es lo que tiene alguna apariencia de verdad, porque si Hiparco fuera muerto cuando tenía el señorío, no lo hubiera podido tener Hipias inmediatamente. Se le ve, sin embargo, ejercitar el mando y señorío el mismo día que murió el otro, como quien mucho tiempo antes usa de su autoridad con los súbditos y no teme ocupar el mando y señorío por ningún suceso que le ocurra a su hermano, como lo temiera este si le acaeciese a Hipias, que ya estaba acostumbrado y ejercitado en el cargo. Mas lo que principalmente dio esta fama a Hiparco, y hace creer a todos los que vinieron después, que fue el mismo que tuvo el mando y señorío de Atenas, es el desastre que le ocurrió con motivo de lo arriba dicho, porque viendo que no podía atraer a Harmodio a su voluntad, le urdió esta trama. Tenía este Harmodio una hermana doncella, la cual yendo en compañía de otras doncellas de su edad a ciertas fiestas y solemnidades que se hacían en la ciudad, y llevando en las manos un canastillo o cestilla como las otras vírgenes, Hiparco la mandó echar fuera de la compañía por los ministros, diciendo que no había sido llamada a la fiesta, pues no era digna ni merecedora de hallarse en ella. Quería dar a entender por estas palabras que no era virgen. Esto ocasionó gran pesar a Harmodio, hermano de la doncella, y mucho más a Aristogitón por causa de su afecto a Harmodio, y ambos, juntamente con los cómplices de la conjuración, se dispusieron a ejecutar su venganza. Para poderla realizar mejor, esperaban que llegasen las fiestas que llaman las grandes Panateneas, porque en aquel día era lícito a cada cual llevar armas por la ciudad sin sospecha alguna, y fue acordado entre ellos que el mismo día de la fiesta Harmodio y Aristogitón acometiesen a Hiparco, y los cómplices y conjurados a sus ministros. Aunque estos conjurados eran pocos en número para tener la cosa más secreta, fácilmente se persuadían de que cuando los otros ciudadanos que se hallasen juntos en aquellas fiestas les viesen dar sobre los tiranos, aunque anteriormente no supiesen nada del hecho, viéndose todos con armas se unirían a ellos y los favorecerían y ayudarían para recobrar también su libertad. Llegado el día de la fiesta, Hipias estaba en un lugar fuera de la ciudad, llamado Cerámico, con sus ministros y gente de guarda ordenando las ceremonias y pompas de aquella fiesta según correspondía a su cargo, y cuando Harmodio y Aristogitón iban hacia él con sus dagas empuñadas para matarle, vieron a uno de los conjurados que estaba hablando familiarmente con Hipias, porque era muy fácil y humano en dar a todos audiencia. Cuando así le vieron hablar, temieron que aquel le hubiese descubierto la cosa y ser inmediatamente presos, por lo cual, ante todas cosas, determinaron tomar venganza del que había sido causa de la conjuración, es decir, de Hiparco. Entraron para ello en la ciudad y hallaron a Hiparco en un lugar llamado Leocorio, y por la gran ira que tenían dieron sobre él con tanto ímpetu que le mataron en el acto. Hecho esto, Aristogitón se salvó al principio entre los ministros del tirano, pero después fue preso y muy mal herido. Harmodio quedó allí muerto. Al saber Hipias en Cerámico lo ocurrido no quiso ir inmediatamente al lugar donde el hecho había sucedido, sino fue a donde estaban reunidos los de la ciudad armados para salir con pompa en la fiesta antes de que supiesen el caso, y disimulando y mostrando un rostro alegre, como si nada ocurriera, mandó a todos como estaban que se retirasen sin armas a un cierto lugar que les mostró, lo cual ellos hicieron pensando que les quería decir algo, y cuando llegaron envió sus ministros para que les quitasen las armas y se apoderasen de aquellos de quien tenía sospecha, principalmente de los que hallasen con dagas, porque la costumbre era en aquella fiesta y solemnidad usar lanzas y escudos solamente. De esta manera, el amor impuro fue principio y causa del primer intento y empresa contra los tiranos de Atenas, y ejecutose temerariamente por el repentino miedo que tuvieron los conjurados de ser descubiertos, de lo cual siguieron después mayores daños, y más a los atenienses, porque en adelante los tiranos fueron más crueles que habían sido hasta entonces. Hipias, por temor y sospechas de que atentaran contra él, mandó matar a muchos ciudadanos atenienses, y procuró la alianza y amistad de los extranjeros, para tener más seguridad en el caso de que hubiera alguna mudanza en su estado. Por esta causa casó su hija, llamada Arquédice, con Ayántides, hijo de Hipoclo, tirano y señor de Lámpsaco, y porque sabía que este Ayántides tenía gran amistad con el rey Darío de Persia, y podía mucho con él. De Arquédice se ve hoy en día el sepulcro en Lámpsaco, donde está un epitafio del tenor siguiente: «AQUÍ YACE ARQUÉDICE, HIJA DE HIPIAS, AMPARADOR Y DEFENSOR DE GRECIA, LA CUAL, AUNQUE HUBO EL PADRE Y MARIDO Y HERMANO E HIJOS REYES TIRANOS, NO POR ESO SE ENGRIÓ NI ENSOBERBECIÓ PARA MAL NINGUNO.» Tres años después de pasado este hecho que arriba contamos, fue Hipias echado por los lacedemonios y los Alcmeónidas, desterrados de Atenas, de la tiranía y señorío de esta ciudad. Retirose primero por propia voluntad a Sigeo, y después a Lámpsaco, con su consuegro Ayántides. De allí se fue con el rey Darío de Persia, y veinte años después, siendo ya muy viejo, vino con los medos contra los griegos, peleando en la jornada de Maratón. Trayendo a la memoria estas cosas antiguas, el pueblo de Atenas estaba más exasperado y receloso, y se movía más para la pesquisa de aquel hecho de las imágenes de Mercurio destrozadas y de los misterios y sacrificios violados y profanados que antes hemos referido, temiendo volver a la sujeción de los tiranos, y creyendo que todo aquello fuera hecho con intento de alguna conjuración y tiranía. Por esta causa fueron presas muchas personas principales de la ciudad, y cada día crecía más la persecución e ira del pueblo, y aumentaban las prisiones, hasta que uno de los que estaban presos, y que se presumía fuera de los más culpados, por consejo y persuasión de uno de sus compañeros de prisión, descubrió la cosa, ora fuese falsa o verdadera, porque nunca se pudo averiguar la verdad, ni antes ni después, salvo que aquel fue aconsejado de que si descubría el hecho acusándose a sí mismo y algunos otros, libraría de sospecha y peligro a todos los otros de la ciudad, y tendría seguridad, haciendo esto, de poderse escapar y salvarse. Por esta vía aquel confesó el crimen de las estatuas, culpándose y culpando a otros muchos que decía haber participado con él en el delito. El pueblo, creyendo que decía verdad, quedó muy contento, porque antes estaba muy atribulado por no saber ni poder hallar indicio ni rastro alguno de aquel hecho entre tan gran número de gente. Inmediatamente dieron libertad al que había confesado el crimen, y con él a los que había salvado. Todos los otros que denunció, y pudieron ser presos, sufrieron pena de muerte, y los que se escaparon fueron condenados a muerte en rebeldía, prometiendo premio a quien los matase, sin que se pudiese saber por verdad si los que habían sido sentenciados tenían culpa o no. Aunque para en adelante la ciudad pensaba haber hecho mucho provecho, en cuanto a Alcibíades, acusado de este crimen por sus enemigos y adversarios, que le culpaban ya antes de su partida, el pueblo se enojó mucho, y teniendo por averiguada su culpa en el hecho de las estatuas, fácilmente creía que también había sido partícipe en el otro delito de los sacrificios con los cómplices y conjurados contra el pueblo. Creció más la sospecha porque en aquella misma sazón vino alguna gente de guerra de los lacedemonios hasta el istmo del Peloponeso, so color de algunos tratos que tenían con los beocios, lo cual creían que había sido por instigación del mismo Alcibíades, y que de no haberse prevenido los atenienses deteniendo a los ciudadanos que habían preso por sospechas, y castigado a los otros, la ciudad estaría en peligro de perderse por traición. Fue tan grande la sospecha que concibieron, que toda una noche estuvieron en vela, guardando la ciudad, armados en el templo de Teseo: y en este mismo tiempo los huéspedes y amigos de Alcibíades, que estaban en la ciudad de Argos por rehenes, fueron tenidos por sospechosos de que querían organizar algún motín en la ciudad, de lo cual, como diesen aviso a los atenienses, permitieron estos a los argivos que matasen a aquellos ciudadanos de Atenas que les fueron dados en rehenes, y enviados por ellos a ciertas islas. De esta manera era tenido Alcibíades por sospechoso en todas partes; y los que le querían llamar a juicio para que le condenasen a muerte, procuraron hacerle citar en Sicilia, y juntamente a los otros sus cómplices, de quien antes hemos hablado. Para ello enviaron la nave llamada _Salaminia_, y mandaron a sus nuncios le notificasen que inmediatamente les siguiese y viniera con ellos a responder al emplazamiento, pero que no le prendiesen, así por temor a que los soldados que tenía a su cargo se amotinasen, como también por no estorbar la empresa de Sicilia, y principalmente por no indignar a los mantineos ni a los argivos, ni perder su amistad, pues estos, por intercesión del mismo Alcibíades, se habían unido a los atenienses para aquella empresa. Viendo Alcibíades el mandato y plazo que le hacían de parte de los atenienses, se embarcó en un trirreme, y con él todos los cómplices que fueron citados, y partieron con la nave _Salaminia_, que había ido a citarles, fingiendo que querían ir en su compañía desde Sicilia a Atenas; mas cuando llegaron al cabo de Turios, se apartaron de la _Salaminia_, y viendo los de esta nave que los habían perdido de vista, y no podían hallar rastro aunque procuraban saber noticias de ellos, se dirigieron a Atenas. Poco tiempo después, Alcibíades partió de Turios, y fue a desembarcar en tierra del Peloponeso, como desterrado de Atenas. Al llegar la _Salaminia_ al Pireo, fue condenado a muerte en rebeldía por los atenienses, como también los que le acompañaban. XI. Después de la partida de Alcibíades, los dos jefes de la armada que quedaron ejecutan algunos hechos de guerra en Sicilia, sitiando Siracusa y derrotando a los siracusanos. Después de la partida de Alcibíades, los otros dos capitanes de los atenienses que quedaron en Sicilia dividieron el ejército en dos partes, y por suerte cada cual tomó a su cargo una. Hecho esto partieron ambos con todo el ejército hacia Selinunte y Egesta, para saber si los egesteos estaban decididos a darles el socorro de dinero que les habían prometido, y conocer el estado en que encontraban los negocios de los selinuntios, y las diferencias que tenían con los egesteos. Navegando al largo de la mar, dejando a la isla de Sicilia a la parte de mar de Jonia, a mano izquierda, vinieron a aportar delante de la ciudad de Hímera, la única en aquellas partes habitada por griegos; pero los de Hímera no quisieron recibir a los atenienses, y al partir de allí fueron derechamente a una villa nombrada Hícara, la cual, aunque poblada por sicilianos, era muy enemiga de los egesteos, y por esta causa la robaron y saquearon, entregándola después a los egesteos. Entretanto llegó la gente de a caballo de los egesteos, que con la infantería de los atenienses se internaron en la isla, robando y destruyendo todos los lugares que hallaron hasta Catana. Sus barcos iban costeando a lo largo de la mar, y en ellos cargaban toda la presa que cogían, así de cautivos y bestias como de otros despojos. Al partir de Hícara, Nicias fue derechamente a la ciudad de Egesta, donde recibió de los egesteos treinta talentos para el pago del ejército, y habiendo provisto allí las cosas necesarias, volvió con ellos al ejército. Además de esta suma percibió hasta ciento y veinte talentos que importó el precio de los despojos vendidos. Después fueron navegando alrededor de la isla, y de pasada ordenaron a sus aliados y confederados que les enviasen la gente de socorro que les habían prometido, y así, con la mitad de su armada vinieron a aportar delante de la villa de Hibla, que está en tierra de Gela, y era del partido contrario, pensando tomarla por asalto; mas no pudieron salir con su empresa, y en tanto llegó el fin del verano. Al principio del invierno los atenienses dispusieron todas las cosas necesarias para poner cerco a Siracusa, y también los siracusanos se preparaban para salirles al encuentro, porque al ver que los atenienses no habían osado acometerles antes, cobraron más ánimo y les tenían menos temor. Alentábales el saber que habiendo recorrido los enemigos la mar por la otra parte, bien lejos de su ciudad, no pudieron tomar la villa de Hibla; de lo cual los siracusanos estaban tan orgullosos, que rogaban a sus capitanes los llevasen a Catana donde acampaban los atenienses puesto que no osaban ir contra ellos, y los siracusanos de a caballo iban diariamente a correr hasta el campo de los enemigos. Entre otros baldones y denuestos que les decían, preguntábanles si habían ido para morar en tierra ajena y no para restituir a los leontinos en la suya. Entendiendo esto los capitanes atenienses, procuraban atraer los caballos siracusanos y apartarlos lo más lejos que pudiesen de la ciudad, para después más seguramente llegar de noche con su armada delante de Siracusa y establecer su campamento en el lugar que les pareciese más conveniente, pues sabían bien que si al saltar en tierra hallaban a los enemigos en orden y a punto para impedirles el desembarco, o si querían tomar el camino por tierra con el ejército desde allí hasta la ciudad, les sería más dificultoso, porque la caballería podría hacer mucho daño a sus soldados que iban armados a la ligera, y aun a toda la infantería, a causa de que los atenienses tenían muy poca gente de a caballo, y haciendo lo que habían pensado, podrían, sin estorbo alguno, tomar el lugar que quisiesen para asentar su campamento antes que la caballería siracusana volviese. El lugar más conveniente se lo indicaron algunos desterrados de Siracusa, que acompañaban al ejército, y era junto al Olimpieo. Para poner en ejecución su propósito usaron de este ardid: enviaron un espía en quien confiaban mucho a los capitanes siracusanos, sabiendo de cierto que darían crédito a lo que les dijese. Este fingió ser enviado por algunas personas principales de la ciudad de Catana, de donde era natural, y los mismos capitanes le conocían muy bien, y sabían su nombre, diciéndoles que estos de Catana eran todavía de su partido, y que si querían ellos les harían ganar la victoria contra los atenienses por este medio. Una parte de los atenienses estaban aún dentro de la villa sin armas. Si los siracusanos querían salir un día señalado de su ciudad e ir con todas sus fuerzas a la villa, de manera que llegasen al despuntar el alba los principales de Catana, que les nombró por amigos con sus cómplices, expulsarían fácilmente a los atenienses que estaban dentro de la villa y pondrían fuego a los barcos que tuvieran en el puerto; hecho esto los siracusanos daban sobre el campo de los atenienses asentado fuera de la villa y los podrían vencer y desbaratar sin riesgo ni peligro. Además decía que había otros muchos ciudadanos en Catana convenidos para esta empresa, los cuales estaban prontos y determinados a ponerla por obra, y que por esto solo le habían enviado. Los capitanes siracusanos, que eran atrevidos y además tenían codicia de buscar a los enemigos en su campo, creyeron de ligero a este espía, y conviniendo con él el día en que se habían de hallar en Catana, le enviaron con la respuesta a los mismos principales habitantes, que el espía decía haberle dado aquella comisión. El día señalado salieron todos los de Siracusa con el socorro de los selinuntios y algunos otros aliados que habían ido para ayudarles. Iban sin orden ni concierto alguno por la gana que tenían de pelear, y fueron a alojarse en un lugar cerca de Catana, junto al río de Simeto, en tierra de los leontinos. Entonces los atenienses, sabiendo de cierto su llegada, mandaron embarcar toda la gente de guerra que tenían, así atenienses como sicilianos, y algunos otros que se les habían unido, y de noche desplegaron las velas y navegaron derechamente hacia Siracusa, donde arribaron al amanecer y echaron áncoras en el gran puerto que está delante del Olimpieo para saltar en tierra. Entretanto la gente de a caballo de los siracusanos que había partido para Catana, al saber que todos los barcos de la armada de los atenienses habían partido de Catana, dieron aviso de ello a la gente de a pie, y todos se volvieron para acudir en socorro de su ciudad; mas por ser el camino largo por tierra, antes de que pudiesen llegar, los atenienses habían desembarcado y alojado su campo en el lugar escogido por mejor, desde donde podían pelear con ventaja sin recibir daño de la gente de a caballo antes que pudiesen hacer sus parapetos, y menos después de hacerlos, porque estaba resguardado de baluartes y algunos edificios viejos que había allí, y además por la mucha arboleda y un estanque y cavernas de madera, de suerte que no podían venir sobre ellos por aquel lado, sobre todo, gente de a caballo. Por la otra parte, habían cortado muchos árboles que estaban cerca, y los habían llevado al puerto, clavándolos atravesados en cruz para impedir o estorbar que pudiesen atacar a los barcos. También por la parte que su campo estaba más bajo y la entrada mejor para los enemigos, hicieron un baluarte con grandes piedras y maderos a toda prisa, de suerte que con gran dificultad podían ser atacados por allí; después rompieron el puente que había por donde podían pasar a las naves. Todo esto lo hicieron sin riesgo y sin que persona alguna saliese de la ciudad a estorbarlos, porque todos estaban fuera, como he dicho, y no habían vuelto de Catana. La caballería llegó primero y poco después toda la gente de a pie que había salido del pueblo. Todos juntos fueron hacia el campo de los atenienses, mas viendo que no salían contra ellos, se retiraron y acamparon a la otra parte del camino que va a Heloro. Al día siguiente los atenienses salieron a pelear, y ordenaron sus haces de esta manera. En la punta derecha pusieron a los argivos y mantineos, en la siniestra los otros aliados y en medio los atenienses. La mitad del escuadrón estaba compuesto de ocho hileras por frente, y la otra mitad situada a la parte de las tiendas y pabellones de otras tantas todo cerrado. A esta postrera mandaron que acudiese a socorrer a la parte que viesen en aprieto. Entre estos dos escuadrones pusieron el bagaje, y la gente que no era de pelea. De la parte contraria, los siracusanos pusieron a punto su gente, así los de la ciudad como los extranjeros, todos bien armados, entre los cuales estaban los selinuntios, que fueron los primeros en avanzar, y tras ellos los de Gela que eran hasta doscientos caballos y los de Camarina hasta veinte, y cerca de cincuenta flecheros. Pusieron todos los de a caballo en la punta derecha que serían hasta mil y doscientos, y tras ellos toda la otra infantería y los tiradores. Estando las haces ordenadas a punto de batalla, porque los atenienses eran los primeros que habían de acometer, Nicias, su capitán, puesto en medio de todos les habló de esta manera: XII. Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos a la batalla. «Varones atenienses y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, no necesito haceros grandes amonestaciones para la batalla, aunque para esto solo os habéis reunido aquí; y no lo necesito porque, a mi parecer, este aparato de guerra que al presente veis que tenemos tan bueno es más que bastante para daros esfuerzo y osadía, y mejor que todas las razones por convincentes que fuesen, si por el contrario tuviésemos fuerzas muy flacas. Porque estando aquí juntos argivos, mantineos y atenienses, y los mejores y más principales de las islas, decidme, ¿hay razón para que con tantos y tan buenos amigos y compañeros de guerra no tengamos por cierta y segura la victoria? Con tanto más motivo cuanto que nuestra contienda es con hombres de comunidad y canalla, no escogidos para pelear como nosotros, y estos sicilianos aunque de lejos nos desafían, de cerca no se atreverán a esperarnos, porque no tienen tanto saber ni experiencia en las armas cuanto atrevimiento y osadía. »Por tanto, bueno será que cada cual de vosotros piense consigo mismo que aquí estamos en tierra extraña y muy lejos de la nuestra, y que por ninguna vía estos sicilianos serán amigos nuestros, ni los podemos conquistar ni ganar de otra suerte sino con las armas en la mano peleando animosamente. »Quiero, pues, deciros todas las razones contrarias a las que sé muy bien que dirán los capitanes enemigos a los suyos. Diránles que miren pelean por la honra y defensa de su tierra, y yo os digo que miréis que nosotros estamos en tierra extraña, en la cual nos conviene vencer peleando, o perder del todo la esperanza de poder regresar salvos a la nuestra, pues sabemos la mucha caballería que tienen, con la cual nos podrán destruir si una vez nos viesen desordenados. »Así, pues, como hombres valientes y animosos, acordándoos de vuestra virtud y esfuerzo, acometed con ánimo y corazón a vuestros enemigos, y pensad que la necesidad en que podemos encontrarnos es mucho más de temer que las fuerzas y poder de los enemigos.» Cuando Nicias arengó de esta manera a los suyos, mandó que saliesen derechamente contra los enemigos, los cuales no esperaban que los atenienses les presentaran la batalla tan pronto, y por esta causa algunos habían ido a la ciudad que estaba cerca de su campamento. Mas al saber la venida de los enemigos salieron a buen trote de la ciudad para unirse con los suyos y ayudarles, aunque no pudieron ir ordenadamente, sino mezclados y entremetidos unos con otros. En esta batalla, como en las otras, mostraron que no tenían menos esfuerzo y osadía que los contrarios, ni menos saber ni experiencia de la guerra que los atenienses, defendiéndose y acometiendo valerosamente al ver la oportunidad, y cuando les era forzado retirarse, lo hacían, aunque muy contra su voluntad. Esta vez, no creyendo que los atenienses les acometerían los primeros, y a causa de ellos, cogidos por sorpresa, arrebataron sus armas y les salieron al encuentro. Al principio hubo una escaramuza de ambas partes entre los honderos y flecheros y tiradores que duró buen rato, revolviendo los unos sobre los otros, según suele suceder en tales encuentros de gente de guerra armados a la ligera. Mas después que los adivinos de una parte y de la otra declararon que los sacrificios se les mostraban prósperos y favorables, dieron la señal para la batalla, y llegaron a encontrarse los unos contra los otros en el orden arriba dicho con gran ánimo y osadía, porque los siracusanos tenían en cuenta que peleaban por su patria, por la vida y salud de todos y por su libertad en lo porvenir, y por el contrario, los atenienses, pensaban que combatían por conquistar y ganar la tierra ajena, y no recibir mal ni daño en la suya propia si fuesen vencidos, y los argivos y los otros aliados suyos que eran libres y francos, por ayudar a los atenienses señaladamente en aquella jornada, y también por la codicia que cada cual de ellos tenía de volver rico y victorioso a su tierra. Los otros súbditos de los atenienses peleaban también de tan buena gana, porque no esperaban poder regresar salvos a su tierra si no alcanzaban la victoria, y aunque otra cosa no les moviera, pensaban que haciendo su deber, y peleando valientemente, en adelante serían mejor tratados por sus señores, por razón de haberles ayudado a conquistar tan hermosa tierra. Cuando cesaron los tiros de venablos y piedras de una parte y de otra, al venir a las manos, pelearon gran rato sin que los unos ni los otros retrocediesen; mas estando en el combate sobrevino un gran aguacero con muchos truenos y relámpagos, de lo cual los siracusanos, que entonces peleaban por primera vez, se espantaron grandemente por no estar acostumbrados a las cosas de la guerra; pero los atenienses, que tenían más experiencia y estaban habituados a ver semejantes tempestades, atribuyeron aquello a la estación del año y no hacían acaso. Esto aumentó el miedo de los siracusanos pensando que los enemigos tomaban aquellas señales del cielo en su favor y en daño de ellos. Los primeros de todos los argivos por una parte y los atenienses por otra, cargaron tan reciamente sobre el ala izquierda de los siracusanos que los desbarataron y pusieron en huida, aunque no los siguieron gran trecho al alcance, por temor a la gente de a caballo de los enemigos, que era mucha y no había sido aún rota, sino que estaba firme y fuerte en su posición, y cuando iban algunos de los atenienses demasiado adelante, los suyos salían a ellos y los detenían mal de su grado. Por esta causa los atenienses seguían cerrados en un escuadrón al alcance a los siracusanos que huían hacia donde pudieron. Después se retiraron en orden a su campo, y allí levantaron trofeo en señal de victoria. Los siracusanos se retiraron asimismo lo mejor que pudieron, y se reunieron en su campamento, junto al camino de Heloro. Desde allí enviaron parte de su gente al templo Olimpieo que estaba cerca, temiendo que los atenienses fueran a robarlo, porque había dentro gran cantidad de oro y plata, y el resto del ejército se metió en la ciudad. Los atenienses no quisieron ir hacia el templo, ocupándose en recoger los suyos que habían muerto en la batalla, y estuvieron quedos aquella noche. Al día siguiente los siracusanos reconociendo la victoria a los atenienses les pidieron sus muertos para sepultarlos, hallando entre todos, así de los ciudadanos como de sus aliados, hasta doscientos cincuenta, y de los atenienses y de sus aliados cerca de cincuenta. Cuando los atenienses quemaron los muertos, según tenían por costumbre, recogidos sus huesos con los despojos de los enemigos volvieron a Catana, porque ya se acercaba el invierno, y no era tiempo de hacer guerra, ni tampoco tenían buenos recursos para hacerla hasta que llegara la gente de a caballo que esperaban, así de los atenienses como de sus aliados, y además dinero para pagar los equipos y provisiones necesarias. Proyectaban también tener durante el invierno negociaciones e inteligencias con algunas ciudades de Sicilia, y atraerlas a su devoción y partido, teniendo por causa bastante el buen suceso de la victoria alcanzada, y además querían acopiar las provisiones de vituallas y de todas las otras cosas necesarias para poner de nuevo cerco a Siracusa en el verano. Estas fueron en efecto las causas principales que movieron a los atenienses a pasar el invierno en Catana y en Naxos. XIII. Los siracusanos, después de nombrar nuevos jefes y de ordenar bien sus asuntos, hacen una salida contra los de Catana. -- Los atenienses no pueden tomar Mesena. Después que los siracusanos sepultaron sus muertos e hicieron las exequias acostumbradas, se reunieron todos en consejo, y en esta asamblea Hermócrates, hijo de Hermón, que era tenido por hombre sabio y prudente y avisado para todos los negocios de la república, y muy experimentado en los hechos de la guerra, les dijo muchas razones para animarles, diciendo que la pérdida pasada no había sido por falta de consejo, sino por haberse desordenado; ni era tan grande como pudiera razonablemente esperarse, considerando que de su parte no había sino gente vulgar y no experimentados en la guerra, y que los atenienses, sus enemigos, eran los más belicosos de toda Grecia, y tenían la guerra por oficio más que otra cosa alguna. Además les había dañado en gran manera los muchos capitanes que tenían los siracusanos que pasaban de quince, los cuales no eran muy obedecidos por los soldados. Empero si querían elegir pocos capitanes buenos y experimentados, y mientras pasase el invierno reunir buen número de gente de guerra, proveer de armas a los que no las tenían y ejercitarles en ellas en todo este tiempo, podían tener esperanza de vencer a sus contrarios a tiempo venidero con tal que juntasen a su esfuerzo y osadía, buen orden y discreción, porque hay dos cosas muy necesarias para la guerra: el orden para saber prevenir y evitar los peligros, y el esfuerzo y osadía para poner en ejecución lo que la razón y discreción les mostrase. Díjoles que también era necesario que los capitanes que eligiesen, siendo pocos como arriba es dicho, tuviesen poder y autoridad bastante en las cosas de guerra para hacer todo aquello que les pareciese necesario y conveniente para bien y pro de la república, tomándoles el juramento acostumbrado en tal caso, y por esta vía se podrían tener secretas las cosas que debían ser ocultas, y hacerse todas las otras provisiones necesarias sin contradicción alguna. Cuando los siracusanos oyeron las razones de Hermócrates, todos las aprobaron y tuvieron por buenas, e inmediatamente eligieron al mismo Hermócrates por uno de tres capitanes, y con él a Heráclides, hijo de Lisímaco, y a Sicano, hijo de Execesto. Estos tres nombraron embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que se unieran con ellos contra los atenienses, y que todos a una les hiciesen tan cruel guerra en su tierra misma, que les fuese forzoso dejar a Sicilia para ir a defender su patria, y si no quisiesen hacer esto que a lo menos enviasen a los siracusanos socorro de gente de guerra por mar. La armada de los atenienses que estaba en Catana fue derechamente a Mesena con esperanza de poderla tomar por tratos e inteligencias con algunos de los ciudadanos, mas no pudieron lograr su empresa porque Alcibíades, sabiendo estos tratos, después que partió del campamento y viéndose ya desterrado de Atenas, por hacer daño a los atenienses descubrió en secreto la traición a los de la ciudad, que eran del partido de los siracusanos, los cuales primeramente mataron a los ciudadanos que hallaron culpados, y después excitaron a los otros del pueblo contra los atenienses, y todos a una opinaron que no fueran recibidos en la ciudad. Los atenienses después de estar trece días delante de la ciudad, viendo que el invierno llegaba, que comenzaban a faltarles los víveres, y también que no podían lograr su propósito, se retiraron a Naxos, donde fortificaron su campo con fosos y baluartes para pasar el invierno, y enviaron un trirreme a Atenas para que les mandaran socorro de gente de a caballo y dinero, a fin de que al llegar la primavera pudiesen salir al campo con su gente. Por otra parte los siracusanos durante el invierno cercaron de muro y fortalecieron todo el arrabal, que está a la parte de Epípolas, para que, si por mala dicha, otra vez fuesen vencidos en batalla, tuviesen mayor sitio donde acogerse dentro de la cerca de la ciudad. Además hicieron nuevas fortificaciones junto al Olimpieo y el lugar llamado Mégara, y pusieron gente de guarnición en estas playas. Para más seguridad construyeron fuertes en todas las partes donde los enemigos pudiesen saltar en tierra contra los de la ciudad. Sabiendo después que los atenienses invernaban en Naxos, salieron de la ciudad con toda la gente de armas que en ella había, y fueron derechamente a Catana, robaron y talaron la tierra, y quemaron las tiendas y pabellones que los atenienses habían dejado de cuando asentaron allí su campamento, y hecho esto regresaron a sus casas. XIV. Los atenienses por su parte, y los siracusanos por la suya, envían embajadores a los de Camarina para procurar su alianza. -- Respuesta de los camarineos. -- Aprestos belicosos de los atenienses contra los siracusanos en este invierno. Pasadas estas cosas, y advertidos los siracusanos de que los atenienses habían enviado embajadores a los camarineos para confirmar la confederación y alianza que en tiempo pasado habían hecho con Laques, capitán que a la sazón era de los atenienses, también les enviaron embajadores, porque no confiaban mucho en ellos, a causa de que en la anterior jornada se habían mostrado perezosos en enviarles socorro; sospechaban que en adelante no les quisiesen ayudar, y acaso favorecer el partido de los atenienses, viendo que habían sido vencedores en la batalla, haciendo esto so color de aquella confederación y alianza antigua. Llegados a Camarina, de parte de los siracusanos, Hermócrates con algunos otros embajadores, y de la de los atenienses, Eufemo con otros compañeros, el primero de todos, Hermócrates, delante de todo el pueblo que para esto se había reunido, queriendo acriminar a los atenienses, habló de esta manera: «Varones camarineos, no penséis que somos aquí enviados de parte de los siracusanos por temor alguno que tengamos de que os asuste esta armada y poder de los atenienses, sino por sospecha de que con sus artificios y sutiles razones os persuadan de lo que quieren, antes que podáis ser avisados por nosotros. »Vienen a Sicilia so color y con el achaque que vosotros habéis oído, pero con otro pensamiento que todos sospechamos. Y a mi parecer, tengo por cierto que no han venido para restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones, sino antes para echarnos de las nuestras, pues no es verosímil que los que echan a los naturales de Grecia de sus ciudades, quieran venir aquí para restituir a los de esta tierra en las ciudades de donde fueron expulsados, ni que tengan tan gran cuidado de los leontinos como dicen, porque son calcídeos como sus deudos y parientes, y a los mismos calcídeos, de donde estos leontinos descienden, los han puesto en servidumbre. Antes es de pensar que, con la misma ocasión que tomaron la tierra de aquellos, quieren ahora ver si pueden tomar estas nuestras. »Como todos sabéis, siendo estos atenienses elegidos por caudillos del ejército de los griegos para resistir a los medos por voluntad de los jonios y otros aliados suyos, los sujetaron y pusieron bajo su mando y señorío, a unos so color de que habían despedido la gente de guerra sin licencia, a los otros con achaque de las guerras y diferencias que tenían entre sí, y a otros por otras causas que ellos hallaron buenas para su propósito cuando vieron oportunidad de alegarlas. »De manera, que se puede decir con verdad, que los atenienses no hicieron entonces la guerra por la libertad de Grecia, ni tampoco los otros griegos por su libertad, sino que la hicieron a fin de que los griegos fuesen sus siervos y súbditos antes que de los medos, y los mismos griegos pelearon por mudar de señor, no por cambiar señor mayor por menor, sino solamente uno que sabe mandar mal por otro que sabe mandar bien. »Y aunque la ciudad y república de Atenas, con justa causa, sea digna de reprensión, empero no venimos ahora aquí para acriminarla delante de aquellos que saben y entienden muy bien en lo que estos nos pueden haber injuriado, sino para acusar y reprender a nosotros mismos los sicilianos, que teniendo ante los ojos los ejemplos de los otros griegos sujetados por los atenienses no pensamos en defendernos de ellos, y en desechar estas sus cautelas y sofisterías con que pretenden engañarnos, diciendo que han venido para ayudar y socorrer a los leontinos como a sus deudos y parientes, y a los egesteos como a sus aliados y confederados. »Paréceme, pues, que debemos pensar en nuestro derecho y mostrarles claramente que no somos jonios ni helespontinos, ni otros isleños siempre acostumbrados a someterse a los medos o a otros, mudando de señor según quien les conquista, sino que somos dorios de nación, libres y francos, y naturales del Peloponeso, que es tierra libre y franca, y que habitamos en Sicilia. »No esperemos a ser tomados y destruidos ciudad por ciudad, sabiendo de cierto que por esta sola vía podemos ser vencidos, y viendo que estos solo procuran apartarnos y desunirnos, a unos con buenas palabras y razones, y a otros con la esperanza de su amistad y alianza, y revolvernos a todos para que nos hagamos guerra unos a otros, usando de muy dulces y hábiles palabras ahora, para después hacernos todo el mal que pudieren cuando vieren la suya. »Y si alguno hay entre vosotros que piense que el mal que ocurriese al otro, no siendo su vecino cercano, está muy lejos de él, que no le podrá tocar el mismo daño y desventura, y que no es él de quien los atenienses son enemigos, sino solo los siracusanos, siendo, por esto, locura exponer su patria a peligro por salvar la mía, le digo que no entiende bien el caso, y que ha de pensar que defendiendo mi patria defiende la suya propia tanto como la mía, y que tanto más seguramente, y más a su ventaja lo hace teniéndome en su compañía antes que yo sea destruido y pueda mejor ayudarle. »Tengan todos en cuenta que los atenienses no han venido para vengarse de los siracusanos a causa de alguna enemistad que tuviesen con ellos, sino queriendo con este pretexto confirmar la amistad y alianza que tienen con vosotros. »Si alguno nos tiene envidia o temor, porque siempre ha sido costumbre que los más poderosos sean envidiados o temidos de los más flacos y débiles, y por esto le parece que cuanto más mal y daño recibieran los siracusanos tanto más humildes y tratables serán en adelante, y los débiles podrán tener más seguridad; este tal se confía en lo que no está en el poder ni voluntad humana, porque los hombres no tienen la fortuna en su mano como tienen su voluntad, y si la cosa por ventura ocurriera de muy distinta manera que él pensaba, pesándole de su mal propio, querría tener otra vez envidia de mí, y de mis bienes, como la tuvo antes, lo cual sería imposible después de negarme su ayuda en los peligros de la fortuna que se podían llamar tanto suyos como míos, no solamente de nombre y palabra, sino de hecho y de obra. Por tanto, el que nos ayudare y defendiere en este caso, aunque parezca que salva y defiende nuestro estado y poder, de hecho salva y defiende el suyo propio. »Y a la verdad, la razón requería que vosotros, camarineos, pues sois nuestros vecinos y comarcanos, y corréis el mismo peligro después que nosotros, hubieseis pensado y provisto esto antes, viniendo a socorrernos y ayudarnos más pronto que lo habéis hecho, y de vuestro grado y voluntad debierais venir a amonestarnos y animarnos haciendo lo mismo que nosotros hiciéramos si los atenienses fueran contra vosotros los primeros, lo cual no habéis hecho ni vosotros ni los otros. »Y si queréis alegar que obráis conforme a justicia siendo neutrales por temor de ofender a unos o a otros, fundándoos en vuestra confederación y alianza con los atenienses, no tendréis razón alguna, pues no hicisteis aquella alianza para acometer a vuestros enemigos a voluntad de los atenienses, sino solo para socorreros unos a otros si alguno os quisiese destruir. »Por esta causa los de Regio, aunque calcídeos de nación, no se han querido unir a los atenienses para restituir a los leontinos sus tierras, aunque estos son calcídeos también como ellos. Y si los de Regio, no teniendo tan buen motivo como vosotros y, solo por justificarse, se han portado tan cuerdamente en este hecho, ¿cómo queréis vosotros, teniendo causa justa y razonable para excusaros de dar favor y ayuda a los que naturalmente son vuestros enemigos, abandonar a los que son vecinos vuestros, parientes y deudos y uniros con los otros para destruirlos? »A la verdad, obraréis contra toda razón y justicia si queréis ayudar a vuestros enemigos viniendo tan poderosos, cuando, por el contrario, los debierais temer y sospechar de sus intentos. »Si todos estuviésemos unidos no tendríamos cosa alguna por qué temerles, como les temeremos por el contrario si nos desunimos, que es lo que ellos procuran con todas sus fuerzas, porque no penséis que han venido a esta tierra solamente contra los siracusanos, sino contra todos nosotros los de Sicilia, y bien saben que no hicieron contra nosotros el efecto que querían, aunque fuimos vencidos en la batalla, sino que después de la victoria consideraron prudente retirarse pronto. »De esto se deduce claramente que estando todos juntos y yendo a una, no debemos tener gran temor de ellos, sobre todo cuando llegue el socorro que esperamos de los peloponesios que son mucho mejores combatientes que ellos. »Ni tampoco os debe parecer buen consejo el de ser neutrales y no declararos a favor de una de las partes, diciendo que esto es justo y razonable en cuanto a nosotros, porque sois sus aliados, y lo más cierto y seguro para vosotros; pues aunque el derecho sea igual entre ellos y nosotros, respecto a vosotros, por razón de la alianza arriba dicha, el caso es muy diferente, y si aquellos contra quien se hace la guerra son vencidos por falta de vuestro socorro y los atenienses quedaran vencedores, podrá decirse que por vuestra neutralidad los unos fueron destruidos y los otros no encontraron obstáculo para hacer mal. »Por tanto, varones camarineos, mejor os será ayudar a los que estos quieren maltratar e injuriar que son vuestros parientes, deudos, vecinos y comarcanos, defendiéndoles y amparándoles por el bien de toda Sicilia, y no permitir que triunfen los atenienses, que excusaros con ser neutrales y no querer estar de una parte ni de otra. »Abreviando razones, pues aquí no hay necesidad de ellas para que todos sepamos lo que a cada cual conviene hacer, rogamos y requerimos nosotros, los siracusanos, a vosotros, camarineos, para que nos ayudéis y socorráis en este trance, y protestamos de que, si no lo hacéis, seréis causa de que nos venzan y destruyan los jonios, nuestros mortales enemigos, y de que siendo vosotros dorios de nación, como también lo somos nosotros, nos dejáis y desamparáis alevosamente, hasta el punto de que si fuéremos vencidos por los atenienses, será por vuestra falta, y cuando alcanzaran la victoria, el premio y galardón que obtendréis no será otro sino el que os quisiere dar el vencedor, pero si nosotros vencemos sufriréis la pena y castigo que mereciereis por haber sido causa de todo el mal y daño que nos pueda sobrevenir. »Pensando y considerando muy bien esto, desde ahora escoged una de dos cosas: o incurrir en perpetua servidumbre por no quereros exponer a peligro, o si venciereis con los atenienses no libraros de ser sus súbditos y tenerlos por señores, y a nosotros durante muy largo tiempo por vuestros enemigos.» Con esto acabó su discurso, y tras él se levantó Eufemo, embajador de los atenienses, que habló de esta manera: XV. Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a los camarineos. «Varones camarineos, hemos venido principalmente para renovar y confirmar la amistad y alianza antigua que tenemos con vosotros, pero calumniados por este siracusano en su discurso, será necesario hablar de nuestro imperio y señorío, y de cómo le tenemos y poseemos con justo título y causa. De ello, este mismo que ha hablado da el mejor y mayor testimonio que ser pudiera, pues dice que los jonios siempre fueron y han sido enemigos de los dorios. »Empero conviene entender la cosa tal y como es cierta, a saber: que nosotros somos jonios de nación y los peloponesios dorios, y porque estos son muchos más en número que nosotros y nuestros vecinos y comarcanos, hemos procurado por todas las vías y maneras posibles eximirnos de su mando. »Por esto, después de la guerra con los medos, teniendo tan buena armada como poseíamos, nos apartamos del mando y dirección de los lacedemonios que entonces eran los caudillos de toda la hueste de los griegos, porque no había más razón para que ellos nos mandasen a nosotros que nosotros a ellos, sino la de que ellos eran más poderosos a la sazón que nosotros, y, por consiguiente, llegando nosotros a ser señores y caudillos de los griegos que antes estaban sujetos a los medos, hemos tenido y habitado nuestra tierra, sabiendo de cierto que mientras tuviéremos fuerzas para resistir al poder de los lacedemonios no hay razón para que debamos estarles sujetos. »Hablando en realidad de verdad, tenemos buena y justa causa para haber querido sujetar a nuestra dominación a los jonios y a los otros isleños, aunque además fueren nuestros parientes y deudos como dicen los siracusanos, pues estos jonios vinieron con los medos contra nuestra ciudad, siendo su metrópoli de donde ellos descienden y son naturales, por miedo de perder sus casas y posesiones, y no osaron aventurar sus villas y ciudades como nosotros hicimos por guardar y conservar la libertad común de Grecia, antes escogieron por mejor ser siervos y súbditos de los bárbaros medos por salvar sus bienes y haciendas, y aun venir con ellos contra nosotros para ponernos en la misma servidumbre. »Por estas razones somos dignos y merecedores de mandar y señorear a otros, pues sin ninguna excusa dimos para aquella guerra más naves y nos mostramos con más ánimo y corazón que todas las otras ciudades de Grecia, y por la misma causa merecemos tener mando y señorío sobre los jonios que nos hicieron todo el mal y daño que pudieron cuando se unieron a los medos. »Por tanto, si codiciamos aumentar nuestras fuerzas contra los peloponesios, y no estar más bajo el mando de otro, con derecho y razón queremos tener mando y señorío por haber sido los únicos que desbaratamos y lanzamos a los medos, o a lo menos, por la libertad común, nos expusimos a peligro y tomamos a nuestra costa los males y daños de los otros, y principalmente de estos jonios, como si fueran propios nuestros. Además, a cada cual es lícito, sin envidia ni reprensión, procurar su salud por todas las vías que pudiere, y por esta causa, para nuestra mayor seguridad y defensa, hemos venido aquí a fin de que veáis que esto que os demandamos, es tan útil y provechoso a vosotros como a nosotros, y mostraros las causas por las que estos nos calumnian y quieren infundir miedo en vuestros ánimos. »Sabemos muy bien que los que por temor o sospecha de alguna cosa son fáciles de ser persuadidos al principio con elocuentes palabras, después, cuando llegan a las obras, hacen aquello que más les conviene. Y ciertamente nosotros tenemos y conservamos nuestro imperio y señorío por temor como arriba hemos dicho, y por la misma causa y razón venimos aquí con intención de guardar y conservar a nuestros amigos en su libertad, no para someterles a nuestra dominación y servidumbre, sino para estorbar que los otros les pongan bajo la suya. »Ninguno se debe maravillar de que vengamos con tan gruesa armada para ayudar y defender a nuestros amigos, ni menos debe alegar en consecuencia que haríamos tan grandes gastos por cosa que no nos toca en nada, sabiendo que cuanto más poderosos seáis para resistir a los siracusanos, tanto más seguro estará nuestro estado para con los peloponesios, porque tanto menos podrán recibir ellos el socorro de los siracusanos. Esta es la principal cosa en que nos puede aprovechar vuestra amistad y alianza, por la cual asimismo es justo y conveniente que los leontinos sean restituidos en sus tierras y haciendas, y no estén más tiempo sujetos como están los de Hiblea, sus deudos y parientes, y para que tengan medios de sostener la guerra en nuestro favor contra los siracusanos. »Nosotros solos somos bastantes para mantener la guerra en Grecia contra nuestros enemigos en nuestra tierra, y los calcídeos, nuestros súbditos, por los cuales este siracusano sin razón nos calumnia diciendo que no es verosímil queramos restituir a estos leontinos su libertad, teniendo a los calcídeos en servidumbre, nos ayudarán muy bien, porque eximiéndoles de dar gente para la guerra, nos proveerán de dinero. Asimismo nos ayudarán los leontinos que habitan en tierra de Sicilia, y los demás amigos y confederados, mayormente aquellos que viven en más libertad. »Cierto es que el varón que rige con tiranía, y la ciudad que ejerce mando y señorío, ninguna cosa tiene por mala y fuera de razón si le es provechosa, y ninguna considera suya si no la tienen segura; pero no lo es menos que conviene hacerse amigos o enemigos según la oportunidad de los tiempos y negocios, y ningún provecho nos traería al presente hacer mal a nuestros amigos, sino al contrario, mantenerlos en su fuerza y poder para que, por medio de ellos, nuestros enemigos sean más débiles. Lo podéis muy bien creer por la forma y manera de vivir que tenemos y guardamos con los otros aliados y confederados en Grecia, de quienes nos servimos según conviene más a nuestro provecho. De los de Quíos y de Metimna tomamos naves, y en lo demás les dejamos vivir en libertad y conforme a sus leyes. A algunos tratamos con más rigor haciéndoles pagar tributo, y a otros con más libertad como amigos y aliados y no como súbditos en cosa alguna, aunque sean isleños y de fácil conquista para los enemigos por estar más cercanos al Peloponeso, y por esta causa más en peligro de ser invadidos por todas partes. »Debe creerse, pues, que lo que allí hacemos lo queramos también hacer aquí, y que por nuestro provecho deseemos fortaleceros y ayudaros para poner miedo y temor a los siracusanos que desean sujetaros, y no solamente a vosotros sino también a todos los otros sicilianos, cosa que podrán muy bien hacer por las grandes fuerzas y poder que tienen, o por la falta que vosotros tendréis de gente de guerra si nos volviéramos sin hacer nada, que es lo principal que ellos procuran. Por esta causa os hacen sospechar de nosotros, seguros de dominaros, si ahora seguís su partido, porque no tendremos después tan buenos medios para volver aquí con una armada como la de ahora, y ellos, viéndonos ausentes, se hallarán más fuertes y poderosos contra vosotros. »Si esto que decimos no parece a alguno verdad, se demuestra claramente por la obra, pues al principio cuando nos demandasteis ayuda y socorro, no alegabais para ello otra razón sino el miedo que teníais a que si nosotros dejásemos de venir a socorreros, los siracusanos podrían venceros y sujetaros, lo cual redundaría en peligro y mucho daño nuestro. »Sería, pues, en mi opinión, cosa injusta no querer vosotros perseverar en nuestra amistad y alianza por las mismas causas y razones que alegasteis cuando nos la pedisteis, y sospechar de nosotros solamente porque nos veis venir con tan gruesa armada para ser más fuertes y poderosos contra las fuerzas de los siracusanos. »Ni esto sería cosa justa ni razonable, antes por lo contrario, deberíais tener mayor sospecha de ellos que de nosotros, pues sabéis muy bien que sin una amistad y alianza no podríamos estar en estas tierras seguros, y si quisiésemos ser malos y poner a nuestros amigos bajo nuestro dominio, no lo podríamos conservar en adelante, así porque la navegación es muy grande desde Grecia a Sicilia, como también porque sería cosa muy difícil poder guardar y defender las ciudades de Sicilia, que son grandes y tienen mucha gente de guerra de la costa mediterránea. »Pero estos siracusanos no deben ser tan temidos de vosotros por el ejército que tienen cuanto por la gran abundancia de gente. Siendo vuestros vecinos y comarcanos estáis siempre en peligro, porque continuamente os acechan y buscan ocasión y oportunidad para dar sobre vosotros, según lo han demostrado contra otros muchos sicilianos, y ahora a la postre contra los leontinos. »Con todo esto, tienen osadía y atrevimiento de aconsejaros que toméis las armas contra nosotros que hemos venido solo para estorbarles que os hagan mal y dominen toda la tierra de Sicilia. No se comprende que os tengan por tan locos y fuera de seso que queráis dar fe y crédito a sus engaños y mentiras viendo que os amonestamos lo que es vuestro bien y salud con más verdad y certidumbre. »Os rogamos, pues, que no queráis por vuestra culpa perder el provecho que obtendréis de nosotros, que miréis bien de cuál de ambas partes os debéis confiar más, y sobre todo considerad que estos siracusanos en todos tiempos tienen medios y recursos para poderos vencer y sujetar sin ayuda de otro por la multitud de gente que son. Fijaos en que no podréis tener siempre para vengaros de ellos y lanzarlos de vosotros tanta y tan buena fuerza como al presente con la ayuda y socorro de nosotros, vuestros amigos y aliados, a quienes, si ahora dejáis volver sin hacer nada, por la sospecha que tenéis de nosotros, o no sentís que nos suceda algún mal por vuestra causa, vendrá tiempo en que deseéis ver siquiera una parte de nosotros, y será en balde, porque no nos tendréis a vuestro lado. »Porque vosotros, camarineos, y los otros sicilianos, no deis fe ni crédito a las calumnias de estos que alegan contra nosotros, he querido mostraros y declarar con verdad las causas por las cuales estos nos quieren hacer sospechosos, y para que, habiéndolas oído y recogido en vuestra memoria, queráis otorgar nuestra demanda. »No negamos tener el mando y señorío sobre otros pueblos vecinos y cercanos, porque no queremos ser mandados por otros; pero, en cuanto a los sicilianos, decimos que hemos venido aquí para impedir que otros los sometan, temiendo el mal y daño que nos podrían causar después los que los sujetasen y fuesen sus señores. Cuantas más tierras tenemos que guardar, tanto más obligados estamos a hacer más cosas que otros. Por esta causa hemos venido aquí esta vez, y las otras pasadas para defender y amparar a aquellos de vosotros que eran oprimidos e injuriados por otros, y no venimos por nuestra voluntad y propio _motu_, sino llamados y rogados por ellos. »Sois al presente jueces y árbitros de nuestros hechos. No intentéis innovar cosa alguna de que después os hayáis de arrepentir, ni desechéis nuestra ayuda y amistad, sino aprovechaos de ella, puesto que podéis hacerlo al presente. »Considerad que esto no ocasiona igualmente daño a todos, sino provecho evidente para los más de los griegos, porque por las fuerzas y poder grande que tenemos para socorrer y ayudar a los oprimidos, y vengar sus injurias, aunque no sean nuestros súbditos, los que están en asechanza para hacerles alguna violencia, procuran mantenerse tranquilos; y los que están a punto de ser injuriados y oprimidos, pueden vivir seguros, sin ningún trabajo, a costa ajena. »Así, pues, varones camarineos, os amonesto que no queráis desechar esta seguridad que es común a ambas partes y necesaria para vosotros, sino antes, con nuestra ayuda haced con los siracusanos lo mismo que ellos han hecho con nosotros, y prevenid sus asechanzas, de manera que no hayáis menester estar siempre en vela con pena y trabajo para guardaros de ellos.» De esta manera habló Eufemo. Los camarineos estaban por entonces en tal disposición que tenían gran voluntad a los atenienses, y de buena gana quisieran seguir su partido, si no sospecharan que venían con codicia de conquistar a Sicilia y ocupar su estado. En cuanto a los siracusanos, aunque tenían a menudo cuestiones y diferencias con ellos sobre los límites, por ser vecinos y comarcanos; empero, por esta misma causa de vecindad les habían enviado algún socorro de gente de a caballo, para si acaso alcanzasen la victoria no les pudiesen culpar de que habían vencido sin ayuda de ellos, y también para lo venidero tenían propósito de ayudar a los siracusanos antes que a los atenienses a muy poca costa. Pero después que los atenienses lograron la victoria pasada, por no mostrar que los tenían en menos que a los vencidos, previa consulta entre sí, dieron igual respuesta a los unos y a los otros diciendo que habiendo guerra entre ambas partes, que eran sus amigos y aliados, estaban resueltos, para no faltar a su juramento de ser neutrales, a no dar ayuda ni a los unos ni a los otros. Con esta respuesta partieron los embajadores. Entretanto los siracusanos hacían todos los aprestos necesarios para la guerra, y los atenienses por su parte pasaban el invierno en Naxos, y desde allí tenían sus inteligencias por todas las vías y maneras que podían con la mayoría de las ciudades de Sicilia por atraerlas a su amistad y devoción. Muchas de ellas, especialmente las que estaban en tierra llana, que eran súbditas de los siracusanos, se rebelaron contra ellos, y las otras ciudades libres y francas, que estaban más adentro, en tierra firme, se confederaron con los atenienses, y les enviaron socorro, unas de dinero, otras de gente y otras de vituallas. De las ciudades que no lo quisieron hacer de grado, fueron algunas obligadas a ello por fuerza de armas, y a las otras prohibieron y estorbaron dar auxilio a los siracusanos. Durante este invierno salieron de Naxos y volvieron los atenienses a Catana, donde rehicieron sus alojamientos y estancias en el mismo lugar que estaban antes, cuando los siracusanos las quemaron. Estando aquí enviaron un buque con embajada a los cartagineses para hacer alianza con ellos si podían, y asimismo a las otras ciudades marítimas que están en la costa del mar Tirreno, de las cuales algunas se aliaron con ellos y les prometieron socorro y ayuda en aquella guerra contra los siracusanos. Además mandaron a los egesteos y a los otros sus aliados de Sicilia que les enviasen toda la gente de a caballo que pudiesen, e hicieron gran provisión de madera, herramienta y otras cosas necesarias para construir un muro fuerte delante de la ciudad de Siracusa, la cual estaban decididos a sitiar inmediatamente después que pasase el invierno. XVI. Los lacedemonios, por consejo y persuasión de los corintios y de Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos contra los atenienses. Los embajadores que los siracusanos habían enviado a los lacedemonios, al pasar por la costa de Italia, trabajaron por persuadir las ciudades marítimas, y atraerlas a la devoción y alianza de los siracusanos, mostrándoles que si los propósitos de los atenienses se realizaban prósperamente en Sicilia les podría ocurrir después a ellos mucho daño. Desde allí fueron a desembarcar a Corinto, donde presentaron su demanda al pueblo, que consistía en rogarles les dieran ayuda y socorro como a sus parientes y amigos. Se los otorgaron de buena gana, siendo en esto los primeros de todos los griegos, y nombraron embajadores que fuesen juntamente con ellos a los lacedemonios para persuadirles de que comenzaran la guerra de nuevo contra los atenienses, y también al mismo tiempo enviasen socorro a los siracusanos. Todos estos embajadores fueron a Lacedemonia, y a los pocos días llegaron también allí Alcibíades y los otros desterrados de Atenas, que desde Turios, donde primeramente aportaron, pasaron a Cilene, que es tierra de Élide, y de allí a Lacedemonia, bajo la seguridad y salvoconducto de los lacedemonios que les habían mandado ir, porque sin esto no se atreverían a causa del tratado hecho con los mantineos. Estando los lacedemonios reunidos en su Senado entraron los embajadores corintios, los siracusanos y Alcibíades con ellos, y todos juntos expusieron su demanda con igual objeto. Aunque los éforos y los otros gobernadores de Lacedemonia habían determinado enviar embajada a los siracusanos para aconsejarles que no hiciesen concierto con los atenienses, no por eso tenían deseo de darles socorro alguno, pero Alcibíades, para moverles a ello, les hizo el razonamiento siguiente: «Varones lacedemonios, ante todas cosas me conviene primeramente hablar de aquello que a mí en particular toca y podría ser objeto de calumnia. Si por razón de esta calumnia me tenéis por sospechoso, en ninguna manera deis crédito a mis palabras cuando os dijere algo tocante al bien y pro de vuestra república. »En tiempos pasados mis progenitores, por causa de cierta acusación contra ellos, dejaron el domicilio y hospitalidad que tenían en vuestra ciudad. Yo después le quise volver a tomar, y por ello os he servido y honrado en muchas cosas, y entre otras principalmente en la derrota y pérdida que sufristeis en Pilos. Perseverando en esta buena voluntad y afición que siempre tuve a vosotros y a vuestra ciudad, os reconciliasteis con los atenienses e hicisteis con ellos vuestros conciertos, dando con ellos fuerzas a mis contrarios y enemigos y haciéndome gran deshonra y afrenta. »Esta fue la causa por que me pasé a los mantineos y a los argivos con sobrada razón, y estando con ellos y siendo vuestro enemigo, os hice todo el daño que pude. »Si alguno hay de vosotros que desde entonces me tenga odio y rencor por el mal que os hice, puede ahora olvidarlo si quiere mirar a la razón y a la verdad; y si algún otro tiene mal concepto de mí porque favorecía a los de mi pueblo y era de su bando, tampoco acierta queriéndome mal o considerándome sospechoso. »Nosotros los atenienses siempre fuimos enemigos de los tiranos. Lo que puede ser contrario al tirano que manda se llama el pueblo, y por esta causa la autoridad y mando del pueblo siempre ha permanecido entre nosotros firme y estable, y así mientras la ciudad mandaba y valía, fueme forzoso muchas veces andar con el tiempo y seguir las cosas de entonces, pero siempre trabajé por corregir y reprimir la osadía y atrevimiento de los que querían fuera de justicia y razón guiar los asuntos a su voluntad, porque siempre hubo en tiempos pasados, y también los hay al presente, gentes que procuran engañar al pueblo aconsejándole lo peor, y estos son los que me han echado de mi tierra. »Ciertamente, en todo el tiempo que tuve mando y autoridad en el pueblo le aconsejé su bien, y aquello que entendía ser lo mejor a fin de conservar la ciudad en libertad y prosperidad según estaba antes, y aunque todos aquellos que algo entienden, saben bien qué cosa es el mando de muchos, ninguno lo conoce mejor que yo por la injuria que de ellos he recibido. »Si fuese menester hablar de la locura y desvarío de estos, que a todos es notorio y manifiesto, no diría cosa que no fuese cierta y probada. Mas, en fin, no me pareció oportuno trabajar entonces por mudar el estado de la república cuando estábamos cercados por vosotros nuestros enemigos. Lo dicho baste por lo que toca a las calumnias que podrían engendrar odio y sospecha contra mí entre vosotros. »Quiero ahora hablar de las cosas que tenéis necesidad de consultar al presente, en las cuales si entiendo algo más que vosotros lo podréis juzgar por las siguientes razones. »Nosotros los atenienses pasamos a Sicilia primeramente con intención de sujetar a los sicilianos si pudiéramos, y tras ellos a los italianos. Hecho esto, intentar la conquista de las tierras aliadas con Cartago, y a los mismos cartagineses si fuese posible; y realizada esta empresa, en todo o en parte, procurar después someter a nuestro señorío todo el Peloponeso, teniendo en nuestra ayuda y por amigos todos los griegos que habitan en tierra de Sicilia y de Italia, y gran número de extranjeros y bárbaros que hubiésemos tomado a sueldo, principalmente de los iberos, los cuales sin duda son al presente los mejores hombres de guerra que hay en todos aquellos parajes. »Por otra parte, proyectábamos hacer muchas galeras en la costa de Italia, donde hay gran copia de madera y otros materiales para ello, a fin de poder cercar mejor el Peloponeso, así por mar con estas galeras como por tierra con nuestra gente de a caballo e infantería, con esperanza de poder tomar parte de las ciudades de aquella tierra por fuerza, y otras por cerco, lo cual nos parecía que se podía hacer bien. »Conquistado el Peloponeso, pensábamos que muy pronto y sin dificultad podríamos adquirir el mando y señorío de toda Grecia, y haríamos que estas tierras conquistadas por nosotros nos proveyesen de dinero y bastimentos, sin perjuicio de las rentas ordinarias que de ellas se podría sacar. »Esto es lo que intenta la armada que está en Sicilia, según lo habéis oído de mí como de hombre que sabe enteramente los fines e intenciones de los atenienses, que han de efectuar si pueden los otros capitanes y caudillos que quedan al frente del ejército si vosotros no socorréis pronto, pues no veo allí cosa que se lo pueda estorbar, porque los sicilianos no son gentes experimentadas en la guerra; y aunque todos, por acaso, se uniesen, lo más que podrían hacer sería resistir a los atenienses, mas los siracusanos, que ya una vez han sido vencidos y están imposibilitados de armar naves, en manera alguna podrán solos resistir al valor y fuerzas del ejército que allí hay ahora. Si toman aquella ciudad, seguidamente se apoderarán de toda Sicilia, y tras ella de Italia, y hecho esto, el peligro de que antes os hice mención no tardará mucho de llegar sobre vuestras cabezas. »Por tanto, ninguno de vosotros piense que en este caso se trata solo de Sicilia, sino también del Peloponeso, a menos de poner inmediatamente remedio, y para esto conviene, en cuanto a lo primero, enviar una armada, en la cual los mismos marineros sean hombres de guerra, y lo principal de todo que haya un caudillo y capitán natural de Esparta, prudente y valeroso, para que este tal, con su presencia, pueda mantener en vuestra amistad y alianza a los que al presente son vuestros amigos y aliados y obligar a ello a los que no lo son; haciéndolo así, los que son vuestros amigos cobrarán más ánimo y osadía, y los que dudan si lo serán tendrán menos temor de entrar en vuestra amistad y alianza. »Además, debéis comenzar la guerra contra los atenienses más al descubierto, porque haciéndolo de esta manera, los siracusanos conocerán claramente que tenéis cuidado de ellos, y con tal motivo tomarán más ánimo para resistir y defenderse, y los atenienses tendrán menos facilidades para enviar socorro a los suyos que allí están. »También me parece que debéis tomar y fortalecer de murallas la villa de Decelia, que está en el límite de Atenas, por ser la cosa que los atenienses temen más, y solo a esta villa no se ha tocado en toda la guerra pasada. Indudablemente causa mucho daño a su enemigo el que entra y acomete por donde más teme y sospecha, y de creer es que cada cual teme las cosas que sabe le son más perjudiciales. »Por esto os advierto el provecho que obtendréis de cercar y fortalecer la citada villa y el daño que haréis a vuestros enemigos, pues cuando hayáis fortificado esta plaza dentro de tierra de los atenienses, muchas de las villas de su comarca se os rendirán de grado, y las que quedaren por rendir las podréis tomar más fácilmente. »Además, la renta que tienen los atenienses de las minas de plata en Laurio, y las otras utilidades y provechos que sacan de la tierra y de las jurisdicciones cesarán, y mayormente las que cogen y llevan de sus aliados, los cuales viéndoos venir con todo vuestro poder contra los atenienses los menospreciarán y os tendrán más temor en adelante. »En vuestra mano está, varones lacedemonios, efectuar todo esto. Y no me engaña mi pensamiento de que lo podéis hacer a salvo, y en breve tiempo si quisiereis, y sin que por ello deba ser tenido o reputado por malo, porque habiendo sido antes vuestro mortal enemigo y amigo de mi pueblo, ahora me muestre tan áspero y cruel contra mi patria: ni tampoco debéis tenerme por sospechoso y presumir que todo lo que digo es para ganar vuestra gracia y favor a causa de mi destierro. Porque a la verdad, confieso que estoy desterrado, y así es cierto por la maldad de mis adversarios, aunque no lo estoy para vuestra utilidad y provecho si me quisiereis creer, ni debo al presente tener tanto por mis enemigos a vosotros que alguna vez nos hicisteis mal y daño siendo enemigos nuestros, como a aquellos que han forzado a mis amigos a que se me conviertan en enemigos, no solamente ahora que me veo injuriado, sino también entonces cuando tenía mando y autoridad en el pueblo. »Echado por mis adversarios injustamente de mi tierra, no pienso que voy contra mi patria haciendo lo que hago, antes me parece que trabajo por recobrarla, pues al presente no tengo ninguna. Y a la verdad, debe ser antes tenido y reputado por más amigo de su patria el que por el gran deseo de recobrarla hace todo lo que puede para volver a ella, que el que habiendo sido echado injustamente de ella y de sus bienes y haciendas no osa acometerla e invadirla. »En virtud de las razones arriba dichas, varones lacedemonios, me tengo por digno de que debáis y queráis serviros de mí en todos vuestros peligros y trabajos, pues sabéis que se ha convertido ya en refrán y proverbio común, que aquel que siendo enemigo pueda hacer mucho daño, siendo amigo puede hacer mucho provecho. Cuanto más que conozco muy bien todas las cosas de los atenienses, y casi entiendo ya de las vuestras por conjeturas, y por eso ruego y requiero que, pues estáis aquí reunidos para consultar asuntos de tan grande importancia, no tengáis pereza en organizar dos ejércitos, uno por mar para ir a Sicilia, y otro por tierra para entrar en los términos de Atenas, porque haciendo esto, con muy poca gente podréis realizar grandes cosas en Sicilia y destruir el poder y fuerzas de los atenienses que tienen ahora y podrían tener en lo porvenir. »Así llegaréis a poseer vuestro estado más seguro y a tener el mando y señorío de toda Grecia, no por fuerza, sino porque de propia voluntad os lo dará.» Cuando Alcibíades acabó su discurso, los lacedemonios, que ya tenían pensamiento de hacer la guerra a los atenienses (aunque la andaban dilatando y no tomaban resolución definitiva), se afirmaron y convencieron de la conveniencia de realizarla por las razones de Alcibíades, teniendo por cierto que decía la verdad por ser persona que sabía bien lo que deseaban y proyectaban los atenienses. Y desde entonces determinaron tomar y fortificar la villa de Decelia y enviar algún socorro a Sicilia. Eligieron por capitán para la empresa de Sicilia a Gilipo, hijo de Cleándridas, al que mandaron que hiciese todas las cosas por consejo de los embajadores siracusanos y de los corintios, y que lo más pronto que pudiese llevase socorro a los de Sicilia. Con este mandato fue Gilipo a Corinto para que le enviasen al puerto de Ásine dos galeras armadas, y aparejasen todas las otras que habían de mandar, a fin de que estuviesen a punto de hacerse a la vela lo más pronto que pudieran, de manera que todos se encontrasen dispuestos a navegar con el primer buen tiempo. Tomada esta determinación partieron los embajadores de los siracusanos de Lacedemonia. Entretanto, la galera que los capitanes atenienses habían enviado desde Sicilia a Atenas a pedir socorro de gente, dinero y vituallas llegó al puerto de Atenas, y los que venían en ella dieron cuenta a los atenienses del encargo, lo cual, oído por ellos, acordaron enviarles el socorro que demandaban. En esto llegó el fin del invierno, que fue el decimoséptimo año de esta guerra que escribió Tucídides. XVII. Los atenienses, preparadas las cosas necesarias para la guerra, sitian Siracusa. -- Victorias que alcanzan contra los siracusanos en el ataque de esta ciudad. -- Llega a Sicilia el socorro de los lacedemonios. Al comienzo de la primavera, los atenienses que estaban en Sicilia se hicieron a la vela, y saliendo del puerto de Catana, fueron directamente a Mégara, que por entonces tenían los siracusanos, y que después que los moradores de ella, en tiempo de Gelón el tirano, fueron expulsados, según arriba hemos dicho, no había sido poblada de nuevo. Desembarcando allí los atenienses, salieron a robar y destruir toda la tierra, y después fueron a combatir un castillo de los siracusanos que estaba cerca, creyendo que lo tomarían por asalto; mas viendo que no lo podían hacer, se retiraron hacia el río Terias, pasaron el río, robaron y destruyeron también todas las tierras llanas que estaban a la otra parte de la ribera, mataron algunos siracusanos que encontraron por los caminos, y después pusieron trofeo en señal de victoria. Hecho esto, se embarcaron y volvieron a Catana, donde se abastecieron de vituallas y otras provisiones, y con todo el ejército partieron contra una villa llamada Centóripa, la cual tomaron por capitulación. Al salir de ella, quemaron y talaron todos los trigos de Inesa y de Hiblea, y regresaron otra vez a Catana, donde hallaron doscientos y cincuenta hombres de armas que habían ido de Atenas, sin que tuviesen caballos, sino solamente las armas y arreos de caballos, suponiendo que de la tierra de Sicilia les habían de proveer de caballos, treinta flecheros de a caballo y más de trescientos talentos de plata que les enviaron los atenienses[7]. En este mismo año[8] los lacedemonios se pusieron en armas contra los argivos; mas habiendo salido al campo para ir a la villa de Cleonas, sobrevino un terremoto que les infundió gran espanto, y les hizo volver. Viendo los argivos que sus contrarios se habían retirado, salieron a tierra de Tirea que está en su frontera, y la robaron y talaron, consiguiendo tan gran presa, que vendieron los despojos en más de veinticinco talentos[9]. En esta misma sazón[10] la comunidad de Tespias se levantó contra los grandes y gobernadores; mas los atenienses enviaron gente de socorro, que prendieron a la mayor parte de los comuneros, y los otros huyeron. En el mismo verano los siracusanos, sabedores de que había llegado socorro de gente de a caballo a los atenienses, y pensando que si tenían caballos inmediatamente irían a ponerles cerco, tuvieron en cuenta que cerca de Siracusa había un arrabal, llamado Epípolas, que dominaba la ciudad por todas partes y en lo alto de él un llano espacioso con ciertas entradas por donde podían subir; que sería imposible cercarlo, y que si los enemigos lo ganaban una vez, podrían hacer mucho daño a la ciudad desde allí, por todo lo cual determinaron fortificar aquellas entradas para impedir que los enemigos lo pudiesen tomar. Al día siguiente pasaron revista a toda la gente del pueblo y a aquellos que estaban bajo el mando de Hermócrates, y de sus compañeros, en un prado que está junto al río llamado Anapo, y de toda la gente del pueblo escogieron seiscientos hombres de pelea para guardar el arrabal de Epípolas, de los cuales dieron el mando a Diomilo, un desterrado de Andros, mandándole que si por acaso se veía atacado de pronto, diese aviso para que pudiera ser socorrido. Aquella misma noche los capitanes atenienses pasaron revista a su gente. Al despuntar el día, partieron de Catana y fueron secretamente con todo su ejército a salir a un lugar llamado León, distante del arrabal de Epípolas siete estadios, y allí alojaron toda su infantería antes que los siracusanos lo pudiesen saber. Por otra parte, fueron con su armada a una península, llamada Tapso, que está a una legua corta de la ciudad, y cercada por todas partes de mar, excepto en un pequeño istmo. Cerraron luego la entrada de él para estar seguros de parte de tierra. Hecho esto, la infantería de los atenienses que estaba alojada en León, con gran ímpetu, fue a dar sobre Epípolas, y lo ganaron antes que los seiscientos hombres que los siracusanos habían señalado para la guarda de él pudiesen llegar, porque aún estaban en el lugar donde había sido la revista. Sabido esto por los siracusanos, salieron del pueblo para socorrer el arrabal, que estaba cerca de veinticinco estadios de allí[11], y juntamente con ellos Diomilo con los seiscientos hombres que tenía a su cargo. Al llegar donde estaban los enemigos, tuvieron una refriega con ellos, en la cual los siracusanos llevaron lo peor, siendo vencidos y dispersados, y muriendo cerca de trescientos, entre ellos Diomilo, su capitán; todos los otros fueron forzados a retirarse a la ciudad. Al día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a sus enemigos, les pidieron los muertos para enterrarlos, y los atenienses levantaron también allí un trofeo en señal de triunfo. Al otro día de mañana salieron delante de la ciudad a presentar la batalla a los siracusanos; mas viendo que ninguno acudía, regresaron a su campo, y en la cumbre de Epípolas, en el lugar llamado Lábdalo, hicieron un atrincheramiento hacia la parte de Mégara para recoger su bagaje cuando saliesen hacia la ciudad, o para hacer alguna correría. Poco tiempo después se les unieron trescientos hombres de a caballo que los egesteos les enviaban de socorro, y cerca de otros ciento de los de Naxos y otros sicilianos, además de los doscientos y cincuenta suyos, para los cuales ya habían adquirido caballos, así de los que les dieron los egesteos como de otros comprados por su dinero. De manera que tenían entre todos seiscientos cincuenta caballos. Habiendo dejado gente de guarnición dentro de Lábdalo, partieron directamente contra la villa de Sica, la cual cercaron de muro en tan breve espacio de tiempo, que a los siracusanos asustó su gran diligencia, aunque por mostrar que no tenían temor alguno, salieron de la ciudad con intención de pelear con los enemigos; pero como sus capitanes los vieron marchar tan desordenados, comprendiendo que con grande dificultad los podrían ordenar, hicieron retirar a todos dentro de la ciudad, excepto una banda de gente de a caballo que dejaron para impedir y estorbar a los atenienses llevar la piedra y otros materiales para hacer el muro, y también para que recorriese el campo. Pero los caballos de los atenienses con una banda de infantería les acometieron con tanto denuedo que les vencieron, y haciéndoles volver las espaldas mataron algunos. Por causa de este hecho de armas de la caballería levantaron otro trofeo en señal de victoria. El día siguiente los atenienses, en su campo, unos trabajaban en labrar el muro a la parte del mediodía, otros traían piedra y otros materiales del lugar que llaman Trógilo, y lo venían a descargar todo en la parte donde el muro estaba más bajo del extremo del puerto grande hasta la otra parte de la mar. Viendo esto los siracusanos acordaron no salir en adelante todos juntos contra los enemigos por no aventurarse a una derrota definitiva, sino hacer reparar un fuerte de fuera del muro de la ciudad, frente al muro que los atenienses labraban, porque les parecía que si hacían pronto su fuerte, antes que los enemigos pudiesen acabar dicho muro, los lanzarían fácilmente, y que, poniendo en él gente de guarda, podrían enviar una parte de su ejército a que tomase las entradas y después fortificarlas. Haciendo esto creían probable que los enemigos se apartasen de su obra para atacarles todos juntos. Con este consejo salieron de la ciudad y comenzaron a trabajar en su fuerte y reparo, tomando desde el muro de la ciudad y continuando a la larga frente al de los enemigos. Para esta obra cortaron muchos olivos del término y sitio del templo, con los cuales hicieron torres de madera para defensa del fuerte por la parte de la marina que ellos tenían, porque los atenienses aún no habían hecho llegar su armada desde Tapso al puerto grande a fin de poder impedirlo, del cual lugar de Tapso hacían traer por tierra abastecimientos y otras cosas necesarias. Habiendo los siracusanos acabado su fuerte, sin que los atenienses se lo pudiesen estorbar por tener bastante que hacer por su parte construyendo su muro, y sospechando que si atendían a dos cosas al mismo tiempo podrían ser más fácilmente combatidos por los atenienses, se retiraron dentro de la ciudad, dejando una compañía de infantería guarneciendo aquel fuerte. Por su parte los atenienses rompieron los acueductos por donde el agua iba a la ciudad, y sabiendo por sus espías que la compañía de los siracusanos que había quedado en guarda de su fuerte y parapetos, a la hora del mediodía, unos se retiraban a sus tiendas y otros entraban en la ciudad, y los que quedaban allí en guarda estaban descuidados, escogieron trescientos soldados muy bien armados y algún número de otros armados a la ligera para que fuesen delante a combatir el fuerte, y al mismo tiempo ordenaron todo el ejército en dos cuerpos, cada cual con su capitán, para que el uno fuese directamente hacia la ciudad a fin de recibir a los de dentro si salían a socorrer a los suyos, y la otra hacia el fuerte por la parte del postigo llamado Pirámide. Dada esta orden, los trescientos soldados que tenían a su cargo acometer el fuerte, le combatieron y tomaron, porque la guarnición lo abandonó, acogiéndose al muro que estaba en torno del templo; pero los atenienses los siguieron tan al alcance, que casi a una, mezclados, entraron con ellos en Siracusa, aunque inmediatamente fueron rechazados por los de la ciudad que acudían en socorro. En este encuentro murieron algunos atenienses y argivos; los otros todos al retirarse rompieron y derrocaron el fuerte de los enemigos, y llevaron de él toda la madera que pudieron a su campo. Hecho esto pusieron un trofeo en señal de victoria. Al día siguiente los atenienses cercaron con muro un cerro que está junto el arrabal de Epípolas, encima de una laguna de donde se puede ver todo el puerto grande, y extendieron el muro desde el cerro hasta el llano y desde la laguna hasta la mar. Viendo esto los siracusanos, salieron de nuevo para hacer otro fuerte de madera a la vista de los enemigos con su foso, para estorbarles que pudiesen extender su muro hasta la mar, pero los atenienses, habiendo acabado el muro del cerro, determinaron acometer otra vez a los siracusanos que trabajaban en los fosos y reparos, y para esto mandaron al general de la armada que saliese con ella de Tapso y la metiese en el puerto grande. Ellos, al despuntar el alba, bajaron de Epípolas, atravesaron el llano que está al pie y de allí la laguna por la parte más seca, lanzando en ella tablas y maderos que les pudiesen sostener los pies, pasando a la otra parte y venciendo, y dispersando a los siracusanos que allí estaban en guarda, de los cuales unos se retiraron a la ciudad y otros hacia la ribera; mas los trescientos soldados atenienses que fueron escogidos para acometerles como la vez pasada, los quisieron atajar y dieron a correr tras ellos hacia la punta de la ribera. Viendo esto los siracusanos, porque la más era gente de a caballo, revolvieron contra los trescientos soldados con tanto ímpetu, que los pusieron en huida y después cargaron sobre los atenienses que venían en el ala derecha tan rudamente, que los que estaban en primera fila se asustaron y cobraron gran miedo. Mas Lámaco, que venía en el ala izquierda, advirtiendo el peligro en que estaban los suyos, acudió a socorrerlos con muchos flecheros y algunos soldados argivos, y habiendo pasado un foso antes que le siguiesen los suyos, fue muerto por los siracusanos, como también otros cinco o seis que habían pasado con él. Los siracusanos trabajaban para pasar estos muertos a la otra parte del río antes que llegase la demás gente de Lámaco; pero no pudieron, porque les pusieron en tanto aprieto que les fue forzoso dejarlos. Entretanto, los siracusanos que al principio se habían retirado a la ciudad, viendo la defensa que hacían los otros, cobraron ánimo y salieron en orden de batalla para pelear con los atenienses, enviando algunos de ellos a combatir el muro que los atenienses habían hecho en torno de Epípolas por creer que estaba desprovisto de guarnición, como a la verdad lo estaba, y por eso ganaron gran parte del muro y le hubieran ocupado del todo si Nicias no acudiera pronto en socorro de los atenienses que habían quedado allí por mala disposición, y al ver que no había otro remedio para poder guardar y defender el muro por aquella parte por falta de gente, mandó a los suyos que pusiesen fuego a los pertrechos y madera que había delante del muro, y así se salvaron, porque los siracusanos no osaron pasar más adelante a causa del fuego, también porque veían venir contra ellos la banda de los atenienses que había seguido a los otros sus compañeros en el alcance, y además, porque las naves de sus contrarios que venían de Tapso entraban ya en el puerto grande. Conociendo, pues, que no eran bastantes para poder resistir a los atenienses ni estorbarles que acabaran su muro, acordaron retirarse hacia la mar, y los atenienses pusieron otra vez su trofeo en señal de victoria, porque los siracusanos la reconocían demandándoles sus muertos para enterrarlos, los cuales ellos les dieron y también recobraron los cuerpos de Lámaco y los otros sus compañeros que habían sido muertos con él. Reunida ya la armada de los atenienses y todo su ejército, cercaron por dos partes la ciudad por mar y por tierra, comenzando desde Epípolas hasta la mar, y estando allí sobre el cerco les traían muchos abastecimientos y vituallas de todas partes de Italia, y muchos de los aliados de los siracusanos que al principio habían rehusado aliarse con los atenienses, fueron entonces a rendirse a ellos. De la parte de la costa de Tirrenia[12] recibieron tres pentacóntoros de socorro. De manera que las cosas de los atenienses iban tan prósperas que tenían por cierta la victoria, mayormente entendiendo que los siracusanos habían perdido la esperanza de poder resistir a las fuerzas de los atenienses, porque no tenían nuevas de que de los lacedemonios les enviaran socorro alguno. Por ello tuvieron entre sí muchas discusiones para capitular, y también con Nicias, que después de la muerte de Lámaco había quedado por único caudillo de los atenienses, para hacer algún tratado de paz o treguas, mas no se concluyó cosa alguna, aunque de una parte y de la otra tuvieron muchos debates, como sucede entre hombres que están dudosos y que se ven cercados y apremiados más y más cada día. Advirtiendo los siracusanos la necesidad en que estaban, desconfiaban unos de otros, de manera que destituyeron a los capitanes que primero habían elegido, so color de que las pérdidas y derrotas sufridas fueron por culpa de ellos o por su mala dicha, y en su lugar nombraron otros tres, que fueron Heráclides, Eucles y Telias. Mientras esto ocurría, el lacedemonio Gilipo había ya llegado a Léucade con las naves de los corintios, y con determinación de acudir con toda premura a socorrer a los siracusanos. Mas teniendo nuevas de que la ciudad estaba cercada por todas partes, por muchos mensajeros que llegaban, todos conformes en la noticia, aunque no era verdad, perdió la esperanza de poder remediar las cosas de Sicilia, y para defender a Italia, partió con dos trirremes de los lacedemonios. Con él iban el corintio Pitén, con otros dos barcos de Corinto, y a toda prisa llegaron a Tarento. Tras ellos navegaban otras diez naves, dos de Léucade y tres de los ambraciotes. Al llegar Gilipo al puerto de Tarento, dirigiose a la ciudad de Turios en nombre de los lacedemonios, y como embajador para procurar atraer a los habitantes a su devoción y alianza. Al efecto les recordaba los beneficios de su padre que en tiempos pasados había sido gobernador de su estado. Mas viendo que no querían acceder a su demanda regresó a la costa de Italia hacia arriba, y cuando llegó al golfo de Terina, le sorprendió un huracán de mediodía que reinaba mucho en aquel golfo, de manera que le fue forzoso volver al puerto de Tarento, donde reparó sus naves destrozadas por el huracán. Entretanto avisaron a Nicias de la llegada de Gilipo, mas como supo las pocas naves que traía, no hizo gran caso de él, como no lo hicieron los de Turios, pareciéndoles que Gilipo venía antes como corsario para robar en la mar que para socorrer a los siracusanos. En este mismo verano los lacedemonios con sus aliados comenzaron la guerra contra los argivos, y robaron y talaron gran parte de su tierra, hasta que los atenienses les enviaron treinta barcos de socorro, rompiendo así claramente el tratado de paz con los lacedemonios, lo cual no hicieron hasta entonces, porque las entradas y robos realizados antes de una parte y de otra eran más bien actos de latrocinio que de guerra, y hasta aquel momento no quisieron unirse con los argivos y mantineos contra los lacedemonios, aunque muchas veces los argivos lo solicitaran para entrar por tierra de lacedemonios y tomar parte en el botín regresando después sin peligro. Pero entonces los atenienses después de nombrar tres capitanes para su ejército, que eran Pitodoro, Lespodias y Demárato, entraron como enemigos en tierra de Epidauro Limera, y tomaron y destruyeron Prasias y algunas villas pequeñas de aquella provincia, por lo cual los lacedemonios tuvieron después más justa causa para declararse sus enemigos. Después de volver los atenienses de la costa de Argos y los lacedemonios con su ejército de tierra, los argivos entraron en tierra de Fliunte, y habiendo robado y talado mucha parte de ella y matado a muchos de los contrarios, regresaron a la suya. FIN DEL LIBRO SEXTO. LIBRO VII. SUMARIO. I. Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las otras ciudades de Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una batalla y gana otra contra los atenienses. Los siracusanos y los corintios envían una embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro y Nicias escribe a los atenienses demandándoles refuerzos. -- II. Lo que decía la carta de Nicias a los atenienses y lo que proveyeron estos en vista de ella. -- III. Los peloponesios entran en tierra de Atenas y cercan la villa de Decelia. Socorros que envían a Sicilia, así los atenienses como los peloponesios. -- IV. Siracusanos y atenienses libran una batalla por mar en el puerto, y por tierra, pretendiendo ambos haber alcanzado la victoria. Encuentros que tuvieron después durante el sitio. -- V. Necesidades que sufría Atenas por la guerra. Algunos tracios que fueron a servir a los atenienses, y se volvieron por falta de paga, al regresar destruyen la ciudad de Micaleso, y después son casi todos dispersados. -- VI. Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes y Eurimedonte en el camino cuando iban en socorro los sitiadores de Siracusa. Auxilio que reciben los sitiados. Batalla naval entre atenienses y peloponesios junto a Naupacto. -- VII. Mientras Demóstenes y Eurimedonte están en camino para reforzar a los atenienses que sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla naval contra los atenienses. -- VIII. Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento de los atenienses. Atacan de noche los parapetos de los siracusanos junto a Epípolas y son rechazados con grandes pérdidas. -- IX. Después de celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar el sitio de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición. -- X. Logran los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses y procuran encerrarlos en el puerto donde estaban. -- XI. Ciudades y pueblos que intervienen en la guerra de Sicilia, así de una parte como de otra. -- XII. Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo en combate naval a los atenienses, de tal modo que no pueden estos salvarse por mar. -- XIII. Después de la derrota parten los atenienses de su campamento para ir por tierra a las villas y lugares de Sicilia que seguían su partido. -- XIV. Los siracusanos y sus aliados persiguen a los atenienses en su retirada y los vencen y derrotan completamente. I. Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las otras ciudades de Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una batalla y gana otra contra los atenienses. Los siracusanos y los corintios envían una embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro y Nicias escribe a los atenienses demandándoles refuerzos. Después que Gilipo y Pitén repararon sus naves en Tarento, partieron para ir a Locros Epicefirios, hacia el poniente, y avisados de que la ciudad de Siracusa no estaba aún cercada por todas partes y de que podían entrar por Epípolas, dudaron si dirigir el rumbo a la derecha de Sicilia, intentando entrar en la ciudad, o si, encaminándose a la izquierda, irían primeramente a abordar en Hímera, reuniendo allí toda la gente que pudiesen, así de los de la ciudad como de los otros sicilianos, y yendo después por tierra a socorrer a los siracusanos. Decidieron por fin ir a Hímera, por ser advertidos que las cuatro naves atenienses enviadas por Nicias, no habían aún aportado a Regio. Nicias las envió allí por creer que los de Gilipo estaban aún detenidos en Locros. Pasaron, pues, Gilipo y Pitén con su armada al estrecho antes que los barcos de los atenienses hubiesen aportado a Regio, y después, navegando al largo de la mar de Mesena, fueron derechamente a abordar en Hímera. Estando en este lugar indujeron a los himereos a ajustar con ellos alianza, y a que les proveyesen de barcos y de armas para su gente, de que tenían falta. Tras esto ordenaron a los selinuntios que se hallasen con todo su poder en cierto lugar que les señalaron, prometiéndoles enviar con ellos alguna de su gente de guerra. Ocurrió también que los de Gela, y algunos otros sicilianos, mostráronse más propicios a entrar en esta alianza con los peloponesios que lo habían estado antes, a causa de que Arcónides, que señoreaba algunos de los sicilianos, había muerto pocos días antes, y en vida tuvo gran amistad e inteligencia con los atenienses. También influyó en esta decisión el rumor de que Gilipo acudía con diligencia y con muchas fuerzas él y los suyos en favor de los siracusanos. Gilipo, con setecientos hombres de guerra que tomó de los suyos entre soldados y marineros armados, mil himereos armados de todas armas y a la ligera, ciento de a caballo, algunos de los selinuntios y otros hombres de armas de los de Gela, y con muchos soldados sicilianos hasta el número de mil, fue derechamente a Siracusa. Por su parte, los corintios partieron de Léucade para acudir a toda prisa a aquellas partes con todos sus barcos. Góngilo, que era su capitán, llegó el primero de todos cerca de Siracusa, aunque había partido el último. Tras él arribó Gilipo, quien al saber que los siracusanos estaban resueltos a hacer tratos con los atenienses, lo estorbó, avisándoles el socorro que les llegaba, con lo cual los siracusanos mostráronse muy alegres y consolados. Con estas noticias cobraron ánimo y salieron con todas sus fuerzas fuera de la ciudad a recibir a Gilipo, por tener entendido que ya estaba en camino, el cual habiendo tomado por fuerza de armas la villa de Ietas, dirigiose con toda su gente puesta en orden de batalla hacia Epípolas. Llegó allí por la parte de Euríelo, por donde los atenienses habían subido la primera vez, se unió a los siracusanos y todos juntos marcharon hacia el muro de los atenienses, que ya entonces tenía de largo hasta siete u ocho estadios desde el campamento de los atenienses hasta la mar, y era doble por todas partes, excepto por un extremo, hacia la mar, donde estaban construyéndolo, y de la otra parte, hacia Trógilo, habían traído gran cantidad de piedras y otros materiales. En algunos lugares estaba ya acabada la obra, en otros a medias, y finalmente en otros no habían comenzado a causa de que por aquella parte se extendía muy a la larga. En este peligro estaban los siracusanos cuando les llegó el socorro. Al ver los atenienses a Gilipo y los siracusanos ir de pronto contra ellos, quedaron muy turbados al principio, aunque después se aseguraron y pusieron a punto de batalla para salir contra sus enemigos. Antes de que se acercasen las huestes de Gilipo, les envió a decir por medio de un trompeta, que si querían partir de Sicilia dentro de cinco días con su bagaje, y todas sus cosas en salvo, de buen grado harían con ellos tratado de paz. De esta demanda no hicieron caso los atenienses, regresando el trompeta sin ninguna respuesta. Así se prepararon ambas partes para dar la batalla. Viendo Gilipo que los siracusanos estaban desordenados, y que apenas los podía poner en orden, pareciole que sería mejor hacerlos retirar, y reunir en algún lugar más espacioso. De igual manera, Nicias no quiso que marchase su gente adelante, sino que los hizo a todos detener puestos a punto de batalla junto a los muros y parapetos. Observando esto Gilipo, mandó retirar los suyos a un collado allí cerca llamado Temenitis, donde alojó todo su ejército. Al día siguiente sacó la mayor parte de sus tropas en orden de batalla hasta cerca del fuerte de los atenienses, para estorbarles que pudiesen socorrerse unos a otros. Por otra parte, envió una banda de su gente a un castillo que tenían los atenienses llamado Lábdalo, al cual tomaron por asalto y mataron a todos los que hallaron dentro, sin que los otros atenienses lo pudiesen ver ni oír. Este mismo día los siracusanos tomaron un trirreme de los atenienses cuando iba a entrar dentro del gran puerto. Después comenzaron a hacer un muro que llegaba desde la ciudad hasta encima de Epípolas, y labraron otro al través contra el muro de los atenienses para impedir, si se lo dejaban acabar, que los atenienses cercaran la ciudad completamente. Acabado el muro que querían hacer desde su campo hasta la mar, los atenienses se retiraron a su fuerte en lo más alto de él. Y porque una parte del muro estaba baja, Gilipo fue de noche con su gente hacia él, pensando tomarlo, mas sentido por los que hacían la guardia, les salieron a su encuentro y fuele forzoso retirarse muy despacio sin hacer ruido alguno. Después los atenienses alzaron más el muro y dejaron en guarda algunos soldados de los de su propia tierra. Por las otras partes pusieron otros de la gente de sus aliados. También pareció a Nicias que era necesario cercar de muro el lugar llamado Plemirio, que es una roca o cerro frente a la ciudad que penetra en la mar y llega hasta la entrada del gran puerto, siendo cierto que si le tenía fortificado, las vituallas y otras provisiones necesarias que entraban por mar podrían desembarcar más fácilmente teniendo gente de guarnición cerca del puerto, a donde antes no podían llegar, quedando muy lejos, por lo cual los barcos que llegasen no podían darles socorro de pronto. Hizo esto con propósito de ayudarse de la armada y del ejército de tierra cuando Gilipo llegara, para lo cual mandó embarcar una parte de su gente y la llevó hasta aquel lugar de Plemirio, haciéndolo cercar y fortificar con tres muros y fuertes, y metiendo allí una parte del bagaje. Junto a Plemirio podían guarecerse sus naves grandes y pequeñas. Por esta causa murieron muchos de sus marineros por falta de agua fresca, que necesitaban buscarla bien lejos de allí, sin perjuicio de que cuando salían a tierra para traer leña y provisiones, la gente de a caballo de los siracusanos que estaba en el campo los hería y mataba, y lo mismo hacía la gente de guarnición que tenían en una villa situada junto al Olimpieo, y que los siracusanos habían puesto allí para impedir que los atenienses que estaban en Plemirio pudiesen hacerles mal alguno. Avisado Nicias de que llegaban las galeras de los corintios, envió para salirles al encuentro hasta veinte de las suyas, y ordenó al capitán de esta armada que las esperase entre Locros y Regio, y les acometiese en el estrecho de Sicilia. Durante este tiempo Gilipo trabajó también para acabar el muro que tenía comenzado entre la ciudad y Epípolas, y aprovechando la piedra y materiales que los atenienses habían juntado allí para su labor. Hecho esto salía muchas veces fuera de la ciudad con su gente y la de los siracusanos en orden de batalla, y los atenienses por su parte hacían lo mismo. Cuando pareció a Gilipo tiempo oportuno de acometer a los enemigos, fue a dar en ellos con toda furia, mas a causa de que el combate se hacía entre los fuertes y parapetos de una parte y de otra, en lugar mal dispuesto para poder pelear los de a caballo, de que los siracusanos tenían gran número, fueron vencidos estos y los peloponesios, y quedaron los atenienses victoriosos, devolviendo los muertos a sus contrarios y levantando un trofeo en señal de triunfo. Después de esta batalla, Gilipo mandó reunir a todos los suyos y les habló de pasada, diciéndoles que no desmayasen, pues aquella pérdida no había ocurrido por falta de ellos, sino solo por culpa suya, que les mandó pelear en lugar estrecho, donde no se podían ayudar de la gente de a caballo, y menos de los tiros de dardos y piedras, por lo cual había determinado hacerles salir de nuevo a pelear en otro lugar más a propósito para la batalla. Por tanto, que se acordasen de que eran dorios y peloponesios, y que sería gran afrenta dejarse vencer por jonios de nación e isleños, y otros advenedizos, siendo tantos en número como ellos. Dicho esto, cuando le pareció que era tiempo, los sacó otra vez al campo en orden de batalla, y también Nicias había determinado, si no salían a pelear los enemigos, presentarles la batalla, para estorbarles que acabasen los muros y parapetos que tenían comenzados junto a los suyos, que ya estaban muy altos, y le parecía que si pasaban adelante, los mismos atenienses estarían antes cercados por los siracusanos que no los siracusanos por ellos, y en peligro de ser vencidos. Por esto determinó salir a la batalla. Había Gilipo puesto en orden la gente de a caballo y tiradores más lejos de los muros que no la vez pasada, en un lugar espacioso, donde los muros y parapetos de ambas partes estaban muy apartados, y cuando la batalla fue comenzada, los suyos atacaron la extrema izquierda de los atenienses con tanto ímpetu, que les hicieron volver las espaldas y les pusieron en huida, con lo cual los siracusanos y peloponesios consiguieron la victoria esta vez, porque todos los contrarios, viendo huir a los atenienses, hicieron lo mismo y se retiraron a sus fuertes. En la noche siguiente, los siracusanos levantaron su muro a igual del de los enemigos, y aún más, de manera que los contrarios no podían impedirles continuar su muro tan adelante como quisiesen, y aunque fuesen vencidos en batalla, no podían ya cercarlos con muralla. Tras esto llegaron las naves de los corintios, leucadios y ambraciotes, que serían en número de doce, al mando del corintio Erasínides, el cual había engañado a las naves de los atenienses que les salieron al encuentro, pues hurtándoles el viento, pasaron adelante. Desde su llegada, ayudaron a los siracusanos a acabar el muro que tenían comenzado hasta juntarlo con el otro que venía al través. Hecho esto, y viendo Gilipo que la ciudad estaba segura, partió hacia los otros lugares de Sicilia para tener negociaciones y tratos con ellos, a fin de que aceptaran su alianza y amistad contra los atenienses aquellos que estaban dudosos y no inclinados a la guerra. Los siracusanos y los corintios que habían venido en su ayuda, enviaron embajadores a Lacedemonia y a Corinto, pidiendo nuevo socorro, de cualquier manera que pudiesen dárselo, en barcos de cualquier clase, con tal que les trajesen gente de guerra. Por su parte los siracusanos, suponiendo que los atenienses enviarían también socorro a los de su campo, dispusieron sus buques para combatirlos por mar, e hicieron todos los otros aprestos necesarios para la guerra. Viendo esto Nicias, que las fuerzas de los enemigos crecían más cada día, y que las suyas disminuían y se apocaban, determinó enviar mensaje a Atenas para hacerles saber el estado en que se encontraban las cosas de su campo, que era tal, que se tenían por perdidos y desbaratados si no se retiraban o les enviaban nuevo y suficiente socorro. Sospechando que los que enviaba con el mensaje no tuvieran condiciones para decir lo que les encargaba, o se olvidasen de alguna parte, o temiesen decirlo por descontentar al pueblo, determinó escribir largamente lo que ocurría, suponiendo que cuando el pueblo supiese la verdad de lo que pasaba, adoptaría inmediatamente determinación, según requería el caso. Partieron los mensajeros con su carta e instrucciones a Atenas, y Nicias se quedó en el campo con más cuidado de guardar su ejército que de salir a acometer a los enemigos. En este mismo verano, Evetión, capitán de los atenienses con el rey Pérdicas, y otros muchos tracios, fueron a cercar la ciudad de Anfípolis; mas como viesen que no la podían tomar por tierra, hicieron subir muchas barcas por el río Estrimón, que corre por la parte de Himereo, y en esto pasó aquel verano. Al comienzo del invierno, los mensajeros que Nicias había despachado, llegaron a Atenas e hicieron relación en el Senado del encargo que traían, respondiendo a cuanto les preguntaron, mas ante todas cosas presentaron la carta de Nicias, que era del tenor siguiente: II. Lo que decía la carta de Nicias a los atenienses y lo que proveyeron estos en vista de ella. «Varones atenienses, por otras mis cartas antes de estas habréis sabido lo que acá se ha hecho, al presente es menester que sepáis la situación en que estamos para que proveáis sobre ello lo necesario. »Después que en muchas batallas vencimos a los siracusanos, contra quien nos enviasteis, e hicimos un muro y fuerte junto a su ciudad, dentro del cual estamos ahora, llegó Gilipo, capitán de los lacedemonios, con un gran ejército de peloponesios y de algunas otras ciudades de esta tierra de Sicilia, al cual vencimos en el primer encuentro, mas después por la mucha gente de a caballo y tiradores que tenía, nos vimos forzados a retirarnos y recogernos dentro de nuestro fuerte, donde al presente estamos sin hacer otra cosa, porque no podemos continuar el muro en torno de la ciudad a causa de la multitud de los contrarios, ni sacar toda nuestra gente al campo, porque es necesario dejar siempre una parte de ella para guardar nuestros fuertes. »Por otra parte, los enemigos han levantado un muro junto al nuestro, de manera que no podemos estorbarles la obra sino acometiéndoles con muy grueso ejército por fuerza de armas, de suerte que teniendo nosotros cercada esta ciudad, a nuestro parecer estamos más cercados por la parte de tierra que ellos, porque a causa de la mucha gente de a caballo que tienen, no nos atrevemos a salir muy adelante de nuestro fuerte. »Además, han pedido al Peloponeso más socorro de gente, y Gilipo salió hacia las ciudades de Sicilia, que no están de su parte, para ganar su amistad y traer de ellas, si pudiere, gente de a pie y de a caballo contra nosotros. »A lo que he podido entender, tienen determinado invadir y dar en nuestros fuertes y muros todos a una, así por mar como por tierra. No os debéis maravillar que diga nos quieren acometer por mar, porque aunque nuestra armada al principio era muy gruesa y poderosa, porque las naves estaban enteras y enjutas, y la gente de ellas sana y valiente, ahora los barcos, por haber estado mucho tiempo en descubierto, se encuentran casi podridos, y muchos de los marineros muertos, y no podemos sacar los trirremes a tierra para repararlos, porque nuestros enemigos son tantos en número como nosotros, y aun más, de manera que nos amenazan diariamente con querer acometernos, como creo que lo harán sin duda alguna, pues está en su mano hacerlo cuando quisieren, y porque pueden sacar sus naves a la orilla más fácilmente que nosotros, no estando todas juntas. »Hasta el presente no nos ha sido posible acometerles a nuestra voluntad, porque aunque tuviésemos gran número de barcos, apenas podríamos guardarlos, aunque estuviesen todos juntos, como ahora lo están, pues si nos descuidásemos algún tanto en hacer la guardia, no podríamos tener vituallas, y aun apenas las podemos tener ahora sin gran peligro, porque nos conviene pasar por delante de la ciudad a traerlas. »Por estas dificultades y otras muchas, si hasta ahora hemos perdido muchos marineros, más perderemos cada día que pase cuando salen a coger agua o a traer leña y otras provisiones necesarias, o para robar lejos del campo, porque muchas veces les atacan y cogen los de a caballo de los enemigos. »Y lo peor de todo es que mientras los nuestros pelean, los esclavos que tienen consigo, y los forzados que están en la armada, los dejan y huyen, y los que venían de su grado, viendo la armada de los enemigos tan gruesa y su ejército tan pujante por tierra, muy de otra manera que habían pensado, unos se pasan a los enemigos con cualquier pretexto, y también los otros cuando se pueden escapar, lo cual pueden hacer a su salvo porque la isla es muy grande. »Algunos de los nuestros compran esclavos de Hícara, los cuales, por tratos con los capitanes de las naves, hallan manera para hacerlos servir en su lugar, y por estos medios corrompen y destruyen la disciplina y orden militar en la mar. »Porque hablo con gente que entiende bien las cosas marítimas, digo en conclusión, que la flor y vigor de este gran número de gente de mar, no puede durar mucho tiempo, y se hallan muy pocos pilotos y patrones que sepan bien gobernar una nave. »Entre todas estas dificultades hay otra que me pone en mayor cuidado, y es, que aunque soy caudillo de esta armada no puedo establecer en ella el orden que quería, porque el genio y carácter de los atenienses es malo de corregir y castigar, y no podemos hallar otros marineros para tripular nuestras naves, lo cual pueden hacer muy fácilmente los contrarios, porque hay infinitas ciudades en Sicilia de su partido, y muy pocos que sigan el nuestro, excepto Naxos y Catana, que son muy poco poderosas, por lo cual nos vemos forzados a ayudarnos de la poca gente que nos ha quedado, y tenemos a nuestras órdenes desde el principio. »Si las ciudades de Italia que nos proveen de vituallas llegan a saber el estado en que nos encontramos y que no nos enviáis socorro alguno, se pasarán a nuestros enemigos, y sin remedio alguno seremos destruidos y desbaratados sin pelear. »Os podría escribir otras cosas más apacibles y agradables, pero no tan útiles y necesarias para vosotros si queréis poner atención en ello, cosa que dudo en gran manera, porque conozco muy bien vuestra condición y sé que oís de buena gana cosas placenteras, pero cuando el caso es distinto de lo que pensabais, echáis la culpa a los capitanes que tienen el mando. Por ello he querido escribiros la verdad, a fin de que proveáis con diligencia. Y también os debo decir, que de las cosas que nos habéis encargado en esta empresa, no podéis imputar culpa alguna a los caudillos ni capitanes, ni menos a los soldados. »Viendo, pues, que toda Sicilia conspira y se une al presente contra nosotros, y que espera nuevo socorro del Peloponeso, o determinad llamarnos, atento que somos más débiles y flacos de fuerzas que nuestros enemigos, aun en la situación en que están al presente, o de enviarnos nuevo socorro que no sea de menos naves ni de menos gente que esta que tenemos, y buena suma de dinero. Además otro general, porque yo no puedo soportar más la carga a causa del mal de riñones que me fatiga en gran manera. Y me parece que la razón lo requiere, pues mientras tuve salud os he servido muy bien. »En conclusión, que todo lo que quisiereis hacer lo determinéis desde ahora hasta el principio de la primavera, sin más dilación, porque en breve tiempo los enemigos traerán a su devoción todos los sicilianos. »Y aunque las cosas de los peloponesios se hagan más despacio, guardaos que no os suceda como antes de ahora muchas veces os ha acaecido, que ignoráis una parte de sus empresas, y la otra la sabéis tan tarde, que sois sorprendidos por su ataque antes de que lo podáis remediar.» De este tenor era la carta de Nicias, que leída por los atenienses, en cuanto tocaba a enviar nuevo capitán, por sucesor en el cargo, no fueron de esta opinión, sino que hasta tanto que le enviasen compañeros, eligieron por adjuntos dos de los que con él estaban en el ejército a saber, Menandro y Eutidemo, a fin de que, encontrándose solo y enfermo, no estuviese muy fatigado. En lo demás, determinaron enviarle nuevo socorro, así de naves como de gente de guerra y marineros suyos y de los aliados, y además nombraron otros dos nuevos capitanes juntamente con Nicias, que fueron Demóstenes, hijo de Alcístenes, y Eurimedonte, hijo de Tucles, y a Eurimedonte le enviaron enseguida cerca del solsticio del invierno a Sicilia con diez naves y veinte talentos en dinero para proveer a los que allí estaban, y darles nuevas del socorro que recibirían en adelante, y del mucho cuidado que los atenienses tenían de ellos. Demóstenes se quedó para preparar el socorro que habían ordenado enviar, y embarcarse con él al principio de la primavera. Asimismo para hacer a los aliados que proveyesen de naves, gente y dinero en la parte que les correspondía. III. Los peloponesios entran en tierra de Atenas y cercan la villa de Decelia. -- Socorros que envían a Sicilia, así los atenienses como los peloponesios. Después que los atenienses ordenaron lo que convenía hacer para Sicilia, enviaron veinte trirremes a la costa de Peloponeso para impedir que nave alguna pasase de allí ni de Corinto a Sicilia. Porque los de Corinto cuando los embajadores de los siracusanos que habían ido a demandar nuevo socorro llegaron, entendiendo que las cosas de Sicilia estaban en mejor estado, cobraron más ánimo y les pareció que la armada que habían enviado antes llegó a buen tiempo. Por esta causa aparejaron nuevo socorro de naves de carga, y lo mismo hacían los lacedemonios con los otros peloponesios. Los corintios armaron veinticinco trirremes para acompañar a sus barcos mercantes cargados de gente y defenderlos contra los de los atenienses que los estaban esperando en el paso de Naupacto. Los lacedemonios que estaban preparando el socorro por la prisa que les daban los siracusanos y los corintios, cuando entendieron que los atenienses enviaban nuevo socorro a Sicilia, así para estorbar esto como también por consejo de Alcibíades, determinaron entrar en tierra de Atenas, y ante todas cosas cercar la villa de Decelia. Emprendieron esto los lacedemonios con más gusto, porque les parecía que los atenienses, manteniendo guerra en dos partes, a saber, en Sicilia y en su misma tierra, estarían más expuestos a ser deshechos, y también por la justa querella que tenían a causa de haber estos empezado la guerra los primeros, cosa totalmente contraria a los tratos precedentes, cuyo rompimiento comenzó de parte de los lacedemonios, pues los tebanos invadieron la ciudad de Platea, sin estar rotos los tratos. Y aunque estos determinaban que no se pudiese mover guerra a la parte que se sometiese a juicio de las otras ciudades confederadas, y los atenienses ofrecían pasar por ello, los lacedemonios no quisieron aceptar esta oferta, teniendo en cuenta, con justa razón, que les habían sobrevenido muchas adversidades en la guerra anterior, y mayormente en Pilos. Además, después del último tratado de paz, los atenienses habían enviado treinta naves y destruido y talado parte de la tierra de Epidauro, de Prasias y de algunas otras, y tenían gente de guerra en Pilos que robaban y destruían a menudo las tierras, bienes y haciendas de los confederados. Y cuando los lacedemonios enviaban mensaje a Atenas para pedir restitución de los bienes y haciendas que les habían tomado, y que pusiesen la cosa en tela de juicio, según se determinaba en los artículos del tratado de paz, jamás lo habían querido hacer. Por todo esto parecía a los lacedemonios que la culpa del rompimiento de la paz, que había sido en la guerra precedente de su parte, era ahora de la de los atenienses, y por ello iban de mejor gana contra ellos. Ordenaron a los demás peloponesios que hiciesen provisión de herramienta, y los otros materiales convenientes para combatir los muros de Decelia, mientras ellos aparejaban las otras cosas necesarias. Además les obligaron a proveer de dinero para el socorro que enviaban a Sicilia por la parte que les tocaba, según hacían los mismos lacedemonios. En esto pasó aquel invierno que fue el fin del decimoctavo año de la guerra que escribió Tucídides. Al principio de la primavera[13] los lacedemonios con sus aliados, invadieron súbitamente la tierra de los atenienses al mando de Agis, hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y poco después talaron y robaron las tierras bajas que están en los confines. De allí pasaron a cercar de muro la villa de Decelia, y dieron cargo a cada cual de las ciudades confederadas según su posibilidad para que hiciesen a su costa una parte del muro. Estaba Decelia lejos de Atenas cerca de ciento veinte estadios[14], y casi otros tantos apartada de Beocia, y por esta causa, estando amurallada, y teniendo gente de guarnición dentro, podían desde ella, a su salvo, recorrer y robar las tierras bajas hasta la ciudad de Atenas. Mientras hacían el muro de Decelia, los peloponesios que habían quedado en su tierra, enviaron socorro a Sicilia en sus naves, a saber: los lacedemonios seiscientos hombres de los más escogidos de sus hilotas o siervos y de los emancipados, al mando del espartano Écrito; los beocios trescientos, mandados por los tebanos Jenón y Nicón y el tespio Hegesandro. Estos fueron los primeros que al partir del puerto de Ténaro, en Laconia, hicieron vela y se metieron en alta mar. Poco después los corintios enviaron quinientos hombres de guerra, así de su gente como de los arcadios, que habían tomado a sueldo, de los cuales iba por capitán el corintio Alexarco, y con ellos fueron doscientos soldados sicionios a las órdenes del sición Sargeo. Por otra parte, los veinticinco trirremes que los corintios habían enviado el invierno anterior contra los veinte de los atenienses, que estaban en Naupacto para guardar el paso, se hallaron frente a Naupacto mientras pasaban las naves de carga que llevaban los soldados. En este mismo principio de la primavera, a la sazón que se hacía el muro junto a Decelia, los atenienses enviaron treinta trirremes a la costa del Peloponeso al mando de Caricles, y le ordenaron que fuese a los argivos y les pidieran de su parte gente de guerra para estos trirremes, conforme al tratado de alianza. Por otra parte, conforme a lo determinado para proveer en las cosas de Sicilia, enviaron a Demóstenes con sesenta naves de las suyas y cinco de las de Quíos, en las cuales había mil doscientos soldados atenienses, y de los isleños tantos cuantos pudieron hallar que fuesen para tomar armas. Mandaron a Demóstenes que al paso se juntase con Caricles y ambos recorriesen y robasen la costa marítima de Laconia. Con esta orden partió Demóstenes derechamente al puerto de Egina, donde esperaba las otras naves de su armada que no habían llegado aún, y también el regreso de Caricles que había ido con la misión a los argivos. IV. Siracusanos y atenienses libran una batalla por mar en el puerto, y por tierra, pretendiendo ambos haber alcanzado la victoria. -- Encuentros que tuvieron después durante el sitio. Mientras estas cosas pasaban en Grecia, Gilipo volvió a Siracusa con gran número de gente que reunió y sacó de las ciudades de Sicilia donde había estado. Hizo llamar a los siracusanos y les mostró que les convenía armar todos los más barcos que pudiesen para combatir en el mar contra los atenienses, diciendo que tenía esperanza, si ponían esto por obra, de hacer alguna hazaña digna de memoria. Esto mismo les aconsejaba Hermócrates, diciendo que no debían temer a los atenienses por mar, pues de su natural no eran tan buenos hombres de mar como ellos, porque la ciudad de Atenas no está situada junto al mar como Siracusa, sino muy dentro en tierra firme, y que lo que los atenienses habían aprendido de arte naval había sido por temor a los medos, que les obligaron a meterse en la mar. Decíales también que, gente osada como eran los atenienses, les parecerían terribles los que se mostrasen animosos como ellos, y que de igual manera que los atenienses espantaban a sus contrarios antes por su atrevimiento que por sus fuerzas y poder, era muy conveniente que hallasen en sus adversarios quienes hiciesen lo mismo. Además de estos consejos, les decía que conocía bien el deseo que tenían de ir contra la armada de los atenienses, y este hecho inesperado de los enemigos les espantaría de tal manera, que aprovecharía más el atrevimiento a los siracusanos que a los atenienses la ciencia y ejercicio de mar de que se vanagloriaban. Con estas palabras de Gilipo y Hermócrates, y algunos otros que les aconsejaban, persuadieron a los siracusanos para que acometieran contra la armada de los atenienses, y con esta determinación, Gilipo, al anochecer, puso toda su gente de a pie en orden, fuera de la ciudad, para que al mismo tiempo atacase a los enemigos por tierra hacia la parte del muro junto a Plemirio, y los barcos por la parte de la mar. Al amanecer, las treinta y cinco galeras de los siracusanos salieron del puerto pequeño donde se habían guarecido para ir hacia el gran puerto que tenían los enemigos, y con ellos salieron otras cuarenta y cinco naves para ir girando en torno del gran puerto con intención de entremeterse en los enemigos que estaban dentro del gran puerto, y también de acometerlos por la parte de Plemirio, a fin de que los atenienses, viéndose atacar por dos partes, fuesen más perturbados. Viendo esto los atenienses, pusieron en orden los sesenta trirremes que tenían, de los cuales inmediatamente enviaron veinticinco contra los treinta y cinco de los siracusanos que iban hacia el gran puerto para combatirlos, y con los restantes fueron contra los que los querían rodear, con los cuales se mezclaron a la boca del puerto y combatieron gran rato, los siracusanos forcejeando por entrar en el puerto, y los otros pugnando por defenderse. Mientras tanto, los atenienses que estaban en Plemirio descendieron a lo bajo de la roca, a orilla de la mar, para ver el éxito de la batalla que se estaba librando. Al amanecer, Gilipo atacó el lugar de Plemirio por parte de tierra con tanto ímpetu, que tomó en seguida uno de los tres muros. Al poco rato ganó los otros dos, porque los que estaban en la guarda y defensa de ellos, viendo que el primer muro había sido tan pronto tomado, no cuidaron de defender los otros. Los que guardaban el primer muro, cuando fue tomado, huyeron, y con gran peligro suyo, se metieron dentro de los trirremes que estaban siempre al pie de la roca, y parte de ellos en un batel que hallaron allí, y en estos buques se retiraron a su campo. Aunque una galera de los siracusanos de las que ya estaban dentro del gran puerto, se opuso a la retirada, mientras Gilipo combatía los otros dos muros de Plemirio, aconteció que los siracusanos fueron vencidos por donde aquellos atenienses huían, y a causa de esta victoria tuvieron medio de retirarse más a su salvo. La causa de esta victoria fue que las naves de los siracusanos, que combatían a la boca del gran puerto, yendo a caza de los enemigos que estaban de frente, entraron de tropel sin orden alguna, de tal manera, que unas tropezaban con otras. Viendo esto los atenienses, así los que combatían fuera del puerto, como los que habían sido vencidos dentro, se unieron y dieron juntos sobre las que estaban dentro del puerto, y sobre las que estaban fuera, con tanto ímpetu, que las pusieron en huida, echando once a fondo, y muriendo todos los que estaban dentro, cogieron tres y otras tres destrozaron. Pasada esta victoria, los atenienses se apoderaron de los despojos de los naufragios de los enemigos, y levantaron trofeo en señal de triunfo en la isla pequeña que está junto a Plemirio, y después se retiraron a su campo. De la parte de los siracusanos, a causa de los tres muros que habían tomado junto a Plemirio, levantaron tres trofeos en señal de victoria. De estos tres muros abatieron uno, y los otros los repararon y pusieron en ellos buena guarda. En la toma de estos muros fueron muertos muchos atenienses y otros prisioneros, y además les cogieron todo el dinero que era gran suma, porque tenían este lugar como un fuerte para reunir y guardar todo su tesoro y todas sus municiones y mercaderías, no solamente del estado de Atenas, sino también de los capitanes, mercaderes y hombres de guerra que iban por su cuenta. Entre otras cosas fueron halladas las velas de cuarenta trirremes y los demás aparejos, y tres trirremes que allí habían sacado a la orilla. La toma de Plemirio causó gran daño a los atenienses, principalmente porque a causa de ella no podían en adelante llevar provisiones a su campo sin gran peligro, pues los trirremes que allí había de los siracusanos se lo impedían. Esto infundió gran pavor a los atenienses. Después de la batalla, los siracusanos enviaron doce barcos al mando de su compatriota Agatarco; en uno de ellos iban algunos embajadores que enviaban al Peloponeso para hacer saber a los peloponesios lo que se había hecho, y la buena esperanza que tenían de vencer a los atenienses, y también para excitarles a que les enviasen socorro y tomasen aquella guerra con buen ánimo. Las otras once naves fueron a Italia, porque corría la noticia de que los atenienses enviaban algunos barcos cargados de madera y municiones a su campamento de Siracusa. Estos once buques de los siracusanos encontraron en la mar los de los atenienses, cogieron el mayor número de ellos con todo lo que venía dentro, y quemaron toda la madera que traían para hacer barcos a orillas de la mar junto a Caulonia. Hecho esto, partieron para el puerto de Locros, y estando en dicho lugar aportó un barco procedente del Peloponeso, que enviaban los tespios cargado de gente de guerra en socorro de los siracusanos, cuya gente metieron en sus naves y el barco de Tespias regresó a su tierra. A la vuelta encontraron junto a la costa de Mégara veinte galeras atenienses que estaban espiándoles el paso, y estas les cogieron una galera de las once. Las otras escaparon, llegando a Siracusa. Pasado esto, hubo otro encuentro pequeño entre los atenienses y los siracusanos, en el mismo puerto de Siracusa, junto a un parapeto de madera que los siracusanos habían hecho delante de las atarazanas viejas para tener allí dentro sus barcos seguros. Los atenienses hicieron llegar una nave gruesa, recia y muy bien armada para que pudiese sufrir todos los golpes de tiro de piedras, y detrás de ella había muchos bateles pequeños, dentro de los cuales, y también dentro de la nave, iban gentes que con máquinas y pertrechos arrancaban los maderos y estacas de palo de aquel parapeto que estaban fijadas y plantadas dentro de la mar, a lo cual los siracusanos resistían con grandes tiros de dardos y piedras que les lanzaban desde las atarazanas, y lo mismo hacían los de la nave contra ellos. Al fin los atenienses rompieron una gran parte del parapeto, aunque con gran trabajo y dificultad, por la multitud de estacas de madera que estaban sumidas en el agua, las cuales habían plantado de intento a fin de que los barcos de los atenienses, si querían entrar allí, encallasen y corriesen peligro; pero los atenienses buscaron nadadores que buceando las cortaban debajo del agua; cuando se retiraban, los siracusanos hacían plantar otras estacas que sustituían a las arrancadas. De esta suerte cada día hacían alguna empresa o invención nueva unos contra otros, según es de creer entre dos ejércitos acampados el uno cerca del otro. Además había muchas escaramuzas y encuentros pequeños de todas suertes, maneras y ocasiones que era posible. Los siracusanos enviaron embajadores a los lacedemonios, a los corintios y a los ambraciotes, para hacerles saber la toma de Plemirio, y asimismo la batalla que habían librado en el mar, dándoles a entender que la victoria de los atenienses contra ellos no había sido por esfuerzo y valentía de aquellos, sino por el desorden de los mismos siracusanos, y por eso tenían fundada esperanza de que al fin quedarían victoriosos, con tal que fuesen ayudados y socorridos por ellos. Por tanto, les pedían que les enviaran de socorro barcos y gente antes que llegase la armada que los atenienses iban a mandar para rehacer la suya, porque, haciéndolo así, podrían derrotar a los que estaban en el campo antes que viniesen los otros, y dar fin a la guerra. Este era el estado de las cosas en Sicilia. V. Necesidades que sufría Atenas por la guerra. -- Algunos tracios que fueron a servir a los atenienses y se volvieron por falta de paga, al regresar destruyen la ciudad de Micaleso, y después son casi todos dispersados. Mientras estas cosas pasaban en Sicilia, Demóstenes, con la gente que había allegado para ir en socorro del campamento de los atenienses delante de Siracusa, se embarcó en Egina, y de allí fue costeando a lo largo del Peloponeso, reuniéndose con Caricles, que le esperaba allí con treinta naves, en las cuales embarcó la gente de guerra que los argivos enviaron por su parte. Desde allí navegaron derechamente hacia tierra de Lacedemonia, y primero descendieron en la región de Epidauro Limera, la cual talaron y destruyeron en gran parte. De allí fueron a salir a tierra de Laconia al cabo de Citera, frente al templo de Apolo, donde hicieron algún daño y cercaron de muro un estrecho semejante al de Corinto, llamado Istmo, para refugio de los hilotas o esclavos de los lacedemonios que quisieran huir de sus señores, y también para acoger ladrones y corsarios que robasen y destruyesen la tierra en torno, según hacían directamente los que estaban dentro de Pilos. Mas antes que el muro fuese hecho, Demóstenes partió hacia Corcira para tomar de allí la gente que había de venir de aquella parte, y pasar con ella, cuando estuvo terminado, a Sicilia, y dejó allí a Caricles con sus treinta naves para que acabase el muro. Cuando estuvo terminado, después de haber puesto en él gente de guarnición, partió Caricles en seguimiento de Demóstenes, y lo mismo hicieron los argivos. En este mismo verano llegaron a Atenas mil y trescientos soldados tracios, que ceñían espadas de dos filos y eran naturales de tierra de Dío, todos muy bien armados y con sus escudos, mandados allí para pasar con Demóstenes a Sicilia y que, por llegar muy tarde, después de la partida de Demóstenes, determinaron los atenienses hacerles volver a su tierra, pues detenerlos allí para la guerra que tenían en Decelia, parecíales costoso, atendiendo a que cada uno de ellos quería de sueldo una dracma diaria, y el dinero comenzaba a escasear en Atenas. Después que los peloponesios cercaron de muro y fortificaron la villa de Decelia, en aquel verano pusieron también gente de guarnición en todas las villas y ciudades donde remudaban sus cuarteles, lo cual produjo grandes males y pérdidas a los atenienses, así de dinero como de otros bienes, pues cuando otras veces los peloponesios iban a recorrer su tierra no paraban en ella mucho tiempo, y regresaban a sus ciudades, los atenienses podían sin obstáculo labrar su tierra y gozar de los frutos de ella a su voluntad. Pero cercada de muro la villa de Decelia y puesta dentro guarnición, los atenienses eran continuamente atacados y casi cercados por la gente de guarnición, que no cesaban de recorrer y robar la tierra; a veces con muchos hombres de guerra, y otras con muy pocos. Muy a menudo lo hacían por la necesidad que tenían de guardarse y por coger vituallas y otras provisiones que necesitaban. Y sobre todo mientras Agis, rey de Lacedemonia, estuvo allí con todo su campo, fueron en gran manera perjudicados los atenienses, porque no dejaba descansar a su gente, y continuamente los hacía trabajar, mandándoles recorrer y robar tierras de los enemigos, de tal modo que hicieron gran daño en toda la región de Atenas. Para mayor infortunio, los esclavos que tenían los atenienses huyeron y se pasaron a los peloponesios. Serían en número de veinte mil, y casi todos ellos, o la mayor parte, eran de oficios mecánicos. Juntamente con esto, se les murió casi todo el ganado grande y pequeño, y además, sus caballos fueron en poco tiempo tan trabajados, que no se podían servir ni aprovechar de ellos, porque la gente de a caballo estaba continuamente en campaña, así para resistir a los enemigos posesionados de Decelia, como por impedir que la tierra de Ática fuese robada y destruida. Con tan constante servicio unos caballos estaban enfermos y lisiados, otros cojos y resentidos de correr a menudo por aquella tierra que era seca y dura, y muchos heridos así de tiros de dardos como de golpes de mano. También las vituallas y provisiones que acostumbraban a traerles a la ciudad de tierra de Eubea y de Oropo, y que solían pasar por la villa de Decelia, que era el camino más corto, fue preciso llevarlas de otras partes más lejanas y que rodeasen por mar el cabo de Sunio, que era cosa de gran trabajo y gasto, por cuyo motivo la ciudad estaba en gran necesidad de todas las cosas que convenían traer de fuera. Por otra parte, los ciudadanos que se habían retirado y recogido todos en la ciudad, estaban muy fatigados a causa de la guardia que necesitaban hacer sin cesar, así de noche como de día, porque de día había continuamente cierto número de gente en lo alto de los muros, que se relevaba por veces, y de noche todos estaban en vela armados, excepto la gente de a caballo; los unos sobre los muros y los otros repartidos por la ciudad, así en tiempo de verano como en invierno, que era un trabajo intolerable, ocasionado por sostener a un mismo tiempo dos grandes guerras. Con todo esto estaban tan obstinados y porfiados, que ninguna persona lo pudiera creer si no lo viera, pues aunque acometidos y cercados hasta los muros, no por eso querían dejar la empresa de Sicilia, sino que casi sitiados como estaban, deseaban mantener el cerco que tenían sobre la ciudad de Siracusa, la cual no era mucho menor que Atenas, queriendo por estos medios mostrar sus fuerzas, poder y osadía mucho mayor que los otros griegos suponían, pues al comienzo de la guerra algunos juzgaban que los atenienses podrían sostenerla por espacio de dos años y otros por tres a todo tirar, y últimamente ninguno lo creía si llegaba el caso, que llegó, de que los peloponesios entrasen en su tierra. Con todo esto, desde la primera vez que entraron, y hasta que los atenienses enviaron su armada a Sicilia, transcurrieron diez y siete años enteros sin quedar tan quebrantados con esta guerra de diez y siete años en su tierra, que no emprendiesen la de Sicilia, que no era inferior, en opinión de las gentes, que la primera. Estando así apurada la ciudad de Atenas por la pérdida de la villa de Decelia, como por los otros gastos arriba dichos, tuvo gran necesidad de dinero, por cuya causa aquel año impusieron a los súbditos de los lugares marítimos, en lugar del tributo que daban antes, uno de la veintena de sus haciendas, pensando que por esta vía sacarían más dinero que del tributo ordinario, y así era menester, pues los gastos eran tanto más grandes cuanto estas guerras eran mayores que las primeras, y sus rentas ordinarias estaban agotadas. Este fue el motivo de que tan pronto como los tracios, que venían en su socorro, llegaron, según hemos dicho, los hicieron regresar por falta de dinero, y encargaron llevarlos por mar a Diítrefes, al cual mandaron que en el viaje buscase manera para que aquellos tracios hiciesen algún daño en Eubea y en las otras tierras marítimas de los enemigos junto a las cuales pasasen, porque por necesidad habían de pasar el estrecho de Eubea, llamado Euripo. Diítrefes saltó en tierra con los tracios en el puerto de Tanagra, hizo algunos robos apresuradamente, y tras esto les mandó volver a embarcarse y los llevó derechamente a Calcis, que está en tierra de Eubea. De noche pasó el estrecho, penetró en Beocia, y saltando en tierra, hizo caminar toda la noche a su gente hacia la ciudad de Micaleso y les mandó que se escondiesen dentro del templo de Mercurio, que está de la ciudad cerca de diez y seis estadios. Cuando fue de día les ordenó salir y caminar hacia la ciudad, la cual, aunque era muy grande, la tomó inmediatamente, porque no tenía guardas, y los ciudadanos no sospechaban mal alguno, no pensando que corsarios y otros enemigos, yendo por mar, osaran internarse tanto en tierra. Por esta causa tenían muy ruines muros para la cerca de su ciudad, en muchas partes estaban caídos y en otras muy bajos, y porque no temían asechanzas y traiciones, no cuidaban de cerrar las puertas. Cuando los tracios estuvieron dentro de la ciudad, la robaron y saquearon toda, así los templos y lugares sagrados como las casas particulares y lugares profanos, y lo que es peor, mataron a todos cuantos hallaron, hombres y mujeres de cualquier edad que fuesen, y bestias y ganados, porque tal es la condición de los tracios, que son los más bárbaros entre todas las otras gentes para cometer toda suerte de crueldades, en cualquier parte donde se pueden hallar sin temor. Entre otras muchas crueldades, hicieron una muy grande, que fue entrar en las escuelas donde estaban los niños y escolares aprendiendo, que eran en gran número, y los mataron a todos. Fue esta desventura tan grande y tan súbita, y no pensada, cual nunca jamás se vio en una ciudad. Sabida la cosa por los tebanos, salieron inmediatamente tras ellos y alcanzáronlos cerca de la ciudad, peleando con ellos y venciéndolos y desbaratándolos de tal manera, que les hicieron dejar la presa. Después los siguieron hasta el estrecho y allí mataron muchos que no se pudieron embarcar en sus naves a causa de que los que quedaron dentro de ellas para guardarlas, viendo acercarse a los enemigos, las retiraron mar adentro donde estuviesen fuera del peligro de los dardos y armas arrojadizas, y los que no pudieron entrar primero ni sabían donde acogerse, fueron todos muertos. Hubo allí una gran matanza, porque hasta tanto que llegaron a orilla del mar, se retiraban todos juntos en buen orden según tenían por costumbre, de tal manera, que se podían muy bien defender contra la gente de a caballo de los tebanos que eran los primeros que los habían acometido, de suerte que perdieron muy pocos de los suyos, mas después que llegaron a la orilla, a la vista de sus naves, rompieron la ordenanza por codicia de meterse en ellas; también algunos fueron cogidos dentro de la ciudad donde se habían quedado por robar, los cuales asimismo fueron todos muertos; de manera que de mil trescientos tracios que eran, no escaparon sino doscientos cincuenta. De los tebanos y de otros que fueron con ellos, no murieron más de veinte de a caballo, entre los cuales, uno de los gobernadores de Beocia, llamado Escirfondas, y los que antes dijimos, que fueron muertos dentro de la ciudad, donde se ejecutó aquella crueldad y desventura, que fue la mayor que pudo ocurrir a cualquier villa o ciudad en todo aquel tiempo que duró la guerra. VI. Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes y Eurimedonte en el camino cuando iban en socorro de los sitiadores de Siracusa. -- Auxilio que reciben los sitiados. -- Batalla naval entre atenienses y peloponesios junto a Naupacto. Volvamos a lo que se hacía en Grecia. Después que Demóstenes cercó de muro el lugar de que arriba hemos hablado en tierra de Laconia, partió para pasar a Corcira, y navegando mar adelante, encontró en el puerto de Fía, que está en tierra de Élide, un trirreme cargado de gente de guerra de los corintios, que quería pasar a Sicilia, el cual echó a fondo, aunque los que en él iban se salvaron, y después volvieron a embarcarse en otro y pasaron a Sicilia. Desde allí fue Demóstenes a Zacinto y Cefalenia, donde tomó alguna gente de guerra que embarcó en sus naves, y después a Naupacto, donde mandó ir a los mesenios. Desde Naupacto atravesó la mar y pasó a Acarnania, que está de la otra parte en tierra firme, y de allí fue a las villas de Alicia y de Anactorio, que eran del partido de los atenienses. Estando en esto, acaeció que Eurimedonte, que por aquella mar volvía de Sicilia, donde había sido enviado para llevar dinero a la armada, fue a buscar allí a Demóstenes y le dijo, entre otras cosas, que sabía que los siracusanos habían recobrado a Plemirio. Poco después llegó a ellos Conón, que era el capitán de Naupacto, y les dijo que había veinticinco barcos de los corintios en la costa frente a Naupacto, y no cesaban de ir a acometerles, ni esperaban ya sino la batalla, y por eso les demandó que le proveyesen de naves en número bastante, porque él solo tenía diez y ocho, las cuales no eran bastantes para combatir a veinticinco. Demóstenes y Eurimedonte accedieron a su demanda y le dieron diez de las suyas, las más ligeras, con las cuales regresó, y ellos partieron para ir a reunir gente, según les habían encargado, a saber: Eurimedonte, enviado por compañero de Demóstenes, a Corcira, donde llenó quince de sus trirremes con gente de la tierra, y Demóstenes por tierra de Acarnania, donde tomó a sueldo todos los honderos y tiradores que pudo para Sicilia. Después que los embajadores de los siracusanos que habían sido enviados a las otras ciudades de Sicilia para obtener socorro cumplieron su misión y persuadieron a muchos de aquellos a quien demandaban ayuda, cogiendo a sueldo alguna gente de dichas ciudades para llevarlas a Siracusa, Nicias, que fue advertido de ello, envió mensaje a todas las ciudades y villas que eran de su partido por donde había de pasar necesariamente aquella gente de guerra, y principalmente a los de Centóripa y Alicias, para que les impidieran el paso con todo su poder. Los reclutados no podían buenamente ir por otra parte, a causa de que los acragantinos les negaban el paso. A la demanda de Nicias otorgaron de buena gana aquellas ciudades, y pusieron emboscadas al paso en tres partes, las cuales acometieron de improviso a aquella gente de guerra, mataron cerca de ochocientos, y juntamente con ellos a todos los embajadores, excepto uno que era natural de Corinto, el cual llevó todos los que se salvaron a Siracusa, que fueron cerca de mil y quinientos. Al mismo tiempo llegó a los siracusanos otro socorro, el de los camarineos, que les dieron quinientos hombres muy bien armados y seiscientos tiradores, y los de Gela les enviaron cinco naves, en las cuales iban cuatrocientos ballesteros y doscientos de a caballo. En efecto, excepto los acragantinos, que eran del partido de los atenienses, la mayor parte de toda la tierra de Sicilia, aunque hasta aquel tiempo no se había declarado, envió socorro a los siracusanos, los cuales, con todo esto, por la pérdida sufrida de los ochocientos hombres en los pasos de Sicilia, como antes se ha dicho, no osaron tan pronto acometer a los atenienses. Entretanto Demóstenes y Eurimedonte, habiendo reunido gran número de gente, así de Corcira como de la tierra firme, pasaron la mar de Jonia y aportaron en el cabo de Yapigia. En este lugar y en las islas Quérades, allí cercanas, cogieron ciento y cincuenta ballesteros de la nación de los mesapios por consentimiento de Arta, señor de aquel lugar, con el cual renovaron la amistad que antiguamente había entre los atenienses y él. Partidos de allí fueron a aportar a Metapontio, que está en Italia, donde persuadieron a los de la villa a que les diesen trescientos tiradores y dos naves, por razón de la confederación y alianza antigua que con ellos tenían. De allí fueron a Turios, donde entendieron que todos aquellos que seguían el partido de los atenienses habían sido lanzados poco antes de la tierra, y pararon algunos días con toda la armada por saber si había quedado en la ciudad alguna persona que fuese del bando de los atenienses, y también por hacer con ellos más estrecha amistad y alianza que tenían antes, a saber: que fuesen amigos de amigos y enemigos de enemigos. En este tiempo los peloponesios, que tenían los veinticinco trirremes anclados en la playa de Naupacto, para guarda y seguridad de los barcos que habían de pasar por allí con el socorro que enviaban a Siracusa, se preparaban para combatir contra los de los atenienses, que estaban en el puerto de Naupacto, y también habían abastecido de gente otras naves, de manera que serían poco menos en número que los atenienses. Fueron a echar anclas en una playa de Acaya junto a Eríneo, en Ripas, que tiene forma de media luna. En las rocas que estaban a los lados de aquella costa habían puesto su gente de a pie, así de los corintios como de los de la tierra, de manera que la armada quedaba en medio guardada por la parte de tierra y toda junta. Su capitán era el corintio Poliantes. Contra esta armada fueron los treinta y tres trirremes atenienses que estaban en el puerto de Naupacto, cuyo capitán era Dífilo; viendo lo cual, los corintios al principio se estuvieron quedos en su sitio, sin salir fuera; mas cuando les pareció que era tiempo, salieron contra los atenienses y combatieron gran rato una armada contra la otra, de manera que fueron tres galeras de los corintios echadas a fondo y de la armada de los atenienses, aunque ninguna fue lanzada a pique, siete quedaron destrozadas en las proas por un saledizo de los corintios que era más fuerte que el suyo, y todos los remos quebrados, de manera que resultaron completamente inútiles para navegar. La batalla fue tan reñida, que cada cual de las partes pretendía haber conseguido la victoria. Los atenienses recogieron los náufragos y despojos; mas como arreciara el viento se retiraron unos de una parte, y otros de otra, los peloponesios hacia la costa, donde podían estar más seguros a causa de la gente que tenían en tierra, y los atenienses hacia Naupacto. Cuando así fueron separados, los corintios inmediatamente levantaron trofeo en señal de victoria a causa de que las naves que habían destrozado de los enemigos, eran más en número que las que ellos habían perdido, y les fueron echadas a fondo, teniendo por cierto que no habían sido vencidos por la misma razón que tenían los enemigos para pensar no haber triunfado, pues parecía a los corintios no haber sido vencidos si la victoria de los enemigos no era muy grande, y asimismo los atenienses, por el contrario, se juzgaban casi por derrotados si no alcanzaban gran victoria. Con todo esto, después que los peloponesios se ausentaron de aquella costa y su gente de a pie que tenían en tierra también se fue, los atenienses levantaron un trofeo en el cabo de Acaya como vencedores, aunque a más de veinte estadios del lugar de Eríneo, donde estaban las naves de los corintios. Este fin tuvo la batalla naval entre ellos. VII. Mientras Demóstenes y Eurimedonte están en camino para reforzar a los atenienses que sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla naval contra los atenienses. Después que los de Turios se confederaron con los atenienses, según antes se ha dicho, Demóstenes y Eurimedonte escogieron setecientos soldados bien armados y trescientos tiradores, y los hicieron embarcar mandándoles que fuesen derechamente a tierra de Crotona, y cuando pasaron revista a su gente, junto al río Síbaris, los llevaron por tierra de Turios hacia Crotona; pero al llegar al río Hilias vinieron a ellos mensajeros de los crotoniatas y les dijeron que sus señores no querían que pasasen por su tierra, por lo cual tomaron su camino hacia la mar, río abajo. Cuando llegaron al cabo, que está frente adonde el río entra en la mar, asentaron allí su campo, y sus naves fueron allí a aportar. Embarcados todos, navegaron a lo largo de aquella costa, teniendo negociaciones y tratos con todas las villas y lugares que estaban en ella, excepto la ciudad de Locros; y finalmente llegaron al lugar de Petra, que está en tierra de Regio. Durante este tiempo, los siracusanos, advertidos de la venida, determinaron tentar de nuevo su fortuna en combate naval; pusieron en orden gran número de gente de a pie por tierra, y también mandaron aparejar muchas naves de otra suerte que hicieron en el primer combate, porque en él habían aprendido, y entendiendo la falta cometida entonces, y remediada ahora, tenían esperanza cierta de alcanzar la victoria. Habían acortado las puntas de proa a fin de que estuviesen más firmes y recias, y reforzado y armado los lados de sus trirremes con grandes trozos de maderos de seis codos de largo, así por dentro como por fuera, de la misma suerte que los corintios habían hecho con sus naves cuando combatieron contra los atenienses en Naupacto. Parecíales que con esta reforma, acometiendo a las naves de los atenienses, que tenían las proas más largas y delgadas para no embestir por la punta, sino por los lados, evitando que tropezaran las proas, sus trirremes serían tan buenos o mejores que los otros. Tenían además en cuenta que combatiendo dentro del gran puerto con gran número de naves, no habría espacio ni lugar para ir cercando a la redonda, sino que convendría ir a afrontarse cara a cara, por lo cual siendo las puntas de sus trirremes más fuertes y mejor herradas que las otras, las tropezarían más fácilmente y a su salvo, y por este medio esperaban que aquello mismo que había sido causa en el primer combate de su pérdida, por la ignorancia de sus marineros, para combatir de otra manera que de frente, atacando de proa, les daría ahora la victoria. Los atenienses por su parte no podrían retirar sus naves a su voluntad para después revolver sobre las de los enemigos, como habían hecho la vez pasada, sino que por necesidad las habían de retirar hacia la parte de la tierra, y allí no tendrían gran espacio para hacerlo, cuanto más que hallarían el ejército de los siracusanos a punto y bastante para hacerles daño y socorrer a los suyos. Además, hallándose los atenienses en lugar tan estrecho, se estorbarían unos a otros, lo cual les había dañado en gran manera en todos sus combates navales, porque no se podían retirar tan a su salvo como los siracusanos, que tenían el puerto pequeño y también la boca del gran puerto ocupada, y por este medio la retirada por alta mar, y los atenienses poseían el gran puerto que era muy espacioso, y a Plemirio, que estaba frente a la boca del gran puerto. Así trazaron los siracusanos sus cosas con buena esperanza de victoria por las razones arriba dichas, y la pusieron por obra de esta manera. Gilipo, poco antes del combate, sacó fuera de la ciudad su gente de a pie, muy cerca del muro de los atenienses por la parte de la ciudad. Por otro lado todos aquellos que estaban en el Olimpieo, así de a caballo como de a pie, armados a la ligera y tiradores, fueron también hacia aquel muro por las dos partes, y poco después salieron las naves de los siracusanos, tanto las suyas propias como las de los aliados. Cuando los atenienses vieron salir la armada de los enemigos, quedaron muy turbados, porque como poco antes hubiesen visto solamente la gente de a pie ir hacia la muralla, no pensaban que les acometerían además por otras partes. Replegáronse, pues, y se pusieron en orden de batalla, unos sobre el muro, otros delante y los otros aparte para apoyar a la gente de a caballo y tiradores armados a la ligera; las tripulaciones dentro de sus trirremes, y otras fuerzas a la entrada del gran puerto y a lo largo de la marina para poder socorrer las naves. Cuando sus barcos estuvieron listos, que serían hasta sesenta y cinco, vinieron a dar en los de los contrarios, que serían ochenta, y combatieron todo aquel día una armada contra la otra, sin que pudiesen hacer cosa de gran importancia de una parte ni de otra, excepto que los siracusanos echaron a pique una nave o dos de los enemigos, y llegada la noche se separaron y retiraron cada uno a su estancia. Lo mismo hicieron los de la ciudad que habían ido contra el muro de los atenienses. Al día siguiente los siracusanos no presentaron batalla ni mostraron que lo querían hacer, y por esta causa Nicias, que había visto que el día anterior fueron iguales, sospechando que los contrarios quisiesen volver otra vez a tentar fortuna, mandó a los patrones y capitanes que reparasen los trirremes que habían sido maltratados, y sacar las naves que había hecho encerrar en un seno del gran puerto cercado de estacas para mayor seguridad, y que las sacaran a alta mar, apartadas una de otra por espacio equivalente a una fanega de tierra, a fin de que si, combatiendo alguno de sus trirremes, se viese en aprieto, pudiera guarecerse junto a estas naves de carga. En estos trabajos y otros semejantes invirtieron los atenienses todo aquel día y la noche siguiente. Al otro día por la mañana los siracusanos salieron por mar y por tierra, de la misma suerte que habían salido dos días antes, excepto que fueron a mejor hora, y así combatieron durante la mayor parte del día, de igual manera que habían hecho en el combate precedente, sin que se conociese ventaja de una parte ni de otra. Entonces el corintio Aristón, que era el mejor piloto que había en toda la armada de los siracusanos, persuadió a los otros capitanes de las naves que enviasen a toda prisa alguna parte de su gente dentro de la ciudad y que él haría lo mismo para ordenar que todos los que tuviesen vituallas dispuestas las trajesen a vender a la orilla del mar a fin de que en seguida comiesen los suyos, volvieran a embarcarse inmediatamente y fuesen a dar sobre los enemigos que estaban desapercibidos. Hecho así en poco rato, trajeron gran abundancia a la orilla de la mar, y todos a paso quedo se retiraron a comer. Viendo esto los atenienses, y creyendo que se retiraban como vencidos, ellos también se retiraron y saltaron en tierra, unos para comer y otros para otras ocupaciones, sin pensamiento que aquel día hubiese nuevo combate por mar. Pero al poco rato vinieron los siracusanos, que ya habían comido, a dar sobre ellos de repente, cosa que perturbó mucho a los atenienses y trabajaron por reembarcarse lo más pronto que pudieron con bullicio y desorden, muchos de ellos antes de probar bocado, saliendo frente a los enemigos. Cuando estuvieron a la vista y bien cerca unos de otros, se pararon los de una parte y de la otra, meditando cómo podrían cada cual acometer al enemigo con ventaja. Mas los atenienses, teniendo por deshonra que los enemigos los sobrepujasen en labor y trabajo, dieron los primeros señal de batalla y embistieron a los enemigos, que los recibieron con las puntas de sus proas que estaban bien armadas y reforzadas, según tenían determinado, de tal manera, que destrozaron gran parte, rompiéndoles las puntas de sus remos, y desde las gavias herían con piedras y otros tiros a muchos de los enemigos que estaban dentro de sus naves. Pero mucho mayor daño les hacían los barcos ligeros de los siracusanos, que los acometían por todas partes con golpes y tiros, de suerte que los atenienses fueron forzados a huir, y con ayuda de sus barcos se retiraron a su estancia, porque los siracusanos no se atrevieron a seguirles más adelante de los buques colocados según antes se dijo, a causa de tener estos las entenas levantadas muy altas con los delfines[15] de plomo que pendían de ellas, de suerte que sus trirremes no los podían abordar sin peligro de ser destrozados, según sucedió a dos de ellos que se atrevieron a embestir a estos barcos, uno de los cuales fue cogido con todos los que iban dentro. Finalmente, siete naves de los atenienses fueron echadas a fondo, otras muchas destrozadas, y gran número de los suyos muertos o prisioneros, por razón de cuya victoria los siracusanos levantaron trofeo en señal de triunfo, teniendo para sí que en adelante serían más fuertes que los atenienses por mar y que vencerían al ejército, por lo cual se prepararon para acometerles otra vez. VIII. Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento de los atenienses. -- Atacan de noche los parapetos de los siracusanos junto a Epípolas y son rechazados con grandes pérdidas. Mientras esto acontecía, Demóstenes y Eurimedonte llegaron al campamento de los atenienses con setenta y tres naves de las suyas y de las de sus aliados, y en las cuales traían cerca de cinco mil combatientes, parte de los de sus pueblos y parte de sus aliados, y con ellos venían otros muchos de los bárbaros tiradores y flecheros, así griegos como extranjeros. Mucho alarmó esto a los siracusanos, porque no veían medio de poder rechazar tan gran ejército, considerando que si los atenienses, cercados en Decelia, poseían medios para enviar socorro tan grande como el primer ejército, no les podrían resistir en adelante. Tenían además en cuenta que el ejército ateniense, maltratado por ellos, cobraba fuerzas con la venida del nuevo socorro. Cuando Demóstenes llegó al campamento, comenzó a dar orden para poner en ejecución su empresa y probar sus fuerzas lo más pronto que pudiese por no caer en el mismo error en que antes había caído Nicias, el cual, aunque al principio llegó con tanta estima y reputación, que puso temor y espanto a todos los de Sicilia, por no dirigirse inmediatamente contra Siracusa y gastar mucho tiempo en detenerse en Catana, perdió toda su fama, y Gilipo, a causa de esta tardanza, tuvo tiempo para llevar del Peloponeso el socorro que condujo a Siracusa antes que el otro llegase; socorro que ni aun los mismos siracusanos hubieran demandado si Nicias les sitiara inmediatamente que llegó, pues creían que eran harto bastantes y poderosos para defender su ciudad contra las fuerzas solas de este caudillo. Considerando todo esto Demóstenes, y también que los enemigos cobrarían temor y espanto por su venida, quiso el mismo día que llegó mostrar sus bríos a los contrarios. Viendo que el muro fuerte que los siracusanos habían hecho al través del otro de los atenienses para estorbarles que lo acabaran, era flaco y sencillo, y tal que fácilmente le podría derrocar el que ganase a Epípolas, y que en los parapetos que allí habían hecho no tenían mucha gente de defensa que pudiese resistir a sus fuerzas, se apresuró a acometerles, esperando que en breve tiempo vería el fin de aquella guerra, porque tenía propósito o de tomar a Siracusa por fuerza de armas o volver con toda aquella armada a su tierra sin más trabajo para los atenienses, así los que allí estaban en el sitio como los que habían quedado en la ciudad. Con esta intención los atenienses entraron en las tierras de los siracusanos. Primeramente recorrieron los campos de Anapo y robaron los lugares por tierra con la infantería, y por la mar con la armada, según habían hecho al principio y porque no osaban acudir contra ellos los siracusanos por mar ni por tierra, excepto los de a caballo y algunos tiradores y flecheros que salían del Olimpieo. Después pareció a Demóstenes buen consejo atacar los fuertes y parapetos de los enemigos con sus pertrechos y máquinas de guerra. Mas cuando estaban ya las máquinas cerca de los parapetos, los siracusanos pusieron fuego y todos los que acometían fueron rechazados, por lo cual Demóstenes mandó retirar su gente, no pareciéndole acertado perder allí más tiempo en balde, sino antes ir a acometer a Epípolas, de lo que persuadió fácilmente a Nicias y a los otros capitanes sus compañeros, mas esto no se podía hacer de día sin que fuesen vistos por los enemigos. Para realizar esta empresa ordenó que cada soldado hiciese provisión de vituallas para cinco días, y además hizo llamar a todos los canteros y carpinteros que había en el campo y otros muchos obreros y oficiales para que tuviesen piedra y otros materiales necesarios para construir fuertes y parapetos, y con esto gran copia de dardos y demás armas arrojadizas, con intención de hacer un fuerte junto a Epípolas para combatir desde allí, y tomar este si pudiese. Hecho así, al empezar la noche, Demóstenes, Eurimedonte y Menandro, caminaron con la mayor parte del ejército hacia Epípolas, dejando la guarda de los muros a Nicias, y cuando llegaron a la roca que está junto al lugar llamado Euríelo, antes que las centinelas de los siracusanos que estaban en el primer muro lo sintiesen, tomaron este muro a los enemigos y mataron algunos de aquellos que estaban de guardia; de los demás, la mayor parte se salvaron y avisaron la llegada de los enemigos a la tercera guardia que allí estaba, que era de los siracusanos, de los otros sicilianos y de los aliados. Principalmente los seiscientos siracusanos que guardaban aquella parte de Epípolas, se defendieron valientemente, siendo lanzados por Demóstenes y los atenienses que los siguieron hasta las otras guardias para que no tuvieran tiempo de rehacerse ni a los otros de defenderse, con tanta presteza y diligencia que tomaron los parapetos y baluartes y seguidamente comenzaron a derrocarlos desde lo alto. Entonces los siracusanos y Gilipo, viendo la osadía de los atenienses, que habían ido a acometer su fuerte de noche, salieron de sus estancias donde estaban de guardia y cargaron sobre ellos, mas al principio fueron rechazados. Quisieron después los atenienses marchar adelante y sin orden, como gente que ya tenía alcanzada la victoria, y también porque sospechaban que si no se apresuraban a ejecutar su empresa y a derrocar los muros y parapetos, los enemigos tendrían tiempo para volverse a juntar. Trabajaban, pues, lo más que podían en romper y derrocar los muros, mas antes de rechazar a todos los enemigos resistiéronles primeramente los tebanos que sostuvieron su ímpetu, y después los otros, de tal manera, que fueron dispersados y puestos en huida, en cuya derrota hubo gran desorden y pérdida, y muchos males y dificultades que no se podían ver por ser de noche, porque aun de las cosas que se hacen de día no se puede tener certidumbre de la verdad por los que en la pelea se hallan, que apenas puede contar cada uno lo que se ha hecho donde él está o cerca de él, por lo cual querer saber detalladamente todo lo que sucede en un encuentro de noche entre dos grandes ejércitos, es cosa imposible, y aunque había luna clara aquella noche, empero la claridad no era tan grande que se pudiese bien conocer uno a otro aunque se viesen las personas, ni juzgar cuál era amigo o enemigo, cuanto más reuniéndose gran número en poco trecho, así de una parte como de la otra. Rechazados los atenienses por una parte y separados de los otros que seguían su primera victoria, unos subían sobre los fuertes y reparos de los siracusanos, y otros iban en socorro de los suyos sin saber dónde habían de ir, porque estando los primeros de huida y siendo el ruido grande, no podían entenderse unos a otros ni comprender lo que habían de hacer. Los siracusanos por la parte que iban victoriosos daban grandes voces, mandando los capitanes lo que habían de hacer, porque de otro modo no se podían entender a causa de la oscuridad de la noche, y asimismo cuando lanzaban a los enemigos que encontraban, prorrumpían en muchos y grandes gritos. De la otra parte los atenienses buscaban a los suyos, y porque iban de huida sospechaban que todos los que encontraban eran enemigos, no teniendo otro medio para reconocerse sino el apellido, de manera que preguntándose unos a otros hacían mucho ruido, produciendo gran perturbación y dándose a conocer con sus voces a los enemigos, los cuales, porque alcanzaban la victoria y no estaban turbados como los atenienses, se conocían mejor. Además, si algunos de los siracusanos se hallaban en poco número entre muchos atenienses, nombraban los apellidos de estos y por tal medio se escapaban, lo cual no podían hacer los atenienses, porque sus enemigos no respondían al apellido, y donde quiera que se hallaban más flacos de fuerza eran muertos o perdidos. Había también otra cosa que les turbaba en gran manera, y era el son de las bocinas y las canciones que cantaban para dar la señal, porque así los enemigos como los que estaban de parte de los atenienses, es decir, los argivos y corcirenses y todos los otros dorios, tocaban y cantaban de una misma manera, por lo cual todas cuantas veces esto se hacía, los atenienses no sabían de qué parte venía el son ni a qué propósito. Tan grande llegó a ser el desorden, que cuando se encontraban unos a otros se herían amigos con amigos, ciudadanos con ciudadanos, antes que se pudiesen conocer, y los que iban huyendo no sabían qué camino tomar, ocurriendo que muchos se despeñaron de sitios altos, donde morían a manos de los enemigos, a causa de que el lugar de Epípolas está muy alto y tiene pocos senderos y caminos, y estos muy estrechos, de manera que era cosa muy difícil seguirlos, mayormente yendo de huida, aunque algunos de ellos se escapaban y salían a lo llano, y estos eran los que habían estado al principio del cerco, porque conocían la localidad y así se salvaban y volvían a su campo; pero los recién venidos que, en su mayor número, no sabían los caminos, salieron errantes, y viéndoles u oyéndoles por el campo, la gente de a caballo de los enemigos, fueron todos muertos. Al día siguiente, los siracusanos levantaron dos trofeos en señal de victoria, uno a la entrada de Epípolas, y otro en el lugar donde los tebanos habían hecho la primera resistencia, y los atenienses, otorgándoles la victoria, les demandaron los muertos para enterrarlos, que fueron muchos. Pero se hallaron más número de arneses que de cuerpos muertos, porque aquellos que huían de noche por las rocas y peñas, siendo forzados a saltar de lo alto a lo bajo, en muchas partes arrojaban las armas por poder huir más fácilmente, y de esta manera se salvaron muchos. IX. Después de celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar el sitio de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición. Esta victoria no esperada hizo cobrar ánimo y osadía a los siracusanos como antes, por lo cual, entendiendo que los acragantinos estaban entre sí discordes, enviaron a Sicano con quince galeras para intentar atraerles a su amistad y alianza. Por otra parte, Gilipo fue por tierra a las ciudades de Sicilia para demandarles socorro de gente, con esperanza de que con este y por la victoria que habían alcanzado los siracusanos en Epípolas, tomarían por fuerza los muros de los atenienses. Entretanto los capitanes del ejército ateniense estaban con mucho cuidado, considerando la derrota pasada y las dificultades que había en su campo y en la armada, uno y otra con tantas necesidades, que todos en general estaban cansados y trabajados de aquel cerco, mayormente a causa de que en el campamento había muchas enfermedades, por dos razones, una la estación del año, que por entonces era la más sujeta a enfermedad, y otra por el lugar donde tenían asentado el campamento, en sitios pantanosos y bajos, muy incómodos para estar allí de asiento. Por estas causas, Demóstenes era de opinión que no debiesen esperar más allí, y pues le había resultado mal la empresa de Epípolas, le parecía mejor consejo partir que quedar, porque la mar estaba a la sazón buena de pasar, y con los demás barcos que habían traído consigo, eran más fuertes en mar que los enemigos. Por otra parte, le parecía cosa más conveniente y necesaria ir a pelear en su propia tierra, donde los enemigos se habían hecho fuertes y habían formado una plaza, que no estar allí gastando tiempo y dinero sobre una villa en tierras lejanas, sin esperanza de tomarla. Este era el parecer de Demóstenes. Nicias, aunque tenía conocidas todas estas dificultades, no lo quería confesar públicamente en presencia de todos, ni acordar que levantasen el cerco, temiendo que esto llegara a noticia de los enemigos. Además tenía alguna esperanza, porque sabía mejor la situación en que estaban las cosas de la ciudad que ninguno de sus compañeros, y consideraba que el largo cerco resultaba en más daño de los siracusanos y más ventaja suya, porque los enemigos gastarían sus haberes con la gran armada que tenían sobre la mar. También Nicias tenía sus inteligencias con algunos de la ciudad, que le avisaban en secreto no levantase el cerco. Por todas estas causas entretenía la cosa, y era contrario al parecer de todos aquellos que querían levantar el sitio, esperando lo que pudiera ocurrir, y decía públicamente que no se había de levantar el cerco ni lo consentiría por su parte, y que sabía de cierto que si esto hacían sin licencia del Senado de Atenas, se lo tomarían a mal. Añadía que los que hubiesen de juzgar en Atenas si lo habían hecho bien o mal, no serían del número de los que estaban en el campamento, y visto los trabajos y necesidades del ejército, sino otros extraños, que no darían fe ni crédito a lo que dijesen los soldados, sino antes a los que les acusasen y les hiciesen cargos con hábiles argumentos, mayormente teniendo en cuenta que los más de los soldados que allí se hallaban y eran de opinión de partir, cuando se viesen en Atenas lo negarían, es decir, que asegurarían no haber sido de tal parecer, sino que los capitanes se dejaron corromper por dinero. Por tanto, aseguraba que el que conociese la naturaleza y condiciones de los atenienses, no querría exponerse al seguro peligro de ser condenado por vil y cobarde, y tendría por mejor sufrir cualquier trabajo y pelear contra los enemigos si fuese menester. A estas razones añadía la de que los enemigos estaban en mucho peor estado que ellos, porque hacían considerables gastos, pagando hombres mercenarios, cogidos a sueldo, y también manteniendo tan numerosa armada, la cual habían ya entretenido por un año entero para guardar las villas y tierras de sus aliados. Además sufrían grandísima escasez de vituallas y de todas las otras cosas necesarias, de tal manera, que les sería casi imposible sostener por más tiempo aquel gasto. Aseguraba saber por verdad que habían ya gastado más de dos mil talentos[16], y estaban adeudados en muchos más, y si cesaban de pagar a los soldados mercenarios perderían su crédito, porque la mayor parte de sus fuerzas constaba de estos soldados y extranjeros, antes que de los suyos propios y naturales, lo cual era muy al revés en los atenienses. En estas razones se fundaba para opinar que debían continuar el cerco y no partir de allí, como si ellos tuviesen más necesidad de dinero que los enemigos, estando, por el contrario, mejor provistos que ellos. Tal fue la opinión de Nicias, teniendo por muy cierta y sabida la necesidad en que estaban los enemigos, principalmente de dinero, y también fundó su parecer en lo que le enviaban a decir aquellos con quien tenía inteligencias secretas en la ciudad, a saber: que de ninguna manera debiera partir, confiando en la armada que tenía por entonces mucho más poderosa que cuando fue vencido antes que le llegase el socorro. Demóstenes perseveraba en su opinión, que era levantar el cerco y partir para Grecia, y si fuese menester no partir de allí sin licencia de los atenienses, debían retirarse a Tapso o a Catana, desde cuyos lugares podrían recorrer y robar la tierra de los enemigos, y de esta manera mantenerse y ser señores de la mar para poder ir y venir y pelear a su salvo cuando fuese menester, y no estar allí encerrados así por mar como por tierra. En conclusión, no le parecía en manera alguna que debiesen estar más allí, sino partir inmediatamente sin esperar más. Eurimedonte era de su mismo parecer; mas por la contradicción de Nicias la cosa se dilataba, tanto más, porque pensaban que Nicias, por tener más conocimiento de las cosas que otro ninguno, no se decidía a esto sin gran razón, y por tales causas la armada se quedó allí por entonces. Gilipo y Sicano volvieron a Siracusa. Sicano sin poder acabar cosa alguna con los acragantinos, por causa de que aun estando él en la villa de Gela, los que seguían el partido de los siracusanos, habían sido lanzados por los del bando contrario. Mas Gilipo, de su viaje por las ciudades de Sicilia, trajo consigo gran número de gente de guerra de aquella tierra, y con ellos los soldados que los peloponesios habían enviado desde el comienzo de la primavera en las naves de carga y que habían desembarcado en Selinunte, viniendo de las partes de Libia, donde habían aportado en aquel viaje al partir de Grecia. Ayudados y socorridos por los de Cirene con dos galeras y marineros, fueron en socorro de los evesperitas contra los libios, que les hacían guerra, y después de vencer a los libios desembarcaron en Cartago, desde donde hay muy corto trecho hasta Sicilia, de tal manera, que en dos días y una noche habían venido desde allí a Selinunte. Llegado allí aquel socorro, los siracusanos se apercibieron para acometer de nuevo a los enemigos así por mar como por tierra. Por otra parte, los atenienses, viendo el socorro que habían recibido los de la ciudad, y que sus cosas iban empeorando de día en día por las enfermedades que aumentaban en el campo, estaban muy arrepentidos de no haber antes levantado el cerco. También Nicias no lo contradecía tanto como al principio, sino solamente decía que se debía tener la cosa secreta. Por su parecer se dio orden reservada por todo el campo para que se apercibiesen y estuviesen a punto de levantar el campamento al oír la señal de la trompeta. Pero mientras se disponía la partida ocurrió un eclipse de luna estando llena, lo cual muchos de los atenienses tuvieron por mal agüero, y aconsejaron por esto no partir, principalmente Nicias, que daba gran crédito a semejantes agüeros y cosas, y decía que de ninguna manera debían marcharse hasta pasados tres novenarios[17], porque tal era el consejo y parecer de los astrólogos y adivinos, y por este motivo continuaron en aquel sitio. X. Logran los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses y procuran encerrarlos en el puerto donde estaban. Habiendo los siracusanos sabido el consejo y deliberación de los atenienses, y que querían levantar el cerco, estaban más animosos y dispuestos a combatirles, porque si deseaban emprender la retirada ocultamente, bien daban a entender que se sentían más flacos de fuerzas por mar y por tierra. No querían además dar lugar a que, partidos de allí, fuesen a parar a algún lugar de Sicilia de donde les pudiesen hacer más daño que no donde estaban. Por esta causa determinaron obligarles a pelear por mar tan pronto como viesen que les podía ser ventajoso, mandaron embarcar toda su gente y estuvieron quietos por algunos días. Cuando llegó el tiempo que les pareció oportuno, enviaron primero una parte de la gente de guerra hacia los fuertes y muros de los atenienses, contra los cuales salieron al encuentro por varios portillos algunos atenienses de a pie y de a caballo, aunque eran pocos en número, por lo cual fácilmente les rechazaron y cogieron algunos hombres de a pie y cerca de setenta de a caballo atenienses, como también algunos de los aliados, y hecho esto se retiraron los siracusanos. Al día siguiente acudieron a dar sobre ellos por mar con setenta y siete naves, y por tierra atacaron también los muros y fuertes. Los atenienses salieron al mar con ochenta y seis barcos puestos en orden de batalla, cuya extrema derecha tenía Eurimedonte, el cual, empeñado el combate, procuró cercar las naves de los enemigos, y para esto se extendió hacia tierra, con lo cual los siracusanos tuvieron más espacio para embestir a las otras naves atenienses, que quedaron en medio desamparadas de la ayuda y socorro de Eurimedonte, y les dieron caza y pusieron en huida. Después se revolvieron sobre la nave de Eurimedonte que estaba encerrada en lo más hondo del seno del puerto y la echaron a fondo con el mismo Eurimedonte y todos los otros que estaban dentro. Hecho esto dieron caza a las otras naves y las siguieron hasta tierra. Viendo esto Gilipo y que los barcos de los enemigos habían ya pasado la empalizada que tenían hecha en el mar, y también el lugar donde él tenía su ejército a orilla de la mar para batir a los que bajasen a tierra, y para que los siracusanos pudiesen más a su salvo detener las naves de los atenienses, y observando que los suyos tenían ganada la parte de tierra, fue con algunas de sus tropas a la boca del puerto para ayudar a los siracusanos, mas los tirrenos, que por acaso les cupo la guarda de aquella estancia por los atenienses, les salieron al encuentro, y al principio los rechazaron y pusieron en huida y les dieron caza hasta el lago llamado Lisimelia, mas poco después acudió una banda de los siracusanos y de sus aliados para socorrerles. Por la otra parte los atenienses salieron de su campamento muy apresurados, así para ayudar a los suyos como para salvar sus naves, y allí hubo un gran combate, en el cual finalmente los atenienses alcanzaron la victoria, mataron gran número de los contrarios y salvaron muchos de sus barcos, aunque todavía quedaron diez y ocho en poder de los enemigos, y los que estaban dentro de ellos todos muertos. Queriendo los siracusanos quemar las naves que quedaban de los enemigos, llenaron un barco viejo de leña seca y otros materiales y lo lanzaron contra las naves contrarias, teniendo el viento próspero que lo llevaba hacia aquella parte. Pero los atenienses se apresuraron tanto en apagar el fuego y rechazar el barco que escaparon de aquel peligro. De esta batalla naval, una parte y otra levantaron trofeo en señal de victoria; los siracusanos, por la presa que habían hecho de las naves, y también por la gente que habían cogido y muerto al principio delante de los muros y parapetos de los atenienses, y los atenienses, porque los tirrenos habían rechazado la gente de infantería hasta el lago, y tras ellos los otros aliados de los atenienses habían deshecho una banda de los siracusanos cuando los llevaban de vencida por el mar. Viendo los atenienses que los siracusanos, amedrentados al principio por el socorro que había traído Demóstenes, consiguieron después una tan gran victoria contra ellos, cobraron miedo y espanto y perdieron corazón, porque les sucedió muy al contrario de lo que pensaban, siendo vencidos en mar por menos número de barcos que ellos tenían, y estaban muy tristes y arrepentidos los más de aquel ejército de haber emprendido la guerra contra Siracusa, que se gobernaba por los mismos estatutos y de la misma suerte y manera que la de Atenas, y cuyos habitantes eran muy poderosos así de barcos de guerra como de gente de a pie y de a caballo, y también porque perdían la esperanza de tener alguna inteligencia con los de dentro para tramar nuevos tratos por odio que tuviesen a los que tenían mando y gobierno, ni menos de poderlos vencer fácilmente por estar tan bien provistos de todos los aprestos de guerra como ellos. Por esta razón estaban no solamente tristes y pensativos, pero también muy cuidadosos sobre el resultado de la guerra. Y habían perdido más ánimo, porque se veían vencidos en donde menos esperaban, es decir, en el mar. Los siracusanos por su parte, inmediatamente después de aquella victoria, trabajaron por cercar la estancia de las naves de los atenienses y cerrarles la entrada, de suerte que no pudiesen salir en adelante sin ser vistos, porque ellos no se esforzaban tanto por salvarse, cuanto por procurar que los enemigos no se salvaran, considerando como era la verdad que por entonces les llevaban gran ventaja, y que si les podían vencer, así por mar como por tierra, adquirirían gran fama y renombre en toda Grecia, lo cual no solo les libraba de la servidumbre de los atenienses, sino también del temor de caer en ella en adelante, porque habiendo recibido tan ruda lección los atenienses en Sicilia, no serían en adelante tan poderosos para sostener la guerra contra los peloponesios, y siendo los siracusanos principio y causa de esto, admiraríanles grandemente todos los presentes y por venir. Y no tan solo por esta razón les parecía cosa loable y conveniente hacer todo su deber para el fin arriba dicho, sino también porque, realizando esto, no vencían únicamente a los atenienses, sino también a otros muchos aliados suyos, siendo la victoria contra ellos y contra todos los demás que habían ido en su ayuda. Servían además de testigos a su triunfo los que habían ido en su auxilio como caudillos de los lacedemonios y corintios, viendo que, aun estando la ciudad en tanto aprieto, mostraba tan gran poder por mar, porque fueron muchas las naciones que acudieron a esta ciudad, unas para acometerla y otras para defenderla, unos para participar de los robos y despojos no solo de aquella ciudad, sino también de toda la isla de Sicilia, y otros por guardar y conservar sus bienes y hacienda. Todos los que se entremetieron de una parte y de otra, no lo hicieron por razón o afición o por parentesco que tenían unos con otros, sino por alguna vanidad, o por el provecho y necesidad de cada cual. Y para saber por entero quiénes fueron los que intervinieron en esta guerra de una parte y de otra, lo diremos seguidamente. XI. Ciudades y pueblos que intervienen en la guerra de Sicilia, así de una parte como de otra. Los atenienses, que son jonios de origen, habiendo emprendido la guerra contra los siracusanos, que son dorios, tuvieron en su ayuda a los que son de su misma lengua y viven y se rigen conforme a unas mismas leyes, a saber: los lemnios, los imbrios y los eginetas, es decir, los que al presente habitan la ciudad de Egina, los hestieos que viven en la ciudad de Hestiea en Eubea, y muchos otros aliados suyos, unos libres y otros tributarios, y de los súbditos y tributarios de tierra de Eubea. Vinieron a esta guerra los eretrieos, los calcídeos, los estireos y los caristios desde Eubea. De los isleños los ceos, los andrios y los tenios, y de tierra de Jonia los milesios, los samios, los quiotas, entre los cuales los quiotas no estaban sujetos a tributo de dinero, ni a otra carga, sino solamente a abastecer naves. Eran casi todos estos jonios, y del bando de los atenienses, excepto los caristios, que son dríopes, pero que por ser súbditos de los atenienses habían sido obligados a acudir a esta guerra contra los dorios. Fueron también los eolios, entre los cuales los metimneos no eran tributarios, sino solamente obligados a dar barcos. Los tenedios y los enios eran tributarios, siendo eolios como los beocios y fundados y poblados por ellos, a pesar de lo cual fueron no menos obligados en esta guerra a ir contra ellos y contra los siracusanos. No hubo otros de los beocios, excepto los plateenses, por la enemistad capital que tenían con ellos, a causa de las injurias que les habían hecho. También fueron los rodios, los citereos, que los unos y los otros son dorios de nación, aunque los citereos fueron poblados por los lacedemonios y, sin perjuicio de ello, dieron ayuda a los atenienses contra los lacedemonios que estaban con Gilipo. De igual manera los rodios, que eran dorios de nación, como descendientes de los argivos, fueron contra los siracusanos, aunque fuesen dorios, y contra los de Gela, aunque eran poblados por ellos, por ser estos del partido de los siracusanos, aunque unos y otros lo hacían por fuerza. De las islas que están en torno del Peloponeso, los cefalenios y los zacintos, los cuales, aunque eran libres, por ser isleños, se vieron obligados a seguir a los atenienses. Aunque los corcirenses eran no solo dorios de nación, sino también corintios, pelearon contra los siracusanos de su nación y dorios como ellos, y contra los corintios, sus pobladores, así por la obligación que tenían con los atenienses, como por odio a los corintios. También acudieron los de Naupacto y los de Pilos, que se nombraban mesenios, porque estos lugares entonces los poseían los atenienses. Y los desterrados de Mégara, aunque eran pocos en número, por ser enemigos de los otros megarenses que eran del bando de los selinuntios a causa del destierro. Todos los otros que intervinieron en esta guerra con los atenienses, excepto los arriba nombrados, fueron antes de buen grado que obligados por fuerza, porque los argivos no lo hicieron tanto por razón de la alianza, que no se extendía a esto, cuanto por la enemistad que tenían con los lacedemonios. Lo mismo ocurrió a los otros dorios que fueron a la guerra con los atenienses contra los siracusanos, que también son dorios de nación, haciéndolo antes por interés particular y provecho de presente que por razón alguna. En cuanto a los otros que eran jonios, lo hacían por la enemistad antigua que tenían contra los dorios, como los mantineos y los arcadios, que fueron por sueldo, aunque los de Arcadia, que eran aliados de los corintios, tenían a los que estaban con los atenienses por enemigos, y asimismo los de Creta y los de Etolia, de los cuales había en ambas partes, que servían por sueldo, de tal manera que los cretenses, que habían fundado la ciudad de Gela con los rodios, no fueron esta vez a favor de los gelios, sino que, tomados a sueldo por sus enemigos, pelearon contra ellos. Algunos de los acarnanios, así con esperanza de la ganancia como por la amistad que tenían con Demóstenes, y por afición a los atenienses, recibieron sueldo de ellos. Y estos son los que siguieron el partido de los atenienses en aquella guerra, y los que moran y estaban dentro de la tierra de Grecia hasta el golfo Jonio. De los italianos acudieron los turios y los metapontios, los cuales vinieron a tanta necesidad por sus disensiones y discordias, que iban a ganar sueldo en aquella guerra, o en otra parte que se lo diesen. De los sicilianos había los naxios y los cataneos, y de los bárbaros, los egesteos, que fueron causa de la guerra, y otros muchos que moraban en Sicilia, y de los que habitaban fuera de Sicilia, algunos de los tirrenos por ser enemigos de los siracusanos, y asimismo los yápiges, que eran mercenarios. Todos estos pueblos, ciudades y naciones fueron con los atenienses en aquella guerra contra los siracusanos. De la parte contraria, en ayuda de los siracusanos, fueron primeramente los camarineos, que eran sus vecinos más cercanos, y los gelios que están detrás de la tierra de estos. Los acragantinos que habitan allí cerca no seguían un partido ni otro, sino que permanecían quietos a la mira. Tras de estos vinieron los selinuntios, y todos los que moran en aquella parte de Sicilia que está frente a Libia. De los que estaban a la parte del mar Tirreno vinieron los himereos, los cuales en aquella parte son los únicos de nación griega, por lo cual no fueron otros de estos en ayuda de los siracusanos. De toda la isla acudieron los dorios que vivían en libertad, y de los bárbaros todos aquellos que no habían tomado el partido de los atenienses. En cuanto a los griegos que estaban fuera de la isla, los lacedemonios enviaron un capitán natural de su ciudad con una compañía de esclavos hilotas, que son los que de esclavos llegan a ser libres. Los corintios les enviaron naves y gentes de guerra, lo que no hicieron ningunos de los otros. Los leucadios y los ambraciotes, aunque eran sus aliados y parientes, solo les enviaron gente. De los de Arcadia fueron tan solamente aquellos que los corintios habían tomado a sueldo, y los sicionios obligados a ir por fuerza. De los que habitan fuera del Peloponeso acudieron los beocios. Además de todas estas naciones extranjeras que acudieron en socorro, las ciudades de Sicilia enviaron gran número de gente de todas clases y gran cantidad de naves, armas, caballos y vituallas. Pero los siracusanos abastecieron de más gente, y de las demás cosas necesarias para la guerra que todos los otros juntos, así por lo grande y rica que era su ciudad, como por el daño y peligro en que estaban. Tal fue el socorro y ayuda de una parte y de otra que intervino en la batalla de que arriba hemos hablado, porque después no fueron ningunos otros de parte alguna. Estando los siracusanos y sus aliados muy ufanos y gozosos por la victoria pasada, que habían alcanzado en la mar, parecioles que adquirían gran honra si pudiesen vencer todo aquel ejército de los atenienses que era muy grande, y procurar que no se pudiesen salvar por mar ni por tierra, y con este propósito cerraron la boca del gran puerto, que tenía cerca de ocho estadios de entrada, con barcos de guerra y mercantes, y toda otra clase de naves puestos en orden, afirmados con sus áncoras echadas, los abastecieron de todas las cosas necesarias, y se apercibieron para combatir, en caso de que los atenienses quisiesen pelear por mar sin dejar de proveer cosa alguna por pequeña que fuese. XII. Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo en combate naval a los atenienses, de tal modo que no pueden estos salvarse por mar. Viéndose los atenienses cercados por los siracusanos, y conociendo los designios de los enemigos, pensaron que era menester consejo, y para ello se reunieron los capitanes, jefes y patrones de naves con el fin de proveer sobre ello, y sobre lo relativo a víveres de que por entonces tenían gran falta, porque habiendo determinado partir, ordenaron a los de Catana que no les enviasen más, y con esto perdieron la esperanza de poderlos tener de otra parte si no era deshaciendo y dispersando la armada de los enemigos. Por esta causa decidieron desamparar del todo el primer muro y fuerte que habían hecho en lo más alto hacia la ciudad, y retirarse lo más cerca que pudiesen del puerto, encerrándose allí y fortificándose lo mejor que pudieran, con tal de tener espacio bastante para recoger sus bagajes y los enfermos, y abastecer el lugar de gente para guardarle, embarcando todos los otros soldados que tenían dentro de sus barcos buenos y malos, y todo su bagaje con intención de combatir por mar con presteza; si por ventura alcanzaban la victoria, partir derechamente a Catana, y si por el contrario fuesen vencidos en combate naval, quemar todas sus naves y caminar por tierra al lugar más cercano de amigos que pudiesen hallar, ora fuese de griegos o de bárbaros. Estas cosas, como fueron pensadas fueron puestas por obra, porque inmediatamente abandonaron el primer muro que estaba cerca de la ciudad, se dirigieron hacia el puerto y mandaron embarcar toda su gente sin distinción de edad ni si era a propósito para combatir, reuniendo en todo cerca de 102 buques, dentro de los cuales metieron muchos ballesteros y flecheros de los acarnanios y de los otros extranjeros, además de la otra gente de pelea. Después de hecho todo esto, Nicias, viendo a su gente de guerra descorazonada por haber sido vencidos por mar contra su opinión, y muy al contrario de lo que pensaban, y que por carecer de provisiones veíanse forzados a aventurar una batalla contra lo que hasta entonces había sucedido, mandó reunirlos y pronunció la siguiente arenga: «Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y confederados que con nosotros aquí estáis, esta batalla que nos conviene dar al presente es necesaria a todos nosotros, porque cada cual trabaja aquí por su salvación y la de su patria, como también lo hacen nuestros enemigos, y si logramos la victoria en este combate naval, como esperamos, podremos volver seguros cada cual a su tierra. Por tanto, debéis entrar en ella con valor y osadía, y no desmayar ni perder ánimo, ni hacer como aquellos que no tienen experiencia alguna en la guerra, los cuales, vencidos una vez en una batalla, en adelante no tienen esperanza ninguna de vencer, antes piensan que siempre les ha de suceder el mismo mal. »Mas los atenienses, que aquí os halláis, gente curtida y experimentada en lances de guerra, y vosotros también nuestros aliados y confederados, debéis considerar que los fines y acontecimientos de las guerras son inciertas, y que la fortuna es dudosa, pudiendo ser ahora favorable a nosotros como antes lo fue a ellos. »Con esta confianza, y esperanzados en el esfuerzo y valor de tanta gente, como aquí veis de nuestra parte, preparaos para vengaros de los enemigos y del mal que nos hicieron en la batalla pasada. »En lo que toca a nosotros, los que somos vuestros caudillos y capitanes, estad ciertos de que no dejaremos de hacer cosa alguna de las que viéremos ser convenientes y necesarias para este hecho, antes teniendo en cuenta la condición del puerto que es estrecho, lo cual produjo nuestro desorden y derrota, y también a los castillos y cubiertas de las naves de los enemigos con los que la vez pasada nos hicieron mucho daño, hemos provisto contra todos estos inconvenientes de acuerdo con los patrones y maestros de nuestras naves, según la oportunidad del tiempo y la necesidad presente lo requiere, lo más y mejor que nos ha sido posible, poniendo dentro de los barcos muchos tiradores y ballesteros en mayor número que antes. »Si hubiéramos de pelear en alta mar para guardar la disciplina militar y orden marítimo, es muy perjudicial cargar mucho las naves de gente, pero ahora nos será provechoso en la primera batalla, porque combatiremos desde nuestras naves como si estuviéramos en tierra. »Además hemos pensado otras cosas que serán menester para nuestros barcos, y hallamos unos garfios y manos de hierro para asir de los maderos gruesos que están en las proas de nuestros enemigos con las que la vez pasada nos hicieron todo el daño, para que cuando vengan a embestir contra nosotros, si una vez estuvieren asidos no se puedan retirar a su salvo, puesto que hemos llegado a tal extremo que nos convendrá pelear desde nuestras naves como si estuviésemos en tierra firme. »Es, pues, necesario que no nos desviemos de las naves de nuestros enemigos cuando nos viéremos juntos, ni les dejemos apartarse de las nuestras. »Considerando que toda la tierra que nos rodea nos es enemiga, excepto aquella pequeña parte que está junto al puerto donde tenemos nuestra infantería, y teniendo en la memoria todas estas cosas, debéis combatir hasta más no poder sin dejaros lanzar a tierra, sino que cualquiera nave que aferrare con otra, no se aparte de ella sin que primeramente haya muerto o vencido a los enemigos. Y para este hecho os amonesto a todos, no solamente a los que son marineros, sino también a la gente de guerra, aunque esta obra sea más de gente de mar que de ejército de tierra, que esta vez os conviene vencer como en batalla campal, como otras veces habéis vencido. »Cuanto a vosotros, marineros, os ruego y requiero que no desmayéis por la pérdida que hubisteis en la batalla pasada, viendo que al presente tenéis mejor aparejo de guerra en vuestras naves que teníais entonces, y mayor número de barcos, sino que vayáis osadamente al combate y procuréis conservar la honra antes ganada, y aquellos de entre vosotros que sois considerados como atenienses, porque usáis la lengua y porque tenéis la misma manera de vivir, aunque no lo seáis de nación, y por este medio habéis sido famosos y nombrados en toda Grecia, y participantes de nuestro imperio y señorío por vuestro interés, a saber, por tener obedientes a vuestros súbditos y estar en seguridad respecto de vuestros vecinos y comarcanos, no desamparéis esta vez a vuestros amigos y compañeros, con los cuales solamente tenéis participación y amistad verdadera, y menospreciando los que muchas veces habéis vencido, a saber, los corintios y sicilianos, pues ni unos ni otros tuvieron jamás ánimo ni osadía para resistirnos ni afrontar con nosotros, mientras nuestra armada estuvo en su fuerza y vigor, mostradles que vuestra osadía y práctica en las cosas de mar es mayor en vuestras personas, aunque estéis enfermos y desdichados, que no en las fuerzas y venturas de otros. »No cesaré de recordar a los que de vosotros sois atenienses, que miréis y penséis bien que no habéis dejado en nuestros puertos otros buques tan buenos como los que aquí están, ni otra gente de guerra en tierra, sino algunos pocos soldados que hemos puesto en guarda del bagaje. Si no consiguiéramos la victoria, nuestros enemigos irán contra ellos y no serán estos poderosos para resistir a los que desembarquen de las naves de los enemigos, ni a los que vendrán por parte de tierra. »Si esto acontece, vosotros quedaréis en poder de los siracusanos, contra los cuales sabéis muy bien la intención con que vinisteis, y los otros en poder de los lacedemonios. »Habiendo llegado a tal extremo, os conviene escoger de dos cosas una: o vencer en la batalla o sufrir tamaña desventura; yo os ruego y amonesto, que si en tiempo pasado habéis mostrado vuestra virtud y osadía os esforcéis en mostrarla al presente en esta afrenta, y acordaos todos juntos, y cada cual por lo que a él toca, que en este solo trance se aventura toda nuestra armada, todos los barcos, toda la fuerza de gente, y en efecto, toda la ciudad, todo el señorío, y toda la honra y gloria de los atenienses. Para salvar todo esto, si hay alguno de vosotros que exceda y sobrepuje a otro en fuerzas, industria, experiencia u osadía, jamás tendrá ocasión de poderlo mejor mostrar que en esta jornada, ni para más necesidad suya y de nosotros.» Habiendo acabado Nicias su arenga, mandó embarcar a todos los suyos en las naves, lo cual pudieron muy bien entender Gilipo y los siracusanos, porque los veían aprestarse para el combate, y también fueron avisados de las manos de hierro que metían en sus barcos, proveyendo remedios contra esto y contra los otros ingenios de los enemigos, y mandando cubrir las proas y las cubiertas de sus naves con cuero, a fin de que las manos y garabatos no pudiesen asir, sino que se colasen y deslizasen por encima del cuero. Puestas en orden todas sus cosas, Gilipo y los otros capitanes arengaron a su gente de guerra con estas razones: «Varones siracusanos, y vosotros nuestros amigos y confederados, a mi parecer todos o los más de vosotros debéis saber que si hasta ahora lo habéis hecho bien, de aquí en adelante lo habéis de hacer mucho mejor en la jornada que esperamos, pues con otro intento no hubierais emprendido tan animosamente esta empresa. Y si por ventura hay alguno de vosotros que no lo sepa, será menester que se lo declaremos. »Primeramente, los atenienses vinieron a esta tierra con intención de sojuzgar a Sicilia, si podían, y después el Peloponeso, y por consiguiente, todo lo restante de Grecia, los cuales aunque tuviesen tan gran señorío como tienen, y fuesen los más poderosos de todos los otros griegos que hasta ahora han sido o serán en adelante, los habéis vencido muchas veces en el mar, donde eran señores hasta ahora. »Jamás ningunos otros pudieron hacer esto, y es de creer que los venceréis en adelante, porque derrotados algunas veces en el mar, donde a su parecer pensaban exceder y sobrepujar a los otros, pierden gran parte de su orgullo, y en adelante sus pensamientos y esperanzas son mucho menores para consigo mismo que lo eran antes, cuando se consideraban invencibles sobre el agua. Y viéndose engañados en esta ambición, pierden el ánimo y aliento que antes tenían. »Verosímil es que esto suceda ahora a los atenienses. Y por el contrario, vosotros que habéis tenido osadía para resistirles por mar, aunque no teníais tanta práctica y experiencia de las cosas de ella, llegáis ahora a ser más firmes y valientes por la buena fama y opinión que habéis concebido de vuestro esfuerzo y valentía, a causa de haber vencido a hombres muy bravos y esforzados; y con razón debéis tener doblada la esperanza, que os aprovechará en gran manera, porque los que van a acometer a sus contrarios con probabilidades de vencerlos, van con más ánimo y osadía. »Aunque nuestros enemigos hayan querido imitarnos, por lo que han aprendido de nosotros, en el apresto de las naves, según vimos en la batalla pasada, no por eso debéis temer cosa alguna, pues estamos más acostumbrados a la guerra de mar que ellos, y por eso no nos sorprenderán con cualquier recurso a que acudan. »Mientras más número de gente pongan en las cubiertas de sus barcos, se hallarán en más aprieto, como sucede en un combate de tierra, porque los acarnanios y los otros tiradores que traen consigo no podrán aprovechar sus dardos y azagayas estando sentados; y la multitud de barcos que tienen les hará más daño que provecho, porque se estorbarán unos a otros, lo cual sin duda les causará desorden. »Por eso hace poco al caso que tengan más número de barcos que nosotros, y no debéis temerles, porque mientras más fueren en número, tanta menos atención podrán tener a lo que sus caudillos y capitanes les manden que hagan. »Por otra parte, los pertrechos y máquinas que tenemos preparados contra ellos, nos podrán servir en gran manera. »Aunque creo que tenéis noticia del estado en que se encuentran sus cosas actualmente, os lo quiero dar más a entender, porque sepáis que están casi desesperados, así por los infortunios y desventuras que les han sucedido antes de ahora, como por el gran apuro en que se ven al presente; de tal manera, que no confían tanto en sus fuerzas y aprestos, cuanto en la temeridad de la fortuna, determinando aventurarse a pasar por fuerza por medio de nuestra armada y escaparse por alta mar, o si no lo consiguen, desembarcar y tomar su camino por tierra, como gente desesperada que se ve en tal aprieto que por necesidad ha de escoger de dos males el menor. »Contra esta gente aturdida y desesperada, que parece pelea ya a despecho de la adversa fortuna, nos conviene combatir cuanto podamos, como contra nuestros mortales enemigos, determinando hacer dos cosas de una vez, a saber: asegurando vuestro estado, vengaros de vuestros enemigos, que han venido a conquistaros, hartando nuestra ira y saña contra ellos y, además, lanzarlos de esta tierra, cosas ambas que siempre dan placer y contento a los hombres. »Que sean nuestros mortales enemigos, ninguno hay de vosotros que no lo sepa y entienda, pues vinieron a nuestra tierra con ánimo determinado, si nos vencieran, de ponernos en servidumbre y usar de todo rigor y crueldad contra nosotros, maltratando a grandes y pequeños, deshonrando a las mujeres, violando los templos y destruyendo toda la ciudad. Por tanto, no debemos tener ninguna compasión de ellos, ni pensar que nos sea provechoso dejarlos partir salvos y seguros, sin exponernos a peligro alguno, porque lo mismo harían si alcanzaran la victoria, partiendo sin nuestro peligro. »Si queremos cumplir nuestro deber, procuremos dar a estos el castigo que merecen y poner a toda Sicilia en mayor libertad que estaba antes, porque ninguna batalla nos podrá ser más gloriosa que esta, ni tendremos jamás tan buena ocasión para pelear en condiciones tales que si fuéremos vencidos podremos sufrir poco daño, y vencedores, ganar gran honra y provecho.» Cuando Gilipo y los otros capitanes siracusanos arengaron a los suyos, mandaron embarcar a todos, sabiendo que los atenienses también habían ya embarcado los suyos. Volvamos, pues, a Nicias, que estaba como atónito al ver el peligro en que se encontraba entonces, y conociendo los inconvenientes que suelen ocurrir en semejantes batallas grandes y sangrientas, no tenía cosa por bien segura de su parte, ni le parecía haber hecho recomendaciones bastantes a los suyos. Por eso mandó de nuevo reunir a los capitanes y maestros, nombrando a cada cual por su nombre y apellido y por los de sus padres, con mucho amor y caricias, según pensaba que a cada cual halagaría más, y rogándoles que no perdiesen su renombre y buena fama en esta jornada, ni la honra que habían ganado sus antepasados por su virtud y esfuerzo, trayéndoles a la memoria la libertad de su patria, que era la más libre que pudiese haber, sin que estuviesen sujetos a persona alguna, y otras muchas cosas que suelen decir los que se ven en tal estado, no para demostrar que les quisiese contar cosas antiguas, sino lo que le parecía ser útil y conveniente para la necesidad presente. Recordoles sus mujeres e hijos, la honra de sus templos y dioses y otras cosas semejantes que acostumbran a decir gentes de valor. Después que les hubo amonestado con las palabras que le parecían más necesarias, se separó de ellos y llevó la infantería a la orilla del mar, disponiéndola en orden lo mejor que pudo, por animar y dar aliento a los otros que estaban en las naves. Entonces Demóstenes, Menandro y Eutidemo, que eran capitanes de la armada, navegaron con sus barcos derechamente a la vuelta del puerto cerrado, que los enemigos tenían ya tomado y ocupado, con intención de romper y desbaratar las naves de los enemigos y salir a alta mar. Mas por su parte los siracusanos y sus confederados vinieron con otras tantas naves, parte de ellas hacia la boca del puerto, y parte en torno para embestirles por los dos lados, dejando su infantería a la orilla del mar, para que les pudiesen dar socorro en cualquier lugar que sus barcos abordasen. Eran capitanes de la armada de los siracusanos, Sicano y Agatarco, los cuales iban en dos alas, a saber: en la punta derecha y en la siniestra, y en medio iban Pitén y los corintios. Cuando los atenienses se acercaron a la boca del puerto, al primer ímpetu lanzaron las naves de los contrarios, que estaban todas juntas para estorbarles la salida, y trabajaron con todas sus fuerzas por romper las cadenas y maromas con que estaban amarradas. Mas los siracusanos y sus aliados vinieron de todas partes a dar sobre ellos, no tan solamente por la boca del puerto, sino también por dentro de él, y así fue el combate muy cruel y peligroso, más que todos los otros precedentes. De una parte y de otra se oían las voces y gritos de los capitanes y maestros que mandaban a los marineros remar a toda furia, y cada cual por su parte se esforzaba en mostrar su arte e industria. También la gente de guerra que estaba en los castillos de proa y cubiertas de las naves, procuraba cumplir su deber como los marineros, y guardar y defender el puesto que les fuera señalado. Mas porque el combate era en lugar angosto y estrecho y por ambas partes había poco menos de 200 barcos que combatían dentro del puerto o a la boca de él, no podían venir con gran ímpetu a embestir unos contra los otros, ni había medio de retirarse o revolver, sino que se herían unos a otros donde se encontraban, ora fuese acometiendo, ora huyendo. Mientras una nave iba contra otra, los que llevaba dentro de los castillos y cubiertas tiraban a los otros gran multitud de dardos, y flechas y piedras, mas cuando aferraban y combatían mano a mano, procuraban los unos entrar en los barcos de los otros, y por ser lugar estrecho acaecía que algunos acometían por un lado, y eran acometidos por otro lado a las veces dos naves contra una, y en algunas partes muchas en torno de una. Resultado de esta confusión era que los patrones y maestros se turbaban, no sabiendo si convenía defenderse antes que acometer, y si era menester hacer esto por el lado derecho o por el siniestro, y algunas veces hacían una cosa por otra, por lo cual la grita y vocerío era tan grande, que ponía gran espanto y temor a los combatientes, y no se podían bien entender los unos a los otros, aunque los maestros y cómitres de la una parte y de la otra, amonestaban a los suyos, cada cual haciendo su oficio y deber, según que el tiempo lo requería por la codicia que cada cual tenía de vencer. Los atenienses daban voces a los suyos que rompiesen las cadenas y maromas de los navíos contrarios que les prohibían la salida del puerto, y que si en algún tiempo habían tenido ánimo y corazón lo mostrasen al presente, si querían tener cuidado de sus vidas y tornar salvos a su tierra. Los siracusanos y sus aliados advertían a los suyos que esta era la hora en que podrían mostrar su virtud y esfuerzo para impedir que los enemigos se salvasen, y conservar y aumentar su honra y la gloria de su patria y nación. También los generales de ambas partes cuando veían algún barco ir flojamente contra otro, o que los que iban dentro no hacían su deber, llamaban a los capitanes por sus nombres, y les denostaban, a saber, los atenienses a los suyos, diciendo que si por ventura les parecía que la tierra de Sicilia, que era la más enemiga que tenían en el mundo, les fuese más segura que la mar que podían ganar en poco rato. Los siracusanos, por el contrario, decían a los suyos, que si temían a aquellos que no combatían sino por defenderse, y estaban resueltos a huir de cualquier manera que fuese. Mientras duraba la batalla naval, los que estaban en tierra orilla de la mar sufrían muy gran angustia y cuidado, los siracusanos viendo que pretendían de aquella vez ganar mucha mayor honra que habían alcanzado antes, y los atenienses, temerosos de que les sucediera algo peor que a los que estaban sobre la mar, porque todo su bagaje lo tenían dentro de las naves y estaban expuestos a perderlo. Mientras la batalla fue dudosa y la victoria incierta, defendían diversas opiniones, porque estaban tan cerca que podían ver claramente lo que se hacía, y cuando veían que los suyos en alguna manera llevaban lo mejor alzaban las manos al cielo y rogaban en alta voz a los dioses que quisieran otorgarles la victoria. Por el contrario, los que veían a los suyos de vencida lloraban y daban gritos y alaridos. Cuando el combate era dudoso, de manera que no se podía juzgar quien llevaba la peor parte, hacían gestos con las manos y señales con los cuerpos, según el deseo que tenían, como si aquello pudiera ayudar a los suyos, por el temor que tenían de perder la batalla. Y en efecto, daban tales muestras de sus corazones como si ellos mismos combatieran en persona, y tenían tan gran cuidado o más que los que peleaban, porque muchas veces se veía en aquel combate que por pequeña ocasión los unos se salvaban y otros eran vencidos y desbaratados. El ejército de los atenienses que estaba en tierra mientras que los suyos combatían en mar, no tan solamente veía el combate, sino que por estar muy cerca oían claramente las voces y clamores, así de los vencedores como de los que eran vencidos, y todas las otras cosas semejantes que se pueden ver y oír en una cruda y áspera batalla de dos poderosos ejércitos. El mismo cuidado y trabajo tenían los que estaban en las naves. Finalmente, después que el combate duró largo rato, los siracusanos y sus aliados pusieron a los atenienses en huida, y cuando les vieron volver las espaldas, con grandes voces y alaridos les dieron caza y persiguieron hasta tierra. Entonces aquellos de los atenienses que se pudieron lanzar en tierra con más premura se salvaron, y retiraron a su campo. Los que estaban en tierra, viendo perdida su esperanza, con grandes gritos y llantos corrían todos a una, los unos hacia las naves para salvarse, y los otros hacia los muros. La mayor parte estaban en duda de su vida, y miraban a todas partes cómo se podrían salvar, tanto era el pavor y turbación que sufrieron esta vez que jamás le tuvieron igual. Ocurrió, pues, a los atenienses en este combate naval, lo mismo que ellos hicieron a los lacedemonios en Pilos, cuando después de vencer la armada de estos los derrotaron, y así como los lacedemonios entonces entraron en la isla, así los atenienses esta vez se retiraron a tierra, sin tener esperanza ninguna de salvarse, si no era por algún caso no pensado. XIII. Después de la derrota, parten los atenienses de su campamento para ir por tierra a las villas y lugares de Sicilia que seguían su partido. Pasada esta batalla naval tan áspera y cruel, en la cual hubo gran número de barcos tomados y destrozados, y muchos muertos de ambas partes, los siracusanos y sus aliados, habida la victoria, recogieron sus despojos y los muertos, volvieron a la ciudad y levantaron trofeo en señal de triunfo. Los atenienses estaban tan turbados de los males que habían visto y veían delante de sus ojos, que no se acordaban de pedir sus muertos ni de recoger sus despojos, sino que solamente pensaban en cómo se podrían salvar y partir aquella misma noche. Había entre ellos diversas opiniones, porque Demóstenes era de parecer que se embarcasen en los buques que les habían quedado y partiesen al rayar el alba, saliendo por el mismo puerto si pudiesen salvarse, y también porque tenían mayor número de barcos que los enemigos, pues se acercaban a sesenta, y los contrarios no contaban cincuenta. Nicias estaba de acuerdo con Demóstenes; mas cuando determinaron realizar el proyecto, los marineros no quisieron entrar en las naves por el pavor que tenían del combate pasado en que fueron vencidos, pareciéndoles que de ninguna manera podían ser vencedores en adelante, por lo que les fue necesario mudar de propósito, y todos de un acuerdo determinaron salvarse por tierra. El siracusano Hermócrates, teniendo sospecha, y pensando que sería muy gran daño para los suyos que un ejército tan numeroso fuese por tierra y se rehiciese en algún lugar de Sicilia, desde donde después renovase la guerra, fue derecho a los gobernadores de la ciudad y les dijo que parasen mientes aquella noche en la partida de los atenienses, representándoles por muchas razones los daños y peligros que les podían ocurrir en adelante si les dejaban irse. Opinaba Hermócrates que toda la gente que había en la ciudad para tomar las armas, así de los de la tierra como de los aliados, fuese a tomar los pasos por donde los atenienses se podían salvar. Todos aprobaban este consejo de Hermócrates, pareciéndoles que decía verdad, mas consideraban que la gente estaba muy cansada del combate del día anterior, y quería descansar, por lo cual con gran trabajo obedecerían lo que les fuese mandado por sus capitanes. Además, al día siguiente se celebraba una fiesta a Hércules, en la cual tenían dispuestos grandes sacrificios para darle gracias por la victoria pasada, y muchos querían festejar y regocijar aquel día comiendo y bebiendo, por lo que nada sería más difícil que persuadirles se pusiesen en armas. Por esta razón no estuvieron de acuerdo con el parecer de Hermócrates. Viendo Hermócrates que en manera alguna lograba convencerles, y considerando que los enemigos podían aquella noche, reparándose, tomar los pasos de los montes que eran muy fuertes, ideó esta astucia. Envió algunos de a caballo con orden de que marchasen hasta llegar cerca de los alojamientos de los atenienses, de suerte que les pudiesen oír, y fingiendo ser algunos de la ciudad que seguían el partido de los atenienses, porque había muchos de estos que avisaban a Nicias de la situación de las cosas de los siracusanos, llamaran a algunos de los de Nicias y les dijeran que aconsejaran a este no moviese aquella noche el campamento si quería hacer bien sus cosas, porque los siracusanos tenían tomados los pasos, de manera que correría peligro si saliese de noche, porque no podría llevar su gente en orden, pero que al amanecer le será fácil ir en orden de batalla con su gente para apoderarse de los pasos más a su salvo. Estas palabras las comunicaron los que las habían oído a los capitanes y jefes del ejército, quienes pensando que no había engaño ninguno determinaron pasar allí aquella noche y también el día siguiente. Ordenaron pues al ejército que todos se apercibiesen para partir de allí dentro de dos días, sin llevar consigo cosa alguna, sino solo aquello que les fuese necesario para el uso de sus personas. Entretanto Gilipo y los siracusanos enviaron a tomar los sitios por donde creían que los atenienses habían de pasar, y principalmente los de los ríos, y pusieron en ellos su gente de guarda. Por otra parte los de la ciudad salieron al puerto, tomaron las naves de los atenienses y quemaron algunas, lo cual los mismos atenienses habían determinado hacer, y las que les parecieron de provecho se las llevaron reuniéndolas a las suyas, sin hallar persona que se lo pudiese impedir. Pasado esto, Nicias y Demóstenes dispusieron las cosas necesarias como mejor les pareció, y partieron el cuarto día después de la batalla, que fue una partida muy triste para todos, no solamente porque habían perdido sus barcos y con ellos una tan grande esperanza como tenían al principio de sujetar toda aquella tierra, encontrándose en tanto peligro para ellos y para su ciudad, sino también porque les era doloroso a cada uno ver y sentir que dejaban su campo y bagaje, lastimando sus corazones el pensar en los muertos que quedaban tendidos en el campo y sin sepultura. Cuando encontraban algún deudo o amigo experimentaban gran dolor y miedo, y mayor compasión tenían de los heridos y enfermos que dejaban, por considerarles más desventurados que a los muertos; y los enfermos y heridos tristes y miserables, viendo partir a los otros lloraban y plañían, y llamando a los suyos por sus nombres les rogaban que los llevasen consigo. Cuando veían algunos de sus parientes y amigos seguían en pos de ellos, deteniéndoles cuanto podían, y cuando les faltaban las fuerzas para seguir más trecho se ponían a llorar, blasfemaban de ellos y les maldecían porque los dejaban. Todo el campo estaba lleno de lágrimas y llanto y por ello la partida se retardaba más, aunque considerando los males que habían sufrido, y los que temían pudieran ocurrirles en adelante, estaban en gran apuro y cuidado, mucho más que mostraban en los semblantes. Además de estar todos tristes y turbados se culpaban y reprendían unos a otros, no de otra manera que gente que huyese de una ciudad muy grande tomada por fuerza de armas. Porque es cierto que la multitud de los que partían llegaba a cerca de cuarenta mil, y cada uno de estos llevaba consigo las cosas necesarias que podía para su provisión. La gente de guerra, así de a pie como de a caballo, llevaba cada uno sus vituallas debajo de sus armas, cosa en ellos desacostumbrada, los unos por no fiarse, y los otros por falta de mozos y criados: porque muchos de estos se habían pasado a los enemigos, algunos antes de la batalla, y la mayor parte después. Los mantenimientos que tenían no eran bastantes ni suficientes para la necesidad presente, porque se habían gastado casi todos en el campamento. Aunque en otro tiempo y lugar, semejantes derrotas son tolerables en cierta manera por ser iguales así a los unos como a los otros, cuando no van acompañadas de otras desventuras, empero a estos les era tanto más grave y dura cuanto más consideraban la gloria y honra que habían tenido antes, y la miseria y desventura en que habían caído. Esta novedad tan grande ocurrió entonces al ejército de los griegos, forzado a partir por temor de ser vencido y sujetado por aquellos a quien habían ido a sojuzgar. Partieron los atenienses de sus tierras con cantos y plegarias y ahora partían con voces muy contrarias, convertidos en soldados de a pie los que antes eran marineros, entendiendo al presente de las cosas necesarias para la guerra por tierra en vez de las de mar. Por el gran peligro en que se veían soportaban todas estas cosas. Entonces Nicias, viendo a los del ejército desmayados, como quien bien lo entendía, les alentaba y consolaba con estas razones: «Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, conviene tener buen ánimo y esperanza en el estado que nos vemos, considerando que otros muchos se han salvado y escapado de mayores males y peligros. »No hay por qué quejarse demasiado de vosotros mismos ni por la adversidad y desventura pasadas, ni por la vergüenza y afrenta que, sin merecerlo, habéis padecido, pues si miráis a mí, no me veréis mejor librado que cualquiera de vosotros, ni en las fuerzas del cuerpo, por estar como me veis flaco y enfermo de mi dolencia, ni en bienes y recursos, pues hasta aquí estaba muy bien provisto de todas las cosas necesarias para la vida, y al presente me veo tan falto de medios como el más insignificante de todo el ejército. »Y verdaderamente yo he hecho todos los sacrificios legítimos y debidos a los dioses y usado de toda justicia y bondad con los hombres, que solo esto me da esfuerzo y osadía para tener buena esperanza en las cosas venideras. »Pero os veo muy turbados y miedosos, más de lo que conviene a la dignidad de vuestras honras y personas, por las desventuras y males presentes, los cuales acaso se podrán aliviar y disminuir en adelante, porque nuestros enemigos han gozado de muchas venturas y prosperidades, y si por odio o ira de algún dios vinimos aquí a hacer la guerra, ya hemos sufrido pena bastante para aplacarle. »Hemos visto antes de ahora algunas gentes que iban a hacer guerra a los otros en su tierra, y cumpliendo enteramente su deber, según la manera y costumbre de los hombres, no por eso han dejado de sufrir y padecer males intolerables. Por esto es de creer que de aquí en adelante los mismos dioses nos serán más benignos y favorables, pues a la verdad, somos más dignos y merecedores de alcanzar de ellos misericordia y piedad que no odio y venganza. »Así, pues, en adelante, parad mientes en vuestras fuerzas, en como vais armados, cuán gran número sois y cuán bien puestos en orden, y no tengáis miedo ni temor, pues donde quiera que llegarais sois bastantes para llenar una ciudad tal y tan buena, que ninguna otra de Sicilia dejará de recibiros fácilmente por fuerza o de grado, y una vez recibidos, no os podrán lanzar fácilmente. »Guardad y procurad hacer vuestro camino seguro con el mejor orden que pudiereis y a toda diligencia, sin pensar en otra cosa sino en que en cualquier parte o lugar donde fuereis obligados a pelear, si alcanzarais la victoria, allí será vuestra patria y ciudad y vuestros muros. »Nos será forzoso caminar de noche y de día sin parar, por la falta que tenemos de provisiones, y cuando lleguemos a algún lugar de Sicilia de los que tenían nuestro partido, estaremos seguros, porque estos, por temor a los siracusanos, necesariamente habrán de permanecer en nuestra amistad y alianza, cuanto más que ya les hemos enviado mensaje para que nos salgan delante con vituallas y provisiones. »Finalmente, tened entendido, amigos y compañeros, que os es necesario mostraros buenos y esforzados, porque de otra manera no hallaréis lugar ninguno en toda esta tierra donde os podáis salvar siendo viles y cobardes. Y si esta vez os podéis escapar de los enemigos, los que de vosotros no son atenienses, volveréis muy pronto a ver las cosas que vosotros tanto deseabais, y los que sois atenienses de nación, levantaréis la honra y dignidad de vuestra ciudad por muy caída que esté, porque los hombres son la ciudad y no los muros, ni menos las naves sin hombres.» Cuando Nicias animó con estas razones a los suyos, iba por el ejército de una parte a otra, y si acaso veía alguno fuera de las filas, le metía en ellas. Lo mismo hacía Demóstenes el otro capitán con los suyos, y marchaban todos en orden en un escuadrón cuadrado, a saber: Nicias, con los suyos, delante, de vanguardia, y Demóstenes, con los suyos, en la retaguardia, y en medio el bagaje y la otra gente que en gran número no era de pelea. XIV. Los siracusanos y sus aliados persiguen a los atenienses en su retirada, y los vencen y derrotan completamente. De esta manera caminaron en orden los atenienses y sus aliados hasta la orilla del río Anapo, donde hallaron a los siracusanos y sus aliados que les estaban esperando puestos en orden de batalla; mas los atenienses los batieron y dispersaron y pasaron mal de su grado adelante, aunque la gente de a caballo de los siracusanos y los otros flecheros y tiradores que venían armados a la ligera, los seguían a la vista y les hacían mucho daño, hasta tanto que llegaron aquel día a un cerro muy alto, a cuarenta estadios de Siracusa, donde plantaron su campo aquella noche. Al día siguiente de mañana, partieron al despuntar el alba, y habiendo caminado cerca de veinte estadios, descendieron a un llano, allí reposaron aquel día, así por adquirir algunas vituallas en los caseríos que había, porque era lugar poblado, como también por tomar agua fresca para llevar consigo, pues en todo el camino andado no la encontraron. En este tiempo los siracusanos se apresuraron a ocupar otro sitio por donde forzosamente habían de pasar los atenienses, que era un cerro muy alto y ariscado, a cuya cumbre no se podía subir por dos lados, y se llamaba Roca de Acras. Al día siguiente, estando los atenienses y sus aliados en camino, fueron de nuevo acometidos por los caballos y tiradores de los enemigos, de que había gran número, que les venían acosando y hiriendo por los lados, de tal manera, que apenas les dejaban caminar, y después que pelearon gran rato, viéronse forzados a retirarse al mismo lugar de donde habían partido, aunque con menos ventaja que antes, a causa de que no hallaban vituallas, ni tampoco podían desalojar su campo tan fácilmente como el día anterior por la prisa que les daban los enemigos. Con todo esto, al siguiente día, bien de mañana, se pusieron otra vez en camino, y aunque los enemigos pugnaron por estorbarlo, pasaron adelante hasta aquel cerro donde hallaron una banda de soldados armados de lanza y escudo, y aunque el lugar era bien estrecho, los atenienses rompieron por medio de ellos y procuraron ganarle por fuerza de armas. Mas al fin los rechazaron los enemigos, que eran muchos y estaban en lugar ventajoso, cual era la cumbre del cerro, de donde podían más fácilmente tirar flechas y otras armas a los enemigos. Viéronse los atenienses obligados a detenerse allí sin hacer ningún efecto, y también por estar descargando una tempestad con grandes truenos y lluvia, como suele acontecer en aquella tierra en tiempo del otoño que ya por entonces comenzaba, tempestad que turbó y amedrentó en gran manera a los atenienses, porque tomaban estas señales por mal agüero y como anuncio de su pérdida y destrucción venidera. Viendo entonces Gilipo que los enemigos habían parado allí, envió una banda de soldados por un camino lateral para que se hiciese fuerte en el camino por donde los atenienses habían venido, a fin de cercarles por la espalda, mas los atenienses que lo advirtieron enviaron una banda de los suyos que lo impidiera y los lanzaron de allí. Hecho esto, se retiraron de nuevo a un campo que estaba cerca del paso donde se habían alojado aquella noche. Al día siguiente, puestos los atenienses otra vez en camino, Gilipo con los siracusanos dieron sobre ellos por todas partes, y herían y maltrataban a muchos. Cuando los atenienses revolvían sobre ellos, se retiraban los siracusanos, pero al ver estos que los enemigos seguían el camino, atacaban la retaguardia, hiriendo a muchos para poner espanto y temor a todo el resto del ejército, mas resistiendo por su parte cada cual de los atenienses, caminaron cinco o seis estadios hasta tanto que llegaron a un raso donde asentaron, y los siracusanos se volvieron a su campo. Entonces Nicias y Demóstenes, viendo que su empresa iba mal, tanto por falta que tenían en general de vituallas, como por los muchos que había de su gente heridos, y que siempre tenían los enemigos delante y a la espalda sin cesar de molestarlos por todas partes, determinaron partir aquella noche secretamente, no por el camino que habían comenzado a andar, sino por otro muy contrario que se dirigía hacia la mar e iba a salir a Catana, a Camarina, a Gela y a otras villas que estaban frente a la otra parte de Sicilia habitadas por griegos y bárbaros. Con este propósito mandaron hacer grandes fuegos y luminarias en diversos lugares por todo el campo, para dar a entender a los enemigos que no querían moverse de allí. Mas según suele acaecer en semejantes casos, cuando un gran ejército desaloja por miedo, mayormente de noche, en tierra de enemigos, y teniéndolos cerca y a la vista, cundió el pavor y la turbación por todo el campamento. Nicias, que mandaba la vanguardia, partió el primero con su gente en buen orden y caminó gran trecho delante de los otros, mas una banda de la gente que llevaba Demóstenes, casi la mitad de ellos, rompieron el orden que llevaban caminando. Con todo esto anduvieron tanto trecho, que al amanecer se hallaban a la orilla de la mar, y tomaron el camino de Heloro a lo largo de aquella playa, por el cual camino querían ir hasta la ribera del río Cacíparis, y de allí dirigirse por tierras altas alejándose de la mar con esperanza de que los sicilianos, a quienes habían avisado, les saliesen delante les vendrían a encontrar, mas al llegar a la orilla del río, hallaron que había allí alguna gente de guerra que los siracusanos enviaron para guardar aquel punto, la cual trabajaba por cerrarles el paso y atajarlo con empalizadas y otros obstáculos, pero por ser pocos fueron pronto rechazados por los atenienses, que pasaron el río y llegaron hasta otro río llamado Eríneo, continuando el camino que los guías les había mostrado. Los siracusanos y sus aliados, cuando amaneció y vieron que los atenienses habían partido la noche antes, quedaron muy tristes y tuvieron sospecha de que Gilipo había sabido su partida, por lo cual inmediatamente se pusieron en camino para ir tras los enemigos a toda prisa siguiéndoles por el rastro que era fácil conocer, y tanto caminaron, que los alcanzaron a la hora de comer. Los primeros que encontraron fueron los de la banda de Demóstenes, que por estar cansados y trabajados del camino andado la noche anterior, iban más despacio y sin orden. Comenzaron primero los siracusanos que llegaron a escaramuzar con ellos y con la gente de a caballo los cercaron por todas partes de modo que les obligaron a juntarse todos en tropel, con tanta mayor facilidad cuanto que el ejército se había dividido ya en dos partes, y Nicias con su banda de gente estaba más de ciento cincuenta estadios delante, porque viendo y conociendo que no era oportuno esperar allí para pelear, hacía apresurar el paso lo más que podía sin pararse en parte alguna, sino cuando le era forzoso para defenderse. Mas Demóstenes no podía hacer esto, porque había partido del campamento después que su compañero, y porque iba en la retaguardia, siendo necesariamente el primero que los enemigos habían de acometer. Por esta causa necesitaba atender tanto a tener su gente dispuesta para combatir, viendo que los siracusanos les seguían, como para hacerles caminar, de suerte que deteniéndose en el camino fue alcanzado por los enemigos, y los suyos muy maltratados, viéndose obligado a pelear en un sitio cercado de parapetos, y sobre un camino que estaba metido entre unos olivares, por lo cual fueron muy maltrechos con los dardos que les tiraban los enemigos, quienes no querían venir a las manos con ellos a pesar de todo su poder, porque los veían desesperados de poderse salvar, pareciéndole buen consejo no poner su empresa en riesgo y ventura de batalla, cosa que los enemigos habían de desear. Por otra parte, conociendo que tenían la victoria casi en la mano, temían cometer algún yerro, pareciéndoles que sin combatir en batalla reñida gastando y deshaciendo los enemigos por tales medios, se apoderarían después de ellos a su voluntad. Así, pues, habiendo escaramuzado de esta suerte todo el día a tiros de mano, y conociendo su ventaja, enviaron un trompeta de parte de Gilipo y de los siracusanos y sus aliados a los contrarios, para hacerles saber primeramente que si había entre ellos algunos de las ciudades y villas isleñas que se quisiesen pasar a ellos serían salvos, y con esto se pasaron algunas escuadras, aunque muy pocas. Después ofrecieron el mismo partido a todos los que estaban con Demóstenes, a saber: que a los que dejasen las armas y se rindiesen les salvarían la vida y no serían puestos en prisión cerrada ni carecerían de vituallas. Este partido lo aceptaron todos, que pasarían de seis mil, y tras esto cada cual manifestó el dinero que llevaba, el cual echaron dentro de cuatro escudos atravesados que fueron todos llenos de moneda y llevados a Siracusa. Entretanto, Nicias había caminado todo aquel día hasta que llegó al río Eríneo, y pasado el río de la otra parte alojó su campo en un cerro cerca de la ribera donde el día siguiente le alcanzaron los siracusanos, que le dieron noticia de cómo Demóstenes y los suyos se habían rendido, y por tanto le amonestaban que hiciese lo mismo; pero Nicias no quiso dar crédito a sus palabras y les rogó le dejasen enviar un mensajero a caballo para informarse de la verdad, lo cual le otorgaron. Cuando supo la verdad por relación de su mensajero, envió a decir a Gilipo y a los siracusanos, que, si querían, convendría y concertaría gustoso con ellos en nombre de los atenienses, que le dejasen ir con su gente salvo, y les pagaría todo el gasto que habían hecho en aquella guerra dándoles en rehenes cierto número de atenienses, los más principales, para que fuesen rescatados una vez pagados los gastos a talento por cabeza. Gilipo y los siracusanos no quisieron aceptar este partido, y les acometieron por todas partes tirándoles muchos dardos, mientras duró aquel día. Y aunque los atenienses por este ataque quedaron maltrechos y tenían gran necesidad de vituallas, todavía determinaron su partida para aquella noche; ya habían tomado sus armas para marchar cuando entendieron que los enemigos los habían sentido, lo cual conocieron por la señal que daban para acudir a la batalla, cantando su peán y cántico acostumbrado, y por esta causa volvieron a quitarse sus armas, excepto trescientos que pasaron por fuerza atravesando por la guardia de los enemigos con esperanza de poderse salvar de noche. Llegado el día, Nicias se puso en camino con su gente, mas cuando comenzó a marchar, los siracusanos les acometieren con tiros de flechas y piedras por todas partes, según habían hecho el día antes. Aunque se veían acosados por los enemigos flecheros y los de a caballo, caminaban siempre adelante con esperanza de poder ganar tierra y llegar al río Asínaro, porque les parecía que pasado aquel río podrían caminar con más seguridad, y también lo hacían por poder beber agua, pues estaban todos sedientos. Al llegar a vista del río, fueron todos a una hacia él temerariamente, sin guardar orden alguno, cada cual por llegar el primero. Los enemigos, que los seguían por la espalda, trabajaron por estorbarles el paso, de manera que quedaron en muy gran desorden, porque pasando todos a una, y en gran tropel, los unos estorbaban a los otros, así con sus personas como con las armas y lanzas, de suerte que unos se anegaban súbitamente, y otros se entremetían y mezclaban juntos, arrastrando a muchos la corriente del agua, y los siracusanos, que estaban puestos en dos collados bien altos de una parte y de la otra del río, los perseguían por todos lados con tiros de flechas e hiriéndoles a mano, de tal manera que mataron muchos, mayormente de los atenienses que se paraban en lo más hondo del agua para poder beber más a su placer, a causa de lo cual el agua se enturbió mucho con la sangre de los heridos y el tropel de aquellos que la removían pasando. Ni por eso dejaban de beber, por la gran sed que tenían, antes disputaban entre sí por hacerlo allí donde veían el agua más clara. Estando el río lleno de los muertos, que caían unos sobre otros, y todo el ejército desbaratado, unos junto a la orilla y otros lanzados por los caballos siracusanos, Nicias se rindió a Gilipo, confiándose más de él que no de los siracusanos, y entregándose a discreción suya y de los otros capitanes peloponesios para que hiciesen de él lo que quisieran, pero rogándoles que no dejasen matar a los que quedaban de la gente de guerra de los suyos. Gilipo lo otorgó, mandando expresamente que no matasen más hombre alguno de los atenienses, sino que los cogieran todos prisioneros, y así, cuantos no se pudieron esconder, de los cuales había gran número, quedaron prisioneros. Los trescientos que arriba dijimos se habían escapado la noche antes, fueron también presos por la gente de a caballo, que los siguió al alcance. Pocos de los de Nicias quedaron prisioneros del estado, porque la mayoría de ellos huyeron por diversas vías desparramándose por toda Sicilia, a causa de no haberse rendido por conciertos, como los de Demóstenes. Muchos de ellos murieron. La matanza fue en esta batalla más grande que en ninguna de las habidas antes en toda Sicilia mientras duró aquella guerra, porque además de los que murieron peleando hubo gran número de muertos de los que iban huyendo por los caminos o de los heridos que después morían a consecuencia de las heridas. Salváronse, sin embargo, muchos, unos aquel mismo día, y otros la noche siguiente, los cuales todos se acogieron a Catana. Los siracusanos y sus aliados, habiendo cogido prisioneros los más que pudieron de los enemigos, se retiraron a Siracusa, y al llegar allí enviaron los prisioneros a unas canteras, que era la más fuerte y más segura prisión de todas cuantas tenían. Después de esto mandaron matar a Demóstenes y a Nicias contra la voluntad de Gilipo, el cual tuviera a gran honra, además de la victoria, poder llevar a su vuelta por prisioneros a Lacedemonia los capitanes de los enemigos, de los cuales el uno, Demóstenes, había sido su mortal y cruel enemigo en la derrota de Pilos, y el otro, Nicias, le fue amigo y favorable en la misma jornada; pues cuando los lacedemonios prisioneros en Pilos fueron llevados a Atenas, Nicias procuró cuanto pudo que caminasen sueltos, y usó con ellos de toda virtud y humanidad. Además, trabajó por que se hiciesen los conciertos y tratados de paz entre los atenienses y lacedemonios, por lo que los lacedemonios le tenían grande amor, y esta fue la causa por que él se rindió a Gilipo. Pero algunos de los siracusanos que tenían inteligencias con él durante el cerco, temiendo que a fuerza de tormentos le obligaran a decir la verdad, como se anunciaba, y que por este medio, en la prosperidad de la victoria, les sobreviniese alguna nueva revuelta, y asimismo los corintios, sospechando que Nicias, por ser muy rico, corrompiese a los guardias y se escapase, y después renovase la guerra, persuadieron de tal manera a todos los aliados y confederados que fue acordado hacerle morir. Por estas causas y otras semejantes fue muerto Nicias, el hombre entre todos los griegos de nuestra edad que menos lo merecía, porque todo el mal que le sobrevino fue por su virtud y esfuerzo, a lo cual aplicaba todo su entendimiento. Cuanto a los prisioneros fueron muy mal tratados al principio, porque siendo muchos en número y estando en sótanos y lugares bajos y estrechos, enfermaban a menudo por mucho calor en el verano, y en el invierno por el frío y las noches serenas, de manera que con la mudanza del tiempo caían en muy grandes enfermedades. Además, por estar todos juntos en lugar estrecho, eran forzados a hacer allí sus necesidades, y los que morían así de heridas como de enfermedades los enterraban allí, produciéndose un hedor intolerable. Sufrían también gran falta de comida y bebida, porque solo tenían dos pequeños panes por día, y una pequeña medida de agua cada uno. Finalmente, por espacio de setenta días padecieron en esta guerra todos los males y desventuras que es posible sufrir en tal caso. Después fueron todos vendidos por esclavos, excepto algunos atenienses e italianos y sicilianos que se hallaron en su compañía. Aunque sea cosa difícil explicar el número de todos los que quedaron prisioneros, debe tenerse por cierto y verdadero que fueron más de siete mil, siendo la mayor pérdida que los griegos sufrieron en toda aquella guerra, y según yo puedo saber y entender, así por historias como de oídas, la mayor que experimentaron en los tiempos anteriores, resultando tanto más gloriosa y honrosa para los vencedores, cuanto triste y miserable para los vencidos, que quedaron deshechos y desbaratados del todo, sin infantería, sin barcos y de tan gran número de gente de guerra, volvieron muy pocos salvos a sus casas. Este fin tuvo la guerra de Sicilia. FIN DEL LIBRO SÉPTIMO. LIBRO VIII. SUMARIO. I. Determinaciones de los atenienses, cuando supieron la derrota de los suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra los peloponesios. La mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan confederación contra los atenienses. -- II. Los de Quíos, de Lesbos y del Helesponto piden a los lacedemonios que les envíen una armada para resistir a los atenienses, contra los cuales querían rebelarse. Orden que sobre esto fue dada. -- III. Algunos barcos de los peloponesios son lanzados del puerto del Pireo por los atenienses. Las ciudades de Quíos, Eritras, Mileto y otras muchas se rebelan contra los atenienses, pasándose a los peloponesios. Primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios. -- IV. Los de Quíos, después de rebelarse contra los atenienses, hacen rebelar a Mitilene y a toda la isla de Lesbos. Recóbranla los atenienses y también otras ciudades rebeladas. Vencen a los de Quíos en tres batallas, y roban y talan toda su tierra. -- V. Cercando los atenienses la ciudad de Mileto, libran batalla contra los peloponesios, en la cual cada contendiente alcanza en cierto modo la victoria. Sabiendo los atenienses que iba socorro a la ciudad, levantan el sitio y se retiran. Los lacedemonios toman Yaso. Dentro de ella estaba Amorges, que se había rebelado contra el rey Darío, y lo entregan al lugarteniente de este rey. -- VI. Cercada la ciudad de Quíos por los atenienses, Astíoco, general de la armada de los peloponesios, no quiere socorrerla. Segundo tratado de confederación y alianza con Tisafernes. -- VII. Victoria naval de los peloponesios contra los atenienses. Los caudillos de los peloponesios, después de discutir con Tisafernes algunas cláusulas de su alianza, van a Rodas y la hacen rebelar contra los atenienses. -- VIII. Siendo Alcibíades sospechoso a los lacedemonios, persuade a Tisafernes para que rompa la alianza con los peloponesios y la haga con los atenienses. Los atenienses envían embajadores a Tisafernes para ajustarla. -- IX. Derrotados los de Quíos en una salida que hicieron contra los sitiadores atenienses, son estrechamente cercados y puestos en grande aprieto. Las gestiones de Alcibíades para pactar alianza entre Tisafernes y los atenienses no dan resultado. Renuévase la alianza entre Tisafernes y los lacedemonios. -- X. Gran división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de ella, y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de su república, que les causó gran daño y pérdida. -- XI. Sospechan de Tisafernes los peloponesios porque no les daba el socorro que les había prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los atenienses de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos, que empleaba en bien y provecho de su patria. -- XII. Divididos los atenienses por la mudanza en el gobierno popular de la república, procuran establecer algún acuerdo entre ellos. -- XIII. Victoria de los peloponesios contra los atenienses cerca de Eretria. El gobierno de los cuatrocientos queda suprimido y apaciguadas las discordias. -- XIV. Las armadas de los atenienses y peloponesios van al Helesponto y se preparan para combatir. -- XV. Victoria de los atenienses contra los peloponesios en el mar del Helesponto. I. Determinaciones de los atenienses, cuando supieron la derrota de los suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra los peloponesios. La mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan confederación contra los atenienses. Cuando llegó a Atenas la noticia de aquel fracaso, no hubo casi nadie que lo pudiese creer; ni aun después que los que habían escapado y llegaron allí lo testificaron, porque les parecía imposible que tan gran ejército fuese tan pronto aniquilado. Mas después que la verdad fue sabida, el pueblo comenzó a enojarse en gran manera contra los oradores que le habían persuadido para que se realizase aquella empresa, como si él mismo no lo hubiera deliberado; y también contra los agoreros y adivinos que le habían dado a entender que esta jornada sería venturosa, y que sojuzgarían a toda Sicilia. Además del pesar y enojo que tenían por esta pérdida, abrigaban gran temor porque se veían privados, así en público como en particular, de una gran parte de buenos combatientes de a pie como de a caballo; y la mayor parte de los mejores hombres y más jóvenes que tenían. Tampoco poseían más naves en sus atarazanas, ni dinero en su tesoro, ni marineros, ni obreros para hacer nuevos buques, siendo total su desesperación de poder salvarse, porque pensaban que la armada de los enemigos vendría derechamente a abordar al puerto del Pireo, habiendo alcanzado gran victoria, y viendo sus fuerzas dobladas con los amigos y aliados de los atenienses, muchos de los cuales se habían pasado a los enemigos. Por todo esto los atenienses no esperaban sino que los peloponesios los acometerían por mar y por tierra. Mas ni por eso opinaron mostrarse de poco corazón ni dejar su empresa, sino antes reunir los más barcos que de todas partes pudiesen; y haciendo esto por todas vías, allegar dinero y madera para construir naves, y además asegurar su amistad con los aliados, especialmente con los de Eubea. Determinaron también suprimir y ahorrar el gasto que en las cosas de mantenimientos había en la ciudad; y crear y elegir un nuevo consejo de los más ancianos con autoridad y encargo de proveer en todas las cosas sobre todos los otros en lo tocante a la guerra, resueltos como estaban a hacer todo cuanto pudiera remediar su situación, como comúnmente vemos hacer a un pueblo en alarma, y poner en ejecución lo que estaba determinado y deliberado. Entretanto acabó aquel verano. En el invierno siguiente casi todos los griegos comenzaron a cambiar de opiniones por la gran pérdida que habían sufrido los atenienses en Sicilia. Los que habían sido neutrales en esta guerra opinaban que no debían perseverar más en aquella neutralidad, sino seguir el partido de los peloponesios, aunque estos no lo solicitaran, porque consideraban con justo motivo que si los atenienses llegasen a alcanzar la victoria en Sicilia, hubieran venido contra ellos. Y por otra parte también les parecía que lo restante de la guerra acabaría pronto, y que de esta manera les honraría grandemente ser partícipes de la victoria. Respecto a los que ya estaban declarados por los lacedemonios, se ofrecían con más entusiasmo que antes, esperando que la victoria los pondría fuera de todo daño y peligro. Los que eran súbditos de los atenienses estaban más determinados a rebelarse y hacerles más mal que sus fuerzas permitían; tanta era la ira y mala voluntad que contra ellos tenían. Y también porque ninguna razón bastaba a darles a entender que los atenienses pudiesen escapar de ser completamente desbaratados y destruidos en el verano siguiente. Por todas estas cosas la ciudad de Lacedemonia tenía grande esperanza de alcanzar la victoria contra los atenienses, y especialmente por creer que los sicilianos, siendo sus aliados, y teniendo tan gran número de barcos, así suyos como de los que habían tomado a los atenienses, vendrían a la primavera en su ayuda. Alentados de esta manera por las noticias que de todas partes recibían, determinaron prepararse sin tardanza a la guerra, haciéndose cuenta de que si esta vez alcanzaban la victoria, para siempre estarían en seguridad y fuera de todo peligro; que por el contrario, hubiera sido grande para ellos si los atenienses conquistaran Sicilia, pues bien claro estaba que, de sojuzgarla, se hubieran hecho señores de toda la Grecia. Siguiendo, pues, esta determinación, Agis, rey de los lacedemonios, partió aquel mismo invierno de Decelia, y fue por mar por las ciudades de los aliados y confederados para inducirles a que contribuyesen con dinero destinado a hacer barcos nuevos, y pasando por el gran golfo Malíaco, hizo allí una gran presa de ganado de los eteos, por causa de la antigua enemistad que los lacedemonios tenían con ellos, presa que Agis convirtió en dinero. Hecho esto, obligó a los aqueos de Ftiótide y a otros pueblos comarcanos, sujetos a los tesalios, a que diesen una buena suma de moneda y cierto número de rehenes mal su grado, porque le eran sospechosos. Los rehenes los envió a Corinto. Los lacedemonios ordenaron que entre ellos y sus aliados hicieran cien galeras, y cada uno a prorrata pagase su parte del gasto; ellos veinticinco, los beocios otras tantas, los focenses, locros y corintios, treinta; y los arcadios, peleneos, sicionios, megarenses, trecenios, epidaurios y hermioneos, veinte. En lo demás hacían provisión de todas las otras cosas con intención de comenzar la guerra al empezar el verano. Por su parte los atenienses aquel mismo invierno, como lo habían deliberado, pusieron toda diligencia en hacer y proveerse de barcos, y los particulares, que tenían materiales a propósito para ellos, los daban sin dificultad alguna. También fortificaron con muralla su puerto de Sunio para que las naves que les trajesen vituallas pudiesen ir con seguridad, y abandonaron los parapetos y fuertes que habían hecho en Laconia cuando fueron a Sicilia. En lo restante procuraron ahorrar gasto en todo lo que les parecía, que sin ello se podían bien pasar. Pero sobre todas las cosas ponían diligencia en evitar que sus súbditos y aliados se rebelaran. II. Los de Quíos, de Lesbos y del Helesponto piden a los lacedemonios que les envíen una armada para resistir a los atenienses, contra los cuales querían rebelarse. -- Orden que sobre esto fue dada. Mientras estas cosas se hacían de una parte y de otra, apresurando lo necesario, como si la guerra hubiera de comenzar al momento, los eubeos, antes que todos los otros aliados de los atenienses, enviaron mensajeros a Agis diciéndole que querían unirse a los lacedemonios. Agis los recibió benignamente y mandó que fuesen ante él dos de los principales hombres de Lacedemonia para enviarlos a Eubea. Estos eran Alcámenes, hijo de Estenelaidas, y Melantes, los cuales fueron, llevando consigo cuatrocientos libertos o emancipados de esclavitud. Los lesbios, que también deseaban rebelarse, enviaron igualmente a pedir a Agis gente de guarda para ponerla en su ciudad, y Agis, a persuasión de los beocios, se la otorgó, suspendiendo entretanto la empresa de Eubea y ordenando a Alcámenes, que debía ir allá, fuese a Lesbos con veinte naves; de las cuales Agis abasteció diez y los beocios otras diez. Todo esto lo hizo Agis sin decir cosa alguna a los lacedemonios, porque tenía el poder y autoridad de enviar gente a donde él quisiese, y de reclutarla también, y de cobrar el dinero y emplearlo según juzgase necesario todo el tiempo que estuviese en Decelia, durante cuyo tiempo todos los aliados le obedecían, en parte más que a los gobernadores de la ciudad de Lacedemonia, porque como tenía la armada a su voluntad, la mandaba ir donde él quería. Por ello se concertó con los lesbios, según se ha dicho. Por su parte, los de Quíos y los de Eritras, que asimismo querían rebelarse contra los atenienses, hicieron un tratado con los gobernadores y consejeros de la ciudad de Lacedemonia sin saberlo Agis; con ellos fue a la misma ciudad Tisafernes, que era gobernador de la provincia inferior por el rey Darío, hijo de Artajerjes. Andaba Tisafernes solicitando a los peloponesios para que hiciesen la guerra contra los atenienses, y les prometía proveerles de dinero, de lo cual él tenía buena suma, a causa de que por mandato del rey su señor, poco tiempo antes había cobrado un tributo de su provincia, con intención de emplear el dinero del mismo contra los atenienses, a quienes tenía odio y enemistad porque no permitieron que pagaran el tributo las ciudades griegas de la provincia, y porque sabía que eran los que le habían impedido que Grecia le fuese tributaria. Parecíale a Tisafernes que más fácilmente cobraría el tributo si viesen que le quería emplear contra los atenienses, y también que de esta manera lograría la amistad entre los lacedemonios y el rey Darío. Por este camino esperaba además apoderarse de Amorges, hijo bastardo de Pisutnes, el cual, siendo por el rey gobernador de la tierra de Caria, se había rebelado contra él, y recibió orden Tisafernes de hacer lo posible para cogerle vivo o muerto. Sobre esto, Tisafernes se había concertado con los de Quíos. En estas circunstancias, Calígito de Mégara, hijo de Laofonte, y Timágoras de Cícico, hijo de Atenágoras, ambos desterrados de sus ciudades, fueron a Lacedemonia de parte de Farnabazo, hijo de Farnaces, que los envió de su tierra con objeto de demandar a los lacedemonios barcos y llevarlos al Helesponto, ofreciéndoles hacer todo lo posible para ganar las ciudades de su provincia, que estaban por los atenienses, y deseando también por esta vía hacer amistad entre el rey Darío, su señor, y ellos. Al saberse estas demandas y ofrecimientos de Farnabazo y Tisafernes en Lacedemonia, sin que los que hacían la una supiesen nada de la otra, hubo discordia entre los lacedemonios, porque unos eran de opinión que primeramente se debían enviar los barcos a Jonia y Quíos, y otros opinaban que se enviasen al Helesponto. Finalmente, el mayor número fue de opinión que se debía primero aceptar el partido de Quíos y de Tisafernes, en especial por la persuasión de Alcibíades, el cual habitaba a la sazón en la casa de Endio, que aquel año era éforo, y su padre también había habitado allí, por razón de lo cual se llamaba Endio, y también por sobrenombre Alcibíades[18]. Pero antes de que los lacedemonios enviasen sus barcos a Quíos, ordenaron a uno que era vecino de aquella ciudad, nombrado Frinis, que fuese a espiar y ver si tenían tan gran número de naves como daban a entender, y también si su ciudad era tan rica y tan poderosa como decía la fama. Volvió Frinis, y dándoles cuenta de que todo era conforme a lo que la fama pública aseguraba, hicieron en seguida alianza y confederación con los quiotas y eritreos, y ordenaron enviar cuarenta trirremes para reunirlos con otros sesenta que los quiotas decían tener, de los cuales habían de enviar al principio cuarenta, y después otros diez con Meláncridas, su capitán de mar, y en vez de este eligieron después a Calcideo, porque Meláncridas murió. De diez naves que había de llevar Calcideo, no llevó más que cinco. Mientras esto pasaba se acabó el invierno, que fue el decimonono año de la guerra que Tucídides escribió. Al comienzo de la primavera los de Quíos pidieron a los lacedemonios que les enviasen los barcos que les habían prometido, porque temían mucho que los atenienses fuesen avisados de los tratos que tenían con ellos, y de los cuales ninguna cosa habían sabido hasta entonces. Por esta causa enviaron tres ciudadanos a los de Corinto para avisarles que debían pasar por el Istmo todos los barcos, así los que Agis había dispuesto para enviar a Lesbos, como los otros de la mar a donde ellos estaban, y encaminarlos a Quíos, cuyos barcos eran cuarenta y nueve. Pero porque Calígito y Timágoras no quisieron ir en aquel viaje, los embajadores de Farnabazo tampoco quisieron dar el dinero que les había enviado para pagar la armada, que montaba a veinticinco talentos[19], deliberando hacer con aquel dinero otra armada y con ella ir a donde tenían determinado. Cuando Agis supo que los lacedemonios habían deliberado enviar primero los barcos a Quíos, no quiso ir contra su determinación, y los aliados, habiendo celebrado consejo en Corinto, opinaron también que Calcideo fuera primero a Quíos, el cual había armado cinco trirremes en Laconia y tres Alcámenes, a quien Agis había escogido por capitán para ir a Lesbos, y finalmente, que Clearco, hijo de Ranfias, fuese al Helesponto. Mas ante todas cosas ordenaron que la mitad de sus buques pasaran con toda diligencia el Istmo antes que los atenienses lo supiesen, temiéndose que estos diesen sobre ellos y sobre los otros que pasasen después. En la otra mar, los trirremes de los peloponesios irían descubiertamente sin ningún temor de los atenienses, porque no veían ni sabían que tuviesen ninguna armada en parte alguna que fuese bastante para combatirles. III. Algunos barcos de los peloponesios son lanzados del puerto del Pireo por los atenienses. -- Las ciudades de Quíos, Eritras, Mileto y otras muchas se rebelan contra los atenienses, pasándose a los peloponesios. -- Primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios. Conforme a esta determinación, los que lo tenían a cargo transportaron veintiún trirremes por el istmo de Corinto, y aunque hicieron grande instancia a los corintios para que pasasen con ellos, no lo quisieron hacer porque la fiesta que ellos llaman Ístmica se acercaba y querían celebrarla antes de su partida. Agis consintió en que no quebrantaran el juramento que habían hecho de treguas con los atenienses hasta después de pasada aquella fiesta, ofreciéndoles tomar bajo su responsabilidad y nombre la expedición; mas ellos no quisieron acceder, y entretanto que debatían sobre esto, advertidos los atenienses de los conciertos que hacían los quiotas con sus contrarios, enviaron uno de sus ministros, llamado Aristócrates, para darles a entender que obraban mal. Porque ellos negaban el hecho, les mandó que enviasen sus naves a Atenas, según estaban obligados por virtud del tratado de alianza, lo cual no osaron rehusar y mandaron allá siete trirremes. De esto fueron autores algunos que nada sabían del otro tratado, y los que lo sabían temían les sobreviniera daño si lo declaraban al pueblo hasta tanto que tuviesen poder y fuerzas para resistir a los atenienses si quisieran rebelarse contra ellos, no teniendo ya esperanza en que los peloponesios fueran a ayudarles puesto que tanto tardaban. Entretanto, acabaron los juegos y solemnidades de la fiesta Ístmica, en la cual se hallaron los atenienses, porque tenían salvoconducto para ir a ella, y allí, más claramente, entendieron cómo los quiotas trataban de rebelarse contra ellos. Por causa de estas noticias, cuando volvieron a Atenas aparejaron sus trirremes para guardar la mar de los enemigos y que no pudiesen partir de Céncreas sin que ellos lo supiesen. Después de la fiesta enviaron allá veintiún barcos para que se encontrasen con los otros veintiuno que Alcámenes había llevado de los peloponesios, y cuando estuvieron a la vista, procuraron traer a los contrarios mar adentro, fingiendo que se retiraban, pero los peloponesios, después de seguirles un poco al alcance, se volvieron atrás, viendo lo cual los atenienses también se retiraron, porque no se fiaban nada de los siete buques que llevaban de Quíos en compañía de los veintiún trirremes. Mas como después recibieron otra ayuda de treinta y siete trirremes, siguieron a los enemigos hasta un puerto desierto y desechado que está en los extremos y fin de la tierra de los epidaurios, que ellos llaman Espireo, dentro de cuyo puerto se habían refugiado todos los barcos peloponesios, salvo uno que se perdió en alta mar. En este puerto fueron los atenienses a darles caza por mar, y también pusieron en tierra una parte de sus gentes, de manera que les hicieron gran daño, les destrozaron bastantes trirremes y mataron muchos tripulantes, entre ellos a Alcámenes. También ellos sufrieron algunas pérdidas. Los atenienses se retiraron, y por dejar cercados a los enemigos, dejaron el número de gente que les pareció en una isla pequeña cerca de allí, donde acamparon y enviaron a toda prisa un barco mercante a los atenienses para que les enviasen socorro. Al día siguiente acudieron en ayuda de los peloponesios los barcos de los corintios, y tras ellos los de los otros aliados y confederados, los cuales, viendo que les sería muy difícil defenderse en aquel desierto lugar, estaban en gran confusión, y trataron primero de quemar sus naves, mas después resolvieron sacarlas a tierra y que desembarcaran sus gentes para guardarlas hasta que viesen oportunidad de salvarlas. Advertido de esto Agis, les envió un ciudadano de Esparta llamado Termón. Los lacedemonios sabían ya la partida de los buques desde el Istmo, porque los éforos ordenaron a Alcámenes que les avisase cuando partiera; por esto enviaron con toda diligencia otros cinco trirremes con el capitán Calcideo, al que acompañaba Alcibíades. Pero al saber después que su gente y sus barcos habían huido, se asustaron y perdieron ánimo, porque la primera empresa de guerra que intentaban en el mar de Jonia tuviera tan mala fortuna. Determinaron, pues, no enviar de su tierra más armada, y mandar retirarse la que primero habían enviado. Alcibíades persuadió otra vez a Endio para que no abandonasen los lacedemonios la empresa de enviar aquella armada a Quíos, porque podría arribar allí antes que los griegos fuesen avisados del mal éxito de los otros barcos, y asegurando que si él mismo iba a Jonia, lograría fácilmente hacer rebelar y amotinar las ciudades que tenían el partido de los atenienses, dándoles a entender la flaqueza y abatimiento de estos y el poder y fuerzas de los lacedemonios en lo que habían emprendido. Y a la verdad, Alcibíades tenía gran crédito con ellos. Además de esto, Alcibíades daba a entender, a Endio particularmente, que sería glorioso para ellos y honroso para él ser causa de que la tierra de Jonia se rebelase contra los atenienses y en favor de los lacedemonios, y que por esta razón llegaría Endio a ser igual a Agis, rey de los lacedemonios, porque habría hecho esto sin ayuda ni consejo de Agis, al cual Endio era contrario. Y de tal manera persuadió Alcibíades a Endio y a los otros éforos, que le dieron el mando de cinco trirremes, juntamente con el lacedemonio Calcideo, para ir a aquella parte de Quíos, cosa que en breve tiempo hicieron. Aconteció que al mismo tiempo, volviendo Gilipo después de la victoria de Sicilia a Grecia con diez y seis trirremes peloponesios, encontró cerca de Léucade veintisiete de los atenienses, de los cuales era capitán Hipocles, hijo de Menipo, que allí había sido enviado para encontrar y destrozar los navíos que venían de Sicilia, el cual les infundió gran temor y miedo. Mas al fin se le escaparon todos, salvo uno, y fueron a salir a Corinto. Entretanto Calcideo y Alcibíades, siguiendo su empresa, tomaban todos los buques que encontraban de cualquier clase que fueran para que de su viaje no dieran aviso, y después los dejaban ir antes de llegar al lugar de Córico, que está en tierra firme. Y habiendo comunicado con algunos de los de Quíos que estaban en la conspiración, les avisaron que no hablasen a persona alguna, lo cual hicieron, y secretamente arribaron a la ciudad de Quíos, antes que ninguno lo supiese. Muy maravillados y asustados los ciudadanos por aquella llegada, fueron por algunos persuadidos de que se reuniesen en consejo en la ciudad para dar audiencia a los que allí habían arribado, y oír lo que les querían decir. Así lo hicieron, y Calcideo y Alcibíades les declararon que tras ellos iba gran número de naves peloponesios, sin hacerles mención de las que estaban cercadas en Espireo. Sabido esto por los de Quíos, hicieron alianza con los lacedemonios, y apartáronse de la de los atenienses, y lo mismo aconsejaron hacer después de esto a los eritreos, y también a los clazomenios, los cuales, todos sin dilación, pasaron a tierra firme y fundaron allí una pequeña villa para que, si iban a atacarles en la isla, tener algún lugar para retirarse. En efecto, todos los que se habían rebelado procuraban fortificar sus murallas y abastecerse de todas las cosas para resistir a los atenienses si iban a acometerles. Cuando los atenienses supieron la rebelión de los de Quíos tuvieron gran temor de que los otros confederados, viendo aquella tan grande y poderosa ciudad rebelada, no hiciesen lo mismo. Por esta causa, no obstante haber depositado mil talentos para los cien trirremes de que arriba hablamos, y hecho un decreto para que ninguno pudiese hablar ni proponer bajo graves penas cosa alguna para que a ellos se tocase en todo el tiempo que durase la guerra, por el temor que les inspiró aquel suceso, revocaron su decreto y mandaron que se tomase gran suma de aquel dinero, con la cual aparejaron gran número de barcos, y de los que estaban en Espireo mandaron partir ocho al mando de Estrombíquides, hijo de Diotimo, para seguir a los que Calcideo y Alcibíades llevaban, y no los pudieron alcanzar porque estaban ya de vuelta. Pasado esto enviaron para aquel mismo efecto otros doce buques al mando de Trasicles, los cuales también se habían apartado de los que estaban en Espireo, porque cuando supieron la rebelión de los de Quíos se apoderaron de los siete barcos que tenían suyos en Espireo, y a los esclavos que estaban en ellos les dieron libertad, y los ciudadanos que los tripulaban quedaron prisioneros. En lugar de los que habían desamparado el cerco fueron enviados otros, abastecidos de todo lo necesario, y tenían acordado armar otros treinta buques además de estos. En lo cual pusieron gran diligencia, porque les parecía que ninguna cosa era bastante para recobrar a Quíos. Estrombíquides con los ocho barcos se fue a Samos, donde tomando otro que allí halló, se dirigió a Teos, y rogó a los ciudadanos que fuesen constantes y firmes, y no hiciesen novedad alguna. Pero a este mismo lugar acudió Calcideo, yendo de Quíos con veinte y tres naves y gran número de gente de a pie que traía, así de Eritras como de Clazómenas. Al saberlo Estrombíquides partió de Teos, y habiendo entrado en alta mar, al ver tan gran número de trirremes se retiró a Samos, donde se salvó, aunque los otros le dieron caza. Viendo esto los de Teos, aunque al comienzo rehusaron tener guarnición en su ciudad, la recibieron después de que Estrombíquides huyera, y pusieron gentes de a pie de guarnición, eritreos y clazomenios, los cuales, habiendo sabido algunos días antes la vuelta de Calcideo que había seguido a Estrombíquides, y viendo que este no volvía, derribaron los muros de la villa que los atenienses habían hecho por la parte de tierra firme, destruyéndolo con ayuda y a persuasión de algunos bárbaros que, durante esto, allí fueron al mando de Estages, lugarteniente de Tisafernes. En este tiempo Calcideo y Alcibíades, habiendo dado caza a Estrombíquides hasta el puerto de Samos, regresaron a Quíos, y allí dejaron sus marineros y guarnición, a los cuales armaron como soldados, y pusieron en lugar de ellos dentro de las naves gentes de aquella tierra. También armaron otros veinte buques y se fueron a Mileto, pensando hacer rebelar la ciudad, porque Alcibíades, que tenía grande amistad con muchos de los principales ciudadanos de ella, quería hacer esto antes que los barcos de los peloponesios que allá se enviaban para este efecto llegasen, y ganar esta honra tanto para sí como para Calcideo, y los de Quíos que en su compañía iban; y aun también para Endio que había sido el autor de su viaje. Deseaba, pues, que por su causa se rebelasen y amotinasen muchas ciudades del partido de los atenienses. Navegando muy de prisa y lo más secretamente que pudieron, arribaron a Mileto poco antes que Estrombíquides y Trasicles, que allí habían sido enviados por los atenienses con doce trirremes, y apresuradamente hicieron que la ciudad siguiese su partido. Poco después arribaron diez y nueve buques de los atenienses que seguían tras aquellos, los cuales, no siendo recibidos por los milesios, se retiraron a una isla allí cercana, llamada Lade. Después de la rebelión de Mileto fue hecha por Tisafernes y Calcideo la primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios y sus aliados en esta forma: «Que las ciudades, tierras, reinos y señoríos que los atenienses tenían se tomasen para el rey y para los lacedemonios juntamente, cuidando que ninguna cosa de ellas quedara en provecho de los atenienses. »Que el rey y los lacedemonios con sus aliados hiciesen la guerra comúnmente contra los atenienses, y que el uno no pudiese hacer la paz con ellos sin el otro. »Y que si algunos de los súbditos del rey se rebelasen, los lacedemonios y sus aliados los tuviesen por enemigos, y de igual modo si los súbditos de los lacedemonios o sus aliados se rebelasen y amotinasen, los tuviese el rey por enemigos.» Y esta fue la forma de la alianza entre ellos. IV. Los de Quíos, después de rebelarse contra los atenienses, hacen rebelar a Mitilene y a toda la isla de Lesbos. -- Recóbranla los atenienses y también otras ciudades rebeladas. -- Vencen a los de Quíos en tres batallas, y roban y talan toda su tierra. Los de Quíos armaron otros diez navíos, con los cuales se pusieron en camino para ir a la ciudad de Anea, así para saber lo que había hecho la ciudad de Mileto como para inducir a las otras ciudades que eran del partido de los atenienses a que lo dejasen. Pero siendo advertidos por Calcideo de que Amorges iba contra su ciudad con gran ejército por tierra, regresaron hasta el templo de Júpiter, desde el cual vieron ir diez y seis trirremes atenienses que Diomedonte llevaba; quien había sido enviado de Atenas después que Trasicles, y conociendo que eran buques atenienses, una parte de los quiotas se fueron a Éfeso y los otros a Teos. De estos diez buques los atenienses tomaron cuatro, pero después de que los que estaban dentro hubieran saltado a tierra, los otros se salvaron en el puerto de Teos. Los atenienses fueron a Samos, mas no por eso los de Quíos, habiendo reunido los otros barcos que escaparon, y también cierto número de gente de a pie, dejaron de inducir a la ciudad de Lébedos a que dejase el partido de los atenienses, y después a la de Heras. Hecho esto se retiraron con sus naves y gente de a pie a sus casas. Los diez y seis trirremes de los peloponesios que estaban cercados por otros tantos atenienses en Espireo, salieron súbitamente sobre estos y los desbarataron y vencieron, de tal manera, que capturaron cuatro de ellos. Después se fueron al puerto de Céncreas, a donde proveyeron sus barcos para desde allí ir a Quíos y a Jonia, a las órdenes de Astíoco, que los lacedemonios les enviaron, al cual habían dado el mando de toda la armada. Cuando la gente de a pie que estaban en Teos partió, llegó Tisafernes, y haciendo derribar lo que quedaba de los muros de los atenienses, se fue. Poco después llegó allí Diomedonte con veinte trirremes atenienses, e hizo tanto con los de la ciudad que se avinieron a recibirle, mas ningún día se detuvo allí, yendo a Heras con propósito de tomarla por fuerza, lo que no pudo hacer, y por esto se volvió. Entretanto el pueblo y la comunidad de Samos se puso en armas contra los principales, teniendo consigo en ayuda a los atenienses que habían ido a tomar puerto con tres barcos: mataron doscientos de los más principales, y a otros doscientos los desterraron, confiscando los bienes, así de los muertos como de los desterrados, los cuales repartieron entre sí. Con consentimiento de los atenienses, después que les prometieron perseverar en su amistad, se pusieron en libertad, y ellos mismos se gobernaban sin dar a los desterrados, cuyos bienes tenían, cosa alguna para su alimento, antes y expresamente prohibieron que ninguno pudiese tomar ninguna tierra ni casa de ellos en arrendamiento, ni tampoco dársela. Mientras esto pasaba, los de Quíos, que habían determinado declararse contra los atenienses, por cuantos medios podían, no cesaban con todas sus fuerzas, sin ayuda de los peloponesios, de solicitar y tener negociaciones con las otras ciudades del partido de los atenienses para apartarlas de él. Lo cual hacían por muchas causas, y la principal para atraer más gente a participar del mismo peligro en que ellos estaban. Con este propósito armaron trece naves, con las cuales fueron contra Lesbos, siguiendo la orden que los lacedemonios habían dado, conforme a la cual se había dicho que la segunda navegación y guerra naval se haría en Lesbos, y la tercera en el Helesponto; pero la gente de a pie que allí había ido, así peloponesios como otros a ellos cercanos, fueron a Clazómenas y a Cime, capitaneándola el espartano Evalas. Diníadas tenía el mando de los buques. Y con esta armada fueron los de Quíos primeramente a Metimna y la hicieron rebelar. Y dejando allí cuatro buques se dirigieron a Mitilene con los otros que les quedaban, consiguiendo también que se rebelara. Astíoco, jefe de la flota de los lacedemonios, partió a Céncreas con tres buques, vino a Quíos y estuvo allí tres días, donde supo que habían arribado a Lesbos León y Diomedonte con veinticinco barcos atenienses. Sabido de cierto, partió aquel mismo día por la tarde con un solo barco de Quíos para ir hacia aquella parte, y ver si podría dar algún socorro a los mitilenios, y aquella noche fue a Pirra, y al día siguiente a Éreso, donde supo que los atenienses en el primer combate habían tomado la ciudad de Mitilene de esta manera: De pronto, y antes de que pudieran apercibirse, llegaron al puerto, donde capturaron los barcos de los de Quíos que allí hallaron. Seguidamente saltaron a tierra, batiendo a los de la villa que acudieron en su defensa, y tomándola por fuerza. Sabida, pues, esta nueva por Astíoco, desistió de ir a Mitilene, y con los barcos de los eresios y tres de los de Quíos, de los que habían sido capturados por los atenienses en Metimna con Eubulo, su capitán, y después en la toma de Mitilene lograron escaparse, partió a Éreso. Después que hubo puesto buena guarnición en ella, envió por tierra a Antisa la gente de guerra que había dentro de sus barcos, al mando de Eteónico, y él, con sus naves y tres de las de Quíos, se dirigió por el mismo rumbo con esperanza de que los mitilenios, viendo su armada, cobrarían ánimo para perseverar en su rebelión contra los atenienses. Pero viendo que todos sus propósitos resultaban al revés en la isla de Lesbos, volvió a embarcar la gente que había echado a tierra, y regresó a Quíos, donde repartió la gente que tenía así de la mar como de tierra, alojándolos en las villas y lugares hasta que fueran al Helesponto. Poco después llegaron allí seis barcos de los aliados de los peloponesios, de los que estaban en Céncreas. Por su parte los atenienses, habiendo ordenado las cosas de Lesbos, fueron a la nueva ciudad que los clazomenios habían edificado en tierra firme, y la batieron y arrasaron del todo; y los ciudadanos que se hallaban dentro volvieron a la antigua ciudad en la isla, excepto los que habían sido autores de la rebelión, que huyeron a Dafnunte. Por este hecho de armas volvió Clazómenas otra vez a la obediencia de los atenienses. En este mismo verano los veinte trirremes atenienses que se habían quedado en la isla de Lade, cerca de Mileto, echando sus tripulantes a tierra, acometieron a la villa de Panormo, que está en el término de los milesios, y en el combate fue muerto Calcideo, capitán de los lacedemonios, el cual había acudido con pocas tropas para socorrer la villa. Hecho esto se fueron, y al tercer día hicieron un fuerte que los milesios derribaron después, diciendo que no debían hacer ninguna fortificación en lugar que ellos no hubiesen tomado por fuerza. Por su parte León y Diomedonte, con los buques que tenían en Lesbos, partieron de allí, y fueron a las islas más cercanas a Quíos; haciéndoles de allí guerra a los de Quíos por mar y por tierra con las tropas de a pie bien armadas que habían hecho organizar a los de Lesbos, según el concierto que con ellos hicieron. De esta manera recuperaron la ciudades de Cardamila y de Bolisco y las otras cercanas a la tierra de Quíos, obligándolas a volver a su obediencia, mayormente después que derrotaron y vencieron a los de Quíos en tres batallas que contra ellos libraron; la primera delante de la ciudad de Bolisco; la segunda delante de Fanas, y la tercera delante de Leuconio. Después de esta última no osaron salir más de su ciudad. Por esta causa los atenienses quedaron dueños del campo, y destruyeron y robaron toda aquella rica tierra que no había padecido ningún daño de guerra después de la de los medos. Eran sus habitantes los más venturosos de cuantos yo haya conocido, y conforme su ciudad crecía y se aumentaba en riquezas, trabajaban para hacer en todo las cosas más magníficas y resplandecientes. Jamás pretendieron rebelarse contra los atenienses, hasta que vieron que otras muchas ciudades poderosas y notables se habían metido en el mismo peligro, y que los negocios de los atenienses iban tan de caída después de la pérdida que sufrieron en Sicilia, que ellos mismos tenían su estado casi por perdido. Si en esto incurrieron en error los de Quíos, como suele ocurrir en las cosas humanas, lo mismo sucedió a otras muchas personas poderosas y sabias, las cuales tenían por cierto que el estado e imperio de los atenienses en breve tiempo desaparecería. Viéndose, pues, los de Quíos apremiados por mar y tierra hubo algunos en la ciudad que trataron de entregarla a los atenienses. Advertidos de ello los principales habitantes, ninguna demostración quisieron hacer, llamando a Astíoco que estaba en Eritras, para que fuese con cuatro barcos que tenía, consultando con él la manera más suave de apaciguar los ánimos, tomando rehenes, o por otro medio que mejor le pareciese. De esta manera estaban los negocios de Quíos. V. Cercando los atenienses la ciudad de Mileto, libran batalla contra los peloponesios, en la cual cada contendiente alcanza en cierto modo la victoria. -- Sabiendo los atenienses que iba socorro a la ciudad, levantan el cerco y se retiran. -- Los lacedemonios toman Yaso. Dentro de ella estaba Amorges, que se había rebelado contra el rey Darío, y lo entregan al lugarteniente de este rey. Casi al fin de este mismo verano, mil quinientos hombres bien armados, atenienses, y mil argivos, la mitad bien armados y la mitad a la ligera, y otros tantos de sus amigos y aliados, juntamente con cuarenta y ocho naves, aunque había entre ellas algunas barcas para llevar gente, siendo capitanes Frínico, Onomacles y Escirónides, partieron de Atenas y pasaron por Samos, y de allí fueron a poner su campamento junto a Mileto. Contra ellos salieron ochocientos hombres de la ciudad, bien armados; también los que Calcideo había traído, y cierto número de soldados que Tisafernes tenía, que por acaso se halló en este negocio. Acudieron a la batalla, en la cual los argivos, situados en la extrema derecha, estaban más esparcidos y desviados de lo que era menester, como si quisieran cercar a los enemigos, no mirando que los jonios se encontraban a punto para esperar su ímpetu, y por ello fueron derrotados y puestos en huida, muriendo unos trescientos. Los atenienses, que formaban la otra ala, habiendo rechazado al empezar la batalla a los peloponesios y bárbaros, juntamente con la otra gente del campo, no combatieron contra los milesios, los cuales, después de dispersar a los argivos, se habían retirado a la ciudad, y como hubiesen ganado la victoria, habían puesto sus tropas junto a los muros, antes de ver que la otra ala de su ejército estaba vencida. En esta batalla, pues, los jonios de entrambas alas alcanzaron la victoria contra los dorios; es a saber: los atenienses contra los peloponesios, y los milesios contra los argivos. Después de la batalla, los atenienses levantaron trofeo de victoria y determinaron cercar de muros la ciudad por el lado de tierra, porque la mayor parte hacia la mar estaba cercada, teniendo por cierto que si tomaban aquella ciudad, las otras fácilmente vendrían a su obediencia. Pero aquel mismo día por la tarde tuvieron noticia de que iban contra ellos cincuenta y cinco barcos, así de Sicilia como de los peloponesios, que llegaron muy pronto. Y así era la verdad; porque los siracusanos, a persuasión de Hermócrates, por quebrantar del todo las fuerzas de los atenienses, habían determinado enviar socorro a los peloponesios, y les mandaron veinte barcos de los suyos y dos de los selinuntios, los cuales se habían reunido con los de los peloponesios, que eran veintitrés. Fue encargado el lacedemonio Terímenes de llevarlos todos a Astíoco, almirante y capitán general de toda la armada, y primeramente vinieron a tomar puerto a Leros, que es una isla situada frente a Mileto. Creyendo que los atenienses estaban sobre la ciudad de Mileto, fueron al golfo de Yaso para saber más pronto lo que se hacía en Mileto, y estando allí supieron la batalla librada junto a Mileto por Alcibíades, que se halló en ella, de parte de los milesios y de Tisafernes, el cual les dio a entender que si no querían dejar perder toda la Jonia y lo más que quedaba, era necesario que acudiesen a socorrer la ciudad de Mileto antes que fuese cercada de muros, y que sería gran daño esperar a que fortificaran el cerco. Por estas razones determinaron partir al otro día por la mañana para ir a socorrer la ciudad. Mas sabiendo Frínico la llegada de esta armada, aunque sus amigos y compañeros querían esperar para combatir, respondió que nunca consentiría ni permitiría a otros, si pudiese, que aquello se hiciese, diciéndoles y persuadiéndoles que antes del combate era necesario saber primero qué cantidad de barcos tenían los enemigos, y cuántos eran menester para combatirlos. Además, era necesario espacio y tiempo para ponerse en orden de batalla, según convenía; añadiendo, que nunca se tuvo por vergüenza ni por cobardía no quererse aventurar ni exponer a peligro cuando no es menester, por lo cual no era vergonzoso para los atenienses retirarse con su armada por algún tiempo. Antes sería mayor vergüenza que aconteciese ser vencidos de cualquier manera que fuese, y además de la vergüenza, la ciudad de Atenas y su estado quedarían en gran peligro. Considerando las grandes pérdidas que habían sufrido en poco tiempo, dijo que no se debía aventurar todo en una batalla, aunque estuviese segura la victoria y dispuestas todas las cosas necesarias para alcanzarla. Con mayor motivo no estándolo, ni siendo la batalla necesaria. Por todo lo cual, su opinión y parecer era embarcar en sus naves toda la gente, y juntamente con ella las municiones, bagajes y bastimentos, solamente lo que habían llevado, y dejar lo que habían ganado a los enemigos, por no cargar demasiado sus barcos. Hecho esto, retirarse con la mayor diligencia que pudiesen a Samos, y allí, después de haber reunido sus buques, ir a buscar a los enemigos y acometerles con ventaja. Este parecer fue por todos aprobado, así en esto como en otras muchas cosas que después fueron encargadas a Frínico, siendo siempre elogiado como hombre prudente y sabio. De esta manera los atenienses, sin acabar su empresa, partieron de Mileto, a la hora de vísperas, y llegados a Samos, los argivos que con ellos estaban, de pesar porque habían sido vencidos, volvieron a sus casas. Los peloponesios, siguiendo su determinación, partieron a la mañana siguiente, para ir a buscar los atenienses a Mileto, y cuando llegaron supieron la partida de los enemigos. Permanecieron allí un día, tomaron las naves de los Quíos que Calcideo había llevado, y deliberaron sobre volver a Tiquiusa para cargar de nuevo su bagaje, que habían dejado allí cuando partieron. Cuando llegaron encontraron a Tisafernes y sus gentes de a pie, quien les aconsejó que fuesen a Yaso, donde estaba Amorges, hijo del bastardo Pisutnes y enemigo y rebelde del rey Darío. Satisfizo a los peloponesios el consejo, y se dirigieron a Yaso con tan gran diligencia que Amorges no supo su llegada; antes cuando los vio venir derechos al puerto pensó que fuesen barcos de Atenas, por cuyo error tomaron el puerto. Cuando vieron que eran peloponesios, los que en la villa estaban comenzaron a defenderse valientemente; mas no pudieron resistir al poder de los enemigos, especialmente de los siracusanos, que fueron los que mejor lo hicieron en este día. En esta villa fue preso Amorges por los peloponesios, los cuales le entregaron a Tisafernes, para que, si quería, le enviase al rey, su señor. El saco de la villa fue dado a los soldados, los cuales hallaron muchos bienes, y especialmente plata, porque había estado largo tiempo en paz y en prosperidad. Los soldados que Amorges tenía allí, los recibieron los peloponesios a sueldo, y los repartieron en sus compañías, porque había muchos del Peloponeso; y las otras gentes que hallaron en la villa, como también la misma villa, las entregaron los lacedemonios a Tisafernes, pagando cada prisionero cien estateros dáricos[20]. Hecho esto, volvieron a Mileto, y desde allí enviaron a Pedárito, hijo de León, que los lacedemonios habían mandado de gobernador a Quíos, a Eritras por tierra, con los soldados que de Amorges habían adquirido. En Mileto dejaron por capitán a Filipo, y en esto se pasó el verano. VI. Cercada la ciudad de Quíos por los atenienses, Astíoco, general de la armada de los peloponesios, no quiere socorrerla. -- Segundo tratado de confederación y alianza con Tisafernes. Al comienzo del invierno, Tisafernes, después de abastecer muy bien la villa de Yaso, fue a Mileto, y pagó a los soldados que estaban en las naves, según había prometido a los lacedemonios, dando a cada soldado a razón de una dracma ática[21] por paga, y declaró allí que, hasta saber la voluntad del rey, no daría en adelante más de tres óbolos[22]. Hermócrates, capitán de los siracusanos, no quiso contentarse con esta paga, aunque Terímenes, como no era capitán de aquella armada, y solamente tenía encargo de llevarla a Astíoco, no hizo mucha instancia en esto. Y, en efecto, a ruego de Hermócrates se concertó con Tisafernes que la paga en adelante fuese mayor de tres óbolos en toda la armada, excepto en cinco barcos, conviniéndose que de cincuenta y cinco naves que había, cincuenta cobraran paga entera, y los cinco a razón de tres óbolos. En este invierno, a los atenienses que estaban en Samos, les llegó una nueva armada de treinta y cinco buques al mando de Carmino, Estrombíquides y Euctemón. Y habiendo además sacado otros trirremes, así de Quíos como de otros lugares, determinaron repartir entre ellos aquellas fuerzas; y que una parte de las tripulaciones fuese a asaltar a Mileto, y las gentes de a pie fuesen por mar a Quíos. Para ejecutar esta determinación, Estrombíquides, Onomacles y Euctemón, que tenían encargo de ir con treinta naves y parte de los soldados que habían ido a Mileto, fueron hacia Quíos, que les cupo en suerte, y los otros, sus compañeros, que habían quedado en Samos, partieron con sesenta y cuatro buques hacia Mileto. Advertido de esto Astíoco, que había ido a Quíos para tomar informes de los sospechosos de crimen, cesó de ejecutar lo que se había propuesto; pero sabiendo que Terímenes iba a llegar con gran número de naves y que las condiciones de la alianza se cumplían mal, tomó diez buques peloponesios y otros tantos de los de Quíos, y con ellos fue, y de pasada pensó conquistar la ciudad de Ptéleo, más no pudo y pasó a Clazómenas. Allí envió a decir a los que estaban por los atenienses que le entregasen la ciudad, y que se fuesen a Dafnunte. Lo mismo les mandó Tamos, embajador de Jonia; mas no lo quisieron hacer; visto lo cual por Astíoco les dio un asalto, y pensó tomar la ciudad fácilmente, porque ninguna muralla tenía, mas no pudo, y partió. A los pocos días de navegación le sorprendió un viento tan grande que dispersó los buques, de manera que él vino a tomar puerto a Focea, y de allí a Cime, y las otras aportaron a las islas allí cercanas a Clazómenas, a Maratusa, a Pele, a Drimusa, donde hallaron muchos víveres y abastecimientos que los clazomenios habían reunido en ellas. Detuviéronse allí ocho días, en los cuales gastaron una parte de lo que hallaron, y el resto lo cargaron en sus naves y partieron para Focea y Cime en busca de Astíoco. Estando allí fueron los embajadores de los lesbios a tratar con Astíoco de entregarle aquella isla, a lo cual muy fácilmente otorgó. Pero como viese que los de Corinto y otros confederados no lo querían consentir, a causa del inconveniente que antes les había ocurrido en dicha isla, partió derecho a Quíos, donde todos los buques se le rindieron. Finalmente, otra vez fueron dispersados por las tempestades y el viento los echó a diversos lugares, donde fue a hallarlos Pedárito, que había quedado en Eritras, quien trajo después por tierra a Mileto la gente de a pie que tenía, que eran unos quinientos hombres; los cuales procedían de las tripulaciones de los cinco barcos de Calcideo, que los dejó allí con equipos y armas. Después que estos llegaron, volvieron a ir a Astíoco algunos lesbios, ofreciendo otra vez entregar la ciudad y la isla; lo cual comunicó a Pedárito y a los quiotas, diciéndoles que esto no podía dejar de servir y aprovechar para su empresa; que si la cosa en efecto se realizaba, los peloponesios tendrían más amigos, y si no, resultaría gran daño para los atenienses. Mas como viese que no querían consentir, y que el mismo Pedárito se negaba a darle los buques de los de Quíos, tomó consigo los cinco trirremes corintios y uno de Mégara, además de los suyos que de Laconia había traído, volvió a Mileto, donde tenía el principal cargo, y muy enojado dijo a los de Quíos que no esperasen de él ayuda alguna en ninguna ocasión en que pudiera dársela. Después fue a tomar puerto a Córico, donde se detuvo algunos días. Entretanto la armada de los atenienses partió de Samos, fue a Quíos y se colocó al pie de un cerro que estaba entre el puerto y ellos, de tal manera que los que estaban en el puerto no lo advirtieron, ni tampoco los atenienses sabían lo que los otros hacían. Mientras esto sucedía, Astíoco supo por cartas de Pedárito que algunos eritreos habían sido presos en Samos y después libertados por los atenienses y enviados a Eritras para hacer que su ciudad se rebelase. Inmediatamente se hizo a la vela para volver allá, y no faltó mucho para que cayese en manos de los atenienses. Mas al fin llegó en salvo, y halló a Pedárito que también había ido por la misma causa. Ambos hicieron gran pesquisa sobre aquel caso, y cogieron a muchos que eran tenidos por sospechosos. Pero informados de que en aquel hecho ninguna cosa mala había habido, sino que se había realizado por el bien de la ciudad, les dieron libertad y se volvieron el uno a Quíos y el otro a Mileto. Durante esto los buques atenienses que pasaban de Córico a Argino encontraron tres naves largas de los de Quíos, y al verlas las siguieron, y comenzaron a darles caza hasta su puerto, a donde con grandísimo trabajo se salvaron a causa de la tormenta que les sobrevino. Tres barcos de los atenienses que los siguieron hasta dentro del puerto se anegaron y perecieron con todos los que dentro iban. Los otros buques se retiraron a un puerto que está junto a Mimante, llamado Fenicunte, y de allí fueron a Lesbos, a donde se rehicieron con nuevas fuerzas y aprestos. En este mismo invierno el lacedemonio Hipócrates, con diez barcos de Turios, al mando de Dorieo, hijo de Diágoras, uno de los tres capitanes de la armada, y con otros dos, uno de Laconia y otro de Siracusa, pasó del Peloponeso a Cnido, cuya ciudad estaba ya rebelada contra Tisafernes. Cuando los de Mileto supieron la llegada de aquella armada, enviaron la mitad de sus buques para guardar la ciudad de Cnido, y para custodiar algunas barcas que iban de Egipto cargadas de gente, que mandaba Tisafernes, ordenaron que fuesen los barcos que estaban en la playa de Triopio, que es una roca en el cabo de la región de Cnido, sobre la cual hay un templo de Apolo. Sabido esto por los atenienses, que estaban en Samos, capturaron los buques estacionados en Triopio, que eran seis, aunque las tripulaciones se salvaron en tierra, y de allí fueron a Cnido. Faltó poco para que los atenienses la tomasen al llegar, porque ninguna muralla tenía. Pero los de dentro se defendieron, y los lanzaron de allí. No por eso dejaron de acometerles al otro día, aunque no hicieron más efecto que el primero, porque las gentes que en la villa estaban habían empleado toda la noche en reparar sus fosos, y la de los barcos que se habían salvado en Triopio, aquella misma noche fueron allí. Viendo los atenienses que ninguna cosa podían hacer regresaron a Samos. En este tiempo fue Astíoco a Mileto, y halló su armada muy bien aparejada de todo lo necesario, porque los peloponesios proveían muy bien la paga de la gente de armas; los cuales además ganaron mucho dinero en el saco que en Yaso hicieron. Por otra parte los milesios estaban preparados a hacer todo lo posible. Pero porque la última alianza que Calcideo había hecho con Tisafernes, parecía a los peloponesios poco equitativa y más provechosa a Tisafernes que a ellos, la renovaron y reformaron, conviniéndola Terímenes de la manera siguiente: «Artículos, conciertos y tratados de amistad entre los lacedemonios y sus confederados y amigos de una parte, y el rey Darío y sus hijos, y Tisafernes, de la otra. »Primeramente todas las ciudades, provincias, tierras y señoríos que al presente pertenecen al rey Darío, y que fueron de su padre y de sus predecesores, le quedan libres, de suerte que los lacedemonios ni sus amigos confederados puedan ir a ellas para hacer guerra ni daño alguno, ni tampoco puedan imponer tributo de ninguna clase. »Ni el rey Darío ni ninguno de todos sus súbditos podrán igualmente hacer daño, ni pedir ni cobrar tributo en las tierras de los lacedemonios y sus confederados. »En lo demás, si algunas de las partes pretende algo de la otra, deberá serle otorgado; de igual modo, la que hubiere recibido algún beneficio, estará obligada a gratificar a la otra, cuando para tal cosa sea requerida. »Ítem, que la guerra que han comenzado contra los atenienses se acabe comúnmente por las dichas partes; y que sin voluntad de la una, no la pueda dejar la otra. »Ítem, que toda la gente de guerra que se reclute en la tierra del rey por su orden, sea pagada de su dinero. Y que si algunas ciudades confederadas invadieran algunas de las provincias del rey, las otras se lo prohibirán e impedirán con todo su poder. Por el contrario, si alguno de los vasallos del rey, o alguno de sus súbditos, fuera a tomar y ocupar alguna de las ciudades confederadas o su tierra, el rey los estorbará y prohibirá con todo su poder.» Después de haber tratado todo esto Terímenes, entregó sus barcos a Astíoco, se fue y nunca más le vieron. Encontrándose las cosas en este estado, los atenienses que habían ido de Lesbos contra Quíos, teniéndola sitiada por mar y por tierra, determinaron cercar de muro muy grueso el puerto de Delfinio, que era un lugar muy fuerte por tierra, y tenía un puerto asaz seguro, no estando muy lejos de Quíos. Esto aumentó el temor de los de Quíos, muy asustados ya por las grandes pérdidas y daños que habían sufrido a causa de la guerra y también porque entre ellos reinaba alguna discordia, y se hallaban muy fatigados y trabajados por otros casos fortuitos que les habían ocurrido, como el de que Pedárito hubiera muerto al jonio Tideo con toda su gente por sospechar que tenía inteligencias con los atenienses; por razón de lo cual, los ciudadanos que quedaban reducidos a muy pequeño número, no se fiaban unos de otros, y les parecía que ni ellos ni los soldados extranjeros que había traído Pedárito, eran bastantes para acometer a sus enemigos. Determinaron, pues, enviar mensajeros a Astíoco, que estaba en Mileto, suplicándole les socorriese; y porque no lo quiso hacer, Pedárito escribió a los lacedemonios cartas contra él, diciendo que obraba en daño de la república. De esta suerte tenían los atenienses cercada la ciudad de Quíos, y sus buques, guarecidos en Samos, iban diariamente a acometer a los de sus enemigos en Mileto. Pero viendo que no querían salir del puerto, se volvían. VII. Victoria naval de los peloponesios contra los atenienses. -- Los caudillos de los peloponesios, después de discutir con Tisafernes algunas cláusulas de su alianza, van a Rodas y la hacen rebelar contra los atenienses. En el invierno siguiente, concluidos ya los negocios de Farnabazo por mano de Calígito de Mégara, y de Timágoras de Cícico, pasaron veintisiete buques del Peloponeso a Jonia, cerca del solsticio[23], al mando del espartano Antístenes. Con él iban doce ciudadanos que los lacedemonios enviaron a Astíoco para asistirle y ayudarle, y darle consejo en los negocios tocantes a la guerra. Entre ellos, el más principal era Licas, hijo de Arcesilao. Tenían orden de dar aviso a los lacedemonios cuando llegaran a Mileto, y en todas las cosas proveer de tal manera que todo estuviese como convenía en tal negocio. Enviarían (si bien les parecía) los buques que habían llevado, o mayor número, o menos, como el negocio lo exigiera, al Helesponto a Farnabazo, al mando de Clearco, hijo de Ranfias, que iba en su compañía. También tenían facultades, si les parecía que fuese bueno, para quitar la gobernación y mando de la armada a Astíoco y dársela a Antístenes, porque tenían sospecha de Astíoco por las cartas que Pedárito había escrito contra él. Partieron, pues, los veintisiete barcos de Malea, y hallaron junto a Melos diez buques atenienses, de los cuales tomaron tres vacíos, que quemaron; y temiendo que los otros, que escaparon, diesen aviso de su llegada a los atenienses, que estaban en Samos (como sucedió), se fueron hacia Creta. Después de navegar bastante tiempo, llegaron al puerto de Cauno, que está en tierra de Caria. Pensando estar en lugar seguro, enviaron a decir a los que estaban en Mileto, que no los fueran a buscar. Mientras tanto los quiotas y Pedárito no cesaban de hacer instancias a Astíoco para que fuese a socorrerlos, pues sabía que estaban cercados, y no debía desamparar la principal ciudad de Jonia, la cual estaba cercada por la parte de mar, y robada por la de tierra. Decíanle además que en aquella ciudad había mayor número de esclavos que en ninguna otra de Grecia, después de Lacedemonia, y por ser tantos, les tenían gran miedo, y eran más ásperamente perseguidos que en otra parte, con lo cual, estando el ejército de los atenienses junto a la ciudad, y habiendo hecho sus fuertes, trincheras y alojamientos en lugares seguros, muchos de los dichos esclavos huyeron, pasándose a ellos; y como sabían la tierra, hicieron gran daño a los ciudadanos. Con estas razones demostraban los quiotas a Astíoco que les debía socorrer, y en cuanto pudiera, impedir que acabasen el cerco de Delfinio, que aún no estaba concluido, porque después que lo estuviese, los barcos de los enemigos tendrían allí más espacioso lugar para guarecerse. Viendo Astíoco las razones que le daban, aunque tenía resuelto no ayudarles como se lo había dicho y afirmado al tiempo que se separó de ellos, determinó socorrerlos. Pero avisado al mismo tiempo de la llegada de los veintisiete barcos y de los doce consejeros a Cauno, le pareció que sería cosa muy conveniente dejar todos los otros negocios para ir a buscar los diez barcos, con los cuales sería dueño de la mar, y traer los consejeros para que en completa seguridad le dijeran sus opiniones. Prescindió, pues, de la navegación proyectada a Quíos, y fue derecho a Cauno. Al pasar cerca de Merópide, hizo saltar su gente en tierra y saqueó la villa, la cual había sido arruinada por causa de un temblor de tierra tan grande que no había memoria de otro mayor, y que no solamente derribó los muros de la villa sino también la mayor parte de las casas. Los ciudadanos, advirtiendo la llegada de los enemigos, huyeron, parte de ellos a las montañas, y otra parte por los campos, de tal manera, que los peloponesios tomaron todo lo que quisieron de aquella tierra, llevándolo a sus barcos, excepto los hombres libres, que dejaron ir. Desde allí fue Astíoco a Cnido, en donde al llegar, y cuando ordenaba a su gente saltar a tierra, le avisaron los de la villa que cerca había veinte naves atenienses al mando de Carmino, uno de los capitanes de Atenas, que por entonces estaban en Samos, y a quien habían enviado para espiar el paso de los veintisiete buques que iban del Peloponeso, en busca de los cuales iba también Astíoco; y le habían dado los otros capitanes comisión de costear el paso de Sime, de Calce, de Rodas y de Licia, porque ya habían sido advertidos los atenienses que la armada de los peloponesios estaba en Cauno. Estando, pues, Astíoco avisado de esto, quiso ocultar su viaje y caminó hacia Sime por ver si podría encontrar los dichos veinte buques. Mas sobrevino un tiempo de aguas tan turbio y oscuro, que no los pudo descubrir, ni menos aquella noche guiar, y tener los suyos en orden, de tal manera, que al amanecer, los que estaban a la extrema derecha, se hallaron a la vista de los enemigos, metidos en alta mar; y los que estaban a la izquierda, iban aún navegando alrededor de la isla. Cuando los atenienses los vieron, pensando que fuesen los que habían estado en Cauno, y a los cuales iban espiando, los acometieron con menos de veinte naves. Al llegar a ellos, al primer encuentro, echaron a pique tres; y muchos de los otros los pusieron fuera de combate, creyendo que tenían ya la victoria segura. Mas viendo que había mayor número de buques de los que pensaban, y que iban cercándoles en todas partes, comenzaron a huir; en cuya huida perdieron seis de sus barcos, y los otros se salvaron en la isla Teutlusa. De allí se fueron hacia Halicarnaso. Hecho esto, los peloponesios volvieron a Cnido, y después que se unieron a los otros veintisiete barcos que estaban en Cauno, fueron todos juntos a Sime, donde alzaron un trofeo, y después volvieron a Cnido. Los atenienses que estaban en Samos, al saber el combate ocurrido en Sime, fueron con todo su poder hacia esta parte; y viendo que los peloponesios que estaban en Cnido no se atrevían a acometerles, ni siquiera a dejarse ver, tomaron todas las barcas y otros aparejos para navegar que hallaron en Sime, y después volvieron a Samos. En el camino saquearon la villa de Lórima que está en tierra firme. Los peloponesios, habiendo juntado en Cnido toda su armada, hicieron reparar y componer lo que era menester, y entretanto los doce consejeros con Tisafernes fueron a buscarles allí, y hablaron de las cosas pasadas; consultando entre sí si había algo de lo pasado que no fuese bueno; y la manera de continuar la guerra con la mayor ventaja posible para el bien y provecho, así de los peloponesios como del rey. Licas sostuvo que los artículos de la alianza no habían sido convenientemente hechos, pues decía no era justo que todas las tierras que el rey o sus predecesores habían poseído, volvieran a su poder; porque para ello sería menester que todas las islas, los locros y la tierra de Tesalia y de Beocia quedaran nuevamente en su dominio; y que los lacedemonios, por el mismo caso, en lugar de poner a los otros griegos en libertad, los pusieran bajo la servidumbre de los medos, por lo cual deducía que era necesario hacer nuevos artículos, o dejar de todo punto su alianza; y que para obtener esto, no era menester que Tisafernes pagase más sueldos. Al oír Tisafernes esta proposición, quedó muy triste y despechado, y se fue muy enojado y lleno de cólera contra los peloponesios, los cuales, después de su partida, siendo llamados por algunos de los principales de Rodas, fueron hacia allá pensando que con aquella ciudad ganarían gran número de gente de guerra y buques, y que mediante su ayuda y la de sus aliados, hallarían cantidad de dinero para sustentar su armada. Partieron, pues, aquel invierno de Cnido con noventa y cuatro naves, y arribaron cerca de Camiro, que está en la isla de Rodas, por lo cual los de la ciudad y tierra, que no sabían nada de lo que se había tratado, se asustaron de tal manera que muchos huyeron, dejando la ciudad por no estar cercada de muros; mas los lacedemonios enviaron por ellos y reunieron a todos, como también a los de Lindo y Yaliso, persuadiéndoles para que dejasen la alianza y amistad de los atenienses. Por esta causa la ciudad de Rodas se rebeló, y tomó el partido de los peloponesios. Un poco antes habían sido advertidos los atenienses que estaban en Samos de que esta armada se encontraba ya en camino de Rodas, y partieron todos juntos, esperando socorrerla y conservarla antes de que se rebelase. Mas al llegar a la vista de sus enemigos, conociendo que era ya tarde, se retiraron a Calce, y de allí a Samos. Después que los peloponesios se fueron de Rodas, los atenienses tuvieron con los rodios muchas escaramuzas y encuentros, y en su compañía iban los de Samos, de Calce y de Cos. Los peloponesios sacaron a la orilla, en el puerto de la ciudad, sus naves, y estuvieron allí ochenta días sin hacer ningún acto de guerra; durante cuyo tiempo cobraron treinta y dos talentos de los rodios. VIII. Siendo Alcibíades sospechoso a los lacedemonios, persuade a Tisafernes para que rompa la alianza con los peloponesios y la haga con los atenienses. -- Los atenienses envían embajadores a Tisafernes para ajustarla. Durante este tiempo, y antes de la rebelión de Rodas, después de la muerte de Calcideo y de la batalla junto a Mileto, los lacedemonios tuvieron gran sospecha de Alcibíades, de tal manera, que escribieron a Astíoco le matase, porque era enemigo de Agis, su rey, y en lo demás tenido por hombre de poca fe. Advertido de esto Alcibíades se unió a Tisafernes, con el cual había hablado de cuanto sabía contra los peloponesios, diciéndole todo lo que pasaba entre ellos; y siendo causa de que este disminuyera el sueldo que pagaba a los soldados, y que, en lugar de una dracma ática que les daba cada día, les diese tres óbolos, y no más, y aun estos muchas veces no se los pagaba, por consejo del mismo Alcibíades, diciendo que los atenienses entendían mejor lo referente a la mar que ellos, y no pagaban a sus marineros y pilotos sino este sueldo, que él no quería dar más; y no lo hacía, tanto por ahorrar dinero ni por falta que tuviese de él, cuanto por no darles ocasión a gastarlo mal y emplearlo en malos usos, haciéndose cobardes y afeminados, pues lo demás de lo que les era necesario para sustentar a los marineros lo gastarían en cosas superfluas, con lo que llegarían a ser más cobardes y muelles. Añadía que lo que les suprimía de la paga por algún tiempo, lo hacía para que no tuviesen intención de irse y dejar los barcos, si no les debían nada, lo cual no osarían hacer cuando sintiesen que les detenían alguna parte de su sueldo. Para poder persuadir de esto a los peloponesios, había sobornado Tisafernes, por consejo de Alcibíades, a todos los pilotos de los buques y a todos los capitanes de las villas por dinero, excepto al capitán de los siracusanos, Hermócrates: el único que resistía a todo esto cuanto podía, en nombre de todos los confederados. El mismo Alcibíades vencía con razones, hablando a nombre de Tisafernes a las ciudades que pedían dinero para guardarse y defenderse. A los de Quíos decía que debían tener vergüenza de pedir dinero, atento que ellos eran los más ricos de toda Grecia y habían sido puestos en libertad, y librados de la sujeción de los atenienses, mediante el favor y ayuda de los peloponesios, no siendo justo demandar a las otras ciudades que pusieran en peligro sus ciudadanos y sus haciendas y dineros, por conservar la libertad de dicha ciudad. En cuanto a las otras ciudades que se habían rebelado contra los atenienses, aseguraba que tenían gran culpa en no querer pagar para la defensa de su libertad lo que acostumbraban a dar a los atenienses de impuesto y subsidio. Y aun decía más: que Tisafernes tenía razón en ahorrar el dinero de aquella manera para sustentar los gastos de guerra, a lo menos hasta que recibiese nuevas de si el rey quería que el sueldo fuese pagado por entero o no; y si se lo mandaba pagar por entero, hacerlo así, no habiendo por tanto falta de su parte, prometiendo recompensar a las ciudades a cada una, según su estado y calidad. Además, Alcibíades aconsejaba a Tisafernes que procurase no poner fin a la guerra, y que no hiciese venir los buques que estaban dispuestos en Fenicia, ni tampoco los que había hecho armar en Grecia para juntarlos con los del Peloponeso, porque, haciendo esto, los peloponesios serían señores de la mar y de la tierra, siéndole más provechoso que los entretuviese siempre en diferencias y guerras, porque por esta vía siempre quedaba en su mano y poder excitar una parte contra la otra y vengarse de la que le hubiese ofendido. Pero si permitía que una de las partes fuese vencida y que la otra tuviese señorío en la mar y en la tierra, no hallaría quien le ayudase contra ella, si le quería hacer mal, y sería menester que él mismo, en tal caso, con grande daño y con muy gran gasto, se expusiese solo al peligro, que más valía con poca costa entretenerlas en diferencias, y de esta manera mantener su estado con toda seguridad. De esta suerte daba a entender a Tisafernes, que la alianza de los atenienses sería mucho más provechosa al rey que la de los lacedemonios, porque los atenienses no procuraban dominar por la tierra; y su intención y manera de proceder en la guerra era mucho más provechosa para el rey que la de los otros, por causa de que, siendo sus aliados, sojuzgarían por mar y reducirían gran parte de los griegos a su servidumbre, y los que habría en tierra, habitantes en las provincias del rey, quedarían vasallos de este, es decir, lo contrario de lo que pretendían los lacedemonios, quienes deseaban poner a todos los griegos en libertad, porque no era de creer que ellos, que procuraban librar a los griegos de la servidumbre de otros griegos, quisiesen permitir que quedaran en la de los bárbaros. Por eso harían lo necesario para poner en libertad a todos los que antes no lo habían estado y que por entonces eran súbditos del rey. Aconsejábale, pues, que dejase destruir y debilitarse unos a otros, porque después que los atenienses hubiesen perdido gran parte de sus fuerzas, los peloponesios tendrían tan pocas, que fácilmente los echaría de Grecia. Con estas persuasiones se avenía fácilmente Tisafernes con Alcibíades, y conocía muy bien que este decía verdad, porque lo podía comprender y conocer, por las cosas que cada día acontecían. Siguiendo su consejo, pagó primeramente el sueldo a los peloponesios, mas no les permitía que hiciesen la guerra, diciéndoles que era necesario esperar los buques de los de Fenicia, que no tardarían en ir, y hacía esto, cuando los veía muy preparados y revueltos a combatir. De tal manera esterilizó la empresa y debilitó esta armada, que era muy hermosa y grande, haciéndola inútil. En otras ocasiones se declaraba más abiertamente con palabras, diciendo que de mala gana hacía la guerra en compañía de los aliados: lo manifestaba así por persuasión de Alcibíades, el cual juzgaba ser esto lo más acertado y lo aconsejaba tanto al rey como a Tisafernes, cuando se hallaba a solas con ellos. Inspiraba esta conducta de Alcibíades principalmente el deseo que tenía de volver a su tierra, lo cual esperaba alcanzar algún día, si no quedaba del todo destruida, con tanto más motivo, si llegaba a saberse que tenía grande amistad con Tisafernes, como se supo, porque cuando los soldados atenienses que estaban en Samos entendieron su familiaridad con Tisafernes, y que había ya tenido manera de hablar con los más principales de Atenas y de exponer la conveniencia de que le llamaran a los que tenían más autoridad en la ciudad, advirtiéndoles que quería reducir la gobernación de ella a oligarquía, que es el mando de corto número de hombres buenos, y haciéndoles entender que, por esta vía, Tisafernes estrecharía más la amistad con él, la mayor parte de los capitanes y pilotos de los barcos, y los otros más principales que estaban en la armada, que sin excitaciones ajenas aborrecían el mando popular llamado democracia, celebraron consejo, y después que el asunto fue discutido en el campamento, al poco tiempo se divulgó en la ciudad de Atenas. Además de esto convinieron los que estaban en Samos, que algunos de ellos fuesen a Alcibíades para tratar con él sobre este hecho, como lo hicieron; el cual les prometió primero que los haría amigos de Tisafernes, y después del rey con tal de que ellos mudasen la democracia, que es gobernación popular, y la redujesen a oligarquía, que es el mando y gobierno de pocos hombres buenos, como arriba se ha dicho. Aseguraba que de esta manera el rey tendría mayor confianza en ellos. Los que fueron enviados ante él se lo concedieron fácilmente, porque les parecía que de esta manera los atenienses podrían alcanzar la victoria en esta guerra, como también porque ellos mismos, que eran los principales de la ciudad, esperaban que el gobierno vendría a caer en sus manos cuanto antes y porque muchas veces eran perseguidos por la gente popular. De vuelta a Samos, después que comunicaron y persuadieron de la cosa a los que estaban en el campo, se fueron a Atenas y mostraron al pueblo cómo llamando a Alcibíades, y poniendo el gobierno en las manos de pocos buenos, a saber, de los más principales de la ciudad, tendrían al rey de su parte, y les proveería de dinero para pagar su gente en aquella guerra. El pueblo al principio no condescendió; pero por el gasto que tenían con la guerra y con el pago de las tropas, creyendo que el rey las pagaría, aunque de mala gana, se vieron obligados a consentirlo. A esto ayudaban mucho los que eran apasionados por el cambio, tanto por el amor que tenían a Alcibíades, como por su provecho particular. También daban a entender al pueblo todo lo que Alcibíades les había dicho muy detalladamente sobre grandes y seguros proyectos. Mas Frínico, que aún era capitán de los atenienses, no hallaba cosa buena que cuadrase a sus propósitos y le parecía que Alcibíades, en la situación en que se encontraba, no deseaba más la gobernación de los principales, que el estado popular, siendo únicamente su propósito amotinar la ciudad, esperando que por alguna de las partes sería llamado y restituido en su estado: lo cual Frínico quería impedir de todas maneras, tanto por su particular provecho, como por evitar la división que habría en la ciudad. Además no comprendía por qué el rey se quería apartar de la amistad de los peloponesios para aliarse con los atenienses; viendo que los peloponesios eran ya tan prácticos en la mar y de tanto poder como los atenienses, y tenían muchas ciudades en las tierras del rey; porque de juntarse con los atenienses, de quienes apenas se podría fiar, no le había de suceder sino grandes gastos y trabajos, siéndole más fácil y conveniente conservar la amistad con los peloponesios que en ninguna cosa le habían ofendido. Por otra parte, aseguraba saber que las otras ciudades, cuando entendiesen que la gobernación de la democracia de Atenas era transferida del pueblo a poco número de hombres buenos, y que también por el mismo caso habían ellos de vivir de la misma manera, los que estuvieran ya rebelados, no por eso volverían a la amistad y obediencia de los atenienses; y los que no lo hubiesen hecho, no dejarían de hacerlo, porque esperando recobrar su libertad, si los peloponesios conseguían la victoria, no escogerían estar en la sujeción de los atenienses, de cualquier manera que su estado se gobernase, ora fuese por el mando del pueblo o por el de los principales ciudadanos. Por otra parte, los que eran tenidos por nobles y por más principales, consideraban que no tendrían menos trabajo estando la gobernación en mano de pocos que cuando estaba en las de todo el pueblo; porque también serían maltratados por los aficionados a tomar dádivas y a corromperse, inventores de cosas malas por hacer su provecho particular, temiendo que en el nuevo estado y bajo la autoridad de los que tendrían este gobierno, pudieran ser los ciudadanos castigados hasta con la pena de muerte, sin oír sus descargos, y sin el recurso de apelar al pueblo, el cual castigaba tales violencias. Esta era la opinión de las otras ciudades sujetas a obediencia de los atenienses, las cuales lo habían conocido por experiencia; de todo lo cual decía Frínico estar bien informado, y por esta causa no hallaba cosa conveniente que cuadrase a lo que Alcibíades había propuesto. No obstante todo esto, los que al principio fueron de opinión contraria, no dejaron de perseverar en ella, y ordenaron enviar comisionados a Atenas, entre los cuales fue Pisandro para proponer al pueblo la restitución de Alcibíades en su anterior estado, y quitar la democracia, es a saber, del estado popular. Supo esto Frínico, y conociendo la manera como los mensajeros habían de proponer la restitución de Alcibíades en su estado, y dudando que el pueblo lo hiciese, y si lo hiciese que le pudiera sobrevenir algún daño por la resistencia que había hecho a aquel proyecto, teniendo Alcibíades la principal autoridad, acordó usar de un ardid, y fue enviar secretamente uno de sus criados a Astíoco, capitán de la armada de los peloponesios, que estaba aún en Mileto, al cual avisó por carta de muchas cosas, y entre otras de como Alcibíades dañaba todos los negocios de los peloponesios y trataba de hacer la alianza entre Tisafernes y los atenienses. En la carta añadía que debían perdonarle de lo que aconsejaba y advertía, por ser cosa grandemente perjudicial a su ciudad y patria; pero que lo hacía para dañar a su enemigo. Astíoco no hizo caso de la carta porque ya no tenía poder para castigar a Alcibíades, puesto que no dependía de él; pero fue donde estaban Tisafernes y Alcibíades, en la ciudad de Magnesia, y les certificó lo que le habían escrito de Samos, denunciando a Frínico para congraciarse con Tisafernes, por su provecho particular, como se sospechaba, y por lo mismo no exigía con apremio la paga de los soldados que dilataba Tisafernes. Alcibíades tomó la carta de Frínico y la envió a los caudillos que estaban en Samos, requiriéndoles y aconsejándoles que mataran a Frínico. Avisado este, y viendo el peligro en que estaba, escribió otra vez a Astíoco, quejándose de él por haber descubierto y dado la carta a sus enemigos y proponiéndole otro partido, que era poner en su poder todo el ejército que estaba en Samos, para que matase a todos, dándole medios harto fáciles a causa de que la villa no tenía muro, y se excusaba otra vez con él, diciendo que no por hacer esto o cosa semejante le habían de tener por malo, pues lo hacía por evitar el peligro en que estaba su vida, persiguiendo a sus mortales enemigos. Este proyecto hízolo saber también Astíoco a Tisafernes y a Alcibíades, por lo cual, avisado Frínico, suponiendo que en seguida enviaría Alcibíades noticias a Samos sobre este asunto, se presentó a los otros capitanes y les dijo cómo le habían advertido que los enemigos, considerando que la ciudad no tenía muro, y que el puerto era tan pequeño, que apenas cabían en él sus barcos, habían concertado atacar el campamento, por lo cual era de opinión que debían inmediatamente con gran diligencia construir los muros alrededor de la villa; y en lo restante hacer buenas centinelas, y grandes guardias: añadiendo que por la autoridad que tenía sobre ellos, como jefe, les ordenaba a hacerlo así. Y lo hicieron de buena gana, tanto por evitar el peligro que les amenazaba, como también para poder guardar la ciudad, y conservarla en lo porvenir. Poco después llegaron las cartas de Alcibíades a los otros capitanes de la armada, dándoles aviso de lo que trataba Frínico, y de cómo les quería entregar a los enemigos, los cuales no tardarían mucho en ir a acometerles. Mas los capitanes y los otros que lo escucharon, dieron a ello poca fe, antes juzgaban que lo que escribía era por enojo, y que calumniaba a Frínico, suponiendo que tenía inteligencia con los enemigos, de cuyos proyectos Alcibíades estaba bien informado, anunciándolos con seguridad de acierto; por esta causa, las cartas de Alcibíades no dañaron a Frínico, antes encubrieron lo que este había escrito a Astíoco. No por eso cesó Alcibíades de persuadir a Tisafernes para que hiciese amistad con los atenienses, a lo cual con mucha facilidad accedió este, porque ya le inspiraban temor los lacedemonios, por ser más poderosos en la mar que los atenienses. No cesaba, pues, Alcibíades de ganar autoridad con Tisafernes, para que le diese crédito y fe; y mucho más después que entendió la diferencia que había habido entre los embajadores lacedemonios en Cnido, a causa de los artículos de la alianza hecha por Terímenes; diferencia ocurrida antes que los peloponesios fueran a Rodas. Aun antes de esto había Alcibíades hablado a Tisafernes de lo que arriba hemos dicho, dándole a entender que los lacedemonios procuraban poner todas las ciudades griegas en libertad. Sobrevino después el discurso de Licas, a los reunidos en Cnido, donde dijo que no se debía aceptar, ni mantener, ni guardar el artículo del tratado de alianza, en que se decía que el rey debía ser puesto en posesión de todas las ciudades que él y sus predecesores habían dominado; discurso que confirmaba la opinión de Alcibíades, el cual, como hombre que pretendía grandes cosas, procuraba por todas las vías posibles mostrarse aficionado a Tisafernes. En este tiempo, los mensajeros enviados con Pisandro por los atenienses que estaban en Samos, a la ciudad de Atenas, al llegar allí, propusieron al pueblo lo que se les había encargado, tocando sumariamente los puntos más principales, con especialidad el de que, haciendo lo que les demandaban, podrían tener al rey de su parte, y con su auxilio alcanzar la victoria contra los peloponesios. Siendo lo que pedían, como antes se dijo, llamar a Alcibíades, y cambiar la forma de gobierno del pueblo, se opusieron los de la ciudad con grande instancia, tanto por la afición que tenían al régimen popular como por la enemistad con Alcibíades, y decían que sería cosa exorbitante restablecer en su primera autoridad al que había violado las leyes, contra el cual los Eumólpidas y los Cérices[24] que pronunciaban las cosas sagradas habían llevado el testimonio de la corruptela y violación de sus ceremonias, y reconociéndose culpado Alcibíades se desterró voluntariamente. Añadían que después los ciudadanos se habían obligado por sus votos y ruegos a todas las iras y execraciones de los dioses si le volvían a llamar. Viendo Pisandro la multitud de los que le contradecían, iba donde estaba la mayor parte de ellos, tomándoles por las manos a los unos y a los otros, preguntándoles si tenían alguna esperanza de victoria contra los peloponesios por otra vía, puesto que poseían tan numerosa armada como ellos, y gran número de las ciudades de Grecia en su alianza. Además, el rey y Tisafernes les proveían de dinero, mientras los atenienses no lo tenían ya ni podían esperar tenerlo, sino de parte del rey. Todos a quienes preguntaba le respondían que no veían otro remedio. Entonces él les replicó que esto no se podía hacer si no reformaban el gobierno y estado de la ciudad, y lo entregaban a corto número de hombres buenos, cosa que el rey deseaba para estar más seguro de la ciudad. Por estas razones persuasivas de Pisandro, el pueblo, que al principio había hallado la mudanza de estado y gobernación cosa extraña, entendiendo, por lo que proponía Pisandro, que no había otro remedio de salvar el señorío de la ciudad, unos por temor, y otros por esperanza, accedieron a que la gobernación fuese reducida a mando de pocos ciudadanos buenos. Hízose el decreto por el cual el pueblo dio encargo y comisión a Pisandro, en compañía de otros diez ciudadanos, de presentarse a Tisafernes y Alcibíades para hablar y acordar con ellos todo lo tocante a esto en la manera que les pareciese ser más útil para la ciudad. Por el mismo decreto Frínico, y su compañero Escirónides, fueron privados del mando por causa de Pisandro, que les acusó. En lugar de ellos fueron elegidos Diomedonte y León, enviados a la armada. La acusación de Pisandro contra Frínico consistía en que había entregado y sido traidor a Amorges, y que le parecía no era suficiente para guiar las cosas que se habían de tratar con Alcibíades. Pisandro organizó el régimen y gobierno como estaba antes que el régimen popular fuese establecido, así tocante a las cosas de justicia como a los que habían de administrarla, e hizo tanto, que el pueblo todo junto consintió en quitar la democracia, que es el régimen popular. En lo demás proveyó en todo lo que le pareció ser necesario para el estado de las cosas presentes, y se embarcó con sus diez compañeros para buscar a Tisafernes. IX. Derrotados los de Quíos en una salida que hicieron contra los sitiadores atenienses, son estrechamente cercados y puestos en grande aprieto. -- Las gestiones de Alcibíades para pactar alianza entre Tisafernes y los atenienses no dan resultado. -- Renuévase la alianza entre Tisafernes y los lacedemonios. Al tomar el mando de la armada Diomedonte y León, la llevaron contra Rodas: y viendo que los buques peloponesios estaban en el puerto, y lo guardaban de manera que no podían entrar, fueron a desembarcar a otro lugar, en el cual salieron sobre ellos los de Rodas, y los rechazaron. Volvieron a embarcarse y fueron a Calce, y de allí, y también de Cos, hacían más ásperamente la guerra a los rodios, y con mucha facilidad podían ver si algunos barcos peloponesios pasaban por aquellos parajes. En este tiempo el laconio Jenofántidas fue de Quíos a Rodas de parte de Pedárito, diciendo a los lacedemonios que allí estaban que la muralla que los atenienses habían levantado contra la ciudad de Quíos estaba ya acabada, y que si toda la armada no iba muy pronto en socorro de la ciudad, se perdería. Oído esto determinaron de común acuerdo ir a socorrerla. Entretanto Pedárito y los de Quíos salieron sobre las trincheras y fuertes que los atenienses habían hecho alrededor de sus naves, con tanto ímpetu y vigor que derribaron y rompieron parte de ellas, y cogieron algunos barcos, pero acudiendo los atenienses en socorro de su gente, los de Quíos se pusieron inmediatamente en huida. Pedárito, queriéndolos contener y abandonado de todos los que estaban cerca de él, fue muerto, y gran número de los de Quíos con él, cogiendo los atenienses muchas armaduras. Con motivo de esta pérdida fue la ciudad mucho más estrechamente cercada que antes, así por mar como por tierra, y juntamente con esto tenía grande necesidad de víveres. Cuando Pisandro y sus compañeros se reunieron con Tisafernes, comenzaron a tratar de la alianza, porque Tisafernes temía más a los peloponesios que a ellos, y quería (siguiendo el consejo de Alcibíades) que continuara la lucha para debilitar más las fuerzas de los beligerantes. Tampoco estaba seguro del todo Alcibíades de Tisafernes, y para probarlo propuso condiciones tales que no se pudieran aceptar, lo que a mi parecer deseaba Tisafernes con diversos fines, pues tenía miedo a los peloponesios, y no osaba buenamente apartarse de ellos. Alcibíades, viendo que Tisafernes no tenía deseo de convenir la alianza, tampoco quería dar a entender a los atenienses que carecía de influencia para hacerle condescender, antes deseaba hacerles entender que lo tenía ya ganado, pero que ellos eran la causa de romperse las negociaciones porque le hacían muy cortos ofrecimientos. Para lograr su objeto les pidió en nombre de Tisafernes, por el cual hablaba en su presencia, cosas tan grandes y tan fuera de razón, que era imposible otorgarlas, a fin de que nada se conviniera. Pedía primeramente, toda la provincia de Jonia con todas las islas adyacentes a ella, y concediéndolo los atenienses a la tercera junta que tuvieron, por mostrar que tenían mucha autoridad con el rey, les demandó que permitiesen que este hiciera barcos a su voluntad, y con ellos fuese a sus tierras con el número de gente y tantas veces cuantas quisiese. A esta exigencia no quisieron los atenienses acceder, pero viendo que les pedían cosas intolerables, y considerándose engañados por Alcibíades, partieron con grande enojo y despecho, y se volvieron a Samos. Tisafernes en este invierno fue otra vez a Cauno, con intención de juntarse de nuevo con los peloponesios, y hacer alianza con las condiciones que él pudiese, pagándoles el sueldo a su voluntad, a fin de que no fuesen sus enemigos y temiendo que si los peloponesios se veían obligados a dar batalla por mar a los atenienses, fuesen vencidos por falta de gente, puesto que la mayor parte no había sido pagada, o no quisieran combatir, desarmando los barcos, consiguiendo de esta manera los atenienses lo que deseaban, sin su ayuda, o porque sospechaba y temía que, por cobrar su paga, los soldados peloponesios robasen y saqueasen las posesiones del rey que estaban cerca, en tierra firme. Por estas razones, y por conseguir su fin, que era mantener a los beligerantes en igual fuerza, habiendo hecho ir a los peloponesios, les entregó la paga de la armada y convino el tercer tratado con ellos en esta forma. «El tercer año del reinado del rey Darío, siendo Alexípidas éforo de Lacedemonia, fue hecho este tratado en el campo de Menandro entre los lacedemonios y sus aliados de una parte, y Tisafernes, Hierámenes, y los hijos de Farnaces de la otra, sobre los negocios que interesan a ambas partes. »Primeramente que todo lo que pertenece al rey en Asia, quede por suyo y pueda disponer a su voluntad. »Que ni los lacedemonios ni sus aliados entrarán en las tierras del rey para hacer daño en ellas, ni por consiguiente, el rey en las tierras de los lacedemonios y sus aliados. Y si alguno de estos hiciese lo contrario, los otros se lo prohibirán e impedirán. Lo mismo hará el rey si alguno de sus súbditos invadiera las tierras de los confederados. »Que Tisafernes pague el sueldo a las tripulaciones de los buques que están al presente aparejados, esperando que los del rey vengan: y entonces los lacedemonios y sus aliados paguen los suyos a su costa si quisieren, y si tienen por mejor que Tisafernes haga el gasto, estará obligado a prestarles el dinero, que le será devuelto una vez terminada la guerra, por los mismos aliados y confederados. »Que cuando los barcos del rey lleguen, se junten con los de los aliados y todos hagan la guerra contra los atenienses el tiempo que le pareciese bien a Tisafernes y a los lacedemonios, y a sus confederados. Si creyeran mejor apartarse de la empresa, que lo hagan de común acuerdo y no de otra manera.» Tales fueron los artículos del tratado, después de lo cual Tisafernes procuró con gran diligencia hacer ir los barcos de Fenicia, y cumplir todas las otras cosas que había prometido. Casi en el fin del invierno los beocios tomaron la villa de Oropo y con ella la guarnición de atenienses que estaba dentro, logrando esto con acuerdo de los de la villa y de algunos eretrieos, y con esperanza de que después harían rebelar Eubea, porque estando Oropo en tierras de Eretria que tenían los atenienses, necesariamente la pérdida de ella había de ocasionar gran daño y perjuicio a la ciudad de Eretria, y a toda la isla de Eubea. Después de esto los eretrieos enviaron mensaje a los peloponesios que estaban en Rodas, para hacerles ir a Eubea: pero porque el negocio de Quíos les parecía más urgente y necesario, por el apuro en que la villa estaba, no acudieron a esta empresa y partieron de allí para socorrer a Quíos. Al pasar cerca de Oropo vieron los trirremes de los atenienses que habían partido de Calce, y que estaban en alta mar, pero por ir a diversos viajes, no acudieron los unos contra los otros, siguiendo cada cual su rumbo, a saber: los atenienses a Samos, y los peloponesios a Mileto, pues conocieron muy bien que no podían socorrer a Quíos sin batalla. Entretanto llegó el fin del invierno y el de los veinte años de la guerra que Tucídides ha escrito. Al comienzo de la primavera, el espartano Dercílidas fue enviado con pequeño número de tropas al Helesponto para hacer rebelar la villa de Abido contra los atenienses, la cual es colonia de Mileto. Por otra parte, los de Quíos, viendo que Astíoco tardaba tanto en ir a socorrerles, viéronse obligados a combatir por mar con los atenienses, yendo a las órdenes del espartano León, que eligieron por capitán después de la muerte de Pedárito, en el tiempo en que estaba Astíoco en Rodas, a donde fue con Antístenes desde Mileto. Tenían doce buques extranjeros que fueron en su socorro, cinco de Turios, cuatro de los siracusanos, uno de Anea, otro de Mileto, otro de León, y treinta y seis de los suyos. Salieron todos los que eran para pelear, y fueron a acometer la armada de los atenienses animosamente, habiendo escogido un lugar muy ventajoso para ellos. Fue el combate áspero y peligroso de una parte y de otra: en el cual los de Quíos no llevaron lo peor, mas sobrevino la noche separándolos y volvieron los quiotas dentro de la villa. En este tiempo cuando Dercílidas llegó a Helesponto, la villa de Abido se le rindió y la entregó a Farnabazo. Dos días después la ciudad de Lámpsaco hizo lo mismo, de lo cual advertido Estrombíquides, que estaba delante de Quíos, fue de súbito con veinticuatro naves atenienses para socorrer y guardar aquel paraje: entre estos barcos había algunos construidos para transporte de tropas, en los que iban hombres de armas. Llegado a Lámpsaco, y habiendo vencido a los habitantes que salieron contra él, tomó en seguida la villa por no estar amurallada, y después de haber restablecido a los hombres libres fue a Abido. Mas viendo que no tenía esperanza de tomarla ni aprestos para cercarla, se dirigió desde allí a la ciudad de Sesto, situada en la tierra del Quersoneso, enfrente de Abido, la cual los medos habían poseído algún tiempo, y en ella puso numerosa guarnición para defensa de toda la tierra de Helesponto. Por causa de la partida de Estrombíquides, los de Quíos se hallaron más dueños de la mar con los milesios, y sabiendo Astíoco el combate naval que estos de Quíos habían librado contra los atenienses, y el viaje de Estrombíquides, mostrose tan animado y seguro, que fue con solo dos naves a Quíos, donde tomó todas las que halló, llevándolas consigo. De allí se dirigió a Samos, y viendo que los enemigos no querían salir a combatir, porque no se fiaban mucho los unos de los otros, volvió a Mileto. X. Gran división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de ella, y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de su república, que les causó gran daño y pérdida. Las cuestiones entre los atenienses empezaron entonces por el cambio de gobierno en la ciudad que privó del mando al pueblo, dándolo a cierto número de hombres buenos. Cuando Pisandro y sus compañeros volvieron a Samos, pusieron el ejército que allí estaba a sus órdenes, y muchos de los samios amonestaban a los más principales de la villa para que tomasen la gobernación de ella en su nombre, pero muchos otros querían mantener el estado y mando popular, por lo cual sobrevinieron grandes divisiones y escándalos entre ellos. También los atenienses que estaban en el ejército, habiendo consultado el negocio entre ellos, y viendo que Alcibíades no tomaba la cosa a pecho, determinaron dejarle y que no le volvieran a llamar, porque les parecía que cuando fuera a la ciudad no sería suficiente, ni bastante para tratar los negocios bajo el régimen de la aristocracia, que es gobernación de pocos buenos, antes era cosa conveniente que los que estaban allí, puesto que de su estado se trataba, dijeran la manera cómo se había de guiar este negocio, especialmente cómo se proveería sobre el hecho de la guerra. Para esto cada cual, liberalmente, se ofrecía a contribuir con su propio dinero y con otras cosas necesarias, conociendo que ya no trabajaban por el común provecho sino por el interés particular. Por esta causa enviaron a Pisandro, y la mitad de los embajadores que habían negociado con Tisafernes, a Atenas, para ordenar allí en los negocios, y les dieron comisión de que por todas las ciudades por donde pasasen de las que obedecían a los atenienses, pusiesen el gobierno de la aristocracia, que es el de poco número de los mejores y principales. La otra mitad de los embajadores se esparció, y fueron cada uno a diversos lugares para hacer lo mismo. Ordenaron a Diítrefes, que estaba entonces en el cerco de Quíos, fuese a la provincia de Tracia, que le había sido dada para ser gobernador de ella. Partió este del cerco, y al pasar por Tasos quitó la democracia; es decir, el régimen popular, y entregó la gobernación a pocos hombres buenos; pero cuando se ausentó de la ciudad, la mayor parte de los tasios, habiendo cercado su villa de muros, poco más de un mes después de la partida de Diítrefes, se persuadieron unos a otros, diciendo que no tenían necesidad de gobernarse por el mando de los que los atenienses les habían enviado, ni de vivir sometidos a lo que estos ordenaran, antes esperaban que dentro de muy poco tiempo volverían a su prístina libertad con el favor de los lacedemonios, porque los ciudadanos que habían sido desterrados de su ciudad, se refugiaron en Lacedemonia, y procuraban con todo su poder que enviasen los lacedemonios sus barcos de guerra y que la villa se rebelase. Sucedioles de la misma manera que lo tenían previsto y deseado: la ciudad sin daño alguno fue puesta en su libertad, y la gente popular que les había sido contraria, fue sin escándalo privada del gobierno. A los que eran del partido de los atenienses, a quienes Diítrefes había dado la gobernación, ocurrió todo lo contrario de lo que pensaban. Lo mismo sucedió en muchas otras ciudades sujetas a los atenienses, considerando, a mi parecer, que ya no había para qué tener miedo de los atenienses, y que aquella manera de vivir bajo su obediencia, so color de buena policía, no era a la verdad sino una servidumbre encubierta, dando a entender que la verdadera libertad consistía en el régimen democrático. Cuanto a lo de Pisandro y sus compañeros que habían ido con él, pusieron la gobernación de las ciudades por donde pasaron, en mano de pocos buenos a su voluntad, y de algunas tomaron hombres de armas que llevaron con ellos a Atenas, donde hallaron que sus cómplices y amigos habían procurado y aun hecho muchas cosas conformes a su intención para quitar el estado popular. Un tal Androcles, que tenía grande autoridad en el pueblo, y había sido de los primeros en pedir la expulsión de Alcibíades, fue muerto por conspiración secreta de algunos mancebos de la ciudad, y por dos causas: la primera por su grande influencia en el pueblo; y la segunda, por ganar y alcanzar gracia y amistad con Alcibíades; pues pensaban que sería restituido en su autoridad, esperando que traería a Tisafernes al bando ateniense. Con iguales fines y de la misma manera hicieron matar a algunos que les parecía ser contrarios a este negocio. También hicieron entender al pueblo, con arengas y discursos elocuentes, que por ninguna vía se había de dar sueldo sino a los que servían en la guerra, y que, en la gobernación de los negocios comunes, no habían de entender más de quinientos hombres, y estos de los que eran poderosos para servir en las cosas públicas con sus personas y bienes. Al mayor número parecía muy honrosa esta mudanza, y aun los mismos que habían sido causa de restablecer en su ser y estado el gobierno popular, esperaban aún por este cambio tener autoridad, porque aún quedaba la costumbre antigua de juntarse el pueblo y el Senado del haba en todos los negocios[25], y de oír la opinión de todos, y de seguir la mejor y más autorizada; pero ninguna se podía proponer sin la deliberación del pequeño consejo que ejercería la autoridad. En este consejo consultaban aparte todo lo que se debía proponer, conforme a sus intentos; y cuando exponía su opinión ninguno osaba contradecirla por el temor que tenían, viendo el grande número y autoridad de los gobernadores. Cuando alguno les contradecía, buscaban manera para matarle, y no se perseguía ni encausaba a los homicidas, por lo cual el pueblo estaba en tanto peligro y tenía tanto miedo, que ninguno osaba hablar, y a todos les parecía que ganaban mucho callando, si no recibían otra incomodidad o violencia. Tanto mayor era su tribulación cuanto que imaginaban ser más grande el número de los comprometidos en la conspiración de los que en realidad había, porque huían de saber cuáles eran los conjurados y cómplices de esta secta por lo difícil de conocerse todos en una población numerosa, y también porque unos no sabían la intención de otros, y no osaban quejarse uno a otro, ni descubrir su secreto, ni tratar de vengarse secretamente. La sospecha y desconfianza era, pues, tan grande en el pueblo, que no osaban confiarse a sus conocidos y amigos, dudando que fuesen de la conspiración, porque había en ella hombres de quienes jamás se creyera. Por esta razón no se sabía de quién fiarse en el pueblo, y la mayor seguridad de los conjurados consistía principalmente en esta general desconfianza. Llegando, pues, Pisandro y sus compañeros en esta época de turbación, acabaron muy a su placer y en poco tiempo su empresa. Primeramente les hicieron consentir que se eligiesen diez secretarios, los cuales tuviesen plena autoridad para manifestar al pueblo lo que acordaran poner en consulta por el bien de la ciudad en un día determinado. Llegado el día, y reunido el pueblo en un campo, donde estaba edificado el templo de Neptuno, a diez estadios de la ciudad, no propusieron otra cosa los dichos decemviros sino que era muy necesario respetar la libre opinión de los atenienses donde quiera que la expusieran, y que cualquiera que impidiese, injuriase o estorbase esta libertad, sería con todo rigor castigado. Después fue pronunciado el siguiente decreto: «Que todos los magistrados de nombramiento popular fuesen quitados, no pagándoles sus sueldos, y que se eligiesen cinco presidentes, los cuales nombrarían después cien hombres, y cada uno de ellos escogería otros tres que serían, en suma, cuatrocientos; los cuales, cuando se reunieran en consejo o asamblea, tendrían amplia y cumplida autoridad de ordenar y ejecutar lo que viesen que era para el bien y provecho de la república. Además reunirían los cinco mil ciudadanos cuando bien les pareciese.» Este decreto lo pronunció Pisandro, el cual así en esto como en las otras cosas, hacía de buena gana todo lo que entendía que aprovechaba a suprimir y abrogar el gobierno popular. Pero el decreto había sido mucho tiempo antes imaginado y consultado por Antifonte, persona de gran crédito, pues no había en aquel tiempo ninguna otra en la ciudad que le excediese en virtud, y que además era muy avisado y prudente para hallar y aconsejar expedientes en los negocios comunes. Junto con esto tenía mucha gracia y elocuencia en decir y proponer, y con todo ello jamás iba a la junta del pueblo, ni a otra congregación contenciosa si no le llamaban. Por eso el pueblo no tenía de él sospecha, estimándole a pesar de la eficacia y elegancia de sus palabras, hasta el punto de que no queriendo entremeterse en los negocios, cualquier hombre que tuviese necesidad de él, ora fuese en materia judicial, o con la asamblea del pueblo, se tenía por dichoso y muy favorecido si podía contar con su consejo y defensa. Cuando el régimen de los cuatrocientos fue quitado, y se procedió contra los que habían sido principales autores, siendo acusado como los demás, defendió su causa, y respondió a mi parecer mejor que nunca lo hizo hombre alguno, de que yo me acuerde. A este régimen popular se mostraba también muy favorable Frínico por el miedo que tenía a Alcibíades, que había sabido todo lo que él trató con Astíoco, estando en Samos, y le parecía que no volvería a Atenas en tanto que la gobernación de los cuatrocientos durase; Frínico era estimado por hombre constante y esforzado en las grandes adversidades, porque habían visto por experiencia que nunca se mostró falto de esfuerzo y corazón. También Terámenes, hijo de Hagnón, fue de los principales en acabar con el régimen popular; y era hombre asaz suficiente, así en palabras como en hechos. Estando, pues, la obra dirigida por tan gran número de gentes de entendimiento y autoridad, no es de maravillar que fuese llevada a cabo, aunque por otra parte pareciese, y fuese a la verdad cosa muy difícil privar al pueblo de Atenas de la libertad que había tenido, en la cual había estado casi cien años, después que los tiranos fueron expulsados[26]. Y no tan solamente había estado fuera de la sujeción de cualquier otro pueblo extranjero, sino que aun más de la mitad de este tiempo había dominado a otros pueblos. Estando la junta del pueblo disuelta, después que aprobó este decreto, los cuatrocientos gobernadores fueron introducidos en el Senado de esta manera. Los atenienses, por hallarse los enemigos situados en Decelia, estaban de continuo en armas, unos en la guarda de las murallas y otros en la de las puertas y otros lugares, según donde les destinaban. Cuando llegó el día señalado para realizar el acto, dejaron ir a su casa, como era de costumbre, a los que no estaban en la conjuración, y a los que estaban en ella se les ordenó que quedasen, mas no en el lugar donde hacían la centinela, y donde tenían sus armas, sino en otra parte cercana, y que si viesen que alguno quería impedir o estorbar lo que se hiciese, lo resistieran con sus armas si necesario fuese. Los que recibieron orden para esto, eran los andrios, los tenios, trescientos de los caristios y los de la ciudad de Egina, que los atenienses habían hecho habitar allí. Arregladas así las cosas, los cuatrocientos elegidos para la gobernación, trayendo cada uno de ellos una daga escondida debajo de sus hábitos, y con ellos ciento veinte mancebos para ayudarles y hacerse fuertes si fuese menester, entraron todos juntos dentro del palacio donde se reunía el Senado o el Consejo; cercaron a los senadores que estaban en Consejo, los cuales, según costumbre, daban sus votos con habas blancas y negras, y les dijeron que tomasen sus pagas por el tiempo que habían servido en aquel oficio, y se fuesen; cuyas pagas llevaban los cuatrocientos; y conforme salían de la cámara del Consejo, les daban a cada uno lo que se le debía. De esta manera se fueron del tribunal sin hacer resistencia alguna, y sin que el público que quedaba allí, se moviese. Entonces los cuatrocientos entraron y eligieron entre ellos tesoreros y receptores; y hecho esto, sacrificaron solemnemente por la creación de los nuevos oficiales. De tal manera fue totalmente mudado el régimen popular, y revocado gran parte de lo que había sido hecho el tiempo que duró, excepto no llamar a los desterrados por encontrarse en el número de ellos Alcibíades. En lo demás, los nuevos gobernadores hacían todas las cosas a su voluntad, y entre otras, mataron a algunos ciudadanos, no muchos, porque les estorbaban y juzgaban prudente deshacerse de ellos; a algunos otros metieron en prisión, y a otros los desterraron. Hecho esto, enviaron a Agis, rey de los lacedemonios, que estaba en Decelia, un mensajero, dándole aviso de que querían reconciliarse con los lacedemonios y haciéndoles entender que podría tener más seguridad y confianza en ellos que en el pueblo variable e inconstante. Mas pensando Agis que la ciudad no podía estar sin gran alboroto, y que el pueblo no era tan sumiso que se dejase quitar fácilmente su autoridad, y más si viese algún grande ejército de lacedemonios delante de la ciudad; teniendo además en cuenta que el gobierno de los cuatrocientos no era tan sólido y fuerte que se pudiese consolidar, no les dio respuesta alguna tocante a su petición, antes hizo juntar en pocos días gran número de gente de guerra en tierra del Peloponeso; y con ellos y los que tenía en Decelia avanzó hasta los muros de la ciudad de Atenas, esperando que se rendirían a su voluntad, así por la discordia que había entre ellos, dentro y fuera de la ciudad, como por el miedo, viendo tan gran poder a sus puertas; y si no lo quisiesen hacer, le parecía que fácilmente podría tomar los grandes muros por fuerza, por estar muy apartados y ser difícil su guarda y defensa. Pero no se realizó lo que pensaba, porque los atenienses no promovieron tumulto ni movimiento entre ellos, antes hicieron salir su gente de a caballo, y parte de los de a pie, bien armados y a la ligera, los cuales rechazaron inmediatamente a los que se habían acercado más a los muros, y mataron muchos, cuyos despojos llevaron a la ciudad. Viendo Agis que su empresa no había salido bien, volvió a Decelia; y pasados algunos días, mandó volver los soldados extranjeros que había hecho venir para esta empresa, y detuvo los que tenía primero. No obstante todo lo pasado, los cuatrocientos le enviaron otra vez comisionados para ajustar un convenio, y les dio buena respuesta; de tal manera, que les persuadió para que enviasen embajadores a Lacedemonia a fin de tratar de la paz conforme deseaban. Por otra parte enviaron diez ciudadanos de su bando a los que estaban en Samos, para darles a entender en contestación a otros muchos cargos que estos hacían, que lo que había sido hecho al mudar el estado popular, no era en perjuicio de la ciudad, sino para la salud de ella; y que la autoridad no estaba en las manos de los cuatrocientos solamente, sino también en la de cinco mil ciudadanos, y, por consiguiente, como antes, en manos del pueblo, pues nunca en ningún negocio que hubiese sido tratado en la ciudad así doméstico, y dentro de la misma tierra, como fuera, se había reunido para ello número tan grande como el de cinco mil hombres[27]. Esta embajada la enviaron los cuatrocientos a Samos desde el principio, dudando que los que estaban allá de la armada no quisieran tener por agradable esta mudanza, ni obedecer a su gobernación; y que el daño y la discordia comenzase allá, siguiendo después en la ciudad como sucedió, porque cuando se hizo este cambio en Atenas, se había levantado cierto alboroto o sedición en la ciudad de Samos por la misma causa y de esta manera. Algunos samios, partidarios del gobierno democrático que había entonces en la ciudad, por defenderlo, se sublevaron, y puestos en armas contra los principales de la ciudad que querían usurpar la gobernación, habían después mudado de opinión por persuasión de Pisandro cuando llegó allí, y de los otros sus secuaces y cómplices atenienses que allí se hallaron, y queriendo derrocar este régimen popular se habían juntado hasta cuatrocientos, todos determinados a abolirlo y a echar a los que ejercían el mando, pretendiendo ser ellos, y representar a todo el pueblo. Mataron al principio un mal hombre y de mala vida ateniense, llamado Hipérbolo, el cual había sido desterrado de Atenas, no por sospecha ni miedo de su poder, ni de su autoridad, sino por delito, y porque deshonraba a la ciudad[28]. Hicieron esto a excitación de un capitán de los atenienses llamado Carmino, y de algunos otros atenienses que estaban en su compañía, por consejo de los cuales se gobernaban, y deliberaron proceder más adelante en favor de la oligarquía. Los ciudadanos, partidarios del gobierno democrático descubrieron esta conjuración, principalmente a algunos capitanes que estaban al mando de Diomedonte y de León, generales de los atenienses, muy estimados y honrados por el pueblo, y opuestos a que la autoridad pasara a manos de una oligarquía. También la descubrieron a Trasíbulo y a Trasilo, capitán aquel de un trirreme, y este de la gente de tierra que había en él; y también a los hombres de guerra que conocían como partidarios del estado popular, rogándoles y requiriéndoles que no los quisiese dejar maltratar por los conjurados que habían jurado su muerte, ni tampoco desamparasen en tal negocio a la ciudad de Samos, la cual perdería la buena voluntad que tenía a los atenienses si los conjurados lograban mudar la forma de gobernarse que había tenido hasta entonces. Hechas estas declaraciones a los caudillos y capitanes, hablaron particularmente a los soldados, persuadiéndoles para que no permitiesen que la conjuración tuviera efecto. Primeramente trataron con la compañía de los atenienses que tripulaban el buque _Páralos_, que eran todos hombres libres y opuestos siempre a la oligarquía, aun antes de que se tratara de establecerla, estando en buena reputación con Diomedonte y León, de tal manera, que cuando estos hacían algún viaje por mar, les daban de buena voluntad el cargo y la guarda de algunos trirremes. Reuniéndose, pues, todos estos con los de la villa, que eran del partido democrático, dispersaron a los trescientos conjurados que se habían alzado, de los cuales mataron treinta, y de los principales autores desterraron a tres, perdonando a los otros, y restableciendo el estado popular desde entonces en su primera autoridad. Ejecutado esto, los samios y los soldados atenienses que estaban allí, enviaron inmediatamente el trirreme _Páralos_, y al capitán del mismo, llamado Quéreas, hijo de Arquéstrato, que les había ayudado en este negocio, para advertir a los atenienses lo que se había hecho allí, no sabiendo aún que la gobernación de la ciudad de Atenas se encontraba ya en manos de los cuatrocientos, quienes al saber la llegada de aquel barco hicieron prender a dos o tres de sus tripulantes, y a los demás les metieron en otros barcos, enviándoles a ciertos lugares de Eubea, de donde no podrían escapar. Quéreas, sabiendo a tiempo lo que querían hacer, se escondió y se salvó. Después volvió a Samos, y contó a los que estaban allí todo lo ocurrido en Atenas, dándoles a entender ser las cosas mucho más graves de lo que eran. Díjoles Quéreas que a todos los hombres partidarios del pueblo los maltrataban y ultrajaban sin que hubiese persona que osase abrir la boca contra los gobernadores; que no ultrajaban solamente a los hombres, sino también las mujeres y niños, y que además estaban resueltos a hacer lo mismo con cuantos había en el armada de Samos que discrepasen de su voluntad, tomando sus hijos, mujeres y parientes próximos, y haciéndoles morir si estos no cedían a su voluntad. Muchas otras cosas les dijo Quéreas que eran falsedades; pero, al oírlas los soldados, fueron tan despechados e inflamados de ira que opinaron matar, no solamente a los que habían hecho el cambio de régimen en Samos, sino también a todos los que lo habían consentido; pero poniéndoles algunos de manifiesto, con objeto de apaciguarles, que, haciendo esto, pondrían la ciudad en gran peligro de caer en manos de los enemigos, que eran muy numerosos sobre el mar, y querían acometerles, dejaron de realizarlo. No obstante todo esto, queriendo establecer abiertamente el estado popular en la ciudad, Trasíbulo y Trasilo, que eran los caudillos y principales autores de esta empresa, obligaron a todos los atenienses que estaban en la armada, y asimismo a los que desempeñaban el gobierno oligárquico, a ayudar con todo su poder a la defensa del régimen popular, y a seguir tocante a esto lo que aquellos capitanes determinasen, y al mismo tiempo defender la ciudad de Samos contra los peloponesios, tener a los cuatrocientos nuevos gobernadores de Atenas por enemigos, y no hacer ningún tratado ni tregua con ellos. El mismo juramento hicieron todos los samios que estaban en edad para llevar armas, a los cuales los hombres de armas juraron también vivir y morir con ellos en una misma fortuna, teniendo por cierto que no había esperanza de salud, ni para ellos ni para los de la ciudad, antes se tenían todos por perdidos si el estado de los cuatrocientos continuaba en Atenas, o si los peloponesios tomaban la ciudad de Samos por fuerza. En estos debates perdieron mucho tiempo, queriendo los soldados atenienses que estaban en el ejército de Samos restablecer en Atenas el régimen popular, y los que tenían el gobierno en Atenas obligar a los de Samos a que hiciesen lo mismo que ellos. Siendo todos los soldados de la misma opinión sobre esta materia, destituyeron a los capitanes y a otros que ejercían cargo en el armada, y eran sospechosos de favorecer el estado de los cuatrocientos, y en su lugar pusieron otros. De este número fueron Trasíbulo y Trasilo, los cuales exhortaban uno en pos de otro a los soldados a ser constantes en este propósito, por muchas razones que les mostraron, aunque la ciudad de Atenas hubiese condescendido en la gobernación de los cuatrocientos. Entre otras cosas, les decían que ellos que estaban en el ejército eran en mayor número que los que se habían quedado en la ciudad, y tenían más abundancia y facultad de todas las cosas que estos. Por tanto, que teniendo los barcos en sus manos, y toda la armada de mar, podían obligar a todas las ciudades súbditas y confederadas a contribuir con dinero. Y si los echasen de Atenas, tenían aquella ciudad de Samos, que no era pequeña, ni de escaso poder, mientras que quitadas a la ciudad de Atenas las fuerzas de la mar, en las cuales pretendía exceder a todas las otras, ellos eran harto poderosos para rechazar a los peloponesios sus enemigos, si les fueran a acometer a Samos, como lo habían hecho otra vez. Y aun para resistir a los que estaban en Atenas, porque teniendo los barcos en sus manos, por medio de ellos podrían adquirir provisiones en abundancia, mientras los de Atenas carecerían de ellas, pues las que habían tenido hasta entonces, que llevaban y desembarcaban en el puerto del Pireo, debíanlas a la ayuda de la armada que estaba en Samos, de la que no podrían valerse en adelante si rehusaban restablecer el gobierno de la ciudad en manos del pueblo. Además, los que estaban allí podrían estorbar mejor el uso de la mar a los que estaban en la ciudad de Atenas, que no los de la ciudad a ellos. Lo que la ciudad podía dar de sí misma para resistir a los enemigos era la menor parte que se esperaba tener, y perdiendo esto no perdían nada, puesto que no había más dinero en la ciudad que les pudiesen enviar, viéndose obligados los soldados a servir a su costa. No tenían en lo demás los de Atenas buen consejo, que es la única cosa que obliga a guardarle obediencia a los ejércitos que están fuera; antes habían grandemente errado, violando y corrompiendo sus leyes antiguas; mientras ellos que estaban en Samos las querían conservar, y obligar a los otros a guardarlas, porque no era de creer que los que entre ellos habían sido autores de mejor consejo y opinión en este asunto que los de la ciudad, fuesen en otros negocios menos avisados. Por otra parte, si ellos querían ofrecer a Alcibíades la restitución de su estado y llamarle, él haría de buena voluntad la alianza y amistad entre ellos y el rey. Y aun cuando todos los recursos faltasen, teniendo tan grande armada podrían ir a cualquier parte donde les pareciese y hallasen ciudades, y ocupar tierras para habitar. Con estas razones y persuasiones se exhortaban los unos a los otros, y no cesaban de preparar con toda diligencia las cosas pertenecientes a la guerra. Entendiendo los diez embajadores enviados allí por los cuatrocientos, que todas las cosas se habían divulgado entre el pueblo, callaron, y no dieron cuenta del encargo que llevaban. XI. Sospechan de Tisafernes los peloponesios, porque no les daba el socorro que les había prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los atenienses de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos, que empleaba en bien y provecho de su patria. Los marinos peloponesios que estaban en Mileto murmuraban públicamente contra Astíoco y contra Tisafernes, diciendo que lo echaban todo a perder, Astíoco, porque no había querido combatir con su armada estando debilitada en fuerzas la de los contrarios, y además cuando tenían gran disensión entre sí, y sus barcos estaban diseminados en muchas partes no les quería acometer, antes malgastaba el tiempo con pretexto de esperar las naves que habían de ir de Fenicia, entreteniéndoles con palabras, y queriendo de esta manera arruinarles con grandes gastos. Añadían a esto que no pagaba por completo ni de continuo a la armada, perdiendo con ello su crédito. Decían, pues, que no eran necesarias más dilaciones, sino ir a acometer a los atenienses, lo cual apoyaban los siracusanos con la mayor instancia. Advertido Astíoco, y los caudillos que estaban allí por las ciudades confederadas, de estas murmuraciones, determinaron combatir, sabiendo además que ya había gran revuelta en Samos. Reunieron todos los buques que tenían, que resultáronles ciento veinte, y dos en Mícale: y de allí avisaron y mandaron llamar a los que estaban en Mileto, ordenándoles que marchasen por tierra. Los barcos de los atenienses eran ochenta y dos que habían ido de Samos a la playa de Glauca en tierra de Mícale. Téngase en cuenta que Samos está poco alejado del continente por la parte de Mícale. Al ver los barcos de los peloponesios venir contra ellos, se retiraron a Samos, porque les parecía no ser bastante poderosos para aventurar una batalla, de la cual dependería toda su fortuna, y porque tenían entendido que los enemigos iban con grande voluntad de combatir. Además esperaban a Estrombíquides, que estaba en el Helesponto, y había de ir allí con las naves que había traído de Quíos a Abido; cosa que mandaron hacer desde que se retiraron a Samos, y los peloponesios vinieron a Mícale. En este punto establecieron aquel día su campo, así con las gentes que habían sacado de los barcos, como con los procedentes de Mileto, y también con gentes de la tierra. Al día siguiente, de mañana, habían determinado ir en busca de sus enemigos a Samos, pero avisados de la llegada de Estrombíquides se volvieron a Mileto. Los atenienses deliberaron sobre ir a presentarles la batalla en dicho punto, después de reforzados con los buques que llevaba Estrombíquides, porque se reunieron entre todos ciento ocho, y así lo acordaron. Después de su partida, los peloponesios, aun con tan hermosa y fuerte armada, no se tenían por bastantes para combatir con los enemigos; y no sabían, por lo demás, cómo podrían sustentar las tripulaciones, viendo que Tisafernes no pagaba bien; por lo cual enviaron a Clearco, hijo de Ranfias, capitán de cuarenta naves, para que lo notificara a Farnabazo, atendiéndose a lo que les había sido mandado en el Peloponeso, y porque Farnabazo les prometió pagar la armada. Por otra parte, entendían que si iban a Bizancio, la ciudad se rebelaría en su favor, por lo cual se puso Clearco a la vela con sus cuarenta buques, saliendo a alta mar para no ser descubierto de sus enemigos, pero le sorprendió una gran tormenta, de tal manera, que sus buques fueron dispersados; parte de ellos, que seguían a Clearco, llegaron a Delos, y los otros se volvieron a Mileto y después se reunieron con Clearco, que fue por tierra al Helesponto. Pero diez naves que habían llegado antes al Helesponto, hicieron sublevar la ciudad a su voluntad. Siendo después avisados los atenienses que estaban en Samos, enviaron un número de buques para guardar el Helesponto, los cuales libraron una pequeña batalla delante de Bizancio, a saber: ocho naves de ellos contra otras tantas de los peloponesios. Entretanto, los que eran caudillos de la armada de los atenienses, principalmente Trasíbulo, el cual había siempre sido de parecer que debían llamar a Alcibíades, aun después que el régimen de Atenas fue mudado, en parte por intrigas de este, continuaba más firme en dicho propósito y lo mostró por tal manera y persuadió de tal suerte a los soldados que allí estaban, para que acordasen todos la vuelta de Alcibíades, que fue el decreto concluido y escrito, perdonando a Alcibíades, y llamándole a la ciudad. Publicado este decreto, Trasíbulo fue a donde estaba Tisafernes, y llevó a Alcibíades, que se encontraba con este, a Samos, esperando por su medio atraer a Tisafernes a la amistad de los atenienses. Estando Alcibíades en Samos, hizo juntar el pueblo, y expuso ante él las grandes pérdidas y daños que había sufrido en su destierro. Después habló muy animosamente de los negocios de la república, de suerte que les infundió grande esperanza de recobrar el antiguo poder, encareciéndoles en gran manera la influencia que tenía con Tisafernes, a fin de que los que ejercían autoridad y mando en Atenas tuviesen temor de él, y por esta vía sus conjuraciones e inteligencias se deshicieran y amenguasen. También lo hizo para ganar con los que estaban en Samos autoridad y prestigio, y para que, aumentando su reputación, a los enemigos les inspirara más desconfianza Tisafernes, y perdieran la esperanza de que les ayudase. Decía a los atenienses que estaban en Samos, que Tisafernes le había prometido dar el sueldo de los soldados, aunque hubiera de vender cuanto tuviese, si podía tener seguridad de ellos hasta el fin de la guerra, y que haría ir en su socorro los barcos fenicios que ya estaban en Aspendo, en lugar de enviarlos a los peloponesios. Añadía que para tener seguridad de ellos no les demandaba sino que recibiesen a Alcibíades. Habiéndose expresado en tales o semejantes palabras, los capitanes y soldados le pusieron en el número de los caudillos de la armada, y le dieron autoridad para mandar y ordenar en todas las cosas: y en efecto, adquirieron tan grande confianza y esperanza en él, que ya no dudaban de su salvación, ni de la caída de los cuatrocientos; estando todos dispuestos desde entonces, bajo de la confianza de lo que les había dicho, a ir al Pireo, sin cuidarse de los enemigos que encontraban tan cerca de allí. Muchos pedían esto con grande instancia, pero no lo quiso consentir Alcibíades, diciendo que no era cosa conveniente, teniendo próximos los enemigos, ir al Pireo, y que pues le habían dado la dirección de la guerra, y elegido por caudillo, proveería con Tisafernes en todo: volvió, al partir de esta junta, a donde Tisafernes se encontraba para mostrarles que quería consultar todas las cosas con él; y al mismo Tisafernes dio a entender que tenía grande autoridad entre los atenienses, y que era su caudillo, para que fuese más estimado de él y entendiese por esta vía que le podría ayudar o perjudicar. Y sucedió, en efecto, lo que pretendía, porque, por el favor con Tisafernes, fue después muy temido de los atenienses; y del mismo Tisafernes por el temor que a estos tenía. Cuando los peloponesios que estaban en Mileto supieron el llamamiento de Alcibíades, teniendo ya grande sospecha, comenzaron a hablar mal de Tisafernes públicamente. Y a la verdad, porque rehusaron de ir contra la armada que les presentó la batalla frente a Mileto, se había enfriado Tisafernes para pagar el sueldo a la armada; juntamente con esto Alcibíades trabajaba de tiempo atrás por hacerle quedar mal con los peloponesios. Esparcido este rumor entonces, los soldados que estaban en Mileto comenzaron a juntarse por escuadras, como habían hecho antes, y a producir grande alboroto, de tal manera, que algunos de entre ellos, hombres de autoridad, diciendo que nunca habían cobrado la paga entera, y que la poca que les daban nunca había sido de continuo, amenazaban, si no los llevaban a alguna parte para combatir o para arriesgar la vida, con dejar los buques. De todo esto culpaban a Astíoco, que, por su particular provecho, había querido complacer a Tisafernes. A esta murmuración y motín siguió una gran perturbación contra Astíoco; porque los marineros de los siracusanos y de los turios, estando menos sujetos que los otros, hicieron mayor instancia y con palabras más sueltas, para que les dieran su paga, a los cuales Astíoco dio alguna áspera respuesta y queriendo Hermócrates tomar la voz por su gente y sustentar su querella, alzó un palo que tenía para darle. Al ver esto los marineros y soldados siracusanos, corrieron con gran ímpetu contra Astíoco, el cual se libró de ellos metiéndose en un templo cercano, y de esta manera se salvó. Después, al salir de allí, le prendieron. Además de esto los milesios atacaron un castillo o baluarte que Tisafernes había hecho allí, el cual tomaron echando a las gentes que él había puesto de guarda, cosa que fue muy agradable a los otros aliados, y también a los siracusanos. A Licas le pesó, diciendo que los milesios y los otros que estaban bajo el mando del rey, debían obedecer y complacer a Tisafernes en las cosas que eran razonables, hasta que los negocios de la guerra estuvieran en mejor orden. Por esta opinión y por otras muchas pruebas semejantes, los milesios concibieron tan grande indignación contra él, que habiendo después muerto de enfermedad, no quisieron consentir que su cuerpo fuese enterrado en el lugar que los lacedemonios, que allí estaban, habían ordenado. Durante estas alteraciones, y estando en tales diferencias las gentes de armas, Tisafernes y Astíoco, llegó a Mileto Míndaro, nombrado general de la armada por los lacedemonios en lugar de Astíoco, quien, después que dejó su cargo a Míndaro, volvió a Lacedemonia; y con él envió Tisafernes, por embajador, uno de sus familiares natural de Caria, llamado Gaulites, que sabía bien hablar las dos lenguas, griega y persa, así para quejarse del ultraje que los milesios habían hecho a él y a su gente como también para excusarse de lo que él sabía que le acusaban, habiendo enviado mensajeros a Lacedemonia sobre esto, con los cuales fue Hermócrates. Este afirmaba que Tisafernes y Alcibíades estaban de acuerdo para destruir el poder de los peloponesios, porque tenía de mucho tiempo atrás grande enemistad con Tisafernes, a causa de la paga, y también porque, al llegar a Mileto los otros tres caudillos de los buques siracusanos a saber, Pótamis, Miscón y Demarco, Tisafernes le había hecho cargos en presencia de ellos y en malos términos de muchas cosas, y, entre otras, la de que el rencor que tenía contra él era porque no quiso darle cierta suma de dinero que le había pedido. Por esta causa se fueron Astíoco y los mensajeros de los milesios y Hermócrates, de Mileto a Lacedemonia. Alcibíades volvió, de donde estaba Tisafernes, a Samos, donde también llegaron mensajeros de Delos, que los cuatrocientos gobernadores de Atenas habían enviado allí para aplacar y apaciguar a los que estaban en Samos. Mas al principio, siendo por ellos reunido el pueblo, los hombres de armas hicieron instancia para que no les diesen audiencia, antes con grandes voces aseguraban que debían hacer pedazos a tales hombres, pues querían destruir el régimen popular. A pesar de esto y después de muchas palabras, con gran dificultad les oyeron en silencio. Estos mostraron cómo la mudanza de régimen que había sido hecha, no era en manera alguna para abatimiento de la ciudad, como daban a entender; antes para su salvación y a fin de que no cayese en poder de los enemigos, los cuales ya habían ido hasta junto a los muros de Atenas. Por esto se había creído necesario elegir los cuatrocientos, para ordenar la defensa, y los demás negocios de la ciudad con los otros cinco mil, los cuales eran todos participantes en la resolución de toda clase de asuntos; añadieron que no era verdad lo que Quéreas aseguró, por envidia, de que habían desterrado y maltratado a los hijos, parientes y amigos de los que estaban fuera, pues al contrario, les dejaban todos sus bienes y casas, y en la misma libertad que gozaban antes. Después de estas disculpas y demostraciones, queriendo pasar adelante, se lo impidieron los atenienses que allí estaban, a los cuales parecía mal lo que decían, y comenzaron a expresar muchas y diversas opiniones. El mayor número era de parecer que debían ir por mar al Pireo. En esta discordia Alcibíades se mostró tanto o más amigo de la patria que otro alguno. Porque viendo que los atenienses que estaban allí querían ir contra los de Atenas, y conociendo que si aquello se realizaba ocasionaría que los enemigos tomasen toda la tierra de Jonia y del Helesponto, no lo quiso permitir, antes lo contradijo con más vigor y energía que ningún otro, y por su autoridad impidió esta navegación e hizo callar a los que habían dado voces contra los mensajeros públicamente. Después les ordenó volver a Atenas con esta respuesta: que en lo que toca a los cinco mil hombres que se habían nombrado para ayuda de la gobernación de la ciudad, no era de opinión que les privasen de estas facultades, mas los cuatrocientos quería que se suprimiesen y que fuese restablecido el Consejo de quinientos en la forma que estaba antes. Y en lo tocante a lo que había sido hecho por los cuatrocientos, de disminuir los gastos de la ciudad para atender a la paga de los hombres de armas, lo hallaba muy bueno, y les exhortaba proveyesen bien en los otros negocios de la ciudad y que no permitieran cayese en poder de los enemigos; dándoles buena esperanza de aplacar las diferencias, quedando la ciudad en su ser, sin que viniesen a las armas unos contra otros, para lo cual era necesario que todos tuviesen gran prudencia, porque si llegaban a la lucha los que estaban en la ciudad contra los que estaban en Samos, cualquiera de ellos que alcanzara la victoria no encontraría ya persona con quien hacer tratos o conciertos. En esto llegaron embajadores de parte de los argivos, que ofrecieron a los atenienses que allí estaban, ayuda y socorro contra los cuatrocientos, para la defensa del régimen popular, a los cuales Alcibíades agradeció mucho sus buenos ofrecimientos, y después de haberles preguntado a ruego de quién iban con esta embajada y respondido ellos que de nadie, les despidió amablemente. Y a la verdad, no habían sido requeridos para ir. Pero enviados algunos de los marinos del trirreme _Páralos_ por los cuatrocientos en un buque de guerra, para ver lo que se hacía en Eubea y también para llevar tres embajadores que estos cuatrocientos enviaban a Lacedemonia, y que eran Lespodias, Aristofonte y Melesias, los tripulantes, cuando llegaron a Argos, entregaron los embajadores presos a los argivos, acusándoles de que habían sido los principales autores y cómplices para quitar el régimen popular en Atenas, y después no volvieron a Atenas, sino que embarcaron a los embajadores de los argivos y los llevaron en su buque a Samos. En ese mismo verano, Tisafernes, conociendo que los peloponesios tenían mala opinión de él por algunas causas, entre ellas la restitución de Alcibíades, y porque presumían tomaba el partido de los atenienses para disculparse ante ellos de esta sospecha, se preparó a recibir a los barcos fenicios que habían de ir; y para salirles al encuentro, pues estaban en el puerto de Aspendo, mandó a Licas que fuese con él. Mientras hacía el viaje, dejó por su lugarteniente a Tamos, uno de sus capitanes, al cual dio encargo, según decía, de pagar el sueldo a los marineros peloponesios. Creyose después que no había ido a Aspendo con el referido objeto, porque no hizo ir las naves, siendo cierto que entonces había allí ciento quince todas aparejadas. Y aunque no se supiese en verdad la causa de este viaje, porque no ordenó que se unieran a los peloponesios aquellos barcos, no dejaron de formarse diversos juicios. Unos presumían que hizo aquello por entretener los negocios de los peloponesios, con esperanza de su vuelta, porque Tamos, al cual había dejado para reemplazarle, no pagó mejor que él lo había hecho, sino peor. Otros juzgaron que había ido a cobrar el dinero necesario para pagar el sueldo de los fenicios al enviarlos. Otros presumían que su objeto era borrar la mala opinión que los peloponesios tenían de él, mostrándoles que deseaba sinceramente ayudarles, pues iba por la armada, la cual ya se sabía que estaba aparejada. Cuanto a mí, tengo por muy cierto, y la cosa es muy evidente, que no quiso llevar los barcos, sino que lo fingió en este viaje, para que, esperando su venida, los negocios de los griegos llegaran a la mayor confusión, y no dando ayuda a ninguna de ambas partes, sino faltando a entrambas, quedasen iguales y débiles. Porque es muy claro, que si quisiera unirse de buena voluntad con los lacedemonios, estos hubieran entonces alcanzado la victoria, pues en aquella sazón estaban tan poderosos por mar como los atenienses. La excusa que dio de no haber llevado los barcos, puso de manifiesto su malicia y engaño, pues dijo que era porque los fenicios no habían dado el número de buques que les había pedido a nombre del rey; de creer es que hubiera satisfecho a este, conseguir el mismo objeto con menor número y a menos coste. Cualquiera que fuese su intención, los peloponesios enviaron por su parte dos trirremes con él cuando fue al lugar de Aspendo, de los cuales era caudillo un lacedemonio llamado Filipo. Al saber Alcibíades la ida de Tisafernes, tomó trece trirremes de los que estaban en Samos, y se fue hacia aquella parte, haciendo entender a los atenienses de Samos que su ida aprovecharía en grande manera, porque haría tanto que la armada que estaba en Aspendo vendría en socorro, o no iría en ayuda de los lacedemonios, y se los aseguraba conociendo, como era de creer, los deseos de Tisafernes por la larga comunicación que había tenido con él, que eran no enviar la armada a los peloponesios. También lo decía con la intención de hacer al mismo Tisafernes más sospechoso a los peloponesios, a fin de que después fuese obligado a ponerse de parte de los atenienses; fue, pues, hacia donde estaba, manteniéndose siempre en alta mar, hacia la parte de Fasélide y de Cauno. XII. Divididos los atenienses por la mudanza en el gobierno popular de la república, procuran restablecer algún acuerdo entre ellos. En este tiempo, los embajadores que los cuatrocientos habían enviado a Samos, de vuelta en Atenas, dieron cuenta del encargo que Alcibíades les había dado, y que consistía en que ellos procurasen guardar la ciudad y defenderse de los enemigos, que él tenía esperanza de reconciliar a los que estaban en la armada de Samos y de vencer a los peloponesios, cuyas palabras infundieron grande ánimo a muchos de los cuatrocientos, que ya estaban enfadados y enojados de aquella forma de gobierno, y de buena voluntad la hubieran dejado, de poderlo hacer sin peligro. Al saber los deseos de Alcibíades, todos de común acuerdo tomaron a su cargo los negocios, nombrando a los dos hombres más principales y más poderosos de la ciudad por sus caudillos, que eran Terámenes, hijo de Hagnón, y Aristócrates, hijo de Escelias, y además de estos, muchos otros de los más a propósito de los cuatrocientos, los cuales se excusaban de haber enviado embajadores a los lacedemonios, diciendo que lo habían hecho por el temor que tenían a Alcibíades y a los otros que estaban en Samos, para que la ciudad no fuese ofendida. Parecíales que se podría evitar que la gobernación cayera en manos de pocos en número, si procuraban que los cinco mil que habían sido nombrados por los cuatrocientos tuviesen el mando y la autoridad efectivos y no de palabra, y que de esta manera el régimen se podría reformar para el bien de la ciudad, del cual, aunque hiciesen siempre mención en sus juntas, la mayor parte de ellos tiraba a su particular derecho y a la ambición de su autoridad, esperando que, si destruían la gobernación de los cuatrocientos, no quedarían solamente iguales a los otros, sino superiores. Además, en el régimen de gobierno popular, cada uno sufre mejor una derrota de sus aspiraciones, porque los oficios se dan por elección del pueblo, y le parece no haber sido desechado por sus iguales, cuando se hace por todo el pueblo. Y a la verdad, la autoridad que Alcibíades tenía con los que estaban en Samos, dio grande esfuerzo a estos, y les parecía como que el estado de los cuatrocientos no podía durar; cada uno de ellos se esforzaba en adquirir entre el pueblo el mayor crédito que podía, para ser el mayor en autoridad. Los que eran principales entre los cuatrocientos trabajaban en sentido contrario cuanto podían, y principalmente Frínico, el cual, siendo el caudillo de los que estaban en Samos, había sido contrario a Alcibíades; también Aristarco, que había sido siempre enemigo del régimen popular, y lo mismo Pisandro, Antifonte y los otros que eran de los más poderosos de la ciudad, los cuales, desde el tiempo que habían tomado el cargo y aun después de la mudanza y revuelta que había habido en Samos, enviaron embajadores propios a Lacedemonia, procurando mantener la gobernación de la oligarquía con todo su poder, y hacían levantar y disponer la muralla de Eetionea. Después de la vuelta de los embajadores que habían enviado a Samos, viendo que muchos de su partido mudaban de opinión, aunque los habían tenido por muy constantes y determinados en el negocio, enviaron de nuevo e inmediatamente a Antifonte y a Frínico con diez de su bando a los lacedemonios, y les dieron comisión de hacer algún concierto con ellos lo mejor que pudiesen, con tal que fuese tolerable. Hicieron esto por el temor que tenían, así de los que estaban en Atenas, como de los que se encontraban en Samos. Cuanto a lo de la muralla que alzaban y reparaban a Eetionea, lo hacían, como lo decía Terámenes y los que estaban con él, no tanto por estorbar que los que estaban en Samos pudiesen entrar en el puerto del Pireo, como por recibir el ejército de mar y de tierra de los enemigos cuando quisiesen; por cuanto el lugar de Eetionea está a la entrada del puerto del Pireo en figura o forma de media luna. La muralla que hacían por la parte de la tierra hacia el lugar era de tal manera fuerte, que con poca gente que estuviese en ella, podían a su voluntad dejar entrar los barcos o impedirlo, porque el lugar se juntaba con la otra tierra del puerto, que tiene la entrada harto estrecha. Además de estas obras que hicieron en Eetionea, repararon la muralla vieja que estaba fuera del Pireo, del lado de tierra, y edificaron otra nueva por dentro a la parte de la mar, y entre las dos hicieron grandes trojes paneras, dentro de las cuales obligaron a todos los de la villa a traer y meter el trigo que tenían en sus casas, y también todo lo que traían por mar lo hacían allí descargar, y los que querían comprar, necesitaban ir a hacerlo allí. Estas cosas que los cuatrocientos hacían, a saber, las reparaciones y provisiones para recibir a los enemigos, lo divulgaba ya Terámenes antes que los postreros embajadores fuesen de parte de los cuatrocientos a Lacedemonia. Mas después que volvieron sin conseguir nada, él decía y publicaba más abiertamente que la muralla que habían hecho sería causa de poner el estado de la ciudad en peligro. Porque en este mismo tiempo llegaron allí cuarenta y dos barcos de los enemigos, de los cuales una parte eran italianos y sicilianos que venían del Peloponeso, de los que habían enviado a Eubea, y algunos de los otros eran de los que dejaron en el puerto de Las, en tierra de Laconia, de los cuales era capitán Agesándridas, hijo del espartano Agesandro, de lo cual deducía Terámenes que ellos no habían llegado allí, tanto por ir a Eubea, como por ayudar a los que construían la dicha muralla de Eetionea, y que si no se hacía buena guarda habría gran peligro de que tomasen al Pireo en llegando. Esto que decían Terámenes y los que estaban con él, no era del todo mentira, ni dicho por envidia; porque a la verdad, los que ejercían la oligarquía en Atenas bien quisieran, si pudieran, gobernar la ciudad en libertad y bajo su autoridad y poder mandar a los demás como representantes de la cosa pública; pero si no pudiesen mantener y defender su autoridad, estaban resueltos, teniendo el puerto, los buques y la fortaleza del Pireo en sus manos, a vivir allí con seguridad, temiendo que si el pueblo recuperaba el poder que tenía en el régimen democrático, fuesen ellos de las primeras víctimas. Y si no pudieran defenderse allí, antes de caer en las manos del pueblo deliberaban meter dentro del Pireo a los enemigos, pero sin darles los buques y fortalezas, y capitular con ellos en los negocios de la ciudad lo mejor que pudiesen, con tal de que sus personas fuesen salvas. Por estas causas y razones tenían buenas guardas en las murallas y a las puertas; y en lo demás activaban cuanto podían la fortificación de los lugares por donde los enemigos podían tener entrada y salida, temiendo que los tomaran por sorpresa. Todos estos proyectos y deliberaciones se hacían y comunicaban primeramente entre pocos hombres. Mas después Frínico, vuelto de Lacedemonia, fue herido en la plaza del mercado por uno de los que hacían la centinela, de cuya herida murió al llegar a su casa; y el que le hirió huyó. Un argivo, su cómplice, fue por orden de los cuatrocientos preso y sometido a tormento, a pesar del cual no nombró a nadie como autor del asesinato, y dijo no saber otra cosa, sino que en casa del capitán de la guardia, y de otros muchos ciudadanos, se juntaban a menudo muchas personas. Terámenes y Aristócrates, y los que estaban en inteligencia con ellos, así de los cuatrocientos como otros, continuaron con más calor su empresa. Cuanto más que la armada enemiga que estaba en Las, habiendo tomado puerto y refresco en Epidauro, hacía muchas salidas y robos en la tierra de Egina, por lo cual Terámenes decía que no era de creer que si la armada quisiese ir a Eubea, viniera a recorrer hasta el golfo de Egina, para después volver a Epidauro, sino que había sido llamada por los que tenían y fortificaban al Pireo, como siempre aseguró. Por esta causa, después de muchas demostraciones hechas al pueblo para amotinarle contra ellos, fue determinado ir a tomar Las por fuerza. Cumpliendo su determinación los soldados que trabajaban en la fortificación de Eetionea, de los cuales era capitán Aristócrates, prendieron a uno de los cuatrocientos, que era del partido contrario, llamado Alexicles y le pusieron guardas en su propia casa. Después prendieron también a muchos, y entre otros a uno de los capitanes que tenían la guarda de Muniquia, llamado Hermón. Esto fue hecho con consentimiento de la mayor parte de los soldados. Sabido esto por los cuatrocientos, que entonces se encontraban en el palacio de la ciudad, excepto aquellos a quienes el régimen oligárquico no agradaba, determinaron ponerse en armas contra Terámenes y los que estaban con él. Mas él se excusaba diciendo que estaba preparado y dispuesto para ir a Las a prender a los que hacían tales novedades. Llevando consigo uno de los capitanes que era de su opinión, se fue al Pireo, ayudándole Aristarco y la gente de a caballo. Con este motivo levantose grande alboroto y tumulto, porque los que estaban en la ciudad decían públicamente que el Pireo había sido tomado ya, y muertos los que lo defendían, y los que estaban dentro del Pireo pensaban que todos los de la ciudad iban contra ellos. Tan grande fue el alboroto, que los ancianos de la ciudad tuvieron harto que hacer deteniendo a los ciudadanos para que no se pusieran todos en armas. En esto trabajó grandemente con ellos Tucídides de Farsala; el cual, habiendo tenido grande amistad y conversando con muchos de ellos, los iba apaciguando con dulces palabras, demostrando y requiriéndoles que no quisiesen poner la ciudad en peligro de perdición, teniendo tan cerca a los enemigos que lo estaban aguardando. Con estas razones el furor fue aplacado y se retiraron todos a sus casas. Terámenes, que era del gobierno con los demás cuatrocientos, al llegar al Pireo aparentó estar enojado contra los soldados; pero Aristarco y los de su parte, que eran del bando contrario, estaban, a la verdad, muy mal con ellos; los cuales no por eso dejaban de trabajar en su obra, hasta que algunos demandaron a Terámenes si le parecía mejor acabar la muralla o derribarla. Respondioles que si querían derrocarla a él no le pesaría. Inmediatamente todos los que trabajaban y muchos otros de los que estaban en el Pireo subieron sobre el muro, y en poco tiempo lo arrasaron. Hicieron esto para atraer el pueblo a su opinión, diciendo en alta voz a los que estaban allí estas palabras: «Quienes deseen que los cinco mil gobiernen y no los cuatrocientos, deben ayudar a hacer lo que nosotros hacemos.» Decían esto por no atreverse a declarar que pretendían restaurar el régimen popular; antes fingían estar contentos con que los cinco mil gobernasen, temiendo nombrar a alguno, por error, de los que pretendían ejercer mando en el régimen popular y no fiándose unos de los otros, cosa que admiraba a los cuatrocientos, quienes no querían que los cinco mil tuviesen la autoridad, ni tampoco deseaban que fuesen depuestos, porque haciendo esto era necesario volver al régimen popular; y dándoles autoridad era casi lo mismo, ejerciendo el poder tan gran número de hombres. Por esto no querían declarar que los cinco mil no habían sido nombrados y este silencio tenía a las gentes con temor y sospecha, así de una parte como de otra. Al día siguiente los cuatrocientos, aunque algo turbados, se juntaron en palacio. De la otra parte, los que estaban en armas en el Pireo, habiendo derribado la muralla y soltado a Alexicles que tenían preso, fueron al teatro de Dioniso, es decir, de Baco, dentro del Pireo, y allí tuvieron su consejo. Después de debatido sobre lo que debían de hacer, acordaron ir a la ciudad, y dejar sus armas donde tenían por costumbre; lo cual hicieron. Viéndoles desarmados fueron a ellos muchos ciudadanos secretamente de parte de los cuatrocientos, acercándose a los que conocían por ser más tratables, rogándolos que se mantuviesen en paz sin hacer alboroto ni tumulto en la ciudad, e impidiendo que los otros lo hiciesen. Dijéronle que podían nombrar todos juntos los cinco mil que debían ejercer la gobernación, y meter en este número a los cuatrocientos, con el cargo y autoridad que a ellos pareciere, para no poner la ciudad en peligro de venir a manos de los enemigos. Con tales recomendaciones y consejos, que se hacían por diversas personas en distintos lugares, y a diferentes hombres, el pueblo que estaba en armas se apaciguó mucho, temiendo que su discordia fuese para ruina y perdición de la ciudad. Y en efecto, fue acordado por todos que en cierto día se había de verificar la junta general del pueblo en el templo de Baco. XIII. Victoria de los peloponesios contra los atenienses cerca de Eretria. -- El gobierno de los cuatrocientos queda suprimido y apaciguadas las discordias. Estando en el día señalado el pueblo junto en el templo de Baco, antes que se propusiese alguna cosa, llegaron noticias de que habían partido cuarenta y dos naves de Mégara para ir a Salamina al mando de Agesándridas, lo cual pareció al pueblo ser en efecto lo que Terámenes, y los que le seguían habían dicho antes, que la armada de los enemigos vendría derecha a la muralla que se edificaba, y que por esta causa era conveniente derribarla. Sospechaban que Agesándridas se detendría de intento alrededor de Epidauro y de los lugares circunvecinos, sabiendo la agitación en que estaban los atenienses a fin de poner en ejecución alguna buena empresa si veía oportunidad para ello. Los atenienses al saber estas noticias corrieron al Pireo, temiendo la guerra delante de su puerto más que si estuviera en otra parte lejana. Por esta causa unos se lanzaron dentro de los barcos que estaban aparejados en el puerto, otros aparejaban los que no estaban a punto, y otros subían sobre los muros que estaban a la entrada del puerto para defenderle. Pero los buques peloponesios habiendo pasado de Sunio, tomaron su camino entre Tórico y Prasias, y fueron a anclar en Oropo. Los atenienses reclutaron inmediatamente los marineros que hallaron dispuestos, como se acostumbra hacer en una ciudad que está en guerras civiles, para impedir el gran peligro de los enemigos. Porque todo el socorro que ellos recibían entonces era de Eubea. Estando el lado de la tierra ya ocupado por los enemigos, enviaron a Timócrates, con los buques que pudieron entonces armar, a Eretria. Al llegar allí, teniendo en todo treinta y seis trirremes con los que estaban antes en Eubea, viose obligado a combatir. Porque Agesándridas, habiendo ya comido, partió de Oropo, y venía la vuelta de Eretria, que dista de Oropo sesenta estadios por mar. Viendo, pues, los atenienses que llegaba la armada de los enemigos en orden de batalla contra ellos, enviaron inmediatamente sus naves, pensando que los soldados les seguirían en seguida, pero estos estaban esparcidos por toda la villa para hacer provisión de vituallas, porque los ciudadanos habían maliciosamente encontrado manera de que no llegasen provisiones para vender en la plaza, a fin de que los soldados, ocupados en buscar provisiones por la villa, no pudiesen embarcarse a tiempo, y los enemigos les cogieran descuidados. Además habían convenido con los enemigos hacerles señal cuando viesen la oportunidad de acometer los buques atenienses, lo cual hicieron. No obstante todo esto, los atenienses que estaban en los barcos dentro del puerto contuvieron un buen rato la fuerza de los enemigos, mas al fin les fue forzoso huir, siguiéndoles los enemigos hasta la orilla del mar, donde los que se refugiaron dentro de la villa, como en tierra de amigos, fueron por los ciudadanos malamente muertos, mas los que se retiraron a los lugares fuertes que los atenienses tenían, se salvaron, y lo mismo los de los barcos que pudieron ir hasta Calcis, mas los que no pudieron, que eran veinte y dos, fueron capturados con todos los que estaban dentro, marineros y tripulantes, siendo unos muertos y otros presos. Por razón de esta victoria los peloponesios alzaron allí un trofeo, y muy poco tiempo después pusieron toda la isla de Eubea en su obediencia, excepto a Oreo que la poseían los atenienses, y ordenaron su dominación en todos los lugares comarcanos. Cuando la noticia de esta derrota llegó a Atenas, todo el pueblo se asustó tanto y más que del mayor infortunio que antes les hubiese ocurrido, porque aun cuando la pérdida que habían sufrido en Sicilia fuese de grande importancia, y muchas otras que les habían ocurrido en diversos tiempos, habiéndose rebelado el ejército que tenían en Samos, y no contando con otros buques, ni gente para salir al campo, estando ellos mismos por otra parte tan airados unos contra otros en la ciudad que solo esperaban la hora de acometerse, y habiendo, después de tantas calamidades y malandanzas, perdido de un golpe toda la isla de Eubea, de la cual les llegaba más socorro que de su propia tierra de Atenas, fuera cosa muy extraña no espantarse de ello. Cuanto más que estando la isla tan próxima a la ciudad, temían en gran manera que los enemigos, con el aliento que les daba aquella victoria, viniesen entonces al Pireo; cuyo puerto, totalmente desprovisto de naves, lo podían muy bien tomar si tuvieran ánimo para ello, e igualmente acometer la ciudad, o a lo menos cercarla, la cual por esta vía cayera en mayor desorden. Si hacían esto, los que estaban en la armada de los atenienses en Jonia, aunque fuesen contrarios a la gobernación de los cuatrocientos, se verían obligados por su interés particular, y por la salud de su ciudad, a abandonar la tierra de Jonia para ir en socorro de su patria; de esta manera toda la tierra de Jonia, y del Helesponto, y las islas que están en aquel mar alrededor de Eubea, es decir, todo el imperio y señorío de los atenienses quedaría en poder de los enemigos. Mas los lacedemonios en esto y en muchas otras cosas, fueron ciertamente útiles a los atenienses, por la multitud y diversidad de las gentes que tenían en su compañía, muy diferentes en voluntad y manera de vivir, porque unos eran activos y diligentes, y otros tardíos y descuidados, unos esforzados y otros temerosos. Especialmente para los combates por mar estaban muchas veces en grande discordia, lo cual resultó en provecho de los atenienses. Esto se pudo bien conocer por los siracusanos, que siendo todos de un acuerdo y de una voluntad hicieron grandes cosas y tuvieron señaladas victorias. Volviendo a nuestra historia, los atenienses habiendo sabido estas nuevas, en vista de aquella gran necesidad y temor, armaron veinte navíos, e inmediatamente se juntaron en el lugar de Pnix[29], donde otras veces habían acostumbrado a juntarse, y en aquellas reuniones acordaron destituir a los cuatrocientos y que la autoridad quedase en manos de los cinco mil, de cuyo número fuesen todos los que pudieran llevar armas y quisiesen servir de soldados sin sueldo ni ventaja, y que cualquiera que lo hiciese de otra manera fuese maldito y abominable. Muchas otras reuniones hubo después, en las cuales fueron hechas diversas leyes tocantes a la administración de la república y nombrados nomotetas[30]; de esta suerte me parece que hicieron muchas cosas para el régimen de sus negocios y por el bien de la ciudad, acabando las cuestiones que había entre ellos, a causa de la gobernación popular, y estableciendo un orden moderado que fue causa de que cesasen muchas y muy malas cosas que se hacían en la ciudad. Ordenaron en lo demás que Alcibíades y los otros que estaban con él fuesen llamados y que lo mismo se hiciera con los de Samos, a fin de que viniesen para ayudar a poner en orden los negocios de la ciudad. Entretanto Pisandro, Alexicles y algunos otros de los cuatrocientos, se refugiaron a Decelia; mas Aristarco, que era su caudillo, sin otra compañía, tomó cierto número de arqueros que estaban allí de los bárbaros[31], y fue a Énoe, castillo que los atenienses tenían en las fronteras de los beocios, y que los corintios habían cercado a causa de algunos homicidios que los del castillo habían hecho en sus gentes. Con los corintios había algunos beocios que servían como voluntarios. Al llegar allí Aristarco trató con los corintios y beocios para hacer rendirse a los defensores. Habló con los que estaban dentro, haciéndoles entender que se habían convenido todas las otras cuestiones entre los lacedemonios y los atenienses, entre ellas la de que rindiesen el castillo a los beocios. Al oír estas palabras y razones los que estaban dentro, que no sabían lo que se había tratado, como hombres que estaban cercados, les dieron fe, por ser, como era Aristarco, el principal de los cuatrocientos, y se rindieron. De esta manera cesó en Atenas la oligarquía; es a saber, la gobernación a cargo de pocos escogidos, y con ella la sedición y división de los ciudadanos. XIV. Las armadas de los atenienses y peloponesios van al Helesponto y se preparan para combatir. En esta misma época, los peloponesios que estaban en Mileto conocieron claramente que eran engañados por Tisafernes, porque ninguno de aquellos a quien él había mandado, cuando partió para ir a Aspendo, que pagasen a los peloponesios su sueldo, les había dado nada, y además no había noticia alguna de la vuelta de Tisafernes, ni de los barcos que prometía traer de Fenicia; por el contrario, Filipo, que había ido con él, escribía a Míndaro, capitán de la armada, que no tuviese esperanza en los buques, y lo mismo había escrito un espartano llamado Hipócrates que estaba en Fasélide. Por esta causa, siendo los soldados solicitados o sobornados, y apremiados por Farnabazo, el cual deseaba con el favor de la armada de los peloponesios, hacer rebelar todas las villas que tenían los atenienses en su provincia, como lo había hecho Tisafernes, Míndaro, capitán de la armada, hizo liga con él, esperando que le iría mejor que con Tisafernes. Para hacer esto más secretamente, antes que los atenienses que estaban en Samos lo supieran, con la mayor diligencia que pudo partió de Mileto con setenta y tres trirremes e hizo rumbo hacia el Helesponto, a donde aquel mismo verano habían ido otros doce, los cuales ejecutaron muchos asaltos y robos en una parte del Quersoneso. Estando en el golfo de Quersoneso, sobrevino una tormenta que le obligó a acogerse a Ícaro, y allí estuvo esperando que la mar se sosegase para después ir a Quíos. En este tiempo Trasilo, que estaba en Samos, fue avisado de que Míndaro había partido de Mileto, e inmediatamente partió con cincuenta buques a toda vela para llegar el primero al Helesponto. Mas sabiendo después que la armada de los enemigos estaba en Quíos, y pensando que se detendría allí algunos días para tomar provisiones, metió sus espías en la isla de Lesbos, y también en la tierra firme, que está en frente de la isla, para que los enemigos no pudiesen pasar sin ser de ello advertido; y él, con el resto de la armada, fue a Metimna, donde hizo tomar harina y otras vituallas para ir de Lesbos a Quíos si los enemigos se detuviesen allí algún tiempo. También quería ir a la ciudad de Éreso, para recobrarla si pudiese, porque se había rebelado contra los lesbios por intrigas de algunos desterrados de Metimna, que eran de los principales de la ciudad, los cuales, habiendo llamado de la ciudad de Cime hasta cincuenta buenos hombres de sus amigos y aliados, y pagados trescientos soldados de tierra firme al mando de un ciudadano de Tebas que ellos habían escogido por la amistad y alianza que tenía con los tebanos, fueron por mar derechos a Metimna pensando entrar por fuerza; pero su empresa no tuvo efecto, porque habiendo entrado allí los atenienses que estaban en Mitilene de guarnición, acudieron súbitamente en socorro de los ciudadanos, y combatiendo contra estos desterrados, les obligaron otra vez a salir de la ciudad de noche, yéndose a Éreso, donde hicieron por fuerza que les recibiesen y se rebelase contra los mitilenios. Llegado allí Trasilo con toda su armada, se preparaba para acometer la villa; por su parte Trasíbulo, que había sido avisado en Samos de la ida de los desterrados a Éreso, llegó también con cincuenta naves, y además habían ido otros dos buques que estaban en Metimna, reuniéndose en número de sesenta y siete, que llevaban gente e ingenios para tomar a Éreso. En tanto que esto pasaba, Míndaro, con los buques peloponesios, habiendo hecho provisión de vituallas por espacio de dos días en Quíos, y recibido la paga de sus soldados, que les dieron los de la villa; es a saber, cuarenta y tres dracmas por cada uno, tres días después desplegó velas, y por temor de encontrar los barcos que estaban en Éreso, salió a alta mar, dejando la isla de Lesbos a mano izquierda, y navegando cerca de tierra firme hasta llegar a la villa de Carteria, que está en tierra de Focea, donde comió con su gente. Después de comer pasaron a lo largo de la tierra de Cime, y fueron a cenar a la villa de Arginusas, que está en tierra firme enfrente de Mitilene. Cuando hubieron cenado, navegaron la mayor parte de la noche, de tal manera, que llegaron casi a mediodía a Harmatunte, villa en tierra firme, frente a Metimna, donde comieron apresuradamente. Después de comer, pasando cerca de Lecto, de Larisa, y de Hamáxito, y de otros lugares de esta región, llegó a Reteo, donde comienza el Helesponto, casi a media noche, parte de la armada, y la otra parte a Sigeo, y a los otros puertos vecinos. Los atenienses que estaban en Sesto con diez y ocho buques, viendo que sus atalayas les hacían señales con fuegos, y lo mismo otros muchos fuegos que hacían a la orilla de la mar, conocieron que los peloponesios habían entrado en el golfo de Helesponto, y embarcáronse aquella misma noche dirigiéndose por el Quersoneso hacia Eleunte, pensando por esta vía evitar, y desviarse de la armada de los enemigos y salir a alta mar; y en efecto, pasaron con tanta diligencia, que los diez y seis buques que estaban en Abido no los vieron, aunque tenían orden de los otros peloponesios para que los atenienses no pasasen sin que ellos lo supieran. Cuando apareció el alba vieron los barcos de Míndaro, y sin pérdida de momento, se pusieron en huida, no saliendo todos a alta mar, antes parte ellos se refugiaron en tierra firme, y algunos otros en Lemnos. Cuatro de ellos que quedaron de los últimos, fueron presos cerca de Eleunte con las gentes que estaban dentro, porque encallaron junto al templo de Protesilao. También cogieron dos buques vacíos, porque los que estaban dentro se salvaron, y quemaron otro vacío, que también habían preso. Hecho esto, y habiendo juntado, así de Abido como de otros lugares, hasta ochenta y seis trirremes, fueron derechos a Eleunte, pensando tomarla por la fuerza; mas viendo que no había esperanza de ello, se dirigieron a Abido. En este tiempo los atenienses, pensando que la armada de los enemigos no podría pasar sin que lo supiesen, estaban siempre delante de Éreso, y hacían sus preparativos para atacar la muralla. Mas cuando supieron que los otros habían pasado, abandonaron el cerco, se fueron con toda diligencia hacia el Helesponto para socorrer a sus gentes, y encontraron dos buques peloponesios que habían seguido con demasiado empeño a los otros atenienses, los cuales tomaron. Al día siguiente de mañana llegaron a Eleunte, donde recogieron los otros buques que habían escapado del encuentro de Imbros, refugiándose allí, y por espacio de cinco días hicieron sus aprestos para el combate; después de lo cual libraron la batalla en la forma siguiente: XV. Victoria de los atenienses contra los peloponesios en el mar del Helesponto. La armada de los atenienses desfilaba en dos hileras, y se extendía de la parte de Sesto hacia tierra firme. De la otra parte la de los peloponesios, viéndola venir, partió de Abido para encontrarla, y desde que se vieron, advirtiendo una y otra que les convenía combatir, se extendieron en la mar, a saber, los lacedemonios, que tenían sesenta y ocho trirremes, se ensancharon desde Abido hasta Dárdano. En la extrema derecha fueron los siracusanos; y la izquierda, donde estaban los barcos más ligeros, la mandaba Míndaro. Los atenienses se extendieron junto al Quersoneso, desde Ídaco hasta Arrianos, contando entre todos noventa y seis trirremes, a cuya extrema izquierda estaba Trasilo, y a la derecha Trasíbulo, y los otros capitanes cada uno en el lugar que les fue dado. Adelantáronse los peloponesios para combatir y acometer los primeros por encerrar con su extrema izquierda la derecha de los atenienses si podían, de tal manera que no se pudiesen ensanchar más en la mar: y que los otros buques que ocupaban el centro fuesen obligados a replegarse hacia tierra, que no estaba muy lejos. Conociendo los atenienses que los enemigos los querían encerrar, les acometieron con grande ánimo, y habiendo tomado el largo de la mar, navegaban con más velocidad y presteza que los otros. Por otra parte, su extrema izquierda había ya pasado el promontorio o cabo que llaman Cinosema, el sepulcro del perro, por lo cual los barcos que tenían en el centro de la batalla quedaron desamparados de los de las puntas, corriendo mayor peligro por tener allí los enemigos mayor número de buques, mejor armados y de más gente. Además el promontorio de Cinosema se extendía a lo largo dentro en la mar, de suerte que los que estaban en el golfo y seno de él, no veían nada de lo que se hacía fuera. Por esta causa, viendo los peloponesios a dichos barcos desamparados, de tal manera cargaron sobre ellos, que los rechazaron hasta la tierra; y creyendo segura la victoria, saltaron en gran número en tierra para ir al alcance de los atenienses que no podían ser socorridos por su gente, es decir, por los que estaban a la extrema derecha con Trasíbulo, a causa de que los enemigos los apuraban mucho por ser en gran cantidad mayor que los suyos el número de barcos que ellos tenían. Tampoco de los que estaban a la izquierda con Trasilo les protegían, porque no podían ver lo que estos hacían, a causa del promontorio que estaba entre ellos; y también porque tenían harto que hacer resistiendo a los trirremes siracusanos; y gran número de otros que los atacaban, hasta que los peloponesios, viendo suya la victoria, comenzaron a ponerse en desorden para seguir los buques de los enemigos cuando se apartaban. Entonces Trasíbulo, viendo a sus enemigos desordenados sin costear más con los que estaban delante de él, embistió con grande ánimo y esfuerzo contra ellos; de tal manera, que los puso en huida; y hallando a los que le habían roto el centro de su línea de batalla, los infundió tan gran pavor que muchos de ellos, sin esperar más, empezaron a huir; visto lo cual por los siracusanos y los que estaban con ellos, a quienes tenía ya en grande aprieto Trasilo, hicieron lo mismo que los otros. Toda la armada de los peloponesios se retiró de esta manera huyendo hacia el río Midio, y de allí a Abido. Y aunque los atenienses no cogieron muchos barcos de los enemigos, la victoria les vino muy a punto, porque tenían gran temor a los peloponesios en el mar, a causa de las muchas pérdidas que habían sufrido en la guerra naval y en otros muchos lugares, contra ellos, sobre todo aquella de Sicilia. Después de esta victoria cesó el temor que tenían a los peloponesios en guerra marítima, y el miedo a la murmuración que había en su pueblo a causa de esto. Los trirremes que cogieron a los enemigos fueron los siguientes: ocho de Quíos, cinco de los corintios, dos de los ambraciotes y otros dos de los beocios. De los leucadios, lacedemonios, siracusanos y peleneos, de cada uno, uno; y de los suyos perdieron quince. Después de la batalla recogieron los náufragos y los muertos, dando a los enemigos los suyos por acuerdo que hubo entre ellos y levantado el trofeo en señal de victoria sobre el promontorio de Cinosema, enviaron un buque mercante para hacer saber a los atenienses este triunfo. Los ciudadanos que estaban en gran desesperación a causa de los males que les habían sucedido, así en Eubea como en la misma ciudad, con las sediciones, se tranquilizaron y tomaron en gran manera ánimo con esta noticia, esperando poder aún alcanzar la victoria contra sus enemigos, si sus negocios fuesen bien y con diligencia guiados. Cuatro días después de aquella batalla, después de reparar con gran diligencia sus naves, que quedaron muy destrozadas en Sesto, partieron para ir a recobrar la ciudad de Cícico, que se había rebelado contra ellos; y por el camino vieron ocho navíos peloponesios en el puerto de Harpagio y de Príapo, que habían partido de Bizancio, a los que acometieron y capturaron. De allí fueron a Cícico, la tomaron fácilmente por no tener murallas, y de los ciudadanos sacaron gran suma de dinero. En este tiempo los peloponesios fueron de Abido a Eleunte, y tomaron de las naves que tenían allí de los enemigos las que hallaron enteras, porque los de la villa habían quemado gran cantidad. Además enviaron a Hipócrates y a Epicles a Eubea, para llevar otras que allí estaban. En esta misma sazón Alcibíades partió de Cauno y de Fasélide con catorce barcos, y vino a Samos, haciendo entender a los atenienses que allí estaban, que él había sido causa de que los barcos fenicios no hubieran ido en ayuda de los peloponesios, habiendo atraído a Tisafernes a la amistad y confederación de los atenienses muchos más que antes. Después, uniendo a los buques que llevaba otros nueve que halló allí, fue a Halicarnaso, de donde sacó gran cantidad de dinero, cercó la villa de muralla y volvió a Samos, casi en el principio del otoño. Al saber Tisafernes que la armada de los peloponesios había partido de Mileto para ir al Helesponto, salió de Aspendo, dirigiéndose a Jonia. Entretanto, estando los peloponesios ocupados en los negocios del Helesponto, los ciudadanos de Antandro (que es una villa de los eolios), tomaron consigo cierto número de soldados en Abido, los hicieron pasar por el monte Ida de noche, los metieron dentro de la villa, y echaron de ella a los del persa Arsaces, el cual estaba allí como capitán, puesto por Tisafernes, y trataba mal a los de la ciudad. Además del mal trato, teníanle mucho miedo, por la crueldad que había usado contra los delios; los cuales, cuando los echaron de la isla de Delos los atenienses, se refugiaron, por motivos de religión y amistad, en una villa cerca de Antandro, llamada Adramitio, y este Arsaces, que les tenía algún rencor, disimuló el enojo y fingió con los más principales quererse servir de ellos en la guerra y darles sueldo. Por esta vía los hizo salir al campo y un día, estando comiendo, los cercó con su gente, y mató a todos cruelmente a flechazos. Por estas causas, y por no poder sufrir los tributos que les ponían, los antandrios echaron a los persas de la villa, y Tisafernes se sintió en gran manera ofendido, con tanto más motivo estándolo ya por lo que habían hecho los peloponesios en Mileto y en Cnido, expulsando de ambas poblaciones a los soldados del jefe persa. Y temiendo que le sucediese peor, y sobre todo que Farnabazo los recibiese a su sueldo, y con su ayuda hiciese con menos gasto, y en menos tiempo más efecto que había podido hacer él contra los atenienses, determinó ir al Helesponto para quejarse ante los peloponesios de los ultrajes que le habían sido hechos. También iba por excusarse y descargarse de lo que le culpaban, principalmente en lo de las naves de los fenicios. Púsose en camino, y llegado a Éfeso, hizo su sacrificio en el templo de Diana. En el invierno venidero, después de este verano, finaliza el año veintiuno de esta guerra. FIN DEL TOMO II. ÍNDICE GENERAL. TOMO II. LIBRO V. -- I. Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de Torone a los peloponesios. Viaje que el ateniense Féax hace a Italia y Sicilia. -- II. Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a Anfípolis, muriendo ambos caudillos en la batalla. -- III. Ajustan la paz los lacedemonios con los atenienses para sí y sus aliados, y después pactan alianza, prescindiendo de estos. -- IV. La paz entre atenienses y peloponesios no es observada. Corinto y otras ciudades del Peloponeso se alían con los argivos contra los lacedemonios. -- V. Comunicaciones que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios. Hechos de guerra y tratados que en este verano se hicieron. -- VI. Los lacedemonios se alían con los beocios sin consentimiento de los atenienses, contra lo estipulado en el tratado de paz, y estos, al saberlo, pactan alianza con los argivos, mantineos y eolios. -- VII. Después de muchas empresas guerreras entre los aliados de los lacedemonios y de los atenienses, estos, a petición de los argivos, declararon que los lacedemonios habían quebrantado el tratado de paz y eran perjuros. -- VIII. Estando los lacedemonios y sus aliados dispuestos a combatir con los argivos y sus confederados delante de la ciudad de Argos, los jefes de ambas partes, sin consentirlo ni saberlo sus tropas, pactan treguas por cuatro meses, treguas que rompen los argivos a instancia de los atenienses, y toman la ciudad de Orcómeno. -- IX. Los lacedemonios y sus aliados libran una batalla en Mantinea contra los atenienses y argivos y sus aliados, alcanzando la victoria. -- X. Pactan primero la paz, y después la alianza, los lacedemonios y los argivos. Hechos que realizan los lacedemonios y los atenienses sin previa declaración de guerra. -- XI. Del sitio y toma de la ciudad de Melos por los atenienses, y de otros sucesos que ocurrieron aquel año. 5 LIBRO VI. -- I. Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que la habitaban, y de cómo los atenienses enviaron a ella su armada para conquistarla. -- II. Hechos de guerra ocurridos durante aquel invierno en Grecia. La armada de los atenienses se apareja para el viaje a Sicilia. -- III. Discurso de Nicias ante el Senado y pueblo de Atenas para disuadirles de la empresa contra Sicilia. -- IV. Discurso de Alcibíades a los atenienses aconsejándoles la expedición a Sicilia. -- V. Discurso de Nicias a los atenienses que, de nuevo y por medios indirectos, procura impedir la empresa contra Sicilia. -- VI. Los atenienses, por consejo y persuasión de Alcibíades, determinan la expedición a Sicilia. Dispuesta la armada, sale del puerto del Pireo. -- VII. Diversas opiniones que había entre los siracusanos acerca de la armada de los atenienses. Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el Senado de Siracusa, y determinación que fue tomada. -- VIII. Discurso de Atenágoras a los siracusanos. -- IX. Parte de Corcira la armada de los atenienses y es mal recibida así en Italia como en Sicilia. -- X. Llamado Alcibíades a Atenas para responder a la acusación contra él dirigida, huye al Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue muerto en Atenas Hiparco, hermano del tirano Hipias. -- XI. Después de la partida de Alcibíades, los dos jefes de la armada que quedaron ejecutan algunos hechos de guerra en Sicilia, sitiando Siracusa y derrotando a los siracusanos. -- XII. Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos a la batalla. -- XIII. Los siracusanos, después de nombrar nuevos jefes y ordenar bien sus asuntos, hacen una salida contra los de Catana. Los atenienses no pueden tomar Mesena. -- XIV. Los atenienses por su parte y los siracusanos por la suya envían embajadores a los de Camarina para procurar su alianza. Respuesta de los camarineos. Aprestos belicosos que los atenienses contra los siracusanos en este invierno. -- XV. Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a los camarineos. -- XVI. Los lacedemonios, por consejo y persuasión de los corintios y de Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos contra los atenienses. -- XVII. Los atenienses, preparadas las cosas necesarias para la guerra, sitian Siracusa. Victorias que alcanzan contra los siracusanos en el ataque de esta ciudad. Llega a Sicilia el socorro de los lacedemonios. 85 LIBRO VII. -- I. Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las otras ciudades de Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una batalla y gana otra contra los atenienses. Los siracusanos y los corintios envían una embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro y Nicias escribe a los atenienses demandándoles refuerzos. -- II. Lo que decía la carta de Nicias a los atenienses y lo que proveyeron estos en vista de ella. -- III. Los peloponesios entran en tierra de Atenas y cercan la villa de Decelia. Socorros que envían a Sicilia, así los atenienses, como los peloponesios. -- IV. Siracusanos y atenienses libran una batalla por mar en el puerto, y por tierra, pretendiendo ambos haber alcanzado la victoria. Encuentros que tuvieron después durante el sitio. -- V. Necesidades que sufría Atenas por la guerra. Algunos tracios que fueron a servir a los atenienses, y se volvieron por falta de paga, al regresar destruyen la ciudad de Micaleso, y después son casi todos dispersados. -- VI. Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes y Eurimedonte en el camino cuando iban en socorro de los sitiadores de Siracusa. Auxilio que reciben los sitiados. Batalla naval entre atenienses y peloponesios junto a Naupacto. -- VII. Mientras Demóstenes y Eurimedonte están en camino para reforzar a los atenienses que sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla naval contra los atenienses. -- VIII. Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento de los atenienses. Atacan de noche los parapetos de los siracusanos junto a Epípolas y son rechazados con grandes pérdidas. -- IX. Después de celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar el sitio de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición. -- X. Logran los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses y procuran encerrarlos en el puerto donde estaban. -- XI. Ciudades y pueblos que intervienen en la guerra de Sicilia, así de una parte como de otra. -- XII. Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo en combate naval a los atenienses, de tal modo que no pueden estos salvarse por mar. -- XIII. Después de la derrota parten los atenienses de su campamento para ir por tierra a las villas y lugares de Sicilia que seguían su partido. -- XIV. Los siracusanos y sus aliados persiguen a los atenienses en su retirada y los vencen y derrotan completamente. 183 LIBRO VIII. -- I. Determinaciones de los atenienses, cuando supieron la derrota de los suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra los peloponesios. La mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan confederación contra los atenienses. -- II. Los de Quíos, de Lesbos y del Helesponto piden a los lacedemonios que les envíen una armada para resistir a los atenienses, contra los cuales querían rebelarse. Orden que sobre esto fue dada. -- III. Algunos barcos de los peloponesios son lanzados del puerto del Pireo por los atenienses. Las ciudades de Quíos, Eritras, Mileto y otras muchas se rebelan contra los atenienses, pasándose a los peloponesios. Primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios. -- IV. Los de Quíos, después de rebelarse contra los atenienses, hacen rebelar a Mitilene y a toda la isla de Lesbos. Recóbranla los atenienses y también otras ciudades rebeladas. Vencen a los de Quíos en tres batallas, y roban y talan toda su tierra. -- V. Cercando los atenienses la ciudad de Mileto, libran batalla contra los peloponesios, en la cual cada contendiente alcanza en cierto modo la victoria. Sabiendo los atenienses que iba socorro a la ciudad, levantan el sitio y se retiran. Los lacedemonios toman Yaso. Dentro de ella estaba Amorges, que se había rebelado contra el rey Darío, y lo entregan al lugarteniente de este rey. -- VI. Cercada la ciudad de Quíos por los atenienses, Astíoco, general de la armada de los peloponesios, no quiere socorrerla. Segundo tratado de confederación y alianza con Tisafernes. -- VII. Victoria naval de los peloponesios contra los atenienses. Los caudillos de los peloponesios, después de discutir con Tisafernes algunas cláusulas de su alianza, van a Rodas y la hacen rebelar contra los atenienses. -- VIII. Siendo Alcibíades sospechoso a los lacedemonios, persuade a Tisafernes para que rompa la alianza con los peloponesios y la haga con los atenienses. Los atenienses envían embajadores a Tisafernes para ajustarla. -- IX. Derrotados los de Quíos en una salida que hicieron contra los sitiadores atenienses, son estrechamente cercados y puestos en grande aprieto. Las gestiones de Alcibíades para pactar alianza entre Tisafernes y los atenienses no dan resultado. Renuévase la alianza entre Tisafernes y los lacedemonios. -- X. Gran división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de ella, y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de su república, que les causó gran daño y pérdida. -- XI. Sospechan de Tisafernes los peloponesios porque no les daba el socorro que les había prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los atenienses de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos, que empleaba en bien y provecho de su patria -- XII. Divididos los atenienses por la mudanza en el gobierno popular de la república, procuran establecer algún acuerdo entre ellos. -- XIII. Victoria de los peloponesios contra los atenienses cerca de Eretria. El gobierno de los cuatrocientos queda suprimido y apaciguadas las discordias. -- XIV. Las armadas de los atenienses y peloponesios van al Helesponto y se preparan para combatir. -- XV. Victoria de los atenienses contra los peloponesios en el mar del Helesponto. 263 NOTAS. [1] Décimo año de la guerra del Peloponeso. Tercero de la 89 olimpiada, 422 antes de la Era vulgar. [2] Es decir, ver sus tierras estériles, sufrir los horrores del hambre y comprar los víveres muy caros. [3] Ciento ochenta mil pesetas: a razón de noventa pesetas cada mina. [4] Decimosexto año de la guerra del Peloponeso. Primero de la 91 olimpiada, 416 años antes de la Era vulgar. Después del 15 de octubre. [5] Unos cuatro kilómetros. [6] Hoy Mesina. [7] Un millón ciento veinte mil pesetas. [8] Abril o mayo. [9] Ciento treinta y cinco mil pesetas. [10] En mayo. [11] Una legua próximamente. [12] La Tirrenia era la Etruria, hoy Toscana. Llamábase pentacóntoro a un barco tripulado por cincuenta hombres. [13] Decimonono año de la guerra del Peloponeso. Año tercero de la 91 olimpiada, 413 antes de la era vulgar. Después del 18 de marzo. [14] Poco menos de cinco leguas. [15] Los delfines eran mazas pesadas de hierro o de plomo que se ataban a las entenas del mástil, dejándolas caer sobre el barco que se quería destrozar. [16] Diez millones ochocientas mil pesetas. [17] Veintisiete días. La superstición consistía en multiplicar por tres el número nueve. [18] El nombre de Alcibíades era lacedemonio, y así se llamó el padre de Endio. Uno de los abuelos del célebre Alcibíades lo adoptó por amistad con un lacedemonio que así se llamaba y que era huésped suyo. No están de acuerdo los sabios helenistas acerca del primer ateniense que tomó este nombre; creen unos que fue abuelo, y otros bisabuelo del célebre Alcibíades. [19] Ciento treinta y cinco mil pesetas. [20] El estatero griego pesaba cuatro dracmas, y equivalía a tres pesetas y sesenta céntimos de nuestra moneda; pero no se conoce bien el valor del estatero dárico. [21] La dracma ática valía noventa céntimos de peseta. [22] Cuarenta y cinco céntimos de pesetas. [23] Fin de diciembre. [24] Dos familias sacerdotales. Los Eumólpidas descendían del tracio Eumolpo, que fundó misterios y ritos, y los Cérices de Cérix, que se consideraba hijo de Mercurio. [25] El Senado o Consejo de los quinientos, que se llamaba también el alto Senado, nombrábanle Senado del haba, porque los miembros de este Consejo eran elegidos con habas. Los nombres de los candidatos se depositaban en una urna, y las habas negras y blancas en otra. A medida que se sacaba un nombre se sacaba también una haba, y aquel cuyo nombre salía al mismo tiempo que una haba blanca era senador. [26] Hacía noventa y ocho años de la expulsión de Hipias, el tercer año de la sesenta y siete olimpiada, quinientos diez años antes de la era vulgar. [27] Los atenienses, muy adictos a la democracia, eran, sin embargo, perezosos para acudir a las asambleas. Por ello, aunque la república contaba más de veinte mil ciudadanos, dice Tucídides que jamás se habían reunido en número de cinco mil. Esta indolencia favorecía a los intrigantes, llamados demagogos, agitadores del pueblo. [28] El decreto de ostracismo o de destierro no infamaba al desterrado. Dictábase para alejar del territorio de la república a los hombres que por la fama de sus virtudes o de su talento podían perjudicar a la igualdad democrática y ejercer sobre sus conciudadanos una superioridad peligrosa. Cuando el despreciable Hipérbolo fue condenado a ostracismo, el ostracismo se envileció y cayó en desuso. [29] Pnix, sitio próximo a la ciudadela. Después de todas las reformas hechas para embellecer a Atenas, el Pnix conservó su antigua sencillez. [30] Había mil nomotetas, elegidos por suerte entre los que desempeñaron antes cargo de juez. Aunque el nombre de nomoteta parece significar legislador, es preciso entenderlo en el sentido de examinador de las leyes, porque no se podían hacer leyes sino con la aprobación del Senado y la confirmación del pueblo. Los nomotetas examinaban las leyes antiguas, y si las encontraban inútiles o perjudiciales, procuraban hacerlas abrogar por medio de un plebiscito. [31] Los atenienses tenían arqueros de Escitia, que sabían muy mal la lengua griega. Esta ignorancia era muy útil a los designios de Aristarco. Imposible le hubiera sido contar con tropas griegas que comprendiesen sus proyectos y supieran el estado de los asuntos públicos en Atenas. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Historia de la guerra del Peloponeso (2 de 2)" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.