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Title: Historia de la guerra del Peloponeso (2 de 2)
Author: Tucídides
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia de la guerra del Peloponeso (2 de 2)" ***

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PELOPONESO (2 DE 2) ***

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También se han modernizado las transcripciones de los nombres
    propios y gentilicios de origen griego.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del libro.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * El original impreso de este tomo lleva el Índice general de los dos
    tomos de la obra, pero solo se ha incluido aquí la parte
    correspondiente a este segundo tomo.



  HISTORIA
  DE LA
  GUERRA DEL PELOPONESO.



  BIBLIOTECA CLÁSICA.
  TOMO CXXIII

  HISTORIA
  DE LA
  GUERRA DEL PELOPONESO

  ESCRITA POR
  TUCÍDIDES

  TRADUCIDA DEL GRIEGO POR
  DIEGO GRACIÁN
  Y ENMENDADA LA TRADUCCIÓN


  TOMO II


  MADRID
  LIBRERÍA DE PERLADO, PÁEZ Y C.ª
  Sucesores de Hernando.
  Calle del Arenal, núm. 11.
  --
  1913



  ES PROPIEDAD


  MADRID. -- Imp. de los Suc. de Hernando, Quintana, 33.



GUERRA DEL PELOPONESO.

LIBRO V.


SUMARIO.

I. Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de Torone a los
peloponesios. Viaje que el ateniense Féax hace a Italia y Sicilia.
-- II. Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a Anfípolis,
muriendo ambos caudillos en la batalla. -- III. Ajustan la paz los
lacedemonios con los atenienses para sí y sus aliados, y después pactan
alianza, prescindiendo de estos. -- IV. La paz entre atenienses y
peloponesios no es observada. Corinto y otras ciudades del Peloponeso
se alían con los argivos contra los lacedemonios. -- V. Comunicaciones
que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios. Hechos de guerra
y tratados que en este verano se hicieron. -- VI. Los lacedemonios se
alían con los beocios sin consentimiento de los atenienses, contra lo
estipulado en el tratado de paz, y estos, al saberlo, pactan alianza
con los argivos, mantineos y eolios. -- VII. Después de muchas empresas
guerreras entre los aliados de los lacedemonios y de los atenienses,
estos, a petición de los argivos, declararon que los lacedemonios
habían quebrantado el tratado de paz y eran perjuros. -- VIII. Estando
los lacedemonios y sus aliados dispuestos a combatir con los argivos
y sus confederados delante de la ciudad de Argos, los jefes de ambas
partes, sin consentirlo ni saberlo sus tropas, pactan treguas por
cuatro meses, treguas que rompen los argivos a instancia de los
atenienses, y toman la ciudad de Orcómeno. -- IX. Los lacedemonios y
sus aliados libran una batalla en Mantinea contra los atenienses y
argivos y sus aliados, alcanzando la victoria. -- X. Pactan primero
la paz, y después la alianza, los lacedemonios y los argivos. Hechos
que realizan los lacedemonios y los atenienses sin previa declaración
de guerra. -- XI. Del sitio y toma de la ciudad de Melos por los
atenienses, y de otros sucesos que ocurrieron aquel año.



I.

Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de Torone a los
peloponesios. -- Viaje que el ateniense Féax hace a Italia y Sicilia.


En el verano siguiente, fin del primer año de las treguas, que se
cumplieron el día de las fiestas de Pitia, los atenienses echaron de
la isla de Delos a los moradores, porque les pareció por alguna causa
antigua que no vivían dignamente, y que no restaba por hacer más que
aquello para cumplir y acabar la purificación de dicha isla, según lo
antes referido, pues habiendo quitado las sepulturas y monumentos de
los muertos, convenía también lanzar de allí a los vivos que hacían
mala vida, para aplacar del todo la ira de los dioses.

Los echados de la isla se fueron todos a la ciudad de Adramitio, en
tierra de Asia, a donde Farnaces les daba lugar para que habitasen
conforme iban llegando.

Terminadas las treguas, Cleón partió para Tracia con treinta navíos,
en los cuales había mil doscientos infantes atenienses, todos muy bien
armados, y trescientos de a caballo, con otro gran número de aliados
que llevaba consigo por consentimiento de los atenienses, a quienes
Cleón había inducido para esto. Al llegar delante de Escíone, que
estaba todavía cercada, Cleón tomó alguna gente de la guarnición del
cerco y se fue con ella al puerto Cofo, que no está muy lejos de la
ciudad de Torone, donde entendiendo por relación de algunos fugitivos
que Brásidas no estaba allí, y que la gente de guerra que había dejado
en guarda no era bastante para resistir a sus fuerzas y poder, salió de
sus naves y fue por tierra con su ejército hacia la ciudad, habiendo
primeramente dejado diez barcos para que cerrasen y tomasen la entrada
del puerto. Dirigiose contra los muros y reparos nuevos que Brásidas
había hecho por meter los arrabales dentro de la ciudad, y para que
fuese todo un fuerte, había derribado los muros viejos que estaban
entre la ciudad, y los arrabales. Llegaron los atenienses de pronto
a combatir aquellos muros, donde Pasitélidas, que había quedado por
capitán para guarda y defensa de la ciudad, resistió lo mejor que
pudo con la poca gente que tenía; mas viendo que no era bastante para
poder defenderse, y temiendo que la gente que quedaba en las naves
alrededor del puerto entrase en la ciudad por la parte de mar, que
estaba desprovista de tropas, y le atacase por la espalda, se retiró
con la mayor diligencia que pudo al burgo viejo de la ciudad. La gente
de las naves que había saltado a tierra en el puerto ganó la entrada
de la ciudad por aquella parte, y los que combatían los muros nuevos,
viendo esto, les siguieron a todo empuje y entraron todos mezclados
unos tras otros dentro del burgo viejo por algunos portillos de la
muralla vieja que había sido derribada, matando en aquella entrada gran
número de lacedemonios, y de los ciudadanos que les salían al encuentro
defendiéndose. Algunos cayeron prisioneros, entre ellos Pasitélidas, su
capitán.

Sabedor Brásidas de la llegada de los atenienses, venía a socorrer a
los de Torone a toda prisa; mas como en el camino tuviese nueva de la
toma de la ciudad, se volvió, faltándole solo para llegar a tiempo
caminar unos cuarenta estadios.

Los atenienses, después de tomar la plaza, levantaron dos trofeos
en señal de victoria, uno en el puerto y otro en la ciudad, y
tomaron cautivos las mujeres, niños y hombres, así lacedemonios como
ciudadanos, y otros de tierra de Calcídica, enviándolos todos a Atenas.
Serían unos setecientos, de los cuales los lacedemonios fueron después
libertados por concierto de las treguas, y los otros dados a los
olintios en canje por otros tantos atenienses que estaban prisioneros.

Durante este tiempo los beocios tomaron por traición el muro de
Panacto, que está en los confines de Atenas. Cleón, habiendo dejado
buena guarnición dentro de Torone, partió por mar a la villa de Atos,
cercana de la ciudad de Anfípolis, y Féax, hijo de Erasístrato, elegido
por embajador de los atenienses con otros dos acompañantes, salió para
Italia y Sicilia con dos naves solamente. La causa de enviarle fue esta:

Después que los atenienses salieron de Sicilia por la concordia y
unión que los sicilianos habían hecho entre sí, los leontinos habían
metido en su ciudad gran número de gente por ciudadanos, a causa de lo
cual, viéndose el pueblo muy crecido y aumentado de gente, determinó
repartir las tierras de la ciudad por cabezas, lo cual, visto por los
principales y más ricos, expulsaron la mayor parte de los del pueblo
fuera de la ciudad. Estos expulsados fueron a unas partes y a otras,
y dejaron la ciudad casi sola y desierta. Poco después se acogieron a
los siracusanos, que los recibieron en su ciudad como a ciudadanos;
mas posteriormente algunos de ellos, a quienes pesaba estar allí,
determinaron volver a su tierra, y al llegar a ella tomaron por asalto
una parte de la ciudad llamada Foceas, y otro lugar fuera, en término
de ella, nombrado Bricinias, que era bien fuerte, a donde muchos de
aquellos desterrados acudieron para juntarse con ellos, defendiéndose
dentro de los muros de aquel lugar lo mejor que podían contra los de la
ciudad.

Advertidos los atenienses de esto, enviaron a Féax, como arriba
dijimos, con encargo de que tratase con sus aliados y confederados
y los otros de la tierra, persuadirles, si fuese posible, de que se
unieran para contrastar el poder de los siracusanos, cada día mayor, y
socorrer y ayudar a los leontinos.

Al llegar Féax a Sicilia, con sus buenas razones ganó la voluntad
de los de Camarina y Acragas; mas cuando se presentó a los de Gela,
hallando las cosas en contraria disposición de lo que pensaba, no
pasó más adelante, conociendo que no hacían nada por él, y se volvió
navegando a lo largo de la isla de Sicilia, hablando de pasada con los
de Catana y de Bricinias para amonestarles que siempre estuviesen
firmes y constantes en la amistad a los atenienses.

Al ir, como al volver, trató con algunas ciudades de Italia para que no
se confederasen e hiciesen alianza con los atenienses. Pasando por la
costa de Sicilia, a la vuelta a su tierra, encontró en la mar algunos
ciudadanos de Locros procedentes de Mesena, de donde fueron lanzados
por los mesenios después de vivir algún tiempo en la ciudad. A causa
de una sedición y revuelta que hubo en ella, poco tiempo después de la
concordia hecha entre los sicilianos, el bando que se vio más débil,
y con menos fuerzas llamó a los locros en su ayuda. Estos enviaron
gran número de sus ciudadanos, y por este medio se hicieron señores de
Mesena por algún tiempo con la ayuda de los que les habían llamado.
Mas al fin fueron echados de la ciudad, y volvían a sus casas cuando
Féax les encontró, el cual no les molestó, aunque pudiera, porque de
pasada había hecho alianza con los de la ciudad de Locros en nombre
de los atenienses, y a pesar de que en la concordia hecha entre los
sicilianos, estos locros habían rehusado la alianza de los atenienses.
Aun entonces no la aceptaran si no fuera por la guerra que a la sazón
tenían contra los hiponios y medmeos, sus vecinos y comarcanos.

Pasado esto, a los pocos días Féax llegó a Atenas.



II.

Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a Anfípolis, muriendo
ambos caudillos en la batalla.


Partió Cleón de Torone, y dirigiose contra la ciudad de Anfípolis.
De pasada, al salir del puerto de Eyón, tomó por asalto la villa de
Estagira, en tierra de Andros[1], intentando además tomar a Galepso, en
tierra de Tasos; mas no lo pudo conseguir, y volvió a Eyón.

Estando allí, envió a decir a Pérdicas que, conforme a la alianza que
había hecho nuevamente con los atenienses, viniese luego hacia él con
todo su poder, y asimismo avisó a Poles, rey de los odomantos, que
tenía un grueso ejército de soldados en Tracia, para que viniesen en su
ayuda, esperando la llegada de estos reyes en aquel lugar de Eyón.

Al saber todo esto Brásidas, partió con su ejército y se alojó junto
a la villa de Cerdilio, que está en un lugar alto y fuerte, en tierra
de los argilios, de la otra parte del río, no muy lejos de Anfípolis,
porque de este lugar se podía muy bien ver lo que hacían sus enemigos,
y ellos también lo que él hacía.

Cleón, como Brásidas lo había pensado, caminó con todo su campo
derechamente hacia la ciudad de Anfípolis, haciendo muy poco caso de
Brásidas, porque no tenía más de 1500 soldados tracios, y juntamente
con ellos los edonios, todos muy bien armados, y algunos de a caballo,
entre mircinios y calcídeos, sin los 1000 que había enviado dentro de
Anfípolis, que podían ser en todos hasta 2000 hombres de a pie y 300 de
a caballo, de los cuales tomó 1500, y con ellos subió a Cerdilio; los
otros los envió dentro de Anfípolis para socorro de Cleáridas.

Volviendo a Cleón, digo que estuvo quieto, sin osar emprender ningún
hecho, hasta tanto que fue forzado a salir por las mañas que después
Brásidas tuvo. A los de Cleón no les gustaba estar allí esperando tanto
tiempo sin pelear, teniendo a Cleón por hombre negligente y cobarde, y
que sabía muy poco de las cosas de guerra en comparación de Brásidas,
que le estimaban por hombre osado y buen capitán. Añadíase que los más
de los atenienses habían ido con Cleón a esta empresa de mala gana y
contra su voluntad, por todo lo cual, oyendo este la murmuración de los
suyos, y porque no se enojasen perdiendo más tiempo allí, determinó
sacarlos de aquel lugar, donde estaban todos puestos en un escuadrón,
como habían estado en Pilos, esperando que les sucedería la cosa tan
bien como allí; porque no podía pensar que los enemigos osarían venir a
combatir contra él; antes decía que quería salir de su campo y subir a
reconocer el lugar donde estaban aquellos.

También quiso aguardar mayor socorro, no tanto por la esperanza de
la victoria si se veía forzado a combatir, como por cercar la ciudad
y tomarla. Al llegar con todo su ejército, que era muy pujante, bien
cerca de Anfípolis, se alojó sobre un cerro, de donde podía ver la
tierra en derredor; y mirando el asiento de la ciudad muy atento,
mayormente por la parte de Tracia, donde el río Estrimón se estrecha,
halló que le venía muy a propósito este lugar, por parecerle que se
podría retirar cuando quisiese sin combate.

Por otra parte, no veía persona alguna dentro de la ciudad, ni que
entrase o saliese por las puertas, las cuales estaban todas cerradas,
y pesábale en gran manera, no haber traído consigo todos sus aparatos
y pertrechos de guerra para batir los muros, pareciéndole que, de
tenerlos allí, la hubiera tomado fácilmente.

Cuando Brásidas entendió que los atenienses habían levantado su campo,
también desalojó a Cerdilio y entró con toda su gente dentro de
Anfípolis, sin hacer alarde alguno de querer salir ni combatir con los
atenienses, porque no se hallaba tan poderoso como los enemigos para
hacerlo, no tanto por el número de gente (porque en esto casi eran
iguales) cuanto por los otros aprestos de guerra, en que era inferior a
sus contrarios, y aun por la calidad de las tropas, porque en el campo
de los atenienses estaba la flor de su gente de guerra y todas las
fuerzas de los lemnios y de los imbrios. Determinó, pues, usar de arte
y maña para acometerles; porque presentar a los enemigos su ejército,
aunque fuese en número bastante y bien armado, le parecía no serle
provechoso, y que antes serviría para dar ánimo a los enemigos y para
que los despreciasen y tuviesen en poco. Así, pues, dejando para guarda
y defensa de la ciudad con 150 soldados a Cleáridas, él, con lo demás
de su ejército, determinó acometer a los atenienses antes que partiesen
de allí, pensando que serían más fáciles de desbaratar estando faltos
del socorro que esperaban por momentos, que aguardar a que este
llegara. Antes de poner en ejecución su empresa quiso declarárselo a
sus soldados, y amonestarles que hiciesen todos su deber. Mandó, pues,
reunirlos y les dirigió la siguiente arenga:

«Varones peloponesios: Porque venimos de una tierra de donde los
naturales por su ánimo generoso siempre han vivido en libertad, y por
la costumbre que aquellos de vosotros que sois dorios de nación tenéis
de combatir contra los jonios de origen, a quienes siempre habéis
estimado por inferiores, y para menos que vosotros, no es menester
que os haga largo razonamiento, sino solo que os declare la manera
que tengo pensada para salir y acometer a mis enemigos: porque viendo
que quiero probar mi fortuna con poco número de gente sin llevar todo
nuestro poder, no tengáis menos corazón, pensando que por esto sois más
débiles y flacos. Según puedo conjeturar estos nuestros enemigos que
ahora nos tienen en poco, pensando que no osaremos salir a combatir
contra ellos, se han puesto en lo alto para reconocer la tierra, y allí
están muy seguros sin ningún orden ni concierto.

»Sucede muchas veces, que el que entiende y para mientes con atención
en los yerros y faltas de sus enemigos, y se determina de acometerles
con ánimo y osadía, no solamente en batalla campal, sino también en
encuentro cuando quiera que vea la suya, llega al cabo con su empresa
para su honra y provecho. Porque las empresas y hazañas que se hacen en
guerra con astucia para dañar a los enemigos y hacer bien y provecho a
sus amigos, dan gran honra y gloria a los capitanes que las emprenden.
Por tanto, mientras están así desordenados y sin sospechar mal alguno,
antes que levanten su campo del lugar donde están, pues me parece que
tienen más voluntad de desalojarle que de esperar allí, he determinado
dar sobre ellos con la gente que tengo, mientras dudan de lo que harán
y antes que puedan resolverlo, entrando, si pudiere, hasta en medio de
su campo.

»Tú, Cleáridas, cuando vieres que yo estoy sobre ellos, y entendieses
que los he puesto temor y espanto, abrirás la puerta de la ciudad,
y saldrás súbitamente de la otra parte con la gente que tienes, así
ciudadanos como extranjeros, y vendrás con la mayor diligencia que
pudieras a meterte en medio, porque me parece que, haciendo esto,
los pondrás en gran alboroto y turbación, pues ya sabes que los que
sobrevienen de nuevo en un encuentro ponen más temor a los contrarios
que aquellos con quienes están peleando.

»Muéstrate, pues, Cleáridas, hombre de valor y verdaderamente
espartano, y vosotros nuestros aliados, seguidle animosamente, y pensad
que el pelear bien consiste solo en tener buen corazón, vergüenza y
honra, y obedecer a sus capitanes, que el día de hoy, si os mostráis
valientes y esforzados, adquiriréis libertad para siempre y seréis
en adelante con más razón llamados compañeros y aliados de los
lacedemonios. Obrando de otro modo, si os podéis escapar de ser todos
muertos, y vuestra ciudad destruida, a bien librar quedaréis en más
dura servidumbre que estábais antes, y seréis causa de estorbar a los
otros griegos el conseguir su libertad.

»Sabiendo, pues, cuánto nos importa esta batalla, procurad señalaros
en ella por buenos y esforzados, que en lo demás que a mí toca, yo
mostraré por la obra que sé pelear de cerca tan bien como amonestar a
los otros de lejos.»

Después que Brásidas hubo animado a los suyos con este razonamiento,
puso en orden los que habían de salir con él, y asimismo los que
después habían de salir con Cleáridas por la puerta de Tracia según
queda dicho. Mas por haber sido visto de los enemigos a la bajada de
Cerdilio, y también después, estando dentro de la ciudad, sobre todo
cuando estaba haciendo sacrificios en el templo de la diosa Palas,
situado fuera de la ciudad y cerca de la muralla, dieron aviso a Cleón
que había salido a reconocer la tierra en torno de la ciudad. Fácil
les era averiguar lo que pasaba, así porque veían claramente a los de
dentro de la ciudad que se ponían en armas, como también que salía por
las puertas tropel de gente de a caballo y de a pie, lo cual espantó
mucho a Cleón, que apresuradamente bajó del lugar donde se encontraba
para saber si eran ciertas sus sospechas.

Cuando conoció la verdad, habiendo determinado no combatir hasta que
llegara el socorro que esperaba, y considerando que si se retiraba
por la parte que primero había pensado le verían claramente, hizo
señal para retirarse por otro lado, y mandó a los suyos que comenzasen
la marcha primero por la izquierda, porque por otra parte no era
posible, dirigiéndose hacia la villa de Eyón, mas viendo que los del
ala izquierda caminaban muy despacio, hizo volver a los de la derecha
hacia aquella parte, dejando por esta vía el escuadrón de en medio
descubierto, y él mismo iba animando a los suyos para retirarse a toda
prisa.

Entonces Brásidas conoció que ya era tiempo de salir, y viendo que se
marchaban los enemigos, dijo a los suyos: «Esta gente no nos aguardará,
porque bien veo cómo sus lanzas y celadas se menean, y nunca jamás
hicieron esto hombres que tuviesen gana de combatir, por tanto, abrid
las puertas, y salgamos todos con buen ánimo a dar sobre ellos con toda
diligencia.»

Abiertas las puertas por la parte que Brásidas había ordenado, así
las de la ciudad como las de los reparos, y las del muro largo, salió
con su gente a buen trote por la senda estrecha donde ahora se ve un
trofeo puesto, y dio en medio del escuadrón de los enemigos, que halló
confusos por el desorden que tenían, y espantados por la osadía de sus
enemigos; inmediatamente volvieron las espaldas y se pusieron en fuga.

Al poco rato salió Cleáridas por la puerta de Tracia, como le habían
mandado, y vino por la otra parte a dar sobre los enemigos. Los
atenienses, viéndose acometer súbitamente por donde no pensaban, y
atajados de todas partes, se asustaron más que antes, de tal manera,
que los de la ala izquierda que habían tomado el camino de Eyón
diéronse a huir en desorden.

En este medio Brásidas, que había entrado por el ala derecha de los
enemigos, fue gravemente herido, cayendo a tierra, mas antes que los
atenienses lo advirtiesen fue levantado por los suyos que estaban
cerca, y aunque los soldados de la ala derecha de los atenienses se
afirmaron más que los otros en su plaza, Cleón viendo que no era tiempo
de esperar más, dio a huir, y cuando iba huyendo le encontró un soldado
mircinio que lo mató. Mas no por eso los que con él estaban dejaron de
defenderse contra Cleáridas a la subida del cerro, y allí pelearon muy
valientemente hasta tanto que los de a caballo y los de a pie armados a
la ligera, así mircinios como calcídeos, sobrevinieron, y a fuerza de
venablos obligaron a que abandonaran su puesto, y se pusiesen en huida.

De esta suerte todo el ejército de los atenienses fue desbaratado,
huyendo unos por una parte y los otros por otra, cada cual como podía
hacia la montaña, y los que de ellos se pudieron salvar acogiéronse a
Eyón.

Después que Brásidas fue llevado herido a la ciudad, antes de perder
la vida supo que había alcanzado la victoria, y al poco rato falleció.
Cleáridas siguió al alcance de los enemigos cuanto pudo con lo restante
del ejército, y después se volvió al lugar donde había sido la batalla.

Cuando hubo despojado los muertos, levantó un trofeo en el mismo lugar
en señal de victoria.

Pasado esto, todos acompañaron al cuerpo de Brásidas armados, y le
sepultaron dentro de la ciudad delante del actual mercado, donde los
de Anfípolis le hicieron sepulcro muy suntuoso, y un templo como a
héroe, dedicándole sacrificios y otras fiestas, y honras anuales,
dándole el título y nombre de fundador y poblador de la ciudad, y todas
las memorias que se hallaron en escrito, pintura o talla de Hagnón,
su primer fundador, las quitaron y rayaron, teniendo y reputando a
Brásidas por fundador y autor de su libertad. Hacían esto por agradar
más a los lacedemonios por el temor que tenían a los atenienses,
y también porque les parecía más provechoso para ellos hacer a
Brásidas aquellas honras que no a Hagnón, a causa de la enemistad que
naturalmente tenían con los atenienses, a los cuales, no obstante esto,
les dieron sus muertos, que se hallaron hasta 600, aunque de la parte
de los lacedemonios no hubo más de siete, porque esta no había sido
primeramente batalla, sino un encuentro o batida donde no hubo mucha
resistencia.

Recobrados los muertos, los atenienses volvieron por mar a Atenas, y
Cleáridas con su gente se quedó en la ciudad de Anfípolis para ordenar
el gobierno de ella.

Esta derrota fue en el fin del verano, a tiempo que los lacedemonios
Ranfias y Autocáridas iban con un refuerzo de novecientos hombres de
guerra a tierra de Tracia para rehacer el ejército de los peloponesios.
Cuando llegaron a la ciudad de Heraclea, en tierra de Traquinia,
estando allí ordenando las cosas necesarias para aquella ciudad,
tuvieron noticia de lo ocurrido.



III.

Ajustan la paz los lacedemonios con los atenienses para sí y sus
aliados, y después pactan alianza, prescindiendo de estos.


Al comienzo del invierno, la gente de guerra que mandaba Ranfias llegó
hasta el monte Pierio, que está en Tesalia, mas los de la tierra le
prohibieron el paso, por cuya causa, y también porque supieron la
muerte de Brásidas, a quien llevaba aquellas tropas, volvieron a sus
casas, porque les parecía que no era tiempo de comenzar la guerra,
visto que los atenienses se habían retirado, y que ellos dos, Ranfias
y Autocáridas, carecían de recursos para dar fin a la empresa de
Brásidas.

Por otra parte, sabían muy bien que a su partida de Esparta los
lacedemonios estaban más inclinados a la paz que a la guerra, y a
excepción del combate de Anfípolis y la vuelta de Ranfias de Tesalia,
no hubo hecho alguno de guerra entre atenienses y lacedemonios,
porque de una y otra parte se deseaba más la paz que la guerra; los
atenienses, por la pérdida que habían sufrido primeramente en Delio,
y poco después en Anfípolis, por razón de lo cual no estimaban sus
fuerzas por tan grandes como al principio cuando les hablaron sobre
concierto de paz, que ellos rehusaron entonces, confiados muchos en su
prosperidad, y también temían en gran manera que sus aliados, viendo
declinar su fortuna, se les rebelasen, estando muy arrepentidos de
no haber aceptado la paz que les demandaban después de la victoria
que alcanzaron en Pilos. Los lacedemonios, por su parte, la deseaban,
porque les había resultado la guerra muy distinta de lo que pensaron al
principio, pues creían que talando la tierra de los atenienses, en poco
tiempo los desharían; también por la pérdida de Pilos, que fue la mayor
que los de Esparta tuvieron hasta entonces, y porque los enemigos, que
estaban dentro de Pilos y de Citera, no cesaban de recorrer y robar las
tierras que los lacedemonios tenían allí cercanas. Además, sus hilotas
y esclavos se pasaban a menudo a los atenienses, y continuamente tenían
temor que los otros que quedaban hiciesen lo mismo por consejo de los
que primero habían huido.

También había otra causa y razón más eficaz, y era que la tregua que
los lacedemonios habían hecho por treinta años con los argivos espiraba
en breve, la cual tregua los lacedemonios no querían continuar si los
argivos no les devolvían la villa de Cinuria, y no se hallaban bastante
poderosos para hacer la guerra contra los atenienses y los argivos a un
tiempo, tanto más sospechando que algunas de las ciudades del partido
de estos en tierra de Peloponeso se declarasen por ellos, como sucedió
después.

Por estas razones, ambas partes deseaban la paz, mayormente los
lacedemonios, para recobrar sus prisioneros en Pilos, los cuales eran
todos naturales de Esparta, parientes y amigos de los principales de
Lacedemonia, y por cuya libertad procuraron la paz desde que fueron
presos, aunque los atenienses, engreídos con la prosperidad de su
fortuna, entonces no la habían querido aceptar, esperando hacer mayores
cosas antes que la guerra tuviese fin. Pero después que los atenienses
fueron derrotados en Delio, pensando los lacedemonios que entonces
serían más tratables y humanos, habían acordado las treguas por un año,
para que durante este pudiesen tratar de la paz o de más larga tregua.

Sobrevenido al poco tiempo la derrota de Anfípolis, que les ayudaba en
gran manera al logro de sus deseos, sobre todo porque Brásidas y Cleón
habían muerto en ella, y estos eran los principales que estorbaban la
paz de ambas partes, Brásidas por la buena fortuna que tenía en la
guerra, de la cual esperaba siempre gloria y honra, y Cleón porque le
parecía que sus yerros y faltas serían más notorias y manifiestas en
tiempo de paz que en el de guerra, y que no se daría tanta fe y crédito
a sus invenciones y ruines pareceres habiendo paz.

Faltando estos dos quedaban otras dos personas, las más principales
de las dos ciudades que tenían gran deseo y codicia de la paz,
esperando que por medio de ella alcanzarían el mando principal en
las dos ciudades. El uno era Plistoanacte, hijo de Pausanias, rey de
Lacedemonia, y el otro, Nicias, hijo de Nicérato, que por entonces era
el mejor caudillo que los atenienses tenían, y que había realizado en
la guerra famosos hechos. A este le parecía que era mejor hacer la
paz mientras que los atenienses estaban en prosperidad y antes que
perdiesen su buena fortuna por algún azar de guerra, y también porque
los ciudadanos, y él mismo con ellos, tuviesen en adelante sosiego y
reposo, y él pudiese dejar la buena fama después de su muerte, de no
haber hecho ni aconsejado jamás cosa alguna por donde a la ciudad le
sobreviniese mal, lo cual podía no sucederle si lo fiaba todo a la
aventura de la guerra, cuyos males y daños se evitan por la paz.

El lacedemonio Plistoanacte también deseaba la paz, a causa de
tenérsele por sospechoso desde el comienzo de la guerra, acusándole de
que se había retirado con el ejército de los peloponesios de tierra
de los atenienses. Además le culpaban de todos los males y daños que
después de su retirada habían venido a los lacedemonios y de que él y
Aristóteles, su hermano, habían sobornado a la sacerdotisa del templo
de Apolo en Delfos que daba los oráculos y respuestas de Apolo, de
manera que a nombre del dios, y como inspirada por él, había respondido
a los nuncios que los lacedemonios enviaron diversas veces al templo
para saber el consejo de Apolo tocante a la guerra el oráculo siguiente:

«Los descendientes de Júpiter tornarán su generación de tierra ajena a
la suya propia, si no quieren arar la tierra con reja de plata»[2].

Hizo esto Plistoanacte, porque los lacedemonios le desterraron a Liceo
por la sospecha de que se dejó corromper por dinero, para retirarse con
el ejército de tierra de Atenas: en el cual lugar del Liceo vivió mucho
tiempo, y por esta respuesta del oráculo le alzaron el destierro, y fue
recibido en la ciudad con las honras que acostumbran para los reyes
cuando entran con pompa. Para hacer olvidar estas sospechas deseaba
la paz, pareciéndole que cesando los inconvenientes de la guerra, no
tendrían ocasión de imputarle aquella culpa, mayormente después que
los ciudadanos hubiesen recobrado sus prisioneros. Además, mientras
durase la lucha duraría la murmuración, pues como sucede siempre,
cuando el pueblo ve los males y daños de la guerra, murmura contra los
principales actores de ella.

Duraron los tratos para la paz todo el invierno, y al fin de él los
lacedemonios hicieron alarde de querer construir una grande armada: y
enviaron a todas las ciudades confederadas aviso para que se aprestasen
a la guerra, para la primavera, pensando que así infundirían más temor
a los atenienses, y les darían motivo para querer la paz. Por tales
medios, después de muchos tratos y discusiones, fue ajustada entre
ellos, con condición de que cada cual de las partes devolviera lo que
había tomado a la otra, excepto Nisea, que quedaría en poder de los
atenienses, porque pidiendo Platea, los tebanos decían que no la habían
tomado por fuerza, sino que los ciudadanos se la habían entregado
voluntariamente y los atenienses dijeron lo mismo de Nisea.

Estando juntos todos los confederados para este efecto, les alegró que
la paz se concluyese, y que en ella quedara establecido que la ciudad
de Platea fuera de los tebanos, y la de Nisea de los atenienses. Los
beocios, los corintios, los eleos y los megarenses no quisieron aceptar
esta paz; no obstante, por común decreto fue acordada y jurada por los
embajadores de Atenas en Esparta: y después confirmada por las ciudades
confederadas de una y otra parte en la forma y manera siguiente:

«Primeramente, en cuanto a los templos públicos, que sea lícito a cada
cual de las partes ir y venir a su voluntad sin ningún estorbo ni
impedimento alguno, y hacer sus sacrificios, demandas, peticiones y
consultas acostumbradas, y que para esto puedan enviar sus nuncios y
consejeros así por mar como por tierra.

»Ítem, en cuanto al templo de Apolo en Delfos, que los que lo tienen
a su cargo puedan usar y gozar de sus leyes, privilegios, costumbres,
tierras, rentas y provechos, según costumbre.

»Ítem, que esta paz sea firme y segura sin dolo, fraude, ni engaño
entre los atenienses y los lacedemonios, sus amigos, aliados y
confederados por espacio de cincuenta años, que si en este tiempo se
suscitaran entre ellos algunas cuestiones, se deba decidir y determinar
por derecho y justicia, y no por armas, y que así será jurado por
juramento solemne de una parte y de otra; pero con la condición de
que los lacedemonios y sus confederados restituirán a los atenienses
la ciudad de Anfípolis, y que los moradores de esta y de las otras
ciudades, villas y lugares que fueren restituidas a los atenienses
puedan y les sea lícito, si quisieren, irse y trasladar el domicilio
adonde bien les pareciere con sus casas, bienes y haciendas, y que
las ciudades que Arístides hizo tributarias sean libres y francas en
adelante.

»Ítem, que no sea lícito a los atenienses y sus aliados ir ni
enviar gente de armas para hacerles mal a estas ciudades que les
serán devueltas mientras les pagaren su tributo acostumbrado. Estas
ciudades son las siguientes: Argilo, Estagira, Acanto, Escolo, Olinto
y Espartolo, las cuales quedarán neutrales, sin estar aliadas ni
confederadas a los atenienses ni a los lacedemonios, excepto si los
atenienses las pueden inducir por buenos medios y maneras, sin fuerza
ni rigor, a que sean sus aliadas, pues, en tal caso, les será lícito.

»Ítem, que los habitantes de Meciberna, de Sane y de Singo puedan morar
en sus ciudades, según y de la misma manera que los olintios y los
acantios.

»Ítem, que los lacedemonios restituyan a los atenienses la ciudad de
Panacto, y los atenienses a los lacedemonios las villas de Corifasio,
Citera, Metana, Ptéleo y Atalanta, y todos los prisioneros que de ellos
tienen, así en la ciudad de Atenas como en otras partes en su tierra
y poder. Asimismo los que tienen sitiados en Escíone, lacedemonios u
otros peloponesios, o de sus amigos y confederados de cualquier parte
y lugar que sean, y generalmente todos los que Brásidas envió a dichas
plazas. Además, si estuviere algún lacedemonio u otra cualquier persona
de sus aliados en prisión por cualquier causa que sea en la ciudad de
Atenas o en otro cualquier lugar de su señorío, sea puesto en libertad,
haciendo los lacedemonios y sus confederados lo mismo en favor de los
atenienses y sus aliados. En cuanto a los de las ciudades de Escíone,
Torone y Sermile y los de otras ciudades que tienen los atenienses,
estos determinarán lo que se hubiere de proveer y les mandarán hacer el
juramento a los lacedemonios y a las otras ciudades confederadas. Que
ambas partes harán el juramento acostumbrado la una a la otra, el mayor
y más fuerte que se puede hacer en tal caso, en el cual se contenga,
en efecto, que guardarán los tratados y capítulos de paz arriba dichos
justa y debidamente, y que este juramento se deba renovar todos los
años, y sea consignado por escrito y esculpido en una piedra y puesto
en Olimpia, en Delfos, en el Istmo, en la ciudad de Atenas y en la de
Lacedemonia en el lugar llamado Amicleo.

»Ítem, si alguna otra cosa ocurriese además de esto que sea justa y
razonable a ambas partes, se pueda añadir, mudar y quitar por los
atenienses y por los lacedemonios.

»Fue acordado y aceptado este tratado de paz en Esparta, siendo éforo
Plístolas y presidente de la ciudad de Lacedemonia, a 26 días del mes
de Artemisio, y en Atenas fue aceptado y aprobado, siendo presidente
Alceo, a 15 días del mes de Elafebolión, y otorgáronle y juráronle por
parte de los lacedemonios Plístolas, Damageto, Quiónide, Metágenes,
Acanto, Daito, Iscágoras, Filocáridas, Zéuxidas, Antipo, Télide,
Alcínadas, Empedias, Menas, Láfilo; y de parte de los atenienses,
Lampón, Istmiónico, Nicias, Laques, Eutidemo, Procles, Pitodoro,
Hagnón, Mirtilo, Trasicles, Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timócrates,
León, Lámaco y Demóstenes.»

Este tratado fue hecho y jurado al fin del invierno y al comienzo de
la primavera, diez años y algunos días después del principio de la
guerra, que fue la primera entrada que hicieron los peloponesios y sus
confederados en tierra de Atenas. La cual guerra me parece por mejor
señal para mayor acierto distinguirla por los tiempos del año, a saber:
el invierno y el verano, que no por los nombres de los cónsules y
gobernadores de las ciudades principales, que cambian con frecuencia.

Conforme a este tratado de paz, los lacedemonios entregaron
inmediatamente los prisioneros que tenían en su poder, porque les cupo
por suerte ser los primeros que entregasen, y tras esto enviaron sus
embajadores Iscágoras y Menas a Cleáridas, su capitán, para mandarle
que entregase la ciudad de Anfípolis a los atenienses.

También los enviaron a las otras ciudades confederadas, para que
confirmasen y pusiesen por ejecución el tratado arriba dicho, y muchas
rehusaron hacerlo, pretendiendo que no les era favorable el contrato.

Asimismo Cleáridas rehusó entregar la ciudad de Anfípolis por agradar
a los calcídeos, diciendo que no lo podía hacer sin voluntad de estos;
pero partió con los dos embajadores a Lacedemonia para defenderse si
le quisieran calumniar diciendo que no había obedecido el mandato de
los lacedemonios, y también para probar si podría enmendar el tratado
en este artículo; mas sabiendo que estaba concluido y acordado, volvió
a la ciudad de Anfípolis por orden de los lacedemonios, que también le
mandaron expresamente entregase la ciudad a los atenienses, o que, si
los ciudadanos dificultaban esto, saliese él con todos los peloponesios
que estaban dentro.

Las otras ciudades confederadas enviaron sus embajadores a los
lacedemonios para mostrarles que este tratado de paz les era muy
perjudicial y que no le querían guardar ni cumplir, si no lo enmendaban
en algunos artículos. Después que los lacedemonios les oyeron, no
quisieron enmendar nada de lo que habían hecho y concluido, mandándoles
retirarse.

Poco tiempo después hicieron alianza con los atenienses, y aunque
los argivos habían rehusado entrar en la alianza con ellos, nada les
importó, porque les parecía que sin los atenienses no les podrían
hacer mucho mal, y que la mayor parte de los peloponesios querían más
la paz, por el sosiego y reposo, que la guerra. Después de algunas
negociaciones sobre la alianza en la ciudad de Esparta con los
embajadores de los atenienses, fue ajustada del siguiente modo:

«Los lacedemonios serán compañeros y aliados de los atenienses por
cincuenta años en esta forma.

»Si algunos enemigos entraren en tierra de los lacedemonios para
hacerles daño, los atenienses ayudarán a estos con todo su poder en
todo y por todo lo que pudieren, y si los tales enemigos asolaran
su tierra, serán tenidos por enemigos comunes de atenienses y
lacedemonios, y les harán la guerra juntamente, o la dejarán pactando
la paz de consuno.

»Todas las cosas arriba dichas se harán bien y debidamente sin fraude
ni engaño: y lo mismo harán los lacedemonios con los atenienses, si
algunos extraños entraran en su tierra.

»Si los hilotas o siervos de los lacedemonios se levantaran contra
ellos, los atenienses estarán obligados a ayudarles con todo su poder.

»Esta alianza será otorgada y jurada por las mismas personas que
juraron la paz de ambas partes, y se había de renovar todos los años
el juramento como el de la paz escrita, y esculpir el tratado en dos
piedras que se pusieran una en la ciudad de Esparta, junto al templo
de Apolo en el Amicleo, y la otra en la de Atenas, junto al templo de
Minerva. Además fue acordado, que si durante esta alianza pareciese
bien a ambas partes añadir o quitar o mudar cosa alguna, lo pudieran
hacer por común acuerdo.

»Esta alianza la juraron de parte de los lacedemonios Plistoanacte,
Agis, Plístolas, Damageto, Quiónide, Metágenes, Acanto, Daito,
Iscágoras, Filocáridas, Zéuxidas, Antipo, Télis, Alcínadas, Empedias,
Menas, Láfilo. Y de parte de los atenienses Lampón, Istmiónico, Nicias,
Laques, Eutidemo, Procles, Pitodoro, Hagnón, Mirtilo, Trasicles,
Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timócrates, León, Lámaco y Demóstenes.»

La alianza fue hecha poco después del tratado de paz, y de entregar
los atenienses los prisioneros que hicieron en la isla frente a Pilos
al principio del verano, que fue el fin del décimo año, después que
comenzó la guerra que escribimos.



IV.

La paz entre atenienses y peloponesios no es observada. -- Corinto
y otras ciudades del Peloponeso se alían con los argivos contra los
lacedemonios.


Hecha esta paz entre los lacedemonios y los atenienses, después de
durar la guerra diez años, como antes se ha dicho, solamente fue
observada entre las ciudades que la quisieron admitir, porque los
corintios y algunas otras ciudades del Peloponeso no la aceptaron y
poco después se movió revuelta entre los lacedemonios y los otros
confederados.

Andando el tiempo los lacedemonios fueron tenidos por sospechosos a los
atenienses, principalmente por razón de algunos artículos de la alianza
que no eran ejecutados como debían serlo, aunque todavía se guardaron
de entrar los unos en tierra de los otros como enemigos por espacio de
seis años y diez meses. Mas después se hicieron grandes daños los unos
a los otros en diversas ocasiones sin romper del todo la alianza, antes
la entretenían con treguas, las cuales fueron guardadas mal por espacio
de diez años, y pasados estos viéronse forzados a acudir a la guerra
descubierta.

Esta guerra la escribió Tucídides ordenadamente, según fue hecha
de año en año, así en invierno como en verano, hasta tanto que los
lacedemonios y sus aliados asolaron y destruyeron el imperio y
señorío de los atenienses, tomaron los muros largos de la ciudad de
Atenas y el Pireo y duró, comprendido el primero y segundo período,
veintisiete años, del cual espacio de tiempo no se puede con razón
quitar ni descontar el tiempo que duró el tratado de paz: porque el
que para mientes en lo ocurrido, no podrá juzgar que esta paz tuviese
algún efecto, visto que no fue guardada ni ejecutada por ninguna
de las partes en las cosas que señaladamente fueron articuladas,
contraviniendo unos y otros al tratado con la guerra hecha en Mantinea
y en Epidauro y de otras muchas maneras.

También en Tracia los que habían sido aliados fueron después enemigos.
Y los beocios hacían treguas de diez días solamente, por lo cual el que
contara bien los diez años que duró la primera guerra, el tiempo que
pasó en treguas y lo que duró la segunda guerra, hallará la cuenta de
los años tal cual yo he dicho y algunos días más.

Este espacio de tiempo fue profetizado por los oráculos y respuestas de
los dioses: porque me acuerdo haber oído decir a menudo públicamente a
muchas personas, que aquella guerra había de durar tres novenos años.
En todo este tiempo viví sano de mi cuerpo y entendimiento y procuré
saber y entender todo lo que se hizo, aunque estuve en destierro
durante diez años, después que fui enviado por capitán de la armada a
Anfípolis. Habiendo, pues, estado presente a las cosas que se hicieron
de una y otra parte en el tiempo que seguí la guerra, no tuve menos
conocimiento de ellas en el que estuve desterrado en tierra del
Peloponeso: antes tuve mejor ocasión de saber, entender y escribir la
verdad.

Referiré, por tanto, las cuestiones y diferencias que sobrevinieron
pasados los diez años: asimismo el rompimiento de las treguas, y
finalmente todo lo que se hizo en esta guerra hasta su terminación.

Volviendo a la historia, digo que después de hecha la paz por cincuenta
años, y la liga y alianza entre los atenienses y los lacedemonios, y
que los embajadores de las ciudades del Peloponeso que habían ido a
Lacedemonia volvieron a sus casas sin convenir nada, los corintios
gestionaron aliarse con los argivos, y al principio hicieron hablar
a algunos de los principales de la ciudad de Argos, mostrándoles
que, pues los lacedemonios habían hecho alianza con los atenienses,
sus mortales enemigos, no por guardar y conservar la libertad común
de los peloponesios, sino por ponerlos en servidumbre, convenía que
los argivos procurasen guardar la libertad común y persuadir a todas
las ciudades de Grecia que quisiesen vivir en libertad, y según sus
leyes y costumbres antiguas, que hiciesen alianza con ellos para darse
ayuda los unos a los otros cuando fuese menester, y que eligiesen
caudillos a capitanes que tuviesen mando y autoridad de proveer en
todas cosas a fin de que las empresas fuesen secretas y que los
pueblos mismos no tuviesen noticia de algunas cosas que, presumían, no
habían de consentir, porque, según decían estos corintios que seguían
las negociaciones, habría muchos particulares que por odio a los
lacedemonios se aliaran con los mismos argivos. Tales razonamientos
hicieron los corintios a los principales gobernadores de Argos y
estos los refirieron al pueblo, acordando por común decreto, que
eligiesen doce personas a quienes se diese pleno poder y facultad de
contratar y concluir amistad y alianza en nombre de los argivos con
todas las ciudades libres de Grecia, excepto con los lacedemonios y
los atenienses, con los cuales no pudiesen tratar nada sin comunicarlo
primeramente al pueblo: hicieron esto los argivos, así porque veían que
se les acercaba la guerra con los lacedemonios, por el poco tiempo que
restaba para espirar las treguas, como también porque esperaban por
esta vía hacerse señores del Peloponeso, a causa que el mando y señorío
de los lacedemonios era ya odioso y desagradable a la mayor parte de
los peloponesios y comenzaban a despreciarlos y tener en poco por las
derrotas, pérdidas y daños que habían sufrido en la guerra.

Por otra parte, los argivos eran entonces entre todos los griegos
los más ricos, a causa de que, como no se habían mezclado en las
guerras precedentes por tener amistad y alianza con ambas partes,
durante la guerra entre los otros, se habían enriquecido en gran
manera. Procuraban, pues, por estos medios atraer a su amistad y
alianza a todos los griegos que se quisiesen confederar con ellos,
entre los cuales, los primeros que se aliaron fueron los mantineos y
sus adherentes, porque durante la guerra entre los atenienses y los
lacedemonios habían tomado una parte de tierra de Arcadia, sujeta a
los lacedemonios, y se la habían apropiado sospechando que tendrían
memoria para vengar la citada injuria cuando viesen oportunidad, aunque
por entonces no lo aparentasen. Antes, pues, de que les viniese este
peligro quisieron aliarse con los argivos, considerando que Argos
era una grande y poderosa ciudad, muy poblada y muy rica, y por eso
bastante y suficiente para poder resistir a los lacedemonios, y también
porque era gobernada por señorío y estado popular, como la suya de
Mantinea.

A ejemplo de estos mantineos, otras muchas ciudades del Peloponeso
hicieron lo mismo, pareciéndoles que los mantineos no habían hecho
esto sin gran motivo y sin saber y conocer alguna cosa más que ellos
no sabían. También lo hacían por despecho de los lacedemonios, a los
cuales tenían gran odio por muchas causas, y la principal era que en
un artículo del tratado de paz hecho entre atenienses y lacedemonios,
estaba dicho y confirmado por juramento que si en el tratado se hallase
cosa alguna que les pareciese se debía quitar o mudar, los de las
dos ciudades, a saber, de Atenas y Lacedemonia, lo pudiesen hacer,
sin que este artículo hiciese mención alguna de las otras ciudades
confederadas del Peloponeso, cosa que puso en gran sospecha a todos
los peloponesios, de que estas dos ciudades se hubiesen concertado
para sujetar a todas las demás, pues parecíales que era cosa justa, si
los tenían por sus compañeros y aliados, comprender en aquel artículo
también las otras ciudades del Peloponeso, y no solamente las dos. Esta
fue la causa principal que les movió a hacer alianza con los argivos.

Los lacedemonios, entendiendo que poco a poco las ciudades del
Peloponeso se confederaban con los argivos, y que los corintios habían
sido autores y promovedores de esto, les enviaron algunos embajadores,
haciéndoles saber que si se apartaban de su amistad y alianza por
juntarse a los argivos, contravendrían su juramento y obrarían contra
toda razón no queriendo aprobar y confirmar el tratado de paz hecho
con los atenienses, atento que la mayor parte de las otras ciudades
confederadas lo había aprobado, y que en el contrato de sus alianzas
se contenía, que lo que fuese hecho por la mayor parte de ellos fuese
tenido y guardado por todos los otros, si no había algún impedimento
justo por parte de los dioses o héroes.

Antes de responder a esta demanda, los corintios reunieron todos sus
aliados, es a saber, a aquellos que no habían aún aceptado el tratado
de paz por común acuerdo con los lacedemonios, para inducirles a entrar
en la liga y confederarse contra ellos, alegando algunas cosas en que
los lacedemonios les habían hecho agravio al otorgar aquel tratado de
paz, mayormente porque en él no estaba puesto que los atenienses les
restituyeran las villas de Solio, Anactorio y algunos otros lugares que
pretendían haberles tomado, y también porque no estaban determinados
los corintios a desamparar a los de Tracia, que por su amonestación
y persuasión se habían rebelado contra los atenienses, a los cuales
habían prometido particularmente por juramento, que no les abandonarían
así al comienzo, cuando se rebelaron con los de Potidea, como después
otras muchas veces, por lo cual no se tenían por quebrantadores de la
alianza que hicieron antes con los lacedemonios, si ahora no querían
aceptar el tratado de paz que estos habían hecho con los atenienses,
visto que no lo podían hacer sin quedar por perjuros para con los
tracios. Además, en un artículo de su tratado de alianza se decía
que la parte menor hubiese de aceptar lo que hiciese la mayor, si no
hubiera algún estorbo o impedimento de los dioses, lo cual reputaban
que ocurría en este caso, pues contraviniendo a su juramento ofendían a
los dioses, por los cuales ellos habían jurado. Así respondían respecto
a este artículo.

En cuanto a la liga y alianza con los argivos, que habiendo consultado
estos con sus amigos y aliados harían todo aquello que hallen ser justo
y razonable.

Después que los embajadores de los lacedemonios fueron despedidos con
esta respuesta, los corintios mandaron venir ante ellos, en su Senado,
a los embajadores de los argivos que ya estaban en la ciudad antes que
los otros partiesen, y les dijeron que no curasen de diferir más la
alianza con ellos, sino que fueran al primer consejo y la concluyesen.

Pendiente esto llegaron allí los embajadores de los eleos, los cuales
primeramente hicieron alianza con los corintios, y de allí, por su
orden, fueron a Argos, donde hicieron lo mismo, porque también estaban
muy descontentos de los lacedemonios, a causa de que antes de la
guerra con los atenienses, siendo los de Lépreo ofendidos por algunos
de los arcadios, se acogieron a los eleos y les prometieron que si
les socorrían en aquella guerra, después de acabada, cuando fueran
expulsados de su tierra los arcadios, les darían la mitad de los frutos
que cogiesen. Verificada la expulsión, los eleos se convinieron y
acordaron con los lepreatas que tenían tierra a labrar, que les pagasen
cada año un talento de oro todos juntos, el cual se ofreciese al
templo de Júpiter en Olimpia, y este tributo pagaron sin contradicción
algunos años, hasta la guerra de los atenienses y peloponesios, mas
después rehusaron hacerlo, tomando por excusa las cargas y tributos
que sostenían por razón de la guerra. Y porque los eleos les querían
obligar a que lo pagasen, los lepreatas acudieron a los lacedemonios,
a quienes también los eleos sometieron por entonces la cuestión para
que la decidieran, pero después, sospechando que juzgasen contra
ellos, no quisieron proseguir la causa ante aquellos, sino que fueron
a talar la tierra de los lepreatas. No obstante esto, los lacedemonios
pronunciaron su sentencia, por la cual declararon que los lepreatas
no estaban obligados en cosa alguna a los eleos, que sin razón habían
talado su tierra.

Viendo los lacedemonios que los eleos no querían pasar por su juicio y
sentencia, enviaron su gente de guerra en socorro de los lepreatas, por
lo cual los eleos pretendían que los lacedemonios habían contravenido
al tratado de alianza hecho entre ellos y los otros peloponesios, en
el que se establecía que las tierras que cada cual de las ciudades
poseía al comienzo de la guerra, les debiesen quedar, diciendo que los
lacedemonios habían atraído a ellos la ciudad de los lepreatas, que les
era tributaria.

Esta fue la ocasión y pretexto para hacer la alianza con los argivos, y
poco después la hicieron los corintios y los calcídeos que habitan en
Tracia. Los beocios y megarenses estuvieron a punto de hacer lo mismo,
pretendiendo que habían sido menospreciados por los lacedemonios, pero
se detuvieron considerando que la manera de vivir de los argivos, que
era señorío y mando del pueblo, no era tan conveniente para ellos
como la de los lacedemonios que se gobernaban por un cierto número
de personas, a saber, por un consejo y senado que tenía el mando y
autoridad sobre todos.



V.

Comunicaciones que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios. --
Hechos de guerra y tratados que en este verano se hicieron.


Durante este verano los atenienses se apoderaron de la ciudad de
Escíone por fuerza, mataron todos los hombres jóvenes, cautivaron a los
niños y a las mujeres, y dieron todas las tierras de los escionios a
los plateenses, sus aliados, para que las labrasen y se aprovecharan de
ellas.

También hicieron regresar a Delos a los ciudadanos que habían sido
echados de allí, atendiendo así a los males y daños que habían sufrido
por la guerra, como a los oráculos de los dioses que se lo amonestaban.

Los focenses y los locros comenzaron la guerra entre sí, y los
corintios y los argivos, que ya estaban aliados y confederados, fueron
a la ciudad de Tegea con esperanza de poder apartarla de la alianza
de los lacedemonios, y por medio de esta, porque tenía gran término
y jurisdicción, atraer a sí a todas las demás del Peloponeso. Mas
viendo los corintios que los tegeatas no se querían separar de los
lacedemonios por queja alguna que hubiesen tenido antes con ellos,
perdieron la esperanza de que ningunos otros quisieran unirse a ellos
en amistad, rehusándolo los de Tegea. No por eso dejaron de solicitar
a los beocios para que se aliasen y confederasen con ellos y con los
argivos, y para que en adelante se rigiesen y gobernasen todos por
común acuerdo, porque los beocios habían hecho la tregua de diez días
con los atenienses. Después de la conclusión de la paz de cincuenta
años arriba dicha, les demandaban que enviasen sus embajadores con
ellos a los atenienses para que fuesen comprendidos en la misma tregua,
y si no lo querían hacer, los beocios renunciasen del todo esta tregua
y en adelante no hiciesen ningún tratado de paz y de tregua sin los
corintios.

A esto respondieron los beocios, respecto a la alianza, que ellos
entenderían en ella, y en cuanto a lo demás enviaron sus embajadores
con los de los corintios a Atenas, y demandaron a los atenienses que
comprendieran a los corintios en la tregua de diez días, pero los
atenienses respondieron a todos, que si los corintios estaban aliados
con los lacedemonios les bastaba aquella alianza para con ellos, y no
habían menester otra cosa.

Oída esta respuesta, los corintios procuraron con gran instancia que
los beocios renunciasen la tregua de diez días, pero estos no lo
quisieron hacer; visto lo cual los atenienses quedaron satisfechos de
hacer tregua con los corintios sin alguna otra alianza.

En este verano los lacedemonios, con su ejército al mando de
Plistoanacte, su rey, salieron contra los parrasios que viven en tierra
de Arcadia y son súbditos de los mantineos. Fueron los lacedemonios
llamados a esta empresa por algunos de los ciudadanos parrasios a
causa de los bandos y sediciones que había entre ellos, y también iban
con intención de derrocar los muros que los mantineos hicieron en la
villa de Cipsela, donde habían puesto guarnición, villa asentada en
los términos de los parrasios en la región de Escirítide en tierra de
Lacedemonia.

Al llegar los lacedemonios a tierra de los parrasios comenzaron a robar
y talar, y viendo esto los mantineos dejaron la guarda de su ciudad a
los argivos, y con todo su poder acudieron a socorrer a sus súbditos,
mas viendo que no podían defender los muros de Cipsela y guardar la
ciudad de los parrasios juntamente, determinaron volverse.

Los lacedemonios pusieron a los parrasios, que les llamaron en su
ayuda, en libertad, derrocaron aquellos muros, y regresaron a sus
casas. Después del regreso, llegó también la gente de guerra que había
ido con Brásidas a Tracia, y que Cleáridas trajo por mar cuando quedó
ajustada la paz. Declarose por decreto que todos los hilotas y esclavos
que se habían hallado en aquella guerra con Brásidas quedasen libres
y francos, y pudieran vivir donde quisieran. Al poco tiempo enviaron
a todos estos, con algunos otros ciudadanos, a habitar la villa de
Lépreo, que está en término de los eleos, en tierra de Lacedemonia,
porque ya los lacedemonios tenían guerra con los eleos.

Por otro decreto los lacedemonios desautorizaron y declararon infames
a los que cayeron prisioneros de los atenienses en la isla frente a
Pilos, por haberse entregado con armas a los enemigos, y entre los
que así se rindieron había algunos que ya estaban elegidos para los
cargos públicos de la ciudad. Hicieron esto los lacedemonios, porque
siendo aquellos reputados y tenidos por infames, no emprendiesen alguna
novedad en la república si llegaban a tener algún cargo de autoridad
y mando en ella. De esta suerte los declararon inhábiles para adquirir
honras y oficios ni tratar ni contratar, aunque poco tiempo después les
habilitaron.

En este mismo verano los de Dío tomaron la ciudad de Tiso, en tierra de
Atos, confederada con Atenas.

Durante toda esta estación atenienses y peloponesios comerciaron entre
sí, aunque siempre se tenían por sospechosos desde el principio del
tratado de paz, porque no habían restituido de una parte ni de otra lo
que fue acordado en él. Los lacedemonios, que eran los primeros que
debían restituir, no habían devuelto a los atenienses la ciudad de
Anfípolis ni las otras plazas, ni habían obligado a sus confederados
en tierra de Tracia a que aceptasen el tratado de paz, ni tampoco a
los beocios y los corintios, aunque decían siempre que si los tales
confederados no querían aceptar el tratado de paz, se unirían a los
atenienses para forzarles a ello, y para esto habían señalado un día
sin poner nada por escrito ni obligación, dentro del cual, los que no
hubiesen ratificado y aprobado aquel tratado de paz, fuesen tenidos y
reputados por enemigos de los atenienses y de los lacedemonios.

Viendo los atenienses que los lacedemonios no cumplían nada de lo que
habían prometido y capitulado, opinaban que no querían mantener la paz,
y por esto también dilataban la devolución de Pilos, arrepintiéndose
de haber entregado los prisioneros, y reteniendo en su poder las otras
villas y plazas que habían de restituir por virtud del contrato, hasta
tanto que los lacedemonios hubiesen cumplido su compromiso, los cuales
se excusaban diciendo que ya habían hecho lo que podían devolviendo los
prisioneros que tenían y mandado salir de Tracia su gente de guerra,
pero que la devolución de Anfípolis no estaba en su mano; y en lo
demás, que ellos trabajarían por hacer que los beocios y los corintios
entrasen en el contrato, y la ciudad de Panacto fuese restituida a
los atenienses, como también todos los atenienses que se hallasen
prisioneros en Beocia. En cambio pedían a los atenienses que les
devolvieran la ciudad de Pilos, o a lo menos si no la querían entregar,
que sacasen de ella a los mesenios y los esclavos que tenían dentro,
como ellos habían sacado la gente de guerra que estaba en Tracia, y que
pusiesen en guarda de la ciudad, si quisiesen, de los suyos propios.

De esta manera pasaron todo aquel verano las cosas en tranquilidad,
tratando y comunicando los unos con los otros.



VI.

Los lacedemonios se alían con los beocios sin consentimiento de los
atenienses, contra lo estipulado en el tratado de paz, y estos, al
saberlo, pactan alianza con los argivos, mantineos y eolios.


En el invierno siguiente fueron mudados los éforos o gobernadores de la
ciudad de Esparta, en cuyo tiempo fue concluido el tratado de paz. En
su lugar eligieron otros que eran contrarios a la paz, y se hizo una
asamblea en Lacedemonia donde se hallaron presentes los embajadores de
las ciudades confederadas a los peloponesios y los de los atenienses,
los corintios y los beocios. En esta asamblea fueron debatidas muchas
cosas de todas partes, mas al fin terminó sin tomar resolución alguna.

Vueltos cada cual a su casa, Cleóbulo y Jénares, que eran los dos
éforos nuevamente elegidos que presidían por entonces en Lacedemonia,
y deseaban el rompimiento de la paz, tuvieron negociaciones privadas
con los beocios y los corintios, amonestándoles que atendiesen al
estado general de las cosas, y al en que ellos estaban por entonces,
sobre todo a los beocios, que así como habían sido los primeros en
hacer alianza con los argivos, quisieran de nuevo confederarse con los
lacedemonios, mostrándoles que por este medio no estarían obligados a
tener alianza con los atenienses, y que antes de las enemistades que
esperaban y de que se rompiesen las treguas, siempre los lacedemonios
habían deseado más la alianza y amistad de los argivos que la de los
atenienses, porque siempre habían desconfiado de estos, y por eso
querían ahora asegurarse, sabiendo que la alianza de los argivos les
venía muy a propósito a los lacedemonios, para hacer la guerra fuera
del Peloponeso. Por tanto, rogaban a los beocios que dejasen de buen
grado a los lacedemonios la ciudad de Panacto, para que, restituida
esta ciudad, ellos pudiesen recobrar a Pilos si fuese posible, y por
este medio comenzar la guerra de nuevo contra los atenienses con más
seguridad.

Dichas tales cosas a los embajadores de los beocios y de los corintios
por los éforos y algunos otros lacedemonios, amigos suyos, para que
hiciesen relación de ellas a sus repúblicas, partieron. Antes de llegar
a sus ciudades encontraron en el camino dos gobernadores de Argos, y
hablaron mucho con ellos, para saber si sería posible que los beocios
quisieran entrar en su alianza, como habían hecho los corintios, los
mantineos y los eleos, diciéndoles que si esto se hacía, les parecía
que serían bastantes para declarar la guerra a los atenienses, o a lo
menos, por medio de los beocios y los otros confederados, llegar a
algún buen concierto con ellos. Estas noticias fueron muy agradables a
los beocios, porque les parecía que concordaban con lo que sus amigos
los lacedemonios les habían encargado y que los argivos otorgaban lo
que los otros deseaban, determinando entre ellos enviar embajadores a
tierra de Beocia para este efecto, y con esto se despidieron unos de
otros. Llegados los beocios a su tierra, relataron a los gobernadores
de su ciudad todo lo que habían escuchado de los lacedemonios y lo que
había pasado con los argivos en el camino, lo cual celebraron los
gobernadores, porque la amistad de los unos y de los otros les venía
bien, y porque ambas partes, sin previo acuerdo, se mostraban propicias
al mismo fin.

Pocos días después vinieron embajadores de los argivos, a los cuales,
después de oídos, les respondieron que dentro de algunos días enviarían
a ellos sus embajadores para tratar de la alianza.

Durante este tiempo se reunieron los beocios, los corintios, los
megarenses y los embajadores de los de Tracia, y acordaron y
concluyeron entre ellos una liga y alianza para ayudarse y socorrerse
unos a otros contra todos aquellos que les quisiesen ofender, y que no
pudiesen hacer guerra, ni paz ni otro tratado con persona alguna una
parte sin la otra. También fue estipulado que los beocios y megarenses,
que ya estaban aliados, hiciesen alianza en las mismas condiciones
con los argivos; mas antes que los gobernadores de Beocia concluyesen
la cosa, dieron cuenta de ella a los cuatro consejos de la tierra
que tienen el universal mando y autoridad principal, rogándoles que
quisiesen consentir en esta alianza con aquellas ciudades y con todos
los otros que querían juntarse con ellos, mostrándoles que esto era en
su utilidad y provecho. Los consejos no quisieron otorgarlo temiendo
que fuese contrario a los lacedemonios, si se aliaban con los corintios
que se habían rebelado y apartado de ellos, porque los gobernadores no
les habían advertido de sus explicaciones con los éforos, Cleóbulo y
Jénares, y los amigos lacedemonios, que era en substancia, que primero
debiesen hacer alianza con los argivos y corintios, y que después la
harían con los lacedemonios, porque les pareció a los gobernadores
que sin declarar esto a los cuatro consejos, harían lo que ellos les
aconsejaban. Mas viendo que la cosa ocurría de muy distinta manera
que pensaban los corintios y los embajadores de Tracia, regresaron
sin concluir nada, y los gobernadores de los beocios, que habían
determinado, si podían, persuadir primero al pueblo, e intentar
después la alianza con los argivos, viendo que no lo podían alcanzar de
los cuatro consejos, no procuraron hablar más de ello, ni los argivos,
que habían de enviar allí su embajador, tampoco le enviaron. De esta
manera la cosa quedó por hacer por descuido y negligencia, y por falta
de solicitud.

En este invierno los olintios tomaron por asalto la villa de Meciberna,
donde los atenienses tenían guarnición, y la robaron y saquearon.

Pasado esto hubo muchas negociaciones entre atenienses y lacedemonios
tocante a la guarda y observancia de los tratados de paz, mayormente
sobre restituir los lugares de una parte y de otra, esperando los
lacedemonios, que si restituían Panacto a los atenienses, también
estos les devolverían a Pilos, y para ello enviaron su embajador los
lacedemonios a los beocios, rogándoles que dejasen a los atenienses
la ciudad de Panacto, dándoles los prisioneros que tenían suyos, a lo
cual los beocios les respondieron que no lo harían en ningún caso, si
los lacedemonios no hacían alianza particular con ellos como la habían
hecho con los atenienses. Sobre esto, los lacedemonios, aunque conocían
que era contrario a la alianza hecha con los atenienses, en la cual
estaba capitulado que los unos no pudiesen hacer paz ni guerra sin los
otros, por el deseo que tenían de adquirir de los beocios a Panacto,
esperando por medio de ella recobrar a Pilos, y también por la mayor
inclinación que los éforos que gobernaban entonces tenían a los beocios
que a los atenienses, a fin de romper la paz, acordaron e hicieron
aquella alianza en fin del invierno. Después de hecha, al comienzo
de la primavera, que fue el onceno año de la guerra, los beocios
derribaron y asolaron del todo la ciudad de Panacto.

Los argivos, viendo que los beocios no habían enviado sus embajadores
para hacer alianza según les prometieron, y que habían derrocado
hasta los cimientos a Panacto y hecho alianza particular con los
lacedemonios, tuvieron gran temor de quedarse solos en guerra con
los lacedemonios, y que las otras ciudades de Grecia se confederasen
todas con estos, porque pensaban que lo que habían hecho los beocios
en Panacto fuese con consejo y consentimiento de los lacedemonios,
y aun de los atenienses, y que todos estaban de acuerdo. Con los
atenienses no tenían los argivos propósito de contratar más, porque
lo que habían contratado antes era con idea de que la alianza entre
ellos y los lacedemonios no sería durable. Estando, pues, muy perplejos
al verse obligados a sostener la guerra con los lacedemonios y los
atenienses, y aun contra los tegeatas y los beocios, porque habían
rehusado el tratado y concierto con los lacedemonios, y codiciado el
imperio y señorío de todo el Peloponeso, enviaron por embajadores a los
lacedemonios a Éustrofo y a Esón, que tenían por grandes amigos, y muy
aceptos y agradables a los lacedemonios, para que tratasen la alianza,
pareciéndoles que si estaban confederados con los lacedemonios, a
cualquier parte que se inclinase la cosa, estarían seguros según el
estado del tiempo presente. Al llegar los embajadores a Lacedemonia,
declararon su misión ante el Senado, demandándole la paz y alianza,
y para poder mejor tratarla, requirieron que las diferencias que
tenían con los lacedemonios sobre la villa de Cinuria, que está en los
términos de los argivos, inmediata a sus dos ciudades Tirea y Antene,
pero poblada de lacedemonios, se remitiesen a alguna ciudad neutral o
a algún juez señalado por las partes, en el que ambas confiasen. Los
lacedemonios les respondieron que no era menester hablar más sobre
esto, y que si los argivos querían, estaban ellos dispuestos a hacer
un nuevo tratado según y de la misma forma y manera que había sido
el precedente. A esto los argivos mostraron alguna contradicción,
diciendo que harían tratado igual al pasado, con la condición de que
fuese lícito a cada cual de las partes, no obstante el tratado, hacer
la guerra a la otra cuando bien le pareciese a causa de la villa de
Cinuria, no estando la otra parte impedida por epidemia o por otra
guerra, como en otra ocasión convinieron entre ellos, a la sazón
que libraron una batalla, de la cual ambas partes pretendían haber
alcanzado la victoria. Además que la guerra no debiese pasar más
adelante de los límites de la ciudad de Argos, o Lacedemonia, y de sus
términos.

Esta demanda pareció al principio a los lacedemonios muy loca y
desvariada; pero al fin la otorgaron, porque deseaban la amistad de
los argivos. Pero antes de convenir nada, aunque los embajadores
tuviesen pleno poder, quisieron que regresaran a Argos, y propusiesen
el contrato al pueblo para saber si lo aprobaba; y siendo así, que
volvieran en un día señalado para jurar el contrato. Convenido esto
partieron de Lacedemonia los embajadores.

Mientras en Argos se ocupaban de este asunto, los embajadores que los
lacedemonios habían enviado a los beocios para recobrar a Panacto y
los prisioneros atenienses, a saber, Andrómedes, Fédimo y Antiménidas,
hallaron que Panacto había sido asolada por los beocios, porque
decían que existía un contrato antiguo entre ellos y los atenienses,
confirmado con juramento, en el cual se decía que ni unos ni otros
debían habitar en aquel lugar. Respecto a los prisioneros, les
devolvieron los que tenían de los atenienses, a quienes los embajadores
se los enviaron; y tocante a Panacto, les dijeron que no tenían por
qué temer que ningún enemigo suyo habitase en ella, pues estaba
derribada, pensando que por este medio quedarían libres de la promesa
de devolverla.

No satisfizo esto a los atenienses; antes respondieron que no era
cumplir lo prometido devolverles la ciudad destruida y asolada,
y en lo demás haber hecho alianza con los beocios, contra lo que
terminantemente había sido acordado entre ellos de que debiesen
obligar a todas las ciudades confederadas que lo rehusaran a aceptar y
ratificar el tratado de paz. Por razón de estas cosas y otras muchas
usaron con los embajadores de palabras muy duras, y les despidieron sin
otra conclusión.

Estando los atenienses y los lacedemonios en estas diferencias,
aquellos a quienes la paz no agradaba en Atenas buscaban todos los
medios que podían para romperla con ocasión de esto; y entre otros, era
uno Alcibíades, hijo de Clinias, el cual, aunque mozo, por la nobleza
y antigüedad de sus progenitores (que habían sido muy nombrados y
señalados), era muy honrado y amado del pueblo, y tenía gran autoridad
en la ciudad. Este aconsejaba al pueblo que hiciese alianza con los
argivos, así porque le parecía serles útil y provechosa, como también
porque por la altivez de su corazón se afrentaba que la paz fuese hecha
con los lacedemonios por Nicias y Laques, sin hacer caso ni estima de
él, porque era joven; y tanto más se consideraba injuriado, cuanto que
había renovado con ellos la amistad que su abuelo repudió. Por despecho
de todo esto, se declaró entonces contra el tratado de paz, y dijo
públicamente que no había seguridad ni firmeza en los lacedemonios,
y que el tratado de paz hecho con ellos, era solo por apartar a los
argivos de su amistad, y después declararles la guerra.

Viendo que el pueblo estaba inclinado contra los lacedemonios, envió
secretamente a decir a los argivos que era el momento oportuno para
conseguir la alianza y amistad, porque los atenienses la deseaban, y
que viniesen sin dilación y trajesen los procuradores de los eleos y de
los mantineos para ajustarla, prometiéndoles que les ayudaría con todo
su poder.

Los argivos, teniendo aviso de esto, y entendiendo que los beocios no
habían hecho alianza con los atenienses, y también que los atenienses
estaban en gran discordia con los lacedemonios, prescindieron de las
negociaciones de sus embajadores que trataban la paz y alianza con los
lacedemonios, y entendieron hacerla con los atenienses, la cual tenían
por mejor y más útil y provechosa para ellos que la otra, porque los
atenienses habían sido siempre, desde los tiempos antiguos, sus amigos,
y se gobernaban por señorío y estado popular como ellos, y porque les
podían dar gran favor y ayuda por mar si temían guerra, siendo como
eran en el mar los más poderosos.

Inmediatamente enviaron sus embajadores con los de los eleos y
mantineos a Atenas para tratar y concluir la alianza. Al mismo tiempo
llegaron a Atenas los embajadores de los lacedemonios, que eran
Filocáridas, León y Endio, que, según parece, eran los más aficionados
a los atenienses y a la paz, los cuales fueron enviados así por la
sospecha que tuvieron los lacedemonios de que los atenienses hiciesen
alianza con los argivos en daño de ellos, como también para demandar
que les devolvieran a Pilos en cambio de Panacto, y también para
excusarse de la alianza que habían hecho con los beocios, y para
mostrarles que no la habían hecho con mala intención ni en perjuicio de
los atenienses.

Todas estas cosas fueron propuestas por los embajadores lacedemonios
ante el Senado de Atenas, y además declararon que tenían pleno poder
para tratar y convenir sobre todas las diferencias pasadas.

Viendo esto Alcibíades, y temiendo que si estas cosas fuesen publicadas
y declaradas al pueblo le inducirían a consentir con ellos, y por tanto
a rehusar la alianza de los argivos, usó de la astucia e ingenio para
estorbarlo, hablando secretamente con los embajadores, y diciéndoles
que en manera alguna declarasen al pueblo que tenían poder bastante
para entender en todas las diferencias, prometiéndoles que, si lo
hacían así, pondría a Pilos en sus manos; que él tenía para ello los
medios y autoridad, y sabía cómo persuadir al pueblo, como los había
tenido antes para hacer que se opusiera a las demandas de los otros
embajadores de los lacedemonios. Además les prometió que compondría
todas las otras diferencias que tenían, haciendo esto por apartarlos de
la conversación con Nicias, y también para por este medio calumniar a
los embajadores, insinuar entre el pueblo que no había en ellos verdad
ni lealtad, e inducirle a que hiciese alianza con los argivos, los
mantineos y los eleos, según sucedió, porque cuando los embajadores
se presentaron delante de todo el pueblo, siendo preguntados si tenían
pleno poder para entender y tratar sobre todas las diferencias,
respondieron que no, lo cual era contrario totalmente a lo que habían
dicho primero delante del Senado. Tanto enojó esto a los atenienses,
que no les quisieron dar más audiencia, poniéndose de acuerdo con
Alcibíades, que comenzó con esta ocasión a cargarles la mano más que lo
había hecho antes.

A persuasión suya mandaron entrar los argivos y los otros aliados que
habían venido en su compañía para ajustar y convenir la confederación
y alianza con ellos, mas antes que la cosa fuese efectuada del todo
tembló la tierra, por lo cual fue dejada la consulta para un día
después.

Al día siguiente, de mañana, Nicias viose engañado por Alcibíades no
menos que los embajadores de los lacedemonios que fueran inducidos por
él a negar al pueblo lo que primero habían dicho en el Senado. Mas no
por eso dejó Nicias de insistir de nuevo en la asamblea, y mostrarles
que la alianza debía hacerse y renovar la amistad con los lacedemonios,
y que para esto debían enviar embajadores a Lacedemonia para saber más
ampliamente su voluntad e intención, y entretanto diferir la alianza
con los argivos, mostrándoles que era honra suya evitar la guerra y
la vergüenza de los lacedemonios, y pues las cosas de los atenienses
estaban en buen estado, que se supiesen guardar y conservar, pues los
lacedemonios que habían quedado con pérdida tenían más motivo para
desear la fortuna de la guerra que no ellos. Finalmente, tanto les
persuadió Nicias que acordaron los atenienses enviar sus embajadores a
Lacedemonia, y entre ellos fue nombrado el mismo Nicias, a los cuales
ordenaron que dijesen a los lacedemonios que si querían tratar con
verdad y mantener la paz y alianza, devolvieran a los atenienses la
ciudad de Panacto reedificada, y en lo demás dejasen a Anfípolis y
se apartasen de la alianza de los beocios si no querían entrar en el
tratado de paz con las mismas condiciones que en él había sido dicho
y declarado, a saber: que cualquiera de las partes no pudiese hacer
tratos con ciudad alguna sin que en ellos entrase la otra. Declararon
además que si querían contravenir el tratado de paz y alianza haciendo
lo contrario de lo que primero habían capitulado, supiesen que los
atenienses tenían ya concluida la alianza con los argivos que quedaban
en Atenas esperando la resolución de esta embajada, y juntamente con
estas enviaron otras muchas quejas y agravios contra los lacedemonios
por no haber guardado ni cumplido el tratado de paz, todas las cuales
fueron dadas por instrucción a los embajadores atenienses para que se
las expresaran a los lacedemonios.

Cuando los embajadores llegaron a Lacedemonia y expusieron su demanda
en el Senado a los lacedemonios, y en el último término les notificaron
que si no querían dejar la alianza con los beocios (en el caso que
estos no quisiesen aceptar el tratado de paz como hemos dicho), los
atenienses concluirían la alianza con los argivos y los otros aliados
suyos, los lacedemonios, por consejo del éforo Jénares, y los de su
bando respondieron que no se apartarían de la alianza de los beocios en
manera alguna, aunque siendo requeridos por Nicias que jurasen de nuevo
guardar el tratado de paz y amistad que habían hecho antes entre sí, lo
juraron de buen grado.

Hizo esto Nicias temiendo que si volvía a Atenas sin efectuar algo de
lo que llevaba a cargo, después le calumniarían por haber sido autor
del tratado de alianza con los lacedemonios, según después sucedió.
Cuando Nicias regresó de su embajada, y los atenienses entendieron
por su relación la respuesta de los lacedemonios, y que no había
efectuado nada con ellos, consideráronse muy injuriados, y por consejo
y persuasión de Alcibíades concluyeron la alianza con los argivos que
estaban en Atenas, el tenor de la cual es el siguiente:

«Queda hecha confederación y alianza por espacio de cien años por parte
de los atenienses con los argivos, los mantineos y los eleos, así para
ellos como para sus amigos y compañeros a quien presiden una parte y
otra sin fraude, ni dolo, ni engaño, así por mar como por tierra, a
saber: que una parte no pueda mover la guerra, ni hacer mal ni daño a
la otra ni a sus aliados ni súbditos bajo cualquier causa, ocasión o
motivo que sea.

»Además, que si algunos enemigos durante este tiempo entraren en tierra
de los atenienses, los argivos, mantineos y eleos estarán obligados
a socorrerles con todas sus fuerzas y poder tan pronto como fuesen
requeridos por los atenienses. Y si sucediese que los enemigos hubieran
ya salido de tierra de los atenienses, los argivos, mantineos y eleos
los deban tener y reputar por sus enemigos ni más ni menos que los
tendrán los atenienses.

»Que no sea lícito a ninguna de estas ciudades aliadas y confederadas
hacer tratado o concordia con los enemigos comunes sin el
consentimiento de las otras, y lo mismo harán los atenienses para con
los argivos, mantineos y eleos cuando los enemigos entrasen en su
tierra.

»Que ninguna de estas ciudades permitirá ni dará licencia para pasar
por su tierra ni por la de sus amigos y aliados a quien presiden,
ni por mar ninguna gente de armas para hacer guerra si no fuere con
acuerdo y deliberación de las cuatro ciudades. Y si alguna de estas
ciudades demandare socorro y ayuda de gente a las otras, la ciudad que
pidiere el socorro sea obligada a proveer y abastecer de vituallas a
su costa por espacio de treinta días, contados desde el primer día que
el tal socorro llegare a la ciudad que le demanda. Pero si la ciudad
hubiese menester el socorro por más tiempo, quedará obligada a dar
sueldo a los tales soldados, a saber: tres óbolos de plata cada día
por cada hombre de a pie, y a los de a caballo una dracma. La ciudad
tendrá mando y autoridad sobre estos hombres de guerra, y ellos estarán
obligados a obedecerla, mientras estuvieren en ella. Mas si en nombre
de todas cuatro ciudades se formase ejército o armada, tenga caudillo
y capitán de parte de todas cuatro.

»Este tratado de alianza deberán jurarlo los atenienses al presente en
nombre suyo, y de sus aliados y confederados, y después se jurará en
cada una de las otras tres ciudades y de sus aliados en la más estrecha
forma que pueda ser, según su costumbre religiosa, después de hechos
los sacrificios correspondientes por estas palabras:

»Juro mantener esta confederación y alianza según la forma y tenor del
tratado acordado y otorgado sobre ella, justa, leal y sencillamente, y
no ir ni venir en contrario con cualquier pretexto, arte ni maquinación
que sea. Este juramento será hecho en Atenas por los senadores y los
tribunos, y después confirmado por ellos. Y en la ciudad de Argos,
por el Senado y los ochenta varones del consejo. En Mantinea, por la
justicia y gobernadores, y confirmado por los adivinos y caudillos de
la guerra. En Elea o Élide, por los oficiales tesoreros y sesenta
varones del gran consejo, y será confirmado por los conservadores de
las leyes. El juramento será renovado todos los años, primero por
los atenienses, los cuales irán para este efecto a las otras tres
ciudades treinta días antes de las fiestas olímpicas, y después los
representantes de las otras tres ciudades irán a Atenas para hacer lo
mismo diez días antes de la gran fiesta llamada Panacteas.

»Será escrito el presente tratado con su juramento y esculpido en una
piedra que se ponga en lugar público, a saber: en Atenas, en el más
eminente lugar de la ciudad; en Argos, junto al mercado en el templo
de Apolo; y en Mantinea y en Élide, en el mercado junto al templo de
Júpiter. En nombre de estas cuatro ciudades será puesto en las próximas
fiestas olímpicas en una tabla de bronce, y podrán estas ciudades
por común acuerdo añadir a este tratado lo que bien les pareciere en
adelante.»

De esta manera fue ajustada la liga y confederación entre estas cuatro
ciudades sin que se hiciese mención alguna que por esta alianza se
apartaban del tratado de paz y alianza hecha entre los atenienses y los
lacedemonios.



VII.

Después de muchas empresas guerreras entre los aliados de los
lacedemonios y de los atenienses, estos, a petición de los argivos,
declararon que los lacedemonios habían quebrantado el tratado de paz y
eran perjuros.


Esta alianza y confederación no fue agradable a los corintios, y siendo
requeridos por los argivos, sus aliados, para que la ratificasen y
jurasen, rehusaron hacerlo diciendo que les bastaba la que habían hecho
antes con lo mismos argivos, mantineos y eleos, por la cual prometieron
no hacer guerra ni paz una ciudad sin la otra, y ayudar para defenderse
la una a la otra, sin pasar más adelante, y obligarse a dar ayuda y
socorro para ofender y acometer a otros. De esta suerte los corintios
se apartaron de aquella alianza y tomaron nueva amistad e inteligencia
con los lacedemonios.

Todas estas cosas fueron hechas en aquel verano que fue cuando, en las
fiestas olímpicas, el arcadio Andróstenes ganó el premio y joya en los
juegos y contiendas de ellas.

En aquellas fiestas los eleos prohibieron a los lacedemonios hacer
sacrificios en el templo de Júpiter, y tomar parte en los juegos y
contiendas si no pagaban la multa a que habían sido condenados por
ellos, según las leyes y estatutos de Olimpia, pues decían que los
lacedemonios enviaron tropas contra la ciudadela de Firco, y dentro de
la ciudad de Lépreo durante la tregua hecha en Olimpia, y contra el
tenor de ella. La multa montaba a dos mil minas de plata[3], a saber:
por cada hombre armado, que eran mil, dos minas, según se contenía en
el contrato.

A esto, los lacedemonios respondían que habían sido injustamente
condenados; porque cuando enviaron su gente a Lépreo, la tregua no
estaba aún publicada. Mas los eleos replicaban que no la podían
ignorar, porque ya andaba entre sus manos, y ellos mismos habían sido
los primeros que la habían notificado a los eleos. No obstante esto,
contraviniendo a ella, habían emprendido aquel hecho de guerra contra
ellos sin razón y sin que los eleos hubiesen innovado cosa alguna en su
perjuicio.

A esto argüían los lacedemonios, que si así era, y si los eleos
entendían, cuando fueron a notificar aquella tregua a los lacedemonios,
que ya habían contravenido a ella, no era necesario que se la
notificasen, como habían hecho después del tiempo en que pretendían
haber realizado los lacedemonios la empresa de guerra contra ellos, y
que no se podría asegurar que los lacedemonios hubiesen innovado ni
intentado cosa alguna después de la notificación.

Los eleos perseveraron en su opinión, no obstante esta respuesta de los
lacedemonios, y para más justificación suya les ofrecieron que si les
querían devolver a Lépreo les perdonarían una parte de la multa que
se les había de aplicar, y la otra, destinada al templo de Apolo, la
pagaría por ellos: condición que no quisieron aceptar los lacedemonios.

Viendo esto, los eleos les hicieron otra oferta, a saber: que pues
que no querían restituirles a Lépreo, a fin de que no quedasen los
lacedemonios excluidos en aquellas fiestas, jurasen en las aras
del templo de Júpiter delante de todos los griegos pagar aquella
multa, andando el tiempo, si no lo podían hacer entonces; pero los
lacedemonios tampoco quisieron aceptar este partido, por razón de lo
cual fueron excluidos de sacrificar y de estar presentes a los juegos
de aquellas fiestas, viéndose obligados a hacer sus sacrificios en su
misma ciudad. A estos juegos acudieron todos los otros griegos, excepto
los de Lépreo.

Los eleos, temiendo que los lacedemonios viniesen al templo y quisieran
sacrificar por fuerza, mandaron poner cierto número de su gente en
armas para que estuviese allí en guarda junto al templo, y con estos
fueron enviados de Argos y de Mantinea dos mil hombres armados, mil
de cada ciudad, y además, los atenienses enviaron su gente de a
caballo que tenían en Argos, esperando el día de las fiestas. Todos
ellos tuvieron gran miedo de ser acometidos por los lacedemonios,
mayormente después que un lacedemonio llamado Licas, hijo de Arcesilao,
fue castigado con varas por los ministros de justicia en el lugar
de las carreras, por razón de que, habiendo sido atribuido su carro
a los beocios porque había salido a correr en la carrera con los
otros carros, lo cual no le era lícito, pues estaban prohibidos a los
lacedemonios aquellos juegos y contiendas, como se ha dicho, este
Licas, en menosprecio de la justicia, para dar a entender a todos que
aquel carro era suyo, puso una corona de vencedor a su carretero en
el mismo lugar de las carreras públicamente. Todos sospecharon que
aquel no hubiera osado hacer tal cosa si no esperase ayuda de los
lacedemonios, pero estos no se movieron por entonces de su lugar, y así
pasó aquel día de la fiesta.

Acabadas las fiestas, los argivos y sus aliados fueron a Corinto a
rogar a los corintios les enviasen personas con poderes para tratar una
alianza con ellos. Allí se hallaron también presentes los embajadores
de los lacedemonios, y tuvieron muchas conferencias acerca de esto, mas
al fin, cuando oyeron el temblor de tierra, todos los que estaban allí
reunidos para negociar se separaron unos de otros sin tomar acuerdo
alguno, y se fue cada cual a su ciudad.

Ninguna otra cosa se hizo aquel verano.

Al empezar del invierno siguiente, los de Heraclea de Traquinia
libraron una batalla contra los enianes, los dólopes y los melieos y
algunos otros pueblos de Tesalia, sus comarcanos y enemigos, porque
aquella ciudad había sido fundada y poblada contra ellos, y por esto,
desde su fundación, nunca habían cesado de tramar y maquinar por
destruirla. De esta batalla los heracleotas llevaron lo peor, muriendo
muchos de los suyos, y entre otros el lacedemonio Jénares, hijo de
Cnidis, que era su general; y con esto pasó el invierno, que fue el
duodécimo año de la guerra.

Al principio del verano los beocios tomaron la ciudad de Heraclea, y
echaron de ella al lacedemonio Agesípidas, que la gobernaba, diciendo
que lo hacía mal y que sospechaban que estando los lacedemonios
ocupados en guerra en el Peloponeso los atenienses la tomasen. Esta
acción produjo en los lacedemonios gran rencor contra ellos.

En este mismo verano Alcibíades, capitán de los atenienses, con
la ayuda de los argivos y de otros aliados fue al Peloponeso,
llevando consigo muy pocos soldados atenienses, y algunos flecheros
y confederados, los que halló más dispuestos, y atravesó tierra de
Peloponeso, dando orden en las cosas necesarias; y entre otras,
aconsejó a los de Patras que derrocasen el muro desde la villa hasta la
mar, pensando hacer otro sobre el cerro que está de la parte de Acaya,
mas los corintios y los sicionios, que entendieron que esto se hacía
contra ellos, los estorbaron.

En el mismo verano hubo una gran guerra entre los epidaurios y los
argivos, por motivo de que los epidaurios no habían enviado las
ofrendas al templo de Apolo Pitaeo, como estaban obligados; el cual
templo caía en la jurisdicción de los argivos, mas en realidad de
verdad, era porque los argivos, y Alcibíades con ellos, buscaban
alguna ocasión para ocupar la ciudad de Epidauro si pudiesen, así por
estar más seguros contra los corintios, como también porque desde el
puerto de Egina podían atravesar más fácil y más derechamente que
desde Atenas, rodeando por el cabo de Escíleo. Con este pretexto se
aparejaban los argivos para ir a cobrar la ofrenda de los epidaurios
por fuerza de armas.

En este tiempo los lacedemonios salieron al campo con todo su poder,
y se juntaron en Leuctra, que es una villa de su tierra, al mando de
Agis, hijo de Arquidamo, su rey, el cual los quería llevar contra los
de Liceo sin descubrir su intención a persona alguna: mas habiendo
hecho sus sacrificios para aquel viaje, y no siéndoles favorables, se
volvieron a sus casas, tomando primero el acuerdo de reunirse de nuevo
el mes siguiente, que era el de junio.

Después de partir, los argivos salieron con todas sus fuerzas contra
ellos cerca del fin de mayo, y caminaron todo un día hasta entrar
en tierra de Epidauro, y la robaron y destruyeron. Viendo esto los
epidaurios, enviaron aviso a los lacedemonios y a los otros aliados
suyos para que les diesen socorro y ayuda, mas los unos se excusaron,
diciendo que el mes señalado para reunirse no había aún llegado, y los
otros fueron hasta los confines de Epidauro, y allí se detuvieron sin
pasar más adelante.

Mientras los argivos estaban en tierra de Epidauro, llegaron a Mantinea
los embajadores de las otras ciudades aliadas suyas, y a instancia de
los atenienses; y después que estuvieron todos juntos, el corintio
Eufámidas dijo que las obras no eran semejantes a las palabras, porque
hablaban y trataban de paz, y entretanto, los epidaurios y sus aliados
se habían juntado y puesto en armas para ir contra los argivos. Por
tanto, que la razón demandaba que la gente de guerra se retirase de
una parte y de otra; y hecho así se empezara a tratar de paz. En esto
consintieron los embajadores de los atenienses, y mandaron retirar
la gente que había entrado en tierra de los epidaurios, y después
volvieron a reunirse todos para tratar de la paz, mas al fin partieron
sin tomar resolución, y los argivos volvieron de nuevo a hacer
correrías en la tierra de Epidauro.

Por este mismo tiempo los lacedemonios sacaron su gente para ir contra
los de Carias; mas como los sacrificios no se les mostrasen favorables
para esta jornada, regresaron.

Los argivos, después que hubieron quemado y destruido gran parte de la
tierra de los epidaurios, volvieron a la suya, y con ellos Alcibíades,
que había ido de Atenas en su ayuda con mil hombres de guerra, en busca
de los lacedemonios que salieron al campo, mas cuando supo que se
habían retirado también, él regresó con su gente; y en esto pasó aquel
verano.

Al principio del invierno, los lacedemonios enviaron secretamente, y
sin que lo supiesen los atenienses, por mar trescientos hombres de
pelea en socorro de los epidaurios, al mando de Agesípidas, y por ello
los argivos enviaron mensajeros a los atenienses quejándose de ellos,
porque en su alianza estaba convenido que ninguna de las ciudades
confederadas permitiría pasar por sus tierras ni por sus mares enemigos
de los otros armados, y no obstante esto, habían dejado pasar por su
mar la gente de los lacedemonios para socorrer a Epidauro, por lo
cual era justo y razonable que los atenienses pasasen en sus naves
a los mesenios y a sus esclavos, y los llevasen a Pilos, pues de lo
contrario, les harían gran ofensa.

Vista la querella de los argivos, los atenienses, por consejo de
Alcibíades, mandaron esculpir en la columna Laconia un rótulo, que
decía cómo los lacedemonios habían contravenido el tratado de paz y
quebrantado su juramento; y con este motivo embarcaron los esclavos de
los argivos en el puerto de Cranios y los pasaron a tierra de Pilos,
para que la robasen y destruyesen; sin que se hiciese otra cosa en
este invierno, durante el cual los argivos tuvieron guerra con los
epidaurios, mas no hubo batalla reñida entre ellos, sino tan solamente
entradas, escaramuzas y combates.

Al fin del invierno, los argivos fueron de noche secretamente con sus
escalas para tomar por asalto la ciudad de Epidauro, pensando que no
había gente de defensa dentro, y que todos estaban en campaña, pero la
hallaron bien provista, y se volvieron sin hacer lo que pretendían.

En esto pasó el invierno, que fue el fin del trigésimo año de la guerra.



VIII.

Estando los lacedemonios y sus aliados dispuestos a combatir con los
argivos y sus confederados delante de la ciudad de Argos, los jefes de
ambas partes, sin consentirlo ni saberlo sus tropas, pactan treguas
por cuatro meses, treguas que rompen los argivos a instancia de los
atenienses, y toman la ciudad de Orcómeno.

Al verano siguiente, los lacedemonios, viendo que los epidaurios sus
aliados estaban metidos en guerras, y que muchos lugares del Peloponeso
se habían apartado de su amistad, y otros estaban a punto de hacerlo, y
si no proveían remedio en todo esto, sus cosas irían de mal en peor, se
pusieron todos en armas, y sus hilotas y esclavos con ellos al mando de
Agis, hijo de Arquidamo, su rey, para ir contra los de Argos, llamando
también en su compañía a los tegeatas y a todos los otros arcadios que
eran aliados suyos, y a los confederados del Peloponeso y de otras
partes les mandaron que viniesen a Fliunte, como así lo hicieron.
Fueron también los beocios con cinco mil infantes bien armados, y
otros tantos armados a la ligera, y quinientos hombres de a caballo,
los corintios con dos mil hombres bien armados, y de las otras villas
enviaron también gente de guerra según la posibilidad de cada uno.
También los fliasios, porque la hueste se reunía en su tierra, enviaron
toda la más gente de guerra que pudieron tomar a sueldo.

Advertidos los argivos de este aparato de guerra de los lacedemonios,
y que venían derechamente a Fliunte para reunirse allí con los
otros aliados, les salieron delante con todo su poder, llevando en
su compañía a los mantineos con sus aliados, y tres mil eleos bien
armados, y les alcanzaron cerca de Metidrio, villa en tierra de
Arcadia, donde unos y otros procuraron ganar un cerro para asentar allí
su campo.

Los argivos se apercibían para darles la batalla, antes que los
lacedemonios pudieran unirse con sus compañeros que estaban en Fliunte,
mas Agis, a la media noche, partió de allí para ir derechamente a
Fliunte. Al saberlo los argivos se pusieron en marcha el día siguiente
por la mañana y fueron derechamente a Argos, y de allí salieron al
camino que va a Nemea, por donde esperaban que los lacedemonios habían
de pasar. Pero Agis, sospechando esto mismo, había tomado otro camino
más áspero y difícil, llevando consigo a los lacedemonios, los arcadios
y los epidaurios, y por este camino fue a descender a tierra de los
argivos por el otro lado.

Los corintios, los peleneos y los fliasios por otra parte salieron a
este camino. A los beocios, megarenses y sicionios se les mandó que
descendiesen por el mismo camino que va a Nemea, por donde los argivos
habían ido, a fin de que, si estos querían bajar y descender a lo llano
para encontrarse con los lacedemonios que venían por la parte baja,
cargasen sobre ellos por la espalda con su gente de a caballo.

Estando las huestes así ordenadas, Agis entró por un llano en tierra
de los argivos, y tomó la villa de Saminto y otros lugares pequeños
inmediatos a ella. Viendo esto los argivos, salieron de Nemea al
amanecer para socorrer su tierra; y como encontrasen en el camino los
corintios y los fliasios, tuvieron una pelea donde mataron algunos
de ellos, aunque fueron muertos otros tantos de los suyos por los
contrarios.

Por la otra parte, los beocios, megarenses y sicionios, siguieron el
camino que les mandaron, y fueron directamente a Nemea, de donde los
argivos habían ya partido, bajando al llano. Cuando llegaron a Nemea,
y entendieron que los enemigos estaban allí cerca y que les robaban y
talaban la tierra, pusieron su gente en orden de batalla para combatir
con ellos, los cuales hicieron otro tanto por su parte. Pero los
argivos se hallaron cercados por todos lados: por el llano estaban los
lacedemonios y sus compañeros que tenían su campo situado entre ellos
y la ciudad, por la parte del cerro, de los corintios, fliasios y
peleneos, y por la de Nemea de los beocios, sicionios y megarenses.

No tenían los argivos gente alguna de a caballo, porque los atenienses,
que debían traerla, no habían aún llegado, ni tampoco pensaron en
verse en tanto aprieto, ni que hubiese tantos enemigos contra ellos,
antes esperaban, que estando en su tierra y a la vista de su ciudad,
alcanzarían una gloriosa victoria contra los lacedemonios.

Encontrándose los dos ejércitos a punto de combatir, salieron dos de
los argivos: Trasilo, que era uno de los cinco capitanes, y Alcifrón,
que tenía gran conocimiento con los lacedemonios, y se pusieron al
habla con Agis, para estorbar que se diese batalla, ofreciendo de parte
de los argivos, que si los lacedemonios tenían alguna pretensión contra
ellos estarían a derecho y pagarían lo juzgado, con tal de que los
lacedemonios hiciesen lo mismo por su parte, y que hechas estas treguas
harían la paz más adelante si bien les pareciese. Estos ofrecimientos
los hicieron los dos argivos de propia autoridad, sin saberlo ni
consentirlo los otros. Agis les respondió, que lo otorgaba sin llamar
para ello persona alguna, excepto uno de los contadores que le fue dado
por compañero de aquella guerra, y así entre ellos cuatro acordaron
cuatro meses de tregua, dentro de los cuales se habían de tratar las
cosas arriba dichas.

Hecho esto, Agis retiró su gente de guerra y se volvió sin hablar
palabra a ninguna persona de los aliados, ni tampoco de los
lacedemonios, todos los cuales siguieron en pos de él, porque era
caudillo de todo el ejército, y por guardar la ley y disciplina
militar. Mas no obstante, blasfemaban contra él y le culpaban en gran
manera, porque teniendo tan buena ocasión para la victoria, por estar
sus enemigos cercados por todas partes, así de los de a pie como de los
de a caballo, habían partido de allí sin hacer cosa alguna digna de tan
hermoso ejército como traía, que era uno de los mejores y más lucidos
que los griegos reunieron en todo el tiempo de aquella guerra.

Todos se retiraron a Nemea, donde descansaron algunos días, y estando
en este lugar hacían sus cálculos los capitanes y jefes, diciendo que
eran bastante poderosos, no solamente para vencer y desbaratar a los
argivos y sus aliados, sino también a otros tantos si vinieran, por lo
cual todos volvieron cada cual a su tierra muy airados contra Agis.

También los argivos se indignaron contra los dos de su parte que habían
hecho aquellos conciertos, diciendo que nunca los lacedemonios habían
tenido tan buena ocasión de retirarse tan seguros, porque les parecía
que teniendo ellos tan grueso ejército, así de los suyos como de sus
aliados, y estando a vista de su ciudad, muy fácilmente pudieran haber
desbaratado a los lacedemonios.

Partidos de allí los argivos, se fueron todos al lugar de Caradro,
donde antes que entrar en la ciudad y despojarse de las armas,
celebraron consejo sobre los asuntos militares y las cuestiones de
guerra. Allí fue sentenciado, entre otras cosas, que Trasilo fuese
apedreado, y aunque se salvó acogiéndose al templo, su dinero y bienes
fueron confiscados.

Mientras allí estaban llegaron mil hombres de a pie y quinientos de
a caballo que Laques y Nicóstrato traían de Atenas para ayudar a los
argivos, a los cuales mandaron volver los argivos, diciendo que no
querían violar las treguas hechas con los lacedemonios, de cualquier
manera que fuesen. Y aunque los capitanes atenienses les pidieron
hablar con los del pueblo de Argos, los capitanes argivos se lo
estorbaban, hasta que, a ruego de mantineos y eleos, lo alcanzaron.

Admitidos los capitanes atenienses en la ciudad, ante el pueblo de
Argos y de los aliados que allí estaban, Alcibíades, que era caudillo
de los atenienses, expuso sus razones, diciendo que ellos no habían
podido hacer treguas ni otros tratados de paz con los enemigos sin
su consentimiento, y pues había llegado allí con su ejército dentro
del término prometido, debían empezar nuevamente la guerra; y de tal
manera les persuadió con sus razones, que todos, de común acuerdo y
propósito, partieron para ir contra la ciudad de Orcómeno que está en
tierra de Arcadia, excepto los argivos, los cuales, aunque fueron de
esta opinión, se quedaron por entonces, y a los pocos días siguieron
a los otros, poniendo todos juntos cerco a Orcómeno y haciendo todo
lo posible para tomarla, así con máquinas y otros ingenios de guerra
como de otra manera, pues tenían gran deseo de tomar aquella ciudad por
muchas causas que a ello les movieron, y la principal era porque los
lacedemonios habían metido dentro de ella todos los rehenes tomados a
los arcadios.

Los orcomenios, temiendo ser tomados y saqueados antes que les pudiese
llegar el socorro, porque sus muros no eran fuertes y los enemigos
muchos, hicieron tratos con ellos, convirtiéndose en aliados suyos,
dándoles los rehenes que los lacedemonios habían dejado dentro de la
ciudad, y en cambio de ellos dieron otros a los mantineos.

Después que los atenienses y sus aliados hubieron ganado a Orcómeno
celebraron consejo sobre su partida y a dónde deberían ir, porque los
eleos querían que fuesen a Lépreo y los mantineos a Tegea, de cuya
opinión fueron los atenienses y los argivos, por lo cual los eleos se
despidieron de ellos y volvieron a su tierra. Todos los otros quedaron
en Mantinea y se disponían para ir a conquistar a Tegea, donde tenían
inteligencias con algunos de la ciudad que les habían prometido darles
entrada.

Cuando los lacedemonios volvieron de Argos a causa de las treguas
hechas por cuatro meses, blasfemaban por ella contra Agis por no haber
tomado la ciudad de Argos, habiendo tenido la mejor ocasión y medio
para ello que jamás lograron ni podrían tener en adelante, porque les
parecía que sería muy difícil poder reunir otra vez tan grande ejército
de aliados y confederados como entonces tuvieron allí. Mas cuando llegó
la nueva de la tomada de Orcómeno, fueron mucho más airados contra
Agis, hasta el punto que determinaron derribarle la casa, lo que antes
nunca se había hecho en la ciudad, y le condenaron a cien mil dracmas;
tan grande era la ira y saña que tenían contra él, aunque Agis se
excusaba y les hizo muchas ofertas, prometiéndoles recompensar aquella
falta con algún otro señalado servicio si le querían dejar el cargo de
capitán sin poner en ejecución lo que habían determinado contra él. Con
esto se contentaron los lacedemonios por entonces, dejándole el cargo y
no haciéndole mal ninguno, aunque desde aquel suceso hicieron una ley
nueva, por la cual crearon diez consejeros naturales de Esparta que le
asistiesen, sin los cuales no le era lícito sacar ejército fuera de
la ciudad, ni menos hacer paz ni tregua ni otros conciertos con los
enemigos.



IX.

Los lacedemonios y sus aliados libran una batalla en Mantinea contra
los atenienses y argivos y sus aliados, alcanzando la victoria.


Durante este tiempo llegó a Lacedemonia un mensajero de Tegea con
nuevas de parte de los de la ciudad, que si no les socorrían pronto,
les sería forzoso entregarse a los argivos y a sus aliados. Esta
noticia alarmó mucho a los lacedemonios y se pusieron en armas, así
los libres como los esclavos, con la mayor diligencia que pudieron,
partiendo para la villa de Oresteo. Además enviaron orden a los de
Menalia y a los otros arcadios de su partido, que por el más corto
camino que hallasen vinieran derechamente hacia Tegea.

Al llegar a Oresteo, y antes de salir de allí, enviaron la quinta parte
de su ejército a su tierra para guarda de la ciudad, en los cuales
entraban los viejos y niños, y todos los otros caminaron derechamente
a Tegea. Llegaron allí, y tras ellos los arcadios, ordenando a los
corintios, los beocios, los focenses y a los locros que fueran a
juntarse con ellos a Mantinea lo más pronto que pudiesen. Algunos de
estos aliados estaban bastante cerca para poder llegar en seguida;
pero teniendo forzosamente que pasar por tierra de enemigos, les fue
necesario esperar a los otros, aunque hacían todo lo posible para
atravesar.

Los lacedemonios, con los arcadios que tenían consigo, entraron
en tierra de Mantinea, donde hicieron todo el mal que pudieron, y
asentaron su campo delante del templo de Hércules. Los argivos y sus
aliados, advertidos de esto, situaron su campo en un lugar alto, muy
fuerte y muy difícil de entrar, y allí se prepararon para la batalla
contra los lacedemonios, los cuales también se ponían en orden para
pelear.

Cuando los lacedemonios llegaron a tiro de dardo de los enemigos,
uno de los más ancianos del ejército, viendo que ya iban resueltos a
acometer a los enemigos en su fuerte posición, dio voces diciendo:
«Agis, quieres remediar un mal con otro mayor», dando a entender
por estas palabras que Agis pensando enmendar el yerro que había
hecho delante de Argos, quería aventurar aquella batalla en malas
condiciones. Entonces Agis oyendo esto, vaciló, o por el temor que tuvo
de ser cogido en medio si acometía a los enemigos en sus parapetos,
o por parecerle otra cosa más a propósito, y mandó retirar su gente
de pronto sin que pelease. Cuando volvió a tierra de Tegea, procuró
quitarles el agua del río que pasaba por allí en tierra de Mantinea,
por razón del cual río los tegeatas y los mantineos tenían cuestiones
y diferencias a menudo, porque destruía las tierras por donde pasaba.
Hizo esto Agis, para obligar a los argivos y sus aliados a que bajasen
de aquel lugar fuerte que ocupaban, por la necesidad del agua, y
sacarlos a lo llano, a fin de combatir con ellos en sitio ventajoso, y
empleó todo aquel día en quitarles el agua.

A los argivos y sus aliados asustó primero ver que los lacedemonios
habían partido súbitamente, no pudiendo imaginar la causa de su
retirada; mas después, viendo que no los habían seguido, echaban la
culpa a sus capitanes, diciendo que los habían dejado ir una vez por
sus conciertos, pudiéndoles desbaratar cuando estaban delante de Argos,
y que ahora que habían huido no les quisieron seguir a su alcance,
escapándose por esto a su placer, y estando en salvo mientras ellos
eran engañados y vendidos por la traición de sus capitanes. Asustó a
estos dicha murmuración, temiendo que parase en algún motín, y por ello
partieron del fuerte de donde estaban con toda su gente, bajando a la
llanura con propósito de seguir a sus enemigos; y al día siguiente
caminaron en orden de batalla, resueltos a combatir con ellos si los
podían alcanzar.

Los lacedemonios, que habían vuelto del río a su primer alojamiento
junto al templo de Hércules, viendo venir a los enemigos contra ellos,
se asustaron como nunca, porque la cosa era tan súbita, que apenas les
daba tiempo para ponerse en orden de batalla. Pero cobraron ánimo,
y de pronto se pusieron en orden para pelear por mandato de Agis su
rey, el cual, conforme a sus leyes, tenía toda la autoridad necesaria
para mandar a los caudillos del ejército que eran los más principales
después de él, y estos mandaban a los jefes, y los jefes a los
capitanes, y los capitanes a los cabos de escuadras, porque así están
ordenados, por lo cual la mayor parte de la gente que forma su ejército
tienen cargo los unos sobre los otros, y por esta vía hay muchos que
cuidan de los negocios de la milicia.

Esta vez se hallaron en la extrema izquierda los esciritas, según la
costumbre antigua de los lacedemonios, y con ellos los soldados que
habían estado en Tracia con Brásidas, y los que habían sido nuevamente
libertados de servidumbre, y tras estos venían los otros lacedemonios
por sus bandas según su orden, y junto a ellos los arcadios. En la
derecha estaban los menalios, los tegeatas, y algunos lacedemonios,
aunque pocos, puestos en el extremo de la línea de batalla. A los lados
iba la gente de a caballo.

De la parte de los argivos, a la extrema derecha estaban los mantineos,
por hacerse la guerra en su tierra, y junto a ellos los arcadios que
eran de su parcialidad, y mil soldados viejos y escogidos, a quienes
los argivos daban sueldo porque eran muy experimentados en la guerra.
Tras estos venían todos los otros argivos, y sucesivamente los cleoneos
y los orneatas, y a la extrema izquierda estaban los atenienses con
su gente de a caballo. De esta manera iban ordenadas las haces de los
dos ejércitos, y aunque los lacedemonios mostraban mucha gente, no
puedo determinar realmente el número de combatientes de una parte ni de
ambas, porque los lacedemonios hacían sus cosas muy secretas y con gran
silencio, ni menos el de sus contrarios, porque sé que los engrandecen
hasta lo increíble. Puede, sin embargo, calcularse el número de la
gente de los lacedemonios, porque es cierto y averiguado que pelearon
siete bandas de los suyos sin los esciritas, que eran quinientos, y en
cada una de estas bandas había cinco capitanes, y en cada capitanía
dos escuadras, y en cada escuadra cuatro hombres de frente, y más
dentro había más o menos, según la voluntad de los capitanes. Cada
hilera comúnmente tenía hacia dentro ocho hombres, y el frente de todas
las escuadras estaba junto y cerrado a lo largo, de manera que había
cuatrocientos cuarenta y ocho hombres en cada ala sin los esciritas.

Después que todos estuvieron a punto en orden de batalla, así de
una parte como de la otra, cada capitán animaba a sus soldados lo
mejor que sabía. Los mantineos decían a los suyos, que mirasen que la
contienda era sobre perder su patria, señorío y libertad y caer en
servidumbre. Los argivos representaban a los suyos que la cuestión era
sobre guardar y conservar su señorío, igual al de las otras ciudades
del Peloponeso; y también sobre vengar las injurias que sus enemigos
vecinos y comarcanos les habían hecho a menudo. Los atenienses decían
a sus conciudadanos que mirasen que en aquella batalla les iba la
honra, y pues que peleaban en compañía de tan gran número de aliados
mostrasen que no eran más ruines guerreros que los otros, y también que
si esta vez podían vencer y desbaratar a los lacedemonios en tierra de
Peloponeso, su estado y señorío sería en adelante más seguro, porque no
habría pueblo que osase venir a acometerles en su tierra. Estas y otras
semejantes arengas y amonestaciones hacían los argivos y sus aliados.

Los lacedemonios, porque se tenían por hombres seguros y experimentados
en la guerra, no tuvieron necesidad de grandes amonestaciones, porque
la memoria y recuerdo de sus grandes hechos les daba más osadía que
ninguna arenga de frases elocuentes.

Hecho esto comenzaron a moverse los unos contra los otros, a saber:
los argivos y sus aliados con gran ímpetu y furor, y los lacedemonios,
paso a paso, al son de las flautas, de que había gran número en sus
escuadrones, porque acostumbran a llevar muchas, no por religión ni por
devoción, como hacen otros, sino para poder ir con mejor orden y compás
al son de ellas, y también porque no se desmanden o pongan en desorden
en el encuentro con los enemigos, según suele suceder a menudo cuando
los grandes ejércitos se encuentran uno con otro.

Antes de afrontar unos con otros, Agis, rey de los lacedemonios, tuvo
aviso de hacer una cosa para evitar lo que suele siempre ocurrir cuando
se encuentran dos ejércitos, porque los que están en la punta derecha
de la una parte y de la otra, cuando llegan a encontrar a los enemigos
que vienen de frente por la extrema izquierda, extiéndense a lo largo
para cercarlos y cerrar; y temiendo cada cual quedar descubierto del
costado derecho, que no le cubre con el escudo, ampárase del escudo
del que está a la mano derecha, pareciéndoles que cuanto más cerrados
y espesos se encuentren, estarán más cubiertos y seguros. El que está
al principio de la punta derecha muestra a los otros el camino para
que hagan esto, porque no tiene ninguno a la mano derecha que le pueda
amparar, y procura lo más que puede hurtar el cuerpo a los enemigos
de la parte que está descubierta, y por ello trabaja lo posible por
traspasar la punta del ala de los contrarios que está frente a él,
y cercarle y encerrarle por no ser acometido por la parte que tiene
descubierta, y los otros todos les siguen por el mismo temor.

Siendo los mantineos, que estaban a la extrema derecha de su ejército,
muchos más en número que los esciritas, que les acometían de frente, y
también los lacedemonios y los tegeatas, que tenían la punta derecha
de su parte, más numerosos que los atenienses que iban en la izquierda
de los contrarios, temió Agis que la punta siniestra de los suyos
fuese maltratada por los mantineos, e hizo señal a los esciritas y a
los brasidianos, o soldados de Brásidas, que se retirasen y uniesen
contra los mantineos, y al mismo tiempo mandó a dos jefes que estaban
en la punta derecha, llamados Hiponoidas y Aristocles, que partiesen
del lugar donde estaban con sus compañías, y reforzasen de pronto a
los esciritas y brasidianos, pensando que por este medio la punta
derecha de los suyos quedaría bien provista de gente, y la siniestra
estaría más fortificada para resistir a los mantineos. Pero los dos
jefes no quisieron cumplir la orden, así porque ya estaban casi a las
manos con los enemigos, como también porque el tiempo era breve para
hacer lo que se les mandaba, y por esta desobediencia fueron después
desterrados de Esparta como cobardes y negligentes. Como los esciritas
y soldados brasidianos estaban ya retirados de su posición, cumpliendo
el mandato del rey Agis, viendo este que las otras dos bandas de los
dos jefes no les sustituían en su lugar, mandó de nuevo a estos que
volvieran a su primera estancia, mas no les fue posible, ni menos a
los que antes estaban junto a ellos recibirlos, porque ya tenían todos
orden cerrado, y se encontraban junto a los enemigos; y aunque los
lacedemonios en todos los hechos de guerra suelen ser mejores guerreros
y más experimentados que los otros, no lo mostraron aquí, porque cuando
vinieron a las manos, los mantineos, que tenían la extrema derecha,
rompieron a los esciritas y a los brasidianos y sus aliados, y los
pusieron en huida, y los mil soldados viejos escogidos de los argivos
cargaron sobre el ala izquierda de los lacedemonios, desamparada de
las dos bandas que no se pudieron unir a ella, y la desbarataron y
obligaron a huir, siguiéndola hasta el bagaje que estaba allí cerca,
donde mataron algunos de los más viejos que estaban en guarda del
bagaje, y en esta parte los lacedemonios fueron vencidos.

Mas en el centro de la batalla, adonde estaba el rey Agis, y con él
trescientos hombres escogidos, que llaman los caballeros, la cosa
sucedió muy al contrario, porque estos dieron sobre los principales de
los argivos y sobre aquellos soldados que llaman las cinco compañías, y
asimismo sobre los cleoneos y orneatas, y sobre algunos atenienses que
estaban en sus escuadrones, con tanto ánimo que les hicieron perder
sus posiciones, y los más de ellos sin ponerse en defensa, viendo el
denuedo que traían los lacedemonios, salieron huyendo. Los lacedemonios
los siguieron, y en este rebato fueron muertos y hollados muchos de
ellos. De esta manera los argivos y sus aliados quedaron todos rotos
y desbaratados por dos partes, y los atenienses que estaban en el
ala izquierda se vieron en gran aprieto, porque los lacedemonios y
los tegeatas de la extrema derecha los cercaban de la una parte, y
de la otra sus aliados eran vencidos y dispersados; de suerte que de
no acudir los suyos de a caballo en su socorro, todos los atenienses
fueran dispersados.

En este momento, avisado Agis de que los suyos que estaban a la
izquierda de su ejército, frente a los mantineos y a los mil soldados
viejos de los argivos, estaban en gran aprieto, mandó a todos los
suyos que les fuesen a socorrer, y lo hicieron así, teniendo los
atenienses tiempo para salvarse con los otros argivos que habían sido
desbaratados. Los mantineos y los mil soldados argivos, viéndose
acosados por todos sus contrarios, no tuvieron corazón para seguir
adelante, estando los suyos rotos y dispersos y perseguidos por los
lacedemonios que iban tras ellos al alcance, por lo cual también
volvieron las espaldas, y dieron a huir, muriendo muchos mantineos,
aunque los más de los mil soldados argivos se salvaron, porque se iban
retirando paso a paso sin desordenarse, y también porque la costumbre
de los lacedemonios es pelear fuertemente y con perseverancia mientras
dura la batalla hasta vencer a sus contrarios; mas después que los ven
huir, vueltas las espaldas, no curan de perseguirles gran trecho.

Así concluyó esta batalla, que fue de las mayores y más reñidas que
tuvieron los griegos hasta entonces unos con otros, porque la libraban
las más poderosas y nombradas ciudades.

Después de la victoria, los lacedemonios despojaron los muertos de
sus armas, con las cuales levantaron trofeo en señal de victoria, y
en seguida de sus vestiduras, y dieron los cuerpos a los enemigos que
los pidieron para sepultarlos. Los suyos que allí perecieron mandaron
llevarlos a la ciudad de Tegea, donde les hicieron enterrar muy
honradamente.

El número de los que murieron en esta batalla fue este: de los argivos,
orneatas y cleoneos cerca de setecientos, de los mantineos doscientos,
y otros tantos de los atenienses y de los eginetas, entre los cuales
murieron los capitanes de los atenienses y argivos. De la parte de
los lacedemonios no hubo tantos que se pueda hacer gran mención, ni
tampoco se sabe de cierto el número de ellos, afirmándose comúnmente
que murieron cerca de trescientos. Debió acudir para esta batalla
Plistoanacte, que era el otro rey de Lacedemonia, el cual había salido
con los ancianos y los mancebos para ayudar a los otros; mas cuando
llegó a la ciudad de Tegea, al saber la nueva de la victoria, se
volvió desde allí, mandó a los corintios y a los otros aliados que
habitan fuera del istmo del Peloponeso que venían en socorro de los
lacedemonios que regresaran a sus tierras, y también despidió algunos
soldados extranjeros que traía consigo. Después hizo celebrar sus
fiestas en loor del dios Apolo, llamadas Carneas, y de tal manera la
deshonra e infamia que habían recibido de los atenienses, así en la
isla frente a Pilos, como en otras partes, donde fueron tenidos y
reputados por ruines y cobardes, la vengaron con esta sola victoria,
donde mostraron claramente que aquello que les había ocurrido antes
fue por caso y fortuna de guerra; pero que su virtud y esfuerzo era y
permanecía siempre tal cual había sido antes.

Sucedió que un día antes de la batalla, los epidaurios, creyendo que
todos los argivos habían ido a esta guerra y la ciudad quedaba sola y
vacía de gente, vinieron con todo su poder a tierra de los argivos,
y mataron algunos de aquellos que habían quedado en guarda y que les
salieron al encuentro. Pero tres mil eleos que venían en socorro de
los mantineos, y mil atenienses que llegaron asimismo en su socorro,
juntamente con aquellos que se habían escapado de la batalla de
los lacedemonios, fueron contra los de Epidauro, mientras que los
lacedemonios celebraban sus fiestas Carneas, combatieron la ciudad y la
tomaron, e hicieron en ella un fuerte, y los atenienses en el terreno
que les cupo, reedificaron el templo de Juno que estaba fuera de la
ciudad, y dejando allí gente de guarnición en el fuerte que hicieron,
regresaron a sus tierras.

Esto ocurrió aquel verano.



X.

Pactan primero la paz y después la alianza los lacedemonios y los
argivos. -- Hechos que realizan los lacedemonios y los atenienses sin
previa declaración de guerra.


Al empezar el invierno siguiente, habiendo los lacedemonios celebrado
sus fiestas de Carneas, salieron al campo y fueron a Tegea. Estando en
aquel lugar, enviaron mensajeros a los argivos para tratar de la paz.

Había en la ciudad de Argos muchos que tenían parentesco con los
lacedemonios, los cuales en gran manera deseaban quitar el gobierno
democrático existente, reduciéndole a pocos gobernadores con Senado y
cónsules, y después de perdida aquella jornada hallaron muchos más de
esta opinión. Para poderlo realizar, querían ante todas cosas ajustar
la paz con los lacedemonios y, hecha esta, pactar alianza. Por este
medio esperaban atraer al pueblo a su opinión.

Los lacedemonios, para tratar la paz, enviaron a Licas, hijo de
Arcesilao, que tenía casa en Argos, al cual dieron encargo que
demandase dos cosas tan solamente a los argivos, a saber: si querían
hacer guerra, de qué manera la querían hacer; y si querían paz, de qué
suerte la querían. Sobre lo cual hubo grandes discusiones de ambas
partes, porque se halló allí a la sazón Alcibíades, de parte de los
atenienses, que procuraba estorbar la paz con todas sus fuerzas. Mas
al fin los que eran del partido de los lacedemonios convencieron e
indujeron al pueblo a tomar y aceptar la paz en la manera siguiente:

«Ha parecido al concejo, justicia y gobernadores de los lacedemonios
hacer la paz con los argivos en esta forma: Primeramente los argivos
quedan obligados a devolver a los orcomenios sus hijos que tienen en
su poder, a los menalios sus ciudadanos y a los lacedemonios los suyos
que detienen dentro de Mantinea. Además mandarán salir su gente de
guerra que tienen de guarnición dentro de Epidauro, y derrocarán el
muro que allí han hecho, y si los atenienses, como consecuencia, no
mandaran también salir los suyos que allí están en guarda, que sean
tenidos y reputados por enemigos así de los lacedemonios como de los
argivos. De igual modo, si los lacedemonios tienen en su poder algún
hijo de los argivos o de sus aliados, los devolverán, jurando hacerlo
así unos y otros.

»Todas las ciudades y villas que están dentro del Peloponeso, grandes
o pequeñas, serán en adelante francas y libres, y en su libertad y
franquicia vivirán según sus leyes y costumbres antiguas, y si algunos
enemigos quisieren entrar en armas dentro de la tierra del Peloponeso
contra alguna de estas ciudades, las otras le darán socorro y ayuda
según su parecer y consejo, todas de común acuerdo.

»Los aliados de los lacedemonios que habitan fuera del Peloponeso
permanecerán en el mismo ser y estado que los confederados de los
argivos y lacedemonios, cada uno en su término y jurisdicción.

»Cuando fuere pedido socorro por alguno de los aliados de ambas partes
y se unieran a ellos para dárselo, después de mostradas las presentes
capitulaciones, podrán pelear juntamente con ellos, y ayudarles o
regresar a sus casas como los aliados quisieren.»

Estos artículos fueron aceptados por los argivos, y tras esto los
lacedemonios que estaban sobre Tegea partieron de allí y volvieron a su
tierra.

Pocos días después estando allí presentes los mismos que habían tratado
la paz, yendo y viniendo a menudo los unos con los otros, fue acordado
entre ellos que los argivos hiciesen alianza con los lacedemonios,
apartándose de aquella que primero habían hecho con los atenienses, los
mantineos y los eleos, y la ajustaron del modo siguiente:

«Ha parecido a los lacedemonios y a los argivos hacer alianza y
confederación entre ellos por cincuenta años de esta manera:

»Primeramente, ambas partes estarán a derecho y justicia según sus
leyes y costumbres antiguas.

»Ítem, las otras ciudades que están en el Peloponeso francas y libres,
y que viven en libertad, podrán entrar en esta alianza y tener y poseer
su tierra y jurisdicciones y señorío según han acostumbrado.

»Ítem, que todas las otras ciudades confederadas con los lacedemonios
que habitan fuera del Peloponeso serán de la misma forma y condición
que los lacedemonios, y asimismo los aliados de los argivos de la
suerte y condición de los argivos, teniendo y gozando igualmente de sus
términos y jurisdicción.

»Ítem, que siendo necesario enviar socorro o ayuda a alguna de las
tales ciudades confederadas, los lacedemonios y argivos juntamente
proveerán sobre esto lo que les pareciere justo y razonable, lo
cual se entiende cuando alguna de estas ciudades tuviere cuestión o
diferencia con otras que no sean de esta alianza por razón de sus
términos u otro motivo. Pero si alguna de tales ciudades confederadas
tuviere diferencias con otra, las someterá al arbitraje de una de las
otras ciudades que fuere de confianza a ambas partes, para juzgarlas y
determinar amigablemente, según sus leyes y costumbres.»

De esta manera fue hecha la alianza entre los lacedemonios y los
argivos, por medio de la cual todas las cuestiones que había entre
estas dos ciudades cesaron y se extinguieron.

También acordaron no recibir embajada ni mensaje de los atenienses en
una ciudad ni en otra sin que primeramente sacasen la gente de guerra
que tenían en el Peloponeso y derrocasen los muros que habían hecho en
Epidauro, prometiéndose no hacer paz ni guerra sino de común acuerdo.

Tenían los lacedemonios y argivos en proyecto muchas cosas, mas
principalmente querían hacer una expedición a tierra de Tracia, y con
tal motivo enviaron sus embajadores a Pérdicas, rey de Macedonia, para
atraerle a su devoción y alianza; mas el rey no quiso, por lo pronto,
comprometerse a ello ni apartarse de la amistad de los atenienses,
aunque tenía gran respeto a los argivos por ser natural de Argos, y por
esto pedía tiempo para decidirse.

Los lacedemonios y argivos revocaron el juramento que habían hecho
con los calcídeos e hicieron otro nuevo, y pasado esto, enviaron sus
embajadores a los atenienses para pedirles que derrocaran el muro que
habían hecho en Epidauro.

Los atenienses, considerando que la gente de guarnición que habían
dejado en Epidauro era muy poca en comparación de la que reunían los
aliados para la defensa de la comarca, enviaron a su capitán Demóstenes
para que sacase de allí las tropas de guarnición. Demóstenes, al llegar
a Epidauro, fingió que quería hacer unos juegos y fiestas fuera de la
ciudad, y con esto hizo salir la gente de todos los otros que allí
estaban de guarnición. Cuando todos salieron cerroles las puertas, y
después se juntó con los de la villa, renovó con ellos la alianza que
tenían con los atenienses y les dejó el muro objeto de la cuestión.

Hecha la alianza entre los lacedemonios y los argivos, al principio
los mantineos rehusaron entrar en ella; mas viendo que eran muy flacas
sus fuerzas contra los argivos, a los pocos días hicieron tratos y
conciertos con los lacedemonios y les dejaron libres las villas y
ciudades que les tenían usurpadas.

Hecho esto, los lacedemonios y los argivos enviaron cada cual de ellos
mil hombres de guerra a Sición, y quitando al pueblo el gobierno de la
ciudad y dándolo a ciertos ciudadanos que nombraron senadores, lo cual
hicieron primero los lacedemonios, y luego tras ellos lo mismo los de
Argos en su ciudad, para que la república se gobernase por consejo y
senado, de la misma manera que la ciudad de Lacedemonia.

Todas estas cosas se hicieron al fin del invierno, cerca de la
primavera, que fue el año catorce de la guerra.

En el verano siguiente los de Dío, que habitan en tierra de Atos, se
rebelaron contra los atenienses, y aliándose con los calcídeos y los
lacedemonios pusieron en buen orden todas las cosas de Acaya que no
estaban a su gusto.

En este mismo tiempo los del pueblo y comunidad de Argos, que habían ya
conspirado para volver a tomar el gobierno de la república, aguardaron
el momento en que los lacedemonios se estaban ejercitando todos
desnudos en sus juegos, según lo tienen por costumbre, y levantándose
contra los gobernadores de la ciudad y personas principales, les
acometieron con armas y mataron algunos de ellos y a otros echaron
fuera de la ciudad, los cuales, antes de salir, enviaron a pedir a los
lacedemonios socorro y ayuda, pero estos tardaron mucho en llegar por
estar ocupados en sus juegos. Cuando los dejaron, salieron al campo a
socorrer los gobernadores; al llegar a Tegea supieron que estos habían
ya salido, y regresando a su tierra, acabaron sus juegos.

Después fueron embajadores, así de parte de los que habían sido echados
de la ciudad como de la comunidad que gobernaba la república, los
cuales fueron oídos por los lacedemonios en presencia de sus aliados, y
después de grandes controversias entre ellos, declararon que sin causa
ni motivo los gobernadores habían sido echados de la ciudad, acordando
ir contra la comunidad en favor de los gobernadores, y por fuerza de
armas restablecerlos en sus cargos.

Como este acuerdo se dilatase de poner en ejecución por algunos días,
los de la comunidad, temiendo ser asaltados por los lacedemonios, se
confederaron de nuevo con los atenienses, pensando que por tal medio
estos les ampararían y defenderían. Así hecho, mandaron rehacer y
fortificar la muralla que va desde la ciudad hasta la mar, a fin de
que si les tomaban el paso para meter vituallas por parte de mar, las
pudiesen meter por tierra. Esta obra hicieron teniendo inteligencias
con algunas ciudades del Peloponeso, con tan gran diligencia que no
hubo hombre ni mujer, viejo ni mozo, grande ni pequeño que no emplease
su persona en este trabajo, y también los atenienses les enviaron
sus maestros y obreros y carpinteros, de manera que los muros fueron
acabados al fin del verano.

Viendo esto los lacedemonios, mandaron reunir todos sus aliados,
excepto los corintios, y al comienzo del invierno fueron a hacerles la
guerra al mando de Agis, su rey; y aunque tenían algunas inteligencias
con los de la ciudad de Argos, como por entonces no les eran útiles,
determinaron tomar la muralla nueva, que aún no estaba del todo
acabada, por fuerza de armas, y la derribaron. Después tomaron por
combate y asalto un lugar que estaba en tierra de Argos, llamado
Hisias, y lo saquearon y mataron a todos los hombres de edad madura que
hallaron dentro, regresando después a sus tierras.

Pasado esto, los argivos salieron de la ciudad con todo su poder contra
los fliasios y les tomaron toda la tierra por haber acogido a los
gobernadores que ellos echaron de la ciudad de Argos, aunque algunos de
estos tenían casas y heredades en la tierra.

En el mismo invierno los atenienses hicieron la guerra al rey Pérdicas
en Macedonia, so color que había conspirado contra ellos en favor
de los lacedemonios y de los argivos, y que cuando los atenienses
aparejaron su armada para enviarla a tierra de Tracia contra los
calcídeos y los de Anfípolis al mando de Nicias, Pérdicas había
disimulado con ellos, de manera que aquella empresa no pudo tener
efecto, por lo cual le declararon su enemigo.

Estos sucesos ocurrieron aquel invierno, que fue el fin del
decimoquinto año de esta guerra.

Al principio del verano siguiente, Alcibíades, con veinte naves, pasó
a Argos, y al llegar allí, entró en la ciudad y prendió a trescientos
ciudadanos que tenía por sospechosos de seguir el partido de los
lacedemonios, enviándoles desterrados a las islas que los atenienses
poseen en aquellas partes.



XI.

Del sitio y toma de la ciudad de Melos por los atenienses y de otros
sucesos que ocurrieron aquel año.


En este mismo tiempo los atenienses enviaron otra armada de treinta
barcos contra los de la isla de Melos, en la cual iban mil doscientos
hombres de guerra muy bien armados, y trescientos flecheros, y veinte
caballos ligeros.

En esta armada había seis naves de las de Quíos, y dos de las de
Lesbos, sin el socorro de los otros aliados, y de las mismas islas, que
serían mil y quinientos hombres.

Fueron estos melios poblados por los lacedemonios, y por eso recusaban
ser súbditos a los atenienses como todas las otras islas de aquella
mar, aunque al principio no se habían declarado contra ellos: mas
porque los atenienses los querían obligar a que se unieran a ellos,
les quemaban y talaban las tierras, tratándoles como a enemigos y
declarándoles la guerra.

Al llegar la armada de los atenienses a la isla de Melos, Cleomedes,
hijo de Licomedes, y Tisias, hijo de Tisímaco, que eran los jefes de
la armada, antes que hiciesen mal ni daño alguno a los de la isla,
enviaron embajadores a los de la ciudad, para que parlamentasen con
ellos, los cuales fueron oídos, aunque no delante de todo el pueblo,
sino solamente de los cónsules y senadores.

Los embajadores expusieron sus razones en el Senado, sobre lo que
les mandaron los capitanes, y los melios respondieron a ellas, y fue
debatida la materia entre ellos por vía de preguntas y respuestas de la
manera siguiente:


LOS ATENIENSES.-- Varones melios, porque tenemos entendido que no
habéis querido que hablemos delante de todo el pueblo, sino solamente
aquí en esta asamblea aparte, pues sospecháis que aunque nuestras
razones sean buenas y verdaderas, si las proponemos de una vez todas
juntas delante de todo el pueblo, acaso este, engañado por ellas, será
inducido a cometer algún yerro, a causa de no haber discutido antes la
materia punto por punto, y altercado sobre ella, será necesario que
vosotros hagáis lo mismo, a saber: que no digáis todas vuestras razones
de una vez, sino por sus puntos. Según viereis que nosotros decimos
alguna cosa que no os parezca conveniente ni ajustada a razón, vosotros
responderéis a ella, y diréis libremente vuestro parecer. Ante todas
cosas decidnos si esta manera de hablar por pregunta y respuesta que os
proponemos, os agrada o no.

LOS MELIOS.-- Ciertamente, varones atenienses, esta manera de discutir
los asuntos a placer y despacio no es de vituperar, pero hay una
cosa del todo contraria y repugnante a esto; y es que nos parece que
vosotros no venís para hablarnos de la guerra venidera, sino de la
presente, que está ya dispuesta y preparada, y la traéis, como dicen,
en las manos. Por tanto, bien vemos que vosotros queréis ser los jueces
de esta discusión, y el final de ella será tal, que si os convencemos
por derecho y por razón, no otorgando las cosas a vuestra voluntad,
comenzaréis la guerra, y si consentimos en lo que vosotros queréis,
quedaremos por vuestros súbditos, y en vez de libres, cautivos y en
servidumbre.

LOS ATENIENSES.-- A la verdad, si os habéis aquí reunido para discutir
sobre cosas que podrían ocurrir, o sobre otra materia que no hace al
caso, antes que para entender de lo que toca al bien y pro de vuestra
república, según el estado en que ahora se encuentra, no es menester
que pasemos adelante, pero si venís para tratar de esto que os atañe,
hablaremos y discutiremos.

LOS MELIOS.-- Justo es y conveniente a toda razón, y por tanto debemos
sufrirlo, que los que están en el estado que nosotros al presente,
hablen mucho, y cambien muchas razones respecto a muchas cosas, atento
que en esta asamblea la cuestión es sobre nuestras vidas y honras, por
lo cual, si os parece, nuestra conversación será como vosotros habéis
propuesto.

LOS ATENIENSES.-- Conviniendo pues hablar de esta suerte, no queremos
usar con vosotros de frases artificiosas ni de términos extraños,
como si por derecho y razón nos perteneciese el mando y señorío
sobre vosotros, por causa de la victoria que en los tiempos pasados
alcanzamos contra los medos, ni tampoco será menester hacer largo
razonamiento para mostraros que tenemos justa causa de comenzar la
guerra contra vosotros por injurias que de vosotros hayamos recibido.

Tampoco hay necesidad de que aleguéis que fuisteis poblados por los
lacedemonios, ni que no nos habéis ofendido en cosa alguna, pensando
así persuadirnos de que desistamos de nuestra demanda, sino que
conviene tratar aquí de lo que se debe y puede hacer, según vosotros,
y nosotros entendemos el negocio que al presente tenemos entre manos,
y considerar que entre personas de entendimiento las cosas justas y
razonables se debaten por derecho y razón, cuando la necesidad no
obliga a una parte más que a la otra; pero cuando los más flacos
contienden sobre aquellas cosas que los más fuertes y poderosos les
piden y demandan, conviene ponerse de acuerdo con estos para conseguir
el menor mal y daño posible.

LOS MELIOS.-- Puesto que queréis que, sin tratar de lo que fuere
conforme a derecho y razón, se hable de hacer lo mejor que pueda
practicarse en nuestro provecho, según el estado de las cosas
presentes, justo y razonable es, no pudiendo hacer otra cosa, que
conservemos aquello en que consiste nuestro bien común, que es nuestra
libertad; y por consiguiente al que continuamente está en peligro, le
será conveniente y honroso, que el consejo que da a otro, a saber, que
se deba contentar con lo que puede ganar y aventajar por industria y
diligencia conforme al tiempo, ese mismo consejo lo tome para sí. A
lo cual vosotros, atenienses, debéis tener más miramiento que otros,
porque siendo más grandes y poderosos que los otros, si os sucediera
peligro o adversidad semejante, tanto más grande sería vuestra caída; y
de mayor ejemplo para los demás el castigo.

LOS ATENIENSES.-- Nosotros no tememos la caída de nuestro estado y
señorío, porque aquellos que acostumbran a mandar a otros, como los
lacedemonios, nunca son crueles contra los vencidos, como lo son los
que están acostumbrados de ser súbditos de otros, si acaso consiguen
triunfar de aquellos a quienes antes obedecían. Mas este peligro que
decís lo tomamos sobre nosotros, quedando a nuestro riesgo y fortuna,
pues no tenemos ahora guerra con los lacedemonios. Hablemos de lo que
toca a la dignidad de nuestro señorío y a vuestro bien y provecho
particular, y de vuestra ciudad y república. En cuanto a esto os
diremos claramente nuestra voluntad e intención, y es que queremos de
todos modos tener mando y señorío sobre vosotros, porque será tan útil
y provechoso para vosotros como para nosotros mismos.

LOS MELIOS.-- ¿Cómo puede ser tan provechoso para nosotros ser vuestros
súbditos, como para vosotros ser nuestros señores?

LOS ATENIENSES.-- Os es ciertamente provechoso, porque más vale que
seáis súbditos que sufrir todos los males y daños que os pueden venir a
causa de la guerra; y nuestro provecho consiste en que nos conviene más
mandaros y teneros por súbditos que mataros y destruiros.

LOS MELIOS.-- Veamos si podemos ser neutrales sin unirnos a una parte
ni a otra, y que nos tengáis por amigos en lugar de enemigos. ¿No os
satisfará esto?

LOS ATENIENSES.-- En manera alguna, que más daño nuestro sería teneros
por amigos que por enemigos, porque si tomamos vuestra amistad por
temor, sería dar grandísima señal de nuestra flaqueza y poder, por
lo cual los otros súbditos nuestros a quien mandamos, nos tendrían en
menos de aquí en adelante.

LOS MELIOS.-- ¿Luego todos vuestros súbditos desean que los que no
tienen que ver con vosotros sean vuestros súbditos como ellos, y
también que vuestras poblaciones, si hay algunas que se os hayan
rebelado, caigan de nuevo bajo vuestras manos?

LOS ATENIENSES.-- ¿Por qué no tendrían este deseo puesto que los unos
ni las otras no se han apartado de nuestra devoción y obediencia por
derecho ni razón, sino solo cuando se han visto poderosos para podernos
resistir, y creyendo que nosotros, por temor, no nos atreveríamos a
acometerles?

Además, cuando os sojuzguemos, tendremos más número de súbditos, y
nuestro señorío será más pujante y más seguro, porque vosotros sois
isleños, y tenidos por más poderosos en mar que cualquiera de las otras
islas, por lo cual, no conviene que se diga podéis resistirnos, siendo
como somos los que dominan la mar.

LOS MELIOS.-- Y vosotros, decid, ¿no ponéis todo vuestro cuidado y
seguridad en vuestras fuerzas de mar?

Puesto que nos aconsejáis dejemos aparte el derecho y la razón por
seguir vuestra intención y provecho, os mostraremos que lo que pedimos
para nuestro provecho, redundará también en el vuestro, pues se os
alcanza muy bien que queriendo sujetarnos sin causa alguna, haréis a
todos los otros griegos, que son neutrales, vuestros enemigos, porque
viendo lo que habréis hecho con nosotros, sospecharán que después
hagáis lo mismo con ellos. De esta suerte ganáis más enemigos, y
forzáis a que lo sean también aquellos que no tenían voluntad de serlo.

LOS ATENIENSES.-- No tememos tal cosa por considerar menos ásperos
y duros a los que viven gozando de su libertad en tierra firme, en
cualquier parte que sea, que a los isleños que cual vosotros no sean
súbditos de nadie, y también a los que están sujetos y obedientes por
fuerza cuando tienen mala voluntad; porque aquellos que viven en
libertad, son más negligentes y descuidados en guardarse, pero los
sujetos a otro poder por sus desordenadas pasiones, muchas veces por
pequeño motivo se exponen ellos y exponen a sus señores a grandes
peligros.

LOS MELIOS.-- Pues si vosotros por aumentar vuestro señorío, y los que
están en sujeción por eximirse y libertarse de servidumbre se exponen
a tantos peligros, gran vergüenza y cobardía nuestra será, si estando
en libertad, como estamos, la dejásemos perder y no hiciésemos todo lo
posible, antes de caer en servidumbre.

LOS ATENIENSES.-- No es lo mismo en este caso, ni tampoco obraréis
cuerdamente si os guiáis por tal consejo, porque vuestras fuerzas no
son iguales a las nuestras, y no debe avergonzaros reconocernos la
ventaja. Por tanto, lo mejor será mirar por vuestra vida y salud, que
no querer resistir, siendo débiles, a los más fuertes y poderosos.

LOS MELIOS.-- Es verdad, pero también sabemos que la fortuna en la
guerra muchas veces es común a los débiles y a los fuertes, y que no
todas favorece a los que son más en número. Por otra parte entendemos
que el que se somete a otro, no tiene ya esperanza de libertarse, pero
el que se pone en defensa, la tiene siempre.

LOS ATENIENSES.-- La esperanza es consuelo de los que se ven en
peligro, aunque algunas veces trae daño a los que tienen causa justa,
porque tenerla, y bien grande, no los echa a perder por completo,
como hace con aquellos que todo lo fían en esto de esperar, lo cual
es peligroso, pues la esperanza, a los que se han confiado en ella en
demasía, no les deja después vía ni manera por donde poderse salvar.
Por lo cual, vosotros, pues os conocéis débiles y flacos y veis el
peligro en que estáis, os debéis guardar de él y no hacer como otros
muchos que, teniendo primero ocasión de salvarse, después que se
ven sin esperanza cierta acuden a lo incierto, como son visiones,
pronósticos, adivinaciones, oráculos y otras semejantes ilusiones, que
con vana esperanza llevan los hombres a perdición.

LOS MELIOS.-- Bien conocemos claramente lo mismo que vosotros sabéis,
que sería cosa muy difícil resistir a vuestras fuerzas y poder, que
sin comparación son mucho mayores que las nuestras, y que la cosa
no sería igual; confiamos, sin embargo, en la fortuna y en el favor
divino, considerando nuestra inocencia frente a la injusticia de los
otros. Y aun cuando no seamos bastantes para resistiros, esperamos el
socorro y ayuda de los lacedemonios, nuestros aliados y confederados,
los cuales por necesidad habrán de ayudarnos y socorrernos, cuando no
hubiese otra causa, a lo menos por lo que toca a su honra, por cuanto
somos población de ellos, y son nuestros parientes y deudos. Por
estas consideraciones comprenderéis que con gran razón hemos tenido
atrevimiento y osadía para hacer lo que hacemos hasta ahora.

LOS ATENIENSES.-- Tampoco nosotros desconfiamos de la bondad y
benignidad divina, ni pensamos que nos ha de faltar, porque lo que
hacemos es justo para con los dioses y conforme a la opinión y parecer
de los hombres, según usan los unos con los otros; porque en cuanto
toca a los dioses, tenemos y creemos todo aquello que los otros hombres
tienen y creen comúnmente de ellos; y en cuanto a los hombres, bien
sabemos que naturalmente por necesidad, el que vence a otro le ha de
mandar y ser su señor, y esta ley no la hicimos nosotros, ni fuimos los
primeros que usaron de ella, antes la tomamos al ver que los otros la
tenían y usaban, y así la dejaremos perpetuamente a nuestros herederos
y descendientes. Seguros estamos de que si vosotros y los otros todos
tuvieseis el mismo poder y facultad que nosotros, haríais lo mismo.
Por tanto, respecto a los dioses, no tememos ser vencidos por otros,
y con mucha razón; y en cuanto a lo que decís de los lacedemonios, y
de la confianza que tenéis en que por su honra os vendrán a ayudar,
bien librados estáis, si en esto solo os tenéis por bienaventurados,
como hombres de escasa experiencia del mal; mas ninguna envidia os
tenemos por esta vuestra necedad y locura. Sabed de cierto que los
lacedemonios entre sí mismos, y en las cosas que conciernen a sus leyes
y costumbres, muchas veces usan de virtud y bondad, mas de la manera
que se han portado con los otros, os podríamos dar muchos ejemplos. En
suma os diremos por verdad lo que de ellos sabemos, que es gente que
solo tienen por bueno y honesto lo que le es agradable y apacible, y
por justo lo que le es útil y provechoso; por lo cual, atenerse a sus
pensamientos, que son varios y sin razón en cosa tan importante como
esta en que os van la vida y las honras, no sería cordura vuestra.

LOS MELIOS.-- Decid lo que quisiereis, que nosotros creemos en ellos
y tenemos por cierto que, aun cuando no les moviese la honra, a lo
menos por su interés y provecho particular no desampararían esta ciudad
poblada por ellos, viendo que por esta vía se mostrarían traidores
y desleales a los otros griegos sus aliados y confederados, y esto
redundaría en utilidad y provecho de sus enemigos.

LOS ATENIENSES.-- Luego vosotros confesáis que no hay cosa provechosa
si no es segura, y asimismo que no se ha de emprender cosa alguna
por el provecho particular, si no hay seguridad, y que por la honra
y justicia se han de exponer los hombres a peligro, lo cual los
lacedemonios hacen menos que otros algunos.

LOS MELIOS.-- Verdaderamente pensamos que se aventurarán y expondrán
a peligro por nosotros, pues tienen motivo para hacerlo más que otros
algunos, por ser nosotros más vecinos y cercanos al Peloponeso, lo que
les permite ayudarse mejor de nosotros en sus haciendas, y podrán más
seguramente confiar en nosotros por el deudo y parentesco que con ellos
tenemos, pues somos naturales y descendientes de ellos.

LOS ATENIENSES.-- Así es como decís, mas la efectividad del socorro
no consiste de parte de los que le han de dar en la confianza
y benevolencia que tienen a los que lo piden, sino en la obra,
considerando si son bastantes sus fuerzas para podérselo dar. En esto
los lacedemonios tienen más miramiento que otros, porque desconfiados
de sus propias fuerzas, buscan y procuran las de sus aliados para
acometer a sus vecinos, por lo cual no es de creer que conociendo que
somos más poderosos que ellos por mar, quieran aventurarse ahora a
pasar a esta isla a socorreros.

LOS MELIOS.-- Aunque eso sea, los lacedemonios tienen otros muchos
hombres de guerra, sin ellos, que pueden enviar, y la mar de Creta es
tan ancha, que será más difícil a los que la dominan poder encontrar a
quienes quieran venir por ella a esta parte, que no a los que vinieren
ocultarse a sus perseguidores. Aun cuando esta razón no les moviere a
venir, podrán entrar en vuestras tierras y en las de vuestros aliados,
es decir, en las de aquellos contra quien no fue Brásidas, y por esta
vía os darán ocasión para que penséis más en defender vuestras propias
tierras que en ocupar las que no os pertenecen.

LOS ATENIENSES.-- Vosotros experimentaréis a vuestra costa, si os
dejáis engañar en estas cosas, lo que sabéis bien por experiencia de
otros; que los atenienses nunca levantaron cerco que tuviesen puesto
delante de algún lugar o plaza fuerte por temor. Vemos que todo cuanto
habéis dicho en nada atañe a lo que toca a vuestra salvación. Esto
solo había de ser lo que entendiesen y debiesen procurar los que están
en vuestra apurada situación. Porque todo lo que alegáis con tanta
instancia sirve para lo venidero, y tenéis muy breve espacio de tiempo
para defenderos y libraros de las manos de los que están ya dispuestos
y preparados para destruiros.

Parécenos, pues, que os mostraréis bien faltos de juicio y
entendimiento si no pensáis entre vosotros algún buen medio mejor que
el de ponderar la vergüenza que podréis sufrir en adelante, lo cual
varias veces ha sido muy dañoso en los grandes peligros; y muchos ha
habido que considerando el mal que les podría ocurrir si se rindiesen,
han aborrecido el nombre de servidumbre que tenían por deshonroso,
prefiriendo el de vencidos por considerarlo más honroso. Así, por su
poco saber, han caído en males y miserias incurables, sufriendo mayor
vergüenza por su necedad y locura, que hubieran sufrido por su fortuna
adversa si la quisieran tomar con paciencia. Si sois cuerdos, parad
mientes en esto, y no tengáis reparo en someteros y dar la ventaja a
gente tan poderosa como son los atenienses, que no os demandan sino
cosas justas y razonables, a saber: que seáis sus amigos y aliados,
pagándoles vuestro tributo. Y, pues, os dan a escoger la paz o la
guerra, que la una os pone en peligro, y la otra en seguridad, no
queráis por vanidad y porfía escoger lo peor, que así como es cordura,
y por tal se tiene comúnmente no quererse someter a su igual, cuando
el hombre se puede honestamente defender, así también es locura querer
resistir a los que conocidamente son más fuertes y poderosos, los
cuales muchas veces usan de humanidad y clemencia con los más débiles
y flacos. Apartaos, pues, un poco de nosotros, y considerad bien que
esta vez consultáis la salud o perdición de vuestra patria, que no hay
otro término, y que con la determinación que toméis, la haréis dichosa
o desdichada.


Dicho esto, se salieron los atenienses fuera. Los melios también se
apartaron a otro lugar, y después de consultar entre sí gran rato,
determinaron rechazar la demanda de los atenienses, respondiéndoles de
esta manera:


LOS MELIOS.-- Varones atenienses, no cambiamos de parecer, ni jamás
desearemos perder en breve espacio de tiempo la libertad que hemos
tenido y conservado de setecientos años a esta parte que hace está
nuestra ciudad fundada; antes con la buena fortuna que nos ha
favorecido siempre hasta el día de hoy, y con la ayuda de nuestros
amigos los lacedemonios, estamos resueltos a guardar y conservar
nuestra ciudad en libertad. Empero todavía os rogamos os contentéis con
que seamos vuestros amigos, sin ser enemigos de otros, y que de tal
manera hagáis vuestros tratos y conciertos con nosotros para el bien
y provecho de ambas partes, saliendo de nuestras tierras y dejándonos
libres y en paz.


Cuando los melios hubieron hablado de esta manera, los atenienses, que
se habían retirado aparte, mientras ellos discutieron, respondiéronles
de esta otra:


LOS ATENIENSES.-- Ya vemos que solo vosotros estimáis, por vuestro
propio parecer y mal consejo, las cosas venideras por más ciertas que
las presentes que tenéis a la vista, y os parece que lo que está en
mano y determinación de otro, lo tenéis ya en vuestro poder como si
estuviese hecho. Os ocurrirá, pues, que la gran confianza que tenéis
en los lacedemonios y en la fortuna, fundando todas vuestras cosas en
esperanzas vanas, será causa de vuestra pérdida y ruina.


Esto dicho, los atenienses volvieron a su campo sin haber convenido
nada; por lo cual los caudillos y capitanes del ejército, viendo que
no había esperanza de ganar la villa por tratos, se prepararon a
tomarla por combate y fuerza de armas, repartiendo las compañías en
alojamientos de lugares cercanos, poniendo a la ciudad de Melos cerco
de muro por todas partes, y dejando guarnición, así de los atenienses
como de sus aliados, por mar y por tierra. Hecho esto, la mayor parte
del ejército se retiró, y los que quedaron, entendían en combatir la
ciudad para tomarla.

En este tiempo, habiendo los argivos entrado en tierra de los fliasios,
fueron descubiertos por estos y salieron contra ellos, peleando de
manera que mataron ochenta.

Por otra parte, los atenienses, que estaban en Pilos, hicieron una
entrada en tierra de Lacedemonia y llevaron gran presa, aunque no por
esto los lacedemonios tuvieron las treguas por rotas, ni quisieron
comenzar la guerra, sino que solamente publicaron un decreto, por el
cual permitían a los suyos que pudieran recorrer y robar la tierra de
los atenienses. No había ciudad de todas las del Peloponeso que hiciese
guerra abierta contra los atenienses, a excepción de los corintios,
que la hacían por algunas diferencias particulares que tenían con ellos.

En cuanto a lo de Melos, estando puesto el cerco a la ciudad, los de
dentro salieron una noche contra los que estaban en el sitio por la
parte del mercado, y tomaron el muro que habían hecho hacia aquel lado,
matando muchos de los que estaban de guarda en él. Además les cogieron
gran cantidad del trigo y otras provisiones que metieron dentro de la
ciudad, encerrándose en ella sin hacer otra cosa memorable este verano.
Por causa de este suceso los atenienses procuraron en adelante poner
mejores guardas de noche.

Tales fueron los sucesos de este verano.

Al comienzo del invierno siguiente los lacedemonios estaban resueltos a
entrar en tierra de los argivos, para favorecer a los expatriados; mas
hechos sus sacrificios para ello, como no se les mostrasen favorables,
regresaron a sus casas. Algunos de los argivos que esperaban su venida,
fueron presos como sospechosos por los otros ciudadanos, y otros de
propia voluntad se ausentaron de la ciudad, temiendo ser presos.

En este tiempo los melios salieron otra vez de la ciudad, fueron sobre
el muro que los atenienses habían hecho en aquella parte, y lo tomaron,
porque había poca gente de guarda.

Sabido esto por los atenienses, enviaron nuevo socorro al mando de
Filócrates, hijo de Demeas, el cual tenía a punto sus ingenios y
pertrechos para batir los muros de la ciudad, pero los sitiados,
por causa de algunos motines y traiciones que había entre ellos, se
entregaron a merced de los atenienses, los cuales mandaron matar
a todos los jóvenes de catorce años arriba, y las mujeres y niños
quedaron esclavos, llevándolos a Atenas. Dejaron en la ciudad
guarnición, hasta que después enviaron quinientos moradores con sus
familias para poblarla con gente suya.


FIN DEL LIBRO QUINTO.



LIBRO VI.


SUMARIO.

I. Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que la habitaban, y
de cómo los atenienses enviaron a ella su armada para conquistarla. --
II. Hechos de guerra ocurridos durante aquel invierno en Grecia. La
armada de los atenienses se apareja para el viaje a Sicilia. -- III.
Discurso de Nicias ante el Senado y pueblo de Atenas para disuadirles
de la empresa contra Sicilia. -- IV. Discurso de Alcibíades a los
atenienses aconsejándoles la expedición a Sicilia. -- V. Discurso de
Nicias a los atenienses, que, de nuevo y por medios indirectos, procura
impedir la empresa contra Sicilia. -- VI. Los atenienses, por consejo y
persuasión de Alcibíades, determinan la expedición a Sicilia. Dispuesta
la armada, sale del puerto del Pireo. -- VII. Diversas opiniones que
había entre los siracusanos acerca de la armada de los atenienses.
Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el Senado de Siracusa, y
determinación que fue tomada. -- VIII. Discurso de Atenágoras a los
siracusanos. -- IX. Parte de Corcira la armada de los atenienses y es
mal recibida así en Italia como en Sicilia. -- X. Llamado Alcibíades
a Atenas para responder a la acusación contra él dirigida, huye al
Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue muerto en Atenas
Hiparco, hermano del tirano Hipias. -- XI. Después de la partida de
Alcibíades los dos jefes de la armada que quedaron ejecutan algunos
hechos de guerra en Sicilia, sitiando Siracusa y derrotando a los
siracusanos. -- XII. Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos a
la batalla. -- XIII. Los siracusanos, después de nombrar nuevos jefes
y ordenar bien sus asuntos, hacen una salida contra los de Catana. Los
atenienses no pueden tomar Mesena. -- XIV. Los atenienses por su parte
y los siracusanos por la suya envían embajadores a los de Camarina para
procurar su alianza. Respuesta de los camarineos. Aprestos belicosos
de los atenienses contra los siracusanos en este invierno. -- XV.
Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a los camarineos. --
XVI. Los lacedemonios, por consejo y persuasión de los corintios y de
Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos contra los atenienses. --
XVII. Los atenienses, preparadas las cosas necesarias para la guerra,
sitian Siracusa. Victorias que alcanzan contra los siracusanos en el
ataque de esta ciudad. Llega a Sicilia el socorro de los lacedemonios.



I.

Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que la habitan, y de
cómo los atenienses enviaron a ella su armada para conquistarla.

En este invierno[4] los atenienses determinaron enviar otra vez
a Sicilia una armada mucho mayor que la que Laques y Eurimedonte
condujeron antes con intención de sojuzgarla, no sabiendo la mayor
parte de ellos la extensión de la isla y la multitud de pueblos que la
habitaban, así griegos como bárbaros, y por tanto que emprendían una
nueva guerra no menor que la de los peloponesios, porque aquella isla
tiene de circuito tanto cuanto una nave gruesa puede navegar en ocho
días, y aunque es tan grande, no está separada de la tierra firme más
que unos veinte estadios[5].

Al principio fue habitada Sicilia por muchas y diversas naciones,
siendo los primeros los cíclopes y los lestrigones, que tuvieron
solamente una parte de ella. No sé decir qué nación era esta ni de
dónde fueron, ni a dónde pararon, ni sé otra cosa más que lo que los
poetas dicen, y los que de estos tienen noticias. Después fueron los
sicanos los primeros que la habitaron, los cuales dicen haber sido
los primitivos moradores y que nacieron en aquella tierra; mas se ve
claramente lo contrario, siendo en su origen iberos, llamados sicanos,
del nombre de un río que está en Iberia, llamado Sicano, y que echados
de su tierra por los ligures, se acogieron a Sicilia, la cual, por el
nombre de ellos, llamaron Sicania, pues antes se llamaba Trinacria, y
aun al presente los de aquella nación tienen algunos lugares de dicha
isla a la parte de occidente.

Después de tomada Troya, algunos troyanos que huyeron de ella por temor
a los griegos, se acogieron a tierra de los sicanos, donde hicieron su
morada, y así troyanos como sicanos fueron llamados élimos, y habitaron
dos ciudades, a saber: Erice y Egesta.

Tras de estos fueron a morar allí algunos focenses de los que, a la
vuelta de Troya, arrojó una tormenta a las costas de Libia, desde donde
pasaron a Sicilia.

Cuando los sicilianos fueron de Italia, siendo lanzados de allí por los
ópicos, como es verosímil y dicen comúnmente, pasaron en dos bateles
con la marea, aprovechando el tiempo oportuno para ello, porque el
pasaje es muy corto. Parece claramente que debió suceder esto, porque
aun hoy día hay sicilianos en Italia, la cual fue así nombrada de un
rey de Arcadia llamado Ítalo.

Estos sicilianos pasaron en gran número, de manera que vencieron en
batalla a los sicanos, obligándoles a retirarse a la parte de la isla
que está hacia el mediodía, y con esto mudaron el nombre a la isla,
llamando Sicilia la que antes llamaban Sicania. Porque a la verdad,
ocuparon la mayor parte de los buenos lugares de ella, y los tuvieron,
desde su primera invasión hasta que los griegos llegaron, por espacio
de trescientos años. Aun ahora tienen lugares mediterráneos que están
hacia las partes de Aquilón.

Durante este tiempo los fenicios fueron a habitar una parte de la isla
en algunas pequeñas islas allí cercanas para tratar y negociar con los
sicilianos; mas después, habiendo pasado muchos griegos por mar a la
isla, dejaron la navegación, avecindáronse en la isla, y fundaron tres
ciudades en los confines de los élimos, que fueron Motia, Solunte y
Panormo, confiados de la amistad que tenían con los élimos, y también
porque por aquella parte hay muy poco trecho de mar para pasar de
Sicilia a Cartago. De esta manera, y por tanto número de diversas
gentes bárbaras, fue habitada la isla de Sicilia.

Los griegos calcídeos que salieron de Eubea al mando de Tucles, fueron
los primeros que allí arribaron, fundando la ciudad de Naxos, y fuera
de ella edificaron el templo de Apolo Arquegeta, que allí se ve hoy
día, donde, cuando quieren salir fuera de la isla, hacen primeramente
sus votos y sacrificios.

Un año después de la llegada de los calcídeos, el corintio Arquias, que
procedía de los descendientes de Hércules, fue a habitar aquel lugar
donde al presente está Siracusa, habiendo primeramente lanzado de allí
a los sicilianos que la tenían, y estaba entonces aquella ciudad toda
fundada en tierra firme, sin que la mar la tocase por ningún punto.
Mucho tiempo después se acrecentó la parte que entra dentro de la mar,
que ahora está cercada de muralla, la cual, por sucesión de tiempo, se
pobló en gran manera.

Siete años después de fundada Siracusa, Tucles y los calcídeos salieron
de Naxos, expulsaron a los sicilianos que habitaban en la ciudad de
Leontinos, y la tomaron, y lo mismo hicieron en la ciudad de Catana,
de donde lanzaron a Evarco, que los de la tierra decían había sido el
primer fundador.

En este mismo tiempo Lamis fue de Mégara para habitar en Sicilia y
asentó, con la gente que llevaba para poblar, junto a un río llamado
Pantacias, y un lugar nombrado Trótilo. Desde allí pasó a habitar con
los calcídeos, en la ciudad de Leontinos, y por algún tiempo gobernaron
la ciudad juntamente; mas, al fin, por discordias y disensiones le
echaron de ella, y fue con su gente a morar a Tapso, donde murió.
Muerto Lamis, los suyos abandonaron la comarca, y mandados por un rey
siciliano nombrado Hiblón, que había entregado la tierra a los griegos
por traición, vinieron a morar a Mégara. Del nombre de este rey fueron
llamados hibleos, y doscientos cuarenta y cinco años después que allí
llegaron, los expulsó un rey de los siracusanos nombrado Gelón.

Antes de esto, cerca de cien años después de establecerse allí, fundó
la ciudad de Selinunte Pámilo, el cual, siendo echado de Mégara, que
era su ciudad metrópoli, con los otros de su nación creó esta colonia.

La ciudad de Gela fue fundada y poblada por Antifemo, natural de Rodas,
y Entimo, de Creta, según afirman todos comúnmente que trajeron cada
cual de su tierra cierto número de pobladores con sus casas y familias,
cerca de cuarenta y cinco años después que Siracusa se comenzó a
habitar, y pusieron nombre de Gela a aquella ciudad a causa del río que
pasa allí cerca, que es así llamado, y la edificaron donde antes estaba
asentada una villa cercada de muros llamada Lindios.

Pasados ciento ocho años después, los de Gela, dejando su ciudad bien
poblada por los dorios, fueron a habitar la ciudad que ahora se llama
Acragas, al mando de Aristónoo y de Pístilo. La llamaron así de un río
que pasa por ella que tiene este nombre, y establecieron el gobierno y
estado de la ciudad según las leyes y costumbres de su tierra.

La ciudad de Zancle primeramente fue habitada por algunos corsarios
que vinieron de la ciudad de Cumas, que está en la región de Ópica.
Mas después, como aportase allí gran multitud de otros griegos, así
de Calcis como de la tierra de Eubea, fue llamada Cumas, y venían por
caudillos de estos griegos, Perieres, natural de Cumas, y Cratémenes,
natural de Calcis. Llamábase antiguamente aquella ciudad Zancle,
porque está asentada en figura de una hoz que los sicilianos en su
lengua llaman _zanclon_. Estos de Zancle fueron después echados de su
ciudad por los samios y por algunos otros jonios que, huyendo de la
persecución de los medos, pasaron a Sicilia.

Poco después Anaxilas, que era señor de los de Regio, los lanzó de
allí, pobló la ciudad de gentes de diversas naciones y la llamó
Mesena[6], del nombre de la ciudad de donde él fue natural.

La ciudad de Hímera fue fundada por los zancleos, los cuales, al mando
de Euclides, de Simo y de Sacón, la poblaron de cierto número de sus
gentes. Poco tiempo después llegaron muchos calcídeos, y gran número de
siracusanos, lanzados de su ciudad por los bandos contrarios, llamados
milétidas, y por la mezcla de estas dos naciones se hizo un lenguaje
compuesto de dos, a saber: la mitad calcídeo, y la mitad dorio; la
manera de vivir fue según las leyes y costumbres de los calcídeos.

Las ciudades de Acras y de Cásmenas los siracusanos las fundaron
y poblaron; Acras cerca de setenta años después que fue habitada
Siracusa, y Cásmenas cerca de veinte años después de la fundación de
Acras.

Unos ciento treinta y cinco años después de fundada Siracusa, los
siracusanos fundaron y poblaron la ciudad de Camarina, capitaneados por
Dascón y Menécolo; pero a muy poco tiempo, habiéndose los camarineos
rebelado contra los siracusanos, sus fundadores, los expulsaron estos
de la ciudad; y andando el tiempo, Hipócrates, señor de Gela, habiendo
cogido prisioneros algunos siracusanos, consiguió por rescate de ellos
esta ciudad de Camarina, que estaba desierta, y la pobló. Poco después
fue otra vez destruida por Gelón: y a la postre reedificada y poblada
por los de Gela.

Poblada y habitada la isla de Sicilia por tan diversas naciones
de bárbaros y griegos, los atenienses intentaron invadirla, a la
verdad, con intención y codicia de conquistarla, aunque lo hacían
so color de dar socorro a los calcídeos, sus amigos y parientes, y
especialmente a los egesteos, porque estos habían enviado embajadores
a los atenienses, para demandarles socorro y ayuda, a causa de cierta
diferencia que había entre ellos y los selinuntios por algunos
casamientos, y también por los límites. Los selinuntios habían
recurrido a los siracusanos, como a sus aliados y confederados, y
estos impedían a los egesteos el paso por mar y tierra. Por ello los
egesteos habían enviado a pedir socorro a los atenienses, trayéndoles
a la memoria la amistad antigua y alianza que habían hecho en tiempo
pasado con Laques, capitán de los atenienses en la guerra con los
leontinos, rogándoles que les enviaran armada para socorrerles. Para
más inducirles a ello, les exponían muchas razones, y la principal
era, que si dejaban a los siracusanos realizar sus proyectos, después
echarían de su tierra a los leontinos y a sus aliados, y por este medio
serían señores de toda la isla, sucediendo después que los siracusanos,
por ser descendientes de los dorios que están en el Peloponeso, y haber
sido por ellos enviados a poblar Sicilia, acudirían en socorro de
los peloponesios contra los atenienses, para disminuir y destruir su
poder y señorío. Aconsejaban, pues, a los atenienses que para evitar
aquellos inconvenientes, sería muy cuerdo enviar con tiempo socorro a
los egesteos, sus aliados, y resistir al poder de los siracusanos. Para
ello les ofrecían proveerles de todo el dinero que les fuese necesario
para la guerra.

Estas amonestaciones de los egesteos, que hacían muy a menudo a los
atenienses, expuestas al pueblo de Atenas, fueron causa de que este
determinara enviar primeramente sus embajadores a Sicilia, para saber
si los egesteos tenían tanto dinero para la guerra como ofrecían, y
además para ver los aprestos de guerra que poseían e informarse del
poder y fuerzas de los selinuntios, sus contrarios, y del estado en que
se encontraban sus cosas, lo cual fue así hecho.



II.

Hechos de guerra ocurridos durante aquel invierno en Grecia. La armada
de los atenienses se apareja para el viaje a Sicilia.


En aquel invierno los lacedemonios con toda su hueste salieron al campo
en favor de los corintios, entraron en tierra de los argivos, robaron y
talaron mucha parte de ella, y trajeron muchas vacas y ganado, y gran
cantidad de trigo que les tomaron.

Después hicieron sus conciertos y treguas entre los argivos que estaban
en la ciudad, y los expatriados que pasaron a la ciudad de Orneas con
la condición de que los unos no atentasen contra los otros durante el
tiempo de la tregua, y esto hecho, regresaron a sus casas.

Poco tiempo después los atenienses regresaron con treinta naves, en
las cuales había setecientos hombres de pelea, y se juntaron con los
argivos saliendo de esta ciudad todos los que eran aptos para tomar
armas, y juntos fueron contra los de Orneas. El mismo día que llegaron,
tomaron la ciudad, aunque la noche anterior, los de dentro, viendo que
el campo de los enemigos estaba bastante lejos de la ciudad, tuvieron
tiempo para salvarse todos. Los argivos, a la mañana siguiente,
hallando la ciudad abandonada por los habitantes, la derrocaron y
asolaron, regresando después a sus casas.

Los atenienses, que habían ido con ellos, se embarcaron y navegaron
derechamente hacia la villa de Metone, que está situada en los confines
de Macedonia, donde embarcaron también otros muchos soldados, así de
los suyos como de los macedonios, y algunos de a caballo, que estaban
desterrados de su país, y vivían en tierra de los atenienses. Todos
juntos entraron en las tierras de Pérdicas, y las robaban y talaban
cuanto podían.

Sabido esto por los lacedemonios, mandaron a los calcídeos que moran
en Tracia, que fuesen a socorrer a Pérdicas, lo cual rehusaron hacer,
diciendo que tenían treguas con los atenienses por diez días. Pasó así
el invierno, que fue el decimosexto año de esta guerra, que Tucídides
escribió.

Al principio del verano regresaron los embajadores que los atenienses
habían enviado a Sicilia, y con ellos algunos egesteos de los
principales, que trajeron sesenta talentos de plata, no labrada,
para la paga de un mes de sesenta naves que pedían de socorro a los
atenienses.

Estos egesteos y los embajadores fueron admitidos en el Senado, y
al darles audiencia delante de todo el pueblo, propusieron muchas
cosas para poder persuadir a los atenienses de su demanda, y entre
otras fue la de afirmar que tenía su ciudad gran copia de oro y
plata, así en el tesoro público como en los templos, aunque no era
esto verdad. No obstante, a sus ruegos y persuasiones, el pueblo
les otorgó la ayuda de sesenta naves que pidieron y gran número de
gente de guerra, y nombraron tres de los principales de la ciudad por
caudillos de aquella armada, que fueron Alcibíades, hijo de Clinias;
Nicias, hijo de Nicérato, y Lámaco, hijo de Jenófanes, con pleno
poder y autoridad bastante; a los cuales encargaron que primeramente
socorriesen a los egesteos contra los selinuntios; después, si viesen
sus cosas prósperas, procurasen restituir a los leontinos en su
estado, y finalmente, que en tierra de Sicilia hiciesen todo aquello
que consideraran convenir al bien y aumento de la república de los
atenienses.

A los cinco días celebrose nueva reunión en el Senado para ordenar lo
necesario, a fin de que la armada pudiese partir muy pronto, y proveer
las cosas precisas para los capitanes. Entonces, Nicias, uno de los
nombrados para aquella empresa, aunque contra su voluntad, porque
entendía haber sido determinada sin consejo y razón, solamente por
codicia de conquistar toda la isla de Sicilia, y que además conocía
cuán difícil era la empresa, pensando apartarles de este propósito,
salió en medio delante de todos y habló de esta manera:



III.

Discurso de Nicias ante el Senado y pueblo de Atenas para disuadirles
de la empresa contra Sicilia.


«Esta asamblea, varones atenienses, se hace, según veo, para proveer lo
necesario a una armada y pasar con ella a Sicilia, mas a mi parecer,
ante todas cosas, convendría consultar si será acertado enviarla y
realizar esta empresa o no lo será. En materia de tanta importancia no
conviene limitarse a una consulta tan breve, y atenidos a lo que nos
hacen creer hombres extraños, comenzar una guerra tan difícil por lo
que nada nos importa.

»En lo que particularmente a mi toca, yo sé de cierto que puedo ganar
honra en este hecho más que en otro alguno, y que soy el que menos teme
poner a riesgo su persona de todos cuantos aquí están, pero he tenido y
tengo por buen ciudadano al que cuida de su persona y de su hacienda,
porque este puede y quiere servir y aprovechar a la república con lo
uno y con lo otro.

»Conforme en el tiempo pasado, jamás por codicia de honra he dicho
otra cosa de lo que me parecía ser mejor y más conveniente para
la república, lo mismo pienso hacer al presente. Y aunque este mi
razonamiento será de poca eficacia para mover vuestros corazones,
que ya están persuadidos en contrario, debo, sin embargo, deciros
que miréis por vuestras personas, guardéis vuestras haciendas y no
queráis aventurar y poner en peligro las cosas ciertas por las dudosas;
considerando que esta vuestra empresa contra Sicilia, que tan de prisa
habéis determinado, ni es oportuna ni tan fácil como os dan a entender.
Lo primero, porque me parece que, acometiendo esta empresa dejáis acá
muchos enemigos a las espaldas y procuráis traer otros muchos más,
pues si os fundáis en que las treguas que tenéis con los lacedemonios
serán firmes y seguras, yo os certifico que lo serán mientras nosotros
estemos en paz y nuestras cosas continúen en prosperidad, pero si
por desgracia ocurriera alguna adversidad a esta nuestra armada que
enviamos, inmediatamente se moverán ellos y vendrán a dar sobre
nosotros, pues para las treguas y conciertos que con nosotros hicieron,
fueron obligados por necesidad y no guiados por su provecho y ventaja.

»Hay, además, en el convenio muchos puntos oscuros y dudosos. No pocos
del partido contrario no lo aceptaron, y estos no los más flacos de
fuerzas, de los cuales algunos se han declarado ya enemigos nuestros, y
los otros, aunque no se mueven ahora por las treguas de diez días que
les obligan a estar tranquilos, si por dicha suya ven nuestras fuerzas
repartidas, como queremos hacer ahora, se declararán por enemigos,
vendrán contra nosotros y volverán a aliarse con los sicilianos, como
lo han querido hacer en otros tiempos.

»Debemos, pues, considerar todas estas cosas, y no estimar nuestra
ciudad por tan poderosa que la queramos poner en peligro y codiciar
nuevo señorío antes de asegurar de manera firme y estable el que
tenemos. Porque si hasta ahora no hemos podido sojuzgar por completo a
los calcídeos de Tracia, nuestros súbditos, que se nos habían rebelado,
ni a sosegar otros de tierra firme, de quienes no estamos muy seguros,
¿por qué determinamos tan de repente ir a socorrer a los egesteos, so
color que son nuestros aliados y necesitan ayuda? Estos, en tiempo
pasado, se apartaron de nuestra alianza, y con razón podríamos asegurar
que nos han hecho injuria. Aun en el caso de recobrar su alianza
alcanzando la victoria contra sus enemigos, muy poco o nada nos pueden
ayudar, así por estar muy lejos, como por ser muchos, por lo cual no
podríamos mandar en ellos fácilmente.

»Paréceme, por tanto, que es locura ir contra aquellos, que cuando los
hubiéremos vencido no los podremos buenamente guardar ni mantener en
nuestra obediencia, y si no conseguimos la victoria, quedaremos en peor
estado que antes de comenzada la guerra.

»Por otra parte, según yo entiendo de las cosas de Sicilia, me parece
que los siracusanos, aunque sean los principales de aquella tierra,
no tienen por qué odiarnos ni envidiarnos, que es el punto en que los
egesteos fundan su demanda, y aunque por acaso les ocurriese ahora
quererse congraciar con los lacedemonios, no es de creer que los que
están en peligro de perder, quieran por amor a pueblo extraño emprender
la guerra contra otro y aventurar su estado, pues han de pensar que si
los peloponesios con su ayuda acabaran con nuestro señorío, de igual
modo destruirían el suyo.

»Además los griegos que habitan en tierra de Sicilia nos tienen gran
miedo mientras no vamos contra ellos, y lo tendrán mucho mayor si les
mostrásemos nuestras fuerzas y después nos retirásemos. Mas si una vez
entramos en su tierra como enemigos, y recibimos de ellos algún daño o
afrenta, en adelante nos tendrán en mucho menos, se juntarán con los
otros griegos y vendrán a acometernos en nuestra tierra, pues como
todos sabéis bien, las cosas son más admiradas cuanto más lejos están y
tanto menos se estiman cuanto más se prueban y conocen, según podemos
ver por experiencia en nosotros mismos, porque alcanzamos la victoria
contra los lacedemonios y los otros peloponesios, cuyas fuerzas y
poder temíamos mucho, y desde entonces les tenemos en tan poco, que
presumimos ir a conquistar a Sicilia.

»No conviene por la adversidad de los contrarios engreírse, sino antes
refrenar los apetitos y pensamientos, y confiar tan solamente en las
propias fuerzas considerando que los lacedemonios, por la afrenta que
han recibido de nosotros, no piensan en otra cosa sino en vernos hacer
alguna locura o desatino para vengar su derrota y recobrar la honra
perdida; tanto más ellos que otros porque son más codiciosos de gloria
y honra que cualquiera otra nación.

»Debemos pues, varones atenienses, considerar que no tratamos ahora
solo de favorecer a los egesteos de Sicilia, que al fin son bárbaros,
sino también de cómo nos podemos guardar y defender de una ciudad tan
poderosa como la de los lacedemonios, que, por gobernarla pocos, es
enemiga de la nuestra que se gobierna por señorío y comunidad.

»También nos debemos acordar de que apenas hemos podido respirar de
una grande epidemia, y de una guerra tan grande como la pasada, que
nos puso en tanto cuidado y fatiga, y que si ahora crecemos en número
de gente y de riqueza, lo debemos guardar para emplearlo en provecho
de nosotros mismos, y no gastarlo en pro de estos desterrados que
vienen a pedirnos socorro y ayuda, los cuales saben mentir bien para
su provecho, con daño y peligro de sus vecinos, sin tener otra cosa
que dar sino palabras. Porque si con nuestra ayuda les suceden bien
sus cosas, ni nos darán provecho ni gracias, y si mal, se perjudicarán
ellos y dañarán a sus amigos y aliados. Y si alguno de los elegidos por
vosotros para tener cargo de la armada aconseja esta empresa por su
interés particular, y por estar en la flor de su mocedad desea ganar
honra para ser más estimado, y ostentar los muchos caballeros que
mantiene de la renta que tiene, no por eso debéis otorgar a sus deseos
y cumplir su voluntad y provecho particular con daño y peligro de toda
la ciudad, sino antes considerad que por causa de semejantes personas
las cosas públicas reciben detrimento, y las privadas y particulares
se gastan y destruyen. Además, un negocio de tan gran importancia no
debe ser consultado con hombres mozos, ni ponerse en ejecución tan de
repente.

»Porque temo que en esta asamblea hay muchos sentados que le asisten y
favorecen, y por su ruego han venido, recomiendo a los ancianos que no
se dejen persuadir por hombres mozos que les dicen sería vergüenza no
emprender la guerra, que parecería pusilanimidad y falta de corazón,
que sería mal comentado no socorrer a los amigos ausentes y otras
semejantes razones, pues sabéis bien que las cosas que se hacen por
pasión y afecto las más de las veces no salen tan bien como aquellas
que se ejecutan por razón y maduro consejo. Por lo cual y por no poner
nuestro estado en peligro ya que hasta ahora no lo hemos puesto,
debemos responder a los sicilianos que no traspasen los términos que
actualmente tienen con nosotros, a saber, que no pasen el golfo de la
mar de Jonia por la parte de tierra, ni por otra parte de Sicilia, y
en lo demás que gobiernen sus tierras y señoríos entre ellos como bien
les pareciere, y responded a los egesteos, que pues que comenzaron la
guerra contra los selinuntios sin los atenienses, la acaben por sí
mismos, y de aquí en adelante nos recatemos de hacer nuevas alianzas de
la suerte que hasta ahora hemos acostumbrado, porque siempre queremos
ayudar a los necesitados en sus trabajos y fortunas, y cuando nosotros
necesitamos socorro para los nuestros no lo hallamos.

»Tú, presidente, si quieres tener cuidado de la ciudad y gobernarla
como conviene, y merecer el nombre de buen ciudadano, debes poner de
nuevo en consulta este negocio, y demandar las opiniones de todos sin
avergonzarte de revocar el decreto una vez hecho, pues en esta asamblea
hay tan buenos y tantos testigos que con razón no podrás ser culpado
por tomar otra vez consejo. Este será el remedio para la ciudad mal
aconsejada, no olvidando que la manera de gobernar bien un buen juez,
es hacer a su patria todo el provecho que pudiere, a lo menos no
hacerle mal ni daño a sabiendas.»

De esta manera habló Nicias, y después hablaron otros muchos
atenienses, de los cuales la mayoría fue de parecer que se llevase
adelante aquella empresa según la primera determinación. Algunos había
de contraria opinión.

Alcibíades era el que más aconsejaba la guerra, así por contradecir
a Nicias, a quien tenía odio, como por otras causas que entonces le
movían tocantes al gobierno de la república, y también porque Nicias
en su razonamiento parecía que le acusaba de calumnia, aunque no le
nombraba por su nombre, y principalmente porque deseaba en gran manera
ser capitán en aquella armada, esperando por este medio conquistar a
Sicilia, y después a Cartago, y adquirir gloria, honra y riquezas en
esta conquista, si la cosa salía bien como creía, porque estando en
gran reputación, teniendo el favor del pueblo y queriendo por gloria
y ambición ostentar más de lo que permitían sus rentas, presumía de
mantener muchos caballos, y hacer suntuosos y excesivos gastos, lo cual
después en parte fue causa de la destrucción del poder de Atenas, pues
muchos ciudadanos viendo su desorden y demasía, así en el comer como
en atavíos de su persona y su arrogancia y pensamientos altivos en
todas cuantas cosas trataba, le fueron enemigos, creyendo que se quería
hacer señor y tirano de la tierra, y aunque en las cosas de guerra
fuese muy valeroso y las supiese bien tratar, como la mayoría de los
ciudadanos era contraria a sus obras, procuraban poner los negocios de
la república en manos de otro, de donde al fin provino la pérdida y
destrucción de su ciudad.

Saliendo Alcibíades ante todos les habló de esta manera:



IV.

Discurso de Alcibíades a los atenienses aconsejándoles la expedición a
Sicilia.


«Varones atenienses: me conviene ser caudillo y capitán de esta armada
más que a otro alguno, y quiero comenzar mi discurso por este punto y
no por otro, porque veo que Nicias ha querido aludir a él, y porque
con esto y sin esto me compete dicho cargo por ser digno y merecedor
de él, pues las cualidades que me dan fama y estima entre los hombres,
si redundan en gloria de mis antepasados y mía, traen también honra y
provecho a la república. Los griegos que se hallaron presentes a los
juegos y fiestas de Olimpia, viendo mi suntuosidad y magnificencia,
tuvieron y estimaron nuestra ciudad por más rica y poderosa, donde
antes la tenían en poco y pensaban fácilmente poderla sojuzgar; pues
entonces, como todos saben, me hallé en aquellas fiestas con siete
carros triunfales muy bien adornados, lo cual ningún particular
había podido hacer hasta entonces, y así gané el primer premio de
la contienda y aun el segundo y cuarto, y en lo demás hice tan gran
aparato y usé de tanta magnificencia como convenía a tal victoria.
Todas estas cosas son muy honrosas, y muestran a las gentes que las ven
el poder y riqueza de la tierra y ciudad de donde es natural el que las
hace.

»Y aunque estos hechos y otros semejantes, por los cuales yo soy
tenido y estimado en esta ciudad, engendren gran envidia a los otros
ciudadanos contra mí, serán siempre señal de poderío y riqueza para los
extraños y venideros, y en mi opinión, los pensamientos del que procura
por estos medios a su costa hacer honra y provecho, no solamente a
sí mismo, sino también a su patria, no deben ser tenidos por dañosos
y perjudiciales a la república. Ni menos por malo, el que tiene tal
presunción de sí mismo que no quiere ser igual a los otros, sino antes
excederles en todo y por todo, pues los ruines y mal aventurados no
hallan persona que les quiera tener compañía en su miseria, y siempre
son menospreciados. Si estando en prosperidad y felicidad los tenemos
en poco, no les debe pesar por ello, sino esperar a hacer lo mismo con
nosotros cuando se vieren en tal estado.

»Aunque yo sé muy bien que las tales personas y otras semejantes que
exceden en honra y dignidad a otros son muy envidiados, mayormente de
sus iguales, y también en alguna manera de los otros contemporáneos,
mas esto es solo en vida, que después de su muerte la fama y renombre
que han ganado es de tal eficacia para los venideros que muchos se
glorifican de haber sido sus parientes y deudos, y aun algunos que no
lo son dicen serlo. Muchos otros se tienen por honrados de llamarse
vecinos y moradores de la tierra y ciudad de donde aquellos son
naturales, no por cierto por haber sido estos tales malos y ruines,
sino antes buenos y provechosos a la república. Por lo cual, si yo he
procurado imitar a tales personas virtuosas y seguir sus pasos, y por
ello he vivido particularmente más honrado que los otros, mirad si por
esta causa en los negocios de la república me he portado más ruinmente
que los otros ciudadanos.

»Recordad que estando todo el poder de los peloponesios unido contra
nosotros, sin vuestro peligro ni a vuestra costa, obligué a los
lacedemonios a que un día junto a Mantinea aventurasen todo su estado
en una batalla, en la cual, aunque lograron la victoria, el peligro
en que se vieron fue tan grande, que desde entonces no han osado
venir contra nosotros. Y esta mi mocedad y poco saber que parecía,
según razón y natura, no poder resistir entonces al poder de los
peloponesios, hablando de veras dio tal muestra y crédito de mi valor,
que al presente no debáis temer sea dañosa a la república, antes
mientras yo tengo esta osadía en mi mocedad, y Nicias la buena fortuna
y cualidades de gobierno que tiene, podéis usar de las condiciones del
uno y del otro según os pareciere más conveniente a vuestro bien y
provecho.

»Volviendo al propósito de que hablamos, en manera alguna conviene
que revoquéis el decreto que habéis hecho para ejecutar esta empresa
de Sicilia por miedo o temor a tener que lidiar con muchas y diversas
gentes, porque aunque en Sicilia hay muchas ciudades, los pobladores
son de diversas naciones, que ya están acostumbradas a mudanzas
y alborotos, y ninguno hay de ellos que quiera tomar armas para
defender su patria, ni aun su misma persona, ni menos entender en la
fortificación de los lugares para defensa de los pueblos; antes cada
uno, creyendo que podrá convencer a los otros de lo que dijere, o si
no les puede persuadir, que revolverá la ciudad y el estado de la
república por interés particular, fija toda su atención en esto, y no
es de creer que una multitud de gentes diferentes se pueda poner de
acuerdo para obedecer las palabras de quien les aconseje que se unan
para defenderse de sus contrarios, antes cada cual estará dispuesto
a hacer lo que se le antoje según su voluntad y apetito, mayormente
habiendo entre ellos bandos y sediciones, según tengo entendido, que al
presente hay.

»Además no tienen tantas gentes de guerra como dicen, porque comúnmente
se exagera en estas cosas. Los mismos griegos no pudieron reunir tan
gran ejército como se alababa de tener cualquiera de sus estados,
cuando fue preciso en la pasada guerra contra los medos, que toda la
Grecia se pusiera en armas.

»Estando, pues, las cosas de Sicilia en el estado que os he dicho,
según entiendo por la relación de muchas personas dignas de fe y
crédito, facilísima os será esta empresa, mayormente habiendo entre
ellos muchos bárbaros, los cuales, por la enemistad que tienen con los
siracusanos, de buena gana se unirán con nosotros.

»Bien mirado, tampoco nos podrá estorbar esta guerra el atender a
las cosas de acá, pues es cierto que nuestros mayores y antepasados,
teniendo por contrarios todos los que ahora dicen que se declararán a
favor de nuestros enemigos, cuando supiesen que nuestra armada está en
Sicilia, donde al presente no nos impiden pasar y, además de ellos,
los medos adquirieron este imperio y señorío que tenemos, no por otros
medios, sino por ser poderosos en la mar y tener gran armada, que es la
causa sola porque los peloponesios han perdido la esperanza de podernos
vencer de aquí en adelante.

»Además, si ellos determinasen entrar en nuestra tierra, bien lo
podrían realizar aunque no tuviésemos esta armada, pero no nos podrán
hacer mal con la suya, porque la que dejaremos aquí será bastante para
resistir y combatirla. Por todo lo cual, pidiéndonos nuestros amigos
y aliados ayuda y socorro, no podremos tener excusa ninguna para no
debérsela dar, y no haciéndolo, con razón nos culparán de que tuvimos
pereza de ir, o que so color de excusas muy frías, les hemos negado el
auxilio que estamos obligados por nuestro juramento.

»Ni menos podemos alegar en contra de ellos que nunca nos han socorrido
en nuestras guerras, pues no les damos la ayuda y socorro en su tierra
con intención de que ellos nos vengan a socorrer en la nuestra, sino
solamente para que entretengan con su guerra los enemigos que tenemos
en aquellas partes, y les hagan todo el mal y daño que pudieren, a fin
de que tengan menos fuerzas para venir a acometernos en nuestra tierra,
y por estas vías y maneras nosotros y todos aquellos que han adquirido
grandes tierras y señoríos las han aumentado siempre y conservado,
dando pronto y con liberalidad ayuda y socorro a aquellos que se los
demandaban, ora fuesen griegos, ora bárbaros.

»Porque si rehusamos dar ayuda a los que nos la piden, o si nos
detenemos a calcular a qué nación la debemos dar o negar, nunca
ganaremos mucho, sino que pondremos en peligro lo que poseemos al
presente.

»Jamás debe esperar a defender sus fuerzas, el que es más poderoso
cuando llega su enemigo a acometerlas, sino apercibirse antes de suerte
que este tema venir. Ni tampoco está en nuestra mano poner un término
a nuestro imperio o señorío, para decir que ninguno pase adelante,
sino que para defenderle es necesario acometer a unos y guardarnos
de ser acometidos por otros, porque si no procuramos señorear a los
otros, estaremos en peligro de ser dominados. Ni menos debemos tomar el
descanso y reposo de la suerte y manera que lo toman los otros, si no
queremos también vivir como ellos viven.

»Considerando estas cosas, y que siguiendo esta nuestra empresa,
aumentaremos nuestro estado y señorío; embarquémonos y vayamos a esta
jornada siquiera por hacer perder el ánimo a los peloponesios cuando
vieren que, teniéndolos en poco, determinamos pasar a Sicilia, sin
querer gozar del ocio y reposo que podríamos ahora disfrutar. Porque
si esta empresa nos sale bien, como es de creer, seremos señores de
toda Grecia, o a lo menos para nuestro bien y el de nuestros aliados y
confederados, haremos todo el mal y daño que podamos a los siracusanos.

»Cuanto más que teniendo nuestra armada en aquellas partes salva y
segura, podremos quedar allí si viéremos ventaja, y si no, volvernos
cuando bien nos pareciere, pues con ella somos dueños de nuestra
voluntad y de todos los sicilianos.

»Las palabras de Nicias, directamente encaminadas a preferir el ocio
al trabajo, y a excitar discordia entre los mancebos y los viejos, no
se deben aprobar, sino antes todos de común acuerdo, a imitación de
nuestros antepasados, que consultando los jóvenes con los viejos los
negocios tocantes al bien de la república, aumentaron y establecieron
nuestro imperio y señorío en el estado que ahora le veis, debéis por el
mismo camino, y por las mismas vías y maneras, procurar aumentarlo, y
pensar que la mocedad y la vejez no vale nada la una sin la otra, y que
el flaco y el fuerte y el mediano, cuando todos se ponen de acuerdo,
sirven y aprovechan a la república.

»Por el contrario, cuando una ciudad está ociosa se gasta y corrompe, y
como todas las otras cosas envejecen con el ocio, así también sucederá
a nuestra disciplina militar, si no nos ejercitamos en diversas
guerras, para que la conserven las muchas experiencias: porque la
ciencia de saber guardar y defender, no se aprende por palabras, sino
por uso, acostumbrándose, y ejercitándose en los trabajos y en las
armas.

»En conclusión, mi parecer es, que cuando una ciudad que está
acostumbrada al trabajo se entrega al ocio y reposo, pronto llega a
perderse y destruirse: y que entre todos los otros son más firmes y
seguros los que rigen y gobiernan el estado de su república siempre de
una suerte y manera, según sus leyes y costumbres antiguas, aunque no
sean buenas del todo.»

Cuando Alcibíades terminó su discurso se adelantaron los embajadores
de los egesteos y leontinos, y con grande instancia pidieron a los
atenienses que les enviasen el socorro que les demandaban, trayéndoles
a la memoria el juramento que habían hecho sus capitanes, por lo cual,
el pueblo, oídas sus razones, y las persuasiones de Alcibíades, decidió
poner en ejecución esta empresa de Sicilia.

Mas Nicias, viendo que no había medio de apartarle de su propósito
por esta vía, pensó por otros medios estorbar la empresa, poniéndoles
delante los grandes gastos y aprestos que requería, y les habló de esta
manera:



V.

Discurso de Nicias a los atenienses que, de nuevo y por medios
indirectos, procura impedir la empresa contra Sicilia.


«Varones atenienses, puesto que os veo de todo punto determinados a
hacer esta guerra de Sicilia, será cosa útil y necesaria saber de qué
modo y manera la queréis poner en ejecución, y por eso al presente os
diré lo que entiendo se debe hacer en esto.

»Según presiento y he sabido por oídas, vamos contra muchas ciudades
muy poderosas, las cuales ni son sujetas las unas a las otras ni menos
desean mudanza en su estado de vivir, porque esto es propio de aquellos
que, estando en servidumbre violenta, desean pasar a otra mejor
vida, por donde no es verosímil que de buena gana quieran trocar su
libertad por servidumbre, y que de libres se hagan nuestros siervos y
súbditos. Además en esta isla hay muchas ciudades pobladas y habitadas
por griegos, de las cuales todas, excepto las de Naxos y Catana, que
podrán ser de nuestro bando por el deudo y parentesco que tienen con
los leontinos, no veo otras ningunas de quien nos podamos confiar y
estar seguros.

»También hay siete ciudades que están muy bien provistas de todas
las cosas necesarias para la guerra, tanto y más que la armada
que allá enviamos, especialmente Selinunte y Siracusa, contra las
cuales principalmente vamos. No solo cuentan con mucha gente de
guerra y flecheros y tiradores, sino también con gran número de
barcos, numerosos marineros que los tripulen y mucho dinero, así
de particulares como del tesoro público y común que guardan en los
templos, y sin lo que tienen en sus tierras, pueden armar algunos
bárbaros que les son tributarios.

»En lo que más nos aventajan es en la mucha gente de a caballo que
tienen, y en la gran cantidad de trigo en sus propias tierras, sin que
tengan necesidad de irlo a buscar a otra parte, siendo, pues, necesario
para ir contra tan gran poder, enviar no solamente gruesa armada, sino
también muchos soldados, si queremos hacer buena resistencia a los
suyos de a caballo, que se opondrán a que tomemos tierra.

»Además, si las ciudades por temor a nuestra armada hacen alianza unas
con otras, y se juntan contra nosotros, no teniendo otro socorro en
aquellas partes sino el de los egesteos, no veo cómo podamos resistir
a su gente de a caballo, y sería gran vergüenza que los nuestros fuesen
obligados a retirarse por las fuerzas de los enemigos, o comenzar
esta empresa tan livianamente que, al llegar, tuviéramos que pedir
ayuda para rehacer y fortificar nuestro ejército, siendo mucho mejor
que desde luego fuésemos bien apercibidos, con buen ejército y todas
las otras cosas necesarias que en tal caso se requiere, pensando que
vamos a tierras muy lejos de las nuestras, donde nos será preciso
hacer la guerra, no en igualdad de condiciones ni en ventaja nuestra,
y también que no hemos de pasar por tierras de amigos o súbditos ni
de otras gentes a quien antes hayamos socorrido y de las cuales
podamos esperar ayuda, o provisiones de vituallas, ni de otras cosas
necesarias como se encuentran en tierra de amigos, sino que pasaremos
siempre por tierras y señoríos extraños, y que con gran trabajo en los
cuatro meses de invierno podremos recibir nuevas de los nuestros ni
ellos de nosotros. Esta es la razón en que me fundo para deciros que
debemos enviar buen número de gente de guerra, así de la nuestra como
de la de nuestros súbditos y aliados, y también de los peloponesios
si podemos haber algunos por amistad o por sueldo, igualmente muchos
flecheros y tiradores de honda para poder resistir a su gente de a
caballo, y no pocos barcos de carga para llevar vituallas y otras
cosas necesarias. Asimismo gran cantidad de trigo y harina, y muchos
molineros y panaderos que puedan siempre moler y hacer pan, para que
hallándose en partes donde no sea posible navegar, tenga el ejército lo
necesario para mantenerse, porque yendo tan gran multitud de gente no
será bastante una ciudad sola para poderla recibir y sustentar.

»Conviene, pues, que vayan provistos de todas las cosas necesarias
lo más y mejor que sea posible, sin confiarse en los extraños, y,
sobre todo, de dinero, porque lo que los egesteos dicen de que nos
tienen allá reservada gran cantidad, creed que es promesa y no obra.
Si partimos de aquí sin ir bien apercibidos de gente y vituallas, y
de todas las otras cosas necesarias, atendiendo a lo que nos prometen
los egesteos, apenas seremos poderosos para defenderles y vencer a los
otros.

»Dispongámonos para ir a esta jornada como si quisiésemos fundar y
poblar una nueva ciudad en tierra extraña y de enemigos, y ordenar
las cosas de modo que desde el primer día que entremos en Sicilia
procuremos ser señores de ella, porque si faltamos en esto, no cabe
duda de que tendremos a todos los de la isla por enemigos.

»Conociendo esto por las sospechas que tengo, me parece que debemos
consultar bien primero y procurar siempre conservarnos en nuestra
felicidad y prosperidad, aunque es muy difícil, siendo como somos,
hombres sujetos a las cosas mundanas, y por eso querría partir para
esta empresa, de tal suerte, que confiase de la fortuna lo menos
posible, y estar tan bien provisto de todo lo necesario, que no
fuese menester aventurar nada. Esto es lo que me parece más seguro
y saludable para la ciudad y para nosotros los que debemos ir como
capitanes de la armada, y si alguno ve o entiende otra cosa mejor, le
entrego desde luego mi cargo.»



VI.

Los atenienses, por consejo y persuasión de Alcibíades, determinan la
expedición a Sicilia. Dispuesta la armada, sale del puerto del Pireo.


De la manera arriba dicha habló Nicias con propósito de apartar los
atenienses de aquella empresa poniéndoles delante las dificultades que
ofrecía o ir más seguro si le obligaban a partir con la expedición.
Pero ningún argumento les hizo desistir del propósito que tenían y
las dudas les excitaron más que antes, de suerte que a Nicias le
ocurrió lo contrario de lo que pensaba, porque a todos les parecía
que daba muy buen consejo, y que haciéndose lo que él decía, la cosa
iría muy segura, por la cual todos tenían más codicia de ir a esta
jornada que antes: los viejos porque pensaban que ganarían a Sicilia,
o a lo menos que yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir
en daño ni peligro ninguno: los mancebos porque deseaban ver tierras
extrañas seguros de que regresarían salvos a la suya, y finalmente
el pueblo y los soldados por el deseo de sueldo que esperaban ganar
en aquella empresa, entendiendo que, después de conquistada Sicilia,
se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento que había de
proporcionar al estado y señorío de los atenienses.

Si alguno había de contrario parecer, viendo la inclinación de todos
los de la ciudad a esta empresa, no osaba contrariarla, sino que lo
callaba, temiendo ser tenido y juzgado por mal consejero.

Finalmente, al cabo salió uno de los de la junta que dijo a Nicias, en
voz tan alta que todos la oyesen, que ya no era menester más discursos
sobre ello ni buscar rodeos, sino que delante de todos declarase si tan
grande armada le parecía bastante y necesaria para aquella empresa.

A esto respondió Nicias que lo consultaría despacio con los otros
capitanes sus compañeros, mas que le parecía no eran menester menos
de cien trirremes de los atenienses para llevar la gente de guerra, y
algunos otros de sus aliados, todos los cuales a lo menos transportasen
cinco mil hombres de pelea y más si ser pudiese, además buen número
de flecheros y honderos, así de los naturales como de los de Creta, y
juntamente con esto todas las otras provisiones necesarias para una tan
gran armada.

Oído esto por los atenienses, al momento, por decreto unánime, dieron
pleno poder y autoridad a los capitanes nombrados para proveer todas
las cosas necesarias, así en lo que tocaba al número de gente que
había de ir, como en todas las otras, según viesen que mejor convenía
al bien de la ciudad. Después de este decreto se dedicaron con toda
diligencia a hacer los aprestos necesarios en la ciudad para la armada;
y avisaron a sus aliados y confederados para que hiciesen lo mismo por
su parte, porque ya la ciudad se había podido rehacer de los trabajos
pasados, así de la epidemia, como de las guerras continuas que habían
tenido, y estaba muy crecida y aumentada, así de moradores como de
dinero y riquezas, a causa de las treguas. Por esto se pudo más pronto
y fácilmente poner en ejecución esta empresa.

Pero estando los atenienses ocupados en disponer las cosas necesarias
para esta empresa, todos los hermas y estatuas de piedra de Mercurio
que estaban en la ciudad, así en las entradas de los templos como a
las puertas de las casas y edificios suntuosos, que eran infinitas,
se hallaron una noche quebradas y destrozadas, sin que se pudiese
jamás saber ni haber indicio de quién había sido el autor de ello,
aunque ofrecieron grandes premios a quien lo descubriese. También
mandaron públicamente que si había alguna persona que supiese o tuviese
noticia de algún crimen impío o pecado abominable cometido contra el
culto o religión de los dioses, que lo revelase sin temor alguno,
fuese ciudadano o extranjero, siervo o libre, de cualquier estado o
condición, porque hacían gran caso de esto, pareciéndoles un mal agüero
para la jornada, y pronóstico de alguna conjuración para tramar nuevas
cosas, y trastornar el estado y gobernación de la ciudad; y aunque por
entonces no se podía saber nada de aquel hecho, algunos advenedizos y
otros sirvientes denunciaron que antes habían sido tres estatuas de
otros dioses destrozadas por algunos jóvenes de la ciudad, haciéndolo
por necedad y embriaguez. También denunciaron que en algunas casas
particulares no se hacían los sacrificios como debían hacerse, de lo
cual acriminaban en cierto modo a Alcibíades, y de buena gana prestaban
oído a esto los que le tenían odio o envidia, porque les parecía que
era impedimento para que ejerciese todo el mando y autoridad que tenía
en el pueblo, y que si le podían privar de él, ellos solos serían
señores: a este fin agravaban más la cosa, y sembraban rumores por
la ciudad de que estas faltas que se hacían en los sacrificios, y
el romper y despedazar las imágenes significaba la destrucción de
la república, dirigiendo la acusación contra Alcibíades por muchos
indicios que había de su manera de vivir desordenada y del favor que
tenía en el pueblo, de donde inferían que esto no podía ser hecho sin
su conocimiento y consentimiento.

Él lo negaba, ofreciendo estar a derecho y pagar lo juzgado, antes de
su partida, si se le probaba la culpa; pero si resultaba inocente,
quería ser absuelto y dado por libre antes de ir en aquella jornada,
diciendo que no era justo hacer información, ni proceder contra él
en su ausencia, sino que inmediatamente le condenasen a muerte si
lo había merecido; y asegurando que no era de hombres cuerdos y
sabios enviar un hombre fuera con gran ejército y con tanto poder y
autoridad, acusado de un crimen, sin que primero terminase la causa;
mas sus enemigos y contrarios, temiendo que, si la cosa se trataba
antes de su partida, todos aquellos que habían de ir con él le serían
favorables, y que el pueblo se ablandase, porque por sus gestiones los
argivos y algunos de los mantineos se habían unido a los atenienses
para ayudarles en aquella empresa, lo repugnaban diciendo que debían
diferir la acusación hasta la vuelta de la armada, pensando que durante
su ausencia podrían maquinar nuevas tramas contra él, y para ello
procuraban que los embajadores, con mayores instancias, pidiesen la
salida de la expedición. Determinaron, pues, que partiese Alcibíades.

A mediados del verano toda la armada estuvo dispuesta para ir a Sicilia
con otros muchos barcos mercantes, así de los suyos como de sus
aliados, para llevar vituallas y otros bastimentos de guerra, a los
cuales mandaron con anticipación que se hallasen listos en el puerto de
Corcira, para que todos juntos pasasen en mar Jonio hasta el cabo de
Yapigia.

Los atenienses y sus aliados, reunidos en Atenas en un día señalado,
llegaron al puerto del Pireo al salir el alba para embarcarse, y con
ellos salió la mayor parte de los de la ciudad, así de los vecinos
como de los extranjeros, para acompañar unos a sus hijos y otros a
sus padres y parientes y amigos, llenos de esperanza y de dolor;
de esperanza porque creían que aquella jornada les sería útil y
provechosa, y de dolor porque pensaban no ver pronto a los que partían
para tan largo viaje, y también porque, partiendo, dejaban a los que
quedaban en muchos peligros, exponiéndose ellos a otros mayores,
en cuyos peligros pensaban entonces mucho más que antes, cuando
determinaron la empresa, aunque por otra parte tenían gran confianza
viendo una armada tan gruesa y tan bien provista, que todo el pueblo,
grandes y pequeños, aunque no tuviesen en ella parientes ni amigos, y
todos los extranjeros salían a verla, porque era digna de ser vista,
y mayor de lo que se pudiera pensar. A la verdad, para una armada
de una ciudad sola era la más costosa y bien aprestada que hasta
entonces se hubiese visto, porque aunque la que llevó antes Pericles
a Epidauro y la que condujo Hagnón a Potidea fuesen tan grandes, así
en número de naves como de gentes de guerra, pues iban en ellas cuatro
mil infantes y trescientos caballos, todos atenienses, cien trirremes
suyos, y cincuenta de los de Lesbos y de los de Quíos, sin otros muchos
compañeros y aliados; no estaban tan bien aprestadas en gran parte como
esta, porque el viaje no era tan largo; y porque habiendo de durar la
guerra más tiempo en Sicilia, la habían abastecido mejor, así de gente
de guerra como de todas las otras cosas necesarias.

Cada cual activaba sus tareas y mostraba su industria, así la ciudad
en común como los patrones y capitanes de las naves, porque la ciudad
pagaba de sueldo un dracma por día a cada marinero, de los que había
gran número en tantos trirremes, que eran cuarenta largos para llevar
la gente de guerra, y sesenta ligeros, y además del sueldo que pagaba
el común, los patrones y capitanes daban otra paga de su propia bolsa a
los que traían remos más largos y a los otros ministros y pilotos.

Por otra parte, el aparato, así de las armas como de los trirremes
y otros atavíos, era mucho más suntuoso que había sido en las otras
armadas, porque cada patrón y capitán, para tan largo camino, trabajaba
a fin de que su nave fuese la mejor y más ligera y la más aparejada de
todas.

También los soldados escogidos para esta empresa procuraban aprestarse
a porfía así de armas como de otros atavíos necesarios, por la codicia
que tenían de gloria y honra, y el deseo de cada uno de ser preferido
a los otros en la ordenanza. De manera que parecía que esta armada
se organizaba más para una ostentación del poder y fuerzas de los
atenienses en comparación de los otros griegos, que para combatir
contra los enemigos allá donde iban. Porque a la verdad, el que
quisiese hacer bien la cuenta de los gastos que hicieron en esta
armada, así de parte de la ciudad en común como de los capitanes y
soldados en particular, la primera en los aprestos, los particulares
en sus armas y arreos de guerra, y los capitanes cada uno en su nave,
y de las provisiones que cada cual hacía para tan largo tiempo, además
del sueldo y de la gran cantidad de mercaderías que llevaban, así los
soldados para su provecho como otros muchos mercaderes que les seguían
para ganar, hallaría que aquella armada costó el valor de infinitos
talentos de oro.

Pero en mayor admiración puso a aquellos contra quien iban, así por su
suntuosidad en todas las cosas como por el atrevimiento y osadía de los
que lo habían emprendido, que parecía cosa extraña y maravillosa a una
sola ciudad tomar a su cargo empresa que juzgaban exceder a sus fuerzas
y poder, mayormente tan lejos de su tierra.

Embarcada la gente y desplegadas las velas de los trirremes, ordenaron
silencio a voz de trompeta e hicieron sus votos y plegarias a los
dioses, según costumbre, no cada nave aparte, sino todas a la vez, por
su trompeta o pregonero. Después bebieron en copas de oro y plata,
así los capitanes como los soldados y marineros. Los mismos votos y
plegarias hacían los que quedaban en tierra por toda la armada en
general, y en particular por sus parientes y amigos.

Cuando acabaron sus músicas y canciones en loor de los dioses, y hecho
todos sus sacrificios, alzaron velas y partieron, al principio todos
juntos en hilera figurada como cuerno, después se apartaron navegando
cada trirreme según su ligereza y la fuerza del viento. Primero tomaron
puerto en Egina, y de allí partieron derechamente a Corcira, donde las
otras naves les esperaban.



VII.

Diversas opiniones que había entre los siracusanos acerca de la armada
de los atenienses. -- Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el
Senado de Siracusa, y determinación que fue tomada.


Entretanto los siracusanos, aunque por varios conductos tuviesen nuevas
de la armada de los atenienses que iba contra ellos, no lo podían
creer, y en muchas asambleas que se hicieron en la ciudad para tratar
de esto fueron dichas muchas y diversas razones, así de aquellos que
creían en la empresa como de los que eran de contrario parecer, entre
los cuales Hermócrates, hijo de Hermón, teniendo por cierto que la
expedición iba contra ellos, salió delante de todos y habló de esta
manera:

«Por ventura os parecerá cosa increíble lo que ahora os quiero decir de
la armada de los atenienses, como también os ha parecido lo que otros
muchos nos han dicho de ella, y bien sé que aquellos que os traían
mensaje de cosas que no parecen dignas de fe, además de no creerles
nada de lo que dicen, son tenidos por necios y locos, mas no por temor
de esto, y atendiendo a lo que toca al bien de la república, y por
el daño y peligro que le podría venir, dejaré de decir aquello que
yo pienso más ciertamente que otro, y es que los atenienses, a pesar
de que vosotros os maravilláis en tanta manera y no lo podéis creer,
vienen derechamente contra nosotros con numerosa armada y gran poder
de gente de guerra, con pretexto de dar ayuda y socorro a los egesteos
y a sus aliados, y restituir a los leontinos desterrados en sus
tierras y casas: mas a la verdad, es por codicia de ganar a Sicilia, y
principalmente esta nuestra ciudad, pareciéndoles que si una vez son
señores de ella, fácilmente podrán sujetar todas las otras ciudades de
la isla.

»Conviene, pues, consultar pronto cómo nos defenderemos resistiendo
lo mejor que nos sea posible con la gente de guerra que tenemos al
presente al gran poder que traen con su armada, la cual no tardará
mucho tiempo en llegar; y no descuidéis esta cosa, ni la tengáis en
poco, por no quererla creer, ni por esta vía os dejéis sorprender de
vuestros enemigos desprovistos y desapercibidos.

»Pero si alguno hay entre vosotros que no tiene esta cosa por increíble
y sí por verdadera, no debe por eso temer la osadía y atrevimiento de
los atenienses, ni del poder que traerán, puesto que tan expuestos se
hallan a recibir mal y daño de nosotros como nosotros de ellos, si nos
apercibimos con tiempo. Y que vengan con tan gran armada y tanto número
de gente no es peor para nosotros, antes será más nuestro provecho, y
de todos los otros sicilianos, los cuales, sabiendo que los atenienses
vienen tan poderosos, mejor se pondrán de nuestra parte que de la suya.

»Además será gran gloria y honra nuestra haber vencido una tan gran
armada como esta, si lo podemos conseguir, o a lo menos estorbar su
empresa, de lo cual yo no tengo duda, y me parece que con razón debemos
esperar alcanzar lo uno y lo otro, porque pocas veces ha ocurrido que
una armada, sea de griegos o de bárbaros, haya salido lejos de su
tierra y alcanzado buen éxito.

»El número de gente que traen no es mayor del que nosotros podemos
allegar de nuestra ciudad, y de los que moran en la tierra; los cuales
por el temor que tendrán a los enemigos, acudirán a guarecerse dentro
de ella de todas partes; y si por ventura los que vienen a acometer
a otros por falta de provisiones, o de otras cosas necesarias para
la guerra, se ven obligados a volverse como vinieron sin hacer lo
que pretendían, aunque esto suceda antes por su yerro que por falta
de valentía, siempre la gloria y honra de este hecho será de los que
fueron acometidos. Y así debe ser, porque los mismos atenienses de
quien hablamos al presente, ganaron tanta honra contra los medos que,
viniendo contra ellos, las más veces llevaban lo peor, más bien por su
mala fortuna que por esfuerzo y valentía de los atenienses. Con razón,
pues, debemos esperar que nos pueda ocurrir lo mismo.

»Por tanto, varones siracusanos, teniendo firme esperanza de esto,
preparémonos a toda prisa, y proveamos todas las cosas necesarias para
ello. Además enviemos embajadores a todas las otras ciudades de Sicilia
para confirmar y mantener en amistad a nuestros aliados y confederados,
y hacer nuevas amistades con los que no las tenemos.

»No solamente debemos enviar mensajeros a los sicilianos naturales,
sino también a los extranjeros que moran en Sicilia, mostrándoles que
el peligro es tan común a ellos como a nosotros.

»Lo mismo debemos hacer respecto a Italia, para demandar a los de la
tierra que nos den ayuda y socorro, o a lo menos que no reciban en
su tierra a los atenienses, y no solamente a Italia, sino también a
Cartago, que temiendo siempre un ataque de los atenienses, fácilmente
les podremos persuadir de que si estos nos conquistan podrán más
seguramente ir contra ellos. Y considerando el trabajo y peligro que
les podría sobrevenir si se descuidan, es de creer que nos querrán dar
ayuda pública o secreta de cualquier manera que sea, lo cual podrán
hacer, si quieren, mejor que ninguna nación del mundo, porque tienen
mucho oro y plata, que es lo más importante y necesario para todas las
cosas, y más para la guerra.

»Además, debemos mandar embajadores para rogar a los lacedemonios y a
los corintios que nos envíen socorro aquí, y muevan la guerra a los
atenienses por aquellas partes.

»Réstame por decir una cosa que me parece la más conveniente, aunque
por vuestro descuido no habéis querido parar mientes en ella, y
es, que debemos requerir a todos los sicilianos si quisiereis, o a
lo menos a la mayor parte de ellos, a fin de que vengan con todos
sus barcos, abastecidos de vituallas para dos meses, a juntarse con
nosotros para salir al encuentro de los atenienses en Tarento, o en
el cabo de Yapigia, y mostrarles por obra primero que no solo han de
contender con nosotros sobre Sicilia, sino que tienen que pelear para
atravesar el mar de Jonia, y haciendo esto, les pondremos en gran
cuidado, mayormente saliendo nosotros de la tierra de nuestros aliados
al encuentro de ellos para defender la nuestra, pues los de Tarento
nos recibirán en su tierra como amigos, mientras que a los atenienses
les será muy difícil, habiendo de cruzar tanta mar con tan grande
armada, ir siempre en orden, y por esta causa les podremos acometer
con ventaja, yendo nosotros en orden por tener menos trecho de mar que
pasar. Seguramente unas de sus naves no podrán seguir a las otras, y si
quieren descargar las que estén más cargadas para reunirlas más pronto
con las otras, al verse acometidas, convendrá que lo hagan a fuerza de
remos, con lo cual los marineros trabajarán demasiado, y quedarán más
cansados, y por consiguiente malparados para defenderse si les queremos
acometer. Si no os pareciere bien de hacerlo así, nos podremos retirar
a Tarento.

»Por otra parte, si vienen con pequeña provisión de vituallas como
para dar solo una batalla naval, esperando conquistar y ocupar
inmediatamente después la tierra, tendrán gran necesidad de víveres
cuando se hallaren en costas desiertas: si quieren parar allí, les
sitiará el hambre, y si procuran pasar adelante, veranse forzados
a dejar una gran parte de los aprestos de su armada, y no estando
seguros de que les reciban bien en las otras ciudades, les dominará el
desaliento.

»Por estas razones tengo por averiguado que si les salimos al
encuentro, de manera que vean que no pueden saltar en tierra, como
pensaban, no partirán de Corcira, sino que mientras consultan allí
sobre el número de la gente y naves que tenemos, y en qué lugar
estamos, llegará el invierno, que estorbará e impedirá su paso, o
sabiendo que nuestros aprestos son mayores que ellos pensaban, dejarán
su empresa, con tanta más razón, cuanto que según he oído, el principal
de sus capitanes, y más experimentado en las cosas de guerra, viene
contra su voluntad, y por ello de buena gana tomará cualquier pretexto
para volverse, si por nuestra parte hacemos alguna buena muestra de
nuestras fuerzas. La noticia de lo que podremos hacer, será mayor que
la cosa, porque en tales casos los hombres fundan su parecer en la fama
y rumor, y cuando el que piensa ser acometido sale delante al que le
quiere acometer, le infunde más temor que si solamente se prepara a la
defensa; porque entonces el acometedor se ve en peligro, y piensa cómo
defenderse, cuando antes solo imaginaba cómo acometer, lo cual sin duda
sucedería ahora a los ateniense cuando nos vieren venir contra ellos,
donde ellos pensaban venir contra nosotros sin hallar resistencia
alguna, lo cual no es de maravillar que lo creyesen, pues mientras
estuvimos aliados con los lacedemonios, nunca les movimos guerra, mas
si ahora ven nuestra osadía, y que nos atrevemos a lo que ellos no
esperaban, les asustará ver cosa tan nueva, muy contraria a su opinión,
y el poder y fuerzas que tenemos de veras.

»Por tanto, varones siracusanos, os ruego me deis crédito en esto,
y cobréis ánimo y osadía que es lo mejor que podéis hacer, y si
no queréis hacer esto, a lo menos apercibiros de todas las cosas
necesarias para la guerra, y parad mientes, que obrando así, estimaréis
en menos a los enemigos que vienen a acometeros. Esto no se puede
demostrar sino poniéndolo por obra y preparándoos contra ellos, de tal
suerte, que estéis seguros. No olvidéis que lo mejor que un hombre
puede hacer es prever el peligro antes que venga, como si lo tuviese
delante, pues a la verdad, los enemigos vienen con muy gruesa armada, y
ya casi están desembarcados y como a la vista.»

Cuando Hermócrates acabó su discurso, todos los siracusanos tuvieron
gran debate, porque unos afirmaban que era verdad que los atenienses
venían como decía Hermócrates, y otros decían que aunque viniesen, no
podían hacer daño alguno sin recibirlo mayor; algunos menospreciaban la
cosa, tomándolo a burla y se reían de ella, siendo muy pocos los que
daban crédito a lo que Hermócrates aseguraba, y temían lo venidero.

Entonces Atenágoras, que era uno de los principales del pueblo, que
mejor sabía persuadir al vulgo, se puso en pie, y habló de esta manera:



VIII.

Discurso de Atenágoras a los siracusanos.


«Si alguno hay que no diga que los atenienses son locos o insensatos,
si vinieren a acometernos en nuestra tierra, o que si vienen, no
vendrán a meterse en nuestras manos, este tal es bien medroso, y no
tiene amor ni quiere el bien de la república. No me maravillo tanto
de la osadía y temeridad de los que siembran estos rumores para poner
espanto en nuestro ánimo como de su locura y necedad si piensan que no
ha de saberse y ser manifiesto quienes son.

»La costumbre de aquellos que temen y recelan en particular, es
procurar poner miedo a toda la ciudad para encubrir y ocultar su miedo
particular so color del común temor. Por donde yo entiendo que estos
rumores que corren de la venida de la armada de los atenienses no han
nacido espontáneamente, sino que los hacen correr con malicia los
acostumbrados a promover semejantes cosas.

»Si me queréis creer y usar de buen consejo, no hagáis caso alguno de
ellos, sino antes considerad la condición y calidad de aquellos de
quien se dice que son hombres sabios y experimentados, como a la verdad
yo estimo que lo son los atenienses. Reconociéndolos por tales, no me
parece verosímil que aun no estando ellos del todo libres de la guerra
que tienen con los peloponesios, quieran abandonar su tierra y venir a
comenzar aquí una nueva guerra, que no será menor que la otra, antes
pienso que se tendrán por dichosos si no vamos nosotros a acometerles
en su tierra, habiendo en esta isla tantas ciudades y tan poderosas,
que si vinieren, como se dice, han de pensar que la isla de Sicilia
es más poderosa para combatirles y vencerles que todo el Peloponeso
junto, pues esta isla está abastecida mejor y provista de todas las
cosas necesarias para la guerra, y principalmente esta nuestra ciudad
que solo ella es más poderosa que toda la armada que dicen viene contra
nosotros, aunque fuese mucho mayor, pues no pueden traer gente de a
caballo, ni menos la podrán hallar por acá, sino por acaso algunos
pocos que les podrían dar los egesteos, y de gente de a pie no pueden
venir en tan gran número como nosotros tenemos, pues los han de traer
por mar, y es cosa difícil que el gran número de naves necesarias para
traer vituallas y otras cosas indispensables en un ejército tan grande
como se requiere para conquistar una ciudad de tanto poder cual es la
nuestra, pueda venir en salvo y segura hasta aquí.

»También me parece poco verosímil que, aunque los atenienses tuviesen
alguna villa o ciudad que fuese su colonia tan poblada de gente como
esta nuestra ciudad en algún lugar aquí cerca, y que desde esta
quisiesen venir a acometernos, puedan volver sin pérdida y daño, por
lo tanto con más razón se debe esperar viniendo de tan lejos contra
toda Sicilia, la cual, tengo por cierto, que se declarará por completo
contra ellos, porque los atenienses por fuerza han de asentar su campo
en algún lugar de la costa para la seguridad de su armada, que tendrán
siempre a la vista sin atreverse a entrar en el interior de la tierra
por temor a la caballería, cuanto más que apenas podrán tomar tierra,
porque tengo por mucho mejores hombres de guerra a los nuestros que a
los suyos, y sabido esto, aseguro que los atenienses, antes pensarán
en guardar su tierra, que en venir a ganar la nuestra.

»Pero hay algunos hombres en esta ciudad que van diciendo cosas que
ni son ni podrán ser jamás, y no es esta la primera vez que les
contradigo, sino que otras muchas he hallado que esparcen estas
noticias y otras peores para poner temor al vulgo crédulo, y por esta
vía tomar y usurpar el mando de la ciudad. En gran manera temo que
haciendo esto a menudo salgan alguna vez con su intención, y que seamos
tan cobardes, y para poco, que nos dejemos oprimir por ellos antes de
poner remedio, pues sabiendo y conociendo su mala intención no les
castigamos.

»Tal es la causa en mi entender de que nuestra ciudad esté muchas veces
desasosegada con bandos y sediciones que provocan guerras civiles, con
las cuales ha sido más veces trabajada que por guerras de extranjeros,
y aun algunas veces sujetada por algunos tiranos de la misma isla.

»Mas si vosotros me queréis seguir yo trabajaré en remediarlo de
suerte que en nuestros tiempos no tengamos por qué temer esto entre
nosotros, y os probaré con evidentes razones que se consigue castigando
a los que inventan y traman estas cosas, y no solamente a los que
fueren convencidos del crimen (porque sería muy difícil averiguar
esto), sino también a los que otras veces han intentado lo mismo,
aunque sin lograrlo. Porque todos aquellos que quieren estar seguros
de sus enemigos no solo deben parar mientes en lo que estos hacen
para defenderse de ellos, sino también presumir lo que intentan hacer
en adelante, porque si no cuidan de esto, podría ser que fuesen los
primeros en recibir mal y daño.

»A mi parecer, no podremos apartar de su mala voluntad a esta gente que
procura reducir el estado y gobierno común de esta ciudad al número y
mando de pocos hombres principales y poderosos, si no fuere procurando
descubrir sus intenciones y guardarse de ellos, por las razones y
conjeturas que existen de sus intentos.

»Y a la verdad, muchas veces he pensado que lo que pretendéis los
mancebos de tener desde ahora cargos y mandos, no es justo ni razonable
según nuestras leyes, las cuales fueron hechas para impedirlo, no por
haceros injuria, sino solamente por la falta de experiencia en vuestra
edad. Los podréis tener cuando fuereis de edad cumplida, como los otros
ciudadanos, siendo lo justo y razonable que hombres de una misma ciudad
y de un mismo estado, tengan igual derecho a las honras y preeminencias.

»Dirán por ventura algunos que este estado y mando común del pueblo,
no puede ser nunca equitativo, y que los más ricos y poderosos son
siempre los más hábiles y suficientes para gobernar la república, a
los cuales respondo en cuanto a lo primero, que el nombre de gobierno
popular se entiende tan solo para una parte de él, y respecto a lo
segundo, que para la guarda del dinero del común, los ricos son más
idóneos, mas para dar muy buen consejo, los más cuerdos y sabios, y
los que mejor entienden son los mejores. Cuando el pueblo reunido oye
los pareceres de todos, juzgan mucho mejor; y en el repartimiento de
las cosas, así en particular como en común, el estado popular lo hace
equitativamente, pero si lo han de hacer pocos y poderosos, reparten
los daños y perjuicios a los más, y de los provechos dan muy poca parte
a los otros, antes los toman todos para sí.

»Esto es lo que desean en el día de hoy los más ricos y poderosos, y
principalmente los mancebos, que son muy numerosos en una tan gran
ciudad; y los que esto desean están fuera de juicio si no entienden que
quieren el mal de la ciudad, o por mejor decir, son los más ignorantes
de todos los griegos que yo he conocido; y si lo entienden, son los más
injustos al desearlo.

»Si lo comprendéis así por mis razones, o lo sabéis por vosotros
mismos, debéis procurar igualmente en lo que toca al bien y pro común
de la ciudad; considerando que aquellos de entre vosotros que son los
más ricos y poderosos, tienen más obligación al bien común que lo
restante del pueblo; y que si queréis procurar lo contrario, os ponéis
en peligro de perderlo todo; por lo cual debéis desechar y apartar
de vosotros estos noveleros y acarreadores de noticias y mentiras,
como hombres conocidos por tales de antes, y no permitir que hagan
su provecho con estas sus invenciones, porque aunque los atenienses
viniesen, esta ciudad es bastante poderosa para resistirles y también
tenemos gobernadores y caudillos que sabrán muy bien proveer lo
necesario para ello.

»Si la cosa no es verdad, como yo pienso, vuestra ciudad atemorizada
por tales fingidas nuevas, no nos pondrá en sujeción de personas que
con esta ocasión procuran ser vuestros capitanes y caudillos, antes
sabiendo por sí misma la verdad, juzgará las palabras de estos iguales
a sus obras, de manera que no pierda la libertad presente, sino
que por temor de los rumores que corren, antes procurará guardarla
y conservarla con buenas y ordenadas precauciones para las cosas
venideras.»

De esta manera habló Atenágoras, y tras él otros muchos quisieron
razonar, mas se levantó uno de los gobernadores principales de la
ciudad y no permitió a ninguno que hablase, expresándose él en los
siguientes términos:

«No me parece que es cordura usar tales palabras calumniosas unos
contra otros, ni son para que se deban decir ni menos para ser oídas,
sino antes parar mientes en las nuevas que corren para que cada cual
así en común como en particular, y toda la ciudad se prepare a resistir
a los que vienen contra nosotros, y si no fuese verdad su venida ni
menester preparativos de defensa, ningún daño recibirá la ciudad
por estar apercibida de caballos y armas, y todas las otras cosas
necesarias para la guerra. En lo que a nosotros toca, y a nuestro
cargo haremos todo lo posible con gran diligencia para proveerlo así,
espiando a los enemigos, enviando avisos a las otras ciudades de
Sicilia, y haciendo todo lo que nos pareciere conveniente y necesario
en este caso como ya lo hemos comenzado a hacer. En lo demás que se nos
ofreciere os avisaremos.»

Con esta conclusión se disolvió la asamblea.



IX.

Parte de Corcira la armada de los atenienses y es mal recibida así en
Italia como en Sicilia.


Cuando el gobernador pronunció este discurso a los siracusanos,
partieron todos del Senado.

Entretanto los atenienses y sus aliados estaban ya reunidos en Corcira.
Antes de salir de allí los capitanes de la armada mandaron pasar
revista a su gente para ordenar cómo podrían navegar por la mar, y
después de saltar en tierra, cómo distribuirían su ejército. Para
ello dividieron toda la armada en tres partes, de las cuales los tres
capitanes tomaron el mando según les cupo por suerte. Hicieron esto
temiendo que si iban todos juntos no podrían hallar puerto bastante
para acogerlos, y también porque no les faltase el agua y las otras
vituallas, y porque estando el ejército así repartido, sería más fácil
llevarle y gobernarle teniendo cada compañía su caudillo.

Enviaron después tres naves por delante a Italia y a Sicilia, una
de cada división para reconocer las ciudades y saber si los querían
recibir como amigos. Mandaron a estas naves que les trajesen la
respuesta diciéndoles el camino que habían ordenado seguir.

Así hecho, los atenienses, con gran aparato de fuerza, hicieron
rumbo desde Corcira, y tomaron el camino directamente a Sicilia con
su armada, que tenía por junto ciento veinticuatro barcos de a tres
hileras de remos, y dos de Rodas de a dos. Entre las de tres había
ciento de Atenas, de las cuales sesenta iban a la ligera, y las otras
llevaban la gente de guerra; lo restante de la armada lo habían
provisto los de Quíos y otros aliados de los atenienses.

La gente de guerra que iba en esta armada sería, en suma, cinco mil
y cien infantes, de los cuales mil y quinientos eran atenienses, que
tenían setecientos criados para el servicio; de los otros, así aliados
como súbditos, y principalmente de los argivos, había quinientos,
y de los mantineos y otros reclutados a sueldo, había doscientos
cincuenta tiradores; flecheros, cuatrocientos ochenta; de los cuales
cuatrocientos eran de Rodas y ochenta de Creta; setecientos honderos
de Rodas; cien soldados de Mégara desterrados, armados a la ligera, y
treinta de a caballo en una hipagoga, que es nave para llevar caballos,
tal fue la armada de los atenienses al principio de aquella guerra.

Además de estas había otras treinta naves gruesas de porte, que
llevaban vituallas y otras provisiones necesarias, y panaderos,
y herreros, y carpinteros, y otros oficiales mecánicos con sus
herramientas e instrumentos necesarios para hacer y labrar muros.
También iban otros cien barcos que necesariamente habían de acompañar
a las naves gruesas, y otros muchos buques de todas clases que por su
voluntad seguían a la armada para tratar y negociar con sus mercaderías
en el campamento.

Toda esta armada se reunió junto a Corcira, y toda junta pasó el golfo
del mar de Jonia, pero después se dividió; una parte de ella aportó al
cabo o promontorio de Yapigia, otra a Tarento, y las otras a diversos
lugares de Italia, donde mejor pudieron desembarcar. Mas ninguna ciudad
hallaron que los quisiese recibir, ni para tratar ni de otra manera,
sino que solamente les permitieron que saltaran a tierra para tomar
agua, víveres frescos y otras provisiones necesarias; excepto los
tarentinos y locros, que por ninguna vía les permitieron poner los pies
en su tierra.

De esta manera pasaron navegando por la mar sin parar hasta llegar
al promontorio y cabo de Regio, que está al fin de Italia, y aquí
porque les fue negada la entrada de la ciudad, se reunieron todos y se
alojaron fuera de la ciudad, junto al templo de Diana, donde los de la
ciudad les enviaron vituallas y otras cosas necesarias por su dinero.
Allí metieron su naves en el puerto y descansaron algunos días.

Entretanto tuvieron negociaciones con los de Regio, rogándoles que
ayudaran a los leontinos, puesto que también eran calcídeos de nación
como ellos; mas los de Regio les respondieron resueltamente que no
se querían entrometer en la guerra de los sicilianos, ni estar con
los unos ni con los otros, sino que en todo y por todo harían como
los otros italianos. No obstante esta respuesta, los atenienses, por
el deseo que tenían de realizar su empresa de Sicilia, esperaban los
trirremes que habían enviado a Egesta para saber cómo estaban las cosas
de la tierra, principalmente en lo que tocaba al dinero de que los
embajadores de los egesteos se habían alabado en Atenas que hallarían
en su ciudad, lo cual no resultó cierto.

Durante este tiempo los siracusanos tuvieron noticias seguras de muchas
partes, y principalmente por los barcos que habían enviado por espías,
de cómo la armada de los atenienses había arribado a Regio. Entonces lo
creyeron de veras, y con la mayor diligencia que pudieron prepararon
todo lo necesario para su defensa, enviando a los pueblos de Sicilia
a unos embajadores, y a otros gente de guarnición para defenderse,
mandando reunir en el puerto de su ciudad todos los buques que pudieron
para la defensa de ella, haciendo recuento de su gente y de las armas
y vituallas que había en la ciudad, y disponiendo, en efecto, todas
las otras cosas necesarias para la guerra, ni más ni menos que si ya
estuviera comenzada.

Los trirremes que los atenienses habían enviado a Egesta volvieron
estando estos en Regio, y les dieron por respuesta que en la ciudad de
Egesta no había tanto dinero como prometieron, y lo que había podía
montar hasta la suma de treinta talentos solamente, cosa que alarmó a
los capitanes atenienses y perdieron mucho ánimo viendo que al llegar
les faltaba lo principal en que fundaban su empresa, y que los de Regio
rehusaban tomar parte en la guerra con ellos, siendo el primer puerto
donde habían tocado, y a quien ellos esperaban ganar más pronto la
voluntad por ser parientes y deudos de los leontinos y de una misma
nación, como también porque siempre habían sido aficionados al partido
de los atenienses.

Todo esto confirmó la opinión de Nicias, porque siempre creyó y
defendió que los egesteos habían de engañar a los atenienses; mas los
otros dos capitanes, sus compañeros, se vieron burlados por la astucia
y cautela de que usaron los egesteos, cuando los primeros embajadores
de los atenienses fueron enviados a ellos para saber el tesoro que
tenían, pues al entrar en su ciudad los llevaron directamente al templo
de Venus, que está en el lugar de Erice, y allí les mostraron las
lámparas, incensarios y otros vasos sagrados que había en él, y los
presentes y otros muy ricos dones de gran valor, y porque todos eran de
plata, daban muestra y señal que había gran suma de dinero en aquella
ciudad, pues siendo tan pequeña había tanto en aquel templo. Además, en
todas las casas donde los atenienses que habían ido en aquella embajada
y en las naves fueron aposentados, sus huéspedes les mostraban gran
copia de vasos de oro y de plata, así del servicio como del aparador,
los cuales, en su mayor parte, habían traído prestados de sus amigos,
tanto de los de la tierra como de los fenicios y griegos, fingiendo
que todos eran suyos, y esta su magnificencia y manera de vivir
suntuosamente. Al ver los atenienses tan ricas vajillas en las casas,
y estas igualmente provistas, fue grande su admiración, y al volver
a Atenas, refirieron a los suyos haber visto tanta cantidad de oro y
plata que era espanto. De este modo los atenienses fueron engañados;
mas después que la gente de guerra que estaba en Regio conoció la
verdad en contrario por los mensajeros que había enviado, enojose
grandemente contra los capitanes, y estos tuvieron consejo sobre ello,
expresando Nicias la siguiente opinión.

Dijo que con toda el armada junta fueran a Selinunte, adonde
principalmente habían sido enviados para favorecer a los egesteos,
y que si estando allí los egesteos les daban paga entera para toda
la armada, entonces consultarían lo que debían de hacer, y si no les
daban paga entera para toda la armada, pedirles a lo menos provisiones
para sesenta naves que habían pedido de socorro. Si hacían esto, que
esperase allí la armada hasta tanto que hubiesen reconciliado en paz y
amistad los selinuntios con los egesteos, ora fuese por fuerza, ora por
conciertos, y después pasar navegando a la vista de las otras ciudades
de Sicilia para mostrarles el poder y fuerzas de los atenienses e
infundir temor a sus enemigos. Hecho esto, volver a sus casas y no
esperar más allí sino algunos días para, en caso oportuno, prestar
algún servicio a los leontinos y atraer a la amistad de los atenienses
otras ciudades de Sicilia, porque obrar de otra manera era poner en
peligro el estado de los atenienses a su costa y riesgo.

Alcibíades manifestó contraria opinión, diciendo que era gran vergüenza
y afrenta habiendo llegado con una tan gruesa armada tan lejos de su
tierra volver a ella sin hacer nada. Por tanto, le parecía que debían
enviar sus farautes y trompetas a todas las ciudades de Sicilia,
excepto Siracusa y Selinunte, para avisarles su venida, y procurar
ganar su amistad, excitando a los súbditos de los siracusanos y
selinuntios a rebelarse contra sus señores, y atraer los otros a la
alianza de los atenienses. Por este medio podrían tener ellos vituallas
y gente de guerra. Ante todas cosas deberían trabajar para ganarse la
amistad de los mesenios o mamertinos, porque eran los más cercanos para
hacer escala yendo de Grecia y queriendo saltar en tierra, y tenían muy
buen puerto, grande y seguro, donde los atenienses se podrían acoger
cómodamente, y desde allí hacer sus tratos con las otras ciudades;
sabiendo de cierto las que tenían el partido de los siracusanos, y las
que les eran contrarias, y pudiendo ir todos juntos contra siracusanos
y selinuntios para obligarles por fuerza de armas por lo menos a que
los siracusanos se concertasen con los egesteos, y que los selinuntios
dejasen y permitiesen libremente a los leontinos habitar en su ciudad y
en sus casas.

Lámaco decía que, sin más tardar, debían navegar directamente hacia
Siracusa y combatir la ciudad cogiéndoles desapercibidos antes que
pudiesen prepararse para resistir, y estando perturbados, como a la
verdad estarían, porque cualquier armada a primera vista parece más
grande a los enemigos y les pone espanto y temor; pero si se tarda en
acometerlos tienen espacio para tomar consejo, y haciendo esto cobran
ánimo de tal manera que vienen a menospreciar y tener en poco a los
que antes les parecían terribles y espantosos. Afirmaba en conclusión
que si inmediatamente y sin más tardanza, iban a acometer a los
siracusanos, estando con el temor que inspira la falta de medios de
defensa, serían vencedores, e infundirían a estos gran miedo así con
la presencia de la armada donde les parecería haber más gente de la
que tenía, como también por temor de los males y daños que esperarían
poderles ocurrir si fuesen vencidos en batalla. Además que era
verosímil que en los campos fuera de la ciudad hallarían muchos que no
sospechaban la llegada de la armada, los cuales, queriéndose acoger
de pronto a la ciudad, dejarían sus bienes y haciendas en el campo, y
todos los podrían tomar sin peligro, o la mayor parte, antes que los
dueños pudiesen salvarlos, con lo cual no faltaría dinero a los del
ejército para mantener el sitio de la ciudad.

Por otra parte, haciendo esto, las otras ciudades de Sicilia,
inmediatamente escogerían pactar alianza y amistad con los atenienses
y no con los siracusanos, sin esperar a saber cuál de las dos partes
lograba la victoria. Decía además que para lo uno y para lo otro, ora
se debiesen retirar, ora acometer a los enemigos, habían de ir primero
con su armada al puerto de Mégara, así por ser lugar desierto, como
también porque estaba muy cerca de Siracusa por mar y por tierra.

Así habló Lámaco, apoyando en cierto modo con sus argumentos el parecer
de Alcibíades.

Pasado esto, Alcibíades partió con su trirreme derechamente a la ciudad
de Mesena, y requirió a los mamertinos a que trabaran amistad y alianza
con los atenienses; mas no pudo conseguirlo, ni le dejaron entrar en
su ciudad, aunque le ofrecieron que le darían mercado franco fuera de
ella, donde pudiese comprar vituallas y otras provisiones necesarias
para sí y los suyos.

Alcibíades volvió a Regio, donde inmediatamente él y los otros
capitanes mandaron embarcar una parte de la gente de la armada dentro
de sesenta trirremes, los abastecieron de las vituallas necesarias, y
dejando lo restante del ejército en el puerto de Regio con uno de los
capitanes, los otros dos partieron directamente a la ciudad de Naxos
con las sesenta naves, y fueron recibidos en ella de buena gana por los
ciudadanos.

De allí se dirigieron a Catana, donde no les quisieron recibir, porque
una parte de los ciudadanos era del partido de los siracusanos. Por
esta causa viéronse obligados a dirigirse más arriba hacia la ribera
del Terias, donde pararon todo aquel día, y a la mañana siguiente
fueron a Siracusa con todos sus barcos puestos en orden en figura de
cuerno, de los cuales enviaron diez delante hacia el gran puerto de la
ciudad para reconocer si había dentro otros buques de los enemigos.

Cuando todos estuvieron juntos a la entrada del puerto, mandaron
pregonar al son de la trompeta que los atenienses habían ido allí para
restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones conforme a la
amistad y alianza, según les obligaban el deudo y parentesco que con
ellos tenían, por tanto que denunciaban y hacían saber a todos aquellos
que fuesen de nación leontinos y se hallasen a la sazón dentro de la
ciudad de Siracusa, se pudiesen retirar y acoger a su salvo a los
atenienses como a sus amigos y bienhechores.

Después de dar este pregón y de reconocer muy bien el asiento de la
ciudad y del puerto y de la tierra que había en contorno para ver de
qué parte la podrían mejor poner cerco, regresaron todos a Catana, y de
nuevo requirieron a los ciudadanos para que les dejasen entrar en la
ciudad como amigos.

Los habitantes, después de celebrar consejo, les dieron por respuesta
que en manera alguna dejarían entrar la gente de la armada, pero que
si los capitanes querían entrar solos, los recibirían y oirían de
buena gana cuanto quisieran decir, lo cual fue así hecho, y estando
todos los de la ciudad reunidos para dar audiencia a los capitanes,
mientras estaban atentos a oír lo que Alcibíades les decía, la gente
de la armada se metió de pronto por un postigo en la ciudad, y sin
hacer alboroto ni otro mal alguno andaban de una parte a otra comprando
vituallas y otros abastecimientos necesarios. Algunos de los ciudadanos
que eran del partido de los siracusanos, cuando vieron la gente de
guerra de la armada dentro, se asustaron mucho, y sin más esperar,
huyeron secretamente. Estos no fueron muchos, y todos los otros que
habían quedado acordaron hacer paz y alianza con los atenienses. Por
este suceso fue ordenado a todos los atenienses que habían quedado
con lo restante de la armada en Regio que viniesen a Catana. Cuando
estuvieron juntos en el puerto de Catana, y hubieron puesto en orden
su campo, tuvieron aviso de que si iban directamente a Camarina,
los ciudadanos les darían entrada en su ciudad, y también que los
siracusanos aparejaban su armada. Con esta nueva partieron todos
navegando hacia Siracusa, mas no viendo ninguna armada aparejada de los
siracusanos volvieron atrás, y fueron a Camarina.

Al llegar cerca del puerto hicieron pregonar a son de trompeta, y
anunciar a los camarineos su venida, mas estos no les quisieron recibir
diciendo que estaban juramentados para no dejar entrar a los atenienses
dentro de su puerto con más de una nave, salvo el caso de que ellos
mismos les enviasen a llamar para que fueran con barcos. Con esta
respuesta se retiraron los atenienses sin hacer cosa alguna.

A la vuelta de Camarina saltaron en tierra en algunos lugares de los
siracusanos para saquearlos, mas la gente de a caballo que estos
tenían acudió en socorro de los lugares, y hallando a los remadores y
desordenados a los atenienses, ocupándose en robar, dieron sobre ellos
y mataron muchos, porque estaban armados a la ligera. Los atenienses se
retiraron a Catana.



X.

Llamado Alcibíades a Atenas para responder a la acusación contra él
dirigida, huye al Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue
muerto en Atenas Hiparco, hermano del tirano Hipias.


Después que los atenienses estuvieron reunidos en Catana, aportó allí
el trirreme de Atenas llamado _Salaminia_, que los de la ciudad habían
enviado para que Alcibíades regresara a fin de responder a la acusación
que le habían hecho públicamente, y con él citaban a otros muchos que
había en el ejército, considerándoles culpados por muchos indicios
de complicidad en el crimen de violar y profanar los misterios y
sacrificios, y del de romper y desrostrar las estatuas e imágenes de
Hermes arriba dichas.

Después de partir la armada, los atenienses no dejaron de hacer su
pesquisa y proseguir sus investigaciones, no parando solamente en
pruebas y conjeturas aparentes, sino que, pasando más adelante, daban
fe y crédito a cualquier sospecha por liviana que fuese. Fundando su
convencimiento en los dichos y deposiciones de hombres viles e infames,
prendieron a muchas personas principales de la ciudad, pareciéndoles
que era mejor escudriñar y averiguar el hecho por toda clase de
pesquisas y conjeturas que dejar libre un solo hombre aunque fuese de
buena fama y opinión, por no decir que los indicios que había contra
él eran insuficientes para convencerle de que debía estar a derecho y
justicia.

Hacían esto porque sabían de oídas que la tiranía y mando de
Pisístrato, que en tiempos pasados había dominado en Atenas, fue muy
dura y cruel, no siendo destruida por el pueblo ni por Harmodio, sino
por los lacedemonios. Este recuerdo les infundía gran temor y recelo, y
cualquier sospecha la atribuían a la peor parte. Aunque a la verdad la
osadía de Aristogitón y de Harmodio en matar al tirano fue por amores,
según declararé en adelante, y mostraré que los atenienses y los otros
griegos hablan a su capricho y voluntad de sus tiranos y de los hechos
que ejecutaron, sin saber nada de la verdad, pues la cosa pasó así.

Muerto Pisístrato en edad avanzada le sucedió en el señorío de Atenas
Hipias, que era su hijo mayor, y no Hiparco, como algunos dijeron.

Había en la ciudad de Atenas un mancebo llamado Harmodio, muy gracioso
y apacible, a quien Aristogitón, que era un hombre de mediano estado en
la ciudad, tenía mucho cariño. Este Harmodio fue acusado por Hiparco,
hijo de Pisístrato, de infame y malo, de lo cual el mancebo se quejó a
Aristogitón, que por temor de que ocurriese mal a quien él tenía tan
buena voluntad por la acusación de Hiparco, que era hombre de mando y
autoridad en la ciudad, se propuso favorecerle so color de que Hiparco
quería usurpar la tiranía de la ciudad.

Entretanto Hiparco procuraba atraer a sí el mancebo y ganar su amistad
con halagos; mas viendo que no conseguía nada por esta vía, pensó
afrentarle por justicia, sin usar de otra fuerza ni violencia, que no
era lícita entonces, porque los tiranos en aquel tiempo no tenían más
mando y autoridad sobre sus súbditos que la que les daba el derecho
y la justicia, y por esto, y porque los que a la sazón eran tiranos
se ejercitaban en ciencia y virtud, sus mandos no eran tan envidiados
ni tan odiosos al pueblo como lo fueron después, porque no cobraban
otros tributos a los súbditos y ciudadanos sino la veintena parte de
su renta, y con esta hacían muchos edificios y reparos en la ciudad, y
adornaban los templos con sacrificios, y mantenían grandes guerras con
sus vecinos y comarcanos.

En lo demás dejaban el mando y gobierno enteramente a la ciudad para
que se gobernase según sus leyes y costumbres antiguas, excepto que,
por su autoridad, uno de ellos era siempre elegido por el pueblo para
los cargos más principales de la república, que le duraban un año.

El hijo de Hipias, llamado Pisístrato como su abuelo, teniendo mando
y señorío en Atenas después de la muerte de su padre, hizo en medio
del mercado un templo dedicado a los doce dioses, y entre ellos un ara
en honor del dios Apolo Pitio, con un letrero que después fue por el
pueblo cancelado, pero todavía se puede leer aunque con dificultad por
estar las letras medio borradas, el cual letrero dice así: «Pisístrato,
hijo de Hipias, puso esta memoria de su imperio y señorío en el templo
de Apolo Pitio.»

Lo que arriba he dicho de que Hipias, hijo de Pisístrato, tuvo el
mando y señorío en Atenas porque era el hijo mayor, no solamente lo
puedo afirmar por haberlo averiguado con certeza, sino que también lo
podrá saber cualquiera por la fama que hay de ello. No se hallará que
ninguno de los hijos legítimos de Pisístrato tuviese hijos sino él,
según se puede ver por los letreros antiguos que están en las columnas
del templo y en la fortaleza de Atenas, en que se hace memoria de las
arbitrariedades de los tiranos, y donde nada absolutamente se dice de
los hijos de Hiparco y de Tésalo, sino solamente de cinco hijos que
hubo Hipias en Mirrina, su mujer, hija de Calias, hijo a su vez de
Hiperóquides. Como es verosímil que el mayor de estos hijos se casó
primero, y también en el mismo epitafio se le nombra el primero, de
creer es que sucedió en la tiranía y señorío a su padre, pues iba
por este a embajadas y a otros cargos. Esto es lo que tiene alguna
apariencia de verdad, porque si Hiparco fuera muerto cuando tenía
el señorío, no lo hubiera podido tener Hipias inmediatamente. Se le
ve, sin embargo, ejercitar el mando y señorío el mismo día que murió
el otro, como quien mucho tiempo antes usa de su autoridad con los
súbditos y no teme ocupar el mando y señorío por ningún suceso que le
ocurra a su hermano, como lo temiera este si le acaeciese a Hipias, que
ya estaba acostumbrado y ejercitado en el cargo.

Mas lo que principalmente dio esta fama a Hiparco, y hace creer a todos
los que vinieron después, que fue el mismo que tuvo el mando y señorío
de Atenas, es el desastre que le ocurrió con motivo de lo arriba dicho,
porque viendo que no podía atraer a Harmodio a su voluntad, le urdió
esta trama.

Tenía este Harmodio una hermana doncella, la cual yendo en compañía
de otras doncellas de su edad a ciertas fiestas y solemnidades que se
hacían en la ciudad, y llevando en las manos un canastillo o cestilla
como las otras vírgenes, Hiparco la mandó echar fuera de la compañía
por los ministros, diciendo que no había sido llamada a la fiesta, pues
no era digna ni merecedora de hallarse en ella. Quería dar a entender
por estas palabras que no era virgen.

Esto ocasionó gran pesar a Harmodio, hermano de la doncella, y
mucho más a Aristogitón por causa de su afecto a Harmodio, y ambos,
juntamente con los cómplices de la conjuración, se dispusieron a
ejecutar su venganza. Para poderla realizar mejor, esperaban que
llegasen las fiestas que llaman las grandes Panateneas, porque en
aquel día era lícito a cada cual llevar armas por la ciudad sin
sospecha alguna, y fue acordado entre ellos que el mismo día de la
fiesta Harmodio y Aristogitón acometiesen a Hiparco, y los cómplices y
conjurados a sus ministros.

Aunque estos conjurados eran pocos en número para tener la cosa más
secreta, fácilmente se persuadían de que cuando los otros ciudadanos
que se hallasen juntos en aquellas fiestas les viesen dar sobre los
tiranos, aunque anteriormente no supiesen nada del hecho, viéndose
todos con armas se unirían a ellos y los favorecerían y ayudarían para
recobrar también su libertad.

Llegado el día de la fiesta, Hipias estaba en un lugar fuera de la
ciudad, llamado Cerámico, con sus ministros y gente de guarda ordenando
las ceremonias y pompas de aquella fiesta según correspondía a su
cargo, y cuando Harmodio y Aristogitón iban hacia él con sus dagas
empuñadas para matarle, vieron a uno de los conjurados que estaba
hablando familiarmente con Hipias, porque era muy fácil y humano en
dar a todos audiencia. Cuando así le vieron hablar, temieron que aquel
le hubiese descubierto la cosa y ser inmediatamente presos, por lo
cual, ante todas cosas, determinaron tomar venganza del que había sido
causa de la conjuración, es decir, de Hiparco. Entraron para ello en la
ciudad y hallaron a Hiparco en un lugar llamado Leocorio, y por la gran
ira que tenían dieron sobre él con tanto ímpetu que le mataron en el
acto.

Hecho esto, Aristogitón se salvó al principio entre los ministros del
tirano, pero después fue preso y muy mal herido. Harmodio quedó allí
muerto.

Al saber Hipias en Cerámico lo ocurrido no quiso ir inmediatamente al
lugar donde el hecho había sucedido, sino fue a donde estaban reunidos
los de la ciudad armados para salir con pompa en la fiesta antes de que
supiesen el caso, y disimulando y mostrando un rostro alegre, como si
nada ocurriera, mandó a todos como estaban que se retirasen sin armas a
un cierto lugar que les mostró, lo cual ellos hicieron pensando que les
quería decir algo, y cuando llegaron envió sus ministros para que les
quitasen las armas y se apoderasen de aquellos de quien tenía sospecha,
principalmente de los que hallasen con dagas, porque la costumbre era
en aquella fiesta y solemnidad usar lanzas y escudos solamente.

De esta manera, el amor impuro fue principio y causa del primer intento
y empresa contra los tiranos de Atenas, y ejecutose temerariamente por
el repentino miedo que tuvieron los conjurados de ser descubiertos,
de lo cual siguieron después mayores daños, y más a los atenienses,
porque en adelante los tiranos fueron más crueles que habían sido hasta
entonces.

Hipias, por temor y sospechas de que atentaran contra él, mandó matar
a muchos ciudadanos atenienses, y procuró la alianza y amistad de los
extranjeros, para tener más seguridad en el caso de que hubiera alguna
mudanza en su estado. Por esta causa casó su hija, llamada Arquédice,
con Ayántides, hijo de Hipoclo, tirano y señor de Lámpsaco, y porque
sabía que este Ayántides tenía gran amistad con el rey Darío de Persia,
y podía mucho con él. De Arquédice se ve hoy en día el sepulcro en
Lámpsaco, donde está un epitafio del tenor siguiente:

  «AQUÍ YACE ARQUÉDICE,
  HIJA DE HIPIAS, AMPARADOR Y DEFENSOR DE GRECIA,
  LA CUAL, AUNQUE HUBO EL PADRE Y MARIDO
  Y HERMANO E HIJOS REYES TIRANOS,
  NO POR ESO SE ENGRIÓ NI ENSOBERBECIÓ
  PARA MAL NINGUNO.»

Tres años después de pasado este hecho que arriba contamos, fue Hipias
echado por los lacedemonios y los Alcmeónidas, desterrados de Atenas,
de la tiranía y señorío de esta ciudad. Retirose primero por propia
voluntad a Sigeo, y después a Lámpsaco, con su consuegro Ayántides. De
allí se fue con el rey Darío de Persia, y veinte años después, siendo
ya muy viejo, vino con los medos contra los griegos, peleando en la
jornada de Maratón.

Trayendo a la memoria estas cosas antiguas, el pueblo de Atenas estaba
más exasperado y receloso, y se movía más para la pesquisa de aquel
hecho de las imágenes de Mercurio destrozadas y de los misterios y
sacrificios violados y profanados que antes hemos referido, temiendo
volver a la sujeción de los tiranos, y creyendo que todo aquello fuera
hecho con intento de alguna conjuración y tiranía. Por esta causa
fueron presas muchas personas principales de la ciudad, y cada día
crecía más la persecución e ira del pueblo, y aumentaban las prisiones,
hasta que uno de los que estaban presos, y que se presumía fuera de
los más culpados, por consejo y persuasión de uno de sus compañeros de
prisión, descubrió la cosa, ora fuese falsa o verdadera, porque nunca
se pudo averiguar la verdad, ni antes ni después, salvo que aquel fue
aconsejado de que si descubría el hecho acusándose a sí mismo y algunos
otros, libraría de sospecha y peligro a todos los otros de la ciudad, y
tendría seguridad, haciendo esto, de poderse escapar y salvarse.

Por esta vía aquel confesó el crimen de las estatuas, culpándose y
culpando a otros muchos que decía haber participado con él en el
delito. El pueblo, creyendo que decía verdad, quedó muy contento,
porque antes estaba muy atribulado por no saber ni poder hallar indicio
ni rastro alguno de aquel hecho entre tan gran número de gente.

Inmediatamente dieron libertad al que había confesado el crimen, y con
él a los que había salvado. Todos los otros que denunció, y pudieron
ser presos, sufrieron pena de muerte, y los que se escaparon fueron
condenados a muerte en rebeldía, prometiendo premio a quien los matase,
sin que se pudiese saber por verdad si los que habían sido sentenciados
tenían culpa o no.

Aunque para en adelante la ciudad pensaba haber hecho mucho provecho,
en cuanto a Alcibíades, acusado de este crimen por sus enemigos y
adversarios, que le culpaban ya antes de su partida, el pueblo se enojó
mucho, y teniendo por averiguada su culpa en el hecho de las estatuas,
fácilmente creía que también había sido partícipe en el otro delito de
los sacrificios con los cómplices y conjurados contra el pueblo.

Creció más la sospecha porque en aquella misma sazón vino alguna gente
de guerra de los lacedemonios hasta el istmo del Peloponeso, so color
de algunos tratos que tenían con los beocios, lo cual creían que
había sido por instigación del mismo Alcibíades, y que de no haberse
prevenido los atenienses deteniendo a los ciudadanos que habían preso
por sospechas, y castigado a los otros, la ciudad estaría en peligro de
perderse por traición.

Fue tan grande la sospecha que concibieron, que toda una noche
estuvieron en vela, guardando la ciudad, armados en el templo de
Teseo: y en este mismo tiempo los huéspedes y amigos de Alcibíades,
que estaban en la ciudad de Argos por rehenes, fueron tenidos por
sospechosos de que querían organizar algún motín en la ciudad, de lo
cual, como diesen aviso a los atenienses, permitieron estos a los
argivos que matasen a aquellos ciudadanos de Atenas que les fueron
dados en rehenes, y enviados por ellos a ciertas islas.

De esta manera era tenido Alcibíades por sospechoso en todas partes;
y los que le querían llamar a juicio para que le condenasen a muerte,
procuraron hacerle citar en Sicilia, y juntamente a los otros sus
cómplices, de quien antes hemos hablado. Para ello enviaron la
nave llamada _Salaminia_, y mandaron a sus nuncios le notificasen
que inmediatamente les siguiese y viniera con ellos a responder al
emplazamiento, pero que no le prendiesen, así por temor a que los
soldados que tenía a su cargo se amotinasen, como también por no
estorbar la empresa de Sicilia, y principalmente por no indignar a
los mantineos ni a los argivos, ni perder su amistad, pues estos, por
intercesión del mismo Alcibíades, se habían unido a los atenienses para
aquella empresa.

Viendo Alcibíades el mandato y plazo que le hacían de parte de los
atenienses, se embarcó en un trirreme, y con él todos los cómplices
que fueron citados, y partieron con la nave _Salaminia_, que había
ido a citarles, fingiendo que querían ir en su compañía desde Sicilia
a Atenas; mas cuando llegaron al cabo de Turios, se apartaron de la
_Salaminia_, y viendo los de esta nave que los habían perdido de vista,
y no podían hallar rastro aunque procuraban saber noticias de ellos, se
dirigieron a Atenas.

Poco tiempo después, Alcibíades partió de Turios, y fue a desembarcar
en tierra del Peloponeso, como desterrado de Atenas.

Al llegar la _Salaminia_ al Pireo, fue condenado a muerte en rebeldía
por los atenienses, como también los que le acompañaban.



XI.

Después de la partida de Alcibíades, los dos jefes de la armada que
quedaron ejecutan algunos hechos de guerra en Sicilia, sitiando
Siracusa y derrotando a los siracusanos.


Después de la partida de Alcibíades, los otros dos capitanes de los
atenienses que quedaron en Sicilia dividieron el ejército en dos
partes, y por suerte cada cual tomó a su cargo una.

Hecho esto partieron ambos con todo el ejército hacia Selinunte y
Egesta, para saber si los egesteos estaban decididos a darles el
socorro de dinero que les habían prometido, y conocer el estado en que
encontraban los negocios de los selinuntios, y las diferencias que
tenían con los egesteos.

Navegando al largo de la mar, dejando a la isla de Sicilia a la parte
de mar de Jonia, a mano izquierda, vinieron a aportar delante de la
ciudad de Hímera, la única en aquellas partes habitada por griegos;
pero los de Hímera no quisieron recibir a los atenienses, y al partir
de allí fueron derechamente a una villa nombrada Hícara, la cual,
aunque poblada por sicilianos, era muy enemiga de los egesteos, y por
esta causa la robaron y saquearon, entregándola después a los egesteos.

Entretanto llegó la gente de a caballo de los egesteos, que con la
infantería de los atenienses se internaron en la isla, robando y
destruyendo todos los lugares que hallaron hasta Catana. Sus barcos
iban costeando a lo largo de la mar, y en ellos cargaban toda la presa
que cogían, así de cautivos y bestias como de otros despojos.

Al partir de Hícara, Nicias fue derechamente a la ciudad de Egesta,
donde recibió de los egesteos treinta talentos para el pago del
ejército, y habiendo provisto allí las cosas necesarias, volvió con
ellos al ejército.

Además de esta suma percibió hasta ciento y veinte talentos que importó
el precio de los despojos vendidos.

Después fueron navegando alrededor de la isla, y de pasada ordenaron a
sus aliados y confederados que les enviasen la gente de socorro que les
habían prometido, y así, con la mitad de su armada vinieron a aportar
delante de la villa de Hibla, que está en tierra de Gela, y era del
partido contrario, pensando tomarla por asalto; mas no pudieron salir
con su empresa, y en tanto llegó el fin del verano.

Al principio del invierno los atenienses dispusieron todas las cosas
necesarias para poner cerco a Siracusa, y también los siracusanos se
preparaban para salirles al encuentro, porque al ver que los atenienses
no habían osado acometerles antes, cobraron más ánimo y les tenían
menos temor. Alentábales el saber que habiendo recorrido los enemigos
la mar por la otra parte, bien lejos de su ciudad, no pudieron tomar
la villa de Hibla; de lo cual los siracusanos estaban tan orgullosos,
que rogaban a sus capitanes los llevasen a Catana donde acampaban los
atenienses puesto que no osaban ir contra ellos, y los siracusanos de a
caballo iban diariamente a correr hasta el campo de los enemigos. Entre
otros baldones y denuestos que les decían, preguntábanles si habían ido
para morar en tierra ajena y no para restituir a los leontinos en la
suya.

Entendiendo esto los capitanes atenienses, procuraban atraer los
caballos siracusanos y apartarlos lo más lejos que pudiesen de la
ciudad, para después más seguramente llegar de noche con su armada
delante de Siracusa y establecer su campamento en el lugar que les
pareciese más conveniente, pues sabían bien que si al saltar en
tierra hallaban a los enemigos en orden y a punto para impedirles el
desembarco, o si querían tomar el camino por tierra con el ejército
desde allí hasta la ciudad, les sería más dificultoso, porque la
caballería podría hacer mucho daño a sus soldados que iban armados a
la ligera, y aun a toda la infantería, a causa de que los atenienses
tenían muy poca gente de a caballo, y haciendo lo que habían pensado,
podrían, sin estorbo alguno, tomar el lugar que quisiesen para asentar
su campamento antes que la caballería siracusana volviese. El lugar
más conveniente se lo indicaron algunos desterrados de Siracusa, que
acompañaban al ejército, y era junto al Olimpieo.

Para poner en ejecución su propósito usaron de este ardid: enviaron un
espía en quien confiaban mucho a los capitanes siracusanos, sabiendo
de cierto que darían crédito a lo que les dijese. Este fingió ser
enviado por algunas personas principales de la ciudad de Catana, de
donde era natural, y los mismos capitanes le conocían muy bien, y
sabían su nombre, diciéndoles que estos de Catana eran todavía de su
partido, y que si querían ellos les harían ganar la victoria contra
los atenienses por este medio. Una parte de los atenienses estaban
aún dentro de la villa sin armas. Si los siracusanos querían salir un
día señalado de su ciudad e ir con todas sus fuerzas a la villa, de
manera que llegasen al despuntar el alba los principales de Catana, que
les nombró por amigos con sus cómplices, expulsarían fácilmente a los
atenienses que estaban dentro de la villa y pondrían fuego a los barcos
que tuvieran en el puerto; hecho esto los siracusanos daban sobre el
campo de los atenienses asentado fuera de la villa y los podrían vencer
y desbaratar sin riesgo ni peligro.

Además decía que había otros muchos ciudadanos en Catana convenidos
para esta empresa, los cuales estaban prontos y determinados a ponerla
por obra, y que por esto solo le habían enviado.

Los capitanes siracusanos, que eran atrevidos y además tenían codicia
de buscar a los enemigos en su campo, creyeron de ligero a este espía,
y conviniendo con él el día en que se habían de hallar en Catana, le
enviaron con la respuesta a los mismos principales habitantes, que el
espía decía haberle dado aquella comisión.

El día señalado salieron todos los de Siracusa con el socorro de los
selinuntios y algunos otros aliados que habían ido para ayudarles.
Iban sin orden ni concierto alguno por la gana que tenían de pelear, y
fueron a alojarse en un lugar cerca de Catana, junto al río de Simeto,
en tierra de los leontinos.

Entonces los atenienses, sabiendo de cierto su llegada, mandaron
embarcar toda la gente de guerra que tenían, así atenienses como
sicilianos, y algunos otros que se les habían unido, y de noche
desplegaron las velas y navegaron derechamente hacia Siracusa, donde
arribaron al amanecer y echaron áncoras en el gran puerto que está
delante del Olimpieo para saltar en tierra.

Entretanto la gente de a caballo de los siracusanos que había partido
para Catana, al saber que todos los barcos de la armada de los
atenienses habían partido de Catana, dieron aviso de ello a la gente de
a pie, y todos se volvieron para acudir en socorro de su ciudad; mas
por ser el camino largo por tierra, antes de que pudiesen llegar, los
atenienses habían desembarcado y alojado su campo en el lugar escogido
por mejor, desde donde podían pelear con ventaja sin recibir daño de
la gente de a caballo antes que pudiesen hacer sus parapetos, y menos
después de hacerlos, porque estaba resguardado de baluartes y algunos
edificios viejos que había allí, y además por la mucha arboleda y un
estanque y cavernas de madera, de suerte que no podían venir sobre
ellos por aquel lado, sobre todo, gente de a caballo. Por la otra
parte, habían cortado muchos árboles que estaban cerca, y los habían
llevado al puerto, clavándolos atravesados en cruz para impedir o
estorbar que pudiesen atacar a los barcos. También por la parte que su
campo estaba más bajo y la entrada mejor para los enemigos, hicieron
un baluarte con grandes piedras y maderos a toda prisa, de suerte que
con gran dificultad podían ser atacados por allí; después rompieron el
puente que había por donde podían pasar a las naves.

Todo esto lo hicieron sin riesgo y sin que persona alguna saliese de
la ciudad a estorbarlos, porque todos estaban fuera, como he dicho, y
no habían vuelto de Catana. La caballería llegó primero y poco después
toda la gente de a pie que había salido del pueblo. Todos juntos fueron
hacia el campo de los atenienses, mas viendo que no salían contra
ellos, se retiraron y acamparon a la otra parte del camino que va a
Heloro.

Al día siguiente los atenienses salieron a pelear, y ordenaron sus
haces de esta manera. En la punta derecha pusieron a los argivos y
mantineos, en la siniestra los otros aliados y en medio los atenienses.
La mitad del escuadrón estaba compuesto de ocho hileras por frente, y
la otra mitad situada a la parte de las tiendas y pabellones de otras
tantas todo cerrado. A esta postrera mandaron que acudiese a socorrer a
la parte que viesen en aprieto. Entre estos dos escuadrones pusieron el
bagaje, y la gente que no era de pelea.

De la parte contraria, los siracusanos pusieron a punto su gente, así
los de la ciudad como los extranjeros, todos bien armados, entre los
cuales estaban los selinuntios, que fueron los primeros en avanzar,
y tras ellos los de Gela que eran hasta doscientos caballos y los de
Camarina hasta veinte, y cerca de cincuenta flecheros. Pusieron todos
los de a caballo en la punta derecha que serían hasta mil y doscientos,
y tras ellos toda la otra infantería y los tiradores. Estando las haces
ordenadas a punto de batalla, porque los atenienses eran los primeros
que habían de acometer, Nicias, su capitán, puesto en medio de todos
les habló de esta manera:



XII.

Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos a la batalla.


«Varones atenienses y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra,
no necesito haceros grandes amonestaciones para la batalla, aunque para
esto solo os habéis reunido aquí; y no lo necesito porque, a mi parecer,
este aparato de guerra que al presente veis que tenemos tan bueno es
más que bastante para daros esfuerzo y osadía, y mejor que todas las
razones por convincentes que fuesen, si por el contrario tuviésemos
fuerzas muy flacas. Porque estando aquí juntos argivos, mantineos y
atenienses, y los mejores y más principales de las islas, decidme, ¿hay
razón para que con tantos y tan buenos amigos y compañeros de guerra
no tengamos por cierta y segura la victoria? Con tanto más motivo
cuanto que nuestra contienda es con hombres de comunidad y canalla, no
escogidos para pelear como nosotros, y estos sicilianos aunque de lejos
nos desafían, de cerca no se atreverán a esperarnos, porque no tienen
tanto saber ni experiencia en las armas cuanto atrevimiento y osadía.

»Por tanto, bueno será que cada cual de vosotros piense consigo mismo
que aquí estamos en tierra extraña y muy lejos de la nuestra, y que
por ninguna vía estos sicilianos serán amigos nuestros, ni los podemos
conquistar ni ganar de otra suerte sino con las armas en la mano
peleando animosamente.

»Quiero, pues, deciros todas las razones contrarias a las que sé muy
bien que dirán los capitanes enemigos a los suyos. Diránles que miren
pelean por la honra y defensa de su tierra, y yo os digo que miréis
que nosotros estamos en tierra extraña, en la cual nos conviene vencer
peleando, o perder del todo la esperanza de poder regresar salvos a la
nuestra, pues sabemos la mucha caballería que tienen, con la cual nos
podrán destruir si una vez nos viesen desordenados.

»Así, pues, como hombres valientes y animosos, acordándoos de vuestra
virtud y esfuerzo, acometed con ánimo y corazón a vuestros enemigos,
y pensad que la necesidad en que podemos encontrarnos es mucho más de
temer que las fuerzas y poder de los enemigos.»

Cuando Nicias arengó de esta manera a los suyos, mandó que saliesen
derechamente contra los enemigos, los cuales no esperaban que los
atenienses les presentaran la batalla tan pronto, y por esta causa
algunos habían ido a la ciudad que estaba cerca de su campamento.
Mas al saber la venida de los enemigos salieron a buen trote de la
ciudad para unirse con los suyos y ayudarles, aunque no pudieron ir
ordenadamente, sino mezclados y entremetidos unos con otros.

En esta batalla, como en las otras, mostraron que no tenían menos
esfuerzo y osadía que los contrarios, ni menos saber ni experiencia de
la guerra que los atenienses, defendiéndose y acometiendo valerosamente
al ver la oportunidad, y cuando les era forzado retirarse, lo hacían,
aunque muy contra su voluntad.

Esta vez, no creyendo que los atenienses les acometerían los primeros,
y a causa de ellos, cogidos por sorpresa, arrebataron sus armas y les
salieron al encuentro.

Al principio hubo una escaramuza de ambas partes entre los honderos y
flecheros y tiradores que duró buen rato, revolviendo los unos sobre
los otros, según suele suceder en tales encuentros de gente de guerra
armados a la ligera. Mas después que los adivinos de una parte y de
la otra declararon que los sacrificios se les mostraban prósperos y
favorables, dieron la señal para la batalla, y llegaron a encontrarse
los unos contra los otros en el orden arriba dicho con gran ánimo y
osadía, porque los siracusanos tenían en cuenta que peleaban por su
patria, por la vida y salud de todos y por su libertad en lo porvenir,
y por el contrario, los atenienses, pensaban que combatían por
conquistar y ganar la tierra ajena, y no recibir mal ni daño en la suya
propia si fuesen vencidos, y los argivos y los otros aliados suyos que
eran libres y francos, por ayudar a los atenienses señaladamente en
aquella jornada, y también por la codicia que cada cual de ellos tenía
de volver rico y victorioso a su tierra.

Los otros súbditos de los atenienses peleaban también de tan buena
gana, porque no esperaban poder regresar salvos a su tierra si no
alcanzaban la victoria, y aunque otra cosa no les moviera, pensaban que
haciendo su deber, y peleando valientemente, en adelante serían mejor
tratados por sus señores, por razón de haberles ayudado a conquistar
tan hermosa tierra.

Cuando cesaron los tiros de venablos y piedras de una parte y de otra,
al venir a las manos, pelearon gran rato sin que los unos ni los otros
retrocediesen; mas estando en el combate sobrevino un gran aguacero con
muchos truenos y relámpagos, de lo cual los siracusanos, que entonces
peleaban por primera vez, se espantaron grandemente por no estar
acostumbrados a las cosas de la guerra; pero los atenienses, que tenían
más experiencia y estaban habituados a ver semejantes tempestades,
atribuyeron aquello a la estación del año y no hacían acaso. Esto
aumentó el miedo de los siracusanos pensando que los enemigos tomaban
aquellas señales del cielo en su favor y en daño de ellos.

Los primeros de todos los argivos por una parte y los atenienses por
otra, cargaron tan reciamente sobre el ala izquierda de los siracusanos
que los desbarataron y pusieron en huida, aunque no los siguieron gran
trecho al alcance, por temor a la gente de a caballo de los enemigos,
que era mucha y no había sido aún rota, sino que estaba firme y fuerte
en su posición, y cuando iban algunos de los atenienses demasiado
adelante, los suyos salían a ellos y los detenían mal de su grado.

Por esta causa los atenienses seguían cerrados en un escuadrón al
alcance a los siracusanos que huían hacia donde pudieron. Después se
retiraron en orden a su campo, y allí levantaron trofeo en señal de
victoria. Los siracusanos se retiraron asimismo lo mejor que pudieron,
y se reunieron en su campamento, junto al camino de Heloro. Desde
allí enviaron parte de su gente al templo Olimpieo que estaba cerca,
temiendo que los atenienses fueran a robarlo, porque había dentro gran
cantidad de oro y plata, y el resto del ejército se metió en la ciudad.
Los atenienses no quisieron ir hacia el templo, ocupándose en recoger
los suyos que habían muerto en la batalla, y estuvieron quedos aquella
noche.

Al día siguiente los siracusanos reconociendo la victoria a los
atenienses les pidieron sus muertos para sepultarlos, hallando entre
todos, así de los ciudadanos como de sus aliados, hasta doscientos
cincuenta, y de los atenienses y de sus aliados cerca de cincuenta.

Cuando los atenienses quemaron los muertos, según tenían por costumbre,
recogidos sus huesos con los despojos de los enemigos volvieron a
Catana, porque ya se acercaba el invierno, y no era tiempo de hacer
guerra, ni tampoco tenían buenos recursos para hacerla hasta que
llegara la gente de a caballo que esperaban, así de los atenienses como
de sus aliados, y además dinero para pagar los equipos y provisiones
necesarias. Proyectaban también tener durante el invierno negociaciones
e inteligencias con algunas ciudades de Sicilia, y atraerlas a su
devoción y partido, teniendo por causa bastante el buen suceso de
la victoria alcanzada, y además querían acopiar las provisiones de
vituallas y de todas las otras cosas necesarias para poner de nuevo
cerco a Siracusa en el verano. Estas fueron en efecto las causas
principales que movieron a los atenienses a pasar el invierno en Catana
y en Naxos.



XIII.

Los siracusanos, después de nombrar nuevos jefes y de ordenar bien sus
asuntos, hacen una salida contra los de Catana. -- Los atenienses no
pueden tomar Mesena.


Después que los siracusanos sepultaron sus muertos e hicieron las
exequias acostumbradas, se reunieron todos en consejo, y en esta
asamblea Hermócrates, hijo de Hermón, que era tenido por hombre sabio
y prudente y avisado para todos los negocios de la república, y muy
experimentado en los hechos de la guerra, les dijo muchas razones para
animarles, diciendo que la pérdida pasada no había sido por falta de
consejo, sino por haberse desordenado; ni era tan grande como pudiera
razonablemente esperarse, considerando que de su parte no había sino
gente vulgar y no experimentados en la guerra, y que los atenienses,
sus enemigos, eran los más belicosos de toda Grecia, y tenían la guerra
por oficio más que otra cosa alguna. Además les había dañado en gran
manera los muchos capitanes que tenían los siracusanos que pasaban de
quince, los cuales no eran muy obedecidos por los soldados.

Empero si querían elegir pocos capitanes buenos y experimentados, y
mientras pasase el invierno reunir buen número de gente de guerra,
proveer de armas a los que no las tenían y ejercitarles en ellas en
todo este tiempo, podían tener esperanza de vencer a sus contrarios a
tiempo venidero con tal que juntasen a su esfuerzo y osadía, buen orden
y discreción, porque hay dos cosas muy necesarias para la guerra: el
orden para saber prevenir y evitar los peligros, y el esfuerzo y osadía
para poner en ejecución lo que la razón y discreción les mostrase.

Díjoles que también era necesario que los capitanes que eligiesen,
siendo pocos como arriba es dicho, tuviesen poder y autoridad bastante
en las cosas de guerra para hacer todo aquello que les pareciese
necesario y conveniente para bien y pro de la república, tomándoles el
juramento acostumbrado en tal caso, y por esta vía se podrían tener
secretas las cosas que debían ser ocultas, y hacerse todas las otras
provisiones necesarias sin contradicción alguna.

Cuando los siracusanos oyeron las razones de Hermócrates, todos las
aprobaron y tuvieron por buenas, e inmediatamente eligieron al mismo
Hermócrates por uno de tres capitanes, y con él a Heráclides, hijo
de Lisímaco, y a Sicano, hijo de Execesto. Estos tres nombraron
embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que se
unieran con ellos contra los atenienses, y que todos a una les hiciesen
tan cruel guerra en su tierra misma, que les fuese forzoso dejar a
Sicilia para ir a defender su patria, y si no quisiesen hacer esto que
a lo menos enviasen a los siracusanos socorro de gente de guerra por
mar.

La armada de los atenienses que estaba en Catana fue derechamente a
Mesena con esperanza de poderla tomar por tratos e inteligencias con
algunos de los ciudadanos, mas no pudieron lograr su empresa porque
Alcibíades, sabiendo estos tratos, después que partió del campamento
y viéndose ya desterrado de Atenas, por hacer daño a los atenienses
descubrió en secreto la traición a los de la ciudad, que eran del
partido de los siracusanos, los cuales primeramente mataron a los
ciudadanos que hallaron culpados, y después excitaron a los otros del
pueblo contra los atenienses, y todos a una opinaron que no fueran
recibidos en la ciudad.

Los atenienses después de estar trece días delante de la ciudad, viendo
que el invierno llegaba, que comenzaban a faltarles los víveres, y
también que no podían lograr su propósito, se retiraron a Naxos, donde
fortificaron su campo con fosos y baluartes para pasar el invierno, y
enviaron un trirreme a Atenas para que les mandaran socorro de gente
de a caballo y dinero, a fin de que al llegar la primavera pudiesen
salir al campo con su gente.

Por otra parte los siracusanos durante el invierno cercaron de muro y
fortalecieron todo el arrabal, que está a la parte de Epípolas, para
que, si por mala dicha, otra vez fuesen vencidos en batalla, tuviesen
mayor sitio donde acogerse dentro de la cerca de la ciudad. Además
hicieron nuevas fortificaciones junto al Olimpieo y el lugar llamado
Mégara, y pusieron gente de guarnición en estas playas. Para más
seguridad construyeron fuertes en todas las partes donde los enemigos
pudiesen saltar en tierra contra los de la ciudad.

Sabiendo después que los atenienses invernaban en Naxos, salieron
de la ciudad con toda la gente de armas que en ella había, y fueron
derechamente a Catana, robaron y talaron la tierra, y quemaron las
tiendas y pabellones que los atenienses habían dejado de cuando
asentaron allí su campamento, y hecho esto regresaron a sus casas.



XIV.

Los atenienses por su parte, y los siracusanos por la suya, envían
embajadores a los de Camarina para procurar su alianza. -- Respuesta
de los camarineos. -- Aprestos belicosos de los atenienses contra los
siracusanos en este invierno.


Pasadas estas cosas, y advertidos los siracusanos de que los atenienses
habían enviado embajadores a los camarineos para confirmar la
confederación y alianza que en tiempo pasado habían hecho con Laques,
capitán que a la sazón era de los atenienses, también les enviaron
embajadores, porque no confiaban mucho en ellos, a causa de que en la
anterior jornada se habían mostrado perezosos en enviarles socorro;
sospechaban que en adelante no les quisiesen ayudar, y acaso favorecer
el partido de los atenienses, viendo que habían sido vencedores en
la batalla, haciendo esto so color de aquella confederación y alianza
antigua.

Llegados a Camarina, de parte de los siracusanos, Hermócrates con
algunos otros embajadores, y de la de los atenienses, Eufemo con otros
compañeros, el primero de todos, Hermócrates, delante de todo el pueblo
que para esto se había reunido, queriendo acriminar a los atenienses,
habló de esta manera:

«Varones camarineos, no penséis que somos aquí enviados de parte de los
siracusanos por temor alguno que tengamos de que os asuste esta armada
y poder de los atenienses, sino por sospecha de que con sus artificios
y sutiles razones os persuadan de lo que quieren, antes que podáis ser
avisados por nosotros.

»Vienen a Sicilia so color y con el achaque que vosotros habéis oído,
pero con otro pensamiento que todos sospechamos. Y a mi parecer,
tengo por cierto que no han venido para restituir a los leontinos en
sus tierras y posesiones, sino antes para echarnos de las nuestras,
pues no es verosímil que los que echan a los naturales de Grecia de
sus ciudades, quieran venir aquí para restituir a los de esta tierra
en las ciudades de donde fueron expulsados, ni que tengan tan gran
cuidado de los leontinos como dicen, porque son calcídeos como sus
deudos y parientes, y a los mismos calcídeos, de donde estos leontinos
descienden, los han puesto en servidumbre. Antes es de pensar que, con
la misma ocasión que tomaron la tierra de aquellos, quieren ahora ver
si pueden tomar estas nuestras.

»Como todos sabéis, siendo estos atenienses elegidos por caudillos del
ejército de los griegos para resistir a los medos por voluntad de los
jonios y otros aliados suyos, los sujetaron y pusieron bajo su mando
y señorío, a unos so color de que habían despedido la gente de guerra
sin licencia, a los otros con achaque de las guerras y diferencias que
tenían entre sí, y a otros por otras causas que ellos hallaron buenas
para su propósito cuando vieron oportunidad de alegarlas.

»De manera, que se puede decir con verdad, que los atenienses no
hicieron entonces la guerra por la libertad de Grecia, ni tampoco los
otros griegos por su libertad, sino que la hicieron a fin de que los
griegos fuesen sus siervos y súbditos antes que de los medos, y los
mismos griegos pelearon por mudar de señor, no por cambiar señor mayor
por menor, sino solamente uno que sabe mandar mal por otro que sabe
mandar bien.

»Y aunque la ciudad y república de Atenas, con justa causa, sea digna
de reprensión, empero no venimos ahora aquí para acriminarla delante
de aquellos que saben y entienden muy bien en lo que estos nos pueden
haber injuriado, sino para acusar y reprender a nosotros mismos los
sicilianos, que teniendo ante los ojos los ejemplos de los otros
griegos sujetados por los atenienses no pensamos en defendernos de
ellos, y en desechar estas sus cautelas y sofisterías con que pretenden
engañarnos, diciendo que han venido para ayudar y socorrer a los
leontinos como a sus deudos y parientes, y a los egesteos como a sus
aliados y confederados.

»Paréceme, pues, que debemos pensar en nuestro derecho y mostrarles
claramente que no somos jonios ni helespontinos, ni otros isleños
siempre acostumbrados a someterse a los medos o a otros, mudando de
señor según quien les conquista, sino que somos dorios de nación,
libres y francos, y naturales del Peloponeso, que es tierra libre y
franca, y que habitamos en Sicilia.

»No esperemos a ser tomados y destruidos ciudad por ciudad, sabiendo
de cierto que por esta sola vía podemos ser vencidos, y viendo que
estos solo procuran apartarnos y desunirnos, a unos con buenas palabras
y razones, y a otros con la esperanza de su amistad y alianza, y
revolvernos a todos para que nos hagamos guerra unos a otros, usando de
muy dulces y hábiles palabras ahora, para después hacernos todo el mal
que pudieren cuando vieren la suya.

»Y si alguno hay entre vosotros que piense que el mal que ocurriese al
otro, no siendo su vecino cercano, está muy lejos de él, que no le
podrá tocar el mismo daño y desventura, y que no es él de quien los
atenienses son enemigos, sino solo los siracusanos, siendo, por esto,
locura exponer su patria a peligro por salvar la mía, le digo que no
entiende bien el caso, y que ha de pensar que defendiendo mi patria
defiende la suya propia tanto como la mía, y que tanto más seguramente,
y más a su ventaja lo hace teniéndome en su compañía antes que yo sea
destruido y pueda mejor ayudarle.

»Tengan todos en cuenta que los atenienses no han venido para vengarse
de los siracusanos a causa de alguna enemistad que tuviesen con ellos,
sino queriendo con este pretexto confirmar la amistad y alianza que
tienen con vosotros.

»Si alguno nos tiene envidia o temor, porque siempre ha sido costumbre
que los más poderosos sean envidiados o temidos de los más flacos y
débiles, y por esto le parece que cuanto más mal y daño recibieran los
siracusanos tanto más humildes y tratables serán en adelante, y los
débiles podrán tener más seguridad; este tal se confía en lo que no
está en el poder ni voluntad humana, porque los hombres no tienen la
fortuna en su mano como tienen su voluntad, y si la cosa por ventura
ocurriera de muy distinta manera que él pensaba, pesándole de su mal
propio, querría tener otra vez envidia de mí, y de mis bienes, como la
tuvo antes, lo cual sería imposible después de negarme su ayuda en los
peligros de la fortuna que se podían llamar tanto suyos como míos, no
solamente de nombre y palabra, sino de hecho y de obra. Por tanto, el
que nos ayudare y defendiere en este caso, aunque parezca que salva
y defiende nuestro estado y poder, de hecho salva y defiende el suyo
propio.

»Y a la verdad, la razón requería que vosotros, camarineos, pues sois
nuestros vecinos y comarcanos, y corréis el mismo peligro después
que nosotros, hubieseis pensado y provisto esto antes, viniendo a
socorrernos y ayudarnos más pronto que lo habéis hecho, y de vuestro
grado y voluntad debierais venir a amonestarnos y animarnos haciendo
lo mismo que nosotros hiciéramos si los atenienses fueran contra
vosotros los primeros, lo cual no habéis hecho ni vosotros ni los otros.

»Y si queréis alegar que obráis conforme a justicia siendo neutrales
por temor de ofender a unos o a otros, fundándoos en vuestra
confederación y alianza con los atenienses, no tendréis razón alguna,
pues no hicisteis aquella alianza para acometer a vuestros enemigos a
voluntad de los atenienses, sino solo para socorreros unos a otros si
alguno os quisiese destruir.

»Por esta causa los de Regio, aunque calcídeos de nación, no se han
querido unir a los atenienses para restituir a los leontinos sus
tierras, aunque estos son calcídeos también como ellos. Y si los
de Regio, no teniendo tan buen motivo como vosotros y, solo por
justificarse, se han portado tan cuerdamente en este hecho, ¿cómo
queréis vosotros, teniendo causa justa y razonable para excusaros
de dar favor y ayuda a los que naturalmente son vuestros enemigos,
abandonar a los que son vecinos vuestros, parientes y deudos y uniros
con los otros para destruirlos?

»A la verdad, obraréis contra toda razón y justicia si queréis ayudar a
vuestros enemigos viniendo tan poderosos, cuando, por el contrario, los
debierais temer y sospechar de sus intentos.

»Si todos estuviésemos unidos no tendríamos cosa alguna por qué
temerles, como les temeremos por el contrario si nos desunimos, que
es lo que ellos procuran con todas sus fuerzas, porque no penséis que
han venido a esta tierra solamente contra los siracusanos, sino contra
todos nosotros los de Sicilia, y bien saben que no hicieron contra
nosotros el efecto que querían, aunque fuimos vencidos en la batalla,
sino que después de la victoria consideraron prudente retirarse pronto.

»De esto se deduce claramente que estando todos juntos y yendo a
una, no debemos tener gran temor de ellos, sobre todo cuando llegue
el socorro que esperamos de los peloponesios que son mucho mejores
combatientes que ellos.

»Ni tampoco os debe parecer buen consejo el de ser neutrales y no
declararos a favor de una de las partes, diciendo que esto es justo
y razonable en cuanto a nosotros, porque sois sus aliados, y lo más
cierto y seguro para vosotros; pues aunque el derecho sea igual entre
ellos y nosotros, respecto a vosotros, por razón de la alianza arriba
dicha, el caso es muy diferente, y si aquellos contra quien se hace
la guerra son vencidos por falta de vuestro socorro y los atenienses
quedaran vencedores, podrá decirse que por vuestra neutralidad los unos
fueron destruidos y los otros no encontraron obstáculo para hacer mal.

»Por tanto, varones camarineos, mejor os será ayudar a los que estos
quieren maltratar e injuriar que son vuestros parientes, deudos,
vecinos y comarcanos, defendiéndoles y amparándoles por el bien de toda
Sicilia, y no permitir que triunfen los atenienses, que excusaros con
ser neutrales y no querer estar de una parte ni de otra.

»Abreviando razones, pues aquí no hay necesidad de ellas para que
todos sepamos lo que a cada cual conviene hacer, rogamos y requerimos
nosotros, los siracusanos, a vosotros, camarineos, para que nos ayudéis
y socorráis en este trance, y protestamos de que, si no lo hacéis,
seréis causa de que nos venzan y destruyan los jonios, nuestros
mortales enemigos, y de que siendo vosotros dorios de nación, como
también lo somos nosotros, nos dejáis y desamparáis alevosamente, hasta
el punto de que si fuéremos vencidos por los atenienses, será por
vuestra falta, y cuando alcanzaran la victoria, el premio y galardón
que obtendréis no será otro sino el que os quisiere dar el vencedor,
pero si nosotros vencemos sufriréis la pena y castigo que mereciereis
por haber sido causa de todo el mal y daño que nos pueda sobrevenir.

»Pensando y considerando muy bien esto, desde ahora escoged una de
dos cosas: o incurrir en perpetua servidumbre por no quereros exponer
a peligro, o si venciereis con los atenienses no libraros de ser sus
súbditos y tenerlos por señores, y a nosotros durante muy largo tiempo
por vuestros enemigos.»

Con esto acabó su discurso, y tras él se levantó Eufemo, embajador de
los atenienses, que habló de esta manera:



XV.

Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a los camarineos.


«Varones camarineos, hemos venido principalmente para renovar y
confirmar la amistad y alianza antigua que tenemos con vosotros, pero
calumniados por este siracusano en su discurso, será necesario hablar
de nuestro imperio y señorío, y de cómo le tenemos y poseemos con justo
título y causa. De ello, este mismo que ha hablado da el mejor y mayor
testimonio que ser pudiera, pues dice que los jonios siempre fueron y
han sido enemigos de los dorios.

»Empero conviene entender la cosa tal y como es cierta, a saber: que
nosotros somos jonios de nación y los peloponesios dorios, y porque
estos son muchos más en número que nosotros y nuestros vecinos y
comarcanos, hemos procurado por todas las vías y maneras posibles
eximirnos de su mando.

»Por esto, después de la guerra con los medos, teniendo tan buena
armada como poseíamos, nos apartamos del mando y dirección de los
lacedemonios que entonces eran los caudillos de toda la hueste de
los griegos, porque no había más razón para que ellos nos mandasen a
nosotros que nosotros a ellos, sino la de que ellos eran más poderosos
a la sazón que nosotros, y, por consiguiente, llegando nosotros a ser
señores y caudillos de los griegos que antes estaban sujetos a los
medos, hemos tenido y habitado nuestra tierra, sabiendo de cierto que
mientras tuviéremos fuerzas para resistir al poder de los lacedemonios
no hay razón para que debamos estarles sujetos.

»Hablando en realidad de verdad, tenemos buena y justa causa para
haber querido sujetar a nuestra dominación a los jonios y a los otros
isleños, aunque además fueren nuestros parientes y deudos como dicen
los siracusanos, pues estos jonios vinieron con los medos contra
nuestra ciudad, siendo su metrópoli de donde ellos descienden y son
naturales, por miedo de perder sus casas y posesiones, y no osaron
aventurar sus villas y ciudades como nosotros hicimos por guardar y
conservar la libertad común de Grecia, antes escogieron por mejor
ser siervos y súbditos de los bárbaros medos por salvar sus bienes y
haciendas, y aun venir con ellos contra nosotros para ponernos en la
misma servidumbre.

»Por estas razones somos dignos y merecedores de mandar y señorear a
otros, pues sin ninguna excusa dimos para aquella guerra más naves y
nos mostramos con más ánimo y corazón que todas las otras ciudades de
Grecia, y por la misma causa merecemos tener mando y señorío sobre
los jonios que nos hicieron todo el mal y daño que pudieron cuando se
unieron a los medos.

»Por tanto, si codiciamos aumentar nuestras fuerzas contra los
peloponesios, y no estar más bajo el mando de otro, con derecho y
razón queremos tener mando y señorío por haber sido los únicos que
desbaratamos y lanzamos a los medos, o a lo menos, por la libertad
común, nos expusimos a peligro y tomamos a nuestra costa los males y
daños de los otros, y principalmente de estos jonios, como si fueran
propios nuestros. Además, a cada cual es lícito, sin envidia ni
reprensión, procurar su salud por todas las vías que pudiere, y por
esta causa, para nuestra mayor seguridad y defensa, hemos venido aquí a
fin de que veáis que esto que os demandamos, es tan útil y provechoso
a vosotros como a nosotros, y mostraros las causas por las que estos
nos calumnian y quieren infundir miedo en vuestros ánimos.

»Sabemos muy bien que los que por temor o sospecha de alguna cosa
son fáciles de ser persuadidos al principio con elocuentes palabras,
después, cuando llegan a las obras, hacen aquello que más les conviene.
Y ciertamente nosotros tenemos y conservamos nuestro imperio y señorío
por temor como arriba hemos dicho, y por la misma causa y razón venimos
aquí con intención de guardar y conservar a nuestros amigos en su
libertad, no para someterles a nuestra dominación y servidumbre, sino
para estorbar que los otros les pongan bajo la suya.

»Ninguno se debe maravillar de que vengamos con tan gruesa armada
para ayudar y defender a nuestros amigos, ni menos debe alegar en
consecuencia que haríamos tan grandes gastos por cosa que no nos toca
en nada, sabiendo que cuanto más poderosos seáis para resistir a los
siracusanos, tanto más seguro estará nuestro estado para con los
peloponesios, porque tanto menos podrán recibir ellos el socorro de
los siracusanos. Esta es la principal cosa en que nos puede aprovechar
vuestra amistad y alianza, por la cual asimismo es justo y conveniente
que los leontinos sean restituidos en sus tierras y haciendas, y
no estén más tiempo sujetos como están los de Hiblea, sus deudos y
parientes, y para que tengan medios de sostener la guerra en nuestro
favor contra los siracusanos.

»Nosotros solos somos bastantes para mantener la guerra en Grecia
contra nuestros enemigos en nuestra tierra, y los calcídeos, nuestros
súbditos, por los cuales este siracusano sin razón nos calumnia
diciendo que no es verosímil queramos restituir a estos leontinos su
libertad, teniendo a los calcídeos en servidumbre, nos ayudarán muy
bien, porque eximiéndoles de dar gente para la guerra, nos proveerán
de dinero. Asimismo nos ayudarán los leontinos que habitan en tierra
de Sicilia, y los demás amigos y confederados, mayormente aquellos que
viven en más libertad.

»Cierto es que el varón que rige con tiranía, y la ciudad que ejerce
mando y señorío, ninguna cosa tiene por mala y fuera de razón si le es
provechosa, y ninguna considera suya si no la tienen segura; pero no lo
es menos que conviene hacerse amigos o enemigos según la oportunidad de
los tiempos y negocios, y ningún provecho nos traería al presente hacer
mal a nuestros amigos, sino al contrario, mantenerlos en su fuerza y
poder para que, por medio de ellos, nuestros enemigos sean más débiles.
Lo podéis muy bien creer por la forma y manera de vivir que tenemos y
guardamos con los otros aliados y confederados en Grecia, de quienes
nos servimos según conviene más a nuestro provecho. De los de Quíos y
de Metimna tomamos naves, y en lo demás les dejamos vivir en libertad
y conforme a sus leyes. A algunos tratamos con más rigor haciéndoles
pagar tributo, y a otros con más libertad como amigos y aliados y no
como súbditos en cosa alguna, aunque sean isleños y de fácil conquista
para los enemigos por estar más cercanos al Peloponeso, y por esta
causa más en peligro de ser invadidos por todas partes.

»Debe creerse, pues, que lo que allí hacemos lo queramos también hacer
aquí, y que por nuestro provecho deseemos fortaleceros y ayudaros
para poner miedo y temor a los siracusanos que desean sujetaros, y
no solamente a vosotros sino también a todos los otros sicilianos,
cosa que podrán muy bien hacer por las grandes fuerzas y poder que
tienen, o por la falta que vosotros tendréis de gente de guerra si nos
volviéramos sin hacer nada, que es lo principal que ellos procuran. Por
esta causa os hacen sospechar de nosotros, seguros de dominaros, si
ahora seguís su partido, porque no tendremos después tan buenos medios
para volver aquí con una armada como la de ahora, y ellos, viéndonos
ausentes, se hallarán más fuertes y poderosos contra vosotros.

»Si esto que decimos no parece a alguno verdad, se demuestra claramente
por la obra, pues al principio cuando nos demandasteis ayuda y socorro,
no alegabais para ello otra razón sino el miedo que teníais a que si
nosotros dejásemos de venir a socorreros, los siracusanos podrían
venceros y sujetaros, lo cual redundaría en peligro y mucho daño
nuestro.

»Sería, pues, en mi opinión, cosa injusta no querer vosotros perseverar
en nuestra amistad y alianza por las mismas causas y razones que
alegasteis cuando nos la pedisteis, y sospechar de nosotros solamente
porque nos veis venir con tan gruesa armada para ser más fuertes y
poderosos contra las fuerzas de los siracusanos.

»Ni esto sería cosa justa ni razonable, antes por lo contrario,
deberíais tener mayor sospecha de ellos que de nosotros, pues sabéis
muy bien que sin una amistad y alianza no podríamos estar en estas
tierras seguros, y si quisiésemos ser malos y poner a nuestros amigos
bajo nuestro dominio, no lo podríamos conservar en adelante, así porque
la navegación es muy grande desde Grecia a Sicilia, como también
porque sería cosa muy difícil poder guardar y defender las ciudades de
Sicilia, que son grandes y tienen mucha gente de guerra de la costa
mediterránea.

»Pero estos siracusanos no deben ser tan temidos de vosotros por el
ejército que tienen cuanto por la gran abundancia de gente. Siendo
vuestros vecinos y comarcanos estáis siempre en peligro, porque
continuamente os acechan y buscan ocasión y oportunidad para dar sobre
vosotros, según lo han demostrado contra otros muchos sicilianos, y
ahora a la postre contra los leontinos.

»Con todo esto, tienen osadía y atrevimiento de aconsejaros que toméis
las armas contra nosotros que hemos venido solo para estorbarles que os
hagan mal y dominen toda la tierra de Sicilia. No se comprende que os
tengan por tan locos y fuera de seso que queráis dar fe y crédito a sus
engaños y mentiras viendo que os amonestamos lo que es vuestro bien y
salud con más verdad y certidumbre.

»Os rogamos, pues, que no queráis por vuestra culpa perder el provecho
que obtendréis de nosotros, que miréis bien de cuál de ambas partes os
debéis confiar más, y sobre todo considerad que estos siracusanos en
todos tiempos tienen medios y recursos para poderos vencer y sujetar
sin ayuda de otro por la multitud de gente que son. Fijaos en que no
podréis tener siempre para vengaros de ellos y lanzarlos de vosotros
tanta y tan buena fuerza como al presente con la ayuda y socorro de
nosotros, vuestros amigos y aliados, a quienes, si ahora dejáis volver
sin hacer nada, por la sospecha que tenéis de nosotros, o no sentís que
nos suceda algún mal por vuestra causa, vendrá tiempo en que deseéis
ver siquiera una parte de nosotros, y será en balde, porque no nos
tendréis a vuestro lado.

»Porque vosotros, camarineos, y los otros sicilianos, no deis fe ni
crédito a las calumnias de estos que alegan contra nosotros, he querido
mostraros y declarar con verdad las causas por las cuales estos nos
quieren hacer sospechosos, y para que, habiéndolas oído y recogido en
vuestra memoria, queráis otorgar nuestra demanda.

»No negamos tener el mando y señorío sobre otros pueblos vecinos y
cercanos, porque no queremos ser mandados por otros; pero, en cuanto a
los sicilianos, decimos que hemos venido aquí para impedir que otros
los sometan, temiendo el mal y daño que nos podrían causar después
los que los sujetasen y fuesen sus señores. Cuantas más tierras
tenemos que guardar, tanto más obligados estamos a hacer más cosas que
otros. Por esta causa hemos venido aquí esta vez, y las otras pasadas
para defender y amparar a aquellos de vosotros que eran oprimidos
e injuriados por otros, y no venimos por nuestra voluntad y propio
_motu_, sino llamados y rogados por ellos.

»Sois al presente jueces y árbitros de nuestros hechos. No intentéis
innovar cosa alguna de que después os hayáis de arrepentir, ni
desechéis nuestra ayuda y amistad, sino aprovechaos de ella, puesto que
podéis hacerlo al presente.

»Considerad que esto no ocasiona igualmente daño a todos, sino provecho
evidente para los más de los griegos, porque por las fuerzas y poder
grande que tenemos para socorrer y ayudar a los oprimidos, y vengar sus
injurias, aunque no sean nuestros súbditos, los que están en asechanza
para hacerles alguna violencia, procuran mantenerse tranquilos; y los
que están a punto de ser injuriados y oprimidos, pueden vivir seguros,
sin ningún trabajo, a costa ajena.

»Así, pues, varones camarineos, os amonesto que no queráis desechar
esta seguridad que es común a ambas partes y necesaria para vosotros,
sino antes, con nuestra ayuda haced con los siracusanos lo mismo que
ellos han hecho con nosotros, y prevenid sus asechanzas, de manera
que no hayáis menester estar siempre en vela con pena y trabajo para
guardaros de ellos.»

De esta manera habló Eufemo.

Los camarineos estaban por entonces en tal disposición que tenían gran
voluntad a los atenienses, y de buena gana quisieran seguir su partido,
si no sospecharan que venían con codicia de conquistar a Sicilia y
ocupar su estado.

En cuanto a los siracusanos, aunque tenían a menudo cuestiones y
diferencias con ellos sobre los límites, por ser vecinos y comarcanos;
empero, por esta misma causa de vecindad les habían enviado algún
socorro de gente de a caballo, para si acaso alcanzasen la victoria no
les pudiesen culpar de que habían vencido sin ayuda de ellos, y también
para lo venidero tenían propósito de ayudar a los siracusanos antes que
a los atenienses a muy poca costa.

Pero después que los atenienses lograron la victoria pasada, por no
mostrar que los tenían en menos que a los vencidos, previa consulta
entre sí, dieron igual respuesta a los unos y a los otros diciendo que
habiendo guerra entre ambas partes, que eran sus amigos y aliados,
estaban resueltos, para no faltar a su juramento de ser neutrales, a no
dar ayuda ni a los unos ni a los otros. Con esta respuesta partieron
los embajadores.

Entretanto los siracusanos hacían todos los aprestos necesarios para
la guerra, y los atenienses por su parte pasaban el invierno en Naxos,
y desde allí tenían sus inteligencias por todas las vías y maneras que
podían con la mayoría de las ciudades de Sicilia por atraerlas a su
amistad y devoción.

Muchas de ellas, especialmente las que estaban en tierra llana, que
eran súbditas de los siracusanos, se rebelaron contra ellos, y las
otras ciudades libres y francas, que estaban más adentro, en tierra
firme, se confederaron con los atenienses, y les enviaron socorro, unas
de dinero, otras de gente y otras de vituallas.

De las ciudades que no lo quisieron hacer de grado, fueron algunas
obligadas a ello por fuerza de armas, y a las otras prohibieron y
estorbaron dar auxilio a los siracusanos.

Durante este invierno salieron de Naxos y volvieron los atenienses a
Catana, donde rehicieron sus alojamientos y estancias en el mismo lugar
que estaban antes, cuando los siracusanos las quemaron.

Estando aquí enviaron un buque con embajada a los cartagineses para
hacer alianza con ellos si podían, y asimismo a las otras ciudades
marítimas que están en la costa del mar Tirreno, de las cuales algunas
se aliaron con ellos y les prometieron socorro y ayuda en aquella
guerra contra los siracusanos.

Además mandaron a los egesteos y a los otros sus aliados de Sicilia
que les enviasen toda la gente de a caballo que pudiesen, e hicieron
gran provisión de madera, herramienta y otras cosas necesarias para
construir un muro fuerte delante de la ciudad de Siracusa, la cual
estaban decididos a sitiar inmediatamente después que pasase el
invierno.



XVI.

Los lacedemonios, por consejo y persuasión de los corintios y de
Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos contra los atenienses.


Los embajadores que los siracusanos habían enviado a los lacedemonios,
al pasar por la costa de Italia, trabajaron por persuadir las ciudades
marítimas, y atraerlas a la devoción y alianza de los siracusanos,
mostrándoles que si los propósitos de los atenienses se realizaban
prósperamente en Sicilia les podría ocurrir después a ellos mucho daño.

Desde allí fueron a desembarcar a Corinto, donde presentaron su demanda
al pueblo, que consistía en rogarles les dieran ayuda y socorro como
a sus parientes y amigos. Se los otorgaron de buena gana, siendo en
esto los primeros de todos los griegos, y nombraron embajadores que
fuesen juntamente con ellos a los lacedemonios para persuadirles de que
comenzaran la guerra de nuevo contra los atenienses, y también al mismo
tiempo enviasen socorro a los siracusanos.

Todos estos embajadores fueron a Lacedemonia, y a los pocos días
llegaron también allí Alcibíades y los otros desterrados de Atenas,
que desde Turios, donde primeramente aportaron, pasaron a Cilene,
que es tierra de Élide, y de allí a Lacedemonia, bajo la seguridad y
salvoconducto de los lacedemonios que les habían mandado ir, porque sin
esto no se atreverían a causa del tratado hecho con los mantineos.

Estando los lacedemonios reunidos en su Senado entraron los embajadores
corintios, los siracusanos y Alcibíades con ellos, y todos juntos
expusieron su demanda con igual objeto.

Aunque los éforos y los otros gobernadores de Lacedemonia habían
determinado enviar embajada a los siracusanos para aconsejarles que
no hiciesen concierto con los atenienses, no por eso tenían deseo de
darles socorro alguno, pero Alcibíades, para moverles a ello, les hizo
el razonamiento siguiente:

«Varones lacedemonios, ante todas cosas me conviene primeramente hablar
de aquello que a mí en particular toca y podría ser objeto de calumnia.
Si por razón de esta calumnia me tenéis por sospechoso, en ninguna
manera deis crédito a mis palabras cuando os dijere algo tocante al
bien y pro de vuestra república.

»En tiempos pasados mis progenitores, por causa de cierta acusación
contra ellos, dejaron el domicilio y hospitalidad que tenían en
vuestra ciudad. Yo después le quise volver a tomar, y por ello os he
servido y honrado en muchas cosas, y entre otras principalmente en la
derrota y pérdida que sufristeis en Pilos. Perseverando en esta buena
voluntad y afición que siempre tuve a vosotros y a vuestra ciudad,
os reconciliasteis con los atenienses e hicisteis con ellos vuestros
conciertos, dando con ellos fuerzas a mis contrarios y enemigos y
haciéndome gran deshonra y afrenta.

»Esta fue la causa por que me pasé a los mantineos y a los argivos con
sobrada razón, y estando con ellos y siendo vuestro enemigo, os hice
todo el daño que pude.

»Si alguno hay de vosotros que desde entonces me tenga odio y rencor
por el mal que os hice, puede ahora olvidarlo si quiere mirar a la
razón y a la verdad; y si algún otro tiene mal concepto de mí porque
favorecía a los de mi pueblo y era de su bando, tampoco acierta
queriéndome mal o considerándome sospechoso.

»Nosotros los atenienses siempre fuimos enemigos de los tiranos. Lo
que puede ser contrario al tirano que manda se llama el pueblo, y por
esta causa la autoridad y mando del pueblo siempre ha permanecido entre
nosotros firme y estable, y así mientras la ciudad mandaba y valía,
fueme forzoso muchas veces andar con el tiempo y seguir las cosas de
entonces, pero siempre trabajé por corregir y reprimir la osadía y
atrevimiento de los que querían fuera de justicia y razón guiar los
asuntos a su voluntad, porque siempre hubo en tiempos pasados, y
también los hay al presente, gentes que procuran engañar al pueblo
aconsejándole lo peor, y estos son los que me han echado de mi tierra.

»Ciertamente, en todo el tiempo que tuve mando y autoridad en el
pueblo le aconsejé su bien, y aquello que entendía ser lo mejor a fin
de conservar la ciudad en libertad y prosperidad según estaba antes,
y aunque todos aquellos que algo entienden, saben bien qué cosa es el
mando de muchos, ninguno lo conoce mejor que yo por la injuria que de
ellos he recibido.

»Si fuese menester hablar de la locura y desvarío de estos, que a todos
es notorio y manifiesto, no diría cosa que no fuese cierta y probada.
Mas, en fin, no me pareció oportuno trabajar entonces por mudar el
estado de la república cuando estábamos cercados por vosotros nuestros
enemigos. Lo dicho baste por lo que toca a las calumnias que podrían
engendrar odio y sospecha contra mí entre vosotros.

»Quiero ahora hablar de las cosas que tenéis necesidad de consultar al
presente, en las cuales si entiendo algo más que vosotros lo podréis
juzgar por las siguientes razones.

»Nosotros los atenienses pasamos a Sicilia primeramente con intención
de sujetar a los sicilianos si pudiéramos, y tras ellos a los
italianos. Hecho esto, intentar la conquista de las tierras aliadas con
Cartago, y a los mismos cartagineses si fuese posible; y realizada esta
empresa, en todo o en parte, procurar después someter a nuestro señorío
todo el Peloponeso, teniendo en nuestra ayuda y por amigos todos los
griegos que habitan en tierra de Sicilia y de Italia, y gran número de
extranjeros y bárbaros que hubiésemos tomado a sueldo, principalmente
de los iberos, los cuales sin duda son al presente los mejores hombres
de guerra que hay en todos aquellos parajes.

»Por otra parte, proyectábamos hacer muchas galeras en la costa de
Italia, donde hay gran copia de madera y otros materiales para ello, a
fin de poder cercar mejor el Peloponeso, así por mar con estas galeras
como por tierra con nuestra gente de a caballo e infantería, con
esperanza de poder tomar parte de las ciudades de aquella tierra por
fuerza, y otras por cerco, lo cual nos parecía que se podía hacer bien.

»Conquistado el Peloponeso, pensábamos que muy pronto y sin dificultad
podríamos adquirir el mando y señorío de toda Grecia, y haríamos que
estas tierras conquistadas por nosotros nos proveyesen de dinero y
bastimentos, sin perjuicio de las rentas ordinarias que de ellas se
podría sacar.

»Esto es lo que intenta la armada que está en Sicilia, según lo habéis
oído de mí como de hombre que sabe enteramente los fines e intenciones
de los atenienses, que han de efectuar si pueden los otros capitanes y
caudillos que quedan al frente del ejército si vosotros no socorréis
pronto, pues no veo allí cosa que se lo pueda estorbar, porque los
sicilianos no son gentes experimentadas en la guerra; y aunque todos,
por acaso, se uniesen, lo más que podrían hacer sería resistir a los
atenienses, mas los siracusanos, que ya una vez han sido vencidos y
están imposibilitados de armar naves, en manera alguna podrán solos
resistir al valor y fuerzas del ejército que allí hay ahora. Si toman
aquella ciudad, seguidamente se apoderarán de toda Sicilia, y tras ella
de Italia, y hecho esto, el peligro de que antes os hice mención no
tardará mucho de llegar sobre vuestras cabezas.

»Por tanto, ninguno de vosotros piense que en este caso se trata
solo de Sicilia, sino también del Peloponeso, a menos de poner
inmediatamente remedio, y para esto conviene, en cuanto a lo primero,
enviar una armada, en la cual los mismos marineros sean hombres de
guerra, y lo principal de todo que haya un caudillo y capitán natural
de Esparta, prudente y valeroso, para que este tal, con su presencia,
pueda mantener en vuestra amistad y alianza a los que al presente
son vuestros amigos y aliados y obligar a ello a los que no lo son;
haciéndolo así, los que son vuestros amigos cobrarán más ánimo y
osadía, y los que dudan si lo serán tendrán menos temor de entrar en
vuestra amistad y alianza.

»Además, debéis comenzar la guerra contra los atenienses más al
descubierto, porque haciéndolo de esta manera, los siracusanos
conocerán claramente que tenéis cuidado de ellos, y con tal motivo
tomarán más ánimo para resistir y defenderse, y los atenienses tendrán
menos facilidades para enviar socorro a los suyos que allí están.

»También me parece que debéis tomar y fortalecer de murallas la villa
de Decelia, que está en el límite de Atenas, por ser la cosa que los
atenienses temen más, y solo a esta villa no se ha tocado en toda la
guerra pasada. Indudablemente causa mucho daño a su enemigo el que
entra y acomete por donde más teme y sospecha, y de creer es que cada
cual teme las cosas que sabe le son más perjudiciales.

»Por esto os advierto el provecho que obtendréis de cercar y fortalecer
la citada villa y el daño que haréis a vuestros enemigos, pues cuando
hayáis fortificado esta plaza dentro de tierra de los atenienses,
muchas de las villas de su comarca se os rendirán de grado, y las que
quedaren por rendir las podréis tomar más fácilmente.

»Además, la renta que tienen los atenienses de las minas de plata en
Laurio, y las otras utilidades y provechos que sacan de la tierra y de
las jurisdicciones cesarán, y mayormente las que cogen y llevan de sus
aliados, los cuales viéndoos venir con todo vuestro poder contra los
atenienses los menospreciarán y os tendrán más temor en adelante.

»En vuestra mano está, varones lacedemonios, efectuar todo esto. Y no
me engaña mi pensamiento de que lo podéis hacer a salvo, y en breve
tiempo si quisiereis, y sin que por ello deba ser tenido o reputado
por malo, porque habiendo sido antes vuestro mortal enemigo y amigo
de mi pueblo, ahora me muestre tan áspero y cruel contra mi patria: ni
tampoco debéis tenerme por sospechoso y presumir que todo lo que digo
es para ganar vuestra gracia y favor a causa de mi destierro. Porque
a la verdad, confieso que estoy desterrado, y así es cierto por la
maldad de mis adversarios, aunque no lo estoy para vuestra utilidad y
provecho si me quisiereis creer, ni debo al presente tener tanto por
mis enemigos a vosotros que alguna vez nos hicisteis mal y daño siendo
enemigos nuestros, como a aquellos que han forzado a mis amigos a que
se me conviertan en enemigos, no solamente ahora que me veo injuriado,
sino también entonces cuando tenía mando y autoridad en el pueblo.

»Echado por mis adversarios injustamente de mi tierra, no pienso que
voy contra mi patria haciendo lo que hago, antes me parece que trabajo
por recobrarla, pues al presente no tengo ninguna. Y a la verdad, debe
ser antes tenido y reputado por más amigo de su patria el que por el
gran deseo de recobrarla hace todo lo que puede para volver a ella,
que el que habiendo sido echado injustamente de ella y de sus bienes y
haciendas no osa acometerla e invadirla.

»En virtud de las razones arriba dichas, varones lacedemonios, me tengo
por digno de que debáis y queráis serviros de mí en todos vuestros
peligros y trabajos, pues sabéis que se ha convertido ya en refrán y
proverbio común, que aquel que siendo enemigo pueda hacer mucho daño,
siendo amigo puede hacer mucho provecho. Cuanto más que conozco muy
bien todas las cosas de los atenienses, y casi entiendo ya de las
vuestras por conjeturas, y por eso ruego y requiero que, pues estáis
aquí reunidos para consultar asuntos de tan grande importancia, no
tengáis pereza en organizar dos ejércitos, uno por mar para ir a
Sicilia, y otro por tierra para entrar en los términos de Atenas,
porque haciendo esto, con muy poca gente podréis realizar grandes cosas
en Sicilia y destruir el poder y fuerzas de los atenienses que tienen
ahora y podrían tener en lo porvenir.

»Así llegaréis a poseer vuestro estado más seguro y a tener el mando y
señorío de toda Grecia, no por fuerza, sino porque de propia voluntad
os lo dará.»

Cuando Alcibíades acabó su discurso, los lacedemonios, que ya
tenían pensamiento de hacer la guerra a los atenienses (aunque la
andaban dilatando y no tomaban resolución definitiva), se afirmaron
y convencieron de la conveniencia de realizarla por las razones de
Alcibíades, teniendo por cierto que decía la verdad por ser persona
que sabía bien lo que deseaban y proyectaban los atenienses. Y desde
entonces determinaron tomar y fortificar la villa de Decelia y enviar
algún socorro a Sicilia.

Eligieron por capitán para la empresa de Sicilia a Gilipo, hijo de
Cleándridas, al que mandaron que hiciese todas las cosas por consejo de
los embajadores siracusanos y de los corintios, y que lo más pronto que
pudiese llevase socorro a los de Sicilia.

Con este mandato fue Gilipo a Corinto para que le enviasen al puerto
de Ásine dos galeras armadas, y aparejasen todas las otras que habían
de mandar, a fin de que estuviesen a punto de hacerse a la vela lo más
pronto que pudieran, de manera que todos se encontrasen dispuestos a
navegar con el primer buen tiempo. Tomada esta determinación partieron
los embajadores de los siracusanos de Lacedemonia.

Entretanto, la galera que los capitanes atenienses habían enviado desde
Sicilia a Atenas a pedir socorro de gente, dinero y vituallas llegó
al puerto de Atenas, y los que venían en ella dieron cuenta a los
atenienses del encargo, lo cual, oído por ellos, acordaron enviarles el
socorro que demandaban.

En esto llegó el fin del invierno, que fue el decimoséptimo año de esta
guerra que escribió Tucídides.



XVII.

Los atenienses, preparadas las cosas necesarias para la guerra, sitian
Siracusa. -- Victorias que alcanzan contra los siracusanos en el ataque
de esta ciudad. -- Llega a Sicilia el socorro de los lacedemonios.


Al comienzo de la primavera, los atenienses que estaban en Sicilia
se hicieron a la vela, y saliendo del puerto de Catana, fueron
directamente a Mégara, que por entonces tenían los siracusanos, y que
después que los moradores de ella, en tiempo de Gelón el tirano, fueron
expulsados, según arriba hemos dicho, no había sido poblada de nuevo.

Desembarcando allí los atenienses, salieron a robar y destruir toda la
tierra, y después fueron a combatir un castillo de los siracusanos que
estaba cerca, creyendo que lo tomarían por asalto; mas viendo que no lo
podían hacer, se retiraron hacia el río Terias, pasaron el río, robaron
y destruyeron también todas las tierras llanas que estaban a la otra
parte de la ribera, mataron algunos siracusanos que encontraron por los
caminos, y después pusieron trofeo en señal de victoria.

Hecho esto, se embarcaron y volvieron a Catana, donde se abastecieron
de vituallas y otras provisiones, y con todo el ejército partieron
contra una villa llamada Centóripa, la cual tomaron por capitulación.

Al salir de ella, quemaron y talaron todos los trigos de Inesa y de
Hiblea, y regresaron otra vez a Catana, donde hallaron doscientos y
cincuenta hombres de armas que habían ido de Atenas, sin que tuviesen
caballos, sino solamente las armas y arreos de caballos, suponiendo
que de la tierra de Sicilia les habían de proveer de caballos, treinta
flecheros de a caballo y más de trescientos talentos de plata que les
enviaron los atenienses[7].

En este mismo año[8] los lacedemonios se pusieron en armas contra los
argivos; mas habiendo salido al campo para ir a la villa de Cleonas,
sobrevino un terremoto que les infundió gran espanto, y les hizo volver.

Viendo los argivos que sus contrarios se habían retirado, salieron
a tierra de Tirea que está en su frontera, y la robaron y talaron,
consiguiendo tan gran presa, que vendieron los despojos en más de
veinticinco talentos[9].

En esta misma sazón[10] la comunidad de Tespias se levantó contra los
grandes y gobernadores; mas los atenienses enviaron gente de socorro,
que prendieron a la mayor parte de los comuneros, y los otros huyeron.

En el mismo verano los siracusanos, sabedores de que había llegado
socorro de gente de a caballo a los atenienses, y pensando que si
tenían caballos inmediatamente irían a ponerles cerco, tuvieron en
cuenta que cerca de Siracusa había un arrabal, llamado Epípolas,
que dominaba la ciudad por todas partes y en lo alto de él un llano
espacioso con ciertas entradas por donde podían subir; que sería
imposible cercarlo, y que si los enemigos lo ganaban una vez, podrían
hacer mucho daño a la ciudad desde allí, por todo lo cual determinaron
fortificar aquellas entradas para impedir que los enemigos lo pudiesen
tomar.

Al día siguiente pasaron revista a toda la gente del pueblo y a
aquellos que estaban bajo el mando de Hermócrates, y de sus compañeros,
en un prado que está junto al río llamado Anapo, y de toda la gente del
pueblo escogieron seiscientos hombres de pelea para guardar el arrabal
de Epípolas, de los cuales dieron el mando a Diomilo, un desterrado de
Andros, mandándole que si por acaso se veía atacado de pronto, diese
aviso para que pudiera ser socorrido.

Aquella misma noche los capitanes atenienses pasaron revista a su
gente. Al despuntar el día, partieron de Catana y fueron secretamente
con todo su ejército a salir a un lugar llamado León, distante del
arrabal de Epípolas siete estadios, y allí alojaron toda su infantería
antes que los siracusanos lo pudiesen saber. Por otra parte, fueron con
su armada a una península, llamada Tapso, que está a una legua corta
de la ciudad, y cercada por todas partes de mar, excepto en un pequeño
istmo. Cerraron luego la entrada de él para estar seguros de parte de
tierra. Hecho esto, la infantería de los atenienses que estaba alojada
en León, con gran ímpetu, fue a dar sobre Epípolas, y lo ganaron antes
que los seiscientos hombres que los siracusanos habían señalado para
la guarda de él pudiesen llegar, porque aún estaban en el lugar donde
había sido la revista.

Sabido esto por los siracusanos, salieron del pueblo para socorrer
el arrabal, que estaba cerca de veinticinco estadios de allí[11], y
juntamente con ellos Diomilo con los seiscientos hombres que tenía a su
cargo.

Al llegar donde estaban los enemigos, tuvieron una refriega con
ellos, en la cual los siracusanos llevaron lo peor, siendo vencidos y
dispersados, y muriendo cerca de trescientos, entre ellos Diomilo, su
capitán; todos los otros fueron forzados a retirarse a la ciudad.

Al día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a sus
enemigos, les pidieron los muertos para enterrarlos, y los atenienses
levantaron también allí un trofeo en señal de triunfo.

Al otro día de mañana salieron delante de la ciudad a presentar la
batalla a los siracusanos; mas viendo que ninguno acudía, regresaron
a su campo, y en la cumbre de Epípolas, en el lugar llamado Lábdalo,
hicieron un atrincheramiento hacia la parte de Mégara para recoger su
bagaje cuando saliesen hacia la ciudad, o para hacer alguna correría.

Poco tiempo después se les unieron trescientos hombres de a caballo
que los egesteos les enviaban de socorro, y cerca de otros ciento de
los de Naxos y otros sicilianos, además de los doscientos y cincuenta
suyos, para los cuales ya habían adquirido caballos, así de los que les
dieron los egesteos como de otros comprados por su dinero. De manera
que tenían entre todos seiscientos cincuenta caballos.

Habiendo dejado gente de guarnición dentro de Lábdalo, partieron
directamente contra la villa de Sica, la cual cercaron de muro en
tan breve espacio de tiempo, que a los siracusanos asustó su gran
diligencia, aunque por mostrar que no tenían temor alguno, salieron
de la ciudad con intención de pelear con los enemigos; pero como sus
capitanes los vieron marchar tan desordenados, comprendiendo que con
grande dificultad los podrían ordenar, hicieron retirar a todos dentro
de la ciudad, excepto una banda de gente de a caballo que dejaron para
impedir y estorbar a los atenienses llevar la piedra y otros materiales
para hacer el muro, y también para que recorriese el campo.

Pero los caballos de los atenienses con una banda de infantería les
acometieron con tanto denuedo que les vencieron, y haciéndoles volver
las espaldas mataron algunos. Por causa de este hecho de armas de la
caballería levantaron otro trofeo en señal de victoria.

El día siguiente los atenienses, en su campo, unos trabajaban en labrar
el muro a la parte del mediodía, otros traían piedra y otros materiales
del lugar que llaman Trógilo, y lo venían a descargar todo en la parte
donde el muro estaba más bajo del extremo del puerto grande hasta la
otra parte de la mar.

Viendo esto los siracusanos acordaron no salir en adelante todos juntos
contra los enemigos por no aventurarse a una derrota definitiva, sino
hacer reparar un fuerte de fuera del muro de la ciudad, frente al muro
que los atenienses labraban, porque les parecía que si hacían pronto
su fuerte, antes que los enemigos pudiesen acabar dicho muro, los
lanzarían fácilmente, y que, poniendo en él gente de guarda, podrían
enviar una parte de su ejército a que tomase las entradas y después
fortificarlas. Haciendo esto creían probable que los enemigos se
apartasen de su obra para atacarles todos juntos.

Con este consejo salieron de la ciudad y comenzaron a trabajar en su
fuerte y reparo, tomando desde el muro de la ciudad y continuando a
la larga frente al de los enemigos. Para esta obra cortaron muchos
olivos del término y sitio del templo, con los cuales hicieron torres
de madera para defensa del fuerte por la parte de la marina que ellos
tenían, porque los atenienses aún no habían hecho llegar su armada
desde Tapso al puerto grande a fin de poder impedirlo, del cual
lugar de Tapso hacían traer por tierra abastecimientos y otras cosas
necesarias. Habiendo los siracusanos acabado su fuerte, sin que los
atenienses se lo pudiesen estorbar por tener bastante que hacer por
su parte construyendo su muro, y sospechando que si atendían a dos
cosas al mismo tiempo podrían ser más fácilmente combatidos por los
atenienses, se retiraron dentro de la ciudad, dejando una compañía de
infantería guarneciendo aquel fuerte.

Por su parte los atenienses rompieron los acueductos por donde el agua
iba a la ciudad, y sabiendo por sus espías que la compañía de los
siracusanos que había quedado en guarda de su fuerte y parapetos, a la
hora del mediodía, unos se retiraban a sus tiendas y otros entraban
en la ciudad, y los que quedaban allí en guarda estaban descuidados,
escogieron trescientos soldados muy bien armados y algún número de
otros armados a la ligera para que fuesen delante a combatir el fuerte,
y al mismo tiempo ordenaron todo el ejército en dos cuerpos, cada cual
con su capitán, para que el uno fuese directamente hacia la ciudad a
fin de recibir a los de dentro si salían a socorrer a los suyos, y la
otra hacia el fuerte por la parte del postigo llamado Pirámide.

Dada esta orden, los trescientos soldados que tenían a su cargo
acometer el fuerte, le combatieron y tomaron, porque la guarnición lo
abandonó, acogiéndose al muro que estaba en torno del templo; pero los
atenienses los siguieron tan al alcance, que casi a una, mezclados,
entraron con ellos en Siracusa, aunque inmediatamente fueron rechazados
por los de la ciudad que acudían en socorro.

En este encuentro murieron algunos atenienses y argivos; los otros
todos al retirarse rompieron y derrocaron el fuerte de los enemigos,
y llevaron de él toda la madera que pudieron a su campo. Hecho esto
pusieron un trofeo en señal de victoria.

Al día siguiente los atenienses cercaron con muro un cerro que está
junto el arrabal de Epípolas, encima de una laguna de donde se puede
ver todo el puerto grande, y extendieron el muro desde el cerro hasta
el llano y desde la laguna hasta la mar. Viendo esto los siracusanos,
salieron de nuevo para hacer otro fuerte de madera a la vista de los
enemigos con su foso, para estorbarles que pudiesen extender su muro
hasta la mar, pero los atenienses, habiendo acabado el muro del cerro,
determinaron acometer otra vez a los siracusanos que trabajaban en
los fosos y reparos, y para esto mandaron al general de la armada que
saliese con ella de Tapso y la metiese en el puerto grande. Ellos, al
despuntar el alba, bajaron de Epípolas, atravesaron el llano que está
al pie y de allí la laguna por la parte más seca, lanzando en ella
tablas y maderos que les pudiesen sostener los pies, pasando a la otra
parte y venciendo, y dispersando a los siracusanos que allí estaban en
guarda, de los cuales unos se retiraron a la ciudad y otros hacia la
ribera; mas los trescientos soldados atenienses que fueron escogidos
para acometerles como la vez pasada, los quisieron atajar y dieron a
correr tras ellos hacia la punta de la ribera.

Viendo esto los siracusanos, porque la más era gente de a caballo,
revolvieron contra los trescientos soldados con tanto ímpetu, que los
pusieron en huida y después cargaron sobre los atenienses que venían
en el ala derecha tan rudamente, que los que estaban en primera fila
se asustaron y cobraron gran miedo. Mas Lámaco, que venía en el ala
izquierda, advirtiendo el peligro en que estaban los suyos, acudió a
socorrerlos con muchos flecheros y algunos soldados argivos, y habiendo
pasado un foso antes que le siguiesen los suyos, fue muerto por los
siracusanos, como también otros cinco o seis que habían pasado con él.
Los siracusanos trabajaban para pasar estos muertos a la otra parte
del río antes que llegase la demás gente de Lámaco; pero no pudieron,
porque les pusieron en tanto aprieto que les fue forzoso dejarlos.

Entretanto, los siracusanos que al principio se habían retirado a
la ciudad, viendo la defensa que hacían los otros, cobraron ánimo y
salieron en orden de batalla para pelear con los atenienses, enviando
algunos de ellos a combatir el muro que los atenienses habían hecho
en torno de Epípolas por creer que estaba desprovisto de guarnición,
como a la verdad lo estaba, y por eso ganaron gran parte del muro y
le hubieran ocupado del todo si Nicias no acudiera pronto en socorro
de los atenienses que habían quedado allí por mala disposición, y al
ver que no había otro remedio para poder guardar y defender el muro
por aquella parte por falta de gente, mandó a los suyos que pusiesen
fuego a los pertrechos y madera que había delante del muro, y así
se salvaron, porque los siracusanos no osaron pasar más adelante a
causa del fuego, también porque veían venir contra ellos la banda de
los atenienses que había seguido a los otros sus compañeros en el
alcance, y además, porque las naves de sus contrarios que venían de
Tapso entraban ya en el puerto grande. Conociendo, pues, que no eran
bastantes para poder resistir a los atenienses ni estorbarles que
acabaran su muro, acordaron retirarse hacia la mar, y los atenienses
pusieron otra vez su trofeo en señal de victoria, porque los
siracusanos la reconocían demandándoles sus muertos para enterrarlos,
los cuales ellos les dieron y también recobraron los cuerpos de Lámaco
y los otros sus compañeros que habían sido muertos con él.

Reunida ya la armada de los atenienses y todo su ejército, cercaron
por dos partes la ciudad por mar y por tierra, comenzando desde
Epípolas hasta la mar, y estando allí sobre el cerco les traían muchos
abastecimientos y vituallas de todas partes de Italia, y muchos de los
aliados de los siracusanos que al principio habían rehusado aliarse
con los atenienses, fueron entonces a rendirse a ellos. De la parte de
la costa de Tirrenia[12] recibieron tres pentacóntoros de socorro. De
manera que las cosas de los atenienses iban tan prósperas que tenían
por cierta la victoria, mayormente entendiendo que los siracusanos
habían perdido la esperanza de poder resistir a las fuerzas de los
atenienses, porque no tenían nuevas de que de los lacedemonios les
enviaran socorro alguno. Por ello tuvieron entre sí muchas discusiones
para capitular, y también con Nicias, que después de la muerte de
Lámaco había quedado por único caudillo de los atenienses, para hacer
algún tratado de paz o treguas, mas no se concluyó cosa alguna, aunque
de una parte y de la otra tuvieron muchos debates, como sucede entre
hombres que están dudosos y que se ven cercados y apremiados más y más
cada día.

Advirtiendo los siracusanos la necesidad en que estaban, desconfiaban
unos de otros, de manera que destituyeron a los capitanes que primero
habían elegido, so color de que las pérdidas y derrotas sufridas fueron
por culpa de ellos o por su mala dicha, y en su lugar nombraron otros
tres, que fueron Heráclides, Eucles y Telias.

Mientras esto ocurría, el lacedemonio Gilipo había ya llegado a Léucade
con las naves de los corintios, y con determinación de acudir con
toda premura a socorrer a los siracusanos. Mas teniendo nuevas de que
la ciudad estaba cercada por todas partes, por muchos mensajeros que
llegaban, todos conformes en la noticia, aunque no era verdad, perdió
la esperanza de poder remediar las cosas de Sicilia, y para defender
a Italia, partió con dos trirremes de los lacedemonios. Con él iban
el corintio Pitén, con otros dos barcos de Corinto, y a toda prisa
llegaron a Tarento. Tras ellos navegaban otras diez naves, dos de
Léucade y tres de los ambraciotes.

Al llegar Gilipo al puerto de Tarento, dirigiose a la ciudad de Turios
en nombre de los lacedemonios, y como embajador para procurar atraer
a los habitantes a su devoción y alianza. Al efecto les recordaba los
beneficios de su padre que en tiempos pasados había sido gobernador de
su estado. Mas viendo que no querían acceder a su demanda regresó a la
costa de Italia hacia arriba, y cuando llegó al golfo de Terina, le
sorprendió un huracán de mediodía que reinaba mucho en aquel golfo, de
manera que le fue forzoso volver al puerto de Tarento, donde reparó sus
naves destrozadas por el huracán.

Entretanto avisaron a Nicias de la llegada de Gilipo, mas como supo las
pocas naves que traía, no hizo gran caso de él, como no lo hicieron
los de Turios, pareciéndoles que Gilipo venía antes como corsario para
robar en la mar que para socorrer a los siracusanos.

En este mismo verano los lacedemonios con sus aliados comenzaron la
guerra contra los argivos, y robaron y talaron gran parte de su tierra,
hasta que los atenienses les enviaron treinta barcos de socorro,
rompiendo así claramente el tratado de paz con los lacedemonios, lo
cual no hicieron hasta entonces, porque las entradas y robos realizados
antes de una parte y de otra eran más bien actos de latrocinio que de
guerra, y hasta aquel momento no quisieron unirse con los argivos y
mantineos contra los lacedemonios, aunque muchas veces los argivos lo
solicitaran para entrar por tierra de lacedemonios y tomar parte en el
botín regresando después sin peligro.

Pero entonces los atenienses después de nombrar tres capitanes para
su ejército, que eran Pitodoro, Lespodias y Demárato, entraron como
enemigos en tierra de Epidauro Limera, y tomaron y destruyeron Prasias
y algunas villas pequeñas de aquella provincia, por lo cual los
lacedemonios tuvieron después más justa causa para declararse sus
enemigos.

Después de volver los atenienses de la costa de Argos y los
lacedemonios con su ejército de tierra, los argivos entraron en tierra
de Fliunte, y habiendo robado y talado mucha parte de ella y matado a
muchos de los contrarios, regresaron a la suya.


FIN DEL LIBRO SEXTO.



LIBRO VII.


SUMARIO.

I. Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las otras ciudades de
Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una batalla y gana otra
contra los atenienses. Los siracusanos y los corintios envían una
embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro y Nicias escribe a los
atenienses demandándoles refuerzos. -- II. Lo que decía la carta de
Nicias a los atenienses y lo que proveyeron estos en vista de ella. --
III. Los peloponesios entran en tierra de Atenas y cercan la villa de
Decelia. Socorros que envían a Sicilia, así los atenienses como los
peloponesios. -- IV. Siracusanos y atenienses libran una batalla por
mar en el puerto, y por tierra, pretendiendo ambos haber alcanzado
la victoria. Encuentros que tuvieron después durante el sitio. --
V. Necesidades que sufría Atenas por la guerra. Algunos tracios que
fueron a servir a los atenienses, y se volvieron por falta de paga,
al regresar destruyen la ciudad de Micaleso, y después son casi todos
dispersados. -- VI. Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes
y Eurimedonte en el camino cuando iban en socorro los sitiadores
de Siracusa. Auxilio que reciben los sitiados. Batalla naval entre
atenienses y peloponesios junto a Naupacto. -- VII. Mientras Demóstenes
y Eurimedonte están en camino para reforzar a los atenienses que
sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla naval contra los
atenienses. -- VIII. Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento de
los atenienses. Atacan de noche los parapetos de los siracusanos junto
a Epípolas y son rechazados con grandes pérdidas. -- IX. Después de
celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar el sitio
de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición. -- X. Logran
los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses y procuran
encerrarlos en el puerto donde estaban. -- XI. Ciudades y pueblos que
intervienen en la guerra de Sicilia, así de una parte como de otra.
-- XII. Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo en combate naval
a los atenienses, de tal modo que no pueden estos salvarse por mar. --
XIII. Después de la derrota parten los atenienses de su campamento para
ir por tierra a las villas y lugares de Sicilia que seguían su partido.
-- XIV. Los siracusanos y sus aliados persiguen a los atenienses en su
retirada y los vencen y derrotan completamente.



I.

Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las otras ciudades de
Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una batalla y gana otra
contra los atenienses. Los siracusanos y los corintios envían una
embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro y Nicias escribe a los
atenienses demandándoles refuerzos.


Después que Gilipo y Pitén repararon sus naves en Tarento, partieron
para ir a Locros Epicefirios, hacia el poniente, y avisados de que la
ciudad de Siracusa no estaba aún cercada por todas partes y de que
podían entrar por Epípolas, dudaron si dirigir el rumbo a la derecha
de Sicilia, intentando entrar en la ciudad, o si, encaminándose a la
izquierda, irían primeramente a abordar en Hímera, reuniendo allí
toda la gente que pudiesen, así de los de la ciudad como de los otros
sicilianos, y yendo después por tierra a socorrer a los siracusanos.
Decidieron por fin ir a Hímera, por ser advertidos que las cuatro naves
atenienses enviadas por Nicias, no habían aún aportado a Regio. Nicias
las envió allí por creer que los de Gilipo estaban aún detenidos en
Locros.

Pasaron, pues, Gilipo y Pitén con su armada al estrecho antes que
los barcos de los atenienses hubiesen aportado a Regio, y después,
navegando al largo de la mar de Mesena, fueron derechamente a abordar
en Hímera. Estando en este lugar indujeron a los himereos a ajustar
con ellos alianza, y a que les proveyesen de barcos y de armas para
su gente, de que tenían falta. Tras esto ordenaron a los selinuntios
que se hallasen con todo su poder en cierto lugar que les señalaron,
prometiéndoles enviar con ellos alguna de su gente de guerra.

Ocurrió también que los de Gela, y algunos otros sicilianos,
mostráronse más propicios a entrar en esta alianza con los peloponesios
que lo habían estado antes, a causa de que Arcónides, que señoreaba
algunos de los sicilianos, había muerto pocos días antes, y en vida
tuvo gran amistad e inteligencia con los atenienses. También influyó en
esta decisión el rumor de que Gilipo acudía con diligencia y con muchas
fuerzas él y los suyos en favor de los siracusanos.

Gilipo, con setecientos hombres de guerra que tomó de los suyos entre
soldados y marineros armados, mil himereos armados de todas armas y
a la ligera, ciento de a caballo, algunos de los selinuntios y otros
hombres de armas de los de Gela, y con muchos soldados sicilianos hasta
el número de mil, fue derechamente a Siracusa.

Por su parte, los corintios partieron de Léucade para acudir a toda
prisa a aquellas partes con todos sus barcos. Góngilo, que era su
capitán, llegó el primero de todos cerca de Siracusa, aunque había
partido el último.

Tras él arribó Gilipo, quien al saber que los siracusanos estaban
resueltos a hacer tratos con los atenienses, lo estorbó, avisándoles el
socorro que les llegaba, con lo cual los siracusanos mostráronse muy
alegres y consolados.

Con estas noticias cobraron ánimo y salieron con todas sus fuerzas
fuera de la ciudad a recibir a Gilipo, por tener entendido que ya
estaba en camino, el cual habiendo tomado por fuerza de armas la villa
de Ietas, dirigiose con toda su gente puesta en orden de batalla hacia
Epípolas.

Llegó allí por la parte de Euríelo, por donde los atenienses habían
subido la primera vez, se unió a los siracusanos y todos juntos
marcharon hacia el muro de los atenienses, que ya entonces tenía
de largo hasta siete u ocho estadios desde el campamento de los
atenienses hasta la mar, y era doble por todas partes, excepto por
un extremo, hacia la mar, donde estaban construyéndolo, y de la otra
parte, hacia Trógilo, habían traído gran cantidad de piedras y otros
materiales. En algunos lugares estaba ya acabada la obra, en otros a
medias, y finalmente en otros no habían comenzado a causa de que por
aquella parte se extendía muy a la larga. En este peligro estaban los
siracusanos cuando les llegó el socorro.

Al ver los atenienses a Gilipo y los siracusanos ir de pronto contra
ellos, quedaron muy turbados al principio, aunque después se aseguraron
y pusieron a punto de batalla para salir contra sus enemigos.

Antes de que se acercasen las huestes de Gilipo, les envió a decir
por medio de un trompeta, que si querían partir de Sicilia dentro de
cinco días con su bagaje, y todas sus cosas en salvo, de buen grado
harían con ellos tratado de paz. De esta demanda no hicieron caso
los atenienses, regresando el trompeta sin ninguna respuesta. Así se
prepararon ambas partes para dar la batalla.

Viendo Gilipo que los siracusanos estaban desordenados, y que apenas
los podía poner en orden, pareciole que sería mejor hacerlos retirar, y
reunir en algún lugar más espacioso.

De igual manera, Nicias no quiso que marchase su gente adelante, sino
que los hizo a todos detener puestos a punto de batalla junto a los
muros y parapetos.

Observando esto Gilipo, mandó retirar los suyos a un collado allí cerca
llamado Temenitis, donde alojó todo su ejército.

Al día siguiente sacó la mayor parte de sus tropas en orden de batalla
hasta cerca del fuerte de los atenienses, para estorbarles que pudiesen
socorrerse unos a otros. Por otra parte, envió una banda de su gente a
un castillo que tenían los atenienses llamado Lábdalo, al cual tomaron
por asalto y mataron a todos los que hallaron dentro, sin que los otros
atenienses lo pudiesen ver ni oír.

Este mismo día los siracusanos tomaron un trirreme de los atenienses
cuando iba a entrar dentro del gran puerto.

Después comenzaron a hacer un muro que llegaba desde la ciudad hasta
encima de Epípolas, y labraron otro al través contra el muro de los
atenienses para impedir, si se lo dejaban acabar, que los atenienses
cercaran la ciudad completamente.

Acabado el muro que querían hacer desde su campo hasta la mar, los
atenienses se retiraron a su fuerte en lo más alto de él. Y porque una
parte del muro estaba baja, Gilipo fue de noche con su gente hacia
él, pensando tomarlo, mas sentido por los que hacían la guardia, les
salieron a su encuentro y fuele forzoso retirarse muy despacio sin
hacer ruido alguno. Después los atenienses alzaron más el muro y
dejaron en guarda algunos soldados de los de su propia tierra. Por las
otras partes pusieron otros de la gente de sus aliados.

También pareció a Nicias que era necesario cercar de muro el lugar
llamado Plemirio, que es una roca o cerro frente a la ciudad que
penetra en la mar y llega hasta la entrada del gran puerto, siendo
cierto que si le tenía fortificado, las vituallas y otras provisiones
necesarias que entraban por mar podrían desembarcar más fácilmente
teniendo gente de guarnición cerca del puerto, a donde antes no podían
llegar, quedando muy lejos, por lo cual los barcos que llegasen no
podían darles socorro de pronto. Hizo esto con propósito de ayudarse de
la armada y del ejército de tierra cuando Gilipo llegara, para lo cual
mandó embarcar una parte de su gente y la llevó hasta aquel lugar de
Plemirio, haciéndolo cercar y fortificar con tres muros y fuertes, y
metiendo allí una parte del bagaje. Junto a Plemirio podían guarecerse
sus naves grandes y pequeñas.

Por esta causa murieron muchos de sus marineros por falta de agua
fresca, que necesitaban buscarla bien lejos de allí, sin perjuicio de
que cuando salían a tierra para traer leña y provisiones, la gente de a
caballo de los siracusanos que estaba en el campo los hería y mataba, y
lo mismo hacía la gente de guarnición que tenían en una villa situada
junto al Olimpieo, y que los siracusanos habían puesto allí para
impedir que los atenienses que estaban en Plemirio pudiesen hacerles
mal alguno.

Avisado Nicias de que llegaban las galeras de los corintios, envió para
salirles al encuentro hasta veinte de las suyas, y ordenó al capitán de
esta armada que las esperase entre Locros y Regio, y les acometiese en
el estrecho de Sicilia.

Durante este tiempo Gilipo trabajó también para acabar el muro que
tenía comenzado entre la ciudad y Epípolas, y aprovechando la piedra y
materiales que los atenienses habían juntado allí para su labor. Hecho
esto salía muchas veces fuera de la ciudad con su gente y la de los
siracusanos en orden de batalla, y los atenienses por su parte hacían
lo mismo.

Cuando pareció a Gilipo tiempo oportuno de acometer a los enemigos, fue
a dar en ellos con toda furia, mas a causa de que el combate se hacía
entre los fuertes y parapetos de una parte y de otra, en lugar mal
dispuesto para poder pelear los de a caballo, de que los siracusanos
tenían gran número, fueron vencidos estos y los peloponesios, y
quedaron los atenienses victoriosos, devolviendo los muertos a sus
contrarios y levantando un trofeo en señal de triunfo.

Después de esta batalla, Gilipo mandó reunir a todos los suyos y les
habló de pasada, diciéndoles que no desmayasen, pues aquella pérdida
no había ocurrido por falta de ellos, sino solo por culpa suya, que
les mandó pelear en lugar estrecho, donde no se podían ayudar de la
gente de a caballo, y menos de los tiros de dardos y piedras, por lo
cual había determinado hacerles salir de nuevo a pelear en otro lugar
más a propósito para la batalla. Por tanto, que se acordasen de que
eran dorios y peloponesios, y que sería gran afrenta dejarse vencer
por jonios de nación e isleños, y otros advenedizos, siendo tantos en
número como ellos.

Dicho esto, cuando le pareció que era tiempo, los sacó otra vez al
campo en orden de batalla, y también Nicias había determinado, si no
salían a pelear los enemigos, presentarles la batalla, para estorbarles
que acabasen los muros y parapetos que tenían comenzados junto a los
suyos, que ya estaban muy altos, y le parecía que si pasaban adelante,
los mismos atenienses estarían antes cercados por los siracusanos que
no los siracusanos por ellos, y en peligro de ser vencidos. Por esto
determinó salir a la batalla.

Había Gilipo puesto en orden la gente de a caballo y tiradores más
lejos de los muros que no la vez pasada, en un lugar espacioso, donde
los muros y parapetos de ambas partes estaban muy apartados, y cuando
la batalla fue comenzada, los suyos atacaron la extrema izquierda de
los atenienses con tanto ímpetu, que les hicieron volver las espaldas
y les pusieron en huida, con lo cual los siracusanos y peloponesios
consiguieron la victoria esta vez, porque todos los contrarios, viendo
huir a los atenienses, hicieron lo mismo y se retiraron a sus fuertes.

En la noche siguiente, los siracusanos levantaron su muro a igual del
de los enemigos, y aún más, de manera que los contrarios no podían
impedirles continuar su muro tan adelante como quisiesen, y aunque
fuesen vencidos en batalla, no podían ya cercarlos con muralla.

Tras esto llegaron las naves de los corintios, leucadios y ambraciotes,
que serían en número de doce, al mando del corintio Erasínides, el
cual había engañado a las naves de los atenienses que les salieron al
encuentro, pues hurtándoles el viento, pasaron adelante.

Desde su llegada, ayudaron a los siracusanos a acabar el muro que
tenían comenzado hasta juntarlo con el otro que venía al través.

Hecho esto, y viendo Gilipo que la ciudad estaba segura, partió
hacia los otros lugares de Sicilia para tener negociaciones y tratos
con ellos, a fin de que aceptaran su alianza y amistad contra los
atenienses aquellos que estaban dudosos y no inclinados a la guerra.

Los siracusanos y los corintios que habían venido en su ayuda, enviaron
embajadores a Lacedemonia y a Corinto, pidiendo nuevo socorro, de
cualquier manera que pudiesen dárselo, en barcos de cualquier clase,
con tal que les trajesen gente de guerra.

Por su parte los siracusanos, suponiendo que los atenienses enviarían
también socorro a los de su campo, dispusieron sus buques para
combatirlos por mar, e hicieron todos los otros aprestos necesarios
para la guerra.

Viendo esto Nicias, que las fuerzas de los enemigos crecían más cada
día, y que las suyas disminuían y se apocaban, determinó enviar mensaje
a Atenas para hacerles saber el estado en que se encontraban las cosas
de su campo, que era tal, que se tenían por perdidos y desbaratados si
no se retiraban o les enviaban nuevo y suficiente socorro. Sospechando
que los que enviaba con el mensaje no tuvieran condiciones para decir
lo que les encargaba, o se olvidasen de alguna parte, o temiesen
decirlo por descontentar al pueblo, determinó escribir largamente lo
que ocurría, suponiendo que cuando el pueblo supiese la verdad de lo
que pasaba, adoptaría inmediatamente determinación, según requería el
caso.

Partieron los mensajeros con su carta e instrucciones a Atenas, y
Nicias se quedó en el campo con más cuidado de guardar su ejército que
de salir a acometer a los enemigos.

En este mismo verano, Evetión, capitán de los atenienses con el
rey Pérdicas, y otros muchos tracios, fueron a cercar la ciudad de
Anfípolis; mas como viesen que no la podían tomar por tierra, hicieron
subir muchas barcas por el río Estrimón, que corre por la parte de
Himereo, y en esto pasó aquel verano.

Al comienzo del invierno, los mensajeros que Nicias había despachado,
llegaron a Atenas e hicieron relación en el Senado del encargo que
traían, respondiendo a cuanto les preguntaron, mas ante todas cosas
presentaron la carta de Nicias, que era del tenor siguiente:



II.

Lo que decía la carta de Nicias a los atenienses y lo que proveyeron
estos en vista de ella.


«Varones atenienses, por otras mis cartas antes de estas habréis sabido
lo que acá se ha hecho, al presente es menester que sepáis la situación
en que estamos para que proveáis sobre ello lo necesario.

»Después que en muchas batallas vencimos a los siracusanos, contra
quien nos enviasteis, e hicimos un muro y fuerte junto a su ciudad,
dentro del cual estamos ahora, llegó Gilipo, capitán de los
lacedemonios, con un gran ejército de peloponesios y de algunas otras
ciudades de esta tierra de Sicilia, al cual vencimos en el primer
encuentro, mas después por la mucha gente de a caballo y tiradores que
tenía, nos vimos forzados a retirarnos y recogernos dentro de nuestro
fuerte, donde al presente estamos sin hacer otra cosa, porque no
podemos continuar el muro en torno de la ciudad a causa de la multitud
de los contrarios, ni sacar toda nuestra gente al campo, porque es
necesario dejar siempre una parte de ella para guardar nuestros fuertes.

»Por otra parte, los enemigos han levantado un muro junto al nuestro,
de manera que no podemos estorbarles la obra sino acometiéndoles
con muy grueso ejército por fuerza de armas, de suerte que teniendo
nosotros cercada esta ciudad, a nuestro parecer estamos más cercados
por la parte de tierra que ellos, porque a causa de la mucha gente de
a caballo que tienen, no nos atrevemos a salir muy adelante de nuestro
fuerte.

»Además, han pedido al Peloponeso más socorro de gente, y Gilipo salió
hacia las ciudades de Sicilia, que no están de su parte, para ganar su
amistad y traer de ellas, si pudiere, gente de a pie y de a caballo
contra nosotros.

»A lo que he podido entender, tienen determinado invadir y dar en
nuestros fuertes y muros todos a una, así por mar como por tierra.
No os debéis maravillar que diga nos quieren acometer por mar,
porque aunque nuestra armada al principio era muy gruesa y poderosa,
porque las naves estaban enteras y enjutas, y la gente de ellas
sana y valiente, ahora los barcos, por haber estado mucho tiempo en
descubierto, se encuentran casi podridos, y muchos de los marineros
muertos, y no podemos sacar los trirremes a tierra para repararlos,
porque nuestros enemigos son tantos en número como nosotros, y aun más,
de manera que nos amenazan diariamente con querer acometernos, como
creo que lo harán sin duda alguna, pues está en su mano hacerlo cuando
quisieren, y porque pueden sacar sus naves a la orilla más fácilmente
que nosotros, no estando todas juntas.

»Hasta el presente no nos ha sido posible acometerles a nuestra
voluntad, porque aunque tuviésemos gran número de barcos, apenas
podríamos guardarlos, aunque estuviesen todos juntos, como ahora lo
están, pues si nos descuidásemos algún tanto en hacer la guardia, no
podríamos tener vituallas, y aun apenas las podemos tener ahora sin
gran peligro, porque nos conviene pasar por delante de la ciudad a
traerlas.

»Por estas dificultades y otras muchas, si hasta ahora hemos perdido
muchos marineros, más perderemos cada día que pase cuando salen a coger
agua o a traer leña y otras provisiones necesarias, o para robar lejos
del campo, porque muchas veces les atacan y cogen los de a caballo de
los enemigos.

»Y lo peor de todo es que mientras los nuestros pelean, los esclavos
que tienen consigo, y los forzados que están en la armada, los dejan y
huyen, y los que venían de su grado, viendo la armada de los enemigos
tan gruesa y su ejército tan pujante por tierra, muy de otra manera
que habían pensado, unos se pasan a los enemigos con cualquier
pretexto, y también los otros cuando se pueden escapar, lo cual pueden
hacer a su salvo porque la isla es muy grande.

»Algunos de los nuestros compran esclavos de Hícara, los cuales, por
tratos con los capitanes de las naves, hallan manera para hacerlos
servir en su lugar, y por estos medios corrompen y destruyen la
disciplina y orden militar en la mar.

»Porque hablo con gente que entiende bien las cosas marítimas, digo en
conclusión, que la flor y vigor de este gran número de gente de mar, no
puede durar mucho tiempo, y se hallan muy pocos pilotos y patrones que
sepan bien gobernar una nave.

»Entre todas estas dificultades hay otra que me pone en mayor cuidado,
y es, que aunque soy caudillo de esta armada no puedo establecer en
ella el orden que quería, porque el genio y carácter de los atenienses
es malo de corregir y castigar, y no podemos hallar otros marineros
para tripular nuestras naves, lo cual pueden hacer muy fácilmente los
contrarios, porque hay infinitas ciudades en Sicilia de su partido,
y muy pocos que sigan el nuestro, excepto Naxos y Catana, que son
muy poco poderosas, por lo cual nos vemos forzados a ayudarnos de la
poca gente que nos ha quedado, y tenemos a nuestras órdenes desde el
principio.

»Si las ciudades de Italia que nos proveen de vituallas llegan a saber
el estado en que nos encontramos y que no nos enviáis socorro alguno,
se pasarán a nuestros enemigos, y sin remedio alguno seremos destruidos
y desbaratados sin pelear.

»Os podría escribir otras cosas más apacibles y agradables, pero no tan
útiles y necesarias para vosotros si queréis poner atención en ello,
cosa que dudo en gran manera, porque conozco muy bien vuestra condición
y sé que oís de buena gana cosas placenteras, pero cuando el caso es
distinto de lo que pensabais, echáis la culpa a los capitanes que
tienen el mando. Por ello he querido escribiros la verdad, a fin de que
proveáis con diligencia. Y también os debo decir, que de las cosas que
nos habéis encargado en esta empresa, no podéis imputar culpa alguna a
los caudillos ni capitanes, ni menos a los soldados.

»Viendo, pues, que toda Sicilia conspira y se une al presente contra
nosotros, y que espera nuevo socorro del Peloponeso, o determinad
llamarnos, atento que somos más débiles y flacos de fuerzas que
nuestros enemigos, aun en la situación en que están al presente, o de
enviarnos nuevo socorro que no sea de menos naves ni de menos gente
que esta que tenemos, y buena suma de dinero. Además otro general,
porque yo no puedo soportar más la carga a causa del mal de riñones que
me fatiga en gran manera. Y me parece que la razón lo requiere, pues
mientras tuve salud os he servido muy bien.

»En conclusión, que todo lo que quisiereis hacer lo determinéis desde
ahora hasta el principio de la primavera, sin más dilación, porque en
breve tiempo los enemigos traerán a su devoción todos los sicilianos.

»Y aunque las cosas de los peloponesios se hagan más despacio, guardaos
que no os suceda como antes de ahora muchas veces os ha acaecido, que
ignoráis una parte de sus empresas, y la otra la sabéis tan tarde, que
sois sorprendidos por su ataque antes de que lo podáis remediar.»

De este tenor era la carta de Nicias, que leída por los atenienses,
en cuanto tocaba a enviar nuevo capitán, por sucesor en el cargo,
no fueron de esta opinión, sino que hasta tanto que le enviasen
compañeros, eligieron por adjuntos dos de los que con él estaban en el
ejército a saber, Menandro y Eutidemo, a fin de que, encontrándose solo
y enfermo, no estuviese muy fatigado.

En lo demás, determinaron enviarle nuevo socorro, así de naves como
de gente de guerra y marineros suyos y de los aliados, y además
nombraron otros dos nuevos capitanes juntamente con Nicias, que fueron
Demóstenes, hijo de Alcístenes, y Eurimedonte, hijo de Tucles, y a
Eurimedonte le enviaron enseguida cerca del solsticio del invierno
a Sicilia con diez naves y veinte talentos en dinero para proveer a
los que allí estaban, y darles nuevas del socorro que recibirían en
adelante, y del mucho cuidado que los atenienses tenían de ellos.

Demóstenes se quedó para preparar el socorro que habían ordenado
enviar, y embarcarse con él al principio de la primavera. Asimismo para
hacer a los aliados que proveyesen de naves, gente y dinero en la parte
que les correspondía.



III.

Los peloponesios entran en tierra de Atenas y cercan la villa de
Decelia. -- Socorros que envían a Sicilia, así los atenienses como los
peloponesios.


Después que los atenienses ordenaron lo que convenía hacer para
Sicilia, enviaron veinte trirremes a la costa de Peloponeso para
impedir que nave alguna pasase de allí ni de Corinto a Sicilia. Porque
los de Corinto cuando los embajadores de los siracusanos que habían ido
a demandar nuevo socorro llegaron, entendiendo que las cosas de Sicilia
estaban en mejor estado, cobraron más ánimo y les pareció que la armada
que habían enviado antes llegó a buen tiempo. Por esta causa aparejaron
nuevo socorro de naves de carga, y lo mismo hacían los lacedemonios con
los otros peloponesios.

Los corintios armaron veinticinco trirremes para acompañar a sus barcos
mercantes cargados de gente y defenderlos contra los de los atenienses
que los estaban esperando en el paso de Naupacto.

Los lacedemonios que estaban preparando el socorro por la prisa que
les daban los siracusanos y los corintios, cuando entendieron que los
atenienses enviaban nuevo socorro a Sicilia, así para estorbar esto
como también por consejo de Alcibíades, determinaron entrar en tierra
de Atenas, y ante todas cosas cercar la villa de Decelia.

Emprendieron esto los lacedemonios con más gusto, porque les parecía
que los atenienses, manteniendo guerra en dos partes, a saber, en
Sicilia y en su misma tierra, estarían más expuestos a ser deshechos,
y también por la justa querella que tenían a causa de haber estos
empezado la guerra los primeros, cosa totalmente contraria a los tratos
precedentes, cuyo rompimiento comenzó de parte de los lacedemonios,
pues los tebanos invadieron la ciudad de Platea, sin estar rotos los
tratos.

Y aunque estos determinaban que no se pudiese mover guerra a la parte
que se sometiese a juicio de las otras ciudades confederadas, y los
atenienses ofrecían pasar por ello, los lacedemonios no quisieron
aceptar esta oferta, teniendo en cuenta, con justa razón, que les
habían sobrevenido muchas adversidades en la guerra anterior, y
mayormente en Pilos.

Además, después del último tratado de paz, los atenienses habían
enviado treinta naves y destruido y talado parte de la tierra de
Epidauro, de Prasias y de algunas otras, y tenían gente de guerra en
Pilos que robaban y destruían a menudo las tierras, bienes y haciendas
de los confederados. Y cuando los lacedemonios enviaban mensaje a
Atenas para pedir restitución de los bienes y haciendas que les habían
tomado, y que pusiesen la cosa en tela de juicio, según se determinaba
en los artículos del tratado de paz, jamás lo habían querido hacer.

Por todo esto parecía a los lacedemonios que la culpa del rompimiento
de la paz, que había sido en la guerra precedente de su parte, era
ahora de la de los atenienses, y por ello iban de mejor gana contra
ellos.

Ordenaron a los demás peloponesios que hiciesen provisión de
herramienta, y los otros materiales convenientes para combatir los
muros de Decelia, mientras ellos aparejaban las otras cosas necesarias.
Además les obligaron a proveer de dinero para el socorro que enviaban
a Sicilia por la parte que les tocaba, según hacían los mismos
lacedemonios.

En esto pasó aquel invierno que fue el fin del decimoctavo año de la
guerra que escribió Tucídides.

Al principio de la primavera[13] los lacedemonios con sus aliados,
invadieron súbitamente la tierra de los atenienses al mando de Agis,
hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y poco después talaron y robaron
las tierras bajas que están en los confines.

De allí pasaron a cercar de muro la villa de Decelia, y dieron cargo a
cada cual de las ciudades confederadas según su posibilidad para que
hiciesen a su costa una parte del muro.

Estaba Decelia lejos de Atenas cerca de ciento veinte estadios[14],
y casi otros tantos apartada de Beocia, y por esta causa, estando
amurallada, y teniendo gente de guarnición dentro, podían desde ella, a
su salvo, recorrer y robar las tierras bajas hasta la ciudad de Atenas.

Mientras hacían el muro de Decelia, los peloponesios que habían quedado
en su tierra, enviaron socorro a Sicilia en sus naves, a saber: los
lacedemonios seiscientos hombres de los más escogidos de sus hilotas
o siervos y de los emancipados, al mando del espartano Écrito; los
beocios trescientos, mandados por los tebanos Jenón y Nicón y el tespio
Hegesandro. Estos fueron los primeros que al partir del puerto de
Ténaro, en Laconia, hicieron vela y se metieron en alta mar.

Poco después los corintios enviaron quinientos hombres de guerra,
así de su gente como de los arcadios, que habían tomado a sueldo, de
los cuales iba por capitán el corintio Alexarco, y con ellos fueron
doscientos soldados sicionios a las órdenes del sición Sargeo.

Por otra parte, los veinticinco trirremes que los corintios habían
enviado el invierno anterior contra los veinte de los atenienses, que
estaban en Naupacto para guardar el paso, se hallaron frente a Naupacto
mientras pasaban las naves de carga que llevaban los soldados.

En este mismo principio de la primavera, a la sazón que se hacía el
muro junto a Decelia, los atenienses enviaron treinta trirremes a la
costa del Peloponeso al mando de Caricles, y le ordenaron que fuese
a los argivos y les pidieran de su parte gente de guerra para estos
trirremes, conforme al tratado de alianza.

Por otra parte, conforme a lo determinado para proveer en las cosas
de Sicilia, enviaron a Demóstenes con sesenta naves de las suyas y
cinco de las de Quíos, en las cuales había mil doscientos soldados
atenienses, y de los isleños tantos cuantos pudieron hallar que fuesen
para tomar armas. Mandaron a Demóstenes que al paso se juntase con
Caricles y ambos recorriesen y robasen la costa marítima de Laconia.
Con esta orden partió Demóstenes derechamente al puerto de Egina,
donde esperaba las otras naves de su armada que no habían llegado aún,
y también el regreso de Caricles que había ido con la misión a los
argivos.



IV.

Siracusanos y atenienses libran una batalla por mar en el puerto, y por
tierra, pretendiendo ambos haber alcanzado la victoria. -- Encuentros
que tuvieron después durante el sitio.


Mientras estas cosas pasaban en Grecia, Gilipo volvió a Siracusa con
gran número de gente que reunió y sacó de las ciudades de Sicilia donde
había estado.

Hizo llamar a los siracusanos y les mostró que les convenía armar
todos los más barcos que pudiesen para combatir en el mar contra los
atenienses, diciendo que tenía esperanza, si ponían esto por obra, de
hacer alguna hazaña digna de memoria.

Esto mismo les aconsejaba Hermócrates, diciendo que no debían temer a
los atenienses por mar, pues de su natural no eran tan buenos hombres
de mar como ellos, porque la ciudad de Atenas no está situada junto
al mar como Siracusa, sino muy dentro en tierra firme, y que lo que
los atenienses habían aprendido de arte naval había sido por temor a
los medos, que les obligaron a meterse en la mar. Decíales también
que, gente osada como eran los atenienses, les parecerían terribles
los que se mostrasen animosos como ellos, y que de igual manera que
los atenienses espantaban a sus contrarios antes por su atrevimiento
que por sus fuerzas y poder, era muy conveniente que hallasen en sus
adversarios quienes hiciesen lo mismo.

Además de estos consejos, les decía que conocía bien el deseo que
tenían de ir contra la armada de los atenienses, y este hecho
inesperado de los enemigos les espantaría de tal manera, que
aprovecharía más el atrevimiento a los siracusanos que a los atenienses
la ciencia y ejercicio de mar de que se vanagloriaban.

Con estas palabras de Gilipo y Hermócrates, y algunos otros que les
aconsejaban, persuadieron a los siracusanos para que acometieran contra
la armada de los atenienses, y con esta determinación, Gilipo, al
anochecer, puso toda su gente de a pie en orden, fuera de la ciudad,
para que al mismo tiempo atacase a los enemigos por tierra hacia la
parte del muro junto a Plemirio, y los barcos por la parte de la mar.

Al amanecer, las treinta y cinco galeras de los siracusanos salieron
del puerto pequeño donde se habían guarecido para ir hacia el gran
puerto que tenían los enemigos, y con ellos salieron otras cuarenta
y cinco naves para ir girando en torno del gran puerto con intención
de entremeterse en los enemigos que estaban dentro del gran puerto,
y también de acometerlos por la parte de Plemirio, a fin de que los
atenienses, viéndose atacar por dos partes, fuesen más perturbados.

Viendo esto los atenienses, pusieron en orden los sesenta trirremes
que tenían, de los cuales inmediatamente enviaron veinticinco contra
los treinta y cinco de los siracusanos que iban hacia el gran puerto
para combatirlos, y con los restantes fueron contra los que los querían
rodear, con los cuales se mezclaron a la boca del puerto y combatieron
gran rato, los siracusanos forcejeando por entrar en el puerto, y los
otros pugnando por defenderse.

Mientras tanto, los atenienses que estaban en Plemirio descendieron a
lo bajo de la roca, a orilla de la mar, para ver el éxito de la batalla
que se estaba librando.

Al amanecer, Gilipo atacó el lugar de Plemirio por parte de tierra
con tanto ímpetu, que tomó en seguida uno de los tres muros. Al poco
rato ganó los otros dos, porque los que estaban en la guarda y defensa
de ellos, viendo que el primer muro había sido tan pronto tomado, no
cuidaron de defender los otros.

Los que guardaban el primer muro, cuando fue tomado, huyeron, y con
gran peligro suyo, se metieron dentro de los trirremes que estaban
siempre al pie de la roca, y parte de ellos en un batel que hallaron
allí, y en estos buques se retiraron a su campo.

Aunque una galera de los siracusanos de las que ya estaban dentro del
gran puerto, se opuso a la retirada, mientras Gilipo combatía los otros
dos muros de Plemirio, aconteció que los siracusanos fueron vencidos
por donde aquellos atenienses huían, y a causa de esta victoria
tuvieron medio de retirarse más a su salvo.

La causa de esta victoria fue que las naves de los siracusanos, que
combatían a la boca del gran puerto, yendo a caza de los enemigos que
estaban de frente, entraron de tropel sin orden alguna, de tal manera,
que unas tropezaban con otras. Viendo esto los atenienses, así los que
combatían fuera del puerto, como los que habían sido vencidos dentro,
se unieron y dieron juntos sobre las que estaban dentro del puerto,
y sobre las que estaban fuera, con tanto ímpetu, que las pusieron en
huida, echando once a fondo, y muriendo todos los que estaban dentro,
cogieron tres y otras tres destrozaron.

Pasada esta victoria, los atenienses se apoderaron de los despojos de
los naufragios de los enemigos, y levantaron trofeo en señal de triunfo
en la isla pequeña que está junto a Plemirio, y después se retiraron a
su campo.

De la parte de los siracusanos, a causa de los tres muros que habían
tomado junto a Plemirio, levantaron tres trofeos en señal de victoria.

De estos tres muros abatieron uno, y los otros los repararon y pusieron
en ellos buena guarda.

En la toma de estos muros fueron muertos muchos atenienses y otros
prisioneros, y además les cogieron todo el dinero que era gran suma,
porque tenían este lugar como un fuerte para reunir y guardar todo su
tesoro y todas sus municiones y mercaderías, no solamente del estado de
Atenas, sino también de los capitanes, mercaderes y hombres de guerra
que iban por su cuenta. Entre otras cosas fueron halladas las velas
de cuarenta trirremes y los demás aparejos, y tres trirremes que allí
habían sacado a la orilla.

La toma de Plemirio causó gran daño a los atenienses, principalmente
porque a causa de ella no podían en adelante llevar provisiones a
su campo sin gran peligro, pues los trirremes que allí había de los
siracusanos se lo impedían. Esto infundió gran pavor a los atenienses.

Después de la batalla, los siracusanos enviaron doce barcos al mando
de su compatriota Agatarco; en uno de ellos iban algunos embajadores
que enviaban al Peloponeso para hacer saber a los peloponesios lo
que se había hecho, y la buena esperanza que tenían de vencer a los
atenienses, y también para excitarles a que les enviasen socorro y
tomasen aquella guerra con buen ánimo. Las otras once naves fueron
a Italia, porque corría la noticia de que los atenienses enviaban
algunos barcos cargados de madera y municiones a su campamento de
Siracusa. Estos once buques de los siracusanos encontraron en la mar
los de los atenienses, cogieron el mayor número de ellos con todo lo
que venía dentro, y quemaron toda la madera que traían para hacer
barcos a orillas de la mar junto a Caulonia.

Hecho esto, partieron para el puerto de Locros, y estando en dicho
lugar aportó un barco procedente del Peloponeso, que enviaban los
tespios cargado de gente de guerra en socorro de los siracusanos, cuya
gente metieron en sus naves y el barco de Tespias regresó a su tierra.

A la vuelta encontraron junto a la costa de Mégara veinte galeras
atenienses que estaban espiándoles el paso, y estas les cogieron una
galera de las once. Las otras escaparon, llegando a Siracusa.

Pasado esto, hubo otro encuentro pequeño entre los atenienses y los
siracusanos, en el mismo puerto de Siracusa, junto a un parapeto de
madera que los siracusanos habían hecho delante de las atarazanas
viejas para tener allí dentro sus barcos seguros. Los atenienses
hicieron llegar una nave gruesa, recia y muy bien armada para que
pudiese sufrir todos los golpes de tiro de piedras, y detrás de ella
había muchos bateles pequeños, dentro de los cuales, y también dentro
de la nave, iban gentes que con máquinas y pertrechos arrancaban
los maderos y estacas de palo de aquel parapeto que estaban fijadas
y plantadas dentro de la mar, a lo cual los siracusanos resistían
con grandes tiros de dardos y piedras que les lanzaban desde las
atarazanas, y lo mismo hacían los de la nave contra ellos. Al fin los
atenienses rompieron una gran parte del parapeto, aunque con gran
trabajo y dificultad, por la multitud de estacas de madera que estaban
sumidas en el agua, las cuales habían plantado de intento a fin de que
los barcos de los atenienses, si querían entrar allí, encallasen y
corriesen peligro; pero los atenienses buscaron nadadores que buceando
las cortaban debajo del agua; cuando se retiraban, los siracusanos
hacían plantar otras estacas que sustituían a las arrancadas.

De esta suerte cada día hacían alguna empresa o invención nueva unos
contra otros, según es de creer entre dos ejércitos acampados el uno
cerca del otro. Además había muchas escaramuzas y encuentros pequeños
de todas suertes, maneras y ocasiones que era posible.

Los siracusanos enviaron embajadores a los lacedemonios, a los
corintios y a los ambraciotes, para hacerles saber la toma de Plemirio,
y asimismo la batalla que habían librado en el mar, dándoles a entender
que la victoria de los atenienses contra ellos no había sido por
esfuerzo y valentía de aquellos, sino por el desorden de los mismos
siracusanos, y por eso tenían fundada esperanza de que al fin quedarían
victoriosos, con tal que fuesen ayudados y socorridos por ellos. Por
tanto, les pedían que les enviaran de socorro barcos y gente antes que
llegase la armada que los atenienses iban a mandar para rehacer la
suya, porque, haciéndolo así, podrían derrotar a los que estaban en el
campo antes que viniesen los otros, y dar fin a la guerra.

Este era el estado de las cosas en Sicilia.



V.

Necesidades que sufría Atenas por la guerra. -- Algunos tracios que
fueron a servir a los atenienses y se volvieron por falta de paga, al
regresar destruyen la ciudad de Micaleso, y después son casi todos
dispersados.


Mientras estas cosas pasaban en Sicilia, Demóstenes, con la gente que
había allegado para ir en socorro del campamento de los atenienses
delante de Siracusa, se embarcó en Egina, y de allí fue costeando a lo
largo del Peloponeso, reuniéndose con Caricles, que le esperaba allí
con treinta naves, en las cuales embarcó la gente de guerra que los
argivos enviaron por su parte.

Desde allí navegaron derechamente hacia tierra de Lacedemonia, y
primero descendieron en la región de Epidauro Limera, la cual talaron y
destruyeron en gran parte.

De allí fueron a salir a tierra de Laconia al cabo de Citera, frente
al templo de Apolo, donde hicieron algún daño y cercaron de muro un
estrecho semejante al de Corinto, llamado Istmo, para refugio de los
hilotas o esclavos de los lacedemonios que quisieran huir de sus
señores, y también para acoger ladrones y corsarios que robasen y
destruyesen la tierra en torno, según hacían directamente los que
estaban dentro de Pilos. Mas antes que el muro fuese hecho, Demóstenes
partió hacia Corcira para tomar de allí la gente que había de venir de
aquella parte, y pasar con ella, cuando estuvo terminado, a Sicilia,
y dejó allí a Caricles con sus treinta naves para que acabase el
muro. Cuando estuvo terminado, después de haber puesto en él gente de
guarnición, partió Caricles en seguimiento de Demóstenes, y lo mismo
hicieron los argivos.

En este mismo verano llegaron a Atenas mil y trescientos soldados
tracios, que ceñían espadas de dos filos y eran naturales de tierra de
Dío, todos muy bien armados y con sus escudos, mandados allí para pasar
con Demóstenes a Sicilia y que, por llegar muy tarde, después de la
partida de Demóstenes, determinaron los atenienses hacerles volver a
su tierra, pues detenerlos allí para la guerra que tenían en Decelia,
parecíales costoso, atendiendo a que cada uno de ellos quería de sueldo
una dracma diaria, y el dinero comenzaba a escasear en Atenas.

Después que los peloponesios cercaron de muro y fortificaron la villa
de Decelia, en aquel verano pusieron también gente de guarnición en
todas las villas y ciudades donde remudaban sus cuarteles, lo cual
produjo grandes males y pérdidas a los atenienses, así de dinero
como de otros bienes, pues cuando otras veces los peloponesios iban a
recorrer su tierra no paraban en ella mucho tiempo, y regresaban a sus
ciudades, los atenienses podían sin obstáculo labrar su tierra y gozar
de los frutos de ella a su voluntad. Pero cercada de muro la villa de
Decelia y puesta dentro guarnición, los atenienses eran continuamente
atacados y casi cercados por la gente de guarnición, que no cesaban de
recorrer y robar la tierra; a veces con muchos hombres de guerra, y
otras con muy pocos. Muy a menudo lo hacían por la necesidad que tenían
de guardarse y por coger vituallas y otras provisiones que necesitaban.
Y sobre todo mientras Agis, rey de Lacedemonia, estuvo allí con todo
su campo, fueron en gran manera perjudicados los atenienses, porque
no dejaba descansar a su gente, y continuamente los hacía trabajar,
mandándoles recorrer y robar tierras de los enemigos, de tal modo que
hicieron gran daño en toda la región de Atenas.

Para mayor infortunio, los esclavos que tenían los atenienses huyeron y
se pasaron a los peloponesios. Serían en número de veinte mil, y casi
todos ellos, o la mayor parte, eran de oficios mecánicos. Juntamente
con esto, se les murió casi todo el ganado grande y pequeño, y además,
sus caballos fueron en poco tiempo tan trabajados, que no se podían
servir ni aprovechar de ellos, porque la gente de a caballo estaba
continuamente en campaña, así para resistir a los enemigos posesionados
de Decelia, como por impedir que la tierra de Ática fuese robada y
destruida. Con tan constante servicio unos caballos estaban enfermos
y lisiados, otros cojos y resentidos de correr a menudo por aquella
tierra que era seca y dura, y muchos heridos así de tiros de dardos
como de golpes de mano.

También las vituallas y provisiones que acostumbraban a traerles a la
ciudad de tierra de Eubea y de Oropo, y que solían pasar por la villa
de Decelia, que era el camino más corto, fue preciso llevarlas de otras
partes más lejanas y que rodeasen por mar el cabo de Sunio, que era
cosa de gran trabajo y gasto, por cuyo motivo la ciudad estaba en gran
necesidad de todas las cosas que convenían traer de fuera.

Por otra parte, los ciudadanos que se habían retirado y recogido
todos en la ciudad, estaban muy fatigados a causa de la guardia que
necesitaban hacer sin cesar, así de noche como de día, porque de día
había continuamente cierto número de gente en lo alto de los muros,
que se relevaba por veces, y de noche todos estaban en vela armados,
excepto la gente de a caballo; los unos sobre los muros y los otros
repartidos por la ciudad, así en tiempo de verano como en invierno,
que era un trabajo intolerable, ocasionado por sostener a un mismo
tiempo dos grandes guerras. Con todo esto estaban tan obstinados y
porfiados, que ninguna persona lo pudiera creer si no lo viera, pues
aunque acometidos y cercados hasta los muros, no por eso querían dejar
la empresa de Sicilia, sino que casi sitiados como estaban, deseaban
mantener el cerco que tenían sobre la ciudad de Siracusa, la cual no
era mucho menor que Atenas, queriendo por estos medios mostrar sus
fuerzas, poder y osadía mucho mayor que los otros griegos suponían,
pues al comienzo de la guerra algunos juzgaban que los atenienses
podrían sostenerla por espacio de dos años y otros por tres a todo
tirar, y últimamente ninguno lo creía si llegaba el caso, que llegó, de
que los peloponesios entrasen en su tierra.

Con todo esto, desde la primera vez que entraron, y hasta que los
atenienses enviaron su armada a Sicilia, transcurrieron diez y siete
años enteros sin quedar tan quebrantados con esta guerra de diez y
siete años en su tierra, que no emprendiesen la de Sicilia, que no era
inferior, en opinión de las gentes, que la primera.

Estando así apurada la ciudad de Atenas por la pérdida de la villa de
Decelia, como por los otros gastos arriba dichos, tuvo gran necesidad
de dinero, por cuya causa aquel año impusieron a los súbditos de los
lugares marítimos, en lugar del tributo que daban antes, uno de la
veintena de sus haciendas, pensando que por esta vía sacarían más
dinero que del tributo ordinario, y así era menester, pues los gastos
eran tanto más grandes cuanto estas guerras eran mayores que las
primeras, y sus rentas ordinarias estaban agotadas.

Este fue el motivo de que tan pronto como los tracios, que venían en su
socorro, llegaron, según hemos dicho, los hicieron regresar por falta
de dinero, y encargaron llevarlos por mar a Diítrefes, al cual mandaron
que en el viaje buscase manera para que aquellos tracios hiciesen algún
daño en Eubea y en las otras tierras marítimas de los enemigos junto a
las cuales pasasen, porque por necesidad habían de pasar el estrecho de
Eubea, llamado Euripo.

Diítrefes saltó en tierra con los tracios en el puerto de Tanagra,
hizo algunos robos apresuradamente, y tras esto les mandó volver a
embarcarse y los llevó derechamente a Calcis, que está en tierra de
Eubea. De noche pasó el estrecho, penetró en Beocia, y saltando en
tierra, hizo caminar toda la noche a su gente hacia la ciudad de
Micaleso y les mandó que se escondiesen dentro del templo de Mercurio,
que está de la ciudad cerca de diez y seis estadios. Cuando fue de
día les ordenó salir y caminar hacia la ciudad, la cual, aunque era
muy grande, la tomó inmediatamente, porque no tenía guardas, y los
ciudadanos no sospechaban mal alguno, no pensando que corsarios y
otros enemigos, yendo por mar, osaran internarse tanto en tierra. Por
esta causa tenían muy ruines muros para la cerca de su ciudad, en
muchas partes estaban caídos y en otras muy bajos, y porque no temían
asechanzas y traiciones, no cuidaban de cerrar las puertas.

Cuando los tracios estuvieron dentro de la ciudad, la robaron y
saquearon toda, así los templos y lugares sagrados como las casas
particulares y lugares profanos, y lo que es peor, mataron a todos
cuantos hallaron, hombres y mujeres de cualquier edad que fuesen, y
bestias y ganados, porque tal es la condición de los tracios, que son
los más bárbaros entre todas las otras gentes para cometer toda suerte
de crueldades, en cualquier parte donde se pueden hallar sin temor.

Entre otras muchas crueldades, hicieron una muy grande, que fue entrar
en las escuelas donde estaban los niños y escolares aprendiendo, que
eran en gran número, y los mataron a todos. Fue esta desventura tan
grande y tan súbita, y no pensada, cual nunca jamás se vio en una
ciudad.

Sabida la cosa por los tebanos, salieron inmediatamente tras ellos y
alcanzáronlos cerca de la ciudad, peleando con ellos y venciéndolos
y desbaratándolos de tal manera, que les hicieron dejar la presa.
Después los siguieron hasta el estrecho y allí mataron muchos que no
se pudieron embarcar en sus naves a causa de que los que quedaron
dentro de ellas para guardarlas, viendo acercarse a los enemigos, las
retiraron mar adentro donde estuviesen fuera del peligro de los dardos
y armas arrojadizas, y los que no pudieron entrar primero ni sabían
donde acogerse, fueron todos muertos. Hubo allí una gran matanza,
porque hasta tanto que llegaron a orilla del mar, se retiraban todos
juntos en buen orden según tenían por costumbre, de tal manera, que se
podían muy bien defender contra la gente de a caballo de los tebanos
que eran los primeros que los habían acometido, de suerte que perdieron
muy pocos de los suyos, mas después que llegaron a la orilla, a la
vista de sus naves, rompieron la ordenanza por codicia de meterse en
ellas; también algunos fueron cogidos dentro de la ciudad donde se
habían quedado por robar, los cuales asimismo fueron todos muertos;
de manera que de mil trescientos tracios que eran, no escaparon sino
doscientos cincuenta.

De los tebanos y de otros que fueron con ellos, no murieron más de
veinte de a caballo, entre los cuales, uno de los gobernadores de
Beocia, llamado Escirfondas, y los que antes dijimos, que fueron
muertos dentro de la ciudad, donde se ejecutó aquella crueldad y
desventura, que fue la mayor que pudo ocurrir a cualquier villa o
ciudad en todo aquel tiempo que duró la guerra.



VI.

Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes y Eurimedonte en
el camino cuando iban en socorro de los sitiadores de Siracusa. --
Auxilio que reciben los sitiados. -- Batalla naval entre atenienses y
peloponesios junto a Naupacto.


Volvamos a lo que se hacía en Grecia. Después que Demóstenes cercó de
muro el lugar de que arriba hemos hablado en tierra de Laconia, partió
para pasar a Corcira, y navegando mar adelante, encontró en el puerto
de Fía, que está en tierra de Élide, un trirreme cargado de gente de
guerra de los corintios, que quería pasar a Sicilia, el cual echó a
fondo, aunque los que en él iban se salvaron, y después volvieron a
embarcarse en otro y pasaron a Sicilia.

Desde allí fue Demóstenes a Zacinto y Cefalenia, donde tomó alguna
gente de guerra que embarcó en sus naves, y después a Naupacto, donde
mandó ir a los mesenios.

Desde Naupacto atravesó la mar y pasó a Acarnania, que está de la
otra parte en tierra firme, y de allí fue a las villas de Alicia y de
Anactorio, que eran del partido de los atenienses. Estando en esto,
acaeció que Eurimedonte, que por aquella mar volvía de Sicilia, donde
había sido enviado para llevar dinero a la armada, fue a buscar allí a
Demóstenes y le dijo, entre otras cosas, que sabía que los siracusanos
habían recobrado a Plemirio.

Poco después llegó a ellos Conón, que era el capitán de Naupacto, y
les dijo que había veinticinco barcos de los corintios en la costa
frente a Naupacto, y no cesaban de ir a acometerles, ni esperaban ya
sino la batalla, y por eso les demandó que le proveyesen de naves en
número bastante, porque él solo tenía diez y ocho, las cuales no eran
bastantes para combatir a veinticinco.

Demóstenes y Eurimedonte accedieron a su demanda y le dieron diez
de las suyas, las más ligeras, con las cuales regresó, y ellos
partieron para ir a reunir gente, según les habían encargado, a saber:
Eurimedonte, enviado por compañero de Demóstenes, a Corcira, donde
llenó quince de sus trirremes con gente de la tierra, y Demóstenes por
tierra de Acarnania, donde tomó a sueldo todos los honderos y tiradores
que pudo para Sicilia.

Después que los embajadores de los siracusanos que habían sido enviados
a las otras ciudades de Sicilia para obtener socorro cumplieron su
misión y persuadieron a muchos de aquellos a quien demandaban ayuda,
cogiendo a sueldo alguna gente de dichas ciudades para llevarlas a
Siracusa, Nicias, que fue advertido de ello, envió mensaje a todas
las ciudades y villas que eran de su partido por donde había de pasar
necesariamente aquella gente de guerra, y principalmente a los de
Centóripa y Alicias, para que les impidieran el paso con todo su
poder. Los reclutados no podían buenamente ir por otra parte, a causa
de que los acragantinos les negaban el paso. A la demanda de Nicias
otorgaron de buena gana aquellas ciudades, y pusieron emboscadas al
paso en tres partes, las cuales acometieron de improviso a aquella
gente de guerra, mataron cerca de ochocientos, y juntamente con ellos a
todos los embajadores, excepto uno que era natural de Corinto, el cual
llevó todos los que se salvaron a Siracusa, que fueron cerca de mil y
quinientos.

Al mismo tiempo llegó a los siracusanos otro socorro, el de los
camarineos, que les dieron quinientos hombres muy bien armados y
seiscientos tiradores, y los de Gela les enviaron cinco naves, en las
cuales iban cuatrocientos ballesteros y doscientos de a caballo.

En efecto, excepto los acragantinos, que eran del partido de los
atenienses, la mayor parte de toda la tierra de Sicilia, aunque hasta
aquel tiempo no se había declarado, envió socorro a los siracusanos,
los cuales, con todo esto, por la pérdida sufrida de los ochocientos
hombres en los pasos de Sicilia, como antes se ha dicho, no osaron tan
pronto acometer a los atenienses.

Entretanto Demóstenes y Eurimedonte, habiendo reunido gran número
de gente, así de Corcira como de la tierra firme, pasaron la mar de
Jonia y aportaron en el cabo de Yapigia. En este lugar y en las islas
Quérades, allí cercanas, cogieron ciento y cincuenta ballesteros de
la nación de los mesapios por consentimiento de Arta, señor de aquel
lugar, con el cual renovaron la amistad que antiguamente había entre
los atenienses y él.

Partidos de allí fueron a aportar a Metapontio, que está en Italia,
donde persuadieron a los de la villa a que les diesen trescientos
tiradores y dos naves, por razón de la confederación y alianza antigua
que con ellos tenían.

De allí fueron a Turios, donde entendieron que todos aquellos que
seguían el partido de los atenienses habían sido lanzados poco antes
de la tierra, y pararon algunos días con toda la armada por saber
si había quedado en la ciudad alguna persona que fuese del bando de
los atenienses, y también por hacer con ellos más estrecha amistad
y alianza que tenían antes, a saber: que fuesen amigos de amigos y
enemigos de enemigos.

En este tiempo los peloponesios, que tenían los veinticinco trirremes
anclados en la playa de Naupacto, para guarda y seguridad de los barcos
que habían de pasar por allí con el socorro que enviaban a Siracusa,
se preparaban para combatir contra los de los atenienses, que estaban
en el puerto de Naupacto, y también habían abastecido de gente otras
naves, de manera que serían poco menos en número que los atenienses.

Fueron a echar anclas en una playa de Acaya junto a Eríneo, en Ripas,
que tiene forma de media luna. En las rocas que estaban a los lados de
aquella costa habían puesto su gente de a pie, así de los corintios
como de los de la tierra, de manera que la armada quedaba en medio
guardada por la parte de tierra y toda junta. Su capitán era el
corintio Poliantes.

Contra esta armada fueron los treinta y tres trirremes atenienses que
estaban en el puerto de Naupacto, cuyo capitán era Dífilo; viendo lo
cual, los corintios al principio se estuvieron quedos en su sitio, sin
salir fuera; mas cuando les pareció que era tiempo, salieron contra
los atenienses y combatieron gran rato una armada contra la otra, de
manera que fueron tres galeras de los corintios echadas a fondo y de
la armada de los atenienses, aunque ninguna fue lanzada a pique, siete
quedaron destrozadas en las proas por un saledizo de los corintios que
era más fuerte que el suyo, y todos los remos quebrados, de manera que
resultaron completamente inútiles para navegar.

La batalla fue tan reñida, que cada cual de las partes pretendía haber
conseguido la victoria. Los atenienses recogieron los náufragos y
despojos; mas como arreciara el viento se retiraron unos de una parte,
y otros de otra, los peloponesios hacia la costa, donde podían estar
más seguros a causa de la gente que tenían en tierra, y los atenienses
hacia Naupacto.

Cuando así fueron separados, los corintios inmediatamente levantaron
trofeo en señal de victoria a causa de que las naves que habían
destrozado de los enemigos, eran más en número que las que ellos habían
perdido, y les fueron echadas a fondo, teniendo por cierto que no
habían sido vencidos por la misma razón que tenían los enemigos para
pensar no haber triunfado, pues parecía a los corintios no haber sido
vencidos si la victoria de los enemigos no era muy grande, y asimismo
los atenienses, por el contrario, se juzgaban casi por derrotados si no
alcanzaban gran victoria.

Con todo esto, después que los peloponesios se ausentaron de aquella
costa y su gente de a pie que tenían en tierra también se fue, los
atenienses levantaron un trofeo en el cabo de Acaya como vencedores,
aunque a más de veinte estadios del lugar de Eríneo, donde estaban las
naves de los corintios.

Este fin tuvo la batalla naval entre ellos.



VII.

Mientras Demóstenes y Eurimedonte están en camino para reforzar a los
atenienses que sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla
naval contra los atenienses.


Después que los de Turios se confederaron con los atenienses, según
antes se ha dicho, Demóstenes y Eurimedonte escogieron setecientos
soldados bien armados y trescientos tiradores, y los hicieron embarcar
mandándoles que fuesen derechamente a tierra de Crotona, y cuando
pasaron revista a su gente, junto al río Síbaris, los llevaron por
tierra de Turios hacia Crotona; pero al llegar al río Hilias vinieron
a ellos mensajeros de los crotoniatas y les dijeron que sus señores no
querían que pasasen por su tierra, por lo cual tomaron su camino hacia
la mar, río abajo. Cuando llegaron al cabo, que está frente adonde el
río entra en la mar, asentaron allí su campo, y sus naves fueron allí a
aportar.

Embarcados todos, navegaron a lo largo de aquella costa, teniendo
negociaciones y tratos con todas las villas y lugares que estaban en
ella, excepto la ciudad de Locros; y finalmente llegaron al lugar de
Petra, que está en tierra de Regio.

Durante este tiempo, los siracusanos, advertidos de la venida,
determinaron tentar de nuevo su fortuna en combate naval; pusieron en
orden gran número de gente de a pie por tierra, y también mandaron
aparejar muchas naves de otra suerte que hicieron en el primer combate,
porque en él habían aprendido, y entendiendo la falta cometida
entonces, y remediada ahora, tenían esperanza cierta de alcanzar la
victoria.

Habían acortado las puntas de proa a fin de que estuviesen más firmes
y recias, y reforzado y armado los lados de sus trirremes con grandes
trozos de maderos de seis codos de largo, así por dentro como por
fuera, de la misma suerte que los corintios habían hecho con sus naves
cuando combatieron contra los atenienses en Naupacto. Parecíales que
con esta reforma, acometiendo a las naves de los atenienses, que tenían
las proas más largas y delgadas para no embestir por la punta, sino por
los lados, evitando que tropezaran las proas, sus trirremes serían tan
buenos o mejores que los otros.

Tenían además en cuenta que combatiendo dentro del gran puerto con
gran número de naves, no habría espacio ni lugar para ir cercando a la
redonda, sino que convendría ir a afrontarse cara a cara, por lo cual
siendo las puntas de sus trirremes más fuertes y mejor herradas que las
otras, las tropezarían más fácilmente y a su salvo, y por este medio
esperaban que aquello mismo que había sido causa en el primer combate
de su pérdida, por la ignorancia de sus marineros, para combatir
de otra manera que de frente, atacando de proa, les daría ahora la
victoria.

Los atenienses por su parte no podrían retirar sus naves a su voluntad
para después revolver sobre las de los enemigos, como habían hecho la
vez pasada, sino que por necesidad las habían de retirar hacia la parte
de la tierra, y allí no tendrían gran espacio para hacerlo, cuanto más
que hallarían el ejército de los siracusanos a punto y bastante para
hacerles daño y socorrer a los suyos.

Además, hallándose los atenienses en lugar tan estrecho, se estorbarían
unos a otros, lo cual les había dañado en gran manera en todos sus
combates navales, porque no se podían retirar tan a su salvo como
los siracusanos, que tenían el puerto pequeño y también la boca del
gran puerto ocupada, y por este medio la retirada por alta mar, y los
atenienses poseían el gran puerto que era muy espacioso, y a Plemirio,
que estaba frente a la boca del gran puerto.

Así trazaron los siracusanos sus cosas con buena esperanza de victoria
por las razones arriba dichas, y la pusieron por obra de esta manera.

Gilipo, poco antes del combate, sacó fuera de la ciudad su gente de a
pie, muy cerca del muro de los atenienses por la parte de la ciudad.
Por otro lado todos aquellos que estaban en el Olimpieo, así de a
caballo como de a pie, armados a la ligera y tiradores, fueron también
hacia aquel muro por las dos partes, y poco después salieron las naves
de los siracusanos, tanto las suyas propias como las de los aliados.

Cuando los atenienses vieron salir la armada de los enemigos, quedaron
muy turbados, porque como poco antes hubiesen visto solamente la gente
de a pie ir hacia la muralla, no pensaban que les acometerían además
por otras partes.

Replegáronse, pues, y se pusieron en orden de batalla, unos sobre el
muro, otros delante y los otros aparte para apoyar a la gente de a
caballo y tiradores armados a la ligera; las tripulaciones dentro de
sus trirremes, y otras fuerzas a la entrada del gran puerto y a lo
largo de la marina para poder socorrer las naves.

Cuando sus barcos estuvieron listos, que serían hasta sesenta y
cinco, vinieron a dar en los de los contrarios, que serían ochenta, y
combatieron todo aquel día una armada contra la otra, sin que pudiesen
hacer cosa de gran importancia de una parte ni de otra, excepto que
los siracusanos echaron a pique una nave o dos de los enemigos, y
llegada la noche se separaron y retiraron cada uno a su estancia. Lo
mismo hicieron los de la ciudad que habían ido contra el muro de los
atenienses.

Al día siguiente los siracusanos no presentaron batalla ni mostraron
que lo querían hacer, y por esta causa Nicias, que había visto que el
día anterior fueron iguales, sospechando que los contrarios quisiesen
volver otra vez a tentar fortuna, mandó a los patrones y capitanes
que reparasen los trirremes que habían sido maltratados, y sacar las
naves que había hecho encerrar en un seno del gran puerto cercado de
estacas para mayor seguridad, y que las sacaran a alta mar, apartadas
una de otra por espacio equivalente a una fanega de tierra, a fin de
que si, combatiendo alguno de sus trirremes, se viese en aprieto,
pudiera guarecerse junto a estas naves de carga. En estos trabajos y
otros semejantes invirtieron los atenienses todo aquel día y la noche
siguiente.

Al otro día por la mañana los siracusanos salieron por mar y por
tierra, de la misma suerte que habían salido dos días antes, excepto
que fueron a mejor hora, y así combatieron durante la mayor parte del
día, de igual manera que habían hecho en el combate precedente, sin que
se conociese ventaja de una parte ni de otra.

Entonces el corintio Aristón, que era el mejor piloto que había en
toda la armada de los siracusanos, persuadió a los otros capitanes de
las naves que enviasen a toda prisa alguna parte de su gente dentro
de la ciudad y que él haría lo mismo para ordenar que todos los que
tuviesen vituallas dispuestas las trajesen a vender a la orilla
del mar a fin de que en seguida comiesen los suyos, volvieran a
embarcarse inmediatamente y fuesen a dar sobre los enemigos que estaban
desapercibidos.

Hecho así en poco rato, trajeron gran abundancia a la orilla de la mar,
y todos a paso quedo se retiraron a comer.

Viendo esto los atenienses, y creyendo que se retiraban como vencidos,
ellos también se retiraron y saltaron en tierra, unos para comer y
otros para otras ocupaciones, sin pensamiento que aquel día hubiese
nuevo combate por mar. Pero al poco rato vinieron los siracusanos,
que ya habían comido, a dar sobre ellos de repente, cosa que perturbó
mucho a los atenienses y trabajaron por reembarcarse lo más pronto
que pudieron con bullicio y desorden, muchos de ellos antes de probar
bocado, saliendo frente a los enemigos.

Cuando estuvieron a la vista y bien cerca unos de otros, se pararon los
de una parte y de la otra, meditando cómo podrían cada cual acometer al
enemigo con ventaja. Mas los atenienses, teniendo por deshonra que los
enemigos los sobrepujasen en labor y trabajo, dieron los primeros señal
de batalla y embistieron a los enemigos, que los recibieron con las
puntas de sus proas que estaban bien armadas y reforzadas, según tenían
determinado, de tal manera, que destrozaron gran parte, rompiéndoles
las puntas de sus remos, y desde las gavias herían con piedras y otros
tiros a muchos de los enemigos que estaban dentro de sus naves.

Pero mucho mayor daño les hacían los barcos ligeros de los siracusanos,
que los acometían por todas partes con golpes y tiros, de suerte que
los atenienses fueron forzados a huir, y con ayuda de sus barcos se
retiraron a su estancia, porque los siracusanos no se atrevieron a
seguirles más adelante de los buques colocados según antes se dijo,
a causa de tener estos las entenas levantadas muy altas con los
delfines[15] de plomo que pendían de ellas, de suerte que sus trirremes
no los podían abordar sin peligro de ser destrozados, según sucedió a
dos de ellos que se atrevieron a embestir a estos barcos, uno de los
cuales fue cogido con todos los que iban dentro.

Finalmente, siete naves de los atenienses fueron echadas a fondo, otras
muchas destrozadas, y gran número de los suyos muertos o prisioneros,
por razón de cuya victoria los siracusanos levantaron trofeo en señal
de triunfo, teniendo para sí que en adelante serían más fuertes que
los atenienses por mar y que vencerían al ejército, por lo cual se
prepararon para acometerles otra vez.



VIII.

Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento de los atenienses. --
Atacan de noche los parapetos de los siracusanos junto a Epípolas y son
rechazados con grandes pérdidas.


Mientras esto acontecía, Demóstenes y Eurimedonte llegaron al
campamento de los atenienses con setenta y tres naves de las suyas
y de las de sus aliados, y en las cuales traían cerca de cinco mil
combatientes, parte de los de sus pueblos y parte de sus aliados, y con
ellos venían otros muchos de los bárbaros tiradores y flecheros, así
griegos como extranjeros.

Mucho alarmó esto a los siracusanos, porque no veían medio de poder
rechazar tan gran ejército, considerando que si los atenienses,
cercados en Decelia, poseían medios para enviar socorro tan grande como
el primer ejército, no les podrían resistir en adelante. Tenían además
en cuenta que el ejército ateniense, maltratado por ellos, cobraba
fuerzas con la venida del nuevo socorro.

Cuando Demóstenes llegó al campamento, comenzó a dar orden para poner
en ejecución su empresa y probar sus fuerzas lo más pronto que pudiese
por no caer en el mismo error en que antes había caído Nicias, el cual,
aunque al principio llegó con tanta estima y reputación, que puso temor
y espanto a todos los de Sicilia, por no dirigirse inmediatamente
contra Siracusa y gastar mucho tiempo en detenerse en Catana, perdió
toda su fama, y Gilipo, a causa de esta tardanza, tuvo tiempo para
llevar del Peloponeso el socorro que condujo a Siracusa antes que
el otro llegase; socorro que ni aun los mismos siracusanos hubieran
demandado si Nicias les sitiara inmediatamente que llegó, pues creían
que eran harto bastantes y poderosos para defender su ciudad contra las
fuerzas solas de este caudillo.

Considerando todo esto Demóstenes, y también que los enemigos cobrarían
temor y espanto por su venida, quiso el mismo día que llegó mostrar sus
bríos a los contrarios.

Viendo que el muro fuerte que los siracusanos habían hecho al través
del otro de los atenienses para estorbarles que lo acabaran, era flaco
y sencillo, y tal que fácilmente le podría derrocar el que ganase a
Epípolas, y que en los parapetos que allí habían hecho no tenían mucha
gente de defensa que pudiese resistir a sus fuerzas, se apresuró a
acometerles, esperando que en breve tiempo vería el fin de aquella
guerra, porque tenía propósito o de tomar a Siracusa por fuerza de
armas o volver con toda aquella armada a su tierra sin más trabajo
para los atenienses, así los que allí estaban en el sitio como los que
habían quedado en la ciudad.

Con esta intención los atenienses entraron en las tierras de los
siracusanos. Primeramente recorrieron los campos de Anapo y robaron los
lugares por tierra con la infantería, y por la mar con la armada, según
habían hecho al principio y porque no osaban acudir contra ellos los
siracusanos por mar ni por tierra, excepto los de a caballo y algunos
tiradores y flecheros que salían del Olimpieo.

Después pareció a Demóstenes buen consejo atacar los fuertes y
parapetos de los enemigos con sus pertrechos y máquinas de guerra. Mas
cuando estaban ya las máquinas cerca de los parapetos, los siracusanos
pusieron fuego y todos los que acometían fueron rechazados, por lo cual
Demóstenes mandó retirar su gente, no pareciéndole acertado perder allí
más tiempo en balde, sino antes ir a acometer a Epípolas, de lo que
persuadió fácilmente a Nicias y a los otros capitanes sus compañeros,
mas esto no se podía hacer de día sin que fuesen vistos por los
enemigos.

Para realizar esta empresa ordenó que cada soldado hiciese provisión de
vituallas para cinco días, y además hizo llamar a todos los canteros y
carpinteros que había en el campo y otros muchos obreros y oficiales
para que tuviesen piedra y otros materiales necesarios para construir
fuertes y parapetos, y con esto gran copia de dardos y demás armas
arrojadizas, con intención de hacer un fuerte junto a Epípolas para
combatir desde allí, y tomar este si pudiese.

Hecho así, al empezar la noche, Demóstenes, Eurimedonte y Menandro,
caminaron con la mayor parte del ejército hacia Epípolas, dejando
la guarda de los muros a Nicias, y cuando llegaron a la roca que
está junto al lugar llamado Euríelo, antes que las centinelas de los
siracusanos que estaban en el primer muro lo sintiesen, tomaron este
muro a los enemigos y mataron algunos de aquellos que estaban de
guardia; de los demás, la mayor parte se salvaron y avisaron la llegada
de los enemigos a la tercera guardia que allí estaba, que era de los
siracusanos, de los otros sicilianos y de los aliados. Principalmente
los seiscientos siracusanos que guardaban aquella parte de Epípolas,
se defendieron valientemente, siendo lanzados por Demóstenes y los
atenienses que los siguieron hasta las otras guardias para que no
tuvieran tiempo de rehacerse ni a los otros de defenderse, con
tanta presteza y diligencia que tomaron los parapetos y baluartes y
seguidamente comenzaron a derrocarlos desde lo alto.

Entonces los siracusanos y Gilipo, viendo la osadía de los atenienses,
que habían ido a acometer su fuerte de noche, salieron de sus estancias
donde estaban de guardia y cargaron sobre ellos, mas al principio
fueron rechazados.

Quisieron después los atenienses marchar adelante y sin orden, como
gente que ya tenía alcanzada la victoria, y también porque sospechaban
que si no se apresuraban a ejecutar su empresa y a derrocar los muros
y parapetos, los enemigos tendrían tiempo para volverse a juntar.
Trabajaban, pues, lo más que podían en romper y derrocar los muros,
mas antes de rechazar a todos los enemigos resistiéronles primeramente
los tebanos que sostuvieron su ímpetu, y después los otros, de tal
manera, que fueron dispersados y puestos en huida, en cuya derrota
hubo gran desorden y pérdida, y muchos males y dificultades que no se
podían ver por ser de noche, porque aun de las cosas que se hacen de
día no se puede tener certidumbre de la verdad por los que en la pelea
se hallan, que apenas puede contar cada uno lo que se ha hecho donde él
está o cerca de él, por lo cual querer saber detalladamente todo lo que
sucede en un encuentro de noche entre dos grandes ejércitos, es cosa
imposible, y aunque había luna clara aquella noche, empero la claridad
no era tan grande que se pudiese bien conocer uno a otro aunque se
viesen las personas, ni juzgar cuál era amigo o enemigo, cuanto más
reuniéndose gran número en poco trecho, así de una parte como de la
otra.

Rechazados los atenienses por una parte y separados de los otros que
seguían su primera victoria, unos subían sobre los fuertes y reparos de
los siracusanos, y otros iban en socorro de los suyos sin saber dónde
habían de ir, porque estando los primeros de huida y siendo el ruido
grande, no podían entenderse unos a otros ni comprender lo que habían
de hacer.

Los siracusanos por la parte que iban victoriosos daban grandes voces,
mandando los capitanes lo que habían de hacer, porque de otro modo no
se podían entender a causa de la oscuridad de la noche, y asimismo
cuando lanzaban a los enemigos que encontraban, prorrumpían en muchos y
grandes gritos.

De la otra parte los atenienses buscaban a los suyos, y porque iban
de huida sospechaban que todos los que encontraban eran enemigos,
no teniendo otro medio para reconocerse sino el apellido, de manera
que preguntándose unos a otros hacían mucho ruido, produciendo gran
perturbación y dándose a conocer con sus voces a los enemigos, los
cuales, porque alcanzaban la victoria y no estaban turbados como los
atenienses, se conocían mejor.

Además, si algunos de los siracusanos se hallaban en poco número entre
muchos atenienses, nombraban los apellidos de estos y por tal medio se
escapaban, lo cual no podían hacer los atenienses, porque sus enemigos
no respondían al apellido, y donde quiera que se hallaban más flacos de
fuerza eran muertos o perdidos.

Había también otra cosa que les turbaba en gran manera, y era el son de
las bocinas y las canciones que cantaban para dar la señal, porque así
los enemigos como los que estaban de parte de los atenienses, es decir,
los argivos y corcirenses y todos los otros dorios, tocaban y cantaban
de una misma manera, por lo cual todas cuantas veces esto se hacía, los
atenienses no sabían de qué parte venía el son ni a qué propósito.

Tan grande llegó a ser el desorden, que cuando se encontraban unos a
otros se herían amigos con amigos, ciudadanos con ciudadanos, antes que
se pudiesen conocer, y los que iban huyendo no sabían qué camino tomar,
ocurriendo que muchos se despeñaron de sitios altos, donde morían a
manos de los enemigos, a causa de que el lugar de Epípolas está muy
alto y tiene pocos senderos y caminos, y estos muy estrechos, de manera
que era cosa muy difícil seguirlos, mayormente yendo de huida, aunque
algunos de ellos se escapaban y salían a lo llano, y estos eran los que
habían estado al principio del cerco, porque conocían la localidad y
así se salvaban y volvían a su campo; pero los recién venidos que, en
su mayor número, no sabían los caminos, salieron errantes, y viéndoles
u oyéndoles por el campo, la gente de a caballo de los enemigos, fueron
todos muertos.

Al día siguiente, los siracusanos levantaron dos trofeos en señal
de victoria, uno a la entrada de Epípolas, y otro en el lugar donde
los tebanos habían hecho la primera resistencia, y los atenienses,
otorgándoles la victoria, les demandaron los muertos para enterrarlos,
que fueron muchos. Pero se hallaron más número de arneses que de
cuerpos muertos, porque aquellos que huían de noche por las rocas y
peñas, siendo forzados a saltar de lo alto a lo bajo, en muchas partes
arrojaban las armas por poder huir más fácilmente, y de esta manera se
salvaron muchos.



IX.

Después de celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar el
sitio de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición.


Esta victoria no esperada hizo cobrar ánimo y osadía a los siracusanos
como antes, por lo cual, entendiendo que los acragantinos estaban
entre sí discordes, enviaron a Sicano con quince galeras para intentar
atraerles a su amistad y alianza.

Por otra parte, Gilipo fue por tierra a las ciudades de Sicilia para
demandarles socorro de gente, con esperanza de que con este y por la
victoria que habían alcanzado los siracusanos en Epípolas, tomarían por
fuerza los muros de los atenienses.

Entretanto los capitanes del ejército ateniense estaban con mucho
cuidado, considerando la derrota pasada y las dificultades que había en
su campo y en la armada, uno y otra con tantas necesidades, que todos
en general estaban cansados y trabajados de aquel cerco, mayormente
a causa de que en el campamento había muchas enfermedades, por dos
razones, una la estación del año, que por entonces era la más sujeta a
enfermedad, y otra por el lugar donde tenían asentado el campamento, en
sitios pantanosos y bajos, muy incómodos para estar allí de asiento.

Por estas causas, Demóstenes era de opinión que no debiesen esperar más
allí, y pues le había resultado mal la empresa de Epípolas, le parecía
mejor consejo partir que quedar, porque la mar estaba a la sazón buena
de pasar, y con los demás barcos que habían traído consigo, eran más
fuertes en mar que los enemigos.

Por otra parte, le parecía cosa más conveniente y necesaria ir a pelear
en su propia tierra, donde los enemigos se habían hecho fuertes y
habían formado una plaza, que no estar allí gastando tiempo y dinero
sobre una villa en tierras lejanas, sin esperanza de tomarla. Este era
el parecer de Demóstenes.

Nicias, aunque tenía conocidas todas estas dificultades, no lo quería
confesar públicamente en presencia de todos, ni acordar que levantasen
el cerco, temiendo que esto llegara a noticia de los enemigos. Además
tenía alguna esperanza, porque sabía mejor la situación en que estaban
las cosas de la ciudad que ninguno de sus compañeros, y consideraba que
el largo cerco resultaba en más daño de los siracusanos y más ventaja
suya, porque los enemigos gastarían sus haberes con la gran armada que
tenían sobre la mar.

También Nicias tenía sus inteligencias con algunos de la ciudad, que le
avisaban en secreto no levantase el cerco.

Por todas estas causas entretenía la cosa, y era contrario al parecer
de todos aquellos que querían levantar el sitio, esperando lo que
pudiera ocurrir, y decía públicamente que no se había de levantar el
cerco ni lo consentiría por su parte, y que sabía de cierto que si
esto hacían sin licencia del Senado de Atenas, se lo tomarían a mal.
Añadía que los que hubiesen de juzgar en Atenas si lo habían hecho
bien o mal, no serían del número de los que estaban en el campamento,
y visto los trabajos y necesidades del ejército, sino otros extraños,
que no darían fe ni crédito a lo que dijesen los soldados, sino antes
a los que les acusasen y les hiciesen cargos con hábiles argumentos,
mayormente teniendo en cuenta que los más de los soldados que allí se
hallaban y eran de opinión de partir, cuando se viesen en Atenas lo
negarían, es decir, que asegurarían no haber sido de tal parecer, sino
que los capitanes se dejaron corromper por dinero. Por tanto, aseguraba
que el que conociese la naturaleza y condiciones de los atenienses,
no querría exponerse al seguro peligro de ser condenado por vil y
cobarde, y tendría por mejor sufrir cualquier trabajo y pelear contra
los enemigos si fuese menester.

A estas razones añadía la de que los enemigos estaban en mucho peor
estado que ellos, porque hacían considerables gastos, pagando hombres
mercenarios, cogidos a sueldo, y también manteniendo tan numerosa
armada, la cual habían ya entretenido por un año entero para guardar
las villas y tierras de sus aliados. Además sufrían grandísima escasez
de vituallas y de todas las otras cosas necesarias, de tal manera, que
les sería casi imposible sostener por más tiempo aquel gasto.

Aseguraba saber por verdad que habían ya gastado más de dos mil
talentos[16], y estaban adeudados en muchos más, y si cesaban de pagar
a los soldados mercenarios perderían su crédito, porque la mayor
parte de sus fuerzas constaba de estos soldados y extranjeros, antes
que de los suyos propios y naturales, lo cual era muy al revés en
los atenienses. En estas razones se fundaba para opinar que debían
continuar el cerco y no partir de allí, como si ellos tuviesen más
necesidad de dinero que los enemigos, estando, por el contrario, mejor
provistos que ellos.

Tal fue la opinión de Nicias, teniendo por muy cierta y sabida la
necesidad en que estaban los enemigos, principalmente de dinero, y
también fundó su parecer en lo que le enviaban a decir aquellos con
quien tenía inteligencias secretas en la ciudad, a saber: que de
ninguna manera debiera partir, confiando en la armada que tenía por
entonces mucho más poderosa que cuando fue vencido antes que le llegase
el socorro.

Demóstenes perseveraba en su opinión, que era levantar el cerco y
partir para Grecia, y si fuese menester no partir de allí sin licencia
de los atenienses, debían retirarse a Tapso o a Catana, desde cuyos
lugares podrían recorrer y robar la tierra de los enemigos, y de esta
manera mantenerse y ser señores de la mar para poder ir y venir y
pelear a su salvo cuando fuese menester, y no estar allí encerrados así
por mar como por tierra.

En conclusión, no le parecía en manera alguna que debiesen estar más
allí, sino partir inmediatamente sin esperar más.

Eurimedonte era de su mismo parecer; mas por la contradicción de Nicias
la cosa se dilataba, tanto más, porque pensaban que Nicias, por tener
más conocimiento de las cosas que otro ninguno, no se decidía a esto
sin gran razón, y por tales causas la armada se quedó allí por entonces.

Gilipo y Sicano volvieron a Siracusa. Sicano sin poder acabar cosa
alguna con los acragantinos, por causa de que aun estando él en la
villa de Gela, los que seguían el partido de los siracusanos, habían
sido lanzados por los del bando contrario. Mas Gilipo, de su viaje por
las ciudades de Sicilia, trajo consigo gran número de gente de guerra
de aquella tierra, y con ellos los soldados que los peloponesios habían
enviado desde el comienzo de la primavera en las naves de carga y que
habían desembarcado en Selinunte, viniendo de las partes de Libia,
donde habían aportado en aquel viaje al partir de Grecia. Ayudados y
socorridos por los de Cirene con dos galeras y marineros, fueron en
socorro de los evesperitas contra los libios, que les hacían guerra, y
después de vencer a los libios desembarcaron en Cartago, desde donde
hay muy corto trecho hasta Sicilia, de tal manera, que en dos días y
una noche habían venido desde allí a Selinunte.

Llegado allí aquel socorro, los siracusanos se apercibieron para
acometer de nuevo a los enemigos así por mar como por tierra.

Por otra parte, los atenienses, viendo el socorro que habían recibido
los de la ciudad, y que sus cosas iban empeorando de día en día por las
enfermedades que aumentaban en el campo, estaban muy arrepentidos de no
haber antes levantado el cerco.

También Nicias no lo contradecía tanto como al principio, sino
solamente decía que se debía tener la cosa secreta. Por su parecer
se dio orden reservada por todo el campo para que se apercibiesen y
estuviesen a punto de levantar el campamento al oír la señal de la
trompeta. Pero mientras se disponía la partida ocurrió un eclipse de
luna estando llena, lo cual muchos de los atenienses tuvieron por mal
agüero, y aconsejaron por esto no partir, principalmente Nicias, que
daba gran crédito a semejantes agüeros y cosas, y decía que de ninguna
manera debían marcharse hasta pasados tres novenarios[17], porque tal
era el consejo y parecer de los astrólogos y adivinos, y por este
motivo continuaron en aquel sitio.



X.

Logran los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses y
procuran encerrarlos en el puerto donde estaban.


Habiendo los siracusanos sabido el consejo y deliberación de los
atenienses, y que querían levantar el cerco, estaban más animosos y
dispuestos a combatirles, porque si deseaban emprender la retirada
ocultamente, bien daban a entender que se sentían más flacos de fuerzas
por mar y por tierra.

No querían además dar lugar a que, partidos de allí, fuesen a parar
a algún lugar de Sicilia de donde les pudiesen hacer más daño que no
donde estaban. Por esta causa determinaron obligarles a pelear por mar
tan pronto como viesen que les podía ser ventajoso, mandaron embarcar
toda su gente y estuvieron quietos por algunos días.

Cuando llegó el tiempo que les pareció oportuno, enviaron primero
una parte de la gente de guerra hacia los fuertes y muros de los
atenienses, contra los cuales salieron al encuentro por varios
portillos algunos atenienses de a pie y de a caballo, aunque eran
pocos en número, por lo cual fácilmente les rechazaron y cogieron
algunos hombres de a pie y cerca de setenta de a caballo atenienses,
como también algunos de los aliados, y hecho esto se retiraron los
siracusanos.

Al día siguiente acudieron a dar sobre ellos por mar con setenta y
siete naves, y por tierra atacaron también los muros y fuertes.

Los atenienses salieron al mar con ochenta y seis barcos puestos en
orden de batalla, cuya extrema derecha tenía Eurimedonte, el cual,
empeñado el combate, procuró cercar las naves de los enemigos, y para
esto se extendió hacia tierra, con lo cual los siracusanos tuvieron
más espacio para embestir a las otras naves atenienses, que quedaron
en medio desamparadas de la ayuda y socorro de Eurimedonte, y les
dieron caza y pusieron en huida. Después se revolvieron sobre la nave
de Eurimedonte que estaba encerrada en lo más hondo del seno del
puerto y la echaron a fondo con el mismo Eurimedonte y todos los otros
que estaban dentro. Hecho esto dieron caza a las otras naves y las
siguieron hasta tierra.

Viendo esto Gilipo y que los barcos de los enemigos habían ya pasado
la empalizada que tenían hecha en el mar, y también el lugar donde él
tenía su ejército a orilla de la mar para batir a los que bajasen a
tierra, y para que los siracusanos pudiesen más a su salvo detener las
naves de los atenienses, y observando que los suyos tenían ganada la
parte de tierra, fue con algunas de sus tropas a la boca del puerto
para ayudar a los siracusanos, mas los tirrenos, que por acaso les
cupo la guarda de aquella estancia por los atenienses, les salieron al
encuentro, y al principio los rechazaron y pusieron en huida y les
dieron caza hasta el lago llamado Lisimelia, mas poco después acudió
una banda de los siracusanos y de sus aliados para socorrerles.

Por la otra parte los atenienses salieron de su campamento muy
apresurados, así para ayudar a los suyos como para salvar sus naves,
y allí hubo un gran combate, en el cual finalmente los atenienses
alcanzaron la victoria, mataron gran número de los contrarios y
salvaron muchos de sus barcos, aunque todavía quedaron diez y ocho en
poder de los enemigos, y los que estaban dentro de ellos todos muertos.

Queriendo los siracusanos quemar las naves que quedaban de los
enemigos, llenaron un barco viejo de leña seca y otros materiales y
lo lanzaron contra las naves contrarias, teniendo el viento próspero
que lo llevaba hacia aquella parte. Pero los atenienses se apresuraron
tanto en apagar el fuego y rechazar el barco que escaparon de aquel
peligro.

De esta batalla naval, una parte y otra levantaron trofeo en señal de
victoria; los siracusanos, por la presa que habían hecho de las naves,
y también por la gente que habían cogido y muerto al principio delante
de los muros y parapetos de los atenienses, y los atenienses, porque
los tirrenos habían rechazado la gente de infantería hasta el lago,
y tras ellos los otros aliados de los atenienses habían deshecho una
banda de los siracusanos cuando los llevaban de vencida por el mar.

Viendo los atenienses que los siracusanos, amedrentados al principio
por el socorro que había traído Demóstenes, consiguieron después una
tan gran victoria contra ellos, cobraron miedo y espanto y perdieron
corazón, porque les sucedió muy al contrario de lo que pensaban,
siendo vencidos en mar por menos número de barcos que ellos tenían, y
estaban muy tristes y arrepentidos los más de aquel ejército de haber
emprendido la guerra contra Siracusa, que se gobernaba por los mismos
estatutos y de la misma suerte y manera que la de Atenas, y cuyos
habitantes eran muy poderosos así de barcos de guerra como de gente
de a pie y de a caballo, y también porque perdían la esperanza de
tener alguna inteligencia con los de dentro para tramar nuevos tratos
por odio que tuviesen a los que tenían mando y gobierno, ni menos de
poderlos vencer fácilmente por estar tan bien provistos de todos los
aprestos de guerra como ellos.

Por esta razón estaban no solamente tristes y pensativos, pero también
muy cuidadosos sobre el resultado de la guerra. Y habían perdido más
ánimo, porque se veían vencidos en donde menos esperaban, es decir, en
el mar.

Los siracusanos por su parte, inmediatamente después de aquella
victoria, trabajaron por cercar la estancia de las naves de los
atenienses y cerrarles la entrada, de suerte que no pudiesen salir
en adelante sin ser vistos, porque ellos no se esforzaban tanto
por salvarse, cuanto por procurar que los enemigos no se salvaran,
considerando como era la verdad que por entonces les llevaban gran
ventaja, y que si les podían vencer, así por mar como por tierra,
adquirirían gran fama y renombre en toda Grecia, lo cual no solo les
libraba de la servidumbre de los atenienses, sino también del temor de
caer en ella en adelante, porque habiendo recibido tan ruda lección
los atenienses en Sicilia, no serían en adelante tan poderosos para
sostener la guerra contra los peloponesios, y siendo los siracusanos
principio y causa de esto, admiraríanles grandemente todos los
presentes y por venir.

Y no tan solo por esta razón les parecía cosa loable y conveniente
hacer todo su deber para el fin arriba dicho, sino también porque,
realizando esto, no vencían únicamente a los atenienses, sino también
a otros muchos aliados suyos, siendo la victoria contra ellos y contra
todos los demás que habían ido en su ayuda.

Servían además de testigos a su triunfo los que habían ido en su
auxilio como caudillos de los lacedemonios y corintios, viendo que, aun
estando la ciudad en tanto aprieto, mostraba tan gran poder por mar,
porque fueron muchas las naciones que acudieron a esta ciudad, unas
para acometerla y otras para defenderla, unos para participar de los
robos y despojos no solo de aquella ciudad, sino también de toda la
isla de Sicilia, y otros por guardar y conservar sus bienes y hacienda.
Todos los que se entremetieron de una parte y de otra, no lo hicieron
por razón o afición o por parentesco que tenían unos con otros, sino
por alguna vanidad, o por el provecho y necesidad de cada cual. Y para
saber por entero quiénes fueron los que intervinieron en esta guerra de
una parte y de otra, lo diremos seguidamente.



XI.

Ciudades y pueblos que intervienen en la guerra de Sicilia, así de una
parte como de otra.


Los atenienses, que son jonios de origen, habiendo emprendido la guerra
contra los siracusanos, que son dorios, tuvieron en su ayuda a los que
son de su misma lengua y viven y se rigen conforme a unas mismas leyes,
a saber: los lemnios, los imbrios y los eginetas, es decir, los que
al presente habitan la ciudad de Egina, los hestieos que viven en la
ciudad de Hestiea en Eubea, y muchos otros aliados suyos, unos libres y
otros tributarios, y de los súbditos y tributarios de tierra de Eubea.

Vinieron a esta guerra los eretrieos, los calcídeos, los estireos y
los caristios desde Eubea. De los isleños los ceos, los andrios y los
tenios, y de tierra de Jonia los milesios, los samios, los quiotas,
entre los cuales los quiotas no estaban sujetos a tributo de dinero, ni
a otra carga, sino solamente a abastecer naves.

Eran casi todos estos jonios, y del bando de los atenienses, excepto
los caristios, que son dríopes, pero que por ser súbditos de los
atenienses habían sido obligados a acudir a esta guerra contra los
dorios. Fueron también los eolios, entre los cuales los metimneos no
eran tributarios, sino solamente obligados a dar barcos. Los tenedios y
los enios eran tributarios, siendo eolios como los beocios y fundados
y poblados por ellos, a pesar de lo cual fueron no menos obligados en
esta guerra a ir contra ellos y contra los siracusanos.

No hubo otros de los beocios, excepto los plateenses, por la enemistad
capital que tenían con ellos, a causa de las injurias que les habían
hecho.

También fueron los rodios, los citereos, que los unos y los otros
son dorios de nación, aunque los citereos fueron poblados por los
lacedemonios y, sin perjuicio de ello, dieron ayuda a los atenienses
contra los lacedemonios que estaban con Gilipo.

De igual manera los rodios, que eran dorios de nación, como
descendientes de los argivos, fueron contra los siracusanos, aunque
fuesen dorios, y contra los de Gela, aunque eran poblados por ellos,
por ser estos del partido de los siracusanos, aunque unos y otros lo
hacían por fuerza.

De las islas que están en torno del Peloponeso, los cefalenios y los
zacintos, los cuales, aunque eran libres, por ser isleños, se vieron
obligados a seguir a los atenienses.

Aunque los corcirenses eran no solo dorios de nación, sino también
corintios, pelearon contra los siracusanos de su nación y dorios como
ellos, y contra los corintios, sus pobladores, así por la obligación
que tenían con los atenienses, como por odio a los corintios.

También acudieron los de Naupacto y los de Pilos, que se nombraban
mesenios, porque estos lugares entonces los poseían los atenienses.
Y los desterrados de Mégara, aunque eran pocos en número, por ser
enemigos de los otros megarenses que eran del bando de los selinuntios
a causa del destierro.

Todos los otros que intervinieron en esta guerra con los atenienses,
excepto los arriba nombrados, fueron antes de buen grado que obligados
por fuerza, porque los argivos no lo hicieron tanto por razón de la
alianza, que no se extendía a esto, cuanto por la enemistad que tenían
con los lacedemonios.

Lo mismo ocurrió a los otros dorios que fueron a la guerra con los
atenienses contra los siracusanos, que también son dorios de nación,
haciéndolo antes por interés particular y provecho de presente que por
razón alguna.

En cuanto a los otros que eran jonios, lo hacían por la enemistad
antigua que tenían contra los dorios, como los mantineos y los
arcadios, que fueron por sueldo, aunque los de Arcadia, que eran
aliados de los corintios, tenían a los que estaban con los atenienses
por enemigos, y asimismo los de Creta y los de Etolia, de los cuales
había en ambas partes, que servían por sueldo, de tal manera que los
cretenses, que habían fundado la ciudad de Gela con los rodios, no
fueron esta vez a favor de los gelios, sino que, tomados a sueldo por
sus enemigos, pelearon contra ellos.

Algunos de los acarnanios, así con esperanza de la ganancia como por
la amistad que tenían con Demóstenes, y por afición a los atenienses,
recibieron sueldo de ellos. Y estos son los que siguieron el partido de
los atenienses en aquella guerra, y los que moran y estaban dentro de
la tierra de Grecia hasta el golfo Jonio.

De los italianos acudieron los turios y los metapontios, los cuales
vinieron a tanta necesidad por sus disensiones y discordias, que iban a
ganar sueldo en aquella guerra, o en otra parte que se lo diesen.

De los sicilianos había los naxios y los cataneos, y de los bárbaros,
los egesteos, que fueron causa de la guerra, y otros muchos que moraban
en Sicilia, y de los que habitaban fuera de Sicilia, algunos de los
tirrenos por ser enemigos de los siracusanos, y asimismo los yápiges,
que eran mercenarios.

Todos estos pueblos, ciudades y naciones fueron con los atenienses en
aquella guerra contra los siracusanos.

De la parte contraria, en ayuda de los siracusanos, fueron primeramente
los camarineos, que eran sus vecinos más cercanos, y los gelios que
están detrás de la tierra de estos. Los acragantinos que habitan allí
cerca no seguían un partido ni otro, sino que permanecían quietos a la
mira. Tras de estos vinieron los selinuntios, y todos los que moran en
aquella parte de Sicilia que está frente a Libia.

De los que estaban a la parte del mar Tirreno vinieron los himereos,
los cuales en aquella parte son los únicos de nación griega, por lo
cual no fueron otros de estos en ayuda de los siracusanos.

De toda la isla acudieron los dorios que vivían en libertad, y de
los bárbaros todos aquellos que no habían tomado el partido de los
atenienses.

En cuanto a los griegos que estaban fuera de la isla, los lacedemonios
enviaron un capitán natural de su ciudad con una compañía de esclavos
hilotas, que son los que de esclavos llegan a ser libres. Los corintios
les enviaron naves y gentes de guerra, lo que no hicieron ningunos de
los otros.

Los leucadios y los ambraciotes, aunque eran sus aliados y parientes,
solo les enviaron gente.

De los de Arcadia fueron tan solamente aquellos que los corintios
habían tomado a sueldo, y los sicionios obligados a ir por fuerza. De
los que habitan fuera del Peloponeso acudieron los beocios.

Además de todas estas naciones extranjeras que acudieron en socorro,
las ciudades de Sicilia enviaron gran número de gente de todas clases y
gran cantidad de naves, armas, caballos y vituallas.

Pero los siracusanos abastecieron de más gente, y de las demás cosas
necesarias para la guerra que todos los otros juntos, así por lo grande
y rica que era su ciudad, como por el daño y peligro en que estaban.

Tal fue el socorro y ayuda de una parte y de otra que intervino en la
batalla de que arriba hemos hablado, porque después no fueron ningunos
otros de parte alguna.

Estando los siracusanos y sus aliados muy ufanos y gozosos por la
victoria pasada, que habían alcanzado en la mar, parecioles que
adquirían gran honra si pudiesen vencer todo aquel ejército de los
atenienses que era muy grande, y procurar que no se pudiesen salvar
por mar ni por tierra, y con este propósito cerraron la boca del
gran puerto, que tenía cerca de ocho estadios de entrada, con barcos
de guerra y mercantes, y toda otra clase de naves puestos en orden,
afirmados con sus áncoras echadas, los abastecieron de todas las
cosas necesarias, y se apercibieron para combatir, en caso de que los
atenienses quisiesen pelear por mar sin dejar de proveer cosa alguna
por pequeña que fuese.



XII.

Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo en combate naval a los
atenienses, de tal modo que no pueden estos salvarse por mar.


Viéndose los atenienses cercados por los siracusanos, y conociendo
los designios de los enemigos, pensaron que era menester consejo, y
para ello se reunieron los capitanes, jefes y patrones de naves con
el fin de proveer sobre ello, y sobre lo relativo a víveres de que
por entonces tenían gran falta, porque habiendo determinado partir,
ordenaron a los de Catana que no les enviasen más, y con esto perdieron
la esperanza de poderlos tener de otra parte si no era deshaciendo y
dispersando la armada de los enemigos.

Por esta causa decidieron desamparar del todo el primer muro y fuerte
que habían hecho en lo más alto hacia la ciudad, y retirarse lo más
cerca que pudiesen del puerto, encerrándose allí y fortificándose lo
mejor que pudieran, con tal de tener espacio bastante para recoger sus
bagajes y los enfermos, y abastecer el lugar de gente para guardarle,
embarcando todos los otros soldados que tenían dentro de sus barcos
buenos y malos, y todo su bagaje con intención de combatir por mar con
presteza; si por ventura alcanzaban la victoria, partir derechamente a
Catana, y si por el contrario fuesen vencidos en combate naval, quemar
todas sus naves y caminar por tierra al lugar más cercano de amigos que
pudiesen hallar, ora fuese de griegos o de bárbaros.

Estas cosas, como fueron pensadas fueron puestas por obra, porque
inmediatamente abandonaron el primer muro que estaba cerca de la
ciudad, se dirigieron hacia el puerto y mandaron embarcar toda su gente
sin distinción de edad ni si era a propósito para combatir, reuniendo
en todo cerca de 102 buques, dentro de los cuales metieron muchos
ballesteros y flecheros de los acarnanios y de los otros extranjeros,
además de la otra gente de pelea.

Después de hecho todo esto, Nicias, viendo a su gente de guerra
descorazonada por haber sido vencidos por mar contra su opinión, y
muy al contrario de lo que pensaban, y que por carecer de provisiones
veíanse forzados a aventurar una batalla contra lo que hasta entonces
había sucedido, mandó reunirlos y pronunció la siguiente arenga:

«Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y confederados que con
nosotros aquí estáis, esta batalla que nos conviene dar al presente
es necesaria a todos nosotros, porque cada cual trabaja aquí por su
salvación y la de su patria, como también lo hacen nuestros enemigos, y
si logramos la victoria en este combate naval, como esperamos, podremos
volver seguros cada cual a su tierra. Por tanto, debéis entrar en
ella con valor y osadía, y no desmayar ni perder ánimo, ni hacer como
aquellos que no tienen experiencia alguna en la guerra, los cuales,
vencidos una vez en una batalla, en adelante no tienen esperanza
ninguna de vencer, antes piensan que siempre les ha de suceder el mismo
mal.

»Mas los atenienses, que aquí os halláis, gente curtida y experimentada
en lances de guerra, y vosotros también nuestros aliados y
confederados, debéis considerar que los fines y acontecimientos de las
guerras son inciertas, y que la fortuna es dudosa, pudiendo ser ahora
favorable a nosotros como antes lo fue a ellos.

»Con esta confianza, y esperanzados en el esfuerzo y valor de tanta
gente, como aquí veis de nuestra parte, preparaos para vengaros de los
enemigos y del mal que nos hicieron en la batalla pasada.

»En lo que toca a nosotros, los que somos vuestros caudillos y
capitanes, estad ciertos de que no dejaremos de hacer cosa alguna
de las que viéremos ser convenientes y necesarias para este hecho,
antes teniendo en cuenta la condición del puerto que es estrecho, lo
cual produjo nuestro desorden y derrota, y también a los castillos y
cubiertas de las naves de los enemigos con los que la vez pasada nos
hicieron mucho daño, hemos provisto contra todos estos inconvenientes
de acuerdo con los patrones y maestros de nuestras naves, según la
oportunidad del tiempo y la necesidad presente lo requiere, lo más y
mejor que nos ha sido posible, poniendo dentro de los barcos muchos
tiradores y ballesteros en mayor número que antes.

»Si hubiéramos de pelear en alta mar para guardar la disciplina
militar y orden marítimo, es muy perjudicial cargar mucho las naves de
gente, pero ahora nos será provechoso en la primera batalla, porque
combatiremos desde nuestras naves como si estuviéramos en tierra.

»Además hemos pensado otras cosas que serán menester para nuestros
barcos, y hallamos unos garfios y manos de hierro para asir de los
maderos gruesos que están en las proas de nuestros enemigos con las
que la vez pasada nos hicieron todo el daño, para que cuando vengan a
embestir contra nosotros, si una vez estuvieren asidos no se puedan
retirar a su salvo, puesto que hemos llegado a tal extremo que nos
convendrá pelear desde nuestras naves como si estuviésemos en tierra
firme.

»Es, pues, necesario que no nos desviemos de las naves de nuestros
enemigos cuando nos viéremos juntos, ni les dejemos apartarse de las
nuestras.

»Considerando que toda la tierra que nos rodea nos es enemiga, excepto
aquella pequeña parte que está junto al puerto donde tenemos nuestra
infantería, y teniendo en la memoria todas estas cosas, debéis combatir
hasta más no poder sin dejaros lanzar a tierra, sino que cualquiera
nave que aferrare con otra, no se aparte de ella sin que primeramente
haya muerto o vencido a los enemigos. Y para este hecho os amonesto a
todos, no solamente a los que son marineros, sino también a la gente
de guerra, aunque esta obra sea más de gente de mar que de ejército de
tierra, que esta vez os conviene vencer como en batalla campal, como
otras veces habéis vencido.

»Cuanto a vosotros, marineros, os ruego y requiero que no desmayéis
por la pérdida que hubisteis en la batalla pasada, viendo que al
presente tenéis mejor aparejo de guerra en vuestras naves que teníais
entonces, y mayor número de barcos, sino que vayáis osadamente al
combate y procuréis conservar la honra antes ganada, y aquellos de
entre vosotros que sois considerados como atenienses, porque usáis la
lengua y porque tenéis la misma manera de vivir, aunque no lo seáis
de nación, y por este medio habéis sido famosos y nombrados en toda
Grecia, y participantes de nuestro imperio y señorío por vuestro
interés, a saber, por tener obedientes a vuestros súbditos y estar en
seguridad respecto de vuestros vecinos y comarcanos, no desamparéis
esta vez a vuestros amigos y compañeros, con los cuales solamente
tenéis participación y amistad verdadera, y menospreciando los que
muchas veces habéis vencido, a saber, los corintios y sicilianos, pues
ni unos ni otros tuvieron jamás ánimo ni osadía para resistirnos ni
afrontar con nosotros, mientras nuestra armada estuvo en su fuerza y
vigor, mostradles que vuestra osadía y práctica en las cosas de mar es
mayor en vuestras personas, aunque estéis enfermos y desdichados, que
no en las fuerzas y venturas de otros.

»No cesaré de recordar a los que de vosotros sois atenienses, que
miréis y penséis bien que no habéis dejado en nuestros puertos otros
buques tan buenos como los que aquí están, ni otra gente de guerra en
tierra, sino algunos pocos soldados que hemos puesto en guarda del
bagaje. Si no consiguiéramos la victoria, nuestros enemigos irán contra
ellos y no serán estos poderosos para resistir a los que desembarquen
de las naves de los enemigos, ni a los que vendrán por parte de tierra.

»Si esto acontece, vosotros quedaréis en poder de los siracusanos,
contra los cuales sabéis muy bien la intención con que vinisteis, y los
otros en poder de los lacedemonios.

»Habiendo llegado a tal extremo, os conviene escoger de dos cosas
una: o vencer en la batalla o sufrir tamaña desventura; yo os ruego
y amonesto, que si en tiempo pasado habéis mostrado vuestra virtud
y osadía os esforcéis en mostrarla al presente en esta afrenta, y
acordaos todos juntos, y cada cual por lo que a él toca, que en este
solo trance se aventura toda nuestra armada, todos los barcos, toda la
fuerza de gente, y en efecto, toda la ciudad, todo el señorío, y toda
la honra y gloria de los atenienses. Para salvar todo esto, si hay
alguno de vosotros que exceda y sobrepuje a otro en fuerzas, industria,
experiencia u osadía, jamás tendrá ocasión de poderlo mejor mostrar que
en esta jornada, ni para más necesidad suya y de nosotros.»

Habiendo acabado Nicias su arenga, mandó embarcar a todos los suyos en
las naves, lo cual pudieron muy bien entender Gilipo y los siracusanos,
porque los veían aprestarse para el combate, y también fueron avisados
de las manos de hierro que metían en sus barcos, proveyendo remedios
contra esto y contra los otros ingenios de los enemigos, y mandando
cubrir las proas y las cubiertas de sus naves con cuero, a fin de
que las manos y garabatos no pudiesen asir, sino que se colasen y
deslizasen por encima del cuero.

Puestas en orden todas sus cosas, Gilipo y los otros capitanes
arengaron a su gente de guerra con estas razones:

«Varones siracusanos, y vosotros nuestros amigos y confederados, a mi
parecer todos o los más de vosotros debéis saber que si hasta ahora
lo habéis hecho bien, de aquí en adelante lo habéis de hacer mucho
mejor en la jornada que esperamos, pues con otro intento no hubierais
emprendido tan animosamente esta empresa. Y si por ventura hay alguno
de vosotros que no lo sepa, será menester que se lo declaremos.

»Primeramente, los atenienses vinieron a esta tierra con intención
de sojuzgar a Sicilia, si podían, y después el Peloponeso, y por
consiguiente, todo lo restante de Grecia, los cuales aunque tuviesen
tan gran señorío como tienen, y fuesen los más poderosos de todos los
otros griegos que hasta ahora han sido o serán en adelante, los habéis
vencido muchas veces en el mar, donde eran señores hasta ahora.

»Jamás ningunos otros pudieron hacer esto, y es de creer que los
venceréis en adelante, porque derrotados algunas veces en el mar,
donde a su parecer pensaban exceder y sobrepujar a los otros, pierden
gran parte de su orgullo, y en adelante sus pensamientos y esperanzas
son mucho menores para consigo mismo que lo eran antes, cuando se
consideraban invencibles sobre el agua. Y viéndose engañados en esta
ambición, pierden el ánimo y aliento que antes tenían.

»Verosímil es que esto suceda ahora a los atenienses. Y por el
contrario, vosotros que habéis tenido osadía para resistirles por mar,
aunque no teníais tanta práctica y experiencia de las cosas de ella,
llegáis ahora a ser más firmes y valientes por la buena fama y opinión
que habéis concebido de vuestro esfuerzo y valentía, a causa de haber
vencido a hombres muy bravos y esforzados; y con razón debéis tener
doblada la esperanza, que os aprovechará en gran manera, porque los que
van a acometer a sus contrarios con probabilidades de vencerlos, van
con más ánimo y osadía.

»Aunque nuestros enemigos hayan querido imitarnos, por lo que han
aprendido de nosotros, en el apresto de las naves, según vimos en la
batalla pasada, no por eso debéis temer cosa alguna, pues estamos
más acostumbrados a la guerra de mar que ellos, y por eso no nos
sorprenderán con cualquier recurso a que acudan.

»Mientras más número de gente pongan en las cubiertas de sus barcos, se
hallarán en más aprieto, como sucede en un combate de tierra, porque
los acarnanios y los otros tiradores que traen consigo no podrán
aprovechar sus dardos y azagayas estando sentados; y la multitud de
barcos que tienen les hará más daño que provecho, porque se estorbarán
unos a otros, lo cual sin duda les causará desorden.

»Por eso hace poco al caso que tengan más número de barcos que
nosotros, y no debéis temerles, porque mientras más fueren en número,
tanta menos atención podrán tener a lo que sus caudillos y capitanes
les manden que hagan.

»Por otra parte, los pertrechos y máquinas que tenemos preparados
contra ellos, nos podrán servir en gran manera.

»Aunque creo que tenéis noticia del estado en que se encuentran sus
cosas actualmente, os lo quiero dar más a entender, porque sepáis que
están casi desesperados, así por los infortunios y desventuras que
les han sucedido antes de ahora, como por el gran apuro en que se
ven al presente; de tal manera, que no confían tanto en sus fuerzas
y aprestos, cuanto en la temeridad de la fortuna, determinando
aventurarse a pasar por fuerza por medio de nuestra armada y escaparse
por alta mar, o si no lo consiguen, desembarcar y tomar su camino
por tierra, como gente desesperada que se ve en tal aprieto que por
necesidad ha de escoger de dos males el menor.

»Contra esta gente aturdida y desesperada, que parece pelea ya a
despecho de la adversa fortuna, nos conviene combatir cuanto podamos,
como contra nuestros mortales enemigos, determinando hacer dos cosas
de una vez, a saber: asegurando vuestro estado, vengaros de vuestros
enemigos, que han venido a conquistaros, hartando nuestra ira y saña
contra ellos y, además, lanzarlos de esta tierra, cosas ambas que
siempre dan placer y contento a los hombres.

»Que sean nuestros mortales enemigos, ninguno hay de vosotros que no lo
sepa y entienda, pues vinieron a nuestra tierra con ánimo determinado,
si nos vencieran, de ponernos en servidumbre y usar de todo rigor y
crueldad contra nosotros, maltratando a grandes y pequeños, deshonrando
a las mujeres, violando los templos y destruyendo toda la ciudad. Por
tanto, no debemos tener ninguna compasión de ellos, ni pensar que
nos sea provechoso dejarlos partir salvos y seguros, sin exponernos
a peligro alguno, porque lo mismo harían si alcanzaran la victoria,
partiendo sin nuestro peligro.

»Si queremos cumplir nuestro deber, procuremos dar a estos el castigo
que merecen y poner a toda Sicilia en mayor libertad que estaba
antes, porque ninguna batalla nos podrá ser más gloriosa que esta, ni
tendremos jamás tan buena ocasión para pelear en condiciones tales que
si fuéremos vencidos podremos sufrir poco daño, y vencedores, ganar
gran honra y provecho.»

Cuando Gilipo y los otros capitanes siracusanos arengaron a los suyos,
mandaron embarcar a todos, sabiendo que los atenienses también habían
ya embarcado los suyos.

Volvamos, pues, a Nicias, que estaba como atónito al ver el peligro en
que se encontraba entonces, y conociendo los inconvenientes que suelen
ocurrir en semejantes batallas grandes y sangrientas, no tenía cosa por
bien segura de su parte, ni le parecía haber hecho recomendaciones
bastantes a los suyos. Por eso mandó de nuevo reunir a los capitanes y
maestros, nombrando a cada cual por su nombre y apellido y por los de
sus padres, con mucho amor y caricias, según pensaba que a cada cual
halagaría más, y rogándoles que no perdiesen su renombre y buena fama
en esta jornada, ni la honra que habían ganado sus antepasados por su
virtud y esfuerzo, trayéndoles a la memoria la libertad de su patria,
que era la más libre que pudiese haber, sin que estuviesen sujetos a
persona alguna, y otras muchas cosas que suelen decir los que se ven en
tal estado, no para demostrar que les quisiese contar cosas antiguas,
sino lo que le parecía ser útil y conveniente para la necesidad
presente. Recordoles sus mujeres e hijos, la honra de sus templos y
dioses y otras cosas semejantes que acostumbran a decir gentes de valor.

Después que les hubo amonestado con las palabras que le parecían más
necesarias, se separó de ellos y llevó la infantería a la orilla del
mar, disponiéndola en orden lo mejor que pudo, por animar y dar aliento
a los otros que estaban en las naves.

Entonces Demóstenes, Menandro y Eutidemo, que eran capitanes de la
armada, navegaron con sus barcos derechamente a la vuelta del puerto
cerrado, que los enemigos tenían ya tomado y ocupado, con intención
de romper y desbaratar las naves de los enemigos y salir a alta mar.
Mas por su parte los siracusanos y sus confederados vinieron con otras
tantas naves, parte de ellas hacia la boca del puerto, y parte en torno
para embestirles por los dos lados, dejando su infantería a la orilla
del mar, para que les pudiesen dar socorro en cualquier lugar que sus
barcos abordasen.

Eran capitanes de la armada de los siracusanos, Sicano y Agatarco,
los cuales iban en dos alas, a saber: en la punta derecha y en la
siniestra, y en medio iban Pitén y los corintios.

Cuando los atenienses se acercaron a la boca del puerto, al primer
ímpetu lanzaron las naves de los contrarios, que estaban todas
juntas para estorbarles la salida, y trabajaron con todas sus fuerzas
por romper las cadenas y maromas con que estaban amarradas. Mas los
siracusanos y sus aliados vinieron de todas partes a dar sobre ellos,
no tan solamente por la boca del puerto, sino también por dentro de él,
y así fue el combate muy cruel y peligroso, más que todos los otros
precedentes. De una parte y de otra se oían las voces y gritos de los
capitanes y maestros que mandaban a los marineros remar a toda furia, y
cada cual por su parte se esforzaba en mostrar su arte e industria.

También la gente de guerra que estaba en los castillos de proa y
cubiertas de las naves, procuraba cumplir su deber como los marineros,
y guardar y defender el puesto que les fuera señalado. Mas porque el
combate era en lugar angosto y estrecho y por ambas partes había poco
menos de 200 barcos que combatían dentro del puerto o a la boca de él,
no podían venir con gran ímpetu a embestir unos contra los otros, ni
había medio de retirarse o revolver, sino que se herían unos a otros
donde se encontraban, ora fuese acometiendo, ora huyendo.

Mientras una nave iba contra otra, los que llevaba dentro de los
castillos y cubiertas tiraban a los otros gran multitud de dardos,
y flechas y piedras, mas cuando aferraban y combatían mano a mano,
procuraban los unos entrar en los barcos de los otros, y por ser lugar
estrecho acaecía que algunos acometían por un lado, y eran acometidos
por otro lado a las veces dos naves contra una, y en algunas partes
muchas en torno de una.

Resultado de esta confusión era que los patrones y maestros se
turbaban, no sabiendo si convenía defenderse antes que acometer, y
si era menester hacer esto por el lado derecho o por el siniestro, y
algunas veces hacían una cosa por otra, por lo cual la grita y vocerío
era tan grande, que ponía gran espanto y temor a los combatientes, y
no se podían bien entender los unos a los otros, aunque los maestros y
cómitres de la una parte y de la otra, amonestaban a los suyos, cada
cual haciendo su oficio y deber, según que el tiempo lo requería por la
codicia que cada cual tenía de vencer.

Los atenienses daban voces a los suyos que rompiesen las cadenas y
maromas de los navíos contrarios que les prohibían la salida del
puerto, y que si en algún tiempo habían tenido ánimo y corazón lo
mostrasen al presente, si querían tener cuidado de sus vidas y tornar
salvos a su tierra.

Los siracusanos y sus aliados advertían a los suyos que esta era la
hora en que podrían mostrar su virtud y esfuerzo para impedir que los
enemigos se salvasen, y conservar y aumentar su honra y la gloria de su
patria y nación.

También los generales de ambas partes cuando veían algún barco ir
flojamente contra otro, o que los que iban dentro no hacían su deber,
llamaban a los capitanes por sus nombres, y les denostaban, a saber,
los atenienses a los suyos, diciendo que si por ventura les parecía
que la tierra de Sicilia, que era la más enemiga que tenían en el
mundo, les fuese más segura que la mar que podían ganar en poco rato.
Los siracusanos, por el contrario, decían a los suyos, que si temían a
aquellos que no combatían sino por defenderse, y estaban resueltos a
huir de cualquier manera que fuese.

Mientras duraba la batalla naval, los que estaban en tierra orilla de
la mar sufrían muy gran angustia y cuidado, los siracusanos viendo que
pretendían de aquella vez ganar mucha mayor honra que habían alcanzado
antes, y los atenienses, temerosos de que les sucediera algo peor que a
los que estaban sobre la mar, porque todo su bagaje lo tenían dentro de
las naves y estaban expuestos a perderlo.

Mientras la batalla fue dudosa y la victoria incierta, defendían
diversas opiniones, porque estaban tan cerca que podían ver claramente
lo que se hacía, y cuando veían que los suyos en alguna manera llevaban
lo mejor alzaban las manos al cielo y rogaban en alta voz a los dioses
que quisieran otorgarles la victoria.

Por el contrario, los que veían a los suyos de vencida lloraban y daban
gritos y alaridos.

Cuando el combate era dudoso, de manera que no se podía juzgar quien
llevaba la peor parte, hacían gestos con las manos y señales con los
cuerpos, según el deseo que tenían, como si aquello pudiera ayudar a
los suyos, por el temor que tenían de perder la batalla. Y en efecto,
daban tales muestras de sus corazones como si ellos mismos combatieran
en persona, y tenían tan gran cuidado o más que los que peleaban,
porque muchas veces se veía en aquel combate que por pequeña ocasión
los unos se salvaban y otros eran vencidos y desbaratados.

El ejército de los atenienses que estaba en tierra mientras que los
suyos combatían en mar, no tan solamente veía el combate, sino que
por estar muy cerca oían claramente las voces y clamores, así de los
vencedores como de los que eran vencidos, y todas las otras cosas
semejantes que se pueden ver y oír en una cruda y áspera batalla de dos
poderosos ejércitos. El mismo cuidado y trabajo tenían los que estaban
en las naves.

Finalmente, después que el combate duró largo rato, los siracusanos y
sus aliados pusieron a los atenienses en huida, y cuando les vieron
volver las espaldas, con grandes voces y alaridos les dieron caza y
persiguieron hasta tierra. Entonces aquellos de los atenienses que se
pudieron lanzar en tierra con más premura se salvaron, y retiraron a
su campo. Los que estaban en tierra, viendo perdida su esperanza, con
grandes gritos y llantos corrían todos a una, los unos hacia las naves
para salvarse, y los otros hacia los muros. La mayor parte estaban en
duda de su vida, y miraban a todas partes cómo se podrían salvar, tanto
era el pavor y turbación que sufrieron esta vez que jamás le tuvieron
igual.

Ocurrió, pues, a los atenienses en este combate naval, lo mismo que
ellos hicieron a los lacedemonios en Pilos, cuando después de vencer la
armada de estos los derrotaron, y así como los lacedemonios entonces
entraron en la isla, así los atenienses esta vez se retiraron a
tierra, sin tener esperanza ninguna de salvarse, si no era por algún
caso no pensado.



XIII.

Después de la derrota, parten los atenienses de su campamento para ir
por tierra a las villas y lugares de Sicilia que seguían su partido.


Pasada esta batalla naval tan áspera y cruel, en la cual hubo gran
número de barcos tomados y destrozados, y muchos muertos de ambas
partes, los siracusanos y sus aliados, habida la victoria, recogieron
sus despojos y los muertos, volvieron a la ciudad y levantaron trofeo
en señal de triunfo.

Los atenienses estaban tan turbados de los males que habían visto y
veían delante de sus ojos, que no se acordaban de pedir sus muertos
ni de recoger sus despojos, sino que solamente pensaban en cómo se
podrían salvar y partir aquella misma noche. Había entre ellos diversas
opiniones, porque Demóstenes era de parecer que se embarcasen en los
buques que les habían quedado y partiesen al rayar el alba, saliendo
por el mismo puerto si pudiesen salvarse, y también porque tenían mayor
número de barcos que los enemigos, pues se acercaban a sesenta, y los
contrarios no contaban cincuenta.

Nicias estaba de acuerdo con Demóstenes; mas cuando determinaron
realizar el proyecto, los marineros no quisieron entrar en las naves
por el pavor que tenían del combate pasado en que fueron vencidos,
pareciéndoles que de ninguna manera podían ser vencedores en adelante,
por lo que les fue necesario mudar de propósito, y todos de un acuerdo
determinaron salvarse por tierra.

El siracusano Hermócrates, teniendo sospecha, y pensando que sería
muy gran daño para los suyos que un ejército tan numeroso fuese por
tierra y se rehiciese en algún lugar de Sicilia, desde donde después
renovase la guerra, fue derecho a los gobernadores de la ciudad y les
dijo que parasen mientes aquella noche en la partida de los atenienses,
representándoles por muchas razones los daños y peligros que les podían
ocurrir en adelante si les dejaban irse.

Opinaba Hermócrates que toda la gente que había en la ciudad para tomar
las armas, así de los de la tierra como de los aliados, fuese a tomar
los pasos por donde los atenienses se podían salvar.

Todos aprobaban este consejo de Hermócrates, pareciéndoles que decía
verdad, mas consideraban que la gente estaba muy cansada del combate
del día anterior, y quería descansar, por lo cual con gran trabajo
obedecerían lo que les fuese mandado por sus capitanes.

Además, al día siguiente se celebraba una fiesta a Hércules, en la
cual tenían dispuestos grandes sacrificios para darle gracias por
la victoria pasada, y muchos querían festejar y regocijar aquel día
comiendo y bebiendo, por lo que nada sería más difícil que persuadirles
se pusiesen en armas. Por esta razón no estuvieron de acuerdo con el
parecer de Hermócrates.

Viendo Hermócrates que en manera alguna lograba convencerles, y
considerando que los enemigos podían aquella noche, reparándose, tomar
los pasos de los montes que eran muy fuertes, ideó esta astucia. Envió
algunos de a caballo con orden de que marchasen hasta llegar cerca de
los alojamientos de los atenienses, de suerte que les pudiesen oír,
y fingiendo ser algunos de la ciudad que seguían el partido de los
atenienses, porque había muchos de estos que avisaban a Nicias de la
situación de las cosas de los siracusanos, llamaran a algunos de los de
Nicias y les dijeran que aconsejaran a este no moviese aquella noche
el campamento si quería hacer bien sus cosas, porque los siracusanos
tenían tomados los pasos, de manera que correría peligro si saliese de
noche, porque no podría llevar su gente en orden, pero que al amanecer
le será fácil ir en orden de batalla con su gente para apoderarse de
los pasos más a su salvo.

Estas palabras las comunicaron los que las habían oído a los capitanes
y jefes del ejército, quienes pensando que no había engaño ninguno
determinaron pasar allí aquella noche y también el día siguiente.

Ordenaron pues al ejército que todos se apercibiesen para partir de
allí dentro de dos días, sin llevar consigo cosa alguna, sino solo
aquello que les fuese necesario para el uso de sus personas.

Entretanto Gilipo y los siracusanos enviaron a tomar los sitios por
donde creían que los atenienses habían de pasar, y principalmente los
de los ríos, y pusieron en ellos su gente de guarda.

Por otra parte los de la ciudad salieron al puerto, tomaron las naves
de los atenienses y quemaron algunas, lo cual los mismos atenienses
habían determinado hacer, y las que les parecieron de provecho se las
llevaron reuniéndolas a las suyas, sin hallar persona que se lo pudiese
impedir.

Pasado esto, Nicias y Demóstenes dispusieron las cosas necesarias como
mejor les pareció, y partieron el cuarto día después de la batalla,
que fue una partida muy triste para todos, no solamente porque
habían perdido sus barcos y con ellos una tan grande esperanza como
tenían al principio de sujetar toda aquella tierra, encontrándose en
tanto peligro para ellos y para su ciudad, sino también porque les
era doloroso a cada uno ver y sentir que dejaban su campo y bagaje,
lastimando sus corazones el pensar en los muertos que quedaban tendidos
en el campo y sin sepultura. Cuando encontraban algún deudo o amigo
experimentaban gran dolor y miedo, y mayor compasión tenían de los
heridos y enfermos que dejaban, por considerarles más desventurados que
a los muertos; y los enfermos y heridos tristes y miserables, viendo
partir a los otros lloraban y plañían, y llamando a los suyos por sus
nombres les rogaban que los llevasen consigo.

Cuando veían algunos de sus parientes y amigos seguían en pos de
ellos, deteniéndoles cuanto podían, y cuando les faltaban las fuerzas
para seguir más trecho se ponían a llorar, blasfemaban de ellos y les
maldecían porque los dejaban. Todo el campo estaba lleno de lágrimas
y llanto y por ello la partida se retardaba más, aunque considerando
los males que habían sufrido, y los que temían pudieran ocurrirles en
adelante, estaban en gran apuro y cuidado, mucho más que mostraban en
los semblantes.

Además de estar todos tristes y turbados se culpaban y reprendían unos
a otros, no de otra manera que gente que huyese de una ciudad muy
grande tomada por fuerza de armas. Porque es cierto que la multitud de
los que partían llegaba a cerca de cuarenta mil, y cada uno de estos
llevaba consigo las cosas necesarias que podía para su provisión.

La gente de guerra, así de a pie como de a caballo, llevaba cada uno
sus vituallas debajo de sus armas, cosa en ellos desacostumbrada, los
unos por no fiarse, y los otros por falta de mozos y criados: porque
muchos de estos se habían pasado a los enemigos, algunos antes de la
batalla, y la mayor parte después.

Los mantenimientos que tenían no eran bastantes ni suficientes para
la necesidad presente, porque se habían gastado casi todos en el
campamento.

Aunque en otro tiempo y lugar, semejantes derrotas son tolerables en
cierta manera por ser iguales así a los unos como a los otros, cuando
no van acompañadas de otras desventuras, empero a estos les era tanto
más grave y dura cuanto más consideraban la gloria y honra que habían
tenido antes, y la miseria y desventura en que habían caído.

Esta novedad tan grande ocurrió entonces al ejército de los griegos,
forzado a partir por temor de ser vencido y sujetado por aquellos a
quien habían ido a sojuzgar.

Partieron los atenienses de sus tierras con cantos y plegarias y ahora
partían con voces muy contrarias, convertidos en soldados de a pie
los que antes eran marineros, entendiendo al presente de las cosas
necesarias para la guerra por tierra en vez de las de mar. Por el gran
peligro en que se veían soportaban todas estas cosas.

Entonces Nicias, viendo a los del ejército desmayados, como quien bien
lo entendía, les alentaba y consolaba con estas razones:

«Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y compañeros de
guerra, conviene tener buen ánimo y esperanza en el estado que nos
vemos, considerando que otros muchos se han salvado y escapado de
mayores males y peligros.

»No hay por qué quejarse demasiado de vosotros mismos ni por la
adversidad y desventura pasadas, ni por la vergüenza y afrenta que, sin
merecerlo, habéis padecido, pues si miráis a mí, no me veréis mejor
librado que cualquiera de vosotros, ni en las fuerzas del cuerpo, por
estar como me veis flaco y enfermo de mi dolencia, ni en bienes y
recursos, pues hasta aquí estaba muy bien provisto de todas las cosas
necesarias para la vida, y al presente me veo tan falto de medios como
el más insignificante de todo el ejército.

»Y verdaderamente yo he hecho todos los sacrificios legítimos y debidos
a los dioses y usado de toda justicia y bondad con los hombres, que
solo esto me da esfuerzo y osadía para tener buena esperanza en las
cosas venideras.

»Pero os veo muy turbados y miedosos, más de lo que conviene a la
dignidad de vuestras honras y personas, por las desventuras y males
presentes, los cuales acaso se podrán aliviar y disminuir en adelante,
porque nuestros enemigos han gozado de muchas venturas y prosperidades,
y si por odio o ira de algún dios vinimos aquí a hacer la guerra, ya
hemos sufrido pena bastante para aplacarle.

»Hemos visto antes de ahora algunas gentes que iban a hacer guerra a
los otros en su tierra, y cumpliendo enteramente su deber, según la
manera y costumbre de los hombres, no por eso han dejado de sufrir
y padecer males intolerables. Por esto es de creer que de aquí en
adelante los mismos dioses nos serán más benignos y favorables, pues
a la verdad, somos más dignos y merecedores de alcanzar de ellos
misericordia y piedad que no odio y venganza.

»Así, pues, en adelante, parad mientes en vuestras fuerzas, en como
vais armados, cuán gran número sois y cuán bien puestos en orden,
y no tengáis miedo ni temor, pues donde quiera que llegarais sois
bastantes para llenar una ciudad tal y tan buena, que ninguna otra de
Sicilia dejará de recibiros fácilmente por fuerza o de grado, y una vez
recibidos, no os podrán lanzar fácilmente.

»Guardad y procurad hacer vuestro camino seguro con el mejor orden
que pudiereis y a toda diligencia, sin pensar en otra cosa sino en
que en cualquier parte o lugar donde fuereis obligados a pelear, si
alcanzarais la victoria, allí será vuestra patria y ciudad y vuestros
muros.

»Nos será forzoso caminar de noche y de día sin parar, por la falta que
tenemos de provisiones, y cuando lleguemos a algún lugar de Sicilia de
los que tenían nuestro partido, estaremos seguros, porque estos, por
temor a los siracusanos, necesariamente habrán de permanecer en nuestra
amistad y alianza, cuanto más que ya les hemos enviado mensaje para que
nos salgan delante con vituallas y provisiones.

»Finalmente, tened entendido, amigos y compañeros, que os es necesario
mostraros buenos y esforzados, porque de otra manera no hallaréis
lugar ninguno en toda esta tierra donde os podáis salvar siendo viles
y cobardes. Y si esta vez os podéis escapar de los enemigos, los que
de vosotros no son atenienses, volveréis muy pronto a ver las cosas
que vosotros tanto deseabais, y los que sois atenienses de nación,
levantaréis la honra y dignidad de vuestra ciudad por muy caída que
esté, porque los hombres son la ciudad y no los muros, ni menos las
naves sin hombres.»

Cuando Nicias animó con estas razones a los suyos, iba por el ejército
de una parte a otra, y si acaso veía alguno fuera de las filas, le
metía en ellas. Lo mismo hacía Demóstenes el otro capitán con los
suyos, y marchaban todos en orden en un escuadrón cuadrado, a saber:
Nicias, con los suyos, delante, de vanguardia, y Demóstenes, con los
suyos, en la retaguardia, y en medio el bagaje y la otra gente que en
gran número no era de pelea.



XIV.

Los siracusanos y sus aliados persiguen a los atenienses en su
retirada, y los vencen y derrotan completamente.


De esta manera caminaron en orden los atenienses y sus aliados hasta
la orilla del río Anapo, donde hallaron a los siracusanos y sus
aliados que les estaban esperando puestos en orden de batalla; mas
los atenienses los batieron y dispersaron y pasaron mal de su grado
adelante, aunque la gente de a caballo de los siracusanos y los otros
flecheros y tiradores que venían armados a la ligera, los seguían a la
vista y les hacían mucho daño, hasta tanto que llegaron aquel día a un
cerro muy alto, a cuarenta estadios de Siracusa, donde plantaron su
campo aquella noche.

Al día siguiente de mañana, partieron al despuntar el alba, y habiendo
caminado cerca de veinte estadios, descendieron a un llano, allí
reposaron aquel día, así por adquirir algunas vituallas en los caseríos
que había, porque era lugar poblado, como también por tomar agua fresca
para llevar consigo, pues en todo el camino andado no la encontraron.

En este tiempo los siracusanos se apresuraron a ocupar otro sitio por
donde forzosamente habían de pasar los atenienses, que era un cerro muy
alto y ariscado, a cuya cumbre no se podía subir por dos lados, y se
llamaba Roca de Acras.

Al día siguiente, estando los atenienses y sus aliados en camino,
fueron de nuevo acometidos por los caballos y tiradores de los
enemigos, de que había gran número, que les venían acosando y hiriendo
por los lados, de tal manera, que apenas les dejaban caminar, y después
que pelearon gran rato, viéronse forzados a retirarse al mismo lugar
de donde habían partido, aunque con menos ventaja que antes, a causa
de que no hallaban vituallas, ni tampoco podían desalojar su campo tan
fácilmente como el día anterior por la prisa que les daban los enemigos.

Con todo esto, al siguiente día, bien de mañana, se pusieron otra vez
en camino, y aunque los enemigos pugnaron por estorbarlo, pasaron
adelante hasta aquel cerro donde hallaron una banda de soldados armados
de lanza y escudo, y aunque el lugar era bien estrecho, los atenienses
rompieron por medio de ellos y procuraron ganarle por fuerza de armas.
Mas al fin los rechazaron los enemigos, que eran muchos y estaban
en lugar ventajoso, cual era la cumbre del cerro, de donde podían
más fácilmente tirar flechas y otras armas a los enemigos. Viéronse
los atenienses obligados a detenerse allí sin hacer ningún efecto,
y también por estar descargando una tempestad con grandes truenos y
lluvia, como suele acontecer en aquella tierra en tiempo del otoño que
ya por entonces comenzaba, tempestad que turbó y amedrentó en gran
manera a los atenienses, porque tomaban estas señales por mal agüero y
como anuncio de su pérdida y destrucción venidera.

Viendo entonces Gilipo que los enemigos habían parado allí, envió una
banda de soldados por un camino lateral para que se hiciese fuerte en
el camino por donde los atenienses habían venido, a fin de cercarles
por la espalda, mas los atenienses que lo advirtieron enviaron una
banda de los suyos que lo impidiera y los lanzaron de allí. Hecho esto,
se retiraron de nuevo a un campo que estaba cerca del paso donde se
habían alojado aquella noche.

Al día siguiente, puestos los atenienses otra vez en camino, Gilipo
con los siracusanos dieron sobre ellos por todas partes, y herían y
maltrataban a muchos. Cuando los atenienses revolvían sobre ellos, se
retiraban los siracusanos, pero al ver estos que los enemigos seguían
el camino, atacaban la retaguardia, hiriendo a muchos para poner
espanto y temor a todo el resto del ejército, mas resistiendo por su
parte cada cual de los atenienses, caminaron cinco o seis estadios
hasta tanto que llegaron a un raso donde asentaron, y los siracusanos
se volvieron a su campo.

Entonces Nicias y Demóstenes, viendo que su empresa iba mal, tanto por
falta que tenían en general de vituallas, como por los muchos que había
de su gente heridos, y que siempre tenían los enemigos delante y a la
espalda sin cesar de molestarlos por todas partes, determinaron partir
aquella noche secretamente, no por el camino que habían comenzado a
andar, sino por otro muy contrario que se dirigía hacia la mar e iba a
salir a Catana, a Camarina, a Gela y a otras villas que estaban frente
a la otra parte de Sicilia habitadas por griegos y bárbaros.

Con este propósito mandaron hacer grandes fuegos y luminarias en
diversos lugares por todo el campo, para dar a entender a los enemigos
que no querían moverse de allí. Mas según suele acaecer en semejantes
casos, cuando un gran ejército desaloja por miedo, mayormente de noche,
en tierra de enemigos, y teniéndolos cerca y a la vista, cundió el
pavor y la turbación por todo el campamento. Nicias, que mandaba la
vanguardia, partió el primero con su gente en buen orden y caminó gran
trecho delante de los otros, mas una banda de la gente que llevaba
Demóstenes, casi la mitad de ellos, rompieron el orden que llevaban
caminando. Con todo esto anduvieron tanto trecho, que al amanecer se
hallaban a la orilla de la mar, y tomaron el camino de Heloro a lo
largo de aquella playa, por el cual camino querían ir hasta la ribera
del río Cacíparis, y de allí dirigirse por tierras altas alejándose de
la mar con esperanza de que los sicilianos, a quienes habían avisado,
les saliesen delante les vendrían a encontrar, mas al llegar a la
orilla del río, hallaron que había allí alguna gente de guerra que los
siracusanos enviaron para guardar aquel punto, la cual trabajaba por
cerrarles el paso y atajarlo con empalizadas y otros obstáculos, pero
por ser pocos fueron pronto rechazados por los atenienses, que pasaron
el río y llegaron hasta otro río llamado Eríneo, continuando el camino
que los guías les había mostrado.

Los siracusanos y sus aliados, cuando amaneció y vieron que los
atenienses habían partido la noche antes, quedaron muy tristes y
tuvieron sospecha de que Gilipo había sabido su partida, por lo cual
inmediatamente se pusieron en camino para ir tras los enemigos a
toda prisa siguiéndoles por el rastro que era fácil conocer, y tanto
caminaron, que los alcanzaron a la hora de comer.

Los primeros que encontraron fueron los de la banda de Demóstenes, que
por estar cansados y trabajados del camino andado la noche anterior,
iban más despacio y sin orden.

Comenzaron primero los siracusanos que llegaron a escaramuzar con ellos
y con la gente de a caballo los cercaron por todas partes de modo que
les obligaron a juntarse todos en tropel, con tanta mayor facilidad
cuanto que el ejército se había dividido ya en dos partes, y Nicias
con su banda de gente estaba más de ciento cincuenta estadios delante,
porque viendo y conociendo que no era oportuno esperar allí para
pelear, hacía apresurar el paso lo más que podía sin pararse en parte
alguna, sino cuando le era forzoso para defenderse. Mas Demóstenes no
podía hacer esto, porque había partido del campamento después que su
compañero, y porque iba en la retaguardia, siendo necesariamente el
primero que los enemigos habían de acometer.

Por esta causa necesitaba atender tanto a tener su gente dispuesta para
combatir, viendo que los siracusanos les seguían, como para hacerles
caminar, de suerte que deteniéndose en el camino fue alcanzado por
los enemigos, y los suyos muy maltratados, viéndose obligado a pelear
en un sitio cercado de parapetos, y sobre un camino que estaba metido
entre unos olivares, por lo cual fueron muy maltrechos con los dardos
que les tiraban los enemigos, quienes no querían venir a las manos
con ellos a pesar de todo su poder, porque los veían desesperados de
poderse salvar, pareciéndole buen consejo no poner su empresa en riesgo
y ventura de batalla, cosa que los enemigos habían de desear.

Por otra parte, conociendo que tenían la victoria casi en la mano,
temían cometer algún yerro, pareciéndoles que sin combatir en batalla
reñida gastando y deshaciendo los enemigos por tales medios, se
apoderarían después de ellos a su voluntad.

Así, pues, habiendo escaramuzado de esta suerte todo el día a tiros de
mano, y conociendo su ventaja, enviaron un trompeta de parte de Gilipo
y de los siracusanos y sus aliados a los contrarios, para hacerles
saber primeramente que si había entre ellos algunos de las ciudades y
villas isleñas que se quisiesen pasar a ellos serían salvos, y con esto
se pasaron algunas escuadras, aunque muy pocas. Después ofrecieron el
mismo partido a todos los que estaban con Demóstenes, a saber: que a
los que dejasen las armas y se rindiesen les salvarían la vida y no
serían puestos en prisión cerrada ni carecerían de vituallas.

Este partido lo aceptaron todos, que pasarían de seis mil, y tras esto
cada cual manifestó el dinero que llevaba, el cual echaron dentro de
cuatro escudos atravesados que fueron todos llenos de moneda y llevados
a Siracusa.

Entretanto, Nicias había caminado todo aquel día hasta que llegó al
río Eríneo, y pasado el río de la otra parte alojó su campo en un
cerro cerca de la ribera donde el día siguiente le alcanzaron los
siracusanos, que le dieron noticia de cómo Demóstenes y los suyos se
habían rendido, y por tanto le amonestaban que hiciese lo mismo; pero
Nicias no quiso dar crédito a sus palabras y les rogó le dejasen
enviar un mensajero a caballo para informarse de la verdad, lo cual le
otorgaron.

Cuando supo la verdad por relación de su mensajero, envió a decir a
Gilipo y a los siracusanos, que, si querían, convendría y concertaría
gustoso con ellos en nombre de los atenienses, que le dejasen ir
con su gente salvo, y les pagaría todo el gasto que habían hecho en
aquella guerra dándoles en rehenes cierto número de atenienses, los más
principales, para que fuesen rescatados una vez pagados los gastos a
talento por cabeza.

Gilipo y los siracusanos no quisieron aceptar este partido, y les
acometieron por todas partes tirándoles muchos dardos, mientras duró
aquel día. Y aunque los atenienses por este ataque quedaron maltrechos
y tenían gran necesidad de vituallas, todavía determinaron su partida
para aquella noche; ya habían tomado sus armas para marchar cuando
entendieron que los enemigos los habían sentido, lo cual conocieron por
la señal que daban para acudir a la batalla, cantando su peán y cántico
acostumbrado, y por esta causa volvieron a quitarse sus armas, excepto
trescientos que pasaron por fuerza atravesando por la guardia de los
enemigos con esperanza de poderse salvar de noche.

Llegado el día, Nicias se puso en camino con su gente, mas cuando
comenzó a marchar, los siracusanos les acometieren con tiros de flechas
y piedras por todas partes, según habían hecho el día antes. Aunque se
veían acosados por los enemigos flecheros y los de a caballo, caminaban
siempre adelante con esperanza de poder ganar tierra y llegar al río
Asínaro, porque les parecía que pasado aquel río podrían caminar con
más seguridad, y también lo hacían por poder beber agua, pues estaban
todos sedientos. Al llegar a vista del río, fueron todos a una hacia
él temerariamente, sin guardar orden alguno, cada cual por llegar el
primero. Los enemigos, que los seguían por la espalda, trabajaron por
estorbarles el paso, de manera que quedaron en muy gran desorden,
porque pasando todos a una, y en gran tropel, los unos estorbaban a
los otros, así con sus personas como con las armas y lanzas, de suerte
que unos se anegaban súbitamente, y otros se entremetían y mezclaban
juntos, arrastrando a muchos la corriente del agua, y los siracusanos,
que estaban puestos en dos collados bien altos de una parte y de la
otra del río, los perseguían por todos lados con tiros de flechas e
hiriéndoles a mano, de tal manera que mataron muchos, mayormente de los
atenienses que se paraban en lo más hondo del agua para poder beber más
a su placer, a causa de lo cual el agua se enturbió mucho con la sangre
de los heridos y el tropel de aquellos que la removían pasando. Ni por
eso dejaban de beber, por la gran sed que tenían, antes disputaban
entre sí por hacerlo allí donde veían el agua más clara. Estando el río
lleno de los muertos, que caían unos sobre otros, y todo el ejército
desbaratado, unos junto a la orilla y otros lanzados por los caballos
siracusanos, Nicias se rindió a Gilipo, confiándose más de él que no
de los siracusanos, y entregándose a discreción suya y de los otros
capitanes peloponesios para que hiciesen de él lo que quisieran, pero
rogándoles que no dejasen matar a los que quedaban de la gente de
guerra de los suyos.

Gilipo lo otorgó, mandando expresamente que no matasen más hombre
alguno de los atenienses, sino que los cogieran todos prisioneros,
y así, cuantos no se pudieron esconder, de los cuales había gran
número, quedaron prisioneros. Los trescientos que arriba dijimos se
habían escapado la noche antes, fueron también presos por la gente de
a caballo, que los siguió al alcance. Pocos de los de Nicias quedaron
prisioneros del estado, porque la mayoría de ellos huyeron por diversas
vías desparramándose por toda Sicilia, a causa de no haberse rendido
por conciertos, como los de Demóstenes. Muchos de ellos murieron.

La matanza fue en esta batalla más grande que en ninguna de las habidas
antes en toda Sicilia mientras duró aquella guerra, porque además de
los que murieron peleando hubo gran número de muertos de los que
iban huyendo por los caminos o de los heridos que después morían a
consecuencia de las heridas. Salváronse, sin embargo, muchos, unos
aquel mismo día, y otros la noche siguiente, los cuales todos se
acogieron a Catana.

Los siracusanos y sus aliados, habiendo cogido prisioneros los más
que pudieron de los enemigos, se retiraron a Siracusa, y al llegar
allí enviaron los prisioneros a unas canteras, que era la más fuerte y
más segura prisión de todas cuantas tenían. Después de esto mandaron
matar a Demóstenes y a Nicias contra la voluntad de Gilipo, el cual
tuviera a gran honra, además de la victoria, poder llevar a su vuelta
por prisioneros a Lacedemonia los capitanes de los enemigos, de los
cuales el uno, Demóstenes, había sido su mortal y cruel enemigo en la
derrota de Pilos, y el otro, Nicias, le fue amigo y favorable en la
misma jornada; pues cuando los lacedemonios prisioneros en Pilos fueron
llevados a Atenas, Nicias procuró cuanto pudo que caminasen sueltos,
y usó con ellos de toda virtud y humanidad. Además, trabajó por que
se hiciesen los conciertos y tratados de paz entre los atenienses y
lacedemonios, por lo que los lacedemonios le tenían grande amor, y esta
fue la causa por que él se rindió a Gilipo.

Pero algunos de los siracusanos que tenían inteligencias con él durante
el cerco, temiendo que a fuerza de tormentos le obligaran a decir la
verdad, como se anunciaba, y que por este medio, en la prosperidad de
la victoria, les sobreviniese alguna nueva revuelta, y asimismo los
corintios, sospechando que Nicias, por ser muy rico, corrompiese a los
guardias y se escapase, y después renovase la guerra, persuadieron de
tal manera a todos los aliados y confederados que fue acordado hacerle
morir.

Por estas causas y otras semejantes fue muerto Nicias, el hombre entre
todos los griegos de nuestra edad que menos lo merecía, porque todo el
mal que le sobrevino fue por su virtud y esfuerzo, a lo cual aplicaba
todo su entendimiento.

Cuanto a los prisioneros fueron muy mal tratados al principio, porque
siendo muchos en número y estando en sótanos y lugares bajos y
estrechos, enfermaban a menudo por mucho calor en el verano, y en el
invierno por el frío y las noches serenas, de manera que con la mudanza
del tiempo caían en muy grandes enfermedades. Además, por estar todos
juntos en lugar estrecho, eran forzados a hacer allí sus necesidades,
y los que morían así de heridas como de enfermedades los enterraban
allí, produciéndose un hedor intolerable. Sufrían también gran falta
de comida y bebida, porque solo tenían dos pequeños panes por día, y
una pequeña medida de agua cada uno. Finalmente, por espacio de setenta
días padecieron en esta guerra todos los males y desventuras que es
posible sufrir en tal caso.

Después fueron todos vendidos por esclavos, excepto algunos atenienses
e italianos y sicilianos que se hallaron en su compañía.

Aunque sea cosa difícil explicar el número de todos los que quedaron
prisioneros, debe tenerse por cierto y verdadero que fueron más de
siete mil, siendo la mayor pérdida que los griegos sufrieron en toda
aquella guerra, y según yo puedo saber y entender, así por historias
como de oídas, la mayor que experimentaron en los tiempos anteriores,
resultando tanto más gloriosa y honrosa para los vencedores, cuanto
triste y miserable para los vencidos, que quedaron deshechos y
desbaratados del todo, sin infantería, sin barcos y de tan gran número
de gente de guerra, volvieron muy pocos salvos a sus casas. Este fin
tuvo la guerra de Sicilia.


FIN DEL LIBRO SÉPTIMO.



LIBRO VIII.


SUMARIO.

I. Determinaciones de los atenienses, cuando supieron la derrota de los
suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra los peloponesios. La
mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan confederación contra
los atenienses. -- II. Los de Quíos, de Lesbos y del Helesponto piden
a los lacedemonios que les envíen una armada para resistir a los
atenienses, contra los cuales querían rebelarse. Orden que sobre esto
fue dada. -- III. Algunos barcos de los peloponesios son lanzados del
puerto del Pireo por los atenienses. Las ciudades de Quíos, Eritras,
Mileto y otras muchas se rebelan contra los atenienses, pasándose a los
peloponesios. Primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios.
-- IV. Los de Quíos, después de rebelarse contra los atenienses,
hacen rebelar a Mitilene y a toda la isla de Lesbos. Recóbranla los
atenienses y también otras ciudades rebeladas. Vencen a los de Quíos
en tres batallas, y roban y talan toda su tierra. -- V. Cercando los
atenienses la ciudad de Mileto, libran batalla contra los peloponesios,
en la cual cada contendiente alcanza en cierto modo la victoria.
Sabiendo los atenienses que iba socorro a la ciudad, levantan el sitio
y se retiran. Los lacedemonios toman Yaso. Dentro de ella estaba
Amorges, que se había rebelado contra el rey Darío, y lo entregan
al lugarteniente de este rey. -- VI. Cercada la ciudad de Quíos por
los atenienses, Astíoco, general de la armada de los peloponesios,
no quiere socorrerla. Segundo tratado de confederación y alianza con
Tisafernes. -- VII. Victoria naval de los peloponesios contra los
atenienses. Los caudillos de los peloponesios, después de discutir con
Tisafernes algunas cláusulas de su alianza, van a Rodas y la hacen
rebelar contra los atenienses. -- VIII. Siendo Alcibíades sospechoso a
los lacedemonios, persuade a Tisafernes para que rompa la alianza con
los peloponesios y la haga con los atenienses. Los atenienses envían
embajadores a Tisafernes para ajustarla. -- IX. Derrotados los de
Quíos en una salida que hicieron contra los sitiadores atenienses, son
estrechamente cercados y puestos en grande aprieto. Las gestiones de
Alcibíades para pactar alianza entre Tisafernes y los atenienses no dan
resultado. Renuévase la alianza entre Tisafernes y los lacedemonios. --
X. Gran división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de
ella, y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de
su república, que les causó gran daño y pérdida. -- XI. Sospechan de
Tisafernes los peloponesios porque no les daba el socorro que les había
prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los atenienses
de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos, que empleaba
en bien y provecho de su patria. -- XII. Divididos los atenienses por
la mudanza en el gobierno popular de la república, procuran establecer
algún acuerdo entre ellos. -- XIII. Victoria de los peloponesios contra
los atenienses cerca de Eretria. El gobierno de los cuatrocientos
queda suprimido y apaciguadas las discordias. -- XIV. Las armadas de
los atenienses y peloponesios van al Helesponto y se preparan para
combatir. -- XV. Victoria de los atenienses contra los peloponesios en
el mar del Helesponto.



I.

Determinaciones de los atenienses, cuando supieron la derrota de los
suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra los peloponesios. La
mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan confederación contra
los atenienses.


Cuando llegó a Atenas la noticia de aquel fracaso, no hubo casi nadie
que lo pudiese creer; ni aun después que los que habían escapado y
llegaron allí lo testificaron, porque les parecía imposible que tan
gran ejército fuese tan pronto aniquilado. Mas después que la verdad
fue sabida, el pueblo comenzó a enojarse en gran manera contra los
oradores que le habían persuadido para que se realizase aquella
empresa, como si él mismo no lo hubiera deliberado; y también contra
los agoreros y adivinos que le habían dado a entender que esta jornada
sería venturosa, y que sojuzgarían a toda Sicilia.

Además del pesar y enojo que tenían por esta pérdida, abrigaban gran
temor porque se veían privados, así en público como en particular, de
una gran parte de buenos combatientes de a pie como de a caballo; y la
mayor parte de los mejores hombres y más jóvenes que tenían.

Tampoco poseían más naves en sus atarazanas, ni dinero en su tesoro,
ni marineros, ni obreros para hacer nuevos buques, siendo total su
desesperación de poder salvarse, porque pensaban que la armada de los
enemigos vendría derechamente a abordar al puerto del Pireo, habiendo
alcanzado gran victoria, y viendo sus fuerzas dobladas con los amigos y
aliados de los atenienses, muchos de los cuales se habían pasado a los
enemigos.

Por todo esto los atenienses no esperaban sino que los peloponesios los
acometerían por mar y por tierra. Mas ni por eso opinaron mostrarse
de poco corazón ni dejar su empresa, sino antes reunir los más barcos
que de todas partes pudiesen; y haciendo esto por todas vías, allegar
dinero y madera para construir naves, y además asegurar su amistad con
los aliados, especialmente con los de Eubea.

Determinaron también suprimir y ahorrar el gasto que en las cosas de
mantenimientos había en la ciudad; y crear y elegir un nuevo consejo de
los más ancianos con autoridad y encargo de proveer en todas las cosas
sobre todos los otros en lo tocante a la guerra, resueltos como estaban
a hacer todo cuanto pudiera remediar su situación, como comúnmente
vemos hacer a un pueblo en alarma, y poner en ejecución lo que estaba
determinado y deliberado.

Entretanto acabó aquel verano.

En el invierno siguiente casi todos los griegos comenzaron a cambiar
de opiniones por la gran pérdida que habían sufrido los atenienses
en Sicilia. Los que habían sido neutrales en esta guerra opinaban
que no debían perseverar más en aquella neutralidad, sino seguir el
partido de los peloponesios, aunque estos no lo solicitaran, porque
consideraban con justo motivo que si los atenienses llegasen a alcanzar
la victoria en Sicilia, hubieran venido contra ellos. Y por otra parte
también les parecía que lo restante de la guerra acabaría pronto, y que
de esta manera les honraría grandemente ser partícipes de la victoria.

Respecto a los que ya estaban declarados por los lacedemonios, se
ofrecían con más entusiasmo que antes, esperando que la victoria
los pondría fuera de todo daño y peligro. Los que eran súbditos de
los atenienses estaban más determinados a rebelarse y hacerles más
mal que sus fuerzas permitían; tanta era la ira y mala voluntad que
contra ellos tenían. Y también porque ninguna razón bastaba a darles
a entender que los atenienses pudiesen escapar de ser completamente
desbaratados y destruidos en el verano siguiente.

Por todas estas cosas la ciudad de Lacedemonia tenía grande esperanza
de alcanzar la victoria contra los atenienses, y especialmente por
creer que los sicilianos, siendo sus aliados, y teniendo tan gran
número de barcos, así suyos como de los que habían tomado a los
atenienses, vendrían a la primavera en su ayuda. Alentados de esta
manera por las noticias que de todas partes recibían, determinaron
prepararse sin tardanza a la guerra, haciéndose cuenta de que si esta
vez alcanzaban la victoria, para siempre estarían en seguridad y fuera
de todo peligro; que por el contrario, hubiera sido grande para ellos
si los atenienses conquistaran Sicilia, pues bien claro estaba que, de
sojuzgarla, se hubieran hecho señores de toda la Grecia.

Siguiendo, pues, esta determinación, Agis, rey de los lacedemonios,
partió aquel mismo invierno de Decelia, y fue por mar por las ciudades
de los aliados y confederados para inducirles a que contribuyesen con
dinero destinado a hacer barcos nuevos, y pasando por el gran golfo
Malíaco, hizo allí una gran presa de ganado de los eteos, por causa de
la antigua enemistad que los lacedemonios tenían con ellos, presa que
Agis convirtió en dinero.

Hecho esto, obligó a los aqueos de Ftiótide y a otros pueblos
comarcanos, sujetos a los tesalios, a que diesen una buena suma
de moneda y cierto número de rehenes mal su grado, porque le eran
sospechosos. Los rehenes los envió a Corinto.

Los lacedemonios ordenaron que entre ellos y sus aliados hicieran
cien galeras, y cada uno a prorrata pagase su parte del gasto;
ellos veinticinco, los beocios otras tantas, los focenses, locros y
corintios, treinta; y los arcadios, peleneos, sicionios, megarenses,
trecenios, epidaurios y hermioneos, veinte. En lo demás hacían
provisión de todas las otras cosas con intención de comenzar la guerra
al empezar el verano.

Por su parte los atenienses aquel mismo invierno, como lo habían
deliberado, pusieron toda diligencia en hacer y proveerse de barcos,
y los particulares, que tenían materiales a propósito para ellos, los
daban sin dificultad alguna. También fortificaron con muralla su puerto
de Sunio para que las naves que les trajesen vituallas pudiesen ir con
seguridad, y abandonaron los parapetos y fuertes que habían hecho en
Laconia cuando fueron a Sicilia.

En lo restante procuraron ahorrar gasto en todo lo que les parecía,
que sin ello se podían bien pasar. Pero sobre todas las cosas ponían
diligencia en evitar que sus súbditos y aliados se rebelaran.



II.

Los de Quíos, de Lesbos y del Helesponto piden a los lacedemonios que
les envíen una armada para resistir a los atenienses, contra los cuales
querían rebelarse. -- Orden que sobre esto fue dada.


Mientras estas cosas se hacían de una parte y de otra, apresurando
lo necesario, como si la guerra hubiera de comenzar al momento, los
eubeos, antes que todos los otros aliados de los atenienses, enviaron
mensajeros a Agis diciéndole que querían unirse a los lacedemonios.

Agis los recibió benignamente y mandó que fuesen ante él dos de los
principales hombres de Lacedemonia para enviarlos a Eubea. Estos
eran Alcámenes, hijo de Estenelaidas, y Melantes, los cuales fueron,
llevando consigo cuatrocientos libertos o emancipados de esclavitud.

Los lesbios, que también deseaban rebelarse, enviaron igualmente a
pedir a Agis gente de guarda para ponerla en su ciudad, y Agis, a
persuasión de los beocios, se la otorgó, suspendiendo entretanto la
empresa de Eubea y ordenando a Alcámenes, que debía ir allá, fuese
a Lesbos con veinte naves; de las cuales Agis abasteció diez y los
beocios otras diez.

Todo esto lo hizo Agis sin decir cosa alguna a los lacedemonios, porque
tenía el poder y autoridad de enviar gente a donde él quisiese, y de
reclutarla también, y de cobrar el dinero y emplearlo según juzgase
necesario todo el tiempo que estuviese en Decelia, durante cuyo tiempo
todos los aliados le obedecían, en parte más que a los gobernadores de
la ciudad de Lacedemonia, porque como tenía la armada a su voluntad, la
mandaba ir donde él quería. Por ello se concertó con los lesbios, según
se ha dicho.

Por su parte, los de Quíos y los de Eritras, que asimismo querían
rebelarse contra los atenienses, hicieron un tratado con los
gobernadores y consejeros de la ciudad de Lacedemonia sin saberlo
Agis; con ellos fue a la misma ciudad Tisafernes, que era gobernador
de la provincia inferior por el rey Darío, hijo de Artajerjes. Andaba
Tisafernes solicitando a los peloponesios para que hiciesen la guerra
contra los atenienses, y les prometía proveerles de dinero, de lo cual
él tenía buena suma, a causa de que por mandato del rey su señor, poco
tiempo antes había cobrado un tributo de su provincia, con intención
de emplear el dinero del mismo contra los atenienses, a quienes tenía
odio y enemistad porque no permitieron que pagaran el tributo las
ciudades griegas de la provincia, y porque sabía que eran los que le
habían impedido que Grecia le fuese tributaria. Parecíale a Tisafernes
que más fácilmente cobraría el tributo si viesen que le quería emplear
contra los atenienses, y también que de esta manera lograría la amistad
entre los lacedemonios y el rey Darío. Por este camino esperaba además
apoderarse de Amorges, hijo bastardo de Pisutnes, el cual, siendo por
el rey gobernador de la tierra de Caria, se había rebelado contra él,
y recibió orden Tisafernes de hacer lo posible para cogerle vivo o
muerto. Sobre esto, Tisafernes se había concertado con los de Quíos.

En estas circunstancias, Calígito de Mégara, hijo de Laofonte, y
Timágoras de Cícico, hijo de Atenágoras, ambos desterrados de sus
ciudades, fueron a Lacedemonia de parte de Farnabazo, hijo de Farnaces,
que los envió de su tierra con objeto de demandar a los lacedemonios
barcos y llevarlos al Helesponto, ofreciéndoles hacer todo lo
posible para ganar las ciudades de su provincia, que estaban por los
atenienses, y deseando también por esta vía hacer amistad entre el rey
Darío, su señor, y ellos.

Al saberse estas demandas y ofrecimientos de Farnabazo y Tisafernes en
Lacedemonia, sin que los que hacían la una supiesen nada de la otra,
hubo discordia entre los lacedemonios, porque unos eran de opinión
que primeramente se debían enviar los barcos a Jonia y Quíos, y otros
opinaban que se enviasen al Helesponto. Finalmente, el mayor número
fue de opinión que se debía primero aceptar el partido de Quíos y
de Tisafernes, en especial por la persuasión de Alcibíades, el cual
habitaba a la sazón en la casa de Endio, que aquel año era éforo, y
su padre también había habitado allí, por razón de lo cual se llamaba
Endio, y también por sobrenombre Alcibíades[18].

Pero antes de que los lacedemonios enviasen sus barcos a Quíos,
ordenaron a uno que era vecino de aquella ciudad, nombrado Frinis,
que fuese a espiar y ver si tenían tan gran número de naves como
daban a entender, y también si su ciudad era tan rica y tan poderosa
como decía la fama. Volvió Frinis, y dándoles cuenta de que todo era
conforme a lo que la fama pública aseguraba, hicieron en seguida
alianza y confederación con los quiotas y eritreos, y ordenaron enviar
cuarenta trirremes para reunirlos con otros sesenta que los quiotas
decían tener, de los cuales habían de enviar al principio cuarenta, y
después otros diez con Meláncridas, su capitán de mar, y en vez de este
eligieron después a Calcideo, porque Meláncridas murió. De diez naves
que había de llevar Calcideo, no llevó más que cinco.

Mientras esto pasaba se acabó el invierno, que fue el decimonono año de
la guerra que Tucídides escribió.

Al comienzo de la primavera los de Quíos pidieron a los lacedemonios
que les enviasen los barcos que les habían prometido, porque temían
mucho que los atenienses fuesen avisados de los tratos que tenían con
ellos, y de los cuales ninguna cosa habían sabido hasta entonces. Por
esta causa enviaron tres ciudadanos a los de Corinto para avisarles
que debían pasar por el Istmo todos los barcos, así los que Agis había
dispuesto para enviar a Lesbos, como los otros de la mar a donde ellos
estaban, y encaminarlos a Quíos, cuyos barcos eran cuarenta y nueve.
Pero porque Calígito y Timágoras no quisieron ir en aquel viaje, los
embajadores de Farnabazo tampoco quisieron dar el dinero que les había
enviado para pagar la armada, que montaba a veinticinco talentos[19],
deliberando hacer con aquel dinero otra armada y con ella ir a donde
tenían determinado.

Cuando Agis supo que los lacedemonios habían deliberado enviar primero
los barcos a Quíos, no quiso ir contra su determinación, y los
aliados, habiendo celebrado consejo en Corinto, opinaron también que
Calcideo fuera primero a Quíos, el cual había armado cinco trirremes
en Laconia y tres Alcámenes, a quien Agis había escogido por capitán
para ir a Lesbos, y finalmente, que Clearco, hijo de Ranfias, fuese
al Helesponto. Mas ante todas cosas ordenaron que la mitad de sus
buques pasaran con toda diligencia el Istmo antes que los atenienses
lo supiesen, temiéndose que estos diesen sobre ellos y sobre los otros
que pasasen después. En la otra mar, los trirremes de los peloponesios
irían descubiertamente sin ningún temor de los atenienses, porque no
veían ni sabían que tuviesen ninguna armada en parte alguna que fuese
bastante para combatirles.



III.

Algunos barcos de los peloponesios son lanzados del puerto del Pireo
por los atenienses. -- Las ciudades de Quíos, Eritras, Mileto y otras
muchas se rebelan contra los atenienses, pasándose a los peloponesios.
-- Primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios.


Conforme a esta determinación, los que lo tenían a cargo transportaron
veintiún trirremes por el istmo de Corinto, y aunque hicieron grande
instancia a los corintios para que pasasen con ellos, no lo quisieron
hacer porque la fiesta que ellos llaman Ístmica se acercaba y querían
celebrarla antes de su partida. Agis consintió en que no quebrantaran
el juramento que habían hecho de treguas con los atenienses hasta
después de pasada aquella fiesta, ofreciéndoles tomar bajo su
responsabilidad y nombre la expedición; mas ellos no quisieron acceder,
y entretanto que debatían sobre esto, advertidos los atenienses de los
conciertos que hacían los quiotas con sus contrarios, enviaron uno de
sus ministros, llamado Aristócrates, para darles a entender que obraban
mal. Porque ellos negaban el hecho, les mandó que enviasen sus naves
a Atenas, según estaban obligados por virtud del tratado de alianza,
lo cual no osaron rehusar y mandaron allá siete trirremes. De esto
fueron autores algunos que nada sabían del otro tratado, y los que lo
sabían temían les sobreviniera daño si lo declaraban al pueblo hasta
tanto que tuviesen poder y fuerzas para resistir a los atenienses si
quisieran rebelarse contra ellos, no teniendo ya esperanza en que los
peloponesios fueran a ayudarles puesto que tanto tardaban.

Entretanto, acabaron los juegos y solemnidades de la fiesta Ístmica, en
la cual se hallaron los atenienses, porque tenían salvoconducto para ir
a ella, y allí, más claramente, entendieron cómo los quiotas trataban
de rebelarse contra ellos.

Por causa de estas noticias, cuando volvieron a Atenas aparejaron sus
trirremes para guardar la mar de los enemigos y que no pudiesen partir
de Céncreas sin que ellos lo supiesen.

Después de la fiesta enviaron allá veintiún barcos para que se
encontrasen con los otros veintiuno que Alcámenes había llevado de
los peloponesios, y cuando estuvieron a la vista, procuraron traer
a los contrarios mar adentro, fingiendo que se retiraban, pero los
peloponesios, después de seguirles un poco al alcance, se volvieron
atrás, viendo lo cual los atenienses también se retiraron, porque no
se fiaban nada de los siete buques que llevaban de Quíos en compañía
de los veintiún trirremes. Mas como después recibieron otra ayuda de
treinta y siete trirremes, siguieron a los enemigos hasta un puerto
desierto y desechado que está en los extremos y fin de la tierra de los
epidaurios, que ellos llaman Espireo, dentro de cuyo puerto se habían
refugiado todos los barcos peloponesios, salvo uno que se perdió en
alta mar.

En este puerto fueron los atenienses a darles caza por mar, y también
pusieron en tierra una parte de sus gentes, de manera que les hicieron
gran daño, les destrozaron bastantes trirremes y mataron muchos
tripulantes, entre ellos a Alcámenes. También ellos sufrieron algunas
pérdidas.

Los atenienses se retiraron, y por dejar cercados a los enemigos,
dejaron el número de gente que les pareció en una isla pequeña cerca de
allí, donde acamparon y enviaron a toda prisa un barco mercante a los
atenienses para que les enviasen socorro.

Al día siguiente acudieron en ayuda de los peloponesios los barcos de
los corintios, y tras ellos los de los otros aliados y confederados,
los cuales, viendo que les sería muy difícil defenderse en aquel
desierto lugar, estaban en gran confusión, y trataron primero de
quemar sus naves, mas después resolvieron sacarlas a tierra y que
desembarcaran sus gentes para guardarlas hasta que viesen oportunidad
de salvarlas. Advertido de esto Agis, les envió un ciudadano de Esparta
llamado Termón.

Los lacedemonios sabían ya la partida de los buques desde el Istmo,
porque los éforos ordenaron a Alcámenes que les avisase cuando
partiera; por esto enviaron con toda diligencia otros cinco trirremes
con el capitán Calcideo, al que acompañaba Alcibíades. Pero al saber
después que su gente y sus barcos habían huido, se asustaron y
perdieron ánimo, porque la primera empresa de guerra que intentaban en
el mar de Jonia tuviera tan mala fortuna. Determinaron, pues, no enviar
de su tierra más armada, y mandar retirarse la que primero habían
enviado.

Alcibíades persuadió otra vez a Endio para que no abandonasen los
lacedemonios la empresa de enviar aquella armada a Quíos, porque podría
arribar allí antes que los griegos fuesen avisados del mal éxito de
los otros barcos, y asegurando que si él mismo iba a Jonia, lograría
fácilmente hacer rebelar y amotinar las ciudades que tenían el partido
de los atenienses, dándoles a entender la flaqueza y abatimiento
de estos y el poder y fuerzas de los lacedemonios en lo que habían
emprendido. Y a la verdad, Alcibíades tenía gran crédito con ellos.

Además de esto, Alcibíades daba a entender, a Endio particularmente,
que sería glorioso para ellos y honroso para él ser causa de que
la tierra de Jonia se rebelase contra los atenienses y en favor de
los lacedemonios, y que por esta razón llegaría Endio a ser igual a
Agis, rey de los lacedemonios, porque habría hecho esto sin ayuda ni
consejo de Agis, al cual Endio era contrario. Y de tal manera persuadió
Alcibíades a Endio y a los otros éforos, que le dieron el mando de
cinco trirremes, juntamente con el lacedemonio Calcideo, para ir a
aquella parte de Quíos, cosa que en breve tiempo hicieron.

Aconteció que al mismo tiempo, volviendo Gilipo después de la victoria
de Sicilia a Grecia con diez y seis trirremes peloponesios, encontró
cerca de Léucade veintisiete de los atenienses, de los cuales era
capitán Hipocles, hijo de Menipo, que allí había sido enviado para
encontrar y destrozar los navíos que venían de Sicilia, el cual les
infundió gran temor y miedo. Mas al fin se le escaparon todos, salvo
uno, y fueron a salir a Corinto.

Entretanto Calcideo y Alcibíades, siguiendo su empresa, tomaban todos
los buques que encontraban de cualquier clase que fueran para que de
su viaje no dieran aviso, y después los dejaban ir antes de llegar al
lugar de Córico, que está en tierra firme. Y habiendo comunicado con
algunos de los de Quíos que estaban en la conspiración, les avisaron
que no hablasen a persona alguna, lo cual hicieron, y secretamente
arribaron a la ciudad de Quíos, antes que ninguno lo supiese.

Muy maravillados y asustados los ciudadanos por aquella llegada, fueron
por algunos persuadidos de que se reuniesen en consejo en la ciudad
para dar audiencia a los que allí habían arribado, y oír lo que les
querían decir. Así lo hicieron, y Calcideo y Alcibíades les declararon
que tras ellos iba gran número de naves peloponesios, sin hacerles
mención de las que estaban cercadas en Espireo.

Sabido esto por los de Quíos, hicieron alianza con los lacedemonios,
y apartáronse de la de los atenienses, y lo mismo aconsejaron hacer
después de esto a los eritreos, y también a los clazomenios, los
cuales, todos sin dilación, pasaron a tierra firme y fundaron allí una
pequeña villa para que, si iban a atacarles en la isla, tener algún
lugar para retirarse.

En efecto, todos los que se habían rebelado procuraban fortificar
sus murallas y abastecerse de todas las cosas para resistir a los
atenienses si iban a acometerles.

Cuando los atenienses supieron la rebelión de los de Quíos tuvieron
gran temor de que los otros confederados, viendo aquella tan grande y
poderosa ciudad rebelada, no hiciesen lo mismo. Por esta causa, no
obstante haber depositado mil talentos para los cien trirremes de que
arriba hablamos, y hecho un decreto para que ninguno pudiese hablar
ni proponer bajo graves penas cosa alguna para que a ellos se tocase
en todo el tiempo que durase la guerra, por el temor que les inspiró
aquel suceso, revocaron su decreto y mandaron que se tomase gran suma
de aquel dinero, con la cual aparejaron gran número de barcos, y de los
que estaban en Espireo mandaron partir ocho al mando de Estrombíquides,
hijo de Diotimo, para seguir a los que Calcideo y Alcibíades llevaban,
y no los pudieron alcanzar porque estaban ya de vuelta.

Pasado esto enviaron para aquel mismo efecto otros doce buques al
mando de Trasicles, los cuales también se habían apartado de los que
estaban en Espireo, porque cuando supieron la rebelión de los de Quíos
se apoderaron de los siete barcos que tenían suyos en Espireo, y a los
esclavos que estaban en ellos les dieron libertad, y los ciudadanos
que los tripulaban quedaron prisioneros. En lugar de los que habían
desamparado el cerco fueron enviados otros, abastecidos de todo lo
necesario, y tenían acordado armar otros treinta buques además de
estos. En lo cual pusieron gran diligencia, porque les parecía que
ninguna cosa era bastante para recobrar a Quíos.

Estrombíquides con los ocho barcos se fue a Samos, donde tomando otro
que allí halló, se dirigió a Teos, y rogó a los ciudadanos que fuesen
constantes y firmes, y no hiciesen novedad alguna. Pero a este mismo
lugar acudió Calcideo, yendo de Quíos con veinte y tres naves y gran
número de gente de a pie que traía, así de Eritras como de Clazómenas.
Al saberlo Estrombíquides partió de Teos, y habiendo entrado en alta
mar, al ver tan gran número de trirremes se retiró a Samos, donde se
salvó, aunque los otros le dieron caza.

Viendo esto los de Teos, aunque al comienzo rehusaron tener guarnición
en su ciudad, la recibieron después de que Estrombíquides huyera,
y pusieron gentes de a pie de guarnición, eritreos y clazomenios,
los cuales, habiendo sabido algunos días antes la vuelta de Calcideo
que había seguido a Estrombíquides, y viendo que este no volvía,
derribaron los muros de la villa que los atenienses habían hecho por
la parte de tierra firme, destruyéndolo con ayuda y a persuasión de
algunos bárbaros que, durante esto, allí fueron al mando de Estages,
lugarteniente de Tisafernes.

En este tiempo Calcideo y Alcibíades, habiendo dado caza a
Estrombíquides hasta el puerto de Samos, regresaron a Quíos, y allí
dejaron sus marineros y guarnición, a los cuales armaron como soldados,
y pusieron en lugar de ellos dentro de las naves gentes de aquella
tierra. También armaron otros veinte buques y se fueron a Mileto,
pensando hacer rebelar la ciudad, porque Alcibíades, que tenía grande
amistad con muchos de los principales ciudadanos de ella, quería hacer
esto antes que los barcos de los peloponesios que allá se enviaban
para este efecto llegasen, y ganar esta honra tanto para sí como para
Calcideo, y los de Quíos que en su compañía iban; y aun también para
Endio que había sido el autor de su viaje. Deseaba, pues, que por su
causa se rebelasen y amotinasen muchas ciudades del partido de los
atenienses.

Navegando muy de prisa y lo más secretamente que pudieron, arribaron
a Mileto poco antes que Estrombíquides y Trasicles, que allí habían
sido enviados por los atenienses con doce trirremes, y apresuradamente
hicieron que la ciudad siguiese su partido.

Poco después arribaron diez y nueve buques de los atenienses que
seguían tras aquellos, los cuales, no siendo recibidos por los
milesios, se retiraron a una isla allí cercana, llamada Lade.

Después de la rebelión de Mileto fue hecha por Tisafernes y Calcideo la
primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios y sus aliados en
esta forma:

«Que las ciudades, tierras, reinos y señoríos que los atenienses tenían
se tomasen para el rey y para los lacedemonios juntamente, cuidando
que ninguna cosa de ellas quedara en provecho de los atenienses.

»Que el rey y los lacedemonios con sus aliados hiciesen la guerra
comúnmente contra los atenienses, y que el uno no pudiese hacer la paz
con ellos sin el otro.

»Y que si algunos de los súbditos del rey se rebelasen, los
lacedemonios y sus aliados los tuviesen por enemigos, y de igual modo
si los súbditos de los lacedemonios o sus aliados se rebelasen y
amotinasen, los tuviese el rey por enemigos.»

Y esta fue la forma de la alianza entre ellos.



IV.

Los de Quíos, después de rebelarse contra los atenienses, hacen rebelar
a Mitilene y a toda la isla de Lesbos. -- Recóbranla los atenienses
y también otras ciudades rebeladas. -- Vencen a los de Quíos en tres
batallas, y roban y talan toda su tierra.


Los de Quíos armaron otros diez navíos, con los cuales se pusieron en
camino para ir a la ciudad de Anea, así para saber lo que había hecho
la ciudad de Mileto como para inducir a las otras ciudades que eran
del partido de los atenienses a que lo dejasen. Pero siendo advertidos
por Calcideo de que Amorges iba contra su ciudad con gran ejército por
tierra, regresaron hasta el templo de Júpiter, desde el cual vieron ir
diez y seis trirremes atenienses que Diomedonte llevaba; quien había
sido enviado de Atenas después que Trasicles, y conociendo que eran
buques atenienses, una parte de los quiotas se fueron a Éfeso y los
otros a Teos.

De estos diez buques los atenienses tomaron cuatro, pero después de que
los que estaban dentro hubieran saltado a tierra, los otros se salvaron
en el puerto de Teos.

Los atenienses fueron a Samos, mas no por eso los de Quíos, habiendo
reunido los otros barcos que escaparon, y también cierto número de
gente de a pie, dejaron de inducir a la ciudad de Lébedos a que dejase
el partido de los atenienses, y después a la de Heras. Hecho esto se
retiraron con sus naves y gente de a pie a sus casas.

Los diez y seis trirremes de los peloponesios que estaban cercados por
otros tantos atenienses en Espireo, salieron súbitamente sobre estos y
los desbarataron y vencieron, de tal manera, que capturaron cuatro de
ellos.

Después se fueron al puerto de Céncreas, a donde proveyeron sus barcos
para desde allí ir a Quíos y a Jonia, a las órdenes de Astíoco, que
los lacedemonios les enviaron, al cual habían dado el mando de toda la
armada.

Cuando la gente de a pie que estaban en Teos partió, llegó Tisafernes,
y haciendo derribar lo que quedaba de los muros de los atenienses, se
fue.

Poco después llegó allí Diomedonte con veinte trirremes atenienses,
e hizo tanto con los de la ciudad que se avinieron a recibirle, mas
ningún día se detuvo allí, yendo a Heras con propósito de tomarla por
fuerza, lo que no pudo hacer, y por esto se volvió.

Entretanto el pueblo y la comunidad de Samos se puso en armas contra
los principales, teniendo consigo en ayuda a los atenienses que
habían ido a tomar puerto con tres barcos: mataron doscientos de los
más principales, y a otros doscientos los desterraron, confiscando
los bienes, así de los muertos como de los desterrados, los cuales
repartieron entre sí. Con consentimiento de los atenienses, después
que les prometieron perseverar en su amistad, se pusieron en libertad,
y ellos mismos se gobernaban sin dar a los desterrados, cuyos bienes
tenían, cosa alguna para su alimento, antes y expresamente prohibieron
que ninguno pudiese tomar ninguna tierra ni casa de ellos en
arrendamiento, ni tampoco dársela.

Mientras esto pasaba, los de Quíos, que habían determinado declararse
contra los atenienses, por cuantos medios podían, no cesaban con todas
sus fuerzas, sin ayuda de los peloponesios, de solicitar y tener
negociaciones con las otras ciudades del partido de los atenienses para
apartarlas de él. Lo cual hacían por muchas causas, y la principal para
atraer más gente a participar del mismo peligro en que ellos estaban.
Con este propósito armaron trece naves, con las cuales fueron contra
Lesbos, siguiendo la orden que los lacedemonios habían dado, conforme
a la cual se había dicho que la segunda navegación y guerra naval se
haría en Lesbos, y la tercera en el Helesponto; pero la gente de a
pie que allí había ido, así peloponesios como otros a ellos cercanos,
fueron a Clazómenas y a Cime, capitaneándola el espartano Evalas.
Diníadas tenía el mando de los buques. Y con esta armada fueron los
de Quíos primeramente a Metimna y la hicieron rebelar. Y dejando allí
cuatro buques se dirigieron a Mitilene con los otros que les quedaban,
consiguiendo también que se rebelara.

Astíoco, jefe de la flota de los lacedemonios, partió a Céncreas con
tres buques, vino a Quíos y estuvo allí tres días, donde supo que
habían arribado a Lesbos León y Diomedonte con veinticinco barcos
atenienses.

Sabido de cierto, partió aquel mismo día por la tarde con un solo barco
de Quíos para ir hacia aquella parte, y ver si podría dar algún socorro
a los mitilenios, y aquella noche fue a Pirra, y al día siguiente a
Éreso, donde supo que los atenienses en el primer combate habían tomado
la ciudad de Mitilene de esta manera:

De pronto, y antes de que pudieran apercibirse, llegaron al puerto,
donde capturaron los barcos de los de Quíos que allí hallaron.
Seguidamente saltaron a tierra, batiendo a los de la villa que
acudieron en su defensa, y tomándola por fuerza.

Sabida, pues, esta nueva por Astíoco, desistió de ir a Mitilene, y con
los barcos de los eresios y tres de los de Quíos, de los que habían
sido capturados por los atenienses en Metimna con Eubulo, su capitán,
y después en la toma de Mitilene lograron escaparse, partió a Éreso.
Después que hubo puesto buena guarnición en ella, envió por tierra a
Antisa la gente de guerra que había dentro de sus barcos, al mando de
Eteónico, y él, con sus naves y tres de las de Quíos, se dirigió por
el mismo rumbo con esperanza de que los mitilenios, viendo su armada,
cobrarían ánimo para perseverar en su rebelión contra los atenienses.
Pero viendo que todos sus propósitos resultaban al revés en la isla
de Lesbos, volvió a embarcar la gente que había echado a tierra, y
regresó a Quíos, donde repartió la gente que tenía así de la mar como
de tierra, alojándolos en las villas y lugares hasta que fueran al
Helesponto.

Poco después llegaron allí seis barcos de los aliados de los
peloponesios, de los que estaban en Céncreas.

Por su parte los atenienses, habiendo ordenado las cosas de Lesbos,
fueron a la nueva ciudad que los clazomenios habían edificado en tierra
firme, y la batieron y arrasaron del todo; y los ciudadanos que se
hallaban dentro volvieron a la antigua ciudad en la isla, excepto los
que habían sido autores de la rebelión, que huyeron a Dafnunte. Por
este hecho de armas volvió Clazómenas otra vez a la obediencia de los
atenienses.

En este mismo verano los veinte trirremes atenienses que se habían
quedado en la isla de Lade, cerca de Mileto, echando sus tripulantes
a tierra, acometieron a la villa de Panormo, que está en el término
de los milesios, y en el combate fue muerto Calcideo, capitán de los
lacedemonios, el cual había acudido con pocas tropas para socorrer la
villa.

Hecho esto se fueron, y al tercer día hicieron un fuerte que los
milesios derribaron después, diciendo que no debían hacer ninguna
fortificación en lugar que ellos no hubiesen tomado por fuerza.

Por su parte León y Diomedonte, con los buques que tenían en Lesbos,
partieron de allí, y fueron a las islas más cercanas a Quíos;
haciéndoles de allí guerra a los de Quíos por mar y por tierra con
las tropas de a pie bien armadas que habían hecho organizar a los de
Lesbos, según el concierto que con ellos hicieron.

De esta manera recuperaron la ciudades de Cardamila y de Bolisco y
las otras cercanas a la tierra de Quíos, obligándolas a volver a su
obediencia, mayormente después que derrotaron y vencieron a los de
Quíos en tres batallas que contra ellos libraron; la primera delante de
la ciudad de Bolisco; la segunda delante de Fanas, y la tercera delante
de Leuconio. Después de esta última no osaron salir más de su ciudad.

Por esta causa los atenienses quedaron dueños del campo, y destruyeron
y robaron toda aquella rica tierra que no había padecido ningún daño de
guerra después de la de los medos.

Eran sus habitantes los más venturosos de cuantos yo haya conocido,
y conforme su ciudad crecía y se aumentaba en riquezas, trabajaban
para hacer en todo las cosas más magníficas y resplandecientes. Jamás
pretendieron rebelarse contra los atenienses, hasta que vieron que
otras muchas ciudades poderosas y notables se habían metido en el mismo
peligro, y que los negocios de los atenienses iban tan de caída después
de la pérdida que sufrieron en Sicilia, que ellos mismos tenían su
estado casi por perdido.

Si en esto incurrieron en error los de Quíos, como suele ocurrir en
las cosas humanas, lo mismo sucedió a otras muchas personas poderosas
y sabias, las cuales tenían por cierto que el estado e imperio de los
atenienses en breve tiempo desaparecería.

Viéndose, pues, los de Quíos apremiados por mar y tierra hubo algunos
en la ciudad que trataron de entregarla a los atenienses. Advertidos de
ello los principales habitantes, ninguna demostración quisieron hacer,
llamando a Astíoco que estaba en Eritras, para que fuese con cuatro
barcos que tenía, consultando con él la manera más suave de apaciguar
los ánimos, tomando rehenes, o por otro medio que mejor le pareciese.

De esta manera estaban los negocios de Quíos.



V.

Cercando los atenienses la ciudad de Mileto, libran batalla contra
los peloponesios, en la cual cada contendiente alcanza en cierto modo
la victoria. -- Sabiendo los atenienses que iba socorro a la ciudad,
levantan el cerco y se retiran. -- Los lacedemonios toman Yaso. Dentro
de ella estaba Amorges, que se había rebelado contra el rey Darío, y lo
entregan al lugarteniente de este rey.


Casi al fin de este mismo verano, mil quinientos hombres bien armados,
atenienses, y mil argivos, la mitad bien armados y la mitad a la
ligera, y otros tantos de sus amigos y aliados, juntamente con cuarenta
y ocho naves, aunque había entre ellas algunas barcas para llevar
gente, siendo capitanes Frínico, Onomacles y Escirónides, partieron
de Atenas y pasaron por Samos, y de allí fueron a poner su campamento
junto a Mileto.

Contra ellos salieron ochocientos hombres de la ciudad, bien armados;
también los que Calcideo había traído, y cierto número de soldados
que Tisafernes tenía, que por acaso se halló en este negocio.
Acudieron a la batalla, en la cual los argivos, situados en la extrema
derecha, estaban más esparcidos y desviados de lo que era menester,
como si quisieran cercar a los enemigos, no mirando que los jonios
se encontraban a punto para esperar su ímpetu, y por ello fueron
derrotados y puestos en huida, muriendo unos trescientos.

Los atenienses, que formaban la otra ala, habiendo rechazado al
empezar la batalla a los peloponesios y bárbaros, juntamente con la
otra gente del campo, no combatieron contra los milesios, los cuales,
después de dispersar a los argivos, se habían retirado a la ciudad,
y como hubiesen ganado la victoria, habían puesto sus tropas junto a
los muros, antes de ver que la otra ala de su ejército estaba vencida.
En esta batalla, pues, los jonios de entrambas alas alcanzaron la
victoria contra los dorios; es a saber: los atenienses contra los
peloponesios, y los milesios contra los argivos.

Después de la batalla, los atenienses levantaron trofeo de victoria y
determinaron cercar de muros la ciudad por el lado de tierra, porque
la mayor parte hacia la mar estaba cercada, teniendo por cierto que si
tomaban aquella ciudad, las otras fácilmente vendrían a su obediencia.

Pero aquel mismo día por la tarde tuvieron noticia de que iban
contra ellos cincuenta y cinco barcos, así de Sicilia como de los
peloponesios, que llegaron muy pronto. Y así era la verdad; porque los
siracusanos, a persuasión de Hermócrates, por quebrantar del todo las
fuerzas de los atenienses, habían determinado enviar socorro a los
peloponesios, y les mandaron veinte barcos de los suyos y dos de los
selinuntios, los cuales se habían reunido con los de los peloponesios,
que eran veintitrés. Fue encargado el lacedemonio Terímenes de
llevarlos todos a Astíoco, almirante y capitán general de toda la
armada, y primeramente vinieron a tomar puerto a Leros, que es una isla
situada frente a Mileto.

Creyendo que los atenienses estaban sobre la ciudad de Mileto, fueron
al golfo de Yaso para saber más pronto lo que se hacía en Mileto, y
estando allí supieron la batalla librada junto a Mileto por Alcibíades,
que se halló en ella, de parte de los milesios y de Tisafernes, el cual
les dio a entender que si no querían dejar perder toda la Jonia y lo
más que quedaba, era necesario que acudiesen a socorrer la ciudad de
Mileto antes que fuese cercada de muros, y que sería gran daño esperar
a que fortificaran el cerco.

Por estas razones determinaron partir al otro día por la mañana para ir
a socorrer la ciudad. Mas sabiendo Frínico la llegada de esta armada,
aunque sus amigos y compañeros querían esperar para combatir, respondió
que nunca consentiría ni permitiría a otros, si pudiese, que aquello
se hiciese, diciéndoles y persuadiéndoles que antes del combate era
necesario saber primero qué cantidad de barcos tenían los enemigos, y
cuántos eran menester para combatirlos. Además, era necesario espacio y
tiempo para ponerse en orden de batalla, según convenía; añadiendo, que
nunca se tuvo por vergüenza ni por cobardía no quererse aventurar ni
exponer a peligro cuando no es menester, por lo cual no era vergonzoso
para los atenienses retirarse con su armada por algún tiempo. Antes
sería mayor vergüenza que aconteciese ser vencidos de cualquier manera
que fuese, y además de la vergüenza, la ciudad de Atenas y su estado
quedarían en gran peligro. Considerando las grandes pérdidas que habían
sufrido en poco tiempo, dijo que no se debía aventurar todo en una
batalla, aunque estuviese segura la victoria y dispuestas todas las
cosas necesarias para alcanzarla. Con mayor motivo no estándolo, ni
siendo la batalla necesaria. Por todo lo cual, su opinión y parecer
era embarcar en sus naves toda la gente, y juntamente con ella las
municiones, bagajes y bastimentos, solamente lo que habían llevado, y
dejar lo que habían ganado a los enemigos, por no cargar demasiado sus
barcos. Hecho esto, retirarse con la mayor diligencia que pudiesen a
Samos, y allí, después de haber reunido sus buques, ir a buscar a los
enemigos y acometerles con ventaja.

Este parecer fue por todos aprobado, así en esto como en otras muchas
cosas que después fueron encargadas a Frínico, siendo siempre elogiado
como hombre prudente y sabio.

De esta manera los atenienses, sin acabar su empresa, partieron de
Mileto, a la hora de vísperas, y llegados a Samos, los argivos que con
ellos estaban, de pesar porque habían sido vencidos, volvieron a sus
casas.

Los peloponesios, siguiendo su determinación, partieron a la mañana
siguiente, para ir a buscar los atenienses a Mileto, y cuando llegaron
supieron la partida de los enemigos. Permanecieron allí un día, tomaron
las naves de los Quíos que Calcideo había llevado, y deliberaron sobre
volver a Tiquiusa para cargar de nuevo su bagaje, que habían dejado
allí cuando partieron.

Cuando llegaron encontraron a Tisafernes y sus gentes de a pie, quien
les aconsejó que fuesen a Yaso, donde estaba Amorges, hijo del
bastardo Pisutnes y enemigo y rebelde del rey Darío.

Satisfizo a los peloponesios el consejo, y se dirigieron a Yaso con tan
gran diligencia que Amorges no supo su llegada; antes cuando los vio
venir derechos al puerto pensó que fuesen barcos de Atenas, por cuyo
error tomaron el puerto.

Cuando vieron que eran peloponesios, los que en la villa estaban
comenzaron a defenderse valientemente; mas no pudieron resistir al
poder de los enemigos, especialmente de los siracusanos, que fueron los
que mejor lo hicieron en este día.

En esta villa fue preso Amorges por los peloponesios, los cuales le
entregaron a Tisafernes, para que, si quería, le enviase al rey, su
señor.

El saco de la villa fue dado a los soldados, los cuales hallaron muchos
bienes, y especialmente plata, porque había estado largo tiempo en paz
y en prosperidad.

Los soldados que Amorges tenía allí, los recibieron los peloponesios
a sueldo, y los repartieron en sus compañías, porque había muchos del
Peloponeso; y las otras gentes que hallaron en la villa, como también
la misma villa, las entregaron los lacedemonios a Tisafernes, pagando
cada prisionero cien estateros dáricos[20].

Hecho esto, volvieron a Mileto, y desde allí enviaron a Pedárito, hijo
de León, que los lacedemonios habían mandado de gobernador a Quíos, a
Eritras por tierra, con los soldados que de Amorges habían adquirido.

En Mileto dejaron por capitán a Filipo, y en esto se pasó el verano.



VI.

Cercada la ciudad de Quíos por los atenienses, Astíoco, general de la
armada de los peloponesios, no quiere socorrerla. -- Segundo tratado de
confederación y alianza con Tisafernes.


Al comienzo del invierno, Tisafernes, después de abastecer muy bien la
villa de Yaso, fue a Mileto, y pagó a los soldados que estaban en las
naves, según había prometido a los lacedemonios, dando a cada soldado a
razón de una dracma ática[21] por paga, y declaró allí que, hasta saber
la voluntad del rey, no daría en adelante más de tres óbolos[22].

Hermócrates, capitán de los siracusanos, no quiso contentarse con
esta paga, aunque Terímenes, como no era capitán de aquella armada,
y solamente tenía encargo de llevarla a Astíoco, no hizo mucha
instancia en esto. Y, en efecto, a ruego de Hermócrates se concertó con
Tisafernes que la paga en adelante fuese mayor de tres óbolos en toda
la armada, excepto en cinco barcos, conviniéndose que de cincuenta y
cinco naves que había, cincuenta cobraran paga entera, y los cinco a
razón de tres óbolos.

En este invierno, a los atenienses que estaban en Samos, les llegó
una nueva armada de treinta y cinco buques al mando de Carmino,
Estrombíquides y Euctemón. Y habiendo además sacado otros trirremes,
así de Quíos como de otros lugares, determinaron repartir entre ellos
aquellas fuerzas; y que una parte de las tripulaciones fuese a asaltar
a Mileto, y las gentes de a pie fuesen por mar a Quíos. Para ejecutar
esta determinación, Estrombíquides, Onomacles y Euctemón, que tenían
encargo de ir con treinta naves y parte de los soldados que habían ido
a Mileto, fueron hacia Quíos, que les cupo en suerte, y los otros, sus
compañeros, que habían quedado en Samos, partieron con sesenta y cuatro
buques hacia Mileto. Advertido de esto Astíoco, que había ido a Quíos
para tomar informes de los sospechosos de crimen, cesó de ejecutar lo
que se había propuesto; pero sabiendo que Terímenes iba a llegar con
gran número de naves y que las condiciones de la alianza se cumplían
mal, tomó diez buques peloponesios y otros tantos de los de Quíos, y
con ellos fue, y de pasada pensó conquistar la ciudad de Ptéleo, más no
pudo y pasó a Clazómenas.

Allí envió a decir a los que estaban por los atenienses que le
entregasen la ciudad, y que se fuesen a Dafnunte. Lo mismo les mandó
Tamos, embajador de Jonia; mas no lo quisieron hacer; visto lo cual por
Astíoco les dio un asalto, y pensó tomar la ciudad fácilmente, porque
ninguna muralla tenía, mas no pudo, y partió.

A los pocos días de navegación le sorprendió un viento tan grande que
dispersó los buques, de manera que él vino a tomar puerto a Focea,
y de allí a Cime, y las otras aportaron a las islas allí cercanas
a Clazómenas, a Maratusa, a Pele, a Drimusa, donde hallaron muchos
víveres y abastecimientos que los clazomenios habían reunido en ellas.

Detuviéronse allí ocho días, en los cuales gastaron una parte de lo que
hallaron, y el resto lo cargaron en sus naves y partieron para Focea y
Cime en busca de Astíoco.

Estando allí fueron los embajadores de los lesbios a tratar con Astíoco
de entregarle aquella isla, a lo cual muy fácilmente otorgó. Pero como
viese que los de Corinto y otros confederados no lo querían consentir,
a causa del inconveniente que antes les había ocurrido en dicha isla,
partió derecho a Quíos, donde todos los buques se le rindieron.

Finalmente, otra vez fueron dispersados por las tempestades y el
viento los echó a diversos lugares, donde fue a hallarlos Pedárito, que
había quedado en Eritras, quien trajo después por tierra a Mileto la
gente de a pie que tenía, que eran unos quinientos hombres; los cuales
procedían de las tripulaciones de los cinco barcos de Calcideo, que los
dejó allí con equipos y armas.

Después que estos llegaron, volvieron a ir a Astíoco algunos lesbios,
ofreciendo otra vez entregar la ciudad y la isla; lo cual comunicó a
Pedárito y a los quiotas, diciéndoles que esto no podía dejar de servir
y aprovechar para su empresa; que si la cosa en efecto se realizaba,
los peloponesios tendrían más amigos, y si no, resultaría gran daño
para los atenienses. Mas como viese que no querían consentir, y que
el mismo Pedárito se negaba a darle los buques de los de Quíos, tomó
consigo los cinco trirremes corintios y uno de Mégara, además de los
suyos que de Laconia había traído, volvió a Mileto, donde tenía el
principal cargo, y muy enojado dijo a los de Quíos que no esperasen de
él ayuda alguna en ninguna ocasión en que pudiera dársela.

Después fue a tomar puerto a Córico, donde se detuvo algunos días.

Entretanto la armada de los atenienses partió de Samos, fue a Quíos y
se colocó al pie de un cerro que estaba entre el puerto y ellos, de tal
manera que los que estaban en el puerto no lo advirtieron, ni tampoco
los atenienses sabían lo que los otros hacían.

Mientras esto sucedía, Astíoco supo por cartas de Pedárito que algunos
eritreos habían sido presos en Samos y después libertados por los
atenienses y enviados a Eritras para hacer que su ciudad se rebelase.
Inmediatamente se hizo a la vela para volver allá, y no faltó mucho
para que cayese en manos de los atenienses. Mas al fin llegó en salvo,
y halló a Pedárito que también había ido por la misma causa. Ambos
hicieron gran pesquisa sobre aquel caso, y cogieron a muchos que eran
tenidos por sospechosos. Pero informados de que en aquel hecho ninguna
cosa mala había habido, sino que se había realizado por el bien de la
ciudad, les dieron libertad y se volvieron el uno a Quíos y el otro a
Mileto.

Durante esto los buques atenienses que pasaban de Córico a Argino
encontraron tres naves largas de los de Quíos, y al verlas las
siguieron, y comenzaron a darles caza hasta su puerto, a donde
con grandísimo trabajo se salvaron a causa de la tormenta que les
sobrevino. Tres barcos de los atenienses que los siguieron hasta dentro
del puerto se anegaron y perecieron con todos los que dentro iban. Los
otros buques se retiraron a un puerto que está junto a Mimante, llamado
Fenicunte, y de allí fueron a Lesbos, a donde se rehicieron con nuevas
fuerzas y aprestos.

En este mismo invierno el lacedemonio Hipócrates, con diez barcos de
Turios, al mando de Dorieo, hijo de Diágoras, uno de los tres capitanes
de la armada, y con otros dos, uno de Laconia y otro de Siracusa,
pasó del Peloponeso a Cnido, cuya ciudad estaba ya rebelada contra
Tisafernes.

Cuando los de Mileto supieron la llegada de aquella armada, enviaron la
mitad de sus buques para guardar la ciudad de Cnido, y para custodiar
algunas barcas que iban de Egipto cargadas de gente, que mandaba
Tisafernes, ordenaron que fuesen los barcos que estaban en la playa de
Triopio, que es una roca en el cabo de la región de Cnido, sobre la
cual hay un templo de Apolo.

Sabido esto por los atenienses, que estaban en Samos, capturaron los
buques estacionados en Triopio, que eran seis, aunque las tripulaciones
se salvaron en tierra, y de allí fueron a Cnido. Faltó poco para que
los atenienses la tomasen al llegar, porque ninguna muralla tenía.
Pero los de dentro se defendieron, y los lanzaron de allí. No por eso
dejaron de acometerles al otro día, aunque no hicieron más efecto que
el primero, porque las gentes que en la villa estaban habían empleado
toda la noche en reparar sus fosos, y la de los barcos que se habían
salvado en Triopio, aquella misma noche fueron allí. Viendo los
atenienses que ninguna cosa podían hacer regresaron a Samos.

En este tiempo fue Astíoco a Mileto, y halló su armada muy bien
aparejada de todo lo necesario, porque los peloponesios proveían muy
bien la paga de la gente de armas; los cuales además ganaron mucho
dinero en el saco que en Yaso hicieron. Por otra parte los milesios
estaban preparados a hacer todo lo posible.

Pero porque la última alianza que Calcideo había hecho con Tisafernes,
parecía a los peloponesios poco equitativa y más provechosa a
Tisafernes que a ellos, la renovaron y reformaron, conviniéndola
Terímenes de la manera siguiente:

«Artículos, conciertos y tratados de amistad entre los lacedemonios y
sus confederados y amigos de una parte, y el rey Darío y sus hijos, y
Tisafernes, de la otra.

»Primeramente todas las ciudades, provincias, tierras y señoríos que
al presente pertenecen al rey Darío, y que fueron de su padre y de sus
predecesores, le quedan libres, de suerte que los lacedemonios ni sus
amigos confederados puedan ir a ellas para hacer guerra ni daño alguno,
ni tampoco puedan imponer tributo de ninguna clase.

»Ni el rey Darío ni ninguno de todos sus súbditos podrán igualmente
hacer daño, ni pedir ni cobrar tributo en las tierras de los
lacedemonios y sus confederados.

»En lo demás, si algunas de las partes pretende algo de la otra, deberá
serle otorgado; de igual modo, la que hubiere recibido algún beneficio,
estará obligada a gratificar a la otra, cuando para tal cosa sea
requerida.

»Ítem, que la guerra que han comenzado contra los atenienses se acabe
comúnmente por las dichas partes; y que sin voluntad de la una, no la
pueda dejar la otra.

»Ítem, que toda la gente de guerra que se reclute en la tierra del
rey por su orden, sea pagada de su dinero. Y que si algunas ciudades
confederadas invadieran algunas de las provincias del rey, las otras
se lo prohibirán e impedirán con todo su poder. Por el contrario, si
alguno de los vasallos del rey, o alguno de sus súbditos, fuera a tomar
y ocupar alguna de las ciudades confederadas o su tierra, el rey los
estorbará y prohibirá con todo su poder.»

Después de haber tratado todo esto Terímenes, entregó sus barcos a
Astíoco, se fue y nunca más le vieron.

Encontrándose las cosas en este estado, los atenienses que habían
ido de Lesbos contra Quíos, teniéndola sitiada por mar y por tierra,
determinaron cercar de muro muy grueso el puerto de Delfinio, que era
un lugar muy fuerte por tierra, y tenía un puerto asaz seguro, no
estando muy lejos de Quíos. Esto aumentó el temor de los de Quíos,
muy asustados ya por las grandes pérdidas y daños que habían sufrido
a causa de la guerra y también porque entre ellos reinaba alguna
discordia, y se hallaban muy fatigados y trabajados por otros casos
fortuitos que les habían ocurrido, como el de que Pedárito hubiera
muerto al jonio Tideo con toda su gente por sospechar que tenía
inteligencias con los atenienses; por razón de lo cual, los ciudadanos
que quedaban reducidos a muy pequeño número, no se fiaban unos de
otros, y les parecía que ni ellos ni los soldados extranjeros que
había traído Pedárito, eran bastantes para acometer a sus enemigos.
Determinaron, pues, enviar mensajeros a Astíoco, que estaba en Mileto,
suplicándole les socorriese; y porque no lo quiso hacer, Pedárito
escribió a los lacedemonios cartas contra él, diciendo que obraba en
daño de la república.

De esta suerte tenían los atenienses cercada la ciudad de Quíos, y sus
buques, guarecidos en Samos, iban diariamente a acometer a los de sus
enemigos en Mileto. Pero viendo que no querían salir del puerto, se
volvían.



VII.

Victoria naval de los peloponesios contra los atenienses. -- Los
caudillos de los peloponesios, después de discutir con Tisafernes
algunas cláusulas de su alianza, van a Rodas y la hacen rebelar contra
los atenienses.


En el invierno siguiente, concluidos ya los negocios de Farnabazo
por mano de Calígito de Mégara, y de Timágoras de Cícico, pasaron
veintisiete buques del Peloponeso a Jonia, cerca del solsticio[23], al
mando del espartano Antístenes. Con él iban doce ciudadanos que los
lacedemonios enviaron a Astíoco para asistirle y ayudarle, y darle
consejo en los negocios tocantes a la guerra. Entre ellos, el más
principal era Licas, hijo de Arcesilao. Tenían orden de dar aviso a los
lacedemonios cuando llegaran a Mileto, y en todas las cosas proveer de
tal manera que todo estuviese como convenía en tal negocio. Enviarían
(si bien les parecía) los buques que habían llevado, o mayor número, o
menos, como el negocio lo exigiera, al Helesponto a Farnabazo, al mando
de Clearco, hijo de Ranfias, que iba en su compañía.

También tenían facultades, si les parecía que fuese bueno, para quitar
la gobernación y mando de la armada a Astíoco y dársela a Antístenes,
porque tenían sospecha de Astíoco por las cartas que Pedárito había
escrito contra él.

Partieron, pues, los veintisiete barcos de Malea, y hallaron junto a
Melos diez buques atenienses, de los cuales tomaron tres vacíos, que
quemaron; y temiendo que los otros, que escaparon, diesen aviso de
su llegada a los atenienses, que estaban en Samos (como sucedió), se
fueron hacia Creta.

Después de navegar bastante tiempo, llegaron al puerto de Cauno, que
está en tierra de Caria.

Pensando estar en lugar seguro, enviaron a decir a los que estaban en
Mileto, que no los fueran a buscar.

Mientras tanto los quiotas y Pedárito no cesaban de hacer instancias a
Astíoco para que fuese a socorrerlos, pues sabía que estaban cercados,
y no debía desamparar la principal ciudad de Jonia, la cual estaba
cercada por la parte de mar, y robada por la de tierra.

Decíanle además que en aquella ciudad había mayor número de esclavos
que en ninguna otra de Grecia, después de Lacedemonia, y por ser
tantos, les tenían gran miedo, y eran más ásperamente perseguidos que
en otra parte, con lo cual, estando el ejército de los atenienses junto
a la ciudad, y habiendo hecho sus fuertes, trincheras y alojamientos
en lugares seguros, muchos de los dichos esclavos huyeron, pasándose a
ellos; y como sabían la tierra, hicieron gran daño a los ciudadanos.

Con estas razones demostraban los quiotas a Astíoco que les debía
socorrer, y en cuanto pudiera, impedir que acabasen el cerco de
Delfinio, que aún no estaba concluido, porque después que lo estuviese,
los barcos de los enemigos tendrían allí más espacioso lugar para
guarecerse.

Viendo Astíoco las razones que le daban, aunque tenía resuelto no
ayudarles como se lo había dicho y afirmado al tiempo que se separó
de ellos, determinó socorrerlos. Pero avisado al mismo tiempo de la
llegada de los veintisiete barcos y de los doce consejeros a Cauno, le
pareció que sería cosa muy conveniente dejar todos los otros negocios
para ir a buscar los diez barcos, con los cuales sería dueño de la mar,
y traer los consejeros para que en completa seguridad le dijeran sus
opiniones. Prescindió, pues, de la navegación proyectada a Quíos, y fue
derecho a Cauno.

Al pasar cerca de Merópide, hizo saltar su gente en tierra y saqueó la
villa, la cual había sido arruinada por causa de un temblor de tierra
tan grande que no había memoria de otro mayor, y que no solamente
derribó los muros de la villa sino también la mayor parte de las casas.

Los ciudadanos, advirtiendo la llegada de los enemigos, huyeron, parte
de ellos a las montañas, y otra parte por los campos, de tal manera,
que los peloponesios tomaron todo lo que quisieron de aquella tierra,
llevándolo a sus barcos, excepto los hombres libres, que dejaron ir.

Desde allí fue Astíoco a Cnido, en donde al llegar, y cuando ordenaba a
su gente saltar a tierra, le avisaron los de la villa que cerca había
veinte naves atenienses al mando de Carmino, uno de los capitanes de
Atenas, que por entonces estaban en Samos, y a quien habían enviado
para espiar el paso de los veintisiete buques que iban del Peloponeso,
en busca de los cuales iba también Astíoco; y le habían dado los otros
capitanes comisión de costear el paso de Sime, de Calce, de Rodas y de
Licia, porque ya habían sido advertidos los atenienses que la armada de
los peloponesios estaba en Cauno.

Estando, pues, Astíoco avisado de esto, quiso ocultar su viaje y caminó
hacia Sime por ver si podría encontrar los dichos veinte buques. Mas
sobrevino un tiempo de aguas tan turbio y oscuro, que no los pudo
descubrir, ni menos aquella noche guiar, y tener los suyos en orden,
de tal manera, que al amanecer, los que estaban a la extrema derecha,
se hallaron a la vista de los enemigos, metidos en alta mar; y los que
estaban a la izquierda, iban aún navegando alrededor de la isla.

Cuando los atenienses los vieron, pensando que fuesen los que habían
estado en Cauno, y a los cuales iban espiando, los acometieron con
menos de veinte naves. Al llegar a ellos, al primer encuentro, echaron
a pique tres; y muchos de los otros los pusieron fuera de combate,
creyendo que tenían ya la victoria segura.

Mas viendo que había mayor número de buques de los que pensaban, y
que iban cercándoles en todas partes, comenzaron a huir; en cuya
huida perdieron seis de sus barcos, y los otros se salvaron en la
isla Teutlusa. De allí se fueron hacia Halicarnaso. Hecho esto, los
peloponesios volvieron a Cnido, y después que se unieron a los otros
veintisiete barcos que estaban en Cauno, fueron todos juntos a Sime,
donde alzaron un trofeo, y después volvieron a Cnido.

Los atenienses que estaban en Samos, al saber el combate ocurrido en
Sime, fueron con todo su poder hacia esta parte; y viendo que los
peloponesios que estaban en Cnido no se atrevían a acometerles, ni
siquiera a dejarse ver, tomaron todas las barcas y otros aparejos para
navegar que hallaron en Sime, y después volvieron a Samos.

En el camino saquearon la villa de Lórima que está en tierra firme.

Los peloponesios, habiendo juntado en Cnido toda su armada, hicieron
reparar y componer lo que era menester, y entretanto los doce
consejeros con Tisafernes fueron a buscarles allí, y hablaron de las
cosas pasadas; consultando entre sí si había algo de lo pasado que no
fuese bueno; y la manera de continuar la guerra con la mayor ventaja
posible para el bien y provecho, así de los peloponesios como del rey.

Licas sostuvo que los artículos de la alianza no habían sido
convenientemente hechos, pues decía no era justo que todas las tierras
que el rey o sus predecesores habían poseído, volvieran a su poder;
porque para ello sería menester que todas las islas, los locros y la
tierra de Tesalia y de Beocia quedaran nuevamente en su dominio; y que
los lacedemonios, por el mismo caso, en lugar de poner a los otros
griegos en libertad, los pusieran bajo la servidumbre de los medos,
por lo cual deducía que era necesario hacer nuevos artículos, o dejar
de todo punto su alianza; y que para obtener esto, no era menester que
Tisafernes pagase más sueldos.

Al oír Tisafernes esta proposición, quedó muy triste y despechado, y se
fue muy enojado y lleno de cólera contra los peloponesios, los cuales,
después de su partida, siendo llamados por algunos de los principales
de Rodas, fueron hacia allá pensando que con aquella ciudad ganarían
gran número de gente de guerra y buques, y que mediante su ayuda y la
de sus aliados, hallarían cantidad de dinero para sustentar su armada.

Partieron, pues, aquel invierno de Cnido con noventa y cuatro naves,
y arribaron cerca de Camiro, que está en la isla de Rodas, por lo
cual los de la ciudad y tierra, que no sabían nada de lo que se había
tratado, se asustaron de tal manera que muchos huyeron, dejando la
ciudad por no estar cercada de muros; mas los lacedemonios enviaron
por ellos y reunieron a todos, como también a los de Lindo y Yaliso,
persuadiéndoles para que dejasen la alianza y amistad de los atenienses.

Por esta causa la ciudad de Rodas se rebeló, y tomó el partido de los
peloponesios.

Un poco antes habían sido advertidos los atenienses que estaban en
Samos de que esta armada se encontraba ya en camino de Rodas, y
partieron todos juntos, esperando socorrerla y conservarla antes de que
se rebelase. Mas al llegar a la vista de sus enemigos, conociendo que
era ya tarde, se retiraron a Calce, y de allí a Samos.

Después que los peloponesios se fueron de Rodas, los atenienses
tuvieron con los rodios muchas escaramuzas y encuentros, y en su
compañía iban los de Samos, de Calce y de Cos.

Los peloponesios sacaron a la orilla, en el puerto de la ciudad, sus
naves, y estuvieron allí ochenta días sin hacer ningún acto de guerra;
durante cuyo tiempo cobraron treinta y dos talentos de los rodios.



VIII.

Siendo Alcibíades sospechoso a los lacedemonios, persuade a Tisafernes
para que rompa la alianza con los peloponesios y la haga con los
atenienses. -- Los atenienses envían embajadores a Tisafernes para
ajustarla.


Durante este tiempo, y antes de la rebelión de Rodas, después de la
muerte de Calcideo y de la batalla junto a Mileto, los lacedemonios
tuvieron gran sospecha de Alcibíades, de tal manera, que escribieron a
Astíoco le matase, porque era enemigo de Agis, su rey, y en lo demás
tenido por hombre de poca fe. Advertido de esto Alcibíades se unió
a Tisafernes, con el cual había hablado de cuanto sabía contra los
peloponesios, diciéndole todo lo que pasaba entre ellos; y siendo causa
de que este disminuyera el sueldo que pagaba a los soldados, y que, en
lugar de una dracma ática que les daba cada día, les diese tres óbolos,
y no más, y aun estos muchas veces no se los pagaba, por consejo del
mismo Alcibíades, diciendo que los atenienses entendían mejor lo
referente a la mar que ellos, y no pagaban a sus marineros y pilotos
sino este sueldo, que él no quería dar más; y no lo hacía, tanto por
ahorrar dinero ni por falta que tuviese de él, cuanto por no darles
ocasión a gastarlo mal y emplearlo en malos usos, haciéndose cobardes
y afeminados, pues lo demás de lo que les era necesario para sustentar
a los marineros lo gastarían en cosas superfluas, con lo que llegarían
a ser más cobardes y muelles. Añadía que lo que les suprimía de la
paga por algún tiempo, lo hacía para que no tuviesen intención de irse
y dejar los barcos, si no les debían nada, lo cual no osarían hacer
cuando sintiesen que les detenían alguna parte de su sueldo.

Para poder persuadir de esto a los peloponesios, había sobornado
Tisafernes, por consejo de Alcibíades, a todos los pilotos de los
buques y a todos los capitanes de las villas por dinero, excepto al
capitán de los siracusanos, Hermócrates: el único que resistía a todo
esto cuanto podía, en nombre de todos los confederados.

El mismo Alcibíades vencía con razones, hablando a nombre de Tisafernes
a las ciudades que pedían dinero para guardarse y defenderse. A los
de Quíos decía que debían tener vergüenza de pedir dinero, atento
que ellos eran los más ricos de toda Grecia y habían sido puestos en
libertad, y librados de la sujeción de los atenienses, mediante el
favor y ayuda de los peloponesios, no siendo justo demandar a las otras
ciudades que pusieran en peligro sus ciudadanos y sus haciendas y
dineros, por conservar la libertad de dicha ciudad.

En cuanto a las otras ciudades que se habían rebelado contra los
atenienses, aseguraba que tenían gran culpa en no querer pagar para
la defensa de su libertad lo que acostumbraban a dar a los atenienses
de impuesto y subsidio. Y aun decía más: que Tisafernes tenía razón
en ahorrar el dinero de aquella manera para sustentar los gastos de
guerra, a lo menos hasta que recibiese nuevas de si el rey quería
que el sueldo fuese pagado por entero o no; y si se lo mandaba pagar
por entero, hacerlo así, no habiendo por tanto falta de su parte,
prometiendo recompensar a las ciudades a cada una, según su estado y
calidad.

Además, Alcibíades aconsejaba a Tisafernes que procurase no poner fin a
la guerra, y que no hiciese venir los buques que estaban dispuestos en
Fenicia, ni tampoco los que había hecho armar en Grecia para juntarlos
con los del Peloponeso, porque, haciendo esto, los peloponesios serían
señores de la mar y de la tierra, siéndole más provechoso que los
entretuviese siempre en diferencias y guerras, porque por esta vía
siempre quedaba en su mano y poder excitar una parte contra la otra y
vengarse de la que le hubiese ofendido. Pero si permitía que una de las
partes fuese vencida y que la otra tuviese señorío en la mar y en la
tierra, no hallaría quien le ayudase contra ella, si le quería hacer
mal, y sería menester que él mismo, en tal caso, con grande daño y con
muy gran gasto, se expusiese solo al peligro, que más valía con poca
costa entretenerlas en diferencias, y de esta manera mantener su estado
con toda seguridad.

De esta suerte daba a entender a Tisafernes, que la alianza de
los atenienses sería mucho más provechosa al rey que la de los
lacedemonios, porque los atenienses no procuraban dominar por la
tierra; y su intención y manera de proceder en la guerra era mucho
más provechosa para el rey que la de los otros, por causa de que,
siendo sus aliados, sojuzgarían por mar y reducirían gran parte de
los griegos a su servidumbre, y los que habría en tierra, habitantes
en las provincias del rey, quedarían vasallos de este, es decir, lo
contrario de lo que pretendían los lacedemonios, quienes deseaban poner
a todos los griegos en libertad, porque no era de creer que ellos, que
procuraban librar a los griegos de la servidumbre de otros griegos,
quisiesen permitir que quedaran en la de los bárbaros. Por eso harían
lo necesario para poner en libertad a todos los que antes no lo habían
estado y que por entonces eran súbditos del rey.

Aconsejábale, pues, que dejase destruir y debilitarse unos a otros,
porque después que los atenienses hubiesen perdido gran parte de sus
fuerzas, los peloponesios tendrían tan pocas, que fácilmente los
echaría de Grecia.

Con estas persuasiones se avenía fácilmente Tisafernes con Alcibíades,
y conocía muy bien que este decía verdad, porque lo podía comprender y
conocer, por las cosas que cada día acontecían.

Siguiendo su consejo, pagó primeramente el sueldo a los peloponesios,
mas no les permitía que hiciesen la guerra, diciéndoles que era
necesario esperar los buques de los de Fenicia, que no tardarían en ir,
y hacía esto, cuando los veía muy preparados y revueltos a combatir. De
tal manera esterilizó la empresa y debilitó esta armada, que era muy
hermosa y grande, haciéndola inútil.

En otras ocasiones se declaraba más abiertamente con palabras, diciendo
que de mala gana hacía la guerra en compañía de los aliados: lo
manifestaba así por persuasión de Alcibíades, el cual juzgaba ser esto
lo más acertado y lo aconsejaba tanto al rey como a Tisafernes, cuando
se hallaba a solas con ellos.

Inspiraba esta conducta de Alcibíades principalmente el deseo que
tenía de volver a su tierra, lo cual esperaba alcanzar algún día, si
no quedaba del todo destruida, con tanto más motivo, si llegaba a
saberse que tenía grande amistad con Tisafernes, como se supo, porque
cuando los soldados atenienses que estaban en Samos entendieron su
familiaridad con Tisafernes, y que había ya tenido manera de hablar con
los más principales de Atenas y de exponer la conveniencia de que le
llamaran a los que tenían más autoridad en la ciudad, advirtiéndoles
que quería reducir la gobernación de ella a oligarquía, que es el mando
de corto número de hombres buenos, y haciéndoles entender que, por esta
vía, Tisafernes estrecharía más la amistad con él, la mayor parte de
los capitanes y pilotos de los barcos, y los otros más principales que
estaban en la armada, que sin excitaciones ajenas aborrecían el mando
popular llamado democracia, celebraron consejo, y después que el asunto
fue discutido en el campamento, al poco tiempo se divulgó en la ciudad
de Atenas.

Además de esto convinieron los que estaban en Samos, que algunos
de ellos fuesen a Alcibíades para tratar con él sobre este hecho,
como lo hicieron; el cual les prometió primero que los haría amigos
de Tisafernes, y después del rey con tal de que ellos mudasen la
democracia, que es gobernación popular, y la redujesen a oligarquía,
que es el mando y gobierno de pocos hombres buenos, como arriba se ha
dicho. Aseguraba que de esta manera el rey tendría mayor confianza en
ellos.

Los que fueron enviados ante él se lo concedieron fácilmente, porque
les parecía que de esta manera los atenienses podrían alcanzar la
victoria en esta guerra, como también porque ellos mismos, que eran los
principales de la ciudad, esperaban que el gobierno vendría a caer en
sus manos cuanto antes y porque muchas veces eran perseguidos por la
gente popular.

De vuelta a Samos, después que comunicaron y persuadieron de la cosa a
los que estaban en el campo, se fueron a Atenas y mostraron al pueblo
cómo llamando a Alcibíades, y poniendo el gobierno en las manos de
pocos buenos, a saber, de los más principales de la ciudad, tendrían
al rey de su parte, y les proveería de dinero para pagar su gente en
aquella guerra.

El pueblo al principio no condescendió; pero por el gasto que tenían
con la guerra y con el pago de las tropas, creyendo que el rey las
pagaría, aunque de mala gana, se vieron obligados a consentirlo.

A esto ayudaban mucho los que eran apasionados por el cambio, tanto por
el amor que tenían a Alcibíades, como por su provecho particular.

También daban a entender al pueblo todo lo que Alcibíades les había
dicho muy detalladamente sobre grandes y seguros proyectos.

Mas Frínico, que aún era capitán de los atenienses, no hallaba cosa
buena que cuadrase a sus propósitos y le parecía que Alcibíades, en
la situación en que se encontraba, no deseaba más la gobernación de
los principales, que el estado popular, siendo únicamente su propósito
amotinar la ciudad, esperando que por alguna de las partes sería
llamado y restituido en su estado: lo cual Frínico quería impedir de
todas maneras, tanto por su particular provecho, como por evitar la
división que habría en la ciudad.

Además no comprendía por qué el rey se quería apartar de la amistad
de los peloponesios para aliarse con los atenienses; viendo que los
peloponesios eran ya tan prácticos en la mar y de tanto poder como los
atenienses, y tenían muchas ciudades en las tierras del rey; porque de
juntarse con los atenienses, de quienes apenas se podría fiar, no le
había de suceder sino grandes gastos y trabajos, siéndole más fácil y
conveniente conservar la amistad con los peloponesios que en ninguna
cosa le habían ofendido.

Por otra parte, aseguraba saber que las otras ciudades, cuando
entendiesen que la gobernación de la democracia de Atenas era
transferida del pueblo a poco número de hombres buenos, y que también
por el mismo caso habían ellos de vivir de la misma manera, los que
estuvieran ya rebelados, no por eso volverían a la amistad y obediencia
de los atenienses; y los que no lo hubiesen hecho, no dejarían de
hacerlo, porque esperando recobrar su libertad, si los peloponesios
conseguían la victoria, no escogerían estar en la sujeción de los
atenienses, de cualquier manera que su estado se gobernase, ora fuese
por el mando del pueblo o por el de los principales ciudadanos.

Por otra parte, los que eran tenidos por nobles y por más principales,
consideraban que no tendrían menos trabajo estando la gobernación
en mano de pocos que cuando estaba en las de todo el pueblo; porque
también serían maltratados por los aficionados a tomar dádivas y
a corromperse, inventores de cosas malas por hacer su provecho
particular, temiendo que en el nuevo estado y bajo la autoridad de los
que tendrían este gobierno, pudieran ser los ciudadanos castigados
hasta con la pena de muerte, sin oír sus descargos, y sin el recurso de
apelar al pueblo, el cual castigaba tales violencias.

Esta era la opinión de las otras ciudades sujetas a obediencia de los
atenienses, las cuales lo habían conocido por experiencia; de todo lo
cual decía Frínico estar bien informado, y por esta causa no hallaba
cosa conveniente que cuadrase a lo que Alcibíades había propuesto.

No obstante todo esto, los que al principio fueron de opinión
contraria, no dejaron de perseverar en ella, y ordenaron enviar
comisionados a Atenas, entre los cuales fue Pisandro para proponer al
pueblo la restitución de Alcibíades en su anterior estado, y quitar la
democracia, es a saber, del estado popular.

Supo esto Frínico, y conociendo la manera como los mensajeros habían
de proponer la restitución de Alcibíades en su estado, y dudando que
el pueblo lo hiciese, y si lo hiciese que le pudiera sobrevenir algún
daño por la resistencia que había hecho a aquel proyecto, teniendo
Alcibíades la principal autoridad, acordó usar de un ardid, y fue
enviar secretamente uno de sus criados a Astíoco, capitán de la armada
de los peloponesios, que estaba aún en Mileto, al cual avisó por
carta de muchas cosas, y entre otras de como Alcibíades dañaba todos
los negocios de los peloponesios y trataba de hacer la alianza entre
Tisafernes y los atenienses. En la carta añadía que debían perdonarle
de lo que aconsejaba y advertía, por ser cosa grandemente perjudicial a
su ciudad y patria; pero que lo hacía para dañar a su enemigo.

Astíoco no hizo caso de la carta porque ya no tenía poder para castigar
a Alcibíades, puesto que no dependía de él; pero fue donde estaban
Tisafernes y Alcibíades, en la ciudad de Magnesia, y les certificó lo
que le habían escrito de Samos, denunciando a Frínico para congraciarse
con Tisafernes, por su provecho particular, como se sospechaba, y por
lo mismo no exigía con apremio la paga de los soldados que dilataba
Tisafernes.

Alcibíades tomó la carta de Frínico y la envió a los caudillos que
estaban en Samos, requiriéndoles y aconsejándoles que mataran a Frínico.

Avisado este, y viendo el peligro en que estaba, escribió otra vez
a Astíoco, quejándose de él por haber descubierto y dado la carta
a sus enemigos y proponiéndole otro partido, que era poner en su
poder todo el ejército que estaba en Samos, para que matase a todos,
dándole medios harto fáciles a causa de que la villa no tenía muro,
y se excusaba otra vez con él, diciendo que no por hacer esto o cosa
semejante le habían de tener por malo, pues lo hacía por evitar el
peligro en que estaba su vida, persiguiendo a sus mortales enemigos.

Este proyecto hízolo saber también Astíoco a Tisafernes y a Alcibíades,
por lo cual, avisado Frínico, suponiendo que en seguida enviaría
Alcibíades noticias a Samos sobre este asunto, se presentó a los
otros capitanes y les dijo cómo le habían advertido que los enemigos,
considerando que la ciudad no tenía muro, y que el puerto era tan
pequeño, que apenas cabían en él sus barcos, habían concertado atacar
el campamento, por lo cual era de opinión que debían inmediatamente
con gran diligencia construir los muros alrededor de la villa; y en lo
restante hacer buenas centinelas, y grandes guardias: añadiendo que por
la autoridad que tenía sobre ellos, como jefe, les ordenaba a hacerlo
así. Y lo hicieron de buena gana, tanto por evitar el peligro que les
amenazaba, como también para poder guardar la ciudad, y conservarla en
lo porvenir.

Poco después llegaron las cartas de Alcibíades a los otros capitanes
de la armada, dándoles aviso de lo que trataba Frínico, y de cómo les
quería entregar a los enemigos, los cuales no tardarían mucho en ir a
acometerles. Mas los capitanes y los otros que lo escucharon, dieron
a ello poca fe, antes juzgaban que lo que escribía era por enojo,
y que calumniaba a Frínico, suponiendo que tenía inteligencia con
los enemigos, de cuyos proyectos Alcibíades estaba bien informado,
anunciándolos con seguridad de acierto; por esta causa, las cartas de
Alcibíades no dañaron a Frínico, antes encubrieron lo que este había
escrito a Astíoco.

No por eso cesó Alcibíades de persuadir a Tisafernes para que hiciese
amistad con los atenienses, a lo cual con mucha facilidad accedió este,
porque ya le inspiraban temor los lacedemonios, por ser más poderosos
en la mar que los atenienses.

No cesaba, pues, Alcibíades de ganar autoridad con Tisafernes, para que
le diese crédito y fe; y mucho más después que entendió la diferencia
que había habido entre los embajadores lacedemonios en Cnido, a causa
de los artículos de la alianza hecha por Terímenes; diferencia
ocurrida antes que los peloponesios fueran a Rodas.

Aun antes de esto había Alcibíades hablado a Tisafernes de lo que
arriba hemos dicho, dándole a entender que los lacedemonios procuraban
poner todas las ciudades griegas en libertad. Sobrevino después el
discurso de Licas, a los reunidos en Cnido, donde dijo que no se debía
aceptar, ni mantener, ni guardar el artículo del tratado de alianza,
en que se decía que el rey debía ser puesto en posesión de todas las
ciudades que él y sus predecesores habían dominado; discurso que
confirmaba la opinión de Alcibíades, el cual, como hombre que pretendía
grandes cosas, procuraba por todas las vías posibles mostrarse
aficionado a Tisafernes.

En este tiempo, los mensajeros enviados con Pisandro por los
atenienses que estaban en Samos, a la ciudad de Atenas, al llegar
allí, propusieron al pueblo lo que se les había encargado, tocando
sumariamente los puntos más principales, con especialidad el de que,
haciendo lo que les demandaban, podrían tener al rey de su parte, y
con su auxilio alcanzar la victoria contra los peloponesios. Siendo
lo que pedían, como antes se dijo, llamar a Alcibíades, y cambiar la
forma de gobierno del pueblo, se opusieron los de la ciudad con grande
instancia, tanto por la afición que tenían al régimen popular como
por la enemistad con Alcibíades, y decían que sería cosa exorbitante
restablecer en su primera autoridad al que había violado las leyes,
contra el cual los Eumólpidas y los Cérices[24] que pronunciaban
las cosas sagradas habían llevado el testimonio de la corruptela y
violación de sus ceremonias, y reconociéndose culpado Alcibíades se
desterró voluntariamente. Añadían que después los ciudadanos se habían
obligado por sus votos y ruegos a todas las iras y execraciones de los
dioses si le volvían a llamar.

Viendo Pisandro la multitud de los que le contradecían, iba donde
estaba la mayor parte de ellos, tomándoles por las manos a los unos
y a los otros, preguntándoles si tenían alguna esperanza de victoria
contra los peloponesios por otra vía, puesto que poseían tan numerosa
armada como ellos, y gran número de las ciudades de Grecia en su
alianza. Además, el rey y Tisafernes les proveían de dinero, mientras
los atenienses no lo tenían ya ni podían esperar tenerlo, sino de
parte del rey. Todos a quienes preguntaba le respondían que no veían
otro remedio. Entonces él les replicó que esto no se podía hacer si no
reformaban el gobierno y estado de la ciudad, y lo entregaban a corto
número de hombres buenos, cosa que el rey deseaba para estar más seguro
de la ciudad.

Por estas razones persuasivas de Pisandro, el pueblo, que al principio
había hallado la mudanza de estado y gobernación cosa extraña,
entendiendo, por lo que proponía Pisandro, que no había otro remedio de
salvar el señorío de la ciudad, unos por temor, y otros por esperanza,
accedieron a que la gobernación fuese reducida a mando de pocos
ciudadanos buenos.

Hízose el decreto por el cual el pueblo dio encargo y comisión a
Pisandro, en compañía de otros diez ciudadanos, de presentarse a
Tisafernes y Alcibíades para hablar y acordar con ellos todo lo tocante
a esto en la manera que les pareciese ser más útil para la ciudad.

Por el mismo decreto Frínico, y su compañero Escirónides, fueron
privados del mando por causa de Pisandro, que les acusó. En lugar de
ellos fueron elegidos Diomedonte y León, enviados a la armada.

La acusación de Pisandro contra Frínico consistía en que había
entregado y sido traidor a Amorges, y que le parecía no era suficiente
para guiar las cosas que se habían de tratar con Alcibíades.

Pisandro organizó el régimen y gobierno como estaba antes que el
régimen popular fuese establecido, así tocante a las cosas de justicia
como a los que habían de administrarla, e hizo tanto, que el pueblo
todo junto consintió en quitar la democracia, que es el régimen popular.

En lo demás proveyó en todo lo que le pareció ser necesario para el
estado de las cosas presentes, y se embarcó con sus diez compañeros
para buscar a Tisafernes.



IX.

Derrotados los de Quíos en una salida que hicieron contra los
sitiadores atenienses, son estrechamente cercados y puestos en grande
aprieto. -- Las gestiones de Alcibíades para pactar alianza entre
Tisafernes y los atenienses no dan resultado. -- Renuévase la alianza
entre Tisafernes y los lacedemonios.


Al tomar el mando de la armada Diomedonte y León, la llevaron contra
Rodas: y viendo que los buques peloponesios estaban en el puerto, y lo
guardaban de manera que no podían entrar, fueron a desembarcar a otro
lugar, en el cual salieron sobre ellos los de Rodas, y los rechazaron.

Volvieron a embarcarse y fueron a Calce, y de allí, y también de Cos,
hacían más ásperamente la guerra a los rodios, y con mucha facilidad
podían ver si algunos barcos peloponesios pasaban por aquellos parajes.

En este tiempo el laconio Jenofántidas fue de Quíos a Rodas de parte de
Pedárito, diciendo a los lacedemonios que allí estaban que la muralla
que los atenienses habían levantado contra la ciudad de Quíos estaba
ya acabada, y que si toda la armada no iba muy pronto en socorro de
la ciudad, se perdería. Oído esto determinaron de común acuerdo ir a
socorrerla.

Entretanto Pedárito y los de Quíos salieron sobre las trincheras y
fuertes que los atenienses habían hecho alrededor de sus naves, con
tanto ímpetu y vigor que derribaron y rompieron parte de ellas, y
cogieron algunos barcos, pero acudiendo los atenienses en socorro de
su gente, los de Quíos se pusieron inmediatamente en huida. Pedárito,
queriéndolos contener y abandonado de todos los que estaban cerca de
él, fue muerto, y gran número de los de Quíos con él, cogiendo los
atenienses muchas armaduras.

Con motivo de esta pérdida fue la ciudad mucho más estrechamente
cercada que antes, así por mar como por tierra, y juntamente con esto
tenía grande necesidad de víveres.

Cuando Pisandro y sus compañeros se reunieron con Tisafernes,
comenzaron a tratar de la alianza, porque Tisafernes temía más a los
peloponesios que a ellos, y quería (siguiendo el consejo de Alcibíades)
que continuara la lucha para debilitar más las fuerzas de los
beligerantes.

Tampoco estaba seguro del todo Alcibíades de Tisafernes, y para
probarlo propuso condiciones tales que no se pudieran aceptar, lo que
a mi parecer deseaba Tisafernes con diversos fines, pues tenía miedo a
los peloponesios, y no osaba buenamente apartarse de ellos.

Alcibíades, viendo que Tisafernes no tenía deseo de convenir la
alianza, tampoco quería dar a entender a los atenienses que carecía de
influencia para hacerle condescender, antes deseaba hacerles entender
que lo tenía ya ganado, pero que ellos eran la causa de romperse las
negociaciones porque le hacían muy cortos ofrecimientos.

Para lograr su objeto les pidió en nombre de Tisafernes, por el cual
hablaba en su presencia, cosas tan grandes y tan fuera de razón, que
era imposible otorgarlas, a fin de que nada se conviniera. Pedía
primeramente, toda la provincia de Jonia con todas las islas adyacentes
a ella, y concediéndolo los atenienses a la tercera junta que tuvieron,
por mostrar que tenían mucha autoridad con el rey, les demandó que
permitiesen que este hiciera barcos a su voluntad, y con ellos fuese a
sus tierras con el número de gente y tantas veces cuantas quisiese. A
esta exigencia no quisieron los atenienses acceder, pero viendo que les
pedían cosas intolerables, y considerándose engañados por Alcibíades,
partieron con grande enojo y despecho, y se volvieron a Samos.

Tisafernes en este invierno fue otra vez a Cauno, con intención de
juntarse de nuevo con los peloponesios, y hacer alianza con las
condiciones que él pudiese, pagándoles el sueldo a su voluntad, a
fin de que no fuesen sus enemigos y temiendo que si los peloponesios
se veían obligados a dar batalla por mar a los atenienses, fuesen
vencidos por falta de gente, puesto que la mayor parte no había sido
pagada, o no quisieran combatir, desarmando los barcos, consiguiendo
de esta manera los atenienses lo que deseaban, sin su ayuda, o porque
sospechaba y temía que, por cobrar su paga, los soldados peloponesios
robasen y saqueasen las posesiones del rey que estaban cerca, en tierra
firme. Por estas razones, y por conseguir su fin, que era mantener a
los beligerantes en igual fuerza, habiendo hecho ir a los peloponesios,
les entregó la paga de la armada y convino el tercer tratado con ellos
en esta forma.

«El tercer año del reinado del rey Darío, siendo Alexípidas éforo de
Lacedemonia, fue hecho este tratado en el campo de Menandro entre los
lacedemonios y sus aliados de una parte, y Tisafernes, Hierámenes, y
los hijos de Farnaces de la otra, sobre los negocios que interesan a
ambas partes.

»Primeramente que todo lo que pertenece al rey en Asia, quede por suyo
y pueda disponer a su voluntad.

»Que ni los lacedemonios ni sus aliados entrarán en las tierras del rey
para hacer daño en ellas, ni por consiguiente, el rey en las tierras
de los lacedemonios y sus aliados. Y si alguno de estos hiciese lo
contrario, los otros se lo prohibirán e impedirán. Lo mismo hará el rey
si alguno de sus súbditos invadiera las tierras de los confederados.

»Que Tisafernes pague el sueldo a las tripulaciones de los buques que
están al presente aparejados, esperando que los del rey vengan: y
entonces los lacedemonios y sus aliados paguen los suyos a su costa si
quisieren, y si tienen por mejor que Tisafernes haga el gasto, estará
obligado a prestarles el dinero, que le será devuelto una vez terminada
la guerra, por los mismos aliados y confederados.

»Que cuando los barcos del rey lleguen, se junten con los de los
aliados y todos hagan la guerra contra los atenienses el tiempo que le
pareciese bien a Tisafernes y a los lacedemonios, y a sus confederados.
Si creyeran mejor apartarse de la empresa, que lo hagan de común
acuerdo y no de otra manera.»

Tales fueron los artículos del tratado, después de lo cual Tisafernes
procuró con gran diligencia hacer ir los barcos de Fenicia, y cumplir
todas las otras cosas que había prometido.

Casi en el fin del invierno los beocios tomaron la villa de Oropo y con
ella la guarnición de atenienses que estaba dentro, logrando esto con
acuerdo de los de la villa y de algunos eretrieos, y con esperanza de
que después harían rebelar Eubea, porque estando Oropo en tierras de
Eretria que tenían los atenienses, necesariamente la pérdida de ella
había de ocasionar gran daño y perjuicio a la ciudad de Eretria, y a
toda la isla de Eubea.

Después de esto los eretrieos enviaron mensaje a los peloponesios que
estaban en Rodas, para hacerles ir a Eubea: pero porque el negocio de
Quíos les parecía más urgente y necesario, por el apuro en que la villa
estaba, no acudieron a esta empresa y partieron de allí para socorrer a
Quíos.

Al pasar cerca de Oropo vieron los trirremes de los atenienses que
habían partido de Calce, y que estaban en alta mar, pero por ir a
diversos viajes, no acudieron los unos contra los otros, siguiendo cada
cual su rumbo, a saber: los atenienses a Samos, y los peloponesios a
Mileto, pues conocieron muy bien que no podían socorrer a Quíos sin
batalla.

Entretanto llegó el fin del invierno y el de los veinte años de la
guerra que Tucídides ha escrito.

Al comienzo de la primavera, el espartano Dercílidas fue enviado con
pequeño número de tropas al Helesponto para hacer rebelar la villa de
Abido contra los atenienses, la cual es colonia de Mileto.

Por otra parte, los de Quíos, viendo que Astíoco tardaba tanto en ir a
socorrerles, viéronse obligados a combatir por mar con los atenienses,
yendo a las órdenes del espartano León, que eligieron por capitán
después de la muerte de Pedárito, en el tiempo en que estaba Astíoco en
Rodas, a donde fue con Antístenes desde Mileto.

Tenían doce buques extranjeros que fueron en su socorro, cinco de
Turios, cuatro de los siracusanos, uno de Anea, otro de Mileto, otro de
León, y treinta y seis de los suyos.

Salieron todos los que eran para pelear, y fueron a acometer la
armada de los atenienses animosamente, habiendo escogido un lugar muy
ventajoso para ellos.

Fue el combate áspero y peligroso de una parte y de otra: en el cual
los de Quíos no llevaron lo peor, mas sobrevino la noche separándolos y
volvieron los quiotas dentro de la villa.

En este tiempo cuando Dercílidas llegó a Helesponto, la villa de Abido
se le rindió y la entregó a Farnabazo.

Dos días después la ciudad de Lámpsaco hizo lo mismo, de lo cual
advertido Estrombíquides, que estaba delante de Quíos, fue de súbito
con veinticuatro naves atenienses para socorrer y guardar aquel paraje:
entre estos barcos había algunos construidos para transporte de tropas,
en los que iban hombres de armas.

Llegado a Lámpsaco, y habiendo vencido a los habitantes que salieron
contra él, tomó en seguida la villa por no estar amurallada, y después
de haber restablecido a los hombres libres fue a Abido. Mas viendo que
no tenía esperanza de tomarla ni aprestos para cercarla, se dirigió
desde allí a la ciudad de Sesto, situada en la tierra del Quersoneso,
enfrente de Abido, la cual los medos habían poseído algún tiempo, y
en ella puso numerosa guarnición para defensa de toda la tierra de
Helesponto.

Por causa de la partida de Estrombíquides, los de Quíos se hallaron más
dueños de la mar con los milesios, y sabiendo Astíoco el combate naval
que estos de Quíos habían librado contra los atenienses, y el viaje de
Estrombíquides, mostrose tan animado y seguro, que fue con solo dos
naves a Quíos, donde tomó todas las que halló, llevándolas consigo. De
allí se dirigió a Samos, y viendo que los enemigos no querían salir a
combatir, porque no se fiaban mucho los unos de los otros, volvió a
Mileto.



X.

Gran división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de
ella, y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de
su república, que les causó gran daño y pérdida.


Las cuestiones entre los atenienses empezaron entonces por el cambio de
gobierno en la ciudad que privó del mando al pueblo, dándolo a cierto
número de hombres buenos.

Cuando Pisandro y sus compañeros volvieron a Samos, pusieron el
ejército que allí estaba a sus órdenes, y muchos de los samios
amonestaban a los más principales de la villa para que tomasen la
gobernación de ella en su nombre, pero muchos otros querían mantener el
estado y mando popular, por lo cual sobrevinieron grandes divisiones y
escándalos entre ellos.

También los atenienses que estaban en el ejército, habiendo consultado
el negocio entre ellos, y viendo que Alcibíades no tomaba la cosa a
pecho, determinaron dejarle y que no le volvieran a llamar, porque les
parecía que cuando fuera a la ciudad no sería suficiente, ni bastante
para tratar los negocios bajo el régimen de la aristocracia, que es
gobernación de pocos buenos, antes era cosa conveniente que los que
estaban allí, puesto que de su estado se trataba, dijeran la manera
cómo se había de guiar este negocio, especialmente cómo se proveería
sobre el hecho de la guerra.

Para esto cada cual, liberalmente, se ofrecía a contribuir con su
propio dinero y con otras cosas necesarias, conociendo que ya no
trabajaban por el común provecho sino por el interés particular.

Por esta causa enviaron a Pisandro, y la mitad de los embajadores que
habían negociado con Tisafernes, a Atenas, para ordenar allí en los
negocios, y les dieron comisión de que por todas las ciudades por donde
pasasen de las que obedecían a los atenienses, pusiesen el gobierno de
la aristocracia, que es el de poco número de los mejores y principales.

La otra mitad de los embajadores se esparció, y fueron cada uno a
diversos lugares para hacer lo mismo.

Ordenaron a Diítrefes, que estaba entonces en el cerco de Quíos, fuese
a la provincia de Tracia, que le había sido dada para ser gobernador de
ella.

Partió este del cerco, y al pasar por Tasos quitó la democracia; es
decir, el régimen popular, y entregó la gobernación a pocos hombres
buenos; pero cuando se ausentó de la ciudad, la mayor parte de los
tasios, habiendo cercado su villa de muros, poco más de un mes después
de la partida de Diítrefes, se persuadieron unos a otros, diciendo
que no tenían necesidad de gobernarse por el mando de los que los
atenienses les habían enviado, ni de vivir sometidos a lo que estos
ordenaran, antes esperaban que dentro de muy poco tiempo volverían
a su prístina libertad con el favor de los lacedemonios, porque los
ciudadanos que habían sido desterrados de su ciudad, se refugiaron
en Lacedemonia, y procuraban con todo su poder que enviasen los
lacedemonios sus barcos de guerra y que la villa se rebelase.

Sucedioles de la misma manera que lo tenían previsto y deseado: la
ciudad sin daño alguno fue puesta en su libertad, y la gente popular
que les había sido contraria, fue sin escándalo privada del gobierno.

A los que eran del partido de los atenienses, a quienes Diítrefes había
dado la gobernación, ocurrió todo lo contrario de lo que pensaban.

Lo mismo sucedió en muchas otras ciudades sujetas a los atenienses,
considerando, a mi parecer, que ya no había para qué tener miedo de los
atenienses, y que aquella manera de vivir bajo su obediencia, so color
de buena policía, no era a la verdad sino una servidumbre encubierta,
dando a entender que la verdadera libertad consistía en el régimen
democrático.

Cuanto a lo de Pisandro y sus compañeros que habían ido con él,
pusieron la gobernación de las ciudades por donde pasaron, en mano de
pocos buenos a su voluntad, y de algunas tomaron hombres de armas que
llevaron con ellos a Atenas, donde hallaron que sus cómplices y amigos
habían procurado y aun hecho muchas cosas conformes a su intención para
quitar el estado popular.

Un tal Androcles, que tenía grande autoridad en el pueblo, y había
sido de los primeros en pedir la expulsión de Alcibíades, fue muerto
por conspiración secreta de algunos mancebos de la ciudad, y por dos
causas: la primera por su grande influencia en el pueblo; y la segunda,
por ganar y alcanzar gracia y amistad con Alcibíades; pues pensaban que
sería restituido en su autoridad, esperando que traería a Tisafernes al
bando ateniense.

Con iguales fines y de la misma manera hicieron matar a algunos que les
parecía ser contrarios a este negocio.

También hicieron entender al pueblo, con arengas y discursos
elocuentes, que por ninguna vía se había de dar sueldo sino a los que
servían en la guerra, y que, en la gobernación de los negocios comunes,
no habían de entender más de quinientos hombres, y estos de los que
eran poderosos para servir en las cosas públicas con sus personas y
bienes.

Al mayor número parecía muy honrosa esta mudanza, y aun los mismos
que habían sido causa de restablecer en su ser y estado el gobierno
popular, esperaban aún por este cambio tener autoridad, porque aún
quedaba la costumbre antigua de juntarse el pueblo y el Senado del
haba en todos los negocios[25], y de oír la opinión de todos, y de
seguir la mejor y más autorizada; pero ninguna se podía proponer sin la
deliberación del pequeño consejo que ejercería la autoridad. En este
consejo consultaban aparte todo lo que se debía proponer, conforme a
sus intentos; y cuando exponía su opinión ninguno osaba contradecirla
por el temor que tenían, viendo el grande número y autoridad de los
gobernadores.

Cuando alguno les contradecía, buscaban manera para matarle, y no se
perseguía ni encausaba a los homicidas, por lo cual el pueblo estaba en
tanto peligro y tenía tanto miedo, que ninguno osaba hablar, y a todos
les parecía que ganaban mucho callando, si no recibían otra incomodidad
o violencia.

Tanto mayor era su tribulación cuanto que imaginaban ser más grande el
número de los comprometidos en la conspiración de los que en realidad
había, porque huían de saber cuáles eran los conjurados y cómplices de
esta secta por lo difícil de conocerse todos en una población numerosa,
y también porque unos no sabían la intención de otros, y no osaban
quejarse uno a otro, ni descubrir su secreto, ni tratar de vengarse
secretamente.

La sospecha y desconfianza era, pues, tan grande en el pueblo, que no
osaban confiarse a sus conocidos y amigos, dudando que fuesen de la
conspiración, porque había en ella hombres de quienes jamás se creyera.
Por esta razón no se sabía de quién fiarse en el pueblo, y la mayor
seguridad de los conjurados consistía principalmente en esta general
desconfianza.

Llegando, pues, Pisandro y sus compañeros en esta época de turbación,
acabaron muy a su placer y en poco tiempo su empresa. Primeramente
les hicieron consentir que se eligiesen diez secretarios, los cuales
tuviesen plena autoridad para manifestar al pueblo lo que acordaran
poner en consulta por el bien de la ciudad en un día determinado.
Llegado el día, y reunido el pueblo en un campo, donde estaba edificado
el templo de Neptuno, a diez estadios de la ciudad, no propusieron
otra cosa los dichos decemviros sino que era muy necesario respetar la
libre opinión de los atenienses donde quiera que la expusieran, y que
cualquiera que impidiese, injuriase o estorbase esta libertad, sería
con todo rigor castigado.

Después fue pronunciado el siguiente decreto:

«Que todos los magistrados de nombramiento popular fuesen quitados,
no pagándoles sus sueldos, y que se eligiesen cinco presidentes, los
cuales nombrarían después cien hombres, y cada uno de ellos escogería
otros tres que serían, en suma, cuatrocientos; los cuales, cuando se
reunieran en consejo o asamblea, tendrían amplia y cumplida autoridad
de ordenar y ejecutar lo que viesen que era para el bien y provecho de
la república. Además reunirían los cinco mil ciudadanos cuando bien les
pareciese.»

Este decreto lo pronunció Pisandro, el cual así en esto como en las
otras cosas, hacía de buena gana todo lo que entendía que aprovechaba
a suprimir y abrogar el gobierno popular. Pero el decreto había sido
mucho tiempo antes imaginado y consultado por Antifonte, persona de
gran crédito, pues no había en aquel tiempo ninguna otra en la ciudad
que le excediese en virtud, y que además era muy avisado y prudente
para hallar y aconsejar expedientes en los negocios comunes. Junto
con esto tenía mucha gracia y elocuencia en decir y proponer, y con
todo ello jamás iba a la junta del pueblo, ni a otra congregación
contenciosa si no le llamaban. Por eso el pueblo no tenía de él
sospecha, estimándole a pesar de la eficacia y elegancia de sus
palabras, hasta el punto de que no queriendo entremeterse en los
negocios, cualquier hombre que tuviese necesidad de él, ora fuese en
materia judicial, o con la asamblea del pueblo, se tenía por dichoso y
muy favorecido si podía contar con su consejo y defensa.

Cuando el régimen de los cuatrocientos fue quitado, y se procedió
contra los que habían sido principales autores, siendo acusado como los
demás, defendió su causa, y respondió a mi parecer mejor que nunca lo
hizo hombre alguno, de que yo me acuerde.

A este régimen popular se mostraba también muy favorable Frínico por
el miedo que tenía a Alcibíades, que había sabido todo lo que él trató
con Astíoco, estando en Samos, y le parecía que no volvería a Atenas
en tanto que la gobernación de los cuatrocientos durase; Frínico era
estimado por hombre constante y esforzado en las grandes adversidades,
porque habían visto por experiencia que nunca se mostró falto de
esfuerzo y corazón.

También Terámenes, hijo de Hagnón, fue de los principales en acabar con
el régimen popular; y era hombre asaz suficiente, así en palabras como
en hechos.

Estando, pues, la obra dirigida por tan gran número de gentes de
entendimiento y autoridad, no es de maravillar que fuese llevada a
cabo, aunque por otra parte pareciese, y fuese a la verdad cosa muy
difícil privar al pueblo de Atenas de la libertad que había tenido, en
la cual había estado casi cien años, después que los tiranos fueron
expulsados[26].

Y no tan solamente había estado fuera de la sujeción de cualquier otro
pueblo extranjero, sino que aun más de la mitad de este tiempo había
dominado a otros pueblos.

Estando la junta del pueblo disuelta, después que aprobó este decreto,
los cuatrocientos gobernadores fueron introducidos en el Senado de esta
manera.

Los atenienses, por hallarse los enemigos situados en Decelia, estaban
de continuo en armas, unos en la guarda de las murallas y otros en la
de las puertas y otros lugares, según donde les destinaban. Cuando
llegó el día señalado para realizar el acto, dejaron ir a su casa, como
era de costumbre, a los que no estaban en la conjuración, y a los que
estaban en ella se les ordenó que quedasen, mas no en el lugar donde
hacían la centinela, y donde tenían sus armas, sino en otra parte
cercana, y que si viesen que alguno quería impedir o estorbar lo que se
hiciese, lo resistieran con sus armas si necesario fuese.

Los que recibieron orden para esto, eran los andrios, los tenios,
trescientos de los caristios y los de la ciudad de Egina, que los
atenienses habían hecho habitar allí.

Arregladas así las cosas, los cuatrocientos elegidos para la
gobernación, trayendo cada uno de ellos una daga escondida debajo
de sus hábitos, y con ellos ciento veinte mancebos para ayudarles
y hacerse fuertes si fuese menester, entraron todos juntos dentro
del palacio donde se reunía el Senado o el Consejo; cercaron a los
senadores que estaban en Consejo, los cuales, según costumbre, daban
sus votos con habas blancas y negras, y les dijeron que tomasen sus
pagas por el tiempo que habían servido en aquel oficio, y se fuesen;
cuyas pagas llevaban los cuatrocientos; y conforme salían de la cámara
del Consejo, les daban a cada uno lo que se le debía.

De esta manera se fueron del tribunal sin hacer resistencia alguna, y
sin que el público que quedaba allí, se moviese.

Entonces los cuatrocientos entraron y eligieron entre ellos tesoreros y
receptores; y hecho esto, sacrificaron solemnemente por la creación de
los nuevos oficiales.

De tal manera fue totalmente mudado el régimen popular, y revocado gran
parte de lo que había sido hecho el tiempo que duró, excepto no llamar
a los desterrados por encontrarse en el número de ellos Alcibíades.

En lo demás, los nuevos gobernadores hacían todas las cosas a su
voluntad, y entre otras, mataron a algunos ciudadanos, no muchos,
porque les estorbaban y juzgaban prudente deshacerse de ellos; a
algunos otros metieron en prisión, y a otros los desterraron.

Hecho esto, enviaron a Agis, rey de los lacedemonios, que estaba en
Decelia, un mensajero, dándole aviso de que querían reconciliarse con
los lacedemonios y haciéndoles entender que podría tener más seguridad
y confianza en ellos que en el pueblo variable e inconstante. Mas
pensando Agis que la ciudad no podía estar sin gran alboroto, y que el
pueblo no era tan sumiso que se dejase quitar fácilmente su autoridad,
y más si viese algún grande ejército de lacedemonios delante de la
ciudad; teniendo además en cuenta que el gobierno de los cuatrocientos
no era tan sólido y fuerte que se pudiese consolidar, no les dio
respuesta alguna tocante a su petición, antes hizo juntar en pocos
días gran número de gente de guerra en tierra del Peloponeso; y con
ellos y los que tenía en Decelia avanzó hasta los muros de la ciudad de
Atenas, esperando que se rendirían a su voluntad, así por la discordia
que había entre ellos, dentro y fuera de la ciudad, como por el miedo,
viendo tan gran poder a sus puertas; y si no lo quisiesen hacer, le
parecía que fácilmente podría tomar los grandes muros por fuerza, por
estar muy apartados y ser difícil su guarda y defensa.

Pero no se realizó lo que pensaba, porque los atenienses no promovieron
tumulto ni movimiento entre ellos, antes hicieron salir su gente de
a caballo, y parte de los de a pie, bien armados y a la ligera, los
cuales rechazaron inmediatamente a los que se habían acercado más a
los muros, y mataron muchos, cuyos despojos llevaron a la ciudad.

Viendo Agis que su empresa no había salido bien, volvió a Decelia; y
pasados algunos días, mandó volver los soldados extranjeros que había
hecho venir para esta empresa, y detuvo los que tenía primero.

No obstante todo lo pasado, los cuatrocientos le enviaron otra vez
comisionados para ajustar un convenio, y les dio buena respuesta;
de tal manera, que les persuadió para que enviasen embajadores a
Lacedemonia a fin de tratar de la paz conforme deseaban.

Por otra parte enviaron diez ciudadanos de su bando a los que estaban
en Samos, para darles a entender en contestación a otros muchos cargos
que estos hacían, que lo que había sido hecho al mudar el estado
popular, no era en perjuicio de la ciudad, sino para la salud de
ella; y que la autoridad no estaba en las manos de los cuatrocientos
solamente, sino también en la de cinco mil ciudadanos, y, por
consiguiente, como antes, en manos del pueblo, pues nunca en ningún
negocio que hubiese sido tratado en la ciudad así doméstico, y dentro
de la misma tierra, como fuera, se había reunido para ello número tan
grande como el de cinco mil hombres[27].

Esta embajada la enviaron los cuatrocientos a Samos desde el principio,
dudando que los que estaban allá de la armada no quisieran tener
por agradable esta mudanza, ni obedecer a su gobernación; y que el
daño y la discordia comenzase allá, siguiendo después en la ciudad
como sucedió, porque cuando se hizo este cambio en Atenas, se había
levantado cierto alboroto o sedición en la ciudad de Samos por la misma
causa y de esta manera.

Algunos samios, partidarios del gobierno democrático que había entonces
en la ciudad, por defenderlo, se sublevaron, y puestos en armas contra
los principales de la ciudad que querían usurpar la gobernación,
habían después mudado de opinión por persuasión de Pisandro cuando
llegó allí, y de los otros sus secuaces y cómplices atenienses que
allí se hallaron, y queriendo derrocar este régimen popular se habían
juntado hasta cuatrocientos, todos determinados a abolirlo y a echar
a los que ejercían el mando, pretendiendo ser ellos, y representar
a todo el pueblo. Mataron al principio un mal hombre y de mala vida
ateniense, llamado Hipérbolo, el cual había sido desterrado de Atenas,
no por sospecha ni miedo de su poder, ni de su autoridad, sino por
delito, y porque deshonraba a la ciudad[28]. Hicieron esto a excitación
de un capitán de los atenienses llamado Carmino, y de algunos otros
atenienses que estaban en su compañía, por consejo de los cuales
se gobernaban, y deliberaron proceder más adelante en favor de la
oligarquía.

Los ciudadanos, partidarios del gobierno democrático descubrieron esta
conjuración, principalmente a algunos capitanes que estaban al mando
de Diomedonte y de León, generales de los atenienses, muy estimados y
honrados por el pueblo, y opuestos a que la autoridad pasara a manos de
una oligarquía.

También la descubrieron a Trasíbulo y a Trasilo, capitán aquel de un
trirreme, y este de la gente de tierra que había en él; y también a los
hombres de guerra que conocían como partidarios del estado popular,
rogándoles y requiriéndoles que no los quisiese dejar maltratar por
los conjurados que habían jurado su muerte, ni tampoco desamparasen en
tal negocio a la ciudad de Samos, la cual perdería la buena voluntad
que tenía a los atenienses si los conjurados lograban mudar la forma de
gobernarse que había tenido hasta entonces.

Hechas estas declaraciones a los caudillos y capitanes, hablaron
particularmente a los soldados, persuadiéndoles para que no permitiesen
que la conjuración tuviera efecto. Primeramente trataron con la
compañía de los atenienses que tripulaban el buque _Páralos_, que eran
todos hombres libres y opuestos siempre a la oligarquía, aun antes
de que se tratara de establecerla, estando en buena reputación con
Diomedonte y León, de tal manera, que cuando estos hacían algún viaje
por mar, les daban de buena voluntad el cargo y la guarda de algunos
trirremes.

Reuniéndose, pues, todos estos con los de la villa, que eran del
partido democrático, dispersaron a los trescientos conjurados que se
habían alzado, de los cuales mataron treinta, y de los principales
autores desterraron a tres, perdonando a los otros, y restableciendo el
estado popular desde entonces en su primera autoridad.

Ejecutado esto, los samios y los soldados atenienses que estaban allí,
enviaron inmediatamente el trirreme _Páralos_, y al capitán del mismo,
llamado Quéreas, hijo de Arquéstrato, que les había ayudado en este
negocio, para advertir a los atenienses lo que se había hecho allí, no
sabiendo aún que la gobernación de la ciudad de Atenas se encontraba
ya en manos de los cuatrocientos, quienes al saber la llegada de aquel
barco hicieron prender a dos o tres de sus tripulantes, y a los demás
les metieron en otros barcos, enviándoles a ciertos lugares de Eubea,
de donde no podrían escapar. Quéreas, sabiendo a tiempo lo que querían
hacer, se escondió y se salvó. Después volvió a Samos, y contó a los
que estaban allí todo lo ocurrido en Atenas, dándoles a entender ser
las cosas mucho más graves de lo que eran.

Díjoles Quéreas que a todos los hombres partidarios del pueblo los
maltrataban y ultrajaban sin que hubiese persona que osase abrir
la boca contra los gobernadores; que no ultrajaban solamente a los
hombres, sino también las mujeres y niños, y que además estaban
resueltos a hacer lo mismo con cuantos había en el armada de Samos que
discrepasen de su voluntad, tomando sus hijos, mujeres y parientes
próximos, y haciéndoles morir si estos no cedían a su voluntad.

Muchas otras cosas les dijo Quéreas que eran falsedades; pero, al
oírlas los soldados, fueron tan despechados e inflamados de ira que
opinaron matar, no solamente a los que habían hecho el cambio de
régimen en Samos, sino también a todos los que lo habían consentido;
pero poniéndoles algunos de manifiesto, con objeto de apaciguarles,
que, haciendo esto, pondrían la ciudad en gran peligro de caer en
manos de los enemigos, que eran muy numerosos sobre el mar, y querían
acometerles, dejaron de realizarlo.

No obstante todo esto, queriendo establecer abiertamente el estado
popular en la ciudad, Trasíbulo y Trasilo, que eran los caudillos y
principales autores de esta empresa, obligaron a todos los atenienses
que estaban en la armada, y asimismo a los que desempeñaban el
gobierno oligárquico, a ayudar con todo su poder a la defensa del
régimen popular, y a seguir tocante a esto lo que aquellos capitanes
determinasen, y al mismo tiempo defender la ciudad de Samos contra los
peloponesios, tener a los cuatrocientos nuevos gobernadores de Atenas
por enemigos, y no hacer ningún tratado ni tregua con ellos.

El mismo juramento hicieron todos los samios que estaban en edad para
llevar armas, a los cuales los hombres de armas juraron también vivir y
morir con ellos en una misma fortuna, teniendo por cierto que no había
esperanza de salud, ni para ellos ni para los de la ciudad, antes se
tenían todos por perdidos si el estado de los cuatrocientos continuaba
en Atenas, o si los peloponesios tomaban la ciudad de Samos por fuerza.

En estos debates perdieron mucho tiempo, queriendo los soldados
atenienses que estaban en el ejército de Samos restablecer en Atenas el
régimen popular, y los que tenían el gobierno en Atenas obligar a los
de Samos a que hiciesen lo mismo que ellos.

Siendo todos los soldados de la misma opinión sobre esta materia,
destituyeron a los capitanes y a otros que ejercían cargo en el armada,
y eran sospechosos de favorecer el estado de los cuatrocientos, y en su
lugar pusieron otros.

De este número fueron Trasíbulo y Trasilo, los cuales exhortaban uno
en pos de otro a los soldados a ser constantes en este propósito, por
muchas razones que les mostraron, aunque la ciudad de Atenas hubiese
condescendido en la gobernación de los cuatrocientos.

Entre otras cosas, les decían que ellos que estaban en el ejército eran
en mayor número que los que se habían quedado en la ciudad, y tenían
más abundancia y facultad de todas las cosas que estos. Por tanto,
que teniendo los barcos en sus manos, y toda la armada de mar, podían
obligar a todas las ciudades súbditas y confederadas a contribuir con
dinero. Y si los echasen de Atenas, tenían aquella ciudad de Samos,
que no era pequeña, ni de escaso poder, mientras que quitadas a la
ciudad de Atenas las fuerzas de la mar, en las cuales pretendía exceder
a todas las otras, ellos eran harto poderosos para rechazar a los
peloponesios sus enemigos, si les fueran a acometer a Samos, como lo
habían hecho otra vez.

Y aun para resistir a los que estaban en Atenas, porque teniendo los
barcos en sus manos, por medio de ellos podrían adquirir provisiones en
abundancia, mientras los de Atenas carecerían de ellas, pues las que
habían tenido hasta entonces, que llevaban y desembarcaban en el puerto
del Pireo, debíanlas a la ayuda de la armada que estaba en Samos, de
la que no podrían valerse en adelante si rehusaban restablecer el
gobierno de la ciudad en manos del pueblo. Además, los que estaban
allí podrían estorbar mejor el uso de la mar a los que estaban en la
ciudad de Atenas, que no los de la ciudad a ellos. Lo que la ciudad
podía dar de sí misma para resistir a los enemigos era la menor parte
que se esperaba tener, y perdiendo esto no perdían nada, puesto que
no había más dinero en la ciudad que les pudiesen enviar, viéndose
obligados los soldados a servir a su costa.

No tenían en lo demás los de Atenas buen consejo, que es la única cosa
que obliga a guardarle obediencia a los ejércitos que están fuera;
antes habían grandemente errado, violando y corrompiendo sus leyes
antiguas; mientras ellos que estaban en Samos las querían conservar, y
obligar a los otros a guardarlas, porque no era de creer que los que
entre ellos habían sido autores de mejor consejo y opinión en este
asunto que los de la ciudad, fuesen en otros negocios menos avisados.

Por otra parte, si ellos querían ofrecer a Alcibíades la restitución
de su estado y llamarle, él haría de buena voluntad la alianza y
amistad entre ellos y el rey. Y aun cuando todos los recursos faltasen,
teniendo tan grande armada podrían ir a cualquier parte donde les
pareciese y hallasen ciudades, y ocupar tierras para habitar.

Con estas razones y persuasiones se exhortaban los unos a los otros, y
no cesaban de preparar con toda diligencia las cosas pertenecientes a
la guerra.

Entendiendo los diez embajadores enviados allí por los cuatrocientos,
que todas las cosas se habían divulgado entre el pueblo, callaron, y no
dieron cuenta del encargo que llevaban.



XI.

Sospechan de Tisafernes los peloponesios, porque no les daba el socorro
que les había prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los
atenienses de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos, que
empleaba en bien y provecho de su patria.


Los marinos peloponesios que estaban en Mileto murmuraban públicamente
contra Astíoco y contra Tisafernes, diciendo que lo echaban todo a
perder, Astíoco, porque no había querido combatir con su armada estando
debilitada en fuerzas la de los contrarios, y además cuando tenían
gran disensión entre sí, y sus barcos estaban diseminados en muchas
partes no les quería acometer, antes malgastaba el tiempo con pretexto
de esperar las naves que habían de ir de Fenicia, entreteniéndoles con
palabras, y queriendo de esta manera arruinarles con grandes gastos.

Añadían a esto que no pagaba por completo ni de continuo a la armada,
perdiendo con ello su crédito.

Decían, pues, que no eran necesarias más dilaciones, sino ir a acometer
a los atenienses, lo cual apoyaban los siracusanos con la mayor
instancia.

Advertido Astíoco, y los caudillos que estaban allí por las ciudades
confederadas, de estas murmuraciones, determinaron combatir, sabiendo
además que ya había gran revuelta en Samos. Reunieron todos los buques
que tenían, que resultáronles ciento veinte, y dos en Mícale: y de allí
avisaron y mandaron llamar a los que estaban en Mileto, ordenándoles
que marchasen por tierra. Los barcos de los atenienses eran ochenta y
dos que habían ido de Samos a la playa de Glauca en tierra de Mícale.

Téngase en cuenta que Samos está poco alejado del continente por la
parte de Mícale.

Al ver los barcos de los peloponesios venir contra ellos, se retiraron
a Samos, porque les parecía no ser bastante poderosos para aventurar
una batalla, de la cual dependería toda su fortuna, y porque tenían
entendido que los enemigos iban con grande voluntad de combatir.

Además esperaban a Estrombíquides, que estaba en el Helesponto, y
había de ir allí con las naves que había traído de Quíos a Abido; cosa
que mandaron hacer desde que se retiraron a Samos, y los peloponesios
vinieron a Mícale.

En este punto establecieron aquel día su campo, así con las gentes que
habían sacado de los barcos, como con los procedentes de Mileto, y
también con gentes de la tierra.

Al día siguiente, de mañana, habían determinado ir en busca de sus
enemigos a Samos, pero avisados de la llegada de Estrombíquides se
volvieron a Mileto.

Los atenienses deliberaron sobre ir a presentarles la batalla en dicho
punto, después de reforzados con los buques que llevaba Estrombíquides,
porque se reunieron entre todos ciento ocho, y así lo acordaron.

Después de su partida, los peloponesios, aun con tan hermosa y fuerte
armada, no se tenían por bastantes para combatir con los enemigos; y no
sabían, por lo demás, cómo podrían sustentar las tripulaciones, viendo
que Tisafernes no pagaba bien; por lo cual enviaron a Clearco, hijo de
Ranfias, capitán de cuarenta naves, para que lo notificara a Farnabazo,
atendiéndose a lo que les había sido mandado en el Peloponeso, y porque
Farnabazo les prometió pagar la armada.

Por otra parte, entendían que si iban a Bizancio, la ciudad se
rebelaría en su favor, por lo cual se puso Clearco a la vela con sus
cuarenta buques, saliendo a alta mar para no ser descubierto de sus
enemigos, pero le sorprendió una gran tormenta, de tal manera, que
sus buques fueron dispersados; parte de ellos, que seguían a Clearco,
llegaron a Delos, y los otros se volvieron a Mileto y después se
reunieron con Clearco, que fue por tierra al Helesponto.

Pero diez naves que habían llegado antes al Helesponto, hicieron
sublevar la ciudad a su voluntad.

Siendo después avisados los atenienses que estaban en Samos, enviaron
un número de buques para guardar el Helesponto, los cuales libraron
una pequeña batalla delante de Bizancio, a saber: ocho naves de ellos
contra otras tantas de los peloponesios.

Entretanto, los que eran caudillos de la armada de los atenienses,
principalmente Trasíbulo, el cual había siempre sido de parecer que
debían llamar a Alcibíades, aun después que el régimen de Atenas
fue mudado, en parte por intrigas de este, continuaba más firme en
dicho propósito y lo mostró por tal manera y persuadió de tal suerte
a los soldados que allí estaban, para que acordasen todos la vuelta
de Alcibíades, que fue el decreto concluido y escrito, perdonando a
Alcibíades, y llamándole a la ciudad.

Publicado este decreto, Trasíbulo fue a donde estaba Tisafernes, y
llevó a Alcibíades, que se encontraba con este, a Samos, esperando por
su medio atraer a Tisafernes a la amistad de los atenienses.

Estando Alcibíades en Samos, hizo juntar el pueblo, y expuso ante
él las grandes pérdidas y daños que había sufrido en su destierro.
Después habló muy animosamente de los negocios de la república, de
suerte que les infundió grande esperanza de recobrar el antiguo
poder, encareciéndoles en gran manera la influencia que tenía con
Tisafernes, a fin de que los que ejercían autoridad y mando en Atenas
tuviesen temor de él, y por esta vía sus conjuraciones e inteligencias
se deshicieran y amenguasen. También lo hizo para ganar con los que
estaban en Samos autoridad y prestigio, y para que, aumentando su
reputación, a los enemigos les inspirara más desconfianza Tisafernes, y
perdieran la esperanza de que les ayudase.

Decía a los atenienses que estaban en Samos, que Tisafernes le había
prometido dar el sueldo de los soldados, aunque hubiera de vender
cuanto tuviese, si podía tener seguridad de ellos hasta el fin de la
guerra, y que haría ir en su socorro los barcos fenicios que ya estaban
en Aspendo, en lugar de enviarlos a los peloponesios. Añadía que
para tener seguridad de ellos no les demandaba sino que recibiesen a
Alcibíades.

Habiéndose expresado en tales o semejantes palabras, los capitanes y
soldados le pusieron en el número de los caudillos de la armada, y le
dieron autoridad para mandar y ordenar en todas las cosas: y en efecto,
adquirieron tan grande confianza y esperanza en él, que ya no dudaban
de su salvación, ni de la caída de los cuatrocientos; estando todos
dispuestos desde entonces, bajo de la confianza de lo que les había
dicho, a ir al Pireo, sin cuidarse de los enemigos que encontraban
tan cerca de allí. Muchos pedían esto con grande instancia, pero no
lo quiso consentir Alcibíades, diciendo que no era cosa conveniente,
teniendo próximos los enemigos, ir al Pireo, y que pues le habían
dado la dirección de la guerra, y elegido por caudillo, proveería
con Tisafernes en todo: volvió, al partir de esta junta, a donde
Tisafernes se encontraba para mostrarles que quería consultar todas las
cosas con él; y al mismo Tisafernes dio a entender que tenía grande
autoridad entre los atenienses, y que era su caudillo, para que fuese
más estimado de él y entendiese por esta vía que le podría ayudar o
perjudicar. Y sucedió, en efecto, lo que pretendía, porque, por el
favor con Tisafernes, fue después muy temido de los atenienses; y del
mismo Tisafernes por el temor que a estos tenía.

Cuando los peloponesios que estaban en Mileto supieron el llamamiento
de Alcibíades, teniendo ya grande sospecha, comenzaron a hablar mal
de Tisafernes públicamente. Y a la verdad, porque rehusaron de ir
contra la armada que les presentó la batalla frente a Mileto, se había
enfriado Tisafernes para pagar el sueldo a la armada; juntamente con
esto Alcibíades trabajaba de tiempo atrás por hacerle quedar mal con
los peloponesios.

Esparcido este rumor entonces, los soldados que estaban en Mileto
comenzaron a juntarse por escuadras, como habían hecho antes, y a
producir grande alboroto, de tal manera, que algunos de entre ellos,
hombres de autoridad, diciendo que nunca habían cobrado la paga entera,
y que la poca que les daban nunca había sido de continuo, amenazaban,
si no los llevaban a alguna parte para combatir o para arriesgar la
vida, con dejar los buques. De todo esto culpaban a Astíoco, que, por
su particular provecho, había querido complacer a Tisafernes.

A esta murmuración y motín siguió una gran perturbación contra Astíoco;
porque los marineros de los siracusanos y de los turios, estando menos
sujetos que los otros, hicieron mayor instancia y con palabras más
sueltas, para que les dieran su paga, a los cuales Astíoco dio alguna
áspera respuesta y queriendo Hermócrates tomar la voz por su gente y
sustentar su querella, alzó un palo que tenía para darle.

Al ver esto los marineros y soldados siracusanos, corrieron con gran
ímpetu contra Astíoco, el cual se libró de ellos metiéndose en un
templo cercano, y de esta manera se salvó. Después, al salir de allí,
le prendieron.

Además de esto los milesios atacaron un castillo o baluarte que
Tisafernes había hecho allí, el cual tomaron echando a las gentes que
él había puesto de guarda, cosa que fue muy agradable a los otros
aliados, y también a los siracusanos.

A Licas le pesó, diciendo que los milesios y los otros que estaban bajo
el mando del rey, debían obedecer y complacer a Tisafernes en las cosas
que eran razonables, hasta que los negocios de la guerra estuvieran en
mejor orden. Por esta opinión y por otras muchas pruebas semejantes,
los milesios concibieron tan grande indignación contra él, que habiendo
después muerto de enfermedad, no quisieron consentir que su cuerpo
fuese enterrado en el lugar que los lacedemonios, que allí estaban,
habían ordenado.

Durante estas alteraciones, y estando en tales diferencias las gentes
de armas, Tisafernes y Astíoco, llegó a Mileto Míndaro, nombrado
general de la armada por los lacedemonios en lugar de Astíoco, quien,
después que dejó su cargo a Míndaro, volvió a Lacedemonia; y con él
envió Tisafernes, por embajador, uno de sus familiares natural de
Caria, llamado Gaulites, que sabía bien hablar las dos lenguas, griega
y persa, así para quejarse del ultraje que los milesios habían hecho
a él y a su gente como también para excusarse de lo que él sabía que
le acusaban, habiendo enviado mensajeros a Lacedemonia sobre esto, con
los cuales fue Hermócrates. Este afirmaba que Tisafernes y Alcibíades
estaban de acuerdo para destruir el poder de los peloponesios, porque
tenía de mucho tiempo atrás grande enemistad con Tisafernes, a causa
de la paga, y también porque, al llegar a Mileto los otros tres
caudillos de los buques siracusanos a saber, Pótamis, Miscón y Demarco,
Tisafernes le había hecho cargos en presencia de ellos y en malos
términos de muchas cosas, y, entre otras, la de que el rencor que tenía
contra él era porque no quiso darle cierta suma de dinero que le había
pedido.

Por esta causa se fueron Astíoco y los mensajeros de los milesios y
Hermócrates, de Mileto a Lacedemonia.

Alcibíades volvió, de donde estaba Tisafernes, a Samos, donde también
llegaron mensajeros de Delos, que los cuatrocientos gobernadores de
Atenas habían enviado allí para aplacar y apaciguar a los que estaban
en Samos.

Mas al principio, siendo por ellos reunido el pueblo, los hombres de
armas hicieron instancia para que no les diesen audiencia, antes con
grandes voces aseguraban que debían hacer pedazos a tales hombres,
pues querían destruir el régimen popular. A pesar de esto y después de
muchas palabras, con gran dificultad les oyeron en silencio.

Estos mostraron cómo la mudanza de régimen que había sido hecha,
no era en manera alguna para abatimiento de la ciudad, como daban a
entender; antes para su salvación y a fin de que no cayese en poder
de los enemigos, los cuales ya habían ido hasta junto a los muros de
Atenas. Por esto se había creído necesario elegir los cuatrocientos,
para ordenar la defensa, y los demás negocios de la ciudad con los
otros cinco mil, los cuales eran todos participantes en la resolución
de toda clase de asuntos; añadieron que no era verdad lo que Quéreas
aseguró, por envidia, de que habían desterrado y maltratado a los
hijos, parientes y amigos de los que estaban fuera, pues al contrario,
les dejaban todos sus bienes y casas, y en la misma libertad que
gozaban antes.

Después de estas disculpas y demostraciones, queriendo pasar adelante,
se lo impidieron los atenienses que allí estaban, a los cuales parecía
mal lo que decían, y comenzaron a expresar muchas y diversas opiniones.

El mayor número era de parecer que debían ir por mar al Pireo.

En esta discordia Alcibíades se mostró tanto o más amigo de la patria
que otro alguno. Porque viendo que los atenienses que estaban allí
querían ir contra los de Atenas, y conociendo que si aquello se
realizaba ocasionaría que los enemigos tomasen toda la tierra de
Jonia y del Helesponto, no lo quiso permitir, antes lo contradijo
con más vigor y energía que ningún otro, y por su autoridad impidió
esta navegación e hizo callar a los que habían dado voces contra los
mensajeros públicamente.

Después les ordenó volver a Atenas con esta respuesta: que en lo que
toca a los cinco mil hombres que se habían nombrado para ayuda de la
gobernación de la ciudad, no era de opinión que les privasen de estas
facultades, mas los cuatrocientos quería que se suprimiesen y que
fuese restablecido el Consejo de quinientos en la forma que estaba
antes. Y en lo tocante a lo que había sido hecho por los cuatrocientos,
de disminuir los gastos de la ciudad para atender a la paga de los
hombres de armas, lo hallaba muy bueno, y les exhortaba proveyesen
bien en los otros negocios de la ciudad y que no permitieran cayese
en poder de los enemigos; dándoles buena esperanza de aplacar las
diferencias, quedando la ciudad en su ser, sin que viniesen a las armas
unos contra otros, para lo cual era necesario que todos tuviesen gran
prudencia, porque si llegaban a la lucha los que estaban en la ciudad
contra los que estaban en Samos, cualquiera de ellos que alcanzara la
victoria no encontraría ya persona con quien hacer tratos o conciertos.

En esto llegaron embajadores de parte de los argivos, que ofrecieron
a los atenienses que allí estaban, ayuda y socorro contra los
cuatrocientos, para la defensa del régimen popular, a los cuales
Alcibíades agradeció mucho sus buenos ofrecimientos, y después
de haberles preguntado a ruego de quién iban con esta embajada y
respondido ellos que de nadie, les despidió amablemente.

Y a la verdad, no habían sido requeridos para ir. Pero enviados algunos
de los marinos del trirreme _Páralos_ por los cuatrocientos en un buque
de guerra, para ver lo que se hacía en Eubea y también para llevar tres
embajadores que estos cuatrocientos enviaban a Lacedemonia, y que eran
Lespodias, Aristofonte y Melesias, los tripulantes, cuando llegaron a
Argos, entregaron los embajadores presos a los argivos, acusándoles
de que habían sido los principales autores y cómplices para quitar el
régimen popular en Atenas, y después no volvieron a Atenas, sino que
embarcaron a los embajadores de los argivos y los llevaron en su buque
a Samos.

En ese mismo verano, Tisafernes, conociendo que los peloponesios tenían
mala opinión de él por algunas causas, entre ellas la restitución de
Alcibíades, y porque presumían tomaba el partido de los atenienses
para disculparse ante ellos de esta sospecha, se preparó a recibir a
los barcos fenicios que habían de ir; y para salirles al encuentro,
pues estaban en el puerto de Aspendo, mandó a Licas que fuese con él.
Mientras hacía el viaje, dejó por su lugarteniente a Tamos, uno de sus
capitanes, al cual dio encargo, según decía, de pagar el sueldo a los
marineros peloponesios.

Creyose después que no había ido a Aspendo con el referido objeto,
porque no hizo ir las naves, siendo cierto que entonces había allí
ciento quince todas aparejadas. Y aunque no se supiese en verdad la
causa de este viaje, porque no ordenó que se unieran a los peloponesios
aquellos barcos, no dejaron de formarse diversos juicios.

Unos presumían que hizo aquello por entretener los negocios de los
peloponesios, con esperanza de su vuelta, porque Tamos, al cual había
dejado para reemplazarle, no pagó mejor que él lo había hecho, sino
peor. Otros juzgaron que había ido a cobrar el dinero necesario para
pagar el sueldo de los fenicios al enviarlos. Otros presumían que
su objeto era borrar la mala opinión que los peloponesios tenían de
él, mostrándoles que deseaba sinceramente ayudarles, pues iba por la
armada, la cual ya se sabía que estaba aparejada.

Cuanto a mí, tengo por muy cierto, y la cosa es muy evidente, que no
quiso llevar los barcos, sino que lo fingió en este viaje, para que,
esperando su venida, los negocios de los griegos llegaran a la mayor
confusión, y no dando ayuda a ninguna de ambas partes, sino faltando
a entrambas, quedasen iguales y débiles. Porque es muy claro, que si
quisiera unirse de buena voluntad con los lacedemonios, estos hubieran
entonces alcanzado la victoria, pues en aquella sazón estaban tan
poderosos por mar como los atenienses.

La excusa que dio de no haber llevado los barcos, puso de manifiesto su
malicia y engaño, pues dijo que era porque los fenicios no habían dado
el número de buques que les había pedido a nombre del rey; de creer
es que hubiera satisfecho a este, conseguir el mismo objeto con menor
número y a menos coste.

Cualquiera que fuese su intención, los peloponesios enviaron por su
parte dos trirremes con él cuando fue al lugar de Aspendo, de los
cuales era caudillo un lacedemonio llamado Filipo.

Al saber Alcibíades la ida de Tisafernes, tomó trece trirremes de los
que estaban en Samos, y se fue hacia aquella parte, haciendo entender
a los atenienses de Samos que su ida aprovecharía en grande manera,
porque haría tanto que la armada que estaba en Aspendo vendría en
socorro, o no iría en ayuda de los lacedemonios, y se los aseguraba
conociendo, como era de creer, los deseos de Tisafernes por la larga
comunicación que había tenido con él, que eran no enviar la armada a
los peloponesios.

También lo decía con la intención de hacer al mismo Tisafernes más
sospechoso a los peloponesios, a fin de que después fuese obligado a
ponerse de parte de los atenienses; fue, pues, hacia donde estaba,
manteniéndose siempre en alta mar, hacia la parte de Fasélide y de
Cauno.



XII.

Divididos los atenienses por la mudanza en el gobierno popular de la
república, procuran restablecer algún acuerdo entre ellos.


En este tiempo, los embajadores que los cuatrocientos habían enviado a
Samos, de vuelta en Atenas, dieron cuenta del encargo que Alcibíades
les había dado, y que consistía en que ellos procurasen guardar
la ciudad y defenderse de los enemigos, que él tenía esperanza de
reconciliar a los que estaban en la armada de Samos y de vencer a los
peloponesios, cuyas palabras infundieron grande ánimo a muchos de los
cuatrocientos, que ya estaban enfadados y enojados de aquella forma de
gobierno, y de buena voluntad la hubieran dejado, de poderlo hacer sin
peligro.

Al saber los deseos de Alcibíades, todos de común acuerdo tomaron a
su cargo los negocios, nombrando a los dos hombres más principales
y más poderosos de la ciudad por sus caudillos, que eran Terámenes,
hijo de Hagnón, y Aristócrates, hijo de Escelias, y además de estos,
muchos otros de los más a propósito de los cuatrocientos, los cuales se
excusaban de haber enviado embajadores a los lacedemonios, diciendo que
lo habían hecho por el temor que tenían a Alcibíades y a los otros que
estaban en Samos, para que la ciudad no fuese ofendida.

Parecíales que se podría evitar que la gobernación cayera en manos
de pocos en número, si procuraban que los cinco mil que habían sido
nombrados por los cuatrocientos tuviesen el mando y la autoridad
efectivos y no de palabra, y que de esta manera el régimen se podría
reformar para el bien de la ciudad, del cual, aunque hiciesen siempre
mención en sus juntas, la mayor parte de ellos tiraba a su particular
derecho y a la ambición de su autoridad, esperando que, si destruían la
gobernación de los cuatrocientos, no quedarían solamente iguales a los
otros, sino superiores.

Además, en el régimen de gobierno popular, cada uno sufre mejor una
derrota de sus aspiraciones, porque los oficios se dan por elección del
pueblo, y le parece no haber sido desechado por sus iguales, cuando se
hace por todo el pueblo.

Y a la verdad, la autoridad que Alcibíades tenía con los que estaban en
Samos, dio grande esfuerzo a estos, y les parecía como que el estado
de los cuatrocientos no podía durar; cada uno de ellos se esforzaba en
adquirir entre el pueblo el mayor crédito que podía, para ser el mayor
en autoridad.

Los que eran principales entre los cuatrocientos trabajaban en
sentido contrario cuanto podían, y principalmente Frínico, el cual,
siendo el caudillo de los que estaban en Samos, había sido contrario
a Alcibíades; también Aristarco, que había sido siempre enemigo del
régimen popular, y lo mismo Pisandro, Antifonte y los otros que eran de
los más poderosos de la ciudad, los cuales, desde el tiempo que habían
tomado el cargo y aun después de la mudanza y revuelta que había
habido en Samos, enviaron embajadores propios a Lacedemonia, procurando
mantener la gobernación de la oligarquía con todo su poder, y hacían
levantar y disponer la muralla de Eetionea.

Después de la vuelta de los embajadores que habían enviado a Samos,
viendo que muchos de su partido mudaban de opinión, aunque los habían
tenido por muy constantes y determinados en el negocio, enviaron de
nuevo e inmediatamente a Antifonte y a Frínico con diez de su bando a
los lacedemonios, y les dieron comisión de hacer algún concierto con
ellos lo mejor que pudiesen, con tal que fuese tolerable. Hicieron esto
por el temor que tenían, así de los que estaban en Atenas, como de los
que se encontraban en Samos.

Cuanto a lo de la muralla que alzaban y reparaban a Eetionea, lo
hacían, como lo decía Terámenes y los que estaban con él, no tanto por
estorbar que los que estaban en Samos pudiesen entrar en el puerto del
Pireo, como por recibir el ejército de mar y de tierra de los enemigos
cuando quisiesen; por cuanto el lugar de Eetionea está a la entrada del
puerto del Pireo en figura o forma de media luna.

La muralla que hacían por la parte de la tierra hacia el lugar era de
tal manera fuerte, que con poca gente que estuviese en ella, podían
a su voluntad dejar entrar los barcos o impedirlo, porque el lugar
se juntaba con la otra tierra del puerto, que tiene la entrada harto
estrecha.

Además de estas obras que hicieron en Eetionea, repararon la muralla
vieja que estaba fuera del Pireo, del lado de tierra, y edificaron otra
nueva por dentro a la parte de la mar, y entre las dos hicieron grandes
trojes paneras, dentro de las cuales obligaron a todos los de la villa
a traer y meter el trigo que tenían en sus casas, y también todo lo que
traían por mar lo hacían allí descargar, y los que querían comprar,
necesitaban ir a hacerlo allí.

Estas cosas que los cuatrocientos hacían, a saber, las reparaciones
y provisiones para recibir a los enemigos, lo divulgaba ya Terámenes
antes que los postreros embajadores fuesen de parte de los
cuatrocientos a Lacedemonia. Mas después que volvieron sin conseguir
nada, él decía y publicaba más abiertamente que la muralla que habían
hecho sería causa de poner el estado de la ciudad en peligro.

Porque en este mismo tiempo llegaron allí cuarenta y dos barcos de
los enemigos, de los cuales una parte eran italianos y sicilianos que
venían del Peloponeso, de los que habían enviado a Eubea, y algunos de
los otros eran de los que dejaron en el puerto de Las, en tierra de
Laconia, de los cuales era capitán Agesándridas, hijo del espartano
Agesandro, de lo cual deducía Terámenes que ellos no habían llegado
allí, tanto por ir a Eubea, como por ayudar a los que construían la
dicha muralla de Eetionea, y que si no se hacía buena guarda habría
gran peligro de que tomasen al Pireo en llegando. Esto que decían
Terámenes y los que estaban con él, no era del todo mentira, ni dicho
por envidia; porque a la verdad, los que ejercían la oligarquía en
Atenas bien quisieran, si pudieran, gobernar la ciudad en libertad y
bajo su autoridad y poder mandar a los demás como representantes de la
cosa pública; pero si no pudiesen mantener y defender su autoridad,
estaban resueltos, teniendo el puerto, los buques y la fortaleza del
Pireo en sus manos, a vivir allí con seguridad, temiendo que si el
pueblo recuperaba el poder que tenía en el régimen democrático, fuesen
ellos de las primeras víctimas.

Y si no pudieran defenderse allí, antes de caer en las manos del pueblo
deliberaban meter dentro del Pireo a los enemigos, pero sin darles los
buques y fortalezas, y capitular con ellos en los negocios de la ciudad
lo mejor que pudiesen, con tal de que sus personas fuesen salvas.

Por estas causas y razones tenían buenas guardas en las murallas y a
las puertas; y en lo demás activaban cuanto podían la fortificación
de los lugares por donde los enemigos podían tener entrada y salida,
temiendo que los tomaran por sorpresa.

Todos estos proyectos y deliberaciones se hacían y comunicaban
primeramente entre pocos hombres. Mas después Frínico, vuelto de
Lacedemonia, fue herido en la plaza del mercado por uno de los que
hacían la centinela, de cuya herida murió al llegar a su casa; y
el que le hirió huyó. Un argivo, su cómplice, fue por orden de los
cuatrocientos preso y sometido a tormento, a pesar del cual no nombró
a nadie como autor del asesinato, y dijo no saber otra cosa, sino que
en casa del capitán de la guardia, y de otros muchos ciudadanos, se
juntaban a menudo muchas personas. Terámenes y Aristócrates, y los que
estaban en inteligencia con ellos, así de los cuatrocientos como otros,
continuaron con más calor su empresa. Cuanto más que la armada enemiga
que estaba en Las, habiendo tomado puerto y refresco en Epidauro, hacía
muchas salidas y robos en la tierra de Egina, por lo cual Terámenes
decía que no era de creer que si la armada quisiese ir a Eubea, viniera
a recorrer hasta el golfo de Egina, para después volver a Epidauro,
sino que había sido llamada por los que tenían y fortificaban al Pireo,
como siempre aseguró.

Por esta causa, después de muchas demostraciones hechas al pueblo para
amotinarle contra ellos, fue determinado ir a tomar Las por fuerza.

Cumpliendo su determinación los soldados que trabajaban en la
fortificación de Eetionea, de los cuales era capitán Aristócrates,
prendieron a uno de los cuatrocientos, que era del partido contrario,
llamado Alexicles y le pusieron guardas en su propia casa. Después
prendieron también a muchos, y entre otros a uno de los capitanes
que tenían la guarda de Muniquia, llamado Hermón. Esto fue hecho con
consentimiento de la mayor parte de los soldados.

Sabido esto por los cuatrocientos, que entonces se encontraban en
el palacio de la ciudad, excepto aquellos a quienes el régimen
oligárquico no agradaba, determinaron ponerse en armas contra Terámenes
y los que estaban con él. Mas él se excusaba diciendo que estaba
preparado y dispuesto para ir a Las a prender a los que hacían tales
novedades. Llevando consigo uno de los capitanes que era de su opinión,
se fue al Pireo, ayudándole Aristarco y la gente de a caballo.

Con este motivo levantose grande alboroto y tumulto, porque los que
estaban en la ciudad decían públicamente que el Pireo había sido tomado
ya, y muertos los que lo defendían, y los que estaban dentro del Pireo
pensaban que todos los de la ciudad iban contra ellos.

Tan grande fue el alboroto, que los ancianos de la ciudad tuvieron
harto que hacer deteniendo a los ciudadanos para que no se pusieran
todos en armas.

En esto trabajó grandemente con ellos Tucídides de Farsala; el cual,
habiendo tenido grande amistad y conversando con muchos de ellos, los
iba apaciguando con dulces palabras, demostrando y requiriéndoles que
no quisiesen poner la ciudad en peligro de perdición, teniendo tan
cerca a los enemigos que lo estaban aguardando. Con estas razones el
furor fue aplacado y se retiraron todos a sus casas.

Terámenes, que era del gobierno con los demás cuatrocientos, al llegar
al Pireo aparentó estar enojado contra los soldados; pero Aristarco y
los de su parte, que eran del bando contrario, estaban, a la verdad,
muy mal con ellos; los cuales no por eso dejaban de trabajar en su
obra, hasta que algunos demandaron a Terámenes si le parecía mejor
acabar la muralla o derribarla. Respondioles que si querían derrocarla
a él no le pesaría. Inmediatamente todos los que trabajaban y muchos
otros de los que estaban en el Pireo subieron sobre el muro, y en poco
tiempo lo arrasaron.

Hicieron esto para atraer el pueblo a su opinión, diciendo en alta voz
a los que estaban allí estas palabras:

«Quienes deseen que los cinco mil gobiernen y no los cuatrocientos,
deben ayudar a hacer lo que nosotros hacemos.»

Decían esto por no atreverse a declarar que pretendían restaurar el
régimen popular; antes fingían estar contentos con que los cinco mil
gobernasen, temiendo nombrar a alguno, por error, de los que pretendían
ejercer mando en el régimen popular y no fiándose unos de los otros,
cosa que admiraba a los cuatrocientos, quienes no querían que los cinco
mil tuviesen la autoridad, ni tampoco deseaban que fuesen depuestos,
porque haciendo esto era necesario volver al régimen popular; y
dándoles autoridad era casi lo mismo, ejerciendo el poder tan gran
número de hombres. Por esto no querían declarar que los cinco mil no
habían sido nombrados y este silencio tenía a las gentes con temor y
sospecha, así de una parte como de otra.

Al día siguiente los cuatrocientos, aunque algo turbados, se juntaron
en palacio.

De la otra parte, los que estaban en armas en el Pireo, habiendo
derribado la muralla y soltado a Alexicles que tenían preso, fueron
al teatro de Dioniso, es decir, de Baco, dentro del Pireo, y allí
tuvieron su consejo. Después de debatido sobre lo que debían de hacer,
acordaron ir a la ciudad, y dejar sus armas donde tenían por costumbre;
lo cual hicieron. Viéndoles desarmados fueron a ellos muchos ciudadanos
secretamente de parte de los cuatrocientos, acercándose a los que
conocían por ser más tratables, rogándolos que se mantuviesen en paz
sin hacer alboroto ni tumulto en la ciudad, e impidiendo que los otros
lo hiciesen.

Dijéronle que podían nombrar todos juntos los cinco mil que debían
ejercer la gobernación, y meter en este número a los cuatrocientos, con
el cargo y autoridad que a ellos pareciere, para no poner la ciudad en
peligro de venir a manos de los enemigos.

Con tales recomendaciones y consejos, que se hacían por diversas
personas en distintos lugares, y a diferentes hombres, el pueblo que
estaba en armas se apaciguó mucho, temiendo que su discordia fuese
para ruina y perdición de la ciudad. Y en efecto, fue acordado por
todos que en cierto día se había de verificar la junta general del
pueblo en el templo de Baco.



XIII.

Victoria de los peloponesios contra los atenienses cerca de Eretria.
-- El gobierno de los cuatrocientos queda suprimido y apaciguadas las
discordias.


Estando en el día señalado el pueblo junto en el templo de Baco,
antes que se propusiese alguna cosa, llegaron noticias de que habían
partido cuarenta y dos naves de Mégara para ir a Salamina al mando de
Agesándridas, lo cual pareció al pueblo ser en efecto lo que Terámenes,
y los que le seguían habían dicho antes, que la armada de los enemigos
vendría derecha a la muralla que se edificaba, y que por esta causa era
conveniente derribarla.

Sospechaban que Agesándridas se detendría de intento alrededor de
Epidauro y de los lugares circunvecinos, sabiendo la agitación en que
estaban los atenienses a fin de poner en ejecución alguna buena empresa
si veía oportunidad para ello.

Los atenienses al saber estas noticias corrieron al Pireo, temiendo la
guerra delante de su puerto más que si estuviera en otra parte lejana.
Por esta causa unos se lanzaron dentro de los barcos que estaban
aparejados en el puerto, otros aparejaban los que no estaban a punto, y
otros subían sobre los muros que estaban a la entrada del puerto para
defenderle.

Pero los buques peloponesios habiendo pasado de Sunio, tomaron su
camino entre Tórico y Prasias, y fueron a anclar en Oropo.

Los atenienses reclutaron inmediatamente los marineros que hallaron
dispuestos, como se acostumbra hacer en una ciudad que está en guerras
civiles, para impedir el gran peligro de los enemigos. Porque todo el
socorro que ellos recibían entonces era de Eubea.

Estando el lado de la tierra ya ocupado por los enemigos, enviaron a
Timócrates, con los buques que pudieron entonces armar, a Eretria.

Al llegar allí, teniendo en todo treinta y seis trirremes con los que
estaban antes en Eubea, viose obligado a combatir. Porque Agesándridas,
habiendo ya comido, partió de Oropo, y venía la vuelta de Eretria, que
dista de Oropo sesenta estadios por mar.

Viendo, pues, los atenienses que llegaba la armada de los enemigos
en orden de batalla contra ellos, enviaron inmediatamente sus naves,
pensando que los soldados les seguirían en seguida, pero estos estaban
esparcidos por toda la villa para hacer provisión de vituallas,
porque los ciudadanos habían maliciosamente encontrado manera de que
no llegasen provisiones para vender en la plaza, a fin de que los
soldados, ocupados en buscar provisiones por la villa, no pudiesen
embarcarse a tiempo, y los enemigos les cogieran descuidados. Además
habían convenido con los enemigos hacerles señal cuando viesen la
oportunidad de acometer los buques atenienses, lo cual hicieron. No
obstante todo esto, los atenienses que estaban en los barcos dentro del
puerto contuvieron un buen rato la fuerza de los enemigos, mas al fin
les fue forzoso huir, siguiéndoles los enemigos hasta la orilla del
mar, donde los que se refugiaron dentro de la villa, como en tierra de
amigos, fueron por los ciudadanos malamente muertos, mas los que se
retiraron a los lugares fuertes que los atenienses tenían, se salvaron,
y lo mismo los de los barcos que pudieron ir hasta Calcis, mas los que
no pudieron, que eran veinte y dos, fueron capturados con todos los que
estaban dentro, marineros y tripulantes, siendo unos muertos y otros
presos.

Por razón de esta victoria los peloponesios alzaron allí un trofeo,
y muy poco tiempo después pusieron toda la isla de Eubea en su
obediencia, excepto a Oreo que la poseían los atenienses, y ordenaron
su dominación en todos los lugares comarcanos.

Cuando la noticia de esta derrota llegó a Atenas, todo el pueblo se
asustó tanto y más que del mayor infortunio que antes les hubiese
ocurrido, porque aun cuando la pérdida que habían sufrido en Sicilia
fuese de grande importancia, y muchas otras que les habían ocurrido en
diversos tiempos, habiéndose rebelado el ejército que tenían en Samos,
y no contando con otros buques, ni gente para salir al campo, estando
ellos mismos por otra parte tan airados unos contra otros en la ciudad
que solo esperaban la hora de acometerse, y habiendo, después de tantas
calamidades y malandanzas, perdido de un golpe toda la isla de Eubea,
de la cual les llegaba más socorro que de su propia tierra de Atenas,
fuera cosa muy extraña no espantarse de ello.

Cuanto más que estando la isla tan próxima a la ciudad, temían en gran
manera que los enemigos, con el aliento que les daba aquella victoria,
viniesen entonces al Pireo; cuyo puerto, totalmente desprovisto
de naves, lo podían muy bien tomar si tuvieran ánimo para ello, e
igualmente acometer la ciudad, o a lo menos cercarla, la cual por esta
vía cayera en mayor desorden.

Si hacían esto, los que estaban en la armada de los atenienses en
Jonia, aunque fuesen contrarios a la gobernación de los cuatrocientos,
se verían obligados por su interés particular, y por la salud de su
ciudad, a abandonar la tierra de Jonia para ir en socorro de su patria;
de esta manera toda la tierra de Jonia, y del Helesponto, y las islas
que están en aquel mar alrededor de Eubea, es decir, todo el imperio y
señorío de los atenienses quedaría en poder de los enemigos.

Mas los lacedemonios en esto y en muchas otras cosas, fueron
ciertamente útiles a los atenienses, por la multitud y diversidad de
las gentes que tenían en su compañía, muy diferentes en voluntad y
manera de vivir, porque unos eran activos y diligentes, y otros tardíos
y descuidados, unos esforzados y otros temerosos. Especialmente para
los combates por mar estaban muchas veces en grande discordia, lo cual
resultó en provecho de los atenienses.

Esto se pudo bien conocer por los siracusanos, que siendo todos de un
acuerdo y de una voluntad hicieron grandes cosas y tuvieron señaladas
victorias.

Volviendo a nuestra historia, los atenienses habiendo sabido estas
nuevas, en vista de aquella gran necesidad y temor, armaron veinte
navíos, e inmediatamente se juntaron en el lugar de Pnix[29], donde
otras veces habían acostumbrado a juntarse, y en aquellas reuniones
acordaron destituir a los cuatrocientos y que la autoridad quedase en
manos de los cinco mil, de cuyo número fuesen todos los que pudieran
llevar armas y quisiesen servir de soldados sin sueldo ni ventaja,
y que cualquiera que lo hiciese de otra manera fuese maldito y
abominable. Muchas otras reuniones hubo después, en las cuales fueron
hechas diversas leyes tocantes a la administración de la república
y nombrados nomotetas[30]; de esta suerte me parece que hicieron
muchas cosas para el régimen de sus negocios y por el bien de la
ciudad, acabando las cuestiones que había entre ellos, a causa de la
gobernación popular, y estableciendo un orden moderado que fue causa
de que cesasen muchas y muy malas cosas que se hacían en la ciudad.
Ordenaron en lo demás que Alcibíades y los otros que estaban con él
fuesen llamados y que lo mismo se hiciera con los de Samos, a fin de
que viniesen para ayudar a poner en orden los negocios de la ciudad.

Entretanto Pisandro, Alexicles y algunos otros de los cuatrocientos,
se refugiaron a Decelia; mas Aristarco, que era su caudillo, sin otra
compañía, tomó cierto número de arqueros que estaban allí de los
bárbaros[31], y fue a Énoe, castillo que los atenienses tenían en las
fronteras de los beocios, y que los corintios habían cercado a causa de
algunos homicidios que los del castillo habían hecho en sus gentes. Con
los corintios había algunos beocios que servían como voluntarios.

Al llegar allí Aristarco trató con los corintios y beocios para
hacer rendirse a los defensores. Habló con los que estaban dentro,
haciéndoles entender que se habían convenido todas las otras cuestiones
entre los lacedemonios y los atenienses, entre ellas la de que
rindiesen el castillo a los beocios.

Al oír estas palabras y razones los que estaban dentro, que no sabían
lo que se había tratado, como hombres que estaban cercados, les dieron
fe, por ser, como era Aristarco, el principal de los cuatrocientos, y
se rindieron.

De esta manera cesó en Atenas la oligarquía; es a saber, la gobernación
a cargo de pocos escogidos, y con ella la sedición y división de los
ciudadanos.



XIV.

Las armadas de los atenienses y peloponesios van al Helesponto y se
preparan para combatir.


En esta misma época, los peloponesios que estaban en Mileto conocieron
claramente que eran engañados por Tisafernes, porque ninguno de
aquellos a quien él había mandado, cuando partió para ir a Aspendo, que
pagasen a los peloponesios su sueldo, les había dado nada, y además no
había noticia alguna de la vuelta de Tisafernes, ni de los barcos que
prometía traer de Fenicia; por el contrario, Filipo, que había ido con
él, escribía a Míndaro, capitán de la armada, que no tuviese esperanza
en los buques, y lo mismo había escrito un espartano llamado Hipócrates
que estaba en Fasélide.

Por esta causa, siendo los soldados solicitados o sobornados, y
apremiados por Farnabazo, el cual deseaba con el favor de la armada
de los peloponesios, hacer rebelar todas las villas que tenían los
atenienses en su provincia, como lo había hecho Tisafernes, Míndaro,
capitán de la armada, hizo liga con él, esperando que le iría mejor que
con Tisafernes.

Para hacer esto más secretamente, antes que los atenienses que estaban
en Samos lo supieran, con la mayor diligencia que pudo partió de Mileto
con setenta y tres trirremes e hizo rumbo hacia el Helesponto, a donde
aquel mismo verano habían ido otros doce, los cuales ejecutaron muchos
asaltos y robos en una parte del Quersoneso.

Estando en el golfo de Quersoneso, sobrevino una tormenta que le obligó
a acogerse a Ícaro, y allí estuvo esperando que la mar se sosegase para
después ir a Quíos.

En este tiempo Trasilo, que estaba en Samos, fue avisado de que Míndaro
había partido de Mileto, e inmediatamente partió con cincuenta
buques a toda vela para llegar el primero al Helesponto. Mas sabiendo
después que la armada de los enemigos estaba en Quíos, y pensando
que se detendría allí algunos días para tomar provisiones, metió sus
espías en la isla de Lesbos, y también en la tierra firme, que está en
frente de la isla, para que los enemigos no pudiesen pasar sin ser de
ello advertido; y él, con el resto de la armada, fue a Metimna, donde
hizo tomar harina y otras vituallas para ir de Lesbos a Quíos si los
enemigos se detuviesen allí algún tiempo.

También quería ir a la ciudad de Éreso, para recobrarla si pudiese,
porque se había rebelado contra los lesbios por intrigas de algunos
desterrados de Metimna, que eran de los principales de la ciudad,
los cuales, habiendo llamado de la ciudad de Cime hasta cincuenta
buenos hombres de sus amigos y aliados, y pagados trescientos soldados
de tierra firme al mando de un ciudadano de Tebas que ellos habían
escogido por la amistad y alianza que tenía con los tebanos, fueron por
mar derechos a Metimna pensando entrar por fuerza; pero su empresa no
tuvo efecto, porque habiendo entrado allí los atenienses que estaban
en Mitilene de guarnición, acudieron súbitamente en socorro de los
ciudadanos, y combatiendo contra estos desterrados, les obligaron otra
vez a salir de la ciudad de noche, yéndose a Éreso, donde hicieron por
fuerza que les recibiesen y se rebelase contra los mitilenios.

Llegado allí Trasilo con toda su armada, se preparaba para acometer la
villa; por su parte Trasíbulo, que había sido avisado en Samos de la
ida de los desterrados a Éreso, llegó también con cincuenta naves, y
además habían ido otros dos buques que estaban en Metimna, reuniéndose
en número de sesenta y siete, que llevaban gente e ingenios para tomar
a Éreso.

En tanto que esto pasaba, Míndaro, con los buques peloponesios,
habiendo hecho provisión de vituallas por espacio de dos días en Quíos,
y recibido la paga de sus soldados, que les dieron los de la villa;
es a saber, cuarenta y tres dracmas por cada uno, tres días después
desplegó velas, y por temor de encontrar los barcos que estaban en
Éreso, salió a alta mar, dejando la isla de Lesbos a mano izquierda, y
navegando cerca de tierra firme hasta llegar a la villa de Carteria,
que está en tierra de Focea, donde comió con su gente.

Después de comer pasaron a lo largo de la tierra de Cime, y fueron a
cenar a la villa de Arginusas, que está en tierra firme enfrente de
Mitilene.

Cuando hubieron cenado, navegaron la mayor parte de la noche, de tal
manera, que llegaron casi a mediodía a Harmatunte, villa en tierra
firme, frente a Metimna, donde comieron apresuradamente.

Después de comer, pasando cerca de Lecto, de Larisa, y de Hamáxito,
y de otros lugares de esta región, llegó a Reteo, donde comienza el
Helesponto, casi a media noche, parte de la armada, y la otra parte a
Sigeo, y a los otros puertos vecinos.

Los atenienses que estaban en Sesto con diez y ocho buques, viendo
que sus atalayas les hacían señales con fuegos, y lo mismo otros
muchos fuegos que hacían a la orilla de la mar, conocieron que los
peloponesios habían entrado en el golfo de Helesponto, y embarcáronse
aquella misma noche dirigiéndose por el Quersoneso hacia Eleunte,
pensando por esta vía evitar, y desviarse de la armada de los enemigos
y salir a alta mar; y en efecto, pasaron con tanta diligencia, que los
diez y seis buques que estaban en Abido no los vieron, aunque tenían
orden de los otros peloponesios para que los atenienses no pasasen sin
que ellos lo supieran.

Cuando apareció el alba vieron los barcos de Míndaro, y sin pérdida
de momento, se pusieron en huida, no saliendo todos a alta mar, antes
parte ellos se refugiaron en tierra firme, y algunos otros en Lemnos.
Cuatro de ellos que quedaron de los últimos, fueron presos cerca de
Eleunte con las gentes que estaban dentro, porque encallaron junto al
templo de Protesilao. También cogieron dos buques vacíos, porque los
que estaban dentro se salvaron, y quemaron otro vacío, que también
habían preso.

Hecho esto, y habiendo juntado, así de Abido como de otros lugares,
hasta ochenta y seis trirremes, fueron derechos a Eleunte, pensando
tomarla por la fuerza; mas viendo que no había esperanza de ello, se
dirigieron a Abido.

En este tiempo los atenienses, pensando que la armada de los enemigos
no podría pasar sin que lo supiesen, estaban siempre delante de
Éreso, y hacían sus preparativos para atacar la muralla. Mas cuando
supieron que los otros habían pasado, abandonaron el cerco, se fueron
con toda diligencia hacia el Helesponto para socorrer a sus gentes, y
encontraron dos buques peloponesios que habían seguido con demasiado
empeño a los otros atenienses, los cuales tomaron.

Al día siguiente de mañana llegaron a Eleunte, donde recogieron los
otros buques que habían escapado del encuentro de Imbros, refugiándose
allí, y por espacio de cinco días hicieron sus aprestos para el
combate; después de lo cual libraron la batalla en la forma siguiente:



XV.

Victoria de los atenienses contra los peloponesios en el mar del
Helesponto.


La armada de los atenienses desfilaba en dos hileras, y se extendía de
la parte de Sesto hacia tierra firme.

De la otra parte la de los peloponesios, viéndola venir, partió de
Abido para encontrarla, y desde que se vieron, advirtiendo una y otra
que les convenía combatir, se extendieron en la mar, a saber, los
lacedemonios, que tenían sesenta y ocho trirremes, se ensancharon desde
Abido hasta Dárdano. En la extrema derecha fueron los siracusanos; y
la izquierda, donde estaban los barcos más ligeros, la mandaba Míndaro.

Los atenienses se extendieron junto al Quersoneso, desde Ídaco hasta
Arrianos, contando entre todos noventa y seis trirremes, a cuya extrema
izquierda estaba Trasilo, y a la derecha Trasíbulo, y los otros
capitanes cada uno en el lugar que les fue dado.

Adelantáronse los peloponesios para combatir y acometer los primeros
por encerrar con su extrema izquierda la derecha de los atenienses si
podían, de tal manera que no se pudiesen ensanchar más en la mar: y que
los otros buques que ocupaban el centro fuesen obligados a replegarse
hacia tierra, que no estaba muy lejos.

Conociendo los atenienses que los enemigos los querían encerrar, les
acometieron con grande ánimo, y habiendo tomado el largo de la mar,
navegaban con más velocidad y presteza que los otros.

Por otra parte, su extrema izquierda había ya pasado el promontorio o
cabo que llaman Cinosema, el sepulcro del perro, por lo cual los barcos
que tenían en el centro de la batalla quedaron desamparados de los de
las puntas, corriendo mayor peligro por tener allí los enemigos mayor
número de buques, mejor armados y de más gente. Además el promontorio
de Cinosema se extendía a lo largo dentro en la mar, de suerte que los
que estaban en el golfo y seno de él, no veían nada de lo que se hacía
fuera.

Por esta causa, viendo los peloponesios a dichos barcos desamparados,
de tal manera cargaron sobre ellos, que los rechazaron hasta la tierra;
y creyendo segura la victoria, saltaron en gran número en tierra
para ir al alcance de los atenienses que no podían ser socorridos
por su gente, es decir, por los que estaban a la extrema derecha con
Trasíbulo, a causa de que los enemigos los apuraban mucho por ser en
gran cantidad mayor que los suyos el número de barcos que ellos tenían.

Tampoco de los que estaban a la izquierda con Trasilo les protegían,
porque no podían ver lo que estos hacían, a causa del promontorio que
estaba entre ellos; y también porque tenían harto que hacer resistiendo
a los trirremes siracusanos; y gran número de otros que los atacaban,
hasta que los peloponesios, viendo suya la victoria, comenzaron a
ponerse en desorden para seguir los buques de los enemigos cuando se
apartaban.

Entonces Trasíbulo, viendo a sus enemigos desordenados sin costear más
con los que estaban delante de él, embistió con grande ánimo y esfuerzo
contra ellos; de tal manera, que los puso en huida; y hallando a los
que le habían roto el centro de su línea de batalla, los infundió tan
gran pavor que muchos de ellos, sin esperar más, empezaron a huir;
visto lo cual por los siracusanos y los que estaban con ellos, a
quienes tenía ya en grande aprieto Trasilo, hicieron lo mismo que los
otros.

Toda la armada de los peloponesios se retiró de esta manera huyendo
hacia el río Midio, y de allí a Abido. Y aunque los atenienses no
cogieron muchos barcos de los enemigos, la victoria les vino muy a
punto, porque tenían gran temor a los peloponesios en el mar, a causa
de las muchas pérdidas que habían sufrido en la guerra naval y en otros
muchos lugares, contra ellos, sobre todo aquella de Sicilia.

Después de esta victoria cesó el temor que tenían a los peloponesios en
guerra marítima, y el miedo a la murmuración que había en su pueblo a
causa de esto.

Los trirremes que cogieron a los enemigos fueron los siguientes: ocho
de Quíos, cinco de los corintios, dos de los ambraciotes y otros dos de
los beocios. De los leucadios, lacedemonios, siracusanos y peleneos, de
cada uno, uno; y de los suyos perdieron quince.

Después de la batalla recogieron los náufragos y los muertos, dando a
los enemigos los suyos por acuerdo que hubo entre ellos y levantado el
trofeo en señal de victoria sobre el promontorio de Cinosema, enviaron
un buque mercante para hacer saber a los atenienses este triunfo.

Los ciudadanos que estaban en gran desesperación a causa de los males
que les habían sucedido, así en Eubea como en la misma ciudad, con las
sediciones, se tranquilizaron y tomaron en gran manera ánimo con esta
noticia, esperando poder aún alcanzar la victoria contra sus enemigos,
si sus negocios fuesen bien y con diligencia guiados.

Cuatro días después de aquella batalla, después de reparar con gran
diligencia sus naves, que quedaron muy destrozadas en Sesto, partieron
para ir a recobrar la ciudad de Cícico, que se había rebelado contra
ellos; y por el camino vieron ocho navíos peloponesios en el puerto
de Harpagio y de Príapo, que habían partido de Bizancio, a los que
acometieron y capturaron.

De allí fueron a Cícico, la tomaron fácilmente por no tener murallas, y
de los ciudadanos sacaron gran suma de dinero.

En este tiempo los peloponesios fueron de Abido a Eleunte, y tomaron
de las naves que tenían allí de los enemigos las que hallaron enteras,
porque los de la villa habían quemado gran cantidad. Además enviaron a
Hipócrates y a Epicles a Eubea, para llevar otras que allí estaban.

En esta misma sazón Alcibíades partió de Cauno y de Fasélide con
catorce barcos, y vino a Samos, haciendo entender a los atenienses
que allí estaban, que él había sido causa de que los barcos fenicios
no hubieran ido en ayuda de los peloponesios, habiendo atraído a
Tisafernes a la amistad y confederación de los atenienses muchos más
que antes.

Después, uniendo a los buques que llevaba otros nueve que halló allí,
fue a Halicarnaso, de donde sacó gran cantidad de dinero, cercó la
villa de muralla y volvió a Samos, casi en el principio del otoño.

Al saber Tisafernes que la armada de los peloponesios había partido de
Mileto para ir al Helesponto, salió de Aspendo, dirigiéndose a Jonia.

Entretanto, estando los peloponesios ocupados en los negocios del
Helesponto, los ciudadanos de Antandro (que es una villa de los
eolios), tomaron consigo cierto número de soldados en Abido, los
hicieron pasar por el monte Ida de noche, los metieron dentro de la
villa, y echaron de ella a los del persa Arsaces, el cual estaba allí
como capitán, puesto por Tisafernes, y trataba mal a los de la ciudad.
Además del mal trato, teníanle mucho miedo, por la crueldad que había
usado contra los delios; los cuales, cuando los echaron de la isla de
Delos los atenienses, se refugiaron, por motivos de religión y amistad,
en una villa cerca de Antandro, llamada Adramitio, y este Arsaces,
que les tenía algún rencor, disimuló el enojo y fingió con los más
principales quererse servir de ellos en la guerra y darles sueldo. Por
esta vía los hizo salir al campo y un día, estando comiendo, los cercó
con su gente, y mató a todos cruelmente a flechazos.

Por estas causas, y por no poder sufrir los tributos que les ponían,
los antandrios echaron a los persas de la villa, y Tisafernes se sintió
en gran manera ofendido, con tanto más motivo estándolo ya por lo que
habían hecho los peloponesios en Mileto y en Cnido, expulsando de ambas
poblaciones a los soldados del jefe persa. Y temiendo que le sucediese
peor, y sobre todo que Farnabazo los recibiese a su sueldo, y con su
ayuda hiciese con menos gasto, y en menos tiempo más efecto que había
podido hacer él contra los atenienses, determinó ir al Helesponto para
quejarse ante los peloponesios de los ultrajes que le habían sido
hechos.

También iba por excusarse y descargarse de lo que le culpaban,
principalmente en lo de las naves de los fenicios. Púsose en camino, y
llegado a Éfeso, hizo su sacrificio en el templo de Diana.

En el invierno venidero, después de este verano, finaliza el año
veintiuno de esta guerra.


FIN DEL TOMO II.



ÍNDICE GENERAL.


TOMO II.

LIBRO V. -- I. Los atenienses, al mando de Cleón, toman la ciudad de
Torone a los peloponesios. Viaje que el ateniense Féax hace a Italia
y Sicilia. -- II. Brásidas vence a Cleón y a los atenienses junto a
Anfípolis, muriendo ambos caudillos en la batalla. -- III. Ajustan
la paz los lacedemonios con los atenienses para sí y sus aliados, y
después pactan alianza, prescindiendo de estos. -- IV. La paz entre
atenienses y peloponesios no es observada. Corinto y otras ciudades
del Peloponeso se alían con los argivos contra los lacedemonios. --
V. Comunicaciones que recatadamente tienen atenienses y lacedemonios.
Hechos de guerra y tratados que en este verano se hicieron. -- VI.
Los lacedemonios se alían con los beocios sin consentimiento de los
atenienses, contra lo estipulado en el tratado de paz, y estos,
al saberlo, pactan alianza con los argivos, mantineos y eolios.
-- VII. Después de muchas empresas guerreras entre los aliados de los
lacedemonios y de los atenienses, estos, a petición de los argivos,
declararon que los lacedemonios habían quebrantado el tratado de paz
y eran perjuros. -- VIII. Estando los lacedemonios y sus aliados
dispuestos a combatir con los argivos y sus confederados delante de
la ciudad de Argos, los jefes de ambas partes, sin consentirlo ni
saberlo sus tropas, pactan treguas por cuatro meses, treguas que
rompen los argivos a instancia de los atenienses, y toman la ciudad
de Orcómeno. -- IX. Los lacedemonios y sus aliados libran una batalla
en Mantinea contra los atenienses y argivos y sus aliados, alcanzando
la victoria. -- X. Pactan primero la paz, y después la alianza, los
lacedemonios y los argivos. Hechos que realizan los lacedemonios y
los atenienses sin previa declaración de guerra. -- XI. Del sitio y
toma de la ciudad de Melos por los atenienses, y de otros sucesos que
ocurrieron aquel año.
                                                                       5

LIBRO VI. -- I. Trátase de la isla de Sicilia y de los pueblos que
la habitaban, y de cómo los atenienses enviaron a ella su armada
para conquistarla. -- II. Hechos de guerra ocurridos durante aquel
invierno en Grecia. La armada de los atenienses se apareja para
el viaje a Sicilia. -- III. Discurso de Nicias ante el Senado y
pueblo de Atenas para disuadirles de la empresa contra Sicilia.
-- IV. Discurso de Alcibíades a los atenienses aconsejándoles la
expedición a Sicilia. -- V. Discurso de Nicias a los atenienses
que, de nuevo y por medios indirectos, procura impedir la empresa
contra Sicilia. -- VI. Los atenienses, por consejo y persuasión
de Alcibíades, determinan la expedición a Sicilia. Dispuesta la
armada, sale del puerto del Pireo. -- VII. Diversas opiniones que
había entre los siracusanos acerca de la armada de los atenienses.
Discursos de Hermócrates y Atenágoras en el Senado de Siracusa, y
determinación que fue tomada. -- VIII. Discurso de Atenágoras a los
siracusanos. -- IX. Parte de Corcira la armada de los atenienses y es
mal recibida así en Italia como en Sicilia. -- X. Llamado Alcibíades
a Atenas para responder a la acusación contra él dirigida, huye al
Peloponeso. Incidentalmente se trata de por qué fue muerto en Atenas
Hiparco, hermano del tirano Hipias. -- XI. Después de la partida de
Alcibíades, los dos jefes de la armada que quedaron ejecutan algunos
hechos de guerra en Sicilia, sitiando Siracusa y derrotando a los
siracusanos. -- XII. Arenga de Nicias a los atenienses para animarlos
a la batalla. -- XIII. Los siracusanos, después de nombrar nuevos
jefes y ordenar bien sus asuntos, hacen una salida contra los de
Catana. Los atenienses no pueden tomar Mesena. -- XIV. Los atenienses
por su parte y los siracusanos por la suya envían embajadores a los
de Camarina para procurar su alianza. Respuesta de los camarineos.
Aprestos belicosos que los atenienses contra los siracusanos en este
invierno. -- XV. Discurso de Eufemo, embajador de los atenienses, a
los camarineos. -- XVI. Los lacedemonios, por consejo y persuasión
de los corintios y de Alcibíades, prestan socorro a los siracusanos
contra los atenienses. -- XVII. Los atenienses, preparadas las cosas
necesarias para la guerra, sitian Siracusa. Victorias que alcanzan
contra los siracusanos en el ataque de esta ciudad. Llega a Sicilia
el socorro de los lacedemonios.
                                                                      85

LIBRO VII. -- I. Entra Gilipo en Siracusa con el socorro de las
otras ciudades de Sicilia partidarias de los siracusanos. Pierde una
batalla y gana otra contra los atenienses. Los siracusanos y los
corintios envían una embajada a Lacedemonia pidiendo nuevo socorro
y Nicias escribe a los atenienses demandándoles refuerzos. -- II.
Lo que decía la carta de Nicias a los atenienses y lo que proveyeron
estos en vista de ella. -- III. Los peloponesios entran en tierra de
Atenas y cercan la villa de Decelia. Socorros que envían a Sicilia,
así los atenienses, como los peloponesios. -- IV. Siracusanos y
atenienses libran una batalla por mar en el puerto, y por tierra,
pretendiendo ambos haber alcanzado la victoria. Encuentros que
tuvieron después durante el sitio. -- V. Necesidades que sufría
Atenas por la guerra. Algunos tracios que fueron a servir a los
atenienses, y se volvieron por falta de paga, al regresar destruyen
la ciudad de Micaleso, y después son casi todos dispersados. -- VI.
Lo que hicieron los capitanes atenienses Demóstenes y Eurimedonte
en el camino cuando iban en socorro de los sitiadores de Siracusa.
Auxilio que reciben los sitiados. Batalla naval entre atenienses
y peloponesios junto a Naupacto. -- VII. Mientras Demóstenes y
Eurimedonte están en camino para reforzar a los atenienses que
sitian Siracusa, los siracusanos libran una batalla naval contra los
atenienses. -- VIII. Llegan Demóstenes y Eurimedonte al campamento
de los atenienses. Atacan de noche los parapetos de los siracusanos
junto a Epípolas y son rechazados con grandes pérdidas. -- IX.
Después de celebrar muchos consejos, deciden los atenienses levantar
el sitio de Siracusa, y al fin no lo hacen por una superstición. --
X. Logran los siracusanos nueva victoria naval contra los atenienses
y procuran encerrarlos en el puerto donde estaban. -- XI. Ciudades
y pueblos que intervienen en la guerra de Sicilia, así de una parte
como de otra. -- XII. Los siracusanos y sus aliados vencen de nuevo
en combate naval a los atenienses, de tal modo que no pueden estos
salvarse por mar. -- XIII. Después de la derrota parten los atenienses
de su campamento para ir por tierra a las villas y lugares de Sicilia
que seguían su partido. -- XIV. Los siracusanos y sus aliados
persiguen a los atenienses en su retirada y los vencen y derrotan
completamente.
                                                                     183

LIBRO VIII. -- I. Determinaciones de los atenienses, cuando supieron
la derrota de los suyos en Sicilia, para continuar la guerra contra
los peloponesios. La mayor parte de Grecia y el rey de Persia pactan
confederación contra los atenienses. -- II. Los de Quíos, de Lesbos
y del Helesponto piden a los lacedemonios que les envíen una armada
para resistir a los atenienses, contra los cuales querían rebelarse.
Orden que sobre esto fue dada. -- III. Algunos barcos de los
peloponesios son lanzados del puerto del Pireo por los atenienses.
Las ciudades de Quíos, Eritras, Mileto y otras muchas se rebelan
contra los atenienses, pasándose a los peloponesios. Primera alianza
entre el rey Darío y los lacedemonios. -- IV. Los de Quíos, después
de rebelarse contra los atenienses, hacen rebelar a Mitilene y a toda
la isla de Lesbos. Recóbranla los atenienses y también otras ciudades
rebeladas. Vencen a los de Quíos en tres batallas, y roban y talan
toda su tierra. -- V. Cercando los atenienses la ciudad de Mileto,
libran batalla contra los peloponesios, en la cual cada contendiente
alcanza en cierto modo la victoria. Sabiendo los atenienses que iba
socorro a la ciudad, levantan el sitio y se retiran. Los lacedemonios
toman Yaso. Dentro de ella estaba Amorges, que se había rebelado
contra el rey Darío, y lo entregan al lugarteniente de este rey.
-- VI. Cercada la ciudad de Quíos por los atenienses, Astíoco, general
de la armada de los peloponesios, no quiere socorrerla. Segundo
tratado de confederación y alianza con Tisafernes. -- VII. Victoria
naval de los peloponesios contra los atenienses. Los caudillos de los
peloponesios, después de discutir con Tisafernes algunas cláusulas
de su alianza, van a Rodas y la hacen rebelar contra los atenienses.
-- VIII. Siendo Alcibíades sospechoso a los lacedemonios, persuade a
Tisafernes para que rompa la alianza con los peloponesios y la haga
con los atenienses. Los atenienses envían embajadores a Tisafernes
para ajustarla. -- IX. Derrotados los de Quíos en una salida que
hicieron contra los sitiadores atenienses, son estrechamente cercados
y puestos en grande aprieto. Las gestiones de Alcibíades para
pactar alianza entre Tisafernes y los atenienses no dan resultado.
Renuévase la alianza entre Tisafernes y los lacedemonios. -- X. Gran
división entre los atenienses, lo mismo en Atenas que fuera de ella,
y en la armada que estaba en Samos, por el cambio de gobierno de
su república, que les causó gran daño y pérdida. -- XI. Sospechan
de Tisafernes los peloponesios porque no les daba el socorro que
les había prometido, y porque Alcibíades había sido llamado por los
atenienses de la armada, ejerciendo la mayor autoridad entre ellos,
que empleaba en bien y provecho de su patria -- XII. Divididos los
atenienses por la mudanza en el gobierno popular de la república,
procuran establecer algún acuerdo entre ellos. -- XIII. Victoria
de los peloponesios contra los atenienses cerca de Eretria. El
gobierno de los cuatrocientos queda suprimido y apaciguadas las
discordias. -- XIV. Las armadas de los atenienses y peloponesios van
al Helesponto y se preparan para combatir. -- XV. Victoria de los
atenienses contra los peloponesios en el mar del Helesponto.
                                                                     263



NOTAS.


[1] Décimo año de la guerra del Peloponeso. Tercero de la 89 olimpiada,
422 antes de la Era vulgar.

[2] Es decir, ver sus tierras estériles, sufrir los horrores del hambre
y comprar los víveres muy caros.

[3] Ciento ochenta mil pesetas: a razón de noventa pesetas cada mina.

[4] Decimosexto año de la guerra del Peloponeso. Primero de la 91
olimpiada, 416 años antes de la Era vulgar. Después del 15 de octubre.

[5] Unos cuatro kilómetros.

[6] Hoy Mesina.

[7] Un millón ciento veinte mil pesetas.

[8] Abril o mayo.

[9] Ciento treinta y cinco mil pesetas.

[10] En mayo.

[11] Una legua próximamente.

[12] La Tirrenia era la Etruria, hoy Toscana. Llamábase pentacóntoro a
un barco tripulado por cincuenta hombres.

[13] Decimonono año de la guerra del Peloponeso. Año tercero de la 91
olimpiada, 413 antes de la era vulgar. Después del 18 de marzo.

[14] Poco menos de cinco leguas.

[15] Los delfines eran mazas pesadas de hierro o de plomo que se ataban
a las entenas del mástil, dejándolas caer sobre el barco que se quería
destrozar.

[16] Diez millones ochocientas mil pesetas.

[17] Veintisiete días. La superstición consistía en multiplicar por
tres el número nueve.

[18] El nombre de Alcibíades era lacedemonio, y así se llamó el padre
de Endio. Uno de los abuelos del célebre Alcibíades lo adoptó por
amistad con un lacedemonio que así se llamaba y que era huésped suyo.
No están de acuerdo los sabios helenistas acerca del primer ateniense
que tomó este nombre; creen unos que fue abuelo, y otros bisabuelo del
célebre Alcibíades.

[19] Ciento treinta y cinco mil pesetas.

[20] El estatero griego pesaba cuatro dracmas, y equivalía a tres
pesetas y sesenta céntimos de nuestra moneda; pero no se conoce bien el
valor del estatero dárico.

[21] La dracma ática valía noventa céntimos de peseta.

[22] Cuarenta y cinco céntimos de pesetas.

[23] Fin de diciembre.

[24] Dos familias sacerdotales. Los Eumólpidas descendían del tracio
Eumolpo, que fundó misterios y ritos, y los Cérices de Cérix, que se
consideraba hijo de Mercurio.

[25] El Senado o Consejo de los quinientos, que se llamaba también
el alto Senado, nombrábanle Senado del haba, porque los miembros de
este Consejo eran elegidos con habas. Los nombres de los candidatos se
depositaban en una urna, y las habas negras y blancas en otra. A medida
que se sacaba un nombre se sacaba también una haba, y aquel cuyo nombre
salía al mismo tiempo que una haba blanca era senador.

[26] Hacía noventa y ocho años de la expulsión de Hipias, el tercer año
de la sesenta y siete olimpiada, quinientos diez años antes de la era
vulgar.

[27] Los atenienses, muy adictos a la democracia, eran, sin embargo,
perezosos para acudir a las asambleas. Por ello, aunque la república
contaba más de veinte mil ciudadanos, dice Tucídides que jamás se
habían reunido en número de cinco mil. Esta indolencia favorecía a los
intrigantes, llamados demagogos, agitadores del pueblo.

[28] El decreto de ostracismo o de destierro no infamaba al desterrado.
Dictábase para alejar del territorio de la república a los hombres que
por la fama de sus virtudes o de su talento podían perjudicar a la
igualdad democrática y ejercer sobre sus conciudadanos una superioridad
peligrosa. Cuando el despreciable Hipérbolo fue condenado a ostracismo,
el ostracismo se envileció y cayó en desuso.

[29] Pnix, sitio próximo a la ciudadela. Después de todas las reformas
hechas para embellecer a Atenas, el Pnix conservó su antigua sencillez.

[30] Había mil nomotetas, elegidos por suerte entre los que
desempeñaron antes cargo de juez. Aunque el nombre de nomoteta
parece significar legislador, es preciso entenderlo en el sentido de
examinador de las leyes, porque no se podían hacer leyes sino con la
aprobación del Senado y la confirmación del pueblo. Los nomotetas
examinaban las leyes antiguas, y si las encontraban inútiles o
perjudiciales, procuraban hacerlas abrogar por medio de un plebiscito.

[31] Los atenienses tenían arqueros de Escitia, que sabían muy mal
la lengua griega. Esta ignorancia era muy útil a los designios de
Aristarco. Imposible le hubiera sido contar con tropas griegas que
comprendiesen sus proyectos y supieran el estado de los asuntos
públicos en Atenas.



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