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Title: Novelas de la Costa Azul
Author: Blasco Ibáñez, Vicente
Language: Spanish
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AZUL ***



                       NOVELAS DE LA COSTA AZUL


Novelas de la Costa Azul (1924) resulta un excelente fresco sobre la
vejez, trazado con brío y exactitud por un Blasco Ibáñez ya maduro, en
la cumbre de su fama, dueño de la lengua y la técnica, que sabe dibujar
desde el agnosticismo la amargura del transcurso del tiempo sin
desaliento ni acritud. Un libro brillante que sorprenderá al lector por
su calidad y su calidez humana.


    ©1924, Blasco Ibáñez Vicente
    ©1924, Prometeo



AL LECTOR


Titulo este libro _NOVELAS DE LA COSTA AZUL_ porque la mayoría de las
historias novelescas y los relatos descriptivos que lo componen tienen
por escenario la famosa y asoleada ribera mediterránea, conocida con
dicho nombre.

Dos de las novelas desarrollan su curso más lejos, en la América del
Sur, pero me he atrevido a darles entrada en el presente volumen
pensando que su nacimiento justifica en parte tal intrusión, ya que en
la Costa Azul fueron concebidas y escritas.



Puesta de sol


La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune.
Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las
callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas
y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares,
incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en
túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía
el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la
ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el
jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas
antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la
hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus
ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio
medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se
prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la
momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de
Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de
Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia
contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía
con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un
carácter inquieto y nervioso.

Su rostro guardaba los lejanos reflejos de una belleza majestuosa: una
belleza «estilo María Antonieta», como decían los aduladores de su
ancianidad; pero la nariz que había sido aguileña caía ahora sobre la
boca con una pesadez grotesca, y sus ojos azules estaban empañados por
el lagrimeo de la decrepitud. Por debajo de su capota asomaban los rizos
de una cabellera blanca, excesivamente abultada para ser natural.

En su persona, vestida de negro con aristocrática modestia, lo que
atraía inmediatamente la atención, lo que la hacía ser reconocida por
todos, era su collar, un famoso collar que sólo podía ser el de la
duquesa de Pontecorvo: millón y medio en perlas, según cálculo de los
entendidos.

Tenía la forma ancha de los llamados «collares de perro», y al mismo
tiempo que deslumbraba como joya, servía de corsé al cuello, sosteniendo
y disimulando las blanduras de su piel. Por abajo intentaba ocultar un
manojo de tendones rígidos. Sobre su filo superior se desbordaban los
colgantes bullones de las mejillas, cuyo antiguo tono de rosa era en el
presente un morado lívido.

Entró en la iglesia, desierta a estas horas, y el lacayo, abandonando su
brazo, quedó en respetuosa inmovilidad junto a una puertecilla lateral.
Esta abertura proyectaba sobre las baldosas del templo un rectángulo de
sombras azules, perforadas por redondas manchas de sol, iguales a
monedas de oro.

El doméstico sólo llegaba hasta allí, pues la duquesa quería permanecer
sola en sus dominios recién descubiertos. Y saliendo de la iglesia por
la puertecilla del jardín, siguió un estrecho sendero bordeado de
plantas, golpeando con su bastón el pavimento de ladrillos rojos,
desnivelados por el tiempo y las lluvias.

Amaba el pequeño huerto clerical por la seducción que ejercen sobre
nuestra vida los contrastes rudos; porque era todo lo contrario del
majestuoso y ordenado jardín que rodeaba su vivienda, abajo, junto a la
azul llanura del Mediterráneo.

En esta terraza de la montaña adosada a la pequeña iglesia, todo crecía
en libertad: los rosales confundían sus ramas y sus flores,
enmarañándose hasta formar un matorral espinoso y perfumado; los
árboles, faltos de espacio, se apoyaban unos en otros, retorciendo sus
troncos; las flores silvestres disputaban el suelo a las cultivadas, con
una audacia agresiva de parásitas llegadas a capricho de los vientos; la
vida animal--hormigas, avispas y escarabajos multicolores--zumbaba o se
arrastraba en filas ondulantes a través de la reducida selva.

La duquesa iba paladeando de antemano en su imaginación el panorama
inmenso que la esperaba algunos pasos más allá, detrás de las parras en
desorden que hacían inclinar su cabeza y de los árboles frutales que
avanzaban sus ramas como si pretendiesen cerrarla el paso. Iba a ver el
mar desde aquel balcón natural, a una altura de varios centenares de
metros; un Mediterráneo más inmenso que el que contemplaba desde su
«villa» al borde de la costa. Admiraría, además, el ondulado contorno de
los Alpes al sumir en el abismo azul sus últimas estribaciones, formando
golfos, penínsulas y promontorios.

A lo lejos, las montañas de la ciudad de Niza, invisible desde allí,
recortaban sus cumbres de bloques negros sobre el cielo enrojecido por
el sol poniente; más cerca y en la orilla del mar, se alzaba el peñasco
de Mónaco, con la vieja ciudad sobre su lomo; después, la meseta de
Monte-Carlo, cubierta de palacios y jardines; y a los pies de ella,
obligándola a bajar los ojos, la península de Cap Martin, con la
«villa», entre copudos pinos, edificada por el difunto mariscal, duque
de Pontecorvo. En la misma península cubierta de árboles, que era como
un jardín avanzado sobre el mar, estaba la «villa» de su amiga y
protectora Eugenia, antigua emperatriz de los franceses, y otras
viviendas de príncipes y monarcas destronados. También podía ver el
enorme palacio del americano John Baldwin, poderoso rey de la industria
y de la minería, que muchos consideraban el hombre más rico de la
tierra.

Siguió avanzando la vieja señora por entre ramas que se cerraban a sus
espaldas. Iba a llegar a un pequeño cenador cubierto de enredaderas,
desde el cual se abarcaba el portentoso conjunto de la Costa Azul que
ella había evocado ya en su imaginación. Permanecería allí una hora,
contemplando la lenta y dulce muerte de la tarde. Nadie vendría a turbar
su melancólico aislamiento en este tranquilo jardín de cura, frente al
ocaso, que despierta los más suaves recuerdos del pasado y evoca lo que
fue y no volverá a ser, como una melodía dulce y moribunda, como un
perfume casi desvanecido.

Experimentaba el egoísta deleite de un monarca melómano que hiciese
cantar una ópera en un teatro cerrado, sin otro espectador que él mismo,
perdido en el fondo de un palco. ¡Para ella toda la suave agonía de la
muerte del sol, y el luto purpúreo del cielo y de las aguas, en uno de
los lugares más hermosos de la tierra!...

Cuando iba a entrar en el cenador, respiró un perfume de tabaco
confundido con el de las flores. Detrás de las enredaderas sonó una tos.
Un hombre había invadido sus dominios y estaba contemplando el inmenso
paisaje, como si le perteneciese. Además, lo enviaba las bocanadas de
humo de su cigarro.

Hizo la duquesa un gesto de contrariedad, y hasta sintió deseos de
protestar, como si fuese víctima de un despojo. Pero inmediatamente
sonrió, con una amabilidad algo exagerada, al reconocer al intruso.

--¡Oh, mister Baldwin!... ¡Qué agradable sorpresa!...


II

Cuando de tarde en tarde el multimillonario John Baldwin venía a pasar
unas semanas en su palacio de Cap Martin--comprado desde Nueva York sin
conocerlo y guiándose por fotografías--, toda la atención de la Costa
Azul se concentraba en su persona.

Desde Cannes a Mentón no existía un invernante superior a él, y eso que
siempre vivían en las «villas» y hoteles de la ribera mediterránea
varios monarcas destronados o en vacaciones, y algún presidente de
república hispanoamericana recién huido de su país en revolución.

Las autoridades le escribían solicitando su apoyo para obras benéficas;
las sociedades le enviaban comisiones para saludarle, pidiéndole de paso
una subvención; los organizadores de conciertos y funciones teatrales
procuraban colocarse bajo su patronato.

El poderoso millonario era semejante a Dios, que no se deja ver, pero se
hace sentir con sus obras. Los que entraban en su hermoso palacio salían
sin conocerle, mas rara vez dejaban de ser recibidos por uno de sus
secretarios, y éste desaparecía a las primeras palabras, volviendo luego
con un cheque en la mano.

En contadas ocasiones, los que habían conseguido ver personalmente a
Baldwin lo señalaban a los demás en un paseo de Niza, en una de las
salas de juego de Monte-Carlo, o en un camino pintoresco de la montaña.
«Ése es el millonario Baldwin». Y la gente acogía siempre tal revelación
preguntando con extrañeza: «¿Ese viejo que tiene aspecto de pobre?...».

Iba vestido con modestia. En sus _garages_ de Cap Martin tenía varios
automóviles de las marcas más célebres; pero casi siempre iba a pie.

Sus secretarios eran _gentlemen_ de refinada elegancia. Al millonario le
complacía que lo tomasen por un servidor de ellos, apreciando el aspecto
señorial de sus empleados y sus ayudas de cámara como un reflejo de su
propia grandeza.

Cuando las gentes querían describir el poder de este hombre de aspecto
humilde y poco dispuesto a aceptar las manifestaciones de la pública
admiración, decían simplemente: «Es el hombre más rico de la tierra».
Los que estaban versados en los negocios afirmaban con un temblor de
emoción: «Es un señor que siempre tiene inmovilizados en su cuenta
corriente sesenta millones de dólares, no sabiendo qué hacer de ellos».
Y era verdad.

Si le hablaban de esta riqueza inactiva, en las contadas reuniones a que
se dignaba asistir, respondía con un gesto de cansancio. El dinero le
abrumaba: ¿qué podía hacer con él? Le era imposible colocarlo en
negocios que fuesen más fructuosos que los suyos. Y como sus empresas
industriales y mineras no podían desarrollarse más, ni exigían nuevos
capitales, la mayor parte de sus enormes ganancias se iba amontonando en
forzosa improductividad.

La duquesa de Pontecorvo lo conoció desde que vino a instalarse en Cap
Martin, cerca de su propia «villa». Fue una amistad de dama vieja,
famosa en otros tiempos y ahora olvidada, con un rico cuyo nombre era
célebre en el mundo entero.

Los tiempos presentes resultaban distintos a los de su juventud. Después
de la última guerra ya no quedaban emperadores en Europa, y los reyes,
para seguir viviendo, tenían que imitar la existencia democrática de un
presidente de república. Los multimillonarios como Baldwin eran ahora
los señores del mundo. Y ella, que se consideraba empobrecida en su
vejez, por haber dado a sus hijos la mayor parte de su antigua fortuna,
teniendo que soportar una «pobreza dorada», que sólo le permitía
abandonar muy de tarde en tarde la «villa» de Cap Martin, experimentó
como todos un respeto irresistible hacia este potentado de los tiempos
presentes. De aquí su sonrisa algo humilde y sus palabras al reconocer
en el intruso a mister Baldwin: «¡Qué agradable sorpresa!».

Siempre lo había encontrado en salones, a la hora del té, bajo la
iluminación sabiamente graduada por las dueñas de casa que ya no son
jóvenes y temen la luz cruda e indiscreta de un país solar. Ahora podía
verlo mejor al aire libre, en este jardín silvestre, que daba un reflejo
verdoso a las personas y los objetos.

Era tan anciano como ella o tal vez tenía algunos años más; pero se
mostraba fuerte, gracias a una vejez dura, enjuta y elástica, en la que
los dientes del tiempo apenas marcaban su huella, como si mordiesen una
espada de buen temple. Debía haber sido de gran estatura y de un vigor
atlético, pero los años lo habían achicado y adelgazado, dándole ese
acartonamiento que repele los asaltos de la enfermedad y retarda el
triunfo de la muerte.

Su traje de obscuro azul no era amplio, y sin embargo se movía dentro de
él como si perteneciese a otro. La flacura de su cuello hacía más enorme
su cabeza. Tenía la frente abombada y su nariz caía con pesadez, lo
mismo que un fruto maduro, sobre la boca hundida por los años. La
mandíbula inferior, saliente y poderosa en la juventud como un
testimonio enérgico de voluntad arrolladora, se había agrandado
exageradamente en la vejez, hasta recordar las de ciertos monarcas de la
dinastía austríaca.

Sus ojos eran el último recuerdo de su pasado físico, pareciéndose en
esto a muchas ancianas que fueron hermosas y sólo conservan algo de su
belleza muerta en la mirada. Se podía afirmar que los ojos de este varón
fuerte habían sido agresivos en los malos momentos, y de una fijeza que
desconcertaba a los hombres, obligándoles a bajar los suyos. Sus
pupilas, dotadas de una tenacidad imperturbable, habían influido en la
marcha de los sucesos. Pero ahora, estos ojos, que muchas veces fueron
duros, parecían esforzarse por ocultar su pasado, acariciando con una
mirada fríamente mansa las personas y las cosas.

Al ver a la duquesa, Baldwin se puso de pie, arrojando en el vacío su
grueso cigarro. Era un habano martirizado por los dedos y con la punta
deshilachada bajo el incesante mordisco de sus dientes cubiertos de oro.

Mientras estrechaba la mano de la dama, explicó su inesperada presencia
en este rincón. Había oído hablar a la duquesa del jardín de la iglesia
de Roquebrune y del magnífico panorama que se abarcaba desde él.

--Fue la otra tarde, en el té de mis compatriotas los Carleton, y hoy he
sentido la necesidad de conocer esta maravilla... ¡Muy hermoso!

Se habían sentado los dos juntos a la baranda rústica de troncos, viendo
a sus pies el mar, los pueblos de la costa y las últimas estribaciones
de los Alpes.

A lo largo de los hilos blancos de los caminos se deslizaban numerosos
automóviles, achicados por la distancia, hasta parecer insectos. El
ferrocarril que iba hacia París y el que se dirigía a Italia corrían
como escapados de una caja de juguetes. Estos movimientos de actividad
entre las poblaciones a orillas del mar no iban acompañados de ruidos
para los dos ancianos sentados en la altura. Las máquinas arrojaban
vapor y rodaban guardando un absoluto silencio. En cambio, el tintineo
de las esquilas de un rebaño de cabras que pastaba al pie del jardín
hacía temblar con una vibración melancólica el cristal del cielo
vespertino. El Mediterráneo era de un suave azul, mate y sin reflejos,
más dulce a la vista que el mar cegador e hirviente de sol en las horas
meridianas.

--Sí, muy hermoso--contestó la duquesa.

Y los dos quedaron en silencio, sintiéndose penetrados por la solemnidad
del atardecer.

--Es una desgracia--continuó Baldwin--que haya que llegar a la vejez
para conocer los placeres más dulces y tranquilos que la vida puede
ofrecernos. Durante la juventud, las preocupaciones y las ambiciones
nos tienen ciegos para muchas cosas. Me acuerdo de algunos hombres que
si pudiesen abandonar en estos momentos los cementerios de Nueva York y
venir hasta aquí, mostrarían asombro viendo cómo el viejo Baldwin
contempla el mar y el cielo lo mismo que uno de esos muchachos, faltos
de inteligencia para la vida ordinaria, que se divierten haciendo
versos.

La duquesa asintió con movimientos de cabeza, aunque sin adivinar lo que
su acompañante quería decir.

--Usted, tal vez, ha necesitado igualmente que aumenten sus años para
gozar con estos espectáculos. Una mujer es siempre más «poética» que un
hombre; además, en su juventud dispone de mayor tiempo que nosotros para
las cosas sentimentales. Pero aun así, sospecho que ahora le preocupa a
usted más la Naturaleza que cuando figuraba en las fiestas de las
Tullerías.

Aprobó la duquesa otra vez, satisfecha de que un hombre tan poderoso se
interesase por ella. Su antiguo orgullo de beldad cortejada pareció
revivir. ¡El potentado Baldwin subía a este jardín humilde de iglesia,
por habérselo oído mencionar en una reunión!...

Empezó a reconocer en este caudillo de negocios, educado lejos de las
cortes reales, una delicadeza de sentimientos que le hacía superior a
los hombres tratados por ella en su juventud. Y a impulsos del
agradecimiento, habló de su pasado, como si Baldwin fuese un amigo
antiguo.

Efectivamente: su existencia no era tan brillante como en otros tiempos;
pero también ofrecía sus placeres, aunque más reposados y dulces.

--Yo he sufrido mucho, mister Baldwin. Las vidas son como las casas
cuando se contemplan por fuera. Sólo el que las habita conoce
verdaderamente lo que ocurre en su interior.

Recordó su brillante juventud, y el americano, aunque conocía muchos de
los sucesos de su existencia, la escuchó como si oyese su historia por
primera vez.

La duquesa de Pontecorvo era española de nacimiento. Emparentada con la
emperatriz Eugenia, se había trasladado a París, figurando entre las
bellezas juveniles que agrupaba la soberana en las lujosas fiestas del
palacio de las Tullerías. Como su familia estaba arruinada, la
emperatriz quiso casarla con alguno de los personajes de su corte, y el
que mostró más interés por ella fue un mariscal que acababa de recibir
el título de duque de Pontecorvo por una victoria conseguida en la
guerra que sostuvo Napoleón III contra los austríacos.

No hacía la duquesa un misterio de la desigualdad de gustos y
caracteres entre ella y el rudo soldado que había sido su esposo. Pero
la vida elegante de la corte imperial amortiguó las diferencias entre
ambos, haciendo tolerable a la española su nueva vida.

Luego vino el derrumbamiento del Imperio y la dispersión de todos los
personajes brillantes que existían a su sombra. El mariscal murió,
agobiado por la ruina del emperador y los desastres militares de 1870,
dejando a su viuda con dos hijos. Luego, estos hijos habían constituido
a su vez nuevas familias, llevándose la mayor parte de la herencia
paterna, y la vieja dama acabó por escaparse de un París que ya no era
el de su juventud y la entristecía al hacer revivir sus melancólicos
recuerdos.

Había venido a instalarse en Cap Martin con el propósito de pasar el
resto de sus años en la antigua mansión invernal de su época de
esplendor. Esto lo permitiría ocultar la disminución de su riqueza,
viviendo al mismo tiempo entre las gentes de su antiguo mundo. De tarde
en tarde su protectora y parienta la emperatriz volvía a Cap Martin, y
ambas, vestidas de luto, hablaban de los amigos difuntos. Ahora acababa
de morir Eugenia, haciéndola pensar este suceso en el corto plazo que le
concedía la vejez para seguirla. De su pasado esplendoroso sólo había
guardado aquel collar célebre. Le recordaba sus antiguas glorias, y
despojarse de él equivalía a una declaración de pobreza.

--Dice usted bien, mister Baldwin--continuó--. La vejez tiene sus
placeres y sus dulzuras. Yo conozco ahora algo que no tuve nunca en mis
tiempos mejores: la tranquilidad. Nada espero, y mis deseos los he
reducido de tal modo, que no sé ciertamente si deseo algo. La vida ya no
tiene las alegrías vehementes de otros tiempos, pero tampoco sus dolores
y sus inquietudes. No se conoce en ella lo que llamamos de jóvenes el
amor; pero se encuentra la amistad, que es casi siempre algo más firme y
duradero... ¡Si usted pudiera darse cuenta de las inquietudes que sufre
una mujer cuando es tenida por hermosa o inspira deseos! Hay que vivir
en alarma perpetua; resulta peligroso entregarse a la confianza; todo
hombre que se aproxima por primera vez nos parece un adversario... Es la
existencia inquieta del militar que manda una plaza en torno de la cual
rondan incesantemente los enemigos...

»Ahora puedo hablar y vivir con una confianza y un abandono que no
conocí en mis tiempos mejores. El hombre ya no es el enemigo. En
realidad, a nuestros años no hay hombres ni mujeres; sólo hay
compañeros. Al perder importancia el cuerpo, se agrandan en nosotros
todas las cosas inmateriales que llevamos dentro y llamamos alma.

»Le confieso que, algunas veces, al ver mujeres jóvenes y elegantes,
recuerdo mis buenos tiempos y siento un principio de envidia. Luego me
arrepiento, y digo: «¿Por qué?... Ellas serán viejas a su vez; llegarán
adonde he llegado yo». En cambio, saboreo la paz de los años, la
tranquilidad de una existencia dulcemente egoísta, en la que sólo nos
preocupamos de vivir y de sentirnos vivir, conociendo placeres suaves,
pero inéditos, que nunca pudimos adivinar en nuestra juventud. Créame,
mister Baldwin: no me desespero al verme vieja, y tal vez usted, después
de haber trabajado tanto y vivido una existencia tan intensa, piense lo
mismo que yo.

El millonario repuso melancólicamente:

--¡Si fuésemos siempre viejos!... ¡Si no existiese la muerte!...

La duquesa, que hasta entonces había hablado con una viveza juvenil,
bajó la mirada, contestando con una voz igualmente triste:

--Es verdad... ¡Ay, la muerte!


III

Hubo un largo silencio. El célebre Baldwin lo cortó para expresar en
alta voz todo lo que había pensado mientras escuchaba a la duquesa.

También en su existencia era rudo el contraste entre el pasado y el
presente, pero no sentía desesperación al darse cuenta de su inercia
actual, después de una vida tan activa, que los más grandes negociantes
de la tierra habían acabado por admirarle como el tipo perfecto del
hombre de acción.

Su existencia ya no tenía un motivo justificante para continuar su
desarrollo. A John Baldwin no le quedaba papel en la vida. ¿Qué más
podía intentar después de lo que llevaba hecho?... Y sin embargo, seguía
viviendo, porque la razón de la existencia humana se encuentra más allá
de los cálculos y las conveniencias de los hombres.

--Usted, duquesa, no puedo darse cuenta exacta de lo que son mis
negocios y hasta dónde han llegado. Como todo el mundo, sabe usted que
soy muy rico; pero la palabra «rico» no puede abarcar toda la enormidad
de mi riqueza. Para que yo me arruine es necesario un cataclismo que
suprima la mayor parte de la humanidad civilizada. Tengo que limitar el
rendimiento de mis minas y de mis fábricas, porque no quiero ser más
rico. Dejo improductivos capitales enormes y desprecio negocios seguros,
porque tengo de sobra el dinero y huyo de él.

»Todo lo he sido, y lo que no fui en el pasado puedo serlo mañana mismo
si lo deseo. Pero ninguna de las cosas que tientan a los hombres puede
atraerme ahora que soy viejo y mi inteligencia conoce la inutilidad de
las vanidades humanas. No tengo hijos, y mi principal ocupación es
pensar en qué podré invertir mi riqueza para que sirva de algo después
de mi muerte.

»He fundado museos, bibliotecas y universidades. Doy mi dinero para
establecimientos de caridad, aunque mi razón no me permite creer en la
eficacia de la caridad. Pero esto no importa; como en algo he de
invertir mi riqueza, la esparzo sin reparar en los pretextos que invocan
los que me la piden. Estoy cansado de comprar cuadros y de fomentar la
publicación de libros. También me fatiga el subvencionar descubrimientos
científicos o inventos mecánicos. ¡Grandes cosas cuando se tiene el
entusiasmo de la juventud y se cree en el porvenir! Pero ahora soy
incapaz ya de entusiasmo, y en cuanto al porvenir...

Quedó silencioso largo rato el multimillonario, y al fin dijo con una
voz triste y rencorosa:

--Sí; me interesa el porvenir, como me interesaban en mi juventud los
negocios difíciles y misteriosos. Muchas veces, cuando veo en medio de
la calle a un muchacho desarrapado que vende periódicos, o encuentro en
un camino de la montaña a un pastorcito que me pide limosna, siento una
cólera envidiosa contra ellos; pienso en sus pocos años, que son una
garantía de que vivirán cuando yo no viva.

«¡Ah, canallas--me digo--, vosotros veréis lo que no veré yo!». Y esto
me basta para apreciar la inutilidad de mi riqueza y la ridiculez de esa
admiración que a todos inspira. El famoso John Baldwin, con sus dos mil
millones de dólares, no puede ver lo que verá el pilluelo que se pone a
cuatro patas por recoger la colilla del cigarro que arrojó en la acera.

»Recuerdo a veces la fecha del año en que vivo, y me complazco en
añadirle veinte años. ¿Qué son veinte años para cualquiera de los
jóvenes que nos rodean y están a nuestro servicio? La certeza de vivir
veinte años la arriesgan tranquilamente por un placer, por una audacia
alegre; y yo, John Baldwin, que me he visto buscado por los soberanos
más grandes del mundo; yo, el rey del dinero, que algunas veces he
influido en la guerra y en la paz de las naciones, aunque regalase todas
mis riquezas, aunque reuniese a todos los sabios existentes, no
conseguiría esos veinte años.

Volvió a restablecerse entre los dos viejos el melancólico silencio.

--Todo lo he sido, todo lo he tenido--continuó--, y por eso mismo la
vida no ofrece ya para mí ningún encanto vigoroso... Sin embargo, quiero
vivir, y me irrita la certidumbre de que no podré prolongar mi
existencia a pesar de mis riquezas.

»Es la falta de ocupación la que me hace pensar en estas cosas, viendo
la realidad tal como es. Antes luchaba, sufría contrariedades, derribaba
obstáculos. Los poetas y otros soñadores tienen ante los ojos el velo de
las ilusiones, que les hace ver las cosas de un modo distinto a como son
realmente. Yo, ambicioso lo mismo que todos los conquistadores, sentí en
otros tiempos el ansia de poder, y esto me distraía y me entusiasmaba.
Ahora, como no tengo nada que desear, el encanto ha desaparecido, y veo
la triste armazón de nuestra existencia como uno que viese el esqueleto
a través del cuerpo de todos los que le rodean.

»Hace años esperaba con ansiedad las noticias, porque representaban el
triunfo de mi orgullo o mi ruina completa. He perdido cuatro veces mi
fortuna, volviendo a rehacerla, cada vez más grande. Ahora no
experimento la más leve emoción cuando llega un cablegrama urgente. Sé
que no hay noticia que pueda cambiar mi obra... Después de ganar una
fortuna hay que sostener un segundo combate, mucho más difícil y
empeñado, para defenderla. Yo estoy más allá de estas preocupaciones: mi
victoria resulta definitiva. Es tan grande y tan poderoso lo que
conquisté, que ello solo se defiende y puedo abandonarlo al destino.
¿Qué me queda que hacer en la vida?...

La duquesa, acostumbrada a las conversaciones de salón, iba a hablarle
de las obras caritativas que los ricos deben sostener; pero se contuvo
al recordar lo que el poderoso americano había dicho momentos antes.
Baldwin no creía en la caridad, aunque la practicaba con aire distraído,
dando su dinero a todos los que lo imploraban. Consideró además
inoportuno interrumpir con vulgares consejos aquella especie de
confesión desesperada que hacía el millonario, influenciado por el
ambiente melancólico del atardecer.

--Nada espero--continuó--, nada deseo, y, sin embargo, no quiero morir.
La muerte me indigna como algo absurdo. ¿Quién podrá explicar esto? Todo
en nuestra vida resulta complicado, todo misterioso; la sencillez es una
ilusión. Únicamente son sencillas las cosas que tenemos junto a la mano,
las que podemos abarcar con nuestros ojos de miope; todo lo que está más
allá es complicado, por lo mismo que existe fuera de nuestro alcance.
¡Qué cosa triste es la muerte!...

»Pasamos la vida repitiendo verdades sobre ella que datan de miles y
miles de años; pero estas palabras acaban por ser comunes y las
proferimos maquinalmente, de labios afuera, sin que despierten en
nuestro interior ninguna imagen. Sólo cuando nos aproximamos a la
muerte, en nuestra ancianidad, podemos verla tal como es y darnos
cuenta de la miseria de nuestro destino.

»Mentira el consuelo de la igualdad ante la muerte. Eso podrá ser cierto
para la mayoría, compuesta de desdichados que pasaron una existencia de
miserias. Representa para ellos la venganza final de la nulidad y de la
envidia. Pero el hecho de que los vencidos mueran, ¿cómo puede
consolarme a mí, que he triunfado y puedo seguir triunfando?...

»Mentira también el comparar la muerte al sueño que necesitamos para la
restauración de nuestras fuerzas. El que se duerme sabe que despertará
mañana, y el que muere no despierta, ni sabe con seguridad si hay algo
después de su muerte. Las religiones, grandes consoladoras de la
ignorancia humana, nos afirman que despertaremos; pero ¿cómo probar esto
de un modo palpable a los que no tienen la ceguera de la fe?...

»Mentira igualmente el comparar nuestra vejez con el invierno. A
continuación de sus días fríos y tristes, se presentan con regularidad
el renacimiento de la primavera y el esplendor del verano. Pero ¿qué es
lo que hay después de nuestro invierno? Todo hipótesis... Lo único que
ven nuestros ojos es que el organismo se deshace y desaparece, dejando
un pálido recuerdo y un nombre que sólo dura unos cuantos años... Y
después, la nada.

Calló el anciano para volver su vista hacia el sol, que empezaba a
hundirse detrás de las estribaciones de los Alpes. Al morir, esparcía
por el horizonte nubes de polvo sonrosado, extendiendo al mismo tiempo
una faja de oro sobre el mar de color violeta. Algunas cumbres de
peñascos parecían arder, como si transparentasen un incendio interior.

El millonario señaló el sol con su bastón.

--Su muerte también es mentira. Sabe que despertará mañana y seguirá
resucitando así miles y miles de siglos. Por eso muere tan
esplendorosamente, rodeado de un aparato teatral, lo mismo que los
grandes actores que fingen sobre la escena las ansias de la muerte en el
último episodio de la obra, y piensan al mismo tiempo en la cena que
encontrarán media hora después... Lo terrible es saber que nuestra
muerte no tiene remedio, ni puede repetirse. Morimos una vez nada más, y
para mayor tormento nos vamos de la vida al mismo tiempo que otros
llegan a ella y nos codean violentamente con la embriaguez de su
juventud.

»Muchas veces, al ver los árboles seculares de las selvas, he envidiado
su muerte lenta y resignada. No hay en torno de ellos una juventud
insolente que excite su envidia. Todos los árboles parecen igualmente
viejos y ven venir la muerte al mismo tiempo. Los seres humanos somos
menos felices; todo está desarreglado en la existencia, y los viejos
morimos rodeados de jóvenes, para que nuestra suerte nos parezca más
cruel.

La duquesa continuaba asintiendo mudamente, por el respeto que le
inspiraba el personaje; pero empezó a sentirse molesta ante la tenacidad
con que hablaba de la muerte. ¿No podían ocuparse de cosas más amenas,
murmurando un poco de sus amigos residentes en la Costa Azul, y de
ciertos amores entre gente joven que eran motivo de comentarios a la
hora del té?... Le parecía de mal augurio hablar tanto de la muerte.
Cuando se es viejo no hay que acordarse de ella. Sabe venir sola y no
debe nombrársela, pues puede creer que la llamamos...

Pero mister Baldwin, acostumbrado a hablar autoritariamente en las
grandes juntas de los capitalistas que dirigen el mundo, no era capaz de
soportar objeciones, y la duquesa juzgó prudente permanecer en silencio.
El americano siguió hablando, pero en voz baja y con la vista en el
suelo, a impulsos de una necesidad de quejarse contra el destino.

--Nuestra vida es igual a un negocio disparatado; parece la obra de un
loco o de una potencia maléfica que se divierte martirizándonos. Tal vez
es una simple combinación del azar, y así se explica su absurdo
funcionamiento. De jóvenes trabajamos por abrirnos paso; nos seduce la
conquista de la riqueza o de la gloria, y para realizar nuestras
ilusiones consumimos la frescura de los primeros años y volvemos la
espalda a los mejores placeres. Sólo triunfamos al ser viejos, y cuando
poseemos, al fin, la riqueza y la gloria, nos preguntamos de qué pueden
servirnos...

Por una necesidad de arreglarlo todo lógicamente, el antiguo hombre de
acción expuso en voz baja, como si se hablase a sí mismo, las
correcciones que necesitaba el actual orden de la vida.

Los insectos eran más felices que el hombre. Baldwin lo había visto en
los libros. Para estos animales, la decrepitud y la fealdad de la vejez
eran al principio de su existencia, cuando ofrecían el aspecto de larvas
repugnantes trabajando y ahorrando para el último período de su vida. En
cambio, al final llegaba para ellos la juventud, convirtiéndose en
mariposas vestidas de sedas multicolores, que revoloteaban sobre los
jardines para alimentarse con néctares florales, y cuando morían era en
medio de una embriaguez primaveral, en pleno éxtasis de amor.

Él debía haber sido anciano como en el presente cuando trabajaba y se
batía con el destino para conseguir la riqueza y el poder. Y ahora que
había triunfado, debería presentar el mismo aspecto que cuando sólo
tenía veinticinco años y vagaba por la parte baja de la ciudad de Nueva
York, a la caza del dólar, desesperadamente pobre, pero con la frescura
de la juventud y el vigor intacto de un hombre de pelea. Así habría
podido gozar verdaderamente de su triunfo.

--¡Pensar, duquesa--continuó--, que pasé años enteros sin ver la luz del
día, metido en oficinas lóbregas o en talleres llenos de humo, a las
mismas horas que lucía el sol y había jardines en el mundo y existía la
primavera para los demás!... Ahora lo tengo todo; poseo los medios para
suplir en ciertos casos a la Naturaleza; podría hacer surgir un paraíso
sobre cualquiera de esas cumbres peladas que vemos desde aquí; podría
conseguir que mujeres iguales a las que me hacían temblar de emoción en
mi juventud se interesasen actualmente por mi decrépita persona. ¡El
poder del dinero es tan grande para los que no lo poseen y lo
necesitan!...

»Pero ya no siento deseos: hace mucho tiempo que empecé a morir. ¡Ay, el
engaño de nuestra existencia!... La muerte nos toma de la mano casi en
plena juventud y nos acompaña el resto de la vida, retardando su golpe
decisivo. Empezamos a morir a los treinta años, precisamente cuando
sentimos las pasiones con más intensidad que en la adolescencia. El
primer diente que se cae, los primeros cabellos que se marchan, anuncian
que empezó ya la evolución de nuestra muerte. Pero somos ciegos y
sordos. Poseemos la esperanza, compañera que sólo nos abandona en el
momento de la agonía, y hasta muchas veces morimos convencidos de que no
podemos morir.

»Cada uno se considera inmortal. Sabe que morirá; pero jamás cree que
esto puede ocurrir en el día presente; su muerte sólo es posible mañana,
y el tal mañana lo prolonga en el infinito. Nos parece natural que los
demás mueran, pero cada uno se subleva cuando le llega su hora, y se
imagina que esta desgracia debe corresponder a otro. Yo mismo, que digo
esto, no quiero morir, y hago planes diariamente basados en lo futuro,
como si contase con una vida infinita. Somos sordos para la muerte, y
sin embargo, hablamos de ella a todas horas.

»Los jóvenes del presente, si nos escuchasen, no nos entenderían.
Necesitan ser viejos para conocer con toda su verdad la miseria de
nuestra existencia. Pero cuando les llegue a ellos su vez, tampoco les
entenderán los jóvenes de entonces. Y así irán rodando como olas
generaciones y generaciones de esta humanidad que basa en la muerte sus
creencias religiosas y continúa viviendo sin querer convencerse de que
existe la muerte mientras goza de salud.

La condesa le interrumpió para hablarle del influjo benéfico de la
ilusión, sin el cual sería imposible la vida, y el poderoso luchador
hizo un gesto de asentimiento.

--Esa dulce mentira--dijo--es necesaria para que continuemos nuestra
existencia. Todos avanzamos empujados por una ilusión; hasta los hombres
que parecen más refractarios a la vida sentimental. ¡Si yo le dijese,
duquesa, que a lo largo de mi historia existe una de esas ilusiones, un
deseo que me ha devuelto la energía en los momentos difíciles, dándome
fuerzas para seguir adelante!...

Y el millonario, como si contase la historia de otro hombre, describió
cómo era él cuando tenía treinta años.


IV

La guerra de Secesión le había hecho perder un tiempo precioso para sus
negocios, pues por entusiasmo se convirtió en soldado. Luego ganó sus
primeros miles de dólares y quiso viajar por Europa. Estuvo en el París
de los últimos años de Napoleón III y visitó la famosa Exposición que
fue como un resumen de la gloria imperial antes de que llegase la
catástrofe.

--Entonces, duquesa, la vi a usted por primera vez, cuando todo París se
ocupaba de su hermosura, de su lujo y sus fiestas.

--¡Oh, mister Baldwin!--interrumpió la anciana, conmovida por esta
revelación--. Debió usted haberse hecho presentar. ¡Hubiera tenido tanto
placer en conocerlo de joven!...

Sonrió el mayor de los ricos del mundo con una expresión de
incredulidad. Se mostraba regocijado por la hipótesis de que él podía
haber asistido en aquella época a las fiestas de la duquesa de
Pontecorvo, como si esto le pareciese altamente grotesco.

--El Baldwin de entonces, aunque joven y vigoroso, resultaba menos
presentable que el viejo que conoce usted ahora. Era un pobre que estaba
educándose a sí mismo, y acababa de hacer la guerra en un país cuyas
costumbres han progresado mucho desde entonces. Sus maneras eran
bruscas; tenía las manos deformadas por el trabajo... No; el John
Baldwin de entonces hubiera hecho un mal papel en los salones de usted.
Sólo le correspondía quedarse al borde de la acera, entre la muchedumbre
de las fiestas de la Exposición, aguardando el paso de la comitiva
imperial para ver en un landó, detrás de la emperatriz, a la duquesa de
Pontecorvo, que estaba entonces en lo mejor de su juventud y su
belleza.

--¡Oh, mister Baldwin!--suspiró otra vez la anciana, mirando al suelo,
al mismo tiempo que la lividez de sus mejillas se extendía por el resto
de su cara, sustituyendo al rosa del antiguo rubor.

Siguió hablando el americano.

--Desde entonces la conozco, y jamás la olvidé. Todos, para vivir,
necesitamos poner los ojos en una altura, y cuanto más inaccesible,
mejor, pues de este modo se pueden conservar intactas las ilusiones que
depositamos en ella. Para mí, esta cumbre fue usted. Estamos en una
edad, duquesa, que nos permite decirlo todo, sin las timideces de la
adolescencia.

»Durante mi época de peligros y trabajos, concentré toda mi ambición en
realizar tres deseos, como resultado de mi victoria. Quería poseer un
palacio rodeado de un parque inmenso, y un yate con el que pudiese
navegar por todos los mares de la tierra... Mi tercer deseo, o mejor
dicho, el primero, por resultar más vehemente que los otros dos, fue
conseguir una mujer igual a la duquesa de Pontecorvo, o ella misma, pues
la vida ofrece a veces limosnas inesperadas con las que uno no se habría
atrevido nunca a soñar.

»Palacios los tengo en distintos lugares de la tierra, y podría poseer
igualmente una flota de yates si no me bastasen los tres que están
inmovilizados en los puertos, esperando años y años que se reanime mi
deseo de correr el mundo... Lo único que John Baldwin no llegó a
conseguir en toda su existencia triunfante fue la duquesa de Pontecorvo.

--¡Oh, mister! ¿Quién podía imaginarse esto?--volvió a repetir la voz
conmovida de la anciana.

--Por lo mismo que no pude realizar esta ilusión, me ha acompañado
siempre... No le diré, duquesa, que la he recordado a todas horas. Un
hombre de mi especie necesita su tiempo para pensar y dirigir numerosas
empresas y le queda breve espacio para sus preocupaciones sentimentales.
Pero le juro que en los raros momentos de descanso, cuando evocaba el
pasado y las ilusiones de la juventud, lo primero que surgía en mi
memoria era el recuerdo de usted.

»Yo también he vivido mi existencia. Fui casado y amé a mi mujer
tranquila y dulcemente, como a una compañera animosa. Pero usted ha sido
la ilusión, el deseo no satisfecho, que nos sirve de estímulo para
seguir avanzando. Por eso mismo no quise buscarla cuando me vi
triunfante. Ya era viejo entonces, y usted tampoco era joven. Sus hijos
se habían casado; tenía nietos. ¿Para qué vernos?... ¿Para qué suprimir
la única ilusión que quedaba en pie dentro de mí?...

Calló un momento, mientras la anciana le contemplaba con interés,
haciendo un esfuerzo mental para adivinar cómo habría sido el americano
en los tiempos remotos de su juventud.

--¡Oh, mister Baldwin!--volvió a decir--. ¿Por qué no se dio usted a
conocer entonces?

Pero el millonario, como si no la oyese, continuó el curso de sus
pensamientos, expresándolos en voz baja.

--Nunca la hubiese buscado. Temía verla distinta a como era en otros
tiempos... Ahora no importa que nos conozcamos. Ni usted es la mujer de
entonces, ni queda en mí nada del Baldwin que habitaba un hotel mísero
de París. Somos dos viejos que se sobreviven y hablan de dos muertos.
¡Si usted viese cómo la conservo retratada en mi imaginación!... No ha
transcurrido el tiempo; no han cambiado las modas. Las mujeres, cuando
no interesan, hacen reír por sus adornos grotescos cada vez que se las
ve en un retrato viejo. En cambio, a la mujer amada nos la imaginamos
siempre con el traje que vestía cuando la vimos por primera vez, y
aunque luego cambien las modas, nunca nos parecen tan interesantes como
las de entonces. Yo contemplaré siempre a la joven duquesa de Pontecorvo
con su amplia falda de crinolina, lo mismo que la emperatriz Eugenia y
las otras damas elegantes de la corte imperial. No la puedo ver de otro
modo. Aquella mujer que ya no existe fue amada, como muy pocas mujeres
lo han sido, por un pobre joven que murió igualmente. Y este amor tuvo
el mérito del desinterés: fue un amor sentido por uno solo de los dos, y
que nunca conoció el otro.

--¡Oh, mister Baldwin!--repitió la vieja con una voz temblorosa, como si
fuese a llorar--. ¿Por qué no habló entonces? ¿Por qué no me dijo lo que
me dice ahora?...

El hombre levantó sus hombros. Tenía una noción más exacta de la
realidad. Lo que ahora le parecía a la mujer un olvido imperdonable del
millonario Baldwin, lo hubiese recibido entonces como la audacia
inaudita de un extranjero desconocido, pobre y rudo.

Se había puesto el sol. Como últimos vestigios de su desaparición, quedó
en las cumbres de los montes una mancha de rosa pálido. Sobre la sangre
astral que empurpuraba el horizonte empezó a temblar un astro
vespertino. Por el lado de Italia el azul del cielo se mostró más
intenso y obscuro, siendo punzado a trechos por los fulgores de nuevas
estrellas.

El viento de la montaña se había lanzado de las cumbres al mar,
estremeciendo con una fría ondulación el jardín de la iglesia. La vieja
señora, impresionada aún por las palabras de su acompañante, permaneció
insensible a este cambio de temperatura, que en otro atardecer la
hubiese hecho huir hacia su automóvil.

--¿Por qué no habló usted a tiempo?--repetía--. ¿Por qué no me dijo
entonces esas palabras tan interesantes?

Volvió el hombre a encoger sus hombros. La ilusión estaba muerta desde
hacía muchos años: casi una vida. Únicamente había hablado por la
necesidad de confesarse que todos sentimos en ciertos momentos. Desde
que encontró en Cap Martin a la duquesa, se propuso hacerla esta
revelación, y tal vez por esto la había buscado en el jardín de la
iglesia. Pero una vez descubierto el misterio, no había por qué
recordarlo otra vez. La vida nunca remonta su curso. ¡Paz a los muertos!

La mujer, más tenaz en su sentimentalismo, no quería olvidar. Se
agarraba con fuerza a esta ilusión, como si así pudiera librarse de la
muerte, que la iba arrastrando ya en su corriente.

Además, su vanidad femenil acababa de resucitar después de un letargo de
medio siglo. ¡Oír estas palabras de amor a los ochenta años! ¡Y oírlas
de la boca del hombre más poderoso de la tierra!...

Baldwin tosió, visiblemente molestado por el viento frío que agitaba el
jardín.

--Vámonos. Para nosotros empieza a ser peligrosa la permanencia aquí.

Luego miró con ojos duros la mancha de luz que aún doraba el horizonte.

--El sol se ha puesto. Volverá mañana, volverá siempre; ¡pero
nosotros!...

La anciana se había apoyado en un brazo de él y empezó a caminar,
golpeando al mismo tiempo el suelo con su bastón.

No parecía entender las palabras de su acompañante, ni darse cuenta de
lo que lo rodeaba.

Seguía viviendo en el pasado. ¡Era tan dulce su contemplación!...

Se alejaron, bajando la cabeza ante las ramas de los árboles, mientras
una voz temblorosa iba repitiendo:

--¿Por qué calló usted entonces?... ¿Por qué no dijo cuando era tiempo
lo que me dice ahora?...



La familia del doctor Pedraza


I

--Yo también--dijo Serrano--conocí, como algunos de ustedes, al doctor
Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los
restoranes de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite
llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo
diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.

Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no
vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización, y
roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando
desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas
productivas.

La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la
capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a
hacerme más préstamos, dudando del éxito de mi colonización, tuve que
buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco
Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos
directores de este establecimiento, dependiente del gobierno, podría
pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando
mi prestigio financiero, y terminaría igualmente los trabajos de
roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.

Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi
propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario.
No era empresa fácil ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado
allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países
americanos de habla española.

Todo lo que tiene una relación más o menos lejana con el gobierno debe
desarrollarse pausadamente y tras largas esperas. Si se resuelven los
negocios con rapidez y en pocas horas, pueden creer los maldicientes que
se ha hecho algo ilegal para obtener ganancias enormes. Por eso en toda
oficina pública le responden a usted ordinariamente: «Vuelva mañana»; y
este mañana, que será el día de la resolución del asunto, tarda meses o
tarda años.

Yo, pobre español, metido en trabajos importantes con poco dinero, falto
de protectores, y que además no estaba casado con una señora del
país--alianza que proporciona un apoyo semejante al de la solidaridad de
la antigua tribu--, tuve que oír muchas veces «Vuelva usted mañana» y
esperar semanas y semanas en las oficinas del Banco Hipotecario a que
llegase mi «mañana», o sea la concesión del préstamo.

Durante mis monótonas esperas en la antesala del presidente de dicho
Banco, vi por primera vez al doctor Pedraza, recibiendo la regia limosna
de su protectora conversación.

Otra advertencia que considero necesaria para todos los que me escuchan
y no han estado allá. Este doctor Pedraza era llamado «doctor», no
porque fuese médico, sino por ser abogado.

Desde Texas al cabo de Hornos, en todas las repúblicas, los abogados son
tan numerosos como los generales; y esto es decir algo. Pero en las
repúblicas de la América que podemos llamar de arriba, los titulan
simplemente «licenciados», y abajo, en la Argentina y otros países,
«doctores».

He visto en el Archivo de Indias, de Sevilla, una súplica dirigida al
rey de España por los primeros habitantes de Buenos Aires pidiendo que
fuesen enviados a la ciudad naciente hombres de todas las profesiones,
menos abogados, por ser la tal carrera nociva para la paz y la
prosperidad de un país. Estos colonos de hace tres siglos adivinaron con
prodigiosa anticipación las futuras calamidades de su patria. Hay quien
asegura que si en la Avenida de Mayo o la calle Florida--lo más céntrico
y concurrido de Buenos Aires--alguien grita en plena tarde: «¡Doctor!»,
cincuenta transeúntes se detienen al mismo tiempo y vuelven la cabeza
creyéndose llamados. Algunos van más lejos, y afirman que si el grito se
repite varias veces pueden ser tantos los atraídos por él, que la
circulación quede interrumpida. Pero esto último no debe ser tenido, en
mi opinión, por rigurosamente exacto.

Después de tales explicaciones, les diré que el doctor Pedraza, como
tantos otros doctores de su país, era un abogado de lujo que nunca
había ejercido su profesión, y cuando tenía que acudir a los tribunales
por asuntos propios buscaba el auxilio de algún colega con «estudio»
abierto. El título de doctor es como una distinción nobiliaria en
aquella tierra de régimen democrático, crisis periódicas y riqueza
incesantemente renovada, que surte a una gran parte de la humanidad de
panecillos y biftecs.

El doctor Pedraza se dedicaba a los negocios, lo mismo que muchos
argentinos de su generación. En su primera juventud había desempeñado
una cátedra de Derecho en la Universidad de La Plata como profesor
sustituto; luego ocupó varios cargos políticos en la provincia de Buenos
Aires, llegando, finalmente, a ser diputado nacional. Pero su palabra
reposada y majestuosa, que se detenía, abriendo largas pausas, para
cazar las expresiones más retorcidas y sonoras, no aspiraba a los
triunfos parlamentarios. Su posición social y las necesidades suntuosas
de su familia exigían mucho dinero, y sólo le era posible obtenerlo
honradamente dedicándose en absoluto a los negocios.

Compraba campos--las más de las veces sin conocerlos--y los vendía,
valiéndose para sus enormes transacciones de las cantidades que le
prestaban los Bancos. Al mismo tiempo dirigía desde Buenos Aires una
rica estancia heredada de sus padres y otra no menos importante que su
esposa había aportado como dote. Era un personaje cuyo nombre figuraba
casi todos los días en la crónica social de los diarios de Buenos Aires;
«un exponente representativo de la alta vida del país», como decía él
con su lenguaje rebuscado.

Alto de talla, fuerte y de inconmovible salud, tenía la gallarda soltura
de miembros de todos los hombres de allá criados en las estancias, que
aprenden a montar a caballo antes de saber andar. Al mismo tiempo que
ágil, era recio de cuerpo y carnudo. No pueden ser de otro modo en una
tierra donde los destetan de niños con carne asada.

Este buen mozo, de porte señoril, rostro aguileño y largos bigotes,
cuidaba de su indumento como en los años que aún era muchacho y sentía
sus primeros impulsos amorosos hacia la que después fue su esposa.
Siempre vi sus pies, pequeños y arqueados como los de una mujer, en un
encierro de brillante charol. Nunca le encontré, a partir de las
primeras horas de la tarde, que no vistiese chaqué y llevase sobre la
corbata una perla que parecía caída del turbante de un rajá. Jamás, al
extenderse la noche sobre Buenos Aires, dejé de encontrar al doctor
Pedraza puesto de _smoking_, si iba a comer con los amigos en el Jockey
Club, o de frac, para acompañar a su familia al teatro Colón.

Su esposa y sus seis hijas no le hubiesen permitido la menor falta a las
reglas que debe observar todo _gentleman_ en uno u otro hemisferio de
la tierra. Y el elegante doctor, hombre enérgico a sus horas y temible
en el manejo de las armas, era incapaz de oponer resistencia a los
caprichos y órdenes de las mujeres de su familia.

Este hombre, que gastaba muchos miles de pesos en el adorno de su
persona, no había dado que murmurar a sus enemigos y envidiosos con la
más pequeña aventura pasional. Se acicalaba para la gente de su casa,
para gustar a su mujer, para que le admirasen sus niñas con esa
satisfacción orgullosa que siente toda joven cuando contempla las
elegancias y seducciones del género masculino a través de su padre.

Para el doctor Pedraza no había nada más allá de su familia. Ella le
inspiró el más extraordinario de los heroísmos... Porque sepan ustedes
que el hombre que les voy describiendo fue un héroe más grande que los
héroes de la guerra o de la ciencia. Éstos mueren por la gloria,
orgullosos de su muerte y ganosos de que todos la conozcan.

Pedraza, héroe obscuro, al desaparecer de un modo que no hiciese
sospechar a nadie su sacrificio, resulta más admirable.

Ustedes se convencerán de ello si tienen paciencia para seguir
escuchándome.


II

Un cambio enorme se ha realizado durante los últimos cincuenta años en
el interior de las familias acomodadas; algo tan importante como una de
esas revoluciones que trastornan la organización política de un país o
la forma de la propiedad.

Pero como esto sólo ocurre entre las gentes de dinero, que son las
menos, la tal revolución ha pasado algo inadvertida hasta el presente y
sólo se dan cuenta de ella los que sufren sus efectos.

Hace medio siglo, cuando un hombre se arruinaba voluntariamente, y no a
causa de malos negocios, era casi siempre por el amor o por el juego.
Una llamada «artista», o una profesional, con sus dientecitos
incansables, había ido royendo la fortuna del pobre señor. Mientras
tanto, la esposa vivía obscuramente en su casa, haciendo economías para
remediar las locuras del marido, y las hijas, bajo la dirección materna,
llevaban una existencia de sobriedad monjil.

Vestir con modestia era signo de distinción social. Las joyas vistosas,
los trajes originales, los despilfarros, parecían un vergonzoso
privilegio de las «artistas», de las mundanas, de todas las criaturas
brillantes, peligrosas y efímeras mantenidas al margen de la alta
sociedad. La mujer decente, la madre de familia, debía ser económica,
modesta, opaca, y ahorrar en su casa, mientras el marido gastaba fuera
de ella. Las alas de mariposa eran para las mujeres «malas», para las
criaturas versátiles y locas, sin otra preocupación que danzar en torno
a la llama que acaba por quemarlas.

La existencia de muchos hombres resultaba parecida a la de los antiguos
ciudadanos de Atenas, fieles visitantes de las hetairas de moda, para
discurrir con ellas sobre el amor y los prodigios de las artes y el
lujo, mientras la mujer legítima hilaba en el gineceo, se ocupaba de la
limpieza de sus pequeños y ordenaba el trabajo de los esclavos.

Pero un día la mujer moderna se dio cuenta de la inferioridad que
significaba continuar siendo señora decente; de la injusticia con que
procedía el hombre con ella mostrándose económico en el hogar y
despilfarrador con las hembras encontradas en la calle o en el teatro.

--Si nuestros maridos o nuestros padres--dijeron muchas--desean
arruinarse por una mujer, que sea por nosotras. Nos pintaremos, nos
vestiremos y devoraremos el dinero, lo mismo que las otras. Eso se
aprende con facilidad. Sabremos hacerles conocer, igual que ellas, los
refinamientos de un lujo disparatado y el orgullo de pagar lo mucho que
cuesta. Si han de tirar una fortuna por vanidad, a lo menos que su
locura sea aprovechada por las de la casa. Acicalémonos como las
profesionales y tengamos sus mismas exigencias...

Total, que hoy todas las mujeres se adornan del mismo modo, se permiten
iguales audacias en público, y uno no puede distinguir, como antes, la
señora de la que no lo es. El único indicio para no equivocarse es tener
por señora a la que menos parece serlo. Las mujeres decentes muestran en
la actualidad el atrevimiento del neófito que acaba de entrar en una
religión nueva, la audacia del esclavo recién libertado.

Algunos dicen que esta gran revolución en la vida doméstica ha venido a
Europa desde América en los últimos cincuenta años, como los «Palaces»,
como la afición exagerada al baile, como los _jazz-band_ y tantas cosas
contemporáneas. Otros afirman que no ha sido precisa la influencia
americana para esto, pues en todas las épocas existieron en Europa
esposas que arruinaron a sus maridos. Pero aunque así fuese, representó
en su período histórico una excepción, y de ningún modo algo general y
corriente, como en nuestros tiempos.

El hecho es que ahora, cuando se pregunta: «¿Cómo se empobreció Fulano
de Tal?», se escucha con frecuencia la misma respuesta: «Al pobrecito lo
arruinaron su mujer y sus hijas».

Esto tiene una explicación lógica. En los tiempos presentes, amigos
míos, la mujer resulta más cara que nunca. Es empresa difícil sostener
el lujo de una señora decente. Ríanse ustedes de las magnificencias de
ciertas mujeres célebres que figuran en la Historia. El lujo de antes
era deslumbrador, pero consistía principalmente en alhajas, es decir, en
algo duradero y que representaba un capital guardado en reserva. Un
hombre, al hacer entonces regalos ostentosos a su mujer, iba depositando
en realidad dinero para el porvenir en la caja fuerte de su casa. Lo
terrible es el lujo de ahora: lujo de trapos, de blondas, pieles y
plumas, cosas todas que duran un par de meses, o cuando más un par de
años, que se ajan con facilidad y sólo pueden admirarse unos días, pues
carecen de la seducción sólida, inconmovible, eterna, de las piedras
preciosas.

Ustedes habrán oído hablar de Madame Recamier. Todo París estuvo a sus
pies hace un siglo. Era la mujer más elegante de su época. Los guerreros
napoleónicos, los santos padres del naciente romanticismo, los hombres
de moda, necesitaban ir todas las tardes a su tertulia, que era como una
consagración. La divina Julieta estrenaba diariamente un vestido; lo
llevaba unas horas nada más, y lo regalaba luego a su doncella.
¡Trescientos sesenta y cinco vestidos al año!...

Pero el valor de cada uno de ellos equivalía, según testimonio de los
indiscretos de aquella época, a unos tres francos cincuenta céntimos.
Eran túnicas blancas de lino o de batista, sobre las cuales colocaba la
divina Recamier una faja de seda celeste, y su belleza rubia no
necesitaba más para tenderse en un diván, rematado por cuellos de cisne,
a escuchar los lamentos ossiánicos de un arpa o los versos recitados por
su amigo Chateaubriand.

Ahora, una mujer tenida por elegante se considera deshonrada si lleva
vestidos de menos de mil francos. Lo corriente es que valgan dos mil. Y
lo mismo ocurre con el sombrero, los zapatos, etc. Además, la pobre
Recamier haría reír a nuestras amigas si intentase deslumbrarlas
cambiando cada día de vestido. Un vestido por día: ¡qué suciedad!, ¡qué
atraso!... Una mujer chic cambia ahora ritualmente de vestido tres veces
al día, cuando menos, y debe preferir la muerte antes de conocer la
deshonra de que sus compañeras la sorprendan dos días seguidos llevando
las mismas ropas.

Aquellas cortesanas y comediantas, lujosas como la reina de Saba y
devoradoras de millones, que todos hemos conocido en el teatro y en los
libros al describir la vida de París de hace medio siglo, son ya
personajes fantásticos de comedia y de novela. Sólo existen en la
imaginación de las gentes crédulas. Vayan ustedes a las joyerías de la
plaza Vendôme, a los modistos de la _rue de la Paix_ y demás proveedores
del lujo femenino; pregúntenles por las «artistas» de costumbres ligeras
y por las mundanas célebres, que deben ser sus mejores clientes, y verán
cómo tuercen el gesto:

--Eso era en otros tiempos, señor. Ahora las gentes de tal clase no nos
convienen; sólo saben hacer deudas. Ya no hay grandes duques rusos que
las protejan. Únicamente quedan agentes bolcheviques, que vienen de allá
llevando varios millones para la propaganda roja y los gastan con
bailarinas viejas que admiraron en su juventud de bohemios hambrientos.
Pero son tan pocos, que esto no significa nada. Háblenos usted de
señoras decentes; de mamás y de niñas. Ésa es la verdadera clientela de
nuestra época. Los millonarios de América y de Europa ya no gastan el
dinero más que en las mujeres de su casa. El despilfarro y la locura
marchan ahora del brazo con la moral.

Y los tales comerciantes, si fuesen capaces de hablar con esta
franqueza, dirían la verdad. Hay ahora niña casadera que antes de los
veinte años presenta a su papá cuentas de modisto y de otros proveedores
más enormes que las que pagó su abuelo ocultamente cuando se dedicaba a
proteger bailarinas o a dar a conocer al mundo el talento de alguna
comediante joven y de buen rostro.

La familia del doctor Pedraza era de esta clase. La eterna preocupación
del prócer argentino consistía en ser rico, enormemente rico, para que
su familia, compuesta toda de mujeres, no experimentase ninguna
privación en sus deseos de lujo.

Cada vez que el doctor encontraba en los relatos de fiestas
aristocráticas publicados por los diarios a «la distinguidísima señora
de Pedraza y sus lindas e interesantes hijas», sentía la misma emoción
de vanidad satisfecha, el mismo legítimo orgullo del artista que ve
elogiadas sus obras.

Para él, su mujer era la primera dama de Buenos Aires y sus hijas
estaban destinadas a casarse con los jóvenes más ricos del país. Y esta
admiración por su cónyuge se convertía en obediencia absoluta a todas
sus indicaciones, como si la considerase incapaz de equivocarse en los
asuntos concernientes a la familia. Él, para los negocios, para ganar
dinero; y su esposa, para la vida de alta sociedad, para gastar con
«distinción».

No resultaba extraordinario que después de veinte años de matrimonio
siguiese tan enamorado de su esposa. Doña Zoila (allá no son raros
nombres como éste) era una hermosa mujer: la patricia argentina, madre
de numerosa familia, que mantiene intactas la belleza y la gracia de la
primera juventud y muestra todavía un gran atractivo femenil rodeada de
sus nietas. Esta matrona, de ojos negros y arrogante estatura, guardaba
todas las magnificencias físicas de una raza sana y fuerte, que adopta
por moda los enervamientos del lujo, pero no ha sido vencida aún por
ellos.

Doña Zoila era la primera invitada a toda fiesta. Su opinión equivalía a
una ley; ella indicaba lo que era distinguido y lo que debía ser
considerado como «guarango». Se estremecía de orgullo al declarar que
todas sus ropas procedían de París y que los grandes modistos de allá se
preocupaban del adorno de su persona, salvando el obstáculo de tres mil
leguas oceánicas. Cuando llegaban las comisionistas de la _rue de la
Paix_ a Buenos Aires, apenas habían empezado a desenfardar en el hotel
sus modelos para la estación próxima, a la primera que avisaban era a
«Madame Pedraza». Contaban con ella como gran compradora, y además sus
gustos y sus recomendaciones eran seguidos por mucha gente.

Después de su reputación de mujer elegante, lo que más apreciaba ella al
conversar en los salones con algún extranjero era poder decir:

--Y tal como usted me ve, soy madre de seis señoritas.

Una maternidad tan corta representaba para ella una humillación, y se
apresuraba a añadir:

--Dieciocho hijos tiene una hermana mía, y los más de ellos son varones.

Esto resulta natural en un país poco poblado, que sólo cuenta un
habitante por kilómetro. Mientras los dueños de estancia fomentan la
cría de sus reses, en las ciudades las esposas se afanan por aumentar el
número de ciudadanos.

Además, amigos míos, aquellas mujeres, que llevan en sus entrañas el
porvenir de su país, son sanas y prolíficas, con la frescura y la salud
de un pueblo joven. Como la riqueza las impulsa a aceptar los caprichos
de la moda, a lo mejor se resignan a sufrir los tormentos del hambre
para ser extremadamente delgadas. «Hay que conservar la línea». Pero a
pesar de su demacración elegante y su agostamiento distinguido, no
pueden ocultar la solidez del andamiaje interno, el noble vigor de sus
antecesores los centauros de la Pampa. Parecen, por lo flacas, que
acaban de salir de una ciudad sitiada o de un trasatlántico con averías
en alta mar que obligaron a los pasajeros a someterse a media ración.
Pero que la moda les da permiso para comer, y renacerán esplendorosas,
como surge el trigo en la llanura argentina cuando llueve largo.

Decía, señores, que el doctor Pedraza amaba y admiraba al mismo tiempo a
su esposa. Ni una sola vez había contestado negativamente a las
peticiones de doña Zoila, y eso que la señora no reconocía límites ni
escrúpulos en sus gastos para sostener, como ella decía, «el prestigio
de la familia». Habitaban una casa nueva, grande y elegante en las
cercanías del Parque de Palermo; estaban abonados invariablemente a uno
de los mejores palcos del teatro Colón durante la temporada de ópera, y
a otros palcos en diversos teatros. En Buenos Aires no abundan las
fiestas de sociedad, y el llamado «gran mundo» se ve y se habla durante
los entreactos en las representaciones tenidas por elegantes. Su
servidumbre era numerosa. Poseían tres automóviles: uno, el de
«negocios», para el señor, y otros dos, que empleaban la señora y las
niñas para visitas o excursiones.

Doña Zoila enviaba a la casa donde el doctor tenía establecido su
«escritorio» todas las cuentas de sus proveedores urbanos, así como las
que llegaban de París y Londres los días de vapor-correo. Y Pedraza, sin
hacer objeciones, iba llenando hojas y más hojas de su cuaderno de
cheques, y las entregaba, dando por terminado el asunto.

Le enorgullecían los enormes gastos hechos por su cónyuge. Eran una
demostración de su elegancia natural y de su noble origen. Porque el
doctor creía, más aún que su mujer, en el linaje aristocrático de ésta.

--Soy de los Pérez Zurrialde--declaraba doña Zoila con orgullo en
determinados momentos.

Y los demás, cuando querían hacer un elogio completo de ella, después de
ensalzar su elegancia y su buen gusto, acababan diciendo: «Es una Pérez
Zurrialde».

Todos creían en la distinción aristocrática de esta familia, sin poder
explicar el por qué de tal creencia. En América se ve esto muchas veces.
Hay familias que cuentan entre sus antecesores generales célebres,
héroes patrióticos, presidentes de República. Pero otras, cuyos abuelos
no hicieron nada y no fueron nada, pasan, sin embargo, por más
distinguidas y más aristocráticas. Tal vez será porque estos
predecesores hablaron poco, se mantuvieron al margen de las luchas del
país, se preocuparon únicamente de vestir bien, dedicando a esto toda su
inteligencia, y fueron muy exigentes en materia de casamientos,
emparentándose solamente con sus allegados.

Si una familia se empeña en ser aristocrática, como ponga en ello su
voluntad durante tres generaciones y lo afirme a todas horas, al cabo de
un siglo todos acabarán por aceptar su aristocracia y creer en ella.
¿Quién va a escarbar la historia de nadie más allá del abuelo o el
bisabuelo?... Hace cien años, en todas las colonias españolas de
América, el mayor signo de distinción y bienestar era tener tienda
abierta, un establecimiento de comestibles o de ropas. Las familias
linajudas de todas las ciudades históricas de aquellas repúblicas
tuvieron por fundadores a tenderos españoles o criollos, que
representaban la riqueza y la aristocracia de entonces. La agricultura y
la ganadería no valían nada en aquellos tiempos. Sólo eran ricos los que
vivían detrás de un mostrador. Pero doña Zoila no quería saber esto:
«Soy una Pérez Zurrialde». Y su marido, simple Pedraza, que había
alcanzado de niño a conocer a su abuelo, un emigrante venido de
Castilla, participaba también de esta admiración por el noble linaje de
su esposa, por la historia de aquella familia, que databa casi de siglo
y medio, lo que equivale en América a perderse en la noche de los
tiempos.

Además, esta esposa, todavía bella, de elegancia generalmente
reconocida, y que le había dado seis veces la reproducción de su propia
persona, merecía gratitud por sus sólidas virtudes conyugales.

Con doña Zoila «no había miedo a novelas», como decía el doctor, y un
marido podía vivir en perpetua tranquilidad. Su avidez de audacias
elegantes no iba más allá de las invenciones del modisto, de la
sombrerera y demás artistas encargados del embellecimiento de la mujer.
Para ella no existía otro amor que el conyugal. Los demás caprichos e
invenciones eran buenos para las «locas de París» y no para ella, una
señora, casada y madre.

Gustaba de que los hombres elogiasen en los salones la elegancia de sus
vestidos y su sabiduría para apreciar lo que es chic y lo que no lo es;
pero nada de alabanzas a su persona, nada de muestras de asombro o
admiración por su belleza, que se mantenía fresca y viva, desafiando al
tiempo.

--Pero usted--le dijo un europeo--gasta una fortuna en vestidos todos
los años, y debe complacerle que los hombres admiren su lujo y se lo
digan.

La señora de Pedraza acogió con un gesto desdeñoso tales palabras. Eso
sería verdad allá en Europa, donde las mujeres sólo piensan en los
hombres.

--Entonces--siguió preguntando el curioso--, ¿para qué viste usted con
tanta elegancia y se preocupa del adorno de su persona?...

Doña Zoila, antes de contestar, le miró con cierta conmiseración, como
apiadada de su ignorancia:

--Para dar envidia a mis amigas y que rabien.


III

Llevaba yo tres semanas de presentarme todas las tardes en la antesala
del presidente del Banco Hipotecario, para saber si mi petición de
empréstito iba a ser bien acogida por los señores de la Junta, cuando
hablé por primera vez con el doctor Pedraza.

Algunos de ustedes tal vez no saben lo que son las cédulas del Banco
Hipotecario Nacional. En las Bolsas de Europa las consideran como un
papel de esos que llaman «de todo reposo»; un valor para que el padre de
familia invierta en él sin miedo sus ahorros y la viuda pobre su escasa
herencia. Estas cédulas hipotecarias gozan de más crédito entre la gente
tímida que los empréstitos que emiten los gobiernos o las obligaciones
de las empresas industriales, que siempre tienen algo de aventurado.
Cada título representa un pedazo de tierra hipotecada, algo sólido,
tangible, que no puede desaparecer ni volatilizarse en una guerra o una
catástrofe. Y como los directores del tal Banco desean mantener incólume
el prestigio reposado y seguro de su institución, de aquí que
procediesen en mis tiempos con tanta lentitud y minuciosidad en sus
operaciones como si aún vivieran en la época colonial.

Yo aspiraba a que me diesen dinero con la garantía de mis tierras; pero
ellos, antes de emitir sobre mi propiedad varios centenares de cédulas
nuevas y venderlas en Europa a gentes timoratas que sólo tienen de
América vagas ideas, necesitaban largos informes y repetidas
exploraciones de sus ingenieros para que en lo futuro no fuese posible
una depreciación de la hipoteca.

El ujier del presidente se inclinó al entrar en la antesala un hombre
vestido con elegancia y de aspecto aseñorado. Lo abrió la puerta del
despacho presidencial y luego creyó necesario darme una explicación para
que no me doliese la injusticia de que alguien entrase antes que yo, no
obstante mi larga espera.

--Es el doctor Pedraza... un señor muy rico que ha sido diputado
nacional.

Volví a verlo otras tardes en el Banco Hipotecario, pero esperando lo
mismo que yo, pues he observado muchas veces que la frecuentación de las
oficinas no da mayor confianza al solicitante, sino, por el contrario,
le quita poco a poco el prestigio y la entrada franca que tuvo en sus
primeras visitas. El doctor Pedraza acabó por sentarse en la antesala
cerca de mí. Unas veces había salido el presidente; otras, no deseaba
hablar con él, sino con los ingenieros y los peritos del Banco, cuyo
informe era siempre laborioso, circunspecto y lento. Un amigo cualquiera
nos puso en relación, y como la soledad de la pieza predisponía a las
confidencias, hablamos mucho durante las horas pesadas y al mismo tiempo
optimistas que siguen al almuerzo y son en Buenos Aires las de visita a
las oficinas.

El doctor Pedraza solicitaba lo mismo que yo, aunque entre sus
pretensiones y las mías existiese una diferencia igual a la que separaba
mi humilde persona de colonizador extranjero de su opulencia de gran
propietario. Quería hipotecar la estancia heredada de sus padres,
operación importante para el Banco, por tratarse de un préstamo de
muchos centenares de miles de pesos.

Esto no me produjo asombro, ni quebrantó el respeto que me infundía el
doctor como hombre rico. En aquel país se puede ser un gran millonario y
deber al mismo tiempo sumas enormes. Hasta parece que la riqueza traiga
aparejado lo de tener deudas. Se emprenden sin miedo nuevos negocios; se
compra sin tener con qué pagar, dando por seguro que se venderá lo
comprado antes de unos meses y con fabulosa ganancia; nadie vacila en
tomar cantidades a préstamo... Así es como se ha engrandecido aquel
país.

Para mí era indudable que este opulento personaje necesitaba el dinero
de la hipoteca para emprender algún negocio considerable y secreto.

Seducido por el silencio con que yo le escuchaba, iba enumerando Pedraza
las magnificencias de la estancia que pretendía hipotecar. Además, todo
argentino nace propagandista de su patria, y se enardece hasta ser
elocuente cuando relata las grandezas de la tierra natal. El doctor,
exagerando un poco, me describía los pastos de sus praderas, pasándose
una mano por el pecho para hacerme ver hasta dónde llegaba su altura.
Yo, escuchándole, contemplaba imaginativamente el galope circular de las
tropas de yeguas por el vasto campo cerrado con alambradas; el lento
rumiar de los bueyes, mejorados por una continua selección, casi sin
cuernos, con el lomo plano lo mismo que una mesa, y carnosos, como si en
su interior hubiera quedado suprimido el andamiaje del esqueleto.

--Ha habido año que he vendido diez mil novillos, ¿sabe, compañero?...

Otras tardes sentía la nostálgica necesidad de hacerme ver el Buenos
Aires de su infancia. Casas bajas de monótona arquitectura colonial;
aceras de ladrillo que parecían escaleras por sus numerosos altibajos;
calles profundas como barrancos, polvorientas unas veces y otras tan
llenas de agua estancada que había que vadearlas lo mismo que
riachuelos. Muy pocos transitaban a pie por la ciudad.

--Yo iba a caballo a la escuela, y los otros muchachos «bien» llegaban
del mismo modo. Mientras duraba la lección había fuera de la casa unas
cuantas docenas de caballitos «petizos», que entretenían su impaciencia
escarbando el suelo con las patas. Cuando yo salía de la escuela, mi
«petizo» había abierto un hoyo así de grande... Los mendigos también
iban montados, pidiendo limosna de puerta en puerta. Los cocheros
públicos encontraban que era más barato no dar de comer a sus animales,
y cuando éstos se les morían de hambre, enganchar otros nuevos. No
tenían más que salir a las afueras de la ciudad para comprarlos por lo
que querían ofrecer. Y ahora vendo yo caballos en mi estancia tan caros
como en Europa... Además, ¡lo que ha cambiado nuestro Buenos Aires! Es
cosa de asombrarse, compañero, viendo esas avenidas y esas casas que
parecen de Nueva York... A veces creo que lo de mi niñez fue algo
soñado.

Pero el doctor cortaba su entusiasmo patriótico para protegerme con una
de sus miradas bondadosas.

--Y usted, galleguito, ¿qué piensa hacer con su plata cuando esos
señores le acepten la operación?...

Modestamente iba yo explicando mis planes de colonizador. Con el
producto de la hipoteca terminaría la roturación de mis terrenos;
compraría tractores mecánicos y otras maquinarias agrícolas de las que
fabrican en los Estados Unidos; crearía un sistema de riego, y las
ganancias del nuevo cultivo me permitirían pagar los intereses de la
deuda y suprimirla finalmente, vendiendo la tierra en pequeñas parcelas.
Pero me avergonzaba de la modestia de mis planes al recordar la
importancia del hombre que me estaba escuchando.

--Usted, doctor, sí que hará cosas enormes en su estancia con esa
fortuna que le va a prestar el Banco. ¡Habrá que ver eso!...

Y el doctor acogía mis palabras moviendo la cabeza con pensativa
gravedad. Luego hablaba. Los tiempos empezaban a ser malos; la compra y
venta de terrenos se iba paralizando; ya no era un negocio la
especulación. Sería conveniente volver al cultivo de las estancias, como
lo habían hecho los padres y los abuelos, pero agrandándolas,
modernizándolas...

Dejé de verle. La operación sobre su estancia estaba casi terminada, y
de un momento a otro le iban a entregar las cédulas hipotecarias, o sea
el dinero. Para él los informes de los técnicos se hacían breves, y los
obstáculos rituales se derrumbaban ante su paso. Por algo era el doctor
Pedraza y su esposa una Pérez Zurrialde. Además, doña Zoila, la noble
criolla, resultaba parienta, más o menos próxima, de la mayor parte de
los directores del Banco.

Como si la protección que me había dispensado el doctor--expresada
únicamente hasta entonces con palabras amables y ojeadas
majestuosas--empezase a ejercer sobre mí una influencia real, algunas
semanas después los poderosos personajes del Banco se apiadaron de mi
insignificancia, concediéndome la hipoteca sobre mis tierras.

Esto representó un descanso en mi angustiosa empresa, un alto durante el
cual podría resollar algunos meses con la tranquilidad que proporciona
la abundancia de dinero. Ya no tendría que mendigar pequeños préstamos
en los Bancos particulares. Pagué deudas, emprendí los trabajos que
tenía proyectados, encargué maquinaria a los Estados Unidos, y como la
nueva orientación de mi empresa exigía una espera, durante la cual
permanecería inactivo, me acometió el deseo de hacer un viaje corto a
Europa.

Bien había ganado este descanso en dos años de áspera lucha. Además me
quedaba disponible algún dinero, varios miles de pesos, que podía gastar
en el regalo de mi propia persona, o inmediatamente sentí lo que llaman
en Buenos Aires «la enfermedad de París». ¿Por qué yo, que pretendía
llegar en lo futuro a millonario (estilo América del Sur), no me podía
dar por algunas semanas una representación adelantada de lo que es en
Europa la vida de un personaje de tal clase?...

Precisamente hacía un mes que en Buenos Aires los periódicos y las
gentes hablaban todos los días del _Cap Bojador_, trasatlántico alemán
que había hecho su primer viaje desde Hamburgo o iba a emprender su
travesía de regreso. Esto fue antes de la última guerra europea, y el
tal _Cap Bojador_, que no sobrepasaba en importancia a la mayor parte de
los trasatlánticos que van a los Estados Unidos, era considerado como
una maravilla por su gran tonelaje entre los buques que remontan el río
de la Plata.

Las gentes hablaban de sus salones lujosos, de su piscina de natación,
de las previsoras innovaciones establecidas en sus camarotes para
atender a las más pequeñas necesidades higiénicas, del invernáculo que
esparcía su jardín de flores tropicales sobre la última cubierta. Una
muchedumbre interminable bajaba como en procesión al muelle para visitar
esta maravilla flotante.

¡Pobre _Cap Bojador_! La organización germánica lo había previsto todo
en él. Hasta guardaba en lo más secreto de sus bodegas unos cuantos
cañones desmontados para convertirse rápidamente en corsario si
estallaba una guerra. Y cuando la noticia de la guerra le sorprendió,
años después, estando anclado en Buenos Aires, montó su artillería y
salió al mar, para ser cañoneado y echado a pique por los cruceros
ingleses cerca de las costas de África.

Familias que semanas antes no pensaban ni remotamente en un viaje a
Europa sentían de pronto la necesidad de pasar el Atlántico. Fue de moda
ser pasajero del _Cap Bojador_ en su primera travesía. Representaba una
gran distinción. Sólo los millonarios podían permitirse, según el
vulgo, este gusto inaudito.

Preparaba yo modestamente mi viaje en otro buque, cuando me avisaron que
en el famoso trasatlántico había un pequeño camarote libre. Alguien
había desistido de su excursión a última hora. ¿Por qué no había de
darme el gusto de figurar, aunque fuese en último término, entre los
opulentos pasajeros del _Cap Bojador_, cuando precisamente iba yo a
Europa para hacer el aprendizaje de cómo viaja y vive un futuro
millonario?...

La salida del buque fue precedida de una confusión clamorosa y triunfal.
Todos los alemanes de Buenos Aires se habían aglomerado en el muelle
para celebrar este acontecimiento glorioso. Músicas, banderas,
¡_hochs_!, incesantes al kaiser, cánticos del Über Alles. Además, gran
afluencia de familias criollas, que acudían para admirar y envidiar a
los que se marchaban; haces de flores, enormes como gavillas de trigo;
cajas de bombones de chocolate que parecían maletas; besos; miles de
pañuelos tremolados como banderas...

Pasé modestamente a través de esa confusión. Nadie me conocía y yo no
conocía a nadie. Cuando el buque se despegó del muelle tuve un encuentro
en una de las calles de esta ciudad flotante que se iba deslizando sin
el menor movimiento, como si resbalase sobre el fondo del río de la
Plata. El doctor Pedraza iba a Europa con toda su familia.

Doña Zoila y las seis hijas se movían atareadas y confusas, no sabiendo
qué hacer de las gavillas de flores y las cajas de dulces apiladas sobre
varios sillones de la cubierta: regalos de las numerosas amistades que
habían acudido a despedirlas. Todas ellas llevaban unos vestidos de
violenta novedad, «modelos únicos», encargados, sin duda, por cable a
París apenas la familia decidió el viaje.

El doctor iba trajeado como yo me imaginaba entonces que vestían el
presidente de la Cámara de los Lores o el primer ministro inglés al
salir de excursión. ¡Las ilusiones de aquel tiempo, en que no habíamos
visto aún los retratos de Lloyd George!...

Me distinguió el rico argentino una vez más con sus palabras amables,
rebuscadas, majestuosas, y también con sus ojos protectores. En el curso
del viaje se dignó muchas veces tratarme como si fuese amigo suyo, y
hasta hizo mi presentación a doña Zoila y las niñas, las cuales me
acogieron con una indiferencia cortés.

Era la familia más importante de a bordo por el número de sus individuos
y por su lujosa instalación.

Pedraza y su esposa habitaban un amplio dormitorio, con salón propio y
otras dependencias. Las seis niñas se habían resignado a ocupar tres
amplios camarotes de los más caros, cada uno con dos camas. Además,
formaban parte de esta expedición un par de doncellas españolas al
servicio de las señoritas; una parienta pobre de doña Zoila, que no se
dignaba prestar otro trabajo que el de servir de acompañanta a las niñas
en ausencia de su madre; el ayuda de cámara italiano del doctor, y una
vieja criada mestiza que había tenido en sus brazos a la señora de
Pedraza, y seguía a la familia a todas partes, como un recuerdo
histórico de la noble casa de los Pérez Zurrialde. En total, doce
personas, ocupando todo un lado de cierto corredor del buque donde
estaban las mejores habitaciones.

La señora y señoritas de Pedraza viajaban «a la ligera», según
declaración de la mamá, pues se proponían renovar enteramente su
vestuario cuando llegasen a París. Esto no impedía que al lado de las
puertas de sus camarotes estuviesen amontonados y obstruyendo el paso
numerosos cofres y maletas: una pequeña parte destacada del grueso del
equipaje oculto en las bodegas. El viaje de Buenos Aires a Boulogne iba
a durar aproximadamente veinte días. Una persona decente debe cambiar de
vestido tres veces cada veinticuatro horas, y ellas no podían resignarse
a que las demás pasajeras dijesen que en los veinte días se habían
puesto dos veces las mismas ropas. Total: sesenta vestidos por cada una
de ellas, ¡y eran siete!...

Las dos hijas mayores habían dejado sus novios en Buenos Aires, y todas
las mañanas escribían una carta, guardándola para echarlas después
juntas en los puertos donde hacía escala el buque. Sus hermanas menores
bailaban en el gran salón o en la cubierta, cuando los camareros del
vapor se convertían en músicos, unas veces de instrumentos de cuerda,
otras de metal. Además hacían continuos ejercicios gimnásticos para
cultivar su delgadez, riñendo batallas tenaces y heroicas con el apetito
juvenil excitado por el aire del mar. Sus comidas consistían casi
siempre en una taza de té, y alguna de ellas hasta suprimía este
líquido, con la ambición de llegar a ser más esquelética que sus
hermanas.

En cambio, el doctor Pedraza gozaba con regodeo de la abundante mesa de
a bordo, así como de la consideración y el respeto que le acompañaba en
sus paseos por el buque.

--Es un doctor de Buenos Aires--decían algunos europeos de regreso a su
tierra, al mostrarse a este personaje--, un estanciero riquísimo, una
persona «bien». ¡La plata que debe tener!...

Al verme Pedraza, poco después de haber zarpado el trasatlántico, me
saludó dándome en la espalda una de sus palmadas de buen príncipe.

--¡Usted aquí, españolito!... ¿Va usted a dar un paseo por Europa?...
Hace bien; no todo ha de ser trabajo... Hay que gastar la platita.

¡Simpático y bondadoso personaje! Recordó nuestras conversaciones
durante las primeras horas de la tarde, sentados en la antesala del
Banco Hipotecario.

Luego, una idea absurda, inverosímil, pasó por mi pensamiento. Se me
ocurrió que el dinero facilitado por el Banco Hipotecario iba a servir
en su mayor parte para este viaje suntuoso.

Tal vez el doctor Pedraza había hipotecado su estancia para dar gusto a
su familia, deseosa de realizar un paseo triunfal por el viejo mundo: un
viaje que excitase la envidia y la admiración de las amigas que dejaban
a sus espaldas.


IV

Terminada la navegación, nos vimos poco. Yo no podía vivir en el mismo
plano que este millonario.

Además, huía de él, no porque me fuese antipática su persona, sino por
miedo a la deslumbrante doña Zoila y a sus hijas, que parecían esparcir
una nueva luz sobre París.

_Le Figaro_, que es el diario que presta más atención al paso de los
americanos, hablaba casi todos los días de «Madame de Pedraza, ilustre
dama argentina, y sus hermosas hijas».

Ocupaba la familia una parte considerable del primer piso de cierto
hotel monumental próximo al Arco de Triunfo. Algunas mañanas, el doctor,
su esposa y las seis niñas, salían a caballo para galopar por las
avenidas del Bosque de Bolonia. Esta cabalgata, que muchos, en el primer
momento de sorpresa, tomaron por un desfile de artistas de circo, servía
para demostrar la opulencia de la familia. Además, todos eran excelentes
jinetes, que habían aprendido la equitación por instinto, en la estancia
natal, al mismo tiempo que aprendían a hablar.

No se sabe si fue la admiración o la envidia la que inventó el mote;
pero las seis señoritas Pedraza empezaron a ser apodadas «las walkirias
argentinas».

El éxito de las hijas del doctor no podía ser más halagüeño para la
vanidad de sus padres. No digo que París entero se preocupase de ellas.
París es muy grande y su vida está dividida en sectores. Pero en el
fragmento de mundo parisién donde se movían los Pedraza, o sea la
porción comprendida entre el Bosque, la Avenida Kleber y los bulevares,
la popularidad de las seis walkirias era cada vez más grande.

En los establecimientos de la _rue de la Paix_, de los Campos Elíseos y
de la plaza Vendôme sonaba con frecuencia el nombre de Madame de Pedraza
y sus _demoiselles_, recomendando los jefes, con voz respetuosa, el
rápido cumplimiento de los encargos de tan ricas clientes. Muchas veces,
al contar yo que venía de la Argentina y tenía en ella mis negocios,
escuché las mismas palabras:

--Ahora está en París un gran millonario de allá, el doctor Pedraza, con
su esposa, una señora muy distinguida, y sus niñas, que parecen un coro
de ángeles. ¡Lo que gasta esa familia! ¡La fortuna enorme que debe tener
el padre!... ¡Qué collar de perlas el de la mamá!...

Y yo asentía a estas expresiones de asombro y admiración... ¿Para qué
hablar? En Europa tienen tal concepto de la riqueza sólida,
inconmovible, cristalizada, que no pueden imaginarse la riqueza movible,
inquieta y en continuo volteo de los países americanos: una riqueza que
se aleja y vuelve, se desvanece y torna a reconstituirse, haciendo que
un mismo hombre se vea tres o cuatro veces en su existencia millonario
como un príncipe de cuento de hadas y mendigo visionario.

Además, el lujo enorme de la familia Pedraza, que yo contemplaba desde
lejos, acabó por desorientarme, haciendo que dudase de lo que había
visto al otro lado del Océano.

En realidad, yo sólo sabía del doctor que había hipotecado la mejor de
sus fincas; pero esto no significaba nada extraordinario ni fatal. En el
Nuevo Mundo no basta preguntar cuánto posee una persona; es preciso
añadir: «¿Cuánto debe?». Todos, por ricos que sean, tienen deudas
enormes, contraídas para el agrandamiento de sus negocios. El
crecimiento rápido de los pueblos jóvenes exige que los ricos vivan un
poco a la ventura, como viven los jugadores, confiándose a su buena
suerte y tomando sin vacilación todo el dinero que les ofrezcan, con la
esperanza de poder devolverlo gracias a nuevos negocios.

Tal vez el doctor era más rico que yo me lo imaginaba, y su préstamo
debía ser considerado como una operación transitoria y sin importancia.
Al año siguiente, una portentosa cosecha de trigo o una de aquellas
ventas de «hacienda», en las que entraban los novillos a miles, y que él
me había descrito con tanto entusiasmo en sus conversaciones, bastaría
para pagar enteramente su deuda, sin tener que imponerse sacrificio
alguno.

Antes de que yo regresase a la Argentina tuve noticias directas de los
grandes éxitos obtenidos en París por doña Zoila y sus hijas. Las dos
mayores se mostraban refractarias a todo coqueteo, e iban de fiesta en
fiesta, estrenando cada vez un vestido riquísimo; pero graves y
austeras, orgullosas de su lujo y dignándose mirar únicamente a las de
su sexo, lo mismo que su noble madre.

--Somos muy argentinas y sólo podemos casarnos con uno de nuestra
tierra.

Ambas seguían escribiendo diariamente a sus novios, que estaban en
Buenos Aires. Únicamente les interesaban en París los vestidos y los
elogios de las mujeres.

En cambio, las otras hermanas vivían asediadas por el amor y las
peticiones matrimoniales. Hasta la más pequeña, que todavía iba de corto
y con el cabello suelto, tenía varios suspirantes que la deseaban por
esposa. La fama de estas millonarias recién llegadas se había esparcido
por todos los círculos más o menos aristocráticos, donde hay jóvenes que
se tienden con desesperación en un diván después de haber perdido los
últimos miles de francos en la sala destinada al juego.

Hay que recordar además que en los años anteriores a la guerra, la
República Argentina acababa de ponerse de moda, y los conocimientos
geográficos de los hombres deseosos de adquirir una fortuna casándose se
ensancharon con esto considerablemente.

Todos habían acabado por descubrir una gran novedad: que existen dos
Américas, la del Norte y la de Sur. El matrimonio con americanas de los
Estados Unidos era ya entonces una industria en decadencia. Los títulos
nobiliarios se aprecian allá cada vez menos. Las mujeres de aquel país,
dotadas de un carácter práctico y escarmentadas por la experiencia, se
reservan el manejo de sus bienes, y el marido sólo es un consocio bien
alimentado, pero sin derecho a tocar la fortuna de su esposa: una
especie de rey consorte, sin voz ni voto en el gobierno.

Era conveniente buscar acomodo en la otra América, donde también existen
millonarias, menos numerosas, pero más inexpertas en esta clase de
alianzas. El riquísimo doctor llegaba oportunamente con cuatro hijas
casaderas, y todos los que en París esperaban salvarse por medio del
matrimonio olvidaron lo que sabían de inglés para perfeccionarse en el
tango y chapurrear algunas palabras de español.

Dos de las señoritas Pedraza empezaron a mostrarse distanciadas por una
rivalidad aristocrática.

--Yo puedo ser duquesa si quiero--decía una de ellas--, y a ti sólo te
pretende un marqués.

--Pero el mío es más joven que el tuyo--contestaba la otra.

Doña Zoila creyó oportuno cortar tales disputas con la autoridad de su
noble pasado. Nada tenía que decir contra estos personajes que aspiraban
a ser sus yernos; pero no le hacían ningún favor extraordinario al
pretender entrar en su familia. Ellos tenían un pasado histórico, pero
los Pérez Zurrialde no eran cualquier cosa allá en su tierra. Si
llegaban a casarse con sus niñas, no tendrían por qué ruborizarse, pues
éstas eran iguales a ellos.

Empezó a circular entre los sudamericanos de París la noticia de que un
duque y un marqués querían ser yernos del doctor Pedraza. Les corría
prisa esta unión y deseaban realizarla antes de que la familia volviese
a Buenos Aires. Las niñas, por su parte, también mostraban una prisa
igual, pensando en lo que dirían sus amiguitas de allá al verlas con
títulos nobiliarios.

Tuve que marcharme de París en aquellos días, pero las confidencias de
algunos amigos del doctor sirvieron para darme una idea aproximada de lo
que debió ocurrir.

Estos nobles personajes que descienden a querer emparentarse con los
ricos del otro lado del Océano muestran siempre un gran desinterés
cuando llega el momento de tratar las condiciones materiales que deben
regir la asociación matrimonial. Ocupados en el galanteo de la joven
millonaria, no quieren interrumpir su dúo de amor con vulgares
discusiones financieras, y envían a un llamado hombre de ley, a un
notario que ha servido siempre a su familia, o al administrador de su
hacienda quebrantada, para que ajuste el convenio con los padres.

El doctor Pedraza, hombre de negocios, consideró sin importancia estos
tratos preliminares del matrimonio. Él manejaría a su gusto a los dos
nobles señores que pretendían ser hijos suyos. Pero en vez de hablar con
ellos, tuvo que recibir la visita de dos leguleyos franceses, de palabra
melosa, con el plumaje áspero y el pico duro, lo mismo que aves de
rapiña.

Mi amigo y su noble esposa se expresaron como príncipes generosos que no
pueden contar la inmensidad de su fortuna. Los dos se comprometieron
desde el primer momento a entregar a cada una de sus niñas una renta
anual de trescientos mil francos. Pero los enviados no creían en rentas
que pueden ser pagadas fielmente el primer año e ir disminuyéndose en
los siguientes, hasta quedar suprimidas. Ellos necesitaban un capital
positivo, aunque la renta fuese menor: campos, casas, valores
mobiliarios, algo que pudiera convertirse en dinero a cualquier hora,
dando una seguridad de riqueza a sus poseedores.

En resumen: que estas conferencias laboriosas, en las que se batían
ambas partes con buenas palabras y perversas intenciones, terminaron tan
mal como cualquiera de las entrevistas diplomáticas a las que asisten
los gobiernos con el propósito de engañarse unos a otros.

El duque y el marqués desaparecieron. Las dos niñas lloraron un poco.
¡No poder marcar con una corona heráldica sus pañuelos y sus ropas más
íntimas, para envidia de las amigas!...

Las hermanas mayores, que habían sufrido en silencio el orgullo
nobiliario de las otras, creyeron llegado el momento del desquite.

--Nosotras debemos casarnos con gentes de nuestra tierra. Aquí, en
Europa, sólo nos buscan por nuestra gran fortuna. Os hubieran tomado la
plata, y después, ¡quién sabe si habrían acabado pegándoos!...

Doña Zoila apoyaba estas palabras:

--Allá no usamos corona, pero somos tan nobles como los de aquí.
Vosotras, además de ser Pedraza, lleváis un gran nombre por vuestra
madre.

La hermosa señora abominaba ahora de París. Según contó después a sus
amigas de Buenos Aires, algunos mocitos que casi podían ser hijos suyos
habían osado hablarla, en los salones, de «almas dormidas que deben ser
despertadas», burlándose a continuación de la vulgaridad de ser fiel al
marido, y comparando su belleza con el sol de la tarde, más deslumbrador
y ardoroso que el del amanecer... ¡A ella! ¡A una matrona respetada por
todos en su país!... Si había aguantado en silencio tales audacias, era
por miedo a que se enterase su esposo, hombre violento en sus cóleras y
famoso tirador de pistola.

Arrepentido Pedraza sinceramente de la satisfacción que le había
procurado por unas semanas la posibilidad de ser suegro de tan
aristocráticos personajes, mostraba ahora un recrudecimiento de sus
entusiasmos de americano, hijo de una República.

--Lo de los títulos de nobleza, _ché_, puede deslumbrar a los gringos de
Europa; ¿pero a nosotros?... En la América del Sur eso nos hace reír.


V

Transcurrió mucho tiempo sin que yo volviese a ver al doctor. Me enteré
por los diarios argentinos de su regreso triunfal de Europa. Otra vez
su nombre y los de todas las mujeres que componían su familia volvieron
a aparecer en las crónicas de la alta vida social.

Doña Zoila organizaba fiestas de caridad; se movía a la cabeza de todas
las Juntas para la difusión de principios morales, y a la hora del té su
palabra era escuchada como un oráculo, definiendo lo que es elegancia y
en qué consiste la falta de _chic_. Después de haber pasado un año en
París, su autoridad parecía inconmovible.

La vida del doctor resultaba menos dichosa y plácida. Yo le veía pasar
en su lujoso automóvil por la Avenida de Mayo o apearse en la calle
Reconquista, donde se encuentran establecidos los Bancos de la ciudad,
yendo de uno a otro para sus numerosas e importantes operaciones. Todos
seguían considerándole con respeto, como un personaje influyente, y
muchos envidiaban su riqueza. Pero de tarde en tarde llegaban hasta mí
noticias inquietantes para el crédito del doctor. Sus amigos íntimos
contaban que había gastado en Europa un millón de pesos (más de lo que
le había prestado el Banco Hipotecario). En las reuniones de alta
sociedad se hablaba con asombro del collar de perlas que doña Zoila
había adquirido en París, y los envidiosos apuntaban que el marido no
tenía fortuna para tantos dispendios.

En mucho tiempo no volví a acordarme de Pedraza, pues bastante tenía con
preocuparme de mi propia suerte. La Argentina pasaba en aquellos
momentos por una de esas crisis financieras que son en su existencia a
modo de una enfermedad normal y periódica, repitiéndose aproximadamente
cada diez años.

A los negocios rápidos y extraordinariamente productivos había sucedido
la atonía del dinero; al despilfarro, el pánico, el egoísmo y la
pobreza. Los Bancos que adelantaban antes capitales para toda clase de
negocios, no sólo habían cortado repentinamente sus créditos, sino que
exigían la inmediata devolución de sus préstamos. Yo tuve que luchar
mucho en aquella época para no salir de la crisis completamente pobre.
De no ocurrir tal calamidad, estarían ustedes escuchando ahora a un
millonario. Gracias que pude salvar lo preciso para retirarme a París y
vivir aquí con modestia.

Pero volvamos a nuestro doctor. Su situación era semejante a la de otros
compatriotas suyos. Continuaba siendo un capitalista para las gentes;
seguía viviendo como un millonario; pero los directores de los Bancos y
los hacendados sólidamente ricos, al nombrarle con respeto, contraían
los labios como para cerrar el paso a una sonrisa burlona y cruel. Su
infortunio llegaba hasta mí fragmentariamente, por noticias sueltas y
espaciadas, como se aproximan o se alejan las detonaciones de un
combate remoto, según los caprichos del viento.

La familia había tomado, como siempre, su palco en el teatro Colón al
empezar la temporada de ópera. Esto era natural. La vida resulta
inconcebible en Buenos Aires sin la asistencia a dicho teatro. ¡Antes
morir! Pero el doctor había entregado al empresario por el abono del
palco, no un cheque, sino un pagaré a noventa días vista. En las malas
épocas, muchos pagan así en aquel país. Se confía en el porvenir. Nadie
cuenta únicamente con lo que tiene en la mano, como los tímidos del
viejo mundo; todos admiten de consocia a la esperanza. ¡Quién sabe qué
grandes negocios pueden hacerse en el plazo de noventa días!... Como la
fortuna tiene alas, sólo necesita unos instantes para llegar hasta
nosotros.

También supe que Pedraza había hipotecado la otra estancia que era de su
mujer. Acababan de casarse las dos hijas mayores, con una magnificencia
que hizo acudir a toda la alta sociedad de Buenos Aires. Doña Zoila dio
a las bodas de sus hijas el aparato de un acontecimiento histórico.
Mientras tanto, el pobre doctor se agitaba de la mañana a la noche por
conseguir al mismo tiempo dos cosas que parecían antagónicas: sostener
el aspecto opulento de su familia sin aminorar sus gastos y pagar los
enormes réditos de sus deudas.

Las cosechas de las dos estancias y las ventas de novillos criados en
sus campos sólo servían para satisfacer los tales réditos. Pedraza,
deseoso de evitar disgustos a su esposa, disimulaba las angustias de
esta situación. Apenas se veía en su casa, rodeado de un ambiente de
lujo, entre sus hijas solteras, que hablaban y reían como princesas
seguras del porvenir, necesitaba mostrarse optimista, imaginándose una
serie de negocios maravillosos que vendrían a sacarle de apuros al día
siguiente.

No quiero cansar a ustedes describiendo detalladamente cómo se fue
acelerando, cuesta abajo, la ruina de Pedraza. Necesitaba siempre
dinero; en los Bancos no querían dárselo al interés corriente, y
recurrió al préstamo usurario. Además, tuvo que vender con pérdida
enorme los terrenos que había adquirido para especular sobre su alza en
la buena época del país, cuando circulaba vertiginosamente la riqueza.

Al mismo tiempo mostraba, al hablar con sus hijas casadas y sus yernos,
la tranquilidad bondadosa de un hombre inmensamente rico, que al morir
dejará caer un chaparrón de bienes sobre sus herederos. Aceptaba sin la
menor mueca de contrariedad todas las peticiones de las hijas que vivían
en su casa. Doña Zoila, que estaba vagamente enterada de que los
negocios no marchaban del todo bien, parecía vacilar algunas veces al
hacer a su marido la enumeración de los gastos de la familia, pensando
en la posibilidad de ciertas economías. Un día, hasta le dio a entender
que, en caso de apuro, estaba dispuesta a desprenderse de sus joyas.
Pero esto, aun siendo mera hipótesis, parecía causar tal pena a la
señora, que el doctor se apresuró a disuadirla.

Le era imposible aceptar que su noble compañera modificase su existencia
ordinaria. Además, ¿qué dirían las gentes al ver disminuido el lujo de
la familia?... Y era el pobre doctor quien recomendaba a su esposa que
evitase las economías demasiado visibles. Las niñas debían casarse, y
para ello era conveniente que la casa conservase su aspecto de
abundancia segura y ostentosa.

Cuando de tarde en tarde me ponía la casualidad al alcance de la palabra
solemne y los ojos protectores de mi amigo, adivinaba al punto los
estragos que iba haciendo en su persona esta nueva vida de pobreza
disimulada. Iba vestido con la elegancia de siempre; conservaba su
aspecto señoril; pero estaba viejo, mucho más viejo que debía serlo por
su edad.

--¿Cómo marchan sus negocios, españolito?... Mala época: ¡muy mala para
todos!... Pero esto no puede durar.

Y me golpeaba la espalda con la bondad de un ser superior que sabe que
existe la desgracia, pero es para los otros, pues él se encuentra por
encima de las miserias del vulgo.

Su caída fue larga. Nadie se enriquece con la rapidez que se imaginan
los que viven al margen de los negocios; nadie tampoco se arruina, por
regla general, en unos instantes, como lo vemos muchas veces en comedias
y novelas. Hay minas fulminantes, como hay naufragios instantáneos que
sólo duran unos minutos; pero la mayoría de las gentes se enriquecen con
lentitud, o van empobreciéndose como el que baja una escalera, peldaño
tras peldaño. El naufragio del doctor fue igual al de los grandes
veleros, que, después de estar llenos de agua, todavía flotan con la
quilla al aire mucho tiempo, yendo de un lado a otro, al capricho de las
corrientes.

En realidad, sólo sé de Pedraza lo que me contaron incidentalmente
algunos de sus amigos íntimos. Estas noticias son a modo de episodios
sueltos y sin concordancia; pero yo he hecho de todos ellos algo
compacto, uniéndolos con los hilos de mis suposiciones. Valiéndome del
álgebra de la inducción, he llegado a imaginarme todo lo que le ocurrió
al doctor. Dirán ustedes que lo que voy a contarles es en gran parte
invención mía; pero hay invenciones más ciertas y verosímiles, por ser
lógicas, que las noticias que nos dan como seguras los amigos y los
periódicos.

He pensado muchas veces en las tardes que debió pasar cuando quedaba
solo en su «escritorio»: un piso arrendado en la Avenida de Mayo para
sus oficinas. Lejos de su casa y libre de las seducciones que ejercían
sobre él las mujeres de su familia, obligándole a verlo todo de una
manera optimista, quedaba frente a frente al enigma de su situación. Iba
a verse arruinado en un país donde el dinero tiene mayor importancia que
en otras naciones y resulta más necesario para la vida. ¿Era posible la
existencia de un Rómulo Pedraza protegido por sus amigos y con un empleo
público para sostener humildemente a su familia?...

La idea de que su mujer y sus niñas tuvieran alguna vez que remendar sus
vestidos, llevando la vida dolorosa de los ricos arruinados que buscan
el amparo de unos parientes más dichosos, le parecía tan absurda e
inconcebible como un trastorno de la leyes astronómicas. ¿Era lógico que
Zoila, su mujer, fuese alguna vez pobre?...

Además sentía miedo al pensar en sus hijas. Él conocía la historia de
muchas señoritas cuyos padres se habían empobrecido. Unas pocas
conseguían casarse con ricos, lo mismo que en las novelas; las más se
resignaban a descender, perdiendo la distinción de su origen,
convirtiéndose en obreras ocultas que trabajaban mal recompensadas para
el sostenimiento de una vida miserable; y algunas acababan sirviendo de
amantes a hombres que en otras circunstancias no habrían osado aspirar a
ser sus maridos.

El pobre doctor se estremecía de miedo y de cólera al pensar que sus
hijas, las cuatro hijas que le quedaban en casa, podían verse en la
misma situación de algunas infelices que atraen a los libertinos con un
nuevo encanto: el de haber sido señoritas de buena casa, jóvenes, ricas
y educadas en el lujo antes de que la ruina paternal les empuje a ser lo
que son.


VI

Como todos los que viven inseguros y acechados por el peligro, creyendo
sentir que la tierra vacila bajo sus pies, el doctor aceptó
supersticiosamente la existencia de fuerzas misteriosas que pueden
proteger a los mortales y salvarlos, fijándose en ellos con las secretas
preferencias de la predestinación. ¿Por qué no había de ayudarle la
fortuna, tirando de él con un manotazo maternal y elevándolo luego sobre
aquellas miserias que le obligaban de día a dolorosos fingimientos, y le
tenían la noche entera entre las roedoras mandíbulas del insomnio?...
Había que abrir las ventanas a la suerte, para que pudiese tocarle con
sus alas.

Y se hizo jugador, jugando en la Bolsa y en los clubs aristocráticos, de
los que era uno de los socios más respetables y escuchados. Dio orden
también a las gentes de su «escritorio» para que dejasen libre la
entrada a todo el que llegase pretendiendo hablarle. ¡Quién sabe si el
más humilde visitante vendría a proponerle un negocio salvador!... En
los países jóvenes, de continua inmigración, que atraen a los
aventureros de mala ley, pero igualmente a los visionarios geniales o
inventores, todo es posible.

Un día, un agente de seguros sobre la vida le conquistó con su charla
amena, haciéndole firmar una póliza de doscientos mil pesos a favor de
su mujer y sus hijas. Esto iba a obligarle al pago de una prima
importante todos los años; pero como estaba acostumbrado a los enormes
réditos que debía entregar a sus acreedores, consideró insignificante el
aumento de una cantidad más...

El agente de seguros, alegre por la comisión ganada, debió hablar a sus
compañeros; la puerta del «escritorio» seguía franca, y empezaron a
visitar a Pedraza casi todos los que en Buenos Aires se dedicaban al
mismo negocio. Intentó resistirse al principio a una segunda operación
basada en su muerte; pero al fin acabó mostrando cierto gusto por ella,
y como seguía recibiendo bien a tales visitantes, éstos parecieron
pasarse el aviso unos a otros.

Rara era la semana que el doctor no suscribía una póliza nueva. A pesar
de su madurez se mantenía fuerte, los médicos de las Compañías de
Seguros daban un informe rotundo sobre su espléndido equilibrio físico,
libre de toda enfermedad, y el negocio se hacía sin obstáculos. Al poco
tiempo Pedraza estaba asegurado en más de una docena de Compañías, unas
del país, otras de Europa y de los Estados Unidos. Además había firmado
contraseguros y hecho otras operaciones que le aconsejaban los agentes,
deseosos de ganar nuevas primas.

Al fin, su persona había llegado a valer más de dos millones de pesos,
según manifestaba con regocijo a sus amigos. Ésta era la cantidad que
deberían entregar las Compañías a su familia en el momento de su muerte.
Pero los amigos, admirando la solidez de su cuerpo, contestaban:

--Antes de morir habrás pagado en primas algo más de los dos millones.
¡Mal negocio el tuyo! Vas a vivir mucho.

El esposo de doña Zoila sonreía, orgulloso de su vigor, afirmando que se
consideraba más fuerte que nunca, y al final serían efectivamente las
Compañías de Seguros las explotadoras de su credulidad. Luego terminaba,
con una displicencia de rico:

--Caro resulta eso; pero ¿qué importa?... Es plata que voy depositando
para los míos.

Una mañana le escuché estas mismas palabras en un Banco, cuando
formábamos grupo en la antesala del gerente varios aspirantes a un
préstamo inmediato...

Y de pronto la muerte, una muerte inesperada, que muchos llamaron
«estúpida», por su absurda inoportunidad; como si alguna vez la muerte
pudiera resultar oportuna.

Era en verano, y la familia del doctor estaba pasando una temporada en
las islas del Tigre. Estas islas están cerca de Buenos Aires, y las
forma el río Paraná al desembocar en el estuario llamado río de la
Plata: una red intrincada de canales navegables entre tierras medio
sumergidas, cubiertas de una vegetación frondosa, siempre verde. Es un
lugar hermoso, digno de servir de escenario a un poema. Lo malo es que
nunca ha ocurrido en él nada digno de mención.

Muchos ricos de Buenos Aires, especialmente las familias de origen
antiguo, tienen una casa de recreo en las inmediaciones del Tigre, y
doña Zoila había creído indispensable poseer un edificio igual, para
complemento de su lujoso hotel, cerca del Parque de Palermo. Creo
oportuno decir de paso que las dos nobles viviendas estaban hipotecadas.

El doctor pasaba las noches con su familia, acompañando a las niñas
cuando deseaban bailar en el Casino del Tigre. Por la mañana tomaba el
tren para ir a Buenos Aires y ocuparse en sus negocios, regresando al
anochecer. Fue en uno de estos viajes de vuelta cuando el doctor cayó a
la vía, al pasar de un vagón a otro. Nadie pudo explicarse claramente
cómo ocurrió este suceso, que produjo tanta emoción en la ciudad. Lo
cierto es que el cadáver del doctor fue encontrado hecho pedazos entre
los rieles.

Los periódicos hablaron largamente, censurando a la Compañía del
ferrocarril por el mal estado de su material. Había cerrado ya la noche
y la obscuridad debió ser la verdadera causa de esta desgracia; pero
también resultaba culpable de ella la Empresa, por la vejez de sus
vagones. Los puentes que los unían eran defectuosos; las portezuelas se
abrían solas. Indudablemente un hombre como el doctor Pedraza,
preocupado a todas horas por sus negocios, al pasar distraído de un
vagón a otro, había sido víctima de tales deficiencias.

Sus funerales fueron magníficos. Los diarios publicaron largas
biografías de él, considerando su trágica muerte como una pérdida
nacional.

¡Ah, doctor! ¡Heroico doctor!... Unos pocos nada más nos mirábamos
fijamente al mencionar su nombre. Nos hablábamos con los ojos, leíamos
mutuamente en ellos nuestro común pensamiento; pero nadie se atrevía a
expresarlo con palabras.

Algunos hubiesen querido hablar; pero ¿cómo interrumpir con suposiciones
malévolas, inoportunas y peligrosas la unanimidad del sentimiento
público por la pérdida de un ilustre hijo del país?... El duelo general
había servido para demostrar cuán numerosas eran las amistades de la
familia del llorado doctor y el prestigio de doña Zoila en la alta
sociedad (¡una Pérez Zurrialde!).

La señora viuda de Pedraza y sus hijas cobraron dos millones de pesos de
las Compañías de Seguros. Todos admiraron la previsión de este buen
padre de familia. Le tenían por rico; dejaba a los suyos una gran
fortuna (aunque indudablemente algo quebrantada por la crisis del
momento), y había que añadir a tal herencia los importantes seguros
sobre su muerte. El dinero siempre llega a tiempo, y en esta ocasión
serviría para suavizar el dolor de la familia.

Doña Zoila libró de hipotecas sus propiedades, y al poco tiempo la
suerte--a la que el pobre doctor abría inútilmente la ventana para que
entrase--se decidió a ir en busca de sus herederos. Pasó la crisis
nacional, circuló otra vez la riqueza; el mundo, que necesita para vivir
panecillos y biftecs, compró a buen precio los trigos y las reses; las
dos estancias de la familia, limpias de réditos, proporcionaron
magníficas rentas.

La señora viuda de Pedraza continúa siendo una de las primeras matronas
del país. Llama, como siempre, la atención de todos por su elegancia;
pero ahora es una elegancia de noble dama que ha renunciado a dar
envidia a sus amigas; una elegancia a base de colores apagados, de ricas
blondas y joyas sólidas.

Para que un concierto o una función teatral de caridad tenga público
hasta en los pasillos, es preciso que ella la organice. Los comerciantes
tiemblan al verla presidenta de una nueva institución benéfica, sabiendo
que esto significa un tributo más que tendrán que pagar con medrosa
sonrisa, so pena de verse sin clientela. Los comediantes célebres, los
concertistas, los escritores que llegan de Europa a dar conferencias,
están condenados al fracaso si no cuentan con su protección.

No ha vuelto al viejo mundo; pero desde Buenos Aires legisla sobre
materias de elegancia, y los comisionistas de modas que llegan de París
van a enseñarla sus novedades antes que al público.

Todas sus hijas se han casado ya. Los nietos empiezan a tirar de su
falda, y cada vez que siente una fugaz simpatía por cualquiera de sus
yernos, le dice suspirando:

--Hijo mío: sólo deseo que sea usted tan bueno para la familia como lo
fue mi finado el doctor.



El sol de los muertos


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso
escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente
«un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por
Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y
después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados
cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia
inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no
tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo
existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba.
En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta
distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria
como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos
rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten
ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar
sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae
también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar
que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean
interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos
ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio
del amor!...

Recordaba también el poeta los eclipses y los caprichos rotatorios del
tal astro, esplendoroso y frío, que deja en insondable noche todo el
porvenir, sólo alumbra una reducida parte del presente, y reserva sus
cascadas de luz infecunda para las inmóviles llanuras del pasado, para
los polvorientos campos de la Historia, llenos de ruinas y silenciosos
como un cementerio. Montalbo no estaba seguro de lo que podría encontrar
más allá de la muerte; no tenía siquiera la certeza de encontrar algo,
fuese lo que fuese; pero los vivos consideraban la gloria, «el sol de
los muertos», como algo de indiscutible realidad, y él se apoyaba en tal
afirmación para imaginarse cómo sería su existencia de ultratumba. Su
cuerpo iría pulverizándose mientras los hombres todavía vivos repetían
su nombre y se lo pasaban a otros hombres, como un depósito, antes de
morir a su vez. Y él, por todo recreo--si es que continuaba existiendo
después de la muerte--, contemplaría cómo brillaba sobre su fosa aquel
resplandor, crudo y glacial, de luz química.

Como el grande hombre empezaba ya a sentirse viejo, repelía estremecido
estas evocaciones de su imaginación. ¿Para qué ocuparse en vida de la
inmortalidad literaria, que es la más azarosa de las loterías?... El sol
de la gloria iluminaba caprichosamente la tumba de muchos hombres a los
que nunca calentó mientras vivieron. En cambio, como una mujer
veleidosa, envolvía en el cono de sombra pendiente de su espalda a otros
que acarició mientras existían. Proyectaba su resplandor sobre unos
pocos con tal generosidad, que iluminaba a la voz sus personas y sus
obras, mientras a los más sólo les tocaba el rostro con un rayo único,
dejando en la lobreguez del olvido todo lo demás que produjeron como
justificación de su renombre.

Sonreía tristemente Montalbo al pensar en su celebridad que tantos
envidiaban. Sus libros, ahora famosos, tal vez resultasen despreciables
antes de cincuenta años.

«La mayoría de las obras célebres del pasado--pensaba--no llegaron hasta
nosotros, y sólo las admiramos por el testimonio de algunos
contemporáneos que nos afirman su excelencia. Otros libros antiguos han
sobrevivido, pero sólo los leen unos cuantos eruditos. El gran público
huye de ellos, alabando al mismo tiempo al autor por un convencionalismo
tradicional. Mi fama presente se disolverá pocos años después de mi
muerte. Tal vez si sobrevive y logra salir por la otra boca del túnel
del primer olvido que atraviesa toda celebridad difunta, será un simple
nombre en los diccionarios y una lista de libros que nadie lea».

En sus horas de pesimismo consideraba con cierto menosprecio todas las
grandezas intelectuales de la civilización humana, tenidas por eternas
e inconmovibles. Que el mar subiese de nivel unos cuantos metros,
invadiendo las tierras; que la corteza terrestre se resquebrajase con la
infinita perforación de una viruela de volcanes; que nuestro planeta, en
una desviación de su órbita, se alejara del sol o se aproximase a él, y
toda la vida humana, con sus orgullos, sus variedades y sus ensueños,
desaparecería en unos minutos, perdiéndose en el aire, como mariposas de
ceniza, los libros, los cuadros, los monumentos... La gloria merecía su
título de «sol de los muertos». Era algo negativo y engañoso como la
muerte, sobre la cual construyen los hombres tantas ilusiones
religiosas.

Pero el escritor, necesitando de pronto un consuelo espiritual,
abandonaba estos lóbregos pensamientos sobre el más allá, concentrando
su vista en el presente. La gloria era entonces para él algo positivo y
agradable, mientras vive el que la disfruta. Montalbo sentía su calor
vivificante, igual al del sol que ilumina a los vivos. No podía quejarse
de ella. Había transformado su existencia con la exuberante generosidad
del calor de los trópicos, que desarrolla atropelladamente el germen
errante o imperceptible caído en el suelo, haciéndole remontarse como un
vigoroso chorro vegetal cargado de vida rumorosa y sólida.

Recordaba sus días penosos, los días de su primera juventud, cuando el
astro que en sus horas meridianas da una vida fingida y gloriosa a los
muertos aún no le había tocado con los rayos de su amanecer.

Sus primeros avances habían sido lentos y tristes. Tenía que abrirse
paso en Francia, y no había nacido en ella. Su padre pertenecía a una
familia ilustre radicada en una república de la América del Sur. Sus
abuelos habían sido ricos de un modo fabuloso, con propiedades extensas
como Estados. El primero de la familia era un héroe de la conquista del
Nuevo Mundo, un capitán navegante de España, don Alonso de Montalbo,
fundador de la misma ciudad en la que había nacido el poeta.

Estando en París, su padre se había casado con una francesa,
llevándosela después al otro lado del Océano. Tenía todas las cualidades
buenas y malas del criollo antiguo: caballeresco y dilapidador;
sentimental y cruel; capaz de los más disparatados sacrificios por la
mujer amada, y capaz igualmente de olvidarla por una mulata del campo
horas después.

Al examinarse interiormente, Montalbo encontraba muchas veces el
carácter de este padre, que no había conocido nunca, pues el criollo
murió cuando él sólo contaba unos meses de vida. Lo asesinaron en una
revuelta política, y como había despilfarrado los últimos restos del
patrimonio de los Montalbo, considerablemente disminuido de generación
en generación, la viuda se volvió a París.

Este niño que llevaba el nombre español de José María y un apellido de
conquistador balbuceó sus primeras palabras en francés. La madre le
hablaba siempre en su idioma. Pero al mismo tiempo, en la cocina, el
pequeño Montalbo se veía obligado a aprender el español para entenderse
con Bernarda, una mestiza de labios abultados, ojos de brasa y muecas de
continua protesta. Se quejaba del frío de París, de la maldad de sus
habitantes, que se empeñaban en hablar de otro modo que los demás
cristianos; pero seguía a la señora en sus andanzas y pobrezas por no
abandonar al niño, que recibía sus caricias lo mismo que un gozque
travieso y gracioso.

El escritor olvidaba las privaciones de su infancia, la dificultad con
que hizo sus estudios, el aislamiento que le creó muchas veces su nombre
exótico, la muerte de su madre, a consecuencia de tantas privaciones
disimuladas, y las miserias de su primer matrimonio, para fijarse en las
comodidades y larguezas de su existencia presente. Después de la dura
iniciación que había sufrido para llegar hasta la gloria, ésta se
mostraba de una generosidad incansable.

Sus libros eran leídos por millones de personas. Los traductores los
aguardaban impacientes para darles el ropaje de una nueva lengua, y
luego se esparcían por la tierra entera como mariposas brillantes, cuyo
vuelo triunfador contemplaban las gentes con ojos admirados. Sus sonetos
obtenían celebridad hasta en los países donde no podían leerlos en su
forma original; sus obras teatrales se mantenían en los carteles,
algunas veces, años enteros. En los últimos tiempos, el cinematógrafo
había añadido el encanto de la plasticidad y el movimiento a muchas de
sus historias novelescas.

Todo este éxito había traído como consecuencia práctica el bienestar y
abundante dinero. El pequeño criollo que intentó muchas veces conmover
con sus balbuceos a la cobriza Bernarda para que le diese un segundo
pedazo de pan, sin que ésta pudiese atenderle; el bohemio que más de una
noche había vagado por las calles de París, falto de refugio, después
que se cerraban los cafés, poseía ahora un hotel particular con vasto
jardín en el barrio de Passy, cerca del Bosque de Bolonia, lujosa
vivienda que visitaban con veneración sus admiradores y excitaba la
envidia de muchos de sus camaradas literarios. Había comprado además un
castillo histórico en las orillas del Loira, donde pasaba los meses de
otoño, y en invierno descendía a la Costa Azul para ver el carnaval de
Niza y el público abigarrado o interesante de Monte-Carlo.

Poseía dos automóviles. El correo le entregaba diariamente cartas
admirativas de los lugares más apartados de la tierra. Todos le llamaban
«querido maestro». Los más le respetaban como un hombre eminente de su
época. Algunos lo discutían hasta la calumnia, preocupándose de él a
todas horas, lo que representa una nueva forma de la admiración...

Nunca, ni aun en sus momentos de más exagerado optimismo, había podido
imaginar el Montalbo de los años juveniles de miseria que llegaría a ser
tan favorecido por la gloria y el éxito material.

Pero el hombre es una eterna inquietud, una duda incesantemente
renovada, y el novelista, acostumbrado al análisis psicológico de los
seres imaginarios que figuraban en sus historias, al examinarse a sí
mismo, se preguntaba muchas veces:

--¿Verdaderamente soy feliz?...


II

Después de los veinte años, cuando, muerta su madre, se fue a vivir al
Barrio Latino, conoció Montalbo al mismo tiempo las angustias de una
juventud mísera que no acierta el modo de conseguir juntos el pan y el
renombre, y las primeras satisfacciones del amor.

En realidad, más que el amor, lo que saboreó en dicho tiempo fue el
orgullo de su vanidad masculina.

Aún no había llegado la época en que los hombres resolvieron suprimir
sus adornos capilares, abominando de la barba y la cabellera, como algo
anacrónico y poco limpio. Todavía la influencia sajona no había puesto
de moda el bigote cortado a raíz o el rostro completamente afeitado.
Todos los que aspiraban a la gloria de las letras o las artes, para
distinguirse de los burgueses, dejaban crecer los adornos naturales de
su cabeza, imitando con exuberancia los penachos y melenas que en el
reino animal distinguen al macho, soberbio, ambicioso y batallador, de
las otras bestias, obscuras y humildes.

Montalbo, mal vestido y mediocremente alimentado, conseguía muchas veces
que las mujeres elegantes, al cruzarse con él en la calle, volvieran los
ojos con repentino interés:

--¡Qué cabeza de artista!...

De sus remotísimos ascendientes los árabes andaluces, abuelos del
conquistador que se embarcó para el Nuevo Mundo, tenía la barba suave,
negra y rizosa, la nariz de curva enérgica y unos ojos cuyas pupilas
parecían acariciar con la finura del terciopelo. Su rostro, de morena
palidez, estaba como encuadrado por dos crenchas intensamente negras,
que descendían hasta más abajo de sus orejas.

Las muchachas del Barrio Latino, estudiantas rusas, modelos de pintor o
simples aspirantes a la conquista de numerosas joyas y un hotel lujoso
al otro lado del río, lo admiraban por su «belleza exótica», como ellas
decían. Una que en fuerza de visitar «estudios» ostentaba cierta
erudición artística le había apodado _Velázquez_, por encontrarle cierto
parecido con los caballeros españoles retratados por el maestro. Sus
amigos, que conocían la historia de sus ascendientes y el lugar de su
nacimiento, le llamaban «Montalbo el Conquistador».

Fue en esta época cuando conoció a Duprat y a su hija Matilde. Este
escultor, ya entrado en años, y predispuesto siempre a atribuir su falta
de éxito a maquinaciones y envidias de artistas célebres que empezaron a
trabajar al mismo tiempo que él, buscaba la compañía de la juventud. Los
principiantes le respetaban, llamándole «maestro», por sus años más que
por sus obras. Además escuchaban con delectación su verbosidad
demoledora, sus interminables declamaciones de hombre agriado por la
mediocridad.

Al final de un callejón de Montrouge tenía su pobre estudio: antigua
cuadra en el fondo de un jardín abandonado. Allá iban a juntarse por las
tardes, procedentes del Barrio Latino o de Montparnasse, muchos jóvenes
buscadores de gloria y de riqueza por los diversos caminos de la
literatura, la música o las artes plásticas.

El odio a los antecesores que habían paladeado ya la miel del éxito, el
afán innovador del entusiasmo, el menosprecio a los «viejos», que muchas
veces no era más que una manifestación torcida de la envidia, los unía a
todos con fraternal amistad. Además, el escultor, en las tardes de
invierno, ponía al rojo blanco la estufa de su estudio, y este fuego
parecía atraerlos, cansados de sufrir en sus míseros cuartos de hotel o
en sus buhardillas los agudos mordiscos del frío.

Otro atractivo del estudio de Duprat era la presencia de su hija. Los
amigos del escultor no se forjaban ilusiones vanidosas al pensar en esta
muchacha de aspecto modesto, concisa en palabras, y que mostraba en
todos sus actos la voluntad tranquila y firme de una excelente dueña de
casa. Muchos se preguntaban cómo había podido nacer esta criatura de un
padre tan desordenado como Duprat. Nadie había conocido a la madre, y
los más suponían a Matilde fruto de las relaciones del bohemio con
alguna mujer del pueblo hacendosa y vulgar, que desapareció luego de su
existencia, dejándole este recuerdo viviente.

Era inútil todo intento de enamorarla. Los que venían por primera vez al
estudio adoptaban en vano actitudes de artista genial seguro de su
gloria futura o se mostraban como graciosos aturdidos, hábiles para
hacer reír a una mujer con sus palabras. No tardaban en convencerse de
que perdían su tiempo. Matilde vivía entre ellos como si estuviera de
paso y perteneciese a otro mundo. Hasta le era imposible ocultar cierto
menosprecio por las ideas y costumbres de estos jóvenes y de su padre.
Ella amaba el orden, la provisión, la limpieza, el hogar tranquilo,
donde todo se desarrolla metódicamente.

Tenía una hermosura «apagada y gris», según decían los visitantes del
estudio, que era como un reflejo de su alma discreta y humilde; una
hermosura que no se dejaba ver en el primer momento, revelándose al
observador poco a poco, en el transcurso de los días. Los amigos del
padre se preguntaban con aire de duda si Matilde era hermosa. Al fin le
reconocían cierta belleza, pero añadiendo:

--No es para un artista; ha nacido para casarse con un burgués.

Procuraba la joven mantenerse oculta en las habitaciones inmediatas al
estudio. Después de pasar su adolescencia con unos parientes de su
madre, había tenido que acostumbrarse a las conversaciones algo libres
del escultor y sus camaradas. Las palabras inconvenientes parecían
resbalar sobre ella sin ser comprendidas. Su grave modestia pasaba sorda
e impasible por este ambiente de bohemios violentos y desordenados. A
pesar de tal inmunidad, procuraba alejarse de él siempre que podía.
Únicamente en las tardes que el escultor obsequiaba a sus amigos con
vino o cerveza, deseoso de hacerles ver que ganaba dinero no obstante la
envidia de sus compañeros célebres, Matilde aparecía en el estudio para
servir a los invitados, tomando el aire de una buena dueña de casa.

Montalbo se dio cuenta de la animadversión con que le distinguía esta
joven sobre todos sus compañeros. Evitaba hablarle, parecía no oír sus
cumplimientos o los acogía con visible despego. Abominaba de él, sin
duda, por aquella belleza exótica que tanto admiraban las muchachas
licenciosas del Barrio Latino, y por ciertas historietas oídas a su
padre y a los amigos de éste comentando las buenas fortunas amorosas del
«Conquistador». El joven poeta era una concreción brillante y antipática
de todos los desórdenes y jactancias que ella menospreciaba
silenciosamente en los visitantes del estudio.

Esta reprobación sorda de la joven hizo que Montalbo se fijase más en
ella, con la insistencia de una vanidad lastimada. Sin que ninguno de
los dos supiera cómo ocurrió el hecho, un anochecer se miraron frente a
frente. Sus ojos parecieron sufrir una mutua atracción, sosteniendo
largo rato sus miradas. Los dos creían verse por primera vez.

Él, que la había tenido siempre por una mujer insignificante, apta
cuando más para ser la esposa de un pobre empleado, columbró a través de
su rostro tranquilo una belleza no sospechada hasta aquel momento, más
fresca y atrayente que las de todas las mujeres que llevaba conocidas.
Matilde, a su vez, creyó registrar con sus ojos los escondrijos del alma
del poeta, y se dijo que el bello Velázquez era un excelente muchacho,
mejor que todos sus camaradas, dando por no oídas las historias que le
atribuían.

Tampoco podía decir Montalbo al recordar su pasado quién fue el primero
de los dos que reveló con palabras este amor repentino. Tal vez fueron
ambos a un tiempo; tal vez no fue ninguno, pues adivinando la mutua
atracción de sus voluntades, se consideraron ligados por el amor antes
de decírselo.

Empezaron a verse fuera del estudio, huyendo de aquel ambiente de
gritos, maledicencias y fugaces entusiasmos, que olía a tabaco, a fiebre
y a pobreza. Ella, valiéndose de la libertad en que la dejaba su padre,
buscó a Montalbo para pasear juntos por el Bosque de Bolonia o algún
jardín del otro lado del Sena, lejos de la orilla izquierda, donde
podían tropezarse con gentes conocidas.

Este amor sano y grave, que desde los primeros instantes les hizo hablar
de su próximo matrimonio--como si no pudiera tomar otra forma que la
reposada y legal--, dio a Montalbo una voluntad nueva, infundiéndole
mayores fuerzas para el trabajo. Siguiendo las indicaciones de Matilde,
encontró de más fácil tránsito los caminos en cuya entrada se detenía
antes, descorazonado por los obstáculos que adivinaba en ellos.

La hija del escultor pareció influir en su destino, dándole una buena
suerte, modesta, limitada, pero incesante. Fue en este período cuando
revistas famosas publicaron sus versos y sus primeros cuentos, y empezó
a ver retribuido su trabajo con pequeñas cantidades. El buen sentido de
ella le hizo abandonar las publicaciones de cenáculo y las revistas de
corta tirada, leídas únicamente por sus propios colaboradores y de las
cuales no había que esperar dinero.

Precisamente, cuando Montalbo empezaba a considerarse ya en el camino de
la riqueza porque su novia guardaba unos cuantos centenares de francos
ganados por él, que habían de servir para la instalación del futuro
matrimonio, ocurrió un suceso que para el poeta casi equivalió a una
catástrofe de tragedia.

De todos los artistas célebres y ricos, a los que Duprat llamaba con
desprecio «los consagrados», el único que éste dejaba aparte,
excluyéndolo de sus odios y tributándole una admiración relativa, era el
famoso compositor Fontana. Este músico había continuado siendo amigo
suyo desde los tiempos de pobreza juvenil. La música nada tiene que ver
con la escultura, y Fontana, maestro glorioso, pero que sólo entendía de
su arte, trataba a Duprat de igual a igual, accediendo a considerarlo
como un genio mal comprendido, ya que esta concesión no podía disminuir
su propia gloria.

El escultor, por su parte, correspondía a tal deferencia manifestando su
admiración por la obra de Fontana: una admiración razonadora y con
numerosas objeciones, pues era incapaz de venerar a nadie ciegamente, a
excepción de sí mismo. Los primeros músicos eran para él los alemanes y
los eslavos, unos porque habían muerto, otros porque vivían muy lejos;
pero después de ellos, en el mundo sólo existía Fontana.

Cuando, de tarde en tarde, aparecía el famoso maestro en el estudio del
escultor, todos los contertulios de éste se mostraban más agresivos en
sus juicios y más ásperos en sus palabras. Era necesario que este hombre
célebre que «había llegado» se enterase bien de su independencia y no
creyese en una posible adulación. Hasta el dueño de la casa acogía al
ilustre visitante con una excesiva familiaridad, haciéndole sentir el
privilegio que representaba para un artista célebre y de carácter
oficial ser recibido en esta reunión de genios independientes e
ignorados.

Algunas horas después, los mismos jóvenes decían a sus compañeros de
café: «¡Hoy he estado con Fontana, el más grande de los músicos después
de Wagner!...». Y seguían inventando hiperbólicos elogios en honor de
aquel hombre que había estrechado su mano distraídamente, cruzando con
todos ellos unas cuantas palabras.

El escultor, por su parte, dividía el tiempo con arreglo a las visitas
de su célebre amigo, y al recordar un suceso doméstico o exterior, decía
reflexionando: «Eso fue dos días después de la última tarde que vino
Fontana».

Por la indiscreción de un amigo de Duprat, al que comunicaba éste sus
apuros pecuniarios y sus asuntos familiares, supo Montalbo lo que
ocurría. El maestro Fontana estaba enamorado de Matilde y parecía
deseoso de casarse con ella.

Quedó el poeta asombrado por tal noticia, como si representase algo
inverosímil. Fontana tenía cerca de sesenta años; era más viejo que el
escultor. En su vida abundaban los episodios amorosos.

De joven, como pianista célebre, había conocido la gloria en forma de
aplausos y también de sonrisas femeniles y ojeadas prometedoras. Había
abusado, según los comentaristas de su brillante carrera, de ese poder
de sugestión que tienen sobre las mujeres los oradores, los cantantes y
los músicos; influencia misteriosa que las hace estremecerse, oprimiendo
su garganta muchas veces con un nudo histórico. Luego, sus óperas
graciosas y melancólicas, célebres en el mundo entero, y que siempre
tenían por tema el amor, hicieron que toda extranjera de paso en París
considerase indispensable llevarse un retrato de Fontana con
dedicatoria.

Pero el compositor parecía cansado de sus amores novelescos, más
interesantes, tal vez, vistos por los extraños, que lo habían sido en la
realidad. Matilde, con su belleza tranquila y reposada de dueña de casa,
le hacía pensar en las vulgares delicias del matrimonio. Era el
repentino entusiasmo por el huerto de la casa natal que siente el
viajero cuando vuelve de dar la vuelta a la tierra, harto de frutos
raros y lejanos. El célebre maestro quería casarse, como se habían
casado sus progenitores, sintiendo una ternura algo senil al ver a esta
joven que le recordaba las virtudes hacendosas de su madre.

Duprat hablaba con entusiasmo a su confidente.

--Es una verdadera suerte... fíjate bien. Un hombre célebre, mucho
dinero, y cuando muera (porque forzosamente debe morir antes que mi
hija), heredará Matilde todos sus derechos de autor, y hay que pensar
que sus óperas se cantan en el mundo entero.

No parecía sentir el padre duda alguna sobre la próxima realización de
este matrimonio. Montalbo tampoco dudaba. Se vio débil, sin defensa,
despreciable, al compararse con aquel hombre célebre.

Pensó por un instante que un pequeño poeta, aunque sea casi desconocido,
tiene perfecto derecho a matar a un músico famoso, si le estorba; pero
inmediatamente se extinguió su agresividad. ¿Qué podía hacer él, si
Matilde sería indudablemente la primera en aceptar este matrimonio
inesperado? ¿Cómo resistirse a las seducciones de la riqueza y de la
gloria?...

También ejercía la gloria su influencia deslumbradora sobre él. Se
acordó de muchas tardes de domingo en que había asistido a conciertos
famosos, siendo una gota viviente del mar humano que oleaba de
entusiasmo, agolpándose en la barandilla circular del teatro.
Innumerables veces había aplaudido y aclamado las obras de este hombre.
Hasta recordaba una disputa, que casi acabó a golpes, sostenida contra
varios que intentaron silbar una obra audaz, de la llamada «última
manera», del maestro.

En su niñez, la primera ópera oída por él fue una de Fontana. Su madre,
sentada al piano, cantaba muchas veces, a media voz, una romanza
amorosa, que le hacía pensar, sin duda, en la lejana tierra de América,
donde había sido feliz por breves años. Y esta romanza, que hacía
brillar con el cristal de las lágrimas los ojos maternales, también era
de él. ¿Cómo lanzarse a luchar con este hijo de la gloria?...

Cuando habló con Matilde en un banco del jardín del Luxemburgo, su voz
fue trémula y desmayada: una voz de niño sin amparo que va a llorar.

--Sé que Fontana quiere casarse contigo. Tu padre celebra esto como un
honor, y tú, indudablemente, lo aceptarás. Él tiene lo que yo no tengo:
la gloria... ¡Es tan célebre!

Matilde le miró con una expresión de asombro y de lástima; una de esas
miradas que las mujeres en trato continuo con los hombres de talento
guardan para acoger las tonterías que dicen en determinadas ocasiones.
Luego sonrió.

--¡Pero si Fontana es tan viejo!... Bien podría ser mi padre... Tal vez
más que mi padre.

Se detuvo unos segundos, y añadió con energía:

--Ámame mucho y no te preocupes del maestro. Tú eres quien tiene lo que
él ya no puede tener.

Le zumbaron a Montalbo los oídos a causa de su emoción. En el primer
instante se sintió orgulloso del triunfo de su juventud. Luego miró con
cierta lástima a Matilde.

Muy buena, muy dulce... y muy hembra. Deseaba que fuese su esposa, pero
al mismo tiempo la juzgó vulgar y poco inteligente. ¡Hablar así del gran
Fontana!...

Al fin, mujer. Sólo los hombres pueden apreciar lo que es la gloria.


III

Evocaba Montalbo los primeros años de su matrimonio con igual melancolía
que se recuerdan los tiempos de miseria cuando se es rico, o las
aventuras peligrosas cuando se vive para siempre exento de riesgos.
Consideraba este período de su existencia muy interesante; pero de
ningún modo accedería a vivirlo por segunda vez.

Se veía por la noche en el comedor del piso que ocupaban él y Matilde,
en un edificio habitado por empleados modestos y obreros de buen jornal.
Uno cualquiera de los salones de sus viviendas actuales era más grande
que todas las habitaciones juntas de aquella casa en la que fueron a
instalarse.

El comedor servía a la vez de gabinete de trabajo. Hasta las primeras
horas de la madrugada permanecía inclinado bajo el cono de luz
amarillenta de la lámpara, escribiendo sobre el hule blanco que hacía
veces de mantel. ¡Qué de ensueños, qué de esperanzas, transformadas
repentinamente en dudas!...

Entonces fue cuando produjo sus obras más famosas, pasando éstas
completamente inadvertidas al ser dadas al público. Una novela suya que
rodaba ahora por el mundo entero, llegando a sumar varios millones sus
ejemplares en diversas lenguas, había permanecido muchos años sin
encontrar más de quinientos curiosos que quisieran leerla. Obras
teatrales escritas en aquella habitación--saturada por la cocina próxima
de olores de alimentos mediocres rápidamente preparados--daban
actualmente a su autor una renta cuantiosa, después de haber dormido
largo tiempo olvidadas en los archivos de los empresarios o haber sido
tenidas por inadmisibles.

Recordaba el maestro con emoción que algunas noches, al otro lado de la
mesa, Matilde escribía igualmente. No lo hacía como su marido, en
grandes hojas de papel, sino en un cuadernito semejante al que usan las
cocineras.

Montalbo estaba seguro de que si buscaba un poco en los muebles antiguos
de su biblioteca--cada uno de los cuales le había costado muchos miles
de francos, sirviendo todos actualmente para guardar recuerdos de su
época de pobre--, encontraría algunos de estos cuadernos conmovedores.

Con los ojos en alto y mordiendo la pluma, iba dando caza a las rimas de
sus pequeños poemas. Otras veces, frunciendo el ceño, movía la mano con
la velocidad nerviosa del entusiasmo, desarrollando un capítulo de
aquellas novelas sentimentales que habían interesado al público femenino
de ambos mundos, acelerando la hora de su celebridad. Describía, con el
vigor de las cosas vistas, el parque del lujoso castillo, las tertulias
de los invitados a la cacería, las intrigas amorosas de esta sociedad
elegante, el drama oculto bajo sonrisas amables y palabras corteses, la
psicología complicada y sutil de la duquesa protagonista de la fábula.

Mientras tanto, Matilde, sentada al otro lado de la mesa, iba
escribiendo en su cuadernito: «carbón, 1,50 francos; azúcar, 0,35; café,
0,70; pan, 1,25; carne, 2».

Y cuando cesaba de escribir, sumando a continuación las cantidades,
también fruncía el ceño, lo mismo que el novelista; pero era para lograr
que el resultado de la adición se nivelase con la escasez del dinero
disponible.

En estos años de pobreza, Matilde fue madre dos veces: un niño y una
niña; nacimientos que sirvieron para que el viejo escultor visitase la
casa. El artista libre e independiente aún guardaba rencor a su hija por
haberse negado a ser la esposa del célebre maestro.

La crianza de los dos hijos fue agrandando las preocupaciones de la
madre. Montalbo tuvo que extremar su trabajo para atender a las
necesidades de una familia creciente. La primera educación de estos
pequeños fue casi igual a la de los hijos de los obreros acomodados que
eran vecinos suyos. Matilde, prematuramente envejecida por las faenas
domésticas y la escasez de dinero, trataba con fraternal deferencia a
estas vecinas, algo rudas, pero simpáticas. Todas veían en ella a una
mujer de clase superior venida a menos, y en su marido a un hombre que
alguna vez podría ser de los que escriben en los periódicos y acaban
gobernando el país.

Sentía Montalbo los cosquilleos de una ternura lacrimosa y cierto
remordimiento vago al evocar los sacrificios de su animosa compañera.
Suprimía en el presupuesto doméstico el vino y el café destinados a
ella, afirmando que eran nocivos para su salud, y de este modo lograba
aumentar la compra de leche para sus pequeños. También descubría de
pronto que la carne le hacía daño. Y mientras cuidaba escrupulosamente
del biftec y la botella de Burdeos para el marido, afirmando que un
escritor que trabaja debe alimentarse bien para continuar su tarea, ella
fingía inapetencia, confiando su nutrición al azar de las compras
baratas o a los restos de la comida de su esposo.

Avanzaba con lentitud el escritor en el aumento de la retribución por su
trabajo, y cuando se creía condenado para siempre al regateo con
editores que le menospreciaban, y a combatir sin éxito con la
indiferencia de un público refractario a retener su nombre en la
memoria, surgieron de pronto el éxito y la celebridad. Fue como una
detonación que deslumbró y ensordeció a Montalbo.

Nunca pudo saber qué día empezó a ser verdaderamente célebre; tampoco le
era posible decir cuándo la riqueza, que había ignorado siempre su
existencia, empezó a torcer el curso de su esquivez, yendo a su
encuentro como un arroyo metálico. Después de grandes rebuscas en su
memoria, acababa por decirse que su celebridad había empezado el día que
el cartero le trajo montones de cartas y periódicos con sellos de varios
países, y su riqueza cuando los editores, en vez de hacerle esperar en
su antedespacho, le escribieron a su casa, llamándole «querido maestro»
e invitándolo a almorzar.

Después, su ascensión fue rápida, deslumbrante, sucediéndose los
triunfos, como en esos ensueños donde desaparecen las tiranías de la
ley de la gravedad y se vuela con una ligereza que salva todos los
obstáculos. Los mismos editores que habían comprado sus libros en bloque
y a poco precio, los pagaron por páginas, luego por líneas, y
finalmente, las revistas extranjeras ajustaron sus cuentos a tanto por
palabra. Los traductores aguardaban impacientes sus invenciones
novelescas, para desnudarlas de su traje original y cubrirlas con las
galas de nuevos idiomas, haciéndolas dar la vuelta a la tierra. Los
públicos más diversos y lejanos contemplaban a Montalbo con la misma
ansiedad silenciosa que los árabes al cuentista de café, capaz de
relatar durante meses y meses historias maravillosas, eternamente
interesantes. Alrededor de su nombre se iba creando el mágico prestigio
de los fabulatores, cuyas historias deleitaban a la plebe romana y que
eran llamados para sentarse al pie del lecho del César, entreteniéndolo
con sus novelas verbales en las noches de insomnio.

Cuando Montalbo, interesante y poético relatador de fábulas, acababa de
pasar los cuarenta años, empezó a caer la riqueza sobre él como
incesante llovizna. Luego esta lluvia se convirtió en aguacero, hasta el
punto de que el escritor decía, con una sinceridad despectiva que en el
fondo era puro fingimiento:

--Ya empiezo a aburrirme de una ganancia tan enorme y continua.

Al iniciarse esta riqueza, Matilde se fue del mundo. Habitaban entonces
un pequeño hotel, cerca del parque de Monceau. Tenían varios criados. El
automóvil ya existía, pero no era aún de uso corriente, y el novelista
había comprado un cupé y un tronco de hermosos caballos para uso de su
mujer. Él podía dar gusto a sus aficiones románticas, realizando en gran
parte las ilusiones acariciadas en su juventud, y compraba muebles
antiguos, tapices, casullas viejas, objetos litúrgicos, al mismo tiempo
que iba formando una biblioteca enorme.

Sus dos hijos se educaban en colegios de gran fama. Matilde, siempre más
vieja que debía serlo por sus años, iba vestida modestamente, y su
aspecto macilento contrastaba con la alegría juvenil de su marido
victorioso. Únicamente sentía la satisfacción de su riqueza naciente al
pensar en las caridades que podría hacer. Y de pronto, como si le fuese
imposible acostumbrarse a tanta prosperidad, había muerto.

No podía tampoco acertar Montalbo, al evocar su pasado, cuál había sido
la verdadera causa de esta muerte. Se había ido de su lado para siempre
porque ya no era necesaria su presencia, porque se consideraba
inoportuna en esta nueva atmósfera de triunfo y de lujo repentino. Tal
vez la pobre había muerto pensando que su grande hombre quedaría de
este modo con mayor libertad para continuar su camino glorioso.

En los años sucesivos, el viudo se consideró efectivamente más suelto y
ágil para seguir a la gloria, que marchaba delante de él como una amiga
incansable. Todo lo que la celebridad puede dar a un hombre, él lo
conoció. Ya no le era posible adquirir más viviendas lujosas; tenía
importantes depósitos en muchos Bancos; podía suspender su trabajo
cuando quisiera, sin miedo al porvenir. Su nombre, al ser anunciado en
voz alta, hacía volver las cabezas. Llegaban elogios hasta él de todos
los rincones de la tierra; recibía honores oficiales, y al mismo tiempo,
una parte de la juventud, impaciente e iconoclasta, hacía una excepción
en su favor, mirándole con cierta simpatía, como si fuese un joven
eterno. A veces hasta se lamentaba de no ser objeto de frecuentes
ataques, por creer necesaria alguna mancha de sombra en esta gloria de
monótono brillo.

El amor había venido igualmente a ponerse a sus órdenes como un esclavo
de la celebridad, un amor menos tranquilo y regular que el que le hizo
conocer Matilde.

En la cumbre de su madurez y en la primera parte del descenso de su
existencia, seguía conservando Montalbo aquella belleza varonil admirada
en otro tiempo por las muchachas del Barrio Latino. El antiguo
«Conquistador» había recortado su barba y su melena para que resultase
menos visible el brillo de las canas; en torno a sus ojos empezaba a
extenderse el triste abanico de las arrugas; pero el brillo juvenil de
sus pupilas, su sonrisa primaveral de triunfador satisfecho de la
existencia, su cuerpo vigoroso y su perfil aquilino, herencia de
soldados y navegantes, mantenían el antiguo interés inspirado por su
persona.

Las extranjeras de paso en París lo encontraban semejante a sus
retratos, tal como ellas se lo habían imaginado leyendo sus libros. En
los tés, encontraba muchas veces señoras todavía hermosas, que le
consultaban sobre problemas del alma, acabando por invitarle a
contemplar a solas la caída del sol desde la terraza de Saint-Germain, o
a pasear en la mañana por algún sendero misterioso del Bosque. Otras le
visitaban en su vivienda, de cinco a siete de la tarde, para hacerle
ver, a puerta cerrada, sus interioridades psicológicas.

Lo que más le envidiaban algunos escritores jóvenes era la leyenda de
triunfos amorosos que se iba formando en torno a su apellido. Montalbo
guardaba un silencio discreto cuando alguien aludía en su presencia a
esta celebridad. Otras veces aceptaba con sonrisas modestas o
enigmáticas los comentarios de sus amigos o las malignas insinuaciones
de ciertos periódicos.

Tenía el entusiasmo inagotable y la credulidad fácil de los que llegan
con retraso al amor cambiando el orden de las épocas de su vida.
Después de los años de comunidad matrimonial tranquila y metódica, que
habían sido años de trabajo y privaciones, sentía una verdadera hambre
de aventuras pasionales, desordenadas y vertiginosas. Quería vivir
novelas en la realidad, después de haber fabricado tantas con la
imaginación.

Al desaparecer su mujer no tuvo ya escrúpulos ni obstáculos que le
contuviesen, y avanzó con el aturdimiento del joven que encuentra un
nuevo aliciente a sus amoríos cuando los ve acompañados de cierto
escándalo, halagador de su vanidad.

Esta segunda existencia de Montalbo alejó de él lentamente a los que
formaban su familia. El escultor Duprat había muerto de alcoholismo,
después de comunicar a todos los que se resignaban a escucharle que su
yerno carecía de talento y había asesinado a su mujer para dedicarse
libremente a una vida de crápula. Sus hijos le amaban, indudablemente,
pero como se puede amar a un hermano mayor por los años y menor por la
ligereza de su conducta. El hombre célebre se mostraba con los dos de
una generosidad ilimitada, admitiendo sin parpadeos de sorpresa todas
sus peticiones.

--El dinero es un instrumento de libertad--decía--, y si lo amo tanto,
es porque me permite ser independiente. Sólo el que puede dar dinero a
manos llenas es verdaderamente libre.

Como la hija parecía haber heredado su vitalismo exuberante y su
curiosidad imaginativa, se apresuró a casarla con un militar joven y
buen mozo, y los dos vegetaban en lejanas guarniciones de provincia,
donde el nombre de Montalbo daba al capitán y su esposa un reflejo de
gloria literaria.

Su hijo era ingeniero, y hacía recordar a la grave y ordenada Matilde
más que a su vehemente esposo. Nada de literatura ni de historias
inventadas; su carácter positivo sólo sentía la atracción de las
ciencias exactas. Como deseaba enriquecerse, se había ido a trabajar en
una colonia francesa de Asia, y allá permanecía célibe y aislado, sin
otro deseo que obtener por medio de las explotaciones agrícolas una
fortuna más grande que la de su ilustre padre.

Montalbo, creador de una familia, vivía solo. Algunos lo comparaban a
esos árboles poderosos que acaparan con sus raíces toda la tierra
inmediata y no dejan prosperar ninguna vegetación junto a ellos. Lo que
nace bajo su sombra muere, ya que no puede huir trasladándose a un
terreno más libre.

Pero los que habían nacido cerca de este hombre extraordinario,
afortunadamente podían moverse, y se apresuraron a escapar de su fatal
dominación, inconsciente, alegre y generosa.

«¿Qué más puedo desear?--pensaba Montalbo en sus horas de melancolía--.
Nada me falta. Todo lo que deseó ha llegado para mí; en mayor o menor
cantidad, pero ha llegado. Ni uno solo de los ensueños de mi ambición y
mi envidia, cuando era joven, dejó de realizarse...».

Y se preguntaba, una vez más, si podía tenerse por más feliz que los
demás hombres.

No; no era feliz.


IV

Todas las mañanas despachaba su correo con un secretario, llamado Luis
Crovetto.

Este escritor joven, nacido en Marsella, de padres italianos, servía al
grande hombre más por entusiasmo que por los provechos del empleo. Se
había presentado un día a Montalbo como admirador, que acababa de llegar
a París, deseoso de verle y escucharle.

El maestro, seducido por la sencillez de esta devoción, se mostró amable
y paternal, y el principiante menudeó las visitas, acabando por
convertirse en secretario suyo.

El afecto de los lectores expresado en forma postal era el mayor
tormento del gran escritor.

Existen en la tierra miles y miles de hombres y mujeres que al leer un
libro interesante sienten la necesidad de escribir al que lo produjo,
imaginándose cada uno de ellos que es el único a quien se le ocurre tal
iniciativa. Además, existen los álbumes, y como si esto no fuese
bastante, la moderna innovación de enviar tarjetas postales para que el
autor célebre ponga en ellas su firma, con un «pensamiento» inédito si
es posible.

Luigi, como llamaba Montalbo a Crovetto familiarmente, a causa del
origen de sus padres, era el que con su vivacidad de italiano se ocupaba
todas las mañanas en esta labor fatigosa. Sabía imitar la firma del
maestro, y además había inventado media docena de «pensamientos» que le
hacían sonreír. No se hubiese atrevido a insertar ninguno de ellos en
sus obras de principiante, por temor a que sus camaradas le acusasen de
idiotez. Pero firmados por Montalbo hacían estremecer de entusiasmo a
muchas lectoras, que los encontraban «geniales y profundos».

El hombre célebre, después de abrir sus cartas, las iba pasando a
Crovetto para que las contestase. Eran invitaciones a fiestas;
convocatorias de academias o de sociedades filantrópicas para atender a
la vejez y las enfermedades de los escritores desgraciados; varias
docenas de peticiones de firmas en tarjetas postales y en retratos,
procedentes de los más apartados rincones de la tierra; numerosos
álbumes de señoritas argentinas o chilenas, dispuestas a no marcharse de
París si el amable señor Montalbo se negaba a escribirles «una cosita»,
añadiendo, con inaudita tranquilidad, que habían hecho el viaje a Europa
solamente por conseguir esto; cartas, muchas cartas de lectoras
entusiastas, que le declaraban el escritor más grande de todos los
tiempos, y algunos anónimos hablando de la estupidez del grande hombre,
a la que no reconocían límites, y aconsejándole que se retirase para
siempre del cultivo de las Letras. Además, fajos de periódicos en
diversos idiomas: unos con elogios frescos y sinceros, otros con unas
alabanzas agridulces, que parecían dar a las letras impresas el reflejo
verdoso de la bilis.

Montalbo dejaba a un lado las cartas de los editores y las proposiciones
venidas del extranjero para la traducción de sus obras. Esto pertenecía
a «otro negociado», como decía él, superior al de Crovetto, y que estaba
a cargo de su amigo Soudré.

Tampoco podía explicar con claridad cuándo conoció a este «amigo
entrañable», sin el cual le era imposible resolver sus negocios. Creía
acordarse de que el tal Soudré, hablador, autoritario, ágil para
plegarse a las circunstancias y con una paciencia interminable en
discusiones y regateos, se había presentado una mañana en su casa
pretendiendo leerle una de sus obras. Montalbo no pudo conocer este
manuscrito, pues el autor empleó todo el tiempo en hablar de su persona.
Pero Soudré era un hombre para el cual no había puertas, y repitió con
tanta insistencia sus visitas, que al fin el dueño de la casa se
acostumbró a él, necesitando verle lo mismo que a Crovetto. Como
Montalbo lo consultaba, Soudré se consideró inmediatamente superior al
secretario, hablando a éste en adelante con tono protector.

Sólo sabía el maestro de su nuevo amigo lo que éste quiso contarle.
Hablaba de sus negocios en una pequeña capital de provincia, y Montalbo
llegó a sospechar que había sido leguleyo de los que aletean en torno de
los tribunales. Conocía demasiado bien los recovecos y tortuosidades de
las leyes, así como todas las astucias de los que viven de pleitear. Al
verse viudo, con una hija única, se había entregado sin resistencia al
demonio de la literatura, que le venía tentando desde su juventud.

Este demonio no había osado hasta entonces colarse en su casa por miedo
a la esposa, que sólo creía decentes las profesiones que pueden mantener
a un hombre. Pero al quedar libre Soudré de la tal burguesa falta de
respeto a las Letras, se había trasladado a París acompañado de varios
manuscritos y de su hija Faustina, señorita de dieciocho años, con todas
las ambiciones de las de su clase, que sabía ocultar la pobreza
portentosamente y vestirse bien con poco dinero. Tal vez poseía,
disimuladas por sus gracias juveniles, las mismas condiciones ávidas e
inquietantes del padre.

Montalbo, que lo tenía por gran psicólogo y cuyo espíritu de observación
era admirado universalmente, llegó a sospechar esto último un día que se
fijó en los ojos de la muchacha mientras ella permanecía pensativa.
Luego, al salir de su abstracción y poner su mirada en el maestro, éste
rectificó sus opiniones, considerando a Faustina igual a muchas jóvenes
que había descrito en sus novelas, sencillas, buenazas, dispuestas a las
mayores abnegaciones, y que viven como sacrificadas al lado de un padre
que adoran: temible hombre de negocios o gobernante autoritario, capaz
de infundir el espanto con sólo un gesto.

El gran escritor no pudo librarse de la influencia simpática que iba
esparciendo esta joven ante sus pasos. No era una belleza, y sin
embargo, allí donde entraba y había otras mujeres parecía sobreponerse a
todas. Los ojos de los hombres convergían en Faustina, olvidando a las
demás.

Soudré la llevó muchas veces con él en sus visitas a Montalbo. Reconocía
el talento nato de su hija para la administración de una casa, talento
sólo comparable al que había recibido él de la suerte para la dirección
de enormes negocios, y que los hombres no sabían aprovechar, dejándolo
perderse en empresas de orden inferior. El maestro, preocupado a todas
horas por su producción literaria, desconocía muchas cosas de la vida
vulgar, y su servidumbre abusaba de él. Era oportuno que la gentil
Faustina examinase la limpieza de las habitaciones del hotel de Passy,
los gastos del ama de llaves, el libro de cuentas de la cocinera, la
conducta de los criados y del chófer, mientras el padre permanecía en la
biblioteca aconsejando al grande hombre lo que debía contestar a sus
editores o traductores. Otras veces pedía al escritor que no se mezclase
en sus propios asuntos, autorizándole a él para que los resolviese
libremente.

Confesaba Montalbo que, gracias a este amigo proporcionado por la
casualidad, sus ingresos iban en aumento. Por esto respondía
generosamente a las peticiones de subsidio que le hacía Soudré de tarde
en tarde como una retribución tácita de sus trabajos. Otros admiradores
del maestro, envidiosos de la privanza de Soudré, al que llamaban
«parásito», iban diciendo por todas partes que éste cobraba igualmente
de los que le habían empleado como intermediario en sus relaciones con
Montalbo.

Durante el otoño, cuando el gran escritor se iba a vivir en su castillo
del Loira, Soudré y su hija eran invitados a acompañarle en este retiro
por algunas semanas. El inquieto hombre de negocios se abstenía ahora de
hablar al maestro de sus antiguas ambiciones literarias. Limitándose a
su papel de financiero genial, iba describiendo las grandes empresas que
se le ocurrían, pues no marcaba el reloj una hora nueva que no fuese la
del nacimiento de una de sus ideas, que representaban millones y
millones.

Algunas mañanas, desde una terraza del castillo, proponía a Montalbo
cortar los árboles centenarios del parque y roturar las tierras para
plantar remolacha.

--Fabricación de azúcar... Un millón por año. Tal vez más.

Y mientras tanto, Faustina y Crovetto, iguales en edad y juventud,
paseaban por el jardín como una pareja escapada de una novela del
maestro, haciendo crujir bajo sus pies la alfombra bronceada de hojas
secas con que los árboles otoñales iban cubriendo las avenidas.

En invierno, el padre y la hija viajaban para sorprenderle en su «villa»
de la Costa Azul, y durante el resto del año el hotel de Passy recibía
sus visitas casi diarias.

Montalbo, alejado voluntariamente de su familia, necesitaba la presencia
de estas personas a las que no conocía algunos años antes, y hasta se
quejaba del egoísmo humano cuando transcurrían algunos días sin verlas.

De pronto, Crovetto necesitaba irse con sus camaradas. Sentía los deseos
de independencia del sacristán que, por mucho que adore a la imagen
milagrosa, acaba por aburrirse de contemplarla a todas horas y busca el
trato humilde de las gentes de su misma clase. Soudré, en su incesante
invención de negocios, olvidaba al maestro por unas semanas para
comprometerse en empresas ilusorias que, según él, iban a hacerle
millonario. La hija tenía numerosas amigas y un ansia insaciable de
diversiones, asistiendo a conciertos, a toda clase de fiestas, y
monopolizando cuantas entradas de teatro adquiría su padre a nombre del
maestro.

Éste, al quedar solo en su juventud, sentía menos que los demás hombres
el tedio de la soledad. Era un gran trabajador y había pasado la mayor
parte de su existencia en silencioso aislamiento, ante una mesa, pluma
en mano. Pero ahora trabajaba cada vez menos y le parecían muy largas
las horas. Necesitado de acción, quería hacer algo que llenase el vacío
de su existencia, y no sabía cómo conseguirlo.

Al iniciarse el decaimiento de su fuerza productora y ser más numerosos
en su existencia los días de ocio que los de trabajo, aquellas aventuras
galantes que daban a su nombre un ligero sabor de escándalo habían
bastado para entretenerle e interesarle. Pero ahora empezaba a encontrar
la amorosa diversión monótona y sin encanto.

Siempre que los admiradores se asombraban de su aspecto juvenil, que no
concordaba con sus años, el grande hombre exponía las ideas que servían
de regla a su existencia.

--La juventud es un acto de voluntad. Todo el que quiera de veras ser
joven, lo será siempre. Lo que importa es tener voluntad.

A un periodista que deseaba saber si la vejez le infundía miedo, le
contestó con sonriente cinismo:

--Yo no seré viejo nunca. Cuando tenga ochenta años me pondré una peluca
rubia y raptaré a una bailarina de quince.

Otras veces exponía, con la gravedad de una profunda convicción, su
manera de ver la vida. Para él, la existencia era a modo de un lienzo
gris, y el gran talento de los hombres consistía en saber cubrir de
colores vivos y risueños este fondo de tristeza para ignorarlo,
engañándose misericordiosamente.

--Todos llevamos--añadía--una orquesta dentro de nosotros. Lo importante
es hacerla funcionar, que toque sin descanso la sinfonía de la Ilusión y
del Deseo, únicos temas que sostienen nuestra vida. No hay que dejar que
la orquesta se calle. Una vez terminada una partitura, pongamos otra
inmediatamente en el atril.

Pero el grande hombre había hecho últimamente un descubrimiento
terrible. Ninguna de las sinfonías con que intentaba alegrar su
existencia tenía el encanto de la novedad; música vieja, gastada, oída
innumerables veces, y que en vez de infundirle entusiasmo le anonadaba
con la monotonía dulzona de lo excesivamente repetido.

Además, todas las partituras de la Ilusión y el Deseo que él podía
colocar en su atril eran volúmenes sobados y mugrientos, que revelaban
el contacto de infinitas manos y a los primeros compases le hacían
torcer el gesto murmurando: «¡Otra más, siempre lo mismo!». Nunca
conocía la emoción inédita y virginal del que corta las hojas de una
obra intacta. ¡Ay!... ¡Sus tristes aventuras pasionales, que se
iniciaban con temblores internos de curiosidad, como si fuese a ver algo
extraordinario, terminaban siempre de un modo grotesco!...

Tal vez eran los hombres vulgares, los hombres de una intelectualidad
ordinaria, que podían dedicar todo su tiempo al amor, los que conocían
las grandes aventuras pasionales. A los escritores les ocurría lo que a
los sacerdotes que se dedican a la confesión. Sólo iban hacia ellos las
mujeres que llevaban vivida una larga existencia y en su madurez,
necesitadas de consejo, sentían el deseo irresistible de aligerarse el
alma contando a alguien su pasado.

Montalbo necesitaba todos los recursos mentirosos de la imaginación para
seguir interesándose por algunas grandes señoras que le habían buscado.
En la época presente, la mujer elegante no tiene edad, mientras se
exhibe en público. El lujo actual realiza las trampas más asombrosas y
embrolla la apreciación del tiempo. Una beldad de salón puede tener lo
mismo treinta años que sesenta. Luego, a solas, la triste realidad
vuelve a imponerse, y por esto Montalbo recordaba con vergüenza muchos
de sus llamados triunfos.

--Y así son--se decía--todos los pájaros de mentiroso plumaje que se
sienten atraídos por el faro de la gloria literaria.

Algunas veces la belleza primaveral había cruzado su camino. Mujeres
jóvenes que parecían respirar la alegría de la vida venían a
encontrarle, tributando elogios al escritor. Algunas, llegadas del otro
lado del Océano, sentían tal entusiasmo, que hasta se llevaban a
hurtadillas pequeños objetos de su biblioteca. Una de ellas le había
pedido como recuerdo una de sus pipas.

Pero todas, así que conseguían el libro o el retrato con dedicatoria del
maestro, se alejaban para no volver más. Cuando Montalbo intentaba
emplear las mismas palabras o actitudes que conmovían a las otras
mujeres ansiosas de consultas psicológicas, la mirada de asombro o la
ligera sonrisa de estas jóvenes hacía enmudecer y replegarse tímidamente
al grande hombre.

Un día de mal humor, en que recapitulaba su vida presente, descubrió
Montalbo el motivo de su tedio.

--La juventud es una voluntad--volvió a repetirse--. Yo deseo ser joven,
y lo seré si evito en adelante el contacto con la vejez. Bastante hago
olvidando mis propios años.

Y añadió, con la energía del hombre que va a saltar del pensamiento a
una acción inmediata:

--Vamos en busca de la juventud.


V

Este psicólogo, que había creído desarticular muchas veces el amor para
explicarse su mecanismo interno, reconociendo al final que los amores
son infinitos en número y cada uno de ellos tiene un funcionamiento
completamente diferente, guardaba en su memoria una larga lista de
observaciones sobre la manera como se inicia la atracción entre un
hombre y una mujer. Unas veces, a la primera ojeada se interesan
mutuamente; otras, se tratan como amigos años y años, y de pronto, se
enteran con extrañeza de que se aman...

Y así continuaba su catálogo de observaciones infinitamente variadas.
Pero de todas las formas de iniciarse el amor, había una que prefería
Montalbo, por haberla experimentado él mismo repetidas veces en su vida,
aplicándola después a los personajes de sus novelas. Un hombre que ha
tratado con indiferencia a una mujer durante meses o años, la ve una
noche en sueños, y al despertar, la considera ya diferente a las otras,
como si de pronto se hubiese embellecido. Luego sigue ensoñando con ella
otras noches, y al fin, acaba por amarla.

Al día siguiente de resolverse a ir en busca de la juventud, el
novelista vio en sueños a una mujer: Faustina, la hija de Soudré.

Esto le hizo reír un poco al despertar. «¡No tanto!». Le parecía
excesivo haber soñado con una juventud tan exagerada para él.
¡Diecinueve años!... Con cinco o seis más, podía ser nieta suya. Pero a
partir de este ensueño empezó a contemplarla en su imaginación con un
relieve y unos colores completamente nuevos.

Hasta entonces había mirado con distracción a la hija de Soudré: una
señorita pobre vestida «a lo artista», con cierta tendencia
extravagante, medio seguro de disimular la falta de dinero. Algunas
veces hasta le había inspirado lástima al compararla con las grandes
damas, fastuosas y de un lujo costoso, que le invitaban a sus reuniones
y pretendían ser para él algo más que una dueña de casa. Ahora empezó a
reconocer en «la pequeña Soudré», como él decía, cierto encanto de flor
humilde y de acre olor, igual a las que nacen junto a los caminos y
representan la primavera para los pobres. Hasta se extrañó de que un
observador tan fino como él no hubiese descubierto antes los atractivos
de su persona.

Siguió viéndola todas las noches en sus ensueños, y luego, al despertar,
pensaba en Faustina, encontrándola cada vez más interesante. Ya no se le
ocurrió escandalizarse de la diferencia de edades entre los dos.
Buscaba pruebas para justificar este desequilibrio en la historia de
otros escritores. ¿Qué tenía de escandaloso que él amase a la pequeña
Soudré, si esto alegraba su existencia?...

Bien considerado, su edad no resultaba tan extraordinaria. Sesenta y
tantos años: ¿qué es esto para un hombre moderno y rico, que puede
emplear en su persona todos los adelantos de higiene y embellecimiento
realizados por nuestra época? Además, ¿qué hombre célebre no tiene
sesenta años?... Se acordaba de Goethe, que a los ochenta se vio adorado
por Bettina de Arnim, una criatura de dieciocho. Es verdad que la tal
Bettina era una aficionada a las Letras, y el entusiasmo literario
realiza las mayores diabluras, así como hace también que escritoras
vetustas, con un pie en la tumba, reanimen su vejez absorbiendo la
juventud de los principiantes.

--Pero la pequeña Soudré--se dijo Montalbo--tiene talento, y si quisiera
escribir, escribiría lo mismo que otras... Es igual a su padre, que no
deja de poseer ciertas condiciones literarias.

Este optimismo del maestro, que alcanzaba hasta el progenitor de
Faustina, fue en aumento, acabando por sofocar todas las objeciones del
espíritu crítico y del buen sentido que se revolvían y protestaban
dentro de él.

Con su habitual vehemencia, el grande hombre dejó visible su pensamiento
a todos los que le rodeaban. Mostró una alegría pueril, como si el aire
cantase en su oído y la luz fuese de color de rosa. Su orquesta interior
había empezado a sonar, pero esta vez la sinfonía era para él
completamente nueva, y la partitura conservaba aún las hojas intactas.

La primera en enterarse del estado de alma del maestro fue Faustina,
antes de que éste hablase. Sus ojos, sus atenciones, el tono de su voz,
le produjeron sorpresa al principio. Luego sonrió levemente, con la
expresión del que ve realizarse de pronto algo que ha soñado como una
empresa imposible. Después, Soudré, almorzando una mañana con el
«querido maestro», se fijó de pronto en la intimidad afectuosa que
parecía haberse establecido entre éste y su hija. Montalbo aprovechaba
toda ocasión para acariciar las manos de Faustina, hablando del gran
interés que siempre había sentido por ella. Y la pequeña Soudré, con la
audacia de una señorita pobre que no confía en la ayuda de su padre y
está decidida a abrirse paso sola, sea como sea, fijaba en el grande
hombre unos ojos admirativos y respondía a sus caricias falsamente
paternales hundiendo las manecitas en la cabellera del poeta o alabando
su extraordinaria juventud, que tanto interesaba a las damas
aristocráticas.

Soudré frunció el ceño lo mismo que cuando describía una de sus
empresas de millones o cuando aconsejaba a Montalbo destruir su parque
para plantar remolacha y hacer azúcar. Al fin se presentaba para él un
negocio seguro.

Crovetto se había ido por algunos meses a su ciudad natal, a causa de la
muerte de su padre, para intervenir en las operaciones de la herencia, y
esto hizo que Soudré y su hija visitasen más la casa de Passy para que
el maestro no quedase solo.

Una notable transformación se iba realizando en la persona de Montalbo.
Siempre había vestido con cierta elegancia. Su sastre ostentaba un
nombre muy antiguo y acreditado en París. Pero esta respetable
antigüedad disgustó de pronto al grande hombre. Lo comparaba con los
célebres modistos tradicionales y majestuosos que sólo saben hacer
vestidos de Corte para reinas y grandes duquesas. Él se reconocía ahora
un alma igual a la de las señoritas decentes y jóvenes que prefieren los
modistos encargados de vestir actrices y cocotas. Por esto solicitó los
informes de algunos escritorcitos amigos de Crovetto, que se preparaban
a ser célebres llamando la atención por su indumento exagerado y sus
corbatas, y fue en busca de un sastre que era el predilecto de los
cómicos, pero nada de primeros actores, únicamente de los galanes
jóvenes.

Los maldicientes, prontos a comentar los sucesos particulares de la vida
literaria, se ocuparon de esta nueva evolución del maestro. Montalbo
servía ahora de maniquí de ensayo a los sastres más audaces, llevando en
público todas sus invenciones, lo mismo que un jovenzuelo.

Faustina pareció agradecerle con los ojos estas transformaciones de su
persona, por considerarlas un homenaje a ella. Soudré encaminaba
intencionadamente todas sus conversaciones con el maestro al mismo fin:
la apología del matrimonio, estado el más favorable para el trabajo, y
último capítulo de la existencia de todo hombre célebre.

Aún no había expresado Montalbo con claridad su deseo, pero Faustina se
movía ya en la casa autoritariamente, hablando a la servidumbre como una
dueña futura, y el padre dirigía los negocios del grande hombre cual si
fuesen suyos.

En el otoño hicieron los tres un viaje al Mediodía de Francia. Varios
artistas de la Comedia Francesa--de los que nunca trabajan en dicho
teatro y vagan por la tierra entera--habían organizado una función al
aire libre, en las ruinas de un famoso coliseo romano de la Provenza.
Iban a representar _Los conquistadores_, la gran tragedia de Montalbo,
escrita sin duda en honor de su remoto abuelo el navegante, y en la que
cantaba el esfuerzo de los aventureros de España, la lucha de los
portadores de la cruz con las tradiciones indígenas.

Era una obra de gran espectáculo, con muchedumbres de indios, guerreros
españoles a caballo y coros, cuya música había escrito un célebre
maestro, discípulo y continuador del difunto Fontana.

Las autoridades de la región y los organizadores del espectáculo
solicitaron la presencia del eminente escritor. Su tragedia se había
representado pocas veces en París, y ahora iba a resucitar, como obra
nueva, entre las arcadas medio derruidas del teatro milenario. El autor,
con la bondad de un hombre que espera la dicha y no duda que va a
llegar, aceptó la invitación.

--Iremos los tres--dijo a Faustina y a su padre--. Luigi vendrá de
Marsella a juntarse con nosotros.

La presencia de un personaje tan célebre en la pequeña ciudad provenzal
fue acogida con los más extraordinarios honores. Las gentes extrañaron
un poco la jovialidad y la excesiva sencillez de este señor famoso en
París.

Él y sus acompañantes iban vestidos de franela blanca, lo mismo que en
una playa. Habían creído necesario presentarse así en un país de sol,
aunque el invierno estuviese próximo.

Una curiosidad de niño travieso impulsaba al grande hombre a detener los
vendedores ambulantes en mitad de la calle para probar todos los frutos
y alimentos del populacho, ofreciéndolos a su séquito. Las mujeres
comentaban su predilección por la señorita que iba siempre al lado de
él, extrañando igualmente la libertad con que la hacía caricias en
público.

--Es su hija--dijo uno de la ciudad que podía estar bien enterado.

Y todos señalaban con el dedo a la hija del gran Montalbo, haciéndola
partícipe de la gloria de su ilustre progenitor.

Nunca se había mostrado el poeta tan satisfecho de vivir. El mismo día
de la representación, estando al anochecer en una terraza del hotel,
embriagado aún por los aplausos de una muchedumbre de veinte mil
espectadores, acabó por librarse definitivamente de aquellos escrúpulos
que le habían impedido hablar... Y propuso a Faustina que fuese su
esposa.

Dudó un poco la pequeña Soudré, como si le sorprendiese esta proposición
largamente esperada. Luego juntó los párpados, se pasó un dedo por
ellos, sin duda para echar adentro sus lágrimas, e hizo un movimiento
afirmativo con su cabeza, dejándola caer finalmente sobre un hombro del
maestro como si fuese a morir de felicidad, al mismo tiempo que le
ofrecía su boca.

Se sintió tan orgulloso de este triunfo como del que había obtenido
horas antes. La hija de Soudré accedía a ser su mujercita; ¿cómo mostrar
su agradecimiento?...

A la mañana siguiente iban los cuatro por la calle principal de la
ciudad. Unos obreros recomponían el pavimento. Montalbo, ocupado en
mirar a la joven, tropezó con una carretilla vacía abandonada por los
trabajadores. Esto le sugirió una idea extravagante.

--Si te sientas ahí--dijo a Faustina--, te paseo ante todos estos
burgueses.

La proposición no era original. Recordó de pronto que otro artista
célebre y de su misma edad, llamado Wágner, la había hecho a una mujer
que después fue su segunda esposa.

Saltó inmediatamente la joven a la carretilla, arrebolada de orgullo por
tal homenaje. ¡El gran Montalbo llevándola como un siervo en presencia
de las personas más principales de la ciudad!...

Crovetto protestó con dolor y sorpresa:

--¡Eso no es serio, maestro!...

Los numerosos paseantes se detuvieron para contemplar esta escena
extraordinaria con un silencio de escándalo.

Pensaban lo mismo; no les extrañaba lo que veían. Los escritores, los
artistas... ¡todos locos!


VI

Una noticia empezó a circular por París: «¡Montalbo se casa!...». Y las
damas que guardaban recuerdos de su intimidad con el escritor pedían
detalles a sus tertulianos sobre el pasado de aquella señorita Soudré.

Algunos la creían una jovenzuela sin otro atractivo que el de su
frescura juvenil, que había tentado al viejo autor. Otras, presintiendo
su malicia, admiraban la habilidad con que había sabido envolver a un
hombre que se tenía por psicólogo infalible. En las reuniones de
escritores jóvenes se hacían comentarios insolentes sobre la edad del
maestro y de su novia, envidiando el porvenir de Crovetto.

El único que encontraba esta unión natural y lógica era Montalbo. Ya no
llamaba a la gloria «el sol de los muertos». Reconocía en ella la fuerza
de esos astros que comunican su energía incandescente a los cuerpos
obscuros, atrayéndolos con una energía irresistible y obligándoles a
girar en torno a ellos. El maestro, como observador célebre, era incapaz
de engañarse en la apreciación de su propia personalidad. Sabía de
sobra que no era joven, y una mujer de pocos años sólo podía aproximarse
a él empujada por la gloria. Pero él se llamaba Montalbo, y tenía
derecho a exigir, junto a la puerta de la vejez, los consuelos del amor,
a los que renuncian en igual período de la vida los hombres del vulgo.

Soudré mostraba prisa por ultimar los preparativos oficiales del
matrimonio. Tal vez tenía miedo a que el maestro, reflexionando de
pronto como un simple burgués, se arrepintiese de la aventura. Cuando se
ocupaba en fijar la fecha de la ceremonia y había deslizado en los
periódicos varios «ecos» indiscretos revelando el próximo
acontecimiento, para cortar de este modo toda retirada a Montalbo,
empezaron a surgir molestias.

La hija del grande hombre, que aguardaba pacientemente su vejez y su
renuncia a las aventuras pasionales para ir a instalarse en su casa,
sugiriéndole el amor a los nietos, se indignó al enterarse del próximo
matrimonio. Y como la exuberancia de su carácter le hacía ser en
determinadas ocasiones tan violenta como su padre, envió a éste una
carta para decirle que siempre le había considerado igual a un niño y no
extrañaba que se dejase engañar una vez más por la primera mujer que le
salía al paso.

Avisado el hijo por un telegrama de su hermana, escribió también desde
Asia una carta lacónica, fría y triste, que era como un reflejo de su
carácter. Consideraba ilógica y disparatada la conducta de su padre,
pero a continuación le reconocía un absoluto derecho a hacer reír con su
casamiento al público de la tierra entera.

La vuelta de Crovetto a París consoló al maestro de tales ingratitudes.
¡Tratarle así sus hijos, cuando jamás había regateado con ellos,
dándoles cuanto dinero necesitaban!... Afortunadamente, estaba ahora
rodeado de su verdadera familia, constituida por las afinidades de la
voluntad y no por el azar del nacimiento. La amorosa Faustina, su
inteligente padre y aquel secretario entusiasta y fiel eran realmente
los suyos.

Pero también esta segunda familia le proporcionó inquietudes. Luigi no
parecía ya el mismo discípulo después de su ausencia. Guardaba igual
respeto admirativo al maestro, pero su adhesión era demasiado
silenciosa.

Permanecía el joven con la cabeza baja, malhumorado, evitando mirar al
grande hombre, contestando con gruñidos a sus palabras, rehuyendo toda
expansión. Cuando Faustina empezaba a hablar con el maestro, Crovetto
fingía inmediatamente un motivo para alejarse. En cambio, el escritor
veía muchas veces, a través de un gran ventanal de su biblioteca, cómo
el secretario se apresuraba a bajar al jardín apenas columbraba a
Faustina paseando sola por una de sus avenidas.

Soudré, en presencia de este joven, se mostraba poco comunicativo, y si
le era preciso hablarle, lo hacía con sequedad. Tal vez quería
establecer por anticipado la diferencia que debe existir entre el suegro
de un grande hombre y su secretario. Además, encontraba indudablemente
poco correcta esta afición a buscar a su hija apenas se alejaba de su
futuro esposo.

Iba llegando el invierno dulcemente. Las tardes eran frías en el jardín
de la casa de Passy. Por encima de sus árboles y los del inmediato
Bosque de Bolonia se veía descender el sol, de un color rojo cereza; un
sol velado por la neblina, que podía contemplarse de frente. Otras
tardes la bruma era más densa y el cielo tenía una lividez melancólica.

A pesar de la frialdad de las tardes, Faustina bajaba siempre al jardín,
aunque sólo fuese por media hora, y Crovetto encontraba pretexto para
abandonar su trabajo, yendo en busca de ella.

La continuidad de estas entrevistas y la inquietud que despertaban en
Soudré acabaron por llamar la atención del famoso observador, que
únicamente era ágil para observar lo que interesaba a los otros.

Al descubrir desde su biblioteca, sentados en un banco del jardín, a
Faustina y Crovetto, su memoria dio un salto atrás, sobre varias docenas
de años. Vio el Luxemburgo tal como era en otros tiempos, y sentados en
una avenida de dicho jardín a dos jóvenes vestidos ridículamente, con
arreglo a una moda ya olvidada: él y Matilde.

Tal recuerdo despertó en su pecho una sensación de angustia. Crovetto
era joven, como él lo había sido en aquellos tiempos; ¿qué estaría
diciendo a esta nueva Matilde?...

Tuvo celos. De pronto se vio marchando por su jardín lentamente, con
pasos cautelosos, evitando que las hojas secas se partiesen bajo sus
pies con chasquidos denunciadores. Un pequeño sendero le permitió llegar
hasta la espalda del banco ocupado por los dos jóvenes.

Crovetto hablaba, levantando el tono de su voz a impulsos de la cólera,
convencido de que únicamente podía escucharle ella en este rincón
solitario.

--Tengo celos; sí, tengo celos; no lo oculto... Tú le amas, a pesar de
tus negativas. Lo comprendo: es célebre en el mundo entero... Yo lo
admiro, al mismo tiempo que lo odio; me ha causado un daño enorme, pero
no puedo dejar de creer en su grandeza. No me extraña tu
deslumbramiento. Ese hombre tiene la gloria.

¡Lo mismo que él! Su secretario hablaba con idéntica convicción que
había hablado Montalbo treinta y ocho años antes. La fe y la admiración
no habían muerto... Pero una risa irónica cortó sus reflexiones.

--¡La gloria!...

Y continuó la risa femenil por unos instantes:

--¿Qué me importa la gloria?... ¿Cómo conseguirá hacerme amar a un
hombre que puede ser mi padre... mi padre no; mi abuelo? Yo sólo te amo
a ti. Pero tú eres un visionario, un niño grande como él, y no puedes
entenderme.

¡Lo mismo que la otra! El maestro creyó ver ante sus ojos el rostro
melancólico de Matilde.

Pero Faustina seguía hablando. El pobre grande hombre adivinó que ella
acababa de tomar una mano del joven, acariciándola con protectora
suavidad. Al mismo tiempo había inclinado su cabeza hacia él como si
fuese a besarlo. Su voz era un dulce murmullo.

--¡No pongas esa cara! Deja que me case con Montalbo. ¿Qué pierdes con
ello? Viviremos bajo el mismo techo, y después...

¡Ay! Esto no lo había dicho la otra. Los años transcurridos eran de
progreso, y habían cambiado, sin duda, la mentalidad de la juventud.

Tuvo miedo de seguir escuchando, y caminó otra vez, pero
instintivamente, como si obedeciese a una orden misteriosa superior a su
voluntad. Ahora su movimiento era de retroceso. Su pecho angustiado se
dilató y su razón volvió a él según se iba alejando del banco.

De pronto sintió frío, lo mismo que si le envolviese una ráfaga de aire
glacial. Al mirar en torno, se dio cuenta de que no se movía una hoja de
los árboles ni un grano de polvo se había levantado del suelo.

El grande hombre pensó en sus novelas. Los innumerables personajes
creados por él le acompañaban siempre, rompiendo en los momentos
críticos de la existencia de su inventor las brumas del limbo en que
sobrevivían, como si fuesen a darle un consejo.

Supo de pronto qué papel debía reservarse para el resto de su existencia
entre los muchos que había atribuido a otros actores de sus relatos.
Sólo podía ser el viejo bondadoso y simpático de las novelas, el
patriarca risueño que tuvo una juventud borrascosa y en su ancianidad se
dedicaba a proteger y casar a los jóvenes.

Inmediatamente, con la visión rápida del imaginativo, admiró la grandeza
de su nuevo papel, amoldándose a sus exigencias. Le infundía miedo
acordarse de la risa seca de aquella muchacha, y al mismo tiempo no
podía alejarla de su lado. Continuaría amándola, pero de otro modo.

Vivirían los dos jóvenes bajo el mismo techo que él, como había dicho
Faustina; pero ella sería la esposa de su secretario. La juventud con la
juventud... ¡Y en cuanto al poder de la gloria...!

Otra vez sintió en torno a su persona aquel torbellino helado. Ahora se
movían levemente las hojas con la brisa fría del atardecer. Pero a él le
pareció que un huracán venido del Polo empezaba a soplar sobre París.

Necesitado de calor, miró hacia el sol.

Era igual a una oblea rojiza, y podía contemplarlo de frente sin
pestañear. ¡Un símbolo exacto de la gloria!...

Y reconoció que el astro invisible por cuyo fuego se baten los hombres
desde el principio del mundo, empleando la fuerza, la astucia o la
envidia, sólo podría ser para él en adelante «el sol de los muertos».



El comediante Fonseca


I

Conocí a Mariano Fonseca en un café de la Avenida de Mayo, donde se
reunían muchos actores y músicos españoles, venidos a los teatros de
Buenos Aires. Su pelo, teñido intensamente, le proporcionaba a veces la
afrenta de llevar en el rostro negros churretes que se esparcían por los
surcos de sus arrugas. Pero este tinte escandaloso le infundía al mismo
tiempo la certeza de que aún le quedaban largos años de vida para ser en
comedias y dramas el protagonista de mediana edad y caballerescas
acciones.

Sus compañeros de profesión no aceptaban esta juventud ilusoria. Sólo
los antiguos, los que eran en la escena «padres nobles» y podían
reclamar por sus años el papel de «barba», osaban tutear al célebre
Fonseca. Los demás, a pesar de la familiaridad que rige la vida del
teatro, le llamaban siempre don Mariano.

--Yo resulto poca cosa comparado con usted, doctor Olmedilla--me dijo
una noche--. Antes de ser comediante estudié el bachillerato allá en
Madrid, y me doy cuenta de que hablo con un médico de gran porvenir,
llegado a estas tierras por curiosidad aventurera, pero que algún día
obtendrá gran fama en nuestra patria. Por eso agradezco mucho que un
hombre tan «científico» se digne venir a un establecimiento como éste
para hablar con un pobre actor... Pero, aunque yo sea un ignorante
comparado con usted, me considero por encima de mis camaradas.

Y Fonseca, acodándose sobre el mármol, en una actitud que él deseaba
espontánea y hacía recordar la postura arrogante de un héroe de capa y
espada sentado en una hostería, miró con bondad protectora a los otros
hombres de teatro que ocupaban las mesas cercanas y parecían olvidados
de él.

--Ahora, doctor--continuó--, estoy en la decadencia. Reconozco que han
pasado mis tiempos. Además, este Buenos Aires, donde obtuve éxitos
enormes, ya no es para mí. Ha crecido demasiado aprisa, y los gustos
cambian. Ahora el público sólo quiere compañías lujosas, con muchas
hembras ligeras de ropa y mucha música. Nadie gusta ya de las obras en
verso y vamos siendo pocos los que sabemos declamar como en otra época.

Yo he sido célebre, doctor. Aún quedan criollos de mis buenos tiempos,
que viven en las afueras de Buenos Aires rodeados de sus nietos, y si
les habla usted de Mariano Fonseca le dirán quién fue. Por eso, sin
duda, sólo encuentro trabajo actualmente los sábados y domingos, para
representar obras antiguas, obras verdaderamente buenas, en algún pueblo
inmediato a la capital. Estos públicos sencillos y honrados son los
únicos capaces de apreciar ahora el verdadero arte. Pero no quiero
insistir en esto; prefiero hablarle de mi vida, que le interesará más.

Sepa usted que soy un gran español, y eso que España no se portó bien
conmigo. Por algo la abandoné cuando tenía poco más de veinte años, y no
he vuelto a ella. Los públicos de allá se mostraron injustos, y tuve
necesidad de venir a América para que alguien me aplaudiese. Pero no
guardo rencor a mi patria ingrata. Sé bien que muchos grandes hombres
conocieron la misma suerte. A pesar de esto, he servido a España aquí en
América, durante treinta años, más que los diplomáticos y los hombres
políticos.

Actualmente se oye hablar mucho de fraternidad hispanoamericana. Hay
Sociedades que se cuidan de su fomento, y son frecuentes los banquetes y
otras fiestas con discursos recordando a la madre patria. Pero cuando yo
empecé mis correrías de actor, desde Texas y California hasta el cabo de
Hornos, la situación era otra. España se acordaba poco de los pueblos
americanos que hablan su lengua, y estas Repúblicas hispanoparlantes
(como dicen algunos doctores) mantenían enteros y vivos los odios, las
preocupaciones y cegueras de la guerra de la Independencia.

No venían de la Península otros enviados que nosotros. Éramos los
comediantes los que evocábamos el recuerdo de España, representando las
obras en verso del teatro romántico. Este apostolado no estaba libre de
martirios. Los cómicos veíamos a veces con inquietud la llegada de la
fiesta patriótica de cada República. Casi todos estos países tienen en
su himno nacional una estrofita agresiva o vengadora dedicada a la
antigua España. El tiempo, que todo lo calma, las buenas relaciones
diplomáticas y los intereses de raza, han puesto en desuso estos versos,
anticuados y mediocres. Pero en los tiempos de mi juventud traían con
ellos tantos peligros y estrépitos como una tempestad, y muchas veces
hicieron correr sangre.

Una parte del público, el día del aniversario patriótico, ordenaba que
los actores españoles cantasen el himno ofensivo para su nación. Muchos
se resistían a tal ultraje, apoyados por otra parte del mismo público,
compuesta de españoles establecidos en el país. Escándalo general,
insultos, palos, y muchas veces tiros. Además, usted conoce la gran
variedad de apodos que existe para nosotros en estas Repúblicas pobladas
por nietos de españoles. Los compatriotas de sus abuelos somos en un
sitio «godos»; en otro, «gallegos»; en otro, «patones» o «gachupines», y
así continúa la lista de motes...

Ésta era la parte mala del teatro en aquellos tiempos; pero sería
injusto callar la parte agradable y gloriosa de nuestra vida errante.
Como ya le he dicho, durante medio siglo fuimos la única representación
española que conocieron los pueblos americanos de nuestra habla. En
muchas ciudades del interior nos veíamos acogidos como si la vieja
España viniese de actriz en nuestra compañía. Las señoras del público
murmuraban en voz baja durante la representación los versos de las obras
célebres, conocidos por ellas tan bien como por nosotros. Además,
siempre encontrábamos algún respetable doctor, dedicado al estudio de
las cosas antiguas de su tierra, que se emocionaba al vernos, como si
presenciase una segunda llegada de los conquistadores.

A mí me conoce usted ahora en la desgracia; pero si visita mi casa
alguna vez, le podré enseñar coronas a docenas, láminas de plata o de
bronce con dedicatorias grabadas, de las que no he querido desprenderme
ni aun en días de angustiosa pobreza, y versos, muchos versos, dedicados
a mi humilde persona. Guardo también un discurso que un poeta joven
(luego ha sido muchas veces ministro en su país) leyó el día de mi
beneficio. «España--dice--es inmortal por sus hijos célebres. Jamás
podrá desaparecer una nación que ha dado al mundo Cervantes, Castelar y
Mariano Fonseca».

Sé bien que esto último es un poco exagerado. ¡Entusiasmos de
muchacho!... Pero sería injusto no reconocer que nuestra vida errante
sirvió durante medio siglo para que no se enfriasen totalmente las
antiguas relaciones de familia y la gente recordase que aún existía
España.

Yo debí quedarme en una de esas Repúblicas pequeñas, donde la vida es
patriarcal, y para que no resulte enteramente aburrida, procuran los
hijos del país amenizarla todos los años con alguna revolución. Pero mi
hija gusta de volver a este Buenos Aires, donde nació. Yo también
siento la atracción de la Avenida de Mayo; y aunque viva perfectamente
en Méjico, junto a la frontera de Texas, y jure no volver más a la
Argentina, siempre se arreglan las cosas de modo que, de aventura en
aventura y de triunfo en fracaso, acabo por rodar de un extremo a otro
del Nuevo Mundo, volviendo a esta ciudad, que es el refugio de todos
nosotros.

Sin embargo, quedan esparcidos en las dos Américas muchos comediantes
españoles, cuyo nombre ignora España y son personajes verdaderamente
populares en las tierras donde se radicaron. Al gustar al público varias
temporadas consecutivas, se quedan en el país para siempre, creyéndolo
el mejor del mundo por haberles dado sus aplausos. Así envejecen sobre
la escena, viendo pasar tres generaciones por los asientos del teatro.
El presidente de la República se acuerda de que siendo niño le decía su
mamá: «Si eres bueno, te llevaré al teatro a ver a Fulano». Los niños
que ahora ríen las gracias de Fulano son nietos o bisnietos de los que
presenciaron su llegada al país. Todos olvidan el lugar de su
nacimiento, y acaban por considerarlo una gloria nacional. Cuando muere
creen que el teatro ha sufrido una pérdida irreparable, y que ya no
surgirán actores de su misma talla.

De haberme quedado en una República de éstas, mi existencia sería más
tranquila y digna. No me vería obligado a hacer «bolos» los sábados y
domingos en los pueblecitos, ni a sufrir las impertinencias de los
muchachos que llegan ahora a las tablas, con tantos «modernismos» y sin
saber decir bien un verso.

Pero siempre me sentí movido por un espíritu andariego y propenso a las
aventuras, como el de los antiguos conquistadores. Ocho veces he ido del
extremo Sur de Chile a la frontera de los Estados Unidos y viceversa,
deteniéndome en cuantos teatros, buenos o malos, encontré al paso, o
improvisando escenarios de ocasión en lugares que estaban esperando la
llegada de un comediante desde el principio del planeta.

Esta facilidad ambulatoria la adquirí en mis primeros años de vida
americana, cuando empecé la carrera como galán joven, al lado del gran
Rengifo.

Con este actor glorioso no fue ingrata la madre patria. Recordará usted
que gozó en España largos años de gloria. Pero al quedar poco menos que
afónico y faltarle el dinero, tuvo que ser héroe y pasar el Atlántico,
que siempre le había inspirado horror. Había que oír a este grande
hombre cuando relataba sus viajes y las observaciones hechas por él en
los teatros del Nuevo Mundo.

Usted sabe, doctor, que las numerosas Repúblicas de América que hablan
español se diferencian mucho en fisonomía, desarrollo y carácter. Ocurre
con ellas lo que con los hijos de una misma familia: tienen padres
comunes y una sangre igual; pero los genios son distintos, y cada uno
nace con diversas aficiones. Los mayores son serios y trabajan; los
otros tienen el aturdimiento de la adolescencia; los pequeños hacen
diabluras. Hay Repúblicas que yo llamo «serias», y otras que tienen la
cabeza a pájaros y nadie sabe si llegarán a ser formales alguna vez o
quedarán como esos calaveras que siguen loqueando hasta en su
ancianidad.

Yo quiero a todos estos países, sean grandes o pequeños, y reconozco un
fondo de caballeresca sensibilidad y una envidiable alegría de vivir aun
en aquellos que llevan una existencia trágica. El gran Rengifo hablaba
muchas veces con entusiasmo de algunas Repúblicas pequeñas, donde no
pasa año sin numerosos fusilamientos y la vida del hombre es la cosa de
menos valor en el país.

--Todos, sin embargo, hacen versos en esas tierras--decía mi maestro--,
y cuando sale el sol, desde el presidente de la República al último
caimán de sus ríos, no queda uno que no pulse la lira y lance una oda a
la vida que despierta.

Rengifo alcanzó a presenciar cosas extraordinarias en este mundo nuevo.
Una noche, trabajando en la capital de una de las citadas Repúblicas,
fue tanto el entusiasmo del público, que el presidente creyó del caso
venir a cumplimentarle en su cuarto, seguido de un par de ayudantes,
cubiertos de cordones y bordados de oro, que llevaban oculto un revólver
en cada bolsillo del pantalón.

--¡Muy bien, eminente artista! ¡Muy bien! Felicito al representante
glorioso de la vieja madre patria.

Y le estrechó la mano.

Continuó la función, yendo en aumento el entusiasmo de los espectadores.
Antes del último acto, Rengifo, que estaba cambiándose de traje, vio
entrar en su cuarto a otro señor, flanqueado igualmente por dos
rutilantes edecanes.

--¡Muy bien, eminente artista! ¡Muy bien! Mis felicitaciones al glorioso
enviado de la vieja España, nuestra madre.

--¿Con quién tengo el honor de hablar?

--Soy el presidente de la República.

--¡Ah, no!... Inútil la broma--protestó el maestro--. El presidente de
la República ha estado aquí hace poco. Es un señor con barba, vestido de
frac, y usted lleva bigote y uniforme de general.

--Es que usted ignora que entre el segundo y el tercer acto ha habido
una revolución.


II

Mi mejor época empezó cuando pude formar compañía, siendo a la vez
empresario y actor.

La primera dama era mi mujer, la pobre Rosalba, de la que hablaré luego.
Su padre, un español venido de allá treinta años antes que yo, había
alcanzado en Buenos Aires los tiempos del tirano Rosas, y, por su edad y
su voz, se encargaba en nuestras representaciones del papel de traidor.
Los demás actores se quejaban a todas horas, provocando disputas con sus
celos y exigencias; pero esto no impedía que marchásemos siempre juntos,
queriéndonos como si fuésemos de la misma familia.

Rosalba era extremadamente morena, tenía hermosos ojos, y más de una vez
sentí orgullo y tristeza a un tiempo viendo cómo la miraban muchos
espectadores en las ciudades del interior. La pobre no conoció jamás la
riqueza ni el verdadero lujo; pero representaba la poesía de la vida, la
elegancia aristocrática, los grandes placeres de Europa, ante los
públicos sencillos que venían a escucharnos, como si fuésemos los
enviados de un mundo misterioso y lejano.

Su madre también era española; mas Rosalba, por haber nacido en Buenos
Aires, se consideraba distinta a nosotros, interpretando esta diferencia
como algo que la confería una superioridad indiscutible. En sus momentos
de fervor artístico (que no fueron muchos) soñaba con ir a España para
representar en uno de sus teatros. Ser actriz en Madrid le parecía el
término glorioso de una existencia. Luego, en sus ratos de cólera (que
eran los más), me echaba en cara mi origen:

--Tú eres un «gallego»; yo soy criolla y estoy en mi casa.

Mi suegro, hombre a la antigua, incapaz de abdicar la superioridad de su
sexo, me daba consejos:

--¡Mucho ojo, Mariano! Mi niña es una mala bestia, y ya sabes cómo hay
que tratarla: el pan en una mano y el palo en la otra.

Pero yo, doctor, preferí siempre tener la razón de mi parte, dejando que
ella fuese injusta y agresiva. En realidad, ya no me acuerdo de los
disgustos que pudo darme. Nuestra vida movediza y pródiga en molestias
nos impulsaba a juntarnos otra vez, olvidando con facilidad las
querellas del día anterior. Frecuentemente me hablaron mal de ella, y
hasta recibí anónimos; pero la envidia profesional, sobre todo entre
mujeres, aconseja tales cosas a la gente del teatro.

Confieso, sin embargo, que algunas veces sentí la tentación de separarme
de ella por sus imprudencias. Coqueteaba descaradamente con señores del
público, y esto era perjudicial para nuestra empresa, haciendo
desmerecer a la compañía y quitándonos prestigio ante las nobles
matronas de las ciudades en que trabajábamos.

Yo podía enfadarme con mi esposa, pero no me era posible despedir a la
primera dama. No habríamos logrado continuar sin ella nuestras
representaciones. Por eso, aunque me cause cierta vergüenza el
confesarlo, transigí siempre, y algunas veces, al huir Rosalba de
nosotros, fui a pedirle que volviese, en nombre de su familia y en
nombre también de los demás artistas, que faltos de su colaboración iban
a verse en la miseria.

Sé que las gentes malignas hicieron comentarios poco gratos para mí
sobre estas fugas, diciendo que siempre la acompasaba en ellas algún
personaje del país, doctor, general o simple periodista. Pero estoy
seguro de que eran calumnias. Ella me lo demostró siempre con pruebas
irrecusables. Si huía de nosotros era por su carácter caprichoso, por su
genio independiente, que la hacía odiar de pronto cuanto la rodeaba.

Crea, doctor, que si alguna vez me fue infiel (y ahora lo dudo), debió
serlo por imposiciones violentas, y no por su voluntad. Usted no sabe lo
que puede encontrarse viajando a través de esta América, tan desigual.
En las Repúblicas de vida adelantada, donde mandan los blancos más que
los obscuros, hay justicia, y las personas pueden creerse seguras. Pero
a veces caíamos en lugares donde estaban las gentes como encogidas, bajo
el capricho de un hombre solo. Esto era en provincias de alguna de esas
Repúblicas sometidas a frecuentes revoluciones. El presidente, para
gratificar a los que contribuyeron a su elevación, los envía a un
territorio lejano, y allí pueden enriquecerse, llevando una existencia
igual a la de un antiguo gobernador turco.

Imagínese las inquietudes de nuestra compañía cuando llegaba a uno de
estos lugares. Temíamos el mal humor del tirano, porque podía oponer
toda especie de obstáculos a nuestro trabajo. Faltos de su protección,
nos era imposible obtener un local ni ganar dinero. Pero yo, por mi
parte, temía no menos a los gobernadores entusiastas del arte dramático,
que nos recibían con una afabilidad extraordinaria, asistían
familiarmente a nuestros ensayos y nos brindaban apoyo. Cansados de las
hembras del país, sentían la atracción de la comedianta recién llegada,
que era además esposa del director de la compañía: una novedad.

¡Las astucias que hubo de emplear para defenderme de tales bárbaros!...
Uno de ellos me tuvo en la cárcel tres semanas, por creer que yo era
amigo de los que conspiraban contra él. Es verdad que mientras estuve
encerrado proveyó al mantenimiento de toda la compañía, invitando además
a mi esposa a comer y cenar en su casa... Y mis compañeros, halagados
por la familiaridad del gobernador, declararon que esta temporada, tan
penosa para mí, fue para ellos la más agradable.

Nunca quise saber con certeza lo que pudo existir detrás de una medida
tan arbitraria. Rosalba me juró que este hombre temible y atropellador,
aunque de perversa educación, era en el fondo un caballero, y no había
osado nada contra ella. No pude negarme a creerla. Me lo juró sobre la
cabeza de nuestra hija.

He olvidado que usted no conoce a mi hija Pepita: una actriz de
verdadero talento, pero con un carácter peor que el de su madre. Esta
muchacha excelente, muy seria en sus costumbres, tiene un gesto que
corta y disuelve todo intento de confianza. Por eso muchos de nuestra
profesión la llaman por apodo «la Virgen guerrera».

Hace más de veinte años que nació en Buenos Aires; pero esto fue pura
casualidad. Lo mismo podía haber nacido en una pobre estación de
ferrocarril, en una carreta cruzando la Pampa, o en una canoa bajo el
ramaje de una selva vecina a un río. Rosalba no dejó de representar
mientras la llevaba en sus entrañas. Hasta el último instante se apretó
el corsé e hizo esfuerzos para mantener disimulada su maternal
deformidad. No quería que el público riese considerando su estado y
viendo al mismo tiempo que el galán joven la perseguía loco de amor,
deseoso de morir o matar por ella. Así es nuestra existencia.

Tampoco las funciones de la lactancia sirvieron de estorbo para la
gloria y la actividad artística de la madre. Mi pobre Pepita se dio
cuenta de que existía entre dos bastidores de teatro pobre, y pasó sus
primeros años en continuo viaje por las tierras comprendidas entre los
dos trópicos, llegando algunas veces hasta las montañas heladas de la
Tierra del Fuego.

Mi esposa, que unas veces era Doña Inés, otras la dama feudal amada por
el trovador, y otras la doncella romántica de ojos pudorosos con una
rosa en la mano, se abría en los entreactos la pechera del vestido para
que la niña pudiera alimentarse, medio cegada por el resplandor de un
mechero.

Hubo que acudir a recursos extraordinarios para que no muriese de
hambre. Rosalba, que, a pesar de sus defectos, era una excelente mujer,
no podía cumplir a la vez con exactitud sus deberes contradictorios de
madre y de artista. Como viajábamos incesantemente, la pequeña se nutrió
al azar de nuestras correrías. Le dieron sus pechos indias y negras; se
alimentó con leche de animales de todas castas: vacas, yeguas y cabras.
Hasta creo que conoció las ubres de las llamas que trotan como bestias
de acarreo por los senderos pedregosos de los Andes.

Esta alimentación, que uno de mis compañeros, llamado Tribaldo, muy
extravagante en el empleo de las palabras, llama «internacional y
geográfica», fue causa, tal vez, del carácter raro o intratable de la
niña.

Aprendió a mantenerse sobre un caballo antes de saber andar. Durmió
tranquilamente, como en un regazo, entre fardos llevados a lomo por
mulas o guanacos. Su tierna carne se acostumbró al lancetazo chupante de
los mosquitos, las moscas de color y demás insectos de las soledades
americanas. Una vez, al hacer alto en una selva, la sorprendimos
jugueteando con una serpiente de cascabel. En otra ocasión, al pasar un
río abundoso en caimanes, se nos cayó de la mula, y hubo que sacarla por
los pelos. Tenía entonces cuatro años, y después de expeler el agua
tragada, no volvió a acordarse del accidente. Mi hija conoce todo lo
malo de este país, y no hay nada en él que pueda matarla...

¡Los viajes de hace veinte años, cuando aún vivía mi esposa y empezaba
Pepita a salir a escena, unas veces de niña raptada, otras de angelito,
en el momento de la apoteosis final!... Mientras trabajábamos en tierras
con ferrocarriles, la compañía se trasladaba fácilmente de un lugar a
otro, seguida de todo su equipaje. En nuestra existencia errante no
podíamos olvidar nada: trajes, objetos ni decoraciones. Era imprudente
contar con los recursos del país. En ciertos pueblos el teatro era un
corral. Nosotros nos limitábamos a levantar el tablado que servía de
escenario, y el espectador se traía el asiento de su casa.

Hoy existen ferrocarriles en muchas tierras que atravesé yo hace menos
de medio siglo viajando lo mismo que los primeros exploradores
españoles. Como ocurre siempre en los países que llegan tarde a
disfrutar las ventajas del progreso, estos ferrocarriles son magníficos,
superiores a los de Europa; como quien dice, «la última palabra»:
vagones Pulmann, amplios dormitorios, etc. Pero en mis tiempos tuve que
invertir seis u ocho días, subiendo y subiendo por las faldas de los
Andes y atravesando cimas eternamente nevadas, para correr el mismo
camino que ahora hace el tren en unas cuantas horas.

Ascendíamos a tan enormes cumbres, que nos daba la enfermedad llamada
«sorocho», el mareo de las alturas, igual al mareo del mar. Los cóndores
volaban curiosamente sobre nosotros, adivinando que éramos una tropa
diferente a la de los arrieros de poncho colorado que cruzan la
Cordillera con sus recuas.

Emprendíamos el viaje desde cualquier puerto del Pacífico (población
cosmopolita y calurosa, a ras de las olas, con muchos comerciantes
ingleses o alemanes) hasta alguna ciudad del interior, de nombre
histórico, situada en lo alto de la Cordillera, a dos mil o tres mil
metros, y adormecida noblemente lo mismo que en la época de sus ilustres
fundadores, venidos de Extremadura o Andalucía. Como avanzábamos por
senderos estrechos, bordeando precipicios, el material de la compañía
iba a lomos de bestia. Para mayor seguridad y baratura, empleábamos el
animal de carga del país, el compañero del indio.

Usted conoce indudablemente lo que hacen las llamas cuando el arriero
pretende imponerles un trabajo extraordinario. Es un animal que sabe
hasta dónde deben llegar sus fuerzas, se irrita ante el abuso, y
defiende tenazmente sus derechos. Todos los de su especie han acordado,
sin duda, que sólo deben soportar una determinada cantidad de kilos, y
cuando les colocan una libra más en sus alforjas, llamadas «petacas», se
tienden en el suelo como un trabajador que apela a la huelga pasiva, y
no hay quien los levante, por más palos que les den.

Nuestras decoraciones eran de papel, y no muchas; el vestuario y los
objetos escénicos tampoco resultaban abundantes; pero, aun con esta
parsimonia, ¡imagínese si serían necesarios animales de tal especie para
trasladar toda la impedimenta de la compañía!

Formábamos una hilera de doscientas o trescientas llamas, con sus
arrieros indios, que gritaban para animarles en los malos pasos. Los
artistas íbamos en mulas tozudas y voluntariosas, a las que era prudente
dejar sueltas, a merced de su instinto, sin preocuparse de guiarlas, sin
otra defensa que cerrar los ojos en ciertos senderos, que más bien eran
filos de cuchillo, con un precipicio de varios centenares de metros
debajo de nuestros pies. Esto no impedía que «la Virgen guerrera»
trotase al frente de la caravana, a horcajadas como un muchacho, las
piernas al aire, la cabellera suelta al viento, y en continua pelea con
su mula, que coceaba junto a los abismos, protestando de una voluntad
deseosa de imponerse a fuerza de varazos y tirones del ronzal.

Los personajes más importantes de la compañía marchábamos en el centro
de este rosario. Crea usted que a nuestras tres o cuatro mujeres,
arrebujadas en sus mantos, con la cara ennegrecida por el sol y el frío
de las cumbres, no las habrían conocido jamás los mismos que las
aplaudían una semana antes en la ciudad que habíamos dejado abajo, junto
al mar.

Ascendíamos en zigzag, como una fila de hormigas rojas, por las laderas
de los Andes. ¡Éramos tan poca cosa en aquella inmensidad!... Levantando
los ojos podíamos ver las panzas de los animales de la primera sección
de la caravana, que subían y subían, trazando una serie de ángulos.
Mirando abajo sólo encontraban nuestros ojos las cargas y las cabezas de
las llamas que cerraban la marcha. A veces salvábamos profundísimos
barrancos merced a un puente hecho de lianas, que se mecía como una cuna
sobre el abismo.

Viajábamos lo mismo que en otros siglos los personajes de la
colonización española. Como yo tengo mis lecturas, creí muchas veces que
no éramos una compañía de cómicos; más bien una caravana de
funcionarios, enviados por el rey de España y sus Indias, que acababan
de desembarcar; un corregidor y varios oidores de Audiencia venidos con
sus damas a tomar posesión de sus cargos.

Cuando el viento de las alturas era favorable, soplándonos por la
espalda, los arrieros convertían sus bestias en navíos. Entre las dos
«petacas» colocaban un palo, izando en él un pedazo de lona que hacía
oficios de vela. De este modo la fría brisa de las cumbres ayudaba
nuestra marcha, empujando a las llamas, haciéndoles redoblar su trote
adormecido; y la flota animal, con sus centenares de velitas
desplegadas, iba navegando entre el revuelto oleaje de rocas y nieves.

Guardo un mal recuerdo, doctor, de mi viaje en ferrocarril la última vez
que estuve en Quito. Este mismo viaje lo había hecho seis años antes en
recua, y aunque fue incómodo y largo, resultó más seguro.

La línea férrea que existe ahora de Guayaquil a Quito es casi un
funicular de varios centenares de kilómetros; una vía atrevidísima que
sube y sube. Como yo y mis gentes empleamos este medio de transporte en
las primeras semanas de su funcionamiento, el tren descarriló al ganar
una meseta solitaria de los Andes.

Hubo muertos y muchos heridos. Imposible imaginar un paisaje más
desolado: rocas de colores metálicos, y como única vegetación cactus
rectos y muy esparcidos, que parecían hombres resbalando por las
laderas. Ni una casa, ni un árbol, ni una gota de agua. Y en esta
soledad, lamentos de heridos, gentes llamándose en torno a los vagones
hechos pedazos o volcados.

Me alejé del tren, buscando socorro. De pronto vi asomar cautelosamente
sobre el borde de un barranco unos cuernos rojos y algo flácidos, como
si fuesen de trapo; luego unos ojos oblicuos y malignos, con las cejas
en ángulo, y el resto de una cara manchada de negro y bermellón. Era un
demonio, un verdadero demonio, más horrible en esta soledad que los que
había yo visto en los cuadros y en el teatro.

Detrás de este demonio, que subía lentamente, a cuatro patas, apareció
otro, y luego otro. Llevaban trajes grotescos, disparatados, astrosos;
pero estas vestimentas parecían darles un aspecto más horripilante. La
tropa infernal, que iba avanzando medio oculta, con las precauciones que
impone la vida desconfiada del desierto, se puso de pie y marchó
audazmente, animada por el aspecto que ofrecía el tren.

Le confieso que sentí miedo al ver cómo venían hacia mí tantos diablos,
rojos y verdes, con la cara negra de hollín. De pronto recordé que
estábamos en domingo y era Carnaval. Los demonios se convirtieron en
indios, habitantes de chozas cercanas o invisibles para mí, que se
habían disfrazado con motivo de la fiesta, abandonando sus bailoteos al
enterarse de la catástrofe.

Como era mediada la tarde estaban ebrios, y después de rondar en torno a
los vagones, empezaron a sentirse tentados por los equipajes de los
viajeros, haciéndolos suyos tranquilamente. Representaba una amenaza de
muerte pasar la noche en compañía de estos demonios, cuyo número iba
aumentando. Por suerte, llegó un tren de socorro: una locomotora y un
vagón, con varios empleados norteamericanos de la línea, y una caja de
botellas de _whisky_ para las primeras curas. No podía pedirse más.

Otras veces conocíamos en nuestros viajes inesperadas grandezas y
maravillosas abundancias. Recuerdo cómo desembarcamos en una ciudad de
la costa del Perú, fundada por Pizarro, pero que había permanecido luego
olvidada durante siglos. Los yanquis empezaban en ella la explotación de
unas minas, o mejor dicho, la depuración de las escorias, abundantes en
plata, abandonadas por la minería colonial, y esto había atraído
numerosos obreros.

Fuimos a tierra desde el vapor en una balsa, hecha de troncos y
tripulada por indios. No crea que el viaje era fácil. Había que salvar
tres líneas de rompientes, aprovechando el minuto preciso, con riesgo de
zozobrar y ahogarse si los remeros maniobraban un momento antes o
después. Aun así, quedamos varias veces, personas y objetos, sumidos
entre espumas, yendo acompañada cada sacudida de la balsa con alaridos
de mujeres y llamamientos a todos los santos. Viajeros y cosas
navegábamos amarrados, para mayor seguridad, y aun así perdimos mucho
equipaje.

No había otro medio de desembarcar; pero la aventura valía la pena.
Imagínese la emoción de un millar de hombres aislados en este pedazo de
costa olvidada, ganando dinero abundantemente y sin saber qué hacer de
él. Un barracón vecino al embarcadero de mineral lo convertimos en
teatro. Cada minero pagó por su entrada un peso fuerte. Nunca he vuelto
a ver tantos duros juntos. Cuando nos retiramos a media noche a nuestro
alojamiento, tuvimos que valernos de una carretilla para acarrear las
espuertas llenas de monedas de plata.

Además, en ningún teatro obtuve ovaciones tan sinceras y clamorosas. Lo
que más gustaba a este público de blancos y mestizos eran los dramas
abundantes en peleas y con mucho choque de espadas. Cada vez que me
batía con el traidor de la obra, los espectadores daban alaridos de
entusiasmo, pidiendo un segundo combate, y yo, enardecido por los
aplausos, repetía la lucha, matando de nuevo a mi adversario.

Nunca aprecia uno el poder mágico del teatro como viviendo entre gentes
sencillas. Por eso en mis viajes he preferido los pueblos humildes y
olvidados, las ciudades viejas, a las que sólo llega muy de tarde en
tarde una compañía teatral.

Que no me hablen de esas capitales de América vecinas al mar, en las que
se usa generalmente la lengua española, pero son muchas las gentes de
todos los países. Llega uno para dar a conocer las obras del teatro
clásico, y le preguntan inmediatamente cuántas mujeres trae la compañía,
si son bonitas y si las obras que van a representarse tienen música y
canto. Deme usted ciudades del interior, reposadas y nobles, donde se
encuentran plazas con soportales que recuerdan a Toledo y Segovia; donde
los señores usan barba y tienen un aire caballeresco, como si acabasen
de quitarse la coraza en su casa; donde las damas son aseñoradas y van a
misa cuando apunta el sol a un convento que tiene naranjos en el patio,
llevando sobre el rostro un manto negro, lo mismo que las tapadas de
Calderón y de Lope.

Parece que esta América vieja se ha modificado mucho desde mis tiempos
de galán joven y va a desaparecer. Pero yo la he conocido aún con su
noble atraso y su lujo colonial. Estuve en poblaciones del interior
célebres por sus minas históricas, donde todo era de plata, pero de
plata antigua y recia, trabajada a martillo, con la prodigalidad que
aconseja la abundancia del material; los platos, los jarros y hasta
cierto útil nocturno depositado junto a la cama. Los objetos de loza
había que traerlos de la costa, y se quiebran fácilmente en un viaje a
lomos de mula por los senderos de la Cordillera. Resultaba más económico
fabricarlos de plata.

En estas tierras de vida ingenua es donde me vi más apreciado. Hombres
de cuchillo curvo, que llevaban varias muertes sobre su conciencia, me
seguían, al encontrarme en las calles, con ojos de admiración y respeto.
Eran espectadores que me habían visto la noche anterior batirme como un
héroe contra varios bellacos.

--¡Salud, patrón!--decían algunos--. ¡Vaya una «manito» que tiene usted
para la espada! ¡Que el Señor se la conserve!

Muchas veces me he acordado del gran Rengifo. Estando en Méjico, al ir
en diligencia de una ciudad a otra, le salieron al camino unos
bandoleros célebres, que llevaban sus trajes y monturas chapeados de
monedas y bordados de plata. Estos facinerosos mataban a todos los que
pretendían desobedecerles.

--Yo soy Rengifo--dijo con arrogancia a los ladrones, mirándolos frente
a frente.

Y ellos dejaron de apuntarle con sus carabinas, echando pie a tierra
para estrechar su mano.

--Nosotros respetamos a los valientes, compañero.

Todos ellos le habían visto en el teatro.

Cesó de hablar el gran Fonseca, quedando en actitud meditabunda. Parecía
perseguir sus recuerdos y reconcentrarlos, para que no se escapase
ninguno. Deseaba hacerme conocer, en sus múltiples aspectos, buenos y
malos, aquella vida errante a través de América, que tenía para él la
dulzura melancólica de su lejana juventud.

Pero un hombre gordo y afeitado, con rostro de comediante viejo, acababa
de entrar en el café. Iba a sentarse junto a una mesa ocupada por otros
de su mismo pergenio, cuando al reconocer a Fonseca cambió de dirección,
viniendo hacia nosotros.

--¡El tiempo que llevo sin verte, Mariano!--dijo con voz profunda y
lenta, que daba una solemnidad grotesca a sus palabras--. Te encuentro
gordo como un canónigo de aldea.

Fonseca le miró con ojos de conmiseración.

--No seas bruto, Tribaldo. En las aldeas no hay canónigos. Querrás decir
un cura de aldea.

--¡Tú siempre dando lecciones! Quieres que no olvide que en tu juventud
fuiste estudiante... Bueno; hemos de hablar de un negocio, de una
_tournée_ en Chile. Vendré a buscarte luego. Te invito a dar un paseo...
noctámbulo.

Y al marcharse Tribaldo, el gran Fonseca me miró como si implorase
clemencia para los disparates de su camarada.

--Así son--dijo con tono resignado--la mayor parte de los que vienen a
este café. ¡Y uno debe vivir con ellos a todas horas!... Por suerte,
tengo a Pepita. Es preciso, doctor, que venga usted a nuestra modesta
casa, para que conozca a mi hija.


III

--¿Cuándo nos vimos la última vez, doctor?... ¿Hace ocho años o diez?
Sólo recuerdo que nos encontramos en aquel café de la Avenida de Mayo,
donde se reunían las gentes de mi arte. A pesar del tiempo transcurrido,
le reconocí inmediatamente. Usted, en cambio, no hubiese sospechado
nunca que soy el mismo Fonseca que le entretenía con sus historias allá
en Buenos Aires.

Era cierto: nunca hubiese conocido al famoso comediante andariego en
este viejo de espalda convexa, desdentado y con el rostro fruncido como
una fruta invernal. De su pasado sólo conservaba la cabellera encrespada
y abundante; pero ya no admitía el tinte, y era blanca y dura lo mismo
que la de los negros cuando encanecen.

--Reconocerá usted, doctor--siguió diciendo don Mariano--, que fui
profeta cuando le anuncié en «el otro mundo» el porvenir brillante que
lo esperaba aquí. No he sentido ningún asombro al reconocer a mi antiguo
compañero de café en el célebre médico que se digna visitar nuestro
establecimiento. Yo he seguido rodando cuesta abajo; era mi destino, y
gracias que pude parar aquí. Usted me conoció comediante en decadencia;
pero, en fin, artista todavía, y con ciertos públicos que se conservaban
fieles a mi nombre. Transcurridos unos cuantos años, me encuentra ahora
de asilado en un establecimiento de caridad, y viejo, como si un siglo
entero hubiese pasado sobre mí.

Durante mi veraneo en la costa cantábrica había querido ver un asilo
para ancianos, fundado cerca del mar por un español enriquecido en la
República Argentina. Este «indiano» había comprado una casa enorme, con
vasto jardín, para vivir el resto de sus días en el país natal; pero el
descanso, después de una existencia penosa de negocios y ahorro, pareció
atraer a la muerte. Antes de irse del mundo había ordenado que su finca
fuese convertida en asilo, aplicando la mayor parte de sus rentas al
sostenimiento de la fundación. Como recompensa moral sólo pidió que su
nombre figurase en grandes letras de oro sobre la fachada. Era
médico-director del establecimiento un joven muy afecto a mis trabajos
científicos, y él fue quien me incitó con sus ruegos a realizar esta
visita.

--No crea que me quejo de mi actual situación--continuó el comediante--.
Fue una verdadera suerte que algunos españoles de Buenos Aires,
apiadados de la miseria de Fonseca, al que habían aplaudido tanto en
otros tiempos, obtuviesen un puesto para él en esta casa, que sólo puede
albergar un corto número de infortunados. Le advierto que hicieron
además una suscripción para costearme el viaje. El último obsequio de
aquel público que tanto me quiso.

Aquí no estoy mal. El director me aprecia y gusta de escuchar mis
historias «del otro mundo», o sea mis aventuras de cuando andaba de un
extremo a otro de las antiguas Indias occidentales representando
comedias. Los asilados me conocen y hasta sienten cierto orgullo al
verme entre ellos. Algunos estuvieron en América, donde tanto bruto se
ha hecho rico, y volvieron más pobres que se fueron, con la salud
perdida. Unos recuerdan haberme aplaudido en un teatro de allá;
seguramente un teatro de pueblo, de los de mi última época. Otros sólo
están enterados de que don Mariano fue algo, y no por eso me respetan
menos. Todos ven que cuando llegan visitas importantes soy yo el único
de la casa que inspira curiosidad y el único también que puede sostener
una conversación. Los demás se alejan apenas el visitante les da tabaco.

Se detuvo Fonseca al decir esto, mirando con desaliento la colilla de
cigarro que guardaba entre los dedos.

--No crea usted que soy ingrato y gusto de criticar a mis bienhechores,
como algunos de los infelices que viven aquí. Pero debo declarar que en
esta casa no todo es perfecto y existe en ella un gran vicio de
organización.

El hombre benemérito que la fundó hizo su fortuna en Buenos Aires
fabricando cigarrillos, y sin embargo, en su testamento no tuvo en
cuenta para nada que el hombre necesita fumar, necesidad que dio origen
a su riqueza. Estamos bien alojados, no comemos mal; pero de tabaco...
¡ni una brizna! En el reglamento de esta casa no se habla de dar a los
asilados ni un mísero cigarrillo, y usted sabe cuán necesario es el
tabaco para los que viven una existencia común, en un buque, un cuartel
o un asilo.

Yo espero horas enteras el paso del director por el jardín o invento
pretextos para buscarle. Sé que el encuentro me puede proporcionar un
poco de tabaco, pues a él lo place oírme, y yo hablo más a gusto cuando
fumo.

Esto no lo he dicho como indirecta para que me regale usted
cigarrillos... Pero en fin, ¡ya que usted se empeña!... Crea que
agradezco de verdad su obsequio. Otros asilados tienen parientes en el
país, que vienen a verlos y les traen paquetes del estanco. Yo estoy
solo en el mundo y únicamente puedo contar con lo que me den las buenas
almas.

Cediendo a mi insistencia, Fonseca se apoderó, con una avidez pueril,
de todos los pitillos que contenía mi cigarrera. Encendió uno en el
resto del anterior, y luego de expeler por las narices dos chorros de
humo con el regodeo del que paladea su deleite favorito, continuó
hablando:

--Se irá usted esta misma tarde. Lo he oído a las señoras que llegaron
con usted y están visitando el jardín en este momento acompañadas por el
director. Vamos a separarnos pronto, y adivino que siente curiosidad por
conocer la vida de este infeliz después que dejó de verle.

¿Se acuerda usted de Pepita, mi pobre «Virgen guerrera»?... No he
olvidado que vino usted a casa para ver mis recuerdos de gloria: las
coronas, las placas de metal regaladas en noches de beneficio, una
colección de anforitas de barro cocido y otras cosas sacadas de las
tumbas de los indios que fui adquiriendo en mis viajes.

¡Ay! Todo eso desapareció. Tuve que venderlo a cualquier precio en mis
últimos años de miseria; cuando me vi solo en Buenos Aires y forzado
casi a pedir limosna.

A mi hija la conoció usted en aquella visita. No creo que se llevase un
recuerdo agradable de ella.

Inútiles las excusas: lo mismo les ocurrió a muchos. No digo que fuese
mal educada; pero era incapaz de una expansión sonriente, de una palabra
amable, siempre ceñuda y con hostilidad para los hombres. No podía ser
de otro modo, aunque lo desease.

Repetidas veces anduvo en noviazgos con actores jóvenes de nuestra
compañía; pero siempre acabó por repelerlos.

--Yo no puedo sufrir a otro hombre que a ti, papá--me decía--. No me
casaré nunca.

Creo que uno de estos novios desechados fue el que inventó su apodo de
«Virgen guerrera». El mote no pudo ser más exacto y completo. Su odio a
los hombres era prueba y garantía de su virginidad. Y en cuanto a lo de
guerrera, yo sabía de esto más que nadie.

Tenía el carácter belicoso de mi mujer; pero la pobre Rosalba enviaba
sonrisas voluntariamente a los señores del público, y mi hija necesitaba
un esfuerzo heroico para sonreír en la escena. En realidad, sólo llegaba
a dar media sonrisa, y era con la boca nada más, mientras el resto de su
cara se mantenía cejijunto y agresivo.

Este mal carácter le impidió ser una gran actriz. No crea que habla mi
cariño de padre. Le aseguro que tenía más talento que Rosalba y todas
las mujeres con las que he trabajado en mi vida. ¡Pero aquel rostro de
pocos amigos!... ¡Aquella voz dura y monótona, que sólo se ablandaba al
expresar en escena la cólera o la venganza!...

Con todos sus defectos, los últimos años que pasé junto a ella, a pesar
de ser los de mi decadencia, me parecieron más gratos que los de mi
juventud gloriosa al lado de Rosalba. Después que usted la vio hicimos
una excursión por Chile y otras Repúblicas de la costa del Pacífico.
Fuimos avanzando de teatro en teatro en dirección contraria a la de los
descubridores españoles, o sea de Sur a Norte.

Le he dicho a usted de teatro en teatro, y esto muchas veces no fue
verdad. Huíamos de las ciudades con teatros, porque en ellas el público
no mostraba interés alguno por conocernos. Había pasado la época de
Mariano Fonseca. Este nombre no decía nada a las gentes nuevas. En todas
partes querían obras con música o dramas representados con gran aparato
escénico, ¡y nosotros éramos tan pobres!...

La juventud del país acudía la primera noche deseosa de ver a las
mujeres de nuestra compañía; pero mi Pepita, con sólo mostrarse, ponía
en fuga a este público bullicioso. Sin embargo, usted la conoció. Era
tal vez demasiado morena, pero nadie podía llamarla fea. Además,
acuérdese de sus ojos...

Indudablemente, no era un espantajo, y muchos sintieron la atracción de
su juventud y de su hermosura algo rara. Pero ¡ay!, ¡su maldito
carácter!... ¡Aquella prontitud de mano para contestar con una bofetada
al más pequeño atrevimiento!... En algunos pueblos fuimos silbados a
causa de sus violencias; de otros tuvimos que irnos a toda prisa porque
la niña había golpeado al hijo del personaje más poderoso.

Buscábamos, para no morirnos de hambre, poblaciones casi ignoradas, sin
pensar si había en ellas teatro o no lo había. Improvisábamos nuestro
escenario en corrales de posadas llamadas hoteles, en plazas públicas,
hasta en tolderías de indios a medio civilizar. Allí donde existía un
grupo humano llegaba la compañía Fonseca, en mula, en carreta, en
piragua o a pie.

Cuando nos faltaba algo para nuestras decoraciones, lo buscábamos en el
almacén de comestibles del lugar. Recuerdo haber empleado en Don Juan
Tenorio, como estatua de Doña Inés, un cartel anunciador hecho en los
Estados Unidos, que representaba una buena moza, de tamaño natural,
montada en una bicicleta. Y tal es el poder del arte, que con esta
carencia de medios escénicos lográbamos emocionar a nuestros públicos y
hacerlos aplaudir. Pero repito que esto ocurría siempre lejos de las
ciudades, trabajando «con decoración de selva», como decía uno de
nuestros compañeros.

Teníamos además un enemigo feroz, que nos acosaba incesantemente y cada
año parecía centuplicarse. Lo sentíamos avanzar a nuestra espalda; nos
salía al encuentro cerrándonos el paso; nos obligaba a redoblar la
marcha para librarnos de su persecución; iba estrechándonos por ambos
flancos. Este enemigo era el cinematógrafo.

Mientras no existió el maldito invento pudimos los cómicos errantes de
América prolongar nuestra vida. En las poblaciones del interior, las
gentes necesitadas de entretener sus noches acudían gozosas a nuestros
espectáculos, fuesen éstos como fuesen. No había otra cosa. Pero con la
generalización del llamado «teatro mudo», todos parecían vernos bajo una
nueva luz, dándose cuenta de nuestra pobreza y de nuestras
improvisaciones grotescas.

Crea, doctor, que por culpa del cinematógrafo pasamos grandes apuros y
vergüenzas en el último período de mi carrera. Gracias a que la energía
de Pepita sirvió más de una vez para sacarme adelante. Yendo de pueblo
en pueblo y evitando las ciudades, que representaban para nosotros el
fracaso y la miseria, vinimos a dar en una de las regiones menos
pobladas de Venezuela; un país que políticamente pertenece a dicha
República, pero a causa de lo difíciles y largas que resultan las
comunicaciones, está gobernado por un amigo del presidente, que ejerce
una autoridad absoluta.

Este gobernante cambia a cada revolución, y el que encontramos nosotros
fue un buen mozo, llamado Urdaneta, gran jinete, gran «machetero», como
dicen allá, e irresistible en el manejo de la lanza. Era un hombre
temerario, pródigo en dádivas, rapaz para los que vivían sometidos a su
gobierno, feroz con sus enemigos y aficionado a todos los placeres que
tienen algo de crueldad; en fin, un varón creado para la pelea y la
conquista.

Él vio una especie de triunfo político en nuestra llegada a la
población, cabecera de sus dominios. La compañía Fonseca representaba un
gran suceso en la historia de su gobierno. Iban transcurridos muchos
años desde la última vez que unos comediantes habían visitado aquel
rincón de la tierra.

Resultaba explicable el entusiasmo con que fuimos recibidos, después de
tantos menosprecios y pobrezas. El viaje valía todo esto y mucho más.
Yo, que llevaba una vida tan larga de exploraciones, sentí asombro
viéndome llegado hasta allí.

Un protegido de Urdaneta, al encontrarnos en la capital de la República,
nos había propuesto esta «temporada extraordinaria», y dirigidos por él
atravesamos sabanas que parecían interminables, y en cuya vegetación se
hundían nuestras mulas hasta el vientre. Luego nos creímos perdidos en
selvas donde no se veía el cielo y bajaba a través del ramaje una luz
verdosa, semejante a la del fondo del mar. Pero los guías lograban
orientarse, siguiendo unos senderos apenas perceptibles entre la maleza
agitada por bestias ocultas. Vimos aves de plumaje fantástico, mariposas
enormes, pájaros diminutos como insectos, moscas que parecían esmeraldas
y rubíes con alas; mas nos faltaba tranquilidad para admirar tales
prodigios. Pensábamos en tigres y jaguares, creyendo su aparición
inmediata cada vez que las mulas coceaban o se echaban atrás, inclinando
sus orejas con inquietud.

A continuación pasamos muchos días viviendo y durmiendo en canoas que se
deslizaban por una maraña de arroyos y ríos. Todos los cursos de agua
parecían iguales. Repetidas veces nos imaginamos haber pasado por el
mismo sitio, mirando con incredulidad a los romeros indígenas, que
sonreían de nuestra desconfianza. Navegábamos jornadas enteras bajo
túneles de follaje. Las ramas colgantes nos obligaban con su azote a
bajar las cabezas. De vez en cuando, un marinero cobrizo, con la vista
fija en la bóveda vegetal ensombrecedora de las aguas, levantaba su
percha, dando un fuerte palo a una de las lianas verticales. La liana
tenía ojos, se contraía, y perdiendo su equilibrio acababa por
derrumbarse en el río. Era una boa enorme...

Pero ¿a qué contarle más de este viaje? Era una América distinta a la
que usted conoce; la tierra tropical casi intacta, tal como debieron
verla los primeros españoles que bajaron por el Amazonas o el Orinoco. A
nosotros, pobres cómicos, después de pasar varias semanas en el seno de
esta naturaleza sin domar, nos pareció una capital enorme el pueblo
donde vivía Urdaneta, y recibimos con gratitud casi llorosa las muestras
de afecto y protección de este personaje.

Jamás sultán de cuentos orientales se vio tan admirado y obedecido como
él por nosotros. Hay que advertir que Urdaneta vivía casi aislado en las
tierras sometidas a su gobierno. Todos le temían y procuraban evitar su
presencia. Era caprichoso en su trato con las personas, no creía en la
amistad, se consideraba amenazado constantemente, y para librarse de
asechanzas procuraba ser el primero en la agresión. Total, que había
dado muerte a muchos de sus gobernados para librar su propia vida, según
él afirmaba, o por capricho y embriaguez, según el decir de las gentes.

Nuestra presencia le proporcionó diversiones extraordinarias. Con la
magnanimidad de un tirano protector de las artes, nos invitó repetidas
veces a comer en su casa. Además decretó enérgicamente que el país debía
civilizarse, y para ello lo más eficaz era acudir a un espectáculo
culto y moralizador como nuestras representaciones.

Siempre había sido gran aficionado a la poesía. En la sobremesa de sus
banquetes, cuando estaba casi agotada la botella de ron puesta ante él,
nos iba recitando el inmenso caudal de versos, sentimentales y amorosos,
atesorado en su memoria. Durante sus campañas para derribar a varios
presidentes por el hierro y por el fuego, su distracción nocturna era
tañer la guitarra, cantando romanzas de treinta o cuarenta estrofas,
todas ellas dignas de lágrimas. Reconozco que este guerrero lírico y
sensitivo habría ordenado a veces, en el mismo día, numerosos
fusilamientos; pero, no obstante este detalle y el enorme daño que acabó
por causarme, declaro que era simpático a su modo.

Los últimos triunfos de mi vida artística los debo a su protección.
Había improvisado un teatro, al que acudían puntualmente todas las
noches los habitantes del pueblo como si cumpliesen una función pública.
Frente al escenario había un tabladillo adornado con banderas
nacionales, y en él un sillón de madera dorada traído de la iglesia.

Este palco presidencial lo ocupaba Urdaneta con otros personajes de tez
sombría, ojos diabólicos y palabra melosa, que oran ejecutores de sus
voluntades y compañeros de sus peligros. El público reía nuestras
gracias o aplaudía frenéticamente nuestras nobles acciones, animado por
el gesto benévolo del presidente. Pepita era considerada por los
espectadores como una deidad milagrosa que podía interceder en favor de
ellos, haciendo más tolerable su existencia. Yo trabajaba con el
inquebrantable entusiasmo del que tiene seguro su éxito.

Pero debo llegar al final de este período de mi existencia (el último en
que me creí feliz), o sea a mi infortunio definitivo.

Un día me di cuenta de que mi hija ya no merecía su apodo. Como ocurre
siempre en tales casos, yo fui el último en enterarme. Por algo el
público, al aplaudirla, mostraba la adulación de los que desean
congraciarse con los poderosos. Pepita era la amante de Urdaneta, y esto
había sido por su voluntad, sin que el déspota, acostumbrado a la
violencia, necesitase hacer nada para vencerla. La «Virgen guerrera»
había reservado su integridad corporal para este descendiente de los
conquistadores, que la esperaba, sin saberlo, en un rincón de la América
caliente, aislado por selvas y ríos.

No negaré que Urdaneta era un cumplido varón, capaz de conmover a las
hembras que gustan de hombres violentos y desean vivir sometidas a una
voluntad avasalladora. Pero Pepita era todo lo contrario. Yo no la
consideraba inferior por su mal genio al tirano que nos protegía. Luego
pensé que tal vez la identidad de sus caracteres había acabado por
atraerlos.

Pasé mucho tiempo fingiendo ignorancia y ceguera. Dirá usted que esto no
es digno de un padre; pero ¡ay!, ¡la vida nos exige tales cosas cuando
somos pobres! Además, Pepita se mostraba contenta de su nueva situación,
y cada vez que intenté hablar de lo ocurrido, me miró con aquellos ojos
que parecían congelarme, cortando bruscamente mis palabras.

Con un hombre como Urdaneta no podían durar mucho las situaciones
tranquilas y plácidas. Él dio fin, del modo más inesperado, a nuestra
temporada teatral. Le parecieron inoportunas las familiaridades de los
hombres de la compañía con la primera dama... ¿Por qué tuteaban a
Pepita?... ¿Cómo iba a tolerar que un actor la abrazase en la escena,
diciendo palabras amorosas, cuando por menos había sacado en diversas
ocasiones el revólver o el machete, librándose en un segundo del que
podía ser su rival?...

Se acabó el teatro, y con él mis noches gloriosas, apagándose para
siempre aquellas salvas de aplausos que me hacían retroceder a los
tiempos de mi juventud. Urdaneta retribuyó generosamente a mis
compañeros, haciéndoles emprender su viaje de vuelta a la capital, otra
vez por ríos, selvas y llanuras. Yo me quedé, porque era el padre de la
gobernadora; pero jamás en mi existencia me vi tan solo y aburrido.

Pasaba los días conversando con aquellos personajes inquietantes,
obscuros de tez, que eran algo así como los mariscales de la corte de mi
napoleónico protector. Me hablaban de guerras civiles y de revoluciones,
mostrando un menosprecio espeluznante por el valor de la vida humana.

Mientras tanto, los dos enamorados corrían a caballo las selvas o se
dedicaban a la caza. Urdaneta era ahora maestro de mi hija, alabando sus
admirables disposiciones. Este hombre de armas gozaba en enseñar su
manojo a Pepita, y la casa del gobernador temblaba diariamente con el
estruendo de las pistolas y carabinas usadas por ella.

Tal era la confianza del terrible maestro en su discípula, que había
inventado una diversión de las que a él le gustaban, mezcla de
voluptuosidad y de peligro. Muchas noches, antes de acostarse, mi yerno
(llamémosle así) colocaba sobre su cabeza una fruta cualquiera del país,
algo que pudiera servir como la manzana de Guillermo Tell. Y la nueva
tiradora se la arrebataba con un balazo de su rifle. Después de este
juego, los dos parecían amarse con nueva pasión. Era algo semejante a
las caricias de las fieras, según decían en el pueblo.

Un día me hablaron dos forasteros, haciendo grandes elogios de mi
talento de actor. Aseguraban haberme aplaudido en una de las pocas
funciones que di en la capital de la República. Luego me ofrecieron un
regalo de diez mil dólares en moneda americana y dos pasajes hasta Cuba,
para mí y para mi hija.

Bastaba una operación insignificante para corresponder a tanta
generosidad. Se daban por contentos con que la ex «Virgen guerrera»
bajase un poquito su puntería una noche: asunto de que el proyectil, en
vez de rozar la abundosa cabellera de Urdaneta, le diese en mitad de la
frente.

Me pareció poco repeler esta propuesta con las mejores frases de
indignación de mi repertorio, y se la revelé a mi hija. ¡Qué quiere
usted!... Le había tomado cierta simpatía al tirano, recordando los
tiempos en que protegió con tanta eficacia el arte dramático. Pepita
debió hablar, y Urdaneta consideró oportuno unos cuantos fusilamientos,
ordenados a capricho indudablemente, pero con el deseo de que sirviesen
de saludable advertencia a sus contrarios.

No le extrañará a usted, después de esto, que Mariano Fonseca, hombre
pacífico y accesible al remordimiento, no pudiese vivir con
tranquilidad. Me acusaba a solas de los fusilamientos, como si los
hubiese ordenado yo mismo. Para mayor desdicha, Urdaneta empezó a
mirarme con desconfianza, considerando inoportuna mi presencia en sus
dominios. Por suerte, no me creyó traidor ni un instante; pero, según
dijo a mi hija, me tenía por un bonachón peligroso, dispuesto a liar
amistad con todo el que me hablase de cosas de teatro: una especie de
puerta abierta por la que podían llegar sus enemigos hasta él... Y como
era rápido y enérgico en sus resoluciones, ordenó mi viaje de vuelta, lo
mismo que había hecho meses antes con las gentes de mi compañía.

Resultaba absurdo pensar en protestas ni razones con Urdaneta. Además,
mi hija decía siempre lo mismo que su amante. Para abreviar: tuve que
hacer de nuevo el largo trayecto, en piragua y en mula, hasta la capital
de la República; pero esta vez abundantemente provisto de dinero. El
déspota sabía ser generoso, derrochando su riqueza con la misma
violencia que empleaba para adquirirla.

Sentí, al verme solo, el tirón de la vida errante, y reanudé mis
correrías, ahora, de Norte a Sur, atraído, como siempre, por Buenos
Aires. En mi lenta retirada tuve noticias de Pepita: las últimas.

Estalló una revolución en aquella tierra; una más que añadir a la lista
interminable de su historia. El presidente fue derribado; pero le dieron
tiempo para escapar. Urdaneta, su protegido, no quiso imitarle. Se había
acostumbrado a vivir como una autoridad independiente en aquel rincón
olvidado y casi salvaje de la República. Se imaginaba que este gobierno
era suyo por derecho de conquista, y nadie podía arrebatárselo,
ocurriese lo que ocurriese en el resto de la nación.

La gente no lo entendía así. Ya que había triunfado una revuelta, debían
renovarse las autoridades, siendo reemplazado Urdaneta por otro
gobernante. Nadie se hacía la ilusión de que el nuevo fuese mejor; pero
era indispensable cambiar de tirano. Los hombres de confianza del
vencido sintieron igualmente ese deseo general, abandonándole para
unirse a los vencedores.

Ni aun así quiso huir aquel testarudo, audaz y valeroso, digno de vivir
en otros siglos. Al verse sin amigos, se fortificó en la casa de
gobierno con mi hija. ¡Los dos contra todo el pueblo y contra los grupos
en armas enviados por la revolución triunfante!... Ambos eran excelentes
tiradores, y los fusiles y cartuchos abundaban en su vivienda.

Me han contado que Pepita, caída en el suelo, con una pierna rota de un
balazo y otras heridas en el cuerpo, cargaba los rifles, pasándoselos a
Urdaneta, que tiraba y tiraba incesantemente con una ligereza de
demonio. Los asaltantes, después de muchos ataques inútiles y mortales,
tuvieron que avanzar protegidos por unas carretas de paja ardiendo, y
prendieron fuego al edificio, convencidos de que únicamente así podrían
acabar con su temible gobernador.

De este modo perecieron Urdaneta y mi ex «Virgen guerrera». La
muchedumbre sólo osó acercarse a ellos cuando sus cadáveres estaban
ardiendo como si fuesen carbón. Aun así, temían muchos que surgiesen
otra vez de entre las llamas los certeros balazos del tirano.

Después de esto, creo que nadie se atreverá a decir que en la vida de
los comediantes todo es mentira y fingimiento, y que no ocurren en la
realidad dramas más tremebundos que los que nosotros representamos sobre
las tablas.

Muerta mi hija, las aventuras de mi vida no ofrecen interés. Cuando
volví a Buenos Aires ya me había comido todo lo que me dio el generoso
compañero de Pepita. Conocí de nuevo miserias y humillaciones; pero
ahora estaba solo, me faltaba mi hija, que parecía sostenerme y darme
vigor con su duro carácter. Además, los compañeros eran malos conmigo al
no ver a mi lado «la Virgen guerrera»... Ya sabe usted lo demás: cómo
vine a dar con mis huesos en este refugio, la protección de algunos
comerciantes españoles de allá, la suscripción para el viaje, etc.

Pero advierto, doctor Olmedilla, que le llaman esas señoras, y el
director parece impacientarse porque le retengo con mi charla.

No se ocupe de mí; atienda a sus amigos... y si alguna vez se acuerda
del comediante Fonseca, su viejo compañero de Buenos Aires, ya sabe
cómo puede favorecerlo.

Nada de dinero... Me envía simplemente tabaco: unos cuantos paquetes de
cigarrillos.

Todos sufrimos en esta casa por la distracción de aquel cigarrero que a
la hora de su muerte no se acordó de que los hombres fuman. Y las buenas
almas deben reparar un olvido tan inexplicable.


IV

Transcurrieron varios años. No volví más al asilo de la costa
cantábrica; pero un día hablé en Madrid con el médico que había sido su
director.

Al verle, resurgió en mi memoria la imagen del comediante Fonseca, y
pregunté por él.

--Murió un año antes de abandonar yo la dirección--dijo el médico--.
Cuando sólo le quedaban unos meses de existencia, cambió de nombre, y
casi en su agonía hizo testamento, dejando su fortuna a sus compañeros
de asilo.

Comprendo el gesto de asombro con que recibe usted tales noticias. En
realidad, fue extraordinario el final del célebre Fonseca, algo parecido
al último acto de uno de aquellos melodramas que estaban de moda en su
juventud.

Le advierto que don Mariano se acordó siempre de usted, y hablaba a
todos de su amistad. Creo que sólo le envió usted tabaco dos veces; pero
estos paquetes de cigarrillos (que tal vez no pasaron de doce) parecían
tener la fuerza reproductora de los panes y los odres en las bodas de
Canaán. Siempre que fumaba un cigarrillo, aunque se lo hubiesen regalado
minutos antes, decía a sus compañeros, con voz campanuda y solemne, como
si estuviese representando la escena más culminante de un drama:

--Es del envío que me hace todos los meses mi ilustre amigo el doctor
Olmedilla, una eminencia de Madrid.

Un verano recibimos la visita del senador de aquella tierra, personaje
político tan venerable como poco conocido, y viejo lo mismo que Fonseca.
Éste, después de repetir en voz baja, con expresión meditabunda, el
nombre de nuestro visitante, se dirigió a él tendiéndole una mano.

Nos interpusimos muchos de los presentes, interpretando esta
familiaridad como una insolencia de su chochez. El viejo actor empezaba
a mostrarse menos razonable y coherente en el relato de sus historias.
Pero Fonseca dio explicaciones con voz segura, que nos convencieron a
todos. Su memoria parecía haberse robustecido con la presencia del
senador. Recordaba perfectamente su nombre. Habían sido condiscípulos en
Madrid, cuando él estudiaba el bachillerato.

Y tales detalles fue amontonando al evocar aquella época remota, que el
personaje político, que parecía haber despertado igualmente de su atonía
senil, acabó por reconocerle.

--¡Pero tú eres Cerón!--dijo--. Me acuerdo cómo reíamos de tu apellido,
siendo muchachos... ¿Por qué te llaman aquí Fonseca?

Aceptó la pregunta el comediante con resignación y al mismo tiempo con
inquietud, como el que se ve obligado a revelar un misterio de su vida.

Efectivamente, su apellido era Cerón, y en días sucesivos fuimos
conociendo la primera época de su existencia, antes de que se marchase a
América. Dos reporteros de los diarios de la capital de la provincia que
habían venido con el personaje vieron en esta historia materia para un
artículo.

Fonseca se llamaba Cerón, y con este nombre había empezado en Madrid su
carrera de comediante. Continuos y ruidosos fracasos le obligaron a huir
de la escena y de su patria. ¿Cómo continuar su vida teatral en un país
donde los actores, para hacer patente la mediocridad de un camarada, se
limitaban a decir: «Es más malo que Cerón»?

Al marcharse había creído oportuno cambiar de nombre, y Mariano Cerón
pasó a ser el incansable Mariano Fonseca, actor errante y célebre (como
él decía) «desde la frontera de Texas al estrecho de Magallanes».

Esto no lo considero yo extraordinario; ahora viene lo más interesante.

La historia del actor que cambió de nombre y llegó a ser famoso en
América fue pasando de periódico en periódico, y un día se presentó en
el asilo un hombre de negocios judiciales, un picapleitos, que venía de
Madrid sólo para dar a Fonseca la noticia de que una herencia estaba
esperándolo más de veinte años.

Cierto señor Cerón, ya difunto, había hecho testamento, dejando sus
bienes a un hermano suyo huido a América, sin que nadie supiera más de
él. ¿Quién podía adivinar al ignorado Cerón en el glorioso Fonseca?...

La herencia no era enorme, como las que se ven llegar inesperadamente en
comedias y novelas. Creo que no iba más allá de veinticinco mil duros;
pero ¡imagínese usted lo que representaba esto para nuestro amigo
inolvidable!...

Además, la tal herencia parecía fatigadísima de esperar tantos años, y,
contra lo que es costumbre en los tribunales, deseaba entregarse cuanto
antes. El rábula sólo necesitó un poder del heredero para resolver el
asunto con inusitada rapidez.

Pero nuestro héroe se apresuró igualmente a morir, ahora que se veía
rico.

Se fue del mundo dignamente, reparando una gran injusticia, como tantas
veces lo había hecho, espada en mano, sobre las tablas de los
escenarios. Quiso dictar su testamento, y dejó por herederos de sus
bienes a todos los camaradas de asilo y a los que les sucedan en aquella
casa. La renta de su capital debe emplearse enteramente en tabaco, para
que de este modo no conozcan nunca los pobres el tormento sufrido por él
en sus últimos años a causa de una omisión del fundador.

Y los asilados pasan ahora el día entero fumando y fumando. Lo que
ignoro es si dentro de unos años se acordarán del comediante Fonseca.



El viejo del Paseo de los Ingleses


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los
Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de
palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas
nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al
reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba
su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del
cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral
rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer
la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía
recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas
meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir
sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres
sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de
franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos
de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían
sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse
quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa
Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del
Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las
gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando
hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto
iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus
continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable
rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente
sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.

Las conversaciones en diversos idiomas formaban un zumbido casi tan
sonoro como el choque de los últimos estremecimientos del mar sobre la
playa de guijarros, pulidos por un roce milenario. Cuando este rumor
humano bajaba de tono, se oían las orquestas de los restoranes y los
hoteles del paseo, que extienden su recta edificación frente al mar.
Entre las casas y la doble fila de palmeras pasaban automóviles con
matrículas y colores de todas las naciones, y grupos de jinetes: ellas,
con aire de muchacho, llevando pantalones masculinos; ellos, con la
cabeza al aire, el pelo echado atrás y el cuello de la camisa abierto
sobre el pecho.

De los hoteles célebres iban saliendo damas de andar perezoso, que
silbaban para que siguiese sus pasos un perro grande, con aire de fiera
que se digna ser buena, o pequeñísimo, y arrastrándose junto al suelo,
lo mismo que un manguito de piel caído de las manos y que empujase el
viento. Eran mujeres célebres por su familia o por su historia: artistas
de amor costoso o princesas de dinastía reinante. La gente repetía sus
nombres con interés, y ellas, apreciando de reojo la curiosidad
despertada por su presencia, seguían avanzando con aire
aristocráticamente desmayado, resignadas, como una reina que tiene que
mostrarse al populacho, y dando a entender con el desmadejamiento de su
persona que la mayor parte del año sólo se levantaban de la cama en las
primeras horas de la tarde. Aquí, en Niza, consideraban de buen tono
abandonar las sábanas para hacer una visita al sol a la hora en que está
más visible, aunque su luz vulgar y mal educada revela brutalmente los
desperfectos de los rostros.

A las doce sonaba en la colina del Castillo el cañonazo tradicional, e
instantáneamente, con una prontitud de teatro, se deshacían bajo las
palmeras los grupos humanos, que los tripulantes de los buques
alcanzaban a ver como hormigueros mientras navegaban por la línea del
horizonte. Las gentes se perdían en las calles afluentes al paseo o
penetraban en los hoteles. Únicamente permanecían retardados sobre el
asfalto los habladores, incapaces de cortar una discusión entablada, y
ciertas parejas amorosas, en espera de este momento de desbande general
para aproximarse y convenir dónde podrían volver a verse más íntimamente
al caer la tarde.

Una hora antes de esta dispersión en busca del almuerzo, llegaba todos
los días el hombre a quien llamaban muchos «el viejo del Paseo de los
Ingleses», como si fuese parte integrante de dicho lugar. Otros que,
por vivir más tiempo en Niza, se creían obligados a un conocimiento
concreto de las personas y las cosas, daban detalles precisos sobre su
existencia.

--Es un ruso: uno de los muchos que la revolución ha dejado en la
miseria.

Nadie podía más detalles; todos pasaban a ocuparse de otra cosa, con un
mohín de cansancio. Los rusos ya no eran de moda; esto lo sabía toda
persona razonable. Al principio, sus infortunios excitaron la simpatía
pública; no había salón distinguido ni espectáculo elegante donde no se
encontrase algún refugiado de esta nacionalidad. Pero había transcurrido
mucho tiempo sin que ocurriese nada nuevo en Rusia, y al fin la suerte
de los tales fugitivos resultaba monótona.

Además, eran demasiados los que habían venido a aglomerarse en este país
de sol, como si los impulsase un misticismo sabeico. Las novelas de su
nueva existencia ya no inspiraban interés, y la gente hablaba fríamente
de grandes duquesas que tenían en Niza casa de huéspedes o tienda de
sombreros; de oficiales de la antigua marina zarista convertidos en
bailarines profesionales de los restoranes de Monte-Carlo; de chófers de
porte marcial y rubio bigote, antiguos coroneles y generales en la corte
de San Petersburgo. Esto podía merecer atención durante unas semanas o
unos meses; pero ¡después de cuatro años, durante los cuales habían
ocurrido tantas cosas en un mundo que parecía estar loco!...

Los invernantes más antiguos de Niza conocían su nombre, Fedor Ipatieff,
y afirmaban que este «viejo del Paseo de los Ingleses» no era
extraordinariamente viejo. Debía tener poco más de sesenta años, y en
los meses anteriores al principio de la guerra todavía ostentaba esa
juventud madura, artificial y brillante que todo hombre moderno, libre
de las fatigas del trabajo, puede proporcionarse.

El tiempo, que parecía haberle olvidado, cayó sobre él repentinamente al
verlo pobre, marcándole el rostro con los arañazos de su mano
arrugadora. Diez años antes se mostraba relativamente fresco y con
aspecto vigoroso al salir por las mañanas de su cuarto de baño. Ahora
tenía los ojos hundidos en el fondo de una estrella de arrugas, y cuando
el cuello de su camisa entreabría sus puntas dejaba ver una piel flácida
y esa rigidez de los tendones que denuncia la ancianidad. El pelo, que
en los últimos años disfrazaba su anemia bajo rubios tintes, se mostraba
ahora francamente blanco. Pero este hombre, viejo por los años y
avejentado aún más por su decadencia social, hacía esfuerzos de voluntad
para retardar su ruina. Eran esfuerzos desesperados e inútiles, como los
del náufrago flotando en medio del Océano, que sólo demoran por unos
minutos el final inevitable.

Llevaba, lo mismo que en sus buenos tiempos, patillas hasta la mitad del
rostro, unidas por el bigote, como si éste fuese un puente, y la
cabellera partida por una raya de la cúspide del cráneo a la nuca. Hacía
recordar al difunto emperador de Austria Francisco José. Era un elegante
con arreglo al patrón vienés que había imperado en las cortes y los
salones de Europa cuarenta años antes.

Su vestimenta, aunque no databa de tan remota época, pertenecía también
al pasado: corbatas de plastrón imponente, con un alfiler en su centro
escandalosamente falso, ocupando el lugar de otro que había sido una
joya verdadera; levitones majestuosos; guantes grises con trencillas
negras; sombreros indeterminados, que nadie podía saber bajo qué moda
habían nacido; todo cepillado hasta dejar visible su trama, y revelando
el paso por su superficie de frotaciones y líquidos para expulsar las
manchas.

La escasez de ropa interior era lo que hacía sufrir más a Ipatieff, que
en su juventud había llegado a cambiarla tres veces al día. Sus cuellos,
siempre altos y vistosos, ya no podían deslumbrar con el fulgor nítido
de otros tiempos. Después de la guerra todo había cambiado en el mundo.
Además, su pobreza sólo le permitía tener lavanderas de obreros. Sus
camisas se iban deshilachando, y a pesar del brillo de la plancha,
guardaban siempre un vago color de chocolate.

Este señor de aspecto pobre y «antiguo» era saludado por muchos con la
afabilidad que inspiran las personas que conocimos en nuestra juventud y
nos la recuerdan con su presencia. También lo sonreían afablemente
algunas señoras viejas y de empaque aristocrático que exponían sus
reumatismos al sol.

--¡Pobre Ipatieff! Ahí donde ustedes lo ven, ha sido el bailarín más
famoso de su época. Nadie, en la Niza de nuestros tiempos, sabía el vals
como él, ni dirigir un cotillón... ¡Ay! Eso era en la época que aún no
existían los fox trots y demás danzas de negros, que vuelven locas a las
niñas de ahora.

Señores de rostro severo, con la roseta de la Legión de Honor en una
solapa, al contestar al saludo modesto del ruso, explicaban quién era
éste a sus compañeros de conversación:

--Antes de la guerra fue rico. Un hermano suyo tenía allá una fábrica
importante, y le enviaba todos los años varios centenares de miles de
rublos. El industrial estaba orgulloso de que su hermano menor hiciese
brillar el nombre de la familia, entre los rusos más distinguidos, en
Niza y en París. Pero ahora la fábrica ha desaparecido, al hermano lo
asesinaron los bolcheviques, y el pobre Ipatieff tiene que valerse de
medios extraordinarios para disimular su pobreza.

Los más enterados de la existencia actual de Fedor relataban, con una
sonrisa de conmiseración, sus esfuerzos para vivir sin mendigar. Durante
los primeros años de la guerra había podido sostenerse en un relativo
desahogo, gracias a sus muebles. Al quedar cortadas las remesas
monetarias de Rusia ocupaba un piso adornado suntuosamente, en una calle
inmediata al Paseo de los Ingleses, y aprovechó su lujosa instalación
como una industria, alquilando su casa a invernantes enriquecidos por la
guerra que deseaban saber cómo había sido la vida en Niza de los «ricos
antiguos». Él se instaló en la buhardilla, ocupando un cuarto de los
destinados a su antigua servidumbre.

Pero este recurso extraordinario no duró mucho. Al encarecerse la vida
el propietario de la casa aumentó considerablemente su alquiler. Luego
acabó por obligarlo a que la abandonase, prefiriendo a otros inquilinos
menos necesitados, y logró vivir tres años más con el producto de la
venta de sus muebles. Ahora, no pudiendo esperar nuevos ingresos,
procuraba mantenerse con una parsimonia extraordinaria.

Por fortuna, no tenía que preocuparse de su vivienda. La conmiseración
del dueño de la casa, y más aún el cariño de sus antiguos porteros, que
recordaban al señor Ipatieff de los tiempos prósperos, pródigo en
propinas y poco dado a examinar las cuentas, lo procuraron el goce a
perpetuidad de una pieza casi subterránea, que había servido siempre
para guardar muebles viejos y la crisis de alojamientos acababa de
elevar al rango de habitación humana. Por unos tragaluces abiertos al
nivel de la calle entraba el sol de las horas meridianas y mucho frío en
el resto del día. En esta cueva-dormitorio guardaba los restos de su
vestuario y ciertos compañeros de su existencia, cuya fecundidad
representaban los únicos ingresos con que podía contar.

Muchos, al ocuparse del viejo del Paseo de los Ingleses, le llamaban
también «el señor del perrito», por la razón de que nunca se presentaba
en el paseo sin ir acompañado de un animal de esta especie, pequeño, de
orejas erguidas y puntiagudas, extraordinariamente lanudo: una bola de
pelo que trotaba con menudo paso. Este perrito de la Pomerania atraía
las miradas y exclamaciones admirativas de las señoras viejas, así como
los manoseos de los niños, y nunca era el mismo.

Los que conocían a Ipatieff hablaban con lástima de la industria canina
que le ayudaba a vivir. Allá en su tugurio tenía una pareja de
bestezuelas de esta especie, regalo recibido en sus tiempos de
prosperidad, animales prolíficos que todos los años le daban varias
crías para la venta.

Además, el problema de la alimentación lo resolvía fácilmente durante el
invierno. Siempre había en los hoteles más caros, o en los barrios
elegantes de Cimiez y la California, familias que lo invitaban a comer.
El pobre Ipatieff hacía recordar con su presencia los tiempos anteriores
a la guerra, cuando aún era dulce el vivir. A los postres, la señora del
invitante, que no osaba darle dinero, le proponía la compra de uno de
sus perritos, y él aceptaba la oferta gravemente, como si estuviese
convencido de que nadie podía vivir sin la compañía de tales animales.

Con el mismo aire del proveedor que anuncia el envío de un encargo
vehementemente esperado, decía en ciertas ocasiones, después de saludar
a una señora en el Paseo de los Ingleses:

--Marquesa, la semana próxima le llevaré el pequeño. No se lo doy antes
porque quiero estar seguro de su buena educación.

Y al entregar el «pequeño» recibía sin sonrojo el billete de quinientos
francos, que hubiese rechazado de otra manera.

Después del cañonazo de mediodía, si Ipatieff no estaba invitado en
algún hotel, dejaba para las primeras horas de la tarde el suplicio de
alimentarse parcamente en un bodegón de la ciudad vieja, volviendo
apresuradamente a su casa.

--Vamos a hacer que la familia tome un poco de sol.

La familia era un perrito viejo y trémulo, con numerosos pelos blancos,
que tenía más de diez años, lo que en la vida de su especie equivale
casi a un siglo de vida humana. Y en torno a este patriarca de
incansable fecundidad ladraban y saltaban media docena de perrillos,
asustados y regocijados a la vez por el sol y el aire libre.

El antiguo elegante avanzaba como un pastor por el paseo, ahora
desierto, rodeado y seguido de este rebaño, que trotaba sobre el
asfalto, haciendo temblar sus bolas de lanas negras. Una simple voz del
hombre enmudecía y agrupaba a los animales, pacientemente educados. Pero
como necesitaban después de su encierro la carrera y el ladrido para
desentumecerse, su dueño les dejaba en libertad.

Iba a sentarse en un banco, y allí permanecía, meditabundo, mientras sus
compañeros correteaban persiguiéndose o ladrando a los niños atraídos
por su presencia. Fedor Ipatieff miraba al mar, pero con ojos incapaces
de ver. Su mirada iba más lejos, con la rapidez de la imaginación.

El viejo del Paseo de los Ingleses llevaba una novela en su interior,
una novela sin terminar, como la llevan la mayor parte de los humanos.
Y mientras el rebaño negro se frotaba contra sus piernas, ladrando
dulcemente en espera de una caricia, el ruso, entornando los ojos, creía
ver su lejana patria, como una casa sin muebles, ruinosa y fría, y en
ella la figura familiar de una mujer, recordada diariamente.

Su rostro debía ser ahora algo distinto de como lo vio la última vez;
estaba seguro de ello. Pero él sólo podía imaginársela lo mismo que en
otros tiempos.


II

Los rusos refugiados en la Costa Azul apenas le tenían por compatriota
suyo. Se había educado en Francia, viviendo después en las capitales
principales de la Europa occidental. Hacía solamente viajes a su país
cuando la amistad con algún personaje de nombre ilustre le permitía
frecuentar durante varios meses el mundo aristocrático de San
Petersburgo.

Su hermano el industrial aceptaba con orgullo esta existencia brillante
y perezosa, viendo en ella un honor para el apellido de la familia. De
permanecer siempre en su país, Fedor Ipatieff sólo habría sido el hijo
de un fabricante rico, sin entrada en el gran mundo. Pero en las
capitales célebres de Europa podía tratarse amistosamente con grandes
personajes rusos: la vida en los salones y los hoteles facilita estas
intimidades; y luego, al volver a su patria, penetraba en lugares
privilegiados, cuyas puertas se había abierto hábilmente desde el
extranjero.

Remontándose en su pasado, más allá de la revolución, más allá de la
guerra, Fedor contemplaba los tiempos de su juventud como un cuento
maravilloso que había existido en la realidad; pero visto ahora, a gran
distancia, resultaba más extraordinario que los cuentos imaginados.
Admiraba la vida rusa bajo los zares como la más completa expresión de
la dulzura de vivir. Era indiscutible que esta dulzura sólo la
paladeaban unos cuantos nada más, haciéndola pagar a millones y millones
de habitantes de las estepas con una existencia igual a la de las
bestias. «Pero ¿acaso están ahora mejor, después de la revolución?»,
pensaba Ipatieff, egoístamente.

¡Oh, Petersburgo! La vida había sido en esta ciudad monumental tan
lujosa y alegre como los bailes rusos, puestos luego de moda en el resto
de la tierra.

Fedor se acordaba de las representaciones en el teatro María y el
teatro Miguel, ante públicos de un lujo abrumador: las mujeres, con
perfil altivo de emperatriz, luciendo constelaciones de joyas, y los
grandes señores, brillantes como ídolos, cubiertos de condecoraciones y
bordados; las cenas fastuosas en los restoranes de las islas, enormes y
blancos como catedrales; los paseos en muelles vehículos por las orillas
del Neva, bajo abrigos de pieles costosísimas. Este carnaval
deslumbrador lo gozaban unos miles de privilegiados, que veían
reservadas igualmente para el resto de su existencia las altas
dignidades y las grandes fortunas del país, los empleos valiosos, los
mandos en el ejército y la administración, el disfrute de propiedades
agrarias extensas como naciones. ¡Y todo esto el bolchevismo lo había
deshecho en unos cuantos meses!...

Los ricos de la «gran época» habían sido asesinados, como su zar y sus
grandes duques, o eran mendigos, conociendo el suplicio del hambre. Las
damas majestuosas como zarinas, que habían sido el principal sostén de
los grandes modistos de París por sus fastuosos encargos, temblaban
ahora de frío en las calles de Rusia, marchando como delgados fantasmas
sobre el hielo, con las manos cortadas y desfiguradas por una
temperatura inclemente, vendiendo periódicos u ofreciendo un ramito de
flores mustias a cambio de un pedazo de pan con más paja que harina...

No; no había justicia en la tierra. Ipatieff estaba seguro de ello al
pensar en el pasado. Y apartaba su recuerdo de la tierra natal para ver
las capitales europeas tales como habían sido en sus años de juventud.

Entonces estaba bien representada Rusia en el rosto de la tierra, y era
un honor ser súbdito del zar. Los grandes duques asombraban a París con
sus prodigalidades. En Monte-Carlo los jugadores moscovitas eran los
mejores clientes. Todas las industrias de lujo tenían en Rusia su
mercado más importante, y él, Fedor Ipatieff, disfrutaba una parte de
este prestigio nacional.

Los hoteles célebres de Suiza, rodeados de campos de hielo, le habían
visto por la noche en conversación con la más brillante sociedad de
Europa, mientras se preparaba a obtener en la mañana siguiente un nuevo
triunfo como patinador. Había bailado en Biarritz, en Niza y en
Deauville, según las diversas estaciones, con las damas más célebres y
hermosas de Europa. Tenía por amigos a personajes célebres, y hasta
había sido presentado a herederos de coronas, con esa camaradería de
buen tono que impera en los lugares de vida aristocrática y costosa. Le
invitaban a todas las fiestas, aceptando sus opiniones de hombre de moda
un poco original y exótico. Lo necesitaban además como incansable
danzarín.

Su hermano el industrial, que se enteraba por los periódicos extranjeros
de estos éxitos mundanos, siguiéndole de lejos con ojos de admiración,
cuando le veía llegar a Petersburgo y vivir en la sociedad más cerrada y
aristocrática, proveía sin tasa a sus gastos, extremando muchas veces la
producción de su fábrica e ideando nuevas economías en la retribución a
los obreros para que no sufriese merma alguna en sus rentas este hermano
menor, que llevaba con él la gloria de la familia.

En el último período de su existencia brillante y vana, a los cuarenta y
cinco años, fue cuando Fedor Ipatieff tuvo el encuentro que consideró
como primer capítulo de lo que llamaba «la novela de mi vida».

Había sido hasta entonces un ambicioso frívolo, buscador de amistades
por la honra que éstas le pudieran reportar, y anteponiendo siempre en
su existencia la vanidad a los afectos. Sus múltiples preocupaciones de
hombre elegante sólo dejaban un lugar secundario a la necesidad que
algunos llaman vagamente «amor», por miedo a usar otra expresión más
precisa.

El ruso sonreía escépticamente al hablar del amor. Esta palabra sólo
tenía para él un significado material, que halagaba su vanidad de
hombre. En algunas ocasiones había creído conocer el llamado amor con
mujeres hermosas, pero incapaces de interesarle mucho tiempo, por ser
simples burguesas, faltas de lujo y que llevaban una existencia vulgar.
Otras veces se había dejado querer por respetables damas que casi podían
ser madres suyas, portadoras de un nombre histórico. Su hermano el
industrial casi lloró de emoción cierta vez que obligaron a Fedor a
salir de Petersburgo por complacer a un tío del emperador, celoso de las
preferencias que mostraba por este elegante su noble esposa, una gran
duquesa de fealdad hombruna y entrada en años.

Fue Vera Alejandrowa, mujer de un propietario de minas de oro y platino
en Siberia, llamado Velinski, la que cambió, sin desearlo, la vida y los
sentimientos del tornadizo Ipatieff.

La había conocido en los salones de Petersburgo. Era hija del general
Bodkine, que llevaba hecha su carrera militar sin salir de la corte;
pero como el padre carecía de fortuna y ella sólo podía concebir una
existencia lujosa, se casó con el minero, despreciando momentáneamente
sus prejuicios de clase. Luego, al verse rica, estos prejuicios
resucitaron, haciéndole encontrar intolerable la vida con su esposo.

Después de varios años de conflictos familiares, el siberiano acabó por
aceptar una separación de cuerpos, no queriendo sufrir más el carácter
duro y arrogante de ella. Prefería vivir en sus tierras, donde lo
admiraban las pobres gentes como un ser superior. Se contentaría con
seguir siendo de nombre el esposo de una mujer célebre por su belleza y
el yerno de un personaje de la corte. Vera Alejandrowa podía gastar a su
antojo: las minas darían de sobra para todos sus caprichos.

Indignada de las murmuraciones de sus amigas y de la austeridad de
ciertas matronas de la vieja aristocracia, que no querían transigir con
las libertades de su existencia, acabó por marcharse de Rusia. Además,
necesitaba que la admirasen por su fastuosidad en aquella Europa
occidental, de la que llegaban los trajes, las alhajas, los perfumes,
todo lo que es de última moda para el embellecimiento de la mujer.

Llevaba diez años de vida parisiense y era una celebridad de la moda
femenina, figurando su nombre con frecuencia en las publicaciones
elegantes, cuando ella y Fedor creyeron verse por primera vez.

Esta novedad tenía para ambos una explicación. La vida agitada de París
les hacía encontrarse todas las semanas en los estrenos de los teatros,
las carreras de caballos y las fiestas lujosas. Pero en tal existencia,
inquieta y múltiple, los encuentros son como tropezones involuntarios
seguidos de una sonrisa de excusa, de un saludo, y cada uno se aleja sin
volver la vista. La elegancia es una profesión que impone numerosos
cuidados y preocupaciones, no dejando tiempo para otras cosas.

Pero los dos pasaron juntos todo un invierno en Niza, lo que pareció
unirles con repentina intimidad. Eran antiguos amigos, eran
compatriotas, y debían buscarse naturalmente. Estaban en el mismo hotel,
asistían a idénticas fiestas, hacían iguales excursiones, regresaban a
altas horas de la noche de jugar en Monte-Carlo, y esta vida de continuo
trato acabó por considerarla Fedor como el período más triunfal de su
historia.

Le enorgullecía ver la mirada de admiración con que los hombres iban
siguiendo a la dama que se apoyaba en su brazo, alta, esbelta, de
blancas carnes, ojos verdes y dorados, y una cabellera roja y ondulante
sobre su pequeño cráneo, como una antorcha. Además, esta mujer
emocionaba igualmente a las otras mujeres por sus vestidos innumerables,
sus pieles de emperatriz y el esplendor de sus joyas, casi bárbaras en
fuerza de ser ricas y suntuosas.

Al principio la admiró. Él sentía una adoración instintiva por todo lo
que fuese riqueza y lujo. Luego se consideró ligado a ella por la
ternura de la gratitud, pensando en el nuevo prestigio social que le
proporcionaban sus relaciones con esta mujer extraordinaria. Al fin, un
día, cuando Vera Alejandrowa le había concedido todo lo que él osó
pedirla y no podía ya darle más--o sea en el momento que abandonaba él a
las otras mujeres--, conoció por primera vez la importancia de la
palabra «amor», que antes le hacía sonreír.

No se le ocultaban las malas condiciones del carácter de Vera,
dominante, caprichoso, fantástico; pero aun cargada de tales defectos,
se sentía más ligado a ella que a ninguna mujer de las conocidas en su
pasado.

--¡El amor es así!--se decía Fedor con resignación.

Ella, por su parte, en un momento de entusiasmo, dijo algo que casi hizo
llorar de gratitud a su amante.

--Si no necesitase ser rica para vivir me divorciaría, casándome
contigo.

Una Vera Alejandrowa no podía decir más.

Cinco años pasaron yendo de un lado a otro de Europa, con arreglo a las
rotaciones exigidas por la moda: el invierno en la Costa Azul, la
primavera en París y Londres, el verano en las costas atlánticas,
reservando además algunas semanas a vagas curas en los balnearios
célebres de la Europa central, y otras a los deportes de nieve en Suiza.
Al anunciar los periódicos la llegada de la célebre dama rusa a estos
lugares, muchos sonreían indiscretamente, profetizando como algo
inevitable la presencia dos o tres días después del elegante Fedor.

De pronto surgió la guerra. Durante los primeros meses la vida de los
dos amantes no fue alterada por las privaciones. La continuación egoísta
de su dicha, manteniéndose intacta en medio del cataclismo continental,
parecía dar nuevo atractivo a sus placeres.

Luego el dinero empezó a escasear. Las comunicaciones funcionaban mal o
no funcionaban. El gobierno ruso había reglamentado los giros de
cantidades.

Al conocer la gran señora, por primera vez en su existencia, la
necesidad de pedir prestado, las angustias de la escasez, la imperiosa
necesidad de la economía, sintió un repentino amor hacia su patria y un
interés vehemente por todos los individuos de su familia, que hasta
entonces había tenido olvidados. Su padre era general; sus hermanos
hacían la guerra como oficiales: ¿por qué vivía ella en París?... Era
una rusa, y debía aportar su esfuerzo a los suyos, improvisando
asociaciones de caridad, trabajando en los hospitales. Consideraba
también necesario reunirse con su esposo, sin poder explicar la causa de
este súbito deseo.

Y se marchó, arrostrando todos los peligros de la travesía en un vapor
inglés, por el Norte de Noruega, hasta desembarcar en el helado puerto
de Arkangel.

Fedor quiso seguirla; pero ella, que tanto deseaba sacrificarse por su
patria, con una inconsecuencia propia de su carácter, se negó a que el
hombre amado arrostrase los mismos peligros. Ipatieff debía quedarse.
No era hombre de guerra, y podía prestar mejores servicios a su patria
en aquel mundo occidental donde siempre había vivido. Vera Alejandrowa
sentía la necesidad de alejarlo de ella, sin dejar por eso de quererlo.
Representaba los recuerdos de una vida brillante que parecía haber
muerto, y ella necesitaba avanzar sola por su nueva existencia.

Transcurrieron los años de la guerra, repletos de sucesos, como si
fuesen siglos. Cayó el zarismo para siempre; luego vivió con languidez
la República rusa, dirigida por el orador Kerensky, y al fin triunfaron
los Soviets, intentando los comunistas, para implantar sus doctrinas en
la realidad, someter la enorme Rusia a una experiencia fría y metódica,
igual a los experimentos de los sabios en los laboratorios... Y para
evitar la protesta del pueblo sometido a tan arriesgada operación,
empezó a funcionar el terror rojo.

Todo esto lo vio Fedor desde lejos, circunscribiendo su interés a las
personas que vivían allá y podían influir en su sufrimiento o su
bienestar.

Siempre que ocurría un nuevo suceso en Rusia, formulaba las mismas
preguntas:

--¿Qué será de Vera?... ¿Le habrá ocurrido algo a mi hermano?

De la gran señora recibió varias cartas, muy espaciadas y todas ellas
tristes. Sus hermanos habían muerto en la guerra; luego murió su padre,
tal vez de asombro al presenciar el derrumbamiento de la monarquía de
los zares.

Su hermano el fabricante también mostraba un pesimismo oriental viendo a
su país en plena revolución. Después dejó de escribir, o mejor dicho, no
llegó a manos de Fedor ninguna de sus cartas.

Algunos refugiados rusos que habían conseguido evadirse de lo que
llamaban «el infierno rojo», al encontrarlo en Niza, le dieron una
noticia dolorosa, bruscamente, con la dureza de los que han visto y
sufrido todos los horrores imaginables y no conocen ya el valor de las
precauciones ni los matices de la palabra. Su hermano había sido
fusilado por los comunistas con otros representantes de la burguesía.
Sus fábricas ya no existían...

¿Qué podía importar a Fedor la destrucción de las riquezas de su
familia, cuando la sociedad capitalista había quedado anulada en su
patria? A él sólo le interesaba la suerte de las personas vivas...

Pero... ¿Vera Alejandrowa vivía aún?


III

Hablaba frecuentemente con rusos que iban llegando a la Costa Azul,
fugitivos de su país. Muchos de ellos parecían guardar en sus pupilas
una dilatación de espanto por lo que habían visto.

Unos habían huido, viajando sobre el mar helado para llegar a un puerto
fronterizo. Otros descendían hasta el Mar Negro, y después de
terroríficas aventuras, lograban escapar de la tiranía de los Soviets,
cruzando a continuación como peregrinos las naciones del Sur de Europa.
Todos hablaban de encierros mortales, de fusilamientos, de locuras
provocadas por las persecuciones; pero lo que les hacía estremecerse con
más horror era el recuerdo de dos tormentos continuos, tenaces,
insufribles: el hambre y el frío.

La antigua tiranía de la Okhrana, policía política del Imperio, que
enviaba los revolucionarios a Siberia o a la horca, había sido
sustituida por la Inquisición roja de la Tcheka, nombre que parecía
chino y era simplemente la abreviatura telegráfica de la Comisión
Extraordinaria Pan-Rusa, encargada de perseguir a los enemigos del
régimen comunista.

El «zar rojo», Lenine, al concentrar en manos de su gobierno todos los
medios de nutrición, ejercía el despotismo más violento y doloroso
conocido en la Historia: un despotismo sobre el estómago. El hambre era
el látigo de este domador. Todos los alimentos se reservaban para sus
soldados y partidarios. Lo sobrante era lo único que podía comer el
resto del país. Las gentes de las ciudades se alimentaban tres veces por
semana, en los bodegones públicos, mediante la presentación de una
tarjeta del gobierno, con unas onzas de pan hecho de paja y un caldo en
el que nadaban como elemento substancioso cabezas y espinas de arenque.

«¿Qué será de Vera?», pensaba Ipatieff.

Por las mañanas, al tomar el sol en el Paseo de los Ingleses, sentía
remordimiento. Sus ojos dejaban de ver la luminosa bahía de los Ángeles
para contemplar de pronto una calle o una plaza de Petrogrado, sobre
cuya nieve avanzaba una mujer temblorosa. Dentro de los edificios la
temperatura era igual a la de las calles. Las puertas y ventanas ya no
existían. Toda madera había sido consumida mucho tiempo antes en las
estufas ahora heladas. ¡Y él viviendo junto al Mediterráneo, rodeado de
gentes en apariencia felices, sin poder cederla su puesto al sol!...

Cuando comía al azar de su existencia bohemia en un gran hotel o un
bodegón de la Niza vieja, su regodeo goloso de hombre que empieza a
envejecer sentíase alterado por el recuerdo de aquellas miserias
nutritivas que relataban los fugitivos rusos. ¡Pobre Vera! ¡Gran señora
infeliz que había vivido, los más de sus años, buscando nuevos
refinamientos para hacer más costosa su existencia! En su palacio de
París pagaba a su cocinero un sueldo mayor que el de un presidente de
Consejo de ministros. Y ahora imaginaba Fedor cómo se abalanzaría ella,
con el ímpetu de un animal hambriento, sobre los residuos de su comida
que ensuciaban el mantel del bodegón nicense, frecuentado en días de
escasez...

La pobre habitación que le servía de vivienda se transformaba en palacio
al recordar a la antigua millonaria. Él y todo su rebaño canino comían,
ignoraban el frío, tenían buena luz eléctrica al cerrar la noche,
¡mientras la otra infeliz!...

--El mundo ha cambiado--decía Fedor, mirando en torno de él con
extrañeza.

Sí, el mundo había cambiado; pero las gentes sólo se enteran de los
trastornos históricos si éstos les tocan de cerca, y cuando los ven
lejanos se cansan de hablar de ellos y los olvidan. El viejo del Paseo
de los Ingleses se asombraba al ver tantas personas contentas de su
suerte, venidas a la Costa Azul en busca del sol. ¡Pensar que mientras
una parte de la humanidad se entregaba a los placeres, olvidando la
guerra pasada o las guerras futuras y próximas, seguía desenvolviéndose
en la otra mitad de Europa la revolución más enorme de la Historia, a
espaldas de las gentes que no sentían interés por ella, a causa de su
duración y su monotonía!...

--Acabó la época de los ricos--murmuraba--. Ya no existen ricos en mi
país, y los de aquí siguen ciegamente su vida de siempre, sin pensar que
a su vez les llegará el turno de morir como los otros.

Y concentrando la suerte del mundo en la persona que a él le interesaba,
volvía a acordarse de Vera Alejandrowa.

Todo en Niza parecía evocar su imagen. Los perrillos que le ayudaban a
vivir con su fecundidad eran descendientes de una pareja de favoritos
que ella le había confiado antes de partir a Rusia. El Casino le hacía
recordar los bailes de otro tiempo. Le era imposible salir de la ciudad
sin que sus ojos tropezasen inmediatamente con la masa enorme y blanca
del hotel donde habían vivido los dos en lo alto de Cimiez. Los
comedores de los «Palace» que frecuentaba ahora como humilde y simpático
parásito le habían visto sentado junto a ella durante largas cenas de
platos costosos y vinos extraordinarios, pagadas con una largueza
moscovita, ignorante de los valores.

Madame Volinski, la esposa del famoso minero, gastaba 800 000 francos al
año en vestidos (tres millones de ahora), y sus joyas eran tantas que no
dejaban sitio disponible en las cajas de seguridad de los hoteles. Los
periódicos de modas habían hablado con asombro de su calzado: cien pares
ordinariamente. Sentía repentina aversión por trajes y zapatos que sólo
había usado una vez, regalándolos a sus doncellas o a criadas de hotel
conocidas horas antes; y las pobres mujeres, no sabiendo qué hacer de
tan fastuosos regalos, los vendían.

De todos los caprichos de Vera Alejandrowa, el que recordaba Fedor con
más frecuencia era su baño: un baño diario que hacía pasar a segundo
término las extravagancias termales de las emperatrices de Roma. La
esposa del millonario siberiano arrojaba todos los días en su bañera
perfumes de París por valor de 500 francos. ¡Y ahora, tal vez pasase
meses y meses, allá en la gran ciudad devastada por la experiencia
comunista, sin cambiar de ropas, sin conocer los cuidados higiénicos,
desposeídos de importancia en un país falto de alimento y de calor!...
Pero como si no pudiera imaginársela sucia, haraposa y alimentándose con
inmundicias, se preguntaba:

--¿Realmente vivirá aún?... ¿No habrá muerto de miseria, como tantos
millones de personas?

Un día experimentó una gran emoción, casi lo mismo que si hubiera visto
a la desaparecida.

Evitaba el trato con los rusos residentes en Niza. Todos ellos maldecían
la tiranía roja; pero apenas se juntaban para acordar los medios de
combatirla surgían tantas opiniones como individuos, y estas opiniones
eran tenaces e irreconciliables. Ipatieff, educado en la Europa
occidental, creía a sus compatriotas algo locos de nacimiento y con una
tendencia a la crítica que les hacía impotentes para la acción. Él, a su
vez, era tenido por los otros como un vividor alegre que no había hecho
nada útil en sus tiempos de rico, y además le consideraban extranjero.

En una reunión de compatriotas, hablando con una señora llamada Tatiana,
recién venida de Rusia, palideció de sorpresa al oírla nombrar a Vera
Alejandrowa.

Vivía aún tres meses antes. Tatiana la había visto mientras preparaba su
fuga de Rusia. Y Fedor tuvo que escuchar con fingido interés el relato
de esta aventura novelesca, igual a las fugas peligrosas de tantos
otros: la marcha sobre el mar helado en un trineo que avanzaba cubierto
de sábanas, lo mismo que los caballos que tiraban de él, para
inmovilizarse sobre la nieve y confundirse con ella cuando los
reflectores de las fortalezas de Cronstadt paseaban sus mangas de luz
sobre la blanca llanura para descubrir a los fugitivos. Luego, el lento
reptar sobre el hielo, deslizándose entre los centinelas rusos; la
parálisis que empieza a adormecer a los que mueren helados; y al fin, la
llegada a Helsingfors, puerta del mundo, entrada del paraíso para tantos
millares de fugitivos de la Tcheka inquisitorial.

--¿Y Vera Alejandrowa?--interrumpió Fedor--. ¿Cómo estaba cuando la vio
usted?...

El viejo del Paseo de los Ingleses tuvo desde este día una ocupación
urgente que le hizo olvidar los cuidados de su rebaño canino. Empezó a
hacer visitas a esta señora con la asiduidad de un enamorado. Vivía con
otras rusas arruinadas por el sovietismo en una casa de huéspedes, donde
muebles y personas parecían tener el mismo aspecto de indiferencia,
resignación y pereza eslavas. El antiguo elegante quería ser ciego para
el abandono personal de todas estas compatriotas, que después de tres
años de vida soviética necesitaban reacostumbrarse a la limpieza y a la
abundancia del Occidente europeo.

Lo que él deseaba era escuchar a Tatiana, olvidando la pobre taza de té
que ésta le había ofrecido. Comprimía su ansiedad por saber de la otra,
dejándola que describiese la vida tal como era en aquellos momentos en
Petrogrado y en Moscou. Le interesaba todo esto por ser el ambiente en
que existía Vera. Al final, Tatiana, arrastrada por su charla, le
hablaría de la otra. Y así era siempre.

La pobre rusa, extremadamente sentimental, acababa por apiadarse del
interés amoroso de este hombre tan buscado en otro tiempo por su
elegancia, y hablaba de sus encuentros con la antigua millonaria,
exagerándolos para dar gusto a su oyente.

Había visto a Vera Alejandrowa por primera vez cuando salía ésta de la
tienda de un anticuario. El comercio de antigüedades, o más exactamente
dicho, de prendas, era el único que había podido sobrevivir dentro del
régimen soviético, a pesar de que Lenine declaraba un robo todo
comercio, prohibiéndolo bajo pena de muerte. Ella salía de vender los
últimos restos de su antiguo lujo y miraba con tristeza el grueso rollo
de rublos en billetes que le había entregado el comerciante judío. ¿De
qué podía servirle este dinero? La comida la daba el gobierno, y
únicamente valiéndose de astucias, castigadas con prisión o muerte,
podían comprarse en secreto los alimentos.

--Cuando la vi un año después, ella, que no había entrado nunca en una
cocina, se dedicaba, con otra señora que fue de la corte, a la
fabricación de bombones de chocolate... sin nada de chocolate. Lo más
peligroso era venderlos. Los que ejercen allá un comercio acaban en los
calabozos de la Tcheka... Pero su antigua fama de mujer elegante le
servía para vender sus bombones a las compañeras de los revolucionarios
célebres.

¡Qué de transformaciones!... Un grupo de antiguos senadores se había
sindicado para fabricar zuecos. Muchos príncipes eran cocheros o
afiladores de cuchillos. Las hijas de generales célebres vendían ropas
viejas... Pero Tatiana interrumpía su lamentable descripción de la Rusia
nueva para no impacientar a su oyente, que sólo se interesaba por Vera
Alejandrowa.

--Mucho tiempo después la encontré en Moscou. No sé por qué estaba allá;
tal vez fue, como yo, para solicitar la protección de los nuevos amos.
Se puede protestar y resistir cuando se ha comido; pero ¡ay, el
hambre!..., ¡qué humillaciones trae! No hay nada que suprima tan aprisa
la dignidad y todas las vanidades humanas... Nos encontramos en la
Soukharewka, un mercado de dos kilómetros de largo que se forma ahora en
las afueras de Moscou, a pesar de que el gobierno castiga el comercio
como un crimen. Todos van a él para comprar y vender. El comprador se
convierte inmediatamente en vendedor. Es el único sitio donde el dinero
guarda aún su antiguo poder; pero se necesita tanto, ¡tanto! para
comprar un alimento cualquiera que en otra época considerábamos
despreciable... Vera Alejandrowa miraba a todas partes con las cejas
fruncidas, como el que prepara una resolución de la que depende su
existencia. Necesitaba comprar para comer, y no era empresa fácil. Nos
saludamos y cada una se fue por su lado. El hambre deja poco sitio a la
amistad.

Fedor se decidió a hacer una pregunta que llevaba mucho tiempo en su
pensamiento:

--¿Y todavía está hermosa?

Tatiana le miró con una expresión de asombro y lástima.

--¿Hermosa?... ¿Quién piensa en eso? No sé; nunca me fijé en su cara.
Allá teníamos otra preocupación: comer... Míreme a mí. Antes de esa
maldita revolución mis amigos decían que yo era hermosa, ¡y ahora...!

La miró Fedor con el cruel egoísmo del enamorado, que sólo puede ver
defectos en una mujer que no es la suya. Luego le inspiró lástima la
vanidad de Tatiana. Nunca debía haber sido hermosa, según él. Además,
¡tan vieja! Seguramente tenía doce o quince años más que la otra. Vera
Alejandrowa, aunque estuviese quebrantada por la miseria, ofrecería
siempre mejor aspecto que esta burguesa. Sólo por los azares de la
revolución había podido Tatiana hablar como una igual a la antigua dama
de la corte...

Influenciado por estas conversaciones, empezó a ver con más intensidad
la imagen de la ausente. Le salía al encuentro en todos los lugares que
habían frecuentado juntos ocho años antes. Ya no era un fantasma pálido
e incierto. Los relatos de Tatiana habían acabado por sacar del limbo de
sus recuerdos la imagen amada, viva y corpórea, tal como él la había
visto la última vez.

Deseoso de acoplarse a la realidad, hacía concesiones al tiempo y los
sucesos, imaginándose a Vera Alejandrowa vestida con modestia, pero sin
perder por eso sus atractivos de mujer elegante.

La veía igual a una gran artista de ópera cuando debe salir a la escena
disfrazada de mendiga y procura que sus harapos guarden cierta
distinción. También aceptaba que todas aquellas penalidades físicas la
hubiesen enflaquecido, blanqueando su rostro con una palidez exangüe;
pero esto daría seguramente a su perfil mayor majestad y a sus ojos
verdes una dilatación enfermiza y misteriosa. Una segunda Vera imaginada
por él empezó a reinar en su existencia.

--¡Ay, si viniese!... ¡Si pudiera escaparse de aquel infierno!...

Esta esperanza le galvanizaba a veces, dándole la energía de una segunda
juventud. Aunque ambos fuesen ahora pobres podrían continuar viviendo
juntos, como en sus días de opulencia. Ella, después de las miserias de
la Rusia roja, debía considerar como una dicha interminable la vida
modesta de un obrero o un empleado de la Europa occidental. Él
trabajaría como los verdaderos hombres, apelando a recursos desesperados
para proporcionarla nuevas comodidades. ¡Qué no haría por Vera!...
Contaba, al tenerla junto a él, con su aumento de energía, considerando
vencidos de antemano todos los obstáculos.

Y cuando Fedor Ipatieff se deleitaba con tales suposiciones, seguro de
que no podrían realizarse, y haciendo de ellas, por esta misma
imposibilidad, el tema eterno de sus pensamientos, Tatiana le buscó para
darle una noticia:

--Vera Alejandrowa se ha escapado y está en Finlandia. Ayer ha escrito a
una amiga que tiene en Niza. Según parece, esta amiga la ha buscado un
empleo y viene a vivir aquí.


IV

El viejo del Paseo de los Ingleses, al sentarse por las mañanas en su
banco frente al mar, de espaldas a la muchedumbre circulante bajo la
caricia del sol, pensaba siempre lo mismo:

«¡Ella va a venir! ¡Va a venir!...».

Después de haberlo deseado como una ilusión tan extraordinariamente
hermosa, que juzgaba casi imposible su cristalización en la realidad,
sentía ahora inquietud y hasta miedo viéndola cada vez más próxima.

Recordaba aquella Vera de hermosura dolorosa que él había creado en su
interior, e inmediatamente sentía esa tendencia irresistible a la
comparación y el contraste que surge en las horas de desaliento.

Intentó darse cuenta exacta de cómo se veía al mirarse en un espejo.
Luego examinó con ojos severos el resto de su persona, desde las puntas
de los pies hasta el pecho. Ella iba a llegar, con su belleza
indisimulable de gran señora disfrazada de pobre... ¡Y él! ¿Cuál sería
la impresión de Vera Alejandrowa al verle?... Fedor sentía el desaliento
y la tristeza de un hombre que ya no puede recobrar su voluntad de ser
joven. En vano, para consolarse, contaba los años transcurridos desde
que ella se marchó: ocho nada más.

Ocho años son poca cosa en plena juventud, y aun en la madurez de su
existencia. Sólo traen con ellos variaciones insignificantes o desgastes
fáciles de reparar. ¡Pero ocho años entre los cincuenta y los
sesenta!... ¡Un mundo!

Al marcharse Vera, tenía él la cabeza y las patillas ligeramente grises.
Ella había bromeado muchas veces sobre sus canas nacientes, asegurando
que le daban una distinción igual a la de los caballeros con peluca
blanca. No debía teñirse, porque esto iba a dar un aspecto duro a sus
facciones... Pero ahora su blancura era la de la ancianidad. Además,
¡sus ojos hundidos, sus arrugas, todos aquellos avances de la vejez que
no le habían preocupado en los últimos años, interesado únicamente en
mantenerse con cierto decoro, y ahora le parecían lacras vergonzosas!...

Vera no necesitaba seguramente preocuparse aún de sus años. Era más
joven que él. Cuando se separaron tenía la hermosura majestuosa del
verano, el esplendor de las horas solares. Además, las mujeres pueden
valerse, sin miedo a la burla, de todos los rejuvenecimientos inventados
por el lujo. Su tocador guarda varias primaveras sucesivas, y los
artificios del afeite seducen a los hombres con una fuerza malsana, más
poderosa a veces que la ingenuidad juvenil.

Cuando mayor era su inquietud al pensar en el rudo contraste de su vejez
con la belleza invencible de la otra, vino a buscarle la amable Tatiana
en su tugurio, antes del paseo matinal.

--Ahí está; llegó anoche.

Fedor se resistía a creerlo. ¿Era posible que ella, la esperada tantos
años, se presentase así, obscuramente, sin un aviso?...

Se había imaginado muchas veces el momento de esta llegada: su espera
temblorosa en la estación; el tren deteniéndose y ella descendiendo con
una majestad triste de reina sin trono; el minuto emocionante en que le
reconocían sus pupilas de esmeralda; luego el abrazo... Y en vez de esto
era la vulgar y novelera Tatiana la que venía a decirle simplemente:
«Ahí está; llegó anoche».

El instinto de conservación le hizo ir hacia el único espejo de su
vivienda. Se le ocurrieron a la vez varias necesidades, imperiosas e
imprescindibles. Quería afeitarse, cambiar de traje... Tatiana debía
dejarlo solo. Y cuando su humilde y verbosa amiga se preparaba a salir,
corrió tras de ella, arrepentido de su vanidad, creyendo que sería una
burla al Destino, merecedora de duras penas, retardar por unos minutos
la realización de lo que tanto había deseado.

Llegaron a una casa habitada por refugiados rusos, igual a la de
Tatiana. Fedor reconoció a la amiga de Vera que la había traído a Niza
buscándola un empleo. La había visto muchas veces en las reuniones de
compatriotas, sin sospechar nunca que conociese a la otra. ¡Y él había
perdido el tiempo conversando con Tatiana!...

Después de saludarla, así como a otras mujeres de aspecto mísero y
triste sentadas en la misma habitación, miró en torno con impaciencia,
convencido de que al final tendría que pasar a una pieza contigua para
encontrar a la que buscaba.

--Vengo a ver--dijo en ruso--a la señora Velinski, la hija del general
Bodkine.

Se levantó una de las mujeres para avanzar hacia él. Indudablemente esta
pobre señora iba a acompañarlo hasta la habitación ocupada por Vera.

Parecía baja de estatura, por una tendencia a encoger los hombros y
encorvar su dorso, como si gravitase sobre ella un peso invisible. Sus
ojos, empequeñecidos por la contracción de los párpados, no permitían
apreciar exactamente el color de sus pupilas. Lo único determinado en
éstas era un brillo agudo y fijo que expresaba la desconfianza y parecía
armonizarse tristemente con el duro mohín de su boca. Su cabellera,
teñida recientemente, era de un rubio subido; pero el tinte «no
agarraba»--como dicen las mujeres--, dejando visible la blancura de sus
cabellos. Tampoco la pintura fresca, distribuida sobre su rostro con la
prodigalidad oriental de las eslavas, conseguía adherirse a la
epidermis, curtida y resquebrajada por el frío. Esta mujer tendió sus
dos manos para coger las de Ipatieff.

--¡Oh, Fedor!... Le he reconocido apenas entró. Está igual a la última
vez que nos vimos.

Luego dijo con una expresión envidiosa:

--Bien se ve que ha vivido en esta tierra, libre de sufrimientos.

Aquella mujer casi vieja era Vera Alejandrowa; una Vera que le admiraba,
juzgándolo joven al compararle con su propia miseria.

Continuó la conversación con arreglo a estas palabras preliminares que
Ipatieff consideraba absurdas.

La antigua dama de la corte era ahora de pequeña estatura, como si la
miseria hubiese contraído y secado sus carnes. Sólo le quedaba de su
pasado la robusta osamenta y un gesto de resolución que en determinados
momentos apoyaba sus palabras. Pero este gesto no era para subrayar
altiveces. Únicamente lo usaba al expresar su propósito de ganarse el
pan, no queriendo ser una carga para sus amigas.

Nada la unía al resto del mundo. Al verse aquí, se imaginaba haber caído
en una tierra paradisíaca. Todo le infundía admiración: el pan blanco,
la modesta comida de sus compañeras, hasta los vestidos ajados que
llevaban. Sus ojos parecían acariciar los muebles, las paredes, el
pedazo de jardín que daba entrada a la pobre casa de las afueras de
Niza.

Una palmera desmochada y triste de este mísero rincón de la Costa Azul
la hacía prorrumpir en exclamaciones de entusiasmo, semejantes a las de
Abderramán, el califa poeta de Córdoba, ante la palmera traída de
Bagdad.

--¡Qué dicha verse aquí!... Después de haber gemido en aquel infierno,
se sabe mejor lo que es la dulzura de vivir.

Y volvía a admirar a Ipatieff con ojos envidiosos. Luego musitó
tristemente:

--Debe usted haberme encontrado muy cambiada. Confiese que no me conoció
al entrar aquí; que no me hubiese conocido nunca, de haberme yo callado.

A pesar de su tristeza, el esplendor luminoso de este país parecía
embriagarla, despertando su regocijo pueril e incoherente de eslava,
haciéndola pasar de la lamentación a la risa. Sus amigas habían querido
devolverle su aspecto de otros tiempos al verla llegar mal vestida y con
una fealdad de obrera. Unas la habían prestado sus ropas; otras la
ayudaron a teñirse el pelo y a acicalarse el rostro. ¡Hacía tanto tiempo
que había olvidado estas cosas!... Y entornando sus párpados, dados de
azul con un lápiz de tocador, fijaba en Ipatieff una mirada que
pretendía sondear el pasado, preguntándole al mismo tiempo con miedo y
coquetería:

--¿Cómo me encuentra, Fedor?... ¿Soy todavía como usted me conoció?...

Fedor la encontraba simplemente grotesca bajo estos adornos apresurados,
que parecían despegarse de su miseria. Pero de todos modos era Vera
Alejandrowa. Su admiración a la gran dama había desaparecido para ser
reemplazada por un sentimiento protector, mezcla de ternura y de piedad.

Ella abandonó a Ipatieff para pasar a una habitación inmediata. Alguien
había venido a buscarla. Mientras tanto, su protectora y amiga dio
explicaciones a Fedor.

--La desdichada es más pobre que todas nosotras. Cuando llegó anoche,
venía sin comer desde París. No le quedaba un céntimo del dinero que le
recogieron algunos amigos en Finlandia. Desea trabajar, y como sabe
muchos idiomas, le he buscado un empleo en una pensión donde se alojan
gentes del Norte. En los grandes hoteles no quieren personas de nuestra
clase. Poca cosa es el empleo, pero tendrá la comida segura. La dueña de
la pensión está hablando ahora con ella.

El viejo del Paseo de los Ingleses decidió inmediatamente cambiar de
vida. Las invitaciones de sus antiguos amigos y la cría de perros le
habían hecho existir hasta entonces con miseria, pero conservando una
falsa independencia de «señor». Ya que una Vera Alejandrowa se veía
obligada al trabajo, él debía buscar igualmente un empleo para servir de
sostén a la otra.

En los días siguientes pudo conversar con ella, pero rara vez estuvieron
solos.

La antigua gran señora no podía ocultar su extrañeza al verse otra vez
llevando una existencia sin peligro en el seno de una sociedad ordenada.
Al mismo tiempo reconocía la fragilidad de la reglamentación social.

Cuando se vive tranquilamente como vivíamos antes de la guerra, no se
preocupa uno de cómo se ha hecho el pan que comemos ni quién calienta
nuestra casa. Nos parece que todo es eterno, que ha existido siempre y
existirá lo mismo, como el sol que sale todos los días, como el agua que
corre invariablemente por sus cauces naturales.

Pero de pronto surge una guerra o una revolución, y todo detiene su
curso, y al final se deshace, obligándonos a retroceder a una vida
primitiva, en la que sentimos y sufrimos lo mismo que los animales
inferiores. Estamos orgullosos de nuestro bienestar, y basta un simple
trastorno del organismo social para que vuelvan el hambre, el frío y el
asesinato a convertirnos en bestias, como al principio de la vida de
nuestro planeta.

--¡Lo que yo he visto!--decía Vera--. ¡Lo que he sufrido!

Y la ex millonaria miraba sus manos rugosas mientras seguía hablando con
voz sorda. Por dos veces la habían llevado a la cárcel, sufriendo el
tormento de la escasa alimentación y la incertidumbre del que no sabe si
vivirá al día siguiente. Cada vez que alguien entraba en el calabozo
creía sentir en su nuca un redondel pequeño y frío: la boca del revólver
encargado de las ejecuciones rápidas y económicas. ¡Ay!... Era mejor no
acordarse...

--¿Y su marido?--preguntó una tarde Ipatieff--. ¿Vive aún en Siberia?

Ella le miró con extrañeza antes de contestar, como si encontrase ociosa
su pregunta.

--Lo mataron... ¿Cómo iba a tener mejor suerte que los demás?... Me han
dicho que sus mismos obreros lo arrojaron al fondo de una mina.

A los pocos días Fedor ya no pudo visitar a Vera Alejandrowa ni oír sus
tristes relatos, que tenían el encanto de un «_flirt_ triste», según él.
La fugitiva había ido a instalarse en la pensión eslava, contenta de
ganar su pan y no ser gravosa a nadie.


V

El viejo del Paseo de los Ingleses no volvió más al paseo. Ahora
trabajaba.

Había vendido sus perros jóvenes, poniendo los dos viejos bajo el amparo
de aquella portera misericordiosa que protegía igualmente al amo. El
gran señor venido a menos, con sus patillas de monarca austríaco y sus
levitones majestuosos, pidió de pronto un empleo a sus amigos, «fuese en
lo que fuese». En el Municipio le apreciaban hacía treinta años, como un
elegante que había servido de ornato a los inviernos de Niza, y se
apresuraron a ayudarle. No había empleos disponibles, pero inventaron
uno para darle satisfacción: el de vigilar a los obreros que trabajaban
en un cementerio, ensanchado considerablemente para dar sepultura a los
miles y miles de convalecientes de la gran guerra venidos a morir en la
Costa Azul.

Todas las mañanas Ipatieff andaba varios kilómetros para llegar a este
cementerio, donde no hacía otra cosa que pasearse entre las cruces o a
lo largo de los muros que iban levantando los albañiles. Su verdadera
ocupación era pensar en Vera Alejandrowa, que en aquel momento estaba
también trabajando, pero más positivamente que él.

Una fraternidad piadosa empezó a unirle a muchos de aquellos jornaleros
que estaba encargado de vigilar, sin saber ciertamente en qué consistía
su vigilancia. Experimentaba un «refrescamiento interior»--eran sus
palabras--al hablar con estos hombres, poniéndose al nivel de sus
necesidades y sus ilusiones.

El enorme trastorno de Rusia le había convertido en un menesteroso, en
un trabajador, aunque su trabajo no valiese gran cosa. Ella también
había sufrido la misma transformación. ¿Por qué no vivir como sus
compañeros de pobreza?... El próximo domingo, día de descanso, saldría a
pasear con «su novia», lo mismo que los albañiles jóvenes que trabajaban
en el cementerio. Y escribió a su antigua amante para que viniera o
juntarse con él en las primeras horas de la tarde frente al Casino.

Ipatieff le preparaba una sorpresa. A otros tiempos, otro rostro. Ya no
quedaban emperadores en Europa, y las patillas a la austríaca resultaban
un anacronismo. Además, desde que Vera Alejandrowa le había admirado
viéndolo más joven que ella, sentía un vanidoso deseo de extremar esta
diferencia, y le pesaban los dos abultamientos de pelos blancos que
cubrían sus mejillas. El bigote recortado a la americana era el adorno
triunfador de los actuales dominadores del mundo. Y el domingo por la
tarde fue él quien tuvo que avanzar y sonreír, haciendo gestos
amistosos, para que la otra le reconociese.

¡Pobre Vera Alejandrowa! Iba vestida de negro, con un traje viejo que le
había prestado la dueña de la pensión. Su sombrero, otro regalo de una
amiga casi tan pobre como ella, estaba abollado y desfigurado por las
lluvias del invierno anterior. De su antigua belleza sólo le quedaba la
pequeñez de los pies; pero esta finura aristocrática servía únicamente
para atraer las miradas hacia sus zapatos, lamentablemente ajados y con
los tacones torcidos. Las manos, que no habían podido salvarse de los
ultrajes de la miseria, estaban oprimidas por unos guantes demasiado
estrechos, sobresaliendo la carne sobre sus bordes.

Fedor tuvo que buscar mucho para encontrarla.

Era la más obscura e insignificante entre todas las empleadas de hotel,
domésticas endomingadas y mujeres de obreros que esperaban en medio de
la plaza la llegada y el cruce de los tranvías. Ella, al reconocerle,
volvió a asombrarse de su juventud.

--¿Eres tú, Fedor?... ¡Qué joven! Me da vergüenza ir a tu lado.

Se hablaban de tú instintivamente al verse solos por primera vez después
de tantos años. Él le tomó un brazo, señalando luego hacia el Casino.

--¿Te acuerdas, Vera?...

Los dos vieron repentinamente el edificio con toda su fachada iluminada,
como en las noches del Carnaval; los tropeles de máscaras que iban
llegando; la música y un bullicio de muchedumbre escapándose por puertas
y ventanas; un carruaje que llamaba la atención por su lujo entre los
demás vehículos; una mujer con aire de emperatriz que descendía de él,
brillando como un cielo de verano a causa de sus joyas, dejando tras de
su paso un aliento de jardín, precedida por murmullos admirativos...

--¡Oh, Fedor!...

Y la pobre vieja dijo esto como si exhalase un quejido mortal,
parpadeando para repeler sus lágrimas.

Él no quiso que se prolongase esta evocación del pasado, y empujó a Vera
hacia los grupos que asaltaban los tranvías.

Tenía formado su plan para toda la tarde: iban a recorrer los lugares
donde se habían creído felices; todos los rincones del brillante
escenario de su vida.

Subieron hasta las alturas de Cimiez, ocupadas por los hoteles más
aristocráticos. Un edificio enorme como un cuartel y rodeado de jardines
cerraba la avenida. Un monumento blanco, rematado por una señora gorda
esculpida en mármol, hacía saber a las generaciones presentes y futuras
que en este lugar pasaba sus inviernos la reina Victoria de Inglaterra.

Giraban las mamparas de cristales ante las gentes que iban descendiendo
de sus automóviles. Era la hora del té. Se oían los primeros lamentos de
los violines en el hall. Los centenares de ventanas del hotel llameaban
como placas de oro en fusión sobre la fachada ebúrnea, reflejando el
dulce sol del atardecer.

--¿Te acuerdas, Vera?--volvió a preguntar melancólicamente Fedor.

Y la mujer, haciendo ahora un esfuerzo para contener su emoción, se
limitó a mover la cabeza. Se acordaba de todo. Allí habían vivido varios
inviernos; allí empezaron a tratarse como simples amigos, separándose
años después con la silenciosa y fingida resignación de los amantes que
prometen volver a encontrarse pronto y no saben con certeza si se verán
más.

Una ventana que Vera miraba con insistencia era la de su cuarto de baño,
donde el agua recibía diariamente quinientos francos de perfumes.

No les fue posible continuar su contemplación. Tuvieron que apartarse
repetidas veces para no ser atropellados por los automóviles que
llegaban.

El portero del hotel, galoneado como un almirante, y sus numerosos pajes
cubierto el pecho de filas de botones lo mismo que los húsares, al salir
a la escalinata para saludar a los clientes acabaron por fijarse en esta
pareja de viejos mal trajeados, examinándolos con insistente hostilidad.
Tal vez eran dos pedigüeños extranjeros de los que asedian los hoteles
para sacar dinero a sus compatriotas ricos.

--Vámonos--dijo Fedor como si adivinase.

En las vecinas Arenas de Cimiez, ruinas del circo de Cimela, la antigua
colonia romana, volvió a salirles al encuentro su pasado, e igualmente
bajo los árboles añosos y las arcadas del monasterio próximo. Por aquí
habían caminado muchas veces cuando necesitaban abandonar el lujo
moderno del hotel, yendo en busca de un ambiente más «romántico» para
sus paseos de enamorados.

Tenían ahora que marchar por el borde de caminos y avenidas, evitando el
polvo que levantaban los automóviles. Al estar juntos sentían más
intensamente la humillación de su decadencia. Ellos habían pasado por
aquí, en los primeros años de su amistad, sentados en un landó del que
tiraban caballos de altísimo precio, como los de las cuadras de los
reyes; luego habían admirado a los invernantes de Niza usando los
primeros automóviles de gran potencia.

--¡Eh, buena madre! ¡Atención!...

Un cochero de alquiler gritaba a Vera con despectiva piedad para que se
apartase. Preocupada por sus recuerdos, se había salido del borde del
camino, y casi la atropelló el caballo.

--Huyamos lejos de aquí--dijo con angustia--. Vámonos a un sitio donde
no hayamos estado nunca.

Marcharon cuesta abajo, hacia la llanura, deteniéndose en un suburbio
rústico de la ciudad.

Danzaban las gentes domingueras en los raquíticos jardines de varias
tabernas. Los dos viejos entraron en uno de estos bailes populares,
tomando asiento bajo las empolvadas enredaderas de un cenador. Para
hablar con más libertad, volvieron sus espaldas a las parejas. Eran
obreros vestidos como señores y criadas con falda corta, medias de seda
y zapatos de charol, que bailaban las últimas danzas americanas.

Fedor, por contraste con esta juventud alegre, encontraba más triste y
más vieja a su acompañante. ¡Pobre Vera Alejandrowa!... Esto no
disminuía su deseo de resucitar el pasado, como si la tal resurrección
le pudiese proporcionar una segunda juventud. No iban a bailar los dos
como aquella gente sudorosa, de rostros enrojecidos; pero aún podían
conocer las dulces emociones de otras parejas que conversaban en voz
baja, medio ocultas en los cenadores.

--¿Te acuerdas?... ¿Te acuerdas?...

Y Fedor hacía estas preguntas después de evocar fragmentos del pasado,
que eran siempre recuerdos de amor.

--¡Oh, Fedor!--contestaba la envejecida señora moviendo su cabeza
negativamente.

¿Para qué recordar unas cosas que no podían repetirse?... La verdadera
vida había terminado para ellos. Eran palabras, nada más que palabras
con que se engañaba a sí mismo, todas aquellas ilusiones de «una segunda
primavera», y otras cosas aprendidas indudablemente en los libros que
iba recitando el antiguo elegante con el mismo tono cálido y persuasivo
de otros tiempos. Pero este tono resultaba ahora grotesco a través de su
dentadura insegura.

Ella estaba quebrantada interiormente, y no volvería a sanar. Se
consideraba igual a los que después de haber pasado la mayor parte de su
existencia en un calabozo, cuando vuelven al sol y al aire libre se dan
cuenta de que sólo podrán ser en lo sucesivo unos muertos que andan.

--Tengo frío en los huesos, Fedor, y lo tendré siempre. El sol no posee
calor bastante para reanimarme. Tú no sabes cómo queda un alma después
de los años pasados allá. Todas las mañanas, cuando el criado de la
pensión golpea mi puerta, salto despavorida de la cama. Creo que son los
de la Tcheka que llegan. En vano al abrir la ventana veo el mar, las
palmeras, la calle tranquila. Tengo miedo, un miedo que me acompañará
siempre. Además, las humillaciones, el hambre de tantos años...

El antiguo elegante se fijaba con tristeza en los gestos ávidos de su
compañera. Él había conservado mejor las costumbres del pasado. Sobre la
mesa rústica del cenador una criada había colocado varios pasteles
mohosos y una botella de vino blanco. Vera comía con una acometividad de
animal hambriento, mostrando sin escrúpulo alguno, durante la violenta
masticación, varias brechas de su dentadura todavía no recompuestas.

Al adivinar la extrañeza de su antiguo amante, dijo con brusquedad:

--Tú has vivido aquí; conoces tal vez la pobreza, pero no el hambre...
Tú ignoras el valor de las cosas.

Acarició con una mano la botella de vino barato, al mismo tiempo que la
contemplaba admirativamente.

--Allá en nuestro país hubiera sido capaz de matar por obtener este
tesoro.

Llenó dos veces su vaso, apurando su contenido con lentos sorbos de
gula.

Después lanzó una mirada de envidia y ambición hacia un cenador
inmediato, donde una familia de obreros comía una ensalada de tomates y
otras legumbres, acompañándola con largos tragos de vino tinto.

--Me gustaría--dijo--comer y beber lo mismo que ellos. Debe ser
magnífico.

Y al ver que Fedor reprobaba con sus ojos esta admiración por un plato
vulgar, volvió a decir en tono de reproche:

--Cuando se ha vivido mendigando como el mejor de los alimentos unos
gramos de pan negro y un agua sucia con espinas de arenque...

Rió luego acordándose de los esfuerzos que había de hacer en la pensión
para sofocar los caprichos y audacias de su hambre atrasada. Como temía
que la dueña la despidiese al notar mermas en su despensa, se limitaba a
apoderarse de los terrones de azúcar olvidados por los huéspedes y a
apurar los fondos de las botellas.

Fedor la miró con desaliento. ¡Y esta pobre mujer, vieja, hambrienta y
dada al vino, era Vera Alejandrowa, la gran señora de la corte, dueña de
minas de oro!...

La decadencia de ella le hizo apreciar con nuevo dolor su propia
decadencia. ¡A qué profunda sima había rodado!... Y quedaban para los
dos tan pocos años de vida, que les sería imposible poder trepar otra
vez hacia la luz, donde están los felices... ¡Ser pobres, absolutamente
pobres en la vejez, cuando más necesarias son las comodidades que
proporciona el dinero!...

Pensó unos momentos en la posibilidad de que un «nuevo rico» le tomase
como cuidador de alguna villa lujosa, con grandes jardines,
recientemente adquirida en la Costa Azul. Él y Vera serían a modo de
unos criados viejos y respetables. El verdadero dueño viajaría con
frecuencia, y los dos se forjarían la ilusión de que este paraíso les
pertenecía, viviendo en él su idilio senil y tranquilo, sin pensar en el
pan del día siguiente. Pero ¡ay!, rara vez se realizan en el mundo las
felicidades soñadas.

Este final de existencia le parecía demasiado bello para que pudiese ser
cierto.

El regreso a la ciudad, después de anochecido, fue triste y silencioso.
Fedor había dicho ya todo lo que podía decir. El domingo siguiente
volverían a encontrarse. Pasearían juntos como dos caballos viejos que
marchan al paso, rumiando los recuerdos y proezas de su arrogante
juventud, mientras tiran de un vehículo destartalado, símbolo de su
miseria. Llevarían la existencia de los humildes que necesitan trabajar
para vivir, y al juntarse los días de descanso con el propósito de
divertirse, sólo saben hablar del trabajo a que están sometidos y de su
pobreza.

¡Y así sería siempre, hasta la muerte!... En la historia de los hombres
los acontecimientos no retroceden a su punto de partida, como tampoco
las aguas de los ríos remontan su curso. Las reacciones son una ilusión;
lo que ha muerto, ha muerto.

Allá en su país, el desorden acabaría por ordenarse; los revolucionarios
se transformarían en hombres de gobierno, y la necesidad de vivir
acabaría, después de tantos cataclismos, por establecer su curso
regular, como un río que se desborda vuelve finalmente a sus cauces
naturales.

Pero cuando esto ocurriese, las gentes ya serían otras y otros también
los moldes de la nueva existencia. Y ellos dos, víctimas de una enorme
sacudida social, sólo comparable a un temblor de tierra, que les había
dejado sin pan y sin casa, ya no vivirían cuando surgiese del suelo la
ansiada Ciudad Futura tantas veces anunciada por los utopistas... si es
que alguna vez podía llegar a ser una realidad este ensueño milenario de
bienestar para todos, tan antiguo como el hombre.

Mientras Fedor marchaba reflexionando, la antigua millonaria, más
verbosa que su acompañante, exponía sus ambiciones presentes.

Lo único que deseaba por el momento era no ir vestida a costa de los
demás. También necesitaba ropa interior. Era un suplicio para ella no
poder cambiarla. Sólo tenía la escasa ropa blanca que le habían
facilitado sus amigas. La compra de tres mudas interiores a precio
barato era su mayor ilusión. Tal vez la semana siguiente, cuando Fedor
cobrase su jornal en el cementerio, podría realizar ella tan enorme
deseo.

Los ofrecimientos monetarios de su acompañante la conmovían más que los
millones del rico siberiano cuando la pidió por esposa. ¡Ganaba tan poco
en la pensión, aparte de su comida!...

Al separarse de ella, Fedor volvió tristemente hacia su casa. Reía ahora
irónicamente de los fantasmas que le habían acompañado al principio de
la tarde. ¿Querer resucitar el amor, siendo pobre?...

El amor es únicamente para los ricos. Los que han de preocuparse de
ganar su vida tienen otras cosas más urgentes e imperiosas en que
pensar. Necesitan todo su tiempo para el trabajo, y el amor exige
riqueza y vagancia. Es el más inagotable y variado de los placeres;
pero todos los placeres de la tierra sólo existen para los que poseen el
dinero.

Esto, que le hubiese parecido muy lógico en otros tiempos, lo
consideraba ahora inadmisible porque se veía pobre, y un sentimiento de
envidia e indignación le hizo protestar contra los privilegios de los
felices.

Era injusto que la vida estuviese organizada con tanta desigualdad. Todo
debía ser para todos: dolores y placeres.

Luego modificó sus ideas pensando en sus años. Se sintió más pobre que
nunca, pobre sin remedio, al considerar que la juventud no puede
rehacerse como se rehace una fortuna. ¡Ay, la vejez!... ¿Qué pobreza
mayor?...

Y se dijo con melancolía rencorosa:

--Sí; no me equivoco: el amor es únicamente para los ricos... ricos de
dinero o ricos de juventud.



En la costa azul



Capítulo I

EL CARNAVAL EN NIZA


Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos
de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las
molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la
ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los
medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado,
lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra
existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de
espectadores al Carnaval de Niza.

La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral
derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar
la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna.
Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de
viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras
arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles
continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde
los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.

El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida,
y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el
Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor
importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero
creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración
«patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense
considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y
familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles,
danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y
provecho de su tierra.

En esta fiesta, lo más admirable no es la obra de los artistas, ocupados
durante meses y meses en preparar las carrozas, ambulantes caricaturas
que sintetizan los sucesos de la actualidad; son la máscara suelta y el
grupo organizado espontáneamente los que le dan un carácter único en el
mundo. La máscara a pie es más digna de atención que los enormes
vehículos con sus monigotes que casi llegan al filo de los tejados, y
sus grupos de muchachas subidas en las rodillas y los brazos del gigante
de cartón, como los liliputienses escaladores del cuerpo de Gulliver.

Más de cincuenta Carnavales sucedidos en el curso de medio siglo largo,
sin otra interrupción que la última guerra, han fatigado a los
organizadores y al público de las cabalgatas llamadas históricas o
artísticas. Ahora, el Carnaval de Niza es burlesco, dedicándose a la
deformación ingeniosa de los géneros animales y vegetales. Ciertos
grupos de máscaras recuerdan los _Caprichos_, de Goya, y otros delirios
de artistas fantaseadores.

Los que carecen de dinero para proporcionarse un disfraz completo, o no
pensaron previsoramente en su adquisición, se desfiguran con una nariz
postiza, lanzándose en el torrente de las máscaras, para ser una más.

El Carnaval ofrece aquí el aspecto enardecedor y sinceramente jocundo de
todo lo que se hace en la vida espontáneamente por entusiasmo y no por
dinero. Los miles de máscaras gritan, cantan, forman corros y cadenas o
hacen burlescas cortesías al público. Esto representa para ellas el
descanso. Luego, apenas rompe a tocar una de las bandas de música del
cortejo, avanzan por las calles bailando, y los que ocupan los carros
empiezan a saltar como monigotes elásticos. Y así continúan horas y
horas, causando asombro un regocijo tan infatigable y tenaz.

Nadie se enfada; rara vez surge un incidente violento. Es un Carnaval de
gentes ruidosas que se buscan para divertirse, pero sin perder la buena
crianza. Las máscaras, cuando se empujan por descuido, se piden perdón a
través de la careta.

El amor acude todos los años, puntualmente, a la fiesta. Muchas novelas
bipersonales, que permanecerán ignoradas y nadie escribirá, tuvieron su
primer capítulo en el Carnaval de Niza, durante el desfile de la
cabalgata o las fiestas nocturnas en el _hall_ del Casino, enorme como
una catedral.

El viajero enmascarado habla al dominó femenino que marcha junto a él.
Se aproximan para defenderse de los empellones de los otros; acaban por
cogerse del brazo y saltar a un tiempo; luego bailan, quieren saber cómo
se llaman, se dan falsos nombres y se declaran un eterno amor antes de
haberse visto las caras. Todo esto, empujados por el torrente
carnavalesco a través de avenidas y paseos, defendiéndose con las
espaldas del oleaje humano, evitando las patas de los caballos
enganchados a las carrozas o los arranques inesperados de los chófers
que las guían.

En otros países un Carnaval como éste provocaría riñas y crímenes. En
Niza rara vez tiene que intervenir la policía. Ésta y los destacamentos
de cazadores alpinos encargados de mantener el orden sólo se preocupan
de que los grandes carros no causen daño en las fachadas de las casas o
en los arcos de luces que adornan las calles.

La gente se divierte y no riñe, porque ignora el miedo al ridículo, que
tanto amarga la vida de nuestra raza. El que aquí pretende divertirse
sólo piensa en obtener el placer deseado. Lo busca a su modo e ignora la
existencia de los demás, despreciando lo que puedan pensar de él.

Nosotros tenemos miedo «al qué dirán», a que alguien «nos tome el pelo»,
y esto nos cohíbe, aplastando toda iniciativa. Sólo podemos divertirnos
haciendo todos lo mismo, como un rebaño falsamente alegre, receloso y
suspicaz, mirándonos de reojo mientras reímos. Y al sospechar vagamente
que alguien puede divertirse un poco a nuestra costa, ¡adiós alegría!,
creemos necesario morder.



_II_

EL CAMINO DE TODOS


Si un romano del tiempo de Augusto o de Tiberio resucitase en nuestros
días, no le preguntaríamos sobre los episodios de la historia antigua,
que fue para él contemporánea, y las costumbres públicas de entonces.
Todo esto lo sabemos por los historiadores y las leyes romanas.

Nos interesaría más conocer los secretos y particularidades de la vida
privada; cómo se divertían las gentes en Cumas, Baia, Pompeya y otras
ciudades elegantes situadas al borde de lo que es hoy golfo de Nápoles.
Nos gustaría escuchar los escándalos, las murmuraciones, las
excentricidades del gran mundo romano que se trasladaba por unos meses a
las sonrientes orillas del mar de Partenope; querríamos contemplar de
cerca la misma vida suntuosa que vio deslizarse el melancólico y
jubilado «Procurador de Judea», descrito por Anatolio France.

Pero si el romano vuelto al mundo nos dijese que no había estado nunca
en estas ciudades, alegría y solaz de la vida antigua, nos indignaríamos
contra él.

--Entonces, ¿qué es lo que hizo usted en su existencia anterior?...
¿Cómo pudo mantenerse tranquilo, sin ver de cerca uno de los aspectos
más interesantes de aquel tiempo?

Lo mismo podría decirse a un hombre de nuestra época que, teniendo
cierta fortuna personal y hallándose sano de cuerpo para emprender
viajes, no sintiese curiosidad por la vida cosmopolita y alegre de la
llamada Costa Azul, que equivale ahora a las ciudades del antiguo golfo
de Nápoles, fundadas o agrandadas por los Césares.

El paisaje de la Costa Azul infunde admiración. Tiene la dulzura
luminosa de las costas mediterráneas. Los Alpes, al llegar al mar, se
hunden bruscamente en su abismo, formando rosados promontorios o
graciosas bahías orladas de jardines. Pero indudablemente existen en la
cuenca del Mediterráneo otros paisajes semejantes a éstos o tal vez más
originales. El verdadero encanto de la Costa Azul es obra del hombre. Lo
más interesante en ella es la humanidad que la puebla durante los meses
del invierno.

Asombra el cálculo de lo que se ha trabajado en medio siglo nada más
para el embellecimiento de esta cornisa de montañas. Antiguos
pueblecitos de pescadores o labriegos son hoy ciudades elegantes, donde
mantienen sucursal abierta las tiendas más célebres de Londres y París.
Campos pedregosos que tuvieron por única vegetación olivos centenarios,
rajados y mediocremente fecundos, se han vendido a lotes por sumas
inauditas, convirtiendo en millonarios a los nietos de sus primitivos
cultivadores. No hay aldea enriscada que no posea un buen camino para
automóviles. Tres carreteras cortan longitudinalmente la falda de los
Alpes desde Niza a Mentón: la que sigue la orilla sinuosa del mar, la
llamada Cornisa Media, y la Gran Cornisa, que serpentea sobre las
cumbres, y está muchas veces incomunicada ópticamente, por una masa de
nubes, con la ribera de abajo, donde rebullen las gentes como un
hormiguero.

Atrevidos viaductos cruzan los precipicios para evitar grandes rodeos a
la circulación. Si los caminos tropiezan con un saliente de la montaña,
lo perforan en forma de túnel. Otras veces necesitan extenderse a lo
largo del Mediterráneo y desarrollan su cinta sobre largos terraplenes.

Es difícil calcular el dinero invertido aquí por los que vinieron,
durante medio siglo, en busca de sol y horizontes azules.

Niza, pequeña ciudad saboyana, es ahora la quinta o sexta urbe de
Francia. Desde Hyéres a Mentón se extienden miles y miles de ricas
«villas» y palacios. Los aficionados a calcular afirman que se ha
construido en la Costa Azul por valor de 5000 ó 6000 millones. Esto es
obra solamente de los particulares, y hay que añadir a tan enorme
cantidad los trabajos públicos realizados por gobiernos y municipios:
conducciones de agua, puentes, carreteras y ferrocarriles.

El que ha nacido en un país de sol no puede sentir la atracción de la
Costa Azul como los europeos septentrionales. De aquí que ni los
españoles ni los italianos, a pesar de ser vecinos, la frecuenten mucho.
Siempre encontró ella en los pueblos del Norte sus más fieles
admiradores.

Antes de la guerra, la Costa Azul fue rusa. Aquí venían a derrochar su
fortuna los privilegiados del Imperio zarista, considerando interminable
un régimen sabiamente organizado para la felicidad de los menos. También
fue alemana pocos años antes de 1914. Los alemanes y los austríacos
acudieron a ella en grandes masas, y tal vez serían a estas horas sus
dueños. Los dominadores actuales son los ingleses y los norteamericanos.
Sus banderas ondean en todas partes junto a la bandera francesa.

Viajando por todo el mundo es como puede uno ser entucado del prestigio
lejano y misterioso que gozan estas poblaciones de la Costa Azul. Muchas
veces, en los Estados Unidos, en Canadá, en Méjico o en naciones del
Norte de Europa, al decir yo que tengo mi casa en la Costa Azul, he
visto entornar los ojos a los que me escuchaban con una expresión
ensoñadora, lo mismo hombres que mujeres, murmurando nostálgicamente:

--¡Niza!... ¡Monte-Carlo!...

Unos hacían memoria de su vida aquí; otros deseaban venir, y temían no
conseguirlo nunca. Mostraban todos en su rostro la misma expresión del
que oye el nombre de Bagdad y evoca inmediatamente las maravillas de
_Las mil y una noches_.

Este fragmento de costa mediterránea es tan universal como el bulevar de
los Italianos, de París; el Piccadilly, de Londres, o el Broadway, de
Nueva York. Yo vivo en la más tranquila de las ciudades de la Costa
Azul, en el poético Mentón, retiro de escritores y artistas, donde la
gente se acuesta temprano y madruga mucho, para gozar de sus admirables
jardines. Y sin embargo, estoy en la corriente de la circulación
europea, en «el camino de todos», más que si viviese en Madrid, que es
ciudad populosa y capital de una nación.

Para ir a España hay que proponerse concretamente este viaje y sentir un
verdadero interés por ella. Se necesita avanzar hasta un extremo de
Europa y luego desandar el camino, atravesando otra vez los Pirineos.
España sólo ofrece una salida para el que no quiere retroceder:
embarcarse con rumbo a América, y nuestros puertos no los frecuenta
ninguna de las grandes Compañías navieras famosas por el tonelaje de sus
buques y por su lujo. Nuestra patria es a modo de una calle que sólo
tiene una entrada y carece de continuación.

En cambio, la Costa Azul es camino para Italia, para el centro de
Europa, para los países del extremo Mediterráneo y del extremo Oriente.
Se encuentran aquí, todos los días, amigos que dejó uno en lugares
apartados del planeta, creyendo no verlos más, y que surgen
inesperadamente ante nuestro paso. Todos los que desembarcan en Europa
traen en su programa, como algo imprescindible, unas semanas de vida en
la Costa Azul.

Los personajes más famosos desfilan por esta tierra. No hay gobernante
inglés que prescinda de jugar al tennis en Cannes durante el invierno.
Junto a las mesas de los casinos de la Costa Azul puede uno codearse con
las mujeres más célebres.

Hace tiempo, almorzando una mañana en el Sporting-Club, de Monte-Carlo,
vi sintéticamente lo que es la vida en este rincón del mundo.

Cerca de mí comía un señor alto, delgado, con barba rubia y canosa, y
lentes de oro. Al fijarme en los saludos extraordinarios del _maître
d’hótel_ y de la servidumbre, sentí la necesidad de preguntar.

--Es el rey de Suecia--me dijeron--, que todos los años viene de
incógnito.

Luego ocupó otra mesa un señor robusto, de aire militar, con la tez
enrojecida por el sol de los trópicos.

--A éste le conozco--dije yo al doméstico--. Es el duque de Connaught,
el tío del rey de Inglaterra, que posee una «villa» en Cap Ferrat, y
acaba de volver de las Indias.

Varios señores ocupaban otra mesa. Uno de ellos, con gafas y barba
canosa, parecía dominarlos a todos, sonriendo finamente. Junto a él, y
compartiendo su importancia, había otro, de bigote blanco. El de la
barba era Venizelos, y su vecino, el famoso hombre de negocios
anglo-heleno _sir_ Basilio Zaharoff, el capitalista mayor de Europa en
este momento, el único al que miran como un igual los multimillonarios
de los Estados Unidos.

Y todo esto, en un pequeño comedor de Club, que no contiene más allá de
una docena de mesas.

Me acordé de Cándido, el protagonista de la novela de Voltaire, cuando
visita la Venecia del siglo XVIII con motivo de su famoso Carnaval, y al
cenar en la hostería se encuentra con que sus cuatro compañeros de mesa
son cuatro reyes que vienen de incógnito a divertirse.



_III_

EL QUE QUISO CASARSE CON LA PRINCESA


La revolución rusa ha esparcido por el mundo miles y miles de seres que
gozaron en otro tiempo las delicias de la riqueza o del poder, y ahora
viven en una miseria doblemente dolorosa, por el recuerdo del pasado y
por la falta de esperanza. Son parecidos a los emigrados de la
revolución francesa, que paladearon la «dulzura de vivir» bajo la
antigua monarquía instalada en Versalles, y luego tuvieron que ejercer
viles oficios en Inglaterra y Alemania, sufriendo muchas veces el
tormento del hambre.

Esta emigración rusa se concentra especialmente en la llamada Costa
Azul. El ensueño de todos los rusos refugiados en Berlín, Londres o
París es poder trasladarse a Niza. Hijos de una tierra invernal, piensan
en el sol gratuito que dora las costas de este mar color de violeta,
célebre desde los primeros vagidos de la poesía griega. Vivir en Niza
representa prescindir de la calefacción, comer naranjas a bajo precio,
instalarse en un antro miserable de las afueras con otros compatriotas,
sin miedo a los rigores de la temperatura.

Además, muchos de los pobres actuales vivieron en este país hace diez o
doce años, cuando gastaban miles y miles de rublos. Aquí dejaron
recuerdos de amor, de vanidad o de orgullo, y se sienten atraídos por
estos fragmentos de vida que representan toda la gloria de su pasado.

Los rusos, antes de la guerra, eran en la Costa Azul el gran señor
manirroto o la dama algo loca y siempre elegante, que asombraban a las
gentes arrojando el dinero a puñados. Hoy forman un coro triste, y sobre
su masa dolorosa parecen destacarse con más crudo relieve la
prodigalidad de los americanos del Norte y la opulencia señorial de los
ingleses, actuales dominadores de la tierra.

Muchos de estos emigrados aceptaron valerosamente su desgracia. En
Mentón, cerca de mi casa, hay granjas cultivadas por generales y
coroneles rusos; pero cultivadas verdaderamente, pues estos hombres que
mandaron regimientos o divisiones son ahora gañanes para poder comer, y
remueven la tierra con la pala, abren surcos, cargan carros, crían aves
de corral. Otros, menos enérgicos o vigorosos, trabajan como porteros de
hotel o simples mozos de comedor.

Con frecuencia, algunas damas inglesas o francesas creen reconocer al
criado viejo, de chaleco a listas y mandil azul, que limpia su cuarto.
Al fin acaban por enterarse de que en otros tiempos bailaron con él en
Monte-Carlo, cuando se llamaba príncipe o conde, era capitán de la
Guardia imperial y venía todos los inviernos a derrochar su patrimonio
en la Costa Azul.

Otros no se deciden a trabajar y apelan a toda clase de expedientes,
representando una molestia peligrosa para el que los recibe en su casa.
Con lentitud eslava cuentan la novela de su pasado, y acaban pidiendo
tranquilamente mil o dos mil francos, como si aún viviesen en sus
tiempos de magnificencia. Es verdad que se contentan finalmente con
veinte francos; ¡pero son tantos los que llegan creyendo ser cada uno el
único que merece protección!...

En Niza, señoras de la antigua corte imperial inventan rifas para vivir.
Otras tienen casa de huéspedes o una tiendecita de sombreros.

Antes del triunfo del bolcheviquismo, mis novelas eran muy traducidas y
leídas en Rusia. (Debo advertir de paso que España jamás tuvo tratado de
propiedad intelectual con Rusia, y los libros nuestros eran reproducidos
libremente. Hubo novela mía que fue publicada al mismo tiempo por cinco
editores diferentes, sin pedirme ninguno autorización). Como vivo
rodeado de tantos náufragos de la catástrofe rusa que en sus tiempos
felices fueron lectores míos, recibo frecuentemente sus visitas. Grandes
damas me buscan para que las ayude a vender ricas diademas en forma de
mitra, semejantes a las que ostentan las vírgenes bizantinas, y que
lucieron ellas muchas veces en las fiestas de la corte imperial. Otras
me enseñan capas de marta, armiño, y alhajas de una magnificencia algo
bárbara.

Es lo último que les queda. Temen las ofertas, escandalosamente bajas,
de los usureros que acechan su agonía, y acuden a mí, como si un
novelista pudiera arreglarlo todo. Algunas me proponen la adquisición de
estos recuerdos de su vida lujosa, desaparecida para siempre, indicando
precios verdaderamente extraordinarios por lo modestos. Pero yo no voy a
pasearme por mi habitación de trabajo vestido y adornado como una dama
de Nicolás II en día de gran ceremonia, y renuncio a tales «ocasiones».
Otras de menos años, cuyos maridos, difuntos por fusilamiento,
poseyeron minas de platino en Siberia, vienen a que las recomiende para
trabajar en el cinematógrafo. ¡Como si el improvisarse artista
cinematográfica fuese algo facilísimo!...

Algunas de estas grandes damas arruinadas pueden sostenerse modestamente
con lo que poseían fuera de su país, y aún encuentran el medio de
favorecer a sus compañeros de desgracia. Como se consideran pobres al no
poder sostener su existencia lujosa de otros tiempos, desean trabajar, y
han creado en Niza varios restoranes, que dirigen ellas mismas.

Son establecimientos baratos, donde se puede comer por cuatro francos y
medio, lo que equivale en Francia a un cubierto español de dos pesetas.
Por tal precio no pueden esperarse milagros culinarios; pero se nota en
el ambiente de la sala y en el arreglo de sus mesas cierta distinción
especial, lo que la gente llama chic, algo que revela el buen gusto de
la dueña invisible, que está en la cocina dirigiéndolo todo. Los pobres
de mala educación no se sienten a su gusto en estos restoranes, y los
abandonan. Su clientela se va seleccionando de un modo automático, y
acaba por estar formada únicamente de personajes venidos a menos, de
héroes de novela, muy interesantes si fuesen dos o tres nada más. Pero
son muchos, y sus vidas, que hace quince años hubiesen parecido
extraordinarias, acaban por resultar monótonas.

La directora de uno de estos restoranes es una princesa Murat. La
familia de los Murat está dividida en varias ramas, y una de ellas se
estableció matrimonialmente en Rusia. De aquí que la suerte de muchos
descendientes del ex rey de Nápoles vaya unida a la de los aristócratas
rusos.

Esta princesa, nacida, según creo, en los Estados Unidos, posee una
elegancia natural y guarda aún la belleza reposada y distinguida de su
segunda juventud, después de haber perdido la frescura de la primera.
Con una energía americana ha aceptado los deberes y penalidades de su
nueva situación. Todas las mañanas, al salir el sol, ya está en el
mercado, al mismo tiempo que los compradores de los grandes «Palaces»,
los cocineros de los hoteles medianos, y los dueños de fondines y casas
de huéspedes.

Desea que sus clientes coman barato y bien. Discute con los proveedores
o les sonríe, empleando la fuerza convincente de una mujer que sabe
hacerse agradable. Atrae con su presencia la atención de todos, aun de
aquellos que ignoran quién es.

El mercado de Niza hace recordar los antiguos mercados de Valencia y
Barcelona. Los vendedores están al aire libre, detrás de barricadas de
hortalizas, que esparcen perfumes de tierra prolífica o de punzantes y
vigorosas savias. A través de los portalones de la muralla inmediata se
ve brillar la llanura luminosa del Mediterráneo, toda azul y toda
azogue. En la atmósfera hay olores de ajo y mimosas, de cebolla y
claveles, de violetas y sal marina. Toda mujer, después de llenar su
cesta de comestibles, considera indispensable comprar un ramo de flores.
Este mercado--tan distinto a los mercados cerrados y con techumbre de
hierro--predispone las gentes al amor, y hace pensar que en la vida hay
algo más que llenar bien el estómago.

La princesa se vio detenida una mañana por uno de sus «colegas». Era un
francés bigotudo, con aire de antiguo gendarme, dueño de un fonducho
para trabajadores cerca del puerto. Necesitaba hablar con ella. Venía
observándola desde muchas semanas antes. Había admirado su habilidad
para comprar y el gran dominio que ejercía sobre las gentes.

--A mí me gustan las mujeres serias; soy viudo, y tal vez podemos
convenirnos el uno al otro. No le hablaré de amor; eso es para las
comedias. La vida no es una broma... Usted tiene su establecimiento, yo
tengo el mío; podemos casarnos, y ayudándonos como dos personas
juiciosas, llegaremos a juntar un capitalito para retirarnos al campo en
nuestra vejez.

La dueña del restorán contestó con una de sus sonrisas dulces:

--¡Quién sabe!... Es para pensarlo más despacio.

Ahora el dueño del fondín del puerto va más tarde al mercado, pues no
quiere encontrarse con ella. Además pone una cara fosca para que las
pescaderas y las vendedoras de hortalizas no se atrevan a bromear con
él.

Sabe que cuando vuelve la espalda todas sonríen y le designan con el
mismo apodo: «El que quiso casarse con la princesa».



_IV_

EN TORNO AL «QUESO»


Bien sabido es que cuando se quiere encontrar a una persona de cierta
posición social y se ignora su domicilio en Europa o América, no hay más
que sentarse junto al «queso», en la plaza de Monte-Carlo. Podrá uno
esperar diez, quince o veinte años; pero un día el amigo deseado acabará
por dejarse ver.

Esto lo tienen muchos por indiscutible, aunque parezca falso. Todo el
que posee algún dinero y ama los viajes, acaba por dar la vuelta al
«queso», mezclándose por unas horas con la multitud que circula frente
al Casino. Antes de pasar adelante creo necesario explicar que este
«queso» famoso es un pequeño jardín o macizo de plantas en el centro de
la plaza. Su forma redonda le ha hecho ser comparado con una caja de
queso Camembert.

En la acera circular de este jardín se oyen conversaciones en todas las
lenguas, y como si el Carnaval durase aquí el año entero, circulan entre
las señoras vestidas a la moda de Europa damas indostánicas de largos
velos azules, con la nariz perforada por botones de brillantes,
personajes asiáticos de andar felino y ojos misteriosos, jefes árabes de
albas túnicas, chinos y japoneses cuya cabeza ratonesca, astuta o
inteligente, parece querer escaparse de las vestiduras occidentales que
disfrazan el resto del cuerpo.

Yo he tenido en esta plaza muchos encuentros inesperados y he contraído
las amistades más novelescas tal vez de mi existencia. Una sonrisa
interrogante y una mano tendida provocan en tal lugar dudas geográficas
que abarcan el planeta entero. ¿De dónde podrá venir el amigo que acaba
de reconocernos?... Hay que dejarle hablar para ir adivinando poco a
poco su identidad. Puede ser un olvidado condiscípulo de la juventud, o
uno que conocimos en Turquía, Argentina, Egipto o Méjico. También puede
ser un señor con el que almorzamos en el restorán de la estación de
Toledo; pero Toledo, en el Estado de Ohío, una de las ciudades
ferroviarias más importantes de los Estados Unidos.

Durante el invierno fondea cada semana ante Monte-Carlo uno de esos
trasatlánticos procedentes de la América del Norte que son verdaderas
ciudades flotantes, y echan a tierra dos mil pasajeros. Durante
veinticuatro horas los alrededores del «queso» parecen la Quinta Avenida
de Nueva York. A mediodía llega invariablemente el tren «azul»,
procedente de Calais, un tren que sólo lleva vagones-camas, y las gentes
británicas se reconocen y se estrechan las manos, sacudiéndolas
vigorosamente, como si se encontrasen en el Piccadilly de Londres.

El indeciso pasado de nuestros años de adolescencia, las ilusiones que
acariciamos entonces como algo de imposible realización, las cosas más
admiradas por la buena fe y el entusiasmo de la primera juventud, pueden
salirnos al paso en esta plaza. Yo he visto muchas veces, tomando el sol
en sus bancos, a viejos señores, trémulos y de piel flácida como pájaros
desplumados, y los nombres de estas ruinas humanas hicieron revivir en
mí pretéritas admiraciones. Eran hombres políticos que nadie recuerda,
generales que ganaron victorias olvidadas, caudillos novelescos del
África británica o la América del Sur. Viejas encogidas, de aire
humilde, o pintarrajeadas y cadavéricas como momias, evocan con sus
apellidos de guerra el recuerdo de beldades célebres, cuyos retratos
adoramos en las cajas de fósforos cuando éramos colegiales.

Entre esta muchedumbre de personajes que «fueron» y no son ya más que
simples invernantes de la Costa Azul, buenos para ocupar una silla en la
plaza de Monte-Carlo o en los salones del Casino, hubo hasta el año
pasado una personalidad sobresaliente, inquieta, arrolladora,
incansable, que parecía llenarlo todo con su presencia y estaba al mismo
tiempo en diversos lugares, con infinita ubicuidad. Era la gran duquesa
Anastasia, tía carnal del zar Nicolás II, ejecutado por los
bolcheviques; hermana del zar anterior y madre de la esposa del
kronprinz.

Una hija suya ocupa actualmente uno de los tronos de Europa. Su otra
hija hubiese sido emperatriz de Alemania de no ocurrir la última guerra.

En su juventud gozó fama de hermosa y elegante, según afirmación de los
que la conocieron en la corte de Rusia. Siendo extremadamente alta
(cerca de dos metros), tal vez esta belleza fue efectiva en los tiempos
que duraba aún la influencia de la vieja reina Victoria y otras
soberanas metidas en carnes y pródigas en curvas, o sea cuando no era de
moda que las mujeres buscasen a fuerza de hambres las angulosidades y
asperezas huesudas del cuerpo masculino. Pero Anastasia--así la
designaban familiarmente las gentes de Monte-Carlo--, a pesar de sus
años, había querido enflaquecer lo mismo que las muchachas de ahora, y
su exagerada delgadez parecía prolongar aún más su estatura.

Esta hija de emperadores y madre de reinas vivía al margen de la tiranía
de los costureros, vistiéndose a su gusto, con arreglo al mismo patrón,
como si llevase uniforme. De día usaba invariablemente un traje negro,
corte sastre, que parecía flotar sobre su cuerpo largo y descarnado, lo
mismo que una sotana de sacristán. Para el que la veía por primera vez,
lo más extraordinario en ella eran las orejas, despegadas del cráneo,
muertas e insensibles, como si fuesen de cartón. Tenía los pies
extremadamente largos, con una longitud que imposibilitaba todo
artificio zapateril, y convencida de lo ineficaz que era querer
disimular sus extremidades, las calzaba sin cuidado alguno. Muchas
señoras afirmaban que la gran duquesa tenía el mismo zapatero que los
gendarmes de la provincia.

Se la veía casi a un tiempo jugando en los salones reservados del Casino
y circulando por la plaza, con una rapidez que arremolinaba la negra
faldamenta en torno a sus piernas. Éstas eran tan flacas, que parecían
próximas a romperse a cada paso. Luego bailaba en el Café de París, en
los _dancings_ de los hoteles, en los tés elegantes, en todas partes
donde suenan los instrumentos desafinados del _jazz-band_. Había algo de
la furia del borracho romántico, que bebe para olvidar, en la movilidad
incansable de esta «vitalista», ansiosa de conocer todos los placeres
violentos. A su familia la habían pasado a cuchillo. Hermanos y
sobrinos, todos habían muerto por orden de los Soviets. Sólo quedaban
ella y ciertos parientes, a los que pilló la revolución comunista «fuera
de casa». Además, esta rusa, que había vivido la mayor parte de su
existencia en Alemania por haberse casado con un príncipe alemán,
desdeñaba a la familia imperial germánica, en la que figura su hija.

¡Inolvidable Anastasia! Había que oír a la vieja gran duquesa, vestida
con la obscura modestia de una directora de colegio, hablar de sus
parientes alemanes. Al kronprinz lo censuraba... Esto nada tiene de
singular. Lo extraordinario sería que una suegra hablase bien de su
yerno. Pero cuando resultaba más interesante era al ocuparse de su
consuegro, Guillermo II.

Ella había nacido Romanoff, y era descendiente de innumerables
emperadores. La dinastía de los zares se pierde en la noche de la
Historia. En cambio, los Hohenzollern son unos reyes de siglo y medio,
como quien dice de ayer, y su título de emperador data de 1870. Aspiraba
el aire desdeñosamente por sus anchas narices al decir esto, y añadía,
como una señora linajuda que habla de un «nuevo rico»:

--Cuando se casó mi hija tuve que asistir a la ceremonia y aceptar el
brazo de Guillermo. No podía negarme. Nunca ese advenedizo, ese manco
«cursi», se vio tan honrado. ¡Dar su brazo a una nieta de Pedro el
Grande!...

El gobierno francés la dejó vivir en Francia durante la guerra. ¡Cómo
hacer otra cosa con una princesa alemana, suegra del kronprinz, pero
rusa de nacimiento y que llamaba «cursi» a su consuegro!... Aunque
pasaba el día y muchas veces la noche dentro del principado de Mónaco,
su domicilio era en Eze, o sea en territorio francés.

Últimamente se quejaba de escaseces de dinero. En Rusia y Alemania se
habían perdido todos sus bienes. Pero los personajes emparentados con
numerosas casas reales son como los barcos grandes, que después de
encallar en la costa y perderse para siempre, todavía mantienen con sus
despojos a los que se aproximan a ellos.

La gran duquesa guardó hasta el último momento su casita de Eze, situada
entre la línea del ferrocarril y la línea espumosa de las olas. Poseía
un pequeño automóvil, guiado muchas veces por ella misma. Siempre tuvo
dinero para el juego, y sobre todo para cenar en los sitios donde se
baila. En los postreros días de su vida fue muy española.

--¡País de _hidalgós_ y _caballerrros_!--me dijo repetidas veces en un
español chapurreado y con miradas de admiración.

Existe en Monte-Carlo un restorán donde se prolongan las fiestas
nocturnas hasta la salida del sol, y en este lugar público trabajan
todos los años dos bailarines españoles, dos «niños» de Sevilla,
pequeños de estatura, graciosos y bien educados, que tienen por nombre
«los Titos». Este par de andaluces de _smoking_, que, según dicen las
señoras, no tienen precio para hacer bailar bien a sus acompañantes,
inspiraron a la gran duquesa un entusiasmo casi maternal. Pasaba las
noches dedicada a ellos, no perdonando una sola de las danzas que tocan
simultáneamente y sin descanso las dos orquestas del establecimiento.
Dejaba a un Tito para tomar al otro, y el más alto de los hermanos no
llegaba a tocar con su cabeza el huesudo pecho de la princesa de dos
metros.

Tal fervor por las cosas de España acabó con la vida de la consuegra de
Guillermo II. Un día del pasado invierno, «los Titos» arreglaron en su
honor un arroz a la valenciana. Era un arroz «traducido» de Valencia a
Sevilla, y hecho además con lo que se puede encontrar en Monte-Carlo;
pero la gran duquesa no conocía otro, y dedicaba siempre a este plato
interminables alabanzas. A los postres de la comida española sufrió un
desmayo; la llevaron apresuradamente al Hotel París, y a las pocas horas
dejó de existir.

Esta mujer, que en unos cuantos años presenció tantas tragedias
familiares y sufrió emociones tan enormes, sólo podía morir
repentinamente. Además, sus placeres eran tan violentos, que un corazón
no podía soportarlos sin lesiones.

Después de la guerra, el famoso «queso» ha dejado de ver a muchos
personajes que lo visitaban en otros tiempos. Mi amigo Luciano Guitry,
el más grande de los actores contemporáneos, me contó un día algo
ocurrido aquí mismo.

Fue esto años antes de la guerra. Se acercó al gran comediante francés
una de esas muchachas parisienses que se titulan «artistas» y, en
realidad, mantienen su lujo y atienden al costoso entretenimiento de su
belleza con otros recursos que los del arte. Llegan a Monte-Carlo para
distraer a los hombres que juegan, recordándoles que en el mundo hay
algo más que los placeres del azar; pero muchas veces sienten la
tentación de la ruleta, lo mismo que los otros mortales, y lo que
ganaron con sus propios recursos lo dejan sobre la mesa verde.

--Monsieur Guitry--preguntó--, ¿quién es ese hombre bajito, calvo y de
mal color que conversaba con usted hace un momento? El otro día estuve
una hora con él y no hizo más que hablar de su persona, como si fuese el
centro del mundo. Al despedirse, me dijo: «No te revelo mi nombre,
porque si lo supieras serían tan grandes tu sorpresa y el orgullo de
haberme conocido, que caerías desmayada de emoción sobre tus...
almohadillas naturales». ¿Quién es, monsieur Guitry? ¿Es un hijo de
rey?... ¿un millonario de Nueva York?... ¿un presidente de República de
la América del Sur?...

Una leve sonrisa alteró la serenidad episcopal del rostro del insigne
actor. Sus ojos parpadearon maliciosamente, y dejó caer estas palabras:

--Es un poeta italiano, llamado Gabriel d’Annunzio.

La muchacha quedó indecisa, repasando mentalmente sus recuerdos,
mientras se rascaba con las pintadas uñas el lindo entrecejo. Luego dijo
simplemente:

--_¿D’Annunzio?... Connais pas._

       *       *       *       *       *

Repito que esto fue antes de la guerra; antes de que el poeta obtuviese
la verdadera fama acompañando en sus vuelos a los aviadores italianos, o
acometiendo la ruidosa y estéril aventura de Fiume.

¡Fragilidad de las vanidades literarias! Creerse igual al Dante; llevar
la cabeza sobre los hombros con la misma solemnidad que si fuese una
urna santa; inventar todos los días algo extraordinario y raro que
atraiga la atención del público, para que después una muchacha de las
que mariposean en torno a la ruleta de Monte-Carlo diga con
indiferencia:

--¿D’Annunzio?... No lo conozco.



_V_

LAS ALMAS DEL PURGATORIO


De los bancos que forman círculo en el centro de la plaza de
Monte-Carlo, dos o tres situados frente a la escalinata del Casino
llevan el nombre de «el purgatorio». Y por deducción, a las personas que
los ocupan, como si fuesen de su propiedad, guardándose recíprocamente
un lugar en ellos, las llaman las «almas» de dicho «purgatorio».

Fácil resulta adivinar su pasado. Son jugadores que desean entrar en el
Casino y no pueden, a pesar de vivir convencidos de que al otro lado de
sus puertas les aguarda la Fortuna. Los directores del establecimiento,
aleccionados por la experiencia, procuran que no quede en Monte-Carlo
ningún resto de la diaria batalla entre el hombre y la Suerte. Pocas
ciudades de Europa tan limpias como ésta. A ninguna hora del día o de la
noche se encuentra un papel, una hoja seca o una colilla de cigarro en
sus aceras, pulidas como el piso de un salón. Del mismo modo procuran
que no quede ningún herido ni contuso de los combates de la ruleta y el
«treinta y cuarenta». Todo el que pierde su dinero puede acudir a la
Administración del Casino, madre cariñosa, que le facilitará la cantidad
necesaria para el viaje hasta el país de origen. De este modo la víctima
va a contar muy lejos sus desengaños, y si se le ocurre suicidarse,
otros se encargan de su entierro.

Este socorro que da el Casino para que se retire el descalabrado recibe
el nombre de «viático». A veces el tal «viático» es de miles de francos,
según la categoría del jugador o la importancia del trayecto. Yo he
visto pagar a un holandés el precio de su pasaje hasta Java; pero había
dejado antes en las mesas verdes centenares de miles de francos. También
la Administración da algunas pensiones vitalicias a jugadores famosos
que frecuentaron la casa treinta o cuarenta años, perdiendo en ella
numerosos millones.

Conozco a un gran señor ruso que entra todos los días al Casino y sigue
el juego de las mesas importantes con mirada ansiosa; pero no se atreve
a apuntar ni con una ficha de las blancas, que son las más modestas.

El Casino le regala una pensión de 1000 francos mensuales, después de
haber dejado en Monte-Carlo el producto de sus minas en Siberia y las
cosechas de territorios extensos como provincias, poblados por miles de
_mujiks_. Pero esta generosidad va unida para el agraciado con la
condición de que no jugará nunca. Si avanza una apuesta sobre un número,
los empleados tienen orden de no admitirla.

Muchos jugadores que recibieron el «viático» para volver a su tierra
sienten el latigazo de la inspiración antes de partir, y arriesgan el
importe del viaje en una jugada última, convencidos de que este dinero,
por ser del Casino, atraerá a la Suerte. Si lo pierden quedan como
prisioneros en Monte-Carlo, y un desesperado más viene a sentarse en los
bancos del «purgatorio».

Todo el que tomó el «viático» encuentra cerradas las puertas de la
catedral del Rojo y el Negro mientras no devuelve el préstamo recibido.
Y estas pobres almas en pena se buscan y sostienen con la fraternidad de
la desgracia.

Antes de las diez de la mañana, hora de principiar el juego, ya ocupan
los bancos que consideran de su propiedad. Los que se alejan a mediodía
para almorzar, son reemplazados por otros que no saben dónde un
hambriento puede conseguir un almuerzo. Se ceden cortésmente los
asientos verdes, desde los cuales parecen espiar la escalinata del
templo prodigioso, y así permanecen formando grupos, unos encogidos,
otros de pie, hasta que llega la noche y se desbandan con la ilusión de
que el día siguiente será más propicio.

Mientras evocan su pasado o cuentan historias de ganancias maravillosas
en la ruleta, miran con envidia a los felices que suben y bajan los
peldaños alfombrados de la escalinata. Sus ojos son admirativos y
tristes, como los del ebrio ante la puerta cerrada de una bodega, como
los del morfinómano falto de dinero junto al escaparate de una farmacia.
De vez en cuando estos maltratados por la Suerte intentan volver hacia
ella con la esperanza de que los acaricie, con repentino capricho.
Rascan todo el fondo de sus bolsillos. Los hombres sacan monedas o
billetes ínfimos entre migas de pan y briznas de tabaco. Las mujeres
extraen de sus bolsos un dinero manchado de polvos de arroz o colorete
para los labios. Las «almas del purgatorio» sienten una fe repentina en
determinado número, o aceptan como indiscutible la nueva jugada que les
propone el más viejo del grupo.

Encuentran siempre un amigo que no ha tomado el «viático» y puede entrar
en las salas públicas. Se le entrega sin miedo el capital de la
sociedad, repitiendo, con abundantes detalles, cómo debe arriesgarlo. A
nadie se le ocurre sentir desconfianza. Este embajador no puede faltar a
la lealtad que se deben los desgraciados. Quedan todos en angustioso
silencio. Miran fijamente las puertas del Casino, creyendo ver a cada
instante la reaparición del enviado en lo alto de la escalinata. Cuando
tarda, la confianza aumenta en el «purgatorio». Indudablemente, el
capital común está agrandándose con una ganancia progresiva. Si vuelve a
mostrarse a los pocos minutos, todos adivinan su desgracia mucho antes
de ver el gesto doloroso con que anuncia desde lejos la quiebra
fulminante de la sociedad.

Yo hablo algunas veces con las «almas» que vagan dolorosas por la plaza
de Monte-Carlo, sin que la Suerte quiera redimirlas. Muchas de ellas son
más antiguas que yo en el país. También gozo el honor de que estas
«almas» me admiren, como un personaje casi tan interesante como ellas.

Aunque algunos me tachen de inmodesto, declaro que he conseguido cierta
celebridad en Monte-Carlo. Hasta tengo un apodo con el que me designan
los que no saben pronunciar mi apellido español. Soy «el señor que no ha
jugado nunca». Una popularidad que no todos pueden conquistar.

Hace cinco años que frecuento Monte-Carlo y entro diariamente en su
Casino, fuera de los meses que paso viajando. Hubo año que llegué a
visitar las salas de juego mañana, tarde y noche, para hacer un estudio
directo de la vida de los jugadores, destinado a mi novela _Los enemigos
de la mujer_... Y en esos cinco años no jugué nunca, no he sentido la
curiosidad de llamar a la Fortuna ni una sola vez, y el público y los
empleados han acabado por fijarse en tal abstención, que resulta aquí
extraordinaria.

Siempre que entro ahora en el Casino, me veo buscado y amenazado por los
halagos o las emboscadas que persiguen a toda virginidad. La
superstición de los jugadores cree ciegamente en la buena fortuna de las
novelas. Muchas señoras, amigas mías, me ofrecen dinero para que lo
ponga a mi capricho sobre la mesa verde.

--Aunque sea un _luis_ nada más--dicen con una sonrisa que incita al
pecado.

No jugaré nunca. Confieso mi debilidad ante muchos vicios y seducciones
de la existencia; pero la tentación del juego no me inspira inquietud.
Sé bien que no puedo ser jugador; que no lo seré, aunque me lo proponga
con toda la fuerza de mi voluntad. He hecho mis pruebas, y puedo
afirmarlo sin miedo a equivocarme.

En 1896, cuando andaba metido en las aventuras y riesgos de una política
de acción, tuve el honor de ser presidiario. Un Consejo de guerra me
condenó a varios años de encierro, y aunque los periódicos se
interesaron por mi suerte hasta conseguir que me indultasen, no por ello
me libré de pasar recluido más de un año. Esto se dice pronto; pero hay
que conocer por experiencia lo que son doce meses, uno tras otro,
siempre en el mismo edificio y entre gente poco grata.

La penitenciaría era un antiguo convento de Valencia, que ya no existe.
Esta construcción vetusta sólo tenía cabida higiénica para trescientos
hombres, y éramos a veces mil. Como gran favor, me dejaron en la
enfermería, donde todos los meses morían dos o tres tísicos y se
preparaban para seguirles media docena más. Si la defunción ocurría al
atardecer, quedaba el cadáver en una cama próxima hasta la mañana
siguiente. ¡Una existencia de lo más entretenida!... De vez en cuando,
para mayor amenidad de mi encierro, llegaban órdenes exteriores
recomendando a los empleados que no me dejasen recibir libros ni me
permitieran escribir otra cosa que cartas a mi familia. Los
apasionamientos políticos aconsejan casi siempre medidas absurdas.

En uno de estos períodos, los empleados, apiadándose de mi aburrimiento,
me buscaron una diversión.

--Podía usted entretenerse con el juego. Eso le distraerá tanto como la
lectura.

Y ocultamente me fueron proporcionando barajas, un dominó, un tablero de
damas y otros instrumentos recreativos que no recuerdo. Hicieron más: me
buscaron sin salir de «la casa» un insigne profesor, famoso ladronazo de
larga historia, que sólo se había dedicado a robar Bancos y llevaba
corrido medio mundo, conociendo todas las timbas de España y naciones
adyacentes.

¡Imposible aprender en mejor escuela! Fue--y pido perdón por la
irreverencia--como si me pusieran a estudiar bacteriología con Pasteur o
versificación con Víctor Hugo. Pero apenas iniciadas sus lecciones, el
eminente catedrático debió convencerse de que trataba con un torpe,
falto completamente de aptitudes. Todo lo aprendía y lo olvidaba con
igual facilidad. Me faltaba tener fe en las enseñanzas recibidas... Y
media hora después, el maestro, abusando de la bondadosa tolerancia de
mis protectores, jugaba a peseta el golpe con los enfermos, mientras yo,
de pie y junto a una verja, seguía arrobado el deslizamiento de las
nubes y el revoloteo de dos palomas, a través de los hierros que
cortaban el azul de un rectángulo de cielo.

Debo confesar que representa para mí una voluptuosidad algo cruel y
egoísta--y los placeres resultan a veces más intensos cuando van
sazonados con un poquito de esta salsa maligna--el hecho de pasearme
por Monte-Carlo siendo el único hombre, ¡el único!, que vive en esta
ciudad sin haber jugado nunca. Muchos ilusos de diversas naciones se
encargan de costear las comodidades que me rodean. Los jardines de
vegetación tropical, los salones lujosos del Casino, el puerto blanco
lleno de yates, las orquestas, la ópera subvencionada con varios
millones, todo lo pagan los jugadores para que yo lo disfrute. Las mesas
verdes no han recibido de mí un solo céntimo.

Pero un día que hice esta declaración de independencia ante un empleado
antiguo del Casino, el viejo rió socarronamente:

--Hay quien ha hecho más que usted--dijo--. Usted se limita a no dar
nada, mientras que el maestro ruso...

Y me contó la breve historia del maestro de escuela ruso, conocida
solamente por los altos funcionarios de Monte-Carlo, pues resultaría
peligroso el divulgarla.

Esto fue antes de la guerra. Un ruso greñudo, barbón y grasiento, con
sonrisa inocente y ojos de angelote bizantino, consiguió entrar una sola
vez en las salas de juego, y puso una moneda de cinco francos a un
número de la ruleta. El duro era escandalosamente falso, pero acertó el
«pleno», y le dieron treinta y cinco duros más, indiscutiblemente
legítimos.

Luego que se hubo comido la ganancia, el maestro pidió audiencia a la
Administración del Casino. Él se consideraba un jugador importante,
«todos le habían visto jugar», y exigía lo mismo que los otros, un
«viático» para volver a su tierra... Y la Administración, que no quiere
«ruidos», le pagó el viaje.

Como el empleado continúa sonriendo después de terminar su historia, yo
inclino la cabeza humildemente:

--Reconozco mi inferioridad ante el maestro ruso.



_VI_

LOS NUEVOS COMPAÑEROS


Hace pocos días hablé con el director de uno de los «Palaces» más
célebres y caros de la Costa Azul, y este personaje representativo de
nuestra época, que tiene automóvil propio, cobra más sueldo que un
primer ministro, es amigo de varios reyes y estrecha confianzudamente
las manos de los millonarios de Europa y América, me dijo así:

--Una nueva preocupación aflige ahora a los hoteleros. Muchos clientes
llevan con ellos un animal, y estas bestias nos dan más trabajo que las
personas.

Pensé inmediatamente en los perros, no pudiendo comprender cómo este
famoso personaje los consideraba una novedad en la vida de los hoteles.

La Costa Azul es el lugar de la tierra donde abundan más los perros. Los
hay a docenas en los «Palaces», en las casas, en los paseos, en los
lugares más apartados de la ribera o la montaña. Hacen imposible un
largo y silencioso recogimiento ante la Naturaleza. Cuando se cree uno
solo y empieza a saborear la calma rumorosa del paisaje, sumido en
profunda paz, suena al lado el grotesco ladrido de algún gozque, último
amor de su dueña envejecida, y con la rapidez de un reguero de pólvora
inflamada este ladrido se dilata, se multiplica al correr hacia el
infinito, pues de todas partes empiezan a contestarle otros aullidos,
atiplados o graves, de perros de salón, perros de pescador, perros de
granja o perros que tiran de su cadena junto a las verjas de los
jardines elegantes.

En este pedazo de Francia, tierra de retiro invernal, donde de cada diez
personas que buscan el sol siete hablan inglés y tres solamente francés,
la dama vieja con su perrito es el eterno personaje que da valor humano
al panorama.

Bien sabido es lo que representan, generalmente, las respetables señoras
que viven durante el invierno en la Costa Azul y pasan la primavera en
Florencia. Aunque sean de distintos idiomas y naciones, todas resultan
iguales. Todas poseen una peluca rubia, una dentadura postiza, una
novela inglesa «muy moral», que nunca acaban de leer, pues aunque la
cambien, siempre dice lo mismo... y un perro.

A causa de ellas, los hoteleros, que tienen de vez en cuando sus
asambleas internacionales en alguna ciudad de Suiza--lo mismo que los
diplomáticos de la Sociedad de las Naciones se reúnen en Ginebra--, se
han visto obligados a ocuparse del perro y sus molestias, combatiendo su
existencia por medio del impuesto.

Hace algunos años, los perros, que siempre habían vivido gratuitamente
en los hoteles, fueron tasados en dos francos diarios. Ahora pagan
cinco, y en ciertos «Palaces» diez y hasta quince francos, sin que haya
influido esto en su disminución. Al contrario: tener perro en un hotel
de lujo significa un gasto considerable; cuesta más que costaba antes de
la guerra el mantenimiento de un cristiano, y denuncia gran riqueza en
su dueño.

Pero el personaje célebre sonríe despectivamente al oírme hablar de
perros. ¿Quién se acuerda de estos animales?... Han pasado de moda, y
únicamente pueden interesar a las gentes desorientadas que siguen con un
retraso de varios años los adelantos de nuestra época.

Los altos lebreles de Rusia, estrechos, sedosos, distinguidos o
imbéciles; el perro policía, feroz y de una agresividad inteligente; el
«lulú de la Pomerania», peludo y pequeño como un manguito con patas y
ojos; los gozques liliputienses, capaces de tener por casa un saquito de
mano; todas estas bestias privilegiadas, que cuestan miles de francos y
eran acogidas antes con palmoteos y gritos femeninos de entusiasmo,
resultan actualmente un regalo vulgar, bueno para los burgueses que no
se enteran de lo que es _chic_.

--Otros animales--añade--son ahora los acompañantes de moda,
especialmente de la mujer.

Tales palabras vienen de un hombre en íntimo contacto con la humanidad
privilegiada que llega de todas partes a la Costa Azul, vive unos meses
en ella y vuelve a esparcirse por el mundo. Nadie puede conocerla
mejor... Y me hacen ver, repentinamente, con una concreción luminosa,
imágenes que se habían deslizado antes por mis ojos, sin que yo las
retuviese.

Me acuerdo de la hora cálida y elegante del mediodía, cuando circulan
los extranjeros por los muelles de Mentón, las terrazas de Monte-Carlo,
el Paseo de los Ingleses, en Niza, y las explanadas del puerto de
Cannes. Pasan señoras con la sombrilla japonesa en la diestra, llevando
sobre un hombro o un codo el papagayo amaestrado que las acompaña en sus
viajes. Otras tiran de una cadenilla, al término de la cual marcha un
mono en posición cuadrúpeda o se apoya en las patas traseras, irguiendo
su cabecita orejona y piramidal sobre el capuchón de un hábito hecho con
tela de casulla. Otras damas, más jóvenes y de arrogancia deportiva,
acarician con la punta de su bastón el gato montes, la zorra, el lobito,
la pantera o el pequeño tigre que las sigue a todas partes, como en
otros tiempos el perrillo faldero.

Éstos son los camaradas de viaje que pueden dejarse ver. El célebre
hotelero me habla de otros que se quedan en casa, o sea los que
permanecen ocultos en el cuarto del «Palace» y obligan a los criados a
realizar a toda prisa la limpieza de la habitación, si es que no se
quedan a la puerta vacilantes y medrosos: lagartos soñolientos, hundidos
en algodones que les sirven de cama; tortugas que surgen lentamente del
abrigo del sofá; reptiles de piel en cuadrícula--molestos de
nombrar--que, al sentir la caricia del rectángulo de sol de la ventana
prolongado hasta su cesto, se desenroscan, levantan la tapa de junco, y
dilatando sus anillos, empiezan a subirse por las patas de los muebles.

Como ahora la gente viaja más que en otras épocas y dar la vuelta al
mundo es diversión que nada tiene de extraordinaria, las personas
andariegas y caprichosas, movidas por un deseo malsano de originalidad,
escogen los más extraños camaradas para su existencia cómoda, aburrida y
errante.

Un recuerdo me conmueve de pronto interiormente, con esa emoción
explosiva que acompaña los descubrimientos inesperados.

Me veo, noches antes, en la fiesta de un gran hotel de Niza. Bailan las
parejas bajo una lluvia de serpentinas y papelillos dorados. Los
domésticos van de mesa en mesa ofreciendo objetos de cotillón. Las
gentes se adornan con ellos grotescamente.

Graves señores, de solapa condecorada, han tocado sus cabezas con
sombreros de payaso, crestas de gallo o plumajes índicos, todo de papel
de seda.

Señoras que llevan sobre el pecho un millón de perlas o brillantes
ostentan orgullosas en su peinado las diademas de lata o las
sombrillitas de cartón que acaba de darles el _maître d’hôtel_. Entre
baile y baile, la gente devora. La acidez vegetal del champaña derramado
en los manteles se mezcla con la acidez humana de las axilas sudorosas.

En una mesa frente a la mía cena un joven solitario, de aspecto
«exótico». Va vestido, indudablemente, por un sastre de Londres; pero, a
pesar de su correcto _smoking_, evoca el recuerdo de islas paradisíacas
de Asia, bosques de canela, pagodas de rumorosas campanillas, a causa de
la indolencia de sus movimientos y el color de su rostro. Puede ser hijo
de europeo y de oriental; puede haber nacido en Inglaterra y tener la
cara ensombrecida por la causticidad de la atmósfera del trópico. Si se
desnuda este joven perezoso y atlético, tal vez muestre una blancura
femenina, alterada únicamente por la máscara de cobre que baja hasta la
mitad de su cuello. Con la mano derecha atrapa en el aire las bolas de
colores que le envían de las mesas inmediatas, y las devuelve sin
esfuerzo.

Su mano izquierda permanece inmóvil y caída sobre un plato con residuos
del postre. Algo vive y se agita debajo de esta mano... Lo recuerdo
ahora claramente; lo veo como si aún lo tuviese ante mis ojos.

Una cabecita de tortuga se mueve entre los dedos y el borde de
porcelana. Avanza, husmeando los restos del postre dulce; luego se
oculta... Conozco esta cabeza triangular; conozco su lengua de hilo
bifurcado; conozco sus ojos salientes, que parecen empañarse de blanco
al descender sobre ellos el velo membranoso de sus párpados. Yo he
vivido en las selvas de América, roturando por primera vez un suelo
virgen durante millones de años. Mi casa era un «rancho» de estacas y
barro. Un doméstico indio untaba con ajo las patas de mi catre para que
no subiesen por ellas los reptiles que cazan de noche y se introducen en
las viviendas buscando la sociedad del hombre. Al romper el día, antes
de calzarme unas botas altas de cuero de cerdo, había que ponerlas boca
abajo, por si alguno de estos visitantes se había adormecido en su
interior. Más de una vez, al encender luz en plena noche, sorprendí por
un momento esta misma cabeza en un agujero del techo o del suelo.

El _gentleman_, de repente, parece olvidar la fiesta y se lleva,
sonriendo, su mano izquierda a la cara. Un soplo frío, algo como una
caricia «del otro mundo», debe pasar por su bigote recortado.

No ha querido dejar a su amiga arriba, en la habitación que ocupa en el
hotel. Teme por ella, y la ha traído a la fiesta, enroscada en un brazo.
Se asoma suavemente por el puño de la camisa; se apoya en el borde del
plato; busca, golosa, las dulzuras fabricadas por los hombres que su
dueño le ofrece disimuladamente.

Así, tal vez, corre el mundo este _gentleman_ de rostro color de canela,
yendo de gran hotel en gran hotel...

Un mal vecino de cuarto.



_VII_

CÓMO LOS AMERICANOS CINEMATOGRAFÍAN UNA NOVELA


Las once de la noche. El otoño es una segunda primavera en la Costa
Azul.

Estamos en Noviembre, pero yo paseo por mi jardín, respirando la leve
frescura nocturna, cargada de aromas de flores y frutos. Sólo falta el
resplandor azulado de las luciérnagas, moscas de la noche que tejen y
destejen sus danzas voladoras en la obscuridad primaveral.

De pronto un estrépito inusitado corta el silencio del adormecido
jardín.

Mi casa está en las afueras de Mentón, en una avenida que, arrancando
del borde del Mediterráneo, serpentea por la falda de los Alpes
Marítimos, orlada de verjas y vallas campestres. Apenas cierra la noche,
esta calle, abierta entre dos masas de árboles que ocultan los
edificios, queda silenciosa como un sendero de bosque. Parece oírse el
latido y la respiración de la Naturaleza en reposo. El más ordinario de
los ruidos toma la importancia de un acontecimiento.

Por eso no pude evitar un gesto de extrañeza e inquietud al ver cómo se
enrojecía la vegetación bajo una luz de aurora violenta, cortándose al
mismo tiempo la calma de la noche con incesantes mugidos. Varios
automóviles acababan de detenerse, ensangrentándolo todo con sus faros y
haciendo sonar sus sirenas. Poco después la campana de la puerta de mi
jardín empezó a repiquetear locamente. ¿Quién podía anunciarse a estas
horas y con tal estrépito?...

Pensé en la posibilidad de una invasión de fascistas que hubiese
atravesado la inmediata frontera de Italia persiguiendo a enemigos
fugitivos. Al acercarme cautelosamente a la verja, una voz juvenil me
habló en español, con ligero acento inglés.

--Mister Ibáñez: venimos de Nueva York, enviados por la «Cosmopolitan
Production» para filmar su novela _Los enemigos de la mujer_.

Un poco americana esta presentación, a tal hora y sin más preámbulos...
La servidumbre de la casa y los jardineros, despertados por el campaneo,
abandonaron sus camas. Yo fui dando luz a los faros del jardín, mientras
los criados hacían lo mismo en las habitaciones. Entraron los
automóviles, y empezaron a descender de ellos caballeros vestidos de
_smoking_, damas elegantes y hermosas, escotadas, en traje de _soirée_.

El que había hablado en español siguió dándome explicaciones para
justificar esta visita extraordinaria. Era un buen mozo de arrogante
presencia, un artista, hijo de españoles, pero nacido en los Estados
Unidos: Pedro de Córdoba, cuyo nombre conocen todos los que gustan de
ver obras cinematográficas hechas en América. Me creían de viaje en
España, y una hora antes se habían enterado de que continúo viviendo en
Mentón. Llegaron de París al atardecer, poniéndose inmediatamente sus
trajes de ceremonia para cenar y bailar en el Café de París, de
Monte-Carlo.

--Al saber que estaba usted en su casa--continúa Córdoba--nos hemos
dicho: «Vamos a hacer una visita a mister Ibáñez...». Y aquí nos tiene.

En el comedor se improvisa con toda rapidez un refresco para los
invasores. Mientras tanto, las damas escotadas corren por el jardín lo
mismo que niñas, persiguiéndose, buscando flores y riendo de sus
descubrimientos con una ingenuidad sana y ruidosa.

Los _gentlemen_ siguen hablando conmigo. Tienen un jefe, el reputado
director de escena Alan Crosland, joven sonriente, parco en palabras y
con un gesto tenaz de hombre acostumbrado al mando.

Deseo saber cuándo empezarán a trabajar estas gentes que llegaron hace
unas horas de París, y para reponer sus fuerzas, después de una noche de
tren, se han vestido de etiqueta, bailando entre plato y plato de su
cena. Me ofrezco a servirles de intermediario para allanar todas las
dificultades que retrasen su labor.

--¿Creen ustedes que podrán empezar dentro de tres o cuatro días?

Alan Crosland me mira con sus ojos claros, y responde sencillamente:

--Empezamos mañana, a las seis, en la plaza del Casino de Monte-Carlo.

¡A las seis de la mañana, y van a dar las doce de la noche!... Además
hay que tener en cuenta que muchos de los artistas llegados de los
Estados Unidos se han quedado en Niza y sólo unos cuantos viven en
Monte-Carlo.

Los ayudantes del director, venidos con él de América, y los agregados
franceses que le siguen desde París se hallan en este momento reclutando
centenares de hombres y mujeres en Niza para que actúen como figurantes.
Tienen que buscar igualmente una orquesta, pues las que existen en
Monte-Carlo, como funcionan hasta media noche, se niegan a este trabajo
matinal. Crosland, que adivina la duda en mi rostro, repite
tranquilamente:

--A las seis en punto empezaremos.

Y Pedro de Córdoba, más expansivo, más «latino», añade, sonriendo
finamente:

--Cuando hay dinero para gastar, ¿sabe usted?, cuando hay plata
abundante, nada es imposible.

Me levantó al día siguiente a las seis de la mañana. No tenía prisa en
llegar a Monte-Carlo. La Costa Azul está lejos de los Estados Unidos, y
no pueden repetirse en ella los milagros de la prodigiosa actividad
americana. Llegaría de seguro antes que hubiese empezado el trabajo.

Al entrar en Monte-Carlo notó una animación especial en sus calles, poco
frecuentadas a dicha hora. Los vecinos de la gran metrópoli de la ruleta
se levantan tarde. Todos han trasnochado junto a las mesas verdes, y el
Casino sólo abre sus puertas a las diez. Pero esta mañana los pocos que
iban por las calles se hablaban, señalando a lo lejos, como si ocurriese
algo extraordinario. Los había que desandaban su camino para volver a
casa y dar a los de su familia una noticia capaz de echarles fuera de la
cama.

Cuando llegó mi automóvil a la plaza del Casino no pude contener una
admiración ingenua, semejante a la de los barrenderos montecarlinos, que
apoyados en sus escobas y palas formaban grupos, mirando ávidamente a un
lado y a otro.

El orden de las horas del día estaba totalmente trastornado. El reloj
del Casino marcaba las seis y media; un sol adolescente empezaba a
remontarse sobre las palmeras de las terrazas que cortan el azul del mar
con sus columnatas obscuras... Pero al mismo tiempo eran las cinco de la
tarde, la hora del té.

Vi la plaza ocupada por centenares y centenares de personas; tal vez
pasaban de mil; y todos, hombres y mujeres, iban vestidos con cierta
elegancia, como desocupados que pueden costearse la vida en Monte-Carlo.
Estas gentes entraban y salían en el Casino, paseaban en torno al
jardincito central de la plaza, llamado «el queso»; se sentaban en las
mesas del Café de París. Una orquesta funcionaba en la terraza de dicho
establecimiento. ¡Todo lo que se ve en este lugar, pero a media tarde o
al caer el sol!...

El orden de los años también parecía invertido, lo mismo que el de las
horas. Era la plaza del Casino tal como yo la había visto durante la
guerra. Oficiales convalecientes paseaban, formando grupos. Varios
inválidos con gorra de cuartel tomaban el sol en los bancos. Toda esta
muchedumbre era fingida, o dicho con grosera exactitud, era una
muchedumbre «pagada». A espaldas del Gran Hotel de París había docenas
de camiones-automóviles de los que pasean a los excursionistas por la
Costa Azul. Este convoy de vehículos había traído de Niza la avalancha
humana que llenaba la plaza para evolucionar bajo las órdenes de
Crosland.

Al aproximarse al Casino me fueron saliendo al encuentro los principales
personajes de _Los enemigos de la mujer_. Besé la diestra de una gran
señora que bajaba las gradas vestida lujosamente. Era la duquesa Alicia,
representada por la hermosa artista californiana Alma Rubens. Un
_gentleman_ puesto de frac se echó atrás las alas de su capa negra y
blanca para saludarme. Sólo podía ser el príncipe Lubimoff. Y reconocí
los ojos felinos y misteriosos, el gesto de Hamlet del gran actor
americano Lionel Barrymore, héroe de los teatros de Nueva York.
Igualmente fui reconociendo a muchos artistas célebres que había visto
en los films americanos y representaban ahora personajes de mi novela.

Una fila de aparatos cinematográficos funcionaba, lo mismo que una
batería de ametralladoras, bajo las órdenes del operador Morgan,
compañero de Crosland.

La figuración también resultaba extraordinaria. Era compuesta toda ella
de artistas que trabajan ordinariamente para la cinematografía francesa.
Entre estas damas y caballeros, descendidos ahora a una simple actuación
de figurantes, los había que están acostumbrados a ser primeros
personajes en los films hechos en Niza.

--¡Estos americanos pagan tan bien!--dijo una de las varias señoras que
fingían tomar el té en las mesas exteriores del Café de París.

Un joven protagonista de comedias francesas, que en esta obra era
simplemente «uno de tantos», me dio consejos:

--Usted debe escribir muchas novelas que pasen en la Costa Azul, para
que los cinematografistas americanos vengan a trabajar aquí. Lo que más
me gusta en ellos es que pagan puntualmente. Yo he sido el héroe de dos
films hechos en comandita con otros camaradas, y aún no he cobrado un
céntimo.

Los inválidos que paseaban o tomaban el sol eran inválidos de verdad:
artistas que estuvieron en la guerra, y ahora, con un brazo o una pierna
de menos, sólo pueden trabajar en una obra que evoque el recuerdo de la
pasada tragedia. Entre los oficiales, los había que llevaban con una
soltura marcial el uniforme; pero todos ellos, a pesar de la minucia en
los detalles, revelaban al actor que sabe cambiar de traje.

Sólo un comandante parecía despegarse de los demás. Era verdaderamente
un jefe francés, enjuto de carnes, de perfil aquilino y bigotes blancos,
igual a Foch. Iba elegantemente enguantado y una barra de
condecoraciones cruzaba su pecho. Parecía un militar de verdad... Y
efectivamente lo era.

Sus camaradas le llamaban siempre «comandante». Antes de la guerra era
oficial de la reserva. Se batió en numerosos sectores del frente y
obtuvo la Legión de Honor con los galones de comandante. En los films
franceses representa diversos personajes, pues es un actor de talento.
En _Los enemigos de la mujer_ nadie podía disputarle su papel de
compañero de armas de Martínez, el oficial español de la Legión
extranjera. Y no tuvo más que ponerse el uniforme propio para destacarse
de los otros militares, puramente cinematográficos.

Durante varios días una parte del vecindario montecarlino cambió de
existencia. Muchas señoras se acostaron más temprano o acortaron su
sueño para levantarse a horas que una semana antes hubiesen juzgado
inauditas.

Crosland, con su ejército de artistas y figurantes, fue trasladando a la
realidad todas las escenas de _Los enemigos de la mujer_ que se
desarrollan al aire libre. Trabajó en la plaza del Casino--en el
interior del edificio fue imposible--y en los jardines que descienden
hasta el Mediterráneo, formando terrazas. La Dirección del Casino sólo
podía tolerar este trabajo, en los lugares dependientes de ella, de las
seis a las nueve de la mañana. Luego había que dejar sitio a los
encargados de la limpieza, pues a las diez empiezan los juegos.

Tuve que hablar con el gobierno del príncipe soberano para que
permitiese el trabajo de los artistas en la antigua ciudad de Mónaco. La
vida agitada de Monte-Carlo no llega hasta la tranquila capital
monegasca, que está enfrente, al otro lado del puerto. Para que la
policía del principado no estorbase nuestra labor en los hermosos
jardines de San Martino, en las inmediaciones del Museo Oceanográfico,
en la plaza situada frente al castillo-palacio de los príncipes, que
parece una decoración del Renacimiento, y donde nunca se toleró a los
cinematografistas, fue preciso que el ministro del Interior diese nada
menos que un decreto.

No hay que sonreír. En los Estados pequeños resulta necesario hacer las
cosas con más ceremonia y gravedad que en los grandes. Lo mismo ocurre
en nuestra existencia. Un pobre debe observar en sus actos más dignidad
y mesura que un rico, si quiere verse respetado. Únicamente los
poderosos pueden vivir sin escrúpulos ni miramientos. Si un gobierno
pequeño, como el de Mónaco, no procediese con minucias y solemnidades,
la gente que llega de fuera, dispuesta a bromas y falta de respeto,
acabaría por atropellarlo todo.

En estos días no escribí ni hice otra cosa que seguir a Crosland,
sirviéndole de intermediario, poniendo a su disposición todos los
conocimientos y experiencias que han podido proporcionarme varios años
de vida en la Costa Azul. El director y sus artistas me asombraron al
marcharse tanto como al llegar.

--Terminaremos el próximo domingo--dijo Crosland.

Volví a sentir dudas, lo mismo que la noche de su inesperada
presentación. Necesitaban, efectivamente, marcharse el domingo
inmediato. Debían meterse en el tren al anochecer e ir en línea recta de
Monte-Carlo al Havre para tomar al día siguiente el trasatlántico que
les llevaría a Nueva York. Pero ¡quedaba tanto por hacer!...

Estos americanos, hombres y mujeres, después de trabajar desde la salida
a la puesta del sol, jugaban por la noche en el Casino o cenaban en
todos los restoranes de moda donde se baila, entregándose a la danza
hasta pasada media noche. Las cosas no podrían marchar como las había
planeado el director sobre el papel. Alguien caería enfermo. Iban a
surgir obstáculos inesperados.

Empezó a llover, y siguieron trabajando. Algunos actores, efectivamente,
se sintieron enfermos, pero esto no les impidió continuar su vida
nocturna. Querían verlo todo, aprovechar bien su viaje a la Costa
Azul... Y ninguno dejaba de presentarse puntualmente a la hora del
trabajo: las seis de la mañana. ¡Qué disciplina y qué salud! ¿Cuándo
dormían estas gentes?...

El domingo, al ocultarse el sol, aún trabajaban. Pero a la hora marcada
por Crosland todo quedó terminado. Algunos de los actores no tuvieron
tiempo para desnudarse, y subieron al tren vestidos como en _Los
enemigos de la mujer_. ¡Y en marcha para Nueva York de un solo tirón!...

Luego he recibido centenares de fotografías representando los
«interiores» de la obra, las escenas interpretadas en los Estados
Unidos, con decoraciones portentosas, que hacen de este film algo
extraordinario. Hasta han reconstruido allá, con arreglo a los apuntes
que se llevaron, varios de los salones de juego más elegantes del
Casino.

En la Costa Azul hay muchas damas que aún se acuerdan, con asombro y
delicia, del tiempo en que se levantaban a las seis de la mañana,
pudiendo contemplar la salida del sol.

Algunas veces, al encontrarme en el Casino me hablan de este período
extraordinario de su existencia.

--¿Para qué levantarnos ahora temprano? ¿Qué puede una persona decente
hacer a tales horas? ¡Solamente si viniesen otra vez los americanos para
hacer un film!... En tal caso, avísenos.



BIOGRAFÍA


[Illustration]

Vicente Blasco Ibáñez nació en Valencia en enero de 1867. Fue abogado y
periodista, y dedicó buena parte de su vida a la política, en el seno
del partido republicano al que se afilió desde muy joven. Su vida
política fue turbulenta. La misma violencia con que, en sus obras,
denuncia las injusticias, el mismo lenguaje brillante y colorista con
que describe los paisajes de su tierra, surgen en sus panfletos
políticos, lo que hizo que fuera arrestado varias veces, y otras tantas
tuviera que exiliarse.

En 1884 fue secretario del escritor Fernández y González en Madrid, pero
pronto se desligó de esta dependencia para dedicarse a la política, que
en la idea de Blasco significaba hacer triunfar la revolución. Sus ideas
y los violentos escritos que le inspiraron contra la corrupción de los
políticos locales y nacionales le obligaron a exiliarse en París en
1889, y no regresó a España hasta 1891.

Ya en Valencia, se entregó por completo a la política, fundó el diario
_El Pueblo_, órgano del partido republicano, y fue procesado en diversas
ocasiones por campañas periodísticas. Fue diputado por su provincia en
siete legislaturas, y en 1909 renunció a su acta de diputado para
entregarse de lleno a una empresa que algunos han calificado de
descabellada y aun de criminal, pero que él emprendió convencido de que
saldría con éxito de ella: marchó a Sudamérica con seiscientos
campesinos para fundar en la Patagonia una colonia, a la que llamó
Cervantes, en la que se pondría en práctica algún proyecto de sociedad
socialista de los muchos que en aquella época se formularon. El caso es
que el ensayo salió bien, aunque cosechó poca comprensión por parte de
sus correligionarios.

De vuelta en Europa, fijó su residencia en París en 1914, y puso su
pluma al servicio de los aliados en los que vio los defensores de la
democracia en aquella primera gran guerra. En recompensa el gobierno
francés le concedió la Legión de Honor, y al término de la guerra marchó
a Estados Unidos donde fue recibido triunfalmente, y fue nombrado doctor
_honoris causa_ por la Universidad Jorge Washington.

Regresó a España, pero pronto se vio forzado a salir de ella, esta vez
para no volver, al advenir la dictadura de Primo de Rivera, en 1923. El
resto de sus días, hasta el 28 de enero de 1928 en que murió, los pasó
en la costa mediterránea francesa, rodeado del respeto y la admiración
de cuantos en el mundo conocieron su obra.

No cesó, durante el exilio, de atacar duramente a los sucesivos poderes
que hubo en España y que no hicieron más que perseguir con métodos
siempre renovados todo aquello en lo que Blasco creía.

Pasó así a engrosar la lista trágica de los españoles grandes y
humildes muertos en el destierro.

Ésta es la biografía escueta de un hombre al que se ha presentado como
escritor de novelas violentas y sensuales, sin que para nada se hiciera
mención, por lo general, de su actividad como político. Como si su obra,
especialmente su obra primera, la que se suele apellidar «de ambiente
regional», hubiera nacido de la simple contemplación de la luz de su
tierra, o del capricho de su fantasía mediterránea.

Sus ideas políticas, además de los encarcelamientos, procesos y
destierros, le abocaron a varios desafíos de los que en ocasiones
resultó gravemente herido. Y en medio de esta vida entregada a la
acción, Blasco aún encontró tiempo y energías para escribir una de las
obras más ambiciosas de la literatura española y para convertirse en el
único escritor español que ha podido vivir en el extranjero,
holgadamente, del producto de sus libros, y entre el respeto y la
admiración del mundo.

Este aspecto de su vida se destaca aquí no por frivolidad, sino porque
después de haber tenido que pasar aquí, como tantos otros, por la cárcel
o el desprecio oficial, a causa de sus ideas; después de haber tenido
que vivir en el exilio--como tantos otros también--por expresarlas y
defenderlas; y después de que durante muchos años se ha pretendido hacer
de él un novelista de segunda, a causa también de sus ideas, ocultándolo
tras la etiqueta de «escritor costumbrista», para no reconocerle el
alcance real de sus ideas sociales, es hora ya de que el lector medio
abandone la idea que de Blasco se le ha querido imponer: la de un
escritor de tintas fuertes, de colores violentos y descripciones subidas
de tono, todo ello bajo el nombre académico de «naturalismo», y aprenda
a ver al verdadero Blasco Ibáñez.

No es posible dar una lista de todas las obras de Blasco Ibáñez, pero
citaremos aquellas que, además de hacerlo famoso, lo han definido como
uno de los grandes novelistas contemporáneos. En primer lugar, y por
orden de aparición, sus obras de carácter social, como _Arroz y Tartana_
(1894), _Flor de mayo_ (1895), _La Barraca_ (1898), _Entre naranjos_
(1901), _Cañas y barro_ (1902), _La catedral_ (1903), _La horda_ (1905),
_La bodega_ (1905), _Sangre y Arena_ (1908), que son precisamente sus
obras mayores, junto a las novelas de la guerra _Los cuatro jinetes del
Apocalipsis_ (1916) y _Mare Nostrum_ (1918), y las históricas _Sónnica
la Cortesana_ (1901), _El Papa del mar_ (1925) y _A los pies de Venus_
(1926), así como _La vuelta al mundo de un novelista_ (1925).

En cualquier enciclopedia puede hallar el lector la lista completa de
sus otras obras. Lo que aquí se trata de destacar es precisamente la
seriedad y profundidad trágica, además de su compromiso social y
político, en un autor al que se le ha achacado sensualidad,
costumbrismo, luz y color, alegría mediterránea, y otros tópicos. Es
verdad que nuestro autor amó la vida y que gozó de ella cuanto pudo; es
verdad que en sus novelas la luz y el encanto de su tierra son
protagonistas silenciosos y constantes; es verdad también que Blasco
utiliza el color violento y los contrastes para atenazar al lector con
una acción tensa y un lenguaje vivo y brillante. Pero pretender que eso
y sólo eso es todo lo que Blasco ha aportado a la literatura y al
conocimiento de las gentes de su tierra, no es sólo ceguera, sino
injusticia, y hasta injusticia premeditada.

Es, desde luego, menos arriesgado colgar en el haber o en el debe de la
«psicología» de un personaje o de una clase social lo que no son sino
consecuencias del ambiente en que se le obliga a permanecer, porque de
ese modo no hay que citar por sus nombres a los verdaderos responsables.
Como es más cómodo culpar a la tierra, al sol, o a la sangre caliente
por las reacciones violentas del campesino harto de padecer injusticias.
En cada una de las novelas citadas hay una denuncia que Blasco se atreve
a gritar.

C. Ayala



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