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Title: La corte de Carlos IV
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La corte de Carlos IV" ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Los entrecomillados han sido convertidos en rayas iniciales de
    diálogo donde el texto adopta forma dialogada. Las restantes rayas
    han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos.



  EPISODIOS NACIONALES

  LA CORTE DE CARLOS IV



  Es propiedad. Serán furtivos todos los ejemplares de esta obra que no
  lleven el sello del periódico _La Guirnalda_.



  EPISODIOS NACIONALES
  POR
  B. PÉREZ GALDÓS

  LA CORTE
  DE
  CARLOS IV

  CUARTA EDICIÓN

  MADRID
  1886
  Imprenta y litografía de LA GUIRNALDA
  _calle de las Pozas, núm. 12_



OBRAS DE B. PÉREZ GALDÓS


NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

  I.--Doña Perfecta (5.ª _edición_). 2 pesetas.
  II.--Gloria (dos tomos) (6.ª _edición_). 4 pesetas.
  III.--Marianela (5.ª _edición_). 2 pesetas.
  IV.--La familia de León Roch (tres tomos) (4.ª _edición_). 6 pesetas.
  V.--La Desheredada (un tomo en 4.º), 8 pesetas.
  VI.--El Amigo Manso (un tomo en 8.º), 3 pesetas. (2.ª _edición_).
  VII.--El Doctor Centeno (dos tomos), 6 ptas.
  VIII.--Tormento (un tomo en 8.º), 3,50 pesetas.
  IX.--La de Bringas (un tomo en 8.º), 3 ptas.
  X.--Lo Prohibido (dos tomos en 8.º), 6 ptas.


EPISODIOS NACIONALES

PRIMERA SERIE

  I.--_Trafalgar_ (6.ª edición.)
  II.--_La corte de Carlos IV_ (4.ª edición.)
  III.--_El 19 de marzo y el 2 de mayo_ (4.ª edición.)
  IV.--_Bailén_ (4.ª edición.)
  V.--_Napoleón en Chamartín_ (4.ª edición.)
  VI.--_Zaragoza_ (4.ª edición.)
  VII.--_Gerona_ (3.ª edición.)
  VIII.--_Cádiz_ (3.ª edición.)
  IX.--_Juan Martín el Empecinado_ (3.ª edición.)
  X.--_La batalla de los Arapiles_ (3.ª edición.)

SEGUNDA SERIE.

  I.--_El equipaje del rey José._ (3.ª edición.)
  II.--_Memorias de un Cortesano de 1815._ (2.ª edición.)
  III.--_La segunda casaca._ (Id.)
  IV.--_El grande Oriente._ (3.ª)
  V.--_7 de julio._ (2.ª edición.)
  VI.--_Los cien mil hijos de San Luis._ (2.ª edición.)
  VII.--_El Terror de 1824._ (Id.)
  VIII.--_Un voluntario realista._
  IX.--_Los Apostólicos._ (2.ª edición.)
  X.--_Un faccioso más y algunos frailes menos._ (2.ª edic.)

  PRECIO DE CADA TOMO
  DOS PESETAS EN TODA ESPAÑA


  LA
  FONTANA DE ORO
  (1820-1823)

  3.ª ed. notablemente corregida
  _Un vol. en 8.º de 400 págs._


  EL AUDAZ
  HISTORIA DE UN RADICAL DE ANTAÑO
  (1804)

  3.ª ed. notablemente corregida
  _Un volumen en 8.º_


  Los pedidos de ejemplares se dirigirán a la Administración de
  _La Guirnalda_ y _Episodios Nacionales_, calle del Barco, núm. 2
  duplicado. Madrid.



LA CORTE DE CARLOS IV

I


Sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes, vagaba por Madrid
un servidor de ustedes, maldiciendo la hora menguada en que dejó su
ciudad natal por esta inhospitalaria Corte, cuando acudió a las páginas
del _Diario_ para buscar ocupación honrosa. La imprenta fue mano
de santo para la desnudez, hambre, soledad y abatimiento del pobre
Gabriel, pues a los tres días de haber entregado a la publicidad en
letras de molde las altas cualidades con que se creía favorecido por la
Naturaleza, le tomó a su servicio una cómica del teatro del Príncipe,
llamada Pepita González o _la González_. Esto pasaba a fines de 1805;
pero lo que voy a contar ocurrió dos años después, en 1807, y cuando yo
tenía, si mis cuentas son exactas, diez y seis años, lindando ya con
los diez y siete.

Después os hablaré de mi ama. Ante todo debo decir que mi trabajo, si
no escaso, era divertido y muy propio para adquirir conocimiento del
mundo en poco tiempo. Enumeraré las ocupaciones diurnas y nocturnas en
que empleaba con todo el celo posible mis facultades morales y físicas.
El servicio de la histrionisa me imponía los siguientes deberes:

Ayudar al peinado de mi ama, que se verificaba entre doce y una, bajo
los auspicios del maestro Richiardini, artista napolitano, a cuyas
divinas manos se encomendaban las principales testas de la Corte.

Ir a la calle del Desengaño en busca del _Blanco de perla_, del _Elíxir
de Circasia_, de la _Pomada a la Sultana_, o de los _Polvos a la
Marechala_, drogas muy ponderadas, que vendía un monsieur Gastan, el
cual recibiera el secreto de confeccionarlas del mismo alquimista de
María Antonieta.

Ir a la calle de la Reina, número 21, cuarto bajo, donde existía un
taller de estampación para pintar las telas, pues en aquel tiempo los
vestidos de seda, generalmente de color claro, se pintaban según la
moda, en términos que, cuando esta pasaba, se volvían a pintar con
distintos ramos y dibujos, realizando así una alianza feliz entre la
moda y la economía, para enseñanza de los venideros tiempos.

Llevar por las tardes una olla con restos de puchero, mendrugos de pan
y otros despojos de comida a D. Luciano Francisco Comella, autor de
comedias muy celebradas, el cual se moría de hambre en una casa de la
calle de la Berenjena, en compañía de su hija, que era jorobada, y le
ayudaba en los trabajos dramáticos.

Limpiar con polvos la corona y el cetro que sacaba mi ama haciendo de
reina de Mongolia en la representación de la comedia titulada _Perderlo
todo en un día por un ciego y loco amor, y falso zar de Moscovia_.

Ayudarla en el estudio de sus papeles, especialmente en el de la
comedia _Los inquilinos de sir John o la familia de la India, Juanito
y Coleta_, para lo cual era preciso que yo recitase la parte de _Lord
Lulleswing_, a fin de que ella comprendiese bien el de _milady Pankoff_.

Ir en busca de la litera que había de conducirla al teatro y cargar
también dicha litera cuando era preciso.

Concurrir a la cazuela del teatro de la Cruz, para silbar
despiadadamente _El sí de las niñas_, comedia que mi ama aborrecía,
tanto por lo menos como a las demás del mismo autor.

Pasearme por la plazuela de Santa Ana, fingiendo que miraba las
tiendas, pero prestando disimulada y perspicua atención a lo que se
decía en los corrillos allí formados por cómicos o saltarines, y
cuidando de pescar al vuelo lo que charlaban los de la Cruz en contra
de los del Príncipe.

Ir en busca de un billete de balcón para la plaza de toros, bien
al despacho, bien a casa del banderillero Espinilla, que le tenía
reservado para mi ama, cual obsequio de una amistad tan fina como
antigua.

Acompañarla al teatro donde me era forzoso tener el cetro y la corona,
cuando ella entraba después de la segunda escena del segundo acto,
en _El falso zar de Moscovia_, para salir luego convertida en reina,
confundiendo a Osloff y a los magnates que la tenían por buñolera de
esquina.

Ir a avisar puntualmente a los _mosqueteros_ para indicarles los
pasajes que debían aplaudir fuertemente en la comedia y en la
tonadilla, indicándoles también la función que preparaban _los de allá_
para que se apercibieran con patriótico celo a la lucha.

Ir todos los días a casa de Isidoro Máiquez con el aparente encargo de
preguntarle cualquier cosa referente a vestidos de teatro; pero con
el fin real de averiguar si estaba en su casa cierta y determinada
persona, cuyo nombre me callo por ahora.

Representar un papel insignificante, como de paje que entra con una
carta, diciendo simplemente _tomad_, o de _hombre del pueblo primero_,
que exclama al presentarse la multitud ante el rey: _Señor, justicia,
o a tus reales plantas, coronado apéndice del sol_. (Esta clase de
ocupación me hacía dichoso por una noche.)

Y por este estilo otras mil tareas, ejercicios y empleos que no cito,
porque acabaría tarde, molestando a mis lectores más de lo conveniente.
En el trascurso de esta puntual historia irán saliendo mis proezas y
con ellas los diversos y complejos servicios que presté. Ahora voy a
dar a conocer a mi ama, la sin par Pepita González, sin omitir nada que
pueda dar perfecta idea del mundo en que vivía.

Mi ama era una muchacha más graciosa que bella, si bien aquella primera
cualidad resplandecía en su persona de un modo tan sobresaliente que la
presentaba como perfecta sin serlo. Todo lo que en lo físico se llama
hermosura, y cuanto en lo moral lleva el nombre de expresión, encanto,
coquetería, monería, etc., estaba reconcentrado en sus ojos negros,
capaces por sí solos de decir con una mirada más que dijo Ovidio en su
poema sobre el arte que nunca se aprende y siempre se sabe. Ante los
ojos de mi ama dejaba de ser una hipérbole aquello de _combustibles
áspides_ y _flamígeros ópticos disparos_, que Cañizares y Añorbe
aplicaban a las miradas de sus heroínas.

Generalmente, de los individuos que conocimos en nuestra niñez
recordamos o los accidentes más marcados de su persona, o algún otro,
que a pesar de ser muy insignificante, queda sin embargo grabado de un
modo indeleble en nuestra memoria. Esto me pasa a mí con el recuerdo
de la González. Cuando la traigo al pensamiento, se me representan
clarísimamente dos cosas, a saber: sus ojos incomparables, y el taconeo
de sus zapatos, _abreviadas cárceles de sus lindos pedestales_, como
dirían Valladares o Moncín.

No sé si esto bastará para que ustedes se formen idea de mujer tan
agraciada. Yo, al recordarla, veo en aquellos grandes ojos negros,
cuyas miradas resucitaban un muerto, y oigo el _tip-tap_ de su ligero
paso. Esto basta para hacerla resucitar en el recinto oscuro de mi
imaginación, y, no hay duda, es ella misma. Ahora caigo en que no
había vestido, ni mantilla, ni lazo ni garambaina que no le sentase
a maravilla; caigo también en que sus movimientos tenían una gracia
especial, un cierto no sé qué, un encanto indefinible que podrá
expresarse cuando el lenguaje tenga la riqueza suficiente para poder
designar con una misma palabra la malicia y el recato, la modestia y
la provocación. Esta rarísima antítesis consiste o en que nada hay más
hipócrita que ciertas formas de compostura, o en que la malignidad ha
descubierto que el mejor medio de vencer a la modestia es imitarla.

Pero sea lo que quiera, lo cierto es que la González electrizaba al
público con el airoso meneo de su cuerpo, su hermosa voz, su patética
declamación en las obras sentimentales, y su inagotable sal en las
cómicas. Igual triunfo tenía siempre que era vista en la calle por
la turba de sus admiradores y mosqueteros, cuando iba a los toros en
calesa o simón, o al salir del teatro en silla de mano. Desde que
veían asomar por la ventanilla el risueño semblante guarnecido por
los encajes de la blanca mantilla, la aclamaban con voces y palmadas
diciendo: «Ahí va toda la gracia del mundo, viva la sal de España» u
otras frases del mismo género. Estas ovaciones callejeras les dejaban
a ellos muy satisfechos, y también a ella, es decir a nosotros, porque
los criados se apropian siempre una parte de los triunfos de sus amos.

Pepita era sumamente sensible, y según mi parecer, de sentimientos
muy vivos y arrebatados, aunque por efecto de cierto disimulo tan
sistemático en ella, que parecía segunda naturaleza, todos la tenían
por fría. Doy fe además de que era muy caritativa, gustando de aliviar
todas las miserias de que tenía noticia. Los pobres asediaban su casa,
especialmente los sábados, y una de mis más trabajosas ocupaciones
consistía en repartirles ochavos y mendrugos, cuando no se los llevaba
todos el señor de Comella, que se comía los codos de hambre, sin dejar
de ser el _asombro de los siglos_ y el primer dramático del mundo. La
González vivía en su casa, sin más compañía que la de su abuela, la
octogenaria doña Dominguita y dos criados de distinto sexo, que la
servíamos.

Y después de haber dicho lo bueno, ¿se me permitirá decir lo malo,
respecto al carácter y costumbres de Pepa González? No, no lo digo.
Téngase en cuenta, en disculpa de la muchacha ojinegra, que se había
criado en el teatro, pues su madre fue _parte de por medio_ en los
ilustres escenarios de la Cruz y los Caños, mientras su padre tocaba el
contrabajo en los Sitios y en la Real capilla. De esta infeliz y mal
avenida coyunda nació Pepita, y excuso decir que desde la niñez comenzó
a aprender el oficio, con tal precocidad, que a los doce años se
presentó por primera vez en escena, desempeñando un papel en la comedia
de D. Antonio Frumento, _Sastre, rey y reo a un tiempo, o el Sastre
de Astracán_. Conocida, pues, la escuela, los hábitos poco austeros
de aquella alegre gente, a quien el general desprecio autorizaba en
cierto modo para ser peor que los demás, ¿no sería locura exigir de mi
ama una rigidez de principios, que habrían sido suficientes, dadas las
circunstancias de su vida, para asegurarle la canonización?

Réstame darla a conocer como actriz. En este punto debo decir tan solo
que en aquel tiempo me parecía excelente: ignoro el efecto que su
declamación produciría en mí hoy si la viera aparecer en el escenario
de cualquiera de nuestros teatros. Cuando mi ama estaba en la plenitud
de sus triunfos, no tenía rivales temibles con quienes luchar. María
del Rosario Fernández, conocida por la _Tirana_, había muerto el año
de 1803. Rita Luna, no menos famosa que aquella, se había retirado de
la escena en 1806; María Fernández, denominada la _Caramba_, también
había desaparecido. La Prado, Josefa Virg, María Ribera, María García y
otras de aquel tiempo, no poseían extraordinarias cualidades; de modo
que si mi ama no sobresalía de un modo notorio sobre las demás, tampoco
su estrella se oscurecía ante el brillo de ningún astro enemigo. El
único que entonces atraía la atención general y los aplausos de Madrid
entero era Máiquez, y ninguna actriz podía considerarle como rival, no
existiendo generalmente el antagonismo y la emulación sino entre los
dioses de un mismo sexo.

Pepa González estaba afiliada al bando de los anti-Moratinistas, no
solo porque en el círculo por ella frecuentado abundaban los enemigos
del insigne poeta, sino también porque personalmente tenía no sé qué
motivos de irreconciliable resentimiento contra él. Aquí tengo que
resignarme a apuntar una observación que por cierto favorece bien poco
a mi ama; pero como para mí la verdad es lo primero, ahí va mi parecer,
mal que pese a los manes de Pepita González. Mi observación es que la
actriz del Príncipe no se distinguía por su buen gusto literario, ni
en la elección de obras dramáticas, ni tampoco al escoger los libros
que daban alimento a su abundante lectura. Verdad es que la pobrecilla
no había leído a Luzán, ni a Montiano, ni tenía noticia de la sátira
de Jorge Pitillas, ni mortal alguno se había tomado el trabajo de
explicarle a Batteux ni a Blair, pues cuantos se acercaron a ella,
tuvieron siempre más presente a Ovidio que a Aristóteles, y a Bocaccio
más que a Despréaux.

Por consiguiente, mi señora formaba bajo las banderas de D. Eleuterio
Crispín de Andorra, con perdón sea dicho de cejijuntos Aristarcos. Y
es que ella no veía más allá, ni hubiera comprendido toda la jerigonza
de las reglas, aunque se las predicaran frailes descalzos. Es preciso
advertir que el abate Cladera, de quien parece ser fidelísimo retrato
el célebre D. Hermógenes, fue amigote del padre de nuestra heroína, y
sin duda aquel gracioso pedantón echó en su entendimiento, durante la
niñez, la semilla de los principios que en otra cabeza dieron por fruto
_El gran cerco de Viena_.

Ello es que mi ama gustaba de las obras de Comella, aunque últimamente,
visto el descrédito en que había caído este dios del teatro, al
despeñarse en la miseria desde la cumbre de su popularidad, no se
atrevía a confesarlo delante de literatos y gente ilustrada. Como
tuve ocasión de observar, atendiendo a sus conversaciones y poniendo
atención a sus preferencias literarias, le gustaban aquellas comedias
en que había mucho jaleo de entradas y salidas, revistas de tropas,
niños hambrientos que piden la teta, decoración de _gran plaza con arco
triunfal a la entrada_, personajes muy barbudos, tales como irlandeses,
moscovitas o escandinavos, y un estilo con el cual podía decir la dama
en cierta situación de apuro: «_estatua viva soy de hielo_» o «_rencor,
finjamos... encono, disimulemos... cautela, favorecedme_.»

Recuerdo que varias veces la oí lamentarse de que el nuevo gusto
hubiera alejado de la escena diálogos concertantes como el siguiente,
que pertenece, si mal no recuerdo, a la comedia _La mayor piedad de
Leopoldo el Grande_:


  MARGARITA.

  Vamos, amor...

  NADASTI.

                 Odio...

  ZRIN.

                         Duda...

  CARLOS.

  Horror...

  ALBURQUERQUE.

            Confusión...

  ULRICA.

                         Martirio...

  LOS SEIS.

  Vamos a esperar que el tiempo
  diga lo que tú no has dicho.


Como este género de literatura iba cayendo en desuso, rara vez tenía
mi ama el gusto de ver en la escena a _Pedro el Grande en el sitio de
Pultowa_, mandando a sus soldados que comieran caballos crudos y sin
sal, y prometiendo él por su parte almorzar piedras antes que rendir
la plaza. Debo advertir que esta preferencia más consistía en una
tenaz obstinación contra los Moratinistas que en falta de luces para
comprender la superioridad de la nueva escuela, y en que mi ama, rancia
e intransigente española por los cuatro costados, creía que las reglas
y el buen gusto eran malísimas cosas, solo por ser extranjeras, y que
para dar muestras de españolismo bastaba abrazarse, como a un lábaro
santo, a los despropósitos de nuestros poetas calagurritanos. En cuanto
a Calderón y a Lope de Vega, ella los tenía por admirables, solo porque
eran despreciados de los clásicos.

De buena gana me extendería aquí haciendo algunas observaciones
sobre los partidos literarios de entonces y sobre los conocimientos
literarios del pueblo en general y de los que se disputaban su favor
con tanto encarnizamiento; pero temo ser pesado y apartarme de mi
principal objeto que no es discutir con pluma académica sobre cosas,
tal vez mejor conocidas por el lector que por mí. Quédese en el tintero
lo que no es del caso, y sigamos, una vez que dejo consignado el mal
gusto de mi ama, cualidad que hoy afearía a cualquier marquesa, artista
o virtuosa de lo que llaman el gran mundo; pero que entonces no era
bastante a oscurecer ninguna de las inagotables gracias de su persona.

Ya la conocen ustedes. Pues bien, ahora voy a contar lo que me he
propuesto... ¡pero por vida de!... ahora caigo en que no debo seguir
adelante, sin dar a conocer el papel que por mi desgracia desempeñé
en el ruidoso estreno de _El sí de las niñas_, siendo causa de que la
tirantez de relaciones entre mi ama y Moratín se aumentara hasta llegar
a una solemne ruptura.



II


El hecho es anterior a los sucesos que me propongo narrar aquí; pero
no importa. _El sí de las niñas_ se estrenó en enero de 1806. Mi ama
trabajaba en los _Caños del Peral_, porque el Príncipe, incendiado
algún tiempo antes, no estaba aún reedificado. La comedia de Moratín,
leída varias veces por este en las reuniones del Príncipe de la Paz
y de Tineo, se anunciaba como un acontecimiento literario que había
de rematar gloriosamente su reputación. Los enemigos en letras, que
eran muchos, y los envidiosos, que eran más, hacían correr rumores
alarmantes, diciendo que la tal obra era un comedión más soporífero
que _La mojigata_, más vulgar que _El barón_, y más antiespañol que
_El café_. Aún faltaban muchos días para el estreno, y ya corrían de
mano en mano sátiras y diatribas, que no llegaron a imprimirse. Hasta
se tocaron registros de pasmoso efecto entonces, cuales eran excitar
la suspicacia de la censura eclesiástica, para que no se permitiera
la representación; pero de todo triunfó el mérito de nuestro primer
dramático, y _El sí de las niñas_ fue representado el 24 de enero.

Yo formé parte, no sin alborozo, porque mis pocos años me autorizaban a
ello, de la tremenda conjuración fraguada en el vestuario de los Caños
del Peral, y en otros oscuros conciliábulos, donde míseramente vivían
entre _cendales arachneos_ algunos de los más afamados dramaturgos del
siglo precedente. Capitaneaba la conjuración un poeta, de cuya persona
y estilo pueden ustedes formarse idea si recuerdan al omnímodo escritor
a quien Mercurio escoge entre la gárrula multitud para presentarlo
a Apolo. No recuerdo su nombre, aunque sí su figura, que era la de
un despreciable y mezquino ser constituido moral y físicamente como
por limosna de la maternal Naturaleza. Consumido su espíritu por la
envidia, y su cuerpo por la miseria, ganaba en fealdad y repulsión de
año en año; y como su numen ramplón, probado en todos los géneros,
desde el heroico al didascálico, no daba ya sino frutos a que hacían
ascos los mismos sectarios de la escuela, estaba al fin consagrado a
componer groseras diatribas y torpes críticas contra los enemigos de
aquellos a cuya sombra vivía sin más trabajo que el de la adulación.

Este hijo de Apolo nos condujo en imponente procesión a la cazuela de
la Cruz, donde debíamos manifestar con estudiadas señales de desagrado
los errores de la escuela clásica. Mucho trabajo nos costó entrar en el
coliseo, pues aquella tarde la concurrencia era extraordinaria; pero
al fin, gracias a que habíamos acudido temprano, ocupamos los mejores
asientos de aquella región paradisíaca, donde se concertaban todos los
discordes ruidos de la pasión literaria, y todos los malos olores de un
público que no brillaba por su cultura.

Ustedes creerán que el aspecto interior de los teatros de aquel tiempo
se parece algo al de nuestros modernos coliseos. ¡Qué error tan
grande! En el elevado recinto donde el poeta había fijado los reales
de su tumultuoso batallón, existía un compartimiento que separaba los
dos sexos, y de seguro el sabio legislador que tal cosa ordenó en
los pasados siglos, se frotaría con satisfacción las manos y daríase
un golpe en la augusta frente creyendo adelantar gran paso en la
senda de la armonía entre hombres y mujeres. Por el contrario, la
separación avivaba en hembras y varones el natural anhelo de entablar
conversación, y lo que la proximidad hubiera permitido en voz baja,
la pérfida distancia lo autorizaba en destempladas voces. Así es que
entre uno y otro hemisferio se cruzaban palabras cariñosas o burlonas
o soeces; observaciones que hacían desternillar de risa a todo el
ilustre concurso; preguntas que se contestaban con juramentos, y
agudezas cuya malicia consistía en ser dichas a gritos. Frecuentemente
de las palabras se pasaba a las obras, y algunas andanadas de castañas,
avellanas, o cáscaras de naranjas, cruzaban _de polo a polo_, arrojadas
por diestra mano, ejercicio que si interrumpía la función, en cambio
regocijaba mucho a entrambas partes.

Sin embargo, bueno es advertir que este mismo público, a quien afeaban
tan groseras exterioridades, solía dar muestras de gran instinto
artístico, llorando con Rita Luna en el drama de Kotzebue _Misantropía
y arrepentimiento_, o participando del sublime horror expresado por
Isidoro en la tragedia _Orestes_. Verdad es también que ningún público
del mundo ha excedido a aquel en donaire, para burlarse de los autores
malos y de los poetas que no eran de su agrado. Igualmente dispuesto
a la risa que al sentimiento, obedecía como un débil niño a las
sugestiones de la escena. Si alguien no pudo jamás tenerle propicio,
culpa suya fue.

Mirado el teatro desde arriba parecía el más triste recinto que puede
suponerse. Las macilentas luces de aceite que encendía un mozo saltando
de banco en banco apenas lo iluminaban a medias y tan débilmente, que
ni con anteojos se descubrían bien las descoloridas figuras del ahumado
techo, donde hacía cabriolas un señor Apolo con lira y borceguíes
encarnados. Era de ver la operación de encender la lámpara central,
que, una vez consumada tan delicada maniobra, subía lentamente por
máquina, entre las exclamaciones de la gente de arriba, que no dejaba
pasar tan buena ocasión de manifestarse de un modo ruidoso.

Abajo también había compartimiento, y consistía en una fuerte viga,
llamada _degolladero_, que separaba las lunetas del patio propiamente
dicho. Los palcos o aposentos eran unos cuchitriles estrechos y
oscuros donde se acomodaban como podían las personas de pro; y como
era costumbre que las damas colgasen en los antepechos sus chales y
abrigos, el conjunto de las galerías tenía un aspecto tal, que parecía
decoración hecha exprofeso para representar las calles de Postas o de
Mesón de Paños.

El reglamento de teatros, publicado en 1803, tendía a corregir muchos
de estos abusos; pero como nadie se cuidaba de hacerlo cumplir, solo
la costumbre y el progreso de la cultura reformó hábitos tan feos.
Recuerdo que hasta mucho después de la época a que me refiero, las
gentes conservaban el sombrero puesto, aunque el reglamento decía
terminantemente en uno de sus artículos:

  «En los aposentos de todos los pisos, y sin excepción de alguno, no
  se permitirá sombrero puesto, gorro, ni red al pelo, pero sí capa o
  capote para su comodidad.»

Mientras aguardábamos a que se alzase el telón, el poeta me hacía
minucioso relato del infinito número de obras que había compuesto,
entre dramáticas, cómicas, elegiacas, epigramáticas, venatorias,
bucólicas y del género sentimental y mixto. Me contó el argumento de
tres o cuatro tragedias que no esperaban más que la protección de un
mecenas para pasar de las musas al teatro, y como si mis culpas no
estuvieran aún bastantes purgadas con oír los argumentos, me espetó
algunos sonetos, que si no eran exactamente iguales a aquel famosísimo

      Reverberante numen que del Istro
    al Marañón sublimas con tu zurda,

le eran tan semejantes como una calabaza a otra.

Cuando la representación iba a empezar, el poeta dirigió su mirada
de gerifalte a los abismos del patio para ver si habían puntualmente
acudido otros no menos importantes caudillos de la manifestación
fraguada contra _El sí de las niñas_. Todos estaban en sus puestos, con
puntual celo por la causa nacional. No faltaba ninguno: allí estaba el
vidriero de la calle de la Sartén, uno de los más ilustres capitanes
de la mosquetería; allí el vendedor de libros de la Costanilla de los
Ángeles, hombre perito en las letras humanas; allí _Cuarta y Media_,
cuyo fuerte pulmón hizo acallar él solo a todos los admiradores de
_La mojigata_; allí el hojalatero de las Tres Cruces, esforzado
adalid, que traía bajo la ancha capa algún reluciente y ruidoso
caldero para sorprender al auditorio con sinfonías no anunciadas en el
programa; allí el incomparable Roque Pamplinas, barbero, veterinario
y sangrador, que con los dedos en la boca, desafiaba a todos los
flautistas de Grecia y Roma; allí, en fin, lo más granado y florido
que jamás midió sus armas en palenques literarios. Mi poeta quedó
satisfecho después de pasar revista a su ejército, y luego todos
dirigimos nuestra atención al escenario, porque la comedia había
empezado.

--¡Qué principio! --dijo oyendo el primer diálogo entre D. Diego y
Simón--. ¡Bonito modo de empezar una comedia! La escena es una posada.
¿Qué puede pasar de interés en una posada? En todas mis comedias, que
son muchas, aunque ninguna se ha representado, se abre la acción con un
_jardín corintiano, fuentes monumentales a derecha e izquierda, templo
de Juno en el fondo_, o con _gran plaza donde están formados tres
regimientos; en el fondo la ciudad de Varsovia, a la cual se va por un
puente..._ etc... Y oiga usted las simplezas que dice ese vejete. Que
se va a casar con una niña que han educado las monjas de Guadalajara.
¿Esto tiene algo de particular? ¿No es acaso lo mismo que estamos
viendo todos los días?

Con estas observaciones, el endiablado poeta no me dejaba oír la
función, y yo, aunque a todas sus censuras contestaba con monosílabos
de la más humilde aquiescencia, hubiera deseado que callara con mil
demonios. Pero era preciso oírle; y cuando aparecieron doña Irene y
doña Paquita, mi amigo y jefe no pudo contener su enfado, viendo que
atraían la atención dos personas, de las cuales una era exactamente
igual a su patrona, y la otra no era ninguna princesa, ni senescala, ni
canonesa, ni landgraviata, ni archidapífera de país ruso o mongol.

--¡Qué asuntos tan comunes! ¡Qué bajeza de ideas! --exclamaba de
modo que le pudieran oír todos los circunstantes--. ¿Y para esto se
escriben comedias? ¿Pero no oye usted que esa señora está diciendo las
mismas necedades que diría doña Mariquita o doña Gumersinda, o la tía
Candungas? Que si tuvo un pariente obispo; que si las monjas educaron
a la niña sin artificios ni embelecos; que la muy piojosa se casó a
los diez y nueve con D. Epifanio; que parió veintidós hijos... así
reventara la maldita vieja.

--Pero oigamos --dije yo, sin poder aguantar las importunidades del
caudillo--, y luego nos burlaremos de Moratín.

--Es que no puedo sufrir tales despropósitos --continuó--. No se viene
al teatro para ver lo que a todas horas se ve en las calles y en casa
de cada _quisque_. Si esa señora en vez de hablar de sus partos,
entrase echando pestes contra un general enemigo porque le mató en
la guerra sus veintiún hijos, dejándole solo el veintidós, que está
aún en la mamada, y lo trae para que no se lo coman los sitiados,
que se mueren de hambre, la acción tendría interés, y ya estaría el
público con las manos desolladas de tanto palmoteo... Amigo Gabriel,
es preciso protestar con gran fuerza. Golpeemos el suelo con los pies
y los bastones, demostrando nuestro cansancio e impaciencia. Ahora
bostecemos abriendo la boca hasta que se disloquen las quijadas, y
volvamos la cara hacia atrás, para que todos los circunstantes que
ya nos tienen por literatos, vean que nos aburrimos de tan sandia y
fastidiosa obra.

Dicho y hecho; comenzamos a golpear el suelo, y luego bostezamos en
coro, diciéndonos unos a otros: _¡qué fastidio!... ¡qué cosa tan
pesada!... ¡mal empleado dinero!..._ y otras frases por el mismo
estilo, que no dejaban de hacer su efecto: los del patio imitaron
puntualísimamente nuestra patriótica actitud. Bien pronto un general
murmullo de impaciencia resonó en el ámbito del teatro. Pero si había
enemigos, no faltaban amigos, desparramados por lunetas y aposentos,
y aquellos no tardaron en protestar contra nuestra manifestación, ya
aplaudiendo, ya mandándonos callar con amenazas y juramentos, hasta que
una voz fuertísima, gritando desde el fondo del patio: _¡afuera los
chorizos!_ provocó ruidosa salva de aplausos, y nos impuso silencio.

El poetastro no cabía en su pellejo de indignación. Siguió haciendo
observaciones, conforme avanzaba la pieza, y decía:

--Ya, ya sé lo que va a resultar aquí. Ahora resulta que doña Paquita
no quiere al viejo, sino a un militarito, que aún no ha salido, y
que es sobrino del cabronazo de don Diego. Bonito enredo... Parece
mentira que esto se aplauda en una nación culta. Yo condenaba a
Moratín a galeras, obligándolo a no escribir más vulgaridades en
toda su vida. ¿Te parece, Gabrielillo, que esto es comedia? Si no hay
enredo, ni trama, ni sorpresa, ni confusiones, ni engaños, ni _quid
pro quo_, ni aquello de disfrazarse un personaje para hacer creer
que es otro, ni tampoco aquello de que salen dos insultándose como
enemigos, para después percatarse de que son padre e hijo... Si ese
D. Diego cogiera a su sobrino y matándolo bonitamente en la cueva,
preparara un festín e hiciera servir a su novia un plato de carne de
la víctima, bien condimentado con especias y hoja de laurel, entonces
la cosa tendría alguna malicia... ¿Y la niña por qué disimula? ¿No
sería más dramático, que se negase a casarse con el viejo, que le
insultara llamándolo tirano, o le amenazara con arrojarse al Danubio o
al Don, si osaba tocar su virginidad...? Estos poetas nuevos no saben
inventar argumentos bonitos, sino estas majaderías con que engañan
a los bobos, diciéndoles que son conformes a las reglas. Ánimo,
compañeros, prepararse todo el mundo. Pronunciemos frases coléricas y
finjamos disputar en corro, diciendo unos que esta obra es peor que _La
mojigata_, y otros que aquella era peor que esta. El que sepa silbar
con los dedos, hágalo _ad libitum_, y patadas a discreción. Apostrofar
a doña Irene cuando se retire de la escena, llamándola cada cual como
le ocurra.

Dicho y hecho: conforme a las terminantes órdenes de nuestro jefe,
armamos una espantosa grita al finalizar el acto primero. Como los
amigos del autor protestaran contra nosotros, exclamamos _¡afuera la
polaquería!_ y enardecidos los dos bandos por el calor de la porfía,
se cruzaron los más duros apóstrofes, entre el discorde gritar de la
cazuela y el patio. El acto segundo no pasó más felizmente que el
primero; y por mi parte ponía gran atención al diálogo, porque la
verdad era, con perdón sea dicho del poeta mi amigo, que la comedia me
parecía muy buena, sin que yo acertara a explicarme entonces en qué
consistían sus bellezas.

La obstinación de aquella doña Irene empeñada en que su hija debía
casarse con D. Diego porque así cuadraba a su interés, y la torpeza con
que cerraba los ojos a la evidencia, creyendo que el consentimiento de
su hija era sincero, sin más garantía que la educación de las monjas;
el buen sentido del D. Diego, que no las tenía todas consigo respecto
a la muchacha, y desconfiaba de su remilgada sumisión; la apasionada
cortesanía de D. Carlos, la travesura de Calamocha, todos los
incidentes de la obra, lo mismo los fundamentales que los accesorios,
me cautivaban, y al mismo tiempo descubría vagamente en el centro de
aquella trama un pensamiento, una intención moral, a cuyo desarrollo
estaban sujetos todos los movimientos pasionales de los personajes.
Sin embargo, me cuidaba mucho de guardar para mí estos raciocinios que
hubieran significado alevosa traición a la ilustre hueste de silbantes,
y fiel a mis banderas no cesaba de repetir con grandes aspavientos:
«¡Qué cosa tan mala!... ¡Parece mentira que esto se escriba!...
Ahí sale otra vez la viejecilla... Bien por el viejo ñoño... ¡Qué
aburrimiento! ¡Miren la gracia!», etc., etc.

El segundo acto pasó, como el primero, entre las manifestaciones de
uno y otro lado; pero me parece que los amigos del poeta llevaban
ventaja sobre nosotros. Fácil era comprender que la comedia gustaba
al público imparcial, y que su buen éxito era seguro, a pesar de las
indignas cábalas, en las cuales tenía yo tanta parte. El tercer acto
fue sin disputa el mejor de los tres: yo le oí con religioso respeto,
y luchando con las impertinencias de mi amigo el poeta, que en lo
mejor de la pieza creyó oportuno desembuchar lo más escogido de sus
disparates.

Hay en el dicho acto, tres escenas de una belleza incomparable.
Una es aquella en que doña Paquita descubre ante el buen D. Diego
las luchas entre su corazón y el deber impuesto por una indiscreta
hipócrita conformidad con superiores voluntades: otra es aquella en
que intervienen D. Carlos y don Diego, y se desata, merced a nobles
explicaciones, el nudo de la fábula; y la tercera es la que sostienen
del modo más gracioso don Diego y doña Irene, aquel deseando dar por
terminado el asunto del matrimonio, y esta interrumpiéndola a cada paso
con sus importunas observaciones.

No pude disimular el gusto que me causó esta escena, que me parecía
el colmo de la naturalidad, de la gracia y del interés cómico; pero
el poeta me llamó al orden injuriándome por mi deserción del campo
_chorizo_.

--Perdone usted --le dije--, me he equivocado. Pero ¿no cree usted que
esa escena no está del todo mal?

--¡Cómo se conoce que eres novato, y en la vida has compuesto un
verso! ¿Qué tiene esa escena de extraordinario, ni de patético, ni de
historiográfico...?

--Es que la naturalidad... Parece que ha visto uno en el mundo lo que
el poeta pone en escena.

--Cascaciruelas: pues por eso mismo es tan malo. ¿Has visto que en
_Federico II_, en _Catalina de Rusia_, en _La esclava de Negroponto_ y
otras obras admirables, pase jamás nada que remotamente se parezca a
las cosas de la vida? ¿Allí no es todo extraño, singular, excepcional,
maravilloso y sorprendente? Pues por eso es tan bueno. Los poetas de
hoy no aciertan a imitar a los de mi tiempo, y así está el arte por los
mismos suelos.

--Pues yo, con perdón de usted --dije--, creo que... la obra es
malísima, convengo; y cuando usted lo dice, bien sabido se tendrá
por qué. Pero me parece laudable la intención del autor que se ha
propuesto aquí, según creo, censurar los vicios de la educación que dan
a las niñas del día, encerrándolas en los conventos, y enseñándolas a
disimular y a mentir... Ya lo ha dicho D. Diego: las juzgan honestas,
cuando les han enseñado el arte de callar, sofocando sus inclinaciones,
y las madres se quedan muy contentas cuando las pobrecillas se prestan
a pronunciar un sí perjuro, que después las hace desgraciadas.

--¿Y quién le mete al autor en esas filosofías? --dijo el pedante--.
¿Qué tiene que ver la moral con el teatro? En _El mágico de Astracán_,
en _A España dieron blasón las Asturias y León y Triunfos de D.
Pelayo_, comedias que admira el mundo, ¿has visto acaso algún pasaje en
que se hable del modo de educar a las niñas?

--Yo he oído o leído en alguna parte que el teatro sirve de
entretenimiento y de enseñanza.

--¡Patarata! Además el Sr. Moratín se va a encontrar con la horma de
su zapato, por meterse a criticar la educación que dan las señoras
monjas. Ya tendrá que habérselas con los reverendos obispos y la santa
Inquisición, ante cuyo tribunal se ha pensado delatar _El sí_, y se le
delatará, sí señor.

--Vea usted el final --dije atendiendo a la tierna escena en que D.
Diego casa a los dos amantes, bendiciéndoles con el cariño de un padre.

--¡Qué desenlace tan desabrido! Al menos lerdo se le ocurre que D.
Diego debe casarse con doña Irene.

--¡Hombre! ¿D. Diego con doña Irene? Si él es una persona discreta y
seria, ¿cómo va a casarse con esa impertinente vieja?

--¿Qué entiendes tú de eso, chiquillo? --exclamó amostazado el
pedantón--. Digo que lo natural es que D. Diego se case con doña
Irene, D. Carlos con Paquita y Rita con Simón. Así quedaría regular
el fin, y mucho mejor si resultara que la niña era hija natural de D.
Diego, y D. Carlos hijo espúreo de doña Irene, que le tuvo de algún
Rey disfrazado, comandante del Cáucaso, o bailío condenado a muerte.
De este modo, tendría mucho interés el final, mayormente si uno salía
diciendo: _¡padre mío!_ y otro, _¡madre mía!_ con lo cual después de
abrazarse, se casaban para dar al mundo numerosa y masculina sucesión.

--Vamos, que ya se acaba. Parece que el público está satisfecho --dije
yo.

--Pues apretar ahora, muchachos. Manos a la boca. La comedia es pésima,
inaguantable.

La consigna fue prontamente obedecida. Yo mismo, obligado por la
disciplina, me introduje los dedos en la boca y... ¡Sombra de Moratín!
¡Perdón mil veces...! No lo quiero decir; que comprenda el lector mi
ignominia y me juzgue.

Pero nuestra mala estrella quiso que la mayor parte del público
estuviese bien dispuesta en favor de la comedia. Los silbidos
provocaron una tempestad de aplausos, no solo entre la gente de los
aposentos y lunetas, sino entre los de la cazuela y tertulia.

El justiciero pueblo que nos rodeaba, y que en su buen instinto
artístico comprendía el mérito de la obra, protestó contra nuestra
indigna cruzada, y algunos de los más ardientes de la falange se
vieron aporreados de improviso. Lo que tengo más presente es la mala
aventura que ocurrió al alumno de Apolo en aquella breve batalla por
él provocada. Usaba un sombrero trípico de dimensiones harto mayores
que las proporcionadas a su cabeza, y en el momento en que se volvía
para contestar a las injurias de cierto individuo, una mano vigorosa,
cayendo a plomo sobre aquella prenda hiperbólica, se la hundió hasta
que las puntas descansaron sobre los hombros. En esta actitud estuvo el
infeliz manoteando un rato sin ton ni son, incapaz para sacar a luz su
cabeza del tenebroso recinto en que había quedado sepultada.

Por fin, los amigos le sacamos con gran esfuerzo el sombrero, y él
echando espumarajos por la boca, juró tomar venganza tan sangrienta
como pronta; pero no pasó de aquí su furor, porque todos los
circunstantes se reían de él, y a ninguno se dirigió para vengarse.
Le sacamos a la calle, donde se serenó algún tanto, y nos separamos,
prometiendo juntarnos otra vez al día siguiente en el mismo sitio.

Tal fue el estreno de _El sí de las niñas_. Aunque la primera tarde
fuimos derrotados, aún había esperanza de hundir la obra en la segunda
o la tercera representación. Se sabía que el ministro Caballero la
desaprobaba, jurando castigar a su autor, y esto daba esperanza al
partido de los silbantes, que ya veían a Moratín en poder del Santo
Oficio, con coroza de sapos, sambenito y soga al cuello. Pero la
segunda tarde vinieron de un golpe a tierra las ilusiones de los más
ardientes anti-Moratinistas, porque la presencia del Príncipe de la Paz
impuso silencio a las chicharras, y nadie osó formular demostraciones
de desagrado. Desde entonces el autor de _El sí_, a quien se dijo que
la conspiración había sido fraguada en el cuarto de mi ama, interrumpió
la tibia amistad que con esta le unía. La González pagó este desvío con
un cordial aborrecimiento.



III


Contado este suceso, muy anterior a los que son objeto del presente
libro, empezaré mi narración, la cual irá al compás de ciertos hechos
ocurridos en el otoño de 1807, año que en la mente de los madrileños
quedó marcado con el recuerdo de la famosa conspiración y causa del
Escorial.

No quiero escribir una palabra más, sin daros a conocer a una persona
que desde aquellos días ocupó lugar privilegiado en mi corazón, siendo
a la vez, como se verá por este relato, lección viva de mi existencia,
pues la enseñanza que de su conocimiento me provino contribuyó de un
modo poderoso a formar mi carácter.

Todas las ropas de teatro y de calle que usaba mi ama, eran
confeccionadas por una costurera de la calle de Cañizares, excelente
y honradísima mujer, joven aún, aunque desmejorada por el trabajo,
discreta y afable, en tales términos que por entre la corteza de su
malestar presente parecían distinguirse nacimiento y condición muy
superiores. Esto no era más que apariencia, pero a la citada persona
le pasaba lo contrario de lo que a otros pasa, y es que son nobles sin
parecerlo. Doña Juana, que este era el nombre de aquella santa mujer,
tenía una hija llamada Inés, de quince años de edad, la cual le ayudaba
en sus tareas, con más solicitud de la que podía esperarse de su
delicado organismo y edad temprana.

Enaltecía a esta muchacha, además de las gracias de su persona,
un buen sentido, cual no he visto jamás en criaturas de su mismo
sexo ni aun del nuestro, amaestrado ya por los años. Inés tenía el
don especialísimo de poner todas las cosas en su verdadero lugar,
viéndolas con luz singular y muy clara, concedida a su privilegiado
entendimiento, sin duda para suplir con ella la inferioridad que le
negó la fortuna. No he visto en mi larga vida otra muchacha que a
aquella se asemejase, y estoy seguro de que a muchos parecerá este
tipo invención mía, pues no comprenderán que haya existido, entre las
infinitas hijas de Eva, una tan diferente de las demás. Pero créanlo
bajo mi palabra honrada.

Si ustedes hubieran conocido a Inés, y notado la imperturbable
serenidad de su semblante, imagen del espíritu más tranquilo, más
equilibrado, más claro, más dueño de sí mismo que ha animado el
corporal barro, no pondrían en duda lo que digo. Todo en ella era
sencillez, hasta su hermosura, no a propósito para despertar mundano
entusiasmo amoroso, sino semejante a una de esas figuras simbólicas,
que no están materialmente representadas en ninguna parte; pero que
vemos con los ojos del alma, cuando las ideas agitándose en nuestra
mente, pugnan por vestirse de formas visibles en la oscura región del
cerebro.

Su lenguaje era también la misma sencillez; jamás decía cosa alguna que
no me sorprendiese como la más clara y expresiva verdad. Sus razones,
trayéndome al sentido equitativo y templado de todas las cosas daban
a mi entendimiento un descanso, un aplomo, de que carecía obrando
por sí mismo. Puedo decir, comparando mi espíritu con el de Inés, y
escudriñando la radical diferencia entre uno y otro, que el de ella
tenía un centro y el mío no. El mío divagaba llevado y traído por
impresiones diversas, por sentimientos contradictorios y repentinos:
mis facultades eran como meteoros errantes que tan pronto brillan como
se oscurecen, tan pronto marchan como chocan, según la influencia
recibida de superiores cuerpos; mientras las suyas eran un completo y
armónico sistema planetario, atraído, puesto en movimiento y calentado
por el gran sol de su pura conciencia.

Alguien se burlará de estas indicaciones psicológicas que yo quisiera
fuesen tan exactas como las concibe mi oscura inteligencia; alguien
encontrará digna de risa la presentación de semejante heroína, y harán
mil aspavientos al ver que he querido hacer una irrisoria _Beatrice_
con los materiales de una modistilla; pero estas burlas no me importan
y sigo.

Desde que conocí a Inés, la amé del modo más extraño que pueden
ustedes imaginar: una viva inclinación arrastraba mi corazón hacia
ella: pero esta inclinación era como el culto que tributamos a una
superioridad indiscutible, como la fe que nos ocupa sublimando lo
más noble de nuestro ser; pero dejando siempre libre una parte de él
para las pasiones del mundo. Así es que, sin dejar de ser Inés para
mí la primera de todas las mujeres, yo creía poder amar a otras con
amor apropiado a las circunstancias de cada momento de la vida. Yo he
observado que los que se consagran a un ideal, casi nunca lo hacen
por entero, dejan una parte de sí mismos para el mundo, a que están
unidos aunque solo sea por el suelo que pisan. Hago esta observación
fastidiosa por si contribuye a esclarecer el peculiar estado de mi alma
ante tan noble criatura. ¡Y era una modista, una modistilla! Reíd si os
place.

El tercer individuo de aquella honesta familia era el padre Celestino
Santos del Malvar, hermano del difunto esposo de doña Juana, tío
por lo tanto de Inés, clérigo desde su mocedad, varón simplísimo y
benévolo, pero el más desgraciado de su clase, pues no tenía rentas,
ni capellanía, ni beneficio alguno. Su modestia, su buena fe y su
candor inagotable fueron sin duda parte a tenerle en la miseria por
tanto tiempo; y él, aunque era un gran latino, jamás pudo conseguir
colocación alguna. Pasaba la vida escribiendo memoriales al Príncipe de
la Paz, de quien era paisano y fue allá en la niñez amigo; mas ni el
Príncipe ni nadie le hacía caso.

Cuando Godoy subió al ministerio prometiole una canonjía o ración, y
en la época de este relato hacía catorce años que D. Celestino del
Malvar estaba esperando lo prometido: mas sin que la tardanza del favor
hiciese desmayar su ingenua confianza. Siempre que se le preguntaba,
respondía:

--La semana que viene recibiré el nombramiento: así me lo ha dicho el
oficial de la secretaría.

De este modo pasaron catorce años, y la _semana que viene_ no venía
nunca.

Siempre que yo iba a aquella casa con recados de mi ama, me detenía
todo el tiempo posible, y a ella acudía también en mis ratos de
ocio, gozando mucho en contemplar la apacible existencia de una
familia, cuyos tres individuos tan honda simpatía habían despertado
en mi corazón. Doña Juana y su hija siempre cosiendo, cosiendo con
eterna aguja una tela sin fin. De esto vivían los tres, pues el padre
Celestino, tocando la flauta, haciendo versos latinos, o consumiendo
tinta y papel en larguísimos memoriales, no ganaba más caudal que el de
sus esperanzas, siempre colocadas a interés compuesto.

Nuestras conversaciones eran siempre entretenidas y amenas. Yo les
contaba mi breve historia, y les hacía reír dándoles a conocer
los locos proyectos que imaginaba para lo porvenir. Nos reíamos
discretamente y sin saña de la buena fe de D. Celestino, y este después
de salir a informarse de su asunto, volvía lleno de júbilo, dejaba
sobre una silla el sombrero de teja y el manteo, y restregándose las
manos, decía al sentarse junto a nosotros:

--Ahora sí que va de veras. La semana que entra, sin falta. Me han
dicho que ocurrieron ciertas dilacioncillas; pero ya están vencidas, a
Dios gracias. La semana que entra, sin falta.

Cierto día le dije:

--Usted, D. Celestino, no ha conseguido ya lo que desea, porque es
hombre encogido y no se lanza... pues... no se lanza.

--¿Qué es eso de lanzarse, chiquillo? --me preguntó.

--Pues... a mí me han dicho que hoy conviene pedir veinte para que den
cinco. Además, váyase el mérito con mil demonios: lo que conviene es
tener desvergüenza para meterse en todas partes, buscar la amistad de
personas poderosas; en fin, hacer lo que los demás han hecho para subir
a esos puestos en que son la admiración del mundo.

--¡Ah, Gabriel! --dijo doña Juana--. Tú eres un ambiciosillo a quien
alguien ha trastornado el juicio. Lo que menos crees tú es que te has
de ver por ensalmo en la corte, cubierto de galones y mandando y
disponiendo desde la Secretaría del Despacho.

--Justo y cabal, señora mía --dije yo riendo y atento a lo que
expresaba el semblante de Inés, con quien repetidas veces había hablado
del mismo asunto--. Aunque estoy en el mundo sin padre ni madre, ni
perro que me ladre, yo creo que bien puedo esperar lo que otros han
tenido sin ser más sabios que yo. De menos hizo Dios a Cañete a quien
hizo de un puñete.

--Tú tienes disposición, Gabriel --dijo gravemente D. Celestino--;
y mucho será que de un día para otro no te veamos convertido en
personaje. Entonces no te dignarás hablarnos, ni vendrás a casa;
pero hijo, es preciso que aprendas los clásicos latinos, sin lo
cual no hallarás abierta ninguna de las puertas de la fortuna; y
además te aconsejo que aprendas a tañer la flauta, porque la música
es suavizadora de las costumbres, endulza los ánimos más agrios, y
predispone a la benevolencia para con los que la manejan bien. Y si no,
ahí me tienes a mí, que de seguro nada habría conseguido si de antiguo
no cultivara mi entendimiento en aquellas dos divinísimas artes.

--No echaré en saco roto la advertencia --repuse--, pues todos sabemos
a qué debe su encumbramiento el hombre más poderoso que hay hoy en
España después del Rey.

--¡Calumnias! --exclamó irritado el sacerdote--. Mi paisano, amigo y
mecenas, el señor Príncipe de la Paz, debe su elevación a su gran
mérito, a su sabiduría y tacto político, y no a supuestas habilidades
en la guitarra y en las castañuelas, como dice el estólido vulgo.

--Sea lo que quiera --añadí yo--, lo cierto es que ese hombre, de
humildísimo guardia ha subido a cuanto hay que subir. Bien claro está.

--Pues no dudes que tú harás otro tanto --dijo con ironía doña Juana--.
De hombres se hacen los obispos, como dijo el otro.

--Verdad es --repuse siguiendo la broma--, y juro que he de hacer a D.
Celestino arzobispo de Toledo.

--Alto allá --dijo el clérigo seriamente--. No acepto yo un cargo para
el que me reconozco sin méritos. Bastante tendré yo con una capellanía
de Reyes Nuevos o el arcedianato de Talavera.

Así siguió entre veras y burlas la conversación, hasta que saliendo de
la salita doña Juana y el buen presbítero, nos dejaron solos a Inés y a
mí.

--Cómo se ríen de mis proyectos, niñita mía --le dije--. Pero tú
comprenderás que un muchacho como yo no debe contentarse con servir
a cómicos por toda su vida. A ver: de todo lo que yo puedo ser, Dios
mediante, ¿qué te gusta más? Escoge: ¿te gustaría que fuese capitán
general, príncipe coronado, con vasallos y ejército, señor de muchas
tierras, primer ministro que quite y ponga los empleados a su antojo,
obispo?... No, obispo no, porque entonces no podría casarme contigo,
para hacerte llevar en carroza de doce caballos...

Inés se puso a reír, como quien oye un cuento de esos cuyo chiste
consiste en la magnitud de lo absurdo.

--Ríete de mí, pero contesta: ¿qué quieres más?

--Lo que quiero --dijo con dulce voz y suspendiendo la costura--, es
verte general, primer ministro, gran duque, emperador o arzobispo; pero
de tal modo que cuando te acuestes por la noche en tu colchoncito de
plumas puedas decir: hoy no he hecho mal a nadie ni nadie ha muerto por
mi causa.

--Pero, reinita --dije yo interesándome más cada vez en aquel
coloquio--, si llego a ser eso que dices (pues bien podría suceder),
¿qué importa que mueran por mí o por el bien del Estado tres o cuatro
prójimos que nada significan en el mundo?

--Bueno --repuso ella--, pero que los maten otros. Si tú llegas a ser
eso que has dicho, y para mantenerte en un puesto que no mereces,
necesitas sacrificar a muchos desgraciados, buen provecho te haga.

--¡Qué escrupulosa eres, Inesilla! --dije--. Si te hiciera caso, mi
vida se encerraría entre cuatro paredes. ¿Qué es eso de sacrificar
desgraciados? Yo voy a mi negocio, y los demás... como yo no he de
matar a nadie. Y sobre todo, si hago daño a alguno serán tantos los
que reciban beneficios de mi mano, que todo quedará compensado, y mi
conciencia en santa paz. Veo que tú no te entusiasmas como yo, ni
piensas lo que yo pienso. ¿Quieres que te sea franco? Pues oye. A mí se
me ha metido en la cabeza que cuando tenga más años, he de ocupar una
posición... qué sé yo... me mareo pensando en esto. No te puedo decir
ni cómo he de llegar a ella, ni quién me dará la mano para subir de un
salto tantos escalones; pero ello es que yo cavilo en esto, y me figuro
que ya me estoy viendo elevado a la más alta dignidad por una dama
poderosa que me haga su secretario, o por un joven que me crea listo
para ayudarle en sus asuntos...; no te enfades, chiquilla, que cuando
tales cosas se ocurren y uno tiene la cabeza llena a todas horas de los
mismos pensamientos, al fin tiene que salir cierto, como este es día.

Inés no se enfadaba, sino que reía. Después, marcando con su aguja el
compás gramatical de su discurso, me dijo:

--Pues mira: si tú hubieras nacido en cuna de príncipes, no te digo
que no. Pero has de saber que si tú, que eres un pobrecillo hijo de
pescadores y no tienes más ciencia que leer mal y escribir peor, llegas
a ser hombre ilustre y poderoso, no porque saques talento y sabiduría,
sino porque a una señora caprichosa o a un vejete rico se le ocurra
protegerte, como otros muchos de quienes cuentan maravillas; has de
saber, digo, que tan fácilmente como subas volverás a caer, y hasta los
sapos se reirán de ti.

--Eso será lo que Dios quiera --respondí--. Caeremos o no, pues aunque
ignorantes, no nos faltará nuestra gramática parda.

--¡Qué necio eres! Mira: a mí me han dicho... no, nadie me lo ha dicho:
pero lo sé... que en el mundo al fin y al cabo, pasa siempre lo que
debe pasar.

--Reinita --dije--, en eso te equivocas, porque nosotros deberíamos ser
ricos, y no lo somos.

--Todos creerán lo mismo, hijito, y es preciso que alguno esté
equivocado. Pues bien: todas las cosas del mundo concluyen siempre como
deben concluir. No sé si me explico.

--Sí, te entiendo.

--A mí me han dicho... no, no me lo han dicho: lo sé desde hace mil
años...: yo sé que en el mundo todo lo que pasa es según la ley...,
porque chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les da la gana,
sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan y los gusanos se
arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las
flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba,
porque así es su regla... ¿me entiendes?

--Lo que es eso todos lo sabemos --respondí menospreciando la ciencia
de Inesilla.

--Bien, muchacho --continuó la profesora--: ¿crees tú que una tortuga
puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?

--No, seguramente.

--Pues tú pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni
rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeñara en subir volando
al pico más alto de Guadarrama.

--Pero, reinita y emperatriz --dije yo--, si no pienso subir solo, sino
que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me
suba en un periquete. Hazme el favor de decirme cuál era la sabiduría y
la riqueza _del otro_, cuando le hicieron duque y generalísimo.

--Pero, señor duquillo --contestó ella jovialmente--, si esa personita
le sube a usted, será como si un águila o buitre cogiera por su concha
a la tortuga para llevársela por los aires. Sí, te levantará; pero
cuando estés arriba, el pájaro no va a estarse toda la vida con tanto
peso en las alas, te dirá: «Ahora, niño mío, mantente solo.» Tú moverás
las patucas; pero como no tienes alas, ¡pataplús! caerás en el suelo
haciéndote mil pedazos.

--¡Qué tonta eres! --dije con petulancia--. Eso pasa en las cosas que
se ven y se tocan; pero chica, lo que se piensa y lo que se siente es
otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

--Estás lucido, sí --repuso Inés--. Todo debe ser así mismamente.
Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se
te antoje. ¡Ah! chico: el corazón tiene también... pues... su ley, y
todo lo que pensamos con nuestra cabecita, va según lo que debe ser y
está mandado.

--Pero di, chiquilla, ¿de dónde sabes tú todo eso? --le pregunté.

--¿Pero esto es saber? --respondió con naturalidad--. Pues esto lo
sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas
hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.

--¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros, con
los cuales te vas a hacer doctora por Salamanca.

--No, hijito, no he leído más libros, fuera de los de devoción, que
_Don Quijote de la Mancha_. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de
aquel buen señor: solo que aquel tenía alas para volar, ¡pobrecillo! lo
que le faltaba era aire en que moverlas.

Inesilla no dijo más. Yo callé también, porque a pesar de mi
petulancia, no pude menos de comprender que las palabras de mi amiga
encerraban profundo sentido. ¡Y la que así hablaba era una modista, una
modistilla! _Ridete cives._

--Lo que yo sé --dije al fin sintiendo en mí un vivo arrebato de
afecto--, es que te quiero, que te amo, que te adoro, que me subyugas
y me dominas como a un papanatas, que eres una divinidad, y que juro
no hacer cosa alguna sin consultarte. Adiós, reinita: mañana te diré
lo que se me ocurra esta noche. Quién sabe, quién sabe si llegaremos a
ser... ¿Por qué no? Es preciso estar dispuesto, porque la escalera de
los honores es penosa, y si uno se rompe la crisma, como dices...

--Siempre quedará la del cielo --dijo inclinando otra vez la cabeza
sobre la costura.

--Tienes cosas que me hacen estremecer. Adiós, Inesilla, luz y
pensamiento mío.

Dicho esto, me despedí de ella y salí. Al abandonar la casa la sentí
cantar, y su armoniosa voz se mezclaba en extraña disonancia con los
ecos de la flauta que tañía en lo interior de la morada D. Celestino.
Siempre que salía de allí, mi espíritu experimentaba un reposo, una
estabilidad, no sé cómo expresarlo, una frescura, que luego destruía el
trato con personas de diversa condición. De esto hablaré enseguida; mas
ante todo me cumple manifestar que Inesilla tenía razón al burlarse de
mis locos proyectos. Es el caso que como a todas horas oía hablar de
personajes nulos, a quienes el cortesano favor elevó a honrosas alturas
sin mérito alguno, se me antojó que la Providencia me reservaba, como
en compensación de mi orfandad y pobreza, una de aquellas repentinas
y escandalosas mudanzas que por entonces ocurrían en nuestra España;
y de tal modo se encajó en mi cerebro semejante idea, que llegó a ser
artículo de fe. Me hallaba, por más señas, en la edad en que somos
tontos. No todos poseen el don de saber las cosas _desde hace mil
años_, como Inesilla.

Ahora verán ustedes la serie de circunstancias que llevaron mi necia
credulidad al último extremo. Para esto tengo que dar a conocer a otras
personas, a quienes espero recibirá el lector con gusto. Hablemos,
pues, de teatros.



IV


El del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la
compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de la ópera
dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la Prado eran las dos
damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios
valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual
al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde
tenía el pedestal de su inmensa gloria, y no se tomó el trabajo de
instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran
llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo
era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los
papeles de primera dama, desempeñando aquella el de Clitemnestra en el
_Orestes_, el de Estrella en _Sancho Ortiz de las Roelas_ y otros. La
segunda se distinguía en el de doña Blanca de _García del Castañar_, y
en el de Edelmira (Desdémona) del _Otello_.

La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un
gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado
Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel
García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina
de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su
tiempo por la _Malibrán_.

Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con
representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque
por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las
funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid;
rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado con los hombres que
hacían reír o llorar a la corte entera.

Y no piensen ustedes que solo alternaba con los cómicos, gente que
entonces no era considerada como la nata de la sociedad; también me
veía frecuentemente en medio de personajes muy ilustres, de los que
menudeaban en los vestuarios; no faltando en tales sitios alguna dama
tan hermosa como linajuda de las que no desdeñaban de ensuciar su
guardapiés con el polvo de los escenarios.

Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima
amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los
más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra
historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las
familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien,
no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas
mujeres emplearé nombres convencionales.

Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara
un hermoso tapiz en que estaban representadas dos lindas pastoras.
Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron:

--Estas son las dos hijas de Artemidoro, a saber: Lesbia y Amaranta.

He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector.
Haz cuenta que siempre que diga _Lesbia_, quiero significar a la
duquesa de X, y cuando ponga _Amaranta_, a la condesa de X. Con este
sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos
diosas de mi tiempo.

En cuanto a su hermosura, todo lo que mi descolorida pluma puede
expresar será poco para describirlas, porque eran encantadoras,
especialmente la condesa de... digo, Amaranta. Ambas tenían gusto
muy refinado por las artes, protegían a los pintores, aplaudían y
obsequiaban a los cómicos, ponían bajo su patrocinio las primeras
representaciones de la obra de algún poeta desvalido, coleccionaban
tapices, vasos y cajas de tabaco, introducían y propagaban las más
vistosas modas de la despótica París, se hacían llevar en litera a la
Florida, merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la
trágica muerte de Pepe Hillo, acontecida en 1803.

Nada tiene de extraño, pues, que su misma vida, la tumultuosa ansiedad
de novedades y fuertes impresiones que las dominaba, fuesen parte a
lanzarlas en un dédalo de aventuras, tales como la que voy a contar.
Las pobrecillas no sabían otra cosa, y puesto que habían perdido cuanto
la rancia educación española pudo haberlas dado, sin adquirir nada que
llenase este vacío, no debemos culparlas acerbamente. Alguno quizás las
culpe, y con razón aunque por otras cosas; pero ¡ay! eran... lindísimas.

Una tarde mi ama salió con muy mal humor del teatro. Isidoro la había
reprendido no sé por qué, y aquí debo advertir que el sublime actor
trataba a sus subalternos como si fueran chiquillos de escuela. Al
llegar Pepita a su casa me dijo:

--Prepara todo, que vendrán a cenar las señoras Lesbia y Amaranta.

El preparar todo, consistía en azotar un poco los muebles de la sala
para que el polvo variara de sitio; en echar aceite en los velones;
en comprar la prima para la guitarra, si le faltaba; en llamar a D.
Higinio para que afinase el clave; limpiar las cornucopias; ir por
nueva remesa de pomada _a la Marechala_, etcétera, etc. En cuanto a la
cena, venía hecha de una repostería. Di cumplimiento a estos encargos,
y pedí nuevas órdenes; pero mi ama estaba de mal humor, y sin hacer
caso de lo que le decía, me preguntó:

--¿No te dijo si venía esta noche?

--¿Quién?

--Isidoro.

--No, señora, no me ha dicho nada.

--Como hablaba contigo al concluir la representación...

--Fue para decirme que si volvía a enredar entre bastidores mientras él
representaba, me mandaría desollar vivo.

--¡Qué genio! Le convidé para venir y no me contestó.

Después de esto no dijo más, y con ademán triste y sombrío se encerró
en su cuarto con la criada para cambiar de vestido. Seguí preparando
todo, y al poco rato reapareció mi ama.

--¿Qué hora es? --preguntó.

--Las nueve acaban de dar en el reloj de la Trinidad.

--Me parece que siento ruido en el portal --dijo con mucha ansiedad.

--La señora se equivoca.

--De modo que él no te dijo terminantemente si venía o no venía.

--¿Quién, Isidoro? No, señora.

--Como tiene ese genio tan... ya ves qué incomodado estaba esta tarde.
Sin embargo, yo creo que vendrá. Le convidé ayer, y aunque no me dijo
una palabra... él es así.

Al decir esto, mostraba en su semblante una inquietud, una agitación,
una zozobra, que eran señales de las vivas emociones de su alma. ¿A qué
tanto interés por la asistencia de Isidoro, persona a quien diariamente
veía en el teatro?

Después examinó la sala, por ver si faltaba algo, y se sentó aguardando
la llegada de sus convidados. Al fin sentimos abrir la puerta de la
calle, y pasos de hombre sonaron en la escalera.

--Es él --dijo mi ama levantándose de un salto y andando con cierto
atolondramiento por la habitación.

Yo corrí a abrir, y un instante después el gran actor entró en la sala.

Isidoro era un hombre de treinta y ocho años, de alta estatura,
actitud indolente, semblante pálido, y con tal expresión en este y en
la mirada, que observado una vez, su imagen no se borraba nunca de
la memoria. Aquella noche traía un traje verde oscuro, con pantalón
de ante y botas polonesas, prendas todas de irreprensible elegancia
que usaba con más propiedad que ninguno. Su vestir era un modo de
ser propio y personal; él constituía por sí una especie de moda, y
no se podía decir que se sometiera, cual dócil lechuguino, al uso
común. En otros infringir las reglas habría sido ridículo; pero en él
infringirlas era lo mismo que modificarlas o crearlas de nuevo.

Ya os lo daré a conocer más adelanto como actor. Por ahora podréis
conocer algunos rasgos de su carácter como hombre. Al entrar se arrojó
sobre un sillón sin saludar a mi ama más que con una de esas fórmulas
familiares e indiferentes que se emplean entre personas acostumbradas
a verse con frecuencia. Por un buen rato permaneció sin decir nada,
tarareando un aria, con la vista fija en las paredes y el techo, y sin
dejar de golpearse la bota con el bastón.

Salí de la sala a traer no sé qué cosa, y al volver oí a Isidoro que
decía:

--¡Qué mal has representado esta tarde, Pepilla!

Observó que mi ama, turbada como una chicuela ante el fiero maestro de
escuela, no supo contestar más que con trémulas frases a aquella brusca
reprensión.

--Sí --continuó Isidoro--, de algún tiempo a esta parte estás
desconocida. Esta tarde todos los amigos se han quejado de ti y te
han llamado fría, torpe... Te equivocabas a cada instante, y parecías
tan distraída, que era preciso que yo te llamara la atención para que
salieras de tu embobamiento.

Efectivamente, según oí entre bastidores aquella tarde, mi ama había
estado muy infeliz en su papel de Blanca en _García del Castañar_.
Todos los amigos estaban admirados, considerando la perfección con que
la actriz había desempeñado en otras ocasiones papel tan difícil.

--Pues no sé --respondió mi ama con voz conmovida--. Yo creo que he
representado esta tarde lo mismo que las demás.

--En algunas escenas sí; pero en las que dijiste conmigo estuviste
deplorable. Parece que habías olvidado el papel, o que trabajabas de
mala gana. En la escena de nuestra salida recitaste tu soneto como una
cómica de la legua que representa en Barajas o en Cacabelos. Al decirme

      No quieren más las flores al rocío
    que en los fragantes vasos el sol bebe...

tu voz temblaba, como la de quien sale por primera vez a las
tablas... me diste la mano y la tenías ardiendo, como si estuvieras
con calentura... te equivocabas a cada momento, y parecías no hacer
maldito caso de que yo estaba en la escena.

--¡Oh, no... pero te diré! El mismo miedo de hacerlo mal. Temía que
te enfadaras, y como nos reprendes con tanta violencia cuando nos
equivocamos...

--Pues es preciso que te enmiendes si quieres seguir en mi compañía.
¿Estás enferma?

--No.

--¿Estás enamorada?

--¡Oh, no, tampoco! --contestó la actriz con turbación.

--Apuesto a que por atender demasiado a alguna persona de las lunetas,
no acertabas con los versos de la comedia.

--No, Isidoro, te equivocas --dijo mi ama afectando buen humor.

--Lo raro es que en las escenas que siguieron, sobre todo en la de D.
Mendo, hiciste perfectamente tu papel; pero luego en el tercer acto,
cuando te tocó otra vez declamar conmigo, vuelta a las andadas.

--¿Dije mal el parlamento del bosque?

--No, al contrario, recitaste con buena entonación los versos

      ¿Dónde voy sin aliento,
    cansada, sin amparo, sin intento,
    entre aquesta espesura?
    Llorad, ojos, llorad mi desventura.

En la escena con la reina también estuviste muy feliz, lo mismo que en
el diálogo con D. Mendo. Con qué elocuente tono exclamaste «¡tengo
esposo!» y después aquello de

                          Sí harán,
    porque bien o mal nacido,
    el más indigno marido
    excede al mejor galán;

pero desde que salí yo y me viste...

--Es lo que digo. El temor de hacerlo mal y disgustarte...

--Pues me has disgustado de veras. Cuando decías: «Esposo mío, García»,
te hubiera dado un pescozón en medio de la escena y delante del
público. Marmota, ¿no te he dicho mil veces cómo deben pronunciarse
esas palabras? ¿No has comprendido todavía la situación? Blanca teme
que su marido sospecha una falta. El contento que experimenta al verle,
y el temor de que García dude de su inocencia, deben mezclarse en
aquella frase. Tú, en vez de expresar estos sentimientos, te dirigiste
a mí como una modistilla enamorada, que se encuentra de manos a boca
con su querido hortera. Luego cuando me suplicabas que te matara,
lo hiciste sin lo que llamamos nosotros decoro trágico. Parecía que
realmente deseas recibir la muerte de mi mano, y hasta te pusiste de
hinojos ante mí, cuando te tengo dicho terminantemente que no hagas tal
cosa, sino en los pasajes en que te lo ordene. En las décimas

    García, guárdete el cielo,

te equivocaste más de veinte veces, y cuando yo dije

    ¡ay, querida esposa mía,
    qué dos contrarios extremos!

te arrojaste en mis brazos, cuando aún no era llegada la ocasión, y
yo, preocupado con el agravio recibido, no podía entregarme a halagos
amorosos. Echaste a perder el final, Pepilla, desluciste la comedia, y
me desluciste a mí.

--Yo no puedo deslucirte nunca.

--Pues ya ves cómo no fui aplaudido esta tarde como las anteriores;
y de esto tienes tú la culpa, sí, tú misma, por tus torpezas y tus
tonterías. No haces caso de mis lecciones, no te esfuerzas por
complacerme, y por último me pondrás en el caso de quitarte el partido
en mi compañía, poniéndote de parte de por medio o racionera, si no me
obligas con tus descuidos a echarte del teatro.

--¡Ay Isidoro! --dijo mi ama--. Yo procuro siempre hacerlo lo mejor
posible para que no te enfades ni me riñas; pero tanto miedo tengo a
que me reprendas que en la escena tiemblo desde que te veo aparecer.
¿Querrás creer una cosa? Pues cuando estamos representando juntos,
hasta temo hacerlo demasiado bien, porque si me aplauden mucho,
me parece que tomo para mí una parte del triunfo que a ti solo
corresponde, y creo que has de enfadarte si no te aplauden a ti solo.
Este temor, unido al que me causas cuando me amenazas por señas o me
corriges con enojo, me hace temblar y balbucir, y a veces no sé lo que
me digo. Pero descuida que ya me enmendaré: no tendrás que echarme de
tu teatro.

No oí lo que siguió a estas palabras, porque salí con un velón que
exhalaba mal olor; al volver noté que la conversación había variado.
Isidoro permanecía en el sillón con indolencia y mostrando un gran
aburrimiento.

--¿Pero no vienen tus convidados? --preguntó.

--Es temprano. Veo que te fastidias en mi compañía --contestó mi ama.

--No; pero la reunión hasta ahora no tiene nada de divertida.

Isidoro sacó un cigarro y fumó. Debo advertir que el ilustre actor no
gastaba tabaco por las narices, como casi todos los grandes hombres
de su tiempo, Talleyrand, Metternich, Rossini, Moratín y el mismo
Napoleón, que, si no miente la historia, por abreviar la operación de
sacar y destapar la tabaquera, llevaba derramado el aromático polvo
en el bolsillo del chaleco, forrado interiormente de hule; y mientras
disponía los escuadrones de Jena, o durante las conferencias de
Tilsitt, no cesaba de meter en el susodicho bolsillo los dedos pulgar
e índice para llevarlos a la nariz cada minuto. Por esta singular
costumbre dicen que el chaleco amarillo y las solapas que cubrían el
primer corazón del siglo, eran una de las cosas más sucias que se han
señoreado de la Europa entera.

Farinelli también se atarugaba las narices entre un aria y un oratorio,
y de ciertos papeles viejos que hemos visto se desprende, que el mejor
regalo que podía hacer una dama enamorada, o un noble entusiasta, a
cualquier músico, pintor o _virtuoso_ italiano, era un par de arrobas
de tabaco.

El abate Pico della Mirandola, Rafael Mengs, el tenor Montagnana, la
soprano Pariggi, el violinista Alaí y otras notabilidades del teatro
del Buen Retiro, consumieron lo mejor que venía de América en los
regios galeones.

Perdóneseme la digresión, y conste que Isidoro no usaba tabaco en polvo.



V


Las diez serían cuando solemnemente entraron las dos damas de que antes
he hecho honorífica mención. ¡Lesbia, Amaranta! ¿Quién podrá olvidaros
si alguna vez os vio? Excusado es decir que iban de incógnito, y en
coche, no en litera donde fácil hubiera sido conocerlas al indiscreto
vulgo. Las pobrecillas gustaban mucho de aquellas reuniones de
confianza, donde hallaban desahogo sus almas comprimidas por la
etiqueta.

Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio,
en las reuniones donde reinaba con despótico imperio la ley castiza,
no ocurría cosa alguna que no fuese encaminada a producir entre los
asistentes un decoroso aburrimiento. No se hablaba, ni mucho menos
se reía. Las damas ocupaban el estrado, los caballeros el resto de
la sala, y las conversaciones eran tan sosas como los refrescos. Si
alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco;
pero pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un
minueto: entonces los amantes podían saborear las platónicas e ideales
delicias que resultaban de tocarse las yemas de los dedos, y después de
muchas cortesías hechas con música, volvía a reinar el decoro, que era
una deidad parecida al silencio.

Nada tiene de particular que algunas damas de imaginación buscaran en
reuniones menos austeras, pasatiempos más acordes con su naturaleza,
y aquí traigo a la memoria _El sí de las niñas_, que censurando la
hipocresía en la educación, es una general censura de la hipocresía
en todas las fases de nuestras antiguas costumbres. Todo anunciaba en
aquellos días una fuerte tendencia a adoptar usos un poco más libres,
relaciones más francas entre ambos sexos, sin dejar de ser honradas,
vida en fin, que se fundara antes en la confianza del bien, que en el
recelo del mal, y que no pusiera por fundamentos de la sociedad la
suspicacia y la probabilidad del pecado. La verdad es que había mucha
hipocresía entonces: porque las cosas no se hicieran en público, no
dejaban de hacerse, y siendo menos libres las costumbres, no por eso
eran mejores.

Lesbia y Amaranta entraron haciendo cortesías y gestos encantadores,
que revelaban la alegría de sus corazones. Las acompañaba el tío de
Amaranta, viejo marqués diplomático; pero antes de decir quién era
este, voy a referiros cómo eran ellas.

La duquesa de X (Lesbia), era una hermosura delicada y casi infantil,
de esas que, semejantes a ciertas flores con que poéticamente son
comparadas, parece que han de ajarse al impulso del viento, al influjo
de un fuerte sol, o perecer desechas si una débil tempestad las agita.
Las que se desataron en el corazón de Lesbia no hicieron estrago
alguno, al menos hasta entonces, en su belleza.

Parecía haber salido el día antes del poder de las buenas madres de
Chamartín de la Rosa, y que aún no sabía hablar sino de los bollos
del convento, de las hormigas de la huerta, de la regla de San Benito
y de los cariños de la madre Circuncisión. ¡Pero cómo desmentía esta
creencia en cuanto comenzaba a hablar la picarona! En su lenguaje
tomaba mucha parte la risa, con tanta franqueza y tan discreta
desenvoltura, que nadie estaba triste en su presencia. Era rubia y no
muy alta, aunque sí esbelta y ligera como un pajarito. Todo en ella
respiraba felicidad y satisfacción de sí misma; era una naturaleza
tan voluntariosa como alegre, a quien ningún extraño albedrío podía
sujetar. Los que tal intentaran principiarían por enojarla, y enojarla
era echarla a perder, destruyendo la mitad de sus encantos.

Entre las cualidades que hacían agradable el trato de Lesbia,
descollaba su habilidad en el arte de la declamación. Era una cómica
consumada, y según conocí después, su talento sin igual para la escena
no se reducía a los estrechos lienzos pintados de los teatros caseros,
sino que tomaba más ancho vuelo, desplegándose en todos los actos de la
vida. Siempre que se daba alguna función extraordinaria en cualquiera
de las principales casas de la corte, ella hacía la mejor parte, y a
la sazón Máiquez le enseñaba el papel de Edelmira en la tragedia de
_Otello_, que debía ponerse en escena en el teatro doméstico de cierta
marquesa. Isidoro y mi ama estaban también designados para cooperar en
aquella representación, anunciada como muy espléndida.

Lesbia era casada. Tres años antes, y cuando apenas tenía diez y nueve,
contrajo matrimonio con un señor duque que se pasaba el tiempo cazando
como un Nemrod en sus vastas dehesas: venía alguna vez a Madrid hecho
un zafiote para pedir perdón a su mujer por las largas ausencias, y
jurarle que tenía el propósito de no disgustarla más, viviendo lejos de
ella. Sin que nadie me lo diga, afirmo que Lesbia se quejaría con su
dulce vocecita; pero cuidando de no esforzar su queja en términos que
pudieran decidir al duque a cambiar de vida.

Amaranta era un tipo enteramente contrario al de Lesbia. Esta agradaba;
pero Amaranta entusiasmaba. La apacible y graciosa hermosura de la
primera hacía pasajeramente felices a cuantos la miraban. La belleza
ideal y grandiosa de la segunda, causaba un sentimiento extraño,
parecido a la tristeza. Pensando en esto después, he creído que la
singular estupefacción que experimentamos ante uno de estos raros
portentos de la hermosura humana, consiste o en la creencia de nuestra
inferioridad o en la poca esperanza de poseer el afecto de una persona,
que a causa de sus muchas perfecciones, será solicitada por sin número
de golosos.

Entre las mujeres que he visto en mi vida, no recuerdo otra que
poseyera atracción tan seductora en su semblante, así es que no he
podido olvidarla nunca, y siempre que pienso en las cosas acabadas y
superiores, cuya existencia depende exclusivamente de la Naturaleza,
veo su cara y su actitud como intachables prototipos que me sirven para
mis comparaciones. Amaranta parecía tener treinta años. La gloria de
haber producido a aquella mujer te pertenece en primer término a ti,
Andalucía, y después a ti, Tarifa, fin de España, rincón de Europa
donde se han refugiado todas las gracias del tipo español, huyendo de
extranjera invasión.

Con lo dicho, podrán ustedes formar idea de cómo era la incomparable
condesa de X, _alias_ Amaranta, y excuso descender a pormenores que
ustedes podrán representarse fácilmente, tales como su arrogante
estatura, la blancura de su tez, el fino corte de todas las líneas de
su cara, la expresión de sus dulces y patéticos ojos, la negrura de
sus cabellos y otras muchas indefinidas perfecciones que no escribo,
porque no sé cómo expresarlas; calidades que se comprenden, se sienten
y se admiran por el inteligente lector, pero cuyo análisis no debe este
exigirnos, si no quiere que el encanto de esas mil sutiles maravillas
se disipe entre los dedos de esta alquimia del estilo, que a veces afea
cuanto toca.

No conservo cabal memoria de sus vestidos. Al acordarme de Amaranta,
me parece que los encajes negros de una voluminosa mantilla, prendida
entre los dientes de la más fastuosa peineta, dejan ver por entre sus
mil recortes e intersticios el brillo de un raso carmesí, que en los
hombros y en las bocamangas vuelve a perderse entre la negra espuma de
otros encajes, bolillos y alamares. La basquiña del mismo raso carmesí,
y tan estrecha y ceñida como el uso del tiempo exigía, permite adivinar
la hermosa estatua que cubre; y de las rodillas abajo el mismo follaje
negro, y la cuajada y espesa pasamanería terminan el traje, dejando
ver los zapatos, cuyas respingadas puntas aparecen o se ocultan como
encantadores animalitos que juegan bajo la falda. Este accidente hasta
llega a ser un lenguaje cuando Amaranta, atenta a la conversación,
aumenta con el encanto de su palabra los demás encantos, y añade a
todas las elocuencias de su persona, la elocuencia de su abanico.

Esto en cuanto a la condesa. Refiriéndome a Lesbia, si quiero acordarme
de su vestido, todo me parece azul. Figúrensela ustedes con mantilla
blanca y guardapiés azul orlado de encajes negros; y si no es cierto
que estuviera así, tampoco es inverosímil que pudiera estarlo.

Antes de la noche a que me refiero, había visto hasta tres veces a las
dos lindas mujeres en casa de mi ama. Desde luego comprendí que una y
otra eran personas muy metidas en los enredos de la corte, aunque en
las clandestinas tertulias de mi casa poco dejaban traslucir. Algunas
veces, sin embargo, disputaban las dos en tales términos y con tan mal
disimulado ensañamiento, que me pareció no existía entre ellas la mejor
armonía. También mentaban de vez en cuando los negocios públicos, y
a tal o cual persona de la real familia; pero en tales casos siempre
daba el tema el señor marqués y tío de Amaranta, personaje que no podía
estar en sosiego si no realzaba a todas horas su personalidad, sacando
a relucir a tontas y a locas los negocios diplomáticos en que se creía
muy experto.

La noche a que corresponde mi narración, había asistido también el
celebérrimo tío, de quien ante todo diré que parecía cosido a las
faldas de su sobrina, pues la acompañaba a todas partes, sirviéndole
de rodrigón en la iglesia, de caballero en el paseo y de pareja en los
bailes. No sé si he dicho que Amaranta era viuda. Si antes lo dije,
dese por repetido.

El marqués (callemos el título por las mismas razones que nos movieron
a disfrazar el de las damas) era un viejo de más de setenta años, que
había ejercido varios cargos diplomáticos. Elevado por Floridablanca,
sostenido por Aranda, y derribado al fin por Godoy, conservó rencorosa
pasión contra este Ministro, y por esta causa todas sus disertaciones,
que eran interminables, giraban sobre el capitalísimo tema de la
caida del favorito. Su carácter era vano, aparatoso y hueco, como de
hombre que habiéndose formado de sí mismo elevado concepto, se cree
destinado a desempeñar los más altos papeles. Por su grandilocuencia,
que no era inferior a la flojedad efectiva de su ánimo, servía como
objeto de agudísimas burlas entre sus amigos, y en todos los círculos
que frecuentaba se divertían oyéndole decir: _¿Qué hará la Rusia...?
¿Secundará el Austria tan atroz proyecto? ¡Un gran desastre nos
amaga...! ¡Ay de las potencias del Mediodía...!_ y otras igualmente
misteriosas, con que se proponía darse importancia, cuidando siempre en
su estudiada reserva de decir las cosas a medias y de no dar noticias
claras de nada, para que los oyentes, llenos de dudas y oscuridades, le
rogasen con insistencia que fuera más explícito.

He dado estos detalles para que se comprenda qué clase de espantajos
había entonces para regocijo de aquella generación. En cuanto a mí,
siempre me han hecho gracia estos tipos de la vanidad humana, que son
sin disputa los que más divierten y los que más enseñan.

Como hombre poco dispuesto a transigir con las _novedades peligrosas_,
y enemigo del jacobinismo, el marqués se esforzaba en conseguir que
su persona fuese espejo fiel de sus elevados pensamientos; así es que
miraba con desdén los trajes de moda, y tenía gusto en sorprender
al público elegante de la corte y villa con vestidos anticuados
de aquellos que solo se veían ya en la veneranda persona de algún
consejero de Indias. Así es que si usó hasta 1798 la casaca de tontillo
y la chupa de mandil, en 1807 todavía no se había decidido a adoptar
el frac solapado y el chaleco ombliguero, que los poetas satíricos de
entonces calificaban de moda _anglo-gala_.

Me falta añadir que el marqués, con su antijacobinismo y su peluca
empolvada, digna de figurar en las juntas de Coblenza, había sido
hombre de costumbres bastante disipadas. En la época de mi relación la
edad le había corregido un poco, y todas sus calaveradas no pasaban
de una benévola complicidad en todos los caprichos de su sobrina. No
vacilaba en acompañarla a sus excursiones y meriendas en la pradera del
Canal o en la Florida, con gente de categoría muy inferior a la suya.
Tampoco ponía reparos en ser su pareja en las orgías celebradas en casa
de la González o la Prado; pues tío y sobrina gustaban mucho de aquella
familiaridad con cómicos y otra gente de parecida laya. Excusado es
decir que tales excursiones eran secretas, y tenían por único objeto
esparcir y alegrar el espíritu abatido por la etiqueta. ¡Pobre gente!
Aquellos nobles que buscaban la compañía del pueblo, para disfrutar
pasajeramente de alguna libertad en las costumbres, estaban consumando,
sin saberlo, la revolución que tanto temían, pues antes de que vinieran
los franceses y los volterianos y los doceañistas, ya ellos estaban
echando las bases de la futura igualdad.



VI


Lesbia, dando golpecitos con su abanico en el hombro de Isidoro, decía:

--Estoy muy enfadada con usted, señor Máiquez, sí señor, muy enfadada.

--¿Porque he representado mal esta tarde? --contestó el actor--.
Pepilla tiene la culpa.

--No es eso --continuó la dama--, y me las pagará usted todas juntas.

Al oír esto, Isidoro inclinó la cabeza. Lesbia acercó su rostro y
habló tan bajo, que ni yo ni los demás entendimos una palabra; pero
por la sonrisa de Máiquez se adivinaba que la dama le decía cosas muy
dulces. Después continuaron hablando en voz baja, y el uno atendía a
las palabras del otro con tal interés, daban tanta fuerza y energía
al lenguaje de los ojos, se ponían serios o joviales, tristes o
alborozados con transición tan ansiosa y brusca, que al menos listo
se le alcanzaba la injerencia del travieso amor en las relaciones de
aquellos dos personajes.

Para que todo se sepa de una vez, diré que el diplomático no miraba
con malos ojos a la González; esta no podía contestar a sus tiernas
insinuaciones, porque harto tenía que hacer atendiendo al íntimo
diálogo que sostenían Lesbia e Isidoro. A mi ama un color se le iba y
otro se le venía de pura zozobra; a veces parecía encendida en violenta
ira; a veces, dominada por punzante dolor, pugnaba por distraerlos,
ingiriendo en su conversación conceptos extraños, y al fin, no pudiendo
contenerse, dijo con muy mal humor:

--¿No concluirá tan larga confesión? Si siguen ustedes así, entonaremos
todos el _yo pecador_.

--¿Y a ti qué te importa? --dijo Máiquez con semblante sañudo y con
aquel despótico tono que usaba con los desdichados subalternos de su
compañía.

Mi ama se quedó perpleja, y en un buen rato no dijo palabra.

--Tienen que contarse muchas cosas --dijo Amaranta con malicia--.
Lo mismo sucedió el otro día en casa. Pero estas cosas pasan, señor
Máiquez. El placer es breve y fugaz. Conviene aprovechar las dulzuras
de la vida, hasta que el horrible hastío las amargue.

Lesbia miró a su amiga... Mejor dicho, ambas se miraron de un modo que
no indicaba la existencia de una apacible concordia entre una y otra.

El secreteo entre Isidoro y la dama continuaba cada vez más íntimo,
más ardoroso, más impaciente. Parecía que el tiempo se les abreviaba
entre palabra y palabra, no permitiéndoles decirlo todo. Amaranta
se aburría, el marqués dirigía con ojos y boca inútiles flechas al
enajenado corazón de mi ama, y esta cada vez más inquieta, mostrando
en su semblante ya la interna rabia de los celos, ya la dolorosa
conformidad del martirio, no procuraba entablar conversación,
ni parecía cuidarse de sus convidados. Pero al fin el marqués,
comprendiendo que aquella era ocasión propicia para hablar, aunque
fuera ante mujeres, de su tema favorito, que eran los asuntos públicos,
rompió el grave silencio y dijo:

--La verdad es que estamos aquí divirtiéndonos, y a estas horas tal vez
se preparan cosas que mañana nos dejarán a todos asombrados y lelos.

Hallándose mi ama, como he dicho, absorta entre el despecho y la
resignación, se dejó dominar del primero, que la inducía a trabar otro
diálogo íntimo con el diplomático, y dijo con viveza:

--¿Pues qué pasa?

--Ahí es nada... Parece mentira que estén ustedes con tanta calma
--contestó el marqués, retardando el dar las noticias.

--Dejemos esas cuestiones que no son de este lugar --dijo la sobrina
con hastío.

--¡Oh, oh, oh! --exclamó con grandes aspavientos el diplomático--. ¡Por
qué no han de serlo! Yo sé que Pepa desea vivamente saber lo que pasa,
y saberlo de mis autorizados labios: ¿no?

--Sí, muchísimo: quiero que usted me cuente todo --dijo mi ama--.
Esas cosas me encantan. Estoy de un humor... divertidísimo: hablemos,
hablemos, señor marqués.

--Pepa, usted me electriza --dijo el marqués clavando en ella con
amor sus turbios y amortiguados ojos--. Tanto es así, que yo, a pesar
de haberme distinguido siempre, durante mi carrera diplomática, por
mi gran reserva, seré con usted franco, revelándole hasta los más
profundos secretos de que depende la suerte de las naciones.

--¡Oh! me encantan los diplomáticos --dijo mi ama con cierta agitación
febril--. Hábleme usted, cuénteme todo lo que sepa. Quiero estar
hablando con usted toda la noche. Es usted, señor marqués, la persona
de conversación más dulce, más amena, más divertida que he tratado en
mi vida.

--Nada te dirá, Pepa, sino lo que todo el mundo sabe --indicó
Amaranta--, y es que a estas horas las tropas de Napoleón deben de
estar entrando en España.

--¡Oh, qué cosa más linda! --dijo mi ama--. Hable usted, señor marqués.

--Sobrina, ¿acabarás de apurarme la paciencia? --exclamó el marqués,
dando importancia extraordinaria al asunto--. No se trata de que entren
o no entren esas tropas, se trata de que van a Portugal a apoderarse de
aquel reino para repartirlo...

--¿Para repartirlo? --dijo la González con su calenturienta
jovialidad--. Bien: me alegro. Que se lo repartan.

--Lindísima Pepa, esas cosas no pueden decidirse tan de ligero --dijo
el marqués gravemente--. ¡Oh, usted aprenderá conmigo a tener juicio!

--Es cierto --añadió Amaranta-- que se ha acordado dividir a Portugal
en tres pedazos: el del Norte se dará a los reyes de Etruria; el centro
quedará para Francia y la provincia de Algarbes y Alentejo servirá para
hacer un pequeño reino, cuya corona se pondrá el Sr. Godoy en la cabeza.

--¡Patrañas, sobrina, patrañas! --dijo el marqués--. Eso es lo que dio
tanto que hablar el año pasado; pero ¿quién se acuerda ya de semejante
combinación? Tú no estás al tanto de lo que pasa... Por supuesto, no
necesito repetir que es preciso guardar absoluto secreto sobre lo que
voy a decir.

--¡Ah! descuide usted --repuso mi ama--. En cuanto a mí, estoy
encantada de esta conversación.

--El año pasado Godoy trató de ese asunto, por medio de Izquierdo,
su representante reservado, con Napoleón. Parece que la cosa estaba
arreglada. Pero de repente el emperador pareció desistir, y entonces D.
Manuel, ofendido en su amor propio y viendo defraudadas sus esperanzas,
quiso mostrarse fuerte contra Napoleón, publicó la famosa proclama de
octubre del año pasado, y envió un mensajero secreto a Inglaterra,
para tratar de adherirse a la coalición de las potencias del Norte
contra Francia. Esto lo tengo yo muy sabido... porque ¿qué secreto
puede escaparse a mi penetración y consumada experiencia de estos
arduos negocios? Bien... así las cosas, venció Napoleón a los prusianos
en Jena, y ya tenemos a nuestro D. Manuel asustadizo y hecho un lego
motilón, temiendo la venganza del que había sido gravemente ofendido
con la publicación de la proclama, considerada aquí y en Francia como
una declaración de guerra. Envió a Izquierdo a Alemania, para implorar
perdón, y al fin le fue concedido; pero no se volvió a hablar más del
reparto de Portugal, ni de la soberanía de los Algarbes. He aquí,
señoras, la pura verdad. Yo, por mis antecedentes y mis conocimientos,
estoy al tanto de todos estos asuntos, pues al paso que los atisbo
y escudriño aquí, no falta algún diplomático extranjero que me los
comunique con toda reserva. Hoy no se habla ya del reparto de Portugal,
señora sobrinita. Lo que ocurre es mucho más grave, y... pero no, no
somos dueños de comunicar a nadie ciertas cosas. Callaré hasta que
el gran cataclismo se haga público... ¿Aprueba usted mi discreción,
querida Pepa? ¿Conviene usted conmigo en que la reserva es hermana
gemela de la diplomacia?

--¡Oh, la diplomacia! --exclamó mi ama con afectación--. Es cosa que
me tiene enamorada. ¡La pérfida Albión! ¡Los tratados! ¡Bonaparte! ¡La
coalición! ¡Oh, qué asuntos tan divinos! Confieso que hasta aquí me han
aburrido mucho; pero ahora... esta noche, rabio por conocerlos, y esta
conversación, señor marqués, me tiene embelesada.

--Es verdad --dijo el diplomático relamiéndose de satisfacción--, que
pocas personas tratan de estas materias con tanta delicadeza, con tanta
prudencia, digámoslo de una vez, con tanta gracia como yo. Cuando
estaba en Viena por el año 84 todas las damas de la corte me rodeaban,
y si vieran ustedes cómo pasaban el rato oyéndome...

--Lo comprendo: lo mismo me pasa a mí esta noche --dijo mi ama sin
cesar en extraña exaltación--. Por piedad, hábleme usted del Austria,
de la Turquía, de la China, del protocolo y de la guerra; sobre todo de
la guerra.

--Dejemos a un lado por esta noche tan fastidiosa conversación --indicó
Amaranta--. No creo que usted, querido tío, sea de la ridícula opinión
que supone a Godoy intentando, con el auxilio de Bonaparte, mandar a
América a la Real familia, quedándose él de Rey de España.

--Sobrina, por todos los santos, no me incites a hablar; no me hagas
olvidar el gran principio de que la discreción es hermana gemela de la
diplomacia.

--Es absurdo también --continuó la sobrina-- suponer que Napoleón haya
mandado sus tropas a España para poner la corona al príncipe Fernando.
El heredero de un trono no puede solicitar el favor de un soberano
extranjero para ningún fin contrario a los de sus reales padres.

--Vamos, vamos, señoras, asuntos tan graves no pueden tratarse de
ligero. Si yo me decidiera a hablar, se quedarían ustedes espantadas, y
no podríamos cenar.

A esta sazón ya había venido la cena, y yo comenzaba a servirla.
Isidoro y Lesbia, requeridos por mi ama para que se acercaran a la
mesa, dieron tregua al arrobamiento y tomaron parte por un rato en la
conversación general.

--¿Pero, qué hablan ustedes? --dijo Lesbia--. ¿Hemos venido aquí para
ocuparnos de lo que no nos importa? ¡Bonito tema!

--¿Pues de qué quiere usted que se hable, desgraciada?

--De otras cosas... vamos; de bailes, de toros, de comedias, de versos,
de vestidos...

--¡Qué sosada! --indicó mi ama con desdén--. Además, ustedes pueden
tratar de lo que gusten, y nosotras hablaremos de lo que más nos
convenga.

--Ya veo por qué anda Pepa tan distraída --dijo Máiquez burlándose
de mi ama--. Se ha dedicado a estudiar la política y la diplomacia,
carreras más propias de su ingenio que la del teatro.

Mi ama intentó contestar a esta mofa, pero las palabras expiraron en
sus labios y se puso muy encendida.

--Aquí venimos a divertirnos --añadió Lesbia.

--¡Oh, frívola y vana juventud! --exclamó el marqués después de beberse
un gran vaso de vino.--No piensa más que en divertirse, cuando la
Europa entera...

--Dale con la Europa entera.

--Pepa es la única que comprende la gravedad de las circunstancias.
Usted, encantadora actriz, será de las pocas que, como yo, no se
sorprendan del cataclismo.

--¿Querrá usted explicarnos de una vez lo que va a pasar?

--¡Por Dios y todos los santos! --exclamó el diplomático, afectando
cierta compunción suplicante--. Yo les ruego a ustedes que no me
obliguen con sus apremiantes excitaciones a decir lo que no debe salir
de mis labios. Aunque tengo confianza en mi propia prudencia, temo
mucho que si ustedes siguen hostigándome, se me escape alguna frase,
alguna palabra... Callen ustedes por Dios, que la amistad tiene en mí
fuerza irresistible, y no quiero verme obligado por ella a olvidar mis
honrosos antecedentes.

--Pues callaremos: no deseamos saber nada, señor marqués --dijo
Máiquez, comprendiendo que el mejor medio para mortificar al buen viejo
consistía en no preguntarle cosa alguna.

Hubo un momento de silencio. El marqués, contrariado en su locuacidad,
no cesaba de engullir, entablando relaciones oficiosas con un capón,
e impetrando para este fin los buenos oficios de una ensalada de
escarola, que le ayudaba en sus negociaciones. Mientras tanto se
deshacía en obsequios con mi ama, y sus turbios ojos, reanimados no sé
si por el vino o por el amor, brillaban entre los arrugados párpados y
bajo las espesas cenicientas cejas, que contraía siempre, en virtud de
la costumbre de leer la vieja letra de los _memorandums_. La González
no decía tampoco una palabra, y solo ponía su reconcentrada atención,
aunque sin mirarlos, en los dos amantes, mientras que Amaranta, agitada
sin duda por pensamientos muy diferentes, no miraba a Isidoro ni a
Lesbia, ni a mi ama, ni a su tío, sino... ¿tendré valor para decirlo?
me miraba a mí. Pero esto merece capítulo aparte, y pongo punto final
en este para descansar un poco.



VII


Sí, ¿lo creerán ustedes? me miraba, ¡y de qué modo! Yo no podía
explicarme la causa que motivaba aquella tenaz curiosidad, y si he de
decir verdad como hombre honrado, aún hoy no he salido de dudas. Yo
servía a la mesa, como es de suponer, y no pueden ustedes figurarse
cuál fue mi turbación cuando advertí que aquella hermosa dama, objeto
por parte mía de la más fervorosa admiración, fijaba en mí los ojos más
perfectos, que, según creo, se han abierto a la luz desde que hay luz
en el mundo. Un color se me iba y otro se me venía; a veces mi sangre
toda corría precipitadamente hacia mi semblante poniéndome encendido
y a veces se recogía por entero en mi palpitante corazón, dejándome
más pálido que un difunto. Ignoro el número de fuentes que rompí
aquella noche, pues las manos me temblaban, y creo que serví de un modo
lamentable, trocando el orden de los platos, y dando sal cuando me
pedían azúcar.

Yo decía para mí: ¿qué es esto? ¿Tendré algo en la cara? ¿Por qué me
mirará tanto esa mujer?... Al salir fuera, iba a la cocina, me miraba
a toda prisa en un espejillo roto que allí tenía; mas no encontraba
en mi semblante nada que de notar fuese. Volvía a la sala, y otra vez
Amaranta me clavaba los ojos. Por un instante llegué a creer... ¡pero
quiá! me reía yo mismo de tan loca presunción. Cómo era posible que una
dama tan hermosa y principal sintiera... ¡Ay! recuerdo haber dicho,
aunque al revés, lo que después escribió en un célebre verso cierto
poeta moderno. Pero todo debía ser un sueño de mi infantil soberbia.
¿Cómo podía la estrella del cielo mirar al gusano de la tierra, sino
para recrearse, comparando, en su propia magnitud y belleza?

Pero debo añadir otra circunstancia, y es que cuando mi ama me
reprendía por las muchas torpezas que cometí en el servicio de la mesa,
Amaranta acompañaba sus miradas de una dulce sonrisa, que parecía
implorar indulgencia por mis faltas. Yo estaba perplejo, y un violento
fluido que parecía súbito acrecentamiento de vida, corría por mis
nervios, produciéndome una actividad devoradora a la cual seguía un
vago aturdimiento.

Después de largo rato la conversación, anudándose de nuevo, fue
general. El marqués, viendo que no se le preguntaba nada, estaba en
gran desasosiego, y a los rostros de todos dirigía con inquietud sus
ojos buscando una víctima de su conversación; pero nadie parecía
dispuesto a escucharle, con lo cual lleno de enojo, tomó la palabra
para decir que si continuaban apremiándole para que hablara, se vería
en el caso de no poner segunda vez a prueba su discreción concurriendo
a tertulias donde no reinaba el más profundo respeto hacia los secretos
de la diplomacia.

--Pero si no le hemos dicho a usted una palabra --indicó Lesbia riendo.

Isidoro, conociendo que el marqués era enemigo de Godoy, dijo con mucha
sorna:

--No se puede negar que el Príncipe de la Paz, como hombre de gran
talento, burlará las intrigas de sus enemigos. Napoleón le apoya, y
no digo yo la coronita de los Algarbes, sino la de Portugal entero o
quizás otra mejor recibirá de manos de Su Majestad Imperial. Conozco
a Napoleón, le he tratado en París, y sé que gusta de los hombres
arrojados como Godoy. Verá usted, verá usted, señor marqués, todavía le
hemos de ver a usted llamado a los consejos del nuevo rey, y tal vez
representándole como plenipotenciario en alguna de las cortes de Europa.

El marqués se limpió la boca con la servilleta, echose hacia atrás,
sopló con fuerza, desahogando la satisfacción que le producía el verse
interpelado de aquel modo, fijó la vista en un vaso, como buscando
misterioso punto de apoyo para una sutil meditación, y dijo con mucha
pausa:

--Mis enemigos, que son muchos, han hecho correr por toda Europa la
especie de que yo llevaba correspondencia secreta con el Príncipe de
Talleyrand, con el Príncipe Borghese, con el Príncipe Piombino, con
el gran duque de Aremberg y con Luciano Bonaparte en connivencia con
Godoy, para estipular las bases de un tratado en virtud del cual España
cedería las provincias catalanas a Francia a cambio de Portugal y el
reino de Nápoles... pasando Milán a la reina de Etruria, y el reino de
Westfalia a un infante de España. Yo sé que esto se ha dicho --añadió
alzando la voz y dando un fuerte puñetazo en la mesa--. ¡Yo sé que esto
se ha dicho: ha llegado a mis oídos, sí, señor! Los calumniadores lo
hicieron creer a los soberanos de Austria y Prusia; se me interpeló
sobre el caso, Rusia no titubeó en hacerse eco de la calumnia, y fue
preciso que yo empleara todo mi valimiento y tacto para disipar las
densas nubes que se habían acumulado en el horizonte de mi reputación.

Al decir esto, el marqués empleaba el mismo tono que habría usado ante
un Congreso de los principales políticos de Europa. Después de sonarse
con estrépito, prosiguió de esta manera:

--Afortunadamente soy bien conocido, y al fin... tengo la satisfacción
de haber sido objeto de las más satisfactorias frases por parte de
los soberanos citados. ¡Ah!... ya sé yo el objeto que guió a los
calumniadores y el sitio de donde partió la calumnia. En casa de Godoy
se inventó esa trama abominable con objeto de ver si, autorizada con
mi nombre, podía esa combinación correr con alguna fortuna por Europa.
Pero tan inicuos planes quedaron sin éxito, como era de suponer, y la
Europa entera convencida de que el Príncipe de la Paz y yo no podemos
obrar de concierto en negocio alguno de interés general para las
grandes potencias.

--¿De modo --dijo Isidoro-- que usted no es, como dicen, amigo secreto
de Godoy?

El diplomático frunció el ceño, sonrió con desdén, llevó un polvo a la
nariz y continuó así:

--¿Qué incongruentes especies no inventará la calumnia? ¿Qué torpes
ardides no imaginarán la astucia y la doblez contra la prudencia y el
saber? Mil veces me han hecho esos cargos, y mil veces los he rebatido.
Pero es fuerza que repita ahora lo que en otras ocasiones he dicho.
Había hecho propósito solemne de no ocuparme más de este asunto; pero
la terquedad de mis amigos y la obcecación del público me obligan a
ello. Hablaré claro: si en el calor de mi defensa hago revelaciones que
puedan sonar mal en ciertos oídos, cúlpese a los que me han provocado,
no a mí, que todo debo posponerlo al brillo de mi inmaculada reputación.

Lesbia, Isidoro y mi ama hacían esfuerzos para contener la risa, al
ver el énfasis con que nuestro hombre defendía, contra imaginarias
acusaciones, una personalidad de que nadie se ocupaba sino él. Amaranta
parecía meditabunda, mas sus reflexiones no le impedían fijar alguna
vez en mí sus incomparables ojos.

--En el año de 1792 --dijo el viejo--, cayó del ministerio el conde
de Floridablanca, que se había propuesto poner coto a los estragos
de la revolución francesa. ¡Ah! El vulgo no conoció la mano oculta
que había arrojado de la Secretaría de Estado a aquel hombre insigne,
envejecido en servicio del Rey. ¿Pero cómo podía ocultarse a los
hombres perspicaces la máquina interior de aquel cambio de Ministerio?
Un joven de veinticinco años a quien los Reyes miraban con particular
afecto, y que tenía frecuente entrada en Palacio, y que hasta en los
consejos influyó en el cambio de Ministerio, y en la elevación del
señor conde de Aranda. ¿Tuve yo participación en aquel suceso? No, mil
veces no: hallábame a la sazón agregado a la Embajada española, cerca
del Emperador Leopoldo, y no pude de ningún modo influir para que
desempeñara el Ministerio mi amigo el conde de Aranda. Pero ¡ay! este
duró poco en el poder, porque nuevas maquinaciones le derribaron, y
en noviembre del mismo año España y el mundo todo vieron con sorpresa
que era elevado a la primera dignidad política aquel mismo joven de
veinticinco años, ya colmado de honores inmerecidos, tales como el
ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase, la gran
cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general
del Cuerpo de Guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos,
gentilhombre de cámara de S. M. con ejercicio, sargento mayor del real
cuerpo de Guardias de Corps, consejero de Estado, superintendente
general de Correos y Caminos, etc., etc. Empuñó Godoy las riendas
del Estado en tiempos muy críticos; todos los hombres de previsión
comprendíamos la proximidad de grandes males, e hicimos lo posible
por conjurarlos. El torpe duque de la Alcudia declaró la guerra a
Francia, contra la opinión de Aranda y de todos cuantos teníamos alguna
experiencia en los negocios. ¿Se nos hizo caso? No. ¿Se oyeron nuestros
consejos? No. Pues veamos ahora lo que ocurría después de hecha la paz
con Francia.

»El Rey continuaba acumulando en la persona de su favorito toda clase
de honores y distinciones, y por fin le enlazó con una princesa de la
familia real. Tanto favor dispensado a un hombre nulo y que en los más
indignos hechos buscaba ocasión de medro, produjo la animadversión y
el descontento de todos los españoles. La caida de un favorito que
había desconcertado el Erario público y desmoralizado la justicia
vendiendo los destinos, era segura. Y aquí debo decir, aunque por un
momento falte a las leyes de mi sistemática reserva; que yo nada influí
para que entraran en los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia
Saavedra y Jovellanos. Ruego a ustedes que no revelen este secreto, que
hoy por primera vez sale de mis labios.

--Seremos tan callados como guardacantones, señor marqués --dijo
Isidoro.

--Pero la cosa no tenía remedio --continuó el diplomático dirigiendo
sus ojos a todos los lados de la sala, como si le oyera gran número de
personas--. Jovellanos y Saavedra no podían concertarse en el Gobierno
con quien ha sido siempre la misma torpeza y la corrupción en persona.
La república francesa trabajaba en contra del favorito. Jovellanos
y Saavedra se empeñaron en desprenderse de tan peligroso compañero,
y al fin el Rey, cediendo a tantas sugestiones y a la voz popular,
dio a Godoy su retiro en marzo de 1798. Yo declaro aquí de una vez
para siempre, que no tuve participación en su caida, como han dado en
suponer. Y esta sería ocasión de decir algo que sé, y que siempre he
callado; pero... no, no fío bastante en la prudencia de los que me
escuchan, y prefiero guardar silencio sobre un punto delicado que nadie
conoce. Conste tan solo que no contribuí a la caida de Godoy en 1798.

--Pero la desgracia del Sr. D. Manuel duró poco --dijo Isidoro--,
porque el ministerio Jovellanos-Saavedra fue de poca duración, y el de
Caballero y Urquijo, que le sucedió, tampoco tuvo larga vida.

--Efectivamente, a eso iba --continuó el marqués--. Los Reyes no podían
pasarse sin su amigo. Ocupó este nuevamente la Secretaría de Estado,
y queriendo acreditarse de guerrero, ideó la famosa expedición contra
Portugal, para obligar a este pequeño reino a romper sus relaciones con
Inglaterra. Ya desde entonces nuestro ministro no pensaba más que en
secundar los planes de Bonaparte del modo menos ventajoso para España.
Él mismo mandó aquel ejército, que se puso en planta a costa de grandes
sacrificios; y cuando los pobres portugueses abandonaron Olivenza
sin que pudiera entablarse una lucha formal, el favorito celebró sus
soñadas victorias con un festejo teatral que dio a aquella guerra el
nombre de _guerra de las naranjas_. Ustedes saben que los Reyes habían
acudido a la frontera. El favorito mandó construir unas angarillas
que adornó con flores y ramaje, y sobre esta máquina hizo poner a la
Reina, que fue tan chabacanamente llevada en procesión ante las tropas,
para recibir de manos del generalísimo un ramo de naranjas, cogido en
Elvas por nuestros soldados. No añadiré una palabra más, ni recordaré
los punzantes chistes que circularon en aquella ocasión de boca en
boca. Que cada cual se entienda con su conciencia, y que todos tengan
bastante energía para defender sus propios actos, como defiendo yo los
míos en este momento. Ahora paso a otra cuestión.

»Y aunque necesite repetirlo mil veces, diré también que no tuve parte
alguna en las negociaciones del tratado de San Ildefonso, ni en la
alianza de nuestra marina con la francesa, origen del desastre de
Trafalgar. Pero sobre este tratado sé cosas curiosísimas que me confió
el general Duroc y que no puedo revelar a ustedes por más empeño que
muestren en conocerlas. No... no me pidan ustedes que revele lo que sé;
no pongan a prueba mi discreción: hay secretos que no pueden confiarse
en el seno de la amistad más íntima. Yo debo callar y callaré. Si los
dijese, cuán pronto confundiría al Príncipe de la Paz y a los que me
suponen cómplice de sus infames tratos con Bonaparte. Mi único afán ha
consistido en destruir sus combinaciones, y aquí en confianza puedo
decir que repetidas veces lo he conseguido. Por eso se empeña en
desacreditarme a los ojos de Europa, en malquistarme con los hombres de
Estado, que han depositado en mí su confianza; por eso suena mi nombre
unido a todas las combinaciones que fragua la izquierda en París.
Pero ¡ah! gracias a mi destreza podré anonadar a los calumniadores,
salvando mi buen nombre. Ojalá pudiera asimismo salvar a nuestros
Reyes y a nuestro país del descrédito a que los conduce ciegamente un
hombre abominable, que se ha elevado por las causas que todos sabemos,
y sigue dirigiendo la nave del Estado, valido de su torpe arrogancia e
insolente travesura.

Dijo, y llevándose a la nariz con diplomático aplomo el polvo de
rapé se sonó con más estruendo que el de una batería, miró a todos
por encima del pañuelo, y luego pronunció algunas frases vagas que
anunciaban la agitación de su grande espíritu. Oyéndole y viéndole,
parecía que sobre el mantel de la mesa que yo había servido iban a
resolverse las más arduas cuestiones europeas, repartiendo pueblos y
arreglando naciones como en el tapete de Campo-Formio, de Presburgo o
de Luneville.

--Estamos ya convencidos, señor marqués --dijo Lesbia--, de que usted
no ha tenido ni tiene parte alguna en los desastres ocasionados por el
Príncipe de la Paz; pero no nos ha dicho cuáles son los grandes males
que nos amenazan.

--Ni una palabra más, no diré ni una palabra más --dijo el marqués
alzando la voz--. Cesen, pues, las preguntas. Todo es inútil, señoras
mías. Soy inflexible e implacable: todos los esfuerzos, todas las
astucias de la curiosidad no conseguirán arrancarme una revelación.
He suplicado a ustedes que no me preguntasen nada, y ahora, no ruego
sino mando que me dejen en paz, renunciando a corromper y sobornar mi
experimentada prudencia con los halagos de la amistad.

Oyendo al diplomático, yo recordaba a cierto mentiroso que conocí
en Cádiz, llamado D. José María Malespina. Ambos eran portentos de
vanidad; pero el de Cádiz mentía desvergonzadamente y sin atadero,
mientras que el de Madrid, sin alterar nunca los sucesos reales, se
suponía hombre de importancia, y su prurito consistía en defenderse de
ataques imaginarios y en negarse a revelar secretos que no sabía. Esto
prueba la inmensa variedad que el Creador ha puesto en la fauna moral,
así como en la física.

Isidoro y Lesbia, retirándose de la mesa, habían vuelto a formar la
tela de araña de sus comunicaciones amorosas. Mi ama había variado en
sus disposiciones favorables hacia el marqués. En vano le prometió
franquearse con ella, revelándole lo que ningún ser humano había oído
hasta entonces de sus labios; pero sin duda a la González no debió de
halagar mucho la promesa de conocer los planes de todas las potencias
europeas, porque no tuvo para su solícito cortejante palabra ni frase
alguna que no fuese el mismo acíbar.

Amaranta, cuya reconcentración mental se desvanecía poco a poco, clavó
en mí sus ojos de una manera que parecía indicar vivo deseo de entablar
conversación conmigo. En efecto, contra todas las prescripciones del
decoro, en cierta ocasión en que yo recogía los platos vacíos que tenía
delante, se sonrió de un modo tan celestial, atravesándome el corazón
con estas palabras:

--¿Estás contento con tu ama?

No puedo asegurarlo; pero creo que sin mirarla, contesté:

--Sí, señora.

--¿Y no desearías cambiar de ama? ¿No deseas encontrar colocación en
otra parte?

Tampoco aseguro que sea cierto, pero me parece que respondí:

--Según con quién fuera.

--Tú pareces un chico de disposición --añadió con una sonrisa que
parecía abrir el cielo ante mis ojos.

A esto sí que estoy seguro de no haber contestado una palabra. Después
de una breve pausa, en que mi corazón parecía querer echárseme fuera
del pecho, tuve un arranque de osadía, que hoy mismo me causa asombro,
y dije:

--¿Es que quiere usía tomarme a su servicio?

Al oírme, Amaranta prorrumpió en graciosa carcajada, y yo me quedé
perplejo, creyendo haber dicho alguna inconveniencia. Al punto salí
de la sala con mi carga de platos: en la cocina procuré calmar mi
turbación, tratando de explicarme los sentimientos de Amaranta respecto
a mí, y después de mil dudas, dije:

--Mañana mismo le contaré todo a Inés, y veremos lo que ella piensa.



VIII


Cuando regresé a la sala, la escena continuaba la misma, pero la
llegada de un nuevo personaje iba a variarla por completo. Oímos ruido
de alegres voces y como preludios de guitarra en el portal, y después
entró un joven a quien diferentes veces había yo visto en el teatro.
Acompañábanle otros; pero se despidieron en la puerta, y él subió
solo, mas haciendo tanto ruido, que no parecía sino que un ejército se
nos metía en la casa. Me acuerdo de que aquel joven vestía el traje
popular, esto es, un rico marsellés, gorra peluda de forma semejante
a la de los sombreros trípicos, pero mucho más pequeña, y capa de
grana con forros de felpa manchada. Al verlo con esta facha, no crean
ustedes que era algún manolo de Lavapiés o chispero de Maravillas, pues
los arreos con que lo he presentado cubrían la persona de uno de los
principales caballeros de la corte; solo que este, como otros muchos de
su época, gustaba de buscar pasatiempo entre la gente de baja estofa,
y concurría a los salones de _Polonia la Aguardentera_, _Juliana la
Naranjera_, y otras célebres majas de que se hablaba mucho entonces. En
sus nocturnas correrías usaba siempre aquel traje que, en honor de la
verdad, le caía a las mil maravillas.

Pertenecía aquel joven a la Guardia Real, y sus conocimientos no
traspasaban más allá de la ciencia heráldica, en que era muy experto,
del arte del toreo y la equitación. Su constante oficio era la
galantería arriba y abajo, en los estrados y en los bailes de candil.
Parecían escritos expresamente para él los famosos versos:

    Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
    de pardomonte envuelto...

--¡Oh, D. Juan! --exclamó Amaranta, al verle entrar--. Bienvenido sea
el Sr. de Mañara.

Animose la reunión como por encanto con la entrada de aquel joven, cuyo
carácter jovial y bullanguero se manifestó desde el primer momento.
Advertí que el rostro de Amaranta adquiría de súbito extraordinaria
viveza y malicia.

--Sr. de Mañara --dijo con gran desenfado--, llega usted a tiempo.
Lesbia le echaba a usted de menos.

Lesbia miró a su amiga de un modo terrible, mientras Isidoro parecía
dominado por violenta cólera.

--Aquí, D. Juan, siéntese usted a mi lado --indicó mi ama con alegría,
señalando a Mañara la silla que tenía a la izquierda.

--No creí encontrar a usted aquí, señora duquesa --dijo el petimetre
dirigiéndose a Lesbia--. He venido, sin embargo, impulsado por la voz
de mi corazón; ya veo que el corazón no se equivoca siempre.

Lesbia estaba bastante turbada, mas no era mujer a quien arredraban las
situaciones críticas, así es que entre ella y Mañara hubo un verdadero
tiroteo de dichos agudos, risas y epigramas. Máiquez estaba cada vez
más intranquilo.

--Esta es noche de suerte para mí --dijo D. Juan sacando un bolsillo de
seda--. He estado en casa de la Primorosa, y allí he ganado cerca de
dos mil reales.

Diciendo esto, vació el oro sobre la mesa.

--¿Había allí mucha gente? --preguntó Amaranta.

--Mucha; mas la marquesita no pudo ir porque estaba con dolor de
muelas. ¡Ah! nos hemos divertido.

--Para usted --dijo Amaranta con verdadero ensañamiento en su malicia--
no hay diversión allí donde no está Lesbia.

Esta volvió a dirigir a su amiga terrible mirada.

--Por eso he venido.

--¿Quiere usted seguir probando fortuna? --dijo mi ama--. La baraja,
Gabriel; trae la baraja.

Hice lo que se me mandaba, y los oros, las espadas, los bastos y las
copas se entremezclaron bajo los dedos del petimetre, que barajaba con
toda la rapidez que da la experiencia.

--Sea usted banquero.

--Bien; ahí va.

Cayeron las primeras cartas: todos los personajes sacaron su dinero;
fijáronse ansiosas miradas en los terribles signos, y comenzó el juego.

Por un momento no se oyeron más que estas breves y elocuentes frases:
«¡Tres duros al caballo... Yo no abandono a mi siete de espadas...
Bien, por el rey... Gané... Perdí... Diez a mí... Maldita sota!»

--Mala suerte tiene usted esta noche, Máiquez --dijo Mañara, recogiendo
el dinero del actor, que ni una vez apuntaba sin perder cuanto ponía.

--¡Y yo qué buena! --dijo mi ama recogiendo sus monedas, que ascendían
ya a una respetable cantidad.

--¡Oh, Pepa; para usted es toda la suerte! --exclamó el banquero--.
Pero dice el refrán: «Afortunado en el juego, desgraciado en amores.»

--En cambio, usted --dijo Amaranta-- puede decir que es afortunado en
ambos juegos. ¿Verdad, Lesbia?

Y luego, dirigiéndose a Isidoro, que perdía mucho, añadió:

--Para usted, pobre Máiquez, sí que no se ha hecho aquel refrán; porque
usted es desgraciado en todo. ¿Verdad, Lesbia?

El rostro de esta se encendió súbitamente. Me pareció que la vi
dispuesta a contestar con violencia a su amiga; pero se contuvo y la
tempestad quedó conjurada por algún tiempo. El marqués perdía siempre,
pero no paró de jugar mientras tuvo una peseta en su bolsillo. No así
Máiquez, que una vez desvalijado, recibió un préstamo del banquero,
y así siguió el juego hasta más de la una, hora en que comenzaron a
hablar de retirarse.

--Debo a usted treinta y siete duros --dijo Máiquez.

--Y por fin --preguntó el petimetre--, ¿cuál es la función escogida
para representarse, en casa de la señora marquesa?

--Ya está acordado que sea _Otello_.

--¡Oh! me parece bien, amigo Isidoro. Me entusiasma usted en el papel
de celoso --dijo Mañara.

--¿Querría usted hacer el de Loredano? --preguntó el actor.

--No, es papel muy desairado. Además, no sirvo para el teatro.

--Yo le enseñaré a usted.

--Gracias. ¿Ya ha enseñado usted a Lesbia su papel?

--Lo sabe perfectamente.

--Cuánto deseo que llegue esa noche --dijo Amaranta--. Pero diga usted,
Isidoro, si le ocurriera a usted un lance como el de _Otello_, si se
viera engañado por la mujer que ama, ¿sentiría usted aquel terrible
furor? ¿Sería capaz de matar a su Edelmira?

Esta flecha iba dirigida a Lesbia.

--¡Quiá! --exclamó Mañara--. Eso no pasa nunca sino en el teatro.

--No mataría a Edelmira; pero sí a Loredano --repuso Máiquez con
firmeza, clavando enérgica mirada en el petimetre.

Hubo un momento de silencio, durante el cual pude advertir
perfectamente las señales de la más reconcentrada rabia en el rostro de
Lesbia.

--Pepa, no me has obsequiado esta noche --dijo Mañara--. Verdad es que
he cenado; pero son las dos, hija mía.

Serví de beber al joven, y habiéndome retirado, oí desde fuera el
siguiente diálogo. Mañara, alzando una copa llena hasta los bordes,
dijo:

--Señores: brindo por nuestro querido Príncipe de Asturias: brindo por
que la santa causa que representa tenga dentro de pocos días el éxito
más completo: brindo por la caida del favorito y el destronamiento de
los Reyes Padres.

--Muy bien --exclamó Lesbia aplaudiendo.

--Creo que estoy entre amigos --continuó el joven--. Creo que un fiel
súbdito del nuevo Rey puede sin recelo manifestar aquí alegría y
esperanza.

--¡Qué horror! ¿Está usted loco? Prudencia, joven --dijo el diplomático
escandalizado--. ¿Cómo se atreve usted a revelar?...

--Cuidado --dijo Lesbia con mucha viveza--, cuidado, Sr. Mañara, está
delante una confidenta de S. M. la Reina.

--¿Quién?

--Amaranta.

--Tú también lo eres, y según dicen posees los secretos más graves.

--No tanto como tú, hija mía --dijo Lesbia sintiendo reponerse su
osadía--; tú, que, según se asegura, eres hoy depositaria de todas las
confianzas de nuestra amada soberana. Esto es una gran honra para ti.

--Seguramente --repuso Amaranta, dominando su cólera--. Sigo al lado de
mi bienhechora. La ingratitud es vicio muy feo, y no he querido imitar
el ejemplo de las que insultan a quien les ha favorecido. ¡Ah! es muy
cómodo hablar de las faltas ajenas para que no se fije la vista en las
propias.

Lesbia, después de un momento de vacilación iba a contestar. El diálogo
tomaba alguna gravedad, y de seguro se habrían oído cosas bastante
duras, si el diplomático, interviniendo con su tacto de costumbre, no
hubiera dicho:

--Señoras, por Dios... ¿qué es esto? ¿No son ustedes íntimas amigas?
¿Una diferencia de opinión puede turbar el cielo purísimo de la
amistad? Dense las manos, y bebamos todos el último vaso a la salud de
Lesbia y Amaranta enlazadas en dulce y amorosa fraternidad.

--Estoy conforme; esta es mi mano --dijo Amaranta alargando la suya con
gravedad.

--Ya hablaremos de esto --añadió Lesbia estrechando con desabrimiento
la mano de la otra dama--. Por ahora seremos amigas.

--Bien: ya hablaremos de esto.

En aquel momento entré yo y la expresión del semblante de una y otra
no me pareció indicar predisposiciones a la concordia. Con aquel
desagradable incidente, que por fortuna no tomó proporciones, tuvo
fin la tertulia, y la aparente reconciliación fue señal de partida.
Levantáronse todos, y mientras el diplomático y Mañara se despedían de
mi ama, Amaranta se llegó a mí con disimulo, acercó su boca a mi oído,
y me dijo con una vocecita que parecía resonar dentro de mi cerebro:

--Tengo que hablarte.

Dejome aturdido; pero mi sorpresa subió de punto un poco después,
cuando acompañé a la comitiva por la calle, precediéndola con un farol,
según costumbre, porque en aquel tiempo el alumbrado público, si en
alguna calle existía, era digno émulo de la oscuridad más profunda.
Llegamos a la calle de Cañizares, a una suntuosa casa, que era la misma
en cuyo sotabanco vivía Inés, aunque se subía por distinta escalera.
En el patio de aquella casa, que era la del marqués diplomático, o
mejor dicho, de su hermana, esperaban las literas que debían conducir
a las dos damas a sus respectivas mansiones. Antes de entrar en la
litera, Amaranta me llamó aparte, y díjome que al día siguiente fuese
a buscarla a aquella misma casa, preguntando por una tal Dolores, que
luego supe era doncella o confidenta suya, cuyo mandato me alegró
mucho, porque en él vi el fundamento de mi fortuna.

Volví a casa apresuradamente, y encontré a mi ama muy agitada, paseando
con precipitación en la estrecha sala, y departiendo consigo misma,
como si no tuviera el juicio muy sano.

--¿Observaste --me dijo-- si Isidoro y Mañara disputaban por la calle?

--No reparé, señora --le respondí--. ¿Pues qué motivo tienen esos dos
caballeros para enemistarse?

--¡Ah! no sabes cuán alegre estoy, Gabriel; estoy satisfecha --me dijo
la González con extraviados ojos y tan febril inquietud, que me impuso
miedo.

--¿Por qué, señora? --pregunté--. Ya es hora de descansar, y usted
parece necesitar descanso.

--No tonto, yo no duermo esta noche --dijo--. ¿No sabes que yo no puedo
dormir? ¡Ah, cuánto gozo considerando su desesperación!

--No entiendo a usted.

--Tú no entiendes de esto, chiquillo, vete a acostar... Pero no, no,
ven acá y escucha. ¿Verdad que parece castigo de Dios? El muy simple no
conoce la víbora que tiene entre sus brazos.

--Creo que se refiere usted a Isidoro.

--Justo. Ya sabes que está enamorado de Lesbia. Está loco, como nunca
lo ha estado. ¡Ah! Con todo su orgullo, ¡qué vilmente se arrastra a los
pies de esa mujer! Él, acostumbrado a dominar, es dominado ahora, y su
impetuoso amor servirá de diversión y chacota en el teatro y fuera de
él.

--Pero me parece que el Sr. Máiquez es correspondido.

--Lo fue; pero los favores de Lesbia pasan pronto. ¡Oh! Bien merecido
le está. Lesbia es la misma inconstancia.

--No lo hubiera creído en una persona tan simpática y tan linda.

--Con esa carita angelical, con su sonrisa inalterable y su aire de
ingenuidad, Lesbia es un monstruo de liviandad y coquetería.

--Tal vez ese Sr. Mañara...

--Eso no tiene duda. Mañara es hoy el favorecido, y si habla con
Isidoro es para divertirse a su costa, jugando con el corazón de ese
desgraciado. Sí, el corazón de Isidoro está hoy como un ovillo de
algodón entre las patas de una gata traviesa. ¿Pero no es verdad que le
está bien merecido?... ¡Oh, rabio de placer!

--Por eso la señora Amaranta no cesaba de decir aquellas cosas...
--indiqué, deseando que mi ama esclareciera mis dudas sobre muchos
sucesos y palabras de aquella noche.

--¡Ah! Lesbia y Amaranta, aunque vienen juntas aquí, se aborrecen, se
detestan, y quisieran destruirse una a otra. Antes se llevaban muy
bien; mas de algún tiempo a esta parte... yo creo que algo ocurrido en
Palacio es la causa de esta inquina que ha empezado hace poco, y será
pronto una guerra a muerte.

--Bien se conoce que no se llevan bien.

--En Palacio, según me han dicho, arden pasiones encarnizadas e
implacables. Amaranta es muy amiga de los Reyes Padres, mientras que
Lesbia parece que es de las damas que más intrigan en el bando de los
amigos del Príncipe de Asturias. Tan irritadas están hoy la una contra
la otra, que ya no saben disimular el odio que se profesan.

--¿Y es Amaranta mujer de tan mala condición como su amiga? --pregunté
deseando inquirir noticias de la que ya consideraba como mi protectora.

--Todo lo contrario --repuso--. Amaranta es una gran señora, tan
discreta como hermosa, y de conducta intachable. Gusta de proteger a
los desvalidos: su sensible y tierno corazón es inagotable para los
menesterosos que necesitan de su ayuda; y como es poderosísima en la
corte, porque su valimiento casi excede al de los mismos Reyes, el que
tenga la dicha de caerle en gracia, ya se puede considerar puesto en
los cuernos de la luna.

--Ya me lo parecía a mí --dije muy contento por tan lisonjeras
noticias.

--Espero que Amaranta --prosiguió mi ama con la misma calenturienta
agitación-- me ayudará en mi venganza.

--¿Contra quién? --pregunté alarmado.

--Creo que se ha aplazado la función de la marquesa --continuó sin
atender a mi pregunta--. Nadie quiere hacer el desairado papel de
Pésaro, y esto será ocasión de un lamentable retraso. ¿Querrás
desempeñarlo tú, Gabriel?

--¡Yo, señora!... no sirvo para el caso.

Quedose luego muy meditabunda, con el ceño fruncido y los ojos fijos en
el suelo, y por fin volvió a su primer tema.

--Estoy satisfecha --dijo con esa hilaridad dolorosa, que indica las
grandes crisis de la pasión--. Lesbia le es infiel, Lesbia le engaña,
Lesbia le pone en ridículo, Lesbia le castiga... ¡Oh, Dios mío! Veo que
hay justicia en la tierra.

Después serenándose un poco me mandó retirar, y cuando me hallé fuera,
dejándola con su doncella, la sentí llorar con lágrimas francas y
abundantes, que debían templar la irritación de su espíritu y poner
calma en su excitado cerebro. A los consuelos y ruegos de su criada
para que se retirase a descansar, no respondía más que esto:

--¿Para qué me acuesto, si sé que no he de dormir en toda la noche?

Retireme a mi cuarto, que era un estrecho dormitorio donde jamás
entraban ni en pleno día importunas luces. Me acosté bastante afligido
al considerar la triste pasión de mi ama; pero estos pensamientos se
enlazaron con otros relativos a mi propio estado, los cuales, lejos
de ser tristes alborozaban mi alma; y acompañado por la imagen de
Amaranta, que iluminaba mi mezquino asilo como un rayo de luna, me
dormí profundamente pensando en la fábula de Diana y Endimión, que
conocía por una de las estampas de la sala.



IX


Al despertar en la mañana siguiente, acudieron en tropel a mi
pensamiento todas las ideas y las imágenes que me habían agitado
la noche anterior. La inclinación hacia mi persona que suponía en
Amaranta, me trastornaba el juicio como verá el amigo lector, si
le cuento los disparates que dije y las locuras que imaginé en las
reflexiones y monólogos de aquella mañana.

«No veo la hora --decía para mí-- de presentarme a esa señora. No me
queda duda de que le he caído en gracia, lo cual no es extraño, pues
algunas personas me han dicho que no tengo mal ver. Como dice doña
Juana, de hombres se hacen los obispos, y quién sabe si a vuelta de
una media docena de añitos, me encuentro hecho en dos palotadas duque,
conde o almirante, como otros que yo me sé y que deben lo que son
a haber caído en gracia a esta o la otra persona. Hablemos claro,
Gabriel. ¿No estás oyendo mentar todos los días a cierto personaje
que antes era un pobre pelambrón, y ahora es todo cuanto puede ser un
hombre? ¿Y todo por qué? Por la inclinación de una elevada señora. Y
¿quién dice que lo que puede pasar a un hombre, no le pueda suceder
a otro? Verdad es que el tal personaje es un gallardo mozo; pero yo
bien sabido me tengo que no soy saco de paja, pues muchas personas
me han dicho que les gusto, y que no puede negarse que tengo unos
ojillos picarescos, capaces de trastornar a todo el sexo femenino...
Ánimo, Sr. Gabrielito. Mi ama ha dicho que Amaranta es la mujer más
poderosa de toda la Corte, y quién sabe si será de sangre real. ¡Oh,
divina Amaranta! ¿Qué haré para merecerte? Por supuesto, que si
llego a verme desempeñando esos elevados cargos, juro por Dios y mi
salvación, que he de ser el hombre más formal que jamás haya gobernado
en el mundo. A buen seguro que nadie me acuse, como acusan al otro de
haber hecho tantas picardías. Lo que es eso... yo tendré las cosas
bien arregladitas, y en mi persona no gastaré sino lo muy preciso. Lo
primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva
a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas del Reino se fije
el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy
barato. Veremos si sé yo mandar o no sé... ¡y que tengo un geniecillo!
Como no hagan lo que mando, nada, nada... no me andaré con chiquitas.
Al que no obedezca, cortarle la cabeza y se acabó... así andarán todos
derechos como un huso. Y lo dicho, dicho. Nada con los franceses,
Napoleón que se entienda solo; nosotros haremos lo que nos dé la gana,
y que no me busque el genio, porque yo tengo malas moscas... ¡Oh! si
esto sucediera, cómo se había de alegrar la pobre Inés: entonces sí
que no repetiría aquello de la tortuga y del águila. Se me figura que
Inés es algo corta de alcances; sin embargo, es tan buena, que la
amaré siempre... pero debo amar a Amaranta... pero ¿cómo puedo dejar
de amar a Inés?... Pero es preciso que adore sobre todas las cosas a
Amaranta... pero Inés es tan sencilla, tan buena, tan... pero Amaranta
me subyuga, me fascina, me vuelve loco... pero Inés... pero Amaranta...»

Esto decía yo, despeñado, como corcel salvaje, por los derrumbaderos
de mi fantasía; y ya habrá observado el lector que, al suponerme
amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi
engrandecimiento personal y el ansia de adquirir honores y destinos. En
esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los
mismos.

Levanteme, cogí el cesto para ir a la compra, y cuando recorría los
puestos de la plazuela regateando las patatas y las coles, consideré
cuán inconveniente y deshonroso era que se ocupase en tan bajos
menesteres un joven destinado a ser dentro de algún tiempo generalísimo
de los ejércitos de mar y tierra, gran almirante, ministro, y quién
sabe si rey de algún reinito chico que le caería por chiripa en los
repartos europeos.

Dejando aparte por ahora lo que se refiere a mi persona, voy a dar una
idea de la opinión pública en aquellos días, con motivo de los sucesos
políticos. En la plazuela advertí que se hablaba del asunto, y por las
calles las personas se paraban preguntándose noticias, y regalándose
mutuamente las mentiras de que cada cual era forjador o inocente
vehículo. Yo hablé del caso con varias personas conocidas, y voy a
copiar imparcialmente el parecer de algunas, pues siendo las más de
diversa condición y capacidad, el conjunto de sus observaciones puede
ofrecer exactamente una muestra del pensamiento público.

Un hortera de ultramarinos que era nuestro abastecedor, y hombre muy
aficionado a mover la sin hueso, me pareció más alegre que de ordinario
y en extremo jovial con sus parroquianos.

--¿Qué nuevas corren por ahí? --le pregunté.

--¡Oh! grandes nuevas. Los franceses han entrado en España. Yo estoy
contentísimo.

Luego, bajando la voz, dijo con semblante risueño:

--¡Van a conquistar a Portugal! Es para volverse loco de alegría.

--Hombre, no lo entiendo.

--¡Ah! Gabrielillo: tú como eres un pobre chico, no entiendes estas
cosas. Ven acá, mentecato. Si conquistan a Portugal, ¿para qué ha de
ser sino para regalárselo a España?

--¿Y un reino se conquista y se regala, como si fuera una libra de
nísperos, señor de Cuacos?

--Pues es claro. Napoleón es un hombre que me gusta. Quiere mucho a
España y se desvive por hacernos felices.

--Vaya con el hombre. ¿Y nos quiere por nuestra linda cara o porque
le conviene, para sacarnos dinero, barcos, tropas y cuanto le da la
gana? --dije yo cada vez más resuelto a romper con Francia cuando fuese
ministro.

--Nos quiere porque sí, y sobre todo ahora va a quitar de en medio al
Sr. Godoy, que ya nos tiene hasta el tragadero.

--¿Querrá usted decirme qué es lo que ha hecho ese caballero para que
todos le quieran tan mal?

--¡Bicoca! Ahí es nada lo del ojo. ¿No sabes que es un embustero,
atrevido, lascivo, tramposo y enredador? Ya sabemos todos a qué debe
su fortuna, y la verdad es que la culpa no la tiene él, sino quien lo
consiente. Ya sabes tú que vende los destinos, ¡y de qué manera! Los
que tienen mujer guapa o hija doncella, son los que consiguen de Su
Alteza cuanto solicitan. Pues ahora trata de que se vayan a América
los príncipes para quedarse él de rey de España... Pero no echó muy
bien las cuentas, y a lo mejor se presenta Napoleón para desbaratar sus
planes... Sabe Dios lo que ocurrirá dentro de algunos días: yo creo que
Napoleón, como amigo y admirador que es de nuestro gran Príncipe de
Asturias, nos lo va a poner en el trono, sí señor... y el Rey Carlos,
con la buena pieza de su mujer, se irá adonde mejor le convenga.

No hablamos más del asunto. Entré luego en la tienda de doña Ambrosia,
a comprar un poco de seda que me había encargado la doncella, y vi tras
el mostrador a la grave tendera, acariciando su gato, sin dejar por eso
de atender a la conversación entablada entre D. Anatolio, el papelista
de la acera de enfrente, y el abate D. Lino Paniagua, que estaba
escogiendo unas cintas verdes y azules.

--No le quede a usted duda, señora doña Ambrosia --decía el
papelista--; de esta vez nos veremos libres del _choricero_.

--No puede ser menos --contestó la tendera-- sino que alguna buena alma
ha ido a Francia y le ha contado a ese bendito Emperador todas las
picardías que aquí hace Godoy, por lo cual este ha mandado un ejército
entero para quitarle de en medio.

--Pues, con perdón de ustedes --dijo el abate Paniagua alzando la
vista--, yo, que frecuento la sociedad de etiqueta, puedo asegurar
que las intenciones de Napoleón son muy distintas de lo que se cree
vulgarmente. Napoleón no manda sus tropas contra Godoy, sino para
Godoy; porque han de saber ustedes que en un tratado secreto (y esto lo
digo con reserva) se ha convenido echar de Portugal a los Braganzas, y
repartirse aquel reino entre tres personas, de las cuales una será el
Príncipe de la Paz.

--Eso se dijo hace tiempo --observó con desdén D. Anatolio--; pero
ahora no se trata de tal reparto. La verdad pura y neta es que Napoleón
viene a quitar el Portugal a los ingleses, lo cual está muy retebién
hecho; sí señor.

--Pues a mí me han dicho --añadió doña Ambrosia--, que lo que quiere
Godoy es mandar al Príncipe a América con sus hermanos, para quedarse
él solito de rey de España. Eso no lo habíamos de consentir. ¿Verdá
usté, D. Anatolio? Miren qué ideas de hombre. Pero ¿qué se puede
esperar de quien está casado con dos mujeres?

--Y creo que las dos se sientan con él a la mesa, una a la derecha y
otra a la izquierda --dijo D. Anatolio.

--Por Dios, hablemos bajo --indicó con timidez D. Lino Paniagua--. Esas
cosas no se deben decir.

--Nadie nos oye, y sobre todo... Si van a poner a la sombra a cuantos
hablan de estas cosas, pronto se quedará Madrid sin gente.

--Verdad --dijo doña Ambrosia bajando la voz--. Mi difunto esposo, que
santa gloria haya, y era el hombre de más verdad que ha comido nabos en
el mundo, aseguraba... (y crean ustedes que lo sabía de buena tinta)
que cuando el _choricero_ quiso que el Consejo de Estado habilitase a
la Reina para ser Regenta... pues, no sé si me explico... era porque
tenían el proyecto de despachar para el otro barrio a mi señor D.
Carlos, de modo que...

--¡Qué abominaciones se dicen hoy! --exclamó el abate.

--Como que es la pura verdad --dijo don Anatolio--. Yo también lo supe
por persona que estaba en el ajo.

--Pero esto no se dice, señores, esto se calla --respondió Paniagua--.
Yo, francamente, no gusto de oír tales cosas. Me da miedo; y si llega a
oídos del señor Príncipe de la Paz, figúrense ustedes qué disgusto.

--Como no nos ha dado prebendas, ni le pedimos congruas...

--En fin, despácheme usted, señora doña Ambrosia, que tengo prisa. Esas
cintas verdes son de etiqueta; pero lo que es las azules, no me atrevo
a presentárselas a la señora condesa de Castro-Limón.

Despacharon al abate, y luego a mí, con más presteza de la que habría
querido, pues de buen grado me hubiera detenido más para oír los
comentarios políticos que tanto me agradaban. Ya iba derecho a la casa,
cuando acerté a tropezar con el reverendo padre fray José Salmón, de
la orden de la Merced, el cual era un sujeto excelente que visitaba
a doña Dominguita (la abuela de mi ama) con tanta frecuencia como
exigían el arte de Hipócrates y el piadoso anhelo de bien morir; pues
para administrar lo primero y preparar el ánima a lo segundo era un
águila el buen mercenario Salmón, a quien solo faltaba una _o_ en su
apellido para llamarse como el portento de la sabiduría. Detúvome, e
interpelándome con afabilidad y cortesía, dijo:

--¿Y esa incomparable doña Dominga, cómo está? ¿Qué tal efecto le
ha hecho el cocimiento de cáscaras de frambuesa, o sea _tetragonia
ficoide_, que llama Dioscórides?

--¡Magnífico efecto! --respondí, aunque estaba en completa ignorancia
del asunto.

--Ya le llevaré esta tarde unas pildoritas... --prosiguió-- con las
cuales, o yo no soy el padre Salmón de la orden de la Merced, o esa
señora ha de recobrar la agilidad de sus piernas... Pero chico: qué
buenas peras llevas ahí --añadió metiendo la mano en el cesto, y
sacando la fruta indicada--. Tú tienes buena mano derecha para comprar
peras.

Y acto continuo se la guardó, después de olerla, en la manga del luengo
hábito, sin pedir permiso para ello, pues aunque siguió hablando, fue
para añadir lo siguiente:

--Dile que iré esta tarde por allá a contarle las grandes novedades que
ocurren en España.

--Usted que sabe tanto --dije impulsado por mi curiosidad--, ¿podrá
explicarme a qué vienen esos ejércitos franceses?

--Si tú tuvieras la mitad del talento que yo tengo --repuso--, te
pondría al tanto de las diversas razones que me hacen estar alegre
considerando la llegada de esos señores. ¿Por ventura no sabes que
Napoleón fue quien estableció el culto en Francia, después de los
horrores y herejías de la revolución? ¿No sabes también que entre
nosotros no falta algún endiablado personaje en cuya mente bullen
atrevidos proyectos contra la santa Iglesia? Pues sabiendo esto, ¿a
quien no se alcanza que el objeto de la entrada de esos ejércitos no
es ni puede ser otro que dar merecido castigo al insolente pecador, al
polígamo desvergonzado, al loco enemigo de los derechos eclesiásticos?

--Luego ese Sr. Godoy, ¿no solo es un bribón y un acá y un allá, sino
que también es enemigo de la religión y los religiosos? --pregunté,
asombrado de ver cómo aumentaba el capítulo de las culpas del favorito.

--Sin duda --dijo el fraile--. Y si no, ¿qué nombre tiene el proyecto
de reformar las órdenes mendicantes, quitándoles la vida conventual
y obligando a esos buenos religiosos a servir en los Hospitales
generales? También agita en su diabólica mente el proyecto de sacar
de las granjas que nos pertenecen lo necesario para fundar unas a
modo de escuelas de agricultura; que sabe Dios lo que serán las tales
escuelitas. ¡Oh! Y si fuera cierto lo que se dice --añadió alargando
la mano para hacer segunda exploración en mi cesto--, si fuera cierto
lo que se dice respecto a la enajenación de parte de los bienes que
ellos llaman de manos muertas... Pero no nos ocupemos de esto, que más
bien causa risa que indignación, y fijemos la vista en el astro de las
Galias que, cual divino campeón, viene a libertarnos de la tiranía
de un necio valido, poniendo en el Trono al augusto Príncipe en cuya
sabiduría y prudencia fiamos.

Al concluir esto había trasportado desde el cesto a las mangas de su
hábito otra pera y hasta media docena de ciruelas, dando después
rienda suelta a los encomios de mi destreza en el comprar. Yo me
apresuré a separarme de un interlocutor que me salía tan caro, y le di
los buenos días, renunciando a las lecciones de su sabiduría.

No había sacado en limpio gran cosa, ni disipado mis dudas, sobre lo
que hoy llamaríamos la situación política, y lo único que vi con alguna
claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe
de la Paz, a quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral,
traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia, y, por
añadidura, de querer sentarse en el Trono de nuestros Reyes, lo cual
me parecía el colmo de la atrocidad. También vi de un modo clarísimo
que todas las clases sociales amaban al príncipe de Asturias, siendo de
notar, que cuantos anhelaban su próxima elevación al Trono, fiaban tal
empresa a la amistad de Bonaparte, cuyos ejércitos estaban entrando ya
en España, para dirigirse a Portugal.

Volví a la plazuela para reponer las bajas hechas en el cesto por
su paternidad, y allí encontré... ¿no adivinan ustedes a quién? El
infeliz, acompañado de su hija Joaquinita, a quien Natura había hecho
_poetisa entre dos platos_, se ocupaba en comprar al fiado no sé qué
piltrafas y miserables restos, que eran su ordinario alimento. El pedía
las cosas, la jorobadilla las regateaba, y entre los dos cargaban la
ración, cuyo peso no hubiera fatigado a un niño de cinco años. La
miseria había pintado sus más feos rasgos en el semblante de la hija y
del padre, el cual era tan flaco y amarillo, que se dudaba cómo podía
existir y moverse cuerpo tan endeble, no siendo galvanizado por el
misterioso fluido del numen poético. ¿Necesito nombrarle? Era Comella.

--¡Sr. D. Luciano, usted por aquí! --dije saludándole con mucho afecto,
porque aquel hombre me inspiraba la más viva compasión.

--¡Ah, Gabriel! --contestó--, ¿y Pepita, y doña Dominga? Tiempo hace
que no las veo. Pero ya saben que aunque no las visito, porque el
trabajo me lo impide, les estoy muy agradecido.

--Hoy espero ir por allá a llevarles a ustedes algún recadito --dije
respondiendo verbalmente a las tristes suplicantes miradas de la hija
del poeta, cuyos ojos me hablaban el lenguaje del hambre.

--Es preciso que vayas por casa --continuó el poeta tomándome el
brazo, e indicando en su gravedad que lo que iba a confiarme era
importantísimo--. Como me has dicho que presenciaste lo de Trafalgar,
quiero consultarte sobre ciertos detalles... pues...

--Ya. Escribe usted la historia de aquella batalla.

--No: historia no; un dramita que va a dejar bizcos a los señores.
Verás qué pieza. Se titula _El tercer Gran Federico y combate del 21_.

--Buen título --respondí--; pero no entiendo qué es eso del _tercer
Federico_.

--¡Qué tonto eres! El _tercer Gran Federico_ es Gravina, y como ya
hubo en Prusia un Gran Federico que era Segundo, ¿no comprendes que es
ingenioso y llamativo y tónico poner a nuestro almirante en la lista de
los Grandes Federicos que ha habido en el mundo?

--Ciertamente. Es una idea que solo a usted se le hubiera ocurrido.

--Ya Joaquina ha escrito las primeras escenas, que son preciosísimas.
En primer término aparece la cubierta del _Santísima Trinidad_, a la
derecha el navío de Nelson, y a lo lejos Cádiz con sus castillos y
torreones. Debo advertirte que figuro a Nelson enamorado de la hija de
Gravina, el cual se niega a dársela en matrimonio. La escena empieza
con una sublevación de los marineros españoles que piden pan, porque
en todo el barco no hay una miga. El almirante se enfurece y les dice
que son unos cobardes, porque no tienen alma para resistir tres días
sin comer, y les da el ejemplo de la más plausible sobriedad mandándose
servir un pedacito de maroma asada. Nelson se presenta a decir que todo
se acabará al fin si le dan la niña para llevársela a Inglaterra: la
muchacha sale de la cámara bordando un pañuelo, y...

No dijo más, porque la violenta risa en que prorrumpí, sin poderme
contener, le desconcertó un poco, aunque yo para que no se enojara le
aseguré que me reía por cierto recuerdo despertado en mi memoria.

--La escena del hambre está escrita, y si he de decirte la verdad, no
tiene pero.

--No dudo que esa escena puede ser admirable --dije con malicia--,
sobre todo si ha puesto la mano en ella la señorita Joaquina.

--Ya hemos escrito a todos los teatros de Italia, que se disputarán
como siempre el derecho de traducirla --dijo Joaquinita.

--¡Ah! Aquí no se recompensa el verdadero mérito. Bien dicen, que nadie
es profeta en su patria: verdad es que la posteridad hace justicia;
pero entre tanto que esa justicia llega, los hombres superiores
arrastramos miserable existencia y nos morimos como cualquier
pelafustán, sin que nadie se acuerde de nosotros. Vamos a ver: ¿de qué
me valen ahora a mí los mausoleos, las inscripciones, las estatuas
con que han de honrarme en tiempos futuros, cuando la envidia calle
y a nadie quede duda del mérito de mis obras? Y si no, ahí tienes a
Cervantes, que es otro ejemplo como este mío. ¿No vivió en la miseria?
¿No murió abandonado? ¿Acaso tocó las ventajas positivas de ser el
primer escritor de su siglo? Pues a mí me pasa dos cuartos de lo
mismo: por supuesto, que si algo me consuela, es considerar cuánto se
avergonzará la España futura al saber que el autor de _Catalina en
Cromstadt_, de _Federico II en Glatz_, de _El negro sensible_, de _La
enferma fingida por amor_, de _Cadma y Sinoris_, de _La escocesa de
Lambrun_ y de otras muchas obras, ha vivido algún tiempo almorzando dos
cuartos de sangre frita y otras cosas que no nombro por respeto al arte
de la poesía, pues no lo quiero denigrar, denigrándome a mí mismo...
Pero no hablemos de estas cosas, que dan tristeza, y obligan a renegar
de una patria que no sabe premiar el mérito, y de unos tiempos en que
los magnates protegen la envidia y persiguen la inspiración.

--Calma, calma, Sr. D. Luciano --dije yo mostrándome interesado por el
triunfo de la inspiración sobre la envidia--; tras esos tiempos vendrán
otros. ¡Quién sabe lo que pasará mañana!

--Eso me han dicho, sí --repuso Comella bajando la voz y con sonrisa de
satisfacción--. ¿Será cierto que Napoleón es del partido del Príncipe
de Asturias? ¿Caerá Godoy?

--Eso no tiene duda. ¿Pues qué quiere Napoleón más que el bien de los
españoles?

--Justo; y aunque él y Godoy han sido muy amigotes, ya parece que
el otro ha conocido sus malas mañas, y sabe que todos queremos al
heredero, con lo cual dicho se está que nos hará el gusto. En cuanto
a Godoy, yo estoy en que no existe hombre peor en toda la redondez
de la tierra. Pueden perdonársele los medios de su elevación; puede
perdonársele que sea polígamo, ateo, verdugo, venal, y otras faltas
por el estilo; pero lo que no tiene nombre y prueba mejor que nada la
corrupción de las costumbres, es que proteja a los malos poetas, dando
cordelejo a los que son buenos y además nacionales, españoles como
yo, y no admitimos ese fárrago de reglas ridículas y extranjeras con
que Moratín y otros poetastros de polaina embaucan a los tontos. ¿No
piensas como yo?

--Lo mismito que usted --respondí--. Y ahora verá el Sr. D. Luciano
cómo los franceses, cuando hayan arreglado lo de Portugal, arreglarán a
España y se acabará la protección a los malos poetas.

--Dios lo quiera así... Pero nos vamos, que antes de almorzar hemos de
concluir la escena entre Nelson y la hija de Gravina.

--¿Tanta prisa corre?

--Para fin de mes ha de estar en la Cruz. Tendrá un éxito atroz. Ya
verás, Gabrielillo. Es preciso que vayas a aplaudir, porque me temo
mucho que los de Estala, Melón y Moratinillo han de querer silbarla.
Hay que estar con cuidado, y si ellos tienen la protección del
Gobierno, no hay que asustarse por eso, la posteridad juzgará. Conque
adiós.

Se marcharon a prisa, y yo me quedé pensando en la serie de maldades
que habría cometido el Príncipe de la Paz, para tener también en contra
suya a los malos poetas. Hasta mucho tiempo después no conocí que entre
los infinitos actos reprensibles de aquel monstruo de la fortuna había
algunos que la posteridad, por el contrario, debía recordar siempre con
agradecimiento...



X


Aún me faltaba oír, antes de volver a casa, otra opinión muy distinta
de las anteriores, y era la para mí respetabilísima de Pacorro
Chinitas, el amolador, personaje que tenía establecida su portátil
industria en la esquina de nuestra calle. Me parece que aún estoy
viendo la piedra de afilar, que en sus rápidas evoluciones despedía por
la tangente, al contacto del acero, una corriente de veloces chispas,
semejantes a la cola de un pequeño cometa; y como era mi costumbre
no apartar la vista de la máquina mientras hablaba con el Júpiter
de aquellos rayos, el fenómeno ha quedado vivamente impreso en mi
imaginación.

Era Pacorro Chinitas un hombre que aparentaba más edad de la que
realmente tenía, merced a los disgustos domésticos de que era autora
su mujer, célebre buñolera del Rastro, a quien llamaban la _Primorosa_.
No puedo menos de dar algunas noticias sobre este ejemplar matrimonio,
porque los dos seres que lo formaban figuran algo en acontecimientos
posteriores, y que he de contar, si para entonces tengo vida y el
lector paciencia, como espero.

Es, pues, el caso que Pacorro Chinitas, varón manso y discreto, no
podía hacer buenas migas con la _Primorosa_, cuya fama, extendida de
polo a polo, es decir, desde la calle de la Pasión hasta el pórtico
de San Bernardino, la acusaba de mujer pendenciera, batalladora y
que partía de un bofetón un par de quijadas, sin que estas y otras
hazañas la hicieran nunca caer en manos de la justicia. Chinitas se vio
obligado a pedir una separación, resignándose a no tener más compañera
que la rueda coronada de chispas, y en esta situación le conocí. Luego
que nos hicimos amigos contome las picardías de su antigua mitad, y así
como en otros temas era discretísimo, en este era muy pesado, pues no
pasaba día sin que me regalara un nuevo capítulo de la larga historia
de sus cuitas matrimoniales. Como yo encontrara en aquel hombre cierta
madurez de juicio, cierto sentido práctico que en los demás no hallaba,
resultó que me aficioné a su conversación, y cuanto él decía me parecía
entonces de perlas, sin que pudiera explicarme la razón de esta
preferencia por los juicios de un hombre ignorado y rudo. Después he
meditado bastante sobre las cosas de aquel tiempo, y sobre la opinión
general, y puedo deciros sin miedo de equivocarme, que el hombre de más
talento que conocí en aquellos días fue el amolador de la calle del
Baño.

Para muestra referiré mi conversación con él.

--¡Hola, Chinitas! ¿cómo va? ¿Qué es eso que cuentan por ahí? ¿Conque
tenemos a los franceses en España?

--Eso dicen --contestó--. Y la gente está contenta.

--Y parece que van a cogerse a Portugal.

--Pues ello... así dicen.

--Eso me parece muy bien. ¿Para qué sirve Portugal?

--Mira, Gabrielillo --dijo incorporándose, y apartando de la rueda las
tijeras, con lo cual cesaron por un momento las chispas--; tú y yo
somos unos brutos que no entendemos palotada de cosas mayores. Pero ven
acá: yo estoy en que esos señores que se alegran porque han entrado los
franceses, no saben lo que se pescan, y pronto vas a ver cómo les sale
la criada respondona. ¿No piensas tú lo mismo?

--¿Qué he de pensar? Como Godoy es tan malo de por sí, cátate ahí
que Napoleón viene a quitarle de en medio, y a poner en el trono al
Príncipe de Asturias, que dicen es un gerifalte para el gobierno.

Chinitas volvió a aplicar el acero a la piedra, dando movimiento con
el pie, y después de contestar a mis observaciones con un mohín muy
expresivo, añadió:

--Yo digo y repito que todos estos señores parece que están bobos.
Nosotros los que no sabemos leer ni escribir, acertamos a veces mejor
que ellos; y lo que ellos no pueden ver, porque les encandila el sol de
un poder que tienen tan cerca, lo vemos nosotros desde abajo; y si no,
di tú: ¿No es preciso estar ciego para comprender que Napoleón no dice
lo que tiene pensado? ¿Ese hombre no ha revuelto todas las partes del
mundo, no ha quitado de los tronos los reyes que ha querido para poner
a los mocosos de sus hermanos? Dicen que viene a poner al Príncipe de
Asturias y a quitar al _choricero_. De eso me río yo. Sí, porque Godoy
y él no están de compinche para hacer cualquier picardía... A mí con
esas. Lo que menos le importa a Napoleón es que reine Fernando o prive
D. Manuel; lo que él quiere es cogerse a Portugal para darle un pedazo
a Godoy, y otro pedazo a la infanta que han puesto de reina allá en
_Trucha_ o _Truria_...

--Pues que lo cojan y lo repartan --dije yo con gran crueldad para
nuestros vecinos--, ¿qué nos importa? Con tal que quiten a ese hombre
tan malo...

--Si cogen a Portugal, porque es un reino chiquito, mañana cogerán a
España, porque es grande. Yo me enfado cuando veo a esos bobalicones
que andan por ahí, petimetres, abates, frailes, covachuelistas, y hasta
usías muy estirados, que se ríen y se alegran cuando oyen decir que
Napoleón se va a embolsar a Portugal, y con tal de ver por tierra al
guardia, no les importa que el francés eche el ojo a un bocadito de
España, que no le vendrá mal para acabar de llenar el buche.

--Pero como dicen que no hay pecado que el _choricero_ no haya
cometido...

--Mira, chiquillo --contestó con aplomo probando con el dedo el filo
de las tijeras--; yo me río de todas las cosas que cuentan por ahí. Es
verdad que ese hombre es un ambicioso que no va más que a enriquecerse;
pero si ha llegado a ser duque, y general y príncipe y ministro, ¿de
quién es la culpa sino de quien le ha dado todo eso sin merecerlo? Si
vienen y te dicen a ti: «Gabriel, mañana vas a ser esto y lo otro,
porque me da la gana, y sin que necesites para ello quemarte las cejas
estudiando latín», ¿qué dirás tú? Dirías, «pues venga.»

--Eso no tiene duda.

--Y aunque ese hombre es una buena pieza, y ha hecho muchas maldades,
la mitad de lo que dicen es mentira. También habrás visto que hoy le
escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y
la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente. ¡Ah! me parece
que aquí vamos a ver grandes cosas, sí, señor, grandes cosas. Digo y
repito, que de esto va a resultar lo que nadie piensa, y muchos que hoy
se restregan las manos de contento, llorarán mañana a moco y baba; y si
no, acuérdate de lo que te digo.

Aquellas razones, que me parecían encerrar profunda verdad, me
hicieron pensar; y como persona que ya se preciaba de saber escoger
los hombres, pensé que aquel sabio amolador era digno de ocupar un
puesto de consideración a mi lado, cuando yo fuera generalísimo, primer
secretario de Estado, archipámpano, y tuviera todas las jerarquías que
esperaba de la protección y ayuda de mi divina Amaranta.

--Pues yo lo que deseo --dije-- es que venga de una vez ese príncipe
tan bueno, que todo lo ha de arreglar a pedir de boca. ¿No cree usted
lo mismo?

--Mira, chiquillo --repuso Chinitas con sibilítico tono--, yo me tengo
tragado que el heredero no vale para maldita la cosa, y esto no se
puede decir sino acá para entre los dos, porque si algunos nos oyeran,
lloverían almendradas. Cuando vivía la señora princesa de Asturias,
que en gloria esté, todos decían que Fernandito era enemigo de los
franceses y de Napoleón, porque este ayudaba a Godoy, y ahora resulta
que los franceses son la mejor gente del mundo y Napoleón tan bueno
como pan bendito, solo porque parece arrimarse al partido del Príncipe
de Asturias. Esa no es gente formal, Gabrielillo; y yo lo que veo es
que el heredero tiene muchas ganas de serlo, antes de que muera su
padre, aunque es de creer que el canónigo de Toledo y otros personajes
le tienen sorbidos los sesos, y serían capaces de obligarle a ser mal
hijo, con tal que ellos pudieran después echarse al cuerpo los mejores
destinos. Esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del
bien del reino, lo que quiere es mandar; tenlo presente. Yo, aunque
no me han enseñado a leer ni a escribir tengo mi gramática parda; sé
conocer a los hombres, y aunque parece que somos bobos y nos tragamos
todo lo que nos dicen, ello es que a veces columbramos la verdad mejor
que otros muy sabihondos, y vemos clarito lo que va a venir. Por eso te
digo que veremos cosas gordas, muy gordas; y si no, acuérdate de lo que
te digo.

Así habló Chinitas. Cuando me separé de él para entrar en casa,
recuerdo que iba resumiendo las distintas conferencias de aquella
mañana, y lo mucho y vario que sobre un mismo asunto había oído en
anteriores días. Cada cual juzgaba los sucesos según sus pasiones, y
como yo no podía formarme idea exacta de la importancia de aquellos
hechos, en mi juvenil ignorancia y equivocado patriotismo, creía muy
justo que el conquistador del siglo se apoderara de un pequeño reino,
que a mi juicio no servía más que de estorbo. En cuanto a Godoy, no
había duda de que los comerciantes, los nobles, los petimetres, el
pueblo, los frailes y hasta los malos poetas anhelaban su caida,
unos con razón, otros sin ella; unos por convicción de la ineptitud
del valido; bastantes por la envidia, y muchos porque creían a pie
juntillas que habíamos de estar mejor cuando nos gobernara el heredero
de la Corona. Fue singular cosa que todos se equivocaran respecto a la
marcha de los futuros sucesos, esperando el próximo arreglo de todos
los trastornos; fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría
no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el
buen juicio del amolador. Cada vez estoy más convencido de que Pacorro
Chinitas fue una de las más grandes notabilidades de su época.



XI


Ignoro si fueron las conversaciones de aquel día u otras causas las que
enfriaron el entusiasmo de que yo estaba poseído por la mañana. ¡Cuánto
he desvariado! --decía para mí--, y lo más seguro es que Amaranta
habrá visto solamente en mí un chico dispuesto a servirla mejor que
otro.

Sin embargo, mi curiosidad era tan viva, que no podía ocuparme en cosa
alguna ni estar con calma en ninguna parte. Aquel día ni aun pude
visitar a Inés; y cuando cumplí las obligaciones de la casa, me dispuse
a acudir a la cita. Vestime con el mayor esmero, dedicando el conjunto
de las fuerzas de mi inteligencia a conseguir que la persona de un
servidor de ustedes fuese el dechado de todas las gracias, y el resumen
de cuantas perfecciones concedió Naturaleza a la juventud. El pedazo de
espejo que limpié desde por la mañana aduló mi amor propio, confirmando
ante mí la enfática presunción de que no escaseaban en el semblante
del criado de la González ciertos agradables rasgos, dignos de hacer
fijar la atención. Fue aquella la primera vez que me sentí presumido:
después, recordándolo, he sentido ganas de abofetearme.

Yo habría deseado tener entonces el vestido más rico, más lujoso, más
elegante, más luciente que pudieran hacer los sastres del planeta que
habitamos; pero tuve que contentarme con el mío humildísimo, sin más
adorno que el del aseo, la pulcritud y esmero de mi peinado. Mi traje
era modesto; pero a pesar de ello, yo conocía que estaba bien, y que
mi persona y aire predisponían en favor mío. Con esto y con pensar
durante un breve rato frases delicadas y elegantes que me parecían muy
propias para contestar a los obsequios de la diosa, di por terminados
los preparativos, y salí de la casa, sin dar cuenta a nadie de mi
expedición.

Llegué a la casa de la calle de Cañizares, residencia de la señora
marquesa, de quien era hermano el diplomático; pregunté por doña
Dolores, apareció esta, y sin decirme nada, me condujo por largos y
oscuros pasadizos, hasta que al fin dio conmigo en un camarín muy
lujoso, donde me ordenó que esperase. Mientras así lo hacía, creí
sentir en la pieza inmediata algunas voces de señoras que hablaban y
reían, y también creí escuchar la voz desentonada del diplomático.
Amaranta no me hizo aguardar mucho tiempo. Cuando sentí el ruido de la
puerta, cuando vi entrar a la hermosa dama, cuando se adelantó hacia
mí sonriendo con bondad, pareciome que un ente sobrenatural se me
acercaba, y temblé de emoción.

--Has sido puntual --me dijo--. ¿Estás dispuesto a entrar en mi
servicio?

--Señora --contesté sin poder recordar ninguna de las frases que traía
preparadas--; estoy con mucho gusto a las órdenes de usía para cuanto
se digne mandarme.

--O yo me engaño mucho --dijo la dama sentándose junto a mí--, o tú
eres un chico bien nacido, hijo de alguna noble familia, y te hallas
hoy en posición más baja de lo que te corresponde.

--Mi padre era pescador en Cádiz --respondí, sintiendo por primera vez
en mi vida no ser noble.

--¡Qué lástima! --exclamó Amaranta--; sin embargo, no importa. Pepa
me ha dicho que cumples lo que se te encarga con mucha puntualidad, y
sobre todo con gran reserva; que eres formal a toda prueba; me ha dicho
también que tienes imaginación, y que podrías ser en otra esfera un
hombre de provecho.

--Mi ama --dije disimulando mi orgullo-- me hace demasiado favor.

--Bueno --continuó la diosa--. Ya comprendes que entrar en mi servicio
sin más recomendación que el propio mérito, es más de lo que pudieras
desear. Pero me parece que tú tienes disposición para más altos
empleos, y... creo que no serás desfavorecido por la fortuna. ¿Quién
sabe lo que llegarás a ser?

--¡Oh, sí señora, quién sabe! --dije sin contener el entusiasmo que en
mí producían aquellas palabras.

Amaranta estaba sentada frente a mí, como he dicho: su mano derecha
jugaba con un grueso medallón pendiente del cuello, y cuyos diamantes,
despidiendo mil luces, deslumbraban mis ojos. Tanta era mi gratitud y
admiración hacia aquella mujer, que no sé cómo no caí de rodillas a sus
plantas.

--Por de pronto no te exijo sino una grande fidelidad en mi servicio.
Yo acostumbro recompensar bien a los que bien me sirven, y a ti más que
a nadie, porque me han cautivado tu orfandad, tu abandono y la modestia
y circunspección que hallo en tu persona.

--Señora --exclamé en la efusión de mi gratitud--, ¿cómo pagaré tantos
sacrificios?

--Siéndome fiel y haciendo puntualmente lo que te mande.

--Seré fiel hasta la muerte, señora.

--Ya ves que exijo poco. En cambio, Gabriel, yo puedo hacer por ti lo
que no has soñado ni podrías soñar. Otros con menos mérito que tú, se
han elevado a alturas inconcebibles. ¿No te ha ocurrido que podrías tú
subir lo mismo, encontrando una mano que te impulsara?

--¡Sí, señora! Sí me ha ocurrido, y ese pensamiento me ha vuelto loco
--contesté--. Viendo que usía se dignaba fijar en mí sus ojos, llegué
a creer que Dios había tocado su buen corazón, y que todo lo que hasta
ahora me ha faltado en el mundo, iba a recibirlo de una sola vez.

--Has pensado bien --dijo Amaranta sonriendo--. Tu adhesión a mi
persona y tu obediencia a mis órdenes te harán merecedor de lo que
deseas. Ahora escucha. Mañana voy al Escorial, y es preciso que vengas
conmigo. Nada digas a tu ama: yo me encargo de arreglarlo todo, de
manera que consienta en el cambio de servidumbre. No digas tampoco a
nadie que me has hablado, ¿entiendes? Pasado mañana irás a mi casa,
desde donde puedes hacer el viaje en los coches que saldrán al medio
día. Estaremos en el Escorial pocos días, porque regresaremos para ver
la representación que ha de darse en esta casa, y entonces, quizás
vuelvas por unos días al servicio de Pepa.

--¡Otra vez allá! --dije admirado.

--Sí; ya sabrás más adelante todo lo que tienes que hacer. Conque
retírate ya: no faltes mañana.

Prometí ser puntual y me despedí de ella. Diome a besar su mano con
tan dulce complacencia que me sentí electrizado al poner mis labios en
su blanca y fina piel. Ni sus modales, ni sus miradas, ni ninguno de
los accidentes de su comportamiento para conmigo eran los de una ama
para con su criado. Más bien parecía tratarme como de igual a igual,
y en cambio yo, ciego ya para todo lo que no fuera la protección de
Amaranta, me lancé en la esfera de la atracción de aquel astro que
inundaba mi alma de luz y calor.

Salí a la calle... ¿a quién comunicar mi alegría? Al punto me acordé
de Inés, y subí la escalerilla que conducía a su sotabanco, pues no sé
si he dicho que la habitación de mis amigos estaba en la misma casa.
Encontré a Inés muy triste, y habiendo preguntado la causa, supe que
doña Juana, cuya naturaleza se desmejoraba con el continuo trabajar,
había caído enferma.

--¡Inés, Inesilla! --exclamé encontrándome solo en la sala con la
muchacha--. Quiero hablarte. ¿Sabes que me voy?

--¿A dónde? --me preguntó con viveza.

--A Palacio, a la corte, a correr fortuna. ¡Ah, picarona; ahora no te
reirás de mí; ahora va de veras!

--¿Qué va de veras?

--Que se me ha entrado por las puertas la fortuna, chiquilla. ¿Te
acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bien te lo decía yo, y tú no
me hacías caso. ¿Pero no ves, reinita, que eso se cae de su peso?

--¿Qué se cae de su peso?

--Que así como otros han llegado a la mayor altura sin mérito propio,
y solo porque a alguna gran persona se le antojó protegerles, nada
tendría de extraño que a mí me aconteciera dos cuartos de lo mismo, sí,
señorita.

--Eso es muy claro: avisa cuando llegues arriba. De modo que mañana te
tendremos de general o ministro cuando menos.

--No te burles, ¿estamos? Tanto como mañana, no; pero ¿quién sabe?

Inés empezó a reír, dejándome bastante confuso.

--Pero, ven acá, tonta --dije con una seriedad, cuyo recuerdo me hace
morir de risa--; tú no estás oyendo hablar todos los días de un hombre
que no era nada, y hoy lo es todo; de un hombre que entró a servir en
la Guardia española, y de la noche a la mañana...

--¡Hola, hola! --dijo Inés burlándose de mí con más crueldad--. Esas
tenemos, Sr. D. Gabriel. ¡Qué callado lo tenía usted! ¿Se puede saber
quién es la dama que se ha enamorado de usted?

--Tanto como enamorarse, no, tonta --respondí cortado--; pero... ya
ves. Como uno no es saco de paja... qué quieres. Todo el mundo, aunque
no valga nada, encuentra una persona a quien le gusta...

Inés continuó riendo; pero yo conocí que después de mis últimas
palabras, la pobre necesitaba muchos esfuerzos para aparentar alegría.
Como su carácter no era apto para el disimulo, luego cesó de reír y se
puso muy seria.

--Bien, excelentísimo señor --dijo haciéndome una grave cortesía--; ya
sabemos a qué atenernos.

--La cosa no es para enfadarse --dije yo sintiéndome repuesto de mi
turbación--; lo que hay es, que si una persona me quiere proteger, no
he de hacerle ascos. ¡Y si tú la conocieras, Inesilla; si tú vieras qué
mujer, qué señora!... Todo lo que te diga es poco; así es que no te
digo nada.

--¿Y esa señora se ha enamorado de ti?

--Dale con el enamoramiento; no es eso, mujer. Es que entro a servirla;
aunque quién sabe lo que podrá pasar... Si vieras cómo me trata... Como
de igual a igual, y se interesa mucho por mí... y es muy rica... y vive
en un palacio muy grande cerca de aquí... y tiene muchos criados...
y lleva en el cuello un medallón con un diamante como un huevo... y
cuando le mira a uno, se queda uno atortolado... y es muy guapa... y en
Palacio puede tanto como el Rey... y se llama...

Recordé de pronto que Amaranta me había prohibido revelar su entrevista
con ella, y callé.

--Bueno --dijo Inés--. Ya veo que dentro de poco le tendremos a usía
hecho un archipámpano, con muchos galones y cintajos, dando que hablar
a la gente, y teniendo el gusto de oírse llamar ladrón, enredador,
tramposo y cuanto malo hay.

--Mira tú lo que es no entender las cosas --dije algo incomodado--.
¿De dónde sacas tú que todos los hombres célebres y poderosos, sean
ladrones y pícaros? No, señor, también pueden ser buenos; y lo que es
yo... supón, chiquilla, que por arte del demonio llegara yo a ser... no
te rías, que de menos hizo Dios a Cañete; y todos somos hijos de Adán;
y tan de carne y hueso es Napoleón Bonaparte como yo. Pues suponte que
llego a ser... no te rías. Si te ríes me callo.

--Si no me río --dijo Inés, conteniendo la hilaridad que de nuevo la
acometía--. Lo que dices está muy en razón, chiquillo. Si no hay más
que ponerse a ello. ¿Qué cuesta ser generalísimo, ministro, príncipe
o duque? Nada. Ni a qué viene el romperse los ojos estudiando por
aprender todas las cosas que se deben saber para gobernar? Si los
aguadores y los mozos de cuerda, y los horteras, y los monaguillos,
son unos tontos de camisón, cuando no se van todos a Palacio, sabiendo
que tienen seguro el sueldo de consejeros con solo guiñarle el ojo a
una dama. Y si todas no son tiernas de corazón, con tocarle el codo a
alguna de las cocineras de Palacio, está hecho todo.

--No es eso: veo que tú no entiendes --dije, no sabiendo cómo hacerme
comprender de Inés--. Eso que dices de aprender y saber gobernar, y lo
demás, no viene al caso. Verdad es, que antes se necesitaba ser hombre
de ciencia para medrar; pero hoy, chiquilla, ya ves lo que pasa. No es
solo Godoy, son cientos de miles los que ocupan altos puestos sin valer
maldita de Dios la cosa. Con un poco de despejo basta. Si sabré yo lo
que me digo.

--Ven acá, Gabriel --me dijo Inés, dejando su costura--. Las cosas del
mundo pasan siempre como deben pasar. Esto lo sé yo sin que nadie me lo
haya dicho. Los hombres que mandan a los demás, están en aquel puesto
por su nacimiento, pues... porque así está arreglado, de modo que los
reyes nacen de los reyes... Cuando algún hombre que no ha nacido en
cuna real, llega a gobernar el mundo, debe de ser porque Dios le ha
dado un talento, una cosa celestial que no tienen los demás. Y si no,
ahí me tienes a Napoleón, que es emperador de todo el mundo, y manda no
sé cuantos miles de millones de soldados; pero es porque él se lo ha
ganado, y porque desde chiquito aprendía cuanto hay que saber, y los
maestros se quedaban lelos, viendo que sabía más que ellos... El que
sube tanto sin tener mérito, es por casualidad, o por mil picardías,
o porque los reyes lo quieren así; ¿y qué hacen para tenerse arriba?
Engañan a la gente, oprimen al pobre, se enriquecen, venden los
destinos y hacen mil trampas. Pero buen pago les dan, porque todo el
mundo les aborrece, y lo que desean es verles por los suelos. ¡Ah,
chiquillo! Yo no sé cómo no entiendes esto, esto que es tan claro como
el agua...

A pesar de ser tan claro como el agua, yo no lo comprendía. Muy
lejos de eso, estaba tan obcecado, tan dominado por la vanidad, que
no vi sino impertinencias y majaderías en las juiciosas razones de
la modistilla. Aún fue más lejos mi soberbia, porque mi amor propio
se resintió; me sentí pavo real, erguí mi cuello, levanté la cola
tornasolada, y con mis feas patas de pájaro vanidoso pisoteé la
discreta paloma, diciéndole estas palabras:

--Inés, hablemos claro. Veo que tú no comprendes ciertas cosas... Tú
eres muy buena, y por eso te quiero y te estimo. No dudes, por lo
tanto, que de aquí en adelante haré en bien tuyo cuanto me sea posible.
Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances.
Al fin eres mujer, y las mujeres... como no sea de hacer calceta y de
poner el puchero a la lumbre, de nada entienden una higa. Este negocio
que tratamos no es para tu pobre cabecita. Los hombres son los que
los entendemos bien, porque tenemos un modo de ver las cosas más por
lo alto, porque en fin, tenemos más talento. No extraño lo que me has
dicho porque... ¿tú qué puedes entender?... Pero eres una chica muy
buena: te quiero, te quiero mucho, no te enfades. Puedes estar segura
de que jamás me olvidaré de ti.

Lector: cuando leas esto te suplico que te despojes de toda
benevolencia para conmigo. Sé justiciero e implacable, y ya que no me
tienes, por ventaja mía, al alcance de tus honradas manos, descarga en
el libro tu ira, arrójalo lejos de ti, pisotéalo, escúpelo... ¡ay!
pero no: él es inocente, déjalo, no lo maltrates, él no tiene culpa de
nada; su único crimen es haber recibido en sus irresponsables hojas
lo que yo he querido poner en él, lo bueno y lo malo, lo plausible y
lo irrisorio, lo patético y lo tonto que al escribir esta historia
he ido sacando, escarbador infatigable, de los escombros de mi vida.
Si algo encuentras que me desfavorezca, tan mío es como lo que te
parezca laudable. Ya habrás conocido que no quiero ser héroe de novela:
si hubiera querido idealizarme, fácil me habría sido conseguirlo,
cuidando de encerrar con cien llaves todas mis flaquezas y necedades,
para que solo quedasen a la vista del público los hechos lisonjeros,
adicionados con lindísimas invenciones, que en caso de apuro no me
habrían de faltar. Pero repito que no quiero idealizarme: bien sé que a
los ojos de muchos, mi personalidad estaría cien codos más alta, si yo
representase en mí a un mozuelo desvergonzado, pendenciero y atrevido,
que en los diez y seis años de su edad hubiese tenido tiempo y fortuna
para matar en duelo a dos docenas de semejantes, y quitar la honra a
igual número de doncellas, casadas o viudas, esquivando la persecución
de la justicia y la venganza de celosos padres o maridos. Todo esto
sería muy bonito; pero diré con el latino: _sed nunc non erat his
locus_.

Como prueba de mi modestia, no he vacilado en copiar el diálogo con
Inés que me favorece tan poco, atreviéndome a esperar que, si el
lector no me adorase romántico, podrá apreciarme sincero. Hagamos,
pues, las paces y continuaré la narración en el mismo punto en que
la dejé; y es que, habiendo espetado las palabras referidas y aun
algunas más, hijas de mi estólida vanidad, dejé a Inés, creyendo que
debía buscar interlocutor más conforme a la alteza y sublimidad de mis
pensamientos. Inés no me dijo una palabra más, y yo, atraído por los
alegres sones de la flauta tocada por D. Celestino, fui a buscarle a su
cuarto, y con las manos juntas atrás, y el aire de persona protectora,
le hablé así:

--¿Cómo van esos asuntos, señor mío?

--¡Oh, divinamente! --contestó con su optimismo de siempre--. Al fin
se me hará justicia, y según me ha dicho esta mañana el oficial de la
secretaría, no puede pasar de la semana que viene.

--Me parece que a usted no le vendría mal un arciprestazgo de buena
renta o cosa así... Dígolo, porque aunque a usted le sorprenda, tal vez
exista alguna persona que se lo pueda conseguir.

--¿Quién, hijo mío, quién, a no ser mi paisano y amigo el Serenísimo
Príncipe de la Paz?

--En donde menos se piensa salta una liebre... Ya veremos, ya veremos
--dije yo haciendo todo lo posible para que la expresión de mi
semblante fuera la más misteriosa y grave.

Quedose aturdido con mis palabras, y volví al lado de Inés, de quien
no quería despedirme dejándola enojada. Con gran sorpresa mía,
la muchacha no conservaba enfado alguno, y me habló con aquella
incomparable ecuanimidad, que siempre fue su principal atractivo.
Despedime prometiendo que la recordaría siempre, y ella se mostró tan
afable, tan cariñosa como si nada hubiera pasado. Su espíritu, cuya
elevación y superioridad desconocía yo entonces, confiaba firmemente
sin duda en mi pronta vuelta.

A los dos días mi ama me dijo que había convenido con Amaranta en que
yo pasara a servir a esta. Arreglé mi pequeño ajuar, y fui a la casa de
mi nueva ama. Allí me pusieron una librea, y subiendo al coche de la
servidumbre, el cual seguía a otro ocupado por la marquesa y su hermano
el diplomático, emprendí el camino del Escorial, a donde llegamos por
la noche.



XII


Como al llegar al Escorial nos encontramos sorprendidos por la noticia
de gravísimos acontecimientos, no estará de más que mencione lo que por
el camino me contó el mayordomo de la marquesa, pues a sus palabras dio
profético sentido lo que ocurrió después.

--Me parece que en el Real Sitio pasa algo que va a ser sonado --me
dijo--. Esta mañana se decía en Madrid... Pero lo que haya lo hemos
de saber pronto, pues dentro de tres horas y media, si Dios quiere,
daremos fondo en la lonja.

--¿Y qué se decía en Madrid?

--Allí todos quieren al Príncipe y aborrecen a los Reyes Padres, y como
parece que sus majestades se han propuesto mortificar al muchacho,
apretándole de su lado... Eso, yo lo he visto, y el Príncipe tiene una
cara que da compasión... Se dice que sus padres no le quieren, lo cual
está muy mal hecho: a mí me consta que ni una sola vez le lleva el Rey
a las cacerías, ni le sienta a la mesa, ni le muestra aquel cariño que
parece natural en un buen padre.

--¿Será que el Príncipe anda metido en conspiraciones y enredos? --dije.

--Ello bien pudiera ser. Según oí la semana pasada en el Real Sitio, el
Príncipe se da unas encerronas, que ya, ya... no habla con nadie, está
como quien ve visiones, y se pasa las noches en vela. Con esto la Corte
anda muy alarmada, y parece que acordaron vigilarle hasta averiguar lo
que traía entre manos.

--Pues ahora caigo en que me dijeron que el Príncipe era algo literato,
y se pasaba las noches traduciendo del francés o del latín, que esto no
lo recuerdo bien.

--Sí, en el Escorial se cree eso; pero sabe Dios... Hay quien asegura
que lo que el Príncipe trae entre manos es cosa gorda; que las tropas
de Napoleón que han entrado en España lo que menos piensan es guerrear
con Portugal, y parece que vienen a apoyar a los partidarios del
Príncipe.

--Esas son patrañas; quizás el pobre Fernandito no piense más que en
traducir sus libros...

--Parece que el que tradujo hace poco no gustó a los papás, porque
hablaba de no sé qué revoluciones, y ahora está con otro: como no sea
alguna endiablada tramoya para pescar el trono...

Así continuó poco más o menos nuestra conversación hasta que llegamos
al Real Sitio. El diplomático y su hermana se apearon de su coche y
nosotros del nuestro. Como los dos viajeros debían aposentarse en
Palacio y en las habitaciones de Amaranta, que ya había llegado el
día anterior, desde luego el mayordomo nos encaminó allá, haciéndonos
recorrer medio mundo en escaleras, galerías, patios y pasillos. Todo
indicaba que ocurría algo extraordinario en la regia morada, porque
se veía por los pasillos y salas de tránsito más gente que la que
acostumbraba estar en pie a aquella hora, que era la de las diez.
Preguntó la marquesa, mas le contestaron de un modo tan vago, que nada
pudo sacar en claro.

Instalados en las habitaciones de mi ama, donde me ocupé en acomodar
los equipajes, según las órdenes que se me daban, al poco rato entró
Amaranta tan inmutada, que fue preciso aguardar un poco para que,
repuesta de su zozobra, pudiese explicar lo que pasaba.

--¡Ay! --exclamó cediendo a las reiteradas preguntas de sus tíos--; lo
que pasa es terrible. ¡Una conjuración, una revolución! ¿En Madrid no
ocurría nada cuando ustedes salieron?

--Nada; todo estaba tranquilo.

--Pues aquí... es una cosa tremenda, y quién sabe si estaremos vivos
mañana.

--Pero hija, dínoslo claramente.

--Parece que se ha descubierto que querían asesinar a los Reyes; todo
estaba preparado para un movimiento en Palacio.

--¡Qué horror! --exclamó el diplomático--. decía yo que bajo la capita
de servidores del Rey se escondían aquí muchos jacobinos.

--No es nada de jacobinos --continuó mi ama--. Lo más extraño es que el
alma de la conjuración es el Príncipe de Asturias.

--No puede ser --dijo la marquesa, que era muy afecta a S. A.--. El
Príncipe es incapaz de tales infamias. Justo y cabal lo que yo decía.
Sus enemigos han ideado perderle por la calumnia, ya que no lo han
conseguido por otros medios.

--Pues la revolución preparada, que por lo que dicen, iba a ser peor
que la francesa --prosiguió Amaranta--, se ha fraguado en el cuarto del
Príncipe, a quien se han encontrado unos papelitos que ya... Dícese
que están complicados el canónigo D. Juan de Escóiquiz, el duque del
Infantado, el conde de Orgaz y Pedro Collado, el aguador de la fuente
del Berro, hoy criado del Príncipe.

--Creo que tú, sobrina --dijo el marqués, ofendido de que mi
ama contase cosas que él no sabía--, te dejas arrastrar por tu
impresionable imaginación. Tal vez lo que ocurre no tenga importancia
alguna, y pueda yo esclarecerlo con datos y noticias de índole muy
reservada, que se me han trasmitido de cierta parte que debo callar.

--Yo contaré lo que me han dicho. Desde algún tiempo llamaba la
atención que el Príncipe pasase las noches encerrado en su cuarto sin
compañía, aunque los Reyes creían que se ocupaba en traducir un libro
francés. Pero ayer se encontró S. M. en su cuarto una carta cerrada,
cuyo sobre no tenía más que estas palabras: _luego, luego, luego_.
Abriola el Rey y leyó un aviso sin firma, en que le decían:

  «Cuidado, que se prepara una revolución en Palacio. Peligra el Trono
  y la Reina María Luisa va a ser envenenada.»

--¡Jesús, María y José! --exclamó la marquesa, que como mujer nerviosa
estuvo a punto de desmayarse--. Pero, ¿qué demonio del infierno se ha
metido en el Escorial?

--Figúrense ustedes cómo se quedaría el pobre Rey. Al punto sospecharon
del Príncipe y decidieron ocuparle sus papeles. Dudaron mucho tiempo
sobre el modo de hacerlo; pero al fin el Rey se decidió a reconocer
él mismo en persona el cuarto de su hijo. Fue allá con pretexto de
regalarle un tomo de poesías, y según dicen, Fernando se turbó de tal
modo al verle entrar, que descubrió con su mirar medroso y azorado el
sitio en que estaban los papeles. El Rey los cogió todos, y parece
que padre e hijo se dijeron algunas cosas un poco fuertes; después de
lo cual, Carlos salió indignado, ordenándole que permaneciese en su
cuarto sin recibir a persona alguna... Esto fue ayer; enseguida vino el
ministro Caballero, y entre él y los Reyes examinaron los papeles. No
sabemos lo que pasó en esta conferencia, pero debió de ser cosa fuerte,
porque la Reina se retiró a su cuarto llorando. Después se dijo que
los papeles encontrados en poder del Príncipe contenían la clave de
terribles proyectos, y según afirmó Caballero después de hablar con los
Reyes, el Príncipe Fernando debía ser condenado a muerte.

--¡A muerte! --exclamó la marquesa--. ¡Pero esa gente está loca!
¡Condenar a muerte a todo un Príncipe de Asturias!

--No hay que apurarse todavía --dijo el diplomático con su acostumbrada
suficiencia--. Tal vez se nos muestren esos papeles para saber nuestro
dictamen, y haremos luminoso examen de todos ellos para resolver lo que
convenga.

--Pero ¿no se sabe lo que contenían esos papeles? --preguntó la
marquesa.

--Se cuentan tantas cosas en Palacio, que no se puede saber la verdad.
La Reina no nos ha dicho nada, y ha pasado toda la noche llorando a
lágrima viva, lamentándose de la ingratitud de su hijo. También dice
que no permitirá que se le persiga, porque él no tiene la culpa de lo
que ha hecho, sino esos dos o tres pícaros ambiciosos que le rodean.

--Dejémonos de anticipar juicios sobre estos sucesos --dijo el
marqués--. Ya lo averiguaré yo todo, y sabré si es un complot de
los enemigos del Príncipe o simplemente una verdadera y efectiva
conjuración; mas cuando yo lo sepa, guárdense ustedes de preguntarme,
pues ya conocen mis ideas...

--Parece que han decidido formar causa para averiguar quiénes son los
delincuentes --continuó Amaranta--, y esta noche va el Príncipe a
declarar a la Cámara regia.

A este punto llegaban de tan interesante conversación, cuando sentimos
cierto rumor como de gente que se agolpaba en sitio cercano a la
habitación en que estábamos. Como no tenía gran cosa que hacer cerca
de mi ama, y además la curiosidad me llamaba fuera, salí, bajé una
escalera y halleme en una anchurosa pieza tapizada, que correspondía
por ambos lados a otras de igual tamaño y parecidos adornos. Recorrí
dos o tres siguiendo la dirección de las personas que se encaminaban a
un lugar determinado, y no vi nada digno de llamar la atención más que
algunos grupos de palaciegos que cuchicheaban por lo bajo con mucho
calor.

Yo me enorgullecía de encontrarme en Palacio, creyendo que solo por
el contacto del suelo que pisaban mis pies, tenía nuevos títulos a la
consideración del género humano; y como cuantos llevamos la generosa
sangre española en nuestras venas, somos propensos a la fatuidad, no
pude menos de creerme un verdadero y genuino personaje, y hubiera
deseado encontrar al paso a alguno de mis antiguos conocimientos de
Madrid o Cádiz para mostrarle en gestos y palabras el convencimiento de
mi respetabilidad. Felizmente no conocí alma de Dios entre tanta gente,
y me libré de ponerme en ridículo.

Encontrábame en aquella larga serie de habitaciones tapizadas que,
recorriendo toda la extensión del Palacio por la parte interior,
sirve de lazo de unión a las moradas regias, cuyas luces se abren en
la fachada oriental del inmenso edificio. Seguí la dirección de los
demás sin reparar si debía aventurar mis pasos por aquellos sitios;
mas como nadie me dijo nada, continué muy impávido. Las salas estaban
muy débilmente alumbradas, y en la dulce penumbra las figuras de los
tapices parecían sombras detenidas en las paredes, o débiles reflejos
luminosos enviados por escondido foco sobre el oscuro fondo de las
cámaras. Paseé mi vista por aquella multitud de figuras mitológicas,
con cuya desnudez provocativa se habían adornado las negras murallas
construidas por Felipe, y ya consagraba mi atención a contemplarlas,
cuando pasó la extraña procesión de que voy a dar cuenta.

El Príncipe de Asturias, a quien se había comenzado a instruir sumaria
por el delito de conspiración, volvía de la Cámara real, donde
acababa de prestar declaración. No olvidaré jamás ninguna de las
particularidades de aquella triste comitiva, cuyo desfile ante mis
asombrados ojos, me impresionó vivísimamente aquella noche, quitándome
el sueño. Iba delante un señor con un gran candelero en la mano, como
alumbrando a todos, y para esto lo llevaba en alto, aunque tan poca
luz servía solo para hacer brillar los bordados de su casacón de
gentilhombre. Luego seguían algunos guardias españoles; tras ellos
un joven en quien al instante reconocí no sé por qué al Príncipe
heredero. Era un mozo robusto y de temperamento sanguíneo, de rostro
poco agradable, pues la espesura de sus negras cejas y la expresión
singular de su boca hendida y de su excelente nariz le hacían bastante
antipático, por lo menos a mis ojos. Iba con la vista fija en el suelo,
y su semblante alterado y hosco indicaba el rencor de su alma. A su
lado iba un anciano como de sesenta años, y al principio no comprendí
que pudiera ser el rey Carlos IV, pues yo me había figurado a este
personaje como un hombrecito enano y enteco, siendo lo cierto que tal
como le vi aquella noche era un señor de mediana estatura, grueso, de
rostro pequeño y encendido, y sin rasgo alguno en su semblante que
mostrase las diferencias fisonómicas establecidas por la Naturaleza
entre un rey de pura sangre y un buen almacenista de ultramarinos.

En los personajes que le acompañaban, y eran, según después supe,
los ministros y el gobernador interino del Consejo, me fijé más que
en la real persona, y después daré a conocer a alguno de aquellos
esclarecidos varones. Cerraba, por último, la procesión el zaguanete
de la guardia española, y nada más. Mientras pasó la comitiva,
sepulcral silencio reinó en todo el tránsito, y tan solo se oyeron
las pisadas que se perdían de cámara en cámara hasta llegar a las que
formaban el cuarto de Su Alteza. Cuando entraron en este la cháchara
comenzó de nuevo entre los circunstantes, y vi a Amaranta que, habiendo
salido a buscarme, hablaba con un caballero vestido de uniforme.

--Creo que al declarar --dijo el caballero-- Su Alteza ha estado un
poco irreverente con el Rey.

--¿De modo que está preso? --preguntó Amaranta con curiosidad.

--Sí, señora. Ahora quedará detenido en su cuarto con centinelas de
vista. Vea usted, ya salen. Deben haberle recogido su espada.

La comitiva volvió a pasar sin el Príncipe, y precedida del
gentilhombre con el candelabro que iba abriendo camino. Cuando el Rey
y sus ministros se alejaron, los palaciegos que habían salido a las
galerías fueron desapareciendo también en sus respectivas madrigueras,
y por mucho tiempo no se oyó más que el violento cerrar de multitud
de puertas. Se apagaron las pocas luces que alumbraban tan vastos
recintos, y las hermosas figuras de los tapices se desvanecieron en
la oscuridad, como fantasmas a quienes el canto del gallo llama a sus
ignotas moradas.

Yo subí con mi ama a nuestro departamento, y me asomé por una de
las ventanas que caían hacia el interior, para reconocer como de
costumbre, el sitio en que estaba. Era oscurísima la noche y no vi más
que una masa negra e informe de la cual se destacaban altos tejados,
cúpulas, torres, chimeneas, paredones, aleros, arbotantes y veletas que
desafiaban el firmamento como los topes de un gran navío. Tal imponente
vista causaba cierto terror al espíritu, despertando meditaciones que
se mezclaban a las sugeridas por lo que acababa de ver; mas no pude
ocuparme mucho en trabajos del pensamiento, porque un sutilísimo ruido
de faldas, y un ligero _ce ce_ con que se me llamaba me hizo volver la
cabeza y apartarme de la ventana.

La transición fue extremadamente brusca, cuando distrayéndome de la
sombría perspectiva exterior, apareció ante mis ojos la figura de
Amaranta y su celestial sonrisa. Reinaba profundo silencio: el marqués
diplomático y su hermana se habían retirado ya. Amaranta había cambiado
su traje de camino por una vestidura blanca y suelta que aumentaba
su hermosura, si su hermosura fuera susceptible de aumento. Cuando
me llamó, aún no se había apartado su doncella; pero esta salió sin
tardanza, y luego nuestra seductora dueña, cerrando por sí misma la
puerta que daba a la galería, me hizo señas para que me acercase.



XIII


--No olvides lo que me has jurado --dijo sentándose--. Yo confío en
tu fidelidad y en tu discreción. Ya te dije que me parecías un buen
muchacho, y pronto llegará la ocasión de probármelo.

No recuerdo bien las vehementes expresiones con que juré mi fidelidad;
mas debieron ser muy acaloradas y aun creo que las acompañé con
dramáticos gestos, porque Amaranta se rio mucho y me recomendó que
convenía fuera menos fogoso. Después continuó así:

--¿Y no deseas volver al lado de la González?

--Ni al lado de la González, ni al lado de todos los reyes de la tierra
--contesté--, pues mientras viva no pienso apartarme del lado de mi ama
querida, a quien adoro.

Si mal no recuerdo, me puse de rodillas ante el sillón en que Amaranta
reposaba con seductora indolencia; pero ella me hizo levantar,
diciéndome que debía pensar en volver a casa de mi antigua ama, aunque
continuara sirviendo a la nueva con toda reserva. Esto me pareció algo
misterioso e incomprensible, pero no insistí en que lo esclareciera por
no parecer impertinente.

--Haciendo lo que te mando --continuó--, puedes estar seguro de que
te irá bien en el mundo. ¡Y quién sabe, Gabriel, si llegarás a ser
persona de condición y de fortuna! Otros con menos ingenio que tú se
han convertido de la mañana a la noche en verdaderos personajes.

--Eso no tiene duda, señora. Pero yo he nacido en humilde cuna, yo no
tengo padres, yo no he aprendido más que a leer, y eso muy mal, en
libros que tengan letras como el puño, y apenas escribo más que mi
firma y rúbrica, en la cual hago más rasgos que todos los escribanos
del gremio.

--Pues es preciso pensar en tu educación: el hombre debe ilustrarse. Yo
me encargo de eso. Pero será con la condición de que has de servirme
fielmente: no me canso de repetírtelo.

--En cuanto a mi lealtad no hay más que hablar. Pero entéreme usía de
cuáles son mis obligaciones en este nuevo servicio --dije, anhelando
que satisfaciera mi curiosidad respecto a lo que tenía que hacer para
hacerme acreedor a tantas bondades.

--Ya te lo iré diciendo. Es cosa difícil y delicada: pero confío en tu
buen ingenio.

--Pues ya anhelo prestar a usía esos servicios tan difíciles y
delicados --contesté con todo el énfasis de mi bullicioso carácter--.
No seré un criado, seré un esclavo pronto a obedecer a usía, aunque
pierda en ello la vida.

--No se necesita perder la vida --dijo sonriendo--. Basta con un poco
de vigilancia; y sobre todo teniendo completa adhesión a mi persona,
sacrificándolo todo a mi deseo, y no viendo más que la obligación de
satisfacer mi voluntad, te será fácil cumplir.

--Pues estoy impaciente, deshecho por empezar de una vez.

--Ya te enterarás con más calma. Esta noche tengo que escribir muchas
cartas... Y ahora que recuerdo; vas a empezar a cumplir lo que espero
de ti, respondiéndome a varias preguntas cuya contestación necesito
para escribir. Dime: ¿Lesbia solía ir a tu casa sin ser acompañada por
mí?

Me quedé perplejo al oír una pregunta que me parecía tan lejos del
objeto de mi servicio, como el cielo de la tierra. Pero recogí mis
recuerdos y contesté:

--Algunas veces, aunque no muchas.

--¿Y la viste alguna vez en el vestuario del teatro del Príncipe?

--Eso sí que no lo recuerdo bien, y por tanto no puedo jurar que la vi,
ni tampoco que no la vi.

--No tiene nada de particular que la hayas visto, porque Lesbia no se
mira mucho para ir a semejantes sitios --dijo Amaranta con mucho desdén.

Después de una pausa en que me pareció muy preocupada, continuó así:

--Ella no guarda las conveniencias, y fiada en las simpatías que
encuentra en todas partes por su gracia, por su dulzura y por su
belleza... aunque la verdad es que su belleza no tiene nada de
particular.

--Nada absolutamente de particular --añadí yo adulando la apasionada
rivalidad de mi ama.

--Pues bien --dijo--, ya me enterarás despacio de esta y de otras cosas
que necesito saber. Lo primero que te recomiendo es la más absoluta
reserva, Gabriel. Espero que estarás contento de mí y yo de ti, ¿no es
verdad?

--¿Cómo podré pagar a usía tantos beneficios? --exclamé con la mayor
vehemencia--. Creo que voy a volverme loco, señora, y me volveré de
seguro. Yo no puedo menos de desahogar mi corazón, mostrando los
sentimientos que lo llenan desde el instante en que usía se dignó poner
los ojos en mí. Y ahora cuando usía me ha dicho que va a hacer de mí un
hombre de provecho, y a ponerme en disposición de ocupar puesto honroso
en el mundo, estoy pensando que aunque viva mil años adorando a mi
bienhechora, no le pagaré tantos favores. Yo tengo deseos muy fuertes
de ser hombre como algunos que veo por ahí. ¿No es esto posible? ¿Usía
cree que lo podré ser, instruyéndome con su ayuda? ¡Ay! Cuando uno ha
nacido pobre, sin parientes ricos, cuando se ha criado en la miseria
y en la triste condición de sirviente, no puede subir a otro puesto
mejor sino por la protección de alguna persona caritativa como usía. Si
yo llegara a conseguir lo que deseo, no sería el primer caso, ¿no es
verdad, señora? porque gentes hay aquí muy poderosas y muy grandes que
deben su fortuna y su carrera a alguna ilustrísima mujer que les dio
la mano.

--¡Ah! --dijo Amaranta con bondad--. Veo que tú eres ambicioso,
Gabrielillo. Lo que has dicho últimamente es cierto; hombres conocemos
a quienes ha elevado a desmedida altura la protección de una señora.
¡Quién sabe si encontrarás tú igual proporción! Es muy posible. Para
que no pierdas la esperanza, ahí va un ejemplo. En tiempos muy antiguos
y en tierras muy remotas había un grande imperio, que era gobernado
en completa paz por un soberano sin talento; pero tan bondadoso, que
sus vasallos se creían felices con él y le amaban mucho. La sultana
era mujer de naturaleza apasionada y viva imaginación; cualidades
contrarias a las de su marido, merced a cuya diferencia aquel
matrimonio no era completamente feliz. Cuando heredó a su padre, el
sultán tenía cincuenta años y la sultana treinta y cuatro. Acertó
entonces a entrar en la guardia jenízara un joven que se hallaba casi
en el mismo caso que tú, pues aunque no era de nacimiento tan humilde,
ni tampoco dejaba de tener alguna instrucción, era bastante pobre y
no podía esperar gran carrera de sus propios recursos. Al punto se
corrió en la Corte la voz de que el joven guardia había agradado a
la esposa del sultán, y esta sospecha se confirmó al verle avanzar
rápidamente en su carrera, hasta el punto de que a los veinticinco
años de edad ya había alcanzado todos los honores que pueden ser
concedidos a un simple súbdito. El sultán, lejos de poner reparos a
tan rápido encumbramiento, había fijado todo su cariño en el favorecido
joven, y no contento con darle las primeras dignidades, le entregó
las riendas del Gobierno, le hizo gran Visir, Príncipe, y le dio por
esposa a una dama de su propia familia. Con esto estaban los pueblos
de aquella apartada y antigua comarca muy descontentos, y aborrecían
al joven y a la sultana. En su Gobierno, el joven valido hizo algunas
cosas buenas; mas el pueblo las olvidaba, para no ocuparse sino de las
malas, que fueron muchas, y tales, que trajeron grandes calamidades a
aquel pacífico imperio. El sultán, cada vez más ciego, no comprendía
el malestar de sus pueblos, y la sultana, aunque lo comprendía no
pudo en lo sucesivo remediarlo, porque las intrigas de su Corte se lo
impedían. Todos odiaban al favorecido joven, y entre sus enemigos más
encarnizados se distinguían los demás individuos de la regia familia.
Pero lo más extraño es que el hombre, a quien una mano tan débil como
generosa había elevado sin merecimientos, se mostró ingrato con su
protectora, y lejos de amarla con constante fe, amó a otras mujeres y
hasta llegó a maltratar a aquella desventurada, a quien todo lo debía.
Las damas de la sultana contaban que algunas veces la vieron derramando
acerbo llanto y con señales en su cuerpo de haber recibido violentos
golpes de una mano sañuda.

--¡Qué infame ingratitud! --exclamé sin poder contener mi
indignación--. ¿Y Dios no castigó a ese hombre, ni devolvió a aquellos
inocentes pueblos su tranquilidad, ni abrió los ojos del excelente
sultán?

--Eso no lo sé --contestó Amaranta, mordiendo las puntas blancas de
la pluma con que se preparaba a escribir--, porque estoy leyendo la
historia que te cuento en un libro muy viejo y no he llegado todavía al
desenlace.

--¡Qué hombres tan malos hay en el mundo!

--Tú no serás así --dijo Amaranta sonriendo--; y si algún día te vieras
elevado a tales alturas por las mismas causas, harías todo lo posible
por que se olvidara con la grandeza de tus actos, el origen de tu
encumbramiento.

--Si por artes del Demonio eso sucediera --respondí--, lo haré tal
y como usía lo dice, o no soy quien soy, pues a mi me sobra alma y
corazón para gobernar, sin dejar de ser un hombre bueno, decente y
generoso.

Estas últimas palabras la hicieron reír, y ofreciéndome que al día
siguiente me recomendaría a un padre jerónimo del monasterio para que
me instruyese, me dijo que iba a escribir cartas muy urgentes y que la
dejase sola. La doncella volvió para conducirme al cuarto donde debía
recogerme, y una vez dentro de él me acosté; mas los pensamientos
evocados en mi cabeza por la pasada conferencia me confundían de tal
modo, que mi sueño fue agitado y doloroso, cual opresora pesadilla, y
creí tener sobre el pecho todas las cúpulas, torres, tejados, aleros,
arbotantes y hasta las piedras todas del inmenso Escorial.



XIV


Al día siguiente se reunieron a comer en casa de Amaranta, Lesbia, el
diplomático y su digna hermana. He hablado poco de esta buena señora,
que no figura gran cosa en los acontecimientos referidos, lo cual
es sensible, porque por su carácter y excelentes prendas, merecería
mención muy detallada. La marquesa era una dama ya de avanzada edad,
mujer orgullosa, de modestas costumbres, española rancia por los
cuatro costados, de carácter franco y sin artificios, muy natural, muy
caritativa, enemiga de trapisondas y aventuras, muy cariñosa para todo
el mundo; en fin, era la honra de su clase. Su lado flaco consistía
en creer que su hermano tenía mucho talento. Aunque era modesta en
su trato privado, gustaba de dar grandes fiestas, prefiriendo las
representaciones dramáticas a que tenía mucha afición. Su teatro era el
primero de la Corte, y para la representación de _Otello_ había gastado
considerables sumas. Protegía y trataba a los cómicos; pero siempre a
mucha distancia.

También estaba convidado a comer aquel día con mi ama el Sr. D.
Juan de Mañara; pero cuando fui a llevarle la invitación, contestó
excusándose, por tocarle entrar de guardia a la misma hora. Y a
propósito del pisaverde, no debo pasar en silencio la circunstancia
de que le vi por la mañana en compañía de Lesbia, ambos en traje que
parecía indicar regresaban de uno de esos crepusculares y campestres
paseos, siempre anhelados por los amantes. En la tarde de aquel mismo
día le vi paseando muy cabizbajo por el patio grande, y la mañana
siguiente me detuvo en el mismo paraje suplicándome que llevase una
carta a la señora duquesa. Negueme a esto, y allí quedó. Indudablemente
algo le pasaba al Sr. de Mañara.

Amaranta pareció muy contrariada de que no se sentase a la mesa el
joven mencionado. Cuando volví con la respuesta estaba de visita en el
cuarto de Amaranta un caballero de los que la noche anterior vi en la
procesión descrita. Conferenciaron más de hora y media: cuando él se
retiró le examiné bien, y por cierto que pocas veces he visto facha más
desagradable. No le daría un puesto en la serie de mis recuerdos, si
aquel no fuera uno de los personajes más célebres de su tiempo, razón
por la cual me resuelvo, no solo a mencionarle, sino a describirle,
para edificación de los tiempos presentes. Era el marqués Caballero,
ministro de Gracia y Justicia.

No vi a semejante hombre más que una vez, y jamás lo he olvidado. Era
de edad como de cincuenta años, pequeño y rechoncho el cuerpo, turbia
y traidora la mirada de uno de sus ojos, pues el otro estaba cerrado
a toda luz; con el semblante amoratado y granulento, como de persona
a quien envilece y trastorna el vino; de andar y gestos sumamente
ordinarios: en tanto grado repugnante y soez toda su persona, que era
preciso suponerle dotado de extraordinarios talentos para comprender
cómo se podía ser ministro con tan innoble estampa. Pero no, señores
míos. El marqués Caballero era tan despreciable en lo moral como en lo
físico, pudiendo decirse que jamás cuerpo alguno encarnó de un modo
tan fiel los ruines sentimientos y bajas ideas de un alma. Hombre
nulo, ignorante, sin más habilidad que la de la intriga, era el tipo
del leguleyo chismoso y tramoyista que funda su ciencia en conocer, no
los principios, sino los escondrijos, las tortuosidades y las fórmulas
escurridizas del derecho, para enredar a su antojo las cosas más
sencillas.

Nadie podía explicarse su encumbramiento, tanto más enigmático cuanto
que el omnipotente Godoy no pasaba por amigo suyo, mas debió aquel
consistir en que habiéndose introducido en Palacio y héchose valer,
merced a viles intrigas de escaleras abajo, usó como instrumento de
su ambición cerca del Rey, la defensa de los intereses de la Iglesia;
y adulando la religiosidad del pobre Carlos, pintándole imaginarios
peligros y haciendo depender la seguridad del Trono de la adopción
de una política restrictiva en negocios eclesiásticos, logró hacerse
necesario en la corte. El mismo Godoy no pudo apartarle del Gobierno ni
poner coto a las medidas dictadas por el bestial fanatismo del ministro
de Gracia y Justicia, quien después de haber perseguido a muchos
ilustres hombres de su época, y encarcelado a Jovellanos, remató su
gloriosa carrera contribuyendo a derribar al mismo Príncipe de la Paz
en marzo de 1808.

Damos estas ligeras noticias respecto a un hombre que gozaba entonces
de justa y general antipatía, para que se vea que la elevación de los
tontos y ruines y ordinarios, no es, como algunos creen, desdicha
peculiar de los modernos tiempos.

Después de la conferencia indicada principió la comida que yo serví.

--Ya sé --dijo Amaranta al sentarse y sin disimular su intención de
mortificar a Lesbia--, ya sé lo que contenían esos papeles cogidos a S.
A. Caballero me lo ha dicho, encargándome la reserva; pero puesto que
pronto se ha de saber...

--Sí, dínoslo. No lo confiaremos más que a nuestras amigas --indicó la
marquesa.

--Pues yo opino que no se diga --objetó el diplomático, que siempre se
incomodaba cuando alguien revelaba secretos que él no conocía.

--Entre los papeles --dijo Amaranta-- hay una exposición al Rey que se
supone hecha por D. Juan Escóiquiz, aunque la letra es de Fernando.
Parece que en ella se pintan las malas costumbres del Príncipe de la
Paz, con las frases más indecentes. Allí han salido a relucir sus dos
mujeres y también lo que dicen de los destinos, pensiones y prebendas
que concede a cambio de...

--¡Y tan cierto como es! --dijo la marquesa--. Yo sé de un señor a
quien el Príncipe de la Paz ofreció...

La buena señora cayó en la cuenta de que estaba yo delante, y se
contuvo. Pero a mí siempre me han bastado pocas palabras para entender
las cosas, y supe pescar al vuelo lo que querían decir.

--En esa exposición --continuó la duquesa-- ponen a la pobre Tudó de
vuelta y media, y aconsejan al Rey que la encierre en un castillo. Por
último, se pretende que el de la Paz sea destituido, embargados todos
sus bienes, y que desde el mismo momento no se separe el Príncipe
heredero del lado de su padre.

--Todo eso está muy puesto en razón --dijo la marquesa asombrada de
cómo concordaban las ideas de los conjurados con sus propias ideas--;
aunque me guardaré muy bien de decirlo fuera de aquí.

--Pues aquí no temo decirlo --continuó Amaranta--. Caballero no guarda
muy bien el secreto, sé que lo ha dicho ya a varias personas. Otro de
los papeles es graciosísimo, y parece un sainete; pues todo él está
en diálogo y se creería que lo habían escrito para representarlo en
el teatro. Cada uno de los personajes que hablan tienen allí nombre
supuesto, así es que el Príncipe se llama _Don Agustín_, la Reina _Doña
Felipa_, el Rey _Don Diego_, Godoy _D. Nuño_, y la Princesa con quien
dicen han tratado de casar al heredero es una tal _Doña Petra_.

--¿Y qué objeto tiene esa comedia?

--Es un proyecto de conversación con la Reina, y suponiendo las
observaciones que esta ha de hacer, se le responde a todo según un plan
combinado para convencerla de las picardías del Príncipe de la Paz.
También aquí abundan las frases soeces, y por último, el _D. Agustín_
parece que se niega redondamente a casarse con _Doña Petra_, la cuñada
del ministro y hermana del cardenal y de la de Chinchón.

--También eso está bien pensado --dijo la marquesa--; y si ese
sainetillo se representara, yo lo aplaudiría. Pues ¿por qué han de
querer casar al pobre muchacho con la cuñada del otro? ¿No es mejor que
le busquen mujer en cualquiera de las familias reinantes, que a buen
seguro todas ellas se darían con un canto en los pechos por entroncar
con nuestros reyes, casando a cualquiera de sus mozuelas con semejante
Príncipe?

--¿Cómo se atreven ustedes a juzgar cosas tan graves? --dijo con
displicencia el diplomático--. Y en cuanto a los documentos citados,
extraño que una persona tan discreta como mi sobrina les dé publicidad
imprudentemente.

--Vamos, usted dudaba antes que existieran, y ahora, creyendo que no
deben revelarse, los da como ciertos.

--Sí que los doy --repuso el diplomático--, y ya que otra persona ha
descubierto hechos que yo me obstinaba en callar...

El diplomático, no pudiendo negar aquellos secretos, resolvió
apropiárselos, fingiendo tener ya noticias de los papeles del proceso.

--¿De modo que ya tú lo sabías todo? --le preguntó su hermana--. Bien
decía yo que tú no podías menos de estar al tanto de estas cosas. La
verdad es que no se te escapa nada, y bien puedes afirmar que eres de
los que ven los mosquitos en el horizonte.

--Desgraciadamente así es --contestó el diplomático con la mayor
hinchazón--. Todo llega a mis oídos, a pesar de mis repetidos
propósitos de no intervenir en nada y huir de los negocios. ¡Como ha de
ser! Es preciso tener paciencia.

--Hermano, tú debes saber algo más y te lo callas --dijo la marquesa--.
Vamos a ver. ¿Napoleón tiene alguna parte en este negocio?

--¿Ya comienzan las preguntitas? --repuso el viejo con retozona
sonrisa--. Déjense ustedes de preguntas, porque les juro que no me han
de sacar una sílaba. Ya conocen la rigidez de mi carácter en estas
materias.

A todas estas, Lesbia no decía una palabra.

--Pues voy a acabar mi cuento --añadió mi ama--. Aún me falta decir
cuál es el otro papel que se encontró al Príncipe.

--Más valdría que lo callaras, querida sobrina --dijo el diplomático.

--No; que lo diga, que lo diga.

--Pues se ha encontrado la cifra y clave de la correspondencia que el
heredero sostiene con su maestro D. Juan Escóiquiz, y además... esto es
lo más grave.

--Sí, lo más grave --indicó el diplomático--, y por eso debe callarse.

--Por lo mismo debe decirse.

--Pues se encontró una carta en forma de nota, sin sobrescrito, firma
ni nombre, en que manifiesta estar dispuesto a elevar al Rey la
exposición por medio de un religioso. Lo más notable de este papelito
es que el Príncipe asegura que está decidido a tomar por modelo al
Santo mártir Hermenegildo; que se dispone a pelear... óiganlo ustedes
bien... a pelear por la justicia. Esto es hablar clarito de una
revolución. Pide después a los conjurados que le sostengan con firmeza;
que preparen las proclamas, y que...

--¡Ah, las mujeres, las mujeres! ¿No aprenderán nunca a tener
discreción? --interrumpió el marqués--. Me admiro de ver con cuánta
frivolidad te ocupas de asuntos tan peligrosos.

--En este papel --prosiguió la condesa sin atender a las fastidiosas
amonestaciones del diplomático-- se indica a los Reyes y a Godoy con
nombres godos. _Leovigildo_ es Carlos IV, la Reina es _Goswinda_ y
el de la Paz _Sisberto_. Pues bien: el Príncipe, que se atribuye el
papel de _San Hermenegildo_, dice a los conjurados que la tempestad
debe caer sobre _Sisberto_ y _Goswinda_, y que traten de embobar a
_Leovigildo_ con vítores y palmadas.

--¿Y eso es todo? --preguntó la marquesa--. Pues no hay cosa más
inocente.

--Está bien claro --indicó Amaranta con ira--, que se trata de
destronar a Carlos IV.

--No lo veo yo así.

--Pues yo sí --repuso la condesa--. La tempestad debe caer sobre
_Sisberto_ y _Goswinda_. De modo que el heredero y sus amigos, no solo
tratan de mandar a paseo al guardia, sino que también quieren hacer
alguna picardía con la Reina, cuando menos llevarla a la guillotina
como a la pobre María Antonieta. Todos saben cuánto ama el Rey a su
esposa. Cualquier ofensa que a esta se le haga, la considera como hecha
a su propia persona.

--Pues lo que digo es que si algo les pasa, bien merecido se lo tienen
--fue la contestación de la marquesa.

--Y yo sostengo --añadió mi ama alterándose más-- que el Príncipe
podía haber intentado cuantas conjuraciones quisiera para echar del
ministerio a Godoy; pero escribir exposiciones al Rey, poniendo en
duda el honor de su madre, y hablando de arrojar tempestades sobre
_Sisberto_ y _Goswinda_, lo cual equivale a atentar contra la vida
de la Reina, me parece conducta indigna de un Príncipe español y
cristiano... Al fin es su madre: cualesquiera que hayan sido las faltas
de esta (y yo estoy segura de que no son tantas ni tan grandes como
las de quien las publica), no es propio de un hijo el reconocerlas o
mencionarlas, ni menos fundarse en ellas para perseguir a un enemigo.

--Hija, no estás poco melindrosa --dijo con acrimonia la tía de
Amaranta--. Yo creo que el Príncipe hace muy retebién, y si a alguien
le pesa, más valiera no haber dado motivos con lo que todos sabemos, a
lo que está pasando. Y si no, hermano, tú que lo sabes todo, dinos tu
opinión.

--¡Mi opinión! ¿Creéis que es fácil dar opinión sobre asunto tan
espinoso? Y lo que yo pueda pensar, conforme a mi experiencia y luces,
¿puedo acaso decirlo en conferencia de mujeres, que al punto van
diciéndolo por cámaras y antecámaras a todo el que las quiera oír...?

--No hay quien te saque una palabra. Si yo supiera la mitad de lo que
tú sabes, hermano, gustaría de instruir a los ignorantes.

--Para formar exacto juicio, vengan datos --dijo el marqués--. ¿Alguna
de ustedes sabe la opinión de la Reina sobre estas cosas?

--Cuando se leyó en consejo el último de los papeles que he citado
--respondió la condesa--, Caballero dijo que el Príncipe merecía la
pena de muerte por siete capítulos. La Reina, indignada al oírle,
respondió: «_¿Pero no reparas que es mi hijo? Yo destruiré las pruebas
que le condenan; le han engañado, le han perdido_», y arrebatando el
papel lo escondió en su seno, y se arrojó llorando en un sillón. ¡Vean
ustedes qué generosidad! Francamente aunque nunca me ha sido simpática
la causa del Príncipe, desde que sé sus proyectos contra los Reyes, me
parece un joven digno de lástima, si no de otro sentimiento peor.

--¡Qué tontería! --exclamó la marquesa--. Ahora vienen los lloriqueos
y los dengues después de haber sido causa de tantos males. ¿Pues qué,
ocurrirían estas cosas, si no se hubieran cometido ciertas faltas...?

Lesbia, que hasta entonces había permanecido en silencio, con cierta
confusión y amilanamiento, no quiso callar más y apoyó las últimas
frases de la marquesa. Amaranta entonces se volvió a ella, y con acento
tan amargo como desdeñoso le dijo:

--¡Cuánto hablar de faltas ajenas! Esa persona no esperaba ser
injuriada públicamente, como lo ha sido, por quien tantos favores
recibió de ella, por quien se ha sentado a su mesa y se ha honrado con
su amistad.

--¡Ah! el sermoncito no está mal --dijo Lesbia con esa forzada
jovialidad, que a veces es la más terrible expresión de la ira--. Ya
lo esperaba: desde que me negué a ciertas condescendencias; desde que
cansada de un papel, admitido con ligereza e impropio de mí, lo cedí
a otras, que lo desempeñan con perfección, se me censura suponiéndome
divulgadora de lo que todo el mundo sabe. Ciertas personas no pueden
hacerse pasar por víctimas de la calumnia aunque lloren y giman, porque
sus vicios, en fuerza de ser tantos y tan grandes, han llegado a
vulgarizarse.

--Es verdad --repuso Amaranta con perversa intención--. No falta quien
sea prueba viva de ello. Pero hija, el vicio más feo es el de la
ingratitud.

--Sí, pero ese es el vicio en que menos fácilmente pueden sentenciar
los hombres.

--¡Oh, no! También sentencian, y pronto lo veremos. Precisamente
la causa del Príncipe es obra pura y simplemente consumada por la
ingratitud. Ya verás cómo esta se castiga.

--Supongo --dijo Lesbia con malicia-- que no querrás poner en la cárcel
a todos los que estamos aquí, por haber cometido el crimen de desear el
triunfo del Príncipe.

--Yo no pongo a nadie en la cárcel; y los que aquí estamos, pueden
vivir tranquilos; pero quizás no esté muy segura otra persona muy amada
de alguien que me escucha.

--¡Ah! --dijo imprudentemente el diplomático--, me han dicho que
también Mañara está complicado en la causa.

--Creo que sí --añadió Amaranta cruelmente--; pero él fía mucho en el
arrimo de elevadas personas. Y como resulten complicadas las que se
sospecha, es de esperar que no les valga ninguna clase de apoyo.

--Eso es --dijo la duquesa--. ¡Duro en ellos! Falta todavía conocer el
giro que tomará este negocio; falta saber si algún suceso inesperado
cambiará de improviso los términos, convirtiendo a los acusadores en
acusados.

--¡Ya... confían en Bonaparte! --afirmó Amaranta con despecho.

--¡Alto, allá! --exclamó el diplomático--; entran ustedes, señoras
mías, en un terreno peligroso.

--Se hará justicia --dijo mi ama--, aunque no como se desea; pues no
será posible descubrirlo. Por ejemplo: hay gran empeño en averiguar
quién se encargaba de trasmitir a los conjurados la correspondencia
del Príncipe, y hasta ahora no se sabe nada. Hay sospechas de que
sea alguna de las muchas damas intrigantes y coquetuelas que hay en
palacio... hasta se han fijado en alguna; pero aún no hay suficientes
pruebas.

Lesbia no dijo una palabra; pero la pícara se sonreía como quien está
libre de todo temor. Después hasta se atrevió a mortificar a su enemiga
de esta manera:

--Quizás por lo mismo que es intrigante y coquetuela, tenga los medios
de burlar a sus perseguidores. Tal vez las circunstancias le hayan
proporcionado medios de desafiar y provocar a sus enemigos... Tengo
deseos de saber quién es esa buena pieza. ¿Nos lo podrías decir?

--Ahora no --repuso mi ama--, pero mañana, tal vez sí.

Lesbia rio a carcajadas. Amaranta mudó de conversación, la marquesa
volvió a lamentar la suerte de Príncipe, y el diplomático aseguró que
por nada del mundo descorrería el velo que ocultaba los designios del
capitán del siglo, con lo cual dio fin la comida, y todos, menos mi
ama, se retiraron a dormir la siesta.



XV


Al siguiente día, 30 de octubre, ocurrieron grandes y conmovedoras
novedades, si algo podía ya ocurrir capaz de aumentar la turbación de
los ánimos. Desde por la mañana me había despedido mi ama, diciéndome
que fuera a dar un paseo por la octava maravilla del mundo, y al
mismo tiempo me mandó visitase en su celda al padre jerónimo que
había de instruirme en las letras sagradas y profanas. Ambas cosas
me contentaron mucho, y más que nada el ocio de que disfrutaba
para recorrer a mi antojo el edificio y sus alrededores. El primer
espectáculo que se ofreció a mi curiosidad, fue la salida del Rey
a caza, lo cual no dejó de causarme extrañeza, pues me parecía que
atribulado y pesaroso S. M. por lo que estaba pasando, no tendría humor
para aquel alegre ejercicio. Pero después supe que nuestro buen monarca
le tenía tan viva afición, que ni en los días más terribles de su
existencia dejó de satisfacer aquella su pasión dominante, mejor dicho,
su única pasión.

Yo le vi salir por la puerta del Norte, acompañado de dos o tres
personas, entrar en su coche, y partir hacia la sierra, con tanta
tranquilidad como si en palacio dejase la paz más perfecta. Sin duda
debía de ser en extremo apacible su carácter, y tener la conciencia
más pura y limpia que los frescos manantiales de aquellas montañas. Sin
embargo, aquel buen anciano, a pesar de su alta posición y de la paz
que yo suponía en su interior, más me inspiraba lástima que envidia.
Aquella se aumentó cuando vi que la gente del pueblo, reunida en torno
al edificio, no mostraba a su Rey ningún afecto, y hasta me pareció oír
en algunos grupos murmullos y frases mal sonantes, que hasta entonces
creo no se habían aplicado a ningún soberano de esta honrada nación.

Recorriendo después las galerías bajas del palacio y las antecámaras
altas, vi a otros individuos de la regia familia, y me maravilló
observar en todos la misma forma de narices colgantes, que
caracterizaba la casta de los Borbones. El primero que tuve ocasión
de admirar fue el cardenal de la Escala, don Luis de Borbón, célebre
después por haber recibido el juramento de los diputados en la isla
de León, y por otros hechos menos honrosos que irán saliendo a
medida que avancen estas historias. No era el señor cardenal hombre
grave, cubierto de canas, prenda natural de la edad y del estudio,
ni representaba su rostro aquella austeridad que parece ha de ser
inherente a los que desempeñan cargos tan difíciles: antes bien era un
jovenzuelo que no había llegado a los treinta años, edad en la cual
Lorenzana, Albornoz, Mendoza, Silíceo y otras lumbreras de la Iglesia
española no habían aún salido del seminario.

Verdad es que existía la costumbre de consagrar al cardenalato a los
príncipes menores que no podían alcanzar ningún reino grande ni chico,
y el señor D. Luis de Borbón, primo del Rey Carlos IV, fue en esto uno
de los mortales más afortunados, porque con la leche en los labios
empezó a disfrutar las rentas de la mitra de Sevilla, y no cumplidos
aún los 23, y mal digeridas las _Sentencias_ de Pedro Lombardo, tomó
posesión de la silla de Toledo, cuyas fabulosas rentas habría envidiado
cualquier Príncipe de Alemania o de Italia.

Pero cada cosa en su tiempo y los nabos en adviento. Lo que hemos dicho
era costumbre propia de la edad, y no es justo censurar al infante
porque tomase lo que le daban. Su eminencia, tal y como le vi descender
del coche en el vestíbulo de palacio, me pareció un mozo coloradillo,
rubicundo, de mirada inexpresiva, de nariz abultada y colgante,
parecida a las demás de la familia, por ser fruto del mismo árbol, y
con tan insignificante aspecto, que nadie se fijara en él, si no fuera
vestido con el traje cardenalicio. D. Luis de Borbón subió con gran
priesa a las habitaciones regias, y no le vi más.

Pero mi buena estrella, que sin duda me tenía reservado el honor de
conocer de una vez a toda la familia real, hizo que viera aquel mismo
día al infante D. Carlos, segundo hijo de nuestro Rey. Este joven aún
no aparentaba veinte años, y me pareció de más agradable presencia que
su hermano el Príncipe heredero. Yo le observé atentamente, porque en
aquella época me parecía que los individuos de sangre real habían de
tener en sus semblantes algo que indicase la superioridad; pero nada de
esto había en el del infante D. Carlos, que solo me llamó la atención
por sus ojos vivarachos y su carita de Pascua. Este personaje varió
mucho con la edad en fisonomía y carácter.

También vi aquella misma tarde en el jardín al infante D. Francisco de
Paula, niño de pocos años que jugaba de aquí para allí, acompañado de
mi Amaranta y de otras damas; y por cierto que el Infante, saltando y
brincando con su traje de mameluco completamente encarnado, me hacía
reír, faltando con esto a la gravedad que era indispensable cuando se
ponía el pie en parajes hollados por la regia familia.

Antes de bajar al jardín habían llamado mi atención unos recios
golpes de martillo que sentí en las habitaciones inferiores: después
sucedieron a los golpes unos delicados sones de zampoña, con tal
arte tañida, que parecían haberse trasladado al Real Sitio todos
los pastores de la Arcadia. Habiendo preguntado, me contestaron que
aquellos distintos ruidos salían del taller del infante don Antonio
Pascual, quien acostumbraba matar los ocios de la vida regia alternando
los entretenimientos del oficio de carpintero o de encuadernador con
el cultivo del arte de la zampoña. Yo me admiré de que un Príncipe
trabajase, y me dijeron que el D. Antonio Pascual, hermano menor de
Carlos IV, era el más laborioso de los Infantes de España, después
del difunto D. Gabriel, celebrado como humanista y muy devoto de las
artes. Cuando el ilustre carpintero y zampoñista dejó el taller para
dar su paseo ordinario por la huerta del Prior en compañía de los
buenos Padres Jerónimos que iban a buscarle todas las tardes, pude
contemplarle a mis anchas, y en verdad digo que jamás vi fisonomía
tan bonachona. Tenía costumbre de saludar con tanta solemnidad como
cortesanía a cuantas personas le salían al paso, y yo tuve la alta
honra de merecerle una bondadosa mirada y un movimiento de cabeza que
me llenaron de orgullo.

Todos saben que D. Antonio Pascual, que después se hizo célebre por su
famosa despedida del valle de Josafat, parecía la bondad en persona.
Confieso que entonces aquel príncipe, casi anciano, cuya fisonomía se
habría confundido con la de cualquier sacristán de parroquia, era,
entre los individuos de la regia familia, el que me parecía de mejor
carácter. Más tarde conocí cuánto me había equivocado al juzgarle como
el más benévolo de los hombres. María Luisa, que le tachó de cruel,
en una de sus cartas profetizó lo que había de pasar a la vuelta de
Valencey, cuando el Infante congregaba en su cuarto lo más florido del
partido realista furibundo.

Este pobre hombre, lo mismo que su sobrino el Infante D. Carlos, eran
partidarios del Príncipe Fernando, y aborrecían cordialmente al de
la Paz; mas excusadas son estas advertencias, porque entonces ningún
español amaba a Godoy; empezando por los individuos de la familia.
Pero basta de digresiones, y sigamos contando. Quedó, si mal no
recuerdo, en el anuncio de ciertas novedades que dieron inesperado
giro a los sucesos; mas no dije cuáles fueran. Parece que a eso de la
una el ilustre prisionero, luego que se enteró de que su padre había
salido a caza, mandó a la Reina un recado, suplicándola que fuese a su
cuarto, donde le revelaría cosas muy importantes. Negose la madre; pero
envió al marqués Caballero, quien recogió de labios del Príncipe las
declaraciones de que voy a hablar.

No crean ustedes que tan estupendas nuevas eran del dominio de todos
los habitantes del Escorial. Yo las supe porque Amaranta las contó
al diplomático y a su hermana, y como por mi poca edad y aspecto de
mozuelo distraído y casquivano, creían que yo no había de prestar
atención a sus palabras, no se cuidaban de guardar reserva delante de
mí.

Conforme dijo Amaranta, todas las personas reales andaban azoradas y
aturdidas, porque, según las últimas declaraciones del Príncipe, se
sabía ya con certeza que los conjurados tenían de su parte a Napoleón
en persona, cuyas tropas se acercaban cautelosamente a Madrid con
objeto de apoyar el movimiento. También había denunciado Fernando
a sus cómplices llamándoles _pérfidos_ y _malvados_; y según las
indicaciones que hizo, los rumores tiempo ha propalados sobre proyecto
de atentar a la vida de la Reina, no carecían de fundamento. En
cuanto al Rey, los amigos del Príncipe no debían de tener muy buenas
intenciones respecto a él, porque este había nombrado generalísimo de
las tropas de mar y tierra al duque del Infantado en un decreto que
empezaba así: «_Habiendo Dios tenido a bien llamar para sí el alma del
Rey, nuestro Padre_, etc.»

No se fijaron bien en mi imaginación estos pormenores; pero habiendo
leído más tarde los incidentes de aquel proceso célebre, puedo
auxiliar mi memoria con tanta eficacia que resulte la narración de los
hechos tan viva como hija del recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que
Amaranta, alarmada con lo de Bonaparte, tenía gran placer en hacer
consideraciones sobre la bajeza del Príncipe al denunciar vilmente a
sus amigos. La marquesa se resistía a creerlo, y los comentarios, que
no copio, por no ser molesto, duraron mucho tiempo.

No había aún oscurecido cuando volvió el Rey de caza, y hora y media
después un gran ruido en la parte baja del alcázar nos anunció la
llegada de otro importante personaje. Corrí al patio grande y ya no
pude verle, porque habiendo descendido rápidamente del coche, subió por
la escalera con prisa de llegar pronto arriba. Únicamente se distinguía
un bulto arrebujado en anchísima capa, como persona enferma que quiere
reservarse del aire; mas no fue posible ver sus facciones.

--Es él --dijeron algunos criados que había junto a mí.

--¿Quién? --pregunté con mucha curiosidad.

Entonces un pinche de la cocina, con quien había yo trabado cierta
amistad por ser el funcionario encargado de darme de comer, acercó su
boca a mi oído, y me dijo muy quedamente:

--El _choricero_.

Más adelante tuve ocasión de hablar con este personaje; pero su pintura
pertenece a otro libro.



XVI


Seguí hablando con el pinche, por no perder tan buena coyuntura de
entablar relaciones con la gente de escalera abajo, y pregunté a mi
abastecedor cuál era la opinión más extendida en las reales cocinas
sobre los sucesos del día. Afortunadamente se aproximaba la hora de
cenar; y llevándome mi amigo al aposento destinado al efecto, me hizo
ver que el cuerpo de cocineros seguía a todo el país en la senda
trazada por los directores del partido fernandista.

Nada más patriótico, nada más entusiasta que la actitud de aquel puñado
de valientes en cuyas cacerolas estaba por decirlo así el paladar
de los reyes de España, y que era árbitro hasta cierto punto de su
bienestar, si no de su existencia. Aunque muchos de los hombres que
allí vi eran antiguos y pacíficos servidores, que no participaban de
la rebelde inquietud de la gente moza, la mayor parte habían sido
deslumbrados por la perruna y grotesca elocuencia de Pedro Collado,
el aguador de la fuente del Berro, ya empleado en la servidumbre de
Fernando. Este hombre, que con las gracias de su burdo y ramplón
ingenio se había conquistado preferente lugar en el corazón del
heredero, desempeñaba al principio las funciones de espía en todas las
regiones bajas de palacio, vigilaba la servidumbre, la cual a poco
empezó por temerle y concluyó por someterse dócilmente a sus mandatos.
De este modo llegó a ser Pedro Collado respecto a los cocineros,
pinches y lacayos un verdadero cacique, al modo de los que hoy son alma
y azote de las pequeñas localidades en nuestra península.

Cuando Pedro Collado bajaba contento, el regocijo se difundía
como don celeste entre toda la servidumbre: cuando Pedro Collado
bajaba taciturno y sombrío, melancólico silencio sustituía a la
anterior algazara. Cuando alguno perdía la gracia del aguador, ya
podía encomendarse a Dios, y los que tenían la suerte de merecer su
benevolencia o de servir de objeto a sus bromas, ya podían considerarse
con un pie puesto en la escala de la fortuna.

Aquella noche fue para mí muy interesante, porque presencié la prisión
de Pedro Collado, contra quien habían resultado cargos muy graves
en las primeras actuaciones de la causa. El favorito del Príncipe
comunicaba a los más autorizados entre sus amigos las impresiones del
día, cuando un alguacil, seguido de algunos soldados de la guardia
española, entró a prenderle. No hizo resistencia el aguador, antes bien
con la frente erguida y provocativo ademán, siguió a sus guardianes
que le condujeron a la cárcel del Sitio, porque a causa de su baja
condición no podía alternar con el duque de San Carlos, ni con el del
Infantado, presos en las buhardillas de la parte del edificio llamado
el Noviciado.

La prisión del aguador produjo en la cocina cierto terror y sepulcral
silencio. Interrumpiéronlo después las voces de mando, que cual la de
los generales en la guerra, sirven para dirigir la estrategia de las
cocinas reales, no menos complicada que la de los campos de batalla.
Una voz decía: «Cena del señor infante D. Antonio Pascual.» Y al punto
la más rica menestra que ha incitado el humano apetito pasó a manos de
los criados que servían en el cuarto del infante. Después se oyó la
siguiente orden: «La sopa hervida y el huevo estrellado de la señora
infanta doña María Josefa.» Luego, «El chocolate del señor infante D.
Francisco de Paula», y nuevos movimientos seguían a estas palabras.
Hubo un instante de sosiego, hasta que el cocinero mayor exclamó con
voz solemne: «¿Está la polla asada de su eminencia el señor cardenal?»
Al instante funcionaron las cacerolas, y la polla asada con otros
sustanciosos acompañamientos fue trasmitida al cuarto del arzobispo.
Por último, un señor muy obeso, y vestido de uniforme con galones, que
era designado con el estrambótico nombre de _guardamangier_, se paró
en la puerta y dirigiendo su mirada de águila hacia los cocineros,
exclamó: «La cena de Su Majestad el Rey.» Era cosa de ver la multitud
de platos que se destinaron a aliviar la debilidad estomacal,
diariamente producida en la naturaleza de Carlos IV por el ejercicio de
la caza. Como yo no podía apartar mis ojos de aquella rica colección de
manjares, cuyo aromático vapor convidaba a comer, mi amigo el pinche me
dijo:

--Descuida, Gabrielillo, que ya probaremos algo de aquellos platos. Al
Rey le gusta ver muchos platos en su mesa; pero de cada uno no come más
que un poquito. Algunos vuelven como han ido. Voy a preparar el agua
helada.

--¿Qué es eso de agua helada? --pregunté--. ¿Y quién se alimenta con
manjar de tan poca sustancia?

--El Rey --me contestó--, una vez que llena bien el buche, pide un vaso
de agua helada como la misma nieve; coge un panecillo, le quita la
corteza, empapa bien la miga en el agua, y se la come después. Jamás
toma más postre que ese.

Un buen rato después de haberse pedido la cena del Rey, pidieron la
de la Reina, y esta diferencia de tiempo llamó tanto mi atención, que
pregunté a mi amigo la razón de que no comieran juntos los Reyes y sus
hijos.

--Calla, tonto --me dijo--, eso no puede ser. En las casas de todo el
mundo, comen padres e hijos en una misma mesa. Pero aquí no: ¿no ves
que eso sería faltar a la etiqueta? Los Infantes comen cada uno en su
cuarto, y S. M. el Rey solo en el suyo, servido por los guardias. La
Reina es la única persona que podría comer con el Rey, pero ya sabes
que acostumbra comer sola, por lo que callo.

--¿Por qué? dímelo a mí. Es que tendrá alguna persona que la acompañe
_de ocultis_.

--¡Quiá! No come delante de alma viviente ni que la maten.

--¿Ni tampoco delante de sus damas?

--Solo la camarera que la sirve la ve comer. Te diré por qué --añadió
en voz baja--. ¿Ves aquellos dientes tan bonitos que enseña la Reina
cuando se ríe? Pues son postizos, y como tiene que quitárselos para
comer, no quiere que la vean.

--Eso sí que está bueno.

En efecto, lo que me dijo el pinche era cierto, y en aquellos tiempos
el arte odontológico no había adelantado lo suficiente para permitir
las funciones de la masticación con las herramientas postizas.

--Ya ves tú --continuó el pinche-- si tienen razón los que critican a
la Reina porque engaña al pueblo, haciendo creer lo que no es. ¿Y cómo
ha de hacerse querer de sus vasallos una soberana que gasta dientes
ajenos?

Como yo no creía que las funciones de los Reyes fueran semejantes a las
de un perro de presa, no pensé lo mismo que mi amigo, aunque me callé
sobre el particular.

Luego pidieron la cena de S. A. el Príncipe de la Paz, y la de los
Consejeros de Estado, lo cual me decidió a subir, creyendo llegada
la hora de servir también la de mi ama. Se acercaba para mí el dulce
momento de verla, de hablarla, de escuchar sus mandatos, de pasar junto
a ella rozando mi vestido con el suyo, de embelesarme con su sonrisa
y con su mirada. Ausente de ella, mi imaginación no se apartaba de
tan hermoso objeto, como mariposa que rodea sin cesar la luz que la
fascina. Pero muy contra mi voluntad aquella noche Amaranta no se dignó
ponerme al corriente de lo que deseaba saber respecto a mis servicios.
Estaba escrito que fuera a la noche siguiente.

Aunque aún no me había acontecido en Palacio nada digno de notarse,
yo estaba un si es no es descorazonado. ¿Por qué? No podía decirlo.
Encerrado en mi cuarto, y tendido sobre el angosto lecho, rebelde mi
naturaleza al sueño, me puse a pensar en mi situación, en el carácter
de Amaranta que empezaba a parecerme muy raro, y en la clase de fortuna
que a su lado me aguardaba. Acordeme de Inés, a quien por aquellos
días tenía muy olvidada, y cuando su memoria, refrescando mi mente, me
predispuso a un dulce sueño, sentía (no sé si fue engañoso efecto del
sueño) unos golpecitos en mi pecho, producidos por vivas y dolorosas
palpitaciones, como si una mano amiga, perteneciente a persona que
deseaba entrar a toda costa, estuviese tocando a las puertas de mi
corazón.



XVII


A la siguiente noche, Amaranta me mandó entrar en su cuarto. Estaba con
la misma vestidura blanca de las noches anteriores. Hízome sentar a su
lado en una banqueta más baja que su asiento, de modo que solo faltaba
un pequeño espacio para que sus rodillas fueran cojín de mi frente. Me
puso la mano en el hombro, y dijo:

--Ahora sabré, Gabriel, si puedo contar contigo para lo que deseo.
Veremos si tus facultades están a la altura de lo que he pensado de ti.

--¿Y usía ha podido dudarlo? --repuse conmovido--. No puedo olvidar lo
que me dijo usía la otra noche, y fue que otros, con menos méritos que
yo, han llegado a subir hasta los últimos escalones de la fortuna.

--¡Ah, pobrecillo! --dijo riendo--. Veo que sueñas con subir demasiado,
y esto es peligroso, porque ya sabes lo de Ícaro.

Yo contesté que nada sabía de ningún señor Ícaro; contome ella la
fábula, y luego añadió:

--La historia que te conté la otra noche, no debe servirte de ejemplo,
Gabriel. Después de lo que sabes, he leído un poco más y puedo seguirla.

--Quedó usía en aquello de que el joven de la guardia, a quien la
sultana había hecho gran visir, daba muy mal pago a su protectora, lo
cual me parece una grandísima picardía.

--Pues bien: después he leído que la sultana estaba muy arrepentida de
su liviandad, y que el joven jenízaro, hecho príncipe y generalísimo,
era cada vez más aborrecido en el imperio. El sultán continuaba
tan ciego como antes, y no comprendía la causa del malestar de sus
vasallos. Pero ella, como mujer de agudo ingenio, conocía la tempestad
que amenazaba descargar sobre la real familia. Sus damas la encontraban
algunas veces llorando. Desahogando su conciencia con alguna, le
hizo ver su arrepentimiento por las faltas cometidas. Mas ya parecía
imposible remediarlas; el descontento de los súbditos era inmenso,
y se formó un grande y poderoso bando, a cuya cabeza se hallaba el
hijo mismo de los sultanes, con objeto de destronarles, proyectando
quitarles la vida, si la vida era un estorbo para sus fines.

--Y el gran visir ¿qué hacía?

--El gran visir, que era hombre de pocos alcances, no sabía tampoco
qué partido tomar. Todos volvían los ojos al gran Tamerlán, insigne
guerrero y conquistador, que habían enviado sus tropas a aquel imperio
como paso para un pequeño reino que deseaba conquistar. En él creían
ver un salvador el padre y el hijo y la sultana y el gran visir; mas
como no es posible que el gran Tamerlán les favorezca a todos a un
tiempo, es seguro que alguno ha de equivocarse.

--Y por último, ¿a quién favoreció ese señor guerrero?

--Eso está en el final de la historia que no he leído todavía
--contestó Amaranta--; pero creo que no tardaré en conocer el
desenlace, y entonces podré contártelo.

--Pues digo y repito, que si el gran visir hubiera gobernado bien a los
pueblos, como los gobernaría quien yo me sé, nada de eso habría pasado.
Haciendo justicia como Dios manda, esto es, castigando a los malos y
premiando a los buenos, es imposible que el imperio hubiese venido a
tales desdichas.

--Pero eso ahora no nos importa gran cosa --dijo Amaranta--, y vamos a
nuestro asunto.

--Sí, señora --respondí con calor--; ¿qué importan todos los imperios
del mundo?

Al decir esto, creyendo que mis palabras eran frigidísima expresión de
lo que yo sentía, crucé las manos en la actitud más patética que me fue
posible, y dando rienda suelta a la ardorosa exaltación que inflamaba
mi cabeza, la expresó en palabras como mejor pude, exclamando así:

--¡Ah, señora condesa! Yo no solo os respeto como el más humilde de
vuestros criados, sino que os adoro, os idolatro, y no os enojéis
conmigo si tengo el atrevimiento de decíroslo. Arrojadme de vuestro
lado, si esto os desagrada, aunque con esto conseguiríais hacer de mí
un muchacho desgraciado, pero de ningún modo que dejase de amaros.

Amaranta se rio de mis aspavientos y dijo:

--Bueno, me gusta tu adhesión. Veo que podré contar contigo. En cuanto
a tus cualidades intelectuales también las creo atendibles. Pepa me
ha encomiado mucho tu facultad de observación. Parece que tienes una
extraordinaria aptitud para retener en la memoria los objetos, las
fisonomías, los diálogos y cuanto impresiona tus sentidos, pudiendo
referirlo después puntualísimamente. Esto unido a tu discreción, hace
de ti un mozo de provecho. Si a tantas prendas se añade el respeto y
amor a mi persona, de tal modo que lo sacrifiques todo a mí, y a nadie
revelas lo que hagas en mi servicio...

--¡Yo revelar, señora! Ni a mi sombra, ni a mis padres, si los tuviera,
ni a Dios...

--Además --añadió, clavando en mí sus ojos de un modo que me mareaba--,
tú eres un chico que sabe disimular.

--Perfectísimamente.

--Y observas, te enteras de cuanto hay alrededor tuyo... todo sin
excitar sospechas.

--Estoy seguro de poseer todas esas cualidades.

--Pues lo primero que has de hacer cuando volvamos a Madrid, es ponerte
al servicio de tu antigua ama.

--¿Cómo? ¿De mi antigua ama?

--Tonto, eso no quiere decir que dejes de servirme a mí. Al
contrario, irás todas las noches a casa, donde nos veremos. Aunque
no en apariencia, en realidad estarás siempre a mi servicio, y te
recompensaré liberalmente.

--De modo que si sirvo a la cómica es...

--Es para evitar sospechas.

--¡Oh! ¡magnífico! sí, sí, ya comprendo. Así nadie podrá decir...

--Justo. Y en casa de tu ama observarás con muchísima atención lo que
allí pasa, quién entra, quién sale, quién va por las noches, en fin
todo...

--¿Y con qué objeto? --pregunté algo desconcertado, no comprendiendo
por qué me quería convertir en inquisidor.

--El objeto no te importa --contestó mi dueña--. Además (y esto es
lo principal), en el teatro has de vigilar perfectamente a Isidoro
Máiquez, y siempre que este te dé alguna carta amorosa para tu ama,
me la traerás a mí primero, y después de enterarme de ella, te la
devolveré.

Estas palabras me dejaron perplejo, y creyendo no haber comprendido
bien su misterioso sentido, roguela que me las explicara.

--Oye bien otra cosa --prosiguió--. Lesbia continúa en relaciones con
Isidoro, aunque ama a otro, y yo sé que cuando ella vuelva a Madrid, se
darán cita en casa de la González. Tú observarás todo lo que allí pase,
y si consigues con tu ingenio y travesura, que sí lo conseguirás,
hacerte mensajero de sus amores, y siéndolo, me tienes al tanto de
todo, me harás el mayor servicio que hoy puedo recibir, y no tendrás
que arrepentirte.

--Pero... pero... no sé cómo podré yo... --dije lleno de confusiones.

--Es muy fácil, tontuelo. Tú vas al teatro todas las tardes. Procura
que la duquesa te crea un chico servicial y discreto, ofrécete si es
preciso a servirla, haz ver a Isidoro que no tienes precio para llevar
un recado secreto, y los dos te tomarán por emisario de sus amores. En
tal caso, cuando cojas una esquela amorosa del uno o del otro, me la
traes, y punto concluido.

--Señora --exclamé, sin poder volver de mi asombro--, lo que usía exige
de mí, es demasiado difícil.

--¡Oh! ¡Qué salida! Pues me gusta la disposición del chico. ¿Y aquello
de te amo y te adoro...? ¿Pero te has vuelto tonto? Lo que ahora te
mando no es lo único que exijo de ti. Ya sabrás lo demás. Si en esto
que es tan sencillo, no me obedeces, ¿cómo quieres que haga de ti un
hombre respetable y poderoso?

Aún pensaba yo que el papel que Amaranta quería hacerme representar a
su lado, no era tan bajo ni tan vil como de sus palabras se deducía, y
aún le pedí nuevas explicaciones, que me dio de buen grado, dejándome,
como dice el vulgo, completamente aplastado. La proposición de
Amaranta, me arrojó desde la cumbre de mi soberbia a la profunda sima
de mi envilecimiento.

No era posible, sin embargo, protestar contra este, y tenía necesidad
de afectar servil sumisión a la voluntad de mi ama. Yo mismo me
había dejado envolver en aquellas redes; era preciso salir de ellas
escapándome astutamente por una malla rota, y sin intentar romperla con
violencia.

--¿Pero cree usía --dije, tratando de poner orden en mis ideas-- que en
esa ocupación no perderé la dignidad que, según dicen, debe tener todo
aquel que aspira a ocupar en el mundo una posición honrosa?

--Tú no sabes lo que te dices --me contestó, moviendo con donaire
su hermosa cabeza--. Al contrario: lo que te propongo será la mejor
escuela para que vayas aprendiendo el arte de medrar. El espionaje
aguzará tu entendimiento, y bien pronto te encontrarás en disposición
de medir tus armas con los más diestros cortesanos. ¿Tú has pensado
que podrías ser hombre de pro sin ejercitarte en la intriguilla, en el
disimulo y en el arte de conocer los corazones?

--¡Señora --repuse--, qué escuela tan espantosa!

--Es indudable que te pintas solo para observarlo todo, y que sabes dar
cuenta de cuanto ves de un modo asombroso. Esto, y algo que he notado
en ti, me ha hecho creer que eras un muchacho de facultades. ¿No dices
que tienes ambición?

--Sí señora.

--Pues para medrar en los palacios no hay otro camino que el que te
propongo. Supongamos que desempeñas satisfactoriamente la comisión
indicada: en este caso volverás a mi lado y serás mi paje. Casi
siempre vivo en palacio: ya ves si tienes ocasión de lucirte. Un paje
puede entrar en muchas partes; un paje está obligado a ser galán de
las doncellas, de las camaristas y damas de palacio, lo cual le pone
en disposición de saber secretos de todas clases. Un paje que sepa
observar, y que al mismo tiempo tenga mucha reserva y prudencia, junto
con una exterioridad agradable, es una potencia de primer orden en
palacio.

Tales razones me tenían confundido de tal modo que no sabía qué
contestar.

--¡Cuántos hombres insignes ves tú por ahí que empezaron su carrera de
simples pajes! Paje fue el marqués Caballero, hoy Ministro de Gracia
y Justicia, y pajes fueron otros muchos. Yo me encargaré de sacarte
una ejecutoria de nobleza, con la cual y mi valimiento podrás entrar
después en la guardia de la real persona. Esta sería una nueva faz
de tu carrera. Un paje puede escurrirse tras una cortina para oír
lo que se dice en una sala, un paje puede traer y llevar recados de
gran importancia, un paje puede recibir de una doncella secretos de
estado; pero un guardia puede aún mucho más, porque su posición es
más interior. Si tiene las cualidades que adornaron al paje, su poder
es extraordinario: puede bienquistarse con damas de la corte, que
siempre son charlatanas, puede hacerse un sinnúmero de amigos en estas
regiones, diciendo aquí lo que oyó más allá, adornando las noticias a
su modo y pintando los hechos como le convenga. Tiene el guardia una
ventaja que no poseen los reyes mismos, y es que estos no conocen más
que el palacio en que viven, razón por la cual casi nunca gobiernan
bien, mientras aquel conoce el palacio y la calle, la gente de fuera y
la de dentro, y esta ciencia general le permite hacerse valer en una
parte y otra, y pone en sus manos un número infinito de resortes. El
hombre que lo sabe manejar aquí es más poderoso que todos los poderosos
de la tierra, y silenciosamente, sin que lo adviertan esos mismos que
por ahí se dan tanto tono llamándose ministros y consejeros, puede
llevar su influjo hasta los últimos rincones del reino.

--¡Señora! --exclamó--. ¡Cuán distinto es todo esto de como yo me había
figurado!

--A ti --añadió-- te parecerá que es o no es bueno. Pero así lo hemos
encontrado, y puesto que no está en nuestra mano reformarlo, siga como
hasta aquí.

--¡Ah! confieso mi necedad --exclamé--. Confieso que, alucinado por mi
disparatada imaginación, tuve locos y ridículos pensamientos, aunque
ahora caigo en que deben ser propios de mi propia edad e ignorancia. Es
verdad que yo creía que tonto y vano y humilde como soy, podría imitar
a otros muchos en su inmerecido encumbramiento. Tanto he oído hablar
de la buena fortuna de algunos necios, que dije: «Pues precisamente
todos los necios tienen buena fortuna.» Pero para conseguir esto, yo
me representaba medios nobles y decentes, y decía: «¿Quién me quita a
mí de llegar a ser lo que otros son? De ellos me diferenciaré en que
si algún día tengo poder, he de emplearlo en hacer bien, premiando a
los buenos y castigando a los malos, haciendo todas las cosas como
Dios manda, y como me dice el corazón que deben hacerse.» Nunca pensé
ser hombre de fortuna de otra manera, y si pensé en la necesidad de
hacer algo malo, creí que sería de eso que no deshonra, tal y como
desafiarse, amar a una dama en secreto sin decírselo a nadie, reventar
siete caballos por ir de aquí a Aranjuez para traer una flor, matar a
los enemigos del Rey, y otras cosas por el mismo estilo.

--¡Ah! esos tiempos pasaron --dijo Amaranta riendo de mi simplicidad--.
Veo que tienes sentimientos elevados; pero ya no se trata de eso.
Tus escrúpulos se irán disipando cuando a las dos semanas de estar
a mi servicio conozcas las ventajas de vivir aquí. Además, esto te
proporcionará en adelante la satisfacción de hacer el bien a muchos que
lo soliciten.

--¿Cómo?

--¡Oh! muy fácilmente. Mi doncella ha conseguido en esta semana dos
canonjías, un beneficio simple y una plaza de la contaduría de espolios
y vacantes.

--Pues qué --pregunté con el mayor asombro--, ¿las criadas nombran los
canónigos y los empleados?

--No, tontuelo; los nombra el ministro; pero ¿cómo puede desatender
el ministro una recomendación mía, ni cómo he de desatender yo a una
muchacha que sabe peinarme tan bien?

--Un amigo mío, muy respetable, está solicitando desde hace catorce
años un miserable destino, y aún no lo ha podido conseguir.

--Dime su nombre y te probaré que, aun sin quererlo, ya comienzas a ser
un hombre de influencia.

Díjele el nombre del padre Celestino del Malvar, con la plaza que
pretendía, y ella apuntó ambas cosas en un papel.

--Mira --dijo después señalándome sus cartas--: son tantos los negocios
que traigo ahora entre manos, que no sé cómo podré despacharlos. La
gente de fuera ve a los ministros muy atareados, y dándose aire de
personas que hacen alguna cosa. Cualquiera creería que esos personajes
cargados de galones y de vanidad sirven para algo más que para cobrar
sus enormes sueldos; pero no hay nada de esto. No son más que ciegos
instrumentos y maniquíes que se mueven a impulsos de una fuerza que el
público no ve.

--Pero el Príncipe de la Paz, ¿no es más poderoso que los mismos Reyes?

--Sí; mas no tanto como parece. Danle fuerza las raíces que tiene
acá dentro, y como estas son profundas, como se agarran a una fértil
tierra, como no cesamos de regarlas, de aquí que este árbol frondoso
extiende sus ramas fuera de aquí con gran lozanía. Godoy no debe nada
de lo que tiene a su propio mérito; débelo a quien se lo ha querido
dar, y ya comprendes que sería fácil quitárselo de improviso. No te
dejes nunca deslumbrar por la grandeza de esos figurones a quienes
el vulgo admira y envidia; su poderío está sostenido por hebras de
seda, que las tijeras de una mujer pueden cortar. Cuando hombres como
Jovellanos han querido entrar aquí, sus pies se han enredado en los mil
hilos que tenemos colgados de una parte a otra, y han venido al suelo.

--Señora --dije dominado por amarga pesadumbre--, yo dudo mucho que
tenga ingenio para desempeñar lo que usía me encarga.

--Yo sé que lo tendrás. Ejercítate primero en la embajada que te he
dado cerca de la González; proporcióname lo que necesito, y luego
podrás hacer nuevas proezas. Tú harás de modo que se aficione de ti
alguna persona de Palacio: fingirás luego que estás cansado de mi
servicio, yo haré el papel de que te despido, y tú entrarás al servicio
de esa otra persona, con la que alguna vez hablarás mal de mí para que
no sospeche la trama; entre tanto, diligente observador de cuanto pase
en el cuarto de tu nueva y aparente ama, lo contarás todo a la antigua
y a la verdadera que seré siempre yo, tu bienhechora y tu Providencia.

Ya me fue imposible oír con calma una tan descarada y cínica exposición
de las intrigas en que era la condesa consumada maestra, y yo
catecúmeno aún sin bautismo. Una elocuente voz interior protestaba
contra el vil oficio que se me proponía, y la vergüenza, agolpando
la sangre en mi rostro, me daba una confusión, un embarazo, que
entorpecía mi lengua para la negativa. Levanteme, y con voz trémula, di
a la condesa mis excusas, diciendo otra vez que no me creía capaz de
desempeñar tan difíciles cometidos. Ella volvió a reír, y me dijo:

--Esta noche, aunque es hora muy avanzada, quizás celebren una
conferencia en este mi cuarto dos personajes, ha tiempo reñidos, y a
quienes yo trato de reconciliar. Hablarán solos, y en tal caso, espero
que tú, escondido tras el tapiz que conduce a mi alcoba, lo oirás todo,
para contármelo después.

--Señora --dije--, me ha entrado de repente un fuerte dolor de cabeza;
y si usía me permitiera retirarme, se lo agradecería en el alma.

--No --repuso mirando un reloj--, porque tengo que salir ahora mismo, y
es preciso que estés en vela, y aguardes aquí. Volveré pronto.

Esto diciendo llamó a la doncella, pidió su cabriolé, especie de manto
que entonces se usaba; la doncella trajo dos, y envolviéndose cada una
en el suyo, salieron con presteza, dejándome solo.



XVIII


La situación de mi espíritu era indefinible. Un frío glacial invadió
mi pecho, como si una hoja de finísimo acero lo atravesara. La brusca
y rápida mudanza verificada en mis sensaciones respecto de Amaranta
era tal, que todo mi ser se estremeció sintiendo vacilar sus ignorados
polos, como un planeta cuya ley de movimiento se trastorna de
improviso. Amaranta era, no una mujer traviesa e intrigante, sino la
intriga misma, era el demonio de los palacios, ese temible espíritu,
por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de
enredos y doctora de chismes; ese temible espíritu que ha confundido a
las generaciones, enemistado a los pueblos envileciendo lo mismo las
monarquías que las repúblicas, lo mismo los gobiernos despóticos que
los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el
vulgo desconocida, que se extendía desde la puerta de palacio hasta la
cámara del Rey, y de cuyos resortes por tantas manos tocados, pendían
honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la
dignidad de las naciones; era la granjería, la realidad, el cohecho,
la injusticia, la simonía, la arbitrariedad, el libertinaje del mando,
todo esto era Amaranta; y sin embargo, ¡cuán hermosa! Hermosa como
el pecado, como las bellezas sobrehumanas con que Satán tentaba la
castidad de los padres del yermo, hermosa como todas las tentaciones
que trastornan el juicio al débil varón, y como los ideales que
compone en su iluminado teatro la embaucadora fantasía, cuando intenta
engañarnos alevosamente cual a chiquitines que creen ciertas y reales
las figuras de magia.

Una luz brillante me había deslumbrado; quise acercarme a ella y
me quemé. La sensación que yo experimentaba, era, si se me permite
expresarlo así, la de una quemadura en el alma.

Cuando se fue disipando el aturdimiento en que me dejó mi ama, sentí
una viva indignación. Su hermosura misma, que ya me parecía terrible,
me compelía a apartarme de ella. «Ni un día más estaré aquí; me ahoga
esta atmósfera y me da espanto esta gente», exclamé dando paseos por la
habitación y declamando con calor, como si alguien me oyera.

En el mismo momento sentí tras la puerta ruido de faldas, y el
cuchicheo de algunas mujeres. Creí que mi ama estaría de vuelta. La
puerta se abrió y entró una mujer, una sola: no era Amaranta.

Aquella dama, pues lo era, y de las más esclarecidas a juzgar por su
porte distinguidísimo, se acercó a mí y preguntó con extrañeza:

--¿Y Amaranta?

--No está --respondí bruscamente.

--¿No vendrá pronto? --dijo con zozobra, como si el no encontrar a mi
ama fuese para ella una gran contrariedad.

--Eso es lo que no puedo decir a usted. Aunque sí... ahora caigo en que
dijo volvería pronto --contesté de muy mal talante.

La dama se sentó sin decir más. Yo me senté también y apoyé la cabeza
entre las manos. No extrañe el lector mi descortesía, porque el estado
de mi ánimo era tal, que había cobrado repentino aborrecimiento contra
toda la gente de Palacio y ya no me consideraba criado de Amaranta.

La dama, después de esperar un rato, me interrogó imperiosamente:

--¿Sabes dónde está Amaranta?

--He dicho que no --respondí con la mayor displicencia--. ¿Soy yo de
los que averiguan lo que no les importa?

--Ve a buscarla --dijo la dama--, no tan asombrada de mi conducta como
debiera estarlo.

--Yo no tengo que ir a buscar a nadie. No tengo que hacer más que irme
a mi casa.

Yo estaba indignado, furioso, ebrio de ira. Así se explican mis bruscas
contestaciones.

--¿No eres criado de Amaranta?

--Sí y no... pues...

--Ella no acostumbra a salir a estas horas. Averigua dónde está y dile
al instante que venga --dijo la dama con mucha inquietud.

--Ya he dicho que no quiero, que no iré, porque no soy criado de la
condesa --respondí--. Me voy a mi casa, a mi casita, a Madrid ¿Quiere
usted hablar a mi ama? pues búsquela por Palacio. ¿Han creído que soy
algún monigote?

La dama dio tregua por un momento a su zozobra para pensar en mi
descortesía. Pareció muy asombrada de oír tal lenguaje, y se levantó
para tirar de la campanilla. En aquel momento me fijé por primera vez
atentamente en ella, y pude observar que era poco más o menos, de esta
manera.

Edad que pudiera fijarse en el primer período de la vejez, aunque tan
bien disimulada por los artificios del tocador, que se confundía con
la juventud, con aquella juventud que se desvanece en las últimas
etapas de los cuarenta y ocho años. Estatura mediana y cuerpo esbelto
y airoso, realzado por esa suavidad y ligereza de andar que, si alguna
vez se observan en las chozas, son por lo regular cualidades propias
de los palacios. Su rostro bastante arrebolado no era muy interesante,
pues aunque tenía los ojos hermosos y negros, con extraordinaria viveza
y animación, la boca la afeaba bastante, por ser de estas que con la
edad se hienden, acercando la nariz a la barba. Los finísimos, blancos
y correctos dientes no conseguían embellecer una boca que fue airosa,
si no bella, veinte años antes. Las manos y brazos, por lo que de estos
descubría, advertí que eran a su edad las mejores joyas de su persona y
las únicas prendas que del naufragio de una regular hermosura se habían
salvado incólumes. Nada notable observé en su traje, que no era rico,
aunque sí elegante y propio del lugar y la hora.

Abalanzose, como he dicho, a tirar de la campanilla, cuando de
improviso y antes de que aquella sonase, se abrió de nuevo la puerta
y entró mi ama. Recibiola la visitante con mucha alegría, y no se
acordaron más de mí, sino para mandarme salir. Retireme, pasando a
la pieza inmediata, por donde debía dirigirme a mi cuarto, cuando el
contacto del tapiz, deslizándose sobre mi espalda al atravesar la
puerta, despertó en mí la olvidada idea de las escuchas y el espionaje
que Amaranta me había encargado. Detúveme, y el tapiz me cubrió
perfectamente; desde allí se oía todo con completa claridad.

Hice intención de alejarme para no incurrir en las mismas faltas que
tan feas me parecían; pero la curiosidad pudo más que todo y no me
moví. Tan cierto es que la malignidad de nuestra naturaleza puede a
veces más que todo. Al mismo tiempo el rencorcillo, el despecho, el
descorazonamiento que yo sentía, me impulsaban a ejercer sobre mi ama
la misma pérfida vigilancia que ella me encomendaba sobre los demás.
«¿No me mandas aplicar el oído? --dije para mí, recreándome en mi
venganza--. Pues ya lo aplico.»

La dama desconocida había proferido muchas exclamaciones de
desconsuelo, y hasta me pareció que lloraba. Después, alzando la voz,
dijo con ansiedad:

--Pero es preciso que en la causa no aparezca Lesbia.

--Será muy difícil eliminarla, porque está averiguado que ella era
quien trasmitía la correspondencia --contestó mi ama.

--Pues no hay otro remedio --continuó la dama--. Es preciso que Lesbia
no figure para nada, ni preste declaraciones. Yo no me atrevo a
decírselo a Caballero; pero tú con habilidad puedes hacerlo.

--Lesbia --dijo Amaranta--, es nuestro más terrible enemigo. La causa
del Príncipe ha sido en su vil carácter un pretexto más bien que una
causa para hostilizarnos. ¡Qué de infamias cuenta, qué de absurdos
propala! Su lengua de víbora no perdona a quien ha sido su bienhechora
y también se ensaña conmigo, de quien ha contado horrores.

--Contará lo de marras --repuso la dama de la boca hendida--. Tú
cometiste la gran falta de confiarle aquel secreto de hace quince años,
que nadie sabía.

--Es verdad --dijo mi ama meditabunda.

--Pero no hay que asustarse, hija --añadió la otra--. La enormidad
y el número de las faltas supuestas que nos atribuyen nos sirve de
consuelo y de expiación por las que realmente hayamos cometido, las
cuales son tan pocas, comparadas con lo que se dice, que casi no debe
pensarse en ellas. Es preciso que Lesbia no aparezca para nada en
la causa. Adviérteselo a Caballero; mañana podrían prenderla, y si
declara, puede vengarse mostrando pruebas terribles contra mí. Esto me
tiene desesperada: conozco su descaro, y la creo capaz de las mayores
infamias.

--Ella es dueña sin duda de secretos peligrosos, y quizás conserve
cartas o algún objeto.

--Sí --respondió con agitación la desconocida--. Pero tú lo sabes todo:
¿a qué me lo preguntas?

--Entonces con harto dolor de mi corazón, le diré a Caballero que la
excluya de la causa. La pícara se jactaba ayer aquí mismo de que no
pondrían la mano sobre ella.

--Ya se nos presentará otra ocasión... Dejarla por ahora. ¡Ah! bien
castigada está mi impremeditación. ¿Cómo fui capaz de fiarme de
ella? ¿Cómo no descubrí bajo la apariencia de su amena jovialidad y
ligereza, la perfidia y doblez de su corazón? Fui tan necia que su
gracia me cautivó; la complacencia con que me servía en todo acabó de
seducirme, y me entregué en cuerpo y alma a ella. Recuerdo cuando las
tres salíamos juntas de palacio en aquella breve temporada que pasamos
en Madrid hace cinco años. Pues después he sabido que una de aquellas
noches, avisó a cierta persona el punto a donde íbamos, para que me
viera, y me vio... Nosotros no advertimos nada; no conocimos que Lesbia
nos vendía; y hasta mucho después no descubrí su falsedad por una
singular coincidencia.

--Ese estúpido y presuntuoso Mañara --dijo mi ama--, le ha trastornado
el juicio.

--¡Ah! ¿no sabes que en el cuerpo de guardia se ha jactado ese
miserable de que ha sido amado por mí, añadiendo que me despreció?
¿Has visto? ¡Si yo jamás he pensado en semejante hombre, ni creo
haber siquiera reparado en él! ¡Ay, Amaranta! Tú eres joven aún; tú
estás en el apogeo de la hermosura; sírvate de lección. Cada falta que
se comete, se paga después con la vergüenza de las cien mil que no
hemos cometido y que nos imputan. Y ni aun en la conciencia tenemos
fuerzas para protestar contra tantas calumnias, porque una sola verdad
entre mil calumnias nos confunde, mayormente si nos vemos acusadas por
nuestros propios hijos.

Al decir esto me pareció que lloraba. Después de una breve pausa,
Amaranta continuó así la conversación:

--Ese necio Mañara, que no sabe hablar más que de toros, de caballos
y de su nobleza, ha tenido el honor de cautivar a Lesbia; tal para
cual... Él es quien la ha inducido a andar en tratos con los del
Príncipe, y entre los dos se han encargado de la trasmisión de la
correspondencia.

--¿Pero no me dijiste --preguntó vivamente la desconocida-- que Lesbia
estaba en relaciones con Isidoro?

--Sí --contestó mi ama--; pero este amor, que ha durado poco tiempo, ha
sido un interregno durante el cual Mañara no bajó del trono. Lesbia amó
a Isidoro por vanidad, por coquetería, y continúa en relaciones con él.
Isidoro está locamente enamorado, y ella se complace en avivar su amor,
divirtiéndose con los martirios del pobre cómico.

--¿Y no has pensado que se podría sacar partido de esos dobles amores?

--¡Ya lo creo! Lesbia e Isidoro se ven en casa de la González y en el
teatro.

--Puedes hacer que Mañara los descubra y...

--No, mi plan es mejor aún. ¿Qué importa Mañara? Yo quiero apoderarme
de alguna carta o prenda que Lesbia entregue a cualquiera de sus dos
amantes, para presentarla a su marido, a ese señor que a pesar de su
misantropía, si llegara a saber con certeza las gracias de su mujer,
vendría a poner orden en la casa.

--Indudablemente --dijo la desconocida animándose por grados--. ¿Y qué
vas hacer?

--Según lo que den de sí las circunstancias. Pronto volveremos a
Madrid, porque en casa de la marquesa se prepara una representación de
_Otello_, en que Lesbia hará el papel de Edelmira, Isidoro el suyo, y
los demás corren a cargo de jóvenes aficionados.

--¿Y cuándo es la representación?

--Se ha aplazado porque falta un papel que ninguno quiere desempeñar,
por ser muy desairado; mas creo que pronto se encontrará actor a
propósito, y la función no puede retardarse. El duque ha prometido
dejar sus Estados para asistir a ella. La reunión de todas estas
personas ha de facilitar mucho una combinación ingeniosa, que nos
permita castigar a Lesbia como se merece.

--¡Oh! sí, hazlo por Dios. Su ingratitud es tal, que no merece perdón.
¿Sabes que es ella quien me ha acusado de haber querido asesinar a
Jovellanos?

--Sí: lo sabía.

--¡Ves qué infamia! --añadió la desconocida, indicando en el tono de su
voz la ira que la dominaba--. Verdad es que aborrezco a ese pedante,
que en su fatuidad se permite dar lecciones a quien no las necesita
ni se las ha pedido; pero me parece que su encierro en el castillo
de Bellver es suficiente castigo, y jamás han pasado por mi mente
proyectos criminales, cuya sola idea me horroriza.

--Lesbia se ha dado tan buena maña para propalar lo del envenenamiento,
que todo el mundo lo cree --dijo Amaranta--. ¡Ah, señora, es preciso
castigar duramente a esa mujer!

--Sí, pero no incluyéndola en la causa: eso redundaría en perjuicio
mío. Manuel me lo ha advertido esta tarde con mucho empeño, y es
preciso hacer lo que él dice. Por su parte, Manuel le causa todo el
daño que puede. Desde que supo las infamias que contaba de mí, dejó
cesantes a todos los que habían recibido destino por recomendación
suya. Esta prueba de afecto me ha enternecido.

--No sería malo que Mañara sintiera encima la mano de hierro del
generalísimo.

--¡Oh, sí! Manuel me ha prometido buscar algún medio para que se le
forme causa y sea expulsado del cuerpo, como se hizo con aquellos dos
que nos conocieron cuando fuimos disfrazadas a la verbena de Santiago.
¡Oh! Manuel no se descuida: después que nos reconciliamos por mediación
tuya, su complacencia y finura conmigo no tiene límites. No, no existe
otro que como él comprenda mi carácter, y posea el arte de las buenas
formas aun para negar lo que se le pide. Ahora precisamente estoy en
lucha con él para que me conceda una mitra...

--¿Para mi recomendado el capellán de las monjas de Pinto?

--No: es para un tío de Gregorilla la hermana de leche del
chiquitín[*]. Ya ves: se le ha puesto en la cabeza que su tío ha de ser
obispo, y verdaderamente no hay motivo alguno para que no lo sea.

  [*] D. Francisco de Paula.

--¿Y el Príncipe se opone?

--Sí; dice que el tío de Gregorilla ha sido contrabandista hasta que
se ordenó hace dos años, y que es un ignorante. Tiene razón, y el
candidato no es por su sabiduría ninguna lumbrera de la cristiandad;
pero hija, cuando vemos a otros... y si no ahí tienes a mi primo, el
cardenalito de la Escala[**], que no sabe más latín que nosotras, y si
le examinaran, creo que ni aun para monaguillo le darían el _exequatur_.

  [**] El cardenal infante D. Luis de Borbón, arzobispo de Toledo.

--Pero ese nombramiento lo ha de hacer Caballero --dijo Amaranta--. ¿Se
opone también?

--Caballero, no --contestó riendo la desconocida--; ese ya sabes que
no hace sino lo que queremos, y capaz sería de convertir en regentes
de las Audiencias a los puntilleros de la plaza de toros, si se lo
mandáramos. Es mi buen sujeto que cumple con su deber con la docilidad
del verdadero ministro. El pobrecito se interesa mucho por el bien de
la nación.

--Pues él puede dar la mitra por sí ante sí al tío de Gregorilla.

--No; Manuel se opone, ¡y de qué manera! Pero yo he discurrido un
medio de obligarle a ceder. ¿Sabes cuál? Pues me he valido del tratado
secreto celebrado con Francia, que se ratificará en Fontainebleau
dentro de unos días. Por él se da a Manuel la soberanía de los
Algarbes; pero nosotros no estamos aún decididos a consentir en el
repartimiento de Portugal, y le he dicho: «Si no haces obispo al tío
de Gregorilla, no ratificaremos el tratado y no serás rey de los
Algarbes.» Él se ríe mucho con estas cosas mías; pero al fin... ya
verás cómo consigo lo que deseo.

--Y mucho más cuando estos nombramientos contribuyen a fortificar
nuestro partido. ¿Pero él no conoce que el del Príncipe es cada vez más
fuerte?

--¡Ah! Manuel está muy disgustado --dijo la desconocida con tristeza--;
y lo que es peor, muy acobardado. Afirma que esto no puede concluir en
bien y tiene presentimientos horribles. Estos sucesos le han puesto muy
triste, y dice: «Yo he cometido muchas faltas, y el día de la expiación
se acerca.» ¡Pero qué bueno es! ¿Creerás que disculpa a mi hijo,
diciendo que le han engañado y envilecido los amigos ambiciosos que le
rodean? ¡Ah! mi corazón de madre se desgarra con esto; pero no puedo
atenuar la falta del Príncipe. Mi hijo es un infame.

--¿Y él espera conjurar fácilmente tantos peligros? --preguntó mi ama.

--No lo sé --repuso la desconocida tristemente--. Manuel, como te
he dicho, está muy descorazonado. Aunque cree castigar pronto y muy
ejemplarmente a los conjurados, como hay algo que está por encima de
todo esto, y que...

--Bonaparte sin duda.

--No; Bonaparte creo que estará de nuestro lado, a pesar de que el
Príncipe lo presenta como amigo suyo. Manuel me ha tranquilizado en
este punto. Si Bonaparte se enojase con nosotros, le daríamos veinte o
treinta mil hombres para que los sacase de España, como sacó los de la
Romana. Eso es muy fácil y a nadie perjudica. Lo que nos entristece es
otra cosa, es lo que pasa en España. Según me ha dicho Manuel, todos
aman al Príncipe y le creen un dechado de perfecciones, mientras que a
nosotros, al pobre Carlos y a mí nos aborrecen. Parece mentira: ¿qué
hemos hecho para que así nos odien? Francamente te digo que esto me
tiene afectada, y estoy resuelta a no ir a Madrid en mucho tiempo. Te
juro que aborrezco a Madrid.

--Yo no participo de ese temor --dijo Amaranta--, y espero que
castigados los conspiradores, la mala yerba no volverá a retoñar.

--Manuel trabajará sin descanso: así me lo ha dicho. Pero es preciso
que se evite en todo lo que pueda escandalizar, y sobre todo que
resulte desfavorable. Por eso esta noche en cuanto llegó Manuel, vino
a suplicarme que por conducto tuyo, hiciese arrancar de la causa todo
lo relativo a Lesbia, que es poseedora de documentos terribles, y se
vengaría cruelmente en sus declaraciones. Ya sabes que tiene mucha
imaginación, y sabe inventar enredos con gran arte. Desde que Manuel me
habló hasta que te he visto, no he sosegado un momento. Pero ni él ni
yo, podemos hablar de esto con Caballero: háblale tú y arréglalo con tu
buen juicio y habilidad. ¡Ah! se me olvidaba. Caballero desea el toisón
de oro: ofréceselo sin cuidado; que aunque no es hombre para cargar tal
insignia, no habrá reparo en dársela, si se hace acreedor a ella con su
lealtad. ¿Harás lo que te digo?

--Sí, señora. No habrá nada que temer.

--Entonces me retiro tranquila. Confío en ti ahora como siempre --dijo
la desconocida levantándose.

--Lesbia no será llamada a declarar; pero no nos faltará ocasión de
tratarla como merece.

--Pues adiós, querida Amaranta --añadió la dama besando a mi ama--.
Gracias a ti, esta noche puedo dormir tranquila, y entre tantas penas,
no es poco consuelo contar con una fiel amiga que hace todo lo posible
por disminuirlas.

--Adiós.

--Es muy tarde... ¡Dios mío, qué tarde!

Diciendo esto se encaminaron juntas a la puerta, y abierta esta
aparecieron otras dos damas, con las cuales se retiró la desconocida,
después de besar segunda vez a mi ama. Cuando esta se quedó sola se
dirigió a la habitación en que yo estaba. Mi primera intención fue
retirarme del escondite y huir; pero reflexionándolo brevemente, creí
que debía esperarla. Cuando ella entró y me vio, su sorpresa fue
extraordinaria.

--¡Cómo, Gabriel, tú aquí! --exclamó.

--Sí, señora --respondí serenamente--. He empezado a desempeñar las
funciones que usía me ha encargado.

--¡Cómo! --dijo con ira--. ¿Has tenido el atrevimiento de...? ¿Has oído?

--Señora --respondí--, usía tiene razón: poseo un oído finísimo. ¿No me
mandaba usía que observara y atendiera...?

--Sí --dijo más colérica--. Pero no a esto... ¿entiendes bien? Veo que
eres demasiado listo, y el exceso de celo puede costarte caro.

--Señora --repuse con mucha ingenuidad--, quería empezar a instruirme
cuanto antes.

--Bien --repuso procurando tranquilizarse--. Retírate. Pero te
advierto que si sé recompensar a los que me sirven bien, tengo medios
para castigar a los desleales y traidores. No te digo más. Si eres
imprudente, te acordarás de mí toda tu vida. Vete.



XIX


Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor,
y su primera idea fue salir del Escorial lo más pronto que le fuera
posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito fuese
a pasear a los claustros del monasterio, y allí discurriendo sobre su
situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho revolviendo en ella
mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector.

Los que hayan leído en el primer libro de mi vida el capítulo en que di
cuenta de mi inútil presencia en el combate de Trafalgar, recordarán
que en aquella alta ocasión y cuando la grandeza y majestad de lo que
pasaba ante mis ojos parecían sutilizar las facultades de mi alma, pude
concebir de un modo clarísimo la idea de la patria. Pues bien: en la
ocasión que ahora refiero, y cuando la desastrosa catástrofe de tan
ridículas ilusiones había conmovido hasta lo más profundo mi naturaleza
toda, el espíritu del pobre Gabriel hizo después de tanto abatimiento
una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea
del honor.

¡Qué luz! Recordé lo que me había dicho Amaranta, y comparando sus
conceptos con los míos, sus ideas con lo que yo pensaba, mezcla
de ingenuo engreimiento y de honrada fatuidad, no pude menos de
enorgullecerme de mí mismo. Y al pensar esto no pude menos de decir:
«Yo soy hombre de honor, yo soy hombre que siento en mí una repugnancia
invencible a acometer cualquier acción fea y villana que me deshonre
a mis propios ojos; y además la idea de que pueda ser objeto del
menosprecio de los demás me enardece la sangre y me pone furioso.
Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que
mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante
mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me
desprecio. Grande y consolador debe de ser, si vivo mucho tiempo, estar
siempre contento de lo que haga, y poder decir por las noches mientras
me tapo bien con mis sabanitas para matar el frío: _No he hecho nada
que ofenda a Dios ni a los hombres. Estoy satisfecho de ti, Gabriel._»

Debo advertir que en mis monólogos siempre hablaba conmigo, como si yo
fuera otro.

Lo particular es que mientras pensaba estas cosas, la figura de mi Inés
no se apartaba un momento de mi imaginación y su recuerdo daba vueltas
en torno a mi espíritu, como esas mariposas o pajaritas que se nos
aparecen a veces en días tristes trayendo, según el vulgo cree, alguna
buena noticia.

Tal era la situación de mi espíritu, cuando acertó a pasar cerca de mí
el caballero don Juan de Mañara, vestido de uniforme. Detúvose y me
llamó con empeño, demostrando que mi presencia era para él nada menos
que un buen hallazgo. No era aquella la primera vez que solicitaba de
mí un pequeño favor.

--Gabriel --me dijo en tono bastante confidencial y sacando de su
bolsillo una moneda de oro--, esto es para ti, si me haces el favor que
voy a pedirte.

--Señor --contesté--, con tal que sea cosa que no perjudique a mi
honor...

--Pero, pedazo de zarramplín, ¿acaso tú tienes honor?

--Pues sí que lo tengo, señor oficial --contesté muy enfadado--; y
deseo encontrar ocasión de darle a usted mil pruebas de ello.

--Ahora te lo proporciono, porque nada más honroso que servir a un
caballero y a una señora.

--Dígame usted lo que tengo que hacer --dije, deseando ardientemente
que la posesión del doblón que brillaba ante mis ojos fuera compatible
con la dignidad de un hombre como yo.

--Nada más que lo siguiente --respondió el hermoso galán, sacando una
carta del bolsillo--: llevar este billete a la señorita Lesbia.

--No tengo inconveniente --dije, reflexionando que en mi calidad de
criado, no podía deshonrarme llevando una carta amorosa--. Deme usted
la esquelita.

--Pero ten en cuenta --añadió entregándomela-- que si no desempeñas
bien la comisión, o este papel va a otras manos, tendrás memoria de mí
mientras vivas, si es que te queda vida después que todos tus huesos
pasen por mis manos.

Al decir esto el guardia, demostraba, apretándome fuertemente el
brazo, firme intención de hacer lo que decía. Yo le prometí cumplir su
encargo como me lo mandaba, y tratando de esto llegamos al gran patio
de Palacio, donde me sorprendió ver bastante gente reunida, descollando
entre todos algunas aves de mal agüero, tales como ministriles y demás
gente de la curia. Yo advertí, que al verles mi acompañante se inmutó
mucho, quedándose pálido, y hasta me parece que le oí pronunciar algún
juramento contra los pajarracos negros que tan de improviso se habían
presentado a nuestra vista. Pero yo no necesitaba reflexionar mucho
para comprender que aquella siniestra turbamulta nada tenía que ver
conmigo, así es que dejando al militar en la puerta del cuerpo de
guardia, y una vez trasladadas carta y moneda a mi bolsillo, subí en
cuatro zancajos la escalera chica, corriendo derecho a la cámara de la
señora Lesbia.

No tardé en hacerme presentar a su señoría. Estaba de pie en medio de
la sala, y con entonación dramática leía en un cuadernillo aquellos
versos célebres:

                  ... todo me mata,
    todo va reuniéndose en mi daño!
    --Y todo te confunde, desdichada.

Estaba estudiando su papel. Cuando me vio entrar cesó en su lectura, y
tuve el gusto de entregarle en persona el billete, pensando para mí:
«¿Quién dirá que con esa cara tan linda eres una de las mejores piezas
que han hecho enredos en el mundo?»

Mientras leía, observé el ligero rubor y la sonrisa que hermoseaban su
agraciado rostro. Después que hubo concluido, me dijo un poco alarmada:

--¿Pero tú no sirves a Amaranta?

--No, señora --respondí--. Desde anoche he dejado su servicio, y ahora
mismo me voy para Madrid.

--¡Ah! Entonces, bien --dijo tranquilizándose.

Yo en tanto no cesaba de pensar en el placer que habría experimentado
Amaranta si yo hubiera cometido la infamia de llevarle aquella carta.
¡Qué pronto se me había presentado la ocasión de portarme como un
servidor honrado, aunque humilde! Lesbia, encontrando ocasión de
zaherir a su amiga, dijo:

--Amaranta es muy rigurosa y cruel con sus criados.

--¡Oh, no señora! --exclamé yo, gozoso de encontrar otra coyuntura de
portarme caballerosamente, rechazando la ofensa hecha a quien me daba
el pan--. La señora condesa me trata muy bien; pero yo no quiero servir
más en Palacio.

--¿De modo que has dejado a Amaranta?

--Completamente. Me marcharé a Madrid antes del medio día.

--¿Y no querrías tú entrar en mi servidumbre?

--Estoy decidido a aprender un oficio.

--De modo que hoy estás libre, no dependes de nadie, ni siquiera
volverás a ver a tu antigua ama.

--Ya me he despedido de su señoría y no pienso volver allá.

No era verdad lo primero, pero sí lo segundo.

Después, como yo hiciera una profunda reverencia para despedirme, me
contuvo diciendo:

--Aguarda: tengo que contestar a la carta que has traído, y puesto
que estás hoy sin ocupación y no tienes quien te detenga, llevarás la
respuesta.

Esto me infundió la grata esperanza de que mi capital engrosara con
otro doblón, y aguardé mirando las pinturas del techo y los dibujos
de los tapices. Cuando Lesbia hubo concluido su epístola, la selló
cuidadosamente y la puso en mis manos, ordenándome que la llevase
sin perder un instante. Así lo hice; pero ¡cuál no sería mi sorpresa
cuando al llegar al cuerpo de guardia me encontré con la inesperada
novedad de que sacaban preso a mi señor el guardia, llevándole
bonitamente entre dos soldados de los suyos! Yo temblé como un
azogado, creyendo que también iban a echarme mano, pues sabía que no
bastaba ser insignificante para librarse de los ministriles, quienes
deseando mostrar su celo en la causa del Escorial, comprendían en los
voluminosos autos el mayor número posible de personas.

Cometí la indiscreción de entrar en el cuerpo de guardia para
curiosear, lo cual hizo que un hombre allí presente, temerosa
estantigua con nariz de gancho, espejuelos verdes y larguísimos dientes
del mismo color, dirigiese hacia mi rostro aquellas partes del suyo,
observándome con mucha atención y diciendo con la voz más desagradable
y bronca que en mi vida oí:

--Este es el muchacho a quien el preso entregó una carta poco antes de
caer en poder de la justicia.

Un sudor frío corrió por mi cuerpo al oír tales palabras, y volví
la espalda con disimulo para marcharme a toda prisa; pero ¡ay! no
había andado dos pasos cuando sentí que se clavaban en mi hombro unas
como garras de gavilán, pues no otro nombre merecían las afiladas y
durísimas uñas del hombre de los espejuelos verdes en cuyo poder había
caído. La impresión que experimenté fue tan terrorífica, que nunca
pienso olvidarla, pues al encarar con su feísima estampa, los vidrios
redondos de sus gafas que remedaban la pupila cuajada, penetrante y
estupefacta del gato, me turbaron hasta lo sumo, y al mismo tiempo sus
dientes verdes, afilados sin duda por la voracidad, parecían ansiosos
de roerme.

--No vaya usted tan de prisa, caballerito --dijo--, que tal vez haga
aquí más falta que en otra parte.

--¿En qué puedo servir a usía? --pregunté melifluamente, comprendiendo
que no valdría mostrarme altanero con semejante lobo.

--Eso lo veremos --contestó con un gruñido que me obligó a encomendarme
a Dios.

Mientras aquel cernícalo, con la formidable zarpa clavada en mi
cuello, me llevaba a una pieza inmediata, yo evoqué mis facultades
intelectuales para ver si con el esfuerzo combinado de todas ellas,
encontraba medio de salir de tan apurado trance. En un instante de
reflexión, hice el siguiente rapidísimo cálculo: «Gabriel: este
instante es supremo. Nada conseguirás defendiéndote con la fuerza. Si
intentas escaparte, estás perdido. De modo que si por medio de algún
rasgo de astucia no te libras de las uñas de este pícaro, que te
enterrará vivo bajo una losa de papel sellado, ya puedes hacer acto de
contrición. Al mismo tiempo llevas sobre ti la honra de una dama que
sabe Dios lo que habrá escrito en esa endiablada carta. Conque ánimo,
muchacho, serenidad y a ver por dónde se sale.»

Afortunadamente, Dios iluminó mi entendimiento en el instante en que
el curial se sentó en un desnudo banquillo, poniéndome delante para
que respondiera a sus preguntas. Recordé haber visto al feroz leguleyo
en el cuarto de Amaranta, a quien gustaba de ofrecer servilmente sus
respetos, y esto con la idea de que mi antigua ama era desafecta a las
personas a quienes se formaba la causa, me dio la norma del plan que
debía seguir para librarme de aquel vestiglo.

--Conque tú andas llevando y trayendo cartitas, picaronazo --dijo
en la plenitud de su curial sevicia, gozándose de antemano con la
contemplación imaginaria de las resmas de papel sellado en que había
de emparedarme--. Ahora veremos para quiénes son esas cartas, y si te
ocupas en comunicar a los conjurados con los presos, para que burlen la
acción de la justicia.

--Señor licenciado --contesté yo recobrando un poco la serenidad--,
usted no me conoce, y sin duda me confunde con esos picarones que
se ocupan en traer y llevar papelitos a los que están presos en el
Noviciado.

--¿Cómo? --exclamó con júbilo--. ¿Estás seguro de que eso pasa?

--Sí, señor --respondí envalentonándome cada vez más--. Vaya usía ahora
mismo con disimulo al patio de los convalecientes, y verá que desde el
piso tercero del monasterio echan cartas a la buhardilla, valiéndose de
unas larguísimas cañas.

--¿Qué me dices?

--Lo que usía oye: y si quiere verlo con sus propios ojos vaya ahora
mismo: que esta es la hora que escogen los malvados para su intento,
por ser la de la siesta. Ya me podría usía recompensar por la noticia,
pues le doy este aviso, para que pueda prestar un gran servicio a
nuestro querido Rey.

--Pero tú recibiste una carta del joven alférez, y si no me la das ante
todo, ya te ajustaré las cuentas.

--¿Pero el señor licenciado no sabe --contesté-- que soy paje de la
excelentísima señora condesa Amaranta, a quien sirvo hace algún
tiempo? ¡Y que no me tiene poco cariño mi ama en gracia de Dios! Mil
veces ha dicho que ya puede tentarse la ropa el que me tocase tan
siquiera el pelo de la misma.

El leguleyo parecía recordar, y como era cierto que me había visto
repetidas veces en compañía de mi ama, advertí que su endemoniado
rostro se apaciguaba poco a poco.

--Bien sabe el señor licenciado --continué-- que la señora condesa me
protege, y habiendo conocido que yo sirvo para algo más que para este
bajo oficio, se propone instruirme y hacer de mí un hombre de provecho.
Ya he empezado a estudiar con el padre Antolínez, y después entraré
en la casa de pajes, porque ahora hemos descubierto, que yo aunque
pobre soy noble y desciendo en línea recta de unos al modo de duques o
marqueses de las islas Chafarinas.

El leguleyo parecía muy preocupado con estas razones, que yo pronuncié
con mucho desparpajo.

--Y ahora --proseguí--, iba al cuarto de mi ama, que me está esperando,
y en cuanto sepa que el señor licenciado me ha detenido se pondrá
furiosa: porque ha de saber el señor licenciado que mi ama me manda
recorrer estos patios y galerías para oír lo que dicen los partidarios
de los presos, y ella lo va apuntando en un libro que tiene no menos
grande que ese banco. Ella va a descubrir muchas cosas malas de esa
gente y está muy contenta con mi ayuda, pues dice que sin mí no sabría
la mitad de lo que sabe. Por ejemplo, lo de las cañas apuesto a que
nadie lo sabe más que yo, y agradézcame el señor licenciado que se lo
haya dicho antes que a ninguno.

--Cierto es --dijo el ministril-- que la señora condesa te protege,
pues ahora caigo en la cuenta de que algunas veces se lo he oído decir;
pero no me explico que tu ama se cartee con el alférez.

--También a mí me llamó la atención --repuse--, porque mi ama decía
que ese señor era de los que primero debían ser puestos a la sombra;
pero vea el señor licenciado. La carta que recibí era para mi ama, y le
decía que viéndose próximo a caer en poder de la justicia, solicitaba
protección de la señora condesa para librarse de aquella.

--¡Ah, Sr. Mañara, tunante, trapisondista! --exclamó el representante
de la justicia humana--. Quería escaparse de nuestras uñas, poniéndose
al amparo de una persona que está demostrando el mayor celo en favor de
la causa del Rey.

--Pero no le valieron sus malas mañas, señor licenciadito de mi alma
--añadí entusiasmándome--, porque mi ama rompió la carta con desdén, y
me mandó contestarle de palabra que nada podía hacer por él.

--¿Y a eso venías?

--Precisamente. Ya sabía yo que no lograba nada el señor alférez, y me
alegro, me alegro. Porque yo digo: esos picarones ¿no querían quitarle
al Rey su corona, y a la Reina la vida? Pues que las paguen todas
juntas, que bien merecido tienen el cadalso; y como se descuiden, el
Príncipe de la Paz no se andará por las ramas.

--Bien --dijo algo más benévolo para conmigo, pero sin que se
extinguiera su recelo--. Iremos juntos a ver a tu ama, y ella
confirmará lo que has dicho.

--Ahora se fue al cuarto del Príncipe de la Paz, a quien piensa
recomendarme para que entre en la casa de Pajes. Y como el señor
licenciado se descuide, no podrá ver a los que echan la caña por los
balcones del piso tercero del monasterio. Vaya usía a enterarse de
esto, y luego puede pasar al cuarto de mi ama donde le espero. Ella
estará prevenida y recibirá a usía con mucho agasajo, porque le aprecia
y estima mucho.

--¿Sí? ¿Le has oído hablar de mí alguna vez? --preguntó vivamente.

--¿Alguna vez? Diga el señor licenciado mil veces. La otra noche estuvo
hablando de usía más de dos horas con el Príncipe de la Paz y con el
marqués Caballero.

--¿De veras? --preguntó plegando su arrugada boca con una sonrisa
indefinible y dejando ver en todo su vasto desarrollo el mapa de su
verde dentadura--. ¿Y qué decía?

--Que al señor licenciado se deben todas las averiguaciones que se han
hecho en la causa, y otras cosas que no digo por no ofender la modestia
de usía.

--Dilas picarón, y no seas corto de genio.

--Pues hizo grandes elogios de usía, ponderando su talento, su
mucho saber, y su disposición para sacar leyes aunque fuera de un
canto rodado. Después añadió que si no le hacían al señor licenciado
consejero de Indias o de la sala de alcaldes de Casa y Corte, no
tendrían perdón de Dios.

--¿Eso dijo? Veo que eres un chico formal y discreto. Di a la señora
condesa que dentro de un momento pasaré a visitarla, para consultar con
ella gravísimas cuestiones. Ella sabrá cuánto la aprecio y estimo. Con
respecto a ti, al principio pensé que la carta entregada por el alférez
era para la duquesa Lesbia.

--¡Quiá! No voy yo al cuarto de esa señora, porque mi ama y ella están
reñidas.

--Y como hoy --continuó-- se procederá también a prender a esa señora,
que resulta complicada en el proceso lo mismo que su esposo el señor
duque...

--¡También prenden a la señora Lesbia! --exclamé asombrado.

--También; ya habrán subido mis compañeros a notificárselo. Conque,
joven, sube al cuarto de tu ama, y adviértele mi próxima visita.

No esperé más para separarme de hombre tan fiero, y bendiciendo
fervorosamente a Dios, salí del cuerpo de guardia, muy satisfecho de
la estratagema empleada. Mi primera intención fue correr al cuarto de
Lesbia, no solo para devolverle la carta, sino para prevenirla acerca
del gran riesgo que su libertad corría; mas cuando subí, noté que la
justicia había invadido su vivienda. Era preciso huir de Palacio, donde
corría gran peligro de caer en poder del atroz licenciado, en cuanto
este, conferenciando con mi ama, descubriese mis estupendas mentiras.
Pies, ¿para qué os quiero? dije, y al punto subí precipitadamente a
mi caramanchón, cogí y empaqueté de cualquier modo mi ropa, y sin
despedirme de nadie salí del Palacio y del monasterio, resuelto a no
detenerme hasta Madrid.

A pesar de mi zozobra, no quise partir sin provisiones, y habiéndome
surtido en la plaza del pueblo de lo más necesario, eché a andar,
volviendo a cada rato la vista, porque me parecía que el licenciado
caminaba detrás de mí. Hasta que no desapareció de mi vista la cúpula
y las torres del terrible monasterio no recobré la tranquilidad, y
después de dos horas de precipitada marcha, me aparté del camino, y
restauré mis fuerzas con pan, queso y uvas, seguro ya de que por el
momento las durísimas uñas del representante de la justicia no se
clavarían en mis hombros.

En aquel rato de descanso y esparcimiento me reí a mis anchas,
recordando las mentiras que había empleado para salvarme; pero no me
remordía la conciencia por haberlas desembuchado con tanta largueza,
puesto que aquellos embustes, con los cuales no perjudicaba a la honra
de nadie, eran la única arma que me defendía contra una persecución
tan bárbara como injusta. Los trances difíciles aguzan el ingenio, y
en cuanto a mí, puedo decir que antes de encontrarme en el que he
referido, jamás hubiera sido capaz de inventar tales desatinos. Bien
dicen que las circunstancias hacen al hombre tonto o discreto, aguzando
el más rústico entendimiento, u oscureciendo el que se precia de más
claro.

Más allá de Torrelodones encontré unos arrieros que por poco dinero
me dejaron montar en sus caballerías, y de este modo llegué a Madrid
cómodamente, ya muy avanzada la noche.



XX


Como era tarde, creí que no debía ir a casa de Inés hasta la mañana
siguiente, y entré en la de la González, que aún estaba levantada, y
como sin intención de recogerse todavía. Quedose muy asombrada al verme
entrar, y faltole tiempo para preguntarme lo que me había pasado, y si
había ocurrido alguna novedad a la señorita Amaranta. También quiso
saber lo de la famosa conjuración, asunto que según dijo, ocupaba la
atención de Madrid entero, y satisfecha su curiosidad en este y otros
puntos, me aseguró haber recibido una carta de Lesbia, en que le
anunciaba su viaje a la corte dentro de algunos días para acabar de
perfeccionarse en el papel de Edelmira.

Aunque el cansancio me rendía, y más deseaba acostarme que hablar,
le conté lo de la carta y también el triste caso de la prisión de
la duquesa. Pepita, muy alterada con estas noticias, me rogó que le
entregase la carta, a lo cual me negué, jurando que la guardaría hasta
que pudiera dársela en propia mano a la misma persona de quien la
recibí. Ella pareció conformarse con mi negativa, y no hablamos más
del asunto. Después le dije que resuelto a aprender un oficio había
abandonado a Amaranta para regresar a la corte y me fui a acostar,
deseando que llegase pronto la mañana por ver a Inés. Excuso decir
que dormí como un talego; levanteme al día siguiente muy a prisa y mi
primera impresión fue una gran pesadumbre. Les contaré a ustedes: al
vestirme busqué en mis ropas la carta de Lesbia, y la carta no parecía.
No quedó en mis bolsillos, ni en mi breve equipaje escondrijo que no
fuese revuelto; pero no encontré nada. Muy afanado estaba, temiendo
que la carta hubiese caído en manos indiscretas, cuando le conté a mi
ama lo que me pasaba, preguntándole si había encontrado por el suelo
la malhadada epístola. Entonces la pícara, lanzando una carcajada de
alegría, me contestó con la mayor desvergüenza:

--No la he encontrado, Gabrielillo, sino que anoche, luego que te
dormiste, entré en tu cuarto de puntillas, y saqué la carta del
bolsillo de tu chaqueta. Aquí la tengo, la he leído, y no la soltaré
por nada.

Aquello me indignó sobremanera. Pedile la carta, diciéndole que mi
honor me exigía devolverla a su dueña, sin que nadie la leyera; mas
ella me repuso que yo no tenía honor que conservar, y que en cuanto a
la carta, no la devolvería, aunque le diesen tantos azotes como letras
estaban escritas en ella. Acto continuo me la leyó, y decía así, si mal
no recuerdo:

  «Amado Juan: te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho;
  pero si quieres que crea en tu arrepentimiento, pruébamelo, viniendo
  a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus
  infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni
  puedo amar a Isidoro, ese salvaje, presumido comiquillo, a quien solo
  he hablado alguna vez con objeto de divertirme con su necia pasión.
  No faltes, si no quieres enfadar a tu --_Lesbia_.--P. D. No temas que
  te prendan. Primero prenderán al Rey.»

Leída la carta, la González se la guardó en el pecho, diciendo entre
risas y chistes, que ni por diez mil duros la devolvería. Todas mis
súplicas fueron inútiles, y al fin cansado de desgañitarme, salí de la
casa, muy apesadumbrado con aquel incidente; mas esperando desvanecer
mi mal humor con la vista de la infeliz Inés. Dirigime allá muy
conmovido, y al entrar por la calle, mirando a los balcones de su casa,
decía: «¡Cuán lejos estará ella de que yo acabo de doblar la esquina y
estoy en la calle! Estará sentada detrás de la cortinilla, y aunque no
tendría más que asomarse un poco para verme, no me verá hasta que no
entre en la casa.»

Llegué por fin, y desde que se me abrió la puerta comprendí que algo
grave pasaba allí; porque Inés no corrió a mi encuentro a pesar de las
fuertes voces que di al poner el pie dentro de la casa. Quien primero
me recibió fue el padre Celestino, con rostro tan demasiadamente
compungido, que no podía atribuirse su escualidez a la sola causa del
hambre.

--Hijo mío, en mal hora vienes --me dijo--. Aquí tenemos una gran
desgracia. Mi hermana, la pobre Juana, se nos muere.

--¿Pero Inés?

--Buena: pero figúrate cómo estará la pobrecita con el ajetreo de estos
días. No se separa del lado de su madre, y si esto siguiera mucho
tiempo, creo que también se llevaría Dios al pobre angelito de mi
sobrina.

--Bien le decíamos a la señora doña Juana que no trabajase tanto.

--¿Y qué quieres, hijo mío? --respondió--. Ella mantenía la casa,
porque ya ves, todavía no me han dado el curato, ni la capellanía, ni
la coadjutoría, ni la ración, ni la beca, ni la congrua que me han
prometido, aunque tengo la seguridad de que a más tardar la semana que
entra se cumplirán mis deseos. Además, mi poema latino no hay librero
que lo quiera imprimir, aunque le den dinero encima, y aquí tienes la
situación. No sé qué va a ser de nosotros si mi hermana se muere.

Al decir esto, las quijadas del pobre viejo se descoyuntaron en un
bostezo descomunal que me probó la magnitud de su hambre. Semejante
espectáculo me oprimía el corazón; pero afortunadamente yo tenía
algún dinero de mis ahorros, y además el doblón de Mañara, lo cual me
permitía hacer una hombrada. Echándome la mano al bolsillo, dije:

--Señor cura, en celebración de la congrua que ha de recibir su
paternidad la semana que entra, le convido a chuletas.

--No tengo gana --respondió haciendo alarde de aquella gentil
delicadeza que le caracterizaba--, y además, no quiero que gastes tus
ahorros; pero si quieres tú comerlas, que las traigan y aquí te las
aderezaremos.

Al instante mandé a una vecina por la carne, y mientras venía, no
pudiendo contener mi impaciencia, me interné en busca de Inés. Hallela
en la habitación principal, no lejos de la cama de su madre, que dormía
profundamente.

--Inesilla, Inesilla de mi corazón --dije corriendo a ella y dándole
media docena de abrazos.

Por única respuesta Inés me señaló a la enferma, indicándome que no
hiciera ruido.

--Tu madre se pondrá buena --le contesté en voz baja--. ¡Ay, Inesilla,
cuánto deseaba verte! Vengo a confesarte que soy un bruto, y que tú
tienes más talento que el mismo Salomón.

Inés me miró sonriendo con serena tranquilidad, como si de antemano
hubiera sabido que yo vendría a hacer tales confesiones. Mi discreta
y pobre amiga estaba muy pálida por los insomnios y el trabajo; pero
¡cuánto más hermosa me pareció que la terrible Amaranta! Todo había
cambiado, y el equilibrio de mis facultades estaba restablecido.

--Mira, Inesilla --dije besándola las manos--, acertaste en todas
tus profecías. Estoy arrepentido de mi gran necedad, y he tenido la
suerte de encontrar pronto el desengaño. Bien dicen que los jóvenes nos
dejamos alucinar por sueños y fantasmas. Pero ¡ay! no todos tienen un
buen ángel como tú que les enseñe lo que han de hacer.

--¿De modo que ya no le tendremos a usía de capitán general, ni de
virrey? --me dijo burlándose de mis locuras.

--No, niñita; no estoy ya por los palacios ni por los uniformes. Si
vieras tú qué feas son ciertas cosas cuando se las ve de cerca. El que
quiere medrar en los palacios tiene que cometer mil bajezas contrarias
al honor, porque yo tengo también mi honor, sí señora... Nada, nada;
dejémonos de virreinatos y de bambollas. He sido un alma de cántaro;
pero bien dice el señor cura, tu tío, que la experiencia es una llama
que no alumbra sino quemando. Yo me he quemado vivo; pero ¡ay! hija,
¡si vieras cuánto he aprendido! Ya te contaré.

--¿Y ya no vuelves allá?

--No, señora; aquí me quedo, porque tengo un proyecto...

--¿Otro proyecto?

--Sí; pero este te ha de gustar, picarona. Voy a aprender un oficio. A
ver cuál te parece mejor. ¿Platero, ebanista, comerciante? Lo que tú
quieras. Todo menos el de criado.

--Eso no está mal discurrido.

--Pero detrás de este proyecto está otro mejor --dije gozando de un
modo indecible con aquel diálogo--. Sí, hijita; tengo el proyecto de
casarme con usted.

La enferma hizo un movimiento, y entonces Inés, atendiendo a su madre,
no pudo dar contestación a mis vehementes palabras.

--Yo tengo diez y seis años --continué--, tú quince; de modo que no hay
más que hablar. Aprenderé un oficio, en el cual pienso ganar pronto
muchísimo dinero, que tú irás guardando para nuestra boda. Verás, verás
qué bien vamos a estar. ¿Quieres, sí o no?

--Gabriel --repuso en voz muy baja--, ahora somos muy pobres. Si me
quedo huérfana lo seremos mucho más. A mi tío no le darán nunca lo
que está esperando hace catorce años. ¿Qué va a ser de nosotros? Tú
no ganarás nada hasta que no pase algún tiempo: no pienses, pues, en
locuras.

--Pero, tonta, dentro de cuatro años habré yo ganado más de lo que
peso. Entonces, para entonces... Mientras tanto, ya nos arreglaremos.
Para algo te ha dado Dios ese talento de doctora de la Iglesia que
tienes. Ahora conozco que sin ti no valgo nada, ni sirvo para nada.

--Eso después que te reías de mí, cuando te decía: «Gabriel, vas por
mal camino.»

--Tenías razón, cordera. ¡Si vieras qué raro es el hombre por dentro,
y cómo se equivoca, y cómo ignora hasta lo mismo que le pasa! Cuando
salí de aquí creí que no te quería, y como aquella señora me tenía
deslumbrado, apenas me acordaba de ti. Pero no: te quería y te quiero
más que a mi vida, solo que a veces parece que se le ponen a uno
telarañas en los ojos que tenemos por dentro, y no vemos lo mismo que
nos pasa en... pues... por dentro. Y al mismo tiempo, queridita, tu
carita se me venía a la memoria, cuando, decidido a no ceder a los
caprichos de aquella dama endemoniada, pensaba que el hombre debe
buscarse una fortuna por medios honrosos.

La enferma llamó a su hija, y nuestro dulce coloquio quedó
interrumpido. Pero tras el placer que había experimentado,
conferenciando con Inés, Dios me deparó el no menos grato de ver comer
las chuletas al padre Celestino, quien a pesar de la gran necesidad
que padecía, no las cató sin hacer mil remilgos, para poner a salvo su
dignidad y pundonor.

--He almorzado hace un rato, Gabriel --dijo--; pero si te empeñas...

Mientras comía recayó la conversación sobre los asuntos del Escorial, y
él, que no ocultaba su afición a Godoy, se expresó de este modo:

--Harán bien en extirpar de raíz la conjuración. Pues no es mala la que
tenían armada contra nuestros queridos Reyes y ese dignísimo Príncipe
de la Paz, mi paisano y amigo, protector de los menesterosos.

--Pues la opinión general aquí, como en el Real Sitio --le contesté--,
es favorable al Príncipe Fernando, y todos acusan a Godoy de haber
fraguado esto para desacreditarle.

--¡Pícaros, embusteros, rufianes! --exclamó furioso el clérigo--.
¿Qué saben ellos de eso? Si conocieran, como yo conozco, las intrigas
del partido fernandista... Descuiden que ya le contaré todo al señor
Príncipe de la Paz cuando vaya a darle las gracias por mi curato, lo
cual, según me ha dicho el oficial de la secretaría, no puede pasar
de la semana que entra. ¡Ah! Si tu conocieras al canónigo don Juan
de Escóiquiz, como le conozco yo... Aquí le tienen por un corderito
pascual, y es el bribón más grande que ha vestido sotana en el mundo.
¿Quién sino él se ha opuesto a que me den el curato? Y todo porque en
las oposiciones que hicimos en Zaragoza hace treinta y dos años, sobre
el tema _Utrum helemosinam_... no recuerdo lo demás... le dejé bastante
corrido. Desde entonces me ha tomado grande ojeriza. Cuando estemos
más despacio, Gabrielillo, te contaré las mil infames tretas que ha
empleado el arcediano de Alcaraz, para conquistar la voluntad de su
discípulo. ¡Ah! yo sé cosas muy gordas. Él es el alma de este negocio;
él ha urdido tan indigna trama; él ha estado en tratos con el embajador
de Francia, Mr. de Beauharnais, para entregar a Napoleón la mitad de
España, con tal que ponga en el Trono al Príncipe heredero, sí señor.

--Pues oiga usted a todo el mundo --respondí--, y verá cómo al Sr.
Escóiquiz le ponen por esas nubes, mientras dicen mil picardías del
primer Ministro.

--Envidia, chico, envidia. Es que todos le piden colocaciones, destinos
y prebendas, y como no los puede dar sino a las personas decentes como
yo, de aquí que la mayoría se queja, murmura, y ya ves. ¿Y podrán
negar que se le den multitud de cosas buenas, como la protección
a la enseñanza, la creación del seminario de caballeros pajes, el
fomento de la botánica, las escuelas de agricultura, los jardines de
aclimatación, la prohibición de enterrar en los templos, y otras muchas
reformas útiles, que aunque criticadas por los ignorantes, ello es que
son laudables y así ha de reconocerlo la posteridad? Cuando estemos
despacio te contaré otras cosas que te harán variar de opinión, y si
no, el tiempo. Yo bien sé que me arrastrarán los madrileños si salgo
por ahí diciendo estas cosas; pero amigo... _super omnia veritas_.

--Pues hablando de otra cosa --le dije--, aquí donde usted me ve, puede
que le haya conseguido un servidor el destinillo que pretendía.

--¿Tú? ¿Qué puedes tú? Godoy quiere servirme: sí, él lo hará sin
necesidad de recomendaciones. Y a fe, hijo mío, que si no me colocan
pronto, y se muere Juana, lo vamos a pasar mal; pero muy mal.

--Pero doña Juana tiene parientes ricos.

--Sí, Mauro Requejo y su hermana Restituta, comerciantes de telas en la
calle de la Sal. Ya sabes que son avaros de aquellos de hártate comilón
con pasa y media. Jamás han hecho nada por sus parientes. La pobre Inés
no tiene que agradecerles ni un pañuelo.

--¡Qué miserables!

--Además, cuando yo me establecí en Madrid, hace catorce años, conocí
a ese Requejo. Juana estaba ya viuda, Inés era tamañita así, y tan
lindilla y tan amable como ahora. Pues bien: el primo de Juana, a quien
yo insté en cierta ocasión para que favoreciera a esta familia, me
dijo: «No puedo hacer nada por ellas, porque Juana ha renegado de sus
parientes; en cuanto a Inesilla estoy casi seguro de que no es de mi
sangre. Me han dicho que es una inclusera, a quien Juana ha recogido
haciéndola pasar por hija suya.» Pretexto, nada más que pretexto, para
disculpar su avaricia. No me fue posible convencer a aquel bárbaro, y
desde entonces no le he vuelto a ver.

--¿De modo que no hay que contar con esa gente?

--Como si no existieran.

Estas palabras me llevaron a reflexionar sobre la suerte de aquella
infeliz familia. Hubiera deseado tener los tesoros de Creso para
ponérselos a Inés en el cestillo de la costura. Como nunca, sentí
entonces imperiosa y viva la primera necesidad del hombre honrado, que
está resuelto a no vender su conciencia. No tenía dinero... ¿Cómo
adquirirlo?

Fui otra vez al lado de Inés, a quien no podía menos de mostrar a cada
instante mi afecto vehemente; y después que conferenciamos otro poco
salí de casa, pensando en el ardid que emplearía para que el padre
Celestino recibiese, sin menoscabo en su dignidad, el doblón que me
dio Mañara, y diciendo entre mí a cada paso: «¡Maldito dinero! ¿Dónde
estás?»



XXI


Al entrar en casa de la González, esta acudió presurosa a mi encuentro,
y me causó sorpresa el verla muy alegre, con esa alegría inquieta y
febril de los niños, que ríen, cantan, golpean y destrozan cuanto
encuentran al paso. Mi ama me habló lo que después diré, y a cada frase
se interrumpía para cantar alguna tonada o estribillo de los infinitos
que enriquecían su repertorio de sainetes.

--¿Qué pasa para tanta alegría, señora?

--He tenido carta de la señora marquesa --me contestó--, la cual viene
mañana a preparar la función. Yo estoy encargada de dirigir la escena.

      Sal quiere el huevo
    y el demonio del gato
    vertió el salero.

--Buen provecho --dije--. ¿Y qué cuenta de la señora Lesbia?

--Que la pusieron en libertad a la media hora conociendo que nada
resultaba contra ella. También dejaron libre a D. Juan. Pronto les
tendremos aquí, y la función no se retrasará. ¡Qué placer! Yo dirijo la
escena.

      Madre, y qué gusto
    es ver a dos gitanos
    trocar de burros.

--Pues sea enhorabuena.

--Pero hay un inconveniente, Gabriel --prosiguió--. Ya sabes que
ninguno de esos señores quiere hacer el papel de Pésaro por ser muy
desairado. Perico Rincón, mi compañero, dijo que lo haría, si le daban
mil reales; pero cátate que ha caído con una pulmonía, y si la función
es para el 6, no sé cómo nos compondremos. ¿Quieres tú hacer el papel
de Pésaro?

--¡Yo, yo representar! --exclamé con espanto--. No quiero ser cómico.

--Pero representas de aficionado, tontuelo, y el honor de salir a
las tablas en un teatro como el de la marquesa es tal, que muchos
currutacos se desvivirían por obtenerlo. ¡Y yo dirijo la escena!

      En mi casa me dicen
    que soy usía, que soy usía,
    porque amo a un escribiente
    de lotería.

Conque, chico, vas a aprender ese papel; que aunque es superior a tu
edad, con unas barbas postizas, arregladas por mí, y teniendo tú
cuidado de ahuecar la voz, quedarás que ni pintado. Además, no olvides
que la señora marquesa ha ofrecido dos mil reales a todas las partes
de por medio que trabajan en esta representación. Juanica, que hace de
Hermancia, no cobra más que mil.

      La noche de San Pedro
    te puse un ramo
    y amaneció florido
    como mil mayos.

¿Conque aceptas, chiquillo, sí o no?

No pude menos de discurrir que sería muy tonto si renunciaba a poseer
aquellos dineros, que me venían como anillo al dedo para ofrecer a
Inés un auxilio en su tribulación. Sin embargo, me repugnaba el oficio
de cómico, y más aún la idea de verme nuevamente entre personas a
quienes había cobrado cierta repugnancia. Con todo, después de pesar
los inconvenientes y las ventajas, me decidí al fin, y hasta (debo
confesarlo) el pícaro demonio de la vanidad intentó de nuevo asaltar
mi alma poniendo ante los ojos de mi imaginación la honra, el lustro,
el tono que me daría alternando con tanta gente aristocrática en
aquellas magníficas salas cuyas alfombras no era dado pisar a todos los
mortales. Pero lo que principalmente me indujo a aceptar fue el premio
ofrecido, que era para mí una cantidad fabulosa, un sueño de oro.

«La Providencia divina me envía esos dos mil reales que son diez duros,
y otros diez, y otros diez, y otros diez, etc... ¡quiá! si no se
pueden contar. Buen tonto seré si no los cojo.»

Dejé a mi ama, que al retirarme yo cantaba:

      Alons, madamusella,
    asamble reunión
    a tour de la butella
    ferán le rigodón.

Y volví a casa de Inés, a quien participé la riqueza que me aguardaba,
prometiendo regalársela. Pasé allí largas horas entristecido por el
espectáculo que ofrecía la pobre y enferma doña Juana, cada vez más
empeorada. Al salir a la calle, y cuando pasaba junto al gran portal,
vi que de un enorme carro sacaban telones pintados y otros aparatos de
teatro, los cuales trastos venían, según me dijo el portero, de casa de
D. Francisco Goya.

--Dentro de tres o cuatro días --añadió-- es la función. Ya es seguro
que vendrá la señora duquesa a hacer el papel de Edelmira.

Oído esto, me retiré pensando en que tal vez alcanzaría un triunfo
escénico si tenía serenidad suficiente para no asustarme ante público
tan distinguido.

Los ensayos de mi papel empezaron con gran actividad, y el mismo
Isidoro me dio varias lecciones, haciéndome declamar trozo a trozo
los principales y más difíciles pasajes. Entonces pude comprender
mejor que nunca el violento y arrebatado carácter del célebre actor,
pues cuando yo no aprendía un verso tan pronto y tan bien como él
deseaba se enfurecía, llamándome torpe, necio, estúpido, sin omitir
otros calificativos algo más duros y mal sonantes. Ensayando, tuve
muy presente la máxima que corría muy válida entre los cómicos del
Príncipe, y era que, representando con Máiquez, convenía trabajar bien,
aunque no demasiado bien, pues en este caso el gran maestro se enojaba
tanto como en el caso contrario.

A vuelta de dos o tres días de trabajo ya sabía regularmente mi parte,
siendo mi principal empeño declamar bien el parlamento de salida,
cuando el dux de Venecia me dice:

    Insigne amigo del valiente Otelo.

Hubo un ensayo general, a que asistieron todos, menos Lesbia, y
me parece que no lo hice mal. Por mí la representación no debía
retrasarse, y el día 5 ya recitaba del principio al fin mi papel sin
que se me escapara un verso. Según me dijo mi ama, la señora duquesa
había venido del Escorial el 4 por la noche.

--De modo que nada falta ya.

--Nada --me contestó con la bulliciosa jovialidad que la afectaba por
aquellos días--. ¡Y yo dirijo la escena!

      Donde yo campo
    nenguno campa.
      A bailar el bolero
    y asar castañas,
    apuesto a todo el orbe
    con la más guapa.
      Dale que dale,
    suenen las castañetas
    rabie quien rabie.

Llegó por fin el día señalado, y desde por la mañana muy temprano me
puse en ejercicio, corriendo de aquí para allí en busca de mil cosas
que mi antigua ama necesitaba. Los afeites de la calle del Desengaño,
los trajes pintados en la de la Reina, las telas y cintas, cotonías,
muselinetas, pañuelos salpicados de doña Ambrosia de los Linos, todo
se puso en movimiento para dar cumplida satisfacción a los caprichos
de Pepita. Debo advertir que aunque esta no trabajaba más que como
directora de escena en la tragedia _Otello_, cantaba en el intermedio
una graciosa tonadilla; y por fin de fiesta el sainete titulado _La
venganza del Zurdillo_, del buen Cruz, corría también por cuenta de
aquella. Mientras desempeñaba yo por Madrid tantas y tan diferentes
comisiones, iba recitando de memoria los versos de la parte de Pésaro,
y cuando se me trascordaba algún pasaje, sacaba el papel del bolsillo,
y metido en un portal, leía en voz alta, llamando la atención de los
transeúntes.

Durante mi largo paseo por la villa, noté grande agitación. La gente
se detenía formando grupos, donde se hablaba con calor; y en alguno
de estos no faltaba quien leyese un papel, que al punto conocí era la
_Gaceta de Madrid_. En la tienda de doña Ambrosia encontré ¡oh rara
e inexplicable casualidad! a D. Lino Paniagua y a D. Anatolio, el
papelista de enfrente, cuyos personajes no ocultaban su inquietud por
los acontecimientos del día.

--Ya me esperaba yo tan inaudita perfidia --dijo este último--. ¡Cómo
se ve en este decreto la mano alevosa del _choricero_!

--Pero léanos usted de una vez el decreto --dijo doña Ambrosia--,
aunque sin oírle ya sé que el Sr. Godoy nos habrá hecho una nueva
trastada.

--No es más --continuó el papelista-- sino que se han ido a la prisión
del Príncipe, y poniéndole una pistola al pecho, le han obligado a
escribir estas herejías; sí, señores, porque es imposible que un joven
tan caballeroso, tan honrado y de tan buen entendimiento como es el
hijo de nuestros reyes, se rebaje y se humille hasta el extremo de
pedir perdón como un chico de escuela, y de acusar tan villanamente a
los que le han ayudado.

--Pero lea usted, Sr. D. Anatolio.

Entonces D. Anatolio limpió el gaznate, y con tono de pedagogo leyó el
famoso decreto de 5 de noviembre, que dice así:

  «_La voz de la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando
  la inadvertencia reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre
  amoroso..._»

Lo notable de este decreto, en que se anunciaba a la nación el
arrepentimiento del Príncipe conspirador, eran las dos cartas que
él había dirigido a la Reina y al Rey, y que casi puedo trascribir
aquí sin echar mano de la historia, donde están para _in æternum_
consignadas, porque las recuerdo muy bien; tan originales y gráficos
eran el lenguaje y tono en que estaban escritas. Decía así la primera:

  «Papá mío: he delinquido, he faltado a V. M. como Rey y como padre;
  pero me arrepiento y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada
  debía hacer sin noticia de V. M., pero fui sorprendido. He delatado
  a los culpables, y pido a V. M. me perdone por haberle mentido la
  otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo,
  --_Fernando_.»

La segunda era como sigue:

  «Mamá mía: estoy arrepentido del grandísimo delito que he cometido
  contra mis padres y reyes, y así con la mayor humildad le pido a V.
  M. se digne interceder con papá, para que permita ir a besar sus
  reales pies a su reconocido hijo, --_Fernando_.»

En estas cartas aparecía el pobre Príncipe como el más despreciable
de los seres, pues demostrando no tener ni asomo de dignidad en la
desgracia, confesaba que _había mentido_, y después de _delatar a los
culpables_, pedía perdón a sus papás, como un niño de seis años que ha
roto una escudilla. Pero entonces los honrados y crédulos burgueses de
Madrid no comprendían que ocurriera nada malo sin que fuera causado
por el atrevido Príncipe de la Paz, y hasta las malas cosechas, los
pedriscos, los naufragios, la fiebre amarilla y cuantas calamidades
podía enviar el cielo sobre la península, se atribuían al favorito.
Así es que nadie veía en las citadas cartas una manifestación
espontánea del Príncipe, sino antes bien una denigrante confesión
arrancada por sus carceleros, para ponerle en ridículo a los ojos del
país entero. Si esta fue la intención de la corte, produjo efecto muy
contrario al que se proponían, pues conocido el decreto, el público
se puso de parte del prisionero, y abrumó al valido con su ardiente
maledicencia, suponiéndole autor, no solo del decreto, sino de las
cartas.

--¿Necesita esto comentarios? --dijo don Anatolio, dejando la _Gaceta_
sobre el mostrador.

--Pues yo --dijo doña Ambrosia-- quisiera estar oyendo por el agujero
de una llave lo que dice Napoleón de todas estas cosas.

--Eso --indicó con malicioso gesto don Anatolio-- no necesitamos oírlo,
pues bien claro es que ya tiene decidido quitar del trono a los reyes
padres, para ponernos en él a nuestro Príncipe querido. Sí... que no
sabrá hacerlo en menos que canta un gallo el buen señor.

--¡Qué escándalo! --exclamó con timidez D. Lino Paniagua--. Y eso se
dice en voz alta, donde pudieran oírlo personas allegadas al gobierno.

--¡Bah, bah! --respondió el papelista--. Amigo D. Lino, esto se va por
la posta. Dentro de un mes no queda aquí ni rastro de _choricero_, ni
reyes padres, ni escándalos, ni picardías, ni otras cosas que callo por
respeto a la nación.

--Ojalá tenga usted boca de ángel, señor D. Anatolio --añadió la
tendera--, y quiera Dios tocarle pronto en el corazón al señor de
Bonaparte, para que venga a arreglar las cosas de España.

El abate D. Lino no quiso oír más y se marchó; despacháronme a mí, y
allí quedaron ambos comerciantes arreglando los asuntos de España.

No quise entrar en casa sin hablar un poco con Pacorro Chinitas, que
estaba en su sitio de costumbre, afilando cuchillos y tijeras.

--¡Hola, Chinitas! --le dije--. ¡Cuánto tiempo que no nos vemos! Anda
la gente muy alarmada por ahí.

--Sí: la _Gaceta_ trae hoy no sé qué papel. En la tienda del buñolero
le oí leer y decían todos que era preciso colgar al _choricero_ por los
pies.

--¿De modo que creen ha sido escrito por él?

--¿Y a mí qué más me da? --respondió incorporándose--. Lo que digo es
que todos son buenas piezas, y si no vengan acá. Dicen que el ministro
sacó de su cabeza esas cartas y obligó al Príncipe a firmarlas. ¿Pues
para qué las firmó? ¿Es acaso algún niño que todavía está en planas
de primera? ¿No tiene veintitrés años? Pues con veintitrés años a la
espalda se puede saber lo que se firma y lo que no se firma.

Las razones de Chinitas me parecían de un buen sentido incontestable.

--Aunque no sabes leer ni escribir --le dije--, me parece, Chinitas,
que tú tienes más talento que un papa.

--Pues los tenderos, los frailes, los currutacos, los usías, los
abates, los covachuelistas y toda esa gente que anda por ahí, están muy
entusiasmados creyendo que Napoleón va a venir a poner al Príncipe en
el trono. Dios nos la depare buena.

--Y tú, ¿qué crees, insigne amolador...?

--Creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este
hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá
ganillas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es
España, cuando vea que los reyes y los príncipes que la gobiernan andan
a la greña como mozas del partido? Él dirá y con razón: «Pues a esa
gente me la como yo con tres regimientos.» Ya ha metido en España más
de veinte mil hombres. Ya verás, ya verás, Gabrielillo, lo que te digo.
Aquí vamos a ver cosas gordas, y es preciso que estemos preparados,
porque de nuestros reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer
nosotros.

Mucho meollo encerraban, como conocí más tarde, estas palabras, las
últimas que en aquella ocasión oí a Pacorro Chinitas. Él solo había
previsto los acontecimientos con ojo seguro, y en cambio el héroe del
siglo, que conocía a España por sus reyes, por sus ministros y por sus
usías, quería saberlo todo y no sabía nada. Su equivocación acerca del
país que iba a conquistar se explica fácilmente: supo sin duda lo que
decían doña Ambrosia, D. Anatolio, el hortera, el padre Salmón y otros
personajes; pero ¡ay! no oyó hablar al amolador.



XXII


Llegó la noche y la función de la marquesa era preparada con mucha
actividad. Cuando dejé las ropas de mi ama en el cuarto que se le había
destinado para vestirse, por la escalera pequeña subí al sotabanco, y
encontré a Inés muy apesadumbrada porque los dolores de la enferma se
habían recrudecido y mostraba la buena mujer mucha inquietud. Yo estuve
allí para consolar a mi amiga y a su buen tío todo el tiempo de que
pude disponer; pero al fin me fue forzoso abandonarlos, y bajé a casa
de la marquesa muy afligido.

Describiré aquella hermosa mansión para que ustedes puedan formarse
idea de su esplendor en tan célebre noche. D. Francisco Goya había sido
encargado del ornato de la casa, y casi es excusado elogiar lo que
corría por cuenta de tan sabio maestro. Desde el recibimiento hasta la
sala había adornado las paredes con guirnaldas de flores y festones de
ramaje, hechas aquella con papel y estos con hojas de encina, ambas
obras tan perfectas, que nada más bello podía apetecer la vista. Las
lámparas y candelillas habían sido puestas con mucho arte, también
en forma de guirnaldas y festones de diversos colores, y su vivo
resplandor daba fantástico aspecto a la casa toda.

El primer salón, de cuyas paredes las modas nuevas no habían desterrado
aún aquellos hermosos tapices, que pasaban de generación a generación,
entre los tesoros vinculados, no perdía con tan espléndidas luminarias
su grave aspecto; antes bien, las luces, dando extraños reflejos
a las armaduras de cuerpo entero que ocupaban los ángulos, visera
calada y lanza en mano, como centinelas de acero, parecían imprimir
el movimiento y el calor de la vida a los imaginarios cuerpos que
se suponían dentro de ellas. Alegres cuadros de toros disipaban la
tristeza producida en el ánimo por otros, en cuyo oscuros lienzos
habían sido retratados dos siglos antes por Pantoja de la Cruz o por
Sánchez Coello, hasta una docena de personajes ceñudos y sombríos,
conquistadores de medio mundo.

Con estas joyas del arte nacional contrastaban notoriamente los muebles
recién introducidos por el gusto neoclásico de la revolución francesa,
y no puedo detenerme a describiros las formas griegas, los grupos
mitológicos, las figuras de Hora o de Neira o de Hermes, que relucían
sobre los relojes, al pie de los candelabros y en las asas de los vasos
de flores sus académicas actitudes. Todos aquellos dioses menores, que
jabelgados de oro, renovaban dentro de los palacios los esplendores
del viejo Olimpo, no se avenían muy bien con la desenvoltura de los
toreros y las majas que el pincel y el telar habían representado con
profusión en tapices y cuadros; pero la mayor parte de las personas no
paraban mientes en esta inarmonía.

El salón donde estaba el teatro era el más alegre. Goya había pintado
habilísimamente el telón y el marco que componían el frontispicio. El
Apolo que tocaba no sé si lira o guitarra en el centro del lienzo, era
un majo muy garboso, y a su lado nueve manolas lindísimas demostraban
en sus atributos y posiciones que el gran artista se había acordado
de las musas. Aquel grupo era encantador, pero al mismo tiempo la más
aguda y chistosa sátira que echó al mundo con sus mágicos colores D.
Francisco Goya; porque hasta el buen Pegaso estaba representado por un
poderoso alazán cordobés que, cubierto de arreos comunes, brincaba en
segundo término. En el marco menudeaban los amorcillos, copiados con
mucho donaire de los pilluelos del Rastro. No era aquella la primera
vez que el autor de los _Caprichos_ se burlaba del Parnaso.

Pero dejemos los salones y penetremos entre bastidores, donde el
movimiento y la confusión eran tales que no nos podíamos revolver. Se
habían dispuesto varios cuartos para que los actores se vistieran: a
Máiquez se señaló uno, otro a mi ama, y en el tercero nos vestíamos,
sin distinción de sexos, todos los demás representantes venidos del
teatro. Lesbia tenía por tocador el mismo de la señora marquesa, y
los dos galanes aficionados se vestían en las habitaciones del amo
de la casa. Creo que yo fui el primero que se arregló, trocándome
de festivo Gabrielillo en el sombrío Pésaro, que es el Yago de la
inmortal tragedia. El traje que me pusieron creo que no pertenecía a
época alguna de la historia, y era como todos los que usaron los malos
cómicos en las pasadas edades. Hubiera servido para hacer de paje; pero
con las barbas que me aplicaron a las quijadas, me trasformé de tal
modo, que los sastres allí presentes me dieron por el más tétrico y
espantable traidor que había salido de sus manos.

Mientras se vestían los demás, di un paseo por el escenario,
entreteniéndome en mirar al través de los agujeros del telón la
vistosa concurrencia que ya invadía la sala. A quien primero vi fue al
joven Mañara, sentado en primera fila junto al telón. Luego advertí
que hombres y mujeres dirigieron la vista a la puerta principal,
apartándose para dar paso a alguna persona que en aquel momento
entraba, y cuya presencia produjo en el alegre concurso general
silencio, seguido después de un murmullo de admiración. Una mujer
arrogante y hermosísima entró en la sala y avanzaba hacia el centro
recibiendo los saludos de amigos y amigas. Vestía de blanco, con uno de
aquellos trajes ligeros y ceñidos, que llamaban _volúbilis_, llevando
sobre el pecho una banda de rosas que la moda designaba con el nombre
de _croissures à la victime_. Su peinado, de estilo griego, era el
que en la tecnología del arte capilar se llamaba entonces _toilette
Iphigénie_. A su hermosura, a la belleza de su vestido, daba mayor
realce la artística profusión de diamantes que encendían mil luces
microscópicas en su cabeza y en su seno. ¿Necesitaré decir que era
Amaranta?

Viéndola no tardaron en encenderse dentro de mí, en los oscuros
centros de la imaginación aquellos fuegos vaporosos y tenues, que
se me representan como si una llama alcohólica bailase caracoleando
dentro de mi cerebro. Mientras la contemplaba, no traje a la memoria
el envilecimiento en que habría caído siguiendo en su servicio.
Su hermosura era tan hechicera, tan abrumadora; su actitud tan
orgullosamente noble, el imperio de sus miradas tan irresistible y
despótico, que valía la pena de doblar por un momento la terrible
hoja que yo había leído en el libro de su misterioso carácter. Con
tal fijeza la miraba, que parecía clavado tras el telón: mis ojos
trataban de buscar el rayo de los suyos, seguían los movimientos de su
cabeza, y observándole las facciones y el casi imperceptible modular
de sus labios, querían adivinar cuáles eran sus palabras, cuáles sus
pensamientos en aquel instante. Dentro de poco se alzaría el telón;
en mí se fijarían las miradas de toda aquella brillante muchedumbre y
especialmente de Amaranta; atenderían a mis estudiadas palabras; y el
desarrollo de la acción en que yo tomaba parte, despertaría sin duda
la sensibilidad, el interés, el entusiasmo de tan escogido auditorio.
Estos razonamientos fueron el aguijón que acabó de despabilar la
adormecida vanidad dentro de mí, y lleno de los más necios humos pensé
que hacerse aplaudir de tantas señoras y caballeros era una gloria
cuyos rayos debían proyectar clarísima luz sobre la vida entera.

La orquesta, comenzando de improviso la sonata que había de preceder
a la representación, hizo llegar al último grado la excitación de mi
cerebro. La sangre circulaba velozmente por mis venas, dándome una
actividad devoradora; y me ocurrió que tener una casa como aquella,
convidar a tantos y tan nobles amigos, recibir, obsequiar a tal
conjunto de bellas damas, debía ser la mayor satisfacción concedida al
mortal sobre la tierra. Pero la tragedia iba a empezar; el apuntador
estaba en la concha, Isidoro había salido de su cuarto, y la misma
Lesbia, menos asustada de lo que yo suponía, se preparaba a salir a
la escena. Esto me distrajo y ya no sentí sino miedo. Pasaron algunos
minutos y se alzó el telón.

La tragedia _Otello o el Moro de Venecia_ era una detestable
traducción, que D. Teodoro La Calle había hecho del Otello de Ducis,
arreglo muy desgraciado del drama de Shakespeare. A pesar de la inmensa
escala descendente que aquella gran obra había recorrido desde la
eminente cumbre del poeta inglés hasta la bajísima sima del traductor
español, conservaba siempre los elementos dramáticos de su origen, y
la impresión que ejercía sobre el público era asombrosa. Supongo que
todos ustedes conocerán la tragedia primitiva, y así me costará poco
darles a conocer las variantes. Los personajes estaban reducidos a
siete. Otelo era el mismo. Los caracteres de Casio y Roderigo habían
sido fundidos en una figura de segundo término llamada Loredano, que
se presentaba como hijo del Dux. El senador Brabantio era Odalberto
y tenía más intervención en la fábula. Desdémona no había cambiado
más que de nombre, pues se llamaba Edelmira; Emilia se trocaba en
Hermancia, y Yago, el traidor y falso amigo del moro, tenía por nombre
Pésaro. La acción estaba muy simplificada, y los recursos escénicos
del pañuelo habían desaparecido, sustituyéndolos con una diadema y una
carta, que debían pasar de las manos de Edelmira a las de Loredano para
que adquiridas luego por Pésaro y presentadas a Otelo, confirmaran la
calumnia de aquel. Pero aparte de estas modificaciones y del estilo,
y de la expresión y energía de los afectos que desde la obra inglesa
a la española ponían tanta distancia como del cielo a la tierra, el
drama en su estructura íntima era el mismo, y sus escenas se repartían
igualmente en cinco actos. Para abreviar intermedios, Máiquez dispuso
que en aquella representación se reuniesen los actos segundo y tercero,
y el cuarto con el quinto, de modo que la obra quedó en tres jornadas.

En la segunda escena, después que el Dux recitó algunos versos, me
correspondía salir a mí, haciendo en un parlamento no muy largo la
relación de los triunfos militares de Otelo. Con voz muy temblorosa
dije los primeros versos.

    ¡Que no hayan sido vuestros mismos ojos
    fieles testigos de su ardor bizarro!

Pero me fui reponiendo poco a poco, y la verdad es que no lo hice
tan mal, aunque no corresponda a mi pluma el describirlo. Después
entraban en escena Otelo y más tarde Edelmira. Nada puedo deciros de la
perfección con que Isidoro dijo ante el senado, el modo y manera con
que encendió la llama amorosa en el corazón de Edelmira; y en cuanto a
esta, debo desde luego señalarla como consumada actriz, porque en la
misma escena ante el senado, declamó con una sensibilidad que habría
envidiado Rita Luna.

En el primer entreacto debían recitar versos Moratín, Arriaza y Vargas
Ponce. El escenario se había llenado de personajes que deseaban
felicitar a la triunfante Edelmira. Allí vi al diplomático, que no
había desistido al parecer de hacer la corte a mi ama, pues corrió
presuroso tras ella, diciéndole:

--Puede usted estar segura, adorada Pepita, que _nuestra pasión_
quedará en secreto, pues ya se conoce mi reserva en estas delicadísimas
materias.

Junto con él había subido al escenario D. Leandro Moratín, el cual era
entonces un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido y serio, de
mediana estatura, dulce y apagada voz, con cierta expresión biliosa
en su semblante, como hombre a quien entristece la hipocondría e
inquieta el recelo. En sus conversaciones era siempre mucho menos
festivo que en sus escritos; pero tenía semejanza con estos por la
serenidad inalterable en las sátiras más crueles, por el comedimiento,
el aticismo, cierta urbanidad solapada e irónica, y la estudiada
llaneza de sus conceptos. Nadie le puede quitar la gloria de haber
restaurado la comedia española, y _El sí de las niñas_, en cuyo estreno
tuve, como he dicho, parte tan principal, me ha parecido siempre una
de las obras más acabadas del ingenio. Como hombre, tiene en su abono
la fidelidad que guardó al Príncipe de la Paz, cuando era moda hacer
leña de este gran árbol caído. Verdad es que el poeta vivió y medró
bastante a la sombra de aquel cuando estaba en pie y podía cubrir
a muchos con sus frondosas ramas. Si mi opinión pudiera servir de
algo, no vacilaría en poner a D. Leandro entre los primeros prosistas
castellanos; pero su poesía me ha parecido siempre, exceptuando algunas
composiciones ligeras, un artificioso tejido, o mejor, un clavazón de
durísimos versos, a quienes no pueden dar flexibilidad y brillo todos
los martillos de la retórica. Moratín además, en materia de principios
literarios, tenía toda la ciencia de su época, que no era mucha; pero
aun así, más le hubiera valido emplearla en componer mayor número de
obras, que no en señalar con tanta insistencia las faltas de los
demás. Murió en 1828, y en sus cartas y papeles no hay indicio de que
conociera a Byron, a Goethe y Schiller, de modo que bajó al sepulcro
creyendo que Goldoni era el primer poeta de su tiempo.

Pido mil perdones por esta digresión, y sigo contando. En el escenario
leía Moratín el romance _Cosas pretenden de mí_, que hizo reír a los
concurrentes, porque en él pintaba con mucha gracia la perplejidad
en que le ponían sus amigos y sus detractores. El romance era a cada
momento interrumpido con afectuosas palmadas, especialmente al llegar
al pasaje en que está la conversación de los pedantes; ¿pero quién
negará que en aquella composición Moratín no hace otra cosa que una
apoteosis de su persona?

Dejemos al grande ingenio asfixiándose en el humo de los plácemes más
lisonjeros, y sigamos la intriga del drama que iba a representarse
entre bastidores, no menos patético que el comenzado sobre las tablas y
ante el público.



XXIII


Al concluir el primer acto, y cuando aún no habían comenzado los poetas
a recitar sus versos, sorprendí a Isidoro en conversación muy viva
con Lesbia. Aunque hablaban en voz baja, me pareció oír en boca del
actor algunas recriminaciones y preguntas del tono más enérgico, y
creí advertir en el rostro de la dama cierta confusión o aturdimiento.
Cuando se separaron, mi desgracia quiso que Lesbia encarase conmigo,
interpelándome de este modo:

--¡Ah, Gabriel! Buena ocasión de hablarte a solas. Ya podrás figurarte
para qué. He estado llena de inquietud desde que supe que había sido
presa la persona...

--¡Ah! usía se refiere a la carta --dije atusándome los bigotes
postizos para disimular mi turbación.

--Supongo que no iría a manos extrañas. Supongo que la guardarías, y
que la habrás traído esta noche para devolvérmela.

--No señora, no la he traído; pero la buscaré... es decir...

--¡Cómo! --exclamó con mucha inquietud--, ¿la has perdido?

--No señora... quiero decir. La tengo allí... solo que yo... --fue la
única respuesta que se me vino a las mientes.

--Confío en tu discreción y en tu honradez --dijo con mucha seriedad--,
y espero la carta.

Sin añadir una palabra más se retiró, dejándome entristecido por
el grave compromiso en que me encontraba. Hice propósito de pedir
nuevamente a mi ama que me devolviese la carta, y con esta idea la
llamé aparte como si fuese a confiarle un secreto, y le supliqué del
modo más enfático que me diese aquel malhadado objeto, cuya devolución
era para mí un caso de honra. Ella se mostró sorprendida, y luego se
echó a reír, diciendo:

--Ya no me acordaba de tu carta. No sé dónde está.

Comenzó el segundo acto, que no me ocupaba más que durante una escena,
y concluida esta, me retiré al interior del teatro resuelto a poner
en práctica un atrevido pensamiento. Consistía este en hacer una
requisa en el cuarto de mi ama, mientras esta se hallase fuera. Cuando
la González me quitó la carta, recién venido del Escorial, advertí
que la guardó en el bolsillo de su traje. Aquel traje era el mismo
que había traído a casa de la marquesa; mas habiéndose mudado para
la representación de la tonadilla, se lo quitó, y estaba colgado con
otras muchas prendas, tales como mantón, chal, enaguas, etc., en una
percha puesta al efecto sobre la pared del fondo. Era preciso registrar
aquellas ropas. Mi ama, que dirigía la escena, y era la que indicaba
las salidas, disponiéndolo todo, no vendría. Yo había quedado libre por
todo el acto segundo. Tenía tiempo y coyuntura a propósito para lograr
mi objeto, y semejante acción no me parecía muy vituperable, porque mi
fin era recobrar por sorpresa, lo que por sorpresa se me había quitado.

Hícelo así, y con tanta cautela como rapidez registré los bolsillos
del traje, de los cuales saqué mil baratijas, aunque no lo que tan
afanosamente buscaba. Ya había perdido la esperanza de conseguir mi
objeto, y casi estaba dispuesto a creer que la carta no volvía a mis
manos por hallarse demasiado guardada o quizás rota y perdida, cuando
sentí acelerados pasos que se acercaban al cuarto. Temiendo que ella
me sorprendiera en tan fea ocupación, y no siéndome posible escapar,
me oculté bajo la percha y tras los vestidos, cuyas faldas me ofrecían
el más seguro escondite. Casi en el mismo instante entraron Lesbia e
Isidoro. Aquella cerró la puerta y ambos se sentaron.

Desde mi escondrijo les veía perfectamente. Máiquez en su traje de
Otelo parecía una figura antigua, que animada por misterioso agente, se
había desprendido del cuadro en que la grabara con los más calientes
colores el pincel veneciano. La tinta oscura con que tenía pintado
el rostro fingiendo la tez africana, aumentaba la expresión de sus
grandes ojos, la intensidad de su mirada, la blancura de sus dientes,
y la elocuencia de sus facciones. Un airoso turbante blanco y rojo,
sobre cuya tela se cruzaban filas de engastados diamantes, le cubría la
cabeza. Collares de ámbar y de gruesas perlas daban vueltas en su negro
cuello y desde los hombros hasta el tobillo le cubría un luengo traje
talar de tisú de oro, ceñido a la cintura y abierto por los costados
para dejar ver las calzas de púrpura estrechamente ajustadas. Alfanje y
daga, ambos con riquísima empuñadura, cuajada de pedrerías pendían del
tahalí, y en los brazos desnudos, que imitaban el matiz artificial de
la cara con una finísima calza de punto color de mulato, y terminada
en guante para disfrazar también la mano, lucían dos gruesas esclavas
de bronce en figura de sierpe enroscada. Dábale la luz de frente,
haciendo resplandecer las facetas de las mil piedras falsas, y el
tornasol del tisú verdadero con que se cubría, y añadidas a estos
efectos la animación de su fisonomía, la nobleza de sus movimientos,
presentaba el más hermoso aspecto de figura humana que es posible
imaginar.

Lesbia vestía de tisú de plata, con tanta elegancia como sencillez, y
sus cabellos de oro peinados a la antigua, obedeciendo más bien a la
moda coetánea que a la propiedad escénica, se entrelazaban con cintas y
rosarios de menudas perlas, no ciertamente falsas como las de Isidoro,
sino del más puro y fino oriente. El moro, apretando con sus negras
manos las de Lesbia blanquísimas y finas, le dijo:

--Aquí nos podemos hablar un instante.

--Sí, Pepa nos ha dicho que podríamos vernos en su cuarto --repuso
ella--: pero esta cita no ha de ser larga, porque la marquesa me
espera. Ya sabes que está ahí mi marido.

--¿A qué esa prisa? ¿Por qué no me escribiste desde el Escorial?

--No pude escribir --repuso ella con impaciencia--, pero cuando
hablemos despacio te explicaré...

--Ahora, ahora mismo has de contestar a lo que te pregunto.

--No seas tonto. Me prometiste no ser impertinente, curioso, ni pesado
--dijo con coquetería.

--Eso es lo mismo que prometer no amar, y yo te amo, Lesbia, te amo
demasiado por mi desgracia.

--¿Estás celoso, Otelo? --preguntó la dama, y luego tomando el tono
trágico, dijo entre burlas y veras:

    ¡Otelo mío! ¡Sí, para ti solo
    mi corazón reserva su cariño!

--Déjate de bromas. Estoy celoso, sí, no puedo ocultártelo --exclamó el
moro con viva ansiedad.

--¿De quién?

--¿Y me lo preguntas? Piensas que no he visto a ese necio de Mañara,
puesto en primera fila, y mirándote como un idiota.

--¿Y no te fundas más que en eso? ¿No tienes otros motivos de sospecha?

--Pues si tuviera otros, desgraciada, ¿estarías con tanta calma delante
de mí?

--Poquito a poco, señor Otelo. ¿Sabes que te tengo miedo?

--En el Escorial ese joven se ha jactado públicamente de que le amas
--afirmó Isidoro, fijando tan terriblemente sus ojos en el rostro de
Lesbia, que parecía querer penetrar hasta el fondo del alma.

--Si te pones así, me marcho más pronto --dijo Lesbia algo
desconcertada.

--He recibido varios anónimos. En uno se me decía que ese joven te
escribió una carta el día de su prisión, y que tú le contestaste con
otra. Además yo sé que ese hombre te obsequia mucho, yo sé que te
visitaba en Madrid. ¿Querrás darme explicación sobre esto?

--¡Ah! tengo una grande y terrible enemiga, a quien supongo autora de
los anónimos que has recibido.

--¿Quién es?

--Ya te he hablado de esto en otra ocasión. Es Amaranta; y también te
he dicho que tras de la enemistad de la condesa, se esconde el odio de
otra persona más alta. Todas las damas que en otro tiempo le servimos
con fidelidad, estamos cansadas de presenciar las liviandades que
han manchado el trono, y no queremos asociarnos a los escándalos que
envilecen esta pobre nación. No te he contado el motivo de nuestra
querella; pero ahora mismo la vas a saber, y no te enfades si oyes el
nombre de ese mismo Mañara, a quien tanto temes. Parece que Mañara
rechazó, cual otro José, los halagos de la elevada persona, cuya
pasión se trocó con esto en odio vivísimo y deseo de venganza. Al
mismo tiempo ese joven dio en hacerme la corte, y la mujer ofendida
descargó sobre mí su rencor, cuando yo ni siquiera había advertido que
Mañara me amaba. Jamás me fijé en semejante hombre. Se emprendió contra
mí una guerra terrible y solapada: quitaron sus destinos a cuantos
habían sido colocados por mi mediación, y todo su afán se dirigía a
buscar los medios de deshonrarme. Viéndome perseguida sin motivo,
me hice partidaria del Príncipe de Asturias, ofrecí mi auxilio a los
conspiradores, y tengo la satisfacción de haber servido eficazmente tan
noble causa. A ti puedo revelártelo sin miedo: yo he sido depositaria
durante algún tiempo de la correspondencia establecida entre el
canónigo Escóiquiz y el embajador de Francia: en mi casa se reunieron
estos varias veces con otros personajes: yo sola tenía noticia de las
primeras conferencias celebradas en el Retiro; yo poseía el secreto de
todos los planes descubiertos por una simpleza del Príncipe; yo conocía
el proyecto de casar a este con una princesa imperial; sabía que el
duque del Infantado no esperaba más que la orden firmada por Fernando
para lanzar a la calle tropa y pueblo... en fin, lo sabía todo.

--Todo cuanto me dices parece inverosímil --dijo Isidoro--. Si es
cierto, ¿cómo no te han perseguido abiertamente, cómo te pusieron en
libertad a la media hora de estar presa?

--Ya sabía yo que no sería molestada. Poseo un escudo terrible que me
defiende contra las asechanzas de la camarilla. Creo haberte contado
que cuando intervine en la primera reconciliación de Godoy, cuando
intenté por superior encargo, de atraerle de nuevo a palacio, fui
depositaria de secretos, cuya publicación haría estremecer de espanto
a ciertas personas. Poseo papeles que rebajan y envilecen del modo más
repugnante a quien los escribió, y conozco el secreto de la inversión
de ciertos fondos de obras pías que se emplearon en lo que no tiene
nada de piadoso. Esto pasó en una época en que hacíamos excursiones
clandestinas fuera de palacio, cuando Amaranta hizo que Goya la
retratase desnuda. Hacía un año que estaba viuda: fue cuando por una
coincidencia providencial descubrí el gran secreto de su juventud, que
me reveló una mujer desconocida que vive a orillas del Manzanares,
junto a la casa del pintor. Ya te lo he dicho, y pienso hacer de manera
que nadie lo ignore. De un desgraciado y oculto amor que padeció
Amaranta antes de su matrimonio con el conde, nació una criatura que no
sé si vive todavía.

--Nunca me hablaste eso.

--Los padres de Amaranta supieron disimular su deshonra: el joven
amante, que pertenecía a una noble familia de Castilla y había venido a
Madrid buscando fortuna, huyó a Francia y fue muerto en las guerras de
la República.

--Me has referido una curiosa novela --dijo Isidoro--; ¡pero con
cuánto arte has desviado la conversación del asunto principal! Al fin
confiesas que Mañara te ha hecho la corte.

--Sí; pero jamás he pensado en corresponderle: ni le trato, ni le veo,
ni le hablo. Tus celos harán que por primera vez me fije en semejante
hombre.

--No me convences, no: yo tengo indicios, tengo noticias de que tú amas
a ese hombre. ¡Oh! si mis sospechas se confirmaran... ¿Crees que no he
advertido el embobamiento con que atiende a tu declamación?

--Procuraré entonces hacerlo mal para no conmover al público.

--No, no intentes disculparte ni disimular. ¿Por qué aseguras que
no te fijas en él, si yo mismo, durante la escena del Senado, te he
sorprendido mirándole, y aun me parece que le hiciste alguna seña?

--¿Yo? ¡estás loco! ¡Ah! no sabes. Mi marido, que dejó sus cacerías
para asistir a esta representación, está ahí esta noche, y la pérfida
Amaranta, sentada a su lado, le habla con mucho interés. Si me ves que
miro al público es porque me inspiran mucha inquietud los coloquios
del duque con Amaranta. Temo que esta le haya dirigido también algún
anónimo. Su frialdad y ademán sombrío me indican que también sospecha.

--¿Lo ves...? Y con motivo fundado.

--Sí; porque sospecha de ti.

--No... no --exclamó Isidoro--. No trastornes la cuestión. Tú amas a
Mañara; con todos tus artificios no puedes arrancar esta sospecha de
mi ardiente cerebro. ¡Y ese necio está ahí, gozándose en los aplausos
que te prodigan, que adulan su amor propio porque se siente amado de la
gloriosa artista! ¡No, no quiero que representes más! ¡Cuando contemplo
desde arriba el entusiasmo de tus admiradores; cuando les veo con los
ojos fijos en ti, participando de la pasión que indican tus palabras,
saltaría del escenario para cerrarles a golpes los ojos con que te
miran!

--Me haces estremecer --dijo Lesbia--. No eres Isidoro, eres Otelo en
persona. Sosiégate, por Dios. Harto sabes lo mucho que te amo. ¿A qué
me mortificas con celos ilusorios?

--Disípalos tú.

--¿Cómo, si ninguna razón te convence? Tu violento carácter ha de
traerme algún compromiso. Modérate, por Dios, y no seas loco.

--Lo haré si me amas. Tú no sabes quién soy. Isidoro no consiente
rivales ni en la escena, ni fuera de ella. De Isidoro no se ha burlado
hasta ahora ninguna mujer, ni menos ningún hombre. Entiéndelo bien.

--Sí, señor mío, estoy en ello --contestó Lesbia en tono jovial y
levantándose para retirarse--. Pero aunque esta conversación me agrada
mucho, tengo que irme. ¿Sabes que te tengo miedo?

--Quizás con razón. ¿Pero te vas tan pronto? --dijo el moro intentando
detenerla aún.

--Sí; me voy --repuso Lesbia--. Ya ha concluido la tonadilla, y pronto
empezará el tercer acto.

Y ligera como una corza se marchó. En aquel instante se oyeron los
aplausos con que era saludada mi ama al acabar la tonadilla, y poco
después entró en su cuarto radiante de júbilo, con el rostro encendido
por la emoción, y tan sofocada que al punto dio con su cuerpo en un
sofá.



XXIV


--¡Oh, Isidoro! ¿Por qué no has ido a oírme? --exclamó con
entrecortadas palabras--. Aseguran que lo he hecho muy bien. ¡Cuánto me
han aplaudido!

--¿Quieres dejarte de simplezas? --dijo Isidoro de muy mal talante.

--Y a propósito: dicen que Lesbia hace la Edelmira mejor que yo. ¡Lo
que puede la hermosura! Con su buen palmito trae sin seso a todos los
hombres que hay en la sala. Sobre todo, ahí está uno que no le quita la
vista de encima, y parece...

--¡Quieres callar! --exclamó bruscamente el moro.

Después, como hombre que toma repentina resolución, se disipó el
fruncimiento temeroso de sus negras cejas, y sentándose junto a la
González, le habló en estos términos:

--Pepa, espero de ti un favor.

--Mándame lo que quieras.

--Siempre te has mostrado muy agradecida por todo lo que he hecho en
beneficio tuyo. Varias veces has dicho: «¿Qué he de hacer, Isidoro,
para corresponder a lo que te debo...?» Pues bien, chiquilla, ahora
puedes prestarme un gran servicio, con lo cual quedará pagado
largamente el hombre que te sacó de la miseria, el que te enseñó el
arte escénico, dándote posición, gloria y fortuna.

--Mi agradecimiento durará mientras viva, Isidoro --respondió la cómica
con serenidad--. ¿Qué necesitas ahora de mí?

--Si la contrariedad que experimento afectara solo a mi corazón, la
resolvería fácilmente, porque sé padecer. Pero tal vez afecte a mi amor
propio, tal vez ponga en trance muy terrible mi dignidad, y me resigno
a sufrir los desengaños más crueles; pero de ningún modo consiento en
hacer ante mis amigos y el mundo un papel desairado y ridículo.

--Ya sé lo que quieres decir. Lesbia me ha dicho que estás celoso; ¡si
vieras cómo se ríe de ti, llamándote el _pobre Otelo_!

--No debemos fiarnos de la afición que alguna vez nos muestran esas
personas tan superiores a nosotros por su clase. Un abismo nos separa
de ellas, y si alguna vez deslumbramos con nuestro talento y nuestro
arte, la ilusión les dura poco tiempo, y concluyen despreciándonos,
avergonzadas de habernos amado. Todos los que hemos brillado en la
escena conocemos tan triste verdad. ¿No la conoces tú también?

--Sí --dijo mi ama--; y yo creí que tú estuvieras en esa parte más
aleccionado que todos los demás.

--Esas personas --prosiguió Isidoro--, nos contemplan desde sus
aposentos; su imaginación se trastorna viéndonos remedar los grandes
caracteres, las nobles y elevadas pasiones, el amor, el heroísmo, la
abnegación, y se enamoran de lo que ven, de un ser ideal en quien se
asocia y confunde con nuestra persona, la del héroe que representamos.
Con la imaginación excitada, nos buscan entre bastidores y fuera del
teatro; pero en cuanto nos tratan un poco y advierten que somos lo
mismo, si no peores que los demás, y que todas las sublimidades del
arte escénico desaparecen con el vestido y las piedras falsas que
arrojamos al concluir el drama, se disipa de un soplo su entusiasmo,
y no ven en nosotros más que a una turba de tramposos y embusteros
farsantes que apenas valen el partido con que se les paga. Hasta ahora,
Pepilla, no me habían afectado gran cosa los bruscos desenlaces de
las aventuras con que algunas ilustres personas han honrado nuestra
profesión; pero esta en que ahora me hallo, me afecta profundamente,
porque... te lo diré con toda franqueza.

--¿Amas verdaderamente a Lesbia?

--Sí, por mi desgracia; esta pasión no es de aquellas pasajeras y
superficiales, que pasan satisfaciendo el afán de un día. Esa mujer ha
tenido el arte de ahondar en mi corazón de tal modo, que hoy empiezo a
reconocer en mí el embrutecimiento que acompaña a los amores exaltados.
Sin duda su coquetería, su frivolidad, los mil artificios de su
voluble y alegre carácter han realizado en mí este trastorno, y para
acabarme de confundir, los celos, la desconfianza y el temor de ser
ridículamente suplantado por otro, agitan mi alma de tal modo, que no
respondo de lo que podrá pasar.

--¡Hola, hola! señor Otelo, ¿esas tenemos? --dijo mi ama
festivamente--. ¿A quién va usted a matar?

--No te rías, loca --continuó el moro--. ¿Has visto en el salón a ese
miserable Mañara?

--Sí, ocupa un sillón de primera fila, y no quita los ojos de la señora
Edelmira. Verdaderamente, chico, y sin que esto sea confirmar tus
sospechas, a todos los que están en el teatro ha llamado la atención
el exagerado entusiasmo de ese joven, y más de cuatro han sorprendido
las señas que hace a Lesbia durante la comedia. Y además... yo no lo he
visto; pero me han dicho que...

--¿Qué te han dicho?

--Que la duquesa le mira mucho también, y que parece representar solo
para él, pues todas las frases notables del drama las dice volviéndose
hacia el tal joven, como si quisiera arrojarse en sus brazos.

--¡Oh! Es cierto. ¡Ves! --exclamó Isidoro bramando de furor--. ¡Y
se reirán todos de mí! y ese vil currutaco... ¡Ah! Pepa... quiero
descubrir fijamente lo que hay en esto... quiero acabar de una vez
estas terribles dudas... Quiero desenmascarar a esa infame, y si me
engaña, si ha sido capaz de preferir al amor de un hombre como yo a
los necios galanteos de ese vil y despreciable mozuelo... ¡ah! Pepa,
Pepa, mi venganza será terrible. Tú me ayudarás en ella; ¿no es verdad
que me ayudarás? Tú me lo debes todo, yo te saqué de la miseria, tú
no puedes negar a Isidoro la ayuda de tu ingenio para este fin, y
proporcionándome placer tan inefable, quedarás descargada de la inmensa
deuda de gratitud que tienes conmigo.

Al decir esto, Isidoro se había levantado y daba vueltas en la pequeña
habitación como un león enjaulado, pronunciando con trémulo labio
palabras rencorosas. Lo raro fue que mi ama, ya porque tal fuera el
estado de su espíritu, ya porque creyera oportuno fingir en aquellos
momentos, lejos de amedrentarse al ver la ira de su amigo y maestro,
contestó con risas a sus ardientes palabras.

--Te ríes --dijo Máiquez deteniéndose ante ella--. Haces bien: ha
llegado el momento de que hasta los metesillas del teatro se rían
de Isidoro. Tú no comprendes esto, chiquilla --añadió sentándose de
nuevo--. Tú no tienes vehemencia ni fogosidad en tus sentimientos. En
esto te admiro, y quisiera imitarte, porque yo sé muy bien que en las
inclinaciones que hasta ahora se te han conocido, has jugado con el
amor, tomándolo como un pasatiempo divertido que entretiene a uno mismo
y hace rabiar a los demás; pero hasta ahora, y Dios te libre de ello,
no conoces el amor que ocasiona las mortificaciones propias, mientras
los demás se ríen a costa nuestra.

--¡Qué orgulloso eres! --contestó seriamente la González--. Hasta en
esto quieres saber más que todos.

--Pues si amas de veras, guárdate de enamorarte de esos usías
presumidos y orgullosos, que vendrán a ti para satisfacer su vanidad.
Ellos no te amarán con noble y desinteresado amor.

--No creo que jamás pueda amar sino al que siendo igual a mí, no se
avergüence de tenerme por compañero.

--¡Oh, qué buen sentido, Pepilla! ¿Dónde has aprendido eso? Pero te
aconsejo también que no ames a ningún hombre de teatro, si no quieres
tener rabiosos celos de todo el público femenino. ¿Sabes tú lo que es
eso?

--Harto lo sé.

--De modo que tu amor aún está dentro del teatro. Eso sí que es una
desgracia. Tu suerte consistirá en que el galán será de esos que, por
falta de genio, no excitan nunca la arrebatada admiración de las bellas
de la platea. Serás feliz, Pepilla; si quieres casarte, cuenta con mi
protección.

--Estoy muy lejos de aspirar a eso.

--¿Ese bruto será capaz de no amarte? ¿Acaso vale más que tú?

--Muchísimo más --dijo la González aparentando con grandes esfuerzos la
serenidad que no tenía.

--Apuesto a que es algún tenor de la compañía de Manolo García.
Déjalo por mi cuenta. Si es cierto lo que supongo, si ese loco no te
corresponde, y prefiere a tu sencillo cariño el falso amor de alguna
damisela de estas que arrastran su púrpura por entre los bastidores del
teatro, sabrás lo que son celos.

--Demasiado lo sé y demasiado padezco, Isidoro --dijo mi ama con tono
de cariñosa confianza--; pero yo tengo una ventaja sobre ti, que no
poseyendo aún la certeza de tu desgracia, ignoras qué partido tomar; yo
conozco ya sin género de duda que no soy amada, y las circunstancias se
han ordenado de tal modo que me presentan ocasión de tomar venganza.

--¡Oh!, Pepa, estás desconocida. No te creí capaz... --indicó Isidoro
con energía--. Tú tomarás venganza. Descuida, te ayudaré, si tú me
ayudas a mí en la averiguación y en el castigo de las infamias de
Lesbia. Pero dime, chiquilla, dime quién es ese hombre. Sé franca
conmigo: yo soy tu mejor amigo.

--Te lo diré más tarde, Isidoro. Por ahora me he propuesto guardar
secreto.

--Tú vales mucho, Pepilla --añadió el cómico con acento reflexivo--. No
esperaba encontrar en ti un eco tan fiel de lo que en mí está pasando.
¡Y ese miserable te desprecia por otra, ignorando las bondades de tu
fiel corazón! Dime quién es. ¿Será el mismo Manuel García? Por supuesto
chiquilla, ya sabrás cuánto padece la dignidad, el amor propio, al ver
que otra persona posee el afecto que nos pertenece. Te mortificará
horriblemente la idea de la triste figura que harás ante el mundo, el
pensamiento de los comentarios que hará sobre tu ridícula posición el
envidioso vulgo, y al considerar que tú, la persona acostumbrada a
rendir a tus pies los corazones, se ve menospreciada por uno solo,
rabiará tu orgullo herido y llorarás en silencio viéndote más baja de
lo que creías.

--En esto --contestó mi ama con patética voz-- no nos parecemos. Tú
estás frenético de celos; pero antes que al desaire de que ha sido
objeto tu corazón, atiendes a lo que sufre tu dignidad, la dignidad
del gran Isidoro, que siempre desprecia sin ser nunca despreciado;
te enfureces al considerar que se ríen de ti los envidiosos, y esas
terribles voces de venganza no las pronuncia tu amor sino tu orgullo.
Yo no soy así: amo el secreto; y si triunfara, gustaría de tener oculta
mi felicidad: nada me importaría que el hombre a quien amo aparentara
galantear a todas las mujeres de la tierra, con tal que en realidad a
ninguna amase más que a mí.

--Eres singular, Pepilla, y me estás descubriendo tesoros de bondad que
no sospechaba existiesen en tu corazón.

--Yo --continuó mi ama conmovida-- no vivo más que para él, y los demás
me importan poco. Contigo debo ser franca y decírtelo todo, menos su
nombre que nadie debe saber. Yo no sé cómo ni cuándo empezó mi funesto
amor, y me parece que nací con esta viva inclinación, más dominadora
cuanto más intento sofocarla. Por él sacrificaría gustosa mi vida. Tú
quizás no comprendas esto; ni menos que yo sacrifique mi reputación
de artista, el aprecio y la admiración de la multitud. ¿Qué importa
todo eso? Se ama a la persona por la persona y no por la vanidad de
poseerla.

--El que te ha inspirado tan noble cariño, sin corresponder a él --dijo
Isidoro con brío--, es un miserable que merece arrastrar su existencia
despreciado de todo el mundo. ¿No puedo saber tampoco quién es la mujer
preferida?

--Tampoco debes saberlo --repuso mi ama; y después, no pudiendo
contener el llanto, exclamó así--: Yo no soy cruel; yo no deseaba una
venganza que puede ser muy terrible; pero se me ha venido a las manos y
he de llevarla adelante.

--Haces bien --dijo Isidoro recreándose con pensamientos de
exterminio--. Véngate: yo también me vengaré. Nos ayudaremos el uno al
otro. ¿Puedo servirte de algo?

--De mucho --dijo mi ama secando sus lágrimas--. Espero que tu ayuda
será de la mayor eficacia.

--¿Y yo puedo contar contigo?

--¿Y me lo preguntas?

--Oye bien: Lesbia confía en tu amistad. ¿No ha celebrado en tu casa
entrevista alguna con ese joven?

--Hasta ahora no.

--Pues la celebrará. Si ella no te lo propone, propónselo tú con buenos
modos.

--¿Cuál es tu objeto?

--Sorprenderla en algún sitio con ese Mañara. Ella busca siempre las
casas de las amigas que no son de su clase, para evitar de este modo la
vigilancia de su familia y de su esposo.

--Entiendo.

--Confío en que no te dejarás sobornar por ella, y en que ante todas
las consideraciones, será para ti la primera el servicio que me
prestas, a mí, tu protector, tu amigo. Espero que te será muy fácil lo
que propongo. Si van a tu casa, les entretienes allí, y me avisas. Yo
haré de manera que ese joven se acuerde de mí para toda su vida.

--Ya tiemblas de gozo al pensar en tu venganza --dijo mi ama--. Lo
mismo me pasa a mí; pero con más motivo, porque la mía está más cercana.

--¿Puedo confiar en ti? ¿Me pondrás al corriente de todo cuanto veas?

--Puedes estar tranquilo, Isidoro. Tú no me conoces bien: en esta
ocasión sabrás lo que soy.

--¿Y tú que crees? --preguntó el moro con interés--. ¿Crees que tengo
razón? ¿Lesbia amará a ese hombre?

--Sí; creo que te engaña del modo más miserable; creo que todos los que
asisten a la representación se ríen de ti esta noche y el afortunado
amante no cabe en sí de satisfacción y orgullo.

--¡Rayos y centellas! --dijo Máiquez con más furia--. Le escupiré
la cara desde el escenario. ¡Oh! Pepilla: yo admiro y envidio tu
tranquilidad. No desees nunca parecerte a mí; ojalá no sepas nunca lo
que son estas culebras de fuego que se enroscan dentro de mi pecho y
desparraman por mis arterias su veneno. ¡Oh, qué gran talento tuvo
ese poeta inglés que inventó el Otelo! ¡Qué bien pintó la rabia del
celoso, la horrible fruición con que se recrea, pensando que ha de
poner el cuerpo inanimado y sangriento de su rival ante los ojos que le
cautivaron! ¡Qué razón tuvo al suponer el corazón de la mujer antro de
maldades y perfidias; qué bien se comprende la espantosa determinación
del moro, y el terrible placer de su alma, al considerarse sepultando
el cuchillo en los miembros palpitantes de quien le ofendió, y
arrastrar después su infame cadáver!

--¿Qué cadáver, Isidoro? ¿El de él o el de ella? --preguntó mi ama con
frialdad.

--El de los dos --contestó Otelo cerrando los puños--. ¿Conque dices
que se ríen de mí? ¡Y lo saben todos, y me observan, y estoy sirviendo
de espectáculo a ese miserable zascandil! De modo que Isidoro es el
hazme reír de las gentes, y tendrá que ocultarse y huir para evitar las
burlas de los envidiosos, y ya ninguna mujer se dignará mirarle a la
cara. Pero tú si sabías esto que pasa, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Eres
tonta sin duda! ¡Oh! no tengo amigos verdaderos... nadie se interesa
por mi honor ni por mi decoro. ¡Estoy solo!... pero solo ¡vive Dios!
sabré volver al lugar que me corresponde.

Diciendo esto, se levantó con resuelto ademán. En aquel momento sonaron
algunos golpes en la puerta: era la señal que llamaba a todos los
actores para empezar el tercer acto. Máiquez iba a salir; pero al
dar los primeros pasos un objeto cayó de su cintura al suelo. Era la
daga con puño de metal y hoja de madera plateada: Pepa durante la
conversación había estado jugando con la larga cadena que la sostenía y
esta se rompió.

--Se ha saltado un eslabón --dijo mi ama recogiendo el arma--: yo te la
compondré enseguida atándola fuertemente.

Isidoro salió, y mi ama acercándose a una mesa arrimada a la pared
de enfrente, se entretuvo durante un rato y con mucha prisa en una
operación que no pude ver; pero presumí fuera la compostura de la
cadena rota. Al fin salió, y quedándome solo, pude dejar mi sofocante
escondite para correr a la escena.



XXV


Dio principio el último acto, donde ocurren las principales escenas
del drama. En él Pésaro despierta poco a poco los celos en el alma
del crédulo moro hasta que engañándole con cruel y mañosa calumnia,
precipita el trágico desenlace. La importancia de mi papel, me
obligaba, pues, a fijar en él toda mi atención apartándola de las
impresiones recientemente recibidas. Durante mi primera escena con
Otelo, advertí que Máiquez inquieto y receloso, dirigía sus miradas
al joven Mañara, sentado muy cerca del escenario: a causa de la
ansiedad de su alma, el gran histrión desatendía impensadamente la
representación. A veces algunas de mis frases se quedaban sin réplica;
también suprimía él bastantes versos, y hasta llegó a trabarse su
expedita lengua en uno de los pasajes donde acostumbraba hacerse
aplaudir más. El auditorio estaba descontento, pues aunque conocía
las genialidades de Isidoro, no creía natural que se permitiera tales
descuidos en una representación de confianza y amistad, verificada ante
lo más selecto de sus admiradores. El silencio reinaba en la sala, y
solo un sordo murmullo de sorpresa o enfado acogía los versos, mal
sentidos y fríamente dichos por el príncipe de nuestros actores.

Mas se esperaba verle repuesto en la segunda escena entro Otelo y
Pésaro. Este, urdiendo muy bien la trama que ideó contra Edelmira su
diabólica astucia, adquiere al fin las pruebas materiales que Otelo le
exige para creer en la infidelidad de la veneciana. Aquellas pruebas
son una diadema entregada por Edelmira a Loredano, y cierta carta que
su padre le obligó a firmar, amenazándola con matarse si no lo hacía.
Ni la entrega de la diadema, ni la carta firmada por fuerza, eran
pruebas que ante la fría razón comprometerían el honor de la esposa
de Otelo: pero este, en su ciego arrebato y salvaje impetuosidad, no
necesitaba más para caer en la trampa.

Antes de comenzar esta escena, y hallándome entre bastidores, oí a
los concurrentes quejarse de la torpeza de Isidoro, y alguno achacó
este defecto no al gran actor, sino a mí, por haberle irritado con
mi detestable declamación. Esto me ofendió, y creyéndome autor del
deslucimiento de la pieza, resolví hacer todos los esfuerzos de que era
capaz para arrancar algún aplauso.

Mi ama, como he dicho, dirigía la escena; indicaba las entradas y
salidas, cuidando de entregar a cada actor los objetos de que debía
hacer uso durante la representación. Diome la diadema y la carta y
salí en busca de Otelo que estaba solo en las tablas concluyendo su
monólogo. Entonces empecé aquella grandiosa escena, que es patética,
sublime y arrebatadora aun después de haber sido tamizada por el romo
ingenio de D. Teodoro La Calle.

    --¿Sabes tú padecer?

--le dije--, y al punto Isidoro, mirándome sombríamente, repuso:

                             --Me han enseñado.
    --Y sin agitación --_dije yo_--, ¿el triste aviso
    de un infortunio grande escuchar puedes?
    --Hombre soy.

--respondió con calma.

Continuó el diálogo, y parecía que Isidoro recobraba todo su genio,
pues los versos, inspirados por el recelo y la ansiedad le salían del
fondo del alma. Cuando dijo:

    ¡Infiel! ¡La prueba necesito!
    ¡Conque dámela luego!

me apretó tan fuertemente la muñeca y sus rabiosos ojos me miraron con
tanta furia, que perdí la serenidad, y por un instante los versos que
seguían a aquella demanda, huyeron de mi memoria. Pero no tardé en
reponerme: le di la diadema, y poco después la carta.

Mas en el momento en que vi en sus manos el fatal papel, un súbito
estremecimiento sacudió todo mi ser, y me quedé mudo de espanto. En
el color y en los dobleces del papel, en la forma de la letra, que
distinguí claramente cuando él fijó en ella la vista, reconocí la carta
que Lesbia me había dado en el Escorial para Mañara, y que después mi
ama sustrajo de mis ropas al llegar a Madrid.

Otelo debía leer en voz alta la carta, que según el drama decía:

  «Padre mío: conozco la sinrazón con que os he ultrajado. Vos solo
  tenéis derecho de disponer de vuestra hija, --_Edelmira_.»

Pero el pliego que la pícara Pepa había hecho llegar a sus manos, decía:

  «Amado Juan: Te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho;
  pero si quieres que crea en tu arrepentimiento, pruébamelo viniendo
  a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar
  tus infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca,
  ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje y presumido comiquillo, a quien
  solo he hablado alguna vez deseando divertirme con su necia pasión.
  No faltes, si no quieres enfadar a tu --_Lesbia_.--P.D. No temas que
  te prendan. Primero prenderán al Rey.»

Ocurrió una cosa singular. Isidoro leyó el papel en silencio; sus
labios secos y lívidos temblaron, y como si aún creyera que era ilusión
lo que veía, lo leyó y releyó de nuevo, mientras el público, ignorando
la causa de aquel silencio, mostró su asombro en un sordo murmullo.
Isidoro al fin alzó la vista, se pasó las manos por la frente; parecía
despertar de un sueño; balbuceó algunas voces terribles, cerró los
ojos, como tratando de serenarse y reanudar su papel; dio algunos
pasos hacia el público y retrocedió luego. Los rumores aumentaron: el
apuntador le llamó repitiendo con fuerza los versos, hasta que al fin
Isidoro se estremeció todo, su semblante se encendió vivamente, cerró
los puños, agitó los brazos, golpeó el suelo, y declamó los terribles
versos siguientes:

      Mira: ves el papel, ves la diadema;
    pues yo quiero empaparlos, sumergirlos,
    en la sangre infeliz y detestable,
    en esa sangre impura que abomino.
    ¿Concibes mi placer, cuando yo vea
    sobre el cadáver, pálido, marchito,
    de ese rival traidor, de ese tirano,
    el cuerpo de su amante reunido?

Jamás estos versos se habían declamado en la escena española con tan
fogosa elocuencia, con tan aterradora expresión. El artificio del drama
había desaparecido, y el hombre mismo, el bárbaro y apasionado Otelo
espantaba al auditorio con las voces de su inflamada ira. Un aplauso
atronador y unánime estremeció la sala, porque nunca los concurrentes
habían visto perfección semejante.

Después las facciones del moro se alteraron; su rostro palideció:
oprimiose el pecho con ambas manos, y su voz, trocando el áspero tono
en otro desgarrador y patético, dijo:

                  Las recias tempestades
    el viento anuncia con terrible ruido;
    el rayo con relámpagos avisa
    su golpe destructor, y los rugidos
    del león su presencia nos advierten;
    mas la mujer con ánimo tranquilo
    y aparentes halagos nos destroza
    el corazón cual pérfido asesino.

Nueva explosión de entusiastas aplausos. Las mujeres lloraban, algunos
hombres no podían conservar su entereza y lloraban también. La
concurrencia estaba estremecida, atónita, electrizada, y cada cual,
suspensa y postergada su propia naturaleza, vivía momentáneamente con
la naturaleza y las pasiones de Otelo.

La representación seguía: fuese Otelo, cambió la escena y apareció la
cámara de Edelmira. Entre tanto, todos me preguntaban la causa de la
turbación y desasosiego de Isidoro; mas yo no sabía qué responder.

Entre bastidores le buscamos con inquietud, pero no le podíamos
ver por ninguna parte, ni nadie se daba razón de dónde pudiera
encontrarse. Edelmira dijo los versos de su monólogo con extraordinaria
sensibilidad: no cesaba de mirar a Mañara, y la vanidosa coquetería de
sus ojos parecía decir: «¡qué bien represento!» mientras el afortunado
amante, embebecido en contemplarla, parecía contestarle: «¡qué guapa
estás!»

Y así era. Lesbia estaba encantadora, con los cabellos sueltos sobre
la espalda, y el ligero vestido blanco, que le ceñía el cuerpo
indolente. Entró luego Hermancia, la fiel amiga, y Edelmira le contó
sus tristes presentimientos. ¡Qué tono tan melancólico y dulce tenía su
voz al expresar el temor de una muerte funesta! ¡Cuán grande interés
despertaba su pena! Aunque yo había visto muchas veces la misma
tragedia, dentro de la escena, y había perdido toda ilusión, en aquella
noche sentía un terror inexplicable, y me conmovía la suerte de la
infeliz e inocente Edelmira.

La esposa de Otelo, ansiando desahogar la sofocante angustia de su
pecho, toma el arpa y entona la canción de Laura al pie del sauce,
cuyos lastimeros quejidos son la voz de la misma muerte. Edelmira, a
quien Manuel García había enseñado la hermosa estrofa, cantó con dulce
y poética expresión. Su voz parecía que nos penetraba hasta los huesos,
y nos hacía estremecer con horripilante escalofrío, como el contacto de
una hoja de acero.

Cesó la canción y sonó la tempestad en el interior del teatro. El
público estaba tan impresionado, que ni siquiera aplaudía. Acostose
Edelmira y todo quedó en profundo silencio. Otelo debía aparecer, y en
el breve momento en que estuvo la escena muda profundísimo silencio
reinaba en la sala. Yo creí sentir el palpitar de los corazones; pero
solo escuchaba las oscilaciones del mío. La más ardorosa inquietud
se había apoderado de mí, y miré en torno buscando una persona de
confianza a quien comunicar mis recelos; pero no vi sino el pálido
semblante de mi ama que se esforzaba en reír, diciendo:

--¡Qué bien ha hecho Lesbia su papel! Me confieso derrotada, pues
representa mil veces mejor que yo. Pero ahora verán ustedes a Isidoro.
Esta noche está más inspirado que nunca.

Observé a Máiquez que ya decía los primeros versos de la escena
junto al lecho de la veneciana. Su rostro aparentaba una serenidad
meditabunda. Cuando alzó las cortinas del lecho y dijo con voz calmosa

    No... tú no morirás... ¡cuánto realzan
    su hermosura estas lúgubres antorchas!

un rumor confuso surgió del apiñado auditorio; lloraban casi todas
las mujeres, y los hombros se esforzaban en sostener el decoro de la
insensibilidad. Otelo acerca su rostro al de Edelmira, y dice con
extasiado amor:

    ¡Con qué pureza respirar la siento!
    ¿Qué poderoso hechizo es el que arrastra
    mi persona a la suya con tal fuerza?

Edelmira despierta con sobresalto. Otelo disimula al principio; mas
luego no oculta el objeto que le trae, y Edelmira, aterrada y confusa,
jura que es inocente. Nada convence al terrible moro, que mudando
de improviso la expresión de su fisonomía, exclama con ferocidad y
descompuestos ademanes:

    Mírame, ¿me conoces... me conoces...?

El auditorio se estremeció de terror. Algunas señoras se desmayaron, y
oyéronse voces acongojadas que decían: «Piedad, piedad para Edelmira...
es inocente... ese infame Pésaro tiene la culpa... que traigan a
Pésaro.»

Isidoro sacó el papel y lo mostró con fiero ademán a Lesbia, quien
lanzó un grito terrible, sin decir los versos que correspondían en
aquel momento. Otelo se acercó más a Edelmira, y Edelmira hizo un
movimiento para saltar del lecho. Se le habían olvidado los versos;
pero al fin, dominando un poco su turbación recordó algo, y el diálogo
siguió así:

EDELMIRA.

¿Y qué quieres decirme?

OTELO.                  Preparaos.

EDELMIRA.

¿Pero a qué?

OTELO.

             Este acero os lo señala.

Diciendo esto, Isidoro desenvainó la daga; en lugar de la hoja de
madera plateada, vimos brillar en su mano una reluciente hoja de acero.
La conmoción fue general entre bastidores. Lanzose Edelmira del lecho
con precipitación y azoramiento, y recorrió la escena gritando como una
loca:

--¡Favor, favor... que me mata!... ¡Al asesino!

No puedo pintaros lo que fue aquel momento en la escena y fuera de
ella. Los espectadores de primera fila trataron de subir al escenario
en el momento en que Lesbia perseguida por Isidoro fue asida por el
vigoroso brazo de este. En el mismo instante, no pudiendo contenerme,
me abalancé hacia la dama como impulsado por un resorte, y abraceme
estrechamente a ella. El puñal de Isidoro se levantó sobre mí. La
presencia inesperada de una víctima extraña hizo sin duda que el moro
volviera en sí de su furiosa obcecación; conmoviose todo, pareció que
un velo se descorría ante sus ojos, arrojó el puñal, quiso recobrar su
aplomo, pronunció algún verso tremendo clavando sus manos en mí, como
si yo fuera Edelmira; esta, desprendiéndose de mis brazos, cayó al
suelo desmayada, y al punto nos vimos rodeados de multitud de personas.
Todo esto pasó en unos cuantos segundos.



XXVI


El escenario se llenó de gente. Lesbia, alzada al instante del suelo,
fue objeto de los más solícitos cuidados. Al poco rato desvaneciose
su desmayo, abrió los ojos, y dijo algunas palabras. No tenía la
más ligera lesión, y todo había concluido sin más consecuencias
que las del susto. Su palidez y la alteración de su semblante eran
extraordinarias; pero aún había entre los circunstantes una persona
más alterada y más pálida: era mi ama.

Isidoro parecía embrutecido y avergonzado. Transcurrió media hora, y
cuando fue indudable que no había ocurrido la desgracia que se temía,
entablose una discusión muy viva sobre aquel acontecimiento, que la
mayoría de los presentes consideraba bajo el punto de vista artístico;
y era opinión de muchos que exaltado hasta un extremo de delirio el
genio artístico de Máiquez, se identificó con su papel de un modo
perfecto.

--Pues lejos de ser este el camino de la perfección artística --dijo
Moratín--, lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las
ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante
realidad.

--Ni eso es representar, ni eso es nada --dijo Arriaza, que como es
sabido detestaba a Isidoro--. Desde que ese caballero introdujo aquí la
escuela francesa, ha corrompido el arte de la declamación.

--Nunca he visto a Máiquez tan apasionado y fogoso --indicó un
caballero que se unió al grupo--. Me parece que en la escena ha pasado
algo extraño a la comedia.

Otro joven acercó sus labios al oído del primero, y por un rato le
habló en voz muy baja. Después a los cuchicheos siguieron las risas.
Pasó Mañara no lejos de allí, y todos fijaron la vista en él.

--Bien se explica la ferocidad de Isidoro --dijo uno.

--Hasta aquí --añadió Moratín-- siempre se le ha visto contenerse
dentro del límite de las conveniencias escénicas.

--Me acuerdo de cuando Isidoro era un pedazo de hielo --dijo Arriaza--.
En el teatro no le llamaban sino el _marmolillo_.

--Es verdad --repuso Moratín--. Pero cuando volvió de París vino muy
corregido, y no puede negarse que es un actor de gran mérito. En lo
patético no tiene igual; en lo trágico suele carecer de fuego: pero
esta noche lo ha tenido con exceso.

--Le he tratado bastante --dijo un tercero--. Es hombre de pasiones
enérgicas. Como actor consumado, comprende bien que el arte es una
ficción, y representando no deja nunca de ser comedido y decoroso. Esta
noche, sin embargo, le hemos visto tal cual es.

Otro personaje se acercó al grupo.

--¿Qué le ha parecido a usted, señor duque, el desenlace de la
tragedia? --le preguntó Arriaza.

--¡Magnífico! Esto se llama representar --contestó el marido de
Lesbia--. Parecía aquello la misma realidad. Pero no consentiré que
mi esposa salga otra vez a la escena. Representa demasiado bien y
entusiasma y trastorna a los actores que la acompañan.

Un abanico tocó el hombro del señor duque: volviose este, y Amaranta
entró en el corrillo. Todos la saludaron, disputándose a porfía el
honor de dirigirle la palabra. Ella habló así:

--Bien dije a usted, señor duque, que no había nada que temer. Un
exceso de inspiración dramática y nada más.

--El exceso es malo en todo: yo creí que la duquesa iba a perecer a
manos de Isidoro por un exceso de inspiración.

--Además --dijo Amaranta--, quizás alguna causa que no conocemos...

Al decir esto pareció que los pies de la hermosa dama habían tocado
algún objeto arrojado en el escenario. Apartose ella vivamente,
apartáronse todos, y las faldas de Amaranta, al deslizarse sobre el
piso, dejaron ver un papel arrugado. Como si aquel papel fuera un
tesoro de inestimable precio, Amaranta bajose a cogerlo, y después de
mirarlo rápidamente lo guardó en su bolsillo. Era la carta fatal, como
diría un novelista.

--¿Alguna causa que no conocemos?... --preguntó el duque continuando la
conversación interrumpida.

--Sí --contestó la dama--; y me parece que puedo sacarle a usted de
dudas... Pero tengo que ir al cuarto de la González. Allí le aguardo a
usted y hablaremos.

Quedaron solos los hombres otra vez. La marquesa atravesó la escena
preguntando por Isidoro.

--¿Será posible --decía-- que no pueda representarse _La venganza del
Zurdillo_? ¡Pepa!... ¿Pero dónde está Pepa?

Esta pregunta se dirigió a mí, y al instante marché en busca de mi ama.
No estaba en su cuarto, y sí en el de Máiquez, quien una vez pasada la
excitación del terrible momento, se esforzaba en aparecer tranquilo
y hasta risueño, aunque era fácil conocer que la rabia no se había
extinguido en su pecho.

--¡Qué broma tan pesada, Isidoro! --dijo la marquesa asomándose a la
puerta--. Aún no me he recobrado del susto.

--Es verdad, señora --dijo el actor--; pero la señora duquesa tiene la
culpa, por la perfección con que ha hecho su papel. Su incomparable
talento tuvo el don, no solo de trasportarla a ella, sino de
trasportarme a mí mismo a la esfera de la realidad. Jamás me ha pasado
cosa igual desde que piso las tablas. Un actor inglés, representando en
cierta ocasión a Otelo, mató a la cómica que hacía de Desdémona. Esto
me parecía inverosímil; pero ahora comprendo que puede ser verdad.

--¿No se suspenderá _La venganza del Zurdillo_?

--Por ningún caso. Hace falta reír un poco, señora marquesa.

Retirose esta y después que salieron algunos amigos de Máiquez, que le
acompañaban, el actor quedó solo con mi ama y conmigo.

--Ven acá --me dijo el actor, apretándome vigorosamente el brazo--.
¿Quién te dio aquella carta?

Señalé a mi ama.

--Fui yo --dijo esta--. Quería que conocieras el corazón de Lesbia.

--¿Por qué no me la diste en otra parte? Me has puesto al borde del
abismo; he estado a punto de cometer un crimen. Mi furor fue tan
grande cuando leí aquel papel, que lo olvidé todo, y aunque en el
instante en que estuve fuera de la escena procuré serenarme, mi cólera
se encendió más, y... ya sabes lo que pasó. Cuando la vi en la escena
final quise contenerme; pero sus miradas, su acento, me irritaban cada
vez más, y sentí en mí una crueldad, una ferocidad que nunca había
conocido. Recordaba sus tiernas promesas, sus apasionados arrebatos
de amor, su falsa sencillez, y por un momento creí que hasta era un
deber castigar a aquel monstruo de falsedad e hipocresía. Cuando saqué
el puñal y advertí que era una hoja de acero, experimenté un placer
indecible. ¡Ay, Pepa! ¡Qué momento! No sé cómo no la maté, no sé cómo
en aquel instante no me perdí y me deshonré para siempre. Si Gabriel no
se hubiera abrazado a ella cubriéndola con su cuerpo, creo que a estas
horas... no lo quiero pensar.

--A estas horas --dijo mi ama-- estarías llorando sobre el cadáver de
tu amante, herida por tu propia mano.

--No, Pepa, no; ya no la amo. La lectura de la carta ha ahuyentado
de mí todo sentimiento amoroso: ya no tengo para ella más que un
desprecio, una repugnancia de que no puedes formar idea. Me espanto de
haber amado a semejante mujer. Pero di: ¿fuiste tú quien trocó el puñal
de teatro por la hoja de acero?

--Sí; yo fui.

--¿Luego tú --exclamó con asombro-- lo preparaste todo? ¿Qué interés,
qué intención...?

--¡La aborrezco con toda mi alma!

--¡Y quisiste hacerme instrumento de un crimen! Hace poco hablabas de
tu venganza. ¿Por qué aborreces a Lesbia?

--La aborrezco porque... porque la aborrezco.

--¿Y no te remuerde la conciencia de un sentimiento que te lleva hasta
el crimen?

--¡La conciencia!... ¡Un crimen! --dijo mi ama con cierta enajenación,
y después, ocultando el rostro entre las manos, empezó a llorar
amargamente, exclamando--. ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!

--Pepa, ¿qué tienes? ¿qué es eso? --dijo Isidoro sentándose junto a
ella, y apartándole la manos del rostro--. Pero tú... Conque tú... De
modo que tú...

Dieron golpes en la puerta, y una voz dijo:

--El sainete: que va a empezar el sainete.

El aviso no distrajo a los dos actores. Pepa seguía llorando e Isidoro
lleno de asombro.



XXVII


Creí prudente retirarme, no solo porque allí no hacía falta ninguna,
sino porque en mi mente bullía inquietándome mucho, un proyecto, que al
fin decidí poner en ejecución sin pérdida de tiempo. Dirigime lleno de
resolución al cuarto de mi ama, Amaranta estaba allí y estaba sola.

--¡Oh, Gabriel! --me dijo--, ¿tienes valor para presentarte delante de
mí? ¿Sabes que tienes un modo singular de despedirte? Veo que eres un
farsantuelo de quien nadie debe fiarse. Di: ¿es esa la lealtad con que
tú acostumbras pagar a tus favorecedores?

--Señora --repuse desafiando el rayo de sus ojos, como el marino
desafía la tempestad--, el oficio a que usía me pensaba dedicar en
palacio no era de mi gusto. Si no me despedí de mi ama, fue porque el
temor de que me prendieran me obligó a salir del real Sitio.

--No puedo negar --dijo riendo-- que te burlaste con mucha gracia del
licenciado Lobo. Bien decía yo que eras un chico de mucha disposición.
Pero el talento más fecundo permanece oculto hasta que encuentra
ocasión de mostrarse. Aquel rasgo de ingenio habría sido completo,
habría sido sublime, si me hubieras entregado la carta.

--No me la habían dado para usía.

--Lo cierto es que no fue a poder de su dueña. Pepa te la quitó, y ha
hecho de ella el uso que sabes. Tampoco ella quiso entregármela; pero
al fin la casualidad la ha traído a mis manos. ¿La ves?

--Creo que usía me la entregará, porque esa carta es mía, me pertenece,
tengo que devolverla a su dueño --dije con resolución.

--¡Devolvértela! ¿Tú estás loco? --exclamó Amaranta riendo como quien
oye un despropósito.

--Sí, señora, porque el recobrarla es para mí una cuestión de honor.

--¡Honor! --dijo la dama riendo más fuerte--. ¿Acaso tienes tú honor?
¿Sabes tú lo que es eso, chiquillo?

--¿Pues no lo he de saber? --respondí--. Cuando usía me propuso el
oficio de espía, sentí que se me subía un calorcillo a la cara; y me
pareció que me estaba viendo a mí mismo en aquel empleo y en los de
engañar, fingir y mentir... y viéndome me daba espanto... y un sudor
se me iba y otro se me venía, parque el tal Gabriel que mi madre echó
al mundo se entretiene a veces oyendo lo que él mismo se dice por
dentro acerca de la manera de ser caballero, decente y honrado. Cuando
la señora duquesa me pidió su carta, y yo no podía dársela, sentí el
mismo embarazo... y también me ocurrió que no devolviendo el papel, y
permitiendo que otras personas sigan haciendo mal uso de él, el señor
Gabrielillo no vale dos cuartos. Si esto no es el honor, que venga Dios
y lo vea.

Amaranta pareció muy sorprendida de estas razones, y me dijo con bondad:

--Tales ideas no son propias de ti. Tiempo tienes, cuando seas mayor,
de tener todo el honor que quieras. Cada vez te encuentro más propio
para desempeñar a mi lado los empleos de que te hablé. Me parece que
has empezado bien el curso en la universidad del mundo; y o mucho me
engaño, o te bastarán pocas lecciones más para ser maestro.

--Creo que usía no se equivoca --respondí--, y en cuanto a las
lecciones que usía me ha dado, me parece que han sido de provecho.

--¿Y no renuncias a tus proyectos de ser... como decías?... --me
preguntó irónicamente.

--No señora, sigo en mis trece --contesté sin turbarme--, y a lo mejor
va a tener usía el gusto de verme de príncipe o tal vez de rey en
cualquier reino que las damas de la corte sacarán para mí. Si no hay
más que ponerse a ello, como dice Inesilla.

--Pero di, chiquillo: ¿de veras creíste tú que ya te estaban labrando
la espada de general o la corona de duque?

--Como esta es noche. Y usía, que se me figuraba una divinidad
bajada del cielo para favorecerme, acabó de trastornarme el juicio,
enseñándome lo que debía hacer para echarme a cuestas el manto regio o
cuando menos para ponerme los galones de capitán general.

--Parece que te burlas; ¿qué quieres decir?

--Digo que desde que usía me dijo que el camino de la fortuna estaba
en escuchar tras de los tapices, y llevar y traer chismes de cámara
en cámara, se han arreglado las cosas de tal modo, que sin querer
estoy descubriendo secretos, y aunque quiero taparme las orejas, las
picaronas se empeñan en oír...

--¡Ah! tú quieres revelarme algo que has oído --dijo Amaranta con
complacencia--. Siéntate y habla.

--Lo haré de buena gana, si usía me devuelve la carta de la señora
duquesa.

--Eso no lo pienses.

--Pues entonces callaré como un marmolejo. En cambio contaré una
historia parecida a la que usía me refirió, aunque no es tan bonita. No
la he leído en ningún libro viejo, sino que la oí... Estas condenadas
orejas mías...

--Pues empieza --dijo la condesa con alguna perplejidad.

--Hace quince años había en Madrid una damita muy guapa, muy guapa,
que se llamaba... no me acuerdo de su nombre. Esto no pasaba en ningún
reino apartado ni antiguo, sino en Madrid, y no se trata de sultanes ni
de grandes ni pequeños visires, sino de una damita muy linda, la cual
damita se enamoró de un joven de buena familia que vino a la corte a
buscar fortuna. Parece que los padres se oponían; pero la damita amaba
ciegamente al joven; y como todo lo vence el amor, entre este y el
Demonio proporcionaron a los dos jóvenes entrevistas secretas que...

Amaranta se puso pálida, y su mismo asombro la tenía muda.

--Pues es el caso que la damita dio a luz una criatura --continuó.

--No estoy aquí para oír necedades --dijo Amaranta dominando su ira.

--Pronto concluyo. Dio a luz una criaturita: huyó el joven a Francia
temiendo ser perseguido, y los padres de la damita se dieron tan buena
maña para echar tierra a aquel negocio, que nada se supo en la corte.
La damita se casó después con el conde de no sé cuántos, y... nada más.

--Veo que eres rematadamente necio. No quiero oír más tus simplezas
--dijo la dama, cuyo semblante se cubría de vivísimo carmín.

--Aún falta un poquito. Más tarde lo descubrieron algunas personas, y
hablaron de esto en sitio donde yo lo oí; pero como soy tan curioso, y
ahora ando amaestrándome en los chismes y enredos para ver si llego a
general o a príncipe, no me contento con aquellas noticias, y voy a que
me dé más una mujer que vive a orillas del Manzanares, junto a la casa
de D. Francisco Goya.

--¡Oh! --exclamó Amaranta furiosa--. Sal de aquí, desvergonzado
mozalbete. ¿Qué me importan tus ridículas historias?

--Y como estas historias no tienen valor hasta que no se traen de aquí
para ahí, pienso comunicárselas a la señora marquesa, para que me
ayude en mis pesquisas. ¿No cree usía, señora condesa, que esta es una
excelente idea?

--Veo que sabes manejar la calumnia y las bajas y miserables intrigas.
Supongo quién habrá sido tu maestro. Vete, Gabriel; me repugnas.

--Me iré y callaré; pero es preciso que usía me vuelva la carta.

--Miserable rapaz: ¡quieres burlarte de mí, quieres medir conmigo tus
indignas armas! --exclamó levantándose de su asiento.

Su actitud decidida me turbó un poco; mas hice esfuerzos por reponerme,
y continué:

--Para hacer fortuna no hay medio mejor que el espionaje y la
intriguilla: el que posee secretos graves lo tiene todo, y ahora
salimos con que voy a conseguir dos mitras, ocho canonjías, veinte
bastones de coronel, cien capellanías, y mil plazas de contaduría para
todos mis amigos.

--Déjame, no quiero verte. ¿Has oído?

--Pero antes me dará usía la carta. Si no, he de llevar un recado a la
señora marquesa, o al señor diplomático, que como hombre reservado no
lo dirá a alma viviente.

--¡Ah! imbécil, cuánto te desprecio --dijo revolviendo en su bolsillo
con febril inquietud--. Toma, toma la carta, vete con ella, y jamás
vuelvas a ponerte delante de mí.

Diciendo esto arrojó en el suelo la carta que recogió un servidor de
ustedes.

Después sentándose de nuevo, volvió hacia mí su rostro siempre bello, y
me dijo:

--¿Quién te ha enseñado esas travesuras? Eres un necio.

--De los necios se hacen los discretos --contesté--. Dando con un
buen maestro... Si usía no me hubiera despabilado tanto... Oyendo y
viendo se aprende mucho, señora; y yo, desde que entré al servicio de
usía hasta hoy, no he desperdiciado el tiempo. Bien haya quien me ha
abierto los ojitos que ven y las orejitas que oyen. Para ser discreto
es preciso haber sido tonto.

Cuando pronuncié esta extraña sentencia, Amaranta echó sobre mí una
mirada de orgulloso desdén, y señalome la puerta. ¡Ay! estaba hermosa,
hermosa como nunca. Su noble ademán, sus mejillas teñidas de leve
púrpura, el incendio de sus ojos, la agitación de su seno encantaban la
vista, y no era posible aborrecerla. Indudablemente, señores, el mal es
a veces lindísimo.

Ya me marchaba, cuando entró el señor duque acompañado del diplomático.

--Aquí estoy, Amaranta --dijo el primero--. Me habló usted de causas
que no conocemos...

--No le hagas caso, sobrina --exclamó el marqués--. ¿Pues no ha dado
en la flor de estar celoso? Y dice que en el caso de Otelo él haría lo
mismo.

--Sí --dijo el duque--. Si yo sospechara de mi mujer la mataría.

--No me refería a nada que no fuese algún motivo artístico --indicó
secamente Amaranta.

--No consiento que mi mujer salga más a las tablas en compañía de ese
bárbaro Otelo. La pobrecita debe haber padecido mucho. Pero veo que
en mi ausencia han ocurrido grandes novedades. Parece que también han
querido ponerla presa. ¡Pobre cordera mía! ¿Cómo es posible que haya
dado motivos para eso...? Si es la bondad, si es la dulzura en persona.

--Son tantos los que han incluido en la causa... --dijo Amaranta--.
Pero por mediación mía se la puso al instante en libertad.

--¡Oh! Gracias, querida condesa. Verdad es que Lesbia es amiga de usted
desde la infancia, y entre amigas... ¿Y no se la molestará más?

--No --dijo el diplomático--. Felizmente puede arrancarse de la causa
todo lo que conviene, ¿no es verdad, sobrina?

--Sí; precisamente se ha hecho eso con todo lo que se refiere al
Príncipe, porque como ha confesado y hecho acto de contrición de todas
sus faltas... Los jueces tienen buena mano, y suprimirán todo lo que se
quiera, dejando la causa tal como convenga presentarla al público.

--Eso está muy bien dispuesto --afirmó el diplomático--, y prueba que
hay tacto en el Gobierno. ¿Y Napoleón?

--Napoleón ha exigido que no se le nombre para nada, y por esto ha sido
preciso eliminar también cuanto a él se refiere. Aunque consta que el
Príncipe le escribió y tuvo tratos con su embajador, los jueces se
comerán todas las declaraciones y documentos en que esto se vea, para
que Bonaparte quede contento.

--Bien, bien, eso me tranquiliza --afirmó el diplomático con mucho
énfasis--, y así lo pondré en conocimiento del Príncipe Borghese, del
Príncipe Piombino, de S. A. el gran duque de Aremberg. Por supuesto,
os encargo que no digáis a nadie mis propósitos; ¿lo oyes, Amaranta?
¿Lo oye usted, señor duque? ¡Ah! al duque no se le puede confiar un
secreto. Todo lo dice.

--¿Qué? --preguntó Amaranta.

--Por más que me empeño en que la más absoluta reserva sirva de
impenetrable velo a lo que ocurre entre la González y yo...

--El señor marqués no abandona sus antiguas mañas --dijo el duque.

--No, hijo; es que sin saber cómo ni cuándo... Nada he puesto de
mi parte. Hace tiempo que Pepita ha manifestado que hallaba en mí
cierto encanto... Pero la pícara no se cuida de disimular; ahora
mismo, durante el sainete, me echaba unas miradas... ¡Y qué bien
ha representado! Nunca la he visto tan alegre, tan graciosa, tan
juguetona, tan vivaracha. La verdad es que me está comprometiendo. ¿Lo
creerás, sobrina? Yo me empeño en ocultarlo, porque... ya sabes... ese
es mi carácter, y ella... pero si todo el mundo lo sabe. Al concluir
el sainete, no he podido menos de acercarme a ella y le he dicho:
«Disimule usted, Pepa; no olvide usted que la reserva es hermana gemela
de la... digo, del amor.» Sin duda por obedecer esta advertencia, se ha
marchado con Isidoro, fingiéndose muy contenta en su compañía. Ambos
iban muy amartelados, y cualquiera menos listo que yo, los habría
tenido por amantes.

--Tal vez --dijo Amaranta.

Salí del cuarto. Cuando después de buscar ávidamente a Lesbia por el
escenario, di con ella al fin y la entregué la carta, me dijo con mucha
ansiedad mientras la guardaba:

--¡Ah, Gabrielillo! Esta noche me has salvado la vida dos veces.



XXVIII


No quise estar más allí; salí decidido a huir para siempre del
vergonzoso arrimo de cómicos y danzantes, de damas intrigantuelas y de
hombres corrompidos y fatuos. Al salir, un vivo deseo de correr a casa
de Inés llenaba mi alma toda. Volé al cuarto piso tomando la pequeña
escalera, y por el camino, en mi precipitada marcha, iba arrojando los
postizos y adornos que me habían servido para la representación. Aquí
dejé las barbas y bigotes, allí las plumas de mi sombrero, más allá la
escarcela, y por último eché a rodar el tahalí y el collar. Me parecían
prendas de ignominia que no debían ir sobre mí al presentarme en la
casa del reposo.

Subí y entré: el padre Celestino me abrió la puerta, y al punto advertí
que sus ojos habían llorado.

--La pobre doña Juana ha muerto hace dos horas --dijo contestando a mis
preguntas.

Esta noticia dio a todo mi ser el frío y la inmovilidad de una estatua.
Sepulcral silencio reinaba en la casa. En el fondo del pasillo vi
la puerta de la sala, cuyo recinto iluminaba una claridad rojiza.
Acerqueme con pasos lentos y conteniendo con la mano el latir de mi
corazón que parecía querer salírseme del pecho. Desde el umbral vi el
cuerpo de la santa mujer vestido de negro, y sobre el mismo lecho en
que había sido abandonado por el alma: sus manos cruzadas en actitud
de orar, sus cerrados ojos y la apacible y tranquila expresión de
su semblante blanco como el mármol, más que el aspecto de la triste
muerte, dábanle la fisonomía propia de un recogimiento meditabundo y de
aquel místico sueño que es en las gentes de exaltada piedad, como un
viaje al cielo para volver.

Junto a ella, y sentada en el suelo, con la cabeza entre las manos
y apoyada en el lecho, estaba Inés. Su llanto tranquilo era el
natural desahogo de un dolor resignado, propio de quien acostumbraba
a relacionar las penas y las alegrías con la voluntad de arriba. No
hizo movimiento alguno para mirarme, ni yo seguramente lo merecía. Una
sola vela de cera, cuya llama puntiaguda y movible señalaba al cielo
con leve oscilación, iluminaba la silenciosa sala; y las imágenes de
vírgenes y santos que había en la pared, como afectadas del fúnebre
cuadro, parecían tener en sus rostros inusitada gravedad.

A pesar de mi aflicción, yo experimentaba ante aquel espectáculo una
especie de alivio moral que me es imposible expresar con palabras.
Aquella tranquilidad que acompañaba a una gran pena, aquella paz de
espíritu que cubría el dolor, como las alas del misterioso ángel
protegen el alma, al salir turbada y temerosa del cuerpo pecador; aquel
silencio de la mujer muerta, que me hacía oír en lo profundo de mi
mente un lejano y celeste coro de triunfante música; el sereno llorar
de la huérfana, cuyo dolor modesto no acusaba a la suerte, ni a la
casualidad, ni a otro alguno de los irrisorios dioses que ha creado
el holgazán entendimiento humano; aquel aspecto de resignación; el
reposo imperturbable que ni aun la muerte había alterado en aquella
mansión de la conciencia pura, de los deberes, de la religión, del
sencillo amor, fueron para mi espíritu como un aura serena, como un
templado y regenerador ambiente que equilibra y uniforma la atmósfera
por tempestades revuelta o agitada por opuestas corrientes. Jamás he
podido comparar con más propiedad mi alma con la imagen de un terso
lago, de igual y no alterada superficie, ni jamás he distinguido con
tanta claridad el lejano fondo. Cual si mi pecho hubiese estado por
largo tiempo privado de fácil respiración, mis pulmones se dilataron y
mi aliento sacaba del corazón un gran peso.

El cura me sacó de tales abstracciones llamándome fuera.

--La pobre Juana --me dijo enjugando una lágrima-- no tuvo tiempo de
ver satisfecho el deseo de toda mi vida.

--¿Pues qué? Usted...

--Sí, hijo mío; poco antes de su muerte recibí este papel en que se me
nombra ecónomo de la iglesia parroquial de Aranjuez. Al fin se me ha
hecho justicia. No me ha cogido de nuevo, y bien te decía yo que había
de ser esta semana. ¿Ves, Gabrielillo? Dios ha acudido oportunamente a
nosotros en esta desgracia. Ya Inés no quedará desamparada, ni tendrá
que pedir auxilio a los parientes de Juana.

--¡Pobre Inés! --exclamé--. A ella consagraré mi vida entera. Viviré
por ella y solo por ella.

--¡Ah! --dijo el clérigo--. Ocurre una cosa singularísima, querido
Gabriel. ¿Sabes que la pobre Juana me ha hecho antes de morir una
revelación que... a ti puedo confiarlo porque casi eres de la familia.

--¿Qué?

--Después que confesó, llamome aparte y me dijo que Inés no es hija
suya... ¡Si vieras qué historia tan singular! Estoy confundido,
absorto. Pues, sí, Inés no es hija suya, sino de una gran señora que...

--¿Qué dice usted? --exclamé con asombro.

--Lo que oyes: la verdadera madre... ya comprenderás que en esto hubo
una de esas secretas aventuras, que deshonran a una noble familia. La
verdadera madre abandonó a esa pobre niña, y... ya te contaré despacio.

--Pero el nombre, el nombre de esa señora es lo que quiero saber.

--Juana iba a revelármelo: su relación la había fatigado mucho, y la
palabra tembló en sus labios ya paralizados por la muerte.

Tal noticia produjo en mí espantosa confusión: volví a la sala y
contemplé a la muerta, casi esperando que sus labios pudieran articular
el deseado nombre.

--¿Es posible, Dios mío --dije dirigiendo mi mente al cielo--, que no
hagas bajar un rayo de vida a este yerto cadáver, para que su fría
lengua se mueva y pronuncie una sola palabra?

En mi ansiedad, hasta tuve por un momento la esperanza de que el
cadáver, reanimado por mis ruegos, volviese a la vida para revelarme el
nacimiento de Inés.

--¡Qué loco soy! --dije después--. No faltarán medios de averiguarlo.

Desde entonces Inés fue para mí el resumen de la vida. Si antes no la
hubiera amado, su desgracia me habría inclinado con invencible fuerza
hacia ella. Empleé los dos mil reales en el entierro de la difunta, y
en el viaje que el padre Celestino y la huérfana hicieron a Aranjuez,
donde se instalaron. Yo regresé a Madrid. Inés reclamada después
por los parientes de doña Juana sufrió martirios y desgracias, cuyo
recuerdo hace aún estremecer de angustia mi corazón. Creimos al fin
asegurada nuestra felicidad; pero vinieron aciagos y terribles días:
vino la revolución de Aranjuez; vino el Dos de mayo, día de sangre
y luto; los franceses inmolaron muchas víctimas; Inés cayó en poder
de los invasores... pero ahora me faltan fuerzas para relatar tan
horrorosos acontecimientos. Estoy fatigado y necesito tomar aliento
para seguir contando.


FIN DE LA CORTE DE CARLOS IV

  Madrid.--abril-mayo de 1873



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