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Title: Eneida; v. 2 de 2
Author: Marón, Publio Virgilio
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Eneida; v. 2 de 2" ***

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                          BIBLIOTECA CLÁSICA.

                                TOMO X.

                                ENEIDA

                                  POR

                         PUBLIO VIRGILIO MARON

                   TRADUCCIÓN EN VERSOS CASTELLANOS

                                  POR

                          MIGUEL ANTONIO CARO

                                  ——
                               TOMO II.
                                  ——

                                MADRID
                    LIBRERÍA DE HERNANDO Y COMPAÑÍA
                       Calle del Arenal, núm. 11
                                   —
                                 1902




TRADUCTORES ESPAÑOLES DE LA ENEIDA.


I.

TRADUCTORES CASTELLANOS.

(_a_) El afamado intérprete frances de la _Eneida_, Barthélemy (París
1838), parece dar por sentado que la version más antigua del poema
virgiliano es la del obispo Saint Gelais, dedicada á Luis XII en
1500. Inverosímil se nos antoja semejante especie, áun tratándose
de interpretaciones francesas, y por lo que hace á nosotros, los
castellanos, desde 1428 poseíamos una traduccion completa en prosa, que
si no es la primera de todas las neo-latinas, como suele afirmarse, á
lo ménos merece lugar entre las más vetustas. Compendios italianos y
catalanes existian ántes, pero la reproduccion íntegra y más ó ménos
fiel del texto virgiliano era una verdadera novedad y un importante
servicio á la causa del Renacimiento y á las lenguas vulgares.

Cabe la gloria de tal empresa á D. Enrique de Aragon, más generalmente
conocido por el título de _Marqués de Villena_ que por el suyo
verdadero, de conde de Cangas de Tineo. Su traduccion de la _Eneida_
no se ha impreso nunca, ni queda de ella manuscrito completo en ninguna
Biblioteca: para completarla es preciso reunir los códices de Madrid,
de Sevilla y de París, que iremos describiendo.

El de la Biblioteca Colombina es el más antiguo y completo de los que
tenemos en España. Códice en papel, á dos columnas, 142 folios, letra
del siglo XV. Fáltanle al comienzo pocas hojas que debian contener los
primeros capítulos del libro I de la _Eneida_. Así es que empieza por
la traduccion de los versos: «_Gens inimica mihi Thyrrenum navigat
æquor_...» «Los vientos, sepas qué gente á mi enemiga navega por el
mar tirreno, es á saber, de italia, los ylionios, es á saber troyanos,
trayendo á Italia é los vencidos diosses secretos.»

Abarca este códice los seis primeros libros sin glosas. Preliminares
nunca hubo de tenerlos, porque en el _Registrum_ de D. Fernando Colon
aparece notado de esta suerte: «Seis libros de las Eneidas de Virgilio,
traducidas de latin en castellano por D. Enrique de Villena.» Divídense
por capítulos. El primer libro incipit: «Yo Virgilio en verso cuento
los fechos.» El sexto desinit: «Los navíos en la ribera.»

Tiene este códice en la actual numeracion de la Colombina la signatura
AA.-144-8. Al folio 142 dice: «Aquí se acaba el sexto libro de la
Eneyda de Virgilio de la primera parte»[1].

La Biblioteca Nacional posee en dos códices modernos (M. 16 y 17), pero
mucho más el primero que el segundo, los mismos seis libros que la
Colombina. Pellicer[2] no pudo ver más que los tres primeros, porque
en su tiempo no existia otra cosa en la Biblioteca. Poco despues de la
publicacion de su libro, sabedor D. Tomás A. Sanchez de la existencia
del códice hispalense, solicitó y obtuvo del bibliotecario de la
Colombina, Galvez, copia de los otros tres, remitiéndole en cambio los
principios que faltaban al de Sevilla. Una nota antigua (quizá del
mismo D. Enrique), copiada al frente del códice M. 16, nos informa
que aunque el de Villena dedicó su traslación al Rey de Navarra, «por
cuya instancia la fizo... non ge la presentó porque antes que fuesse
puesta en pergaminos é bien escrita... se levantó discordia é guerra
entre el señor Rey de Castilla á quien el dicho D. Enrique avia por
soberano señor y el señor Rey... de Navarra, por ende abstúvose de lo
facer tanto beneficio ni aver con él comunicacion en este presente,
reservándola por la comunicar á otros caballeros del Reino...»

En otra apostilla del márgen suplica el intérprete á los copistas que
escriban el libro «con glossas segun aquí está cumplidamente, porque
los secretos ystoriales y los integumentos poéticos lleguen á noticia
de los lectores.» Y tan adelante lleva D. Enrique este empeño, que
hasta califica de «tentacion y sujeccion diabólicas» el deseo de
trasladar el texto sin las glosas. Eran á no dudarlo, y precisamente
por su misma erudicion indigesta, que él llama «fructuosa doctrina,»
la parte de su trabajo que más le placía; pero los amanuenses le
obedecieron mal, pues ni el códice de Sevilla ni el de París tienen
glosas.

A las instancias y _ruegos muy afincados_ de D. Juan II de Navarra
debieron nuestras letras esta version, dado que «él, leyendo y faciendo
leer ante sí la comedia del Dante falló que alababa mucho á Virgilio...
y fizo buscar la dicha Eneyda, si la fallaria en romance, porque él non
era bien instruido en la lengua latina, y non fallándola ni aun quien
tomar quisiesse cargo de la sacar de la lengua latina á la vulgar, por
ser el texto suyo muy fuerte y de diversos vocablos y ystorias non
ussadas, y aun porque estas obras poéticas non son mucho ussadas en
estas partes...» tuvo que acudir á D. Enrique, el cual se prestó á ello
«por captar su benevolencia... porque se acordasse de le desagraviar de
su heredad que le tenía tomada contra justicia.»

La altisonante y archi-latinizada dedicatoria de D. Enrique al Rey de
Navarra, es bastante conocida, y Pellicer la trae en su Biblioteca.

En el _Prohemio_ ó Preámbulo da el traductor algunas noticias de
Virgilio y de sus obras (acerca de los poemas menores _Culex_, _Ciris_,
etc., dice que «los hizo traer de Florencia D. Enrique de Villena,
cá d’antes en Castilla non se fallaban de Virgilio estas obras si
non la bucólica y la geórgica y la Heneyda»), y por lo que toca á su
traduccion anuncia que tendrá «tal manera que non de palabra á palabra
ni por la órden de palabras que está en el original latino, mas de
palabra á palabra segund el entendimiento y por la órden que mejor
suena en la vulgar lengua, en tal guissa que alguna cossa non es dexada
ó pospuesta... de lo contenido en su original, antes es aquí mejor
declarada... por algunas expresiones que pongo acullá subintellectas...
Los diversos autos de cada libro partí por capitulos... magüer Virgilio
sin distincion capitular fizo cada libro, solo texiendo aquel de
continuados versos.»

Tardó D. Enrique en hacer este trabajo (segun se advierte en una de las
glosas) un año y doce dias, interpolando la tarea virgiliana con otras,
cuales fueron la de poner en castellano la Divina Comedia de Dante y
la Retórica Nueva de Tulio, sin otras obras menores de «Epístolas é
Arengas é Proposiciones é Principios...» prueba todo ello de facilidad
maravillosa. Comenzóse el 28 de Setiembre de 1427.

El códice M.-16 tiene glosas, pero no el 47, como copia que es del de
la Colombina.

En un códice de 311 folios útiles, escrito en papel, letra del siglo
XV, posee la Biblioteca Nacional de París (señalado con el núm. 7812
en los catálogos antiguos, y con el 207 en el _fondo español_ moderno)
nueve libros de la _Eneida_ desde el cuarto hasta el duodécimo.

Tras una hoja desparejada, cuya vuelta está en blanco, viene el
principio del códice (en letra roja) de esta manera: «Aquí comiença el
quarto libro de la Eneyda de Virgilio, en el qual se pone como la Reyna
Dido casó con Eneas, é despues por monicion de los dioses se partió de
Cartago é se fué en Italia, é la dicha Reyna se mató por su partida.»

Sigue el texto dividido en capítulos. Al márgen hay breves notas que
generalmente empiezan: «_In latino dicitur sic_...» Otras veces son más
extensas, por ejemplo, la relativa á Mercurio en el folio 15.

El libro XII termina así: «A aquel, es á saber, Turno solviéronse los
miembros de frio é la vida con gemido fuyó indignada de yus de las
sombras.--Aquí fenesce el dozeno libro de la Eneyda, et toda la obra
quanto en esta materia dexó fecho Virgilio á su finamiento, magüer
oviesse voluntad de proceder más adelante. Et segunt opinion de algunos
fasta la muerte de Enéas avíe de continuar, la qual Eneyda despues
fué corregida por Tuca é Varo por mandado de Octhoviano, segunt los
exponedores declaran.»

«Este dicho libro de la Eneyda escribió Juan de Villena, criado del
senyor ynygo lopes de Mendoça senyor de la Vega. É lo acabó sábado
primero dia de Setiembre en la villa de Guadalfaxara, anyo del
nascimiento de nuestro salvador Jhsuxpto de mill é quatrocientos é
treynta é seis anyos.»

El Sr. Ochoa, al registrar este ms. en su _Catálogo_, tomó por nombre
de autor el del copista. Pero gracias á la diligencia del Sr. Amador
de los Rios, y sobre todo, del conde de Circourt, que le ayudó en esta
indagacion, pudo comprobarse que los tres primeros libros de los nueve
corresponden exactamente á los códices que en España se conservan, y
que por consiguiente los otros seis pertenecen de igual modo á la
version de D. Enrique, no habiendo diferencia de estilo, y sabiéndose
que el de Villena tradujo toda la _Eneida_. Además, el número de
capítulos es exactamente el mismo que anuncia D. Enrique en su
Prohemio: 346 para toda la obra, que con los 20 párrafos del _Prohemio_
hacen 366, uno para cada dia del año.

Aun se conservan otros dos códices fragmentarios del trabajo de D.
Enrique. En la Biblioteca de la Santa Iglesia de Toledo hay un códice
en folio menor, escrito á dos columnas, en 480 fojas, así encabezado:
«Aquí comiençan las glosas sobre el primero y segundo libro de la
Eneyda de Virgilio que fizo D. Enrique de Villena.» Contiene el
Prohemio además de las glosas, ni éstas se refieren sólo á los dos
primeros libros, sino tambien al tercero.

Finalmente, en la Biblioteca de los Duques de Hijar, examinó mi
excelente amigo D. Damian Menéndez Rayon otro códice en folio menor,
167 ps. sin foliar, las más en papel y las restantes en vitela: el
cual, además de la dedicatoria y prohemio, contenía los tres primeros
libros de la _Eneida_ de D. Enrique con sus glosas. De este códice
parece haber sido copiado el de la Biblioteca Nacional.

Termina con esta suscripcion:

      Finito libro sit laus et gloria Christo,
    Qui scripsit scribat, semper cum Domino vivat,
    Vivat in cœlis hic scriptor mente fidelis,
    Sint adjutores cœlesti habitatores:
    Martinus Sanctii vocatur: qui scripsit benedicatur.
    Et fuit perfectus XVIII Junii anno Domini
    1442.

Doña Isabel la Católica poseyó en su Biblioteca[3] «un libro de romance
de papel, que son las _Enéidas de Virgilio_, glosado un pedazo, de
D. Enrique de Villena, con unas coberturas de tabla, guarnecidas en
carmesí aceituní de pelo, con unas flocaduras al derredor de seda verde
é oro, bordadas en la una parte de las armas de Diego Arias con unos
tejillos verdes de cobre dorado.»

Insensatez sería buscar en esta version rastro ni sombra de la poesía
del original. Aun en cuanto á fidelidad deja harto que desear, así por
descuidos y malas inteligencias del traductor, como por las estragadas
copias que hubo de tener á la vista. Pellicer notó ya el desatino
de traducir, v. gr., el _Tu das epulis accumbere Divum_, por _Tú
eres aquella que das viandas á comer á los dioses_. Pero no abundan
estos _lapsus_ tanto como pudiera creerse, ni tuvo razon Ticknor para
censurar tan ágriamente como lo hace el capítulo I del primer libro
(que es la parte publicada por el mismo Pellicer), juzgando por ella
que «el Marqués sabía poco latin.» A la verdad, aquel trozo puede
traducirse con mucha más elegancia, pero no con más exactitud. Hasta
hay frases felices: «_ira recordante_» _memorem ob iram_, que dice el
Mantuano.

Como monumento filológico presenta interes el libro de D. Enrique,
no porque la lengua allí empleada sea la castellana de ninguna
época, sino porque acusa el vano y tenaz empeño de los eruditos por
latinizarla desacordadamente, usando de inversiones extrañas y de giros
y construcciones pedantescas, que ni son latinas ni castellanas.
_Secundacion preceptiva_, dice nuestro traductor, en vez de _obediencia
á los preceptos_.

Un ejemplo, escogido sin particular empeño, mostrará á dónde llega
esta manía. Es del libro IV: «Llegado Mercurio... al sito do son los
reales hedeficios de la cibdat de Cartago, falló á Eneas acustioso
en la fundacion de las fortalezas é alturas de aquellas: _nuevas_
mandando fazer _obras_ le vido, é de _ricas_ compuesto _vestiduras_.
Traye la estrellada espada con dorada vayna. E el manto con _punctas_
cubierto de color tiriano bermejo, colgado de los hombros... La
Reyna Dido las telas é texeduras dél departiera con delicado oro. E
mostrándose á él Mercurio en el encuentro, _tales_ le dixo _palabras_:
Tú agora hedificas los altos fundamentos de Cartago é _fermosa_ labras
_cibdat_», etc.[4].

(_b_) Gallardo menciona por incidencia una traduccion de libro II de
la _Eneida_ en coplas de arte mayor, publicada en 1528 por Francisco
de las Natas[5]; pero ni la he visto, ni nadie da noticia de ella.
Su autor, que lo fué tambien de la _Comedia Tidea_, obra rarísima,
perteneciente al género de las Celestinas, y cuyo único ejemplar
conocido está en la Biblioteca Real de Munich, fué _beneficiado de la
iglesia parroquial de Covarrubias y de la iglesia de Santa Cruz del
lugar de Revilla Cabriada_. Tal se titula al principio de la _Tidea_.

Barrera[6] sospecha (á mi ver, sin fundamento) que estos títulos sean
burlescos, y el nombre mismo un seudónimo.

(_c_) El Dr. Gregorio Hernandez de Velasco, de quien cantó Lope de Vega:

      «Acudiendo el primero
    El Títiro español, nuevo Sincero,
    Cuya divina musa toledana
    Dió poder á la lengua castellana,» etc.,

conocido por sus versiones de las églogas 1.ª y 4.ª de Virgilio y del
_Parto de la Vírgen_ de Jacobo Sanázaro, dió á la estampa su traduccion
poética de la _Eneida_ mucho ántes que Aníbal Caro la suya italiana. La
edicion príncipe de ésta es de 1581 por los Juntas. De la castellana
conozco las siguientes impresiones:

_Los doze libros de la Eneida de Virgilio, príncipe de los poetas
latinos, traduzida en octava rima y verso castellano. En Anvers, en
casa de Juan Bellero._ Sin año.

Al fin dice:

«_En Anvers, en casa de Gerardo Smits, á la costa de Juan Bellero._»
12.º, 599 pp. (hay una sin foliar), inclusos los preliminares.

Salvá y otros tienen por primera edicion ésta, de la cual son copias
todas las anteriores á la de Toledo por Juan de Ayala.

2.ª ed.--_Los doze libros de la Eneida de Virgilio, príncipe de los
poetas latinos, traduzida en octava rima y verso castellano. En Anvers,
en casa de Juan Bellero, en el Halcon._ MDLVII (1557). Ocho hs.
preliminares sin foliar, y 647 páginas foliadas (la última no tiene
numeracion.)--Ejemplar de mi Biblioteca.

No hay más señas de impresor que estas: _Typis A. T._

A la vuelta de la portada se lee un soneto anónimo en alabanza del
traductor:

    «Diez y seis siglos ha revuelto el cielo...»

Los demás preliminares son: una _Advertencia del impresor á los
lectores_, dos epigramas latinos sin nombre de autor, y la traduccion
en tercetos de los versos que forjó algun gramático, suponiéndolos
compuestos por Augusto cuando Virgilio mandó quemar la _Eneida_.

En el prólogo leemos:

«Esta diligencia tenía sola España por hacer hasta ahora: no sé la
causa. Bien creo que no ha sido falta de buenos ingenios. Mas por
ventura no han echado de ver la falta que este Autor hacía en nuestra
lengua..., ó lo que es más posible, creo yo por cierto que no ha
faltado quien haya tomado tan honesto trabajo, sino que se habrá
contentado con hacerlo sólo para su ejercicio y contentamiento, sin
querer comunicar sus trabajos á quien, en lugar de se los agradecer,
se los murmure. Lo qual ha sido buena parte de causa para que el autor
de esta traduction no la haya permitido publicar algunos años ántes,
y para que ya que á instancia de algunos amigos suyos permitió que
saliesse á luz dexe en silencio su nombre.»

Tampoco le revelaron sus apologistas, contentándose con decir que era
toledano:

    _Toletum invisit_...
    _Et loca quæ aurifluo perfluit amne Tagus..._

3.ª ed.--Anvers, Juan Bellero (_Typis, A. T._), 1566, 12.º Hecha á
plana y renglon sobre la anterior. Tiene el mismo número de páginas.

4.ª ed.--Anvers, Juan Bellero, 1572, 12.º Nueva tirada, idéntica á las
dos anteriores.

Además de estas reimpresiones antuerpienses, debió de haber otras tres
(hoy desconocidas), puesto que la de Toledo se titula _octava_.

--«_La Eneida de Virgilio, príncipe de los poetas latinos, traduzida
en octava rima y verso castellano: ahora en esta última impression
reformada y limada con mucho estudio y cuydado, de tal manera que se
puede dezir nueva traduccion. Hase añadido en esta octava impression
lo siguiente: Las dos Eglogas de Virgilio, Primera y Quarta. El libro
tredécimo de Maffeo Vegio. Una Tabla que contiene la declaracion de
los nombres propios y vocablos y lugares dificultosos._» Toledo, por
Juan de Ayala, 1574, 4.º, 8 hs. preliminares, 127 fols. y 3 de la
declaracion ó Tabla. (B. Nacional.)

Las variantes entre esta edicion y las de Amberes son notabilisimas y
contínuas. Casi siempre mejoran el texto. Citaremos alguna muestra, y
sean dos octavas de la narracion de la muerte de Príamo en el libro II.

Ed. de Amberes:

    En medio del palacio un grande altar
    Al descubierto cielo puesto estaba,
    Y un laurel alto y muy antiguo á par.
    Su sombra los Penates abrazaba.
    Qual suele espessa en tempestad bajar
    La banda de palomas, tal andaba
    Hécuba con sus hijas rodeando
    Aqueste altar, los dioses abrazando.

    Esto en diziendo, un débil dardo ayrado
    El animoso viejo le arrojó,
    El qual del ronco azero rechazado
    En lo alto del escudo se colgó.

  · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

Ed. de Toledo:

      Un grande altar en medio el patio havia,
    Do á cielo abierto el Rey sacrificaba,
    Un laurel viejo y alto le cubria,
    La sombra los Penates abrazaba.
    Cual baja espessa en la borrasca fria
    La banda de palomas, tal andaba
    Hécuba con sus hijas rodeando
    Aqueste altar, los Dioses abrazando.

    Dijo, y lanzóle un débil rayo airado
    El animoso viejo, áun no rendido,
    El qual del ronco acero rechazado
    En lo alto del escudo quedó asido.

La primera enmienda es felicísima. En la segunda llevó Hernandez de
Velasco demasiado léjos la aversion á los agudos, comun en nuestros
versificadores clásicos.

La edicion toledana es matriz de todas las que siguieron, á excepcion
quizá de la de Amberes, 1575, 12.º, que probablemente se ajusta á las
cuatro de Bellero.

--«_La Eneida, etc. Háse añadido á la primera impression lo siguiente:
Las dos Eglogas de Virgilio, Primera y Quarta. El libro tredécimo de
Mapheo Veggio... La moralidad de Virgilio sobre la letra de Pitágoras.
Una tabla. La vida de Virgilio._» Toledo, Diego de Ayala, 1577, 12.º,
10 hs. preliminares, 321 fols. y 39 de Tabla.

--Alcalá, por Juan Iñiguez de Lequerica, 1585-1586.

--Zaragoza, Lorenzo y Diego de Robles, hermanos, 1586, en 8.º

--Lisboa, 1614, por Vicente Alvarez, 11+482 fols. sin la Tabla.

--En Valencia, en la oficina de Benito Montfort, año 1776, 2 tomos 8.º,
con una advertencia del impresor. No contiene los preliminares de las
antiguas; pero sí el _Suplemento_ de Mapheo y la Tabla.

--Valencia, en la oficina de Josef y Thomas de Orga. Año MDCCLXXVIII
(1778). Llena los tomos 4.º y 5.º de las _Obras de P. Virgilio Maron,
ilustradas con varias interpretaciones y notas en lengua castellana_,
coleccion dirigida por Mayans.

--Valencia, en la oficina de Benito Montfort. Año 1793. 2 ts. 8.º
Reproduccion exacta de la de 1776.

--Valencia, por los hermanos de Orga. (Reimpresion _ad pedem litteræ_
de las _Obras de Virgilio_, etc., impresas en 1778.)

--Madrid, 1779, por Francisco Xavier García, 2 ts. 8.º

--París, 1838, en la edicion políglota de Montfalcon.

Aunque Gregorio Hernandez adoptó para la mayor parte de su trabajo
el verso suelto, tradujo en octavas los discursos y narraciones, y
por tanto dos libros íntegros (el segundo y tercero). ¡Lástima que
no hubiese preferido la misma combinacion métrica para lo restante!
Fuera de Jáuregui (y éste gracias al admirable modelo que tenía á la
vista), ninguno de nuestros clásicos alcanzó el arte del verso suelto
con sus pausas, cortes y rítmicos movimientos. Hasta los tiempos de
Moratin y Jovellanos casi todos los versos blancos son pura prosa.
No se libra de este general defecto Hernandez de Velasco; pero á su
modo trata de dar plenitud y número á la versificacion con diversos
artificios, especialmente onomatopéyicos, y á veces lo consigue. Tiene
versos aislados muy valientes y trozos que pueden leerse sin enfado.
La parte que está en octavas es muy superior á lo restante. Parece que
al imponerse el traductor aquella traba, se corregia su desaliñada
facilidad, y si perdian un tanto en concision, haciéndose más
redundante y desleida la frase, ganaban no poco en rotundidad y armonía
sus metros. Y como Gonzalo Hernandez era poeta (aunque mediano, y de
ninguna suerte comparable con Aníbal Caro), pone, de vez en cuando, en
su verbosa interpretacion un como reflejo del sentimiento virgiliano,
máxime en el libro IV, que es el mejor traducido, con ser el más bello
y difícil:

      Mas la Reina feroz, temblando toda,
    Furiosa con tan fiero y crudo intento,
    Los ojos ya sangrientos revolvia,
    Llenas de azules manchas las mejillas
    Que le temblaban espantosamente.
    Teñida ya de amarillez funesta,
    Clara señal de la vecina muerte,
    Con ímpetu se lanza en lo secreto
    De su palacio, y súbese furiosa
    Sobre la alta hoguera, y desenvaina
    La espada del Troyano, dón ajeno
    Del crudo ministerio que esperaba,
    Ni para tal pedido ni guardado.

    Reclinóse tras esto sobre el lecho
    Y dijo aquestas últimas palabras:
      «¡Oh dulces prendas, quando Dios queria
    Y me era amigo mi infelice hado!
    Tomad aquesta mísera alma mia,
    Y dad fin dulce á mi mortal cuidado:
    Hoy es mi triste, postrimero dia,
    Ya el curso de mi vida es acabado.
    Hoy baja el alma de la grande Dido
    Al centro oscuro del eterno olvido.

  · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

    Dijo. Al momento acuden sus mujeres
    Al alboroto, y hállanla caida
    Sobre la aguda espada, ya muriendo,
    La espada de espumosa sangre tinta,
    Las blancas manos ya con sangre rojas.
    Alzan un alarido horrendo todas
    Que atruena el gran palacio y altas salas;
    Vuela la fama al punto á todas partes
    Por la ciudad confusa y turbulenta;
    Braman las casas todas, y resuenan
    Con amargos lamentos y gemidos
    Y con gritos y aullidos de mujeres:
    Y hiriendo sus pechos y sus rostros
    Hacen un triste són que rompe el aire,
    Cual si la antigua Tiro ó si Cartago
    Por fuerza de enemigos combatida
    Con horrenda rüina se asolara,
    Y por las cumbres y altos capiteles
    De las moradas de hombres y de Dioses
    Se embravecieran mil furiosas llamas.

  · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

Atendidas las dificultades enormes de traducir lo que es la perfeccion
misma, no deja de mostrar arte esta traduccion del _Ter sese
adtollens_, aunque los tres admirables versos del original estén
desleidos en siete, y haya algun prosaísmo:

      Tres veces, con las bascas de la muerte,
    Sobre el codo estribando, probó á alzarse;
    Mas otras tantas tornó á dar consigo
    Sobre la cama un lastimoso golpe,
    Y volviendo los ojos, que ya en muerte
    Nadaban, hácia el Cielo, vió su lumbre,
    Y viéndola, gimió porque áun vivia.

El último verso es de primer órden: no está traducido sino sentido
el _ingemuitque reperta_. Aníbal Caro, con ser más literal en la
expresion, es aquí ménos artista.

Considerado meramente como intérprete de un texto latino, G. Hernandez
es muy fiel, aunque amplifica y parafrasea demasiado. En esto tiene
alguna disculpa; se proponía hacer un Virgilio inteligible á todos,
y lo consiguió: su _Eneida_ apénas necesita notas. Era, sin duda,
eminente humanista, y su trabajo virgiliano conserva toda la estimacion
que puede tener una traduccion del siglo XVI hoy que tanto ha
adelantado la correccion de los textos. Puede consultársele todavía con
fruto: pocas veces yerra, y siempre en compañía de buenos intérpretes.

(_d_) Cristóbal de Mesa, ardiente secuaz de la escuela italiana, amigo
y panegirista del Tasso, á quien imitó con infeliz fortuna nada ménos
que en tres poemas épicos, publicó _La Eneida de Virgilio, traducida...
Madrid, por la viuda de Alonso Martin_, 1615. 8.º, 8 hs. preliminares y
356 foliadas.

Tiene esta version la extrañeza de estar en octavas y tercetos
alternados: lo cual asimismo vemos en las _Metamórphosis_ de Pedro
Sanchez de Viana. La dedicatoria es al rey Felipe III.

Poeta seco y versificador duro y difícil, quedó Mesa muy inferior
á Velasco, y su obra no fué reimpresa nunca. La traduccion de las
_Églogas_ y _Geórgicas_ que en 1618 publicó, supera bastante á
su _Eneida_. Entre nuestros humanistas del siglo pasado era casi
proverbial la ridícula traslación del _Intonuere cavæ, genitumque
dedere cavernæ_

    Retumbó dentro en su profunda _panza_.

(_e_) A estas dos traducciones poéticas, únicas que se hicieron en la
dorada edad de nuestras letras, deben añadirse dos en prosa. Es la
primera:

--«_Las Obras de Publio Virgilio Maron, traduzido en prosa castellana
por Diego Lopez... con comento y anotaciones. Valladolid, por Francisco
Fernandez de Córdoba._ 1601; 4.º, 8 hs. prls. y 378 folios.» Esta es la
primera edicion, segun resulta del _Catálogo de Salvá_.

Hay, por lo ménos, las reimpresiones siguientes, como de libro
vulgarísimo en nuestras escuelas:

--Madrid, por Juan de la Cuesta, 1616, 4.º

--Valladolid, Francisco Fernandez de Córdoba, 1620, 4.º

--Lisboa, 1627.

--Alcalá, María Fernandez, 1650, 4.º

--Madrid, Imprenta Real, 1668, 4.º

--«_Las obras de Publio Virgilio Maron. Traduzido en prosa castellana.
Por Diego Lopez, Natural de la villa de Valencia. Orden de Alcántara
y Preceptor en la villa de Olmedo. Con comento y anotaciones, donde
se declaran las Historias y Fábulas y el sentido de los Versos
dificultosos que tiene el poeta. Año 1675. Con licencia: En Madrid, en
la Imprenta Real. A costa de Juan de S. Vicente, Mercader de Libros._»

--_Barcelona. Año de 1679, en la imprenta de Antonio Ferrer y Baltasar
Ferrer, libreros._ (De mi Biblioteca.)

Todas estas ediciones son idénticas, hasta en el número de páginas:
todas tienen 4 hs. prls. y 548 pp. de texto, sin contar la _Tabla_, la
vida de Virgilio y el índice de los autores alegados en el comento.

Diego Lopez era un maestro de gramática, y no se propuso más objeto que
el modestísimo de facilitar á sus alumnos la inteligencia del texto
virgiliano. Su prosa es medianeja: poco flúida y elegante.

D. Gregorio Mayans tuvo la peregrina ocurrencia de suponer que el
Maestro Diego Lopez se habia apropiado una soñada version de la
_Eneida_ hecha por Fr. Luis de Leon. ¡Como si fuese empresa ardua y
que exigiera un plagio, la de hacer una traduccion literal para uso de
los muchachos! ¡Como si el pobre Diego Lopez, preceptor de latinidad
toda su vida, y que supo interpretar por su cuenta á Persio, Juvenal y
Valerio Máximo, hubiese necesitado andadores para hacer lo mismo con
Virgilio! Para un trabajo tan pobre como el suyo, es casi profanación
traer á cuenta el nombre de Fr. Luis. ¿Y dónde consta ni por dónde
hemos de presumir que éste tradujo la _Eneida_?

(_f_) Fr. Antonio de Moya, de la órden de San Agustin, lector de
Teología, y procurador general de la provincia de Quito en Indias,
publicó en tres tomos (dejándola incompleta) una edicion, traduccion
y comentario de Virgilio; en la cual concurren raras circunstancias.
El intérprete se ocultó en el primer volúmen con el nombre de Abdías
Joseph, en el segundo con el de D. Antonio de Ayala, y reservó para el
tercero el suyo propio:

«_Obras de Publio Virgilio Maron. Elogias (sic), Geórgicas y Eneida.
Concordado, explicado é ilustrado por el P. M. Fr. Antonio de Moya, del
órden de San Agustin... residente en San Phelipe de Madrid. Dedicado
al muy ilustre Señor D. Martin de Saavedra Ladron de Guevara, conde de
Tahalú, etc... Tomo tercero de la Eneida. Con licencia. En Madrid, por
Pablo del Val, año de 1664._»

Que el autor de este tomo lo fué tambien de los dos primeros, dedúcese
de estas palabras con que la dedicatoria empieza: «Estos tres tomos
que tengo publicados sobre Virgilio, y el último que falta para remate
de esta obra, piden andar en un tomo grande con un índice de todas sus
palabras... y otros dos tomos que tengo de notas escogidas sobre este
autor.»

Contiene este tomo los seis primeros libros de la _Eneida_, traducidos
en mala y rastrera prosa. Fr. Antonio de Moya, que llamándose Abdías
Joseph habia intentado apropiarse las versiones _poéticas_ de las
églogas y del primer libro de las _Geórgicas_, hechas por Fr. Luis de
Leon: para su _Eneida_ entró á saco por la que sesenta y tres años
ántes habia dado á la estampa Diego Lopez. Las variantes entre una y
otra son de poca monta, y en ocasiones resulta mejorado el texto del P.
Moya. Mayans, sin fundamento alguno, y sólo por cavilosidad crítica,
sostiene que Fr. Luis de Leon hizo una traduccion de la _Eneida_, cuyo
manuscrito vino á manos de Diego Lopez, que se le apropió alterándole,
y le dió á luz en 1601. Otra copia cayó más tarde en poder del P.
Moya, quien, no teniendo noticia del hurto de Diego Lopez, juzgó que
podria disponer de aquella traduccion como de cosa sin dueño. Pero
¿qué noticias hay de ese supuesto manuscrito tantas veces saqueado y
que nadie ha visto jamás? Absolutamente ninguna: sólo ha existido en
la fantasía de Mayans. Al ver dos libros casi idénticos, lo natural
es creer que el segundo fué tomado del primero, y no imaginar una
fuente comun á ambos, cuando no hay fundamento para tal suposicion. El
P. Moya plagió, por tanto, á Diego Lopez, y de ninguna manera á Fr.
Luis de Leon. Las afirmaciones gratuitas de Mayans (que cometió la
inaudita profanación de poner á nombre de Fr. Luis esta traduccion de
los seis primeros libros de la _Eneida_ en el tomo III de sus _Obras
de Virgilio_, etc.[7]), han sido causa de que al paso que unos han
ensalzado y puesto en las nubes tales trabajos, solamente por creerlos
obra del maestro Leon, otros le hayan achacado gravísimos errores que
nunca pudo cometer el insigne agustino, y en que fácilmente debió de
incurrir su compañero de hábito el P. Moya. _Absit à tanto viro dedecus
hoc._

(_g_) En las _Obras Poéticas de D. Diego Hurtado de Mendoza_, tomo
XI de _Libros raros y curiosos_, página 95, se lee con el título de
_Elegía á la muerte de Dido_ una traduccion bastante literal del fin
del libro IV desde el verso:

    _At trepida et cœptis inmanibus effera Dido._

Puede dudarse que sea de D. Diego, porque en un códice de París se lee
esta nota que parece autógrafa: «No es mia, ni mala»; pero si no es
suya, lo parece. La misma aficion á finales agudos; el mismo desaliño
en la versificacion; la misma poesía en el pensamiento. Está en verso
blanco, y, diga lo que quiera Ochoa en su _Catálogo_, es un trozo
verdaderamente notable.

(_h_) En la Biblioteca Real de Nápoles (J.--E.--46), hallé esta
traduccion manuscrita y desconocida:

«_Los Quatro libros de la Eneida de Vergilio, traduzidos en verso
suelto. Al Excelentisimo Principe de Sena, por Aunes de Lerma._»

Empieza:

      Las armas y el varon divino canto,
    Que vino por sus hados el primero
    De los Troyanos reinos desterrado
    A la Lavinia costa. . . . . . . . .

Aunque no queden más que los cuatro primeros libros, el traductor en la
dedicatoria promete toda la _Eneida_.

La traduccion es fiel y poco parafrástica; pero los versos pecan de
descuidados, y hay muchos que no constan. Véase una muestra:

      Terná guerra grandisima en Italia,
    Y sus feroces pueblos sojuzgando,
    Dará á las gentes leyes y murallas
    En tres veranos y otros tres inviernos
    Despues de haber los Rútulos vencido;
    Mas el infante Ascánio, al qual agora
    Se añade el sobrenombre de Iulo,
    Ilo llamado, quando el Ilion grande
    Con su poder el reino sostenia,
    Treinta años volverá el mudable tiempo
    Primero que estos muros desampare,
    Y el reino del asiento de Lavino
    Traspasse á edificar los fuertes muros
    Y casas populosas de Alba-luenga.

El traductor deja cortados algunos versos á imitacion de Virgilio, v.
gr.:

      Aquí se dice que habitaba Juno,
    De Sámo las moradas despreciando,
    Y las de todo el suelo: aquí sus armas,

Aquí su carro estuvo.

(_i_) «_Traduccion Poética castellana de los doze libros de la Eneida,
de Virgilio Maron, Príncipe de los Poetas Latinos: su autor Don Juan
Francisco de Enciso Monzon, Clérigo de menores órdenes, natural de la
Ciudad de el gran Puerto de Santa María. Y la consagra á la Cathólica
Magestad de Cárlos Segundo nuestro Sr. Rey de España y Emperador de
la América. Con licencia, en Cádiz. Por Christóbal de Requena, año de
1698._ 4.º 7 hojas sin foliar y 255 páginas á dos columnas.»

La dedicatoria es de lo más pedantesco y gongorino que recuerdo haber
leido: «La Fénix despues que renace de aquellos ámbares preciosos de su
pira, donde concibiendo los rayos del sol, haze tálamo de la vida el
túmulo de la muerte, dicen los Poetas (¡oh Monarca Augustisimo!) que
reconocido á aquel auspicio luminoso á quien debe su florida pompa,
vuela á la ciudad de Heliópolis», etc.

En el prólogo _A los doctíssimos y sutilíssimos ingenios de España_,
dice Enciso: «Yo he traducido la Eneida más como poeta que como
intérprete, no sólo porque la he traducido en versos, sino porque
quanto cabe en mis fuerzas he procurado que la traduccion compita con
el original... procuré siempre realzar la sentencia del poeta ó en el
modo ó en la sustancia.» Y tan satisfecho quedó de su trabajo, que
ingenuamente añade: «Este libro que ofrezco me ha dejado contento, y no
lo leo con ménos gusto que el original.»

Por lo transcrito puede comprenderse de qué pié cojeaba este nuevo
traductor. Todo su afan era _realzar_ la sencillez de Virgilio, es
decir, hacerle conceptuoso y culterano. Enciso (que fué tambien autor
de una _Cristiada_) versificaba con valentía y número, pero estaba
contagiado por el pésimo gusto de su tiempo. La traduccion está en
octava rima. Véanse dos para muestra (Libro VII):

      Despues que dieron culto á Proserpina,
    Llegaron á los cándidos pensiles,
    Del deleyte inmortal patria divina
    Que vierte Mayos y descoge Abriles:
    Aquí infusa la lumbre cristalina
    Del Cielo con las pompas más sutiles
    El campo ilustra en tempestad preciosa
    De nardo, de clavel, de lirio y rosa.
      Unos los fuertes miembros ejercitan
    En la que da aromática palestra
    El campo Elysio, y cultos solicitan
    Hacer de su valor gloriosa muestra.
    Otros en dulces plectros acreditan
    Las glorias de su voz y de su diestra,
    Añadiendo á sus mágicas ideas
    Dulces saraos, métricas choreas.

Si esto es Virgilio, _¡quantum mutatus ab illo!_

(_j_) D. Josef Pellicer de Salas y Tobar tradujo _los quatro libros
primeros de la Eneyda de Virgilio en quatro romances de á cien coplas
cada uno_.

No queda más noticia que la que da el mismo Pellicer en la
_Bibliotheca_ que formó de sus propios escritos.

(_l_) «_Los Quatro primeros libros de la Eneida de Virgilio, traducidos
en verso castellano por D. Tomás de Iriarte._»

Ocupa todo el tercer volúmen de la _Coleccion de sus obras en verso y
prosa_. (Madrid, 1805. Imp. Real. 320 pp con XXII de Prólogo). Tambien
se halla en la 1.ª ed. (ménos completa) de dichas _Obras_. (Madrid,
1787.)

Está en romance endecasílabo, metro desdichado para trabajos de esta
índole, pues ni tiene las ventajas de la rima (al paso que reune todos
sus inconvenientes), ni la soltura y clásica gallardía del verso
suelto. Sólo al Duque de Rivas fué dado hacer que se leyesen de seguida
romances tan dilatados como los de _El Moro Expósito_. No hay martilleo
más desapacible que el de la asonancia prolongada durante todo un canto
de 800 ó 1.000 versos.

No adolece la traduccion de Iriarte (como otras suyas, especialmente
la de la _Epístola ad Pisones_) de prosaísmos de diccion, porque
Iriarte tenía demasiado gusto para ponerlos en una epopeya, y él mismo
se lamenta en el prólogo de lo _escasas y pobres de locucion poética_
que son las lenguas modernas, y envidia la majestad y abundancia de
las antiguas. Pero nadie da lo que no tiene, y si podia el fabulista
canario traducir con dignidad y decoro el texto virgiliano (y no hay
duda que lo hizo), faltábanle calor en el alma y viveza en la fantasía
para reproducir los lamentos de Dido ó el cuadro de la destruccion de
Troya. Quintana juzga en dos palabras esta traduccion: «El texto está
reproducido: la poesía no.»

Además de los cuatro libros, trabajó Iriarte en el 5.º; pero no llegó á
publicarle, desalentado quizá por el poco éxito de la primera muestra.

(_m_) «_Traduccion de las obras del Príncipe de los Poetas Latinos, P.
Virgilio Maron á verso castellano. Dividida en quatro tomos. Tomo II.
Que contiene los quatro primeros libros de la Eneida. Por D. Joseph
Raphael Larrañaga. Con las licencias necesarias. En Méjico, en la
Oficina de los herederos del Lic. D. Joseph de Jáuregui, calle de S.
Bernardo._ Año de 1787.»

Una hoja sin foliar con la lista de los suscritores, otra con las
erratas y dos con un romance de D. Toribio Castañeda en aplauso de la
traduccion, 430 pp. con texto latino y castellano. La traduccion es en
romance endecasílabo.

--«_Tomo III, que contiene los quatro segundos libros de la Eneida_ (lo
demás idéntico).»

Una hoja sin foliar, 478 pp. y el índice.

--«_Tomo IV, que contiene los quatro últimos libros de la Eneida_,
etc., (lo demás _ut supra_). Año de 1788.»

Una hoja sin foliar y 593 pp. Esta traduccion es completísima: no sólo
encierra los doce libros de Virgilio, sino tambien el suplemento de
Mapheo Veggio.

El incógnito traductor (que es casi desconocido hasta en América) era
muy mal poeta. Júzguese por el argumento ó _asunto_ del primer libro:

      De Juno á persuasiones
    Éolo despacha los furiosos vientos,
    Y arroja á las regiones
    De Libia los troyanos regimientos;
    Jove con sus razones
    A Vénus quita justos sentimientos;
    En la hermosa Cartago á Eneas recibe
    Dido que amante á todo se apercibe,
    A quien la diosa Vénus desmentido
    Envía en forma de Ascánio al dios Cupido.

Esto es cuando habla por su cuenta. Veamos cuando traduce:

      Yo aquel que cuando jóven entonaba
    _Silvestre_ verso en rústica zampoña,
    Y dejando las selvas _pastoriles_
    Despues compuse _leyes poderosas_.

Al frente del último tomo hay un perverso soneto, intitulado «Sencilla
expresion de los deseos de un íntimo amigo del Autor»:

      ¡Oh! y quiera, en fin, el Cielo soberano
    Se llegue el dia feliz, _interesante_
    En que veamos concluido tu elegante
    Virgilio vuelto en metro castellano...

Sólo como curiosidad bibliográfica puede mencionarse esta traduccion.

(_n_) Otro tanto digo de «_La Eneida de Virgilio, traducida en verso
pentámetro por D. Cándido María Trigueros_.»

Se conserva en la Biblioteca Colombina (B 4.ª 445--28) en un cuaderno
procedente de la librería del Conde del Aguila. Contiene solo los tres
primeros libros y un retazo del cuarto.

Los llamados _pentámetros_ son alejandrinos pareados, insufribles para
todo oido castellano:

      Canto el varon primero que huyendo el cruel hado
    De Troya vino á Italia por armas celebrado,
    Y sufriendo en mil tierras y el reyno de Neptuno
    Las iras poderosas de la enojada Juno,
    Toleró con firmeza de Marte los combates;
    Fundó, en fin, á Lavinio, y sus teucros Penates
    Asseguró en el Lacio: donde el nombre latino,
    El Albano senado y la gran Roma vino.

El único mérito de esta traduccion, si alguno tiene, es la concision.
En 786 versos está el libro I, en 816 el II, en 754 el III: pocos más
que los del original[8].

(_p_) «_Los dos primeros libros de la Eneida de Virgilio, traducidos en
octavas castellanas por D. Francisco de Várgas Machuca. En Alcalá: año
de 1792. En la Imprenta de la Real Universidad. Con licencia_.»

En 4.º, 255 pp. texto latino y castellano, sin prólogo ni preliminar
alguno.

Buena inteligencia del texto: las octavas generalmente débiles, á
la vez que redundantes; pero no faltan versos felices. Véase la
descripcion de la muerte de Laoconte:

      Ya su cuerpo los dos por la cintura
    Con repetidas vueltas le ciñeron:
    Su garganta con mísera apretura
    Con una y otra vuelta le oprimieron;
    Y además de las roscas que formaban
    Sus cabezas las de él sobrepujaban.
      Destilando veneno denegrido
    Las vendas, con sus manos pretendian
    Desenvolver las roscas, y afligido
    Quejas hasta los cielos despedía,
    Como el toro que brama quando herido
    Huye del sacrificio que sufría
    Y la incierta segur que el golpe ha errado
    De su cuello sacude lastimado.
      Pero las dos culebras, deshaciendo
    La prision de las roscas apretadas,
    Ibanse poco á poco desprendiendo
    Del infeliz Laocoón, y desliadas
    Fuéronse, un giro y otro repitiendo,
    Al templo de la Diosa encaminadas,
    Y despues que á sus plantas se postraron,
    Debajo de su escudo se ocultaron.

(_q_) El P. José Arnal, jesuita de los expulsos, conocido por su
traduccion del _Philoctétes_ de Sófocles, se ocupaba en una version de
la _Eneida_. Es noticia del P. Pou en su _Specimen interpretationum
hispanarum auctorum classicorum tam ex græcis quam latinis, tum sacris,
tum prophanis_, ms. que D. Joaquin María Bovér poseía y extracta en su
_Biblioteca Balear_.

(_r_) D. Juan Meléndez Valdés, en el prólogo que escribió en Nimes para
la última edicion de sus poesías, menciona entre los mss. que perdió
durante la guerra de la Independencia una _traduccion muy adelantada_
del divino poema Virgiliano. Parece que eran seis los libros ya
traducidos.

(_s_) D. Francisco Sanchez Barbero, eminente humanista, trae en
sus _Principios de Retórica y Poética_ (Madrid, 1805) tantas veces
reimpresos, algunos trozos virgilianos (especialmente del libro IV) con
felices traducciones de su propia cosecha, v. gr.:

      ¡Oh sol que en luz eterna al mundo aclaras,
    Y tú, testigo de mis ánsias, Juno,
    Vengadoras Euménides; triforme
    Hécate, en cuyo honor los anchos trivios
    Con aullar melancólico resuenan
    En la nocturna oscuridad: vosotros
    Dioses tambien de la espirante Elisa, etc.

Tampoco son desgraciadas las que inserta D. José Gomez Hermosilla en su
_Arte de hablar en prosa y verso_.

(_t_) _Dido_, canto épico por D. Juan Maria Maury. Impreso por vez
primera en el tomo LXVII de AA. Españoles (pp. 175 á 183). Es una
traduccion del libro IV de la _Eneida_ en versos endecasílabos
irregularmente combinados, con un _prólogo_ y un _epílogo_, tambien
en verso, añadidos por Maury, para formar un poemita completo. El
_Proemio_ es un extracto del libro I de la _Eneida_ con todos los
preliminares indispensables para la inteligencia del asunto.

La traduccion del libro IV es preciosa. Oscurecen su mérito giros
extraños, inversiones excesivas, cortes rítmicos un tanto artificiales
y violentos; lo cual da á este trabajo un aire de extrañeza que en
verdad le perjudica. Tampoco es de loar la versificacion caprichosa que
adoptó Maury.

Por lo demás, á fuerza de ser elíptico y ceñido, llega á un grado de
concision y energía (á veces abrupta y escabrosa) que no consigue
ningun otro poeta ni traductor castellano. No esquiva los latinismos,
v. gr., _inauspiciada_, _claustro_, _régia_ (en el sentido de
_palacio_). Hé aquí una muestra de la elegancia y del vigor con que
está escrita esta traduccion, obra de un verdadero poeta:

    . . . . . . . . sus naves sumergiera,
    Sus tiendas encendiera, exterminara
    Al padre, al hijo y á la raza entera...
    ¡Oh sol que todo con tu antorcha clara
    Lo alumbras! Noble hija de Saturno
    Que mis agravios ves, ¡Hécate muda
    Que por sus plazas con pavor saluda
    De las ciudades el clamor nocturno!
    ¡Dioses del Orco! Furias vengadoras,
    Númenes todos de la triste Dido
    Moribunda, atended, y el merecido
    Pago al inicuo dad: las frigias proas,
    Si es fuerza arriben á segura playa,
    Si así lo quieren Júpiter y el Hado,
    Que por un pueblo bélico acosado,
    De Ascánio léjos, prófugo, no haya
    Quien le socorra: de los suyos vea
    Matanza atroz. . . . . . . . . . .
    Esto pido, este exhalo último ruego
    Con el aura vital. . . . . . . . .
    Sal de mis huesos vencedor ingente
    Que á fuego y sangre á la dardania gente
    Allá persigas, do cabrá, doquiera,
    Opuestos mar á mar, playa á ribera.

¡Qué inspirado estuvo Maury, al traducir el

    Quæsivit cœlo lucem, ingemitque reperta.
    . . . . . . . . . . . . . . . Del cielo
    Busca la luz y al encontrarla gime!

El _epílogo_ reproduce parte de la bajada á los infiernos en el libro
VI; pero lo demás es invencion de Maury, y no poco feliz. La sombra
de Dido anuncia á Enéas los futuros desastres de Roma y la venganza de
Cartago por Aníbal:

    Y en medio de estos bélicos despojos
    Graba una mano en caracteres rojos
    «Tesino» y «Trebia», «Trasimeno» y «Cánas.»

(_u_) La Eneida _en castellano por B. P. V._ (Benito Perez Valdés.)
Oviedo. Año de 1832.

Ms. autógrafo que poseo, así como el de las _Geórgicas_, vertidas por
el mismo traductor. El de la _Eneida_ tiene 1.260 páginas, con el texto
latino al frente. Está en versos sueltos la traduccion, que es completa.

D. Benito Perez Valdés († 1842, á la edad de ochenta y tres años[9])
fué un boticario ovetense, amigo en sus mocedades de Jovellanos, y
conocido en su patria por el apodo de _El Botánico_. Aficionado á las
buenas letras, compuso gran número de poesías patrióticas en bable y
en castellano durante la guerra de la Independencia, y en la época
constitucional del 20 al 23, entre ellas _El Romancero de Riego_, que
reimprimió en Lóndres con cierto lujo el canónigo D. Miguel, hermano
del caudillo liberal de las Cabezas.

En la traduccion virgiliana de este farmacéutico, aparte de muchos é
imperdonables desaliños, fáciles de explicar en una obra no corregida
por su autor, quizá no destinada á la prensa, y hecha en un aislamiento
literario casi absoluto, hay condiciones estimables de latinista, y
áun de escritor castellano, pero no de poeta. Para un verso feliz (y
no deja de tenerlos), se encuentran ciento inaguantables, mostrándose
á cada paso la impericia de Valdés en la manera de construirlos y
trabarlos. Pero si versifica mal, habla, á lo ménos, con pureza y
abundancia el castellano.

Véase una levísima muestra de este incógnito traductor:

      Luégo que de Laurento en el alcázar
    De guerra el estandarte puso Turno,
    Y el bronco són se oyó de las trompetas,
    E hizo de los caballos fiero alarde,
    Y con la lanza sacudió el escudo
    De la lucha intimando señal cierta,
    Escandecido el ánimo valiente,
    El Lacio todo trepidó en tumulto,
    Ansioso se conjura, y arrogante
    Fuera de sí su juventud se exalta.
                               (Libro VIII.)

(_v_) _La_ Eneyda _de Virgilio, traducida en español_ (sic) _por L. D.
F. V. Barcelona, imp. de Grau, 1842_.

Trad. en prosa para las escuelas, hecha por un profesor de Humanidades
de Barcelona. Roca y Cornet habló de ella en _La Civilizacion_.

(_x_) «_Nueva Version de la Eneida de Virgilio en verso español,
acompañada del texto latino al frente, el más correcto. Por D.
Alejandro de Arrúe, Preceptor titular de la Invicta villa de
Bilbao.--Bilbao, Imprenta de Adolfo Depont, Editor._ 1845, 4.º»

Conozco de esta traduccion dos volúmenes. El primero (404 pp.)
comprende los cuatro primeros libros y numerosas _notas sobre las
palabras más oscuras mitológicas y geográficas de la Enéida de
Virgilio_. El 2.º abraza los libros quinto, sexto, sétimo, octavo y el
comienzo del noveno, quedando cortado el ejemplar que tengo á la vista
en la página 356.

Ignoro si se terminó la publicacion de este tomo y de lo restante de la
obra.

Al frente de la version va el texto latino bastante correcto. La
traduccion está en romance endecasílabo y no pasa de mediana. El
intérprete carecia de gusto literario, versificaba con muchos
tropiezos, y hasta en el lenguaje es incorrecto y desaliñado.
Complácese en términos exóticos y raros compuestos.

Para las anotaciones consultó especialmente á Servio, Donato, Minelio,
los PP. La Cerda y La Rue (_Ruæus_) y Delille. Muéstrase en todo más
humanista que poeta.

(_y_) «_La Eneida de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por
D. Graciliano Afonso, Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de
Canarias.--Año de 1853.--Palmas de Gran Canaria: Imp. de M. Collina...
1854._» 8.º 2 ts. el 1.º de VIII 233 pp., y el 2.º de 278 pp.

En una advertencia _al lector_ dice el Sr. D. Graciliano que en 1838
trajo de América, _donde permaneció 18 años emigrado por la causa de la
libertad, una traduccion en prosa con notas, para la instruccion de la
juventud canaria_.

El 25 de Junio de 1853 le ocurrió la idea de ponerla en verso y la
terminó el 24 de Octubre: celeridad verdaderamente extraordinaria, y
más en un anciano de 78 años, que esta edad tenía el señor Doctoral
en aquella fecha. Sería injusticia notoria examinar con rigor una
traduccion hecha en tales condiciones: lo singular es que de vez en
cuando tenga buenos versos y arte de estilo, en medio de un diluvio de
prosaísmos, repeticiones y negligencias.

Está en romance endecasílabo. Que no carece de mérito, mostrarálo,
tomado á la ventura, un pasaje del libro XI. Habla Tarcon en la batalla
contra Camila:

      «¿Qué pavor se apodera de vosotros,
    Tirrenos sin honor siempre y sin alma?
    ¿Qué indigna cobardía os aqueja?
    ¿Una sola mujer del campo os lanza
    En fuga y dispersion? ¿dó están agora
    Las manos impotentes, las espadas?
    Tanta insolencia no mostrais de Vénus
    En las órgias nocturnas tan amadas,
    Ni cuando corva flauta os convida
    De Baco alegre á la festiva danza
    Y el vaso rueda en la suntuosa mesa
    Donde todo es placer...»
    Así hablando, conságrase á la muerte
    Y en su corcel se arroja á la batalla,
    Y á Vénulo acomete con gran furia.
    · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
    Y ya le encierra en sus membrudos brazos

    Tal se alza el ave de doradas plumas,
    El águila de Jove que arrebata
    Una serpiente á lo alto de las nubes
    Y encadena la presa con sus garras,
    Y en ella fija sus corvadas uñas,
    Y al dragon hiende: con sus ánsias vanas
    Se pliega, se repliega en varios giros
    Y encrespa de su espalda las escamas,
    Y silbos lanza horribles: su cabeza
    Siempre erguida con aire de amenaza.
    Pero él en vano lucha, que de Jove
    El corvo pico el ave despedaza,
    Y con heridas cubre el cuerpo fiero
    Y el aire despues corta reposada.

(_z_) «_La Eneida de Virgilio, traducida al castellano._» Forma parte
de las «_Obras Literarias de D. Sinibaldo de Mas. Madrid. Imprenta y
Estereotipia de M. Rivadeneyra, Salon del Prado, núm. 8_, 1852.»

La _Eneida_ tiene paginacion aparte: 175 fols. Hay ejemplares sueltos.

Tiene esta traduccion la singularidad de estar hecha en una especie de
_exámetros_ castellanos, tal como el autor los habia propuesto en su
_Sistema musical de la lengua castellana_. Más que como version debe
considerarse esta _Eneida_ como un ensayo rítmico, y mejor, como un
monumento de paciencia. Ni aquellos son _exámetros_, ni suenan como
versos en ninguna lengua:

      Era noche, y estaban durmiendo con profundo silencio
    Los míseros humanos, el plateado mar y las selvas:
    Las estrellas lucientes hacían por el cielo su curso:
    Los ganados bulliciosos, las aves que esmaltes adornan,
    Los peces que en el fondo del líquido elemento se placen
    Y las fieras bravías que habitan en el áspero bosque,

Todos sus males olvidaban, dados al plácido sueño.

¿Quién soporta doce cantos en este llamado _metro_? Lo que sí puede
alcanzarse, escribiendo en esta forma, es alguna ventaja en cuanto á
la concision. Y D. Sinibaldo de Mases muy conciso; pero tuvo el mal
gusto de «abreviar muchas descripciones, profecías y comparaciones
que le parecieron prolijas y lánguidas para lectores del siglo XIX.»
¡_Refundir_ á Virgilio!

De esta traduccion pueden sacarse giros y frases felices y latinismos
aprovechables.

(_aa_) Juan Cruz Varela, poeta de Buenos-Aires (1794-1839), tradujo
los primeros libros de la _Eneida_. Dícelo don Miguel A. Caro, con
referencia á D. Juan María Gutierrez[10]. En la _Revista del Rio de la
Plata_ se publicó el primero, y allí tambien dos _Cartas_, de Varela,
sobre la manera de traducir á Virgilio y sobre las anteriores versiones
castellanas[11].

(_bb_) El ilustre poeta venezolano Andrés Bello tradujo el libro V de
la _Eneida_ (_los juegos_); pero no sé que haya sido impreso. Le cita
el Sr. Caro.

(_cc_) «_El Libro primero de la Eneida traducido en verso por el Excmo.
Sr. D. Ventura de la Vega._»

Se publicó por primera vez en un periódico ó revista, pero se ha
reimpreso con más correccion en el tomo I de _Memorias de la Real
Academia Española_. (Madrid, Rivadeneyra, 1871).

Ochoa dijo rotundamente de este fragmento que era «la mejor traduccion
de Virgilio que él conocia en ninguna lengua.» Muchos serán del mismo
parecer. Es, á lo ménos, uno de los mejores trozos de verso suelto
castellano, y una de las interpretaciones donde mejor está entendida y
más poéticamente expresada la índole del original, la majestuosa, á la
par que sencilla, elegancia virgiliana. Aníbal Caro tiene más soltura y
más gracia: Ventura de la Vega más igualdad y esmero. Sin ser humanista
de profesion, sabía bastante latín para comprender el texto, y tenía
además la ayuda de muchos comentarios y versiones que no alcanzó el
italiano. Hé aquí una muestra del trabajo de Ventura:

      Él en Italia una tremenda guerra
    Sostendrá; domará pueblos feroces,
    Ciudades fundará, y usos y leyes
    Dará á sus hijos, y en el Lácio al cabo,
    Tres estíos veránle y tres inviernos
    Reinar sobre los Rútulos vencidos.
    Sucederále el niño Ascánio, que hora
    _Yulo_ añade á su nombre (_Ilo_ llamado
    Cuando existió Ilion). Verá en el trono
    Treinta giros del sol en torno al orbe,
    Y trasladando de Lavinio el reino,
    Asentarálo en Alba: Alba-la-longa,
    Por él de inmensa fuerza coronada.
    Ya de año en año allí los hijos de Héctor
    Trescientos reinarán, hasta que _Ilia_,
    Reina y sacerdotisa, en solo un parto
    Dos gemelos dé á luz, prole de Marte.
    Será uno de ellos Rómulo, que alegre,
    Sobre sus hombros por blason llevando
    La roja piel de su nodriza loba,
    Juntará un pueblo, la ciudad de Marte
    Fundará, y á sus nuevos moradores
    _Romanos_ llamará, del nombre suyo.
    A estos _Romanos_ ni barreras pongo
    Ni término señalo: les he dado
    Un imperio sin fin. Y hasta la misma
    Juno, esa áspera Juno, que hoy medrosa
    Fatiga el mar, la tierra y el Olimpo,
    A consejo mejor tornará un dia,
    Y á par conmigo exaltará al Romano,
    Togado pueblo, rey del Universo.
    Tal es mi voluntad.--Las venideras
    Edades, en humilde servidumbre
    De la casa de Asáraco á las plantas
    Verán á Phtía y á la gran Micénas,
    Y subyugada y sierva á Grecia toda.
    De esta troyana esclarecida sangre
    Nacerá César, que heredando el nombre
    De Yulo el grande, llamaráse _Julio_.
    Límite de su imperio será solo
    El Oceáno, y de su fama el cielo.
    Cargado con despojos del Oriente,
    Recibirásle en el Olimpo un dia,
    Y aras y culto le dará la tierra.
    Entónces ya, las lides apagadas,
    El aspereza de los siglos rudos
    Suavizándose irá, y el Universo
    Por la cándida fe será regido.

¡Qué bella sería una traduccion de Virgilio en versos sueltos y hechos
de esta manera!

(_dd_) «_Dido: libro IV de la Eneida de Virgilio, traducido en
verso castellano, por D. Fermin de la Puente y Apezechea. Sevilla.
Establecimiento tipográfico á cargo de Juan Moyano, 1845._»

Dedicado á los PP. Escolapios, 56 pp., 4.º

--«_Eneida de Virgilio: libros I y VI, traducidos por don Fermin de la
Puente y Apezechea. Madrid, imprenta de Aribau y Compañía, sucesores de
Rivadeneyra_, 4.º, 127 páginas.»

El libro I está incluido además en las _Memorias de la Academia
Española_.

Además de estos tres libros, dejó preparados el señor Puente y
Apezechea otros cinco, segun me informa mi buen amigo D. Antonio
Sanchez Moguel.

Aunque el Sr. Puente, persona en todos conceptos apreciabilísima, no
era muy poeta, su traduccion de la _Eneida_ es buena (sobre todo en el
libro IV), y merece más fama que la que ha alcanzado. Inmune casi de
los vicios que afean la interpretacion de los _Libros Sapienciales_,
hecha por el mismo autor harto prosaicamente, tiene hermosas octavas,
de las cuales pondré alguna para muestra:

    No de otra suerte Orestes delirante,
    Del triste Agamenon prole maldita,
    Del crímen siente el aguijon punzante,
    Y espantosa vision le precipita.
    Huye á su madre, y se la ve delante
    Que ardiente tea y víboras agita,
    Y al cual las infernales vengadoras
    Posan sobre el umbral á todas horas.

Cuanto más leo esta traduccion, más me agrada. Reina en ella cierta
apacible y modesta elegancia y una igualdad de estilo que se echan de
ménos en las demás poesías del difunto académico. En el libro I, y
sobre todo en el VI, aprovechó algunos versos, y áun dos ó tres octavas
enteras de la traduccion de Hernandez de Velasco. Este libro VI es el
más flojo en la de Puente y Apezechea.

(_ee_) D. Gabriel García Tassara, en sus _Poesías_ (1872), tiene
traducida _La Muerte de Príamo_ (libro II de la _Eneida_) desde el verso

    _Forsitam et Priami fuerint quæ fata requiras_.

(_ff_) «_Obras completas de P. Virgilio Maron, traducidas al castellano
por D. Eugenio de Ochoa, de la Academia Española. Madrid. Imprenta y
estereotipia de M. Rivadeneyra, calle del Duque de Osuna_, 1869, 4.º»

XXXV pp. de preliminares y 816 de texto é _Indice alfabético_ de los
personajes nombrados en la _Eneida_.

Libro impreso con mucha elegancia, aunque tiene algunas erratas.

Por lo que hace al texto, reprodujo Ochoa el de Heyne, revisado por
Wagner (1830-1841), consultando en algun caso el de Bénoist y otros. La
traduccion es en prosa, que, como toda prosa poética, resulta monótona
y amanerada, y como toda prosa de Ochoa, no está libre de galicismos.
Fuera de esto y de algunos errores (no graves) de interpretacion, el
trabajo es concienzudo, aunque de sabor poco nacional y castizo. En
la _introduccion_ y en las _notas_ no faltan ligerezas bibliográficas
y críticas. Ochoa no era latinista de profesion; pero tenía buenos
conocimientos clásicos. Su _Virgilio_ vino á llenar un vacío en nuestra
bibliografía clásica; y si alguno de sus libros le sobrevive, será con
certeza éste.

(_gg_) _Los seis libros primeros de la Eneida de Virgilio, traducidos
al castellano en versos endecasílabos sueltos._ Coria: Imp. de
Policarpo Evaristo Montero. 1870. 8.º, 154 pp. y dos de _Fe de erratas_.

El nombre del traductor aparece al fin de la _Advertencia_: D. Felipe
L. Guerra, vecino de Gata, el cual hizo esta traduccion para enseñanza
de su hijo, estudiante de latin.

Más adelante ha publicado completa:

_La Eneida de Virgilio, traducida al castellano en versos endecasílabos
sueltos._ Coria: Imp. de P. Evaristo Montero. 1873, 8.º, 304 páginas.

Una y otra edicion fueron privadas, y _ad usum amicorum_. Es traduccion
más recomendable por la fidelidad que por la elegancia ni soltura.

(_hh_) _Juan de Arona_ (seudónimo del escritor peruano D. Pedro Paz
Soldán y Unanue, elegante traductor de las _Geórgicas_) ha tenido
la ocurrencia no muy feliz de hacer una especie de version jocosa ó
parodia de algunos trozos del libro I de la _Eneida_ (1-101), y del II
y IV. Allí Dido dice á Enéas que _le llegará su San Martin_, y otras
cosas de la misma laya. Pertenece al mismo género de parodia que el
_Virgile travesti_ de Scarron, ó el poemita bable de _Dido y Eneas_, de
D. Antonio Gonzalez Reguera.

Los trozos de Juan de Arona á que aludo pueden verse desde la página
74 á la 84 del libro intitulado _Poesía antigua._--_Las_ Geórgicas _de
Virgilio traducidas en verso castellano_, etc. Lima: Imp. del Comercio,
1867.

(_ii_) El docto latinista D. Raimundo de Miguel, á quien deben nuestras
letras el mejor Diccionario latino, tradujo en verso castellano los
dos primeros libros de la _Eneida_, trabajo hecho en su vejez como por
solaz, y nunca corregido á gusto de su autor. Está en el libro rotulado:

_Poesías de D. Raimundo de Miguel, catedrático de Retórica y Poética
en el Instituto de San Isidro de Madrid, seguidas de un apéndice que
contiene la traduccion de los dos primeros libros de la_ Eneida _y
varias composiciones latinas del maestro Francisco Sanchez de las
Brozas, vertidas á la lengua castellana en variedad de metros por el
mismo autor. Madrid. Agustin Jubera, editor._ 4.º XVII+540 pp. (1876.)

(_jj_) _Obras de Virgilio, traducidas en versos castellanos por Miguel
Antonio Caro. Bogotá. Imprenta de Echevarria hermanos_, 1873.

Preceden á la traduccion una dedicatoria á la Academia Española, un
estudio preliminar extenso (CXIX pp.) y algunas advertencias.

El tomo II contiene los seis primeros libros de la _Eneida_. El tercero
(1876) los restantes, con adiciones al _estudio_ preliminar y (al fin)
correcciones al texto. Ofrece publicar más adelante el texto latino
con comentarios y una introduccion, un estudio sobre las imitaciones y
reminiscencias virgilianas en poetas de España y América, los _Poemas
menores_ atribuidos á Virgilio y un _Indice_.

La traduccion del Sr. Caro es sin duda la mejor que poseemos en
castellano, á lo ménos tomada en conjunto. Hay pasajes débil ó
vagamente traducidos, y adolece además del vicio capital de estar en
octavas reales, forma sumamente artificiosa, y que quita al traductor
mucha libertad, y al traslado mucha concision. Pero admitido este
pié forzado, sólo hay motivos de admiracion en el trabajo del Sr.
Caro. Cierto que se encuentra algun giro exótico, alguna construccion
violenta, alguna frase traida de léjos; pero ¿qué importa esto al
lado de tantas frases expresivas y gallardas, al lado de tantos giros
felices como embellecen la traduccion del poeta bogotano? El cual es
además notabilísimo y concienzudo latinista, y nunca ó raras veces se
desvía de la recta interpretacion. Debe aplaudirse, sobre todo, en su
trabajo la pureza y galanura con que maneja la lengua castellana, como
dueño y señor de todas sus preseas y tesoros, cosa rara en las regiones
americanas. Fuera de Bello y Pesado, no conozco hablista americano
comparable al traductor de Virgilio.


II.

TRADUCCIONES CATALANAS.

(_a_) _Obras de Virgili_, traducidas en lengua catalana, por Jacinto
Ricart. Ms. en 4.º mayor, que se conservaba (segun refiere Torres Amat)
en casa de Manxarell, de la villa de Sampedor.

(_b_) Eneidas _de Virgili, traduhidas en vers mallorquí_, por Juan
Bautista Nicolau Seguí, médico palmesano, nacido en 1804.

Bovér (_Biblioteca de escritores baleares_) dice haber visto este
manuscrito (sin concluir) en poder de la familia del traductor.

(_c_) D. Miguel Victoriano Amér, tambien mallorquin, se ocupa en
traducir al catalan la _Eneida_, y lo hará como de su saber y buen
gusto puede esperarse.


III.

TRADUCTORES PORTUGUESES.

(_aaa_) En la Biblioteca Nacional de Lisboa (D.--3.--46) se conserva
inédita:

«_A Eneida de P. Virgilio Maron. Traduzida do latim em verso solto
portuguez. Author M.e Leonél da Costa Lusitano, Natural da muito nobre
e sempre leal villa de Santarem._»

Está dedicada á D. Francisco de Mascarenhas, virey que fué de la India
Oriental y gobernador de la China. No hay más preliminares que una
advertencia _Ao leitor_ y un _Elogio sobre as partes e excellencias do
poeta_.

Esta copia perteneció á Ribeiro dos Santos, y ocupa seis tomos en 4.º
Los dos primeros contienen la traduccion, y los cuatro restantes las
notas.

Leonél da Costa sólo era conocido por su traduccion de las _Eglogas_ y
_Geórgicas_, cuyos versos sueltos no son mucho mejores que los de esta
_Eneida_[12].

(_bbb_) Juan Franco Barreto, el más celebrado de los antiguos
intérpretes lusitanos de Virgilio[13], floreció en la segunda mitad del
siglo XVII.

--«_Eneida Portugueza com os argumentos de Cosme Ferreira de Brum,
Dedicada á García de Mello, monteiro mór do reino de Lisboa_, Lisboa,
por A. Craesbeck de Mello, 1664.» 12.º XVII+139 hs. foliadas por una
sola cara. Al fin está el _Diccionario de todos os nomes proprios e
fabulas que n’estes seis libros de Virgilio se contem_.

_Parte 2.ª que contém os seis últimos livros de Virgilio_, 1670, por A.
Craesbeck de Mello. 12.º XI+158 pp. con otro _diccionario_.

--«_Eneida Portugueza. Parte 1.ª que contém os primeiros seis livros de
Virgilio. Seu author Joao Franco Barreto, natural da cidade de Lisboa.
Com os argumentos de Cosme Ferreira de Brum e com o Diccionario de
todos os nomes proprios, e fabulas que nestes seis livros de Virgilio
se contem, e a explicaçao delles para melhor intelligencia do Poeta.
Lisboa: na officina de Antonio Vicente da Silva. Anno de MCCCLXIII_, 6
hs. prls. y una blanca y 371 pp.»

La traduccion está en octavas reales, conservando las frases y áun los
versos de Camoens, siempre que imitó á Virgilio. La versificacion es en
general valiente y rotunda.

El segundo tomo contiene los seis últimos libros.

La 3.ª ed. es de Lisboa, _na Typ. Rollandiana_, 1808, 2 ts., 420 y 429
pp. Sin el prólogo ni los sonetos laudatorios de las antiguas.

(_ccc_) «_Commentarii in P. Virgilium Maronem, nunc primò juxta
ordinem verborum, post tamen uberioribus notis locupletandi. Tomnus
secundus complectens sex priores libros Æneidos. In hac quinta
impressione maxime correcti... Scribebat D. Gaspar Pinto Correa.
Theologus Lusitanus... Barcellorum Collegiata Canonicus Pænitentiarius.
Ulyssipone, apud hæredes Dominici Carneiro. Anno 1698._»

Una h. de prels. y 352 pp. 4.º Contiene el argumento y explicacion
de cada libro, el _Ordo verborum_ con una traduccion literalisima
y destinada para las aulas, y algunas notas y comentarios. Ayudó á
Gaspar Pinto Correa, su hermano, de quien es el comentario á los libros
6.º, 7.º y 8.º de la _Eneida_. Esta obra, hasta por la fecha de la
publicacion, hace _pendant_ con la de Fr. Antonio de Moya.

Además de la edicion de 1698 que tengo á la vista, las hay de 1644
(Lisboa, por Pablo Craesbeck), 1668 (Coimbra, por la viuda de Manuel
de Silva), 1670 (Lisboa, por Antonio Craesbeck de Mello).

Del tercer tomo, que comprende los seis últimos libros, hay impresiones
de Lisboa, por Antonio Craesbeck de Mello, (1653 y 1665).

(_ddd_) En la Academia de Ciencias de Lisboa se conserva autógrafa, en
cinco tomos en 4.º, una traduccion de la _Eneida_ por Cándido Lusitano
(P. Francisco J. Freire.)

(_eee_) El P. Francisco Furtado, jesuita de los expulsos á Italia,
tradujo en octavas todas las obras de Virgilio, pero no se imprimieron,
y hoy sólo se conserva el manuscrito de las _Geórgicas_[14].

(_fff_) El matemático Francisco J. Monteiro de Barros dejó traducida en
verso parte del segundo libro de la _Eneida_.

(_ggg_) José Rodriguez Pimentel y Maia tiene en sus _Obras Poéticas_
(Lisboa, 1805-6-7, tres cuadernos), algunos trozos de la _Eneida_
traducidos.

(_hhh_) «_Eneidas de Virgilio en verso, traduzidas do idioma latino
en nosso vulgar por Luis Ferráz de Novaes, fidalgo da Casa de sua
Magestade e Alcaide Mor da villa de Redondos. Lisboa, na off. de
Felippe José de França e Liz. 1790._ 4.º, 536 pp.»

La portada es apócrifa, y algunos atribuyen esta version á Pedro Viegas
de Novaes, jurisconsulto, muerto en 1782 ó 1785.

No tiene notas ni discurso preliminar.

(_iii_) Antonio Ribeiro dos Sanctos en las _Poesías de Elpino
Duriense_ (nombre arcádico suyo)--Lisboa, 1812, tiene traducida en
verso una parte del libro I de la _Eneida_, _Eu soi aquelle que cantei
outr’hora_, hasta el pasaje en que Júpiter envía á Mercurio á Dido para
que dé hospitalidad á los Troyanos. En verso suelto.

(_jjj_) _Filinto Elysio_ (Francisco Manuel do Nascimento) en el tomo I
de sus _Obras completas_ (Paris, na officina de A. Bobée, 1817), tiene
traducido un pasaje del libro IX de la _Eneida_ (el episodio de Niso y
Euríalo).

(_kkk_) Manuel Mattias Vieira Fialho de Mendonça tradujo la mayor parte
de la _Eneida_, pero en la invasion francesa se le extraviaron los tres
primeros libros. Hoy sólo conocemos un fragmento del cuarto, impreso
por primera vez en 1814 en el _Investigador_, periódico portugues de
Lóndres y reproducido en 1864 en el 2.º volúmen de _O Instituto, jornal
scientífico e litterario_, que se publica en Coimbra (pág. 274 y 75).
Este trozo es la mejor traduccion de Virgilio que he visto en portugues.

(_lll_) Francisco Evaristo Leoni en sus _Obras Poéticas_... (_Lisboa,
typographia patriótica de Cárlos José da Silva_... 1836) inserta (pág.
109) una traduccion de la muerte de Príamo, episodio del libro II de la
_Eneida_. En verso suelto.

(_mmm_) Antonio José de Lima Leitão. _As Obras de Publio Virgilio Maro,
traduzidas en verso portuguez e aumentadas_ (_Monumento a elevação da
colonia do Brasil a Reino e ao Estabelecimento do triplice Imperio
Luso_)... Tomos II y III. Rio Janeiro, Na Typ. Real. 1819. 8+239 pp. el
uno y 228 pp. el otro.

--«_Monumento a elevação da colonia do Brazil a Reino e ao
Establecimiento do Triplice Imperio Luso. As Obras de Publio Virgilio
Maro, traduzidas en verso portuguez e annotadas por Antonio José de
Lima Leitão, Cavalleiro da Ordem de Chisto, Doutor em Medicina pela
Escolla de Paris, e Physico Môr da Capitanía de Moçambique... Tomos II
y III_ (1819). _Rio de Janeiro: Na Typographia Real._ 8+239 pp. el 1er
tomo, y 228 el 2.º»

--«_As obras de P. Virgilio Maro, postas no texto latino o mais
correcto e vertidas em verso portuguez com as mais precisas
annotaçoens. Lisboa, Imp. Nacional_, 1842.» 8.º mayor, 56 pp. (Tirada
de 46 ejemplares.) Contiene los 300 primeros versos de la _Eneida_ con
muchas correcciones respecto á la traduccion impresa en 1819.

Tiene esta traduccion la singularidad de comprender la dedicatoria de
la _Eneida_ á Vénus, que sólo se halla en el códice de Lóndres, y es de
autor ignorado:

    _Si mihi susceptum fuerit decurrere munus,_
    _Oh Venus, oh sedes quæ colis Idalias!_...

Lima Leitão (que tambien interpretó á Horacio, Lucrecio, Milton
y Boileau) era filólogo concienzudo, pero mal poeta y durísimo
versificador.

(_nnn_) Juan Nunes de Andrade, profesor de latinidad, publicó:

«_Amores de Dido con Eneas: traducçào da quarta Eneida_ (sic) _de
Virgilio. Offerecido ao illmo. sr. José Práxedes Pereira Pacheco,
dignísimo patriota e honrado brasileiro, auxiliador amante do
progresso._» Rio-Janeiro, Typ. Brasiliense de Francisco Manuel
Ferreira, 1847, 8.º, 97 pp.

--_Traducção do terceiro libro de Virgilio_ (con el texto al frente).
Rio-Janeiro, 1849.»

Traducciones parafrásticas de muy poco valor.

(_ppp_) «_Eneida, de Virgilio Maro, traduzida por Jose Victorino
Barreto Feio... Lisboa, na imprensa Nacional, y en la typographia del
Panorama._»

Tres tomos 8.º, el 1.º de 289 pp., comprende 4 libros, el 2.º (319)
otros cuatro, el 3.º (377) lo restante del poema, que desde la mitad
del libro 9.º no fué traducido ya por Barreto, sino por José María da
Costa e Silva.

Está en verso suelto, con breves notas. Anteceden al primer tomo seis
hojas sin foliar, con una dedicatoria al Baron de Foscòa y un prólogo.

Barreto Feio era consumado latinista, como lo acreditó en sus versiones
de Salustio y Tito Livio, y se distingue más que el otro Barreto por su
constante adhesion al texto, así en la sustancia como en la diccion.
Aun así, es bastante inferior á Odorico Mendes.

(_qqq_) José Bonifacio de Andrade y Silva (á quien se atribuye parte en
el poema _Reino de la estupidez_ con Francisco de Mello Franco) dejó
inédito (á su muerte, acaecida en 1838) alguna parte de la _Eneida_,
traducida y comentada.

(_rrr_) «_Eneida Brazileira ou Traducção Poetica da Epopéa de Publio
Virgilio Maro. Por Manuel Odorico Méndes, da cidade de S. Luis de
Maranhão. Paris Na Typographia de Rignoux_, 1854.»

4.º 392 pp. Los preliminares son un prólogo y una advertencia, donde el
traductor anuncia que seguirá el texto de la Rue. A cada libro siguen
_notas_ en que Odorico Mendes se muestra muy al tanto de los últimos
trabajos extranjeros sobre Virgilio.

Traduccion notable por la perfecta inteligencia del original y por
la concision, en favor de la cual no esquiva Odorico Mendes palabras
compuestas, latinismos y audaces inversiones. Traduce, por ejemplo, el

    . . . . . . . . . _femineo ululatu_
    _Tecta fremunt_. . . . . . . . . . . .

    _Com femineo ululado os tectos fremem._

--«_Virgilio Brazileiro ou traducçào do poeta latino._ Paris, na Imp.
de W. Renquet y Compañía (1838.) 8.º mayor, 800 pp.»

Con muchas variantes y notas, y un prólogo laudatorio de Borges de
Figueiredo. Los 901 exámetros del original están traducidos en 9.944
endecasílabos.

(_sss_) Juan Gualberto Ferreira dos Sanctos, profesor en Bahía, publicó
una traduccion de los libros IV y VI de la _Eneida_, que quizá esté
incluida en sus _Poesias_ (Bahía, 1833, 4 tomos).

(_ttt_) Cárlos Norris publicó _Interpretaçào da Eneida de Virgilio,
Principe dos poetas latinos... Lisboa, na off. Silviana_, 1855. 8.º,
VIII+173 pp. No la he visto más que citada por Inocencio da Silva.
Tiene poca ó ninguna fama.


  M. MENÉNDEZ PELAYO.




ENEIDA




ENEIDA.

LIBRO SÉPTIMO.


I.

      Tú, del troyano capitan nodriza,
    Tambien, Cayeta, á nuestras playas nombre
    Impusiste muriendo, que eterniza
    Tu fama, y hace que al lugar asombre:
    El sepulcro que guarda tu ceniza
    En la Hesperia mayor, aquel renombre
    Léjos le avisa y firme le señala,
    Y con póstuma gloria te regala.


II.

      Hechos, pues, los piadosos funerales,
    Erigido de tierra un monumento,
    Las altas olas contemplando iguales
    Tornó Enéas al líquido elemento.
    Ministras de la noche las geniales
    Auras la anuncian con creciente aliento,
    Y sendas alumbrando á la fortuna
    Rïelan sobre el mar rayos de luna.


III.

      No distante de allí la costa yace
    Do Circe, hija del Sol, potente mora;
    Y ya de dia con sus cantos hace
    Sonar sus altos bosques; ya á deshora
    Su alcázar regio iluminar le place
    Con el cedro oloroso que atesora,
    Y ella misma tejiendo se desvela
    Con el peine sonoro rica tela.


IV.

      Allí rugen leones, que furiosos
    En la noche reluchan en cadena:
    Allí erizados jabalíes, y osos,
    En jaula que sus ímpetus enfrena,
    Se embravecen: aullidos dolorosos
    Horribles lobos dan; el bosque suena:
    ¡Ay! ¡hombres fueron ya, monstruos ahora!
    Con hierbas los mudó la encantadora.


V.

      Neptuno que tan duro mal probasen
    Los piadosos Troyanos no querria,
    No, que á esas playas pérfidas tocasen;
    Un viento largo á la sazon envía,
    Y así concede que volando pasen
    Tras el hórrido golfo. Nuevo dia
    En su carro gentil la rubia Aurora
    Anuncia en tanto, y horizontes dora.


VI.

      Calláronse las auras de repente,
    Muda y sólida calma sobrevino;
    Clavados en el mármol resistente
    Bregan los remos por abrir camino.
    Vido Enéas en esto un bosque ingente,
    Y al Tibre, que por él al mar vecino,
    Bullente en ondas, rojo con la arena,
    Trae sus aguas en corriente amena.


VII.

      Por cima allí y á par de las orillas
    Cantan con dulce pico alborozadas
    Y al bosque vuelan miles de avecillas
    Que en la sombra recatan sus moradas.
    Holgóse Enéas, y mandó las quillas
    Inclinar á las playas deseadas;
    Y alegre de ocuparlas, al umbrío
    Hospicio acude ya del bello rio.


VIII.

      De los reyes del Lacio tú la lista
    Muéstrame, Erato: lo que el Lacio era,
    Tiempo es ya que presentes á mi vista,
    Aun ántes que á sus playas extranjera
    Nave arribase. Tú de la conquista
    El orígen descubre, y yo esa éra,
    Yo esa historia marcial diré en mi canto,
    ¡Musa! si ya á mi voz concedes tanto.


IX.

      Guerras, hórridas guerras y legiones
    He de cantar: de furia el pecho lleno,
    Convertidos los reyes en leones:
    Congregado el ejército tirreno:
    Volando de la Hesperia los varones
    A las armas: de Hesperia rojo el seno.
    Nuevo cuadro á mi ojos resplandece;
    Crece el asunto y la osadía crece.


X.

      Campos, ciudades florecer veia
    Anciano, en paz antigua, el rey Latino:
    Él de Fauno y Marica procedia,
    Ninfa aquélla de orígen laurentino;
    Pico de Fauno padre sido habia,
    Y de Pico el orígen fué divino;
    Tú, Saturno, su padre: por primero
    Autor te aclaman del linaje entero.


XI.

      No fué el monarca, si felice, abuelo
    Ni padre de varones: muerte fiera
    Quitóle en flor por voluntad del cielo
    El único varon que le naciera.
    Daba á Latino en su vejez consuelo,
    De sus reinos opimos heredera,
    Sola una hija en su estancia poderosa,
    Ya en sazon llena para ser esposa.


XII.

      Del Lacio y toda Ausonia, á la doncella
    Muchos pretenden. A su afecto tierno
    Aspira, y bizarrísimo descuella
    Turno entre todos, del blason paterno
    Opulento heredero. Para ella
    Le quiere esposo, y ya elegido yerno
    Le ve la Reina; mas proyectos tales
    Tropiezan con visiones funerales.


XIII.

      Al raso, en medio del palacio, habia
    Rico en sacro follaje un lauro anciano,
    Que en años veneró la gente pia.
    Es fama que Latino por su mano
    En dedicarle á Febo holgóse un dia
    No bien le halló, cuando en el campo llano
    Echaba á sus alcázares cimiento;
    Y de ahí á la ciudad nombró _Laurento_.


XIV.

      Hé aquí, de este árbol á ocupar la cima,
    Mil abejas bajaron de repente,
    Y, por los piés trabadas, se arracima
    El ruidoso tropel, y así pendiente
    Quedó de un ramo. «Á nuestra costa arrima
    Varon extraño con armada gente»,
    Cantó un augur: «de do el enjambre vino,
    Vendrá la muerte del poder latino.»


XV.

      Yendo otra vez, y el genitor con ella,
    En el ara á encender con mano pura
    Místicas luces la rëal doncella,
    Vióse súbita chispa que fulgura
    Sobre el suelto cabello, y baja y huella,
    No sin ruido, la blanca vestidura,
    Y el velo regio y la diadema ardia
    Opulenta del oro y pedrería.


XVI.

      En humo envuelta y rojos resplandores
    Esparce ella despues lampos de llama
    Por muros, techos. Fúnebres temores
    El suceso en los ánimos derrama;
    Que si aquellos prodigios superiores
    A ella prometen dizque gloria y fama,
    Guerra amenazan á la Patria. En eso
    Cava Latino, de terror opreso.


XVII.

      Fauno ocurre á su mente: el Rey la planta
    Mueve al gran bosque en cuyas sombras cela
    Su armonioso raudal la Albúnea santa;
    Mefítico vapor en torno vuela:
    Que allí del tiempo venidero canta
    El vatídico padre, y lo revela;
    Italia, Enotria toda, allí sus pasos
    Guian en tristes dudas y arduos casos.


XVIII.

      De noche el sacerdote que sus dones
    Allí á ofrecer acude reverente,
    Si al descanso, tendiéndose en vellones
    De inmoladas ovejas, da la mente,
    Ve en sueños revolarle apariciones
    Peregrinas; delgadas voces siente;
    Habla con Dioses, y su mudo acento
    Penetra de Aqueronte el hondo asiento.


XIX.

      Fué allí sus dudas á calmar Latino;
    Y habiendo, segun rito, degollado,
    En obsequio al oráculo divino,
    Cien lanudas ovejas, acostado
    En sus pieles dormia; cuando vino
    Súbita y misteriosa voz del lado
    Más secreto del bosque: «¡Prole mia!
    De ajustados enlaces desconfía.


XX.

      »Tú de una hija la mano á descendiente
    Itálico no des. Foráneo yerno,
    Su linaje empalmando con tu gente,
    Hará nuestro renombre sempiterno.
    Él nacion fundará grande y potente;
    Tal, que el espacio que en dominio alterno
    Sobre un mar y otro mar el sol rodea,
    Todo á sus piés se humille y suyo sea.»


XXI.

      Latino mismo estos avisos, dados
    En la callada noche, no recata;
    Y de Ausonia por campos y poblados
    Ya la alígera Fama los dilata:
    Ella daba la vuelta á los Estados
    Del Rey, en los momentos en que ata
    La juventud troyana el hueco leño
    Al promontorio aquél verde y risueño.


XXII.

      Enéas, los caudillos principales
    Y Ascanio yacen en la sombra amiga
    Con que, sus ramos prolongando iguales,
    Árbol excelso la campaña abriga.
    Tortas de flor extienden, cereales
    Manteles (Jove mismo les instiga)
    Que con frutas silvestres luégo acrecen,
    Para encima poner viandas que cuecen.


XXIII.

      Mas no al hambre la cena satisface;
    Ojos se van y manos tras la monda
    Delgada Céres que tendida yace:
    Voraz diente á los panes la redonda
    Márgen y abiertos cuartos roe y pace,
    Que significacion entrañan honda;
    Y «¡Aun las mesas se come el hambre aguda!»
    Yulo clamó, sin que al misterio aluda.


XXIV.

      Fué esta voz primer nuncio que declara
    Á los Teucros ventura. El padre al hijo
    La palabra quitóle; mas se pára
    Con asombro, un instante, y regocijo,
    Y recobrado, «¡Salve, Tierra cara!»
    Y «¡oh Penates de Troya, gracias!» dijo:
    «Cumplióse el voto: el lance aquí me muestra
    La anunciada heredad, la patria nuestra!


XXV.

      »Ya de estos milagrosos accidentes
    Mi amado genitor me dió la clave:
    «Cuando el hambre aguzando edaces dientes
    »(Pegada á playa incógnita tu nave)
    »Haga que tras las viandas te apacientes
    »De las mesas, tu voz al Cielo alabe,
    »Que patria hallaste; y con alegre pecho
    »Pon allí muro propio y dulce techo.»


XXVI.

      »Hé aquí el hambre temida: de cuidados
    Término justo y de cruel destino.
    Animo, pues: del sueño recreados,
    Con el albor primero matutino
    De aquí saldremos por diversos lados
    El país á explorar circunvecino:
    Quiénes son de estos términos los amos;
    Qué campos pueblan, qué ciudad, sepamos.


XXVII.

      »Hora en honor de Júpiter clemente
    Bebed; á Anquíses invocad; más vino!»
    Hablaba Enéas, y la noble frente
    Ceñida ostenta en ramo peregrino.
    Primero á la alma Tierra, y del presente
    Lugar invoca al Protector divino;
    Las Ninfas á que el bosque da guaridas;
    Rios sin nombre y fuentes escondidas.


XXVIII.

      Á la Noche despues y sus fanales,
    Á Cibéles y á Júpiter de Ida;
    Y á sus padres, que moran inmortales
    Cielo y Erebo, en órden apellida.
    Jove tres veces, en momentos tales,
    Desde lo alto del cielo truena, y cuida
    Mostrar en medio del fragor sonoro
    Nubes de fuego y ráfagas de oro.


XXIX.

      Al Dios el pueblo atónito veia
    Blandir él propio el nimbo rutilante.
    Rumor que de fundar llegó ya el dia
    La anhelada ciudad, en un instante
    Circula y crece. Todos á porfía,
    Orgullosos de agüero tan brillante,
    Renuevan las gozosas libaciones
    Y con flores de Baco ornan los dones.


XXX.

      Con el primer albor del nuevo dia
    Van, costa y lindes á explorar: los vados
    Estos son de Numicio; ésta es la ria
    Del Tibre: campos éstos son poblados
    Por los fuertes Latinos. Cauto envía
    Cerca del Rey augusto cien legados
    Enéas, que en sus tercios selecciona;
    Y ya el árbol de Pálas les corona.


XXXI.

      Cargados de presentes, mensajeros
    De paz, que da á sus sienes verde gala,
    A la vecina capital ligeros
    Marchan. Enéas mismo allí se instala;
    Y ya con zanja humilde los linderos
    De la futura poblacion señala,
    Y cual ciñendo un campamento, ordena
    Tender la empalizada, alzar la almena.


XXXII.

      Ya los nuncios, al fin de su jornada,
    Ven las casas y torres presumidas,
    Y ascienden á los muros. A la entrada
    Y en torno á la ciudad, corre en partidas
    Alegre juventud: regir le agrada
    Potros y carros con mañosas bridas;
    Y con rígidos arcos y ligeras
    Flechas, tiros ensayan y carreras.


XXXIII.

      Tomó uno de á caballo á su cuidado
    Trasmitir nuevas tales al oido
    Del viejo Rey: acorre; haber llegado
    Unos hombres, anuncia, con vestido
    Peregrino, de cuerpo agigantado.
    Que á su presencia vengan, comedido
    Latino manda. «Al punto,» dice, «oirélos;»
    Y va el trono á ocupar de sus abuelos.


XXXIV.

      Fábrica en cien columnas sustentada,
    Grande, augusta, soberbia, en una altura
    De la ciudad descuella; consagrada
    Por religion antigua y selva oscura.
    De Pico Laurentino real morada
    Fué antaño. Por presagio de ventura
    Allí los nuevos reyes recogian
    El cetro y fasces que al poder se fian.


XXXV.

      Templo era y tribunal: en sus altares
    Corderos inmolando, los señores
    De la corte á gustar sacros manjares
    Sentábanse en contínuos cenadores.
    Cada príncipe vió las tutelares
    Imágenes allí de sus mayores
    El vestíbulo ornar, nobles y enhiestas,
    Obras de antiguo cedro, en órden puestas.


XXXVI.

      Ítalo allí; y aquel que al italiano
    Suelo trajo la vid, el buen Sabino,
    A quien, áun hora, figurado anciano,
    La corva hoz le asoma, autor del vino:
    El gran Saturno y el bifronte Jano
    Muestran, callando, su poder divino:
    Otros reyes les siguen, con heridas
    Marciales, por la patria recibidas.


XXXVII.

      De antiguos triunfos testimonios mudos,
    Hay en los sacros postes mil despojos:
    Armaduras suspensas, penachudos
    Yelmos, corvas segures ven los ojos:
    Ven sin número allí dardos y escudos,
    Ven de puertas grandísimos cerrojos;
    Cautivos carros, y espolones graves
    Quitados por valientes á las naves.


XXXVIII.

      Pico, de potros domador ufano,
    Con trábea corta, allí tambien se muestra,
    Báculo quirinal tiene en la mano,
    Sentado, y sacra adarga en la siniestra:
    Pico, á quien ya, de ardor tocada insano,
    Hirió con vara de oro maga diestra,
    Circe, amante cruel; con hierbas malas
    Mudóle en ave y le pintó las alas.


XXXIX.

      En este, pues, de Dioses templo digno,
    De sus abuelos en el rico trono,
    El Rey audiencia concedió benigno.
    Entraron los legados, y él con tono
    Manso y afable, de clemencia signo,
    «Hablad, Dardanios; vuestro ruego abono,»
    Les dice: «ántes que vistos anunciados,
    Yo vuestro oriente sé, sé vuestros hados.


XL.

      »Mas ¿cuál deliberada causa, ó ciega
    Necesidad á nuestra costa impele
    Y á puerto ausonio vuestra escuadra apega?
    ¿Fué que el rumbo perdisteis? ¿Ó, cual suele
    Avenir al que en alta mar navega,
    Tras rodear tan largo, al leño imbele
    Embistió ronca tempestad? Propicio,
    Siempre, tendreis en nuestra casa hospicio.


XLI.

      »Á los Latinos apreciad: lejanos
    De pacto escrito y de penal violencia,
    En dulce paz cultivan como hermanos
    Antiguos usos, de Saturno herencia.
    Y ya entre los Auruncos hallé ancianos
    Que, si bien entre sombras (influencia
    Envidiosa del tiempo), en la memoria
    Aun guardasen de Dárdano la historia.


XLII.

      »Fué de ésta, dicen, suya, á patria ajena;
    Fué á las frigias ciudades, cabe el Ida,
    Y de la tracia Sámos el arena
    Honró, que hoy Samotracia se apellida:
    Dejó á Corito y su mansion tirrena;
    Y en el celeste alcázar ya le anida
    Aureo solio que esmaltan luminares,
    Y goza él, nuevo Dios, culto y altares.»


XLIII.

      «Sangre ilustre de Fauno, gran Latino!»
    Palabras tales respondió Ilioneo:
    «No aquí impelida nuestra flota vino
    Por rudo soplo en agitado ondeo;
    Estrella no torció nuestro camino,
    Ribera no engañó nuestro deseo:
    Trajo nuestros bajeles á esta rada
    Concorde voluntad nunca arredrada.


XLIV.

      »De la nacion mayor que peregrino
    Viniendo de los límites de Oriente
    El sol miraba, nos lanzó el destino.
    Tiene en Jove principio nuestra gente;
    La juventud dardania del divino
    Abolengo se precia. A aquella fuente
    El que á tí nos envía está cercano,
    Hijo de Diosa, Enéas, Rey troyano.


XLV.

      »Cuántas nubes de muerte de Micénas
    Á asolar fueron la ciudad troyana;
    Cuál lucharon al pié de sus almenas
    Asia y Europa con crueza insana,
    Lo sabe el que las últimas arenas
    Pisa do va á quebrarse espuma cana;
    Lo sabe á quien la zona ancha intermedia
    Aisla, y sol abrasador asedia.


XLVI.

      »Despues de aquel diluvio y largo viaje,
    Sobrio asilo en tus costas, lo que asombre
    Nuestros Dioses, pedimos, y hospedaje:
    El aire y agua, propiedad del hombre.
    No será al reino nuestro ingreso ultraje;
    Crecerá nuestro amor y tu renombre:
    ¡Si á Troya, Ausonios, vuestro seno abriga,
    No la vereis ingrata ni enemiga!


XLVII.

      »Y esto lo juro por lo que es Enéas;
    Por su diestra, no ménos ya probada
    En sellar pactos que en vencer peleas.
    Muchos pueblos--tenernos en nonada
    Excusa, ¡oh Rey!, aunque extender nos veas
    En las manos la oliva; aunque embajada
    De súplicas traigamos--gentes muchas
    Ligas nos propusieron y no luchas.


XLVIII.

      »Mas por divina voluntad guiados
    A los bordes venimos de tu imperio:
    A la cuna de Dárdano los hados
    Traen los nietos de Dárdano. Con serio
    Ordenamiento, á los tirrenos prados
    Que honra el Tibre, y, envueltas en misterio,
    Nos mueve á las vertientes de Numico,
    El sabio Apolo, de promesas rico.


XLIX.

      »Que en prenda de concordia aceptes fia
    Los breves restos de la Patria cara,
    Memorias de otra edad, quien los envía:
    Vé en qué oro libó Anquíses en el ara;
    Mira cuáles, si al pueblo reunia,
    En su alto tribunal cetro y tïara
    Príamo usaba, y el bordado arreo
    Por damas de Ilïon.» Habló Ilioneo.


L.

      Suspenso el Rey le escucha; mas no tanto,
    Miéntras, bajos los ojos, con prolija
    Pausa los vuelve, en el purpúreo manto,
    Ni en el cetro rëal la atencion fija:
    Ideas tales no le ocupan, cuanto
    El proyectado enlace de la hija;
    Y la voz del oráculo elocuente
    Revuelve pensativo allá en su mente.


LI.

      «Que éste es,» se dice, «el anunciado yerno
    Con quien mi cetro he de partir, medito;
    El que hará de su raza el nombre, eterno,
    Y de su imperio el ámbito, infinito.»
    «Vos el augurio que feliz discierno,»
    Exclama luégo con gozoso grito,
    «Dioses, sellad, y coronad mi idea!
    Troyano, en lo que á tí, cual pides sea.


LII.

      »Ni menosprecio el dón. Miéntras Latino
    Impere, no de fértiles terrenos
    Opimos frutos, de Ilïon divino
    Magnificencias no echareis de ménos.
    Y ¡oh! si unir con el nuestro su destino,
    Si hospedaje leal, dias serenos
    Anhela vuestro Rey, ¿por qué me niega
    De verle el gozo, y ante mí no llega?


LIII.

      »Ojos amigos le verán; y en muestra
    De la alïanza que firmar decido,
    Estrecharé su diestra con mi diestra.
    Id, y en mi nombre referidle, os pido,
    Que una hija tengo que en la patria nuestra
    Hallar no puede para sí marido;
    Con profética voz glorioso abuelo,
    Con visiones de horror lo impide el Cielo.


LIV.

      »Vendrá yerno extranjero á mi palacio;
    Me le anuncia infalible profecía:
    En él sus esperanzas finca el Lacio;
    Y él, su raza empalmando con la mia,
    De nuestro nombre llenará el espacio:
    Por tal el hado á vuestro Rey me envía;
    Créolo, y si es verdad lo que adivino,
    Lo anhela el corazon.» Habló Latino.


LV.

      Y manda que, uno á uno, á los Troyanos
    Lleven sendos caballos: de trescientos
    Que en reales cuadras hay, los más lozanos.
    Con púrpura y bordados paramentos
    Y colleras riquísimas ufanos
    Van los ágiles brutos, opulentos
    Con el profuso aurífero tesoro,
    Y el bocado volviendo, muerden oro.


LVI.

      Hermoso carro para el Rey ausente,
    Y dos potros con él, despacha luégo,
    Que, renuevos de eléctrica simiente,
    Por la abierta nariz despiden fuego:
    Los bridones del Sol secretamente
    Sagaz con yegua oculta á fértil juego
    Circe movió: fruto éstos de esa traza,
    Bastardos brotes son de etérea raza.


LVII.

      Así, en régios corceles caballeros
    Y de régias mercedes abrumados,
    Portadores de paz, ya mensajeros,
    Tornaban á su campo los legados.
    Partiendo, á la sazon, de los linderos
    Argivos, con los céfiros alados
    Volando va de Júpiter la esposa
    En su carro gentil soberbia Diosa.


LVIII.

      Y léjos, desde el sículo Paquino,
    Ve ledo á Enéas; ve á su gente, dada,
    En la tierra á quien fia su destino,
    Bases á echar de sólida morada,
    Las naves olvidando. En su camino
    Paróse adolorida y asombrada
    La Diosa, y meneando la cabeza,
    Sola consigo á razonar empieza:


LIX.

      «¡Oh raza aborrecida! ¡Oh frigios hados,
    Por siempre opuestos á los hados mios!
    ¡Qué! ¿Cautivos quedar, y no estorbados?
    ¿Eso logran? ¿Sin fuerza, y no sin bríos?
    ¿Ilesos de sus muros abrasados
    Salir, y de las hondas de sus rios?
    ¿Y entre aceros y llamas, ruina y muerte,
    Hallar camino y restaurar la suerte?


LX.

      »¡Á bien que de venganzas satisfecha
    Yo, ó cansada de odiar, desistiria!
    Luégo que el hado de Ilïon los echa,
    Prófugos restos, á la mar bravía,
    Mi cólera en las olas los estrecha,
    Les cierro á toda empresa toda via,
    Y armada, último golpe, les afronto
    Con las iras del cielo y las del ponto!


LXI.

      »¿Qué me sirvió Caríbdis vasta, ó Scila,
    Ni qué las Sirtes? La nacion troyana
    Libre del mar, respecto á mí tranquila,
    Ya el Tibre deseado ocupa ufana.
    ¡Y á los Lápitas fieros aniquila
    Marte! ¡y en manos pone de Dïana
    Jove á los Calidonios por perdellos!
    ¿Cuál el gran crímen fué de éstos ó aquéllos?;


LXII.

      »¡Y yo, esposa de Júpiter, que empleo
    Cuanto recurso da el furor; que ensayo
    Cuanto plan dicta el odio, ¿qué granjeo?
    ¡Ser de Enéas vencida!... ¡Aun no desmayo!
    Ajena mano, si en la lid flaqueo,
    Irá á encender de mi venganza el rayo;
    Y si el Cielo á mover mi voz no alcanza,
    Empeñaré al Averno en mi venganza!


LXIII.

      »No ya el imperio del país latino,
    Ni de Lavinia la ofrecida mano
    (Si así inflexible lo ordenó el destino),
    Quitar pretendo al príncipe troyano.
    Mas yo estorbos sin cuento en su camino,
    Yo pondré entre ambas razas odio insano;
    A ambos reyes tan caro así les cueste
    Ser yerno éste de aquél, suegro aquél de éste!


LXIV.

      »La sangre de dos pueblos es tu dote,
    Y madrina á tu union Belona asiste,
    Vírgen!... Hacha nupcial que incendios brote,
    Hécuba, no tú sola concebiste;
    Que tambien de dos pueblos para azote,
    De Páris ominoso copia triste,
    Nació el hijo de Vénus. Boda nueva
    Ya á Troya renaciente estragos lleva.»


LXV.

      Dijo, y el carro la soberbia Diosa
    Con rápido descenso inclina á tierra;
    Y de aquella region que tenebrosa
    Las hermanas frenéticas encierra,
    Evoca á la ímpia Alecto, que rebosa
    En fraudes, iras y rencor de guerra;
    Que todo crímen é intencion dañada
    Tiene en ella su nido y su morada.


LXVI.

      Horrible es entre monstruos infernales;
    Pluton mismo su padre, y las hermanas
    Tartáreas la detestan; ¡visos tales
    Y tantas apariencias inhumanas
    Toma y muda, afligiendo á los mortales!
    ¡En serpientes tan ásperas é insanas
    El crin le abunda que su cuello eriza!
    Juno á hablarle empezó, y así la atiza:


LXVII.

      «Tú sola, hija de la Noche, puedes
    Conseguir lo que imploro; ¡oh vírgen! fio
    Que en tan estrecha coyuntura, vedes
    Que sucumba mi honor y el poder mio:
    No dejes tú que, entre nupciales redes
    de Latino envolviendo el albedrío,
    A mansalva el troyano aventurero
    Los ítalos confines tome artero.


LXVIII.

      »Tu ardiente azote altera y tu veneno
    Públicos y domésticos enlaces;
    Por tí hermanos unánimes, terreno
    Sangriento van á disputar: falaces
    Tienes mil nombres, artes mil. Tú el seno
    Astuto anima, pues: juradas paces
    Rompe; discordias siembra: audaz asome
    La juventud; pida armas, armas tome!»


LXIX.

      Al punto, el corazon y las miradas
    Infectas de ponzoña medusina,
    Del Rey á detenerse en las moradas,
    Alecto vuela á la region latina:
    Mueve en silencio á Amata sus pisadas:
    Amata á la llegada repentina
    De los Troyanos, y á la ansiada boda
    De Turno, su atencion dedica toda.


LXX.

      En congojas y lloros femeniles
    Se abrasaba la Reina, cuando vino
    La Furia á su mansion con pasos viles:
    Tírale del cabello serpentino
    Uno de sus cerúlëos reptiles,
    Y se lo hunde en el seno, porque el tino
    Pierda, y corra el palacio, y á él trasmita
    Todo el furor del monstruo que la agita.


LXXI.

      Y ya el áspid sutil por entre el bello
    Seno y las ropas de la Reina gira;
    Ya, sin que la infeliz se cure de ello,
    Víbora, alma de víbora le inspira:
    Crece, y dorada alhaja orna su cuello;
    Crece, y cinta elegante atar se mira
    Sus cabellos y sienes; crece, y blanda
    Hincha sus venas, por sus miembros anda.


LXXII.

      Miéntra el vírus primero que destila
    De la ponzoña húmida, resbala
    Por los sentidos tímido, y vacila
    El fuego oculto que los huesos cala;
    Miéntras no oprime al ánima intranquila
    Toda la fuerza del incendio, exhala
    La dolorida Reina quejas tales
    A estilo y en acentos maternales:


LXXIII.

      «¿Tú nuestra única hija» (y largo lloro
    Por la hija y frigias bodas derramaba,
    Así hablándole al Rey), «nuestro tesoro
    Darás á advenedizos? ¿Ni hallas traba
    En su suerte, en mi amor, en tu decoro?
    Haya viento propicio, ¡y por esclava
    Llevarásela á bordo, y dejaráme
    En duelo eterno el robador infame!


LXXIV.

      »Ejemplo toma del pastor troyano
    Que de Esparta á Ilïon llevóse á Elena.
    ¿Qué? ¿y tus santas promesas son en vano,
    Tu patriótico zelo? ¿Harás ajena
    Esa que veces mil paterna mano
    Tendiste á Turno ya de afecto llena?
    Oigo me arguyes que forzoso agüero
    Subyuga el Lacio á príncipe extranjero.


LXXV.

      »Si Fauno así sobre tu mente impera,
    No se rinde por eso mi deseo;
    Region independiente es forastera,
    Que á esto los Dioses aludieron creo:
    El orígen de Turno considera:
    Ínaco, Acrisio, entre los nombres leo
    Que, honrando patria extraña, honran su gente;
    Y la clara Micénas fué su oriente.»


LXXVI.

      En balde hablaba así la Reina: mira
    Que en Latino sus voces no hacen mella;
    Y ya, quemando sus entrañas, gira
    El veneno furial por toda ella:
    Movida, en fin, de ponzoñosa ira,
    Fantasmas ve, respetos atropella,
    Y por la ancha ciudad el paso ciego
    Abrevia con febril desasosiego.


LXXVII.

      Cual peonza que en plaza despejada
    De juguetones mozos circuida,
    Va, del torcido látigo azotada,
    Que hace que, vueltas dando, espacios mida;
    A ver el boj tornátil de pasada
    Necia, curiosa ociosidad convida
    Absorta turba; y ni el herir se aplaca,
    Ni él ménos bríos de los golpes saca:


LXXVIII.

      Por medio á la ciudad, y entre sus gentes
    Indómitas, el paso precipita
    La Reina así con ímpetus ardientes.
    Nuevas furias concibe ya, medita
    Escándalo mayor: en accidentes
    Convulsivos, semeja que la agita
    Interno Baco: á selva hojosa, inculta,
    Lleva á la hija consigo; allí la oculta.


LXXIX.

      Tál eludir ó deshacer aquella
    Boda intenta que teme y que desama:
    Y gritando ¡Evohé! de la doncella
    Unico digno á tí, Baco, proclama;
    Que por tí, dice, en tiernas hojas ella
    Viene á vestir tu predilecta rama;
    Por tí, ofrecida á tí, danzando en coro,
    Suelta de sus cabellos el tesoro.


LXXX.

      Corre la nueva; y del furor tocadas
    Ya todas las matronas, desparcidas
    Las melenas al viento, sus moradas
    Dejan, buscando insólitas guaridas:
    Astas vibran de pámpanos ornadas,
    Y de rústicas pieles van vestidas;
    Otras dan voces de dolor. Blandea
    Amata en medio improvisada tea.


LXXXI.

      Y anuncia á voces, con mirar de llama,
    De Lavinia y de Turno el himeneo;
    Y «¡Oid!» en brozno acento, «Oid,» exclama,
    «Oh matronas del Lacio, mi deseo:
    Si áun á la triste Reina amais que os ama,
    Si honrais fueros maternos, el arreo
    De las sienes al punto desatando
    Que órgias conmigo celebreis os mando.»


LXXII.

      Así en los bosques, en feral desierto,
    Con estímulos báquicos incita
    Alecto á Amata; y como mira cierto
    Prender la llama que atizó maldita,
    Y en conflicto por ende y desconcierto
    Ve la real casa, y lo que el Rey medita,
    Hácia el rútulo audaz la Diosa triste
    Va en negras alas que su cuerpo viste.


LXXXIII.

      Tiende ella el vuelo á la ciudad que él ama,--
    La cual Dánae, traida á la ribera
    Al ímpetu del Noto, fundó, es fama,
    Con acrisios colonos. Ardea era
    Floreciente el lugar, Ardea hoy se llama:
    Cambió la suerte, el nombre persevera.
    Allí, mediada ya la noche umbría,
    En su excelsa mansion Turno dormia.


LXXXIV.

      Deja Alecto su cuerpo horrible, deja
    Su apariencia furial; la toma humana;
    Ara con rugas mustia faz de vieja;
    Con venda ciñe la melena cana
    Y con rama de oliva; y ya semeja
    A Cálibe, al andar, ministra anciana
    De Juno y de su templo. De esta suerte
    Muéstrase á Turno, y voces tales vierte:


LXXXV.

      «¡Turno! ¿y así permitirás que nada
    Te sirvan tantos méritos, y lleve
    Huésped dardanio en mengua de tu espada
    El cetro que en justicia se te debe?
    Aquel enlace y dote conquistada
    Por tí con sangre, el Rey te niega aleve:
    Y á un extranjero en tu lugar convida.
    ¡Vé, y por ingratos luégo expon tu vida!


LXXXVI.

      »Vé, y los Tirrenos debelando fuerte,
    La paz á los Latinos asegura!
    Estos avisos mándame traerte
    Entre el descanso de la noche oscura,
    Saturnia poderosa. ¡Sús! despierte
    Tu ardor la juventud, y la conjura
    Los muros á dejar, de armas provista,
    Y haz que á los Frigios animosa embista!


LXXXVII.

      »Tú á ésos, que yacen junto al bello rio,
    Y á sus pintadas naves fiero hostiga
    Con rayo abrasador. El labio mio
    Te enseña lo que el cielo á hacer te obliga.
    Latino propio si en infiel desvío
    Niega el pactado enlace, como amiga
    Probó tu mano ya, pruébela ahora
    Justiciera tambien y vengadora!»


LXXXVIII.

      Burlándose el doncel de la adivina,
    «No ha faltado,» contesta, «cual supones,
    Nuncio que á la ribera tiberina
    Me avise que llegaron galeones.
    ¿Mas tú á notificarme de rüina
    A qué vienes con lúgubres ficciones?
    No ha puesto la alta Juno todavía
    En olvido mortal la causa mia.


LXXXIX.

      »Ya: decrépita edad, y asombradiza
    De suyo la vejez, tu mente, ¡oh buena
    Mujer! con temorcillos martiriza,
    Y de especies fatídicas te llena
    Viendo entre reyes la empeñada liza.
    Cuidar las aras tu deber te ordena;
    Hazlo, y deja del reino á los magnates
    Acordar treguas ó librar combates.»


XC.

      En cólera creciente se inflamaba
    Alecto oyendo á Turno; y Turno, yerta
    Paró la vista, áun bien de hablar no acaba:
    Espantosa vision le desconcierta,
    Convulsivo terror sus miembros traba.
    ¡Así disforme á demostrarse acierta
    La Furia, al propio sér vuelta de lleno!
    ¡Tanto silban las hidras de su seno!


XCI.

      Y ya con vista que abrasando mata,
    Al jóven, que algo, en la ocasion estrecha,
    En balde de añadir medroso trata,
    Sus ojos tuerce y la intencion desecha;
    Y dos gemelos áspides desata
    De la crin ruda de serpientes hecha,
    Chasquéalos su mano, ira rebosa,
    Y esto agrega con boca ponzoñosa:


XCII.

      «¡Mira la ilusa aquí, la asombradiza,
    Á quien el peso de los años, buena
    Mujer, con temorcillos martiriza!
    ¡La que de especies vanas anda llena
    Viendo entre reyes empeñada liza!
    Torna, torna á mirar, si no te apena:
    Furia soy de los reinos infernales;
    Guerras llevo en la mano y fieros males!»


XCIII.

      Así diciendo, vengativa tea
    Al jóven lanza, en cuyo triste pecho
    Ya con negro fulgor hundida humea.
    En sudor copiosísimo deshecho,
    Que brota y cala, pavorosa idea
    Su letargo interrumpe; y ya en el lecho,
    Ya fuera, con voz ronca y mano brusca,
    Armas pide frenético, armas busca.


XCIV.

      Y en sed de sangre criminal, en fiera
    Rabia arde loco. Así en sonante llama
    Los costados de férvida caldera
    Cerca y envuelve allegadiza rama:
    Siente el agua el ardor, bulle ligera,
    Y enciéndese, y borbota, y se derrama
    La desbordada espuma, y vuelto nube
    El cálido vapor al aire sube.


XCV.

      Hé aquí á sus nobles contra el rey Latino,
    Rompida entre ambos pueblos la alïanza,
    Turno señala militar camino,
    Y armados los convoca á la venganza:
    A Italia defender es su destino,
    Y rechazar al invasor; que alcanza
    Por sí sola, dice él, la fuerza suya,
    A que el Latino ceje, el Teucro huya.


XCVI.

      Hecho á los suyos Turno estas razones,
    Y á los Dioses pedido fuerza y guía,
    Entre sí los rutulios corazones
    A la lid se estimulan á porfía:
    Corren unos á armarse campeones
    Ricos de juventud y lozanía;
    Quiénes fieros con sangre régia, y quiénes
    Con brazo ilustre y triunfadoras sienes.


XCVII.

      Turno inflama á los Rútulos; y vuela
    A los Teucros en tanto Alecto impía:
    Con nueva traza, al márgen va do anhela
    Tras las fieras Ascanio ó las espía;
    Y con violento ardor hace que huela
    Rastros de ciervo la sagaz jauría
    Que Ascanio lleva. Rústicos furores
    Aquí nacieron; y despues, horrores.


XCVIII.

      Con altos cuernos y gentil figura,
    Temprano hurtado al maternal sustento,
    Hubo un ciervo á quien daban con ternura
    De Tirreo los hijos alimento--
    Tirreo, aquel que en campos de verdura
    Custodiaba del Rey greyes sin cuento;--
    Mas si querido á los mancebos era,
    Silvia ante todos en su amor se esmera.


XCIX.

      Ama él su servidumbre, ella le adora:
    Plácida jóven, la enastada frente
    Con süaves guirnaldas le decora,
    Peina á su ciervo y lávale en la fuente:
    Manso á la mesa va de su señora,
    Ledo caricias de su mano siente;
    Ociosas horas en la selva pasa,
    Mas de noche, aunque tarde, vuelve á casa


C.

      De la querencia, á la sazon, distante,
    Ansioso el ciervo de apacible frio,
    Sesteaba en la playa verdeante,
    Nadando á tiempos á merced del rio.
    Los podencos de Ascanio, allí cazante,
    Fieros le avientan con ardiente brio;
    Y á impulso Ascanio de ambicion inquieta,
    Lanza del combo arco una saeta.


CI.

      Y dió acierto fortuna á su descuido;
    Que á herirle los ijares, por el viento
    Volando al ciervo fué con gran rüido
    La flecha aguda. El triste huye sangriento
    A la usada mansion, y con gemido
    Como quien llora y llama en su lamento,
    Entra en su establo, y los contornos llena
    Con los ecos dolientes de su pena.


CII.

      Con las palmas los brazos se golpea,
    Y alza Silvia tristísimos clamores;
    Fué el primer llamamiento que á pelea
    Convocó los fornidos labradores.
    Ellos (pues ya invisible la ímpia Dea
    Sembrara en la ágria selva sus ardores)
    Al punto comparecen: éste saca
    Tizon agudo; aquél ñudosa estaca.


CIII.

      Cuanto ha tomado, en armas lo convierte
    La rabia, y toma cuanto á mano mira.
    Con recias cuñas, con empuje fuerte,
    Tirreo á la sazon á hender aspira
    Un roble colosal. Y como advierte
    Amenazas venir, fuego respira
    Del hacha asiendo arrebatado, y llama
    Los suyos á su lado y los inflama.


CIV.

      Volando en esto la terrible Diosa,
    Que alta el momento de dañar espía,
    Precipítase audaz, y el ala posa
    En la cumbre mayor de la alquería;
    Y desde allí la seña sonorosa
    Que á pastores reune, al aire fia,
    Y por el campo, con el corvo cuerno,
    Hace sonar los ecos del Averno.


CV.

      Y el campo se estremece y la arboleda,
    Y atónita retumba selva anciana
    En són profundo; y aunque léjos queda,
    Oye el clamor el lago de Dïana,
    Y el Velino, y el Nar, que blanco rueda
    Pues de vertientes sulfurosas mana;
    Trémulas madres, al rumor del trueno,
    Apretaron los hijos contra el seno.


CVI.

      Corren al són de la bocina insana
    Los rústicos, tomando armas á tiento;
    Corre, á auxiliar á Ascanio, la troyana
    Juventud en abierto campamento.
    Ordénanse las haces: no es villana
    Riña ya, ni se ostenta el ardimiento
    Con macizas estacas ó tizones;
    No; que blanden el hierro, y son legiones.


CVII.

      Oscura miés de puntas encontradas
    El campo cubre, y en dudosa liza
    Reflejan en las nubes las espadas
    Del sol los rayos. Tal primero eriza
    El piélago sus ondas, y encrespadas,
    Más y más cada vez se encoleriza,
    Y encumbrándose, en fin, desde su asiento,
    Esforzado amenaza al firmamento.


CVIII.

      Hé aquí, lidiando en avanzada hilera,
    Crujiente flecha á su garganta asida
    Almon cayó, que entre los hijos era
    De Tirreo, el mayor. La cruda herida
    Con la ferviente sangre que aglomera,
    La húmida voz y la delgada vida
    Extinguió del mancebo, á cuyos lados
    Muchos otros sucumben derribados.


CIX.

      Allí murió Galeso, que intervino
    Medianero de paz, ¡infortunado!
    Rico en tierras cual no otro convecino,
    Él, viejo ilustre, y de virtud dechado:
    Contaba en sus dehesas de contino
    Rebaños cinco de mayor ganado
    Y cinco greyes de lanosa cria;
    Y el campo con cien yuntas revolvia.


CX.

      Miéntras pugnaban con incierto marte,
    Firme en cumplir lo que á su fe se fia
    Habiendo Alecto por su fuerza y arte
    Comprometido en bélica porfía
    Y funeral destrozo á cada parte,
    Arrebola con sangre su alegría,
    Deja á Italia, veloz cruza la esfera,
    Y á Juno en voz de triunfo dice fiera:


CXI.

      «Lo que ansiaste, atroz guerra, odios insanos,
    Te doy: sangre ha corrido: ahora, si puedes,
    ¡Vé, reconcilia á Ausonios y Troyanos!
    Más allá iré, si gracia me concedes:
    Azuzaré los pueblos comarcanos,
    Y atraeré sus auxilios con mis redes
    Al incendiado campo de la guerra:
    De armas, si faltan, sembraré la tierra!»


CXII.

      «Basta de ardides y traspasos; tente!»
    Juno así respondió: «robusta nace
    Esta guerra por sí: sangre reciente
    Tiñe las armas que el furor les hace,
    Y trábalos él mismo en lid patente.
    Que á tan ardiente union y estrecho enlace
    Venga de Vénus la famosa casta
    Y el rey Latino mismo, ésto me basta.


CXIII.

      »¡Y véte al punto! El que en Olimpo impera
    No ya en paz que siguieses llevaria
    Vagante Furia en superior esfera:
    Si áun hay algo que hacer, á mí lo fia.»
    Miéntras hablaba así Juno altanera,
    Con áspides Alecto descogia
    Las bramadoras alas, deja el cielo,
    Y al Cocito veloz despeña el vuelo.


CXIV.

      Hay en mitad de Italia, sojuzgado
    De montes, noble sitio, por la fama
    En apartadas tierras celebrado,
    A quien valle Omnisanto el vulgo llama:
    Selva le ciñe de uno y otro lado
    Con medrosa negrura y densa rama;
    Y entre rocas, en óndico tumulto,
    Por el bosque un torrente suena oculto.


CXV.

      Horrenda cueva allí la vista espanta,
    Á Pluton y sus reinos abertura:
    Roto Aqueronte, férvida garganta
    Gran vorágine abre, y nube oscura
    De vapores pestíferos levanta;--
    Allí el odioso Númen su figura
    Escondió derribándose al profundo,
    Y su serenidad devuelve al mundo.


CXVI.

      Entretanto á los bélicos furores
    Juno cuida poner última mano.
    A la ciudad los míseros pastores
    Acorren, y sin vida á Almon lozano
    Exponen; y esforzando los clamores,
    Hendido el rostro de Galeso anciano
    Enseñan; y cobrando la esperanza
    A los Dioses y al Rey piden venganza.


CXVII.

      En medio al alegato se presenta
    Turno feroz, el cual de sangre y llama
    El terror con sus voces acrecienta:
    Que á reinar á los Teucros se les llama,
    Que frigia raza en su lugar se asienta,
    Y á él se pone á las puertas, dice, y brama;
    Y hacen parte con él hijos de aquellas
    Que de Amata en furor siguen las huellas.


CXVIII.

      Miéntras las madres en vinosa danza
    Atropellan florestas y collados,
    (¡De una reina el ejemplo tanto alcanza!)
    Ellos de un númen infernal tocados,
    Convocan en tropel á la matanza,
    Contra el querer del Cielo y de los hados,
    Contra el temor de oráculos y agüeros;
    Y las puertas del Rey asedian fieros.


CXIX.

      Cual peñon en los mares, él resiste;
    Como el peñon á quien con golpe rudo
    En fragor recio el oleaje embiste,
    Y él las ondas ladrantes oye mudo,
    Y escollos, rocas que la espuma viste
    Hirviente en derredor, los ve desnudo,
    Y firme mira, en sus costados rota,
    Ir y venir el alga que le azota.


CXX.

      Yendo las cosas á merced de Juno,
    Al fin el mal consejo halló camino;
    Tál que, habiendo á los Dioses uno á uno
    Y á los vientos alígeros Latino
    Conjurado con votos importuno,
    «En ondas,» dice, «adversas el Destino
    Nos arrastra. Vosotros, homicidas,
    La impiedad pagareis con vuestras vidas.


CXXI.

      »Á ti está reservado acerbo filo;
    Tarde á los Dioses volverás tu ruego,
    ¡Oh Turno desdichado! Yo al asilo
    Que abre la tumba á mi esperanza, llego;
    Sólo me privas de morir tranquilo!»
    Habló Latino, y encerróse luégo,
    Y á tristes pensamientos entregado,
    Las riendas abandona del Estado.


CXXII.

      Fué en el Lacio costumbre;--los albanos
    Pueblos la honraron luégo; y la gran Roma,
    Hoy si á los Getas lleva ó los Hircanos
    Luto, ó sobre los Arabes asoma,
    Ó á Oriente ó á los Indos va lejanos,
    Ó enseñas propias á los Partos toma,
    Roma, abriendo á sus triunfos la carrera,
    En la misma costumbre persevera:--


CXXIII.

      Y es así que dos puertas tiene iguales
    El templo que renombran de la Guerra,
    Por ritos consagrado inmemoriales,
    Y por Mavorte, que sangriento aterra:
    Guarnécenle cien barras, y son tales
    El bronce y hierro que lo mura y cierra,
    Que el tiempo destructor los muerde en vano;
    Y firme los umbrales guarda Jano:


CXXIV.

      Y apénas el Senado la balanza
    Inclina por la guerra, ya, ceñida
    Romúlea toga á la gabina usanza,
    Vistoso el Cónsul presentarse cuida;
    Las chilladoras puertas abre, y lanza
    El grito que venganzas apellida:
    Le sigue el pueblo, y la guerrera pompa
    El clangor solemniza de la trompa.


CXXV.

      Estas puertas de lúgubre destino,
    Rebelde chusma con furor tirano,
    Siguiendo la costumbre, al buen Latino
    Mandaba abrir contra el poder troyano;
    Mas á alargar el Padre no se avino
    Al ministerio vil la régia mano,
    Y en sombras ocultóse. El vacuo puesto
    La Reina de los Dioses llena presto.


CXXVI.

      La cual del cielo rápida desciende,
    Y ella misma las puertas rechinantes
    Empuja, y los ferrados postes hiende.
    Italia, al punto, adormecida en ántes,
    En bélico furor toda se enciende:
    Quiénes á pié se ensayan; arrogantes
    Quiénes, en polvo envueltos, potros doman;
    Ya todos piden armas, armas toman.


CXXVII.

      Y á las hachas dan filo, y pulimento
    Á los lisos escudos y saetas;
    Quieren banderas tremolar al viento,
    Que el viento hieran voces y trompetas:
    Renuevan, pues, al yunque el armamento
    Cinco ciudades, á porfía inquietas:
    Árdea, Atina potente, Crustumero,
    Y Antena torreada y Tíbur fiero.


CXXVIII.

      Aperciben las cóncavas celadas,
    De cabezas reparo; adargas nuevas
    De varillas de sauce conformadas,
    Y corazas metálicas y grevas,
    Hecho el argento láminas delgadas;
    Y nadie ya ni en hoces ni en estevas
    Ocupa el pensamiento; que humillado
    Yace y se esconde el arte del arado.


CXXIX.

      ¿No ves cuál de sus padres los aceros
    Reforjan en el horno? El clarin suena;
    Pasa de mano en mano entre guerreros
    El símbolo marcial: aquél estrena
    Yelmo arrumbado en casa; aquéste fieros
    Potros á desusado yugo enfrena;
    Y la de triple franja, áurea loriga,
    Toma, el escudo fiel, la espada amiga.


CXXX.

      ¡Hora, Musas, abridme el Helicona,
    Mi númen sed! Qué jefes principales
    Corrieron á ganar triunfal corona
    Decid, qué gentes los siguieron; cuáles
    Nobles varones en la hesperia zona
    Ya florecian: honras desiguales
    Da Fama oscura á tan insignes hombres;
    Vosotras los sabeis, dictad sus nombres!


CXXXI.

      Mezencio de los términos tirrenos,
    De los Dioses reidor, primero vino,
    Y armó los suyos de coraje llenos:
    Lauso con él, mancebo peregrino,
    El cual gallardo sobre todos, ménos
    Turno, se ostenta, y de otro rango dino;
    Hábil jinete y cazador de fieras:
    ¡Nunca hijo de Mezencio, ay triste, fueras!


CXXXII.

      De Agilina mil hombres sacó en vano
    Lauso infeliz. En pos de estas legiones
    Noble Aventino en el gramoso llano
    Su carro y sus indómitos bridones
    Lanza, con palma triunfadora ufano:
    De Hércules la hermosura y los blasones
    Heredó, y á su escudo da ornamento
    Hidra ceñida de culebras ciento.


CXXXIII.

      Dióle á luz en las sombras del collado
    Que, como él, goza el nombre de Aventino,
    Rea, sacerdotisa, que al agrado
    Cedió, débil mujer, de un sér divino,
    Luégo que, habiendo á Gerïon postrado,
    A las regiones de Laurento vino
    El semidios, y en tiberinas olas
    En paz lavó sus vacas españolas.


CXXXIV.

      Trae el hijo de Alcídes su vestido,
    Que ancho los hombros y hórrido cubriendo
    Arrastra en puntas á los piés partido:
    Piel que muestra, á su frente adorno horrendo,
    Los albos dientes de un leon vencido
    Tal á su regio alcázar va tremendo
    Aventino marchando. Sus peones
    Menean fieros dardos y rejones;


CXXXV.

      Y la sabina pica aterradora
    Blandiendo van. Tras éstos, dos hermanos
    Dejan, Catilo y el fogoso Cora,
    Argiva copia, jóvenes lozanos,
    Los tiburtinos muros que decora
    Nombre fraterno; y á lidiar insanos
    Acorren, y con armas delanteras
    A romper del contrario las hileras.


CXXXVI.

      Hijos de nubes dos Centauros, cuando
    De níveas cumbres rápidos descienden.
    Así, ancho espacio abriendo, resonando,
    Arbustos postran y la selva hienden.
    Tambien Céculo vino con su bando,
    Fundador de Preneste, el cual entienden
    Todos los siglos que entre vil ganado
    Nació, y fué pronto junto al fuego hallado.


CXXXVII.

      De todas partes campesina hueste
    Al Rey se adscribe que engendró Vulcano:
    Los que tratan las cimas de Preneste,
    Los que de Gabia, á Juno grata, el llano;
    Los que el gélido Anio, y el agreste
    Hérnico monte con arroyos cano;
    Los que las tierras de la rica Anaña;
    Padre Amaseno, y las que tu onda baña.


CXXXVIII.

      No armados todos van de firme hoja,
    Ni hacen ellos sonar carro y escudo:
    Gente es que en balas pardo plomo arroja;
    Algunos blanden doble dardo agudo:
    De piel de lobo capellina roja
    Les defiende la sien: de cuero crudo
    Lleva el derecho pié cerrada abarca;
    Desnudas huellas el izquierdo marca.


CXXXIX.

      Gran domador de potros vino luégo
    Mesapo, el hijo de Neptuno: el hado
    Le protege, y ni á espada ni con fuego
    Su sacra vida vulnerar es dado.
    Él á su pueblo, en secular sosiego
    A pacíficas artes avezado,
    A la guerra de súbito apellida,
    Empuñando el primero arma homicida.


CXL.

      Forman la multitud que le acompaña
    Los que el suelo Falisco y Fescenino,
    Los que el alto Soracte, y la campaña
    Flavinia, y lago y bosques de Cimino
    Tratan, y de Capena la montaña.
    Más que terrestre, ejército marino,
    No de hombres, sino de aves le creyeras,
    Movidas con estruendo á las riberas.


CXLI.

      En ordenadas filas los loores
    Cantando de su Rey marchaban ellos,
    Cual entre húmedas nubes sus candores
    Muestran los cisnes de Caistro bellos
    Cuando vuelven del pasto, y triunfadores
    Cantos exhalan de los largos cuellos;
    Y el rio suena y los asianos vados
    De la celeste música agitados.


CXLII.

      Guiando Clauso va grandes legiones,
    Igual él mismo á una legion potente;
    Clauso, ilustre varon, de los varones
    Antiguos de Sabinia procedente,
    Del cual por las latinas poblaciones,
    Tribu admitida al fin, la Claudia gente
    Se propagó, desde que Roma dada
    Fué en parte á los Sabinos por morada.


CXLIII.

      Los de Amiterna, innumerable cuento.
    Los de Cúres y Ereto habitadores
    A Clauso unirse veo en un momento:
    La olivosa Mutusca guerreadores
    Da á su turno, y la villa de Nomento,
    Y el campo de Velino, rico en flores;
    Y van los que en Severo desabrido
    Y en las Tétricas cumbres hacen nido.


CXLIV.

      Y la Casperia y Forunila gente,
    Y la que Himela en sus riberas cria;
    La que bebe del Tibre en la corriente,
    Y en las aguas de Fábaris: la fria
    Nursia y Orcia tambien su contingente,
    Y el latino país el suyo envía;
    Tambien arma sus hijos la campaña
    Que Alia (¡nombre nefasto!) cruza y baña.


CXLV.

      En número á las ondas van iguales
    Que ruedan en el piélago africano
    Si triste se hunde en aguas invernales
    Orion; ó á las que de Hermo en fértil llano
    Ó en las mieses de Licia candeales
    Espigas densas tuesta rayo insano;--
    Y suenan los escudos, y la tierra
    Treme, de piés batida, en són de guerra.


CXLVI.

      Griego, Haleso odia á Troya: sus bridones
    Unce al carro, y á Turno, á lid dispuestas
    Arrastra mil valientes poblaciones:
    Aquellos que del Másico en las cuestas
    Cultivan, Baco, tus preciosos dones;
    Los que enviaron de sus ágrias crestas
    Los Auruncos ancianos; los vecinos
    De los húmedos campos Sidicinos;


CXLVII.

      Y los que á Cáles dejan y las bravas
    Satículas guaridas, y el asiento
    Que tú, Volturno, con tus ondas lavas;
    Llegan al par los Oscos ciento á ciento:
    Todos redondas y erizadas clavas
    Prendidas llevan con flexible amiento:
    Adarga que la izquierda cubre enseñan
    Y el corvo alfanje con que en lid se empeñan.


CXLVIII.

      Ni á tí en mis versos dejaré en olvido
    En la ninfa Sebétide engendrado,
    Ebalo, por Telon, cuando adquirido
    Hubo de los Telebos el reinado,
    Y en Cáprea, anciano ya, sentó su nido.
    Estrecho el hijo en el paterno estado,
    A los campos Sarrastes le dilata,
    Y á los llanos tambien que el Sarno trata.


CXLIX.

      Y de Bátulo y Rúfras las regiones
    Le obedecen, y el valle de Celena,
    Y la que Abela entre altos torreones
    Campiña mira al pié de pomas llena.
    Tercian la pica á guisa de Teutones:
    Almete de alcornoque la melena
    Ciñe en torno: de acero cicaladas
    Brillan las peltas, brillan las espadas.


CL.

      Dichoso en lides, rico en gloria, Ufente,
    A tí á la guerra Nersa montuosa
    Tambien te diputó. La esquiva gente
    De los Ecuos te sigue, que escabrosa
    Tierra ocupa, y de asaltos impaciente
    En la caza de monte no reposa:
    Siempre á nuevos despojos se aperciben,
    Armados andan y de presas viven.


CLI.

      Tambien, marruvio sacerdote, vino
    Umbron á combatir; movióle á tanto
    El rey Arquipo: sobre yelmo fino
    Tiende sus hojas el olivo santo.
    Él los monstruos del reino serpentino
    Con el tacto domaba y con el canto;
    Iras durmiendo de dragon furente
    Manso paraba el ponzoñoso diente.


CLII.

      ¡Mísero sabio! no será que vede
    El paso á la troyana arma homicida
    Tu canto soporífero; ni puede
    Hierba sanar la inevitable herida
    Si en Marsos montes se buscase adrede.
    El bosque te lloró que Anguicia cuida,
    Y las diáfanas olas de Fucino;
    Vivos lagos lloraron tu destino.


CLIII.

      Luégo, prole de Hipólito, dechado
    Llegó, Virbio, de garbo y lozanía:
    Con la prístina gloria señalado
    Materna Aricia á pelear le envía
    Del fondo de la selva en que educado
    Fué por Egeria, cabe la onda fria,
    A par del ara ilustre de Dïana,
    Rica en votos, no tinta en sangre humana.


CLIV.

      Es fama que despues que sin ventura,
    Por traza infame de madrastra fiera
    Y de padre cruel sentencia dura,
    Fué Hipólito arrastrado en la ribera
    Por caballos sin freno, al aura pura
    Tornóse á alzar y á la superna esfera,
    Por merced de Dïana y su cuidado
    Con médicas raíces reanimado.


CLV.

      Miró indignado el Padre Omnipotente
    Que un hombre de los reinos infernales
    Volviese así con apacible frente
    A la luz y á los hálitos vitales,
    Y ráfaga flechó de fuego ardiente
    Contra el de ciencia tanta y hierbas tales
    Sabio descubridor, hijo de Apolo,
    Y en las estigias aguas sepultólo.


CLVI.

      Compadecida entónces la alma Diosa
    A Hipólito tendió su mano pia,
    Y en morada le oculta nemorosa
    Y allí á la ninfa Egeria le confía:
    Oscuro así y en soledad dichosa
    Una vida ingloriosa viviria
    Por las selvas itálicas, cual hombre
    Nuevo, de _Virbio_ bajo el nuevo nombre.


CLVII.

      Al templo y á los bosques de Dïana
    Por eso á los cornípedos corceles
    Llegar no es dado, pues la mar cercana
    Huyendo, y monstruos de la mar crueles,
    Tiraron mozo y carro en fuga insana.
    Él no ménos audaz, ellos más fieles,
    Sus potros en el campo el hijo incita,
    Y su carro á la guerra precipita.


CLVIII.

      Revuélvese ante todos corpulento
    Y sobre todos la cabeza eleva
    Armado Turno, cuyo almete al viento
    Triple penacho ofrece, y alta lleva
    Quimera que respira etneo aliento:
    Ella su ardor al parecer renueva
    Envuelta en tristes llamas, á medida
    Que la lid se ensangrienta embravecida.


CLIX.

      Con altos cuernos y relieves de oro
    En tanto el terso escudo abulta Io,
    Prole aparente de cerdoso toro
    (Nobiliaria leyenda); Argos impío
    Custodio allí de virginal tesoro
    Osténtase tambien; tambien un rio
    Figurado de líquida abundancia
    De la urna cincelada Ínaco escancia.


CLX.

      Con trabadas rodelas en los llanos
    Una nube le sigue de peones:
    Allí van los Argivos, los Sicanos
    Antiguos, en cerrados batallones,
    Y Rútulos, y Auruncos, y Sacranos;
    Los Labicos, que pintan sus blasones;
    Los que te explotan, Tibre, en bosques rico,
    Y tus sagradas márgenes, Numico.


CLXI.

      Y las gentes que rútulos collados
    Cultivan; las que tratan la colina
    Circea; las que campos sojuzgados
    A Júpiter Anxur, y el que domina
    Holgándose en sus verdes arbolados
    Feronia; las que la húmeda Pontina
    Laguna, y hondos valles por do Ufente
    Helado va en el mar á hundir la frente.


CLXII.

      Con gallardo escuadron la marcha cierra
    Honor, Camila, de la Volsca gente:
    Sus jinetes temblar hacen la tierra
    Acorazados de metal luciente.
    No á hilar, no á tejer mimbres, mas en guerra
    A lidiar y á sufrir, manos y mente
    Dió la animosa vírgen, que en su vuelo
    Vence al aura y apénas toca el suelo.


CLXIII.

      Sobre campos y mieses pasaria
    Sin mover las aristas la doncella
    En su rápido curso; cruzaria
    Con planta enjuta y fugitiva huella
    Hinchadas olas de la mar bravía
    Como suspensa aparicion. Por vella,
    Mozos, hembras, en campos y poblados,
    Acuden á su paso embelesados.


CLXIV.

      Y áun de léjos admiran cómo vuela
    Gentil; cómo con púrpura los bellos
    Hombros, terciando regio manto, vela;
    Y cómo los undívagos cabellos
    En auríferos hilos encairela;
    Cómo con licia aljaba da destellos;
    Y cuál blande con noble desenfado
    El mirto pastoral de hierro armado.




LIBRO OCTAVO.


I.

      Así que de la guerra el estandarte
    Turno en su alcázar tremoló en Laurento,
    Y con ronca trompeta á toda parte
    El alarma llevó, y en movimiento
    Sus potros puso y el tropel de Marte,
    Los ánimos se turban al momento,
    Todo el Lacio á su voz tiembla y le imita,
    Toda la juventud arde y se agita.


II.

      Por sumos jefes van Mesapo, Ufente,
    Y aquel que de los Dioses se reia
    Mezencio audaz: de agricultora gente
    La campaña doquier dejan vacía,
    Recursos rebatando. Incontinente
    A Vénulo sagaz allá se envía
    Do el gran Diomédes asentó su corte,
    Que anuncios lleve y de él favor reporte.


III.

      Cómo con frigias naves ha llegado
    Al Lacio; cómo ocupa la ribera
    Con sus vencidos Dioses, y del hado
    Corona y triunfos en el Lacio espera
    El troyano adalid; cómo á su lado
    Muchos corren, y, nuncio á su bandera,
    Toma el dardanio nombre alas de fuego:
    Esto el embajador dirále al Griego.


IV.

      Más que el rey Turno y más que el rey Latino,
    Dirále, en fin, mirar él mismo debe
    A donde á ese invasor, si con destino
    Propicio entrare, fácil es le lleve
    De ambiciosas conquistas el camino.
    Sabe en tanto que el Lacio se conmueve,
    Y fluctúa en revuelto mar de ideas
    Con zozobrante afan mísero Eneas.


V.

      Va, y viene, y torna el ánimo agitado,
    Tienta todo y no pára en una cosa:
    Así un rayo de luz del sol dorado
    O la alba luna, vibra y no reposa
    Sobre jarron de bronce reflejado,
    En que diáfano líquido rebosa;
    Trémulo, acá se anima y allá muere,
    Sube, y los altos artesones hiere.


VI.

      Es de noche: en los árboles y en tierra
    Mudas yacen las aves y ganados;
    Letárgico placer sus ojos cierra.
    En tanto Enéas, presa de cuidados,
    Lleno del pensamiento de la guerra,
    Rindió á tardío sueño los cansados
    Miembros, del cielo bajo el dombo frio,
    En las amenas márgenes del rio.


VII.

      Y hé aquí de entre la plácida corriente
    Y pompa de los álamos umbría
    Al Dios que guarda el Tibre, el Rey durmiente
    Vió alzarse venerable, y que vestia
    Cendal verdoso, y en su anciana frente
    A las húmedas crines retejia
    Oscuras juncias. Habla, y de esta suerte
    Consuelo el Númen y esperanzas vierte:


VIII.

      «¡Hijo de diva estirpe soberana,
    Salve! tú, que arrancada al enemigo
    Nos restituyes la ciudad troyana,
    Y á Pérgamo inmortal llevas contigo!
    Ya sus muros á tí Laurento allana,
    Y á tí sus campos abre el Lacio amigo.
    Nada temas de próximos combates;
    Que patria al fin tendreis tú y tus Penates.


IX.

      »Calmóse de los cielos la tormenta,
    Y hechos abonan la palabra mia;
    Que aquí una hembra de cerdo corpulenta
    Pronto verás entre robleda umbría,
    Con treinta lechoncillos que alimenta,
    Alba, en torno á sus ubres la alba cria;
    Y aquí podrás, alzando al patrio muro,
    De afanes tantos descansar seguro.


X.

      »Treinta años pasarán, y Ascanio ufano
    Fundará, coronando tu destino,
    La ilustre basa del poder albano.
    Apacibles verdades adivino;
    Ilusiones no son de sueño vano.
    Mas cómo por ahora abrir camino
    Te cabe de tu triunfo al cumplimiento,
    Diré en breves razones; oye atento:


XI.

      »Los Árcades habitan este suelo,
    Que nietos de Palante, acompañaron
    Aquí á Evandro, su rey, con fiel anhelo
    Siguiendo su pendon: sitio adoptaron,
    Y con nombre sacado del abuelo
    La ciudad Palantina edificaron
    Sobre los montes. Ellos de contino
    En guerra están con el poder latino.


XII.

      »Tu campo hermana con el suyo, y liga
    Trata con ellos de amistad sincera.
    Fácil á par de mi ribera amiga
    Yo he de llevarte en direccion certera,
    Tál que venzan subiendo sin fatiga
    Tus remos mi raudal. Tú á la primera
    Luz del dia, con votos y con preces
    Vé de Juno á amansar las altiveces.


XIII.

      »Cuando conquistes del valor la rama
    Gracias tributarás al poder mio.
    Yo soy aquel que hoy miras cuál derrama
    Su caudal sobre fértil señorío;
    Soy el cerúleo Tibre, ilustre en fama
    Y de los Dioses predilecto rio:
    Aquí en grandioso alcázar me solazo;
    Nobles ciudades en mi cuna abrazo.»


XIV.

      Dijo el rio, y se hundió cual si buscara
    El hondo lecho. Á un tiempo se retira
    La noche en ese instante, y desampara
    El sueño á Enéas. Yérguese él, y mira
    Ya en oriente del sol la lumbre clara;
    Y agua cogiendo (Religion le inspira)
    Alzala de las palmas en el hueco,
    Y así con llena voz anima el eco:


XV.

      «¡Vos, Ninfas de Laurento (en quien los rios
    Hallan, raza gentil, su ilustre oriente),
    Y oh padre Tibre de raudales pios!
    A Enéas acoged, y de su frente
    Clementes apartad golpes impíos!
    Doquier escondas tu sagrada fuente,
    Doquiera, ¡oh bello Dios! secreto mores,
    Tú apiadado calmaste mis dolores.


XVI.

      »De mí por siempre en himnos bendecido
    Serás, y honrado con perpetuos dones,
    ¡Tú, de cuernos undívagos ceñido,
    Rey de rios de Italia en las regiones!
    Sólo espero me asistas, sólo pido
    Que ratifiques ya tus predicciones.»
    Dijo; y dos barcos de su flota alista,
    Y gente hecha á bogar, de armas provista.


XVII.

      En este punto; (¡oh místicas señales!)
    Cándida hembra de cerdo con sus crias
    Enéas ve, que, en la color iguales,
    Se han tendido en las márgenes umbrías
    Sobre la verde hierba. Ofrendas tales
    El troyano adalid con manos pias
    Te hará, ¡máxima Juno! Ya ante el ara
    Dones presenta, y con la grey se pára.


XVIII.

      Y el Tibre, que bajó la noche entera
    Hinchado, su corriente á la mañana
    Con reflujo suavísimo modera
    Y como estanque plácido la allana,
    Y abre á las quillas próspera carrera.
    Con gozoso rumor la caravana
    Ya remos bate, y sobre el fondo quieto
    Fugaz resbala el embreado abeto.


XIX.

      Los árboles se asombran de la orilla
    Viendo venir por el cristal sereno
    La pintoresca copia, y cómo brilla
    Distante con las armas de su seno.
    Dia y noche bogando la escuadrilla
    El rio sube de recodos lleno;
    En selvas laberínticas se pierde,
    Y cruza en ledo giro el bosque verde.


XX.

      En medio ya de su radiante vuelo
    Ardia el sol, cuando avistó el Troyano
    Muros y alcázar, blanco á su desvelo,
    Y casas esparcidas, que el romano
    Poder más tarde levantó hasta el cielo;
    Que era Evandro modesto soberano,
    Y modesta su corte. Apriesa inclinan
    Las proras ya, y á la ciudad caminan.


XXI.

      Solemnes por ventura en aquel dia
    El Rey árcade honores tributaba,
    Antes de la ciudad, en selva umbría,
    Al semidios de la invencible clava.
    Allí Palante, hijo del Rey, se via,
    Rudo senado y juventud no esclava,
    Incesando á los Númenes. Gotea
    Caliente sangre y ante el ara humea.


XXII.

      Ellos, viendo que fáciles ascienden
    Por entre el bosque opaco altos navíos,
    Y hombres que, al parecer, los brazos tienden
    Sobre los remos con callados bríos,
    La ceremonia con temor suspenden;
    Levántanse. Culpables descarríos
    Palante audaz reprime, y el acero
    Empuña, y al peligro va ligero.


XXIII.

      Ya de un alto estas voces firme envía:
    «¿Quiénes, mancebos, sois? ¿Cuál clima esconde
    Vuestra cuna y orígen? ¿Quién por via
    Tan desusada os impelió, y á dónde?
    ¿Paz, ó guerra traeis? ¿Qué intento os guia?»
    En pié sobre la popa así responde
    Enéas á Palante, y en la diestra
    Rama de oliva, alegre anuncio, muestra:


XXIV.

      «Hijos somos de Troya peregrinos,
    Y aquestas armas que confuso admiras,
    Armas contrarias son á los Latinos,
    Que nos rechazan con rebeldes iras.
    Ver ansiamos á Evandro: á sus destinos
    Unir los nuestros, con leales miras
    Proponemos Dardanios principales.
    Tal pedimos; tú lleva anuncios tales.»


XXV.

      Pásmale el nombre que oye, y,«¡Vén conmigo!»
    Palante dice, «vén, quienquier tú seas,
    Donde hables á mi padre, y al abrigo
    De mis Penates hospedado seas.»
    Tómale de la mano, y como amigo
    En las suyas retiene la de Enéas;
    Y enselvándose juntos se desvían
    Del Tibre, y hácia el Rey los pasos guian.


XXVI.

      Manso á Evandro habló Enéas: «Ofrecerte
    La verde rama de ínfulas vestida,
    ¡Oh el mejor de los Griegos! hoy la suerte
    Me depara feliz. Ni me intimida
    Arcade y jefe á tí de Dánaos verte
    Y consanguíneo de uno y otro Atrida.
    Hanme traido oráculos sagrados,
    Y mi propio querer y el de los hados;


XXVII.

      »Y tu fama tambien, que espacio luengo
    Discurre por el mundo; y la lejana
    Comun raíz que con tu raza tengo:
    Padre y autor de la ciudad troyana,
    Hijo Dárdano fué, nuestro abolengo,
    De Electra (en Grecia tradicion anciana
    Lo acredita); hija Electra fué de Atlante,
    Que á cuestas lleva el fuego rutilante.


XXVIII.

      »Mercurio, de otro lado, es vuestro abuelo,
    Que de Maya gentil nacido un dia,
    Por vez primera de la luz del cielo
    Gozó en la cumbre de Cilene fria;
    Y, si ya sin incrédulo recelo
    En arraigada tradicion se fia,
    Hija Maya es de Atlante, el mismo Atlante
    Que á cuestas lleva el cielo rutilante.


XXIX.

      »Así un tronco en dos vástagos se parte,
    Y una sangre tenemos. Con legados
    No me anuncié, por eso, ni con arte
    Pretendí tu amistad tentando vados;
    Mas yo mismo en persona, aquí á obligarte
    Ocurro al corazon de tus Estados.
    Y es comun nuestro honor: la Daunia gente
    Tú y yo tenemos enemiga enfrente.


XXX.

      »¿Y quién no ve que si ella nos extraña,
    El territorio entero á la coyunda
    Humillará de su arrogante saña,
    Y el mar que á Hesperia superior inunda
    Suyo será, y el que inferior la baña?
    Mutua fe dos ejércitos confunda:
    Por mí, aporto á la union de ambos pendones,
    Sufridos y valientes corazones.»


XXXI.

      Habló Enéas: Evandro larga pieza,
    Miéntras hablaba, con afan prolijo
    Mírale de los piés á la cabeza,
    Y «¡Oh el más valiente de los Teucros!» dijo:
    «¡Con qué placer (pues con cabal certeza
    Quién eres contemplándote colijo)
    Te doy mis brazos! En tu faz, tu acento
    Miro á tu ilustre padre, á Anquíses siento.


XXXII.

      »Yo recuerdo que á Hesíone su hermana
    Visitando, y su corte, en Salamina,
    Por la Arcadia pasar, de nieves cana,
    Príamo quiso. Con su flor divina
    Me arrebolaba juventud temprana.
    ¡Cuánto á la comitiva peregrina
    Admiré entónces! Mas Anquíses era
    Entre nobles figuras la primera.


XXXIII.

      »Yo hablarle y estrechar su mano ansiaba,
    Jóven el alma y de entusiasmo henchida;
    Llegué, y al muro que el Feneo lava,
    Oficioso llevéle. A su partida
    Licias saetas y una insigne aljaba
    Y una clámide de oro entretejida,
    Y dos frenos me dió, tambien de oro,
    Que hoy de Palante son gala y tesoro.


XXXIV.

      »En fin, cual lo pedís, la mano mia
    Os doy en prenda de amistad sincera.
    Y á fe que al primo albor del nuevo dia
    Ireis con los auxilios que mi esfera
    Consiente. Con partícipe alegría
    (Pues dilatarlo más delito fuera)
    A celebrar en tanto yo os convido
    Este anual sacrificio interrumpido.


XXXV.

      »Y desde hora á un festin y á unos altares
    Mostraos á concurrir á nuestro lado.»
    Dijo; alejados vasos y manjares
    Pide; céspedes da de herboso estrado
    Por sillas á los nuevos auxiliares;
    Y á Enéas en lugar privilegiado
    Rústico solio de arce y piel lanuda
    De soberbio leon, brindar no duda.


XXXVI.

      Y jóvenes selectos, y del ara
    Canos ministros, traen en seguida
    Entrañas que el divino fuego asara,
    Cestas do con su dón Céres convida,
    Tazas do su caudal Baco depara.
    Enéas y su guardia, allí tendida,
    Lomos de un buey entero, trozos hacen,
    Y consagrados intestinos pacen.


XXXVII.

      Calmada el hambre, que ávida devora,
    Evandro dijo así: «No rito vano,
    No vil supersticion, despreciadora
    De antiguos dioses, fué, huésped troyano,
    Quien el solemne altar que ves ahora
    Y estas mesas alzó por nuestra mano;
    Fué justa gratitud: piadoso culto
    Rendimos, salvos ya de fiero insulto.


XXXVIII.

      »¿Ves esa roca en peñas sustentada
    Y tanta piedra en torno desparcida,
    Y desierta del monte la morada?
    ¿El estrago no ves que en su avenida
    Hicieron recias moles? Tu mirada
    Contempla la recóndita guarida,
    El antro hondo de quien huésped era
    Caco, mitad humano, mitad fiera.


XXXIX.

      »No visitó su lóbrego recinto
    El sol: siempre de víctimas recientes
    Estaba el suelo con la sangre tinto;
    Y en las puertas terríficas pendientes
    Gustaba ver su criminal instinto
    Torvas cabezas. De su boca ardientes
    Humos lanzaba, de Vulcano prole
    El monstruo, al menear su inmensa mole.


XL.

      »Trayéndonos, al fin, un sér divino,
    El tiempo coronó nuestro deseo:
    Máximo vengador, despues que al trino
    Gerïon humilló, con el trofeo
    Riquísimo ufanado, Alcídes vino
    Rigiendo en victorioso pastoreo
    Ganado hermoso, y vímosle guialle
    A par de este almo rio, en este valle.


XLI.

      »Cuatro toros proceros, porque nada
    Sin ensayar dejase en fraude ó crímen,
    Y cuatro vacas hurta á la majada
    Caco sagaz, y de su cueva al límen
    Tíralos por la cola: revesada
    La senda, huellas sin concierto imprimen;
    Así, quienquiera que á buscarlos pruebe,
    Rastro no habrá que á término le lleve.


XLII.

      »Entre tanto á partir apercibido,
    Amenazaba Alcídes su ganado
    Repleto asaz, que con mayor bramido
    Ya aqueste deja atras, ya aquel collado:
    Estremece los bosques el gemido
    Por quejumbrosos ecos dilatado,
    Y una novilla en la caverna honda
    Da un gran mugido que á la grey responda.


XLIII.

      »Así un lamento de la res esclava
    La esperanza burló, turbó el sosiego
    Del tirano raptor. En furia brava
    Hércules todo enardecióse, y ciego
    Arrebatando la nudosa clava,
    A la cumbre del monte corre luégo;
    Y por primera vez Caco en los ojos
    Mostró terrores en lugar de enojos.


XLIV.

      »Y huye, vuela al sagrado de su gruta
    Más que el Euro veloz; de alas le dota
    Los piés el miedo que la faz le inmuta:
    Huye, y se esconde, la cadena rota
    Que á la entrada suspende piedra bruta:
    (Merced del padre, que en edad remota
    Forjó los eslabones); y la puerta
    El soltado peñon deja cubierta.


XLV.

      »Murado el monstruo, el héroe que el camino
    Le seguia, llegó de rabia insano;
    Mira acá, torna allá, perdido el tino,
    Los dientes cruje, y su furor es vano.
    Él tres veces da vuelta al Aventino,
    Tres veces él con vengadora mano
    Entrada busca sin que modo halle,
    Y tres rendido se sentó en el valle.


XLVI.

      »El dorso coronando de la cueva
    Hubo á dicha una roca agreste, aguda,
    Que á los ojos altísima se eleva
    De contornos simétricos desnuda:
    Infausto alado ejército la aprueba
    Porque á hacer nidos en su cumbre acuda;
    Y ella propia hácia la onda tiberina,
    Que á izquierda huyendo va, mira y se inclina.


XLVII.

      »Fuerte y mañoso, por el diestro lado
    Opuesto Alcídes al peñon, ensaya
    Moverlo, y de raíz desencajado,
    Ya sin que estorbos á sus fuerzas haya,
    Empújalo: con eco prolongado
    El aire en torno retumbó; la playa
    Tiembla oprimida por la enorme piedra
    Y medroso el raudal salta y se arredra.


XLVIII.

      »En su palacio y lóbrega caverna
    Caco al punto aparece á descubierto,
    Cual si en su fondo la region inferna
    Mostrase el suelo de repente abierto,
    Y las sombras de aquella Noche eterna
    Que aborrecen los Númenes, incierto
    De luz un rayo penetrara, y ése
    A los Manes de asombro estremeciese.


XLIX.

      »Sorprendido en su cóncavo agujero,
    Viendo la claridad que se derrama
    Intempestiva á denunciarle, fiero
    En modo inusitado Caco brama:
    Tírale dardos Hércules ligero
    Del borde, y armas en su auxilio llama
    De toda especie, porque al monstruo oprima:
    Ramos, disformes piedras le echa encima.


L.

      »Ya perdida de fuga la esperanza,
    Caco (¡nuevo prodigio!) en su defensa
    Columnas de humo de las fauces lanza,
    Y el ámbito entoldando en nube inmensa.
    Roba á los ojos cuanto á ver se alcanza,
    Y une fuego siniestro y sombra densa
    En caótico horror. Mas sus ardides
    No acobardaron el valor de Alcídes.


LI.

      »Ántes él donde ve que más agita
    Ondas el humo, y más su hervor enciende
    El negro abismo, allí se precipita
    Con salto audaz: entre sus brazos prende
    Al que incendios inútiles vomita,
    Y vigoroso le comprime, y hiende
    Seca de sangre la feroz garganta
    Y los hórridos ojos le quebranta.


LII.

      »Y volcada la puerta, al claro dia
    Las reses y rapiñas que el perjuro
    Guardaba y pertinaz negado habia,
    Salen: crece el concurso: al aire puro
    Arrastran por los piés la mole fria;
    Ni se hartan de mirar el rostro, el duro
    Gesto, y pecho cerdoso cual de fiera,
    Y extinta la garganta que fué hoguera.


LIII.

      »Desde entónces, cual ves, el beneficio
    Grata celebra en cada aniversario
    Cada generacion. Autor Poticio
    Fué del culto de Alcídes, y el Penario
    Linaje guarda el religioso oficio.
    Él puso en este hojoso santüario
    Esa ara, que por máxima tenemos
    Siempre, y siempre por máxima tendremos.


LIV.

      »¡Ea! de hojas ceñida la cabeza,
    Alzad los vasos y verted del vino,
    Honrando, amigos, la feliz proeza,
    É invocad todos á Hércules divino
    Que á todos cubre con igual largueza.»
    Dijo el Rey; y entre verde y blanquecino,
    Caro, el álamo, al Dios, vistió las frentes
    Con sombra circular y hojas pendientes.


LV.

      Y llenando la diestra el cáliz santo,
    Liban todos con rostro placentero,
    Y á los Dioses invocan. Entre tanto
    El Héspero, rodando el hemisfero,
    Enciende su fanal. Y ya con manto
    De piel, los sacerdotes (el primero
    Poticio) marchan, por ritual costumbre
    Llevando en hachas la sagrada lumbre.


LVI.

      Renuévase el banquete: los presentes
    De gratísimos dones y manjares
    Segundas mesas cubren, y con fuentes
    Rebosantes coronan los altares;
    Y cercando las aras relucientes,
    A entonar ya sus plácidos cantares
    Los Salios van, á quien con sacro adorno
    El álamo la sien guarnece en torno.


LVII.

      De mancebos un coro, otro de ancianos,
    De Hércules cantan los gloriosos hechos:
    Cómo dejó con infantiles manos
    Los dos gemelos áspides deshechos
    Que envió su madrina; los troyanos
    Cómo hundió luégo y los ecalios techos,
    Y pruebas mil un dia y otro dia
    Venció bajo agrio Rey y Diosa impía:


LVIII.

      «Trajiste, invicto, al hierro de la muerte
    Nubígenas biformes, Folo, Hileo:
    Monstruos en Creta domeñaste fuerte,
    Y entre sus rocas al leon Nemeo:
    Tiemblan las aguas del Estigio al verte;
    Y del Orco el guardian inmundo y feo
    Tembló en su hórrido antro, donde allega
    Huesos roidos que con sangre riega.


LIX.

      »No se halló sombra que cejar te hiciera,
    Ni áun Tifeo, y armado y corpulento,
    Ni vió turbarse tu razon, la fiera
    Hidra, al sitiarte con cabezas ciento.
    ¡Salve, prole de Jove verdadera!
    ¡Al coro divinal nuevo ornamento!
    A los tuyos, aquí, y al sacrificio
    Vén con fáciles pasos, vén propicio.»


LX.

      Cantaba el coro así: la áspera roca
    De Caco, en fin, su lóbrega guarida
    Conmemora, y al monstruo, por la boca
    Fuego arrojando, aliento de su vida.
    Mueve el canto á la selva, y lo revoca
    El eco por los montes. En seguida
    Las sacras ceremonias ya acabadas,
    A la ciudad dirigen las pisadas.


LXI.

      A un lado el hijo, el huésped á otro lado,
    Caduco en ambos sostenido iba
    El buen Rey, y el camino el varïado
    Hablar recrea. La mirada viva
    Pasa de cosa en cosa, embelesado
    Enéas con la amena perspectiva,
    Y pide, á cada antiguo monumento,
    Para ojos y oidos alimento.


LXII.

      Y Evandro, rey que á alcázares romanos
    Echó la basa, de este modo empieza:
    «Oye: indígenas Ninfas y Silvanos
    Poblaban de estos bosques la aspereza,
    Y unos hijos de robles, medio humanos,
    Ni á poseer hacienda, ni riqueza
    Allegar avezados, ni á uncir bueyes:
    Gentes duras, sin hábitos ni leyes.


LXIII.

      »Cruda caza y el árbol más vecino
    Nutríanlos. Saturno fué el primero
    Que á esta region desde el Olimpo vino
    De Jove huyendo el vengativo acero:
    Destronado en el cielo, peregrino
    En la tierra, el linaje aquél grosero,
    Disperso en la selvática fragura,
    Trajo á obediencia y á civil cultura.


LXIV.

      »_Lacio_ quiso llamar al suelo hesperio
    Que dió refugio á su deidad _latente_;
    Y vió bajo su sacro magisterio
    Lucir de oro la edad la humana gente:
    En paz ejerció el Dios su blando imperio,
    Hasta que en cambio vino lentamente
    Siglo ménos hermoso, germinando
    Amor de lucro y ambicion de mando.


LXV.

      »Al Lacio entónces las Ausonias gentes
    Vinieron, y vinieron los Sicanos;
    Y de nombre mudó veces frecuentes
    La tierra de Saturno; y de tiranos
    Fué regida: uno de ellos, el de ingentes
    Miembros, Tíbris feroz; los Italianos
    Trasladámos al Tibre su apellido,
    Que antaño _Albula_ fué: nombre perdido.


LXVI.

      »Yo del país que vió rodar mi cuna
    Fugitivo, á marítimos azares
    Lancéme: omnipotente la fortuna
    Y el hado incontrastable aquí mis lares
    Plantaron de raíz. Con oportuna
    Inspiracion Apolo en altos mares,
    Y mi madre Carmenta con tremenda
    Profética leccion, me abrieron senda.»


LXVII.

      Dice; y andando, al rey de los Troyanos
    Señala el ara y puerta que, en memoria
    De aquella Ninfa que explicando arcanos
    El arte ejercitó divinatoria,
    _Carmental_ apellidan los Romanos:
    Ella de los Enéadas la gloria
    Profetizó sobre el país latino,
    Y el futuro esplendor del Palatino.


LXVIII.

      Y el bosque ingente enséñale que un dia
    Tornó en asilo Rómulo guerrero;
    Y el _Lupercal_ bajo la roca fria,
    Así nombrado como Pan _lobero_
    Por costumbre que entre Árcades regía;
    De Argos, su huésped, cuenta el caso fiero,
    Y de Argileto el sacro umbroso abrigo
    Muestra, y toma el paraje por testigo,


LXIX.

      Y la roca Tarpeya, en el camino,
    De ahí, y el Capitolio Evandro enseña,
    Hoy mole rica y oro peregrino,
    Mustio collado ayer y áspera breña:
    Aun entónces el vulgo campesino
    Reverenciaba el bosque y tosca peña,
    Tocado ya del religioso miedo
    Que reina del sagrado sitio en ruedo.


LXX.

      «¿Ese collado ves, que señorea
    Frondosa cima?» dice Evandro; «mora
    En ese bosque una deidad; cuál sea
    El misterioso Dios sólo se ignora:
    Al mismo Jove ya, cuando menea
    La negra egida en diestra vengadora
    Y á tempestad el cielo todo mueve,
    Jura haber visto no una vez la plebe.


LXXI.

      »Repara luégo este y aquel anciano
    Monumento; esparcidos los pedrones
    Contempla: ves reliquias de lejano
    Imperio y de antiquísimos varones.
    Una fundó Saturno y otra Jano
    De esas dos arruinadas poblaciones;
    Janículo por ello ésta se nombra,
    Y Saturnio apellido á aquélla asombra.»


LXXII.

      Hablan; y ajena al esplendor del oro
    Tienen delante la rëal morada;
    Y donde asombran hoy Romano Foro
    Y espléndidas Carenas, ven manada
    Tranquila vagueando, y manso toro
    Oyen mugir. Evandro, ya á la entrada,
    «Pasando estos umbrales,» dijo, «Alcídes
    Bajó la frente victoriosa en lides.


LXXIII.

      ȃl tuvo por palacio el hogar mio:
    Anímate, y tú mismo á un Dios te iguala;
    Tesoros menosprecia, y sin desvío
    Vén, huésped bueno, á una mansion sin gala.»
    Dice; y entrando, con afecto pio
    Da á Enéas corpulento estrecha sala,
    Y en un lecho de hojas le reposa
    Con piel cubierto de africana osa.


LXXIV.

      Rueda entretanto, y con su sombra parda
    La noche abraza al mundo. Y Vénus bella,
    Que á punto mira de que en guerras arda
    Laurento, el azorado afan que en ella
    Trabaja, ya no enfrena, y más no tarda,
    Y en el lecho de oro donde sella
    Vulcano su aficion, frases enhila
    En que miel de divino amor destila:


LXXV.

      «Cuando Ilïon sin esperanza alguna
    Dilataba tan sólo su caida,
    Y más que de altos reyes, de Fortuna
    Iba á ser Troya en llamas destruida,
    No á tí para los tristes, importuna
    Pedí entónces, esposo de mi vida,
    Armas; en ejercicio de tu arte
    No quise inútilmente fatigarte.


LXXVI.

      »Callé prudente, aunque debia tanto
    De Príamo á los hijos, y á menudo
    De Enéas los esfuerzos, no sin llanto,
    Vi frustrarse. Hoy que al fin llegar él pudo
    Con el favor de Jove, ¡oh númen santo!
    Al país de los Rútulos, yo acudo
    Á tí, yo á tí mis súplicas dirijo;
    Y madre, armas te pido para un hijo.


LXXVII.

      »Vencerte supo la hija de Nereo
    Y con su llanto la Titonia esposa;
    ¡Y yo...! ¿Esas gentes que en marcial arreo
    Hierros forjan, en liga poderosa
    Ves? ¡En muros cerrados yo las veo
    Mi ruina maquinar!» Habló la Diosa,
    Y con sus brazos de aparente nieve
    Blanda al lento marido ciñe y mueve.


LXXVIII.

      En medio del letargo, de repente
    Recibe el Dios la conocida llama,
    Y el calor que le llaga dulcemente
    Rápido por sus huesos se derrama:
    Así cuando en relámpago fulgente
    La ennegrecida atmósfera se inflama,
    Con lumbre devorante cruza inquieta
    El seno de las nubes ígnea grieta.


LXXIX.

      Cuánto el poder de su hermosura obliga
    Conoció Vénus en el buen suceso
    De la añagaza. Respondióle, en liga
    De inacabable amor Vulcano preso:
    «De argüir con recuerdos, la fatiga
    Excusa; ¿en mí no fias? Si ántes eso
    Que hoy piensas, me dijeses, los Troyanos
    Armas, Diosa, llevaran de mis manos.


LXXX.

      »Ni Jove omnipotente ni el Destino
    Á Troya ni á su Rey negado habria
    Vivir diez años más. Y pues te vino
    En gustos hoy guerrear, y hay tal porfía,
    Cuanto con hierro ó con electro fino
    Labrar es dado, cuanto el arte mia
    Consigue laboriosa, cuanto puedo.
    En suma, concederte, lo concedo.


LXXXI.

      »El aire y fuego me obedece: en duda
    No pongas la eficacia de tu ruego;
    Todo lo alcanza, y mi poder te ayuda.»
    Así razona cortésmente, y luégo
    Rendido á la beldad Vulcano anuda
    Los vínculos de amor, de amores ciego,
    Y dichoso en los brazos de su dueño
    Se deja poseer de un manso sueño.


LXXXII.

      Cual matrona obligada que granjea
    Con la rueca y labores delicadas
    El sustento á la vida, la tarea
    Al desvelo añadiendo, aletargadas
    Cenizas se alza á reanimar, y emplea
    En la obra á la lumbre sus criadas,
    Y así el lecho que el cónyuge le fia
    Guarda sin mancha, y los hijuelos cria;


LXXXIII.

      No ménos listo y á la misma hora
    (Cuando va en la mitad de su carrera
    La Noche, y al alado Sueño azora,
    Gustada apénas la quietud primera),
    Del estrado en que Vénus le enamora
    Alzase el Dios que sobre el fuego impera,
    Y del cielo á la tierra en que trabaja,
    Vulcania en nombre y obediencia, baja.


LXXXIV.

      Esta á la eolia Lípara se arrima
    Y á la sícula costa, isla ardua: humea
    De riscos erizada: en honda sima
    Truena la ancha caverna ciclopea,
    Etna nuevo que el negro oficio lima:
    Golpe duro los yunques martillea;
    El candente metal no da sosiego,
    Zumba el aire, en la fragua aceza el fuego.


LXXXV.

      Bronte, Esteropo y Piracmon desnudo,
    Ciclopes esforzados, á porfía
    En la vasta oficina un rayo agudo,
    De aquellos que en ardiente lluvia envía
    Jove del alto Olimpo al orbe mudo,
    Fabricaban. El rayo aparecia,
    Al arribo del Padre ignipotente,
    Pulido en parte, en parte deficiente.


LXXXVI.

      Tres dardos de granizo en la obra bella,
    Tres de agua etérea, tres de alado viento,
    Tres de fuego que fúlgido destella,
    Mezclado habian; y en aquel momento
    Tonante voz, terrífica centella
    Añadian, y sordo aturdimiento
    E incendio vengador. En otra parte
    Ruedas labran prestísimas á Marte:


LXXXVII.

      Ruedas labran al carro en que alborota
    Al mundo el Dios que guerras siembra y llamas;
    Y á Pálas más allá, broquel y cota
    En que esplenden auríferas escamas,
    Tersan tambien, donde el que mira nota
    De hidras feroces peregrinas tramas
    Y, apto á que el pecho á la deidad defienda,
    Segado vulto de mirada horrenda.


LXXXVIII.

      «Alzad,» dijo llegando el Dios herrero,
    «Cuanto empezado habeis, Ciclopes mios;
    Alzad; y atentos escuchadme: quiero
    Armas para un varon de grandes bríos.
    Manos pujantes y exquisito esmero
    Aquí todos poned, y aquí lucíos
    De magistral destreza haciendo alarde:
    Sús! la obra empiece, y en salir no tarde!»


LXXXIX.

      Dice; y al punto la labor partida,
    A ella corren con ímpetu ligero:
    Bullen torrentes de oro; se liquida
    En la ancha fragua el llagador acero:
    Y escudo ingente, impenetrable egida
    Que contraste al latino campo entero,
    Al paladino los Ciclopes trazan
    Con siete discos que entre sí se abrazan.


XC.

      Cuáles, en medio á la comun fagina,
    Suenan los sopladores fuelles; cuáles
    Zabullen en el agua allí vecina
    Con estridor fogoso los metales:
    Gime de heridos yunques la oficina:
    Alzando con gran fuerza el brazo, iguales
    Alternos golpes dan; tenaza emplean
    Mordaz, y el hierro sin cesar voltean.


XCI.

      En tanto que así brega el buen Vulcano
    En su antro humoso, en su tranquilo lecho
    La luz bendita y gorjear temprano
    De las aves que triscan en el techo
    A Evandro despertaban. El anciano,
    La túnica vistiendo al fuerte pecho,
    El nuevo dia á saludar se alza;
    Las sandalias tirrenas ciñe y calza;


XCII.

      Del hombro abajo acomodar no olvida
    Al cinto puesta la tegea espada,
    Y del izquierdo lado desprendida
    Tercia una de leopardo piel manchada;
    Y ya dos canes que en su guarda cuida
    Y parejos anuncian su llegada,
    No bien de su alto nido los umbrales
    Ha traspuesto, con él saltan leales.


XCIII.

      De las habidas pláticas, no en vano
    Recuerda el prometido contingente
    El Rey, y con su huésped mano á mano
    Anhela de partir secretamente.
    Pues no ménos que el Arcade, el Troyano
    Madrugador anduvo y diligente:
    Hace á Enéas Acátes compañía;
    Evandro con Palante el paso guía.


XCIV.

      Ya las diestras se estrechan; ya convida
    El uno al otro á la interior morada;
    Siéntanse en soledad apetecida,
    Y así el Rey empezó con voz pausada:
    «¡Oh ilustre capitan, que á nueva vida
    Alzas contigo tu nacion postrada!
    No por mi fama y por las glorias tuyas
    Grande el auxilio que te ofrezco arguyas.


XCV.

      »Flaco es nuestro poder; que de una parte
    Jurisdiccion nos quita el tusco rio;
    De otra, el Rútulo audaz con fuerza y arte
    Brama en torno á los muros. Mas yo fio
    Con un pueblo magnánimo asociarte,
    Fuerte en recursos y apazguado mio:
    Propicia la ocasion te anuncia bienes;
    Al llamamiento de los hados vienes.


XCVI.

      »De aquí trecho no grande Agila dista,
    Ciudad fundada en secular cimiento,
    Que de la Lidia gente fué conquista
    Cuando en montes de Etruria hizo ella asiento,
    De armas que suele el triunfo honrar, provista.
    Años muchos de paz tuvo y contento,
    Hasta que al rey Mezencio dar le plugo
    Muestras de amo cruel y atroz verdugo.


XCVII.

      »¿Quién sus maldades hay que en fiel trasunto
    Describa? ¡Mal contadas al tirano
    Le sean, y á sus hijos! Á un difunto
    Cuerpo atar le era fiesta un cuerpo sano,
    Diestra con diestra, el rostro al rostro junto,
    (¡Oh de martirizar modo inhumano!)
    Y en duro abrazo y entre inmunda baba
    Así á un mezquino muerte lenta daba.


XCVIII.

      »Alzóse un dia armado el pueblo: afronta,
    Cansado de sufrir, al Rey: su casa
    Sitia, hervidero de maldades: pronta
    Muerte á los suyos da: ya el techo abrasa
    El fuego, que enojado se remonta.
    En medio del estrago huye él, y pasa
    Al campo de los Rútulos: le asila
    Turno, y el hierro en su defensa afila.


XCIX.

      »En justa indignacion toda se enciende
    Etruria, y de rebato á la cuchilla
    El cuello criminal traer pretende.
    Tú á esos miles de bravos acaudilla,
    ¡Oh Enéas! te abriré camino; atiende:
    Empavesada hervia ya en la orilla
    La densa escuadra, cuando oyó de un viejo
    Arúspice el fatídico consejo:


C.

      «¡Meonia juventud, flor y corona
    »De antigua raza! Apruebo que á Mezencio
    »Siga el justo furor que le destrona,»
    Dice, «mas en Italia no hay, sentencio,
    »Tan gran pueblo á vencer, capaz persona;
    »Buscad jefe extranjero!» Hondo silencio
    Al divino pronóstico sucede,
    Y aterrado el Etrusco retrocede.


CI.

      »Hoy la acampada hueste á mí se fia:
    Cetro, diadema, insignias imperiales
    Con legados aquí Tarcon me envía,
    Y que vaya me pide á sus rëales
    Y ejército gobierne y monarquía.
    Flojas mis fuerzas son á empresas tales,
    Flacos mis hombros á tan grave carga,
    Fria é inerte senectud me embarga.


CII.

      »Y no á Palante en mi lugar envío;
    Que en lo extranjero no es cabal; sabina
    Madre altera su orígen. Esto, y brío
    Juvenil, tienes tú, y una divina
    Voz te llama. No tardes, huésped mio;
    ¡A su gloria dos pueblos encamina!
    Yo este buen hijo, de mi edad caduca
    Gloria y solaz, te allego; tú le educa.


CIII.

      »Edúcale en las armas: tú dechado,
    Tú en armas le serás ejemplo y guia:
    Aprenda desde mozo á ir á tu lado,
    Paciencia ejercitando y valentía.
    Jinetes además, lo más granado,
    Te doy doscientos de la gente mia;
    Y otros doscientos de ánimo arrogante
    En nombre suyo aportará Palante.»


CIV.

      Dijo. Enéas sin voz, sin movimiento,
    Y Acátes, duda amarga, triste idea
    Revuelven en el alma. En tal momento
    Dales á cielo abierto Citerea
    Clarísima señal. El firmamento
    Con subitáneo estruendo centellea,
    Y que cruje parece y se derrumba,
    Y de tirrena trompa el eco zumba.


CV.

      Alzan los ojos: se oye el estallido
    Otra vez y otra, y por region serena
    Ven en convoy de nubes conducido
    Un haz de armas lumbrosas, y que suena
    Sienten de léjos el metal herido.
    Pásmanse todos. Mas la voz que truena
    Conoce Enéas, y que cumple, entiende,
    Vénus su alta promesa y le defiende.


CVI.

      «No escrutes, noble valedor,» exclama,
    «El prodigioso agüero; en mí confía:
    Esa voz del Olimpo á mí me llama;
    Es fausto anuncio que mi madre envía,
    Mi madre, alta deidad. Cuando la llama
    Marcial prendiese, me ofreció daria
    Esa señal: su protectora mano
    Armas me trae que forjó Vulcano.


CVII.

      »¡Y oh qué gran mortandad miro presente
    Al malhadado campo Laurentino!
    Al polvo, Turno, inclinarás la frente;
    ¡Y tú cuánto broquel, Tibre divino,
    Cuánto yelmo darás en tu corriente,
    Y derribado cuerpo al mar vecino!
    ¡Vengan ahora á desplegar sus haces;
    Vengan, y rompan las juradas paces!»


CVIII.

      Dice; y del alto solio se levanta:
    El muerto fuego á Alcídes consagrado
    Devoto anima sobre el ara santa;
    Al Lar despues, la víspera obsequiado
    Y á los Penates húmiles la planta
    Mueve: Evandro y los Teucros, lado á lado,
    Por fuero y religion inmemoriales
    inmolan escogidos recentales.


CIX.

      Encamínase luégo hácia las naves
    El dux troyano á revistar su gente:
    Para la dura guerra y trances graves
    Lo más lucido elige y más valiente:
    En blando flote y vueltas van süaves
    Los otros, á merced de la corriente;
    Con éstos enviar al hijo quiso
    De sí mismo y su empresa fausto aviso.


CX.

      La marcha, al par, terrestre se acelera:
    Caballos danse al héroe y su mesnada;
    La alfana que á él le traen cubre entera
    Piel de leon roja de uñas de oro armada.
    Ya la exigua ciudad sabe y pondera
    Que al Rey tirreno vuela una brigada:
    Doblan votos las madres: creces toma
    Al susto el riesgo; inmenso Marte asoma.


CXI.

      Al hijo estrecha el Rey, su mano asida,
    Y «¡Oh! hiciérame volver favor celeste
    A los pasados años de mi vida,
    Cuando eché á tierra la primera hueste»--
    Dice en larga llorosa despedida--
    «Aquí mismo, en el valle de Preneste,
    Y los escudos de las rotas filas
    Quemé triunfante en levantadas pilas!


CXII.

      »Á Herilo allí, descomunal guerrero,
    Tumbó esta diestra al Tártaro profundo:
    De su madre Feronia (¡caso fiero!)
    Tres formas recibió viniendo al mundo:
    Rey de alma triple y desdoblado acero,
    Muerto un tronco, quedábale el segundo
    Y otro despues. Mas á los golpes mios
    Rindió sus armas y agotó sus bríos.


CXIII.

      »Fuese así, no á mis brazos te arrancaras,
    Buen hijo; ni insultando la frontera
    Con mengua mia, tantas vidas caras
    Mezencio criminal segado hubiera;--
    ¡Desolada ciudad, no así lloraras!...
    Vosotros, ¡oh! de superior esfera
    ¡Dioses! ¡gran Jove, reinador supremo!
    A vuestro númen recurrir no temo.


CXIV.

      »¡Oh! ¡del árcade Rey el desconsuelo
    Os mueva á compasion, y de un anciano
    Padre las preces escuchad! ¡Si el Cielo
    Ha de volverme mi Palante sano;
    Si él algun dia alegrará mi duelo;
    Si firme unirle á mí no espero en vano,
    El término alargad de mi partida:
    Trabajos sufriré; quiero la vida!


CXV.

      »Mas si un hado cruel fúnebres lazos
    Á mi esperanza tiende y mi deseo,
    Lícito sea fenecer los plazos
    De esta mísera vida, hora que áun veo
    Incierto lo futuro, y que en mis brazos
    Te tengo, hijo, y en verte me recreo,
    ¡Tú, tan tarde gozado y tan querido!
    Nunca nueva fatal hiera mi oido!»


CXVI.

      Tal sus adioses últimos plañia
    El Rey; y enajenado de sentido,
    En brazos sus criados á porfía
    Le restituyen al desierto nido.
    Y sale la veloz caballería
    Por las abiertas puertas con rüido:
    En primer línea Enéas va y Acátes;
    Otros siguen en pos teucros magnates.


CXVII.

      Con rica sobreveste gallardea
    Ostentando en sus armas sus blasones
    Entre todos Palante: así campea
    El lucero que en líquidas regiones
    Se baña, cuyo fuego Citerea
    Ama sobre el de cien constelaciones,
    Cuando su faz divina alza en el cielo
    Y rasga de la triste noche el velo.


CXVIII.

      Desde el muro las madres aterradas
    Ven las nubes de polvo cuál se extienden,
    Y siguen con atónitas miradas
    Las bandas que con tanto acero esplenden.
    Por desechas de zarzas erizadas,
    Abreviando camino, armados hienden,
    Y en escuadron que clamoroso cierra
    Galopando á compas baten la tierra.


CXIX.

      Cabe el helado Ceretano rio
    Hay un gran bosque; y mucho negro abeto
    Que alturas forma en torno, hácele umbrío;
    Le consagró tradicional respeto.
    Es fama que á Silvano, númen pio,
    Apropiaron aquel lugar secreto
    Los antiguos Pelasgos, los primeros
    Que ocuparon del Lacio los linderos:


CXX.

      El sitio al Dios de campos y ganados
    Le dedicaron, y un solemne dia.
    No léjos de estas selvas sus soldados
    Tarcon apercibidos guarecia;
    Y podíase ya de los collados
    Altivos, contemplar en lejanía
    La legion que en los llanos acampaba,
    Y dónde empieza, ver, y dónde acaba.


CXXI.

      Al bosque ameno acuden, que recrea
    La fatiga á caballo y caballero.
    Vénus que á la sazon, radiante Dea,
    En voladora nube el dón guerrero
    Traia al paladin, no bien le otea
    Cabe el frio raudal, solo y señero
    En un repuesto valle, ante él parece,
    Y la hadada armadura así le ofrece:


CXXII.

      «Cata, hijo, aquí las armas inmortales
    Que sola de mi esposo el arte traza:
    Las prometidas armas con las cuales
    Arrostrarás de Turno la amenaza
    Y el soberbio furor de sus parciales!»
    Dice, y al hijo Citerea abraza,
    Y de una encina al pié, que estaba enfrente,
    Deposita el arnes resplandeciente.


CXXIII.

      Reconocido el adalid y ufano
    Por la honra excelsa y recibida gracia,
    El tesoro contempla soberano
    Y la vista sobre él gozosa espacia:
    Las piezas, ya en el brazo y ya en la mano,
    Revuelve, y de mirarlas no se sacia:
    La espada incontrastable, la garzota,
    El yelmo aterrador que incendios brota.


CXXIV.

      Ya en la enorme loriga brilladora,
    Recia en el bronce, en el matiz sangrienta
    Como nube cerúlea á quien colora
    Fogoso el sol, los ojos apacienta;
    Ya de las pulcras grevas se enamora,
    De electro y oro que al más fino afrenta;
    La lanza admira, y el labrado escudo,
    Que humano idioma describir no pudo.


CXXV.

      Los ítalos orígenes, las glorias
    En él grabó de la romana gente,
    No desconocedor de las historias
    Venideras, el Dios ignipotente:
    De Ascanio y su linaje las victorias
    Dispuso de uno en otro descendiente,
    Y tanta famosísima batalla,
    Quien contempla el escudo, en órden halla.


CXXVI.

      Allí el antro de Marte se descubre,
    De una parida fiera verde alcoba:
    Dos risueños rapaces, que el salubre
    Sustento solicitan de la loba,
    Cuélganse en torno á la materna ubre;
    Y ella con mansa lengua los adoba,
    Ya á éste volviendo en su comun cariño
    La robusta cerviz, ya al otro niño.


CXXVII.

      Viene tras esto la naciente Roma;
    Y las sabinas asaltadas, tales
    Aparecen allí como las toma
    La ocasion de los juegos Consuales;
    Y nueva guerra y súbita, que asoma
    De Rómulo á la vez á los parciales,
    Y á los Curites y al anciano Tacio,
    Pueblo viril de corazon rehacio.


CXXVIII.

      Con sus armas, y en pié, y allí cercanos,
    Depuestas ya las mutuas amenazas,
    Ambos reyes ostentan en las manos
    De Jove ante el altar sagradas tazas;
    Una cerda que inmolan cual hermanos
    Acredita la union de entrambas razas;
    Y de Rómulo brilla recien hecho
    Tosco palacio de pajizo techo.


CXXIX.

      Luégo en diversas direcciones Mecio
    De rápida cuadriga por el llano
    Arrebatar se mira;--así en desprecio
    No tuvieses tu fe, mísero Albano!--
    Arrastrar al follon (¡castigo recio!)
    Manda implacable el vencedor romano;
    Y entre zarzas pasando y entre abrojos
    Rastro dejan de sangre los despojos.


CXXX.

      Tú, Pórsena, á tu vez, por el proscrito
    Tarquino instando, la ciudad bloqueas;
    Y ya de libertad corren al grito
    Espadas á blandir nietos de Enéas:
    En el ceño el furor llevas escrito,
    Y que amagas advierto, como veas
    Que osó el puente hundir Cócles, y que libre
    Clelia ya de prision, trasnada el Tibre.


CXXXI.

      En lo alto del escudo está presente
    Manlio, guardian de la Tarpeya roca,
    Que en defensa del templo, el eminente
    Capitolio ocupando, se coloca;
    Y vese allí que de la Gala gente
    Que á los umbrales en silencio toca,
    Volando avisa con clamor sonoro
    Argénteo ganso en pórticos de oro.


CXXXII.

      Entre matas la hueste avanza artera,
    Y ya de aquella deseada altura,
    Ya casi entre las sombras se apodera,
    Dádiva todo de la noche oscura:
    Les luce de oro á par la cabellera,
    De oro abunda la gaya vestidura.
    Y el blanco cuello, que á la leche iguala,
    Ciñe, de oro tambien, maciza gala;


CXXXIII.

      Y llevando ante sí largos escudos,
    Blande cada uno doble dardo alpino.
    El de Salios danzantes, y desnudos
    Lupercos, á este grupo está vecino:
    Señálanse los ápices lanudos
    Y el ancil sacro que del cielo vino;
    Y matronas, que insignias venerandas
    Honestas llevan en carrozas blandas.


CXXXIV.

      El mundo de las penas, la alta boca
    Del Tártaro tambien la arte divina
    Grabó léjos de allí. Tú de una roca
    Que amenazando está siempre rüina,
    Apareces pendiente, y la ira loca
    Temblando de las Furias, Catilina.
    Más allá de los justos las mansiones,
    A quien dicta Caton sábias lecciones.


CXXXV.

      En medio á estas escenas, mar hinchado,
    Un piélago de oro se dilata,
    Que en vivo movimiento simulado
    Copos de espuma albísimos desata:
    En círculo nadando dilatado
    Tersos delfines de luciente plata
    Girando van, y con alzadas colas
    Barrer parecen las hirvientes olas.


CXXXVI.

      Cautiva en medio al ponto las miradas
    De Accio el conflicto, el próximo remate
    Incierto aún: en órden las armadas
    Con férreas proas van; hierve Leucate:
    Sus ítalas legiones arriscadas
    Conduce Augusto César al combate;
    Yérguese en popa; el Pueblo y el Senado
    Tiene, y los Dioses de la Patria, al lado.


CXXXVII.

      Yérguese en la alta popa: fuego alienta
    Radiante cada sien; su coronilla
    La estrella Julia fúlgida sustenta.
    Agripa, que sus tropas acaudilla,
    Enhiesto en otra parte se presenta:
    Dioses y vientos le cortejan: brilla
    Sobre su frente la rostral corona
    Que navales hazañas galardona.


CXXXVIII.

      Allí Antonio á su vez bárbara hueste
    Manda, con vario militar arreo:
    Triunfante la region que la celeste
    Aurora ilustra y piélago Eritreo
    Ha dejado, y ejércitos del Este
    Trae: al Egipcio acompañarle veo,
    Y al remoto Bactriano; y (¡mancha odiosa!)
    Tambien le sigue forastera esposa.


CXXXIX.

      Precipítanse á un tiempo las galeras
    Hácia alta mar; y cúbrenla de espuma
    Revolviéndola toda, las guerreras
    Proras y remos con violencia suma.
    Ver bogando las Cícladas creyeras
    O montes que, éste á aquél, cayendo, abruma;
    ¡Tanto estrechan la lid! ¡con mole tanta
    Un torreado buque á otro quebranta!


CXL.

      Volante hierro y encendida estopa
    Caen doquier: la atroz carnicería
    En sangre el campo de Neptuno arropa.
    Con el egipcio sistro desafía
    Cleopatra; y, armados en su popa,
    A Anúbis labrador, y á cuantas cria
    Feas deidades su país, reserva
    Contra Neptuno y Vénus y Minerva.


CXLI.

      Ella mirar no ha osado todavía
    Los dos zagueros áspides. En tanto
    Arde Mavorte en medio á la porfía,
    Tallado en hierro; y esparciendo espanto
    Bajan tras él por la region vacía
    Las Furias: corre con rasgado manto
    Riendo la Discordia; y hiere al viento
    Belona en pos con látigo sangriento.


CXLII.

      Apolo Accio, que dudoso mira
    El trance, desde lo alto el arco tiende;
    A Indo y á Egipcio horror mortal inspira:
    El Árabe, el Sabeo fuga emprende;
    Todos vuelven espaldas á su ira.
    Ni á más la Reina espavorida atiende:
    Ya, ya jarcias afloja, da la vela,
    Vientos convida, por el golfo vuela.


CXLIII.

      Grabó á la triste el Dios ignipotente
    Con el Yápiga huyendo, á quien invoca
    Entre el estrago, pálida la frente
    Al soplo de la muerte que la toca;
    Y puso al caudaloso Nilo enfrente,
    Que abriendo en su dolor séptupla boca,
    A su seno cerúleo y honda cama
    Con suelta ropa á los vencidos llama.


CXLIV.

      Y luégo en triple triunfo á los romanos
    Muros César avánzase opulento:
    Máximos á los Dioses italianos
    Santuarios fundar tres veces ciento
    En Roma, ofrece, y sus alzadas manos
    Expresan el eterno juramento.
    Y plazas vense y calles en festivas
    Danzas bullir y en jubilosos vivas.


CXLV.

      Tiene aras cada templo, y centenares
    Reune de matronas: sacrifica
    Reses el sacerdote en los altares.
    César, de Febo en la albicante y rica
    Entrada, las ofrendas populares
    Reconoce, á las puertas las aplica;
    Y ante él desfilan las vencidas gentes
    En veste, armas y lengua diferentes.


CXLVI.

      Allí el Nómade, el Áfrico, á ligeros
    Trajes usado; y Lélegas en fila
    Vense, y Carios allí; diestros arqueros
    Los Gelones; Eufrátes, más tranquila
    Su corriente arrastrando; y los postreros
    Morinos; y el que doble cuerno estila,
    Reno undoso; y los Dahas renuentes,
    Y Aráxes, no enseñado á sufrir puentes.


CXLVII.

      Tales asuntos el sin par Vulcano
    En el escudo figurado habia.
    De su madre el obsequio soberano
    Contempla el paladin, y se extasía
    En sus primores; con anhelo vano
    Enigma tanto descifrar porfía,
    Y de futuros nietos y de Roma
    Gloria y poder sobre sus hombros toma.




LIBRO NONO.


I.

      Miéntras Fortuna en el etrusco suelo
    En tal manera los sucesos guia,
    Hácia el osado Turno desde el cielo
    Juno, hija de Saturno, á Íris envía.
    En el bosque de un valle que el abuelo
    Pilumno consagró, Turno yacia,
    Y así empiézale á hablar puesta delante,
    Con róseos labios la hija de Taumante:


II.

      «Lo que deidad ninguna, por corona
    A humano ruego, prometer osara,
    Por sus pasos el tiempo te ocasiona,
    Turno, y ansa de triunfos te depara:
    Sus proyectados muros abandona,
    Y flota y compañeros desampara
    Enéas, y de Evandro palantino
    Al poder y amistad tienta camino.


III.

      »Y áun más: en las etruscas poblaciones
    Penetra, incita la nacion tirrena,
    Levas hace de rústicos peones.
    Corta demoras tú: sazon es buena
    Para armar carros, para uncir trotones;
    ¡Vé, y su campo turbado desordena!»
    Dice, y huyendo con parejas alas,
    Entre nubes de su arco abre las galas.


IV.

      Conocióla el mancebo, tiende iguales
    Las manos á la vírgen, y en su vuelo
    Léjos la sigue con palabras tales:
    «¡Íris, nuncia gentil, joya del cielo!
    ¿Quién así de los cercos siderales
    Envuelta en nubes te redujo al suelo?
    ¿Qué imprevista estacion? ¿qué cambio es éste?
    Aléjase la bóveda celeste,


V.

      »Y en el éter erráticas estrellas
    Contemplo. Ya el belísono mandato
    Que con agüero de esplendores sellas,
    Quienquier tú fueres, obediente acato.»
    Dice, á las aguas se encamina, y de ellas
    Toma en las palmas, y á los Dioses grato
    Sus nombres invocando muchas veces,
    Hinche la esfera de devotas preces.


VI.

      Ya las armadas tropas á porfía
    Marchando en los abiertos campos veo,
    Ufanas con veloz caballería
    Y ricas de oro y de vistoso arreo:
    Mesapo las primeras haces guia;
    Las últimas, los hijos de Tirreo:
    En medio alto adalid Turno campea,
    Y á todos corpulento señorea.


VII.

      Así el Gánges en plácida creciente
    En siete brazos silencioso fluye;
    Y el Nilo, cuando á su álveo la corriente,
    Con que inunda los campos, restituye,
    Así avanza tambien calmosamente.
    Ya la nube de polvo que circuye
    Al ejército, han visto los Troyanos
    Negra formarse en los tendidos llanos.


VIII.

      Y de frontero alcor así el primero
    Gritó Caíco: «¿Á quién horror y grima
    No pondrá, ciudadanos, ese fiero
    Tenebroso turbion que se aproxima?
    ¡Sús! ¡dardos hay aquí! ¡venga el acero!
    ¡Y á los muros trepemos, que está encima
    El enemigo!» Y con clamor ingente
    Cierra las puertas la troyana gente.


IX.

      Que Enéas, sabio capitan, el dia
    Que partió, de apariencias lisonjeras
    No fiarse jamás mandado habia,
    Ni salidas hacer: que las trincheras
    Guardasen, dijo, con tenaz porfía.
    Sus puestos á ocupar corren ligeras
    Las armadas legiones; y es en vano
    Que ira en contra y pudor se den la mano;


X.

      En vano, que encendida en ellos arda
    La muchedumbre por lanzarse: cuida
    De obedecer primero, y densa aguarda
    Y firme en huecas torres la avenida.
    Turno, en tanto, á su hueste en pasos tarda,
    Adelántase audaz, suelta la brida,
    Con veinte caballeros de alta cuenta,
    E improviso ante el muro se presenta.


XI.

      Sobre un corcel de Tracia lozanea
    Que blancas manchas luce; cresta roja
    Sobre el dorado morrïon ondea.
    «¿Quién de vosotros, á mi ejemplo, enoja
    Con fiero reto á los contrarios? ¡Ea!»
    Dice, y blandiendo un dardo, alto le arroja,
    Nuncio marcial, y el potro que sofrena
    Con garbosa altivez lanza á la arena.


XII.

      Síguenle en clamoroso movimiento...
    Mas ¿quién de ellos pensara lo que mira?
    El Troyano, en inerte encogimiento,
    No igual lid á empeñar armado aspira,
    A cobijar su campo sólo atento.
    Los muros registrando Turno gira
    Furioso en su corcel, y abrir espera,
    Por donde entradas no hay, de entrar manera.


XIII.

      Cual, llena, asedia un lobo á una majada
    En alta noche; y vientos y aguaceros
    Arrostra, y por la cerca tienta entrada;
    Balan bajo las madres los corderos;
    Él ruje, y ya en su presa, áun no tocada,
    Ceba sus apetitos carniceros;
    Que el hambre acumulada le atormenta
    Y arde, áridas sus fauces, sed sangrienta:


XIV.

      El Rútulo adalid, de igual manera,
    Mirando los rëales y los muros
    En ímpetu fogoso se exaspera,
    Derrítele el dolor los huesos duros:
    Penetrara en la plaza si pudiera;
    Y piensa cómo á los que ve seguros
    Encerrados Troyanos, fuéra llame
    Y á igual lid en los campos los derrame.


XV.

      Con surtas popas la troyana armada
    En la orilla contigua á los reales,
    Yacia de trincheras resguardada,
    Con foso, en derredor, de aguas fluviales.
    Abalánzase Turno á la estacada:
    A los suyos, que llegan con triunfales
    Aplausos, al incendio alienta, excita;
    Él mismo un inflamado pino agita.


XVI.

      De Turno en pos la juventud se arroja,
    Que del jefe el ejemplo la espolea;
    Los hogares intrépida despoja,
    Y ármase cada cual de negra tea:
    Con densas nubes sobre llama roja
    Ya aquel, ya este tizon arde y humea;
    Y al cielo remontándose Vulcano
    Las pavesas esparce al aire vano.


XVII.

      ¡Musa! ¿cuál Dios de la troyana flota
    Apartó, dí, la vencedora llama?
    La evidencia del hecho está remota,
    Mas tradicion eterna lo proclama.
    Cuando leños del Ida á mar ignota
    Enéas iba á confiar, es fama
    Que al poderoso Júpiter, su hijo,
    La alma Diosa Cibéles así dijo:


XVIII.

      «Sé propicio á mi ruego y mi querella,
    Ya que el cetro me debes con la vida:
    Tuve yo una floresta que descuella
    Entre pinares, coronando el Ida;
    Muchas ofrendas recibí yo en ella,
    Largos años por mí favorecida:
    Huecos sagrarios, con la sombra oscuros
    De pinos resinosos y arces duros.


XIX.

      »Yo he cedido estos árboles de grado
    Al dardanio mancebo, de bajeles
    Menesteroso. Hoy roedor cuidado
    Me aflige: tú le ahuyenta; tú á Cibéles--
    Filial premio á sus preces reservado--
    Da que sus tablas nunca hundan crueles
    Viento ni mar, señuelos ni embestidas;
    ¡Válgales en mis montes ser nacidas!»


XX.

      «¿Qué pretendes,» responde, «madre mia?»
    El que mueve los cercos siderales:
    «¿Á naves, obra de un mortal, cabria
    El fuero de las cosas inmortales?
    ¿Andar seguro por incierta via
    El troyano adalid? ¿Caprichos tales
    Habian de alterar leyes del Hado?
    ¿Tal poder á cuál Dios jamás fué dado?


XXI.

      »Concedo, empero, por calmar tus penas,
    Que al fin--cuando por líquidos caminos
    Hayan á las itálicas arenas
    Llegado, y en los campos laurentinos
    Puesto á su capitan, de mal ajenas--
    Su sér mortal las naves de tus pinos
    Pierdan, y cada cual se trueque en Dea,
    Cual Doto de Nereo ó Galatea,


XXII.

      »Y esotras que, del mar húmedas Diosas,
    Cortan con pecho de marfil liviano
    Del piélago las capas espumosas.»
    Por las riberas del Estigio hermano
    Con torrentes de pez vortiginosas
    Juró lo dicho el Númen soberano;
    La frente inclina, y del Olimpo dueño,
    El Olimpo estremece con su ceño.


XXIII.

      Cumplido el plazo por las Parcas fuera,
    Llegaba, en fin, el prometido dia:
    De la flota á apartar la llama fiera
    Turno á la Diosa en su feroz porfía
    Constriñe. En esto iluminó la esfera
    Nueva luz; nube inmensa Oriente envía,
    Cruzar la ven el ámbito sereno
    Y que coros del Ida hinchen su seno.


XXIV.

      Y una voz resonó tremenda y clara
    Que á Rútulos envuelve y á Troyanos:
    «¡Teucros! á defender mi flota cara
    Alados no acudais ni armeis las manos;
    Cual si los mares á incendiar probara,
    Saldrán de Turno los intentos vanos.
    ¡Huid, diosas del mar! ¡Cada una horra--
    Vuestra madre os lo manda--el ponto corra!»


XXV.

      Y suéltase cada una en tal momento
    Del cable que la tuvo prisionera;
    Y de proa zabullen, y el asiento
    Solicitan del piélago, á manera
    De nadantes delfines; y ¡oh portento!
    ¡Oh pasmo! cuantas vido la ribera
    De bronce en su recinto ancladas proras,
    Tantas vírgenes surgen bullidoras.


XXVI.

      Los Rútulos temblaron: del espanto
    Mesapo mismo poseer se deja
    Que á sus caballos alborota; en tanto
    Que, formando sus ondas ronca queja,
    No á impelerlas se anima el Tibre santo,
    Medroso, y de la mar la planta aleja.
    Mas del audace Turno nada alcanza
    A abatir la soberbia confianza.


XXVII.

      Ántes enciende, y entusiasmo inspira
    Con su elocuencia: «Este prodigio,» exclama,
    «A los Troyanos solamente mira
    Infausto. Si es que Júpiter los ama,
    Hoy su auxilio á las claras les retira;
    Ya sobra nuestro acero y nuestra llama,
    ¿En el mar qué les queda ni en la tierra?
    Sendas de salvacion el mar les cierra:


XXVIII.

      »Nada esperan allá, y en nuestras manos
    Acá la tierra ven; que mil legiones
    Itálicas la cubren. Hoy, hoy vanos
    Esos presagios son y predicciones.
    Que orgullosos ostentan los Troyanos;
    ¡Qué! ¿de Ausonia en las fértiles regiones
    Ya no surgieron? Con lo cual sobrado
    A Vénus dióse y á la ley del Hado.


XXIX.

      »Yo tambien tengo mi inmutable síno:
    A una gente de esposas robadora
    Destruir por la espalda es mi destino!
    De los Atridas el dolor, yo ahora
    Lo pruebo: ni á Micénas sola avino
    Ser de justa venganza ejecutora!...
    ¿Qué capital castigo una vez basta?...
    ¿Mas si la ruina la maldad no gasta?


XXX.

      »Esos golpes mortales de la Suerte
    Leccion han sido que enseñar podia
    Contra toda mujer odios de muerte!
    ¡Demente obstinacion! Ved cómo fia
    En valla y foso, contra golpe fuerte
    Breve retardo, la nacion que un dia,
    Aunque obra de Neptuno mal seguros
    Vió en llamas perecer sus altos muros!


XXXI.

      »¿Quién ahora, elegidos compañeros,
    De vosotros, vendrá á meter conmigo
    El hacha en esos frágiles maderos?
    ¿Quién á invadir ese tremente abrigo?
    No; ni armas de Vulcano, ni guerreros
    Buques mil, contra mísero enemigo
    He menester; y porque más se aneguen,
    Que todos los Etruscos se les lleguen!


XXXII.

      »Ni teman de nosotros, cual del Griego
    Que robó el Paladion, cobarde, oscuro,
    Cruel asalto, ni que al vientre ciego
    De un caballo trepemos; no: les juro
    Que en pleno sol y cara á cara, el fuego
    En torno llevaremos de su muro;
    ¡Y así, que con los Dánaos no pelean
    Que Héctor diez años entretuvo, vean!


XXXIII.

      »Mas la parte mejor pasó del dia;
    Y porque bien habeis entrado, el resto
    Justo es dar al descanso y la alegría,
    Y esperad nueva lid con nuevo arresto.»
    Así habló Turno; y á Mesapo fia
    El dar, enfrente á las salidas, puesto
    A vigilantes tropas delanteras,
    Y las murallas rodear de hogueras.


XXXIV.

      Toca á catorce jefes escogidos
    El cerco de la plaza; cien soldados
    Atentos á cada uno dan oidos:
    Y ya con roja pluma empenachados
    Rondan, en oro espléndido ceñidos:
    Remúdanse: en la hierba recostados
    Encomiéndanse á Baco, y se solaza
    Vaciando cada cual su henchida taza.


XXXV.

      Hacen guardia, al fulgor de las hogueras,
    Y jugando entretienen el desvelo.
    Desde lo alto, á la vez, de sus trincheras
    Mirando están el ocupado suelo
    Los Troyanos; y puertas y barreras
    Requieren, no sin tímido recelo;
    Y las torres con puentes relacionan,
    Y las ceñidas armas no abandonan.


XXXVI.

      Mnesteo y el intrépido Seresto
    Dirigen la defensa. Para cuando
    Sobreviniese temporal funesto,
    Enéas, al partir, á ambos el mando
    Encomendó de aquella gente. Puesto
    Cada cual, los peligros sorteando,
    Con solícito afan á ocupar vuela,
    Y hacen todos por turno centinela.


XXXVII.

      Niso una puerta á la sazon guardaba,
    Niso, el hijo de Hírtaco, guerrero
    Terrible, á quien el Ida, cuna brava,
    Selvática mansion, por compañero
    A Enéas envió, con llena aljaba
    Y firme dardo cazador ligero:
    Euríalo con él, gallardo mozo
    A quien apénas apuntaba el bozo.


XXXVIII.

      Más que Euríalo hermoso, armas troyanas
    Mancebo no vistió; verle enamora:
    Fueron en paz y en guerra almas hermanas
    Los dos; comun deber los junta ahora.
    «¡Euríalo! ¿algun Dios á las humanas
    Mentes dará este afan que me devora?»
    Niso dice: «¿ó su propio terco anhelo
    Cada uno juzgará ser voz del Cielo?


XXXIX.

      »A la lid, ó á algo grande, arduo, me instiga
    Implacable hace rato el pensamiento.
    ¿Cuál confianza el Rútulo no abriga?
    ¿Ves? rara luz alumbra el campamento:
    Los vence el vino, y ya el sopor los liga;
    Ningun rumor se siente ó movimiento
    En la vasta extension. Mi interna lucha
    Contempla ahora, y lo que pienso escucha:


XL.

      »Quieren todos, el Pueblo y el Senado,
    Llamar á Enéas, y enviarle quienes
    Hagan fiel relacion de nuestro estado.
    Si me prometen lo que pida, y vienes
    Tú en llevarlo (yo quedo asaz pagado
    Si glorioso suceso honra mis sienes),
    Iré; que al pié de aquel collado, creo,
    Hay senda cierta al monte Palanteo.»


XLI.

      Quedó atónito Euríalo con esta
    Revelacion; y ya con sed de fama
    El ánimo encendido, así contesta
    Al noble amigo que en su ardor le inflama:
    «Niso, tu ingenio á conquistar se arresta
    Tanta gloria, ¿y contigo al que te ama
    No has de llevar? ¿Y yo sin compañía
    Tanto riesgo arrostrar te dejaria?


XLII.

      »¡No! á más nobles acciones fuí criado
    Cuando, naciendo entre el marcial rüido
    Y las desgracias de mi Patria, alzado
    Me hubo en brazos Oféltes, aguerrido
    Varon, mi padre; y luégo acá, á tu lado,
    A más altos objetos he venido,
    Miéntras siga por áspero sendero
    Al buen Rey mio hasta el confin postrero.


XLIII.

      »Hay aquí un alma que la vida en nada
    Aprecia ante la gloria. Con mi vida
    Yo tu gloria daré por bien comprada.»
    Niso á esto replicó: «Jamás temida
    Fué por mi en pecho heroico accion menguada;
    ¡No! así Jove, así el Dios que en mi partida
    Haya de ser de mi intencion testigo,
    A los brazos me vuelva del amigo!


XLIV.

      »Mas atiende: si ya fortuna loca,
    Desdichada ocasion, deidad esquiva
    (Que á casos tantos mi ambicion se aboca,
    Cual ves), en este lance me derriba;
    De ambos, á tí sobrevivir te toca,
    Que no á mí, por tus años: sobreviva
    Quien mi cuerpo, del campo del combate
    Traido, ó recobrado por rescate,


XLV.

      »Mande á la tierra;--ú honras, y, vacía,
    Me dedique una tumba, si es que fiera
    Niega aquello la suerte... ¿Y yo sería
    Quien, causando fracaso igual, hiriera
    El tierno pecho de una madre pia
    Que, excepcion entre ancianas, va doquiera
    Siguiéndote, garzon, en nuestras huestes,
    Y el regio hospicio despreció de Acéstes?»


XLVI.

      «Vanas razones en tejer porfías,»
    Interrumpe el intrépido mancebo:
    «Abreviemos el paso; no en mis dias
    Me apartarás de la intencion que llevo.»
    Y diciendo, despierta á los vigías,
    Que por órden acuden al relevo.
    Sigue Euríalo á Niso; á andar empiezan,
    Y al príncipe los pasos enderezan.


XLVII.

      Por los campos los otros animales
    Ya anegaban en sueño sus cuidados
    Y la ingrata memoria de sus males.
    Trataban á ese tiempo, congregados,
    De la ardua situacion los principales
    Caudillos y la flor de los soldados:
    ¿Qué haremos, dicen, en angustia tanta?
    ¿Quién hácia Enéas moverá la planta?


XLVIII.

      En pié están, en mitad del campamento,
    Apoyado cada uno en luenga lanza,
    Puesto al brazo el escudo. En tal momento
    Llegaron, y agitados de esperanza,
    Los dos piden audiencia: un pensamiento
    Anuncian, que con creces la tardanza
    Resarcirá que causen. Acogida
    Les da Ascanio, y á Niso á hablar convida.


XLIX.

      El cual les dice: «Sin injusto ceño,
    Nobles jefes, oid nuestras razones;
    Ni por la edad juzgueis de nuestro empeño.
    Yacen los enemigos escuadrones
    Entorpecidos del licor y el sueño:
    Campo á nuestras astutas intenciones
    Propicio allí se ofrece, do la puerta
    Que mira al mar, dos sendas abre incierta.


L.

      »Negro vapor al cielo enviando, humea
    Á largos trechos moribundo fuego.
    Si permitiereis que ensayado sea
    Por nuestras manos de fortuna el juego,
    Y á la ciudad vayamos Palantea
    A buscar nuestro jefe, luégo, luégo
    Terrible con la sangre y los despojos
    Le gozarán presente vuestros ojos.


LI.

      »Y no temais que entre el silencio mudo
    Andando de la noche, un extravío
    Avenga: en estos sitios á menudo
    Hemos cazado, y desde valle umbrío
    Descubrir la ciudad la vista pudo,
    Y explorado tenemos todo el rio.»
    Calló Niso; y Alétes, noble viejo,
    Sabio varon de magistral consejo,


LII.

      «Númenes, cuyo brazo patrocina
    A Troya!» exclama: «á fe que á los Troyanos
    No preparais una total rüina
    Cuando así en años suscitais tempranos
    Ímpetus tales de virtud divina!»
    Y á ambos ciñe los hombros, y las manos
    Estréchales, y en llanto de alegría
    El rostro humedeciendo, proseguia:


LIII.

      «Premios á vuestros méritos iguales,
    Mancebos, ¿dó hallaré que os galardonen?
    Lo primero, los Dioses inmortales
    Y las propias conciencias os coronen!
    Apreciadores de servicios tales,
    Segunda recompensa á fe que os donen,
    Enéas hoy, y cuando llegue el dia
    Ascanio, que olvidaros mal podria.»


LIV.

      «Más digo,» Ascanio interrumpiendo exclama;
    «Por los Lares de Asáraco, y el fuego
    De Vesta inextinguible, y cuantos ama
    Grandes Dioses mi casa, Niso, os ruego
    Volvais el padre al hijo que lo llama,
    Que se cuenta sin él perdido y ciego:
    Mis esperanzas y el destino mio
    Yo en vuestros pechos sin reserva fio.


LV.

      »Venga él, y en gozos trocará lamentos,
    Y el hado amansará que nos maltrata.
    Dos vasos de abultados ornamentos,
    Que él ya ganó en Arisba, obra de plata,
    Dos trípodes tambien, y dos talentos
    Grandes de oro, os dará mi mano grata;
    Ni añadir una antigua taza olvido
    Que recibí de la sidonia Dido.


LVI.

      »Que si el hado me otorga que conquiste
    El itálico suelo, y se sortea
    Espléndido botin, óyeme: ¿viste
    El caballo en que Turno gallardea
    Y las doradas armas que se viste?
    Tuyo el caballo con las armas sea,
    Exentos, Niso, del comun despojo;
    Tuyo el escudo y el penacho rojo.


LVII.

      »Que añadirá mi padre á dones tales
    Doce hermosas esclavas, adivino;
    Luégo, doce cautivos, con marciales
    Arreos cada cual; y de Latino,
    En fin, los predios rústicos reales.
    En cuanto á tí, mancebo peregrino,
    A quien mi edad sigue el alcance, lazos
    Anudando de amor te doy mis brazos;


LVIII.

      »Mi corazon te doy, y te recibo
    Desde aquí por perpetuo compañero:
    De hoy más, sin tí gozosas no concibo
    Glorias, que dividir contigo quiero.
    Ya el laurel me corone ó ya el olivo,
    En todas ocasiones tú el primero
    Amigo, á quien el alma nada esconde,
    Mio serás!» Euríalo responde:


LIX.

      «Nunca, nunca será que yo desdiga
    De este animoso arranque; así la suerte
    Amiga se presente... ¡ó enemiga!
    Mas que ante todo premio pido, advierte:
    Tengo una madre, de la estirpe antiga
    De Príamo, á quien no razon tan fuerte,
    Ni patrio sol, ni regio hospicio, nada
    Hubo que de seguirme la disuada.


LX.

      »Yo parto sin hablarla; ella, ¡ay! no sabe
    Cuántos riesgos el hijo desafía!
    Por la noche y tu diestra, que no cabe
    En mí á su llanto resistencia impía;
    Venciérame. Consuelo tú süave
    Sé, y arrimo, á la pobre madre mia!
    Si en tí fincar esta esperanza puedo,
    Iré al peligro con mayor denuedo.»


LXI.

      Con lágrimas responden de ternura
    Los Troyanos presentes. Renovado
    El recuerdo del padre, Ascanio apura
    Su afecto en él; y el rostro hermoseado
    Con llanto, dice: «En esta ardua aventura,
    Euríalo, no temas resultado
    Que á tan glorioso acometer no cuadre;
    Sí, tu madre tambien será mi madre.


LXII.

      »Llamárase Creusa, y madre fuera
    Mia del todo: en cambio es madre tuya,
    No pequeño renombre. Comoquiera
    Que esta empresa magnánima concluya.
    (Júrolo por mi vida, á la manera
    Que ántes mi padre), ó ya te restituya,
    Ó no, próspera suerte, honra no escasa
    Siempre daré á tu madre y á tu casa.»


LXIII.

      Dice Ascanio llorando, y desanuda
    Del hombro al punto una dorada espada,
    No de su vaina de marfil desnuda,
    De Licaon cretense obra extremada:
    Una, de leon despojos, piel velluda
    Mnesteo á Niso da: con él celada
    Permuta Alétes. De metal cubiertos
    Marchan los dos, con hados ¡ay! inciertos.


LXIV.

      Los siguen los caudillos principales
    Hasta las puertas, jóvenes y ancianos
    Con votos y plegarias. Bríos tales
    Ascanio ostenta y pensamientos canos
    No ya cual de su edad; y mil filiales
    Mensajes encomienda: ¡intentos vanos!
    Las fugaces palabras recogían
    Vientos que á sordas nubes las confían.


LXV.

      Salen, pues, y los fosos ya salvados,
    Envueltos en la sombra, la carrera
    Encaminan á campos malhadados
    En que á muchos la muerte ántes espera:
    Ven rendidos á trechos los soldados
    Y los carros en alto en la ribera;
    Entre armas, ruedas, bridas, vino y todo
    Mudo yace el ejército beodo.


LXVI.

      Habló el hijo de Hírtaco primero:
    «¡Euríalo! osar mucho importa ahora;
    Propicia es la ocasion, y éste el sendero.
    Tú, no se alce tal vez mano traidora
    A hacernos por la espalda un desafuero,
    Ten alerta la vista indagadora;
    Que yo dando la tala en torno mio
    Por ancha brecha conducirte fio.»


LXVII.

      Dice, y hace silencio, y á Ramnete
    Que en su alta tienda y cama entapizada
    Daba roncos bufidos, arremete
    Con brazo firme y con desnuda espada.
    Rey á un tiempo y augur, á quien somete
    El rey Turno sus dudas, fué; mas nada
    Valieron artes al dormido mago
    Contra el poder de un invisible amago.


LXVIII.

      Á tres pajes que entre armas, mezcla ciega,
    Yacen, y al escudero y al auriga
    De Remo, al pié de sus caballos, llega
    Y las flojas cabezas les desliga
    A hierro; al amo, en pos, el cuello siega,
    Y el tronco deja que abortando siga
    Raudales: de cadáveres sembrada
    En cálido cruor la tierra náda.


LXIX.

      Y á Lamo oprime, á Lámiro, á Serrano,
    Mozo éste de gentil fisonomía
    Que hasta tarde despierto estuvo, en vano,
    Con el mucho jugar; ya en fin dormia
    Puesto en brazos de un sueño asaz temprano,
    Con el mucho beber. ¡Feliz si al dia
    Aguardase! si, hurtándose al sosiego,
    Igualara la noche con el juego!


LXX.

      Como leon que, en el furor agudo
    De hambre voraz, entre el rebaño vaga
    Tierno de carnes y en su espanto mudo,
    Que hinche el aprisco, y ya le aferra y traga;
    Brama su boca ensangrentada: crudo
    Así Niso se ceba: irle á la zaga
    Euríalo no quiere, y muertes hace
    En la ignorada grey que en torno yace.


LXXI.

      Él á Ábaris y á Fado asalto fiero
    Y á Herbeso y Reto dió: Reto, que en vela
    Todo viéndolo está; medroso empero
    Tras una jarra enorme el bulto cela:
    En su pecho, al erguirse, entra el acero
    Que, sacado, mortal caso revela:
    Vierte el triste la vida, y sangre y vino;
    Y el nocturno agresor se abre camino.


LXXII.

      Ya al cuartel de Mesapo va, do espira
    Sin pábulo la lumbre: allí la hierba
    Paciendo atados los bridones mira.
    Niso en breves palabras (pues observa
    Cuán léjos va llevándolos la ira
    Que matando se enciende y exacerba)
    Dijo: «La odiosa luz próxima advierto:
    No más sangre; ancha senda hemos abierto.»


LXXIII.

      Mucha arma allí, mucha maciza plata,
    Mucho vaso y riquísimo tapete
    Abandonan. Euríalo arrebata
    Para sí de Mesapo el justo almete,
    Que al viento plumas de color desata;
    Despues que los galones de Ramnete
    Y el cinto, que áureos clavos ornamentan,
    Alzó: en vano sus hombros los sustentan!


LXXIV.

      (De Cédico opulento éstas un dia
    Galas fueron; el cual al tiburtino
    Rémulo como prenda las envía
    De alma hospitalidad y afecto fino:
    En legado, al morir, éste las fia
    Al nieto, y con su muerte, en guerra, vino
    A manos de los Rútulos la rica
    Herencia, y al más fuerte se adjudica).


LXXV.

      Salen ambos del campo, y ya por via
    Segura echan á andar. En tal momento
    Respuestas para Turno conducia
    Parte de una legion: tres veces ciento
    Jinetes son;--atras la infantería
    A marchar se apercibe:--de Laurento
    Salieron adelante, y á su frente
    Va, con broquel cual los demas, Volcente.


LXXVI.

      Llegan ya al campo y muro, cuando aquellos
    Bultos miran que á izquierda mano tienden.
    El yelmo de Mesapo da destellos
    Que entre el nocturno clarear ofenden
    La vista á quien observe: huyes, mas ellos,
    Desmemoriado Euríalo, te venden!
    «No equívoca vision mi mente inflama,»
    De en medio del tropel Volcente clama.


LXXVII.

      Y «¡Alto!» intima: «¿quién sois? decid; ¿de dónde
    Ó á dónde os dirigís? ¿Á qué bandera
    Adscritos militais?» Nadie responde:
    Uno y otro á los bosques acelera
    El paso, y á la noche, que le esconde,
    Fiado huyendo va. Sin más espera
    Cierran al bosque entradas y retretes
    En alas desplegados los jinetes.


LXXVIII.

      Selva de encinas negras y jarales
    Tendíase ancha allí, de agrios abrojos
    Ceñida, y de espesísimos breñales:
    Rara trillada senda ven los ojos
    En medio de sus calles naturales.
    Euríalo, á quien pesan sus despojos,
    Y los ramos asombran del recinto,
    Piérdese en el confuso laberinto.


LXXIX.

      Niso huye, huye impróvido, y ya fuera
    Va del alcance de enemiga mano,
    El campo atras dejando en su carrera
    Que por Alba despues nombróse _Albano_:
    (Campo del rey Latino entónces era,
    Y en él grandes majadas). ¡Ay! en vano,
    Cuando hubo de parar, buscó al ausente
    Amigo, y dijo al fin con voz doliente:


LXXX.

      «¡Euríalo infeliz! ¡yo te he dejado!
    ¿Por dónde, ¡ay triste! he de seguirte ahora?
    ¿Dónde hallarte?» Y con rumbo retrogrado
    Otra vez de la selva engañadora
    Intríncase en el seno enmarañado;
    Sus propias huellas afligido explora,
    Y entre las matas ásperas camina
    En que silencio funeral domina.


LXXXI.

      Caballos siente, oye el tropel, escucha
    De horda perseguidora el alto aullido;
    Ni de tiempo medió distancia mucha
    Cuando nuevo clamor hiere su oido,
    Y á Euríalo distingue, que relucha
    En vano, de contrarios sorprendido:
    Turbóle senda ambigua y sombra ingrata;
    Y fuerza superior ya le arrebata.


LXXXII.

      ¿Cómo será que al mísero liberte?
    ¿Con qué armas defender podrá al amigo?
    ¿Entre heridas buscando honrosa muerte,
    Arrojaráse en medio al enemigo?
    ¿Qué hará? Blande un astil con brazo fuerte,
    Y á la Luna tomando por testigo,
    Que alto su carro á la sazon regía,
    En voz sumisa esta plegaria envía:


LXXXIII.

      «¡Honor de los celestes luminares,
    Custodia de los bosques, sacra Luna!
    Si á Hírtaco, mi padre, en tus altares
    Poner viste en mi nombre ofrenda alguna;
    Si, cazador en selvas seculares,
    Tu gloria acrecenté con mi fortuna
    Tus bóvedas colgando de despojos,
    Compasiva á mi afan vuelve los ojos!


LXXXIV.

      »¡Oh! dame que ese grupo desordene,
    Y á este dardo en el aire abre sendero!»
    Orando así, con cuantas fuerzas tiene
    Arroja el arma. En ímpetu ligero
    El asta parte despedida, y viene,
    Hendiendo sombras, á Sulmon frontero,
    Y rómpese en su espalda, y la madera
    Hecha astillas las vísceras lacera.


LXXXV.

      Agobiado Sulmon rueda al instante,
    Y con hondo estertor, trémulo, frio,
    Las entrañas fatiga, agonizante,
    Y de encendida sangre vierte un rio.
    No hay quien no torne á ver, quien no se espante
    Niso, entretanto, renovando el brío,
    Puesto el brazo á la altura de la oreja,
    A asestar otro tiro se apareja.


LXXXVI.

      Temblando están del invisible amago
    Todos, cuando otra vez dardo estridente
    Llega, que ambas las sienes pasa á Tago
    Y en su hendido cerebro híncase ardiente.
    El causador no indaga del estrago
    Llevado de la cólera Volcente,
    Ni en quién le cumpla desfogarse mira;
    Ciego salta, y bramando estalla en ira:


LXXXVII.

      «Tu sangre ha de correr, quienquier que él sea;
    Y en tí de entrambos tomaré venganza!»
    Así diciendo, el hierro ya menea
    Desnudo, y sobre Euríalo se lanza.
    Lleno, á par, de terror, Niso vocea;
    Fuera, tambien, de sí, Niso se avanza:
    Más tiempo oculto estar no lo tolera
    El duro trance, ni él callar pudiera.


LXXXVIII.

      «¡Acá, acá, revolved! ¡yo soy!» les dice;
    «¡Contra mi pecho encaminad la espada!
    ¡Oh Rútulos! mirad que ese infelice
    Nada osó hacer, ni hacer pudiera nada.
    Todo yo lo tracé, todo lo hice.
    Por los astros lo juro y la morada
    Celeste. Fué su culpa, demasiado
    Á un sin ventura amigo haber amado.»


LXXXIX.

      Miéntras en vano así Niso clamaba,
    Ya la amenazadora punta llega,
    Y al costado de Euríalo se clava
    Y el tierno pecho le destroza ciega.
    Cae el triste, y la vida se le acaba:
    Roja sangre sus blancos miembros riega,
    Y, doblándose lánguida, reposa
    Sobre los hombros la cerviz hermosa.


XC.

      Tál flor purpúrea á quien tronchó el arado
    Desfallece á morir; tál la amapola
    Sobre su débil vástago doblado
    Inclina mustia la gentil corola
    Que la lluvia agobió. Desesperado
    Niso penetra el escuadron, y á sola
    La persona, entre todos, de Volcente
    Solicita su cólera impaciente.


XCI.

      Acá y allá, ya aquel, ya este guerrero,
    Le resisten y estorban: él no cia,
    Antes á todos lados el acero
    Fulmíneo revolviendo ábrese via;
    Hasta que al fin al Rútulo, que fiero
    Gritando á la sazon la boca abria,
    Por ella adentro le escondió la lanza:
    Próximo así á morir tomó venganza;


XCII.

      Y encima se desploma herido, inerme,
    Del muerto amigo á quien unió su historia,
    Y en paz allí su último sueño duerme.
    ¡Oh, felices los dos! si alguna gloria
    Puedo yo de mis versos prometerme,
    Siglos no eclipsarán vuestra memoria
    Miéntras sustente inmoble el Capitolio
    El prez de Enéas y de Jove el solio!


XCIII.

      Vencedores los Rútulos en tanto
    Recogido el botin, al campamento
    Exánime á Volcente van con llanto
    Conduciendo. Menor no es el lamento
    Que en los reales cunde, y el espanto,
    Cuando á Ramnete ven sin movimiento,
    Y tanto noble jefe á quien abruma
    Comun calamidad: Serrano, Numa...


XCIV.

      Cerca á los que ó difuntos ó mortales
    Están, acude multitud ingente:
    Ven de espumosa sangre los raudales
    Y tibio aún de mortandad reciente
    El campo. Reconocen los marciales
    Despojos: de Mesapo allí el luciente
    Casco; allí el cinto, recobrado á un muerto,
    El rico cinto, de sudor cubierto.


XCV.

      El áureo lecho de Titon la Aurora
    Tímida deja, entre celajes raya,
    Y ya su lumbre que horizontes dora
    Secretos descubriendo, el sol explaya
    Por el mundo. Con voz animadora
    Turno, no sin que él mismo armado vaya,
    Cual suele, de los piés á la cabeza,
    Al arma á todos á llamar empieza.


XCVI.

      Á su voz cada jefe sus legiones
    Ferradas, en batalla ordena: ceban
    La rabia vomitando maldiciones;
    ¿Qué más? en astas que en el aire elevan,
    De los dos degollados campeones
    Los rostros clavan, y, á doquier los muevan,
    ¡Oh espectáculo! ¡oh bárbaro trofeo!
    Síguelos de la plebe el clamoreo.


XCVII.

      De sus muros, en tanto, á la siniestra
    Los sufridos Troyanos aparecen;
    Protegidos del rio, á mano diestra,
    Sus anchas fosas á la par guarnecen.
    ¡Ah! de sus altas torres pasan muestra
    Al campo, ¡y cuán de véras se entristecen
    Viendo (ni cabe engaño) aquellos vultos
    Horribles con la sangre y blanco á insultos!


XCVIII.

      Alada en la ciudad la fama rueda,
    Y á la madre de Euríalo al oido
    Tristes cosas murmura. Ella se queda
    Pálida, sin calor y sin sentido:
    Va la aguja á los piés, se desenreda
    Cayendo de las manos el tejido.
    Mesando luégo la melena blanca
    Altos gemidos de su pecho arranca;


XCIX.

      Y al muro, á la falange delantera
    Frenética ella corre, ella no cuida
    Que entre armas y varones acelera
    El paso, ni el peligro la intimida;
    Y de quejas despues hinche la esfera:
    «¡Que así te miro, ay hijo de mi vida!
    Tú, arrimo á mi vejez mísera y triste,
    ¡Cruel! ¿dejarme en soledad pudiste?


C.

      »Pues riesgos ibas á correr tan graves,
    ¿Cómo no me avisaste la ardua empresa,
    Ni oí palabras de tu amor süaves?
    ¡No que hora en tierra ignota yaces, presa
    A los latinos perros y á las aves!
    Ni honrar me es dado, Euríalo, tu huesa;
    Que recoger no pude tus despojos,
    Tus heridas lavar, cerrar tus ojos.


CI.

      »Ni la ropa vestirte que de dia
    Yo y de noche labraba, mis pesares
    Consolando en la edad caduca mia.
    ¡Ay! ¿á dónde seguirte? ¿en qué lugares
    Tu destrozado cuerpo quedaria?
    ¿Y para esto por tierras y por mares
    Anduve acompañándote? ¿y es esta
    Vision cruel cuanto de tí me resta?


CII.

      »¡Rútulos! si teneis piedad alguna,
    Todos aquí asestad; yo la primera
    Caiga; ¡matadme!... Ó tú de mi fortuna
    Duélete, ¡Padre de los Dioses! Hiera,
    Hiérame un rayo tuyo: esta importuna
    Memoria acabe: el Tártaro me espera;
    Precipítame allá, pues de otra suerte
    No es dado á esta infeliz que halle la muerte!»


CIII.

      Lloran todos con ella; y ya al deseo
    De combatir, con el comun quebranto
    Las fuerzas van faltando. Actor é Ideo
    A la triste, que enciende duelo tanto,
    Acuden, por mandato de Ilioneo,
    Y de Yulo, que vierte largo llanto;
    Sustentándola en brazos se encaminan
    A su hogar, y en el lecho la reclinan.


CIV.

      Óyese del clarin el són agudo;
    El canoro metal de alarma llena
    Los campos, y ya el aire, en ántes mudo,
    Con los ecos terríficos resuena.
    Formada ya la militar testudo
    De Volscos el ejército se ordena,
    Y á cubrir apercíbese en batalla
    El ancho foso y á arrancar la valla.


CV.

      Buscan unos entrada, y por escalas
    Á trepar se dirigen á la parte
    Do las haces parece estar más ralas
    Que coronan el muro y baluarte.
    Se arman los Teucros á su vez; tan malas
    Armas no habrá que no utilice el arte,
    En que ya los formó la patria tierra,
    De guardar plaza fuerte en larga guerra.


CVI.

      Picas vibran, y áun vuelcan ya pedrones
    Cuyo peso del Rútulo consiga
    Romper los defendidos batallones.
    ¿Y qué? ¿será que conllevando él siga
    Tan rudos golpes sin sufrir lesiones
    Bajo la densa concha que lo abriga?
    No; ni el número basta. ¿Veis do ileso
    Marchando viene el peloton más grueso?


CVII.

      Pues ya á esa parte misma risco horrendo
    Los Troyanos arriman, ruedan: postra
    Anchamente á los Rútulos cayendo
    Y desbarata su ferrada costra.
    La muchedumbre audaz, retrocediendo,
    Tal lluvia en ciego asalto más no arrostra,
    Y á los sitiados á ofender aspira
    Sólo con flechas que de léjos tira.


CVIII.

      Ostentando á su vez Mezencio insano
    Su catadura amenazante y fea,
    Viene por otra parte, y en su mano
    Etrusco pino tenebroso humea.
    Mesapo, prole de Neptuno, ufano
    Porque indómitos potros señorea,
    El vallado tambien romper decide
    Y escalas ya para los muros pide.


CIX.

      ¡Oh Calíope! ¡oh Musas celestiales!
    ¡Inspirad al cantor! Cuántos encierra
    Estragos ese campo funerales,
    Decid; á quiénes Turno echó por tierra,
    Y otros á otros tambien, cuáles á cuáles;
    Desenrollad el libro de la guerra,
    Y mi vista contemple aquellos hombres:
    ¡Vosotros los sabeis, decid sus nombres!


CX.

      Con arduos puentes á asombrosa altura,
    En oportuno sitio al aire vano
    Erguíase una torre. Se conjura
    A embestirla el ejército italiano
    Con extremado alarde de bravura.
    En agolpados grupos el Troyano
    Defiéndela con piedras, y á porfía
    Por troneras abajo armas envía:


CXI.

      Turno osado, primero en los primeros,
    Tira una hacha encendida, que se pega
    A un lado de la torre: á los maderos,
    Acrecentada por el viento, llega
    La llama devorante. Los guerreros
    Que adentro ven el gran peligro, en ciega
    Confusion á salvar corren la vida,
    Buscando en vano y de tropel salida.


CXII.

      Y en tanto que se agolpan, en su anhelo,
    Á un punto ajeno al fuego, se derrumba
    Súbito por su peso el fuerte: el cielo
    Con fragoroso estrépito retumba:
    Y vienen, medio exánimes, al suelo,
    No sin que la alta mole en pos sucumba,
    Transfijos por sus armas los soldados
    Y de duras astillas lastimados.


CXIII.

      Á todos el tremendo golpe acaba,
    Salvo á Helénor y á Lico. En años era
    Tierno aquél: en secreto, de la esclava
    Licimnia al rey Meonio le naciera;
    A la guerra de Troya, aunque le estaba
    Vedada, ella envióle. De ligera
    Armado, iba inglorioso, con desnudo
    Acero, y sin divisa el limpio escudo.


CXIV.

      El cual mirando acá, y allá, y doquiera,
    Mil haces que le estorban la salida,
    Determina morir. Como la fiera
    Que de perseguidores circuida
    En densa red, contra la opuesta hilera
    Se embravece en furiosa arremetida,
    Y de un salto sin miedo ni esperanza,
    Por cima de los dardos se abalanza;


CXV.

      Así Helénor se arroja, y donde advierte
    Más densa la erizada tropa, fiero
    Entrando por allí corre á la muerte.
    Lico miéntras, más que él de piés ligero,
    A una fuga veloz fia su suerte
    Entre tanto enemigo hórrido acero;
    Trepa al muro, cubierto de Troyanos,
    Y alto asidero busca, amigas manos.


CXVI.

      Á la carrera Turno y con la lanza
    Habiéndole seguido, ya cercano
    Le mira, ya sobre él victoria alcanza.
    «¡Qué! ¿de librarte de mi fuerte mano
    Concebiste, demente, la esperanza?»
    Dice, y cogiendo al que trepaba en vano,
    No sin parte del muro á que se aferra
    A sí le trae y le derriba en tierra.


CXVII.

      Con uñas corvas por el vago viento
    Á blanco cisne, así, ó á liebrezuela,
    La armígera de Jove al firmamento
    Arrebata feroz, y encima vuela;
    Y al corderillo así, que anduvo á tiento,
    Por quien la baladora madre anhela,
    Roba el fiero animal que sirve á Marte.
    Ya clama el sitiador por toda parte;


CXVIII.

      Corre y los fosos terraplena, y pega
    Antorchas á los muros, con desprecio
    Del peligro de muerte á que se entrega.
    A las puertas terrífico Lucecio
    Llamas vibrando amenazante llega.
    Venir le mira, y un peñasco recio,
    Como roca de monte desprendida,
    Lanzó Ilioneo, y él rindió la vida.


CXIX.

      Ligro en Ematio, Asila en Corineo
    (Hábil uno en lanzar venablo fuerte,
    Otro, falaz saeta) atroz deseo
    Sacian. Ceneo á Ortigio da la muerte;
    Turno derriba al vencedor Ceneo,
    Y á Itis, á Dioxipo deja inerte,
    Y á Prómolo, y á Clonio, y á Sagares,
    Y á Ida, que guardaba altos lugares.


CXX.

      A Priverno quitó Capis la vida.
    Habíale primero rasguñado
    Temílas con su lanza. Él, que á la herida
    Fué la mano á llevar, desacordado
    Tira el escudo. En alas conducida
    Vino una flecha, y al izquierdo lado
    Clava su mano, entra, la entraña hiere
    Que aire recibe y da, y el triste muere.


CXXI.

      Arcencio, el de figura señalada,
    Allí, de ibera púrpura luciente,
    Su rico arnes y clámide bordada
    Mostraba. (Le envió su padre Arcente
    De la selva á la madre consagrada,
    Do le criara, á par de la corriente
    Del Simeto, que ve en ofrendas rico
    El altar propiciable de Palico.)


CXXII.

      Así como tan bellas galas mira,
    Dardos suelta Mezencio, honda estridente
    Toma, y tres veces la sacude y gira
    En torno á su cabeza, y al de Arcente
    Encaminando la amenaza, tira
    Eala, forjada ya de plomo ardiente,
    Y ambas sienes le pasa, y de la almena
    Le hace caer á la tendida arena.


CXXIII.

      Entónces dicen que por vez primera
    Arco y flechas el príncipe troyano,
    Temidas ya de fugitiva fiera,
    Usó en guerra homicida; y por su mano
    Mató á un fuerte guerrero, de quien era
    Rémulo sobrenombre al de Numano,
    Y por mujer, de Turno, poco hacía,
    A la hermana menor tomado habia.


CXXIV.

      El cual amenazando horrenda tala
    Va delantero, y del reciente enlace
    Haciendo y de sus fuerzas muestra y gala;
    Y clama audaz cuanto decir le place:
    «¡Oh pobres Frigios, los de suerte mala!
    ¿Tercer asedio enrojecer no os hace?
    ¿Y pensais que os serán reparo fuerte
    Frágiles tablas contra instante muerte?


CXXV.

      »¡Y tal linaje en actitud guerrera
    Nuestras esposas pide, ó nuestras vidas!
    ¿Qué Dios os trajo, ¡míseros! qué fiera
    Demencia á Italia? Aquí no hallais Atridas
    Ni enlabiador Ulíses os espera;
    Antes lo habreis con gentes aguerridas
    Que su prole, al nacer, al rio llevan,
    Y de agua y hielo en el rigor la prueban.


CXXVI.

      »Juventud es la nuestra que se emplea,
    Fatigando los montes, en la caza;
    Que en manejar el arco se recrea,
    Que en domeñar caballos se solaza.
    No hay duro empeño á que inferior se vea:
    Sobria, sufrida, inquebrantable raza,
    Ó con rastro tenaz doma la tierra
    Ó bate muros en abierta guerra.


CXXVII.

      »Hierro es en todo tiempo nuestra usanza:
    Si movemos la tierra, al buey tardío
    Con el cuento aguijamos de la lanza:
    Ni gustos muda ni el nativo brío
    Edad provecta á quebrantar alcanza;
    Yelmos dan á las canas atavío:
    Mozo y viejo á la par conquistas hacen,
    Y en vivir de despojos se complacen.


CXXVIII.

      »Vosotros, los de ropas en que arde
    Con el zafran el múrice de Oriente,
    Teneis por dentro un corazon cobarde:
    Es vuestra ocupacion ocio indolente,
    Voluptuosa danza es vuestro alarde:
    Con el frigio tocado ornais la frente,
    De cintas rodeándola y de lazos,
    Y en blandos pliegues enredais los brazos.


CXXIX.

      »¡Oh Frigias, más que Frigios! ¡Id! Guarida
    Alta el Díndimo os abre: á sus parciales
    La flauta berecintia allá convida
    Con la usual melodía; ¿y los timbales
    No ois de la Deidad que reina en Ida?
    Id al báquico estruendo, y las marciales
    Luchas dejad á varoniles pechos;
    A llevar armas no alegueis derechos!»


CXXX.

      Á vueltas de sus fieros y blasones
    No en calma Ascanio á tolerar se avino
    Del jayan los dicterios y baldones:
    Tiende el arco y atrae el nervio equino,
    Los brazos en contrarias direcciones
    Esforzando; mas, ántes que camino
    Dé su mano á la flecha voladora,
    Los ojos alza y reverente ora.


CXXXI.

      «¡Oh Jove omnipotente! así me ampares
    Y premies con el éxito que imploro
    Mi empeño audaz; y ofrezco á tus altares
    En sacrificio un jóven y albo toro
    Que ya á las astas de su madre, pares
    Yerga las suyas, retocadas de oro,
    Que muestre corneando su ardimiento
    Y polvo con los piés esparza al viento!»


CXXXII.

      Oyóle el Padre complacido, y truena
    Á izquierda mano, despejado el cielo.
    Descargándose al punto el arco suena,
    Y disparado el homicida telo
    De la cuerda tirante se enajena,
    El aire rasga en estridente vuelo,
    Llega, y traspasa con el hierro insano
    Las sienes cavernosas á Numano.


CXXXIII.

      «¡Anda, soberbio, y al valor regala
    Con burlas que el castigo desafían!
    Los pobres Frigios, los de suerte mala,
    Esta respuesta á tu arrogancia envían.»
    Conciso Ascanio así su furia exhala.
    Los Teucros, que admirados le veían,
    En aplauso triunfal su nombre elevan
    Y al cielo la esperanza en alas llevan.


CXXXIV.

      Desde un punto sereno de la esfera
    En una nube, sobre el aura pura,
    Apolo, el de la hermosa cabellera,
    Miraba en ese instante por ventura
    El fiero asalto y la defensa fiera,
    Y á Yulo vencedor así conjura:
    «¡Bien hayas, jóven de inmortal destino!,
    ¡Sigue! ¡ése es de los astros el camino!


CXXXV.

      »¡Bien hayas, nieto ya, y futuro abuelo
    De Dioses! Cuanta guerra el hombre enciende,
    Trocarse en paz verá dichoso el suelo
    Reinando tu familia. A tí no extiende
    Troya su hado cruel.» Dice, y del cielo,
    Rasgando el aire vibrador, desciende
    A Ascanio, y de sus formas se desnuda,
    Y el rostro en el del viejo Bútes muda.


CXXXVI.

      El cual del noble Anquíses escudero
    Y su fiel guardapuertas fuera un dia;
    Tiempos despues lo dió por compañero
    A Ascanio Enéas, y por útil guia.
    En la blanca cabeza y ceño austero
    Apolo, andando, á Bútes contrahacia,
    Y en la voz y el color y la apostura,
    Y en el bronco sonar de la armadura.


CXXXVII.

      Y á Yulo enardecido, «¡Hijo de Enéas!
    ¡Basta!» dícele el Dios, «basta á tu gloria
    Que así á Numano castigado veas
    Bajo tu brazo. Esta primer victoria
    Apolo te concede, y, que le seas
    Émulo ya en el arma venatoria,
    No mira, no, con voluntad aviesa.
    Mas tú ya en el combate, ¡oh niño! cesa.»


CXXXVIII.

      Trunco el discurso, y la mortal figura
    Deponiendo, á los ojos se evapora
    El Dios, raudo cruzando el aura pura.
    Descubrióse en la fuga voladora:
    Leve han visto los jefes su armadura,
    Y áun su aljaba alejarse oyen sonora;--
    Y obedécenle ya: de la pelea
    Apartan al garzon, que la desea;


CXXXIX.

      Y al peligro otra vez sus corazones
    Presentan. Por los muros va en aumento
    El bélico clamor. Fuertes varones
    Tienden el arco, ó del revuelto amiento
    Tiran sus jabalinas y lanzones.
    Todo de armas se cubre el campamento.
    Huecos yelmos doquier suenan y escudo:
    Con choques leves y con golpes rudos.


CXL.

      Arrecia por momentos la batalla.
    Naciendo las Cabrillas, de Occidente
    Así tambien azotadora estalla
    La lluvia; con granizo así estridente
    Fiero turbion el piélago avasalla
    Cuando el Eter, con austros inminente,
    Empuja acuosa tempestad, y el trueno
    A las cóncavas nubes rompe el seno.


CXLI.

      Pándaro y Bícias, de Alcanor de Ida
    Hijos, criados por la agreste Hiera
    En la selva de Jove (en tal guarida
    Ni arduo abeto ni cumbre hubo altanera
    Que á aquellos mozos superior se mida),
    La puerta que á guardar el Rey les diera
    Abren; y en su gran fuerza ambos seguros,
    Retan al enemigo á entrar los muros.


CXLII.

      Á un lado y á otro armados aparecen
    Adentro, á fuer de torres, con cimera
    En que altivos plumajes resplandecen.
    Tal orillas del Po, ó á la ribera
    Del Atesis ameno, iguales crecen
    Dos encinas de intonsa cabellera,
    Y, el pié afirmando en el bañado suelo,
    Mueven la vana cresta allá en el cielo.


CXLIII.

      Los Rútulos, la entrada al ver patente,
    Se lanzan. Cada cual con su cohorte,
    Sin más tardar avanzan ya: Quercente,
    Y Aquícolo, en las armas y en el porte
    Hermoso, y Tmaro, de ánimo vehemente,
    Y Hemon, alumno del feroz Mavorte:
    Estréllanse en su arrojo, y los primeros
    Dejan en el umbral vidas y aceros.


CXLIV.

      Y, siguiendo á sus jefes los soldados,
    Ya espaldas vuelven los que atras venían;
    Mas cobra la ira hostil mayores grados,
    Y otra vez atacar tal vez porfían.
    Por su parte los Teucros, agolpados
    Hácia aquel punto, más y más confían;
    Y salen, y alejados de la puerta,
    Persiguen al contrario en liza abierta.


CXLV.

      El rey Turno que, en otra parte, insano
    El espanto y la muerte á muchos lleva,
    Oye que encarnizándose el Troyano
    A abrir sus puertas orgulloso prueba;
    Del asalto emprendido alzando mano,
    Con ira que sus ímpetus renueva
    Acude, acorre á la patente entrada
    Por gemelos gigantes custodiada.


CXLVI.

      Y á Antífate ante todos, que gallardo
    Ante todos tambien la planta mueve
    (Del alto Sarpedon hijo bastardo
    Que le nació de una mujer de Tebe),
    De itálico cerezo arroja un dardo
    Que en su garganta, hendiendo el aura leve,
    Va á hundirse: ancha la herida brota un rio,
    Y arde, hincado al pulmon, el hierro impío.


CXLVII.

      A Afidno luégo, á Mérope, á Erimante
    Rinde, y á Bícias, que amenazas pára
    Rugiente, con mirada centellante;
    Contra venablos el arnes le ampara.
    Ni azagaya lanzó Turno al gigante;
    Con zumbadoras cuerdas le dispara
    Falárica mortal cual rayo fiero:
    A su empuje el taurino doble cuero,


CXLVIII.

      Y áun con dobles escamas de oro fino
    La fiel loriga resistir no pudo:
    Desmayado el gran cuerpo al suelo vino,
    Tembló la tierra y retumbó el escudo.
    Con golpe así y estruendo repentino
    Yerto pilar que giganteo y mudo
    En ántes dominara el mar de Bayas,
    Cae tal vez en las soberbias playas,


CXLIX.

      Y rueda así con ímpetu y rüina
    Y en el fondo del piélago se ensena:
    Toda se turba la extension marina
    Al impulso, y resurte negra arena;
    Y estremécese Prócida vecina
    Desde su asiento, y con espanto truena;
    Truena el áspero lecho de Inarime,
    Donde á Tifeo Júpiter oprime.


CL.

      Entónces Marte armipotente asiste
    Y enérgicos estímulos añade
    A los Latinos, y de ardor los viste
    (A los Troyanos á la vez invade
    Con Pavor tenebroso y Fuga triste);
    Y ya, porque en sus almas se persuade
    El Dios guerrero y á la lid los guia,
    Invasores acuden á porfía.


CLI.

      Como, postrado el cuerpo y la faz muerta,
    Al hermano infeliz Pándaro mira
    Y el mal suceso ve, cierra la puerta;
    Ella al empuje vigoroso gira:
    Con sus hombros anchísimos cubierta
    Él la tiene por dentro, y en su ira
    A muchos de su gente allende el muro
    Mezclados deja en el combate duro.


CLII.

      Á otros, empero, de tropel, consigo
    Adentro recibió. ¡Ciego y demente!
    Que no ha echado de ver cómo al abrigo
    De aquella confusion, entre la gente
    El jefe del ejército enemigo
    Siguiendo impetüoso la corriente
    Penetra, como tigre despiadado
    En medio de pacífico ganado.


CLIII.

      Entran, pues. Mas de súbito á sus ojos
    Brilla extraña vision: altos se mecen
    Sobre yelmo gentil crestones rojos;
    Crujen hórridas armas que estremecen,
    Y luz fiero broquel vibra á manojos...
    Al punto aquel semblante que aborrecen,
    Y aquel brazo feroz que temen tanto,
    Los Teucros reconocen con espanto.


CLIV.

      Pándaro, en el furor á que la muerte
    De su mísero hermano le arrebata,
    Alzase entónces corpulento y fuerte,
    Y «El palacio dotal no ves de Amata,»
    Exclama, «ni Árdea es ésta que á tenerte
    Abre el recinto de sus muros, grata
    A un hijo vencedor. ¡Turno! has entrado
    En campo hostil, y ya salir no es dado!»


CLV.

      Y Turno, con sonrisa de bonanza:
    «Mide, pues, esa diestra con la mia,
    Y á Príamo dirás que en mi pujanza
    Otro Aquíles topó tu cortesía!»
    Con nudos y corteza áspera lanza
    Pándaro desembraza; la desvía
    Juno en su vuelo: á herir el hierro acierta
    Los aires sólo, y se clavó en la puerta.


CLVI.

      «No será cual la tuya inobediente
    Arma de esta mi diestra manejada,
    Ni ella sus golpes eludir consiente,»
    Dice Turno; y se empina, alta la espada.
    Y en la mitad descarga de la frente
    A Pándaro tan recia cuchillada,
    Que no paró sin que con ancha herida
    Las impubes quijadas le divida.


CLVII.

      Cae el jayan; y el suelo en són profundo
    Treme, no acostumbrado á golpes tales.
    Con sangre y sesos el arnes inmundo
    Tiende en tierra, y á par descomunales
    Sus miembros, el coloso moribundo;
    A hierro en partes dividida iguales
    Cuélgale la cabeza á entrambos lados;
    Y cuantos miran esto huyen turbados.


CLVIII.

      Si al vencedor al punto se ocurriera
    A sus parciales franquear la entrada
    Rompiendo con su mano la barrera.
    Fuera aquella ocasion postrer jornada
    A la emprendida lid, y luz postrera
    A la raza de Príamo cuitada;--
    Mas de sangre la sed, que sangre huele,
    De los que huyen en pos loco le impele.


CLIX.

      Y á Fáleris, y á Gíges, un jarrete
    Habiéndole en la fuga herido, alcanza:
    Con picas de éstos á otros acomete;
    Juno el fuego le da de su venganza.
    Clavó á Fégeo en su escudo, y arremete
    Tras de Hális, y hácia aquellos ya se lanza
    Que están desde los muros braveando:
    Prítanis, y Halio, y Noemon, y Alcrando...


CLX.

      ¡Tristes! no le aguardaban. Se le aboca
    Linceo, empero, entre ellos avisado,
    Y contra él, aunque tarde, los convoca:
    Turno se le adelanta, en un vallado
    Se apoya, el hierro esgrime, y le derroca
    De un tajo, con el yelmo destroncado
    La segada cabeza. Y luégo á Amico
    Postra, en despojos de la selva rico,


CLXI.

      Cazador que cual nadie el arte y dolo
    De enherbolar saetas conocia.
    Mató despues á Clicio, hijo de Eolo;
    Y á Creteo, á quien fué la compañía
    Fiel de las Musas su deleite solo,
    Su ejercicio el laud, la poesía
    Su amor. Carros marciales, lides bravas
    Siempre, ¡vate infeliz! cantando estabas.


CLXII.

      Oyen los jefes que el peligro llama:
    Mnesteo y el intrépido Seresto
    Allá acuden, y al ver que se derrama
    Medrosa turba ante invasor enhiesto
    Que aterra la ciudad, Mnesteo exclama:
    «¿A dó huis, insensatos? Más repuesto
    ¿Qué otro sitio hallareis ni más seguro?
    ¿Ó qué muro buscais allende el muro?


CLXIII.

      »¿Un hombre triunfará de mil Troyanos
    Áun en medio de vallas y de aceros?
    ¿Y él solo entre vosotros, ciudadanos,
    Correrá haciendo impune estragos fieros?
    ¿Y para el Orco segarán sus manos
    La flor de nuestros jóvenes guerreros?
    ¡Qué! ¿Dioses, Patria, Rey nada os merecen,
    Ni os inspiran piedad ni os enrojecen?»


CLXIV.

      Encorajados con palabras tales
    Rehácense, y en densa infantería
    Avanzan ya. Con armas desiguales
    Pausadamente del combate cia
    Turno, y hácia la parte en que fluviales
    Ondas besan el muro, se desvía,
    Miéntras con nuevo ardor y altos clamores
    Auméntanse sobre él los ofensores.


CLXV.

      Cual leon de monteros acosado,
    Que los venablos contrapuestos mira
    Receloso, y á paso retrogrado
    Con miradas sañudas se retira:
    El valor en su raza vinculado
    Huir no le permite, ni la ira;
    Mas por medio de la áspera barrera
    Romper no puede, aunque romper quisiera;


CLXVI.

      Así Turno tambien dudoso y lento
    Retrocediendo va; mas no desmaya,
    Y arde en vivo furor su pensamiento.
    Embestir una vez y áun otra ensaya,
    Y una vez y otra su ímpetu violento
    Pone á muchos en fuga, á otros á raya;
    Pero al fin en su daño se congregan
    Cuantos hay en el campo y juntos llegan.


CLXVII.

      Ni ya la hija de Saturno osa
    Confortar al ahijado en su porfía
    Con nuevo aliento; que á Íris vaporosa
    Júpiter mismo desde el cielo envía,
    Y, encaminados á su régia esposa,
    Mensajes no süaves le confía,
    Que abandonar á Turno ordenan, caso
    Que de los muros él no arredre el paso.


CLXVIII.

      Nada el mancebo, pues, con el escudo,
    Nada ya con la armada diestra puede;
    ¡Tanto el asalto arrecia áspero y rudo!
    Hace que en torno de sus sienes ruede
    Ruido asordante, el incesante, agudo
    Repiquete del yelmo: ábrese, y cede
    La armadura de bronce á las pedradas;
    Las rojas plumas vuelan arrancadas.


CLXIX.

      Contra nube de dardos enemiga
    ¿Qué hará la copa de un broquel? Circunda
    A Turno ya la multitud; le hostiga
    Mnesteo con su lanza furibunda:
    Mana el sudor copioso en su fatiga;
    Raudal como de pez su cuerpo inunda:
    Fáltale aire vital; convulso aliento
    Al moribundo pecho da tormento.


CLXX.

      ¡Ved! con todas sus armas de repente,
    Como último arranque de su brío,
    Arrójase á las aguas. Blandamente
    En su rojo regazo el sacro rio
    Recíbele, y sumido en su corriente,
    Sangre, polvo y sudor le lava pio,
    Y devuélvele en ondas sosegadas
    Hermoso de su gente á las miradas.




LIBRO DÉCIMO.


I.

      El palacio de Olimpo omnipotente
    Se abre entretanto. El Padre de inmortales
    Y Rey supremo de la humana gente
    A concilio en las salas siderales
    Convoca. Él desde allá ve el continente,
    Y las huestes del Lacio, y los reales
    Troyanos. Altos Númenes asoman,
    Y en el ámplio conclave sillas toman.


II.

      «¡Celícolas ilustres!» Jove empieza;
    «¿Por qué mudais de acuerdo? ¿Por qué insanos
    Os dais á pelear con tal crueza?
    Yo vedara que Italia á los Troyanos
    Resistiese; ¿en qué cóleras tropieza
    Mi voluntad? ¿Por qué terrores vanos
    Acá el uno, allá el otro á lid se lanza
    Y va el hierro á empuñar de la venganza?

III.

      »Ya la hora sonará de las batallas
    (No el tiempo acelereis), cuando Cartago
    Rompa el Alpe, y de Roma á las murallas
    Descargue por la brecha horrendo estrago.
    Podreis entónces desbordar sin vallas
    Hasta rapaces triunfos vuestro amago:
    Hora enfrenadle, y con semblante amigo
    Benditas paces afianzad conmigo.»


IV.

      Conciso Jove habló. Ménos somera
    Fué la espléndida Vénus, que en su duelo
    Vuelta al Padre razona en tal manera:
    «¡Rey y eterno Señor de tierra y cielo,
    Divina Majestad! ¿ni en quién pudiera,
    Sino en tí, mi dolor hallar consuelo?
    Los Rútulos me insultan: ¡mira, mira
    Cómo entre ellos soberbio Turno gira!


V.

      »Ya con propicio Marte hinchado llega
    Al cerco; audaz le invade: mal seguros
    Traban los Teucros áspera refriega
    Puertas adentro y en sus propios muros;
    Su misma sangre ya los fosos ciega.
    Enéas, ¡ay! sus míseros apuros
    Ausente ignora. ¿Y contra el duro asedio
    Nunca tú, nunca ya darás remedio?


VI.

      »Renace Troya, mas con ella nace
    Otro ejército hostil como el aqueo;
    Ni se alza en pié, sin que, saliendo audace
    De Arpos etolia, el hijo de Tideo
    Otra vez á sus muros amenace.
    No han de cerrarse ya mis llagas, creo;
    Armas que á esta hija tuya ántes hirieran,
    Mortales armas, hoy tambien me esperan!


VII.

      »Si á hurto ya de tí, ó á tu despecho,
    Fueron á Italia los Troyanos, lleven
    La justa pena del culpado fecho;
    ¡No tus furores, tu justicia prueben!
    Mas si camino solamente han hecho
    A do Dioses y Manes á ir los mueven
    Una vez y otra vez, ¿quién tus mandados
    Torcer intenta y reformar los hados?


VIII.

      »¿Quién? ¿Ya no has visto en sicilianos mares
    Nuestras naves arder?... ¿No desencierra
    Éolo sus alados auxiliares?...
    ¿Íris no baja con mision de guerra?...
    Y hoy, porque áun parte tomen los hogares
    Independientes de Pluton, á tierra
    Sale Alecto, de allá abortada, y cruza
    A Italia, y cual bacante iras azuza!...


IX.

      »Del prometido imperio nada alego;
    ¡Pude esperarle en hora más dichosa!...
    ¡Venza hoy quien quieras! Mas si en su odio ciego
    Á mis Teucros negar juró tu esposa
    Todo terreno hospicio, esto te ruego
    Por Troya hundida y su reliquia humosa.
    ¡Sálvese Ascanio del feral combate;
    Al nieto, ¡oh Padre! tu favor rescate!


X.

      »Torne Enéas al mar, y rumbos déle
    Voltaria Suerte en ondas ignoradas.
    Mas este niño... verle me conduele;
    Yo le quiero librar de las espadas:
    Yo á Citera ó á Páfos llevaréle,
    O á Idalia y sus pacíficas moradas,
    Donde robado al militar rüido
    Consuma el tiempo en inglorioso olvido.


XI.

      »Y reinen, si te place, hijas de Tiro;
    Cartago á Ausonia oprima en férreo mando;
    Y de este infante y su feliz retiro
    Nada teman... ¡Mas oh remate infando!
    ¿A los Teucros para eso en largo giro,
    El hierro y fuego asolador burlando,
    Que venciesen dejaste mil azares
    Por tantas tierras y por tantos mares?


XII.

      »¿Y hoy que á Troya restauren en el Lacio
    Consientes, porque caiga en nueva guerra?
    ¡Valiera más que en el yermado espacio
    Que de sus padres la ceniza encierra
    A alzar tornasen imperial palacio!
    Su Janto y Símois, su nativa tierra
    Vuélveles, ¡ay! Si á muerte los destinas,
    Perezcan de la patria en las rüinas!»


XIII.

      Habló á su vez con ímpetu iracundo
    La reina Juno: «La ocasion me obliga
    Un silencio á romper largo y profundo,
    Y el gran dolor á divulgar que abriga
    Secreto el corazon. ¿Quién ya en el mundo,
    Dí, mortal ó inmortal, es el que instiga
    A Enéas á la ofensa? ¿Quién le mueve
    A que al buen rey Latino guerras lleve?


XIV.

      »¿Hados á Italia le impelieron? Cierto:
    ¡Casandra en su furor le abrió la via!
    Mas si hoy deja su campo, ¿el desacierto
    Que en dejarle comete, es culpa mia?
    ¿Eslo, si da su vida á un soplo incierto,
    Y el mando militar á un niño fia?
    ¿Que así la fe tirrena solicite,
    Y quietos pueblos sedicioso agite?


XV.

      »Pues si él de propio acuerdo torpe yerra,
    ¿Hay decir que á su mal Juno le acosa,
    Y que Íris baja con mision de guerra?
    ¡Oh! ¡en el ítalo pueblo indigna cosa
    Es llevar llamas con que á Troya encierra
    Naciente; indigna en Turno (á quien la Diosa
    Venilia madre fué, Pilumno abuelo)
    Que en paz ocupe su nativo suelo!


XVI.

      »¡Y cosa no ha de ser indigna y fea
    En el Troyano, si una tierra extraña
    Invadiendo feroz con negra tea
    Tala y subyuga en torno la campaña!
    No, si el suegro se apropia que desea
    Y ajena esposa en el hogar apaña;
    Ni ha de ser vergonzoso en frigias tropas
    Mentir sus manos paz y armar sus popas!


XVII.

      »Tú sí que á Enéas en peligros graves
    Áun de las manos de los Griegos puedes
    Redimirle, y al cuerpo echarle sabes
    De aire y niebla sutil propicias redes;
    Tú en Ninfas de la mar truecas sus naves:
    ¡Y á fuero haciendo estás tantas mercedes,
    Y yo á tuerto he de obrar si en lado opuesto
    Un corto auxilio á mis parciales presto!


XVIII.

      »Ignore Enéas lo que ausente ignora,
    Y tú olvídale en Páfos ó en Citera,
    O en tus grutas de Idalia. No que ahora
    En daño suyo, á una nacion guerrera
    Provocas, y á una raza vencedora!
    ¿Quién de frigias reliquias acelera
    El fin: yo, ó el que á los Griegos dando paso,
    Causó de Troya misma el gran fracaso?


XIX.

      »¿Rompiendo antigua paz con rapto insano,
    Yo á Europa y Asia en militar porfía
    Comprometí? ¿Yo al forzador troyano,
    Cuando á Esparta asaltó, serví de guia?
    ¿Armas y amores ministró mi mano
    Al grande incendio? ¡Entónces te cumplia
    Por los tuyos mirar! ¡Al aire entregas
    Injustas quejas hoy, hoy tarde llegas!»


XX.

      Tal Juno declamaba. Asentimiento
    Mostraban las Deidades sordo y vario
    Murmurando entre sí; cual suele el viento,
    Cuyos soplos el bosque centenario
    Erizan en templado movimiento,
    Y rondando el hojoso santüario
    Crecen luégo en rumores murmurantes,
    Nuncios de tempestad á navegantes.


XXI.

      Habló entónces el Padre omnipotente,
    El que todo lo rige y lo compasa
    Con cetro universal. Profundamente
    Enmudece á su voz el alta casa
    De los Dioses; el éter eminente
    Calla; tiembla la tierra en su ancha basa;
    Encogidos los Zéfiros no alientan;
    Los mares su encrespada pompa asientan.


XXII.

      «Atentos escuchadme, y lo que os diga
    Tened presente. Pues traer no es dado
    Teucros y Ausonios á amistosa liga,
    Ni tregua admite vuestro encono airado;
    Ya bogue el uno en esperanza amiga,
    Ya fie el otro en su presente estado,
    O Rútulo adalid ó Teucro sea,
    No ha de ser, no, que yo parcial los vea.


XXIII.

      »Ora arribado hubiere á extraño suelo
    Por suerte adversa al Ítalo, ó por vano
    Error de patria y seductor señuelo,
    A resistir embates el Troyano,
    Ni á él redimo ni al otro. Ó gloria ó duelo
    Lábrele á cada cual su propia mano:
    El cetro universal yo á nadie inclino;
    Por sí los hados se abrirán camino.»


XXIV.

      Por las riberas del Estigio hermano,
    Vorágines de negro ardiente lodo,
    Juró lo dicho el Númen soberano:
    La frente inclina, y al moverla, todo
    Tiembla el Olimpo. A aquel debate vano
    Término dando en tan solemne modo,
    Se alzó del áureo solio: á los umbrales
    Condúcenle entre sí los inmortales.


XXV.

      El asedio estrechando á la muralla
    Instan á la sazon por toda parte
    Los Rútulos, cuidosos de tomalla
    Con llamas vivas y sangriento Marte.
    El troyano gentío entre su valla
    Vese acosado, y de salir no hay arte:
    ¡Ay tristes de sus nobles campeones
    Que las torres defienden y bastiones!


XXVI.

      En ya ralo cordon cubren guerreros
    El muro. Ambos Asáracos en vano
    Se ofrecen, peleando en los primeros;
    Timete Hicetaonio, Timbre anciano,
    Y Asio, y Castor. Les fueron compañeros
    De Sarpedon el uno y otro hermano,
    Claro á par y Temon, á aquella guerra
    Venidos desde Licia, noble tierra.


XXVII.

      Veis al lirnesio Acmon, que arrastra inerte
    Mole, parte de monte no pequeña,
    Y, cual su hermano Menesteo, fuerte,
    Y cual Clicio su padre, la despeña,
    Todo el cuerpo tendiendo. De esta suerte
    El agredido en arrojar se empeña
    Ya volador astil, ya piedra grande;
    Y hachas el agresor y dardos blande.


XXVIII.

      Como perla de fúlgido destello
    En rojo oro engarzada, cuyo oficio
    Es dar adorno ya á la sien, ya al cuello;
    Ó bien como con clásico artificio
    Embutido marfil esplende bello
    En terso boj ó terebinto oricio,
    Tal Ascanio entre todos resplandece;
    Tal descubierta la cabeza ofrece


XXIX.

      El digno barragan que Vénus ama,
    Y hermoso así por su cerviz de nieve
    El tendido cabello se derrama,
    Que á su frente hilo de oro ciñe leve.
    Mnesteo allí tambien (á quien la fama,
    Porque á él de Turno la expulsion se debe,
    Ha engrandecido) á la defensa asoma,
    Y Cápis, de quien Capua nombre toma.


XXX.

      Tambien allí lidiando, los arpones
    Lanzaste que homicidas enherbolas
    A vista de magnánimas legiones,
    Tú, que tu nombre, ¡oh Ismaro! arrebolas,
    De ilustre orígen lidio con blasones,
    Hijo de aquel país donde con olas
    Doradas el Pactolo se desliza
    Y cultivados campos fertiliza.


XXXI.

      Así unos y otros, sin ganar terreno,
    Recia lid pelearon todo el dia.
    Y en tanto Enéas á la mar el seno,
    Bogando en medio de la noche, hendia.
    Pues él, dejado á Evandro, y al tirreno
    Campamento venido, hablado habia
    Al jefe: nombre y patria le revela;
    Lo que ofrece le dice, y lo que anhela;


XXXII.

      Y los recursos le describe luégo
    Que ha asociado Mezencio á su venganza;
    Píntale á Turno en sus enojos ciego;
    Pondérale cuán poca confianza
    Merece humano cálculo; y el ruego
    Añade á la razon. A la alïanza
    Tarcon se inclina, y, sin que instantes pierda,
    Sus fuerzas une y ya la marcha acuerda.


XXXIII.

      A un extranjero príncipe obediente,
    Librada así del veto de los hados,
    Entrégase á la mar la etrusca gente,
    En los buques subiendo aderezados.
    La real nave de Enéas en la frente
    Muestra frigios leones sojuzgados,
    En tanto que en su popa se alza el Ida,
    Imágen á expatriados tan querida.


XXXIV.

      Allí, en la popa, el ánimo constante
    Con pensamientos bélicos fatiga
    El grande Enéas. Muévele Palante,
    A su izquierda sentado, á que le diga
    Ya los astros que rumbo al nauta errante
    En noche opaca dan con lumbre amiga,
    Ya de su propia vida los azares,
    Cuantos corrió por tierras y por mares.


XXXV.

      ¡Hora, Musas, abridme el Helicona!
    ¡Inspirad al cantor! Decidme, cuáles
    Nobles salieron de la etrusca zona
    En auxilio de Enéas; qué navales
    Fuerzas ganosas de triunfal corona
    Corrieron á los líquidos cristales.
    Abrió Másico el rumbo: nao ferrada,
    Ante todas su _Tigre_ sobrenada.


XXXVI.

      Mil jóvenes reune su bandera
    Que de Clusio vinieron y de Cosas,
    Y con aljaba al hombro andan ligera,
    Con arco audaz y flechas sanguinosas.
    Lanza su nave á par de esta primera,
    Con lucido escuadron de armas vistosas
    Abante adusto, y un Apolo de oro
    Presta á su popa tutelar decoro.


XXXVII.

      Populonia, su patria, con seiscientos
    Mancebos le acudió para la guerra,
    No de experiencia militar exentos;
    Elba, que hierro inagotable encierra,
    Isla famosa, le envió trescientos.
    Adivino del cielo y de la tierra
    A quien tierra ni cielo nada oculta,
    Tercer caudillo, Asila, al mar insulta.


XXXVIII.

      Él interpreta lo que parla un ave,
    Ve lo que abierta entraña significa,
    Y de los astros los secretos sabe,
    Y presagos relámpagos explica.
    En masa hórrida y densa, tras su nave,
    Arrastra mozos mil que calan pica:
    Ciudad los reclutó que de Elis viene,
    Nueva Pisa, y toscano asiento tiene.


XXXIX.

      Sígueles de hermosura y de esplendores
    Vestido Astur; Astur, que va fiado
    En su potro y sus armas de colores:
    Con voluntad unánime, de grado
    Le acompañan trescientos guerreadores
    Que su nativa Cérete han dejado,
    Y á Gravisca insalubre, y la campaña
    Que Pirgo ilustra y la que Minio baña.


XL.

      Tambien, Cínira, á tí nombrarte cuido,
    ¡Oh de Ligures capitan valiente!
    Ni á tí, Cupavo, dejaré en olvido,
    Que llevas por insignia de tu frente
    Un plumaje de cisne, envanecido
    Penacho tuyo y de tu electa gente:
    Amor fué vuestra culpa; vuestra gloria
    Eternizar del padre la memoria.


XLI.

      Pues Cisne amó á Faeton, le honró con llanto;
    Y entre álamos frondosos, en su duelo,
    De las hermanas á la sombra, en tanto
    Que daba, dicen, al pesar consuelo
    Con la música dulce de su canto,
    Vistió de ancianidad el cano hielo,
    Blandas plumas tomó, y alzóse en ellas,
    Tendiendo en su clamor á las estrellas.


XLII.

      El hijo á sus paisanos sigue ahora
    Con pequeño cortejo: monta el grande
    _Centauro_, y de los remos avigora
    El movimiento, porque el monstruo ande:
    El cual representado está en la prora;
    Un asido peñon la arma es que blande,
    Sobre el agua amagando lo suspende,
    Y ya con larga quilla el ponto hiende.


XLIII.

      Ocno tambien de su natal ribera
    Una legion levó para la armada:
    Del tusco rio y Manto la agorera
    Hijo famoso: aquel que á tu morada
    Muros y nombre (el de su madre) diera,
    ¡Oh ciudad en abuelos bien dotada
    Que no de una, de triple estirpe vienes,
    Y tribus cuatro en cada raza tienes!


XLIV.

      Centro es comun á tan diversas gentes
    Mantua; mas de su fuerza y poderío
    En la sangre toscana están las fuentes.
    Rencores granjeó Mezencio impío
    Allí tambien: quinientos combatientes
    Mincio conduce en vengador navío
    Dende el padre Benaco al mar salado,
    De verdes espadañas coronado.


XLV.

      Marchando va majestuoso y lento
    Auléstes: con cien árboles azota
    El mar en levantado movimiento,
    Y la masa de mármol hierve rota:
    Es su nave un Triton, que corpulento
    Con su concha los senos alborota
    Del piélago cerúleo, y el semblante
    Cerdoso imita de un jayan nadante.


XLVI.

      Tiene el monstruo los miembros desiguales,
    Busto viril y vientre de ballena;
    Y, hendiendo con el pecho los cristales,
    Medio hombre, medio pez, la espuma suena.
    En treinta buques con caudillos tales
    Así, en fin, el ejército se ordena
    Que en pro de Troya por los mares vino
    Con piés de bronce en líquido camino.


XLVII.

      Desamparó los cielos aquel dia;
    Ya en alto la alma Febe el hemisferio
    En su carro noctívago impelia.
    Enéas desvelado, al ministerio
    De las velas atiende él mismo, y guia
    Firme el timon. En esto, en coro aerio,
    Ninfas, que fueron ya sus compañeras,
    Mira venir festivas y ligeras.


XLVIII.

      Ninfas, de húmidos reinos moradoras
    Por superior mandato de Cibéles,
    Que de la mar transfiguró en señoras
    Tablas que fueron en la mar bajeles.
    Juntas bullen, y tantas como proras
    Férreas orlaron la ribera: fieles
    Reconocen de léjos á su dueño,
    Y le cortejan en tropel risueño.


XLIX.

      Llegó jovial la que entre todas sabe
    Las gracias del decir, Cimodocea;
    Con la diestra la popa ase á la nave
    Cuyo dorso ella misma señorea,
    La izquierda boga en mudo afan süave,
    Y nuevas dando á aquel que las desea,
    «¿Velas,» le dice, «hijo de Dioses? Vela!
    Y sús! con alas desplegadas vuela!


L.

      »Troncos fuimos nosotras ya en el Ida,
    Naves tuyas despues, del Oceano
    Ninfas hoy. Como aleve á nuestra vida
    El Rútulo atentó con fuego insano,
    Nuestra divina Madre condolida
    Mudónos: cables que anudó tu mano,
    Mal de grado rompimos; y ella Diosas
    Nos hizo de las mares espumosas.


LI.

      »De tí, Enéas, venimos en demanda.
    Entre muros y fosos, y en aceros
    Envuelto Ascanio, arrostra con su banda
    Del Latino los ímpetus guerreros.
    Ya el sitio ocupan que tu voz les manda
    Arcades y toscanos caballeros;
    Mas no sin que abocar Turno se apreste
    Entre ellos y el real su armada hueste.


LII.

      »Animo, pues; y al despuntar temprano
    De la próxima luz llama tu gente
    Al arma; y el escudo que Vulcano,
    Invicto dón de diestra ignipotente,
    Te dió, con cercos de oro, embraza ufano.
    Si tú confías que mi voz no miente,
    De Rútulos atroz carnicería
    Verá en pilas alzada el nuevo dia.»


LIII.

      Dice; y como quien sabe el modo, y tasa
    La fuerza, da á la popa, al irse, un tiento,
    Y la despide, como astil que pasa,
    Por hábil mano disparado, al viento:
    Todas la imitan; la onda apénas rasa
    Alígera la flota. El gran portento
    Al punto Enéas vió con mente absorta;
    Fausto agüero le juzga, y se conhorta.


LIV.

      Y á la celeste bóveda serena
    Vuelto, «¡Oh del Ida alma Deidad!» exclama;
    «Madre que honras el Díndimo, y almena
    Triunfal te ciñes, y al leon que brama
    Trajiste á la coyunda que le enfrena!
    Vén, vén propicia al pueblo que te llama!»
    No dijo más. La Noche en tanto huia;
    Y ya de lleno resplandece el dia.


LV.

      Manda á su gente el adalid que apronte
    Los aceros, que á bélicas señales
    Preste el sentido, y al peligro afronte
    Fuerzas cobrando á la ocasion iguales.
    En pié él mismo en la popa, el horizonte
    Domina, y á su vista los reales
    Troyanos tiene. Con la izquierda luégo
    En alto embraza su broquel de fuego.


LVI.

      Lo vió el pueblo sitiado, y de los muros
    Unánime clamor el aire envía;
    Lanzan todas las manos dardos duros,
    Creciendo la esperanza en osadía:
    Tal grullas de Estrimon nublos oscuros
    Cruzan con ruido en la region vacía,
    De los Austros huyendo, y libres de ellos
    Gritan gozosas con acordes cuellos.


LVII.

      Oyó la voz que el entusiasmo exhala
    Pasmado el sitiador, que tal no espera;
    Hasta que, á ver tornando, mira en ala
    Las popas arrimarse á la ribera
    Y que en velas envuelto el mar resbala.
    Ardele al héroe la gentil cimera,
    Ígnea lengua en el aire es su garzota,
    Y el escudo de oro incendios brota.


LVIII.

      Así tal vez en noche vaga y pura
    A los mortales pechos amedrenta
    Fúnebre desatando allá en la altura
    Cometa asolador su crin sangrienta;
    Y así tambien terrífico fulgura
    Fogoso Sirio en estacion sedienta,
    Y de hambre y peste amenazando al suelo
    Con su présaga luz contrista el cielo.


LIX.

      Turno audaz áun por eso no desmaya;
    A los que llegan repeler emprende
    Antecogiendo la interpuesta playa,
    Y así en su ardor los ánimos enciende:
    «¡Mancebos! de las manos no se os vaya
    La ocasion codiciada que os atiende:
    En campo abierto, igual á cada parte,
    Ya, ya podemos reducir á Marte.


LX.

      »Recuerde cada cual lo que á su esposa
    Y á su familia debe amenazadas,
    Y á ejemplo tome tanta accion famosa
    Que honró de sus mayores las espadas.
    ¡Sús! al agua corramos miéntras posa
    Inciertas en la arena las pisadas
    El invasor: atrevimiento pido;
    Asiste la fortuna al atrevido!»


LXI.

      Tal dice; y vacilante considera
    Á quiénes dejará los bloqueados
    Muros, con quiénes él á la ribera
    Correrá. Por escalas sus soldados
    Desde las altas popas echa fuera
    Enéas á su vez. Cuál á los vados
    A saltar se aventura, donde mira
    Que el piélago desmaya y se retira;


LXII.

      Cuál por los remos á bajar se afana.
    Tarcon la playa explora, y do serena
    Entrada observa, que ni espuma cana
    Quebrantada murmura, ni el arena
    Rehierve allí, mas en creciente plana
    Se desliza la mar calmosa y llena,
    Súbito á ese lugar proas convierte,
    Y exhorta á sus guerreros de esta suerte:


LXIII.

      «¡Selecta juventud! sobre esa orilla
    Lanzad, lanzad con ímpetu de guerra
    El robusto espolon á dividilla!
    Batid el remo: en enemiga tierra
    Abrase surco nuestra misma quilla!
    ¡Oh! si el suelo una vez mi mano aferra,
    Nada me importa que en el punto mismo
    Rompido mi bajel vaya al abismo.»


LXIV.

      Dijo; y aquellos que con él navegan
    Mueven el remo, y con acordes bríos
    Por hender los latinos campos bregan
    Impeliendo espumosos los navíos,
    Hasta que á descansar las proras llegan,
    Sin contraste de escollos ni bajíos,
    En lo enjuto. No así, Tarcon, tu popa,
    Que en un banco de arena áspero topa.


LXV.

      Y allí en el agrio dorso, entre los vados,
    Pende, y despues de vacilar instantes,
    Fatigando las ondas sus costados,
    Abierta enajenó los navegantes
    Sobre las aguas. Remos destrozados
    Les impiden, y escaños fluctuantes,
    De los brazos la accion, y retrogradas
    Los enredan de piés las oleadas.


LXVI.

      Ni á Turno embarazó torpe tardanza;
    Toda su hueste arrebatando fiero,
    Sobre los Teucros retador se lanza.
    Sonó el clarin. Enéas el primero
    Contra la agreste muchedumbre avanza,
    Y á hijos vence del Lacio (¡fausto agüero!)
    A su encuentro, de todos adelante,
    Vino Teon, descomunal gigante.


LXVII.

      Al cual, del acerado coselete,
    Y túnica con oro retesada,
    Enéas las junturas rompe, y mete
    Por el costado adentro honda la espada.
    Con ella luégo á Lícas acomete,
    Quien, ya en el claustro maternal salvada,
    Infante, ¡oh Febo! te ofrendó su vida;
    Fuéle piadoso el hierro, hoy homicida!


LXVIII.

      Mató despues á Gias corpulento
    Y al fornido Ciseo, cuyas clavas
    Peones derribaban ciento á ciento;
    Ni altos brazos ni hercúleas armas bravas
    Les valieron, ni haberte el grande aliento
    Heredado, ¡oh Melampo! á tí que andabas
    Un tiempo al lado del invicto Alcídes,
    Partícipe en sus suertes y en sus lides.


LXIX.

      Veis á Faro, que voces da impotente;
    Enéas crudo acero hunde en su boca.
    Y tú, Cidon, que el blanco más reciente
    Sigues de tu pasion de mozos loca
    Siguiendo á Clicio, á quien la faz riente
    Temprana edad de blando bello toca,
    Tambien á golpes de dardania mano
    Allí yacieras con tu ardor vesano;--


LXX.

      Mas no; que cuando herirte se promete
    Aquella mano, en ala en torno densa
    Los siete hijos de Forco dardos siete
    Lanzan, cada uno el suyo, en tu defensa:
    En el divino escudo y el almete
    Parte rebotan sin causar ofensa;
    Parte van á la piel, y entrado habria
    El hierro, cuando Vénus lo desvía.


LXXI.

      Y al fiel Acátes vuelto dijo Enéas:
    «¡Oh! dame, dame el arma que solia
    Los cuerpos erizar de las aqueas
    Postradas huestes en mi patria un dia,
    Y á fe que contra Rútulos no veas
    Golpe con ella errar la diestra mia!»
    Dice, y á la venganza lisonjero,
    Fornida lanza toma al escudero.


LXXII.

      Voló el hierro que el héroe desembraza,
    Y el escudo á Meon y la loriga
    Atraviesa, y su pecho despedaza.
    Acudiendo Alcanor con diestra amiga,
    Al hermano al caer sostiene, abraza.
    Mas su ímpetu furioso no mitiga
    El asta, y sanguinosa en su carrera
    Pasa el brazo á Alcanor, y áun sale afuera.


LXXIII.

      Quedóle al infeliz pendiente y flaca,
    Mal atada á los músculos, la mano.
    Acude entónces Numitor, y saca
    Del lacerado cuerpo del hermano
    El venablo de Enéas, con que ataca
    A Enéas mismo. Fué su arrojo en vano;
    Que sólo á rasguñar un muslo alcanza
    Al grande Acátes la sesgada lanza.


LXXIV.

      De Cúres con los suyos Clauso vino
    Presumido en su edad y lozanía.
    Rígida lanza este adalid sabino
    Desde léjos á Dríopes envía:
    Bajo la barba abriendo hondo camino
    Entra ella, y vida y voz róbale impía:
    Su rostro enmudecido el suelo besa,
    Y sangre de su boca mana espesa.


LXXV.

      Sigue Clauso, y en modo vário atierra
    Tres Tracios, de la estirpe enaltecida
    De Bóreas; y otros tantos que á la guerra
    Enviaron el padre de ellos, Ida,
    E Ísmara su patria. Haleso cierra,
    Y cierran los Auruncos en seguida,
    Y Mesapo, aquel hijo de Neptuno,
    En caballos insigne cual ninguno.


LXXVI.

      Cada uno á su adversario al mar cercano
    Lanzar intenta con ardiente brío:
    Confin de Ausonia aquel humilde llano
    Fué cerrado palenque al desafío,
    Donde latino ejército y troyano
    Disputan de la tierra el señorío:
    Ya en pugna cada vez más densa y brava,
    Brazo con brazo, pié con pié se traba.


LXXVII.

      No de otra suerte en la region vacía
    En desapoderado afan los vientos
    Alzan tal vez descomunal porfía
    Con fuerza igual de opuestos movimientos;
    Y ni los nublos ni la mar bravía,
    Ni entre sí los contrarios elementos
    Ceden: larga es la lid, y en fiel persiste;
    Todo, en conflicto universal, resiste.


LXXVIII.

      Entre tanto los árcades soldados
    Han venido á un lugar donde el terreno
    Dejó un crecido arroyo de arrancados
    Arboles, y rodadas piedras, lleno:
    Soltando los trotones, mal hallados
    En tan fragoso sitio á usar del freno,
    Si supiesen, á pié combatirian;
    Mas principiaron mal, y pronto cian.


LXXIX.

      Palante dar les ve la espalda, y luégo
    Mira al Latino que les va al alcance,
    Y con voces ya amargas, ya de ruego
    (Postrer recurso en tan difícil trance),
    «¡Compañeros!» les dice, «¿un pavor ciego
    Será que á fuga ignominiosa os lance?
    Por tanto paso en que adquirísteis gloria,
    Por tanta conquistada alta victoria,


LXXX.

      »Por nuestro rey Evandro, y la esperanza
    Que en vosotros cifró la ambicion mia,
    Émula de mi padre á la alabanza,
    ¡Oh! ¡volved caras! Hay que abrirnos via
    Entre enemigos á poder de lanza;
    Y donde grupo hostil nos desafía
    Más denso, por allí la Patria manda
    Que atraviese Palante con su banda!


LXXXI.

      »¡No hay Dioses en la lid! somos mortales,
    Y es mortal el contrario que os aterra;
    Brazos tenemos y ánimos iguales.
    O á Troya ó á la mar: la mar nos cierra
    El paso con sus moles colosales;
    Troya nos llama; efugio no hay por tierra;
    Amigos, elegid sin más tardanza!»
    Dice, y entre el tumulto se abalanza.


LXXXII.

      El primero en ponérsele delante
    (A quien mala ventura su rüina
    Aconseja) fué Lago: en el instante
    Que un gran guijarro á desraigar se inclina.
    Venablo duro voleó Palante,
    E híncaselo allí donde la espina
    Por medio las costillas demarcaba;
    Ya adherido á los huesos, lo desclava.


LXXXIII.

      Miéntras él á cobrar el arma atiende,
    En venganza se arroja y en relevo
    Del muerto amigo, Hisbon, y airado emprende
    Sobrecoger el árcade mancebo.
    Inútil fué su arrojo; le sorprende,
    Mal prevenido contra golpe nuevo,
    Palante, revolviendo de contado,
    Y húndele el hierro en el pulmon hinchado.


LXXXIV.

      Y á Estenio, y á Anquemolo, de la gente
    De Reto antigua originario, embiste,
    El cual de la madrastra osó impudente
    Manchar el lecho, y hoy á Turno asiste.
    Al filo de su acero juntamente
    Caiste tú, Laride, y tú caiste,
    Mísero Timbro, en los rutulios llanos:
    Hijos de Dauco, idénticos hermanos.


LXXXV.

      ¡Cuán dulce el confundir los dos gemelos
    Fué á sus padres! Con arma hora los pide
    Que el suyo le ciñó, Palante; ¡y hélos,
    Qué atroz desemejanza los divide!
    Pues rodó tu cabeza por los suelos,
    ¡Oh Timbro! y dueño busca en tí, Laride,
    Semiviva tu diestra cercenada,
    Y áun los dedos crispando, ase la espada.


LXXXVI.

      Sigue Palante, y penetrando el viento
    Con un fiero lanzon que á Ilo dispara,
    Clava á Reteo, que á la fuga atento
    Su carro de dos potros alanzara
    En medio á éste y aquél. Por un momento
    Ilo así, sin pensarlo, el golpe pára;
    Cayó el otro, y asurcan sus talones
    El campo de las rútulas legiones.


LXXXVII.

      Y fué así que Reteo en ese instante
    De tí, gran Teutra, y de tu digno hermano
    Tíres, dábase á huir; que de Palante
    Ya entónces el ejemplo no era en vano:
    No; que á su voz, á su ímpetu arrogante
    El dolor y el pudor se dan la mano
    A armar las de los Arcades, que anhelan
    Venganza, y de él en torno densos vuelan.


LXXXVIII.

      Tal, por diversos puntos, en verano
    Pastor cuidoso un bosque incendia, y tales
    Con el viento las haces de Vulcano
    Vencen los interpuestos matorrales
    Y unidas corren sobre el ancho llano:
    Él, en alto sentado, los triunfales
    Esfuerzos de las llamas y su ira
    Con victoriosa complacencia mira.


LXXXIX.

      Haleso, de otro lado, en armas fuerte,
    Embebido en las suyas se adelanta,
    Y á Féres, á Demódoco da muerte,
    Y á Ladon. A Estrimonio, que levanta
    El brazo, un tajo asesta, y cae inerte
    La mano que amagaba á su garganta.
    Con piedra hunde á Toante el cráneo, y huesos
    Mezclados esparció de sangre y sesos.


XC.

      Cuidó en las selvas ocultar temprano
    Á Haleso, de desgracias agorero
    Su padre; mas no bien cerró, ya anciano,
    Los blancos ojos al sopor postrero,
    Las Parcas, salteando al hijo arcano,
    De Evandro le consagran al acero.
    Contra él Palante, ántes que el dardo libre,
    En sumisa oracion invoca al Tibre:


XCI.

      «¡Padre Tibre!» murmura, «porque hiera
    Al duro Haleso el corazon, envío
    Esta arma voladora: en su carrera
    Tú concede fortuna al hierro mio,
    Y colgaré á una encina en tu ribera
    El despojo marcial.» Oyóle el rio;
    Y Haleso, á punto en que á Imaon guarnece,
    El pecho al golpe arcadio inerme ofrece.


XCII.

      Al gran fracaso del sin par guerrero
    Temiendo que se arredre y desbarate
    El ejército, avánzase ligero
    Lauso, en la guerra alto poder: su embate
    De frente Abante recibió el primero,
    Que era el nudo y firmeza del combate;
    Y sucumben tras él árcades gentes,
    Y sucumben tirrenos combatientes,


XCIII.

      Y áun vos, reliquias del rebato griego,
    ¡Oh Teucros! Ya ambas huestes férreos lazos
    Con caudillos iguales, igual fuego
    Traban, y abrevian de la lid los plazos:
    Apremian los de atras; el tropel ciego
    Menear no permite armas ni brazos;
    Y á un punto acorren con vigor pujante
    Contrarios entre sí Lauso y Palante.


XCIV.

      En edad uno y otro floreciente,
    Ambos son en belleza singulares,
    Emulos en fortuna, ¡ay! que inclemente
    Tornar les veda á los nativos lares;
    Mas el Rey del Olimpo no consiente
    Que lleguen á medir sus fuerzas pares:
    A mayor enemigo reservados
    Marchan los dos bajo terribles hados.


XCV.

      A Turno su divina hermana exhorta
    A que salte, y auxilio á Lauso preste;
    Y él, á su voz arrebatado, corta
    En carro volador la armada hueste,
    Y, á los suyos mirando, dice: «Importa
    Que treguas deis: yo lidiaré; sea éste
    Combate singular; Palante es mio.
    ¡Así viese su padre el desafío!»


XCVI.

      Dijo, y campo la turba le franquea
    Pasmado oyendo aquel audaz mandato,
    Y viendo el pronto obedecer, rodea
    Palante á Turno con la vista un rato;
    Por su cuerpo gigántico pasea
    Los ojos: rabia muda en ceño ingrato
    Muestra á distancia: al fin, sin más respeto,
    Sale, y contesta del tirano el reto:


XCVII.

      «Despojo opimo arrancará mi espada,
    Ó, con gloria tambien, daré la vida.
    A un caso y á otro apercibido, nada
    Del padre ausente el ánimo intimida.
    Modera tu soberbia desbocada!»
    Dice, y avanza á do sus fuerzas mida:
    El árcade escuadron tiembla y recela:
    En los pechos la sangre el pavor hiela.


XCVIII.

      De su carro á la vez Turno se apea,
    De dos brutos tirado; y marcha al duelo
    En silencio y á pié. Cual leon, que otea
    En lontananza á un toro audaz que el suelo
    Escarbando se apresta á la pelea,
    Y á él de su alta guarida acude á vuelo,
    Tal fué del adalid la semejanza
    En el momento en que á lidiar se avanza.


XCIX.

      Ya que Palante á Turno estar advierte
    A tiro de asta, él desde luégo embiste,
    Por si, premiando al más audaz, la suerte
    Al ménos esforzado fausta asiste;
    Y ántes al aire inmenso de esta suerte
    Oró: «Tú, Alcídes, si de Evandro fuiste
    Huésped, y amigo te sentó á su mesa,
    ¡Oh! dame ayuda en mi arriesgada empresa!


C.

      »Haz que Turno me mire á él moribundo
    Arrancarle las armas en despojos,
    Sangrientas; y al cerrarlos hoy al mundo
    Haz que me sufran vencedor sus ojos!»
    Oyó Alcídes su voz, y en lo profundo
    Del pecho comprimió tristes enojos
    Haciendo inútil llanto. Jove al hijo
    Estas palabras de consuelo dijo:


CI.

      «A cada cual fijado está su dia;
    De la vida los términos estrechos
    Mortal ninguno traspasar podria;
    Mas la fama extender con grandes hechos
    Es dado á la virtud. ¿Hora sombría
    A cuántos no abatió, gloriosos pechos
    De sangre diva, al pié de la alta Troya?
    Aun mi hijo Sarpedon se hundió en la hoya.


CII.

      »Turno mismo á la meta señalada
    Ya llega: el hado inevitable gira
    Sobre su frente.» Dice, y la mirada
    Del campo de los Rútulos retira.
    Palante á esta sazon su lanza osada
    Con grande esfuerzo á su adversario tira,
    Y arranca de la vaina incontinente
    La espada, que en su mano arde luciente.


CIII.

      Allí el asta fué á dar donde eminente
    La armadura protege al hombro, y pudo
    Rasguño leve, al fin, al cuerpo ingente
    De Turno hacer, despues que de su escudo
    Las orlas penetró. Calmosamente
    Fornido azcon que acaba en hierro agudo
    Blandiendo Turno estuvo rato largo,
    Y estas voces lanzaba en tono amargo:


CIV.

      «Tú ahora probarás si es más certero
    Mi dardo, y más que el tuyo penetrante.»
    Dijo; y aunque de láminas de acero
    Cubierto, y férreas planchas, de Palante
    El broquel, y aforrado en recio cuero,
    Por medio hendió la punta con vibrante
    Empuje, y dividiendo la trabada
    Loriga, el ancho pecho al triste horada.


CV.

      El cual, en vano, arráncase caliente
    El hierro de la llaga; sangre y vida
    Huyen por una senda juntamente.
    Agobiado cayó sobre la herida;
    Aquel suelo enemigo con la frente
    Ensangrentada hirió, y en su caida
    Las armas resonaron. En voz alta
    Así clamando Turno encima salta:


CVI.

      «Id, Árcades; y á Evandro en nombre mio
    Direis que al hijo, en la manera aciaga
    Que por su culpa granjeó, le envío.
    Que los honores últimos le haga
    Permítole, consuelo, ¡ay de él! tardío,
    Pues caro siempre el hospedaje paga
    De Enéas.» Calla, y con la planta izquierda
    Hace al yerto adalid que el polvo muerda.


CVII.

      Del rico talabarte le despoja
    Al mismo tiempo, el cual ostenta impresos
    Cincuenta infaustos tálamos que moja
    Sangre de esposos míseros, opresos
    Por viles fembras, en mortal congoja
    Vuelto el gozo nupcial: fieros sucesos
    Que en chapas de oro ayer Clonio esculpiera;
    Hoy de ello Turno ufano se apodera!


CVIII.

      Mas ¡ay! alucinada fantasía
    Del hombre, que la suerte venidera
    No conoce jamás; jamás, el dia
    De la dicha, sus ímpetus modera!
    Tiempo será en que Turno compraria
    La vida de Palante si pudiera,
    Nunca manos pusiera en él, y á enojos
    Este triunfo tendrá y estos despojos!


CIX.

      Los Árcades, con gran gemido y llanto,
    A Palante sacaron de la arena
    Puesto sobre un escudo. ¡Ay triste! ¡cuánto
    De gloria al genitor, cuánto de pena
    Llevas! Róbate envuelto en alto espanto
    El dia mismo que en la lid te estrena;
    Mas no sin que ántes dejes de hombres muertos
    Los campos de los Rútulos cubiertos!


CX.

      En tanto á Enéas, no el susurro llega,
    Sí mensajero cierto del fracaso;
    Que es perdida, le dice, la refriega,
    Si él no acude. A su voz se lanza, y paso
    Se abre á filo de espada; en torno siega
    Cabezas, ancho campo deja raso,
    Y á Turno, que en su triunfo se encarniza,
    Ardiente busca en la revuelta liza.


CXI.

      No se apartan un punto de su mente
    Palante, Evandro: aquellos fraternales
    Banquetes á que huésped fué presente,
    Aquellas diestras que estrechó leales.
    Cuatro hijos de Sulmon, cuatro que Ufente
    Nutriera, coge vivos, á los cuales
    La amada sombra honrando él mismo hiera,
    Y su cautiva sangre dé á la hoguera.


CXII.

      De léjos lanza airada arroja luégo
    A Mago, que mañoso el golpe esquiva
    Y á sus rodillas con lloroso apego
    (Por encima la lanza fugitiva
    Pasó vibrando) exhala humilde ruego:
    «Deja que á un padre yo, que á un hijo viva;
    Hazlo en amor de ese hijo en quien esperas,
    Por la sombra del padre á quien veneras!


CXIII.

      »Rescate ofrezco: tengo una alta casa,
    Y allí de plata, en sótano profundo,
    Cincelados talentos, y sin tasa
    De oro labrado y sin labrar abundo.
    ¿O piensas que á tu campo el triunfo pasa
    Porque esta alma mezquina huya del mundo?
    ¿Qué gaje para tí, qué gloria es ésta?»
    Enéas irritado le contesta:


CXIV.

      «Libre herede tu prole, de oro y plata
    Ese caudal que tu palacio encierra;
    Turno, muerto Palante, el fuero mata
    De los pactos y trueques de la guerra.
    Esta es al padre, ésta es al hijo grata
    Sentencia.» Dice; con la izquierda aferra
    El yelmo, y hasta el puño en la doblada
    Cerviz del suplicante hunde la espada.


CXV.

      Ved al hijo de Hemon que se avecina,
    Sacerdote de Febo y de Dïana:
    Honra sus sienes la ínfula divina,
    Y todo él resplandece, de galana
    Ropa cubierto y de armadura fina.
    Cierra Enéas con él, con furia insana
    Le echa á tierra, y sobre él se regocija,
    Y con sombra de muerte le cobija.


CXVI.

      Recoge en hombros el soberbio arreo
    Seresto: á tí, que el campo en sangre bañas,
    Alzarle ha, rey Gradivo, por trofeo.
    Ya en contra veo á Umbron (que las montañas
    De los Marsos dejó), con él ya veo
    Restablecer la lid con sus hazañas
    A Céculo, hijo ardiente de Vulcano.
    A ellos se lanza el adalid troyano.


CXVII.

      El cual de un tajo derribado habia
    A Anxur la izquierda mano y del escudo
    El cerco ponderoso (Anxur, que fia
    En cierta frase mágica, y desnudo
    Por ella de temor, ya al cielo erguia
    El pensamiento, y prometerse pudo
    Edad prolija y venerables canas:
    ¡Todo error grande y esperanzas vanas!);


CXVIII.

      Cuando, con armadura refulgente,
    De Fauno que en las selvas habitaba
    Y la ninfa Driope procedente,
    Tarquito arrostra audaz su furia brava:
    A éste la cota y el paves ingente
    Con su asta misma él de traves entraba,
    Y la cabeza al que, rogando, áun iba
    Mil cosas á decir, hiere y derriba.


CXIX.

      Y el caliente cadáver impeliendo,
    Con pecho rencoroso dice encima:
    «Madre aquí no vendrá, ¡jayan tremendo!
    Que tu cuerpo con blanda tierra oprima,
    Ni habrás patrio sepulcro. Te encomiendo
    A las aves de presa, ó á la sima
    Te lleven de la mar sus ondas vagas
    Y peces gusten tus sangrientas llagas.»


CXX.

      Luégo á Anteo y á Luca se convierte,
    Avanguardia de Turno, al bravo Numa;
    Y al hijo de Volcente, aquel Camerte
    De faz bermeja, á quien riqueza suma
    De tierras entre Ausonios cupo en suerte,
    Y reinó en la callada Amicla, abruma;--
    Caliente ya su acero, en la campaña
    Desborda el héroe inatajable saña.


CXXI.

      No de otra suerte contra el cielo un dia
    Cien brazos Egeon y manos ciento
    Ejercitaba en dura rebeldía,
    Y de sus pechos inflamado aliento
    Por las cincuenta bocas despedia,
    Y de Jove á los rayos igual cuento
    Contrapuso de escudos y de puntas,
    Todos crujiendo, y amagando juntas.


CXXII.

      Ya á los cuatro caballos se encamina,
    Que briosos avanzan, de Nifeo;
    Ven que los dientes con furor rechina,
    Venle acercarse á paso giganteo,
    Y temieron, y en fuga repentina
    Dan al carro hácia atras brusco rodeo:
    Quedó en tierra tirado el triste auriga,
    Y vuela al mar la alígera cuadriga.


CXXIII.

      Al campo en esto, rebosando en ira,
    En carro llegan Líger y Lucago
    Que alba pareja de caballos tira:
    Las riendas rige aquél; haciendo estrago
    Este la espada fulminante gira.
    No sufrió Enéas el soberbio amago;
    Y ya á los dos hermanos firme avanza,
    Gigantesco de verse, alta la lanza,


CXXIV.

      «Caballos de Diomédes frigia tierra
    Aquí no ves hollar, ni aquesta brida
    De Aquíles rige el carro: aquí la guerra
    Acabará, y acabará tu vida!»
    Esto Líger diciendo, ¡cuánto yerra!
    Léjos voló su necio hablar. Ni cuida
    Enéas con razones contestalle;
    Con arma, sí, que de terror le acalle.


CXXV.

      A aguijar los trotones se doblega
    Lucago, y en sazon que echa adelante
    El pié siniestro, á lid dispuesto, llega
    Y la orla baja del broquel brillante,
    Y la ingle izquierda luégo, el asta ciega
    Taládrale. Rodando en el instante
    Moribundo se arrastra el infelice;
    Y en tono amargo el vencedor le dice:


CXXVI.

      «No de enemiga fila espectro vano,
    Ni ya de tus bridones tardo el vuelo,
    Lucago, te entregó. Saltaste al llano
    Sobre las ruedas por tu propio anhelo.»
    Dice, y ase del tiro. El triste hermano
    Del carro mismo se escurriera al suelo
    Y las inermes palmas extendia,
    Y esta plegaria balbuciente envía:


CXXVII.

      «Por tí, y aquellos á quien es debido
    Tu sér, ¡que con piedad, señor, me veas,
    Y esta vida me dejes que te pido!»
    Rogando sigue; y replicóle Enéas:
    «No así hablabas en ántes, fementido;
    Vé, y fiel hermano con tu hermano seas!»
    Y con la espada el pecho vengadora,
    Santuario del alma, hondo le explora.


CXXVIII.

      Por el campo con ímpetu creciente
    El dardanio adalid destrozos tales
    Hacía, cual horrísono torrente
    Ó cual negra legion de vendavales
    Enfurecido. Y ved que de repente
    Salen, desamparándolos rëales,
    El infantil caudillo y sus soldados
    Con dicha á dura extremidad llegados.


CXXIX.

      «Amadísima esposa y dulce hermana!»
    Así Jove entre tanto dice á Juno,
    A ella vuelto de grado: «no fué vana
    Tu prevision; auxilio da oportuno
    Vénus sin duda á la nacion troyana:
    Ni ánimo ellos viril ni ardor alguno
    Tienen para la guerra (bien dijiste);
    Ni fuerza ni constancia les asiste!»


CXXX.

      Sumisa contestó la excelsa Diosa:
    «Hermosísimo esposo de mi vida!
    ¿Por qué haces en esta ánima, medrosa
    De tus duros mandatos, nueva herida?
    Si áun dieses, cual debieras, á tu esposa
    De aquel antiguo amor llena medida,
    No me negaras, soberano dueño,
    Sacar á Turno del sangriento empeño.


CXXXI.

      »Y yo á Dauno su padre le tornara
    Incólume... ¡Pues no! ¡ruede en el suelo,
    Y en su sangre inocente enmienda cara
    Tomen los Teucros! Por tercero abuelo
    Cuente en vano á Pilumno; su preclara
    Estirpe en vano se remonte al cielo,
    ¿Qué te importa? y de ofrendas mil en vano
    Haya ornado tus pórticos su mano.»


CXXXII.

      Así entónces le dió respuesta breve
    El Señor del etéreo alcázar: «¿Plazo
    Quieres mayor para el doncel que debe
    Caer al fin bajo enemigo brazo?
    Si eso te basta, no será que pruebe
    Tu justo anhelo en mí duro rechazo:
    Prófugo á Turno saca del combate,
    Y que el golpe inminente se dilate.


CXXXIII.

      »Y nada más: si á vueltas de tu ruego
    Halagas encubierta confianza
    De reprimir de la discordia el fuego
    Y en los hados hacer total mudanza,
    Hasta ese punto en mi poder no llego,
    Y alimentas inútil esperanza.»
    Tornó Juno, los ojos hechos fuente,
    A hablar, y dijo así con voz doliente:


CXXXIV.

      «¡Si lo mismo, Señor, que áun no deparas
    En voz expresa, el corazon queriendo
    Lo acordase, y la vida aseguraras
    Que hoy á Turno perdonas! ¡No que horrendo
    Fin le espera inculpable! ¿Ó á las claras
    Yo, de asustada, la verdad no entiendo?
    ¡Ojalá que me engañe, y dé tu Alteza
    Rumbo mejor á lo que á ser empieza!»


CXXXV.

      Dijo, y de lo alto se lanzó del cielo
    Moviendo tempestoso torbellino,
    Cubierta en torno de nimboso velo:
    A las haces troyanas y al latino
    Campamento encamina recto el vuelo;
    Luégo, á imágen de Enéas (¡oh divino
    Prodigio!), de sutil vapor su mano
    Un espectro fabrica hueco y vano.


CXXXVI.

      Y de imitado arnes y falso escudo
    Reviste á aquel fantasma; de la hadada
    Cabeza del Troyano el penachudo
    Morrion le finge, y la dardania espada;
    Voz vana, acento de intencion desnudo
    Le da, y remedo de viril pisada;
    Cual soñada vision, ó aparecida,
    Que se alza, dicen, al faltar la vida.


CXXXVII.

      Ya el fingido guerrero sale á plaza,
    Y acicalado á vista gallardea
    De las primeras filas, y amenaza
    Al contrario, y le llama á la pelea.
    Encárasele Turno, y desembraza
    Desde léjos la lanza que blandea,
    Silbante: la fantástica figura
    Vuelve la espalda y huye con presura.


CXXXVIII.

      Cayó Turno en la red; y á la esperanza
    De acabar con Enéas, aire toda,
    El alma, lisonjero á la venganza,
    Abrió sedienta, de placer beoda.
    Y «¿A dónde, Enéas, vas?» grita, y se lanza;
    «No, no abandones la ajustada boda!
    Tierra que, hendiendo el mar, buscando vienes,
    Te la dará mi diestra; aquí la tienes!»


CXXXIX.

      Tales clamores, insensato, exhalas
    Vibrando el hierro vengador, que envía
    Centellas; ¡y no ves que el viento en alas
    Tu deseo se lleva y tu alegría!
    Echado el puente y puestas las escalas,
    Pegada á un alto escollo estar se via
    La nao en que de Clusio el rey Osinio
    Llegara allí con militar dominio.


CXL.

      A ella la sombra, tímida y ligera,
    Corre á ocultarse. No se desconhorta
    Turno, demoras vence, de carrera
    Los altos puentes salta, al barco aporta.
    Mas no bien de la proa se apodera,
    Juno invisible ya la amarra corta,
    Al lance atenta, y de la orilla suelto
    El casco arrastra sobre el mar revuelto.


CXLI.

      Ni ya el fantasma de ocultarse trata,
    Mas alzándose en forma inconsistente
    Oscura nube al aire se dilata.
    Y miéntras busca á su rival ausente
    En medio Enéas de la liza, y mata
    A cuantos por do pasa le hacen frente,
    Envuelto en impensado torbellino
    Ya Turno de alta mar lleva camino.


CXLII.

      Ingrato á un beneficio que no entiende
    Tornó á mirar, y con doliente grito
    Entrambas manos hácia el cielo extiende:
    «¡Omnipotente padre! ¿Qué delito
    Cometí, que tu saña así se enciende
    Y mal tan grande sobre mí concito?
    ¿Qué es de mí? ¿dónde estoy? ¿Qué fuerza nueva
    A dónde, en fuga, y como quién me lleva?


CXLIII.

      »¿Acaso hácia Laurento rumbo sigo?
    ¿Ó volveré por suerte á mis reales?
    ¿Y qué dirán aquellos que conmigo
    Vinieron á la guerra, y á los cuales
    (¿Es verdad? ¡oh vergüenza!) al enemigo
    Abandoné y á horrores funerales?
    Ya, ya los veo que dispersos mueren;
    ¡Ay! ¡sus lamentos mis oidos hieren!


CXLIV.

      »¡Abriese, á devorarme, una honda boca
    La tierra! Ó vos, más bien, al ruego mio
    Venid, ¡oh vientos! contra dura roca
    Arrebatad piadosos mi navío;
    Esperanzado en vos Turno os invoca!
    ¡Allá estrelladme en áspero bajío,
    Do Rútulos no lleguen, ni importuna
    Fama me siga ni memoria alguna!»


CXLV.

      Dice, y en zozobrante afan no sabe
    Entre intentos dudosos qué decida:
    O si ya, enloquecido por tan grave
    Afrenta, el pecho sin piedad divida
    Con frenético acero; ó de la nave
    Se arroje, y á poder de brazos pida
    En su bélico ardor la orilla corva
    Venciendo el ponto que lidiar le estorba.


CXLVI.

      Tres veces uno y otro pensamiento
    Traer á ejecucion el triste ensaya,
    Y tres veces tambien su osado intento
    La Diosa que le asiste puso á raya,
    Condolida; y en blando movimiento
    Hace que en brazos resbalando vaya
    De hirviente espuma á términos seguros:
    Del padre Dauno á los antiguos muros.


CXLVII.

      Mezencio á esta sazon, por sugestiones
    De Jove, suple del que huyó la falta,
    Y con valor sereno las legiones
    Teucras invade, á quien el triunfo exalta;
    Embisten los tirrenos escuadrones
    Al odiado adalid que al campo salta;
    Contra él, todos contra él vuelven sus miras
    Con densas armas y comunes iras.


CXLVIII.

      Mas él, como alto escollo, inmoble, osado,
    Que reina sobre el mar, y combatido
    Por las ondas y vientos, sin cuidado
    Oye de hondas y vientos el bramido,
    Así resiste á un lado y á otro lado.
    A Hebro Dolicaonio, sin sentido
    Echa á tierra, y á Látago derriba,
    Y á Palmo en su carrera fugitiva.


CXLIX.

      No á estos dos de una suerte; que de roca
    Con un pedazo enorme se adelanta
    A Látago, y le aplasta rostro y boca;
    Mas á Palmo una corva le quebranta,
    Y déjale arrastrar, miéntras coloca
    La ganada armadura, que levanta,
    En los hombros á Lauso, y en la frente
    El creston del rendido combatiente.


CL.

      Mató luégo Mezencio al frigio Evante:
    Y á Mimante, que á Páris compañía
    Hizo, en edad y en gustos semejante:
    Hécuba el hacha que soñado habia
    Dió á luz la noche misma en que Mimante
    A Amico de Teana le nacia:
    Aquel reposa bajo el patrio cielo;
    Cae éste oscuro en peregrino suelo.


CLI.

      Cual jabalí que en años se aposenta
    Allá en Vésulo, entre alto y alto pino,
    O de selvosas cañas se apacienta
    Oculto en el pantano Laurentino;
    El cual feroz se pára, y nadie intenta
    De cerca herirle, si á las redes vino
    A colmilladas de uno y otro perro;
    Los dientes cruje, eriza frente y cerro,


CLII.

      Y á todo lado impávido amenaza;
    Y á distancia dan voces y se airan
    Los monteros en torno, y él rechaza
    En sus lomos los chuzos que le tiran:
    Contra Mezencio en semejante traza
    Los que con justa indignacion le miran,
    Muestran, no cuerpo á cuerpo, sus furores,
    Sino á trechos, con dardos y clamores.


CLIII.

      Vino ganoso de marcial trofeo
    De la antigua Corito Acron, de griega
    Raza, que por su fuga, su himeneo
    Dejó sin consumar. En la refriega
    Con ricas plumas y purpúreo arreo
    Que su novia le dió, luciente llega.
    Mezencio en un tropel aquella roja
    Vislumbre vió, y alegre allá se arroja.


CLIV.

      Tal, cuando altas majadas importuno
    Ha rondado un leon con rabia hambrienta,
    Si alguna cabra huyente ó ciervo alguno
    Divisó de engreida cornamenta,
    Salta á su presa, y, largo tiempo ayuno,
    Abre ancha boca, crespa crin avienta,
    Y á las entrañas con ardor se clava,
    Y en negra sangre el rostro horrendo lava.


CLV.

      Cayó el mísero Acron, y semivivo,
    Batiendo con los piés la odiosa tierra,
    Roto dardo ensangrienta. Fugitivo
    Iba Oródes; pero hecho á franca guerra
    Más que él, y ménos que él á plan furtivo,
    No quiso herirle á salva mano, y cierra
    Mezencio pecho á pecho, y le derriba,
    Y con el pié y la lanza en él estriba.


CLVI.

      Y dice: «¿Á Oródes el de insigne fama
    Visteis, amigos, en la lid? ¡Pues hélo
    Bajo mis piés!» Con él la turba clama,
    Y el grito de victoria sube al cielo.
    «Quienquier seas, tambien, tambien te llama,»
    Repuso el moribundo, «aqueste suelo
    No harás impune de mi muerte alarde,
    Ni será, no, que la venganza tarde!»


CLVII.

      Mezencio, con sonrisa que señales
    De ira disfraza, replicó: «¡Tú muere!
    El Señor de mortales é inmortales
    Disponga allá de mí como quisiere.»
    Pronunciando feroz palabras tales
    La lanza arranca, sin que á más espere:
    A eterna noche al mísero destierra
    El férreo sueño que sus ojos cierra.


CLVIII.

      Sacrator sin piedad á Hidaspe trata;
    Triunfante á Alcato Cédico acomete;
    Rapo á Partenio y á Orses, que recata
    Gran fuerza, humilla; á Cronio y á Ericete,
    Hijo de Licaon, Mesapo mata:
    A aquél tendido en tierra, audaz jinete
    Por su bridon indómito arrojado;
    A éste pugnando á pié, de á pié soldado.


CLIX.

      Ágis de Licia á estos combates vino,
    Tambien como peon: con él Valero
    Cierra, y le vence, insigne paladino
    De prístinas virtudes heredero.
    Salio á Tronio; Neálces, que camino
    A flechas alevosas da certero,
    A Salio hirió á su vez. Tal iba Marte
    Mezclando el campo, igual á cada parte.


CLX.

      Todo era estrago y confusion: caian
    Vencidos á la par y vencedores,
    Y ni los unos ni los otros cian.
    De Jove en los altivos miradores
    Pensar duele á los Dioses cuál porfían
    Los hombres tan sin fruto en sus furores:
    Vénus acá, allá Juno ven la riza;
    Pálida Furia en medio se encarniza.


CLXI.

      Viene Mezencio amenazante y feo
    Gran lanza sacudiendo, como esguaza,
    Orion á pié los golfos de Nereo
    Con mole descollante, cual de caza
    Tornando de los montes giganteo
    Añoso fresno empuña á fuer de maza,
    Corren sus piés sobre la humilde broza
    Y allá entre nubes la cabeza emboza.


CLXII.

      Tal va con grandes armas el tirreno;
    Y Enéas, que veloz llegar quisiera,
    Con los ojos le busca, de ardor lleno,
    Allá á lo largo de enemiga hilera:
    Firme el otro en su basa ve sereno
    Al osado adversario á quien espera;
    Mide el tiro á la lanza con la vista,
    Y «¡Así esta diestra, que es mi Dios, me asista,


CLXIII.

      »Y aqueste hierro que vibrante á Enéas,»
    Dice, «en castigo á su insolencia arrojo!
    ¡Y á fe, Lauso, y á fe que con preseas
    Que á ese bandido arrancaré en despojo,
    Trofeo vivo de mi triunfo seas!»
    Calla, y tira de léjos en su enojo
    La silbadora lanza. Ella el escudo
    Troyano hiere, mas entrar no pudo;


CLXIV.

      Y á distancia en su vuelo rechazada,
    Va de allí al noble Antor, y hondo camino
    Le abre entre las costillas y la ijada.
    Compañero de Alcídes, de Argos vino
    Antor, y á Evandro unido, hizo morada
    En ítala ciudad. Hoy ¡triste síno!
    Cae de extraviado golpe: al cielo mira,
    Y su Argos dulce recordando, espira.


CLXV.

      Tocó á Enéas su vez: su lanza vuela,
    Y lienzos, bronce triple y triple cuero
    Traspasa á la ancha y cóncava rodela
    De Mezencio; va á la ingle; pierde empero
    Su fuerza allí: brota la sangre: vela
    Gozoso el agresor; tira ligero
    De la espada, pendiente al muslo, y salta
    Sobre el herido, á quien la fuerza falta.


CLXVI.

      De dolor y de amor lanzó un gemido
    Y dejó por su faz correr el llanto
    Lauso, en viendo á su padre mal herido.
    ¡Mancebo memorable! no en mi canto
    Callaré tu alabanza; ni en olvido
    Caerán (si á una virtud de precio tanto
    Crédito ha de prestar la edad futura)
    Tus nobles hechos y tu muerte dura.


CLXVII.

      Perdido ya el vigor, la accion perdida,
    Pasos Mezencio daba atras doliente,
    Trayendo en el broquel la asta homicida.
    Interpúsose entónces impaciente
    El mancebo, y haciendo que divida
    La atencion el troyano combatiente,
    Entretiene la furia de la daga
    Con que éste, alta la diestra, ávido amaga.


CLXVIII.

      Así del vencedor el movimiento
    Lauso embarga; y con alta gritería
    Apóyanle los suyos, miéntras lento
    El padre resguardado se desvía
    Por la pelta del hijo. Armas sin cuento
    Sobre Enéas la turba en tanto envía
    De léjos; y él, ardiendo en furia nueva,
    Firme y guarnido el choque sobrelleva.


CLXIX.

      ¿Quién vió tal vez en recio pedrisquero
    Romper las nubes y azotar la tierra?
    Huyen los labradores; y el viajero,
    Como en alcázar natural, se encierra
    En cava umbrosa ó sólido agujero
    Que algun rio le ofrece ó agria sierra;
    Y aguarda allí para seguir su via,
    Que calme la tormenta y abra el dia:


CLXX.

      Así de todas partes asaltado
    Eneas se recoge y acoraza
    Miéntras escampa el áspero nublado;
    Y á solo Lauso increpa, á él amenaza,
    Diciéndole: «¿Dó vas, dó vas, cuitado?
    ¿Qué audaz resolucion incauta abraza
    Tu voluntad? A tanto no eres fuerte;
    Tu atolondrado amor corre á la muerte!»


CLXXI.

      No por eso el mancebo se modera;
    ¡Y cuál sube de punto y se derrama
    Del Troyano el furor! Parca severa
    A Lauso no perdona: de su trama
    Vital recoge ya la hebra postrera.
    ¡Demente! él mismo el golpe adverso llama:
    Vibrando Enéas el brioso acero
    Por medio al infeliz lo esconde entero.


CLXXII.

      Pasó el hierro la pelta (asaz ligera
    Arma á tanta arrogancia) y la loriga
    Que de hilos de oro tierna madre hiciera;
    Llenóla en sangre; y triste se desliga
    El alma, y á otro mundo huye ligera.
    Ni pudo Enéas ya como á enemiga
    Aquella faz mirar, faz moribunda
    Que extraña palidez baña y circunda.


CLXXIII.

      Tan bello ejemplo de filial ternura
    Movióle á compasion, tiende la diestra
    Y dice á Lauso: «¡Ay jóven sin ventura!
    ¿Ya el pio Enéas qué ha de darte en muestra
    De homenaje á virtud tan noble y pura?
    Al ménos tu ceniza él no secuestra;
    ¡Oh! si algo valen fúnebres honores
    Al lado dormirás de tus mayores!


CLXXIV.

      »Lleva esas armas, tu delicia enántes,
    Y este consuelo en tu forzosa muerte,
    Que caiste, no á manos infamantes,
    Del grande Enéas bajo el brazo fuerte!»
    Dijo, y á los parciales vacilantes
    De tardos riñe, y alza á Lauso inerte.
    ¡Mísero Lauso! en sangre mancha aquellos
    Que á la usanza aliñó pulcros cabellos.


CLXXV.

      Entretanto á la márgen tiberina
    Fuerzas cobrando el genitor doliente,
    Con la linfa restaña cristalina
    De la herida cruel la abierta fuente,
    Y de un árbol al tronco el cuerpo inclina.
    De un ramo más allá se ve pendiente
    El yelmo duro, y el arnes pesado
    Ocioso está sobre el tapiz del prado.


CLXXVI.

      Flor de mozos guerreros le rodea:
    Él anhelante, sin vigor que rija
    Sus acciones, el cuello que flaquea
    Apoya; y cubre el pecho con prolija
    Rizada barba. Oir nuevas desea
    De Lauso, en Lauso está su mente fija;
    Y mensajeros de su afan cuitado
    Envía, que le vuelvan á su lado.


CLXXVII.

      Mas ya sobre sus armas extendido,
    Ingente él mismo y con ingente llaga,
    Traen á Lauso, haciendo gran plañido,
    Sus soldados. De tanto mal presaga
    El alma léjos entendió el gemido;
    Y sus canas manchando en polvo, halaga
    Mezencio su dolor; las palmas tiende
    Al cielo; el hijo entre sus brazos prende.


CLXXVIII.

      «¿Tanto el halago de existir convida,»
    Dice, «y tanto obró en mí, que al enemigo
    Te entregué en mi lugar, prenda querida?
    ¡Y yo (¡padre infeliz!) viviendo sigo!
    ¡El hijo que engendré me da esta vida,
    Yo la muerte le doy! Siento y maldigo
    El peso horrendo de mi suerte ingrata;
    ¡Esta sí es honda herida, esto sí mata!


CLXXIX.

      »¡Y tu nombre tambien con mi pecado.
    Hijo del alma, yo manché, del trono
    De mis padres, por odios arrojado!
    ¡Así de mis vasallos al encono
    Con muertos mil hubiese allá pagado
    Mi crímen! ¡No que en mísero abandono
    Sobrevivo! ¿Y no dejo todavía
    Los hombres y la odiosa luz del dia?...


CLXXX.

      »¡Dejaréla!» Y diciendo se levanta
    Sobre el enfermo muslo: aunque le impide
    Fiero dolor mover la torpe planta,
    Animo cobra, y su caballo pide
    Que con bien le sacó de guerra tanta:
    En él su gloria y su aficion reside,
    Noble consolador, fiel compañero.
    Al afligido bruto habló el guerrero:


CLXXXI.

      «Hemos vivido á fe tiempo sobrado,
    Rebo, yo y tú, si mucho tiempo dura
    Cosa alguna mortal. Ó ensangrentado
    Hoy el vulto traerás y la armadura
    De Enéas, y á mi Lauso harás vengado;
    O si todo camino cierra dura
    La desgracia al valor, caerás! Te digo
    Que has de vencer ó de morir conmigo.


CLXXXII.

      »Que tú, digno bridon, nunca á villanos
    Yugos el cuello inclinarás; ¿ni cómo
    Habrias de admitir amos troyanos?»
    Dice, y monta el corcel, que humilla el lomo
    A recibirle; se llenó las manos
    De agudos dardos, y asentóse á plomo:
    Guarnecida de bronce centellea
    Su frente; áspera crin encima ondea.


CLXXXIII.

      Rápido á los contrarios se abalanza;
    En el pecho le hierven á porfía
    Impetus de vergüenza y de venganza,
    Y del herido amor la frenesía
    Y el probado valor de su pujanza.
    Llama á Enéas, y á lid le desafía
    Con grande voz tres veces. El Troyano
    Reconocióle, pues, y exclama ufano:


CLXXXIV.

      «¡De los Dioses el Padre así lo quiera!
    ¡Quiéralo el alto Apolo!--Ya contigo
    Soy en batalla.» Hablando en tal manera
    Con fatídica lanza á su enemigo
    Ocurre. El cual replica: «¡Cruda fiera!
    Lo acertó tu crueldad; la luz maldigo;
    Mátasme un hijo y la esperanza, ¿y quieres
    Despues de eso asustarme? ¡Necio eres!


CLXXXV.

      »Amenaza no habrá con que me espantes:
    No hay Dios á quien respete: no me inspira
    Miedo el morir; vengo á morir; mas ántes
    Estos dones te traigo.» Dice, y tira
    Un dardo, y otro, y otros: incesantes
    Lanzándolos, en vasto cerco gira
    Volando en torno al campeon, que al rudo
    Asalto opone firme el áureo escudo.


CLXXXVI.

      Tres veces dió la vuelta el caballero
    Sobre la izquierda, armas lanzando á mano;
    Y tres cubierto todo en fino acero,
    Movió consigo el adalid troyano
    Aquel de hincadas puntas bosque entero:
    Desclavar tanta flecha, empeño es vano;
    Y Enéas lleva á mal que se dilate,
    Urgente ya, tan desigual combate.


CLXXXVII.

      Medita: al fin en presto movimiento,
    A do las huecas sienes le divida,
    Dispara al bruto de guerrero aliento
    Su lanza. El cual, no bien sintió la herida,
    Estribando en los piés azota el viento
    Con las manos, y sigue en su caida
    Al enredado caballero, y rueda
    De bruces, y él bajo sus lomos queda.


CLXXXVIII.

      Ambos campos el cielo á grito herido
    Encienden. Vuela Enéas, y el acero
    Desnudando sobre él, «¿A dónde es ido
    Aquel Mezencio,» dice, «ántes tan fiero?
    ¿Qué se ha hecho ese arrojo tan temido?»
    Apénas el exánime guerrero
    Cobró, volviendo al cielo la mirada,
    La luz perdida y la razon turbada,


CLXXXIX.

      Y responde: «¡Acerbísimo enemigo!
    ¿A qué suspendes sobre mí la muerte?
    ¿Qué me increpas si á nada yo te obligo?
    Libre eres de matarme; ni á moverte
    Con ruegos vine aquí, ni ya contigo
    Pactos hizo mi Lauso de esa suerte.
    Mas si áun queda piedad para el vencido,
    Una sola merced muriendo pido:


CXC.

      »¡Da que sea mi cuerpo sepultado!
    Vengativas escucho en torno mio
    Rugir las olas de mi pueblo airado;
    ¡Sálvame tú de ese furor impío!
    Pueda de un hijo reposar al lado!»
    Esto dijo no más, y sin desvío
    Entregó la garganta á la honda herida.
    Y en sangre envuelta derramó la vida.




LIBRO UNDÉCIMO.


I.

      En este medio alzándose la Aurora
    Del Oceano las regiones deja.
    Enéas, aunque el ánsia le devora,
    Con que á dar sepultura se apareja
    A sus aliados, y consigo llora,
    Y el dolor de las pérdidas le aqueja;
    Sus votos, vencedor, cumple primero,
    Con el albor del matinal lucero.


II.

      Cúmplelos; y en la cima de un collado
    Hace hincar luégo una robusta encina,
    Habiéndola de ramas desnudado;
    En ella la armadura diamantina
    De Mezencio pondrá: trofeo alzado
    Al Dios que en guerras triunfador domina.
    Ya le acomoda el yelmo, ya la cota,
    Por doce partes perforada y rota.


III.

      Truncos vuelve sus dardos al guerrero
    En efigie, y su cresta ensangrentada,
    Préndele á izquierda el gran broquel de acero,
    A su hombro cuelga de marfil la espada.
    Y él, entre los aliados el primero,
    A hablarles se alza luégo: en apiñada
    Y silenciosa turba su persona
    Los jefes cercan ya; y así razona:


IV.

      «Ya lo difícil acabasteis: llano,
    Soldados, lo que falta os adivino.
    Ved los despojos del cruel tirano;
    Ricas primicias son: ¡en esto vino
    Mezencio á dar por obra de mi mano!
    Sabed que á la ciudad del rey Latino
    Marchar nos cumple. En el marcial intento
    Ocupad desde ahora el pensamiento.


V.

      »Prevenidos estad, porque llegada
    La hora que darán á mi ventura
    Los Dioses, de mover el campo, nada
    Los ánimos sorprenda, ni á pavura
    Ó á dañosa demora los persuada.
    A los muertos en tanto sepultura
    Demos: único honor que á ellos alcanza
    Del Aqueronte en la profunda estanza.

VI.

      »Sí, á egregias almas que este patrio nido
    Con su sangre nos dan generadora,
    Que últimas honras tributeis os pido.
    Palante al patrio pueblo que le llora
    Sea en fúnebre pompa conducido:
    Virtud no le faltó: funesta un hora
    Robóle á nuestro amor, robóle al suelo,
    ¡Ay! para hundirle en sempiterno duelo!»


VII.

      Y llora, y al umbral los pasos guia
    Donde Acétes, anciano y fiel guerrero,
    De Palante infeliz custodia hacía
    Al tendido cadáver. Escudero
    El del parrasio Evandro fuera un dia,
    Y vino en esta vez por compañero
    De aquel amado alumno, con auspicios,
    Cual ántes no lo fueron, impropicios.


VIII.

      En torno ostentan en comun su duelo
    Turba troyana y mustia servidumbre,
    Y damas, suelto al aire el rico pelo
    En señal de dolor, cual fué costumbre.
    Entró Enéas al pórtico, y al cielo
    Alza inmenso clamor la muchedumbre,
    En gran lamentacion hiérense el pecho,
    Y suena con el llanto el regio techo.


IX.

      Él, viendo de Palante sostenida
    La frente, y blanco el rostro á par de muerte
    Y en aquel pecho hermoso la ancha herida
    Que ausonia lanza abriera, y sin que acierte
    El llanto á contener, «¿Tú aquí sin vida,»
    Clama, «amigo infeliz? Cuando la suerte
    Más propicia á mis armas sonreia,
    ¡Ay! de mi lado te arrebata impía!


X.

      »No quiso la cruel que el triunfo mio
    Vieses, y vencedor entre marciales
    Pompas volvieses al solar natío!
    No hice á tu padre, no, promesas tales
    Cuando, enviándome á excelso poderío.
    Al darme en tierno abrazo tristes vales
    Me advirtió receloso que lo habria
    Con gentes bravas en tenaz porfía.


XI.

      »¡Y él hora por ventura se complace
    En trocar á esperanzas sus temores,
    Y ofrendas en el ara y votos hace,
    Miéntras damos estériles honores
    Al jóven que, pues ya sin vida yace,
    Nada debe á los Dioses superiores!
    ¡Por tí, padre infeliz, cuánto me aflijo!
    ¡Tú el cruel funeral verás de un hijo!


XII.

      »¿Y éste es el triunfo ansiado? ¿éste el festivo
    Regreso? ¿ésta mi fe tan engreida?
    Mas no le viste, Evandro, fugitivo
    Ni echado de la lid con torpe herida;
    Ni por qué preferir tendrás, él vivo,
    Acerbo trance, ¡oh padre! á infame vida.
    ¡Cuánto pierdes en él, Ausonia, y cuánto
    Tú, hijo mio!» Así habló vertiendo llanto.


XIII.

      Que el mísero cadáver se levante
    Ordena; y eligiendo mil guerreros
    Entre toda la hueste, de Palante
    La fúnebre custodia y postrimeros
    Honores les encarga: que delante
    Lleguen de Evandro, y tristes mensajeros,
    Consuelo den, pequeño á duelo tanto,
    Mas á un padre debido en tal quebranto.


XIV.

      Otros, en este medio, con presteza
    De encina y de madroño acopian rama
    Con que féretro blando se adereza
    Hecho de zarzos en flexible trama:
    Verde toldo de rústica maleza
    Forman despues á la funérea cama,
    Y los miembros del jóven delicado
    Tienden en fin sobre el hojoso estrado,


XV.

      Cual flor, por dedo virginal cogida,
    De muelle viola ó de jacinto tierno,
    Que áun formas guarda y esplendor de vida
    Falta de jugo y del favor materno.
    Dos túnicas Enéas en seguida
    Saca, que en leda ostentacion de interno
    Afecto dió, labradas de su mano,
    La excelsa Dido al capitan troyano.


XVI.

      Triste él con una y otra (de ambas era
    Grana el fondo, que fino oro recama)
    Cubrió el cuerpo, y la hermosa cabellera
    Veló, que pronto abrasará la llama.
    Cautivas armaduras aglomera
    Que de Palante son conquista y fama,
    Y en larga serie desfilar ordena
    Cuantos ganó despojos en la arena.


XVII.

      Allí arneses, caballos. Sordo al ruego
    Ya las manos atras ligado habia
    A los mancebos cuya sangre al fuego
    Dará, en obsequio que al finado envía.
    Manda á los mismos capitanes luégo
    Arboles lleven que á la luz del dia
    El nombre ostente del que fué vencido
    Por trofeo, y sus armas por vestido.


XVIII.

      Bajo la carga de la edad maltrecho
    Acétes miserable en pos se lleva,
    Y ora á golpes ofende el flaco pecho,
    Ora uñas fieras en su rostro ceba,
    Ó de la tierra sobre el duro lecho
    Largo se extiende, y su dolor renueva.
    El carro de Palante ya aparece
    Que con rútula sangre se enrojece.


XIX.

      Y Eton, su buen corcel, á su mesnada
    Se avanza, del marcial jaez desnudo,
    La faz en gruesas lágrimas bañada,
    ¡Que tanto en él el sentimiento pudo!
    Otros su asta y morrion (cinto y espada
    Turno se reservó) llevan, y mudo
    El ejército á pié la marcha cierra,
    El cuento de las lanzas vuelto á tierra.


XX.

      Paróse Enéas, cuando en larga hilera
    La pompa funeral pasó adelante,
    Y dió en alto gemido su postrera
    Despedida al cadáver ya distante:
    «La misma de la guerra ley severa
    A otros llantos, ¡oh máximo Palante!
    Y á nuevo afan nos llama. ¡Salve, amigo,
    Por siempre, y para siempre adios te digo!»


XXI.

      Calló, y á sus reales se encamina
    Tendiendo al alto muro. Allí, entretanto,
    Llegados son de la ciudad latina
    Embajadores, que de olivo santo
    Con la rama adornados peregrina
    Piden tregua, en la cual los que sin llanto
    Honroso á fil de espada yacen muertos,
    Sean de tierra por piedad cubiertos.


XXII.

      Tregua piden y paz con los finados,
    Y que armisticio Enéas á varones
    Conceda, á quienes diera ya dictados
    De huéspedes y suegros. Las razones
    El Troyano aprobó de los legados,
    Y añade, al otorgar tan justos dones:
    «¡Latinos! ¿qué fortuna indigna os cierra
    En estos lazos de forzada guerra?


XXIII.

      »¿Por qué á nuestra amistad fuisteis esquivos?
    Paz para aquellos me pedis que muertos
    Han sido en el combate;--¡áun á los vivos
    Quisiera yo otorgarla! A vuestros puertos
    No vine con intentos ofensivos,
    Mas sumiso al mandato de hados ciertos
    Mansion perpétua á establecer. Tampoco
    A guerra yo vuestra nacion provoco.

XXIV.

      »De la hospitalidad faltando al fuero
    El rey Latino en Turno armado fia.
    Que Turno á estrago tal, solo y señero
    Se expusiese, ¿más justo no sería?
    Pues quiere echarnos, y á poder de acero
    La guerra terminar, aquí debia
    Reñir conmigo; de los dos viviera
    A quien Dios ó su brazo se la diera!


XXV.

      »Hora los compañeros malhadados
    Id á imponer en la funérea pira.»
    Dijo. Atónitos callan los legados;
    Cada uno, vuelto el rostro, al otro mira.
    Dránces, que lustros ya cuenta avanzados,
    Que contra el jóven Turno odios respira
    Y en daño suyo acusaciones vierte,
    Responde, al fin, por todos de esta suerte:


XXVI.

      «¡Oh tú, máximo en lid, rico en blasones!
    ¿Cómo sabré á los cielos ensalzarte?
    ¿Cuál te honra más, lo justo en las acciones,
    O lo sufrido en el rigor de Marte?
    Gratos, príncipe, á tí, de tus razones
    A la patria ciudad daremos parte;
    Y si á ello la Fortuna abre camino,
    Te enlazaremos con el rey Latino.


XXVII.

      »Turno otro auxilio busque entónces: juro
    Que á cuestas hemos de llevar de grado
    Para cimiento del troyano muro
    Piedras que cumplan lo que manda el Hado!»
    A estas palabras con murmullo oscuro
    Asienten los demas. Quedó pactado
    Que dure, de los muertos en servicio,
    Seis dias y otros seis el armisticio.


XXVIII.

      Viéronse en él mezclarse los soldados;
    Y vagando á la par teucro y latino,
    Con hachas abatir por los collados
    Fresno que herido cruje ó yerto pino,
    Y los cedros rajar de olor cargados,
    Con cuñas, y los robles, de contino,
    Y quejigos de agreste cabellera
    En plaustros gemebundos sacar fuera.


XXIX.

      Entretanto la Fama voladora,
    Que ya á Palante vencedor mentia,
    De lúgubres alarmas nuncia ahora
    En torno á Evandro va, llenando impía
    Muros y techos donde Evandro mora.
    Los Arcades acorren á porfía
    Hácia las puertas, y segun costumbre
    Antorchas asen de funérea lumbre.


XXX.

      Brilla de luces prolongada hilera
    Despartiendo los campos que ilumina.
    La frigia turba, en tanto, plañidera
    A los muros sus pasos encamina.
    Reúnense ambos pueblos; ya la entera
    Procesion á los techos se avecina:
    Las matronas la ven, y altos lamentos
    Por la triste ciudad dan á los vientos


XXXI.

      A moderar á Evandro no es bastante
    Fuerza humana. Allá vuela, allá se arroja,
    Y deteniendo el féretro, á Palante
    Postrado abraza, en lágrimas le moja,
    Contra el seno le estrecha sollozante.
    Cuando hubo apénas la mortal congoja
    Dado paso á la voz, gimiendo dice:
    «¡Ay hijo de mi alma! ¡ay infelice!


XXXII.

      »En vano me ofreciste cautelarte
    Del peligro fatal. Yo bien sabía
    Cuánto en la guerra á seducir es parte
    De la gloria el sabor; con qué energía
    En el primer conflicto arrastra Marte
    La juvenil ardiente fantasía!
    ¡Tristes primicias de tu edad lozana!
    ¡Dura preparacion de lid cercana!


XXXIII.

      »¡Ay! que mis votos y mis preces nada
    Me valieron. Y tú, bendita esposa,
    No á tan fieros dolores reservada,
    ¡Cuánto fuiste, muriendo, venturosa!
    Por modo opuesto, yo de mi jornada
    He vencido la senda trabajosa,
    De las pruebas triunfé del hado esquivo,
    Y ya ¡padre infeliz! me sobrevivo.


XXXIV.

      »¡Hubiera yo seguido los reales
    Troyanos, y los Rútulos me hubiesen
    A dardos abrumado, y pompas tales
    A mí, no á mi Palante, aquí trajesen!
    Mas aquellos banquetes fraternales,
    ¡Oh Teucros! no temais que hora me pesen,
    En que la diestra os di como alïado;--
    ¡Golpe era aquéste á mi vejez guardado!


XXXV.

      »Que si fué tu destino en tan tempranos
    Años caer, cayeras á los ménos
    --Muertos ántes mil Volscos á tus manos--
    Guiando al Lacio el paso de tan buenos
    Compañeros! Piadoso el Rey troyano,
    Nobles Frigios y en masa los Tirrenos
    Te han hecho, sí, muníficos honores;
    Yo mismo no te hiciera otros mayores.


XXXVI.

      »Traer les miro en árboles triunfales
    Armados cuerpos que humilló tu acero.
    Las fuerzas de la edad fuesen iguales,
    Y gran tronco llegaras tú el primero,
    Turno! --Mas ¡ay de mí! ¿por qué, mis males
    Llorando, os privo del laurel guerrero?
    Id ya, y á vuestro Rey en nombre mio
    Llevad estas palabras que le envío:


XXXVII.

      »_Causa eres tú que yo viviendo siga,_
    _Muerto Palante, en este odioso suelo;_
    _Pues nos debes de Turno la enemiga_
    _Cabeza á mí y á él. De tí en mi duelo_
    _Y de Fortuna esta esperanza abriga_
    _Mi pecho. Para mí ya no hay consuelo_
    _Humano; mas á un hijo en su honda estanza_
    _Nuevas quiero llevar de su venganza!_»


XXXVIII.

      Despierta con sus rayos celestiales
    El nuevo dia, que en oriente raya,
    Al usado ejercicio á los mortales.
    Ya el padre Enéas, ya en la corva playa
    Tarcon ha alzado piras, en las cuales
    Vaya el Troyano y el Tirreno vaya
    A colocar los muertos de su bando,
    Los patrios ritos cada cual guardando.


XXXIX.

      Arde la lumbre lúgubre, y oscura
    Nube envuelve del cielo las regiones.
    Revestidos de espléndida armadura
    Tres veces han marchado los peones
    En derredor del fuego que fulgura;
    Y tres los de á caballo en sus bridones
    Lustran la triste funeral hoguera,
    Y lanzan de dolor voz lastimera.


XL.

      Plañendo de consuno, el largo lloro
    Riega el suelo y al par las armas riega:
    De las trompetas el clangor sonoro
    Y el clamor de la gente al cielo llega.
    Quién á las llamas el marcial tesoro
    A los Latinos arrancado, entrega:
    Finos yelmos, magníficas espadas;
    Frenos y ruedas, á encenderse usadas.


XLI.

      Otro tal vez á la funérea pira,
    Prendas notorias de los que ella abrasa,
    Los escudos y aquellas armas tira
    Que ántes ciñeron con fortuna escasa.
    Mucho novillo en cerco arder se mira,
    Híspidos cerdos, víctimas sin tasa
    Traidas de los campos: hierro fuerte
    Las rinde al fuego y las consagra á Muerte.


XLII.

      Caros cuerpos por toda la ribera
    Vense humear; y nadie se retira
    De la que guarda medio extinta hoguera,
    En tanto que en silencio húmeda gira
    Tachonada de luces la alta esfera.
    Y allá tambien innumerable pira
    (Que allá gimen tambien tristes destinos)
    Han alzado en su campo los Latinos.


XLIII.

      Y á sus muertos, en parte, acogimiento
    Bajo la tierra con piadosas manos
    Mullen; otros envían á Laurento,
    Llevan otros á predios comarcanos;
    Y los demas sin distincion ni cuento
    Hacinados consumen. Ya los llanos
    En su vasta extension lucen doquiera
    Con el émulo ardor de tanta hoguera.


XLIV.

      Así como ahuyentó con luz serena
    Gélidas sombras el tercero dia,
    Ruedan la alta ceniza, y tibia arena
    A los revueltos huesos que envolvia
    Encima acopian... Mas oid cuál suena,
    En esta de dolor larga porfía,
    La ciudad y su alcázar opulento
    Con mayor alarido y movimiento.


XLV.

      Madres allí, ternísimas hermanas,
    Y huérfanos y viudas la homicida
    Guerra maldicen en querellas vanas,
    Y la boda de Turno prometida:
    Que las armas él solo empuñe insanas,
    Que él solo, exclaman, con las armas pida
    El imperio de Italia y la corona,
    Y los sumos honores que ambiciona!


XLVI.

      De las hembras dolientes el dictámen
    Fiero apoyando Dránces, acredita
    Que á Turno emplaza á singular certámen
    El Troyano, y á solo Turno cita.
    Parciales hay tambien que á Turno aclaman,
    Ya abogando por él, ya en ronca grita:
    Con cien trofeos triunfador le nombra
    Voz popular; le da la Reina sombra.


XLVII.

      En medio á tan ardientes altercados,
    De vuelta de Argiripa floreciente
    Veis aquí se presentan los legados
    Que allá marcharon; y, con triste frente,
    Que tan grandes trabajos empleados
    Empeño fueron, dicen, impotente:
    Nada han valido con el jefe griego
    Dádivas, oro, ni apremiante ruego.


XLVIII.

      Ó á otra alianza, pues, tentar camino
    Ó proponer las paces al Troyano
    Será forzoso. El mismo rey Latino
    En profunda afliccion cayó. No en vano
    Las claras muestras del furor divino,
    Y los alzados túmulos del llano
    Que recientes se ofrecen á la vista,
    Incontrastable anuncian la conquista.


XLIX.

      Y así el Rey de su corte á los primeros
    Varones, en sus altos penetrales
    Cita á solemne junta. Ellos ligeros
    Van, llenando avenidas y portales.
    Venerable entre tantos consejeros
    Por sus canas é insignias imperiales,
    Grave en medio de todos él se asienta;
    Ni es ledo aspecto el que su faz ostenta.


L.

      Y luégo á los legados que, cumplido
    El cargo, han vuelto del etolio estado,
    Manda que de tan grave cometido
    Cuenten punto por punto el resultado.
    Cesa ya de las lenguas el rüido,
    Y obediente del príncipe al mandado,
    «Vimos, conciudadanos, á Diomédes,»
    Vénulo dice, «y sus argivas sedes.


LI.

      »Asperezas vencimos del camino,
    Y á término llegando, aquella mano
    Tan temida tocámos por quien vino
    A tierra un dia el gran poder troyano.
    Triunfante el Rey, con próspero destino,
    En los campos del yápigo Gargano
    Echaba de Argiripa el fundamento,
    Ciudad que así nombró del patrio asiento.


LII.

      »Así que entrado hubimos, y licencia
    Se otorgó á las palabras, nuestros dones
    Ofrecimos, y nombre y procedencia
    Declarámos al Griego: las razones
    Expusimos despues, que á su presencia
    Nos llevaron; la guerra que varones
    Extranjeros nos mueven. Manso oyónos,
    Y habló á su turno en apacibles tonos:


LIII.

      «Antigua raza, Ausonios fortunados,
    »Que en paz gozais de la saturnia tierra,
    »¿Qué os instiga, viviendo sosegados,
    »A provocar desconocida guerra
    »Y en demanda á correr de nuevos hados?
    »¡Oh! quien eso pretende, ¡cuánto yerra!
    »Nosotros profanámos con el hierro
    »A Troya; y ved nuestro ejemplar destierro!


LIV.

      »No en las pérdidas sólo que nos cuesta
    »El largo sitio, mi escarmiento fundo;
    »Ni sólo el frigio Símois me amonesta
    »De cadáveres lleno. Andando el mundo
    »¿Qué atroz suplicio por sufrir nos resta?
    »Doliera al mismo Príamo. Iracundo
    »El astro de Minerva, y Cafereo
    »Cruel lo sabe, y el peñon Eubeo.


LV.

      »A otra zona lanzados, Troya hundida,
    »Llegó hasta las Columnas de Proteo
    »Peregrinando Menelao Atrida;
    »Llegó Ulíses al antro Ciclopeo.
    »¿Recordaré de Pirro la caida,
    »Derribado el altar de Idomeneo,
    »Y la locrina juventud, ahora
    »De las líbicas costas pobladora?


LVI.

      »El mismo miceneo Rey, que un dia
    »De los grandes Aquivos tuvo el mando,
    »Fué, entre su mismo penetral, de impía
    »Consorte muerto bajo el brazo infando;
    »Venció así á quien vencido á Troya habia,
    »Villano burlador. Y yo, tornando
    »Al patrio hogar, la deseada esposa
    »No hube de ver ni á Calidonia hermosa.


LVII.

      »¡Iras del cielo! Y áun aquí sombríos
    »Me siguen y fatídicos portentos:
    »Mudados ya los compañeros mios
    »En aves, cruzan los delgados vientos,
    »Siguen el curso á los desiertos rios
    »(¡Inaudita expiacion! ¡fieros tormentos!)
    »Y con fúnebres ecos de gemidos
    »Hinchen ¡ay! los escollos maldecidos.


LVIII.

      »Temer debí tan espantosos males
    »Desde que en liza desigual, insano
    »Pude atentar á cuerpos celestiales,
    »Y á Vénus ofendí la diestra mano
    »Con sacrílega herida. Horrores tales
    »Finaron ya: con el poder troyano
    »Guerra no tengo; ni mi antigua gloria
    »Renuevo con placer en la memoria.


LIX.

      »Yo, pues, en vuestro intento no conspiro:
    »Antes bien, que volvais á Enéas cabe
    »Esos presentes que traer os miro
    »De la patria. Ya golpe á golpe, en grave
    »Conflicto ya, de léjos, tiro á tiro,
    »Probé yo mismo el arte con que sabe
    »Empinar el broquel; la gran pujanza
    »Con que él menea la fulmínea lanza.


LX.

      »Fiad por tanto en la experiencia mia.
    »Si el suelo ideo producido hubiera
    »Dos héroes más como él, llegado habria
    »A inaquios reinos el Dardanio, y viera
    »Grecia en duelo trocada su alegría.
    »¿Quién, sino Héctor y Enéas, de guerrera
    »Inmensa muchedumbre opuso terco
    »Antemural al estrechante cerco?


LXI.

      »Ambos hicieron con su fuerte diestra
    »Que un año, y otro, y diez, dia tras dia,
    »Retrocediese la victoria nuestra:
    »Iguales en esfuerzo y bizarría,
    ȃste en virtudes superior se muestra.
    »¡Oh! paz haced con él, donde ella os ria;
    »Y huid toda ocasion que en lid acabe
    »Y con sus armas vuestras armas trabe.»


LXII.

      »Esto, ¡oh máximo Rey! en la ardua empresa
    Falla el Griego y responde.» Habló; y creciente
    Rumor, pasada la primer sorpresa,
    Corre de boca en boca entre la gente,
    Como raudal, en natural represa
    De rocas detenido, que impaciente
    Murmullo forma, y la ribera brama
    Con el agua que bulle y se derrama.


LXIII.

      Cuando cesó la agitacion primera
    El anciano monarca abrió su boca,
    Y habló de su alto solio en tal manera,
    Despues que á las Deidades pio invoca:
    «Quise yo que en sazon se definiera
    Esta causa, ¡oh Latinos! Hoy que toca
    Armado el enemigo á nuestras puertas,
    Tarde á civil consejo están abiertas.


LXIV.

      »En guerra nos hallamos importuna
    Con recia, diva gente, que fatiga
    No recibió jamás de lucha alguna,
    Ni las armas depone, aunque enemiga
    Redoble adversos golpes la Fortuna.
    Nadie en extraños esperando siga;
    Faltónos la alïanza del Etolo:
    Cada cual en sí mismo espere sólo.


LXV.

      »Dicho está, ciudadanos, cuánto sea
    Esta esperanza individual mezquina;
    ¿Mas quién hay que no palpe luégo y vea
    Que amenazado de fatal rüina
    El público edificio tambalea?
    A nadie vuestro príncipe acrimina:
    Ha hecho el valor cuanto al valor es dado;
    Todas sus fuerzas concentró el Estado.


LXVI.

      »Qué ocurre ahora á mi indecisa mente
    Atended; breve soy; aquesto creo:
    Un territorio á par de la corriente
    Tusca, de antiguo, cual sabeis, poseo,
    Que hasta el confin sicano hácia occidente
    Se dilata. A labranza y pastoreo
    Dan Rútulos y Auruncos sus collados.
    Parte bravíos, parte cultivados.


LXVII.

      »Cedamos por la paz á los Troyanos
    Esa áspera region, cuan larga yace,
    Con los montes piníferos cercanos.
    Iguales leyes de concorde enlace
    Les daremos, y parte como á hermanos
    En el reino. Pues tanto les aplace
    Aqueste suelo, de temor seguros
    En él se arraiguen y establezcan muros.


LXVIII.

      »Mas si han de ir, y el destino lo tolera,
    A otras playas, es bien que les labremos
    Veinte cascos de itálica madera,
    O más que alcancen á ocupar: tenemos
    Sobrado material en la ribera.
    Brazos daré, espolones, jarcias, remos,
    Y de las naves el equipo todo;
    Fijen ellos el número y el modo.


LXIX.

      »Además, á su campo cien varones
    Vayan, eximios en la gente nuestra,
    Que les lleven de paz proposiciones
    --El sacro olivo en la inocente diestra--
    Y por mí sellen pactos. Ricos dones
    De oro y marfil conducirán, en muestra
    De mi amistad, y silla y trábea, emblema
    De esta que ejerzo autoridad suprema.


LXX.

      »¡Ea! el remedio decretad que implora
    La afligida nacion que en vos espera!»
    Dránces entónces se alza, á quien devora
    Por la gloria de Turno, torticera
    Emulacion y envidia roedora.
    Fuerte en recursos y en palabras era,
    No en armas: en consejos, de prudente
    Fama gozaba, agitador potente:


LXXI.

      Bien que de padre incógnito, debia
    Nobleza ilustre á la materna rama.
    Alzóse entónces, pues, y así á porfía
    Cargos amontonando iras inflama:
    «¡Benigno Rey! propones, á fe mia,
    Cuestion que, á nadie oscura, no reclama
    Mi voz. La causa del comun fracaso
    Todos la saben; mas la dicen paso.


LXXII.

      »¡Dé libertad de hablar, y enfrene el vuelo
    A su orgullo, el fatal ductor que hace
    Con funestos auspicios--sí, dirélo,
    Y siquiera de muerte me amenace!--
    Tanto prócer caer, y sume en duelo
    A la ciudad, miéntras con pié fugace
    Del enemigo campo se desvía
    Y al asordado cielo desafía!


LXXIII.

      »¡Ojalá que esa espléndida embajada,
    ¡Oh el mejor de los reyes! y esos dones
    Muchos y grandes que enviar te agrada,
    Con uno solo y principal corones!
    No del justo dictámen te disuada
    Rebelde encono de émulas pasiones:
    Da tu hija en digna boda á egregio yerno,
    Y afirma así esta paz con lazo eterno!


LXXIV.

      »Vamos á él mismo á suplicarle, empero,
    Si tanto miedo embarga á los Latinos,
    Que ceda, y deje al Príncipe su fuero
    Natural ejercer, y los destinos
    Contemple con piedad de un pueblo entero.
    --Tú, sola causa á nuestros males, dínos,
    ¿Los tristes ciudadanos de esa suerte
    Arrastrarás de nuevo á horrenda muerte?


LXXV.

      »La guerra de salud no da esperanza:
    Todos pedimos paz, dánosla luégo
    Con la prenda inviolable que la afianza!
    Soy el primero que á pedirla llego,
    Yo, á quien émulo finges; ni hay tardanza
    En mí--vesme á tus plantas--para el ruego:
    ¡Ten piedad de los tuyos, pon la ira,
    Y léjos derrotado, te retira!


LXXVI.

      »¡Cuánta muerte hemos visto! ¡cuánto estrago!
    ¿Qué tala en vastos campos no hemos hecho?...
    Mas si es que ejerce irresistible halago
    La fama en tí, si escondes en el pecho
    Tanto valor, y de tu afan en pago
    Esperas como dote regio techo
    Que no has de renunciar, entónces, ¡ea!
    Afronta á tu enemigo en la pelea.


LXXVII.

      »Para que el regio enlace Turno ufano
    Goce, ¿sólo á nosotros por ventura,
    Sin lágrimas ni honores, en el llano
    Nos toca sucumbir, caterva oscura?
    Tú tambien, tú tambien, si no es en vano
    Fama heredera de marcial bravura,
    Sál luégo al campo, y con la frente erguida
    Contempla al que á batalla te apellida!»


LXXVIII.

      Turno, impaciente ya, lanzó un gemido,
    Y voces tales de lo más profundo
    Del pecho arranca, en cólera encendido:
    «Tú el primero en llegar, tú el más facundo
    En los consejos, Dránces, siempre has sido.
    Brazos pida la patria, ardor fecundo,--
    Jamás el labio vocinglero sellas.
    ¡Palabras! ¿y á qué el aula henchir con ellas?


LXXIX.

      »Pomposas á volar las das seguro
    Miéntras sangre los fosos áun no llena
    Y áun pára al agresor trabado muro.
    Por tanto en tu oracion, cual sueles, truena,
    Trátame, oh Dránces, de guerrero oscuro,
    Ya que tú de cadáveres la arena
    Cubrir supiste, y por tu diestra veo
    Alzado acá y allá tanto trofeo!


LXXX.

      »Gala hacer de valor te es dado en guerra,
    Ni habrás por enemigos de afanarte
    Yendo á buscarlos en remota tierra;
    Cercándonos están por toda parte.
    ¡A ellos, pues, á ellos! ¡cierra, cierra!
    ¿Qué aguardas?... ¿O los ímpetus de Marte
    Tú jamás de otra suerte los conoces
    Que en tu gárrula lengua y piés veloces?


LXXXI.

      »¡_Yo derrotado_! ¿Quién de derrotado
    Me acusará, vil monstruo, cuando vea
    Que el Tibre por mi diestra acrecentado
    Con la troyana sangre rojo ondea;
    Que Evandro con su casa y con su estado
    Sacudido de asiento bambolea,
    Y que en fuga los árcades guerreros
    Arrojan en el campo los aceros?


LXXXII.

      »No, no tal me probaron en su dia
    Pándaro y Bícias, con su gran pujanza,
    Y otros mil cuyas almas á porfía
    Hundió mi diestra en la tartárea estanza
    Cuando ejército hostil me circuia!--
    ¡_La guerra de salud no da esperanza_!
    Al régulo dardanio, á tus parciales
    Vé, agorero, á cantar presagios tales!


LXXXIII.

      »¡Alienta en tu alarmante clamoreo
    A gente no una vez vencida, y pisa
    Las esperanzas de la nuestra!... Veo
    Que huyendo ya con azorada prisa
    Los Mirmidones van, y el de Tideo
    (¡Tanto alcanzas!) y Aquíles de Larisa,
    Y vuelve su corriente espavorido
    De las ondas adriáticas Anfido!


LXXXIV.

      »Luégo, que amenazante le intimido
    Simula, y es el miedo de la muerte
    De que astuto se ostenta poseido,
    Nueva ponzoña que en sus tiros vierte.
    Jamás esta mi diestra, fementido,
    --Escucha en paz; no has, no, por qué moverte--
    Esa alma vil te arrancará del pecho
    Donde su nido y su morada ha hecho!


LXXXV.

      »A tí y á las consultas que propones,
    Ahora, oh Padre, la atencion convierto.
    Si nada de tus fieles campeones
    Aguardas ya, si la esperanza ha muerto,
    Si nunca la Fortuna á dar sus dones
    Volvió, cuando en la guerra el desconcierto
    Pudo una vez señorear las almas,
    Tendamos luégo las inertes palmas,


LXXXVI.

      »É imploremos la paz;--aunque ¡ah! si hubiera
    Algun resto en nosotros todavía
    De la virtud antigua!... ¡yo dijera
    Entre todos egregio en bizarría,
    Y en la coronacion de su carrera
    Feliz, al que dejó la luz del dia
    De una vez, por no ver tamaña afrenta,
    Mordiendo el polvo de la lid sangrienta!


LXXXVII.

      »Mas si hay recursos, si hay á lid dispuesta
    Intacta juventud; si pueblo tanto,
    Tanta ciudad itálica nos presta
    Oportuno favor; si sangre y llanto
    A los Troyanos su victoria cuesta,
    Y asolacion igual, igual espanto
    Allá domina, ¿ante el umbral primero
    Rendiremos cobardes el acero?


LXXXVIII.

      »¡Temblar de miembros, cuando áun no ha sonado
    La retadora trompa! En su porfía
    Vuelve las cosas á mejor estado
    El tiempo, huyendo un dia y otro dia.
    ¿Fortuna qué de veces no ha sentado
    En firme basa al que burlara impía?
    Ni á extremo caso hemos llegado; sólo
    El auxilio nos falta del Etolo:


LXXXIX.

      »Nobles jefes diputan los vecinos:
    Ved al fausto Tolumnio en los primeros,
    Ved á Mesapo. Triunfos no mezquinos
    Ganará, sí, la flor de los guerreros
    Del Lacio y de los campos laurentinos!
    Acaudilla tambien sus caballeros,
    Honor, Camila, de la volsca gente,
    Acorazados de metal luciente.


XC.

      »Mas ya que á lid me citan decisiva
    Los Teucros, si esto agrada, y tanto impido
    La pública salud, no así huye esquiva
    La victoria de mí, que tal partido
    No abrace ante tan grata perspectiva.
    Sí; con Enéas sin temor me mido:
    Cual otro Aquíles venga si le place,
    Y armas como hechas por Vulcano, embrace!


XCI.

      »Ya lo he jurado, y con placer me inmolo
    (Que á mis mayores en virtud no cedo)
    Á vos y al Rey mi suegro.--_¿Á Turno solo_
    _Emplaza Enéas?_ Pues admito ledo
    El singular combate. ¿Permitiólo
    El Cielo por castigo? No haya miedo
    Que Dránces lo padezca;--¿en nuestra gloria?
    Coger no espere el lauro de victoria!»


XCII.

      De esta suerte en recíproca porfía
    Altercan sobre el arduo tema, cuando
    Ved que Enéas su ejército movia.
    Corre el palacio, y va terror sembrando
    Por la ciudad con alta vocería
    Un mensajero: Que el troyano bando
    Ha dejado la márgen tiberina;
    Que la tirrena hueste al par camina;


XCIII.

      Que vienen en concorde movimiento
    Cubriendo las campiñas dilatadas.
    Los ánimos se turban al momento:
    Renuevan, con imperio estimuladas,
    Las populares iras su ardimiento;
    Frenéticos bramando, á las espadas
    Los jóvenes se arrojan; los ancianos
    Quejas murmuran entre lloros vanos.


XCIV.

      La grita de la gente hiere al cielo
    Creciendo acá y allá vária y confusa,
    Como en los bosques al posar el vuelo
    Clamar el coro de las aves usa
    Entre el hojoso y apiñado velo;
    O como en el pecífero Padusa
    Miles de cisnes que le habitan, suenan
    En roncas voces, y el canal atruenan.


XCV.

      De la ocasion asiendo que los hados
    Le dan, «¡Bien, ciudadanos!» Turno grita:
    «Consejo celebrad, y haced sentados
    Las alabanzas de la paz bendita,
    Miéntras sobre nosotros descuidados
    El taimado invasor se precipita!»
    Puertas afuera de la régia estanza,
    Sin esperar á más, raudo se lanza.


XCVI.

      «Ház que el volsco escuadron se ordene ufano
    De sus señas en pos, Voluso, y guía
    Tú á los Rútulos,» dice;--«y en el llano
    Desplegad la veloz caballería,
    Oh Mesapo, y tú, Córas, con tu hermano.
    Avenidas y torres á porfía
    Defiendan otros; y conmigo ande
    Armado el resto á do mi voz lo mande.»


XCVII.

      Correr se ve la poblacion entera
    A la muralla. Al mismo Rey anciano
    Obliga el triste lance á que difiera
    Aquel consejo, comenzado en vano,
    Y sus grandes debates. Que no hubiera
    Llamado en tiempo al adalid troyano
    Al reino, acreditándole por yerno,
    Mucho se culpa con lenguaje interno.


XCVIII.

      Quiénes ante las puertas cavan fosas,
    Quiénes mueven estacas, y acarrean
    Piedras á empuje. A lides sanguinosas
    Instrumentos horrísonos vocean.
    Y ya, en vario cordon, madres y esposas,
    Y niños de tropel, largo rodean
    El muro. A todos en aqueste dia
    Llama el último trance y agonía.


XCIX.

      Hácia el templo de Pálas, entretanto,
    Que entre sacros alcázares descuella,
    Se encamina la Reina: haciendo llanto
    Numerosas matronas van con ella
    Sus dones á ofrecer al Númen santo:
    Marcha á su lado la real doncella,
    Que inocente causó tantos enojos,
    Y no levanta los hermosos ojos.


C.

      Inciensan, en subiendo á los umbrales,
    El templo, y el dolor que el pecho encierra
    Exhalan, de allí mismo en voces tales:
    «¡Arbitra omnipotente de la guerra!
    ¡Mira, oh vírgen Tritonia, á nuestros males!
    Al Frigio salteador derriba en tierra,
    Quiebra en su mano tú la arma homicida,
    Y ante esas puertas él la arena mida!»


CI.

      Turno airado á su vez se arma á batalla:
    Con escamas de bronce á maravilla
    Cubierta, viste la rutulia malla;
    De áureas grevas ornó la pantorrilla
    (La sien áun no ha cuidado resguardalla);
    Ciñóse espada, y todo es oro, y brilla
    Rajando airoso del alcázar alto
    A anticiparse al enemigo asalto;


CII.

      Cual, rotos los ronzales, sin que nada
    Se oponga en campo abierto á su albedrío,
    Vuela el corcel al pasto y la yeguada
    Huyendo del pesebre; ó hácia el rio
    En que los miembros refrescar le agrada,
    Erguida la cerviz, con ágil brío,
    Bufando va, y en ondas sobre el cuello
    Le juega, y por los brazos, el cabello.


CIII.

      Acompañada de la volsca gente
    Camila al paladino se atraviesa
    Al paso, y ya en las puertas, reverente
    A tierra salta la gentil princesa:
    Dóciles á su ejemplo, incontinente
    Se apean los demas con fácil priesa;
    Y á hablar ella principia de esta suerte:
    «Turno, si un pecho que se siente fuerte,


CIV.

      »Si un ánimo resuelto confianza
    Poner puede en sus fuerzas, yo de lleno
    Contrastar del Troyano la pujanza
    Prometo, y sola arrostraré al Tirreno.
    Deja que vaya á ejecutar venganza
    Mi diestra, y de peligros fausto estreno
    Haga esta vez en el combate duro;
    Y tú con los de á pié guarnece el muro.»


CV.

      «¡Ornamento de Italia! ¡denodada
    Vírgen!» Turno á su vez exclama, puesta
    En la fiera doncella la mirada:
    «¿Qué gracias dignas, qué cortés respuesta
    Podré dar, á tu mérito adecuada?
    Mas ya que á todo riesgo estás dispuesta,
    Obremos de consuno. Enéas--sélo
    Por espías, y es voz que toma vuelo--


CVI.

      »Ese Enéas malvado, en la llanura
    Gente á caballo, armada á la ligera,
    Mandó á escaramuzar; mas él la altura
    Solitaria del monte en tanto espera
    Vencer, y á la ciudad llegar procura.
    Yo en los senos del bosque una certera
    Emboscada pondréle, con soldados
    El sendero asediando á entrambos lados.


CVII.

      »Tú al Tirreno, reuniendo tus pendones,
    Vé, y el fuerte Mesapo allá te siga,
    Te sigan los latinos escuadrones
    Y las bandas del Tíbur: la fatiga
    Partiremos del mando.» Con razones
    Tales como éstas á Mesapo instiga
    Tambien, y á sus aliados capitanes;
    Y marcha él mismo á coronar sus planes.


CVIII.

      Hay del bosque en las vueltas, y al que tienda
    Celada allí, promete buen suceso,
    Un valle á quien con sombra apremia horrenda
    De un lado y otro matorral espeso:
    Conduce al valle una delgada senda,
    Angosta boca y peligroso acceso,
    Y le domina incógnita y secreta
    En la cima del monte una meseta.


CIX.

      De alcázar sirve aquésta y de guarida
    Para bélico asalto, ó darlo quieras
    A derecha y á izquierda una salida
    Inopinada haciendo, ó ya prefieras
    Rodar guijarros de la cumbre erguida.
    Turno á aquellas regiones traicioneras
    Por caminos que él sabe, vuela, y presto
    Metiéndose en la selva toma puesto.


CX.

      En tanto con la faz bañada en lloro,
    Allá en la altura la hija de Latona
    A Opis veloce, ninfa de su coro,
    Interesa en su afan, y así razona:
    «¡Doncella! de mis armas el tesoro
    Ciñe en vano Camila, y se abandona
    A una guerra cruel--Camila, aquella
    Que amo ante todas en mi corte bella!


CXI.

      »Ni afecto es nuevo el que Dïana abriga
    Y así á dulzura singular la mueve.
    A su hija tierna de Priverno antiga
    Sacó, huyendo el furor de airada plebe,
    El tirano Metabo: amor le obliga
    A que por medio del tropel la lleve
    Consigo; y alterando de Casmila,
    Su madre, el nombre, la llamó Camila.


CXII.

      »El destronado Rey por compañera
    En su destierro la llevó consigo:
    Conduciéndola en brazos va doquiera;
    Con ella de agrios montes sin abrigo
    Las yertas cimas prófugo supera.
    Le estrecha en torno armado el enemigo:
    Recorriendo los Volscos la campaña
    Por víctima le buscan de su saña.


CXIII.

      »Hé aquí que en medio de su fuga un dia
    A la márgen llegó del Amaseno:
    El agua rebosaba; tanta habia
    Caido en recia lluvia. El turbio seno
    Quiso á nado pasar; mas, ¡ay! temia
    Por su carga preciosa: de afan lleno
    Todo á un tiempo lo piensa, y de repente
    Osado arbitrio avasalló su mente.


CXIV.

      »Iba empuñando, á la guerrera usanza,
    Con nudos, y de sólida firmeza
    Que el humo examinó, disforme lanza:
    De silvestre alcornoque en la corteza
    Metió á la niña, al medio la afianza
    Del asta, y para el vuelo la adereza:
    Blande en mano robusta el arma al viento,
    Y esta plegaria eleva al firmamento:


CXV.

      «¡Oh de los bosques, tú, frecuentadora,
    »Alma vírgen Latonia! esta hija mia
    »Consagro á tu servicio desde ahora:
    »Ella á dudosas auras hoy se fia
    »Perseguida y volando huye y te implora:
    »Tuya es, lleva tus armas; tú la guía,
    »Sálvala tú!» Y aquí con gran pujanza
    Doblando el brazo despidió la lanza.


CXVI.

      »Suenan las ondas, y la pobre infante
    Pasa sobre la rápida corriente
    No en vano asida al asta rechinante.
    Metabo, que ya encima el tropel siente,
    Arrójase á las aguas, y triunfante,
    A un césped que vistió grama riente
    (¡Gran merced de la Diosa, alta fortuna!)
    Arranca el dardo con la intacta cuna.


CXVII.

      »Vaga, y ni aldea ni ciudad le asila;
    Ni sufriera favor su índole brava:
    Al modo rudo que el pastor estila,
    Solitario en los montes habitaba;
    Y con feral sustento á su Camila
    En madrigueras hórridas criaba:
    Allí en sus tiernos labios, de bravía
    Yegua las ubres exprimir solia.


CXVIII.

      »Y áun los pasos primeros no ha ensayado
    Con vacilante pié la tierna niña,
    Sin que á sus palmas él dardo aguzado
    Dé, y al hombro carcaj y arco le ciña;
    No, sin que en vez del manto y del tocado
    De oro que el lujo cortesano aliña,
    Desde la coronilla le suspenda
    Sobre la espalda, piel de tigre horrenda.


CXIX.

      »¡Y qué era ver la bella cazadora
    Venablos impeler con breve mano,
    Ó en torno de las sienes zumbadora
    El honda sacudir, y al cisne cano
    Ó ya la grulla derribar que mora
    Orillas de Estrimon! En vano, en vano
    Cien tirrenas matronas para nuera
    Quisieron detenerla en su carrera.


CXX.

      »Contenta con el culto de Dïana,
    Ni de las armas la atencion desvía,
    Ni la virginidad jamás profana
    A cuyo eterno amor su gloria fia.
    Oh! ¡quién me diera que en contienda insana
    No hubiese ella de entrar en este dia
    Con los Troyanos, y, á mi pecho cara,
    Con vosotras aquí me acompañara!


CXXI.

      »Mas pues su acerba suerte se acelera,
    ¡Ea! cruzando la region vacía
    Tú al latino país baja ligera,
    Vé al campo donde lid se enciende impía
    Bajo auspicios infaustos, y quienquiera
    Sea el que ofenda de la ninfa mia
    Las carnes sacras, Ítalo ó Troyano,
    Pague el hecho á mis armas y á tu mano.


CXXII.

      »Recíbelas al punto, y de esta aljaba
    Saca la flecha vengadora. A vuelo
    Yo el cuerpo de la triste en nube cava,
    Antes que le despojen, volverélo
    A la tierra que de hija tal se alaba,
    Y tumba le daré.» Dijo; y del cielo
    Opis se lanza en negro torbellino
    Y estruendosa en el aire abre camino.


CXXIII.

      Hé aquí á los muros el unido bando
    De etruscos y troyanos caballeros
    En ordenadas haces va marchando:
    Huellan el campo indómitos y fieros
    Sacudiendo las bridas y bufando
    Los sofrenados brutos. ¡Cuál de aceros
    Erizados los llanos se estremecen,
    Y en puntas mil y mil arder parecen!


CXXIV.

      Mesapo, en esto, enfrente á los Troyanos
    Asoma con los rápidos Latinos,
    Y el ala de Camila, y los hermanos
    Que mandan la legion de Tiburtinos:
    Van apretando en recogidas manos
    Largas lanzas, y blanden dardos finos:
    Acércanse, el furor que espiran crece,
    Y el bramar de los potros se enardece.


CXXV.

      Cuando uno y otro ejército venido
    Hubo á tiro de dardo, ambos se paran:
    De ambas partes en súbito alarido
    Prorumpen, y al encuentro se preparan:
    Cada uno á su corcel de ardor henchido
    Anima con la voz; todos disparan
    Arrojadizas armas á porfía
    Cual densa nieve, y se oscurece el dia.


CXXVI.

      Ante todos, Tirreno y el ardido
    Acónteo uno para otro van derecho,
    Lanza en ristre, y en hórrido estampido
    Estréllanse los dos. Pecho con pecho
    Este y aquel caballo en choque herido
    Se despedazan. Rueda á largo trecho
    Acónteo, de violenta sacudida,
    Y exhala al viento la infelice vida.


CXXVII.

      Tál piedra que arrojó mural tormento
    Cae, así el rayo que estallando asuela.
    Turbáronse las haces al momento:
    Echa cada Latino su rodela
    A la espalda, y, cambiando el movimiento,
    El bando urbano hácia sus muros vuela:
    Como caudillo principal, Asílas
    En pos impele las troyanas filas.


CXXVIII.

      Y ya llegaban á las puertas, cuando
    Veis que á la carga los Latinos gritan,
    De los brutos volviendo el cuello blando:
    A su turno los otros ejercitan
    La fuga, y vuelan rienda suelta dando.
    Dos veces los Toscanos precipitan
    Contra el muro á los rútulos guerreros,
    Dos, cubriendo la espalda, huyen ligeros.


CXXIX.

      Lo mismo en el vaivén de la marea
    El ponto, ora se avanza á la campaña,
    Altos escollos espumoso albea,
    Apartadas arenas crespo baña;
    Ora retrocediendo raudo ondea,
    Y riscos que rodó su hirviente saña
    Torna á sorber bajando, y se repliega,
    Y las húmedas playas desanega.


CXXX.

      Mas así que principian el tercero
    Encuentro, cada cual toma adversario,
    Y entra en calcada pugna el campo entero:
    Entónces fué el gemir, confuso y vario,
    Los que mueren; y arnes y caballero
    Nadar entre el estrago sanguinario
    Confundidos; y á par de los varones
    Semiánimes sucumben los bridones.


CXXXI.

      Arrecia el batallar duro y ardiente.
    Orsíloco del miedo se aconseja
    De combatir con Rémulo de frente,
    Y tirando al troton, bajo la oreja
    Híncale un dardo. Empínase impaciente
    Con el acerbo hierro que le aqueja,
    Y de uno y otro brazo el aire azota
    Furioso el animal, y al dueño bota.


CXXXII.

      Mata á Yólas Catilo; á Herminio mata,
    Alma grande, armas graves, cuerpo ingente:
    Desnudos cuello y hombros, se desata
    Undoso encima el oro de su frente:
    Golpes su cuerpo de esquivar no trata:
    ¡Tanto á la ofensa espacio da patente!
    Temblando en su ancha espalda el asta hundida
    Doblóle, de dolor, la larga herida.


CXXXIII.

      Sangre acá y acullá negra se vierte,
    Nada el acero talador perdona,
    Y todos entre golpes van la muerte
    Buscando, que gloriosa los corona.
    En medio á tanto horror, activa y fuerte
    Ufánase Camila, de Amazona,
    La de aljaba gentil, la que desnudo
    Presenta un pecho en el combate rudo.


CXXXIV.

      Y ya esparza la vírgen animosa
    Tantos astiles con que el aire llena,
    Ya el hacha de dos filos poderosa
    Esgrima, siempre á su hombro el arco suena,
    El arco de oro y armas de la Diosa.
    Ella, áun huyendo en la tendida arena,
    Vuelto el arco descárgale á deshora,
    Hiriendo atras con flecha voladora.


CXXXV.

      Dan á la semidiosa compañía,
    Flor de Italia y su corte, la doncella
    Larina, y Tula, y la que en liza impía
    La ferrada segur, hiriendo, amella,
    Tarpeya audaz; á quienes ella habia
    Para formar su comitiva bella
    Elegido por damas auxiliares,
    Fuese en paz, fuese en bélicos azares.


CXXXVI.

      Tal se ostenta, ya bata el Termodonte
    Helado, ya el peligro en la pelea
    Con armas vistosísimas afronte,
    La tracia hueste de Amazonas; sea
    Que á Hipólita circunden, ó que monte
    En su carro triunfal Pentesilea;
    La tropa femenil saltando agita
    Lunadas peltas, y en tumulto grita.


CXXXVII.

      ¿A quién, oh vírgen de marcial talante,
    Primero acometiste, á quién postrero?
    ¿Cuántos tu diestra derribó triunfante?--
    Fué Euneo, hijo de Clicio, á quien, primero,
    Largo abeto en el pecho por delante
    Ella hundió. Cae el mísero guerrero,
    Muerde el polvo, y muriendo, en sangre propia
    Revuélcase, vertida en larga copia.


CXXXVIII.

      Luégo á Líris embiste y á Pagaso
    Aquél, miéntras la brida asir pretende,
    Con su troton cayendo; estotro, al paso
    Que acude, y al caido amigo tiende
    La inerme diestra, en súbito fracaso
    Ruedan: sobre ambos á la par desciende
    Golpe mortal. Camila con su lanza
    A Amastro, hijo de Hipota, en pos alcanza.


CXXXIX.

      Tendiendo todo el cuerpo, amaga, estrecha
    A Harpálico en seguida y á Tereo,
    Y á Cromo y Demofonte. Cuanta flecha
    Ella envía, obediente á su deseo
    Mata un Frigio, ya á izquierda, ya á derecha.
    Allá léjos en tanto á Órnito veo
    En su caballo yápigo de caza
    Moverse, armado en desusada traza.


CXL.

      Cubre sus anchos hombros recio cuero
    De novillo: encajadas las ingentes
    Fauces de un lobo, nuevo aspecto y fiero
    Con las quijadas y albicantes dientes,
    Dan á su rostro. Un esparon grosero
    Menea. Entre los otros combatientes
    Revuélvese, y á todos su cabeza
    Sobra, abultada de animal fiereza.


CXLI.

      Cogió ella al cazador, ni afan le cuesta
    En hueste desbandada. «¡Y qué, Tirreno!
    ¿Piensas,» dice, «que aquí cazar te es fiesta
    Monstruos, cual de las selvas en el seno?
    Tiempo es que de armas de mujer respuesta
    Lleven tus voces. Ni de gloria ajeno
    Vas á la sombra de tu padre: díla
    Que á manos sucumbiste de Camila.»


CXLII.

      Habló así, mal contenta su venganza
    Con traspasarle el pecho. Y luégo humilla,
    Troyanos ambos de feroz pujanza,
    A Orsíloco y á Bútes. Donde brilla
    La tez del cuello, que á cubrir no alcanza
    Pendiente á izquierda del broquel la orilla,
    Entre el yelmo y loriga del jinete,
    Allí á Bute, en su fuga, el hierro mete.


CXLIII.

      Busca ambicioso en circular corrida
    Orsíloco, á su vez, á la guerrera:
    Sigue ella al mismo de quien es seguida,
    En órbita menor huyendo artera;
    Y descarga sobre él, volviendo erguida,
    Hacha tremenda: ruegos él reitera;
    Golpes ella, y las armas párte y huesos;
    Cubren la hendida faz calientes sesos.


CXLIV.

      A parar cerca de ella entónces vino,
    Y espantado suspéndese, el guerrero
    Hijo de Auno, habitante de Apenino,
    Que entre Ligures ya no fué el postrero
    Miéntras sus fraudes protegió el destino.
    Ve que huir no le es dado el trance fiero,
    Y ve tambien que de apartar no hay traza
    A la Reina cruel que le amenaza.


CXLV.

      Arbitrios á idear comienza astuto,
    Y dice: «Quien te aplaude, ¡oh cuánto yerra!
    No tú, mujer, mas tu arrogante bruto
    Autor es de tu gloria. Vén; mas cierra
    El camino á la fuga: á pié disputo
    Con las armas el campo: ambos á tierra
    Saltemos, y veamos, frente á frente,
    Si esa gárrula fama triunfa ó miente!»


CXLVI.

      Sintió del pundonor punzada aguda
    Camila; da el caballo á una escudera,
    E igualando las armas, con desnuda
    Espada, y parma sin divisa, espera.
    El mancebo del éxito no duda
    De su artificio, y huye: de ligera
    Riendas ha vuelto, y con la espuela dura
    Al veloz alazan volando apura.


CXLVII.

      «¡Falso ligur! en vano el triunfo cantas
    De las perfidias que aprendiste! en vano
    Soberbio esperas que artimañas tantas
    A tu padre falaz te vuelvan sano!»
    Dijo la vírgen; con aladas plantas
    Pasa, cual rayo, al fugitivo, y mano,
    Delante del caballo que volaba,
    Al freno pone, y del jinete traba.


CXLVIII.

      Y allí en la sangre de él venganza toma,
    Con la facilidad con que en el cielo,
    Desde alto pico abalanzado, asoma,
    Ave sagrada, el gavilan, y á vuelo
    Alcance da á la tímida paloma
    Sobre las nubes: cae la sangre al suelo,
    Miéntras él las rapantes uñas ceba,
    Y las plumas que arranca, el viento lleva.


CXLIX.

      No con ojos en tanto indiferentes,
    Sentado en alto en el Olimpo, mira
    Trabados en la lid los combatientes
    El Padre universal; y á nueva ira
    Mueve á Tarcon, que en ímpetus furentes
    Arde, á caballo entre el estrago gira,
    Y viéndolas cejar, habla á sus bandas
    En voces ora fieras y ora blandas.


CL.

      Por sus nombres ya á aquél, ya á éste apellida,
    Y el desigual combate restablece.
    «¡Tirrenos sin pudor! ¿qué os intimida?
    ¿Nunca será que á demostrarse empiece
    Nuestro viejo furor? Que de vencida
    Os lleve una mujer ¿no os enrojece?
    Si para huir vinisteis, compañeros,
    ¿A qué empuñar inútiles aceros?


CLI.

      »No así de Vénus combatir os cuesta
    En la nocturna lid. ¡Cuán de otro modo
    Saltais de Baco en la ruidosa fiesta
    Al són de corva flauta! ¡Id--si ese es todo
    Vuestro placer, si vuestra gloria es ésta--
    Rondad las mesas del festin beodo,
    Miéntras bien el augur os pronostica,
    Y os llama al alto bosque la hostia rica!»


CLII.

      Dijo así, y á morir con gloria atento,
    Pica el caballo, en el tropel se lanza,
    Y á Vénulo arremete turbulento:
    Con poderosa diestra le afianza,
    Y, arrancando al jinete de su asiento,
    Abrázale ante sí con gran pujanza.
    Vuela. Gritos de asombro el aire hienden,
    Y allá, todos allá la vista tienden.


CLIII.

      Vuela, armado llevándose un guerrero,
    Flamígero Tarcon por la llanura;
    Y tróncale la lanza, y va ligero
    Resquicios requiriendo á la armadura
    Por do llegue de muerte al prisionero.
    Mas éste rebelándose procura
    Apartar de su cuello la amenaza,
    Fuerza opone y la fuerza hostil rechaza.


CLIV.

      Como al dragon que se arrastraba en tierra
    Fiera arrebata un águila rojiza,
    Y vuela en alto, y con los piés le aferra,
    Y las sangrientas garras encarniza;
    Llagado el monstruo se retuerce, y cierra
    Las nudíferas roscas, y se eriza
    Con rígidas escamas, y su boca
    Silba, y erguido á su opresor provoca;


CLV.

      El ave en tanto de afligir no cesa
    Con corvo pico á la hidra reluchante,
    Y el aire con las alas bate ilesa:
    Arrancando con ímpetu triunfante
    Del tiburtino campo, así su presa
    El tirreno Tarcon lleva delante.
    Movidos de su ejemplo y suerte buena
    Tornan los Lidios á la ardiente arena.


CLVI.

      Arrunte, á quien por suyo el hado sella,
    Ganándola de mano, hábil espía
    Con dardo á punto á la veloz doncella,
    Y busca al golpe fiero fácil via.
    Si furiosa enemigos atropella
    En medio de la bélica porfía,
    Él vuelve allá solícitas miradas
    Y le sigue callando las pisadas;


CLVII.

      Y si es que ella á su campo victoriosa
    Torna el paso, tras recias embestidas,
    Él entónces allá con insidiosa
    Mano convierte las ligeras bridas.
    En su mañera ronda no reposa,
    Las entradas tentando y las salidas
    En largo giro, y con secreto gozo
    Blande el asta certera el cauto mozo.


CLVIII.

      En tal sazon en medio á los tropeles
    Con frigias armas luce rico y fiero
    Cloreo, consagrado ya á Cibéles,
    En bridon espumoso caballero:
    En oro entretejidas cubren pieles,
    Emplumadas de láminas de acero,
    Su caballo; y él mismo se engalana
    Con los esmaltes de extranjera grana.


CLIX.

      Cretenses flechas lanza cuando tiende
    El arco licio: al hombro el arco de oro
    Tiémblale al vate, y de oro el casco esplende
    Su clámide amarilla, y el sonoro
    Undívago ropaje anuda y prende
    En áurea joya; bárbaro tesoro
    Muslo y pierna guarnece, y de la aguja
    La arte sutil su túnica dibuja.


CLX.

      Tras éste corre, pues, la vírgen, ora
    Colgar quiera sus armas por trofeo
    Al templo, ó ya vestir, de cazadora,
    Cautivo el oro del vistoso arreo.
    Mujeril impaciencia la devora,
    Y en manos, ¡infeliz! de su deseo,
    En la confusa lid con alma y ojos
    Tras esa presa va y esos despojos.


CLXI.

      Arrunte, la ocasion llegada al dolo,
    El dardo aparejado, oró ferviente:
    «¡Oh tú, á quien los Hirpinos como á solo
    Dios del Soracte protector, la frente
    Humildes inclinamos, almo Apolo!
    Tú en cuyo honor cien pinos luz viviente
    En piras dan; y á cuya sombra santa
    Ascuas hollamos con segura planta!


CLXII.

      »¡Númen de alto poder! préstame oido:
    Matar á esa mujer, que es nuestra afrenta,
    Concede á nuestras armas. Nada pido
    Del triunfo para mí: ni tengo cuenta
    Con los despojos, ni del prez me cuido;
    Mi nombre de otros hechos se alimenta.
    ¡Ella caiga, ella muera! más no anhelo;
    Y vuelva yo inglorioso al patrio suelo!»


CLXIII.

      Parte oyó, y á la alada ventolina
    Parte de la plegaria Febo entrega:
    Que con muerte el mancebo repentina
    Postre á la vírgen arrojada y ciega,
    A eso la oreja y voluntad inclina:
    Que á su alta patria torne, eso le niega
    Al suplicante, y este dulce voto
    La borrasca le alzó, robóle el Noto.


CLXIV.

      Silba el dardo en el viento. En ese instante
    Todos los Volscos con espanto mudo
    Fijan de su señora en el semblante
    Ojos y mente. Ella saber no pudo
    De viento, silbo, ni asta amenazante,
    ¡Ay! hasta que llegó bajo el desnudo
    Izquierdo pecho á hincarse el hierro aleve,
    Y la virgínea sangre entrando bebe.


CLXV.

      A recibir acuden á porfía
    A la Reina temblando sus doncellas.
    Con mezcla de terror y de alegría
    Se hurta, ante todos, á la vista de ellas
    Arrunte desalado: ya no ansía
    Astuto perseguir ajenas huellas;
    Sin que de más que de escapar se acuerde,
    En medio del tumulto huye y se pierde.


CLXVI.

      Así aquel lobo que en el campo deja
    A un gran novillo, ó al pastor, sin vida,
    Cobarde al punto del lugar se aleja,
    El alcance temiendo, en presta huida;
    La conciencia del hecho audaz le aqueja;
    Medrosa bajo el vientre recogida
    Vuelve la cola, y sin mirar por dónde
    En marañada selva entra y se esconde.


CLXVII.

      Entre tanto la vírgen moribunda
    Arranca con la diestra el dardo hundido;
    ¡En vano! entre los huesos con profunda
    Llaga se ceba el hierro encrudecido.
    Sombra de muerte su mirada inunda,
    Fáltale ya la sangre y el sentido,
    Y la color que tuvo purpurina
    Desaparece de su faz divina.


CLXVIII.

      Ser llegada sintió su hora postrera,
    Y á Acca se vuelve, de su corte dama,
    En leales afectos la primera,
    En cuya fe su corazon derrama.
    «¡Acca!» dice, «¡mi dulce compañera!
    Ya se acabó de mi vivir la llama,
    A esta llaga no esperes que resista;
    ¡Toda es en torno oscuridad mi vista!


CLXIX.

      »Vé, y dí á Turno mi anhelo postrimero:
    Que ocupe mi lugar, y á los Troyanos
    De la ciudad repela.--¡Adios! ¡yo muero!»
    Calla, y huyen las riendas de sus manos;
    Fria ya, desmayado el cuerpo entero,
    Sucumbe renunciando á esfuerzos vanos,
    Y el blando cuello y la sagrada frente
    Reposa al fin la vírgen falleciente.


CLXX.

      Al reino de las sombras con gemido
    Huyó el alma indignada. En tal momento
    Se alza del campo unísono alarido
    Las estrellas á herir del firmamento.
    Al caer la heroína, más reñido
    Empéñase el combate. Ciento á ciento
    Embisten á una vez con altas voces
    Teucros, Tirrenos, Arcades veloces.


CLXXI.

      De la Diosa ministra vigilante,
    Impávida testigo de la liza
    Sentada en alto monte allá distante
    Ópis mirando está la horrenda riza.
    Mas viendo en el tropel vociferante
    La sentenciada Ninfa que agoniza,
    Su conmovido pecho no consiente
    Moderacion, y clama en voz doliente:


CLXXII.

      «¡Pobrecita de tí! porque contraste
    Hacer quisiste á la nacion troyana,
    ¡Oh, en qué modo cruel tu error pagaste!
    ¡Cuán cara te costó la guerra insana!
    ¡En vano desde niña fiel honraste
    En solitarias grutas á Dïana!
    ¡En vano por las selvas dando asombro
    Nuestro arco y flechas suspendiste al hombro!


CLXXIII.

      »Consuélate; no á muerte desastrosa
    A tí tu Reina abandonar pudiera;
    De gente en gente sonarás famosa,
    Y la mancha de inulta no te espera:
    Gloria y venganza te dará la Diosa,
    Gloria y pronta venganza; ¡oh, sí! quienquiera
    Que haya sido el autor de tu desgracia,
    Yo vengo al campo á castigar su audacia!»


CLXXIV.

      La tumba de Derceno, de Laurento
    Antiguo rey, del monte al pié se empina
    En que Ópis vigilaba, monumento
    De amontonada tierra, que una encina
    Con sombra amiga cubre. En un momento
    Su vuelo gentilísimo declina
    Agil la Diosa allá, y en lo alto puesta
    A Arrunte busca con mirada presta.


CLXXV.

      Con su marcial espléndido atavío
    Marchar le ha visto, en vanagloria hinchado;
    Y «¿A dónde, á dónde vas con tal desvío?
    Revuelve,» dice; «¡aquí te llama el hado!
    Matador de Camila, yo te fio
    Que llevarás el galardon ganado;
    A tí, tambien á tí se ha dado en suerte
    De armas divinas recibir la muerte!»


CLXXVI.

      Y habiendo del carcaj, que de oro es hecho,
    Sacado una saeta alada, apunta
    No sin ira la Ninfa, á largo trecho
    Tendiendo el arco, hasta que comba y junta
    Entre sí los extremos ante el pecho,
    Y, ambas manos en línea igual, la punta
    Tocando está del hierro con la izquierda,
    Y el seno con la diestra y con la cuerda.


CLXXVII.

      El disparado arpon que rasga el viento
    Sintió Arrunte, y á par del estallido,
    En sus carnes el hierro entrar violento.
    No alcanzó de los suyos sino olvido,
    Que en medio de revuelto campamento
    Lanzar le dejan el postrer gemido
    Sobre el polvo ignorado. Alzando el vuelo
    Ópis veloz restituyóse al cielo.


CLXXVIII.

      De Camila la banda á triste huida
    Se entrega: ya los Rútulos turbados,
    Ya Atina, el valeroso, ha vuelto brida.
    Sin jefes, sin enseñas los soldados
    Al muro corren á buscar guarida,
    A escape, por los Teucros acosados,
    De muerte perseguidos. No hay quien mueva
    Armas en contra ni á esperar se atreva.


CLXXIX.

      Aliento, sólo para echar, les queda,
    Al hombro el arco laxo: el suelo duro
    Baten los cascos voladores: rueda
    Del campo á la ciudad turbion oscuro.
    Las matronas la infausta polvareda
    Ven, rompiéndose el pecho, desde el muro:
    Agudo sube el femenil lamento
    Las estrellas á herir del firmamento.


CLXXX.

      Aquellos mismos que patente entrada
    Hallan, yendo adelante, no por eso
    Evitan de la turba encarnizada
    Que envuelta en el tropel los sigue, el peso.
    Tal hubo á quien alcance dió la espada
    Ya en el umbral, á do llegaba ileso,
    Y en la patria ciudad, recien llagado,
    Va á morir de su hogar en el sagrado.


CLXXXI.

      Mas de la plaza al ver los guardadores
    Que amigos y enemigos junto llegan,
    Puertas danse á cerrar, y á los clamores
    No osan ceder de los que ansiosos ruegan.
    Nacieron del terror ciegos furores:
    Estos, armas en mano, el paso niegan;
    Con las suyas abrirlo aquéllos quieren,
    Y en choque horrendo asaz matan y mueren.


CLXXXII.

      Los exclusos, que en vano buscan senda
    (Espectáculo fiero á los llorosos
    Padres), ó urgidos de presion tremenda
    Caen despeñados en los hondos fosos,
    O contra la muralla á toda rienda
    Arrójanse á estrellarse impetüosos,
    Y los ferrados postes acomete
    La ciega masa con furor de ariete.


CLXXXIII.

      Desde el muro matronas y doncellas
    Negras púas y recios leños tiran,
    Si aceros faltan, y á seguir las huellas
    De la Amazona intrépidas aspiran.
    Puro amor de la Patria tanto en ellas
    Hace, que sólo á defenderla miran
    Tendiendo el cuerpo, y cada cual espera
    Morir en el empeño la primera.


CLXXXIV.

      En este medio allá en los escondidos
    Senos del bosque á Turno desconcierta
    Nueva cruel que lleva á sus oidos
    Acca en gran turbacion:--Camila, muerta:
    Los Volscos, destrozados, destruidos:
    Del enemigo la victoria, cierta;
    Suyo el abandonado campamento:
    El terror á las puertas de Laurento.


CLXXXV.

      El mancebo al instante ardiendo en ira
    (No sin que á ello en su daño le persuada
    La voluntad de Jove) se retira
    Del agrio bosque y pérfida celada.
    A tiempo que él de nuevo á sus piés mira
    Dilatarse los llanos, la evacuada
    Montaña Enéas penetró, la altura
    Supera, y sale de la selva oscura.


CLXXXVI.

      Raudo uno y otro á la ciudad camina;
    No muchos pasos entre sí distantes
    Y en órden van. La hueste laurentina
    Y de polvo los campos humeantes
    Delante Enéas ve: que él se avecina
    Turno advierte á su vez; de los infantes
    Ha sentido el concorde movimiento
    Y de los potros el fogoso aliento.


CLXXXVII.

      Y al combate principio allí se diera,
    Si, á par que el hemisferio desampara,
    No ya el rosado Febo en la onda ibera
    Sus cansados cabellos recreara.
    Abriendo de la noche la carrera
    Fallece el dia, y sin su lumbre clara
    Deja á entrambos ejércitos, los cuales
    Cercando el muro asientan sus rëales.




LIBRO DUODÉCIMO.


I.

      Turno, como á las haces de Laurento
    Bajo impropicio Marte debeladas
    Perder contemple el primitivo aliento,
    Y que en torno solícitas miradas
    De su palabra audaz al cumplimiento
    Le empeñan, mudamente en él clavadas.
    Implacable de suyo se enardece
    Y con sus iras su arrogancia crece.


II.

      Como leon que en la africana arena,
    Si le han herido cazadores, arde
    En rabia, que su roto pecho llena
    Por grados; y ya, en fin, con fiero alarde
    Armas mueve; sacude la melena
    Sobre el fornido cuello, y el cobarde
    Dardo rompiendo que llevó prendido,
    Da con labio sangriento un gran rugido:


III.

      No de otra suerte el fuego de venganza
    En el alma de Turno se acrecienta.
    Va luégo á hablar al Rey, sin que templanza
    Sufra en el tono su pasion violenta:
    «¡Señor!» dícele, «en Turno no hay tardanza,
    Ni hay por qué de lo dicho se arrepienta
    El vil Dardanio ó lo pactado altere;
    Soy con él en batalla, si esto quiere.


IV.

      »Tú en la forma ritual el desafío
    Propon con esta ley, augusto anciano:
    O ha de lanzar al Tártaro sombrío
    A ese prófugo de Asia aquesta mano,
    Y sentado contemple el campo mio
    Que por la honra comun mi ardor no es vano;
    Ó él á todos en mí vencidos vea,
    Suya Lavinia con el triunfo sea.»


V.

      Latino respondió palabras tales
    Con grave y reposado continente:
    «Lo mismo que entre todos sobresales,
    Mancebo audaz de corazon valiente,
    Por tus feroces ímpetus marciales,
    Más que todos me cumple ser prudente,
    Y es bien que todo yo lo pese y mida,
    Consejos oiga y en sazon decida.


VI.

      »Villas ganadas por tu esfuerzo tienes,
    Y tienes de tu padre el real palacio;
    Latino, como Dauno, abunda en bienes
    Y en liberal afecto. Hay en el Lacio
    Otras beldades de virgíneas sienes,
    Nobles tambien. Perdona si me espacio
    En ideas amargas: lo que siento
    Te diré sin disfraz; estáme atento:


VII.

      »A antiguos pretendientes la hija mia
    No he debido otorgar; á tal partido
    Hombres y Dioses oponerse vía.
    Vencido de mi amor á tí, vencido
    Fuí del deudo, y del llanto y frenesía
    De la régia consorte: al recibido
    Yerno quito su bien, todos los lazos
    Rompo, y de impía guerra échome en brazos!


VIII.

      »De entónces cuántas bélicas faenas
    Me envuelven, sabes, Turno; ¿y qué no hallas,
    Tú mismo, tú el que más, de ímprobas penas?
    Perdimos en el campo dos batallas;
    Las esperanzas de la Patria apénas
    Guarecemos ahora entre murallas:
    Aun cálido con sangre el Tibre ondea,
    Aun de osamentas la llanura albea.


IX.

      »¡Ay! ¿á qué instable acuerdos tomo y mudo?
    ¿Qué demencia me impele y me desvía?
    ¿Por qué la guerra á suspender no acudo
    De una vez, vivo tú, si, muerto, habria
    De atar con ellos amistoso nudo?
    ¡Ser no puede mi suerte tan impía
    Que, porque mi hija y sociedad me pides,
    A exponerte me fuerce á horrendas lides!


X.

      »Los consanguíneos Rútulos ¿qué hubieran
    De decir? ¿qué la Italia toda?... ¡Mira
    Los altibajos que al que lidia esperan!...
    ¿Piedad tu viejo padre no te inspira
    Si pesares su término aceleran?
    ¡En Ardea, ausente tú, por ti suspira!»
    Habló. Turno á razones no se inclina;
    Es estímulo al mal la medicina.


XI.

      Insiste en sus propósitos; y luégo
    Que pudo desatar la voz, turbado
    De aquel furor inexorable y ciego,
    «¡Monarca venerable! ese cuidado
    Que tomas,» dice, «por mi bien, te ruego
    Te dignes por mi bien echarle á un lado;
    ¡Permite que áun á costa de mi vida
    Conquiste yo la gloria apetecida!


XII.

      »Sí, que no es tan inválido mi acero,
    Ni golpes da mi diestra tan en vago:
    ¡Tambien hienden mis armas cuando hiero,
    Y allí brota la sangre donde llago!
    No acudirá esta vez tan de ligero
    Diva madre á librarle del amago;
    Seránle contra mí defensa flaca
    Femíneos velos entre nube opaca!»


XIII.

      La Reina, en tanto, á quien temblar hacía
    Aquel nuevo combate, á Turno ardiente,
    Su electo yerno, detener porfía;
    Y ya entre sí mortal despecho siente:
    «¡Óyeme!» dice, «¡tú, esperanza mia,
    Consuelo solo á mi vejez doliente!
    Columna del Estado glorïosa;
    Mi casa entera en tu favor reposa.


XIV.

      »¡Oh Turno! por mi bien y mi decoro,
    Si algun respeto y atencion me debes,
    Te ruego, y por las lágrimas que lloro,
    Que con los Teucros tu valor no pruebes;
    ¡Es la única merced de tí que imploro!
    Mio será cualquiera fin que lleves;
    Pues yerno á Enéas no veré cautiva:
    ¡No pienses ¡ah! que yo te sobreviva!»


XV.

      Oye á su madre, y lágrimas derrama
    Lavinia, y harto dice su mejilla;
    Vivo rubor la baña de la llama
    Que en los huesos empieza á consumilla:
    Marfil semeja el rostro de la dama
    Que en múrice sangriento tinto brilla,
    Ó albo lirio á quien da profusa rosa,
    Con él mezclada, su color fogosa.


XVI.

      Turbado, en la beldad que le enamora
    Ha fijado los ojos el guerrero,
    Y arde más por lidiar. «¿Y á qué, señora,»
    Conciso dice á Amata, «el triste agüero
    Me ofreces de tus lágrimas, ahora
    Que de Marte me arrojo al lance fiero?
    ¡Cesa, te ruego! A Turno, madre pia,
    Parar no es dado de su muerte el dia.


XVII.

      »Y tú al frigio tirano, Idmon, vé y lleva,
    Mal que le suene, este mensaje: «Luégo
    Que haya asomado al mundo Aurora nueva
    Sobre sus ruedas de matiz de fuego,
    Contra el mio su ejército él no mueva,
    Guarden Teucros y Rútulos sosiego:
    Sea con nuestra sangre disputada
    Lavinia, en ese campo, espada á espada!»


XVIII.

      Dice, y va á su mansion. ¡Con qué alegría,
    Pidiendo sus caballos, ve que atentos
    Bufan ante él con noble bizarría!
    Blancos cual nieve, rápidos cual vientos
    A Pilumno ofrendólos Oritía.
    Aurigas les cortejan: los contentos
    Pechos la palma en hueco són golpea,
    Y el crin les peina que revuelto ondea.


XIX.

      Ensáyase á los hombros la coraza,
    Toda de oro erizada y de blanquizo
    Oricalco; el escudo fino embraza;
    Prende la espada y el creston rojizo:
    Espada aquella de divina traza
    Que el Dios del fuego por sus manos hizo,
    Candente la templó en la estigia ola,
    Y al padre Dauno él mismo reservóla.


XX.

      En medio al edificio puesto habia
    La recta lanza contra gran coluna:
    Arrebátala airado--arma que un dia
    Ganó al aurunco Actor su alta fortuna--
    Y en furibunda voz: «¡Vén, lanza mia,
    Nunca sorda á mis votos! Oportuna
    Ocasion es llegada: Actor el grande
    Ya te supo blandir; Turno hoy te blande!


XXI.

      »¡Ven! (dice, y fulminante la menea)
    «¡Oh! dáme que á ese Frigio afeminado
    Bajo tus botes confundido vea;
    Que la tersa loriga, mal su grado,
    Rota, arrancada, destrozada sea,
    Y el cabello gentil todo empolvado
    Que unge, en mirra y con hierro ardiente riza!»
    Turno así delirando se encarniza.


XXII.

      Y ya al rostro el incendio que le agita
    Brota, y siniestro en su mirar chispea.
    Así tambien sus armas ejercita
    El toro que se ensaya á la pelea;
    Terríficos mugidos da, se irrita
    Contra el tronco de un árbol, y en idea,
    Hiriendo al aire, á su contrario llama,
    Y el escarbado polvo desparrama.


XXIII.

      No ménos fiero Enéas por su lado
    Anímase á la lid, la lid anhela,
    De las maternas armas rodeado.
    Admite el reto, apláudele. Revela
    A sus amigos el querer del hado,
    Y al afligido Ascanio así consuela.
    Nobles envía que á Latino lleven
    Leal respuesta y el concierto aprueben.


XXIV.

      Apénas con el rayo rubicundo
    Las crestas de los montes se teñian
    (A la hora en que, del piélago profundo
    Los caballos del Sol saliendo, envían
    Por las altas narices luz al mundo),
    Y Rútulos y Teucros ya acudian
    Campo á medir, ante la gran muralla,
    Donde se dé la singular batalla.


XXV.

      Unos, de grama, en medio del arena,
    A los Dioses comunes ponen aras;
    Otro, el limo vestido, y de verbena
    Orlado, fuego trae y linfas claras.
    El ejército ausonio á puerta plena
    Sale, con picas uniforme; y raras
    Y varias armas á su vez mostrando,
    Viene el troyano y el tirreno bando.


XXVI.

      ¿Quién lid recia y de muertos altas pilas
    No augurara de aquel marcial arreo?
    Pasar volando en medio de las filas
    A los insignes capitanes veo
    Radiantes de oro y grana: el fuerte Asílas,
    Nieto ilustre de Asáraco Mnesteo,
    Y Mesapo, aquel hijo de Neptuno,
    Domador de caballos cual ninguno.


XXVII.

      Cada cual á su sitio vuelve, y mudos,
    A una seña obedientes, en el suelo
    Hincan lanzas y arriman los escudos.
    Las madres ya, con zozobrante anhelo,
    Y los ancianos, de vigor desnudos,
    Y plebe inerme, á presenciar el duelo
    Agólpanse á los techos y á las yertas
    Torres, ú ocupan las altivas puertas.


XXVIII.

      Juno en tanto, de vivo afan llevada,
    Se ha posado en la cima del Albano--
    Monte sin nombre á la sazon, pues nada
    Al sitio daba gloria;--y sobre el llano
    Solícita dirige la mirada,
    Registra el horizonte, y el troyano
    Ejército á la vez y el laurentino
    Contempla, y la ciudad del rey Latino.


XXIX.

      Tornóse á hablar la Diosa de repente
    A la hermana de Turno: semidea
    Que, puesta de aguas dulces á la frente
    Tal vez en limpio estanque se recrea,
    Tal en sonora despeñada fuente:
    El alto Rey que el éter señorea
    Su virginal honor robado habia,
    Y premióla con esta primacía.


XXX.

      «¡Ninfa, honor de las ondas cristalinas,
    Carísima ante todas á mi pecho!»
    (Juno la dice) «á tí entre las Latinas
    Que Júpiter infiel subió á mi lecho
    Sola amé y elegí, y en las divinas
    Mansiones á ocupar te dí derecho
    Glorioso asiento. Oye tu mal ahora,
    Yuturna, en el afan que me devora.


XXXI.

      »¡Oh! ¡no me inculpes! Por do ví camino
    De la Suerte y las Parcas mal cerrado
    A la esperanza del poder latino,
    Por allí á Turno y tu ciudad de grado
    Siempre auxilié. Con inferior destino
    Hoy al caro adalid miro abocado
    A horrendo lance, y acercarse siento
    ¡Ay! de las Parcas el fatal momento!


XXXII.

      »No sufren, no, mis ojos esa lucha
    Ni esa paz. Tú el favor que darse pueda
    (Caso es urgente, y pide audacia mucha)
    Corre á dársele á Turno: acaso ceda
    La adversa suerte.» Atónita la escucha
    Yuturna, y llanto por su rostro rueda;
    Tres, cuatro veces en herir se agrada
    El seno hermoso con la diestra airada.


XXXIII.

      «No es tiempo» (insiste la saturnia Diosa)
    «De llorar. A tu hermano vé y liberta,
    Si hay medio, de la muerte que le acosa;--
    Ó provoca un conflicto, y desconcierta
    El pacto celebrado: ¡elige y osa!
    Te doy mi autoridad.» Fuése, é incierta
    Ha dejado á la Ninfa y confundida,
    Con aquella en el alma triste herida.


XXXIV.

      Salen los Reyes ya. Con mole ingente
    Viene Latino de su campo; tiran
    Cuatro brutos su carro, y de su frente
    Doce áureos rayos en redor se miran,
    Del Sol su abuelo emblema refulgente.
    Turno va en ruedas que arrastradas giran
    De dos caballos blancos, y su diestra
    Dos dardos de ancha hoja en alto muestra.


XXXV.

      De acá, orígen de Roma, el Rey troyano
    Marcha, y con armas célicas fulgura
    Y con sidéreo escudo. Al par galano
    Avanza Ascanio, en quien feliz se augura
    Otra esperanza del poder romano.
    El sacerdote en alba vestidura
    Un lechon y una intonsa corderilla
    Conduce al ara donde el fuego brilla.


XXXVI.

      Vuelven los ojos hácia el sol naciente:
    La mola esparcen, con el hierro siegan
    En la testa á la víctima presente
    Breves mechones que á la llama entregan,
    Y las tazas alzando juntamente
    Con el sacro licor las aras riegan.
    Empuña Enéas el desnudo acero,
    Y así sus preces pronunció el primero:


XXXVII.

      «¡Sol! ¡de mi juramento sé testigo!
    ¡Y tú, á do el hado al fin me da que aporte
    Despues de afanes tantos, suelo amigo!
    ¡Y oh Rey omnipotente y real consorte,
    Alma hija de Saturno, ya conmigo
    Ménos severa, oidme! ¡Y tú, Mavorte,
    Que sobre el haz de la anchurosa tierra
    Haces rodar el carro de la guerra!


XXXVIII.

      »¡Tambien las sacras fuentes y los rios,
    Y cuanto númen sobre el aire impere
    Y en la cerúlea mar, me escuchen pios!
    Marcharán, si de Turno el triunfo fuere,
    De Evandro á la ciudad Yulo y los mios;
    El vencedor del campo se apodere,
    Ni tema que á este reino los Troyanos
    Vuelvan infieles con armadas manos.


XXXIX.

      »Mas si á mí el triunfo Marte da--lo espero,
    Y ¡oh! confirmen los Dioses mi esperanza!--
    No haré que humille, mísero pechero,
    El ítalo al Troyano su pujanza,
    Ni optaré el cetro soberano. Quiero
    Que, invictos ambos pueblos, de alïanza
    Nudos estrechen que perpetuos duren,
    E iguales leyes como hermanos juren.


XL.

      »Yo los ritos daré, daré el divino
    Culto; su alto poder conserve entero
    Y el derecho de guerra el rey Latino;
    Muro á mí los Troyanos duradero,
    Que por Lavinia se dirá Lavino,
    Alzarán.» Así Enéas el primero
    Habló; luégo Latino, la mirada
    Vuelta al cielo, y la diestra levantada:


XLI.

      «Tambien, ¡oh Enéas! por el Éter puro,
    Y por la Tierra y líquido Oceano,
    Y por los hijos de Latona juro;
    A ambos invoco, y al bifronte Jano:
    Por las Deidades del Averno oscuro
    Y el santuario de Pluton tirano;
    Y oiga mi voz el Padre omnipotente
    Que pactos sella con su rayo ardiente!


XLII.

      »Toco el ara, y el almo fuego alzado
    En medio de los dos, testigo sea:
    ¡Oh! cualquiera que fuere nuestro estado,
    No llegue dia en que romper se vea
    Esta paz en Italia, este tratado!
    Que anegue el orbe fuerza gigantea
    Y al Tártaro derribe el firmamento;--
    ¡No hará volver atras mi juramento!


XLIII.

      »Como este cetro la palabra mia:
    Falto del jugo vegetal materno,
    Segado en brazos y melena umbría,
    Ya verdor no dará frondoso y tierno:
    Hierro al bosque arrancóle, árbol un dia;
    El arte en bronce le embutió, y eterno
    Emblema de los reyes de mi casa,
    De mano en mano incorruptible pasa.»


XLIV.

      Tal dice, y muestra al par en las reales
    Manos el cetro venerado. Sellan
    Ambos sus votos con razones tales
    En medio de los próceres. Degüellan
    Ante el fuego despues los animales
    Sagrados, palpitantes los desuellan,
    Y encima de las aras las calientes
    Entrañas ponen en colmadas fuentes.


XLV.

      Tiempo há ya que las rútulas legiones
    Del iniciado pacto auguran males;
    Un secreto pavor sus corazones
    Ocupa, y más cuando á los dos rivales
    Próximos ven, y de ambos campeones
    Consideran las fuerzas desiguales.
    El modo infausto como Turno avanza
    Crece la popular desconfianza.


XLVI.

      Mudo y á lento paso comparece
    A doblar ante el ara la rodilla;
    Su juvenil figura palidece,
    Baja la vista, mustia la mejilla.
    Ve la Ninfa al hermano, y ve cuál crece
    En sordas voces la naciente hablilla,
    Turbados pechos vacilar advierte;
    Y entre ellos, disfrazada de Camerte--


XLVII.

      Era éste un lidiador que gala hacía
    De su antigua nobleza, y cuya espada
    De su padre á la clara nombradía
    En el ardor de bélica jornada
    Correspondió con noble bizarría--
    Entre ellos, de Camerte disfrazada,
    Yuturna, pues, astuta el pié desliza,
    Y rumores sembrando el fuego atiza:


XLVIII.

      «¿Que al invasor se oponga, no es vergüenza,
    Rútulos, sola un alma? ¿Ó de él, insanos,
    Temblais que en fuerza ó multitud nos venza?
    Ved: Arcades, y Teucros y Toscanos,
    Hueste á Turno fatal: allí comienza,
    Y allí acaba; están todos: si á las manos
    Con dos nuestros solo uno de ellos viene,
    No temo que su número se llene.


XLIX.

      »Subirá de los Númenes al lado
    Él, que ahora á sus aras reverente
    Se ofrenda; en alas de la fama alzado
    Cobrará vida en boca de la gente;
    Miéntras nosotros, pueblo vil, sentado
    A mirarle con ojo indiferente,
    Quedaremos sin patria: el tiempo acerba
    Y justa servidumbre nos reserva!»


L.

      Así exalta las almas. Por instantes
    Se agrandan, vueltas dando, los rumores.
    No son los Laurentinos cual en ántes;
    Aun los mismos Latinos, que de horrores
    El término esperaban anhelantes,
    Abren súbito el pecho á los furores,
    De Turno el caso indigno les conduele,
    Y arden ya porque el pacto se cancele.


LI.

      Atenta á la ocasion que la convida,
    Yuturna entónces da en el alto cielo
    Gran señal que los ánimos decida
    Y engañe de los Ítalos el celo.
    Esforzaba en la atmósfera encendida
    Tras ribereños pájaros el vuelo
    La roja ave de Júpiter, y puso
    En triste fuga al escuadron confuso.


LII.

      A las olas de súbito se cala,
    De un cisne hermoso aferra, y por el viento
    Con ímpetu feroz remonta el ala.
    Los Ítalos la observan; y ¡oh portento!
    Clamor acorde el bando aéreo exhala,
    Y en densa nube é inverso movimiento
    Persigue á la cruel de quien huia;
    Bajo sus plumas se oscurece el dia.


LIII.

      Tanto la han acosado, y tal le pesa
    Su nueva mole al águila, que al rio
    Floja la garra al fin suelta la presa,
    Y piérdese en el ámbito vacío.
    En júbilo trocando la sorpresa
    Los Ítalos, y en alto vocerío
    Rompiendo, la simbólica apariencia
    Saludan, y á las manos dan licencia.


LIV.

      Tolumnio el adivino habló el primero:
    «¡Oh! lo que tanto ansié cúmplese ahora:
    Me dan los Dioses favorable agüero.
    A mi ejemplo, á mi voz, sin más demora
    Requerid, desgraciados, el acero
    Contra ese advenedizo que os azora,
    Que con tímidas aves os iguala
    Y vuestras costas ominoso tala!


LV.

      »A salvar nuestro Rey de uñas feroces
    Venid, las filas estrechad: yo os fio
    Que fugitivo el robador, veloces
    Las alas soltará de su navío
    A perderse en los mares.» Tales voces
    Lanza el augur, y con resuelto brío
    Corre adelante, y una lanza tira
    A los contrarios que á su alcance mira.


LVI.

      Inevitable el asta huye y rechina;
    Suena inmenso clamor; tumultuosa
    Agitacion los órdenes domina
    De bancos, y en los ánimos rebosa.
    Nueve hijos, de belleza peregrina,
    Que al árcade Gilipo etrusca esposa
    Dió, fiel cuanto fecunda, hizo el Destino
    Que estuviesen enfrente al adivino.


LVII.

      A uno de ellos, gallardo á maravilla,
    Y vestido de fúlgida armadura,
    Por medio al vientre, donde usado brilla
    Tahalí cuyos cabos asegura
    En la parte central dentada hebilla,
    Por allí á traspasarle se apresura
    El crudo hierro, y sus costillas hienden,
    Y en el rojo arenal yerto le tiende.


LVIII.

      Enciéndese mortal resentimiento
    En los hermanos: arma arrojadiza
    Uno toma, otro espada empuña; á tiento
    La animosa legion corre á la liza.
    Vuela en contra la hueste de Laurento;
    Va en pro, con armas que el blason matiza,
    El Arcade, y con él, ardiendo en saña,
    Teucro y Etrusco inundan la campaña.


LIX.

      Así á todos aguija un mismo anhelo,
    El de reñir: á despojar se atreven
    Las aras: se oscurece todo el cielo
    Con los dardos innúmeros que llueven.
    En tanto los ministros, en su duelo,
    Vasos, sacros hogares léjos mueven;
    Huye, en viendo deshechos los tratados,
    Latino con sus Dioses ultrajados.


LX.

      Aquél engancha un tiro, miéntras éste
    Monta de un salto en su bridon guerrero,
    No sin que el hierro centellante apreste.
    Romper ansiando el pacto, á caballero
    Mesapo va contra el tirreno Auleste,
    Rey él mismo y de insignias régias fiero,
    Quien en las aras, al ciar, tropieza,
    Y hunde entre ellas, rodando, hombro y cabeza.


LXI.

      Encima el agresor se precipita,
    Y enhiesto, en su corcel, lanzon horrendo
    Sobre el postrado príncipe ejercita;
    Rogaba en vano el infeliz gimiendo.
    «¡Cayó, y ante el altar!» Mesapo grita;
    «Gran víctima á los Númenes ofrendo!»
    Caliente aún, los Ítalos en torno
    Quitan al cuerpo noble el rico adorno.


LXII.

      Corineo un tizon tomó del ara,
    Y como Ebuso herirle amenazase,
    Fulminóle las llamas en la cara:
    Arde y luce la luenga barba, y dase
    Ingrata á oler. Mas él aquí no pára,
    Y al que ofuscó, por los cabellos ase,
    Y, poniéndole encima la rodilla,
    Su flanco hiere con atroz cuchilla.


LXIII.

      A Also, el pastor, por entre armada gente
    En las primeras filas daba caza
    Podalirio; mas vuélvese el huyente
    Súbito, y al que al hombro le amenaza,
    Con su hacha frente y barba de un fendiente
    Párte, y riégale en sangre la coraza.
    A eterna noche al mísero destierra
    El férreo sueño que sus ojos cierra.


LXIV.

      Enéas, la cabeza descubierta,
    Tendiendo inerme está la diestra pia,
    Y «¿A dónde, á dónde vais? ¿qué os desconcierta?»
    Exclama en voces que á su gente envía.
    «¡Oh, enfrenad esas iras! Firme y cierta
    Está mi voluntad: la lid es mia,
    Nada romper podrá las condiciones:
    No, no al temor rindais los corazones!


LXV.

      »Dejadme, y esta mano valedero
    Hará el sellado pacto. Sacros ritos
    A Turno deben á mi solo acero.»
    En medio á estas razones y altos gritos,
    Hé aquí silbando en ímpetu ligero,
    En la nube de hierros infinitos
    Que al impasible paladin respeta,
    A herirle vino alígera saeta.


LXVI.

      ¿Qué fuerza la condujo? ¿de cuál mano
    Partió? ¿Qué acaso, ó númen escondido
    Dió tal gloria á los Rútulos? Arcano
    Hondo fué. No se holgó de haber herido
    Mortal ninguno al capitan troyano.
    Mas cuando á Enéas alejarse vido
    Y advirtió de sus nobles la mudanza,
    Turno abre el pecho á férvida esperanza,


LXVII.

      Y los trotones pide y las tremendas
    Armas; de un salto sobre el carro, altivo
    Monta, impaciente por regir las riendas.
    Vuela: ya á éste, ya á esotro, semivivo
    Vuelca, á la Muerte acumulando ofrendas;
    O arroja sobre el bando fugitivo
    Lanzones que arrebata, ó atropella
    Filas, y en curso abrumador las huella.


LXVIII.

      Cual cerca al Hebro helado, con sangriento
    Ardor bate su escudo en són de guerra
    Marte, sus potros de encendido aliento
    Lanzando al llano desde la alta sierra;
    Delante corren del alado viento,
    Gime bajo sus piés la tracia tierra,
    Cien formas de Terror, de Insidia y Saña
    Cortejo son que en torno le acompaña:


LXIX.

      Así el Rútulo impele sus caballos
    Todos cubiertos de sudor que humea;
    Y á hombres sin fin, despues de derriballos,
    Con ímpetu furial en la pelea,
    Concúlcalos cruel: los duros callos
    Sangre desparcen que la crin gotea,
    Y en ruidoso tropel, por donde pasan,
    Con sangre el polvo de la lid amasan.


LXX.

      Rindió de cerca á Folo y á Tamiro,
    A Esténelo dió muerte, aunque lejano;
    Tambien á Glauco de distante tiro
    Mata, y á Lade al par, de Glauco hermano:
    Formó á estos dos para la lid, ya en giro
    De carro volador, ya mano á mano
    En el palenque, con igual pericia,
    Su padre Imbraso en la materna Licia.


LXXI.

      Mézclase en otra parte en la porfía
    Eumédes, prole de Dolon, preclara
    En guerra: el nombre del abuelo habia
    Tomado; en alma y brazos se equipara
    Al padre--aquél que ya, como de espía
    Al campo griego á entrar se aventurara,
    Los caballos del hijo de Peleo
    Pidió en premio; otro dióle el de Tideo!


LXXII.

      Seguia, al aire libre, en campo abierto,
    Turno á Eumédes, con leve dardo: enfrena
    Su carro, salta, llega; semimuerto
    Al fugitivo halló sobre la arena:
    El pié al cuello le pone; al puño yerto
    Le arranca hoja luciente, y se la ensena,
    Tiñéndola hasta el pomo, en la garganta,
    Y fiero así sobre él victoria canta:


LXXIII.

      «¡Troyano! el suelo hesperio que sangrienta
    Tu planta holló, mejor ya mides, creo:
    Esta es mi paga al que á lidiar me tienta;
    Estos los muros que te alzó el deseo.»
    Sus dardos luégo á Asbute, á Daré avienta,
    A Tersíloco, Síbaris, Cloreo,
    Y á Timete, á quien potro asombradizo
    Cerviz abajo descender le hizo.


LXXIV.

      Cual bate ronco Bóreas el Egeo,
    Y la mar, á sus soplos paralela
    Rueda á la playa en levantado ondeo;
    Alta nube en el aire huyendo vuela:
    Tal densas haces arrolladas veo
    Doquier que sus bridones Turno impela;
    Envuélvele su propio movimiento,
    Y sus plumas agita hendido el viento.


LXXV.

      Tanto alarde de bárbara pujanza
    Fegeo no sufrió: con mano loca
    Los fieros brutos á atajar se avanza
    Del freno asiendo en la espumante boca.
    Arrástranle indomables; ancha lanza
    Su cuerpo, aunque sedienta, apénas toca
    Bajo la triple malla, por do hiende
    A salvo, miéntras él del yugo pende.


LXXVI.

      Mirando á su adversario, en vano embraza
    Su escudo, en vano por socorro grita
    Esgrimiendo la daga; le amenaza
    El eje y rueda que veloz se agita.
    Cayó. Por entre el yelmo y la coraza
    Turno, que ya sobre él se precipita,
    De un tajo la cabeza le cercena,
    Y tronco informe déjale en la arena.


LXXVII.

      En tanto que con ímpetus furiales
    Corriendo la campaña Turno hacía
    En carro vencedor destrozos tales,
    Bañado de la sangre que vertía
    Van á Enéas llevando á sus rëales
    Fiel Acate y Mnesteo; compañía
    Le da Ascanio, y él mismo en su asta larga
    Cada segundo paso el cuerpo carga.


LXXVIII.

      Roto el cabo, la punta que le hiere
    El héroe trata de arrancar; se irrita
    Su impaciencia; algun medio, aquel que fuere
    Brevísimo entre todos, solicita:
    Que abra los bordes de la llaga quiere
    Ancha espada, y los senos que visita
    Hondo el hierro, descubra; tal su ruego,
    Y que á lidiar le restituyan luégo.


LXXIX.

      Hé aquí venido habia á su presencia
    Yápix, hijo de Yaso, aquel que Febo
    Señaló con gloriosa preferencia:
    Sí, que á él, estando aún tierno mancebo,
    Comunicó sus dones y alta ciencia
    El Dios, llevado de amoroso cebo;
    De los agüeros enseñóle el arte,
    Y en su cítara y arco dióle parte.


LXXX.

      Mas él, que al caro padre desahuciado
    Sólo pensaba en prolongar la vida,
    De sanitarias plantas el callado
    Estudio cultivó por escondida
    Senda. En su lanza Enéas apoyado
    Está, y á sordas brama, y de crecida
    Juventud que le cerca, el vago espanto
    Contempla inmóvil y del hijo el llanto.


LXXXI.

      Remángase la veste el buen anciano
    Al uso de Peon; y con discreta
    En balde aplica y diligente mano
    Hierbas divinas de virtud secreta;
    El encarnado hierro tienta en vano;
    Con tenaza mordaz tal vez lo aprieta.
    ¡Ah! no da el almo Apolo traza alguna,
    Ni encamina el conato la Fortuna.


LXXXII.

      Y ya el pavor invade el campamento,
    Espantosa amenaza se aproxima,
    En polvo se condensa el firmamento,
    Tropel de caballeros se oye encima;
    Y mil dardos y mil cruzando el viento
    Van doquiera á caer, y ponen grima
    Al par de combatientes y de heridos
    Voces de rabia y de dolor gemidos.


LXXXIII.

      Vénus, en tanto, del afan movida
    Que el corazon materno le atormenta,
    Díctamo coge en el cretense Ida--
    Hierba que allí lozana se presenta,
    De pubescentes hojas revestida;
    Flores la cubren de color sangrienta,
    Y pace de ella la silvestre cabra
    Si cruda flecha su espinazo labra.


LXXXIV.

      La raíz salutífera recata
    Encubierta la Diosa en nube umbría,
    Llega, y en modo oculto el agua trata
    Que en limpísimos vasos puesta, hervia;
    Virtud comunicándola, desata
    El díctamo, y el zumo de ambrosía
    Que las fuerzas vivífico recrea,
    Esparce, y odorante panacea.


LXXXV.

      Con esta linfa Yápix, que no sabe
    La merced de la Diosa recibida,
    Lava la llaga: al punto, pues, el grave
    Dolor huye del cuerpo; en la honda herida
    Restáñase la sangre; ya süave
    Tras la mano la flecha no traida
    Saliendo va; y el adalid doliente
    Todas sus fuerzas reintegrarse siente.


LXXXVI.

      «¡Armadle, armadle, que lidiar desea!»
    Ante todos así Yápix inflama
    El turbado concurso á la pelea.
    «Y tú, ilustre caudillo,» luégo exclama,
    «No pienses que este triunfo humano sea;
    Mi arte, mi diestra nada obró: te llama
    Fuerza más alta, voluntad divina
    Que á mayores objetos te destina!»


LXXXVII.

      Mas el héroe tardanzas no consiente:
    De acá y de allá á la pierna sobrelaza
    Las grebas de oro, él mismo; ase impaciente
    De la fulmínea lanza, la coraza
    Viste, toma el broquel resplandeciente;
    Y las armas tendiendo en torno, abraza
    Y fugaz por el yelmo besa al hijo:
    «De mí firme virtud, teson prolijo,


LXXXVIII.

      »Quiero que aprendas; de dichosa suerte
    Otros,» le dice, «te darán lecciones.
    Hora vuelo en la lid á protegerte,
    Voy á guiarte á sus preciados dones:
    Cuando llegues á edad adulta y fuerte
    Recoge mis gloriosas tradiciones,
    Y de ellas memorioso, Ascanio mio,
    Sigue á Enéas tu padre, á Héctor tu tio!»


LXXXIX.

      Dicho esto, por las puertas dilatadas
    Blandiendo el asta enorme, giganteo
    Arrójase adelante: sus pisadas
    Mnesteo sigue, síguelas Anteo.
    Hé aquí de los reales á oleadas
    Toda la turba desbordarse veo;
    En ciego polvo el ámbito se cierra,
    Y herida de los piés treme la tierra.


XC.

      Turno en esta sazon desde un frontero
    Alcor aquella nube ha visto; véla
    El escuadron de Ausonios; el guerrero
    Ímpetu encogen, el pavor los hiela.
    Fué entre todos Yuturna quien primero
    Oyó el ruido, y lo entiende, y se hurta, y vuela
    Medrosa. Arrastra el capitan troyano
    Su negra hueste en el abierto llano.


XCI.

      Cual, turbando los aires repentina
    Tempestad, á la tierra nimbo aciago
    Por medio de los mares se encamina;
    A mieses y arboredos ¡cuánto estrago
    Traerá! ¡cómo la plebe campesina
    Tiembla de léjos el tremendo amago!
    A anunciarlo en las playas, adelante
    Los vientos van con soplo resonante;


XCII.

      Tal aparece el adalid reteo;
    A defenderse la asustada gente
    Fórmase densa en ángulos. Timbreo
    Al fuerte Osíris da mortal fendiente:
    Derriba á Arcecio en el tropel Mnesteo
    Acátes á Epulon, Gias á Ufente;
    Y cae allá Tolumnio, el agorero,
    Que el dardo impío disparó primero.


XCIII.

      Un grito de terror álzase al cielo,
    Y á su turno los Rútulos á viva
    Fuga se dan en polvoroso vuelo.
    Enéas á la turba fugitiva
    Muerte no da, ni áun contrapuesto telo
    O pecho firme su ímpetu cautiva;
    Entre la nube que la vista ofusca
    A Turno solo anhela, á Turno busca.


XCIV.

      Ve Yuturna el peligro, y atosiga
    Su viril corazon fiera congoja:
    Muda á Metisco va, de Turno auriga,
    Le arranca, y léjos del timon le arroja;
    Puesta ella en su lugar, el tiro instiga,
    Y ondea á su placer la rienda floja:
    En la voz, en las armas y el semblante
    Osténtase á Metisco semejante.


XCV.

      Cual acude al castillo de opulento
    Señor, y excelsos atrios la traviesa
    Negruzca golondrina ronda, el viento
    Hiriendo ufana con versátil priesa;
    Partículas recoge de alimento
    A gárrulos polluelos dulce presa;
    Ya visita los pórticos vacíos,
    Ya en torno trisca de los lagos frios:


XCVI.

      Así volando la marcial doncella
    Alanza entre enemiga muchedumbre
    Los caballos, y todo lo atropella
    De su carro veloz la pesadumbre:
    Ora en esta region, ora en aquélla,
    Muestra al hermano entre fulmínea lumbre;
    Mas asir la ocasion jamás le deja,
    Y siempre volteando huye y le aleja.


XCVII.

      No ménos diligente las pisadas
    En largo giro el héroe le rastrea,
    Y en medio de las huestes destrozadas
    Con grande voz le llama á la pelea.
    Cuantas veces le hallaron sus miradas
    Y los halados potros ya en idea
    Alcanzaba, volando en pos, la ruta
    Tantas torció tambien la Ninfa astuta.


XCVIII.

      ¡Mísero! en golfo de agitados vientos
    Fluctúa en balde; hácia contrarios lados
    Le arrastran diferentes sentimientos.
    Contra él, en ese tiempo, reservados,
    Mesapo, listo siempre en movimientos,
    Llevaba en la siniestra dos ferrados
    Astiles: con certera puntería
    Uno de ellos blandiendo, allá lo envía.


XCIX.

      Hincando una rodilla, con su escudo
    Enéas guarecióse: el asta empero
    Rehilando sobre el casco penachudo
    Voló las altas alas del plumero.
    Tener su indignacion él más no pudo,
    Salteado otra vez tan contra fuero,
    Al sentir que en revuelta fugitiva
    El carro volador su encuentro esquiva.


C.

      Y el altar que violaron, por testigo
    Tomando de su fe desobligada,
    A Júpiter juró; y al enemigo
    Se precipita ya, con ciega espada
    A ejercitar sobre él comun castigo.
    Con favorable Marte ha entrado, y nada
    Perdona, y hace mortandad horrenda;
    ¡Ay! que da á sus furores larga rienda!


CI.

      ¿Cuál Dios ahora inspirará mi canto?
    ¿Quién me dará que recordar emprenda
    Tantos destrozos, y caudillo tanto
    Sacrificado en una y otra senda
    Por Enéas y Turno?... ¡Jove santo!
    ¿Y plugo que á tan áspera contienda
    Concurriesen naciones que algun dia
    Para siempre la paz unir debia?


CII.

      Al Rútulo Sucron, al paso hallado
    (Fué esta pugna, aunque breve, la primera
    Que en sitio á combatir determinado
    Paró á los Teucros en su audaz carrera),
    La espada Enéas envasóle á un lado,
    Y allí por do la muerte es más ligera,
    Bien las costillas y del pecho pudo
    Pasar las tramas el acero crudo.


CIII.

      En tanto á dos hermanos guerreadores,
    Ambos á pié (pues uno del trotero
    Cayera), inmola Turno á sus furores:
    A Amico, que venía hácia él primero,
    Con larga lanza recibió; Dïores
    Espiró en pos al filo de su acero.
    Al carro ambos segados vultos cuelga,
    Y en llevarlos manando sangre, huelga.


CIV.

      De un golpe Enéas á la Muerte envía
    A Tánais y á Talon y al gran Cetego,
    Y á Onite, el de habitual melancolía,
    Hirió despues, en su ira siempre ciego;
    Hijo era de Equïon y Peridía.
    Turno otros dos hermanos postra luégo,
    Que de Licia vinieron, noble tierra,
    Y de apolíneos campos á la guerra.


CV.

      Rindió tambien al árcade Menédes:
    En vano el infelice, odiando á Marte,
    Al pecífero Lerna á echar sus redes
    Tranquilo acostumbróse: tal su arte;
    Allí su pobre choza; en las mercedes
    De los grandes jamás tocóle parte;
    Miéntras su padre, en ya provectos años,
    Cultivaba alquilados aledaños.


CVI.

      Como invaden de puntos diferentes
    La árida selva y lauros restallantes
    Voraces llamas; ó cual dos torrentes
    Que hacen destrozos, entre sí distantes,
    Y al mar desde las cumbres eminentes
    Arrebatan sus hondas espumantes,
    Así Enéas y Turno el campo talan
    Que corren, y en estragos lo señalan.


CVII.

      Ya la interna pasion los espolea;
    Ya estallan sus invictos corazones;
    ¡Con toda el alma á la mortal pelea
    Vuelan ya!--De las glorias y blasones
    De sus antepasados alardea
    En medio de los fieros escuadrones
    Murrano: su ducal genealogía
    Por los latinos Reyes descendia.


CVIII.

      Vióle Enéas; su furia vengativa
    Comunica á un pedron que enorme alanza,
    Y de cabeza al mísero derriba:
    En las riendas envuelto so la lanza
    Del carro, ya le aplasta fugitiva
    La rueda; puesto el dueño en olvidanza,
    Por cima sus indómitos caballos
    Baten veloces los sonoros callos.


CIX.

      Hilo feroz, verboso, amenazante
    Entrara en lid: á su aureada frente
    Poniéndosele Turno por delante
    Asesta un dardo, que al cerebro, ardiente
    Clavóse, bajo el yelmo relumbrante.
    Caiste y tú, Creteo, el más valiente
    De los Grayos; de Turno á libertarte
    Tu diestra poderosa no fué parte.


CX.

      Ni á tí tus propios Dioses al Troyano
    Te supieron hurtar, Cupenco. ¡Ay triste!
    Puesto el pecho á sus golpes, es en vano
    El broquel acerado que le asiste.
    Y tú tambien al laurentino llano,
    Eolo ilustre, á sucumbir viniste;
    Tambien debian estos arenales
    Tus espaldas medir descomunales!


CXI.

      Tú del triunfante Aquíles, tú del peso
    De la argiva falange tan temida,
    Luchando cual leal, saliste ileso;
    ¡Y aquí estaba la meta de tu vida!
    Gran palacio tuviste allá en Lirneso,
    Gran palacio gozaste bajo el Ida;
    ¡Y ya te reservaba tu destino
    Un sepulcro en el campo laurentino!


CXII.

      Latinos y dardanios campeones,
    Mnesteo y el intrépido Seresto,
    Y domador Mesapo de bridones,
    Y Asílas, siempre en la refriega enhiesto,
    Y las etruscas y árcades legiones,
    Ya todos á encontrarse, en vuelo presto
    Corren: batalla universal, suprema,
    Se libra; cada cual su esfuerzo extrema.


CXIII.

      No hay reposo, no hay vado: el choque dura
    Igual de cada parte. En tal momento
    A sugerir á Enéas se apresura
    Su hermosísima madre un pensamiento:
    Que á los muros acorra, le conjura,
    Que lleve su escuadron sobre Laurento
    De improviso, y con golpes repentinos
    Ponga espanto mortal en los Latinos.


CXIV.

      Despues que sobre el campo en giro vario
    Él ha echado solícita ojeada
    Acá y allá buscando á su contrario,
    Convierte á la ciudad fija mirada:
    Inmune y en sosiego solitario
    En presencia de lid tan ensañada,
    La observa; y en imágen, de repente,
    Mayor combate enardeció su mente.


CXV.

      A Mnesteo al instante y á Sergesto,
    Con quienes párte de la hueste el mando,
    Convoca, y al intrépido Seresto:
    Ocupa una eminencia; de su bando,
    Al verle, en torno de ella acude el resto:
    Densos, picas y escudos no soltando,
    Todos esperan que los labios abra,
    Y oyóse así de lo alto su palabra:


CXVI.

      «¡No haya, mi voluntad impedimento!
    Aunque de pronto concebida empresa
    Ménos listos no os halle; á Jove cuento
    De nuestra parte. Hoy mismo, hoy mismo, si esa
    Militar madriguera y regio asiento,
    Que es nuestra la victoria no confiesa,
    No admite el freno y rinde vasallaje,
    Haré en su seno asolador ultraje;


CXVII.

      »Hundiré en polvo el más altivo techo
    Envuelto en llamas! ¿Quién tendrá por justo
    Que el tornar, ya vencido, á campo estrecho,
    Espere yo que á Turno venga en gusto?
    No: ¡cumpla la ciudad el pacto hecho!
    Nefando monumento, centro adusto
    De la guerra ella ha sido: ¡sús! con teas
    Lo que debe pidamos!» Habló Enéas.


CXVIII.

      Ya, formándose en cúneo á la batalla,
    Animosa la tropa se encamina.
    Escalas de improviso en la muralla
    Se ven, y el fuego la cabeza empina.
    Quién á las puertas acudiendo, acalla
    A los guardias con muerte repentina;
    Quién, armas empuñando, trepa: al cielo
    Tejen mil dardos tenebroso velo.


CXIX.

      Hé aquí entre los primeros, extendiendo
    La diestra Enéas á la faz del muro,
    Increpa al rey Latino con tremendo
    Clamor. Que vez segunda al trance duro
    Le compelen Los Ítalos, rompiendo
    La nueva ley, y en su furor perjuro
    Se revuelven contra él como enemigos,
    Grita, y toma á los Dioses por testigos.


CXX.

      Discordes entre sí los ciudadanos,
    Unos las puertas franquear querrian
    Y de paz recibir á los Troyanos,
    Y al muro al mismo Rey llevar porfían;
    Otros empero con armadas manos
    Al sitiador bizarros desafían.
    Así tal vez en cavernosa piedra
    Silvestre enjambre se guarece y medra;


CXXI.

      Y así el pastor por despojarlo, llena
    De humo amargo el recinto, y las turbadas
    Hijas de la recóndita colmena
    Discurren por las céricas moradas:
    Rumor confuso por la roca suena,
    Bramando aguzan iras enconadas;
    El sofocante olor penetra, y sube
    Suelta en ondas al aire la hosca nube.


CXXII.

      En tanto á los sitiados sobrevino
    Calamidad que alto estupor derrama
    Y el resto extingue del valor latino.
    Vió la Reina que al muro se encarama,
    Trayendo, el agresor, triunfal camino,
    Vió el acero á las puertas, vió la llama;
    Ni Rútulos allí, ni allí la hueste
    De Turno, que el asalto contrareste:


CXXIII.

      Dando al jóven por muerto la mezquina,
    Sola causa del mal, única rea
    Proclámase; y gimiendo desatina
    Enajenada en su doliente idea;
    Desgárrase la veste purpurina,
    Lúgubre frenesí la aguijonea,
    A yerta viga ató ominoso nudo,
    Y fué aquello un morir fiero y sañudo,


CXXIV.

      Hiere á las damas la nefasta nueva:
    Mesándose Lavinia los floridos
    Cabellos, las airadas manos ceba
    En las róseas mejillas: con gemidos
    Responde su cortejo; el eco lleva
    Por las ámplias mansiones los plañidos;
    Y ya por la ciudad su vuelo explaya
    El rumor, y los ánimos desmaya.


CXXV.

      En polvo vil la blanca cabellera
    Mancha, rasga su veste el Rey anciano,
    Vaga sin rumbo, y viendo desespera
    De una infeliz consorte el fin insano
    Y la ruina de un pueblo! Que no hubiera
    Llamado en tiempo al adalid troyano
    Al reino, acreditándole por yerno,
    Mucho se culpa con lenguaje interno.


CXXVI.

      Turno batallador allá en lejano
    Límite en tanto, cada vez más lento,
    Ménos y ménos cada vez ufano
    Del de sus potros decadente aliento,
    A pocos, áun dispersos en el llano,
    Ensaya perseguir. El vago viento
    Ya hácia aquella region lleva á oleadas
    Extraño són de voces apagadas.


CXXVII.

      Aguzando el mancebo los oidos
    Fatídico clamor distinto siente,
    Oye de la ciudad los alaridos.
    «¡Ay de mí! ¿Qué gran duelo está presente
    A los muros? ¿Qué fúnebres sonidos
    De tan diverso punto la corriente
    Del aire arrastra?» Dice, y de la brida
    Tira atónito, y pára la corrida.


CXXVIII.

      Sagaz la Ninfa que usurpó el semblante
    Del auriga Metisco, y los trotones
    Y carro y riendas guia, en ese instante
    Al hermano anticípase, y razones
    Tales vierte: «Sigamos adelante,
    ¡Oh Turno! y á enemigo no perdones;
    ¡Adelante sigamos! La Victoria
    Abrió esta senda y nos anuncia gloria.


CXXIX.

      »Los muros defender, á otros compete.
    ¿Y tú, cuando á los Ítalos Enéas
    En reñido conflicto compromete,
    Contra los Teucros tu poder no empleas?
    ¡Animo! á los que restan acomete,
    Y á fe que ni inferior salir te veas
    En número, ni en lauros ménos rica
    La diestra ostentarás!» Turno replica:


CXXX.

      «¡Oh! ¡tu influjo en mi bien jamás reposa!
    Sentílo ya en el campo, hermana mia,
    Del punto en que el tratado poderosa
    Fuiste á romper usando de artería;
    Y ahora mismo vanamente, oh Diosa,
    Encubres tu beldad. Mas ¿quién te envía,
    Quién, dime, de la sedes celestiales
    Tanto mal á palpar y horrores tales?


CXXXI.

      »¿Mirar querrás los míseros despojos
    De tu hermano?... ¿Y qué espero? ¿Cuál reparo
    Me ofrece la fortuna? Por mis ojos
    Ví á Murrano caer: otro, más caro
    Amigo no me queda: oí sus flojos
    Acentos, tarde ya, pedirme amparo;
    Yo le he visto ¡ay dolor! rendir la vida,
    Ingente él mismo y bajo ingente herida.


CXXXII.

      »Por no mirar nuestro baldon inulto
    Presa en miembros y en armas cayó Ufente,
    ¿Y hora entregados á feroz tumulto
    Nuestros hogares sufriré paciente?
    ¡Ah! ¡nos faltaba este postrero insulto!
    ¿Y á la furia de Dránces maldiciente
    No podré contestar con mis hazañas?
    ¿Espaldas volveré? ¿Y estas campañas


CXXXIII.

      »Contemplarán á Turno fugitivo?
    ¡Qué! ¿el morir es odioso á tanto grado?
    Si de supernos Dioses no recibo
    Ni piedad ni justicia, con agrado
    Mi ruego, ¡oh Manes! acoged votivo:
    No indigno de altos padres, consagrado
    Mi espíritu desciende á vuestro límen,
    Puro, sí, puro de afrentoso crímen!»


CXXXIV.

      No bien en estas voces prorumpiera
    Cuando venir vió á Sáces, ve su boca
    Que reciente flechazo, dilacera:
    Su espumante bridon, que apénas toca
    El campo hostil, lo rompe hilera á hilera;
    Mas él desaforado á Turno invoca:
    «¡Turno, última esperanza en nuestros males,
    Habe ya compasion de tus parciales!


CXXXV.

      »Rayos á los alcázares fulmina
    Enéas con su ejército, y amaga
    Al poder de los Ítalos rüina;
    Sobre los techos el incendio vaga.
    En tí pone sus ojos la latina
    Gente, á tí vuelve su clamor. Qué haga
    No sabe el Rey, y en su ánima medita
    Cuál yerno adopte, qué alianza admita.


CXXXVI.

      »A la Reina, por tí tan decidida,
    A caso extremo sus terrores mueven;
    ¡Ay! ¡por su mano se quitó la vida!
    Bajo las puertas á arrostrar se atreven
    Sólo Atina y Mesapo la embestida.
    De un lado y otro los contrarios llueven.
    Tantas puntas esgrime la enemiga
    Hueste, que miés ferrada el campo espiga.


CXXXVII.

      »¡Y á este tiempo en el más remoto prado
    Turno su carro vagaroso guía!»...
    Guardó torvo silencio el increpado,
    Y en el pecho le hierven á porfía,
    Con tantos contratiempos alterado,
    Ya del herido amor la frenesía,
    Ya el probado valor de su pujanza,
    Fuego de pundonor, voz de venganza.


CXXXVIII.

      Así que á los destellos renacientes
    De la razon, la nube se retira
    Que le envolvió en horrenda noche, ardientes
    Los globos de sus ojos rueda, y mira
    Con demudada faz los eminentes
    Muros desde su carro. En roja espira
    Ve el fuego que tablajes señorea
    Y al cielo enderezado libre ondea.


CXXXIX.

      Turno mismo, de sólida madera,
    Con altos puentes guarnecida, alzara
    Trabada torre; de ella se apodera
    Aquel voraz turbion. «¡Hermana cara!
    ¿Ves, ves,» clama el cuitado, «que doquiera
    El hado nos arrolla? Me pesara
    Que en cerrarme insistieses el camino
    Que un Dios señala y mi cruel destino!


CXL.

      »¡Allá! ¡no más tardanzas! ¡Mano á mano
    Lucharé con Enéas! ¡Con la muerte
    Cuanto hay de acerbo á padecer me allano!
    ¡Trocar déjame en gloria este ocio inerte,
    Y arder, miéntras aliente, en fuego insano!»
    Dice, y salta veloz del carro, y fuerte
    Entre hombres y armas por el campo embiste,
    A Yuturna dejando muda y triste.


CXLI.

      Cual rueda enorme montaraz fragmento,
    Ya recia lluvia ó huracan lo bata,
    O sea ya que el no sentido y lento
    Trabajar de los años lo desata;
    Impetuosa desde su alto asiento
    Al abismo la mole se arrebata,
    Y en los saltos que da desmesurados
    Arboles vuelca y hombres y ganados:


CXLII.

      Turno, echándose así del carro afuera,
    Rompe los escuadrones, los divide,
    Y por entre ellos en veloz carrera
    De la magna ciudad los muros pide.
    Allá en sangre empapado ve doquiera
    El suelo, y ve que el aire todo estride
    Con dardos borrascoso. Hizo señales
    Su mano, y él lanzó clamores tales:


CXLIII.

      «¡Paso, oh Rútulos, dad al paladino!
    ¡Y vos cesad en la marcial porfía,
    Valientes del ejército latino!
    Dejadme el campo; la aventura es mia.
    Por vosotros lidiar es mi destino;
    Mi ánima sola por el pueblo expía
    El sellado concierto.» La amenaza
    Todos paran al punto, y danle plaza.


CXLIV.

      Aun bien Enéas de sentir no acaba
    Aquel nombre de Turno, se apareja
    Al singular combate, toda traba
    Rompe impaciente, y de las obras ceja
    Del fiero asalto que á los muros daba
    Déjalos ya, las altas torres deja,
    Y desciende saltando de alegría,
    Truenan sus armas y el espanto cria.


CXLV.

      Cual Atos ó cual Érice aparece,
    Ó del padre Apenino á semejanza,
    Que sus tersas encinas estremece,
    Y de la nívea cúspide que lanza
    A la region del rayo, se envanece.
    Movidos de tan súbita mudanza
    Allá Rútulos miran y Troyanos
    Y todos á una vez los Italianos.


CXLVI.

      Los que ocupaban el adarve enhiesto
    Como aquellos que al pié de la muralla
    Batían, de sus hombros han depuesto
    Las armas, y uno y otro campo calla.
    Latino mismo en asombrado gesto
    Mira que al fin á singular batalla
    Fortísimos concurren, de regiones
    Tan diversas, aquellos dos varones.


CXLVII.

      Corriendo ellos al campo que la guerra
    Suspensa abre á sus ímpetus, distantes
    Arrójanse las lanzas; luégo cierra
    Uno y otro adalid, con los sonantes
    Escudos de metal. Gime la tierra;
    Golpes dan y redoblan las tajantes
    Espadas; y de un lado y de otro, á una
    Asisten el esfuerzo y la fortuna.


CXLVIII.

      Como en el vasto Sila ó gran Taburno,
    Marchando á combatir dos toros fieros,
    Aquél á éste, éste á aquél hiere á su turno;
    Retíranse medrosos los vaqueros;
    El rebaño contempla taciturno;
    Cuál se alce de los dos con régios fueros
    Sobre el hato en los campos y en las sierras,
    No saben pensativas las becerras;


CXLIX.

      Ellos, en tanto, con vigor tremendo
    Cuernos traban y heridas menudean,
    Sus cuellos y sus brazos envolviendo
    Los arroyos de sangre que chorrean;
    Repite el ancho bosque el sordo estruendo:
    Chocando los broqueles tal pelean
    El troyano y el daunio combatiente;
    E hinche los aires el fragor creciente.


CL.

      Dos balanzas en fiel Júpiter tiene,
    Y de ambos héroes los diversos hados
    Poniendo, aguarda á ver á quién condene
    El lance extremo, y cuál de aquellos lados
    Con peso agobiador la Muerte llene.
    Sin temer de su ardor los resultados,
    Turno entónces alzó su espada larga,
    Todo el cuerpo esforzando, y la descarga.


CLI.

      Irguiéndose ambos campos á la hora
    Prorumpen en confusa vocería.
    Quebróse en medio al golpe la traidora
    Hoja, y abandonado Turno habia
    Finado allí, si á fuga voladora
    No acude. Más ligero se desvía
    Que alado viento, cuando el cabo asido
    Desconoció, y su diestra inerme vido.


CLII.

      Fama es que ya, cuando de pronto uncidos
    Los caballos, á lid montó ligero,
    Tomó, en su afan turbados los sentidos,
    El de su auriga, y no el paterno acero:
    A los Teucros, con él, despavoridos
    Pudo acosar gran tiempo; ahora, empero,
    Hierro mortal, cual hielo quebradizo,
    Dando en armas divinas, se deshizo.


CLIII.

      Brillan los trozos en la roja arena.
    Él entretanto huye y se retira
    A otra parte del campo; le enajena
    El terror, y en inciertas vueltas gira:
    Denso cordon que su esperanza enfrena
    Formar doquiera á los Troyanos mira;
    Allá el paso le impide ancho pantano,
    Acá el cerco mural limita el llano.


CLIV.

      Enéas el alcance no descuida,
    Y aunque á tiempos retarda dolorosa
    Sus rodillas aún la fresca herida,
    Al que temblando va férvido acosa
    Pié con pié. Tal hallarse sin salida
    Suele un ciervo infeliz; corriente undosa
    Acá le ataja, allá le pone miedo
    De plumas de color pérfido ruedo;


CLV.

      Y así umbrino ventor pieza levanta,
    En pos labrando en rápida carrera;
    Hace y deshace el triste, á quien espanta
    El rojo valladar, la alta ribera,
    Círculos mil con voladora planta:
    Insta el fiero sabueso; se dijera
    Que con los dientes vencedor le toca,
    Y áun muerde en vago su burlada boca.


CLVI.

      Alzóse en esto un gran clamor, que llega
    Confuso al cielo, y de él retumba herida
    La laguna, cuan ancha el campo anega.
    Rabioso Turno, sin templar la huida,
    A los Rútulos clama, nombra, ruega
    Que la espada le traigan conocida.
    Enéas, á su vez, muerte inminente
    A aquel intima que mediar intente;


CLVII.

      Y á todos aterrando los conmina
    Con asolar los muros; y aunque herido,
    No desiste: corriendo á la contina
    Cinco órbitas agota en un sentido,
    Cinco en opuesta direccion camina,
    Que no es, á fe, lo en lid comprometido
    Circense premio ni trivial presea,
    Por la sangre de Turno se pelea!


CLVIII.

      Viejo acebuche allí se alzaba un dia
    Con sus amargas hojas: el marino
    El firme leño venerar solia,
    Que á Fauno estaba dedicado; y vino
    Muchas veces en él su ofrenda pia
    A colocar, y, al Númen laurentino
    Cumpliéndo el voto, á la sagrada copa
    Náufrago suspendió la húmida ropa.


CLIX.

      Este árbol divinal, sin miramiento,
    Por despejar el campo al desafío,
    Cortaron los Troyanos de su asiento.
    En la raíz fibrosa que el vacío
    Sitio guardaba, atravesando el viento
    Cae y se enclava con pujante brío
    El asta del Dardanio. Echó él su lanza,
    Ya que á hacer presa por sus piés no alcanza.


CLX.

      Y el tiro á segundar corre, y porfía
    La punta en desasir que honda se aferra.
    Entónces Turno esta plegaria envía
    Ante el peligro que su mente aterra:
    «¡Duélete, oh Fauno, de la suerte mia,
    Y tú esa arma retén, óptima Tierra,
    Si fiel siempre os rendí el antiguo culto
    Que el Troyano abatió con fiero insulto!»


CLXI.

      Fácil el Númen al favor se inclina.
    Pugnó Enéas gran pieza, y fuerza ó traza
    Util no halló; que la raíz divina
    El hierro aprieta cual mordaz tenaza.
    Miéntras él en vencerla insta y se obstina,
    Otra vez de Metisco se disfraza
    La daunia Diosa, y al hermano llega,
    Y el acero vulcánico le entrega.


CLXII.

      Ardiendo Vénus de que á tales grados
    Llegase de la Ninfa la osadía,
    Acude, y de los senos intrincados
    La pica destrabó que áun resistia.
    En sus armas y fuerzas reintegrados,
    Uno en su espada, el otro en su asta fia,
    Y á la lid anhelosa y furibunda
    Avánzanse arrogantes vez segunda.


CLXIII.

      Ved al Rey del Olimpo omnipotente
    Cómo habla en tanto á Juno, que atendia
    Sentada en una nube refulgente
    Al singular combate: «¡Esposa mia!
    ¿Que haya fin esta guerra, no consiente
    Tu pecho? ¿Ya qué falta? Al cielo un dia
    Se alzará Enéas como sér divino
    Que debe á las estrellas el Destino.


CLXIV.

      »Harto lo sabes, ¿y áun tu mente espera?
    ¿Y ahí en gélidas nubes áun te agrada
    Nuevos planes trazar? ¿Justo es que hiera
    A un cuerpo sacro arma mortal? ¿que espada
    Recobre Turno, y fuerza extraña adquiera
    Ya á punto de rendirse? A tanto osada
    Sin tí una débil Ninfa ser no puede.
    Tu error conoce, y á mis ruegos cede!


CLXV.

      »Llegamos ya al final. En mar, en tierra
    A los Troyanos agitar pudiste,
    Te fué dado mover infanda guerra,
    Y alta casa afligir, y en duelo triste
    Envolver régia boda. El paso hoy cierra
    Mi mano á nuevas cóleras;--desiste!»
    Esto Júpiter dijo; reverente
    Juno así respondió, baja la frente:


CLXVI.

      «¡Ah! bien conozco, real esposo mio,
    Tu augusta voluntad: á ella me entrego,
    Y de Turno y del suelo me desvío.
    Sin eso, no en cruel desasosiego
    Aquí me hallaras en el éter frio
    Sufriendo solitaria: armada en fuego,
    En medio del combate, las hileras
    Del enemigo provocar me vieras!


CLXVII.

      »Yo á Yuturna, es verdad, di aliento y mano
    Para salvar á Turno de inminente
    Golpe; no ya para que el arco insano
    Tendiese. Te lo juro por la fuente
    Inaplacable del Estigio hermano
    (Rito, único entre todos, que imponente
    A los Dioses obliga). Y ahora cejo,
    Y fatigada asaz las guerras dejo.


CLXVIII.

      »Mas yo una gracia (el hado no la veda)
    Que de los tuyos y el poder latino
    Redunde en majestad, pedirte pueda:
    Hacer sólidas paces el Destino
    Y alegres bodas celebrar conceda,
    Yo desde ahora á su querer me inclino;
    Muéstrese, empero, el natural del Lacio
    Su viejo nombre en mantener, rehacio.


CLXIX.

      »No ellos Teucros se llamen ni Troyanos,
    Ni de vestido muden ni de idioma:
    Viva el Lacio; haya príncipes albanos,
    Nada por siglos su poder carcoma;
    Y derive de pechos italianos
    Virtud pujante la futura Roma.
    Muerta es Troya; su nombre aborrecido
    Yazga con ella en perdurable olvido!»


CLXX.

      Sonriendo el Autor de hombres y cosas,
    «De Jove hermana y de Saturno hija
    Te ostentas,» dice, «cuando áun no reposas,
    Y dentro el pecho en ansiedad prolija
    Esas iras revuelves procelosas!
    Cálmalas ya. Ni mudo afan te aflija,
    Ni me torne á asestar tristes querellas
    Tu dulce boca, ejercitada en ellas.


CLXXI.

      »¡Oh, sí, que te daré cuanto has pedido;
    Yo todo tuyo soy! Sus tradiciones,
    Su popular lenguaje y su apellido
    Conservarán de Ausonia los varones:
    El vencedor uniéndose al vencido
    Refundiráse en él. Yo instituciones
    Sacras, yo ritos les daré divinos:
    Una el habla será; todos, Latinos!


CLXXII.

      »Formarán ambas razas de consuno
    Un pueblo que á mortales y á inmortales
    Superará en virtud; y pueblo alguno
    Te dará cultos á su culto iguales.»
    Sus pensamientos serenando Juno
    La frente inclina ante razones tales;
    De los aéreos ámbitos se aleja
    Al mismo tiempo, y el nublado deja.


CLXXIII.

      Así aquella acordanza concluida,
    Su mente sábia el Padre soberano
    Vuelve á otro punto, y á Yuturna cuida
    Apartar de las lides del hermano.
    Hay dos plagas que Diras apellida
    La Fama: á entrambas ya, por modo arcano,
    De sí Noche abismosa lanzó fuera,
    A un tiempo, al par que á la infernal Megera.


CLXXIV.

      De iguales serpentíferas espiras
    La madre armólas, y de fuertes alas,
    Con que aparecen las gemelas Diras
    Del Dios tremendo ante las régias salas.
    Prestas mueven, ministras de sus iras,
    Miedo á las gentes, si á ciudades malas
    Él amenaza desolar con guerra,
    O peste y mortandad manda á la tierra.


CLXXV.

      Jove á una de ellas desde lo alto envía
    Porque lleve á Yuturna infausto agüero.
    Voló la Furia, y la region vacía
    En torbellino atravesó ligero.
    Cual flecha, armada de ponzoña impía,
    Que el Parto ó el Cidon de arco certero
    Ha tirado, y, silbando, la interpuesta
    Nube traspasa, incógnita y funesta;


CLXXVI.

      Tal rápido á la tierra se abalanza
    Aquel aborto de la Noche oscura.
    Y así que á ambos ejércitos alcanza
    A divisar, abrevia su figura,
    Y del pájaro toma la semblanza
    Que en cementerio ó solitaria altura
    En la noche callada aciago asiste
    Turbando el aire con su canto triste.


CLXXVII.

      Tiende á Turno, de forma tan provista,
    El ominoso vuelo y se alborota
    Pasando y repasando ante su vista,
    Y con las alas el broquel le azota.
    Terror secreto al mísero contrista
    Y de los miembros el vigor le embota;
    El cabello erizado se levanta,
    Anúdase la voz en su garganta.


CLXXVIII.

      Luégo que hubo Yuturna, en el sonido
    Y en el batir fatídico del ala,
    De léjos á la Euménide sentido,
    De hermosas crenchas la esparcida gala
    Rasga, hiérese el pecho dolorido,
    Y el rostro ofende, y su dolor exhala
    En voces tales: «¡Ay! en vano, en vano
    Ya ayudarte querré, mísero hermano!


CLXXIX.

      »¡Cruel fuérzanme á ser! De hoy más, ¿qué espero?
    ¡Y qué! ¿de prolongar, Turno, tus dias
    Arbitrio no me queda? ¿Aqueste agüero
    Deshacer no podrán las fuerzas mias?...
    ¡Cesad, cesad en vuestro azote fiero;
    Ese vuelo, ese grito, aves sombrías,
    Harto conozco y me atormentan harto!
    Ya os obedezco, y de la lid me aparto.


CLXXX.

      »Sí, que en vosotras el imperio siento
    Del magnánimo Jove! ¿El precio es ése
    De mi virginidad? ¿Qué á mi contento
    Presta eterno vivir? ¡Nunca él hubiese
    De la ley del comun fenecimiento
    Exentado mi sér! Mortal yo fuese,
    Fin diera á mi penar, y huyendo haria
    A la fraterna sombra compañía!


CLXXXI.

      »¡Héme ahora inmortal! ¡Oh hermano mio!
    ¿Qué habrá sin tí que enojos no me sea?
    ¿Y dónde mi doliente desvarío
    Abismo tan profundo cual desea
    Que me trague hallará, y en el umbrío
    Reino sepulte á esta infelice dea?»
    Dice, y llora, y cubierta un glauco velo,
    En hondas linfas escondió su duelo.


CLXXXII.

      Enéas entretanto con la grande
    Arbórea lanza á su contrario acosa;
    Hace el hierro brillar miéntras la blande,
    Y habla; en su voz la indignacion rebosa:
    «¡Qué! ¿y será que tu planta se desmande,
    Turno, á nueva tardanza vergonzosa?
    Con bravas armas ya, no en triste huida,
    Brazo á brazo el combate se decida!...


CLXXXIII.

      »¡Vé, toma formas mil! Cuantos el arte,
    Cuantos recursos la pujanza encierra,
    Ensaya: vuela al cielo á refugiarte,
    O en los cóncavos senos de la tierra!...»
    Sacude la cabeza, y «No, no es parte
    Tu ira á aterrarme, ¡oh bárbaro! me aterra,»
    Turno dice, «la cólera divina;
    Júpiter, sí, que labra mi rüina.»


CLXXXIV.

      Más no dijo; y rodando la mirada
    Sobre el campo, una piedra vido ingente,
    Ingente, antigua piedra, colocada
    Porque allí señalase permanente
    La linde de dos predios disputada.
    Cargaran peso tan difícilmente,
    Tendiendo fuertes cuellos á porfía,
    Doce hombres de los que hoy la tierra cria.


CLXXXV.

      Arrebata el pedron con mano presta
    Turno, y con él, cuanto en sus fuerzas cabe,
    Empínase, y veloz corre, y lo asesta.
    Turbado el héroe, que acudió no sabe,
    Ni que asió del peñasco, ni que enhiesta
    Mueve su mano aquella mole grave;
    ¡Ay de él! á sus rodillas falta brío,
    Cuaja su sangre de la muerte el frio.


CLXXXVI.

      Arrojado del brazo prepotente,
    Rodando el risco en la region vacía,
    No completó su giro, inobediente
    Al recibido impulso que lo guia.
    Y cual finge terrores el durmiente
    En el regazo de la noche umbría,
    Por lánguido sopor ligado, y sueña
    Que ansiosa fuga en alargar se empeña,


CLXXXVII.

      Y siente en sus conatos que desmaya,
    Del antiguo vigor privado, y yerta
    La lengua en vano desatar ensaya,
    Y voz ni grito á producir acierta;
    Por dondequiera, así, que Turno vaya
    A entrar brioso en la que senda abierta
    Ha imaginado, allí la Diosa dura
    El éxito á estorbarle se apresura.


CLXXXVIII.

      Ya naufraga en angustias su esperanza:
    Ha tornado á los Rútulos la vista
    Y á la ciudad; mas la apremiante lanza
    El pié le ataja, el ánimo le atrista:
    Ni con qué traza escape se le alcanza,
    Ni por cuál modo al enemigo embista;
    Rastrea en torno, y su ojeada es vana,
    Que ni el carro aparece ni la hermana.


CLXXXIX.

      Dudar ve á Turno, y su asta fulminante
    Vibra Enéas, propicio punto cata
    Con los ojos, y arrójala distante,
    Y entero en ella su poder desata.
    No con ímpetu suele semejante
    Piedra que de ballesta se arrebata
    Terrífica zumbar; ni así, encendido,
    Estalla el rayo en hórrido estampido


CXC.

      Fiero estrago llevando, el hierro crudo
    Vuela á guisa de negro torbellino,
    Y por lo bajo rompe del escudo
    Hasta el séptimo cerco diamantino,
    Y el halda abriendo á la loriga, pudo
    Crujiente en medio al muslo hacer camino.
    Al fiero golpe, que de accion le priva,
    Turno enorme de hinojos se derriba.


CXCI.

      Alzándose, en doliente vocería,
    Los Rútulos prorumpen; gime el viento,
    Y tiembla en torno el monte, y á porfía
    Vuelven los altos bosques el lamento.
    Él, hincado, la diestra dirigia
    Y miradas de humilde sentimiento
    A Enéas: «He mi suerte merecido,
    Y nada,» exclama, «para mí te pido.


CXCII.

      »¡Venciste! todo en mí te pertenece;
    Me han visto los Ausonios prosternado
    Tender las palmas. Si piedad merece
    Un padre (fuélo Anquíses) desdichado,
    La ancianidad de Dauno compadece,
    Y vivo, ó muerto, cual te venga en grado,
    Este hijo tu piedad le restituya.
    ¡Oh! cese tu rencor; ¡Lavinia es tuya!»


CXCIII.

      Paróse armado el héroe encrudecido,
    Y revolviendo los ardientes ojos
    La diestra reprimió: ya del rendido
    El discurso amansaba sus enojos,
    Cuando el infausto talabarte vido
    De Palante asomar, ricos despojos
    Que echó sobre sus hombros Turno ufano,
    Muerto el mancebo, y con sangrienta mano.


CXCIV.

      Han resaltado las que el cinto lleva
    Lucientes inequívocas labores.
    Conforme Enéas las miradas ceba
    En aquel monumento de dolores
    Insanables, la colera renueva,
    Y clama así, terrible en sus furores:
    «¿Con tan queridas prendas te atavías,
    Y escapar de mis manos presumias?


CXCV.

      »Palante es quien te hiere; sí, Palante
    Quien te inmola, y se venga en tu culpada
    Sangre!» Dice, y al pecho que delante
    Tiene, encamina la fulmínea espada
    Enardecido. Turno en ese instante
    A manos siente de la muerte helada
    Sus miembros desatarse, y gemebundo
    Su espíritu indignado huye al profundo.


FIN DE LA ENEIDA.


NOTAS:

[1] Pongo el registro de los principios del códice sevillano:

Folio 12, libro II: «Despues desto dicho callaron todos, é estuvieron
atentos catando á Eneas, por oyr lo que avie de contar...» Folio 40,
libro III: «Despues que á los Dioses plogo las cosas de Asia...» Folio
63, vuelto. «O cuanto fué pagada la reyna Dido de la narracion de
Eneas... De antes ferida de amoroso fuego.» Folio 87 vuelto, libro
V: «Partiendo Eneas de los mares de Cartago, estando en medio de la
flota...» Fol. 115. libro VI: «Despues que Eneas las precedentes dijo
palabras...»

[2] _Ensayo de una biblioteca de traductores españoles_, páginas 67 y
71.

[3] Vid. Clemencin, _Elogio_, etc. pág. 45.

[4] La descripcion detallada de los códices de Madrid, Sevilla y
París puede verse en mi inédita Biblioteca de Traductores. El primero
que menciona las _glossas de D. Enrique sobre Virgilio_ es Fernán
Mejía en el _Noviliario Vero_. Cita la trad. Tamayo de Várgas en
la carta preliminar al _Plinio_ de Jerónimo Huerta. Vid. además N.
Antonio, Sarmiento (_Memorias para la historia de la poesía y poetas
españoles_), Mayans (_Vida de Virgilio_), Pellicer, Amador de los Rios,
Ochoa (Catálogo de los ms. de París), y D. Menéndez Rayon en un art. de
_La Reforma_.

[5] _Ensayo de una biblioteca española_, col. 648.

[6] _Catálogo del teatro_, pág. 283.

[7] _Todas las obras de P. Virgilio Maron, ilustradas con varias
interpretaciones y notas en lengua castellana. 1778, Valencia, librería
de los Orgas._

[8] El libro I de la _Eneida_ tiene 756 versos, el II 804, el III 718.

[9] Tengo á la vista su partida de defuncion, que me ha facilitado D.
Fermin Canella y Secades, catedrático de la Universidad de Oviedo.

[10] _América Poética._ Valparaiso, 1846. pág. 797.

[11] Noticia que con otras muchas no ménos curiosas me ha comunicado
en carta particular el Sr. Caro, refiriéndose á otra del argentino Sr.
Gutierrez, fechada en Noviembre de 1874. Añade el Sr. Caro que hasta
ahora no ha podido hallar los números de la _Revista del Plata_, á que
la carta alude.

[12] Puede verse un extenso juicio de las traducciones de Leonél
da Costa en el tomo VI del _Ensaio biographico critico sobre os
melhores poetas portuguezes_ por José M. da Costa e Silva, pág. 154 y
siguientes. Costa e Silva no conoció la _Eneida_.

[13] Vid. Costa e Silva, tomo V, pp. 267 y ss. donde juzga y extracta
esta version.

[14] Vide Costa e Silva _Ensaio biographico_, tomo VI pp. 325 á 363.




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