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Title: Los desposados - Tomo 2: Historia milanesa del siglo XVII
Author: Manzoni, Alessandro
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Los desposados - Tomo 2: Historia milanesa del siglo XVII" ***


                       NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

"Los desposados" es la traducción al castellano de la obra de
Alejandro Manzoni, que en su versión original en italiano lleva el
título de "I promessi sposi".

En otras versiones en castellano el título que se le ha dado es "Los
novios". El transcriptor estima que "Los novios" está más acorde con el
título original y el tenor de la obra.

En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con
_guiones bajos_.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En referencia a lo mencionado en el párrafo precedente, cabe destacar
que palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, en esa época llevaban
acento ortográfico. Eso ha sido respetado.

En la presente transcripción se decidió adecuar la ortografía de las
mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen
que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal
acentuada está en mayúsculas.

La cubierta del libro fue modificada por el transciptor y se ha
agregado al dominio público.

Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos.

El Índice de capítulos, ha sido elaborado por el transcriptor.


                    *       *       *       *       *

                            LOS DESPOSADOS
                             TOMO SEGUNDO



                                  LOS
                              DESPOSADOS

                   HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII

                         POR ALEJANDRO MANZONI

                        TRADUCIDA DEL ITALIANO

                             [Ilustración]


                                MÉXICO
                     IMP. DE. ANDRADE Y ESCALANTE
                       Calle de Cadena número 13

                                 1858



                                ÍNDICE

                                                   Pág.

            CAPÍTULO PRIMERO                          5

            CAPÍTULO SEGUNDO                         30

            CAPÍTULO TERCERO                         55

            CAPÍTULO CUARTO                          81

            CAPÍTULO QUINTO                         102

            CAPÍTULO SEXTO                          134

            CAPÍTULO SÉPTIMO                        178

            CAPÍTULO OCTAVO                         202

            CAPÍTULO NOVENO                         238

            CAPÍTULO DÉCIMO                         255

            CAPÍTULO DECIMOPRIMERO                  292

            CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO                  318

            CAPÍTULO DECIMOTERCERO                  339

            CAPÍTULO DECIMOCUARTO                   359

            CAPÍTULO DECIMOQUINTO                   386

            CAPÍTULO DECIMOSEXTO                    422

            CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO                  458

            CAPÍTULO DECIMOCTAVO                    481

            CAPÍTULO DECIMONOVENO                   514

            CAPÍTULO VIGÉSIMO                       537



                           CAPÍTULO PRIMERO

El que viendo en un campo mal cultivado una yerba silvestre, por
ejemplo, una bella planta de paciencia, quisiera saber con certeza si
ésta se encontraba en aquel sitio por medio de una semilla germinada
en el mismo campo, ó llevada por el viento, ó dejada caer por algún
pájaro; por más que pensase, no llegaría jamás á sacar nada en
conclusión: del mismo modo no sabremos decir si salió naturalmente
del caletre del conde la resolución de servirse del padre provincial
para cortar aquel nudo gordiano, ó si le fué sugerida por Attilio.
Ciertamente que éste no había soltado aquellas palabras al acaso: y
aunque debiera esperarse que á una insinuación tan directa, el amor
propio del conde se sublevara, quiso, sin embargo, á toda costa,
presentarle la idea de aquel expediente, y meterle en el camino por
donde era preciso que andara. Además, dicho expediente era tan adaptado
al genio del viejo conde, de tal modo indicado por las circunstancias,
que se hubiera podido apostar que lo habría imaginado por sí solo sin
necesitar sugestiones de nadie. Se trataba que en una guerra, sin
embargo, demasiado abierta, uno que llevaba su nombre, un sobrino
suyo, no quedase debajo; punto esencialísimo á la reputación del poder
que tanto llenaba su corazón. La satisfacción que el sobrino podía
tomar por sí solo, hubiera sido un remedio peor que la enfermedad, un
manantial de disgustos, siendo preciso impedirla de cualquier modo que
fuese, y sin pérdida de tiempo. Ordenarle que partiera en el mismo
instante de su palacio, ya no sería obedecido; y aunque lo fuese, era
ceder el campo, una retirada de la casa ante un convento. Órdenes,
fuerza legal, y todos los espantajos de este género, no valían contra
un adversario de aquella condición. El clero regular y secular se había
hecho enteramente inmune de toda jurisdicción legal, extendiéndose
dicha inmunidad no sólo á sus personas, sino también á los lugares que
habitaban, según deben saber aun los que no hayan leído más historia
que la nuestra, pues de lo contrario estaríamos frescos. Todo lo que
podía hacerse contra tal adversario, era buscar el medio de alejarlo,
lo cual sólo podía lograrse por el padre provincial.

Ahora bien: entre el conde y dicho padre provincial mediaba un
conocimiento muy antiguo: se veían de tarde en tarde, pero siempre con
grandes demostraciones de amistad, y con reiteradas ofertas de servirse
mutuamente. Á veces es mejor tratar con uno que tenga muchos individuos
á sus órdenes, que no con uno solo de éstos, el cual no ve más que
su negocio, no siente más que su pasión, ni se cuida más que de su
pundonor, mientras que el otro descubre en un momento cien relaciones,
cien consecuencias, cien intereses, cien cosas que evitar, otras ciento
que salvar; y así se le puede coger por cien partes.

Todo bien pesado, el conde invitó cierto día á comer al padre
provincial, y le hizo encontrarse en medio de una tanda de convidados,
elegidos con el tacto más exquisito. Veíanse allí algunos parientes de
la más encopetada grandeza, cuyo solo nombre era un gran título; y que
por su ademán, por cierta resolución, por cierto desdén caballeresco,
al hablar de grandes cosas con términos familiares, lograban, aunque
sin querer, imprimir y recordar á cada momento, la idea de la
superioridad y del poder. Hallábanse también allí algunos clientes
adheridos á la casa por una dependencia hereditaria, y al personaje
por una servidumbre de toda la vida; los cuales, empezando desde la
menestra á decir sí con la boca, con los ojos, con los oídos, con toda
la cabeza, con todo el cuerpo, y con toda el alma, á los postres os
habían puesto á un hombre en estado de no acordarse cómo se hacía para
decir _no_.

En la mesa, el conde hizo recaer bien pronto la conversación sobre su
tema favorito; esto es, el hablar de Madrid. Á Roma se va por muchos
caminos; él iba por todos á Madrid. Habló de la corte, del conde-duque,
de los ministros, de la familia del gobernador, de las corridas de
toros que él podía describir perfectamente, porque había tenido el
gusto de presenciarlas desde un sitio distinguido; del Escorial, del
que podía dar cuenta muy exacta, porque un criado del conde-duque le
había conducido por todos los rincones. Por espacio de algún tiempo,
toda la reunión estuvo como un auditorio, atenta á él solo; después se
dividió en coloquios particulares, y él entonces prosiguió refiriendo
otras muchas cosas curiosas, como en confianza, al padre provincial
que estaba á su lado, y que le dejó decir, decir, y más decir. Pero
de pronto, dió otro giro á la conversación, la separó de Madrid; y de
corte en corte, de dignidad en dignidad, la hizo caer sobre el cardenal
Barberini, que era capuchino y hermano del papa que ocupaba entonces la
silla apostólica, Urbano VIII nada menos. El conde se vió precisado á
dejar hablar un poco á los demás, á ponerse á escuchar, y recordar por
último, que en este mundo no era el solo personaje que lo hacía. Poco
después de levantados de la mesa, rogó al padre provincial que pasase
con él á otra estancia.

Dos potestades, dos ancianidades, dos experiencias consumadas, se
hallaban frente á frente. El magnífico señor hizo sentar al muy
reverendo padre, después de lo cual tomó él también asiento, y empezó
á hablar en estos términos: “Convencido de la amistad que existe
entre nosotros, he creído poder hablar á vuestra paternidad acerca
de un negocio de interés común, y que debe concluirse aquí para
entre nosotros, sin ir por otros caminos que podían... Y por tanto,
buenamente, con el corazón en la mano, os diré de lo que se trata; y en
dos palabras, estoy cierto, que nos pondremos de acuerdo. Decidme, ¿en
vuestro convento de Pescarenico hay un tal padre Cristóbal de ***?”.

El provincial hizo un signo afirmativo.

--Suplico á vuestra paternidad me diga francamente, en buena amistad...
ese sujeto... ese padre... yo no lo conozco personalmente; siendo así,
que de padres capuchinos conozco muchos, celosos, prudentes, humildes,
varones, en fin, que valen más oro de lo que pesan: he sido amigo
de la orden desde mi infancia... pero en todas las familias un poco
numerosas... hay siempre algún individuo, alguna cabeza... Y sé por
ciertas noticias, que ese padre Cristóbal es un hombre... afecto á
las querellas... que no tiene toda aquella prudencia, todos aquellos
miramientos... Apostaría á que ha debido más de una vez dar qué pensar
á vuestra paternidad.

--Entiendo; es un empeño, pensaba entretanto el provincial; yo tengo la
culpa: bien sabía yo que á ese buen padre Cristóbal era preciso hacerle
correr de púlpito en púlpito, y no dejarle descansar seis meses en un
mismo lugar, especialmente en los conventos de la campiña.

--¡Oh!, dijo luego; siento de veras que vuestra magnificencia tenga en
mal concepto al padre Cristóbal; siendo así que es un religioso que
observa una conducta ejemplar en el convento, y al mismo tiempo tenido
en mucha estima fuera de él.

--Entiendo perfectamente; vuestra paternidad debe... pero, sin embargo,
yo quiero, como amigo sincero, advertiros de una cosa que conviene
que sepáis; y si una vez informado de ella, puedo, sin faltar á mis
deberes, haceros ver ciertos resultados... posibles; no digo más.
Sabemos que dicho padre Cristóbal había tomado bajo su protección á un
hombre de aquel pueblo, á un hombre... vuestra paternidad debe haber
oído hablar de él; es el que se escapó con tanto escándalo de las
manos de la justicia, después de haber hecho en el terrible día de S.
Martín, las cosas... las cosas... En fin, llámase Lorenzo Tramaglino.

“¡Ah, ya!”, pensó el provincial, y dijo: “Esta particularidad es nueva
para mí; pero vuestra magnificencia sabe bien, que una parte de nuestro
ministerio es justamente ir en busca de escarriados para reducirlos...”.

--Muy bien; ¡pero proteger á los escarriados de cierta especie!...
son cosas espinosas, negocios demasiado delicados... Y aquí, en lugar
de inflar los carrillos y soplar, apretó los dientes y aspiró tanto
aire, cuanto tenía costumbre de arrojar soplando; después de lo cual
continuó: “He creído necesario daros este aviso, porque si alguna vez
su excelencia... Podría haberse escrito algo á Roma... no sé nada... y
de Roma venirle...”.

--Agradezco muchísimo dicho aviso á vuestra magnificencia; pero estoy
cierto que si se tomaran informes sobre este asunto, resultara que
el padre Cristóbal no habrá tenido relaciones con el hombre de que
se trata, más que con el objeto de hacerle entrar en razón: conozco
demasiado al padre Cristóbal.

--Vuestra paternidad sabe mejor que yo lo que él ha sido en el siglo,
las travesuras que ha hecho en su juventud...

--Tal es la gloria de nuestro hábito, señor conde, que un hombre que
en el siglo ha hecho que hablen mucho de él, con este traje llega á
transformarse enteramente; y desde que el padre Cristóbal lleva este
hábito...

--Quisiera creerlo: lo digo de todo corazón, mas á veces como dice el
proverbio... el hábito no hace al monje.

El refrán no venía aquí á propósito; pero el conde lo había sustituido
apresuradamente á otro que tenía en la punta de lengua: el lobo cambia
el pelo, pero no sus malas mañas.

--Tengo indicios, proseguía, averiguaciones...

--Si vuestra magnificencia sabe positivamente que el expresado
religioso ha cometido alguna falta (todos estamos sujetos á errar),
me dispensaréis un verdadero favor, informándome de ello. Soy un
superior, indigno sin duda; pero lo soy precisamente para corregir,
para remediar...

--Os diré: junto con esta circunstancia enojosa de la protección
abierta del padre para con el consabido, hay otra cosa muy
desagradable, y que podría... Pero, entre nosotros, lo arreglaremos
todo de una vez. El caso es, como iba diciendo, que el mismo padre
Cristóbal se ha puesto á luchar con mi sobrino D. Rodrigo.

--¡Oh!, esto me desagrada, me desagrada; me desagrada formalmente.

--Mi sobrino es joven, vivo, recuerda lo que es, y se resiente; además,
como no tiene costumbre de verse provocado...

--Será un deber mío el tomar buenos informes acerca de semejante hecho.
Según he dicho ya á vuestra magnificencia, y hablo con un señor que es
tan justo como experimentado en las cosas del mundo, todos somos de
carne, sujetos á errar... tanto de un lado como de otro; y si el padre
Cristóbal ha faltado...

--Pero, es preciso que vuestra paternidad advierta, que éstas son
cosas, que deben terminarse entre nosotros, sepultarse aquí; cosas que
mientras más se remueven... es peor. Vuestra paternidad sabe muy bien
lo que sucede: estos piques, estas querellas empiezan con frecuencia
por una bagatela y avanzan, avanzan... Si se quiere encontrar el fondo,
no llega á conseguirse, ó bien nacen otros cien mil obstáculos. Apagar,
cortar el negocio, reverendo padre; apagarlo, cortarlo; he aquí lo que
es preciso. Mi sobrino es joven; el religioso, por lo que he podido
comprender, tiene todavía todo el espíritu é inclinaciones de un joven
también; y á nosotros toca, que tenemos ya nuestros años... acaso
demasiados; ¿no es cierto, reverendísimo padre?

El que hubiese estado contemplando aquella escena, habría podido
compararla á lo que sucede en medio de una ópera seria, cuando se
levanta, por equivocación, un telón antes de tiempo, y se ve un
cantante que no pensando en aquel momento que exista público en el
mundo, conversa mano á mano con un compañero suyo. El semblante, el
ademán, la voz del conde, al decir las palabras _acaso demasiados_,
todo fué natural; allí no había política; era indudablemente cierto que
le causaba fastidio el tener tantos años. No lamentaba los pasatiempos,
y bríos, la gentileza de la juventud: ¡frivolidades, tonterías,
miserias! El motivo de su disgusto era grave é importante; era que
esperaba cierto puesto muy elevado, cuando estuviera vacante, y temía
no llegar á tiempo. Luego de haberlo obtenido, se podía estar cierto de
que no le hubieran dado mucho cuidado los años; no habría deseado otra
cosa, muriendo contento, como aquellos que, ansiando mucho una cosa,
aseguran querer hacer algo, cuando la han obtenido.

Mas dejemos hablar al conde,--Á nosotros toca, continuó, el tener
juicio por los jóvenes, y reparar sus calaveradas. Por fortuna, aún
estamos á tiempo; ello no ha metido mucho ruido, y todavía nos hallamos
en el caso de un _principiis obsta_. Conviene alejar el fuego de la
paja. Á veces una persona que en un paraje se conduce mal, ó que
pudo ser causa de algún desorden, se porta en otro maravillosamente.
Vuestra paternidad sabrá hallar muy bien el nicho conveniente para ese
religioso. Además, puede militar otra circunstancia; esto es, quizá
se haya hecho sospechoso á alguno del cual él desee alejarse: por lo
tanto, colocándolo en un paraje un poco apartado, no hace más que un
viaje, y prestamos dos servicios; todo se arregla por sí mismo, ó por
mejor decir, no hay ningún compromiso.

El padre provincial aguardaba esta conclusión desde el principio del
discurso del conde.

“¡Ah, ya!”, pensaba interiormente, veo adónde quiere ir á parar;
siempre sucede lo mismo: cuando un pobre fraile se disgusta con
vosotros, ó con uno de los vuestros, ú os causa la más pequeña sombra,
el superior debe hacerle tomar prontamente las de Villadiego, sin
tratar de inquirir si hay ó no razón para ello.

Cuando el conde hubo concluido, exhaló un suspiro, lo cual equivalía
á una firme resolución: “Comprendo perfectamente, contestó el padre
provincial, lo que el señor conde quiere decir; mas antes de dar un
paso...”.

--Es un paso y no lo es, reverendísimo padre; es una cosa natural,
ordinaria; que si no se pone un pronto y eficaz remedio, preveo una
multitud de desórdenes, una ilíada de desgracias. Un disparate... no
creeré que mi sobrino... yo estoy aquí para impedirlo... Mas al punto á
que ha llegado el negocio, si entre ambos no le damos un corte bueno,
sin pérdida de tiempo, no es posible detenerle, que permanezca en
secreto... y entonces no será tan solo mi sobrino... Nosotros seremos
los que irritemos el avispero, muy reverendo padre. Vos mismo lo veis;
pertenecemos á una gran casa, estamos enlazados con familias...

--Ilustres.

--Ya me entendéis: toda gente que tiene sangre en las venas, y que
en este mundo... valen alguna cosa. Se resiente el pundonor, llega á
hacerse un asunto común; y entonces... aun el que es amigo de la paz...
¡Sería un verdadero quebranto para mí, de tener... de encontrarme...
yo que siempre he profesado una tan grande inclinación á los padres
capuchinos! Vuestros padres para hacer bien, como lo hacen con tanta
edificación de las gentes, necesitan tranquilidad, no tener contiendas,
estar en buena armonía con los que... y además, tienen parientes en
el siglo... y estos asuntillos de pundonor, por poco que duren, se
extienden, se ramifican, y hacen entrar á... medio mundo. Yo tengo
este dichoso cargo, que me obliga á sostener un cierto decoro... su
excelencia... mis señores colegas... todo viene á hacerse como asunto
de corporación... sobre todo con aquella otra circunstancia... Vos ya
sabéis cómo van esta especie de cosas.

--Es cierto, dijo el provincial, que el padre Cristóbal es predicador,
y tenía ya algún pensamiento... Justamente se me ha pedido... Pero en
este momento, en tales circunstancias, podría parecer un castigo; y un
castigo antes de haber puesto bien en claro...

--No, castigo no; una precaución prudente, un remedio de conveniencia
común, para impedir las desgracias que podrían... Vamos, me he
explicado lo bastante.

--Entre el señor conde y yo, la cosa no pasa de ahí; lo comprendo: pero
siendo el hecho del modo que se ha referido á vuestra magnificencia,
es imposible, á mi parecer, que no se haya traslucido algo en el país.
Por todas partes existen gentes que atizan las discordias, que incitan
al mal, ó á lo menos malignos ociosos que tienen un exquisito gusto
en ver á los señores y á los religiosos en las prisiones; y olfatean,
interpretan á su gusto, charlan... Cada uno tiene que conservar su
decoro; y además yo, como superior (indigno sin duda), tengo un deber
expreso... El honor del hábito... no es cosa mía... es un depósito del
cual... Puesto que vuestro señor sobrino está tan alterado, como dice
vuestra magnificencia, podría tomar la cosa como una satisfacción que
se le da y... no digo vanagloriarse, triunfar, sino...

--¿Os chanceáis, reverendo padre? Mi sobrino es un caballero que está
considerado en el mundo... según su rango, y como es debido; pero
comparado conmigo es un niño, que no hará más ni menos de lo que yo le
prescriba. Os diré más; mi sobrino nada sabrá. ¿Qué necesidad tenemos
de darle cuentas? Éstas son cosas que hacemos aquí para entre nos,
como buenos amigos, y que de nosotros no han de pasar. Esto no os debe
causar inquietud alguna. Ya comprenderéis que debo estar acostumbrado
á callar. Después de pronunciadas las anteriores palabras, dió su
acostumbrado soplo y continuó: “Tocante á los charlatanes, ¿qué queréis
que digan? ¡Un religioso que va á predicar á otro país, es una cosa muy
natural! Y después, nosotros que vemos... que tenemos previsión... que
nos corresponde... no debemos hacer caso de semejantes habladurías”.

--Sin embargo, con el objeto de prevenirlas, sería bueno que en esta
ocasión, su señor sobrino hiciese una manifestación, diese alguna señal
visible de amistad, de deferencia, no por nosotros, sino por el hábito.

--Seguramente, seguramente; es muy justo... pero no hay necesidad:
sé que los capuchinos son siempre acogidos por mi sobrino como deben
serlo: lo hace por inclinación; es un instinto de familia; y después
sabe que así me complace. Por lo demás, en este caso... alguna cosa de
extraordinario... es muy justo. Dejadme hacer, reverendísimo padre,
mandaré á mi sobrino... es decir, será preciso insinuárselo con
prudencia, á fin de que no trasluzca nada de lo que ha pasado entre
nosotros, pues no quisiera que pusiéramos emplasto donde no hay herida.
Con respecto á lo que hemos convenido, cuanto más pronto se haga, será
mejor; y si se encontrase un nicho un poco lejos... para quitar toda
ocasión...

--Precisamente me piden un predicador para Rímini, y quizás aun, sin
otro motivo, hubiera dispuesto...

--Muy á propósito. ¿Y cuándo?...

--Ya que la cosa debe hacerse, se hará pronto.

--En seguida, en seguida, reverendísimo padre, mejor hoy que mañana. Y
levantándose prosiguió: Si algo puedo hacer, tanto yo como mi familia,
en favor de nuestros padres capuchinos...

--Sabemos por experiencia la bondad de la casa, dijo el padre
provincial, levantándose también y encaminándose hacia la puerta detrás
de su vencedor.

--Hemos apagado una chispa, dijo éste andando lentamente; una chispa,
muy reverendo padre, que podía haber producido un grande incendio.
Entre buenos amigos, en dos palabras se arreglan grandes cosas.

Habiendo llegado á la puerta, la abrió y quiso de todos modos que el
padre provincial pasase el primero; luego entraron en la otra estancia,
en donde se reunieron con los demás.

Aquel señor ponía un grande estadio, un gran arte y grandes palabras
en manejar un negocio; mas después obtenía también los efectos
correspondientes. Vamos al hecho: con la conversación que hemos
referido, logró hacer ir á Fr. Cristóbal á pie desde Pescarenico á
Rímini, que es una bella caminata.

Una tarde, un capuchino de Milán, llega á Pescarenico con un pliego
para el padre guardián. Dicho pliego contiene la orden para que
Fr. Cristóbal se trasladase á Rímini, con el objeto de predicar la
Cuaresma. La carta dirigida al guardián trae las instrucciones para
insinuar al consabido fraile que deponga toda idea de negocios que
pueda tener entablados en el país del cual debe partir, y que no
mantenga correspondencia de ninguna clase; el portador de la expresada
carta debe ser su compañero de viaje. El guardián nada dice aquella
tarde; pero á la mañana siguiente manda llamar á Fr. Cristóbal, le
enseña la orden, le dice que vaya á buscar las alforjas, el bastón, el
sudario y el cíngulo, y con aquel padre compañero que le presenta se
ponga inmediatamente en camino.

Dejo á la penetración de mis lectores pensar el terrible golpe que
sería éste para nuestro buen fraile. Renzo, Lucía, Inés, se presentaron
súbitamente á su memoria, y exclamó, por decirlo así, en su interior:
“¡Qué será de esos desventurados, no estando yo aquí, Dios mío!” Mas
después alzó los ojos al cielo, se acusó de que le hubiese faltado la
confianza y de haberse creído necesario para algo. Puso las manos en
cruz sobre el pecho, en señal de obediencia; inclinó su cabeza ante
el padre guardián, el cual lo llamó aparte y le dió aquel otro aviso
como con palabras de consejo y como con significación de precepto. Fr.
Cristóbal se encaminó á su celda, cogió la alforja, colocó en ella su
breviario, su colección de sermones de cuaresma y el pan del perdón;
apretó el cordón á su cintura, se despidió de todos sus hermanos; fué
por último á recibir la bendición del guardián, y tomó en seguida, con
su compañero, el camino que le había sido prescrito.

Hemos dicho que D. Rodrigo, obstinado más que nunca en llevar á cabo
su infame empresa, había resuelto buscar la asistencia de un hombre
terrible. De éste no podemos decir ni el nombre, ni el apellido, ni
un título, y ni siquiera una conjetura sobre nada de todo esto, cosa
tanto más extraña, cuanto que de dicho personaje encontramos memoria
en más de un libro (de libros impresos digo) de aquella época. La
identidad de los hechos no permite dudar que el personaje en cuestión,
no sea el mismo; pero vese por todas partes un gran cuidado en evitar
el trazar el nombre, como si éste hubiese de abrasar la pluma y la
mano del escritor. Francisco Rivola, en la vida del cardenal Federico
Borromeo, al hablar del expresado individuo, dice que es “un señor
tan poderoso por sus riquezas, como noble por su nacimiento”, sin
más. José Ripamonti, que en el libro 5.º, década 5.ª, de su _Storia
Patria_, hace de él más larga mención, lo nombra uno, éste, aquél,
este hombre, aquel personaje. Referiré, dice en su elegante latín, del
cual traducimos este fragmento del mejor modo posible, la aventura
de un hombre que, ocupando el primer lugar entre los grandes de la
ciudad, había establecido su morada en un despoblado, situado en los
confines del territorio; y en dicho paraje, asegurándose la impunidad
á fuerza de crímenes, nada le importaban las sentencias, los jueces,
la magistratura entera, ni la soberanía. Llevaba una vida en todo y
por todo independiente; daba asilo á los frígidos, habiéndolo él sido
también, después absuelto de la sentencia que había pesado sobre él,
como si nada hubiese... Tomaremos de este escritor algún otro pasaje
que venga á propósito para confirmar y esclarecer la relación del autor
de nuestro anónimo, con el cual seguimos adelante.

Hacer lo que estaba prohibido por las leyes, ó impedido por una
fuerza cualquiera; ser el árbitro, el único dueño en los negocios de
los demás, sin otro interés más que el gusto de mandar; ser temido
de todos, aun de los que se hacían temer de otros; tales habían
sido en todo tiempo las pasiones del expresado individuo. Desde su
adolescencia, al espectáculo y al rumor de tan poderosas hazañas,
de tantas exacciones, á la vista de tantos tiranos, experimentaba
un sentimiento mezclado de cólera y de envidia impaciente. Joven,
y viviendo en la ciudad, no desperdiciaba ocasión alguna; así, iba
en busca de armar contiendas con los más famosos espadachines de
profesión, se les atravesaba en su camino, les hacía reconocer su
superioridad por medio de pruebas convincentes, ó les obligaba á
que buscasen su amistad. Superior á la mayor parte en riquezas y en
servidores adictos, y quizá á todos en nacimiento y en audacia, redujo
á muchos á renunciar á toda rivalidad, escarmentó á otros, y se captó
la amistad de los restantes; pero no la amistad que existe entre
personas iguales en categoría, sino una amistad como á él le agradaba;
es decir, amigos subordinados que se reconociesen sus inferiores, y
que le diesen siempre la preferencia. Sin embargo, en el hecho, era
con frecuencia el paladín, el instrumento de todos ellos, los cuales
no dejaban nunca de reclamar en sus apuros el socorro de tan poderoso
auxiliar: para él, retroceder un momento, hubiera sido decaer de su
reputación, faltar á su deber. De manera, que por cuenta suya y por
la de otros, hizo tantas, que ni su nombre, ni sus parientes, ni sus
amigos, ni su audacia, pudieron sostenerle contra los bandos públicos
y contra tantas animosidades poderosas, viéndose obligado á salir del
territorio. Creo que se refiere á esta circunstancia un hecho notable
relatado por Ripamonti: “Una vez que éste tuvo que abandonar el país,
el secreto, la timidez, el respeto que usó fueron los siguientes:
atravesó la ciudad á caballo, con una numerosa jauría; á son de
trompetas, y pasando por delante del palacio de la corte, dejó á la
guardia una embajada de insultos para el gobernador”.

Durante su ausencia, no renunció á sus manejos, ni interrumpió las
relaciones con sus amigos, que permanecieron unidos con él, para
traducir literalmente á Ripamonti, en una liga oculta de consejos
terribles y de cosas funestas. Parece también que entonces contrajo con
personas muy elevadas, ciertas nuevas y terribles relaciones, de las
cuales el historiador mencionado habla con una brevedad misteriosa.
Príncipes extranjeros, dice, se valieron más de una vez de él para
algunos crímenes importantes, y al mismo tiempo le hubieron de enviar
desde muy lejos refuerzos de gentes que sirviesen bajo sus órdenes.

Finalmente (no se sabe después de cuánto tiempo), ora que se hubiese
anulado el citado bando por alguna poderosa intercesión, ora que la
audacia de aquel hombre le sirviese como de inmunidad, lo cierto es
que resolvió volverse á su país, y en efecto volvió; no sin embargo á
Milán, sino á un castillo confinando con el territorio de Bérgamo, que
entonces pertenecía á los estados venecianos. Aquella casa, dice aún
Ripamonti, era una especie de oficina de mandatos sanguinarios: veíanse
servidores cuyas cabezas estaban puestas á precio, que tenían el oficio
de cortar también cabezas; ni el cocinero, ni aun el mismo marmitón,
estaban dispensados del asesinato; hasta las manos de los niños se
veían ensangrentadas. Además de esta bella familia doméstica, había,
según afirma el mismo historiador, otra de individuos de igual calaña,
dispersos y apostados en varios lugares de los dos estados, en cuyos
confines vivía aquél, dispuestos siempre á sus órdenes.

Todos los tiranos, en un vasto radio, habían sido obligados, quienes en
una ocasión, quienes en otra, á elegir entre la amistad y la enemistad
de aquel tirano extraordinario. Pero á los primeros que habían querido
tratar de resistirle les fué tan mal, que nadie más desde entonces
quiso hacer semejante prueba. No obstante de permanecer uno agazapado
en su concha, como suele decirse, sin meterse con él, no podía
conservar su independencia: le enviaba un mensajero con la orden de que
abandonase tal empresa; que se abstuviese de molestar á tal deudor,
ú otras cosas semejantes: se necesitaba responder sí ó no. Cuando
una parte, rindiéndole vasallaje, había ido á poner bajo su decisión
un negocio cualquiera, la otra se hallaba en la dura alternativa
de conformarse con su sentencia, ó declararse su enemigo; lo cual
equivalía á ser, como se decía en otro tiempo, tísico en tercer grado.
Muchos, teniendo culpa, acudían á él para tener razón; otros muchos,
teniendo razón, recurrían también para ganarse así su alto patrocinio
y cerrar las avenidas á sus adversarios: los unos y los otros venían á
ser más especialmente sus dependientes. Sucedió alguna vez que un débil
oprimido, vejado por un poderoso, se dirigió á él; y éste, tomando el
partido del débil, forzó á dicho poderoso á cesar en sus vejaciones, á
reparar el daño causado, á pedir perdón: si éste se mantenía firme, se
encarnizaba tanto con él, que le obligaba á alejarse de los lugares que
había tiranizado, ó le hacía pagar una más pronta y más terrible pena.
En estos casos, aquel nombre tan temido y odiado, era bendecido por un
momento; porque en aquellos desgraciados tiempos no se hubiera podido
esperar de ninguna otra fuerza pública ni privada, no diré semejante
justicia, sino ningún remedio, la más pequeña compensación. Él había
sido, y era casi siempre, el ministro, el instrumento de voluntades
inicuas, de venganzas atroces, de infames caprichos; pero los diversos
usos que hacía de su fuerza producían siempre el mismo efecto, esto
es, imprimir en los ánimos una grande idea de todo lo que podía querer
y ejecutar en desprecio de lo justo é injusto, dos cosas que acarrean
tantos obstáculos á la voluntad de los hombres y los hacen con
frecuencia retroceder.

La fama de los tiranos comunes permanecía encerrada en aquel pequeño
espacio de país, en donde eran los más ricos y los más fuertes.
Cada distrito tenía los suyos; y se asemejaban tanto, que no había
razón para que la gente se ocupara de aquéllos, cuya tiranía no
experimentaba. Pero el renombre del personaje de que estamos hablando
se había esparcido hacía ya mucho tiempo por el milanesado entero:
por todas partes, su vida era el objeto de narraciones populares, y
su nombre significaba algo de irresistible, de extraño, de fabuloso.
La sospecha que todos tenían de sus colegas y sicarios, contribuía,
igualmente, á mantener siempre viva su memoria. Esto no eran más que
sospechas; porque, ¿quién hubiera confesado abiertamente semejante
dependencia? Pero cada tirano podía ser su aliado, cada tunante uno de
los suyos, y la incertidumbre misma hacía más vasta la opinión y más
profundo el terror de la cosa. Cada vez que en alguna parte se veían
aparecer figuras de bravos desconocidas y más malas que de costumbre;
á cada hecho enorme del cual no se supiese desde un principio indicar
ó adivinar el autor, se profería, se murmuraba el nombre de aquel que
nosotros, gracias á la bendita (por no decir otra cosa) circunspección
de nuestros escritores, nos veremos precisados á llamarle el
_incógnito_.

Del castillo de éste al de D. Rodrigo, no había más que siete millas;
y este último, apenas llegado á ser tirano y dueño, había debido ver
que á tan poca distancia de semejante personaje no era posible ejercer
aquel oficio sin venir á las manos, ó vivir en buena armonía con él.
Éste era el motivo por el cual se le había ofrecido, llegando á ser su
amigo, como todos los demás, se entiende; le había prestado más de un
servicio (el manuscrito no dice otra cosa), habiéndole correspondido
con promesas de auxilio y reciprocidad en cualquiera ocasión. Ponía,
sin embargo, mucho cuidado, en ocultar semejante amistad, ó á lo menos
no dejar traslucir los grados de que constaba, y de qué naturaleza
era. D. Rodrigo quería, sí, hacerse el tirano, mas no el tirano
desenfrenado: la profesión era para él un medio, no un fin; quería
permanecer libremente en la ciudad, gozar de las ventajas, de los
placeres, de los honores de la vida civil; y para esto tenía que usar
ciertos miramientos, guardar atenciones á los parientes, cultivar la
amistad de personas de categoría, tener una mano sobre la balanza de
la justicia, para en caso necesario hacerla inclinar hacia su lado,
ó detenerla, ú obligarla á caer en ciertas ocasiones sobre la cabeza
de alguno, por cuyo medio podía alcanzarlo con más facilidad que con
las armas de la violencia privada. En las circunstancias presentes,
la intimidad, ó mejor diremos, una liga con un hombre de aquella
especie, con un enemigo declarado de la fuerza pública, seguramente
no le hubiera servido de nada, principalmente cerca del conde su tío.
Pero aquel poco de amistad que no era posible ocultar, podía pasar por
un deber indispensable hacia un hombre cuya enemistad era demasiado
peligrosa, y de este modo se escudaba en la necesidad; porque el que
tiene que proveer á la seguridad general, y carece de voluntad, ó no
encuentra el medio, acaba por consentir que los demás atiendan por sí,
hasta cierto punto, á sus negocios; y si expresamente no consiente,
cierra á lo menos los ojos.

Una mañana D. Rodrigo salió á caballo, en traje de caza, con una
pequeña escolta de bravos á pie; el _Griso_ iba al estribo, y otros
cuatro detrás; aquél tomó la dirección del castillo del _Incógnito_.



                           CAPÍTULO SEGUNDO


El castillo del _Incógnito_ estaba situado en la parte más elevada
de un valle angosto y sombrío, sobre la cima de un pico que nace
de una áspera cordillera de montes, no pudiendo al primer golpe de
vista afirmarse con seguridad si estaba unido ó separado á ella por
la inmensa mole de rocas, cavernas y precipicios que lo circuyen por
todos lados. El que mira al valle, es el sólo practicable; forma una
pendiente bastante rápida, pero igual y continua; vénse en la cumbre
varios prados; en la falda campos cultivados, sembrados en algunos
parajes de habitaciones. En el fondo aparece un lecho de guijarros,
por donde se desliza, según la estación, un cristalino arroyuelo, ó se
precipita un anchuroso torrente que entonces servía de límite á ambos
territorios. Las cordilleras opuestas, que forman, por decirlo así, la
otra muralla del valle, tienen también su pequeña falda cultivada; el
resto no se compone más que de peñascos, rápidas pendientes desliadas
de toda vegetación, excepto algunas zarzas que crecen por entre las
grietas.

De lo alto de dicho castillo, como el águila desde su ensangrentado
nido, el selvático señor dominaba en torno de sí todo el espacio en
donde un pie mortal pudiera posarse, y no percibía el más leve ruido
humano por encima de su cabeza. Echando una ojeada alrededor, abrazaba
todo aquel recinto, á saber: las pendientes, las cimas y los caminos
practicados en medio de éstas. Á los ojos del que lo contemplaba desde
lo alto, el sendero tortuoso que iba á dar acceso á tan terrible
mansión, se desplegaba á manera de una serpenteante cinta; desde las
ventanas y almenas el señor podía contar con la mayor comodidad los
pasos del que llegaba, y descargar cien veces las armas contra él. Con
aquella guarnición de bravos que tenía en el castillo hubiera podido
desafiar á todo un ejército, dejándolo tendido sobre el sendero mismo,
ó haciendo rodar á muchos hasta el fondo del valle, sin que ni uno solo
siquiera pudiese llegar á la cumbre. Por lo demás, nadie que no fuera
mirado con buenos ojos por el dueño del castillo, se atrevía á poner el
pie, no digo arriba, sino ni aun en el mismo valle, ni tan siquiera de
paso. El esbirro, pues, que hubiera tenido la desgracia de dejarse ver,
habría sido tratado como un espía que es cogido en un campamento. Se
referían trágicas historias de los últimos que habían querido intentar
semejante empresa, pero eran ya historias antiguas; y ninguno de los
jóvenes vasallos se acordaba de haber visto en el valle un hombre de
aquella especie, ni vivo, ni muerto.

Tal es la descripción que el anónimo hace del paraje; del nombre,
nada; al contrario, por no ponerse en el compromiso de descubrirlo, no
dice nada del viaje de D. Rodrigo, y lo coloca de repente en medio del
valle, al pie del pico, á la entrada del escarpado y tortuoso sendero.
En este sitio existía una taberna, que se hubiera podido llamar también
cuerpo de guardia. Una vieja muestra, en la cual estaba pintado por
ambos lados un sol radiante, veíase suspendida sobre la puerta; pero
la voz pública que repite algunas veces los nombres que le enseñan,
después de lo cual los rehace á su modo, no designaba la expresada
taberna más que con el nombre de _Malanotte_[1].

Al ruido de una cabalgata que se aproximaba, apareció en el umbral un
muchacho armado hasta los dientes. Después de haber echado una rápida
mirada, entró á dar el aviso á tres bandidos que estaban jugando con
unas cartas asquerosas y dobladas en forma de tejas. El que parecía ser
el jefe se levantó, se plantó en el umbral, y habiendo reconocido á
un amigo de su amo, lo saludó respetuosamente. D. Rodrigo le devolvió
el saludo con mucho garbo, y le preguntó si el señor se hallaba en el
castillo: habiéndole contestado aquél que así lo creía, D. Rodrigo se
apeó y arrojó la brida á Tiradritto, uno de los bravos de su comitiva.
Se quitó la escopeta que llevaba á la espalda, y se la entregó á
Montanarolo, como para desembarazarse de un peso inútil y subir más
ligero; mas en realidad, porque sabía muy bien que en aquellos sitios
no era permitido andar con ella. En seguida sacó de su bolsillo algunas
monedas, y se las dió á Tanabuso, diciéndole: “Vosotros, quedaos aquí
esperándome; entretanto, podréis entreteneros con estas buenas gentes”.
Sacó, por último, algunos escudos de oro, y los puso en la mano del
jefe, asignando la mitad para éste y la otra para sus compañeros.
Finalmente, acompañado del _Griso_ que había dejado también su arcabuz,
empezó á subir el sendero. En el ínterin, los tres mencionados bravos
y Sguinternotto, que era el cuarto (¡vaya unos nombres bonitos para
conservarlos con tanto cuidado!), se reunieron á los tres del Incógnito
y á aquel muchacho educado para la horca, poniéndose á jugar, á beber,
y contarse mutuamente sus proezas.

Otro guapetón de los del Incógnito, que subía, se unió poco después á
D. Rodrigo; lo miró, lo reconoció, y siguió andando en su compañía,
evitándole así el fastidio de decir su nombre y de dar cuenta de su
persona á todos los que hubiera encontrado que no le conociesen. Cuando
hubo llegado y fué introducido en el castillo (dejando, sin embargo, al
_Griso_ en la puerta), se le hizo atravesar una larga crujía de oscuros
corredores, y una infinidad de salas tapizadas de mosquetes, sables
y partesanas; en cada una de dichas estancias se veía un bravo que
estaba de centinela: después de haber aguardado un poco de tiempo, fué
introducido á la en que se hallaba el Incógnito.

Éste le salió al encuentro, devolviéndole el saludo y mirándole al
mismo tiempo al semblante y á las manos, según tenía de costumbre, y
casi siempre involuntariamente, á cualquiera que iba á verle, aunque
fuera uno de sus más antiguos y experimentados amigos. Era de elevada
estatura, morena tez, y calvo: á primera vista los escasos cabellos
blancos que le quedaban y las arrugas de su rostro, habrían hecho creer
que contaba más edad que la que en realidad tenía, pues acababa de
cumplir sesenta años; mas su continente y movimientos, la pronunciada
dureza de sus facciones, y el resplandor siniestro que brillaba en
sus ojos, indicaban una fortaleza de cuerpo y alma que hubiera sido
extraordinaria en un joven.

D. Rodrigo dijo que venía á pedirle consejos y ayuda; que hallándose
metido en una empresa difícil, de la cual su honor no le permitía
retirarse, se había acordado de las promesas de aquel que nunca las
hacía de más, ni en vano, y le expuso su abominable intriga. El
Incógnito que tenía ya, aunque confusamente, algunas noticias, estuvo
escuchando atentamente y con la mayor curiosidad, aquella narración,
principalmente porque iba mezclado un nombre que le era muy conocido
y sumamente odioso, el del padre Cristóbal, enemigo declarado de
los tiranos, y que les hacía la guerra siempre que podía, tanto con
palabras, como con acciones. D. Rodrigo, conociendo con quién hablaba,
se puso en seguida á exagerar las dificultades de dicha empresa,
la distancia del lugar, un monasterio, la _señora_... Á esto, el
Incógnito, como si hubiese sido inspirado por un espíritu maligno,
oculto en su interior, le interrumpió de súbito, diciendo que tomaba el
negocio á su cargo. Apuntó el nombre de nuestra pobre Lucía, y despidió
á D. Rodrigo dirigiéndole las siguientes palabras: “Dentro de poco
recibiréis un aviso mío tocante á lo que tendréis que hacer”.

Si el lector se acuerda de aquel malvado llamado Egidio, que habitaba
junto al monasterio en donde la desventurada Lucía se había refugiado,
sepa ahora que éste era uno de los más íntimos compañeros de maldades
que tuvo el Incógnito, siendo la causa por la cual este último había
empeñado su palabra con tanta prontitud y resolución; mas apenas quedó
solo, se encontró, no diré arrepentido, sino despechado de haberla
dado. Hacía ya algún tiempo que comenzaba á experimentar, cuando no
remordimientos, á lo menos cierta vaga inquietud, con respecto á sus
maldades.

Cada vez que cometía una nueva, el recuerdo de las que se amontonaban
á su memoria, si no en su conciencia, se volvía á despertar, y se las
presentaba con más negros colores y en mayor número: se asemejaba á
una carga ya incómoda de suyo, y cuyo peso crece á cada instante.
Una cierta repugnancia experimentada al cometer sus primeros
crímenes, repugnancia vencida después y que se había desvanecido casi
enteramente, tornaba entonces á hacerse sentir. Pero en aquellos
primeros tiempos, la imagen de un porvenir vasto, indeterminado, el
sentimiento íntimo de una poderosa y larga vitalidad, llenaban su
corazón de una confianza irreflexiva; ahora, por el contrario, los
pensamientos del citado porvenir le hacían el pasado más doloroso.
¡Envejecer!, ¡morir!, ¿y después? ¡Cosa admirable! la imagen de la
muerte, que en un peligro cercano, al frente de un enemigo, solía
redoblar el ardor de ese hombre, é inspirarle una furiosa cólera;
dicha imagen, repito, apareciéndosele en medio del silencio de la
noche, dentro del castillo, asilo seguro é impenetrable, lo sumía en
una repentina consternación. Esta muerte no era aquella con la que le
hubiera amenazado un implacable adversario, mortal lo mismo que él; no
se la podía rechazar con armas mejores, con brazo más pronto; venía
sola, nacía de él; quizá estaba lejos todavía, pero á cada momento
daba un paso más, y mientras que su espíritu luchaba dolorosamente
para alejarla del pensamiento, cada vez se acercaba también más. Al
principio, los ejemplos tan frecuentes, el espectáculo, por decirlo
así, perpetuo de la violencia, de la venganza, del asesinato,
inspirándole una emulación feroz, le habían servido también como una
especie de autoridad contra su conciencia: al presente renacía á cada
instante, en su espíritu, la idea confusa, pero terrible, de un juicio
personal, de una razón independiente del ejemplo; la idea de haber
salido de la turba vulgar de los malvados, el haberlos igualmente
dejado á todos muy atrás: esta idea que tanto le lisonjeaba en otro
tiempo, le causaba ahora el sentimiento de una soledad tremenda.
Ese Dios del cual había oído hablar, pero que mucho tiempo hacía no
trataba de negar ni reconocer, ocupado solamente en vivir como si
no existiera, al presente, en ciertos momentos de abatimiento sin
motivo, de terror sin peligro, le parecía oir una voz en su interior
que decía: “¡Sin embargo, yo existo!”. En la primera efervescencia de
sus pasiones, la ley que había oído proclamar en nombre de aquel Dios,
no le parecía más que una cosa odiosa; ora, cuando venía á asaltar su
mente de improviso, ésta, á su pesar, la concebía como una cosa que
tiene su cumplimiento. Pero en lugar de franquearse con alguno sobre
esta su nueva inquietud, la ocultaba profundamente, y la disfrazaba
bajo la apariencia de la más intensa ferocidad, buscando por este medio
el encubrírsela á sí mismo ó sofocarla. Envidiando (ya que no podía
aniquilarlos ni olvidarlos) aquellos tiempos en que solía cometer
maldades sin ninguna especie de remordimientos, sin más solicitud que
la de su buen éxito, se esforzaba todo lo posible para hacerlos volver
ó para retener y recobrar aquella antigua voluntad, pronta, soberbia,
imperturbable, con el objeto de convencerse que aún era el mismo hombre
de otras veces.

Ésta fué la causa de haber tan pronto empeñado su palabra á D. Rodrigo,
para cerrar la entrada á toda perplejidad. Mas apenas éste hubo
partido, cuando sintió de nuevo que se debilitaba la resolución que
había formado y el compromiso que él mismo había creado, percibiendo al
mismo tiempo presentarse poco á poco á su imaginación los pensamientos
que le inducían á faltar á su palabra, y que le habían expuesto casi
á flaquear en presencia de un amigo, de un cómplice subalterno: para
cortar de un golpe tan penoso contraste, llamó á Nibbio, uno de los
más diestros y atrevidos ejecutores de sus crímenes, y del cual tenía
costumbre de servirse para la correspondencia con Egidio. Habiéndosele
aquél presentado, el Incógnito, con ademán resuelto, le ordenó que
montara en seguida á caballo, que se encaminase directamente á Monza, é
informase á Egidio del compromiso contraído, requiriendo su ayuda para
cumplirlo.

El digno mensajero volvió más pronto de lo que su amo esperaba, con
la siguiente respuesta de Egidio: que la empresa era fácil y segura;
que le mandase en seguida un carruaje con dos ó tres bravos, bien
disfrazados, encargándose él de todo lo demás. Á este aviso, el
Incógnito ordenó inmediatamente al mismo Nibbio que lo dispusiera todo
según había dicho Egidio, y que partiese con otros dos que designó á
dicha expedición.

Si para dar cumplimiento al horrible servicio que se le había pedido,
hubiese tenido Egidio que contar con sus solos medios ordinarios,
ciertamente no hubiera dado una contestación tan decisiva. Pero en
aquel mismo asilo en donde parecía que todo debían ser obstáculos,
el malvado tenía un medio conocido de él tan solo, sirviéndole de
instrumento lo que para otros hubiera sido una dificultad. Ya hemos
referido que la desventurada _señora_ prestó una vez oídos á sus
palabras; y el lector puede haber comprendido que no sería la última,
y sí sólo el primer paso hacia el camino de abominación y de sangre.
Aquella misma voz que había adquirido fuerza, y casi podría decirse
autoridad por el crimen, le impuso al presente el sacrificio de la
inocente que estaba bajo su amparo.

La proposición fué espantosa para Gertrudis. Perder á Lucía por
un accidente imprevisto, sin culpa, le parecía una desgracia, un
castigo amargo; habiéndosele ordenado que se deshiciese de ella por
medio de una criminal perfidia, cambiando de este modo en un nuevo
remordimiento, un motivo de expiación. La desgraciada probó todos los
medios para eximirse de tan horrible orden; todos, repito, á excepción
del único que hubiera sido infalible, y que sin embargo, estaba al
alcance de su poder. El crimen es un dueño severo é inflexible, contra
el cual no llega uno á ser fuerte si no se subleva enteramente.
Gertrudis no pudo resolverse á esto último, y obedeció.

El día prefijado había llegado; acercábase la hora convenida:
Gertrudis, retirada con Lucía en su locutorio particular, la colmaba
de caricias más que de ordinario, y ésta las recibía y devolvía con
creciente ternura; como la oveja estremeciéndose sin temor bajo la mano
del pastor que la palpa y la arrastra suavemente, se vuelve á lamer su
mano; y no sabe que el carnicero á quien el pastor acaba de venderla,
está aguardando que salga del redil para sacrificarla.

Necesito un gran servicio, y vos sola podéis prestármelo. Poseo mucha
gente que me obedezca, pero nadie de quien fiarme. Para un negocio de
la más alta importancia, que os referiré en seguida, necesito hablar al
momento, con el padre guardián de capuchinos que os ha conducido aquí,
mi pobre y querida Lucía; mas con todo, es preciso que nadie sepa que
yo lo he mandado llamar. No tengo á otra persona más que vos sola para
verificar con el más escrupuloso secreto este mensaje.

Lucía se quedó aterrada al escuchar semejante petición; y con su
ordinaria timidez, pero no sin manifestar una grande admiración, alegó
de pronto, con el objeto de excusarse, las razones que la señora debía
comprender, que hubiera debido prever: sin su madre, sin nadie, en un
camino solitario, en medio de un país desconocido... Pero Gertrudis,
educada en una escuela infernal, manifestó á su vez también tanta
admiración, y tanto disgusto de experimentar tal negativa de una
persona con la cual creía poder contar, que fingió hallar muy frívolas
semejantes excusas: “¡Á la mitad del día, cuatro pasos, un camino que
Lucía había andado pocos días antes, y que aun cuando no lo hubiese
visto jamás, con una pequeña indicación era imposible equivocarse!”...
Tanto dijo, que la pobrecita, conmovida á la vez de reconocimiento y
vergüenza, dejó escapar de su boca: “¡Y bien!, ¿qué debo hacer?”.

--Id al convento de capuchinos; y al decir esto, le hizo de nuevo
la descripción del camino: Haced llamar al padre guardián; decidle,
á solas por supuesto, que venga aquí al instante; pero que no diga
absolutamente á nadie que soy yo la que lo manda llamar.

--Mas, ¿qué diré á la portera, que nunca me ha visto salir y que me
preguntará adónde voy?

--Procurad pasar sin ser vista; y si no podéis conseguirlo, decid que
vais á la iglesia tal, donde habéis prometido ir á rezar.

Nueva dificultad para la infeliz joven; ¡mentir! Pero la _señora_ se
manifestó de nuevo tan afligida de la repulsa, hizo ver á Lucía que
era una cosa tan fea el anteponer un vano escrúpulo al reconocimiento,
que esta desgraciada, aturdida más bien que convencida, y sobre todo,
conmovida más que nunca, respondió: “Bien, iré: ¡Dios me ampare!”.
Dicho lo cual, se puso en marcha.

Cuando Gertrudis, que desde la reja del locutorio la seguía con los
ojos fijos y turbados, la vió poner el pie en el umbral de la puerta,
como dominada por un sentimiento irresistible, abrió la boca y dijo:
“¡Escuchad, Lucía!”.

Ésta se volvió, y se dirigió de nuevo á la reja. Mas ya otro
pensamiento, un pensamiento habituado á predominar, había prevalecido
en el ánimo de la desventurada Gertrudis. Fingiendo no estar satisfecha
de las instrucciones que le había dado, explicó por segunda vez á Lucía
el camino que debía tomar, y la despidió diciendo: “Hacedlo todo del
modo que os he dicho, y volved pronto”. Lucía partió.

Pasó sin ser observada la puerta del claustro, emprendió el camino, con
los ojos bajos, muy inmediata á la tapia; encontró con las indicaciones
que la _señora_ le había hecho y con sus propios recuerdos, la puerta
de la villa; salió, se encaminó toda sobrecogida y temblorosa por el
camino real; llegó en pocos momentos á la entrada del que conducía al
convento, y lo reconoció. Este camino formaba, y forma ahora todavía,
una especie de hondonada, semejante al cauce de un río, entre dos
elevadas márgenes orladas de arbustos, constituyendo también en su
parte superior una estrecha vereda. Lucía entró en el expresado camino,
y viéndolo enteramente desierto, sintió aumentarse el miedo, y apresuró
el paso; mas poco después se tranquilizó algún tanto al ver un coche
de camino que estaba parado, y cerca de él, enfrente de la portezuela
abierta, dos viajeros que miraban á todas partes, como dudosos del
camino. Siguió andando, y oyó que uno de aquellos dos individuos decía:
“He aquí á propósito una buena joven que nos indicará el camino”.
Efectivamente, cuando hubo llegado delante del carruaje, aquel mismo
hombre, con palabras más corteses que no denotaban su aspecto, se
volvió á ella y le dijo: “Excelente joven, ¿podríais enseñarnos el
camino de Monza?”.

--El que seguís es enteramente opuesto, respondió la infeliz; Monza cae
hacia aquel lado... Al volverse para señalárselo con la mano, el otro
compañero (que era Nibbio, á quien ya conocemos), la cogió de improviso
por la mitad del cuerpo, y la levantó haciéndole perder la tierra.
Lucía aterrada vuelve la cabeza y lanza un grito; el malvado la mete á
la fuerza en el carruaje: un tercero que estaba sentado en el fondo,
la sujeta y la obliga, aunque la infeliz hace desesperados é inútiles
esfuerzos á sentarse delante de él; otro le tapa la boca con su pañuelo
y ahoga sus gritos. Entonces Nibbio entra también precipitadamente en
el carruaje; ciérrase la portezuela, y parte al escape. El que había
hecho la pérfida pregunta, permaneció parado en medio del camino
real, lanzó una ojeada á todos lados, para ver si por acaso había
acudido alguno á los gritos de Lucía: nadie, sin embargo, se presentó;
saltó á una de las márgenes asiéndose á las ramas de un arbusto, y
desapareció. Era éste un servidor de Egidio; se había colocado cerca de
la puerta del monasterio, haciéndose el tonto, con el objeto de espiar
la salida de Lucía: después de haberla visto salir, la había observado
bien, para poderla reconocer, y se había dirigido apresuradamente por
un camino más corto á esperarla en el sitio convenido.

¡Quién es capaz de describir el terror, las angustias de la infortunada
Lucía, de expresar lo que pasaba en su interior! En su cruel ansiedad,
quería conocer su horrible situación; abría sus ojos despavoridos,
y los cerraba de repente, á causa del miedo que le infundían
aquellos espantosos semblantes; forcejeaba para desasirse, mas
estaba enteramente sujeta: reunía todas sus fuerzas, y daba inútiles
sacudidas, para arrojarse hacia la portezuela; pero dos nervudos
brazos la tenían como clavada en el fondo del carruaje: además de
esto, cuatro enormes manazas parecían encadenarla. Cada vez que abría
la boca para lanzar un grito, el pañuelo estaba pronto á ahogarlo en
su garganta. Mientras tanto, tres infernales bocas, con la voz más
humana que les había sido posible tomar, le decían: “Quedo, quedo;
no tengáis miedo, no queremos haceros mal alguno”. Después de breves
momentos de una lucha tan angustiosa, pareció calmarse; dejó caer los
brazos y la cabeza hacia atrás, sus párpados apenas se abrían, y sus
pupilas veíanse inmóviles: aquellas horribles caras que tenía delante
parecieron confundirse y agitarse en una monstruosa miscelánea; el
color huyó de sus mejillas, cubriéronse de un sudor frío, cayendo
desvanecida y sin sentido.

--Vamos, ánimo, decía Nibbio; ánimo, repetían los otros dos malvados;
pero el desvanecimiento de todos los sentidos preservaba en aquel
momento á Lucía de oir las exhortaciones de aquellas horribles voces.

--¡Diantre, parece muerta!, dijo uno de ellos; ¿si estará muerta de
veras?

--¡Bah!, replicó otro; esto es uno de los desmayos que suelen dar á las
mujeres. Yo sé por experiencia que cuando he querido mandar á alguno al
otro mundo, fuese hombre ó mujer, ha sido preciso hacer otra cosa.

--Vamos, dijo Nibbio, atended á vuestro deber, y no traigáis á colación
cosas pasadas. Sacad las armas de debajo del asiento, y tenedlas
dispuestas; porque en el bosque donde ahora entramos, se guarecen
siempre muchos bandidos: ¡no así, en la mano, diablo!, colocáoslas
detrás, ocultadlas: ¿no veis que ésta es una marica que se desmaya
por nada? Si ve armas es capaz de morirse de veras. Cuando recobre el
sentido, procurad no asustarla; no la toquéis mientras yo no os lo
avise; para sujetarla basto yo, y chitón; dejadme hablar.

En el ínterin el carruaje, continuando siempre al escape, había entrado
en el bosque.

Poco tiempo después, la infeliz Lucía empezó á volver en sí como de un
sueño penoso y profundo, y abrió los ojos. En un principio le costó
mucho trabajo poder distinguir los espantosos objetos que la rodeaban y
reunir sus ideas; mas al fin comprendió de nuevo su terrible situación.
El primer uso que hizo de las pocas fuerzas que había recobrado, fué
el de arrojarse otra vez hacia la portezuela, para precipitarse fuera
del carruaje; pero se la sujetó, y no pudo entrever más que por un
momento, la salvaje soledad del sitio por donde pasaban. Lanzó de
nuevo un grito; mas Nibbio, levantando su enorme mano, juntamente con
el pañuelo, “vamos”, le dijo, dando á su voz la entonación más dulce
que le fué posible; “estaos quieta, y será mucho mejor para vos; no
queremos causaros daño alguno; pero si no queréis callar, nos veremos
precisados á usar de la fuerza para conseguirlo”.

--¡Dejadme ir!, ¿quién sois?, ¿adónde me conducís?, ¿por qué me
detenéis? ¡Dejadme marchar, dejadme ir!

--Os repito que no tengáis miedo: no sois una niña, y por consiguiente,
debéis comprender que no queremos haceros mal alguno. ¿No veis
que habríamos podido mataros cien veces si hubiésemos tenido malas
intenciones? Por lo tanto, tranquilizaos.

--No, no; dejadme ir por mi camino: yo no os conozco.

--Os conocemos nosotros.

--¡Oh, Virgen santísima! ¿Cómo me conocéis?, ¿quiénes sois?, ¿por qué
me habéis cogido?

--Porque así se nos ha mandado.

--¿Quién, quién? ¿Quién puede haberlo mandado?

--¡Silencio!, replicó Nibbio con ademán severo; á nosotros no se nos
hacen preguntas.

Lucía intentó de nuevo el lanzarse de improviso á la portezuela;
mas viendo que era inútil acudió otra vez á las súplicas; y con la
cabeza baja, los ojos bañados de lágrimas, la voz entrecortada por los
sollozos, y las manos unidas junto á sus labios: “¡Oh!” decía, “¡por
el amor de Dios y de la Virgen santísima, dejadme ir! ¿Qué es lo que
os he hecho? Soy una infeliz criatura que ningún mal os ha causado:
el que vosotros me habéis hecho, os lo perdono de corazón, y rogaré á
Dios por vosotros. Si tenéis una hija, una esposa, una madre, pensad
lo que padecerían si se hallasen en esta situación. Acordaos que todos
hemos de morir, y que un día desearéis que Dios use con vosotros de
misericordia. Soltadme, dejadme aquí: el Señor hará que encuentre mi
camino”.

--No podemos.

--¿No podéis? ¡Oh, Señor! ¿Por qué no podéis?, ¿dónde queréis
conducirme?, ¿por qué?...

--No podemos; no os canséis en vano: no tengáis miedo, pues no queremos
causaros daño alguno; estaos quieta y nadie os tocará.

Lucía, cada vez más temblorosa, alarmada y aterrada de ver que sus
palabras no producían efecto alguno, se volvió al que tiene en sus
potentes manos el corazón de los hombres, y puede, cuando quiere,
ablandar á los más duros. Se estrechó todo lo posible en el rincón
del carruaje, cruzó los brazos sobre el pecho, y oró algún tiempo
mentalmente; después sacó su rosario, y empezó á rezar con más fe y
fervor que nunca. De cuando en cuando, esperando haber alcanzado la
gracia que imploraba, volvía á suplicar de nuevo á aquellos hombres;
mas siempre inútilmente. Luego recaía en su abatimiento, y se rehacía
para sufrir nuevas angustias; pero el corazón se resiste á describirlas
por más tiempo: una piedad sumamente dolorosa nos hace apresurar el
término de aquel viaje, que duró más de cuatro horas, y después del
cual tendremos otras penosas que pasar. Trasladémonos al castillo donde
la infeliz era esperada.

El Incógnito la aguardaba con una inquietud y con una agitación de
ánimo extraordinarias. ¡Cosa extraña! Aquel hombre que había dispuesto
á sangre fría de tantas vidas, que en medio de tantos crímenes
cometidos, no había tenido en cuenta los tormentos que había hecho
sufrir, á no ser para saborear algunas veces una salvaje voluptuosidad
de venganza; al presente, al tiranizar á una humilde aldeana, sentía
como cierta impresión de pena, podría decirse, casi de terror. Desde
una elevada ventana del castillo, miraba hacía algún tiempo á una
de las entradas del valle: ve aparecer de pronto el carruaje que se
adelanta lentamente, porque la precipitación de la primera carrera
había apagado la fogosidad y domado las fuerzas de los caballos; y
aunque en el sitio desde el cual estaba observando, el convoy no
pareciese más que uno de esos cochecitos que sirven de juguete á los
niños, sin embargo, al instante lo reconoció y sintió latir de nuevo su
corazón con más fuerza.

“¿Sí será?”, pensó súbitamente, “¡qué incomodidad me causa esa joven!”,
proseguía en su interior. “Es indispensable librarme de ella”.

Y quería llamar á uno de sus sicarios y enviarlo en seguida al
encuentro del carruaje para que diese la orden á Nibbio de volverse,
y conducir á Lucía al palacio de D. Rodrigo. Mas un no imperioso que
resonó en su mente hizo desvanecer semejante designio. Atormentado,
sin embargo, por la necesidad de mandar algo, siéndole intolerable
el permanecer esperando ociosamente aquel carruaje que tan despacio
avanzaba, á manera de traición ó de castigo, ¡qué sé yo! hizo llamar á
una anciana que estaba á su servicio.

Ésta había nacido en el mismo castillo, era hija de un antiguo
servidor, y había pasado allí toda su vida. Lo que había visto y oído
desde su nacimiento, había impreso en su imaginación una opinión
terrible del poder de sus dueños, y la principal máxima que había
retenido de las instrucciones y de los ejemplos, consistía en que era
preciso obedecerlos en todo y por todo, porque podían hacer mucho mal.
La idea del deber, depositada como un germen en el corazón de todos los
hombres, desenvolviéndose en el suyo, juntamente con los sentimientos
de respeto, de temor y de servil codicia, la había asociado y adherido
á ellos. Cuando el Incógnito, llegado á ser dueño, empezó á hacer aquel
uso espantoso de su fuerza, ella experimentó al principio cierta pena
y á la vez un sentimiento más profundo de sumisión. Con el tiempo se
había acostumbrado á lo que veía y oía todos los días: la voluntad
poderosa y sin freno de tan gran señor, era para ella como una especie
de justicia fatal. Ya mujer formada, se había casado con un criado de
la casa, el cual habiendo ido poco después á una peligrosa expedición,
había dejado el pellejo en el camino y á la viuda en el castillo. La
venganza que tomó su señor al momento de dicha muerte, la consoló
en extremo. Desde entonces no puso los pies fuera del castillo sino
muy raras veces; y poco á poco no le quedó de la vida humana ninguna
otra idea, á excepción de las que recibía en aquel lugar. No estaba
adherida á servicio alguno especial; pero en medio de aquella cuadrilla
de bandidos, ya el uno, ya el otro, le daban á cada instante algo que
hacer, lo cual constituía su tormento. Tan pronto tenía que repasar la
ropa y preparar la comida á los que volvían de una expedición, como
cuidar á los heridos. Tanto las órdenes y los reproches de éstos, como
las gracias que le daban, estaban llenas de mofa y de improperios:
no la llamaban más que la _vieja_, y los requiebros que unían á este
nombre, variaban según las circunstancias y el humor del que hablaba.
Ella, turbada en su pereza, y provocada en su amor propio, que eran
dos de sus predominantes pasiones, cambiaba algunas veces aquellos
cumplimientos con palabras, en las cuales Satanás hubiera conocido
mejor su espíritu que en las de los provocadores.

--¿Ves allá abajo aquel carruaje? le dijo el señor.

--Lo veo, respondió la vieja, adelantando su afilada barba y abriendo
sus hundidos ojos, como si tratase de lanzarlos fuera de sus órbitas.

--Manda preparar al punto una litera, entra en ella, y hazte llevar á
la _Malanotte_. Pronto, pronto; que llegues antes que el carruaje, que
se va acercando con el paso de la muerte. En dicho carruaje está...
debe estar... una joven... Si en efecto está, di á Nibbio, de orden
mía, que la meta en la litera, y que él se venga al momento... Tú
entrarás en la litera con esa... joven; y cuando lleguéis aquí, la
conducirás á tu cuarto. Si te pregunta adónde la llevas, y de quién es
el castillo... guárdate bien de decir...

--¡Oh!, replicó la vieja.

--Pero, continuó el Incógnito, anímala.

--¿Qué he de decirle?

--¿Qué has de decirle?, anímala, te repito. ¿Has llegado por ventura
á tu edad sin saber cómo se inspira el ánimo á una criatura cuando
es preciso? ¿Tu corazón no ha sido lacerado por ninguna clase de
aflicciones? ¿Has tenido miedo alguna vez? ¿Ignoras las palabras que
agradan en semejantes momentos? Dile de estas palabras; búscalas en el
recuerdo de tus desgracias: anda.

Luego que la vieja hubo partido, el Incógnito permaneció algún tiempo
en la ventana, con los ojos fijos sobre el carruaje, que ya aparecía
mucho mayor; en seguida los levantó al sol, que en aquel instante se
ocultaba detrás de la montaña; luego miró las nubes esparcidas por la
atmósfera, cuyo color oscuro se cambió de repente en color de fuego.
Retiróse de la ventana, la cerró y se puso á pasear de arriba abajo por
la estancia, con el paso de un caminante que lleva prisa.


                                NOTAS:

[1] Mala noche.



                          CAPÍTULO TERCERO


La vieja se había apresurado á obedecer y á mandar con la autoridad de
un nombre que por cualquiera que fuese pronunciado en aquel paraje,
hacía brincar á todos, porque á nadie le pasaba por la imaginación que
hubiese una sola persona que se sirviese de él falsamente. En efecto,
se halló en la _Malanotte_ un poco antes de llegar el carruaje; al
verlo venir, salió de la litera é hizo una señal al cochero para que
parase; se acercó á la portezuela, y refirió en voz baja á Nibbio, que
había sacado la cabeza fuera, las órdenes del amo.

Lucía, al detenerse el carruaje, se estremeció y salió de la especie de
letargo en que estaba sumida. Sintió que se le agolpaba toda la sangre
en la cabeza, abrió la boca y los ojos, y miró á todas partes. Nibbio
se había hecho un poco atrás, y la vieja, con la puntiaguda barba
sostenida en la portezuela, mirando á Lucía, decía: “Venid, niña mía:
venid, pobrecita; venid conmigo; pues tengo orden de trataros bien y de
tranquilizaros”.

Al sonido de una voz de mujer, la desventurada experimentó cierto
consuelo y valor momentáneo; pero en seguida volvió á caer en un más
profundo terror. “¿Quién sois?”, dijo con voz trémula, fijando sus
miradas atónitas en el semblante de la vieja.

--Venid, venid, pobrecita, seguía ésta repitiendo.

Nibbio y sus dos compañeros, adivinando por las palabras y por la
voz tan extraordinariamente sosegada de la vieja cuáles fuesen las
intenciones de su señor, trataban por medios suaves de persuadir á la
infortunada á que se manifestase obediente; mas ella continuaba mirando
á su alrededor; y aunque el lugar solitario y desconocido, y el aire de
seguridad de sus guardianes no le dejaban concebir esperanza alguna de
socorro, sin embargo, abrió la boca para gritar; pero viendo á Nibbio
que le enseñaba el pañuelo, se detuvo, y se puso á temblar; después
de lo cual la cogieron y la metieron en la litera, entrando la vieja
en pos de aquélla. Nibbio ordenó á los otros dos bribones que fuesen
escoltándola, acudiendo él al llamamiento de su señor.

--¿Quién sois?, preguntaba Lucía con ansiedad á la vista de aquel
semblante desconocido y deforme: ¿por qué me encuentro en vuestra
compañía?, ¿en dónde estoy?, ¿adónde me conducís?

--¡Á la morada del que quiere haceros bien, respondió la vieja!
¡Dichosos aquellos á los que él quiere hacer bien! ¡Para vos es una
felicidad, una verdadera felicidad. No tengáis miedo; alegraos, pues me
ha mandado que os tranquilice. ¿Se lo diréis, eh?, ¿le diréis que os he
tranquilizado?

--¿Quién es?, ¿qué quiere de mí? Yo no le pertenezco. Decidme en dónde
estoy, dejadme marchar; decid á esos hombres que me dejen ir, que me
lleven á alguna iglesia. ¡Oh, vos que sois una mujer!, ¡en nombre de la
Virgen María!...

Este santo y dulce nombre, repetido con veneración en los primeros
años, y luego nunca más invocado en muchísimo tiempo, ni acaso oído
proferir, causaba en la mente de la desventurada que lo escuchaba en
aquel momento una impresión confusa, extraña, lenta, como el recuerdo
de la luz en un anciano, ciego desde niño.

Mientras tanto el Incógnito, de pie en la puerta del castillo, miraba
al camino; veía venir la litera muy despacio, como antes el carruaje,
y á Nibbio subir precipitadamente, adelantándose á la litera, cuya
distancia se aumentaba más á cada paso que ésta daba. Cuando llegó
arriba, el señor le hizo seña de que le siguiese, dirigiéndose con él á
una de las habitaciones del castillo.

--¿Y bien?, dijo parándose.

--Todo ha salido á pedir de boca, respondió Nibbio, inclinándose
respetuosamente: el aviso á tiempo, la mujer también, el paraje
solitario, un solo grito, ningún aparecido, el cochero pronto, ágiles
los caballos, ningún encuentro: mas...

--¿Mas qué?

--Mas... digo la verdad; hubiera querido mejor que la orden hubiese
sido la de descargarle un arcabuzazo en las espaldas, sin oirla hablar,
sin verle el rostro.

--¡Hola, hola! ¿Qué es lo que quieres decir?

--Quiero decir, que todo aquel tiempo... me ha causado mucha compasión.

--¡Compasión! ¿Qué entiendes tú de compasión?, ¿sabes acaso lo que es?

--Jamás la he comprendido como ahora: la compasión es una cosa parecida
al miedo; si uno se deja apoderar de ella, es hombre perdido.

--Oigamos cómo se ha compuesto para moverte á compasión.

--¡Oh, ilustrísimo señor!, ¡tanto tiempo!... Orar, suplicar de cierto
modo, y volverse pálida, pálida como la muerte; y después sollozar y
rezar de nuevo, y ciertas palabras...

“No quiero á esa mujer en mi castillo”, decía para sí entretanto el
Incógnito; “he sido un bruto en empeñarme en semejante cosa; mas lo
he prometido... en fin, lo he prometido... Cuando estará lejos..”. Y
levantando la cabeza, en actitud de mando, hacia Nibbio: “ahora deja la
compasión á un lado”, dijo; “monta á caballo, toma un compañero, dos si
quieres, y vuela al palacio del consabido D. Rodrigo. Dile que mande...
pero que sea pronto, pronto; porque de otro modo...”

Mas otro _no_ interior más imperioso que el primero, le impidió el
concluir la frase. “No”, dijo con voz resuelta, como para manifestarse
á sí mismo el mandato de aquella voz secreta: “no, vete á descansar, y
mañana por la mañana... harás lo que te diga”.

“Es preciso que esa muchacha tenga algún demonio que la proteja”, pensó
en seguida. Habiendo quedado solo, de pie con los brazos cruzados sobre
el pecho, y la mirada inmóvil sobre cierta parte del pavimento, en
donde los rayos de la luna, entrando por una elevada ventana, dejaban
ver un cuadrado de pálida luz, cortado á trechos por la sombra de los
barrotes de hierro, y atravesado en divisiones de los vidrios; “algún
demonio ó... ángel que la defienda... ¡Causar compasión á Nibbio!...
Mañana, mañana muy temprano, es indispensable que esa mujer esté fuera
del castillo; que vaya á su destino, y que no se hable más de esto; y
después proseguía, con ese ademán con el cual se intima una orden á un
niño indócil: ¡jum!, ¡que no se hable más de esto! Que ese animal de
D. Rodrigo no me venga á romper la cabeza con sus gracias; porque... no
quiero oir hablar más de semejante cosa. Lo he servido, porque... se lo
prometí; y se lo prometí... porque... era mi destino. Mas yo haré que
me pague este servicio con usura. Vamos á ver...”.

Y él trataba de imaginar una empresa difícil que encargarle en
compensación y como en represalias; pero vinieron á atravesársele
de nuevo en la mente estas palabras: “¡Causar compasión á Nibbio!
¿Cómo ella puede haberlo conseguido?, se decía arrastrado por aquel
pensamiento. Quiero verla... ¡oh!, no... Sí, quiero verla”.

Y de una en otra estancia, llegó á una escalerilla; subióla á tientas,
se encaminó á la habitación de la vieja, y llamó á la puerta por medio
de un puntapié.

--¿Quién es?

--Abre.

Á aquella voz, la vieja dió un salto: en el mismo instante se oyó
descorrer el cerrojo, y la puerta se abrió de par en par. El Incógnito,
desde el umbral, lanzó una ojeada al interior, y á la luz de una
lámpara que ardía encima de la mesa, vió á Lucía echada en el suelo, en
el rincón más lejano de la puerta.

--¿Quién te ha mandado que la arrojases ahí como un lío de trapos
viejos, desgraciada?, dijo á la vieja con ademán iracundo.

--Se ha puesto donde ha querido, contestó ésta humildemente; he hecho
todo lo posible para tranquilizarla; ella misma os lo podrá decir; pero
no he sido escuchada.

--Levantaos, dijo á Lucía, aproximándose á ella; mas ésta, á quien el
modo de llamar, el abrir, la aparición de aquel hombre, sus palabras,
habían infundido un nuevo espanto en su espíritu alarmado, se acurrucó
más y más en el rincón, con el rostro oculto entre sus dos manos,
inmóvil, silenciosa y sobrecogida de un temblor general.

--Levantaos, que no quiero causaros ningún mal... y puedo dispensaros
mucho bien, repitió el señor. ¡Levantaos!, gritó en seguida con voz de
trueno, irritado de haber mandado dos veces una misma cosa inútilmente.

Como si el espanto la hubiese reanimado, la infortunada se arrodilló
de súbito, y con las manos juntas, en ademán de súplica, como hubiera
hecho delante de una imagen, alzó los ojos hacia el Incógnito, y
bajándolos al momento exclamó: “Aquí me tenéis, matadme”.

--Os he dicho que no quiero haceros mal alguno, respondió el Incógnito
con acento más dulce, mirando fijamente aquel semblante alterado por la
aflicción y el terror.

--Ánimo, ánimo, decía la vieja; si él mismo dice que no quiere causaros
mal alguno...

--¿Y por qué?, replicó Lucía, con una voz en la cual, á pesar de
la turbación y espanto se traslucía cierta seguridad de indignación
desesperada, ¿por qué me hace padecer las penas del infierno?, ¿qué es
lo que yo le he hecho?

--¿Os han maltratado quizás?, hablad.

--¡Oh, maltratado! ¡Se han apoderado de mí, á traición, por fuerza!
¿Por qué, por qué he sido robada?, ¿por qué me encuentro en este
sitio?, ¿en dónde estoy? Soy una infeliz muchacha: ¿qué he hecho yo? En
el nombre de Dios...

--¡Dios, Dios!, interrumpió el Incógnito; ¡siempre Dios! Los que no
pueden defenderse á sí mismos, los que carecen de fuerza, continuamente
ponen á Dios por delante, como si le hubiesen hablado. ¿Pretendéis con
semejante palabra hacerme... y dejó la oración sin concluir.

--¡Oh, señor!, ¡pretender!... ¿Qué puedo yo pretender, estando cautiva,
sino que uséis conmigo de misericordia? ¡Dios perdona tantas cosas por
una sola obra de misericordia! ¡Dejadme ir; por caridad, dejadme ir!
Ninguna cuenta tiene al que en su día ha de morir, el hacer padecer
tanto á una pobre criatura. ¡Oh, vos que podéis mandar, decid que me
dejen ir! Me han traído aquí á la fuerza. Enviadme con esta mujer á
*** en donde mi madre se halla. ¡Oh, Virgen santísima! ¡Madre mía,
mi querida, mi idolatrada madre!, ¡quizá no esté lejos de aquí!...
¡He divisado mis montañas! ¿Por qué me hacéis padecer? Disponed que
me conduzcan á una iglesia: rogaré por vos toda mi vida. ¿Qué os
cuesta decir una palabra?, ¡he aquí que os enternecéis!, ¡decid una
sola palabra, decidla! ¡Dios perdona tantas culpas por una obra de
misericordia!

“¡Oh, por qué no será hija de uno de esos perros que me han
desterrado!, pensaba el Incógnito; ¡de uno de esos miserables que me
quisieran ver muerto!, cómo gozaría ahora con sus sufrimientos! y en
vez de...”.

--¡No desechéis una tan buena inspiración!, continuaba fervorosamente
Lucía, reanimada al ver un cierto aire de duda en el rostro y en el
ademán de su tirano. Si vos no me concedéis esta gracia, el Señor me
la concederá: me hará morir y todo se habrá concluido para mí; pero
vos... acaso un día, también... pero no, no; yo siempre rogaré al Señor
que os preserve de todo mal. ¿Qué os cuesta decir una palabra? Si vos
llegaseis alguna vez á sufrir estos tormentos...

--Vamos, ánimo, interrumpió el Incógnito, con una dulzura que admiró á
la vieja. ¿Os he causado yo por ventura algún mal? ¿Os he hecho algunas
amenazas?

--¡Oh!, no; veo que tenéis buen corazón, que os compadecéis de una
infeliz criatura. Si vos quisierais, podríais infundirme doble miedo
que todos los demás, podríais hacerme morir; y por el contrario, me
habéis... consolado un poco. Dios os lo premiará. Acabad la obra de
misericordia; salvadme, salvadme.

--Mañana por la mañana.

--¡Oh!, salvadme ahora, en seguida...

--Os repito que mañana por la mañana nos volveremos á ver. En el
ínterin, tranquilizaos, descansad; debéis tener necesidad de tomar
algún alimento; ahora os lo traerán.

--No, no, yo me muero si alguno entra aquí; yo me muero. Conducidme á
una iglesia cualquiera... lo cual Dios os lo pagará.

--Vendrá una mujer para traeros la comida, dijo el Incógnito; y
dicho esto, se quedó estupefacto al ver que le hubiese venido á la
imaginación semejante salida, y que hubiera pensado en la necesidad de
buscarlo para tranquilizar á una mujer.

--Y tú, replicó en seguida, volviéndose á la vieja, anímala á que coma,
y haz que descanse en este lecho; si quiere que te acuestes con ella,
bien; si no, puedes dormir en el suelo por esta noche. Repito que
la animes, que la alegres; y, sobre todo, guárdate que no tenga que
quejarse de ti.

Pronunciadas las anteriores palabras, se dirigió hacia la puerta. Lucía
se levantó y corrió con el objeto de detenerle y renovar sus súplicas;
pero ya había desaparecido.

--¡Oh, infeliz de mí! Cerrad, cerrad pronto. Y cuando hubo oído cerrar
la puerta y echar el cerrojo, volvió á acurrucarse en su rincón. ¡Oh,
pobre de mí!, exclamó sollozando de nuevo. Y ahora ¿á quién suplicaré?,
¿en dónde estoy? Decidme, decidme por piedad, ¿quién es ese señor...
ése que me ha hablado?

--¿Quién es, eh?, ¿quién es? ¡Queréis que os lo diga! Ya podéis
esperarlo: os habéis puesto orgullosa porque os protege: con tal de que
estéis satisfecha, nada os importa que yo sea la víctima; preguntádselo
á él. Si yo os complaciera en esto, no recibiría palabras tan dulces
como las que habéis oído. Yo soy vieja, soy vieja, continuó murmurando
entre dientes. ¡Malditas sean las jóvenes, que así poseen la gracia
de llorar como de reir y siempre tienen razón! Mas oyendo sollozar
á Lucía se acordó de las órdenes amenazadoras del amo; se inclinó
hacia la infortunada que permanecía acurrucada en su rincón, y con la
voz más dulce que le fué posible, repuso: “Vamos, en todo esto no os
he dicho nada de mal, alegraos. No me preguntéis cosas que no puedo
deciros; por lo demás, tranquilizaos. ¡Oh, si supierais cuánta gente se
hubiera alegrado de oirle hablar como lo ha hecho con vos! Regocijaos,
que ahora traerán de comer; y yo que comprendo... según el modo con
que os ha hablado, que va á venir algo bueno. Y luego os acostaréis
y... espero que dejaréis un ladito para mí”, añadió con un acento de
despecho, un tanto comprimido á su pesar.

--No quiero comer, no quiero dormir. Dejadme, no os acerquéis; no os
mováis de aquí.

--No, no, vamos; dijo la vieja retirándose y yéndose á sentar en un
ancho y carcomido sitial, desde donde lanzaba á la infeliz ciertas
miradas de terror y de cólera á la vez; después de lo cual contemplaba
su lecho, enfurecida al pensar que acaso estaría privada de él toda la
noche y tiritando de frío; mas por otro lado se alegraba con la idea de
la cena, con la esperanza que también participaría de ella. Lucía no
sentía frío, ni tenía hambre, y como aturdida no experimentaba de sus
mismos dolores más que un sentimiento confuso y vago, parecido á esas
imágenes vanas que se presentan en el delirio de la fiebre.

Al oir tocar á la puerta de la estancia, se estremeció; y alzando su
aterrado semblante, gritó: “¿Quién es, quién es? ¡que nadie entre!”.

--No es nada, nada; una buena noticia; es Marta que nos trae algo que
comer.

--Cerrad, cerrad, exclamaba Lucía.

--¡Oh, ciertamente!, en seguida, en seguida, replicó la vieja; y
tomando una cesta de las manos de la expresada Marta, á la cual
despidió apresuradamente, cerró la puerta, y fué á colocar dicha cesta
sobre una mesa que había en medio de la habitación. Después invitó
repetidas veces á Lucía para que se aproximase á gozar de aquellos
deliciosos manjares. Empleaba las palabras más eficaces, á su parecer,
con el objeto de infundir apetito á la desgraciada, y prorrumpía en
exclamaciones de júbilo, hablando de la excelencia de la comida.
“Cuando la gente como nosotras puede llegar á disfrutar de semejantes
manjares, se acuerdan toda la vida. Este vino es del que el amo bebe en
compañía de sus amigos... cuando le vienen á visitar... y quieren estar
alegres... ¡Hem!”. Mas viendo que todas sus tentativas eran inútiles:
“¡Sois vos la que no queréis!, dijo; es preciso no olvidar el decirle
mañana que yo os he animado. Mientras tanto, yo comeré dejándoos lo
suficiente para cuando entréis en razón y queráis obedecer”. Dicho
esto, se puso á comer ávidamente. Saciada que estuvo, se encaminó
al rincón, y bajándose hacia Lucía, la invitó de nuevo á comer y á
acostarse.

--No, no quiero nada, respondió ésta, con voz débil y como soñolienta;
en seguida dijo con más resolución: “¿Está la puerta cerrada, bien
cerrada?” Y después de haber echado una ojeada por toda la estancia,
se levantó, y con las manos puestas adelante, con paso sospechoso, se
dirigió hacia aquel lado.

La vieja llegó corriendo antes que ella, cogió el cerrojo, lo corrió, y
dijo: “¿Lo veis?, ¿está bien cerrado? ¿estáis ahora satisfecha?”.

--¡Oh, contenta! ¡Yo contenta aquí! replicó Lucía, volviéndose de nuevo
á su rincón; pero Dios sabe dónde estoy.

--Venid á acostaros; ¿qué queréis hacer ahí echada como un perro? ¿Se
han visto rehusar jamás los comodidades, cuando se pueden tener?

--No, no; dejadme.

--Vos sois la que lo queréis. Vamos, he aquí un buen sitio; me pongo
en la orilla; estaré incómoda por vos. Si queréis venir á la cama, ya
sabéis que lo podéis hacer. Acordaos que os lo he rogado muchas veces.
Así diciendo, se metió vestida como estaba debajo del cobertor, y todo
quedó en el más profundo silencio.

Lucía permanecía inmóvil, en su rincón, con las rodillas pegadas al
pecho, las manos colocadas sobre ellas, y el rostro oculto entre
dichas manos. El estado de abatimiento en que se hallaba, no era sueño
ni desvelo, sino una sucesión rápida, dolorosa y vaga, de terribles
pensamientos, de ideas penosas, de latidos de corazón. Ora más
segura de su razón, y recordando mejor todos los horrores que había
presenciado y sufrido aquel día, recordaba dolorosamente hasta las
más pequeñas circunstancias de la oscura y formidable realidad en la
cual se veía envuelta; ora su mente transportada á una región aún más
tenebrosa, luchaba contra los fantasmas nacidos de la incertidumbre
y del terror. Largo tiempo permaneció siendo presa de semejantes
angustias; pero al fin, abatida, fatigada, sintiendo aflojar sus
atormentados miembros, se acostó, ó más bien, se dejó caer sobre el
pavimento, y permaneció algún tiempo en un estado muy parecido al
sueño. Mas de repente se despertó, como al ruido de una voz exterior
que la estuviese llamando, y experimentó el deseo de despertar
enteramente, de dar toda la extensión posible á su pensamiento, de
saber en dónde estaba, cómo y por qué. Prestó atento oído al ruido que
se percibía, el cual no era otra cosa más que la respiración lenta y
embarazosa de la vieja. Abrió sus espantados ojos, y distinguió una
opaca claridad, que por intervalos aparecía y desaparecía: era la
torcida de la lámpara que, estando muy cerca de apagarse, despedía una
luz trémula, y en seguida se retiraba, por decirlo así, como la ola que
va y viene sobre la playa. Aquella luz que huía antes que los objetos
hubiesen recibido de ella un reflejo y color distinto, no ofrecía á
la vista más que una sucesión de cosas flotantes é indecisas. Pero
bien pronto las recientes impresiones, reapareciendo en su mente, la
ayudaron á distinguir lo que se presentaba á su vista de una manera tan
confusa. La desventurada, despierta ya del todo, reconoció su prisión;
todos los recuerdos del horrible día transcurrido, todos los terrores
del porvenir la asaltaron á la vez: aquella nueva calma, después de
tantas agitaciones, aquella especie de reposo, aquel abandono en que
había estado sumida, le producían un nuevo terror, y se apoderó de
ella tal ansiedad que deseó morir. Pero en semejante momento se acordó
que podía á lo menos dirigir sus súplicas al cielo, y juntamente con
dicho pensamiento apareció en su corazón como una repentina esperanza
de felicidad. Tomó de nuevo su rosario, y empezó á rezar. Á medida que
las oraciones se desprendían de sus trémulos labios, su corazón se
entreabría á una confianza indeterminada. Mas de pronto se le presentó
otra idea á la imaginación, esto es, que sus oraciones serían mejor
acogidas y escuchadas, si en medio de su desolación hiciese alguna
promesa. Trajo á la memoria lo que más amaba, lo que más había amado;
y aun cuando su espíritu no podía sentir otra afección que el espanto,
ni concebir otro deseo que el de la libertad, se acordó, sin embargo,
y resolvió súbitamente, hacer un sacrificio. Se incorporó, colocando
sus manos unidas junto al pecho, de las cuales pendía el rosario,
elevó los ojos al cielo, y dijo: “¡Oh, Virgen Santísima! ¡Vos, á quien
me he acogido tantas veces, y que tantas me habéis consolado! ¡Vos,
que habéis padecido tantos dolores, y sois ahora tan gloriosa, y
habéis obrado tantos milagros en favor de los infelices atribulados,
socorredme, sacadme de este peligro; haced que vuelva sana y salva al
lado de mi madre, Madre del Señor! y hago voto de permanecer virgen;
renuncio para siempre á mi desventurado prometido, para no ser jamás de
nadie, más que vuestra”.

Dichas las anteriores palabras, bajó la cabeza y se puso el rosario
alrededor del cuello, casi como en señal de consagración, y á la vez
de resguardo como una armadura de la nueva milicia, á la cual se había
inscrito. Habiéndose vuelto á sentar en el suelo, sintió renacer en
su alma una cierta tranquilidad, una más larga confianza. Le vino á
la imaginación aquel _mañana por la mañana_ repetido por el poderoso
desconocido, y le pareció entrever en aquella palabra una promesa de
salvación. Los sentidos, fatigados por tantas luchas, se adormecieron
poco á poco en aquella tranquilidad de pensamientos, y por último, ya
cercano el día, con el sagrado nombre de su protectora en los labios,
se durmió gozando de un sueño perfecto y continuado.

Mas había otra persona en aquel mismo castillo, que hubiera querido
hacer otro tanto, y no le fué posible. Habiéndose separado, ó más
bien, huido de Lucía, después de haber dado las órdenes convenientes
para la cena de ésta, y visitado, según costumbre, ciertos puestos del
castillo, siempre preocupado con la imagen de Lucía, y con aquellas
palabras que resonaban sin cesar en sus oídos, el señor se había
retirado á su estancia.

Se había encerrado precipitadamente, como si hubiera tenido que
atrincherarse contra un ejército de enemigos; y desnudándose sumamente
agitado, se acostó. Pero aquella imagen cada vez más presente en su
mente, pareció que en aquel momento le decía: tú no dormirás. “¡Qué
loca curiosidad he tenido de ver á esa muchacha! se decía. Tiene razón
ese imbécil de Nibbio; ¡uno no es ya hombre, es hombre perdido! ¡Yo!...
¿no soy yo hombre por ventura? ¿Qué ha pasado, pues? ¿Qué me ha pasado?
¿Qué diablos tengo? ¿Qué hay de nuevo? ¿No sabía antes de verla que las
mujeres siempre chillan? ¡Lloran aun los hombres algunas veces, cuando
no son bastante fuertes para defenderse! ¡Qué diablo!, ¿esto consiste
en que yo no he oído lloriquear jamás mujeres?”

Y aquí, sin que tuviese necesidad de fatigar su memoria, ésta le
presentó más de un caso, en que las súplicas ni lamentos habían podido
quebrantar la resolución de llevar á cabo sus empresas. Mas lejos
de darle el valor que le faltaba para cumplir ésta, como esperaba
y deseaba, todos sus recuerdos no hicieron más que añadir á su
irresolución una especie de consternación y de terror. De modo, que el
volver á la primera imagen de Lucía, contra la cual había tratado de
afirmar todo su valor, pareció que le aliviaba. “Ella vive, pensaba:
se halla en el castillo; aún es tiempo; le puedo decir: partid,
regocijaos; puedo ver cambiar aquel semblante; además le puedo decir:
perdonadme... ¡Perdonadme! ¡Yo pedir perdón!, ¡y á una mujer!, ¡yo!...
Y sin embargo, ¡si una palabra, si una palabra tal me pudiese hacer
bien!, si me ayudase á sacudir por un momento el demonio que se ha
apoderado de mí, la pronunciaría. ¡Á qué estado me veo reducido! ¡Ya no
soy hombre, no soy hombre!... ¡Vamos!, dijo en seguida, revolviéndose
furiosamente sobre su lecho, que le parecía tan duro como una piedra,
y debajo de sus cobertores que le pesaban horriblemente: vamos,
éstas son simplezas que me han pasado por la cabeza otras veces;
ésta pasará también”. Y para hacerla pasar trató de buscar con el
pensamiento algún proyecto, alguno de aquellos que solían ocuparle
fuertemente, y no le dejaban un instante siquiera para reflexionar;
mas no encontró ninguno. Todo se le presentaba cambiado: lo que otras
veces estimulaba con más fuerza sus deseos, ahora no tenía para él
ningún atractivo. La pasión rehusaba avanzar, del mismo modo que cuando
un caballo se asusta de repente de una sombra cualquiera. Pensando
en las empresas comenzadas y no acabadas, en vez de animarse á dar
cima á ellas, en lugar de irritarse con los obstáculos (en semejante
momento, la cólera misma le hubiera parecido dulce), experimentaba una
sombría tristeza, se espantaba casi de los pasos ya dados. El tiempo
se presentaba á su imaginación desnudo de todo interés, de todo
querer, de toda acción, lleno únicamente de recuerdos intolerables:
todas las horas que iban á sucederse se le representaban semejantes
á la que corría tan lentamente, y que tanto pesaba sobre su cabeza.
Repasaba en su imaginación á todos sus secuaces, y no encontraba nada
importante que mandar á ninguno de éstos: la idea misma de volverlos
á ver, de hallarse en medio de ellos, era un nuevo peso, un motivo de
disgusto y embarazo. Cuando quería encontrar una ocupación para el día
siguiente, una cosa que fuese factible, no se detenía más que en un
solo pensamiento; éste era, que á la mañana siguiente podía dejar en
libertad á aquella infortunada.

“La libertaré, sí; apenas empiece á apuntar el día, volaré á su lado,
y le diré: partid, partid. La haré acompañar... ¿Y mi promesa? ¿y el
compromiso que tengo? ¿y D. Rodrigo?... ¿Quién es D. Rodrigo?”

Como un hombre á quien su superior dirige de improviso una pregunta
embarazosa, el Incógnito pensó de pronto responder á la que él mismo
se había hecho, ó mejor diremos, aquel nuevo _él_ que en un momento
había tomado tan colosales y terribles dimensiones, y se levantaba
como para juzgar al antiguo. Iba, pues, buscando las razones por las
cuales, antes casi de ser rogado, se había podido resolver á tomar el
empeño de hacer sufrir tanto, sin ningún motivo de aborrecimiento
ni de temor, á una infeliz desconocida, únicamente para servir á D.
Rodrigo; pero lejos de conseguir hallar en aquel momento ninguna razón
que le pareciese propia para excusar semejante acción, no sabía casi
explicarse á sí mismo cómo había sido inducido á ello. Aquel rasgo,
más bien que una deliberación, había sido un movimiento instantáneo
de un espíritu obediente á sentimientos antiguos y habituales, la
consecuencia de mil hechos anteriores; y en medio del doloroso examen,
al cual se entregaba para darse cuenta de un solo hecho, se encontró
engolfado en repasar toda su vida.

Remontándose á tiempos muy lejanos, de año en año, de empresa en
empresa, de crimen en crimen, de asesinato en asesinato, cada una
de sus acciones se presentaba á su nuevo espíritu separada por
sentimientos que le habían determinado y hecho cometer, apareciendo
bajo un aspecto monstruoso, que estos mismos sentimientos no le habían
dejado hasta entonces comprender. Todos le pertenecían, eran suyos: el
horror de este pensamiento, que nacía á cada una de estas imágenes, y
que estaba adherido á todas ellas, creció hasta la desesperación. Se
levantó furioso, llevó con rabia las manos hacia la pared cercana á su
lecho, agarró una pistola, apretóla convulsivamente, la montó, y...
en el instante de ir á terminar una vida que le era insoportable,
su pensamiento, sorprendido por un terror, por una inquietud, por
decirlo así, supersticiosa, se lanzó al tiempo que seguiría después
de su muerte. Figurábase con estampa su cadáver desfigurado, inmóvil,
en poder de los hombres más viles; la sorpresa, la confusión que
reinarían al día siguiente en el castillo; él mismo, sin fuerza, sin
voz, arrojado quién sabe dónde. Se figuraba oir las conversaciones que
tendrían lugar con motivo de semejante catástrofe, y que no dejarían
de correr en todos los alrededores, y la alegría de sus enemigos. Las
tinieblas mismas, el silencio de la noche, le hacían ver en la muerte
cierta cosa de más triste, de más espantosa. Le parecía que no habría
vacilado si hubiese sido de día, fuera de su casa y en presencia
de alguno. Además, ¿qué tenía de particular echarse en el río y
desaparecer? Absorto en estas desgarradoras contemplaciones, montaba y
desmontaba con fuerza convulsiva el gatillo de la pistola, cuando le
vino á la imaginación otra idea: si esa otra vida de la cual me han
hablado siendo muchacho, de la cual se me habla siempre como si fuese
una cosa segura; si esa vida consiste únicamente en no ser; si es una
invención de los sacerdotes, ¿qué hago entonces? ¿qué importa todo lo
que yo he hecho? ¿no dejará de ser una locura mía?... ¿Y si hay en
efecto otra vida?...

Á semejante duda, á tal riesgo, se vió sobrecogido por una
desesperación aun más sombría, más grave, y contra la cual ni aun podía
hallar un refugio en la muerte. Dejó caer el arma fatal, llevó las
manos á sus cabellos, sus dientes rechinaban, un temblor convulsivo se
había apoderado de todos sus miembros. De repente, las palabras que
había oído pocas horas antes, volvieron á resonar en su memoria: “¡Dios
perdona tantas cosas por una obra de misericordia!” No volvían á su
espíritu del mismo modo que habían sido pronunciadas, con un acento de
humilde súplica, sino con un tono de autoridad, que dejaba entrever
al mismo tiempo una lejana esperanza. Esto fué para él un momento de
consuelo: dejó caer las manos, y en una actitud más tranquila, fijó
mentalmente sus miradas, como si la hubiera tenido delante, en aquella
que las había proferido; y la veía, no como su prisionera, ni como
una persona que suplica, sino con el ademán del que dispensa gracias
y consuelos. Esperaba con ansiedad que viniera el día para correr
á devolverle la libertad, para escuchar de su boca otras palabras
de alivio y de vida, imaginándose conducirla él mismo al lado de su
madre. “¿Y luego, yo, qué haré mañana, el resto del día? ¿Qué haré
el día que sigue después de mañana? ¿y al otro? ¿y á la noche? ¡la
noche que volverá con sus doce horas! ¡Oh, la noche, la noche; no, no
pensemos en la noche!”. Y volviendo á caer en el vacío espantoso del
porvenir, trataba en vano de buscar un modo de emplear el tiempo, una
manera de pasar los días y las noches. Tan pronto se proponía abandonar
el castillo y huir á países remotos, en donde jamás se hubiese oído
hablar de él, en que no se le conociera, ni aun siquiera de nombre;
como le renacía una confusa esperanza de recobrar el antiguo ánimo,
los antiguos gustos, no considerando la situación del momento más que
como un delirio pasajero; tan pronto, por último, temía la luz del
día que debía mostrarle á los suyos tan miserablemente cambiado; y
finalmente, suspiraba por esta misma luz que también debía iluminar
sus pensamientos. Mas he aquí que de pronto, al rayar el alba, pocos
momentos después que Lucía se había quedado dormida, mientras que él
estaba sentado é inmóvil sobre su lecho, un sonido vago y confuso,
pero que sin embargo tenía un cierto no sé qué de alegre, vino á herir
sus oídos. Prestó atención, y percibió un campaneo como si tocasen á
fiesta; después de algunos instantes, distinguió también que el eco de
la montaña repetía lánguidamente la lejana armonía, y se confundía con
ella. De allí á poco siente que el ruido se aproxima, es una campana
que está más cerca del castillo; después otra que le responde, y en
seguida todavía otra. “¿Qué alegría es ésta? ¿Por qué este ruido de
fiesta? ¿De qué se regocijan estas gentes?”. Salta de aquel lecho de
espinas; medio se viste apresuradamente, vuela á la ventana, la abre,
y mira por todas partes. Los montes estaban todavía medio velados por
la niebla; el cielo parecía cubierto por una oscura y vasta nube; pero
á la claridad del día que á cada instante iba creciendo, se divisaba
allá á lo lejos, en el camino que atravesaba el fondo del valle, gentes
que caminaban muy aprisa, otras que salían de sus casas y se ponían en
camino, y se dirigían todas hacia el mismo lado, á la entrada de dicho
valle, á la derecha del castillo, con los trajes domingueros, y una
alegría extraordinaria.

“¿Qué diablos tienen esas gentes? ¿qué hay de alegre en este maldito
país? ¿dónde va toda esa canalla?” Y habiendo llamado á un bravo de
confianza que dormía en una próxima habitación, le preguntó la causa
de todo aquel movimiento. Éste, que estaba tan enterado como su amo,
le contestó que iría al momento á informarse. El señor permaneció
apoyado en la ventana, sumamente atento al movible espectáculo. Veíanse
hombres, mujeres, niños, en grupos, solos, uno alcanzando al que iba
delante se unía á él; otro al salir de su casa se acompañaba con el
primero que encontraba, y caminaban juntos como amigos á hacer un
viaje convenido de antemano. Distinguíase en todos sus movimientos
una celeridad y alegría común; las campanas más ó menos próximas, más
ó menos distintas que resonaban á lo lejos, algunas veces sin estar
acordes, pero siempre concertadas, se asemejaban en cierto modo á la
voz de todo aquel pueblo y á la expresión de las palabras que no podían
llegar al castillo. El Incógnito miraba, miraba sin cesar, y sentía
nacer en su alma una ávida curiosidad de saber lo que podía comunicar
un transporte igual á tan diversas gentes.



                           CAPÍTULO CUARTO


Pocos momentos después, el bravo volvió y contó á su señor, que el
cardenal Federico Borromeo, arzobispo de Milán, había llegado la
víspera á *** en donde permanecería todo el día siguiente (que era
el en que estábamos). El ruido de la llegada se había esparcido la
misma tarde á lo lejos y por todas las cercanías, lo cual había hecho
que el pueblo tuviese deseos de ir á ver á aquel personaje, y tocaban
las campanas en señal de regocijo, y para avisar al mismo tiempo á
la gente. El Incógnito volvió á quedar solo, y continuó mirando en
dirección al valle, cada vez más pensativo. “¡Por un hombre!, ¡todos
presurosos, todos alegres, para ver á un hombre! ¡Y sin embargo, cada
uno de éstos tendrá su demonio que le atormente! ¡Pero nadie, nadie
deberá tener uno como el mío; nadie habrá pasado una noche como la
mía! ¿Qué tiene, pues, ese hombre para excitar la alegría de todo un
pueblo? Algún dinero que distribuirá así á la aventura... ¡Mas toda esa
gente no va á recibir una limosna! ¡Y bien: algunas cruces en el aire,
algunas palabras!... ¡Oh, si tuviese para mí palabras que pudieran
consolarme!, ¡sí!... ¿Por qué no había yo de ir también?, ¿por qué
no?... Iré, iré y le hablaré: le hablaré cara á cara. ¿Qué es lo que le
diré? ¡Y bien!, aquello que, que... veré lo que él sabe”.

Tomada esta vaga determinación, concluyó de vestirse precipitadamente,
poniéndose una especie de traje, cuyo corte tenía algo de militar;
cogió la pistola que había dejado encima de la cama, se la colocó en un
lado de su cinto, y en el otro una segunda que descolgó de la pared,
así como también su puñal; y habiendo alcanzado una carabina tan famosa
casi como él, se la puso á guisa de bandolera; tomó su sombrero, salió
de la estancia, y antes de partir se encaminó á la en que había dejado
á Lucía. Dejó su carabina en un rincón junto á la puerta, y llamó
haciendo al mismo tiempo oir su voz. La vieja se precipitó del lecho de
un salto, y corrió á abrir. El señor entró, y echando una ojeada por la
estancia, vió á Lucía acurrucada en su rincón y muy quieta.

--¿Duerme?, preguntó en voz baja á la vieja. ¡Duerme en semejante
sitio! ¿Eran éstas mis órdenes?, ¡desventurada!

--He hecho todo lo que he podido, respondió ésta; pero no ha querido
absolutamente comer ni tampoco venir...

--Déjala dormir en paz; guárdate de turbar su sueño; y cuando se
despierte... Marta vendrá aquí, á la habitación próxima, y la mandarás
á buscar lo que la joven pida. Cuando despierte... dile que yo... que
el señor ha salido por poco tiempo, que volverá, y que... hará todo lo
que ella quiera.

La vieja se quedó toda estupefacta, pensando entre sí: ¿será acaso
alguna princesa?

El castellano salió, tomó su carabina, mandó á Marta que permaneciese
en la antecámara; dió orden al primer bravo que encontró que se pusiera
de centinela para que ninguna otra persona más que ésta entrara en la
habitación, y después salió del castillo y bajó la pendiente con la
mayor agilidad y precipitación.

El manuscrito no dice la distancia que había desde el castillo al
pueblo en donde se hallaba el cardenal; pero por los hechos que vamos
á referir, resulta que no debía haber más que un largo paseo. Por
el solo acudir de los lugareños á dicho pueblo, no se podrían sacar
consecuencias, pues que en las memorias de aquel tiempo encontramos
que, de veinte millas y más, corría la gente en tropel para ver al
cardenal Federico.

Los bravos que acertaban á pasar mientras el Incógnito bajaba, se
paraban respetuosamente, esperando si tenía órdenes que darles, ó si
quería que le siguiesen á alguna expedición, no sabiendo qué pensar de
aquel aire y aquellas miradas con que contestaba á sus saludos.

Cuando estuvo ya en el camino real, lo que admiraba á los pasajeros era
el verlo sin acompañamiento. Por lo demás, todos le hacían lugar y se
desviaban, dejándole sitio suficiente, no sólo para él, sino también
para su séquito si lo hubiese llevado, y se quitaban respetuosamente
los sombreros. Habiendo llegado al pueblo, lo halló enteramente
cuajado de una inmensa muchedumbre de gentes; pero aun á pesar de esta
circunstancia, su nombre, pasando de repente de boca en boca, bastaba
para que la multitud le abriera paso. Se acercó á uno y le preguntó
en dónde estaba el cardenal. En la casa del cura, le contestó aquél
saludándole, y le indicó cuál era. El señor se dirigió á ella: entró
en un patiecillo, en donde había muchos sacerdotes, los cuales le
miraron con ademán atónito y de desconfianza. Divisó al frente una
puerta abierta que daba entrada á una salita, en donde se hallaban
reunidos otros muchos sacerdotes. Se desembarazó de la carabina y la
dejó en un rincón del patio; después entró en la mencionada salita,
y allí fué también acogido con miradas furtivas, murmullos, su nombre
repetido de boca en boca, concluyendo por guardar un profundo silencio.
Dirigiéndose el Incógnito á uno de ellos, le preguntó dónde se hallaba
el cardenal, porque quería hablarle.

“Yo soy forastero”, contestó el interrogado; y después de haber echado
una mirada en derredor, llamó á un capellán, familiar del cardenal, el
cual desde un rincón de la sala, estaba justamente diciendo, en voz
baja, á un compañero suyo: “¿Es ése el famoso?... ¿Á qué vendrá aquí?
¡Aparta!” No obstante, al llamamiento que resonó en medio del silencio
general, se vió precisado á acudir. Saludó al Incógnito, escuchó su
pregunta, y levantando la vista con una curiosidad inquieta sobre aquel
rostro, y bajándola en seguida, permaneció allí un poco como aturdido,
y después dijo, ó más bien balbuceó: “No sé si monseñor ilustrísimo...
en este instante se encuentra... éste... pueda... Bien: voy á ver”. Y
se dirigió de muy mala gana á la vecina estancia, en la cual se hallaba
el cardenal.

Llegados á este pasaje de nuestra historia, no podemos menos de
detenernos un poco, como el caminante fatigado y triste, á causa de
un largo viaje por un terreno árido y escabroso, se recrea y pierde
un poco de tiempo á la sombra de un frondoso árbol, sobre la yerba, ó
al lado de una cristalina fuente de agua viva. Nos hemos encontrado
con un personaje, cuyo nombre y recuerdo, presentándose á la mente en
cualquier tiempo que sea, le causan una emoción tranquila de respeto
y un agradable sentimiento de simpatía. Pero ¿cuánto más dulce es
dicho sentimiento, después de tantas imágenes dolorosas, después de la
contemplación de tanta perversidad? Es absolutamente indispensable que
nosotros digamos cuatro palabras tocante al expresado personaje; los
que no deseen oirlas y quieran sin embargo saber la continuación de la
historia, que salten en derechura al capítulo siguiente.

Federico Borromeo, nacido en el año de 1564, fué uno de esos hombres
raros en todo tiempo, que han empleado un esclarecido talento, todos
los recursos de una opulenta fortuna, todas las ventajas de una
condición privilegiada, una aplicación continua en buscar y practicar
el bien. Su vida es como un arroyuelo que, naciendo límpido de la
roca, sin estancarse ni enturbiarse jamás en un largo curso por
diversos terrenos, va á echarse límpido al caudaloso río. En medio
de los placeres y la magnificencia, se dedicó desde su más tierna
infancia á esas palabras de abnegación y de humildad, á esas máximas
sobre la vanidad de los goces, sobre la injusticia del orgullo, sobre
la verdadera dignidad y verdaderos bienes que, comprendidos ó no por
los corazones, son trasmitidos de generación en generación, siendo
la doctrina fundamental de la religión. Se aplicó, repito, á esas
palabras, á esas máximas; las adoptó formalmente, las gustó, las halló
verdaderas, reconoció que no podía haber verdad en las palabras y
máximas opuestas que se trasmiten también de una en otra generación con
la misma perseverancia, y tal vez por los mismos labios, y se propuso
tomar por norma de sus acciones y de sus pensamientos las que eran
realmente verdaderas. Persuadido que la vida no es para el mayor número
más que una pesada carga, y un placer para algunos pocos, pero de cuya
inversión es indispensable dar cuenta, empezó á pensar desde niño cómo
podría hacer la suya útil y santa.

En el año 1580 manifestó la resolución de consagrarse al ministerio
eclesiástico, y recibió el hábito de manos de su primo Carlos[2], á
quien la fama ya universalmente y desde largo tiempo proclamaba santo.
Poco después entró en el colegio fundado por éste en Pavía, y que
lleva todavía el nombre de la familia; y aplicándose con asiduidad á
las ocupaciones que estaban prescritas, se impuso además otras dos
voluntariamente, siendo la una el enseñar la doctrina cristiana á los
más pobres é ignorantes, y la otra el visitar, servir, consolar y
socorrer á los enfermos.

Se valió de la autoridad que tenía en aquel paraje para atraer á sus
compañeros á secundarle en dichas buenas obras; ejerció en todo lo que
era honesto y provechoso como una primacía de ejemplo, una primacía
que hubiera obtenido sólo por sus dotes personales, aunque hubiese
pertenecido á la más ínfima clase. Las ventajas de otro género que su
cuna le hubiera podido procurar, lejos de buscarlas, hizo un estudio
particular en esquivarlas. Quiso que su mesa fuera más mezquina que
frugal, sus vestidos más bien pobres que sencillos, y conforme á
esto todo lo demás, al tenor de su persona ó modo de vivir. No se
creyó jamás precisado á mudarlos, aun cuando algunos de sus parientes
ponían el clamor en el cielo, y se quejaban de que de semejante modo
deshonraba la dignidad de la casa. Tuvo también que sostener una
guerra con sus maestros, los cuales furtivamente, y como por sorpresa,
procuraban ponerle delante, detrás, á los lados, objetos más ricos,
ciertas cosas que lo distinguiesen de los demás, y le hiciesen parecer
como el príncipe del lugar donde se hallaba. Esto lo hacían tal vez
porque creerían que andando el tiempo podrían sacar algún partido
granjeándose su voluntad, ó acaso también movidos por esa bajeza servil
que se envanece y se recrea en el esplendor de otros, ó bien porque
fuesen de esos hombres prudentes que se asombraban tanto de la virtud
como del vicio, y proclaman siempre que la perfección conste en un
buen medio, y este medio lo fijan justamente en el punto donde ellos se
encuentran á su comodidad. Federico, en vez de dejarse vencer por tales
tentativas, reprendía á los que las hacían, y esto en una edad tierna,
á saber, entre la pubertad y la juventud.

Que viviendo el cardenal Carlos, que le llevaba veintiséis años,
en presencia de una persona tan imponente, y por decirlo así, tan
solemne, rodeado de homenajes y respeto, realzado por un tan gran
renombre, marcado al propio tiempo con señales de santidad, Federico,
niño todavía, procurase conformarse á las maneras y modo de pensar
de tal superior, no es ciertamente una cosa que admire; pero lo que
sorprende más es que después de la muerte de tan santo varón, nadie
pudo apercibirse de que Federico, el cual contaba apenas veinte años,
estuviese privado de un guía y un censor. El ruido siempre creciente
de sus talentos, de su instrucción y piedad, el parentesco y los
influjos de más de un poderoso cardenal, el crédito de su familia,
su mismo nombre, al cual el cardenal Carlos había adherido en los
ánimos una idea de santidad y de preeminencia, todo lo que debe y
puede conducir los hombres á las dignidades eclesiásticas, concurría
á pronosticárselas. Pero él, persuadido en el fondo de su corazón,
y un buen cristiano no lo puede negar, persuadido de que un hombre
no debe tener una justa superioridad sobre los demás, si no están á
su servicio, temía las dignidades y trataba de eludirlas; no porque
huyese de servir á los otros, pues pocas existencias se ocuparon en
esto tanto como la suya, sino porque no se consideraba bastante digno
ni con suficiente capacidad para tan importante y peligroso servicio.
Por esto, siendo en el año 1595 propuesto por Clemente VIII para el
arzobispado de Milán, se le vió sumamente agitado y rehusó sin titubear
este cargo; mas luego cedió á causa de una orden expresa y terminante
del Papa.

Semejantes demostraciones no son difíciles ni raras. ¿Quién no sabe
esto? La hipocresía no tiene necesidad de grandes esfuerzos de ingenio
para hacerlas, y la bufonería para burlarse de ellas á buena cuenta y á
cada paso. Mas, ¿dejan por ventura por esto de ser la expresión natural
de un sentimiento virtuoso y sabio? La vida es la piedra de toque de
las palabras; y las palabras que expresan dicho sentimiento, aunque
pasen por los labios de todos los impostores y bufones del mundo,
serán siempre bellas cuando vayan precedidas y seguidas de una vida de
desinterés y de sacrificio.

Federico, una vez fué arzobispo, hizo un estudio particular y continuo
de no tomar para sí más riquezas, más tiempo, más cuidados, ni nada
más en fin, que lo estrictamente necesario. Decía, como todos
dicen, que las rentas eclesiásticas son el patrimonio de los pobres;
ahora vamos á ver cómo ponía en práctica semejante máxima. Quiso
que se apreciase á cuánto podía ascender su manutención y la de su
servidumbre; y habiéndosele dicho que unos seiscientos escudos (escudo
se llamaba entonces á la moneda de oro que, quedando siempre con el
mismo peso y nombre, fué después llamada zequí), dió orden para que
todos los años se sacasen otros tantos de su caja particular, para la
de la mensa, no creyendo que á él, siendo tan rico, le fuera lícito
vivir con aquel patrimonio. Era tan escaso y minuciosamente económico
para sí mismo, que procuraba no quitarse un vestido hasta que estuviese
muy usado, uniendo, sin embargo, según fué notado por los escritores
contemporáneos, á la costumbre de una extremada sencillez, la de una
limpieza esmerada, dos circunstancias remarcables en aquel tiempo de
desaseo y despilfarro. Hizo más: á fin de que no se desperdiciase nada,
dispuso que las sobras de su frugal mesa se dieran á un hospicio, y
uno de los pobres del expresado establecimiento entraba todos los días
por orden suya al comedor á recoger todo lo que había quedado. Estos
pequeños cuidados acaso podrían inducir á formar el concepto de una
virtud avara y miserable, de un espíritu entregado á minuciosidades
é incapaz de elevados designios, si no atestiguase lo contrario esa
biblioteca ambrosiana que aún existe en el día, la cual proyectó
con tan animosa magnificencia y erigió con tantos dispendios. Para
proveerla de libros y manuscritos, además del regalo que hizo de los
que él mismo había compilado con grande estudio y enormes gastos, envió
ocho individuos, los más hábiles é instruidos que pudo hallar, con el
objeto de hacer compras por Italia, Francia, España, Alemania, Flandes,
Grecia y al monte Líbano, en Jerusalén. De este modo logró reunir cerca
de treinta mil volúmenes impresos y catorce mil manuscritos. Añadió á
la biblioteca un colegio de doctores (fueron nueve, pensionados por
Federico mientras vivió; después, no siendo suficientes las entradas
ordinarias para semejante gasto, quedaron reducidos á dos), y su oficio
era cultivar varios ramos de conocimientos humanos, como la teología,
la historia, las bellas letras, las antigüedades eclesiásticas y las
lenguas orientales, con la obligación cada uno de ellos de publicar
algún trabajo sobre la materia que les estaba señalada; añadió,
igualmente, un colegio llamado por él _Trilingüe_, para el estudio de
las lenguas griega, latina é italiana; un colegio de alumnos, á quienes
se instruía en las mencionadas facultades y lenguas para que ellos
llegasen también á enseñarlas algún día; estableció allí mismo una
imprenta para las lenguas orientales, esto es, para el hebreo, caldeo,
árabe, persa y armenio; una galería de pinturas, otra de escultura, y
una escuela de las tres principales artes del dibujo.

Para esto encontró fácilmente profesores ya formados; para lo demás,
sabemos qué de trabajos le habían costado el hallar los libros y
manuscritos. Pero los caracteres de las mencionadas lenguas, mucho
menos cultivadas en Europa que lo están en el día, eran ciertamente
muy difíciles de hallar; y mucho más todavía que los caracteres, los
profesores. Bastará decir, que de nueve doctores sacó ocho de entre
los jóvenes alumnos del seminario, juicio enteramente conforme al
que parece haber traído la posteridad, que ha condenado á unos y á
otros al olvido. En las reglas que planteó para el uso y gobierno de
la biblioteca, se trasluce una intención perpetua de utilidad, no
solamente bella en sí misma, sino sabia y bien entendida; y en muchas
partes, sobrepujando á las ideas y costumbres ordinarias de aquel
tiempo. Prescribió al bibliotecario que mantuviese correspondencia con
los hombres más doctos de Europa, para que le pusieran al corriente
del estado de las ciencias, y le diesen aviso de los mejores libros
extranjeros de todo género que salieran á luz, y que tratara de
adquirirlos: encargóle también, que indicase á los que quisieran
estudiar, las obras que podrían serles útiles, y ordenó que ya fuesen
nacionales, ya extranjeros, se les diese todo el tiempo y comodidad
posibles para servirse de ellas según la necesidad. Tal intención debe
parecer al presente muy natural, y aun inherente á la fundación de
una biblioteca; mas sin embargo, en aquella época no era así. En una
historia de la biblioteca Ambrosiana, escrita con la mira de utilidad y
con la elegancia propia del siglo, por un tal Pierpaolo Bosca, que fué
bibliotecario después de la muerte de Federico, se nota expresamente
como cosa muy singular, que en dicha biblioteca, fundada por un
particular y casi toda á sus expensas, los libros estaban expuestos á
la vista del público, eran llevados por cualquiera que los pedía, dando
también á todo el mundo sillas para sentarse, papel, plumas y tinta
para tomar apuntaciones, mientras que en todas las grandes bibliotecas
de Italia, no sólo no estaban visibles los libros, sino que también
estaban cuidadosamente cerrados en los armarios: jamás salían de ellos,
á no ser que los bibliotecarios se dignasen, por condescendencia, á
manifestarlos por un instante: respecto á facilitar á los concurrentes
las comodidades indispensables para estudiar, no se tenía una idea
siquiera. De modo que enriquecer semejantes bibliotecas, era sustraer
los libros al uso común; esto era un modo de cultivar que había
entonces, y hay todavía, que vuelve estériles los campos.

No vayáis ahora á preguntar cuáles han sido los efectos de la fundación
de Borromeo sobre la instrucción pública: sería fácil demostrarlo en
dos palabras, del mismo modo que se demuestra que fueron prodigiosos
ó que fueron nulos. Buscar y explicar hasta cierto punto cuáles
hayan sido verdaderamente, sería cosa muy pesada, de poca utilidad
y extemporánea. Pero imaginaos qué generoso, qué ilustrado, qué
benévolo, qué amigo tan perseverante de las mejoras humanas debió
haber sido el que pudo querer semejante cosa, que la quiso así, que la
puso en ejecución en medio de aquella inercia, de aquella antipatía
general para toda aplicación estudiosa, y por consecuencia en medio
de los ¿qué importa?... ¡otras cosas hay en qué pensar!... ¡Oh, bella
invención!... ¡No faltaba más que ésta!... y otras mil cosas por el
estilo. Seguramente, los propósitos debieron ser más números aún que
los escudos que gastó en la empresa, y eso que no bajaron de quinientos
mil.

Para dar á un hombre semejante el título de benéfico y liberal en el
más alto grado, puede parecer que no sea preciso saber si gastó mucho
dinero en socorrer inmediatamente á los necesitados: hay mucha gente
que opina, que los gastos de este género (iba á decir todos los gastos)
constituyen la mejor y más útil limosna. Mas en la opinión de Federico,
la limosna, propiamente dicha, era un deber esencial; y en esto,
como en lo demás, sus acciones estuvieron de acuerdo con su opinión.
Su vida fué una larga y perpetua limosna; y á propósito de aquella
misma carestía, de la cual nuestra historia ha hablado ya, tendremos
dentro de poco ocasión de referir algunos rasgos que harán ver cuánta
sabiduría y generosidad supo prestar aun á sus liberalidades. De
los muchos ejemplos singulares que de una tal virtud han descrito
sus biógrafos, no citaremos más que uno solo. Habiendo cierto día
llegado á su conocimiento que un noble usaba de mil artificios y malos
tratamientos para obligar á una de sus hijas á ser religiosa, que
deseaba más bien casarse, hizo llamar al padre; y habiéndole arrancado
que el verdadero motivo de semejante tiranía era el no tener cuatro mil
escudos, cuya cantidad, á su parecer, hubiera sido necesaria para casar
á su hija convenientemente, Federico la dotó con cuatro mil escudos.
Esto acaso parecerá á alguno una largueza excesiva, mal entendida,
demasiado condescendiente con los tontos caprichos de un orgulloso, y
que cuatro mil escudos podían ser mejor empleados de otras mil maneras;
á la cual nada tenemos que responder, sino que sería de desear que
se viesen con frecuencia tales excesos de una virtud tan libre de
opiniones dominantes (cada época tiene las suyas), tan independientes
de la tendencia general, como lo fué en este caso la que movió á un
individuo á dar cuatro mil escudos para que una joven no se viese
forzada á ser religiosa.

La caridad inagotable de aquel hombre resplandecía no menos en su
continente que en sus larguezas. De fácil acceso para todo el mundo,
creía deber manifestar un semblante jovial, una cortesía afectuosa á
aquellos á quienes llaman de baja condición, tanto más, cuanto que
éstos encuentran pocos en el mundo. Y en este punto tuvo que combatir
con los caballeros del _ne quid nimis_[3]. Un día que en una de sus
visitas á un país montañoso y salvaje, Federico instruía á unos pobres
niños, y en un momento de descanso los acariciaba amistosamente con
la mano, uno de esos nobles de que acabo de hablar, le advirtió que
usara más miramiento en hacer caricias á aquellos muchachos, porque
estaban demasiado sucios y asquerosos, como si hubiera supuesto el buen
hombre que Federico no poseía bastante sentido común para conocerlo,
ó la suficiente penetración para adivinar lo que se ocultaba bajo
semejante consejo. Tal es la desgracia de los hombres constituidos en
dignidad, que mientras que las gentes que les adviertan de sus faltas
son muy raras, se encuentran multitud de personas atrevidas que les
reprenden el bien que hacen. Pero el buen obispo respondió, no sin
algún resentimiento: Son almas encomendadas á mi custodia; acaso no me
volverán á ver nunca más; ¡y no queréis que los abrace!


Sin embargo, el resentimiento era bien raro en él, estimado como era
por su tranquilidad de espíritu, por la dulzura de su genio, que se
hubiera atribuido á una felicidad extraordinaria de temperamento, y
sólo era, sin embargo, el efecto de una lucha constante contra una
índole pronta y viva. Si alguna vez se mostró severo y brusco, fué con
sus subordinados, culpables de avaricia y negligencia, ú otros vicios
diametralmente opuestos al espíritu de su noble y santo ministerio.
Por todo lo que podía tener alguna relación con sus intereses, ó á su
gloria temporal, no daba jamás señales de alegría, pesar, ardor ni
agitación: admirable en efecto si estos movimientos no se presentaban
á su espíritu, más prodigioso todavía si se presentaban. No sólo en un
gran número de cónclaves, á los cuales asistió, se atrajo el concepto
de no haber aspirado jamás al puesto que ocupaba, tan envidiado por
la ambición y tan terrible para la verdadera piedad, sino que una vez
uno de sus colegas más eminentes fué á ofrecerle su voto y el de su
facción (palabra muy fea, pero era la que usaban): Federico rehusó esta
proposición tan resueltamente, que aquél renunció á su idea, y volvió
sus miras á otra parte. Esta misma modestia, esta aversión á dominar,
aparecía igualmente en todas las ocasiones más ordinarias de su vida.
Atento é infatigable á disponer, á gobernar lo que él juzgaba que era
un deber suyo el hacerlo, huyó siempre de entrometerse en los negocios
de otros; aun cuando se reclamase su intervención, se defendía con todo
su poder; discreción y comedimiento poco comunes en los hombres tan
celosos del bien, como lo era Federico.

Si quisiéramos abandonarnos al placer de recoger los rasgos notables
de su carácter, resultaría seguramente una mezcla singular de méritos
opuesta en apariencia, y que á la verdad es difícil encontrar
reunidos; sin embargo, no omitiremos el señalar una particularidad de
aquella hermosa existencia: llena como fué de actividad, de cuidados
importantes, de funciones, de enseñanza, de audiencias, de visitas
diocesanas, de viajes, de controversias, no sólo el estudio tuvo su
parte, sino que tuvo tanta, que hubiera bastado á un literato de
profesión. Efectivamente, además de muchos títulos dignos de alabanza,
Federico obtuvo también, entre sus contemporáneos, el de hombre docto.

No debemos, con todo, disimular que adoptó con una firme persuasión y
que sostuvo con una larga constancia ciertas opiniones, que hoy día
parecerían á todos más bien extrañas que mal fundadas aun á los mismos
que tuviesen deseos de hallarlas justas. Si se le quisiera defender
acerca de dicho punto, se tendría esta excusa tan corriente y recibida,
que eran errores de aquella época más bien que suyos; excusa que cuando
resulta del examen particular de los hechos, puede tener algún valor y
significar alguna cosa; pero cuando se aplica en general y enteramente
á ciegas, nada vale absolutamente. Sin embargo, como no queremos
resolver por medio de simples fórmulas cuestiones complicadas, ni
alargar demasiado un episodio, nos abstendremos también de exponerlos.
Bástanos haber indicado de paso, que estamos lejos de pretender, que
en un hombre tan admirable en conjunto, lo fuese igualmente en todo,
porque tenemos miedo que se nos diga hemos querido escribir una oración
fúnebre.

No es ciertamente hacer una injuria á nuestros lectores, el suponer
que alguno de ellos pregunte, si un hombre tan sabio y tan estudioso
no ha dejado por ventura algún monumento. ¡Sí lo ha dejado! Las obras
que han quedado de Federico, grandes y pequeñas, latinas é italianas,
impresas y manuscritas, llegan á más de ciento, las cuales se conservan
en la biblioteca fundada por él: tratados de moral, de oraciones,
disertaciones sobre la historia, antigüedades sagradas y profanas,
literatura, bellas artes y otras muchas.

¿Y cómo, pues, dirá el lector, tanta diversidad de obras están
condenadas al olvido, ó á lo menos son tan poco conocidas, tan poco
buscadas? ¿Cómo, pues, con tanto ingenio, con tanto estudio, con tanta
experiencia de los hombres y de las cosas, con tanto meditar, con una
tan viva pasión por lo bueno, con un alma tan candorosa, con todas
estas cualidades que forman al grande escritor, ese hombre en cien
obras no ha dejado tan siquiera una sola de las que son reputadas
insignes por los mismos que no las aprueban del todo, y conocidas por
el título aun de aquellos que no las leen? ¿Cómo, pues, todas juntas
no son suficientes, á lo menos por su número, para dar á su nombre una
fama literaria que llegue hasta nosotros, que para él constituimos la
posteridad?

La demanda es razonable, sin duda, y el debate muy interesante. Las
causas de este fenómeno no se encuentran; sería preciso hallarlas en
una multitud de hechos generales. Encontrados que fueran, conducirían
á la explicación de muchos otros fenómenos semejantes, pero serían
numerosos y prolijos; ¿y después si os agradasen?, ¿si os hiciesen
arrugar el entrecejo? Vamos; lo mejor será que volvamos á tomar el
hilo de nuestra historia, en vez de parlotear más tiempo acerca del
mencionado personaje; y vamos á verle obrar, guiados por nuestro autor.


                                NOTAS:

[2] S. Carlos Borromeo.

[3] Nada de más.



                           CAPÍTULO QUINTO


Mientras que el cardenal Federico esperaba la hora de ir á la iglesia á
celebrar los divinos oficios, y se entretenía en estudiar, como tenía
de costumbre en sus ratos de ocio, entró el familiar con aire inquieto
y turbado.

--Una extraña visita; extraña en verdad, monseñor ilustrísimo.

--¿Quién es?, preguntó el Cardenal.

--Nada menos que el señor ***, replicó el capellán, y apoyándose en cada
sílaba con ademán significativo, pronunció aquel nombre que nosotros
no podemos decir á nuestros lectores. Luego añadió: Está ahí fuera en
persona, y no pide más que ser introducido á la presencia de vuestra
señoría.

--¡Él!, dijo el cardenal con semblante animado, cerrando el libro y
levantándose del sitial; ¡que venga, que venga pronto!

--Pero... replicó el capellán sin moverse; vuestra señoría ilustrísima
debe saber quién es este individuo: aquel desterrado, aquel famoso...

--Y no es una fortuna para un obispo el que haya nacido en un hombre
semejante la voluntad de venir á encontrar...

--Pero... insistió el capellán: nosotros no podemos hablar de ciertas
cosas, porque monseñor dice que son charlatanerías; mas cuando llega
el caso, me parece que es un deber... El celo le hace á uno cobrar
enemigos, monseñor; y sabemos positivamente que más de un malvado ha
osado vanagloriarse que un día ú otro...

--¿Y qué han hecho?, interrumpió el cardenal.

--Digo que ese hombre es un encubridor de delitos, un calavera, que
tiene correspondencia con los calaveras mayores, y que acaso puede ser
enviado...

--¡Oh!, ¿qué disciplina es ésta?, interrumpió el cardenal con una
sonrisa. ¡Qué! ¿Los soldados exhortan al general á tener miedo? Luego
con aire grave y pensativo replicó: San Carlos no hubiera deliberado un
momento si debía recibir á semejante hombre; hubiera ido á buscarlo en
seguida. Hacedlo entrar al instante: demasiado ha esperado ya.

El capellán salió, diciendo entre sí: No hay remedio; todos estos
santos son obstinados.

Abrió la puerta, y habiéndose presentado en la estancia donde se
encontraba el señor y la gente reunida, vió á ésta retirada á un
lado, ocupada en cuchichear y mirar de reojo á aquél, abandonado y
enteramente solo en otro extremo. Se encaminó hacia él, y mientras lo
miraba según podía con el rabo del ojo, estaba pensando qué diablo de
armas podía llevar ocultas bajo aquel traje. Verdaderamente, antes de
introducirlo hubiera debido, á lo menos, proponerle... mas no pudo
resolverse á ello... Se le acercó, y dijo: “Monseñor aguarda á vuestra
señoría: hacedme el obsequio de venir conmigo”. Y precediéndolo en
medio de aquella pequeña multitud que de súbito se abrió dejando paso,
echaba á derecha é izquierda ciertas miradas, las cuales significaban:
¿Qué queréis?, ¿no sabéis vosotros tan bien como yo que ese buen señor
hace siempre lo que se le antoja?

Apenas el Incógnito fué introducido, cuando Federico le salió al
encuentro, con semblante alegre y sereno, con los brazos abiertos,
como á una persona que esperaba con ansia, y en seguida hizo seña al
capellán que saliese: éste obedeció.

Los dos permanecieron por espacio de algún tiempo sin hablar, y
diversamente indecisos. El Incógnito, que había sido llevado allí
como á la fuerza, por un delirio inexplicable, más bien que conducido
por un determinado designio, estaba como violentado, desgarrado por
dos pasiones opuestas: experimentaba á la vez el deseo, la esperanza
confusa de encontrar un alivio en sus tormentos interiores, y por
otra parte una cólera, una vergüenza de llegar á aquel sitio como
vencido por el arrepentimiento, como un súbdito, como un miserable
para confesarse culpable, para implorar á un hombre; él no encontraba
palabras, ni tampoco casi las buscaba. Sin embargo, alzando los ojos
hacia el rostro de aquel hombre, se sentía cada vez más sobrecogido
por un sentimiento de respeto suave, irresistible, que aumentando la
confianza, mitigaba el despecho, y sin hacer frente al orgullo, lo
hacía alejarse y le imponía silencio.

La presencia de Federico era en efecto de aquellas que anuncian
cierta superioridad. Su porte era naturalmente modesto y casi
involuntariamente majestuoso, no encorvado ni destruido por los años;
su mirada era grave y viva, la frente serena y pensativa; en la
blancura de sus cabellos, en la palidez de su semblante, al través de
las huellas de la abstinencia, de la meditación, de la fatiga brillaba
un cierto no sé qué de virginal: todos los rasgos de su semblante
indicaban que en otro tiempo había sido dotado de lo que con más
propiedad llamamos belleza; el hábito de los pensamientos solemnes y
benévolos, la paz interna de una larga vida, el amor hacia los hombres,
la alegría continua de una esperanza inefable, habían sustituido una,
si así podemos decirlo, hermosura de anciano, que sobresalía todavía
más en medio de la magnífica sencillez de la púrpura cardenalicia.

El cardenal tuvo un momento fija sobre el Incógnito su mirada
penetrante y ejercitada en leer los pensamientos de los hombres en
su semblante, y bajo aquel aire sombrío y turbado, creyó descubrir
alguna cosa que estaba conforme con la esperanza que había concebido al
primer anuncio de semejante visita. ¡Oh!, exclamó con voz animada; ¡qué
preciosa visita es ésta para mí! ¡Cuán agradecido debo estaros por tan
buena resolución, aunque para mí tenga cierto aire de reproche!

--¡Reproche!, exclamó el señor atónito, pero tranquilo por aquellas
palabras y suaves maneras, como también satisfecho de que el cardenal
hubiese roto la valla y entablado la conversación.

--Ciertamente es para mí un reproche, replicó éste, el haber dejado
prevenirme por vos. ¡Cuántas veces y cuánto tiempo hace, que hubiera
podido, que yo hubiera debido ir á buscaros!

--¡Á mí, vos!, ¿sabéis quién soy yo?, ¿os han dicho verdaderamente mi
nombre?

--¡Ah!, este consuelo que yo experimento y que á la verdad se
manifiesta en mi semblante, ¿os parece que yo lo hubiera sentido al
anuncio, á la vista de un desconocido? Vos sois el que me lo habéis
hecho experimentar; vos, repito, á quien debería haber ido á buscar;
vos, á quien tanto he amado y compadecido, y por el cual tanto he
rogado; vos, aquel de mis hijos, que sin embargo los amo á todos de
corazón, aquel de mis hijos á quien más hubiera deseado acoger y
abrazar si yo lo hubiese creído posible. Pero Dios solo sabe obrar
milagros, y suple á la debilidad, á la lentitud de sus miserables
servidores.

El Incógnito permanecía admirado á aquella acogida tan ardiente, á
aquellas palabras que respondían tan resueltamente á lo que él no había
dicho todavía, ni estaba determinado á decir. Conmovido y bastante
turbado, guardaba el más profundo silencio.

--¡Pues cómo!, replicó aún más afectuosamente Federico: ¿tenéis una
buena noticia que darme, y me la hacéis esperar tanto?

--¡Una buena noticia, yo! Tengo el infierno en el corazón ¡y vendría á
daros una buena noticia! Decidme vos si lo sabéis, ¿cuál es esta buena
noticia que esperáis de un hombre como yo?

--Que Dios ha tocado vuestro corazón y quiere haceros suyo, respondió
el cardenal con la mayor calma.

--¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Si yo lo viese! ¡si yo lo sintiese! ¿en dónde
está ese Dios?

--¡Vos me lo preguntáis, vos! ¿y quién más que vos lo tiene tan cerca?
¿No lo sentís en vuestro corazón, que os oprime, que os agita, que no
os deja un momento de reposo, y que al mismo tiempo os atrae, os hace
presentir una esperanza de tranquilidad, de consuelo, de un consuelo
que está lleno, inmenso, tan pronto como vos lo reconozcáis, lo
confeséis y lo imploréis?

--¡Oh! sí, sí; yo tengo aquí alguna cosa que me oprime, que me devora.
Pero, ¡Dios!... si es ese Dios, ése que decís, ¿qué queréis que haga de
mí?

Estas palabras fueron pronunciadas con acento de desesperación: mas
Federico, con tono solemne y como de plácida inspiración, respondió:
“¿Qué cosa puede hacer Dios de vos? ¿qué es lo que quiere hacer? una
señal de su poder y de su bondad: quiere recabar de vos una gloria
que ningún otro pudiera darle. Vos, contra quien el mundo grita hace
tanto tiempo; vos, contra quien mil y mil voces se levantan y cuyos
hechos detestan... (El Incógnito se estremeció y permaneció un momento
estupefacto al oir aquel lenguaje tan insólito, más estupefacto
todavía de no experimentar ni un átomo de cólera, y de encontrar al
mismo tiempo casi una especie de consuelo). ¡Cuánta gloria, prosiguió
Federico, no reportará á Dios! Ésos son gritos de terror, son gritos de
interés; quizá también gritos de justicia, pero ¡de una justicia tan
fácil, tan natural! Entre los que os acusan, los hay á quienes anima la
envidia de ese desgraciado poder que habéis ejercido, de esa deplorable
seguridad de ánimo que habéis conservado hasta hoy. Pero cuando vos
mismo os levantaréis para condenar vuestra vida y para acusaros,
entonces, ¡oh, entonces Dios será glorificado! ¿Y preguntáis lo que
Dios puede hacer de vos? ¿Quién soy yo, criatura indigna, para deciros
qué provecho puede sacar Dios en adelante de vos, el que puede hacer de
esta voluntad impetuosa, de esta imperturbable constancia, cuando la
haya animado, enardecido con su amor, de esperanza y arrepentimiento?
¿Quién sois vos, pobre mortal, que habéis pensado ejecutar cosas más
grandes por medio del mal, que Dios no puede hacer que hagáis y deis
cumplimiento por medio del bien? ¿Lo que Dios puede hacer de vos? ¿Y
perdonaros, salvaros? ¿Y consumar en vos la obra de la redención? ¿No
son acaso cosas magníficas y dignas de él? ¡Oh, mirad si yo, humilde
pecador; si yo tan miserable, y sin embargo tan lleno de mí mismo; si
yo, tal cual soy, me regocijo de vuestra salvación, que para asegurarla
daría con alegría (el Señor me es testigo) estos pocos días que me
restan de vida! ¡Oh, juzgad cuánta debe ser la caridad de ese Dios
que me infunde una tan viva, aunque tan imperfecta; y cuánto os ama,
cuánto os quiere, él que me ordena y me inspira hacia vos un amor que
me abrasa!”

Á medida que estas palabras salían de sus labios, su semblante, sus
miradas, cada uno de sus movimientos expresaba lo que sentía. La cara
de su oyente, hasta entonces consternada, convulsa, primeramente
comenzó á aparecer admirada y atenta, luego dejó traslucir una emoción
más profunda y menos angustiada: sus ojos, que desde la infancia no
conocían las lágrimas, se hincharon; cuando Federico dejó de hablar,
aquél ocultó el rostro entre sus manos, y dió rienda suelta al llanto,
que fué como su última y más clara respuesta.

--¡Dios grande y bueno!, exclamó el cardenal, alzando los ojos y las
manos al cielo: ¡qué he podido yo hacer jamás, servidor inútil, pastor
negligente, para que vos me hayáis llamado á este convite de gracia,
para que me hayáis considerado digno de asistir á un tan agradable
prodigio! Así diciendo, extendió la mano para coger la del Incógnito.

--¡No!, gritó éste: ¡no, apartaos, apartaos de mí! No manchéis esta
mano inocente y benéfica. No sabéis todo lo que ha hecho esta mano que
queréis estrechar.

--Dejad, dijo Federico, cogiéndola con dulce violencia; dejad que
estreche esta mano que reparará tantos males, que derramará tantos
beneficios, que aliviará á tantos afligidos, que se extenderá
desarmada, pacífica, humilde á tantos enemigos.

--¡Esto es demasiado!, dijo sollozando el Incógnito: ¡dejadme,
monseñor!, ¡buen Federico, dejadme! Una multitud de gente reunida os
aguarda con ansia; hay tantas almas puras, tantos inocentes que han
venido desde muy lejos para veros una sola vez, para oiros; y vos os
entretenéis... ¡con quién!

--Dejemos las noventa ovejas, respondió el cardenal, ellas están
seguras en el monte; al presente quiero permanecer con la que estaba
descarriada. Esas almas están ahora, quizá, más contentas que si viesen
á este pobre obispo. Acaso Dios, que ha obrado en vos un prodigio
de misericordia, infunde á aquéllas alegría, cuya causa no penetran
todavía. Esa multitud está quizá unida á nosotros sin saberlo; acaso
el Espíritu Santo introduce en sus corazones un ferviente ardor de
caridad, les inspira una súplica, que exhala por vos acciones de
gracias, de las cuales sois el objeto aún ignorado. Al decir esto, echó
los brazos al cuello del Incógnito; el cual, después de haber intentado
sustraerse, y resistido un momento, cedió como vencido por aquel ímpetu
de caridad, abrazó á su vez al cardenal, y dejó caer sobre su hombro
su trémulo y demudado semblante. Sus ardientes lágrimas se deslizaban
sobre la púrpura sin mancha de Federico, y las manos puras del obispo
estrechaban afectuosamente aquellos miembros, oprimían aquel traje
habituado á llevar las armas de la violencia y de la traición.

El Incógnito, desasiéndose de los brazos del cardenal, se cubrió de
nuevo los ojos con las manos, y alzando al mismo tiempo la cabeza,
exclamó: “¡Dios verdaderamente grande! ¡Dios verdaderamente bueno,
ahora me reconozco, comprendo quién soy!, ¡tengo á la vista mis
iniquidades; me horrorizo de mí mismo; y sin embargo... sin embargo,
experimento un consuelo, una alegría, sí, una alegría tal como nunca la
he sentido en todo el trascurso de mi horrible vida!”.

--Es una gracia, dijo Federico, que Dios os concede para atraeros á su
servicio, para animaros á entrar resueltamente en la nueva vida, en la
cual tanto tendréis que deshacer, tanto que reparar, tanto que lamentar.

--¡Yo, desventurado!, exclamó el señor: ¡cuántas... cuántas cosas hay,
las cuales no podré hacer más que lamentar! Pero á lo menos hay algunas
que apenas están empezadas, y que yo podré deshacer, y tengo una,
principalmente, que puedo deshacer en seguida, romper, reparar.

Federico prestó la mayor atención, y el Incógnito refirió sucintamente,
pero con palabras más execrables, más enérgicas, quizá, que nosotros
lo hubiéramos hecho, la violencia cometida con Lucía, los terrores y
padecimientos de la infortunada, el modo con que le había implorado, y
la especie de frenesí que las súplicas de dicha joven había hecho nacer
en su alma, y cómo ella seguía aún en el castillo.

--¡Ah, no perdamos tiempo!, exclamó Federico, palpitante de piedad y de
solicitud. ¡Bienaventurado vos! Ésta es una prenda del perdón de Dios:
él hace de vos un instrumento de salvación para aquella de quien vos
queríais ser un instrumento de ruina. ¡Dios os ha bendecido!... ¿Sabéis
de dónde es nuestra pobre desgraciada?

El señor nombró el pueblo de Lucía.

--No está lejos de aquí, dijo el cardenal: ¡Dios sea loado! y
probablemente... Al hablar así, corrió á una pequeña mesa y tocó una
campanilla. El capellán entró al momento con aire inquieto, y la
primera cosa que hizo fué mirar al Incógnito. Al ver aquella figura tan
descompuesta, aquellos ojos preñados de lágrimas, miró al cardenal, y
al través de aquella modestia, aquella calma inalterable, descubrió
en su semblante como una especie de gran contento, de extraordinaria
solicitud. Hubiera permanecido extasiado y con la boca abierta, si el
cardenal no le hubiese sacado repentinamente de aquella contemplación,
preguntándole, si entre los párrocos reunidos en la otra estancia se
encontraba el de ***.

--Está efectivamente, monseñor ilustrísimo, respondió el capellán.

--Hacedlo entrar en seguida, dijo Federico, y con él al párroco de esta
iglesia.

El capellán salió y se dirigió á la sala en donde los sacerdotes
estaban reunidos. Todas las miradas se fijaron en él, el cual con la
boca siempre abierta, la admiración pintada sobre su rostro, dijo
levantando las manos y agitándolas en el aire: “¡Señor, Señor! _hic
mutatio dexteræ excelsi_”; y permaneció un momento sin añadir nada
más. Después, tomando el tono y la voz correspondientes al encargo que
llevaba, añadió: “Su señoría ilustrísima y reverendísima pregunta por
el señor cura de la parroquia y el señor cura de ***”.

El primer llamado apareció en seguida, y al mismo tiempo salió, de
entre la multitud, un “¿yo?” tardío y pronunciado con acento de
sorpresa.

--¿No sois por ventura el señor cura de ***? prosiguió el capellán.

--Justamente; mas...

--Su señoría ilustrísima y reverendísima os llama.

--¿Á mí?, dijo todavía aquella voz, significando claramente en aquel
monosílabo: “¿Qué tengo que hacer allá dentro?”. Pero esta vez el
hombre salió de la multitud juntamente con la voz, no siendo otro que
D. Abundio en persona. Se adelantó con forzado paso y con semblante
entre atónito y disgustado. El capellán le hizo una seña con la mano,
que quería decir: “Vamos, vamos; ¿cuesta esto tanto?”. Y precediendo á
los dos curas, se encaminó hacia la puerta, la abrió y los introdujo.

El cardenal abandonó la mano del Incógnito, con el cual entretanto
había concertado lo que debían hacer. Se separó un poco de él y llamó
por medio de una seña al cura de la parroquia. Contóle en pocas
palabras el asunto del cual se trataba, y le preguntó si podría
encontrar en seguida una buena señora que quisiese ir en una litera al
castillo para traer á Lucía. Era preciso que fuese una mujer decidida,
caritativa, que supiese gobernarse bien en una expedición tan nueva, y
usar las maneras más convenientes, encontrar las palabras más adaptadas
para reanimar y tranquilizar á aquella infeliz, á quien después de
tantas angustias é inquietudes la idea de su libertad podía causar una
nueva turbación en su alma.

Después de haber reflexionado un momento, el cura dijo que tenía una
persona á propósito, y dicho esto salió. El cardenal llamó con otra
seña al capellán, á quien ordenó que hiciese preparar una litera y
ensillar un par de mulas. Luego que hubo partido el capellán, se volvió
hacia D. Abundio.

Éste, que se había ya colocado cerca del cardenal por estar lejos de
aquel otro señor, y que miraba de reojo, tan pronto al uno como al
otro, perdiéndose en conjeturas acerca de lo que podía significar todo
aquello, se adelantó un poco más, hizo una profunda reverencia, y dijo:
“Se me ha significado que vuestra señoría ilustrísima me llamaba; mas
creo que debe haber sido una equivocación”.

--No es equivocación, respondió Federico; tengo que daros una noticia á
la vez agradable y consoladora, y un encargo dulcísimo. Una de vuestras
feligresas, que habéis llorado como perdida, Lucía Mondella, ha sido
hallada; está aquí cerca, en la casa de este mi estimado amigo que
tenéis presente. Iréis con él y con una señora que el cura de esta
población ha ido á buscar: iréis, repito, al sitio en que se encuentra,
y la acompañaréis aquí.

D. Abundio hizo todo lo posible para disimular el disgusto, ¡qué
digo!, el tormento, el martirio que le causaba semejante proposición,
semejante mandato. Demasiado adelantado para contener un gesto
desagradable formado ya sobre su rostro, trató de ocultarlo,
inclinándose profundamente en señal de obediencia; y no se levantó
más que para hacer otro pequeño saludo al Incógnito, dirigiéndole
una mirada piadosa que equivalía á decir: “Estoy en vuestras manos,
compadeceos de mí: _parcere subjectis_”.

El cardenal le preguntó en seguida qué parientes tenía Lucía.

--No tiene pariente más próximo que su madre, con la cual vivía,
respondió D. Abundio.

--¿Y ésta se halla en su casa?

--Sí, monseñor.

--Ya que, replicó Federico, esa pobre niña no puede por el pronto ir
á su morada, le servirá de un gran consuelo el ver á su madre cuanto
antes: si el señor cura párroco de esta población no llega antes de que
yo vaya á la iglesia, os ruego tengáis á bien decirle que busque un
carruaje ó una cabalgadura, y envíe un hombre de juicio para buscar á
la madre y conducirla aquí.

--¿Y si fuese yo mismo?, dijo D. Abundio.

--No, vos no; ya os he suplicado otra cosa, contestó el cardenal.

--Lo decía, replicó D. Abundio, para disponer á aquella pobre madre:
es una persona muy sensible, y se requiere uno que la conozca, y sepa
comprender su genio, con el objeto de no causarle más mal que bien...

--Por esto es por lo que os he suplicado que advirtieseis al señor
párroco que escoja una persona á propósito: vos seréis mucho más
necesario en otra parte, respondió el cardenal. Él hubiera querido
decir: “Esa pobre niña tiene necesidad de ver prontamente una figura
conocida, una persona segura en ese castillo, después de tantas horas
de espanto, y en una tan terrible oscuridad acerca del porvenir”. Pero
esto era cosa que no podía decirse claramente delante de aquel tercer
personaje. El cardenal encontró, sin embargo, extraño, que D. Abundio
no lo hubiese entendido con el aire que lo decía, y también que no lo
hubiese pensado por sí propio. La oferta y la persistencia con la cual
se oponía, le parecieron fuera de lugar, lo cual le hizo juzgar que
allí se encerraba algún misterio. Miróle al semblante, y descubrió sin
trabajo el miedo que el pobre cura experimentaba de tener que viajar
con aquel hombre temible, como igualmente el de ser su huésped aunque
fuese por pocos momentos. Quiso disipar enteramente sus temores; y como
no juzgó conveniente llamarlo aparte y hablarle en secreto en presencia
de su nuevo amigo, pensó que el mejor medio era hacer lo que hubiera
hecho sin este motivo; es decir, hablar al Incógnito mismo. Así, D.
Abundio vería por sus respuestas que ya no era un hombre del cual se
pudiese tener miedo. Se aproximó, pues, al señor, y con ese aire de
confianza espontánea que se encuentra en una nueva y fuerte afección,
del mismo modo que en una antigua antipatía, “No creáis, le dijo, que
yo me contente con la visita de hoy: ¿vos volveréis, no es cierto, en
compañía de este digno eclesiástico?”

--¡Sí volveré! contestó el Incógnito, aun cuando vos lo rehusarais, me
quedaría obstinadamente á vuestra puerta como un mendigo; ¡yo tengo
necesidad de hablaros, de oiros, de veros! En una palabra, ¡tengo
necesidad de vos!

Federico le tomó la mano, se la apretó, y le dijo: “Favorecednos, pues,
quedándoos á comer con nosotros; así lo espero. Entretanto, voy á rogar
y á dar gracias en compañía del pueblo, y vos id á recoger los primeros
frutos de la misericordia”.

D. Abundio, á semejantes demostraciones, se parecía á un niño miedoso
que ve acariciar sin temor á un gran perro de presa, con el pelo
erizado, con los ojos sangrientos, famoso por sus mordeduras y por los
terrores que ha causado. El niño ha oído perfectamente decir al dueño
que su perro es un buen animal, dulce, tranquilo, y mientras está
oyendo dichas alabanzas, mira al expresado dueño, y no le contradice
ni aprueba; mira también al perro, y no se atreve á acercarse á él por
miedo de que el buen animal no le enseñe los dientes, aun cuando no
sea más que por vía de juego, ni tampoco osa alejarse por no parecer
cobarde, y dice interiormente: ¡oh, si me encontrase en mi casa!

El cardenal, que se disponía á salir, teniendo siempre de la mano
y llevando consigo al Incógnito, dió de nuevo una ojeada al pobre
cura, que se quedaba atrás, triste, mortificado, descontento, dejando
entrever, á su pesar, el disgusto que sentía. Juzgando que semejante
desagrado pudiese provenir de que pareciese que era olvidado ó como
abandonado en un rincón, tanto más poniéndole en parangón con un
facineroso tan bien acogido y tan acariciado, volviéndose hacia él se
paró un momento, y con una amable sonrisa le dijo: “Señor cura, vos
habéis permanecido siempre conmigo en la casa de nuestro buen padre;
pero éste... este _perierat, et inventus est_...”.

--¡Oh, cuánto me alegro! dijo D. Abundio, haciendo al mismo tiempo á
ambos una gran reverencia.

El arzobispo pasó el primero, empujó la puerta, que fué súbitamente
abierta de par en par por la parte exterior, por dos criados que
estaban colocados uno á un lado y otro á otro, y el admirable cuadro
de aquellos tres personajes tan distintos entre sí, apareció á las
ávidas miradas del clero reunido en aquel paraje. Viéronse aquellos dos
rostros, en los cuales estaba retratada una emoción muy diversa, pero
igualmente profunda: en el aspecto venerable de Federico, la ternura de
reconocimiento, la humilde alegría; en el del Incógnito, una confusión
templada por el contento, un pudor nuevo, una compunción en la cual,
sin embargo, se traslucía todavía el vigor de aquella naturaleza áspera
y salvaje. Y luego se supo, que á más de uno de los espectadores le
había venido á la imaginación este pasaje de Isaías: El lobo y el
cordero irán á pacer juntos á una misma pradera; el león y el buey
comerán en un mismo establo. Detrás de ellos venía D. Abundio, de
quien nadie hizo caso.

Cuando estuvieron en medio de la estancia, entró por el ángulo opuesto
el ayuda de cámara del cardenal, el cual se acercó para decirle que
había ejecutado las órdenes comunicadas por el capellán; que la litera
y las mulas estaban preparadas, y que únicamente se esperaba á la
señora que el párroco debía conducir. El cardenal le previno que apenas
llegara aquél se viese al momento con D. Abundio, y que en seguida se
pusiese todo á las órdenes de éste y del Incógnito, al cual apretó de
nuevo la mano en ademán de despedida, diciendo: “Os aguardo”. Se volvió
á saludar á D. Abundio, y se dirigió hacia el lado que conducía á la
iglesia. El clero le siguió en buen orden; los dos compañeros de viaje
se quedaron solos en la estancia.

El Incógnito permanecía recogido en su interior, meditabundo, y al
propio tiempo impaciente por que llegase el momento de ir á aliviar á
su Lucía de sus penas y sacarla de su encierro; porque ella es ahora su
Lucía, pero en muy diverso sentido que lo era la víspera. Su semblante
expresaba una agitación concentrada, que á la espantadiza vista de D.
Abundio, podía parecer fácilmente otra cosa peor. De cuando en cuando
miraba al Incógnito á hurtadillas; bien hubiera querido entablar con
él una conversación amistosa; “pero, ¿qué es lo que debo decirle?,
pensaba entre sí; ¿le diré de nuevo que me alegro? ¡Me alegro! ¿De
qué? ¿De que habiendo sido hasta ahora un demonio, haya tomado la
resolución de llegar á ser un hombre honrado como los demás? ¡Hermoso
cumplido! ¡Bah, bah, bah!, de cualquier modo, por más vueltas que le
dé, las congratulaciones no significarían más que lo dicho. Y después,
¿será cierto que se haya vuelto hombre de bien, así, tan de pronto? ¡Se
hacen tantas demostraciones en este mundo, y por tantas cosas! ¿Qué sé
yo?, algunas veces... ¡Y entretanto es preciso que vaya con él á ese
castillo!... ¡Oh, qué historia, qué historia! ¡Quién me lo había de
haber dicho esta mañana! ¡Ah!, si llego á salir con bien, la señora
Perpetua tendrá que oírme, por haberme impelido aquí á la fuerza, sin
necesidad, fuera de mi curato. ¡Todos los párrocos de las cercanías
acuden, y no es cosa de quedarse atrás, y esto, y meterme en un negocio
de semejante especie! ¡Oh, infeliz de mí! Sin embargo, es preciso decir
algo á este hombre”. Se puso á pensar; y por último, encontró lo que
tenía que decirle. “Jamás hubiera esperado tener la dicha de hallarme
con tan respetable compañía”, é iba abrir la boca, cuando el ayuda de
cámara entró acompañado del cura del pueblo, el cual anunció que la
dama estaba pronta en la litera; y luego se volvió á D. Abundio para
recibir de él la otra comisión del cardenal. D. Abundio desempañó como
pudo su encargo en medio de aquel desorden de ideas, y acercándose
enseguida al ayuda de cámara, le dijo: “Dadme al menos un animal
pacífico; porque, á la verdad, soy muy mal jinete”.

--Podéis estar tranquilo, respondió el ayuda de cámara con tono de
zumba; es la mula del secretario, que es un literato.

--Bien..., replicó D. Abundio, y continuó diciendo entre sí: “¡El cielo
me la depare buena!”.

El señor se había apresurado á ponerse en marcha al primer aviso.
Llegado al umbral, se apercibió de que D. Abundio se había quedado
atrás. Se detuvo para esperarle, y cuando éste llegó precipitadamente
con ademán de pedirle perdón, le saludó y le hizo pasar adelante con
aire cortés y humilde, cosa que tranquilizó algún tanto el espíritu
del pobre atribulado. Mas apenas puso el pie en el patiecillo, vió
otra novedad que le disminuyó un poco aquel pequeño consuelo: divisó
al Incógnito dirigirse hacia un rincón, tomar con una mano su carabina
por la culata, después cogerla con la otra por la correa, y con un
movimiento rápido, como si hiciese el ejercicio, colocarla sobre sus
espaldas.

--¡Ay, ay, ay!, dijo D. Abundio: ¿qué es lo que querrá hacer con
semejante herramienta? ¡Buen cilicio, bella disciplina de convertido!
¡Y si le viene á la imaginación alguna brutalidad! ¡Oh, qué expedición,
qué expedición!

Si el señor hubiese podido sospechar apenas qué especie de ideas
pasaban por la mente de su compañero, no se puede decir qué es lo que
hubiera hecho para tranquilizarlo; mas estaba muy lejano de semejante
sospecha; y D. Abundio procuraba no hacer ningún ademán que significase
claramente: “no me fío de vuestra señoría”.

Llegados á la puerta de la calle, encontraron las dos cabalgaduras
dispuestas: el Incógnito saltó sobre la que le fué presentada por un
palafrenero.

--¿No tiene ningún vicio?, preguntó al ayuda de cámara D. Abundio, con
un pie puesto en el estribo y el otro apoyado todavía en tierra.

--Montad y tranquilizaos, porque es un cordero, respondió aquél. D.
Abundio, agarrándose á la silla sostenido por el ayuda de cámara, hace
esfuerzos y más esfuerzos para montar, y por fin lo consigue.

La litera, que permanecía á algunos pasos delante, arrastrada también
por dos mulas, se puso en movimiento á la voz del conductor, y la
comitiva partió.

Era preciso pasar por delante de la iglesia, toda llena de gente,
por una plazuela henchida también de gentes del país y forasteros
que no habían podido entrar en aquélla. La gran noticia se había
difundido ya por todas partes, y al aparecer la litera, al divisar
aquel hombre, objeto pocas horas antes de terror y de execración,
y ahora de admirable pasmo, se alzó al través de la multitud un
confuso murmullo como de aplausos; y abriendo paso se apresuraban
todos con la mayor ansiedad á salirle al encuentro para verlo de
cerca. La litera pasó: el Incógnito también; y delante de la puerta
abierta de la iglesia, se quitó el sombrero, é inclinó aquella
frente tan temible hasta las mismas crines de la mula, en medio del
susurro de cien voces que decían: “¡Dios os bendiga!”. D. Abundio
se quitó igualmente su sombrero, se inclinó, y se encomendó á Dios;
mas percibiendo el concierto solemne de sus colegas que cantaban sin
interrupción, experimentó una envidia, una especie de triste ternura,
una desanimación tan grande, la cual no le dejó contener las lágrimas.

Mas cuando hubieron salido de la población, cuando se hallaron á campo
raso, en medio de las revueltas con frecuencia totalmente solitarias
del camino, un velo aún más oscuro se extendió sobre sus pensamientos.
No tenía otro objeto en el cual posar de una manera segura sus miradas
más que sobre el conductor, el que estando al servicio del cardenal
debía ser verdaderamente un hombre de bien, siendo así que no tenía
facha de bribón. De vez en cuando aparecían viajeros que acudían á ver
al cardenal; su vista era un bálsamo para D. Abundio, pero pasajero;
pues recordaba que se dirigía hacia aquel terrible valle en donde
no se encontraban más que súbditos del amigo: ¡y qué súbditos! Él
hubiera deseado al presente más que nunca entablar conversación con el
Incógnito, tanto para tantearle todavía, como para tenerle propicio;
mas viéndolo tan preocupado y meditabundo, se le pasaban los deseos.
Vióse, pues, obligado á hablar consigo mismo; y he aquí una parte de lo
que el infeliz se dijo en aquella travesía.

“¿No es una cosa admirable que tanto los santos como los bribones
tengan siempre azogue en las venas; que no se contentan en revolverse,
con apesadumbrarse ellos mismos, sino que quieren meter en danza, si
pueden, á todo el género humano? ¿No es una fatalidad que los más
revoltosos me vengan siempre á encontrar, yo que no busco á nadie, á
cogerme casi por los cabellos para meterme en sus negocios, yo que no
pido otra cosa sino que me dejen vivir tranquilo? ¡Ese malvado, ese
loco de atar de D. Rodrigo! ¿Qué es lo que podría faltarle para ser el
hombre más feliz de este mundo, si él tuviese únicamente un poco de
juicio? Él es rico, joven, respetado, cortejado; su dicha le pesa y es
preciso que vaya á caza de cuidados para sí y para los demás. Podía
poseer el arte de _Michelaccio_: ¡no, Dios mío!, quiere tener el oficio
de molestar á las mujeres, el más loco, el más necio, el más rabioso
oficio de este mundo: podría ir al paraíso en carroza, y quiere ir
á la mansión del diablo á pie cojo. ¡Y éste!... Y diciendo esto lo
miraba, como si hubiese sospechado que él entendiese sus pensamientos.
Éste, después de haber revuelto por sus maldades el mundo de arriba
abajo, al presente lo revuelve con su conversión... ¡Dios quiera que
sea verdadera! Pero mientras, á mí me toca hacer la experiencia... Hay
gente que cuando nace con esta manía, siempre están poseídos del afán
de hacer ruido. ¿Se quiere que uno sea hombre de bien toda su vida,
como yo lo he sido? No señor: se debe descuartizar, asesinar, hacer
mil diabluras... ¡Oh, cuán desgraciado soy!... ¿Y luego, meter tanto
ruido aun para hacer penitencia? Cuando se tienen buenos deseos de
hacerla, se puede practicar en casa tranquilamente sin tanto aparato,
sin incomodar tanto al prójimo... ¡Y su señoría ilustrísima! Salirle
al encuentro con los brazos abiertos, diciéndole, amigo querido, amigo
mío; escuchar sus menores palabras como si le hubiese visto hacer
milagros, tomar de repente una resolución, aprobarlo todo, aplaudir
todo lo que aquél propone; pronto por aquí, pronto por allá. Esto se
llama, según mi pobre entender, una precipitación. ¡Y sin tener ninguna
prenda, sin la menor seguridad poner en sus manos á un pobre párroco!
Esto se llama jugar á un hombre á pares ó nones. Un santo obispo como
él lo es, debe estar tan celoso de sus párrocos, como de las niñas de
sus ojos. Un poco de cachaza, un poco de prudencia, un poco de caridad,
son cosas que pueden, á mi entender, conciliarse con la santidad... ¡Y
si todo esto no fuesen más que apariencias! ¿Quién es capaz de conocer
los designios de los hombres? ¡Y digo, de los hombres como éste!
¡Solamente el pensar que tengo que ir con él á su casa, me horrorizo!
¿Quién sabe las diabluras que puede tener proyectadas allá arriba?
¡Desventurado de mí! Es mejor no pensar en esto. ¿Qué embrollo es
éste de Lucía? Se diría que era una inteligencia con D. Rodrigo: ¡qué
gente ésta! Dios permita todavía que la cosa sea así: pero ¿cómo ha
caído en las garras de ese hombre? ¿quién lo sabe? Éste es un secreto
entre él y monseñor; y no se dignan decirme una palabra siquiera á mí,
que me hacen trotar de semejante modo. Yo no me cuido de saber los
negocios de otro; pero cuando á uno le va el pellejo, tiene derecho de
no ignorar las cosas. Si fuese en efecto para ir á buscar á aquella
pobre criatura, ¡vaya, paciencia! Á pesar de que podía conducirla muy
bien consigo en derechura. Y luego, si en efecto está arrepentido, si
se ha convertido en un santo hombre, ¿qué necesidad tenía de mí? ¡Oh,
qué confusión!... Basta. ¡Plegue al cielo que así sea! Habrá sido una
penosa comisión; pero ¡paciencia! me alegraré por la pobre Lucía; la
infeliz habrá escapado de una buena. ¡Dios sabe lo que ha sufrido! La
compadezco; pero ella ha nacido para causar mi ruina... Á lo menos, si
pudiese leer en el corazón de este hombre y saber lo que piensa! ¿Quién
podrá vanagloriarse de conocerlo? Helo aquí; tan pronto se parece á
S. Antonio en el desierto, tan pronto á Holofernes en persona. ¡Oh
infeliz de mí, cuán desgraciado soy! Vamos; el cielo está obligado á
protegerme, pues yo no me he mezclado en nada por mi capricho”.

Efectivamente, sobre el semblante del Incógnito veíanse pasar, por
decirlo así, los pensamientos que le agitaban, como se ve en un día
de tempestad á las nubes correr delante del sol, ora dejando escapar
sus deslumbradores rayos, ora oscureciendo el espacio. El ánimo,
aún embriagado por las suaves palabras de Federico, y como rehecho
y rejuvenecido por una nueva vida, se elevaba hacia las ideas de
misericordia, de perdón y de amor; volviendo á caer de nuevo bajo el
peso de aquel terrible pasado, inquieto, agitado, turbulento, buscaba
en su memoria cuáles eran las iniquidades que podía esperar, cuáles
las que podía detener que no estuviesen aún ejecutadas del todo; qué
remedios serían más expeditos y seguros; el modo de cortar tantos
nudos; qué hacer de tantos cómplices: era una verdadera confusión y
aturdimiento esa expedición á la cual corre, esa expedición tan fácil,
que toca ya á su fin, y á la que no va más que con un deseo mezclado
de angustias, atormentado como está por el pensamiento de que aquella
infortunada criatura sufre, ¡ah, Dios sabe cuánto! Ansía que llegue el
momento de libertarla; y entretanto, ¡él es el que la hace padecer!
Cada vez que se presentaban dos caminos, el conductor de la litera
se volvía hacia el Incógnito para saber cuál debía tomar, y éste se
lo indicaba con la mano, haciéndole al propio tiempo señas de que
apresurase el paso.

Por último, entraron en el valle. ¡En qué estado se hallaba entonces el
pobre D. Abundio! ¡Encontrarse en aquel famoso valle, acerca del cual
había oído referir tan espantosas, tan horribles historias! ¡Aquellos
hombres célebres, la flor de los bravos de Italia; aquellos hombres sin
miedo y sin misericordia, verlos en carne y hueso; tropezar con uno,
dos ó tres á cada revuelta que hacía el camino! Ellos se inclinaban, es
verdad, con respeto ante su señor; pero aquellos rostros bronceados,
aquellos erizados bigotes, aquellos enormes ojazos, que al sentir de
D. Abundio parecían decir: “¿Es necesario ajustar la cuenta á este
sacerdote?...”. El desgraciado estaba turbado hasta tal extremo, que en
un momento de consternación llegó á decirse interiormente: Aun cuando
los hubiera casado, no podía sucederme otra cosa peor.

Entretanto, avanzaban por un sendero arenoso á lo largo del
torrente. Al frente las miradas no se detenían más que sobre aquellos
terribles, profundos y desiertos precipicios, detrás de los cuales
se hallaba aquella espantosa población, á cuyo lado la más horrible
soledad hubiera sido preferible. Dante no estaba mejor en medio del
_Malebolge_[4].

Pasan por delante de la _Malanotte_: los bravos que están á la puerta
saludan respetuosamente al señor, y echan miradas furtivas á su
compañero y á la litera. Ellos no sabían qué pensar: ya la partida del
Incógnito solo al amanecer tenía algo de extraordinario; la vuelta
no lo era menos. ¿Era acaso una presa que conducía? ¿y cómo la había
hecho por sí solo? ¿y de quién podía ser aquella librea? Miraban,
miraban, pero nadie se movía, porque ésta era la orden que el amo les
significaba con su aire y sus miradas.

Emprenden la subida; llegan por fin á lo alto. Los bravos que se
hallaban en la explanada, y en la puerta, se retiran á un lado y á
otro con el objeto de dejar el paso libre: el Incógnito les manifiesta,
por medio de una seña, que no se muevan; espolea á su cabalgadura, y
pasa delante de la litera; indica al conductor y á D. Abundio que le
sigan; entra primeramente en un patio, luego en otro; se dirige á una
pequeña puerta; detiene por medio de un gesto á un bravo que acudía
á tenerle el estribo, y le dice: “Quédate aquí y no dejes pasar á
nadie”. Se apea, ata con precipitación la mula á una reja, se dirige á
la litera, se acerca á la dama que había descorrido las cortinillas,
y le dice en voz baja: “Consoladla pronto; hacedle comprender que
está libre, en poder de amigos; Dios os lo pagará”. Después, manda al
conductor que abra; luego se aproxima á D. Abundio, y con un semblante
tan sereno como éste no le había visto todavía, ni creía que pudiese
tenerlo nunca, en el cual se pintaba la alegría que experimentaba, de
ver tocar á su fin la buena obra que iba á consumar, le dice también
en voz baja: “Señor cura, no pido que perdonéis la incomodidad que se
os ha causado por mi causa; vos lo hacéis por aquel que recompensa
largamente, y por esa desgraciada”. Esto dicho, cogió con una mano el
morro de la cabalgadura de D. Abundio, y con la otra el estribo, y lo
ayudó para que se apease.

Aquel rostro, aquellas palabras y aquel ademán, le habían dado la
vida. Lanzó un suspiro que una hora hacía giraba dentro de su pecho
sin poder hallar salida; se inclinó ante el Incógnito, y le contestó
en voz muy baja: “¿Vuestra señoría se burla? ¡Pero, pero, pero!...”,
y aceptando la mano que se le ofrecía de una manera tan cortés, se
deslizó como pudo de su mula. El Incógnito la ató también, y habiendo
dicho al conductor que se quedase allí esperando, sacó una llave del
bolsillo, abrió la puerta, hizo entrar al cura y á la dama, en seguida
entró él, pasó delante, se encaminó hacia una escalerilla, y la subió
en silencio, seguido de sus compañeros.


                                NOTAS:

[4] Así llama el Dante á su octavo círculo del infierno, en donde este
inmortal poeta coloca á los fraudulentos. Aquellos de nuestros lectores
á quienes sea familiar la lengua italiana, y hayan leído las célebres
obras del sublime autor de la _Divina Comedia_, recordarán estos
magníficos versos, con los cuales empieza el canto XVIII.

  Luogo è in inferno detto Malebolge
  Tutto di pietra e di color ferrigno
  Come la cerchia che d’intorno il volge &c.

  _N. del T._



                           CAPÍTULO SEXTO


Lucía se había levantado apenas, empleando poco tiempo en despertarse
de hecho, separando las confusas visiones de sus sueños, de los
recuerdos é imágenes de aquella realidad tan semejante al funesto
delirio de un enfermo. La vieja se le acercó al instante, y con aquella
voz forzadamente humilde, le dijo: “¡Ah!, ¿habéis dormido? Hubierais
podido dormir en el lecho; bastantes veces os lo dije ayer noche”. Y no
recibiendo contestación, continuó siempre de una manera forzada: “Tomad
un bocado; tened juicio. ¡Uf! ¡Os vais á poner fea! Tenéis necesidad de
comer. Y después, cuando vuelva, la va á tomar conmigo”.

--No, no; quiero marchar, quiero ir adonde está mi madre. El amo me lo
ha prometido; ha dicho: mañana por la mañana. ¿En dónde está el amo?

--Ha salido; pero me ha dicho que volverá pronto y que hará todo lo que
vos queráis.

--¿Ha dicho esto?, ¿lo ha dicho? ¡Bien! Quiero ir adonde está mi madre;
en seguida, en seguida.

De repente se oye un ruido de pisadas en la vecina estancia, y después
llamar á la puerta. La vieja corre á ella y pregunta: “¿Quién es?”.

--Abre, le responde dulcemente una voz bien conocida.

La vieja descorre el cerrojo, el Incógnito empuja suavemente la puerta,
la entreabre, manda á la vieja que salga, introduce en el mismo
instante á D. Abundio y á la buena dama, cierra de nuevo la puerta,
permanece detrás de ella por la parte de afuera, y manda á la vieja á
un extremo lejano del castillo, según había ya enviado también á la
mujer que se hallaba fuera de guardia. Al primer punto de vista, todo
este movimiento y la aparición de personas nuevas, causaron á Lucía
mucho sobresalto y agitación; porque si su situación presente le era
insoportable, todo cambio, sin embargo, era un motivo de sospecha y de
nuevo espanto. Mira; ve á un sacerdote, á una dama; se tranquiliza un
poco, y mira con más atención: ¿es ó no es él? Reconoce á D. Abundio y
permanece con los ojos fijos como vencida por un encanto. La buena dama
se acerca á ella, la saluda, la mira con ademán enternecido, coge sus
dos manos, como para acariciarla y levantarla al mismo tiempo, y luego
le dice: “¡Oh, pobrecita!, venid, venid con nosotros!”.

--¿Quién sois, pregunta Lucía?, mas sin aguardar respuesta se vuelve
hacia D. Abundio, el cual permanecía de pie, con aire compungido, á dos
pasos de distancia; lo mira fijamente de nuevo, y exclama: ¡Vos!, ¿sois
vos, señor cura? ¿En dónde estamos? ¡Oh, cuán desgraciada soy, estoy
fuera de mí!

--No, no, repuso D. Abundio: soy yo en efecto; tened ánimo. Mirad;
estamos aquí para llevaros: soy vuestro propio cura, habiendo venido
aquí expresamente, á caballo...

Lucía, como si hubiese recobrado en un instante todas sus fuerzas, se
enderezó precipitadamente, después fijó aún su mirada sobre aquellos
dos rostros, y dijo: “¿Es, pues, la Madonna la que os ha enviado?”.

--Creo que sí, dijo la buena dama.

--Mas, ¿podemos marchar, podemos marchar ya de veras?, replicó Lucía
bajando la voz y con aire tímido é indeciso. ¿Y toda esa gente?...
prosiguió, con los labios contraídos y trémulos de espanto y horror: ¿y
ese señor... ese hombre?... Él me lo había prometido.

--Aquí está también, el cual ha venido á propósito con nosotros, dijo
D. Abundio, y espera fuera. Marchemos pronto; no hagamos esperar á
semejante sujeto.

Entonces, aquel de quien se hablaba, empujó la puerta y se dejó ver.
Lucía, que poco antes lo deseaba, no teniendo otra esperanza en el
mundo; ahora, después de haber visto y oído aquellas voces amigas no
pudo reprimir un súbito terror; se estremeció, contuvo su respiración,
se arrimó á la buena dama, y ocultó su semblante en el seno de ésta. Al
aspecto de aquella joven inocente, sobre la cual ya la noche precedente
no había podido fijar su vista, al aspecto de aquella desgraciada que
una larga abstinencia y prolongados sufrimientos habían vuelto pálida,
abatida, inconsolable, se detuvo. Al ver luego aquel movimiento de
terror, bajó los ojos, permaneció todavía un momento inmóvil y mudo;
después, respondiendo á lo que la pobre niña no había dicho: “Es
verdad, exclamó, ¡perdonadme!”.

--Viene á libertaros, ya no es el mismo hombre; se ha hecho bueno. ¿Ois
cómo os pide perdón?, decía la buena dama al oído de Lucía.

--¿Se puede decir más? ¡Vamos!, levantad la cabeza, no seáis niña; que
podamos partir al instante, le decía D. Abundio.

Lucía levantó la cabeza, miró al Incógnito, y al ver aquella frente
baja, aquella mirada confusa y aterrada, presa de un sentimiento
mezclado de esperanza, de reconocimiento y de piedad, dijo: “¡Oh,
monseñor, que Dios os recompense vuestra misericordia!”.

--Y á vos, cien veces, el bien que me hacéis con estas palabras.

Diciendo esto, dió una media vuelta, se encaminó hacia la puerta, y
salió el primero. Lucía, enteramente reanimada, con la dama que le
daba el brazo, le siguieron: D. Abundio cerraba la marcha. Bajaron la
escalera y llegaron á la pequeña puerta que daba al patio. El Incógnito
la abrió de par en par, se dirigió á la litera, abrió la portezuela, y
con una especie de cortesía llena de timidez (dos cosas nuevas en él)
sosteniendo del brazo á Lucía, la ayudó á entrar, y después también
á la que debía acompañarla. Enseguida tomó la mula de D. Abundio, é
igualmente le ayudó á montar.

--¡Oh, qué complacencia!, dijo éste: y montó mucho más ligero que lo
había hecho la primera vez. La comitiva se puso en camino, después
que el Incógnito hubo también montado á caballo. Su cabeza estaba
levantada; su mirada había vuelto á tomar la ordinaria expresión
de mando. Los bravos que encontraba descubrían perfectamente en su
rostro las señales de un vigoroso pensamiento, de una preocupación
extraordinaria; mas no comprendían, no podían ir más allá. En el
castillo nada sabían aún del gran cambio que se había verificado en el
corazón de aquel hombre, y ciertamente ninguno de ellos hubiera podido
llegar á conseguirlo sólo por conjeturas.

La buena dama se había apresurado á correr las cortinillas de la
litera: en seguida cogió afectuosamente las manos de Lucía, y se
puso á reanimarla por medio de palabras de piedad, de felicitación y
de ternura. Viendo luego cómo, además de la fatiga de tantas penas
sufridas, la confusión y la oscuridad de los sucesos, impedían á la
pobrecita el que experimentara plenamente el contento de su libertad,
le dijo todo lo que pudo hallar de más apto para distraerla, y para
aclarar sus pensamientos le nombró el pueblo adonde iban.

--¡Sí!, dijo Lucía, la cual sabía que dicho pueblo estaba á poca
distancia del suyo. ¡Ah, Madonna Santísima, os doy mil y mil gracias!
¡Madre mía, madre mía!

--Nosotros la enviaremos en seguida á buscar, dijo la buena dama, la
cual no sabía que la cosa estaba ya hecha.

--Sí, sí, Dios os lo recompensará... ¿Y vos quién sois?, ¿cómo habéis
venido?...

--Nuestro cura me ha enviado, dijo la dama; porque este señor, á
quien Dios ha tocado el corazón (bendito sea él), ha venido á nuestra
población con el objeto de hablar al señor cardenal arzobispo, que ha
ido á visitarnos. Se ha arrepentido de sus horribles pecados, y quiere
mudar de vida; habiendo dicho al cardenal que él había hecho robar á
una pobre inocente, que sois vos, en connivencia con otro, que tampoco
teme á Dios, y del cual el cura no me ha podido decir el nombre.

Lucía alzó los ojos al cielo.

--Vos lo sabréis quizá, continuó la dama, bien. Ahora, pues, el señor
cardenal ha pensado que tratándose de una joven, se requería una
persona del mismo sexo para acompañarla, y ha dicho al párroco que la
buscase: éste tan bondadoso ha venido á mí...

--¡Oh, el Señor recompense vuestra caridad!

--Figuraos, hija mía, que el señor cura me ha dicho que procurase
tranquilizaros, que tratara de sacaros pronto de la inquietud en que
estabais, y que os hiciese comprender cómo el Señor os ha salvado
milagrosamente...

--¡Oh, sí!, bien milagrosamente; por intercesión de la Madonna.

--Me ha dicho igualmente que os animara y aconsejara á perdonar al que
os ha causado el daño; á que estéis contenta por la misericordia que
Dios ha usado con él, y al propio tiempo que roguéis por él mismo,
porque además de que recibiréis vuestro merecido, sentiréis todavía más
alivio en vuestro corazón.

Lucía respondió por medio de una mirada que expresaba su asentimiento
tan claramente como la hubieran podido hacer las palabras, y con una
dulzura que éstas mismas no hubieran podido significar.

--¡Excelente joven!, exclamó la dama, y prosiguió: hallándose también
vuestro cura párroco en nuestro pueblo (pues que han acudido tantos
de todas las cercanías, que se podrían celebrar á un tiempo cuatro
misas mayores), el señor cardenal ha juzgado conveniente el que nos
acompañara, á pesar que de bien poco nos ha servido. Ya había yo
oído decir que era un pobre hombre; mas en esta ocasión, he podido
claramente ver que él estaba tan embarazado como un pollo en medio de
la estopa.

--¿Y este?... preguntó Lucía; este hombre que se ha vuelto bueno...
¿quién es?

--¡Cómo!, ¿no lo sabéis?, dijo la buena dama; y lo nombró.

--¡Oh, misericordia divina!, exclamó Lucía. ¡Cuántas veces había oído
repetir aquel nombre, en más de una historia que, como en las de otro
género, aparecía siempre el del _Ogro_[5]! Á la idea de haber estado
en su terrible poder, y permanecer al presente bajo su custodia,
al considerar un tan gran peligro, y una tan imprevista redención,
contemplando quién era aquel hombre que había conocido tan feroz,
y ahora tan conmovido y humilde, permanecía como estática, diciendo
únicamente de vez en cuando: “¡Oh, misericordia!”.

--¡Es ciertamente una gran misericordia!, repetía la dama, es una
dicha para medio mundo. ¡Al pensar cuánta gente tenía alarmada!, y al
presente, según me ha dicho nuestro párroco... Y luego no hay más que
mirarle la cara; ¡se ha vuelto enteramente un santo! Por otra parte, no
hay más que ver su nuevo modo de portarse.

El decir que esta buena dama no experimentaba mucha curiosidad de
conocer un poco más distintamente la grande aventura en que ella
representaba también su papel, sería faltar á la verdad. Pero es
preciso decir en honor suyo, que sobrecogida de una piedad respetuosa
hacia Lucía, calculando en cierto modo la gravedad y dignidad del
encargo que se le había confiado, no pensó, sin embargo, en hacer
ninguna pregunta indiscreta y ociosa; todas sus palabras, durante aquel
corto viaje, fueron para dar valor á la pobre joven, manifestándole al
propio tiempo el más vivo interés.

--¡Dios sabe desde cuándo no habréis tomado alimento!

--No recuerdo..., pero hace ya algún tiempo.

--¡Pobrecita! ¿Tendréis necesidad de restaurar vuestras fuerzas?

--Sí, respondió Lucía con voz apagada.

--En mi casa, á Dios gracias, encontraremos en seguida alguna cosa.
Tened ánimo, que ya no estamos lejos.

Después de esto, Lucía se dejó caer lánguidamente en el fondo de la
litera, como adormecida, y entonces su compañera la dejó reposar.

Con respecto á D. Abundio, la vuelta no le causaba tanto espanto como
la ida pocas horas antes; pero con todo, no fué tampoco para él un
viaje agradable. Desde que dejó de tener miedo, se sintió enteramente
aliviado de un gran peso; mas bien pronto empezaron á nacer en su
interior cien otros disgustos, lo mismo que cuando ha sido arrancado un
corpulento árbol y el terreno queda por algún tiempo vacío y desnudo,
pero luego se cubre de altas yerbas. Había llegado á hacerse más
impresionable que antes; y tanto en el presente como en las ideas del
porvenir, hallaba materia para atormentarse. Ahora sentía mucho más
que á la ida la incomodidad de viajar de aquel modo, al cual no estaba
acostumbrado; y sobre todo, esto le acontecía al principio, desde
la bajada del castillo al fondo del valle. El conductor, estimulado
por las señas del Incógnito, hacía ir á las mulas á buen paso; ambas
cabalgaduras iban una detrás de otra con la mayor uniformidad; y de
esto resultaba, que en ciertos parajes en que la pendiente era más
rápida, el pobre D. Abundio, como si estuviese colocado sobre un
resorte, se tambaleaba, se caía hacia delante, y para sostenerse se
veía obligado á agarrarse al arzón de la silla, y no se atrevía, sin
embargo, á pedir que fuesen más despacio, pues por otro lado hubiera
querido salir de aquel territorio lo más pronto posible. Además de
esto, en donde el camino colocado sobre una eminencia formaba un
arrecife, la mula, según la costumbre de los animales de su raza,
parecía que hacía propósito de salirse siempre de dicho arrecife,
y de andar por la misma orilla. D. Abundio veía bajo de sí, casi
perpendicularmente, un gran salto, ó como él pensaba, un precipicio.
“¡También tú, decía interiormente al animal, tienes el maldito gusto
de ir buscando los peligros, siendo el camino tan ancho!” Y tiraba
la brida hacia el otro lado, pero inútilmente. De suerte que, como
de ordinario, turbado por la cólera y el miedo, se dejaba conducir á
la voluntad de otro. Los bravos no le causaban ya tanto terror, al
presente que él sabía más claramente del modo que pensaba su amo. “Pero
sin embargo, se decía, si la noticia de esta gran conversión se esparce
por aquí, mientras nosotros permanecemos todavía, ¿quién sabe cómo lo
tomarán esas gentes? ¿Quién es capaz de saber lo que podrá resultar?
¿Y si llegasen á imaginar que yo he venido á hacer el misionero?
¡Pobre de mí, me martirizarían!” El aire feroz del Incógnito no le
inspiraba inquietud alguna. “Para tener á raya á aquellas fachas,
decía, no hay necesidad de otra cosa más que el continente de éste,
bien lo comprendo; ¿pero por qué es preciso que yo me encuentre siempre
mezclado entre toda esta clase de gente?”.

Mas basta ya de hablar acerca del miedo de D. Abundio. Llegaron al
término de la pendiente, y finalmente salieron también del valle.
La frente del Incógnito se fué serenando. D. Abundio mismo tomó un
aire más natural; sacó la cabeza de entre sus hombros, en donde
hasta entonces la había tenido como aprisionada; alargó los brazos
y las piernas; se colocó mejor sobre la silla, lo cual le daba otro
continente; respiró más á su placer y, con el ánimo más reposado, se
puso á considerar otros peligros lejanos. “¿Qué dirá ese imbécil de D.
Rodrigo? ¡Quedar de este modo con un palmo de narices, con la pérdida
de sus esperanzas, y hecho el escarnio de todos! ¡Considerad si la
píldora le parecerá amarga! Ahora es cuando se dará de veras al diablo.
Lo único que al presente falta es que venga á emprenderla conmigo,
sólo por haberme hallado metido en este desagradable asunto. Si él ha
tenido antes de ahora valor de enviarme dos demonios con el objeto de
amenazarme en medio de mi camino, ¿qué hará en la actualidad? Con su
señoría ilustrísima no la podrá armar, porque es un pedazo mucho mayor
que él, y se verá precisado á tascar el freno. Entretanto tendrá el
veneno en el cuerpo, y querrá descargarlo sobre alguno. ¿Sabéis cómo se
concluyen estos negocios? Los golpes siempre se dirigen bajos, y los
andrajos al aire. Su señoría ilustrísima se ocupará, como es justo, de
poner á Lucía en un lugar seguro; ese otro pobre diablo, mala cabeza,
está fuera de tiro, y ha pasado ya la suya; de modo que el andrajo he
llegado á ser yo. Después de tantas incomodidades, después de tantas
agitaciones, ¿no sería una cosa bien cruel el que sin comerlo ni
beberlo debiese pagar la pena? ¿Qué hará ahora su señoría ilustrísima
para defenderme, después de haberme metido en danza? ¿Podrá impedir
acaso el que ese hombre malvado no me juegue una tostada peor que
la primera? ¡Y después tiene tantas cosas en su cabeza! ¡Está tan
abrumado de negocios! ¿Cómo podrá atenderme? Éste es el motivo por el
cual algunas veces las cosas quedan más embrolladas que antes. Los
que hacen el bien lo hacen en todo: cuando han experimentado esta
satisfacción, tienen bastante, y no quieren incomodarse á esperar todas
sus consecuencias; pero los que tienen el gusto de hacer el mal ponen
en ello más diligencia, lo siguen hasta el fin; no descansan un momento
porque ellos tienen un cáncer que los devora. ¿Iré yo á decir que he
venido por orden expresa de su señoría ilustrísima y no por mi propia
voluntad? Parecería que quisiera formar partido con la maldad. ¡Oh,
Dios mío! ¡Yo formar partido con la maldad; por las distracciones que
me proporciona! ¡Vamos! Lo mejor será referir á Perpetua la cosa como
es en sí, y dejársela publicar á su gusto. Con tal que á monseñor no le
vengan deseos de hacer alguna cosa que llame la atención, alguna escena
inútil y meterme también en ella. Á buena cuenta, apenas lleguemos,
si ha salido de la iglesia iré á presentarle corriendo mis respetos,
y si no dejo mis excusas, y me dirijo pian pianito á mi casa. Lucía
está bien protegida; ninguna necesidad tiene de mí; y después de tantas
incomodidades, bien puedo yo también pretender el ir á descansar. Y
luego... ¡si monseñor tiene la curiosidad de saber toda la historia, y
me es preciso darle cuenta del negocio del casamiento! ¡Es lo único que
faltaba! ¡Y si va igualmente á visitar mi parroquia!... ¡Oh!, suceda
lo que Dios quiera: no quiero confundirme antes de tiempo; bastantes
cuidados pesan sobre mí. Por el momento voy á encerrarme en mi casa.
Hasta que monseñor salga de este territorio, D. Rodrigo no tendrá
deseos de hacer locuras, y después... ¿y después? ¡Ah!, ¡demasiado veo
que pasaré mal mis últimos años!”

La comitiva llegó antes de concluirse los divinos oficios: atravesó por
entre aquella inmensa muchedumbre, no menos conmovida que la primera
vez, y luego se dividió. Los dos jinetes dieron la vuelta hacia una
plazoleta, en cuyo fondo se encontraba la casa del párroco; la litera
siguió adelante con dirección á la de la dama.

D. Abundio hizo lo que había pensado: apenas se hubo desmontado,
cumplimentó del modo más expansivo al Incógnito, y le suplicó que le
hiciese el obsequio de excusarle con el cardenal, pues debía volverse
á su parroquia en derechura para atender á negocios urgentes. Fué á
buscar lo que él llamaba su caballo, y que no era otra cosa más que
el bastón que había dejado en un rincón de la estancia, después de lo
cual se puso en camino. El Incógnito estuvo aguardando que el cardenal
volviese de la iglesia.

La buena dama, habiendo hecho sentar á Lucía en el mejor sitio de su
cocina, se apresuró á disponer algo que comer para reparar sus débiles
fuerzas. Ella rechazaba con cierta amable aspereza las gracias y
reiteradas excusas que la joven no cesaba de prodigarla.

Con la mayor prontitud colocó algunas ramas secas bajo una pequeña
marmita que había puesto en el hogar, en donde nadaba un buen capón.
Dejó hervir por espacio de algún tiempo todo lo que aquélla contenía, y
llenando luego una gran taza, dentro de la cual había cortado algunas
rebanadas de pan, por último se la presentó á Lucía. Al ver á la
pobre niña que reparaba sus fuerzas á cada cucharada, se felicitaba
en voz alta á sí misma de que la cosa hubiese sucedido en un día, en
el cual según su expresión, el gato no estaba en el hogar. “Éste es
un día de fiesta para todo el mundo”, añadió la dama, “excepto para
los desgraciados que tienen la aflicción de comer pan de algarroba y
_polenta_ de maíz. Sin embargo, ellos esperan hoy recibir alguna cosa
de un señor caritativo: en cuanto á nosotras, á Dios gracias, no nos
hallamos en este caso: entre el oficio de mi marido, y alguna cosilla
que tenemos al sol, vamos pasando. Comed, pues, con apetito, y en el
entretanto esperaremos á que el capón se cueza, y así podréis recobrar
un poco mejor vuestras fuerzas”. Así diciendo, volvió á cuidar de la
comida y á preparar la mesa.

Lucía, después de haberse restaurado un poco, y sintiendo volver la
tranquilidad á su alma, trató de reparar el desorden de su vestido,
por una costumbre, por un instinto de curiosidad y de pudor. Trenzaba
y arreglaba sus largos cabellos en desorden; ajustaba su pañuelo
sobre el seno y alrededor de su cuello. Al hacer esta operación, sus
dedos se enredaron en el rosario que llevaba suspendido, y que tanto
le había servido la noche antes: fijó en él sus miradas, y se turbó
instantáneamente. El recuerdo del voto que había hecho, ese recuerdo
hasta entonces olvidado por tantas sensaciones dolorosas, se presentó
de improviso clara y distintamente á su imaginación. En este momento,
todas las potencias de su ánimo, apenas despiertas, fueron vencidas
de nuevo en un solo instante; y si su alma no hubiese estado tan
preparada por una vida llena enteramente de inocencia, de resignación
y de confianza, la consternación que experimentó en aquel momento la
habría llevado hasta la desesperación. Después del primer tumulto de
aquellos pensamientos, demasiado confusos para venir á la imaginación
con palabras, las primeras que se formaron fueron éstas: “¡Oh, infeliz
de mí, qué es lo que he hecho!” Pero apenas las hubo concebido, cuando
se sintió sobrecogida de cierta especie de terror. Agrupáronse en su
mente todas las circunstancias del voto; sus mortales angustias, el
estar sin esperanza alguna de socorro humano, el fervor de su súplica,
la plenitud de sentimiento con la cual su promesa había sido hecha: el
arrepentirse de ésta, después de haber obtenido la gracia que había
implorado, le pareció una ingratitud sacrílega, una perfidia hacia Dios
y á la santa Virgen: juzgó que semejante infidelidad le atraería nuevas
y más terribles desventuras, en las cuales nada podía esperar, ni aun
podría tener el auxilio de la súplica: y por lo tanto se apresuró á
echarse en cara aquel arrepentimiento voluntario. Se quitó devotamente
el rosario del cuello, y sosteniéndolo con mano trémula, confirmó,
renovó su voto, pidiendo al mismo tiempo con súplica ferviente que
el cielo le concediese la fuerza necesaria para cumplirlo; que éste
arrojase lejos de ella los pensamientos y las ocasiones, las cuales
hubieran podido, si no variar su ánimo, agitarlo á lo menos demasiado.

El alejamiento en que estaba Renzo, sin ninguna probabilidad de que
volviera; este alejamiento que hasta entonces le había parecido tan
amargo, al presente se le figuraba que era una disposición de la
divina Providencia, que había hecho coincidir dos sucesos para llegar
á un solo fin, esforzándose la desventurada en encontrar en el uno
una razón para consolarse del otro. Detrás de este pensamiento, se le
figuraba igualmente que la misma Providencia, para consumar la obra,
sabría hallar el modo de hacer que Renzo también se resignase, que no
pensara más... Pero apenas semejante idea se le hubo presentado á su
imaginación, cuando se levantó en ella una gran confusión. Sintiendo
que su corazón la llevaba involuntariamente á arrepentirse de lo que
había hecho, volvió de nuevo á recurrir á la súplica, al combate,
saliendo como un vencedor (si me es permitido hacer esta comparación);
como un vencedor, repito, herido y abrumado de fatiga que se levanta de
encima de su enemigo.

De repente se oye á lo lejos un ruido de pisadas y de gritos de
alegría: era la familia de la dama que volvía de la iglesia. Dos
pequeñas niñas y un niño, entraron gritando: se pararon un momento
para echar una curiosa mirada sobre Lucía, y después corrieron
presurosos hacia la mamá, agrupándose á su alrededor. Uno le pregunta
el nombre de aquella huéspeda desconocida, y el por qué se hallaba
allí: otro quiere contarle las maravillas que había visto: la buena
dama respondió á unos y á otros con un: “Vamos, quietos, silencio”. El
amo de la casa entró en seguida con paso más sosegado, pero pintado en
su semblante una expansiva alegría. Éste era, si no lo hemos dicho ya
antes, el sastre de la población y de todas las cercanías, hombre que
sabía leer, que había leído efectivamente más de una vez la _Leyenda de
los Santos_ y los _Reales de Francia_, y pasaba en el territorio por un
hombre de talento y de ciencia, alabanzas todas que rechazaba con mucha
modestia, diciendo únicamente que había equivocado su vocación, y que
si hubiese estudiado en lugar de tantos otros... Aparte de esto, era
un hombre de la mejor pasta del mundo. Se hallaba presente cuando el
párroco había suplicado á su mujer el emprender aquel viaje caritativo;
y no sólo lo había aprobado, sino que también hubiera añadido sus
persuasiones, si hubiera sido necesario. Al presente, que la función,
el aparato, el concurso, y sobre todo el sermón del cardenal habían,
como se dice vulgarmente, exaltado todos sus buenos sentimientos,
volvía á su casa con la expectativa, con el deseo ansioso de saber qué
es lo que había pasado, y de ver si se había salvado la pobre inocente.

--Miradla, le dijo, al entrar, la buena dama, señalando á Lucía. Ésta
se levantó ruborizándose, y empezó á balbucear algunas excusas; pero
él se aproximó á la joven, no sin grandes demostraciones de alegría, y
exclamó: “¡Bien venida, bien venida! Vos sois la bendición del cielo en
esta casa. ¡Cuán contento estoy de veros aquí! Bien seguro estaba yo
que llegaríais á buen puerto, porque jamás he visto que el Señor haya
empezado un milagro sin concluirlo perfectamente; pero ¡cuán contento,
repito, estoy de veros aquí! ¡Pobre niña! ¡Mas sin embargo, es una cosa
grande el haber sido objeto de un milagro!”.

No se crea que él solo calificase de milagro aquel acontecimiento,
porque hayamos dicho que había leído la _Leyenda_; por todo el pueblo y
por todos los alrededores no se habló en otros términos mientras duró
su memoria. Y á decir verdad, con las añadiduras que le pusieron, no le
podía convenir otro nombre.

Se acercó en seguida poco á poco á su mujer, que desataba la marmita
de la cadena, que la tenía suspendida sobre el fuego, y le dijo en voz
baja:

--¿Ha ido todo bien?

--Perfectamente, ya te lo contaré más tarde.

--Sí, sí, con comodidad.

Cuando estuvo puesta la mesa, la dueña fué á buscar á Lucía, y la
acompañó hasta su asiento; cortó una ala del capón, y se la sirvió;
sentáronse también los dos esposos, y ambos exhortaron á su huéspeda,
abatida y vergonzosa, á que tuviese valor y comiese. El sastre empezó,
á los primeros bocados, á discurrir con gran énfasis, en medio de
las interrupciones de los niños, que comían alrededor de la mesa,
y que habían visto cosas demasiado extraordinarias, para limitarse
largo tiempo al solo papel de oyentes. Aquél describía las solemnes
ceremonias, luego saltaba á hablar de la conversión milagrosa. Pero lo
que le había hecho más impresión, y lo que repetía más, era el sermón
del cardenal.

--Al ver ante el altar, decía, un señor de aquella especie, lo mismo
que un simple párroco...

--¿Y aquella cosa de oro que llevaba en la cabeza?... decía una de las
niñas.

--Cállate; al pensar, repito, que un señor de esa especie, una persona
tan sabia, que según dicen ha leído todos los libros del mundo,
circunstancia que no se ha visto en ningún otro hombre, ni aun en
el mismo Milán; al pensar que ha sabido adaptarse á decir aquellas
hermosas cosas, de manera que todos las hayan comprendido...

--Yo también las he comprendido, dijo la otra niña.

--Cállate; ¿qué es lo que has de haber tú comprendido?

--He comprendido que explicaba el Evangelio en lugar del señor cura.

--¡Silencio! No digo que se haya hecho comprender solamente de aquellos
que saben algo, porque en este caso están obligados á comprenderle,
sino también de los que tienen la cabeza más dura, los más ignorantes,
seguían el hilo de su discurso. ¡Id ahora á preguntarles si sabrían
repetir las palabras que decía! ¡Oh! sí; no las podrán expresar, pero
el sentido de ellas, lo tienen aquí; y se golpeaba la frente con la
palma de la mano. ¡Y cómo se comprendía que hablaba del consabido señor
sin tener necesidad de pronunciar su nombre! Y además, para estar
uno al cabo del asunto, hubiera bastado el ver las lágrimas que se
desprendían de sus ojos; y entonces toda la gente se ponía también á
llorar...

--Justamente es la verdad, exclamó el niño, interrumpiendo al orador;
¿mas por qué lloraban todos como si fuesen criaturas?

--¿Quieres callar? Y no se diga, sin embargo, que en el pueblo no hay
corazones bien duros. Como iba diciendo, monseñor nos ha hecho ver
claramente, que aunque hay carestía, es preciso dar gracias á Dios, y
estar contentos; hacer lo que se pueda, ingeniarse, ayudarse, y después
alegrarse; porque la desgracia no consiste en padecer y ser pobres;
está también en obrar mal. Y esto no son palabras vanas; pues, no se
ignora que él vive también como un pobre, que se quita el pan de la
boca para dárselo á los desgraciados, cuando podría darse una vida
mejor de la que tiene. ¡Oh, qué placer experimenta uno al oirlo hablar!
No es como tantos otros que dicen: haced lo que os digo y no lo que yo
hago; y luego, nos ha manifestado con la mayor precisión, que aun los
que no son señores, y que no obstante tienen más de lo necesario, están
obligados á hacer partícipes á los que padecen.

En esto interrumpió de improviso su discurso, como atormentado por una
idea. Se detuvo un momento; en seguida llenó un plato de los manjares
que había sobre la mesa, añadió un pan, colocó dicho plato dentro de
una servilleta, y habiéndola tomado por las cuatro puntas, dijo á la
mayor de sus niñas: “cógela así”. Le puso en la otra mano una botella
de vino, y prosiguió: “Ve á casa de María la viuda; déjale esto, y
dile que es para que se regale un poco con sus niños. Pero mira; ten
cuidado cómo lo haces, no vayas á dárselo como si fuera á hacérsele una
limosna: que no se te escape una sola palabra si encuentras á alguien;
y, por último, ten cuidado de que nada se rompa”.

Lucía se conmovió hasta el punto de derramar lágrimas, y sintió en su
alma un enternecimiento que la distrajo de su dolor. Ya el discurso
anterior de aquel hombre honrado le había causado un alivio, que las
palabras de consuelo, más dulces, más directas, no le hubieran podido
procurar. Su espíritu, cediendo al atractivo de aquellas descripciones
de pompas augustas, de aquellas emociones de piedad y admiración,
sobrecogido por el mismo entusiasmo del narrador, alejaba de sí sus
dolorosos pensamientos, y cuando volvían, se encontraba más fuerte
contra ellos. La idea misma de su sacrificio, sin haber perdido su
amargura, experimentaba una cierta alegría austera y solemne.

Poco después entró el cura del pueblo, y dijo que el cardenal le
enviaba á informarse de Lucía, y para advertirla que monseñor quería
verla aquel mismo día; en seguida dió las gracias en su nombre al
sastre y á su mujer. Éstos y aquélla, conmovidos y turbados, no
hallaban palabras para contestar á las demostraciones de semejante
personaje. “¿Y vuestra madre no ha llegado todavía?”, preguntó el cura
á Lucía.

--¡Mi madre!, exclamó ésta. Diciéndole luego el cura cómo había sido
mandada á buscar por orden del arzobispo, se puso el delantal en
los ojos, y prorrumpió en un copioso llanto, que duró mucho tiempo
después de haberse marchado el eclesiástico. Cuando los sentimientos
tumultuosos que se habían suscitado en su alma, á aquel anuncio,
empezaron á dar lugar á ideas más tranquilas, la infeliz joven se
acordó que la alegría entonces tan próxima de volver á ver á su madre,
contento tan inesperado pocas horas antes, lo había también implorado
expresamente en aquellas horas terribles, y lo había puesto casi como
una condición á su voto. _Hacedme volver sana y salva al lado de mi
madre_, había dicho; y estas palabras aparecieron distintamente á su
memoria. Se confirmó más que nunca en el propósito de mantener su
promesa, y se reprochó de nuevo y muy amargamente aquel _¡infeliz de
mí!_ que se había escapado de su interior en los primeros momentos.

Efectivamente, cuando hablaron de Inés, ésta se encontraba ya muy
cerca. Es fácil imaginar cómo se quedaría la pobre mujer á una
invitación tan poco esperada, y á la noticia necesariamente truncada
y confusa de un peligro, se podía decir, que ya había cesado, pero de
un peligro espantoso, de una terrible aventura, que el mensajero no
sabía referir ni explicar, y de la cual ella no tenía á qué agarrarse
para explicársela por sí misma. Después de haber llevado las manos
á su cabeza, después de haber exclamado muchas veces: “¡Ah, Señor,
ah, Madonna!” después de haber hecho varias preguntas al mensajero,
á las cuales éste no sabía qué responder, se lanzó furiosa y con
precipitación en el carruaje, continuando, durante todo el camino,
deshaciéndose en exclamaciones y preguntas inútiles. Mas al llegar á
cierto paraje, se encontró de manos á boca con D. Abundio, que se
adelantaba poco á poco, apoyado en su bastón. Después de un “¡oh!”
proferido por ambas partes, D. Abundio se detuvo; Inés hizo parar el
carruaje, y se bajó; luego, los dos se dirigieron hacia un castañar que
se hallaba al lado del camino. D. Abundio le había participado todo
lo que había podido saber y debido ver. La cosa no estaba tan clara
todavía; pero á lo menos Inés se cercioró de que Lucía permanecía en
seguridad, y respiró.

En seguida, D. Abundio quiso entablar otra clase de conversación é
instruirla largamente sobre la manera de gobernarse con el arzobispo,
si éste, como era probable, deseaba hablar con ella y con su hija,
diciéndole, principalmente, que no convenía hacerle mención del
casamiento. Pero conociendo Inés que el buen hombre no iba más que á
su propio interés, lo dejó plantado, sin prometerle nada, sin resolver
nada tampoco, contestando solamente que tenía otras cosas en que
pensar; después de lo cual se volvió á poner en camino.

Finalmente, el carruaje llegó á su destino, y paró á la puerta de la
casa del sastre. Lucía se levanta precipitadamente; Inés se apea;
se precipita dentro de la expresada casa, y he aquí que se abrazan
estrechamente una á otra. La mujer del sastre, que era la única que
se hallaba presente, les dió ánimo, las tranquilizó, se regocijó con
ellas; y después, siempre discreta, las dejó solas, diciendo que iba á
disponer una cama; que podía hacerlo, sin incomodarse; pero que en todo
caso, tanto su marido como ella, más bien hubieran querido dormir en
el suelo, que permitir que fuesen á otra parte á buscar un asilo para
aquella noche.

Pasado el primer ímpetu de abrazos y sollozos, Inés quiso saber las
aventuras de Lucía, y ésta se puso á contárselas con la mayor ansiedad;
mas como el lector sabe, era una historia que nadie la conocía
toda; y para la misma Lucía había partes sumamente oscuras, hechos
inexplicables, y principalmente aquella fatal coincidencia de haberse
encontrado con el terrible carruaje en medio de su camino, justamente
cuando ella pasaba por una casualidad extraordinaria; sobre esto
último, la madre y la hija hacían mil conjeturas, sin acertar nunca con
la verdadera causa, ni siquiera aproximarse á ella.

Con respecto al autor de la trama, ninguna de las dos podía dudar que
no fuese D. Rodrigo.

--¡Ah, espíritu malo!, ¡tizón del infierno!, exclamaba Inés; pero ya
le llegará su hora: el Señor se lo recompensará según sus méritos, y
entonces él experimentará también...

--¡No, no, madre mía! la interrumpió Lucía; no deseéis ningún mal
á él ni á nadie tampoco. ¡Si sabéis lo que es sufrir; si lo habéis
experimentado! ¡No, no!, roguemos más bien por él á Dios y á la
Madonna; que el Señor le toque el corazón como lo ha hecho con ese otro
infeliz, que era mucho peor y ahora es un santo.

El terror que causaba á Lucía el recordar aquellos hechos tan recientes
y crueles, le hizo más de una vez titubear; más de una vez dijo que
no tenía bastante valor para continuar, y después de muchas lágrimas
y suspiros, volvió á tomar el uso de la palabra con el mayor pesar;
pero un sentimiento contrario la hizo vacilar al llegar á cierto punto
de su narración: cuando se trató del voto. El temor de que su madre
la acusara de imprudente y precipitada, y que como había hecho en el
asunto del casamiento, no le pusiera por delante aquella su tan larga
regla de conciencia, y la quisiese hacer prevalecer, ó que la buena
mujer le dijese en confianza á alguno, no por otra cosa más sino
para que la iluminara y aconsejara, y llegase de este modo á hacerse
público; al pensar esto solo Lucía percibía que sus mejillas se cubrían
de un vivo carmín; añádase también cierta vergüenza que le causaba su
misma madre, y una inexplicable repugnancia de hablar sobre la materia,
fueron motivos todos que le hicieron ocultar aquella circunstancia
importante, proponiéndose confiársela primeramente al padre Cristóbal.
¡Mas cómo se quedó, cuando preguntando por él, supo que no estaba ya
en Pescarenico; que había sido enviado á un pueblo muy lejano, á un
pueblo que tenía cierto nombre!...

--¿Y Renzo?, dijo Inés.

--Está en salvo, ¿no es cierto?, replicó ávidamente Lucía.

--Sí, porque todos lo dicen; se asegura que se ha refugiado en el
territorio de Bérgamo; pero el paraje verdadero nadie puede decirlo:
hasta ahora no ha dado noticias de su persona; es indispensable que no
haya hallado el medio de hacerlo.

--¡Ah, si está en salvo, gracias sean dadas al Señor!, dijo Lucía; y
procuraba mudar de conversación, cuando ésta fué interrumpida por un
suceso inesperado; tal fué la aparición del cardenal arzobispo.

Éste, vuelto de la iglesia, donde lo habíamos dejado, habiendo
sabido por el Incógnito la llegada de Lucía, fué á sentarse á la
mesa, haciendo colocar á su derecha al señor, en medio de un círculo
de sacerdotes que no podían saciarse de lanzar ojeadas sobre aquel
semblante tan dulcificado sin debilidad, tan humillado sin bajeza, y de
compararle con la idea que desde largo tiempo tenían de dicho personaje.

Concluido el desayuno, el Incógnito y el cardenal se retiraron de nuevo
juntamente. Después de un coloquio que duró más que el primero, el
señor partió para su castillo, montado en la misma mula de la mañana.
El cardenal hizo llamar al párroco, y le manifestó que deseaba ser
conducido á la casa en donde Lucía se había refugiado.

--¡Oh, monseñor!, respondió éste, no os molestéis: haré avisar al
momento á la joven para que venga, como también la madre, si es que ha
llegado, y también los dueños de la casa si quiere monseñor; todos los
que vuestra señoría ilustrísima guste.

--Deseo yo mismo ir á verlos, replicó Federico.

--Vuestra señoría ilustrísima no debe molestarse: enviaré á llamarlos
en seguida; es cosa de un momento, insistió el párroco asaz oficioso é
impertinente (por lo demás excelente sujeto); mas no comprendía que el
cardenal quería con semejante visita rendir homenaje á la desgracia,
á la inocencia, á la hospitalidad y á su propio ministerio á un mismo
tiempo. Pero habiendo el superior expresado de nuevo sus deseos, el
inferior se inclinó y se puso en marcha.

Apenas los dos personajes pusieron el pie en la calle, cuando toda la
gente se encaminó hacia ellos, acudiendo de todas partes, y rodeándoles
de manera que llegaban á impedirles el paso. El párroco se esforzaba en
decir: “vamos, atrás, retiraos; ¡más, más!”. Y Federico le replicaba:
“dejadlos, dejadlos”, é iba avanzando, tan pronto alzando la mano para
bendecir al pueblo, tan pronto bajándola para acariciar á los niños
que embarazaban su marcha. De este modo llegaron á la casa, en la
cual entraron: la multitud permaneció agrupada en la calle. El sastre
se hallaba también entre la gente que había seguido al cardenal, el
cual con los ojos fijos en éste y la boca abierta, iba mirándole sin
saber adónde se dirigía. Al ver que el arzobispo entraba en su casa, se
abrió paso, dejando á la consideración de los lectores el estrépito que
movería, gritando sin cesar: “dejad pasar á quien debe”; y entró.

Inés y Lucía oyeron en la calle un ruido que á cada paso se aumentaba:
mientras pensaban lo que podría ser, vieron abrirse la puerta y
aparecer el cardenal en compañía del párroco.

--¿Es aquélla?, preguntó el primero al segundo; y á una señal
afirmativa se dirigió hacia Lucía, que estaba allí con la madre, ambas
inmóviles y mudas de vergüenza y sorpresa. Pero el tono de aquella
voz, el aspecto, el continente, y sobre todo las palabras de Federico,
las tranquilizaron prontamente. “¡Pobre joven, dijo, Dios ha querido
someteros á una gran prueba; mas os ha hecho ver que siempre tenía su
vista fija sobre vos, y que no habíais sido olvidada! Él os ha puesto
en salvo, y se ha servido de vos para consumar una grande obra, para
manifestar su misericordia á un hombre, y para aliviar al propio tiempo
á otros muchos”.

En esto apareció en la estancia el ama de la casa, la cual, al ruido,
se había asomado á la ventana, y habiendo visto quién entraba, bajó
precipitadamente la escalera, después de haberse arreglado lo mejor
que pudo. El sastre entró casi al mismo tiempo por otra puerta.
Al ver trabada la conversación, fueron á reunirse á un rincón, en
donde permanecieron con aire respetuoso. El cardenal, saludándolos
cortésmente, continuó su plática con las mujeres, mezclando á sus
consuelos algunas preguntas, para ver si en las respuestas podía hallar
alguna coyuntura de hacer bien á quien tanto había padecido.

--Convendría que todos los sacerdotes fuesen como vuestra señoría,
que tomasen algunas veces el partido de los pobres, y no les ayudasen
á meterlos en medio de las mayores dificultades para ellos huir
el cuerpo, dijo Inés, animada por el aire familiar y afectuoso de
Federico, y encolerizada al pensar que el Sr. D. Abundio, después de
sacrificar siempre á los demás, pretendiese también impedir una pequeña
expansión de espíritu, la menor queja á los que eran superiores á él,
cuando por una rara casualidad se presentaba una ocasión.

--Decid todo lo que pensáis, dijo el cardenal, hablad con libertad.

--Quiero decir, que si nuestro señor cura hubiese cumplido con su
deber, las cosas no hubieran llegado á tal extremo.

Mas haciéndole el cardenal nuevas instancias para que se explicara con
mayor claridad, ella empezó á hallarse embarazada con tener que referir
una historia en la que la misma tenía una parte que procuraba ocultar,
especialmente á semejante personaje. Sin embargo, encontró el medio de
arreglarla, con una pequeña variación: contó el concertado casamiento,
la denegación de D. Abundio; no pasando en silencio el pretexto de
los _superiores_ que él había puesto por delante (¡ah, Inés!) y pasó
al atentado de D. Rodrigo, y cómo habiendo sido avisadas habían
podido escapar. “Pero sí, añadió en conclusión, escapar para caer en
otros lazos. Si en aquella ocasión, el señor cura hubiese hablado con
sinceridad, y casado en seguida á mis pobres jóvenes, nos hubiéramos
ido todos juntos secretamente, muy lejos, á un paraje que ni siquiera
el aire lo hubiera sabido. Así es como se ha perdido el tiempo y ha
sucedido lo que ha sucedido”.

--El señor cura me dará cuenta de este hecho, dijo el cardenal.

--No señor, no, replicó Inés prontamente: no lo he dicho por esto; no
le reprendáis, porque ya lo que está hecho, hecho se queda; y además,
que de nada sirve: es un hombre de este carácter; si el caso se
presentase de nuevo, obraría del mismo modo.

Pero Lucía, no satisfecha de aquel modo de referir la historia,
añadió: “Nosotras también, nosotras también hemos obrado mal: se ha
visto que la voluntad del Señor era que la cosa no tuviese buen éxito”.

--¿Qué mal habéis podido hacer, desgraciada joven?

Lucía, á pesar de las señas que la madre le hacía á hurtadillas con los
ojos, contó la aventura de la tentativa hecha en casa de D. Abundio, y
concluyó diciendo: “Hemos obrado mal y Dios nos ha castigado”.

--Aceptad de su mano los padecimientos que habéis sufrido, y tened
valor, dijo Federico; porque ¿quién tendrá razón de alegrarse y de
esperar sino el que ha padecido y piensa en acusarse á sí mismo?

Entonces preguntó en dónde se hallaba el prometido, y sabiendo por Inés
(Lucía permanecía silenciosa, con la cabeza baja) que había huido del
país, experimentó y manifestó admiración y desagrado, queriendo saber
la causa que lo había motivado.

Inés refirió lo mejor que le fué posible lo poco que sabía de las
aventuras de Renzo.

--He oído hablar de ese joven, dijo el cardenal; ¿pero cómo permitís
que un hombre que se halla comprometido en negocios de semejante
especie trate de casarse con esta joven?

--Era un joven muy honrado, dijo Lucía ruborizándose, pero con voz
segura.

--Era un muchacho pacífico hasta dejarlo de sobra, añadió Inés; y
vuestra señoría puede preguntarlo á quien quiera, aunque sea al mismo
señor cura. ¿Quién es capaz de saber las intrigas y enredos que le
habrán armado por allá? Muy poca cosa se necesita para hacer pasar á
los pobres por bribones.

--Es demasiado cierto, dijo el cardenal; yo me informaré: y habiéndose
hecho decir el nombre y apellido del joven, lo apuntó en un librito
de memorias. En seguida añadió que contaba marcharse á su país dentro
de algunos días; que entonces Lucía podría ir allá sin temor, y que
entretanto él se ocuparía de proporcionarle un asilo en donde pudiese
estar con seguridad, hasta que todo se arreglase.

Después se volvió á los dueños de la casa, que se adelantaron con
prontitud; renovó las gracias que les había dirigido por medio del
párroco, y les preguntó si querían conservar por pocos días á los
huéspedes que Dios les había enviado.

--¡Oh!, sí señor, contestó el ama con un tono de voz y un aire que
expresaban mucho más que aquella corta respuesta, medio ahogada por
la timidez. Pero el marido, animado por la presencia de semejante
personaje que se dignaba interrogarles, como igualmente del deseo de
lucirse en una ocasión tan importante, estudiaba ansiosamente una
bella contestación. Arrugó la frente, puso los ojos bizcos, apretó
los labios, tendió con todas sus fuerzas el arco de la inteligencia,
barrenó y sintió dentro de sí un choque de ideas, á las cuales faltaba
algo, y de palabras truncadas; mas el tiempo apremiaba, y el cardenal
demostraba ya haber interpretado su silencio. Entonces el buen hombre
abrió la boca y dijo: “Figuraos...”. Nada más pudo venirle por el
pronto. No sólo quedó avergonzado allí aquel día, sino que su recuerdo
importuno agrió siempre el placer del grande honor que había recibido.
¡Cuántas veces pensando en esta circunstancia, como para contrariarle,
le vinieron á la imaginación una multitud de palabras, que todas
hubieran valido más que su insulso “_¡figuraos!_”. Pero como dice un
antiguo proverbio: á burro muerto, &c.

El cardenal partió diciendo: “que la bendición del Señor sea sobre esta
casa”.

Por la tarde preguntó al cura cómo podría recompensarse de un modo
conveniente á aquel hombre, que no debía ser rico, de una hospitalidad
costosa, especialmente en aquellos tiempos. El párroco respondió que
á la verdad, ni las ganancias de su profesión, ni la renta de algunos
pequeños campos que el buen sastre poseía, hubieran sido suficientes
aquel año para ponerlo en posición de ser liberal para con los demás;
pero que habiendo economizado en los años anteriores, se encontraba
al presente ser uno de los más acomodados del pueblo; que podía hacer
algunos gastos sin que le causaran ninguna extorsión, y que ciertamente
los haría con gusto, y que por otra parte tomaría como una ofensa el
que se le hiciese aceptar recompensa alguna.

--Probablemente tendrá, dijo el cardenal, créditos contra gente que no
pueda pagar.

--Ya puede figurárselo vuestra señoría ilustrísima: esas pobres gentes
pagan con el sobrante de la recolección; en un año escaso nada sobra;
al contrario, falta todavía lo necesario.

--Bueno; yo tomo á mi cargo todas esas deudas y vos os serviréis
recoger de ellos la nota de las partidas, y las saldaréis.

--Compondrá una gran suma.

--Tanto mejor; y tendréis otros ranchos bastante necesitados, que no
tendrán deudas, porque no habrá quién les preste.

--¡Oh, sí; hay muchos! Y sin embargo, se hace lo que se puede; pero,
¿cómo atender á todos en unos tiempos tan calamitosos?

--Disponed que se les vista á mis expensas, y pagadlo bien.
Verdaderamente este año, todo el dinero que se gaste en pan me parece
robado; pero éste es un caso excepcional.

No queremos, con todo, concluir la historia de aquel día, sin referir
sucintamente cómo terminó la del Incógnito.

Esta vez el ruido de su conversión le había precedido en el valle:
se había esparcido prontamente, y había excitado una sorpresa, una
ansiedad y una irritación difíciles de pintar. Á los primeros bravos
ó servidores (que era igual) que encontraba, les hacía seña que le
siguiesen: éstos caminaban detrás de él siendo presa de una nueva
inquietud y con su acostumbrada obediencia; su séquito se aumentaba
á cada instante. Llega por fin al castillo: indica á los que se
encuentran á sus puertas que le sigan también; entran en el primer
patio, se coloca en medio de él, y allí, afirmándose en sus estribos,
lanza un grito atronador, siendo ésta la señal que usaba para que todos
aquellos de los suyos, á quienes llegara dicho grito, se presentasen
al instante. En seguida todos los que se hallaban esparcidos por el
castillo se apresuraron á acudir á aquella voz terrible, y se reunieron
al resto de la numerosa cuadrilla, fijando todas sus miradas sobre su
señor.

--Id á esperarme al gran salón, dijo, y desde lo alto de su cabalgadura
estaba viéndolos partir. En seguida se apeó, condujo por sí mismo la
mula á la cuadra, y se encaminó hacia donde era esperado. El sordo
murmullo que reinaba en el salón cesó á su aspecto; retiráronse todos á
un ángulo, dejando un gran espacio vacío á su alrededor. Ellos serían
unos treinta.

El Incógnito levantó la mano como para mantener el silencio que su
sola presencia había hecho nacer; alzó su cabeza, que sobresalía á
todas las demás, y dijo: “Escuchadme todos, y nadie hable sin ser
preguntado. ¡Hijos míos!, el camino por el cual hemos andado hasta
hoy conduce al fondo del infierno. Esto no es un reproche que yo
quiera haceros, yo que he sido el primero que he ido delante y os he
sobrepujado en esta abominable carrera, yo el más culpable de todos;
mas atended á lo que voy á deciros.

“Dios en su misericordia me ha llamado á cambiar de vida; cambiaré, he
cambiado ya: ¡plegue á este mismo Dios que haga otro tanto con todos
vosotros! Sabed, pues, y tened por cierto, que estoy resuelto á morir
antes que hacer nada más contra sus santas leyes. Retiro á cada uno
de vosotros las órdenes criminales que tenéis de mí; ya me entendéis:
así, os mando que nada hagáis de lo que yo os había prescrito; tened
igualmente por cierto, que nadie podrá en adelante cometer ninguna
maldad bajo mi protección ni á mi servicio. Los que quieran permanecer
conmigo con estas condiciones, los consideraré como hijos míos; me
contemplaré dichoso: en tiempo de hambre y de miseria compartiré el
último pan que quede en mi casa con el último de vosotros. El que no
quiera, se le dará el salario que se le debe, y además un regalo;
éste podrá ir adonde desee; pero le advierto que no ponga los pies
aquí, á no ser para mudar de vida, pues con este motivo será recibido
con los brazos abiertos. Reflexionad esta noche sobre lo que os he
dicho; mañana por la mañana os llamaré uno á uno, para que me deis la
contestación, y entonces os daré nuevas órdenes. Por ahora, retiraos
cada uno á vuestro puesto; y Dios, que ha usado conmigo de tanta
misericordia, os inspire un buen pensamiento”.

Cesó de hablar y todos guardaron el más profundo silencio: aunque
fermentaron en sus cerebros ardientes una multitud de extrañas y
tumultuosas ideas, ninguna, sin embargo, dejaron traslucir. Estaban
habituados á escuchar la voz de su señor como la manifestación de una
voluntad absoluta á la cual era preciso obedecer sin replicar; aquella
voz anunciando que la voluntad se había cambiado, no daba indicio
alguno de que estuviese aniquilada. Á ninguno de ellos le pasó, sin
embargo, por la imaginación, que por haberse convertido, se pudiese
atrever á replicarle, como á otro hombre cualquiera. Veían en él á
un santo, pero uno de esos santos á los cuales pintan con la cabeza
alta y la espada en la mano. Además del temor que inspiraba, tenían
hacia él (sobre todo aquellos que habían nacido bajo su dominación,
y que eran la mayor parte) una afección como de hombres ligados á su
señor feudal. Su admiración tenía algo de cariño; y experimentaba á su
vista ese respeto que los más rebeldes y petulantes tienen ante una
superioridad que ya han reconocido. Las cosas, pues que habían oído
pronunciar por aquella boca eran seguramente odiosas á sus oídos, pero
no falsas ni enteramente extrañas á sus inteligencias. Si habían hecho
mil veces burla, no era porque no tuvieran fe, sino para prevenir con
la misma burla el miedo que les hubiera venido pensándolo seriamente.
Al presente, al ver el efecto de este miedo en un valor tan indomable
como el de su amo, no hubo ninguno que no lo experimentase, á lo menos
por algún tiempo. Añádase á todo esto, aquellos que hallándose por
la mañana fuera del valle, habían sido los primeros sabedores de la
gran nueva y habían visto igualmente y también referido la alegría
de toda la población, el amor y la veneración hacia el Incógnito que
había sucedido de repente al antiguo odio y terror; de manera, que
en el hombre que habían siempre mirado, por decirlo así, como un
ser todopoderoso, aun cuando ellos mismos formaban en gran parte su
fuerza, veían ahora que era la maravilla, el ídolo de la multitud; lo
contemplaban que sobresalía á los otros de un modo muy diverso antes,
pero no menos; siempre fuera de la esfera común, siempre á la cabeza.

Estaban pues, todos aturdidos, inciertos unos de otros, y también de
sí mismos. El uno buscaba en su imaginación en dónde podría encontrar
un asilo y ocupación; el otro se preguntaba si podría doblegarse á
aquel nuevo género de vida; éste, conmovido por aquellas palabras,
experimentaba hacia el señor cierta inclinación; aquél, sin resolver
nada, se proponía prometerlo todo á buena cuenta, tratando mientras de
comer aquel pan ofrecido de tan buena gana y entonces tan escaso, é ir
ganando tiempo. Ninguno resolló; y cuando el Incógnito al fin de su
discurso alzó de nuevo aquella mano imperiosa para indicarles que se
marcharan, dóciles como un rebaño de ovejas, tomaron todos el camino de
la puerta. Él salió también detrás de ellos, y parándose en medio del
patio, miró á la débil luz del crepúsculo cómo se separaban y cada uno
se encaminaba á su puesto. Luego entró á coger su linterna, recorrió de
nuevo los patios, los corredores, las salas, visitó todas las avenidas,
y cuando vió que todo estaba tranquilo, se fué por último á dormir. Sí,
á dormir, porque tenía sueño.

Jamás, aun cuando siempre había ido en busca de negocios intrincados é
intrigas, jamás, repito, se había visto tan abrumado como al presente;
con todo, tenía sueño. Los remordimientos que le tuvieron desvelado
la noche anterior, en vez de haberse calmado levantaban el grito más
soberbios, más severos, más absolutos; y sin embargo, tenía sueño. El
orden, la especie de gobierno establecido allí dentro por él tantos
años hacía, á fuerza de tantos cuidados, con tan extraordinario
acopio de audacia y perseverancia, ahora él mismo lo había puesto en
todo su vigor con pocas palabras; la dependencia ilimitada de los
suyos que estaban dispuestos á todo con la fidelidad de esclavos, con
la cual estaba acostumbrado desde largo tiempo á descansar, ahora la
había puesto á prueba; los medios de que se había valido, crearon una
multitud de obstáculos: la confusión é incertidumbre estaba apoderada
del castillo; no obstante, tenía sueño.

Se encaminó, pues, á su cámara, entró en ella, se acercó á aquel lecho,
el cual la noche antes había hallado tan espinoso, y se arrodilló cerca
de él, con la intención de rezar. Encontró, en efecto, en un apartado
y profundo rincón de su mente las oraciones que estaba acostumbrado
á rezar cuando era niño; comenzó á recitarlas, y aquellas palabras
detenidas allí tanto tiempo y juntamente revueltas, venían unas después
de otras como si se deshiciesen. Experimentaba en esto una mezcla
de sentimientos indefinibles, una cierta dulzura en aquella vuelta
material á los hábitos de la inocencia, una sensación de dolor al
pensar el grande abismo que mediaba entre aquel tiempo y el actual, un
ardor de llegar por medio de obras expiatorias á adquirir una nueva
conciencia, un estado más próximo á la virtud, á la cual no podía
volver, un agradecimiento, una confianza en aquella misericordia que
lo podía conducir á dicho estado, y que le había dado ya señales tan
marcadas de quererlo. Después de haber rezado, se acostó, y quedóse
dormido inmediatamente.

Así terminó aquel día tan célebre aún cuando escribía nuestro anónimo;
y que ahora, á no haber sido él, nada de particular se sabría, y á
lo cual Ripamonti y Rivola, citados antes, no dicen más, que aquel
tan célebre tirano, después de una entrevista con Federico, mudó
maravillosamente de vida para siempre. ¿Y cuántos son los que han leído
las obras de los dos expresados autores? Menos aún que los que leerán
nuestro libro. ¿Y quién sabe, si en ese mismo valle, el que tenga
deseos de buscarlo y la habilidad de encontrarlo, habrá quedado alguna
débil y confusa tradición del hecho? ¡Han nacido tantas cosas desde
aquel tiempo al presente!


                                NOTAS:

[5] Ogro: monstruo fabuloso que decían se comía las criaturas.



                           CAPÍTULO SÉPTIMO


El día siguiente en el pueblo de Lucía y en todo el territorio de
Lecco, no se hablaba más que de ella, del Incógnito, del arzobispo y
de otro sujeto, que aunque le gustase mucho que hablasen de él, en
aquellas circunstancias lo hubiera perdonado de buena gana; queremos
decir que éste era el Sr. D. Rodrigo.

No se vaya á creer que antes de dicho día no se hubiese hablado de sus
hechos; pero eran conversaciones truncadas y secretos; era preciso
que los interlocutores se conociesen muy bien entre sí para entablar
polémica sobre tal objeto, aún estaban lejos de hablar con el calor
de que hubieran sido capaces; porque cuando los hombres no pueden,
sin correr un gran peligro, abandonarse á su indignación, no sólo se
manifiestan mucho menos, sino que también reprimen la que experimentan
en su interior; pero sin embargo, no por esto dejan de sentir. ¿Quién
podría hoy contenerse?, ¿quién dejaría de hablar sobre un suceso que
había hecho tanto ruido, en el cual se veía claramente la mano de la
Providencia, y en donde representaban un gran papel dos personajes
semejantes? El uno, en el que el amor por la justicia tan valeroso se
veía unido á tanta autoridad; el otro, al cual parecía que el poder
en persona estaba humillado, que la bravería, por decirlo así, había
venido á deponer las armas y á pedir la paz. Á tales comparaciones,
el Sr. D. Rodrigo considerábase como un pigmeo. Entonces todo el
mundo comprendía lo que había ideado para atormentar la inocencia,
para deshonrarla, para perseguirla con una violencia tan atroz y con
asechanzas tan abominables. Pasábase en aquella ocasión una revista á
todas las demás proezas de dicho señor, y sobre todo las decían del
mismo modo que las sentían, animados y encantados como estaban de
hallarse todos de acuerdo; era un murmullo, un grito unánime, á lo
lejos, sin embargo, porque si no había bravos, había esbirros.

Una buena porción de esta pública animadversión tocaba también á sus
colegas y amigos. No se perdonaba al señor podestá, siempre sordo,
ciego, mudo, con respecto á las violencias de aquel tirano; pero
no se hablaba de esto más que en voz baja, porque el podestá tenía
igualmente sus esbirros. No usaban tantos miramientos tocante al doctor
Azzecca-Garbugli, que no poseía más que mucha charlatanería y astucia,
ni para con los demás pequeños colegas iguales suyos, á los cuales se
les señalaba tanto con el dedo y se les miraba con tanta prevención,
que juzgaron prudente el no dejarse ver en la calle por espacio de
algún tiempo.

D. Rodrigo, herido como de un rayo por aquella noticia imprevista, tan
distante del aviso que esperaba de día en día y de momento en momento,
se mantuvo encerrado en su palacio solo con sus bravos, devorando
su rabia por espacio de dos largos días; mas al tercero partió para
Milán. Si aquello no hubiese sido más que un sordo murmullo del
pueblo, quizá, aunque la cosa hubiese pasado más adelante, se hubiera
quedado expresamente para desafiarla, para buscar la ocasión de dar
sobre alguno de los más ardientes una lección que sirviese para todos;
pero lo que le obligó á marchar, fué el haber sabido de positivo
que el cardenal iba hacia aquel lado. El conde su tío, el cual nada
sabía de toda aquella historia sino lo que le había dicho Attilio,
hubiera ciertamente exigido que en semejante circunstancia D. Rodrigo
hiciera la primera visita al cardenal, y que obtuviese en público la
acogida más distinguida: véase, pues, cómo aquél había dispuesto otra
cosa. El conde lo hubiera pretendido y se habría hecho dar cuenta
minuciosamente, porque ésta era una ocasión importante de hacer ver en
qué estimación era tenida la familia por una autoridad tan eminente.
Para escapar de un embarazo tan enojoso, D. Rodrigo, habiéndose
levantado una mañana antes de salir el sol, se metió en un carruaje,
acompañado del _Griso_ y algunos otros bravos que iban escoltándole; y
dejando la orden de que el resto de la servidumbre siguiese después,
partió como un fugitivo (permítasenos elevar á nuestros personajes por
medio de alguna ilustre comparación), como Catalina de Roma, echando
espumarajos de rabia y jurando volver bien pronto, de otro modo, para
consumar su venganza.

Entretanto el cardenal se adelantaba, visitando todos los días una de
las parroquias situadas en el territorio de Lecco. El día que debía
llegar á la de Lucía, una gran parte de los habitantes habían salido
de sus casas para salirle al encuentro. Á la entrada de la población,
precisamente al lado mismo de la casita de nuestras dos mujeres,
había un arco triunfal construido de madera, cubierto de paja y de
musgo, adornado de verdes ramos de boj y de acebo. La fachada de la
iglesia estaba cubierta de tapices; de cada ventana pendían colchas
y sábanas extendidas, fajas de niños colocadas á guisa de banderas;
todo aquello, por último, que podía parecer necesario, bien ó mal,
ó superfluo. Por la tarde, que era la hora en la cual se esperaba al
cardenal, los que habían permanecido en las casas, los ancianos, las
mujeres y los niños más pequeños, se pusieron también en marcha para ir
á su encuentro, parte formados en fila, y parte en pelotón, precedidos
por D. Abundio. El pobre cura estaba triste en medio de tanta alegría;
el estrépito le aturdía; el movimiento de tanta gente discurriendo por
todas partes le volvía loco, como él decía; y estaba atormentado por el
temor secreto de que las mujeres lo hubieran charlado todo, por lo cual
tuviese que rendir cuenta de su conducta en el negocio del casamiento.

Finalmente, vese aparecer al cardenal, ó por mejor decir la turba
en medio de la cual se encontraba en su litera, y el séquito que
lo rodeaba. Apenas se le podía distinguir en medio de toda aquella
cohorte, y únicamente se divisaba por sobresalir de todas las cabezas,
un extremo de la cruz llevada por un capellán que cabalgaba en una
mula. El pueblo que iba con D. Abundio, se apresuró á reunirse al
grueso de la multitud; y éste, después de haber dicho tres ó cuatro
veces: “Despacio, en fila, ¿qué hacéis?”, atravesó la calle sumamente
incomodado y murmurando siempre: “Esto es una Babilonia, es una
Babilonia”, entró en la iglesia que estaba desocupada, y se quedó allí
aguardando.

El cardenal avanzaba, dando bendiciones con la mano, y recibiéndolas
de la boca del pueblo, que la gente de su séquito podía apenas
contener, á pesar de todos sus esfuerzos. Como compatriotas de Lucía,
los habitantes hubieran querido hacer al arzobispo las demostraciones
más extraordinarias; pero la cosa no era fácil, porque había la
costumbre de que á todas partes adonde llegaba hacían todo lo más
que podían. Ya al principio de su pontificado, á su primera entrada
solemne en la catedral, el numeroso concurso, la impetuosidad del
pueblo que se agrupó á su alrededor había sido tal, que se temió por
su vida, y algunos caballeros que se hallaban junto á él tuvieron que
tirar de las espadas para amedrentar y apartar á la multitud. Había
en las costumbres de aquel tiempo un cierto no sé qué de violento y
desordenado, que aun para hacer demostraciones benévolas á un obispo
en la iglesia, era preciso derramar sangre para contenerlas. Dicho
antemural no habría sido suficiente, si dos sacerdotes dotados de gran
vigor y de mucha presencia de ánimo, no le hubiesen levantado en brazos
y llevado de este modo desde la puerta de la iglesia hasta el altar
mayor. Desde aquel día, en todas las visitas episcopales que hizo, no
puede menos de causar escándalo el referir su primera entrada en las
iglesias en medio de sus trabajos pastorales y peligros que corrió más
de una vez.

Entró, pues, en ésta como pudo; se encaminó al altar, y desde allí,
después de haber orado un momento, según su costumbre, dirigió un
pequeño discurso á los asistentes, sobre su amor hacia ellos, respecto
al deseo de su salvación, y el modo de prepararse para la ceremonia del
día siguiente. Habiéndose retirado en seguida á casa del cura, entre
otra multitud de cosas que habló con éste, tomó informes acerca de la
conducta y cualidades de Renzo. D. Abundio dijo que era un joven un
poco vivo de genio, testarudo y colérico. Pero tocante á las preguntas
más precisas y especiales del cardenal, se vió obligado á decir que
era un buen muchacho, y que no podía comprender cómo en Milán hubiese
podido cometer todas aquellas locuras que habían dicho.

--En cuanto á la joven, repuso el cardenal, ¿os parece que pueda venir
ya ahora con seguridad á habitar su casa?

--Por ahora, respondió D. Abundio, puede venir y permanecer como
quiera; digo por ahora, pero... añadió en seguida, lanzando un suspiro:
sería preciso que vuestra señoría ilustrísima estuviese siempre aquí ó
á lo menos cerca.

--El Señor está siempre cerca, dijo el cardenal; además, yo procuraré
ponerla en lugar seguro. Y dió orden inmediatamente que al día
siguiente, muy temprano, fuese la litera con una escolta á buscar á las
dos mujeres.

D. Abundio salió sumamente contento de que el cardenal le hubiera
hablado de los dos jóvenes, sin haberle pedido cuenta de su negativa
en casarlos. “¿Conque él no sabe nada?, decía entre sí: ¿Inés se ha
callado?, ¡qué milagro! Sin embargo, se volverán á ver; pero le daremos
otras instrucciones; sí, se las daremos”. No sabía el pobre hombre que
Federico no había querido entablar aquella conversación, justamente
porque quería hablar más largamente y con más comodidad; y antes de
darle lo que era debido quería oir también sus razones.

Mas los cuidados del buen prelado para la seguridad de Lucía habían
llegado á ser inútiles. Después que él la había dejado, sobrevinieron
cosas que es indispensable referir.

Las dos mujeres, en aquellos pocos días que tuvieron que pasar bajo
el techo hospitalario del sastre, volvieron á tomar cuanto les fué
posible su antiguo y habitual modo de vivir. Lucía había pedido en
seguida alguna labor, y como hacía en el monasterio, pasaba todo el día
cosiendo, retirada en una pequeña estancia, apartada de las miradas de
los curiosos. Inés salía algunas veces, y trabajaba también un poco
en compañía de su hija. Sus conversaciones eran tanto más tristes
cuanto más afectuosas: ambas estaban dispuestas á separarse, ya que la
oveja no podía volver á pacer junto á la guarida del lobo: ¿y cuándo,
cuál sería el término de esta separación? El porvenir era oscuro,
inexplicable para una de ellas principalmente. Inés, sin embargo de
esto, no dejaba de entregarse interiormente á alegres conjeturas. “Al
cabo y al fin”, decía, “si no ha sucedido nada de malo á Renzo, bien
pronto nos dará noticias suyas; si ha encontrado que trabajar y el modo
de establecerse; si ¿y cómo dudarlo? tiene su fe jurada á Lucía y sigue
firme en su promesa, ¿por qué no se podría ir hacia donde él está?”
Ella iba entreteniendo á su hija con tales esperanzas, y yo no podría
decir si ésta experimentaba más pena escuchándolas que respondiendo á
ellas. Había tenido siempre encerrado su gran secreto en su interior,
y aunque la atormentase el disgusto de ocultar una cosa á tan buena
madre, estaba, sin embargo, contenida como á su pesar, por la vergüenza
y por mil diversos temores, según ya hemos dicho anteriormente, dejando
pasar los días sin decir nada absolutamente. Sus proyectos eran bien
diferentes de los de su madre, ó mejor diremos, no tenía ninguno;
estaba enteramente abandonada á la Providencia. Trataba, pues, de hacer
decaer ó desviar aquella conversación; decía en términos generales
que ella no esperaba ni deseaba nada en el mundo; que no aspiraba más
que el reunirse prontamente con su madre; más de una vez, el llanto
ahogando su voz, venía oportunamente á cortarle la palabra.

--¿Sabes por qué esto te parece así?, decía Inés: porque tú has sufrido
mucho, y te figuras que no es posible que pueda volver el bien. Pero
deja hacer al Señor; y si... deja que se vea una vislumbre apenas de
esperanza, y entonces me sabrás decir si no piensas ya en nada. Lucía
abrazaba á su madre y lloraba.

Además, entre ellas y sus patrones había nacido súbitamente una grande
amistad; y efectivamente, ¿de dónde podía nacer ésta sino entre el
bienhechor y los beneficiados, cuando los unos y los otros son personas
de buenos sentimientos? Inés especialmente tenía con el ama de la casa
bastante tela cortada para hablar. Luego el sastre las entretenía un
poco con sus historias y sus discursos morales: á la comida, sobre
todo, tenía siempre algo que contar acerca de la espada de Rolando ó de
los Eremitas del desierto.

Á algunas millas del pueblo habitaban dos personajes importantes, á
saber: D. Ferrante y D.ª Prajedes. El apellido, según costumbre, yace
bajo la pluma de nuestro anónimo. D.ª Prajedes era una dama de calidad,
avanzada en años y muy inclinada á hacer bien; éste es seguramente
el oficio más digno que el hombre puede ejercer en el mundo; pero
el exceso puede ser también perjudicial, como sucede en todas las
cosas. Para hacer el bien es preciso conocerlo, y al igual de todo lo
demás, nosotros no podemos conocerlo más que al través de nuestras
pasiones, por medio de nuestra razón, de nuestras ideas. D.ª Prajedes
se gobernaba con sus ideas, según decía, como debe hacerse con los
amigos; tenía muy pocas, pero estaba muy adherida á ellas. Entre esas
pocas ideas se encontraban por desgracia muchas defectuosas y no eran
las que menos quería. Sucedía de ahí, ó el proponerse por bien, lo cual
efectivamente no lo era, ó tomar por medios, cosas que hacían más bien
inclinarse al lado opuesto, ó el creer permitidas ciertas otras que
no lo eran del todo, por una cierta suposición en confuso, que el que
hace más de lo que debe puede dirigir según le plazca. Algunas veces
concluía por no ver en un hecho lo que tenía de real ó lo que no había,
y muchas otras cosas semejantes que pueden suceder y suceden á todo el
mundo, sin exceptuar á los mejores; pero esto acontecía con frecuencia
á D.ª Prajedes, y casi siempre á la vez.

Al oir el gran suceso de Lucía y todo lo que en aquella ocasión se
decía de la joven, le vino la curiosidad de verlas, enviando un
carruaje con un viejo escudero para que le llevaran la madre y la hija.
Ésta se encogía de hombros y rogaba al sastre que se había encargado
del mensaje, que buscase el medio de excusarlas. Tantas veces como
le habían pedido cierta clase de gentes que les proporcionase el
trabar conocimiento con la joven del milagro, el sastre les había
rendido voluntariamente semejante servicio; pero en esta ocasión la
negativa le parecía una especie de rebelión. Hizo tantos gestos, tantas
exclamaciones, dijo tantas cosas, y que no se acostumbraba así, y que
era una gran casa, y que á los señores no se les dice que no, y que
esto podía ser su suerte, y que la Sra. D.ª Prajedes, además de todo,
era también una santa; tantas cosas en suma, que Lucía se vió obligada
á ceder, tanto más cuanto que Inés confirmaba todas aquellas razones
por otros tantos “seguramente, seguramente”.

Llegadas á la presencia de la noble dama, ésta les hizo una magnífica
acogida y las llenó de felicitaciones; interrogó, aconsejó, todo con
cierta superioridad casi innata, pero corregida por tantas expresiones
dulces y modestas, templada por tanto afecto, cubierta de tanta
devoción, que Inés, casi en seguida, y Lucía pocos instantes después,
empezaron á sentirse aliviadas del respeto tiránico que en un principio
había impreso en ellas aquella activa presencia, encontrando luego
cierto atractivo. Para resumir: D.ª Prajedes, oyendo que el cardenal
se había encargado de buscar un asilo para Lucía, lanzada por el deseo
de secundar y prevenir al mismo tiempo tan buena intención, ofreció
el tener á la joven en su casa, en la cual, sin estar adicta á ningún
servicio particular, podría, cuando gustase, ayudar á las demás
mujeres en sus labores, añadiendo que avisaría y daría parte de ello á
monseñor.

Además del bien ordinario é inmediato que había en hacer semejante
obra, D.ª Prajedes veía y se proponía otra, acaso mucho más
considerable, según su parecer: ésta era curar un cerebro enfermo
y guiar por una buena senda á una joven que tenía gran necesidad.
Desde que había oído por la primera vez hablar de Lucía, se había de
repente persuadido que una joven que había podido prometerse á un
malvado, á un criminal, á uno que había escapado de la horca, tal
como Renzo, debía estar un poco corrompida y ocultar algún vicio.
_Dime con quién andas, y te diré quién eres._ La visita de Lucía la
había confirmado en aquella persuasión. No era que en el fondo no le
pareciese una buena joven, como se suele decir, pero había mucho que
hablar. Aquella cabecita baja, aquella manía de no responder nunca ó de
hacerlo con sumo trabajo y como por fuerza, podían indicar vergüenza,
pero descubrían á golpe de vista mucha tenacidad. No se necesitaba un
gran esfuerzo para augurar que aquella pequeña cabeza tenía sus ideas:
y aquel ruborizarse á cada momento, aquellos largos suspiros... en
seguida dos grandes ojos que no agradaban del todo á D.ª Prajedes.
Tenía por cierto, como si lo hubiese sabido por buena parte, que todas
las desgracias de Lucía eran un castigo del cielo por su amistad con
aquel bribón, y un aviso de lo alto para que se separase enteramente.
Esto supuesto, ella se proponía cooperar á un tan buen fin, porque
así como decía á los demás y á sí misma, ¿todo su estudio no era acaso
secundar la voluntad del cielo? Pero caía con frecuencia en el terrible
error de tomar por el cielo los desvaríos de su cerebro. Sin embargo,
ella se guardó bien de dar el más pequeño indicio de la segunda
intención que hemos dicho. Una de sus principales máximas se reducía
á que para conducir á su término un buen designio, lo primero era no
darlo á conocer.

La madre y la hija se miraron. Una vez admitida la necesidad de
separarse, la oferta pareció á ambas aceptable, si no por otra cosa,
á lo menos por estar aquella quinta muy próxima á su pueblo natal.
Habiendo leído cada una en su rostro su mutuo asentimiento, se
volvieron á D.ª Prajedes y aceptaron la proposición, manifestándole su
agradecimiento. Ésta renovó los cumplidos y promesas, y dijo que al
momento escribiría una carta á monseñor.

Después de haber partido las dos mujeres, hizo extender la citada
carta por D. Ferrante, del cual por ser literato, según haremos
especial mención, se servía como de un secretario en las ocasiones
de importancia. Como se trataba de un negocio de aquella especie,
D. Ferrante hizo los mayores esfuerzos de ingenio, y al entregar la
minuta á su esposa para que la copiase, le recomendó ardientemente
la ortografía, que era una de las muchas cosas que había estudiado, y
de las pocas sobre las cuales tenía mando en la casa. D.ª Prajedes se
apresuró á copiar la carta y enviarla al sastre. Esto pasó dos ó tres
días antes que el cardenal mandase la litera para conducir á nuestras
mujeres á su pueblo.

Luego que hubieron llegado, se apearon en la casa parroquial, en
donde se hallaba el cardenal. Se había dado orden para introducirlas
inmediatamente. El capellán, que fué el primero que las vió, se
apresuró á obedecer, deteniéndolas únicamente sólo lo necesario para
darles apresuradamente una pequeña lección tocante al ceremonial que
era preciso usar con monseñor, y sobre los títulos que debían darle,
cosa que tenía costumbre de hacer, siempre que podía, ocultándose del
cardenal. Era para el pobre hombre un tormento continuo el ver el poco
orden que reinaba en torno del cardenal sobre dicho particular: todo
esto sucede, decía á los demás de la familia, por la demasiada bondad
de ese hombre bienaventurado, por su gran familiaridad. Y refería
haber escuchado, con sus propios oídos, que contestaban muchas veces á
monseñor: sí, señor, y no, señor.

En aquel momento el cardenal estaba conversando con D. Abundio sobre
los asuntos de la parroquia, de modo que éste no tuvo ocasión de dar
á su vez, según hubiera deseado, sus instrucciones á las dos mujeres:
solamente al pasar junto á éstas, y mientras que él salía y ellas
entraban, les pudo echar una ojeada, para darles á entender que estaba
muy satisfecho de su comportamiento, y que continuasen como honradas y
dignas mujeres guardando silencio.

Después de la primera acogida por una parte, y los saludos por otra,
Inés sacó de su seno la carta, la presentó al cardenal diciendo: es de
la Sra. D.ª Prajedes, la cual dice que conoce mucho á vuestra señoría
ilustrísima, monseñor, como naturalmente, entre los grandes señores,
se deben conocer unos á otros. Cuando vuestra señoría la habrá leído,
quedará enterado.

--¡Bien!, dijo Federico después de haberla leído y descubierto su
sentido bajo el fárrago de flores de retórica de D. Ferrante. Conocía
bastante aquella familia para estar seguro que Lucía había sido
invitada con buena intención, y que con ella estaría al abrigo de las
asechanzas y violencias de su perseguidor. Con respecto á la opinión
que podía tener acerca de D.ª Prajedes, no sabemos nada de positivo.
Probablemente no era la persona que hubiera elegido para semejante
obra; pero así como hemos dicho, ó hemos dado á conocer en otro lugar,
no tenía costumbre de deshacer las cosas que no le pertenecían, para
procurar volver á hacerlas mejor.

--Aceptad aun sin pena esta separación, y la incertidumbre en que
os encontráis, añadió en seguida: tened la esperanza que esto debe
concluirse pronto y que el Señor quiere conducir las cosas al término
que se ha propuesto; pero tened por cierto que todo lo que él quiera
enviaros será para vuestro mayor bien. Dió después á Lucía, en
particular, algún otro consuelo amistoso, como igualmente nuevos ánimos
á ambas, les echó su bendición, y las dejó partir.

Apenas hubieron puesto el pie en la calle, cuando se vieron rodeadas
de un enjambre de amigos y amigas, todo el pueblo, en fin, que las
aguardaba con impaciencia, y que las condujo como en triunfo hasta su
casita. Todas las mujeres las felicitaban, se apiadaban de su suerte,
las abrumaban con preguntas, y todas experimentaban el mayor desagrado
al saber que Lucía marchaba al día siguiente. Los hombres se disputaban
á porfía el ofrecerles sus servicios; cada uno quería permanecer
aquella noche haciendo la guardia á la casita. Sobre este hecho,
nuestro anónimo juzga conveniente poner aquí un pequeño proverbio:
“Queréis tener muchos que os ayuden, procurad no tener necesidad de
ellos”.

Esta brillante acogida que confundía y turbaba á Lucía, no dejó
interiormente de causarle algún bien, pues la vino á distraer un poco
de las ideas y recuerdos que se ofrecían á su imaginación, en medio
del tumulto mismo, en aquel umbral, en aquellas habitaciones tan
conocidas, á la vista de cada objeto.

Al sonido de la campana, que anunciaba la proximidad de la augusta
ceremonia, todos se encaminaron á la iglesia, siendo esto para las
recién venidas otro paseo triunfal.

Concluida la función, D. Abundio, que había corrido á ver si Perpetua
había preparado todas las cosas para el desayuno, fué llamado por el
cardenal. Se dirigió sin pérdida de momento á la estancia de su ilustre
huésped, el cual, habiéndolo dejado acercar, “señor cura”, dijo. Estas
palabras fueron pronunciadas de un modo que debían hacerle comprender
que era la introducción de una larga y seria conversación.

--Señor cura, ¿por qué no habéis casado á esa pobre Lucía con su
prometido?

“Ellas han vaciado el saco esta mañana”, pensó D. Abundio, y respondió
balbuceando: “Vuestra señoría ilustrísima habrá sin duda oído hablar de
todos los obstáculos que han surgido de este asunto: hay una confusión
tal, que no se puede, ni aun hoy día, ver nada claro: monseñor
ilustrísimo sabe bien que la joven no se halla aquí, después de tantos
accidentes, más que de milagro; y que con respecto al mancebo, se
ignora absolutamente su paradero”.

--Pregunto, replicó el cardenal, si es verdad que antes de todos estos
sucesos habíais rehusado celebrar el matrimonio, cuando vos mismo
señalasteis el día convenido.

--Ciertamente... si vuestra señoría ilustrísima supiese... qué
intimaciones... qué órdenes tan terribles he recibido para que no
hablase... Y se paró sin concluir nada, con un ademán que daba
respetuosamente á entender, que sería una indiscreción el querer saber
más.

--¡Más!, dijo el cardenal con acento y continente mucho más severos que
de costumbre: es vuestro obispo el que por deber y por vuestra propia
justificación quiere saber de vos los motivos por los cuales no habéis
ejecutado lo que en los sucesos ordinarios de la vida estabais obligado
rigurosamente á hacer.

--Monseñor, dijo D. Abundio humillándose hasta el extremo; yo no quería
decir del todo... pero me ha parecido que como esto se reducía á un
negocio muy embrollado, á cosas ya pasadas, y hoy día sin remedio, era
inútil el removerlas... sin embargo, digo... sé que vuestra señoría
ilustrísima no puede estar en todo: y yo permanezco aquí, expuesto...
no obstante, ya que monseñor lo manda, lo diré todo.

--Decid: no deseo más que el hallaros exento de culpa.

D. Abundio se puso entonces á referir su dolorosa historia; mas
suprimió el nombre del principal personaje y lo sustituyó con la
palabra un _gran señor_, dando de este modo á la prudencia lo que podía
dársele en semejante apuro.

--¿Y no habéis tenido otro motivo? preguntó el cardenal, cuando D.
Abundio hubo concluido.

--Acaso no me haya explicado bastante, respondió éste; bajo pena de la
vida, me han intimado el no celebrar el matrimonio.

--¿Y es ésta una razón bastante para dejar de cumplir un deber preciso?

--Siempre he tratado de llenar mi deber aun á riesgo de grandes
incomodidades; pero cuando se trata de la vida...

--¿Y cuando fuisteis presentado en la Iglesia, replicó Federico con
acento aún más severo, para ser admitido al sagrado ministerio que
habéis ejercido, la Iglesia os ha exceptuado el exponer la vida?
¿Os ha dicho que los deberes impuestos por este santo ministerio
estuviesen libres de todo obstáculo, exentos de todo peligro? ¿Os ha
manifestado que en donde empezaría el riesgo, cesaría el deber? ¿No
os ha demostrado expresamente lo contrario? ¿No os ha advertido que
os enviaba como un cordero en medio de los lobos? ¿No sabíais, pues,
que había hombres violentos á quienes desagradaría lo que os fuese
ordenado? Aquel de quien nosotros tenemos la doctrina y el ejemplo, á
cuya imitación nos dejamos llamar y nos decimos pastores, viniendo á la
tierra para llenar el peligroso cargo, ¿ha puesto acaso por condición
que la vida estaría segura? ¿Y para salvarla, para conservarla algunos
días más sobre la tierra, olvidando la caridad y el deber, era preciso,
pues, que recibieseis la santa unción y la gracia del sacerdocio? El
mundo basta para dar esta virtud, para enseñar esta doctrina. ¿Qué
digo?, ¡oh, vergüenza! el mundo mismo la combate. El mundo hace también
sus leyes que prescriben el bien y rechazan el mal; tiene igualmente
su evangelio, un evangelio de orgullo y de odio; y no quiere que se
diga que el amor á la vida sea una razón para traspasar sus órdenes. Lo
quiere y es obedecido; ¡y nosotros, nosotros, hijos y mensajeros de la
palabra de Dios!, ¿qué sería de la Iglesia, si vuestro lenguaje fuese
el de todos vuestros colegas? ¿En dónde estaríais hoy si se hubiese
anunciado al mundo con semejantes doctrinas?

D. Abundio permanecía con la cabeza baja; su corazón se hallaba bajo el
peso de aquellos terribles argumentos, del mismo modo que un polluelo
bajo las garras del halcón, que lo tiene suspendido en una región
desconocida, en medio de una atmósfera que jamás ha respirado. Viendo
enseguida que era absolutamente preciso contestar algo, dijo con
forzada sumisión: “Monseñor ilustrísimo, he faltado; y ya que no se
debe procurar por la vida, nada más tengo que decir; pero cuando uno
tiene que habérselas con ciertas gentes que tienen, la fuerza en la
mano y que no quieren escuchar razones, no veo qué es lo que se puede
ganar con hacer el valiente; y con un señor como aquél, contra el cual
no se puede vencer ni desquitar”.

--¿Ignoráis por ventura que el sufrir por la justicia es el modo que
nosotros tenemos de vencer? Si no lo sabéis, ¿qué predicáis, pues? ¿Qué
enseñáis? ¿Cuál es el Evangelio que anunciáis á los pobres? ¿Quién
exige de vos que doméis la fuerza con la fuerza? Ciertamente no os
será demandado en el día del juicio si habéis sabido reprimir á los
poderosos, porque no se os ha dado ni la misión ni los medios, pero
se os exigirá cuenta del modo que habéis ejecutado lo que os estaba
prescrito, aun cuando se hubiera tenido la temeridad de prohibíroslo.

“Á la verdad que estos santos son bien extraños, pensaba entretanto
D. Abundio: exprimid todo el jugo de sus discursos, y sacaréis en
sustancia, que prefieren más el amor de dos jóvenes, que la vida
de un pobre sacerdote”. Tocante á él, se hubiera contentado que la
conversación acabase allí; pero veía al cardenal que á cada pausa
permanecía con el ademán de uno que aguarda una contestación, una
confesión ó una apología.

--Repito, monseñor, respondió enseguida, que he faltado: el valor no se
puede inspirar al que no lo tiene.

--¿Y por qué, pues, podría deciros, os habéis encargado de un
ministerio que os impone la tarea de estar siempre en guerra abierta
con las pasiones del siglo? ¿Mas cómo, os diré más bien, cómo no
pensáis que si en este ministerio, de cualquier modo que hayáis
entrado, os es indispensable el valor para llenar nuestros deberes, el
Todopoderoso os lo concederá infaliblemente cuando se lo pidiereis?
¿Creéis que tantos millares de mártires como ha habido, naturalmente
tuviesen valor, que no hiciesen ningún caso de la vida, tantos jóvenes
que empezaban á gozar de sus encantos, tantos ancianos que veían á cada
instante que se les iba á escapar, tantas vírgenes, tantas esposas
y tantas madres? Todos han tenido valor porque éste era necesario,
y además, tenían confianza en Dios. Conociendo vuestra debilidad y
vuestros deberes, ¿habéis procurado, por ventura, prepararos para
las situaciones difíciles en que podíais encontraros y en las que os
habéis hallado en efecto? ¡Ah!, si durante tantos años de ejercicio
pastoral habéis amado vuestra grey (como no lo dudo), si habéis hecho
descansar en ella vuestras afecciones, vuestros cuidados, vuestras
más caras delicias, el valor no debía faltaros en caso de necesidad;
el amor es intrépido. Si vos apreciáis á los que están confiados á
vuestra custodia espiritual, á aquellos que llamáis vuestros hijos; á
la verdad, si los amáis, cuando habéis visto á dos de estos amenazados
al mismo tiempo que vos, ¡ah!, ciertamente, la caridad ha debido
haceros temblar por ellos, como la debilidad de la carne os ha hecho
temblar por vos mismo. Vos habréis sido humillado con este primer
temor, porque era un efecto de vuestra miseria; habréis implorado la
fuerza para vencerle, para arrojarle de vos, porque era una tentación;
pero el temor santo y noble para el prójimo, para vuestros hijos, lo
habréis atendido; él no os habrá sin duda dejado un momento de tregua
ni reposo; os habrá excitado, arrastrado á pensar todo lo posible para
separar de ellos el peligro que les amenazaba... ¿Qué es lo que os ha
inspirado, pues, este temor, este amor?, ¿qué habéis hecho por ellos?,
¿qué habéis pensado hacer?

Y calló en ademán de quien aguarda una respuesta.



                           CAPÍTULO OCTAVO


Á una tal demanda, D. Abundio, á quien había costado mucho trabajo
contestar á las preguntas muy poco precisas, se quedó sin articular
una palabra. Y para decir la verdad, aun nosotros, con este manuscrito
delante, con la pluma en la mano, no teniendo que disputar más que con
las frases, ni otra cosa que temer que la crítica de nuestros lectores,
también nosotros, repito, experimentamos una cierta repugnancia en
proseguir: encontramos un cierto no sé qué de extraño en este deseo
de presentar tan fácilmente tantos bellos preceptos de fortaleza y
de caridad, de infatigable solicitud para los demás, de ilimitado
sacrificio de sí mismo. Mas pensando en seguida que dichas cosas eran
proferidas por un hombre que las ponía en ejecución, avancemos con
valor.

--¿No respondéis?, replicó el cardenal. ¡Ah!, si hubieseis hecho lo que
la caridad, lo que el deber reclamaba, de cualquier modo que las cosas
hubieran ido, no os faltaría ahora una contestación. Vos mismo veis lo
que habéis hecho: obedecisteis á la iniquidad sin cuidaros de lo que os
prescribía el deber. Habéis seguido puntualmente sus órdenes; ella se
ha manifestado á vos únicamente para significaros su deseo, pero quería
permanecer oculta al que hubiera podido defenderse y ponerse en guardia
contra ella; no quería despertar sospechas, sí únicamente el secreto,
para madurar con comodidad sus proyectos de asechanzas ó de violencia;
os ordenó infringir vuestros deberes y que callaseis; así lo habéis
hecho. Os pregunto al presente si no habéis hecho más; decidme si es
verdad que disteis falsas excusas para no revelar el motivo de vuestra
negativa... Pronunciadas estas palabras, guardó silencio, esperando una
contestación.

“¡También han referido esto las charlatanas!”, pensaba D. Abundio, pero
no daba señales de tener nada que decir.

--¿Es verdad, prosiguió el cardenal, es verdad que habéis dicho á esas
pobres criaturas lo que no había, para tenerlas en la ignorancia, en
la oscuridad, en la que las quería la iniquidad?... Me veo obligado
á creerlo; únicamente me resta el ruborizarme con vos, y esperar que
lloraréis conmigo. ¡Ved adónde os ha conducido! (¡Dios clemente, sin
embargo lo presentáis como una justificación!) ¡Ved, repito, adónde
os ha conducido esa solicitud por una vida que debe concluirse! Ella
os ha conducido... rebatid libremente estas palabras si os parecen
injustas; tomadlas como una humillación saludable si no lo son... os ha
conducido, vuelvo á decir, á engañar á los débiles, á mentir á vuestros
hijos.

“He aquí cómo van las cosas”, decía aún D. Abundio entre sí, “á ese
demonio encarnado (y pensaba en el Incógnito), los brazos al cuello;
y á mí, por una nada, por una media mentira dicha con el solo fin de
salvar el pellejo, tanto ruido; pero son superiores, y siempre tienen
razón; ésta es mi estrella: todos tienen que pagarla conmigo, sin
exceptuar ni aun los santos”. Después dijo en alta voz:

--He faltado, conozco que he faltado; pero ¿qué debía hacer en unas
circunstancias tan críticas?

--¡Y todavía lo preguntáis! ¿No os lo he dicho ya?, ¿y debíais
decírmelo? Amar, hijo mío, amar y rogar. Entonces habríais visto que
la iniquidad puede amenazar, dar golpes, pero no órdenes; hubierais
unido, según la ley de Dios, lo que el hombre quería separar, hubierais
prestado á esos desgraciados inocentes el ministerio que tenían el
derecho de pediros; Dios hubiera respondido de las consecuencias,
porque se habían seguido sus mandatos; hoy que habéis ejecutado otros,
sobre vos sólo recae la responsabilidad. ¡Y qué consecuencias, justo
cielo! ¿Y qué haríais si todos los medios humanos os faltasen, si no
hubiese ninguna senda abierta para salvaros, cuando apenas habéis
mirado á vuestro alrededor, cuando ni aun habéis reflexionado ni
tampoco dignado buscarlos un solo instante? Sabed, pues, que esos
infortunados habían pensado en su fuga después de haber celebrado
su casamiento; estaban dispuestos á huir lejos de la presencia del
poderoso, y habían ya elegido el lugar donde refugiarse. Y aun sin
esto, ¿no os ha venido á la memoria que al fin y al cabo teníais un
superior?, ¿cómo se atrevería éste á revestirse de la autoridad para
reprenderos el haber faltado á vuestros deberes, si no se creyese
obligado á ayudaros á cumplirlos?, ¿por qué no habéis tratado de
informar á vuestro obispo de los obstáculos que una infame violencia
ponía al ejercicio de vuestro ministerio?

“Éste era el parecer de Perpetua”, pensaba dolorosamente D. Abundio, á
quien en medio de todos estos discursos lo que tenía presente con más
claridad, era la imagen de aquellos bravos, y la idea que D. Rodrigo
estaba vivo y sano, y que un día ú otro volvería glorioso y triunfante
y enardecido de rabia. Aunque aquella dignidad presente, aquel aspecto
y lenguaje le hiciesen estar confuso y le imprimiesen cierto temor,
era, no obstante, un temor que no le subyugaba y que no impedía el que
su pensamiento se rebelase, porque calculaba que al fin de la cuenta,
el cardenal no empleaba arcabuces, espadas ni bravos.

--¿Cómo no habéis reflexionado, proseguía Federico, que si aquellas
inocentes víctimas no hubiesen tenido abierto ningún otro asilo, yo
podía acogerles, ponerles en un lugar seguro en el momento que vos me
los enviaseis, como si estuvieran adheridos á un obispo, como una cosa
que le pertenecía, como la parte más preciosa, no digo de su cargo,
sino de sus riquezas? Por lo que toca á vos, yo hubiera permanecido
inquieto; me habría sido imposible descansar un momento hasta que os
hubiese puesto en seguridad, procurando que no se os tocase ni siquiera
uno solo de vuestros cabellos. ¿Imagináis que no hubiera sabido cómo
asegurar vuestra vida? ¿Creéis que ese hombre, por atrevido que sea,
no hubiera perdido su audacia, cuando hubiese llegado á su noticia
que sus tramas eran conocidas fuera de aquí, conocidas de mí que
velaba, que estaba decidido á emplear para vuestra defensa todos los
medios que estuviesen en mi mano? ¿Ignoráis que si el hombre promete
con frecuencia mucho más de lo que puede sostener, amenaza también
algunas veces más de lo que no se atreve á ejecutar? ¿No sabéis que la
iniquidad no solamente se funda en sus propias fuerzas, sino también en
la credulidad y en el espanto de los otros?

“Justamente, la razón es de Perpetua”, pensó todavía D. Abundio, sin
reflexionar que el hallarse de acuerdo su criada y Federico Borromeo
sobre lo que se hubiera podido y debido hacer, era un fuerte argumento
contra él.

--Pero vos, prosiguió el cardenal, no habéis visto, no habéis querido
ver más que vuestro peligro temporal. ¿Cómo os ha podido parecer tan
grande para sacrificar á él todo lo demás?

--Es porque yo vi aquellas caras feroces, se le escapó decir á
D. Abundio; yo mismo oí sus terribles palabras. Vuestra señoría
ilustrísima dice muy bien; pero sería preciso estar en el interior de
un pobre sacerdote y haber presenciado aquella escena.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se mordió la lengua.
Conoció que se había dejado vencer demasiado por el despecho, y dijo
entre sí: “Ahora va á descargar la nube”; pero levantando tímidamente
la vista, se quedó sumamente admirado al ver al cardenal, al cual no
le era dado jamás el adivinar ni comprender, ó más bien diré, pasar de
aquella gravedad de mando y reprensión, á una compungida y pensativa.

--Es demasiado cierto, dijo Federico. ¡Tal es nuestra terrible y mísera
condición: nosotros queremos exigir rigurosamente de los demás lo
que Dios solo sabe si nosotros estaríamos dispuestos á dar: queremos
juzgar, corregir, reprender, y Dios sabe lo que nosotros haríamos
en el mismo caso, lo que hemos hecho en ocasiones semejantes! ¡Pero
desgraciado de mí si quisiese tomar mi debilidad por medida del deber
de los otros, por norma de mi instrucción! Sin embargo, es cierto
que juntamente con las doctrinas, debo dar el ejemplo á mi prójimo,
no para parecerme al fariseo que impuso á los demás enormes cargas,
las cuales después no quiso él ni aun tocar con el dedo. Escuchadme
pues, hijo mío, querido hermano: los errores de los que mandan son
frecuentemente más conocidos de los demás que de ellos mismos; si
vos sabéis que yo haya descuidado por desidia, por respetos humanos,
alguno de mis deberes, decídmelo francamente, hacédmelo observar, á fin
de que allí, donde ha faltado el ejemplo, sobrevenga á lo menos una
humilde confesión. Mostradme libremente mis debilidades, y entonces las
palabras adquirirán más valor en mi boca, porque experimentaréis más
vivamente que no son mías, sino de aquel que puede darnos á ambos la
fuerza necesaria para hacer lo que ellas prescriben.

“¡Oh, qué hombre tan santo, pero cuánto me atormenta!” decía
interiormente D. Abundio: “Siempre está sobre sí; quiere que yo
examine, remueva, critique, averigüe lo que encuentre malo en su
conducta”; en seguida dijo en alta voz:

--¡Oh, monseñor se burla de mí! ¿Quién no conoce el corazón fuerte,
el celo infatigable de vuestra señoría ilustrísima? Y añadió en su
interior, “Más que infatigable”.

--Yo no os pediría alabanzas que me hacen temblar, porque Dios conoce
mis faltas, y también yo me conozco bastante para confundirme; pero
hubiera querido, querría que nos confundiéramos juntos ante él, para
confiar igualmente ambos: desearía por amor á vos que comprendieseis
cuán opuesta ha sido vuestra conducta y vuestro lenguaje á las leyes,
que sin embargo, predicáis, y según las cuales seréis juzgado.

“Todo se vuelve contra mí”, pensó D. Abundio.

--Pero estas personas que han venido á referíroslo todo, no os han
dicho que ellas se han introducido en mi casa á traición, para
sorprenderme y hacerme celebrar un matrimonio contra las reglas.

--Me lo han dicho, hijo mío; pero lo que me aflige, lo que me aterra,
es el ver que aún tratáis de excusaros, procurando acusar á vuestro
prójimo acerca de lo que debería formar parte de vuestra confesión.
¿Quién ha puesto á esos infortunados, no digo en la necesidad, sino
en la tentación de hacer lo que han hecho? ¿Hubieran buscado esta vía
irregular, si la legítima no se les hubiese cerrado? ¿Habrían pensado
en tender lazos á su pastor si ellos hubiesen sido recibidos en sus
brazos, auxiliados y aconsejados por él?, ¿á sorprenderle, si no se
hubiera escondido? ¡Y queréis ahora hacerles soportar el peso!, ¡y os
indignáis porque después de tantas desventuras, ¿qué digo?, en medio
de la misma desgracia, hayan dejado escapar una palabra de consuelo
delante de su pastor y del vuestro! Que las reclamaciones del oprimido,
que las quejas del afligido sean odiosas al mundo, lo comprendo; ¡pero
á nosotros! ¿Y qué ventaja os hubiera producido su silencio? Hubierais
ganado en esto que su causa fuese enteramente al juicio de Dios.
¿No es para vos una nueva razón (teniendo ya tantas) de amar á esas
personas que os han procurado la ocasión de escuchar la voz sincera de
vuestro obispo, que os han dado un medio más conveniente para conocer
y descontar en parte la gran deuda que tenéis con ellos? ¡Ah!, si os
hubiesen provocado, ofendido, atormentado, os diría (¡y tendría acaso
necesidad de decíroslo!) que los amarais justamente por lo mismo.
Queredlos porque ellos han padecido, porque todavía padecen, porque
forman parte de vuestro rebaño, porque son débiles, porque tenéis
necesidad de perdón, y para obtenerlo, juzgad cuánto pueden valer sus
súplicas.

D. Abundio guardaba silencio, pero no con ese silencio forzado é
impaciente; callaba, como aquel que tiene más que pensar que no decir.
Las palabras que oía eran consecuencias inesperadas, aplicaciones
nuevas de una doctrina, no obstante antigua en su mente y no
contrastada. El mal de su prójimo, de cuya consideración le había
distraido el miedo propio, le hacía al presente una nueva impresión. Si
no sentía todos los remordimientos que la amonestación quería producir,
á causa de aquel maldito miedo que estaba siempre allí para el papel
de defensor oficioso, experimentaba á lo menos un cierto desagrado de
sí mismo, cierta compasión hacia los demás, cierta mezcla, en fin, de
ternura y vergüenza. Se asemejaba, si me es permitida la comparación, á
la húmeda y retorcida mecha de una vela, que aproximada á la llama de
una antorcha empieza á humear, luego chisporrotea, parece que rehúsa
encenderse, mas por último lo verifica y luce bien ó mal. D. Abundio se
hubiera acusado abiertamente, se habría lamentado de su conducta, si
no hubiese tenido la idea fija en D. Rodrigo; sin embargo, se mostró
bastante conmovido para que el cardenal dejase de conocer que sus
palabras habían servido de algo.

--Ahora, prosiguió el cardenal, el uno está fugitivo fuera de su casa,
la otra muy próxima á abandonarla; no tienen ambos más que motivos
poderosos para permanecer alejados, sin ninguna probabilidad de verse
jamás reunidos, y únicamente satisfechos, esperando que Dios los junte
en la otra vida; ahora, ¡ay!, ellos no tienen necesidad de vos; al
presente no tenéis motivo alguno de favorecerlos, y nuestra corta
previsión no alcanza á descubrir lo que podrá suceder. ¿Pero quién sabe
si Dios en su misericordia no os prepara la ocasión? ¡Ah, no la dejéis
escapar!, ¡buscadla, estad al acecho, rogad que se presente!

--No dejaré de hacerlo, monseñor; no dejaré de hacerlo; yo os lo
aseguro, respondió D. Abundio, con un acento que en aquel instante
salía del corazón.

--¡Ah, sí, hijo mío, sí!, exclamó Federico, y con afectuosa dignidad
continuó: ¡El cielo sabe que hubiera deseado tener con vos otra especie
de conversación! ¡Los dos hemos vivido ya mucho en este mundo! ¡Dios
sabe cuán penoso me ha sido el afligir vuestra ancianidad, teniendo
que usar de las reprensiones!, ¡cuánta mayor satisfacción hubiera sido
para mí el haber podido consolarnos mutuamente de nuestros cuidados
comunes y de nuestras penas, hablando de la bienaventurada esperanza,
de la cual estamos ya tan próximos!, ¡Dios quiera que las palabras que
me he visto obligado á deciros, sirvan para ambos! No hagáis que él me
tenga que pedir cuenta, en aquel día terrible, de haberos conservado
en un sagrado ministerio, al cual tan desgraciadamente habéis faltado.
Recobremos el tiempo perdido; la hora se acerca; el esposo no puede
tardar; tengamos encendidas nuestras lámparas. Ofrezcamos á Dios
nuestros miserables y vacíos corazones, para que se digne llenarlos
de esa caridad que repara el pasado, que asegura el porvenir, que teme
y espera, llora y se regocija con sabiduría; que nos conceda en todas
ocasiones la virtud que tanta falta nos hace.

Dicho esto se levantó, y D. Abundio siguió sus pasos.

Aquí nuestro anónimo nos advierte que la anterior entrevista no fué
la única que tuvieron los dos personajes, ni tampoco Lucía el solo
objeto de sus conversaciones; pero que se ha limitado á esto, por no
separarse demasiado del principal objeto de su narración; y que por
el mismo motivo no hará mención de otras cosas notables dichas por
Federico en todo el curso de la visita, ni de sus liberalidades, ni de
las discordias apaciguadas, ni de los odios antiguos entre personas,
familias y tierras enteras apagados (sucediendo por desgracia con
demasiada frecuencia que solamente se adormecen), ni de algunos
guapetones ó tiranuelos calmados por algún tiempo ó para siempre; todas
cosas que no dejaban de suceder siempre más ó menos, en cada uno de los
lugares de la diócesis en que aquel excelente personaje se detenía.

Después dice, que á la mañana siguiente fué D.ª Prajedes, según estaba
convenido, á buscar á Lucía y á cumplimentar al cardenal, el cual
colmó de alabanzas á la joven y se la recomendó eficazmente. Ya podrá
figurarse el lector cuántas lágrimas costaría á Lucía el separarse
de su madre; salió de la casita y dió el segundo adiós á su pueblo
natal, con ese sentimiento de excesiva amargura que se experimenta al
abandonar un paraje que fué el solo amado, y que ya no puede serlo más.
Pero con respecto á su madre, no fué ésta su última despedida; porque
D.ª Prajedes había anunciado que permanecería aún algunos días en su
quinta, la cual no estaba lejos del pueblo; prometiendo Inés ir á ver á
su hija, para dar y recibir un más doloroso adiós.

El cardenal se disponía también á marchar para continuar su visita,
cuando llegó el cura de la parroquia en donde estaba situado el
castillo del Incógnito, pidiendo tener una entrevista con él. Después
de haber sido introducido, le presentó un paquete y una carta, en la
cual rogaba á Federico que hiciese aceptar á la madre de Lucía cien
escudos de oro que iban contenidos en dicho paquete, para que sirvieran
de dote á la joven, ó para el uso que ambas juzgasen conveniente: al
mismo tiempo le suplicaba se dignara decirles, que si alguna vez, en
cualquier tiempo, necesitaban de sus servicios, la infeliz doncella no
ignoraba por desgracia su morada; y que el prestarles su ayuda, sería
para él uno de los sucesos más felices y deseados de su vida.

El cardenal mandó llamar á Inés al momento, y le participó la misión
que acababa de recibir, la cual fué escuchada con tanta sorpresa como
alegría; y puso en sus manos el paquete, que ella se apresuró á tomar
sin hacer muchos cumplimientos. Que Dios recompense á ese señor, dijo,
y ruego á vuestra señoría ilustrísima que le dé nuestras más sinceras
gracias; pero que esto no lo sepa nadie, porque vivimos en un pueblo,
que... Perdonadme; ya lo veis; sé demasiado que un señor como vos no va
ahora á hablar de semejantes cosas; pero... su señoría ya me entiende.

En seguida se volvió á casa apresuradamente, encerróse en su
habitación, y abrió el paquete. Aunque preparada, vació con admiración
en un pañuelo todo aquel montón de zequíes que tan pocas veces había
visto, y aun esto, solamente uno á uno: los contó, costóle gran trabajo
el reunirlos y colocarlos unos sobre otros, porque á cada instante se
escapaban de sus inexpertos dedos, y cayendo sobre la pila que tenía
hecha, tenía que volver á empezar su trabajo: habiendo logrado por
último hacer un cartucho lo mejor que le fué posible, lo envolvió en
un trapo, atándolo cuidadosamente con un bramante y fué á esconderlo
en uno de los rincones de su jergón. El resto del día no hizo más que
desvariar, formar proyectos para lo sucesivo, y suspirar el día de
mañana. Se acostó y permaneció algún tiempo despierta, atormentada por
la idea del oro que tenía debajo; y dormida lo veía igualmente. Se
levantó al rayar el alba, y se puso en camino para la quinta en la
cual se hallaba Lucía.

La repugnancia que ésta experimentaba en hablar del voto que había
hecho, no se disminuía; sin embargo, estaba resuelta á violentarse,
confiándose á su madre en la siguiente entrevista, que por algún tiempo
á lo menos debía llamarse la última.

Apenas pudieron estar solas, cuando Inés, con el semblante animado, y
al mismo tiempo en voz baja como si temiera que alguno la oyese, empezó
á hablar de este modo: “Tengo que darte una gran noticia”; y se puso á
referir su inesperada fortuna.

--Dios bendiga á ese señor, dijo Lucía: así tendréis con que vivir
felizmente, y podréis también hacer bien á alguno.

--¡Cómo!, respondió Inés; ¿no ves cuántas cosas podemos hacer con
tanto dinero? Escucha: yo no tengo más hija que tú; más que los dos,
puedo decir; porque á Renzo, desde que empezó á obsequiarte, lo he
mirado siempre como un hijo mío. Todo está en que no le haya sucedido
alguna desgracia al ver que no nos ha dado ninguna noticia de su
persona. Pero, ¡vaya!, ¡acaso ha de ir todo mal! Confiemos en que no,
y esperemos. En cuanto á mí, hubiera querido dejar los huesos en mi
país; mas al presente, que tú no puedes permanecer en él, por culpa de
ese bribón, y solamente al pensar que lo tendría cerca, he cogido odio
al pueblo que me ha visto nacer. Hasta aquí, estaba resuelta á ir con
vosotros, aunque hubiese sido hasta el fin del mundo; pero, sin dinero,
¿cómo hacerlo? ¿Comprendes ahora? Los pocos cuartos que el pobre Renzo
había recogido con tantos afanes y á costa de una estricta economía, he
aquí que ha ido la justicia con sus manos lavadas, y ha arramblado con
todo; mas el Señor en recompensa nos ha enviado la fortuna. Así, pues,
luego que haya encontrado el medio de que sepamos si existe ó no, en
dónde está, y cuáles son sus intenciones, voy á buscarte á Milán, no
lo dudes; en otro tiempo me hubiera parecido una gran cosa; pero las
desgracias le hacen á uno abrir los ojos, y le prestan atrevimiento
para todo: he ido hasta Monza, y por consiguiente, sé lo que es
viajar. Escojo un hombre decidido, un pariente, como por ejemplo,
Alejo de Magganiaco, que según todos dicen es hombre de resolución;
¿no es cierto?, voy á Milán en su compañía, hacemos los gastos y... ¿me
comprendes?

Pero viendo que en vez de animarse, apenas podía Lucía ocultar
su turbación, no manifestando más que una ternura sin consuelo,
interrumpió su discurso, y dijo: “¿Qué tienes? ¿no eres de mi parecer?”.

--¡Madre mía!, ¡infeliz madre mía!, exclamó Lucía, echándole uno de sus
brazos al cuello y ocultando su rostro bañado de lágrimas en el seno
de aquélla.

--¿Qué te pasa?, preguntó de nuevo la madre con la mayor inquietud.

--Hubiera debido decíroslo antes, respondió Lucía levantando el rostro,
y enjugándose las lágrimas, mas me ha faltado el valor; compadecedme.

--Pero, di; habla pues.

--¡No puedo ser mujer de ese desgraciado joven!

--¿Cómo?, ¿cómo?

Lucía, con la cabeza baja, respirando apenas, sofocada por las
lágrimas que derramaba sin exhalar un solo gemido, como el que cuenta
una cosa que no tiene remedio, reveló el voto que había hecho; y al
mismo tiempo, juntando las manos, pidió de nuevo perdón á su madre de
haberle tenido hasta entonces oculto aquel misterio. Suplicóle también,
encarecidamente, que no lo dijese á alma viviente, y que la ayudase á
cumplir lo que había prometido.

Inés se quedó estupefacta y consternada: quería mostrarse indignada á
causa del silencio que su hija había guardado con ella; mas los graves
pensamientos nacidos de esta circunstancia, ahogaron su resentimiento.
Primeramente, trató de vituperar su resolución; pero después le pareció
que era querer habérselas con el cielo; tanto más, cuanto que Lucía
le pintaba con tan vivos colores aquella espantosa noche, su fatal
desconsuelo y su imprevista salvación, en medio de todo lo cual, había
formulado su promesa tan expresa y solemne. Inés escuchaba entretanto
con la mayor atención, y cien ejemplos que había oído referir muchas
veces, y que ella misma había contado á su hija, tocante á castigos
extraños y terribles, ocasionados por la violación de algún voto, se
le presentaban tumultuosamente en su imaginación. Después de haber
permanecido un poco como suspensa, dijo: “¿Y ahora qué harás?”.

--Ahora, respondió Lucía, al Señor toca cuidar de ello; al Señor y á la
Madonna: me he puesto en sus manos; hasta aquí no me han abandonado;
tampoco me abandonarán ahora que... La gracia que pido al Señor, la
sola gracia, después de la salvación de mi alma, es que me haga volver
pronto á vuestro lado; él me la concederá; sí, confío en que me la
concederá. Aquel día terrible... en aquel fatal carruaje... ¡Ah, Virgen
Santísima!... entre aquellos hombres... ¡quién me había de haber dicho
al verme conducida por ellos, que debía encontrarme con vos al día
siguiente!

--¡Mas no decírselo pronto á tu madre!, continuó Inés con cierto enfado
templado por el cariño y compasión.

--Tened lástima de mí; no tenía el valor suficiente... ¿y de qué
hubiera servido el afligiros con anticipación?

--¿Y Renzo?, dijo Inés, meneando la cabeza.

--¡Ah!, exclamó Lucía estremeciéndose; yo no debo pensar ya más en ese
infortunado. Se conoce que no estaba destinado... Ved cómo parece que
el Señor nos había querido separar. ¿Y quién sabe?... Pero no, no; él
lo habrá preservado del peligro, y quizá hará que sea más afortunado
apartándole de mí.

--Pero entretanto, replicó la madre, si tú no estuvieses ligada para
siempre, y con tal que no hubiese sucedido á Renzo desgracia alguna,
con el dinero se hubiera remediado todo.

--Pero este dinero, replicó Lucía, ¿estaría en vuestro poder si yo no
hubiese pasado aquella noche? Ya que Dios ha querido que todo vaya así,
hágase su divina voluntad. Y la voz de Lucía se extinguió ahogada por
las lágrimas.

Á tan inesperado argumento, Inés se quedó pensativa. Después de algunos
momentos de silencio, Lucía conteniendo sus sollozos, repuso:

--Al presente, que la cosa está ya hecha, es preciso someterse
voluntariamente; y vos, mi pobre madre, vos que me podéis ayudar,
primeramente rogando al Señor por vuestra desdichada hija, y luego...
conviene que el infeliz Renzo lo sepa. Meditadlo, hacedme todavía este
favor; porque vos, podéis pensar en ello. Cuando sepáis dónde está,
hacedle escribir, buscad un sujeto... justamente vuestro primo Alejo,
que es un hombre prudente y caritativo, que nos ha querido siempre
bien, y que no hablará de más: valeos de él para escribirle del modo
que ha pasado todo, en dónde me he encontrado, lo que he padecido, y
además decidle que Dios lo ha querido así, que se tranquilice, que yo
no puedo jamás pertenecer á ningún hombre. Hacédselo comprender bien,
explicadle lo que yo he prometido, que he hecho voto... Cuando sepa que
he prometido á la Virgen... Él ha sido siempre muy temeroso de Dios...
y vos, desde el momento en que sepáis noticias suyas, escribidme,
hacedme saber que está sano y salvo; y después... no me hagáis saber
nada más.

Inés, sumamente enternecida, aseguró á su hija que todo se haría como
deseaba.

--Quisiera deciros otra cosa, replicó ésta: lo que ha sucedido al
infortunado Renzo no hubiera tenido lugar, si no hubiera tenido la
desgracia de pensar en mí: está al presente errante, fugitivo; se le
han hecho perder todos sus ahorros; se le ha arrebatado todo lo que
poseía; todas las economías que el infeliz había hecho, bien sabéis
por qué... ¡y nosotras, que tenemos tanto dinero! ¡Oh, madre mía! ¡Ya
que el Señor os ha enviado tantas riquezas y que al infeliz lo miráis
como hijo vuestro!... ¡Oh, partidlas con él que seguramente Dios os
lo premiará; buscad una ocasión á propósito, y enviadle la mitad: ¡el
cielo sabe cuánta necesidad tendrá de ello!

--¡Y bien!, ¿qué crees tú?, respondió Inés; sí, seguramente que se lo
mandaré. ¡Pobre joven! ¿Por qué piensas que yo estaba contenta con ese
dinero? Pero... ¡yo que había venido aquí tan alegre! Vaya; dejemos
esto: yo se lo enviaré; ¡desdichado Renzo! Mas él también... yo me
entiendo. Ciertamente el dinero agrada al que lo necesita; pero á él,
de seguro no lo hará engordar.

Lucía dió gracias á su madre por aquella pronta y liberal
condescendencia, con una gratitud, con un afecto, capaz de hacer
comprender á quien la hubiese escuchado, que su corazón pertenecía aún
todo entero á Renzo; quizá más de lo que ella misma creía.

--¿Y sin ti, qué haré yo, infeliz mujer?, dijo Inés llorando á su vez.

--¿Y yo sin vos, pobre madre mía, y en una casa extraña? ¡Allá tan
lejos, en aquel Milán!... Mas el Señor será con nosotras dos, y nos
reunirá. Dentro de ocho ó nueve meses nos volveremos á ver; y de aquí
á entonces, y aun antes, espero que él habrá arreglado las cosas para
consolarnos. Dejémoslo á su divina voluntad; siempre, siempre pediré á
la Madonna esta gracia. Si tuviese alguna otra cosa que ofrecerle, lo
haría; pero es tan misericordiosa, que á pesar de todo me lo otorgará.

Con éstas y otras semejantes palabras, repetidas muchas veces,
acompasadas de lamentos y de consuelos, de aflicción y de resignación,
con multitud de recomendaciones y promesas de no decir nada á nadie,
con una infinidad de lágrimas, después de prolongados y nuevos abrazos,
las mujeres se separaron, prometiéndose recíprocamente volverse á ver
para el próximo otoño, á más tardar; como si esto dependiese de ellas,
y según se hace siempre en semejantes casos.

Sin embargo, pasóse largo espacio de tiempo sin que Inés pudiese saber
nada absolutamente con respecto á la suerte de Renzo; no recibía
cartas ni mensajes de ninguna especie; las gentes del pueblo ó de las
cercanías, á quien podía preguntar, no sabían más que ella.

No era Inés la única que hiciese inútilmente tales pesquisas: el
cardenal Federico, que no había dicho por mera fórmula á nuestras dos
pobres mujeres que quería tomar informes acerca del infeliz joven,
escribió efectivamente con la mayor prontitud para tenerlos. Cuando fué
á Milán, de vuelta de su visita diocesana, recibió una respuesta, en la
cual le decían no haberse podido encontrar huella alguna del indicado
sujeto, que verdaderamente permaneció algún tiempo en casa de un
pariente suyo, en tal país, en el cual nada había dado que decir; pero
que una mañana muy temprano desapareció de súbito, y que ni aun su
mismo pariente nada sabía de él, no pudiendo más que repetir ciertas
voces sin fundamento y contradictorias que corrían, de haber el joven
sentado plaza para Levante, habiendo pasado á Alemania, en donde había
perecido al vadear un río: luego se añadía que estarían sobre aviso, si
alguna vez sabían algo de positivo, con el objeto de dar prontamente
parte á su señoría ilustrísima y reverendísima.

Más tarde, éstas y otras voces semejantes se esparcieron hasta el
territorio de Lecco, y llegaron por consiguiente á los oídos de Inés.
La pobre mujer hacía todo lo posible para sacar en claro la verdad,
para llegar á la fuente de donde provenía; pero no conseguía nunca
encontrar nada más que aquel _se dice_, que á pesar de todo, aun hoy en
día es suficiente para atestiguar tantas cosas. Algunas veces, apenas
le referían alguna noticia, llegaba uno y le decía que no era cierta;
pero esto era para darle en cambio otra igualmente extraña ó siniestra.
Todo charlatanería: he aquí el hecho.

El gobernador de Milán, y capitán general de Italia, D. Gonzalo
Fernández de Córdoba, se había quejado amargamente al señor presidente
de Venecia en Milán, porque un bribón, un ladrón público, un promovedor
de motines y asesinatos, el famoso Lorenzo Tramaglino, el cual,
estando en poder de la justicia misma, había excitado una rebelión
para procurarse la libertad, hubiese sido acogido y recibido en el
territorio de Bérgamo. El presidente había contestado, que nada sabía
acerca de semejante asunto, y que escribiría á Venecia para poder dar á
su excelencia alguna explicación del caso.

En Venecia había por máxima el secundar y cultivar la inclinación
que tenían los operarios de seda milaneses á establecerse en el
territorio de Bérgamo; de hacer que ellos encontrasen en dicho país
muchas ventajas, y sobre todo que estuviesen seguros y al abrigo de
toda clase de persecución, sin lo cual no hay ningún bien en este
mundo. Pues así como entre dos fuertes litigantes, cualquier cosa, por
pequeña que sea, hay necesidad siempre de que tome parte un tercero;
del mismo modo Bartolo fué avisado confidencialmente no se sabe por
quién, que Renzo no estaba seguro en el pueblo, y que sería mejor que
entrase en alguna otra fábrica, mudando al propio tiempo de nombre;
Bartolo comprendió el caso, y no se entretuvo en hacer objeciones,
sino que corrió precipitadamente al encuentro de su primo, y contóle
sucintamente la ocurrencia, lo metió consigo en un calesín, lo acompañó
á otra fábrica distante de la suya cerca de quince millas, y lo
presentó bajo el nombre de Antonio Rivolta, al dueño, que era también
del estado de Milán, y antiguo conocido suyo. Éste, aunque los tiempos
fuesen calamitosos, no se hizo de rogar para recibir un operario
que se le recomendaba como hábil y honrado, por un hombre de bien é
inteligente. Luego que lo experimentó, no hizo más que regocijarse
de tal adquisición; únicamente que al principio, el joven le había
parecido que debía ser un poco sordo, á causa de que cuando se le
llamaba Antonio, las más veces no contestaba.

Poco tiempo después, llegó de Venecia una orden redactada en estilo
bastante dulce, al capitán de Bérgamo, para que se informase y
diese aviso si en su jurisdicción, y especialmente en tal pueblo,
se encontraba el sujeto consabido. El capitán, habiendo hecho sus
diligencias de la manera que había comprendido que se deseaban, dió una
respuesta negativa, la cual fué trasmitida al presidente en Milán, para
que éste la trasmitiese á su vez á D. Gonzalo Fernández de Córdoba.

Y no faltaban curiosos que quisiesen saber por Bartolo por qué el
susodicho joven no estaba ya allí, y dónde había ido. Á la primera
pregunta éste respondió: “Ha desaparecido”. Para desembarazarse de los
más obstinados, sin darles que sospechar de lo que había de cierto,
juzgó á propósito regalarles, ya á unos, ya á otros, las noticias
referidas anteriormente; pero todo esto, como cosas inciertas que
también él había oído decir, sin asegurar que fuesen positivas.

Mas cuando la pregunta fué hecha por orden del cardenal, sin
nombrarlo, y con cierto aparato de importancia y de misterio, dejando
comprender que era en nombre de un gran personaje, Bartolo se puso más
sobre sí, y creyó necesario responder según costumbre; de modo que
tratándose de una persona ilustre, dió de una vez todas las noticias
que había ideado una á una en aquellas diversas ocurrencias.

No se crea, sin embargo, que D. Gonzalo, siendo un señor de aquella
especie, quisiese habérselas personalmente con un infeliz aldeano
hilador de seda; que no se crea tampoco que informado quizá del poco
respeto usado, y de las malas palabras dichas por él á su rey moro
encadenado por la garganta, tratase de vengarse; ó que lo juzgase un
sujeto bastante peligroso para perseguirle aun en su fuga y no dejarle
vivir por muy lejos que estuviese, del mismo modo que hizo el senado
romano con Aníbal. D. Gonzalo tenía demasiadas cosas en que pensar
para tomarse cuidado por las acciones de Renzo; y si pareció que se lo
tomó, provino de un concurso singular de circunstancias por las cuales
el infeliz, sin comerlo ni beberlo, se encontró con un sutilísimo é
invisible hilo atado á aquellos grandes é importantes negocios.



                           CAPÍTULO NOVENO


Ya más de una vez se ha ocurrido el hacer mención de la guerra que
entonces fermentaba, con motivo de la sucesión á los estados del duque
Vicente Gonzaga, segundo de este nombre; pero siempre ha acontecido en
momentos de apuro, de modo que no hemos podido decir más que algunas
palabras al vuelo. Sin embargo, al presente es indispensable para la
inteligencia de nuestra narración, que entremos en algunos detalles
particulares. Éstas son cosas que el que conoce la historia debe
saberlas; mas como por una especie de justo sentimiento de uno mismo,
debemos suponer que esta obra no podrá ser leída sino por personas que
la ignoren, no será malo que digamos lo preciso para dar una ligera
tintura á los que tengan necesidad de ello.

Llevamos dicho, que á la muerte de aquel duque, el primero llamado
por línea recta á sucederle, fué su más próximo heredero Carlos
Gonzaga, jefe de una segunda rama trasplantada en Francia, en donde
poseía los ducados de Nevers y de Rhetel, habiendo entrado igualmente
en posesión de Mantua, y nosotros añadimos ahora del Monferrato,
cuya circunstancia, á causa de la precipitación, habíamos olvidado
en el tintero. La corte de Madrid, que quería á todo evento (esto
también lo hemos dicho) excluir de los dos últimos feudos al nuevo
príncipe, y para conseguirlo necesitaba un motivo (pues que la guerra
promovida sin razón, hubiera sido una cosa demasiado injusta), se
había declarado sostenedora de los que pretendían tener en Mantua otro
Gonzaga Ferrante, príncipe de Guastalla; y en el Monferrato á Carlos
Emanuel I, duque de Saboya, y á Margarita Gonzaga, duquesa viuda de
Lorena. D. Gonzalo, que pertenecía á la familia del gran capitán, de
la cual llevaba el nombre, y que había hecho ya la guerra en Flandes,
deseoso, además, de excitar otra en Italia, era acaso el que más
atizaba el fuego para encenderla; y en el ínterin, interpretando las
intenciones y extralimitándose de las órdenes de la susodicha corte,
había concluido con el duque de Saboya un tratado de invasión y de
división del Monferrato, habiendo obtenido fácilmente la ratificación
del conde-duque, persuadiéndole que la adquisición de Casal, punto más
defendido de la parte que le tocaba al rey de España, era en extremo
asequible. Sin embargo, protestaba en su nombre no querer ocupar el
país más que á título de depósito, hasta la decisión del emperador;
el cual, en parte por seguir á otros, en parte por motivos peculiares
suyos, había negado la investidura al nuevo duque, intimándole que le
dejase como en secuestro los estados que motivaban la controversia;
prometiendo, después de haber oído á las partes, entregárselos al que
tuviese verdadero derecho á ellos, condiciones á las cuales no había
querido someterse el duque de Nevers.

Éste tenía, sin embargo, altos y poderosos aliados: el cardenal de
Richelieu, el senado de Venecia y el papa, que era, según hemos
dicho, Urbano VIII. Pero el primero, empeñado entonces en el sitio de
la Rochela, en guerra también con la Inglaterra, contrariado por el
partido de la reina madre María de Médicis, enemiga por ciertas razones
particulares de la casa de Nevers, no podía dar más que esperanzas.
Los venecianos no querían moverse ni menos declararse, á no ser que
un ejército francés se introdujese en Italia, y ayudando al duque
bajo mano, según podían, estaban á la mira de la corte de Madrid y
del gobernador de Milán, en vista de sus proposiciones, protestas,
exhortaciones pacíficas ó amenazadoras, según las circunstancias. El
papa recomendaba á sus amigos al duque de Nevers, intercedía en su
favor para con los adversarios, hacía proposiciones de paz; mas al
tratar de poner gentes en campaña, nada quería saber.

Los dos aliados pudieron, pues, empezar con seguridad la concertada
empresa. El duque de Saboya había entrado por su parte en el
Monferrato, D. Gonzalo había puesto con alegría sitio á Casal; mas
no encontraba toda la satisfacción que se había prometido en dicho
punto, pues veía que en la guerra no todo son rosas. La corte no le
ayudaba según sus deseos, porque lo dejaba desprovisto de los medios
más necesarios; su aliado no le servía demasiado; es decir, que después
de haberse apoderado de su porción, andaba pellizcando la señalada
al rey de España. D. Gonzalo se enfurecía mucho más de lo que puede
expresarse, pero temía si daba á entender algo, que aquel Carlos
Emanuel, tan activo en las intrigas como voluble en los tratados
y valiente con las armas en la mano, se hiciese del partido de la
Francia; por lo cual se vió obligado á cerrar los ojos, á tascar el
freno, y estarse quieto. El sitio, pues, iba mal, se alargaba, y con
frecuencia tomaba un giro poco agradable, ya por el continente firme,
hábil, vigilante y resuelto de los sitiados, ya por tener poca gente,
y al decir de algún historiador, á causa de los muchos disparates
que hacía. Sobre esto, nosotros dejaremos la verdad en su lugar,
dispuestos, aun cuando la cosa fuese realmente así, á encontrarla
muy buena, si fué causa de que en aquella empresa quedara muerto,
aniquilado, estropeado algún hombre á lo menos, _et ceteris paribus_,
no habiendo, sin embargo, causado tanto daño á los edificios de Casal.
En medio de estas circunstancias, recibió la noticia de la sedición de
Milán, lo cual le obligó á acudir en persona.

En la relación que se le hizo, no dejaron de mencionar la fuga de
Renzo, fuga rebelde que había metido tanto ruido, como igualmente
los hechos verdaderos y supuestos que habían motivado su arresto;
participándole también que dicho individuo se había refugiado en el
territorio de Bérgamo. Esta circunstancia llamó la atención de D.
Gonzalo. De todas partes le informaban que Venecia había alzado el
grito y alegrádose de la sublevación de Milán; y al principio se
creía que se vería obligado á levantar el sitio de Casal, y pensaban
siempre que él estaba abatido y con gran cuidado, tanto más cuanto que
inmediatamente después de este suceso había llegado la noticia tan
deseada para el senado y tan temida de D. Gonzalo, de la rendición de
la Rochela. Picado en lo más vivo, ya como hombre, ya como político,
que el senado hubiese formado tal opinión de él, espiaba la menor
ocasión para persuadirles, por vía de inducción, que no había perdido
nada de su antigua osadía; porque decir en términos expresos: “no
tengo miedo”, equivalía á no decir nada. Éste era un buen medio para
hacerse el disgustado, para quejarse, para reclamar; de cuyas resultas,
habiendo llegado el presidente de Venecia á presentarle sus respetos, y
para explorar al mismo tiempo en sus ademanes y expresión lo que pasaba
en su alma (nótese bien esto, pues tal era la política de aquella
fina y astuta diplomacia), D. Gonzalo, después de haber hablado del
motín ligeramente y como hombre que ya lo ha reparado todo, movió el
estrépito que ya sabemos tocante á Renzo, como también no ignoramos lo
que sucedió después. En seguida ya no se ocupó más de un negocio tan
mezquino, y tocante á él, enteramente terminado; y luego cuando pasaba
algún tiempo le llegó la respuesta en el campamento mismo, frente de
Casal, adonde había vuelto y estaba revolviendo tantas ideas en su
imaginación, levantó y meneó la cabeza, á semejanza de un gusano de
seda que busca la hoja del moral. Reflexionó un instante, para recordar
mejor el hecho del cual no le quedaba más que una idea confusa; lo
trajo á la memoria, presentósele una sombra vaga y fugitiva del
individuo, pasó á otra cosa y no pensó más en ello.

Pero Renzo, que estaba lejos de sospechar esto, no debió suponer un
tan benigno descuido, por lo cual no tuvo en mucho tiempo, ó por decir
mejor, otro estudio, que el de vivir oculto. Es fácil suponer si
ansiaría enviar noticias suyas á las mujeres y tenerlas de ellas: pero
había dos grandes dificultades; la una era que tenía que confiarse á
un secretario, porque el infeliz no sabía ni escribir, ni aun leer, en
el riguroso sentido de la palabra; y si habiendo sido preguntado, como
recordarán los lectores, por el Dr. Azzecca-Garbugli, había contestado
que sí, no fué para lisonjearse, por orgullo, sino que lo cierto era
que sabía leer lo impreso tomándose algún tiempo; pero lo manuscrito,
era negocio enteramente distinto. Érale, pues, preciso valerse de
un tercero para confiarle sus asuntos y un secreto tan peligroso.
En aquella época no se encontraba fácilmente un hombre que supiese
escribir, y al mismo tiempo que fuese de fiar, mucho más en un país en
donde no tenía ninguna especie de relaciones. La otra dificultad era
el encontrar igualmente un mensajero, un hombre que fuese precisamente
hacia aquel lado, que quisiera encargarse de la carta y tomarse el
trabajo de entregarla; cosas todas muy difíciles que pudiesen reunirse
en un solo hombre.

Finalmente, á fuerza de buscar y más buscar, halló quien le escribiese;
pero no sabiendo si las mujeres se encontraban aún en Monza, ó en
dónde, juzgó conveniente incluir la carta para Inés en otra dirigida
al padre Cristóbal. El amanuense se encargó también de encaminar el
pliego, entregándolo á uno que debía pasar muy cerca de Pescarenico;
éste lo dejó, recomendándolo mucho, en un mesón que se hallaba en el
camino mismo y muy cerca del paraje. Como el pliego iba dirigido á un
convento, llegó á él en efecto; mas no se ha sabido lo que sucedió
después. No viendo Renzo aparecer contestación alguna, hizo escribir
otra carta con poca diferencia igual á la primera, y la metió en una
segunda dirigida á un amigo ó pariente suyo de Lecco. Buscóse otro
portador, el cual se encontró: esta vez la carta llegó á quien iba
dirigida. Inés se encaminó apresuradamente á Maggianico, se la hizo
leer y explicar por Alejo su primo, del cual ya se tiene noticia:
concertó con él una contestación, que puso por escrito, y se logró el
medio de hacerla llegar á manos de Antonio Rivolta, en el lugar de su
domicilio. Todo esto, sin embargo, no se hizo tan pronto como nosotros
lo referimos. Renzo recibió dicha contestación, y mandó otra. En una
palabra, se estableció por ambas partes una correspondencia poco
rápida, poco regular, pero sin embargo, sostenida.

Mas para tener una idea de dicha correspondencia, es necesario saber
cómo se hacía entonces esta especie de cosas; pues bien, se hacía del
mismo modo que ahora; porque creo que sobre este particular poco ó nada
habrá variado.

El aldeano que no sabe escribir, y que, sin embargo, se ve en la
necesidad de hacerlo, se dirige á cualquiera que conozca dicho arte,
escogiéndolo, cuanto le es posible, entre las gentes de su clase,
porque tiene poca confianza en la de las demás. Él lo informa con más
ó menos orden y claridad acerca de los antecedentes, y le expone de la
misma manera lo que se ha de escribir. El amanuense, ya comprendiendo,
ya adivinando, da algún consejo, propone alguna variación, y dice:
“Dejadme hacer”; toma la pluma, pone como puede en forma de carta las
ideas del otro, las corrige, las mejora, carga la mano, corta algunas
veces, llega hasta omitir, según le parece que haciéndolo dará un giro
mejor al negocio; porque no hay remedio, todo hombre que sabe más que
los otros, no quiere ser un instrumento material de estos últimos; y
cuando entra en las negociaciones de otro, quiere también hacerlo que
vaya á su modo. Á pesar de todo esto, el que escribe no logra siempre
decir todo lo que quisiera; le sucede algunas veces expresar todo lo
contrario; no es extraño nos pase también lo mismo á nosotros los que
escribimos para la imprenta. Cuando la carta así dispuesta llega á
manos del corresponsal, y que no está más acostumbrado á la escritura,
la lleva á otro sabio de igual calibre, el cual se la lee y se la
explica. De esto nacen mil cuestiones sobre su verdadera inteligencia;
porque el interesado, fundándose en el conocimiento que posee de hechos
anteriores, pretende que ciertas palabras quieren decir una cosa; el
lector, con la práctica que tiene de la composición, se empeña que
aquéllas quieren significar otra. Finalmente, es preciso que el que
no sabe se ponga en manos del que sabe y le encargue la contestación.
Ésta, hecha del mismo modo que la primera carta, se encamina á su
destino, y se sujeta á una interpretación semejante. Si por casualidad
el objeto de la correspondencia es un poco escabroso; si se trata de
negocios secretos que no se quiera dar á conocer á un tercero por temor
de que la carta caiga en malas manos; si á causa de esto no se pone
cuidado de decir con bastante claridad las cosas; entonces, por poco
que dure la correspondencia, las partes acaban por entenderse entre sí
como dos estudiantes que cuestionan por espacio de cuatro horas sobre
la ética: hacemos esta comparación, para no tomarla de las cosas del
día, porque quizá tendríamos que arrepentirnos.

Al presente, pues, el caso de nuestros dos corresponsales era
precisamente el que hemos puesto por ejemplo. La primera carta, escrita
en nombre de Renzo, contenía muchos detalles. Primeramente, además de
una relación de su fuga, mucho más concisa sin duda, pero también más
desordenada que la que nosotros hemos hecho, formaba igualmente parte
de su situación actual. Inés y su intérprete estuvieron bien lejos de
poder sacar algo completo y claro: hablaba de un aviso secreto, de
un cambio de nombre, de estar en seguridad y de tener que permanecer
oculto; cosas todas muy poco familiares á sus inteligencias, mayormente
siendo dichas en la carta un tanto enigmáticamente. En seguida, iban
preguntas apremiantes, apasionadas, sobre las aventuras de Lucía,
con palabras oscuras y tristes, con respecto á las voces que habían
llegado hasta Renzo. Había, por último, esperanzas inciertas y lejanas,
proyectos lanzados para lo sucesivo mezclando promesas y súplicas de
mantener la fe dada, de no perder la paciencia ni el valor, de aguardar
mejores tiempos.

Poco después, Inés encontró un medio seguro de hacer llegar en manos de
Renzo una contestación acompañando los cincuenta escudos que le habían
sido señalados por Lucía. Al ver Renzo tanto oro, no sabía qué pensar,
y con el ánimo agitado por una admiración é inquietud que estaban lejos
de dejarle satisfecho, corrió apresuradamente á buscar el amanuense
para hacerse interpretar la carta, y poseer la llave de un tan extraño
misterio.

En dicha carta, el escribiente de Inés, después de algunas quejas
sobre la poca claridad de la primera, pasaba á describir de una manera
por lo menos tan lamentable, la terrible historia de aquella persona
(así decía); luego daba cuenta de los cincuenta escudos; después
hablaba del voto, pero por vía de perífrasis; añadiendo con palabras
más directas y claras el consejo de que se tranquilizara y no pensase
más en ella.

Poco faltó que Renzo no la emprendiese con el lector intérprete;
temblaba, se horrorizaba, se enfurecía por lo que había comprendido y
por lo que no había podido entender. Se hizo leer por tres ó cuatro
veces el terrible escrito, unas veces comprendiéndolo mejor á su
parecer, otras encontrando oscuro é inexplicable lo que en un principio
le había parecido claro; y, en aquella fiebre de pasiones, quiso que
el amanuense tomase precipitadamente la pluma y contestase. “Después
de las expresiones más fuertes que puedan imaginarse de piedad y de
terror por las aventuras de Lucía escribid”, continuaba dictando, “que
no quiero tranquilizarme, ni me tranquilizaré jamás; que éstos no son
consejos para dar á un hombre como yo, y que al dinero no tocaré; que
lo guardo en depósito para que sirva de dote á la joven; que ésta debe
pertenecerme, y que yo no tengo nada que ver con esa promesa; que
siempre he oído decir que la Madonna se mezcla en nuestros negocios
para ayudar á los afligidos y para obtener gracias, pero nunca para
causar daño y para hacer faltar á la palabra; que esto no puede quedar
así; que con el dinero nos basta para establecernos en este país;
y que, por último, si nuestros negocios al presente están un poco
embrollados, es una borrasca que pasará pronto”. Á esto añadió otras
cosas poco más ó menos por el mismo estilo, las cuales omitimos para no
cansar á los lectores.

Luego que Inés recibió dicha carta, hizo escribir otra, y la
correspondencia continuó del modo que hemos visto.

Cuando Inés llegó á conseguir, ignoramos por qué medio, el hacer
saber á Lucía que Renzo estaba sano, salvo y en lugar seguro, esta
última experimentó un gran consuelo; pues no deseaba más que una
cosa, á saber: que él la olvidase, ó para decirlo con más propiedad,
que pensara en olvidarla. Por su parte, formaba cien veces al día
una resolución semejante, y hacía todos los esfuerzos posibles para
llevarla á cabo. Dedicábase asiduamente al trabajo; trataba de ocuparse
toda entera á él. Cuando la imagen de Renzo se le presentaba á la
imaginación, esforzábase en desterrarla por medio de la oración; mas
como si dicha imagen hubiese tenido malicia, jamás llegaba sola y de
improviso; al contrario, se introducía furtivamente á favor de otras
imágenes, de manera que la mente no se apercibía de ella hasta algún
tiempo después que se había presentado. Lucía comenzaba pensando en su
madre; ¿cómo no había de pensar?, y el Renzo ideal venía poco á poco
á colocarse en medio, como lo había hecho tantas veces el verdadero
Renzo. Si la infeliz se ponía algunas veces á meditar sobre su
porvenir, él aparecía también como diciendo: “allí estaré igualmente”.
Sin embargo, si el no pensar en él era empresa desesperada, Lucía llegó
hasta cierto punto á pensar menos y con menos fuerza de lo que hubiera
querido; lo habría logrado mejor si hubiese sido sola en quererlo;
mas estaba de por medio D.ª Prajedes, la cual, ocupada enteramente en
arrancar al joven del corazón, no había encontrado mejor expediente que
el hablar de él sin cesar. “Y bien, le decía, no pensemos más en ello”.

--Yo no pienso en nadie, respondía Lucía.

D.ª Prajedes no era mujer que se pagase de semejante respuesta;
replicaba que se necesitaban hechos y no palabras; discutía largamente
sobre las costumbres de las jóvenes, las cuales, decía, cuando
han entregado su corazón á un libertino (á los que siempre tienen
inclinación), no quieren desprenderse jamás de él. Si un buen partido,
razonable, un sujeto excelente, un hombre honrado les falta por algún
accidente, en seguida se consuelan; pero cuando se enamoran de un
calavera, el mal es incurable. Y entonces empezaba el panegírico del
pobre ausente, del bribón llegado á Milán para llevarlo todo á sangre
y fuego, queriendo también que Lucía confesase que en su pueblo había
cometido una infinidad de maldades.

Lucía, con la voz trémula de vergüenza, de dolor y de esa indignación
que podía ser permitida á su alma dulce y humilde fortuna, juraba y
perjuraba que en su pueblo aquel pobre desgraciado no había dado nunca
nada malo que decir; hubiera querido, proseguía, que hubiese estado
presente alguno del mismo paraje para que diese testimonio de lo que
decía. Acerca de los sucesos de Milán, de los cuales no podía conocer
los detalles, lo defendía igualmente por el conocimiento que tenía de
él y de su modo de portarse desde la infancia; ella lo defendía ó se
proponía defenderlo, por puro deber de caridad, por amor á la verdad, y
para servirnos de la palabra con la cual se explicaba su sentimiento,
como á su prójimo. Pero de esta apología D.ª Prajedes sacaba nuevos
argumentos para convencer á Lucía de que en su corazón Renzo ocupaba
un lugar del cual era absolutamente indigno. Á la verdad, en aquellos
momentos no se hubiera podido expresar lo que le sucedía. Al infame
retrato que la vieja dama hacía del infeliz, el sentimiento que una
larga costumbre había hecho nacer en el espíritu de la joven, se
despertaba en contraposición más vivo y más distinto que nunca; sus
recuerdos, que tantos trabajos le costaba vencer, venían en tropel
á agruparse en su mente; la aversión y el desprecio que manifestaban
contra el joven, reclamaban otros tantos motivos de aprecio y simpatía;
aquel odio ciego y violento excitaba en su corazón una piedad más
intensa. ¡Qué imprudencia!, ¿á qué hacer vibrar semejante cuerda? ¿Á
qué tratar de renovar la pasión que la infortunada trataba de arrancar
de su corazón? Sea como quiera, la conversación por parte de Lucía no
duraba mucho tiempo, pues las palabras se convertían bien pronto en
lágrimas.

Si D.ª Prajedes hubiese sido llevada á tratarla así por un odio
inveterado contra ella, quizá las lágrimas la hubieran conmovido
y hecho callar; mas como hablaba con buen fin, seguía adelante,
sin ninguna especie de sentimiento; pues los gemidos, los gritos
suplicantes, pueden detener muy bien el arma de un enemigo, pero no el
bisturí del cirujano. Después de haber cumplido con su deber, según
ella decía, luego de haberle dirigido multitud de reproches pasaba
á las exhortaciones, á los consejos, mezclados también de algunas
alabanzas, para templar de este modo lo agrio con lo dulce y obtener
con más seguridad lo que deseaba, obrando sobre el ánimo en todos
sentidos. Verdaderamente Lucía no conservaba de todas estas querellas
(que siempre tenían poco más ó menos el mismo principio, medio y fin),
ningún rencor contra su acerba predicadora, que la trataba por otra
parte en todo lo demás con la mayor dulzura, y que aun en esto mismo se
traslucía su buena intención. Sin embargo, quedábale, á pesar de todo,
una agitación tal, una revolución tan inquieta de pensamientos y de
amor, que necesitaba mucho tiempo y trabajo para volver á disfrutar de
aquella especie de calma que experimentaba anteriormente.

Era una dicha para Lucía que no fuese la única á quien D.ª Prajedes
tuviese que hacer bien, pues así las querellas no podían ser tan
frecuentes. Además, el resto de su servidumbre veíase toda llena, según
decía, de cerebros que tenían necesidad más ó menos de ser dirigidos
y ordenados; á mayor abundamiento todas las demás ocasiones que se
ofrecían de prestar los mismos oficios, por caridad á muchas gentes
con las cuales no estaba obligada á nada, tenía fuera de esto cinco
hijas. Ninguna de ellas estaba en la casa, pero le daban más en qué
pensar que si efectivamente hubiesen vivido todas juntas. Tres eran
religiosas, y las otras dos estaban casadas: D.ª Prajedes se encontraba
naturalmente á causa de semejante circunstancia con el cargo de tener
que regentar tres monasterios y dos casas: empresa vasta y complicada,
y tanto más ardua, cuanto que dos maridos, protegidos de padres,
madres y hermanos; tres abadesas, escoltadas por otras dignidades y
multitud de religiosas, no querían aceptar su superintendencia. Era una
guerra continua, ó por mejor decir, cinco guerras sordas, encubiertas,
políticas, finas hasta cierto punto, pero vivas y sin treguas. Había
en cada uno de aquellos sitios una atención perpetua en escapar de
su solicitud, en cerrar la entrada á sus opiniones, en eludir sus
pesquisas, en procurar que ignorase lo más que fuese posible todos sus
negocios. No quiero hablar de las oposiciones, de las dificultades que
encontraban el manejo de otros asuntos aun más extraños: se sabe que es
necesario por lo común dispensar el bien algunas veces á los hombres
por fuerza. En donde su celo podía ejercitarse libremente era en su
misma casa; todos sin distinción de clases estaban sometidos en todo
y por todo á su autoridad, excepto D. Ferrante, con el cual las cosas
iban de un modo enteramente particular.

Hombre de estudio, no le gustaba ni mandar, ni obedecer. En buen
hora que en todas las cosas de la casa su señora esposa fuese la
dueña; pero él esclavo, eso no; y si cuando era rogado le prestaba en
circunstancias dadas el servicio de su pluma, era porque se adaptaba á
su genio y tenía un placer en ello; por lo demás, también sabía decir
que no cuando estaba persuadido de que lo que quería hacerle escribir
no era posible: “Ingeniaos, le decía entonces; hacedlo vos misma, ya
que el asunto os parece tan claro”. D.ª Prajedes, después de haber
intentado en vano por espacio de algún tiempo el atraerle para que
ejecutase lo que deseaba, se veía obligada á regañar con él llamándole
un _esquiva-fatigas_, testarudo, en fin, un literato, título que á
pesar de su despecho, no se le daba sin alguna complacencia.

D. Ferrante pasaba largos ratos en su gabinete de estudio, en donde
tenía una colección considerable de libros, que constaba á lo menos
de trescientos volúmenes, de lo más selecto; obras todas de las más
reputadas sobre diversas materias, en cada una de las cuales estaba
más ó menos versado. En astrología era tenido, y con razón, por más
que un aficionado; porque no solamente poseía las nociones generales
y el vocabulario común de influencias, de aspectos y conjunciones,
sino que también hablaba científicamente de las doce moradas del
cielo, de los grandes círculos, de los grados brillantes y tenebrosos,
de exaltaciones, tránsitos y revoluciones; en una palabra, de los
principios más ciertos y recónditos de la ciencia. Hacía quizá veinte
años, que en largas y frecuentes disputas sostenía la preeminencia de
Cardano sobre otro sabio apegado ferozmente á la de Alcabizio, por mera
obstinación, decía D. Ferrante; el cual reconociendo voluntariamente
la superioridad de los antiguos, no podía, sin embargo, sufrir que no
se quisiera dar la razón á los modernos, principalmente en aquellas
cosas que estaban á la vista de todo el mundo. Conocía también más que
medianamente la historia de la ciencia; sabía en caso necesario citar
las más célebres predicciones verificadas, y razonar con la mayor
sutileza y erudición sobre los demás que habían fallado, para demostrar
que la culpa no era de la ciencia, sino de los que no habían sabido
aplicarla bien.

De la filosofía antigua había aprendido igualmente lo suficiente,
y sin cesar iba empapándose más y más en la lectura de Diógenes
Laercio. Sin embargo, como no se pueden poseer todos los sistemas,
por hermosos que ellos sean, y para ser filósofo es preciso escoger
un autor, D. Ferrante había elegido á Aristóteles, el cual, según
acostumbraba á decir, no era antiguo ni moderno, sino el _non plus
ultra_ de los filósofos. Tenía también diversas obras de los más sabios
y útiles secuaces de la escuela aristotélica entre los modernos; con
respecto á las de los adversarios, jamás había querido leerlas para
no desperdiciar el tiempo, según decía, ni comprarlas porque tampoco
quería tirar el dinero. Únicamente y por vía de excepción daba lugar en
su biblioteca á los veintidós libros de _Subtilitate_ y á algunas obras
antiperipatéticas de Cardano, á causa de su mérito en la astrología,
diciendo que el que había podido escribir el tratado de _Restitutione
temporum et motuum cœlestium_ y el libro _Duodecim geniturarum_,
merecía ser escuchado aunque se equivocase; que el mayor defecto de
aquel hombre célebre había sido el tener demasiada sutileza, y que
nadie hubiera sido capaz de calcular hasta dónde habría llegado también
en la filosofía, si siempre hubiese seguido el camino recto. Por lo
demás, aunque á juicio de los hombres doctos D. Ferrante pasase por
un peripatético consumado, con todo, á sus propios ojos no le parecía
saber todavía lo suficiente, y más de una vez se le oyó decir con una
modestia edificante, que la esencia, los universales, el alma del mundo
y de la naturaleza de las cosas no eran materias tan claras cuanto se
pudiesen creer.

Tocante á filosofía natural, se había formado más bien un pasatiempo
que un estudio: las obras mismas de Aristóteles sobre esta materia las
había más bien leído que estudiado. No obstante, con esta lectura, con
las noticias recogidas incidentalmente en los tratados de filosofía
general, con algunas ojeadas echadas sobre la _Magia naturale Lapidum_,
de Porta, las tres historias _Lapidum_, _Animalium_, _Plantarum_ de
Cardano, el tratado de las yerbas, plantas y animales del grande
Alberto, y algunas otras obras de menos importancia, sabía en caso
necesario entretener una reunión de personas instruidas, razonando
acerca de las virtudes más admirables y de las curiosidades más
singulares de muchos simples. Describía exactamente las formas y los
hábitos de las sirenas y del ave Fénix, único en su especie; explicaba
del modo con que la Salamandra permanecía en medio del fuego sin
quemarse, cómo la Rémora, siendo un pescado tan pequeño, tiene la
fuerza y la habilidad de detener en un instante en alta mar á cualquier
buque de gran porte; cómo las gotas del rocío se vuelven perlas en el
seno de las conchas; cómo el Camaleón se alimenta del aire; cómo del
hielo endurecido lentamente con el trascurso del tiempo se forma el
cristal; y por último, otra serie de secretos de la naturaleza, los más
prodigiosos.

Él se había dedicado mucho más á los de la magia y del sortilegio,
porque dice nuestro anónimo se trataba de una ciencia mucho más en boga
y más necesaria, de la cual los hechos son de mucha mayor importancia
y más fácil de poderlos verificar. No hay necesidad de decir que en
semejante estudio no había tenido jamás otra mira que la de instruirse
y conocer á fondo las malas artes de los hechiceros, para poderse
guardar y defenderse. Guiado, sobre todo, por el gran Martín del
Río (el hombre de ciencia), estaba en disposición de discurrir _ex
professo_ sobre el maleficio del amor, sobre el soporífero, sobre el
hostil, y otras infinitas especies que por desgracia, dice también
el anónimo, se ven en práctica diariamente, de estos tres géneros
capitales de maleficios de efectos tan dolorosos. Los conocimientos
de D. Ferrante en la historia, especialmente universal, eran vastos
y profundos, sobre cuyas materias sus autores favoritos eran el
Tarcagnota, el Dolce, el Bugatti, el Campana, el Guazzo; finalmente,
los más célebres.

Pero, decía con frecuencia D. Ferrante, ¿qué es la historia sin la
política? Un guía que marcha siempre sin cesar, desprovisto de persona
que le enseñe el camino, y que por consiguiente pierde todo lo que
anda; del mismo modo, la política sin la historia es un hombre que
camina sin guía. Tenía, pues, en sus estantes designado un pequeño
lugar á los publicistas: allí, entre otros muchos de segundo orden,
campeaban Bodin, Cavalcanti, Sansovino, Paruta y Boccalini: dos libros,
sin embargo, había que D. Ferrante prefería á todos; dos obras que
llamó, durante mucho tiempo, las primeras, sin poder jamás resolver
á cuál de las dos convenía únicamente dar la primacía: la una era
el _Príncipe_ y los _Discursos_ del célebre secretario florentino;
“malvado, sí, decía D. Ferrante, pero profundo:” la otra, la _Ragion di
Stato_, del no menos célebre Juan Botero, “hombre de bien ciertamente,
decía también, mas astuto”. Pero poco tiempo antes de formular nuestra
historia, salió á luz una obra que terminó la cuestión de primacía,
sobrepujando también á las obras de aquellos dos _matones_, decía
D. Ferrante; un libro en la cual se hallaban comprendidas y como
destiladas todas las maldades para poderlas conocer, y todas las
virtudes para poderlas practicar; un libro poco voluminoso, pero
todo de oro; en una palabra, el _Statista Regnante_, de D. Valeriano
Castiglione, de ese hombre célebre, del cual se puede decir que los más
grandes literatos le ensalzaban á porfía, y se lo disputaban los más
célebres personajes; de ese hombre que el papa Urbano VIII honró, según
es público y notorio, colmándole de magníficos elogios, que el cardenal
Borghese y el virrey de Nápoles, D. Pedro de Toledo, le pidieron que
escribiese, el primero la vida del papa Paulo V, el otro las guerras
del rey católico en Italia; ambos lo solicitaron en vano, de ese hombre
que Luis XIII, rey de Francia, aconsejado por el cardenal Richelieu,
nombró su cronista; á quien el duque Carlos Emanuel de Saboya confirió
el mismo cargo, en elogio del cual, para callar otros gloriosos
testimonios, la duquesa Cristina, hija del cristianísimo rey Enrique
IV, pudo en un diploma, con muchos otros títulos, añadir: “la certeza
de la fama que él obtiene en Italia de primer escritor de nuestra
época”.

Pero si D. Ferrante podía decirse instruido en todas las ciencias
expresadas anteriormente, había una en la cual merecía y gozaba el
título de profesor: ésta era la ciencia caballeresca; no sólo razonaba
acerca de ella como maestro, sino que también rogado frecuentemente
para que interviniese en asuntos de honor, daba siempre alguna
decisión. Poseía en su biblioteca, y se puede añadir en su cabeza,
las obras de los escritores más célebres en dicha materia: Parido del
Pozzo, Fausto de Longiano, Urrea, Muzio, Romey, Albergato, y Torcuato
Tasso, del cual tenía siempre dispuestos y en caso de necesidad sabía
citar de memoria todos los pasajes de la _Jerusalén libertada_, como
también de la _conquistada_, que podían servir de ejemplo en materias
de caballería. Á pesar de todo, el autor de los autores, según su
opinión, era el célebre Francisco Birago, con el cual se encontró más
de una vez para sentenciar en los asuntos de honor, y que por su parte
hablaba de D. Ferrante en términos de singular aprecio; y aun antes que
los _Discursos caballerescos_ de dicho insigne escritor hubiesen visto
la luz pública, D. Ferrante pronosticó, sin vacilar, que esta obra
destruiría la autoridad de Olevano, y quedaría con sus otras nobles
hermanas, como el código de una autoridad sin rival á los ojos de la
posteridad; profecía, dice nuestro anónimo, que se ha verificado según
todos pueden ver.

El expresado autor pasa en seguida á hablar de los conocimientos que
poseía D. Ferrante con respecto á la amena literatura; pero nosotros
empezamos á dudar si el lector tendrá grandes deseos de seguir
adelante con aquél en esta reseña, y por lo tanto, temiendo molestarle
demasiado, volveremos á tomar el interrumpido hilo de nuestra historia,
para detenernos en ella más pausadamente. Además, tenemos aún un largo
camino que recorrer antes de encontrar á los personajes por los cuales
el citado lector se interesa más, si hay sin embargo alguna cosa en
todo esto que ciertamente le interese.

Hasta el otoño de 1629 permanecieron todos, quienes voluntariamente,
quienes por fuerza, en el mismo estado en que los hemos dejado, sin
que sucediese á ninguno de ellos la menor cosa digna de ser referida.
Vino por fin el deseado otoño en que Inés y Lucía habían proyectado
reunirse; pero un gran acontecimiento público echó por tierra semejante
cálculo, siendo esto á la verdad el más pequeño de sus efectos.
Vinieron en seguida otros sucesos, que sin embargo, no trajeron ningún
cambio notable en la suerte de nuestros personajes. Finalmente, nuevas
desgracias, más generales, más terribles y formidables, llegaron
hasta ellos como un impetuoso y devastador huracán que arranca los
árboles, echa abajo las casas, abate la cúspide de las más elevadas
torres, cuyas ruinas siembra por doquier; se lleva también las flores
escondidas entre la yerba, arrebata las hojas ligeras y ya secas que
una débil brisa había arrojado en un rincón, y las arrastra en su
inmenso torbellino.

Ahora, para que los hechos particulares que nos restan por referir
aparezcan claros, debemos absolutamente, y es indispensable que
volvamos á tomar la narración de los hechos generales desde un poco más
atrás.



                           CAPÍTULO DÉCIMO


Después de la famosa asonada del día de S. Martín y del siguiente,
pareció que la abundancia hubiese vuelto á Milán como por milagro.
Las panaderías se veían llenas de pan; el precio de éste era como
en los años más fértiles; las harinas estaban en proporción. Los
que en aquellos dos días habían gritado por las calles ó hecho algo
más, tenían al presente (exceptuando el pequeño número que habían
sido presos) motivos de congratularse, y no se crea por esto que
permaneciesen tranquilos después de pasado el primer susto de las
prisiones: en las plazas, en las esquinas, dentro de las tabernas,
bailaban, se felicitaban, y aun se jactaban entre dientes de haber
encontrado el medio de hacer bajar el precio del pan; mas sin embargo,
en medio de las fiestas y regocijos reinaba una vaga inquietud, un
presentimiento confuso de que semejante dicha no sería de muy larga
duración, agrupábanse en torno de las panaderías y de los almacenes
de harina, según había sucedido cuando aquella abundancia ficticia
y pasajera producida por la primera tarifa de Antonio Ferrer, todos
gastaban con profusión, el que tenía algún dinero lo invertía en harina
y pan, les servían de almacenes los cofres, los más pequeños toneles, y
hasta las ollas. Apresurándose de este modo á gozar de las ventajas del
momento, hacían, no digamos imposible su larga duración, porque por sí
misma ya lo era, sino que á cada instante se volvía más y más difícil
su continuación.

El 15 de noviembre, Antonio Ferrer, _de orden de su excelencia_,
publicó un bando, por el cual se prohibía á cualquiera que tuviese en
su casa grano ó harina, el comprar pan, poco ni mucho, y á los demás
únicamente el que necesitasen para dos días, _bajo penas pecuniarias y
corporales al arbitrio de su excelencia_. Dicho bando intimaba á los
encargados de su cumplimiento y á cualesquiera persona, el denunciar á
los contraventores, ordenando á los jueces el hacer pesquisas en las
casas que les fuesen designadas, dando al propio tiempo á los panaderos
una nueva orden terminante y expresa de tener las tiendas bien
provistas de pan, _so pena, en caso de contravención, de cinco años de
galeras y de mayor pena_, al arbitrio de su excelencia. Es preciso un
grande esfuerzo de imaginación para creer que semejante bando pudiese
ponerse en ejecución. Á la verdad, si todos los que se publicaban
entonces hubiesen podido tener entero y cumplido efecto, el ducado de
Milán hubiera tenido en el mar más gente que hoy día la Gran Bretaña.

Pero mandando á los panaderos hacer una tan gran cantidad de pan, era
indispensable igualmente dar alguna orden para que no faltasen las
primeras materias. En las épocas de carestía se hace siempre un estudio
especial en reducir á pan los productos ó alimentos que acostumbran á
consumirse bajo otra forma. Se había, pues, calculado el hacer entrar
el arroz en la composición del pan llamado de _mistura_[6]. El 23 de
noviembre salió una nueva orden secuestrando á las órdenes del vicario
y de los doce miembros de la provisión la mitad del arroz (que entonces
se le daba el nombre de _risono_[7], y aún hoy día se llama del mismo
modo), que cada uno tuviese, bajo pena, á cualquiera que dispusiera de
él sin permiso de los expresados señores, á la pérdida del género y á
una multa de tres escudos por _moggio_[8]. Esto, según se ve, era muy
justo.


Mas para comprar dicho arroz era preciso pagarlo á un precio muy
desproporcionado al que tenía el pan; por lo tanto se impuso á la
ciudad la carga de suplir esta enorme diferencia; mas el consejo de
los decuriones deliberó el mismo día 23 de noviembre el representar
al gobernador la imposibilidad de sostener por mucho tiempo semejante
carga, y el gobernador por medio de un bando, fecha 7 de diciembre,
fijó el precio del mencionado arroz á doce libras el _moggio_. Tanto al
que pidiese un precio más subido como al que rehusase venderlo, se le
intimó la pena de la pérdida del género y una multa del mismo valor,
_y mucha y más grande pena pecuniaria y también corporal, hasta la de
galeras, al arbitrio de su excelencia, según la cualidad de los casos y
las personas_.

El precio del arroz mondado había sido ya fijado antes de la primera
conmoción: la tarifa, ó para servirnos de una denominación más célebre
en los anales modernos, el _máximum_ del grano y de los demás cereales
comunes se había fijado en otros bandos que no hemos podido encontrar.

Mantenido de este modo á un precio módico en Milán el trigo y la
harina, sucedió que una multitud de gentes del campo acudieron á
proveerse á la ciudad. D. Gonzalo, para remediar dicho inconveniente,
según él lo llamaba, prohibió por otra ordenanza de 15 de diciembre
el sacar fuera de Milán pan por más del valor de veinte sueldos, bajo
pena de la pérdida del pan mismo y veinticinco escudos, _y en caso de
insolvencia, de dos carreras de azotes en público, y mayor castigo
aún_, como de costumbre, al arbitrio de su excelencia. El 22 del mismo
mes se publicó una orden igual para las harinas y granos.

El populacho había querido procurarse la abundancia por medio del
pillaje y del incendio: el gobierno quería mantenerla con las galeras y
azotes. Dichos medios eran bastante adecuados; mas juzgue el lector si
podían lograr el fin que se proponían: en un momento vamos á ver cómo
lo consiguieron. Por otra parte, no es inútil que observemos que estos
extraños medios entre sí tienen una conexión íntima y necesaria; cada
uno era la consecuencia inevitable del precedente, y todos dimanaban
del primero, que fijaba al pan un precio tan desproporcionado al que
debía resultar del estado real de las cosas. Semejante expediente
ha parecido, y ha debido parecer siempre á la multitud, no sólo
conforme á la equidad, sino también muy sencillo y muy fácil de poner
en ejecución: es, pues, sumamente natural que en las angustias
y padecimientos que trae en pos de sí la carestía, la expresada
multitud lo desea, lo pide, y si puede lo impone. Pero á medida que se
experimentan las consecuencias, es necesario que á aquellos á quienes
toca esta incumbencia, se dediquen á repararlas todas por medio de
una ley que prohíba hacer lo que designaban las leyes anteriores.
Permítasenos observar aquí, como de paso, una singular combinación.
En un país y en época no muy lejana, en la época más famosa y notable
de la historia moderna, se recurrió en circunstancias semejantes á
iguales expedientes (casi podríamos decir los mismos en la sustancia),
con la sola diferencia que eran en mayor proporción, y poco más ó
menos en el mismo orden. Tomáronse, pues, estas medidas en menosprecio
de la razón de los tiempos tan cambiados y de los conocimientos
crecientes en Europa, y en dicho país quizá más que en otro alguno,
siendo principalmente la causa de esto, que la gran masa del pueblo,
hasta la cual no habían llegado todavía los mencionados conocimientos,
pudiese hacer prevalecer su juicio, é hiciese igualmente la ley, según
vulgarmente se dice á los legisladores.

Mas volviendo á proseguir nuestra interrumpida narración, diremos que
al fin y al cabo los dos principales frutos de la sublevación habían
sido dos: el desperdicio y pérdida efectiva de víveres, durante la
conmoción misma, consumiendo mientras rigió la tarifa, sin cuidado
y sin medida el poco grano que debía bastar para ir tirando hasta la
nueva recolección. Á estos efectos generales es preciso añadir el
suplicio de cuatro desventurados designados como jefes del motín, los
cuales fueron ahorcados, dos enfrente del horno de las _Muletas_, y los
dos restantes al extremo de la calle, en donde se hallaba la casa del
vicario de la provisión.

Además, las relaciones históricas de aquella época, están escritas
tan sin orden, que no se ha podido encontrar cómo y cuándo cesó la
expresada tarifa tan arbitraria. Si á falta de pruebas positivas nos
es lícito aventurar algunas conjeturas, estamos decididos á creer que
fué suprimida un poco antes ó después del 24 de diciembre, día de la
consabida ejecución. Por lo que respecta á las ordenanzas, después
de la del día 22 del mismo mes, que hemos citado, no encontramos
otra en materia de subsistencias, ya sea que las que se hubiesen
publicado fracasaran, ya que hayan escapado á nuestras pesquisas,
ya, por último, que la autoridad desanimada, si no convencida de la
ineficacia de sus remedios y arrastrada por la fuerza misma de los
sucesos, los haya abandonado á su propio curso. Pero nosotros hallamos
en las relaciones de más de un historiador (inclinados como estaban
todos á describir los grandes acontecimientos, más bien que á observar
las causas y progresos) el cuadro del país, y principalmente el de
la ciudad, á la conclusión del invierno y en la primavera. En esta
época, la desproporción de los víveres y las necesidades que no habían
podido hacer cesar ni los remedios que aumentándola, habían suspendido
temporalmente los efectos, ni una introducción suficiente de cereales
extranjeros, á la cual se oponían la escasez de medios públicos y
privados, la penuria de los países circunvecinos, la languidez y la
paralización del comercio, las leyes mismas que tendían á establecer la
baratura á favor de medidas violentas; todas estas circunstancias, que
eran la verdadera causa de la carestía, ó por mejor decir, esta misma
obraba sin obstáculo de ninguna especie y con toda su fuerza. He aquí
la copia de aquel doloroso cuadro.

Todas las tiendas estaban cerradas; las fábricas en gran parte
desiertas; las calles ofrecían un espectáculo terrible, un incesante
curso de miserias y una morada perpetua de sufrimientos. Los mendigos
de profesión, habiendo quedado circunscritos á un número muy escaso,
confundidos y perdidos en una nueva multitud, se veían reducidos á
disputar la limosna con aquellos de los cuales en otro tiempo la habían
recibido. Los oficiales y aprendices despedidos por los comerciantes
y fabricantes, privados de su salario y jornal, vivían penosamente
de sus economías y ahorros: los jornaleros, errando de puerta en
puerta, de calle en calle, apoyados en las esquinas, tumbados en
las aceras, arrimados á las casas y á las iglesias, pedían limosna
con voz lastimera ó vacilaban entre la necesidad y la vergüenza que
aún no habían podido dominar; descarnados, débiles, apenas tenían
la suficiente fuerza para sostenerse, abatidos como estaban por una
larga vigilia y por los rigores del frío, que penetraba por entre sus
andrajosos vestidos, en los cuales se distinguían aún las señales de su
antiguo bienestar. Veíanse mezclados á esta deplorable turba, y no en
muy pequeño número, servidores despedidos por sus amos, caídos entonces
desde la medianía á la estrechez, ó que á pesar de tener facultades,
se encontraban inhábiles en tiempos tan calamitosos, de sostener tan
grande y numerosa servidumbre. Á todos estos indigentes se agregaba
otro número infinito, acostumbrados en parte á vivir de las sobras
de aquéllos; divisábanse por todas partes niños, mujeres, ancianos,
agrupados en torno de los que habían sido hasta el presente su sostén,
vagando dispersos tendiendo la mano.

Tropezábase también y se les distinguía por sus _ciuffo_ ó poblados
mechones, por los restos de sus magníficos vestidos, por un cierto
no sé qué en el porte y gesto, por esas huellas que los hábitos
imprimen sobre el rostro; encontrábanse, repito, muchos individuos
pertenecientes á la mala ralea de los bravos, los cuales, habiendo
perdido por una suerte común su pan criminal, lo andaban buscando
por misericordia. Domados por el hambre, no disputaban con los
demás, valiéndose únicamente de las súplicas; se arrastraban por la
ciudad, ellos que tantas veces la habían recorrido con la cabeza
alta, con ademán altanero y feroz, cubiertos de ricos y caprichosos
vestidos, cargados de magníficas armas, adornados de elegantes plumas,
perfectamente peinados y perfumados: veíase al presente, á estos
hombres, alargar humildemente aquella mano que tantas veces se había
levantado para amenazar con insolencia ó para herir á traición.

Pero el espectáculo más horrible y más digno de compasión á la vez,
era la innumerable multitud de aldeanos: veíanse reunidos por familias
enteras; maridos, mujeres, niños, ancianos. Algunos cuyas casas habían
sido invadidas y despojadas por la soldadesca alojada ó que iba de
paso, habían huido desesperados; otros para mover más á compasión y
para hacer distinguir su miseria entre tantas, mostraban las heridas y
cicatrices de los golpes que habían recibido al defender sus escasas y
últimas provisiones, ó al escapar de aquel desenfreno ciego y brutal.
Otros, finalmente, no habiéndoles alcanzado todavía semejante azote,
pero arrojados por otros dos, de los cuales ningún rincón había quedado
exento, á saber: la esterilidad y las cargas más exorbitantes que
jamás habían sido exigidas para satisfacer lo que entonces llamaban
necesidades de la guerra, llegaban á la ciudad como á la morada, como
al último asilo de la abundancia y de una piadosa munificencia. Se
podían conocer fácilmente los recién llegados por su aire incierto
y de estupidez, y poco después por el despecho que manifestaban á
la vista de tal desorden, de una tan grande rivalidad de miseria,
allí donde habían esperado ser objeto singular de compasión y atraer
sobre sí las miradas y los socorros. En las facciones de los que por
más ó menos tiempo recorrían y habitaban las calles de la ciudad,
prolongando su desgraciada existencia por los escasos socorros que
obtenían por largos intervalos, veíase pintada una consternación más
negra y más profunda. Vestidos de diferentes maneras, los que todavía
podían llamarse vestidos, y distintos también en su aspecto: semblantes
descoloridos de la tierra baja, bronceados del llano, del Mediodía y
de las colinas, sanguíneos de los montañeses; mas sin embargo, todos
afilados y descompuestos, todos con los ojos hundidos, miradas fijas
participando de la fiereza é insensatez; los cabellos desordenados,
las barbas largas y descuidadas; cuerpos nutridos y endurecidos por
las fatigas, veíanse ahora aniquilados por el hambre. Y para completar
cuadro tan desolador, la naturaleza misma aparecía como vencida por
cierta especie de languidez y consunción.

Divisábase por doquier en las calles, pegados á las paredes de las
casas, montones de paja y bálago, mezclados de asquerosa inmundicia;
esto, sin embargo, era para aquellos infortunados un don y una prueba
de la caridad; éstos eran los lechos donde reposaban sus cabezas
durante la noche. De cuando en cuando se veía, aun en medio del día,
echarse en ellos á alguno á quien la debilidad había quitado las
fuerzas y paralizado las piernas: muchas veces aquel triste lecho
acogía un cadáver: muchas veces se veía caer á un desgraciado de
improviso en la calle, y quedar en el mismo sitio sin movimiento y sin
vida.

De vez en cuando, al lado de alguno de esos infelices se veía á un
pasajero ó vecino atraído por una súbita compasión. En algunos puntos
llegaban socorros ordenados con más larga previsión, dirigidos por una
mano rica en medios, y acostumbrada á prestar grandes beneficios: ésta
era la mano del virtuoso Federico. Había escogido seis sacerdotes, los
cuales á una caridad viva y perseverante, uniesen una constitución
fuerte y robusta; los había dividido en tres parejas, designando á
cada una el que recorriese la tercera parte de la ciudad, seguidos por
mozos cargados de alimentos, refrigerios y ropas. Todas las mañanas,
aquellos dignos sacerdotes recorrían las calles en diversos sentidos:
aproximábanse á los que veían echados en el suelo, prestando á cada uno
los socorros necesarios; al que estaba agonizando y no podía recibir
ya los alimentos, le administraban los auxilios y consuelos de la
religión; á los hambrientos les daban sopas, huevos, pan y vino, á
los extenuados por una larga vigilia los confortaban antes por medio
de espíritus, con el objeto de que se pusiesen en estado de resistir
el alimento; igualmente distribuían vestidos á los que se hallaban en
la más espantosa desnudez. No se limitaba á esto solo su asistencia:
el buen pastor había querido á lo menos procurar un alivio eficaz y
duradero hasta donde llegasen sus alcances. Los infelices á quienes
este primer socorro volvía las fuerzas para poder andar y manejarse
por sí solos, recibían también algún dinero, á fin de que la necesidad
renaciente y la falta de otros recursos no les lanzase por segunda
vez en su primitivo estado; á otros les buscaban un asilo y abrigo en
alguna casa de las más próximas. En la morada de estos bienhechores
eran casi siempre acogidos por caridad, y como recomendados por el
cardenal; en otras, donde á pesar de la buena voluntad faltaban medios,
los buenos sacerdotes pedían únicamente que el desgraciado fuese
recibido pagando una pensión, convenían en el precio, y entregaban
cierta cantidad por vía de adelanto. En seguida daban la lista de los
desgraciados á los curas de la parroquia para que los visitasen, y
volvían los mismos sacerdotes á verlos.

No es necesario decir que Federico hubiese aguardado que el mal
llegara á su colmo para ser movido y dedicar todos sus cuidados. Su
ardiente caridad debía hacerse sentir en todas partes, acumularse,
acudir adonde no había podido todavía tomar, por decirlo así, tantas
formas cuantas exigía la necesidad. Reuniendo todo aquello de que podía
disponer, guardando la más estricta economía, invirtiendo todos los
ahorros destinados á otras obras de beneficencia que entonces se habían
vuelto de una importancia secundaria, había buscado todos los medios
posibles para recoger dinero, empleándolo exclusivamente en aliviar á
los infelices que morían de hambre. Hizo grandes compras de granos, y
había enviado una buena parte á los lugares más escasos de su diócesis.
Como el socorro estaba lejos de igualar á la necesidad, mandó también
una gran cantidad de sal, con la cual, según dice Ripamonti, la yerba
de los prados y la corteza de los árboles se convertía en alimento[9].
Había distribuido granos y dinero á los párrocos de la ciudad; él
mismo en persona recorría todos los barrios, repartiendo limosnas y
socorriendo además, secretamente, á muchas familias indigentes. En
el palacio episcopal se hacía cocer diariamente una gran cantidad de
arroz, y al decir de un escritor contemporáneo (el médico Alejandro
Tadino, en una de sus obras[10], que con frecuencia tendremos ocasión
de citar más adelante), se repartían todas las mañanas dos mil
escudillas.


Pero estos efectos de la caridad, que podemos llamar grandiosos al
considerar que venían de un solo hombre y de sus solos medios (ya que
Federico rehusaba por sistema el ser el dispensador de la liberalidad
de otros); estos efectos, repito, unidos á los dones de otras manos
privadas, si no tan fecundas, á lo menos numerosas, juntamente con
los socorros que el consejo de los decuriones había decretado, dando
al tribunal de la provisión la incumbencia de distribuirlos, no eran
suficientes aún en comparación de las necesidades que había. Mientras
que algunos aldeanos próximos á morir de hambre, lograban por la
caridad del cardenal prolongar su existencia, otros llegaban á aquel
extremo; los primeros, concluido un tan moderado socorro, volvían á
recaer; por otro lado, había gentes no olvidadas sino pospuestas,
como que padecían menos, por una caridad precisada á escoger; por
consiguiente, los sufrimientos venían á ser mortales; por doquier
aparecía la muerte, de todas partes acudían á la ciudad. Por un lado,
veíanse millares de hambrientos más robustos y diestros para sobrepujar
la concurrencia y hacerse sitio, los cuales habían conquistado una
escudilla de sopa suficiente para no morirse en aquel día; pero otros
muchos se quedaban atrás envidiando á aquellos, nosotros diremos, más
afortunados, siendo así que entre los rezagados había al mismo tiempo
padres, mujeres é hijos de los primeros. Y mientras en ciertas partes
de la ciudad algunos de los más menesterosos y reducidos al último
extremo se levantaban del suelo reanimados, recobrados y alimentados
por algún tiempo, en cien distintos lados, otros caían desfallecidos y
aun expiraban sin ayuda, sin auxilio alguno.


Durante el día, oíase por las calles un ruido confuso de voces
suplicantes; por la noche un susurro de gemidos, suspendido de cuando
en cuando por grandes lamentos lanzados de improviso, por gritos, por
acentos profundos de invocación, que terminaban en sofocados sollozos.

Lo más notable y digno de consideración era, que en medio de tan
grande exceso de sufrimientos, con tanta variedad de disputas, no se
viese jamás una tentativa, no se escapase un solo grito sedicioso. Sin
embargo, de todos aquellos que vivían y morían de semejante modo,
había un buen número de hombres habituados á todo, menos á tolerar,
siendo éstos al contrario los centinelas de los mismos que el día de S.
Martín se habían hecho oir tanto. No es posible imaginar que el ejemplo
de los cuatro desgraciados que habían pagado la pena por todos, fuese
lo que ahora los refrenase: ¿qué fuerza podía tener, no la presencia,
sino la memoria de las ejecuciones sobre los ánimos de una multitud
vagabunda y reunida, que se veía como condenada á un lento suplicio, y
que en efecto ya lo padecía? Pero los hombres en general, todos somos
así, nos rebelamos indignados y furiosos contra los males pequeños, y
nos encorvamos silenciosamente bajo el peso de los grandes; soportamos,
no resignados sino con la mayor estupidez, el colmo de lo que en un
principio habíamos llamado insoportable.

El vacío que la mortandad hacía diariamente en aquella deplorable
multitud, se llenaba de nuevo á cada momento: era un concurso continuo,
primeramente de los pueblos circunvecinos, después de toda la campiña,
luego de las ciudades del milanesado; y por último, también de otros
pueblos. Entretanto, los antiguos habitantes de la ciudad salían de
ella todos los días á bandadas, unos para sustraerse á la vista de
tantas calamidades; otros, viéndose, por decirlo así, arrebatados de
sus posiciones por nuevos concurrentes en mendicidad, partían con la
última esperanza de buscar socorros en otras partes, fuese donde fuese,
en donde la multitud apareciera menos menesterosa, ó la emulación de
pedir se viese que no era tanta. Las dos cuadrillas de peregrinos se
encontraban en su opuesto viaje: ¡espectáculo doloroso!, ¡siniestro
presagio del término al cual unos y otros iban encaminados!, mas ellos
seguían su camino, si no con la esperanza de mudar de suerte, á lo
menos para no volver á cobijarse bajo un cielo que les había llegado
á ser odioso, para no ver jamás los lugares en donde habían sido
entregados á la desesperación. Á veces un desgraciado, cuya necesidad
había agotado las últimas fuerzas vitales, caía desplomado en el camino
y exhalaba allí su postrer suspiro, siendo un espectáculo funesto, un
objeto de horror para sus mismos compañeros de miseria, y acaso de
reproche para los demás viajeros. “Yo presencié, escribe Ripamonti,
en la calle que se dirige á la muralla, el cadáver de una mujer... Le
salía de la boca yerba medio mascada, y los labios presentaban aún
el ademán de un esfuerzo rabioso... Llevaba un pequeño fardo en la
espalda, y apretaba convulsivamente la cara de un tierno niño contra su
pecho, el cual, llorando amargamente, pedía de mamar... Aparecieron en
aquel sitio algunas personas compasivas, las cuales, habiendo recogido
del suelo á la desgraciada criatura, se la llevaron, tratando de
cumplir en seguida el primer deber materno”.

Aquel contraste de vestidos magníficos y de harapos, de lujo y de
miseria, espectáculo muy común en tiempos normales, había entonces
cesado enteramente. La pobreza y los andrajos lo habían casi invadido
todo, y el que más se distinguía era apenas bajo una apariencia de
humilde medianía. Veíase á los nobles caminar con traje sencillo y
modesto, y casi casi puede decirse ordinario; los unos porque la
miseria general había cambiado hasta ese punto su fortuna, los otros
por temor de provocar con el lujo la pública desesperación, ó por pudor
y para no insultar la desgracia bajo la cual gemía el pueblo entero.
Aquellos poderosos, odiados y temidos, que solían andar dando vueltas
por la ciudad con un numeroso séquito de bravos, iban al presente
casi solos, con la cabeza baja, y en sus ademanes parecía que pedían
y ofrecían la paz. Los que aun en el apogeo de la fortuna habían, sin
embargo, tenido ideas más humanitarias y mostrádose más modestos,
aparecían también confusos, consternados y como oprimidos á la vista
continua de una miseria que sobrepujaba, no sólo la posibilidad de los
socorros, sino que también podríamos decir las fuerzas de la compasión.
El que podía dispensar alguna limosna, tenía no obstante que hacer una
triste elección entre hambre y hambre, entre urgencia y urgencia.
Apenas se veía una piadosa mano que se aproximaba á un infeliz,
cuando aparecía á su alrededor, como por encanto, una innumerable
turba de menesterosos, de los cuales el que conservaba más vigor se
hacía lugar y se adelantaba á todos para pedir con más instancia; los
extenuados, los ancianos y los niños alzaban las descarnadas manos;
las madres levantaban y mostraban de lejos á sus pequeños hijos que
lloraban sin consuelo, mal envueltos en andrajosos pañales, y á quienes
volvían á bajar estrechándolos contra su pecho, por carecer de fuerzas
suficientes, á causa de su extremada debilidad para sostenerlos en
aquella posición.

De este modo se pasó el invierno y la primavera. Hacía ya algún tiempo
que la junta de sanidad había representado al tribunal de la Provisión
el peligro á que tanta miseria exponía á la ciudad; y para prevenir
el contagio proponía encerrar á los mendigos vagabundos en diversos
hospicios. Mientras que se discute este proyecto, se aprueba, se piensa
en los medios, modos y lugares para llevarlo á efecto, los cadáveres
cubren las calles á cada día que transcurría y en número creciente,
aumentándose á proporción de esto todo el restante cúmulo de miserias.
El tribunal de la provisión propone entonces un partido más fácil y
expedito, cual es el reunir en un solo lugar, en el lazareto, á todos
los mendigos sanos y enfermos, debiendo ser mantenidos y curados á
expensas de la ciudad. Esto fué resuelto contra el parecer de la junta
de sanidad, la cual se oponía, y con razón, objetando que en una tan
gran reunión de gentes, el peligro al cual se quería poner remedio no
haría más que aumentarse.

Es casi indispensable que hagamos aquí una ligera descripción del
lazareto de Milán, para aquellos de nuestros lectores que no tengan
de él ninguna idea. Es, pues, un edificio que forma un cuadrilátero,
y está situado fuera de la ciudad, distando de las murallas sólo el
espacio del foso, de un camino de circunvalación, y de un acueducto que
rodea el recinto mismo. Las dos alas mayores tienen de longitud unos
quinientos pasos; las otras dos, unos cuatrocientos ochenta y cinco;
todos por la parte exterior están divididos en pequeñas habitaciones
de un solo piso; en el interior se ve un gran claustro cuyos pórticos
están sostenidos por pequeñas y delgadas columnas.

Las celdas eran doscientas ochenta y ocho en aquel entonces; en
nuestros días hay muchas más, habiéndose hecho en el centro una gran
entrada y otra pequeña en un extremo de la fachada que da al camino
real. En el tiempo á que nos referimos no había más que dos entradas;
la una en el centro del ala que mira á las murallas de la ciudad, y
la otra de frente en el opuesto. En el centro del espacio interior
existía, y aún existe todavía, una pequeña iglesia de forma octógona.

El primer destino de todo el edificio, comenzado en el año de 1489,
con el dinero de un legado particular, continuado después por algunos
otros públicos de varios testadores y donantes; el primer destino del
edificio, repito, fué, como lo da á conocer el mismo nombre, el de
acoger cuando ocurriese, á los atacados de la peste; la cual ya mucho
antes de dicha época solía aparecer dos, cuatro, seis y ocho veces cada
siglo, ya en uno, ya en otro país de Europa, invadiendo una gran parte
de ésta y también recorriéndola enteramente en todas direcciones: en el
momento de que hablamos, el lazareto no servía más que para depósito de
las mercancías sujetas á la cuarentena.

Para desocuparlo y dejarlo expedito, no miraron el rigor de las leyes
sanitarias, y habiendo hecho precipitadamente la limpieza y los
experimentos prescritos, despacharon todos los géneros á un tiempo,
echaron paja en todas las celdas, se hicieron provisiones de víveres
hasta donde fué posible, y se invitó por medio de edictos públicos á
todos los menesterosos que quisieran refugiarse allí.

Muchos concurrieron voluntariamente: todos los que yacían enfermos por
las calles y plazas, fueron trasladados; en pocos días, entre unos y
otros, ascendieron á más de tres mil. Sin embargo, muchos más fueron
los que quedaron sin asilo; ya fuese que éstos esperasen ver que los
demás se iban y que ellos quedarían en número muy escaso para gozar de
las limosnas de la ciudad, ya esa natural repugnancia á la clausura,
ya esa desconfianza de los pobres por todo lo que se les propone por
parte de los que poseen la riqueza y el poder (desconfianza siempre
proporcionada á la ignorancia común de quien la siente y de quien la
inspira, al número de los pobres y al poco criterio de las leyes), ó
el saber efectivamente cuál era en realidad el beneficio ofrecido; ya
fuese todo esto junto, ú otra cosa, el hecho es que la mayor parte,
no haciendo caso de la invitación, continuaba arrastrándose por las
calles y sufriendo las más grandes privaciones. Al ver esto se juzgó
conveniente pasar de la invitación á la fuerza. Se nombraron rondas
de alguaciles, para que condujesen á los mendigos al lazareto y que
llevasen atados á los que se resistieran; por cada uno de los cuales
les fué señalado una recompensa de diez sueldos: ¡he aquí cómo el
dinero del pueblo se encuentra siempre para malgastarlo, aun en tiempos
de la mayor penuria y escasez! Y aunque según se había calculado, y la
misma junta de la Provisión lo había hecho á propio intento, de que
cierto número de menesterosos huyese de la ciudad, para ir á vivir ó
morir en otra parte, disfrutando á lo menos de libertad; sin embargo,
la caza fué tal, que en poco tiempo el número de refugiados, entre
voluntarios y prisioneros, se aproximó á diez mil.

Debemos suponer que las mujeres y los niños estarían colocados en
distintas habitaciones, á pesar de que la historia de aquel tiempo
no rece nada de esto. Además, creemos que no faltarían reglas y
precauciones para el buen orden; pero imagínese cualquiera qué orden
podía establecerse y mantenerse, especialmente en aquellos tiempos y
circunstancias, en una tan vasta y varia reunión, en donde, con los
voluntarios, se hallaban mezclados los forzados; con aquellos para los
cuales la mendicidad era una necesidad, un dolor, una vergüenza; con
aquellos que la tenían por oficio; con muchos criados en la honesta
actividad de los campos y de las oficinas, revueltos con otros educados
en las plazas, en las tabernas, en los palacios de los poderosos,
acostumbrados al ocio, á la holgazanería, á las maldades y á la
violencia.

Del modo que estarían tanta diversidad de clases viviendo y comiendo
juntos, se podría tristemente conjeturar, aunque no tuviésemos ningunas
noticias positivas, pero por fortuna las tenemos. De veinte á treinta
dormían hacinados en cada una de aquellas celdas, ó tumbados bajo los
pórticos, sobre un poco de paja podrida é infecta, ó sobre la desnuda
tierra; porque si bien se había mandado que la paja fuese fresca y
abundante, cambiándola á menudo, sin embargo, lo positivo era el ser
mala, escasa, y el no remudarse nunca. Igualmente se había ordenado,
que el pan fuese de buena calidad; mas, ¿qué administrador ha dicho
jamás que se hacen y gastan malos artículos? Pero esto que no se
hubiera obtenido en circunstancias ordinarias, ni aun para el servicio
más estrecho, ¿cómo lograrlo en aquella ocasión y en medio de toda
aquella barahúnda? Entonces se dijo, según encontramos en las memorias
de aquella época, que el pan del lazareto había sido alterado con
sustancias pesadas y no nutritivas; y sin embargo, es demasiado creíble
que esto no eran vanas quejas. Por último, había una gran escasez de
agua, es decir, de agua viva y saludable; el pozo común debía ser el
acueducto que lame las murallas del recinto, cuyas aguas escasas,
estancadas y también cenagosas, habían llegado á ponerse peor, á causa
del uso continuo y la proximidad de tanta gente.

Á todas estas causas de mortandad, tanto más activas, cuanto que ellas
obraban sobre cuerpos ya enfermos ó extenuados, se unía la malignidad
de la estación: lluvias obstinadas seguidas de una sequedad más
obstinada todavía, y después de esto un calor anticipado y violento. La
desgracia común fué aumentada por la inquietud y por la desesperación,
por el deseo de los antiguos hábitos, por el recuerdo de los seres
queridos que los infortunados habían perdido, por la memoria inquieta
y dolorosa de aquéllos de quienes habían sido separados, por mil otras
pasiones de abatimiento y de rabia que habían traído y también nacido
allí dentro; la aprehensión y el espectáculo continuo de la muerte
había llegado á ser para ellos mismos un nuevo y poderoso motivo de
temores y de alarmas; no debe, pues, causar admiración que la mortandad
se aumentara y reinara en aquel recinto hasta el punto de tomar el
aspecto y nombre de peste, según la opinión de muchas gentes. Ya sea
que la reunión y aumento de todas estas causas hiciesen multiplicar la
actividad de una influencia puramente epidémica; ya sea (según parece
que acontece en las carestías de menos gravedad y duración que de la
que nos ocupamos) que motivase un cierto contagio, el cual en los
cuerpos dispuestos y preparados por la misma miseria y mala calidad
de los alimentos, por la intemperie, desaseo y abyección, hallase los
temperamentos, por decirlo así, en su verdadera sazón, en fin, las
condiciones indispensables para nacer, nutrirse y acrecentarse, si es
lícito á un ignorante el hablar así, escudado á favor de la hipótesis
propuesta por algunos facultativos, y apoyada vigorosamente, por
último, con poderosas razones y mucha reserva por uno tan solícito como
de grande ingenio[11]; ya sea que el contagio naciese primeramente
como por una oscura é inexacta relación, juzgaron los médicos de
la junta de sanidad, ya que existiera y hubiera ido minando con
anterioridad (lo que acaso parece más verosímil, calculando que el
hambre era ya antigua y general, y la mortandad muy frecuente); y que,
en fin, llevado hacia aquella multitud permanente, se propagase con
nueva y terrible rapidez. Dejando aparte cuál de todas estas conjeturas
fuese la verdadera, lo cierto es que el número de muertos en el
lazareto ascendió bien pronto á más de un centenar por día.

Mientras que en dicho lugar reinaban los padecimientos, las más
horribles angustias, el espanto y un general estremecimiento, el
tribunal de la Provisión aparecía cubierto de vergüenza, aturdimiento é
incertidumbre. Se consultó, se oyó el parecer de la junta de sanidad,
y no se encontró otra cosa mejor que deshacer lo que se había hecho
con tanto aparato, á costa de gastos tan exorbitantes y de tantas
vejaciones. Se abrió, pues, el lazareto, y despidieron á todos los
infelices que aún no estaban atacados del contagio, los cuales salieron
con frenética alegría.


La ciudad volvió á resonar con los antiguos lamentos, pero más débiles
é interrumpidos; apareció de nuevo aquella turba de mendigos, más rara
y más miserable, dice Ripamonti, pensando cómo había sido tan diezmada.
Los enfermos fueron trasladados á Santa María della Stella, entonces
hospital de pobres, en donde perecieron la mayor parte.

Mientras tanto los campos bienaventurados empezaban á dorarse. Los
mendigos llegados á la ciudad de todos los alrededores fueron cada uno
por su lado á tomar parte en aquella tan deseada siega. La caridad
inagotable ó ingeniosa del buen Federico se dió también á conocer: á
cada aldeano que se presentó en el arzobispado, le hizo dar un bieldo,
y una hoz para segar.

Con la cosecha cesó por fin la carestía; la mortandad epidémica ó
contagiosa, disminuyéndose de día en día, se prolongó no obstante hasta
el otoño. Estando ya á punto de concluirse, he aquí que sobrevino un
nuevo azote.

Muchas cosas importantes, de ésas á las cuales especialmente se da el
título de históricas, habían sucedido durante todo este intervalo. El
cardenal Richelieu, después de haberse apoderado de la Rochela, según
ya se ha dicho, y hecho un tratado de paz con la Inglaterra, había
propuesto y obtenido por medio de su poderosa palabra, en el consejo
del rey de Francia, que se socorriese eficazmente al duque de Nevers,
habiendo igualmente determinado al rey mismo que mandase en persona la
expedición. Mientras se hacían los preparativos, el conde de Nassau,
comisario imperial, intimaba en Mantua al nuevo duque que entregase
sus estados en manos de Fernando, pues en caso de no verificarlo, éste
mandaría un ejército para ocuparlos. El duque, que en circunstancias
más desesperadas había rehusado aceptar una condición tan dura y
sospechosa, reanimado entonces por los socorros próximos de la Francia,
lo rehusaba con más motivo, pero en términos ambiguos y con protestas
de sumisión, aunque aparente, no menos envueltas. El comisario había
partido protestando que la fuerza lo decidiría. En el mes de marzo el
cardenal Richelieu había en efecto desembarcado con el rey á la cabeza
de un ejército, habiendo pedido el paso al duque de Saboya, lo cual
tratándolo nada se había conseguido. Después de un encuentro en que los
franceses obtuvieron las mayores ventajas, se había tratado de nuevo
y concluido un acuerdo, en el cual el duque, entre otras cosas, había
estipulado que D. Gonzalo de Córdoba levantaría el sitio de Casal,
obligándose, si éste se negase á ello, á unirse con los franceses
para invadir el ducado de Milán. D. Gonzalo, que deseaba salir bien
librado, levantó el campo que tenía al frente de Casal, en cuyo punto
entró apresuradamente un cuerpo de tropas francesas para reforzar la
guarnición.

En esta ocasión fué cuando Achillini dirigió al rey Luis aquel famoso
soneto:

  Sudate, o fochi, a preparar metalli[12].

y otro además, en el cual le exhortaba que se encaminase prontamente
á libertar la Tierra santa. Pero es destino que los consejos de los
poetas no sean jamás escuchados; y si en la historia encontráis algunos
hechos conformes á lo que ellos han aconsejado, podéis decir sin rebozo
alguno que ya eran cosas resueltas anteriormente. El cardenal Richelieu
había al contrario decidido el volver á Francia para despachar los
negocios que le parecían más urgentes. Girolamo Soranzo, enviado de
Venecia, trató de aducir las más poderosas razones para combatir esta
resolución, pero el rey y el cardenal no hicieron más caso de su prosa
que de los versos de Achillini, y se volvieron con el grueso del
ejército, dejando únicamente seis mil hombres en Susa para ocupar el
paso y mantener el tratado.

Mientras que este ejército se alejaba por una parte, el de Fernando se
acercaba por otra, invadiendo el país de los Grisones y la Valtellina,
disponiéndose á penetrar en el milanesado. Además de todos los daños
que podían temerse de semejante paso de tropas, tenía avisos exactos
la junta de sanidad, la cual sabía que dicho ejército traía la peste;
pues siempre en aquel entonces había algunos gérmenes en las tropas
alemanas, según dice Varchi, hablando de la que un siglo antes habían
éstos llevado á Florencia. Alejandro Tadino, uno de los vocales de la
junta de sanidad, (componíase de seis, además del presidente, cuatro
magistrados y dos médicos), fué encargado por el tribunal, como refiere
él mismo, para hacer presente al gobernador el peligro espantoso que
amenazaba al país, si aquella gente pasaba por allí para ir al sitio de
Mantua, según las voces que corrían. Por todos los actos de D. Gonzalo
se traslucía el deseo que tenía de ocupar un lugar en la historia, la
cual efectivamente no pudo pasarlo en silencio; pero (como sucede con
frecuencia) no conoció ó no se cuidó de registrar uno de sus actos
más dignos de memoria, cual fué la contestación que dió á Tadino en
aquella ocasión. Respondió que no sabía qué hacerse; que las razones
de intereses y de honor, por las cuales dicho ejército se había puesto
en movimiento, eran de mayor peso que el peligro que se le oponía; que
trataría sin embargo, de arreglarlo como se pudiera, y que se debía
confiar en la Providencia.

Para disponerlo, pues, todo del mejor modo que fuese posible, los dos
médicos de la junta de sanidad (el citado Tadino y el senador Settala,
hijo del célebre Ludovico), propusieron que se prohibiese, bajo las más
severas penas, el que persona alguna comprase efectos de los soldados
que debían pasar; pero fué cosa imposible el hacer comprender la
necesidad de semejante orden al presidente, hombre, dice el Dr. Tadino,
sumamente bondadoso, el cual no creía que del comercio con las tropas,
y á causa de la venta de sus efectos, pudiese resultar la muerte de
tantos millares de personas.

Por lo que hace á D. Gonzalo, poco después de su célebre respuesta
salió de Milán, y la partida fué tan triste para él como lo eran los
motivos. Acababa de ser removido de su destino por efecto de los malos
sucesos de la guerra de la cual había sido el principal motor y jefe,
y el pueblo le echaba la culpa del hambre sufrida bajo su gobierno.
(Lo que había hecho por la peste se ignoraba, ó por lo menos nadie
se cuidaba de ello, según más adelante veremos, exceptuando la junta
de sanidad, y especialmente los dos médicos.) Al salir, pues, en su
carroza de viaje del palacio, en medio de una escolta de alabarderos,
marchando delante á caballo dos trompetas, y acompañado de otras
carrozas de nobles que formaban su séquito, fué saludado con una
estrepitosa salva de silbidos por los muchachos reunidos en la plaza de
la catedral, y que siguieron en tropel detrás del carruaje. Habiendo
entrado la comitiva en la calle que se dirigía á la puerta de salida,
se encontró en medio de una multitud de gente, que parte de ella estaba
ya esperándole, y parte acudía á dicho sitio; tanto más, cuanto que los
trompeteros, hombres de juicio, no cesaron de tocar desde el palacio
hasta la puerta. Y en el proceso que se formó sobre aquel motín,
haciendo cargos á uno de éstos, que con su incesante tocar había sido
causa de que se aumentase, contestó: “Respetable señor, ésta es nuestra
profesión; y si su excelencia no hubiese tenido gusto que tocáramos,
hubiera mandado que callásemos”. Pero D. Gonzalo, ó por repugnancia
de manifestar temor, ó por miedo de hacer con ello más atrevida á la
muchedumbre, ó porque estuviese efectivamente un poco aturdido, lo
cierto era que no daba ninguna orden. La multitud que los guardias
habían intentado en vano rechazar, precedía, rodeaba y seguía la
carroza gritando: “Ahí va la carestía; ahí va la sangre de los pobres”,
y muchas otras cosas peores aún. Cuando llegaron junto á la puerta,
empezaron á arrojar piedras, ladrillos, terrones y tronchos de berza,
proyectiles ordinarios en semejantes casos: una gran parte corrió á las
murallas, y desde allí hicieron una última descarga sobre las carrozas
que salían, después de lo cual se desbandaron precipitadamente.

En lugar de D. Gonzalo, fué enviado el marqués Ambrosio Spínola,
cuyo nombre había ya conquistado en las guerras de Flandes aquella
celebridad militar de que aún goza en el día.

Entretanto el ejército alemán, bajo el mando supremo del conde Rambaldo
di Collato, también jefe italiano, de menor fama, pero igualmente
célebre, había recibido la orden definitiva de ir á caer sobre Mantua,
entrando por lo tanto en el ducado de Milán en el mes de setiembre.

En aquella época, la milicia se componía todavía en gran parte de
soldados aventureros; reclutados por capitanes aventureros también,
á los cuales en Italia se les daba el nombre de _condottieri_, y que
no tenían otra profesión que ponerse al frente de una partida de
gente alistada bajo sus órdenes, algunas veces por comisión de tal ó
cual príncipe, otras por su propia cuenta, y para venderse después en
compañía de sus afiliados. Los hombres se adherían á dicha profesión,
menos por el sueldo que les estaba asignado que por la esperanza del
pillaje y demás atractivos de la licencia. En el ejército no había
disciplina alguna estable y general; ésta no hubiera podido avenirse
tan fácilmente con la autoridad en parte independiente de tanta
variedad de jefes. Por otra parte, éstos no eran muy escrupulosos con
respecto á la disciplina, y aun cuando lo hubiesen sido, se puede
juzgar que no hubieran podido establecerla ni mantenerla; pues soldados
de semejante especie, ó se sublevarían contra su jefe innovador, al
cual se le metiese en la cabeza el abolir el pillaje, ó cuando menos
el dejarlo contemplando sus banderas. Además, como los príncipes para
tomar, según se dice, dichas partidas á sueldo cuidaban más de tener
mucha gente para asegurar sus empresas, que en proporcionar el número
á los medios que poseían para pagarles, medios ordinariamente muy
escasos, así los sueldos jamás los percibían exactamente. Los despojos
de los países en los cuales habían guerreado ó recorrido, llegaban á
ser como un suplemento tácitamente convenido. La siguiente sentencia
de Wallenstein no es menos célebre que su nombre: “Es más fácil
mantener un ejército de cien mil hombres que uno de doce mil”. El de
que nosotros hablamos estaba en parte compuesto de gente que bajo su
mando había desolado la Alemania en aquella guerra célebre entre todas
las guerras, por lo cual por sí misma y por sus efectos tomó en seguida
el nombre de los treinta años de su duración. Su propio regimiento era
conducido por uno de sus lugartenientes, la mayor parte de los demás
jefes habían mandado bajo sus órdenes, y se encontraban algunos de
ellos, los cuales cuatro años después debían ayudarle á tener el fin
desgraciado que todos saben.

Eran veinte y ocho mil infantes y siete mil caballos. Al bajar de la
Valtellina para caer sobre Mantua, debían costear el Adda hasta el
sitio en que se lanza en el Po; entre todo, tenían que hacer ocho
jornadas de marcha por el ducado de Milán.

Una gran parte de los habitantes se refugiaban á los montes llevándose
sus objetos más preciosos, y echando adelante los animales; otros
permanecían en sus casas para cuidar algún enfermo, preservarla del
incendio, ó para velar sobre las ricas alhajas escondidas y enterradas;
otros, porque nada tenían que perder, y que al contrario hacían cuenta
de ganar, tampoco se movían. Cuando la primera división llegaba al
sitio en que debía detenerse, se esparcía en seguida por el pueblo y
sus cercanías, y luego se entregaba al saqueo: lo que podía ser comido
ó llevado, desaparecía; lo restante, lo destruían y arruinaban; los
muebles se veían convertidos en leña, las casas en establos. Todos
los escondrijos, todas las astucias para salvar las riquezas, eran
casi siempre inútiles, y algunas veces atraían mayores males. Los
soldados, gente muy práctica en las estratagemas de semejante modo de
guerrear, registraban hasta los más pequeños rincones de las casas,
agujereaban las paredes y las echaban abajo: descubrían con la mayor
facilidad en los jardines la tierra removida de nuevo; se dirigían
á los montes á robar los ganados, penetraban en las cuevas guiados
por algunos bribones del país, según llevamos dicho, en busca de los
ricos habitantes refugiados en dichos sitios; los despojaban, los
arrastraban á sus casas, y á fuerza de golpes y amenazas les obligaban
á indicar el lugar en donde tenían escondidos sus tesoros.

Por último, emprenden la marcha: ya han partido; se oye morir á lo
lejos el sonido de las cajas y cornetas; sucédense algunas horas
de un espanto más tranquilo; mas he aquí que un nuevo redoble de
tambores, otro maldito toque de cornetas, anuncia la llegada de una
nueva división. Los que la componían, furiosos por no encontrar ya
presa alguna, destruían todo lo que quedaba; quemaban los muebles, las
puertas, las vigas, y también las casas enteras; trataban del modo más
bárbaro y cruel á los habitantes, yendo así de peor en peor por espacio
de veinte días, con motivo de estar el ejército compuesto del mismo
número de divisiones.

Colico fué el primer pueblo del ducado que invadieron aquellos malos
espíritus: lanzáronse en seguida sobre Bellano; desde dicho punto
entraron y se esparcieron por la Valtellina, de donde desembocaron en
el territorio de Lecco.


                                NOTAS:

[6] Pan hecho de varias especies de granos.

[7] Llámase así el arroz sin mondar.

   _Notas del traductor español._


[8] Medida que equivale á nuestra fanega, aunque es un poco
menor.--_Nota del traductor español._

[9] Historia patriæ, decadis V, lib. 6, pág. 386.--_Nota del autor._

[10] Noticia del origen y diarios sucesos de la gran peste contagiosa,
benéfica y maléfica, habida en la ciudad de Milán, &c. Milán 1648, pág.
20.

[11] El célebre Dr. F. Enrico Acerbi.

[12] Traducido literalmente: Sudad, oh fuegos, para preparar
metales.--_Nota del traductor español._



                        CAPÍTULO DECIMOPRIMERO


Aquí, entre los infelices amedrentados, encontramos personas muy
conocidas nuestras.

Quien no ha visto á D. Abundio el día que se esparció de repente la
noticia de la bajada del ejército, de su aproximación y de sus excesos,
no puede saber de ningún modo lo que es espanto. Ya vienen, son
treinta, cuarenta, cincuenta mil; son diablos, arrianos, antecristos;
han saqueado á Cortenuova; han pegado fuego á Primaluna; han destruido
á Introbbio, Parsturo, Barsio; han llegado á Balabbio; mañana estarán
aquí; tales eran las voces que corrían de boca en boca. Por doquier se
veía correr, pararse á su vez, consultarse tumultuosamente, titubear
entre el emprender la fuga ó quedarse; las mujeres se agrupaban
lanzando desesperados gritos y mesándose los cabellos.

D. Abundio, habiendo resuelto huir á todo evento, pues era el primero
que había tratado de ello, veía, sin embargo, en cada camino que iba á
tomar, en cada sitio en que pensaba refugiarse, obstáculos insuperables
y peligros espantosos. ¿Qué hacer?, exclamaba: ¿adónde ir? Los montes,
dejando aparte la dificultad del camino, no ofrecían seguridad; era
sabido que los lasquenetes[13] trepaban por ellos como gatos, con solo
que tuviesen algún indicio ó esperanza de poder hacer la menor presa.
El lago tenía muy hinchadas las narices; soplaba un viento sumamente
fuerte; además de esto, la mayor parte de los barqueros, temiendo
ser forzados á tener que pasar los soldados ó bagajes, se habían
refugiado con sus bateles á la orilla opuesta del Adda; las pocas que
aún quedaban se hallaban cargadísimas de gente, con cuyo enorme peso
y el temporal que reinaba, se temía que zozobrasen á cada paso. Para
alejarse y salir de la ruta que el ejército tenía que recorrer, no era
posible encontrar ni un carruaje, ni un caballo, ni algún otro modo
cualquiera. Yendo D. Abundio á pie no hubiera podido adelantar mucho
camino, y temía ser alcanzado. Los confines del territorio de Bérgamo
no se hallaban tan lejos que sus piernas no le pudiesen llevar de un
tirón; pero ya se había esparcido la noticia de haber salido de Bérgamo
á toda prisa un escuadrón de dragones para guardar la frontera y tener
á raya á los lasquenetes; aquéllos eran diablos en carne y hueso lo
mismo que éstos, y por su parte hacían todo el mal que les era posible.
El pobre hombre corría por la casa como un insensato y enteramente
fuera de sí; iba detrás de Perpetua para concertar con ella lo que
debía hacerse; pero ésta, ocupada del todo en reunir los objetos más
preciosos y en esconderlos debajo del pavimento ó en los más pequeños
agujeros, andaba apresuradamente, afanada, preocupada, con las manos
llenas, y respondía: “en concluyendo de poner todo esto en seguridad,
haremos en seguida lo que hacen los demás”. D. Abundio quería conversar
con ella y discutir acerca del partido que debían tomar; mas Perpetua,
entre los quehaceres y la prisa, y el miedo que tenía metido en el
cuerpo y la cólera que le causaba el de su amo, estaba en semejante
momento menos tratable que nunca. “¿No se ingenian los demás?, pues
nosotros también nos ingeniaremos. Permitidme que os diga que no
servís más que para estorbar. ¿Creéis que los otros no tengan también
su pellejo que salvar?, ¿juzgáis que los soldados vienen á haceros
á vos solo la guerra? Mejor sería que en lugar de venir delante y
detrás lloriqueándome y quemándome la sangre, me ayudarais á fin de
despachar más pronto”. Con éstas y otras contestaciones semejantes
se desembarazaba de él, habiendo ya decidido que luego que hubiese
concluido del mejor modo posible aquella precipitada operación, le
cogería de la mano como se hace con un niño, y lo arrastraría consigo
á los montes. Abandonado de este modo, se situaba en la ventana,
miraba por todas partes, aguzaba los oídos, y al ver pasar á la gente,
exclamaba con acento de queja y de reproche á la vez: “Haced la caridad
á vuestro infeliz cura de buscarle algún caballo, un mulo, un asno
cualquiera. ¿Es posible que nadie quiera socorrerme? ¡Oh, qué gente,
Dios mío! Á lo menos esperadme, para que pueda ir en vuestra compañía;
esperad á que seáis quince ó veinte para que yo marche con vosotros y
que no me vea abandonado. ¿Queréis dejarme en poder de esos perros?,
¿ignoráis por ventura que la mayor parte son luteranos, y que tienen
por una obra meritoria el asesinar á un sacerdote católico, apostólico,
romano?, ¿queréis dejarme aquí para que reciba el martirio? ¡Oh, qué
gente, qué gente!”.


Pero, ¿á quién dirigía estas palabras? Á hombres que pasaban encorvados
bajo el peso de su pobre ajuar, pensando en lo que dejaban en casa,
echando sus vacas por delante, siguiéndoles los hijos cargados con
cuanto podían, y sus mujeres llevando en hombros á los pequeñuelos que
no podían andar. Algunos pasaban de largo sin responder ni tan siquiera
mirar; otros le decían: “¡Eh! señor, componeos como mejor podáis;
dichoso vos que no tenéis que pensar en la familia; ayudaos, ingeniaos”.

“¡Oh, infeliz de mí! exclamaba D. Abundio. ¡Qué gente, qué corazones!
no hay caridad; cada uno sólo piensa en sí mismo, y de mí nadie se
acuerda”. Y después de esto se dirigía de nuevo en busca de Perpetua.

--¡Oh, casualmente, le dijo ésta, venís á propósito; ¿y el dinero?

--¿Cómo lo haremos?

--Dádmelo; iré á enterrarlo en el jardín juntamente con la plata.

--Pero...

--Pero, pero... dádmelo; guardad algunos sueldos para lo que pueda
ofrecerse, y después dejad lo demás á mi cuidado.

D. Abundio obedeció; se dirigió hacia su arca, sacó su pequeño tesoro,
y lo entregó á Perpetua, la cual dijo: “Voy á enterrarlo en el jardín,
al pie mismo de la higuera”; dicho lo cual salió.

Poco después volvió á aparecer con una banasta llena de comestibles y
un canastillo vacío, en el cual se puso á colocar apresuradamente un
poco de ropa blanca para ella y para su amo.

Hecho esto, dijo Perpetua: “Á lo menos llevaréis el breviario”.

--Pero, ¿adónde vamos?

--¿Adónde van todos los demás? Primeramente nos dirigiremos al camino,
y una vez allí, oiremos y veremos lo que mejor nos convenga hacer.

En el mismo momento entró Inés con una pequeña cesta en las espaldas, y
como en ademán del que viene á hacer una proposición importante.

Inés, decidida á no aguardar tampoco los tan peligrosos huéspedes,
viéndose en su casa enteramente sola, y además todavía con algún oro
del Incógnito, había estado largo tiempo dudando acerca del paraje
donde podría refugiarse. El resto de aquellos escudos, los cuales,
durante la época del hambre, le habían hecho tan al caso, era la
principal causa de sus alarmas y de su irresolución; pues había oído
decir que en los países ya invadidos, los que tenían dinero estaban
en una situación más terrible que los demás, viéndose expuestos á un
mismo tiempo á la violencia de los extranjeros y á las asechanzas de
sus compatriotas. Es verdad que no había confiado á nadie el secreto
del bien que le había llovido del cielo, según vulgarmente se dice, á
no ser á D. Abundio, á cuya casa iba de cuando en cuando á cambiar
los escudos, dejando siempre alguna cosa para que la diese á los que
fuesen más pobres que ella. Pero el dinero oculto, especialmente para
los que no están acostumbrados á manejarlo con frecuencia, tienen al
poseedor en una continua zozobra, con respecto á los demás. En la
ocasión presente, mientras que Inés iba escondiendo, ya por un lado, ya
por otro, las cosas mejores que no podía llevar consigo, y pensaba en
los escudos que llevaba cosidos en su vestido, recordó que juntamente
con ellos le había hecho el Incógnito las más cumplidas ofertas de
servirla en todo y por todo; acordóse también, de lo que había oído
contar tocante á su castillo situado en un lugar tan seguro, con el
cual nadie, á excepción de los pájaros, podía llegar contra la voluntad
de su dueño, por cuyo motivo resolvió ir á buscar un asilo. Calculó
cómo podría hacerse reconocer de aquel señor, y en seguida pensó en
D. Abundio, el cual, después de la conversación que había tenido con
el arzobispo, le había manifestado las muestras más particulares de
aprecio, con una efusión tanto mayor, cuanto que lo podía hacer sin
comprometerse, y que permaneciendo los dos jóvenes muy lejos, estaba
muy distante el caso de que se le pudiese hacer una petición, la cual
hubiera puesto su benevolencia á una muy dura prueba. Inés supuso,
pues, que en aquella barahúnda el pobre hombre debía hallarse más
embarazado y aturdido que ella, y que el partido que iba á proponerle
le parecería bueno. Habiéndolo encontrado en compañía de Perpetua,
expuso á ambos el motivo de su visita.

--¿Qué decís á esto, Perpetua?

--Digo que es una inspiración del cielo; que es preciso no perder
tiempo, y que nos pongamos al momento en camino.

--Y después...

--Después, después, cuando ya estemos allá, nos encontraremos muy
satisfechos. Al presente sabemos que ese señor no trata más que de
favorecer al prójimo, y tendrá un verdadero placer en proporcionarnos
un asilo. En aquel paraje, en la frontera misma, y casi perdidos en
los aires, no hay cuidado que vayan los soldados. Y luego, tampoco nos
faltará que comer; pues de lo contrario, allá en lo más elevado de
las montañas, cuando se nos hubiese concluido esta pequeña gracia que
Dios nos ha enviado, (y así diciendo, colocaba los víveres en la cesta
encima de la ropa blanca,) nos veríamos muy apurados.

--Conque ¿se ha convertido, convertido de veras, eh?

--¿Quién lo duda, después de todo lo que se sabe, después de lo que vos
mismo habéis presenciado?

--¿Y si fuésemos á meternos en la jaula?

--¿Qué jaula? Perdonad que os diga que con todas las cosas tan
insustanciales que se os ocurren, nunca se llegaría á resolver nada.
Excelente Inés, habéis tenido una bella idea; y al concluir estas
palabras, puso la banasta sobre una mesita, y, habiendo pasado los
brazos por las correas, se la cargó á las espaldas.

--¿No se podría, dijo D. Abundio, encontrar á algún hombre que viniese
con nosotros para escoltar á su cura? Si topásemos con algún bribón,
que en semejantes ocasiones se ven con frecuencia, ¿de qué ayuda
podríais servirme vosotras?

--¡Otra exigencia todavía!, ¡y siempre para perder tiempo! ¡Ir ahora
á buscar á ese hombre, cuando cada uno no piensa más que en sus
quehaceres! Acabemos de una vez: buscad vuestro sombrero y breviario, y
andando.

D. Abundio salió, y volvió al cabo de pocos instantes con el breviario
bajo del brazo, el sombrero puesto y bastón en mano, después de lo
cual salieron los tres por una puertecilla que daba á la plaza de la
iglesia. Perpetua la cerró, más bien para no omitir una formalidad, que
por la fe que ella tuviese en la cerradura y en las hojas de la puerta,
guardándose en seguida la llave en la faltriquera. D. Abundio, al pasar
por delante de la iglesia, le echó una ojeada, y dijo entre dientes:
“Al pueblo corresponde guardarla, pues que á él es para quien sirve. Si
tienen un poco de amor á su iglesia, tratarán de conservarla; si no lo
tienen, así sufran lo que ella”.

Dirigiéronse á través de los campos guardando el más profundo silencio,
pensando cada uno en sus propios negocios, y mirando en torno de
sí, principalmente D. Abundio, por si acaso divisaba alguna figura
sospechosa; ó algo de extraordinario. No encontraban á nadie: la gente
toda estaba metida en sus casas, con objeto de guardarlas, recogiendo
sus efectos, ó escondiéndolos, ó por los caminos que conducían
directamente á los montes.

Después de haber suspirado innumerables veces y dejado escapar alguna
interjección, D. Abundio empezó á murmurar ya, más continuadamente.
La tomaba con el duque de Nevers, que hubiera podido permanecer muy
bien en Francia gozando en hacer el príncipe, y que quería ser duque
de Mantua á despecho de todo el mundo. Luego la emprendía con el
emperador, que hubiera debido tener más juicio que los demás, dejando
seguir al agua su curso, no siendo tan quisquilloso; pues al fin y al
cabo, ¿por ventura no sería siempre el emperador, bien fuese duque de
Mantua, Ticio ó Sempronio? Pero con quien principalmente la pegaba era
con el gobernador, pues á éste correspondía haber alejado los azotes
del país, habiendo sido al contrario, el que los había atraído por su
afición á la guerra. Convendría que esos señores estuvieran aquí para
que viesen y probasen lo que es bueno. ¡Gran cuenta tienen que rendir!
Pero entretanto lo pagamos los que ninguna culpa tenemos.

--Dejad un poco tranquilas á esas gentes, pues ya no vendrán á
ayudarnos, decía Perpetua. Ya volvéis, perdonadme; ya volvéis á
vuestras tonterías, que á nada conducen. Lo que más bien me causa más
inquietud es...

--¿El qué?

Perpetua, que en el pedazo de camino andado había ido pensando con
todo sosiego en lo que había escondido tan precipitadamente, empezó á
lamentarse de haber olvidado tal cosa, ocultado mal tal otra, de haber
dejado en cierto paraje una señal que podía guiar á los ladrones, en
otro sitio...

--¡Muy bien!, dijo D. Abundio, tranquilizado ya por su vida lo
suficiente para afligirse por sus intereses. ¡Buena cosa habéis hecho
por vida mía! ¿En dónde teníais la cabeza?

--¡Cómo!, exclamó Perpetua, plantándosele delante y puesta en jarras,
según se lo permitía la banasta, con la cual iba cargada: ¡cómo!,
¡venís ahora con tales reproches, cuando vos érais el que me daba tanta
prisa, y me devanabais los sesos en vez de ayudarme y animarme! Antes
bien he pensado en las cosas de la casa que en las mías propias; nadie
ha habido que me diese una mano; todo ha tenido que pasar por mí; si
algo sale mal, ninguna culpa tengo; he hecho más de lo que debía.

Inés interrumpía estas disputas hablando de sus pesadumbres; no
lamentándose tanto de los males é incomodidades que sufría, cuanto de
ver desvanecerse la esperanza de abrazar pronto á su amada Lucía, que
según recordarán los lectores, justamente había llegado el otoño, en
el cual madre é hija habían proyectado volverse á ver; porque no era
de suponer que D.ª Prajedes quisiese ir hacia aquel lado en semejantes
circunstancias, habiendo, al contrario, salido de él, si por casualidad
se hubiese encontrado, como hacía todo el mundo.

La vista de los lugares hacía más vivos aún los pensamientos de Inés
y más punzante su disgusto. Habiendo salido de los senderos que
atravesaban los campos, entraron en el mismo camino real por el cual
la pobre mujer había ido acompañando por tan poco tiempo á la hija á
su casita, después de haber permanecido con ella en casa del sastre. Á
todo esto se divisaba ya la población.

--¿Iremos á saludar á esas buenas gentes? dijo Inés.

--Y también á descansar un poquito; pues, esta banasta empieza ya á
fastidiarme, y luego tenemos que comer un bocado, contestó Perpetua.

--Con la condición de no perder tiempo, pues no viajamos por diversión,
dijo D. Abundio.

Fueron recibidos con la mayor satisfacción y con los brazos abiertos:
es de advertir que traían á la memoria una buena acción. Haced bien
á todos cuantos podáis, dice en esta ocasión nuestro autor, y con
frecuencia encontraréis caras risueñas.

Al abrazar Inés á la buena señora, prorrumpió en un copioso llanto,
el cual le sirvió de un gran alivio, contestando con sollozos á las
preguntas que ella y su marido le hacían con respecto á Lucía.

--Está mejor que nosotros, dijo D. Abundio: se halla en Milán al abrigo
de todo peligro, y lejos de estas diabólicas escenas.

--¿Por ventura el señor cura y la compañía, van de huida? dijo el
sastre.

--Justamente, contestaron á un tiempo el amo y la criada.

--Lo siento mucho.

--Nos dirigimos, repuso D. Abundio, al castillo de ***.

--Muy bien pensado; estaréis tan seguros como en el cielo.

--¿Y aquí no tenéis miedo?

--Os diré, señor cura; juiciosamente pensando, según todas las
probabilidades, no deberían venir á alojarse aquí, á causa de estar
esto fuera de camino para esas gentes: cuando más podrán hacer alguna
escapatoria (lo que Dios no quiera), pero en todo caso siempre hay
tiempo: antes hemos de oir hablar de las infelices poblaciones por
donde irán pasando.

Los viajeros habían resuelto descansar algunos momentos, y como era
justamente la hora de comer, “Señores, dijo el sastre, os ruego que
honréis mi pobre mesa; francamente, consistirá en un solo plato que
tiene muy buena traza”.

Perpetua dijo que llevaba consigo algo con que romper el ayuno. Después
de algunos cumplidos por una y otra parte, acordaron juntar las
provisiones y comer en compañía.

Los niños se habían colocado con grande algazara alrededor de Inés,
su antigua amiga. El sastre ordenó prontamente á una de sus hijas (la
que había enviado con aquel plato de comida á la viuda María, según
recordarán los lectores), que fuese á asar unas castañas, que eran de
las primeras que se habían cogido.

--Y tú, dijo á un muchacho, marcha corriendo al huerto, y sacude bien
el albérchigo, recoge los que caigan, y tráelos; que vengan todos,
¿oyes? Y tú, dijo á otro, encarámate á la higuera y coge los higos que
estén más maduros. Éste es un oficio que conocéis demasiado.

Por lo que á él hace, fué á destapar un tonelito de vino, y su mujer
á traer ropa de mesa. Perpetua sacó sus provisiones, púsose la mesa,
se colocó en la cabecera una servilleta y un plato de loza para
D. Abundio, añadiendo Perpetua un cubierto que traía en la cesta.
Sentáronse á la mesa y comieron si no con grande alegría, á lo menos
con mucha más de la que ninguno de los comensales hubiera esperado
disfrutar aquel día.

--¿Qué decís vos, señor cura, de esa barahúnda de cosas? dijo el
sastre; me parece que estoy leyendo la historia de los sarracenos en
Francia.

--¡Qué queréis que diga! ¡Era preciso que me alcanzase esta nueva
desgracia!

--Pero habéis escogido un excelente refugio, replicó aquél, ¿quién
se atrevería á subir allí á la fuerza? Encontraréis una numerosa
concurrencia, porque he oído decir que se ha refugiado mucha gente, y
que continuamente va llegando más.

--Me atrevo á esperar que seremos bien recibidos. Conozco á ese buen
señor; y cuando una vez tuve que apersonarme con él, se portó muy bien
conmigo.

--Y conmigo también, interrumpió Inés; me mandó á decir, por conducto
de monseñor ilustrísimo, que cuando necesitase algo acudiese á él.

--Sublime y hermosa conversión repuso D. Abundio; persevera en ella,
¿no es cierto?, ¿persevera?

El sastre se puso entonces á hablar largamente acerca de la santa vida
que hacía el Incógnito, y cómo después de haber sido el cruel azote de
todas las cercanías, había llegado á ser el ejemplo y el bienhechor.

--¿Y la gente que tenía consigo... toda aquella servidumbre?...
replicó D. Abundio, el cual había oído decir algo, pero que no estaba
enteramente seguro.

--La mayor parte se han marchado, respondió el sastre; y los que
han quedado, han variado de vida, de tal modo... En una palabra, el
castillo se ha convertido en una nueva Tebaida: vos debéis saber todo
esto.

Luego se puso á platicar con Inés sobre la visita del cardenal.
“¡Grande hombre!, decía; ¡grande hombre!, ¡lástima que pasara por
aquí con tanta precipitación, pues ni aun pude honrarle como merecía.
¡Oh, cuán satisfecho estaría si pudiese hablarle otra vez, así, más
despacio!”.

Después que se levantaron de la mesa, les enseñó una estampa que
representaba al cardenal. La tenía pegada á una de las hojas de la
puerta, como en señal de veneración al personaje, y también para poder
decir á todo el mundo que el retrato no era parecido, porque él había
podido examinar de cerca, y con mucha calma, al cardenal en persona, en
aquella misma habitación.

Lo han querido hacer con esta cosa aquí... dijo Inés: el vestido le
parece; pero...

--¿No es verdad que no tiene parecido?, repuso el sastre: yo siempre
lo digo; no nos engañamos, ¿eh? Mas en su defecto está su nombre
debajo; al fin es un recuerdo.

D. Abundio daba prisa y estaba impaciente por llegar; el sastre se
empeñó en ir á buscar un carro que los condujese hasta el pie de la
subida; corrió, pues, con la mayor solicitud á su encuentro, y pocos
momentos después volvió diciendo que ya venía. Luego se dirigió á D.
Abundio, y le dijo: “Señor cura, si deseáis llevaros allá arriba
algún libro para pasar el tiempo, yo podré serviros, pues, aunque soy
un infeliz, me divierto también en leer un poco. Ello no serán libros
como los vuestros, por estar escritos en lenguaje vulgar, pero no
obstante...”.

--Gracias, gracias, respondió D. Abundio: las circunstancias son tales,
que apenas tiene uno cabeza para ocuparse de lo que es de obligación.

Mientras se dan y vuelven las gracias, se cambian los saludos y buenos
presagios, invitaciones y promesas de otra visita á la vuelta, el carro
ha llegado delante de la puerta de la calle. Colocan en él las cestas,
montan y emprenden con un poco más de calma y tranquilidad de espíritu
la segunda mitad del viaje.

El sastre había dicho la verdad á D. Abundio, con respecto á la nueva
vida del Incógnito. Desde el día en que lo dejamos, había continuado
haciendo lo que se propuso; á saber: reparar los males causados,
reconciliarse con sus enemigos, socorrer á los desgraciados, hacer, en
suma, todo el bien que pudiese. Aquel valor que en otro tiempo había
manifestado en ofender y defenderse, ahora lo mostraba en no hacer una
cosa ni otra. Iba siempre solo y sin armas, dispuesto á sufrir las
consecuencias posibles de tantas violencias como había cometido, y
persuadido que sería usar de una nueva si se valía de la fuerza para
defender su persona, que era deudora de tantas y tantas; convencido,
igualmente, de que todo el daño que se le hiciese sería una injuria
hacia Dios, pero con respecto á él una justa retribución, y que él
tenía menos derecho que cualquiera otra persona para castigar al que le
injuriase. Á pesar de todo esto, permanecía tan inviolable como cuando
tenía armados para su seguridad tanta multitud de brazos en unión con
el suyo. El recuerdo de su antigua ferocidad, y la vista de su actual
mansedumbre, la una que debía haber dejado naturalmente tantos deseos
de venganza, y la otra, que la hacía tan fácil, conspiraban, sin
embargo, á la vez, á vencer los odios, y á conquistarle una admiración
que le servía principalmente de salvaguardia. Éste era el hombre que
nadie había podido humillar, y que se había humillado á sí mismo. Los
rencores irritados otras veces por su desprecio y por el miedo que le
tenían, veíanse, al presente, embotarse ante aquella nueva humildad:
los ofendidos habían obtenido, contra toda esperanza y sin ninguna
especie de riesgo, una satisfacción que no hubieran podido prometerse
de la mejor venganza; esto es, el placer de ver á un hombre semejante
arrepentido de sus crímenes, y siendo partícipe, por decirlo así, de
su indignación. Existían muchos cuyo rencor se había hecho más amargo
y profundo á causa del infinito número de años que lo abrigaban, sin
haber podido encontrar durante tan largo trascurso de tiempo una
ocasión en que pudiesen ser más fuertes que aquel hombre para tomar la
revancha de los daños que les había causado; mas al verlo luego solo,
desarmado y en la actitud de un hombre que no opondría resistencia,
no sentían otro impulso hacia él más que una intensa veneración y
profundísimo respeto. En aquella voluntaria humillación, su presencia
y continente habían adquirido, sin que él lo supiese, un cierto no
sé qué de más noble y elevado, pues se traslucía en toda su persona,
todavía mejor que antes, la ausencia de todo temor. Los odios, aun
los más tenaces é inveterados, se sentían como ligados y contenidos
respetuosamente por la veneración general de la cual era objeto aquel
hombre arrepentido y tan benéfico. Dicha veneración era tal, que él
mismo se veía embarazado para sustraerse á las demostraciones que se le
hacían, teniendo que poner todo su cuidado en no dejar transparentar
en su semblante y ademanes, el sentimiento interior de compunción y
no humillarse mucho para no ser demasiado ensalzado. En la iglesia
eligió el sitio más inferior, y no había peligro que nadie lo ocupase;
hubiera sido lo mismo que usurpar un puesto de honor. Ofender pues á
semejante individuo ó tratarle con poco miramiento, podía parecer no
solamente una insolencia y villanía, sino también un sacrilegio; y los
mismos á quienes este sentimiento general podía servir de comedimiento,
participaban igualmente más ó menos.

Éstas y otras muchas causas alejaban también de él la venganza de la
fuerza pública, y le procuraban además por este lado una seguridad,
por la cual ningún cuidado pasaba. El rango y elevado nacimiento, que
en todo tiempo le habían servido de escudo, militaban aún más en su
favor, después que á aquel nombre ya famoso se unían las alabanzas
de una conducta sumamente ejemplar y la gloria de su conversión. Los
magistrados y los grandes se habían alegrado de ésta públicamente como
el pueblo, habiendo parecido extraño el enconarse contra el que era
objeto de tantas congratulaciones. Además de esto, un poder ocupado en
una guerra perpetua y siempre desgraciada contra rebeliones vivas y
renacientes, podía estar bastante satisfecho con haber librado de la
más indomable y molesta, para no ir á buscar otra; tanto más, cuanto
que dicha conversión producía reparaciones que el expresado poder no
estaba acostumbrado á obtener, ni tampoco á pedir. Martirizar á un
santo no parecía un buen medio para librarse de la vergüenza de no
haber sabido tener á raya á un facineroso, y el efecto que se hubiera
conseguido castigándole no habría sido otro que hacer volver á sus
semejantes á su antigua y criminal vida. Probablemente también la parte
que el cardenal Federico había tenido en la conversión, y su nombre
asociado al del convertido, servían á éste como de un impenetrable y
sagrado escudo. Y en ese estado de cosas é ideas, en esas singulares
relaciones de la autoridad espiritual y del poder civil, que tan á
porfía debatían entre sí sin pensar jamás en destruirse, mezclando
continuamente á las hostilidades, actos de reconocimiento y protestas
de deferencia, y que no obstante iban siempre de conserva á un fin
común, sin hacer nunca las paces, pudo parecer en cierto modo que
la reconciliación de la primera llevase consigo el olvido, si no la
absolución del segundo, cuando aquélla se había acumulado solamente
para producir un efecto querido de ambas.

Así, aquel hombre, sobre el cual, si hubiese caído, habrían corrido á
porfía grandes y pequeños á pisotearle, derribándose voluntariamente,
conseguía ser perdonado por todos, y venerado por muchos.

Es cierto que también había algunos á quienes aquel estrepitoso cambio
debía dejar muy disgustados; tales eran los ejecutores pagados para
cometer crímenes, los compañeros de delitos, que perdían una tan gran
fuerza, con la cual estaban habituados á crearse una renta, y que acaso
en el momento que esperaban la noticia de la ejecución, encontraban
á un mismo tiempo rotos los hilos de las tramas urdidas á fuerza de
tanto tiempo y trabajo. Pero ya hemos visto los diversos sentimientos
que la tal conversión hizo nacer en los corazones de los secuaces que
se encontraban entonces con él, y la cual oyeron anunciar por la misma
boca de su jefe: estupor, aflicción, abatimiento, cólera; un poco de
todo, menos desprecio ni odio. Lo propio sucedió á los demás que tenía
apostados en diferentes sitios, cuando llegaron á informarse de tan
terrible nueva; lo mismo á los cómplices de más alta importancia, y á
todos por las mismas causas. El odio principal, según dice Ripamonti,
recayó más bien sobre el cardenal Federico. Miraban á éste como el que
se había mezclado en sus negocios para destruirlos: el Incógnito había
querido salvar su alma; nadie tenía razón de quejarse.

Poco á poco la mayor parte de los antiguos sicarios del Incógnito,
no pudiendo acostumbrarse á su nueva disciplina, y no viendo tampoco
ninguna probabilidad de cambio, se fueron marchando. El uno había ido
á buscar un nuevo amo, acaso entre los amigos del que acababa de dejar;
el otro fué á alistarse en alguno de los tercios, como entonces se
llamaban, de España ó de Mantua, ó de cualquier otra parte beligerante;
éste se lanzó á los caminos reales, á fin de hacer la guerra por su
cuenta; y aquél, por último, se había contentado con ir tuneando á
sus anchas. Los que se hallaban á sus órdenes en diversos pueblos, se
vieron obligados á hacer poco más ó menos lo mismo. El pequeño número
de los que habían podido habituarse á aquel nuevo género de vida, y
que la abrazaron voluntariamente, naturales los más del valle, habían
vuelto á los campos ó á ejercer los oficios aprendidos en sus primeros
años, y abandonados después: los forasteros se quedaron en el castillo
en clase de criados; unos y otros, como convertidos al mismo tiempo que
su amo, pasaban del modo que éste su vida, sin hacer ni recibir daños,
inermes y respetados.

Mas cuando á la llegada de las tropas alemanas algunos fugitivos de las
poblaciones invadidas ó amenazadas se dirigían al castillo para pedir
un asilo, el Incógnito, sumamente satisfecho de que sus muros fuesen un
lugar de refugio para los débiles, así como en otro tiempo lo habían
sido de execración y espanto, acogía á esos desgraciados más bien con
expresiones de agradecimiento que de cortesía. Hizo publicar que su
casa estaría abierta á todo el que quisiera refugiarse, y se ocupó
en seguida de poner, no solamente el castillo, sino también el valle,
en estado de defensa, por si los lasquenetes ó dragones quisiesen ir
allí á hacer de las suyas. Reunió los servidores que le habían quedado,
que eran pocos, pero valientes, como los versos de Torti; hízoles
una arenga sobre la dichosa ocasión que Dios les ofrecía, así como
igualmente á él, de emplearse una vez en ayuda de su prójimo, al cual
tantas habían oprimido y asustado; y con aquel antiguo tono natural de
mando, que expresaba la certidumbre de ser obedecido, les anunció en
términos generales lo que él deseaba que hiciesen, y les prescribió
sobre todo cómo debían conducirse, á fin de que la gente que llegara
á refugiarse al castillo no viese en ellos todos más que amigos y
defensores. Mandó sacar de un desván en donde estaban hacinadas una
multitud de armas blancas y de fuego, las cuales distribuyó; hizo
decir á sus aldeanos y arrendadores del valle, que si querían ir
voluntariamente al castillo con armas, serían bien recibidos, y que el
que no las tuviese se le darían; nombró oficiales, señaló los puestos
á la entrada y en diversos parajes del valle, en la subida, á las
puertas del castillo; fijó las horas y el modo de relevarse, como en un
campamento, ó según se había verificado en dicho castillo mismo en los
tiempos de su vida criminal.

En un rincón del susodicho desván, se hallaban separadas del montón
las armas que él solo había usado: veíase allí su famosa carabina, sus
mosquetes, espadas, dagas, espadones, pistolas, cuchillos, puñales,
tirados por el suelo ó arrimados á la pared. Ninguno de los servidores
tocó á dichas armas; pero trataron de preguntar al señor las que
deseaba que le fuesen llevadas: ninguna, respondió; y ya fuese esto
voto, ya resolución, permaneció siempre desarmado á la cabeza de
aquella especie de guarnición.

Al mismo tiempo había puesto en movimiento á otros hombres y mujeres
de su casa y dependencias, para preparar en el castillo alojamiento
al mayor número de personas que fuese posible, haciendo disponer
camas, colocar jergones y colchones en las salas, las cuales estaban
transformadas en dormitorios. Había dado orden para que trajeran
provisiones en abundancia, con el objeto de subvenir á las necesidades
de los huéspedes que Dios le enviase, y cuyo número iba aumentándose de
día en día. En el ínterin él no permanecía ocioso; veíasele tan pronto
dentro como fuera del castillo, ya arriba, ya abajo de la colina; era
digno de contemplar con qué solicitud recorría el valle, estableciendo,
reforzando y visitando los puestos, examinándolo todo, dejándose ver,
poniendo y conservando el orden por medio de sus palabras, de sus
miradas, y de su presencia. En su castillo, por los caminos, acogía á
todos los fugitivos que encontraba; y todos, ya fuese que lo hubiesen
visto, ó lo viesen por la primera vez, lo miraban estáticos, olvidando
un momento los pesares y temores que los habían lanzado á aquellos
sitios, y se volvían aún á mirarlo, cuando apartándose de ellos
continuaba su camino.


                                NOTAS:

[13] Nombre que se daba antiguamente á los soldados alemanes, ya
fuesen de á pie ó de á caballo.--_Nota del traductor español._



                        CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO


Aunque el mayor concurso no se hallase por el lado que nuestros tres
fugitivos se aproximaban al valle, sino más bien en la parte opuesta,
no obstante, empezaron á encontrar compañeros de viaje y de infortunio,
que llegaban por caminos de travesía y pequeños senderos al camino
real. En semejantes ocasiones todos los que se encuentran se tratan
como antiguos conocimientos. Cada vez que el carro alcanzaba algún
caminante, se cambiaban de un lado y de otro una multitud de preguntas
y respuestas. Éste se había escapado del mismo modo que nuestros
personajes, sin esperar la llegada de los soldados; aquél había oído
los tambores y las cornetas; otro por último los había visto, y los
pintaba con el prisma que el espanto acostumbra dar á todas las cosas.

--Á Dios gracias, nosotros somos aún bastante afortunados. Por allá se
han quedado nuestros intereses, pero al menos estamos en salvo.

Mas D. Abundio no encontraba motivos de alegrarse tanto. Aquella
gran concurrencia de gente, y más todavía la que temía hallar en el
castillo, empezaba á entristecerle. “¡Oh, qué historia!” decía en voz
baja á las mujeres en un momento en el cual no había nadie alrededor.
“¡Oh, qué historia! ¿No comprendéis que reunirse tanta gente en un
sitio solamente, es lo mismo que el querer atraer por fuerza á los
soldados? Todo el mundo se esconde, todos huyen; en las casas no queda
nadie; en su consecuencia los soldados creerán que allá arriba están
los tesoros, y de seguro subirán. ¡Oh, infeliz de mí, en buena me he
metido!”

--¡Oh, no tendrán nada más que hacer que subir al castillo! decía
Perpetua; ellos también deben ir por su camino. Además, siempre he oído
decir que en los peligros es mejor el encontrarse muchos reunidos.

--¡Muchos, muchos! replicaba D. Abundio; ¡pobre mujer! ¿No sabéis que
cada lasquenete se comería cien de éstos? Y después, “¡si quisiesen
hacer locuras, sería una bonita cosa! ¿no es cierto que sería hermoso
el hallarse en medio de una batalla? ¡Oh, pobre de mí! Mejor hubiera
sido ir á refugiarse en los montes. ¡Que todos hayan de querer
ocultarse en un mismo sitio! ¡Maldita gente!”. En seguida refunfuñaba:
“Todos aquí; andad, andad pues; uno detrás de otro del mismo modo que
las ovejas”.

--Según esta cuenta, dijo Inés, ellos podrían decir otro tanto de
nosotros.

--Callaos, callaos, dijo D. Abundio; las habladurías no sirven de nada.
Lo hecho, hecho se queda; ya nos hallamos aquí, y por lo tanto, es
preciso que permanezcamos. Sucederá lo que Dios quiera: el cielo nos la
depare buena.

Mas lo peor fué cuando, á la entrada del valle, vió un numeroso puesto
de gentes armadas; los unos en la puerta de una casa, y los otros
en el piso bajo: mirólos de reojo; aquellos rostros no eran los que
había visto en su primero y doloroso viaje, ó si encontraba algunos
estaban muy cambiados; pero á pesar de todo esto, no puede expresarse
la aflicción que le causó semejante vista. “¡Oh, pobre de mí! se decía
interiormente: ¡He aquí si hacen locuras! No podía ser de otro modo:
yo debía esperarlo de un hombre como ése. Pero, ¿qué querrá hacer? ¿La
guerra acaso? ¿Querrá, por ventura, desempeñar el papel de rey? ¡Oh,
infeliz de mí! En las actuales circunstancias, en que sería preciso
esconderse bajo siete estados de tierra, él busca, al contrario, todos
los medios de hacerse ver, de darse á conocer á ellos, ó mejor diré,
quiere provocarlos”.

--Mirad, mirad pues, señor, le dijo Perpetua, si hay aquí gente
valiente que sabrá defendernos: que vengan ahora los soldados; aquí no
son como nuestros miedosos lugareños, que no tienen más que piernas
para correr.

--¡Silencio! respondió en voz baja D. Abundio, pero con iracundo
acento: “¡Silencio! pues no sabéis lo que os decís. Rogad al cielo que
los soldados tengan prisa para proseguir su camino, que no lleguen
á saber lo que aquí se hace, y que este lugar se dispone como un
fuerte. ¿Ignoráis, por ventura, que el oficio de los soldados es tomar
fortalezas? No buscan otra cosa; para ellos el dar un asalto es como ir
á unas bodas, porque todo lo que encuentran lo hacen suyo, y pasan á
todo el mundo á cuchillo. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Vaya; yo veré si hay
algún medio de ponerse en salvo sobre cualquiera de esos precipicios.
¡Oh, en una batalla, no me cogerán! ¡oh, de seguro! no me cogerán”.

--Si tenéis también miedo de ser defendido y auxiliado... volvía á
empezar Perpetua; mas D. Abundio la interrumpió ásperamente, pero
siempre en voz baja: “¡Silencio! procurad no traer á colación estas
cosas; recordad que aquí es preciso mostrar siempre la cara risueña y
aprobar todo lo que se ve”.

En la Malanotte encontraron otro puesto de gente armada, á los cuales
D. Abundio hizo un profundo saludo, diciendo entretanto para sí: “¡Ay
de mí, precisamente he venido á un campamento!” En esto se paró el
carro; D. Abundio se apresuró á pagar al conductor y lo despidió,
encaminándose con sus compañeras hacia la subida, sin proferir una
sola palabra. La vista de aquellos lugares le hacía aglomerar á la
imaginación, á la vez que las angustias presentes, el recuerdo de
las que había sufrido anteriormente: é Inés, que jamás había visto
aquellos sitios, y que se formaba en su mente un cuadro ideal cada vez
que pensaba en el espantoso viaje de Lucía, al verlos ahora según eran
verdaderamente, experimentaba como un nuevo y más vivo sentimiento
por aquellos crueles recuerdos. “¡Oh, señor cura! exclamó: ¡al pensar
solamente que mi pobre Lucía ha pasado por este camino!...”.

--¡Queréis callar, mujer sin juicio!, le dijo al oído D. Abundio; ¿son
palabras éstas para pronunciarlas aquí? ¿No sabéis que estamos en su
casa? La fortuna que ahora nadie os oye; pero si habláis de este modo...

--¡Oh!, dijo Inés, al presente, que es un santo...

--¡Silencio!, replicó D. Abundio; ¿creéis que á los santos se les puede
decir, así sin más ni más, lo que á uno se le antoje? Tratad más bien
de darle gracias por los bienes que os ha dispensado.

--¡Oh!, lo que es en esto ya había yo pensado; ¿creéis que no sepa
también yo algo de buena crianza?

--La buena crianza consiste en decir cosas que no puedan desagradar,
especialmente al que no está acostumbrado á oirlas; y tened ambas
entendido, que éste no es sitio de decir necedades ni habladurías. Ésta
es la casa de un gran señor, ya lo sabéis; ved cuánta gente le rodea;
las hay de todas clases; conque así tened juicio, si podéis; pesad las
palabras, y sobre todo hablad poco y sólo cuando sea necesario, que por
callar nada se pierde.

--Vos sí que todo echáis á perder con vuestras... volvía á decir
Perpetua. “¡Silencio!”, repitió en voz baja D. Abundio, y al momento
se quitó el sombrero precipitadamente é hizo un profundo saludo. Había
divisado al Incógnito que se dirigía á su encuentro: éste había visto
y reconocido á D. Abundio, y por lo tanto se encaminaba hacia él
apresuradamente.

--Señor cura, dijo cuando estuvo cerca; hubiera querido ofreceros mi
casa en mejor ocasión; pero de todos modos, experimento un gran placer
en poderos ser útil en algo.

--Confiado en la gran bondad de vuestra señoría ilustrísima, contestó
D. Abundio, me he atrevido á venir á molestaros en esta circunstancia;
y según ve vuestra señoría, me he tomado además la libertad de traer
compañía. Ésta mi ama...

--Bien venida, dijo el Incógnito.

--Y ésta, continuó D. Abundio, es una buena mujer á la cual vuestra
señoría ha dispensado mucho bien. Es la madre de aquella... de
aquella...

--De Lucía, dijo Inés.

--¡De Lucía!, exclamó el Incógnito, volviendo su inclinada frente hacia
Inés. ¡Mucho bien yo, justo Dios! Vos sois la que me colmáis de bienes
con vuestra venida... á esta casa. Bien llegada seáis, pues que traéis
la bendición del cielo.

--¡Oh, muy al contrario! Yo vengo más bien á importunaros. En seguida
ella añadió acercándose á su oído: “Vengo también á daros las gracias”.

El Incógnito se apresuró á interrumpirla, preguntándole con mucho
interés por Lucía. Luego que Inés le satisfizo, dió la vuelta para
acompañar al castillo á los nuevos huéspedes, como lo verificó á pesar
de la respetuosa resistencia de éstos. Inés echó al cura una mirada que
quería decir: “Ved si hay necesidad que os interpongáis entre nosotros
dos para darnos consejos”.

--¿Han llegado acaso los enemigos á vuestra parroquia?, preguntó el
Incógnito.

--No, señor: no he querido esperar á esos demonios. Sólo Dios sabe si
habría salido vivo de entre sus manos, y venido ahora á molestar á
vuestra señoría ilustrísima.

--Vamos, tranquilizaos, replicó el Incógnito: al presente estáis en
seguridad. Aquí no vendrán; y si quisiesen probarlo, estamos dispuestos
á recibirlos.

--Roguemos que no vengan, dijo D. Abundio; además, por aquel lado,
añadió señalando con el dedo las montañas opuestas que servían de
límites al valle; por aquel lado anda también otra cuadrilla de gente;
pero...

--Es verdad, respondió el Incógnito; mas no dudéis que también estamos
preparados contra ellos.

“¡Entre dos fuegos!, decía entre sí D. Abundio; ¡justamente entre dos
fuegos!, ¡adónde me he dejado arrastrar!, ¡y por dos charlatanas!,
¡cualquiera diría que este hombre se complace en meterse en medio de
todo! ¡Oh, qué gentes hay en el mundo!”

Habiendo entrado en el castillo, el señor hizo conducir á Inés y á
Perpetua á una estancia del lado señalado para las mujeres, el cual
ocupaba las tres alas del segundo patio, en la parte posterior del
edificio, situada sobre un peñasco solitario y de difícil acceso, que
dominaba á un precipicio. Los hombres habitaban las alas del otro
patio, á derecha é izquierda, y también la que daba sobre la explanada.
El cuerpo del medio, que separaba los dos patios, y se pasaba del
uno al otro por una vasta galería que iba á corresponder á la puerta
principal, estaba ocupado en parte por las provisiones, y servía
en parte de lugar de depósito para los efectos que los refugiados
deseaban poner en salvo. En el sitio destinado á los hombres, había
una pequeña estancia para los eclesiásticos que pudiesen llegar. El
Incógnito acompañó personalmente á D. Abundio á la referida estancia,
siendo el primero que tomó posesión de ella.

Nuestros fugitivos permanecieron veintitrés ó veinticuatro días en el
castillo, en medio de un movimiento continuo y numerosa compañía, la
cual al principio iba siempre en aumento, pero sin que aconteciese nada
que sea digno de contarse. No se pasaba día sin que dejase de haber
alarma: los lasquenetes vienen por este lado; se han visto dragones
por el otro. Á cada aviso, el Incógnito mandaba exploradores; si era
preciso, tomaba consigo gente que tenía siempre dispuesta para un
caso, y salía del valle por el lado en que se le había indicado el
peligro. Era cosa digna de admiración el ver una partida de hombres
determinados, armados hasta los dientes, y alineados como soldados,
conducidos por otro hombre desarmado. Las más veces, los que causaban
semejantes alarmas, no eran más que foragidos y ladrones desbandados
que emprendían la fuga antes de ser alcanzados... Mas un día,
persiguiendo á algunos de éstos, para enseñarles que no debían atenerse
á merodear por aquel lado, el Incógnito fué avisado de que un pueblo
vecino había sido invadido y saqueado. Eran lasquenetes de varios
cuerpos que habiéndose quedado rezagados con el objeto de entregarse
al pillaje, se habían reunido é iban á lanzarse de improviso sobre las
tierras cercanas á aquellas donde el ejército hacía alto, mientras
tanto ellos despojaban á los habitantes y les sacaban gruesas sumas de
dinero. El Incógnito arengó brevemente á los suyos, y los condujo hacia
el citado pueblo.

Llegaron sin ser esperados. Los salteadores que creían marchar
directamente á la presa, viendo que iba sobre ellos gente armada
y disciplinada, dispuesta á combatir, abandonaron el saqueo y
emprendieron precipitadamente la fuga por el mismo camino por donde
habían venido, sin esperarse tan siquiera los unos á los otros. El
Incógnito los persiguió por algún tiempo; mas luego, habiendo mandado
hacer alto, estuvo esperando un rato por si veía algo de nuevo, y por
último volvió con su gente á desandar lo andado. Al pasar por el pueblo
que había salvado, es imposible describir los aplausos y bendiciones
con las cuales fué recibida la partida libertadora como igualmente su
jefe.

Ninguna clase de desorden hubo nunca en el castillo, á pesar de una
tan innumerable reunión de gentes de todas clases, costumbres, edades
y sexos. El Incógnito había colocado centinelas en distintos puntos,
los cuales vigilaban atentamente para prevenir todas las dificultades,
con aquel ardor que cada uno ponía en las cosas de las cuales debía dar
cuenta.

Después, había suplicado á los eclesiásticos y á las personas más
respetables que estaban refugiadas allí, que se tomasen también la
molestia de rondar y vigilar. Cuando podía, él mismo se mostraba
en todas partes; y aunque se hallase ausente, la memoria del dueño
contenía todo lo que hubiera podido suceder. Además, la reunión se
componía en su mayor parte de fugitivos, gente inclinada en general, á
la paz y tranquilidad; el pensamiento de sus cosas é intereses, unido
al peligro en el cual habían dejado á algunos parientes ó amigos,
contribuían á mantener y aumentar cada vez más la citada disposición.

Encontrábanse también, allí, hombres de un temple más fuerte y de
corazón animoso, los cuales trataban de pasar alegremente aquella época
tan desgraciada. Habían abandonado sus casas por no tener bastante
fuerza para defenderlas, pero no eran de opinión de lamentarse y
llorar por cosas irremediables, no queriendo representarse en su
imaginación el estrago que más tarde verían á la fuerza con sus propios
ojos. Una porción de familias amigas habían ido juntas al castillo, ó
encontrándose allí, habían formado nuevas amistades, y la multitud se
hallaba dividida en distintas reuniones, según las costumbres y genios.
Los que tenían dinero y discreción bajaban á comer al valle, donde en
aquellas circunstancias se habían abierto á toda prisa las posadas;
algunos alternaban los bocados con suspiros, y no se les oía hablar
más que de desgracias; otros no pensaban en éstas más que para decir
que no era necesario acordarse de ellas. En el castillo se distribuía
pan, sopa y vino á los que no podían ó no querían gastar; además había
algunas mesas, las cuales eran servidas todos los días para los que
el señor convidaba expresamente; de este número eran nuestros tres
personajes.

Inés y Perpetua, por no comer el pan á expensas de nadie, habían
querido ser empleadas en los servicios que requería una tan gran
reunión de gentes hospedadas; en esto pasaban una gran parte del día,
y el resto lo invertían en charlar con algunas nuevas amigas, que se
habían adquirido allí, ó con el pobre D. Abundio. Éste no tenía nada
que hacer; mas sin embargo, no se fastidiaba, pues el miedo le hacía
compañía. Con respecto al temor de un asalto, creemos que se le había
disipado, ó si le quedaba aún, le causaba muy poca inquietud, porque
cada vez que reflexionaba un poco, debía comprender cuán infundado
era. Pero la imagen del país circunvecino inundado por todas partes de
espantosos soldados; las armas y las gentes con ellas que tenía siempre
á la vista; un castillo en el cual estaba metido; el reflexionar todo
lo que podía surgir á cada instante en tales circunstancias, contribuía
á inspirarle un espanto confuso, vasto, continuo, dejando aparte la
aflicción que le causaba el pensar en su pobre casa. En todo el tiempo
que permaneció en el castillo, no se separó jamás de él á la distancia
de un tiro de bala, ni puso nunca el pie en la bajada; su único paseo
era la explanada y recorrer, ya una parte, ya otra del castillo,
mirando las cimas y precipicios para estudiar si habría un paso un
poco practicable, algún pequeño sendero por donde buscar un escondrijo
en un caso de apuro. Hacía grandes reverencias y saludos á todos sus
compañeros de asilo, pero hablaba con muy pocos: sus conversaciones
más frecuentes eran con las dos mujeres según hemos dicho: con ellas
desfogaba sus pesadumbres, á riesgo algunas veces de verse interrumpir
por Perpetua, y que además Inés lo avergonzase. En la mesa, donde
permanecía poquísimo y hablaba menos, oía las noticias de la terrible
invasión que llegaban diariamente, ó de pueblo en pueblo, ó de boca en
boca, ó traídas por alguno que en un principio había querido quedarse
en casa, y por último huía sin haber podido salvar nada, y á veces,
para colmo de infortunios, sumamente maltratados. Todos los días se
referían y llegaban noticias de haber sucedido nuevas desgracias.
Algunos noticieros de oficio recogían diligentemente todas las voces
que corrían, exprimían el jugo de todas las narraciones, y luego lo
pasaban á sus vecinos. Disputaban acerca de los regimientos que eran
más endiablados, si era peor la infantería ó la caballería, repetían
del mejor modo posible los nombres de ciertos jefes ó condottieri;
se referían las antiguas hazañas de algunos; se especificaban las
paradas y las marchas: tal día el regimiento A llegaría al pueblo
B; al día siguiente iría á caer sobre la villa C, en donde tal otro
cometía mil tropelías. Procuraban tomar informes y tener cuidado con
los regimientos que pasaban el puente de Lecco, porque éstos podían
considerarse ya como realmente fuera del país. Pasa la caballería de
Wallenstein, la infantería de Merode, los caballos de Anhalt y los
infantes de Brandeburgo; luego la caballería de Montecuccoli y la gente
de á pie de Ferrari; pasa Altringer, Furstenberg, Colloredo; pasan los
Croatas, Torcuato Conti y otros muchos; cuando el cielo quiso, pasó
también Galasso, el cual fué el último. El escuadrón volante de los
venecianos concluyó igualmente por alejarse, y todo el país á derecha
é izquierda quedó enteramente libre. Ya los habitantes de las primeras
tierras invadidas y saqueadas habían empezado á abandonar el castillo:
todos los días iba marchando gente á la manera que después de una
tempestad de otoño se ven salir de las frondosas ramas de un corpulento
árbol una multitud de pájaros que se habían refugiado en ellas. Yo
creo que nuestros tres personajes fueron los últimos en irse, y esto
por causa de D. Abundio, el cual temía, si volvía tan pronto á casa,
el encontrar aún algunos lasquenetes rezagados. Perpetua no dejó de
decirle una y mil veces que cuanto más se tardase en dar la vuelta,
tanta mayor proporción tendrían los rateros del país de entrar en la
casa y apoderarse de todo lo que los otros hubiesen dejado; cuando se
trataba de salvar la piel, D. Abundio era el primero en vencer todas
las dificultades, á menos que la inminencia del peligro no le hiciese
perder efectivamente la cabeza.

Fijado el día de la partida, el Incógnito mandó tener dispuesto en la
Malanotte un carruaje, en el cual había hecho meter un gran número de
piezas de lienzo destinadas á Inés. Llamóla aparte, y también le hizo
aceptar un cartucho de escudos para reparar la pérdida sufrida en su
casita, á pesar de que Inés, con la mano puesta sobre el corazón, le
repetía sin cesar que aún conservaba algunos de los primeros.

--Cuando veáis á vuestra excelente y pobre Lucía, le dijo, por último
(estoy segurísimo que ruega por mí, pues la he causado mucho daño),
decidle que le doy mil y mil gracias, y confío en Dios que sus súplicas
atraerán sobre ella las bendiciones del cielo.

Después de esto quiso acompañar á sus tres huéspedes hasta donde
esperaba el carruaje. Dejamos al arbitrio del lector que imagine las
demostraciones de agradecimiento y humildes cumplimientos de D. Abundio
y Perpetua.

Finalmente, emprendieron la marcha, y se detuvieron, según habían
convenido, pero sin llegar á sentarse, en casa del sastre, donde
oyeron contar muchas cosas sobre la invasión; esto es, la acostumbrada
relación de robos, heridas, insultos y violencias; mas allí por fortuna
no habían visto los lasquenetes.

--¡Ah, señor cura! dijo el sastre dándole el brazo para ayudarle á
subir al carruaje;--se pueden imprimir muchos libros acerca de ese tan
grande estrago.

Después de haber hecho un poco de camino, nuestros viajeros empezaron
á ver con sus propios ojos algunas de las cosas que habían oído
referir. Viñas despojadas, no por las manos del vendimiador, sino por
el granizo y el huracán que hubiesen caído juntamente sobre ellas;
las cepas destrozadas y pisoteadas; los rodrigones[14] arrancados; la
tierra cubierta de pámpanos y tiernos retoños; los árboles golpeados y
talados; los cercados abiertos por mil partes. En las poblaciones, las
puertas echadas abajo, las ropas y demás efectos tirados y esparcidos
por las calles; de las casas salía una atmósfera pesada y vapores
mefíticos; los habitantes veíanse ocupados en arrojar la inmundicia
los unos, y en reparar las puertas del mejor modo posible los otros;
algunos, en fin, con los brazos cruzados sobre el pecho, lanzaban
lastimeros gemidos. Al pasar el carruaje, multitud de manos se dirigían
por ambos lados de las portezuelas implorando una limosna.


Con semejantes imágenes, tan pronto delante de sus ojos como presentes
á su imaginación, y con la triste expectativa de encontrar otro tanto
en sus casas, llegaron y vieron en efecto lo que esperaban.

Inés hizo colocar los pequeños fardos en un rincón del patio, el cual
era el sitio que había quedado más aseado de toda la casa; en seguida
se puso á limpiar, recoger y arreglar los pocos efectos que le habían
dejado, y mandó llamar un carpintero y un cerrajero para componer las
puertas; y desliando pieza por pieza el lienzo que el Incógnito le
había regalado, contando después sus nuevos escudos, exclamó para sí:
“He caído de pie; gracias sean dadas á Dios, á la Madonna, y á ese buen
_señor_; propiamente puedo decir que he caído de pie”.

D. Abundio y Perpetua entran en su casa sin auxilio de llaves; á
cada paso que dan hacia el interior, sienten aumentarse un tufo, un
veneno y cierta peste que les hace retroceder; con una mano puesta
en las narices se dirigen á la puerta de la cocina; entran en ella
de puntillas, teniendo cuidado en donde ponen los pies á causa de la
inmundicia que cubre el suelo, y empiezan á mirar por todas partes.
Nada hay entero; pero al mismo tiempo divisan á su alrededor los
fragmentos y restos de lo que había sido: las plumas de las gallinas
de Perpetua, pedazos de lienzo, hojas de los almanaques de D. Abundio,
menudos trozos de cazuelas y platos, todo desparramado y confundido.
Solamente en el hogar se podían reconocer todas las señales de un vasto
saqueo, fragmentos de tizones apagados que demostraban haber sido un
brazo de una silla, un pie de una mesa, una puerta de un armario, el
tablado de una cama, una duela del pequeño tonel en donde estaba el
vino que confortaba el estómago de D. Abundio. Lo restante no eran más
que cenizas y carbones, con los cuales los invasores habían embadurnado
las paredes de figuras grotescas, poniéndoles ciertos bonetes, coronas
y alzacuellos, con el objeto de representar sacerdotes, cuidando
particularmente de que apareciesen horribles y ridículos, intención que
seguramente no podía menos de esperarse de semejantes artistas.

--¡Ah, descreídos! exclamó Perpetua.

--¡Ah, bribones! gritó D. Abundio; y como si fuesen perseguidos,
salieron por otra puerta que daba al huerto. Respiraron: encamináronse
directamente á la higuera; mas antes de llegar vieron la tierra
removida, y ambos á la vez lanzaron un grito. Finalmente, se acercaron,
y encontraron efectivamente en lugar del muerto, la huesa abierta. Aquí
te quiero ver, escopeta: D. Abundio empezó á habérselas con Perpetua
diciendo que no lo había escondido bien: ¡juzgue el lector si ésta
se daría por vencida! Después de haber gritado mucho, ambos con el
índice extendido hacia el agujero, se volvieron juntos refunfuñando,
y téngase por cierto, que todo lo encontraron en el mismo estado de
desorden. Costóles gran trabajo el hacer limpiar y purificar la casa,
tanto más cuanto que en aquellos días era difícil encontrar ayuda; y se
ignora cuánto tiempo se vieron obligados á permanecer como acampados,
acomodándose del mejor modo posible, y componiendo las puertas, muebles
y utensilios con dinero prestado por Inés.

Dicho desastre fué por espacio de algún tiempo un inagotable manantial
de fastidiosas disputas, porque Perpetua á fuerza de inquirir y
preguntar, de husmear y buscar, llegó á saber que algunos de los
efectos que creían haber sido presa de los soldados, estaban al
contrario en poder de ciertas gentes del pueblo; por lo cual ella
apremiaba á su amo para que se dejase ver, y reclamase lo que era suyo.
No se podía tocar para D. Abundio una cuerda más odiosa; en atención
á que sus efectos estaban en poder de bribones; es decir, de aquella
especie de gentes con las cuales le convenía vivir en paz.

--Pero si no quiero saber nada de estas cosas, decía. ¿Cuántas veces
debo repetiros, que lo hecho, hecho se queda? ¿Tengo que hacerme poner
en cruz, porque mi casa ha sido saqueada?

--¡Si lo tengo dicho, decía Perpetua, que os dejaréis sacar los ojos!
Robar á los otros es pecado; mas á vos, no.

--¿Queréis callaros? ¿Viene ahora al caso el disparatar de este modo?,
replicaba D. Abundio.

Perpetua se callaba, pero era por poco tiempo; la más leve cosa le
servía de pretexto para volver á empezar de nuevo; tanto, que el pobre
hombre estaba reducido á no dejar escapar la menor queja sobre tal ó
cual cosa que le faltaba, so pena de oir decir; id á buscarla á casa de
Fulano que la tiene, y que no la hubiera tenido hasta estos momentos si
no hubiese dado con un buen hombre como vos.

Experimentaba una más viva inquietud al saber que diariamente
continuaban pasando soldados rezagados, según él había conjeturado
demasiado bien. Siempre temía ver llegar á alguno, ó una compañía
entera á su puerta, la cual había hecho componer apresuradamente antes
que todo lo demás, y que tenía cerrada con gran cuidado; mas á Dios
gracias nada sucedió. Sin embargo, aún no habían cesado estos terrores,
cuando sobrevino uno nuevo.

Mas dejando aquí á nuestro pobre hombre, vamos á tratar de otras cosas
más interesantes que de sus particulares aprehensiones: de la desgracia
de algunos países, ó de un desastre pasajero.


                                NOTAS:

[14] Así llaman á las estacas que ponen para sostener las
vides.--_Nota del T. E._



                        CAPÍTULO DECIMOTERCERO


La peste que la junta de sanidad había temido ver penetrar en el
milanesado, juntamente con las tropas alemanas, había entrado en
efecto, según todos saben, siendo también conocido que no sólo se
limitó á desolar dicho país, sino que también invadió y diezmó una
buena parte de Italia. El hilo de nuestra historia nos conduce al
presente, á referir las principales circunstancias de la expresada
calamidad, pero sólo en el milanesado, y casi exclusivamente en la
ciudad de Milán; porque las memorias de aquel tiempo no se ocupan
más que de esta última. Ya sea razón, ya capricho, los historiadores
siempre hacen lo mismo.

En toda la línea de territorio recorrida por el ejército invasor,
habíanse encontrado algunos cadáveres en las casas y en los caminos.
Poco después, ya en éste, ya en aquel pueblo, familias enteras fueron
acometidas de enfermedades violentas, extrañas, acompañadas de síntomas
generalmente desconocidos, á los cuales sucumbían. Solamente algunas
personas ancianas, recordaban haberlas visto otra vez; éstas eran
las que habían sido testigos de la peste que cincuenta y tres años
antes había desolado á la mayor parte de Italia, y principalmente
al milanesado, en donde tomó el nombre que lleva aún, de peste de
S. Carlos. ¡Tan fuerte es el poder de la caridad!: ella puede hacer
sobresalir la memoria de un hombre sobre la de un vasto y solemne
infortunio de todo un pueblo, porque dicha caridad ha inspirado á este
hombre los sentimientos y las acciones más memorables aun que los
males; ella puede grabar sus nombres en todos los corazones, y traer
á la memoria el recuerdo de aquellos desgraciados sucesos, pues la
introduce y presenta como un guía, un socorro, un ejemplo, una víctima
voluntaria.

El protomédico Ludovico Settala, que no sólo había visto aquella
peste, sino que también había sido uno de los profesores más activos
é intrépidos, á pesar de ser en aquel entonces muy joven, teniendo
al presente grandes sospechas acerca del contagio, estaba sobre
aviso y procuraba tomar todos los informes posibles, en vista de lo
cual participó el 20 de octubre á la junta de sanidad, que en la
jurisdicción de Chiuso (la última del territorio de Lecco y confinante
con el de Bérgamo) se había presentado indudablemente la enfermedad
epidémica. Las mismas noticias se recibieron de Lecco y de Bellano.
Entonces la junta dispuso y expidió un comisionado que tomando un
médico en Como, se encaminase con él á visitar los lugares indicados.
Ambos, dice Tadino, ó por incapacidad, ó por otra causa cualquiera, se
dejaron persuadir por un viejo é ignorante barbero de Bellano, de que
aquella especie de enfermedad no era una epidemia, sino causada por las
emanaciones del agua estancada en algunas partes, y en otras efectos
de las incomodidades y malos tratamientos sufridos por el paso de los
alemanes. Este informe fué enviado á la junta de sanidad, la cual
parece que quedó tranquila.

Mas llegando sin cesar de todas partes muchas y multiplicadas noticias
acerca de extraños fallecimientos, se expidieron dos delegados con el
objeto de que tomasen informes y providenciaran lo conveniente; éstos
fueron el mencionado Tadino y otro miembro de la junta. Cuando se
instalaron en dichos puntos, el azote se había propagado de tal modo,
que las pruebas se ofrecían á su vista sin necesidad de ir á buscarlas.
Recorrieron el territorio de Lecco, la Valsassina, las márgenes del
lago de Como; los distritos denominados el Monte de Brianza y la Gera
del Adda. Por todas partes encontraron poblaciones cerradas por medio
de barreras; otras casi desiertas y abandonadas por sus habitantes
fugitivos y errantes por los campos, parecidos, dice Tadino, á otras
tantas criaturas salvajes, llevando en la mano algunos un puñado de
yerbabuena, otros ruda, quien romero, quien por último una botella
de vinagre. Habiéndose informado del número de fallecidos, vieron
efectivamente que era espantoso. Visitaron los enfermos, reconocieron
los cadáveres, y en todos encontraron las señales manifiestas y
terribles de la peste. Participaron por escrito tan siniestras nuevas á
la junta de sanidad, la cual al recibirlas, que fué el 30 de octubre,
resolvió dar la orden, según el Dr. Tadino, para no dejar entrar en
la ciudad á las personas procedentes de los pueblos en donde se había
declarado el contagio; y mientras se redactaba el bando, diéronse con
anticipación algunas órdenes á los que guardaban las puertas.

Entretanto los comisionados, apresuradamente y con ahínco tomaron las
medidas que les parecieron más útiles, y dieron la vuelta á Milán, con
la triste persuasión de que no serían suficientes á remediar un mal ya
tan avanzado y extendido.

Llegados á la ciudad el día 14 de noviembre, dieron cuenta de su
comisión de viva voz, y nuevamente por escrito á la expresada junta,
la cual dispuso que se presentasen al gobernador y le expusiesen
claramente el verdadero estado de las cosas. Éste les contestó, que
le causaban un gran disgusto, mostrando mucho sentimiento; pero que
los cuidados de la guerra eran más apremiantes: _sed belli graviores
esse curas_. Ésta era la segunda vez, si el lector recuerda, que daba
semejante respuesta con dicho motivo y con igual éxito. Dos ó tres
días después, el 18 de noviembre, hizo pregonar un bando, en el cual
ordenaba que se celebrasen regocijos públicos por el nacimiento del
príncipe Carlos, primogénito del rey Felipe IV, sin calcular ó sin
cuidarse del peligro que podría sobrevenir con motivo de una tan gran
reunión de gente en tales circunstancias; del mismo modo que si hubiera
sido en tiempos normales y nada ocurriese de particular.

Era este personaje, según hemos dicho anteriormente, el célebre
Ambrosio Spínola, enviado para dirigir mejor aquella guerra, reparar
las faltas cometidas por D. Gonzalo, y como por incidencia para
gobernar. Nosotros podemos también incidentalmente recordar que murió
pocos meses después en medio de lo más fuerte de aquella guerra que
tomó tan á pecho; y murió, repetimos, no de heridas recibidas en el
campo de batalla, sino en su lecho, abrumado de pesadumbres y enojos,
por los reproches, injusticias y disgustos de todo género, causados por
aquel á quien servía. La historia ha deplorado amargamente su suerte,
y vituperado la ingratitud de que fué víctima: ella ha descrito con
la mayor solicitud sus hazañas militares y políticas; ha ensalzado su
previsión, actividad y heroica constancia: al propio tiempo hubiera
debido averiguar en qué había empleado tan altas cualidades, cuando la
peste amenazaba, invadía á todo un pueblo entregado á su cuidado, ó por
mejor decir, á merced suya.

Pero lo que, dejando á un lado lo vituperable, disminuye la admiración
que su indiferencia podría causar; lo que maravilla más que todo,
es la conducta de la población misma, esto es, de aquella parte á
la cual aún no había alcanzado el contagio, pero que tantos motivos
tenía para temerlo. Á las fatales noticias que llegaban de los pueblos
nuevamente infestados, de los pueblos que forman alrededor de la ciudad
casi un semicírculo, á la distancia algunos de ellos de diez y ocho á
veinte millas á lo más, ¿quién no había de creer que se suscitara un
movimiento general, un deseo de precauciones bien ó mal entendidas,
ó á lo menos una estéril inquietud? Y sin embargo, si en alguna cosa
están de acuerdo las memorias de aquel tiempo, es en afirmar que no
hubo nada de lo dicho. La escasez del año anterior, las exacciones de
la soldadesca y las pasiones de ánimo, parecieron más que suficientes
para explicar semejante mortandad. En las calles, en las tiendas y aun
en las casas, acogían con risas incrédulas, y con un profundo desprecio
mezclado de cólera, á los que aventuraban alguna palabra acerca del
peligro de la peste. La misma incredulidad, ó mejor diremos, la misma
ceguedad y obstinación prevalecía en el senado, en el consejo de los
decuriones, y en el ánimo de todos los magistrados.

Únicamente el cardenal Federico, apenas tuvo aviso de los primeros
casos de la enfermedad contagiosa, cuando reunió por medio de una
pastoral á todos los párrocos, previniéndoles que amonestasen una y mil
veces, á los pueblos de sus respectivas diócesis, con respecto á la
importancia y obligación en que estaban de revelar cualquier accidente
parecido, y consignar los efectos infestados ó sospechosos[15]; éste es
uno de los hechos que pueden ser colocados entre los más laudables de
la vida del cardenal.

La junta de sanidad pedía é imploraba alguna cooperación, pero poco ó
nada conseguía; y la prisa que se daba dicha junta misma, estaba bien
lejos de igualar á la urgencia que había. Según afirma Tadino, y como
aparece todavía mejor, por todo el contexto de su relación, solamente
los dos médicos, persuadidos de la gravedad é inminencia del peligro,
estimulaban á aquel cuerpo, el cual tenía que estimular después á todos
los demás.

Ya hemos visto el modo que tuvieron de obrar y tomar informes al primer
anuncio de la peste; ahora presentaremos otro hecho de lentitud no
menos admirable, cuanto que no era forzada, por dificultades opuestas
por magistrados superiores. El bando para impedir á los forasteros la
entrada á la ciudad, fué resuelto el 30 de octubre, no siendo extendido
hasta el día 23 del mes siguiente, y publicado el 29. La peste se había
introducido ya en Milán.

El primero que la llevó, según refieren Tadino y Ripamonti, fué un
soldado italiano al servicio de España. Este desventurado portador
de tantos males, entró en la ciudad cargado con un fardo de vestidos
comprados ó robados á los soldados alemanes. Fué á alojarse en casa de
sus parientes, en el barrio de la Puerta Oriental, cerca del convento
de capuchinos. Apenas hubo llegado, cayó enfermo y fué conducido al
hospital, en donde, á causa de un bubón que le descubrieron debajo del
brazo, hizo sospechar al que lo curaba lo que era en realidad: á los
cuatro días de su estancia en dicho hospital, murió.

La junta de sanidad hizo tapiar la casa que él había habitado, y separó
á la familia del roce de los demás: sus ropas y la cama que había
ocupado en el hospital, fué todo arrojado al fuego: dos enfermeros que
le habían cuidado, y un pobre fraile que le había asistido, cayeron
enfermos pocos días después, y los tres de la peste. Las sospechas que
se tuvieron desde un principio tocante á la naturaleza del mal, y las
precauciones que se tomaron, impidieron que el contagio se propagase
más.

Pero el soldado había dejado fuera semillas que no tardaron en
germinar. El amo de la casa en la cual se había alojado fué el primer
atacado. Éste se llamaba Carlos Colonna, tocador de laúd. Entonces
todos los moradores de dicha casa fueron conducidos al lazareto por
disposición de la junta de sanidad, en donde la mayor parte enfermaron:
algunos murieron poco tiempo después, declarados públicamente apestados.

Entretanto el contagio minaba sordamente la ciudad: pocos fueron los
progresos que hizo en lo restante del año, y en los primeros meses del
siguiente de 1630. De cuando en cuando, tan pronto en éste, tan pronto
en aquel barrio, se sentían atacadas algunas personas, otras sucumbían;
la rareza misma de los casos alejaba las sospechas, y confirmaba más y
más á la multitud en la estúpida y homicida confianza de que no existía
tal peste, ni tan siquiera había existido un instante. Además de esto,
muchos médicos, sirviendo como de eco á la voz del pueblo (¿en esta
circunstancia era también la voz de Dios?), se mofaban de los presagios
siniestros, de las advertencias amenazadoras de unos pocos colegas
suyos: aquéllos tenían sin cesar en los labios los nombres de las
enfermedades ordinarias, para calificar todos los casos de peste que
eran llamados á curar, con cualquier síntoma y señal que apareciesen.

La noticia de estos accidentes, aun cuando llegaban á la junta de
sanidad, eran por lo regular tarde y de una manera incierta. El temor
de la _contumacia_[16] y del lazareto, aguzaba todos los ingenios;
no se daba parte de los que caían enfermos, se corrompía á los
sepultureros y ministros de justicia, y obtenían á fuerza de dinero
certificaciones falsas de algunos agentes subalternos de la junta de
sanidad, comisionados por ésta para reconocer los cadáveres.

Los médicos que, convencidos de la realidad del contagio proponían
precauciones y trataban de hacer participar á sus demás colegas su
dolorosa certeza, eran objeto de la pública animadversión. Los más
moderados los acusaban de ignorancia y obstinación; á los ojos de la
mayor parte, eran unos impostores declarados, los cuales habían urdido
semejante intriga para explotar en favor suyo el espanto público.
Ludovico Settala, en dicha época anciano casi octogenario, hombre
célebre por su saber y por su gran reputación de probidad, estuvo
expuesto á ser víctima inocente de lo que acabamos de referir. Un día
que iba en su litera á visitar á los enfermos, el pueblo empezó á
arremolinarse en torno suyo, gritando que él era el jefe principal de
los que querían que la peste estuviese en Milán, y que alarmaba á la
ciudad para dar ocupación á los médicos. Viendo los conductores que
la multitud iba creciendo, y los gritos é imprecaciones aumentándose
á cada instante, consiguieron después de mucho trabajo y esfuerzos
llevarle á una casa de unos amigos del doctor, que por fortuna se
encontraba próxima á aquel paraje.

Pero á fines del mes de marzo, primeramente en el barrio de la Puerta
Oriental, y en seguida en toda la ciudad, las enfermedades, las muertes
acompañadas de extraños espasmos, palpitaciones, letargos, delirio, y
de manchas lívidas y bubones, empezaron á ser más frecuentes. En el
lazareto reinaba la mayor confusión, en donde la población diariamente
diezmada iba siempre en aumento. La serenidad de los magistrados,
hasta entonces tan tranquila, empezó á turbarse. El consejo de los
decuriones, no sabiendo á quién volverse, acudió á los capuchinos.
Suplicaron al padre comisario de la provincia, que desempeñaba las
funciones de provincial, el que había muerto pocos días antes, que les
suministrase una persona capaz de dirigir aquel paraje entregado á la
desolación. El comisario les propuso en calidad de principal al padre
Félix Casati, hombre de edad madura que gozaba de gran reputación de
ser persona muy caritativa, activa, humilde, y al propio tiempo de gran
fortaleza de ánimo, reputación bien merecida así que se dió á conocer.
Se le nombró, como en calidad de compañero y ayudante á un tal padre
Miguel Pozzobonelli, joven aún, mas tan grave y severo en ideas como de
aspecto. Fueron aceptados sus servicios con mucha alegría, y el 30 de
marzo entraron en el lazareto. El presidente de la junta de sanidad,
en persona, los acompañó á tomar posesión. Convocó á los sirvientes y
empleados de todas clases, y declaró á su presencia presidente de aquel
lugar al padre Félix, con plena y absoluta autoridad. Á medida que el
espantoso tropel de los apestados iba creciendo en el lazareto, acudían
más padres capuchinos, y éstos, no sólo llenaron bien y cumplidamente
sus deberes de religiosos, sino que también desempeñaron los oficios
más humildes y desagradables, pues hacían cuando era necesario de
confesores, administradores, enfermeros, guardarropas, cocineros,
lavanderos y demás que se ofrecía. El padre Félix, siempre apresurado y
solícito, visitaba de día y noche los pórticos, las salas, los vastos
corredores, algunas veces con una alabarda en la mano, otras armado con
sólo su cilicio. Animaba y regulaba todos los servicios, apaciguaba
los desórdenes, solventaba las disputas, amenazaba, castigaba,
reprendía, consolaba, enjugaba y esparcía lágrimas. Á los pocos días
de haber entrado en el lazareto, fué atacado de la peste; mas habiendo
sanado, volvió á desempeñar sus buenos y piadosos oficios con más ardor
y placer que antes. La mayor parte de sus compañeros sucumbieron, pero
sin experimentar el más leve disgusto ni exhalar queja alguna.

La obstinación de los incrédulos, en negar que la peste existía,
fué cediendo poco á poco y perdiéndose, á medida que la enfermedad
se extendía; mucho más, que habiendo permanecido hasta entonces
concentrada solamente en la clase pobre, empezó á herir á los
personajes más conocidos. Entre éstos debemos hacer particular mención
del protomédico Settala. Sufrieron el contagio él, su esposa, dos
hijos y siete personas de su servidumbre. ¿Confesarían entonces que el
infeliz anciano tenía razón? ¡Quién sabe! El doctor y uno de los hijos
se restablecieron; y el resto de la familia pereció. Estos casos, dice
Tadino, ocurridos en la ciudad y en casa de los nobles, hizo abrir
los ojos á éstos y á todos los demás, y los médicos incrédulos, y la
plebe ignorante y temeraria, empezó á apretar los labios, rechinar los
dientes, y á fruncir las cejas.

No pudiendo, pues, negar los efectos del mal, y no queriendo reconocer
la causa, porque esto hubiera sido confesar al propio tiempo un grande
error y una terrible falta, los incrédulos inventaron otra cosa que
estaba conforme con las preocupaciones de aquel tiempo. Existía en
aquella época en toda Europa la creencia de sortilegios, de operaciones
diabólicas, de que había gentes conjuradas para esparcir la peste
por medio de venenos contagiosos y maleficios. Ya éstas ó semejantes
cosas habían sido supuestas y creídas en muchas otras epidemias, y
principalmente en la que hubo en Milán el siglo anterior. Añádase á
esto que á fines del año precedente había llegado un despacho firmado
por el mismo rey Felipe IV, dirigido al gobernador, en el cual aquél
le avisaba, que cuatro franceses sospechosos de esparcir sustancias
venenosas y pestilentes, se habían escapado de Madrid, y que por lo
tanto, que estuviese alerta y sobre aviso por si acaso trataban de
penetrar en Milán. El gobernador había comunicado el citado despacho
al senado y á la junta de sanidad. Semejante circunstancia no llamó
absolutamente la atención; pero cuando la peste hubo estallado y fué
reconocida por todos, entonces se trajo á la memoria el mencionado
aviso, y pudo servir para confirmar y dar motivo á la vaga sospecha de
un fraude criminal.

Mas dos incidentes, producidos el uno por un miedo ciego y desordenado,
y el otro no sabemos por qué maldad, convirtieron la vaga sospecha de
un crimen posible en verdadera sospecha, y para muchos en la certeza
de un atentado positivo y de un complot real. Algunas personas que
habían creído ver en la tarde del 17 de mayo á ciertos individuos en
la catedral frotar una barandilla que servía para separar el sitio
designado á ambos sexos, hicieron trasladar durante la noche dicha
barandilla y una gran cantidad de bancos. El presidente de la junta
de sanidad, acompañado de cuatro miembros más, se encaminó á visitar
la barandilla, los bancos, y las pilas de agua bendita, en donde nada
encontró que pudiese confirmar la ridícula sospecha de maleficio
alguno. Sin embargo, para complacer á las imaginaciones meticulosas, _y
más bien por un exceso de precaución que por necesidad_, decidieron que
sería suficiente lavar la barandilla. Esta enorme porción de efectos
hacinados produjo una grande impresión de espanto sobre la multitud,
para la cual el menor objeto sirve de fundamento para hacer un tropel
de conjeturas. Se dijo y se tuvo por cierto, que los envenenadores
habían frotado todos los bancos, las paredes de la catedral y hasta las
cuerdas de las campanas.

Á la mañana siguiente, un nuevo espectáculo más extraño y más
significativo sobrecogió el ánimo y la vista de los habitantes. Por
toda la ciudad se vieron las puertas de las casas y las paredes
embadurnadas con cierta inmundicia de un blanco amarillento que parecía
haber sido dado con esponjas. Ya sea que esto fuese una estudiada
maldad para excitar un espanto más general y terrible, ya el designio
más culpable todavía de aumentar el desorden público, ó cualquiera otra
cosa, lo cierto es que ello está de tal modo demostrado, que parecería
menos razonable atribuirlo á un sueño de muchos, que á un hecho
verdadero de algunos; hecho que por lo demás no hubiera sido el primero
ni el último de tal género.

La ciudad, ya alarmada, se puso más y más; los dueños de las casas
purificaban con humo de paja los sitios infestados; los que pasaban
se detenían, miraban y se estremecían de horror. Los forasteros,
sospechosos por este solo motivo, y fáciles de ser conocidos por
su traje, se veían detenidos en las calles por el pueblo, y eran
conducidos á presencia de la autoridad. Hicieron interrogatorios,
examinaron á los arrestados, á los que los habían detenido y á los
testigos presenciales de dichas capturas; mas no resultó reo alguno:
los cerebros se hallaban incapaces de reflexionar, de inquirir y
comprender. La junta de sanidad dió un bando, en el cual prometía una
recompensa y la impunidad á los que declarasen el autor ó autores de
semejante atentado. _De todos modos no pareciéndonos conveniente_,
dicen aquellos señores en su carta dirigida al gobernador, cuya fecha
es del 21 de mayo, pero que fué evidentemente escrita el 19, día puesto
en el bando impreso, _que este delito quede impune, máxime en tiempos
tan peligrosos y agitados, para consuelo y tranquilidad del pueblo, y
para sacar algún indicio del hecho, hemos publicado hoy un bando, &c._
Sin embargo, en el citado bando no aparecía prueba alguna de aquella
razonable y tranquilizadora conjetura que participaban al gobernador;
silencio que demuestra á un tiempo una preocupación furiosa en el
pueblo y en los miembros de la junta, una condescendencia tanto más
vituperable cuanto más perniciosa podía ser.

Mientras que la junta de sanidad buscaba ó fingía buscar, muchas
gentes, como acontece siempre, ya habían encontrado. Los que creían que
aquello era una sustancia venenosa, decían ser una venganza que había
tomado D. Gonzalo Fernández de Córdoba por los insultos recibidos á su
partida; quien pretendía que era una invención del cardenal Richelieu
para despoblar á Milán y apoderarse sin trabajo de la ciudad; otros,
por último, y no puede hallarse la razón de esto, designaban como
autor al conde de Collalto, de Vallenstein, á éste ó á aquel noble
milanés. No faltaban también, según llevamos dicho, algunos que no
veían en aquel hecho más que una refinada maldad, atribuyéndolo á los
estudiantes, á los señores, á los oficiales, que se fastidiaban en el
sitio de Casal. El ver, pues, como habían temido, que no seguían
directamente el contagio y una mortandad universal, fué por lo regular
la causa de que el primer espanto se calmase por entonces, y que la
cosa fuese ó pareciese quedar puesta en el olvido.

Aún existía un gran número de personas persuadidas de que aquello
no era peste, y á causa de que tanto en el lazareto, como en la
ciudad, sanaban algunos, se decía (los últimos argumentos de una
opinión destruida por la evidencia, son siempre dignos de notarse),
se decía por la plebe, y también por muchos médicos parciales, que á
ser verdadera epidemia, todos los atacados habrían muerto[17]. Para
disipar todas las dudas, la junta de sanidad halló un expediente
proporcionado á la necesidad, un modo de hablar á los ojos tal como
las circunstancias podían reclamarlo ó sugerirlo. En uno de los días
festivos de la pascua de Pentecostés, los habitantes de la ciudad
tenían la costumbre de concurrir al cementerio de S. Gregorio, situado
en las afueras de la Puerta Oriental, con el objeto de rogar por los
difuntos de la epidemia anterior que se hallaban enterrados en dicho
paraje; y haciendo de la devoción un motivo de diversión y espectáculo,
cada uno se adornaba del mejor modo posible. Aquel mismo día había
fallecido de la epidemia una familia entera. En la hora de mayor
concurrencia, en medio de las carrozas, de la gente de á caballo y de á
pie, los cadáveres de la mencionada familia fueron conducidos de orden
de la junta de sanidad en un carro, desnudos, hacia dicho cementerio,
á fin de que la multitud pudiese ver en ellos las señales manifiestas
y horrorosas del mal. Un grito de horror y de espanto se elevaba por
doquier pasaba el carro, un prolongado murmullo reinaba todavía después
de su paso, y finalmente otro murmullo le precedía. La peste ya fué
más creída, pero además, ella misma trabajaba diariamente en probar
su existencia, y aquella misma reunión debió contribuir no poco á
propagarla.

Así, pues, en un principio nada de peste, absolutamente nada; estaba
prohibido el pronunciar tan solo su nombre; luego eran fiebres
pestilenciales; después, peste no, es decir, sí, pero se debía entender
de cierto modo; no verdadera peste, sino una cosa á la cual no se le
podía encontrar otro nombre. Por último, ya lo era indudablemente y
sin réplica, pero iba adherida otra idea, la de los envenenamientos
y maleficios, la cual alteraba y desnaturalizaba la triste é
incontestable realidad.

Creemos que no es necesario estar muy versados en la historia de las
ideas y de las palabras, para ver que siempre han llevado el mismo
camino. Por fortuna, de esta especie é importancia no hay muchas que
adquieran su evidencia á semejante precio, y á los males se pueden unir
también terribles accesorios. Se podría, sin embargo, tanto en las
cosas pequeñas como en las grandes, evitar en gran parte este curso
largo y tortuoso, adoptando el método propuesto hace ya algún tiempo de
observar, escuchar, comparar y reflexionar, antes de hablar.

Pero el hablar es una cosa mucho más fácil ella sola que todas las
demás juntas; y nosotros mismos, quiero decir, nosotros, los hombres en
general, tenemos precisión de ser un poco indulgentes sobre ese punto.


                                NOTAS:

[15] (Vida de Federico Borromeo, escrita por Francisco Rivola. Milán,
1666, pág. 582).--_Nota del autor._

[16] Dan este nombre á las casas y efectos de los apestados. Hay
ciertos géneros, que aun en tiempos normales, están sujetos á una
cuarentena muy rígida; la lana es una de las mercaderías á las cuales
llaman contumaces.--_Nota del traductor español._

[17] Tadino, pág. 93.



                         CAPÍTULO DECIMOCUARTO


Entretanto, cada día se hacía más difícil hacer frente á las
exigencias dolorosas de las circunstancias. El consejo de los
decuriones resolvió en 4 de mayo recurrir al gobernador. El día 22
fueron enviados al campo dos miembros de dicho consejo, los cuales le
representaron el estado de miseria y escasez de la ciudad, la enormidad
de los gastos, el tesoro exhausto y lleno de deudas, las rentas de los
años venideros empeñadas, las contribuciones corrientes no pagadas, á
causa de la miseria general producida por tantos motivos, y sobre todo
por el consumo excesivo que hacían las tropas. También le hicieron
presente que por una multitud de leyes y costumbres no interrumpidas,
y, por un decreto especial de Carlos V, los gastos ocasionados por
la epidemia debían ser á cargo del fisco; que, en la del año 1576
había el gobernador, marqués de Ayamonte, no sólo suspendido todos los
impuestos, sino que también había dado á la ciudad cuarenta mil escudos
para subvenir á las necesidades. Por último, los diputados pidieron
cuatro cosas, á saber: que fuesen suspendidos los impuestos como
antiguamente; que la cámara diese dinero; que el gobernador informase
al rey acerca de la pobreza de la ciudad y de la provincia, y que
dispensase de la carga de nuevos alojamientos militares al país, ya
arruinado con los pasados.

El gobernador les dió por respuesta pésames y nuevas exhortaciones,
sintiendo mucho el no poder encontrarse en la ciudad para emplear
todos sus cuidados en procurar su alivio, pero esperando al mismo
tiempo que el celo de los magistrados supliría esta falta; que
las circunstancias exigían gastar sin economía, y que era preciso
ingeniarse de cualquier modo que fuese. En cuanto á las peticiones
expresadas, _proveeré en el mejor modo que el tiempo y necesidades
presentes permitieren_; concluyendo la carta con un garrapato que
quería decir, Ambrosio Spínola, tan claro como sus promesas. El gran
canciller Ferrer le escribió que su contestación había sido leída
por los decuriones _con gran desconsuelo_; finalmente, á todas las
preguntas contestó con respuestas evasivas; los demás mensajes que le
enviaron tuvieron los mismos resultados. Algún tiempo después, cuando
la epidemia se hallaba en su mayor fuerza, el gobernador confirió su
autoridad al citado Ferrer, teniendo él, según decía, que dedicarse
exclusivamente á los cuidados de la guerra, la cual, sea dicho aquí de
paso, después de haberse llevado ya, por la parte más corta, un millón
de personas, sin contar los soldados, por medio del contagio, entre
la Lombardía, el territorio veneciano, el Piamonte, la Toscana y la
Romanía; después de haber desolado, como hemos visto más arriba, los
lugares por donde pasó; después de la toma y atroz saqueo de Mantua,
finalizó reconociendo todos al nuevo duque, por cuya exclusión se había
emprendido la expresada guerra. Sin embargo, es preciso decir que se
vió obligado á ceder al duque de Saboya una parte del Monferrato, cuyas
rentas ascendían á quince mil escudos, y otras tierras á Ferrante,
duque de Guastalla, que redituaban seis mil: que fué hecho otro tratado
aparte, y con el mayor secreto, en el cual el mencionado duque de
Saboya cedió Piñerol á la Francia: tratado llevado á ejecución poco
tiempo después bajo otros pretextos y á fuerza de picardías.

Juntamente con aquella resolución, los decuriones habían tomado otra,
á saber, la de pedir al cardenal arzobispo que se hiciese una solemne
procesión, llevando por la ciudad el cuerpo de S. Carlos. El buen
prelado rehusó por muchas razones. La confianza en un medio dudoso le
desagradaba, y temía que si el efecto no correspondía, según pensaba,
aquélla no se convirtiese en escándalo. Temía además que si había
envenenadores, la expresada procesión serviría de ocasión favorable
para cometer el crimen; si no los había, recelaba que una tan gran
reunión de gente no podía hacer más que propagar el contagio, peligro
mucho más real y verdadero. La sospecha acerca de los envenenadores,
adormecida hasta entonces, se despertó más general y furiosamente que
antes.

Se había visto de nuevo, ó se había creído ver al presente, untadas las
paredes, las puertas de los edificios públicos, las de las casas y las
aldabas con sustancias venenosas. La noticia de tales descubrimientos
volaba de boca en boca, y como sucede siempre cuando los ánimos están
preocupados, el oir referir la cosa producía el mismo efecto que si se
viese. Los espíritus agriados cada vez más, y sobremanera irritados
por la inminencia del peligro, abrazaban voluntariamente aquella
creencia; pues la cólera aspira á castigar; y como observó sabiamente,
á propósito de esto, un hombre célebre[18], gusta más atribuir los
males á una perversidad humana, contra la cual se puede ejercer la
venganza, que no á otra causa, á la que es indispensable resignarse.
La idea de un veneno sutil, instantáneo, y en sumo grado penetrante,
era motivo más que suficiente para explicar la violencia, todos los
accidentes más incomprensibles y desordenados de la enfermedad. Decíase
que en la composición de dicho veneno, entraban sapos, culebras, y
pus y baba de los apestados; en fin, todo lo que las imaginaciones
feroces y perversas podían encontrar de más irritante. Añadíanse á esto
los maleficios, por cuyo medio todo efecto lograba ser posible, toda
objeción venía á quedar sin fuerza, toda dificultad se resolvía. Si
los efectos no habían seguido inmediatamente á la primera tentativa,
fácilmente se adivinaba la causa; consistía en que los envenenadores
eran todavía novicios, mientras que al presente el arte se había
perfeccionado, y las voluntades estaban mejor afirmadas en su infernal
resolución. Si alguno se hubiera atrevido á sostener que aquello era
una burla, si hubiese negado la existencia de una negra trama, habría
pasado por ciego, por un obstinado, si no se le sospechaba interesado
en distraer de la verdad la atención pública, ó de ser cómplice ó
envenenador[19], este vocablo se hizo rápidamente común, solemne,
terrible. Era tal el convencimiento de que existían envenenadores, que
se debían descubrir casi infaliblemente; todos los ojos estaban alerta;
la acción más indiferente podía excitar sospechas, cambiándose éstas
muy pronto en certidumbre, y la certidumbre en furor.

En confirmación de lo dicho, Ripamonti cita dos hechos, siendo de
advertir el haberlos escogido, no como los más atroces de los que
tenían lugar diariamente, sino porque desgraciadamente los había
presenciado ambos.

En la iglesia de S. Antonio, cierto día de no sé qué solemnidad, un
anciano más que octogenario, después de haber orado un rato puesto
de rodillas, quiso sentarse, y antes de verificarlo sacudió el polvo
con su capa. “¡Aquel viejo unta los bancos!”. gritaron á un tiempo
algunas mujeres que vieron aquella acción. La gente que se hallaba
en la iglesia (¡en la iglesia!) se arroja inmediatamente sobre el
anciano, ásenle de sus blancos cabellos, le dan de puñadas y puntapiés,
lo lanzan, lo empujan hacia fuera; si no acabaron con él, fué para
arrastrarlo medio muerto á la cárcel, ante el juez, al tormento. Yo
mismo en persona vi en tan deplorable situación, á aquel desgraciado,
dice Ripamonti, é ignoro el fin de su dolorosa aventura; pero estoy
segurísimo que sobreviviría muy pocos instantes á tan bárbaros y
crueles tratamientos.

El otro caso tuvo lugar al siguiente día; fué igualmente extraño, pero
no de funestas consecuencias. Tres jóvenes amigos franceses, el uno
literato, el otro pintor y el tercero mecánico, recién llegados con el
objeto de visitar la Italia toda, estudiar las antigüedades y hacer
algún dinero, se acercaron á cierta parte exterior de la catedral
y se pusieron á contemplarla con la mayor atención. Uno que pasaba
los vió y se paró; hizo señas á un segundo, éste á un tercero, y así
sucesivamente, hasta formar un círculo á su alrededor; no se les perdió
de vista un solo momento, porque su traje, su peinado, su equipaje,
en fin, los acusaba de extranjeros, y lo que era peor entonces, de
franceses. Para cerciorarse de que la pared era de mármol, alargaron
la mano para tocarla: esto fué lo suficiente. En un momento fueron
envueltos, atados, abrumados de golpes y arrastrados á la cárcel. Por
fortuna el palacio de justicia está cerca de la catedral, y también
felizmente para ellos, los hallaron inocentes y los soltaron.

Todo esto no sucedía solamente en la ciudad: el frenesí se había
propagado del mismo modo que el contagio. El viajero encontrado por
los aldeanos fuera del camino real, ó que en este mismo se parase con
el objeto de mirar cualquiera cosa por insignificante que fuese, ó se
echase para descansar un poco; el desconocido que en su aspecto ó en
su traje les pareciese tener algo de extraño ó sospechoso, al instante
eran calificados de envenenadores. Al solo aviso del primero que los
veía, al grito de un niño, se tocaba á rebato, y todo el mundo acudía;
los desventurados se veían asediados por una granizada de piedras, ó
cogidos y conducidos á la cárcel con la mayor violencia por un pueblo
furioso. Acerca de esto dice el citado Ripamonti que en aquellas
circunstancias la cárcel era un lugar de seguridad.

Entretanto los decuriones á quienes la denegación del sabio prelado
no había desanimado, redoblaban las instancias que el voto público
secundaba por medio de sus clamores. Federico se resistió aún algún
tiempo, trató de convencerlos en todo lo que puede la razón de un
hombre contra la fuerza de los tiempos y la insistencia de muchos. Por
último, después de haber sido instado con exceso, cedió: no diremos que
fuese ó no causa de una voluntad un poco débil, hizo más que consentir
en que se verificase la procesión: permitió que la urna que encerraba
las reliquias de S. Carlos permaneciese expuesta por espacio de ocho
días á la pública veneración sobre el altar mayor de la catedral.

La junta de sanidad y las autoridades no se opusieron ni hicieron
demostración de ninguna especie en contra de semejante disposición.
Únicamente la expresada junta ordenó algunas precauciones, que sin
reparar el peligro, indicaban el temor. Dió las más severas órdenes con
el objeto de impedir la entrada en la ciudad á las gentes de afuera; y
á fin de asegurar mejor la ejecución, hizo cerrar las puertas. Quiso
también alejar todo lo posible de la concurrencia á los infestados y
sospechosos, y mandó clavar las puertas de las casas secuestradas,
las cuales, según dice un escritor contemporáneo, ascendían casi á
quinientas.

Se gastaron tres días en los preparativos. Al rayar la aurora del día
11 de junio, que era el señalado, salió la procesión de la catedral.
Veíase en primer lugar una larga fila de pueblo, compuesta la mayor
parte de mujeres con el rostro cubierto de grandes máscaras de seda,
muchas con los pies descalzos y revestidas de cilicios. Seguían luego
los gremios, precedidos por sus estandartes, las cofradías con trajes
de varias formas y colores; después el clero regular y secular, cada
uno con las insignias de su dignidad, y llevando en la mano un cirio
encendido. En medio de dicha procesión, entre el brillante resplandor
de un sinnúmero de hachas, de la melodiosa armonía de los cánticos,
y debajo de un rico palio, avanzaba la urna, llevada en andas por
cuatro canónigos vestidos con largos y rozagantes trajes de seda, cuyos
individuos se relevaban de cuando en cuando. Al través de los cristales
de la citada urna se divisaban los mortales despojos del santo,
revestido de magníficos hábitos pontificales, y cubierta la cabeza
con la mitra. En sus facciones descompuestas y mutiladas se podían
distinguir aún algunos vestigios de su antiguo semblante, según nos
le representan las imágenes, tal como algunos se acordaban de haberlo
visto y honrado en vida. Detrás de los despojos del santo prelado
(dice Ripamonti, del cual principalmente tomamos esta descripción), y
próximo á él, tanto por sus méritos, linaje y dignidad, como por su
persona, venía el arzobispo Federico. Seguía luego el resto del clero;
después los magistrados en traje de ceremonia, tras éstos los nobles;
unos ricamente vestidos, como en solemne demostración del culto; otros
en señal de penitencia enlutados, descalzos y cubiertos de cilicios,
oculto el semblante bajo oscuras capuchas; todos con hachas encendidas.
Por último, una inmensa muchedumbre de pueblo terminaba el suntuoso
cortejo.

Toda la carrera por donde había de pasar la procesión estaba adornada
como en los más solemnes días de fiesta. Los ricos habían sacado sus
adornos más preciosos; las fachadas de las casas pobres habían sido
decoradas por los vecinos pudientes, ó á expensas del público. Aquí
en lugar de colgaduras, y allá sobre las colgaduras mismas se veían
pendientes formando graciosos festones, ondulantes guirnaldas de verdes
hojas; por todas partes se veían cuadros, inscripciones y emblemas;
osténtanse en los balcones ricos jarrones, raras antigüedades, muebles
preciosos, luces por doquier. Divisábanse en muchos de aquellos
balcones á los enfermos separados de comunicarse con los demás que
miraban la procesión, y la acompañaban con sus preces. Las calles
restantes estaban mudas y desiertas; solamente algunas personas desde
lo alto de las ventanas prestaban oído á aquel vago rumor; otras, y
entre éstas se veían hasta religiosas, que se habían subido á las
azoteas para ver si desde dicho sitio podían distinguir, aunque fuese
de lejos, aquella urna, aquel acompañamiento, por último, una tan
suntuosa procesión.

Ésta pasó por todos los barrios de la ciudad. En cada una de las
encrucijadas ó plazoletas que se encuentran á los extremos de las
calles principales que van á desembocar á los arrabales se hacía una
parada: colocábase la urna junto á las cruces erigidas por S. Carlos en
la anterior epidemia, de las cuales permanecen en pie algunas hoy día;
de modo que la procesión dió la vuelta á la catedral poco después del
mediodía.

Mas al día siguiente, mientras que reinaba en los ánimos una
presuntuosa confianza, y en muchos la certeza fanática que la citada
procesión debía haber puesto fin á la peste, he aquí que el número
de muertos aumentó en todas las clases y en toda la ciudad, con tal
exceso, y de un modo tan repentino, que no hubo nadie que no viese
la causa ó la ocasión en la procesión misma. Mas ¡oh poder admirable
y doloroso de una preocupación general! el mayor número no atribuyó
este efecto á hallarse reunidas tantas personas, ni á la infinita
multiplicación de contactos fortuitos, sino á la facilidad que habían
tenido los envenenadores para ejecutar en grande sus infernales
designios. Se dijo que mezclados entre la multitud habían infestado
con sus untos á toda la gente que les fué posible. Pero como esta
idea no podía ser suficiente para explicar una mortandad tan vasta
y tan esparcida en toda clase de personas, como según todas las
apariencias, al ojo más atento, que la sospecha hacía más perspicaz,
no había sido posible hallar unturas ni manchas de ninguna especie,
ni en las paredes, ni en otra parte alguna, se recurrió para la
explicación del hecho á otro expediente ya antiguo y muy admitido por
la opinión general en Europa, á saber: la existencia de polvos mágicos
y emponzoñados. Se aseguró que dichos polvos sembrados con profusión
por la carrera, y principalmente en los parajes en donde la procesión
hacía alto, se habían pegado á las colas de los vestidos, y todavía más
en los pies de los muchos que habían ido aquel día descalzos. Vióse
por tanto, dice un célebre escritor contemporáneo[20], el mismo día
de la procesión, mezclada la piedad con la impiedad, la perfidia con
la sinceridad, y la pérdida con la adquisición. ¡De tal modo el pobre
entendimiento humano se complace en debatir con los fantasmas creados
por él mismo!

Desde entonces la furia del contagio fué siempre en aumento; al poco
tiempo no quedó casa que estuviese libre de él. El número de los
enfermos dentro del lazareto ascendió desde dos mil hasta doce mil; y
más tarde, según el decir de todos, llegó hasta diez y seis mil. El 4
de julio, según se encuentra en una carta dirigida por los miembros
de la junta de sanidad al gobernador, la mortandad diaria pasaba
de quinientas víctimas; más adelante, cuando la enfermedad llegó á
su colmo, según el cálculo más común, morían mil doscientos, mil
trescientos; y si hemos de dar crédito al doctor Tadino, hubo días en
que llegaron á más de tres mil quinientos. Él mismo afirma, que por
las pesquisas hechas después de la peste se vió la población de Milán
reducida á poco más de sesenta y cuatro mil almas, siendo así que antes
pasaban de doscientas cincuenta mil. Según Ripamonti, sólo constaba el
pueblo de Milán de doscientas mil: al hablar del número de muertos,
dice que por los registros de la ciudad resultan ciento cuarenta mil,
además de los que no pudieron entrar en cuenta. Los demás escritores de
aquella época dicen poco más ó menos lo mismo.

¡Júzguese cuáles serían las angustias de los decuriones, á quienes
había quedado la pesada carga de proveer á las necesidades públicas,
y reparar lo que era reparable en un desastre semejante! Veíanse
precisados á sustituir y aumentar diariamente á los individuos
encargados de prestar al público servicios de toda especie. Se dividían
en tres clases: la una era de los _monatti_; esta denominación era
ya muy antigua y de dudoso origen, designando con ella á los hombres
dedicados á los trabajos más terribles y peligrosos durante la
epidemia, pues quitaban los cadáveres de las casas, de las calles,
los conducían en carros hasta el sitio en donde los enterraban,
verificándolo ellos mismos; llevaban los atacados al lazareto, los
cuidaban; en fin, quemaban y purificaban los objetos infestados
y sospechosos. La segunda clase era conocida bajo el nombre de
_apparitori_; sus funciones especiales eran ir delante de los carros
mortuorios, avisando por medio del sonido de una campanilla á los
transeúntes que se apartasen, y finalmente, la tercera clase, á los que
daban el nombre de _comisarios_, que presidían á unos y á otros, bajo
las inmediatas órdenes de la junta de sanidad. Era indispensable que el
lazareto estuviese provisto de médicos, cirujanos, drogas, alimentos,
de todo el ajuar en fin necesario á un hospital; siendo preciso también
hallar y disponer otros sitios para acoger á los enfermos que todos
los días iban en aumento. Con este objeto se mandaron construir á
toda prisa chozas de madera y paja en todo el circuito del lazareto,
planteóse otro nuevo, formado de cabañas, y rodeado de un cercado de
tablas, capaz de contener en su interior cuatro mil personas; y no
bastando esto, ordenaron hacer otros dos; pusieron manos á la obra,
pero faltando medios, quedaron sin concluir. Los recursos, los brazos y
el valor iban disminuyendo á medida que se acrecentaban las necesidades.

No sólo la ejecución quedaba siempre detrás de los proyectos y de las
órdenes, no sólo se proveía con mucho trabajo y únicamente con palabras
á un gran número de necesidades perentorias, sino que se llegó á un
grado tal de impotencia y desesperación, que al fin y al cabo aun este
último recurso faltó del todo. Cada día por ejemplo morían abandonados
una gran multitud de niños, cuyas madres habían muerto de la peste.
La junta de sanidad propuso fundar una casa de asilo para esas
inocentes criaturas, como igualmente para las mujeres más indigentes
que estuviesen de parto, ó á lo menos que se hiciese algo en favor de
ellas; mas nada pudo alcanzar. Todos los socorros eran exclusivamente
para la soldadesca, porque el gobernador decía que se estaba en tiempo
de guerra, y era necesario tratar bien á los soldados.

Entre tanto, hallándose colmado de cadáveres un ancho y profundo foso
que se había hecho junto al lazareto, y quedando no sólo en él sino
en todas partes de la ciudad insepultos los nuevos cadáveres, que
aumentaban á cada instante; los magistrados, después de haber buscado
en vano brazos para desempeñar tan tristes faenas, se veían reducidos
á decir que no sabían ya qué partido tomar. Ignoramos de qué modo se
hubiera concluido semejante calamidad, á no haber venido un socorro
extraordinario. El presidente de la junta de sanidad acudió lleno de
desesperación y con los ojos anegados en lágrimas á aquellos dos buenos
é intrépidos frailes que gobernaban el lazareto. El padre Miguel se
empeñó en desembarazar á la ciudad de los cadáveres que la obstruían,
en el término de cuatro días, y en cavar, en una semana, dos fosos
que bastasen no sólo á las necesidades del momento, sino también á
lo que pudiese sobrevenir en lo sucesivo. Seguido de un compañero
también religioso, y de algunas personas de la sanidad nombradas por
el presidente, se dirigió al campo en busca de aldeanos; y en parte
por la autoridad de la expresada junta, en parte por la de su hábito
y palabras, reunió cerca de doscientos; á los cuales mandó hacer tres
grandes fosos; envió en seguida del lazareto á los _monatti_ para
que recogiesen los muertos; verificándose de tal manera, que el día
prefijado su promesa quedó cumplida.

Una vez el lazareto se quedó sin médicos; á fuerza de trabajo, de
mucho tiempo, y de grandes ofertas de dinero y honores, se pudieron
encontrar algunos, pero no los necesarios. Con frecuencia faltaban
víveres hasta el punto de hacer temer que el hambre contribuiría á
acrecentar el número de muertos; y más de una vez, mientras que se
ponían en práctica todos los medios posibles para buscar dinero ó
provisiones, con la esperanza no solamente de no hallarlo á tiempo,
sino ni aun de hallarlo nunca, llegaban de pronto abundantes socorros,
don inesperado de la caridad de particulares. En medio del aturdimiento
general, de la indiferencia que se experimentaba por las desgracias de
los demás, indiferencia que hacía nacer el temor que tenía cada uno
de por sí, se encontraron sin embargo almas piadosas que estuvieron
siempre dispuestas á dispensar beneficios, y otras personas además á
quienes la caridad nació con motivo de la pérdida de todas las alegrías
terrestres; así como en medio de la destrucción y terrible estrago que
reinaban se vieron hombres que emprendieron la fuga, siendo así que
eran los que debían velar y proveer á la seguridad pública, aparecieron
al propio tiempo otros que, siempre sanos de cuerpo y de un valor á
toda prueba, permanecieron fieles en su puesto: hubo también otros que,
por una admirable adhesión de piedad, tomaron sobre sí y llenaron con
una constancia heroica las funciones á las cuales no les llamaban sus
deberes.

Pero sobre todo, en lo que fué más digno de notarse la constancia más
firme y espontánea con respecto á desempeñar la penosa obligación que
les era impuesta, fué, repito, en los sacerdotes. En los lazaretos, en
la ciudad, su asistencia jamás faltó; por doquier había sufrimientos,
allí se les encontraba, siempre mezclados y confundidos entre los
enfermos y moribundos, estando ellos mismos con frecuencia moribundos
y expirando. Junto con los auxilios espirituales, prodigaban en cuanto
les era posible los temporales, prestando todos los servicios que
requerían las circunstancias. Más de sesenta párrocos de la ciudad
solamente murieron del contagio, cerca la novena parte de ellos.

Federico, como no podía menos de esperarse, inspiraba valor á todos,
y era el primero en dar ejemplo. Después de haber visto perecer en su
mismo palacio á casi todas las personas que le rodeaban, siendo rogado
por su familia, por las principales autoridades y príncipes vecinos
para que huyese del peligro yendo á vivir á una quinta aislada, rechazó
sus consejos é instancias con el mismo valor con que escribía á los
curas de su diócesis: “Estad dispuestos á abandonar esta vida mortal,
más bien que á esos desgraciados que son nuestros hijos y nuestra
familia; andad con amor al encuentro de la peste, como si fueseis á
buscar la otra vida, á adquirir un premio, pues que de este modo
podréis conquistar almas para Jesucristo”. No descuidó ninguna de las
precauciones compatibles con sus deberes; dió también instrucciones y
reglas al clero, no importándosele nada absolutamente, ni pareciendo
ver el peligro, por el cual tenía que pasar, al tratar de hacer bien.
Sin hablar de los eclesiásticos, con los cuales estaba siempre, con
el objeto de alabar y dirigir su celo, de excitar á los tibios y
remisos, enviándolos á los parajes en donde otros habían perecido,
quiso que tuviese libre acceso cualquiera que tuviese necesidad de él.
Visitaba los lazaretos para consolar á los enfermos y animar á los
que los servían; recorría la ciudad llevando auxilios á los infelices
incomunicados en sus casas, deteniéndose á sus puertas debajo de sus
ventanas para escuchar sus lamentos, dándoles en cambio palabras de
consuelo é inspirándoles valor. Se lanzó, por último, y vivió en medio
del contagio, admirándose él mismo, así que hubo cesado, de haber
salido ileso.

Así como en las calamidades públicas, y cuando el orden regular se
ve invertido y perturbado por espacio de largo tiempo, se encuentra
siempre un aumento, una sublimidad de virtud; así también igualmente
aparece un acrecentamiento por lo ordinario mucho más general de
perversidad. Los malvados que la epidemia perdonaba y no aterraba
encontraron en la confusión común, en la tibieza de la fuerza pública,
una nueva ocasión de actividad, y al propio tiempo un nuevo y seguro
medio de impunidad, mayormente cuando el uso de la fuerza pública
misma fué á parar en gran parte á manos de los más osados de entre
ellos. Para desempeñar los oficios de _monatti_ y _apparitori_ no
se hallaban más que hombres en quienes el atractivo de la rapiña
y licencia tenía más poder que miedo al contagio y la repugnancia
natural. Se les habían prescrito estrechísimas reglas, intimado las
más severas penas, señalándoles sus puestos, sometiéndoles al mando
de comisarios, según ya hemos dicho, estando unos y otros sujetos
á la autoridad de los magistrados y nobles, con la facultad de
proveer sumariamente á todas las medidas de orden y buen gobierno
que reclamasen las circunstancias. Semejantes disposiciones tuvieron
efecto hasta cierto tiempo; pero creciendo todos los días el número
de muertos, la desolación, el espanto y el aislamiento, se vieron
libres de toda autoridad, faltando quien los tuviese á raya, haciéndose
principalmente los _monatti_ dueños y árbitros de todo. Entraban en
las casas como amos ó como enemigos, y sin hablar del pillaje y de
los malos tratamientos que hacían experimentar á los infelices que la
epidemia condenaba á caer bajo su férula, los malvados ponían sus manos
infestadas y criminales sobre las personas sanas, sobre los hijos,
padres y esposos, amenazándoles con llevarles al lazareto si no se
rescataban ó eran rescatados á fuerza de dinero. Otras veces ponían á
precio sus servicios, rehusando el llevarse los cadáveres en estado ya
de putrefacción si no se les daba tal ó cual suma. Dícese también, y
aun el mismo Dr. Tadino lo afirma, que dejaban caer á propósito de sus
carros los efectos infestados, con el objeto de propagar el contagio,
pues que para ellos era un manantial de riquezas y de regocijo.
Otros bribones, fingiéndose _monatti_, y atándose una campanilla á
los pies, según estaba prescrito como distintivo, y para advertir su
aproximación, se introducían en las casas y robaban á mansalva: en
algunas abiertas sin inquilinos, ó habitadas solamente por algunos
desdichados moribundos, los ladrones las saqueaban á discreción y sin
ninguna especie de temor; otras eran ocupadas é invadidas por esbirros,
los cuales hacían lo mismo, si no peor.

Á la vez que la perversidad, creció la demencia; todos los errores,
ya más, ya menos dominantes, tomaron á causa del aturdimiento y de
la agitación de los ánimos una fuerza extraordinaria, produciendo
efectos más rápidos y más vastos; todo lo cual sirvió para dar fuerza
y engrandecer el miedo de las unturas consabidas, que según hemos
visto era otra maldad. La imagen de este supuesto peligro asediaba y
atormentaba los espíritus, mucho más que el peligro presente y real.
Además de los montones de cadáveres hacinados siempre á nuestra vista,
dice Ripamonti, los cuales obstruían el paso de los transeúntes,
convirtiendo á la ciudad entera en un vasto cementerio, había otra cosa
más funesta y horrorosa aún; ésta era la desconfianza recíproca, la
monstruosidad de las sospechas... No sólo huía uno de su vecino, de su
amigo y de su huésped, sino que los dulces nombres, los tiernos lazos
de esposo, padre, hijo, hermano, eran objeto de terror; ¡y cosa indigna
y horrible de expresarse!, la misma mesa de la familia, el lecho
nupcial, eran mirados como lazo ó como sitios destinados á ocultar la
ponzoña.

Después de la ambición y concupiscencia, que fueron los primeros
motivos atribuidos á los envenenadores, llegó á creerse que éstos
encontraban en su modo de obrar cierta voluptuosidad diabólica, cierto
atractivo más poderoso que su voluntad. El delirio de los enfermos,
que se acusaban á sí mismos de lo que habían temido de parte de los
demás, se asemejaban á otras tantas revelaciones voluntarias; lo cual
contribuía para dar crédito á todo aquello. Y más que las palabras eran
las demostraciones las que debían conmover los ánimos, si acontecía
que los enfermos en su delirio hacían lo que en su imaginación se
figuraban que ejecutaban los envenenadores; circunstancia, por otra
parte, muy probable y propia para explicar la persuasión general y el
testimonio de muchos escritores. Así es que durante el largo tiempo
y triste periodo de las pesquisas judiciales tocante á la magia, las
confesiones algunas veces voluntarias de los acusados sirvieron no
poco para esparcir y mantener la opinión que reinaba con respecto á
los sortilegios; pues cuando una opinión obtiene un vasto y prolongado
imperio, se expresa de todos modos, prueba todas las salidas, recorre
todos los grados de la persuasión, y es difícil que todos ó una gran
parte crean por mucho tiempo que se haga una cosa extraña sin que venga
alguno el cual se imagine hacerla.

Entre las anécdotas, á las cuales dió lugar ese delirio de los
envenenamientos, hay una que merece ser referida por el crédito que
adquirió y por el giro que tomó. Contábase, no por todos del mismo modo
(que sería un privilegio demasiado especial de la fábula), sino casi
unánimemente, que una persona, en tal día, había visto llegar á la
plaza de la catedral un carruaje tirado por seis caballos, y dentro de
él, entre otros que le acompañaban, se hallaba un gran personaje, cuyo
rostro aparecía sombrío y bronceado, sus ojos inflamados, erizados los
cabellos, y en sus labios dibujaba una expresión amenazadora. Mientras
que el espectador permanecía embobado mirando el expresado carruaje,
éste se había parado, y el cochero le invitó á subir, á lo cual no
supo negarse. Después de diversos rodeos, el carruaje se volvió á parar
á la puerta de cierto palacio, en el cual entraron todos, y el curioso
juntamente con ellos, viendo en su interior escenas deliciosas y al
propio tiempo de horror, espantosos desiertos y risueños jardines,
sombrías cavernas y magníficos salones: en uno de éstos, los hombres
fantasmas tomaron asiento y se pusieron á deliberar. Finalmente, le
habían enseñado grandes cajas llenas de dinero, diciéndole que tomase
cuanto quisiera, con tal que aceptase un frasquito del consabido unto,
y fuese á esparcirlo por la ciudad. Mas no habiendo querido consentir,
se había encontrado en un decir Jesús en el mismo sitio en donde había
subido al carruaje. Esta relación, generalmente creída por el pueblo,
y de la cual, según dice Ripamonti, muchos hombres de juicio no se
burlaron lo bastante, se extendió por toda Italia y también fuera de
ella. En Alemania se vieron láminas que representaban dicha paparrucha.
El arzobispo elector de Maguncia, escribió al cardenal Federico,
preguntándole qué había de cierto acerca de los hechos maravillosos que
se decía pasaban en Milán, á lo cual Federico contestó que no eran otra
cosa, que sueños de imaginaciones exaltadas.

De igual valor, si no en un todo igual naturaleza, eran los sueños
de los hombres instruidos, si bien que sus efectos no eran menos
desastrosos. La mayor parte de ellos veían el anuncio y la causa
de aquellas calamidades en un cometa aparecido en 1628, y en una
conjunción de Saturno con Júpiter. Los mismos médicos que, como Tadino
y Settala habían desde un principio anunciado la peste, viéndola
introducirse por doquier, siguiendo su pista, y observando todos sus
progresos, concluyeron por ceder al torrente de la opinión general,
atribuyendo á envenenamientos, á conjuros diabólicos y á otras mil
patrañas, los accidentes ordinarios de la enfermedad. Entre las muchas
anécdotas que circulaban de boca en boca, se contaba como verídica
la siguiente: Diz que cierto día se introdujeron en la habitación
de un enfermo unas cuantas personas desconocidas, las cuales le
ofrecieron curarle y darle una gran remuneración si untaba las casas
circunvecinas; mas como aquél rehusase, dichas personas habían
desaparecido, quedando en su lugar un lobo debajo de la cama, y encima
tres gatos.

Los magistrados, diezmados todos los días, aterrorizados y confusos,
empleaban la poca resolución que les quedaba en buscar los
envenenadores. Entre los escritos de aquella época que se conservan
en el archivo general de Milán, se encuentra una carta (sin ningún
documento que se refiera á ella), en la cual el gran canciller Antonio
Ferrer, informa seriamente, y con la mayor urgencia al gobernador,
de haber recibido un aviso, en que se le decía que en una casa de
campo, propia de los hermanos Gerónimo y julio Monti, nobles milaneses,
se componía veneno en tanta cantidad, que cuarenta hombres estaban
ocupados _en este ejercicio_[21], con la ayuda de cuatro caballos
de Brescia, los cuales hacían venir los materiales de Venecia _para
la fábrica de veneno_. Añade que él había tomado con sigilo las
disposiciones necesarias para mandar á la citada quinta al podestá
de Milán y al auditor de la junta de sanidad con treinta soldados de
caballería; que por desgracia uno de los hermanos había sido advertido
á tiempo para hacer desaparecer el cuerpo del delito, y probablemente
por medio del mismo auditor amigo suyo, y que éste buscaba excusas para
dar tiempo y no partir; pero que no obstante, el podestá, acompañado
de fuerza armada, había _ido á reconocer la casa para ver si hallaba
algunos vestigios_, como igualmente para tomar informes y prender á
todos aquellos que fuesen culpables.

Los procesos á que dieron margen semejantes imposturas, no eran
ciertamente los primeros de este género, y no se pueden, con todo,
considerar como una rareza en la historia de la jurisprudencia. La
descripción que podríamos hacer de dicho proceso, sería larga y
dolorosa; mas éste no es lugar á propósito para tratar de ella con la
atención que merece, pues sería preciso escribir una historia aparte.
Por lo tanto, dejando á otros escritores el cuidado de hacerlo más
circunstanciadamente, volveremos, por último, á buscar á nuestros
personajes, para no abandonarlos ya más hasta el fin.


                                NOTAS:

[18] P. Verri, en sus observaciones sobre la tortura.

[19] En aquella época los llamaban en Milán _untori_, que literalmente
traducido, equivale á untadores, dándoles este nombre, porque según
decían, lo untaban todo con sustancias venenosas.--_Nota del T. E._

[20] Agustín Lampugnano.

[21] Todas las palabras en itálicas en el original están en español,
pues ya sabemos que Antonio Ferrer lo era.--_Nota del T. E._



                         CAPÍTULO DECIMOQUINTO


Una noche, á fines del mes de agosto, justamente cuando la peste se
hallaba en su mayor incremento en Milán, se dirigía D. Rodrigo á su
casa, acompañado de su fiel _Griso_, uno de los tres ó cuatro que
habían quedado vivos de toda su servidumbre. Volvía de una reunión de
amigos acostumbrados á juntarse para tratar de distraer por medio de
francachelas y comilonas la melancolía inherente á los calamitosos
tiempos que corrían; á cada día que trascorra, se les unían otros
nuevos, al paso que iban faltando de antiguos. Aquel día D. Rodrigo
estuvo sumamente alegre y festivo, y entre otras cosas había hecho reir
mucho á la sociedad con una especie de elogio fúnebre á la memoria del
conde Attilio, arrebatado por la peste dos días antes.

Sin embargo, á medida que iba andando, sentía un malestar, un
abatimiento, una flojedad en las piernas, una dificultad en respirar,
un ardor interior, que hubiera querido atribuir únicamente al vino,
al continuo trasnochar, á la influencia de la estación. Durante todo
el camino no abrió la boca siquiera; y llegados á casa, la primera
palabra fué ordenar al _Griso_ que le alumbrase hasta su cámara. Cuando
estuvieron en ella, el _Griso_ observó que el semblante de su dueño
estaba desencajado, encendido, los ojos centelleantes y casi fuera
de sus órbitas. Conservábase á una distancia respetuosa, porque en
aquellas peligrosas circunstancias todo bribón se había visto obligado
á adquirir, según vulgarmente se dice, ojo médico.

--¿Ves? estoy bueno, dijo D. Rodrigo, que leyó en el rostro del
_Griso_ el pensamiento que pasaba por su mente.--Me siento bien; pero
he bebido mucho, acaso demasiado. Ya se ve; la _vernaccia_[22] era
tan excelente... Mas durmiendo bien, todo desaparecerá. El sueño me
abruma... Quita esa luz que me ofusca la vista... ¡me incomoda tanto!...

--Esto son los humos de la _vernaccia_, dijo el _Griso_, permaneciendo
siempre á cierta distancia.

Conviene que su señoría se acueste pronto, pues el dormir le vendrá
perfectamente.

--Tienes razón; si es que puedo dormir... Por lo demás, me siento
bien. Ponme aquí cerca esa campanilla, por si acaso esta noche
necesitase algo; y ten cuidado si la oyes sonar; ¿entiendes? Mas no
tendré necesidad de nada... Llévate pronto esa maldita luz, siguió
diciendo, mientras que el _Griso_ obedecía, acercándosele lo menos
posible.--¡Diablo! ¡que tenga que incomodarme tanto!...

El _Griso_ cogió la bujía, y deseando á su señor una buena noche, salió
precipitadamente de la estancia, mientras que D. Rodrigo se ocultaba
bajo el cobertor de su lecho.

Mas el citado cobertor pesaba sobre él como si fuese un monte. Lo
arrojó lejos de sí, y se acurrucó con el objeto de poder dormir,
porque efectivamente se moría de sueño. Apenas sus ojos se cerraban,
despertábase en extremo sobresaltado, como si alguno le hubiese dado
un fuerte golpe, sintiendo que se aumentaba su malestar y crecía su
insufrible ardor. Pensaba en el sofocante calor del estío, en la
_vernaccia_, en los excesos que cometía, habiendo querido encontrar en
todo esto, la causa de sus sufrimientos. Mas una idea venía á mezclarse
siempre involuntariamente á dichos pensamientos; una idea que se
introducía, por decirlo así, en todos los cerebros, que formaba parte
de todas las conversaciones y discursos que se tenían en aquellas
orgías, porque era más fácil hacer escarnio de ella que pasarla en
silencio; á saber, la peste.

Después de haber luchado terriblemente consigo mismo por espacio de
largo tiempo, acabó por dormirse, y tuvo los sueños más confusos y
desordenados del mundo. Le pareció que se hallaba en medio de una
vasta iglesia, al frente de una inmensa muchedumbre. Ignoraba cómo se
encontraba en aquel paraje y cómo le había venido á la imaginación
semejante pensamiento, especialmente en aquellas circunstancias;
lo cual le enfurecía sobremanera. Paseaba sus miradas sobre los
circunstantes, no viendo más que semblantes descarnados, lívidos,
con ojos apagados ó extraviados, y los labios colgando. Los vestidos
de estas asquerosas criaturas se caían á pedazos, y al través de los
agujeros se divisaban horrorosos bubones y manchas sanguinolentas.
Figurábase que gritaba “Apartaos, canalla”; y dirigiendo su vista
hacia la puerta, que estaba sumamente lejos, y dando un grito con
aire amenazador, pero sin moverse, pegó todo lo posible sus brazos
al cuerpo para no rozar con nadie, aunque le tocaban ya bastante por
todas partes. Pero ninguno de aquellos insensatos daba señales de
moverse, ni de oirle; por el contrario, le tenían fuertemente oprimido,
pareciéndole además que alguno de ellos con el codo le apretaba en el
costado izquierdo junto al corazón y debajo del brazo, en cuyo sitio
experimentaba agudas y dolorosas punzadas. Movíase violentamente, hacía
inútiles esfuerzos para salir de tan penosa situación; mas de repente
parecíale que se sentía picado de nuevo en el mismo paraje. Furioso
quiere llevar la mano á la espada, y ve que se ha deslizado á lo largo
de su cuerpo, siendo el pomo lo que le oprime en aquel sitio, en el
cual va á buscar su espada que no encuentra, sintiendo en su lugar un
dolor todavía más agudo. Agitado y sin aliento quiere esforzarse á
gritar, cuando ve que todas aquellas figuras se precipitaban hacia un
solo lado. Lanza en la misma dirección su extraviada vista; descubre un
púlpito, apareciendo en él confusamente un objeto vago y movible; luego
ve elevarse una cabeza rapada, después dos ojos, una cara, una larga
y blanca barba, un fraile de pie con la mitad del cuerpo fuera del
púlpito; en una palabra, Fr. Cristóbal. Le parece á D. Rodrigo que el
capuchino, después de haber recorrido con la vista á todo el auditorio,
la fija sobre él, levantando al mismo tiempo la mano, juntamente
en la misma actitud que había tomado en una de las salas de su
palacio. Entonces él también alza la suya con furia, hace un esfuerzo
desesperado como para lanzarse á detener aquel brazo suspendido sobre
su cabeza: un gruñido sordo detenido en su garganta sale de repente
convertido en un alarido terrible, de cuyas resultas despierta. Deja
caer su brazo, que en efecto había levantado, tardando un buen rato en
recobrarse y abrir bien los ojos, porque la luz del día, ya bastante
avanzado, no le molestaba menos que la de la bujía de antes. Por último
reconoce su lecho, su cámara; comprende que todo aquello no había
sido más que un sueño; la iglesia, el pueblo, el fraile, todo había
desaparecido, á excepción del dolor en el costado izquierdo. Al propio
tiempo sentía en el corazón una palpitación violenta y agitada, un gran
zumbido en los oídos, un fuego interior que le consumía, y una pesadez
en todos los miembros mucho peor aún que cuando se había ido á acostar.
Vaciló un instante antes de mirar la parte donde tenía el dolor;
finalmente, la descubre, le arroja una pavorosa mirada, y distingue un
espantoso tumor de un lívido purpúreo.

D. Rodrigo se vió perdido: el temor á la muerte se apoderó de él,
experimentándolo acaso mucho más al imaginar que podría llegar á
ser presa de los _monatti_, siendo llevado y lanzado al lazareto.
Buscando el modo de evitar esta horrible suerte, sentía que sus ideas
se oscurecían y turbaban, viendo aproximarse el momento en que no le
quedaría más recurso que entregarse á la desesperación. Luego cogió con
mano convulsa la campanilla, y la agitó violentamente. El _Griso_, que
estaba alerta, se presentó en seguida. Detúvose á cierta distancia del
lecho, miró atentamente á su señor, y se cercioró de lo mismo que la
noche antes no había pasado de una conjetura.

--_¡Griso!_, dijo D. Rodrigo, sentándose en el lecho con mucho trabajo:
tú has sido siempre mi favorito.

--Sí, señor.

--Te he tratado bien siempre.

--Ciertamente; por un efecto de vuestra gran bondad.

--¡Me puedo, pues, fiar de ti!...

--¡Diablo!

--_Griso_, me siento malo.

--Ya lo había conocido.

--Si me pongo bueno, te trataré todavía mejor de lo que lo he hecho
hasta aquí.

Nada contestó el _Griso_, y estuvo esperando adónde iría á parar con
tales preámbulos.

--De nadie quiero fiarme más que de ti, continuó diciendo D. Rodrigo;
_Griso_, hazme un favor.

--Mande su señoría.

--¿Sabes dónde vive el cirujano Chiodo?

--Perfectamente.

--Es un excelente sujeto, que cuando se le paga bien oculta á los
atacados de la peste. Anda á buscarlo: dile que le daré cuatro, seis
escudos por visita, más, si quiere más; pero que venga pronto; y haz
la cosa de modo que nadie se aperciba de ello.

--Muy bien pensado, dijo el _Griso_; voy y vuelvo al momento.

--Oye, _Griso_, dame primero un poco de agua. Siento un ardor que no
puedo resistir más.

--No señor: nada sin aviso del médico. Son enfermedades sumamente
prontas; por consiguiente, no hay tiempo que perder: tranquilícese su
señoría; en un decir Jesús estaré aquí con el Sr. Chiodo.

Al concluir de pronunciar las anteriores palabras, salió cerrando la
puerta.

D. Rodrigo, habiendo vuelto á acurrucarse en su lecho, lo seguía con
la imaginación á la casa de Chiodo; contaba los pasos, y calculaba
el tiempo. De vez en cuando miraba su tumor del costado izquierdo;
mas volvía en seguida la vista hacia otro lado con el mayor
estremecimiento. Al cabo de poco rato empezó á prestar atención, con
el objeto de ver si oía llegar al cirujano; y semejante esfuerzo de
atención suspendía el sentimiento del mal, y le dejaba libre el uso
de sus pensamientos. De repente oye un ruido lejano de campanillas,
que le parece más bien que viene del interior de su casa que no de la
calle. Escucha atentamente, y á cada instante lo percibe más fuerte,
más repetido, acompañado al mismo tiempo de un rumor de pisadas, con
cuyo motivo una horrible sospecha se le presenta de súbito á la
imaginación. Consigue incorporarse, y se sienta: se pone á escuchar
aún con más atención, y distingue claramente un ruido sordo en la
vecina estancia, como de una cosa pesada que depositan en el suelo con
precaución. Saca las piernas fuera del lecho en ademán de levantarse,
clava la vista en la puerta, la ve abrirse y aparecer por ella dos
viejos y sucios vestidos rojos, dos criaturas malditas; en una palabra,
dos _monatti_. Finalmente, divisa á medias la figura del _Griso_, el
cual permanece espiando, oculto detrás de una de las hojas de la puerta
que ha quedado entreabierta.

--¡Ah, traidor infame!... ¡Fuera de aquí, vil canalla! ¡Blondino,
Carlotto!, ¡socorro, que me asesinan!, grita desaforadamente D.
Rodrigo: mete una mano debajo de la almohada para buscar una pistola,
la coge, trata de amartillarla, mas ya es tarde, porque á su primer
grito, los citados _monatti_ se habían precipitado hacia su lecho. El
más ágil se le echa encima antes de que pueda hacer ningún movimiento;
le arranca la pistola de la mano, arrójala lejos de sí, le fuerza á
volverse á acostar, y lo sujeta fuertemente exclamando con un acento
de rabia y de mofa á la vez: “¡Ah, bribón! ¡hacer armas contra los
_monatti_!, ¡contra los ministros de la junta de sanidad!, ¡contra los
que hacen tantas obras de misericordia!”.

--Sujétalo bien, hasta que lo saquemos de aquí, dijo el compañero,
encaminándose hacia una grande arca que se hallaba en la misma
habitación. Después de esto entró el _Griso_ y le ayudó á forzar la
cerradura.

--¡Malvados!, gritó D. Rodrigo con acento de desesperación, mirando
al _Griso_ por debajo del que le sujetaba, y forcejeando entre sus
nervudos brazos.--Dejadme matar á ese infame, decía en seguida á los
_monatti_, y después haced de mí lo que queráis. Luego volvía á llamar
con toda la fuerza de sus pulmones á los demás criados; mas era en
vano, porque el abominable _Griso_ los había alejado, con supuestas
órdenes del mismo amo, antes de ir á proponer á los expresados
_monatti_ dicha expedición, y dividir con ellos los despojos.

--Tranquilizaos, tranquilizaos, decía al desventurado Rodrigo el bribón
que lo tenía tendido sobre el lecho; y volviéndole después hacia los
que saqueaban, les gritaba: haced las cosas como hombres de honor.

--¡Tú, tú!, exclamaba con rabia D. Rodrigo, dirigiéndose al _Griso_, al
cual veía ocupado en destrozarlo todo, en sacar el dinero, los efectos
y hacer las particiones. ¡Tú!, ¡después!... ¡Ah, demonio infernal!
¡Todavía puedo curar!, sí; ¡puedo aún ponerme bueno! El _Griso_ no
resollaba siquiera, y con todo trataba de evitar todo lo posible
el dirigir la vista hacia el lado de donde partían las anteriores
palabras.

--Tenlo firme, decía el otro _monatto_, porque está frenético.

Efectivamente era así. Después de exhalar un gran grito, después de
hacer un último y más violento esfuerzo con el fin de recobrar su
libertad, cayó de repente fatigado é insensible; sin embargo, todavía
lanzaba miradas estúpidas, y de vez en cuando daba fuertes sacudidas ó
arrojaba débiles quejidos.

Los _monatti_ le cogieron el uno por los pies y el otro por debajo de
los brazos, y fueron á colocarlo en una camilla que habían dejado en
la habitación inmediata; en seguida uno de ellos volvió para tomar el
botín, después de lo cual, cargando con la miserable carga, se alejaron.

El _Griso_ se quedó con el objeto de escoger lo que le pudiese ser de
más utilidad; hizo un fardo de todo ello y tomó la puerta. Á pesar
de haber tenido mucho cuidado de no tocar á los _monatti_, ni de ser
tocado por ellos, con todo, en medio del frenesí por robar que se había
apoderado de él, cogió del lado del lecho los vestidos de su amo, y los
sacudió sin reflexionar nada, con el ansia de ver si tenían dinero.
Esto tuvo no obstante el día siguiente sus consecuencias. En efecto,
mientras estaba divirtiéndose en una taberna, se sintió sobrecogido de
terribles calofríos, sus ojos se oscurecieron, le faltaron las fuerzas
y cayó desplomado. Abandonado por sus compañeros, fué á parar en manos
de los _monatti_ los cuales, habiéndole despojado de todo lo bueno que
llevaba, le echaron sobre un carro, en el cual expiró, antes de llegar
al lazareto donde había sido conducido su amo.

Dejando ahora á este desgraciado en aquella mansión de dolores, iremos
en busca de otro, cuya historia nada hubiera tenido de común con la
suya, si él á la fuerza no lo hubiese querido; pudiéndose también
asegurar, que á no ser así, nada tendríamos al presente que decir ni
del uno ni del otro. Queremos hablar de Renzo, de este joven á quien
dejamos en una nueva fábrica bajo el nombre de Antonio Rivolta.

Permaneció en dicha fábrica por espacio de cinco ó seis meses, pasados
los cuales, habiéndose enemistado la república y el rey de España,
y cesando, por consiguiente, todo temor para él, Bartolo se había
apresurado á ir á buscarle para tenerle consigo, ya por el cariño que
le profesaba, ya porque Renzo, naturalmente despejado y muy hábil en el
oficio, era en una fábrica un poderoso auxiliar para el _fac totum_,
sin poder jamás aspirar á serlo él mismo, á causa de la desgracia de
no saber manejar la pluma. Así como esta razón se había tenido en
cuenta, nosotros hemos creído deber indicarla también. Acaso querríais
un Bartolo más ideal; no puedo decir más que una cosa: fabricadlo; el
nuestro era ni más ni menos, según os lo he presentado.

Después de lo que va referido, Renzo había continuado trabajando al
lado de su primo. Con frecuencia, y especialmente luego de haber
recibido algunas de las consabidas cartas de Inés, le pasó por la
imaginación el hacerse soldado y concluir de una vez: ocasiones no
faltaban, pues justamente en aquella época la república tenía necesidad
de gente. La tentación fué para Renzo tanto más fuerte, cuanto que se
hablaba de invadir el milanesado, y naturalmente le parecía magnífico
el volver á su casa con ínfulas de vencedor, ver á Lucía y tener con
ella una explicación. Pero Bartolo, con buenas razones, había sabido
apartarlo siempre de semejante resolución.

--Si ellos han de ir, del mismo modo irán sin ti, y después tú podrás
encaminarte allá á tu gusto; si vuelven con la cabeza rota, ¿no habrá
sido mejor el que te hayas quedado en casa? No faltarán desesperados
que quieran ir á tal expedición, y antes que puedan poner los pies...
Por lo que á mí hace, soy muy incrédulo: aquí se vocifera mucho; mas
ya, ya, el milanesado no es un bocado tan fácil de tragar. Se trata de
la España, hijo mío: ¿sabes lo que es la España? S. Marcos es fuerte
dentro de su territorio, pero esto no basta. Ten paciencia: ¿por
ventura no estás bien aquí?... Comprendo lo que me quieres decir; pero
si está escrito arriba que suceda, puedes estar seguro que sin hacer
locuras, saldrá mejor: algún santo te ayudará. Así, pues, créeme,
éste no es tu oficio. ¿Te parece que convenga dejar de
encanillar seda para ir á matar? ¿Qué quieres tú hacer entre gente de
semejante ralea? Para esto se necesitan hombres á propósito.

Otras veces Renzo quería ir de oculto, disfrazado, y con nombre
supuesto; pero Bartolo supo también disuadirle por medio de razones
fáciles de adivinar.

Esparcida después la peste en el milanesado, y llegando hasta las
fronteras del territorio de Bérgamo, no tardó mucho en invadirlo,
y... no os alarméis, lectores míos; no creáis que vaya á haceros otra
descripción del contagio que sufrió este último país; nada de eso; el
que quiera informarse podrá leer la obra escrita por un cierto Lorenzo
Chirardelli, y en ella hallará todas cuantas noticias desee; yo sólo
diré que Renzo fué también acometido de la epidemia; que se curó él
mismo; ó mejor dicho, nada hizo para ello; estuvo á las puertas del
sepulcro; pero gracias á su fuerte constitución, venció al mal, y al
cabo de pocos días se halló fuera de peligro. Al recobrar la salud, los
cuidados, los deseos, las esperanzas, los recuerdos y los proyectos de
su vida, resucitaron con más fuerza y vigor que nunca; ó lo que es lo
mismo, todos sus pensamientos se concentraron en Lucía. ¿Qué habría
sido de ella en aquellos calamitosos tiempos, en que el vivir era una
excepción? ¡Hallarse tan próximo y no poder tener noticias suyas!
¡Permanecer, Dios sabe cuánto, en tal incertidumbre! ¡Y aun después de
disipada ésta, cuando hubiese cesado todo peligro, sabiendo que Lucía
había sobrevivido, ¡cómo descifrar aquel otro enigma, aquel misterio
impenetrable del consabido voto! ‟Yo mismo iré á enterarme de todo á la
vez, se decía interiormente antes de encontrarse en estado de poder
gobernarse por sí mismo. ¡Con tal que todavía viva! Por lo que hace á
encontrarla, yo lo conseguiré; oiré cómo me explica ella misma á lo
que se reduce la tal promesa; le haré comprender que es un absurdo; un
imposible, y me la traeré aquí, juntamente con la pobre Inés, si es
que aún vive; ¡Inés, la cual tanto me ha querido siempre, y que estoy
muy seguro me quiere todavía!... ¿Y la orden de prisión? ¡Bah!, en
otras cosas tienen que pensar los que han quedado con vida; aun aquí
veo pasearse con la mayor tranquilidad á algunos que... ¿Por ventura
serán sólo los bribones los que tengan salvoconducto? ¡Y en Milán, en
donde todo el mundo dice que no hay más que confusión y desorden! ¡Si
dejo escapar una ocasión tan hermosa! ¡La peste! ¡Mirad cómo algunas
veces nos hace emplear las palabras ese feliz instinto de referirlo y
subordinarlo todo á nosotros mismos! ¡Ciertamente, no encontraré mejor
coyuntura! Es necesario esperar, mi querido Renzo”.

Cuando apenas pudo manejarse por sí solo, fué en busca de Bartolo, el
cual hasta entonces había podido librarse del contagio, y permanecía
encerrado en su casa. Renzo no entró en ella, sino que llamando á su
primo desde la calle, hizo que se asomara á la ventana.

--¡Ah! ¡ah! exclamó Bartolo; ¿te has librado? ¡Cuán feliz eres!

--Tengo todavía un poco de debilidad en las piernas, según ves; mas en
cuanto al peligro, ya estoy fuera de él.

--¡Oh! ¡yo quisiera hallarme como tú! En otro tiempo, el pronunciar
estas palabras, estoy bueno, parecía abarcarlo todo; pero ahora de
nada sirve. Cuando se puede llegar á decir: estoy mejor; ¡he aquí á la
verdad una bella palabra!

Habiendo Renzo felicitado á su primo por haber escapado hasta allí
de la peste, y haciendo de esto buenos pronósticos, le comunicó la
resolución que había tomado.

--Lo que es ahora, ve; que el cielo te bendiga, respondió Bartolo;
procura esquivar la justicia del mismo modo que yo trataré de esquivar
el contagio; y si Dios quiere que á los dos nos vaya bien, pronto
volveremos á vernos.

--¡Oh! seguramente volveré; ¡y si pudiese no dar la vuelta solo! Basta,
así lo espero.

--Vuelve pues acompañado, que si Dios quiere, aquí habrá trabajo
para todos, y viviremos juntos en buena paz y armonía. Permita el
cielo que me encuentres vivo y sano, y que haya cesado ese diablo de
influencia[23].

--Volveremos á vernos, sí, estoy seguro de ello.

--Repito de nuevo, ¡que Dios lo quiera!

Durante algunos días Renzo se ocupó en hacer ejercicio, tanto para
probar sus fuerzas, cuanto para aumentarlas, y apenas le pareció que
se hallaba en estado de soportar las fatigas del viaje, se dispuso
á emprender el camino. Ciñóse bajo de sus vestidos un cinto, dentro
del cual puso los consabidos cincuenta escudos, á los que nunca había
tocado ni hecho conversación con nadie, ni aun con su primo Bartolo;
en seguida tomó algún dinerillo suelto que había ido ahorrando día par
día, viviendo con la más estricta economía; colocó debajo del brazo un
pequeño lío de ropa; metió en su cartera un certificado bajo el nombre
de Antonio Rivolta que por precaución se había hecho dar por su segundo
amo; puso en una de las faltriqueras de sus calzones un cuchillo, que
era lo menos que un hombre honrado podía llevar en aquellos tiempos, y
emprendió el viaje á últimos del mes de agosto, tres días después que
D. Rodrigo había sido conducido al lazareto. Se encaminó hacia Lecco,
porque quería antes de aventurarse á entrar en Milán, pasar por su
pueblo, en el cual esperaba hallar á Inés viva, y empezar á saber de
ella algo de lo que tanto deseaba.


El pequeño número de los que habían curado de la peste era
verdaderamente una clase privilegiada en medio del resto de la
población. Una gran parte de esta última estaba enferma ó expiraba, y
los que hasta entonces habían sido respetados por el contagio, vivían
en un continuo sobresalto. Andaban con precaución, con aire inquieto,
con precipitación y perplejidad á la vez, porque todo podía volverse
contra ellos, armas cuyas heridas fuesen mortales. Otros al contrario,
seguros ya por haber pasado la enfermedad (pues el tener dos veces la
peste era un caso más bien prodigioso que raro) discurrían impávidos
por medio del contagio general con la mayor osadía y resolución, á la
manera de los paladines de la edad media, cubiertos de hierro de pies á
cabeza, y montados en fogosos corceles defendidos del mismo modo que
sus dueños, daban vueltas por el mundo llevando una vida aventurera
(de donde provino su gloriosa denominación de caballeros andantes)
entre una infeliz multitud pedestre de aldeanos y gente pobre, los
cuales para rechazar los golpes no tenían más defensa que sus vestidos.
¡Magnífica, sabia y útil profesión! ¡Profesión digna de figurar en
primera línea en un tratado de economía política!

Con una tal seguridad, templada sin embargo por las inquietudes que
el lector no ignora, como igualmente por el espectáculo frecuente y
la idea incesante de la calamidad de todo un pueblo, Renzo se dirigía
hacia su casita, en medio de un hermoso día y al través de un hermoso
país; mas no encontraba después de haber andado largo trecho en medio
de una inmensa y triste soledad, sino alguna que otra cosa errante, más
bien que seres vivientes ó cadáveres conducidos á su última morada,
sin los honores de las exequias, sin cantos fúnebres, sin el menor
acompañamiento.

Al llegar el sol á la mitad de su carrera, el joven se detuvo en
un bosquecillo con el objeto de comer un poco de pan y alguna otra
friolera que traía consigo. Si quería fruta, tenía á su disposición
toda cuanta quería, pues el país que atravesaba producía en abundancia
higos, albérchigos, ciruelas y manzanas á montones; bastaba que entrase
en los campos y alargase la mano para alcanzarla, ó que la recogiera
debajo de los mismos árboles, en donde estaba amontonada; porque el año
era extraordinariamente abundante de fruta con especialidad, y no había
nadie que se tomase el cuidado de guardarla. Los grandes racimos de
uvas escondían, por decirlo así, los pámpanos, y quedaban á merced de
los viajeros.

Por último, al anochecer descubrió su pueblo. Á su vista, con todo de
estar preparado, sintió latir su corazón; se vió asaltado en un momento
por un tropel de penosos recuerdos y de presentimientos dolorosos;
parecíale tener aún, en los oídos, aquellos siniestros tañidos de
la campana que tocaba á rebato, que le habían, como si dijéramos
acompañado, perseguido en su fuga fuera de su pueblo; y percibía,
permítasenos la expresión, el prolongado silencio de la muerte que
moraba en tan tristes lugares. Al desembocar en la plazuela de la
iglesia, experimentó una turbación mucho mayor, esperando que sería
peor al llegar al término de su viaje, porque había formado el proyecto
de detenerse en aquella casita que tantas veces en otro tiempo solía
llamar la casa de Lucía. Al presente, no podía ser más que de Inés, y
la única gracia que imploraba al cielo, era encontrarla viva y sana. En
dicha casa se proponía pedir un asilo, conjeturando perfectamente que
la suya sólo serviría de madriguera á los ratones y comadrejas.

No queriendo que le viesen, se dirigió por un estrecho sendero que se
hallaba en las afueras del pueblo, el mismo por el cual había entrado
tan bien acompañado en aquella fatal noche de su fuga y sorpresa del
cura. Á la mitad poco más ó menos del expresado sendero, se encontraba
por un lado la viña y por el otro la casita de Renzo; por lo cual, al
pasar, podía penetrar en ambas un momento, con el fin de ver en qué
estado se hallaban sus negocios.

Mientras proseguía su marcha, miraba delante de sí, deseando y temiendo
al propio tiempo el ver á alguno. En efecto, á los pocos pasos que hubo
dado, divisó á un hombre en camisa, sentado en el suelo y apoyadas
las espaldas contra un seto formado de jazmines, con el aire de un
insensato: en esto, y además en la fisonomía, creyó reconocer á
Gervasio, el pobre tonto que había ido como de segundo testigo á su
malograda expedición; pero en seguida, acercándose más, vió que era
aquel Tonio tan vivo que le había acompañado. La peste, arrebatándole
el vigor del cuerpo á la vez que el del entendimiento, lo había
desfigurado completamente, y dádole en todas sus facciones y ademanes
una pequeña y oculta semejanza con su imbécil hermano.

--¡Oh, Tonio!, exclamó Renzo parándose delante de él; ¿eres tú?

Tonio alzó los ojos, sin hacer el más leve movimiento de cabeza.

--¡Tonio!, ¿no me conoces?

--Á quién le toca, á quién le toca, respondió Tonio, quedándose con la
boca abierta.

--¿Ya la tienes encima, eh?, ¡pobre Tonio!; ¿pero no me conoces?

--Á quién le toca, á quién le toca, volvió á repetir éste,
prorrumpiendo en una estúpida carcajada.

Viendo Renzo que nada podía sacar en limpio, continuó su camino mucho
más contristado. Mas he aquí que de repente divisó por una de las
revueltas del sendero que se iba acercando cierta cosa negra, en la
cual reconoció en seguida á D. Abundio. Éste caminaba á pasos lentos,
apoyándose sobre un bastón, como aquel á quien cuesta gran trabajo
andar: á medida que se iba aproximando, se podía fácilmente conocer
por su rostro pálido y demacrado, como también en todo su aspecto, que
debía haber pasado igualmente la borrasca. D. Abundio miraba con la
mayor atención; le parecía y no le parecía Renzo; veía algo de extraño
en su vestido, pues era justamente el de los habitantes de Bérgamo.

“¡No hay duda; es él!”, dijo para sí; y alzó las manos al cielo con un
movimiento de admiración descontenta, quedando suspendido en el aire el
bastón que empuñaba su diestra, viéndose bailar dentro de las mangas
sus pobres brazos, que en otro tiempo estaban tan oprimidos. Renzo,
acelerando el paso, le fué al encuentro y le saludó cortésmente; pues
aunque entrambos había mediado lo que ya sabemos, era siempre, con
todo, su párroco.

--¡Vos aquí!, exclamó D. Abundio.

--Ciertamente, ya lo veis. ¿Se sabe algo de Lucía?

--¿Qué queréis que se sepa? Nada absolutamente. Si vive, debe hallarse
en Milán; pero vos...

--¿E Inés, ha sobrevivido?

--Puede ser; mas, ¿quién queréis que lo sepa? Aquí no está; pero vos...

--¿Pues en dónde se halla?

--Se ha retirado á la Valsassina, al lado de sus parientes, los cuales
dicen que la peste no hace tantos estragos como aquí; ¿comprendéis?
Pero vos, vuelvo á repetir...

--Esto me contraría mucho. ¿Y el padre Cristóbal?...

--Hace ya algún tiempo que marchó. Mas...

--Lo sé; me lo han escrito; sólo preguntaba si por casualidad había
vuelto por aquí.

--¡Ah!, nada de eso; no se ha oído hablar más de él; pero...

--Esto también me disgusta.

--Pero vos, repito, ¿qué venís á hacer aquí? ¡Por el amor del cielo!
¿Ignoráis, por ventura, la orden de prisión?...

--¿Qué me importa? Ahora tienen otras cosas en qué pensar. He querido
venir á ver por mí mismo mis negocios; y no se sabe justamente...

--¿Qué queréis ver? Al presente no hay aquí nadie, ni nada; y como
iba diciendo, con la consabida orden de prisión, venir al pueblo,
justamente á ponerse dentro de la boca del lobo; ¿es esto tener juicio?
Atended á las reflexiones de un anciano que posee más experiencia que
vos, y que os habla por el afecto que os profesa: abandonad el campo,
y antes de que nadie os vea volved adonde estabais; y si por desgracia
os han visto, marchad cuanto antes con mucho más motivo. ¿Os parece que
pueden conveniros los aires que aquí se respiran? ¿No sabéis que han
venido á buscaros, que lo han revuelto todo de arriba abajo por dar con
vos?...

--¡Bribones!, ¡demasiado lo sé!

--Pues entonces...

--Os digo que no se piensa en semejante cosa. ¿Y él, vive todavía?,
¿permanece aquí?

--Repito que no hay nadie; repito que no penséis en las cosas de aquí;
repito que...

--Lo que pregunto es si él está aquí.

--¡Oh, Dios mío! Hablad de otra cosa: es posible que estéis todavía tan
fogoso, después de tantas aventuras!

--¿Se halla aquí ó no?

--No, vamos. Pero, ¡la peste, hijo mío, la peste! ¿Quién es el que se
atreve á andar en estos tiempos?

--Si no hubiese más que la peste en el mundo... lo digo por mí; la he
tenido, y ya nada temo.

--¡Pues entonces!, ¿acaso no es esto un aviso del cielo? Cuando uno ha
escapado de un peligro de semejante especie, me parece que deberían
tributarse gracias á Dios, y...

--Yo le doy gracias con todo mi corazón.

--Pues creedme, no vayáis á buscarla otra vez; escuchad mis consejos...

--Señor cura, si no me engaño, vos también la habéis tenido.

--¡Sí, la he tenido!, terrible, espantosa; vivo de milagro; basta decir
que me ha dejado de la manera que veis. Al presente necesito un poco
de tranquilidad para reponerme; empezaba á sentirme ya mejor... ¡En
nombre!... ¿qué venís á hacer aquí? Volveos.

--Siempre con lo mismo: volverme; para esto hubiera valido más no
haberme movido de donde estaba. Decís: ¿á qué habéis venido?, ¿á qué
habéis venido?, y yo os respondo: vengo á mi casa.

--¡Á vuestra casa!...

--Decidme: ¿ha habido muchos muertos aquí?

--¡Ah, ah!, exclamó D. Abundio; y empezando por Perpetua, hizo una
larga enumeración de personas y familias enteras. Renzo esperaba ya
una cosa parecida; pero al oir tantos nombres de personas conocidas,
de amigos, de parientes, se hallaba sobrecogido del más intenso dolor,
y con la cabeza baja exclamaba de cuando en cuando: “¡Pobrecito!
¡pobrecita! ¡pobrecitos!”

--Ya lo veis, prosiguió D. Abundio; y todavía no se ha concluido. Si
los que quedan no tienen un poco de juicio, y no calman la exaltación
de sus cerebros, esto va á ser el fin del mundo.

--En efecto, yo no pienso en detenerme aquí un momento más.

--¡Ah! ¡Dios sea loado! ¡por fin habéis entrado ya en razón! ¡Supongo
pues que volveréis al territorio de Bérgamo!

--Esto poco os importa.

--¡Cómo! ¿querríais acaso hacerme una jugarreta peor que la pasada?

--Repito que poco os importa lo que pienso hacer; esto me pertenece
exclusivamente: ya no soy un niño; por consiguiente, tengo suficiente
juicio para obrar según me convenga. Espero además que no diréis á
nadie que me habéis visto. Sois sacerdote; yo uno de vuestras ovejas;
por lo tanto confío en que no me querréis hacer traición.

--Comprendo, dijo D. Abundio suspirando con ademán
colérico,--comprendo: queréis perderos y perderme; ¿no os basta lo
que habéis sufrido, y yo también? ¡Comprendo, comprendo! Dichas las
anteriores palabras, D. Abundio siguió refunfuñando entre dientes y
continuó su camino.

Renzo permaneció triste y descontento, pensando en dónde podría
encontrar un asilo; en aquella fatal enumeración de muertes que le
había hecho D. Abundio, se hallaba una familia arrebatada por la
epidemia, á excepción de un joven, poco más ó menos de la edad de
Renzo, y compañero suyo desde la infancia. La casa en donde habitaba
estaba situada á poca distancia del pueblo, por lo cual pensó
encaminarse á ella con el fin de pedir hospitalidad.

Habiéndose puesto en marcha, llegó cerca de su viña, y antes de entrar
pudo juzgar acerca de su deplorable estado. Los árboles, el verdor
que había dejado, no sobresalían de la cerca; si algo se veía eran
cosas poco gratas, sobrevenidas durante su ausencia. Se presentó á la
abertura de la expresada cerca (pues de puerta ni aun señales había),
y lanzó una ojeada á todo alrededor. ¡Pobre viña! Por espacio de dos
inviernos consecutivos, las gentes del pueblo habían ido á cortar leña,
á la propiedad del infeliz muchacho, como ellos decían. Las cepas,
las moreras, los árboles frutales de todas clases, veíanse arrancados
ó pisoteados. Distinguíanse también algunos vestigios del antiguo
cultivo: tiernas ramas, jóvenes retoños de higueras, albérchigos y
ciruelos, se veían esparcidos por todas partes, y mezclados al través
de una espesa y nueva verdura que no debía su nacimiento á la mano
del hombre; la ortiga, el helecho, la cizaña, la grama, la bellesca,
el amaranto, la achicoria y acederas crecían entre otra innumerable
porción de plantas semejantes, á las cuales la gente del campo de cada
país forma una clase á su modo, y les da la nominación de malas yerbas.
Troncos de diversas magnitudes se empujaban y trataban de adelantarse
unos á otros, apretándose en la tierra, y disputándose por último un
sitio por doquier. Aquello era una vasta y confusa mezcla de hojas, de
flores, de frutos de mil colores, de mil formas y tamaños; racimos de
uvas, mazorcas de maíz, espiguillas y florecitas blancas, encarnadas,
amarillas y azules. Algunas plantas más vistosas, más aparentes, pero
que no valían mucho más, se destacaban del fondo de todas aquellas
vulgares; en primer lugar, distinguíase la zarzamora con sus largas
ramas de color rojo, con sus pomposas hojas de un verde oscuro, algunas
de ellas matizadas en sus extremidades de un color de púrpura, con sus
pequeños racimos sumamente agrupados, sostenidos por el pie con una
especie de ramitas violadas, luego verdes, y en la punta guarnecidas
de flores blanquizcas; en segundo lugar, el tejo tan común, con sus
grandes hojas lanudas y colgantes, dirigida su cima al cielo, y
sus largas espigas esparcidas y formando estrellas de flores de un
amarillo brillante; multitud de cardos con sus erizadas púas, hojas,
cálices de donde salían mazorcas de blancas y purpúreas flores, las
cuales se deshacían azotadas por la suave brisa que se las llevaba á
manera de plateadas y ligeras plumas. Aquí una prolongada guirnalda
de alboholes, entrelazada á los nuevos retoños de un moral, los había
con sus ondulantes hojas, meciéndose en graciosos festones sobre su
copa, y ostentando sus blancas y sedosas campanillas: allá un cítiso
con sus encarnadas bayas se había unido á las nuevas cepas de una viña,
la cual después de haber buscado inútilmente un apoyo más sólido,
había enlazado á su vez sus vides á aquél, y mezclando sus débiles
extremidades se arrastraban uno en pos de otro, á semejanza de los que
se sienten sin fuerzas y se apoyan mutuamente. Todo se veía cubierto
de hiedra, la cual discurría de una planta á otra, trepaba, volvía
á deshacer lo andado, replegaba sus ramas ó las extendía, según los
obstáculos ó apoyos que encontraba, y habiendo atravesado el mismo
dintel de la puerta, parecía que se había colocado en dicho sitio para
disputar la entrada aun al propio dueño.

Mas éste ni siquiera pensó entrar en semejante viña, y acaso no estuvo
tanto tiempo mirándola, como nosotros hemos tardado en describirla.
Separó su vista de tan doloroso espectáculo: su casa, estaba á muy
poca distancia; atravesó el huerto, hundiéndose hasta la rodilla en
la yerba, de la cual se veía cubierto del mismo modo que la viña. Puso
el pie en el pavimento de una de las habitaciones que eran bajas: al
ruido de sus pisadas, á su sola aproximación, multitud de enormes
ratas espantadas huyeron en desorden y corrieron á esconderse en un
inmenso montón de inmundicias que cubría todo el suelo: aquello era
todavía el lecho de los lasquenetes. Echó una ojeada á las paredes;
viólas descascaradas, sucias, ahumadas: alzó los ojos al techo: largas
tramas de telarañas colgaban por todas partes. Esto era lo único que
allí había. Separóse también de aquel lugar de desolación, con las
manos puestas en la cabeza; volvió atrás repasando el sendero que él
mismo había hecho momentos antes; á pocos pasos tomó un pequeño camino
hacia la izquierda, que se dirigía al campo; y sin ver ni oir á alma
viviente, llegó cerca de la casita, en donde había resuelto pedir un
asilo. La noche comenzaba á cubrir la tierra con su lúgubre y negro
manto. El amigo de que ya hemos hablado, estaba sentado en el umbral
de la puerta, en un banco de madera con los brazos cruzados sobre el
pecho, los ojos fijos y levantados al cielo, como un hombre abrumado
por las desgracias é irritado por la soledad. Al oir ruido de pasos,
vuelve la cabeza, con el fin de ver quién se acercaba; y como la
oscuridad y el follaje no le permitían distinguir bien los objetos,
exclamó en alta voz, poniéndose en pie y alzando ambas manos: “¿No se
encuentra, por ventura, otro más á propósito que yo? ¿Acaso no he hecho
ayer bastante? Dejadme descansar un poco; esto será también una obra de
misericordia”.

Renzo, ignorando lo que dichas palabras querían significar, le
respondió llamándole por su nombre.

--¡Renzo!... dijo aquél prorrumpiendo en una exclamación y preguntando
á la vez.

--El mismo, contestó Renzo; y corrieron el uno al encuentro del otro.

--¿Conque eres tú?, dijo el amigo cuando estuvieron cerca: ¡Oh, qué
placer experimento al verte! ¡Quién se lo había de imaginar! Al
principio te había tomado por Paulin el sepulturero, que viene siempre
á atormentarme para que vaya á ayudarle á enterrar. ¿Sabes que he
quedado solo? ¡Solo, solo como un ermitaño!

--Demasiado lo sé, dijo Renzo; y estrechamente abrazados, cambiando
y mezclando sin orden ni concierto preguntas y respuestas, entraron
juntos en la casita. Una vez dentro, sin interrumpir su conversación,
el amigo trató de hacer los honores á Renzo, según lo permitían las
circunstancias y la perentoriedad del tiempo. Puso agua á calentar,
y empezó á hacer la _polenta_; mas en seguida pasó á manos de Renzo
la caldereta para que meneara su contenido, y se fué diciendo: “¡He
quedado solo, absolutamente solo!”.

Al breve rato volvió con una pequeña vasija llena de leche, un poco de
carne salada y algunas frutas secas. Habiéndolo colocado todo en la
mesa, como igualmente habiendo vaciado la _polenta_ en una especie de
cazuela, se sentaron, dándose gracias mutuamente, el uno por la visita,
y el otro por una acogida tan benévola y amistosa; y después de una
ausencia de cerca de dos años, se encontraban de repente más amigos de
lo que jamás habían sido cuando se veían casi todos los días.

Ciertamente, nadie podía ocupar en el corazón de Renzo el lugar de
Inés ni consolarlo de aquella ausencia, no sólo á causa del antiguo
y particular afecto que ella le tenía, sino porque también entre
las cosas que ansiaba descifrar, había una de la cual únicamente la
misma Inés tenía la clave. Permaneció un momento indeciso pensando si
continuaría su viaje ó se dirigiría en busca de Inés, ya que se hallaba
cerca; pero considerando que ésta nada sabría tocante á la salud de
Lucía, adoptó su primera idea de ir directamente á salir de dudas, oir
el fallo de su misma boca, y en seguida llevar las noticias adquiridas
á la madre. Sin embargo, por su amigo supo muchas cosas que ignoraba;
aclaró otras de las que estaba poco enterado, como por ejemplo, sobre
las aventuras de Lucía, persecuciones que había sufrido, y cómo D.
Rodrigo se había marchado, como suele decirse, con el rabo entre
piernas, no habiendo vuelto á aparecer más. Supo también (y esto no
era cosa de poca importancia para Renzo) pronunciar perfectamente el
nombre de D. Ferrante: es verdad que Inés se lo había participado por
medio de su secretario; pero sólo el cielo sabe cómo se lo escribió;
y el intérprete de Bérgamo, al leer la carta le había dado un sentido
tal, que si hubiera ido con semejante explicación á Milán en busca
de la casa, probablemente no habría encontrado á nadie que pudiese
adivinar lo que quería decir; y con todo, éste era el único hilo que
poseía, y que le pudiese guiar para ir al encuentro de Lucía. Tocante
á la justicia, pudo confirmarse más y más en la idea de que el peligro
estaba muy lejano, para que le inspirase cuidado alguno: el señor
podestá había muerto de la peste; ¡quién sabe cuándo lo reemplazarían!
Los esbirros se habían marchado casi todos, y los que quedaban tenían
otras cosas en que pensar que en asuntos antiguos.

Él contó á su vez sus aventuras, oyendo en cambio de boca de su amigo
cien anécdotas acerca del paso del ejército invasor, de la peste, de
los envenenadores y de los demás prodigios. “Son cosas espantosas”,
dijo el amigo á Renzo, acompañándole á una pequeña estancia que la
epidemia había dejado desocupada; “cosas que jamás hubiera creído ver,
capaces de quitarle á uno la alegría para siempre; mas sin embargo,
esto de encontrarse con amigos, y poder tener con ellos un rato de
conversación, es un gran consuelo”.

Al amanecer estaban ya ambos levantados: Renzo dispuesto á ponerse en
marcha, con su cinto oculto debajo de la ropilla, y el cuchillo en la
faltriquera de los calzones, para andar más desembarazado, dejó en
depósito á su amigo el pequeño fardo que traía. “Si me va bien, le
dijo, si la encuentro viva, si... vamos, yo volveré; correré á Pasturo
á participar tan feliz noticia á la pobre Inés, y luego, y luego...
Pero si por desgracia, si por una fatalidad que Dios no permita...
entonces, no sé lo que haré, ni adónde iré; lo que puedo decir es,
que por este lado no me veréis nunca más”. Y así hablando de pie en
el umbral de la puerta, con la cabeza levantada, contemplaba con una
mezcla de ternura y pesadumbre la primera luz del día que alumbraba
el lugar de su nacimiento, que tanto tiempo hacía que no había visto.
Su amigo le animó, diciéndole, según se acostumbra, que todo saldría
á medida de su deseo; quiso que llevase algunas provisiones para el
camino, acompañándole largo trecho y deseándole un feliz viaje.

Renzo continuó su marcha con tranquilidad y sin acelerarse, porque le
bastaba llegar aquel día cerca de Milán, para entrar al siguiente muy
temprano y empezar al instante sus pesquisas. Ningún accidente ocurrió
en su viaje, nada aconteció que distrajera á Renzo de sus pensamientos,
á no ser las miserias y aflicciones acostumbradas en aquellas penosas
circunstancias. Según había hecho el día anterior, se detuvo á su
tiempo en un bosquecillo, con el objeto de tomar un bocado y descansar
un poco. Al pasar por Monza, delante de una tienda abierta en donde
había panes de muestra, pidió dos para no quedar desprovisto por lo que
pudiese ocurrir. El tendero le previno que no entrase, y le alargó en
una pequeña pala una cazuelita llena de agua y vinagre, diciéndole que
arrojase en ella el dinero; verificado esto, hizo pasar á sus manos,
por medio de una especie de tenazas, los dos panes, que Renzo metió uno
en cada faltriquera.

Á la caída de la tarde llegó á Greco, ignorando, sin embargo, el
nombre; pero con el pequeño recuerdo que conservaba de los lugares por
donde había pasado anteriormente, y calculando el camino hecho después
por Monza, sacó en consecuencia que debía estar cerca de la ciudad.
Abandonó el camino real, dirigiéndose á través de los campos en busca
de alguna choza en donde pasar la noche, pues no quería meterse en
ninguna posada. Encontró más de lo que buscaba; divisó una abertura
en medio de una cerca que rodeaba el corral de una lechería, por la
cual se introdujo atrevidamente. No había nadie: vió en un lado un
gran vestíbulo ó soportal con el suelo cubierto enteramente de heno,
y apoyada en el expresado soportal una escalera de mano. Dió una
ojeada á todo alrededor, y en seguida subió á la aventura; acomodóse
allí, con el fin de pasar la noche, y se durmió al instante para no
despertar hasta el amanecer. Cuando se levantó, se arrastró á tientas
hacia la extremidad de aquel gran lecho, sacó afuera la cabeza; y no
viendo tampoco á nadie, bajó por donde había subido, salió por donde
había entrado, y encaminándose por los senderos, tomó el edificio de
la catedral por su estrella polar. Después de una corta travesía, vino
á desembocar bajo las murallas de Milán, entre la puerta Oriental y la
puerta Nueva, encontrándose muy cerca de esta última.


                                NOTAS:

[22] Especie de vino blanco, que es exquisito, y al cual dan en Italia
este nombre.--_Nota del T. E._

[23] Habiendo llegado en la época de que hace referencia el autor, á
ser la astrología una ciencia en la cual se creía hasta el extremo de
rayar en fanatismo, atribuyendo todos los sucesos que tenían lugar,
por insignificantes que fuesen, á la influencia de los astros, la
generalidad achacaba la peste que asoló en aquel tiempo á la mayor
parte de Europa, á la citada causa.--_Nota del T. E._



                         CAPÍTULO DECIMOSEXTO


Tocante al modo de penetrar en la ciudad, Renzo había oído decir,
así de una manera vaga, que existían órdenes muy severas para no
dejar entrar á nadie sin boleta de sanidad; pero que sin embargo,
cualquiera que tuviese un poco de destreza y supiese aprovechar los
momentos favorables, le era fácil introducirse. En efecto, nada era
más cierto: dejando á un lado las causas generales por las cuales en
aquella época se cumplían muy mal las órdenes, dejando también aparte
las particulares que hacían tan difícil su rigurosa ejecución, Milán
se encontraba en aquel entonces en el estado de no ver cómo y por qué
sería útil el guardarla: por el contrario, cualquiera que tratase de
penetrar, podía parecer más bien que miraba con indiferencia su propia
vida, que peligroso á sus habitantes.

Con semejantes noticias, el designio de Renzo era el intentar
introducirse por la primera puerta que se le presentase; si había algún
entorpecimiento, dar por la parte exterior la vuelta á las murallas,
hasta que encontrase una de más fácil acceso. ¡Dios sabe cuántas
puertas creía que debía tener Milán!

Habiendo llegado, pues, delante de las murallas, se paró un rato á
mirar en torno de sí, como hace el que, no sabiendo qué determinación
tomar que sea más conveniente, parece aguardar que sobrevenga algún
indicio ó algún suceso que le saque del atolladero. Pero él no
descubría á derecha é izquierda más que dos pedazos de una calle
tortuosa; al frente las citadas murallas, por lado alguno la más leve
señal de seres vivientes, exceptuándose cierto punto del terraplén,
en el cual se elevaba una espesa columna de humo oscuro y denso,
que remontándose se ensanchaba y extendía en vastos torbellinos,
desvaneciéndose luego en el espacio, inmóvil y negruzco. Eran las
ropas, las camas y demás muebles infestados que se entregaban á las
llamas, no apareciendo las señales de tan tristes hogueras en un solo
punto, sino en varios.

El tiempo estaba encapotado, el aire pesado, el cielo velado por todas
partes de una vasta neblina igual, inerte, que parecía rehusar el sol,
sin prometer la lluvia; la campiña de los alrededores, parte inculta
y enteramente árida, toda ella despojada de verdor, y ni siquiera se
veía una sola gota de rocío sobre las hojas secas y marchitas. Aquella
soledad, aquel fúnebre silencio, tan próximo á una gran ciudad, añadían
una nueva consternación á la inquietud de Renzo, contribuyendo á hacer
más tétricos todos sus pensamientos.

Permaneció parado por espacio de un buen rato, luego se encaminó á la
derecha, á la casualidad, andando sin saberlo hacia la puerta Nueva,
la cual no había podido divisar, aunque estaba muy cerca á causa
de un baluarte que la ocultaba en aquel momento. Á los pocos pasos
empezó á oir un campaneo, que cesaba y volvía á comenzar de nuevo por
intervalos, y después muchas voces humanas. Sigue adelante, da la
vuelta al ángulo del baluarte, y lo primero que descubre al frente
de la puerta es una garita de madera, y delante de ella un centinela
apoyado en su mosquete, con aire aburrido é indolente. Detrás había
una estacada, y en el fondo se hallaba situada la puerta, es decir,
dos lienzos de muralla con una techumbre encima, para afianzar las
hojas que estaban abiertas, así como la puerta de la estacada. Mas
justamente delante de la misma abertura había un triste obstáculo, á
saber: unas angarillas colocadas en el suelo, sobre las cuales dos
_monatti_ tendían á un desgraciado para llevárselo; era el jefe de
los carabineros que acababa de ser atacado de la peste. Renzo se paró
aguardando el fin. Habiendo marchado el convoy, y no viniendo nadie á
cerrar el portillo, le pareció la ocasión oportuna, y se encaminó á él
apresuradamente, mas el centinela le gritó bruscamente: “¡Hola!” Renzo
se detuvo de nuevo repentinamente, le hizo una señal de inteligencia,
sacó un medio ducado y se lo mostró. El centinela, ya sea que hubiese
tenido la peste, ya que la temiese menos de lo que amaba los medios
ducados, indicó á Renzo que se lo echase; y habiéndolo visto volar en
seguida á sus pies, le dijo en voz baja: “Entra pronto”. Renzo no dejó
que se lo repitiera, pasó la estacada, la puerta, siguió adelante sin
que nadie reparase en él, ni le detuviese; únicamente, cuando hubo
andado cerca de unos cuarenta pasos oyó otro “¡Hola!” que un guarda
ó carabinero le dirigía por la espalda. Esta vez hizo como que no lo
oía, y en vez de volverse, dobló el paso. “¡Hola!” gritó de nuevo el
carabinero con una voz que indicaba más bien impaciencia que resolución
de hacerse obedecer; no siéndolo, se encogió de hombros, y volvió á
su casilla, como una persona á quien importaba más el no acercarse
demasiado á los pasajeros, que de informarse de sus acciones.

La calle que Renzo había tomado conducía entonces, lo mismo que ahora,
directamente hasta el canal llamado el _Naviglio_: en los costados
había cercas ó tapias de jardines, iglesias, conventos y pocas casas.
En lo alto de dicha calle, y en medio de la que costea el canal,
había una columna, con una cruz, llamada la cruz de S. Eusebio. Por
más que Renzo miraba hacia adelante, no veía otra cosa que la dichosa
cruz. Habiendo llegado á la encrucijada que divide la calle cerca
de la mitad, miró por ambos lados, y vió en el callejón llamado de
santa Teresa á un hombre que se dirigía justamente hacia él. “¡Por
fin, he aquí un cristiano!” se dijo, y se encaminó prontamente en
aquella dirección, pensando hacerse enseñar el camino por él. Éste,
sin embargo, había visto al forastero que se acercaba, y lo miraba
fijamente de lejos, tanto más alarmado cuanto que observó que en vez
de ir á sus negocios le salía al encuentro. Cuando Renzo estuvo á poca
distancia, se quitó el sombrero con la mayor cortesía, y pasándoselo
á la mano izquierda, llevó la derecha al pelo como para arreglarlo, y
se fué directamente hacia el desconocido, pero éste con los ojos fuera
de sus órbitas dió un paso atrás, alzó un nudoso bastón armado de una
punta de hierro, y dirigiéndolo contra Renzo, gritó: “¡Atrás, atrás,
paso!”

--¡Oh, oh! exclamó á su vez nuestro joven; luego se puso el sombrero,
y no deseando, según después refería esta aventura, meterse en aquel
instante en cuestiones, volvió la espalda al extravagante, y continuó
su camino, ó por mejor decir, siguió adelante por la calle en que se
encontraba.

El otro individuo se lanzó con precipitación por aquella en la cual se
hallaba sumamente aterrorizado, y volviendo hacia atrás á cada instante
la cabeza. Cuando llegó á su casa, contó que un envenenador se le había
aproximado con maneras humildes y corteses, pero con un aire de infame
impostor, llevando dentro de su sombrero la redomita del unto ó la caja
de los polvos (no pudiendo decir con certeza cuál de las dos cosas
era), con el fin de contagiarlo, si no hubiese tenido carácter para
saberlo tener á una distancia respetuosa. “Si hubiese dado un paso más,
añadió, le habría ensartado, antes de que el malvado hubiera tenido
tiempo de intentar nada. La desgracia era que nos hallábamos en un
paraje muy solitario, pues si hubiese sido en el centro de la ciudad,
habría llamado gente para que me ayudasen á cogerlo. Seguramente se
le hubiera encontrado aquella maldita droga en el sombrero. Pero allí
solos los dos, he debido contentarme con meterle miedo, sin aventurarme
á buscar una desgracia, porque un poco de polvo pronto está echado,
ellos tienen una destreza particular, y además el diablo les ayuda. Al
presente dará vueltas por Milán: ¡quién sabe los daños que causará!”
Tanto tiempo como vivió, que fueron muchos años, cada vez que se
hablaba de envenenadores, repetía su aventura, y añadía: “Los que
todavía sostienen que esto no ha sido cierto, que no me lo vengan á
decir, porque para hablar de ciertas cosas es preciso haberlas visto”.

Renzo, lejos de sospechar el peligro del cual había escapado, y agitado
más bien por la cólera que por el miedo, pensaba mientras seguía
andando en aquella acogida, adivinando perfectamente la opinión que el
desconocido había formado de él; pero la cosa le pareció tan fuera de
sentido común, que sacó por último en consecuencia que aquel hombre
debía de estar medio loco. “Esto empieza mal, pensaba entre sí. Parece
que en esta ciudad me persigue una mala estrella. Para entrar todo va
bien; y después cuando estoy dentro, los disgustos me abruman. Vamos...
con el auxilio de Dios... si encuentro... si consigo encontrar... ¡Bah!
todo ello no habrá sido nada”.

Al llegar al puente, volvió sin vacilar á la izquierda, hacia la calle
de S. Marcos, pareciéndole según su cálculo que debía conducirle al
interior de la ciudad. Y avanzando siempre, miraba á todas partes para
ver si podía descubrir algún ser viviente; mas no vió otra cosa que un
cadáver espantoso y desfigurado arrojado en una zanja que existe entre
algunas pocas casas (que en aquel tiempo eran todavía menos). Habiendo
pasado aquel trecho de calle, oyó exclamar: “¡Oh buen joven!” y mirando
hacia el lado de donde venía la voz, vió á cierta distancia en un
balcón de una casita aislada á una infeliz mujer rodeada de una caterva
de criaturas, la cual continuaba llamándole, y le hacía señas con la
mano de que se acercase. Renzo corrió hacia la citada casa, y cuando
estuvo próximo “¡oh, buen joven!” repitió la mujer, “por las almas de
los vuestros que hayan muerto, hacedme la caridad de ir á avisar al
comisario, que estamos aquí olvidados; nos han encerrado en casa como
sospechosos, porque mi pobre marido ha muerto; también han clavado
la puerta, según podéis ver, y desde ayer mañana nadie ha venido á
traernos de comer. Después de tantas horas como hemos pasado en esta
situación, no ha habido una buena alma que nos haga esta caridad, y
estas inocentes criaturas se mueren de hambre”.

--¡De hambre! exclamó Renzo; y metiendo las manos en las faltriqueras,
“he aquí, he aquí, dijo, sacando los dos panes: bajad alguna cosa para
meterlos dentro”.

--¡Dios os lo pague! Aguardad un momento, respondió la mujer; y en
seguida fué á buscar una cestita y una cuerda para atarla.

Mientras tanto Renzo se acordó de aquellos panes que había encontrado
cerca de la cruz en su anterior entrada en Milán. “Vamos, esto es
una restitución, pensaba, y acaso todavía mejor que si se los hubiese
restituido á su propio dueño; porque verdaderamente, es una obra de
misericordia”.

--Por lo que hace al comisario que decís, mi buena señora, prosiguió,
poniendo los panes en la cesta, yo no puedo serviros, porque á decir
verdad, soy forastero, y no tengo ninguna especie de conocimientos en
esta ciudad; sin embargo, si encuentro alguna persona un poco tratable
y humana á quien se lo pueda decir, lo haré.

La mujer le suplicó que así lo hiciera, diciéndole el nombre de la
calle, para que de este modo supiese dar las señas de la casa.

--Creo que vos podríais dispensarme también un favor, una verdadera
caridad, sin que os costase ningún trabajo, repuso Renzo. ¿Os sería
posible indicarme en dónde se halla el palacio de unos grandes señores,
de aquí, de Milán, el palacio de ***?

--Sé que hay en la ciudad una casa de este nombre, mas en dónde se
halla situada fijamente, lo ignoro. Siguiendo por esta calle adelante,
encontraréis alguno que os lo enseñe. Sobre todo, acordaos de hablarle
de nosotros.

--No lo dudéis, replicó Renzo; después de lo cual prosiguió su camino.

Á cada paso sentía crecer y aproximarse un rumor que ya había empezado
á oir mientras estaba entretenido hablando; un ruido de ruedas y de
caballos, acompañado del dilín dilín de campanillas, y de vez en
cuando, chasquidos de látigo y prolongados gritos. Todo se le volvía
mirar; pero nada veía. Habiendo llegado al extremo de la tortuosa calle
que seguía, y desembocando en la plaza de S. Marcos, el primer objeto
que hirió su vista fueron dos maderos rectos, clavados en el suelo
con una cuerda y sus correspondientes poleas. No tardó en reconocer
(era cosa muy familiar en aquella época) el horrible instrumento del
suplicio. Veíase levantado en aquel lugar, y no sólo en él, sino en
todas las plazas y calles más espaciosas, á fin de que los diputados de
cada barrio revestidos de las facultades más omnímodas y arbitrarias,
pudiesen hacer aplicar inmediatamente la pena á cualquiera que les
pareciese merecerla; ó á los relegados en sus casas que salieran
de ellas, ó á los empleados subalternos que no cumpliesen con su
deber, y por último fuese quien fuese. Era uno de aquellos remedios
extremos é ineficaces, los cuales se prodigaban en aquellos tiempos y
circunstancias con tanto exceso.

Mientras que Renzo contemplaba la fatal máquina, tratando de adivinar
la causa por qué se había levantado en aquel paraje, sintió que se
aproximaba más y más el rumor, y vió aparecer por la esquina de una
iglesia, á un hombre que agitaba una campanilla: era un _apparitori_,
y detrás de él dos caballos que alargando el cuello, y tropezando á
cada paso, avanzaban trabajosamente arrastrando un carro atestado de
muertos, después del cual seguía otro y otros, como igualmente los
_monatti_, al lado de dichos caballos, acosándolos á latigazos, golpes
y juramentos. La mayor parte de los cadáveres iban desnudos, otros
mal envueltos en lienzos hechos jirones por todas partes, reunidos y
hacinados unos sobre otros, del mismo modo que un montón de culebras
que se desplegan lentamente á los primeros calores de la primavera. Á
cada vaivén, á cada choque, veíanse aquellas funestas masas temblar y
crujir horriblemente, colgar cabezas, ondular cabelleras femeniles,
desprenderse brazos y dar contra las ruedas, mostrando á la vista ya
horrorizada, cómo un espectáculo semejante podía llegar á ser más
terrible y espantoso todavía.

El joven se había parado en una esquina de la plaza cerca de la barrera
del canal, y entretanto rogaba por aquellos muertos, á quienes no había
conocido en vida. De repente una lúgubre y atroz idea vino á helarle de
espanto: “¡Acaso allí mezclada con aquellos cadáveres, arrojada debajo
de ellos!... ¡Dios mío! ¡permitid que esto no suceda! ¡Haced que ni aun
yo tenga tales pensamientos!”.

Habiendo pasado el fúnebre convoy, Renzo volvió á ponerse en marcha,
siguiendo la orilla izquierda del canal, sin otro motivo para tomar la
expresada dirección, más que el haber visto que la comitiva se había
ido por otro lado. Después de haber andado unos cuantos pasos entre
la iglesia y el canal, divisó á la derecha el puente _Marcelino_,
y dirigiéndose á dicho punto, llegó por último al _Borgo-Nuovo_.
Mirando siempre á todas partes, con el objeto de hallar alguno á quien
preguntar, distinguió á un sacerdote apoyado en un bastón, parado junto
á una puerta entreabierta, con la cabeza inclinada y el oído puesto
en la abertura; viendo poco después que alzaba la mano y echaba la
bendición, pensó, con razón, que acababa de confesar á alguno, y dijo
para sí: “Éste es el hombre que me conviene. Si un sacerdote, en sus
funciones de tal, no tiene un poco de caridad, de amor y benevolencia,
es preciso creer que en el mundo no hay nada de esto”.

Entretanto el eclesiástico, después de haber abandonado la puerta,
se dirigía hacia el lado por donde iba Renzo y andaba con la mayor
precaución por el medio de la calle. Cuando Renzo estuvo cerca de
él, se quitó el sombrero, haciéndole señas de que deseaba hablarle,
parándose al mismo tiempo, procurando darle á entender que no quería
arrimársele indiscretamente. Aquél se detuvo en ademán de escucharle,
pero colocando, sin embargo, en el suelo, delante de sí, el bastón,
como para que le sirviese de antemural en caso necesario. Renzo hizo
su pregunta, á la cual el sacerdote no sólo satisfizo cumplidamente
diciéndole el nombre de la calle donde estaba situada la casa, sino
también trazándole su itinerario, porque vió que el pobre joven tenía
necesidad de él; indicándole á fuerza de repetirle muchas veces la
palabra de: “Tomad á la derecha, luego á la izquierda, seguid tales
encrucijadas é iglesias”, las seis ú ocho calles que tenía que recorrer
para llegar al término de su viaje.

--Dios os dé salud en estos tiempos y siempre, dijo Renzo; y mientras
el eclesiástico se disponía á partir, añadió: “Tengo que pediros otro
favor”, y en seguida le habló de aquella infeliz mujer olvidada. El
digno sacerdote le dió las gracias por haberle dado ocasión de hacer
una obra meritoria tan urgente, y continuó su camino diciendo que iba
á avisarlo á quien correspondía. Renzo, después de haberle saludado
respetuosamente, se puso también en marcha: en el ínterin que iba
andando, trataba de hacerse una repetición del itinerario, para no
tener necesidad de preguntar á cada paso. Mas no puede imaginarse cuán
penosa le fué dicha operación, no tanto por la dificultad de lo que la
cosa era en sí, sino por una nueva turbación que había nacido en su
espíritu. El nombre de la calle, la misma indicación del camino, habían
redoblado sus alarmas. Él había deseado saberlo, lo había preguntado;
sin esto nada podía hacer; al propio tiempo no averiguó cosa alguna que
pudiese hacerle presagiar ninguna desgracia: ¡pero qué!, la idea más
distinta de una solución próxima en que iba á salir de una gran duda,
en que podría oir decir: “Ella vive todavía”, ó al contrario: “Ella
ha muerto”; esta idea se presentó á su espíritu tan clara y terrible,
que en aquel momento hubiera querido mejor encontrarse en su primitiva
oscuridad y estar al principio del viaje, á cuyo término tocaba ya. Sin
embargo, reunió todo su valor y se dijo: “¡Vamos, si ahora empiezo á
hacerme el niño, cómo he de salir bien!”. De este modo, reanimado todo
lo posible, continuó su camino internándose en la ciudad. ¡Qué ciudad!
¡Cómo era posible reconocerla, comparándola del modo que estaba el año
anterior con motivo del hambre!

Renzo se encontraba justamente en uno de los sitios más asolados, en
la encrucijada de calles que llamaban el _Carrobio di Porta Nuova_.
(En aquel tiempo había una cruz en el centro, y frente á la misma,
en donde está situado ahora S. Francisco de Paula, se hallaba una
antigua iglesia llamada santa Anastasia.) Tantos estragos había causado
el contagio en aquellos alrededores, y tan grande era el hedor que
despedían los cadáveres allí abandonados, que las pocas personas
que habían quedado vivas se vieron obligadas á huir: así que, á
la tristura que infundía al que pasaba aquel aspecto de soledad y
abandono, añadíase el horror y el disgusto de las señales y restos de
lugares habitados recientemente. Renzo apresuró el paso, reanimándose
con la idea de que el término de su viaje no debía estar tan próximo,
y esperando que antes de llegar encontraría cambiada la escena, á lo
menos en parte, y en efecto, no lejos de allí, desembocó en un paraje
que con todo podía llamarse ciudad de vivientes; ¡pero qué ciudad
también!, ¡qué vivientes! Todas las puertas estaban cerradas con motivo
de la desconfianza ó del terror, á excepción de las que habían sido
abiertas, ó por la fuga de sus habitantes ó por la invasión; otras
veíanse clavadas y tapiadas por haber en ellas muertos ó apestados;
otras también señaladas con cruces hechas con carbón, para advertir á
los _monatti_ que había cadáveres que recoger. Andrajos por doquier,
vendas ensangrentadas, camas infestadas, ropas, sábanas arrojadas por
las ventanas; algunos cuerpos, ó de personas muertas de repente en
la calle y dejados allí hasta que pasara un carro para llevárselos,
ó caídos de los carros mismos, ó echados por los balcones. ¡De tal
modo había embrutecido los ánimos y despojado de todo sentimiento de
piedad y humana consideración la larga duración y la furia de tantos
estragos! Había dejado de oirse el ruido de los obreros, el estrépito
de los carruajes, los gritos de los vendedores, el rumor de las
conversaciones de los que discurrían por las calles; era sumamente raro
que este silencio de muerte fuese interrumpido por otra cosa más que
por el pavoroso rumor de los carros fúnebres, por los lamentos de los
infelices mendigos, por los ayes de los enfermos, por los aullidos de
los frenéticos, y por los gritos de los _monatti_.

Al amanecer, al medio día, á la tarde, una campana de la catedral daba
la señal de recitar ciertas preces asignadas por el arzobispo, á cuyo
toque respondían las campanas de las demás iglesias; y entonces se
hubiera visto asomarse la gente á las ventanas y rezar como en familia;
habríase oído un confuso murmullo de voces y sollozos que inspiraban
una tristeza, mezclada, sin embargo, de alguna esperanza.

Á aquellas horas habían muerto ya los dos tercios de los habitantes:
la mayor parte de los que quedaron habían huido ó estaban enfermos;
la concurrencia de los forasteros veíase reducida á la más mínima
expresión; entre el escaso número de los que andaban por las calles,
no se habría encontrado por casualidad, en un largo circuito, uno solo
que, en su aspecto, no apareciese algo de extraño, y que indicase un
funesto cambio de cosas. Se veían los más distinguidos personajes
sin capa ni manto, parte entonces esencialísima del traje civil; los
sacerdotes sin sotana; los frailes sin hábitos; en fin, se habían
abandonado todos los vestidos que por ser largos y flotantes pudiesen
rozar en algo, ó proporcionar á los envenenadores (lo que entonces se
temía más) una bella ocasión para ejercer sus maldades. Además del
cuidado de ir vestidos lo más ligeramente posible, y ajustarse mucho,
notábase el mayor descuido y negligencia en las personas. Los que
acostumbraban á llevar barba la tenían de una desmesurada longitud;
los demás se la dejaban crecer: los cabellos enmarañados y largos,
no sólo á causa de la incuria que nace de un prolongado abatimiento,
sino porque los barberos habían llegado también á ser sospechosos
después que uno de ellos, llamado Giangiocomo Mora, había sido preso y
condenado como envenenador famoso, el cual conservó por largo tiempo
una celebridad de infamia, siendo por el contrario digno de compasión.
La mayor parte llevaban en la mano un nudoso y fuerte bastón, y algunos
además una pistola, en señal de aviso y amenaza al que quisiese
acercarse demasiado; otros, pastillas de olor, bolas huecas de metal
ó de madera, llenas de esponjas mojadas en vinagres medicinales; y
al paso que iban andando las aplicaban á las narices, y las llevaban
de continuo adheridas á ellas. Algunos tenían colgadas en el cuello
redomitas con un poco de azogue, persuadidos que dicho mineral absorbía
todas las emanaciones pestilenciales, procurando renovarlas todos
los días. Los nobles no sólo recorrían las calles sin su acostumbrado
acompañamiento, sino que también se les veía con una cesta al brazo,
yendo á buscar las cosas necesarias para su sustento. Cuando por
casualidad se encontraban en la calle dos amigos, se saludaban de lejos
silenciosamente con aire triste y agitado. Cada uno, particularmente al
andar, tenía mucho quehacer tratando de evitar los objetos mortíferos
é inmundos, de los cuales el suelo estaba sembrado y algunas veces
enteramente embarazado. Todos procuraban ir por el medio de la calle
por miedo de ser alcanzados por lo que pudiese caer de las ventanas,
ó para evitar los polvos venenosos que se decía habían sido arrojados
con frecuencia sobre los que pasaban, ó para huir de todo contacto de
las paredes, que podían estar untadas con sustancias también venenosas.
De este modo la ignorancia, prudente fuera de tiempo, añadía al
presente las angustias á las angustias, y promovía falsos terrores en
compensación de los temores justos y saludables que en un principio
había impedido.

En medio de semejante desolación, Renzo había andado ya una gran parte
de su camino, cuando á algunos pasos de distancia, por una calle
hacia donde debía dar la vuelta, oyó aproximarse un confuso ruido, en
el que se distinguía aquel horrible y tan frecuente retintín de las
campanillas.

Habiendo llegado á la esquina de la calle, que era una de las más
espaciosas, divisó en medio de ella cuatro carros parados. Así como en
un mercado de granos se ve á las gentes ir y venir, cargar y descargar
sacos, del mismo modo era el movimiento que se notaba en aquel paraje.
No se veían más que _monatti_ que entraban en las casas; _monatti_ que
salían con grandes bultos, los cuales arrojaban en los carros; unos con
sus trajes rojos, otros sin dicho distintivo; muchos con uno todavía
más odioso, el plumaje y capas de varios colores, que los miserables
ostentaban con aire de triunfo en medio del luto universal. Ya de ésta,
ya de la otra ventana salía una lúgubre voz que murmuraba: “_Monatti_,
aquí”; y de entre aquel triste murmullo dejábase oir de tiempo en
tiempo un sonido más siniestro aún, cual era el de otra voz bronca
que respondía: “Ahora, ahora”. Percibíanse también las quejas de los
vecinos que les gritaban que despachasen pronto, á lo que los _monatti_
contestaban blasfemando.

Al entrar Renzo en la expresada calle aceleró el paso, procurando no
ver aquel horroroso espectáculo ó á lo menos evitándolo cuanto le
fuese posible, cuando he aquí que su mirada errante tropezó en un
objeto de compasión singular, de una compasión que forzaba el ánimo á
contemplarlo; de modo que se paró casi involuntariamente.

Una dama, cuyo aspecto anunciaba una juventud gastada, mas no del todo
extinguida, salía de una de aquellas casas y se encaminaba hacia el
convoy. En sus facciones se traslucía una belleza velada y ofuscada,
pero no enteramente perdida, á causa de una grande aflicción y de una
mortal languidez; esa belleza dulce y á la vez majestuosa que brilla
en la sangre lombarda. Su andar era penoso, mas no vacilante; de sus
ojos no se desprendían lágrimas, pero se conocía que habían derramado
muchas; veíase en su dolor un no sé qué de tranquilo y profundo que
anunciaba un alma toda ocupada en sentirlo. Pero no era su solo aspecto
lo que en medio de tantas miserias la hacía un objeto particular
de conmiseración y reanimaba hacia ella aquel sentimiento siempre
encerrado y amortiguado en el corazón; llevaba en brazos á una niña
que contaría apenas nueve años, muerta, pero perfectamente compuesta,
con los cabellos divididos sobre la frente, vestida de blanco, como si
sus manos la hubiesen adornado para una fiesta prometida desde largo
tiempo y acordada en recompensa. No la llevaba echada, sino incorporada
y sentada sobre el brazo; el pecho apoyado contra su pecho: se hubiera
dicho que respiraba, si una manecita como la cera no colgara con una
gravedad inanimada, y si su cabeza no hubiese descansado sobre el
hombro de su madre con un abandono más fuerte que el sueño: ¡de su
madre! Pues aun cuando la semejanza de aquellos dos rostros no lo
hubiera atestiguado, se habría leído sobre aquél, en el que se pintaba
todavía un sentimiento de vida.

Repentinamente un asqueroso _monatto_ se acercó á ella para arrancarle
la hija de los brazos, procurando hacerlo, sin embargo, con una especie
de respeto no acostumbrado y una perplejidad involuntaria. Pero la
dama, dando un paso hacia atrás con aire que no demostraba desprecio
ni indignación: “No, dijo; no la toquéis aún; yo soy la que debo
depositarla sobre el carro”. Después, abriendo la mano: “Tomad”, volvió
á decir; y dejó caer una bolsa en las del _monatto_. “Prometedme,
continuó, que no le quitaréis nada de lo que lleva puesto, y que no
dejaréis que otros se atrevan á verificarlo, enterrándola del mismo
modo que está”.

El _monatto_ llevó una mano á su pecho; luego conmovido y casi
obsequioso, menos aún por aquella inesperada recompensa que por el
sentimiento, del cual se sentía subyugado, se apresuró á hacer en el
carro un poco de sitio para la pequeña difunta. La madre, después de
haberle dado un beso en la frente, la colocó como en un lecho, la
compuso, extendió sobre ella un blanquísimo lienzo, y le dijo estas
últimas palabras: “¡Adiós, Cecilia: descansa en paz! Esta tarde nos
volveremos á ver para no separarnos jamás. Entretanto, ruega por
nosotros, que yo lo haré por ti y por los demás”. Después, dirigiéndose
de nuevo al _monatto_, “al pasar esta tarde por aquí, le dijo, subid á
buscarme; no seré yo sola”.

Dicho esto, volvió á entrar en la casa, y un momento después se asomó
á la ventana, llevando en brazos otra niña más pequeña viva aún,
pero con las señales de la muerte retratadas en su semblante. Estuvo
contemplando las indignas exequias de Cecilia hasta que el carro se
puso en marcha, siguiéndole con la vista mientras pudo divisarlo,
después de lo cual desapareció. ¿Y qué otra cosa pudo hacer más que
depositar sobre el lecho á la única hija que le quedaba, y colocarse
á su lado para morir juntas, del mismo modo que la flor que eleva
su cabeza orgullosa y cae en seguida juntamente con el botón oculto
todavía dentro de su cáliz, bajo la hoz que iguala todas los yerbas de
la pradera?

--¡Oh, Señor! exclamó Renzo, ¡atended á sus ruegos; protegedla y
también á su inocente hija; bastante han padecido las infelices; sí,
bastante han padecido!

Recobrado de aquella extraordinaria conmoción, y mientras trata de
recordar el itinerario con el objeto de si debía dar la vuelta á la
primera calle, ó dirigirse á derecha ó izquierda, oye que se acercaba
por aquella un nuevo y diverso estrépito, un sonido confuso de gritos
imperiosos, de ahogados sollozos, un continuo llorar de mujeres y un
gran vocerío de niños.

Siguió adelante, llevando en su corazón la triste y oscura esperanza de
costumbre. Llegado á la encrucijada, vió avanzar por un lado un confuso
tropel de gentes, parándose para dejarlo pasar. Eran los enfermos que
conducían al lazareto: los unos, á quienes llevaban á la fuerza, se
resistían inútilmente, gritaban en vano que querían morir en su lecho,
y respondían con impotentes imprecaciones á los juramentos y á las
órdenes de los _monatti_ que los conducían: los otros caminaban en
silencio como insensatos, sin mostrar dolor ni ningún otro sentimiento:
mujeres con niños en brazos; muchachos asustados por aquellos gritos,
por aquellas órdenes, por aquel acompañamiento, más que por la idea
confusa de la muerte, los cuales llorando amargamente, pedían á sus
madres sus fieles brazos y sus propias casas. ¡Ah! y acaso su madre,
que ellos creían haber dejado dormida sobre su lecho, había sido
arrojada allí, repentinamente sorprendida por la peste, privada de
conocimiento, para ser llevada en el carro al lazareto ó á la fosa, por
poco que dicho carro tardase en llegar. ¡Quizás!, ¡oh, desgracia digna
de lágrimas aún más amargas! quizás la madre enteramente ocupada de
sus padecimientos, lo había olvidado todo, hasta sus propios hijos, no
teniendo más que una sola idea, la de morir en paz. Sin embargo, en
medio de tanta confusión, se veían todavía algunos ejemplos de firmeza
y piedad: padres, hermanos, hijos, esposos, que sostenían á los seres
á quienes amaban, y los acompañaban con palabras de consuelo; y no
sólo eran los adultos, sino también los niños y niñas, que conducían á
sus hermanos menores con el juicio y la compasión de la edad madura,
recomendándoles la obediencia, y asegurándoles que iban á un paraje en
donde otros cuidarían de ellos y los curarían.

En medio de la tristeza y la lástima que inspiraba semejante
espectáculo, una cosa tocaba más de cerca, y tenía sumamente agitado
á nuestro viajero. La casa consabida debía estar muy próxima, y quién
sabe si entre aquella gente... Pero habiendo pasado toda la comitiva,
y cesando la duda, se dirigió á un _monatto_ que iba detrás, y le
preguntó por la calle y por la casa de D. Ferrante. “Vete enhoramala,
imbécil”; tal fué la contestación que recibió. No trató de responderle
como merecía, sino que divisando á dos pasos de distancia á un
comisario que cerraba la marcha del convoy, y que tenía el aspecto un
poco más humano, le hizo la misma pregunta. Éste, señalando con el
bastón el lado de donde venía, dijo: “La primera calle á la derecha; la
última casa grande á la izquierda”.

El joven se encaminó hacia aquel sitio, lleno su corazón de una nueva
y mayor ansiedad. Una vez en la calle, distinguió de pronto la
casa entre las otras más bajas, y de mezquina apariencia. Se acerca
al portón que está cerrado, lleva la mano á la aldaba, y la tiene
suspendida como en una urna antes de sacar la cédula, de la cual
dependiese su vida ó su muerte. Finalmente, levanta la expresada aldaba
y da un golpe con la mayor resolución.

Un instante después se entreabre una ventana; asoma por ella con
precaución una cabeza de mujer, la cual mira quién llama, con ademán
sombrío, que parece decir: “_¿Monatti?_, ¿vagabundos?, ¿comisarios?,
¿envenenadores?, ¿diablos?”.

--Buena señora, dijo Renzo alzando la cabeza, pero con voz poco segura:
¿se halla sirviendo en esta casa una joven aldeana que se llama Lucía?

--No está aquí; andad con Dios, respondió la mujer, haciendo ademán de
cerrar la ventana.

--¡Un momento, por piedad! ¿Está aquí ó no? ¿En dónde se encuentra?

--En el lazareto; é iba á cerrar de nuevo.

--¡Por Dios!, un instante más. ¿Se halla atacada de la peste?

--Sí. Es cosa nueva, ¿no es cierto? Id pues.

--¡Oh, infeliz de mí! Esperad. ¿Estaba muy mala? ¿Hace mucho tiempo
que?... Pero esta vez la ventana se cerró de veras.

--¡Eh!, señora; buena señora, por caridad; una palabra tan solo, por el
alma de vuestros pobres difuntos! Nada os pido que sea vuestro: ¡eh!
Mas nada; del mismo modo que si hubiese hablado á la pared.

Afligido de tan triste noticia, y encolerizado de la brusca retirada
de aquella mujer, Renzo asió de nuevo la aldaba, y casi pegado á la
puerta, apretaba aquella con fuerza, la levantaba para llamar por
segunda vez, y la tenía suspendida. En tal agitación se volvió con
el objeto de ver si por casualidad divisaba algún vecino, del cual
pudiese informarse más extensamente, y sacar algún indicio, alguna
luz. Pero la primera, la única persona que descubrió fué otra mujer
á la distancia de unos veinte pasos; la cual, con un semblante que
expresaba el terror, el odio, la impaciencia, y la malicia, con unos
ojos que querían á la vez observar y mirar desde lejos, abría la boca
como para gritar con todas sus fuerzas; mas reteniendo todavía la
respiración, alzando los descarnados brazos, extendiendo y retirando
dos manos crispadas y encogidas á manera de garras, como si tratase de
coger alguna cosa, parecía querer llamar gente, de modo que nadie se
apercibiese de ello. Cuando la mirada de Renzo se encontró con la suya,
apareció más horrible todavía, y se estremeció de la misma manera que
una persona á quien se sorprende.

--¡Qué demonio!... empezaba á decir Renzo, levantando también sus dos
manos hacia donde se hallaba la mujer; pero ésta, habiendo perdido
la esperanza de hacerle coger de improviso, dejó escapar el grito que
hasta entonces había comprimido: “¡Al envenenador!, ¡aquí!, ¡aquí!
¡Prended al envenenador!”.

--¿Quién?, ¡yo!, ¡ah, infame bruja! ¡Silencio!, exclamó Renzo, y
corrió hacia ella para amedrentarla y hacerla callar. Pero en seguida
conoció que debía pensar más bien en sus negocios. Al chillar de la
vieja acudió gente de todas partes; no el tropel que en semejante
caso habría acudido tres meses antes, pero la suficiente para poder
hacer de un solo hombre lo que quisiesen. Al propio tiempo se abrió
de nuevo aquella ventana que ya sabemos, y se asomó la misma mujer
que tan descortés había sido, la cual ahora gritaba desaforadamente:
“Prendedle, prendedle, pues debe ser uno de esos bribones que andan por
la ciudad untando las puertas de las casas de las gentes de bien”.

Renzo no creyó oportuno el detenerse á reflexionar; le pareció mucho
mejor partido abandonar precipitadamente aquel lugar que permanecer en
él para sincerarse: lanzó una mirada á su alrededor para ver hacia qué
lado había menos gente, y por éste se deslizó. Rechazó de una puñada
á uno que le cerraba el camino, pegó en el pecho á otro que le salía
al encuentro, al cual hizo retroceder ocho ó diez pasos; y echó á
correr en seguida con los puños levantados y cerrados convulsivamente,
dispuesto á castigar á cualquiera que se le pusiese por delante. La
calle veíase desembarazada y libre delante de él; mas á sus espaldas
oíase aumentar y crecer á cada instante el ruido y las terribles
voces de “¡á él, á él!, ¡al envenenador!”. Ignoraba el número de sus
perseguidores, y no sabía cómo podría salvarse. Su cólera se convirtió
en rabia, las angustias en desesperación; un espeso velo cubrió sus
ojos, echó mano á su cuchillo, lo abrió, se paró resueltamente, luego
dirigió su mirada torva y amenazadora hacia los que le perseguían,
y con el brazo extendido, blandiendo en el aire la reluciente hoja,
gritó: “¡Canalla infame!, ¡si hay alguno entre todos vosotros que sea
hombre, que avance!, yo le daré con éste una buena untura”.

Mas vió con admiración y con un sentimiento confuso de placer que sus
perseguidores se habían detenido á cierta distancia como vacilantes.
Sin embargo, continuaban gritando, y al parecer hacían demostraciones
como si estuviesen poseídos de los malos espíritus á gentes que se
hallaban detrás de Renzo, pero bastante lejos todavía. Éste se volvió
de nuevo y divisó (su gran turbación no le había permitido verlo antes)
un carro que avanzaba, y detrás de éste una larga hilera de ellos con
su acostumbrado acompañamiento. Por otro lado, y á alguna distancia se
hallaba otra porción de gentes que de todas veras hubieran deseado
caer sobre el envenenador; mas estaban contenidas por el mismo
impedimento. Viéndose así entre dos fuegos, calculó que lo que para
éstas era un objeto de terror, podía serlo para él de salvación; por
lo tanto pensó que no era tiempo de hacerse el delicado: cerró su
cuchillo, echó á correr hacia los carros, pasó el primero, y observó
en el segundo que había un buen espacio desocupado; en su consecuencia
toma sus medidas, da un salto, y helo allí plantado sobre el pie
derecho, el izquierdo en el aire, y levantados ambos brazos.

--¡Bravo, bravo! gritaron á una los _monatti_, algunos de los cuales
seguían el convoy á pie, otros subidos en los carros; y en fin, los
más, para referir exactamente lo horrible de semejante espectáculo,
iban sentados sobre los cadáveres y bebiendo de un gran jarro, el
que dando vueltas sin cesar pasaba de mano en mano.--¡Bravo, bravo,
magnífico golpe!

--¿Has venido á ponerte bajo la protección de los _monatti_?, pues haz
cuenta que estás tan seguro como en una iglesia, le dijo uno de los que
se hallaban en el carro adonde se había subido.

Los enemigos, al acercarse al tren, la mayor parte habían vuelto
las espaldas y se apartaban gritando siempre “¡á él, á él!, ¡al
envenenador!”. Algunos se retiraban con más lentitud, parándose de
cuando en cuando, rechinando los dientes y amenazando á Renzo, el cual
desde el carro les contestaba enseñándoles los puños.

--Dejadme hacer, le dijo un _monatto_; y arrancando de uno de los
cadáveres un asqueroso harapo, lo anuda precipitadamente, lo coge
por uno de los extremos, lo levanta á manera de honda sobre aquellos
obstinados, y hace ademán de arrojárselo, gritando: “¡Aguardad,
canalla!”. Al observar esto, todos sin excepción emprendieron la fuga
horrorizados, y Renzo no vió más que las espaldas y las piernas de sus
enemigos, que se movían con la misma celeridad que las aspas de un
molino de viento.

Entre los _monatti_ se elevó un grito unánime de triunfo, una larga
y estrepitosa carcajada de risa, un prolongado ¡juy! como para
acompañarles en su fuga.

--¡Ja, ja! ¿Ves como sabemos proteger á la gente honrada? dijo aquel
mismo _monatto_ á Renzo. Más vale uno solo de nosotros que todos esos
maricas.

--Seguramente, respondió Renzo, y bien puedo decir que os debo la vida,
por lo cual os doy las gracias de todo corazón.

--¿De qué? contestó el _monatto_; tú te lo mereces, se conoce que eres
un valiente muchacho. Haces bien en untar á esa canalla; úntalos,
extirpa á esos miserables que nada valen hasta que mueren, que en
recompensa de la vida que llevamos nos maldicen y van vociferando que
así que concluya la peste quieren hacernos ahorcar á todos. Es preciso
que ellos mueran antes de que cese la epidemia; es indispensable que
los _monatti_ queden solos cantando victoria y regocijándose en Milán.

--¡Viva la peste y muera la canalla! gritó otro; y después de
semejante brindis se acercó el jarro á los labios, y sosteniéndole con
ambas manos en medio de los vaivenes del carro, echó un buen trago,
ofreciéndole en seguida á Renzo, al cual dijo: “Bebe á nuestra salud”.

--Os la deseo con todas las veras de mi alma, contestó Renzo, pero no
tengo sed, ni tampoco ganas de beber en este momento.

--Á mi parecer has pasado un gran susto, dijo el _monatto_; tienes
facha de ser un pobre hombre; tu traza no es de envenenador.

--Cada uno se ingenia como puede, dijo el otro.

--Alargadme el jarro, dijo uno de los que caminaban al lado del carro,
quiero echar otro trago á la salud del amo del vino, que se encuentra
en nuestra buena compañía... me parece que está allí; sí, justamente,
dentro de aquel hermoso carruaje.

Y con una risa siniestra y cruel señalaba el carro, delante del cual se
hallaba el pobre Renzo. Luego tomando su semblante un aire de seriedad
aún más infame y burlesco, hizo un gran saludo en aquella dirección,
y continuó diciendo: “Permitid, mi querido amo, que un pobre diablo
de _monatto_ paladee el vino de vuestra bodega. Consideradlo bien,
llevamos una vida... somos los que os hemos colocado en el carruaje
para conduciros á la campiña. Además, el vino, por poco que beban sus
señorías, no les sienta nunca bien; los pobres _monatti_, al contrario,
siempre tienen buen estómago”.

Sus compañeros dieron grandes risotadas, en medio de las cuales cogió
el jarro y lo levantó; mas antes de beber se volvió á Renzo, le miró
fijamente, y con cierto aire de insultante compasión, le dijo: “Es
preciso que el diablo con quien has hecho pacto, sea bien joven; pues
si nosotros no te hubiésemos salvado, te daba un triste socorro”; y
entre un nuevo y general estrépito de ruidosas carcajadas, se aplicó el
jarro á la boca.

--¿Y nosotros? ¡eh!, ¿y nosotros?, gritaron muchas voces desde el carro
que iba delante. El bribón, después de haber bebido hasta saciarse,
entregó con ambas manos el gran jarro á sus compañeros, los cuales se
lo pasaron de uno á otro, hasta que llegando al último de ellos, que
lo desocupó enteramente, lo cogió por el cuello, y dándole vueltas á
guisa de molinete, lo arrojó haciéndole mil pedazos contra el suelo
y gritando: “¡Viva la peste!” Después de estas palabras, se puso á
entonar una inmunda copla, siendo su voz acompasada por todas las demás
que componían aquel horrible coro. La infernal canción mezclada al
retintín de las campanillas, al rechinar de los carros, al ruido de
las pisadas de los caballos, resonaba en el silencioso espacio de las
calles, y retumbando en las casas comprimía dolorosamente el corazón de
los pocos que todavía las habitaban.

¿Pero qué cosa no puede venir á veces á propósito? ¿qué es lo que no
puede parecernos bien en ciertos casos? El peligro de un momento antes
había hecho más que tolerable á Renzo la compañía de aquellos muertos y
de aquellos vivos; y al presente, semejante música se puede decir que
era grata á sus oídos, pues lo sacaba del embarazo de una conversación
poco satisfactoria. Medio trastornado todavía, daba gracias á la
Providencia desde lo íntimo de su corazón, de haber escapado de
tan inminente riesgo, sin recibir daño alguno ni tampoco hacerlo;
suplicando al mismo tiempo que le librase de sus mismos libertadores;
y además, por su parte estaba alerta, observaba á los _monatti_,
examinaba la calle para pillar la ocasión favorable de bajar despacio
del carro sin ser sentido, y evitar cualquier escándalo que hiciese
poner sobre sí á los que pasaban.

De repente, al revolver una esquina, le pareció reconocer el sitio;
miró con más atención, y efectivamente se aseguró de ello. ¿Quieren
saber los lectores en dónde se encontraba nuestro héroe?, pues
bien, se hallaba en la calle que va á parar á la Puerta Oriental,
en aquella misma por la cual unos veinte meses antes había entrado
con tanta lentitud, y tuvo que volver á pasar al poco tiempo tan
precipitadamente. Recordó de pronto que desde allí se iba directamente
al lazareto, y el hallarse en dicha calle sin calcular ni preguntar, lo
tuvo por un especial favor de la Providencia, y por un feliz agüero de
todo lo demás. En el mismo instante salió al encuentro de los carros un
comisario gritando á los _monatti_ que parasen: en efecto, el convoy
se detuvo y la música se convirtió en un ruido diferente. Uno de los
_monatti_ que se hallaba en el carro de Renzo saltó á tierra: el joven
se dirigió al otro que quedaba y le dijo: “Os doy gracias por vuestra
caridad; que Dios os lo pague; y dicho esto saltó también por el otro
lado”.

--Anda, anda, pobrecillo envenenador, respondióle aquél, no serás tú el
que destruya á Milán.

Por fortuna no se encontraba por allí nadie que pudiese oirlo. El
convoy se había parado en el lado izquierdo; Renzo se encaminó
apresuradamente hacia el opuesto, y pegado á la pared de las casas,
siguió adelante con dirección al puente; pasó éste, continuó su marcha
por el arrabal, reconoció el convento de capuchinos, y próximo ya á la
puerta divisó un ángulo del lazareto, atravesó la verja, presentándose
á su vista la escena exterior de aquel fatal recinto: era un leve
indicio de lo que contenía en su interior; mas con todo, era un
espectáculo vasto, diverso é imposible de describir.

Una inmensa muchedumbre se precipitaba en las avenidas; eran los
enfermos que iban en cuadrillas al lazareto; algunos se sentaban ó
caían á las orillas de los dos fosos que costean el camino, ya fuese
que sus fuerzas no hubiesen sido suficientes para conducirles á su
asilo, ya que habiendo salido de allí desesperados, les hubiesen
también faltado dichas fuerzas para ir más lejos. Otros, sumamente
enfermos, erraban desbandados como estúpidos, y no pocos privados
de razón; uno estaba sobremanera animado contando sus delirios á un
desgraciado que yacía abrumado por el mal, otro estaba furioso; por
último, aparecía otro que miraba á todas partes con aire risueño, como
si asistiese á un espectáculo muy divertido. En medio de tan triste
alegría, oíase una voz que cantaba hasta perder el aliento; el ruido
no parecía salir de aquella miserable reunión, y sin embargo dominaba
á todas las demás; era una canción de amor alegre y picaresca, á las
cuales los milaneses dan el nombre de _Villanelle_. Dejándose guiar por
el sonido para descubrir quién podía estar tan contento en aquellas
circunstancias y en semejante lugar, veíase á un desgraciado que
sentado tranquilamente en el foso que circuye las tapias del lazareto
cantaba á grito pelado.

Apenas Renzo hubo dado algunos pasos dando la vuelta al costado
meridional del edificio, cuando se elevó al través de la multitud un
rumor extraordinario y un ruido de voces lejanas que gritaban: “¡Á
un lado!, ¡detente!”. Renzo se alzó de puntillas, y vió un caballo
corriendo á todo escape, espoleado por un extraño jinete: era un
frenético, que habiendo visto á dicho animal suelto, sin nadie que
le guardase junto á un carro, había saltado encima prontamente, y
pegándole en el cuello con el puño, haciendo servir de espuelas á sus
talones, lo aguijoneaba con furia. Los _monatti_ le seguían gritando,
un instante después no se divisaba más que una espesa nube de polvo en
lontananza.

Así, aturdido y fatigado ya de ver miserias, el joven llegó á la puerta
de aquel lugar, en el cual acaso había más amontonadas que no había
visto en todo el espacio que había tenido que recorrer. Finalmente,
pasó el umbral, y permaneció un momento inmóvil debajo del pórtico.



                        CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO


Figúrese el lector el recinto del lazareto poblado de diez y seis mil
atacados de la peste; aquel vasto espacio enteramente cubierto por un
lado de cabañas y de tiendas, por otro de carros, más allá de hombres,
aquellas dos prolongadas hileras de pórticos á derecha é izquierda
llenas de moribundos ó de cadáveres tendidos en jergones ó encima de
mugrientas y desnudas pajas, percibiéndose y sobresaliendo al través
de aquella inmensa morada de dolores un ruido sordo, parecido al
lejano murmullo de las olas agitadas por la tempestad. Veíanse por
doquier convalecientes, frenéticos, enfermeros, un ir y venir, pararse,
correr, inclinarse y levantarse. Tal fué el espectáculo que se ofreció
á un mismo tiempo á la vista de Renzo, teniéndole clavado allí por
un momento, estupefacto y afligido. No nos proponemos ciertamente el
describir con minuciosidad dicho espectáculo, ni tampoco creemos que
el lector lo desee, y sí tan solo acompañaremos á nuestro joven en
su penosa marcha: nos detendremos en los parajes que él se detenga,
diremos todo cuanto sea preciso de lo que vió, refiriendo lo que hizo y
lo que después le aconteció.

Desde la puerta en donde se había parado hasta la capilla, que estaba
situada en el centro, y desde ésta á la otra puerta de enfrente,
formaba una especie de calle cubierta de cabañas y de toda clase de
obstáculos fijos. Á la segunda ojeada divisó Renzo en la expresada
calle ó prolongado pasadizo una multitud de carretones que conducían de
una parte á otra las cosas necesarias á los moradores que encerraba tan
fatal recinto; vió también capuchinos y seglares que dirigían aquellas
operaciones, los cuales hacían salir de allí á los que nada hacían.
Temiendo nuestro héroe el ser echado del mismo modo, se escondió al
instante entre las cabañas que se hallaban á su derecha, casualmente
hacia el lado en que él se encontraba.

Continuaba avanzando, á medida que iba descubriendo sitio para poner
el pie, de cabaña en cabaña, asomándose en todas, observando las camas
que se hallaban al descubierto, examinando los rostros abatidos por
los padecimientos, contraídos por el espasmo ó por la inmovilidad de
la muerte, por si acaso daba con aquel que, sin embargo, tanto temía
encontrar allí. Había andado ya mucho y repetido varias veces aquel
doloroso examen sin ver á mujer alguna, en vista de lo cual calculó
que debían estar en lugar separado. Efectivamente, lo adivinaba; mas
en dónde pudiera ser, ni tenía el más pequeño indicio, ni de dónde
sacarlo. Encontraba á su paso muchos individuos destinados en el
establecimiento, tan diferentes en aspecto, maneras y trajes, cuan
diverso y opuesto era el principio que les daba á todos una fuerza
igual de vivir prestando tales servicios, viéndose en los unos una
total extinción de piedad, y en los otros una compasión sobrehumana.
Pero ni á unos ni á otros se atrevía á preguntar, para no tropezar
con alguna dificultad; y concluyó por andar, andar hasta llegar á
encontrar á las mujeres. Al propio tiempo que así lo hacía, no dejaba,
sin embargo, de mirar á todas partes; mas de cuando en cuando se veía
obligado á retirar contristado su mirada, desvanecido á la presencia de
tantas desgracias. ¿Pero adónde debía volver la vista, adónde detenerla
más que sobre otras y otras desgracias?

La atmósfera misma y el cielo aumentaban el horror de aquella escena,
si es que pudiese haber algo que lo aumentase. La espesa niebla se
había ido aclarando poco á poco, dividiéndose en mil nubecillas
flotantes, que condensándose cada vez más, parecían anunciar una
tempestad. En medio de aquel cielo encapotado y sombrío, se presentaba
como cubierto de un espeso velo el disco del sol, pálido, sin rayos,
arrojando una claridad triste y dudosa, y esparciendo un calor pesado
y sofocante. En medio de aquel vasto rumor, oíase elevarse por
intervalos, sordos é interrumpidos gemidos, no pudiéndose decir de
dónde salían, aun escuchando con la mayor atención; únicamente, se
hubiera creído oir un ruido lejano de carros que se paraban de repente.
No se veía en la campiña de los alrededores, ni agitarse siquiera
una sola hoja en los árboles, ni tampoco posarse ningún pájaro en
ellos: únicamente la golondrina, apareciendo de súbito en el techo del
recinto, dirigía su vuelo hacia abajo, con las alas extendidas como
si fuese á rozar la tierra; mas asustada de aquel bullicio, volvía
á emprender su vuelo y huía. Asemejábase todo aquello á una de esas
épocas en que entre una reunión de viajeros no hay uno que rompa el
silencio; en que el cazador camina pensativo con la vista fija en la
tierra; en que el labrador, trabajando en su campo, deja de cantar sin
advertirlo; asemejábase, repito, á uno de esos momentos precursores del
huracán, en los cuales la naturaleza, como inmóvil en el exterior y
agitada por un trabajo interior, parece oprimir á todo ser viviente, y
añade cierta pena molesta á toda ocupación, al ocio y á la existencia
misma. Pero en aquel lugar, destinado á los padecimientos y á la
muerte, se veía al hombre hecho presa ya del mal, ceder á la nueva
opresión, como también sucumbir los enfermos á centenares, siendo la
agonía postrera la más cruel, y en este colmo de dolores los quejidos
más sofocados, el último estertor más penoso. Quizás en aquella mansión
de miserias no había tenido lugar todavía una hora tan terrible como la
que describimos.

Nuestro joven había dado ya una gran vuelta sin fruto por entre
la inmensa multitud de cabañas, cuando en medio de la confusión y
diversidad de lamentos comenzó á distinguir una mezcla singular de
lloros de niños y de balidos, hasta que llegó á una especie de tapia
ó tabique medio hendido y estropeado, detrás del cual salía aquel
extraordinario ruido. Miró por una ancha abertura que había entre
dos vigas, y vió un recinto en el que se hallaban varias cabañas
esparcidas, y tanto en ellas como en el pequeño campo no divisó la
acostumbrada reunión de enfermos, sino una infinidad de pequeñas
criaturas echadas sobre colchoncitos, almohadas y sábanas extendidas,
teniendo á su alrededor nodrizas y otras mujeres para cuidarlas; pero
lo que más que todo llamaba la atención y atraía las miradas de Renzo,
era el ver mezcladas en medio de dichas mujeres á varias cabras,
convertidas en auxiliares de aquéllas: en una palabra, era una especie
de inclusa, según lo permitían el lugar y las circunstancias. Era,
repito, una cosa singular el contemplar á algunos de los expresados
animales parados y quietos sobre éste ó aquel niño, dándoles de mamar;
otros acudir prontamente á los lloros del mismo modo que podría hacerlo
una madre; pararse junto al tierno infante, procurando colocarse encima
con sumo cuidado, dando balidos y bullendo sin cesar como llamando que
fuese alguien en su auxilio.

Veíanse sentadas en varias partes nodrizas con niños colgados al pecho;
algunas de ellas manifestando tales muestras de cariño, que hacían
dudar al que miraba si habían sido atraídas á aquel paraje por el ansia
de la remuneración ó por esa caridad espontánea que va en busca de los
necesitados y de los que padecen. Una de dichas nodrizas, en extremo
afligida, desprendía de su pecho á una criatura que lloraba con fuerza,
é iba tristemente buscando el animal que hiciera sus veces. Otra
contemplaba satisfecha al que se le había quedado dormido con el pecho
en la boca, y besándole dulcemente, se dirigía á una cabaña con el fin
de colocarlo sobre un colchoncito. Mas una tercera, abandonando su
pecho á una criatura extraña con cierto aire, no de negligencia, pero
sí de preocupación, miraba fijamente al cielo: ¿qué pensaba en aquel
instante, en aquella actitud, con aquellas miradas, sino en el hijo
nacido de sus entrañas, que quizá poco antes había chupado aquel pecho,
y que también acaso exhalara sobre él su último suspiro? Otras mujeres
de más avanzada edad, estaban ocupadas en desempeñar otras faenas.
Una acudía á los gritos de un niño hambriento; lo tomaba en brazos,
y lo llevaba cerca de una cabra que pacía en medio de un montón de
fresca yerba, aproximándolo á la teta, llamando al inexperto animal y
acariciándole á la vez hasta que prestaba dulcemente su servicio. Ésta
corría afanosa á coger á un pobrecito á quien pisaba una cabra, del
todo atenta en dar de mamar á otro; aquélla llevaba el suyo de un lado
á otro, meciéndolo, procurando bien dormirlo por medio del canto, bien
acallándolo con cariñosas palabras, y dándole un nombre que ella misma
le había puesto. En esto se presentó un capuchino de blanquísima barba,
llevando dos tiernos niños que lloraban amargamente, los cuales acababa
de sacar de entre los brazos de las madres expirantes. Una mujer acudió
presurosamente á recibirlos, después de lo cual anduvo mirando entre
las nodrizas y las cabras, con el objeto de encontrar de pronto quien
ocupase el lugar de madre.

Más de una vez, Renzo, impulsado por el primero y el más fuerte de
sus pensamientos, se había separado de la abertura para proseguir su
marcha; mas en seguida volvía á fijar la vista para mirar todavía otro
poco.

Finalmente, apartándose de allí, fué dando la vuelta al tabique, hasta
que una porción de cabañas apoyadas en él lo forzaron á volverse.
Entonces continuó su camino arrimado á dichas cabañas, con la mira
de acercarse otra vez al mencionado tabique, siguiendo hasta su
conclusión, y con esto descubrir nuevo terreno. Mientras miraba hacia
adelante para examinar el camino, una aparición repentina, pasajera,
instantánea, hiere su vista y turba su espíritu. Ve á unos cien
pasos de distancia pasar y perderse de pronto entre las barracas un
capuchino, que aun de lejos y en medio de aquella precipitación,
tenía el mismo modo de andar, todas las maneras, y por último las
formas todas del padre Cristóbal. Imagínese el lector el ansia con que
correría hacia el paraje por donde el fraile había desaparecido: busca
de aquí, busca de allí, delante, detrás, dentro y fuera de aquellos
lugares; en fin, le vuelve á ver á bastante distancia que se alejaba de
una gran marmita, encaminándose con una cazuela en la mano hacia cierta
cabaña; luego observa que se sienta en el umbral, que hace la señal
de la cruz sobre la citada cazuela que tiene delante; y mirando á su
alrededor, como un hombre que siempre está alerta, se pone á comer. Era
justamente el mismo padre Cristóbal.

Referiremos en dos palabras la historia del buen fraile desde el
momento en que lo perdimos de vista, hasta su actual encuentro. No
se había movido nunca de Rímini, ni había pensado siquiera en ello,
á no ser por la peste que estalló en Milán, la cual le ofreció la
ocasión de hacer lo que siempre había deseado tanto: esto es, dar la
vida por su prójimo. Suplicó con grandes instancias el ser llamado
para servir y asistir á los apestados. Aquel conde, miembro del
consejo secreto, pariente del conde Attilio, había muerto, y por otro
lado, en los tiempos que corrían se necesitaban más bien enfermeros
que diplomáticos, por lo cual accedieron sin dificultad alguna á sus
ruegos. En seguida se dirigió á Milán, y entró en el lazareto, haciendo
cerca de tres meses que se hallaba en él.

Mas el consuelo que experimentó Renzo al encontrar á su buen fraile,
no fué completo ni tan siquiera un solo momento. ¡Era él! Pero, ¡cuán
cambiado estaba! Veíasele sumamente encorvado, abatido y como triste;
el rostro pálido y demacrado; observábase en todo él una naturaleza
exhausta, una vida apagada y expirante, sostenida por los esfuerzos de
su grande alma.

Tenía también la mirada fija sobre el joven que se dirigía hacia él, y
que no atreviéndose á darse á conocer por medio de la voz trataba de
hacerlo con el gesto. “¡Oh, padre Cristóbal!”, dijo luego que estuvo
bastante cerca para ser oído sin gritar.

--¡Tú aquí! respondió el fraile, dejando la cazuela en el suelo y
levantándose.

--¿Cómo estáis, padre? ¿cómo estáis?

--Mejor que todos esos infelices que ves aquí, repuso el fraile; y su
voz era débil, extinguida y mudada como todo lo demás. Sus ojos se
conservaban en su primitivo estado, notándose en ellos un cierto no sé
qué de más vivo y espléndido; como si la caridad elevada por el peligro
de la obra, y exaltada por sentirse próxima á su principio, le hubiese
restituido un fuego más ardiente y puro que el que la enfermedad iba
extinguiendo poco á poco.

--Pero tú, proseguía, ¿cómo es que te hallas aquí? ¿por qué vienes de
este modo á desafiar la peste?

--Gracias á Dios, la he pasado. Ahora vengo... en busca de... Lucía.

--¡Lucía! ¿está aquí Lucía?

--Seguramente; á lo menos confío en Dios en que aún estará aquí.

--¿Es tu esposa?

--¡Oh, mi querido padre! no, no es mi esposa. ¿Ignoráis todo lo que ha
sucedido?

--En efecto, hijo mío; desde que Dios me alejó de vosotros, nada más he
sabido; pero ahora que él te envía, digo francamente que deseo tener
noticias de todo. Pero... ¿y el destierro?

--¿Sabéis, pues, las cosas que me han pasado?

--¿Pero tú, qué has hecho?

--Escuchad; si quisiese decir que aquel día en Milán tuve juicio,
mentiría; mas tampoco he cometido ninguna mala acción.

--Lo creo, y también lo creía antes.

--Ahora, pues, lo podré decir todo.

--Espera, dijo el fraile; y dando algunos pasos fuera de la cabaña,
llamó: “¡Padre Víctor!”. Un momento después se presentó un joven
capuchino, al cual dijo: “Padre Víctor, dispensadme la caridad de velar
por mí á esos infelices, mientras me separo cortos instantes; y sin
embargo, si alguno me busca, llamadme en seguida. ¡Aquel individuo
sobre todo! si diese la más leve señal de volver en sí, avisadme por
favor prontamente”.

--Descuidad; así lo haré, respondió el joven. Entonces el anciano
dirigiéndose á Renzo le dijo: “Entremos aquí. Pero... añadió
súbitamente, me parece que estás muy extenuado, y por lo tanto debes
tener necesidad de comer”.

--Es cierto, replicó Renzo; ahora que me hacéis pensar en ello,
recuerdo que todavía estoy en ayunas.

--Espera, dijo el fraile, y fué á llenar otra cazuela adonde se hallaba
la marmita, dándosela á Renzo juntamente con una cuchara. Después lo
hizo sentar sobre un mal jergón que le servía de lecho; luego puso un
vaso de vino en una mesita junto á su convidado, volvió á tomar en
seguida su cazuela, y se sentó al lado de Renzo.

--¡Oh, padre Cristóbal! ¡vos solo érais el que podía hacer esto!
¡Siempre el mismo! Os doy las gracias de todo corazón.

--No es á mí á quien debéis darlas; esto pertenece á los pobres; mas
en la actualidad tú lo eres también. Ahora dime lo que ignoro; háblame
de nuestra pobre niña, y trata de hacerlo en pocas palabras, porque
el tiempo es precioso, y tengo mucho que hacer, según tú mismo estás
viendo.

Renzo comenzó entre una y otra cucharada la historia de Lucía: contó
que se había refugiado en el convento de Monza; del modo que había
sido robada... Á la imagen de tantos sufrimientos y peligros, á la
idea de que él había encaminado á dicho paraje á la pobre inocente,
el buen fraile se quedó sin aliento; mas se repuso en seguida al oir
de la manera milagrosa que había sido librada, devuelta á su madre, y
confiada por esta misma á D.ª Prajedes.

--Ahora voy á hablar de mí, prosiguió Renzo, y refirió sucintamente
la jornada de Milán, su fuga y cómo en todo el tiempo que siguió
había permanecido lejos de su casa, habiéndose arriesgado á ir en la
actualidad, á causa de estar todo tan revuelto; que no había podido
encontrar á Inés; y, por último, que en Milán había sabido que Lucía
estaba en el lazareto. Y aquí estoy, concluyó diciendo, aquí estoy con
el objeto de buscarla, para saber si vive, y si... me quiere todavía...
porque... á veces...

--Pero, replicó el fraile, ¿hay algún indicio del lugar en que ha sido
colocada, al ser conducida aquí?

--Ninguno, mi querido padre, ninguno más sino que ella está aquí, si es
que así sea; que Dios lo quiera.

--¡Oh, desgraciado joven! ¿Mas qué pesquisas has hecho hasta ahora?

--He dado vueltas y más vueltas; pero en medio de tanta confusión no he
visto casi más que hombres. He calculado que las mujeres deben estar
en un lugar aparte; mas no he podido encontrarlo: si es así, ahora me
haréis la caridad de enseñármelo.

--¿Ignoras, hijo mío, que está prohibido el que los hombres entren en
él, no siendo destinados á prestar sus servicios?

--¡Y bien! ¿Qué me puede suceder?

--La ley es justa y santa, mi querido amigo; y si la multitud y
gravedad de los males no permite que se pueda hacer observar con
todo rigor, ¿es ésta una razón para que un joven honrado se atreva á
infringirla?

--Pero, ¡padre Cristóbal! dijo Renzo; Lucía debía ser mi esposa; vos
mismo sabéis cómo hemos sido separados; hace veinte meses que sufro, y
tengo paciencia; he venido aquí á riesgo de una infinidad de cosas, que
si malas son unas, mucho peores son las otras, y ahora...

--No sé qué decirte, replicó el fraile, respondiendo más bien á sus
pensamientos que á las palabras del joven: tú vas con buena intención;
¡pluguiera á Dios que todos los que tienen libre acceso en estos
lugares, se portasen como yo estoy seguro que tú lo harás! Dios, que
ciertamente bendice ésta tu perseverancia en amar, ésta tu felicidad en
querer y buscar á la que él te había dado; Dios, que es más riguroso
que los hombres, pero también más indulgente, no querrá consentir nada
que no sea regular en este tu modo de buscarla. Recuerda tan solo
que de tu conducta en este sitio ambos tendremos que dar cuenta, no
regularmente á los hombres, pero sí á Dios. Sígueme.

Al decir estas palabras se levantó, y Renzo hizo lo mismo. Éste
permanecía con la mayor atención, habiendo decidido en su interior,
según se había propuesto antes, el no hablarle de la consabida promesa
de Lucía. “Si lo llega á saber, pensó entre sí, de seguro me pondrá
otras dificultades. Ó la encuentro, y tendremos siempre tiempo de
reflexionar, ó... y entonces, ¿de qué puede servirme?”

Después de haberlo conducido á la entrada de la cabaña, el fraile
prosiguió diciendo: “Escucha; nuestro padre Félix, que es el presidente
del lazareto, lleva hoy á unos cuantos convalecientes que se hallan
aquí, para que hagan cuarentena. ¿Ves esa iglesia que hay en el
centro?...”, y levantando su mano trémula y descarnada, señalaba á la
izquierda, en el sombrío espacio, la cúpula de la capilla que dominaba
las miserables cabañas. “Ellos van á reunirse allí para salir en
procesión por la puerta por la cual tú debes haber entrado”.

--¿Has oído ya algún toque de campana?

--En efecto, he oído uno.

--Era el segundo; al tercero estarán todos reunidos; el padre Félix
pronunciará un pequeño discurso, y en seguida emprenderá la marcha con
ellos. Tú, á esta señal, trasládate allí; procura colocarte detrás de
la procesión, á una orilla del camino, desde donde, sin estorbar á
nadie ni hacerte notar, puedes verla pasar; y después ves... ves si
ella va. Si Dios no ha querido que la pobrecita se encuentre allí, en
ese lado; y diciendo esto, levantó de nuevo la mano, señalando la parte
del edificio que tenían delante de sí;--ese lado de la fábrica y una
porción de terreno que hay enfrente, está asignado á las mujeres. Verás
una empalizada que divide aquel cuartel de éste, mas interrumpida,
abierta en algunos parajes, de modo que podrás entrar sin dificultad
alguna. Cuando estés ya dentro, trata de no hacer nada que pueda dar
lugar á sospechas; y así será probable que nadie se meta contigo. Con
todo, si te ponen algún obstáculo, di que el padre Cristóbal de ***
te conoce y responde de ti. Búscala, búscala con confianza, y... con
resignación; pues ten presente que lo que has venido á pedir aquí es
una cosa muy grande, cual es una persona viva en el lazareto. ¿Sabes
cuántas veces he visto renovarse en estos lugares á mi pobre pueblo?
¿Cuántas me lo he visto arrebatar? ¿Cuán poco lo he visto salir? Ve
pues dispuesto á llenar ese penoso sacrificio...

--¡Ya!... ¡sí; comprendo! le interrumpió Renzo con extraviados ojos y
demudado semblante.--¡Comprendo! Voy; miraré, buscaré por todas partes;
recorreré todo el lazareto... ¡Y si no la encuentro!...

--¡Si no la encuentras! dijo el fraile con grave y atento ademán y con
escrutadora mirada.

Pero Renzo, á quien la cólera, largo tiempo amontonada en su corazón,
turbaba la vista y quitaba todo respeto, prosiguió: “Si no la
encuentro, procuraré encontrar á otro, ó en Milán, ó en su abominable
palacio, ó en el cabo del mundo, ó en el mismo infierno, encontraré á
ese malvado que nos ha separado, al infame que ha tenido la culpa de
que Lucía no me permanezca veinte meses hace; y si hubiésemos estado
destinados á morir, á lo menos hubiéramos muerto juntos. En fin, si aún
existe, yo daré con él...”.

--¡Renzo! replicó el fraile, cogiéndole por un brazo y mirándole
todavía con más severidad.

--Y si lo encuentro, prosiguió Renzo, ciego enteramente de cólera,--si
es que la peste no me ha hecho ya justicia... Ya se acabó el tiempo
en que un cobarde rodeado de sus bravos podía reducir á las gentes á
la desesperación y burlarse de ellas. Ha llegado ya el día en que los
hombres se encuentran cara á cara: ¡yo me haré justicia! sí, ¡yo mismo
me la haré!

--¡Desgraciado! exclamó el padre Cristóbal, con voz sonora y reforzada
de repente. “¡Desgraciado!” Y su cabeza inclinada se levantó, sus
mejillas recobraron la antigua vida, y el fuego que despedían sus
ojos tenía un no sé qué de terrible. “¡Mira, desgraciado!” Y mientras
oprimía y sacudía fuertemente con una mano el brazo de Renzo, paseaba
la otra delante de él, obligándole á contemplar la dolorosa escena
que tenía á la vista. “¡Mira quién es el que castiga; quién el que
juzga, y no es juzgado; quién el que impone penas, y perdona! ¡Pero
tú, miserable gusano, tú, quieres hacerte justicia! ¿Sabes acaso lo
que es justicia? ¡Vete, infeliz, vete! Yo esperaba... sí; he tenido la
esperanza de que antes de morir Dios me concedería el consuelo de saber
que mi pobre Lucía vivía todavía, de verla quizás, de oirla hacerme la
promesa de que me enviaría una súplica á la huesa en donde descansen
mis restos mortales. Anda; tú has arrebatado mi esperanza: Dios no la
ha dejado sobre la tierra para ti; y no tendrás ciertamente la audacia
de creerte digno de que Dios piense siquiera en consolarte; habrá
pensado en ella, porque es de las almas á las cuales están reservados
los goces eternos. ¡Anda! no tengo tiempo de escucharte ya más”.

Al decir estas palabras, rechazó el brazo de Renzo, y se dirigió hacia
una cabaña de apestados.

--¡Ah, padre mío! dijo Renzo, siguiéndole con ademán suplicante,
¿queréis que me vuelva de este modo?

--¡Cómo! repuso el capuchino con no menos severo acento, “¿tendrás la
osadía de pretender que yo robe el tiempo á esos pobres afligidos, los
cuales están aguardando que les hable del perdón de Dios, por escuchar
tus palabras iracundas y tus proposiciones de venganza? Te he prestado
atención cuando me pedías consuelos y consejos; he quitado el tiempo
debido á la caridad; mas ahora que se ha apoderado la venganza de tu
corazón, ¿qué pretendes de mí? Parte. He visto morir á los ofendidos
perdonando, á los agresores lamentándose de no poder humillarse ante el
agraviado; he llorado con los unos y con los otros; pero contigo, ¿qué
he de hacer?”

--¡Ah, yo le perdono! ¡Yo le perdono: sí; le perdono para siempre!
exclamó el joven.

--Renzo, dijo el fraile con una severidad más tranquila: piénsalo bien,
y dime cuántas veces lo has perdonado.

Y habiendo permanecido algunos instantes sin recibir respuesta, inclinó
de repente la cabeza, y con voz más baja y lenta continuó: “¿Sabes tú
por qué llevo este hábito?”.

Renzo titubeaba.

--¿Lo sabes? repuso el anciano.

--Lo sé.

--Yo también he odiado; yo, que te he reprendido por un pensamiento,
por una palabra. Al hombre que aborrecía, que aborrecí largo tiempo, le
di muerte.

--Sí, pero era un poderoso, uno de los...

--¡Silencio! gritó el fraile. ¿Crees tú que si hubiese habido alguna
buena razón para disculpar semejante atentado, no la habría encontrado
en el espacio de treinta años? ¡Ah, si pudiera ahora introducir en tu
corazón el sentimiento que después he tenido siempre y que aún ahora
tengo hacia el hombre que tanto aborrecí! ¡Si yo pudiera!... pero Dios
lo puede todo: ¡que él lo haga!... Escucha, Renzo; el Señor te quiere
más de lo que tú te quieres á ti mismo: tú has podido pensar en la
venganza; pero él tiene bastante fuerza y suficiente misericordia para
alejarte de ella; te concede una gracia, de la cual algunos no serían
dignos. No ignoras, y tú mismo lo has dicho repetidas veces, que él
puede detener la mano de un poderoso; mas es preciso que sepas también
que puede parar la de un vengativo. Y porque eres pobre, porque te
han ofendido, ¿crees que no puede defenderte de un hombre que ha
criado á su semejanza? ¿Juzgas acaso que te dejará hacer todo lo que
quieras? ¡No! ¿Pero sabes lo que él puede hacer? Puede aborrecerte y
perderte; puede por ese mal pensamiento que te anima, alejar de ti toda
bendición; porque de cualquier modo que vayan las cosas, sea cual fuere
tu suerte, ten por seguro que todo será castigo, hasta que tú hayas
perdonado de manera que no puedas volver á decir jamás: yo le perdono.

--Sí, sí, dijo Renzo, enteramente conmovido y confuso: comprendo que
jamás lo había perdonado de veras; comprendo que he hablado como una
bestia, y no como un cristiano; y ahora con el favor especial del
Señor, sí; lo perdono de todo corazón.

--¿Y si le vieses?

--Rogaría á Dios que me diese paciencia y que tocase su corazón.

--Acuérdate que el Señor no nos ha dicho que perdonemos á nuestros
enemigos, sino que los amemos. Recuerda que él los amó hasta morir por
ellos.

--Es muy cierto.

--Pues bien, sígueme. Has dicho: lo encontraré; sí, lo encontrarás. Ven
y verás contra quién podías conservar tu odio, á quién podías desear
mal, á quién hacerlo, y contra qué vida querías atentar.

Después de esto cogió la mano de Renzo, y apretándola del mismo modo
que hubiera podido hacerlo un joven lleno de fuerza y robustez, echó á
andar. Éste, sin atreverse á preguntar ni pedir más, le siguió.

Á los pocos pasos, el fraile se paró á la entrada de una cabaña, miró
fijamente á Renzo con cierto aire de gravedad y ternura, y lo introdujo
dentro.

La primera cosa que se veía al entrar, era un enfermo sentado sobre la
paja, en el fondo; un enfermo que no estaba, sin embargo, de peligro, y
que aún parecía próximo á la convalecencia, el cual, al ver al padre,
sacudió la cabeza como en señal de negativa: el fraile también inclinó
la suya, con ademán de tristeza y resignación. Entretanto Renzo,
dirigiendo con inquieta curiosidad la vista á los demás objetos, vió
á tres ó cuatro enfermos, divisando además uno en un rincón que yacía
tendido sobre un colchón de pluma, envuelto en una sábana y abrigado
con una capa de caballero á guisa de cobertor. Miróle fijamente, y
reconociendo á D. Rodrigo, hizo ademán de retroceder; mas el fraile,
haciéndole sentir de nuevo con fuerza la presión de la mano con la
cual lo tenía cogido, le mostraba con la otra al individuo que estaba
allí acostado. El infeliz permanecía inmóvil; sus ojos, espantosamente
abiertos, nada veían; su rostro, pálido y cubierto de manchas lívidas;
sus labios, negros é hinchados; en una palabra, hubiérase dicho que
era el semblante de un cadáver, si una contracción violenta no hubiese
revelado una vida tenaz. Veíase por intervalos levantársele el pecho
con penosa respiración; su mano derecha, fuera de la capa, apretaba
convulsivamente el corazón con sus dedos lívidos y negros en sus
extremidades.

--¡Ya lo ves!, dijo el fraile en voz baja y solemne. Esto puede ser
un castigo, acaso un acto de misericordia. La misma compasión que
experimentes al presente por este hombre que te ha ofendido, Dios
á quien también has colmado de ofensas, la tendrá de ti en su día.
Bendícele, y sé bendecido. Cuatro días hace que está como le ves, sin
dar ninguna señal de vida. ¡Quizás el Señor esté dispuesto á concederle
una hora de arrepentimiento, pero él desearía que tú se la pidieses;
acaso quiere también que se lo ruegues juntamente con nuestra pobre
Lucía; puede ser que reserve dicha gracia á tu sola súplica, á los
ruegos de un corazón afligido y resignado, quizás la salvación de este
hombre y la tuya dependan ahora de ti, de un sentimiento de perdón por
tu parte, de compasión... de amor!

Calló, y juntando las manos, inclinó la cabeza como en ademán de rezar,
y Renzo hizo lo mismo.

Después de algunos instantes de permanecer en semejante actitud, se
dejó oir el tercer toque de la campana. Levantáronse ambos á un mismo
tiempo, y salieron. No hubo de una ni otra parte preguntas ni protestas
de ningún género; sus semblantes eran los que hablaban.

--Ahora ve, repuso el fraile; ve preparado á hacer un sacrificio, como
también á alabar á Dios, cualquiera que sea el éxito de tus pesquisas;
después de lo cual ven á darme cuenta del resultado, los dos á una lo
alabaremos.

Al acabar de decir esto, sin añadir una palabra más, se separaron; el
uno se volvió por donde había venido, el otro se encaminó hacia la
capilla que se hallaba situada á unos cien pasos de distancia de aquel
paraje.



                         CAPÍTULO DECIMOCTAVO


¡Quién había de haber dicho á Renzo algunas horas antes que en medio de
sus indagaciones, al empezar los momentos más dudosos y decisivos, su
corazón se hallaría dividido entre Lucía y D. Rodrigo! Y sin embargo,
así era: la figura de este último venía á mezclarse á todas las
imágenes queridas y terribles que en tan fatal travesía la esperanza
y el temor hacían nacer sucesivamente en su espíritu: las palabras
que había oído junto á aquel lecho de dolores, se colocaban entre las
crueles incertidumbres de que su alma se veía combatida, y no podía
terminar una súplica por el feliz éxito de su empresa sin volver á
reanudar la que había comenzado, cuando el sonido de la campana lo
interrumpió.

La capilla de forma octógona que se ostenta, elevada sobre una pequeña
escalinata en el centro del lazareto, era en su primitiva construcción
abierta por todos lados sin otro sostén que un montón de pilastras
ó columnas; en cada fachada un arco entre dos intercolumnios; por
la parte interior daba vueltas un pórtico alrededor de la capilla,
compuesta de ocho arcos correspondientes al número de sus fachadas,
con su cúpula encima; de modo que el altar erigido en el centro podía
ser visto desde las ventanas de todos los departamentos del recinto y
también casi de todas partes del campo. Al presente, convertido dicho
edificio para otros muy diferentes usos, han sido tapiados los vacíos
de los arcos; pero habiendo quedado intacto el antiguo osario, indica
claramente su anterior estado y su destino primitivo.

Apenas Renzo se había encaminado al sitio que acabamos de describir,
cuando vió aparecer en el pórtico de la mencionada capilla al padre
Félix, el cual se paró debajo del arco que mira á la ciudad, á cuyo
frente se hallaba reunida la comitiva. Por el continente y ademanes
que presentaba el santo varón á la distancia en que estaba Renzo,
comprendió que había empezado á predicar.

Dió vueltas y más vueltas con el fin de llegar y colocarse detrás de
todo el auditorio según se le había prevenido. Por último habiéndolo
conseguido, lo recorrió todo con la vista y no distinguió más que una
multitud, ó mejor diremos un enlosado de cabezas. En el centro había
cierto número cubiertas con pañuelos ó velos; hacia dicho lado fué
donde fijó con más atención sus miradas; pero no llegando á descubrir
nada de particular, las dirigió también hacia donde todos las tenían
fijas. Sintióse sobrecogido de emoción y respeto á la vista del
venerable aspecto del sagrado orador, y con toda la atención que podía
quedarle en su actual situación y en aquel momento de incertidumbre
terrible, oyó la siguiente parte del solemne sermón:

“Concedamos un recuerdo, á lo menos á tantos millares de seres que han
entrado allí”; y con el dedo levantado señalaba la puerta que conducía
al cementerio llamado de _S. Gregorio_, que entonces no era más que
una sola y vasta fosa: “Echemos una ojeada en torno de los muchos que
aquí quedan, demasiado inciertos del sitio donde irán á parar; lancemos
una mirada sobre nosotros mismos, reducidos á un número tan escaso.
¡Bendito sea el Señor! ¡bendito sea en su justicia, bendito en su
misericordia, en la muerte, en la vida! ¡Bendito sea por la elección
que ha querido hacer de nosotros! ¡Oh! ¿Por qué lo ha querido, hijos
míos, sino para reservarse un pequeño pueblo corregido por la aflicción
y fortalecido por el reconocimiento; sino porque reflexionando al
presente más vivamente que la vida es un don suyo, prestemos la
estimación que merece una cosa dada por él, empleándola en acciones
ú obras que sean dignas de ofrecérsele; sino á fin de que la memoria
de nuestros padecimientos nos vuelvan compasivos y nos inspiren deseos
de socorrer á nuestro prójimo? Entretanto, esos en cuya compañía
hemos sufrido, esperado y temido; entre los cuales dejamos amigos y
parientes, y que últimamente todos son hermanos nuestros; esos, repito,
al veros pasar por medio de ellos, mientras que recibirán quizás algún
alivio pensando que otros salen de aquí con vida, ven al propio tiempo
la edificación de nuestro continente. No permita Dios que puedan
descubrir en nosotros una alegría estrepitosa, una alegría mundana por
haber escapado de la muerte, con la cual ellos luchan, todavía. Que
vean que partimos dando gracias al cielo por nosotros, y rogando por
ellos, y que puedan decir: ¡Aun fuera de este lugar, ellos se acordarán
de nosotros, y continuarán rogando por los desgraciados! Empecemos
desde este viaje, desde estos primeros pasos que vamos á dar, una vida
enteramente llena de caridad. Que los que hayan recobrado su antiguo
vigor, presten un brazo fraternal á los débiles: ¡jóvenes, sostened á
los ancianos! ¡Vosotros los que habéis quedado sin hijos, ved á vuestro
alrededor cuántos hijos han quedado sin padres! ¡Sedlo para ellos! Y
esta caridad, redimiendo vuestros pecados, endulzará también vuestros
dolores”.

En esto, un sordo murmullo de gemidos y sollozos que iba cada vez más
en aumento entre el auditorio, fué suspendido de repente viendo al
predicador ponerse una cuerda al cuello y caer de rodillas. Se aguardó
con el mayor silencio lo que iba á decir.

--Por mí, dijo, y por todos mis compañeros, que desprovistos de todo
mérito hemos tenido el privilegio de ser escogidos para servir á Cristo
en vuestras personas, os pido humildemente perdón si no hemos llenado
dignamente un tan grande ministerio. Si la pereza, si la indocilidad
de la carne nos ha vuelto menos atentos á vuestras necesidades, menos
prontos á vuestros llamamientos; si una injusta impaciencia, si un
culpable tedio nos ha hecho que os mostremos un semblante enojado y
severo; si alguna vez el miserable pensamiento de que vosotros nos
necesitabais, nos ha llevado á no trataros con toda aquella humanidad
que se requería; si nuestra fragilidad nos ha hecho cometer alguna
acción que os haya escandalizado, perdonadnos. Así Dios perdone
vuestras ofensas y os bendiga. Y habiendo hecho sobre el auditorio la
señal de la cruz, se levantó.

Hemos podido referir, si no las precisas palabras, á lo menos el
sentido, el tema de las que profirió exactamente; pero el acento
con que fueron dichas, no es posible describirlo. Era el acento de
un hombre que llamaba privilegio el de servir á los atacados de la
peste, porque por tal lo tenía; que confesaba que sentía no haberlo
ejercido dignamente; que pedía perdón porque estaba persuadido que
tenía necesidad de él. Pero la multitud, que había visto á su alrededor
aquellos capuchinos sólo ocupados en servirla; que habían presenciado
la muerte de tan gran número, y éste que hablaba en nombre de todos,
siempre el primero tanto en la fatiga como en la autoridad, á no ser
cuando había estado á punto de morir, ¡calcúlese con qué sollozos, con
qué lágrimas contestarían á semejantes palabras! El admirable fraile
tomó en seguida una cruz que estaba apoyada á una pilastra; la levantó
colocándosela delante de sí; dejó las sandalias junto al pórtico
exterior, bajó la escalinata; y hendiendo la multitud, que se apartó
respetuosamente para dejarle libre el paso, fué á ponerse á la cabeza.

Renzo, todo lloroso, ni más ni menos que si hubiera sido uno de
aquellos á quienes habían pedido tan singular perdón, se separó un poco
más, yendo á colocarse al lado de una cabaña. Allí estuvo esperando,
medio oculto, con el cuerpo hacia atrás, la cabeza para adelante, los
ojos muy abiertos, con una gran palpitación de corazón; pero al mismo
tiempo con una nueva y particular confianza, nacida, á mi parecer, del
enternecimiento que le había inspirado el sermón y el espectáculo de la
emoción general.

Y ve ahí llegar el padre Félix, descalzo, con la cuerda al cuello,
llevando aquella pesada cruz; su rostro pálido y descarnado respiraba
á la vez compunción y valor; avanzaba á pasos lentos, pero resueltos
como el que quiere economizar la debilidad de los demás, y en todo como
un hombre á quien dichas fatigas y trabajos exorbitantes prestaban
fuerzas para sostener las faenas tan numerosas de su cargo. Seguían
inmediatamente los niños más crecidos, descalzos la mayor parte, muy
pocos del todo vestidos, y algunos hasta en camisa. Venían en seguida
las mujeres, llevando casi todas una niña de la mano, y cantando
alternativamente el _Miserere_: el sonido apagado de sus voces, la
palidez y el aire lánguido de sus rostros habrían llenado de compasión
á cualquiera que se hubiese encontrado allí como simple espectador.
Pero Renzo miraba, examinaba de fila en fila, de semblante en
semblante; sin dejar escapar uno tan solo, pues la marcha lenta de la
procesión se lo permitía fácilmente. Pasa y repasa, mira y remira, pero
siempre inútilmente. Lanza una última mirada hacia la muchedumbre que
quedaba todavía atrás, y que iba disminuyendo sin cesar; ya no restan
más que algunas filas; he aquí la postrera; todas han pasado: no ha
visto más que caras desconocidas. Con los brazos colgando y la cabeza
inclinada sobre un hombro, acompañó con la vista aquella comitiva,
mientras pasa la de los hombres. Una nueva atención, una nueva
esperanza nace en su alma viendo aparecer después de éstos, algunos
carros que conducían á los convalecientes que aún no se hallaban en
estado de poder andar. Allí las mujeres venían las últimas; y el tren
iba tan despacio, que Renzo pudo igualmente examinarlas á todas sin
que se le escapase ninguna. ¡Pero qué!, examina el primer carro, el
segundo, el tercero, y siempre con el mismo éxito, hasta llegar al
último, detrás del cual marchaba un capuchino de severo aspecto y con
un bastón en la mano, como regulador de la comitiva. Era aquel padre
Miguel que hemos dicho haber sido dado al padre Félix por coadjutor.

Por lo tanto, Renzo debía renunciar á aquella última esperanza que,
desvaneciéndose, no sólo le había arrebatado el valor que ella misma le
inspiró, sino también, como de ordinario suele acontecer, le dejó en un
estado peor que antes. Al presente, lo mejor que le podía suceder, era
encontrar á Lucía atacada de la peste. Sin embargo, uniendo al ardor
de una esperanza presente algo del temor creciente, el infeliz se asió
con todas las fuerzas de su alma á este triste y débil hilo. Dirigióse,
pues, hacia el paraje por donde la procesión había venido. Cuando
estuvo al pie de la capilla, fué á ponerse de rodillas sobre el último
escalón, y elevó á Dios una plegaria, ó por mejor decir, una mezcla
de palabras sin ilación, de frases entrecortadas, de exclamaciones,
instancias, lamentos, promesas; uno de esos discursos que no se dirigen
á los hombres, porque no tienen bastante penetración para entenderlos,
ni paciencia para escucharlos; porque carecen de la grandeza necesaria
para experimentar compasión y desprecio.

Se levantó un poco más reanimado; dió vuelta á la capilla; se encontró
en el otro lado del edificio que aún no había recorrido, y que salía
á otra puerta, viendo á los pocos pasos la empalizada de la cual el
padre Cristóbal le había hablado, pero cortada por varias partes, como
éste verdaderamente le dijo; entró pues por una de dichas aberturas,
y se halló dentro del sitio destinado á las mujeres. Á poco de haber
andado, vió en el suelo una de aquellas campanillas que los _monatti_
llevaban en los pies, la cual estaba intacta, no faltándole tampoco
sus correspondientes correas. Le vino á la imaginación que dicho
objeto podía servirle como de pasaporte; lo recogió, miró si alguien
le observaba, y se lo ató según lo hacían los expresados _monatti_.
En seguida empezó sus pesquisas, que por la sola multiplicidad de los
objetos habrían de ser más penosas, aun cuando éstas hubieran sido muy
diferentes de lo que eran. Comenzó á recorrer con la vista y contemplar
á la vez nuevas escenas de dolor, parecidas algunas á las que ya había
presenciado, y otras sumamente diversas. Bajo el peso de la misma
calamidad, se veía aquí otro modo de padecer, ó mejor diremos, otro
modo de languidecer, de quejarse, de soportar el dolor, de compadecerse
y ayudarse mutuamente; era para el espectador otra piedad y otro horror.

Había andado ya largo trecho sin fruto y sin ningún accidente
particular, cuando he aquí que oye detrás de sí un “¡eh!” que parecía
serle dirigido. Se vuelve, y ve á cierta distancia á un comisario que
levantaba las manos señalándole y gritando: “Dirigíos allí, á las
habitaciones, pues hay necesidad de ayuda; aquí se ha concluido ahora
de limpiar”.

Renzo comprendió al instante por quién se le había tomado, y que
la campanilla era la causa de la equivocación. Llamóse imbécil por
haber pensado únicamente en los obstáculos que dicha insignia podía
evitarle, y no en los que sería posible que le suscitase; pero al mismo
tiempo trató de salir de semejante apuro. Se apresuró de contestar al
mencionado comisario, haciéndole con la cabeza una señal afirmativa,
como para darle á entender que lo había comprendido y que obedecía;
después de lo cual se ocultó de su vista con la mayor prontitud,
metiéndose entre las cabañas.

Cuando creyó estar bastante lejos, reflexionó en librarse también
de lo que había motivado el pasado escándalo; y para ejecutar dicha
operación sin ser observado, se introdujo en un pequeño espacio que
había entre dos cabañas, á las cuales se podía dar la vuelta alrededor.
Se inclinó para quitarse la campanilla, y estando en esta postura, con
la cabeza apoyada contra la pared de paja de una de las cabañas, llega
á sus oídos una voz... ¡Oh, Dios mío! ¿es posible? Presta atención, y
toda su alma pende en este momento de su oído; él respira apenas...
¡Sí, sí, ésta es la voz y!... “¡Miedo!, ¿de qué?, decía con dulzura la
misma voz; lo que hemos pasado no ha sido más que una tempestad; el que
ha mirado por nosotros hasta aquí, lo hará también en adelante”.

Renzo no arrojó siquiera un solo grito, no por temor de que le
descubrieran, sino porque le faltó el aliento. Sus rodillas se
doblaron, su vista se turbó; pero esto no fué más que en el primer
momento; al segundo estaba ya en pie más ágil, más vigoroso que antes.
En tres saltos dió vuelta á la cabaña, se presentó á la puerta, vió á
la que había hablado, la divisó de pie inclinada sobre un miserable
lecho. Ella se vuelve al ruido: mira; cree engañarse, delirar, soñar;
mira con más atención, y exclama: “¡Oh; Señor, bendito seáis!”.

--¡Lucía! ¡Ya os he encontrado!, ¡os encuentro!, ¡sois vos misma!,
¡vivís!, gritó Renzo avanzando todo trémulo.

--¡Oh, Señor!, replicó Lucía, mucho más trémula. ¡Vos aquí! ¿Como?,
¿por qué?... ¡La peste!...

--La he tenido: ¿y vos?

--¡Ah!, yo también; ¿y mi madre?

--Aún no la he visto, porque está en Pasturo; sin embargo, creo que
sigue bien. ¡Pero vos!... ¡todavía estáis padeciendo! ¡Parece que
seguís débil! Con todo, estáis curada; lo estáis; ¿no es cierto?...

--El Señor ha dispuesto dejarme en el mundo. ¡Ah, Renzo!, ¿por qué
habéis venido?

--¿Por qué?, repuso Renzo, acercándose más á ella: ¡me preguntáis por
qué he venido! ¿Es necesario que yo os lo diga? ¿Por ventura no me
llamo ya Renzo? ¿No sois vos Lucía?

--¡Ah! ¡Qué decís, qué decís! ¿No os ha escrito mi madre?...

--Sí; demasiado me ha escrito; ¡bonitas cosas en efecto ha escrito á un
infeliz afligido y fugitivo, á un joven que jamás os había hecho daño
alguno!

--¡Pero Renzo, Renzo! Pues que sabéis... ¿por qué venir, por qué?

--¡Por qué venir, Lucía; por qué venir!, decís. ¡Después de tantas
promesas! ¿Es que nosotros no somos ya los mismos?, ¿ellas no os
recuerdan nada? ¿Qué faltaba, pues?

--¡Oh, Señor!, exclamó dolorosamente Lucía, juntando las manos y
elevando los ojos al cielo: ¡por qué no me habéis dispensado la gracia
de llevarme con vos!... ¡Oh, Renzo!, ¿qué habéis hecho? ¡Ay de mí!
Ahora que empezaba á tener la esperanza... de que con el tiempo...
hubiera echado de mi memoria...

--¡Magnífica esperanza!, ¡hermosas cosas para decirme cara á cara!

--¡Ah! ¿Qué habéis hecho?, ¡y en este lugar!, ¡en medio de estas
escenas, de tantas miserias! Aquí en donde no se hace más que morir,
habéis podido...

--Es preciso rogar á Dios por los que mueren y confiar que irán á un
buen lugar; pero no es justo, por lo mismo, que los que viven lo hagan
desesperadamente...

--Pero, ¡Renzo, Renzo!, no reflexionáis lo que decís: ¡una promesa á la
Madonna!... ¡un voto!

--Y yo os digo que tales promesas nada valen.

--¡Oh, Dios mío! ¿Qué estáis diciendo?, ¿dónde os habéis metido todo
este tiempo?, ¿con quién os habéis acompañado?, ¿qué modo de hablar es
éste?

--Hablo como buen cristiano: hago más favor á la Madonna que vos,
porque creo que ella no quiere que se le hagan promesas en perjuicio
del prójimo. ¡Si la Madonna lo hubiese dispuesto! ¡Oh!, entonces...
Pero esto no ha sido más que una idea vuestra. ¿Sabéis lo que es
necesario prometer á la Madonna? Prometed que daremos el nombre de
María á la primera hija que tengamos: yo me hallo aquí para prometerlo
también: éstas son cosas que honran mucho más á la Madonna; éstas
son las devociones que tienen mucho más sentido común, y no son en
perjuicio de tercero.

--No, no; no penséis de este modo: no sabéis lo que os decís; ignoráis
lo que es hacer un voto; no estáis en este caso; no lo habéis
experimentado. ¡Marchaos, marchaos, por amor de Dios!

Y se apartó impetuosamente de él, dirigiéndose hacia el lecho.

--¡Lucía, dijo Renzo sin moverse; decidme á lo menos, decidme, ¿si no
fuese por esa causa... seriáis la misma para mí?

--¡Hombre sin corazón!, respondió Lucía, conteniendo apenas sus
lágrimas; ¡cuando me habréis hecho decir palabras inútiles, palabras
que me harán daño, palabras que acaso serán pecados, estaréis contento!
¡Partid! ¡oh, partid!, ¡olvidadme!, ¡se conoce que no estábamos
destinados el uno para el otro! Arriba nos volveremos á ver: poco me
resta que estar en este mundo. Partid; procurad hacer saber á mi madre
que estoy curada, que también aquí Dios me ha asistido siempre, que he
encontrado una buena alma, esta digna señora que me sirve de madre;
decidle que confío que ella habrá sido preservada del contagio, y que
nos veremos, cuando y como Dios quiera. ¡Marchad por el amor del
cielo! y no penséis en mí... sino cuando rogareis al Señor.

Y como quien no tiene otra cosa que decir ni quiere oir nada más, como
el que desea sustraerse á un peligro, se aproximó todavía más al lecho
en donde yacía la mujer de quien había hablado.

--¡Escuchad, Lucía, escuchad!, dijo Renzo, no acercándose, sin embargo,
más.

--No, no; ¡idos, por caridad!

--Escuchad: el padre Cristóbal...

--¿Cómo?

--Está aquí.

--¡Aquí!, ¿dónde?, ¿cómo lo sabéis?

--Le he hablado pocos momentos hace; he permanecido en su compañía
largo rato; y un religioso tal como él me parece...

--¡Está aquí!, seguramente para asistir á los enfermos; mas decidme:
¿ha tenido la peste?

--¡Ah, Lucía! Temo, temo demasiado que... Y mientras que Renzo vacilaba
en pronunciar una palabra tan dolorosa para él, y que debía también
serlo tanto para Lucía, ésta se había separado de nuevo del lecho, y se
aproximaba á Renzo.--¡Temo que la tenga ya encima!

--¡Oh, infeliz y santo hombre! ¿Pero qué digo? ¡Pobre hombre!
¡Desgraciados de nosotros! ¿Y cómo está?, ¿guarda cama?, ¿está bien
asistido?

--Está levantado, anda, asiste á los demás; pero, ¡si lo vierais, qué
color, con qué dificultad se sostiene! He visto tantos y tantos, que
desgraciadamente... no se puede uno engañar.

--¡Oh, pobres de nosotros! ¿Y se halla precisamente aquí?

--Sí, y muy cerca: poco más que de mi casa á la vuestra... si os
acordáis.

--¡Oh, Virgen Santísima!

--Bien; poco más. Ya podréis juzgar si habremos hablado de vos. ¡Me ha
dicho tantas cosas!... ¡Y si supieseis lo que me ha hecho ver! Ya lo
sabréis; mas ahora quiero empezar por repetiros lo que él mismo con su
propia boca me ha dicho. En primer lugar ha sido de su aprobación el
que venga á buscaros, diciéndome que el Señor quiere que un joven obre
de este modo; y que él me ayudaría á encontraros, como así ha sido. En
fin, es un santo. Por lo tanto, ya lo veis.

--Pero si él ha dicho esto, es porque no sabe...

--¿Y cómo queréis que sepa las cosas que habéis hecho por vuestro
antojo, sin juicio y sin el parecer de nadie? Un hombre excelente, una
persona de sentido como él, no va á pensar semejantes cosas. Pero lo
que él me ha hecho ver... Y le refirió su visita á la cabaña. Aunque
los sentidos y el espíritu de Lucía estuviesen familiarizados en
aquella mansión con las más fuertes impresiones, estaba, sin embargo,
sobrecogida de horror y de compasión.

--Y en dicha cabaña, prosiguió Renzo, habló también como un oráculo.
Ha dicho que el Señor ha resuelto quizás perdonar á ese infortunado...
(al presente no puede darle otro nombre)... que él espera cogerle en un
momento favorable; pero quiere al mismo tiempo que nosotros dos juntos
roguemos por él... ¡Juntos!, ¿habéis comprendido?

--Sí, sí, rogaremos cada uno donde el Señor disponga que nos hallemos;
él sabe unir las oraciones.

--Pero ¡si os digo sus palabras!...

--Mas, Renzo, él no sabe...

--¿Pero no comprendéis que es un santo cuando habla, y que el Señor
es también el que le hace hablar?, y que no lo hubiera verificado si
esto no debiese ser justamente así... ¿Y el alma de ese desgraciado?
Yo he rogado ya y rogaré por él; lo he hecho de todo corazón, lo mismo
que si hubiese sido hermano mío. Mas ¿cómo queréis que esté en el otro
mundo el infeliz, si en éste no se arregla alguna cosa, y no se reparan
en cierto modo los males que él ha causado? Si vos os dais á razón,
entonces todo será como antes: lo que ha sucedido no tiene remedio: él
lo ha pagado aquí.

--No, Renzo, no: el Señor no quiere que obremos mal con el fin de
excitar su misericordia. Dejad ese infeliz á su cuidado: por lo que
á nosotros hace, nuestro deber es rogar por él. Si hubiese muerto en
aquella fatal noche, entonces Dios no hubiera podido perdonarte; ¿y si
aún existo, si he sido salvada?...

--Y vuestra madre, esa pobre Inés, que tanto me ha querido siempre,
que tan ansiosa estaba de vernos casados, ¿no os ha dicho también que
vuestra promesa era muy insensata; ella, que os ha hecho entender
la razón en otras ocasiones, porque en ciertas cosas piensa más
juiciosamente que vos?...

--¡Mi madre!, ¡queréis que mi madre me haya aconsejado el faltar á mi
voto! ¡Renzo!, ¿estáis en vuestro juicio?

--¡Oh!, ¿queréis que os lo diga? Vosotras las mujeres no podéis saber
estas cosas. El padre Cristóbal me ha dicho que vuelva á verle, con el
fin de participarle si os he encontrado ó no. Voy allá; veremos, pues,
lo que él dice.

--Sí, sí; id á encontrar á ese santo hombre; decidle que ruego por él,
y que lo haga á su vez por mí; ¡pues tengo tanta necesidad de ello!
Pero por el amor de Dios, por la salvación de vuestra alma y de la mía,
no vengáis más aquí á causarme daño, á... tentarme. El padre Cristóbal
os lo sabrá explicar todo, y haceros volver en vos, restituyendo la paz
en vuestro corazón.

--¡La paz en mi corazón! ¡Oh, quitaos esto de la cabeza! Esta
palabrota ya me la habéis hecho escribir una vez; sé lo que me ha hecho
también padecer; y al presente tenéis todavía valor de decírmela.
Pues bien, yo os declaro lisa y llanamente que jamás tendré paz en mi
corazón. Queréis olvidaros de mí, y yo no de vos; y os aseguro que
si me hacéis perder la razón, no volveré á recobrarla ya nunca más.
Mandaré al diablo el oficio y la buena conducta; ya que tenéis gusto
en que viva rabiando toda mi vida, será como deseáis... ¡Y aquel
desgraciado! Dios sabe si lo he perdonado de corazón; pero vos...
¿queréis hacerme pensar por ventura que él no era el que?... ¡Lucía, me
habéis dicho que os olvide! ¡Olvidaros yo! ¿Y cómo hacerlo?, ¿en quién
creéis que yo haya pensado en todo este tiempo? ¡Y después de tantas
cosas, después de tantas promesas! ¿Pero qué os he hecho yo desde que
nos separamos? ¿Me tratáis así porque he padecido, porque he tenido una
multitud de desgracias, porque todo el mundo me ha perseguido, porque
he pasado tanto tiempo fuera de mi casa, triste y lejos de vos, porque
desde el momento en que me ha sido posible he venido á buscaros?

Cuando el llanto permitió hablar á Lucía, exclamó juntando de nuevo
las manos, y elevando al cielo sus ojos preñados de lágrimas: “¡Virgen
Santísima, favorecedme! Vos sabéis que después de aquella terrible
noche, no he pasado un momento más cruel que éste. ¡Vos que me
socorristeis entonces, prestadme también ahora vuestra ayuda!”.

--Sí, Lucía, hacéis bien en invocar á la Madonna; mas, ¿por qué queréis
creer que ella tan buena, siendo como es, madre de misericordia,
pueda complacerse en hacernos sufrir... á mí á lo menos... por una
palabra que se os ha escapado en un momento en que no sabíais lo que
os decíais? ¿Podéis imaginar que os socorriera entonces para dejaros
después metida en un berenjenal?... Si por el contrario, todo esto
no es más que una excusa, si es que he llegado á seros odioso...
decídmelo... hablad francamente.

--Por piedad, Renzo, por piedad; acabad, acabad; no me hagáis morir:
éste no sería el momento más á propósito. Id á ver al padre Cristóbal;
recomendadme á él: no volváis más, no volváis más aquí.

--Voy; ¡pero creéis que yo no vuelva! Pues volveré aun cuando fuese al
fin del mundo; sí, volveré. Y dicho esto desapareció.

Lucía fué á sentarse, ó más bien se dejó caer en el suelo junto al
lecho, y descansando sobre él su cabeza, continuó llorando amargamente.
La mujer que hasta entonces había permanecido con los ojos abiertos y
el oído atento, sin respirar, preguntó qué aparición, qué debates, qué
llantos eran aquéllos. Pero el lector quizás pregunte también por su
parte, quién era dicha mujer; mas para satisfacerle, vamos á decírselo
en pocas palabras.

Era una rica mercadera que contaría apenas unos treinta años. En el
espacio de algunos días había visto morir en su casa al marido y á
todos los hijos; de allí á poco, atacada también ella de la peste,
había sido conducida al lazareto y colocada en aquella miserable
cabaña, al tiempo que Lucía, después de haber superado sin apercibirse
la furia del mal, y mudado igualmente sin notarlo varias veces de
compañía, empezaba á mejorar y recobrar el conocimiento que había casi
perdido desde el primer acceso de la enfermedad en la misma casa de D.
Ferrante. La humilde cabaña no podía contener más que dos personas;
y entre estas dos mujeres afligidas, abandonadas, solas en medio de
tan inmensa multitud, había nacido á un mismo tiempo una intimidad,
una afección, que apenas hubiera podido tener lugar habiendo vivido
juntas largo tiempo. Bien pronto Lucía se vió en estado de cuidar á su
compañera, que estuvo á las puertas de la muerte. Al presente, que se
hallaba ya fuera de peligro, se hacían compañía, se velaban y animaban
recíprocamente, habiéndose prometido una á otra que no saldrían más que
juntas del lazareto, como también habían tomado varias medidas para no
separarse después de su salida. La mercadera, que había dejado bajo la
custodia de un hermano, comisario de sanidad, su casa, almacén y caja,
todo ello muy bien provisto, iba á encontrarse sola y triste dueña de
mucho más de lo que necesitaba para vivir cómodamente: por lo tanto,
quería llevarse consigo á Lucía, y mirarla como á una hija ó hermana.
Ésta se había adherido á dicho pensamiento; ¡imagínese con qué gratitud
hacia su amiga y para con la Providencia!, pero únicamente hasta
tanto que tuviese noticias de su madre, y saber, como lo esperaba,
su voluntad. Por lo demás, como era tan reservada, no había dicho
una palabra de su promesa de casamiento, ni de sus extraordinarias
aventuras. Pero en la actualidad, en medio de su grande agitación,
tenía á lo menos tanta necesidad de aliviarse de su terrible peso,
como la otra deseos de enterarse; por lo cual, estrechando entre sus
dos manos la derecha de su amiga, se puso en seguida á satisfacer á su
demanda, sin otra detención más que los sollozos, que por intervalos
interrumpían el uso de su palabra.

Entretanto Renzo se dirigía apresuradamente al encuentro del buen
fraile. Con un poco de atención, y no sin algunos pasos perdidos,
consiguió llegar al fin. Encontró la cabaña; pero no al digno fraile
en ella: mas buscando y dando vueltas á los alrededores, lo divisó en
una barraca, que inclinado hasta el suelo y casi de bruces, estaba
administrando sus deberes á un moribundo. Renzo se detuvo y esperó
silenciosamente. Poco después vió que cerraba los ojos á aquel infeliz,
arrodillarse en seguida y orar un momento, y luego levantarse. Entonces
Renzo echó á andar y le salió al encuentro.

--¡Oh!, dijo el fraile al verle: ¿qué hay?

--Existe; la he hallado.

--¿En qué estado?

--Curada, ó á lo menos levantada.

--¡El Señor sea loado!

--Pero..., dijo Renzo cuando estuvo cerca del capuchino, para poderle
hablar en voz baja. Hay otra dificultad.

--¿Cómo?

--Quiero decir que... Ya sabéis cuán buena es la pobre joven; mas
algunas veces es un poco testaruda. Después de tantas promesas, después
de lo que ignoráis, sale ahora con que no quiere casarse conmigo,
porque dice... qué sé yo... que en aquella noche que tuvo tanto miedo
perdió la cabeza, y se... como si dijéramos, se prometió á la Madonna.
Éstas son cosas que nada significan, ¿no es verdad? Cosas buenas para
quien sabe y tiene medio de hacerlas; pero, ¡para nosotros, gente
ordinaria, que no sabemos cómo deben hacerse!... ¿es cierto que no
valen?

--Dime, ¿está muy lejos de aquí?

--¡Oh!, no: á pocos pasos de la iglesia.

--Espérame aquí un momento, dijo el fraile, y después nos iremos juntos.

--Queréis decir que le haréis comprender...

--No lo sé, hijo mío; es preciso que oiga lo que me diga.

--Comprendo, contestó Renzo, y permaneció con la vista fija en el
suelo, y los brazos cruzados sobre el pecho, tascando con impaciencia
su incertidumbre, que había quedado en pie. El fraile fué de nuevo en
busca del padre Víctor, rogó que le supliera de nuevo un poco más,
entró en su cabaña, salió con una espuerta debajo del brazo, volvió por
Renzo, y le dijo: “Vamos”, y marchó delante de él, encaminándose á la
cabaña, donde poco antes habían entrado juntos. Esta vez entró solo, y
después de un momento apareció diciendo: “¡Nada!, roguemos, roguemos
por él”. Luego repuso: “Ahora guíame”.

Y sin añadir una sola palabra más, se pusieron en camino.

El tiempo se había ido oscureciendo cada vez más, y anunciaba una
próxima é inminente tempestad. Rápidos relámpagos, hendiendo la
oscuridad siempre creciente, alumbraban con un fulgor instantáneo los
prolongados techos y las arcadas de los pórticos, la cúpula de la
capilla y los humildes remates de las cabañas; por último, el repetido
estruendo del trueno recorría, formando con su resplandor espantosas
culebrillas, de una región del cielo á otra. El joven marchaba el
primero, atento al camino, con una grande impaciencia por llegar,
pudiendo apenas aflojar el paso para medirlo á las fuerzas del que le
seguía, el cual medio muerto de fatiga, abrumado por el mal, oprimido
por el desfallecimiento, andaba penosamente, elevando, de vez en
cuando, al cielo su marchito semblante, como para poder respirar con
más libertad.

Cuando Renzo hubo llegado delante de la cabaña se detuvo, volvió atrás
su vista, y con trémulo acento dijo: “Aquí es”.

Entran; y... “Míralos”, exclama la mujer que yacía en el lecho. Lucía
se vuelve, se levanta con precipitación, y corre al encuentro del
anciano gritando: “¡Oh, qué veo, padre Cristóbal!”.

--¡Y bien, Lucía!, ¡de cuántas angustias os ha librado el Señor!
¡Debéis ser bien dichosa de haber confiado siempre en él!

--¡Oh!, sí; pero, ¿y vos, padre mío? ¡Pobre sacerdote! ¡Cuán cambiado
estáis!, ¿cómo os sentís?, decidme, ¿cómo os sentís de salud?

--Como Dios quiere, y como por su gracia también quiero yo, respondió
el fraile con sereno rostro. Dichas las anteriores palabras, la llamó
aparte, y añadió: “Escuchad, yo no puedo permanecer aquí más que breves
instantes: ¿estáis dispuesta á confiaros á mí como en otro tiempo?”.

--¡Oh!, ¿no sois siempre mi padre?

--Pues bien, hija mía, decidme: ¿qué voto es ése del cual me ha hablado
Renzo?

--Es una promesa que he hecho á la Madonna de no casarme jamás.

--Mas, ¿no reflexionasteis que ibais á ligaros por medio de un
juramento?

--Como se trataba del Señor y de la Madonna... no he reflexionado.

--El Señor, hija mía, agradece los sacrificios y ofrecimientos cuando
los hacemos por nuestro propio bien: lo que él quiere es el corazón, la
voluntad; pero vos no podíais ofrecer la voluntad de otro hacia quien
estabais obligada.

--¿He obrado mal, por ventura?

--No, pobre niña, no. Creo además que la Santa Virgen habrá agradecido
la intención de vuestra alma afligida, ofreciéndola á Dios en lugar
vuestro. Mas decidme, ¿no habéis pedido parecer á nadie?

--No pensé que obraba mal para confesarme de ello; y lo poco bien que
uno pueda obrar, es sabido que no es conveniente vociferarlo.

--¿No tenéis ningún otro motivo que os impida cumplir la promesa hecha
á Renzo?

--En cuanto á esto... por lo que á mí toca... ¿qué motivo?... Yo no
podré decir... nada más, respondió Lucía, con cierta vacilación, que
anunciaba sólo una incertidumbre en su pensamiento; y su rostro,
descolorido aún por la enfermedad, se cubrió de repente del más vivo
sonrosado.

--¿Creéis, replicó el anciano con los ojos bajos, que Dios ha concedido
á su Iglesia la autoridad de redimir y condenar, según que pueda
resultar de ello un bien mucho mayor, las deudas y obligaciones que los
hombres puedan haber contraído con él?

--Sí, lo creo.

--Tened, pues, entendido, que encargados de las almas en este lugar,
estamos revestidos de los más amplios poderes para los que recurran á
nosotros; y en su consecuencia puedo, si lo pedís, relevaros de todas
las obligaciones que hayáis contraído por medio del voto hecho.

--¿Pero no es cometer un pecado el desdecirse y arrepentirse de una
promesa hecha á la Virgen? Yo la he hecho de todo corazón... dijo Lucía
violentamente agitada y asaltada de una (bueno será que lo digamos)
de una esperanza impensada, redoblando la oposición de un error
fortalecido por todos los pensamientos que constituían hacía ya mucho
tiempo la principal ocupación de su espíritu.

--¡Pecado, hija mía!, dijo el fraile: ¡pecado el recurrir á la Iglesia
y pedir á su ministro que haga uso de la autoridad con que le ha
facultado, y que ella ha recibido de Dios! He visto que habéis sido
hechos para estar reunidos; y á la verdad, si alguna vez ha podido
parecerme que dos almas hubiesen podido ser unidas por Dios, éstas son
las vuestras. En la actualidad, no veo por qué Dios querría separaros;
y yo le bendigo, aunque indigno, por haberme concedido el poder de
hablar en su nombre y de devolveros vuestra palabra. Si me pedís que os
declare relevada de vuestro voto, no vacilaré en hacerlo, y aun deseo
que me lo pidáis.

--Entonces... si es así... os lo suplico, dijo Lucía con un semblante
que no aparecía turbado más que por el pudor.

El fraile llamó por medio de una seña al joven, que permanecía retirado
á bastante distancia en un extremo mirando fijamente, ya que no podía
oir la conversación que tanto le interesaba. Cuando se hubo acercado,
el buen fraile dijo en voz alta á Lucía: “Con la autoridad que tengo de
la Iglesia os declaro relevada del voto de virginidad, anulando lo que
puede tener de inconsiderado, y librándoos de todas las obligaciones
que podéis haber contraído”.

Figúrese el lector de qué modo semejantes palabras resonarían en los
oídos de Renzo. Dió gracias vivamente con los ojos al que las había
proferido; y en seguida buscó, pero en vano, los de Lucía.

--Volved con tranquilidad y confianza á vuestras ideas primitivas,
continuó diciendo el capuchino: impetrad nuevamente del Señor las
gracias que le pedíais para ser una santa esposa; y confiad que os las
concederá con más abundancia después de tantas desgracias. Y tú, dijo
dirigiéndose á Renzo, acuérdate, hijo mío, que si la Iglesia te da esta
compañera, no lo hace para procurarte un goce temporal y mundano, el
cual aunque fuese absoluto y sin mezcla de ningún disgusto, tendría
siempre que concluir en una grande aflicción al tiempo de separaros;
su objeto, pues, se cifra sólo en dirigiros á ambos por el camino de
los goces que no tendrán fin. Amaos como compañeros de viaje, con el
pensamiento de tener que abandonaros uno á otro, y con la esperanza
de volveros á reunir para siempre. Dad gracias al cielo, que os ha
colocado en esta situación, no por medio de goces turbulentos y
pasajeros, sino al través de trabajos y desgracias, para disponeros el
que disfrutéis de una alegría completa y tranquila. Si Dios os concede
hijos, cuidad de educarlos para él; imbuidles el que le amen, como
también el que profesen estimación á los demás hombres, pues de este
modo los podréis guiar bien en todo y por todo. ¡Lucía! ¿os ha dicho, y
á esto señalaba á Renzo, á quién ha visto?

--¡Oh, padre mío! Sí, me lo ha dicho.

--Vosotros rogaréis por él, no dejéis de hacerlo, y también por mí...
¡Hijos míos! quiero que tengáis un recuerdo del pobre fraile (y al
decir esto sacó de su espuerta una especie de caja de madera ordinaria,
pero labrada y muy bien pulimentada, conociéndose en su minucioso
trabajo la paciencia de un capuchino). Aquí dentro está el resto de
aquel pan, el primero que pedí por caridad, y del que tanto habéis
oído hablar; yo os lo dejo en memoria; enseñádselo á vuestros hijos:
ellos vendrán á un mundo bien triste, á un siglo doloroso, en medio
de orgullosos y provocadores. Decidles que perdonen siempre, y todo;
hacedles que rueguen por el pobre fraile.

Dicho esto presentó la caja á Lucía, que la tomó con el mayor respeto,
como si hubiese sido una reliquia; luego con voz conmovida prosiguió:
“Ahora decidme: ¿con qué apoyo contáis aquí en Milán? ¿en dónde pensáis
poder colocaros al salir de aquí? ¿y quién os conducirá hacia el paraje
en que se halla vuestra madre, que Dios quiera haber conservado?”.

--Esta buena señora me sirve de madre; nosotras saldremos juntas de
aquí, y después ella pensará en lo que deba hacerse.

--¡Que Dios la bendiga! dijo el fraile, aproximándose al lecho.

--Yo también os doy las gracias, dijo la viuda, por la alegría que
habéis causado á estos pobres jóvenes, aunque yo esperaba conservar
en mi compañía siempre á esta mi querida Lucía. Pero yo velaré sobre
ella; la acompañaré á su pueblo, la pondré en manos de su madre, y en
seguida, añadió en voz baja, quiero regalarle el ajuar. Poseo muchos
intereses, y no tengo ya á nadie de los que debían disfrutarlos conmigo.

--Así, repuso el fraile, podéis hacer un gran sacrificio al Señor, y
mucho bien al prójimo. No os recomiendo esta joven, porque veo que le
profesáis gran cariño. Es preciso alabar á Dios, que sabe mostrarse
padre aun en medio de los castigos, y permitiendo que os encontraseis,
os ha dado una prueba evidentísima de amor á una y á otra. Al presente,
dijo volviéndose á Renzo y cogiéndole por la mano: “Los dos nada
tenemos ya que hacer aquí, y hemos permanecido demasiado tiempo. Vamos”.

--¡Oh, padre! dijo Lucía, ¿os volveré á ver todavía? ¡Yo estoy curada,
yo que ningún bien hago en este mundo; y vos!...

--Hace ya mucho tiempo, respondió el anciano con tono serio y dulce á
la vez, que pido al Señor un favor muy grande, cual es el de acabar mis
días sirviendo al prójimo. Si en estas circunstancias me lo quisiera
conceder, necesito que todos los que tengan caridad de mí me ayuden á
darle gracias. Vamos, dad á Renzo los encargos para vuestra madre.

--Contadle lo que habéis visto, dijo Lucía á su prometido; le decís que
he hallado aquí una segunda madre, que me trasladaré á su lado tan
pronto como me sea posible, y que espero encontrarla sana y salva.

--Si necesitáis dinero, repuso Renzo, traigo aquí todo el que
mandasteis, y...

--No, no, dijo la viuda; yo lo tengo de sobra.

--Vamos, replicó el fraile.

--¡Lucía!, hasta la vista... lo mismo digo, mi buena señora, dijo
Renzo, no encontrando palabras que pudiesen significar lo que
experimentaba en semejantes momentos.

--¡Quién sabe si el Señor nos dispensará la gracia de que aún nos
volvamos á ver todos!, exclamó Lucía.

--Que él sea siempre con vosotras y os bendiga, dijo Fr. Cristóbal á
las dos amigas; después de lo cual salió con Renzo de la cabaña.

Entretanto la noche se iba acercando, y el tiempo parecía cada vez más
próximo á revolverse. El capuchino ofreció de nuevo al joven un asilo
durante la expresada noche en su barraca. “No te podré hacer compañía,
añadió; pero tendrás á lo menos donde estar á cubierto”.

Renzo experimentaba, sin embargo, grandes deseos de marcharse, tratando
de no permanecer por más tiempo en semejante lugar, pues que no le
sería permitido volver á ver á Lucía, y ni aun siquiera disfrutar de la
compañía del buen fraile. Con respecto á la hora y al tiempo, ó mejor
dicho, noche ó día, sol ó lluvia, calor ó frío, era todo igual para él
en aquel momento. Dió pues las gracias á fray Cristóbal, diciéndole que
deseaba ir lo más pronto que fuese posible en busca de Inés.

Cuando llegaron al camino del centro, el fraile le apretó la mano
diciendo: “Si Dios quiere que encuentres á la buena Inés, salúdala en
mi nombre; dile, así como también á todos aquellos que se acuerdan de
fray Cristóbal, que rueguen por él. Ahora, que Dios te acompañe y te
bendiga para siempre”.

--¡Oh, querido padre!... ¿nos volveremos á ver, no es cierto?

--Confío que será en el cielo. Y dicho esto se separó de Renzo, el cual
habiendo permanecido en el mismo sitio hasta que le perdió de vista,
tomó en seguida la puerta, echando á derecha é izquierda las últimas
miradas de compasión á aquella morada de dolores. Observábase por
doquier un extraordinario movimiento; un continuo correr de _monatti_
de un lado á otro, trasladar efectos, componer los techos de las
barracas, y convalecientes que se arrastraban hacia éstas y debajo de
los pórticos para ponerse al abrigo de la tempestad, que amenazaba
estallar por momentos.



                         CAPÍTULO DECIMONOVENO


En efecto, apenas Renzo hubo pasado el umbral del lazareto y tomado á
la derecha, con el fin de volver á encontrar la senda situada debajo
de las murallas por la cual había desembocado en aquella misma mañana,
cuando comenzaron á caer gruesas gotas, saltando sobre el blanco y
árido camino, y levantando al propio tiempo un polvillo finísimo. La
lluvia cayó bien pronto á torrentes. Renzo, en vez de inquietarse, se
regocijaba interiormente; se deleitaba con aquel aire tan fresco, con
aquella agitación, con aquel susurro de plantas y de hojas que parecían
recobrar una nueva vida; por último, respiraba con más libertad; y en
este cambio de la naturaleza, sentía vivamente el que se había obrado
en su destino.

¡Pero cuánto más vivo y completo habría sido este sentimiento si Renzo
hubiese podido adivinar lo que vió pocos días después! Aquella agua se
llevaba, ó mejor diremos, lavaba el contagio. Si el lazareto no pudo
restituir á los vivientes todos los que aún encerraba en su seno, á lo
menos desde este día no recibió ya más en sus vastas cavidades. Al cabo
de una semana viéronse abrir las puertas y las tiendas, no hablándose
casi ya más de cuarentena, y no quedando de la peste más que algunos
restos esparcidos aquí y allí: rastro que semejante azote acostumbra
siempre dejar detrás de sí por espacio de algún tiempo.

Caminaba, pues, nuestro viajero alegremente, sin haber proyectado
dónde, cómo, ni cuándo, ni aun si debía detenerse en aquella noche,
deseoso sólo de adelantar camino, de llegar pronto á su pueblo natal,
de encontrar en éste con quien hablar y á quien referir su felicidad, y
sobre todo el poderse poner en seguida en camino para Pasturo, con el
objeto de buscar á Inés. Seguía andando con la imaginación sumamente
agitada, á causa de todo lo que había presenciado aquel día; pero
al través de tantas miserias, horrores y peligros, venía siempre un
pensamiento: “¡La he hallado!, ¡está curada!, ¡es mía!”. Y entonces
daba un brinco de alegría, salpicándose de barro y haciéndolo saltar
á gran distancia, á la manera de un perro de aguas cuando está bien
mojado; otras veces se contentaba con un restregoncito de manos, y
luego avanzaba con más ardor que antes.

Contemplando el camino, juntaba, por decirlo así, los pensamientos
que había dejado allí por la mañana y el día anterior al ir á Milán;
recogiendo precisamente con más placer todavía el que entonces
había tratado de alejar de sí, á saber: la duda, la dificultad de
encontrarla, y aun así, que estuviera viva en medio de tantos muertos
y moribundos. “¡Y la he hallado viva!”, concluía diciendo. Traía á la
memoria todos los sucesos é incidentes más terribles de aquel día, y
se figuraba tener aún cogida aquella consabida aldaba: ¿si estará?,
¿si no estará? y luego recibir una respuesta tan poco favorable; no
teniendo casi tiempo de comentarla, porque aquellos frenéticos y
bribones le perseguían furiosamente: y después ¡el lazareto, aquel
vasto mar, el miedo de encontrarla allí!, ¡y haberla justamente
encontrado! En seguida venía á parar al acto mismo en que la procesión
de los convalecientes acababa de pasar; ¡qué momento aquel, qué
angustias al no encontrarla! Y al presente no le importaba ya nada.
¡Y aquel departamento de mujeres!, ¡y allí detrás de aquella cabaña
oir, cuando no se lo esperaba, aquella voz, aquella voz justamente! ¡Y
verla levantada! Pero, ¡ah!, surgía todavía entonces aquel desgraciado
obstáculo del voto, más embrollado y fuerte que nunca. ¡Dicho obstáculo
ya no existe! Y aquella rabia contra D. Rodrigo, aquel odio maldito
que exacerbaba todos los dolores y emponzoñaba todas las esperanzas,
también desaparecieron. Así que, apenas habría podido gozar una dicha
mayor si no hubiese sido por la incertidumbre en que se hallaba con
respecto á Inés, sin el triste presentimiento que tenía tocante al
padre Cristóbal, y la aflicción de encontrarse aún en medio de una
epidemia.

Al anochecer llegó á Sesto, sin que la lluvia presentase ninguna señal
de cesar. Pero sintiéndose más ágil que nunca, y encontrando grandes
dificultades para alojarse, aunque enteramente empapado en agua, no
le pasó siquiera por la imaginación el entrar en una posada. La sola
necesidad que experimentaba y que le incomodaba algún tanto era un gran
apetito; pues la alegría que tenía le había hecho digerir la escasa
gazofia del capuchino. En su consecuencia, miró si encontraba alguna
panadería: viéndola en efecto, pidió dos panes que le fueron entregados
por medio de las tenazas y demás ceremonias que ya sabemos se usaban
entonces. Colocó uno de dichos panes en la faltriquera, empezando á
tirar grandes bocados al otro, y de este modo continuó su viaje.

Cuando pasó por Monza, era ya completamente de noche: no obstante
esto, consiguió encontrar la puerta que conducía al verdadero camino.
Mas nadie puede imaginarse en qué estado se hallaba dicho camino, y
cómo se iba volviendo de un momento á otro. Sepultado (del mismo modo
que lo estaban todos, como ya lo hemos dicho en otra parte) entre dos
márgenes á semejanza de un álveo, se le hubiera podido dar el nombre si
no de río, á lo menos de acueducto, encontrándose en una innumerable
porción de sitios cenagosos, zanjas de las que podía retirar apenas
sus zapatos, y repetidas veces sus pies. Mas iba saliendo sin
impacientarse, sin jurar, sin arrepentirse. Reflexionaba que cada paso
le acercaba al término de su viaje, y que el agua cesaría cuando Dios
quisiera, que el día vendría á su tiempo, y que el camino hecho, hecho
quedaba.

Renzo no calculaba que entonces no podía hacer otra cosa. Esto mismo
era efecto de su distracción, porque el gran trabajo de su imaginación
era recordar la historia de aquellos tristes años pasados; ¡tantos
obstáculos, tantas adversidades, tantos momentos en que él había estado
á punto de renunciar también á la esperanza y de creerlo todo perdido!
oponía á esto, las revelaciones de un porvenir tan distinto, la llegada
de Lucía, las bodas, el arreglo de la casa, y el placer de referir sus
pasados infortunios, y toda su vida.

¿Cómo había de componerse para seguir adelante hallándose en un paraje
en que los caminos se cruzaban en todas direcciones? Nosotros no
podremos verdaderamente asegurar, si el poco conocimiento que tenía
de dichos caminos, ó si el opaco brillo de las estrellas le hicieron
encontrar siempre su precisa ruta, ó si la tomó á la ventura; pues él
mismo, que tenía costumbre de contar detalladamente su historia con
más amplitud que nosotros (y todo hace creer que nuestro anónimo se lo
había oído referir varias veces), él mismo, al llegar á este punto,
decía que no se acordaba de la expresada noche más que como un ensueño.
Lo cierto es que al amanecer se encontró junto al Adda.

No había cesado de llover aún; pero el agua que caía á torrentes,
veíase convertida en una lluvia fina, igual, penetrante; las nubes
elevadas y caprichosas formaban un velo continuo, mas ligero y diáfano;
y la luz del crepúsculo hizo descubrir á Renzo el paisaje de los
alrededores. Era su pueblo, y á su vista sería difícil expresar lo que
sintió. Únicamente diremos que aquellos montes, el vecino _Resegon_, y
el territorio de Leceo le parecía que habían llegado á ser propiedad
suya. Se miró á sí mismo, y á la verdad se vió tan mal pergeñado y tan
raramente vestido de lo que jamás hubiera podido figurarse: su traje
todo chorreando y pegado al cuerpo; su sombrero se había puesto muy
blando, perdido la forma y enteramente calado; lleno de lodo hasta
la cintura, y su desgreñado cabello caía sobre su cara á manera de
madejas. Con respecto al cansancio, debía tenerlo, mas no lo advertía;
pues el frío de la madrugada junto con el de la noche, y aquel pequeño
baño, no le inspiraban otro deseo que el de caminar más apresuradamente.

Está ya en Pescate; costea aquel último trozo del Adda, arrojando, sin
embargo, una melancólica mirada sobre Pescarenico; pasa el puente, y
llega bien pronto atravesando campos y sendas á la morada de su amigo.
Éste, que acababa de levantarse, estaba en el umbral de su puerta
observando el tiempo; mas he aquí, que de repente mira hacia el lado
por donde venía Renzo, quedándose estupefacto al ver aquella figura tan
estrambótica, tan cubierta de barro, pero al propio tiempo tan viva y
decidida: desde que existía no había visto un hombre peor arreglado, y
á la vez más alegre.

--¡Hola!, dijo, ¡de vuelta ya, y con este tiempo! Vamos, ¿cómo ha ido?

--Está allí, está allí.

--¿Sana?

--Curada, que es todavía mejor. Debo dar gracias al Señor y á la
Madonna mientras viva. Pero, ¡hay cosas grandes, cosas admirables!
Luego te lo contaré todo.

--Mas, ¿cómo vienes tan estropeado?

--¿Estoy bonito, eh?

--Si te he de decir la verdad, no hay por donde cogerte. Pero, espera,
espera que encienda una buena lumbre.

--Lo acepto de buena gana. ¿Sabes dónde me ha pillado la lluvia?:
justamente en la misma puerta del lazareto. Pero, ¡esto no vale nada!
El tiempo hace su oficio, y yo el mío.

El amigo se fué y apareció de nuevo en seguida con dos haces de maleza
y algunos troncos de arbustos que colocó en el hogar. Renzo entretanto
se había quitado el sombrero, y después de haberlo sacudido dos ó tres
veces lo había arrojado al suelo; mas el jubón no se lo sacó con tanta
facilidad. En seguida cogió su cuchillo, cuya hoja estaba toda mojada
y tomada, lo dejó sobre una pequeña mesa, y dijo: “¡Esta hoja también
se ha puesto buena! Pero, ¡es agua, es agua! ¡Loado sea el Señor!...
Por poco no hago allí una... Después te lo contaré; y al decir esto, se
restregaba las manos. Ahora hazme un favor: tráeme aquel lío de ropa
que dejé arriba, porque antes que ésta se seque...”.

Al volver su amigo con dicho lío, le dijo: “Calculo que debes tener
apetito, pues comprendo que en el camino habrás podido beber, pero
comer...”.

--Compré dos panes, que fué lo que pude encontrar ayer á la caída de la
tarde; mas á la verdad, desde que emprendí mi marcha, es lo único que
ha entrado en mi estómago.

--Déjame hacer, dijo el amigo, después de lo cual echó agua en una
pequeña caldera, que colgó de una cadena, y añadió: voy á ordeñar la
vaca; cuando vuelva con la leche, el agua estará á punto, y haremos una
buena _polenta_. Tú, entretanto, haz lo que mejor te parezca.

Habiendo Renzo quedado solo, se quitó, no sin costarle algún trabajo,
el resto de sus vestidos, los cuales tenía pegados al cuerpo; se enjugó
bien, y se vistió de nuevo de pies á cabeza. El amigo dió la vuelta al
cabo de pocos instantes, y continuó haciendo su _polenta_, mientras que
Renzo esperaba sentado.

--Ahora me voy sintiendo cansado, dijo: Hay una tirada muy buena. Pero
esto no vale nada. Tengo tanto que contar, que hay para ocupar todo el
día. ¡Cuán revuelto está Milán! ¡Es preciso verlo y tocarlo! ¡Es cosa
de hacerle erizar á uno el pelo! ¡Y lo que han querido hacer conmigo
los señores de allí! Ya lo oirás. ¡Mas si vieses el lazareto! se vuelve
uno loco al aspecto de tantas desgracias. ¡Vamos! Ya te lo referiré
todo... Ella está allí; tú la verás aquí; será mi mujer, y tú debes
hacer de testigo, y aunque haya peste ó no, quiero que estemos alegres,
á lo menos por algunas horas.

Por lo demás, cumplió lo que había prometido á su amigo, tocante á
ocupar todo el día contándole lo que le había sucedido; tanto más,
cuanto que no habiendo cesado de llover, pasó el día refugiado en la
casa, ora sentado al lado de su amigo, ora ocupado en preparar tinas,
cubas y demás utensilios para la vendimia, en lo cual Renzo no dejó
de darle una buena mano; porque según solía decir, era de los que se
cansan más sin hacer nada, que trabajando. Sin embargo, no pudo menos
de dar una escapadita á la casa de Inés, con el objeto de ver de nuevo
cierta ventana, y para ir á darse un restregoncito de manos. En efecto,
lo verificó, volviendo en seguida sin ser visto de nadie, y se acostó.
Levantóse antes de amanecer, y viendo que había cesado la lluvia,
aunque el tiempo no estaba sentado del todo, se puso en camino para
Pasturo.

Cuando llegó era todavía muy temprano, pero él tenía tantos deseos de
lograr su intento, como el lector de que se acabe la presente historia.
Se informó acerca de Inés, y supo que no tenía novedad, habiéndosele
indicado la casa en que vivía. Dirigióse á ella; llamó desde la calle
á Inés; al sonido de su voz, ésta se asomó presurosa á la ventana,
y mientras permanecía con la boca abierta para pronunciar algunas
palabras, ó acaso para exhalar un grito, Renzo se le anticipó diciendo:
“Lucía está buena, la vi antes de ayer; me encarga que os salude, y que
os diga que pronto va á venir. Y después, ¡tengo tantas y tales cosas
que deciros!”.

Entre la sorpresa de semejante aparición, el contento que le había
causado la noticia y el ansia de saber más, Inés prorrumpía tan pronto
en una exclamación, tan pronto empezaba á hacer una pregunta, pero
siempre sin concluir lo que iba á decir: en seguida, olvidando las
precauciones que tenía costumbre de tomar hacía ya algún tiempo, dijo:
“Voy á abriros”.

--Aguardad; ¿y la peste? Según creo, no la habéis tenido.

--Yo no; ¿y vos?

--Yo sí, pero vos debéis tener prudencia. Vengo de Milán, y durante
dos días he estado metido hasta el cuello en medio del contagio. Es
verdad que me he mudado de pies á cabeza, pero hay tal inmundicia, que
se pega á veces á la carne como un maleficio; y ya que el Señor os ha
preservado hasta ahora, quiero que os guardéis hasta que haya cesado
la epidemia, porque sois nuestra madre, y deseo que vivamos juntos
alegremente largos años, en compensación de lo mucho que hemos sufrido,
á lo menos yo.

--Pero...

--¡Bah!, no hay _pero_ que valga, replicó Renzo. Sé lo que queréis
decir; con todo, ya veréis que el _pero_ está de más. Vámonos á algún
paraje que estemos al aire libre, que podamos hablar con comodidad y
sin peligro, y veréis.

Inés le indicó un jardín que se hallaba situado detrás de la casa, y
añadió: “Entrad en él y veréis dos bancos, uno enfrente de otro, que
parecen colocados á propósito; yo voy en seguida”.

Renzo fué á sentarse en el uno; pocos instantes después, Inés se
hallaba en el otro. Estoy seguro que si el lector, informado como está
de todos los antecedentes, hubiese podido encontrarse allí como un
tercero, ver con sus propios ojos aquella conversación tan animada, y
escuchar con sus oídos aquellas narraciones, preguntas y explicaciones,
aquel exclamar, condolerse y alegrarse, y D. Rodrigo, y el padre
Cristóbal, y todo lo demás, y las descripciones del porvenir, claras
y positivas, como las del pasado; estoy seguro, repito, que hubiera
encontrado muchos encantos, y que habría sido el último en retirarse.
Pero al ver dicha conversación sobre el papel, muda, sin colorido y
sin ningún hecho ó suceso nuevo, soy de parecer que le es del todo
indiferente, juzgando al propio tiempo que prefiere adivinarla por sí
mismo. La conclusión fué que iría á establecerse cerca de Bérgamo, en
el mismo paraje en que Renzo había empezado ya á hacer negocio; con
respecto á la época, nada se podía decidir aún, porque dependía de la
peste y de otras circunstancias. Quedaron pues en que tan pronto como
cesara el peligro, Inés volvería á su casa para esperar á Lucía, ó que
ésta, por el contrario, la aguardaría en ella: en el ínterin, Renzo
haría algún viaje á Pasturo para ver á su madre y para informarse de
lo que pudiera acontecer.

Antes de marchar le ofreció también dinero, diciendo: “Mirad, están
todavía intactos: por mi parte he hecho voto de no tocarlos hasta
que la cosa estuviese puesta en claro. Ahora, si los necesitáis,
traedme una cazuela de agua y vinagre, y echaré en ella los consabidos
cincuenta escudos relucientes y hermosos”.

--No, no, dijo Inés, ninguna necesidad tengo por ahora de ellos;
conservadlos, pues servirán para poner la casa.

Renzo partió con el nuevo consuelo de haber encontrado sana y salva á
una persona que le era tan querida. Permaneció el resto del día y de
la noche en casa del amigo, y al día siguiente se puso en camino con
dirección á su pueblo adoptivo.

Encontró á Bartolo en un estado de salud perfecta y con menos
miedo todavía de perderla; pues en aquellos pocos días que habían
transcurrido, los cosas tomaron felizmente un rápido y distinto giro.
Muy pocos eran los que caían enfermos: el mal no era ya el mismo: no se
veían aquellos rostros lívidos y moribundos, ni aquellos síntomas tan
violentos, pero sí algunas calenturillas, la mayor parte intermitentes,
con alguno que otro bubón muy bajo ya de color, que se curaban con la
misma facilidad que un divieso ó grano cualquiera. El país aparecía ya
bajo otro aspecto muy diferente: los que habían sobrevivido empezaban
á salir, á reunirse, y á darse recíprocamente pésames y enhorabuenas.
Hablábase ya de volver á trabajar; los maestros trataban de buscar y
juntar operarios, principalmente para aquellos artefactos, cuyo número
aun antes de la epidemia escaseaba tanto, como era el de la seda.
Renzo, sin hacerse el desdeñoso, prometía (salva sin embargo la debida
aprobación) á su primo dedicarse al trabajo, cuando volviera acompañado
á establecerse en el país. Entretanto se ocupó de los preparativos más
necesarios; alquiló una casa bastante capaz, cosa que había llegado á
ser muy fácil y poco costosa; la amuebló echando ya entonces mano á su
tesoro, pero sin hacer en él una gran brecha, habiendo más gente que
vendiese y que no comprase.

Después de algunos días volvió á su pueblo natal, el cual encontró
notablemente mejorado. Corrió á Pasturo, halló á Inés totalmente
tranquila y dispuesta á volver á su casa, de modo que él mismo la
acompañó en seguida á ella. Pasaremos en silencio los sentimientos que
experimentaron, las conversaciones que tuvieron al verse juntos en
aquellos sitios.

Inés lo encontró todo según lo había dejado; así que no pudo menos
de decir que esta vez, tratándose de una pobre viuda y una infeliz
doncella, los ángeles lo habían custodiado. “Y la otra vez, añadió, se
hubiera podido creer que el Señor nos había abandonado, pues permitía
que se nos llevaran nuestro pobre ajuar, y he aquí que ahora nos
demuestra justamente lo contrario, pues por otro lado nos ha enviado
muy buen dinero, con el cual he podido reemplazarlo todo. Digo todo, y
no digo bien, porque el equipaje de Lucía que fué robado por aquella
chusma, siendo todo él flamante y completo, faltaba aún; y ve aquí que
nos llega por otro lado. El que me hubiese dicho, cuando yo me afanaba
en arreglar otro: '¿tú crees trabajar para Lucía, no es verdad?, ¡pobre
mujer!, pues trabajas para quien no sabes’. Sólo el cielo no ignora á
qué clase de criaturas cubrirán estas telas y vestidos; por lo que hace
á Lucía, el equipaje que verdaderamente deba servirle, una buena alma
cuidará de ello, la cual tú ignoras que esté siquiera en este mundo”.

El primer pensamiento de Inés fué el de preparar en su modesto albergue
el alojamiento más decente posible para aquella buena alma: en seguida
buscó seda para devanar, y trabajando engañaba el tiempo.

Por su parte, Renzo no pasó en la ociosidad aquellos días para él
tan largos: felizmente sabía dos oficios, y entonces adoptó el de
labrador. Tan pronto ayudaba á su huésped, para el cual era una gran
fortuna el poseer en semejantes circunstancias un operario de tanta
habilidad, como cultivaba y arreglaba el huertecillo de Inés, que se
había destruido enteramente durante su ausencia. Con respecto á su
heredad, ni pensaba tan siquiera en ella, diciendo que era una madeja
muy enredada, la cual necesitaba más de dos brazos para dejarla en
buen estado. Nunca ponía en ella los pies, como tampoco entraba en su
casita, porque habría padecido mucho al ver tanta desolación; habiendo
tomado el partido de deshacerse de todo, á cualquier precio que fuese,
empleando en su nueva patria todo lo que buenamente pudiese sacar.

Si los que habían sobrevivido á la peste eran para los demás como
muertos resucitados, Renzo parecía serlo dos veces á los ojos de sus
compatriotas: todos le festejaban y felicitaban; todos querían saber
por su propia boca sus aventuras. Acaso, se preguntará: ¿y en qué quedó
la orden de destierro? Responderemos, que estaba en muy buen estado;
Renzo no hacía ningún caso de ella, pues suponía que los que debían
ponerla en ejecución no se acordaban ya, y esto no nacía sólo de la
peste que había echado en el olvido tantas cosas, sino que consistía en
una cosa muy común, en aquella época, lo cual hemos visto en más de un
pasaje de la presente historia, y era que las órdenes, tanto generales
como especiales contra las personas, quedaban las más veces sin efecto,
si no lo tenía en los primeros momentos, á no ser que hubiera alguna
animosidad particular y poderosa, que hiciera olvidarlas y hacerlas
valer. En esto sucedía como con las balas de fusil, las cuales cuando
no alcanzan á nadie, se quedan en el suelo sin que den el más leve
cuidado, consecuencia indispensable de la gran facilidad con que se
sembraban á manos llenas dichas órdenes. La actividad del hombre es
limitada; por lo tanto, todo lo que se manda de más, se debe ejecutar
de menos: lo que va en mangas no puede ir en faldones.

El que desee saber qué posición ocupaban Renzo y D. Abundio, el
uno respecto del otro, diremos que permanecían á cierta respetuosa
distancia; éste por temor de oir decir algo de matrimonio, y que sólo
al pensarlo se le presentaba D. Rodrigo por una parte acompañado de
sus bravos, por otra el cardenal con sus argumentos, y Renzo por
haber resuelto no hablar más que en el instante mismo de ir á ponerlo
en ejecución, no queriendo correr el riesgo de incomodarse antes de
tiempo, de ver surgir algún nuevo obstáculo y enredar el negocio con
inútiles habladurías. De este asunto únicamente hablaba con Inés.
“¿Creéis que Lucía venga pronto?”, decía éste. “Espero que sí”,
contestaba la otra; y con frecuencia la que había dado la respuesta,
hacía poco después la misma pregunta. Así trataban de pasar el tiempo
que les parecía tanto más largo, á medida que iba corriendo.

Nosotros haremos pasar también al lector en un instante todo aquel
periodo de tiempo, diciendo en pocas palabras, que algunos días después
de la visita de Renzo al lazareto, Lucía salió de él en compañía de la
buena viuda; que habiéndose mandado una cuarentena general, la hicieron
juntas encerradas en casa de ésta; que emplearon una parte del tiempo
en disponer el equipaje de Lucía, el cual, después de haberlo rehusado
modestamente, ella misma empezó á trabajar en él; y por último, que
terminada la cuarentena, la viuda confió su tienda y su casa á su
hermano el comisario, é hicieron los preparativos del viaje. Todavía
podríamos añadir que partieron, llegaron, y lo que se siguió luego; mas
á pesar del deseo que tenemos de ceder á la impaciencia del lector, hay
tres circunstancias en dicho intervalo de tiempo, que no querríamos
pasar en silencio; ó por lo menos dos, creeríamos que el lector mismo
lo tomaría á mal si no lo verificásemos.

He aquí la primera. Cuando Lucía volvió á hablar á la viuda de sus
aventuras, más circunstanciadamente y con más orden que no lo había
podido hacer en medio de la agitación de su primera confidencia, é
hizo mención más expresa de la señora que le había dado asilo en el
monasterio de Monza, comprendió cosas que, dándole la llave de muchos
misterios, llenaron su alma de admiración, dolor y espanto. Supo por
la viuda, que la desventurada, sospechándosela autora y cómplice de
atroces y horribles crímenes, había sido trasladada por orden del
cardenal á un convento de Milán; que allí, después de haberse entregado
por algún tiempo á la rabia y á la desesperación, había concluido por
enmendarse y acusarse á sí misma, y que su vida actual era un suplicio
voluntario, tal cual nadie podría calcular más severo. El que desee
conocer más detalladamente esta triste historia, podrá verla en el
libro y lugar que ya hemos citado en otra parte, á propósito de la
misma persona[24].

La segunda circunstancia es, que preguntando Lucía á todos los
capuchinos que se hallaban en el lazareto por el padre Cristóbal, supo
con más dolor que sorpresa, que había muerto de la peste.

Finalmente, antes de partir había también deseado saber algo de sus
antiguos señores y cumplir con un deber suyo, según decía, si por
fortuna existían. La viuda la acompañó á la casa, donde les dijeron
que ambos habían fallecido. Tocante á D.ª Prajedes, diciendo que había
muerto, está todo dicho; pero por lo que hace á D. Ferrante, como se
trataba de un sabio, nuestro anónimo ha creído debía extenderse un poco
más; y nosotros á nuestra cuenta y riesgo, trascribiremos según nos sea
posible lo que dejó escrito.

Dice, pues, que desde que se empezó á hablar de la peste, D. Ferrante
fué uno de los más decididos y constantes en negarla, y que sostuvo
tenazmente hasta el fin dicha opinión, no con exclamaciones y gritos
de rabia como el pueblo, sino con razones, á las cuales nadie podrá
encontrar, á lo menos, falta de encadenamiento.

_In rerum natura_, decía, no hay más que dos géneros de cosas, á saber:
sustancias y accidentes; y si yo pruebo que el contagio no puede ser
ni lo uno ni lo otro, habré probado que no existe, que es una quimera.
Las sustancias son materiales ó espirituales: que el contagio sea una
sustancia espiritual, es un absurdo que nadie querrá sostener; así pues
inútilmente hablaríamos de ello. Las sustancias materiales son simples
ó compuestas: ahora bien, el contagio no es una sustancia simple; y si
no, lo voy á demostrar en cuatro palabras. No es una sustancia aérea,
porque si lo fuese, en vez de pasar de un cuerpo á otro, volaría con
más prontitud á su esfera. No es acuosa, porque mojaría, y el viento
la secaría. No es ígnea, porque quemaría. No es terrosa, porque sería
visible. Tampoco es sustancia compuesta, porque entonces á cada momento
debería ser sensible á la vista y al tacto; y dicho contagio, ¿quién
lo ha visto? ¿quién lo ha tocado? Ahora nos queda que ver si es un
accidente. Peor que peor. Esos señores doctores dicen que se comunica
de un cuerpo á otro; éste es un asidero, éste el pretexto para dar
tantas órdenes sin utilidad. Supongamos ahora que es un accidente: de
todos modos sería un accidente transportado; y esto son dos palabras
que luchan entre sí. En toda la filosofía no hay una cosa más clara
que ésta, á saber; que un accidente no puede pasar de un objeto á
otro; que si para evitar semejante Scilla, se reducen á decir que es
un accidente producido, tropiezan en Caribdis; porque si es producido,
no se comunica ni se propaga como van vociferando. Sentados estos
principios, ¿de qué sirve que vengan á hablarnos de bubones, de granos,
de carbunclos?...

--Todo es pura charlatanería, exclamó una vez, uno de los que le
escuchaban.

--No, no, replicó D. Ferrante; yo no digo esto. La ciencia es siempre
ciencia; únicamente que es preciso saberla emplear. Los bubones
violáceos, parótidas, carbunclos negros, son todas palabras respetables
que tienen su significación buena y bella, pero repito que nada tienen
que ver con la cuestión. ¿Quién niega que pueda haber estas cosas, y
también que las haya? Mas lo principal está en ver de dónde provienen.

Aquí empezaban las pesadumbres para D. Ferrante. Mientras que no hacía
más que declamar contra la opinión de los que decían que era epidemia,
por todas partes encontraba oídos benévolos, atentos y respetuosos;
porque no hay necesidad de manifestar cuán grande es la autoridad de
un sabio de profesión, cuando quiere demostrar á los demás cosas de que
ya están convencidos. Pero cuando venía á distinguir y á querer probar
que el error de los médicos no consistía en afirmar que existía una
enfermedad terrible y general, sino en asignar la causa y los modos;
entonces (hablo del principio, en que no se quería oir hablar de la
peste), entonces, repito, en vez de oídos hallaba lenguas rebeldes é
intratables; entonces no había otro medio que predicar, y no podía
exponer su doctrina más que á trozos.

--He aquí verdaderamente la razón, decía, y están obligados á
reconocerla, aunque ellos sostengan después otras cosas sin
fundamento... Que nieguen, si pueden, esa fatal conjunción de Saturno
con Júpiter. ¿Y cuándo se ha oído decir que las influencias se
propagan?... ¿Y esos señores me querrán negar las influencias? ¿Me
negarán que la tienen los astros?, ¿ó me querrán decir que se sostienen
allá arriba, sin servir ni hacer nada, como una porción de cabezas
de alfiler metidas en una pelota?... Pero lo que no me puede entrar
de esos señores médicos es que ellos confiesan que nos hallamos bajo
una conjunción sumamente maligna, y luego nos vienen diciendo, con la
cara torcida: “¡No toquéis á esto, no toquéis á aquello, y estaréis
seguros!”. ¡Como si el esquivar el contacto material de los cuerpos
terrestres, pudiese impedir el efecto producido por la virtud de los
cuerpos celestes! ¡Y tanto afanarse para quemar andrajos! ¡Pobre gente!
¿Quemaréis á Júpiter?, ¿quemaréis á Saturno?...

_His fretus_; que equivale á decir: con estos bellos principios no tomó
ninguna precaución contra la peste; en su consecuencia fué atacado,
se encaminó al lecho, se acostó, y murió como un héroe de Metastasio,
emprendiéndola con las estrellas.

¿Y aquella su famosa librería? Acaso anda dispersa todavía por algunas
partes.


                                NOTAS:

[24] Ripamonti. His. Pat., Dec. V., lib. VI., cap. III.



                           CAPÍTULO VIGÉSIMO


Cierta tarde, Inés oyó parar un carruaje á la puerta. “¡Es ella, no
me cabe duda!” En efecto, era Lucía acompañada de la buena viuda. El
lector podrá imaginar la acogida que recíprocamente se harían las tres
mujeres.

Á la mañana siguiente muy temprano llegó Renzo, ignorante de lo que
pasaba, y únicamente con el deseo de tranquilizar un poco su espíritu
con Inés sobre la gran tardanza de Lucía. Los gestos que hizo y las
cosas que dijo, lo dejamos á la penetración de los que lean este libro.
Las demostraciones de Lucía fueron tales, que se necesita muy poco
para describirlas. “¿Cómo estáis?”, dijo con los ojos bajos, pero sin
inmutarse. No se crea que Renzo encontrase este recibimiento frío, ni
tampoco que se alarmara; antes al contrario, lo tradujo á su favor; y
como entre gentes bien educadas se debe ser avaro de cumplimientos,
comprendió perfectamente el sentido oculto de aquellas palabras. Por lo
demás, era fácil conocer que tenía dos modos de pronunciarlas, el uno
para Renzo, y el otro para todo el mundo que pudiese conocerla.

--Yo estoy bueno cuando os veo, repuso el joven.

--¡Pobre padre Cristóbal!, dijo Lucía, rogad por su alma; á pesar de
que casi estoy segura que en este momento él ruega en el cielo por
nosotros.

--Demasiado me lo esperaba que sucedería esto, replicó Renzo. Y no fué
ésta la sola cuerda triste que se tocó en aquella conversación. Pero
¡qué!, de cualquiera cosa que se hablase, el coloquio concluía por ser
alegre y delicioso. Como aquellos caballos fogosos que se encabritan
y levantan una mano, y después otra, volviéndolas á colocar en el
mismo sitio, haciendo mil movimientos antes de dar un paso, y luego de
repente emprenden su carrera como si fuesen llevados por el viento;
del mismo modo había cambiado el tiempo para Renzo; un poco antes los
minutos le parecían horas; después por el contrario, éstas le parecían
minutos.

La viuda, no sólo no empeoraba la sociedad, sino que antes bien
contribuía á mejorarla; y ciertamente, Renzo, cuando la vió la vez
primera acostada en aquel miserable lecho, estaba muy lejos de imaginar
que pudiese tener un genio tan sociable y divertido. Mas el lazareto y
el campo, la muerte y las bodas, son cosas sumamente distintas. Ella se
había ligado ya con Inés con la mayor intimidad; con Lucía era un gusto
el verla tan alegre y cariñosa, dándole bromas con dulzura y gracia,
sin ser pesada, hasta tanto que la obligaba á demostrar toda la alegría
que rebosaba en su corazón.

Renzo dijo por último que iba á ver á D. Abundio á fin de ponerse de
acuerdo con él para los desposorios. Fué en efecto; y con cierto aire
burlón y respetuoso á la vez, le dijo: “Señor cura, ¿os ha pasado ya
aquel dolor de cabeza que os impedía el casarnos? Ahora es tiempo; la
novia se halla aquí, y yo también estoy á vuestra disposición para
que me indiquéis la hora que os venga bien, rogándoos que esta vez lo
dispongáis con la prontitud que os sea posible”.

D. Abundio no se atrevió á decir que no quería; mas empezó á balbucear,
presentando algunas escusas, y haciendo ciertas observaciones.

--Comprendo, dijo Renzo; os queda todavía un poco de aquel dolor de
cabeza; pero escuchad, escuchad. Y se puso á describir el estado en que
había visto al infortunado D. Rodrigo, el cual seguramente á aquellas
horas ya no existía. “Esperemos, añadió, que el Señor habrá usado con
él de misericordia”.

--Ello no se ha de verificar aquí, repuso D. Abundio. ¿Por ventura, os
he dicho que no? Yo no digo que no; hablo... hablo para daros algunas
justas razones... Por lo demás, mirad; mientras que el hombre tiene
un soplo de vida... Contempladme: yo soy un mueble cascado; he estado
también más cerca de la muerte que él, heme aquí sin embargo; y... si
no vuelven á caer sobre mí nuevas pesadumbres... ya, ya... espero aún
vivir un poquito más. Figuraos luego ciertos temperamentos... pero como
digo, esto no hace al caso.

Después de algunas preguntas y respuestas, ni más ni menos
concluyentes, Renzo le hizo un profundo saludo, volvió á su morada,
refirió la conversación que había tenido, y acabó diciendo: “Me
he venido en seguida porque ya estaba hasta aquí; y al pronunciar
estas palabras colocaba su dedo índice sobre la frente, y no quise
arriesgarme á perder la paciencia, y también el respeto. En ciertos
momentos era exactamente el D. Abundio de antes; me quería entretener
aún con su acostumbrada palabrería; y estoy seguro de que si me hubiese
detenido un poco más, habría sacado á plaza algún latinajo. Estoy
viendo que quiere dar de nuevo largas al asunto, y por consiguiente
que valdrá más, como él dice, que vayamos á casarnos donde vamos á
vivir”.

--¿Sabéis lo que haremos?, dijo la viuda; iremos nosotros á probar
fortuna, á ver si conseguimos algo más; así como así tengo grandes
deseos de conocer á ese hombre, principalmente siendo como vos decís.
Nos dirigiremos allá después de comer, para no volver á atacarlo tan
pronto. Ahora, señor esposo, acompañadnos á dar un paseo, mientras que
Inés despacha sus haciendas, que yo serviré de mamá á Lucía; pues tengo
grandes deseos de ver un poco más de cerca estas montañas, y este lago,
del cual tanto tengo oído hablar, porque lo que he visto me ha parecido
sumamente hermoso.

Renzo las condujo antes de todo á casa de su huésped, donde éste los
obsequió; haciéndole prometer que no sólo aquel día, sino todos, si
podía, iría á comer con ellos.

Después de haber paseado y comido, Renzo partió precipitadamente, sin
decir adónde iba. Las mujeres permanecieron un buen rato discurriendo
y concertando los medios de comprometer á D. Abundio; y por último se
encaminaron á dar el asalto.

“Aquí están ellas”, dijo éste entre sí; pero las recibió con muy buen
semblante, haciendo grandes demostraciones de alegría á Lucía, con mil
enhorabuenas á Inés, y muchos cumplidos á la forastera. En seguida
las hizo sentar, y al momento entró á hablar de la peste. Deseó oir
de la boca de Lucía del modo que había pasado aquellos aflictivos
días. El lazareto proporcionó también que hablara la que había sido
su compañera; luego D. Abundio, como era muy justo, habló igualmente
de su borrasca; y se regocijaba, á más no poder, de que Inés hubiese
tenido la dicha de escapar. La conversación, sin embargo, se arrastraba
lánguidamente; desde las primeras palabras, las dos mujeres estaban
espiando la ocasión oportuna para hablar del motivo esencial de su
visita. En fin, no se sabe á punto fijo cuál de las dos rompió la
valla. Pero, ¿qué medio? D. Abundio estaba enteramente sordo, cuando se
tocaba el consabido asunto. Con todo, nunca decía que no; pero siempre
volvía á sus tergiversaciones y á sus dudas; como el pájaro que salta
de rama en rama... “Sería indispensable, decía, hacer levantar la orden
de prisión. Vos, señora, que sois de Milán, conoceréis poco más ó menos
el curso que llevan estas cosas; tendréis algún buen influjo, algún
caballero poderoso; pues ya sabéis que con estos medios se cicatrizan
todas las llagas. Si después se quería ir por el camino más corto,
sin meterse en honduras, ya que los jóvenes y la buena Inés quieren
expatriarse (y aquí no puedo menos de decir que la verdadera patria
es aquella en donde á uno le va bien), soy de parecer que podría
verificarse todo, en donde no hay orden de prisión, ni obstáculo alguno
que se oponga. No veo la hora de ver terminada esta alianza; pero
quisiera que se concluyese tranquilamente. Digo la verdad: aquí con
esa malaventurada orden en pie, ir á vociferar el nombre de Lorenzo
Tramaglino, no las tendría todas conmigo; lo aprecio demasiado, temería
prestarle un flaco servicio. Vos misma lo podéis conocer”.

En esto, tan pronto Inés, como la viuda le rebatían los anteriores
razonamientos; mas D. Abundio los reproducía bajo otra forma. Nada se
adelantaba, pues siempre volvían al principio; cuando he aquí que entró
de pronto Renzo con andar resuelto y el aire de traer alguna importante
noticia: en efecto, en el instante mismo, dijo: “Ha llegado el señor
marqués de ***”.

--¿Qué significa esto?, ¡llegado!, ¿adónde?, preguntó D. Abundio
levantándose.

--Ha llegado á su palacio, que era el de D. Rodrigo; porque dicho señor
marqués es el heredero fidei-comisario, según dicen; por lo tanto, no
hay lugar á duda. Por lo que á mí hace, tendría una gran alegría si
supiera que ese infeliz ha muerto cristianamente. Á buena cuenta, hasta
ahora había rezado por él algunos padrenuestros, y ahora le cantaré
el _De profundis_. Por lo demás, me han dicho que el expresado señor
marqués es un excelente caballero.

--Seguramente, dijo D. Abundio, he oído hablar de él muchas veces á un
buen señor de esos chapados á la antigua. Pero, ¿es cierto que?...

--¿Creéis al sacristán?

--¿Por qué?

--Porque él lo ha visto con sus propios ojos. Yo he estado solamente
en los alrededores, y á decir verdad, he ido á propósito, porque he
pensado que allí debería saberse algo; y más de una persona me ha dicho
lo mismo. Luego he encontrado á Ambrosio que venía de allá, y que lo ha
visto, según he dicho, hacer de amo. ¿Queréis oirlo de la misma boca de
Ambrosio? Precisamente he dispuesto que esperase ahí fuera.

--Oigámosle, dijo D. Abundio. Renzo fué á llamar al sacristán. Éste
confirmó la noticia punto por punto: añadió á ella algunos detalles;
disipó todas las dudas, y después partió.

--¡Ah, conque ha muerto!, ¡ha dejado verdaderamente de existir!,
exclamó D. Abundio. ¡Mirad, hijos míos, cómo al fin la Providencia
llega también al fin para cierta clase de gente! ¡Sabéis que es una
cosa grande, una felicidad suprema para este pobre país!, porque con
semejante hombre no se podía vivir. Esta epidemia ha sido un gran
azote; mas al propio tiempo también una buena escoba, porque ha barrido
ciertos sujetos, de los cuales, hijos míos, jamás hubiéramos podido
librarnos. ¡Quién había de haber dicho que el que estaba destinado
á hacerle las exequias se hallaba aún en el seminario estudiando el
_musa musæ_! En un abrir y cerrar de ojos han desaparecido á cientos.
Ya no los veremos dar vueltas con su séquito de tunantes, con aquella
arrogancia y orgullosos ademanes, lanzando sus insultantes miradas á
todos, como si los demás estuvieran en el mundo por un favor especial
que ellos se dignaban hacerles. Entretanto, ya no existen, y nosotros
sí. Ya no mandarán más mensajes á la gente de bien. Nos han causado
grandes molestias; pero mirad, también ahora las podemos contar.

--Yo lo he perdonado de todo corazón, dijo Renzo.

--Y cumples con tu deber, replicó D. Abundio; pero al mismo tiempo
debemos dar gracias al cielo por habernos librado de él. Mas al
presente; volviendo á vosotros, os repito como siempre que hagáis
lo que mejor os parezca. Si queréis que os case, aquí me tenéis; si
os parece cómodo de otro modo, hacedlo. Con respecto á la orden de
prisión, veo también que como no hay nadie que os observe ni que
quiera haceros daño, no es cosa que os pueda dar mucho cuidado, tanto
más, cuanto que se ha dado un indulto con motivo del nacimiento del
serenísimo infante. Y después, ¡la peste! ha sepultado muchas y grandes
cosas. Por lo tanto, si queréis... hoy es jueves... el domingo os
amonestaré; porque aun cuando ya se ha hecho una vez, no sirve de nada
por haber transcurrido mucho tiempo, y luego tendré el gusto de casaros.

--Vos sabéis muy bien que justamente hemos venido para esto, dijo Renzo.

--Ciertamente, y os serviré; y quiero dar aviso de ello á su eminencia.

--¿Quién es su eminencia?, preguntó Inés.

--Su eminencia, contestó D. Abundio, es nuestro cardenal arzobispo, á
quien Dios conserve.

--¡Oh!, en cuanto á eso, perdonadme, replicó Inés; pues á pesar que
no soy más que una pobre ignorante, puedo asegurar que no se le llama
así, porque cuando fuimos por segunda vez á hablarle, como yo os hablo
ahora, uno de aquellos señores sacerdotes me llamó aparte y me enseñó
cómo se debía tratar al expresado señor, siendo necesario decirle su
señoría ilustrísima y monseñor.

--Y al presente, si debiese enseñaros de nuevo, os diría que le
llamaseis eminencia; ¿habéis entendido? Porque el papa, á quien Dios
también conserve, ha prescrito desde el mes de junio que se dé este
título á los cardenales. ¿Y sabéis por qué ha resuelto esto? Porque
el tratamiento de ilustrísima que estaba reservado á ellos y á los
príncipes, estáis viendo ahora mismo con cuánta prodigalidad se da y
cuántos lo toman voluntariamente. Á semejante escándalo, ¿qué había de
hacer el papa?, ¿quitárselo á todos? Esto hubiera hecho nacer quejas,
reclamaciones, desgracias y disgustos, y al fin y al cabo habría
quedado lo mismo que antes. El papa ha ideado, pues, un excelente
medio. Poco á poco se empezará á dar eminencia á los obispos; los
abades la querrán también; luego los deanes; porque los hombres son
así, siempre quieren subir y subir; después los canónigos...

--¿Y los curas?, interrumpió la viuda.

--No, no, replicó D. Abundio; los curas para tirar de una carreta;
no tengáis miedo que les hagan tomar malos hábitos; los curas serán
reverendos hasta el fin del mundo. Más bien, no me sorprendería nada
absolutamente que los caballeros que están acostumbrados á oirse llamar
ilustrísima y á ser tratados como cardenales, quisieran un día que
se les diese el tratamiento de eminencia; y si lo desean llegarán á
conseguirlo. ¿Y entonces el papa que hará?, ¿hallará otra cosa para los
cardenales? Pero volvamos á nuestro asunto: el domingo os publicaré en
la iglesia, y entretanto, ¿sabéis lo que he pensado para servir mejor?
Mientras, pediremos la dispensa para las otras dos amonestaciones. En
la curia deben tener mucho que hacer para ocuparse en dar dispensas, si
las cosas están tan revueltas como aquí. Para el domingo tengo ya...
una... dos... tres, sin contar con vosotros; y puede que todavía haya
alguna otra. El fuego ha prendido; parece que de aquí en adelante nadie
quiere vivir solo. ¡Qué mal ha hecho Perpetua en morirse ahora! pues al
presente ella habría encontrado también esposo. ¿Y en Milán, señora, me
figuro que será lo mismo?

--Exactamente. Sabed, pues, que sólo en mi parroquia, el domingo
pasado, se han celebrado cincuenta matrimonios.

--¡Cuando yo lo digo!, el mundo no quiere acabarse... ¿Y á vos, señora,
no han empezado á revolotear en torno algunos moscones?

--No, no; ni pienso en ello, ni quiero.

--¡Vamos, que sí!... ¿querríais acaso estar sola? Mirad, Inés también...

--Vaya, vaya; ¿tenéis ganas de bromear?, dijo ésta.

--Seguramente; y me parece que ya era hora. ¡Cuán rudos golpes hemos
sufrido!, ¿no es verdad, amigos míos? Los hemos sufrido, repito, muy
grandes. Por lo tanto, creo que debemos tener la esperanza de que esos
cuatro días que nos restan, serán un poco mejores. Pero, ¡dichosos
vosotros si no os suceden más desgracias, que todavía podréis hablar de
ellas por espacio de muchos años! Mas yo, pobre viejo... Los bribones
pueden morir; la peste se puede curar; pero para los años no hay
remedio; y como dicen los sabios _Senectus ipsa est morbus_[25].

--¡Oh!, ahora, dijo Renzo, hablad en latín tanto como queráis, pues
nada me importa.

--¿Tú aborreces el latín, eh?, pues bien, yo te arreglaré: cuando
te presentes á mí en compañía de esta joven, para oiros pronunciar
justamente ciertas palabras en latín, te diré: “Ya que no quieres
latín, anda con Dios; ¿te gustará eso?”.

--¡Ah!, yo bien sé lo que me digo, replicó Renzo: no es éste el latín
que me da miedo: éste es un latín franco, sagrado, como el de la
misa; mas actualmente hablo de ese latín engañador, que cae sobre uno
á traición, en medio de un discurso. Por ejemplo, ahora que estamos
aquí, que todo se ha concluido, hacedme el favor de traducirme el que
sacabais á colación, precisamente en ese rincón de la estancia, cuando
queríais darme á entender que no podíais casarme, que se necesitaban
otros requisitos, y qué se yo qué más.

--Silencio, burlón, silencio; no saques á relucir semejantes cosas;
pues si fuéramos á ajustar cuentas, no sé quién de los dos saldría
perdiendo. En fin, todo está perdonado; no hablemos más de ello; con
todo, vosotros me jugasteis una mala partida: en ti no me sorprende,
porque eres un bribonzuelo; pero en esta agua mansa, en esta santita,
habría creído cometer un pecado desconfiando de ella. Mas yo bien
sé quién le había dado instrucciones; sí, bien lo sé. Y diciendo
esto, dirigía hacia Inés el dedo que antes había tenido, señalando á
Lucía. Es imposible expresar con qué bondad, con qué aire tan amable
y cariñoso hacía estos reproches. Aquella noticia le había inspirado
una desenvoltura, un deseo de hablar, del cual hacía mucho tiempo que
había perdido la costumbre; y nosotros nos apartaríamos del fin que nos
hemos propuesto, si refiriésemos el resto de la expresada conversación
que D. Abundio prolongó, deteniendo á la reunión más de una vez antes
de partir, y haciéndola parar en el mismo umbral de la puerta, para
platicar sobre el mismo tema.

El día siguiente recibió una visita tan agradable como inesperada: tal
fué la del señor marqués del cual se había hablado. Era un hombre ya de
edad madura, cuyo aspecto confirmaba todo lo que la fama decía de él:
franco, cortés, apacible, humilde, lleno de dignidad, y un no sé qué,
que indicaba una tristeza resignada.

--Vengo, le dijo, á saludaros de parte del cardenal arzobispo.

--¡Oh!, ¡qué amabilísima bondad la de los dos!

--Cuando fuí á despedirme de ese hombre incomparable, que me honra
con su amistad, me habló de dos jóvenes prometidos que existen en esta
parroquia, los cuales han sufrido muchas desgracias, por causa del
infortunado D. Rodrigo. Monseñor desea tener noticias de ellos. ¿No han
muerto, es verdad? ¿Están ya arreglados todos sus negocios?

--Ciertamente, todo está ya arreglado; y también habían pensado
escribírselo á su eminencia; mas ahora que tengo el honor...

--¿Se hallan aquí?

--Sí, señor; y serán marido y mujer lo más pronto que sea posible.

--Está bien; pero al presente os ruego tengáis la bondad de decirme,
qué bien puede dispensárseles, é indicar la manera más conveniente
de hacerlo. Durante este tiempo tan calamitoso, he perdido á mis
dos hijos, y á su madre, habiendo recaído en mí tres herencias
considerables. Antes de suceder esto, tenía todavía de sobra; así,
pues, ya veis que el proporcionarme una ocasión para emplear bien mis
riquezas, es á la verdad prestarme un gran servicio, que os agradeceré
infinito.

--¡Que el cielo bendiga á vuestra señoría!, pues, no todos los... no
debo decirlo... son como vos. Yo también doy gracias á vuestra señoría
ilustrísima por esos pobres hijos míos; y ya que me dais tanto ánimo,
diré que me ha venido á la imaginación un expediente que acaso será de
vuestro agrado. Sabed, pues, que esas buenas gentes han resuelto irse
á establecer á otra parte, y vender lo poco que aquí poseen; lo cual
consiste en una pequeña viña perteneciente al joven, pero abandonada
y enteramente erial: es preciso contar sólo con el terreno, y además
dos casuchas, la una propia del joven, y la otra de la doncella; las
que propiamente hablando, no son más que dos ratoneras. Una persona
como vuestra señoría no puede saber lo que acontece á los pobres cuando
quieren deshacerse de lo que les pertenece. Concluyen siempre topando
con algún tunante, que desde largo tiempo ha echado el ojo sobre dichos
bienes, y cuando sabe que tienen necesidad de venderlos, se retira y
hace el desdeñoso; en vista de lo cual, es preciso correr tras él, y
dárselo por un pedazo de pan, especialmente en circunstancias como las
presentes. El señor marqués comprende ya dónde va á parar mi discurso.
La mejor caridad que les puede hacer vuestra señoría ilustrísima
es sacarlos de ese tropiezo, comprándoles lo poco que poseen aquí.
Verdaderamente, yo doy un consejo interesado porque vendría á adquirir
en mi parroquia un feligrés como el señor marqués; pero vuestra señoría
decidirá según mejor le plazca: yo sólo he hablado por obedecerle.

El marqués alabó mucho la idea, dió las gracias á D. Abundio, y
le suplicó que fuese el árbitro del precio, fijándolo bien alto;
colmándole en seguida de admiración, con la proposición que le hizo
de dirigirse en su compañía á la casa de la joven prometida, en donde
probablemente debía hallarse también el novio.

Por el camino, D. Abundio, transportado de gozo, se decidió además á
hablarle del siguiente modo: “Ya que vuestra señoría ilustrísima se
muestra tan inclinado á favorecer á esas pobres gentes, ahora recuerdo
que podría prestarles otro servicio. Pesa sobre el joven una orden
de prisión, por una pequeña calaverada que hizo en Milán ahora hace
dos años, el día del grande alboroto en el cual se vió metido sin
querer por ignorancia, como un ratón en la trampa. Por supuesto que
no es cosa grave; niñadas, locuras, pues es incapaz de cometer el más
leve daño, yo puedo asegurarlo, porque lo he bautizado, y lo he visto
crecer y hacerse hombre: y luego, si vuestra señoría quiere, por vía de
pasatiempo, oir razonar á esos pobres sobre semejante materia, podrá
hacerse contar la historia por el mismo joven y verá. Actualmente,
tratándose de cosas antiguas, no hay nadie que lo moleste, y como ya
he dicho, piensa salir de este territorio; pero con el tiempo, ¿quién
sabe si tendrá que volver aquí, ó adónde? Lo mejor y más seguro, es
que se encuentre enteramente libre. El señor marqués pasa en Milán,
como es muy justo, por un gran caballero, por un poderoso sujeto que...
No, no, dejadme decir, que la verdad ha de estar en su lugar. Una
recomendación, una palabrita de una persona como vuestra señoría, es lo
suficiente para obtener una completa absolución”.

--¿Existen acaso graves cargos contra ese joven?

--¡Oh!, no lo creo. Ha hecho mucho ruido en los primeros momentos, pero
ahora me imagino que no es más que una simple formalidad.

--Siendo así, la cosa será fácil, y la tomo con gusto á mi cargo.

--¡Y después no querrá vuestra señoría que se diga que es una persona
poderosa! Lo digo, y quiero decirlo, por más que se ofenda; repito que
quiero decirlo. Y aun cuando yo me callase, de nada serviría, porque
todo el mundo habla de lo mismo, y _Vox populi... vox Dei_.

Encontraron justamente á las tres mujeres y á Renzo. Dejo á la
consideración de los lectores el calcular cómo se quedarían aquellas
pobres gentes: yo creo que hasta las desnudas y ahumadas paredes,
las ventanas, banquetas, y todo su modesto ajuar, se maravillaron
de recibir una tan extraordinaria visita. Él animó la conversación
hablando del cardenal y de otras cosas con franca cordialidad, y
al propio tiempo con la mayor delicadeza. Luego pasó á hacer la
proposición que había sido el objeto de su ida. D. Abundio, rogado por
el marqués para que fijara el precio, después de haberlo rehusado por
algún tiempo, y dado algunas excusas, diciendo que no lo entendía,
que no podría menos de vacilar, que hablaba sólo por obedecer, y
que indicaba, por conformarse á su deseo, un precio muy subido. El
comprador dijo, que por su parte estaba contentísimo, y como si hubiese
entendido mal, repitió el doble, no quiso escuchar rectificaciones, y
cortó de repente aquella conversación, invitando á la pequeña reunión á
ir á comer á su palacio el día después de las bodas, en donde se haría
el negocio en regla.

“¡Ah!, decía luego entre sí D. Abundio, á medida que volvía á su
morada, si la peste hiciese siempre en todo y por todo las cosas de
este modo, sería verdaderamente una picardía el hablar mal de ella:
casi, casi, se podría desear que hubiese una en cada siglo, y pactar el
tenerla, con tal de curar, se entiende”.

Por último llegó la dispensa y también la absolución, llegando
igualmente el tan deseado día. Los desposados se encaminaron con
seguridad triunfante á aquella misma iglesia, en la cual fueron unidos
por el propio D. Abundio. Otro y mucho más singular triunfo fué al día
siguiente su viaje al palacio. ¡Imagínese el lector lo que debería
pasar por su mente al emprender la subida, al entrar por la puerta, y
qué reflexiones harían cada uno según su carácter! Únicamente indicaré
que en medio de la alegría, el uno y el otro se dijeron que para
completar la fiesta faltaba sólo el malogrado padre Cristóbal. “Mas sin
embargo”, decían, “él está seguramente mejor que nosotros”.

El marqués les hizo la más fina acogida, los condujo á un hermoso
saloncito, y colocó en la mesa á los dos esposos, junto con Inés y su
amiga. Antes de retirarse para ir á comer en compañía de D. Abundio á
otra habitación, quiso permanecer un rato con sus convidados, ayudando
en persona á los criados á servirles. Supongo que á nadie se le pasará
por la imaginación el que hubiera sido más sencillo el poner buenamente
una sola mesa. Hemos presentado al citado señor como un excelente
sujeto, pero no como un hombre de un tipo original, según ahora
diríamos; hemos manifestado que era humilde, no que fuese un portento
de humildad. Tenía la suficiente para ponerse debajo de aquellos
infelices, pero no para colocarse á su nivel.

Finalizadas ambas comidas, el contrato fué extendido por manos de
un doctor, que no era Azzecca-Garbugli; el cual, quiero decir,
sus mortales despojos estaban y todavía están en Cantarelli. Es
indispensable que hagamos una breve y sucinta explicación del citado
pueblo, para los que no tengan de él idea alguna.

Cerca de media milla más allá de Lecco, y casi á un lado de la otra
población llamada Castello, existe un lugar al cual dan el nombre de
Cantarelli, en donde se cruzan dos caminos; muy próximo al punto en que
éstos se unen, se divisa una eminencia, á modo de una pequeña colina
artificial, coronada de una cruz; lo cual no es otra cosa más que una
gran porción de muertos de la terrible epidemia que hemos descrito,
colocados en aquel sitio. La tradición dice simplemente “los muertos
del contagio”, sin manifestar precisamente cuál era, debiendo ser el
que ya conocemos, porque fué el último y más cruel de que hay memoria;
y es demasiado sabido que si á las tradiciones no se las ayuda un poco,
no dicen nunca por sí mismas lo bastante.

Á la vuelta de los esposos á casa, no surgió otro inconveniente más
sino que Renzo iba un tanto incomodado con el peso del dinero que
llevaba encima. Mas el hombre, según sabemos, había tenido otros
disgustos. No queremos hablar del trabajo de su mente, que no era sin
embargo pequeño, pensando en la manera de hacer producir más dicho
dinero. Al ver los proyectos, reflexiones é incertidumbres de su
imaginación; al oir el pro y el contra con respecto á la agricultura
y á la industria, era como si se hubiesen encontrado frente á frente
dos academias del siglo pasado. El embarazo para él era más que real,
porque siendo un hombre solo, no se le podía decir: “¿qué necesidad
había de elegir?”. Lo mejor que podía hacer era emprender con ambas,
porque los medios en sustancia son los mismos, y al mismo tiempo dos
cosas que se parecen á las piernas, esto es, que las dos andan mejor
que una sola.

Trataron pues de arreglar el equipaje, y ponerse en camino, la familia
Tramaglina para su nueva patria, y la viuda para Milán. Se derramaron
muchas lágrimas, se dieron mutuamente un millón de gracias, y se
hicieron mil y mil promesas de irse á ver unos á otros á menudo.
La separación de Renzo y de la familia del amigo que le había dado
hospitalidad no fué menos tierna, si se exceptúa que no hubo lágrimas;
y no se crea que la despedida con D. Abundio fuese fría; nada de
esto. Aquellas excelentes criaturas habían conservado siempre cierta
respetuosa adhesión para con su cura, y éste, en el fondo también los
había apreciado; sino que ya se ve, ¡hay negocios tan malditos que
llegan á turbar hasta las afecciones!

Nada obligaba á Renzo á salir de su pueblo natal; pues D. Rodrigo
no existía, y la orden de prisión había sido anulada. Mas hacía ya
algún tiempo que los tres estaban acostumbrados á mirar como suyo el
país adonde se dirigían. Renzo había logrado que cayera en gracia á
las mujeres, haciéndoles ver las ventajas que encontraban en él los
operarios y otras mil cosas de la buena vida que se pasaba. Además, en
aquel del cual se apartaban, habían tenido momentos bien amargos; y los
recuerdos tristes que con frecuencia se presentan á nuestra imaginación
de los lugares en que hemos sufrido, nos hacen alejar de ellos.

¡Quién había de figurarse que al llegar á la nueva patria, en
donde Renzo creía hallar la dicha, no encontró más que disgustos!
Indudablemente no era nada; pero sin embargo, lo bastante para turbar
su felicidad. He aquí, en pocas palabras, lo que sucedió.

Las conversaciones que en el citado pueblo había habido respecto de
Lucía, mucho tiempo antes que ésta fuese á él; el saber que Renzo había
padecido tanto por ella, permaneciendo siempre firme y constante; acaso
alguna palabrilla de algún amigo parcial para con él y para con todo lo
que le concernía, habían hecho nacer una cierta curiosidad de ver á la
joven, concibiendo una idea extraordinaria de su belleza. Otros decían:
“¿Queréis saber cómo es la que esperáis con tanta ansia? Es holgazana,
crédula, desdeñosa; no encuentra jamás lo que busca, porque nunca sabe
lo que quiere; y por último, hace pagar muy caros los dulces momentos
que había concedido sin razón”. Cuando Lucía se presentó, muchos de los
que creían que tenía una cabellera de oro, las mejillas exactamente de
rosa, los ojos más hermosos que lo uno y lo otro, y qué sé yo qué más,
empezaron á encogerse de hombros, á arrugar las narices, y á decir:
“¡Bah!, ¡es ésta la mujer tan ponderada! ¡Después de tanto tiempo y de
tanto hablar, era de esperar otra cosa! ¡Y qué es después de todo! Una
aldeana como tantas otras. Mujeres como ella y mejor se encuentran por
todas partes”. Viniendo en seguida á examinarla en particular, éste
notaba un defecto, aquél otro, y algunos la llegaron á encontrar fea.

Mas sin embargo, como todo esto nadie iba á decirlo á la cara de
Renzo, hasta aquí no era un gran mal. Pero por desgracia al cabo de
algún tiempo no faltó quien fuera á contarle dichas habladurías, lo
cual le afligió mucho. Principió á meditar sobre ello, siendo objeto
de varias disputas con los que le hablaban de tal asunto, y también
de amargas quejas consigo mismo. “¿Y qué os importa?, ¿quién os ha
dicho que esperaseis esto ni aquello? ¿He ido por ventura á hablaros
nunca de semejante cosa?, ¿á deciros que era hermosa? Y cuando me lo
preguntabais, ¿os di quizás otra contestación, sino que era una buena
muchacha? ¡Es una aldeana! ¿Me habéis oído decir jamás que os traería
una princesa? ¿Os desagrada?; no la miréis. Ya que vosotros tenéis
mujeres hermosas, extasiaos en ellas, contempladlas cuanto queráis”.

Es preciso observar, que una bagatela cualquiera basta á veces para
decidir la dicha de un hombre para toda su vida. Si Renzo hubiese
querido pasar la suya en dicho pueblo, según su primer designio,
hubiera obrado muy mal. Á fuerza de tantas incomodidades, había llegado
á estar siempre disgustado; era grosero y brusco con todos, porque
calculaba que cada uno en particular podía criticar á Lucía. En todas
sus palabras se traslucía siempre un no sé qué de punzante y satírico;
en todo encontraba también motivos de crítica; hasta el punto de que si
hacía mal tiempo dos días seguidos, al momento exclamaba: “¡Oh, vaya un
país hermoso!” Finalmente, se hizo insoportable hasta con las personas
que le habían apreciado; y con el tiempo, de una cosa á otra, se
hubiera encontrado por decirlo así, en guerra abierta con casi toda la
población, sin poder quizá ni aun él mismo conocer la causa primitiva
de un mal tan grande.

Mas se habría dicho que la peste se había empeñado en reparar todas
sus tonterías. El dueño de una fábrica de hilados situada cerca de las
puertas de Bérgamo había muerto; y el heredero, joven libertino, que
en todo aquel edificio no encontraba nada que le divirtiera, resolvió
venderlo por la mitad del precio; mas quería que fuese inmediatamente
y á dinero contante, para poderlo emplear en seguida en gastos
improductivos.

Habiendo llegado la noticia á oídos de Bartolo, acudió á verle y trató
con él. No podía hallarse una ganga mayor, pero la condición de pagar
al contado, en metálico, lo echaba todo á perder; porque su escaso
peculio, reunido lentamente á fuerza de muchas economías, estaba
aún lejos de alcanzar á la suma señalada. Entretuvo al vendedor con
palabras ambiguas, se volvió apresuradamente, comunicó el negocio á su
primo, y le propuso hacerlo á medias. Un partido tan excelente puso
fin á las dudas económicas del joven, el cual se decidió de pronto por
la industria, y contestó afirmativamente. Ambos se dirigieron allá en
seguida, y quedó consumado el contrato.

Luego que los nuevos dueños se posesionaron de su establecimiento,
Lucía, que no era de ninguna manera esperada allí, no sólo no fué
objeto de crítica, sino que aun podemos añadir que no dejó de agradar;
tanto, que Renzo llegó á saber que algunos habían dicho: “¿Habéis visto
la bella palurda que nos ha venido?”. El epíteto hacía llevadero el
sustantivo.

Además, los disgustos que Renzo había experimentado en el otro pueblo,
le sirvieron de muy útil lección. Hasta entonces había sido un poco
ligero en decir lo que sentía, teniendo un placer en criticar á la
mujer del vecino y demás; pero luego comprendió que las palabras hacen
un efecto en la boca y otra en los oídos, por lo cual contrajo el
hábito de pesar más las suyas antes de proferirlas.

Los negocios iban viento en popa: al principio se presentaron algunas
dificultades con motivo de la escasez de operarios y de las altas
pretensiones de los pocos que habían quedado. Publicáronse edictos que
limitaban los salarios; y á despecho de algunos, con tales medidas, las
cosas volvieron á su verdadero camino; porque al fin y al cabo debían
arreglarse. Al cabo de poco tiempo, llegó de Venecia otro edicto más
razonable, á saber: extinción, por diez años, de toda carga real y
personal á los forasteros que fuesen á establecerse en el territorio.
Para nuestros amigos, esto fué una nueva cucaña.

Antes de que concluyese el primer año de casados, Lucía dió á luz una
hermosa criatura; y como si se hubiese hecho á propósito para dar
ocasión á Renzo de cumplir su magnánima promesa, fué una niña, á la
cual se la bautizó con el nombre de María. En el trascurso del tiempo
tuvieron no sé cuántos más, de uno y otro sexo; é Inés, ocupada en
llevarlos aquí y allá, les llamaba picarillos y les cubría de besos,
los cuales quedaban impresos por largo rato en sus rosadas mejillas.
Todos fueron inclinados al bien, queriendo Renzo que aprendiesen á
leer y escribir, al cual se le oía decir, que ya que existía semejante
picardía, era preciso que se aprovechasen de ella.

Era sumamente curioso el oirle contar sus aventuras, las que finalizaba
siempre diciendo las grandes cosas que había aprendido para gobernarse
mejor en lo sucesivo. “Me he aleccionado”, decía, “en no meterme en
jaranas, en no predicar en las plazas, en no levantar el codo más de lo
necesario, en no tener en la mano las aldabas de las puertas cuando hay
alrededor gentes, cuya cabeza no está buena enteramente, en no atarme
una campanilla al pie antes de haber pensado lo que podía suceder, y
otras mil cosas por el estilo”.

Sin embargo, Lucía, sin encontrar la doctrina falsa en sí, no quedaba
satisfecha; le parecía así de un modo vago, como si faltara algo. Á
fuerza de oir repetir siempre el mismo estribillo, y meditar cada vez
más sobre él; “y yo”, dijo un día á su moralista, “¿qué debo haber
aprendido? Bien sabes que no he ido á buscar las desgracias, sino que
ellas vinieron: á menos que no quieras decir, añadió, sonriéndose
afectuosamente, que todo mi mal provino de quererte y haberte dado
palabra de casamiento”.

Al principio Renzo no supo qué contestar. Después de haber discutido
ambos por largo tiempo, sacaron en consecuencia que las desgracias las
más veces provienen de causas motivadas por otros, que la conducta más
cauta é inocente no podría evitar; y que cuando nacen por culpa ó sin
culpa nuestra, la confianza en Dios las templa y las utiliza para
la otra vida. Esta solución, aunque haya sido hallada por gentes sin
instrucción de ninguna especie, nos ha parecido tan justa, que hemos
pensado consignarla aquí como el pensamiento de toda la historia.

Últimamente, si la presente obra no os ha disgustado, agradecédselo al
anónimo, y también un poquito á su comentador; mas si por el contrario,
hemos tenido la desgracia de desagradaros, podéis estar seguros que no
ha sido éste nuestro designio.


                   *       *       *       *       *


                                NOTAS:

[25] La vejez es por sí misma una enfermedad.


                   FIN DE “LOS PROMETIDOS ESPOSOS”.



*** End of this LibraryBlog Digital Book "Los desposados - Tomo 2: Historia milanesa del siglo XVII" ***

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