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Title: Estados Unidos
Author: Sarmiento, Domingo Faustino
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Estados Unidos" ***


  ESTADOS UNIDOS



  DOMINGO F. SARMIENTO


Nació en San Juan el 15 de febrero de 1811. Aprendió primeras letras en
la _Escuela de la patria_; en 1821 no consiguió una beca para el
seminario de Loreto, de Córdoba; circunstancias adversas impidiéronle
continuar sus estudios en el Colegio de Ciencias Morales, de Buenos
Aires. En 1826 se dedicó a enseñar los primeros rudimentos del saber a
los mocetones de San Francisco, en San Luis. Vuelto a San Juan (1872)
vióse obligado a ganarse el sustento trabajando como dependiente en
un almacén; en sus momentos libres leyó las cartillas de ciencias y
artes que estaban allí de venta. Desde esa fecha hasta su muerte vivió
estudiando y enseñando.

Afiliado al unitarismo, desde 1829, tocóle emigrar a Chile. Allí
fué maestro de escuela municipal en una aldea, abrió un despacho de
bebidas, fué dependiente de comercio, trabajó en una mina, hasta
regresar a San Juan (1837). Tuvo entonces ocasión de ensanchar sus
conocimientos, y dos años más tarde organizó un colegio y fundó un
periódico, _El Zonda_, cuya publicación le costó la cárcel. Emigró
a Chile en 1840. En Valparaíso fué redactor de _El Mercurio_ y en
Santiago fundó _El Nacional_. En 1842 organizó la Escuela Normal
de Preceptores, de que fué director, sin apartarse del periodismo de
combate. De 1845 a 1848 viajó por Europa y Estados Unidos, continuando
a su regreso las tareas educacionales y periodísticas. En 1852 se
incorporó al ejército de Urquiza, apartándose de éste poco después
de caer Rosas. Emigró nuevamente, y en Chile rompió su amistad con
Alberdi, para siempre. Con varia fortuna política fué muchas veces
diputado, senador, ministro, gobernador de San Juan (1862-1864) y
Presidente de la República (1868-1874). Fué repetidamente Director y
Superintendente de Escuelas, provincial y nacional, tocándole sostener
luchas memorables con los partidos reaccionarios, en defensa de la
escuela laica.

Su enorme labor escrita (Obras Completas, LII volúmenes) es, en
grandísima parte, periodística y de oportunidad. Sus obras principales
son: _Facundo_ (1845), _De la educación popular_ (1848), _Argirópolis_
(1850), _Recuerdos de Provincia_ (1850), _Comentarios de la
Constitución_ (1853), _Conflicto y armonías de las razas en América_
(1883), etc.

Su característica fué la lucha por la educación pública. Por el
número y la variedad de sus iniciativas, no tiene parangón con ningún
otro americano; su eficacia como agitador de espíritus fué absoluta,
ejercitando para ello sus dos vocaciones fundamentales: el magisterio y
el periodismo. Centuplicando su vida en un perenne afán de aprender y
enseñar, dejó rastro firme en cuantas cosas posó su mano.

El 11 de septiembre de 1888, falleció en el Paraguay, donde fuera en
busca de remedio a sus achaques. La posteridad, unánime, le ha señalado
como el más eminente de los argentinos.



  “LA CULTURA ARGENTINA”

  DOMINGO F. SARMIENTO

  VIAJES

  III

  ESTADOS UNIDOS

  [Illustration: Publisher’s Logo; imagen del editor]


  ADMINISTRACION:
  VACCARO, Avenida de Mayo 638.--Buenos Aires
  1922



  ESTADOS UNIDOS


  _Señor don Valentín Alsina._

  Noviembre 12 de 1847.

Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de
excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de
peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran
con su luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los
esplendores fabulosos de decoraciones que remedan bosques seculares,
praderas floridas, montañas sañudas, o habitaciones humanas en cuyo
pacífico recinto reinan la virtud y la inocencia. Quiero decirle
que salgo triste, pensativo, complacido y abismado; la mitad de mis
ilusiones rotas o ajadas, mientras que otras luchan con el raciocinio
para decorar de nuevo aquel panorama imaginario en que encerramos
siempre las ideas que no hemos visto, como damos una fisonomía y un
metal de voz al amigo que sólo por cartas conocemos. Los Estados Unidos
son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a
la primera vista, y frustra la espectación pugnando contra las ideas
recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble,
sublime a veces, regular siempre; y con tales muestras de permanencia
y de fuerza orgánica se presenta, que el ridículo se deslizaría sobre
su superficie como la impotente bala sobre las duras escamas del
caimán. No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las
especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación
política, extraño como aquellos megaterios cuyos huesos se presentan
aún sobre la superficie de la tierra. De manera que para aprender o
contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio, disimulando
sus aparentes faltas orgánicas, a fin de apreciarlo en su propia
índole, no sin riesgo de, vencida la primera extrañeza, apasionarse por
él, hallarlo bello, y proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas,
como lo hizo el romanticismo para hacerse perdonar sus monstruosidades
al derrocar al viejo ídolo de la poética romano-francesa.

Educados Vd. y yo, mi buen amigo, bajo la vara de hierro del más
sublime de los tiranos, combatiéndolo sin cesar en nombre del derecho,
de la justicia, en nombre de la república, en fin, como realización
de las conclusiones a que la conciencia y la inteligencia humana
han llegado, Vd. y yo, como tantos otros nos hemos envanecido y
alentado al divisar en medio de la noche de plomo que pesa sobre la
América del Sur, la aureola de luz con que se alumbra el Norte. Por
fin, nos hemos dicho para endurecernos contra los males presentes:
la república existe, fuerte, invencible; la luz se irradiará hasta
nosotros cuando el Sud refleje al Norte. ¡Y cierto, la república es!
Solo que al contemplarla de cerca, se halla que bajo muchos respectos
no corresponde a la idea abstracta que de ella teníamos. Al mismo
tiempo que en Norte América han desaparecido las más feas úlceras de
la especie humana, se presentan algunas cicatrizadas ya aún entre los
pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al paso que
se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni conoce
remedio. Así, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligencia
y belleza; aquella república de nuestros sueños para cuando el mal
aconsejado tirano cayera, y sobre cuya organización discutíamos
candorosamente entre nosotros en el destierro, y bajo el duro aguijón
de las necesidades del momento; aquella república, mi querido amigo,
es un _desiderátum_ todavía, posible en la tierra, si hay Dios
que para bien dirige los lentos destinos humanos, si la justicia es un
sentimiento inherente a nuestra naturaleza, su ley orgánica y el fin de
su larga preparación.

Si no temiera, pues, que la citación diese lugar a un concepto
equivocado, diría al darle cuenta de mis impresiones en los Estados
Unidos, lo que Voltaire hace decir a Bruto:

  Et je cherche ici Rome, et ne la trouve plus!

Como en Roma o en Venecia existió el patriarcado, aquí existe
la democracia; la República, la cosa pública vendrá más tarde.
Consuélenos, empero, la idea de que estos demócratas son hoy en la
tierra los que más en camino van de hallar la incógnita que dará
la solución política que buscan a obscuras los pueblos cristianos,
tropezando en la monarquía como en Europa, o atajados por el despotismo
brutal como en nuestra pobre patria.

No espere que dé a Vd. una descripción ordenada de los Estados
Unidos, no obstante que he visitado todas sus grandes ciudades, y
atravesado o seguido los límites de veinte y uno de sus más ricos
Estados. Quiero seguir otro camino. A la altura de civilización a
que ha llegado la parte más noble de la especie humana, para que una
nación sea eminentemente poderosa o susceptible de serlo, se requieren
condiciones territoriales que nada puede suplir permanentemente. Si
Dios me encargara de formar una gran república, nuestra república _à
nous_, por ejemplo, no admitiría tan serio encargo, sino a condición
de que me diese estas bases por lo menos: espacio sin límites conocidos
para que se huelguen un día en él doscientos millones de habitantes;
ancha exposición a los mares, costas acribilladas de golfos y bahías;
superficie variada sin que oponga dificultades a los caminos de hierro
y canales que habrán de cruzar el estado en todas direcciones; y como
no consentiré jamás en suprimir lo de los ferrocarriles, ha de haber
tanto carbón de piedra y tanto hierro, que el año de gracia cuatro mil
setecientos cincuenta y uno, se estén aún explotando las minas como el
primer día. La extrema abundancia de madera de construcción sería el
único obstáculo que soportaría para el fácil descuajo de la tierra;
encargándome yo, personalmente, de dar dirección oportuna a los ríos
navegables que habrían de atravesar el país en todas direcciones,
convertirse en lagos donde la perspectiva lo requiriese, desembocar
en todos los mares, ligar entre sí todos los climas, a fin de que las
producciones de los polos viniesen en vía recta a los países tropicales
y vice versa. Luego para mis miras futuras pediría abundancia por
doquier de mármoles, granitos, pórfidos y otras piedras de cantería,
sin las cuales las naciones no pueden imprimir a la tierra olvidadiza
el rastro eterno de sus plantas.

¡País de Cucaña! diría un francés. ¡La ínsula Barataria! apuntaría un
español. ¡Imbéciles! Son los Estados Unidos, tal cual los ha formado
Dios, y jurara que al crear este pedazo de mundo, se sabía muy bien
él, que allá por el siglo XIX, los desechos de su pobre humanidad
pisoteada en otras partes, esclavizada, o muriéndose de hambre a fin
de que huelguen los pocos, vendrían a reunirse aquí, desenvolverse
sin obstáculo, engrandecerse, y vengar con su ejemplo a la especie
humana de tantos siglos de tutela leonina y de sufrimientos. ¿Por qué
no descubrieron los romanos aquella tierra eminentemente adaptada para
la industria que ellos no ejercitaron, para la invasión pacífica del
colono, y tan pródiga de bienestar para el individuo? ¿Por qué la raza
sajona tropezó con este pedazo de mundo que tan bien cuadraba con sus
instintos industriales, y por qué a la raza española le cupo en suerte
la América del Sur, donde había minas de plata y oro e indios mansos
y abyectos, que venían de perlas a su pereza de amo, a su atraso e
ineptitud industrial? ¿No hay orden y premeditación en todos estos
casos? ¿No hay Providencia? ¡Oh! amigo, Dios es la más fácil solución
de todas estas dificultades.

Olvidé pedir para mi república, y lo hago aquí para que conste, que se
me dé por vecinos pueblos de la estirpe española, México por ejemplo, y
allá en el horizonte, Cuba, un istmo, etc.

No soy yo el primero que ha sido sorprendido por éste apropósito de la
naturaleza en los Estados Unidos. Un compañero de viaje escribía a uno
de sus amigos de Europa:

“No tengo noticia de lugar alguno donde Dios se haya sobrepasado a sí
mismo como aquí. Estaba muy de buen humor, sin duda, cuando bosquejaba
estos grados 0° a 6° de longitud, Este y Oeste de Wáshington. ¡Esto es
bello y trazado con soltura! Cada río tiene seis millas de ancho, cada
lago cuatrocientas por lo menos de circunferencia; por todas partes
bosques inmensos de árboles en perfecta armonía con el paisaje. Ni una
sola colina, ni una sola isla árida; vegetación por todas partes, como
allá en sus montañas de los Pirineos”.

En cuanto a la ordenación general de este país, daré a Vd. algunas
ligeras nociones. Supóngase un espacio cuadrado de tierra que mida
dos millones y medio de millas cuadradas, bañados por mares diversos
hacia el Sur, oriente y occidente. Al Norte un río, salido de una
cadena de lagos tan capaces como el mar Caspio, sirviéndole de límite,
y proporcionándole una línea de navegación desde lo más recóndito del
interior, hasta las costas del Atlántico. Mas como la boca del San
Lorenzo, que es aquel río término, cae fuera de los límites de los
Estados, a la altura de Montreal, se dirige hacia el Sur no más ancho
que un río, al lago Champlain, hasta tocar casi con las fuentes de
Hudson, que por este medio ofrece al emporio de Nueva York comunicación
acuática con los lagos y el alto y bajo Canadá.

Como el cuadrado que nos hemos trazado es poco menos grande que la
Europa, necesitaba en teoría una arteria interior, por donde hubiese
de circular y penetrar la vida. Para llenar este requisito, desde las
inmediaciones del lago Erie, se desprende hacia el Sur el Mississipi,
el más caudaloso río de la tierra, y corriendo en seguida navegable
por mil quinientas millas, incorpora en su caudal las aguas del Ohio,
el Arkansas, el Illinois, el Missouri, el Tenessee, el Awash y muchos
otros que de oriente y occidente, vienen alternativamente arrastrando
sobre sus turbias ondas los productos de las plantaciones más remotas,
hasta el Golfo de México. Porque hay esto de notable en la distribución
de las aguas de Norte América, que las unas se reunen en un inmenso
receptáculo y marchan al oriente reunidas en el San Lorenzo: las otras
se dirigen hacia el Sur, y se aglomeran en el Mississipi, no quedando
independientes de aquellos dos grandes sistemas de desagüe, sino el
Hudson, el Potomack y el Susquehanna.

Muy bisoños se habrían mostrado los yankees, si no hubiesen completado
por canales el conocido plan de la Providencia, de manera que las
mercadería del Canadá tengan camino acuático a Nueva York o a Orleans
indistintamente, recorriendo para ello una línea de navegación interna,
mayor que la que la que media entre América y Europa. Por otra parte,
como un estado americano ha de vivir necesariamente de la exportación
de sus materias primas, sus cereales y peleterías, su exposición debe
ser de preferencia al Atlántico; y su necesidad primera, que de todos
los puntos converjan y concurran sus vías de comunicación a las bocas
y orificios de aquel inmenso pólipo, cuya simple estructura no ofrece
sino tubo intestinal y bocas. Pero supóngase que el estado de larva ha
de pasar por diversas transformaciones, hasta entrar en la familia de
los animales más perfectos, y dotados de diversos sistemas, sanguíneo,
nervioso, digestivo, etc.; entonces la vida se hace más complicada, y
el animal no existe ya para la boca, sino la boca para el animal. La
vida interna haciéndose más complicada exige vasos secretorios, donde
se preparen mejor los alimentos; lo que equivale a decir, porque ya la
alegoría fastidia, que con el exceso de la población y el desarrollo
de la riqueza, nace una industria nacional, y el estado, sin disminuir
su movimiento de exportación e importación, adquiere, al fin, una
vida interna que necesita satisfacer por sí mismo y para sí mismo.
La China en Asia, la Alemania y la Francia en Europa, dan un ejemplo
de esta vida interior, que da pábulo a industrias poderosas, y mayor
acumulación de riquezas. Cuando este caso llegue para los Estados
Unidos, se concibe que las ciudades del litoral no serán los únicos
focos de riquezas, pues para promediar las distancias, habrá en el
centro del Estado, nuevos focos industriales que derramen e irradien a
los extremos, los productos del trabajo nacional. Ahora, busque Vd. en
el mapa de los Estados Unidos un punto a propósito para esta secreción
interna, reuniendo además las condiciones de viabilidad y abundancia
de elementos de fabricación, hierro, maderas, carbón, etc. Si Vd. no
lo encuentra tan pronto, yo se lo indicaré. Hacia lo interior de la
Pensilvania, los ríos Ohio, Alleghany y Monongahela se reunen para
dirigirse al Mississipi, la grande arteria que distribuye y concreta
como hemos visto el movimiento interior.

En la confluencia de estos ríos está situada Pittsburg, que por canales
artificiales y ferrocarriles comunica con Baltimore en la bahía de
Chesapeake, Filadelfia, New York, Boston al Norte. Removiendo un
poco la superficie de la tierra sobre que está fundada Pittsburg,
se encuentra un manto de carbón de piedra, el cual se extiende unas
catorce mil millas cuadradas, esto es, un espacio un poco menor que
la Inglaterra entera. Por todo el país circunvecino y a orillas de
los ríos, los propietarios pueden bajo el hogar doméstico, abrir una
boca de mina, para extraer esta substancia, alimenticia de fábricas;
y en Marieta hemos descendido del vapor y atravesado dos calles de la
ciudad, entrándonos sin más rodeos en una mina de carbón bituminoso,
que del interior de una colina sacaban en carretillas de mano, para
hacerlo derramarse en seguida, hasta sobre la cubierta del buque que
atracan a la orilla del río a recibirlo. De alli en caravanas de
angadas informes, que sin velas, ni remos, se abandonan a merced de
la corriente de los ríos, va el carbón hasta Nueva Orleans, a hacer
concurrencia ventajosa a la leña que se corta en los inmediatos bosques
y cuyo precio se regula por el salario diario del leñador. Esto por
lo que hace al carbón, que en cuanto al hierro se le encuentra en
igual abundancia por todas partes, y gracias a estas envidiables
ventajas de posición, Pittsburg se alza hoy en medio de las selvas
americanas, envuelta en su denso manto de humo hediondo y espeso, que
la hace llamar ya el Birmingham yankee, y será el Londres futuro, por
la multitud de sus fábricas, sus algodones, que remontan desde Nueva
Orleans, para ser allí pintados o tejidos por mecanismos que avanzan
en perfección casi siempre a los inventos europeos. Como una muestra
de lo que puede ser Pittsburg, recordaré que a fines del siglo pasado,
el territorio adyacente estaba aún en poder de los salvajes; en 1800,
contenía ya, 45.000 habitantes, y en 1845, montaba la población a dos
millones.

¡Como la población de los Estados Unidos avanza hacia el Pacífico
setecientas millas de frente por año, más tarde será necesario un foco
industrial todavía más adentro, a cuyo fin se ha dispuesto que donde el
Misouri, que corre unas 1.200 millas, se echa en el Mississipi, y no
lejos del punto en que de la parte opuesta desemboca el Ohio, haya otro
depósito de carbón de piedra que, a lo que ha podido averiguarse hasta
ahora, ocupa un área de cosa de 60.000 millas cuadradas!

Yo no quiero hacer cómplice a la Providencia de todas las usurpaciones
norteamericanas, ni de su mal ejemplo, que en un período más o menos
remoto, puede atraerle, unirle políticamente o anexarle, como ellos
llaman, el Canadá, México, etc. Entonces, la unión de hombres libres
principiará en el Polo Norte, para venir a terminar por falta de tierra
en el istmo de Panamá.

Para entonces estarán los lagos en el centro de la unión gigante,
y para entonces también el Estado de Michigan, envuelto como una
península por el lago del mismo nombre, el Huron, el Saint-Clair, y
la base del Erie, podrá dar fructuosa ocupación al enorme depósito de
carbón que contiene en su centro. En espectación de aquel suceso, y
por aquellos mares de agua dulce, empieza ya a surgir del haz de la
tierra, Buffalo, ciudad que sin haber sido aldea siquiera, contaba hace
un año 30.000 habitantes, y contará hoy 50.000, según los términos de
la progresión yankee. Un camino de hierro, que desde Albany atraviesa
sin pretensión alguna cinco grados de longitud, derrama en sus calles
todos los días una avenida de hombres, que desde Europa, y remontando
el Hudson, vienen a escogerse, entre los bosques intermediarios, algún
pedazo de tierra donde fijar una nueva familia, como aquellas razas
de Sem y de Jafet, que partían desde la Babel antigua a repartirse
entre sí la tierra despoblada. Igual confusión de lenguas entre los
que llegan; si bien la tierra les imprime la suya a poco andar, y
como el agua frotando las superficies angulosas de diversas piedras
conforma los guijarros cual si fueran una familia de hermanos, así,
reuniéndose, mezclándose entre sí esas avenidas de fragmentos de
sociedades antiguas, se forma la nueva, la más joven y osada república
del mundo. ¡Oh! ¡Cuánta verdad tangible hay en los misterios morales
de nuestra raza; cuántas relaciones íntimas, inevitables, muestran
las cosas físicas! La libertad emigrada al norte da al hombre que
llega alas para volar; ruedan torrentes humanos por entre las selvas
primitivas, y la palabra pasa muda sobre sus cabezas en hilos de
hierro, para ir a activar a lo lejos aquella invasión del hombre sobre
el suelo que le estaba reservado; del espíritu envejecido y experto
sobre la materia inculta aún, y esperando, desde _ab initio_, que
se le dé forma. Franklin, como Vd. sabe, fué el primero que tomó en
sus manos el terrible rayo, y lo explicó al mundo asombrado. Partiendo
del descubrimiento de Franklin (hablo en el sentido práctico del
pararrayos, con que él dotó a la humanidad), Volta, Oersted, Alexander,
Ampere, Arago, habían escrito y tentado mucho sobre la telegrafía
eléctrica, cuando Morse, norteamericano, hizo sus ensayos mediante los
30.000 pesos que el congreso de los Estados Unidos dió para costearlos.
¿No es singular que haya cabido a los Estados Unidos la gloria de
haber inventado el pararrayos y el éter sulfúrico, para ahorrar dos
grandes males a la humanidad, e impreso a los movimientos del hombre
rapideces planetarias, con la aplicación del vapor hecha por Fulton
y con la telegrafía eléctrica por Morse? En Francia dejé líneas de
telégrafos de este género en vía de ensayo, de Ruan a París, de París
a Lille, y esto para el servicio del gobierno. En los Estados Unidos
había en el momento de mi salida: de Nueva York un círculo que liga con
Wáshington, Baltimore, Filadelfia, y vuelve a Nueva York, 455 millas;
otro anillo que liga a Nueva York, New Haven, Hartford, Springfield,
Boston, y vuelve a Nueva York, 452 millas. Una línea a Albany que parte
desde el mismo centro, 150, y de allí extiende un brazo a Buffalo, 250
millas. Otra a Rochester, 252; otra a Montreal, 205. La diligencia que
lleva diariamente la correspondencia por toda la Unión recorre 142.295
millas, y 853 millas describen los canales artificiales. Rodean los
estados 3.600 millas de mar y 1.200 de lagos. Nueva York sirve de
puerto de navegación interna de ríos, canales y lagos de 3.000 millas;
Nueva Orleans a otra de 20.000, subdividida en ríos navegables, y que
uniéndose por el Mississippi, con los lagos y el San Lorenzo, puede
producir la más pasmosa línea de circunnavegación interior y fluvial.

La naturaleza había ejecutado las grandes fracciones del territorio
de la Unión; pero sin la profunda ciencia de la riqueza pública que
poseen los norteamericanos, la obra habría quedado incompleta. Desde
Filadelfia a San Luis, como de Buenos Aires a Mendoza, atraviesa el
estado una gran ruta nacional, porque en este sentido el país no es
viable por canales, pues los declives de las aguas se inclinan al Sud
y al Este. Pero del lago Erie, desciende un canal navegable, que,
uniéndose al Ohio entre Cincinnati y Pittsburg, trae con fletes ínfimos
los productos del extremo norte del lago superior y del Canadá hasta
Nueva Orleans. Del extremo este del mismo lago Erie parte otro canal,
que, después de haberse puesto en contacto por una ramificación con
el lago Ontario, a la altura de Troya desemboca en el Hudson, y liga
por agua a Chicago, que está a 14 grados de distancia al occidente,
con Nueva York y Quebec. Desde Pittsburg parte un canal faldeando los
montes Alleghanies, que pone en contacto acuático a Filadelfia en
el Atlántico, con Nueva Orleans en el Golfo de México, describiendo
una ruta a través del continente, de más de mil leguas. Inútil sería
detenerse en las líneas de caminos de hierro, que completan en parte
las de lagos, o se cruzan con ellas, facilitando a cada Estado, a cada
ciudad y a cada aldea, las comunicaciones baratas, rápidas, diarias,
fáciles, al alcance de todas las fortunas, apropiadas a todas las
mercaderías. Tocqueville ha dicho que los caminos de hierro bajaron de
un cuarto los costos de transporte. Los canales han abolido casi el
flete, pues apenas es sensible; y, sin embargo, tal es la afluencia de
productos, que, estas obras, producen al Estado millones de renta anual.

Del aspecto general del país, o de su arquitectura, como distribución
de los medios de acción puestos por Dios y utilizados y completados
por el hombre, pasaré sin transición a la aldea, centro de la vida
política, como la familia lo es de la vida doméstica. Los Estados
Unidos están en ella con todos sus accidentes, cosa que no puede
decirse de nación alguna. La aldea francesa o chilena es la negación
de la Francia o de Chile, y nadie quisiera aceptar ni sus costumbres,
ni sus vestidos, ni sus ideas, como manifestación de la civilización
nacional. La aldea norteamericana es ya todo el Estado, con su gobierno
civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos, su municipalidad, su
censo, su espíritu y su apariencia. Del seno de un bosque primitivo,
la diligencia o los vagones salen a un pequeño espacio desmontado
en cuyo centro se alzan diez o doce casas. Estas son de ladrillo,
construido con el auxilio de máquinas, lo que da a sus costados la
tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí con argamasa en
filetes finísimos y rectos. Levántanse aquéllas en dos pisos cubiertas
de techumbre de madera pintada. Puertas y ventanas pintadas de blanco,
sujetan y cierran cerraduras de patente; y _stores_ verdes animan
y varían la regularidad de la distribución. Fíjome en estos detalles
porque ellos solos bastan para caracterizar un pueblo y suscitan un
cúmulo de reflexiones. La primera que me ha embargado al presenciar
tanta ostentación de riqueza y de bienestar, es la que suministra
la comparación de las fuerzas productivas de las naciones. Chile,
por ejemplo, y lo que es aplicable a Chile lo es a toda la América
española, Chile tiene millón y medio de habitantes. ¿En qué proporción
están las casas, que de tales merezcan el nombre, con las familias
que lo habitan? Pues en los Estados Unidos todos los hombres viven
en casas, tales como las que he delineado al principio, rodeados de
todos los instrumentos más adelantados de la civilización, salvo los
_pioneers_ que habitan aún los bosques, salvo los transeuntes
que se albergan en inmensos hoteles. De aquí resulta un fenómeno
económico que apuntaré ligeramente. Supongo que veinte millones de
norteamericanos habiten un millón de casas. ¿Cuánto capital invertido
en satisfacer esta sola necesidad? Fabricantes de ladrillos a la
mecánica han hecho con sus productos fortunas colosales; fábricas
de cerrajería de patente venden sus obras por cantidades cien veces
mayores que en cualquiera otra parte del mundo, para servir a menor
número de hombres. Las estufas de hierro colado que se aplican al uso
doméstico en todas las aldeas, bastarían a dar movimiento y ocupación
a las fábricas de Londres; y el avalúo de las casas que habitan los
norteamericanos en las aldeas, no diré más pobres, porque el término es
impropio, equivaldría a la riqueza territorial e inmueble de cualquiera
de nuestros estados.

La cocina, más o menos espaciosa, según el número de individuos
de la familia, consta de un aparato económico de hierro fundido,
formando parte de él un servicio completo de cacerolas y de utensilios
culinarios, todo obra de alguna fábrica que se ocupa de este ramo.
En algún departamento interior se guardan arados del autor francés
que los inventó, y el instrumento de agricultura más poderoso que se
conoce: su reja abre un surco de media vara de ancho; una cuchilla
movible va rozando las yerbas, y el menor esfuerzo del labrador la
aparta del encuentro del tronco de un árbol. Su ligera obra de madera
está constantemente pintada de colorado, y los arneses de los caballos
que lo tiran son de obra de talabartería, lustrosa siempre y con
hebillas amarillas y adornos en bronce para ajustarlos. Las hachas de
la casa son también de patente y de la construcción más aventajada
que se conoce; pues el hacha es la trompa del elefante del yankee, su
mondadientes y su dedo, como entre nosotros el cuchillo, o la navaja
entre los españoles. Una carretela de cuatro ruedas, ligera como las
patas de un escarabajo, siempre barnizada y lustrosa como recién sacada
de la fábrica, con arneses brillantes, completos y tales como no los
llevan iguales los _fiacres_ de París, facilitan la locomoción de
los habitantes. Una máquina sirve para desgranar el maíz; otra para
limpiar el trigo; y cada operación agrícola o doméstica, llama en su
ayuda el talento inventivo de los fabricantes. El terreno adyacente
a la casa y que sirve de jardín de horticultura, está separado de la
calle o camino público por una balaustrada de madera, pintada de blanco
en toda su extensión y de la forma más artística. No se olvide Vd. que
estoy describiéndole una pobre aldea que aún no cuenta doce casas,
rodeada todavía de bosques no descuajados y apartada por centenares
de leguas de las grandes ciudades. Mi aldea, pues, tiene varios
establecimientos públicos, alguna fábrica de cerveza, una panadería,
varios bodegones o figonerías, todos con el anuncio en letras de oro,
perfectamente ejecutadas por algún fabricante de letras. Este es un
punto capital. Los anuncios en los Estados Unidos son por toda la Unión
una obra de arte, y la muestra más inequívoca del adelanto del país.
Me he divertido en España y en toda la América del Sud, examinando
aquellos letreros donde los hay, hechos con caracteres raquíticos,
jorobados y ostentando, en errores de ortografía, la ignorancia supina
del artesano o aficionado que los formó.

El norteamericano es un literato clásico en materia de anuncios, y una
letra chueca o gorda, o un error ortográfico expondría al locatario
a ver desierto su mostrador. Dos hoteles ha de haber por lo menos
en la aldea para alojamiento de los pasajeros; una imprenta para un
diario diminuto, un banco y una capilla. La oficina de la posta recibe
diariamente los periódicos de la vecindad o las grandes ciudades, a que
están subscriptos los aldeanos; y cartas, paquetes y transeuntes han
de llegar y salir de ella diariamente; pues el transporte de la mala,
aún a los puntos más distantes, se hace en vehículos de cuatro ruedas
y con comodidades para pasajeros. Las calles, que se van delineando
a medida que la población crece, tienen como las grandes ciudades,
treinta varas de ancho, inclusas las aceras de seis varas que deben
quedar de cada costado, sombreadas por líneas de árboles que desde
luego plantan. El centro de la calle es, mientras no hay medios de
empedrarlo, un ciénago en que hozan todos los cerdos de la aldea, los
cuales ocupan tan encumbrado lugar en la economía doméstica, que sus
productos en toda la Unión corren parejas con los cultivos de trigo.

Y como es regla que según el nido ha de ser el pájaro, diré una palabra
sobre el villano. Si es bodegonero, almacenero o de otra profesión
secundaria, su traje diario se compone de las piezas siguientes: botas
charoladas, pantalón y frac de paño negro, chaleco de raso ídem,
corbata de gró, un pequeño casquete o gorrita de paño; y pendiente
de un cordón negro, un chisme de oro que representa un lápiz o una
llave. En la punta de este cordón y muy sumido en el bolsillo está la
pieza más curiosa del traje del yankee. Si Vd. quiere estudiar las
transformaciones que el reloj ha experimentado desde su invención
hasta nuestros días, pida Vd. la hora a cuanto yankee encuentre. Verá
Vd. relojes fósiles, relojes mastodontes, relojes fantasmas, relojes
guarida de sabandijas, relojes de tres pisos, inflados, con puente
levadizo y escalera secreta, para descender con linterna a darles
cuerda. El padrón del reloj de Dulcamara, en el _Elixir de Amor_,
emigró con los primeros puritanos, y sus descendientes gozan del
derecho de ciudadanía, y están alistados en el partido temible de los
_nativistas_, que profesan las doctrinas del _americanismo_
más exaltado. Cada buque que llega de Europa trae centenares de estos
emigrantes, los cuales, vendidos a la mejor postura en Nueva York,
Boston, Nueva Orleans, Baltimore, desde el precio de doce reales para
arriba, proveen a esta demanda nacional y popular de relojes. Tiene
el yankee una cartera en el bolsillo, y al acostarse en la cama traza
a la ligera jeroglíficos que indican el camino que tiene trazado a
sus acciones del día siguiente. No se crea que hay exageración en
esta común distribución de los medios civilizados a las aldeas como a
las ciudades, y a los hombres de todas clases. Tomo a la ventura las
villitas más pequeñas, cuya descripción me cae a la mano. Bennington
contiene un consistorio, una iglesia, dos academias (colegios), un
banco y cerca de 300 habitantes.

Norwich, en la orilla derecha del Connecticut, contiene varias
iglesias, un banco y 700 habitantes.

Haverhill tiene un consistorio, un banco, una iglesia, una academia y
sesenta casas, etc.

Hacia el Oeste, donde la civilización declina, y en el _Far West_,
donde casi se extingue, por el desparramo de la población en las
campañas, el aspecto cambia, sin duda: el bienestar se reduce a lo
estrictamente necesario, y la casa se convierte en el _log house_,
construido en veinticuatro horas, de palos superpuestos y cruzándose
en las esquinas por medio de muescas; pero aún en estas remotas
plantaciones, hay igualdad perfecta de aspecto en la población, en el
vestido, en los modales, y aún en la inteligencia; el comerciante,
el doctor, el _sheriff_, el cultivador, todos tienen el mismo
aspecto. El campesino es padre de familia, es propietario de doscientos
acres de tierra o de dos mil, no importa para el caso. Sus instrumentos
aratorios, sus _engines_, son los mismos, es decir, los mejores
conocidos; y si acierta a darse en la vecindad un mitin religioso, de
lo profundo de los bosques, descendiendo de las montañas, asomándose
por todos los caminos, veráse los campesinos a caballo en grandes
cabalgatas, con su pantalón y su frac negro, y las niñas con los
vestidos de los géneros más frescos y las formas más graciosas. A bordo
de un vapor en una larga navegación, habíame tocado de vez en cuando
acercarme a un sujeto perfectamente vestido y que se hacía notar por
el cortés desembarazo de los modales. Una mañana, al acercarnos a una
ciudad, le ví, no sin sorpresa, sacar de su camarote un caja, templarla
y comenzar a tocar la llamada, invitando al enganche a los jóvenes del
lugar. ¡Era tambor! A veces la cadena del reloj caía sobre el parche
y embarazaba momentáneamente el juego de los palillos. La igualdad
es, pues, absoluta en las costumbres y en las formas. Los grados de
civilización o de riqueza no están expresados como entre nosotros por
cortes especiales de vestido. No hay chaqueta, ni poncho, sino un
vestido común y hasta una rudeza común de modales que mantiene las
apariencias de igualdad en la educación.

Pero aún no es esta la parte más característica de aquel pueblo: es su
aptitud para apropiarse, generalizar, _vulgarizar_, conservar y
perfeccionar todos los usos, instrumentos, procederes y auxilios que la
más adelantada civilización ha puesto en manos de los hombres. En esto
los Estados Unidos son únicos en la tierra. No hay rutina invencible
que demore por siglos la adopción de una mejora conocida; hay por el
contrario una predisposición a adoptar todo. El anuncio hecho por un
diario de una modificación en el arado, por ejemplo, lo transcriben
en un día todos los periódicos de la Unión. Al día siguiente se habla
de ello en todas las plantaciones, y los herreros y fabricantes han
ensayado en doscientos puntos de la Unión esta práctica. Id a hacer o a
esperar cosa semejante en un siglo en España, Francia o nuestra América.

El diccionario de Salvá, porque el de la Academia no hace fe hoy, dice,
definiendo la palabra _civilización_, que es “aquel grado de
cultura que adquieren pueblos y personas, cuando de la rudeza natural
pasan al primor, elegancia y dulzura de voces y costumbres propio de
gente culta”. Yo llamaría a esto _civilidad_; pues, las voces
muy relamidas, ni las costumbres en extremo muelles, representan la
perfección moral y física, ni las fuerzas que el hombre civilizado
desarrolla para someter a su uso la naturaleza.

Después de las aldeas de los Estados Unidos, llama de preferencia
la atención del viajero el movimiento de los caminos que las unen
entre sí, ya sean carriles, macadamizados, ferrocarriles o ríos
navegables. Si Dios llamara repentinamente a cuentas al mundo,
sorprendería en marcha, como a las hormigas, a los dos tercios de
la población norteamericana, de donde resulta lo mismo que he dicho
de los edificios; pues viajando todos, no hay empresa imposible ni
improductiva en materia de viabilidad. Ciento veinte leguas de camino
de hierro se hacen en veinticuatro horas desde Albany hasta Buffalo
por doce pesos; y por quince, inclusas cuatro opíparas y suculentas
comidas diarias, dos mil doscientas millas de navegación de vapor en
diez días, desde Cincinnati hasta Nueva Orleans, por los ríos Ohio o
Mississippi. El vapor o el convoy del ferrocarril atraviesa bosques
primitivos, entre cuyas enramadas, obscuras y solitarias, teme el
viajero meditabundo ver aparecer el último resto de las tribus salvajes
que no hace diez años llamaban a aquellos parajes las cacerías de sus
padres.

La concurrencia de los pasajeros permite la baratura del pasaje; y
la baratura del pasaje tienta a viajar a los que no tienen objeto
preciso para ello; el yankee sale de su casa a respirar un poco de
aire, a tomar un paseo, y hace de ida y vuelta cincuenta leguas en un
vapor o un convoy, y vuelve a continuar sus ocupaciones. Cuando el
ojo certero de la industria descubre un trayecto de ferrocarril, una
asociación lo abre lo suficiente para indicar la vía; de los árboles
volteados se hacen las líneas del futuro ferrocarril, poniéndoles
sobrepuestas planchuelas delgadas de hierro. El convoy se lanza con
tiento al principio, equilibrándose, aquí caigo, allí levanto sobre
esta peligrosa vía; los pasajeros llueven de todas partes y con los
productos que dejan, se construye entonces el verdadero camino, nunca
seguro, por no hacerlo costoso, lo que no aumenta en mucho el número de
desgracias. El convoy es siempre cómodo, espacioso, y si los cojines
no son tan muelles como los de la primera clase en Francia, no son
tampoco tan estúpidamente duros como los de segunda en Inglaterra;
pues en los Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad,
la cual la forma _el hombre_, no hay tres y aún cuatro clases
de vagones, como sucede en Europa. Pero, donde el lujo y la grandeza
norteamericanas se ostentan sin rival en la tierra, es en los vapores
de los ríos del norte. Cloacas o cáscaras de nuez parecerían a su lado
los que navegan en el Mediterráneo. Son palacios flotantes de tres
pisos, con galerías y azoteas para pasearse. Brilla el oro en los
capiteles y arquitrabes de las mil columnas que, como en el _Isaac
Newton_, flanquean cámaras monstruos, capaces de contener en su seno
al senado y cámara de diputados. Colgaduras de damasco artísticamente
prendidas disimulan los camarotes para quinientos pasajeros, comedores
colosos con mesa sin fin de caoba bruñida y servicio de porcelana y
plata para mil comensales. Puede este buque recibir dos mil pasajeros;
tiene 750 lechos, 200 camarotes independientes; mide 341 pies de largo,
85 de ancho, y carga además 1.450 toneladas.

El vapor _Hendrick_ mide 341 pies de largo y 72 de ancho; tiene
150 camarotes independientes; 600 lechos con colchones de pluma, dando
_accommodations_ en general para dos mil pasajeros, todo por un
dólar, corriendo la distancia de 144 millas. Un habitante de Nueva York
va a Troya o Albany en la noche; habla por la mañana del día siguiente
con su corresponsal, y en la tarde está en Nueva York de regreso, a
vacar de las ocupaciones del día, habiendo hecho en la interrupción
de diez o doce horas de tiempo hábil, cien leguas de camino. El
sudamericano que acaba de desembarcar de Europa, donde se ha extasiado
admirando los progresos de la industria y el poder del hombre, se
pregunta atónito al ver aquellas colosales construcciones americanas,
aquellas facilidades de locomoción, si realmente la Europa está a la
cabeza de la civilización del mundo. Marinos franceses, ingleses y
sardos, he visto expresar sin disimulo su asombro de encontrarse tan
pequeños, tan atrás de este pueblo gigantesco.

Hay en aquellos buques del Hudson un _sancta sanctorum_, en cuyo
recinto no penetra el ojo del profano, una morada misteriosa, de
cuyas delicias puede cuando más tenerse sospechas por las bocanadas
de perfumes que se escapan al abrirse momentáneamente la puerta.
Los norteamericanos se han creado costumbres que no tienen ejemplo
ni antecedentes en la tierra. La mujer soltera, o el _hombre de
sexo femenino_, es libre como las mariposas hasta el momento de
encerrarse en el capullo doméstico para llenar con el matrimonio sus
funciones sociales. Antes de esta época viaja sola, vaga por las calles
de las ciudades y mantiene amoríos castos a la par que desenvueltos
a la luz del público, bajo el ojo indiferente de sus padres. Recibe
visitas de personas que no se han presentado a la familia, y a las dos
de la mañana vuelve de un baile a su casa acompañada por aquel con
quien ha valseado o polkeado exclusivamente toda la noche. Los buenos
puritanos de sus padres la hacen bromas a veces con el tal, de cuyos
amores han sido instruídos por la voz pública, y la taimada se complace
en derrotar las conjeturas, desmintiendo la evidencia.

Después de dos o tres años de _flirtear_, este es el verbo
norteamericano, bailes, paseos, viajes y coqueterías, la niña de la
historia, en el almuerzo y como quién no quiere la cosa, pregunta a
sus padres si conocen a un joven alto, rubio, maquinista de profesión,
que suele venir a verla, de vez en cuando, todos los días. Hacía un
año que estaban esperando esta introducción. El desenlace es que hay
en la familia un enlace convenido, de que se da parte a los padres
la víspera, los cuales ya lo sabían por todas las comadres de la
vecindad. Celebrado el desposorio, los novios toman en el acto el
próximo camino de hierro, y salen a ostentar su felicidad por bosques,
villas, ciudades y hoteles. En los vagones se las ve siempre a estas
encantadoras parejas de jóvenes de veinte años, abrazados, reposándose
el uno en el seno del otro, y prodigándose caricias tan expresivas que
edifican a todos los circunstantes, haciéndoles formar el propósito
de casarse inmediatamente, aún a los más contumaces solterones. No
puede hacerse en términos más insinuantes que esta exposición al aire
libre de las embriagueces matrimoniales, la propaganda del casamiento.
Debido a esto es que el yankee no llega nunca a la edad de veinte
y cinco años sin tener ya una familia numerosa; y yo no me explico
de otro modo la asombrosa propagación de la especie en aquel suelo
afortunado. En 1790 la población constaba de cerca de cuatro millones;
1800, cinco millones; 1810, siete millones; 1820, nueve millones; 1830,
doce millones; 1840, diez y siete millones; 1850, contará veinte y tres
millones. La inmigración influye en estas cifras; pero en proporciones
limitadas. El inmigrante no es un animal prolífico, hasta que ha
recibido el baño yankee.

Volviendo, pues, a los millares de novios que andan enardeciendo y
vivificando la atmósfera con sus hálitos de primavera, los vapores del
Hudson y de otros ríos clásicos les tienen preparados departamentos
_ad hoc_. ¡Llámase este recinto la _cámara de la novia_!
Vidrios de colores esmaltados imprimen a la discreta luz que penetra
en ella, todos los suaves colores del iris; lámparas rosadas arden
por la noche; y de noche y de día el perfume de las flores, las aguas
odoríferas y los aromas que se queman aguzan la sed de placer que
consume a sus escogidos moradores. Las fábricas de París no han creado
damascos ni muselinas suficientemente costosas, para envolver entre sus
sueltos pliegues y bajo techumbres doradas las legítimas saturnales
de la _cámara de la novia_. Después de haber visto la cascada
del Niágara, bañándose en las fuentes termales de Saratoga, pasado
en revista cien ciudades y recorrido mil leguas de país, los novios
vuelven, después de quince días, extenuados, maravillados y contentos,
a aburrirse santamente en el hogar doméstico. La mujer ha dicho adiós
para siempre al mundo, de cuyos placeres gozó tanto tiempo con entera
libertad; a las selvas frescas de verdura, testigos de sus amores, a
la cascada, a los caminos y a los ríos. En adelante, el cerrado asilo
doméstico es su penitencia perpetua; el _roastbeef_ su acusador
eterno; el hormigueo de chiquillos rubios y retozones, su torcedor
continuo; y un marido incivil, aunque _good natured_, sudón de día
y roncador de noche, su cómplice y su fantasma. Atribuyo a aquellos
amores ambulantes en que termina el _flirteo_ americano, la
manía de viajar que distingue al yankee, de quien puede decirse que
nace viajero. El furor de viajar crece en proporciones espantosas año
por año. Los productos de todas las obras públicas, ferrocarriles,
puentes y canales en los diversos estados, en 1844, comparados con
los de 1843, mostraron un aumento de cuatro millones de dóllars; lo
que hizo subir en solo aquel año de ochenta millones el valor de los
trabajos, computando el rédito al cinco por ciento. Sabe de memoria
todas las distancias, y a la vista de una ciudad, en los vagones o en
los vapores, hay un movimiento general de echar mano a la faltriquera,
desdoblar el mapa topográfico de los alrededores y señalar con el dedo
el punto de la cuestión. Una sola casa de Nueva York ha vendido en diez
años millón y medio de atlas y mapas para el uso popular. Es seguro
que en París no hay ninguna que haya hecho emisión igual para proveer
al mundo entero. Cada estado tiene su carta geológica, que muestra la
composición del suelo y los elementos explotables que contiene; cada
condado su carta topográfica en diez ediciones diversas de todos los
tamaños y de todos los precios. Apenas se tiró el primer cañonazo en
la frontera mejicana, la Unión fué inundada por millones de mapas de
Méjico, en los cuales el yankee traza los movimientos del ejército,
da batallas, avanza, toma a la capital y se estaciona allí, hasta que
las nuevas noticias venidas por el telégrafo, lo orientan sobre la
verdadera posición de los ejércitos, para hacerlos marchar de nuevo,
con el dedo puesto en el mapa y a fuerza de conjeturas y cálculos,
lo pone _a la hora de ésta_ dentro de la ciudad de Méjico. Los
mejicanos pueden ir a recibir lecciones de los leñadores yankees sobre
la topografía, producciones y ventajas del país que sin conocer habitan.

Pero continuemos un poco describiendo la fisonomía de los caminos. En
los lagos y en otros ríos de mayor longitud que el Hudson, los vapores
se acercan a los barrancos en puntos determinados, para renovar su
provisión de leña, operación que se hace en menos tiempo que el cambio
de mulas en las postas españolas o la renovación de pasajeros. Del
centro de un bosque secular y por sendas apenas practicables, vese
salir una familia de señoras en _toilette_ de baile, acompañadas
por caballeros vestidos del eterno frac negro, variado a veces por un
paletó, y cuando más un anciano con _surtú_ de terciopelo a la
puritana; cabellos blancos y largos hasta los hombros, a lo Franklin,
y sombrero redondo de copa baja. El carruaje que los conduce es de la
misma construcción y tan esmeradamente barnizado como los que circulan
en las calles de Washington. Los caballos con arneses relucientes,
pertenecen a la raza inglesa, que no ha perdido nada de su esbelta
belleza ni de su árabe conformación al emigrar al nuevo mundo; porque
el norteamericano, lejos de barbarizar como nosotros los elementos que
nos entregó al instalarnos colonos la civilización europea, trabaja por
perfeccionarlos más aún y hacerles dar un nuevo paso. El espectáculo
de esta _decencia_ uniforme, y de aquel bienestar general, si
bien satisface el corazón de los que gozan en contemplar a una porción
de la especie humana, dueña en proporciones comunes a todos, de los
goces y las ventajas de la asociación, cansa, al fin, la vista por su
monótona uniformidad; desluciendo el cuadro, a veces, la aparición de
un campesino con vestidos desordenados, levita descolorida y sucia, o
frac hecho harapos, lo que trae a la memoria del viajero el recuerdo
de los mendigos españoles o sudamericanos, de tan ingrata apariencia.
No hermosean el paisaje, por ejemplo, aquellos trajes romanescos de la
campiña de Nápoles; el sombrero con pluma empinada de las aguadoras
de Venecia; la mantilla de las manolas sevillanas; ni las vestiduras
recamadas de oro de las judías de Argel u Orán. ¡La Francia misma, que
manda a todos los pueblos el despótico decreto de sus modas, entretiene
al viajero con las cofias de las mujeres de campaña, invariables y
características en cada provincia, llegando en las inmediaciones de
Burdeos a asumir la aterrante altura de dos tercios de vara sobre la
cabeza, como aquellas peinetas formadas de la concha de un galápago
entero, que llenas de orgullo llevaron en un tiempo las damas de Buenos
Aires; analogía que unida a los pabellones y espuelas chilenos, me ha
hecho sospechar que el espíritu de provincia, de aldea, es por todas
partes fecundo en cosas abultadas!

Una paisanota de los Estados Unidos se conoce apenas por lo sonrosado
de sus mejillas, su cara redonda y regordeta y el sonreir candoroso y
_hébété_ que la distingue de las gentes de las ciudades. Fuera de
esto y un poco de peor gusto y menos desenfado para llevar la cachemira
o la manteleta, las mujeres norteamericanas pertenecen todas a una
misma clase, con tipos de fisonomía que por lo general honran a la
especie humana.

En este viaje que con usted, mi buen amigo, ando haciendo por todas
partes en los Estados Unidos, ya sea que nos paseemos en las galerías
o sobre la cubierta de los vapores, ya sea que prefiramos el más
sedentario vehículo de los ferrocarriles, al fin hemos de llegar, no
diré a las puertas de una ciudad, frase europea y que está indicando
las prisiones de que están circundadas, sino al desembarcadero, desde
donde, con trescientos pasajeros más, iremos a _acuartelarnos_
en uno de los magníficos hoteles cuyas carrozas con cuatro caballos
y domésticos elegantes, si no queremos seguir a pie la procesión con
nuestro saco de viaje bajo el brazo, nos aguardan a la puerta. Al
acercarse el vapor en que descendía el Mississipí, volviendo una de las
semicirculares curvas que describe aquella inmensa cuanto quieta mole
de agua, nos señalaron en el horizonte, dominando masas escalonadas de
bosques matizados por el otoño y a cuya base se extienden en líneas
de esmeralda las dilatadas plantaciones de azúcar, la cúpula de San
Carlos, consoladora muestra, después de 700 leguas de agua y bosque,
de la proximidad de Nueva Orleáns; y aunque el aspecto del paisaje
circunvecino no favorece la comparación, la vista de aquella lejana
cúpula me trajo a la memoria la de San Pedro en Roma, que se divisa
desde todos los puntos del horizonte como si ella sola existiese allí;
mostrándose tan colosal a veinte leguas, como no se la cree cuando es
considerada de cerca. Por fin, iba a ver en los Estados Unidos una
basílica de arquitectura clásica y de dimensiones dignas del culto.
Alguien nos preguntó si teníamos hotel para nuestro alojamiento,
indicándonos el de San Carlos, como el más bien servido. Desde la
cúpula, añadió, podrán ustedes tener al salir el sol el panorama más
vasto de la ciudad, el río, el lago y las vecinas campiñas. El San
Carlos que alzaba su erguida cabeza sobre las colinas y bosques de los
alrededores, el San Carlos que me había traído la reminiscencia de San
Pedro en Roma, ¡no era más que una fonda!

He aquí el pueblo rey que se construye palacios para reposar la cabeza
una noche bajo sus bóvedas; he aquí el culto tributado al hombre, en
cuanto hombre, y los prodigios del arte empleados, prodigados para
glorificar a las masas populares. Nerón tuvo su Domus Aurea; ¡entre los
romanos, los plebeyos tenían sus catacumbas tan sólo para abrigarse!

Nuestra admiración en nada disminuyó al acercarnos a la base del
soberbio palacio que envidiaran muchos príncipes europeos, y que
en los Estados Unidos, a excepción del Capitolio de Wáshington,
monumento alguno civil o religioso le es superior en dimensiones y
buen gusto. Sobre una subconstrucción de granito, destinada a bodegas
y almacenes, se alza un basamento de mármol blanco, que sirve de base
a doce columnas estriadas de orden compósito, y seis de las cuales,
avanzándose sobre el plan general, sostienen un bellísimo frontón. El
lienzo de las murallas que a ambos lados continúan el frontispicio,
contiene entre la altura correspondiente a la que media entre el
basamento y el arquitrabe de las columnas, cuatro órdenes de pisos,
conservando, sin embargo, sus ventanas proporciones arquitectónicas.
Debajo del pórtico formado por el frontón está la estatua de Wáshington
jupiterino, que guarda la entrada, la cual conduce a una espaciosa
rotonda, pavimentada de mármol, y que corresponde a la gran cúpula que
reposa sobre ella. En este espacioso recinto están distribuídas mesas
recargadas de colecciones de periódicos de toda la Unión y los de
Europa de quince días anteriores.

Las oficinas de la contaduría de la casa ocupan el frente; escalas
soberbias se enroscan en el aire sobre sí mismas cual serpientes de
bronce, para dar ascenso en todas direcciones a las habitaciones
superiores, hasta la misma cúpula, rodeada de una galería de columnas
corintias, en que termina el monumento. Profusa y ordenada turba de
sirvientes están prontos a obedecer la menor indicación del viajero; y
una chimenea que puede contener una tonelada de carbón de piedra, le
entretiene y conforta en el invierno, mientras se registra su nombre
en el gran libro, siempre abierto para este fin, y se le señalan
habitaciones a donde transportar su equipaje. Una iluminación de gas
poderosa distribuye por mil picos esparcidos en todo el ámbito del
edificio torrentes de luz solar. A la izquierda se extiende hacia el
fondo de la construcción el comedor, rodeado de columnas, alumbrado
por arañas colosales de bronce, y suficientemente ancho para contener
tres mesas de caoba que corren paralelas a lo largo del salón una
distancia de algo menos de media cuadra. Setecientos comensales
se reunen en torno de estas mesas en el invierno, época de mayor
actividad y concurrencia en Nueva Orleans. El interior del edificio
corresponde en lujo a estas colosales exterioridades. Mi compañero de
viaje, dominado por ideas sociales de un orden superior, se había en
conversaciones anteriores, mostrado punto menos que indiferente sobre
las ventajas de este o el otro sistema de gobierno. Pero, al recorrer
las calles internas que dan comunicación a centenares de habitaciones,
decoradas éstas con todas las gradaciones de lujo que pueden exigir
la condición diversa de los huéspedes, y que según él, se extendían a
distancias fabulosas, estoy convertido, me decía, por la intercesión
de San Carlos; ahora creo en la república, creo en la democracia,
creo en todo; perdono a los puritanos, aun aquel que comía salsa de
tomate crudo con la punta del cuchillo y antes de la sopa. ¡Todo debe
perdonársele, sin embargo, al pueblo que levanta monumentos a la sala
de comer, y corona con una cúpula como ésta la cocina!

El San Carlos, no obstante ser el San Pedro de los hoteles, no es por
eso ni el más espacioso ni el más sólido de los palacios populares,
si bien ha costado 700.000 duros su construcción. Cada gran ciudad de
los Estados Unidos se envanece de poseer dos o tres hoteles monstruos,
que luchan entre sí en lujo y _comfort_, menudeando al pueblo a
precios ínfimos. El _Astor-Hotel_ en Nueva York es una soberbia
construcción en granito que ocupa con su mole un costado de la plaza
de Wáshington; y en ninguno de los templos que abundan en aquella
ciudad se han invertido mayores sumas. Después que he visitado los
Estados Unidos, y visto los resultados obtenidos allí espontáneamente,
me he formado una rara preocupación, y es que para saber si una
máquina, un invento, o una doctrina social es útil y de aplicación o
desenvolvimiento futuro, se ha de poner a prueba en la piedra de toque
de la espontánea aplicación de los yankees. Los hoteles hacen hoy un
papel primordial en la vida doméstica de las naciones. Los pueblos
estacionarios, como la España y sus derivados, no necesitan hotel,
bástales el hogar doméstico; en los pueblos activos, con vida actual,
con porvenir, el hotel estará más arriba que toda otra construcción
pública. Hace cien años el hotel se conocía apenas en París, y no lo
era en todo el resto de la Europa. Hace 40 años que Fourier basaba su
teoría social en cuanto a habitaciones, en el falansterio, o el hotel,
capaz de contener dos mil personas, proporcionándoles comodidades
que no puede obtener la familia aislada en el hogar doméstico. La
prueba de que Fourier no andaba errado, es el hotel norteamericano,
que siguiendo la simple impulsión de conveniencia, ha tomado ya la
forma monumental y dimensiones punto menos que falansterianas. Las
iglesias cristianas subdivididas en sectas en los Estados Unidos, de
catedrales que eran antes, han descendido a capillas. Las flechas
del templo bajan a medida que las creencias se subdividen, mientras
que el hotel hereda la cúpula del tabernáculo antiguo, y toma las
formas de las termas de los emperadores, donde la importancia del
individuo ha llegado a la altura de la democracia norteamericana. La
arquitectura religiosa continúa secándose y marchitándose, al paso
que la arquitectura popular improvisa en todos los Estados Unidos,
formas, dimensiones y ordenanzas que acabarán por serle peculiares.
El banco americano es una construcción sólida como la caja de hierro,
con frontis jónico, y si no es jónica la construcción, es egipcia.
¿Por qué caen los yankees en estos órdenes tan macizos, para encerrar
la caja de hierro? Sobre todos los monumentos americanos se alza un
pararrayos; y domina ya el uso arquitectónico de poner en la cúspide de
las cúpulas, a guisa de pináculo, la estatua de Franklin, sosteniendo
el pararrayos. ¡Ya tenemos, pues, un Mercurio, encargado de guardar
el asilo doméstico, o una Santa Bárbara abogada contra rayos! Si los
americanos no han creado, pues, un orden de arquitectura, tendrán,
por lo menos, aplicaciones nacionales, carácter y forma sugeridos
por las instituciones políticas y sociales, como ha sucedido con
todas las arquitecturas que nos ha legado la antigüedad. Una rara
confusión reina hoy en Europa sobre la aplicación de las bellas
artes. El restablecimiento y reparación de las catedrales góticas, ha
seguido al movimiento de la literatura llamada romántica. El panteón
creado por la República francesa ha quedado acéfalo, como si esperara
aún tiempos mejores para llenar su objeto. El templo de la gloria
edificado por Napoleón, la construcción más griega, más olímpica que
vieron nunca romanos o franceses, es hoy el templo de la Magdalena,
cuya arquitectura risueña y plácida parece burlarse de las lágrimas
de la arrepentida Loreta de Jerusalén; y las imágenes de la virgen y
de los santos han ido a confundirse en los museos, y tenerse hombro
con hombro con las estatuas de los dioses paganos, o las desnudeces
de la pintura profana, en Roma, Londres, Dresde, o Florencia. En los
Estados Unidos las formas exteriores se apropian a los objetos del
culto, perdóneme la expresión. El Banco en jónico; el hotel en corintio
a veces, y monumental siempre, y el inventor del pararrayos tiene ya
su puesto elevado y su función arquitectónica, y hasta el piñón de la
arquitectura romana ha sido prolongado, para hacer de él la imagen de
la mazorca de maíz, símbolo de la agricultura americana.

En cuanto a la distribución interior del grande hotel, nada de más
normal que la ordenanza común a todos estos establecimientos. A la
entrada un pórtico, que contiene las oficinas de administración. Un
registro en que el huésped entrante inscribe su nombre, y a cuyo
margen el oficinista anota el número 560, o 227, que es el de la
cámara que se le destina, y cuya campanilla, como todas las de la
casa, cae en cerradas hileras a la misma oficina. En el vestíbulo
están fijados todos los carteles de la ciudad para conocimientos del
viajero. La representación teatral, el _meeting_, el sermón
del día, los vapores que parten, el movimiento de los caminos de
hierro, etc. En un salón inmediato está el gabinete de lectura que
contiene los principales diarios de la Unión y las últimas fechas de
Europa. Un salón de fumar, y cuatro o cinco salas de conversación y
de recibo, completan por esta parte las comodidades públicas de la
casa. Baños termales están a toda hora a disposición de los huéspedes.
Las señoras tienen igualmente sus salones de recibo y de tertulia,
decorados con gracia y lujo. Dos o tres pianos entran en el material
de estos establecimientos. A las 7 y media de la mañana la vibración
insoportable del _hong-hong_ chino, recorriendo todas las galerías de
comunicación, avisa a los habitantes que es llegada la hora de ponerse
de pie. A las ocho nuevo y más prolongado rumor anuncia estar el
almuerzo servido. La turbamulta de los conventuales acude, se precipita
de cada una de las avenidas, hacia la entrada del inmenso refectorio.
Aquí principia a mostrarse la vida de este pueblo tan serio cuando
ríe como cuando come. Donde todos los hombres son iguales al último
individuo de la sociedad, no hay protección para el débil, por la
misma razón que no hay jerarquías que separen a los poderosos. ¡Ay
de las mujeres en este acto solemne de la soberanía popular! si los
reglamentos provisorios del hotel no viniesen en su ayuda:

“Art. 1.º Nadie podrá sentarse a la mesa común, hasta que las damas,
con sus consortes, o deudos, hayan ocupado la cabecera y costados
contiguos de la mesa.

“Art. 2.º Se suplica al público que no fume ni masque tabaco en la mesa.

“Art. 3.º A un golpe de campanilla los varones se sentarán en los
asientos que quedaren.”

Sobreentendidas estas disposiciones, el pueblo gastrónomo se alinea
detrás de los asientos, con ambas manos puestas sobre el espaldar
de la silla, y por derecha e izquierda vista al sirviente que ha de
administrar el apetecido companillazo. Toma este el sonoro instrumento
en mano, y la noble línea se conmueve; al menor movimiento indicativo
de la campana, los cuerpos describen ondulaciones como las espigas de
trigo al más ligero soplo de la brisa. Alzase la campanilla en actitud
de sonar, y una descarga cerrada de sillas removidas con estrépito
acompaña, si no precede al retintín chillón del cobre agitado, e
instantáneamente un fuego graneado de platos, cuchillos y tenedores
que se chocan entre sí, se prolonga durante cinco minutos, pudiendo
por el rumor tempestuoso que se difunde por el aire, saberse a media
legua a la redonda que se come en un hotel. Imposible seguir con la
vista las evoluciones que se suceden en aquella batahola, no obstante
la actividad y destreza de cincuenta domésticos, que tratan de dar
cierto orden acompasado al destapar de las viandas, o al verter té o
café. El norteamericano tiene destinados dos minutos para almorzar,
cinco para comer, diez para fumar o mascar tabaco, y todos los momentos
desocupados para echar una ojeada sobre el diario que usted está
leyendo, único diario que le interesa puesto que otro está ya ocupado
de él.

Almuerzo, _lunch_ a las once, comida, y el té, son las cuatro
colaciones de ordenanza de aquellas comunidades que se renuevan todos
los días, sin que la regla estorbe el que se administre el almuerzo
a las cinco de la mañana para los que han de partir en un vapor o
convoy matinal, ni falte nunca una refacción servida para todos los
que llegan, no importa la hora del día o de la noche. Y luego, ¡qué
incongruencias! ¡qué incestos! ¡y qué promiscuaciones en los manjares!
El yankee _pur sang_, se sirve en un mismo plato, conjunta o
sucesivamente, todas las viandas, postres y frutas. ¡Hemos visto a uno
del _Far-West_, país de dudosa situación, como el Ophir de los
fenicios, principiar la comida por salsa de tomates frescos, tomada en
cantidad enorme, sola y con la punta del cuchillo! ¡Patatas dulces con
vinagre! Estábamos helados de horror, y mi compañero de viaje lleno de
gastronómica indignación al ver estas abominaciones: y no llueve fuego
del cielo, exclamaba: los pecados de Sodoma y Gomorra debieron ser
menores que los que cometen a cada paso estos puritanos!

En los salones de lectura, cuatro o cinco moscones se le apoyarán
pesadamente en los hombros para leer el mismo trozo de la letra
menudísima que está usted leyendo. Si baja usted una escala, o quiere
introducirse por una puerta, por poca que sea la concurrencia,
el que se suceda lo empujará por apoyarse en algo. Si fuma usted
tranquilamente su cigarro, un pasante se lo sacará de la boca para
encender el suyo, y si usted no anda listo para recibirlo, se encargará
él en persona de metérselo de nuevo en la boca. Si tiene usted un
libro en las manos, con tal que lo cierre un poco para mirar hacia
otra parte, su vecino se apoderará de él para leerse dos capítulos
de seguida. Si los botones de su paletó tienen relieve de cabezas de
venado, caballos o javalíes, cuantos lo noten vendrán a recorrerlos
uno a uno, haciendo girar la persona de usted de derecha a izquierda,
de izquierda a derecha, para mejor inspeccionar el museo ambulante.
Ultimamente, si usted lleva barba completa en los países del Norte, lo
cual indica que es usted francés o polaco, a cada paso se encuentra
encerrado en medio de un círculo de hombres que lo contemplan con
curiosidad infantil, llamando a sus amigos o conocidos para que
satisfagan de cuerpo presente su novedosa curiosidad.

Todas estas libertades, bien entendido, puede usted tomárselas con los
otros a su vez, sin que nadie reclame de ello ni dé el menor síntoma
de serle desagradable. Pero, donde el genio y los instintos nacionales
brillan en su verdadera luz, es en las actitudes yankees en sociedad.
Esto merece algunas explicaciones. En un pueblo que como éste avanza
cien leguas de frontera por año, se improvisa un estado en seis meses,
se transporta de un extremo a otro de la Unión en algunas horas, y
emigra al Oregon, deben gozar de tan alta estima los pies, como la
cabeza entre los que piensan, o el pecho entre los que cantan. En Norte
América verá usted muestras a cada paso del culto religioso que la
nación tributa a sus nobles y dignos instrumentos de riqueza: los pies.
Conversando con usted el yankee de educación esmerada, levantará él un
pie a la altura de la rodilla, sacarále el zapato para acariciarlo, y
oir las quejas que contra el excesivo servicio puedan poner los dedos.
Cuatro individuos sentados en torno de una mesa de mármol pondrán
infaliblemente sus ocho pies sobre ella, a no ser que puedan procurarse
un asiento forrado en terciopelo, que en cuanto a blandura prefieren
los yankees el mármol. En el Fremonthotel, de Boston, he visto siete
dandies yankees en discusión amigable, sentados como sigue: dos con
los pies sobre la mesa; uno con los dichos sobre el cojín de una silla
adyacente; otro con una pierna pasada sobre el brazo de la silla
propia; otro con ambos talones apoyados en el borde del cojín de su
propia silla, de manera de apoyar la barba entre las dos rodillas; otro
abrazando o empiernando el espaldar de la silla, de la misma manera que
nosotros solemos apoyar el brazo. Esta postura imposible para los otros
pueblos del mundo, la he ensayado sin éxito, y se la recomiendo a usted
para administrarse unos calambres en castigo de alguna indiscreción;
otro, en fin, si no están ya los siete, en alguna otra posición
absurda. No recuerdo si he visto norteamericanos sentados en la espalda
de silla con los pies en el cojín: de lo que estoy seguro es que nunca
vi uno que se preciase de cortés en la postura natural. El estar
acostados es el fuerte de la elegancia, y los entendidos reservan este
rasgo de buen gusto para cuando hay damas, o cuando un locófoco oye un
_speech whig_. El secretario de la legación chilena, al llegar a
Wáshington, tuvo necesidad de hablar a un diputado. Acude al Capitolio,
se informa de su asiento durante la sesión, llega, al fin, hasta el
punto donde Mr. N. roncaba profundamente acostado en su asiento con las
piernas extendidas sobre el asiento de su vecino. Hubo de despertarlo,
y una vez entendido sobre el asunto que lo traía, se acomodó del otro
lado, esperando, sin duda, que concluyese el interminable discurso
de algún orador de opinión contraria. Los americanos, en política y
religión, profesan el admirable y conciliante principio de que no debe
discutirse sino con los que son de su propia secta u opinión. Este
sistema se funda en el pleno conocimiento de la naturaleza humana. El
orador yankee se esfuerza en confirmar a los suyos en sus creencias,
más bien que en persuadir a los contrarios, que duermen en el entre
tanto, o piensan en sus negocios. La conclusión de todo esto es que los
yankees son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó
debajo del sol. Así lo han declarado jueces tan competentes, como el
capitán Marryat, Miss Trolop y otros viajeros; bien es verdad que si
en Francia, y en Inglaterra, los carboneros, leñadores y fogoneros se
sentasen a la misma mesa, con los artistas, diputados, banqueros y
propietarios, como sucede en los Estados Unidos, otra opinión formarían
los europeos de su propia cultura. En los países cultos, los buenos
modales tienen su límite natural. El lord inglés es incivil por orgullo
y por desprecio a sus inferiores, mientras que la gran mayoría lo es
por brutalidad e ignorancia. En los Estados Unidos la civilización se
ejerce sobre una masa tan grande, que la depuración se hace lentamente,
reaccionando la influencia de la masa grosera sobre el individuo,
y forzándole a adoptar los hábitos de la mayoría, y creando, al
fin, una especie de gusto nacional que se convierte en orgullo y en
preocupación. Los europeos se burlan de estos hábitos de rudeza, más
aparente que real, y los yankees, por espíritu de contradicción, se
obstinan en ellos, y pretenden ponerlos bajo la égida de la libertad
y del espíritu americano. Sin favorecer estos hábitos, ni empeñarme
en disculparlos, después de haber recorrido las primeras naciones
del mundo cristiano, estoy convencido de que los norteamericanos son
el único pueblo culto que existe en la tierra, el último resultado
obtenido de la civilización moderna.

Los americanos en masa llevan reloj, en Francia no lo usa un décimo de
la nación. Los americanos en masa visten fraque y los otros vestidos
complementarios, aseados y de buena calidad. En Francia viste blusa de
anquín los cuatro quintos de la nación.

Usan los yankees, en masa, cocinas económicas, arado Durand y coche.
Habitan casas cómodas, aseadas. El jornalero gana un duro al día.
Tienen caminos de hierro, canales artificiales y ríos navegables, en
mayor número y recorriendo mayores distancias que toda Europa junta.
La estadística comparativa de los caminos de hierro era como sigue: En
1845: Inglaterra, 1800 millas; Alemania, 1339; Francia, 560; Estados
Unidos, 4000; lo que equivale a 86 millas en Inglaterra por cada millón
de habitantes; 16 en Francia, 222 en los Estados Unidos. Sus líneas
de telégrafos eléctricos están hoy, únicas en el mundo, puestas a
disposición del pueblo, pudiendo en fracciones inapreciables de tiempo,
enviar avisos y órdenes de un extremo a otro de la Unión.

El único pueblo del mundo que lee en masa, que usa de la escritura
para todas sus necesidades, donde 2000 periódicos satisfacen la
curiosidad pública, son los Estados Unidos, y donde la educación como
el bienestar están por todas partes difundidos y al alcance de los que
quieran obtenerlo. ¿Están uno y otro en igual caso en punto alguno de
la tierra? La Francia tiene 270.000 electores, esto es, entre treinta
y seis millones de individuos de la nación más antiguamente civilizada
del mundo, los únicos que por la ley no están declarados bestias:
puesto que no les reconoce raza para gobernarse.

En los Estados Unidos, todo hombre, por cuanto es hombre, está
habilitado para tener juicio y voluntad en los negocios políticos, y
lo tiene, en efecto. En cambio, la Francia tiene un rey, cuatrocientos
mil soldados, fortificaciones de París que han costado dos mil millones
de francos, y un pueblo que se muere de hambre. Los norteamericanos
viven sin gobierno, y su ejército permanente monta sólo a nueve mil
hombres, siendo necesario hacer un viaje a puntos determinados para
ver el equipo y apariencia de los soldados norteamericanos; pues que
hay familias y aldeas de la Unión que jamás han visto un soldado.
Muchos vicios de carácter tachan los europeos y aun los sudamericanos
a los yankees. Por lo que a mí respecta, miro con veneración esos
mismos defectos, atribuyéndoselos a la especie humana, al siglo, a las
preocupaciones hereditarias y a la imperfección de la inteligencia.
Un pueblo compuesto de todos los pueblos del mundo, libre como la
conciencia, como el aire, sin tutores, sin ejército, y sin bastillas,
es la resultante de todos los antecedentes humanos, europeos y
cristianos. Sus defectos deben, pues, ser los de la raza humana en un
período dado de desenvolvimiento. Pero como nación, los Estados Unidos
son el último resultado de la lógica humana. No tiene reyes, ni nobles,
ni clases privilegiadas, ni hombres nacidos para mandar, ni máquinas
humanas nacidas para obedecer. ¿No es este resultado conforme a las
ideas de justicia y de igualdad que la cristiandad acepta en teoría? El
bienestar está distribuído con más generalidad que en pueblo alguno;
la población se aumenta según leyes desconocidas hasta hoy entre las
otras naciones; la producción sigue una progresión asombrosa. ¿No
entrará, como pretenden los europeos, por nada de esto la libertad
de acción, y la falta de gobierno? Dícese que la facilidad de ocupar
nuevos terrenos, es la causa de tanta prosperidad. Pero, ¿por qué en
la América del Sud, donde es igualmente fácil y aun más ocupar nuevas
tierras, ni la población ni la riqueza aumentan, y hay ciudades y aun
capitales tan estacionarias, que no han edificado cien casas nuevas en
diez años? Aún no se ha hecho en nación alguna el censo de la capacidad
inteligente de sus moradores. Cuéntase la población por el número de
habitantes, y de las cifras acumuladas deduce su fuerza y valimento.
Acaso para la guerra, mirado el hombre como máquina de destrucción,
puede ser significativo este dato estadístico; mas una peculiaridad
de los Estados Unidos hace que aun en este caso falle el cálculo.
Un yankee para matar hombres equivale a muchos de otras naciones,
de manera que la fuerza destructora de la nación puede contarse en
doscientos millones de habitantes. El rifle es el arma nacional, el
tiro al blanco la diversión de los niños en los estados que tienen
bosques, y cazar ardillas a bala en los árboles, tostándoles las patas
para no lastimar la piel, la destreza asombrosa que adquieren todos.

La estadística de los Estados Unidos muestra el número de hombres
adultos que corresponden a veinte millones de habitantes, todos
educados, leyendo, escribiendo, y gozando de derechos políticos
con excepciones que no alcanzan a desnaturalizar el rigor de las
deducciones: el hombre con hogar, o con la certidumbre de tenerlo; el
hombre fuera del alcance de la garra del hambre y de la desesperación;
el hombre con esperanza de un porvenir tal como la imaginación puede
inventarlo; el hombre con sentimientos y necesidades políticas; el
hombre, en fin, dueño de sí mismo, y elevado su espíritu por la
educación y el sentimiento de su dignidad. Dícese que el hombre es un
ser racional, por cuanto es susceptible de llegar a la adquisición y
al ejercicio de la razón; y en este sentido país ninguno de la tierra
cuenta con mayor número de seres racionales, aunque le exceda diez
veces en el de habitantes.

No es cosa fácil mostrar cómo obra la libertad para producir los
prodigios de prosperidad que los Estados Unidos ostentan. ¿La libertad
de cultos puede producir riquezas? ¿Cómo obra la facultad de ir a esta
u otra capilla, de creer en este o en el otro dogma para desenvolver
fuerzas productoras? Para cada secta religiosa las otras son como si
no existieran, y por tanto, la libertad es nula en sus efectos para
cada una separadamente. Los europeos lo atribuyen a las facilidades que
ofrece un país nuevo, con terrenos vírgenes y de fácil adquisición,
lo cual fuera explicación satisfactoria, si la América del Sud, cuan
grande es, no tuviera mayor extensión de terrenos vírgenes, igual
facilidad para obtenerlos, y sin embargo, atraso, pobreza e ignorancia
mayor, si cabe, que la que muestran las masas europeas. Luego, no basta
la circunstancia de ser países nuevos en cuya extensión pueda dilatarse
la esfera de acción.

Muchas veces me ocurrirá acudir a este censo moral e intelectual para
tratar de explicar los fenómenos sociales que sorprenden en América.
Ahora, sólo estableceré un hecho, y es que la aptitud de la raza
sajona no es tampoco explicación de la causa del gran desenvolvimiento
norteamericano. Ingleses son los habitantes de ambas riberas del río
Niágara, y sin embargo, allí donde las colonias inglesas se tocan con
las poblaciones norteamericanas, el ojo percibe que son dos pueblos
distintos. Un viajero inglés, después de haber descripto varias
muestras de industria y progreso del lado americano de la cascada,
añade:

“Ahora estoy de nuevo bajo la jurisdicción de las leyes y del gobierno
inglés, y por tanto, ya no me creo extranjero. Aunque los americanos
en general son civiles y afables, sin embargo un inglés, extranjero
en medio de ellos, es importunado y disgustado por sus jactancias de
proezas en la última guerra, y su superioridad sobre todas las otras
naciones, asentando como un hecho incuestionable que los americanos
sobrepasan a todas las otras naciones en virtud, saber, valor,
libertad, gobierno y toda otra excelencia. No obstante, por más que
merezcan el ridículo por este flaco, yo no puedo menos de admirar la
energía y espíritu de empresa que muestran en todo, y deploro la apatía
del gobierno inglés con respecto a la mejora de estas provincias. Una
sola mirada echada sobre las riberas del Niágara basta para mostrar
de qué lado está el gobierno más efectivo. Del lado de los Estados
Unidos se levantan grandes ciudades, numerosos puertos con muelles para
protegerlos en las radas, o diligencias corriendo a lo largo de los
caminos; y la actividad del comercio mostrándose en todas direcciones.
En el lado del Canadá, aunque dividido por el cauce de un río, en un
_antiguo establecimiento_, y al parecer con _mejor tierra_,
hay sólo dos o tres almacenes, una taberna o dos, un puerto tal como
Dios lo hizo y sin obras que lo defiendan; uno o dos buquecitos
anclados, y algún desembarcadero accidental.”

Otro viajero, después de describir varias muestras de la industria
creciente del lado americano, añade “el país que atravesamos (del lado
canadiense) estaba muy avanzado en las cosechas, sin que se viesen
señales de intentar recogerlas. Donde quiera que nos deteníamos para
mudar caballos, nos asaltaban bandas de chicuelos vendiendo manzanas,
y por la primera vez vimos de este lado algunos _mendigos_”. No
hace mucho tiempo que una grande inmigración venida del Canadá volvió
a emigrar a los Estados Unidos. Los caminos de hierro, como medio
de riqueza y civilización, son comunes a la Europa y a los Estados
Unidos, y como en ambos países datan de ayer solo, en ellos puede
estudiarse el espíritu que preside a ambas sociedades. En Francia los
trabajos de nivelación, como todo lo que constituye el ferrocarril, son
cuidadosamente examinados por los ingenieros antes de ser entregados a
la circulación; verjas de madera resguardan por ambos lados sus bordes;
dobles líneas de rieles de hierro fundido facilitan el movimiento
en opuestas dirección; si un camino vecinal atraviesa el trayecto,
fuertes puertas resguardan su entrada, cerrándose escrupulosamente
un cuarto de hora antes que lleguen los vagones, a fin de evitar
accidentes. De distancia en distancia, por toda la extensión del
camino, están apostados centinelas que descubren el espacio y anuncian
con banderolas de diversos colores si hay peligro u obstáculos que
detengan el convoy, que no parte del desembarcadero sino cuatro minutos
después que una falange de vigilantes se ha cerciorado de que todos
los transeuntes ocupan sus lugares, las puertas están cerradas, y el
camino expedito, y nadie cerca ni a una vara de distancia del paso
del tren. Todo ha sido previsto, calculado, examinado, de manera de
dormir tranquilo en aquella cárcel herméticamente cerrada. Veamos,
ahora, lo que pasa en los Estados Unidos. El ferrocarril atraviesa
leguas de bosques, primitivos, donde aún no se ha establecido morada
humana. Como la empresa carece de fondos, los rieles son de madera,
con una planchuela de fierro, que se desclava con frecuencia, y el ojo
del maquinista escudriña incesantemente por temor de un desastre. Una
sola línea basta para la ida y venida de los trenes, habiendo ojos de
buey de distancia en distancia donde un tren de ida aguarda que pase
por el costado opuesto el otro de vuelta. Un alma no hay que instruya
de las accidentes ocurridos. El camino atraviesa las villas y los
niños están en las puertas de sus casas o en medio del camino mismo
atisbando el pasaje del tren para divertirse; el camino de hierro a
más de calle es camino vecinal, y el viajero puede ver las gentes que
se apartan lo bastante para dejarlo pasar, y continuar en seguida su
marcha. En lugar de puertas en los caminos vecinales que atraviesa
el ferrocarril, hay simplemente una tabla escrita que dice _tengan
cuidado con la campana cuando se acerque_; jeroglífico que previene
al carretero que lo abrirá en dos si se ha metido inprudentemente de
por medio en el momento del pasaje del tren, que parte lentamente del
embarcadero, y mientras va marchando saltan a bordo los pasajeros,
descienden los vendedores de frutas y periódicos, y se pasean de un
vagón a otro todos, por distraerse, por sentirse libres, aun en el
rápido vuelo del vapor. Las vacas gustan de reposarse en el explayado
del camino, y la locomotora norteamericana va precedida de una trompa
triangular que tiene por caritativa misión arrojar a los costados a
estas indiscretas criaturas que pueden ser molidas por las ruedas, y
no es raro el caso de que algún muchacho dormido sea arrojado a cuatro
varas por un trompazo de aquellos que salvándole la vida le rompen
o dislocan un miembro. Los resultados físicos y morales de ambos
sistemas son demasiado perceptibles. La Europa, con su antigua ciencia
y sus riquezas acumuladas de siglos, no ha podido abrir la mitad de
los caminos de hierro que facilitan el movimiento en Norteamérica. El
europeo es un menor que está bajo la tutela protectora del estado;
su instinto de conservación no es reputado suficiente preservativo;
verjas, puertas, vigilantes, señales preventivas, inspección, seguros,
todo se ha puesto en ejercicio para conservarle la vida; todo menos
su razón, su discernimiento, su arrojo, su libertad; todo, menos su
derecho de cuidarse a sí mismo, su intención y su voluntad. El yankee
se guarda a sí mismo, y, si quiere matarse, nadie se lo estorbará;
si se viene siguiendo el tren, por alcanzarlo, y si se atreve a dar
un salto y cogerse de una barra, salvando las ruedas, dueño es de
hacerlo; si el pilluelo vendedor de diarios, llevado por el deseo de
expender un número más, ha dejado que el tren tome toda su carrera
y salta en tierra, todos le aplaudirán la destreza con que cae
parado, y sigue a pie su camino. He aquí como se forma el carácter
de las naciones y como se usa de la libertad. Acaso hay un poco más
de víctimas y de accidentes, pero hay en cambio hombres libres y no
presos disciplinados, a quienes se les administra la vida. La palabra
_pasaporte_ es desconocida en los Estados, y el yankee que logra
ver uno de estos protocolos europeos en que consta cada movimiento que
ha hecho el viajero, lo muestra a los otros con señales de horror y de
asco. El niño que quiere tomar el ferrocarril, el vapor o la barca del
canal, la niña soltera que va a hacer una visita a doscientas leguas de
distancia, no encontrarán jamás quién les pregunte con qué objeto, con
qué permiso se alejan del hogar paterno. Usan de su libertad y de su
derecho de moverse. De ahí nace que el niño yankee espanta al europeo
por su desenvoltura, su prudencia cautelosa, su conocimiento de la
vida a los diez años. ¿Cómo le va a usted en su negocio?, le preguntaba
Arcos, mi compañero de viaje, a un listo muchachuelo que nos hacía
el inventario comentado de los libros, periódicos y panfletos que se
empeñaba en hacernos comprar. Va bien; hace tres años que gano mi vida
en él y tengo ya 300 pesos guardados. Este año reuniré los quinientos
que necesito para hacer compañía con Williams y poner una librería,
y explotar todo el Estado. Este comerciante tenía de nueve a diez
años. ¿Es usted propietario, preguntábamos a un mocetón que viajaba al
Far-West? Sí; voy a comprar tierras; ¡tengo 600 pesos!

Al lado del trayecto del camino de hierro va el telégrafo eléctrico,
que por ahorrar camino a veces, se separa de la vía ordinaria, se hunde
en la espesura de los bosques y lleva a doscientas leguas las noticias
más interesantes. Cuando en 1847 se hacían en Francia entre Ruan y
París los primeros ensayos, la prensa anunciaba la existencia de 1.635
millas de telégrafos en los Estados Unidos; cuando yo llegué había
3.000 millas; y mientras atravesé el país que media entre Nueva York y
Nueva Orleáns, se formó una asociación y se puso en actividad una línea
entre la primera de aquellas ciudades y Montreal en el bajo Canadá, a
donde había estado yo quince días antes. Hoy habrá 10.000 millas, y
dentro de poquísimos años, medirán los telégrafos las mismas ochenta
mil millas que recorre la posta. En Francia el telégrafo es para el
uso del gobierno, es asunto de estado; en los Estados Unidos, es simple
negocio de movimiento y actividad, y se le aceptarían correspondencias
a la administración tan sólo porque paga el porte. ¿Puede llegar a más
alto punto el extravío de las ideas, que hace que los liberales, los
republicanos, consientan en Francia en este monopolio, y en carecer
de los medios de comunicación más expeditos? En Harrisburg, población
de 4.500 almas, el telégrafo eléctrico tenía empleo diario para traer
apurado al encargado de servicio, mientras que en Francia, aún no había
podido hacerse un miserable ensayo. Hago estas comparaciones para
mostrar la diversa atmósfera en que se educa el pueblo y la energía
moral y física que desenvuelve. En Francia hay tres categorías de
vagones, en Inglaterra cuatro; la nobleza se mide por el dinero que
puede pagar cada uno, y los empresarios para envilecer al hombre que
paga poco, han acumulado comodidades y lujo en la 1.ª clase, y dejado
tablas rasas, estrechas y duras para los de 3.ª. No sé por qué no han
puesto púas en los asientos para mortificar al pobre. En los Estados
Unidos el vagón es una sala de veinte varas de largo y espaciosa de
ancho, con asientos de espalda movible, de manera de formar corrillo
cuatro asientos, volviéndose dos a opuesto lado, con una callejuela
de por medio para facilitar el movimiento, y abiertos los vagones por
ambos lados, de manera que el curioso pueda trasladarse del primero
al último, durante la marcha, y el aire penetre libremente por todas
partes. Las comodidades y los cojines son excelentes e iguales, y por
tanto el precio del pasaje es el mismo para todos. Me han mostrado a
mi lado el gobernador de un Estado, y las callosidades de las manos
de mi otro vecino me revelaban en él un rudo leñador. Así se educa el
sentimiento de la igualdad, por el respeto al hombre. La aristocracia
veneciana estableció la igualdad en la adusta pobreza de las góndolas
por no herir la envidia de los nobles pobres; la democracia de Norte
América ha distribuído el _comfort_ y el lujo igualmente en todos
los vagones para alentar y honrar la pobreza. Estos solos hechos
bastan para medir la libertad y el espíritu de ambas naciones. El
_Times_ decía una vez que si la Francia hubiese abolido el
pasaporte, habría hecho más progresos en la libertad que no los ha
hecho con medio siglo de revoluciones y sus avanzadas teorías sociales,
y en los Estados Unidos pueden estudiarse los efectos.

He aquí un débil cuadro del espectáculo de la libertad en Norte
América. En medio de las ciudades el hombre se cría salvaje, si es
posible decirlo; la mujer de cualquiera condición que sea, vaga sola
por las calles y los caminos desde la edad de doce años, _flirtea_
hasta los quince, se casa con quien quiere, viaja y se sepulta en el
nuevo hogar a preparar la familia; el niño acude desde temprano a las
escuelas, se familiariza con los libros y las ideas de los hombres; es
el mismo hombre hecho a los quince años, y desde entonces toda tutela
desaparece a su vista. No ha visto soldados, no conoce gendarmes; el
motín de las calles lo divierte, lo exalta y lo educa; sus pasiones se
desenvuelven en toda su lozanía y vigor; tiene una profesión y se casa
a los veinte años, seguro de sí mismo y de su porvenir. El progreso
general de la Unión lo arrastrará en despecho suyo y avanzará sus
negocios propios. Y entonces, ¡cuántos sueños grandiosos agitan para
llegar a la fortuna! ¿Es artesano? Una grande asociación, una fábrica
para cubrir los estados con los productos de su arte, o bien un invento
europeo aún no introducido en el país, o una mejora sobre los aparatos
conocidos o una invención nueva, porque nada arredra hoy al yankee.
Largo tiempo he creído que el patrimonio norteamericano era y sería por
muchos años apropiarse, apoderarse de los progresos de la inteligencia
humana. La ciencia europea inventa, y la práctica americana populariza
la cocina económica, el arado Durand, la locomotora, el telégrafo.
Nada más natural, y sin embargo, nada hay menos exacto. Los datos
estadísticos colectados en estos últimos años, muestran que diez
partes de los inventos y mejoras adoptados en Inglaterra son de origen
norteamericano. Han modificado la máquina de vapor; mejorado la
quilla del buque; perfeccionado el vagón, a punto de exportarse estos
artículos para la Europa misma, y preferirse en Rusia y otros puntos
los empresarios y artífices americanos para todo lo que constituye la
viabilidad. El puente yankee de madera, que a veces atraviesa doce
cuadras en un río y soporta los trenes cargados de productos agrícolas,
sobre pedestales y armazón al parecer deleznable, es, sin embargo, el
fruto del más profundo estudio de las leyes de la gravitación, de la
repercusión, elasticidad y equilibrio de las fuerzas combinadas. El
artífice yankee posee ya el puente reducido a arte mecánica, y lo alza
donde quiera a prueba de torrentes, huracanes y pesos enormes. La mitad
de los aparatos de labranza son invención de su ingenio, y el molino de
vapor, como la barrica en que envasija las harinas, son la obra de sus
fábricas y de sus combinaciones para producir inmensos resultados con
limitadísimos medios.

Pero donde más brilla la capacidad de desenvolvimiento del
norteamericano, es en la posesión de la tierra que va a ser el plantel
de una nueva familia. En medio de la civilización más avanzada, los
hijos de Noé se reparten la tierra despoblada, o los Nemrod echan
los fundamentos de una Babilonia. Dejo a un lado los que siguen el
paso ordinario de las sociedades que se dilatan, agregando a la villa
naciente una casa nueva, a la heredad labrada nuevos campos rosados.

El Estado es el depositario fiel del gran caudal de tierras que
pertenecen a la federación, y para administrar a cada uno su parte
de propiedad, no consiente ni intermediarios especuladores, ni
oscilaciones de precios que cierren la puerta de la adquisición a las
pequeñas fortunas. La tierra vale diez reales el acre; y este dato es
el punto de partida para el futuro propietario. Hay un procedimiento
en la distribución de las tierras de cuya simétrica belleza sólo Dios
puede darse de antemano cuenta.

El Estado manda sus ingenieros a delinear las tierras vendibles,
tomando por base de la mensura un meridiano del cielo. Si a cien
leguas de distancia al sur o al norte ha de medirse otra porción de
tierra, los ingenieros buscarán el mismo meridiano, para que un día,
dentro de dos siglos quizás aparezcan completas y sin interrupción
aquellas líneas que han venido dividiendo el continente en zonas, cual
si fuera una pequeña heredad. Esta agrimensura rectilínea es privativa
del genio americano. La propiedad en la provincia de Buenos Aires, en
aquella pampa lisa como la mesa del geómetra, fué forzada por el genio
de Rivadavia a encuadrarse en paralelógramos, triángulos y figuras de
fácil conmensuración, de manera que se reprodujesen sin esfuerzo en
el mapa que daba el departamento topográfico cada diez años, pudiendo
por la comparación de las varias ediciones, estudiarse a vista de ojo
el movimiento de la propiedad, buscando un término medio de extensión,
subdividiéndose por las particiones entre herederos las grandes
propiedades, acumulándose las pequeñas, por la necesidad de apropiarlas
a la cría del ganado.

El error fatal de la colonización española en la América del Sur,
la llaga profunda que ha condenado a las generaciones actuales a
la inmovilidad y al atraso, viene de la manera de distribuir las
tierras. En Chile se hicieron concesiones de grandes lotes entre
los conquistadores, medidos de cerro a cerro, y desde la margen de
un río hasta la orilla de un arroyo. Se fundaron condados entre los
capitanes, y a la sombra de sus techos improvisados, debieron asilarse
los soldados, padres del inquilino, este labrador sin tierra, que crece
y se multiplica sin aumentar el número de edificios. El prurito de
ocupar tierras en nombre del rey hizo apoderarse de comarcas enteras,
distanciándose los propietarios, que en tres siglos no han alcanzado a
desmontar la tierra intermediaria. La ciudad por tanto quedaba en este
vasto plan suprimida, y las pocas aldeas de nueva creación después de
la conquista han sido _decretadas_ por los presidentes, contándose
cien por lo menos en Chile de este origen oficial y ficticio. Ved cómo
procede el norteamericano, recién llamado en el siglo XIX a conquistar
su pedazo de mundo para vivir, porque el gobierno ha cuidado de dejar
a todas las generaciones sucesivas su parte de tierra. La conscripción
de jóvenes aspirantes a la propiedad se apiña todos los años en torno
del martillo en que se venden las tierras públicas, y con su lote
numerado parte a tomar posesión de su propiedad, esperando que los
títulos en forma le vengan más tarde de las oficinas de Wáshington.
Los más enérgicos yankees, los misántropos, los selváticos, los
_squatters_, en fin, obran de una manera más romanesca, más
poética o más primitiva. Armados de su rifle se enmarañan en las
soledades vírgenes, matan por pasatiempo ardillas que triscan con
su movilidad incansable entre las ramas de los árboles; una bala
certera vuela al firmamento a precipitar un águila que cernía sus alas
majestuosamente sobre la verdinegra superficie que forman las copas de
los árboles; el hacha, su compañera fiel, cuando no fuere más que por
ejercitar las fuerzas, ha de echar cedros o robles al suelo. En estas
correrías vagabundas, el plantador indisciplinado busca un terreno
fértil, un punto de vista pintoresco, la margen de un río navegable,
y cuando se ha decidido en su elección, como en las épocas primitivas
del globo, dice esto es mío, y sin otra diligencia toma posesión de la
tierra en nombre del rey del mundo, que es el trabajo y la voluntad.
Si algún día llega hasta el límite que él ha trazado a su propiedad la
mensura de las tierras del Estado, la venta en almoneda sólo servirá
para decirle lo qué debe por lo que ha cultivado, según el precio a
que se vendan los adyacentes campos incultos; y no es raro que este
carácter indómito, insocial, alcanzado por las poblaciones que vienen
avanzando sobre el desierto, venda su quinta y se aleje con su familia,
sus bueyes y caballos, buscando la apetecida soledad de los bosques.
El yankee ha nacido irrevocablemente propietario; si nada posee ni
poseyó jamás, no dice que es pobre, sino que está pobre; los negocios
van mal; el país va en decadencia; y entonces los bosques primitivos
se presentan a su imaginación, obscuros, solitarios, apartados, y en
el centro de ellos, a la orilla de algún río desconocido, ve su futura
mansión, el humo de las chimeneas, los bueyes que vuelven con tardo
paso al caer de la tarde al redil, la dicha, en fin la propiedad que
le pertenece. Desde entonces no habla ya de otra cosa que de ir a
poblar, a ocupar tierras nuevas. Sus vigilias las pasa sobre la carta
geográfica, computando las jornadas, trazándose un camino para la
carreta; y en el diario no busca sino el anuncio de venta de terrenos
del Estado, o la ciudad nueva que se está construyendo en las orillas
del lago Superior.

Alejandro el Grande destruyendo a Tiro, tenía que devolver al comercio
del mundo un centro para reconcentrar las especies del Oriente, y
desde donde se derramasen en seguida por las costas del Mediterráneo.
La fundación de Alejandría le ha valido su renombre como muestra de
su perspicacia, no obstante que las vías comerciales eran conocidas y
el istmo de Suez la feria indispensable entre los mares de la India
y la Europa y el Africa de entonces. Esta obra la realizan todos los
días Alejandros norteamericanos que vagan en los desiertos buscando
puntos que un estudio profundo del porvenir señala como centros futuros
del comercio. El yankee, inventor de ciudades, profesa una ciencia
especulativa, que de inducción en inducción, lo conduce a adivinar el
sitio donde ha de florecer una ciudad futura. Con el mapa extendido
a la sombra de los bosques, su ojo profundo mide las distancias de
tiempo y de lugar, traza por la fuerza del pensamiento el rumbo que han
de llevar más tarde los caminos públicos; y encuentra en su mapa las
encrucijadas forzosas que han de hacer. Precede a la marcha invasora
de la población que se avanza sobre el desierto, y calcula el tiempo
que empleará la del norte y el que necesita la del sur, para acercarse
ambas al punto que estudia, que ha escogido en la confluencia de
dos ríos navegables. Entonces traza con mano segura el trayecto de
caminos de hierro que han de ligar el sistema comercial de los lagos
con su presunta metrópoli, los canales que pueden alimentar los ríos
y arroyos que halla a mano, y los millares de leguas de navegación
fluvial que quedan en todas direcciones sometidas como radios del
centro que imagina. Si después de fijados estos puntos, halla un
manto de carbón de piedra, o minas de hierro, levanta el plano de la
ciudad, la da nombre y vuelve a las poblaciones, a anunciar, por los
mil ecos del diarismo, el descubrimiento que ha hecho del local de una
ciudad famosa en el porvenir, centro de cien vías comerciales. El
público lee el anuncio, abre el mapa para verificar la exactitud de
las inducciones, y si halla acertados los cálculos, acude en tropel
a comprar lotes de terreno, cual en los que han de ser tajamares y
muelles, cual en derredor de la plaza de Wáshington o de Franklin;
y una Babel se levanta en un año, en medio de los bosques, afanados
todos por estar en posesión el día que lleguen a realizarse los grandes
destinos predichos por la ciencia topográfica a la ciudad. Abrense
en tanto caminos de comunicación; el diario del lugar da cuenta de
los progresos de la sociedad, la agricultura comienza, álzanse los
templos, los hoteles, los muelles y los bancos; puéblase de naves el
puerto, y la ciudad empieza en efecto a extender sus relaciones, y a
hacer sentir la urgencia de ligarse por caminos de hierro o canales a
los otros grandes centros de actividad. Cien ciudades en los lagos, en
el Misisipí y en otros puntos remotos, tienen este sabio y calculado
origen, y casi todos justifican por sus progresos asombrosos, la
certeza y la profundidad de los estudios económicos y sociales que les
sirvieron de origen.

Dos clases de seres humanos conozco, entre quienes sobrevive aún en
medio de nuestra actual mesura de carácter moral, el antiguo espíritu
heroico de las primeras edades de los pueblos. Los presidiarios de
Tolón y de Bicerte, y los emigrantes norteamericanos; todo el resto de
la especie humana ha caído en la atonía de la civilización. Las hazañas
de Francisco Pizarro o las de los Argonautas las reproduce a cada
momento la audacia inaudita del presidiario liberto; valor, constancia,
sufrimiento, disimulo y violación de toda ley moral, de todo principio
de honor y de justicia; todo es igual, sin que esto excluya cierta
grandeza de alma, cierta inteligencia profunda en los medios, que está
revelando el genio humano mal empleado, el Alejandro pervertido y
ocupado en matar a unos pocos transeuntes en lugar de asolar naciones y
ametrallar a millares, lo que ya cambia la escena y los nombres, guerra,
conquista, etc.

En los Estados Unidos aquellos caracteres acerados, que hay
distribuídos al uno por ciento en todas partes, se entregan a sus
instintos heroicos, sin nombre aún, para establecerse y multiplicarse.
El espíritu yankee se siente aprisionado en las ciudades; necesita ver
desde la puerta de su casa la dilatada y sombría columnata que forman
las encinas seculares de los bosques.

¿Por qué se ha muerto el espíritu colonizador entre nosotros, los
descendientes de la colonización oficial? Desde Colón hasta una época
no muy remota sin duda, la fundación de una ciudad española era solo un
escalón para apoyar la invasión de otros puntos apartados. La ocupación
del Perú traía aparejada la expedición de Almagro: cuando Mendoza se
defendía contra los araucanos en el sud, destacaba al oriente sesenta
lanceros al mando del capitán Jofré, para ir a asomarse al otro lado
de los Andes, y fundar dos ciudades, San Juan y Mendoza, solitarias en
medio de desiertos, a la orilla de los dos ríos que hallaron.

Contaré a usted el sistema entero de estas empresas que requieren
Hércules para realizarlas, y verá usted si merecen desprecio por los
motivos y por los medios, aquellas hazañas de nuestros conquistadores
de Sud América. Sabe usted cuánta irritación hubo, y cuánta necedad
dijeron de una y otra parte en la cuestión de límites del Oregón.
Todo quedó en paz después que americanos e ingleses se hubieron
racionalmente entendido, menos el espíritu yankee, que, como el cóndor
la sangre, había husmeado, en la discusión, tierras laborables, ríos,
bosques, puertos. La discusión comienza de nuevo en los diarios sobre
la posibilidad de sorberse el comercio de la China por el Oregón; sobre
la facilidad de abrir un camino de hierro de ocho días de marcha, desde
el Pacífico al Atlántico, y la ventaja de tomar el pan caliente aún
salido de Cincinnati, vía Oregón, y otros mil tópicos, inverosímiles y
absurdos para otro que no sea el yankee, habituado a no creer imposible
nada, desde que se puede concebir, él, que desde luego tiene adiestrada
su mente a concebir proyectos. Cuando la opinión está formada y
designados los rumbos que deben seguirse para ir a aquel Eldorado
remoto, se indica la estación oportuna para emigrar, y el punto de
partida, y el día designado por algunos emigrantes que invitan a todos
los aventureros de la Unión para acompañarlos en la gloriosa jornada.
El día del _rendez vous_, vense de todos los puntos del horizonte
llegar hileras de carros, cargados de mujeres, niños, gallinas, ollas,
arados, hachas, sillas, y toda clase de objetos de menaje; acompáñanles
arreas escasas de bueyes apestados y mulas y caballos rengos y mancos
que forman parte muy trabajada de la expedición, y sobre todo este
conjunto, dominando las caras bronceadas, acentuadas y serias de los
yankees vestidos de paletó, levita o fraque raído, con un rifle que le
sirve de bastón, y la mirada tranquila del puritano y del chacarero.

Si he de darle una idea exacta de estas emigraciones y del espíritu
yankee, necesito desde este momento ajustarme al hecho, y seguir los
incidentes diarios de una, entre ciento, de estas estupendas marchas
por el desierto, sin soldados, ni guardia, ni empleado público, ni
autoridad humana que les ligue a la Unión que dejan sin pesar estos
hijos de Noé.

En mayo de 1845 habían pasado por Independence, último término poblado
del Estado de... varias tropas de carros, que de a veinte y ocho,
que de a treinta y ocho, que de a ciento, dirigíanse con cortos
intervalos hacia el Oregón. El día 13 varias de estas partidas reunidas
en número de ciento setenta carros de la descripción arriba dicha,
viéronse ya rodeadas a la distancia de indios que rondaban por asaltar
el ganado mayor que montaba a cosa de dos mil cabezas, lo que hizo
pensar que era ya tiempo de organizar la colonia, y constituir el
estado ambulante; puesto que los oficiales y empleados públicos hasta
entonces en ejercicio, debían terminar sus funciones en Big-Soldier.
Los dos empleados que deben en primer lugar nombrarse son el piloto
(baqueano) y el capitán. Todo el camino se ha venido tratando en
las conversaciones de los carros y a la orilla del fuego en los
alojamientos, de esta suprema cuestión, y las candidaturas rivales
formando sus partidos. El 13 de mayo, cada carro lanza a la arena dos
hombres, por lo menos, a reunirse en asamblea electiva. Dos candidatos
para piloto se presentan; es el uno un tal Mr. Adams, que había
entrado tierra adentro hasta el fuerte Laramie, poseía el derrotero
(_maning_) de Gilpin, y tenía consigo un español que conocía el
país; Mr. Adams, además, ha sido uno de los que más han contribuido a
excitar la _fiebre del Oregón_, esto es, el deseo de emigrar. Mr.
Adams pide 500 pesos por servir de piloto si la honorable asamblea se
digna elegirlo.

Mr. Meek es un viejo montañés del corte del Trampero de Cooper; ha
pasado muchos años en los Montes Rocallosos como traficante y trampero,
y ha propuesto, como el otro, pilotearlos hasta el fuerte Vancouver,
por 250 pesos, de los cuales sólo pedía 30 pesos. Se hace moción para
postergar hasta el día siguiente la elección, cuando se ve al viejo
Meek, venir a escape en su caballo, los ojos y la mano vueltos hacia
el campo. Los indios se llevan el ganado, dice con precipitación;
la asamblea se disuelve, y cinco minutos después estaba convertida
en escuadrón de caballería armado de rifle y daga, y marchando en
buen orden sobre el enemigo. A distancia de dos millas divisa una
aldea de indios; la soldadesca se echa sobre los _wigwams_, y
los indios sobrecojidos de espanto, las mujeres llorando, los niños
escondiéndose, no saben qué imaginarse de aquel ataque de los caras
pálidas. Los jefes indios se presentan a ofrecer la pipa de paz, y
protestan enérgicamente contra la imputación que pesa sobre ellos.
Un desgaritado que venía llegando a la aldea es cogido y llevado
preso. Nómbranse jueces, y el prisionero se presenta a la barra.
Preguntado, lisa y llanamente, si es criminal o no, contesta con un
gruñido de terror. Su causa se instruye en forma entonces; se oyen las
deposiciones de los testigos, y no siendo suficiente la evidencia de
los cargos alegados contra él, se le absuelve completamente, quedando
probado por el contrario que ha sido una falsa alarma para posponer la
elección. Serenados los espíritus, y depuestos los rifles, vuelve la
sociedad a constituirse en asamblea electoral, y se procede a votación,
de la que resultan electos, el trampero Meek como piloto y Mr. Welch
capitán, con los demás empleados necesarios para el buen gobierno,
tales como tenientes, sargentos, jueces, etc. La marcha principia
el 14 de mayo. Cinco millas el 16. El 17 se separan 16 carros, y se
reunen al cuerpo principal. El 18 alcanza a un _wigwam_ de los
indios Caw, rateros insignes que se conducen honorablemente con la
sociedad y la proveen de víveres en cambio de productos de la Unión.
El 19 la minoría vencida en las elecciones protesta contra la voluntad
de la mayoría. Para satisfacer las ambiciones burladas se conviene
en dividir la masa en 3 cuerpos, cada uno de los cuales elegirá sus
propios jefes y oficiales, no reconociéndose otra autoridad general
que la del piloto y la de Mr. Welch. Antes de separarse se convino
pagar el piloto, y para ello, se nombra un _tesorero_, quien
después de dar las fianzas correspondientes, procede a colectar los
fondos; algunos se niegan redondamente a pagar, y otros ex ciudadanos
no tienen blanca. Después de haber arreglado satisfactoriamente éstos
y otros puntos, se procede al nombramiento de oficiales para cada uno
de los tres grupos, haciéndose en cada uno reglamentos respecto al
buen gobierno de la compañía, y la marcha continúa el 20. El 23 el
piloto avisa que el punto donde se hallan es el último donde pueden
procurarse repuestos para ejes y pértigos para las carretas. El camino
se va midiendo con una cadena diariamente, y se lleva un diario de todo
lo ocurrido, aspecto del país, accidentes, pasto, leña, agua, maderas,
ríos, pasajes, búfalos, etc., torcaces, conejos, etc. etc. Junio 2: una
compañía propone desligarse del compromiso en que están de aguardarse
en las marchas. La moción es rechazada. 15. Alto. Una manada de búfalos
cae a tiro de rifle, matan algunos y hacen charque. La escena que el
campo presenta en este momento está así descripta en el diario de
viaje: “Los cazadores, volviendo con las reses, algunos erigiendo
palizadas, otros secando carne. Las mujeres unas estaban lavando,
planchando otras, muchas cosiendo. De dos tiendas, flautas hacían oir
sus desusadas melodías en aquellas soledades; otras se oía cantar; tal
lee su biblia, tal otro recorre una novela. Un predicador campbellista
entona, por fin, un himno preparatorio para el oficio religioso”. Junio
24: llegan al fuerte Laramie, 630 millas distante de Independence.

Durante dos días se ocupan en renovar las herraduras de los caballos, y
reuniendo entre todos provisiones, azúcar, café, tabaco, dan un paquete
a los indios siomos, precedido de un parlamento. “Hace tiempo, dijo el
jefe indio, que algunos jefes blancos pasaron Missouri arriba, diciendo
que eran amigos de los hombres de piel roja. Este país pertenece a
los pieles rojas, pero sus hermanos blancos lo atraviesan cazando y
dispersando los animales. De esto modo los indios pierden sus únicos
medios de subsistencia para sostener a sus mujeres e hijos. Los niños
del hombre rojo piden alimento, y no hay alimento que darles. Era
costumbre cuando los blancos pasaban, hacer presentes de pólvora y
plomo a sus amigos los indios. Su tribu es numerosa, pero la mayor
parte de la gente ha ido a las montañas a cazar. Antes que los blancos
viniesen, la caza era mansa y fácil de coger; pero ahora los blancos
la han espantado; y el hombre rojo necesita trepar a las montañas en
su busca; el hombre rojo necesita largas carabinas ahora.” Un yankee
que para el caso hace de jefe blanco, se expresa en estos términos.
“Nosotros vamos viajando a las grandes aguas del Oeste. Nuestro gran
Padre poseía un extenso país allí, y vamos yendo a establecernos en
él. Con este fin traemos nuestras mujeres y nuestros hijos. Nos vemos
forzados a atravesar por las tierras de los hombres rojos, pero lo
hacemos como amigos y no como enemigos. Como amigos les damos una
fiesta, les apretamos la mano y fumamos con ellos la pipa de paz. Ellos
saben que venimos como amigos trayendo con nosotros nuestras mujeres
e hijos. El hombre rojo no lleva sus _squaws_ al combate; ni las
caras blancas tampoco. Pero amigos como somos, estamos prontos para
volvernos enemigos; y si se nos molesta castigaremos a los agresores.
Algunos de nosotros piensan volverse. Nuestros padres, hermanos e
hijos, vienen en pos de nosotros, y esperamos que los hombres rojos
los traten con bondad. Nosotros nos conducimos pacíficamente; dejadnos
partir. No somos traficantes y no tenemos ni pólvora ni plomo que dar.
¡Vamos a arar y plantar la tierra!”

Septiembre 3. “Caminamos este día quince millas hasta Malheur. En este
lugar se abre el camino en dos, y es muy temible para los inmigrantes
el tomar mal camino. Meek, que había sido contratado como nuestro
piloto al Oregon, indujo a cerca de doscientas familias, con sus
vagones y ganado, a seguir por el camino de la izquierda, diez días
antes de nuestra llegada a la encrucijada. Por largo trecho encontraron
un camino excelente, con abundancia de pasto, leña y agua; en seguida
dirigieron su marcha a unas montañas estériles donde por muchos días
carecieron de agua, y cuando la encontraban era tan mala que ni aun
para el ganado era potable. Pero, aun así, era fuerza hacer uso de
ella. La fiebre que se llama de campamento estalló bien pronto.”

“Al fin llegaron a un ciénago que intentaron en vano atravesar; y como
viesen que se extendía mucho hacia el Sud, no obstante el parecer del
baqueano Meek, enderezaron al río de las Caídas, que recorrieron para
arriba y para abajo, buscando vado, que no se encontró en ninguna
parte. Sus sufrimientos aumentaban de día en día, pues sus provisiones
se iban concluyendo rápidamente, el ganado estaba exhausto, y muchos
de los que formaban la caravana padecían enfermedades graves. Al fin,
Meek les informó que estaban a dos días de distancia solamente de
Dalles. Dos hombres salieron a caballo en busca de la estación de los
Metodistas con provisiones para dos días.”

“Después de haber caminado diez días sin parar, llegaron a Dalles; en
el camino un indio les dió un conejo y un pescado, y con este alimento
hicieron los dos su jornada de diez días. Cuando llegaron a Dalles, sus
fuerzas estaban tan estenuadas, que sus miembros se habían empalado, y
fué necesario desmontarlos del caballo. En este lugar encontraron un
viejo montañés, llamado el negro Harris, que se ofreció a conducirlos,
saliendo con varios otros en busca de la compañía perdida, a la que
hallaron reducida a la última extremidad, exhausta por las fatigas, y
desesperando ya de salir a los establecimientos. Encontróse un lugar
por donde el ganado podía atravesar a nado el río, después de lo cual
era preciso hacerlo subir un ascenso casi perpendicular. Mayores
dificultades había para pasar los carros. Una larga cuerda fué echada
a través del río, atando fuertemente sus puntas de ambos lados en las
rocas. Un carro liviano fué suspendido con correderas en la cuerda,
y con cuerdas para llevarlo a uno y otro lado del río; esta especie
de cuna (andarivel), servía para trasportar las familias de un lado a
otro del río con toda seguridad. El pasaje de este río ocupó algunas
semanas. La distancia a Dalles era de 35 millas, adonde llegaron del 13
al 14 de octubre. Como 20 habían perecido víctimas de las enfermedades,
y otros murieron después de haber llegado...”

Setiembre 7. “Este día viajamos cerca de doce millas. El camino es hoy
más áspero que ayer. A veces va por el fondo de un torrente, a veces
por el faldeo de una montaña, tan rápido que se necesitan dos o tres
hombres trabajando del lado de arriba para sostener el equilibrio de
los carros. El torrente y camino están tan encajonados en montañas,
que en varios puntos es casi imposible continuar. Vistas las montañas
desde este punto, parecen murallas perpendiculares y por tanto lisas.
Alegran de vez en cuando la vista algunos grupos de cedros macilentos;
pero en el torrente es tal la espesura de las malezas espinosas, que
es casi imposible pasar... pero sabiendo que los que nos han precedido
han vencido estas dificultades, hacemos el último esfuerzo y pasamos.”

       *       *       *       *       *

Noviembre 1.º “Ahora estamos en el lugar destinado, en un período no
distante, a ser un punto importante en la historia comercial de la
Unión como centro del comercio de la China y de la India. Atravesando
el bosque que se extiende al Este de la ciudad, vimos la ciudad de
Oregon y las caídas de Villa-Mate, al mismo tiempo. Tan llenos de
gratitud nos sentíamos de haber llegado a los establecimientos de los
blancos, y de admiración a la vista del volumen de las aguas de las
cataratas, que la caravana hizo alto, y en este momento de felicidad
repasamos con el pensamiento todos nuestros trabajos, con más rapidez
que lo que la lengua o la escritura pueden hacer. Desde Independence
hasta el Fuerte Laramie, 692 millas; de allí al Fuerte Hall, 585; al
Fuerte Rois, 281; a los Dalles, 305; de Dalles a la ciudad de Oregon,
160 millas, haciendo la total distancia de despoblado 1960 millas.”

       *       *       *       *       *

“Tanto tiempo habíamos permanecido entre los salvajes, que nuestra
apariencia se asemejaba mucho a la de ellos; pero cuando hubimos
cambiado de vestido y afeitádonos al uso de los blancos, no nos
podíamos reconocer unos a otros. Largo tiempo habíamos hecho vida
común, sufrido juntos privaciones y penas, y en los peligros contado
con la ayuda común. Los vínculos de los afectos se habían estrechado
entre nosotros, y cuando hubimos de separarnos, cada uno sentía
desgarrársele el corazón; pero como ya habíamos roto otros vínculos
más fuertes aún, cada uno tomó su partido, y en algunas horas nuestra
compañía se dispersó tomando cada uno diferentes direcciones.”[1]

Cuando uno lee la narración de aventuras como estas, se siente sin
duda orgulloso de pertenecer a la raza humana. Ninguna de las grandes
pasiones que han obrado los prodigios de la historia, está aquí en
juego para fanatizar el espíritu: ni la desesperación de los restos
del grande ejército, ni el amor a la patria de los 10.000 espartanos
echados entre los bárbaros, ni la sed de oro, de gloria y de sangre de
los conquistadores españoles. Hombres de aquel temple tenían en los
Estados tierras de propiedad pública para afincarse; familias que los
ayudasen; ganados para auxiliarse en las rudas labores de la tierra.
Atraviesan 600 leguas de desiertos para realizar una grande idea,
ellos, el desecho del pueblo norteamericano, quieren que la Unión
ostente sus estrellas en el firmamento del Pacífico, que se realice
el sueño dorado de acercar la India y la China, y arrebatar estos
mercados a la Inglaterra. Se sacrifican, pues, a una idea de porvenir
nacional, porque el yankee no ignora que la primera generación de las
nuevas plantaciones, abona solo la tierra con su sudor para que gocen
las venideras; y cuando en el Oregón se han reunido algunos centenares
de familias, los jefes, dejando a un lado el hacha con que destruyen
lentamente los bosques para labrarse un campo, y crear su propiedad, se
reunen en asamblea deliberante, “con el objeto de fijar los principios
de libertad civil y religiosa, como la base de todas las leyes y
constituciones que puedan en adelante adoptarse”, y estatuyen:

“Artículo 1.º Ninguna persona que se conduzca de una manera regular
y ordenada, será molestada a causa de su modo de adoración o sus
sentimientos religiosos.

“Art. 2.º Los habitantes de dicho territorio gozarán siempre de los
beneficios del escrito _habeas corpus_, del juicio por jurados,
de una proporcionada representación del pueblo en la legislatura,
y de procedimientos judiciales conformes a la secuela de las leyes
ordinarias. Todas las personas podrán dar fianzas, excepto por delitos
capitales y cuando las pruebas sean evidentes, y las presunciones
graves. Ningún hombre será privado de su libertad sino por juicio de
sus pares, o la ley de la tierra...

“Art. 3.º Siendo necesarias para el buen gobierno y felicidad de la
especie humana, la religión, moralidad e instrucción, serán siempre
fomentadas las escuelas y todos los medios de educación.

“Art. 5.º Ninguna persona será privada de llevar armas para su propia
defensa; no se autoriza pesquisas ni registros sin motivo fundado; la
libertad de la prensa no será restringida; ni el pueblo será privado
del derecho de reunirse pacíficamente a discutir los asuntos que halle
por conveniente.

“Art. 6.º Los poderes del gobierno serán divididos en tres distintos
departamentos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, etc., etc.”

_Ley de tierras_: “Toda persona que posea o en adelante pretenda
poseer tierra en este territorio, designará la extensión de su
propiedad por medio de límites naturales, o por mojones en las esquinas
y sobre los costados del lote, y hará registrar la extensión y límites
de tal lote en la oficina del escribano del lugar, en un libro que
será llevado para aquel objeto, en el término de veinte días después
de hecho el pedido; proveyéndose, que los que están en posesión del
territorio, tendrán doce meses contados desde la sanción de esta ley,
para hacer la descripción del lote de tierras en el libro de los
registros; proveyéndose, además, que el dicho poseedor declarará el
tamaño, forma y ubicación del terreno.

“2.ª Todo poseedor, en los seis primeros meses después de registrado su
lote, habrá hecho permanentes mejoras en el terreno, ya edificando o
cercando, o bien ocupando el terreno en un año de la data del registro;
o en caso de no ocuparlo, pagar en tesorería cinco pesos anuales, y
en caso de no ocuparlo o no pagar la suma antedicha, el título será
considerado como abandonado; proveyéndose que los no residentes en
este país no pueden aprovechar de esta ley; y proveyéndose, además
que los residentes en este territorio que se ausentasen por negocios
particulares por dos años, podrán conservar la propiedad pagando cinco
pesos anuales al tesoro.

“3.ª Ningún individuo podrá tomar posesión de más de un cuarto de
milla cuadrada, o 640 acres, en una forma cuadrada u oblonga. Ningún
individuo podrá poseer dos lotes a un mismo tiempo.

“5.ª Las líneas de los límites de todos los lotes se conformarán tan
aproximadamente cuanto sea posible con los puntos cardinales.”[2]

Este pueblo, lleva, como Vd. ve, en su cerebro, orgánicamente, cual
si fueran una conciencia política, ciertos principios constitutivos
de la asociación: la ciencia política pasada a sentimiento moral
complementario del hombre, del pueblo, de la chusma; la municipalidad
convertida en regla de asociación espontánea; la libertad de conciencia
y de pensamiento; el juicio por jurados. Si quiere Vd. medir el
camino que ha andado aquel pueblo, reuna Vd. un grupo, no del vulgo
de ingleses, franceses, chilenos o argentinos, sino de las clases
cultas, y pídales de improviso que se constituyan en asociación, y
no sabrán qué se les pide, cuanto y más fijar con precisión, como
aquellos aventureros del Oregón, las bases en que ha de reposar el
gobierno de una sociedad que va a nacer, y que, por la distancia y los
desiertos que la dejan separada del resto de la Unión, queda de hecho
y de derecho desligada de la patria común.[3] Algunos años más tarde
de estos rudimentos dispersos, surgirá un territorio; y del territorio
un Estado para aumentar una nueva estrella en la constelación de
los Estados Norteamericanos, con sus mismas leyes, sus prácticas,
sus instituciones civiles y políticas, y sobre todo, con su carácter
peculiar de nacionalidad, marcado con el sello enérgico de aquel coloso.

Hay un fenómeno que se realiza en los Estados Unidos, y que no obstante
de referirse a principios fundamentales inherentes a la especie
humana, no ha sido hasta hoy de una manera precisa establecido. Hasta
de palabra adecuada carecen para indicarlo los idiomas. Pretender
señalarlo en dos páginas sería el índice o el plan de un gran libro.
¿Qué es la moral? El código de preceptos que ha dado en seis mil años
el contacto de un hombre con otro, a fin de que vivan en paz sin
hacerse mal, amándose, procurándose el bien. La moral que nos liga
a Dios por nuestros padres, está después de Confucio, de Sócrates y
Franklin, adivinada, encontrada. Si algo le falta para ser perfecta
por el estudio humano y los sentimientos del corazón, la revelación la
completa en cuanto a la parte de los hombres más desligada de nosotros
mismos, que es el prójimo, el extranjero, el enemigo, clasificaciones
que distinguen tres grados de separación; por las leyes el prójimo es
indiferente; el extranjero, la tela de que se hizo siempre el esclavo;
para el enemigo, cesan todos los vínculos de la familia humana, la
muerte está pronta para él, sin remordimiento, con gloria. Cuando el
hombre se llame el enemigo, entonces deja de formar parte de nuestra
especie; ni las leyes, ni religión alguna han podido hasta hoy nada
contra los efectos morales de esta clasificación.

Pero la moral se refiere a las acciones de los individuos solamente.
¿Cómo se llama aquella otra parte de la vida del hombre, en cuanto
a miembro de un rebaño, de una colmena, o de una bandada, puesto
que pertenece a la especie de los animales gregarios? Preguntádselo
al czar de Rusia, a un lord del parlamento, a Rousseau, a Rosas, a
Franklin, y cada uno os dará un bellísimo sistema de política, esto
es, de preceptos, de obligaciones, derechos y deberes que sirvan de
regla a los individuos en relación con la masa, con la sociedad. Los
unos pretenderán que el _uno_ que gobierna hará para el bien
común todo lo que le dé la gana; otros sostendrán que los lores son
los que tienen el derecho de hacer su soberana voluntad, y no faltará
quien sostenga que cada individuo tiene su parte de ingerencia en los
negocios de todos, bien que esto dependerá de la cantidad de bienes
que haya acumulado, o bien del estado de su razón. La política humana,
pues, no ha hecho tantos progresos como la moral, y puede ser todavía
puesta aquella ciencia primordial en el número de las especulativas,
no obstante referirse al hecho más antiguo, más duradero, más actual,
que es la sociedad en que vivimos. A la especie humana en general
le falta un sentido, si es posible decirlo. A la _conciencia_
que regla las acciones morales entre los hombres, falta añadir otra
cosa que indique con la misma seguridad los deberes y derechos
que constituyen la asociación, la moral en grande, obrando sobre
millones de hombres, entre familias, ciudades, estados y naciones,
completada más tarde por las leyes de la humanidad entera. La ciudad
de Atenas parece que había adquirido este sentimiento; más tarde lo
tuvieron los patricios romanos; pero aquéllo lo destruyeron éstos,
hiriéndolo por la abertura que deja hasta hoy la moral, a saber, por
la clasificación del _enemigo_; y a los últimos los destruyó y
dispersó la _plebe_, que adquiría a la sombra del patriciado
el mismo sentimiento, y por los _extranjeros_, que de enemigos
conquistados, pasaron a sentir la gana de formar parte del senado
romano.

Perdóneme Vd. esta tirada pedantesca, sin la cual no puedo explicar
mi idea. La población en masa de los Estados Unidos ha adquirido este
sentimiento, esta conciencia política, pues no sé qué nombre darle. El
cómo lo ha adquirido lo barruntará Vd. en la historia de los Estados
Unidos por Bancroft. Es un hecho que se ha venido preparando de cuatro
siglos; es la práctica de doctrinas y partidos vencidos y rechazados
en Europa, y que con los peregrinos, los puritanos, los cuáqueros, el
_habeas corpus_, el parlamento, el juri, la tierra despoblada, la
distancia, el aislamiento, la naturaleza salvaje, la independencia,
etc., se ha venido desenvolviendo, perfeccionando, arraigando. En
Inglaterra hay libertades políticas y religiosas para los lores y los
comerciantes; en Francia para los que escriben o gobiernan; el pueblo,
la masa bruta, pobre, desheredada, no _siente_ nada todavía
sobre su posición como miembros de una sociedad; serán gobernados
monárquicamente, aristocráticamente, teocráticamente, según lo quieran,
o no puedan resistirlo, los propietarios, los abogados, los militares,
los literatos.

En Norte América, el yankee será fatalmente republicano, por la
perfección que adquiere su sentimiento político, que es ya claro y fijo
como la conciencia moral; porque es de dogma que la moral es adquirida,
sin lo cual la revelación era inútil, y no se ha hecho revelación
alguna a los hombres para guiarse en sus relaciones con la masa. Si una
parte de la Union defiende y mantiene la esclavitud, es porque en esa
parte la conciencia moral en cuanto al extranjero de raza, aprisionado,
cazado, débil, ignorante, está en la categoría del _enemigo_, y
por tanto, la moral no le favorece; pero, en todos los demás Estados,
en todas las clases, o más bien, en la clase única que forma la
sociedad, el sentimiento _político_, que debe ser inherente al
hombre, como la razón y la conciencia, está completamente desenvuelto.
De aquí nace que donde quiera que se reunan diez yankees, pobres,
andrajosos, estúpidos, antes de poner el hacha al pie de los árboles
para construirse una morada, se reunen para arreglar las bases de la
asociación; un día llegará en que no se escriba este pacto, porque
estará sobre-entendido siempre: y este pacto es, como ha visto usted en
la ley orgánica del Oregon, una serie de dogmas, un decálogo. Cada uno
creerá lo que cree; cada uno nombrará quien haya de gobernarlo; cada
uno dirá de palabra y por escrito su pensamiento; será juzgado por un
jurado, y se le admitirá fianza de cárcel segura por todo delito que no
merezca pena capital.

Pero esta parte es solo la que puede formularse, que hay otra que
está en las ideas y en las adquisiciones hechas; y es la más digna
de estudiarse. Por ejemplo: un hombre no llega a la plenitud de su
desenvolvimiento moral e inteligente sino por la educación; luego la
sociedad debe completar al padre en la crianza de su hijo. Las escuelas
gratuítas son coetáneas y a veces anteriores a la fundación de una
villa. La sociedad necesita tener una voz suya, como cada individuo
tiene la que le sirve para expresar sus sentimientos, opiniones y
deseos; luego habrá _meetings_ y cámara de representantes que
_enacte_ todos los quereres, y prensa diaria que se ocupe de los
intereses, pasiones e ideas de grandes masas. Como la sociedad, aunque
naciendo en el seno de los bosques, es hija y heredera de todas las
adquisiciones de la civilización del mundo, aspirará a tener desde
luego, o lo más pronto, posta diaria, caminos, puertos, ferrocarriles,
telégrafos, etc., y de pieza en pieza llega usted hasta el arado, el
vestido, los utensilios de cocina perfeccionados, de patente, el último
resultado de la ciencia humana para todos, para cada uno.

Estos detalles, que pueden parecer triviales, constituyen, sin embargo,
un hecho único en la historia del mundo. Vengo de recorrer la Europa,
de admirar sus monumentos, de prosternarme ante su ciencia, asombrado
todavía de los prodigios de sus artes; pero he visto sus millones de
campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser
contados entre los hombres; la costra de mugre que cubre sus cuerpos,
los harapos y andrajos de que visten, no revelan bastante las tinieblas
de su espíritu; y en materia de política, de organización social,
aquellas tinieblas alcanzan a obscurecer la mente de los sabios, de
los banqueros y de los nobles. Imagínese usted veinte millones de
hombres que saben lo bastante, leen diariamente lo necesario para tener
en ejercicio su razón, sus pasiones públicas o políticas; que tienen
que comer y vestir, que en la pobreza mantienen esperanzas fundadas,
realizables de un porvenir feliz, que alojan en sus viajes en un hotel
cómodo y espacioso, que viajan sentados en cojines muelles, que llevan
cartera y mapa geográfico en su bolsillo, que vuelan por los aires
en alas del vapor, que están diariamente al corriente de todo lo que
pasa en el mundo, que discuten sin cesar sobre intereses públicos
que los agitan vivamente, que se sienten legisladores y artífices de
la prosperidad nacional; imagínese usted este cúmulo de actividad,
de goces, de fuerzas, de progresos, obrando a un tiempo sobre los
veinte millones, con rarísimas excepciones, y sentirá usted lo que
he sentido yo, al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas
parece que brilla con más vivacidad el sol, y cuyos miembros muestran
en sus proyectos, empresas y trabajos una virilidad que deja muy atrás
a la especie humana en general. Los norteamericanos sólo pueden ser
comparados hoy a los romanos antiguos, sin otra diferencia que los
primeros conquistan sobre la naturaleza ruda por el trabajo propio,
mientras los otros se apoderaban por la guerra del fruto creado por el
trabajo ajeno. La misma superioridad viril, la misma pertinencia, la
misma estrategia, la misma preocupación de un porvenir de poder y de
grandeza.

Su buque es el mejor del mundo, el más barato, el más grande. Si en
alta mar encontráis en un día de bolina una nave que cruza arrebatada
por la borrasca, cuyas bocanadas inflan a reventar las velas, juanetes,
alas y arrastraderas, el capitán francés, español o inglés de vuestro
buque que ha tomado rizos a la vela mayor, os dirá a qué nación
pertenece; os dirá, rechinando los dientes de cólera que es yankee; lo
conoce en el tamaño, en la audacia, y más que todo en que pasa rozando
su buque sin izar la bandera para saludarlo.

En los puertos o docks europeos vuestra vista tropezará con un
departamento especial en que están reunidas fragatas colosales, que
parecen pertenecer a otro mundo, a otros hombres; son los buques
yankees que principiaron por agrandarse para contener mayor número de
balas de algodón y han concluído por hacer un género en la construcción
naval. Quince buques de vapor de los que hacen el servicio del Hudson,
unidos por sus quillas y proas describen una calle de madera de una
milla de largo. Si en un día de tempestad veis en el Havre o en
Liverpool un buque empeñado en tomar la mar, es un buque yankee que
tenía anunciada para aquel día su salida, y que el honor al pabellón,
la gloria de las estrellas de su bandera, le prohiben aguardar, como
lo harán los buques de otras naciones, a que el viento abonance.
¿Qué buques son los que persiguen las ballenas en los mares polares?
Son casi exclusivamente los norteamericanos; y dentro de ese casco
solitario, de aquel _squatter_ de las aguas, encontraréis una
tripulación escasa, que no bebe licores, porque pertenece a la sociedad
de templanza, hombres endurecidos en las fatigas, que arrancan a los
peligros de la muerte un peculio para establecerse en los Estados
cuando vuelvan, para tomar un lote de tierra y labrarse una propiedad
y levantar una casa, y contar a sus hijos alrededor de la estufa de
hierro colado sus aventuras de mar. El año pasado la reina Victoria se
paseaba en su suntuoso _yacht_, acompañada del príncipe Alberto,
por la bahía de Falmouth. Los buques todos estaban empavesados para
honrar a las regias visitas. Sobre el tope del palo mayor de una
fragata norteamericana veíase un marinero yankee parado en un pie,
balanceándose con el buque que se mecía sobre sus anclas y tendiendo al
aire su sombrero en una mano en señal de saludo. He aquí la expresión
jeroglífica de la marina yankee. La reina se enfermó a la vista de
aquel espectáculo. Un marinero inglés hubo, picado de amor nacional, de
repetir la prueba. La reina lo prohibió con sus señales de espanto. ¿Lo
habría hecho? No lo hizo, y eso basta. Era una imitación de la audacia
ajena; el hombre es capaz de eso y mucho más; pero sólo el genio de un
pueblo inspira la idea y el coraje de ejecutarlo.

Me detengo en este punto de la marina norteamericana, porque el buque
es para el yankee su medio internacional, la prolongación de su nación
para ponerse en contacto con todas las otras de la tierra; y en esta
época de movimiento universal, el pueblo que tenga buques más ligeros,
de construcción más barata y por tanto de fletes menos subidos, es el
rey del universo. En el Mediterráneo, en los mares de la India y el
Pacífico, anulan, suprimen y alejan de día en día toda otra marina y
todo otro comercio que el suyo. Oh, reyes de la tierra, que habéis
insultado por tantos siglos a la especie humana, que habéis puesto
el pie de nuestros esbirros sobre los progresos de la razón y del
sentimiento político de los pueblos revolucionarios, dentro de veinte
años, el nombre de la República norteamericana será para vosotros
como el de Roma para los reyes bárbaros. Las teorías, las utopías, de
vuestros filósofos, desacreditadas, ridiculizadas por la tradición, la
legitimidad, el _hecho consumado_, bien entendido que apoyados en
medio millón de bayonetas, para que el ridículo sea eficaz, encontrarán
el hecho también luminoso y triunfante.

Cuando los Estados de la Unión se cuenten por centenares, y los
habitantes por cientos de millones, educados, vestidos y hartos, ¿qué
váis a oponer a la voluntad tan soberana de la gran República en los
negocios del mundo? ¿Vuestros guardianes de pordioseros? ¡Pero os
olvidáis de las naves americanas que os bloquearían en todos los mares,
en todos los puertos! Dios ha querido, al fin, que se hallen reunidos
en un solo hecho, en una sola nación, la tierra virgen que permite a
la sociedad dilatarse hasta el infinito, sin temor de la miseria; el
hierro que completa las fuerzas humanas; el carbón de piedra que agita
las máquinas; los bosques que proveen de materiales a la arquitectura
naval; la educación popular, que desenvuelve por la instrucción general
la fuerza de producción en todos los individuos de una nación; la
libertad religiosa que atrae a los pueblos en masa a incorporarse en
la población; la libertad política que mira con horror el despotismo y
las familias privilegiadas; la República, en fin, fuerte, ascendente
como un astro nuevo en el cielo; y todos estos hechos se eslabonan
entre sí, la libertad y la tierra abundante; el hierro y el genio
industrial; la democracia y la superioridad de los buques. Empeñaos en
desunirlos por las teorías y la especulación; decid que la libertad,
la educación popular, no entran por nada en esta prosperidad inaudita,
que conduce fatalmente a una supremacía indisputable; el _hecho_
será siempre el mismo, que en las monarquías europeas se han reunido la
decrepitud, las revoluciones, la pobreza, la ignorancia, la barbarie
y la degradación del mayor número. Escupid al cielo, y ponderadnos
las ventajas de la monarquía. La tierra se os vuelve estéril bajo las
plantas, y la República os lleva sus cereales para alimentaros; la
ignorancia de la muchedumbre sirve de base a vuestros tronos, y la
corona que orna vuestras sienes brilla cual flor sobre ruinas; medio
millón de soldados guardan el equilibrio de los celos y de la envidia
de unos soberanos con otros, mientras la República, colocada por la
Providencia en terreno propicio, como colmena de abejas, ahorra esas
sumas inmensas para convertirlas en medios de prosperidad que da su
rédito en acrecentamiento de poder y de fuerza. Vuestra ciencia y
vuestras vigilias sirven sólo para aumentar el esplendor de aquélla.
_Sic vos non vobis_ inventáis telégrafos eléctricos para que la
unión active sus comunicaciones; _sic vos non vobis_ creasteis los
rieles para que rodasen las producciones y el comercio norteamericano.
Franklin tuvo la audacia de presentarse en la corte más fastuosa del
mundo con sus zapatos herrados de labriego y sus vestidos de paño
burdo; vosotros tendréis un día que esconder vuestros cetros, coronas y
zarandajas doradas para presentaros ante la República, por temor de que
no os ponga a la puerta, como a cómicos o truhanes de carnestolendas.

¡Oh! me exalta, mi querido amigo, la idea de presentir el momento en
que los sufrimientos de tantos siglos, de tantos millones de hombres,
la violación de tantos principios santos, por la fuerza material
de los hechos elevados a teoría, a ciencia, encontrarán también el
_hecho_ que los aplaste, los domine y desmoralice. ¡El día
del grande escándalo de la República fuerte, rica de centenares de
millones, no está lejos! El progreso de la población norteamericana lo
está indicando; ella aumenta como ciento, y las otras naciones sólo
como uno; las cifras van a equilibrarse y a cambiar en seguida las
proporciones; y ¿estas cifras numéricas no expresarán lo que encierra
en sí de fuerzas productoras y de energía física y moral del pueblo
avezado a las prácticas de la libertad, del trabajo y de la asociación?

[1] _Journal of Travels over the Rocky Mountains to the Mouth of the
Columbia River, made the years 1845 and 1846._

[2] Ley orgánica del Oregón, sancionada el 5 de julio de 1845.

[3] El presidente de Estados Unidos, en el Mensaje de 1848, pedía que
se invitase a los habitantes del Oregón a entrar en relaciones con la
Unión y reconociesen la autoridad común, como un territorio.


AVARICIA Y MALA FE

Tan fatigado lo considero de seguirme en estas excursiones que al
rápido andar de las ideas hago por los extremos aportados de la Unión,
tras de alguna manifestación de la vida de este pueblo, que para
su solaz quiero en adelante, en vías de puntos de descanso, poner
epígrafes a las materias que iré tratando. Usted ha comprendido, sin
duda, que el que precede anuncia que voy a hablar del carácter moral
de esta nación. En aquellas dos palabras se reasume, en efecto, el
reproche que hacen, más bien diré, el tizne que afea el carácter moral
yankee, y el entusiasmo por las instituciones democráticas se resfría
al ver las brechas que a la moral individual hacen, y no hay pueblo
medio civilizado que no se sienta superior a los yankees por este lado
al menos, al revés de las grandes naciones antiguas y modernas, de Roma
y la Inglaterra, en que el Estado era un bandido famoso, mientras los
individuos que lo componían practicaban las virtudes más austeras.

Los Estados Unidos como gobierno son irreprochables en sus actos
públicos, mientras que los individuos que lo forman adolecen de
vicios repugnantes de que se creen menos sujetas las demás naciones.
¿Dependerá esto de una peculiaridad de la raza sajona? ¿Vendrá de la
amalgama de tantos pueblos diversos? ¿Será fruto ingrato de la libertad
y de la democracia?

No se espante si muestro que a esta última causa más que a otra
ninguna atribuyo el mal moral que aqueja a aquellos pueblos. La
avaricia es hija legítima de la igualdad, como el fraude viene ¡¡cosa
extraña al parecer!! de la libertad misma. Es la especie humana que se
muestra allí, sin disfraz alguno, tal como ella es, en el período de
civilización que ha alcanzado, y tal como se mostrará todavía durante
algunos siglos más, mientras no se termine la profunda revolución que
se está obrando en los destinos humanos, cuya delantera llevan los
Estados Unidos.

El mundo se transforma, y la moral también. No se escandalice usted.
Como la aplicación del vapor a la locomoción, como la electricidad a la
transmisión de la palabra, los Estados Unidos han precedido a todos los
demás pueblos en añadir un principio a la moral humana en relación con
la democracia. ¡Franklin! Todos los moralistas antiguos y modernos han
seguido las huellas de una moral que, dando por sentada, por fatal y
necesaria la existencia de una gran masa de sufrimientos, de pobreza y
de abyecciones, localizaba el sentimiento moral, dando por atenuaciones
la limosna del rico y la resignación del pobre. Desde las castas
inmóviles de indios y egipcios, hasta la esclavitud y el proletariado
normal de la Europa, todos los sistemas de moral han flaqueado por
ahí. Franklin ha sido el primero que ha dicho: bienestar y virtud; sed
virtuosos para que podáis adquirir; adquirid para poder ser virtuosos.
Mucho se aproximaba Moisés en sus doctrinas morales a estos principios,
cuando decía: honrad a vuestros padres para que así viváis largo tiempo
sobre la tierra prometida. Todas las leyes modernas están basadas en
este principio nuevo de moral. Abrir a la sociedad en masa, de par en
par, las puertas al bienestar y a la riqueza.

Allá va el mundo en masa, y sabe Dios los dolores que va a costar
habituar a los goces de la vida, despertar la inteligencia de esos
millones de seres humanos que durante tantos miles de años han servido
para abrigar con el calor de sus entrañas los pies de los nobles que
volvían de la caza. ¿Qué es el capital? preguntan hoy los economistas.
El capital es el representante del trabajo de las generaciones pasadas
legado a las presentes; tienen capitales los que han heredado el fruto
del trabajo de los siglos pasados, como las aristocracias, y los que
lo han adquirido en este y el pasado siglo con los descubrimientos de
las ciencias industriales y las especulaciones del comercio; es decir,
poquísimos en proporción de la masa pobre de las naciones. He aquí, en
mi humilde sentir, el origen de la desenfrenada pasión norteamericana.
Veinte millones de seres humanos, todos a un tiempo, están haciendo
capital, para ellos y para sus hijos; nación que nació ayer en suelo
virgen y a quién los siglos pasados no le habían dejado en herencia
sino bosques primitivos, ríos inexplorados, tierras incultas. Despertad
en Francia o en Inglaterra, por ejemplo, esos veinte millones de
pobres que trabajando veinte horas diarias, se amotinan por conseguir
solamente que el salario les baste para no morir de hambre, sin aspirar
a un porvenir mejor, sin osar soñarlo siquiera, como pretensiones
impropias de su esfera; poned a los rotos de Chile en la alta esfera
de las especulaciones, con la idea fija de hacer pronto una fortuna
de cincuenta mil pesos, y veréis mostrarse entonces las pasiones
infernales que están aletargadas en el ánimo del pueblo. El roto os
pide diez reales por el objeto que venderá por uno, si le ofrecen
uno, y todavía os habrá engañado. Un chileno cree honrada a la masa
de su nación por serlo él y por desprecio al miserable roto, que, sin
embargo, forma la gran mayoría. Tal es la explicación del fenómeno
que llama la atención en los Estados Unidos. Toda la energía del
carácter de la nación en masa está aplicada a esta grande empresa de
las generaciones actuales, acumular capital, apropiarse el mayor número
de bienes para establecerse en la vida. La revolución francesa vió por
otro camino, aunque conduciendo al mismo fin, desenvolverse la energía
moral de la nación; la gloria militar puesta al alcance de quién
supiera conquistarla, el bastón de mariscal en la boca de los cañones
del enemigo, y sabe usted los prodigios obrados por aquella nación.

El norteamericano lucha con la naturaleza, se endurece contra las
dificultades por llegar al supremo bien que su posición social le hace
codiciar: el bienestar; y si la moral se pone de por medio cuando
él iba a tocar su bien, ¿qué extraño es que la aparte a un lado lo
bastante para pasar, o la dé un empellón si persiste en interponerse?
Porque el norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no
muy moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de
desenvolvimiento bajo una apariencia común. ¿Quién es este hombre? se
preguntará usted en cualquiera parte del mundo; y su fisonomía exterior
le responderá: es un roto, un labriego, un mendigo, un clérigo, un
comerciante. En los Estados Unidos todos los hombres son a la vista un
solo hombre, el norteamericano. Así, pues, la libertad y la igualdad
producen aquellos defectos morales, que no existen tan aparentes en
otras partes, porque el grueso de la nación está inhabilitado para
manifestarlos. ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser
picados por la tarántula!

Contribuyen a hacerlo más manifiesto las peculiaridades de la
organización de aquel país. Es tal el sentimiento de vida que se
experimenta en los Estados Unidos, tal la confianza en el porvenir,
tal la fe que se tiene en los resultados del trabajo, y tan grande
la esfera del movimiento, que el crédito reposa en la existencia del
individuo más bien que en la garantía de la propiedad. Un hombre
trabajando adquirirá infaliblemente. La estadística de la progresión
en que va la riqueza lo demuestra; luego, todo hombre que trabaja
tiene crédito. Ejemplo: un individuo remonta el Mississipi en un
vapor y propone la compra de 4000 barricas de harina. El vendedor
dice su precio y queda aceptado, después de preguntar quién es el
banquero del comprador. El vendedor escribe a Nueva York al banquero
indicado, pidiendo la solvibilidad del individuo, y con la respuesta:
posee 4000 pesos, crédito bueno, el contrato queda concluído a cuatro
meses de plazo, a pagar en Londres, donde se venderá la harina al
banquero del vendedor. Llegado el término del contrato el vendedor
ve el precio corriente de las harinas en Londres, en la época en que
ha debido efectuarse la venta y ya sabe a qué atenerse en cuanto a
la solvibilidad de su deudor. ¡Cuántos tropezones ha dado un yankee
para llegar a tener fortuna! Aquí llamamos quiebras; allá negocios
frustrados solamente, que irritan la actividad en lugar de paralizarla.

Cuando el especulador es un Estado, el pícaro se presenta más
desfachatado. El Estado agencia capitales en Inglaterra para abrir
caminos de hierro, los obtiene y realiza su empresa; pero como es un
Estado naciente del Oeste, donde la población y la riqueza no son
grandes, los peajes no producen por largos años el interés del dinero,
el Estado deudor promete, aplaza de hoy a mañana el pago sinceramente,
miente, en seguida, por necesidad, se enfada de que le estén exigiendo,
y últimamente, un día amanece de mal humor, pone a la puerta al
acreedor importuno, y le declara en sus propias barbas, y a la faz
de todo el mundo, que _repudia_ la deuda, es decir que no paga.
¿Demandarlo? ¿Ante quién? He aquí el primer pícaro que se presenta
en el mundo, que no conoce juez en la tierra; el pueblo soberano. El
Presidente, el Congreso, el Juez supremo nada pueden contra esta clase
de bellacos. El gobierno mismo del Estado nada puede; ni la clase culta
y por tanto con vergüenza, porque emanando el poder del voto de la
muchedumbre ignorante y bribona, no acepta esta contribución nueva para
pagar la deuda contraída. Así se han conducido Mississipi, Illinois,
Indiana, Michigan, Arkansas y algunos otros más. ¡Qué bulla han metido
los banqueros en Londres con aquella magnífica muestra de la más
insigne felonía! Y, ¿qué remedio?

Aquí principia el reverso de la medalla. Los diarios de Europa hacen
llover como sobre Sodoma y Gomorra el fuego de la execración universal,
y los Estados alzados se ríen con insolencia de tales bravatas. Mas en
los Estados que no han participado del crimen, principia una reacción
en nombre de la dignidad nacional, del honor de la Unión mancillado,
y los delincuentes soberanos empiezan a ponerse serios. Una línea de
circunvalación se establece en torno de ellos, y desde allí la opinión
pública los fulmina a mansalva. La clase ilustrada de los Estados que
han _repudiado_ las deudas siente la indignidad del procedimiento;
pero ¿qué hacer contra la mayoría que lo sostiene? Un diario entra
tímidamente en la cuestión; copia como por incidente algún artículo
censorio. Desde luego reconoce que dadas las circunstancias en que el
Estado se halló, y la insolencia de los ingleses, hizo perfectamente
bien, y les ha dado una lección severa, para que en adelante respeten
mejor la dignidad de un Estado soberano (tramposo). Pero las
circunstancias empiezan a cambiar felizmente la propiedad se desarrolla
rápidamente. ¿No convendría, _to repeal_ la _repudiación_?
¿Al menos reconsiderar el asunto, arbitrar medios, etc.?

El pueblo soberano oye ya sin enojarse. Al día siguiente le insinúan
ideas de honor, sentimientos de generosidad, hasta que al fin la
opinión pública se forma, la reprobación excitada afuera halla ecos
en el Estado, un sentimiento de vergüenza apunta en los semblantes;
voces enérgicas se levantan en la minoría del Congreso, el movimiento
se generaliza, y el Estado criminal vuelve sobre sus pasos, entabla
negociaciones con los banqueros defraudados, y concluye por reconocer
por legítima la deuda del capital, y ofrece un 60 por ciento de los
intereses. Otro Estado, no habiendo podido terminar el canal en que
invirtió los capitales, pide que se le den las sumas necesarias para
llevarlo a cabo, y pagará todo. Un Estado, en fin, permanece inerte en
despecho del clamoreo universal, porque es muy pobre, muy apartado, y
no se admire usted, muy bruto.

Esto último requiere explicaciones.


GEOGRAFIA MORAL

Había pintado el plan iconográfico de la viabilidad de los Estados
Unidos, que si no es la base de la prosperidad de aquel país, es su
instrumento, como los dedos del hombre son los fieles ejecutores de su
pensamiento. Hay, también, una geografía moral en aquel país, cuyas
facciones principales necesito señalar. Conocido el suelo, verá usted
las corrientes civilizadoras que llevan a todos los extremos de la
Unión la mejora, la luz y el progreso moral.

Conoce usted la historia y la colocación de los trece Estados
primitivos de la Unión americana. Dos siglos habían depositado allí
las grandes ideas políticas y religiosas que la Inglaterra había
arrojado sucesivamente de su seno. Bancroft ha hecho el inventario de
esas ideas, colocándolas cada una en la localidad que ocuparon desde
su establecimiento, con los peregrinos en la Nueva Inglaterra, con
los cuáqueros en la Pensilvania, con los católicos en el Maryland.
Aquella colonización fué menos de hombres que se trasladaban de un
país a otro, que de ideas políticas y religiosas que pedían aire y
espacio para explayarse. Sus frutos han sido la república americana,
frutos muy anteriores a la revolución francesa. La declaración de los
derechos del hombre hecha por el Congreso de los Estados Unidos en
1776, es la primera página de la historia del mundo moderno, y todas
las revoluciones políticas que se seguirán en la tierra, un comentario
de aquellos simples dogmas del sentido común.

La declaración de la independencia fué como aquel creced y multiplicaos
de Dios a los hebreos. Desde entonces las ideas y los hombres se
pusieron en marcha hacia el interior; la república empezó a parir
_territorios_ que se convertían luego en _Estados_, como
un pólipo que echa al costado de su tronco nuevas ramas. Observe el
movimiento de las repúblicas sudamericanas desde su independencia
adelante, y verá cuán notable es la diferencia. Chile subdivide sus
antiguas provincias, pero sin aumentar ni el territorio poblado, ni el
número de sus ciudades. Las antiguas Provincias Unidas del Río de la
Plata ven desmembrarse su territorio, y de sus fragmentos constituirse
estados raquíticos y absurdos, mientras que las provincias que aún
quedan llevando el nombre argentino, se despueblan de día en día,
extinguiéndose sus antiguos planteles de ciudades como luces que se
apagan. Maine tenía, por ejemplo, en 1790, 96.000 habitantes; 151.000
en 1800; 228.705 en 1810; 400.000 en 1830; 501.793 en 1840. Nueva York
tenía 340.120 en 1790; 586.766 en 1800; 959.949 en 1810; 1.372.812 en
1820; 1.918.608 en 1830; 2.428.921 en 1840.

Pero a este movimiento de concentración se añade otro de dilatación.
Mississipi aparece en 1800 con 8.850 habitantes; en 1840, contaba ya
375.651. Arkansas no suena hasta 1820, en que presenta una población
de 14.273 habitantes; en 1840 tiene cerca de cien mil. Indiana
contaba en 1810, 4.762; treinta años después, 685.866. Ultimamente
Ohio, que en 1800 registró una población de 40.365, contaba en 1840
un acrecentamiento de más de millón y medio. Asómbrese usted de
este diluvio de hombres que los primeros colonos en un desierto ven
llegar y establecerse en los alrededores. Me han mostrado un hombre
que no era viejo, el cual había visto nacer, desenvolverse y crecer
uno de aquellos grandes estados. ¿De dónde salen estos hombres,
desde que ya no hay Deucaliones que los produzcan tirando piedras
hacia atrás? La inmigración europea figura en segundo plano en estas
sucesivas inmigraciones, por más que aparentemente sea su número muy
considerable. Los Estados viejos o adultos engendran a los que van
apareciendo. El _indian hater_, odiador del indio, va adelante,
esparciendo los miembros de esta singular secta instintiva, que tiene
por único dogma perseguir al salvaje, por único apetito el exterminio
de las razas indígenas. Nadie lo ha mandado; él va solo al bosque
con su rifle y sus perros a dar caza a los salvajes, ahuyentarlos
y hacerles abandonar las cacerías de sus padres. Detrás vienen los
_squatters_, misántropos que buscan la soledad por morada, el
peligro por emociones, y el trabajo de desmontar por solaz. Siguen a
distancia los _pioneers_ abriendo las selvas, sembrando la tierra
y diseminándose en una grande esfera. Vienen en seguida los empresarios
capitalistas con emigrantes por peones, y fundando ciudades y aldeas
según que los accidentes del terreno lo aconsejan. Sobre estos cuadros
viene en seguida a colocarse la inmigración propietaria, mecánica,
industrial, joven, que se desprende de los Estados antiguos a buscar y
crear la fortuna.

En esta expansión de la población norteamericana se muestran grados
de civilización muy marcados, desapareciendo casi del todo en los
extremos, al oeste por la diseminación de los habitantes y la rudeza de
las ocupaciones campestres, al sur por la presencia de los esclavos, y
por las tradiciones españolas o francesas. Medio siglo bastaría para
que la barbarie incurable de nuestras campañas argentinas se mostrase
en las extremidades de la Unión, si los elementos vivos de regeneración
que encierra aquel país no constituyesen un flujo y reflujo que tiene
en actividad toda la masa, y evita que las partes lejanas o aisladas se
estagnen y degeneren.

¡La inmigración europea es allí un elemento de barbarie, quién lo
creyera! El europeo, irlandés o alemán, francés o español, salvo
las excepciones naturales, sale de las clases menesterosas de
Europa, ignorante de ordinario, y siempre no avezado a las prácticas
republicanas de la tierra. ¿Cómo hacer que el inmigrante comprenda
de un golpe aquel complicado mecanismo de instituciones municipales,
provinciales y nacionales, y más que todo, que se apasione como el
yankee por cada una de ellas, y las crea ligadas con su existencia y
como parte de su ser, de tal manera que si descuidara ocuparse de ellas
y de los intereses a que se ligan, temería que su vida y su conciencia
estaban a un tiempo en peligro? ¿Cómo habituarlo al _meeting_ a
que a cada instante recurre el pueblo para expresar _his sentiment;_
y una vez expresado, una vez votados una serie de _and to be further
resolved_, sentir aquel desahogo y como descargo de un peso que
experimenta el norteamericano, como si hubiera producido un hecho, o
desvanecido la opinión que combate? Así es que los extranjeros son en
los Estados Unidos la piedra de escándalo, y la levadura de corrupción
que se introduce anualmente en la masa de la sangre de aquella nación
tan antiguamente educada en las prácticas de la libertad. El partido
_whig_, que es la parte más racional de la nación, ha intentado
muchas veces poner trabas a la inmigración, y sobre todo prolongar
por muchos años el aprendizaje, que requiere el uso de los derechos
políticos. El partido nativista, hoy extinto, trató de crear una
especie de fanatismo nacional, parecido, aunque por motivos contrarios,
a nuestro _americanismo_; pero disiparon luego el interés de cada
Estado naciente los primeros nubarrones de preocupación que empezaban a
levantarse. Los Estados antiguos podían prescindir de los extranjeros,
pues que ya estaban densamente poblados y ofrecen poco aliciente a
los advenedizos. No así los estados del oeste, que pusieron desde
entonces en pública subasta la ciudadanía, bajando a porfía los años
de residencia y excusando requisitos para obtenerla.

Contra esta relajación de la disciplina de los mayores y la más
sensible que trae la diseminación de la población de las campañas, la
organización social de aquel país tiene medios eficacísimos y que ya
hubieran producido sus resultados, si no fuese una obra interminable
mientras continúen llegando _i barbari_ de Europa por centenas de
miles, y hayan acres de bosques por descuajar por millares de millones.
Estas fuerzas de atracción, depuración y pulimento, son tan importantes
que me permitirá usted irlas enumerando.

La posta diaria es la que más sensiblemente obra. La posta sonará a
las puertas de cada aldea lejana y depositará en ella, en algún papel
público, un tópico de conversación, y una noticia de las novedades de
la Unión. Usted concibe que es imposible barbarizarse donde la posta,
como una gotera diaria, está disolviendo toda indiferencia nacida del
aislamiento. No olvide que esta posta recorre 134.000 millas, y que en
partes tiene por auxiliar el telégrafo.

Paso por alto la influencia civilizadora e irritante de la prensa
periódica.

El juicio por jurados llama a los hombres de las campañas a cada
instante a reunirse, para juzgar causas criminales, y el payo juez
oye la acusación y la defensa, pesa las razones, compulsa leyes, se
habitúa a su mecanismo y juzga con toda seguridad de conciencia. El
hábito del jurado ha creado el crimen civil, impune, horrible, que
se llama la _Ley de Lynch_. Como Jesús decía: “Donde quiera que
estaréis reunidos tres en mi nombre, yo estaré con vosotros”, la
_Lynch’s law_ ha dicho al yankee de los bosques: “Donde quiera
que os reunáis siete en nombre de la voluntad del pueblo, la justicia
será con vosotros”. Guárdese usted en el Far-West o en los Estados
de esclavos de encontrarse con siete hombres reunidos y provocar sus
pasiones. Será usted colgado por aquellos jueces, más terribles y más
arbitrarios que los jueces invisibles de los tribunales secretos de
la Alemania antigua. La ley lo permite, y aquellas conciencias torvas
quedan exentas de todo remordimiento, ni más ni menos que el inquisidor
español que veía arder la víctima que con sus ardides había llevado a
la hoguera; así la religión y la democracia caen en el crimen cuando se
exageran sus principios y sus objetos.

No ejerce menor influencia civilizadora la elección de presidente.
El norteamericano hace cincuenta elecciones al año. Derrotado en el
consejo de instrucción pública, se echa con el mismo ardor en la
de sacristán de su capilla; si pierde allí, espera con redoblado
encarnizamiento la de _attorney_, la de diputados para su Estado
o la de gobernador. No lo exalta menos la que requiere la renovación
de las cámaras, e incuba un año entero su ojeriza contra un candidato
para la presidencia y su amor por otro. Entonces la Unión se agita por
sus cimientos; los _squatters_ salen de los bosques como sombras
evocadas por un conjuro. La suerte de cada uno de aquellos galápagos,
está comprometida en el éxito; amenaza no sobrevivir al triunfo del
candidato _whig_, cual si dijéramos retrógrado; y si el escrutinio
deja burladas sus esperanzas, aprieta los puños se alejan en dirección
a su morada, jurando desquitarse en la elección de pastor de su
doctrina.

La elección de presidente es, pues, el único vínculo que une entre
sí a todos los extremos de la Unión, la preocupación nacional única
que conmueve a un tiempo a todos los hombres y a todos los Estados.
La lucha electoral, es, por tanto, un despertador, una escuela y un
estimulante que hace revivir la vida adormecida por las distancias y la
rudeza del trabajo.

Pero el mayor de todos los reactivos constitúyelo el sentimiento
religioso. Pasma, sin duda, a un católico tibio que llega de nuestros
países ver la escala extensa y elevada en que la religión obra, en
medio de aquella extrema libertad. Desde luego la Biblia está en toda
la Unión, desde el _loghouse_ del bosque hasta los hoteles de las
grandes ciudades, obrando en bien y en mal, los efectos de su lectura
diaria. Digo en mal, porque el apego a la letra del texto produce
consecuencias desastrosas en los ánimos estrechos. Sábese que en la
nueva Inglaterra rigieron por mucho tiempo las leyes de Moisés; tal
era y es aún la idea de la perfección inmaculada de cada frase y de
cada versículo de la Biblia. A bordo de un buque se hablaba de las
maravillas del cloroformo. Un médico aseguraba que podía aplicarse
sin peligro a los alumbramientos.--¿Y usted lo aplicará a su mujer?
preguntaba un puritano presente.--¿Por qué no?--Pues yo no lo haría,
replicó seriamente el interlocutor.--Eso depende del grado de confianza
de cada uno en su eficacia.--No, señor; el Génesis dice: parirá la
mujer con dolores; y usted contraría la voluntad de Dios. Como se ve,
la cuestión del cloroformo era mirada por el lado de la conciencia, y
medida su bondad en el cartabón de la Biblia.

El acento nasal de los yanquis, más pronunciado en el interior,
viéneles de la lectura cotidiana de la Biblia; pero en despecho de
estos pequeños inconvenientes, produce, por otra parte, resultados
inmensos. La historia aunque trunca, los preceptos de la moral, las
frases evangélicas, se pegan a la mente del lector; y la plática del
pastor se refiere cual comentario a aquellos puntos que el oyente
conoce y sobre cuya significación su ruda mente pedía esclarecimientos.
La lluvia de la palabra cae entonces sobre terreno abierto y sediente,
y no como la de nuestros predicadores ordinarios, que la arrojan
al viento en las plazas públicas, condimentándolas no pocas veces
con groserías para que sirvan éstas de mordiente al caer sobre las
naturalezas brutas del pueblo. La polémica de las sectas da más
animación y actualidad a estas lecturas, y la vida entera de un hombre
no basta para penetrar en los misterios que encierra en inmenso
catálogo su libro sagrado. Sesenta y siete colegios de teología
difunden por toda la Unión la ciencia religiosa, mientras que alcanzan
apenas a diez los consagrados a las leyes, produciendo, sin embargo,
un número de más de veinte mil abogados. El número de obras originales
sobre aquel punto es tres veces mayor en los Estados Unidos que el de
otras consagradas a investigaciones de la ciencia. Esta peculiaridad
nacional hará de aquel pueblo una entidad aparte en el mundo moderno.

Para mantener el fuego sagrado, hay en viaje permanente por las
campañas remotas, millares de pastores viajeros, que pasan toda
su vida en misión; hombres rudos y enérgicos que llevan a todas
partes la agitación, despiertan los ánimos, excitándolos a la
contemplación de las verdades eternas. Son éstos verdaderos ejercicios
espirituales, como los de los católicos; más espirituales aún, pues,
sin amedrentarlos con las penas del infierno, el pastor o los pastores
reunidos en un mitin religioso, al aire libre o en algún galpón
improvisado, sacuden las embotadas inteligencias de los campesinos,
les presentan la imagen de Dios en formas grandiosas, inconcebibles;
y cuando el estimulante ha producido su efecto, envían a las mujeres
al bosque de un lado y a los hombres del otro, para que mediten a sus
solas, se encuentren en presencia de sí mismos viendo su nada, su
desamparo y sus defectos morales.

Los resultados de esta curación moral son extraños e inexplicables.
Las mujeres entran en delirio, se tuercen y revuelcan por el suelo,
echando espumarajos; lloran los hombres y aprietan los puños, hasta
que, al fin, un himno religioso, entonado en coro, empieza, lentamente,
a dulcificar aquellas santas amarguras; la razón recobra su imperio,
la conciencia se aquieta y tranquiliza, y una profunda melancolía se
pinta en los semblantes, mezclada de síntomas de bondad moral, como si
hubiese robustecídose el sentimiento de lo justo con aquel vomitivo
aplicado al espíritu. Los profanos que han presenciado estas escenas
en las campañas, atribuyen aquellos efectos singulares de la palabra
a la excitación que producen sobre el cerebro las ideas elevadas,
en personas que por la monotonía de la vida aislada que llevan,
pasan meses enteros sin experimentar emoción alguna de placer ni de
dolor. Es aquel un drama entre Dios y la criatura, cuyas peripecias
tienen despierto al auditorio que es la parte más activa de la
representación. Acaso el cerebro tiene movimientos y revoluciones como
otros órganos del cuerpo humano también. Pero en todo caso el habitante
del Far West en nada se parece al bárbaro pastor o al labrador de
nuestras campañas, pues que está abundantemente preparado para oir
la palabra divina por la lectura de la Biblia y por los comentarios
teológicos de los divinistas. Pero lo que de todo esto importa para
mi objeto, es que mediante los ejercicios religiosos, las disidencias
teológicas y los pastores ambulantes, aquella grande masa humana vive
toda en fermentación, y la inteligencia de los más apartados habitantes
de los centros se conserva despierta, activa, y con sus poros abiertos
para recibir toda clase de cultura. A semejanza de una cuba, que no
importa la calidad del líquido que encierre, se mantiene ajustada y
apta para servir; mientras que si se le deja vacía, las duelas se
tuercen, los arcos se aflojan y queda con la acción del tiempo y las
fluctuaciones de la intemperie, inutilizada para siempre.

Pero abra Vd. paso, todavía para un elemento civilizador, el más
activo que mantiene la vida en aquellos pueblos, religioso, político,
industrial, lleno del espíritu antiguo de las colonias, como, asimismo,
accesible a todos los progresos de la inteligencia moderna, el
descendiente de los viejos peregrinos, el heredero de sus tradiciones
de resignación y de endurecimiento al trabajo manual, el elaborador de
las grandes ideas sociales y morales que constituyen la nacionalidad
norteamericana, el habitante, en fin, de los Estados de la Nueva
Inglaterra, Maine, New Hampshire, Massachusetts, etc. He aquí la raza
bramínica de los Estados Unidos. Como los bramanes descendiendo de las
montañas del Himalaya, los habitantes de aquellos antiguos Estados,
se diseminan hacia el Oeste de la Unión, educando con su ejemplo
y sus prácticas a los pueblos nuevos que surgen sin pericia y sin
ciencia sobre la faz de la tierra apenas desmontada. Recuerda Vd. que
los peregrinos eran ciento cincuenta sabios, pensadores, fanáticos,
entusiastas, políticos, emigrados y probados por todas las calamidades
que pueden caer sobre los hombres; recuerda Vd., sin duda, que no
quisieron que con ellos se embarcase un sirviente al alejarse de las
costas de la Europa, resueltos como estaban a labrar la tierra con sus
propias manos y no reconocer desigualdades sociales en la nueva patria
que iban a buscar en la América: recuerda Vd., que se sentaron todos
debajo de una encina de donde hoy está Boston, y después de dar gracias
al Dios de Israel por su feliz arribo, discutieron las leyes que se
darían para gloria de Jehová y su libertad personal; recuerda Vd., por
fin, que esos hombres en aquella época establecieron escuelas públicas,
obligando a cada padre, tutor o patrón de niños, a darles educación
elemental para el espíritu y un oficio manual para el sustento del
cuerpo. Pues bien, los hijos de aquella escogida porción de la especie
humana, son aun hoy los mentores y los directores de las nuevas
generaciones. Créese que más de un millón de familias descienden,
en toda la Unión de aquella noble estirpe. Ellos han impreso en la
fisonomía del yankee aquella plácida bondad que se nota en la clase más
educada. Ellos llevan a toda la Unión la aptitud manual que hace de un
norteamericano una maestranza ambulante; la energía férrea para luchar
con las dificultades y vencerlas; y la aptitud moral e intelectual que
lo pone al nivel, si no en la línea superior, a lo mejor de la especie
humana. Estos emigrantes del Norte disciplinan las poblaciones nuevas,
les inyectan su espíritu en los mítines que presiden y provocan; en las
escuelas, en los libros, en las elecciones y en la práctica de todas
las instituciones norteamericanas. Las grandes empresas de colonización
y ferrocarriles, los bancos y las sociedades, ellos las inician y
llevan a cabo. Así es que la barbarie producida por el aislamiento
de los bosques, y la relajación de las prácticas republicanas,
introducidas por los emigrantes, encuentran en los descendientes de los
puritanos y peregrinos un dique y un astringente. Hay, pues, flujo y
reflujo, entre estas dos fuerzas contrarias; y por más que fuera rápida
la dilatación de la Unión y la mezcla y yuxtaposición de los pueblos,
ellos acabarían, al fin, por dar homogeneidad al todo y conservarle
el tipo original y nuevo, tradicional y progresivo que distingue a
aquel pueblo. ¿Sucede cosa igual en el resto del mundo en formas tan
perceptibles y constantes?

Acaso, creerá Vd. que aquellos instrumentos de pulimento y purificación
nacional, a fuer de herederos de las antiguas creencias de los
peregrinos, mantienen la inmovilidad de las ideas y constituyen una
secta aparte. Bajo el aspecto religioso, los Estados Unidos presentan
el mismo espectáculo que las costumbres, y que la superficie de la
tierra. En ninguna parte del mundo puede decirse con más propiedad
que Dios está hecho a imagen y semejanza de los hombres. Los
norteamericanos tienen de Dios las ideas elevadas que de su esencia
nos han transmitido los hebreos por medio del cristianismo; pero las
sectas religiosas y las prácticas se adaptan allí a la inteligencia
popular, descienden a una especie que llamaría fetichismo si tuviese
por símbolos ídolos o manitúes; y se eleva hasta la filosofía pura,
el deísmo, sin perder su carácter profundamente religioso, y aun
sin salir de las grandes fórmulas morales del cristianismo. Como en
todos los pueblos eminentemente religiosos, hay hoy en este momento
en los Estados Unidos, santos, profetas, enviados de Dios, descensión
y ascensión visible del Espíritu Santo, y comunión entre el cielo y
la tierra. Hay religiones nuevas, que están naciendo y prometiendo
absorber toda la tierra; los mormones, son de ayer, y sus inspirados y
pontífices hacen milagros; testigo de ello que durante mi residencia
en los Estados Unidos, un profano descubrió que la luz pálida que
arrojaba el semblante del santo varón, procedía de una fricción que se
había dado con fósforo. El venerable pontífice no se dió por vencido,
diciendo que todos los milagros habían sido preparados así, ni sufrió
en lo menor la fe y fervor de los creyentes, que hoy ascienden a más
de ciento cincuenta mil.

Hay religiones danzantes, y los fieles, después de haber oído la
oración del pastor, se lanzan a bailar hasta que el numen del baile
se despierta, y el cuerpo se lanza a hacer cabriolas frenéticas,
e indescriptibles. Entonces créese iluminado el paciente, que cae
al fin extenuado y demente. Como he visto en el baile Mabille, de
París, a la Reina Pomaré, la Rigolette, y otras celebridades hacer
diabluras, no me dejo atrapar fácilmente por estas manifestaciones del
Espíritu Santo. Sobre estas capas inferiores del culto en los Estados
Unidos descuellan disidencias cristianas más respetables, tales como
baptistas, metodistas, presbiterianos, congregacionalistas, cristianos,
episcopalistas, luteranos, alemanes reformados, católicos romanos,
amigos, universalistas, unitarios y otras sectas, entre las cuales
yo incluiría los deístas puros; pues, tal es el espíritu religioso
y tolerante de aquel país, que la negación de toda religión, lo que
nosotros llamamos la impiedad, forma una secta aparte contra la cual
nadie levanta la voz. Como una muestra de las proporciones que guardan
estas divisiones, apuntaré que los baptistas tienen 1.130 iglesias
y 4.907 pastores; los episcopalistas 950 iglesias, servidas por 849
pastores; los católicos 912 iglesias con 545 sacerdotes; los unitarios
200 iglesias con 174 pastores, guardando todos los demás una proporción
descendente, según su colocación.

He dicho tolerante en el sentido genuíno que los americanos dan a esta
palabra. Las sectas religiosas, forman en los Estados Unidos verdaderas
cofradías y naciones religiosas, no obstante estar entremezcladas en
las ciudades y en los campos. El médico, el escribano, el proveedor de
carne, el boticario de la casa, y aun el botero, han de ser de la misma
creencia de quien lo ocupa. Hay guerra sorda, proselitismo, en este
sentido. Pero la tolerancia se muestra en la impasibilidad con que un
metodista oiría contradecir sus dogmas por un católico y viceversa;
porque en los Estados Unidos los católicos que profesan por dogma la
intolerancia religiosa, son como aquellos tigres sin uñas ni dientes
que solemos criar en las casas. No se ha oído hasta ahora que un
católico haya mordido a nadie en Estados Unidos, donde hallan muy buena
la libertad religiosa de que disfrutan a sus anchas, no sin salvar
almas todos los años de los engaños falaces del tentador.

Este caos religioso, aquellas cien verdades contradictorias están,
a su vez, sufriendo una elaboración, lenta, es verdad, pero segura,
ascendente. Mientras la barbarie mormónica hace sus progresos la
filosofía religiosa de los descendientes de los peregrinos viene
de alto abajo descendiendo hasta las profundidades de la sociedad,
acercando las distancias que separan todas las disidencias, echando
entre ellas blandas ligaduras que concluyen por estrecharlas, y que
terminarán al fin en absorberlas en el unitarismo, secta nueva,
panteísta, en cuanto admite todas las disidencias y respeta todos
los bautismos, por cuyo intermedio se ha transmitido la gracia,
y elevándose a regiones más encumbradas, desprendiéndose de toda
interpretación religiosa, concluye por reunir en un sólo abrazo
a judíos, mahometanos y cristianos, prescindiendo de milagros y
ministerios, como cosas que no cuadran con la forma orgánica que Dios
ha dado al espíritu humano, y clasificándolos en el número de las
figuras de la retórica. La moral del cristianismo como expresión y
regla de la vida humana, como punto de reunión asequible y aceptable
por todas las naciones, he aquí el único dogma que admiten, como la
virtud y la humanidad el único culto y la única práctica que prescriben
a los creyentes.

Esta filosofía religiosa se extiende con rapidez en los seis Estados de
Nueva Inglaterra, tiene su centro en Boston, la Atenas norteamericana,
y como propagadores a los hombres más sabios de los Estados.

Como Vd. ve, el espíritu puritano ha estado en actividad durante dos
siglos, y marcha a darse conclusiones pacíficas, conciliadoras,
obrando siempre el progreso sin romper en guerra con los hechos
existentes, trabajándolos sin destruirlos violentamente, como lo
emprendió la filosofía nacida del catolicismo en el siglo XVIII, y que
tan poco camino ha hecho. Si recuerda el espíritu religioso que campea
en los escritos de Franklin, notará que estas manifestaciones tienen
antecedentes en la filosofía de buen sentido que inició aquel grande
hombre práctico.

Concluyo de todo esto, mi buen amigo, en una cosa que hará pararse los
pelos de horror a los buenos yanquis, y es que marchan derecho a la
unidad de creencias y que un día no muy remoto la Unión presentará al
mundo el espectáculo de un pueblo católico devoto, sin forma religiosa
aparente, filósofo sin abjurar el cristianismo, exactamente como los
chinos han concluído por tener una religión sin culto, cuyo grande
apóstol es Confucio, el moralista que con el auxilio de su razón dió
con el axioma: No hagas lo que no quieras que te hagan a ti mismo,
añadiéndole este sublime corolario: y “sacrifícate por la masa”.

Si tal sucediera, y debe suceder, cuán grande y fecundo habrá de ser
para la humanidad el experimento hecho en aquella porción que dará por
resultado la dignificación del hombre por la igualdad de derechos, la
elevación moral por la desaparición de las sectas religiosas que ahora
lo subdividen, enérgico por las facultades físicas, y eminentemente
civilizado por la apropiación a su existencia y bienestar de todos los
progresos de la inteligencia humana. Norteamericano es el principio de
la tolerancia religiosa que está inscripto en todas las constituciones
y pasado ya a axioma vulgar; en Norte América fué por primera vez
pronunciada esta palabra que debía restañar la sangre que la humanidad
ha derramado a torrentes, y venido destilando hasta nosotros desde los
primeros tiempos del mundo. Católicos, cuáqueros, calvinistas, todas
estas variantes de una misma fe, venían a las colonias norteamericanas,
a yuxtaponerse, sin mezclarse, prevaleciendo los odios que había
engendrado la lucha en la Europa. Los padres peregrinos eran los
más celosos exclusivistas, porque habían atravesado el mundo, dice
Bancroft, para gozar el privilegio de vivir por sí mismos. La guerra
religiosa, la persecución había ya estallado entre aquellos miserables
restos de un naufragio común, despedazándose entre sí, en lugar
de prestarse mutuo auxilio y amparo para resistir a la desgracia.
Perseguían en Europa los anglicanos a los disidentes; los católicos a
los herejes; quemaban a porfía la Inquisición y Calvino, papas y reyes,
mahometanos y cristianos, de manera que usted no sabía adónde darse
vuelta sin riesgo de que lo hiciesen _biftec_. En Febrero de 1631,
llegó a América un joven maestro lleno del espíritu de Dios, y dotado
de preciosos dones. Llamábase Rogerio Williams. Tenía entonces poco
más de treinta años; pero su alma había madurado ya una doctrina que
le aseguró la inmortalidad, al mismo tiempo que su aplicación ha dado
paz religiosa al mundo americano. Era puritano y venía huyendo de la
persecución de la Inglaterra; pero sus agravios personales no habían
sido parte a obscurecer su clara inteligencia. La profundidad de su
espíritu le había descubierto la naturaleza de la intolerancia, y él,
sólo él, llegó al principio que es su único remedio efectivo. Anunció
su principio bajo la simple proposición de santidad de conciencia.
El magistrado civil podía reprimir el crimen, pero jamás dar reglas
a la opinión; castigar los delitos, pero nunca violar la libertad
del alma. Esta nueva contenía en sí misma una reforma completa de la
jurisprudencia teológica, borrando del código de las leyes el delito
de felonía por no conformidad; extinguiendo las hogueras que por tanto
tiempo había tenido encendidas la persecución; derogando toda ley que
hiciese obligatoria la observancia religiosa; aboliendo los diezmos y
toda contribución forzosa para el sostén de la iglesia; dando igual
protección a toda forma de fe religiosa, sin permitir que la autoridad
del gobierno civil se alistase contra la mezquita del musulmán, contra
el altar del adorador del fuego, la sinagoga judía, o la catedral
romana.

Los principios de Roger Williams lo pusieron en perpetua lucha con
el clero y gobierno de Massachussetts. Williams no pactaba con la
intolerancia, porque decía: la doctrina de la persecución por causas
de conciencia es evidente y lamentablemente contraria a la doctrina de
Cristo Jesús.

Los magistrados insistían en exigir la presencia de todo hombre en el
oficio divino, Williams reprobaba la ley, mirando como una abierta
violación de los derechos de un hombre compelerlo a unirse con
aquellos de creencia diversa; arrastrar al templo a los incrédulos
o mal querientes, era santificar la hipocresía. Una alma incrédula,
añadía, está muerta en pecado, y forzar al indiferente en una creencia
a entrar en otra, es como mudar de mortajas a un cadáver. Nadie debe
ser obligado a adorar, por mantener una creencia, sin su propio
consentimiento.

Qué, le contestaban los puritanos, ¿el trabajador no merece su
salario?--Que se lo pague el que lo ocupa, replicaba el heresiarca
de la tolerancia. Su perspicacia le hizo desde entonces prever la
influencia de sus principios en el gobierno de las sociedades. En los
últimos días de su vida confirmó sus primeras ideas diciendo: “será
un acto de misericordia y de justicia para las naciones esclavizadas
romper el yugo de la opresión del alma, como es de fuerza obligatoria,
hacer que todos y cada interés y conciencia preserven la libertad y la
paz comunes”[4].

¡Y la luz fué! Desde Williams acá unos más pronto, otros más de mala
gana y refunfuñando, han tenido que apagar sus tizoncitos y dejarse de
esa bufonada de mal género que consiste en quemar hombres para mayor
honra y gloria de Dios.

No tengo con qué acabar cuando yo entro en el campo de la teología;
me vuelvo yankee como usted ve, y hasta gangoso me pongo al leer
estos razonamientos. Pero mal que le pese, tengo aún que apuntar una
de las fuerzas de regeneración, propaganda y auxilio al moroso que
tienen en movimiento la inteligencia en Norte América y fuerzan a
marchar adelante a los rezagados. Su origen y su forma es religiosa,
si bien sus efectos se hacen sentir en todos los aspectos sociales.
Hablo del espíritu de asociación religiosa y filantrópica, que pone
en actividad millares de voluntades para la consecución de un fin
laudable y consagra caudales gigantescos a la prosecución de su obra.
En este punto el norteamericano se ha creado necesidades espirituales
tan dispendiosas e imprescindibles como las del cuerpo mismo, y esta
provisión de necesidades del ánimo, aquel tiempo, trabajo y dinero
empleado en dejar satisfecho un deseo, una preocupación, muestra
cuán activa es la vida moral de aquel pueblo. ¿Quién pudiera ser más
infatigable propagandista que el católico exclusivo para quien no hay
salvación fuera de la iglesia, y está en posesión de una verdad, de
que ve a tantos millares de sus semejantes extraviados? Preguntadle al
clero más intolerante cuánto dinero gasta de su bolsillo para proseguir
la reducción de los infieles, la moralización de las masas. Poquísimo,
por desgracia, y ese poco no es debido al sentimiento religioso que
lo anima, sino a las cualidades personales y a las predisposiciones
de ánimo del que se consagra a las obras de propaganda y filantropía.
¿A quién le ha ocurrido en la América española intentar una cruzada
contra la borrachera? En Estados Unidos se cuentan ya por millares los
propagandistas celosos de la templanza, y por cientos de miles los
que han subscripto la obligación de no probar licores, hasta que la
raza humana se cure de esta enfermedad que desbarata toda economía y
destruye toda moralidad.

El norteamericano satisface deberes, y llena necesidades de su corazón
y de su espíritu con su dinero; y si hubiera de formar su presupuesto
anual de gastos diría 100 en comer y vestir, 20 en propagar las
buenas ideas religiosas, 10 para obras de filantropía, 50 para fines
políticos, 20 para civilización de los bárbaros. Así distribuída la
inversión del fruto del trabajo, se permite la libertad de mostrarse
egoísta, duro e interesado.

_La Sociedad americana de templanza_ data desde 1826 y ya en 1835
había en el país ocho mil sociedades, con millón y medio de miembros.
La caridad por los borrachos no se limita a buenos ejemplos. Cuatro
mil destiladores de aguardientes desmontaron sus alambiques, ocho mil
comerciantes se abstuvieron de vender licores, y mil doscientos buques
se hicieron a la vela sin provisión de aguardiente. La legislatura de
Massachusetts prohibió la venta de líquidos alcohólicos por menos de
15 galones. _The tract society_, que tiene por objeto moralizar
las clases ambulantes, como los marineros y otros, publicó en 1835
cincuenta y tres millones de páginas. _La Sociedad americana de
escuelas dominicales_, formada en 1824, recolectaba diez años
después 136.855 pesos en un año, había hecho 600 publicaciones
diversas, y estaba en contacto con 16.000 escuelas, 115.000 maestros,
cerca de 800.000 discípulos.

La _Sociedad bíblica americana_ ha recibido desde su fundación
hasta ahora poco, dos millones y medio de pesos, y abandonado a la
circulación cerca de cuatro millones de ejemplares de la Biblia. Omito
hablar a Vd. de las misiones en el Occidente, en cuyos países una
sola de ellas mantiene 308 misioneros, 478 escuelas, 17 imprentas, 4
fundiciones de tipos para imprimir libros en idiomas ignorados aun de
nombre en Europa. Los resultados de las misiones americanas en Sandwich
los conocemos todos para que haya de detenerme sobre ellos, pues mi
ánimo al recordar todas estas sociedades es sólo hacer sensible una
de las muchas fuerzas civilizadoras que están en continua acción para
mejorar moral, religiosa y políticamente la condición del pueblo.
No es raro ver un banquero como Girard, que deja millón y medio de
duros para que se funde un colegio en que se eduquen jóvenes bajo
ciertas condiciones por él prescriptas, y otros filántropos que, como
Franklin, dejen un fondo para que dentro de dos siglos se disponga
de los intereses capitalizados. En todo este enorme y complicado
trabajo nacional, verá Vd. predominar una grande idea, la igualdad; un
sentimiento, el religioso, depurado de las formas exteriores; un medio,
la asociación, que es el alma y la base de toda la existencia nacional
e individual de aquel pueblo.

[4] _History of the United States_, by George Bancroft.


ELECCIONES

Dos cosas me habían hecho desear inspeccionar personalmente los Estados
Unidos. La colonización y la práctica del sistema electoral; el modo de
poblar el desierto, y la manera de proveer al gobierno de la sociedad.
Sobre lo primero mis deseos quedaron satisfechos, y pude ver claro, y
darme cuenta de todo el mecanismo. Un hecho al parecer tan espontáneo,
tan irregular, encierra, sin embargo, una teoría, una ciencia y un
arte. Hay un sistema de principios, de leyes y de reglas para colonizar
prósperamente, de cuya infracción u olvido han resultado todas las
poblaciones raquíticas de nuestros países. Río de Janeiro, Montevideo,
Buenos Aires, Valparaíso, son ciudades posteriores a la formación de
las colonias españolas. Toda la ocupación de la América del Sur está
montada en los errores más garrafales en el arte de poblar; y la mitad
de los desastres de nuestras repúblicas estaban ya preparados por el
sistema de colonización española. Era esta una mina que debió reventar
con el fuego de la independencia. Mis aserciones las justificaré en un
trabajo especial sobre los sistemas y medios de población y ocupación
del territorio. Creo con esto haber llenado un vacío en nuestros
conocimientos americanos.

No anduve tan feliz en materia de elecciones. Es cosa ésta para
vista, pues por lo que hace a principios generales, cada Estado, y la
constitución de los Estados Unidos en general, dan idea insuficiente.
Durante mis rápidas excursiones en aquel país, no me cupo en suerte ver
elecciones sino una, en Baltimore, de mayor autoridad, equivalente a la
de lord mayor de Londres, a lo que creo. Era preciso haber presenciado
muchas elecciones, en distintos lugares y con diversos objetos, para
penetrar en la práctica de las instituciones norteamericanas, el juego
de las pasiones políticas, y las combinaciones de los partidos. ¿Puede
haber materia de estudio político más grande que la del medio preciso,
exacto, de hacer llegar a los destinos públicos el hombre más apto para
desempeñarlos? Podemos estar seguros de haber confiado la ejecución de
un cuadro, de un palacio, de una nave al primer artista o constructor
de la tierra; pero, ¿podremos acercarnos siquiera a la verdad cuando
se trata en un Estado de confiar a un individuo, diputado, presidente
o corregidor, el encargo de producir el mayor bien posible para toda
una sociedad, y, acaso, para generaciones y para la humanidad entera?
El sistema electoral es, todavía, un caos por desembrollar; un germen
apenas fecundado, y sólo en los Estados Unidos se ha desenvuelto lo
bastante por una práctica comparativamente larga.

El único incidente electoral que presencié fué el empeño de los
diarios demócratas en exaltar a los irlandeses emigrantes contra el
candidato del partido _whig_, invitándolos a que se reuniesen con
los demócratas en la elección. Este espectáculo no era por cierto muy
edificante. La chusma irlandesa, apenas llegada de Europa, es allá lo
que en Chile son los rotos, y al juicio de uno y otros, echado en la
balanza en cuanto conocimiento de la conveniencia pública, no le da,
sin duda, mucha importancia.

No pudiendo de propia experiencia transmitirle mi juicio sobre lo que
no vi en materia de elecciones, lo suplo extractando de los viajes
del frenologista Combe, cuanto a este respecto ha dejado escrito. Es
un buen testigo, y su saber, el ser inglés, amar la república, y una
imparcialidad y franqueza sincera, lo hacen un juez competente y una
autoridad. Lo que sigue es una traducción de este autor:

“A lo que he podido comprender, los candidatos para los empleos del
Estado no van de puerta en puerta a solicitar votos en Massachussetts,
como lo he visto en Escocia. Estamos en vísperas de una elección
anual, y se han convocado _meetings_ preparatorios por cada
uno de los partidos de la ciudad. Estos eligen para representante
delegados preparatorios de todas las asambleas, y preparan una lista de
candidatos para ser propuestos a su partido, como personas competentes
para llenar el empleo vacante. Llámanse estas listas _tickets_.
El _ticket whig_ como el _ticket_ democrático se anuncian
por los diarios de los respectivos partidos, siendo el uno sostenido,
y atacado el otro con todos los hechos, argumentos, agudezas y aun
me temo que por todas las invenciones, falsedades, que el talento
y la malicia de cada partido puede aducir en sostén de sus propios
candidatos y en desdoro de los contrarios. Debemos deplorar el olvido
de la verdad, cortesía y delicadeza que estas luchas traen en la
prensa pública, sin embargo de que todos los que se han mezclado en la
vida pública saben que prácticas semejantes deshonran en una grande
extensión la prensa británica.

“Los votantes están registrados en un libro y la ciudad y condados
divididos en distritos de convenientes dimensiones, en cada uno de los
cuales se establece una mesa y se anuncia públicamente. Los electores
acuden a estas estaciones el día de las elecciones; cada uno anuncia
su nombre al empleado encargado del registro; y si está, en efecto,
registrado, el votante pasa a la urna y deposita en ella su lista
impresa y se retira. Numerosos partidarios de cada bando asisten para
impedir las tentativas de votar bajo un nombre falso. Ningún hombre
puede votar dos veces, porque es borrado en el registro desde que
aparece la primera vez. El voto no está firmado por el votante, porque
esto traicionaría el secreto de su voto; pero le miran prolijamente
la mano, para que no introduzca dos o más _tickets_ en la urna.
Al fin de la elección los _tickets_ son examinados, y después
de una comprobación de los votos, hecha por empleados nombrados al
efecto, quedan electos los candidatos que tienen mayoría absoluta
sobre el número total de votantes. Si un individuo no está satisfecho
con el _ticket_ de su partido, puede borrar algunos nombres y
substituirlos con otros de su elección. Como, por lo general, no
hay concierto entre los que tales alteraciones hacen, rara vez ven
electos a sus candidatos, no consiguiendo otra cosa que debilitar a su
propio partido. Estos votos son mirados como separados, y técnicamente
se les llama extraviados. Alguna vez acontece que haya dos o más
_tickets_, conteniendo cada uno de ellos listas de diferentes
candidatos, y si cada una de estas listas se presenta en número igual,
el resultado es que no hay elección. Cada lista puede ser sostenida por
un tercio o menos de votantes; y como por la ley es esencial para que
haya elección una mayoría sobre todos los votantes, ningún candidato
es electo. Entonces se señala día para proceder a nueva elección. Me
he asegurado de que la _intimidación_ en el sentido inglés de la
palabra, es desconocida. Si se intentase causaría mucha alarma y sería
resistida con buen éxito. El voto de cada hombre es conocido de su
partido, y aunque cada individuo tiene en su poder medio de ocultarlo,
pocos o nadie lo hacen. No hay conmoción ni excitación hostil en las
elecciones.

“He hecho repetidas investigaciones sobre el mecanismo interno puesto
en operación antes de las elecciones, y me han informado que es el
siguiente: cada partido nombra comisiones en cada distrito para
solicitar votantes. Conversan con ellos con respecto al mérito de los
candidatos presentados en su _ticket_, a fin de persuadirlos a
que vayan a votar por ellos. Los miembros ricos subscriben una suma de
dinero para pagar los gastos de discursos, impresos, avisos, salones
para los _meetings_, y aun carruajes para traer los enfermos a las
mesas en cada elección. El número de votantes son la mitad o los dos
tercios de todos los que tienen derecho de votar, a no ser en ciertas
ocasiones de grande excitación, en que casi todos toman parte. Los
abogados toman una gran parte en las elecciones; pero el clero y los
médicos casi no se ocupan de esto. Pueden algunos individuos de entre
aquellas profesiones hacerlo, pero éstas son excepciones de la regla
general. Los que conocen los movimientos del mecanismo político en
Inglaterra, reconocerán a este respecto la semejanza entre uno y otro
país. Me han asegurado que en los Estados Unidos la urna no ofrece
protección ninguna al votante. Sábese perfectamente por quién vota
cada individuo; y no hay intimidación, porque el hombre que amenazase
a otro con las consecuencias de votar en tal sentido, sería deshonrado
públicamente. Los políticos consideran que nosotros, los ingleses,
damos mucha importancia a la urna en Inglaterra, y me aseguran que ella
no protege al votante como esperamos. Pero no conocen la condición de
abyecta dependencia de muchos de los votantes ingleses, ni la violencia
que se practica sobre sus conciencias; no comprendiendo la indulgencia
con que son mirados en Inglaterra los intimidadores”.

_Elección en el Estado de Nueva York._ Hoy llegó a Boston
la noticia de las elecciones de los miembros de la legislatura,
gobernador, etc., de Nueva York:

“El partido _whig_ sacó a la plaza dos piezas de artillería
de bronce pertenecientes al Estado, e hiciéronse salvas. Con tanta
simultaneidad y presteza fueron disparados ambos cañones, que por lo
pronto creí que era todo un parque de artillería. Preguntando cómo
los cañones del Estado podían ser prestados para celebrar un triunfo
de partido, se me dijo que estaban igualmente al servicio del partido
opuesto cuando tenía alguna victoria que celebrar.

“Hoy visitamos a Salem, una ciudad marítima a cosa de 14 millas de
distancia de Boston, más abajo de la bahía de la costa del Norte. Era
día de elecciones en el Estado. Yo visité una de las mesas y encontré
hombres a la puerta teniendo las listas de los candidatos rivales, y
ofreciéndolas a cada votante en el acto de entrar. No sin dificultad
pude persuadirles de que yo no era votante. El votante se presenta al
secretario de la mesa y anuncia su nombre; búscase éste en el registro,
se marca, echa el voto en la urna y se va. Todo se hallaba tranquilo,
y sólo unos cuantos individuos estaban estacionados en el lugar de la
votación, conversando y calculando las probabilidades.

“Las elecciones de Boston han sido publicadas, y a consecuencia de una
escisión del partido _whig_ con motivo de la _licence-law_,
aquel partido ha perdido por una gran diferencia. Por la ley, debe
concurrir mayoría sobre el número de electores para que haya elección.
Tres listas de candidatos se presentaron en las mesas. Una por los
candidatos democráticos; otra por los _whigs_ que eran contra
la _licence-law_ (ley prohibiendo vender aguardiente por menos
cantidad de quince galones) y otra por los _whigs_, sin expresión
de opinión alguna sobre aquella cuestión. Sólo aquellos individuos
cuyos nombres se hallaban en ambas listas _whigs_ tuvieron mayoría
sobre el número de votantes y fueron electos. Debe haber una nueva
elección para los que tenían menos, y que no son electos por tanto.

“Espero con toda confianza que como el partido _whig_ ha triunfado
en el Estado de Nueva York, propondrá y sancionará un _bill_
para que se establezca un registro de votantes en aquel Estado, en
donde actualmente no sólo prevalece el sufragio universal (excluyendo
pobres de solemnidad y difamados), sino que la calificación se hace
en las mesas, circunstancia que ha conducido a las más groseras
falsificaciones, y dado lugar a prácticas vergonzosas en la última
elección, particularmente en la ciudad de Nueva York”.

“_Alborotos en Harrisburg._ Harrisburg, una villa a orillas
del Susquehannah, cerca de ciento cinco millas de Filadelfia, es la
capital política de la Pensilvania, en donde tiene sus sesiones la
legislatura del Estado. La legislatura se reunió a principios de
Diciembre; pero, a consecuencia de una disputa con respecto a un
informe, dos _speakers_ fueron elegidos, y se organizaron dos
cámaras de diputados. Esto se hizo tranquilamente. Sin embargo, cuando
comenzó la sesión anual del Senado en la tarde del mismo día, estaba
reunido un atropamiento con el intento de imponer a aquel cuerpo la
marcha que había de seguir. El Senado postergó sus sesiones, y el
atropamiento organizó una _comisión de salvación_, que dirigía
sus procedimientos. El desorden reinó por algunos días sin que ninguna
de las dos cámaras de la legislatura pudiese celebrar sesiones con
regularidad. “La cámara ejecutiva, y el departamento de Estado fueron
cerrados, dice el gobernador Ritner, y la confusión y la alarma
prevalecieron en el asiento del gobierno”. La milicia fué convocada, y
obedeció a la intimación. Su presencia sin derramar sangre, disipó todo
lo que mostraba síntomas de violencia declarada, y bajo su protección
los miembros de la legislatura quedaron en libertad de arreglar a su
modo sus propias diferencias.

“Grande era la excitación, no sólo en Harrisburg, pues el asunto
despertó por toda la Unión un vivísimo interés. Quien no esté habituado
con el pueblo y las instituciones, se habría imaginado al recorrer los
informes de los diarios, que había comenzado en Pensilvania una nueva
revolución y una guerra civil; mas estas impresiones se desvanecen
viendo las cosas de cerca. En cuanto me fué posible entenderlo, los
motivos de la disputa eran los siguientes: Una enmienda importantísima
a la Constitución del Estado había sido últimamente adoptada por el
pueblo, la cual debía tener efecto el 1 de Enero de 1839. Debe tenerse
presente que las recientes elecciones acababan de dar preponderancia
al partido democrático en los tres ramos de la legislatura; y cuando
el gobernador democrático Porter entró en funciones en Enero, hubo
muchos cambios de empleados _whigs_ para instalar en su lugar
a sus oponentes. Los partidos, sin embargo, están de tal manera
contrabalanceados, que la lucha por el poder es de vida o de muerte,
y no hay resorte legal y político que no se toque por el partido
_whig_ para mantenerse en los empleos, y por los demócratas para
expulsarlos. La sala de representantes se compone de cien miembros. De
éstos hay electos sin disputa:

  Miembros democráticos                    48
    Id. _whig_                             44
  Mientras hay ocho asientos del condado
    de Filadelfia disputados y pretendidos
    por ambos                               8
                                          ---
                                          100

“El condado (sin la ciudad) está dividido en diez y siete distritos,
y cada distrito nombra una persona, en todo diez y siete individuos,
cuyo deber es hacer el escrutinio de los votos. Los diez y siete jueces
reunidos examinaron los votos, recibieron pruebas, oyeron consejos de
ambas partes, y por una mayoría de diez votos contra siete desecharon
los votos de los liberales del Norte, y prefirieron los ocho candidatos
democráticos. Pasaron al secretario de Estado estos miembros, como
debidamente electos. Según ellos, la forma legal de pasar el informe
estaba llenada; a saber, dieron certificado de que las personas
nombradas tenían el mayor número de votos para sus respectivos oficios,
y que ellos, los jueces, los declaraban estar debidamente electos. La
minoría, sin embargo, era de opinión que conforme a la ley, la mayoría
de los diez y siete jueces había excedido sus poderes constitucionales,
declarando quiénes eran los electos. Según su interpretación de la ley,
los diez y siete eran meros oficiales ministeriales, cuyos deberes eran
sólo de escribanos, y consistían en sumar el total de votos sufragados
por cada candidato en su distrito, e informar de ello a los oficiales
correspondientes. La ley no les da poder para desechar el voto de un
distrito o de parte de un distrito. La minoría _whig_, por tanto,
dió un certificado a los siete candidatos suyos, de conformidad a su
manera de ver la ley, y lo despacharon inmediatamente al secretario de
Estado, que era también _whig_. Este certificado llegó antes del
de los demócratas, y cuando el último llegó, se negó aquél a recibirlo
alegando que ya había recibido un informe, que era su deber presentar
a la Sala, dejándole a ésta la incumbencia de obrar según lo creyese
conveniente. Según la ley, los individuos que traen certificado de
los oficiales que extienden el informe, toman sus asientos y votan
hasta que sean desposeídos por un voto de la Sala, a petición de sus
oponentes. Si estos siete _whig_ hubiesen entrado en la Sala de
representantes y votado, habrían dado a su propio partido una mayoría
temporal por lo menos, y bajo su ascendiente nombrado un _speaker_
(presidente), un secretario, y acaso un tesorero de Estado y un
auditor, además de un senador del Estado de Pensilvania al Congreso de
los Estados Unidos.

“El partido democrático, considerándose en posesión _bona fide_ de
la mayoría de votos, y de haberse hecho un informe legal, no quería
someterse a ser desposeído de sus ventajas, por lo que él designaba
como un fraude _whig_; mientras que los _whig_, creyéndose
tener certificados en regla, insistían por ocupar sus asientos hasta
que sus oponentes obtuviesen una decisión de la Sala rechazando sus
pretensiones.

“Fácil es colegir la magnitud de los desórdenes que se siguieron a este
conflicto. Los dos partidos estaban casi contrabalanceados, y sus
temores y esperanzas excitados profundamente. El pueblo mismo es el
poder dominante, y cuando está excitado, no teme responsabilidad alguna
legal, sino que lleva a efecto sus deseos y convicciones en el modo que
mejor cuadra a las exigencias del momento. Apelará a las leyes cuando
el mal de que se queja no se hace irremediable con la demora; pero, en
el caso presente, si los demócratas hubiesen dejado a sus oponentes
tomar posesión de sus asientos, el daño se habría perpetrado _ipso
facto_, y recurrieron a un alboroto para impedirlo. En cualquier
país de Europa, (¿qué diremos del resto de América?) un asalto
tumultuoso sobre la legislatura, si hubiese tenido efecto, habría sido
el precursor de una revolución; pero aquí es un suceso de importancia
muy subalterna. En los Estados Unidos una revolución no puede conducir
a otra cosa que a la pérdida de la libertad. El sufragio es punto
menos que universal, y el pueblo elige, directa o indirectamente,
no solamente la legislatura, sino todos los empleados del Estado.
Las imaginaciones más desarregladas no pueden idear una forma más
democrática de gobierno; y como no hay clase aristocrática que tenga
intereses separados ni sentimientos diversos de los del pueblo que
pudiese usurpar el poder, una revolución conduciría al despotismo. Los
Estados están muy lejos de aquellas condiciones en que el despotismo
se hace posible. No hay una multitud pobre, ignorante y sufriente, que
un ambicioso pueda arrastrar a prestarle su fuerza física para echar
por tierra las libertades de su país. Una gran porción de electores son
dueños de fincas, mientras que la más humilde clase posee propiedad y
algún grado de inteligencia. Todos han sido educados en el amor, no
sólo de la libertad, sino también del poder. No hay desórdenes sociales
dignos de mención, y los que existen no son de naturaleza de inducir
a los ricos a desprenderse de su libertad, a trueque de asegurar
la salvación de sus vidas y propiedades. Generalmente hablando, la
justicia de hombre a hombre es hecha bien y ejecutada vigorosamente.
Solamente cuando el gobierno obra contra el pueblo, o el pueblo está
poseído del frenesí de hacer mal por medio de los tumultos, se sienten
débiles los poderes ejecutivo y judicial. Estas ocurrencias son raras y
nacen de causas temporales y específicas. No hay descontento general,
reforzándose secretamente hasta que se halla en actitud de estallar
por entre de las junturas que la ley deja, buscando desagravio en la
anarquía y en el derramamiento de sangre. Toda injusticia es sentida,
y proclamada por mil lenguas a guisa de trompetas, pintándola con
las formas más exageradas; y como el pueblo domina absolutamente
en la legislatura y en el ejecutivo, no puede durar hasta hacerse
verdaderamente formidable. Mirados a la distancia los gobiernos de los
Estados particulares, pueden aparecer tan débiles que se crea a la
sociedad constantemente expuesta a la anarquía; pero cuando se examina
de cerca la condición del pueblo, se ve que faltan los elementos de
anarquía. Estos gobiernos apoyados en los intereses populares, en
la inteligencia popular y la voluntad popular, tienen una base tan
ancha, que en las presentes circunstancias de la nación es imposible
trastornarlos, y como el poder de reconstrucción está constantemente
presente, aunque fuesen dislocados en algunas de sus partes, se reunen
con una rapidez, y reaccionan con una actividad que muestra los más
fuertes indicios de salud y de vigor.

“Una democracia es un rudo instrumento de regla en el estado presente
de las costumbres y de la educación en los Estados Unidos, y no he
encontrado aún un radical inglés que haya tenido el beneficio de cinco
años de experiencia, que no haya renunciado a su creencia, y cesado
de admirar el sufragio universal. Pero la grosería de la máquina y su
eficacia son cosas diferentes. Es grosera porque la masa del pueblo,
aunque inteligente en comparación con las masas europeas, está aún muy
imperfectamente instruída, cuando sus conocimientos y su cultura se
miden con los poderes que tiene que manejar. Es eficaz, sin embargo, es
sólida en su estructura, y sus bases son fuertes.

“Leo sin alarma las relaciones de los tumultos de Harrisburg, y el
llamamiento de las tropas de los Estados Unidos para reprimir la
rebelión, como la llaman muchos diarios, y de la marcha de mil hombres
de milicia al lugar de los disturbios. Yo sé que los tumultuarios
tienen fincas, tiendas, mujeres, hijos y otras relaciones, y que tienen
un gran cuidado de sus vidas e intereses; de antemano, calculaba
que, por grandes que sean los gritos y las amenazas, no habrá ni
derramamiento de sangre, ni destrucción de propiedad. Y así sucedió
en efecto. Los tumultos han desaparecido; la legislatura sigue sus
deliberaciones en paz, y ya empieza todo el mundo a admirarse de que
haya pasado toda aquella bulla”.

“_Derecho de sufragio de Pensilvania._--Ultimamente ha sido adoptada
una enmienda a la Constitución por el pueblo de Pensilvania, por la
cual se hace depender el derecho de sufragio de una residencia de _un_
año en el Estado, en lugar de _dos_ que se necesitaban antes, y de diez
días de residencia del votante en el distrito en que ha de votar, cosa
que no se requería, y en el pago de una contribución del Estado o del
condado. Requiérense ambas contribuciones, pero toca a la legislatura
determinar la clase de pruebas por las cuales se han de acreditar
aquellos requisitos y aquella residencia. Las personas de color
residentes en el Estado, aunque libres y pagando contribuciones, son
privadas del derecho de votar. Antes de la enmienda no habían palabras
especiales para excluirlas; pero pocos se aventuraban a reclamar su
privilegio, tan inveterada es la preocupación contra ellos.

“El gobernador Ritner, en su Mensaje, urge con fuerza sobre la necesidad
de dictar leyes que regularicen las elecciones, para prevenir los
fraudes que hasta ahora han prevalecido. Añade que otra razón exige
ahora una legislación más estricta y específica sobre ese asunto: “El
número de empleados que deben ser elegidos por el pueblo dará a las
elecciones más interés, y a cada voto individual mayor valor presente y
local que el que antes tenía, y sujetará, en consecuencia, el poder del
votante individual, que se ha hecho hasta hoy el poder directo, a mayor
peligro de fraude y de malas prácticas que antes, cuando su influencia
era más remota”.

“_Apuestas sobre las elecciones._--Ritner añade: “Yo recomiendo
fuertemente la sanción de una ley más efectiva contra las apuestas
sobre elecciones, cuya práctica forma la más perniciosa clase de juego.
Las apuestas en el juego de otras clases sólo perjudican a las partes
mismas, mientras que éste hace una herida a los derechos de todos, y
destruye la confianza que cada ciudadano tendría en las decisiones de
la urna”.

“No sólo es así, sino que también destruye la confianza de los hombres
honrados en la naturaleza humana misma. Cuando la masa del pueblo a
quien se le ha confiado el poder soberano, puede permitir a uno de sus
propios miembros convertir el sagrado encargo de elegir gobernadores,
magistrados y legisladores en materia de juego, se muestra indigna de
la libertad. La existencia de una práctica semejante en tal extensión
que requiera la interposición legislativa, representa una pintura
humillante del ascendiente del espíritu de avaricia y especulación,
sobre la moralidad y la razón, en una porción al menos del pueblo de
este Estado. El más violento calumniador no podría inventar cargo que
afectase más profundamente el carácter moral, y que más poder tuviese
para destruir la confianza de los extranjeros en las instituciones de
Pensilvania, como esta reconocida bajeza. Un pueblo se está preparando
para el despotismo cuando convierte las franquicias electorales en un
mero asunto de especulación pecuniaria. Pero el sentimiento público se
sublevó en virtuosa indignación contra práctica tan deshonrosa, y, como
tendré en adelante ocasión de observarlo, la suprimió bajo las penas
más severas”.

“_Elección civil de Nueva York._--La elección de Mayor y consejeros
para la ciudad de Nueva York acaba de terminarse. El partido
democrático ha quitado el poder a los _whigs_ y anda ahora
celebrando su triunfo.

“Es esta una revolución en la opinión, que ha dejado a todo el mundo
lleno de admiración.

“La elección es el asunto universal de conversación. Un periódico hace
en estos términos la pintura de aquella escena: “Los loco-focos andan
triunfantes por todas partes, sonriendo con todas sus infernales bocas.
Al concluir la elección del martes pasado, viendo el diablo que él
había metido en ello la cola, empezó a alegrarse también, y atrajo
una de esas tormentas nordeste que causan centenares de enfermedades
de consunción, y traen por millares el fastidio y los diablos azules.
¿Pero qué cuidado se les da a los loco-focos de la lluvia, ni de
mojarse? Cuando ellos ganen en otra región futura la caliente mansión
que les aguarda, tendrán sobrado tiempo de secar sus andrajosos
trapos, ante el fuego que jamás se extingue. Nunca se vió Tammany-Hall
y sus alrededores en tales éxtasis de contento. Las miriadas de los
loco-focos, tan numerosas como las langostas de Egipto, estaban ayer
en completo éxtasis en toda la ciudad. Lluvia, golpes, harapos, ¿quién
cuida de eso? decían. Hemos aporreado a los condenados _whigs_, y
esto basta”.

“Créese, generalmente, que en el presente caso han sido empleados
medios deshonrosos por ambos partidos para ganar las elecciones. No
hay registro de votantes en la ciudad, y el título de cada uno que
pretende votar es determinado en la mesa. Ciudadanía y residencia
son las principales calificaciones. Se dice que un gran número de
extranjeros han sido admitidos a votar por una de las cortes de ley,
sin que tuviesen los requisitos legales. Se ha asegurado que los
inmigrantes gobiernan la ciudad, con exclusión de los nativos, y se
pide una residencia más larga y se desearía imponerla, como un título a
la ciudadanía. También se han cometido fraudes en la ley que requiere
residencia en un _barrio_, como calificación para votar. Cuando un
partido había obtenido una fuerza supernumeraria de votantes legales
en un barrio, pero encontrádose débil en otro, había trasladado una
porción de su número del barrio fuerte a dormir una sola noche en el
barrio débil: se habían presentado al día siguiente en la mesa, y
jurado que eran residentes en él, votado, y vuelto inmediatamente a
sus casas. De este modo violaban el espíritu, pero no la letra de la
ley. Llaman a esta operación _colonizar_. Los hombres virtuosos de
ambos partidos admiten que se debe poner término a todos estos fraudes,
o la urna será una mera farsa; con este motivo dicen: “el que más maula
hace, reune más dinero, compra y coloniza, gana elecciones”. Por esto
se pide que haya una ley de registro.

“Estas contiendas conducen sin referencia a principios morales, a
desmoralizar todas las clases, y hacen un duradero daño a una república
que no tiene otra áncora de salvación que la virtud de sus ciudadanos.
Introducir la inmoralidad en las elecciones es hacer traición a su
país. Verdad es que esta es la única forma en que un americano pueda
cometer aquel crimen.

“Al mismo tiempo que condeno aquellas inmoralidades republicanas, debo
hacer justicia a las instituciones; pues antes de la próxima elección
se dictó una ley muy restrictiva para curar estos males, y ambos
partidos admitían que había producido sus deseados efectos. Una ley de
registro había pasado antes de mi salida, de manera que la reproducción
de aquellos abusos era imposible. De este modo mientras que lamentamos
las aberraciones de los americanos, no debemos cerrar los ojos a su
tendencia a rectificar sus propios errores, y corregir los extravíos en
el sendero del deber”.

“_Ley de elecciones._--El 7 de mayo sancionó la legislatura de
Nueva York una ley para remediar los abusos que se perpetraba en las
elecciones. Por ella se dispone que toda persona que jure falso en
cuanto a su calificación será criminal de perjurio, y las personas que
indujeren a otros a jurar en falso, serán criminales de soborno de
perjurio, y ambos castigados en conformidad.

“Las personas que tratasen de influir a un elector o apartarlo de votar,
pagarán una multa que no baje de 500 pesos, o sufrirán una prisión que
no exceda de un año, o ambas penas a un tiempo. Las personas que voten
u ofrezcan votar en un barrio que no sea el suyo propio, o más de una
vez en una elección, serán castigadas con prisión o multa en ambos
casos. Los habitantes de otro estado que voten en este serán criminales
de felonía, y serán puestos en la prisión de Estado por un término que
no pase de un año”.

“_Elección de Nueva York._--El partido democrático ha triunfado
en la elección de los miembros para la legislatura de la _ciudad_
de Nueva York por una mayoría de mil quinientos. Los diarios de
aquella ciudad de ambos partidos reconocen que la elección ha sido
conducida con orden y decoro, y que el resultado expresa francamente la
opinión de la mayoría. Esta elección tuvo lugar bajo la ley enmendada:
las elecciones civiles del pasado abril habían sido señaladas por
deshonrosa corrupción en general, y perjurios de ambos partidos.

“En el Estado de Nueva York, los _whigs_ han elegido el gobernador
y los electores de ambas cámaras de la legislatura; de modo que los
demócratas sólo tienen ascendiente en la ciudad”.

“_Elección de Boston._--Hoy es el día de hacer elección en Boston
para gobernador y otros empleados del Estado, y para miembros de la
legislatura; y yo fuí a una mesa a observar los procedimientos. Había
orden y buen humor; pero la opinión está profundamente dividida sobre
la ley que prohibe la venta de licores al menudeo, y estas diferencias
van a obrar sobre la legislatura por medio de la urna electoral. Ya he
mencionado que por sólo la agitación moral, la causa de la temperancia
había hecho tan grandes progresos en Massachusetts, que en 1838 la
legislatura sancionó una ley a la cual concurrieron whigs y demócratas,
prohibiendo la venta de todo licor que contuviese alcohol, en menor
cantidad que quince galones, excepto con licencia especial; que muchos
amigos de la temperancia se opusieron a ella desde el principio,
porque llevaban las cosas demasiado adelante, y por ser errónea en
principio. En la mesa de las votaciones encontré un ticket regular
_whig_, conteniendo una lista de puros _whigs_; un ticket demócrata, con
una lista de puros demócratas, ambos sin referencia a la cuestión
de temperancia; un ticket _unión liberal_, conteniendo puros
candidatos _whigs_, pero una mitad partidarios y otra adversarios de
la temperancia, o como decía, con mucha gracia, un amigo “un ticket
compuesto de un vaso de ron y otro de agua alternativamente”. Había un
ticket whig temperante, cuyos candidatos eran todos whigs y abogados
de la temperancia; un ticket democrático temperante, en el cual todos
eran demócratas partidarios de la temperancia. A más de estos había
un ticket liberal whig, uno independiente democrático, otro unión
temperancia, y otro abolición, no siéndome posible saber el significado
preciso de muchos de ellos. El resultado de esta elección en todo
el Estado fué que el gobernador whig Eduardo Everett fué removido,
y Mr. Marcus Morton, un juez demócrata, fué nombrado gobernador por
una mayoría de _uno_; los whigs conservaron su ascendiente en el
senado y en la sala de representantes sólo por una diminuta mayoría;
y, cuando se reunió la sala, su primer acto fué abolir la ley sobre el
menudeo de licores espirituosos casi a la unanimidad”.

_El presidente de los Estados Unidos._--En marzo de 1839 debe
expirar el primer término de oficio de M. Van-Buren, y una nueva
elección de presidente tendrá lugar en 1840. Desde que llegamos a
los Estados Unidos los diarios whigs habían opuesto a Mr. Clay como
el candidato para la presidencia por parte de los whigs, a Van-Buren
nombrado por los demócratas para ser reelecto. Los whigs han tenido
una convención de delegados de todos los Estados en Harrisburg, en
Pensilvania, en la cual dejaron a un lado a Mr. Clay y nombraron al
general Harrison, residente en North-Rend en el Estado de Ohío como
su candidato, y a Juan Tyler de Virginia para la vicepresidencia.
Mr. Clay ha escrito una hermosa carta renunciando a sus pretensiones
y aconsejando unanimidad en las filas whigs en favor de Harrison y
Tyler. Los delegados, al regresar a sus estados respectivos, convocan
a los miembros de su partido a un _meeting_, para explicarles las
razones que han guiado a la Convención en la elección hecha. Reúnense,
entonces, _meetings_ de ciudad y de condados, a los cuales se
comunican estas explicaciones. Por medio de este mecanismo los whigs de
todo este vasto país son invitados a comenzar las operaciones bajo este
mismo espíritu para asegurar el éxito del objeto de esta elección. Los
demócratas siguen una marcha semejante; pero, como están en el poder,
su conducta es más bien defensiva que agresiva”.

“La falta de un libro de registro de votantes es indudablemente un
defecto en la ley de elecciones de Nueva York; pero, si algún partido
político propusiese tal arreglo, sería acusado por el otro de querer
restringir los derechos populares, y hacer de ello capital político.
En la _ciudad_ de Nueva York, sin embargo, prevalecía el partido
democrático en 1839, mientras que el partido whig dominaba en la
legislatura del Estado. Los whigs se aprovecharon de la oportunidad
suministrada por los groseros fraudes practicados en la elección
municipal de Nueva York, para sancionar una ley mandando se llevase un
registro de electores en aquella ciudad. No lo habrían hecho así para
el Estado, porque el grito de derechos populares se habría levantado
contra ellos con éxito, mientras que nada perdían en la ciudad por
pertenecer ya a sus oponentes. Por tanto, estableciendo un registro
para aquella ciudad, hacían el bien que les era posible, esperando
ocasión de hacer extensiva la ley a otros lugares”.

“Para adquirir popularidad es preciso buscar la opinión pública por
su lado flaco. Ya he descripto a la gran mayoría de los votantes
americanos como jóvenes ardientes, llenos de impulso, activos y
prácticos, pero deficientes de miras, profundas y extensas, y también
incapaces de proseguir un bien distante en medio de obstáculos y
dificultades. También dejo establecido que su educación, en proporción
de los poderes que ejercen y de los deberes, es muy defectuosa. Para
ganar el favor de un pueblo en esta condición de ánimo, no basta por sí
misma la actual capacidad para conducirse con honradez e independencia
en el desempeño de los destinos públicos; debe, además, dirigirse
a sus sentimientos predominantes, participar de sus aversiones y
predilecciones capitales, y adherirse con ardor a la causa o al partido
que sabe gozar de más alto favor”.

“El puede representar su propia capacidad para el empleo, y su
certificado será recibido, con tal que bajo otros respectos su conducta
y principios sean aprobados. Si en el desempeño de sus funciones se
condujese muy mal, será depuesto del empleo al fin del término por
el cual fué elegido; pero la más sabia y concienzuda ejecución no
le asegurarán en lo general mantenimiento en el empleo, si aboga
públicamente por sus opiniones impopulares, aunque no tengan relación
con su empleo, o si pertenece a un partido que haya perdido el favor
público, o sido despojado del poder”.

“El mejor remedio que puede proponerse para los males descriptos,
me parece que consiste en una educación más alta, y en dar mayor
preparación a los electores; si ellos hubiesen sido más completamente
instruídos en su juventud con respecto a las leyes que reglan la
prosperidad de las naciones como también en las cualidades del espíritu
humano, y en la indispensable necesidad de que los empleados públicos
tengan integridad y juicio para el recto manejo de los negocios,
entonces exigirían de sus hombres públicos más capacidad para captarse
el favor popular, y de este modo se conservarían en posesión de los
empleos hombres útiles y fieles”.

“La excitación del espíritu público durante la lucha por la presidencia
es grande y universal; la lengua deja de expresar y los oídos de
escuchar otras palabras que aquellas que se refieren a la elección; la
prensa brama bajo el peso del asunto, y todas las funciones de la vida
parecen estar consagradas a este objeto. La elección del presidente
engendra mucha borrachera y desorden, fraudes, mentiras, soborno,
seducción e intimidaciones; pero, también, produce muchísimo bien. Las
medidas del gobierno son severamente examinadas por la razón, como
también interpretadas por las pasiones; toda la Unión es conmovida por
un solo interés, y la impresión de que todos pertenecen a una nación se
agita vivamente. Por un momento se olvidan los intereses locales y una
sola pulsación vibra desde el Maine al Misisipí. Mi temor es que sin
la repetición de estas elecciones, el pueblo de los diversos Estados
llegaría rápidamente a mirar a los otros como extranjeros, llevándolo,
insensiblemente, a aflojar los lazos que ligan a una gran nación.
Las elecciones de miembros para el congreso no producen este efecto;
porque, aunque aquella asamblea es nacional, cada uno de sus miembros
representa una sección del país. Sólo el presidente deriva del poder
del pueblo de toda la Unión”.

“En la elección que tuvo lugar en noviembre de 1839, se trajo a las
mesas del escrutinio en Nueva York la cuestión de la moneda corriente.
Las divisas de los partidos eran por una parte bancos y papel-moneda,
y por la otra metálico, y una ley que proveyese de tesoreros en cada
Estado. Estas son cuestiones sobre las cuales Adam Smith, Ricardo,
Mac Culloch, y los más profundos economistas han diferido en opinión.
¿Vuestra educación os habilita para entenderlas y decidirlas? ¡No! Y
sin embargo vuestro pueblo _obra_, entienda o no entienda. Vota
en favor de los sostenedores del papel, y el papel florece. Si sucede
lo contrario, llevan al poder a los partidarios del metálico, y el
papel y el crédito desaparecen. Hace el pueblo experimentos. Pero
¡qué experimentos! ¡Cuántos millares de individuos y de familias son
arruinados por la violencia de cada cambio!”



INCIDENTES DE VIAJE


NUEVA YORK

Mis aventuras de viaje en los Estados Unidos no merecen intercalarse
entre las reflexiones que el espectáculo de aquel país me ha sugerido,
por lo que sólo referiré a usted algunas que creo pueden interesarle.
Tomando balance a mi bolsa en París, hallé los últimos días de julio
que me quedaban escasos cosa de 600 duros. El viaje a través del istmo
sólo cuesta 700, y aún me quedaba por visitar la Inglaterra. Esta
quiebra, que defraudaba parte de mis esperanzas, aguzaba como sucede
siempre los deseos. ¡No ver la Inglaterra, ni el Támesis, ni aquellas
fábricas de Birmingham ni Mánchester! ¡No entrar en aquel océano de
casas de Londres, ni ver los bosques de mástiles de los _docks_
de Liverpool!... ¡Maestro de escuela en viaje de exploración por el
mundo para examinar el estado de la enseñanza primaria, y regresar
a América, sin haber inspeccionado las escuelas de Massachusetts,
las más adelantadas del mundo! A caza de datos sobre la emigración,
que había querido estudiar en Africa: ¿podría darme cuenta de ella,
sin visitar los Estados Unidos, el país a donde se dirigen todos los
años doscientos mil emigrantes? Republicano en perspectiva y con la
presencia de la resurrección de la república en Francia: ¿volvería sin
haber visto la república única, grande y poderosa que existe hoy en la
tierra?

Luego, donde la realidad flaquea, la imaginación continúa la obra.
Si llegare a la Habana siquiera, allí me ingeniaría, para pasar a
Venezuela, donde, por la prensa, la enseñanza y otras trazas, me
haría de recursos y de relaciones, para atravesar el continente
hasta Bogotá, y de allí hasta Quito a asomar al fin la cabeza en
Guayaquil, realizando por economía de medios, el viaje más novedoso y
sorprendente que haya hecho americano de nuestros días. Los fenicios
que circunnavegaron el Africa, se detenían, al decir de Herodoto, de
distancia en distancia, a sembrar trigo y cosecharlo para continuar su
viaje. ¿Por qué no me detendría yo en Caracas, por ejemplo, a enseñar
mis métodos de lectura, borrajear páginas en la prensa, abrir cursos
pedagógicos, y cosechar unos cuantos pesos, para irme arrastrando poco
a poco hacia los climas del sur, de donde había partido?

Por otra parte, volver por el Cabo Hornos a Chile era tan prosaico y
tan desairado efecto hacía en la carta náutica que tenía abierta por
delante, que cogiendo a dos manos mi valor de calavera por reflexión, y
bien pesado el pro y el contra, resolví no sólo visitar la Inglaterra,
los Estados Unidos, el Canadá, y México, y más si en ello me venía
la fantasía, a fin de completar la idea que de largo tiempo halagaba
mi codicia, de hacer un viaje en derredor del mundo civilizado. ¿Qué
podría objetarse a este plan? Marcharía con el reloj en una mano y la
bolsa en la otra, y donde esta antorcha se me apagare... me quedaría a
obscuras, y a tientas y con maña buscaría mi camino hasta Chile.

Tranquilizado con estas ideas, paseéme holgadamente en Londres,
recorriendo despacio la línea de ferrocarriles, que por Birmingham,
Manchester, conduce a Liverpool donde paré ocho días con el joven
argentino emigrado D. N. de la Riestra y establecido de muchos años en
una casa de comercio. Embarquéme en el _Montezuma_, buque de gran
calado, paquete de vela que hacía once millas a la menor brisa, y que
llevaba cuatrocientos ochenta emigrantes irlandeses a Norte América.
Mi poco ejercicio en el inglés me hizo tratar de cerca a una familia
judía que hablaba el francés. Una vez, al salir de la cámara, como
no acertase a abrir la puerta, un pasajero me dijo en español: tire
usted que está abierta. Era Mr. Ward, de la casa de Huth Gruning de
Valparaíso, y desde entonces pude creerme, gracias a sus deferencias,
libre de perderme, desconocido en el nuevo mundo que iba a visitar.
Un senador de los Estados Unidos regresaba de Europa, y conocía a Mr.
Horace Mann, el célebre secretario del _Board_ de Instrucción
Pública de Massachusetts, y como llovida del cielo me venía una carta
de introducción para este eminente maestro, pudiendo en ella Mr. Ward
responder que conocía la misión y la idoneidad del recomendado. Mi
camino se aclaraba, poco a poco, y todo temor, salvo el de flaquearme
la bolsa, iba por grados desapareciendo.

La vida de mar es poco _contábile_. Por las tardes me acercaba
a la cubierta, a donde salían como ratas de sus cuevas los infelices
irlandeses, desnudos, macilentos, animada su existencia por la
esperanza de ver, en la tierra prometida, el término de sus miserias.
Emigraban viejas sexagenarias, y un ciego mendigo tocaba por las
tardes la zampoña, para que bailasen damas mugrientas, chupadas y
desmelenadas, con galopines en cueros o cubiertos de andrajos, lo que
no estorbaba que se agrupase en torno de aquellas parejas con figuras
de convalecientes de hospital, un público con trazas de turba de casas
de corrección. Habíales entrado la gana de morirse y seis u ocho
cadáveres se arrojaban al mar algunos días, sin que el baile de la
tarde estuviese por eso menos concurrido.

Llegamos al fin a la rada de Nueva York, que por sus ensenadas y
profundidad, como por la belleza del paisaje, recuerda, con colores
más suaves y formas menos grandiosas, la de Río de Janeiro. La vista
de esta naturaleza plácida despierta involuntariamente en el ánimo el
recuerdo de los caracteres de Wáshington y de Franklin, prosaicos,
comunes, sin brillo, pero grandes en su sencillez, _good-natured_
sublimes a fuerza de buen sentido, de laboriosidad y honradez.
Iba preparado al espectáculo, y no me sorprendieron ni las colinas
hermosísimas cubiertas de bosques, ni las caletas, canales y ensenadas
que rodean la ciudad, llenas de barcas y cruzadas por centenares de
vapores. Nueva York es el centro de la actividad norteamericana, el
desembarcadero de los emigrantes europeos, y por tanto, la ciudad
menos americana en su fisonomía y costumbres de las que presenta la
Unión. Barrios enteros tienen calles estrechísimas y desaseadas,
alineadas de casas de mezquina apariencia. Los cerdos son personajes
obligados de las calles y escondrijos, donde nadie les disputa sus
derechos de ciudadanía. Ocupa el centro de la parte más hermosa de la
ciudad el Broad-Way, la calle ancha que toca por un extremo en Garden
Castle, y en su desenvolvimiento enseña Trinity Church, templo gótico
de hermosa arquitectura y de cierta magnificencia, cosa rara en los
Estados Unidos. Ha sido construído por acciones, como todas las grandes
empresas norteamericanas. Hay en el Broad-Way hermosos edificios
particulares, un bazar en mármol blanco, que se cree no tiene rival en
Europa, y un teatro en construcción para ópera italiana. En una hora
conté en el Broad-Way 480 carruajes entre ómnibus, carros y coches que
pasaban frente a la ventana de mi Boarding-house. Por la noche dábase
el _Hernani_ en un teatro improvisado en Garden Castle, y allí nos
reunimos seis sudamericanos: Osma del Perú; el joven Alvear argentino;
el señor Carvallo y su secretario de legación, mi amigo Astaburuaga,
y un recién llegado, que a poco se introdujo en la conversación,
preguntando: ¿conocen ustedes a un señor Sarmiento, que debe haber
llegado de Europa? Era don Santiago Arcos, quien, reconociéndome por
el tal, me dijo que venía desde Francia en mi seguimiento, que desde
allí seríamos inseparables hasta Chile, y que éramos amigos, muy amigos
de mucho tiempo, acompañando estas palabras con aquel reir de buena
voluntad que tiene, y que haría desarmar la extrañeza más quisquillosa.

La _prima donna_ cantó por añadidura, el jaleo, dirigiendo a
nuestro grupo desde las tablas palabras en español que le fueron
contestadas con una cuchufleta de manolo, de manera que estaba, por
decirlo así, en país de lengua castellana y de relaciones antiguas,
pues que al joven Osma lo había conocido en España, y vuéltolo a
encontrar en Londres, si no me engaño. Hasta las antiguas glorias de
la patria y sus actuales miserias encontraba allí representadas en el
general Alvear, con quien, allanadas ciertas dificultades de etiqueta,
y merced a reticencias convencionales, pasé tres días oyéndolo
hablarme de los pasados tiempos. El general Flores, del Ecuador, había
también recalado por allí, asaz mohino y cariacontecido, de lo que
nos divertíamos Osma y yo por los malos ratos que le habíamos dado en
Madrid.

Nueva York es la capital del más rico de los Estados americanos. Su
municipalidad sería, por su magnificencia, comparable sólo al Senado
romano, si no fuese ella misma compuesta de un Senado y una Cámara de
Diputados que legislan sobre el bien de medio millón de ciudadanos.
Sólo la de Roma le ha precedido en la construcción de gigantescas obras
de utilidad pública, si bien de los restos de los famosos acueductos
que traían el agua a la ciudad eterna, ninguno ha vencido dificultades
tan grandes, ni empleado medios más adelantados. El acueducto de Croton
ha costado a la ciudad de Nueva York trece millones de pesos; prodúcele
una renta anual de seiscientos mil, y sus habitantes pueden en el
cuarto piso de sus casas disponer de cuanta agua necesitan torciendo
una llave. El acueducto de Croton comienza en el río Croton, que
corre a cinco millas del Hudson en un condado vecino. El _dam_ o
depósito de agua, que de él se ha formado para dar igualdad a la masa
de aguas, tiene 250 pies de largo, 70 de ancho en el fondo, 7 arriba, y
40 de alto, construído todo de piedra y cemento. Forma un lago dentro
de estas paredes de granito, cuya área cubre cuatrocientos acres de
terreno, conteniendo 500 millones de galones de agua. Desde este gran
depósito parte el acueducto perforando las montañas, o sostenido por
arcadas sobre los valles como los acueductos romanos de Segovia y
la Sabinia, dejando bajo puentes altísimos paso a los torrentes que
atraviesa. Antes de llegar al río Harlem, trae así recorridas treinta y
tres millas. El acueducto es de piedra, ladrillo y cemento, abovedado
por arriba y por abajo, con 6 pies 3 pulgadas de ancho abajo, y 7 pies
8 pulgadas en lo alto de las murallas del costado, y 8 pies 5 pulgadas
de alto. Lleva desde 13 y media pulgadas por milla, y descarga 60
millones de galones de agua cada veinte y cuatro horas. Sobre el río
Harlem pasa en un magnífico puente de piedra de 1450 pies de largo
con 14 pilares, ocho de los cuales sostienen arcos de ochenta pies de
abertura, y otros de cincuenta, con superposiciones de 114 pies sobre
el nivel del agua. El canal pasa aquí en tubos de hierro colado que
dos hombres alcanzarán apenas a abrazar. El receptáculo que recibe
las aguas en la calle 86, a 58 millas del de Croton, cubre 35 acres,
y contiene 150 millones de galones. El depósito de distribución sobre
el monte Murray, calle 40, cubre cuatro acres, es de piedra y cemento
y a cuarenta y cinco pies sobre el nivel de la calle, y contiene
veinte millones de galones. Desde allí se distribuye el agua por toda
la ciudad en tubos de hierro, colocados en la tierra a suficiente
profundidad para que el agua no se hiele en el invierno. Los tubos de 6
a 36 pulgadas de diámetro miden 170 millas; el agua sube a los pisos de
las casas, y hay otros tubos para volver a la tierra las aguas sucias.
El derecho que la Municipalidad cobra sobre el agua basta para pagar
el interés de 13 millones de capital invertido, los salarios de los
empleados y dejar una utilidad anual de más de medio millón, ahorrando
a los vecinos los millones que gastaban antes en proveerse de agua de
calidad menos exquisita que la de Croton.

Hacían más gratas las emociones que el examen de la grande obra del
acueducto me causaba, los inteligentes comentarios, y las explicaciones
de incidentes prolijos que a medida que recorríamos los hermosos
alrededores de Nueva York, me iba haciendo don Manuel Carvallo,
enviado extraordinario de Chile en Wáshington. La solicitud de este
amigo, pues desde entonces nos hemos dado este nombre, me sacaba de
aquella especie de desamparo en que creía encontrarme entre los pueblos
del Norte de América, de lo que había sufrido moralmente y mucho en el
norte de Europa. Con él visité el Saint-James-College de los Jesuítas,
donde estudiaban varios jóvenes chilenos, las fábricas de caotchouc,
donde se confeccionaban puentes militares impermeables y equipos
completos de campaña, como asimismo todo aquello que en monumentos,
construcciones y establecimientos merecía ser conocido del viajero.

Con su simpático secretario Astaburuaga emprendíamos las correrías
de detalle, sazonadas por recuerdos de Chile, y animadas por la
comunicativa _causerie_ de dos amigos que vuelven a verse después
de algunos años. Llevóme a visitar el cementerio Greenwood, separado de
Nueva York por un canal.

Abraza el cementerio un espacio inmenso de terreno en el estado de
naturaleza. Accidentado por ligeras ondulaciones, ofrece una variedad
de aspecto que cambia a medida que se penetra en su solitario recinto.
Bosques seculares sombrean los terrenos bajos y aún las aguas de las
lluvias se depositan en lagunatos y zanjas. Un camino espacioso para
carruajes serpentea sin sujeción a merced de los accidentes del suelo;
las yerbas del campo crecen a sus anchas en matorrales y arbustos, y en
lo alto de las pequeñas colinas descuellan, ya aislados, ya en grupos,
arbolillos graciosos de los que forman la variada flora norteamericana.
Allí, en el seno de la Naturaleza, reposan, en sepulcros desparramados
a discreción por la vasta superficie, las cenizas de los que quisieron
dejar algún rastro sobre la tierra de su efímero pasaje. A la sombra de
una encina secular se abriga una tumba de estilo gótico; una linterna
de Diógenes corona un montículo, y en el fondo de un vallecito, entre
arbolillos vistosos, se muestra un templete griego, depositario de
un sarcófago. ¿No es cierto que este sistema de cementerios a la
rústica, verdadero campo de los muertos, infunde sentimientos de
plácida melancolía, aligerada por la contemplación de la Naturaleza,
volviéndole a ella los restos orgánicos de ella recibidos, para que
disponga sin sujeción y a su arbitrio nuevas combinaciones y nuevas
existencias? Al menos esta impresión me causaba la vista, desde alguna
parte elevada del cementerio, apoyado en un sepulcro, de Nueva York
coronada de humo, y Brooklyn su vecina, la Bahía hermosa con sus grupos
de buques cual bosque de invierno, y los estrechos agitados por la
marea que levantan los poderosos vapores, terminando la perspectiva el
océano, límite natural de cosas terrenas, frontera de lo infinito e
imagen imperfecta de la inmensidad.

El santuario de mi peregrinación era Boston, la reina de las escuelas
de enseñanza primaria, si bien cuando objetos de estudio nos llevan a
un punto, es permitido hacer un rodeo en busca de sitios pintorescos.
Para ir a Boston, pues, porque está al naciente del Hudson, dispuse
mi derrotero por Búfalo que está exactamente al Oeste. La cascada de
Niágara y los célebres lagos estaban de por medio, y no había que
trepidar en más o menos dóllars, no obstante el estado angustiado de
la plaza, que no tenía víveres (hablo de mi bolsa), sino para contados
días. Embarquéme en Nueva York a las siete de la mañana para Albany
(144 millas, un peso) a donde llegué a la tarde, pocos momentos antes
de la partida del tren de Búfalo (325 millas, doce pesos), en todo
469 millas en vapor o camino de hierro, y tres días de marcha, con
descansos de un cuarto de hora de distancia en distancia para comer y
almorzar.

El Hudson es poética, histórica y comercialmente hablando, el centro
de vida de los Estados Unidos. Camino de Boston, de Montreal, de
Quebec, de Búfalo, del Niágara y de los lagos; arteria principal por
donde fluyen los productos del Canadá, Vermont, Massachusetts, Jersey
y el estado de Nueva York; sus aguas están de continuo literalmente
cubiertas de naves, a punto de hacerse obstrucciones de la vía, como
en las calles de las grandes ciudades. Los vapores se cruzan como
exhalaciones meteóricas, y los remolques traen consigo una feria de
buques amarrados a sus costados que levantan con sus quillas una
verdadera marea a su frente. Catorce naves cargadas preceden y siguen
al motor, ocupando una ancha superficie del río. Los vapores de
transporte asumen en los ríos norteamericanos la forma y la elevación
de casas flotantes de dos pisos, con azotea y corredores.

Dan nuevo realce al espectáculo, de suyo grandioso por las formas
colosales de estos hoteles ambulantes, la apariencia culta, esmerada y
aun ceremoniosa de los pasajeros, pues es práctica general de hombres
y de mujeres ponerse vestidos de fiesta para hacer expediciones por
agua o ferrocarriles, si bien la fría reserva del carácter yankee y
su sociedad imprimen a estas grandes reuniones cierta fisonomía uraña
que en Europa sería tachada de aristocrática, siendo considerada en el
lugar de la escena por testigos europeos, como selvática, cuando solo
es en verdad reserva necesaria. Las damas ocupan la parte anterior
de los grandes salones y son el objeto de atenciones oficiales. Dan
todavía más animación a estos vapores la colocación de los prácticos y
timonel a la proa del buque, en lugar alto y aparente, y a veces debajo
de un elegante kiosco, dirigiendo, por cadenas que mueven un torno, el
timón del buque, desde donde pueden descubrir a cada instante su ruta,
cual si fueran realmente la cabeza y el alma inteligente de aquella
máquina. La campana suena a cada momento, anunciando la proximidad de
un lugar del tránsito, para que se preparen a desembarcar los que se
dirigen a él.

Desde lo alto de la azotea del buque, dominando ambas riberas, el
viajero ve desfilar delante de sí, villas risueñas, montículos
coronados por edificios y árboles, y a sus costados centenares de
buques de todas formas y dimensiones que hacen su camino en sentido
opuesto en aquella calle pública, inmensa, resplandeciente y tersa como
un espejo. Así pasan revista, desde la salida de Nueva York, al océano,
la bahía con su movible panorama de buques, y las pintorescas islas,
estrechos y canales. La ciudad de Jersey, en frente del embarcadero,
la roca de Weehawken, que sale exabrupto de entre las aguas y sirve
de base a una _villa_ edificada en su cumbre, pintoresco término
avanzado a la entrada de las _Palizadas_, que son una muralla
perpendicular de rocas acantiladas, que se alzan cuatrocientos y
quinientos pies sobre la superficie de las aguas, y costea el río por
espacio de veinte millas. Este accidente de la naturaleza da al paisaje
una grandiosidad indescriptible, mientras, por el otro lado, la ribera
ostenta villas, ciudades, arboledas, colinas y bosques que mantienen
la animación y despiertan la curiosidad. Alguna ruina también corona
alguna altura, y los nombres de Hamilton y Wáshington son recordados
por algunas piedras subsistentes de fuertes tomados y destruídos
durante la guerra de la independencia. Monumentos vivos son, empero,
Westpoint, la academia militar en cuyo recinto 230 cadetes guardan
permanentemente el fuego sagrado de las tradiciones y la ciencia de
la guerra. El asilo de los huérfanos, el hospital de locos y otros
edificios públicos prestan, desde las alturas, sus formas griegas a
la decoración del río que se las disputa al Rhin en belleza, y que no
tiene rival sino en la China en actividad y movimiento.

Al fin se presenta Albany, la capital política del estado de Nueva
York, porque parece que los congresos yankees huyen del bullicio de
las grandes ciudades. Los edificios públicos corresponden al título
de capital, aún más que a la extensión de la ciudad la importancia de
sus edificios particulares. El camino de hierro recorre desde allí 325
millas al oeste, pasando por Amsterdam, Jonda, Utica, Roma, Verona,
Manlius, Siracusa, Camillus, Séneca, Itaca, Waterloo, Génova, Viena,
Víctor, Byron, Batavia, Alejandro, Attica y otras muchas ciudades
que reunen en una línea los nombres de ciudades, países y hombres de
diversos tiempos y lugares.

Búfalo, término del viaje, está en el extremo este del lago Erie, que
lo es, a su vez, de la navegación del Hurón, el Michigan y el Superior.
La emigración alemana, sobre todo, ataca esta línea de navegación
por Chicago, que está al extremo oeste del Michigan y en contacto
con las cabeceras del Mississipi; y por Búfalo, que sirve de centro
a la navegación del Ohio por el canal de Cleveland y del Hudson por
el canal del Erie. La vista de esta ciudad, estrecha para el número
de habitantes que contiene, me hizo un efecto singular. Una turba de
buques de vapor dejaba escapar de sus chimeneas la gruesa mole de
humo del fuego que aún se está encendiendo. La descarga de pieles de
búfalo, y otras producciones del comercio con los salvajes, contrariaba
el movimiento de la procesión de pasajeros que se dirigen al puerto,
mientras que volviendo la vista a la ciudad, descubríanse sobre lo
alto de los edificios centenares de hombres ocupados afanosamente en
construir edificios nuevos, agrandándose la ciudad de improviso para
satisfacer a las necesidades de una población que cada año aumenta de
veinte mil almas. Búfalo tiene a su alcance, como todos los centros
predestinados de comercio futuro en la Unión, un depósito de carbón en
la península que forma el Michigan y el contiguo Huron.

De Búfalo adelante las obras humanas, ferrocarriles, villas nacientes
y plantaciones nuevas, deslucen las sublimes obras de la naturaleza.
Desde allí al norte principia el pedazo más bello de la tierra. El
río Niágara sale del Erie manso y cristalino, reflejando en sus
ondas rododendrones y encinas entremezcladas, formando a los lejos
lontananzas azuladas de selvas primitivas, bajo cuyas espesuras
pueden aún verse los rastros misteriosos del mocasín del indio
indómito. Abrese en dos al formar la grande isla, y recoge luego sus
aguas para prepararse al sublime juego de aguas que comienza en los
_Rápidos_, y termina en la _Cascada_. El rumor lejano de este
salto portentoso, la neblina que se alza en el cielo de partículas
acuáticas, la excitación que causa la proximidad de sensaciones de
largo tiempo esperadas y presentidas, traen al viajero desasosegado
y acusando de lentitud al tren que lo arrastra. Llégase por fin a
_Niágara-Falls_, villa que alimenta la concurrencia de curiosos,
desde donde el redoble pavoroso de la caída atruena los oídos, el
torbellino de agua se hace más visible, descollando blanquecino sobre
las copas de los árboles; y entre los claros que sus troncos dejan a
medida que uno se acerca, divísase contrastando con la opacidad de la
enramada sombría, algún pedazo de _rápidos_, como un fragmento
de plata bruñida. Son estos rápidos cascadas subacuáticas en que la
enorme masa del Niágara viene despeñándose, sobre un lecho de rocas
escarpadas, que no se presentan a la vista, y que dan al agua un
blanco marmóreo. Mil trágicas aventuras han ocurrido, desde el cazador
indio que distraído un momento por el ardor de la persecución sintióse
llevado de la corriente en su frágil piragua, y después de esfuerzos
sobrehumanos para resistirla, apuró su calabaza de aguardiente, y
de pie con los brazos cruzados se dejó llevar a la catarata, que ni
los cadáveres entrega de sus víctimas, hasta los presidiarios que
apoderados de un vapor, no supieron gobernar y vieron descender la mal
dirigida nave a los rápidos y la catarata, sepultándolos para siempre
el abismo sin fondo que ha excavado la caída. Hablábase del reciente
fin de un niño caído en los rápidos y que ya tenían de la mano en la
isla de la Cabra, que promedia las dos caídas, volvióseles a escapar.

Describir escena tan estupenda sería empeño vano. Lo colosal de las
dimensiones atenúa la impresión de pavor, como la distancia de las
estrellas nos las hace aparecer pequeñas. Cítanse con elogio los versos
que el espectáculo inspiró a una señorita.

  Flow on for ever, in thy glorious robe
  Of terror and beauty. God hath set
  His rainbow on thy forehead; and the cloud
  Mantled around thy feet. Awe he doth give
  Thy voice of thunder, power to speak to Him
  Eternally--bidding the lip of man
  Keep silence; and upon thine altar pour
  Incense of awe-struck praise[5].

Teníame por pasajero pasablemente erudito en punto a cascadas. Había
visto la de Tivolí, tan bella, tan artística y tan poéticamente
acompañada de recuerdos históricos; la del Rhin, la más grande que
ocurre en Europa, y aquellas cien que alegran el paisaje suizo en los
Alpes. La de Niágara, empero, sale de los términos de toda comparación;
es ella sola en la tierra el más terrífico espectáculo. Sus dimensiones
colosales, la enormidad de las masas de agua, y las líneas rectas que
describe, le quitan, empero, toda belleza, inspirando sólo sensaciones
de terror, admiración y aquel deleite sublime que acusa el espectáculo
de los grandes conflictos. Imaginaos un río cristalino, como el
Bío-Bío, descendiendo de golpe de un plano superior a otro inferior.
Cortado el borde perpendicularmente, el agua describirá un ángulo recto
al cambiar del plano horizontal al vertical, y desde allí, después de
revolverse sobre sí misma en torbellinos plateados, seguirá el nuevo
plano inferior con la misma mansedumbre que antes de caer. La belleza
de la cascada la hacen las puntas de rocas salientes, que fuerzan
el agua a retroceder, lanzarse en el aire, subdividirse en átomos e
impregnarse de luz.

La vista de las otras cascadas me había hecho sonreír de placer; más en
la del Niágara sentía que las piernas me temblaban, y aquella sensación
fiebrosa que indica que la sangre se retira de la cara. Llegándose a
ella por la isla de la Cabra, que la subdivide en dos, el ánimo viene
alegremente preparado por la escena menos tumultuosa que presentan los
rápidos, en que el Niágara desciende cincuenta pies en una milla. El
bosque primitivo que cubre la isla y oculta tras su ramaje la vecina
ciudad, la perspectiva aguas arriba en que el río viene caracoleando,
presenta uno de esos golpes de vista risueños, virginales, tan
comunes en los Estados Unidos. La cascada inglesa tiene la forma de
una herradura y cuatro cuadras de desenvolvimiento, sin accidente ni
interrupción alguna. La cascada del lado americano tiene doscientas
yardas de ancho y esto la hace llamar la chica. En ambas cae el agua
desde 165 pies y el canal excavado en la roca que la recibe, tiene cien
varas de profundidad y ciento treinta de ancho. Al ver escritas estas
cifras averiguadas por mensura, nótase la incompetencia del ojo humano
para abrazar las grandes superficies. San Pedro, en Roma, aparece una
estructura de dimensiones naturales, y la cascada del Niágara se achica
a la simple vista para ponerse al nivel de nuestra pequeñez.

El espesor de la masa de agua es de 21 pies, de manera que no pudiendo
atravesarla la luz, conserva su color verde en el centro de la caída.
Este accidente, que revela a los ojos la magnitud de la escena, aumenta
el pavor que inspira. Vésela desde una linterna o garito construído en
la isla de la Cabra; vésela mejor todavía porque se llega al borde de
ella desde el lado inglés, desde donde el ojo puede perfilar la línea
vertical de la caída y medir el abismo que gruñe como una tormenta
de rayos, o un aguacero de cañonazos a sus pies. Vésela en todo su
esplendor y magnificencia desde a bordo de un vapor que sube todos los
días del lago Ontario, llega cargado de pasajeros hasta cien yardas
de distancia de la caída, detiénese allí con su motor listo para
contrariar la atracción de los remolinos, tirita el casco sobre aquella
agua atormentada, y espumando como si estuviera en delirio, y vuelve
atrás con los pasajeros, satisfechos ya de emociones terríficas. Pero,
la cascada no se siente, no se palpa, sino descendiendo al abismo que
le sirve de base, envolviéndose para ello en capotes de goma elástica
y dejándose conducir de la mano por un guía debajo de la caída misma,
donde se ha practicado un camino en la roca, con pasamanos de fierro,
que garantizan de las caídas ocasionadas por la presencia de centenares
de anguilas mucosas y resbaladizas que se acogen entre las sinuosidades
de la roca. Colocado en el fondo de esta singular galería, aturdido,
anonadado por el ruido, recibiendo sobre su cuerpo la caída de gruesos
chorros de agua, ve delante de sí una muralla de cristal, que creyera
dura y estable si las filtraciones de goteras no causaran la presencia
del líquido elemento. Salido de aquel húmedo infierno, volviendo a ver
de nuevo el sol y el cielo, puede decirse que el corazón ha apurado la
sensación de lo sublime. Una batalla de doscientos mil combatientes no
causará emociones más profundas.

Del lado inglés hay un magnífico hotel y un museo, donde se muestran
búfalos vivos y se venden esponjas de mar y coral petrificados, que se
desprenden del suelo en que está la cascada. Aquello fué fondo de mar
en otro tiempo.

Distínguese esta caída de las otras del mundo en que está situada en
el centro de una llanura, sin que a primera vista se descubra la causa
de su existencia. Descendiendo, empero, hacia Ontario, el fenómeno se
explica fácilmente. El lago Erie está en el centro de una plataforma
espaciosísima sin accidente alguno. Este llano es la superficie
superior de una meseta, cuyo borde está cerca del Ontario, el cual está
situado sobre otra meseta inferior. La diferencia de nivel que hay
entre uno y otro lago es de 300 pies; y la caída del río Niágara que
los une entre sí, debe hacerse necesariamente en el borde del banco o
meseta superior, que está no lejos de las márgenes del Ontario. Pero la
caída se encuentra siete millas más arriba, y la roca está excavada en
un profundo zanjón de la altura de la caída. La catarata ha ido, pues,
cambiando de lugar, o más propiamente hablando, va lentamente en marcha
hacia el Erie, adonde llegará un día. Bastaría fijar, por medio de la
observación, la distancia que avanza al año la catarata, derrumbando
o carcomiendo la roca que le sirve de lecho, para sacar una parte de
la cronología del globo. Según el geólogo Lyell, admitiendo que solo
un pie retroceda por año, ha necesitado 39.000 años para llegar desde
el borde de la escarpa que está cerca de la ciudad de Queenston. Pero
modifican este cálculo las diferencias de la altura de la caída en
cada uno de los lugares de su estación, y la diversa resistencia que
han debido oponerle la mayor o menor adherencia de las rocas que va
encontrando. La primera vez que un europeo ha descripto la cascada, ha
sido en 1678, que lo fué por unos misioneros franceses que levantaron
de ella un diseño. Otra descripción hay de 1751; pero las observaciones
geológicas no comienzan sino de una época muy reciente. Desde 1815
adelante las dos caídas han ido alterando su forma por el derrumbe de
enormes trozos de rocas, y desde 1840 la isla de la Cabra ha perdido
algunos acres de terreno.

Mr. Lyell descubrió hasta cuatro millas más abajo del lugar de la
caída, el lecho antiquísimo del río sobre la superficie de la tierra
y aun a mayor altura de la que hoy tiene el Niágara. Las conchillas
fluviátiles que se encuentran en bancos de residuos en la isla de
la Cabra, se hallan perteneciendo a las mismas especies y épocas,
en una línea hacia el Ontario que señala la dirección que llevaba
el río. Tenemos, dice este geólogo, en el costado de los barrancos
que va dejando el Niágara, un cronómetro que mide ruda, pero
significativamente, la inmensa magnitud del intervalo de años que
separa el tiempo presente de la época en que el Niágara corría por
muchas millas más al Norte sobre la superficie de la plataforma. Este
cronómetro nos muestra cómo los dos sucesos que creemos coetáneos, la
desaparición de los mastodontes y la época de la primera población
de la tierra por el hombre, pueden estar a distancias infinitamente
remotas una de otra. El geólogo, añade, puede cavilar sobre estos
acontecimientos hasta que lleno de espanto y de admiración, olvida la
presencia de la catarata misma, y deja de percibir el movimiento de sus
aguas, ni oye su estampido al caer en el profundo abismo. Pero, así que
sus pensamientos vuelven al momento presente el estado de su espíritu,
las sensaciones despertadas en su corazón se hallarán en perfecta
armonía con la grandiosidad y belleza de la gloriosa escena que lo
rodea.

[5] Fluye por siempre, cubierta con tu glorioso ropaje de terror y
de beldad. Puso Dios sobre tu frente el iris, y una nube envuelve
cual manto tus pies. Te dió su voz de trueno con poder de hablarle
eternamente, sellando el labio humano, condenado a guardar silencio,
contentándose con derramar sobre tu altar el incienso de su hija,
adoración del terror.


CANADA

El ferrocarril que corre al costado del zanjón formado por la cascada
hasta Queenston, cerca del Ontario, lleva los pasajeros que se dirigen
hacia Quebec o el lago de Champlain. Después de haber saboreado aquel
magnífico espectáculo, iba yo en mi banco rumiando las emociones
pasadas, y dejando escapar, de vez en cuando, alguna exclamación de la
admiración que había experimentado. Un yankee, que me escuchaba con
la plácida frialdad que distingue a este tipo de hombre, me mostró la
cascada bajo un punto de vista nuevo. _Beautiful! Beautiful!_
decía, y para explicarme su manera de sentir la belleza, añadía: esta
cascada vale millones. Ya se han puesto algunas máquinas a lo largo
de los rápidos, de donde por canales poco costosos se sacan caídas
de agua para darles movimiento. Cuando la población de los Estados
se aglomere hacia este lado, el inmenso caudal de agua de la cascada
americana puede ser subdividido, y desviándolo, por canales que corran
sobre el terreno superior, traerlos a descargarlo al cauce inferior del
Niágara, a los puntos donde se hallen establecidas máquinas de tejidos
y de otras industrias. ¿Se imagina usted--me decía--que pueden usarse
motores de agua de la fuerza de cuarenta mil caballos si se necesita?
Entonces el Niágara será una calle flanqueada por ambos lados de siete
millas de usinas, cada una con su caída de agua del tamaño que la
necesite el motor. Los buques vendrán a atracar a la puerta y llevar
por el San Lorenzo, el Champlain, o el canal de Oswego, las mercaderías
a Europa o a Nueva York. _Beautiful! Beautiful!_ añadía, extasiado
en la aplicación útil de aquella mole enorme de agua, que hoy sólo
sirve para mostrar el poder de la Naturaleza. Yo creo que los yankees
están celosos de la cascada y que la han de ocupar, como ocupan y
pueblan los bosques.

Pasando de un ferrocarril a otro, en medio de bosques todavía
despoblados, atravesando villorrios apenas diseñados, sin poderse
uno dar cuenta cómo pueden andar vagones por aquellas soledades
desamparadas, se pasa a uno de _Stages_, diligencias que remiendan
intervalos sin rieles, y en Queenston va a alojarse a bordo del vapor
que espera el tren para descender el Ontario, tocando en Oswego,
boca del canal que liga este lago con el canal que une el Ontario
con el Hudson. Van Buren, el expresidente, promoviendo la abertura
de este canal auxiliar, dió valor a unos terrenos que poseía en las
inmediaciones, sin que nadie haya criticado su procedimiento de
egoísta; pues el canal completaba, realmente, el estupendo sistema de
comunicaciones acuáticas de que he hablado en otro lugar.

El país está aún despoblado por esta parte; el vapor del Ontario
se acerca a los barrancos, adonde salen los paisanotes de fraque y
las mozas envueltas en cachemiras a tomar pasaje. Divísanse a lo
lejos aisladas en el bosque aquellas cabañas de troncos de árboles
superpuestos, o de tablas descoloridas, que sirven de morada por los
primeros años al plantador que recién está descuajando el bosque. El
paisaje conserva toda la frescura virginal que Cooper ha pintado en
aquellos inimitables cuadros del _Ultimo Mohicano_. Ya he dicho
a Vd. que desde Búfalo hacia esta parte está el pedazo más bello de
la tierra. Sin la petulante lozanía de los trópicos y sin la fría
severidad de los bosques del Norte de la Europa, mézclanse en la
escena ríos como lagos, lagos como mares, rodeados de una vegetación
primorosa, artística en sus combinaciones y grandiosa en su conjunto.
Traíame arrobado de dos días atrás la contemplación de la Naturaleza,
y, a veces, sorprendía en el fondo de mi corazón un sentimiento
extraño, que no había experimentado ni en París. Era el deseo secreto
de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee, y ver si
podría arrimar a la cascada alguna pobre fábrica para vivir. ¿Fábrica
de qué?... Y aquí el deleite de tan bella vida se me tornaba en
vergüenza, acordándome de aquellos ostentosos letreros chuecos que
había visto en algunas aldeas de España, _Fábrica de fósforos_.
¡Y qué fósforos! ¿Enseñar o escribir qué con este idioma que nadie
necesita saber? Para curarme de estas ilusiones y recuperar mi alegría,
no necesitaba más que tomarle el peso a mi descarnada bolsa, y echar
una ojeada sobre mi contaduría en general para no volver a pensar más
en ello.

Al vaciarse el Ontario en el río San Lorenzo hay un punto que se
llama Thousand Islands, las mil islas, que no son menos las que están
aglomeradas en un corto espacio. La escena fluvial más bella que la
Europa presenta es el Rin desde Maguncia y Colonia abajo. Yo lo había
recorrido hasta Harlem, frontera de la Holanda, desde donde por Utrecht
va un camino de hierro hasta Amsterdam, y de allí por La Haya se
desciende a Rotterdam para tomar el Escalda, que conduce a Amberes y
a Bruselas. Embellecen el Rin las tradiciones alemanas, los castillos
feudales que aún coronan las alturas; las ciudades renanas que ostentan
la estatua de Gutenberg, y la catedral de Colonia. Fluye el río
silencioso por entre quebradas sañudas y obscuras, sale a explayadas
que espacian la vista y enseñan las agujas de las iglesias de las
aldeas, y los viñedos que se esparcen enanos y casi rastreros por los
faldeos de las circunvecinas montañas. Más allá, y aproximándose a la
Holanda, el terreno baja, el río se ensancha, los molinos de viento
se suceden a los castillejos, y los ciénagos holandeses requieren los
canales que surcan el país en todas direcciones y los pasmosos diques
que oponen su hombro al porfiado y poderoso embate del océano, superior
en el nivel.

En el San Lorenzo, la naturaleza, desnuda de todo atavío de arte
humano, se presenta a luchar con toda comparación posible. Aquí la
escena se dilata hasta donde la vista alcanza, sin encontrar, sin
embargo, objeto que introduzca la monotonía. El pasaje por entre las
mil islas es un sueño de hadas. Era el otoño, y los árboles de la
flora americana estaban ya matizados de colores de ópalo, amarillo y
púrpura, que tanto codician los pintores para las escenas rústicas. Hay
la encina norteamericana y otros árboles que se tiñen de rojo puro, y
tan subido que desde leguas atraen la mirada por su extrañeza. De este
ropaje estaban vestidas las islas, grandes algunas como para contener
una aldea, y tan pequeñas otras que parecían una canastilla de flores
flotando sobre las aguas. El San Lorenzo vuelve a hacer rápidos saltos
de distancia en distancia, lo que da a sus aguas cristalinas un blanco
esmaltado y sin espuma, por estar a mucha profundidad las rocas que
quiebran el agua. La corriente del río se presenta, entonces, como un
ancho reguero de plata, accidentado por aquellas cucas islas que traen
al espectador alborotado, cambiando la escena a cada paso, agrupándose
en formas y en cadencias caprichosas, descubriendo nuevos horizontes a
cada paso, hasta no entenderse en el laberinto que forman. Cuando el
vapor va a entrar en los rápidos, el maquinista detiene el motor, la
corriente de aquel canal de molino arrebata el buque, y el piloto con
mano firme lo endilga por entre los escollos y remansos que se forman
en aquella catarata continua. No sé si me han engañado; sesenta millas
hacemos, díjonos el piloto, mirando sin pestañear un pasaje difícil
que teníamos por delante. El tren expreso entre Manchester y Liverpool
hacía también 60 millas. Llégase a Kingston, ciudad del Alto Canadá,
cómpranse manzanas por hacer alguna cosa, y la noche mediante, llégase
a Montreal, la ciudad francesa de esta parte de las colonias británicas.

El hotel Donegana, espacioso como nuestros claustros y arreglado en
todo como los grandes hoteles norteamericanos, acoge al pasajero
derrengado y mal traído, a merced de vagones, _stages_ complementarios
y vapores. El _hong-hong_ no falta para triturarle al infeliz los
nervios, si se obstina en dormir una hora más.

¡Montreal, qué joya para figurar en impresiones de viaje! Dumas ignora
el tesoro que hay allí sepultado a sólo diez u once días de vapor
de Francia. Es la ciudad más adelantada del mundo en cuanto a la
aplicación y generalización de los medios más perfectos de construcción
civil. Las casas son de piedra de cantería o ladrillo. Las techumbres
están cubiertas de un manto de zinc, lo que da a la ciudad un aspecto
reluciente. El pavimento de las calles todas es de palo a pique como el
que se ha ensayado en París en frente de la Opera Cómica, y construído
bajo el mismo principio, y las aceras son de tablones atravesados y
montados sobre barrotes que permiten al agua escurrirse por debajo.
Bajo este respecto Montreal es la ciudad más altamente civilizada
que existe en el globo; pero hay un aspecto moral por donde es una
curiosidad fósil digna de observación.

Sábese que el Alto y Bajo Canadá fué cedido a la Inglaterra por Luis
XIV, al fin de las desastrosas guerras que amargaron el ocaso de
sus días e hicieron pagar caro a la Francia el orgullo de sus reyes
y la arrogancia de sus ejércitos; triste y merecido fin que tienen
esos triunfos con que la fortuna engalana los primeros pasos de la
vida de los tiranos. La vejez trae sus arrugas, la conciencia sus
remordimientos, y el cansancio y la extenuación de los pueblos la
debilidad que da reparación a los ofendidos. Con Napoleón repitióse el
mismo cuento y con nuestro imbécil se reproducirá el mismo hecho, muy a
expensas nuestras.

¡Vuelvo siempre a mis carneros! La población francesa de Montreal
lloró, como Cartago condenada a la destrucción, el día en que se
le anunció que había sido tratada como mercancía, entregada cual
vil rebaño a la odiada Inglaterra. Pero, el llorar y el mesarse los
cabellos en nada cambiaba la situación que la madre patria les hacía,
y hubieron de resignarse a su suerte desamparada. Desde entonces se
rompió el vínculo que los ligaba a la madre patria y no oyeron hablar
más de la Francia. Sus revoluciones posteriores, la república, el
imperio, la restauración y la casi restauración, han pasado sin que el
vulgo sepa de tan grandes sucesos, sino de oídas, aquello más notable;
pero sin sucesión, sin formar ya parte de la historia nacional.

Los libros franceses dejaron de penetrar en la colonia inglesa, y todo
progreso en las ideas, toda novedad literaria o filosófica dejó para
los infelices de ser continuación y consecuencia de aquel movimiento de
ideas que comenzó en el reinado de Luis XIV y continuó con Rousseau,
Voltaire y el siglo XVIII. Para los franceses de Montreal, pues, la
Francia, la única Francia posible, es la Francia del gran rey con
su corte de Versalles, su etiqueta y su lujo asiático; los únicos
poetas, Corneille y Racine; las únicas glorias militares, las del gran
Condé, Catinant, Villars y Turena. El canadiense es ceremonioso como
un cortesano antiguo, y tan quisquilloso en punto a hidalguía, que
la genealogía de las familias es allí espejo que no ha de empañar ni
por el contacto mácula alguna. Viviendo bajo la dominación inglesa de
un siglo a esta parte, las madres no enseñan a sus hijas el inglés,
para ponerlas en la imposibilidad de oír a los odiosos opresores de
su raza; cuando en las calles se pregunta a los paseantes algo en
inglés, puede desfilar toda la población por delante, sin que haya
una persona de origen francés que se dé por entendida de lo que se
le pregunta. Hablad en francés y entonces las miradas se vuelven de
todas partes, los semblantes sonríen y la buena voluntad y el deseo
_d’être agréable_ vese pintado en la blanda ondulación de cada
músculo. “¡Ah! ¡señor, me decía un joven, con voz conmovida, viene
usted de Francia; qué feliz es Vd.! ¡Oh, la Francia, nuestra patria!
¡Si supiera ella lo que ha hecho, entregándonos a los ingleses! Ya se
ha arrepentido, ¿no es así? Porque ni aun en sus reproches querrían
ofender a este tipo de la nacionalidad de su raza.

La religión se ha hecho un arma de oposición a los dominadores, y el
catolicismo una trinchera adonde se ha acogido toda la vida de este
pueblo desmembrado. El catolicismo cuan estable es en sus dogmas, ha
marchado, sin embargo, con los siglos, y afectando nuevas formas, para
adaptarse a las nuevas instituciones. Si queréis volver una página
de un siglo de su historia y verlo tal cual era, después de salido de
la Edad Media, id a Montreal y lo encontraréis en todo su primitivo
candor, lleno de savia y de fuerza y concentrando en sí, como en España
en tiempos de la reina Isabel, el patriotismo, el poder, y la fuente
del heroísmo. Hacia la base del monte que da nominación a la ciudad, se
levanta una hermosa casilla de ladrillo rodeada de árboles y colocada
en una pequeña elevación del terreno que la hace más pintoresca. Esta
casa, que me había llamado la atención, tiene tapiadas las puertas
y está abandonada. Preguntando a un canadiense el motivo de lo que
veía, “¡Que no sabe! me dijo, la casa del Judío. Y bien.--Del alma en
pena, _le revenant_. Un judío (si esta apelación no es, como lo
sospecho, todavía una muestra del viejo catolicismo) un judío era
el dueño de esa casa. Una noche, tarde de la noche, oyóse un tiro.
Al día siguiente los vecinos lo encontraron muerto, suicidado. Sus
compatriotas quisieron ocupar la casa; pero el alma del condenado
volvía a su habitación todas las noches, revolvía papeles, oíanse
gemidos y ruidos de cadenas. En vano han querido después habitar la
casa; esto hace ya veinte años, algunos vecinos pobres han intentado
ocuparla. El alma del condenado vuelve; las luces se apagan solas, y
comienzan los gemidos y el ruido de cadenas. La autoridad ha mandado
al fin amurallar las puertas, por miedo que la casa se convierta en
guarida de ladrones”.

Yo escuchaba maravillado este cuento, que me traía a la memoria escenas
de mi infancia, oyendo horripilado historias de ánimas y aparecidos,
y miraba a mi hombre de hito en hito para ver si creía realmente lo
que me estaba contando, y si no concluía como algunos clérigos en
Roma que le enseñan a uno la mesa con tres patas en que almorzaba
Jesucristo con San Pedro y San Juan, y que concluyen por reírse de la
conseja cuando uno les pone cierta cara. Esta vez, empero, había en
la voz y en lo profundo de los ojos del narrador tal convicción, que
mostrar duda siquiera habría sido desmoralizarlo, porque la sencillez
de su espíritu, la sanción dada por todos, aun por la autoridad, a
esta tradición, no le habrían dejado sospechar que hubiera ningún ser
racional que dudase de la posibilidad de tales sucesos.

Sobrevino el domingo y me dirigí a la catedral para visitarla. Jamás
había podido imaginarme espectáculo más imponente. Habíame enfriado
Roma con su Semana Santa y sus ceremonias. San Pedro es en esos días,
como siempre, un suntuoso desierto. Los romanos preguntan: ¿Ha estado
Vd. en San Pedro? ¿Ha visto al Papa?--Ellos no van nunca a la gran
basílica y pocas veces a las demás iglesias. Si en Roma sucede eso,
imagínese lo que sucederá en Francia, España y el resto de la Italia.
No recuerdo dónde he encontrado en diversas iglesias tres sacerdotes
que decían misa sin un solo oyente o alguna vieja mendiga por todo
acompañamiento.

En la gótica catedral de Montreal había ese domingo de quince a
veinte mil almas oyendo la misa mayor. La población católica no se
desobliga del precepto, sino oyendo la misa episcopal, pontificada con
una pompa sencilla, servida por setenta y dos acólitos, monacillos y
oficiantes que pude contar por los bonetes en forma de conos truncados
y altos de una tercia que llevaban los oficiantes. No ofreciendo
suficiente espacio el pavimento de la catedral para tanto concurso,
se han adaptado a las naves exteriores dos anchas galerías salientes
que hacen dos corridas de palcos por ambos lados de la iglesia; y
las cuatro y el piso estaban llenos. Predicaba a la sazón el cura la
plática doctrinal; un profundo silencio reinaba en aquella inmensa
congregación, y una señora que me veía de pie, con los ojos y con la
mano me invitaba cortésmente a tomar asiento a su lado, en las lunetas
de madera que cubren toda la superficie del vasto edificio, más ancho
que la catedral de Santiago. Esto que veía entonces, sucedía siempre y
las acomodaciones de la iglesia me lo decían demasiado.

Al día siguiente encontré en las calles larga procesión de niños en dos
filas y precedido por una cruz con paño llevada por un clérigo, que
se dirigían a la iglesia cantando en coro las alabanzas, seguidos del
cura y sotacuras, a oír la misa diaria, antes de entrar a las clases.
El cura, como fué práctica en los antiguos tiempos, es el maestro
de escuela de la parroquia, y los sotacuras son sus ayudantes si es
numerosa. Adoctrínalos con amor en todas las creencias; fortifícalos
contra toda innovación peligrosa y contra toda tibieza que pueda dar
entrada en sus almas al odiado protestantismo de sus amos. Así el
catolicismo se ha endurecido y reconcentrado para hacer frente a la
destitución de la raza y del idioma, y se apega a las añejas prácticas
y aun a las supersticiones más frívolas por no dar su brazo a torcer.
Todo esto es santo, bello, tierno, patriótico y ortodoxo, sin duda.
Pero, ¡ah, que está de Dios que no ha de haber cosa cumplida en este
mundo! Los católicos de Montreal poseen y cultivan una ignorancia
desesperante. Alejados de la administración, porque temen contaminarse
si aceptan empleos, viven ajenos de todo movimiento de la vida
pública. Al lado de los yankees, gobernados por la Inglaterra, no
poseen ninguna industria, cultivan mal la tierra, y la pobreza, la
obscuridad, la nulidad y la miseria los viene cercenando y estrechando
de todas partes. Hoy vende una familia patricia su casa que compra un
comerciante inglés, y mañana sus hijos están en la indigencia, y como
no tienen ni instrucción ni habilidad manual, concluyen sus nietos por
ser mozos de cordel o domésticos. Calcúlase que en un siglo más habrá
desaparecido este pueblo, incapaz de vivir en la sociedad actual y
obstinado por patriotismo en perpetuar un modo de ser que lo aniquila
lentamente.

Los ingleses, en tanto, se desenvuelven por el comercio, por el
ejercicio del poder, por la inmigración y por la vida británica, tan
llena de expansión y actividad. Agitan los ingleses la separación de la
metrópoli y maldicen el día que vencieron a Montgomery, que les traía
la independencia.

Montreal es un emporio de las peleterías del Norte, y los almacenes
están llenos de la variedad infinita de producciones que forman este
ramo. Después de haber visto aquella ciudad encantadora y que bajo las
formas más modernas encierra la población más vieja, hube de dirigirme
a Quebec, donde quería examinar una caserna que el gobierno inglés
había establecido para recepción de inmigrantes irlandeses. Dáseles
allí ración y ocupación diaria hasta que se les destina a los terrenos
que se han señalado para las nuevas plantaciones. A veces creo que no
debemos pensar en cosas nuevas, sino buscar dónde está ya realizada
la idea que nos embarga. Traía desde Alemania el pensamiento de estas
grandes hospederías, para acoger inmigrantes en nuestros países, y
hablándole de ello a Astaburuaga en Nueva York, indicóme la existencia
de ésta. Al tomar pasaje en San Lázaro abajo, vínome el remordimiento
de aquella prodigalidad de dinero con que iba haciendo mis viajes,
cual si fuera un príncipe ruso. Siete pesos debía costarme de ida y
vuelta la excursión a Quebec, duplicado de Montreal, ciudad menos bella
y pueblo menos virgen que el que había visto. ¡Siete pesos! Tomé un
vapor para atravesar el San Lorenzo con asiento en el ferrocarril de la
Pradera, que lleva a orillas del lago Champlain, camino de Nueva York,
tomando a lo largo el larguísimo lago, viendo aproximarse las costas,
alejarse o cruzarse puntas de tierra entrantes y ensenadas, variándose
el panorama con una movilidad infinita, hasta que llega a Whitehall,
donde se toma pasaje por un canal que conduce a Troya, desde donde el
camino de hierro lleva a Boston, fin de mi excursión por este lado.
Reasumamos la parte económica del viaje. De Búfalo a la cascada, camino
de hierro, 1 peso, 22 millas. De Niágara Falls a Lewiston, camino de
hierro, _stage_, 6 pesos, 31 millas. Lago Ontario a Montreal,
vapor, 10 pesos. De Montreal a la Prairie, vapor y ferrocarril, 1 peso.
De la Prairie, Lago Champlain a Whitehall, 1 peso; diligencia a Troya,
3 pesos; ferrocarril a Greenbush, 3 pesos.


BOSTON

La ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee, tenía 18.000
habitantes en 1790, 33.000 en 1810 y 114.360 en 1845. La ciudad está
fundada sobre una península, cuyo istmo de una milla sirve de principal
comunicación con el continente, si bien muchos puentes echados sobre
la bahía interior establecen nuevas líneas de contacto. Suaves colinas
accidentan el suelo y dan a la perspectiva puntos de vista agradables.
Vive aún la encina a cuya sombra se reunieron los _Peregrinos_
para darse las leyes fundamentales. En Boston se dictó aquella famosa
ley de educación pública general y obligatoria de 1676, que ha
preludiado a la habilitación del género humano. En Boston se reunieron
en _meetings_ los colonos y resolvieron no pagar el derecho del
té, abstenerse del uso de esta infusión y arrojar al mar las cajas de
té del estanco. En Boston se disparó el primer fusilazo en la guerra de
la Independencia. En Boston están las escuelas públicas convertidas en
templos por la magnificencia de su arquitectura, y cada viviente paga
un peso anual por educar a los hijos de sus semejantes, y cada niño
pobre consume al año siete pesos de renta pública para educarse. En
Boston está la sede y el centro del unitarismo religioso, que propende
a reunir en un centro común todas las subdivisiones de secta y elevar
la creencia al rango de filosofía religiosa y moral. De Boston, en
fin, salen esos enjambres de colonizadores que llevan al Far West las
instituciones, la ciencia y la práctica del gobierno, el espíritu
yankee y las artes manuales que presiden a la toma de posesión de la
tierra. Cuatro líneas de vapores lo ligan con la Europa. Un ferrocarril
corre la costa hasta Portland en el Maine; otro hasta Concordia lo
pone en comunicación con el Estado de Nueva Hampshire; otro con Troya
y sus líneas y canales afluentes; tres con Nueva York, completándose
con líneas de navegación por mar o por la sonda de Long Island. Sus
hoteles son el primor de los Estados Unidos y el Fremont Hotel pasa
por superior a todos en elegancia y _comfort_.

Había llegado de noche y entregádome a ese sueño de ganapán que termina
las trasnochadas e incomodidades de un afanoso viaje. A las tres de
la mañana me despiertan golpes redoblados a mi puerta, y una risa
prolongada y burlona que apenas podía contenerse. Acababa de llegar en
la noche; alma nacida podía saber que ya me hallaba en Boston, y sin
embargo, el burlón repetía muriéndose de risa: Abra, Sarmiento, soy
yo.--¿Quién es yo?--Y creía hacerme desesperar.--Yo, Casaffoust.

Una noche en Nápoles tomaba helados en un café con un joven francés.
Como viese entrar a un individuo, dije a mi compañero en francés: Aquel
joven es americano, del mediodía, es de Buenos Aires. ¿Hay, realmente,
un tipo nacional argentino? Rugendas sabe reproducirlo con el lápiz,
y yo esta vez acertaba a conocer por la fisonomía a un compatriota.
Acercóse con reserva, miróme con frecuencia y al fin se aventuró a
decirme: “Creo, señor, haberle oído que soy americano”. En efecto, era
porteño, uno de esos caracteres enérgicos que se abren paso en el mundo
por su propio esfuerzo. Salido joven de su país, se había establecido
en Río de Janeiro, pasado a Valparaíso, Bolivia y Lima, y últimamente
asentádose en la América Central, donde, habiendo engrosado su fortuna,
había empezado a creer que el mundo no estaría satisfecho si él no lo
recorría. Despedímonos en Nápoles y nos encontramos de nuevo en Roma.
Allí tomó él para Trieste y yo debía salir más tarde para Florencia. Al
entrar en un café en Venecia, Casaffoust nos tapó la puerta; acababa
de desembarcar. No debíamos vernos más. El día que llegué a París lo
encontré de manos a boca en el bulevar América. En el hotel donde un
mes después fuí a alojarme en Londres, encontré a Casaffoust, que comía
a la sazón. ¡Era éste un fantasma que me perseguía! Después de cruzar
los brazos uno y otro para contemplarnos con extrañeza, nos echábamos
a reír de esta singularidad. Desde Londres partió al fin para Belice
en el _Istmo_, desde donde debía arribar a Costa Rica. No quiso
dirigirse, como yo se lo aconsejaba, a los Estados Unidos. La noche
que llegaba yo a Boston, partía él del mismo hotel, y mientras pagaba
su cuenta, leía en el libro de pasajeros, abierto ante sus ojos, _D.
F. Sarmiento_, entre los últimos llegados. Suspendió su viaje,
acompañóme dos días, y nos separamos prometiéndonos con las mayores
veras, no volvernos a encontrar más, porque aquella tenacidad me iba ya
dando que pensar. Esta vez lo hemos cumplido: no nos hemos visto más.

El principal objeto de mi viaje era ver a Mr. Horace Mann, el
secretario del _Board_ de Educación, el gran reformador de la educación
primaria, viajero como yo en busca de métodos y sistemas por Europa
y hombre que al fondo inagotable de bondad y de filantropía reunía
en sus actos y sus escritos una rara prudencia y un profundo saber.
Vivía fuera de Boston, y hube de tomar el ferrocarril para dirigirme
a Newton East, pequeña aldea de su residencia. Pasamos largas horas
de conferencias en dos días consecutivos. Contóme sus tribulaciones
y las dificultades con que su grande obra había tenido que luchar,
por las preocupaciones populares sobre educación, y los celos locales
y de secta, y la mezquindad democrática que deslucía las mejores
instituciones. La legislatura misma del Estado había estado a punto de
destruirle su trabajo, destituirlo y disolver la comisión de educación,
cediendo a los móviles más indignos, la envidia y la rutina. Su trabajo
era inmenso y la retribución escasa, enterándola él en su ánimo con los
frutos ya cosechados y el porvenir que abría a su país. Creaba allí, a
su lado, un plantel de maestras de escuela que visité con su señora, y
donde, no sin asombro, vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar
matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramos complementarios
de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para
costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las
escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos,
el negocio era seguro y lucrativo para los prestamistas. Gracias a
sus desvelos, el Estado de Massachusetts, de que es Boston la capital,
contenía en 1846, en las trescientas nueve ciudades y villas que lo
forman, 3475 escuelas públicas, con 2589 maestros hombres y 5000
maestras, asistidas por 174.084 niños. Observe Vd. que el número de
maestros de escuelas es mayor en este Estado que el monto total del
ejército permanente de Chile, y el tercio del de todos los Estados
Unidos.

La población del Estado es de 737.700 habitantes, y los niños en estado
de asistir a la escuela, 203.877.

Las rentas destinadas para sostener la educación pública son 650.000
pesos, recolectados por contribución de escuelas[6]. Además de las
escuelas hay en Massachusetts 77 colegios públicos incorporados, con
3700 estudiantes y 1091 colegios y escuelas particulares, con 24.318
discípulos, los cuales pagan 277.690 pesos por la enseñanza que reciben.

Además de estas pasmosas sumas, cada localidad posee fondos cuyos
productos están especialmente destinados a la enseñanza. Estos fondos
producían quince mil pesos de censo, a los que se añadían más de ocho
mil pesos de sobrantes de rentas ordinarias que eran aplicadas por la
administración a este santo objeto.

Para más ilustración de mi asunto, añadiré a Vd. que este Estado sólo
tiene siete mil quinientas millas cuadradas o treinta leguas de ancho
sobre sesenta y tres de largo. En este reducido espacio hay, como
he dicho, más de setecientos mil habitantes, dueños de trescientos
millones de pesos.

Usted ve, mi querido amigo, que estos yankees tienen el derecho de
ser impertinentes. Cien habitantes por milla, cuatrocientos pesos
de capital por persona, una escuela o colegio para cada doscientos
habitantes, cinco pesos de renta anual para cada niño, y además
los colegios; esto para preparar el espíritu. Para la materia o
la producción tiene Boston una red de caminos de hierro, otra de
canales, otra de ríos, y una línea de costas; para el pensamiento
tiene la cátedra del evangelio y cuarenta y cinco diarios, periódicos
y revistas; y para el buen orden de todo, la educación de todos sus
funcionarios, los _meetings_ frecuentes por objeto de utilidad
y conveniencia pública y las sociedades religiosas, filantrópicas y
otras que dan dirección e impulso a todo. ¿Puede concebirse cosa más
bella que la obligación en que está Mr. Mann, secretario del _Board_
de Educación, de viajar una parte del año, convocar a una reunión
educacional a la población de cada aldea y ciudad adonde llega, subir a
la tribuna y predicar un sermón sobre educación primaria, demostrar las
ventajas prácticas que de su difusión resultan, estimular a los pobres,
vencer el egoísmo, allanar dificultades, aconsejar a los maestros y
hacer las indicaciones, proponer las mejoras en las escuelas que su
ciencia, su bondad y su experiencia le sugieren?

En los alrededores de Boston, a distancia de doce millas, unido a
la ciudad por un camino de hierro para las personas y por un canal
para las materias primas, está Lowell, el Birmingham de la industria
norteamericana. Aquí como en todas las cosas, brilla la soberana
inteligencia de este pueblo. ¿Cómo luchar con la fabricación inglesa,
producto de ingentes capitales empleados en las fábricas, y de salarios
ínfimos pagados a un pueblo miserable y andrajoso? Dícese que las
fábricas aumentan el capital, en razón de la miseria popular que
producen. Lowell es un desmentido a esta teoría. Ningunas ventajas o
escasísimas llevan a los ingleses en el costo de la materia prima;
pues, tanto vale llevar a Londres o a Boston por mar las balas de
algodón de la Florida; pero las diferencias de salarios son enormes, y
sin embargo, los tejidos de Lowell sostienen la concurrencia con los
ingleses en precio, y les aventajan de ordinario en calidad. ¿Cómo han
hecho este prodigio? Apurando todos los medios inteligentes de que el
país es tan rico. El obrero, el maquinista son hombres educados; su
trabajo, por tanto, es perfecto, sus medios ingeniosos; y pudiendo
calcular el tiempo y el producto, producen mayor cantidad de obra y más
perfecta.

Las hilanderas y trabajadoras son niñas educadas, sensibles a los
estímulos del deber y de la emulación. Vienen de ochenta leguas a la
redonda a buscar por sí medios de reunir un pequeño peculio; hijas de
labradores, más o menos acomodados, sus costumbres decorosas las ponen
a cubierto de la disolución. Buscan plata para establecerse, y en los
hombres que las rodean no ven sino un candidato a marido. Visten con
decencia, llevan media de seda los domingos, sombrilla y manteleta en
la calle; ahorran ciento cincuenta o doscientos pesos en algunos años y
se vuelven al seno de su familia, en aptitud de sufragar los gastos de
establecimiento de una nueva familia. Para obtener estos resultados hay
en Lowell hoteles cómodos y espaciosos que dan de comer y alojamientos
económicos a los obreros, disponiendo de bibliotecas, diarios y aun
pianos para las niñas que saben su poco de música. De todo el mal que
de los Estados Unidos han dicho los europeos, de todas las ventajas
de que los americanos se jactan y aquéllos les disputan o afean con
defectos que las contrabalancean, Lowell ha escapado a toda crítica y
ha quedado como un modelo y un ejemplo de lo que en la industria puede
dar el capital combinado con la elevación moral del obrero. Salarios
respectivamente subidos producen allí mejor obra y al mismo precio que
las fábricas de Londres, que asesinan a las generaciones.

Estos tejidos de Lowell, como los de Pittsburg y de doscientas fábricas
que se levantan en diversos puntos del territorio de la Unión, entran
por poco todavía en la masa de productos fabriles que inundan los
mercados del mundo. Se consumen la mayor parte en el interior del país,
y aun en esto los Estados Unidos presentan uno de esos resultados que
muestran en cifras luminosas cuánto es el bienestar de que goza la masa
de la población. Datos estadísticos de Francia muestran que aquella
nación sólo consume al año un metro de tejidos de algodón por persona,
y la Irlanda una y media yardas, mientras que los Estados Unidos
consumen veintiuna y media yardas por persona, lo que hace suponer que
no hay ganapán que no tenga sábanas y varias mudas de camisas. De este
dato los publicistas norteamericanos sacan una conclusión que no deja
de tener su valor. En lugar--dicen--de buscar mercados en el exterior
para nuestras fábricas, traigamos población para nuestros bosques. Si
nosotros hubiéramos de proveer de tejidos de algodón a la Irlanda,
que tiene cuatro millones de habitantes, habríamos suplido a sus
necesidades con seis millones de yardas de tejidos; mientras que para
consumir esos mismos seis millones, son bastantes 285.714 inmigrantes,
que es poco más o menos la cifra de la inmigración anual. Veinte años
de inmigración nos darán colocación para ciento veinte millones de
yardas de tejidos de algodón.

El consumo de los otros artículos manufacturados está en igual
proporción con los tejidos de algodón. El año 1842 se introdujeron
en los Estados once millones de pesos en tejidos de lana, veinte y
un millones en 1836, bien que en 1840 y 1842 anduvo de ocho a nueve
millones. En 1839 consumieron veinte y un millón de pesos en tejidos
de seda, quince millones en 1841, y nueve en 1842. Nueve millones de
tejidos de hilo en 1836, cerca de siete millones en 1841, habiendo
bajado a tres y medio en 1842. A este enorme consumo de productos
europeos corresponden cifras no menos abultadas de producciones
nacionales. Calculábase para el año 1843 como producto anual de la
agricultura, 65.387.597 dólares; de manufacturas, 239.836.224 dólares,
y del comercio, 79.721.086.

Hasta el año de 1825 no se había estampado en los Estados Unidos una
sola yarda de calicó (quimon). En 1836 se importaron de Inglaterra
ciento cincuenta millones de yardas, lo que según el censo de 1840 que
dió diez y siete millones de habitantes, toca a cada mujer (el tercio
del número tal) dos vestidos de a diez varas. En 1842 los estampados
norteamericanos subieron a la enorme suma de ciento cincuenta y ocho
millones de yardas, habiendo descendido la importación inglesa a sólo
quince millones. Las manufacturas de los Estados de Nueva Inglaterra
proveían en 1845 de mercado a un tercio del algodón que cosechan los
Estados del Sur, y los obreros consumían más harina y granos que la
cantidad exportada por el puerto de Nueva York.

Mr. Mann me favoreció con muchas cartas de introducción para sabios,
pedagogistas y hombres notables. Su nombre solo, era ya por todas
partes un pasaporte para mí. Tuve una larga conferencia con uno de
los ministros de Estado, quien me proveyó de una orden para que se
me entregasen varias colecciones de libros y documentos públicos que
me ponían al corriente del estado de la educación en Massachusetts y
después de ver cuanto digno encerraba la ciudad de ser visto, púseme
en camino para Nueva York, por una serie de ferrocarriles y vapores
combinados, que me pusieron no sé cómo, de día y de noche marchando, en
el desembarcadero de Nueva York.

[6] Esto ocurría en 1848; la renta había ascendido a 800.000
pesos.--_El A._


BALTIMORE, FILADELFIA

Lleno aún de las emociones de este viaje, el más _impresivo_ que
puede hacerse en quince días, viendo aún en mi imaginación la cascada
de Niágara, asistí a una representación del genial Tom Puce, el enano
de 25 pulgadas de alto.

Don Santiago Arcos me aguardaba con impaciencia para que emprendiéramos
el viaje de regreso a Chile. Cada vez que me hablaba de este asunto,
poníale yo la cara de un ministro del despacho, cuando no sabe si se
acordará o no lo que de él se solicita. Abríamos el mapa, trazábase
la ruta, y ya estábamos punto menos que en marcha, sin que yo diese
síntomas de convenir en nada. Hubimos al fin de explicarnos. Yo tenía
en caja veintidós guineas y como treinta papeles de a un peso, ni un
medio más, ni un medio menos. Al fin cogí a dos manos mi resolución
y expuse mi situación financiera con toda la dignidad de quien no
pide ni acepta auxilio, intimando mi ultimátum de separarme desde la
Habana, para seguir mi camino por Caracas. Arcos me había escuchado
con interés y aun le tentaba la perspectiva de atravesar las soledades
tropicales de la América del Sud, correr aventuras ignoradas, pasar
trabajos y no contar sino consigo mismo para sobreponerse a ellos;
pero el lado romanesco y varonil de su carácter no es menos aparente
que la jovialidad y franqueza que lo distingue. Cuando yo me esperaba
ofrecimientos y protestas, salióme con un baile pantomímico y un reir
a desternillarse, que me puso en nuevos gestos de dignidad. ¡Qué
bueno--decía saltando y riendo--pues si yo no tengo sino cuatrocientos
pesos! Hagamos compañía y donde se concluya el capital de ambos,
proveeremos según lo aconseje la gravedad del caso.

Dispusimos, pues, que yo continuaría pronto mi ruta a Wáshington por
Filadelfia y Baltimore, nos daríamos cita en Filadelfia para emprender
la jornada por Harrisburg y Pittsburg, para descender el Ohio y el
Mississipi hasta Nueva Orleáns, distante 22.234 millas del lugar donde
nos hallábamos; y acercándose la hora de la partida del tren de la
mañana para Filadelfia, hice aprisa mi maleta y la entrega de billetes
y guineas para que las cambiara, prestándome en cambio treinta o
cuarenta dólares para gastos de la excursión. Este pequeño incidente
es, sin embargo, el origen del más espantable drama de que he sido
víctima en mis viajes.

Lo fatigaría a Vd. si continuase describiéndole ciudades notables:
pero Filadelfia y Baltimore son tipos de la construcción civil de los
Estados Unidos que, a diferencia de Nueva York, conservan toda su
originalidad. Tienen los americanos el don de reducirlo todo a arte, y
aplicar el sentido común y los cálculos de la conveniencia a todas las
cosas. Conoce Vd. nuestras ciudades sudamericanas cortadas todas por
un mismo padrón, en calles a distancia de ciento cincuenta varas, de
doce de ancho, y cortándose en líneas rectas. Este damero parécenos el
bello ideal de la perfección. Pero propóngase Vd. ir del centro en una
dirección oblicua, o para fijar más los términos, si las calles corren
de Sur a Norte y de Este a Oeste, ¿cuánto espacio se necesita andar
para llegar el extremo Sudeste o Nordeste? Claro está que el doble de
la distancia que hay en línea recta, porque es necesario hacer zig-zag
de calle en calle, por el ángulo de cada cuadra a fin de buscar la
diagonal. La manzana de ciento cincuenta varas da en el centro setenta
y cinco de fondo a cada solar; espacio más que suficiente para tener
viña, hortaliza y arboleda en el interior de la casa; pero acumulándose
la población, este centro de las cuadras es un terreno inútil y que
fuerza a tomar a las habitaciones un frente en proporción, y diseminar
las casas. Después vienen los tubos de hierro para distribuir el agua
potable, los cañones de gas, etc., y se encuentra que los costos
para superficies tan grandes exceden a los posibles de los vecinos.
Los norteamericanos han inventado su plan de ciudades en atención a
todas estas circunstancias. La manzana tiene o puede tener 140 varas
de largo, pero sólo le dan 30 ó 50 de fondo, de manera que dos casas
pueden dar frente a ambas calles, y poblar bien la ciudad.

Como la calle es materia de comodidad pública y de recreo, tiene
de ordinario treinta varas, flanqueada a distancia de cinco o seis
de los edificios, de árboles coposos, que esparcen sombra en todas
direcciones. Las aceras son por tanto calles separadas e independientes
de la central, ancha de veinte varas, que está abandonada a carros,
jinetes, ómnibus y aun a ferrocarriles, que todos tienen espacio para
moverse. Crúzanse éstas en ángulos rectos; altérnanse en anchas y
angostas; intercéptalas de vez en cuando una ancha calle transversal
que conduce a los ángulos extremos de la ciudad; cambia de plan y
dirección todo el sistema de calles; redúcense más aun las manzanas
cerca de los puertos, y por todas partes presentan las calles asonadas
un bosque de árboles, que cierran a cierta distancia la perspectiva,
y por sobre sus copas las cúpulas de los bancos o de los hoteles, las
agujas de los templos y los frontispicios de los edificios del Estado.
Nada hay más holgado, aireado ni silvestre que estas calles de árboles
y de casas, en que el movimiento de los otros es una cosa que no nos
atañe ni interesa.

En Baltimore tomé el ferrocarril de Wáshington, y a poco andar cata
que venía en dirección opuesta y por los mismos rieles otro tren
de vagones. Grande alboroto adentro. ¡Qué sacar de cabezas por las
ventanillas, qué abrir de ojazos, al mirarnos unos a otros, qué agitar
de pañuelos, en fin, en ambos trenes, temerosos de que fuesen a darse
una topada y quedáramos todos hechos tortilla! Era el caso que con las
avenidas, se había desgringolado un puente, y el tren que venía era el
que había salido de Baltimore el día anterior. Tuvimos que echar pie
a tierra, y entre todos los pasajeros, metidos en el fango, levantar
punto menos que en peso la locomotora y el ténder y traerlos a la
culata del tren para que desde allí volviéramos a Baltimore.

No se podía ir a Wáshington, porque en los Estados Unidos, si no
hay camino de hierro, o canal o río, no se cree viable la tierra
de otro modo. Improvisóse en el acto un vapor que debía llevar los
pasajeros por un río hasta cierto punto; de allí tomar un fragmento
de ferrocarril; pasar a pie una distancia, tomar otro ferrocarril y
embarcarse en otro y entrar en Wáshington por la bahía de Chesapeake
y el río Potomack. El vapor de la Bahía era un cascarón de formas
abominables y de mal talante, lleno de camarotes superpuestos en seis o
siete pisos, como las gavetas de un inmenso armario. El _steward_
me señaló el mío en el quinto piso; pasóse el día en mirar el paisaje,
sobrevino la noche, solicitóme el sueño, y como las gallinas que miran
de hito en hito la rama donde han de posarse, anduve a vueltas un
rato, hasta que resolví emprender la jornada de llegar a mi camarote,
subiendo por los otros a guisa de lagartija. Iba ya a medio camino,
cuando empieza abajo un rumor de voces y de risas, que se convertía
por segundos en un _crescendo universal_. Yo seguía tranquilo mi
ascenso, y ya ponía una pierna dentro de mi agujero, cuando alguien me
toma de la otra y me dice qué sé yo qué barbaridades en el tono natal
del yankee. Vuelvo la vista y veo, ¡oh, rabia! que era yo el objeto
de la risa de trescientos gaznápiros. El tal me disputaba el lugar:
habíale colocado un pañuelo en señal de posesión, y hacía rato que me
estaba haciendo _opposition_, sin que yo interrumpiese mi ascenso.
Imagínese usted, amigo, mi situación en aquella postura incongruente,
expuesto a la vergüenza pública, hecho el objeto del ridículo de
aquella turbamulta.

No había más remedio que descolgarse, ocultar la cara entre ambas
manos, atravesar la muchedumbre y tirarse al agua. Yo hice algo mejor.
Bajéme, en efecto, dirigíme rápidamente a una luz que estaba por ahí,
y poniéndome en lugar donde los rayos me iluminasen perfectamente la
cara, con voz llena y estridente, con semblante contenido, pero severo,
dije, dirigiéndome a la multitud que aguardaba alguna nueva peripecia
para reirse más: ¡Señores! Si hay entre vosotros alguno que entienda
español o francés, hágame la gracia de manifestarse, porque necesito
explicarme, dar y pedir inmediatamente una satisfacción. Un profundo
silencio se había hecho en el intertanto. Los que no sabían el francés
en que hablaba, para no dar materia nueva al ridículo con mi mal
inglés, se miraban unos a otros, mientras que allá en el fondo oí quedo
repetir mis palabras traducidas al inglés. La escena había cambiado
completamente; el yankee es bueno de corazón, y todos sintieron
que me había llegado al alma aquella broma, que no tenía malicia
de su parte. Acercáronse algunos, dándome cordiales explicaciones,
vino el _opositor_ al hueco y me dijo en tono blando lo que
sucedía, abandoné yo mi posición de gato acosado, y fuí a dormir en
un espacioso camarote que en cambio me dió el _steward_, que en
pública audiencia había declarado que él me había asignado el camarote
disputado. El día siguiente pasélo tranquilo mirando las costas
de Virginia, llanuras espaciosas, cultivadas en parte, y en parte
cubiertas de sotillos, hasta que remontando el Potomack llegamos a un
barranco con honores de puerto mayor de Wáshington, la capital de los
Estados Unidos.


WASHINGTON

Sobre una eminencia que domina el panorama adyacente se alza el
Capitolio Americano, cuya primera piedra colocó Wáshington en 1793.
Este monumento es la capital de los Estados Unidos, que no reconocen
otra institución madre que el congreso. Reunirse para deliberar
sobre todas las cuestiones que afectan al interés de más de uno, es
el instinto nacional del pueblo norteamericano. La naciente colonia
de Virginia, fundada por una compañía de Londres, a quien el rey
había hecho una gran concesión de tierras, había, después de muchas
vicisitudes, caído bajo el gobierno provisorio de un tal Argall,
hombre violento y rapaz, que para hacerse obedecer de los colonos
proclamó la ley marcial. El trabajo de los colonos era confiscado en
favor del gobernador, y en castigo de ligeras faltas imponía meses
de trabajo forzado en sus haciendas. Las violencias del gobierno, la
trasplantación de la tiranía a América contenían la emigración europea,
mientras que los colonos, desalentados por los sufrimientos morales
de la opresión, empezaban a desmayar en su ruda tarea de descuajar la
tierra. Entonces los colonos elevaron su voz para pedir a la compañía
de Londres desagravio; y acusaron a Argall de defraudar a la compañía
misma, mientras daba rienda suelta a sus pasiones sobre los colonos.
Después de acaloradas luchas sus quejas fueron oídas, Argall depuesto y
desaprobado, y en su lugar enviado Yeardley, un Wáshington que tomó a
su cargo echar los cimientos de la futura organización de los Estados
Unidos.

Así, pues, la arbitrariedad de los gobernantes que cual polilla se
había introducido en América entre los bagajes de los primeros colonos,
fué extirpada antes que lograse fecundar los huevos en la patria
americana; y la ocupación constante de los colonos desde entonces,
en cada punto de las nacientes plantaciones, fué combatir ya las
pretensiones de los gobernadores enviados por la corona; ya negar el
_exequatur_ a las pragmáticas y decretos de los reyes mismos
de Inglaterra cuando invadían sus libertades; ya, en fin, oponerse
a los avances del parlamento inglés, cuya autoridad en materia de
impuesto no reconocieron jamás, por no estar las colonias directa
y debidamente representadas en el parlamento. La revolución de la
independencia fué el último acto del drama principiado en 1618 en
Virginia, y que concluyó en 1774, con la última batalla de la guerra de
la independencia.

¡Esto sucedía en 1618, a principios del siglo XVII, cuando la
Europa, sin exceptuar a la Inglaterra, yacía entregada al desenfreno
de la regia autoridad, y la hoguera y el hacha del verdugo, la
confiscación y el saqueo, eran el castigo, más que del crimen de la
debilidad de las víctimas! Puso Yeardley orden en todas las cosas,
libertando al diminuto plantel de colonos de todas las cargas hasta
entonces impuestas, y que no fuesen estrictamente necesarias para la
conservación y adelanto de la colonia. La autoridad del gobernador
fué limitada por un consejo, que tenía el derecho de revocar aquellas
disposiciones que juzgase injustas o perjudiciales, y los colonos
mismos fueron admitidos a participar en la legislación. En el mes
de junio de 1619, fué convocado en Jamestown el primer congreso
americano, la primera representación popular, compuesta del gobernador
y su consejo, y de los diputados por cada uno de los once miserables
villorrios que componían entonces la colonia de Virginia, para discutir
en él cuanta materia pudiese ofrecer medios de mejora y progreso
para la naciente colonia. La compañía de Londres, y no el rey, debía
ratificar las leyes así sancionadas. Aquella nación con congreso y
consejo de estado componíase tan sólo de seiscientas personas entre
niños, mujeres y hombres, en 1619; y en 1851, en otra parte del
suelo americano, las hay de millones de hombres que no habían tenido
fuerza ni dignidad suficiente para poner límites racionales al poder
inquisitorial y destructor que los domina. Aquella fué, pues, la aurora
de la libertad norteamericana; los colonos llenos de entusiasmo y con
el ánimo abierto a todas las esperanzas “empiezan a edificar casas, y
sembrar trigo”, seguros ya de tener una patria que no había por qué
temer abandonarían jamás.

Las legislaturas entran desde los principios en la organización de
casi todas las colonias, y se reunen congresos entre varias de ellas,
para resistir a las incursiones de los salvajes o mandar expediciones
de milicias combinadas para escarmentarlos. Wáshington en una época
posterior hizo conocer así a los Estados los talentos militares que
más tarde puso al servicio de la libertad de su patria. Cuando aun
el pensamiento de separarse de la Inglaterra no había apuntado en
cabeza alguna, las diversas colonias enviaban diputados a congresos
generales para acordar la marcha que debía seguirse, a fin de resistir
las pretensiones del parlamento inglés, como habían resistido al Largo
Parlamento, y como era la tradición constante de la tierra. Durante la
guerra de la independencia, el congreso emigraba de un punto a otro, y
los soldados amotinados, cobrando sus salarios, era al congreso a quien
dirigían sus quejas y sus amenazas. Todavía después de asegurada la
independencia, el congreso fué asaltado en Annápoles, que le servía de
asiento, y entonces Wáshington, dícese que sin otra idea política que
la necesidad de fijar el lugar de su residencia, indicó a Wáshington
para que reposase aquel tabernáculo de la alianza, como Salomón
construyó un templo en Jerusalén para el arca que contenía los libros
de la ley del pueblo hebreo.

En los Estados Unidos no hay capital propiamente dicha, o, más bien,
según la acepción latina que damos nosotros a esta palabra. Descúbrese
esto al contemplar la comparativa soledad de aquel monumento,
arrojado como por acaso en el centro de la villa, que no es centro
de nada, ni del país, ni de la inteligencia, ni de la riqueza, ni
de la cultura, ni de las vías comerciales. Colocada sobre la margen
izquierda del Potomack, a 120 millas más arriba de su desembocadura
en la bahía Chesapeake, ni el nombre de puerto merece el desierto
embarcadero donde atracan algunos buques. El distrito de Columbia es
la provincia de sesenta millas cuadradas que le queda, de las cien que
originariamente le concedieron los vecinos Estados de Maryland y de
Virginia. Esta última retiró el año pasado cuarenta millas que estaban
al lado opuesto del río y que la capital germen no puede fecundar; y
treinta y cinco mil habitantes es toda la población del Estado, de la
cual hay reunida en la capital más de veinticinco mil. Como se sabe, el
congreso es el soberano de este territorio.

La ciudad está rodeada de una serie de colinas de aspecto alegre,
cubiertas de verdura, y en algunos de sus declives cultivadas. El
terreno mismo de la ciudad es elevado, ocupando el centro el capitolio,
desde donde parten calles con dirección a los cuatro puntos cardinales,
dividiendo la ciudad en manzanas cuadradas como nuestras poblaciones.
Las calles llevan el nombre de los diversos Estados de la Unión, y
las principales de entre ellas, tienen cuarenta y cinco a cincuenta
varas de ancho. La mayor parte de ellas apenas están trazadas, pero la
de Pensilvania, que conduce del capitolio a la casa del presidente,
tiene aceras de nueve varas de ancho enlozadas y con líneas de árboles
de ambos costados. En torno del capitolio se extiende un jardín de
veintidós acres de terreno, adornado de gran variedad de árboles, y
animado por el bullicio de fuentes cristalinas, de modo que aquel
lugar, es también, a más de los altos fines de su existencia, un paseo
que atrae a los habitantes y transeuntes por la belleza de la situación.

El edificio pertenece al orden corintio y está construido con la
hermosa piedra blanca norteamericana que llaman _freestone_. Está
situado sobre una eminencia y elevado 78 pies sobre la altura de la
marea, y se compone de un edificio central, dos alas y una proyección
en el costado oeste, presentando un frente de 352 pies, incluyendo
las alas. Al este el frontón tiene 65 pies de ancho, sobre el cual
se avanza un pórtico de veintidós columnas de 38 pies de alto. La
gran cúpula central tiene 120 pies de alto, y la rotonda que forma
en el interior 90 de diámetro, adornada con esculturas, y altos
relieves. En el ala del sud está la cámara en que se reune la Sala de
Representantes, de forma circular de 96 pies de diámetro y 60 de alto,
cubierta por una cúpula que sostiene veinticuatro columnas de jaspe
americano con capiteles de mármol blanco de Italia. Al lado opuesto,
en una rotonda algo semejante, pero de más pequeñas dimensiones, se
congrega el Senado; y en un piso inferior y menos ornamentado, tiene
sus audiencias la Suprema Corte de los Estados Unidos. Hay, además,
sesenta departamentos para reunión de las comisiones, y residencia de
empleados del congreso. Una muralla de piedra rodea el edificio; un
depósito de gas provee a la iluminación especial de todo el espacioso
monumento, pudiendo alimentar seis mil picos que se encienden para las
iluminaciones; y en aquellos momentos estaba para terminarse el aparato
para colocar sobre la cúpula central, en un mástil de diez y seis varas
de alto, una luz eléctrica que debía iluminar la ciudad y acaso el
distrito de Columbia entero. ¡Bello símbolo por cierto, de la misión
de aquella casa, desde cuyo recinto sale la luz de la inteligencia,
iluminando toda la nación! Acordábamonos con Astaburuaga, quien me
servía de cicerone en el examen del edificio, de aquella camarilla de
diputados que habíamos dejado en Chile, en la que los representantes
están ensacados en una especie de vainas laterales, o si pudiese
llevarse la comparación a terreno irrespetuoso, cual bostitas de
cordero en una tripa, repitiéndonos al oído el viejo adagio: ruín es el
que por ruín se tiene. Los locos en Londres, en Génova y otros puntos
de Europa, moran en palacios más nobles que el que cubre a nuestros
congresos en América.

Pues que ya he empezado a describir edificios, concluiré con los
pocos que llaman la atención del viajero en la presunta capital de
los Estados Unidos. White House, la casa blanca como la llama el
pueblo, es el palacio presidencial, y está colocada en la parte aún
desierta de la población, en el punto donde se cruzan las calles de
Pensilvania, Virginia, Connecticut, New York y Vermont, rodeada de un
parque de veinte acres de terreno, y sobre una elevación de cuarenta
y cuatro pies sobre el río. El frontis que sirve de entrada por la
plaza de Lafayette hacia el norte, y el que da al sur sobre el jardín,
domina el hermoso panorama de la ciudad, el río Potomack, las costas
de Maryland y de Virginia. En el frente del norte hay un hermoso
pórtico que reposa sobre cuatro columnas jónicas. Una intercolumnación
exterior sirve para poner a cubierto los carruajes de los visitantes.
El espacio intermediario está destinado para el tránsito a pie, y una
elevada plataforma conduce de ambos lados a la puerta de entrada. El
interior del palacio está pasablemente ornamentado, aunque no tanto
cuanto correspondiera al presidente de los Estados Unidos. El servicio
de palacio es modesto, y aun mezquino en las exterioridades. Vese
al presidente paseándose solo por las hermosas avenidas del jardín
adyacente; uno o dos porteros en librea, únicos servidores que el
Estado pone a su servicio, no siendo permitido al presidente tener
guardias en torno de su persona. El presidente recibe sin ceremonia a
los que desean verlo, y hay un día de la semana, y dos o tres días del
año, en que todo estante o habitante tiene derecho de entrarse hasta
la habitación del presidente. El 4 de julio la plaza de Lafayette se
llena de carruajes de los visitantes en aquel día de felicitaciones;
descienden éstos del carruaje, y tras ellos el cochero, que encomienda
los caballos a algún muchacho mediante algunos centavos. El presidente
está en aquellos días en verdadera exhibición; los cocheros se abren
paso por entre la multitud haciendo resonar sobre el pavimento de
mármol sus botas herradas, llegan ante el presidente y le tienden una
mano callosa que aprieta la suya fuertemente y la sacude mirándole la
cara y riéndosele con fisonomía bonaza, provocativa, y satisfecha;
tornan a sus caballos, volviendo de vez en cuando la cara para mirar
al presidente, a obtener un último _piping_, de gusto y de
felitación. ¡Pobre presidente de la democracia!

Hacia el lado oriente del White House hay extensos edificios, y otros
dos hacia el occidente, los cuales están destinados para las oficinas
de los ministros de hacienda, guerra y marina. La Posta general es un
palacio del orden corintio; y la tesorería ostenta una columnata de 457
pies de largo. La oficina de patentes, depósito de modelos de inventos,
con un pórtico imitado en la forma y en la extensión del Partenón de
Atenas, tendrá, cuando se terminen las alas, cuatrocientos pies de
largo, encerrando en la parte concluída un salón de 275 pies de largo y
65 de ancho.

Hay, además, en Wáshington 30 templos de diversas congregaciones, doce
colegios (academias), una universidad, tres bancos, dos asilos para
huérfanos, un consistorio municipal, un hospital, una penitenciaria, un
teatro y algunos edificios particulares, que dan cierta apariencia a
aquel plantel de la ciudad.

Mi residencia en Wáshington fué uno de aquellos oasis de felicidad
íntima, doméstica, en que el corazón se lleva la mayor parte, y que tan
preciosos son para el que vaga por luengas tierras. El señor Carvallo,
enviado extraordinario de Chile, se obstinó en darme hospitalidad en
la casa de su embajada; su señora me prodigó cuantas atenciones puede
hacer recordar la familia, y si algo faltara para estar a mis anchas,
mi amigo Astaburuaga, secretario del agente chileno, me acompañaba a
todas partes, poniendo a mi disposición su práctica y conocimiento de
Wáshington. Así él podía mostrarme en la avenida de Pensilvania, entre
las jóvenes transeuntes que llamaban nuestra atención, cuál era la hija
de un senador, la de un banquero, una simple modista u otra persona
menos calificable. La sencillez del vestido, sus paseos y trajines por
las calles, sin nadie que las acompañe, y el detenerse aun a mirar
cualquier cosa que llame la atención, dan una idea del decoro de las
costumbres norteamericanas, y de aquella libertad de que goza la mujer
soltera entre ellos.

Quería mi amigo Astaburuaga ponerme en contacto con el redactor del
_Wáshington Intelligencer_, diario muy importante de la capital,
por tanto, de _opposition_ entonces, pues en aquel momento
dominaban en el gobierno con Mr. Taylor los demócratas. Encontrámoslo
en campo abierto sobre el terreno destinado a la fundación de un
colegio, para cuyo sostén legó un ciudadano millón y medio de pesos,
rodeado de siete u ocho jóvenes, y ocupados en discutir las bases, a lo
que supe después, de un gran proyecto. Mr. Johnson, el diarista, era el
presidente de edad nombrado para presidir a la instalación. Acercámonos
nosotros a distancia comedida, esperando que la sesión se levantase,
temerosos de ser importunos, como cuando nuestras gentes rezan, que
debe esperarse a que se santigüen para saludarlas. Dirigíalas el
presidente la palabra; contestaba alguno; replicaba un tercero en
tono sentencioso y frío, y oídos los pareceres, el presidente sometía
a votación la materia, contando los gangosos _yes, yes, nay,
yes, nay_, y declarando cuál era el punto sancionado. Repitióse
varias veces el procedimiento, y el fuego graneado _yes, nay, nay,
yes, yes_, terminó, al fin, el asunto. Entonces, se acercaron a
Astaburuaga, sucediéronse las recíprocas presentaciones de costumbre,
y supe, andando la conversación, que se habían reunido allí para echar
los cimientos de una asociación con el grande objeto de... ¡jugar a la
bocha! ¡Oh! ¡los yankees!

Habíase, pues, propuesto, discutido y aprobado con una fuerte mayoría
de dos o tres votos.--1.º presidente, que lo fué Mr. Johnson local,
aquel donde estaban reunidos; hora de reunión, las cuatro de la tarde;
extensión del juego, reglas, arbitración en los casos litigiosos,
multas por infracción, etc. Era y es Mr. Johnson[7] un sujeto de
cuarenta años, hijo de un general de la independencia del mismo nombre,
culto de modales e instruido, cual correspondía al director de un
diario trascendental. Pasamos días enteros en discusiones las más
acaloradas sobre un punto, en que no habría esperado contradictores
en los Estados Unidos, a saber, la democracia y la república. Mr.
Johnson estaba bajo la pata del partido demócrata que domina desde
la presidencia Polk, y ofendido, desmoralizado por la tiranía de sus
opresores, porque en los Estados Unidos la mayoría dominante en el
gobierno es implacable e intolerante, maldecía de la república, de
la democracia y de aquella licencia ignorante y brutal que se decora
con el nombre de libertad. El mérito obscurecido, y eso es cierto;
el interés público descuidado, y eso también es cierto en muchos
casos; los servicios olvidados o miserablemente retribuidos, cosa
que es de regla en los Estados Unidos; en fin, la pasión de partido
sirviendo de criterio y de peso y medida para juzgar de todos y de
todo; el charlatanismo preferido a la ciencia, y las pasiones menos
justificables sirviendo de impulso a la dirección de la opinión
pública, todas estas tachas y otras muchas que afean las democracias,
las pasaba en revista para hacerme detestar aquella libertad de que yo
me mostraba tan apasionado. Cuando yo me empeñaba en contradecirlo, me
decía con sinceridad: “lo que yo quiero es que Vd. no se alucine con
esta apariencia de orden, de prosperidad y de progreso, y los atribuya
a la forma de gobierno. Bajo esta corteza no encontrará sino miserias,
pasiones indignas, ignorancia y caprichos. Lo que yo me propongo es
que no vaya Vd. a la América del Sud a proponernos por modelo de
gobierno”. Otras veces, más aplacado, me confesaba que la exasperación
en que lo tenía la tiranía del partido contrario, a él que era hijo
de un general ilustre, a él que estaba por la educación preparado para
ocupar en la sociedad lugar mejor, ofuscaba, a veces, su razón y le
hacía exagerar los inconvenientes muy reales del gobierno popular.
Sin embargo, de estas atenuaciones, diferíamos en puntos esenciales.
Sostenía él, por ejemplo, que la libertad es en las naciones una de
las fases que recorren. La libertad engendra la licencia; la licencia
trae la anarquía; la anarquía el despotismo. Aquí hay un momento de
alto; mientras el despotismo se consolida, mientras teme, es cruel,
sanguinario y desconfiado. Cuando está de todos aceptado, entra en
una época de indulgencia y de tolerancia que hace nacer el bienestar,
y da lugar al desarrollo de todas las facultades físicas y morales
de los hombres. Con la civilización y la seguridad, la libertad se
desenvuelve, el pueblo conquista uno a uno sus derechos, discute en
seguida el principio de la autoridad que lo gobierna, y de la extrema
libertad pasa a la licencia, y de ahí a la anarquía, volviendo a
recorrer aquel ciclo fatal en que está encerrada eternamente la vida de
las naciones.

Esta doctrina, que la primera vez que se presentó obtuvo de su autor
un pomposo título de la _scienza nuova_, puede apoyarse con un
poco de maña y de sagacidad en la historia de todos los pueblos, desde
Grecia y Roma hasta los tiempos modernos; y uno y otro la invocábamos
en nuestro apoyo, luchando, a brazo partido, en la polémica y
disputándonos, palmo a palmo el terreno en cada hecho de aquellos que,
sin poner en duda su autenticidad histórica, traducíamos de diverso
modo.

Mi argumentación iba por otro camino. La humanidad, decía yo, que es
el conjunto de las sociedades, tiene en la historia su alto, en las
épocas su ancho, y su organización íntima en la vida de cada pueblo.
Aseméjase el mundo moral al mundo físico. La historia de la tierra
se encuentra en las capas geológicas que revelan el mundo monstruoso
que ha precedido al nuestro; si se la toma desde los polos hacia el
Ecuador, mostrará las graduaciones de temperatura y de vegetación
que diversifican su especie; y si la consideramos desde los valles,
remontando hacia la cumbre de las montañas, nos ofrecerá el mismo
fenómeno de graduación de climas y de producciones.

La historia es, pues, la geología moral. Veamos si sus capas diversas
han experimentado mejora y progreso. Supongamos un día antiguo en que
la tierra se nos presenta poblada. ¿Qué es lo que vemos? Casi todo el
globo sumido en la barbarie; imperios poderosos cuyas facciones, si no
es la conquista y la violencia, no alcanzamos a discernir bien. Al fin,
la Grecia, una mínima porción de la tierra, brilla por la libertad, la
democracia, las bellas artes y la ciencia. No entremos en detalles.
Roma se asimila a la Grecia, destruye a Cartago y somete al mundo. Pero
Roma desenvuelve la noción del derecho y extiende su práctica por toda
la tierra culta, que es, sin embargo, una pequeña fracción del globo.
Como los romanos a los griegos y al Egipto, los bárbaros de todos
los extremos del imperio romano se los absorben a ellos; esto es, se
asimilan a él, se agregan a la masa civilizada. La edad media es la
obra de fusión. A fines del siglo XV la Europa entera está en posesión
de las conquistas hechas por el pensamiento humano durante cuatro o
seis mil años. Con el renacimiento concurren Lutero, Galileo, Colón,
Bacón y otros. La América se agrega a la masa de pueblos civilizados,
y en esta parte se pone en práctica la noción del derecho que está
en todos los espíritus y cuyo desarrollo embarazan aún en Europa las
escorias que ha dejado la edad media. Lleguemos de un golpe al siglo
XIX, y abramos el mapamundi. ¿Dónde están los bárbaros? Guarecidos en
las islas, trabajados por la Rusia en las estepas de la alta Asia o
sepultados en el interior inaccesible del Africa. La parte civilizada
y en posesión más o menos de la libertad, o en vía de completarla, es
la mayoría de la humanidad, mayoría numérica, mayoría moral, de fuerza,
de inteligencia y de goces. Tiene hoy en su poder la parte más rica,
más templada, más productiva del globo; tiene el cañón, el vapor y
la imprenta para someter el resto salvaje del mundo, asimilárselo o
aniquilarlo. En vista de este espectáculo, ¿cómo se quiere someter a
un ciclo el movimiento social de las naciones, comparándolas con los
ejemplos truncos, aislados, que nos han dejado las naciones antiguas?
Si hubiera un ciclo tal, es preciso convenir en que, así como se
ha agrandado inmensamente la esfera de las naciones que tienen que
recorrerlo a un tiempo, así deben ser largas las épocas en que se han
de suceder las diversas fases; y yo me río de la general tiranía que ha
de pesar sobre el mundo desde la India y los confines de la Rusia hasta
los Montes Rocallosos en América dentro de mil millares de años.

Ahora miremos a los pueblos por su espesor o su organización íntima,
aunque no sea posible considerarlos sin relación a las épocas
históricas. Pero supongamos un pueblo de Italia que se perpetúa en
un punto del territorio desde las épocas históricas; la población
de Fiézzole, por ejemplo, que es florentina, toscana, y ha sido
romana, etrusca, pelasga, autóctona e indígena, si no ha tenido
otros nombres intermediarios. ¿Cómo eran estos pueblos y cómo son?
¿Qué transformaciones han experimentado? Primero antropófagos; en
seguida haciendo sacrificios humanos en los templos, más tarde
haciendo esclavos a los prisioneros en la guerra, y ejerciendo la
guerra de pillaje y de devastación como industria y ocupación. Los
conquistadores se distribuyen el suelo conquistado y los hombres; nacen
las aristocracias y el pueblo siervo, la chusma ignorante y sujeta a la
tortura en los tribunales de justicia, a la miseria y la degradación.
El cristianismo encontró al mundo organizado así. Pongámonos ahora a
contemplarlo desde el siglo XIX, y desde los Estados Unidos, desde el
seno de esta comarca que usted maldice como el prototipo del desorden
moral y político. No hay guerra, no hay señores ni aristocracia;
no hay pueblo en el sentido romano; hay la nación, con igualdad de
derechos, con industria personal para vivir, con máquinas auxiliares
del trabajo, ferrocarriles, telégrafos, prensas, escuelas primarias,
colegios, asilos, hospitales, penitenciarías, etc., etc. Observe la
organización íntima de esta parte de la humanidad, de esta Atica
moderna que ocupa, sin embargo, medio continente; y cuán atrás
supongamos al resto de las naciones, no se necesita mayor esfuerzo
de ánimo para suponer que han de llegar a ese grado de habilitación
de todos los individuos de la sociedad, porque todas están labradas
por las mismas ideas y las mismas instituciones. Desde que haya una
escuela en una villa, una prensa en una ciudad, un buque en el mar
y un hospicio para enfermos, la democracia y la igualdad comenzarán
a existir. El resultado de todo esto es que la masa en elaboración
es inmensa, que no hay naciones o pueblos propiamente dichos y que
la libertad individual está en cada punto del globo apoyada por
la humanidad civilizada entera; y cuando hubiese un pueblo que se
inclinase a entrar en el ciclo fatal del despotismo que se les asigna,
el espectáculo, la influencia de cien otros que entran en el período
de libertad lo retendrían en la fatal pendiente. El primer período del
ciclo fué la antropofagia. ¿Qué pueblo ha vuelto a recorrerlo una vez
salido de él? El último es la democracia. ¿Qué pueblo ha sido demócrata
en el sentido moderno y con los medios organizados hoy de hacerlo
efectivo la prensa y la industria y un mundo civilizado en el exterior
que le sirva de atmósfera favorable y que haya salido de ese terreno
para fundar monarquías aristocráticas? ¿Las repúblicas italianas?

Sobre este tópico nos batíamos sin cesar Mr. Johnson y yo. A veces me
decía: “Nada fueran las masas americanas, si no viniesen todos los años
trescientos mil salvajes de Europa que echan a perder la fusión y
hacen de la mejora de la opinión una cántara de las Danaides”.

--¡Ah, si tuvieran ustedes, como nosotros en Sud América, que luchar
con una masa en la cual el europeo, tan atrasado como lo encuentran
ustedes, es un elemento precioso y escaso de civilización y de
libertad!...

[7] Ahora es empleado de una oficina, y está, a lo que Astaburuaga me
escribe, en todo su apogeo, pues domina el partido whig.--El autor.


EL ARTE AMERICANO

A quince millas de distancia de Wáshington está Mount-Vernon, la
morada y la tumba de aquel grande hombre que la humanidad entera ha
aceptado como un santo, grande por la virtud y el más grande de los
hombres por haber puesto la piedra angular al edificio de la nación
única del mundo que ve claro su porvenir y cuyo porvenir es el bello
ideal de la grandeza de las naciones modernas. Tomo una descripción
que encuentro a mano del santuario yankee, de aquella Santa Caaba, de
plácido recuerdo: “Después de haber cabalgado un corto espacio por
medio de bosques, que de vez en cuando se abren en oasis de culturas
aisladas, mi amigo me señaló una piedra hundida en el terreno al lado
del camino, que, según me dijo, marcaba el principio de la quinta de
Mount-Vernon. Todavía marchamos dos millas antes de ver la puerta y la
morada del portero. Después de haber entrado, recorrimos una distancia
de cerca de media milla; y el camino de carruajes seguía atravesando un
terreno muy variado y sombreado por árboles grandes en toda la lozanía
de los bosques. Cruzamos un torrente, pasamos un arroyo, sintiéndonos
tan en medio de la naturaleza primitiva que la vista de la casa y el
huerto que la rodea casi hizo sobre mi ánimo el efecto de un encuentro
inesperado. La aproximación a la casa se hace por el frente del oeste.
La puerta del gran patio da a una extensa habitación en la cual
entramos. No fué el hábito, sino un sentimiento más y más profundo, el
que me hizo quitar el sombrero de la cabeza y marchar con precaución
como si pisara una tierra sagrada... Las piezas de la casa son
espaciosas y campea cierta elegancia en su acomodo; pero el conjunto
es notable por su extrema simplicidad. Todo cuanto la mirada abraza
parece respirar la santidad de aquellas reliquias públicas, y todas las
cosas se conservan casi en el mismo estado en que Wáshington las dejó.
Todo americano, y principalmente, los jóvenes que visitan este lugar,
experimentan una fuerte impresión que durará toda su vida... A cierta
distancia de la casa, en un lugar retirado, está la tumba nueva de la
familia, compuesta de una simple estructura de ladrillo con una puerta
de hierro, por entre cuyas rejas se divisan dos sarcófagos de mármol
blanco, el uno al costado del otro, los cuales contienen los restos de
Wáshington y de su mujer. La antigua tumba de familia en que estaba
colocado al principio, estuvo en una situación más pintoresca, sobre
una colina dominando el panorama de Potomack; pero la presente está más
retirada, lo que fué una razón para determinar los deseos del hombre
modesto”.

¡Cuánto arte no se descubre en la colocación de esta tumba, cuánta
grandeza en su obscuridad, y cuán americano y nacional es aquel
acompañamiento de bosques primitivos, torrentes agrestes y arroyuelos
en el estado de naturaleza! Esta es la artística morada de Wáshington,
el plantador norteamericano, el genio de la democracia apenas
posesionada de la naturaleza inculta. Adriano estaba bien en la que hoy
es el castillo San Angelo; Rafael en la Rotonda de Agripa, que él puso
sobre pilares en San Pedro; Napoleón bajo la cúpula de los Inválidos;
pero los manes de Wáshington habrían vagado largo tiempo en rededor
de su sepulcro si le hubiese faltado la perspectiva y la sombra de
los árboles seculares de los bosques, rodeando el asilo doméstico y
combinando la naturaleza inculta con el fruto del trabajo personal del
norteamericano.

Y, sin embargo, Wáshington, el héroe de la independencia
norteamericana, el fundador del pueblo trabajador y positivo, estaba
destinado, también, a inspirar el sentimiento de las bellas artes a
los hijos de los puritanos, y volver a esta familia, descarriada por
preocupaciones religiosas, el camino en que la humanidad ha marchado
siempre, desde el fetiche informe que adora en su infancia, hasta las
Pirámides de Egipto, el Coliseo romano, el Partenón, o el moderno
San Pedro. Las ruinas de Palenque, las esculturas encontradas por
Stephen en Centro América, como las estatuas de Miguel Angel o las
pinturas de Rafael, son todas páginas de un mismo libro, que señalan
el día en que cada nación tuvo conciencia de sí misma y perpetuando
la memoria de lo pasado o endureciendo en piedra o en bronce una
idea, empezó a mirarse viva en las edades futuras, legando a las
venideras generaciones monumentos, estatuas y obras públicas que
demandan siglos de elaboración. A veces me ocurre la idea de que
tanto hicieron los egipcios trabajar a los hebreos cautivos en la
construcción de pirámides y otros monumentos, que cuando aquella chusma
se sublevó y tomó el desierto, juró no permitir que en la tierra de
promisión que iban buscando, se levantasen monumentos ni se erigiesen
estatuas, acordándose, sin duda, de los palos que les habían dado
los sobrestantes egipcios. ¿Cómo explicarse de otro modo el horror
a los templos y a las imágenes que muestra Moisés, el discípulo de
los sacerdotes egipcios? El arte es la realización del hombre, es
el hombre mismo, puesto que, no siendo, al parecer, necesario a su
existencia, como lo muestran los demás animales, es, sin embargo, la
preocupación más constante desde la vida salvaje hasta el pináculo de
la civilización. Tengo para mí que Roma ha muerto sofocada por los
monumentos, que éste es el fin de las grandes ciudades de la historia
y que París ha de acabar por fin por cuajar su suelo de monumentos
públicos, de manera que al final de los siglos la población se acoja
a las catacumbas, que minan el suelo, por no haber espacio para ella
sobre la superficie de la tierra. Cuando se dice que los primeros
cristianos se ocultaban en las catacumbas de Roma, huyendo de la
persecución, me parece que se toma un hecho por otro. La exploración de
aquellas inmensas cavernas y perforaciones muestra hoy al arqueólogo
los restos de tres siglos de arte cristiano primitivo, lo que prueba
que durante tres siglos y hasta la destrucción de la ciudad monumental
por Atila, la plebe romana vivió alojada en las catacumbas, donde
tenía sus templos, plazas subterráneas, mercados y cementerios. Es
ridículo pensar que en una ciudad vivan escondidos durante tres siglos
cientos de miles de habitantes, que a cada momento necesitan ponerse en
contacto con el exterior, para proveer a sus necesidades.

Mahoma y los protestantes no deben citarse en materia de bellas artes
como una nueva aberración de la naturaleza humana, puesto que la obra
de estas dos reacciones en contra no son más que recrudescencias de la
ojeriza de Moisés contra las pirámides, a causa del mal trato dado a
los hebreos; gato escaldado, en materia de asentar piedras.

Los norteamericanos creen que no tienen vocación artística, y afectan
desdeñar las producciones del arte, como fruto de sociedades viejas
y corrompidas por el lujo. Yo he creído, sin embargo, sorprender el
sentimiento profundo, exquisito, de lo bello y de lo grande de este
pueblo que marcha de carrera en busca del bienestar material, y va
dejando a su paso incompletas todas sus obras y a medio hacer. ¿Qué no
entra por nada en el sentimiento del bello ideal, la beldad moral? ¿Qué
pueblo del mundo ha sentido más hondamente esta necesidad de confort,
de decencia, de holgura, de bienestar, de cultura de la inteligencia?
¿Qué pueblo ha sentido más horror por el espectáculo de lo feo, la
pobreza, la ignorancia, la borrachera, la degradación física y moral,
que es como la corteza y la primera apariencia de las sociedades
europeas? En Roma, de entre los monumentos y las basílicas se alargan
manos muy cuidadas pidiendo limosna.

No hablaré de los hoteles, bancos, iglesias, embarcaderos y acueductos
que en toda la Unión asumen formas monumentales; mucho menos de las
columnas, obeliscos de cierta grandeza y elevación que en honor de
Wáshington y de Franklin se alzan en Boston, Filadelfia y Nueva York.
Todas estas son muestras, o más bien, productos artísticos, pero que no
revelan el sentimiento norteamericano del arte. Los europeos emigrados
ahora dos siglos, o emigrando actualmente, comunican por fuerza y
como necesidad de existencia los medios artísticos que poseen. Pero
no es este el arte americano, pues que no doy este nombre sino a la
manifestación de aquella constante y seguida aspiración de un pueblo
en prosecución de una idea nacional, que existe y se revela en cada
hombre, por generaciones sucesivas. Llamóle arte, no a los grados
de civilización de los diversos pueblos, sino al genio, al carácter
nacional en cuanto reviste formas tangibles y afecta su historia. ¿Cuál
era el arte romano? Sin duda que no se dará este nombre a los diversos
órdenes de arquitectura, a la estatuaria y demás decoraciones, cuyas
formas habían adoptado de los griegos, imitándolas, entremezclándolas,
y adaptándolas a sus trabajos. Llamo arte romano a aquel sentimiento
grandioso que hacía concebir las Termas, el Coliseo, la tumba de
Adriano, los acueductos de Segovia y el anfiteatro de Nimes; al
espíritu monumental y dominador de la tierra y de los obstáculos que
ella oponía a la continuidad y facilidad de dilatación y permanencia
de la grande y perseverante idea artística romana, la incorporación de
la tierra conocida bajo el dominio de sus leyes, y la adopción de los
cultos, de las civilizaciones y de las costumbres de todos los pueblos.
Una revolución interna, la elevación de la plebe, y otra externa, la
incorporación de los bárbaros, destruyeron la obra romana, como una
plétora a que no pudo resistir aquel cuerpo que tenía que digerir un
mundo de un golpe.

Acaso los yankees están amenazados de sucumbir bajo el peso de una
elaboración interna tan amenazante como la de la plebe romana. Todos
tiemblan hoy porque aquel coloso de una civilización tan completa
y tan vasta no vaya a morir en las convulsiones que le prepara la
emancipación de la raza negra; incidente de una magnitud amenazante,
y sin embargo, tan extraño a la civilización norteamericana en su
esencia, como sería extraño a las leyes internas de nuestro globo el
que un cometa de los millares que andan errantes por el espacio, se
estrellase contra él un día y lo hiciese periclitar.

¿Dónde está, pues, el genio artístico americano? No lejos del Capitolio
de Washington en una casita modesta, sobre un bufete de madera de
pino sin barnizar, mostráronnos a mí y a mi amigo Astaburuaga, quien
me conducía a aquel retrete, un modelo de un monumento que debía
erigirse a la memoria del héroe norteamericano. La construcción se
compone de un gran edificio de formas jónicas de cuyo centro se
eleva una aguja. Según la escala que tiene al pie el diseño, mide en
alto todo él, dos metros más que la pirámide de Cheops en Egipto. La
arquitectura es una combinación, más o menos feliz, de formas y géneros
conocidos, herencia de todos los pueblos civilizados. Lo que en aquel
monumento hay del genio yankee es la altura, es decir, el sentimiento
nacional de sobrepasar en osadía a la especie humana entera, a todas
las civilizaciones y a todos los siglos. Dos metros más alto que el
monumento más alto construído por los hombres, he aquí el sentimiento
de lo grande, de lo sin rival que caracteriza a aquel pueblo;
sentimiento que ha preludiado o seguido a las más grandes épocas que ha
alcanzado alguna porción del género humano. A este mismo sentimiento
obedeció el pueblo que construyó las pirámides; ese mismo sentimiento
aconsejó hacer del monte Athos una estatua de Alejandro, cuya mano
tendría las fuentes naturales del río; ese sentimiento, en fin, inspiró
la idea del coliseo de Nerón, el coliseo su vecino, y ese sentimiento
dirigió la construcción de San Pedro en Roma, el camino del Simplón,
etc., etc.

La idea de elevar aquel monumento a Washington, ha sido acogida en
la Unión con entusiasmo febril, nada más que porque respondía a la
aspiración nacional de sobreponerse a las demás naciones[8]. Vese
este espíritu en la arquitectura naval. El buque que no mide dos
mil quinientas toneladas no merece llamar la atención ni engreir al
pueblo como un trofeo de su gloria. ¿Qué dijera Colón que atravesó el
océano en carabelas de ochenta toneladas, si viera flotar sobre las
aguas aquellos monstruos que pueden esconder en su seno cincuenta mil
quintales de nieve o de granito, porque granito canteado y nieve, son
dos mercaderías de exportación de que los norteamericanos hacen un
comercio de algunos millones?... Hace cosa de diez años que atormenta
a los yankees la idea de atravesar el continente americano con un
camino de hierro desde Nueva York hasta el Oregon, uniendo el Atlántico
con el Pacífico, e interponiéndose ellos entre la Europa y el Asia,
de manera de pasarles con la derecha a los ingleses lo que con la
izquierda hubiesen cogido en las costas de la China y del Japón[9]. No
han inventado, sin duda, los americanos ni el camino de hierro, ni el
buque, ni el orden jónico; pero suyas son las colosales aplicaciones y
los perfeccionamientos que introducen diariamente en su construcción;
pues si no han podido mejorar los órdenes arquitectónicos, algo de un
carácter nacional les han añadido a los conocidos, como la estatua de
Franklin sosteniendo el pararrayos en el pináculo de las cúpulas, como
ya lo he indicado antes, y la mazorca de maiz como coronación y remate,
en lugar del piñón antiguo. El embarcadero de los caminos de hierro, el
viaducto, el puente, el hotel y otras construcciones, que reclaman las
necesidades de nuestra época, pueden dar en los Estados Unidos formas
arquitectónicas desconocidas en los siglos pasados y que estereotipen
un carácter peculiar a cada clase de monumento.

La parte económica del monumento de Washington revela otro de los
signos del genio artístico de los yankees. Levántase aquella obra
colosal, por medio de una suscripción popular de solo algunas monedas
de cobre por individuo. Así cada año la nación en masa trae a los pies
de la estatua del grande hombre, tipo del bello ideal nacional, un
tributo espontáneo de gratitud y alabanza; y en este punto pueden darse
por vencidas todas las naciones de la tierra. Todos los monumentos
del mundo están amasados con lágrimas e iniquidades; y el mismo
San Pedro de Roma, no es _gloriam Dei_ la que enarra, sino la
perversidad y las extorsiones de sus ministros. Roma contiene hoy
en monumentos, como ahora dos mil años, la sangre y los despojos de
la tierra. Versalles, el Escorial, el Arco de l’Etoile, todos los
monumentos del mundo protestan contra el despotismo de quien fueron
antojo y vanidosa ostentación. Pero el monumento de Washington es tan
puro, como la idea inmortal que representa. Las generaciones pueden
sucederse embelleciéndolo de año en año por siglos enteros, sin que
una idea triste acongoje el ánimo del espectador más complacido que
asombrado. Veinte millones de ciudadanos felices hoy, mañana ciento,
consagran una ínfima parte de su trabajo a solemnizar el más noble
y el más grande de los recuerdos históricos, la personificación de
la dignidad moral más alta que se haya ofrecido a la especie humana.
¿Qué es Napoleón mirado desde esa altura? El último y el más sublime
de los bandidos que han asolado la tierra y cubiértola de cadáveres,
para poner su orgullo en lucha con la obra de la perfección social que
destruyó con la república. ¿Qué es Washington sepultado al lado de su
mujer en un obscuro y solitario rincón de la casa que habitó? El genio
de la humanidad moderna, el principio de una era que asoma, y que ya
deja marcado al mundo el camino de justicia, de igualdad y de trabajo
laborioso que seguirá.

Deben decorar el interior del monumento de Washington, piedras e
inscripciones enviadas por todos los Estados de la Unión, las ciudades
y las corporaciones, y sociedades científicas, filantrópicas, y aun
industriales[10]. Aquel sistema de contribución popular y espontánea
para la realización de un pensamiento nacional, constituye, a mi
juicio, la muestra más clara de la existencia de un sentimiento
artístico nacional. No sé si hay en Europa pueblos que en masa se
apasionen por la realización de una idea, si no son los franceses de
cierta clase, y lo que ha hecho en la edad media el catolicismo, por
medio de las corporaciones de artesanos. Pero en los Estados Unidos,
si este sentimiento no está del todo desenvuelto en la masa de la
nación, lejos de morir como el bello espíritu cristiano de la edad
media, está en germen apenas, y toma cada día formas más aparentes. No
hay ciudad de alguna importancia que no tenga en los Estados Unidos su
rudimento de museo, en que están bárbaramente mezcladas obras de arte,
curiosidades traídas por los navegantes, objetos de historia natural,
y aun representaciones grotescas de escenas ocurridas en los mares
u otros puntos y que han preocupado al público. Esas colecciones se
enseñan al curioso por una retribución, y aquella retribución forma
un capital que se emplea incesantemente en enriquecer, embellecer y
completar las colecciones para excitar más y más la curiosidad. Durante
mi permanencia en Nueva York, estaba en exhibición una bellísima
estatua en mármol de Carrara, ejecutada en Roma por Poper, joven
artista norteamericano de rara habilidad. La estatua representaba una
cautiva georgiana, no siendo más que una Venus con cadenas. Era, acaso,
la vez primera que los puritanos veían expuesta una de esas bellas
desnudeces femeniles con que tanto se familiariza uno, ennobleciéndose
el pudor, en los museos de Italia y de Francia. Los primeros días hubo
grande escándalo; pero concluyeron al fin las gazmoñas por levantar los
ojos y habituarse a contemplar la beldad artística en aquel espejo de
mármol. El resultado fué que la exposición de la estatua tomó el camino
de hierro, y fué de ciudad en ciudad exhibiéndose a los ojos rudos del
pueblo, y reuniendo, en cambio de sorpresas, cuchicheos y admiraciones
de los espectadores, sendos pesos fuertes; por manera que el artista
obtuvo en recompensa de su talento, más de lo que Canova u Horace
Vernet obtuvieron nunca por sus más afamados _capi d’opera_. Estas
costumbres y esta ovación popular prometen al arte americano estímulos
más poderosos, gloria más retumbante que la que los reyes de la tierra
han podido conceder jamás, gastando en fomentar las bellas artes rentas
que no son suyas, y que arrancan para sus placeres el sudor de los
pueblos. No es esta una paradoja; hase comprobado ya que los gastos
que hacen por suscripciones gratuitas en Norte América los ciudadanos
y aun las señoras para costear los trabajos de los astrónomos de
Cincinnati, exceden en mucho a las rentas acordadas por el gobierno
inglés para los mismos fines. No está, pues, lejos el día en que los
grandes artistas europeos vengan tras del lucro a pasear por los
Estados Unidos sus obras maestras, recogiendo pesos a millares mientras
el gusto nacional se educa, y más tarde codiciando la ovación que al
talento haga un pueblo, juez competente ya en materia de arte. Las
cantatrices y bailarinas célebres empiezan a mostrar el camino que más
tarde seguirán los pintores y los estatuarios. Tan genial es aquella
ambulancia del arte en Norte América, que no hace muchos años hubo un
teatro magnífico, construído sobre un buque que iba dando funciones a
ambas márgenes de un río, a medida que llegaba a una villa o ciudad de
consideración.

Tienen los norteamericanos costumbres públicas y privadas que se
prestarían al desarrollo de las artes. La vida afanosa que llevan y la
excitación de los negocios los fuerza a viajar continuamente, mostrando
cierta necesidad de emociones, de ver y de agitarse, que los lleva en
romería a la cascada del Niágara, a los lagos y a las ciudades de la
costa. Esta parte antigua de la Unión ejerce sobre la población del
interior una grande influencia moral, como que allí está el centro
del movimiento inteligente y mercantil, y la sede del gobierno; y
como todas las familias del interior son originarias de los antiguos
Estados, los ojos se vuelven siempre hacia la patria primitiva,
embelleciendo los recuerdos, la carencia de los goces a que los padres
estuvieron habituados.

Washington, la capital nominal de la Unión, aprovechará, sin duda, en
un porvenir próximo, de estas disposiciones del espíritu nacional, si
el Capitolio, el Museo de Inventos y el monumento elevado a Washington,
hubiesen de ser acompañados por otras atracciones que hiciesen al
fin de la capital un centro de espectáculos que muevan la curiosidad
de los viajeros y despierten el nacionalismo. Residencia de los
Senadores, ministros y altos funcionarios, como asimismo, de los
representantes de las otras naciones, Washington podría embellecer sus
veladas con la ópera, y las artes dramáticas y coreográficas, si las
ideas religiosas no opusiesen a ello fuertes obstáculos.

Añádase a esto que el sentimiento de unidad, de centralización, y
de dirección, lucha con desventaja contra la energía individual y
local, base de la organización política de aquel país, y resultado
del espíritu protestante. No conozco hecho en contrario, si no es el
_Board_ de Educación de Massachusetts, que ha logrado al fin
sobreponerse a las resistencias y espontaneidad local en materia
de enseñanza, imprimiendo una impulsión científica y sistemada a
la educación general del Estado. ¿Podría extender esta influencia
sobre toda la Unión, partiendo de un centro único y oficial? Si tal
sucediera, lo que es obra del tiempo, diríase que se obraba una
revolución radical en la vida de aquel pueblo. El movimiento de
mejora y sistema en la educación primaria principió en Boston, Nueva
York, Maine y los demás Estados, hasta los del Oeste, pusiéronse
luego en movimiento; pero, cada uno de por sí, adoptando variantes y
aplicaciones, según lo aconsejaba la dirección impresa a la opinión.
Es posible que aquellos Estados lleguen a tener al fin una legislación
idéntica, sin ser por eso común, ni ligada a un centro general. La
civilización y el poder de los individuos es igual a la suma de los
individuos que la componen; pero no es esa suma, representada por
el Estado, como nos lo dictan nuestras ideas latinas en materia de
gobierno. La estadística, los monumentos, todo se hace por agregaciones
parciales; y tal es la idea de la negación de la personalidad del
Estado, que después de una guerra se venden en pública subasta los
buques, los fusiles y los cañones que sirvieron para hacer efectiva la
fuerza nacional.

En despecho de todo esto, los americanos han tenido la pretensión de
honrar un arte nacional, llamando tal a los productos artísticos
salidos de ingenios americanos. Idea mezquina para nación tan
cosmopolita, y emigrada de los antiguos pueblos europeos. Los
norteamericanos debieran, como nación, emprender la conquista de
los monumentos de las artes de Europa. A cada momento se anuncia en
Venecia, en Génova y en Florencia la venta de Museos particulares
que cuentan Ticianos, Españolettos, Carrachos y aun Rafaeles. Los
franceses han saqueado la España de Murillos, Zurbaranes y Velázquez,
y aun la Irlanda se ha enriquecido de bellezas artísticas, mientras
que los cónsules bárbaros de Norte América no sienten siquiera la
tentación de Marcelo al ver las estatuas de Corinto. Cien mil pesos
anuales destinados a la adquisición de las obras de los maestros
antiguos y modernos, echarían en los Estados Unidos la base del futuro
arte americano. En Francia, cuán adelantada es aquella nación en las
bellas artes, pues lo es más que la Italia, siéntese la necesidad
de trasportar en copia al menos todos los grandes modelos del arte
extranjero. Washington debiera enseñar las imitaciones perfectas y
como para servir de escuela, de la Rotunda de Agripa, del Partenon de
Atenas, de la Catedral de Ruan, como modelo del gótico, y de media
docena más de edificios célebres. Así se convertiría en capital
artística aquella aldea buena para nada y rebelde al tiempo y al
progreso, que agranda y embellece a vista de ojo todas las ciudades
americanas; pues Washington, no siendo centro comercial ni naciendo el
movimiento político de su seno, adonde viene, por el contrario, desde
afuera, está condenada a no ser nunca gran cosa, si no se apodera
del único principio orgánico que ella puede centralizar, que es la
impulsión artística y la concentración monumental que trae a la nación
a un centro común de vanidad, de gloria y de veneración.

Hay ya un establecimiento en Washington, que atrae las miradas de toda
la nación, el cual es visitado diariamente como escuela nacional. La
Oficina de Patentes encierra en un museo de modelos la historia de los
progresos que las artes industriales han hecho desde su creación.
Trece mil quinientas veinte y tres patentes por invenciones y mejoras
se habían otorgado hasta 1844, perteneciendo al año de 1843 quinientas
treinta y una. En este ramo de la actividad inteligente del país han
procedido, como debieran proceder en todo lo que tiene relación con
la cultura, a saber: importando primero, plagiando, saqueando a las
otras naciones para enriquecer de datos su espíritu, y obrar después.
Los resultados no se han hecho aguardar. De un extracto del informe
sobre exportación de máquinas hecho en 1841 ante la Cámara de los
Comunes en Inglaterra resulta que preguntado el informante si la
Inglaterra debe de una manera notable a los extranjeros invenciones en
maquinaria, fué respondido: “podría decir que la mayor parte de los
nuevos inventos últimamente introducidos en las fábricas de este país,
vienen de afuera; pero necesito hacer comprender que no son mejoras
en máquinas, sino inventos enteramente nuevos. Hay ciertamente muchos
perfeccionamientos emanados de este país, pero temo que la mayoría de
las invenciones realmente nuevas, esto es, ideas nuevas enteramente
en la aplicación de ciertos procedimientos, por máquinas nuevas, o
por medios nuevos, traen su origen de fuera, y principalmente, de
_América_.”

Esta confesión de la Inglaterra de su esterilidad en la maquinaria, y
de la invasora fecundidad de su joven rival, es el grito lúgubre de los
náufragos que saben que no hay socorro posible. Norte América invade
hoy al mundo, no ya con productos e inventos, sino con ingenieros,
artífices y maquinistas que van a enseñar las artes de producir mucho a
poca costa, osarlo todo y realizar maravillas.

He insistido en aquel extraño atraso artístico, fruto de preocupaciones
heredadas, porque, no sólo en las artes útiles, sino en los trabajos
de la inteligencia, los norteamericanos empiezan a tomar una posición
propia. Conoce usted a Cooper, a Washington Irving, a Prescott, a
Bancroff y Sparks, como historiadores de primer orden de las cosas
americanas, osando algunos de ellos emprender la aclaración de algunos
episodios de la historia europea; pero aun es más grande el número de
escritores de renombre que han tratado las cuestiones especulativas
de filosofía, economía, política y teología. Baste decir que en doce
años hasta 1842, se han publicado ciento seis obras originales sobre
biografía; ciento dieciocho sobre geografía e historia americana;
noventa y una sobre lo mismo con respecto a otros países; diez y
nueve de filosofía; ciento tres de poesías; y ciento quince novelas,
mientras que casi en el mismo tiempo trescientas ochenta y dos obras
originales americanas habían sido reimpresas en Inglaterra, y aceptadas
por aquel público mismo que veinte años antes preguntaba por boca
de una revista: ¿quién lee libros americanos? Oradores y estadistas
como Everett, Webster, Calloum, Clay, los poseen iguales solo en la
Francia y la Inglaterra, siendo de notar que el brillo en los trabajos
históricos y en la elocuencia empieza a ser como en Francia, escalón
que conduce al poder y la influencia sobre la opinión pública. Los
viajeros, los naturalistas, arqueólogos de cosas americanas, geólogos y
astrónomos que emprenden enriquecer, y aun rehacer la ciencia, abundan
comparativamente, mostrando por los resultados que obtienen en sus
trabajos, que están mucho más adelantados que lo que la Europa hubiera
creido, a no tener a cada momento que aceptarlos.

Diráme usted que toda esta reseña de los progresos intelectuales de los
americanos no tiene nada de común con Washington, la desierta capital;
pero, ¿dónde colocar estas reminiscencias y cómo darles cuerpo y unidad
si no se inventa un centro a que referirlas?

Mi permanencia en Washington se prolongó de un día más sobre el tiempo
convenido con Arcos, pues nos habíamos dado cita últimamente en
Harrisburg en el _United-States-Hotel_, que yo había señalado como
punto de reunión.

Hube de regresarme a Baltimore y de allí tomar el ferrocarril que
conduce a aquella cuidad; y no bien hube llegado a la posta, empecé
a inquirirme del _United-States-Hotel_. ¡Cuál fué mi sorpresa al
saber que en Harrisburg no había hotel con aquel nombre! Como en toda
ciudad norteamericana hay uno que lo lleva, yo había dado a mi futuro
compañero de viaje cita al que suponía debía haber en Harrisburg. Con
trabajo pude indagar el paradero de Arcos, que había dejado escrito en
el libro del hotel de la posta, estas lacónicas palabras, dirigidas
a mí: “Le aguardo en Chamberburg.” Asaz mohino y cariacontecido por
este contratiempo me dirigí a Chamberburg, donde, después de recorrer
las posadas con inquietud creciente, nadie supo darme noticia de la
persona por quien preguntaba, tanto más cuanto que hablando Arcos el
inglés con una rara perfección, y gangoseándolo por travesura cuando
se dirigía a norteamericanos, nadie, ni los mismos que habían hablado
con él, me daba noticia del joven español por quien yo preguntaba
en un inglés que hacía estremecer las fibras a los pobres yankees.
Entreteníame aún la esperanza de que estuviese en los alrededores
cazando, pues en nuestro programa de viaje entraba una expedición
campestre en los Montes Alleghanies. Al fin supe que había dejado en
la posta una esquela, en que me repetía lo de Harrisburg: “Lo aguardo
en Pittsburg”. _¡Malheureux!_ exclamé yo acongojado. ¡Cincuenta
leguas de Chamberburg a Pittsburg, los Alleghanies de por medio, diez
pesos de pasaje en la diligencia, y no cuento sino con tres o cuatro
en el bolsillo, suficientes apenas para pagar el hotel en que estoy
alojado! Supe, pidiendo detalles circunstanciados sobre la indiscreta
partida de mi intangible precursor, que no habiendo en el saco de heno
que lleva encima para proveer a los caballos, y que allí debía viajar
dos días y dos noches, impulsado a tanto sacrificio por la inquietud
juvenil de una sabandija incapaz de aguardar en un lugar ocho horas,
que era la diferencia de tren a tren que nos llevábamos en el camino
de hierro. Heme aquí, pues, en el corazón de los Estados Unidos,
como quien dice tierra adentro, sin un medio, haciéndome entender
a duras penas y rodeado de aquellas caras impasibles y heladas de
los americanos. ¡Qué susto y qué aflicciones pasé en Chamberburg! A
cada momento llamaba al dueño del hotel y de palabra y por escrito le
exponía mi situación.--Un joven que va adelante lleva mi dinero, sin
saber que no traigo el necesario para los gastos de camino. Me piden
diez pesos de pasaje en la posta y no tengo sino cuatro para pagar el
hotel. Pero tengo algunos objetos de valor intrínseco en mi maleta y
quiero que la posta los retenga hasta que haya cubierto mi pasaje en
Pittsburg.--El posadero, al oir esta lamentable historia, se encogía
de hombros por toda respuesta. Contaba mis cuitas al maestre de posta
y se quedaba mirándome como si no le hubiese dicho nada. Dos días de
continuo suplicio y de desesperación habían pasado ya, y lo peor era
que no había asiento en la diligencia, por venir todos contratados
desde Filadelfia, como complemento del camino de hierro que termina
allí. Al fin me sugirieron escribir a Arcos por el telégrafo eléctrico,
lo que hice en cuarenta palabras por valor de cuatro reales, y en los
términos más sentidos. No obstante aquel laconismo telegráfico, “no
sea usted animal”... era la introducción de mi misiva, y le contaba
lo que por su indiscreción me sucedía.--¿Dónde está el sujeto a quien
se dirige?--En el _United-States-Hotel_, contesté yo, dudando
ahora si en Pittsburg habría un hotel de aquel nombre; y para no darme
un nuevo chasco, indiqué que se le buscase en todos los hoteles más
aparentes de la ciudad.

Tardaba la respuesta a mi impaciencia y a mi miedo de no dar con aquel
calavera, y no despegaba los ojos de la maquinita que con golpecitos
redoblados indicaba a cada momento el paso de misivas a otros puntos,
y que no se anotaban allí, por no venir precedidas de la palabra
Chamberburg y la señal preventiva y convencional para llamar la
atención del oficinista. Voy a preguntar, me dijo; y tocando a su vez
su aparato, se sucedieron golpecillos, con cuya mayor o menor duración
trazaba el punzón magnetizado a cincuenta leguas la pregunta que se
hacía desde Chamberburg.--¿Qué hay del joven Arcos que se mandó
buscar?... Y un momento después... señal de atención a Chamberburg...
Contestan, me dijo el oficinista, acercándose al aparato; y el punzón
de Chamberburg trazaba sus puntos sobre tira de papel que el cilindro
va desarrollando poco a poco. ¡Qué hubiera dado por leer yo mismo
aquellos carácteres que consisten en puntos y líneas, obrados por la
presión en la superficie blanca del papel. Concluída la operación, tomó
la tira de papel y leyó: “No se le encuentra en ninguna parte. Se ha
mandado de nuevo a buscarlo”.--Dos horas después nueva interrogación,
nuevo martirio de aguardar un sí o un no de que dependía el sosiego o
la desesperación, y nuevo y definitivo... no hay tal individuo...!

Quedé punto menos que si me hubiese caído un rayo. Entonces,
interesándose en mi suerte y haciendo conjeturas el hostelero, nombró a
Filadelfia. ¡Cómo Filadelfia! le interrumpí yo; es en Pittsburg donde
está Arcos y donde han debido buscarlo.--Acabaremos, me respondió;
como es en Filadelfia donde se paga la diligencia, el oficinista del
telégrafo ha creído que es allí donde usted recomienda que le tomen
pasaje; _but no matter_, voy a corregir el error; y dirigiéndose
a la puerta se detuvo, y señalando a la oficina me dijo: ya cerraron,
hasta mañana a las ocho... Las grandes pasiones del ánimo no pueden
desahogarse sino en el idioma patrio, y aunque el inglés tiene un
pasable _goddam_ para casos especiales, preferí el español
que es tan rotundo y sonoro para lanzar un ahullido de rabia. Los
yankees están poco habituados a las manifestaciones de las pasiones
meridionales, y el huésped, oyéndome maldecir con excitación profunda
en idioma extraño, me miró espantado; y haciéndome seña con la mano,
como para que me detuviera un momento antes de morderlos a todos o
suicidarme, salió corriendo a la calle, en busca sin duda de algún
alguacil para que me aprehendiese. ¡Esto sólo me faltaba ya! y aquella
idea me volvió repentinamente la compostura que en mi aflicción había
perdido por un momento. Minutos después volvió a entrar acompañado de
un sujeto que traía la pluma a la oreja y que con frialdad me preguntó
en inglés primero, en francés en seguida, y luego alguna palabra
en español, la causa de mi turbación, de que lo había instruído el
posadero. Contéle en breves palabras lo que me pasaba, indiquéle mi
procedencia y destino, suplicándole intercediese en la posta para que
se tomase mi reloj y otros objetos en rehenes hasta haber satisfecho
en Pittsburg el pasaje. El individuo aquel me escuchó sin que un
músculo de su fisonomía impasible se moviese, y cuando hube acabado
de hablar, me dijo en francés:--Señor, lo único que puedo hacer...
(¡Qué introducción! me dije yo para mi coleto y tragando saliva...)
lo único que puedo hacer es pagar el hotel y el pasaje de usted hasta
Pittsburg, a condición de que llegado usted a aquella ciudad, haga
abonar en el _Merchants-Manufactory-bank_, en cuenta de Lesley y
Cía. de Chamberburg, la cantidad que usted crea necesario anticiparle
aquí.--Tuve necesidad de tomar una larga aspiración de aire para
responderle: pero, señor, gracias; pero usted no me conoce, y si puedo
darle alguna garantía...--No vale la pena; personas en la situación de
usted, señor, no engañan nunca; y diciendo estas palabras se despidió
de mí hasta más tarde. Comíme en seguida un real de manzanas, pues que
hambre era lo que había despertado la serie de emociones por que había
pasado durante tres días. Aproveché la tarde en recorrer la ciudad y
alrededores; necesitaba caminar, agitar mis miembros para creerme y
sentirme dueño de mí mismo. En la primera noche se me apareció mi ángel
custodio, cargado de libros; traíame un tomo de Quevedo, otro del Tasso
en italiano y uno o dos mamotretos en francés para que me distrajese.
Consagróme algunos momentos hablando alternativamente en español y en
francés; díjome que conocía el latín y el griego, inquirióse sobre
algunos detalles de mi viaje y me deseó buena noche al retirarse.

Al siguiente día volvió y me dió cuatro billetes de a cinco pesos, no
obstante mi empeño de devolverle uno por innecesario; y como ya se
retirase, regresó diciéndome casi ruborizado: Usted me perdone señor,
pero se me ha quedado otro billete en el bolsillo que ruego a usted
agregue a los anteriores. Este hombre había excedido más de la suma
que yo había indicado, porque en resumidas cuentas yo solo necesitaba
diez pesos. Comprendí el sentimiento delicado que lo impulsaba e
hice una débil resistencia a recibirlo, aceptándolo con cordialidad.
La diligencia partió al fin, y yo volví a mi estado de quietud de
ánimo ordinario, complaciéndome de haber tenido ocasión, aunque tan
penosa para mí, de dar lugar a manifestación tan noble y simpática
como aquella del caballero Lesley. La noche sobrevino, apareció la
luna plácida en el horizonte, y la diligencia empezó a remontar,
pausadamente, los montes Alleghanies. Cuando habíamos llegado a la
parte más elevada, bajaron algunos pasajeros, y una voz de mujer dijo
en francés dentro de la diligencia: bajen a ver el paisaje que es
bellísimo. Aprovécheme de la indicación, descendí tras los otros, y
pude gozar en efecto de uno de los espectáculos más bellos y apacibles
de la naturaleza. Los montes Alleghanies están cubiertos hasta la
cima de una frondosa y espesa vegetación; las copas de los árboles
de las lomadas inferiores, iluminadas de lo alto por los rayos de la
luna, presentaban el aspecto de un mar nebuloso y azulado, que por el
cambio continuo del espectador iba desarrollando sus olas silenciosas
y obscuras, sintiéndose, sin embargo, aquella excitación que causa en
el ánimo la vista de objetos que se conocen y comprenden, pero que
no pueden discernirse bien, porque el órgano no alcanza o la luz es
incierta y vagorosa.

Al llegar a una posada, después de habernos recogido a nuestro
vehículo, la misma voz dijo, siempre en francés: aquí se desciende
a tomar algo, porque marcharemos toda la noche sin parar. Bajé yo,
en consecuencia, y presentándose a la puerta una señora, ofrecíla la
mano para que se apoyase. Volvimos a poco a tomar nuestros asientos,
continuóse el viaje, y empezaba a sentir somnolencia, cuando la misma
voz de antes, y que era la señora aquella, me dijo con timidez:
creo, señor, que usted se ha visto en algunas dificultades.--¡Yo! No,
señora, contestéle perentoriamente, y la conversación terminó ahí;
pero mientras yo recapacitaba sobre esta pregunta, la señora añadió
con visibles muestras de turbación: Usted me dispense, señor, si le
he hecho una pregunta indiscreta, pero esta mañana en Chamberburg,
me hallaba por casualidad en una pieza, desde donde no pude dejar de
oír lo que contaba usted a un caballero.--En efecto, señora, pero
usted supo, sin duda, que todo quedó allanado.--¿Y qué piensa usted
hacer, señor, si no encontrase a su compañero en Pittsburg?--Me asusta
usted, señora, con su pregunta. No he pensado en ello, y tiemblo de
sospechar que tal cosa sea posible. Me volvería a Nueva York o a
Wáshington donde tengo conocidos.--¿Y por qué no continuaría su viaje
adelante?--¿Cómo he de engolfarme en un país desconocido, señora, sin
fondos?--Le decía a usted esto, porque mi casa está cinco leguas más
acá de Nueva Orleans, y deseaba ofrecérsela a usted. Desde allí puede
usted tomar noticia de su amigo; y si no lo encontrase, escribir a su
país y aguardar a que le manden lo que necesita.--La noble acción de
Mr. Lesley había, según lo visto, sido contagiosa. Aquella señora lo
había oído todo, y quería a su vez completar la obra. Esta reflexión me
vino antes, tocado como estaba por el buen proceder, de otra a que, su
sexo podría haber dado pretexto; la señora me dijo en seguida, acaso
para responder a la posibilidad de una sospecha, que hacía seis semanas
que acababa de perder a su marido, y que iba a poner orden en los
negocios de su casa de Orleans. Acompañábala una hijita de nueve años
y ambas vestían de luto completo. Era la madre, pues, y no la mujer,
la que ofrecía el asilo doméstico a un desconocido que debía también
tener madre; y obedeciendo a esta idea que santificaba la oferta y la
aceptación, traté en adelante a la señora con menos reserva, seguro,
sin embargo, de que no llegaría el caso por ella previsto.

Llegamos a Pittsburg, y la señora me hizo prevenir que partía por un
vapor y que si aceptaba su ofrecimiento fuese a tomar pasaje en el
mismo vapor. Salí a buscar a Arcos en el _United-States-Hotel_;
porque ¿dónde había de encontrarlo sino allí? Afortunadamente para mí
había en efecto en Pittsburg un hotel de los Estados Unidos, donde
encontré a mi Arcos, que a la sazón escribía en los diarios un aviso,
previniéndome su paradero y justificándose de lo que ya empezaba a
sentir por mi demora, que había sido una niñería. Venía dispuesto a
reconvenirlo amigable, pero seriamente; mas, me puso una cara tan
cómicamente angustiada al verme, que hube de soltar la risa y tenderle
la mano. Salimos juntos inmediatamente, y contándole mi historia en el
camino nos dirigimos al vapor _Martha Wáshington_, en que había
tomado pasaje la señora, a fin de darla las gracias y prevenirla de mi
hallazgo, para que no partiese con el temor de que quedase yo aislado.
En efecto, no bien hube puesto el pie en la espaciosa cámara del buque,
cuando del extremo opuesto, levantóse la señora que había estado en
acecho aguardándome, y dirigiéndose hacia mí con disimulo, fingió
darme la mano, para pasarme ocultamente un bolsillo de oro. Presentéle
sin aceptarlo la buena pieza que me acompañaba y que había ocasionado
todas aquellas tragedias, y ambos la dimos un millón de gracias por
su solicitud; y como si la ingratitud fuera la recompensa de tan
desinteresado proceder, he olvidado su nombre, habiéndonos separado en
Cincinnati para no volvernos a ver más.

[8] El monumento está ya en vías de ejecución y asombrosamente
avanzado, según lo anuncian los diarios. En 1842 ni los cimientos
estaban indicados aún, pues la presteza de la ejecución es otra de las
condiciones del arte yankee.--_Nota del autor_, 1850.

[9] Esta idea es muy anterior a la adquisición de California, y la
de ponerse en contacto con la China y la India, como de los secretos
móviles populares de la guerra de Méjico, que les trajo aquella
conquista.--_Nota del autor._

[10] California ha mandado ya sus cuarzos entremezclados de oro.


CINCINNATI

De Pittsburg, que no tuve tiempo de examinar, el vapor por 5 pesos
lleva al viajero a Cincinnati cuatrocientas cincuenta y cinco millas
Ohio abajo. El magnífico río da nombre al Estado, si bien principia a
ser navegado desde la Pensilvania. Otra vez he hablado de la riqueza
de aquel suelo privilegiado, dónde sobre lechos inconmensurables de
carbón bituminoso, se extienden llanuras de bosques y de cultivo,
accidentadas por montes que esconden el hierro en sus flancos, y de
cuyas faldas fluyen canales como el Ohio que se liga al Mississipi y
sus afluentes, y somete un mundo al alcance de sus manufacturas.

Para darle noticia del progreso asombroso del estado del Ohio, debo
principiar por el _sicut erat in principio_, es decir, el aspecto
del país ayer no más. Este estado se extiende unas 40.000 millas
cuadradas desde la margen del Ohio hasta el lago Erie, al norte. La
parte sur y este del terreno del Ohio es llano y fertilísimo; el
resto, accidentado de montículos, encierra valles hermosos, sabanas,
pantanos, y terreno quebrado. La cantidad de tierras arables se reputa
en 35.000 millas, el resto es la parte cenagosa, quebrada o estéril.
Hasta 1840 la parte labrada no pasaba de 12.000 millas. El primer
establecimiento se hizo en 1788 en Marieta. La población cristiana se
presentó en el Estado en 1802, en número de 50.000 habitantes. En 1810
había aumentado a 230.760; en 1820, a 937.679; y en 1840, a más de un
millón y medio. Hoy tiene más de dos millones. No soy yo ahora quien
hace esta comparación. Copio de un librejo. “Dícese que el territorio
de los Estados Unidos es un noveno o cuando más un octavo de la parte
del continente colonizado por los españoles. Sin embargo, en todas
aquellas vastas regiones conquistadas por Cortés y Pizarro no pasan de
dos millones de habitantes de sangre pura española, de manera que no
sobrepasan en mucho en número a la población del Ohio en medio siglo,
y quedan muy atrás en riqueza y civilización”. Si la observación no es
del todo exacta el aumento de población de la América española desde
aquella época es sin duda infinitamente inferior. Méjico y la República
Argentina han disminuído el número de sus habitantes; bien es verdad
que es artículo orgánico de la constitución política de los nuevos
estados sudamericanos ignorar siempre cuántos bípedos habitan el país.
Nuestros gobiernos sabrán un día oficialmente cuántas estrellas hay en
el cielo, como los niños traviesos suelen deshojar una rosa para saber
cuántos pétalos tiene; pero saber cuál es el número de habitantes de su
país, _¡fi donc!_ ¡Un gobierno descender a tan mezquinos detalles!
Toda la organización norteamericana reposa en el censo decenal y en
el catastro de la propiedad; y hay reglas para calcular cada día el
aumento de población, y sus resultados tienen certeza administrativa.
El censo de 1850 está calculado en veinte y dos millones[11]; el de
1860 en veintinueve; el de 70 en treinta y ocho millones; el de 80 en
cincuenta millones; el de 1890 en sesenta y tres millones, y el de 1900
en ochenta millones. Habrá error quizá en un pico de diez o veinte
millones de más.

El valor de los productos del Ohio ascendió en 1840 a circumcirca de
veinte millones de duros, entre los cuales figuraban cinco millones
de cecinas y animales domésticos, y cinco millones de artículos
manufacturados. Como la población de aquel Estado es aproximadamente la
que se le atribuye a Chile (porque la verdad es un secreto que Dios se
reserva entre los inexcrutables de su política _à lui_) juzgará
usted que Chile ha debido producir veinte millones, todos los años que
hace que está teniendo millón y medio de habitantes. Es verdad que no
contentos los habitantes del Ohío con las facilidades que les ofrece
su río, han abierto siete canales navegables que penetran en el país,
los cuales producían de beneficio ochenta y ocho mil pesos en 1843,
y ciento setenta y dos mil seiscientos cincuenta y nueve en 1844,
esto es, el doble del año anterior, lo que prueba que la cantidad de
productos había doblado de un año a otro.

Este Estado se halla poblado generalmente por los nuevos inmigrantes
compuestos de alemanes, irlandeses y otras naciones. Estos labradores
aumentan en número todos los días, y forman una mayoría sobre los
yankees _pur sang_, de donde resulta que les ganan siempre las
elecciones, unidos los extranjeros de origen al partido demócrata.
Esto desespera a los puritanos, pues que siendo por lo general muy
ignorantes los europeos, y en gran número católicos de Irlanda, lo que
no constituye una patente de sapiencia, se oponen a todas las mejoras
útiles, y se niegan a contribuir para escuelas, canales, caminos,
mostrando la mayor indiferencia por la llegada de cartas y periódicos,
“al mismo tiempo, dice un autor, que están siempre dispuestos a dar sus
votos a los demagogos, que estarían prontos a hundir el país en la más
violenta carrera de cambios políticos”. Esta coincidencia con ciertos
países que nosotros conocemos, me hace creer que cuanto más ignorante
y menos dispuesto a promover las mejoras útiles, es un pueblo, más
aspira a cambios políticos, como aquellos animales despeados que dejan
el camino trillado por mejorar, y se meten en la pedrazón y en los
derrumbaderos.

Para azuzar a estos demócratas indisciplinados hay la _Stump
oratory_, así llamada por la ocurrencia de algún candidato popular
de treparse a la copa de un árbol para dirigirse a su rudo auditorio.
Un viajero inglés refiere en estos términos el discurso que le contó
uno de estos personajes. “Un labrador que entró en el coche de
Worcester, habló con vehemencia contra la nueva tarifa, que dijo,
sacrificaba los agricultores del Oeste a los manufactureros de Nueva
Inglaterra, quienes querían forzarlos a comprar sus efectos hechizos,
mientras que las materias primeras de Ohio y del Oeste estaban
excluídas del mercado de Inglaterra. Elogióme las ventajas de que
gozaba en los Estados Unidos, compadeciéndose de la masa del pueblo
inglés, privada de sus derechos políticos y expuesta a la opresión y
tiranía del rico. Con la mira de distraerlo, le dije que un día antes
había visto en la ciudad de Columbus, a un ministro predicando en
idioma welche ante una congregación de trescientas personas; que estos
y otros pobres labradores irlandeses y alemanes eran ignorantes de
las leyes e instituciones norteamericanas, y personas sin educación
alguna, y que cómo se les había de permitir influir y dominar en las
elecciones como sabía que lo acababan de hacer en Ohio. Sobre este
tópico me espetó una oración, cuyo tema fué la igualdad de derechos de
todos los hombres, la división que algunos querían establecer entre los
antiguos y los nuevos plantadores, la buena política de recibir a los
inmigrantes cuando la población era escasa, la ventaja de las escuelas
comunales, y últimamente el mal de dotar universidades, que dijo son
_un nido de aristócratas_.

Este odio popular contra las universidades no quita que haya, y muy
bien dotada, una universidad en Atenas, otra en Oxford, otra en
Willoughly; siete colegios en varias otras ciudades; varios institutos
teológicos; setenta y cinco academias, y cinco mil doscientas escuelas.

La ciudad principal de este Estado es Cincinnati, cuya población es de
cincuenta mil habitantes, y está situada en la abertura de un valle
delicioso formado por colinas que van ascendiendo suavemente hasta la
altura de trescientos pies, enseñando en sus flancos grupos de árboles
y aun manchas de bosque. La ciudad está situada en dos terraplenes
uno más alto que el otro quince a veinte varas. En el desembarcadero
la playa está cubierta de losas hasta la parte más baja del río, y
hay muelles cuya superficie sube y baja con la marea. Las calles
están sombreadas de árboles y muy bien pobladas de edificios. Sus
comunicaciones con el interior las facilitan canales que la ligan con
el lago Erie y el canal Wabasch. Hay además, ferrocarriles, caminos
macadamizados y vecinales. El canal Whitewater se extiende 70 millas
al interior. Como es bueno saber lo que puede hacerse en treinta años,
recordaré a usted que esta ciudad fué reconocida tal en 1819 y fundada
aldea en 1789. De su puerto parte un vapor diario para Pittsburg, y
otros para San Luis, Nueva Orleans río abajo, también diariamente.
Diligencias hacen la travesía entre las vecinas ciudades en todas
direcciones. Hay cuarenta iglesias, un teatro, un museo, una oficina
de venta de tierras del Estado, cuatro mercados, y un consistorio. La
ciudad se suple de agua del río, levantada por poderosas máquinas de
vapor.

Pero lo que más distingue a Cincinnati son el crecido número de
sociedades literarias, científicas y filantrópicas, de las cuales
haré a usted breve mención, tanto más que en adelante me abstendré de
entrar en estos detalles. Me complazco en enumerar los elementos que
entran en la composición y en la vida de la sociedad americana, aun en
estos Estados de ayer, porque la comparación puede ser para nuestros
compatriotas una útil enseñanza. Un viajero inglés, Robertson[12]
hablando de Corrientes y Entre Ríos, en la República Argentina, dice:
“Me espanta al contemplar estos bellos países, considerar lo que han
dejado de hacer los españoles en tres siglos”. La idea es sublime y
profunda. ¡Lo que no han hecho en tres siglos! Espanta, en efecto. El
colegio de Cincinnati fundado en 1819 tiene excelentes tierras y un
hermoso edificio en el centro de la ciudad. El colegio de Woodward y el
de San Javier, fundado por los católicos, y el seminario presbiteriano
tiene dieciséis mil volúmenes en sus bibliotecas, dotación y profesores
correspondientes a los ramos de enseñanza. El colegio de medicina
del Ohio, fundado en 1825, posee hermosos edificios y está bajo la
dirección de un consejo de directores; tiene dos mil volúmenes y
aparatos completos de anatomía, anatomía comparada, cirugía, química
y materia médica. El colegio de jurisprudencia está relacionado con
el de Cincinnati. El instituto de mecánica fué creado en 1829 para
instrucción de mecánicos, y da cursos de artes y ciencias; posee
importantes aparatos de física y química, una biblioteca y un salón
de lectura. En una de sus salas se reune la Academia Occidental de
Ciencias Naturales; en otro salón se tiene una feria anual para fomento
de las artes y de las manufacturas. Una escuela normal para instrucción
de maestros fué establecida en 1821.

La biblioteca mercantil para jóvenes dependientes tiene un salón de
lectura y dos mil volúmenes. La biblioteca de aprendices cuenta mayor
número de volúmenes. Hay dos asilos católicos, el asilo para huérfanos
y una casa de pobres. Los establecimientos que no son sostenidos por
asociaciones espontáneas, costéalos el Estado con rentas especiales
cobradas para el objeto. En materia de rentas de escuelas la ley obliga
a contribuir al sostén de las que existen, aun a aquellos pobladores
que están diseminados entre los bosques. Los poseedores de vastas
extensiones de territorio desierto están además obligados a contribuir
a todas las cargas del Estado, y cuando están ausentes y atrasados en
el pago, el _sheriff_ toma una porción de terreno y la vende en
pública subasta. De este modo la ley cuida de que los propietarios
ricos no monopolicen la tierra, esperando sin cultivarla aprovechar del
valor accesorio y progresivo que le va dando el tiempo. La ocupación de
este país empezó desde las márgenes del Ohío hacia el Norte. Cuando se
terminó el canal de Erie, que ponía en comunicación el Ohio con lagos,
el Hudson, Nueva York y el Atlántico, otro movimiento de población
comenzó a invadir desde el lago Erie hasta el Sur, quedando un inmenso
bosque en el centro para dar colocación sucesiva a las generaciones
venideras, pues la previsión de la ley de hacer pagar su parte de
impuesto a los poseedores, hace que pocos quieran hacer la adquisición,
si no es con el ánimo de trabajarlas inmediatamente.

Cincinnati es el emporio de la explotación de los cerdos, y hay una
clase de sociedad a quien dan el apodo de la aristocracia de los
puercos, por haberse enriquecido con esta industria. Anualmente se
salan en los saladeros de Cincinnati doscientos mil puercos, y llegada
la estación de la cosecha, puéblanse los establos de madera de los
alrededores y acuden de toda la Unión los compradores de manteca,
jamones, etc. Apenas es posible creer a qué sumas enormes da origen
esta industria. Lo más notable es que en Cincinnati los puercos viven
por millares en las calles sin propietario particular. Los vecinos
toman uno para engordar en sus casas, los niños se montan en ellos
si los logran coger, y la policía manda matarlos cuando se propagan
demasiado. Cincinnati es, pues, el país donde se amarran los perros con
longaniza y no se las comen.

Cuatro o cinco días pasamos con Arcos en Cincinnati dejándonos llevar
por el placer de recorrer sus calles y alrededores, visitar su museo,
y holgarnos en el _far niente_ del turista. En Cincinnati fué
donde Arcos, viendo a un pacífico yankee que leía su Biblia, sentado
a la puerta de su tendejón, se paró delante de él, le sacó de la boca
el cigarro que fumaba, prendió el suyo, volvió a metérselo, y siguió
su camino sin que el buen hombre hubiese levantado la vista, ni hecho
otro movimiento que abrir la boca para que le ensartaran el cigarro.
Paciencia, hermano, en cambio de alguna impertinencia vuestra.

Embarcámonos en un vapor de grandes dimensiones y el tercero que
descendía el Misisipí desde que se tuvo noticias de que habían ya
cesado los estragos de la fiebre amarilla, periódica en Nueva Orleans,
en el verano. De Cincinnati a aquella ciudad hay 1548 millas, que se
hacen en once días de navegación de vapor, marchando de día y de noche
sin otros intervalos que los necesarios para cargar leña, o cambiar
pasajeros en las ciudades y embarcaderos del litoral. Cuatro comidas
abundantes y opíparas se sirven, contando con el _lunch_; y viaje,
comida y servicio de once días cuesta quince pesos, algo menos que lo
que se pagaría por vivir el mismo tiempo en un hotel.

Poco diré a usted de las ciudades a cuyos puertos y muelles va
sucesivamente atracando el vapor en el trayecto, pues que en ninguna
permanecimos lo suficiente para conservar ni aun reminiscencia distinta
de ella. Marieta, Luisville, Roma, Cairo, se suceden de día en día,
hasta que el país bárbaro, el Far West, empieza, y la escena recobra su
carácter agreste y semisalvaje.

El viaje del Misisipí es uno de los más bellos y que más duraderos y
más plácidos recuerdos me haya dejado. El majestuoso río desciende
ondulando blandamente por el seno del valle más grande que existe en
la tierra. La escena cambia a cada ondulación, y un ancho moderado
del más grande de los ríos permite que la vista alcance en esta y la
otra ribera, a calar por entre la sombría enramada de los bosques, y
esparcirse en las sabanas y aberturas que hace la vegetación mayor de
vez en cuando. El encuentro de un vapor es un incidente deseado, por
la proximidad y rapidez del pasaje, mientras que la vista cae desde
lo alto de las galerías del palacio flotante, sobre una escuadra de
angadas que descienden a merced de la corriente cargadas de carbón de
piedra; se ve más allá un falte o mercachifle que va en su buquecillo
de vela, vendiendo al detalle por las vecinas aldeas sus chismes y
baratijas. Descender a las ciudades y aldeas adonde el vapor toca,
correr por las calles, meternos en una mina, curiosearlo todo, comprar
manzanas y bizcochos, con el oído atento a la campana que anuncia la
próxima partida, era regalo y codiciada variante que no dejábamos de
añadir a nuestras emociones, como nunca dejábamos de saltar sobre un
barranco, ganar el bosque y correr un rato, mientras el vapor estaba
cargando leña para quemar en sus hogueras.

Arcos, que había principiado nuestra asociación con una niñada, se
propuso en aquellos días conquistar mi afecto, haciendo ostentación
de cuanto salero y jovialidad hay en su carácter, alimentados por
un inagotable repertorio de cuentos absurdos, ridículos, eróticos,
tales cuales sólo sabe atesorar la juventud calavera de París o de
Madrid. Ibamos con esto de zambra y fiesta permanentes, a punto de ser
conocidos y notados por trescientos pasajeros del vapor.

Servíase a bordo la mesa tres veces para dar abasto a tan crecido
número de comensales, y como todos se atropellasen para tomar asiento
en la primera, nos quedamos el segundo día para la segunda, la que
dejamos el tercero para estar a nuestras anchas, hasta que al fin
nos arreglamos a comer en la cuarta con los criados, en la que nos
iba perfectamente, prolongando la sobremesa los dos solos por horas
como lo habríamos hecho en el _Astor-Hotel_. Gustáronnos
las melazas que los primeros días sirviéronnos de postre, y como
faltasen al quinto, reclamamos pidiendo la presencia de las melazas;
razón por la que un mozo descendía corriendo en los desembarcaderos
a comprarla en los bodegones vecinos, “para los señores españoles
que se enferman--decía--si no comen melazas”. Hablábamos recio en
español en la mesa, y reíamos con tal desenfado que atraíamos en torno
nuestro un círculo de huasos ya hartos, a vernos comer, gozándose en
nuestro inextinguible buen humor. Una mañana Arcos la emprendió con un
bonazo de ministro protestante.--Señor, le decía, ¿de qué profesión
es usted?--Presbiteriano, señor.--Dígame, ¿cuáles son los dogmas
especiales de esta creencia? Y el padre procedía bondadosamente a
satisfacerlo.--Pero Vd., señor, decía Arcos con aire convencido, y como
si ambos estuvieran de inteligencia, usted no cree nada de eso por
supuesto. Es Vd. demasiado sensato para poner fe en esas bromas.--Las
facciones del infeliz sometido a tortura semejante, se contraían como
cuando nos pisan un callo. El buen clérigo se ponía de todos colores, y
medio indignado, medio suplicante, hacía profesión de fe solemne de su
creencia. Pero el implacable y serio burlón le replicaba con un aplomo
imperturbable:--¡Comprendo, comprendo! Vd. predica y sostiene ante el
público esas doctrinas; vive Vd. de ello y la dignidad de su carácter
así lo exige; pero aquí entre nosotros, vamos, yo sé lo que hay en
plata.

Otra vez estaba rodeado de un grupo de yankees horripilados de
oírlo, y levantando más y más la voz, para que el escándalo fuese
mayor.--¡Gobierno, decía, es el del Emperador de Rusia! ¡Eso sí que
es un gobierno! Cuando un general delinque o desagrada a su soberano,
¡se le desatan los calzones y se le dan quinientos azotes! ¡Pero
estas repúblicas! esto es un escándalo y un desorden. ¿Qué significan
vuestras elecciones, y qué sabe Vd. ni Vd., añadía, dirigiéndose a
éste o al otro de sus auditores espantados, lo que conviene al Estado,
cuándo debe hacerse la guerra y cuándo la paz? Al pueblo sólo le toca
pagar los gastos de la corte del soberano, que gobierna por derecho
divino...

Y esto dicho con una seriedad y una afectación de estar de ello
convencido, que aquellos hombres se hacían cruces de oírlo; y pasada
la tormenta se lo señalaban unos a otros, mostrándolo como a un animal
extraño, un ruso o un loco peligroso. Todo esto para reír después y
alimentar la francachela. ¿No se le antoja una vez persuadir a una
cuarentona llena de colgajos y de colorete, que yo era sobrino de
Abd-el-Kader que viajaba de incógnito, favoreciendo esta broma la
circunstancia de ser el único en aquellos parajes que llevara la barba
entera y la birreta griega? Habíala ya medio persuadido, hablábale en
español para que ella creyese que era el árabe, exagerando el sonito de
la J, y se empeñaba en que me pusiese albornoz para completar el chasco.

Más tarde me mostró este joven la parte seria de su carácter, que no es
menos notable por el buen sentido que lo caracteriza, a lo que se añade
mucho trato de la sociedad y la rara habilidad de revestir las formas
populares en lenguaje y porte, cualidades que con su instrucción en
materias económicas, lo harían un joven espectable si supiese dominar
las impaciencias de un espíritu impresionable que no contienen ideas
fijas y sentimientos de moralidad teórica, aunque su conducta sea
regular. Necesito añadir estas rectificaciones por temor de que sin
ellas hiciese pasar plaza de truhán en mi narración a un compañero de
viaje que me acompañó cuatro meses y me prestó amigables servicios.

La vecindad de Nueva Orleáns se deja presentir por alteraciones
visibles en la materia de la cultura y por la forma de los edificios.
Divísanse haciendas, y en ellas líneas de casuchas de madera de la
misma forma y capacidad todas, mostrando que el libre albedrío no
ha presidido a su construcción. La tierra está dividida en lotes
más grandes; la población rural aislada desaparece; y las raras
habitaciones que de cuando en cuando se presentan, asumen formas y
extensión que acusan la presencia de una aristocracia campestre.

Aquellas casitas iguales son, en efecto, las habitaciones de los
señores amos. Esta es la aristocracia de las balas de algodón y de las
bolsas de azúcar, fruto del sudor de los esclavos. ¡Ah, la esclavitud,
la llaga profunda y la fístula incurable que amenaza gangrenar el
cuerpo robusto de la Unión! ¡Qué fatal error fué el de Wáshington y de
los grandes filósofos que hicieron la declaración de los derechos del
hombre, al dejar a los plantadores del Sur sus esclavos; ¿y por qué
rara fatalidad los Estados Unidos, que en la práctica han realizado
los últimos progresos del sentimiento de igualdad y de caridad, están
condenados a dar las postreras batallas contra la injusticia antigua de
hombre a hombre, vencida ya en todo el resto de la tierra?

La esclavitud de los Estados Unidos es hoy una cuestión sin solución
posible; son cuatro millones de negros, y dentro de veinte años serán
ocho. Rescatados, ¿quién paga los mil millones de pesos que valen?
Libertos, ¿qué se hace con esta raza negra odiada por la raza blanca?
En tiempo de Wáshington y treinta años después, el cinismo de la
teoría no venía a justificar en el ánimo de los amos la codicia de
la práctica; pero hoy la esclavitud está apoyada en doctrina, porque
se ha hecho el alma de la sociedad que la explota. Entonces era más
reducido el número de esclavos, y por tanto más cancelable económica
y numéricamente. Mientras tanto la esclavitud tiene en los Estados
yankees genuinos, y éstos son los más ricos, poblados y numerosos,
antagonistas implacables, fanáticos. El espíritu puritano de igualdad
y de justicia se eleva en el Norte a la altura de un sentimiento
religioso. Abominan de ella como de una lepra y de una mancha que
deshonra a la Unión, y en su ardor predican la cruzada contra los
réprobos que explotan la abyección de una raza maldecida.

Echámosles en cara a los norteamericanos su perpetuación. ¡Dios mío!
vale tanto como afligir y humillar las canas del padre virtuoso,
echándole en cara los desmanes de su hijo pródigo. La esclavitud es
una vegetación parásita que la colonización inglesa ha dejado pegada
al árbol frondoso de las libertades americanas. No se atrevieron a
arrancarla de raíz cuando podaron el árbol, dejando al tiempo que la
matase, y la parásita ha crecido y amenaza desgajar el árbol entero.

Los estados libres son superiores en número y riqueza a los estados de
esclavos. En el Congreso, en las leyes no conquistará la esclavitud un
palmo de terreno más al Norte de la línea que el hecho existente se
ha trazado. Si la guerra sobreviene, ¿los negros irán a batirse con
los blancos para evitar que les quiten sus cadenas? ¿Los amos formarán
ejércitos para guardar sus esclavos? La separación en estados libres y
en estados esclavos, tan cacareada por los estados del Sur, traería la
desaparición de la esclavitud. Pero, ¿adónde irían cuatro millones de
libertos? He aquí un nudo gordiano que la espada no puede cortar y que
llena de sombras lúgubres el porvenir tan claro y radioso sin eso de
la Unión Americana. Ni avanzar ni retroceder pueden; y mientras tanto
la raza pulula, se desenvuelve, se civiliza y crece. Una guerra de
razas para dentro de un siglo, guerra de exterminio, o una nación negra
atrasada y vil, al lado de otra blanca la más poderosa y culta de la
tierra.

Desde Pittsburg hasta Nueva Orleáns habíamos atravesado diez estados
de los que no entraron en la primitiva federación. La ciudad de
Nueva Orleáns es la capital de la Luisiana, originariamente francesa
y cuya promiscua población se compone hoy de criollos americanos,
españoles y franceses. La apariencia de la ciudad desde el puerto es
magnífica, y los vapores sólo, que están de continuo en sus ancladeros
por centenares, bastan para revelar la actividad comercial de sus
habitantes. Puede decirse que el vapor se inventó para el Mississipí.
Antes de su aplicación a la navegación fluvial, echaban meses y meses
las raras barcas que remontaban los ríos, como sucede hoy en el Paraná
y Uruguay; los buques de alta mar cruzaban muchos días en el golfo
de Méjico acechando la ocasión favorable de tomar la difícil entrada
del caudaloso río que a muchas leguas de la costa lleva aún su cauce
en el fondo del mar flanqueado de bancos peligrosísimos. Inventóse,
empero, el vapor, y bandadas de remolques remolinean en la embocadura
para lanzarse en el golfo, apenas divisan en el lejano horizonte
una vela. Millares de vapores recorren el río arriba, dispersándose
hacia todos los rumbos de horizonte, siguiendo las vías acuáticas
en que por centenares se subdivide el canal principal a medida que
se le incorporan ríos tributarios; y cuando el valle del Mississipí
esté ocupado por el hombre, espantará, sin duda, la masa de productos
que vendrá a acumularse en Nueva Orleáns, quedando estrecho el canal
anchuroso que desde aquella ciudad conduce al golfo para la no
interrumpida procesión de buques que han de ir a desparramarse como
puñados de granos en la inmensidad del océano, porque el Mississipí es
la única salida que ofrece un mundo entero.

Desgraciadamente, Nueva Orleáns está incurablemente enferma; la fiebre
amarilla aparece periódicamente en su recinto todos los años desde
tal día del año, hasta tal otro, mata a los que no huyen del seno
de la ciudad, y vuelve a convalecer y restablecer su salud hasta la
misma época del año siguiente. A una legua de la ciudad la salubridad
es completa, y ni por contagio alcanza aquel azote periódico. Tenía
en 1840 ciento dos mil habitantes, número que no aumenta en grandes
proporciones, no obstante ser el desembarcadero de la emigración
francesa.

Residimos en Nueva Orleáns diez días hasta contratar pasaje para la
Habana en un malísimo y pestilente buquecillo de vela, que como la
falúa del Mediterráneo que me condujo de Mallorca a Argel, llevaba su
carga de cerdos, con el aditamento de tres o cuatro tísicos moribundos,
que partían con nosotros camarotes estrechísimos, calientes y llenos de
telarañas. El mundo norteamericano concluía, y principiábamos a sentir
con anticipación las colonias españolas adonde nos dirigíamos.

[11] Ha pasado al verificarlo de ventitrés.--_El autor._

[12] _Letters on the Paraguay._



  INDICE


                       _Pág._

  Domingo F. Sarmiento      4

  Estados Unidos            7

  Avaricia y mala fe       74

  Geografía moral          80

  Elecciones               98

  Nueva York              118

  Canadá                  134

  Boston                  144

  Baltimore, Filadelfia   151

  Wáshington              156

  El Arte Americano       169

  Cincinnati              190



  Notas

Se corrigieron errores obvios de puntuación e la ortografia. Se
mantuvieron algunas palabras con o sin acentos como en el texto
original cuando no se redujo la comprensión.(Obvious errors in
punctuation and spelling were fixed. Some improperly accented words
were left as in the original text when it did not impact comprehension.)

Existieron alguna inconsistencia en la ortografía de los nombres de
lugares o palabras donde parece que el autor tenia la intención de usar
el nombre en inglés. En estes casos, se corrigió la ortografía a usar la
correcta en inglés. (There was some inconsistency in the spelling of
the names of places or words where it seems that the author intended to
use the name in English. In these cases, the spelling was corrected to
use the correct one in English.)



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