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Title: Gerona
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Los entrecomillados han sido convertidos en rayas iniciales de
    diálogo donde el texto adopta forma dialogada. Las restantes rayas
    han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del párrafo en que se las llama.

  * Una página en blanco ha sido eliminada.



EPISODIOS NACIONALES

GERONA



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.



  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  PRIMERA SERIE

  GERONA

  41.000

  [Ilustración]

  MADRID
  LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11.
  --
  1908



GERONA


En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor.
Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña, a los cuatro meses de la
casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y
lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a
la Junta Central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis
lectores, si, como creo, son españoles, y era que allí todos querían
mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de
este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da
prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia, y
al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces
andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas
partes nos cercaba.

Y aquel era enemigo, lo demás es flor de cantueso. Me río yo de
insurrecciones absolutistas y republicanas, en tiempos en que el poder
central cuenta con grandes elementos para sofocarlas. Aquello no se
parecía a ninguna de estas niñadas de ahora, pues con las tropas que
Napoleón envió a España a fines del año 9 constaba de trescientos mil
hombres el ejército invasor. Los nuestros, dispersos y desanimados, no
tenían un general experto que les mandase; faltaban recursos de todas
clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central
era un hormiguero de intriguillas. Las ambiciones injustificadas, las
miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer
grande como la rana que quiso imitar al buey, la intolerancia, el
fanatismo, la doblez, el orgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que
ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse. Bullían en
torno a ella políticos de pacotilla de la primera hornada que en España
tuvimos, generales pigmeos que no supieron ganar batalla alguna; y
aunque había también varones de mérito así en la milicia como en lo
civil, o no tenían arrojo para sobreponerse a los necios, o carecían de
aquellas prendas de carácter sin las cuales, en lo de gobernar, de poco
valen la virtud y el talento.

Tuvo la Junta allá por marzo el malísimo acuerdo de restablecer
el Consejo de Castilla, fundiendo en él todos los demás Consejos
suprimidos; y cuando esta antigualla se vio de nuevo con vida; cuando
esta máquina roñosa, inútil y gastada se encontró otra vez puesta
en movimiento, allí era de ver cómo pretendía gobernar el mundo. La
fatuidad de aquellos consejeros que tanto adularon a José no tenía
igual. Desde que se les puso en juego, empezaron a intrigar con quien
les había sacado del olvido, y decían que la Junta era ilegítima.
Valiéndose de D. Francisco Palafox, hermano del defensor de Zaragoza;
de Montijo, a quien hemos visto en alguna parte; del Marqués de la
Romana y de otros pájaros, llenaron de enredos a la Junta y a la
Comisión ejecutiva. Por último, en la Regencia, última metamorfosis de
aquel poder tan nacional como desgraciado, también sembraron cizaña
los del Consejo. Esta pandilleja no era otra cosa que el partido
absolutista, que ya empezaba a sacar la oreja; y para que desde el
principio se tuviera completa noticia de su existencia, también
repartió dinero entre la tropa, fiando sus esperanzas a una sedición
militar que por entonces quedó frustrada. Nada de esto era ya nuevo
en España, porque el motín de 19 de marzo en Aranjuez, de que, si
mal no recuerdo, hice mención, obra fue de la misma gente; mas no se
valieron solo de la tropa, sino también de varios cuerpos facultativos
y distinguidos, como los lacayos, pinches y mozos de cuadra de la
regia casa. En Sevilla azuzaron a lo que un gran historiador llama con
enérgico estilo _la bozal muchedumbre_, y hubo frecuentes serenatas de
berridos y patadas por las calles; mas no pasó de aquí.

Un arma moral esgrimían entonces unos contra otros los políticos
menudos, y era el acusarse mutuamente de malversadores de los caudales
públicos, grosero recurso que hacía muy buen efecto en el pueblo.
Cuando se disolvió la Junta en Cádiz, hubo un registro de equipajes de
lo más vil y bochornoso que contiene nuestra moderna historia; pero no
se encontró nada en las maletas de los patriotas, porque estos, malos o
buenos, tontos o discretos, no tenían el alma en los bolsillos, ni la
tuvieron aún sus inmediatos sucesores, años adelante.

Perdonen ustedes si me ocupo de estos sainetes de la epopeya. Lo
extraño es que las miserias de los partidos (pues también entonces
había partidos, aunque alguien lo dude) no impedían la continuación
de la guerra, ni debilitaban el formidable empuje de la Nación, con
independencia de las victorias o derrotas del ejército. Verdad es que
las discordias de arriba no habían cundido a la masa común del país,
que conservaba cierta inocencia salvaje con grandes vicios y no pocas
prendas eminentes, por cuya razón la homogeneidad de sentimientos
sobre que se cimentara la nacionalidad, era aún poderosa, y España,
hambrienta, desnuda y comida de pulgas, podía continuar la lucha.

       *       *       *       *       *

Cansaría a mis amados lectores si les contara detalladamente mi
vida durante aquel funesto año 9, que comenzado con las proezas de
Zaragoza, terminaba con el desastre de Ocaña y la dispersión del
ejército español. Por fortuna no me encontré en aquella jornada,
pues incorporado al principio del año al ejército del Centro, me
destinaron en agosto a la división del Duque del Parque, y asistí a
la acción de Tamames. Poco puedo decir de la de Talavera que no sea
por referencia, pues el 27 y 28 de julio me encontraba en Puente del
Arzobispo; y aunque algo podría contar de la campaña del Duque del
Parque, lo omito por no cansar a mis amigos. A fin del año servía en
la división de D. Francisco Copons, que con las de D. Tomás Zeraín, de
Lacy y Zayas guardaba el paso de Sierra Morena; porque ha de saberse
que los franceses, envalentonados hasta lo sumo y reforzados con nueva
tropa, se disponían a invadir la Andalucía, a los diez y ocho meses
de la batalla de Bailén, ¡a los diez y ocho meses! Las fuerzas de que
disponíamos apenas merecían el nombre de ejército, y el del Duque de
Alburquerque, único que aún se conservaba en buen estado, no podía
tampoco resistir el empuje de los franceses victoriosos, y se retiraba
hacia el mediodía para proteger la residencia del poder central.

¡Qué situación, amigos míos! Esto pasaba, como he dicho, al poco tiempo
de aquella brillante y rápida campaña de junio y julio de 1808; y los
mismos lugares que antes nos vieron victoriosos y llenos de orgullo,
presenciaban ahora el triste desfile de los dispersos de Ocaña, que
a cada instante volvían el rostro con inquietud creyendo sentir las
pisadas de los caballos de Víctor, Sebastiani y Mortier.

--¡Quién hubiera creído --dije a Andresillo Marijuán, cuando
almorzábamos en una venta de Collado de los Jardines-- que habíamos de
desandar tan pronto este camino! Ahora me parece que no paramos hasta
Cádiz.

--Con paciencia se gana el cielo --me contestó--. Yo tengo toda la que
pueden dar siete meses de bloqueo como el de Gerona. Todavía estoy
admirado de encontrarme vivo, Gabriel. Pero dime, ¿dónde has ganado esa
charretera? ¿Creerás que yo no soy nada? Digo mal, porque dentro de
la plaza me hicieron a modo de sargento, y a estas horas nadie me ha
reconocido mi grado. Haré una reclamación a la Junta.

--Yo gané mis grados en Zaragoza --respondí con orgullo--, y también te
aseguro que al cabo de un año conservo cierta duda de si seré yo mismo
el que en aquellos fieros combates se halló, o si después de muerto me
habré trocado en otro sujeto.

--Bien dicen que en Zaragoza y en el ejército del Centro se dieron
los grados como quien echa almorzadas de trigo a las gallinas. Amigo
Gabriel, en España no se premia más que a los tontos, y a los que meten
bulla sin hacer nada. Dime, teniente de almíbar, ¿en Zaragoza comiste
ratones flacos y pedazos de estera fritos con grasa de asno viejo?

Reíme de la pregunta, y los circunstantes dieron broma a Marijuán,
porque este, desde que se nos unió cerca de Almadén del Azogue en los
últimos días del año, nos había venido aturdiendo con el perenne contar
de sus privaciones y hambres en Gerona.

--En mi mochila --continuó el aragonés-- tengo un diario del sitio
que escribió en la plaza el Sr. D. Pablo Nomdedeu, y os lo daré a
leer, para despertar el apetito cuando estéis desganados. Por ahora en
marcha, que me parece dan orden de tomar soleta hacia abajo.

En efecto: después de una hora de descanso emprendimos el camino hacia
el mediodía, y Marijuán repetía la canción con que nos aporreaba los
oídos desde que le encontramos:

      Digasme tú, Girona,
    Si te n’arrendirás...
        Lirom lireta.
    Com vols que m’rendesca
    Si España non vol pas
        Lirom fa lá garideta,
        Lirom fa lireta lá.

En Bailén hicimos noche. ¡Qué triste impresión produjo en mí la vista
de aquellos campos, al considerar que los atravesábamos después de
dejar casi toda Castilla en poder de los franceses, a quienes poco
antes habíamos sojuzgado con tanta fortuna en el mismo sitio! ¡Cómo
se representó en mi imaginación lo que allí había visto y oído: la
perspectiva y el estruendo glorioso de la acción, iluminada por el
ardoroso sol de julio! Todo estaba frío, helado, quieto, triste,
silencioso, oscuro: diríase que sobre los llanos y las mansas colinas
de Bailén, una pesada e informe sombra se paseaba a flor del suelo.
Visitamos luego Marijuán y yo el palacio de Rumblar, creyendo encontrar
allí todavía a la Condesa y su familia, y aunque era ya de noche, nos
propusimos penetrar, seguros de ser bien recibidos. Cuando dimos los
primeros aldabazos en la puerta, contestonos el lejano ladrido de un
perro, sin que rumor alguno indicase la presencia de criatura humana
en el palacio, lo cual nos hizo comprender que estaba abandonado.
Insistimos, sin embargo, en dar golpes, y al cabo oímos una voz que
desde el patio con enojado tono nos respondía, mejor dicho, nos
increpaba en esta forma:

--Allá voy. ¡Condenados muchachos, qué querrán a estas horas!

Abrionos echando sapos y culebras por su fea boca el tío Tinaja,
antiguo servidor de la casa (pues no era otro el que a la sazón la
guardaba), y luego que nos hubo reconocido, desarrugó el ceño, hízonos
entrar ofreciéndonos un asiento junto a la lumbre, y allí nos contó
cómo toda la familia con buena parte de la servidumbre había marchado a
Cádiz huyendo de la invasión francesa.

--Mi señora la Condesa Doña María estaba en que se había de quedar
--nos dijo--; pero sus primas de Madrid, que llegaron por Todos los
Santos, le volvieron la cabeza del revés. D. Paco también tenía mucho
miedo, y entre él, las primas y las tres señoritas, todos llorando
y moqueando en ruedo, ablandaron el alma de bronce de la Condesa,
obligándola a marchar.

--¿No ha venido también el Sr. D. Felipe? --pregunté comprendiendo a
qué personas el tío Tinaja se refería.

--El Sr. D. Felipe no ha venido, porque, según dijeron, está con el
francés. Su hermana, la señora Marquesa, es muy española, y habían de
ver ustedes cómo disputa con su sobrina, que se ríe del _Lord_, y dice
que ningún general español vale dos cuartos.

--¿Ha venido también D. Diego?

--No, señor. ¡Pues pocas lágrimas han derramado las niñas, y pocos
mares han corrido de los ojos de la señora por las calaveradas
de D. Diego! No hay quien le saque de Madrid, donde se junta con
_flamasones_, _anteos_, perdularios, gabachos, y gente mala que le trae
al retortero. Parece que ya no se casa con la señorita Inés, por cuya
razón mi ama está que trina, y el otro día ella y sus primas hablaron
más de lo regular. D. Paco se puso por medio, y echó una arenga en
latín. Las señoritas empezaron a llorar, y aquel día en la mesa nadie
habló palabra. No se oía más ruido que el de los dientes mascando, el
de los tenedores picando en los platos, y el de las moscas que iban a
golosinear.

--¿Y cuándo salieron para Cádiz?

--Hace cuatro días. Las tres señoritas iban muy contentas, y Doña María
muy triste y ensimismada. La mala conducta del Sr. D. Diego la tiene en
ascuas, y la buena señora se va acabando.

Nada más me dijo aquel hombre que merezca mención, y a varias preguntas
mías, harto prolijas e impertinentes, no contestó cosa alguna de
provecho. Después que nos ofreció parte de su cena, díjonos que
podíamos albergarnos en la casa por aquella noche, y como la tropa se
alojaba en el pueblo, nos quedamos allí. Solo, y mientras Marijuán
dormía, recorrí varias habitaciones altas de la casa, iluminadas no más
que por la luna, y una dulce, inexplicable claridad llenaba mi alma
durante aquella muda y solitaria exploración. No hubo mueble que no me
dijese alguna cosa, y mi imaginación iba poblando de seres conocidos
las desiertas salas. La alfombra conservaba a mis ojos una huella
indefinible, más bien pensada que vista; vi un cojín que aún no había
perdido el hundimiento producido por el brazo que acababa de oprimirlo,
y en los espejos creí ver, no la huella ni la sombra, porque estas
voces no son propias, sino una nada, mejor dicho, un vacío, dejado allí
por la imagen que había desaparecido.

En una habitación que daba a la huerta vi tres camas pequeñas. Dos de
ellas parecían tener como un lugar fijo en los dos testeros de derecha
e izquierda. La tercera, que estorbaba el paso, revelaba haber sido
puesta para un huésped de pocos días. Las tres estaban cubiertas de
blanquísimas colchas, bajo las cuales los fríos colchones se inflaban
sin peso alguno. La pila de agua bendita estaba llena aún, y mojé las
puntas de los dedos, haciéndome en la frente la señal de la cruz. Un
fuerte escalofrío corrió por mi cuerpo al contacto helado, como si
los dedos que habían tomado las últimas gotas se rozaran con los míos
en la superficie del agua. Recogí del suelo una pequeña cinta y unos
pedacitos de papel retorcidos, engrasados y perfumados, que indicaban
haber servido para moldear los rizos de una cabellera. El silencio de
aquel lugar no me parecía el silencio propio de los lugares donde no
hay nadie, sino aquel que se produce en los intervalos elocuentes de
un diálogo, cuando, hecha la pregunta, el interlocutor medita lo que va
a responder.

Salí de aquella estancia, y después de recorrer otras con igual
interés, sintiéndome al fin cansado, me recosté en un sofá, donde cerca
ya del alba me dormí profundamente. La luz del día entraba a torrentes
por las ventanas y balcones cuando me despertó Andrés cantando su
estribillo catalán:

      Digasme tú, Girona,
    Si te n’arrendirás.

En aquellos días, los últimos del mes de enero de 1810, ocurrieron
las más lamentables desgracias del ejército español. Creeríase que el
genio de la guerra, fundamental en nosotros como el eje del alma, nos
había faltado, y la lucha fue desordenada y a la aventura. El General
Desolles atacó en Puerto del Rey a la división Girón, que se desbandó
junto a las Navas de Tolosa, y al mismo tiempo Gazán acometía el paso
de Nuradal, mientras Mortier forzaba el de Despeñaperros. El mariscal
Víctor penetró por Torrecampo para caer sobre Montoro, y Sebastiani por
Montizón, de modo que la invasión de Andalucía se verificó por cuatro
puntos distintos con estrategia admirable que acabó de desconcertarnos.
Verdad es, y sírvanos esto de disculpa, que teníamos por General en
Jefe a D. Juan Carlos Aréizaga, hombre nulo en el arte de la guerra, y
en cuya cabeza no cabían tres docenas de hombres. La pericia de algunos
jefes subalternos servía de muy poco, y desmoralizada la tropa,
convencida de su incapacidad para la resistencia, no veía delante de
sí ni gloria ni honor, sino el cómodo refugio de Córdoba, Sevilla o
la Isla gaditana. Resistencia formal solo la hallaron los franceses
por Montizón, entre Venta Nueva y Venta Quemada, donde mandaba D.
Gaspar Vigodet, el cual, después de batirse con mucho arrojo, ordenó
la retirada en regla. En suma, señores míos, doloroso es decirlo y
doloroso recordarlo; pero es lo cierto que los franceses avanzaron
hacia Córdoba cuando nosotros llorábamos nuestra impotencia camino de
Sevilla.

¿Y qué podré deciros del espectáculo que nos ofreció esta ciudad
amotinada, sometida a las intrigas de una facción tan pequeña
como audaz? De buena gana no diría nada, tragándome todo lo que
sé y ocultando todo lo que vi, para que semejantes fealdades no
entristecieran estos cuadros; pero ya la fama ha dicho cuanto había
que decir, y no porque yo lo calle dejará de saberse, que si en mí
consistiera, a este y a otros hoyos de nuestra historia les echaría
tierra, mucha tierra.

Es el caso que fugitiva la Central, los conspiradores erigieron allí
una juntilla suprema, y azuzado el populacho, no se oían más que
vivas y mueras, olvidándose del francés que tocaba a las puertas,
cual si en el suelo patrio no hubiese ya más enemigos que aquellos
desgraciados centrales. ¡Lo que es la pasión política, señores! No
conozco peor ni más vil sentimiento que este, que impulsa a odiar
al compatricio con mayor vehemencia que al extranjero invasor. Yo me
espantaba presenciando los atropellos verificados contra algunos, y la
salvaje invasión de las casas de otros. ¡Y gracias que escaparon con
vida de la plebe holgazana y chillona! En una palabra, aquello era de
lo más denigrante que he visto en mi vida, y si la Junta Central valía
poco, los individuos que en Sevilla y después en Cádiz agujerearon
sus fundamentos, como inquietos y vividores reptiles, no ocupan, a
pesar de su mucho bullir y de las distintas posturas que tomaron, un
lugar visible en la historia. Su pequeñez les hace desaparecer en
las perspectivas de lo pasado, y sus nombres sin eco no despiertan
admiración ni encono. Pertenecen a ese vulgo que, con ser tan vulgo,
ha influido en los destinos del país desde la primera revolución acá;
gentezuela sin ideal, que se perdería en las muchedumbres como las
gotas de lluvia en el Océano, si la vituperable neutralidad política de
la mayoría honrada, decente, entendida y patriota, no les permitiera
actuar en la vida pública, tratando al país como un objeto de su
exclusiva pertenencia, que se les ha dado para divertirse.

Pero quiero poner punto en esta materia, que seduce poco mi
entendimiento. Continuando nuestra retirada llegamos al Puerto de
Santa María, donde estuvimos dos días con sus noches, y allí fue donde
adquirí sobre el formidable cerco de Gerona estupendas noticias. Debo
una explicación a mis lectores, y voy a darla.

Mi objeto al comenzar esta última sesión, en que apaciblemente nos
encontramos, amados señores míos, fue referir lo mucho y bueno que
vi en Cádiz cuando nos refugiamos allí, después que los franceses
penetraron en Andalucía; pero un deber patriótico me obliga a aplazar
por breve tiempo este mi natural deseo, dando la preferencia a algunos
hechos del sitio de Gerona, que contaré también, si bien los contaré
de oídas. Un amigo de aquellos días, y que después lo fue también en
épocas más bonancibles, me entretuvo durante dos largas noches con
la descripción de maravillosas hazañas que no debo ni puedo pasar en
silencio. Aquí las pongo, pues, suspendiendo el curso de mi historia,
que reanudaré en breve, si Dios me da vida a mí y a ustedes paciencia.
Solo me permito advertir que he modificado un tanto la relación de
Andresillo Marijuán, respetando por supuesto todo lo esencial, pues
su rudo lenguaje me causaba cierto estorbo al tratar de asociar su
historia a las mías. Hago esta advertencia para que no se maravillen
algunos de encontrar en las páginas que siguen observaciones, frases
y palabras impropias de un muchacho sencillo y rústico. Tampoco yo
me hubiera expresado así en aquellos tiempos; pero téngase presente
que, en la época en que hablo, cuento algo más de ochenta años, vida
suficiente a mi juicio para aprender alguna cosa, adquiriendo asimismo
un poco de lustre en el modo de decir.



  RELACIÓN
  DE
  ANDRESILLO MARIJUÁN

I


Entré en Gerona a principios de febrero, y me alojé en casa de un
cerrajero de la calle de Cort-Real. A fines de Abril, salí con la
expedición que fue en busca de víveres a Santa Coloma de Farnés, y
a los pocos días de mi regreso, murió a consecuencia de las heridas
recibidas en el segundo sitio aquel buen hombre que me había dado
asilo. Creo que fue el 6 de mayo, es decir, el mismo día en que
aparecieron los franceses, cuando al volver de la guardia en el fuerte
de la Reina Ana, encontré muerto al Sr. Mongat, rodeado de sus cuatro
hijos que lloraban amargamente.

Hablaré de los cuatro huérfanos, que ya lo eran completamente por
haber perdido a su madre algunos meses antes. Siseta, o como si
dijéramos, Narcisita, la mayor en edad, tenía poco más de los veinte,
y los tres varoncillos no sumaban entre todos igual número de años,
pues Badoret[1] apenas llegaba a los diez; Manalet[2] no tenía más
de seis, y Gasparó empezaba a vivir, hallándose en el crepúsculo del
discernimiento y de la palabra.

  [1] Diminutivo de Salvador.

  [2] Ídem de Manuel.

Cuando penetré en la casa y vi cuadro tan lastimoso, no pude contener
las lágrimas y me puse a llorar con ellos. El Sr. Cristòful Mongat era
una excelente persona, buen padre y patriota ardiente; pero aún más que
el recuerdo de las buenas prendas del difunto me contristaba la soledad
de las cuatro criaturas. Yo les amaba mucho, y como mi buen humor y
franca condición propendían a enlazar el alma de aquellos inocentes
con la mía, en algunos meses de trato, Badoret, Manalet y Gasparó se
desvivían por mí. No hablo aquí de Siseta, porque para esta tenía yo un
sentimiento extraño, de piedad y admiración compuesto, como se verá más
adelante. Mi ocupación en la casa mientras vivió el Sr. Mongat era en
primer término hablar con este de las cosas de la guerra, y en segundo
término divertir a los chicos con toda clase de juegos, enseñándoles el
ejercicio, y representando con ellos detrás de un cofre las escenas del
ataque, defensa y conquista de una trinchera. Cuando yo iba de guardia,
bien a Montjuich, bien a los reductos del Condestable o del Cabildo,
los tres, incluso Gasparó, me seguían con sendas cañas al hombro,
remedando con la boca el son de cajas y trompetas, o relinchando al
modo de caballos.

Asociado cordialmente a su desgracia, les consolé como pude, y al día
siguiente, después que echamos tierra al buen cerrajero, y luego que
se retiraron los vecinos fastidiosos que habían ido a hacer pucheros
condoliéndose ruidosamente de los huerfanitos, pero sin darles auxilio
alguno, tomé por la mano a Siseta, y llevándola a la cocina, le dije:

--Siseta, ya tú sabes...

Pero antes quiero decir que Siseta era una muchacha gordita y fresca,
que sin tener una hermosura deslumbradora, cautivaba mi alma de un modo
extraño, haciéndome olvidar a todas las demás mujeres, y principalmente
a la que había sido mi novia en la Almunia de Doña Godina. Rosada y
redondita, Siseta parecía una manzana. No era esbelta, pero tampoco
rechoncha. Tenía mucha gracia en su andar, y poseyendo bastante ingenio
y soltura en la conversación, sabía, sin embargo, acomodarse a las
situaciones, distinguiéndose por una gran disposición para no estar
nunca fuera de su lugar, de cuyas prendas puede colegirse que Siseta
tenía talento.

Pues bien, como antes indiqué, tomándole una mano, le dije:

--Siseta...

No sé qué me pasó en la lengua, pues callé un buen rato, hasta que al
fin pude continuar así:

--Siseta, ya tú sabes que va para cuatro meses que estoy alojado en tu
casa...

La muchacha hizo un signo afirmativo, demostrando estar convencida de
mi permanencia en la casa durante cuatro meses.

--Quiero decir --proseguí-- que durante tanto tiempo he comido de tu
pan, aunque también os he dado el mío. Ahora, con la muerte del Sr.
Cristòful, os habéis quedado huérfanos. ¿Tenéis tierras, alguna casa,
alguna renta?

--No tenemos nada --me contestó Siseta, dirigiendo tristes miradas a
los cacharros de la cocina--. No tenemos nada más que lo que hay en
casa.

--Las herramientas valen alguna cosa --dije--; mas, en fin, no hay que
apurarse, que Dios aprieta, pero no ahoga. Aquí está el brazo de Andrés
Marijuán. ¿Dejó tu padre algún dinero?

--Nada --respondió--, no ha dejado nada. Durante su enfermedad
trabajaba muy poco.

--Bien, muy bien --dije yo--. Con eso podéis recibir el plus que nos
dan ahora, y la ración que me toca todos los días. No hay que apurarse.
Tú serás la madre de tus hermanos, y yo seré su padre, porque estoy
decidido a ahorcarme contigo. Ea, dejarse de lloriqueos; Siseta, yo
te quiero. Tal vez creerás tú que yo no poseo tierras. ¡Qué tonta!
Si vieras qué dos docenas de cepas tengo en la Almunia; si vieras
qué casa... solo le falta el techo; pero es fácil componerla, sin
fabricarla toda de nueva planta. Conque lo dicho, dicho. En cuanto
se acabe este sitio, que será cosa de días a lo que pienso, venderás
los cachivaches de la herrería; me darán mi licencia, pues también
se concluirá la guerra; pondremos sobre un asno a la señora Siseta
con Gasparó y Manalet, y tomando yo de la mano a Badoret, camina que
caminarás, nos iremos a ese bajo Aragón, que es la mejor tierra del
mundo, donde nos estableceremos.

Una vez que desembuché este discurso, volví al taller, con objeto
de examinar las herramientas, y todo aquel mueblaje me pareció de
poquísimo valor. La huérfana, después que me oyera, sin decir cosa
alguna, púsose a arreglar los trastos, ordenando todo con hábil mano,
y a limpiar el polvo. Los chicos me rodearon al punto, corriendo
precipitadamente a traer sus cañas, palos y demás aparatos de guerra,
viéndome yo obligado, en razón de esta diligencia, a recomendarles gran
celo en el servicio de la patria y el Rey, pues bien pronto, si los
franceses apretaban el cerco, Gerona necesitaría de todos sus hijos,
aun de los más pequeñitos. Por último, después que durante media hora
pusieron armas al hombro y en su lugar, cebaron, cargaron, atacaron
e hicieron varias descargas imaginarias, pero que retumbaban en el
angosto taller, les vi soltar las armas, decaído el marcial ardor, y
volver a su hermana con elocuente expresión los ojos.

--¿Qué? --pregunté yo comprendiendo lo que significaba aquel mudo
interrogatorio--. Siseta, ¿no hay que comer?

Siseta, disimulando sus lágrimas, registraba los negros andamios de una
alacena, en cuyas cavernosas profundidades la infeliz se empeñaba en
ver alguna cosa.

--¿Cómo es eso? --dije--. Siseta, no me habías dicho nada. ¿Qué me
costaría ir al cuartel y pedir que me adelanten la ración de mañana?...
¿Y para qué quiero yo los siete cuartos que tengo ahorrados? Nada,
hija: es preciso, no solo traer lo necesario para hoy, sino también
provisiones abundantes, por si escasean los víveres dentro de la plaza.
Dicen que ahora nos van a dar dos reales diarios. Ya me figuro lo
que harás tú con esta riqueza. Pero no es ocasión para detenerme en
habladurías, que estos valientes soldados se mueren de hambre. Toma los
siete cuartos; voy al punto por la libreta.

No tardé en volver con el pan, y tuve el gusto de ver comer a mis hijos
(desde entonces empecé a darles este nombre). Siseta se mantuvo en los
límites de una sobriedad excesiva, y mientras duró el festín les hablé
de los grandes acopios de víveres que se estaban haciendo en Gerona,
conversación que parecía muy del agrado de los pequeñuelos. En esto, el
Sr. Nomdedeu, habitante del piso superior de la casa, pasó por delante
de la tienda en dirección al portal contiguo. Saludonos afablemente a
todos, y después de decir algunas palabras de desconsuelo con motivo
de la pérdida del excelente Sr. Mongat, subió a su casa, rogándome que
le acompañara. Yo tenía costumbre de ir todas las mañanas a referirle
lo que se decía en los cuerpos de guardia, y estas visitas tenían para
mí el doble atractivo de contar lo que sabía, y de oír las agradables
pláticas del Sr. Nomdedeu, hombre con quien no se hablaba una sola vez
sin sacar alguna enseñanza provechosa.



II


El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No pasaba de los cuarenta y cinco
años; pero los estudios o penas domésticas, para mí desconocidas,
habían trabajado en tales términos su naturaleza, que aparentaba
mucho más del medio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, con gran
corva en la espina dorsal, y la cabeza salpicada de escasos pelos
rubios y blancos, como yerba que nace al azar en ingrata tierra.
Todo anunciaba en él debilidad y prematura vejez, excepto su mirar
penetrante, imagen del alma enérgica y del entendimiento activo. Vivía
en apacible medianía, sin lujo, pero también sin pobreza; muy querido
de sus paisanos, consagrado fuera de casa a los enfermos del hospital,
y dentro de ella al cuidado de su hija única, enferma también de
doloroso e incurable mal. Para que ustedes acaben de conocer a aquel
apreciable sujeto, me falta decirles que Nomdedeu era un hombre de gran
saber y de mucha amenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, y no se
permitía ignorar nada, de modo que jamás ha existido un hombre que
más preguntase. Yo no creí que los labios preguntasen tonterías de las
que no ignora un rústico; pero él me dijo varias veces que la ciencia
de los libros no valdría nada, si no se cursase el doctorado de la
conversación con toda clase de personas.

De su casa poco diré. Era tan humilde como decente. Muchos libros;
algunas estampas francesas de anatomía, emparejadas con otras
de santos, y bastantes cuadros que ostentaban detrás del vidrio
innumerables yerbas secas con sendos letreros manuscritos al pie. Pero
lo que principalmente impresionaba mi ánimo al subir a casa del Sr.
Nomdedeu, era una criatura tierna y sensible, una belleza consumida y
marchita, una triste vida que junto a la ventanita abierta al mediodía
quería prolongarse absorbiendo los rayos del sol. Me refiero a la
desgraciada Josefina, hija del insigne hombre que he mencionado, la
cual, enferma y postrada, se me representaba como las flores secas
guardadas por el doctor detrás de un vidrio. Josefina había sido
hermosa; pero perdidos algunos de sus encantos, otros se habían
sublimado en aquel descendente crepúsculo que iba difundiendo sobre
ella las sombras de la muerte. Inmóvil en un sillón, su aspecto era por
lo común el de una absoluta indiferencia. Cuando su padre entró conmigo
el día a que me refiero, Josefina no respondió a sus caricias con una
sola palabra. Nomdedeu me dijo:

--Su existencia de plomo está pendiente de una hebra de seda.

Pronunció estas palabras en voz alta y delante de ella, porque Josefina
estaba completamente sorda.

--El profundo silencio que la rodea --continuó el padre--, es
favorable a su salud, porque siendo su mal un desarrollo excesivo de
la sensibilidad, todo lo que disminuya las impresiones exteriores,
aumentará el reposo, a que debe esa lánguida y decadente vida. No
espero salvarla, y todo mi afán consiste hoy en embellecer sus días,
fingiendo que nos hallamos rodeados de felicidades y no de peligros.
Desearía llevarla al campo; pero el deber y el patriotismo me obligan a
no abandonar el cuidado del hospital, cuando nos amenaza un cerco, que
parece va a ser más riguroso que los dos primeros. Dios nos saque en
bien. ¿Conque se murió ese pobre Sr. Mongat?

--Sí, señor --respondí--; y ahí tiene usted cuatro huérfanos desvalidos
que pedirían limosna por las calles de Gerona, si yo no estuviera
decidido a quitarme el pan de la boca para dárselo.

--Dios te premiará tu generosidad. Yo también haré lo que pueda por
esos infelices. Siseta parece una buena muchacha, y sube algunas
veces a acompañar a mi hija. Dile que venga más a menudo, y hoy mismo
encargaré a la señora Sumta[3] que les dé a los hijos de Cristòful
Mongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuéntame: ¿qué has oído en el
cuerpo de guardia? Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedición a
Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?

  [3] Lo mismo que Asunción.

--Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de particular. Los franceses
se nos presentaron en la tarde del 24 de Abril; pero como éramos
pocos, y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos, sino traer
provisiones a Gerona, luego que cargamos los carros y las mulas, nos
vinimos para acá con D. Enrique O’Donnell. Los _cerdos_[4] dominan toda
la Segarra, pero los somatenes les hacen perder mucha gente, y para
abastecerse pasan la pena negra. El General francés Pino mandó hace
poco un batallón a San Martín en busca de víveres. Al llegar el coronel
pidió al alcalde para el día siguiente de madrugada cierto número de
raciones de tocino (porque abundan en aquel pueblo los animalitos de
la vista baja); y como el batallón estaba cansado, dioles boletas de
alojamiento, distribuyendo a los soldados en las casas de los vecinos.
El alcalde aparentó deseo de servir al señor coronel, y al anochecer el
pregonero salió por las calles gritando: «_Eixa nit a las dotse, cada
vehí matará son porch._»

  [4] En Cataluña, durante la invasión, llamaban a los franceses
  _porchs_.

--Y cada vecino mató su francés.

--Así parece, señor, y así me lo contaron en el camino; pero no
respondo de que sea verdad, aunque la gente de San Martín es capaz de
eso. Luego que hicieron su matanza, escondieron armas, morriones y
cuanto pudiera descubrirlos; y cuando se presentó el General Pino,
trataron de probarle que _allí no había estado nadie_.

--¿Sabes, Andrés --me dijo Nomdedeu--, que esto parece cosa de cuento?

--Séalo o no --repuse--, con estos y otros cuentos se anima la gente.
Los _cerdos_ están ya sobre Gerona, y esta mañana les hemos visto
en los altos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil
seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de
los fuertes. De estos, el que no se ha caído ya es porque no se le ha
dado licencia. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil
hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué va a hacer Gerona
con cinco mil seiscientos?

--Ya serán algunos más --dijo Nomdedeu paseándose por la habitación con
la inquietud nerviosa y retozona que se apoderaba de él hablando de las
cosas de la guerra--. Todos los vecinos de Gerona toman las armas, y
hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de
las ocho compañías que componen la _Cruzada gerundense_. Yo he querido
afiliarme; pero como médico, cuyos servicios no pueden reemplazarse,
me han dejado fuera con sentimiento mío. También se está formando hoy
el batallón de señoras, de que es coronela Doña Lucía Fitz-Gerard: ¿la
conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que
causa el considerar los desastres que nos amenazan, se alegra uno al
ver los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de
esta ciudad.

Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante
exaltación, Josefina fijaba en nosotros los ojos sorprendida y
aterrada, y atendía a nuestros gestos, dando a conocer que los
comprendía tan bien como la misma palabra. Advirtiolo su padre, y
volviéndose a ella, la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas,
diciéndome:

--La pobrecita ha comprendido al instante que estamos hablando de la
guerra. Esto le causa un terror extraordinario.

La enferma tenía delante de sí, en una mesilla de pino, un gran pliego
de papel con plumas y tintero. La escritura servía a hija y padre de
medio de comunicación.

Nomdedeu, tomando la pluma, escribió:

  «Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos de las bandadas de palomas que
  vio ayer Andresillo en Pedret. Dice que mató todas las que quiso, y
  que te traerá un par esta tarde. No, no temas, hija mía, no volverá a
  haber más sitios en Gerona. ¡Si se ha concluido la guerra! Pues qué,
  ¿no lo sabías? Esas noticias ha traído el Sr. Andresillo. Verdad que
  se me había olvidado contártelo. Estamos en paz. Veremos si mañana
  puedes salir a dar un paseo por Mercadal. Iremos a Castellá la semana
  que entra. ¡Dice nostramo Mansió que están los rosales tan cargados
  de rosas!... ¿Pues y los cerezos? Este año habrá tanta cereza, que no
  sabremos qué hacer de ella. He mandado que pongan dos colmenas más,
  y parece que dentro de un mes la vaca tendrá su cría. A la gallina
  pintada se le ha puesto una buena echadura con seis o siete huevos
  de pata. Dentro de diez días los sacará a todos, y dará gusto ver a
  esa familia.»

Luego que esto escribió, volviose a mí el Sr. D. Pablo, y procurando
disimular su aflicción, me dijo:

--De este modo la voy engañando, para arrancar su ánimo a la tristeza.
Si ella supiera que mi casa de campo con todas las plantas y los
animalitos que allí tenía no existe ya... Los franceses no han dejado
piedra sobre piedra. ¡Pobre de mí! Rodeado de desastres; amenazado,
como todos los gerundenses, de los horrores de la guerra, del hambre y
de la miseria, tengo que fingir junto a esta niña infeliz un bienestar
y una paz que está muy lejos de nosotros, y he de ocultar la amargura
de mi corazón destrozado, mintiendo como un histrión. Pero así ha
de ser. Tengo la convicción de que si mi hija llegase a conocer la
situación en que nos encontramos, y tuviese conocimiento del bombardeo
y de las escaseces que nos amagan, su muerte sería inmediata; y quiero
prolongarle la vida todo el tiempo que me sea posible, porque confío
en que si algún día Dios y San Narciso resuelven poner fin a las
desgracias de esta ciudad, podré salir de Gerona y llevarla a disfrutar
la vida del campo, única medicina que la aliviará.

Josefina, al concluir de leer el papel, movió tristemente la cabeza en
señal de incredulidad, y luego dijo:

--Pues marchémonos mañana a Castellá.

--Este sí que es apuro --me dijo Nomdedeu, tomando la pluma para
contestar a su hija--. ¿Qué le voy a decir?

Pero sin detenerse, escribió:

  «Hija mía, ten un poco de paciencia. El tiempo, que parece bueno,
  está muy malo, y mañana ha de llover. Yo lo conozco por lo que dicen
  mis libros. Además tengo que hacer en el hospital durante algunos
  días.»

Entonces la enferma, que sin duda se fatigaba hablando o no tenía gusto
en pronunciar palabras que no oía, tomó también la pluma, y con rapidez
nerviosa trazó lo siguiente:

  «Andrés está hablando de batallas.»

--¡No, no, señorita Josefina! --exclamé yo a gritos, pues es costumbre
instintiva alzar la voz delante de los sordos, aun sabiendo que estos
no nos pueden oír.

  «Precisamente --escribió D. Pablo--, ahora me estaba diciendo que le
  van a dar la licencia, porque ya no se necesitan soldados. ¡Gracias
  a Dios que se han acabado esas malditas guerras!... Hija mía, esta
  tarde vendrán aquí algunos amigos para que bailen la sardana y te
  distraigan un rato. ¿Por qué no sigues tu lectura?»

Y luego puso en manos de su hija un tomo, que era la primera parte del
_Quijote_, el cual abrió ella por donde lo tenía marcado, comenzando a
leer tranquilamente.



III


Nomdedeu, llevándome junto a la ventana, me dijo:

--La idea de la guerra y del bombardeo le causa mucho horror. Es
natural que así sea, puesto que de una fuerte y dolorosa impresión de
miedo proviene su desorden nervioso y la pasión de ánimo que la tiene
en tan lamentable estado. En el segundo sitio, amigo Andrés, puedo
decir que perdí a mi querida niña, único consuelo mío en la tierra. Ya
sabes que llegó aquí el bárbaro Duhesme a mediados de julio del año
pasado, cuando dijo aquellas arrogantes palabras: _El 24 llego, el 25
la ataco, el 26 la tomo, y el 27 la arraso._ Hombre que tales bravatas
decía igualándose a César, era forzosamente un necio. Llegó, en efecto,
y atacó; pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna, como no fuese su
propia soberbia, que quedó por tierra ante esos muros. Tenía nueve mil
hombres, y aquí dentro apenas pasaban de dos mil, con los paisanos
que se habían armado a toda prisa. Duhesme puso cerco a la plaza, y
abiertas trincheras contra Montjuich y los fuertes del Este y Mercadal,
el 13 empezó a bombardearnos sin piedad. El 16 intentaron asaltar el
Montjuich; pero sí... para ellos estaba. El regimiento de Ultonia lo
defendía... Pero voy a mi objeto. Como te iba diciendo, mi pobre niña
perdió el sosiego, y su espanto la tenía en vela de día y de noche.
Su estado de excitación, junto con la resistencia a tomar alimento,
la puso a punto de morir. Figúrate mi pena y la de mi sobrino. Porque
he de advertirte que yo tenía un sobrino llamado Anselmo Quixols,
hijo de mi hermana Doña Mercedes, residente en La Bisbal. No sé si
sabrás que mi hermana y yo teníamos concertado casar a Anselmo con
Josefina, enlace que era muy agradable a entrambos muchachos, porque
desde algunos meses antes habían gastado algunas manos de papel en
escribirse cartas, y díchose mil amorosas palabras en honesto lenguaje.
Entonces vivíamos en la calle de la Neu, muy cerca de la plaza. El
día 15 habíamos bajado al portal, donde nos creíamos más seguros del
bombardeo, y estábamos comiendo en compañía de Anselmo, que por breve
rato dejó el servicio para venir a informarse de nuestra situación.
¡Ay, amigo Andrés! ¡Qué día, qué momento! Una bomba penetró por el
techo, atravesó el piso alto, y horadando las tablas cayó en el bajo,
donde al estallar con horrible estruendo causó espantosos estragos.
Anselmo quedó muerto en el acto, atravesado por un casco el pecho;
mi fámulo fue mortalmente herido, y la señora Sumta también, aunque
sin gravedad. Yo recibí un golpe, y solo mi hija quedó aparentemente
ilesa; pero ¡qué trastorno en su organismo! ¡qué desquiciamiento,
qué horrible perturbación en su pobre alma! La horrenda explosión;
el súbito peligro; la muerte de su primo y futuro esposo a quien
recogimos del suelo en el momento de expirar; el riesgo que corríamos
con el incendio de la casa, hirieron con golpe tan rudo su naturaleza
endeble y resentida, que desde entonces mi hija, aquella muchacha
amable, graciosa y discreta, dejó de existir, y en su lugar dejome
el cielo esta desvalida y lastimosa criatura, cuyos padecimientos
más me duelen a mí que a ella propia; esta vida se me va aniquilando
entre el dolor y la melancolía, sin que nada pueda reanimarla. En el
primer momento de la catástrofe, Josefina se quedó como si hubiera
perdido la razón. A pesar de nuestros esfuerzos por sujetarla, salió
corriendo a la calle, y sus lamentos dolorosos detenían al pasajero
y contristaban al invencible soldado. Seguímosla, y llamándola sin
cesar con las palabras más cariñosas, intentábamos llevarla a sitio
seguro donde se tranquilizase; pero Josefina no nos oía. En su cerebro,
agitado por hirviente excitación, reinaba el silencio absoluto. Yo
creí que no sobrevivía a aquel trastorno; pero ¡ay, Andresillo!
vive, gracias a mis cuidados, a mi vigilante y previsor estudio por
salvarla. Ha permanecido en cama todo el invierno. Ya ves cómo está.
¿Vivirá? ¿Alargará sus tristes días hasta el verano? ¿Podré salir de
Gerona dentro de algunos meses, si resistimos el asedio y se van los
franceses? ¿Qué suerte nos destina Dios en los días que vienen? ¡Pobre
niñita mía! Inocente y débil, sufrirá los horrores del sitio tal vez
mejor que nosotros los fuertes. No sé qué daría por que esta situación
terminara pronto, permitiéndome salir una temporada de campo con mi
pobre enferma. Pero figúrate lo que dirían de mí si ahora escapase de
Gerona. No lo quiero pensar. Me llamarían cobarde y mal patriota. En
verdad, muchacho, que no sé cuál de estos dos calificativos me lastima
más. ¡Cobarde o mal patriota! No... aquí, señor de Nomdedeu, señor
médico del hospital; aquí, en Gerona, al pie del cañón, con la venda
en la mano y el bisturí en la otra para cortar piernas, sacar balas,
vendar llagas y recetar a calenturientos y apestados. Vengan granadas
y bombas.. Puede que se muera mi hija; puede que la débil luz de esta
lamparita se apague, no solo por falta de aceite, sino por falta de
oxígeno; morirá de terror, de consunción física, de hambre; pero ¡qué
vamos a hacer! ¡Si Dios lo dispone así!...

Diciendo esto, D. Pablo, vuelto hacia los cristales del balcón, se
limpiaba las lágrimas con un pañuelo encarnado tan grande como una
bandera.



IV


Por la noche, después de hacer la guardia en la Torre Gironella, volví
a mi alojamiento y me encontré con una novedad. Pichota había parido,
sí, señores, y la familia de que orgullosamente me consideraba jefe, se
aumentó con tres criaturas, a las cuales era preciso mantener. No sé
si he hablado a ustedes de Pichota, hermosa gata parda con manchas, a
quien los tres muchachos profesaban un amor sin límites. Perdóneseme el
descuido por no haberla mencionado antes, y ahora solo falta decir que
al ver los tres retoños que nos había regalado, dije a Siseta:

--Es preciso que dos de estos caballeritos sean arrojados al Oñar,
porque no estamos para mantener a tanta gente. Luego que acaben de
mamar, será preciso una ración diaria para alimentarlos, y dicen que
vamos a andar escasos.

--Déjalos, hombre --me respondió--. Dios dará para todos, y si no
que se lo busquen ellos mismos. No faltará que comer en Gerona. Los
_cerdos_ no se meterán con ustedes, y hasta me parece que no se
atreverán a asomar las narices por acá.

--¡Quia, qué se han de atrever! --exclamé yo con festiva ironía--.
Nos tienen mucho miedo. Sube conmigo a la Torre Gironella, y verás
los mosquitos que andan allá por Levante y Mediodía. Franceses en San
Medir, Montagut y Costa Roja; franceses en San Miguel y en los Ángeles,
y, por variar, franceses en Montelibi, Pau y el llano de Salt. Ya
verás, prenda mía. Aquí somos seis mil quinientos hombres que no bastan
para empezar, y tenemos unas murallitas... ¡qué obras, válgame Dios! Da
miedo verlas. Figúrate que cuando los lagartos corren por entre las
piedras, estas se mueven y dan unas contra otras. No se puede hablar
recio junto a ellas, porque con el estremecimiento del sonido se caen
de su sitio. En fin, yo no sé lo que va a pasar cuando abran batería
los franceses y empiecen a bombardearnos.

La señora Sumta, ama de gobierno de Don Pablo Nomdedeu, que solía bajar
a darnos conversación en sus ratos de ocio, metió su hocico en nuestro
diálogo, diciendo:

--Tiene razón Andrés. Las murallas de los fuertes parecen una
almendrada hecha con azúcar sin punto. Mi difunto esposo, que de
Dios goce, y que hizo la campaña del Rosellón contra la república de
los _cerdos_, me decía varias veces: «Si no fuera porque está allí
San Fernando de Figueras con sus murallas de diamante, y aquí los
gerundenses con sus corazones de acero, todas las plazas del Ampurdán
caerían en poder de cualquier atrevido que pasase la frontera.» En fin,
lo de menos será la piedra, con tal que haya hombres de pecho y un buen
español que sepa mandarlos. ¿Y qué me dice usted, Sr. Andresillo, de
ese encanijado Gobernador que nos han puesto?

--D. Mariano Álvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a
los franceses el Montjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho
temple.

--Pues no lo parece --repuso la señora Sumta--. Cuando nos mandaron acá
este sujeto en febrero y le vi, al punto le diputé por poca cosa. ¡Qué
se puede esperar de quien no levanta tanto así del suelo! El otro día
pasó junto a mí, y... créalo usted, no me llega al hombro. El tal D.
Mariano Álvarez de Castro me serviría de bastón. ¿Le ha visto usted la
cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre
en las venas. ¡Qué hombres los del día! Quien conoció a aquel General
Ricardos, que no cabía por esa puerta, con un pecho y una espalda...
Daba gusto ver su cara redondita y sus carrillos como clavellinas...

--Señora Sumta --dije riendo--, cuando los generales tengan un oficio
semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que
sean flacos y encanijados.

--No, Andresillo, no digo eso --repuso la matrona--. Lo que digo es que
sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a Doña
Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallón de Santa Bárbara; cuando una
ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras
ella a matar franceses. Pero dime, Siseta, ¿no estás tú afiliada en el
batallón de Santa Bárbara?

--Yo, señora Sumta, no sirvo para eso --repuso mi futura esposa--.
Tengo miedo a los tiros.

--Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía, al menos mientras estén
vivos los hombres. Llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua
a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del
General: esta será nuestra ocupación. Ya les he dicho que cuenten
conmigo para todo, para todo, aunque sea para llevar la bandera del
batallón. De veras te digo, Andresillo, que es gran lástima no tener
mejores murallas, y un General menos amarillo y con algunos dedos más
de talla.

Yo me reía con las cosas de la señora Sumta, mujer tan amable como
entrometida, y lejos de enojarme sus barrabasadas, nos causaban sumo
gusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que en sus visitas el ama de
gobierno de D. Pablo Nomdedeu no bajaba nunca sin traer algún condumio
para los huérfanos. A eso de las nueve se despidió para regresar a su
alojamiento, y entonces nos dijo:

--Ya la señorita ha de estar acostada. El señor acaba de entrar, y
ahora estará escribiendo su _Diario de todos los días_, uno al modo de
libro de coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay! el amo confía
que la niña se curará, y yo, sin ser médico, digo y aseguro que si
alarga hasta que caigan las hojas, será mucho alargar... Ahora estamos
empeñados en hacerle creer que la semana que viene iremos a Castellá.
Sí, ¡buena temporada de campo nos espera! Bombas y más bombas. La niña
no se ha de enterar de nada, y el amo dice que aunque arda la ciudad
toda y caigan a pedazos las casas, Josefina no lo ha de conocer. Pues
digo, si los _cerdos_ aprietan el cerco, como se cuenta, y escasean
los víveres... Pero el amo tampoco quiere que la niña comprenda que
escasean las vituallas. Si tenemos hambre, capaz es mi señor Don Pablo
de cortarse un brazo y aderezar un guisote con él, haciendo creer a la
enferma que tenemos aquel día pierna de carnero. Bueno va, bueno va.
Adiós, Siseta; adiós, Andrés.

Cuando nos quedamos solos dije a mi futura, mirando a los gatitos:

--Sálvense los tres infantes de España. Si hay hambre en Gerona, la
carne de gato dicen que no es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándo
nos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándo se acabará esta maldita
guerra! ¡Cuándo estaremos tú y yo con los muchachos, Pichota y sus
niños, camino de la Almunia de Doña Godina! ¿Estará de Dios que no nos
sentaremos a la sombra de mis olivos mirando a las ramas para ver cómo
va cuajando la aceituna?

Hablando de este modo, me engolfaba en tristes presagios; pero Siseta,
con sus observaciones impregnadas de sentimiento cristiano, daba cierta
serenidad celeste a mi espíritu.



V


El 13 de junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el
fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un
parlamentario. Estaba yo en la Torre de San Narciso, junto al barranco
de Galligans, y oí la contestación de D. Mariano, el cual dijo que
recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con
embajadas.

Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25, y quisieron asaltar las
torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente,
obligándonos a abandonarlas el 19. También se apoderaron del barrio de
Pedret, que está sobre la carretera de Francia, y entonces dispuso el
Gobernador una salida para impedir que levantasen allí batería. Pero
exceptuando la salida y la defensa de aquellas dos torres, no hubo
hechos de armas de gran importancia hasta principios de julio, cuando
los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de
Montjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo lo tendrían
todo. ¿Creerán ustedes que solo había dentro del recinto nuevecientos
hombres, que mandaba D. Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado
varias baterías, entre ellas una con veinte piezas de gran calibre,
y sin cesar arrojaban bombas a los del castillo, que rechazaron los
asaltos con obuses cargados con balas de fusil. Por cuatro veces se
echaron los _cerdos_ encima, hasta que en la última dijeron «ya no
más», y se retiraron, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos
mil hombres entre muertos y heridos. No puedo apropiarme ni una parte
mínima de la gloria de esta defensa, porque la estuve presenciando
tranquilamente desde la Torre Gironella.

En todo el mes de julio siguieron los franceses haciendo obras para
aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza,
ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres. De este plan
comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.

En casa de Siseta, sin reinar la abundancia, no se pasaba mal, y
con lo que yo les llevaba, unido a los frecuentes regalos del señor
D. Pablo Nomdedeu, iban tirando los desdichados habitantes de la
cerrajería. Verdad que yo me quedaba los más de los días mirando al
cielo para darles a ellos lo mío; pero el militar con un bocado aquí
y otro allí se mantiene, sostenido también por el espíritu, que toma
su substancia no sé de dónde. Yo tenía un placer inmenso al retirarme
a descansar unas cuantas horas o simplemente unos cuantos minutos, en
ver cómo trabajaba Siseta en su casa, arreglando por puro instinto
y nativo genio doméstico aquello que no tenía arreglo posible. Los
platos rotos eran objeto de una escrupulosa y diaria revisión, y la
vajilla más perfecta no habría sido puesta con mejor orden ni con tan
brillante aparato. En las alacenas, donde no había nada que comer, mil
chirimbolos de loza y lata, que fueron en sus buenos tiempos bandejas,
escudillas, soperas y jarros, aguardaban los manjares a que los destinó
el artífice, y los muebles desvencijados que apenas servían para arder
en una hoguera, adquirieron inusitado lustre con el tormento de los
diarios lavatorios y friegas a que la diligente muchacha los sujetaba.

--Mira, prenda mía --le decía yo--, se me figura que no vendrá ninguna
visita. ¿A qué te rompes las manos contra esa caoba carcomida y ese
pino apolillado que no sirve ya para nada? Tampoco viene al caso la
deslumbradora blancura de esas cortinas desgarradas y de esos manteles,
sobre los cuales, por desgracia, no chorreará la grasa de ningún pavo
asado.

Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme de ella; pero entre tanto una
secreta satisfacción ensanchaba mi pecho, al considerar las eminentes
cualidades de la que había elegido para compañera de mi existencia. Un
día, después de hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr. Nomdedeu,
y encontrele sumamente inquieto al lado de su hija, que seguía leyendo
el _Quijote_.

--Andrés --me dijo dulcificando su fisonomía para disimular con los
ojos lo que expresaban las palabras--, principian a faltar víveres de
un modo alarmante, y los franceses no dejan entrar en la plaza ni una
libra de habichuelas. Yo estoy decidido a comprar todo lo que haya, a
cualquier precio, para que mi hija no carezca de nada; pero si llegan a
faltar los alimentos en absoluto, ¿qué haré? He reunido bastantes aves;
pero dentro de un par de semanas se me concluirán. Las pobres están tan
flacas que da lástimas verlas. Amigo, ya sabes que desde hoy empezamos
a comer carne de caballo. ¡Bonito porvenir! Álvarez dice que no se
rendirá, y ha puesto un bando amenazando con la muerte al que hable de
capitulación. Yo tampoco quiero que nos rindamos... de ninguna manera;
pero ¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturaleza resista los apuros
de un bloqueo riguroso? ¿Cómo puede vivir sin alimento sano y nutritivo?

La enferma arrojó el libro sobre la mesa, y al ruido del golpe volviose
el padre, en cuya fisonomía vi mudarse con la mayor presteza la
expresión dolorosa en afectada alegría.

En aquel momento trajo la señora Sumta la comida de la señorita, y como
esta viese un pan negro y duro, lo apartó de sí con ademán desagradable.

El padre hizo esfuerzos por reírse, y al punto escribió lo siguiente:

--¡Qué tonta eres! Este pan no es peor que el de los demás días, sino
mucho mejor. Es negro porque he mandado al panadero que lo amasase con
una medicina que le envié, y que te hará muchísimo provecho.

Mientras ella leía, él trinchaba un medio pollo, mejor dicho un medio
esqueleto de pollo, sobre cuya descarnada osamenta se estiraba un
pellejo amarillo.

--No sé cómo la convenceré de que tiene delante un bocado apetitoso
--me dijo con dolor profundo, pero cuidando de conservar la sonrisa en
los labios--. ¡Dios mío, no me desampares!

La señora Sumta, detrás del sillón de la enferma, pronunció estas
palabras:

--Señor, yo no quería decirlo, pero ello es preciso: de las cinco
gallinas que quedaban se han muerto tres, y dos están enfermas.

--¿Es posible? ¡La Santa Virgen nos ayude! --exclamó el doctor,
chupando los huesos del pollo para animar a su hija a que imitara tan
meritoria abnegación--. ¡Conque se han muerto! Ya lo esperaba. Dicen
que todas las aves del pueblo se están muriendo. ¿Ha ido usted a la
Plaza de las Coles a ver si hay alguna gallina fresca y gorda?

--No he visto más que alambres, y algunos lechuzos que dan asco.

--¡Dios me tenga de su mano! ¿Qué vamos a hacer?

Y diciendo esto chupaba y rechupaba un hueso, saboreándolo luego con
visajes de satisfacción, para ponderar de este modo a los ojos de la
enferma la excelencia de aquella vianda. Pero Josefina, después de
probar el seco animal, apartó el plato de sí con repugnancia. D. Pablo,
sin detenerse a escribir, porque en su azoramiento y ansiedad faltábale
la paciencia para recurrir a tan tardo medio, exclamó a gritos:

--¿Qué, no lo quieres? Pues está exquisito, delicioso. Algo flaco;
pero ahora se usan los pollos flacos. Así lo prescribe la higiene, y
los buenos cocineros jamás te ponen en el puchero un ave medianamente
entrada en carnes.

Pero Josefina no oía, como era de esperar, y cerrando los ojos con
desaliento, pareció más dispuesta a dormir que a comer. En tanto
D. Pablo levantábase, y paseando por el cuarto, cruzadas las manos
y con expresión de terror los ojos, no se cuidaba de disimular su
desesperación.

--Andrés --me dijo--, es preciso que me ayudes a buscar algo que dar
a mi hija. Gallinas, patos, palomas: ¿se han concluido ya las aves de
corral en Gerona?

--Todo se ha concluido --afirmó la señora Sumta con oficiosidad--.
Esta mañana, cuando fui a la formación (pues yo pertenezco a la
segunda compañía del batallón de Santa Bárbara), todos los militares
se quejaban de la escasez de carnes, y la coronela Doña Luisa dijo que
pronto sería preciso comer ratones.

--¡Vaya usted al demonio con sus batallones y coronelas! ¡Comer
animales inmundos! No, mi pobre enferma no carecerá de alimento sano. A
ver: busquen por ahí... pagaré una gallina a peso de oro.

Luego, volviéndose a mí, me dijo:

--Cuentan que se espera un convoy de víveres en Gerona, traído por un
General Blake. ¿Has oído tú algo de esto? A mí me lo dijo el mismo
Intendente, D. Carlos Beramendi, aunque también me manifestó que dudaba
pudiera llegar felizmente aquí. Parece que están en Olot con dos mil
acémilas, y todo se ha combinado para que salga de aquí D. Blas de
Fournás con alguna fuerza, con objeto de distraer a los franceses.
¡Oh, si esto ocurriera pronto y nos llegara harina fresca y alguna
carne!... Si no, dudo que nos escapemos de una horrorosa epidemia,
porque los malos alimentos traen consigo mil dolencias que se agravan
y se comunican con la insalubridad de un recinto estrecho y lleno de
inmundicias. ¡Dios mío! Yo no quiero nada para mí: me contentaré con
tomar en la calle un hueso crudo de los que se arrojan a los perros,
y roerlo; pero que no falte a mi inocente y desgraciada enfermita un
pedazo de pan de trigo y una hila de carne... Andrés, ¡si vieras qué
malos ratos paso en el hospital! El Gobernador ha mandado que los
mejores víveres que quedan se destinen a los soldados y oficiales
heridos, lo cual me parece muy bien dispuesto, porque ellos lo merecen
todo. Esta mañana estaba repartiéndoles la comida. ¡Si vieras qué
perniles, qué alones, qué pechugas había allí! Tuve intenciones de
escurrir bonitamente una mano por entre los platos y pescar un muslo
de gallina, para metérmelo con disimulo en el bolsillo de la chupa y
traérselo a mi hija. Estuve luchando un largo rato entre el afán que
me dominaba y mi conciencia, y al fin, elevando el pensamiento, y
diciendo: «Señor, perdóname lo que voy a hacer», me decidí a cometer
el hurto. Alargué los dedos temblorosos, toqué el plato, y al sentir
el contacto de la carne, la conciencia me dio un fuerte grito y aparté
la mano; pero se me representó el estado lastimoso de mi niña y volví
a las andadas. Ya tenía entre las garras el muslo, cuando un oficial
herido me vio. Al punto sentí que la sangre se me subía a la cara, y
solté la presa diciendo: «Señor oficial, no queda duda que esa carne
es excelente y que la pueden ustedes comer sin escrúpulo...» Me vine a
casa con la conciencia tranquila, pero con las manos vacías. Y hablando
de otra cosa, amigo Andrés, dicen que al fin se tendrá que rendir
Montjuich.

--Así parece, Sr. D. Pablo. El Gobernador ha ofrecido premios y grados
a los seiscientos hombres de D. Guillermo Nash; pero con todo, parece
que no pueden resistir más tiempo. Los que hay dentro del castillo
ya no son hombres, pues ninguno ha quedado entero, y si se sostienen
una semana, es preciso creer que San Narciso hace hoy un milagro más
prodigioso que el de las moscas, ocurrido seiscientos años ha.

--Esta mañana me dijeron que los del castillo no están ya para fiestas;
pero que el Gobernador Sr. Álvarez les manda resistir y más resistir,
como si fueran de hierro los pobres hombres. Diecinueve baterías han
levantado los franceses contra aquella fortaleza... conque figúrate el
sinnúmero de confites que habrá llovido sobre la gente de D. Guillermo
Nash.

--No necesito figurármelo, Sr. D. Pablo --repuse--, que todo eso lo
tengo más que visto, pues la Torre Gironella, donde yo estoy, no tiene
ninguna varita de virtudes para impedir que las bombas caigan sobre
ella.

La enferma, levantándose de su asiento sin ser sentida, se acercó a
nosotros.

--Hija mía --le dijo Nomdedeu con sorpresa y cariño, a pesar de la
certeza de no ser oído--, tu disposición a andar me prueba que estás
mucho mejor. Unos cuantos paseos por las afueras de la ciudad te
pondrán como nueva. ¡Ay, Andrés! --añadió dirigiéndose a mí--, daría
diez años de mi vida por poder dar diez paseos con mi hija por el
camino de Salt. Por espacio de muchos meses ha permanecido en una
postración lastimosa, y ahora su naturaleza, sintiéndose renacer, busca
el movimiento y quiere sacudir la mortal somnolencia.

Josefina recorría la habitación con paso ligero, y sus mejillas se
tiñeron de levísimo carmín.

--¡Oh, qué alegría! --exclamó D. Pablo--. En todo un año no has andado
tanto como en estos tres minutos. Mira, Andrés, cómo se le colorea el
semblante. La sangre circula, los miembros adquieren soltura y brío, la
apagada pupila brilla con nuevo ardor, y una respiración cadenciosa y
enérgica sale del oprimido pecho.

Diciendo esto, mi amigo abrazó y besó a su hija con entusiasmo.

--Aquí tienes, insigne Marijuán --prosiguió con júbilo--, el resultado
de mi sistema. Todos decían: «El Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es tan buen
médico, no curará a su hija.» Y yo digo: «Sí, majaderos: el Sr. D.
Pablo Nomdedeu, que es un mal médico, curará a su hija.» Mi hija está
mejor, mi hija está buena, y con unos cuantos meses de temporada en
Castellá...

La enferma, en efecto, manifestaba alguna animación. Al ver las
demostraciones de su padre, hizo y repitió enérgicos signos que no
entendí. La falta de oído habíale quitado el hábito de expresarse por
la palabra, adquiriendo con esto insensiblemente la rápida movilidad
facial y manual de los sordomudos. Solo en casos de apuro y cuando no
era comprendida, recurría instintivamente a poner en acción la lengua,
exprimiendo las ideas con cierta oscuridad, y siempre con rapidez y
escasa armonía.

--Quiero vestirme --dijo agitando el guardapiés.

--¿Para qué, hija?

--¿No vamos esta tarde a Castellá? En el patio dos caballos... los he
visto.

Nomdedeu hizo con la cabeza dolorosos signos negativos.

--Esos caballos --me dijo--, son el mío y el del vecino D. Marcos, que
van al matadero.

Josefina corrió a la ventana que daba al patio, volviendo luego a
nuestro lado.

--¡Quiero salir... calle! --exclamó con vehemencia.

--Hija mía --dijo D. Pablo asociando los signos a la palabra--, ya
sabes que ha llovido. Están los pisos llenos de fango. No te sentará
bien. Toma mi brazo y demos unos cuantos paseos de la sala a la cocina
y de la cocina a la sala.

Josefina mostró inmenso fastidio, y miró a la calle con desconsuelo.

--Aquí tienes un gran compromiso --me dijo el doctor tirándose de un
mechón de cabellos.

La desgraciada niña, mirando al cielo al través de los vidrios, exclamó:

--¡Qué precioso... el cielo!

--Es verdad --repuso el padre--. Pero... más vale que te sientes en
tu silloncito. ¿Por qué no tomas alguna cosa? Mira... uno de estos
bollitos.

Josefina corrió a su asiento y dejose caer en él, apartando con
repugnancia las golosinas que le ofrecía su padre. Luego movió la
cabeza a un lado y otro cerrando los ojos, y pronunciando estas
palabras que caían sobre el corazón del padre como bombas en plaza
sitiada:

--¡Guerra en Gerona!... ¡Otra vez guerra en Gerona!

Nomdedeu, sin atreverse a contradecirla, habíase sentado junto a ella,
y con la cabeza entre las manos lloraba como un chiquillo.



VI


Rindiose Montjuich a los dos días de ocurrir lo que llevo referido.
¿Qué podían hacer aquellos cuatrocientos hombres que habían sido
novecientos y ya caminaban a no ser ninguno? El 12 de agosto la
guarnición del castillo se componía de unos trescientos o cuatrocientos
hombres, sin piernas los unos, sin brazos los otros. Montjuich era un
montón de muertos, y lo más raro del caso es que Álvarez se empeñaba en
que aún podía defenderse. Quería que todos fuesen como él, es decir,
un hombre para atacar y una estatua para sufrir; mas no podía ser así,
porque de la pasta de D. Mariano Dios había hecho a D. Mariano, y
después dijo: «Basta, ya no haremos más.»

Se rindió el castillo después de clavar los pocos cañones que quedaron
útiles, y por la tarde de aquel día vimos desfilar a la que había sido
guarnición, marchando la mayor parte al hospital. Todos quisimos ver
a Luciano Anció, el tambor que, después de haber perdido una pierna
entera y verdadera, siguió mucho tiempo señalando con redobles la
salida de las bombas; pero Luciano Anció había muerto sacudiendo el
parche mientras tuvo los brazos pegados al cuerpo. Daba lástima ver a
aquella gente, y yo le dije a Siseta, que había ido con los tres chicos
a la Plaza de San Pedro:

--Como estos medios hombres estaré yo dentro de poco, Siseta, porque
ya que acabaron con Montjuich, ahora la van a emprender con la torre
Gironella, cuyas murallas no se han caído ya... por punto.

Los franceses no esperaron al día siguiente para combatir la ciudad,
que se les venía a la mano, una vez que tenían la gran fortaleza, y
desde la misma noche empezaron a levantar baterías por todos lados.
Tanta prisa se dieron, que en pocos días alcanzamos a ver muchísimas
bocas de fuego por arriba, por abajo, por la montaña y por el llano,
contra la muralla de San Cristóbal y Puerta de Francia. El Gobernador,
que harto conocía la flaqueza de aquellas murallas de mazapán, dispuso
que se ejecutaran obras como las de Zaragoza: cortaduras por todos
lados, parapetos, zanjas y espaldones de tierra en los puntos más
débiles.

Las mujeres y los ancianos trabajaron en esto, y yo me llevé a la Plaza
de San Pedro a mis tres chiquillos, que metían mucho ruido sin hacer
nada. Por la noche regresaron a su casa completamente perdidos de
suciedad, y con los vestidos hechos jirones.

--Aquí te traigo estos tres caballeros --dije a Siseta--, para que los
repases.

Ella se enojó viéndoles tan derrotados, y quiso pegarles; pero yo la
contuve diciendo:

--Si han ido al trabajo, fue porque así lo ordenó el Gobernador D.
Mariano Álvarez de Castro. Son los tres muy buenos patriotas, y si
no es por ellos, creo que no se hubiera acabado hoy la cortadura que
cierra el paso de la calle de la Barca. ¿Ves? Esa arroba de fango que
tiene Gasparó en la cabeza, es porque quiso también meter sus manos
en harina, y subiendo al parapeto, rodó después hasta el fondo de la
zanja, de donde le sacaron con una azada.

Siseta al oír esto empezó a solfearle en cierta parte, encareciéndole
con enérgicas palabras la conveniencia de que no tomase parte en las
obras de fortificación.

--¿Ves este verdugón que tiene Manalet en el carrillo y en la sien
derecha? --proseguí, librando a Gasparó de las injusticias de su
hermana--. Pues fue porque se acercó demasiado al Gobernador cuando
este iba con el Intendente y toda la plana mayor a examinar las obras.
Estas criaturitas, no contentas con verle de cerca, se metían en el
corrillo, enredándose entre las piernas de D. Mariano en términos
que no le dejaban andar. Un ayudante les espantaba; pero volvían como
las moscas de San Narciso, hasta que al fin, cansados del juego, los
oficiales empezaron a repartir bofetones, y uno de ellos le cayó en la
cara a tu hermano Manalet.

--¡Ay, qué chicos estos! --exclamó Siseta--. Todos desean que se acabe
el sitio para poder vivir, y yo quiero que se acabe para que haya
escuela.

Entre tanto, los tres patriotas volvían a todas partes sus ardientes
ojos, en cuya pupila resplandecía el rayo de una vigorosa y exigente
vida; miraban a su hermana y me miraban a mí, atendiendo principalmente
a los movimientos de mis manos, por ver si me las llevaba a los
bolsillos.

--Siseta --dije--, ¿no hay nada que comer? Mira que estos tres
capitanes generales me quieren tragar con los ojos. Y verdaderamente,
¿cómo han de servir a la patria si no se les pone algún peso en el
cuerpo?

--No hay nada --dijo la muchacha, suspirando tristemente--. Se ha
concluido lo que tú trajiste la semana pasada, y hace dos días que
la señora Sumta no me da ni una miga porque parece que arriba faltan
también las provisiones. ¿Nos traes algo esta noche?

Por única respuesta, fijé la vista en el suelo, y durante largo rato
guardamos todos profundo silencio, sin atrevernos a mirarnos. Yo no
llevaba nada.

--Siseta --dije al fin--. La verdad, hoy no he traído cosa alguna.
Sabes que no nos dan más que media ración, y yo había tomado
adelantadas dos o tres diciendo que eran para un enfermo. Esta mañana
me dio un compañero un pedazo de pan... ¿y para qué negártelo?... tenía
tanta hambre que me lo comí.

Felizmente para todos, bajó la señora Sumta, trayendo algunos mendrugos
de pan y otros restos de comida.



VII


Así pasaban días y días, y a los males ocasionados por el sitio, se
unió el rigor de la calurosa estación para hacernos más penosa la
vida. Ocupados todos en la defensa, nadie se cuidaba de los inmundos
albañales que se formaban en las calles, ni de los escombros, entre
cuyas piedras yacían olvidados cadáveres de hombres y animales; ni por
lo general, la creciente escasez de víveres preocupaba los ánimos más
que en el momento presente. Todos los días se esperaba el anhelado
socorro, y el socorro no venía. Llegaban, sí, algunos hombres, que de
noche y con grandes dificultades se escurrían dentro de la plaza; pero
ningún convoy de vituallas apareció en todo el mes de agosto. ¡Qué
mes, Santo Dios! Nuestra vida giraba sobre un eje cuyos dos polos eran
batirse y no comer. En las murallas era preciso estar constantemente
haciendo fuego, porque la escasez de la guarnición no permitía
relevos, además de que el Gobernador, como enemigo del descanso, no nos
dejaba descabezar un mal sueño. Allí no dormían sino los muertos.

Este continuado trabajo hizo que durante aquel mes aciago estuviese
hasta ocho días sin ver a mis queridos niños y a Siseta, los cuales me
juzgaron muerto. Cuando al fin les vi, casi les fue difícil reconocerme
en el primer instante: tal era mi extenuación y decaimiento a causa de
las grandes vigilias, del hambre y el continuo bregar.

--Siseta --le dije abrazándola--, todavía estoy vivo aunque no lo
parezca. Cuando recuerdo el enorme número de compañeros míos que han
caído para no volverse a levantar, me parece que mi pobre cuerpo está
también entre los suyos, y que esto que va conmigo es un fantasma que
dará miedo a la gente. ¿Cómo va por aquí de alimentos?

--Con el dinero que me quedaba de lo que tú me diste, hemos comprado
alguna carne de caballo. Algo nos envían de arriba, porque la señorita
enferma no quiere comer de estos platos que ahora se usan. El Sr.
Nomdedeu parará en loco, según yo veo, y ayer estuvo aquí todo el día
rellenando de paja dos pieles de gallina, con lo cual hace creer a su
hija que ha recibido aves frescas de la plaza. Después le da carne de
caballo, y echándole discursos escritos le hace comer unas tajaditas.
La señora Sumta salió ayer con su fusil, y volvió diciendo que había
matado no sé cuántos franceses. Los tres chicos no me han dejado
respirar en estos ocho días. ¿Querrás creer que ayer se subieron al
tejado de la catedral, donde están los dos cañones que mandó poner
el Gobernador? Yo no sé por dónde subieron; mas creo que fue por los
techos del claustro. Lo que no creerás es que Manalet vino ayer muy
orgulloso porque le había rozado una bala el brazo derecho, haciéndole
una regular herida, por lo cual traía un papel pegado con saliva encima
de la rozadura. Badoret cojea de un pie. Yo quiero detener al pequeño;
pero siempre se escapa, marchándose con sus hermanos, y ayer trajo un
pedazo de bomba como media taza, llena de granos de arroz que recogió
en medio del arroyo... Y tú ¿qué has oído? ¿Es cierto que vienen
socorros por la parte de Olot? El señor Nomdedeu no piensa más que en
esto, y por las noches, cuando siente algún ruido en las calles, se
levanta, y asomándose por el ventanillo del patio, dice: «Vecinita, esa
gente que pasa me parece que ha hablado de socorro.»

--Lo que yo te puedo decir, Siseta, es que esta madrugada saldrá
alguna tropa de aquí por la ermita de los Ángeles, y se dice que va a
entretener a los franceses por un lado mientras el convoy entra por
otro.

--Dios quiera que salga bien.

Esto decíamos, cuando se sintió fuerte ruido de voces en la calle. Abrí
al punto la puerta, y no tardé en encontrar algunos compañeros que,
alojados en las casas inmediatas, salieron al oír el estruendo de
carreras y voces. La señora Sumta se presentó también a mi vista, fusil
al hombro, y con rostro tan placentero cual si viniese de una fiesta.

--Ya tenemos ahí los socorros --dijo la guerrera, descansando en tierra
el fusil con marcial abandono.

Al punto apareció en la ventana alta el busto del Sr. Nomdedeu, quien
sin poder contener su alegría, gritaba:

--¡Ya ha llegado el socorro! ¡Albricias, pueblo gerundense! Señora
Sumta, suba usted a informarme de todo. ¿Pero ha entrado ya el convoy?
Traiga usted inmediatamente todo lo que encuentre, a cualquier precio
que lo vendan.

Un soldado, amigo y compañero mío, nos dijo:

--Todavía no ha entrado el convoy en la plaza, ni sabemos cuándo ni por
dónde entrará.

--Lo cierto es que hacia el lado de Bruñolas se siente un vivo fuego,
señal de que por allí D. Enrique O’Donnell se está batiendo con los
franceses.

--También se oye tiroteo por los Ángeles, donde dicen que está Llauder.
El convoy entrará por el Mercadal, si no me engaño.

--Señora Sumta --dijo D. Pablo desde la ventana--, suba usted a
acompañar a mi hija mientras yo voy a enterarme de lo que ocurre; pero
deje usted fuera esos arreos militares, y póngase el delantal y la
escofieta. Entre tanto, encienda el fuego, ponga agua en los pucheros,
que si usted va por los víveres, yo mondaré luego las seis patatas que
compré hoy, y haré todo lo demás que sea preciso en la cocina.

Estas conferencias no se prolongaron mucho tiempo, porque tocaron
llamada y corrimos a la muralla, donde tuvimos la indecible
satisfacción de oír el vivo fuego de los franceses, atacados de
improviso a retaguardia por las tropas de O’Donnell y de Llauder. Para
ayudar a los que venían a socorrernos se dispararon, todas las piezas,
se hizo un vivo fuego de fusilería desde todas las murallas, y por
diversos puntos salimos a hostigar a los sitiadores, facilitando así
la entrada del convoy. Por último, mientras hacia Bruñolas se empeñaba
un recio combate en que los franceses llevaron la peor parte, por Salt
penetraron rápidamente dos mil acémilas, custodiadas por cuatro mil
hombres a las órdenes del General D. Jaime García Conde.

¡Qué inmensa alegría! ¡Qué frenesí produjo en los habitantes de Gerona
la llegada del socorro! Todo el pueblo salió a la calle al rayar
el día para ver las mulas, y si hubieran sido seres inteligentes
aquellos cuadrúpedos, no se les habría recibido con más cariñosas
demostraciones, ni con tan generosa salva de aplausos y vítores. Al
pasar por la calle de Cort-Real, ya entrado el día, encontré a Siseta,
a los tres chicos y a D. Pablo Nomdedeu, y todos nos abrazamos,
comunicándonos nuestro gozo más con gestos que con palabras.

--Gerona se ha salvado --decíamos.

--Ahora que aprieten los _cerdos_ el cerco --exclamó D. Pablo--. ¡Dos
mil acémilas! Tenemos víveres para un año.

--Bien decía yo --añadió Siseta-- que por alguna parte había de venir.

Aquel día y los siguientes reinó en la plaza gran satisfacción, y
hasta nos hostilizaron flojamente los franceses, porque detuviéronse
algunos días en ocupar las posiciones que habían abandonado a causa
de la jugarreta que se les hizo. En cuanto a los auxilios, pasada la
impresión del primer instante, todos caímos en la cuenta de que los
mismos que nos los habían traído nos los quitarían, porque reforzada
la guarnición con los cuatro mil hombres de Conde, estos nos ayudaban
a consumir los víveres. ¡Funesto dilema de todas las plazas sitiadas!
Pocas bocas para comer dan pocos brazos para pelear. Gran número de
brazos trae gran número de bocas: de modo que si somos pocos nos vence
el arte enemigo; si somos muchos nos vence el hambre. Sobre esta
contradicción se funda verdaderamente todo el arte militar de los
sitios.

Así se lo decía yo a D. Pablo pocos días después de la llegada de las
dos mil acémilas, anunciándole que bien pronto nos quedaríamos otra vez
en ayunas, a lo cual me contestó:

--Yo he hecho grandes provisiones. Pero si el sitio se prolonga
mucho, también se me concluirán. Ahora, según dicen, Álvarez hará un
gran esfuerzo para quitarnos de encima esa canalla. Ya sabes que a
fuerza de cañonazos han abierto brecha en Santa Lucía, en Alemanes
y en San Cristóbal. De un día a otro intentarán el asalto. ¿Se podrá
resistir, Andrés? Yo iré a la brecha como todos. Pero ¿qué podremos
hacer nosotros, infelices paisanos, contra las embestidas de tan fiero
enemigo?

Desde aquellos días hasta el 15 de septiembre, en que D. Mariano
dispuso una salida atrevidísima, no se habló más que de los
preparativos para el gran esfuerzo, y los frailes, las mujeres y hasta
los chicos hablaban de las hazañas que pensaban realizar, peligros
que soportar y dificultades que acometer, con tan febril inquietud y
novelería como si aguardasen una fiesta. Yo le dije a Siseta que se
dispusiera a tomar parte con las de su sexo en la gran función; pero
ella, que siempre se negó a calzar el coturno de las acciones heroicas,
me contestó con risas y bromas que no servía para el caso; pero que si
por fuerza la llevaban a la batalla, haría la prueba de matar algún
francés con las tenazas de la herrería.

La salida del 15 no dio otro resultado que envalentonar a los señores
_cerdos_, los cuales, deseosos de poner fin al cerco tomando la ciudad,
se nos echaron encima el día 19, asaltando la muralla por distintos
puntos con cuatro formidables columnas de a dos mil hombres. En Gerona
fueron tan grandes aquella mañana el entusiasmo y la ansiedad, que
hasta nos olvidamos de que nuevamente nos faltaba un pedazo de pan que
llevar a la boca.

Los soldados conservaban su actitud serena e imperturbable; pero en
los paisanos se advertía una alucinación, algo como embriaguez, que
no era natural antes del triunfo. Los frailes, echándose en grupos
fuera de sus conventos, iban a pedir que se les señalase el puesto
de mayor peligro; los señores graves de la ciudad, entre los cuales
los había que databan del segundo tercio del siglo anterior, también
discurrían de aquí para allí con sus escopetas de caza, y revelaban
en sus animados semblantes la presuntuosa creencia de que ellos lo
iban a hacer todo. Menos bulliciosos y más razonables que estos,
los individuos de la Cruzada gerundense hacían todo lo posible para
imitar en su reposada ecuanimidad a la tropa. Las damas del batallón
de Santa Bárbara no se daban punto de reposo, anhelando probar con
sus incansables idas y venidas que eran el alma de la defensa; los
chicos gritaban, creyendo que de este modo se parecían a los hombres,
y los viejos, muy viejos, que fueron eliminados de la defensa por el
Gobernador, movían la cabeza con incrédula y desdeñosa expresión, dando
a entender que nada podría hacerse sin ellos.

Las monjas abrían de par en par las puertas de sus conventos, rompiendo
a un tiempo rejas y votos; disponían para recoger a los heridos sus
virginales celdas, jamás holladas por planta de varón, y algunas salían
en falanges a la calle, presentándose al Gobernador para ofrecerle sus
servicios, una vez que el interés nacional había alterado pasajeramente
los rigores del santo instituto. Dentro de las iglesias ardían mil
velas delante de mil santos; mas no había oficios de ninguna clase,
porque los sacerdotes, lo mismo que los sacristanes, estaban en la
muralla. Toda la vida, en suma, desde lo religioso hasta lo doméstico,
estaba alterada, y la ciudad no era la ciudad de otros días. Ninguna
cocina humeaba, ningún molino molía, ningún taller funcionaba, y la
interrupción de lo ordinario era completa en toda la línea social,
desde lo más alto a lo más bajo.

Lo extraño era que no hubiese confusión en aquel desbordamiento
espontáneo del civismo gerundense; pues al par de este, brillaba
la subordinación. En verdad que D. Mariano sabía establecerla
rigurosísima, y no permitía desmanes ni atropellos de ninguna clase,
siendo inexorablemente enérgico contra todo aquel que sacara el pie
fuera del puesto que se le había marcado.

Las campanas tocaban a somatén, ocupándose en el servicio los chicos
del pueblo, por ausencia de los campaneros, y el cañón francés empezó
desde muy temprano a ensordecer el aire. Los tambores recorrían las
calles repicando su belicosa música, y los resplandores de los fuegos
parabólicos comenzaron a cruzar el cielo. Todo estaba perfectamente
organizado, y cada uno fue derecho a su sitio, no necesitando preguntar
a nadie cuál era. Sin que sus habitantes salieran de ella, la ciudad
quedó abandonada, quiero decir, que ninguno se cuidaba de la casa que
ardía, del techo desplomado, de los hogares a cada instante destruidos
por el horrible bombardeo. Las madres llevaban consigo a los niños de
pecho, dejándolos al abrigo de una tapia o de un montón de escombros,
mientras desempeñaban la comisión que el instituto de Santa Bárbara les
encomendara. Menos aquellas en que había algún enfermo, todas las casas
estaban desiertas, y muebles y colchones, trapos y calderos en revuelto
hacinamiento obstruían las Plazas del Aceite y del Vino.



VIII


Yo estaba en Santa Lucía, donde había mucha tropa y paisanos. Allí me
encontré a D. Pablo Nomdedeu, que me dijo:

--Andrés, mis funciones de médico y mi deber de patriota me obligan a
apartarme hoy de mi hija. Mucho he sermoneado a la señora Sumta para
que se quedara en casa; pero ese marimacho me amenazó con denunciarme
al Gobernador como patriota tibio si persistía en apartarla de la senda
de gloria por donde la llevan los acontecimientos. Mírala: ahí está
entre aquellos artilleros, y será capaz de servir sola el cañón de a
12 si la dejan. La buena Siseta se ha quedado acompañando a mi querida
enfermita. Ya le he dicho que le haré un buen regalo si consigue
entretener a la niña, de modo que esta no comprenda nada de lo que
pasa. Es cosa difícil, a pesar de que no oye ni los cañonazos... He
clavado todas las ventanas para que no se asome, y dejando cerrada a la
luz solar la habitación, he encendido el candil, haciéndole creer que
hay una fuerte tempestad de truenos y rayos. Como no caiga una bomba
allí mismo o en las inmediaciones, es probable que nada comprenda,
engañada por el profundo y saludable silencio en que su cerebro yace.
¡Dios mío, aparta de mí las tribulaciones y libra mi hogar del fuego
enemigo! ¡Si me has de quitar el único consuelo que tengo en la tierra,
dale una muerte tranquila, y no conturbes su último instante con la
cruel agonía del espanto! ¡Si ha de ir al cielo, que vaya sin conocer
el infierno, y que este ángel no vea demonios junto a sí en el momento
de su muerte!

La señora Sumta, empujando a un lado y otro con sus membrudos brazos,
llegó a nosotros hablando así a su amo:

--¿Qué hace ahí, señor mío, como un dominguillo? ¿Pero no tiene
fusil, ni escopeta, ni pistolas, ni sable? Ya... no lleva más que la
herramienta para cortar brazos y piernas al que lo haya menester.

--Médico soy y no soldado --repuso D. Pablo--: mis arreos son las
vendas y el ungüento; mis armas el bisturí, y mi única gloria la de
dejar cojos a los que debían ser cadáveres. Pero si preciso fuere,
venga un fusil, que curaré españoles con una mano y mataré franceses
con la otra.

Teníamos por jefe en Santa Lucía a uno de los hombres más bravos de
esta guerra: un irlandés llamado D. Rodulfo Marshall, que había venido
a España sin que nadie le trajese, solo por gusto de defender nuestra
santa causa. Aventurero o no, Marshall por lo valiente debía haber
sido español. Era rozagante, corpulento, de semblante festivo y mirar
encendido, algo semejante al de D. Juan Coupigny que vimos en Bailén.
Hablaba mal nuestra lengua; pero aunque alguna de sus palabrotas nos
causaban risa, decíalas con la suficiente claridad para ser entendidas,
y nada importaba que destrozara el castellano con tal que destrozase
también a los franceses, como lo hizo en varias ocasiones.

Había que ver el empuje de aquellas columnas de _cerdos_, señores. No
parecían sino lobos hambrientos, cuyo objeto no era vencernos, sino
comernos. Se arrojaban ciegos sobre la brecha, y allí de nosotros
para taparla. Dos veces entraron por ella dispuestos a echarnos de
la cortina; pero Dios quiso que nosotros les echásemos a ellos. ¿Por
qué? ¿De qué modo? Esto es lo que no sabré contestar a ustedes si me
lo preguntan. Solo sé que a nosotros no se nos importaba nada morir,
y con esto tal vez está dicho todo. D. Mariano se presentó allí, y no
crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa
nacional, del Rey o de la religión. Nada de eso. Púsose en primera
línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir, y al
mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de
hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo
paso.» Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército
enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro,
respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber, y no se cuide tanto de
mí. Yo estaré donde convenga.»

Marchose después a otro punto, donde creía hacer falta, y sin él nos
aturdimos de nuevo. Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa,
que nos permitía ver mejor el sitio, y medir nuestros movimientos y
los de los franceses, para que estos no pudieran echársenos encima.
Los soldados enemigos morían como moscas al pie de la brecha; pero
de los nuestros caían también por docenas. Recuerdo que un compañero
mío muy amado fue herido en el pecho, y cayó junto a mí en uno de los
momentos de mayor apuro, de más vivo fuego, de verdadera angustia, y
cuando un ligero refuerzo por una parte u otra habría decidido si la
muralla quedaba por Francia o por España. El desgraciado muchacho quiso
levantarse, pero inútilmente. Dos monjas se acercaron, despreciando el
fuego, y lo apartaron de allí.

Pero la pérdida más sensible fue la del jefe D. Rodulfo Marshall. Tengo
la gloria de haberle recogido en mis brazos en el mismo boquete de la
brecha, y no se me olvidará lo que dijo poco después, tendido en la
calle en el momento de expirar: «Muero contento por causa tan justa y
por nación tan brava.»

Cuando esto pasó, ya los franceses indicaban haber desistido de entrar
en la ciudad por aquella parte. Y hacían bien, porque estábamos cada
vez más decididos a no dejarles entrar. Si a tiros no lográbamos
contenerlos, los acuchillábamos sin compasión; y como esto no bastara,
aún teníamos a mano las mismas piedras de la muralla para arrojarlas
sobre sus cabezas. Esta era un arma que manejaban las mujeres con mucho
denuedo, y desde los contornos llovían guijarros de medio quintal
sobre los sitiadores. Cuando la función en la muralla de Santa Lucía
terminaba, no nos veíamos unos a otros, porque el polvo y el humo
formaban densa atmósfera en toda la ciudad y sus alrededores, y el
ruido que producían las doscientas piezas de los franceses vomitando
fuego por diversos puntos, a ningún ruido de máquinas de la tierra
ni de tempestades del cielo era comparable. La muralla estaba llena
de muertos que pisábamos inhumanamente al ir de un lado para otro, y
entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los
soldados y patriotas. La señora Sumta estaba ronca de tanto gritar, y
D. Pablo Nomdedeu, que había arrojado muchas piedras, tenía los dedos
magullados; pero no por esto dejaba de cuidar a los heridos, ayudándole
muchas señoras, algunas monjas, y dos o tres frailes que no valían para
cargar un arma.

De pronto veo venir un chico que se me acerca haciendo cabriolas,
saludándome desde lejos a gritos, y esgrimiendo un palo en cuya punta
flotaba el último jirón de su barretina. Era Manalet.

--¿Dónde has estado? --le pregunté--. Corre a tu casa; entérate de si
tu hermana ha tenido novedad, y dile que yo estoy sano y bueno.

--Yo no voy ahora a casa. Me vuelvo a San Cristóbal.

--¿Y qué tienes tú que hacer allí, en medio del fuego?

--La barretina tiene tres balazos --me dijo con el mayor orgullo,
mostrándome el gorro hecho trizas--. Cuando se quedó así la tenía
puesta en la cabeza. No creas que estaba en el palo, Andrés. Después la
he puesto aquí para que la gente la viera toda llena de agujeros.

--¿Y tus hermanos?

--Badoret ha estado en Alemanes, y ahora me dijo que él solo había
matado no sé cuántos miles de franceses, tirándoles piedras. Yo estaba
en San Cristóbal: un soldado me dijo que se le habían acabado las
balas, y que le llevara huesos de guinda, y le llevé más de veinte,
Andrés.

--¿Y Gasparó?

--Gasparó anda siempre con mi hermano Badoret. También estuvo en
Alemanes, y aunque Siseta le quiso dejar encerrado en casa, él se
escapó por la puerta de atrás. Ahora hemos estado juntos, buscando algo
que comer en aquel montón de desperdicios que hay en la calle del Lobo;
pero no encontramos nada. ¿Tienes tú algo, Andrés?

--Algo, ¿qué es eso? ¿Pues acaso queda algo que comer en Gerona? Aquí
no se come más que humo de pólvora. ¿Has visto al Gobernador?

--Ahora iba por ahí arriba. Parece como que va al Calvario. Nosotros
bajábamos con otros chicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila,
gritando: «¡Viva su Majestad el Gobernador D. Mariano!» ¿Pues querrás
creer que no nos dijo tanto así? Ni siquiera nos miró.

--¡Hombre, qué falta de cortesía! ¡No saludar a gente tan respetable!

--Después Badoret se metió en las Capuchinas, porque estaba la puerta
abierta. Andrés, ¿sabes que hay un soldado muerto que tiene un tronco
de col en la mano? Si me das licencia se lo quitaré.

--No se toca a los muertos, Manalet. Veremos si ahora que hemos
destrozado a los franceses, nos dan alguna cosa.

Infinidad de mujeres ocupábanse allí en retirar a los heridos, y
también repartían a los sanos algunas raciones de pan negro y muy
poco vino. Nosotros veíamos a los franceses retirándose por el llano
adelante, y no podíamos reprimir un sentimiento de ardiente orgullo al
ver resultado tan colosal con tan pequeños medios. Parecía realmente
un milagro que tan pocos hombres contra tantos y tan aguerridos nos
defendiéramos detrás de murallas cuyas piedras se arrancaban con las
manos. Nosotros nos caíamos de hambre; ellos no carecían de nada:
nosotros apenas podíamos manejar la artillería; ellos disparaban
contra la plaza doscientas bocas de fuego. Pero ¡ay! no tenían ellos
un D. Mariano Álvarez que les ordenara morir con mandato ineludible,
y cuya sola vista infundiera en el ánimo de la tropa un sentimiento
singular que no sé cómo exprese, pues en él había, además del valor y
la abnegación, lo que puede llamarse miedo a la cobardía, recelo de
aparecer cobarde a los ojos de aquel extraordinario carácter. Nosotros
decíamos que el yunque y el martillo con que Dios forjó el corazón de
D. Mariano, no había servido después para hacer pieza alguna.

Manalet se separó de mí, y al poco rato le vi aparecer con otros muchos
chicos, todos descalzos, sucios, harapientos y tiznados, entre los
cuales venía su hermano Badoret, trayendo a cuestas a Gasparó, cuyos
brazos y piernas colgaban sobre los hombros y por la cintura de aquel.
Todos venían muy contentos, y especialmente Badoret, que repartía
algunas guindas a sus compañeros.

--Toma, Andrés --me dijo el chico, dándome una guinda--. Ya tienes
para todo el día. Toma esta otra y repártela entre tus compañeros, que
tendrán un hambre... ¿Sabes cómo las he ganado? Pues te contaré. Iba
yo con Gasparó a cuestas por la calle del Lobo, y vi abierta la puerta
del convento de Capuchinas, que siempre está cerrada. Gasparó me pedía
pan con chillidos y más chillidos, y yo le pegaba de coscorrones para
que callara, diciéndole que si no callaba se lo contaría al señor
Gobernador. Pero cuando vi abierta la puerta del convento, dije: «aquí
ha de haber algo,» y me colé dentro. Metime en el patio, entré después
en la iglesia, pasé al coro, luego a un corredor largo donde había
muchos cuartos chicos, y no vi a nadie. Registré todo, por si caía
cualquier cosa; pero no encontré sino algunos cabos de vela y dos o
tres madejas de seda, que estuve chupando a ver si daban algún jugo.
Ya me volvía a la calle, cuando sentí detrás de mí: _pist, pist..._
pues... como llamándome. Miré y no vi nada. ¡Qué miedo, Andrés, qué
miedo! Allá a lo último del corredor había una lámina grande, donde
estaba pintado el diablo con un gran rabo verde. Pensé que era el
diablo quien me llamaba, y eché a correr. Pero ¡ay de mí! que no podía
encontrar la salida, y todo era dar vueltas y más vueltas en aquel
maldito corredor; y a todas estas, _pist, pist..._ Después oí que
dijeron: «Muchacho, ven acá,» y tanto miré por el techo y las paredes,
que alcancé o ver detrás de una reja una mano blanca y una cara
arrugada y petiseca. Ya no tuve miedo y fui allá. La monjita me dijo:
«Ven, no temas; tengo que hablarte.» Yo me acerqué a la reja y le dije:
«Señora, perdóneme usía, yo creí que era usted el demonio.»

--Sería una pobre monja enferma que no pudo salir con las demás.

--Eso mismo. La señora me dijo: «Muchacho, ¿cómo has entrado aquí?
Dios te manda para que me hagas un gran servicio. La comunidad se ha
marchado. Estoy enferma y baldada. Quisieron llevarme; pero se hizo
tarde y aquí me dejaron. Tengo mucho miedo. ¿Se ha quemado ya toda la
ciudad? ¿Han entrado los franceses? Ahora, quedándome medio dormida,
soñé que todas las hermanas habían sido degolladas en el matadero, y
que los franceses se las estaban comiendo. Muchacho, ¿te atreverás tú
a ir ahora mismo al fuerte de Alemanes y dar esta esquela a mi sobrino
D. Alonso Carrillo, capitán del regimiento de Ultonia? Si lo haces, te
daré este plato de guindas que ves aquí, y este medio pan...» Aunque
no me lo diera, lo habría hecho, ya ves... Cogí la esquela; ella me
dijo por dónde había de salir, y corrí a los Alemanes. Gasparó chillaba
más; pero yo le dije: «Si no callas, te metemos dentro de un cañón
como si fueras bala; disparamos, y vas a parar rodando a donde están
los franceses, que te pondrán a cocer en una cacerola para comerte...»
Llegué a Alemanes. ¡Qué fuego! Lo de aquí no es nada. Las balas de
cañón andaban por allí como cuando pasa una bandada de pájaros. ¿Crees
que yo les tenía miedo? ¡Quia! Gasparó seguía llorando y chillando;
pero yo le enseñaba las luces que despedían las bombas, le enseñaba
las chispas de los fogonazos, y le decía: «¡Mira qué bonito! Ahora
vamos nosotros a disparar también los cañones.» Un soldado me dio una
manotada echándome para afuera, y caí sobre un montón de muertos; pero
me levanté y seguí _palante_. Entró el Gobernador, y cogiendo una
gran bandera negra que parece un paño de ánimas, la estuvo moviendo
en el aire, y luego dijo que al que no fuera valiente le mandaría
ahorcar. ¿Qué tal? Yo me puse delante y grité: «Está muy bien hecho.»
Unos soldados me mandaron salir, y las mujeres que curaban a los
heridos se pusieron a insultarme, diciendo que por qué llevaba allí
esta criatura... ¡Qué fuego! Caían como moscas: uno ahora, otro en
seguida... Los franceses querían entrar, pero no les dejamos.

--¿Tú también?

--Sí: las mujeres y los paisanos echaban piedras por la muralla abajo
sobre los marranos que querían subir; yo solté a Gasparó, poniéndole
encima de una caja donde estaba la pólvora y las balas de los cañones,
y también empecé a echar piedras. ¡Qué piedras! Una eché que pesaba
lo menos siete quintales y cogió a un francés, partiéndolo por mitad.
Aquello tenía que ver. Los franceses eran muchos, y nada más sino que
querían subir. Vieras allí al Gobernador, Andresillo. D. Mariano y yo
nos echamos _palante_... y nos pusimos a donde estaba más apurada la
gente. Yo no sé lo que hice; pero yo hice algo, Andrés. El humo no
me dejaba ver, ni el ruido me dejaba oír. ¡Qué tiros! En las mismas
orejas, Andrés. Está uno sordo. Yo me puse a gritar llamándoles
marranos, ladrones, y diciendo que Napoleón era un acá y un allá. Puede
que no me oyeran con el ruido; pero yo les puse de vuelta y media.
Nada, Andrés, para no cansarte, allí estuve mientras no se retiraron.
El Gobernador me dijo que estaba satisfecho: no, a mí no me habló nada;
se lo dijo a los demás.

--¿Y la carta?

--Busqué al Sr. Carrillo. Yo le conocía; le encontré al fin cuando todo
se acabó. Dile el papel, y me dio un recado para la señora monja.
Luego, acordándome de Gasparó, fui a recogerle donde le había dejado,
pero no le encontré. Todo se me volvía gritar: «¡Gasparó, Gasparó!»
pero el niño no parecía. Por fin me le veo debajo de una cureña, hecho
un ovillo, con los puños dentro de la boca, mirando afuera por entre
los palos de la rueda y con cada lagrimón... Echémele a cuestas y
corrí a las Capuchinas. Pero aquí viene lo bueno, y fue que como yo
venía pensando en batallas, y con la cabeza llena de todo aquello que
había visto, se me olvidó el recado que me dio el Sr. Carrillo para la
monjita. Ella me reprendió, diciéndome que yo había roto la carta y que
la quería engañar, por lo cual no pensaba darme el plato de guindas ni
el pan ofrecidos. Se puso a gruñir, y me llamó mal criado y bestia.
Gasparó echaba sangre del dedo de un pie, y la monjita le lió un trapo;
pero las guindas... nones. Por último, todo se arregló, porque vino el
mismo Sr. Carrillo, con lo cual la señora me dio las guindas y el pan,
y eché a correr fuera del convento.

--Lleva este chico a tu casa para que le cuide tu hermana --dije
reparando que el pobre Gasparó sangraba aún del pie.

--Después --me contestó--. He guardado algunas guindas para Siseta.

--Muchachos --gritó Manalet, que se había alejado de sus compañeros y
volvía a la carrera--, por la calle de Ciudadanos va el Gobernador con
mucha gente, banderas muchas; delante van las señoras cantando y los
frailes bailando, y el obispo riendo, y las monjas llorando. Vamos
allá.

Como se levanta y huye una bandada de pájaros, así corrieron y volaron
aquellos chiquillos, dejando libre de su infantil algazara la muralla
de Santa Lucía. Yo no me moví de allí en todo el día, y las señoras nos
repartieron raciones de pan y carne, ambos manjares de detestable sabor
y olor; pero como no había otra cosa, fuerza era apechugar con ello,
sin mostrar asco, repugnancia ni desgana, para no enojar a D. Mariano.

Al anochecer, y cuando marchaba de Santa Lucía al Condestable, encontró
a D. Pablo Nomdedeu en la calle de la Zapatería, donde había varios
heridos arrojados por el suelo.

--Andrés --me dijo--, todavía no he vuelto a mi casa. ¿Pasará algo?
Creo que en la calle de Cort-Real no ha caído ninguna bomba. ¡Cuánto
herido, Dios mío! La jornada ha sido gloriosa; pero nos ha costado
cara. Ahora mismo estuvo aquí el Gobernador visitando a esta pobre
gente, y les dijo que la guarnición y los paisanos habían dejado atrás
en el día de hoy a los más grandes héroes de la antigüedad.

--¿Ha curado usted muchos heridos?

--Muchísimos, y aún quedan bastantes. Mis compañeros y yo nos
multiplicamos; pero no es posible hacer más. Yo quisiera tener cien
manos para atender a todo. También yo estoy herido. Una bala me tocó el
brazo izquierdo; pero no es cosa de cuidado. Me he liado un trapo y no
he tenido tiempo para más... ¿Qué habrá sido de mi pobre hija?

--Pronto lo sabremos, Sr. D. Pablo. La noche llega. Hecha la primera
cura de estos heridos, usted podrá ir un rato a su casa, y yo espero
que me den licencia por una hora.



IX


Cuando fui a la casa, ya cerca de las diez, aún no había regresado D.
Pablo. Dejé abajo el fusil y subí sin tardanza, anhelando saber de
Siseta y de la señorita, y a las dos me las encontré en la sala en
actitud no muy tranquilizadora. Estaba Josefina recostada en su silla
con muestra de languidez y postración, pero con los ojos abiertos,
atentamente fijos en la puerta. De rodillas, a su lado, Siseta le
tomaba las manos, y con ademanes y palabras tiernas, a pesar de no ser
oídas, procuraba tranquilizarla.

--Gracias a Dios que viene alguien de la casa --me dijo Siseta--. ¡Qué
día hemos pasado! ¿Y el Sr. D. Pablo, y la señora Sumta y mis tres
hermanos?

Respondile que a ninguno de los nuestros había pasado desgracia, y ella
prosiguió:

--La señorita quería salir a la calle, y he tenido que luchar con ella
para detenerla. Todo lo comprende, y aunque no oye los cañonazos,
se estremece toda, y tiembla cuando resuena alguno, aunque sea muy
lejano. Tan pronto lloraba como caía en mis brazos desmayada llamando
sin cesar a su padre. La pobrecita sabe muy bien que hay guerra en
Gerona. Yo también he tenido un miedo... Figúrate: aquí solas... A cada
instante me parecía que la casa se venía al suelo. Pero lo peor fue que
se nos metieron aquí unos hombres... No me quiero acordar, Andrés. A
eso de las dos, y cuando pareció que se acababan los tiros, entraron
seis o siete patriotas, unos con uniforme, otros sin él, y todos con
fusiles. Cuando nos vieron, empezaron a reírse de nuestro susto, y
luego dieron en registrar la casa, diciendo que querían llevarse todo
lo que había de comida, porque la tropa estaba muerta de hambre. La
señorita se quedó como difunta cuando los vio, y ellos por broma nos
apuntaban con los fusiles, para oírnos gritar llamando a todos los
santos en nuestra ayuda. Aunque eran unos bárbaros, no nos hicieron
daño alguno más que el gran susto, y el llevarse cuanto encontraron en
la cocina y en la despensa. ¡Ay, Andrés! No han dejado nada de lo que
el Sr. D. Pablo había guardado, y esta noche no se encontrará aquí ni
una miga de pan que llevar a la boca. ¡Cómo se reían los malditos al
meter en un gran saco lo mucho y bueno que encontraron! Yo les rogué
que dejasen alguna cosa; pero volvieron a apuntarme con los fusiles,
diciendo que la tropa tenía gana, y que la señora Sumta les había dicho
que estas despensas estaban bien provistas.

No había concluido mi amiga su relación, cuando entró el Sr. D. Pablo;
mas para no presentarse a su hija con el brazo manchado de sangre, pasó
a una habitación interior, con objeto de arreglarse un poco y vendar su
herida. Al punto me reuní con él para contarle lo ocurrido.

--¡Dios y la Virgen Santísima nos amparen! --exclamó con
consternación--. ¡Conque me han saqueado la casa! La culpa tiene
esa maldita y siempre habladora Sumta, que por todas partes ha de
ir pregonando si tenemos o no tenemos provisiones. ¿Y mi hija? La
pobrecita habrá comprendido que se encuentra en el cráter de un
espantoso volcán, y serán inútiles todas nuestras comedias para
convencerla de lo contrario. Es preciso buscar algo que comer, Andrés;
sí, algo que comer. Mi hija se morirá de terror; pero no quiero que se
muera de hambre.

--Nada se encuentra en Gerona --respondí--, y menos a estas horas.

--¡Qué calamidad! Pero ¿cómo es posible? --dijo en la mayor confusión,
mientras yo le vendaba su herida, y se mudaba de vestido--. ¡Ay! cómo
me duele el brazo; pero es preciso disimular. Andrés, no te marches.
Esta noche necesito de tu ayuda... Es preciso que busquemos algún
alimento.

Al presentarse delante de su hija, esta mostró su alegría claramente,
abrazándole con cariño; pero al punto sus ojos revelaron vivísimo
espanto, echó atrás la cabeza, y cruzando las manos exclamó:

--¡Sangre!

--¿Qué hablas de sangre, hija mía? --dijo el padre desconcertado--. Que
estoy manchado de sangre... Ya... sí, en la chupa hay algunas gotas...
pero déjame que te cuente. ¿Sabes que he ido de caza?

La muchacha no entendía.

  «Que fui de caza --escribió en el pliego de papel D. Pablo--. Un
  compromiso; no me pude evadir. El magistral y D. Pedro me cogieron, y
  zas, al campo... He matado tres conejos.»

La enferma, oprimiéndose la cabeza entre las manos, gritó:

--¡Guerra en Gerona!

--¿Qué hablas ahí de guerra? Lo que hay es que hemos tenido hoy un
fuerte temporal... Me he mudado de ropa, porque me puse como una uva.
¿Has comido hoy bien?

--No ha tomado nada --dijo Siseta--. Ya sabrá su merced por Andrés que
unos bergantes saquearon la casa.

Esto pasaba, cuando sentimos gran estruendo en lo bajo de la vivienda,
no estampido de bombas y granadas, sino clamor chillón y estridente,
de mil desacordes ruidos compuesto, tales como patadas, bufidos,
cacharrazos y sones bélicos de varia índole; pero que al pronto
revelaban proceder de una muchedumbre infantil que se había metido
por las puertas adentro. Nomdedeu, lleno de confusión, miraba a todos
lados, inquiriendo con los ojos qué podía ser aquello; pero pronto él
y los demás salimos de dudas, viendo entrar una turba de chiquillos
que, desvergonzadamente y sin respeto a nadie, se colaron en la sala,
dando golpes, empujándose, chillando, cacareando y berreando en los
más desacordes tonos. Dos de ellos llevaban colgados al cinto sendos
cacharros sobre cuyo abollado fondo redoblaban con palillos de sillas
viejas; varios tocaban la trompeta con la nariz, y todos, al compás
de la inaguantable música, bailaban con ágiles brincos y cabriolas.
Parecía una chusma infernal saliendo de las escuelas de Plutón.

No necesito decir que al frente del ejército venían Manalet y Badoret,
este último llevando a cuestas a Gasparó, tal como le vi en la muralla.
Ninguno dejaba de llevar palo, caldero viejo o vara con pingajos
colgados de la punta, con cuyos objetos se simulaban fusiles, tambores
y banderas. Un fondo de silla de paja atado a una cuerda y arrastrado
por el suelo, servía de trofeo a uno, y otro adornaba su cabeza con
un cesto medio deshecho, no faltando las casacas de militares hechas
jirones, y los morriones de antigua forma con descoloridas plumas
adornados.

D. Pablo, ciego de cólera y fuera de sí, apostrofó a los muchachos tan
violentamente, que faltó poco para que perdieran en un punto su bélico
entusiasmo.

--Granujas, largo de aquí al instante --les dijo--. ¿Qué desvergüenza
es esta? ¡Meterse en mi casa de este modo!

Siseta, indignada de tal audacia, cogió por un brazo a Manalet,
que acertó a pasar junto a ella, y comenzó a vapulearle de un modo
lastimoso. Yo también tomé parte en la persecución del enjambre,
y empezó el reparto de pescozones a diestra y siniestra. Pero de
pronto observamos que la enferma contemplaba a los desvergonzados
muchachos con complaciente atención, y sonreía con tanta espontaneidad
y desahogo, como si su alma sintiera indecible gozo ante aquel
espectáculo. Hícelo notar al Sr. D. Pablo, y al punto este se puso de
parte de los alborotadores, conteniendo a Siseta que iba sobre ellos
con implacable furor.

--Dejarles --dijo Nomdedeu--. Mi hija demuestra que está muy complacida
viendo a esta canalla. Mira cómo se ríe, Andrés; observa cómo les
aplaude. Bien, muchachos; corred y chillad alrededor del cuarto.

Y diciendo esto, D. Pablo, en medio de la sala, empezó a llevar el
compás. En mal hora se les ordenó seguir. ¡Santo Dios! ¡Qué algazara,
qué estrépito! Parecía que la sala se hundía. Baste decir que se
extralimitaron de tal modo, dejándose llevar a los últimos delirios
de la travesura, que al fin fue preciso poner freno a tanto juego
y vocerío, porque hasta llegó el caso de que los transeúntes se
detuvieran en la calle, sorprendidos y escandalizados por tan desusado
rumor.

--¿Dónde has estado todo el día? --preguntó Siseta echando mano a
Badoret, y deteniéndole--. ¡Y la criatura tiene sangre en el pie! Ven
acá, condenado, me las pagarás todas juntas. Espera a que bajemos a
casa, y verás. Y tú, Manalet de mil demonios, ¿qué has hecho de la
camisa?

--En la calle de las Ballesterías estaban curando unos heridos y no
tenían trapos. Me quité la camisa y la di.

--¿Para qué habéis traído a casa tanto muchacho mal criado?

--Son nuestros amigos, hermana --repuso Badoret--. Hemos estado en el
Capitol, y allí nos han dado un poco de vino. Siseta, aquí en el seno
te traigo cinco guindas.

--Marrano, ¿piensas que las voy a comer de tus manos asquerosas? Ven
acá, Gasparó. Este pobrecito no habrá comido nada. ¿Qué te han hecho en
el pie, que tienes sangre?

--Hermana, una bala de cañón pasó por donde estábamos, y si Gasparó no
se hace para un lado, le lleva medio cuerpo; no le cogió más que la uña
chica. ¡Si vieras qué valiente ha estado! Se metió debajo del cañón y
allí se estuvo mirando a los franceses que querían subir a la muralla.
Y les amenazaba con el puño cerrado. ¡Bonito genio tiene mi niño! Pues
no creas... ningún francés se metió con él.

--Te voy a desollar vivo --le dijo Siseta--. Espera, espera a que
bajemos. A ver si se marcha pronto de aquí toda esa canalla.

--No, que se aguarden un poco --indicó D. Pablo--. Son unos jovenzuelos
muy salados. Mira qué contenta está Josefina. Lo que quiero, Badoret,
es que no metáis mucho ruido. Bailad y marchad de largo a largo por
toda la casa; pero sin gritar, para que no se escandalice la vecindad.
Y dime, Manalet, ¿traéis algo de comer?

--Yo traigo cinco guindas --dijo prontamente Badoret sacándolas del
seno.

--Dadme con disimulo y sin que lo vea mi hija todo lo que traigáis, que
yo os daré ochavos para que compréis pólvora.

--Pauet tiene cuatro guindas --dijo Manalet.

--Pues vengan acá.

--Y yo tengo también un pedazo de pan, que me sobró del que me dio la
monja.

--Pepet --dijo otro de mis chicos--, trae acá ese medio pepino que le
cogiste al soldado muerto.

--Yo doy este pedazo de bacalao --dijo otro, entregando la ofrenda en
manos de Don Pablo.

--Y yo esta cabeza de gallina cruda --añadió un tercero.

En un momento se reunieron diversos manjares, tales como tronchos
de col, que llevaban impreso el sello de las limpias manos de sus
generosos dueños; garbanzos crudos que habían sido sacados por los
agujeros de las sacas por sutilísimos dedos; algunos pedazos de cecina;
andrajos de buñuelos; zanahorias; dos o tres almendras en confite, que
ya habían recibido muchas mordidas, y otras viandas, tan liberalmente
entregadas como alegremente recibidas. Procurando que no se enterase su
hija, llamó D. Pablo a la señora Sumta, que acababa de llegar en aquel
instante, y llevándola tras el sillón de la enferma, le dijo:

--A ver si con todo esto compone usted una cena para la enferma. Es
preciso hacerle creer que nadamos en la abundancia.

--¿Qué hemos de hacer con esto, señor, si no lo querrá ni la gata? En
casa no falta que comer.

--¡Maldita sargentona, todo se lo han llevado, todo lo han saqueado
unos malditos militares que se entraron aquí! Si usted no fuera tan
entrometida, tan bocona y tan amiga de meterse donde no la llaman y
de hablar lo que nadie le pregunta, no nos veríamos en esta... Y no
digo más. Avíe usted una cena con esto, que mañana Dios dirá. ¿Se ha
olvidado usted de cocinar? ¡Lástima que no se le reventara el fusil
entre las manos, a ver si se curaba de sus locuras! A la cocina. ¡Uf!
Pronto a la cocina. Está usted apestando a pólvora.

Los muchachos, que, como todos los de su edad, eran de los que si se
les da el pie se toman la mano, luego que se vieron autorizados por
el dueño de la casa para hacer de las suyas, dieron rienda suelta a
la bulliciosa iniciativa, y no fue gresca la que armaron. Rodeando la
mesa que la enferma tenía ante su sillón, no se dieron por satisfechos
con mirar los distintos objetos que en ella había, sino que en todos
pusieron las manos, tocando, tentando y moviendo cuanto vieron.
Josefina, lejos de manifestar disgusto por tanta impertinencia, se reía
de ver su inquietud. Por señas indicó a su padre que debía dar de cenar
a los importunos visitantes, a lo que contestó con palabras y cierta
festiva ironía D. Pablo:

--Sí, ahora. Sumta les está preparando un opíparo banquete.

Padre e hija dialogaron un rato, como Dios les dio a entender, y al fin
la enferma, con voz clara y entera, habló así:

--No, no me pueden convencer de que no hay guerra en Gerona. Usted no
ha ido de caza, sino a curar a los heridos, y estos chicos que vienen
imitando a los soldados hacen ahora lo mismo que han visto.

--¡Qué habladora está! --dijo Nomdedeu--. Buen síntoma. En un año no
le he oído tantas palabras juntas. Está visto que las travesuras y
lindezas de estos muchachos han reanimado su espíritu. Andrés, y tú,
Siseta, riámonos todos, mostrando hallarnos muy satisfechos.

Según la orden del amo, prorrumpimos en sonoras risas, secundados al
punto por el coro infantil. D. Pablo sentose luego junto a ella, y
tomando la pluma se preparó a comunicarle algo grave y largo y difícil
de exprimir por señas, pues solo en este caso se valía Nomdedeu del
lenguaje escrito. Púseme tras de su asiento, y pude leer, mientras
escribía, lo que sigue:

  «Hija mía, tienes razón. Hay guerra en Gerona. Yo no te lo quería
  decir por no asustarte; pero pues lo has adivinado, basta de engaños
  y comedias. Ni yo he estado de caza, ni he pensado en ello. Voy a
  contarte lo ocurrido para que no estimes ni en más ni en menos los
  sucesos de este gran día. Cierto es que los franceses han vuelto a
  poner cerco a Gerona. Hace tiempo que se presentó amenazándonos un
  ejército de doscientos mil hombres, mandado por el mismo Emperador
  Napoleón en persona.»

Josefina, al leer esto, que era de lo más gordo, mirónos a todos,
interrogándonos con los ojos acerca de la exactitud de tal noticia, y
no necesitamos que D. Pablo nos lo advirtiera para hacer demostraciones
afirmativas que hubieran convencido a la misma duda. El padre continuó
así:

  «Has de saber que ahora tenemos aquí un Gobernador que llaman D.
  Mariano Álvarez de Castro, el cual, en cuanto vio venir a los
  franceses, dispuso las cosas de manera que no quedara uno solo para
  contarlo. Concertó de modo que un ejército español de quinientos
  mil hombres, que estaba ahí por Aragón sin saber qué hacerse,
  viniese en nuestra ayuda por el lado de Montelibi, precisamente
  cuando los franceses nos atacaban esta mañana por el otro lado. Al
  amanecer rompieron el fuego; desde la muralla de Alemanes se veía a
  Napoleón I montado en un caballo blanco, y con un grandísimo morrión
  todo lleno de plumas en la cabeza. Embisten los franceses... ¡Ay!
  hija mía: habías tú de ver aquello. Nuestros soldados les barrían
  materialmente, y como a la hora de empezar el combate apareció el
  ejército de quinientos mil hombres como llovido, los pobres _cerdos_
  no supieron a qué santo encomendarse. En fin, hija mía, les hemos
  dado una paliza tal, que a estas horas van todos camino de Francia
  con su Emperador a la cabeza, con lo cual se acaba la guerra, y
  pronto tendremos aquí a nuestro Rey Fernando.»

Josefina volvió a asesorarse de nosotros antes de dar crédito a tales
maravillas.

  «Yo no te lo había querido decir --continuó Nomdedeu--, por no
  asustarte; pero el júbilo de la ciudad es tan grande, que ni aun
  tú, que estás tan retraída, podrías dejar de conocerlo. Lo mismo
  que estos chicos andan los mayores por el pueblo, entregados a
  las manifestaciones de un delirante regocijo. Figúrate que en los
  pasados días los franceses, que andaban por ahí, no permitían llegar
  comestibles al pueblo, y hoy todo es abundancia; y además de lo que
  puede venir, tenemos todo lo que al enemigo se ha cogido, que es, si
  no me engaño, tantos miles de bueyes, no sé cuántos millones de sacos
  de harina, y los miles de los miles en gallinas, huevos, etc... Ya
  podemos marchar a Castellá cuando quieras...»

--Mañana mismo --dijo Josefina con afán.

  «Sí, mañana mismo --escribió D. Pablo--. Estamos como queremos,
  y jamás ha tenido Gerona temporada más alegre, más animada. La
  gente está loca de contento, y todo se vuelve cantos y bailes, y
  felicitaciones y regocijos. Como los víveres han entrado esta tarde
  con abundancia fenomenal, hija mía, yo te he traído de todo cuanto
  hay en la plaza; y aunque tu estómago sigue débil, creo que debes
  tomar de todo, con tal que sea en dosis muy pequeñas. Sobre todo
  consulté a D. Pedro, mi compañero en el hospital, y me dijo que
  convenía alimentarte con una gran diversidad de manjares, tomando de
  cada uno ración muy mínima, y cuidando, según lo ordena Hipócrates,
  de que alternen en un mismo plato la cecina y las guindas, los
  buñuelos con la leguminosa _cicer pisum_, que llamamos garbanzo, y
  las almendras confitadas con esa planta salutífera que se conoce
  en la ciencia por _Beta vulgaris latifolia_, y que comúnmente
  llamamos acelga, manjar de gran virtud medicinal, si se le mezcla
  con dulce, con nueces y hasta con un poquito de bacalao. Conque
  disponte a cenar, que mañana, si el día está bueno, se podrá ir a
  Castellá; aunque a decir verdad, hija mía, ahora caigo en que tal
  vez sea difícil, porque todos los carros y caballerías del pueblo
  los ha tomado la Junta con objeto de organizar la gran procesión y
  cabalgata con que ha de celebrarse este triunfo sin igual. Pero será
  cosa de dos o tres días. Es preciso que te animes para salir a ver
  las iluminaciones de esta noche, aunque hablando en puridad no te
  conviene tomar el sereno; y para que participes de la común alegría,
  aquí tenemos a Andrés y a Siseta, que se prestarán a bailar delante
  de ti con los chicos un poco de sardana y otro poco de tirabou,
  comenzando esta noche, para que también en esta casa se manifieste
  la inmensa satisfacción y patriótico alborozo de que está poseída la
  ciudad. Como tú no oyes, suprimiremos el fluviol y la tanora, que
  solo sirven para meter inútil ruido. Conque puedes dar la señal para
  que comience la fiesta. Yo voy un instante a preparar en el comedor
  la riquísima y abundante cena con que obsequiaremos a estos jóvenes,
  así como a los preciosos y bien educados niños.»

Y luego, volviéndose a Siseta y a mí, nos dijo:

--No hay más remedio. Es preciso bailar un poquito, aunque supongo,
Andrés, que ese cuerpo, venido hace poco de Santa Lucía, no estará para
sardanas. Pero, amigos, bailando hacéis una obra de caridad. ¡Quién lo
había de decir! ¡Hay tantas maneras de practicar el Santo Evangelio!



X


El lector no lo creerá; el lector encontrará inverosímil que bailásemos
Siseta y yo en aquella lúgubre noche, precisamente en los instantes
en que, incendiados varios edificios de la ciudad, esta ofrecía en su
estrecho recinto frecuentes escenas de desolación y angustia. Formando
con ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí, obedeciendo a la
apremiante sugestión de aquel padre cariñoso que nos pedía con lágrimas
en los ojos nuestra cooperación en la difícil comedia con que engañaba
el delicado espíritu de su hija; pero bailamos en silencio, sin música,
y nuestras figuras movibles y saltonas tenían no sé qué aspecto
mortuorio. Nuestras sombras proyectadas en la pared remedaban una danza
de espectros, y los únicos rumores que a aquel baile acompañaban
eran, además de nuestros paseos, el roce de los vestidos de Siseta, el
retemblar del piso, y un ligero canto entre dientes de Badoret, que al
mismo tiempo hacía ademán de tocar el fluviol y la tanora.

Por mi parte sostenía interiormente una ruda lucha conmigo mismo para
contraer y esforzar mi espíritu en la horrible comedia que estaba
representando, e iguales angustias experimentaba Siseta, según después
me dijo.

Al fin la turbación moral, unida al cansancio, me hicieron exclamar:
«Ya no puedo más», arrojándome casi sin aliento en un sillón. Lo mismo
hizo Siseta.

Pero Josefina, que nos contemplaba con indecible satisfacción y agrado,
pidionos que bailásemos más, y con elocuentes miradas dirigidas a su
padre, nos decía que éramos unos holgazanes sin cortesía. Vierais
allí al buen Don Pablo suplicándonos que bailáramos, por la salvación
eterna; y ¿qué habíamos de hacer? Bailamos como insensatos segunda y
tercera tanda. Al fin nos sirvió de pretexto para descansar el hecho
de servirse a la desgraciada joven la hipocrática cena de que antes he
hecho mención, la cual fue acompañada de elocuentes discursos mímicos
y orales del Dr. Nomdedeu, quien ponderaba a su idolatrada enferma las
excelencias del repugnante pisto, servido en nueve o diez platos en
raciones microscópicas. Todo aquello era una farsa lúgubre que oprimía
el corazón, y D. Pablo que la presidía, el infeliz D. Pablo, escuálido,
ojeroso, amarillo, trémulo, parecía haber salido de la sepultura y
esperar el canto del gallo para volverse a ella. Siseta lloraba a
escondidas, y algunos de los chicos, rendidos al poderoso sueño y a
la gran fatiga, habían estirado los miembros y cerrado los ojos en
diversos puntos, donde cada cual encontró mejor comodidad y fácil
postura.

--Sr. D. Pablo --dije al médico--, no nos mande usted bailar más,
porque nosotros mismos creemos que estamos locos.

--Hijos míos --me contestó--, tengo el corazón partido de dolor.
Necesito estar en batalla constantemente para contener las lágrimas
que se me caen de los ojos. ¡Pobre Gerona! ¿Existirás mañana? ¿Estarán
mañana en pie tus nobles casas y con vida tus valientes hijos? ¡Yo
tengo espíritu para todo: para lamentar y llorar la muerte de mi ciudad
natal, y atender al cuidado de mi pobre hija! ¿Qué cuesta representar
esta farsa? Nada: la pobrecilla se deja engañar fácilmente, y como su
enfermedad no es otra cosa que una fuerte pasión de ánimo, en el ánimo
se han de aplicar los cauterios, las cataplasmas, los tónicos y los
emolientes que le he recetado esta noche. Puede que le hayamos salvado
la vida. ¿Sabéis lo que significan en naturaleza tan delicada, tan
sutilmente sensible, una triste o agradable impresión? Pues significa
tanto como la vida o la muerte. Sí, hijos míos: si yo no cuidara de
ocultar a mi hija las angustias que atravesamos, se debilitaría su
ser de tal suerte que el menor accidente la mataría, como un soplo
de viento apaga la luz. Es preciso resguardar esta pobre lámpara del
aire que la mata, y darla el que la vivifica. Así va tirando, tirando,
y quién sabe si la podré salvar. Sed, pues, caritativos y procurad
divertirla. Ved cómo se ríe; reparad qué precioso color han tomado sus
mejillas. La creencia de que Gerona está llena de felicidades, y la
esperanza de ser llevada pronto a Castellá, la fortifican y dan nueva
vida. Esta noche marchamos bien; pero mañana ¿qué haré, que la diré
mañana? Si escasean cada día más los víveres, como es probable; si se
declaran el hambre y la epidemia, y caen bombas en parajes cercanos,
o aquí mismo, ¿qué comedia representaremos? Dios me favorezca y me
inspire, pues para su infinita misericordia nada hay imposible.

--Estoy muerto de cansancio --dije yo, viendo que Josefina pedía más
baile--, y además es tarde y tengo que marcharme a mi puesto.

Siseta ya no podía tenerse en pie, y la señora Sumta, que yacía en el
suelo con la inmovilidad de un talego, roncaba sonoramente, remedando
en la cavidad de sus fosas nasales el lejano zumbido del cañón.
Badoret, cansado ya de tocar en silencio el fluviol y la tanora, dormía
como los demás chicos. D. Pablo, bastante generoso para no exigirnos
imposibles, se apresuró a complacer a la enferma, poseída de cierto
febril insomnio, y se puso a danzar en medio de la sala, haciendo corro
con cuatro chicos de los más despabilados. Cuando yo salí, quedaba el
pobre señor haciendo piruetas y cabriolas con ningún arte y mucha
torpeza; pero su incapacidad para el baile, provocando la hilaridad
de su hija, más le inducía a seguir bailando. Daba saltos, alzaba los
brazos descompasadamente, se descoyuntaba de pies y manos, tropezaba
a cada instante, inclinándose adelante o atrás; trazaba mil figuras
grotescas y estrambóticas que en otra ocasión me habrían hecho reír, y
un sudor angustioso afluía de su rostro macilento, desfigurado por las
muecas y visajes a que le obligaban el fatigoso movimiento y los agudos
dolores de su herida. Nunca vi espectáculo que tanto me entristeciera.



XI


Lo que he referido a ustedes se repitió algunos días. Después vinieron
circunstancias distintas, y todo cambió. Los franceses, escarmentados
con la vigorosa y nunca vista defensa del 19 de septiembre, mediante la
cual se estrellaron contra todos los puntos de la muralla que quisieron
franquear, no se atrevían al asalto. Tenían miedo, dicho sea esto sin
petulancia; conocían la imposibilidad de abrir las puertas de Gerona
por la fuerza de las armas, y se detuvieron en su línea de bloqueo, con
intención de matarnos de hambre. El 26 de septiembre llegó al campo
enemigo el Mariscal Augereau, el cual dicen se había distinguido
en las guerras de la República y en el Rosellón; trajo consigo más
tropas, las cuales, poniéndonos por todos lados cerco muy estrecho, nos
encerraron de modo que no podría entrar ni una mosca. No necesito decir
a ustedes que los pocos víveres que había se fueron acabando, hasta que
no quedó nada, sin que el Gobernador diera a esto importancia aparente,
pues cada hora se sostenía más en su tema de que Gerona no se rendiría
mientras él viviese, y aunque media población sucumbiera a las penas
del hambre y a las calenturas que se iban desarrollando al compás de no
comer.

Ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires.
Ya no teníamos el triste recurso de buscar la muerte en las murallas,
porque ellos no se cuidaban de asaltarlas; era forzoso cruzarse de
brazos y dejarse morir, mirando la efigie impasible de D. Mariano
Álvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca, observando aquí y allí
nuestras caras, por ver si alguna tenía trazas de desaliento o
cobardía. Estábamos moralmente aprisionados entre las garras de acero
de su carácter, y no nos era dado exhalar una queja ni un suspiro, ni
hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amábamos la
libertad, la vida, la salud. En suma, le teníamos más miedo que a todos
los ejércitos franceses juntos.

Morir en la brecha es no solo glorioso, sino hasta cierto punto
placentero. La batalla emborrachaba como el vino, y deliciosos humos
y vapores se suben a la cabeza, borrando en nuestra mente la idea del
peligro, y en nuestro corazón el dulce cariño a la vida; pero morir
de hambre en las calles es horrible, desesperante, y en la tétrica
agonía ningún sentimiento consolador ni risueña idea alborozan el
alma, irritada y furiosa contra el mísero cuerpo que se le escapa. En
la batalla, la vista del compañero anima; en el hambre, el semejante
estorba. Pasa lo mismo que en el naufragio: se aborrece al prójimo,
porque la salvación, sea tabla, sea pedazo de pan, debe repartirse
entre muchos.

Llegó el mes de octubre, y se acabó todo, señores: acabáronse la
harina, la carne, las legumbres. No quedaba sino algún trigo averiado,
que no se podía moler. ¿Por qué no se podía moler? Porque nos comimos
las caballerías que movían los molinos. Se pusieron hombres; pero los
hombres, extenuados de hambre, se caían al suelo. Quedaba el recurso de
comer el trigo como lo comen las bestias: crudo y entero. Algunos lo
machacaban entre dos piedras y hacían tortas, que cocían en el rescoldo
de los incendios. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje,
y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos, y se mantenían
comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que
enflaquecieran más; y al fin la carne de asno, que es la más desabrida
de las carnes, se acabó también. Muchos vecinos habían sembrado
hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aun en las calles;
pero las hortalizas no nacieron. Todo moría, Humanidad y Naturaleza;
todo era esterilidad dentro de Gerona, y empezó una guerra espantosa
entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor.
Era una guerra a muerte en la animalidad hambrienta, y si junto al
hombre hubiera existido un ser superior, nos hubiéramos visto cazados y
engullidos.

Yo padecía las más crueles penas, no solo por mí, sino por la infeliz
Siseta y sus tres hermanos, que carecían absolutamente de todo. Los
chicos eran al principio los mejor librados, porque ellos salían a la
calle, y merodeando o husmeando aquí y allá, siempre sacaban alguna
cosa; pero Siseta, la pobre Siseta, no tenía más amparo que yo, y yo me
volvía loco para buscarle sustento. Había, sí, algunos víveres en la
plaza, y se encontraban pececillos del Oñar que más que peces parecían
insectos, y pájaros escuálidos, que eran cazados desde los tejados;
también había alguna carne de mulo y de perro; pero para adquirir estos
artículos se necesitaba dinero, mucho dinero, y nosotros no teníamos.
La ración de trigo seco había llegado a sernos tan repugnante como un
veneno.

D. Pablo Nomdedeu gastaba todos sus ahorros para poner a su hija una
mala comida, y fue de los que dieron por una gallina diez y seis o
veinte pesos, cuando algún payés, afrontando mil peligros y venciendo
obstáculos mil, lograba entrar en la Plaza. En los días de la gran
escasez, la señora Sumta no bajaba a casa de Siseta, y los chicos se
secaban los ojos mirando a la escalera por ver si descendía por ella
algo de maná. Llegó también el día en que Badoret, Manalet y Gasparó
se cansaron de sus correrías por las calles, porque de todas partes
eran expulsados los muchachos vagabundos, por la mala opinión que
había respecto a la limpieza de sus manos. Flacos y casi desnudos, mis
tres hermanos o mis tres hijos, pues como a tales los traté siempre,
inspiraban profunda compasión, y formando lastimero grupo junto a
Siseta, permanecían largas horas en silencio, sin juegos ni risas,
tan graves como ancianos decrépitos, inertes y quebrantados, sin más
apariencia de vida que el resplandor de sus grandes ojos negros,
llenos de ansioso afán. Siseta les miraba lo menos posible, deseando
así conservar la calma que se había impuesto como un deber, y hasta se
atrevía a mostrar severidad, creyendo equivocadamente que en tal trance
la fuerza moral servía de alguna cosa.

Yo estuve tres días sin verles, porque mis obligaciones me impedían ir
a la casa. Cuando fui, encontreles en la situación que he descrito.

Desde luego admiré la entereza de los pobres niños, bastante
inteligentes para no importunarnos pidiéndonos lo que sabían no
podríamos darles. Únicamente Gasparó, comiéndose sus puños y bebiéndose
sus lágrimas, faltaba a la circunspección sostenida por sus hermanos.
Llegó un momento en que Siseta, no pudiendo contener su dolor, empezó
a llorar amargamente, registrando después los últimos rincones de la
casa por ver si parecía de milagro alguna vianda. Yo salí, volví a
entrar, salí de nuevo y regresé, después de dar mil vueltas, con la
terrible evidencia de que no podía encontrar nada.

Repentinamente me ocurrió una idea salvadora.

--Siseta --dije a mi amiga--. Hace días que no veo a Pichota; pero
supongo que andará por ahí con sus tres gatitos.

--¡Oh! --me respondió con dolor--. ¿No sabes que el Sr. D. Pablo ha
acabado con toda la familia? ¡Pobre Pichota! Él dice que es una carne
excelente; pero yo creo que me moriría de hambre antes de comerla.

--¿Ha muerto Pichota? No sabía nada. ¿Y también los tres angelitos?...

--No te lo quería decir. En estos últimos días que has faltado de casa,
D. Pablo bajaba con frecuencia. Un día se me puso delante de rodillas,
rogándole que le diera algo para su hija, pues ya no tenía víveres,
ni dinero para comprarlos. Cuando esto me decía, uno de los gatitos
me saltó al hombro, y D. Pablo, echándole mano con mucha presteza, se
lo guardó en el bolsillo. Al día siguiente bajó de nuevo y me ofreció
los muebles de su sala si le daba otro de los hijos de Pichota, y sin
aguardar mi contestación, entró en la cocina, después en el cuarto
oscuro, púsose en acecho, y lo mismo que un gato caza al ratón, así
cazó él al gato. Cuando salió, tuve que curarle los arañazos que en la
cara traía. El tercero pereció de la misma manera, y después de esto
Pichota ha desaparecido de la casa, tal vez por haber entendido que no
está segura.

Siseta y yo convinimos en que era urgente rezar, con la esperanza de
que, a fuerza de ruegos, nos enviase Dios, por sus misteriosos caminos,
algo de lo que tanto necesitábamos. Pero rezamos, y Dios no nos mandó
nada.



XII


Meditaba yo sobre la deserción del pobre animal, cuando se nos presentó
de repente Nomdedeu. Su aspecto era por demás macilento y cadavérico,
habiendo perdido a fuerza de padeceres físicos y morales hasta aquella
bondadosa expresión y el dulce acento que lo distinguían. Su vestido
estaba desordenado y roto, y traía la escopeta de caza y un largo
cuchillo de monte.

--Siseta --dijo bruscamente, y olvidándose de saludarme, a pesar de que
hacía algunos días que no nos veíamos--. Ya sé dónde está esa pícara
Pichota.

--¿En dónde está, Sr. D. Pablo?

--En el desván que hay en el fondo del patio y que servía de pajar y
granero cuando yo tenía caballo.

--Tal vez no será ella --dijo mi amiga en su generoso anhelo de salvar
al pobre animal.

--Sí, es ella; te digo que es ella. A mí no se me despinta Pichota. La
muy tunanta saltó esta mañana por la ventana de la despensa y me robó
un pernil que allí tenía. ¡Qué atrevimiento! Comerse la carne de su
propio hijo. Es preciso acabar con ese animal. Siseta, ya te he dado
gran parte de mis muebles en cambio de los gazapos. No me queda otra
cosa de valor que mis libros de medicina. ¿Los quieres a trueque de la
gata?

--Sr. D. Pablo, ni los muebles ni los libros tomaré; coja usted a
Pichota, y ya que nos vemos reducidos a tal extremidad, dé una parte a
mis hermanos.

--Está bien --respondió Nomdedeu--. Andrés, ¿te atreves a cazar ese
terrible animal?

--No creo que sean precisos tantos pertrechos militares --respondí.

--Pues yo sí lo creo. Vamos allá.

Badoret y su hermano quisieron seguirnos; pero Siseta les contuvo
diciéndoles que no fueran curiosos y entrometidos; y solos el médico y
yo subimos al desván, entrando despacio y con precauciones por temor a
ser acometidos del rabioso carnicero, a quien el hambre y el instinto
de conservación debían haber dado una ferocidad extraordinaria. Don
Pablo, porque la presa no se nos escapara, cerró por dentro la puerta
y quedamos casi en completa oscuridad, pues la débil luz que por un
estrecho ventanillo entraba, no aclaró el lóbrego recinto sino cuando
nuestros ojos fueron perdiendo poco a poco el deslumbramiento de la luz
exterior. Multitud de objetos, muebles viejos y destrozados, obstruían
buena parte de la estancia, y sobre nuestras cabezas flotaban densos
cortinajes de tela de araña, guarnecidos por el polvo de un siglo.
Cuando empezamos a ver los contornos y las oscuras tintas del recinto,
buscamos con los ojos a la prófuga; pero nada vimos, ni se oyó ruido
alguno que indicase su presencia. Manifesté mis dudas a D. Pablo; pero
él me dijo:

--Sí, aquí está. La vi entrar hace un momento.

Movimos algunas cajas vacías; arrojamos a un lado pedazos de silla
y un pequeño tonel, y entonces sentimos el roce de un cuerpo que
se deslizaba en el fondo de la pieza atropellando los hacinados
objetos. Era Pichota. Vimos en el fondo oscuro sus dos pupilas de un
verde aurífero, vigilando con feroz inquietud los movimientos de sus
perseguidores.

--¿La ves? --dijo el doctor--. Toma mi escopeta y suéltale un tiro.

--No --repuse riendo--. Es muy fácil errar la puntería. De nada sirve
en este caso el fusil. Póngase usted a ese lado y deme el cuchillo.

Las dos pupilas permanecían inmóviles en su primera posición, y aquella
lumbre verdosa y dorada que no se parece a la irradiación de ninguna
otra mirada ni de piedra alguna, produjo en mí fuerte impresión de
terror. Después distinguí el bulto del animal, y sus manchas parduzcas
y negras sobre amarillo se multiplicaban a mis ojos, ensanchando su
cuerpo hasta darle las proporciones de un tigre. Yo tenía miedo, ¿a
qué negarlo con pueril soberbia? y por un momento sentime arrepentido
de haber emprendido obra tan difícil. D. Pablo, que tenía más miedo que
yo, daba diente con diente.

Celebramos consejo de guerra, del cual salió que debíamos tomar
la ofensiva; pero cuando cobrábamos algún valor sentimos un sordo
ronquido, un ruido entre arrullo y estertor, que anunciaba las
disposiciones hostiles de Pichota. En su lenguaje, la gata nos decía:
«Asesinos de mis hijos, venid acá, que os espero.»

Pichota, que primero estaba en postura de esfinge, se agachó sentando
la angulosa cabeza sobre las patas delanteras, y entonces su mirada
cambió, despidiendo una luz azul que proyectaba de dos rayas
verticales. Parecía fruncir el torvo ceño. Luego irguió la cabeza;
pasose las patas por la cara, limpiando los largos bigotes, y dio
algunas vueltas sobre sí misma, para bajar a un sitio más cercano,
donde se puso en actitud de salto. La fuerza muscular de estos animales
en las articulaciones de sus patas traseras es inmensa, y desde su
puesto podía saltar hasta nosotros. Observé que las miradas del animal
se dirigían más rectamente a D. Pablo que a mí.

--Andrés --me dijo--, si tú tienes miedo, yo me voy encima de ella. Es
una vergüenza que un animal tan pequeño acobarde de este modo a dos
hombres. Sí, señora Pichota, nos la comeremos a usted.

Parece que el animal oyó y entendió estas amenazadoras palabras, porque
aún no había acabado de pronunciarlas mi amigo, cuando con ligereza
suma lanzose sobre él, haciéndole presa en el cuello y hombros. La
lucha fue breve, pues la gata había puesto ya en ejecución el conjunto
de su potencia ofensiva, de modo que el resto del combate no podía
menos de sernos favorable. Acudí en defensa de mi amigo, y el animal
cayó al suelo, llevándose en las uñas algunas partículas de la persona
del buen doctor, y haciéndome a mí algunos desperfectos en la mano
derecha. Corrió luego en distintas direcciones; pero al lanzarse sobre
mí, tuve la buena suerte de recibirla con la punta del cuchillo de
monte, lo cual puso fin al desigual combate.

--Este animal es más temible de lo que creí --me dijo D. Pablo
apoderándose del cuerpo palpitante.

--Ahora, Sr. Nomdedeu --indiqué yo--, partiremos como hermanos la presa.

El doctor hizo una mueca que indicaba su profundo disgusto, y
limpiándose la sangre del cuello, me dijo con tono agresivo que por
primera vez oí de sus labios:

--¿Qué es eso de partir? Siseta contrató conmigo a Pichota a cambio de
mis libros. ¿Tú sabes que mi hija no ha comido nada ayer?

--Todos somos hijos de Dios --repuse--, y también Siseta y los de abajo
han de comer, Sr. D. Pablo.

Nomdedeu se rascó la cabeza, haciendo con boca y narices contracciones
bastante feas; y tomando el animal por el cuello, me dijo:

--Andrés, no me incomodes. Siseta y los bergantes de sus hermanos
pueden alimentarse con cualquier piltrafa que busquen en la calle;
pero mi enferma necesita ciertos cuidados. Tras hoy viene mañana, y
tras mañana pasado. Si ahora te doy media Pichota, ¿qué comerá mi hija
dentro de un par de días? Andrés, tengamos la fiesta en paz. Busca
por ahí algo que echar a tus chiquillos, que ellos con roer un hueso
quedarán satisfechos; pero haz el favor de no tocarme a Pichota.

De esta manera el corazón de aquel hombre bondadoso y sencillo se
llenaba de egoísmo, obedeciendo a la ley de las grandes calamidades
públicas, en las cuales, como en los naufragios, el amigo no tiene
amigo, ni se sabe lo que significan las palabras prójimo y semejante.
Oyendo a D. Pablo, despertose en mí igual sentimiento egoísta de la
vida, y vi en él un aborrecido partícipe de la tabla de salvación.

--Sr. Nomdedeu --exclamé con súbita cólera--: he dicho que Pichota se
partirá, y no hay más sino que se partirá.

El médico, al oír este resuelto propósito, mirome con profunda aversión
por algunos segundos. Sus labios temblaban sin articular palabra
alguna; púsose pálido, y luego, con un gesto repentino, me empujó hacia
atrás fuertemente. Yo sentí que mi sangre, abrasada, corría hacia el
cerebro; un repentino escalofrío que circuló por mi cuerpo me crispaba
los nervios. Cerrando los puños, alargué las manos casi hasta tocar con
ellas la cara de Nomdedeu, y grité:

--¿Conque no se parte Pichota? Pues mejor. Mejor, porque es toda para
mí. ¿Qué tengo yo que ver con la señorita Josefina, ni con sus males
ridículos? Dele usted telarañas.

Nomdedeu rechinó los dientes, y sin contestarme se fue derecho hacia el
animal, que yacía en tierra desangrándose. Hice yo igual movimiento;
nuestras manos se chocaron; forcejeamos un breve instante; descargué
sobre él mis puños, y Nomdedeu rodó por el suelo largo trecho,
dejándome en completa posesión de la presa.

--¡Ladrón! --gritó--. ¿Así me robas lo que es mío? Aguarda y verás.

Recogiendo la víctima, me dispuse a salir. Pero Nomdedeu corrió, mejor
dicho, saltó como un gato hacia donde estaba la escopeta, y tomándola,
me apuntó al pecho diciendo con trémula y ronca voz:

--Andrés, canalla: suéltala o te asesino.

Miré en derredor mío buscando el cuchillo de monte; pero ya D. Pablo
lo tenía en el cinto. Corrí a la puerta del desván y no pude abrirla;
entrome de súbito un terror que no pude vencer, y salté maquinalmente,
sin saber lo que hacía, hacia los cajones vacíos, los muebles viejos y
el montón de cachivaches donde se nos había aparecido Pichota. Mis pies
se hundían entre tablas desvencijadas, cuyos clavos me lastimaban, y
mi cabeza tropezó en las vigas del techo, haciendo caer el polvo, la
polilla y las repugnantes inmundicias depositadas por dos siglos.

--Bárbaro --grité desde arriba--, ya me las pagarás todas juntas.

Pero Nomdedeu seguía tras mí, buscando la puntería, y con pie firme
hollaba las rotas tablas; yo corrí de un extremo a otro seguido por él,
y dimos varias vueltas, subiendo, bajando, hundiéndonos y levantándonos
en los desfiladeros, laberintos y sinuosidades de aquella caverna.

Por fin, habiendo salido el tiro, Nomdedeu extendió su hocico como
ávido cazador, por ver si me había alcanzado. Felizmente la bala no me
tocó.

--No me ha tocado --dije con furiosa alegría, disponiéndome a caer
sobre mi enemigo.

Pero él desenvainó al instante su cuchillo, y con acento más
frenéticamente alegre que el mío, gritó en medio del desván:

--¡Ven, ven!... ¡Ladrón, que quieres matar de hambre a mi hija!...
Suelta a Pichota; suéltala, miserable.

Y sin esperar a que yo le acometiera, corrió hacia mí. Entrome mayor
pánico que cuando me perseguía con la escopeta, y de nuevo nos lanzamos
a los precipicios en miniatura, tropezando y saltando, yo delante, él
detrás; yo gritando, él rugiendo hasta que, rendido de fatiga, caí
entre destrozadas tablas, que me impedían todo movimiento. Me encontré
débil y me reconocí cobarde, sintiéndome incapaz de luchar con aquella
furia, metamorfosis del hombre más manso, más generoso y humanitario
que yo había conocido.

--Sr. D. Pablo --le dije--, tome usted a Pichota. No puedo más. Se ha
vuelto usted tigre.

Sin contestarme nada, y mostrando la horrible agitación y crisis de su
alma en un sordo mugido, recogió el animal que yo había arrojado lejos
de mí, y abriendo la puerta, se marchó.

Pasada la irascibilidad de aquel cuarto de hora, apenas me podía tener;
salí, bajé a casa de Siseta, y cuando esta me vio magullado, arañado y
cubierto de polvo, tuvo miedo. En pocas palabras contele lo ocurrido, y
los tres muchachos me oyeron con espanto.

--No hay nada por hoy --les dije con angustia--. Voy a la calle a ver
si encuentro una persona caritativa.

Siseta se abrazó a sus hermanos, derramando lágrimas de desesperación,
y yo corrí desalado fuera de la casa. En la calle marchaba como
un ebrio, sin dirección, ni aplomo, ni camino, y con la mente en
ebullición, cargada, atestada y henchida de criminales ideas.



XIII


A mi paso encontraba las familias desvalidas, formando horrorosos
grupos de desolación en medio de la vía pública, con los pies en el
lodo, guarecida la cabeza del sol y la lluvia bajo miserables toldos
de sucias esteras. Se arrancaban de las manos unos a otros la seca
raíz de legumbre, el fétido pez del Oñar, las habas carcomidas y los
huesos de animales no criados para la matanza. Diestros carniceros,
improvisados por la necesidad, perseguían por todos los rincones de
Gerona a los pobres perros que, bastante inteligentes para comprender
su trágica suerte, buscaban refugio en lo más recóndito, y aun se
atrevían a traspasar la muralla, corriendo a escape hacia el campo
francés, donde eran acogidas con aplauso y algazara tales pruebas de
nuestra penuria. Por todas partes, en sótanos y tejados, los gatos se
defendían con sus ásperas uñas del ataque de la humanidad, empeñada en
vivir.

Los soldados recibían su ración de trigo seco; pero los habitantes
de la ciudad tenían que buscarse el sustento como Dios les daba a
entender. La caza y la pesca eran la ocupación más importante. En
cuanto a trabajos militares, no había nada, porque nuestra situación
consistía en recibir bombas y granadas, sin poder apenas devolver los
saludos. En varias partes pedí que me dieran algo para unos pobres
huérfanos; pero la gente me miraba con indignación, y alguno me echó en
cara mi robustez. Yo estaba en los puros huesos.

En la calle de Ciudadanos y en la Plaza del Vino[5] vi muchos enfermos
que habían sido sacados de los sótanos para que se murieran menos
pronto. Su mal era de los que llamaban los médicos _fiebre nerviosa
castrense_, complicada con otras muchas dolencias, hijas de la
insalubridad y del hambre; y en los de tropa todas estas molestias
caían sobre la fiebre traumática.

  [5] Hoy de la Constitución.

Sin quererlo yo, me apartaba a cada instante de mi objeto, que era
buscar alimento para mis niños, y aquí me llamaban para que ayudase a
arrastrar un enfermo; allí me rogaban que ayudara a poner tierra encima
de los cadáveres. Mi deseo era arrojarme como los demás en medio del
arroyo, esperando la muerte; pero el ejemplo de algunos que resistían
con sin igual tesón el cansancio, me obligaba a seguir en pie. En la
calle de la Zapatería Vieja sacamos fuera de los sótanos a varios
clérigos, ancianos y niños, mereciendo en premio de nuestro servicio
algunos pedazos de pan negro o de cecina. Los otros devoraban su parte;
pero yo guardé la mía, adquiriendo con su posesión la fuerza moral que
había perdido.

La calle o callejón de la Forsa, que conduce desde la Zapatería Vieja a
la catedral, era una horrible sentina, una acequia angosta y lóbrega,
donde algunos seres humanos yacían como en sepultura, esperando quien
les socorriese o quien les matase. Entramos en ella, conducidos por
D. Carlos Beramendi, hombre de gran mérito que se multiplicaba para
disminuir en lo posible las desgracias de la ciudad, y recogimos los
cuerpos vivos y medio vivos, muertos y medio muertos, sacándolos a las
gradas de la catedral, donde les bañasen aires menos corrompidos.
La catedral ya no podía contener más enfermos, y la plaza se fue
convirtiendo en hospital al descubierto. Allí vi aparecer en lo alto de
la gradería a D. Mariano Álvarez, que daba algunas disposiciones para
el socorro de los heridos. Su semblante era en toda Gerona el único que
no tenía huellas de abatimiento ni tristeza, y conservábase tal como el
primer día del sitio. Gran número de gente le rodeaba, y entre ellos vi
con sorpresa a D. Pablo Nomdedeu con otros médicos, individuos de la
Junta de salubridad, y varias personas influyentes. La multitud vitoreó
a Álvarez, quien no dijo nada, absteniéndose de manifestar disgusto
ni alegría por la ovación, y descendió tranquilamente. La gradería
ofrecía el más lamentable aspecto, y con la algazara de los vivas y
aclamaciones dirigidas al Gobernador, era difícil oír las quejas y
lamentos. Desde lejos se observaba claramente que muchos de los que
componían la comitiva del héroe estaban afligidos ante tan doloroso
espectáculo. Sin duda hablaban a D. Mariano de la escasez de víveres,
porque se oyó una voz de protesta que dijo:

--Señor, cuando no haya otra cosa, comeremos madera.

En esto llegó junto a mí D. Pablo, que se había separado un poco de la
comitiva.

--¡Comer madera! --exclamó--. Eso se dice, pero no se hace. Andrés, me
alegro de verte por aquí ¿Cómo estás?... ¿y Siseta y los chicos?

Aunque empezaba a extinguirse en mi alma el resentimiento, amenacé con
el puño a Nomdedeu.

--¡Ah, todavía me guardas rencor por lo de esta mañana! --dijo--.
Andresillo, en estos casos no es uno dueño de sí mismo. Yo me
espantaba entonces y me he espantado después de encontrarme tan
bárbaro y salvaje. Se trata de vivir, Andrés, y el pícaro instinto
de conservación hace que el hombre se convierta en fierecita. Que yo
sea capaz de matar a un semejante, es cosa que no se comprende, ¿no
es verdad? ¡Ay, amigo mío! La idea de que mi hija me pide de comer y
no puedo darle nada, ahoga en mí el patriotismo, el pensamiento, la
humanidad, trocándome en una bestia. Andrés, no somos más que miseria.
Indigno linaje humano, ¿qué eres? Un estómago y nada más. Se avergüenza
uno de ser hombre cuando llegan estos casos en que todas las relaciones
sociales desaparecen, y reina la Naturaleza pura. Pero estoy viendo
que el número de los heridos es inmenso. Hoy hemos estado haciendo el
recuento de medicinas, y no hay ni para la décima parte en un solo
día. ¿A dónde vamos a parar? ¿Es posible que esto se prolongue? No, no
puede ser. Mira qué horroroso aspecto presenta la gradería cubierta de
cuerpos humanos.

En efecto: los cien escalones que conducen a la catedral ofrecían en
pavoroso anfiteatro un cuadro completo de los males de la heroica
ciudad.

Álvarez con su comitiva seguía bajando, y la multitud apartábase para
abrirle paso.

--Señor --le dijo Nomdedeu volviéndome la espalda--. Olvidé decir a
vuecencia que los medicamentos que tenemos no bastan ni para la décima
parte.

D. Mariano miró fríamente y sin marcada expresión al médico. ¡Qué
bien vi entonces al célebre Gobernador, y cuán presentes se quedaron
desde entonces en mi mente sus facciones, su mirar y sus palabras!
La cara pálida y curtida, los ojos vivos, el pelo cano, la figura
delgada y enjuta, la contextura de acero, la fisonomía imperturbable y
estatuaria, la tranquilidad y la serenidad juntas en su semblante: todo
lo examiné y todo lo retuve en la memoria.

--Si no hay bastantes medicinas --repuso--, empléense las que hay, y
después se hará lo que convenga.

Esta muletilla de _lo que convenga_ era muy suya, y con ella solía
terminar sus discursos y amonestaciones, siendo en él muy natural
decir: «Si no se puede resistir el asalto y los franceses entran en la
ciudad, moriremos todos, y después _se hará lo que convenga_.»

--Pero, señor --añadió D. Pablo--, los enfermos no admiten espera. Si
no se les cura... se podrá tirar un día, dos...

Álvarez paseó serenamente la vista por el anfiteatro, y después,
volviéndose a Nomdedeu, le dijo:

--Ninguno de ellos se queja. Pronto recibiremos auxilios. La plaza no
se rendirá, señor Nomdedeu, por falta de medicinas. ¿No discurre usted
algún medio para aliviar la suerte de los enfermos y heridos?

--¡Oh, sí señor! --dijo el médico alentado por algunos de la comitiva
que murmuraron frases más en consonancia con los pensamientos del
médico que con los del Gobernador--. Me ocurre que Gerona ha hecho ya
bastante por la Religión, la Patria y el Rey. Ha llegado ya al límite
de la constancia, señor, y exigir más de esta pobre gente es consumar
su completa ruina.

Álvarez agitó ligeramente el bastón de mando en la mano derecha, y sin
inmutarse dijo a Nomdedeu:

--«_Veo que solo usted es aquí cobarde. Bien: cuando ya no haya
víveres, nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después resolveré
lo que más convenga._»

Cuando acabó de hablar, callaron todos de tal modo, que se oía el
zumbido de las moscas. Nomdedeu volvió atrás la cabeza buscándome con
la vista para disimular su turbación, y harto confuso hubo de abandonar
la comitiva. Hasta mucho después de que esta pasara no recobró el uso
de la palabra mi buen doctor, y estaba pálido y tembloroso, señal
inequívoca de su miedo.

--Andrés --me dijo en voz baja tomándome del brazo, y llevándome en
dirección de la Plaza de San Félix--, ese hombre va a acabar con
nosotros. Yo soy patriota, sí señor, muy patriota; pero todo tiene
su límite natural, y eso de que lleguemos a comernos unos a otros me
parece una temeridad salvaje.

--La entereza de D. Mariano --le respondí-- nos llevará a tragarnos
mutuamente; pero por lo que a mí toca, y mientras sepa que ese hombre
está vivo, antes me comeré a mordidas mi propia carne, que hablar de
capitulación delante de él.

--Grande y sublime es su constancia --me dijo--: yo la admiro y me
congratulo de que tengamos al frente de la plaza un hombre cuya memoria
ha de vivir por los siglos de los siglos. ¡Oh, si yo fuera solo en
el mundo, Andrés! Si yo no tuviera más que mi indigna persona, si no
tuviera otro cuidado que la visita al hospital y el recorrido de los
enfermos que están en la calle, yo mismo le diría a D. Mariano: «Señor,
no nos rindamos mientras haya uno que pueda vivir, almorzándose a
los demás.» Pero mi hija no tiene la culpa de que una nación quiera
conquistar a otra... Sin embargo, humillemos la frente ante la voluntad
de Dios, de la cual es ejecutor en estos días ese inflexible D. Mariano
Álvarez, más valiente que Leónidas, más patriota que Horacio Cocles,
más enérgico que Scévola, más digno que Catón. Es este un hombre que
en nada estima la vida propia ni la ajena, y como no sea el honor,
todo lo demás le importa poco. En las jornadas de septiembre, cuando
Vives el capitán de Ultonia se disponía para una pequeña excursión al
campo enemigo, preguntó a D. Mariano que a dónde se acogería en caso de
tener que retirarse. El Gobernador le contestó: «Al cementerio.» ¿Qué
te parece? ¡Al cementerio! Es decir, que aquí no hay más remedio que
vencer o morir; y como vencer a los franceses es imposible porque son
ciento y la madre, saca la consecuencia. ¡Esto entusiasma, Andresillo!
Se le llena a uno la boca diciendo: ¡viva Gerona y Fernando VII! le
parece a uno que ya está viendo las historias que se van a escribir
ensalzándonos hasta las nubes; pero yo quisiera poder gritar: ¡viva
España y viva Josefina! o que al menos entre las ruinas humeantes
de esta ciudad y entre el montón que han de formar nuestros cuerpos
despedazados, se alzara rebosando salud mi querida hija única, que
nunca ha hecho mal a España, ni a Francia, ni a Europa, ni a las
Potencias del Norte ni del Sur.

El doctor detúvose a examinar varios enfermos, y corrí a casa de Siseta
para llevarles lo poco que había recogido.



XIV


Casi juntamente conmigo entró Badoret, que había salido a hacer una
excursión por la Plaza de las Coles, y volvía tan alegre y saltón, que
le juzgué portador de víveres para ocho días.

--¿Qué hay, Badoret? --le preguntamos Siseta y yo.

Nos contestó abriendo los puños para mostrar algunas piezas de cobre, y
cerrábalos después, bailando con frenesí en medio de la sala.

--¿De dónde traes eso? ¿Lo has cogido en alguna parte? --le preguntó
su hermana con enojo, sospechando sin duda que el chico había hecho
incursiones lamentables en la propiedad ajena.

--Me los han dado por el ratón... Andrés, un ratón tan grande como un
burro. En cuanto llegué con él a la plaza, un viejo soltó tres reales
por él.

--¿Para comérselo? --exclamó Siseta con horror.

--Sí --repuso Badoret dándole los cuartos--. Tú no quisiste, pues a
venderlo.

--Mira, Andrés --me dijo Siseta--, luego que tú te fuiste, estos
condenados bajaron al patio, y por la puertecilla que está junto al
pozo, se metieron en la casa del canónigo Don Juan Ferragut, que está
abandonada, como sabes. A poco volvieron con una rata tan grande como
de aquí a mañana... ¡Qué patas! ¡Qué rabo!

--La carne de este precioso e inteligentísimo animal --dije yo dando
a Siseta lo que llevaba--, no es mala, según dicen los muchos que en
Gerona la están consumiendo. Por ahora, muchachos, remediémonos con
esto que os traigo, y Dios dará más adelante otra cosa.

Comimos, si así puede llamarse una refacción tan exageradamente sobria,
que más parecía hecha para dar entretenimiento a los dientes, que
substancia al cuerpo. Yo me dormí sobre el suelo poco después, y cuando
desperté, Siseta con gran aflicción me dijo:

--Gasparó está malo. Ha cesado de llorar, y está como desmayado, con
el cuerpo ardiente, y temblando de escalofríos. ¿Tardará en volver el
Sr. Nomdedeu?

Examiné al chico, y su aspecto me hizo temblar, porque no dudé un
momento que estuviese atacado de la fiebre a que sucumbía diariamente
parte de la población; pero procuré tranquilizar a su hermana,
asegurando que los síntomas del mal que tenía delante no eran parecidos
a los que a todas horas se observaban en los sitios más públicos de la
ciudad. Siseta, en su buen sentido, no daba crédito a mis consuelos,
comprendiendo la gravedad de su hermanito. Con la mayor naturalidad
del mundo, y olvidando, en su preocupación, las circunstancias de la
ciudad, me mandó que le llevase algunas medicinas, y tuve que emplear
mil rodeos y circunlocuciones para decirle que no las había. La infeliz
muchacha estaba inconsolable.

Una hora después entró D. Pablo Nomdedeu, al cual llamamos para que
asistiese al enfermo, y se prestó a ello de buen grado.

--¡Pobre Gasparó! --exclamó al verle--. Ya he dicho que con los
alimentos que diariamente se consumen aquí, estos chicos no han de
llegar a viejos.

--Pero mi hermano no se morirá, Sr. Don Pablo --afirmó Siseta
llorando--. Usted, que es tan buen médico, le curará.

--Hija mía --repuso fríamente el doctor--, tiende la vista por esas
calles, y observa de qué valen los buenos médicos. Lo que respiramos en
Gerona no es aire: es una sutil, invisible materia cargada de muertes.
¡Ay! Vivimos por especial don de Dios, los que vivimos. Tenemos un
Gobernador de bronce que manda resistir a estos hombres que se caen
muertos por momentos. D. Mariano Álvarez no ve en el cuerpo humano sino
una cosa con que rellenar los cementerios, y que si no puede servir
para batirse, no sirve para nada. Él no atiende más que al inmortal
espíritu, y fijando su atención en la vida perpetua que con los
miserables ojos de la carne no podemos ver, desprecia todo lo demás.
Sí: la magnitud de ese hombre me tiene asombrado, por lo mismo que es
superior a mí. El Gobernador resistirá el hambre, las privaciones, las
enfermedades, mientras tenga una gota de sangre que mantenga en pie
la urna de su grande espíritu, pues su alma es el alma menos atada al
cuerpo que he conocido; y si no pudiese resistir, será capaz de comerse
a sí mismo... Pero veamos qué se hace con ese pobre Gasparó, hija
mía; yo creo que debes ir a enterrarle a la Plaza del Vino, donde se
ha hecho una gran fosa, porque si dejamos aquí su pobre cuerpo, puede
corromperse la atmósfera de esta casa más de lo que está.

--¿De modo que usted le da por muerto? --preguntó Siseta con
desesperación.

--Siseta, nuestra misión en el estado a que han llegado las cosas, sin
alimentos ni medicinas que recomendar, se reduce a evitar los horribles
efectos de la descomposición atmosférica. Si pudiéramos tener a mano
buenas tazas de caldo, un poco de vino blanco y algunos emolientes y
eméticos, creo que sería fácil tornar la salud a la robusta naturaleza
de ese niño; pero es imposible: no hay nada. ¡Felices los que se
mueren! Si no consigo salvar a mi hija, me pondré en la muralla, cuando
haya otro asalto, para morir gloriosamente... Pobre Gasparó: ¡con
cuánto placer te cuidaría, si viera en ti esperanzas de vida! Siseta,
sentiría mucho que mi hija conociera la proximidad de un moribundo. En
caso de que Gasparó llore o chille, le mandarás callar. Adiós, adiós,
hijos míos; cuidado con mis instrucciones.

Y subió. Tenía todas las apariencias de un loco.

       *       *       *       *       *

Siseta destrozó un mueble, calentó agua con él, y diose a aplicar al
enfermo en diversas formas una terapéutica de su invención, compuesta
de agua tibia en bebida, en cataplasmas, en friegas, en rociadas,
en parches. Como advirtiera cierta quietud en el enfermo, creyola
repentina mejoría, por efecto de sus extraordinarios específicos, y
dijo con tanta inocencia como alegría:

--Andrés, me parece que está mejor. Se ha dormido. Mi madre decía que
el agua del Oñar era la mejor medicina del mundo, y con agua se curaba
ella todos sus males. ¿Ves como está más tranquilo? Cuando despierte
querrá ir a jugar con sus hermanos. ¿Pero dónde están esos malditos?
¡Badoret, Manalet!...

Siseta les llamó gritando varias veces, y los muchachos no parecían.
Estaban en la casa del canónigo.

Yo subí a ver a D. Pablo y a su hija, y encontré a esta tan abatida y
desfigurada, que cuando cerraba los ojos, quedándose sin movimiento con
la cabeza hundida entre los almohadones, parecía realmente muerta. Ya
era casi de noche, y el doctor, sentado junto al velador, escribía su
diario.

--Andrés --me dijo Nomdedeu--, te agradezco que vengas a hacerme
compañía. ¿No me guardas rencor por lo de esta mañana? Eres un buen
muchacho, y sabes hacerte cargo de las circunstancias. En estos casos
no hay amigo para amigo, ni hermano para hermano. Ahora mismo, si
metieras tu mano en el plato donde va a comer mi hija, creo que te
mataría.

--¿Y la señorita Josefina --le pregunté--, cree todavía que hay fiestas
en Gerona, y que mañana irá a Castellá?

--¡Ay! no. La ilusión duró hasta el día siguiente nada más. Su
estado moral es espantoso. Ya no puede ocultársele nada, y es inútil
representar comedias como la de la otra noche. Lo sabe todo, y no
ignora los últimos pormenores, gracias a una indiscreción de esa
endiablada señora Sumta, a quien de buena gana arrastraría por los
cabellos. Figúrate, Andrés, que una de estas noches, cuando yo estaba
curando enfermos por esas calles, la tal señora Sumta, que a más de
ser curiosa como mujer, es entrometida y novelera como un chico de
diez años, deseando dar a su entendimiento el pasto de una belicosa
lectura en armonía con sus aficiones militares, sacó de la alacena
de mi despacho este diario que estoy escribiendo, y se puso a leerlo
aquí mismo delante de mi hija. Esta sintió al instante deseos de
enterarse también, y la muy necia de la señora Sumta se lo permitió,
añadiendo de su propia cosecha comentarios encomiásticos de los empeños
y heroicidades del sitio. Cuando volví, mi hija había llegado a las
últimas páginas, y en su calenturienta atención y curiosidad se le
iba el alma a pedazos. La lectura la embelesaba y la mataba al mismo
tiempo, y el terror y la admiración compartíanse el dominio de su alma.
¡Ay, cuánto trabajo me costó arrancarle de las manos el malhadado
diario! La pobrecita no durmió en toda la noche, y puesto su cerebro
en erección, allí era de ver cómo imaginaba batallas en la calle, cómo
sentía el ruido de las bombas, cómo aseguraba estarse quemando con
el resplandor de los incendios, cómo miraba los ríos de sangre que
enrojecían el Ter y el Oñar, sin que me fuera posible tranquilizarla.
La infeliz corría de una parte a otra de la habitación como una loca,
y llamaba a voces a D. Mariano Álvarez, ensalzando la bravura y grande
ánimo de nuestro Gobernador. Otras veces, dominada por el miedo, me
pedía que la escondiese en lo más profundo de los pozos para no oír el
zumbido de los cañonazos ni ver el resplandor de las llamas. Tan pronto
su delicado organismo nervioso, que es su naturaleza toda, se crispaba
dándole actividad febril, como cuando dominados por el entusiasmo nos
centuplicamos; tan pronto abatiéndose llorosa, su cuerpo caía flojo y
blando como una madeja. Precisamente, la falta del sentido acústico,
que parece debía ser un descanso para su espíritu, es un verdadero
tormento, porque oye rumores que sin existencia real retumban en su
cerebro, y los espectros del sonido aterran su imaginación más que los
de la vista. ¡Pobrecita hija mía! Creí verla morir en una de aquellas
crisis. Era su vida como un hilo delgado que por intervalos se pone
tirante, tirante, amenazando romperse. Yo tenía el alma en suspenso,
y comprendiendo que contra tal estado de nada valen la ciencia ni los
cuidados, me crucé de brazos y bajé la frente esperando el fallo de
Dios. De este modo ha pasado algunos días, Andrés, y últimamente todos
los síntomas de desorden nervioso han desaparecido, para no quedar más
que el del miedo, un miedo en el último grado de lo deprimente, que la
tiene aplanada, moribunda. ¿Ves esa cara, ves esa expresión soñolienta
y abatida, esa diafanidad propia de los primeros instantes de la
muerte? ¿Por ventura eso tiene apariencia de vida? No parece sino que
este simulacro de existencia permanece ante mis ojos por disposición
milagrosa del cielo para consolarme durante la ausencia real de mi
verdadera y querida hija.

Después de un largo y triste silencio, continuó así:

--Andrés, mañana saldrá el sol; mañana habrá lo que en nuestro lenguaje
llamamos día; mañana tendremos otro hoy, es decir, nuevos apuros.
Veremos qué miga de pan me reserva Dios para el día que ha de venir.
Como quiera que sea, mi hija tendrá mañana su plato en esta mesa. Así
ha de ser, cueste lo que cueste.

Y dicho esto, siguió redactando su diario.

Cuando volví al lado de Siseta, la encontré más tranquila, engañada
por el aparento alivio del pobre niño. Su principal inquietud
consistía entonces en la ausencia de Badoret y Manalet, que, a pesar
de lo avanzado de la noche, no volvían a casa. Pero de acuerdo les
supusimos ocupados en explorar la habitación vecina, y no se habló más
sobre el particular. Retireme yo a mi guardia, pesaroso de dejarla
sola, y durante toda la noche estuve mortificado por cavilaciones y
presentimientos que no me dejaron dormir.



XV


Al día siguiente no ocurrió novedad particular. Gasparó seguía lo
mismo. Badoret y su hermano aparecieron tras larga ausencia, llenos de
rasguños, contusiones, magulladuras y mordidas; pero muy contentos con
los cuartos que recientemente les había proporcionado su industria. A
pesar de este refuerzo pecuniario, aquel día fue el abastecimiento de
la casa más penoso y difícil que otro alguno, y Siseta, desmejorándose
por grados, perdía robustez y salud de hora en hora. Como entonces
ocurrieron acontecimientos terribles en nuestra casa, no puedo pasarlos
en silencio. Al rayar el día, despertome de un breve y pesado sueño el
golpear de un pie, que no por ser de amigo carecía de dureza, y cuando
abrí los ojos me encaré con el tambor del regimiento, Felipe Muro, que
me dijo:

--Ha caído una bomba en la casa del canónigo Ferragut, calle de
Cort-Real, y el tejado ha ido a buscar refugio dentro de los cimientos.
Yo lo he visto, Andrés. Tu amigo el médico, D. Pablo Nomdedeu, salió a
la calle gritando y bufando en cuanto vio arder las barbas del vecino.
Felizmente la casa no ardió, y hasta hoy no tiene más avería que haber
sido aplastada como un buñuelo. ¿No vas allá?

De buena gana habría corrido al lugar de la catástrofe; pero la
ordenanza me ataba a la muralla de Alemanes durante algunas horas,
y esperé con horrible ansiedad. Cuando me encontré libre y pude
trasladarme a la calle de Cort-Real, vi con alegría que mi casa estaba
intacta, aunque amenazada de algún deterioro por la repentina falta del
apoyo de la contigua, cuya fachada yacía casi totalmente en el suelo,
viéndose desde la calle el interior de las habitaciones con parte de
los muebles en la misma situación en que los dejó el dueño al abandonar
su domicilio. Mentalmente di gracias a Dios por haber librado de la
desgracia la casa de los míos, y corrí al lado de Siseta, a quien
encontré en el taller y en el mismo sitio donde la había dejado la
noche anterior, junto al lecho de su hermano. La consternación de la
pobre muchacha era tal, que no acerté a tranquilizarla con inútiles
consuelos.

--Siseta --le dije--, es preciso resignarse a lo que quiere Dios. ¿Y tu
hermano?

No me contestó, ni había para qué, porque su hermano se moría. Ella
misma hallábase en tan lastimosa situación física y moral, que solo por
un enérgico propósito de su fuerte espíritu se mantenía vigilante y
atenta a la agonía del pobre Gasparó. Sin el dolor, Siseta habría caído
al suelo, abatida por el insomnio y la inanición; pero despreciaba su
propia existencia, y para atenderla era preciso que desapareciese la de
los demás.

--¿El Sr. Nomdedeu no ha asistido a tu hermano? --le pregunté.

--No --repuso--. El Sr. D. Pablo dice que aquí nada falta sino echarle
tierra encima.

--¿Y es posible que no te haya proporcionado algunas medicinas? Si él
quisiera, podría hacerlo.

--Dice que no hay medicinas.

--Dime: ¿Gasparó ha tomado algún alimento?

--Nada. Con los cuartos que trajeron ayer los chicos, se compró un
pedacito muy pequeño de cecina, y lo puse en las parrillas; y esta
mañana vino D. Pablo, se me arrodilló delante llorando a moco y baba, y
como a pesar de esto me resistiera a dárselo, amenazome con matarme, y
se lo llevó.

--¿Tú tampoco has tomado nada?... ¡Oh! Es preciso que yo le siente la
mano a ese ladronzuelo de D. Pablo. ¿Tenemos nosotros obligación de
mantenerle a su hija? ¿Y tus hermanos?

--No sé dónde están --repuso Siseta con profundo terror--. Desde anoche
no han vuelto a casa.

--Pero, Siseta --exclamé con angustia--, no irían a la casa del
canónigo. ¿Sabes que se ha venido al suelo?

--No sé si irían allá... Esta mañana sentí un gran ruido. Creí que era
esta casa la que se venía al suelo, y abrazando a mi hermano cerré los
ojos y me encomendé a Dios. Pero luego que cesó el ruido, miré al techo
y lo vi en el mismo sitio. La gente gritaba en la calle, y era difícil
respirar, a causa del polvo. No, Dios mío, no es posible que mis
hermanos estuvieran hasta hoy dentro de esa casa. Yo creo que habrán
ido al mercado a vender lo que hayan cogido.

Cada palabra pronunciada era un esfuerzo angustioso de la decaída
naturaleza de Siseta. Cubría su frente helado sudor, y sentada en el
suelo apoyaba sus brazos en la estera para sostenerse. Pálida como la
misma muerte, y con los ojos apagados y hundidos, daba pena de ver cómo
se agostaba aquella planta, sin poder echarle un poco de agua.

De repente bajó metiendo mucho ruido el Sr. Nomdedeu, que al verme me
dijo:

--¡Oh, Andresillo! ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! Supongo que
traerás algo. Tú eres generoso, y no te olvidas de los buenos amigos.

--Nada traigo, señor doctor; y si trajera, no sería para usted. Cada
cual se las componga como pueda.

--¡Qué bromas gastas! Supongo que traerás siquiera un poco de trigo.
Y tú, Siseta, ¿tienes algo para mí? ¿Tus hermanos no han traído nada?
¡Oh, amigos míos de mi alma! ¿No hay nada para este pobre infeliz
que ve morir a su hija? Andrés, Siseta --añadió juntando las manos
y poniéndose de rodillas delante de nosotros--, haced la caridad,
por amor de Dios, que todo lo que tuviereis de menos en la tierra lo
tendréis de más en el cielo. Ya sabéis que _aquí dan uno por ciento y
allá dan ciento por uno_. Andrés, Siseta, queridísimos amigos míos,
vosotros que nadáis en la abundancia, socorred a este mendigo. Nada
me queda ya: he vendido todos mis libros, y con las plantas de mi
magnífico herbario, que he reunido durante veinte años, he hecho un
cocimiento para dárselo a ella. Solo me restan las plantas malignas o
venenosas, y la incomparable colección de _polipodiums_, que os puedo
vender... ¿De veras que no tenéis nada? No puede ser. Ustedes esconden
lo que tienen; ustedes me engañan, y esto no lo puedo consentir: no, no
lo consentiré.

De esta manera Nomdedeu pasaba de la aflicción amarga o una cólera
hostil y atrabiliaria, que a Siseta y a mí nos infundió bastante
recelo.

--Sr. Nomdedeu --dije, resuelto a alejar de nosotros huésped tan
importuno--, no tenemos nada. Ya ve usted. El pobre Gasparó se muere,
y no podemos darle un buche de agua con vino. Déjenos usted en paz o
tendremos un disgusto.

--Eso se verá. Yo no me voy de aquí sin algo. Ustedes esconden lo que
van comprando con los cuartos que traen los chicos. Mi hija no puede
seguir así muchas horas, Andrés. Que se rinda Gerona, sí señor, que
se rinda, y que se vaya al infierno con cien mil pares de demonios el
Sr. D. Mariano Álvarez, que ha dicho esta mañana: «Cuando la ciudad
principie a desfallecer, se hará lo que convenga.» No sé a qué espera.
Aún no cree que la ciudad está bastante desfallecida. ¡Oh! Lo que
debiera hacer el Gobernador es castigar a los pillos que acaparan las
vituallas, privando a sus semejantes de lo más preciso, y ustedes son
de estos, sí señor. Ustedes tienen esas arcas llenas de comestibles, y
lo menos hay ahí diez onzas de cecina y un par de docenas de garbanzos.
Esto es un robo, un robo manifiesto. Siseta, Andrés, amigos míos, ya he
vendido todas las estampas y cuadros de mi casa. ¿Queréis el perrito
que bordó en cañamazo mi difunta esposa cuando estaba en la escuela?
¿Lo queréis? Pues os le daré, aunque es una prenda que he estimado como
un tesoro, y de la cual hice propósito de no deshacerme nunca. Os doy
el perrito si me dais lo que está guardado en el arca.

Abrimos el arca, mostrándole su horrenda vaciedad; pero ni aun así
se dio por convencido. Estaba frenético, con apariencias de trastorno
semejante a la embriaguez, o al delirio de los calenturientos, y al
hablar, su lengua sin fuerza chasqueaba las palabras entonándolas
a medias, como un badajo roto que no acierta a herir de lleno la
campana. Temblaba todo él, y el llanto y la risa, la pena, la ira, la
resignación o la amenaza se expresaban sucesivamente en las rápidas
modificaciones de su fisonomía agitada y movible como la de un cómico.

Cuando me levanté para obligarle a salir, amenazome con los puños, y en
un tono que no es definible, pues lo mismo podía ser dolorido llanto
que honda rabia, nos dijo:

--Miserables, ladrones de lo ajeno. Haré lo que dice el Gobernador.
Sí, Andrés, Siseta. Mi hija no se morirá; mi pobre hija no se morirá;
porque cuando no haya otra cosa nos comeremos a ustedes, y después se
resolverá lo que más convenga.

Cuando se retiró, Siseta me dijo:

--Andrés, yo no sé si viviré mucho más que Gasparó. Haz el favor de
buscar a mis hermanos. Si Dios ha determinado que en este día se acabe
todo, se acabará. Somos buenos cristianos, y moriremos en Dios.



XVI


Dejando para más tarde la exploración al mercado, marché a la
abandonada vivienda de D. Juan Ferragut, canónigo de la catedral,
que desde los primeros días del sitio huyó de Gerona buscando lugar
más seguro. Aunque este veterano de las milicias docentes de Cristo
no figura en mi relación, debo indicar que era el primer anticuario
de toda la alta Cataluña; hombre eruditísimo e incansable en esto
de reunir monedas, escarbar ruinas, descifrar epígrafes y husmear
todos los rastros de pisadas romanas en nuestro suelo. Su colección
numismática era célebre en todo el país, y además poseía inapreciable
tesoro en vasos, lámparas, arneses y libros raros; pero el grande
amor que tenía a estos objetos no fue parte a detenerle en su huida,
abandonando la historia romana y carlovingia por poner en seguro la más
que ninguna inestimable antigualla de la propia vida. Luego una bomba
arregló el museo a su manera.

Entrábase en la desierta casa por una pequeña puerta que comunicaba
ambos patios, y que los vecinos solían tener abierta para venir a tomar
agua en el pozo del nuestro. Cuando penetré en el patio, hallé que
una gran parte de este se había trocado en recinto cubierto, formado
por la acumulación de vigas y tabiques atascados en un ángulo antes
de llegar al piso. Aquel improvisado techo no necesitaba sino ligero
impulso, una voz fuerte, una trepidación insensible para caer al suelo.
Adelantando cuidadosamente llegué a la caja de la escalera, abierta
a la luz y al aire por el hundimiento de las salas de la fachada y
de una parte del techo por donde penetró la bomba. Cubrían el suelo
muebles confundidos con trozos de pared, vidrios y mil desiguales
fragmentos de preciosidades artísticas, materia caótica de la historia,
que ningún sabio podía ya reunir ni ordenar. La escalera había perdido
uno de sus tramos, y para subir era preciso trepar, saltando abruptas
alturas. Desde abajo veíase el interior de una alcoba que debía de
ser la del señor canónigo, la cual pieza con un testero de menos, y
conservando parte de sus muebles, se asemejaba a los aposentos de
juguete para los niños, cuando se les quita la tapa o pared lateral,
cuya ausencia permite ver el lindo interior. Si algunos cuadros, cofres
y roperos manteníanse arriba en los mismos puestos que desde luengos
años ocupaban, en cambio la cama del canónigo yacía en el hondo de la
escalera en una postura que podemos llamar boca abajo. Los gruesos
pilares de aquel mueble, que no era otra cosa que un mediano monte de
roble, aparecían por diversos puntos tronchados, esparciendo sus agudas
astillas, y las colgaduras en desorden dejaban ver entre sus pliegues
los brazos de marfil de un Santo Cristo, y las secas ramas de unas
disciplinas. De entre los despojos de la piedra, y en la oscuridad de
los rincones y honduras que formaban, vi surgir el brillo de dos discos
luminosos, como dos puntos, como dos ojos que me miraban. A pesar de
que sentí súbito temor, bajeme a recoger aquellas luces. Eran los
espejuelos del buen Ferragut.

En la imposibilidad de subir, di voces al pie de la escalera, por ver
si desde aquellas solitarias cavidades me respondía alguno de los
muchachos a quienes buscaba. Grité con toda la fuerza de mis pulmones:
¡Badoret, Manalet! pero nadie me respondía. Recorrí todo lo bajo,
explorando lo más escondido y lo más peligroso de los escombros, y solo
encontré la barretina de uno de los chicos; pero esto no era suficiente
razón para suponer que ellos existiesen bajo las ruinas. Por último,
regresando al hueco oí un agudo silbido, que resonaba en lo más alto
del tejado. Esperé un rato, y en breve oyéronse de nuevo los mismos
agudos sones, y apareció una figura, que desde arriba con evidente
peligro se inclinaba para mirar hacia el fondo. Era Badoret.

El muchacho, poniéndose ambas manos en la boca, gritó:

--¡Manalet, alerta!

Y luego, forzando la voz, añadió:

--¡Allá van! ¡Allá va Napoleón, con toda la guardia imperial y la tropa
menuda!

Dicho esto desapareció, y yo me quedé absorto esperando ver a Napoleón
con toda la guardia imperial. En efecto: por la rota escalera descendía
a escape tendido un numeroso ejército cuyos precipitados pasos metían
bastante ruido. Saltaban de peldaño en peldaño por entre los pedazos
de vigas, y con ligereza suma franqueaban los claros de la escalera,
gruñendo, chillando, escarbando, describiendo piruetas, curvas,
círculos, y empujándose, confundiéndose y precipitándose unos sobre
otros.

Delante iba el mayor de todos, que era grandísimo, como ser de
privilegiada magnitud y belleza entre los de su clase, y seguíanle
otros de menor talla, y muchos pequeños, entre los cuales los había
jovenzuelos, juguetones y muchos graciosos niños. No eran docenas, sino
cientos, miles, ¡qué sé yo! un verdadero ejército, una nación entera,
masa imponente que en otras circunstancias me habría hecho retroceder
con espanto. Las oscilaciones de sus largos rabos negros eran tales,
que parecían culebras corriendo en medio de ellos, y sus brillantes
ojos de azabache expresaban el azoramiento y la ansiedad de retirada
tan vergonzosa. Venían hostigados, y la inmunda caterva pasó junto a mí
y en derredor mío con rapidez inapreciable, escurriéndose por entre los
escombros hacia el patio. Seguíalos yo con la vista, y por una oscura
puertecilla que vi en la pared, sumergiéronse todos en un segundo, como
chorro que cae al abismo.

Yo no había visto aquella puerta abierta en un ángulo y que ocultaban
dos toneles puestos en el patio. Acerqueme a ella y desde la boca grité:

--Manalet, ¿estás ahí?

Al principio no sentí rumor alguno, sino un lejano y vago son de
hojarasca que me pareció producido por las pisadas de la guardia
imperial sobre montones de yerba seca. Pero al poco rato creí sentir
como voces y lamentos que al principio parecieron aprensión mía o eco
de mis propios gritos; pero oyendo que se repetían más acentuados cada
vez, resolví aventurarme en lo interior del aposento oscurísimo que
ante mí se abría.

Nada pude ver en los primeros momentos; mas a poco de estar allí,
distinguí las formas robustas de las tinajas y toneles, cajones
rotos, arreos de caballerías y carros, y mil objetos de indefinible
configuración, que iban saliendo poco a poco de la oscuridad a medida
que mis ojos a ella se acostumbraban.

El sitio era poco agradable, y no sé por qué las barrigas de aquellas
tinajas me ofrecían un aspecto temeroso, causa para mí de invencible
horror. Reconocí en aquellas formas extravagantes las de ciertos
monstruos que venían a amedrentarme en mis sueños de enfermo, y no les
faltaba más que cuatro patas resbaladizas, húmedas, cartilaginosas,
para arrojarse sobre mí. A los pocos pasos produje el mismo ruido de
hojarasca que antes había sentido, y observé que pisaba grandes capas
de yerba seca, depositada allí sin duda para bestias que no habían de
comerla.

De pronto, señores, sentí que las hojas sonaban pisadas por mil
patitas, y los cabellos se me erizaron de espanto. ¿Por qué, si allí no
había leones, ni tigres, ni culebras, ni ningún animal verdaderamente
fuerte y temible? Lo cierto es que tuve miedo, un miedo inmenso que
heló la sangre en mis venas, dejándome atónito y paralizado. Quise
huir, y hundime en la yerba seca. Revolví los ojos en torno mío, y
aumentó mi terror al ver que se disponía para acometerme por distintos
lados, con la rabia de mil bestias feroces, todo el ejército imperial.

En un instante me sentí mordido y rasguñado en los tobillos, en las
piernas, en los muslos, en las manos, en los hombros, en el pecho.
¡Infame canalla! Sus ojuelos negros y relucientes como cuentas, me
miraban gozándose en la perplejidad de la víctima, y sus hocicos
puntiagudos se lanzaban con voracidad sobre mí. Grité, pateé, manoteé;
pero la flojedad del suelo en que me sostenía imposibilitaba mi
defensa, y con esfuerzos extraordinarios pugnaba por echarme fuera
de aquel mar de hoja seca, en el cual, si era difícil el correr, más
difícil era el nadar. La turba insolente, aguijoneada por el hambre,
a atacarme se atrevía. ¿Qué puede uno solo de aquellos miserables
animaluchos contra el hombre? Nada; pero ¿qué puede el hombre contra
millares de ellos, cuando la necesidad les obliga a asociarse para
combatir al rey de la creación? Hallándome sin defensa, exclamé con
angustia:

--¡Badoret, Manalet, venid en mi auxilio! ¡Socorro!

Por último, conseguí poner el pie en tierra firme, y sacudiendo
manotadas a diestro y siniestro, logré aminorar el vigor del ataque.
Corrí de un lado para otro, y me siguieron; subime a un gran tonel,
y veloces como el rayo subieron ellos también. Su estrategia era
admirable: adivinaban mis movimientos antes de realizados, y como
saltara de un punto a otro, me tomaban la delantera para recibirme en
la nueva posición. Animábanse en el combate por un himno de gruñidos
que a mí me daba escalofrío; diríase que rechinaban en acordada música
militar sus dientes, demostrando gran rabia y despecho, todos aquellos
que no podían hacerme presa.

¡Terrible animal! ¡Qué admirablemente le ha dotado la Providencia para
que se busque la vida a despecho del hombre, para que se defienda
contra las agresiones de fuerza superior, para que venza obstáculos
naturales, para que haga suyas las más laboriosas conquistas humanas,
para que mantenga su inmensa prole en lo profundo de la tierra y
al aire libre, en los despoblados lo mismo que en las ciudades! La
Providencia le ha hecho carnívoro para que encuentre alimento en todas
partes; le ha hecho roedor para que devore a pedazos lo que no puede
llevarse entero; le ha dado ligereza para que huya; blandura para que
no se sientan sus alevosos pasos; finísimo oído para que conozca los
peligros; vista penetrante para que atisbe las máquinas preparadas
en su daño, y agudo instinto para que con hábiles maniobras burle
vigilancias exquisitas y persecuciones injustas. Además posee infinitos
recursos, y como bestia cosmopolita, que igualmente se adapta a la
civilización y al salvajismo, posee vastos conocimientos de diversos
ramos, de modo que es ingeniero, y sabe abrirse paso por entre paredes
y tabiques para explorar nuevos mundos; es arquitecto habilísimo, y se
labra grandiosas residencias en los sitios más inaccesibles, en los
huecos de las vigas y en los vanos de los tapiales; es gran navegante,
y sabe recorrer a nado largas distancias de agua, cuando su espíritu
aventurero le obliga a atravesar lagunas y ríos; se aposenta en las
cuadernas de los buques, dispuesto a comerse el cargamento si le dejan,
y a echarse al agua en la bahía para tomar tierra si le persiguen;
es insigne mecánico, y posee el arte de transportar objetos frágiles
y delicados, secretos de que el hombre no es ni puede ser dueño; es
geógrafo tan consumado, que no hay tierra que no explore, ni región
donde no haya puesto su ligera planta, ni fruto que no haya probado,
ni artículo comercial en que no haya impreso el sello de sus diez y
seis dientes; es geólogo insigne y audaz minero, pues si advierte
que no disfruta de grandes simpatías a flor de tierra, se mete allí
donde jamás respiró pulmón humano, y construye bóvedas admirables por
donde entra y sale orgullosamente, comunicando casas y edificios, y
huertas y fincas, con lo cual abre ricas vías al comercio y destruye
rutinarias vallas; y por último, es gran guerrero, porque además de
que posee mil habilidades para defenderse de sus enemigos naturales,
cuando se encuentra acosado por el hambre en días muy calamitosos,
reúne y organiza poderosos ejércitos, ataca al hombre, y al fin, si
no halla medio de salir del paso, estos ejércitos se arman unos contra
otros, embistiéndose con tanto coraje como táctica, hasta que al fin el
vencedor vive a costa del vencido.

Poseyendo un gran sentido civilizador, se acomoda al carácter de las
comarcas y regiones que escoge para desarrollar su genio activo, y
come siempre de lo que hay. Eso sí, no respeta ni sabe respetar nada:
en el tocador de la dama elegante se come los perfumes, y en casa del
boticario las medicinas. En la iglesia hace mil condimentos con las
reliquias de los santos, y en los teatros se apropia los coturnos de
Agamenón y la loriga de D. Pedro el Cruel. Artista a veces, si el
destino le lleva a los museos, se almuerza a Murillo y cena con algo
de Rafael, y cuando acierta a penetrar en casa de los anticuarios o
de los eruditos, se convierte en uno de estos por la influencia de la
localidad, es decir, que se traga los libros.

Todas estas eminentes cualidades las desplegó contra mí la inmensa
falange. Aquellos padres que por dar de comer a sus hijos, aquellos
amantes esposos que por librar de la muerte a sus mujeres no vacilaban
en mirar frente a frente a un ser superior, tenían toda la perversidad
que dan las supremas exigencias de la vida. Pero era realmente una
vergüenza para mí el rendir mi superioridad de fuerza y de inteligencia
ante aquella chusma de los bodegones que, procedente de distintos
puntos de la ciudad, por caminos solo sabidos de ella sola, se había
reunido en tal sitio. Así es que, reponiéndome al cabo de algún tiempo
de mi primitivo susto, arrebaté un palo que al alcance de la mano vi, y
haciendo pie firme sobre el tonel, comencé a descargar golpes a todos
lados, increpando a mis enemigos con todos los vocablos insultantes,
groseros y desvergonzados de la lengua española.

Si no obtuve desde luego por este medio ventajas positivas, conseguí
al menos amedrentar a los pequeños, que eran los más insolentes, y
solo los grandes continuaron empeñados en roerme. Pero los grandes me
ofrecían blanco más seguro, y he aquí que después de un rato de combate
peligroso, incesante, en que multiplicaba los movimientos de mis brazos
y piernas con rapidez más propia de un bailarín que de un guerrero,
comencé a adquirir alguna ventaja. La ventaja en las batallas, una vez
que se manifiesta, va creciendo en proporción geométrica, determinada
por los temores y recelos del que flaquea, por el orgullo y reanimación
del que gana terreno; y esto me pasó a mí, que al fin, señores míos, a
fuerza de trabajo y constancia pude adquirir el convencimiento de que
no sería devorado.

Cuando me vi libre de la guardia imperial (pues no renuncio a darle
este nombre), me hallaba tan cansado que di con mi cuerpo en tierra.

--Si me atacan otra vez --dije para mí--, acabarán conmigo.



XVII


Pero en la desbandada del numeroso ejército, no abandonaron el campo
todos los combatientes; no: allí enfrente de mí, arrastrando por el
suelo su panza formidable, estaba uno, el más grande, el más fuerte,
¿por qué no decirlo? el más hermoso de todos, fijando en mí el
chispeante rayo de sus negras pupilas, con la oreja atenta, el hocico
husmeante, las garras preparadas, el pelo erizado, y extendida la
resbaladiza cola, escamosa y parduzca.

--¡Ah, eres tú, Napoleón! --exclamé en voz alta como si el terrible
animal entendiese mis palabras--. Ya te reconozco. Eres el mayor y el
más fuerte de todos; eres el que iba delante cuando bajabais por la
escalera. Infame, tu corpulencia y tus años te dan sobre los de tu
ralea la superioridad que demuestras; pero eres un egoísta que por
tu propio provecho, reúnes a tus hermanos para que te ayuden en tus
carnicerías. Miserable, ellos están flacos y tú estás gordo. Lo que
ellos husmean tú te lo comes, y a falta de otro manjar, devorarás a los
pequeñuelos que te siguen, orgullosos de tener un general tan bravo.
Miserable, ¿por qué me miras? ¿Crees que te temo? ¿Crees qué temo a una
vil alimaña como tú? El hombre, que a todos los animales domina, que
de todo se vale, que se alimenta con los más nobles, ¿temblará ante un
indigno roedor como tú?

Corrí hacia él; pero desapareció agachándose para esconderse entre
unos maderos. Despejé aquel sitio; pero él se escurrió ligeramente y
le perdí de vista. Esta exploración me llevó muy adelante en la larga
bodega, y en la crujía inmediata vi que se desparramaban a un lado y
otro, corriendo por encima de las tinajas y por las mil sinuosidades de
la pared, mis enemigos de un momento antes. Todos me miraban pasar, y
corrían de un lado a otro. No me queda duda de que eran algunos miles.
A cada instante me parecía mayor su número.

En un rincón de la última crujía había un pequeño tonel en pie, tapado
con una baldosa, con aspecto muy parecido al de una colmena. Cierto
vago rumor que de allí salía, me hizo fijar la atención, y entonces vi
que la boca del tonel estaba de frente. Pero lo que me causó sorpresa
no fue esto, sino que por dicha boca apareció un dedo, y después dos.
En el mismo momento una voz al mismo tiempo infantil y cavernosa, como
toda voz de niño que sale por el agujero de un tonel, llegó a mis oídos
diciendo:

--Andrés, ya te veo. Aquí estoy. Soy yo, Manalet. ¿Se ha ido esa
canalla? Me he encerrado aquí para que no me comieran, y he tapado mi
casa con una baldosa. ¿Tienes algo de comer?

--No: ya puedes salir. No tengas miedo --le respondí.

--Están ahí todavía. Siento sus patadas. Son cientos de miles. Ayer no
había tantos; pero Napoleón ha ido esta mañana y ha vuelto con no sé
cuántos miles más. Toma este eslabón y esta yesca, Andrés. Prende fuego
en un manojo de yerba, teniendo cuidado de que no se encienda todo, y
verás cómo echan a correr.

Diome por el agujero el pedernal, eslabón y pajuela, y al punto hice
fuego. Cuando el resplandor de la llama iluminó las oscuras bóvedas y
muros, todos los caballeros corrieron despavoridos, y bien pronto no
quedó uno. Ignoro el lugar de su repentina retirada.

--Se han ido --dije--. Ya puedes salir.

Entonces vi que se levantaba la baldosa que tapaba el tonel, y
aparecieron los cuatro picos negros de un bonete de clérigo. Debajo de
este tocado se sonreía con expresión de triunfo la cara de Manalet.

--Si tú no vienes --dijo--, ¿qué hubiera sido de mí?

--¡Bonito sombrero! --exclamé riendo.

--Perdí la barretina, y como tenía frío en la cabeza... ya ves.

--¿Y Badoret?

--Está en el tejado. Oye lo que nos pasó. Ayer cazamos algunos; pero
no pudimos coger a Napoleón, que así le llamamos por ser el más grande
y el más malo de todos. Cuando anocheció, anduvimos dando vueltas por
la casa y nos encontramos una cama; ¡qué cama, Andresillo! Era la del
canónigo. Como valía más que la nuestra, nos acostamos en ella; pero
no pudimos dormir, porque al poco rato sentimos un runrún de dientes
y uñas... Eran esos pillos que se estaban cenando la biblioteca. Nos
levantamos, Andrés, y les apedreamos con los libros y con los muchos
cacharros y figuritas de barro que el canónigo tiene allí. ¿Pues
creerás que no pudimos coger ninguno vivo? Perseguidos por nosotros,
se fueron en bandada al tejado, luego bajaron al patio, volvieron, y
nosotros siempre tras ellos sin poderlos pescar. Pero me dijo Badoret:
«Yo me voy al tejado, y les hostigaré para que bajen. Ponte tú a la
entrada de la bodega, detrás de la puerta, y conforme vayan entrando,
les vas descargando palos, y alguno ha de caer.» Así lo hicimos. Yo
bajé aquí, y desde arriba Badoret me decía: «Alerta, Manalet. ¡Allá
van!» ¿Querrás creer que estando yo en esa puerta entraron todos en
batallón con tanta fuerza que me caí al suelo? Cuando me levanté
encendí luz y todos se marcharon; pero luego volvieron y entre todos
casi me comen. ¡Ay, Andrés, qué miedo! Uno me roía por aquí, otro
por allá, y yo empecé a llorar, porque ya creía no volver a ver más
a Siseta, a Gasparó, a ti ni al Sr. Nomdedeu. Pero, amigo, oye lo
que hice para escapar: le recé a San Narciso y a la Virgen unos ocho
Padrenuestros lo menos, y cátate aquí que no había acabado de decir
_mas líbranos de mal, amén_, cuando, chico, suenan unos truenos, unos
cañonazos, unos estampidos tan terribles que aquello parecía la fin del
mundo. ¿Qué crees que era? Pues nada más sino que un gigante empezó a
dar patadas en la casa, encimita de aquí, y desde esta misma bodega
sentí caer las paredes. Allí habías de ver cómo corrían estos bichos,
llenos de miedo por los golpes que dio el gigante mandado por la Virgen
y San Narciso para salvarme. Me parece que aún le estoy oyendo.

--Pues qué, ¿habló también?

--Sí, hombre. ¡Pues no había de hablar! Después de dar muchas patadas,
dijo con un vocerrón muy fuerte: «¡Canallas, dejad a Manalet!» Pues
verás. Después de esto quise salir, pero no encontré la puerta. Me
volví loco dando vueltas para arriba y para abajo, y otra vez recé a
San Narciso y a la Virgen para que me sacaran. Nada, no me querían
sacar. Luego volvió Napoleón, y con él muchos, muchísimos más, porque
has de saber que por el agujero que está debajo de aquella pipa se
pasan de esta casa al almacén de la calle de la Argentería, y también
van al río, y a las casas de la plaza de las Coles. Como ahora no
encuentran qué comer en ninguna parte, andan de aquí para allí y entran
y salen. Pues, hijito, la volvieron a emprender conmigo, y la segunda
vez no me valió rezar diez y ocho o diez y nueve Padrenuestros. Lo que
hice fue encender luz, y entonces me dejaron en paz; pero tenía tanto
miedo que me metí en el tonel donde me encontraste, y lo tapé con la
baldosa para estar más seguro. Yo decía: «¿Pero tendré que estar aquí
un par de años, San Narcisito de mi alma?» Y me acordaba de Siseta y de
Gasparó. ¡Ay, Andrés, si no vienes tú, allí me quedo!

--Pues vámonos fuera --le dije tomándole por la mano--, y busquemos a
Badoret para salir de esta casa. Veo que los dos sois unos cobardes,
que os habéis dejado acoquinar por esos animalitos. ¿Habéis llevado
algo al mercado?

--¡Qué habíamos de llevar! Espérate y verás. Hemos de coger vivos un
par de docenas, y si tú nos ayudas... Andresillo, Napoleón vale lo
menos nueve reales. Si le cogiéramos...

Salimos fuera, y Manalet se sorprendió de ver los destrozos causados en
la casa por la explosión del proyectil.

--Mira los desperfectos hechos por el gigante que vino a salvarte,
Manalet. Ahora tratemos de subir en busca de tu hermano.

--En el otro patio hay una escalera chica por donde se puede subir
--dijo--. ¡Cómo está la casa! Bien decía yo que el gigante, por querer
meter mucho ruido, la destrozó toda.

Subimos, y en ninguna de las habitaciones del piso principal vimos
al buen Badoret. Le llamábamos, pero ninguna voz nos respondía.
Por último, le hallamos dormido sobre una cama colocada en uno de
los últimos aposentos del desván. Despertámosle, y nos llevó a la
biblioteca, donde, según dijo, tenía un repuesto de víveres que había
encontrado en la casa.

--Sí, Sr. D. Andrés --dijo sacando gravemente una llave del bolsillo de
sus andrajosos calzones--. Aquí tengo una buena cosa.

Y abrió la gaveta de una gran cómoda antigua chapeada de marfil y
madreperla. Lo primero que vi fue un gran número de antiguas monedas
de cobre y plata, todas romanas, a juzgar por lo que había oído contar
de las colecciones del canónigo Ferragut. Badoret apartó a un lado
varios objetos, y descubrió un niño Jesús de esa pasta de alfeñique que
tan bien han hecho siempre las monjas.

--Este es un regalito que hicieron las monjas al señor canónigo --dije
tomándolo--. Se lo llevaremos a Siseta. En casos de hambre, es lícito
comerse lo ajeno. Muchachos, cuidado con coger una sola de esas monedas.

Al niño Jesús le faltaba una pierna, devorada por Badoret, y no pude
evitar que Manalet se comiese la otra.

--¿Tienes algo más? --pregunté.

--Sí --repuso Badoret--. Si el Sr. Andrés quiere unas lonjitas de
manuscrito de ochocientos años y una copa de tinta superior, se lo
puedo servir.

Por el suelo yacían, arrojados en desorden y medio roídos por los
ratones, los preciosos manuscritos y los incunables, reunidos en tantos
años por el celo y la paciencia del ilustre clérigo; y con un plano a
pluma de la vía romana ampurdanesa, Badoret se había hecho un sombrero
de tres picos.

--Aquí tengo un pincho que voy a llevar esta tarde a la muralla para
ver qué dicen de él los franceses --dijo el mismo, señalando una
partesana del Renacimiento, cuyo rico damasquinado causaría admiración
al menos entendido--. Por ese agujero que está en el rincón, salieron
varios generales que venían de la otra casa, y para cortarles la
retirada lo tapé con la cabeza de aquella estatua de mármol que está
debajo del sillón.

En efecto: una cabeza de ángel tapaba un agujero que se abría por el
desconche de la mampostería en el zócalo de la pieza. Estaba ajustado
y atacado con papeles y trozos de vitela, entre cuyos pliegues se
advertía el hermoso colorido y el oro de las letras pintadas por los
benedictinos de la Edad Media.

--Habéis destrozado todas las maravillas que aquí tenía el Sr. Ferragut
--dije con enfado--. En cambio de tanta pérdida, nada habéis podido
llevar hoy al mercado.

--Ya llevaremos, amigo Andrés --me contestó Badoret--. ¿Cómo está mi
hermana? ¿Cómo está mi señor hermano D. Gasparó? No salgo de aquí
sin llevarles una buena pieza. La cabeza del niño Jesús será para el
chiquito, el cuerpo para Siseta, un brazo para la señorita Josefina, y
otro para el Sr. Nomdedeu. Veremos si se coge a Napoleón. Anoche vino
aquí, y quiso llevarse un pedazo de vela de cera. Si no estoy pronto
a coger el violín en que tocaba el señor canónigo y a estampárselo
encima, carga con ella.

En el suelo yacía hecho astillas el Stradivarius del buen Ferragut;
pero Manalet le recogió, con intento, según dijo, de hacer un barco con
él.

--Andrés --dijo Badoret--. Napoleón es malo y traidor. No se deja
coger, y sabe más que todos nosotros. Cuando viene con su gente, él
se pone delante y les echa cada arenga... Si encuentran algo, él se
lo come y da hocicadas a los demás. Aunque le tires encima palos,
cacharros, estatuas, cuadros, monedas, libros, violines, bonetes, mapas
y cuanto hay aquí, no consigues matarle ni herirle. Te diré por qué. Tú
crees que Napoleón es una rata. Aviado estás. No es sino el Demonio, el
Demonio mismo. O si no, escucha. Anoche, después que bajó Manalet, me
tendí en la cama del canónigo, que es más blanda que la mía, y desde
que cerré los ojos sentí que me roían un dedo. Sacudí la mano y aquello
pasó. Pero luego empezaron a roerme otro dedo. ¡Ay, chico, qué miedo!
Volviéndome del otro lado, me puse panza arriba. Entonces el condenado
animal se me subió encima del pecho. Chico, cada pata pesaba tanto
como la torre de San Félix: ya me iba aplastando, aplastando, y no
podía respirar. Ya tenía el pecho como el canto de un papel... Aunque
me daba muchísimo miedo, tenía muchísima gana de verlo, y dije: «¿abro
los ojos o no los abro?» A veces decía: «los abro», y a veces decía:
«pues no los abro». Por fin, amigo, dije: «pues quiero verlo», y lo vi.
¡Jesús me valga! Lo tenía encima, echado sobre los cuartos traseros,
y con las patas delanteras tiesas. Me miraba, y los ojos no eran sino
como dos lunas muy grandes. En la punta de cada pelo negro tenía una
chispa de fuego, y los bigotes eran tan grandes, tan grandísimos como
de aquí... como de aquí, ¿hasta dónde diré? hasta el campanario de
las monjas Descalzas. El picarón estaba muy satisfecho mirándome, y
se relamía con una lenguaza de fuego encarnado tan grande como toda
la calle de Cort-Real, desde la plaza del Aceite hasta Ballesterías.
Yo quería saltar, pero no podía. ¡Pobrecito de mí! Quise echarme a
llorar llamando a Siseta, pero tampoco pude. Así estuve hasta que me
ocurrió decir: «Huye, perro maldito, al infierno.» Amigo, el animal
saltó bufando. Corrí tras él de un aposento a otro, y grité: «Por la
señal de la Santa Cruz.» Del dormitorio corrió a la biblioteca, de la
biblioteca al dormitorio, hasta que al fin... ¿qué pensarás que hizo?
¡Bendita sea mi boca! Pues reventó, quiero decir, saltó contra las
paredes y el techo, y paredes y techo todo se vino abajo. La escalera
que está pegada al dormitorio se cayó, haciendo un ruido, ¡qué ruido!
Las paredes iban retumbando así: bum, bum... la cama, los muebles, todo
se hizo pedazos, todo se cayó al fondo, y luego, chico, el patio subió
arriba: yo vi el brocal del pozo volando por los aires, y el tejado
se fue al patio y media casa se hizo polvo. Yo me acurruqué detrás de
ese armario, y allí, con las manos en cruz, recé hasta que se me secó
la lengua. Un sudor se me iba y otro se me venía. En fin, Andresillo,
hasta que no llegó el día, no salí del rincón, ni se me quitó el
miedo. Luego subí al desván; estuve rondando por las buhardillas que
no se habían hecho pedazos, y allí me encontré otra vez con el señor
Napoleón, seguido de su guardia imperial. Les hostigué: se retiraron
por la escalera abajo, llamé a Manalet, no me respondió, me metí en
el cuarto del canónigo, registrando todo, y en el arca encontré el
niño Jesús de alfeñique, y después, sin saber cómo ni cuándo, quedeme
dormido en la cama donde me encontraste.

--Pues ahora a casa. Vuestra hermana está con cuidado por ausencia tan
larga.

--Despacio, amigo Andrés --me contestó el mayor--. Mira lo que tengo
aquí preparado. ¿Ves este gran artesón? Pues se le pone boca abajo,
levantado por un lado con una cañita; se ata a la punta alta de la
cañita un hilito; se ponen debajo unos pedazos de ratoncillos muertos
que hay en la escalera, los cuales quemaremos antes para que huelan;
plantamos en el patio toda esta artimaña, y nos escondemos en la
escalera con el hilito en la mano para poder tirar sin que nos vean.
Hacemos humo en el sótano quemando la yerba. Salen todos, con el gran
Napoleón a la cabeza, y este los lleva al artesón, que es España;
empiezan a roer, diciendo: «qué buena conquista hemos hecho»; entonces
tiramos del hilo, y España se les cae encima cogiéndoles vivos.



XVIII


Diciendo esto, cargaron con el artesón y bajáronlo al patio, y en un
instante el traidor aparato quedó muy bien instalado, con el cebo
dentro y el hilo en su sitio. España estaba dispuesta; no faltaba más
que la invasión francesa.

Badoret entró impertérrito en la bodega y volvió al poco rato, diciendo:

--Están en guerra unos con otros. Vengan acá, que esto merece verse.

Entramos, y, en efecto, vi la colosal batalla. Yo sabía que aquel
enérgico y emprendedor animal se vuelve en su desesperación contra
su propia casta cuando no encuentra en ninguna parte medios de
subsistencia; pero jamás había visto los choques de aquellos feroces
ejércitos, que embestían con la saña salvaje de las primitivas guerras
entre los hombres. Se arrojaban unos sobre otros, enredándose en
horroroso vórtice, y se clavaban sin piedad las terribles armas de sus
agudos dientes. Esta lucha no era en modo alguno una revuelta explosión
de odios y hambres individuales, sino que tenía conjuntos poderosos,
y las masas parduzcas indicaban empujes colectivos dirigidos por el
instinto militar que algunas especies zoológicas poseen en alto grado.

--Los que están bajo el tonel --dijo Badoret--, son los del lado de
allá del Oñar, que han venido nadando. Con ellos están todos los de la
parroquia de San Félix, y los de este lado son los de la plaza de las
Coles, los más gordos, los más bravos, y tienen por jefe a Napoleón.

--Pues esos que han venido nadando --dije yo-- no son otros que los
ingleses, y los de la parroquia de San Félix son la gente del Norte. Me
parece que va ganando Francia, es decir, la plaza de las Coles.

Sus gruñidos formaban un rumor espeluznante. Las desigualdades del
terreno permitían a los ejércitos desarrollar en gran escala poderosa
estrategia. Subían unos a apoderarse de un cajón vacío, y embestidos
hábilmente por la espalda, eran arrollados y expulsados de su posición.
Las masas pequeñas se reunían formando enorme cuña que al punto
desbarataba la extensa línea de los contrarios; estos, desorientados y
en desorden, reuníanse de nuevo concertando sus falanges, y sobre los
cadáveres exangües, las mil patitas marchaban con vertiginosa carrera.
Los más pequeños caían rodando impulsados por los grandes, y las panzas
blanquecinas vueltas hacia arriba, variaban el informe aspecto de los
valientes escuadrones. Las luchas individuales sucedían a los empujes
colectivos, y la heroica sangre teñía los feraces campos. ¿A quién
pertenece la victoria? Ahora lo veremos. Los de la plaza de las Coles
dominaron el tonel, y plantándose allá con provocativa presunción,
miraron, jadeantes aún de cansancio, cómo huían hacia el fondo de la
bodega las huestes destrozadas de la parroquia de San Félix y del otro
lado del Oñar.

--Badoret, Manalet --exclamé yo--, Francia es vencedora. ¿Veis? Ya
domina la hermosa Italia; observad cómo corre hacia el Norte esa nube
de tudescos y sajones. Pero esto no ha concluido. Vedle allí. Ved cómo
se relame, cómo enrosca el largo rabo reluciente cual una cuerda de
seda. Con los ojuelos negros, en que resplandece el genio de la guerra,
observa desde aquella altura las diversas comarcas que tiene a sus
pies, y los movimientos de sus desorganizados enemigos. Está midiendo
el terreno, y su previsión admirable adivina los sitios que escogerán
los otros para esperarle. Atended bien, Badoret y Manalet: reparad
que después que ha descansado un rato, gozándose allá arriba con sus
rápidos triunfos, se prepara a bajar de su trono. Inmensas falanges
llenas de entusiasmo le rodean, y allá en el Norte el espacio resuena
con el chirrido de mil dientes que chocan, y las colas azotan con
impaciencia el suelo. Nuevas batallas se preparan, Manalet y Badoret.
Esto no quedará así, y si no me engaño, el pérfido aspira a dominar
todos los subterráneos, desde el Galligans hasta el puente de piedra,
y ambas orillas del hermoso Oñar. ¿Oís? Las belicosas uñas se afilan
en el suelo, y en las cuentecitas de vidrio que tienen por ojos brilla
el ardor de los combates. La hora terrible se acerca, y el ogro,
hambriento de carne y nunca saciado, devorará a los hijos del Norte.
¡Ay! ¡Las pobres madres han concebido y dado a luz nada más que para
esto! Ya van; ya se acercan. Ved cómo todos los de la otra crujía se
reúnen, acudiendo de distintas partes. El ogro desciende pausadamente
de su trono, y una aureola de majestad le rodea. A su vista los débiles
se hacen fuertes, y los tímidos se arrojan a los primeros puestos. Ya
se encuentran, y está trabada de nuevo la feroz pelea.

Avanzamos para ver mejor, y vimos cómo se devoraban, llevando la
mejor parte los de abajo, es decir, Francia. Si los otros eran más
fuertes, estos parecían más ligeros. Los del lado allá del Oñar, los
de San Félix y el Matadero, se sostenían enérgicamente; pero al fin
no les era posible resistir el empuje de sus contrarios, que parecían
poseídos de sublime enajenación, y sus hociquitos negros y bigotudos lo
arrasaban todo delante de sí. Si lo que les impulsaba a la lucha era
pura y simplemente el anhelo de satisfacer su apetito, una vez trabada
aquella, despierto y exaltado el genio militar, los escuálidos soldados
no se acordaban de llenar sus panzas con los despojos del vencido, y
un ideal de gloria les impelía a lanzarse sobre los rotos escuadrones,
sobre las tinajas teñidas de sangre, sobre el tonel jamás conquistado,
dominándolo todo con su planta atrevida.

Creerán los oyentes que miento, que desfiguro los hechos, que pinto
lo que me conviene; juzgarán que mi cabeza, trastornada por las
penalidades y debilitada por la inanición, forjó ella misma para su
propio entretenimiento estas batallas de roedores, estas ambiciones de
la última escala animal, para representar en pequeño las de la primera.
Pero yo juro y perjuro que nada he dicho que no sea cierto, así como
también lo es que Badoret, al ver cómo se destrozaban, encendió una
buena porción de yerba, apartándola del resto para que no se declarase
incendio, y al instante el mucho y denso humo nos obligó a salir afuera
presurosamente.

--Ahora no quedará uno dentro --dijo Badoret--. Andrés, y tú, hermano,
coged un palo, y cuando salgan, de cada garrotazo caerá un regimiento.
Yo tiraré del hilo de la trampa. Si algún otro que el gran emperador se
acerca a comerse el cebo, espantadle con un golpe. En la trampa no ha
de caer sino Su Majestad.

Pronto la puerta de la oscura cueva empezó a vomitar gente, es decir,
guerreros de aquella formidable pelea que habíamos visto. Corrieron
por el patio en distintas direcciones, subieron la escalera, tornaron
a bajar, y no pocos de ellos se acercaron al artesón, en quien veían
los chicos nada menos que la representación genuina de nuestra querida
y desgraciada madre España. Badoret de improviso impúsonos silencio
diciendo:

--Ahí viene; apártense todos, y abran paso a su grandeza.

En efecto: el más grande, el más hermoso, el más gordo de aquellos
caballeros, apareció en la puerta del subterráneo. Desde allí
revolvió con orgullo a todos lados los negros ojos, y moviéndose
despaciosamente, arrastraba con elegantes ondulaciones el largo rabo.
Contrajo el hocico, mostrando sus dientes de marfil, y rasguñó el suelo
con majestuoso gesto. Anduvo largo trecho entre la turbamulta de los
suyos, que con desdén miraba, y al llegar a mitad del patio, vio aquel
inusitado aparato que teníamos dispuesto. Acercose, y estuvo mirándolo
por diversas partes, sorprendido sin duda de su extraña forma, y
solicitado de los olorosos reclamos del cebo hábilmente colocado
dentro. Muy por lo bajo, dije yo a Manalet:

--Este emperador tiene demasiado talento para meterse aquí.

--Quién sabe, Andresillo --me contestó el chico--. Como está tan
enfatuado con las batallas que acaba de ganar, y se le habrá puesto en
la cabeza que para él no hay ratoneras, ni trampas, ni lazos, puede que
se ciegue y se meta dentro.

Napoleón se acercó con paso resuelto. Aunque dotado de inmensa
previsión y de penetrante vista, el humo de gloria que llenaba su
cerebro había enturbiado sus poderosas facultades, y encontrándolo todo
fácil, sin ver más que a sí mismo y a su feliz estrella, precipitose
decididamente dentro de España. El hilo funcionó, y cayendo con
estrépito la artesa, Su Majestad quedó en la trampa.

--¡Ah, pícaro, tunante, ladrón! --gritó Badoret saltando de gozo--.
Ahora las vas a pagar todas juntas.

--Irá vivo al mercado --añadió el otro--, y nos darán por su cuerpecito
nueve reales. Ni un cuarto menos, hermano Badoret.



XIX


Atado por el rabo el vencedor de Europa, los chicos querían llevarlo al
mercado; pero yo lo tomé para mí, diciéndoles:

--Si trabajáis un poco más, no os faltarán otros respetables sujetos
que llevar al mercado. Dejad este para mí, que lo necesito, y coged a
Saint-Cyr, a Duhesme, a Verdier y a Augereau.

Haciendo, pues, nuevas y valiosas presas, se marcharon.

Yo atravesaba la puertecilla, mejor dicho, el agujero que comunicaba el
patio de la casa de Ferragut con la mía, cuando mi cabeza tropezó con
otra cabeza. Nos topamos el Sr. Nomdedeu y yo, él queriendo entrar y yo
queriendo salir.

--Detente un rato más, Andrés --me dijo con agitación--, y ayúdame.
¡Pero qué hermoso animal tienes ahí! ¿Cuánto pides por él?

--No lo vendo --repliqué con orgullo.

--Es que yo lo quiero --me dijo con firmeza, deteniéndome por un
brazo--. ¿Sabes que se ha muerto Gasparó? Mi hija se muere también,
es decir, quiere morirse; pero yo no lo permito, no lo permitiré, no
señor; estoy decidido a no permitirlo.

--Nada de eso me importa, Sr. Nomdedeu --repuse--. ¿Cómo está Siseta?

--¿Siseta? Se morirá también. He aquí una muerte que importa poco.
Siseta no tiene padre que se quede sin hija. ¿Me das lo que llevas ahí?

--Usted bromea. Adiós, Sr. Nomdedeu. Por aquella puerta se baja a donde
hay mucho de esto.

--¡Oh! ¡qué repugnante sitio! --exclamó el doctor--. Pero ¿qué llevas
ahí? Un niño Jesús de alfeñique. Dámelo, Andrés, dámelo. ¡Azúcar, Dios
mío! ¡Azúcar! ¡Qué rayo de luz divina!

--No puedo darlo tampoco. Es para Siseta.

El doctor se puso lívido, más lívido de lo que estaba, y mirome con una
expresión rencorosa que me llenó de espanto. Le temblaban los labios,
y a cada instante llevábase las convulsas manos a su amarillo cráneo
desnudo. Me infundía lástima; me infundía además su vista poderoso
egoísmo, y le detestaba, sí, le detestaba, sobre todo desde que tuvo la
audacia de mirar con sus ávidos ojos el niño Jesús sin piernas que yo
llevaba.

--Andrés --me dijo--, yo quiero ese pedazo de azúcar. ¿Me lo darás?

Examiné rápidamente a Nomdedeu. Ni él tenía armas, ni yo tampoco.

--Si no me lo das, Andrés --prosiguió--, yo estoy dispuesto a que se
pierda mi alma por quitártelo.

Diciendo esto, el doctor, sin darme tiempo a tomar actitud defensiva,
arrojose sobre mí y me hizo caer al suelo. Clavome las manos en los
hombros, y digo que me clavó, porque parecía que sus manos de hierro,
horadando mi carne, se hundían en la tierra. Luché, sin embargo,
en aquella difícil posición, y conseguí incorporarme. La fuerza de
Nomdedeu era vigorosa, pero de poca consistencia, y se consumía toda en
el primer movimiento. La mía, muscular e interna, carecía de rápidos
impulsos, pero duraba más. ¡Oh, qué situación, qué momento! quisiera
olvidarlo, quisiera que se borrara por siempre de mi memoria; quisiera
que aquel día no hubiese existido en la esfera de lo real. Pero todo
fue cierto y lo mismo que lo voy contando. Yo pesé sobre D. Pablo, como
él había pesado sobre mí, y pugné por clavarlo en el suelo. Yo no era
hombre, no: era una bestia rabiosa, que carecía de discernimiento para
conocer su estúpida animalidad. Todo lo noble y hermoso que enaltece
al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las
generosas potencias eclipsadas. Sí, señores: yo era tan despreciable,
tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto
despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis
manos, ¿qué manos? bajo mis garras a un anciano infeliz, y sin piedad
le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba
del fondo de mis entrañas, me hacía recrearme con mi propia brutalidad,
y aquella fue la primera, la única vez en que, sintiéndome animal puro,
me gocé de ello con salvaje exaltación. Pero no fui yo mismo, no,
no; lo repetiré mil veces: fue otro quien de tal manera y con tanta
saña clavó sus manos en el cuello enjuto del buen médico, y le sofocó
hasta que los brazos de este se extendieron en cruz, exhaló un hondo
quejido, y, cerrando los ojos, quedose sin movimiento, sin fuerzas y
sin respiración.

Me levanté jadeante y trémulo, con el juicio trastornado incapaz de
reunir dos ideas, y sin lástima miré al desgraciado que yacía inerte en
el suelo. El niño de alfeñique cayóseme de las manos, y Napoleón, que
durante la lucha se había visto libre, cargó con él, huyendo a todo
escape, con el hilo aún atado en la cola.

Esperé un momento. Nomdedeu no respiraba. La brutalidad principió a
disiparse en mí, y así como en las negras nubes se abre un resquicio,
dando paso a un rayo de sol, así en los negrores de mi espíritu se
abrió una hendidura, por donde la conciencia escondida escurrió un
destello de su divina luz. Sentí el corazón oprimido; mil voces
extrañas sonaban en mi oído, y un peso, ¡qué peso! una enorme carga,
un plomo abrumador gravitó sobre mí. Quedeme paralizado; dudaba si era
hombre; reflexioné rápidamente sobre el sentimiento que me llevara
a tan horrible extremo, y al fin, atemorizado por mi sombra, huí
despavorido de aquel sitio.

Pasé al otro patio, y entrando en casa de Siseta, la vi exánime sobre
el suelo. A un lado estaba el cadáver del pobre niño, y más al fondo
advertí la presencia de una tercera persona.

Era Josefina, que hallándose sola por largo tiempo en su casa, había
bajado arrastrándose. Examinó a Siseta, que lloraba en silencio, y a su
vista experimenté un temor inmenso, una angustia de que no puedo dar
idea, y la conciencia que hace poco me enviara un solo rayo, me inundó
todo de improviso con espantosas claridades. Un gran impulso de llanto
se determinaba en mi interior; pero no podía llorar. Retorciéndome los
brazos, golpeándome la cabeza, mugiendo de desesperación, exclamé sin
poder contener el grito de mi alma irritada:

--Siseta, soy un criminal. He matado al señor Nomdedeu, ¡le he matado!
Soy una bestia feroz. Él quería quitarme un pedazo de azúcar que
guardaba para ti.

Siseta no me contestó. Estaba estupefacta y muda, y la extenuación,
juntamente con el profundo dolor, la tenían en situación parecida a
la estupidez. Josefina, acercándose a mí y tirándome de la ropa, me
preguntó:

--Andrés, ¿has visto a mi padre?

--¿Al Sr. Nomdedeu? --contesté temblando, como si el ángel de la
justicia me interrogara--. No, no le he visto... Sí... allí está...
allí... pasando al otro patio.

Y luego, anhelando arrojar lejos de mí las terribles imágenes que me
acosaban, volvime a Siseta y le dije:

--Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó? ¡Pobre niño! Y tú, ¿cómo
estás? ¿Te hace falta algo? ¡Ay! Huyamos, vámonos de esta casa,
salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia a descansar a la sombra de
nuestros olivos. No quiero estar más aquí.

Un extraordinario y vivísimo ruido exterior no me dejó lugar a más
reflexiones ni a más palabras. Sonaban cajas, corría la gente; la
trompeta y el tambor llamaban a todos los hombres al combate. Siseta
alargó lentamente el brazo, y con su índice me señaló la calle.

--Ya, ya lo entiendo --dije--. D. Mariano quiere que todos estos
espectros hagan una salida o resistan el asalto de los franceses. Vamos
a morir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí están los chicos. ¿Los
ves?

Eran Badoret y Manalet que entraron diciendo:

--Hermana Siseta, trece reales, traemos trece reales. ¿Has arreglado a
Napoleón? ¿En dónde está Napoleón?

Saliendo con mi fusil al hombro a donde el tambor me llamaba, corrí
por las calles. Estaba ciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo
desfallecido apenas podía sostenerse; pero lo cierto es que andaba,
andaba sin cesar. Hablando febrilmente conmigo, me decía: «¿Pero estoy
loco?... ¿pero estoy vivo acaso?» ¡Terrible situación de cuerpo y
de espíritu! Fui a la muralla de Alemanes, hice fuego, me batí con
desesperación contra los franceses que venían al asalto, gritaba como
los demás y me movía como los demás. Era la rueda de una máquina, y
me dejaba llevar engranado a mis compañeros. No era yo quien hacía
todo aquello: era una fuerza superior, colectiva; un todo formidable
que no paraba jamás. Lo mismo era para mí morir que vivir. Este es el
heroísmo. Es a veces un impulso deliberado y activo; a veces un ciego
empuje, un abandono a la general corriente, una fuerza pasiva, el mareo
de las cabezas, el mecánico arranque de la musculatura, el frenético
y desbocado andar del corazón que no sabe a dónde va, el hervor de la
sangre que, dilatándose, anhela encontrar heridas por donde salirse.

Este heroísmo lo tuve, sin que trate ahora de alabarme por ello. Lo
mismo que yo hicieron otros muchos también medio muertos de hambre, y
su exaltación no se admiraba porque no había tiempo para admirar. Yo
opino que nadie se bate mejor que los moribundos.

Allí estaba D. Mariano Álvarez, que nos repitió su cantinela:

--Sepan los que ocupan los primeros puestos, que los que están detrás
tienen orden de hacer fuego sobre todo el que retroceda.

Pero no necesitábamos de este aguijón que el inflexible Gobernador nos
clavaba en la espalda para llevarnos siempre hacia adelante; y como muy
acostumbrados a ver la muerte en todas las formas, no podíamos temer a
la amiga inseparable de todos los momentos y lugares.

La fatiga misma sostenía nuestros cuerpos; hablábamos poco, y nos
batíamos sin gritos ni bravatas, como es costumbre hacerlo en las
ocasiones ordinarias. Jamás ha existido heroísmo más decoroso, y
a fuerza de ver el ejemplo, imitábamos el aspecto estatuario de
Don Mariano Álvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobrehumana se
estrellaban sin conmoverla las impresiones de la lucha, como las
rabiosas olas en la peña inmóvil.

Por mi parte, puedo asegurar que lleno el espíritu de angustia,
alarmada hasta lo sumo la conciencia, aborrecido de mí mismo, me
echaba con insensato gozo en brazos de aquella tempestad, que en
cierto modo reproducía exteriormente el estado de mi propio ser. La
asimilación entre ambos era natural, y si en pequeños intervalos yo
acertaba a dirigir mi observación dentro de mí mismo, me reconocía
como una existencia flamígera y estruendosa, parte esencial de aquella
atmósfera inundada de truenos y rayos, tan aterradora como sublime.
Dentro de ella experimentábanse grandes acrecentamientos de vida, o la
súbita extinción de la misma. Yo puedo decirlo; yo puedo dar cuenta
de ambas sensaciones, y describir cómo acrecía el movimiento, o por
el contrario, cómo se iban extinguiendo los ruidos del cañón, cual
ecos que se apagan repetidos de concavidad en concavidad. Yo puedo dar
cuenta de cómo todo, absolutamente todo, ciudad, campo enemigo, cielo
y tierra, daba vueltas en derredor de nuestra vista, y cómo el propio
cuerpo se encontraba de improviso apartado del bullidor y vertiginoso
conjunto que allí formaban las almas coléricas, el humo, el fuego y los
ojos atentos de D. Mariano Álvarez, que relampagueando entre tantos
horrores lo engrandecían todo con su luz. Digo esto, porque yo fui de
los que quedaron apartados del conjunto activo. Me sentí arrojado hacia
atrás por una fuerza poderosa, y al caer, bañado en sangre, exclamé en
voz alta:

--¡Gracias a Dios que me he muerto!

Un patriota que por no tener arma se contentaba con arrojar piedras,
arrancó el fusil de mis manos inertes, y ocupando mi puesto gritó con
alegría:

--Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fusil!



XX


Fui primero hollado y pisoteado, y sobre mi cuerpo algunos patriotas
se empinaban para ver mejor hacia afuera; pero pronto me apartaron
de allí, y sentí el contacto de suavísimas manos. Pareciome que
unos pájaros del cielo bajaban a posarse sobre mi cuerpo dolorido,
trayéndole milagroso alivio. Aquellas manos eran las de unas monjas.

Diéronme de beber y me curaron, diciéndose unas a otras:

--El pobrecillo no vivirá.

Ignoro dónde estaba, y no me es posible apreciar el tiempo que
transcurría. Solo en una ocasión recuerdo haber abierto los ojos
adquiriendo la certidumbre de que me rodeaba oscurísima noche. En el
cielo había algunas tristes estrellas que fulguraban con blanca luz.
Sentía entonces agudísimos dolores; pero todo se extinguió prontamente,
y cayendo en profundo sopor, vivía con largas interrupciones de
sensibilidad. Otra vez abrí los ojos, y vi que se estaban batiendo.
Las monjas acudieron de nuevo a mí, y su asistencia me produjo muy
vivo consuelo. Yo no hablaba, no podía hablar; pero un accidente harto
original me obligó poco después a empeñarme en usar la palabra. Entre
la mucha gente que por allí en distintas direcciones discurría, vi un
muchacho en quien hube de reconocer a Badoret.

Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de un niño de pocos años, cuyas
piernas y brazos colgaban hacia adelante. Así cargaba comúnmente a
su hermano cuando vivía, y así lo llevaba muerto. Hice un esfuerzo y
llamé al muchacho. Este, que se inclinaba a examinar a los que allí en
diversos puntos yacían, acercose a mí y me dijo:

--Andrés, ¿tú también te has muerto?

--¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tu hermano?

--¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara al hoyo que hay en la plaza
del Vino; pero no quiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobre ya no
llora ni chilla.

--¿Y tu hermana?

--Hermana Siseta no se mueve, ni habla, ni llora tampoco. La llamamos y
no nos responde.

Iba a preguntarle por Josefina; pero me faltó valor, se me extinguió
la facultad de hablar, y nublándose mis ojos, vi desaparecer a Badoret
saltando con su lúgubre carga sobre los hombros.

La fiebre traumática se apoderó de mí con gran intensidad,
reproduciéndome los hechos que habían precedido a la situación en que
me encontraba. Siseta aparecía a mi lado con su hermano en los brazos,
y yo le decía:

--Prenda mía, ya no podemos ir a sentarnos a la sombra de los olivos
que tengo en la Almunia, porque mi conciencia va detrás de mí
acusándome sin cesar, y tengo que huir y correr hasta que encuentre un
sitio lejano a donde ella no pueda seguirme. No volveré a entrar jamás
en tu casa, porque allí junto está, tendido en cruz sobre el suelo, D.
Pablo Nomdedeu, a quien maté porque me quería quitar mi azúcar. Yo me
voy a donde no me vea gente nacida. Dame tu mano. Adiós.

Al decir esto, besaba la mano de una señora monja.

Otras veces creía sentir el contacto de un brazo junto al mío, y
exclamaba:

--¡Ah! es usted, Sr. D. Pablo Nomdedeu. Los dos hemos muerto y nos
juntamos en lo que llamábamos allá _la otra vida_; solo que usted
camina hacia el cielo, y yo voy derecho al infierno. Aquí donde
estamos, entre estas oscuras nubes, ya no hay odios ni resentimientos.
Me pesa de haberle matado a usted, y válgame el arrepentimiento. ¿Cómo
había de consentir en darle a usted el azúcar? No, Sr. D. Pablo, no lo
consentiré jamás. ¿Aún insiste usted en quitármela, cuando, despojado
de la vestidura corporal, volamos los dos por esta región donde no
hay ruido, ni luz, ni nada? ¿Aun aquí, equivocándonos de caminos, nos
encontramos para reñir? Pero no, siga usted adelante y no se detenga
a quitarme lo mío. Dios me perdonará mi crimen: yo fui atacado por
usted, yo me defendía, y una bestia feroz que se metió dentro de mí,
le mató a usted. Fue sin duda aquel infame Napoleón. ¡Oh! ¿Por qué
quise apropiarme el aparente cuerpo de tan fiero demonio? Sí, ya te
estoy viendo delante de mí... Allá voy, no me llames más. Vagando por
estos espacios donde no hay ruido, ni luz, ni nada, yo creí que no te
presentarías delante de mí; pero aquí estás. Cierra esos ojillos negros
como cuentas de azabache; no claves en mí tus dientes más blancos que
el marfil, ni enrosques esa culebra que llevas por cola. Ya sé que te
pertenezco desde que cayó el artesón sobre ti, y tus tramas infernales
me pusieron en el caso de matar a aquel santo varón, buen amigo,
excelente padre y honrado patriota. Iré contigo al infierno, que será
mi expiación. No vuelvas el horrendo hocico hacia atrás, que ya te
sigo. Los arcángeles celestiales me azuzaron como a un perro cuando me
acerqué a las puertas del Paraíso, y ahora camino hacia abajo. Adiós,
Nomdedeu: ya te veo allá arriba. Brillas como una estrella; pero tu
resplandor no ilumina esta oscuridad en que me hallo. El calor de las
llamas que despides por la boca, infame Napoleón, me está abrasando; me
ahogo en una atmósfera de fuego, y sed espantosa seca mi boca. ¿No hay
quien me dé un vaso de agua?

Un vaso tocó mis labios. Las monjas me daban agua.

Luego tornaba a los mismos delirios, que variaban a cada instante, ora
terribles, ora gratos, hasta que un día me reconocí en el uso completo
de mis sentidos, y con el entendimiento claro y sin nubes. Vi el cielo
encima, en derredor mucha gente y a mi lado un fraile. No se oían
cañonazos, y el silencio, con serlo, parecía un ruido indefinible.

--Hijo mío --me dijo el fraile--, ¿estás mejor? ¿Te sientes bien? Esa
herida del pecho no es mortal. Si hubiera recursos en Gerona y se te
alimentara bien, curarías como otros muchos.

--¿Qué ocurre, Padre? ¿Qué día es hoy? ¿A cuántos estamos?

--Hoy es el 9 de diciembre, y ocurre una inmensa desgracia.

--¿Qué?

--Está enfermo D. Mariano Álvarez, y la ciudad se va a rendir.

--¡Enfermo! --exclamé con sorpresa--. Yo creí que D. Mariano no podía
estar enfermo ni morir. Moriremos nosotros; pero él...

--Él también morirá. Hoy le ha entrado el delirio y ha traspasado
el mando al teniente de rey D. Juan Bolívar. Desde que Álvarez está
en cama, nadie considera posible la defensa. Solo hay mil hombres
disponibles, y aun estos están también enfermos. A estas horas se
celebra junta de jefes para ver si se rinde o no la plaza en este
día. Me temo que se saldrán con la suya los pícaros que quieren la
rendición. Es una vergüenza que esto pase. Hay aquí mucha gente que no
piensa más que en comer.

--Padre --dije yo--, si hay algo por ahí, démelo, aunque sea un pedazo
de madera. No puedo resistir más.

El fraile me dio no sé qué cosa; pero yo la devoré sin averiguar lo que
era. Después hablé así:

--¿Su Paternidad está aquí auxiliando a los moribundos? Yo, aunque
Dios en su infinita misericordia me conserve por ahora la vida, quiero
confesar un gran pecado que tengo. Si no me quito de encima este gran
peso, no podré vivir. Por allí creerán que D. Pablo Nomdedeu ha muerto
de hambre o de miedo. No: yo debo declarar que le he matado porque me
quiso quitar un pedazo de azúcar.

--Hijo mío --repuso el fraile--, o estás aún delirando, o confundiste
con otro el Sr. Nomdedeu, pues tengo la seguridad de haber visto a este
hoy mismo, si no bueno y sano, al menos con vida. No descansa en lo de
curar a diestro y siniestro.

--¡Cómo! ¿Será posible? --exclamé con estupefacción--. ¿Vive el Sr. D.
Pablo Nomdedeu, ese espejo de los médicos? Padre, tan buena nueva me
devuelve por entero la vida. Yo le dejé por muerto en medio del patio.
No puedo creer sino que ha resucitado para que su hija no quedase
huérfana. Padre, ¿conoce usted a Siseta, la hija del Sr. Cristòful
Mongat? ¿Sabe por ventura si vive?

--Hijo, nada puedo decirte de esa muchacha. Solo sé que la casa donde
vivía el señor Mongat y el Sr. Nomdedeu, ha sido destruida por una
bomba ayer mismo. Tengo idea de que todos sus habitantes se salvaron,
excepto alguno que se ha extraviado, y no se le puede encontrar.

--¡Oh! ¡Si pudiera levantarme y correr allá! --dije--. Pero parece que
me han clavado en esta maldita cama. ¿En dónde estoy?

--Esta es la cama en que murió Periquillo del Roch, asistente del Sr.
D. Francisco Satué, que es, como sabes, edecán del Gobernador. Cuando
murió Periquillo, te pusimos aquí, y ayer dijo Satué que te tomaría por
asistente.

--¿Conque Su Paternidad no me da noticias de la pobre Siseta? El
corazón me dice que no ha muerto, y que no soy, por lo tanto, viudo.

--¿Eres casado?

--Con el corazón. Siseta será mi mujer si vive. ¿Y dice Su Paternidad
que no ha muerto el Sr. Nomdedeu?

--Así parece, pues se le ve por la ciudad. Verdad es que más bien tiene
aspecto de un muerto que anda, que de persona viva.

--¿Será cierto lo que oigo? ¿Y el Sr. D. Pablo se mueve?

--Anda, aunque cojo.

--¿Y abre los ojos?

--Sí: sus ojos parduzcos buscan las piernas rotas en la oscuridad de
los escombros.

--¿Y habla?

--Con su voz clueca, que tan buenas cosas sabe decir.

--¿Pero es el mismo, o un remedo de Don Pablo, una sombra que viene del
otro mundo a figurar que pone vendas?

--El mismo, aunque de puro desfigurado apenas se le conoce.

--¡Oh, qué inmensa alegría siento! ¿De modo que ha resucitado?

--No dudes que vive; pero también te aseguro que no doy dos ochavos por
lo que le queda de razón.

En todo aquel día no me pude mover, aunque notaba de hora en hora
bastante mejoría. La curiosidad y el afán me devoraban, anhelando saber
la suerte de los míos, y aunque la certidumbre de no ser matador de
Nomdedeu había dado gran tranquilidad a mi espíritu, el no saber el
paradero de Siseta me entristecía en sumo grado. Sin moverme de allí
supe que la plaza estaba a punto de rendirse, y que había ido a tratar
con el General francés el español D. Blas de Fournás. Esto tenía muy
irritados a los fantasmas que con nombre de hombres discurrían aún arma
al brazo por las murallas destruidas, y fue preciso a Fournás, cuando
salió de la plaza, ocultar el verdadero motivo de su viaje.

Álvarez, según oí, se agravaba por instantes, y recibió los Sacramentos
el mismo día 9; pero aun en tal situación insistía en no rendirse,
repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto.
Muchos patriotas se resistían a creer que fuera cierto lo de la
rendición, y la posibilidad de entregarse al extranjero causaba más
horror que la muerte y el hambre; verdad es que muchos tenían la loca
esperanza de que llegasen socorros.

Por la tarde empezó a susurrarse que al día siguiente entrarían los
_cerdos_, y los patriotas acudieron a casa del Gobernador, la cual,
casi por completo arruinada, apenas conservaba en pie los aposentos
donde el heroico paciente residía, y allí entre las ruinas, metiéndose
por los claros de las paredes destruidas, alborotaron largo rato
pidiendo a Su Excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza.

Dicen que Álvarez en su delirio oyó los populares gritos, e
incorporándose dispuso que resistiéramos a todo trance. Enfermos o
heridos los que aún vivíamos, con diez mil cadáveres esparcidos por las
calles, alimentándonos de animales inmundos y substancias que repugna
nombrar, nuestro más propio jefe debía ser y era un delirante, un
insensato, cuyo grande espíritu perturbado aún se sostenía varonil y
sublime en las esferas de la fiebre.

Al día siguiente pude dar algunos pasos sin alejarme mucho. De buena
gana habría hecho una excursión por la ciudad visitando la casa de
Siseta; pero las señoras monjas que tan cariñosamente me cuidaban,
impidiéronmelo. El capitán D. Francisco Satué llegose a mí, y me
hizo saber que había resuelto tomarme por asistente en reemplazo de
Periquillo del Roch, y agradecido yo a su bondad, me tomé la libertad
de decirle:

--Mi capitán, ¿sabe usía por dónde anda Siseta? Supongo que usía conoce
a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat.

Satué no se dignó contestarme, y volvió la espalda, dejándome solo con
mis horrorosas dudas. Yo preguntaba a todos; pero nadie me hablaba
sino de la capitulación. ¡Capitular! Parecía imposible tal cosa cuando
todavía existía pegado a las esquinas el bando de D. Mariano: «_Será
pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga
la palabra capitulación u otra equivalente._»

Según oí decir, los franceses habían dado una hora de tiempo para
arreglar la capitulación; pero nuestra Junta pedía un armisticio
de cuatro días, prometiendo cumplirlo si al cabo de dicho plazo no
venía el socorro que desde noviembre estábamos esperando. El Mariscal
Augereau no quiso acceder a esto, y, por último, después de muchas idas
y venidas de un campo a otro, firmáronse las condiciones de nuestra
rendición a las siete de la noche del 10.

En este convenio, como en todos los que hicieron los franceses en
aquella guerra, se pactó lo que luego no había de ser cumplido:
respetar a los habitantes, respetar la religión católica y las vidas
y haciendas, etc... Todo esto se escribe y se firma sobre un tambor
dentro de una tienda de campaña; pero luego las órdenes expedidas desde
París por la gran rata, obligan a poner en olvido lo acordado.

--¡Bonito final! --me dijo el Padre Rull, que me había asistido
durante el penoso mal--. ¡Y que hayamos venido a esto después de
haber resistido siete meses! ¿Y todo por qué, amigo Andrés? Porque
no se reparten dos pavos por barba al día, y porque alguno se ha
visto obligado a mantenerse chupando el jugo de un pedazo de estera.
Dioscórides dice que el esparto contiene substancias alimenticias. ¡Oh!
Si Álvarez no hubiera caído enfermo; si aquel hombre de bronce pudiera
aún levantarse de su lecho, y venir aquí, y alzar el bastón en la mano
derecha... Ya sabes, Andrés, que la guarnición debe salir mañana de
la plaza con los honores de la guerra, marchando a Francia prisionera.
Creo que os pondrán a tirar del carro de Napoleón cuando salga a
paseo... Los _cerdos_ se nos meterán aquí mañana a las ocho y media, y
parece han acordado no alojarse en las casas, sino en los cuarteles.
¿Lo crees tú? Ya verás cómo no lo cumplen. Me parece que les veo
echando a los vecinos a la calle para acomodarse sus señorías en las
pocas casas que han dejado en pie. Y ahora te pregunto yo: ¿qué harán
de nosotros, los pobres frailes? Amigo, con Gerona se acabó España,
y con la salud de Álvarez se acabaron los españoles bravos y dignos.
Muchachos, ¡viva D. Mariano Álvarez de Castro, terror de la Francia!

Durante la noche, los vecinos y los soldados, sabedores ya de las
principales cláusulas de la capitulación, inutilizaron las armas o las
arrojaron al río, y al amanecer, los que podían andar, que eran los
menos, salieron por la puerta del Areny para depositar en el glacis
unas cuantas armas, si tal nombre merecían algunos centenares de
herramientas viejas y fusiles despedazados. Los enfermos nos quedamos
dentro de la plaza, y tuvimos el disgusto de ver entrar a los señores
_cerdos_. Como no nos habían conquistado, sino simplemente sometido por
la fuerza del hambre, nosotros les mirábamos de arriba a bajo, pues
éramos los verdaderos vencedores, y ellos al modo de impíos carceleros.
Si no existiese el goloso cuerpo, y solo el alma viviera, ¿pasarían
estas cosas?

En honor de la verdad, debo decir que los franceses entraron sin
orgullo, contemplándonos con cierto respeto; y cuando pasaban junto a
los grupos donde había más enfermos, nos ofrecían pan y vino. Muchos
se resistieron a comerlo; pero al fin la fuerza instintiva era tal,
que aceptamos lo que a las pocas horas de su entrada nos ofrecieron.
Durante todo el día estuvieron entrando carros cargados de víveres
que, estacionados en las plazas de San Pedro y del Vino, servían de
depósito, a donde todo el mundo iba a recoger su parte. ¡Comer! ¡qué
novedad tan grande! Sentíamos el regreso del cuerpo que volvía, después
de larga ausencia, a ser apoyo del alma. Se admiraba uno de tener
claros ojos para ver, piernas para andar y manos con que afianzarse en
las paredes para ir de un punto a otro. Los rostros adquirían de nuevo
poco a poco la expresión habitual de la fisonomía humana, y se iba
extinguiendo el espanto que aun después de la rendición causábamos a
los franceses.

Dadme albricias, porque al fin, señores míos, me reconocí con bríos
para andar veinte pasos seguidos, aunque apoyándome con la derecha
mano en un palo, y con la izquierda en las paredes de las casas. No
creáis que el andar por las calles de Gerona en aquellos días era cosa
fácil, pues ninguna vía pública estaba libre de hoyos profundísimos,
de montones de tierra y piedras, además de los miles de cadáveres
insepultos que cubrían el suelo. En muchas partes, los escombros de
las casas destruidas obstruían la angosta calle, y era preciso trepar
a gatas por las ruinas, exponiéndose a caer luego en las charcas que
formaban las fétidas aguas remansadas. El viaje a través de aquellos
montes, lagos y ríos, era tan fatigoso para mí, que a cada poco trecho
me sentaba sobre una piedra para tomar aliento. Mas cuando ya no era
posible pensar en batirse, y cuando estaba aplacado el terrible ardor
de la guerra, producíame indecible espanto la vista de tantos muertos;
y al examinar los horrorosos cuadros que se desarrollaban ante mi
vista, cerraba a veces los ojos temiendo reconocer en una mano helada,
la mano de Siseta; en la punta de un vestido, la punta del vestido de
Siseta; en una piedrecita encarnada, las cuentas de coral que adornaban
las lindas orejas de Siseta.



XXI


Cuando llegué a la calle de Cort-Real, vi allí casi en total ruina la
casa donde se albergaban los míos. Unos vecinos me dijeron que el Sr.
Nomdedeu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; pero que
no se sabía dónde habían ido a parar Siseta y sus hermanos. Contristado
con tal noticia, fui en busca del doctor, y la primer persona que salió
a mi encuentro fue la señora Sumta, encargándome que no hiciera ruido
porque el señor dormía.

--Aquí encontrarás todos los papeles cambiados, Andresillo --me dijo--,
porque la señorita Josefina se ha puesto buena, y el amo está tan malo,
que se morirá pronto si Dios no lo remedia.

En esto oímos la voz del doctor, que en aposento cercano sonaba,
diciendo:

--Déjele usted entrar, señora Sumta, que estoy despierto. Andrés, amigo
querido, ven acá.

Entré, pues, y D. Pablo, arrojándose de su lecho, me abrazó con cariño,
hablándome así:

--¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí que habías muerto! ¡Ven acá,
valiente joven, y abrázame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y ese
estómago? No conviene cargarlo después de tanta privación. ¿Hay
apetito?... Te recomiendo mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las
curaremos... Manda lo que gustes, hijo.

Yo, muy confundido, le expresé mi gratitud por tanta benevolencia,
añadiendo que le consideraba como el más generoso y cristiano de los
mortales por pagar con abrazos y cariños los golpes que de mí recibiera.

--Señor --añadí--, yo creí haber muerto al mejor de los hombres, y no
podía vivir con el gran peso de mi conciencia. Veo que usted perdona
las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle.

--Todo está perdonado, y si culpa hubo en ti tratándome como me
trataste, mayor fue la mía, que, en mi furor, no reparaba en
quitarte la vida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigo Andrés,
no deben considerarse como acciones libres que constituyen verdadera
responsabilidad, y la horrible situación en que ambos nos hallábamos
nos disculpa a los ojos de Dios. En tan triste momento, la ley suprema
de la propia conservación imperaba sobre todas las leyes; nuestro
carácter, el resultado de las facultades ingénitas, o cultivadas por
el trato, y de los hábitos adquiridos, no existía realmente, y el
torpe bruto en que estamos metidos, rompía salvaje todos los frenos
que se oponían a la satisfacción de sus necesidades. Por mi parte,
puedo decirte que no me daba cuenta de lo que hacía. El espectáculo
de mi pobre hija me trastornaba el poco sentido que aún me hacía
reconocerme como hombre, y delante de mí no había amigos ni semejantes.
Estas relaciones se acaban, se extinguen cuando el brutal instinto
recobra sus dominios, y si veía un pedazo de pan en boca de otro
hombre, parecíame esto un privilegio irritante, que mi egoísmo no
podía tolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Qué vergonzoso estado
moral, y qué degradación del ser más noble que pisa la tierra! Válgame
tan solo la circunstancia de que nada quería para mí, sino todo para
ella. Tengo la seguridad de que a no ser por mi idolatrada hija, yo me
hubiera recostado en un rincón de la casa, dejándome morir sin hacer
esfuerzo alguno por conservar la vida.

--Y la señorita Josefina ha resistido las privaciones tal vez mejor que
nosotros.

--Mucho mejor --añadió Nomdedeu--. Ya me ves a mí que parezco un
cadáver. Pues ella, completamente transfigurada, parece haberse
apropiado toda la salud que a mí me falta. Esto me tenía contentísimo,
Andrés. Pero verás ahora lo que ha pasado. Cuando me dejaste en el
patio de la casa del canónigo, tardé mucho en recobrar el uso de los
sentidos, a consecuencia del gran golpe y de la mucha extenuación.
Por fin, no sé qué manos caritativas me sacaron a la calle, donde
recobré completo acuerdo. Mi sensación principal era una gran sorpresa
de hallarme con vida. Arrastreme hasta entrar en casa, y en las
habitaciones de Siseta encontré a mi hija. La infeliz casi no me
conocía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Quisiera morir, si la
muerte borrara de mi memoria el recuerdo de aquellas horas. Yo decía:
«Señor, antes de ver tal espectáculo, valiera más que quedara exánime
sobre las baldosas de la casa del canónigo.» ¡Ay, amigo Marijuán, no me
preguntes nada sobre esto! Solo te diré que, habiendo salido en busca
de alimentos, al regresar, mi hija ya no estaba allí.

--¿Y Siseta? --pregunté con la mayor inquietud.

--Siseta tampoco --repuso Nomdedeu, inmutándose en sumo grado--. Pero
¿a qué me preguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella. Déjame seguir.
Ninguno de los vecinos supo darme razón del paradero de mi hija, y
corrí como un loco por la ciudad buscándola. Felizmente, ni ella ni
yo estábamos allí cuando la casa fue destruida. Pero yo te pregunto:
¿a dónde creerás que había ido mi idolatrada Josefina? Pues nada
menos que a la torre Gironella, donde contemplaba el horrible fuego
con que se defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Te asombrarás
de que mi hija fuese a tal sitio. Pues oye. Encontrándose sola en la
casa, la horrible necesidad obligola a salir a la calle, y discurrió
largo tiempo por Gerona implorando la caridad pública, pero sin ser
atendida por nadie. Mientras mayor era su desamparo, mayores esfuerzos
hizo por apegarse a la vida, y aquella naturaleza miserable halló en
sí misma suficiente energía para sobreponerse a la situación. Parece
esto imposible, pero es cierto. Ahora caigo en que a las criaturas de
ánimo apocado nada les conviene tanto como encontrarse lanzadas de
improviso a un gran peligro sin sostén ni ayuda de mano extraña. Pues
bien: Josefina, sola en medio de tantos horrores, huyó por la pendiente
que conduce a los fuertes, creyendo más seguros aquellos sitios. La
vista de los cadáveres que obstruyen el camino prodújole gran espanto,
y mayor aún al ver de cerca la terrible acción que allí se trabara.
Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fue imposible, y encontrose
envuelta en el fuego en el momento de la retirada. ¡Oh, incomprensibles
arcanos de la Naturaleza! Si yo hubiera sabido por qué lugares andaba
mi enferma, y todo el Protomedicato hubiérame pedido mi dictamen sobre
su suerte, habría dicho: «Josefina morirá en el acto de verse próxima a
un combate.» Pues no fue así, Andrés. Según me ha contado ella misma,
sintiose con inusitada energía, y sus miembros, desentumecidos como por
milagro, adquirieron una agilidad que jamás habían tenido. Sin hallarse
libre de miedo, inundaba su alma una generosa y expansiva inquietud,
y abundantes lágrimas corrían de sus ojos... A esto añade que luego
volvió dos veces a la ciudad, donde unas señoras, apiadadas de ella,
la dieron alimento; que después, sin saber cómo, viose arrastrada en
el tropel de las que iban a llevar pólvora a las murallas; añade que
durmió dos noches en campo raso; que la señora Sumta, tomándola por su
cuenta, la tuvo más de tres horas en Alemanes, hasta que se retiró de
allí la guarnición, y comprenderás si han sido fuertes los cauterios
aplicados por el azar al espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés, me
resta decirte que si ella ha adquirido súbitamente bríos y agilidad,
yo he perdido radicalmente mi salud, a consecuencia de los intensos
padeceres físicos y morales de esta temporada, y aquí donde me ves, no
doy dos cuartos por lo que pueda vivir de aquí al domingo que viene.
La alegría que me causa el ver cómo se ha regenerado el organismo
de aquella que es todo mi amor y mi consuelo, ahoga el sentimiento
que podría causarme la propia muerte. Lo que hoy me produce profunda
tristeza es el convencimiento adquirido hace poco de que soy un
detestable médico. Sí, Andrés: yo creí saber bastante, y ahora resulta
que todo lo ignoro, todo, todo. Figúrate que después de adoptar en el
tratamiento de Josefina el sistema de precauciones, de cuidados que
me recomendaban en diverso estilo centenares de libros, salimos con
la patochada de que el mejor sistema es el opuesto al que yo seguí.
¡Y para esto, Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh! medicina,
medicina, ¡cuán desdeñosa y esquiva eres! ¡Cómo te ocultas al que más
te busca, y qué bien guardas tus encantos! Cuando parece más fácil
tocarte, más rápidamente desapareces, como sombra que de las ansiosas
manos se escapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo intentaba curarla con
delicadezas, cuidados y dengues, resguardándola hasta del aire por
temor a que el aire mismo la hiciera daño, y Dios la ha fortalecido
con las crudezas, las molestias, los golpes, los sustos, con el fuego
y el frío, con los peligros y las muertes. Yo evitaba en ella las
fuertes impresiones que me parecía debieran quebrar su naturaleza,
como los martillazos rompen el vidrio, y los fortísimos sacudimientos
de la sensibilidad la han repuesto en su primer ser y estado. Curose
como había enfermado, y este misterio y esta novedad pasmosa confunden
mi inteligencia. Hasta ahora no sabía que la enfermedad curase la
enfermedad, y me muero con mil ideas sobre este oscuro punto... porque
yo me muero, Andrés: en eso sí que no se equivocará mi escaso saber.

Diciendo esto, se tendió de largo a largo en la cama, y a cada rato
exhalaba hondísimos suspiros. Yo le hablé así:

--Sr. D. Pablo: usted, aunque ha padecido bastante, tiene el consuelo
de ver a su hija, no solo con vida, sino con la salud que antes no
tenía; pero yo, ni siquiera puedo asegurar que viven mi adorada Siseta
y sus dos hermanos.

El doctor, al oírme, moviose inquietamente en su lecho con síntomas de
alteración nerviosa, e incorporándose de improviso, me mostró su cara,
desfigurada de un modo notable.

--No me preguntes por Siseta y sus hermanos --dijo con torpe lengua, y
haciendo ademán de apartar un objeto que inspira desagrado--. Yo no sé
nada de ellos. Andrés, más vale que te marches y me dejes en paz.

La señora Sumta, que entró a la sazón, puso el dedo en la sien, mirando
a su amo con expresión de lástima. Con el gesto y la mirada quería
decirme: «No hagas caso, que el amo ha perdido el juicio.»

Perdiéralo o no, lo cierto es que me llenaban de inexplicables
confusiones sus palabras. Interroguele de nuevo; pero él, cerrando los
ojos y extendiendo brazos y piernas, cual exánime cuerpo, aparentaba no
oírme, o realmente aletargado, no me oía.

Josefina entró en seguida y mostró mucha alegría al verme. Por mi
parte, quedeme sorprendido al notar la animación de sus ojos, su color
menos pálido que de ordinario, y al observar la agilidad, la gracia y
desenvoltura que había adquirido en sus movimientos desde que no nos
veíamos. Después de contestar con amables sonrisas a mis cumplidos, que
adivinaba por el movimiento de los labios, me preguntó por Siseta.

--¡Ay! --respondí, expresando con signos mi suprema aflicción--.
Siseta... se ha ido, señorita; no sé dónde está.

--Busquémosla --dijo Josefina con resolución.

--¡Ay! gracias, señorita Josefina... Yo no me puedo tener; pero si
usted me acompaña, sacaré fuerzas de flaqueza para recorrer la ciudad.

En la casa tenían ya comida abundante, que se repartía entre los
diferentes vecinos allegadizos que allí se albergaban, y a mí me dieron
una buena porción. Cuando salí, enlazando mi brazo con el de Josefina,
me sentía tan restablecido, que no necesité buscar apoyo en las paredes
ni arrojarme al suelo cada diez minutos para tomar aliento.



XXII


¿Dónde buscaremos a Siseta? ¿Dónde?... «¡Siseta!» gritábamos por todos
lados, en las ruinas, en la puerta de las casas enteras, en las plazas,
en las murallas, en las cortaduras, en los montones de escombros; pero
ninguna voz conocida nos respondía. En diversos puntos de la ciudad,
los franceses se ocupaban en tapar con tierra los hoyos donde habían
sido arrojados los cadáveres, y miles de cuerpos desaparecían de la
vista de los vivos para siempre... «¡Oh! --exclamaba yo con la mayor
angustia--, ¡si estará ahí Siseta!»

Hubiera querido escarbar con mis manos todas las fosas, por cerciorarme
de que no yacía en ellas la persona perdida. Visitamos luego los
hospitales, y en ninguno de ellos aparecieron tampoco Siseta ni sus
hermanos; preguntamos de puerta en puerta a todos los conocidos, a
los vecinos todos, y nadie nos dio razón ni noticia alguna. Pasando a
Mercadal, lo recorrimos todo, y al volver miré al fondo del río por ver
si entre sus turbias aguas se distinguía el cuerpo de Siseta. Pregunté
por ella a los españoles y a los franceses, que no me entendieron; pero
ambas naciones carecían de noticias acerca de mi amiga; subí a los
tejados, bajé a los sótanos, la busqué en plena luz y en la profunda
oscuridad; pero el rayo de sus ojos, para mí superior a todas las
claridades, no brillaba en ninguna parte.

Por último, cuando llegábamos cerca del puente de San Francisco de
Asís, creí distinguir una lastimosa figura de muchacho, en la cual,
aunque con mucha dificultad, pude reconocer la persona del buen
Manalet. No era posible determinar la forma de su vestido, que era un
andrajo, por cuyas rasgaduras los brazos y piernas en completa desnudez
asomaban. Su rostro cadavérico, sus manos negras, su cuello manchado
de sangre, sus pies heridos, su mirar temeroso, me causaron profunda
pena. Le llamé, con el alma dividida entre una animosa esperanza y un
inmenso dolor, y él corrió a abrazarme con los ojos llenos de lágrimas.
Pasado el primer momento de su alegría, la presencia de Josefina al
lado mío produjo en el ánimo del pobre chico vivísima inquietud;
mirábala con ojos azorados, e hizo algún movimiento para huir de
nosotros. Deteniéndole, tuve valor para preguntarle por su hermana.

--Hermana Siseta --me dijo--, no está, no la busquen ustedes. Se ha ido
con Gasparó. Los dos...

Al decir _los dos_ señalaba la tierra.

Yo, poseído de profundo dolor, no me reconocía satisfecho con sus vagas
noticias, y quería saber más; seguí tras él, pero mi corto andar no me
permitió alcanzarle, y hube de resignarme al terrible padecimiento de
la duda; porque, en efecto, las afirmaciones de Manalet no resolvían mi
perplejidad, y las palabras, el razonamiento, la inquietud del infeliz
chico indicaban que algún misterio, para mí ignorado, existía en la
desaparición de Siseta.

--Señorita Josefina --dije a mi acompañante, expresando como me fue
posible el desaliento y la desesperación--, no conseguiremos nada.
Volvamos a la calle de la Neu.

Ambos, muy tristes y desanimados, nos detuvimos en el puente, mirando
a los transeúntes, que vagaban sin cesar de un lado a otro, y como yo,
buscaban personas queridas que el desorden de los últimos días había
hecho desaparecer. Las fosas sobre las cuales se echaba tanta tierra,
iban poco a poco destruyendo los rastros que habrían podido guiar en
sus exploraciones a padres, esposas e hijos, y la necesidad de enterrar
pronto hacía que muchas familias se quedasen en completa ignorancia
respecto a la suerte de los suyos.

Nos sentamos junto al puente. Josefina me miraba en silencio,
compadecida de mi dolorosa perplejidad, y yo interrogaba al cielo,
cansado ya de interrogar a la tierra y a los hombres. De repente, la
hija del doctor diome un ligero golpe en la cabeza, y agitando los
brazos en dirección del río, señaló una casa de las que se levantan con
los cimientos dentro del Oñar, a espaldas de la plaza de las Coles y de
la calle de la Argentería. Al principio no distinguí nada; pero ella,
con el rostro alterado, la mirada chispeante y el índice extendido
hacia un punto fijo, dirigió mi atención al tejado de una de aquellas
casas, de cuyo alero, un muchacho se descolgaba trabajosamente por
una cuerda. Era Badoret. Al instante grité fuertemente: «¡Badoret!
¡Badoret!» y el chico, que oyó mi voz, saludome con la mano en el
momento de poner pie firme en un balcón, desde el cual parecía querer
avanzar al puente saltando de una casa a otra. Los irregulares aleros,
balconajes, miradores y cuerpos salientes de aquella orilla del río,
permitían este viaje sin gran peligro. Por fin, Badoret llegó a donde
estábamos, y pude notar que su aspecto era más lastimoso que el de su
hermano.

--Andrés --me dijo--, ¿han entrado los franceses?

--Sí --le respondí--. ¿En dónde estás metido que no lo sabes? ¿Has
resucitado acaso?

--¿De modo que ya hay algo que comer?

--Sí: todo lo que quieras... ¿Y Siseta?

--Siseta está durmiendo desde ayer. ¿Quieres verla? La llamamos y no
quiere despertar.

--¿Pero dónde os habéis metido? ¿Dónde está Siseta?

--¿Hay ya que comer? No hemos vuelto a ver a Napoleón, Andrés. ¿Cuánto
darán ahora por él?

--Anda al diablo con Napoleón. Llévame a donde está tu hermana.

--En el tejado.

--¡En el tejado!

--Sí: la llevamos entre todos, porque el Sr. Nomdedeu la quería matar.

--¡Matarla! ¡Estás loco!

--Sí: para comérsela.

No pude reprimir la risa, a pesar de que mi ánimo no estaba para burlas.

--El Sr. Nomdedeu --prosiguió Badoret--, se volvió loco y quiso
comernos a todos.

--Estáis tontos sin duda --repliqué--. Llévame a donde está Siseta.

--¡Como no vayas por donde yo he venido!... De la casa del canónigo
donde estamos, se pasa por el tejado a la del droguero de la calle de
la Argentería; pero de esta no se puede salir a la calle porque está
cerrada... Por la bodega, se pasa a una casa del otro extremo que está
quemada, y por las tejas se baja a los balcones del río. Si puedes
hacer que te abran la puerta de la casa del droguero que está en la
calle de la Argentería junto a la plaza de las Coles, entrarás mejor
que yo he salido.

--Vamos allá --dije con resolución--. Si ese señor droguero no nos
quiere abrir la puerta, la derribaremos a puñetazos.

Por fortuna, no me pusieron obstáculos a que entrara por la casa
indicada, lo cual verifiqué dejando a Josefina en la inmediata de la
calle de la Neu. Subí al tejado, y saltando con grandes esfuerzos y
peligros de techo en techo, llegamos Badoret y yo a las buhardillas de
la casa del canónigo. Allí en un lóbrego aposento del desván, donde
antaño tuvo su vivienda el ama de gobierno del Sr. Ferragut, yacía la
pobre Siseta sin movimiento ni sentido sobre miserable colchón. La
llamé con fuertes voces, incorporela en el lecho, y la infeliz abrió
los ojos, pero sin aparentar reconocerme. Mi gozo al ver que vivía fue
inmenso; pero aún dudaba que pudiese tornar a la vida, y no pensé más
que en prodigarle toda clase de socorros. Recorrí la casa aturdidamente
sin darme cuenta de lo que buscaba, y vi en distintas habitaciones
hasta una docena de chicos de ocho a doce años, en quien reconocí a
los amigos que acompañaban a Badoret y Manalet en todas sus correrías;
pero el estado de aquellos infelices niños era atrozmente lastimoso y
desconsolador. Algunos de ellos yacían muertos sobre el suelo, otros se
arrastraban por la biblioteca sin poderse tener, uno estaba comiéndose
un libro, otro saboreaba el esparto de una estera.

--¿Qué ha pasado aquí? --pregunté a Badoret.

--¡Ay, Andrés! no podemos salir por ninguna parte. Estábamos encerrados
hace dos días. A nuestra casa no se podía pasar, porque siete paredes
llenaron el patio hasta arriba. No teníamos que comer, ni donde
encontrarlo... Esta mañana buscamos Manalet y yo una salida. Él se
descolgó por la calle de la Argentería, y yo por donde me viste... pero
a mí se me está ya pegando la lengua al cielo de la boca, no puedo
moverme, y me caigo muerto también.

Diciéndolo, Badoret cerró los ojos y se extendió de largo a largo en el
suelo. Algunos de sus camaradas lloraban, llamando a sus madres, y por
todos lados el espectáculo de aquella desolación infantil contristaba
mi alma. Resuelto a obrar con prontitud, pasé por el tejado a las casas
inmediatas, llamé, pedí socorro, logré que me oyeran y que acudiesen
en mi auxilio algunos vecinos, y bien pronto reuní en los desiertos
lugares donde se hallaba mi infeliz amiga gran número de víveres y no
pocas personas caritativas.

La primera en quien probamos nuestros recursos fue Siseta, que tardó
mucho en recobrar su acuerdo, inspirándome serias inquietudes; pero
al fin me reconoció, y vencida su repugnancia a tomar los alimentos
que le ofrecíamos, convenciéndose al fin de que no le dábamos animales
inmundos ni horribles manjares, entró en un período de fortalecimiento
que indicaba enérgica disposición de la naturaleza a recobrar su
primitivo equilibrio y asiento. Badoret cobró sus fuerzas con más
rapidez, y a la media hora ya hablaba como una taravilla arengando a
sus amigos. Para algunos de estos llegó tarde el remedio, y no nos
dieron más trabajo que entregar sus cuerpos a las pobres madres que a
recogerlos venían después de buscarlos inútilmente por toda la ciudad.

--Hermana Siseta ha despertado al fin --me dijo Badoret, tragándose
medio pan--. Yo pensé que íbamos a quedarnos aquí para que se regalaran
con nuestro pellejo Napoleón, _Sancir_, _Agujerón_ y los demás que
andaban por acá. No estamos todos vivos, Andrés, porque Pauet no
resuella, y Sisó, que estaba tan rabioso contra los _cerdos_, se
ha quedado tieso en la biblioteca con medio libro en el cuerpo y
otro medio en la mano. Así quisiera yo ver al condenado de D. Pablo
Nomdedeu, que quiso hacer con nosotros un guisote. Ya estamos libres de
caer al fondo de la cazuela con sal y agua, y eso de que la señorita
Josefina se le almuerce a uno, no tiene gracia... Los _marranos_ están
ya dentro de Gerona... ¡Vaya... y decían que D. Mariano no les dejaría
entrar! Si es lo que yo digo... mucha facha, mucho boquear, y después
nada.

--No desatines, y cuéntame por qué trajísteis aquí a tu hermana.

--Pregúntaselo a D. Pablo y a la señora Sumta. Nosotros le llevamos
a hermana Siseta siete reales que habíamos ganado. Hermana Siseta
estaba llorando, con Gasparó en brazos. Un caballero entró en la casa,
y con malos modos mandó que enterrásemos al niño. Entonces hermana
Siseta le dio muchos besos, y yo le cargué para llevarle a la fosa;
pero me daba lástima y estuve con él a cuestas todo el día, hasta que
al fin... Manalet echaba la tierra y yo la apretaba con las manos
para que quedase bien. Pero luego quisimos volverle a ver, sacamos la
tierra... ¡Ay! Andresillo: después la tornamos a echar y ya no le vimos
más... Al volver a casa, D. Pablo entró suspirando y dando gemidos, y
dijo que traía todos los huesos rotos. Después pidió algo de comer a
la señora Sumta, y la señora Sumta se puso también a echar suspiros y
regüeldos. La señorita Josefina, tendida en el suelo, se chupaba los
dedos; D. Pablo empezó a gritar llamando al santo acá y al santo allá,
y luego a todos nos daba con la punta del pie, diciendo: «Levantaos
y salid a buscar algo para mi hija.» Después del entierro, habíamos
comprado con los siete reales un pan negro y duro, y se lo dimos a mi
hermana. ¡Si vieras qué ojos le echó D. Pablo! Siseta es más tonta...
¿creerás que no quiso el pan, y mandó que se lo diéramos a la señorita
Josefina? Pero yo dije: «Sí, para ella está», y dando la mitad a
Manalet empezamos a comérnoslo. La señora Sumta, saltando encima de mí,
me quitó mi parte; pero Manalet se comió toda la suya de un tragón,
atacándosela con los dedos para que le pasara por el gañote. Entonces,
amigo Andrés, el Sr. Nomdedeu fue arriba, y bajando al poco rato con
un gran cuchillo, nos dijo: «Diablillos desvergonzados, puesto que no
servís más que de estorbo, os comeremos.» Yo me reí, y Manalet se puso
a temblar y a llorar; pero yo le decía: «No seas burro; primero nos le
comeríamos nosotros a él, si tuviera algo más que huesos. La señora
Sumta sí que está gordita.» Cuando la vieja oyó esto me amenazó con
el puño, y Don Pablo volvió a decir... «Sí: nos los comeremos, ¿por
qué no?...» Después la señorita Josefina se abrazó a su padre, y este
se puso a llorar soltando lagrimones como balas, y luego la arrullaba
en sus brazos como a un chiquillo. ¡Pobre D. Pablo! De veras me daba
lástima... Arrullando a su hija le cantaba como a los niños, y después
decía: «Señora Sumta, traiga usted una taza de caldo.» Al oír esto, no
podía menos de reírme, y dije: «Pues ya que va a la cocina la señora
Sumta, tráigame a mí un par de perdices, porque estoy desganado, y no
quiero más.» Los dos se pusieron furiosos; pero el médico parecía loco,
y todo se le volvía gritar: «Señora Sumta, traiga usted caldo para mi
hija; tráigalo pronto, o la mato a usted...» ¡Si le hubieras visto,
Andrés! Echaba chispas por los ojos, y con los pelos amarillos tiesos
sobre el casco, parecía nada menos que un demonio... En esto pasaron
mis amigos por la calle, llamáronme, yo salí con ellos, y al poco rato,
cuando iba por la calle de Ciudadanos, veo venir a Manalet corriendo
y llorando, que decía: «Hermano Badoret, ven pronto, que D. Pablo
nos quiere matar a todos.» Chico, eché a correr con todos mis amigos
hacia casa. ¿Has visto un gato rabioso cómo tira la zarpa, enseña los
dientes, bufa y salta? Pues así estaba D. Pablo. Dejando a su hija
en el suelo, venía hacia nosotros, nos amenazaba con el cuchillo,
golpeaba con el pie a mi hermana, luego parecía querer matarse a él
mismo, y a todo esto gritaba: «¡Quiero acabar con el género humano!...»
Esto lo dijo muchas, muchísimas veces. Mis amigos estaban muertos de
miedo, y yo cogí unas tenazas para tirárselas a la cabeza. Pero no me
dio tiempo, porque sin soltar su cuchillo salió a la calle, gritando
siempre que iba a acabar con todo el género humano, y entonces Manalet
dijo: «Vámonos de aquí, y llevémonos a Siseta.» Dicho y hecho: éramos
doce; entre los más grandes cargamos a mi hermana, que estaba como un
cuerpo muerto, sin mover brazo ni pierna, y la llevamos a la casa del
canónigo; Manalet, lleno de miedo, iba delante chillando: «A prisa,
a prisa, que viene otra vez con el cuchillo...» ¡Ay! Amigo Andrés,
cuando nos vimos en esta casa, respiramos. Luego, porque la pobrecita
no estuviera sobre la baldosa del patio, la subimos a este aposento con
grandísimo trabajo, poniéndola en la cama donde la ves. La llamamos, y
no nos respondía. Entonces nos ocurrió que debíamos buscarle algo que
comer; pero no hallábamos salida más que por los tejados, y antes nos
asparían que pasar otra vez a nuestra casa. Aquí de los apuros, chico:
llegó la noche y nos moríamos de hambre. Pauet y Sisó anduvieron por
los techos comiéndose las yerbas y el musgo que nacen entre las tejas.
Yo bajé a la bodega... ni rastro de Napoleón. Se han ido todos al
otro lado del Oñar, corriéndose hacia el campo enemigo... Pues como
te iba contando, vino después de la noche el día, y después del día
otra noche, y luego amaneció el día de hoy y nosotros sin comer. Se
me olvidaba contarte que oímos caer la bomba en nuestra casa, y yo
dije: «Ahí me las den todas. Si ha cogido a Nomdedeu, bien empleado le
está por bruto...» Amigo, desde el tejado nos asomábamos a los patios
de todas las casas de por aquí; llamábamos a la gente para que nos
socorriera; pero no nos hacían caso. Verdad es que muchos de los que
veíamos abajo estaban muertos. Mis amigos se acobardaron ¡pobrecitos!
como unos gallinas, y Sisó dijo que se iba a comer una de sus manos. Yo
les llevé a la biblioteca, dándoles permiso para que sacaran el vientre
de mal año con los libros, y así fueron tirando algunos. ¡Qué día,
qué noche, Andrés! Mi hermana no nos respondía cuando la llamábamos,
y Manalet me dijo: «Hermano, yo me voy a tirar del tejado a la calle
para traer algo de comida a Siseta...» Estuvimos mirando las rejas
y los balcones para ver si podía saltar, y, por fin, Manalet se fue
escurriendo, no sé cómo, sentando los pies en los clavos, y las manos
en las rejas, y bajó a la calle por junto a la plaza. Yo bajé también
por donde me viste, y con esto te digo todo, porque ya no hay nada más
que contar.

--Bien, Badoret; veo que acertaste en trasladar aquí a tu hermana,
pues aunque no me parezca cierto, como dijiste, que D. Pablo quisiera
merendarse a tu familia, ese es un hombre a quien la desgracia de su
hija exalta y enfurece, y capaz es de cometer cualquier atrocidad.
Ahora, gracias a Dios, estamos libres de tales horrores, porque el
sitio ha concluido, y hay en Gerona víveres abundantes.

Al caer de la tarde, Siseta, sus dos hermanos y los camaradas de estos
que habían escapado a la muerte, no ofrecían cuidado. Al día siguiente
trasladé a mis amiguitos a una casa de la calle de la Barca, donde nos
dieron asilo.



XXIII


Yo no tardé en reponerme, y transcurridos pocos días me presenté a mi
amo D. Francisco Satué, quien me dio una malísima noticia.

--Disponte para el viaje --me dijo, dándome uniforme, tahalí y espada,
para que en todo ello comenzase a ejercitar mis altas funciones.

--¿Pues a dónde vamos, mi capitán?

--A Francia, bruto --me respondió con su habitual rudeza--. ¿No sabes
que somos prisioneros de guerra? ¿Crees que nos dejan aquí para muestra?

--Señor, yo creí que nadie se metería ya con nosotros.

--Estamos en Gerona como enfermos; pero quieren que vayamos a
convalecer a Perpiñán. Nos detienen tan solo porque el Gobernador no
se halla en situación de poder ser llevado en un carro de municiones.

--¡Ojalá no lo estuviera en cien meses!

--Bárbaro, ¿qué dices? --gritó amenazándome.

--No, mi capitán; no es que yo desee otra cosa que la salud de nuestro
queridísimo Gobernador D. Mariano Álvarez de Castro; pero eso de
llevarle a uno a Perpiñán es casi tan malo como lo que hemos pasado.
Pero pues así lo mandan los que pueden más que nosotros, sea, y por
mí no ha de quedar. No a Perpiñán, sino al fin del mundo iré con mis
jefes, mayormente si llevamos entre nosotros al gran gobernador.

Yo hablaba así, echándomelas de bravo; pero en realidad sentía profunda
pena al caer en la cuenta de que era un prisionero de guerra, de cuya
libertad y residencia los franceses disponían a su antojo. ¡Desgraciado
el que en la guerra pone su afición en lugares y personas que no han
de poder seguir tras él en los frecuentes e inesperados viajes a que
impulsan la victoria o la desdicha!

Cuando volví al lado de Siseta, casi derramando lágrimas me expresé así:

--Prenda mía, ¿ves cuán desgraciado soy?... Ahora me llevan a Francia
como prisionero de guerra, con todos los demás militares que estamos
aquí, desde D. Mariano hasta el último ranchero. ¡Si te pudiera llevar
conmigo, Siseta!... Pero mi capitán, el Sr. D. Francisco Satué, es el
primer perseguidor de muchachas que hay en toda Cataluña, y le tengo
miedo. Ahora me ocurre, Siseta, que mientras yo tomo el camino de esa
condenada Francia, a quien vería de buena gana comida de lobos, tú con
tus dos hermanos debes marcharte a la Almunia de Doña Godina, donde
está mi madre, y esperarme allí, cuidándome las haciendas, hasta que me
suelten, o Dios disponga de la vida de este pecador.

Siseta me contestó dándome esperanza, y asegurando que convenía
aguardar con serenidad el cumplimiento de nuestro destino, sin
desconfiar de la bienhechora Providencia. Convinimos al fin en que no
era una gran desventura que yo fuese a Francia, y por su parte halló
muy prudente refugiarse en la Almunia, mientras yo volvía. La verdadera
dificultad era la absoluta carencia de medios para vivir dentro de
Gerona, lo mismo que para ausentarse. Éramos pobres hasta el último
grado, y después de pasar tantos y tan penosos trabajos, Siseta y sus
hermanos estaban destinados a sostenerse de la caridad pública. Pero
Dios no abandona a las criaturas desvalidas, y he aquí cómo vino en
nuestra ayuda por inesperados caminos. ¿De qué manera? ¿Cuándo? Esto,
los mismos acontecimientos que voy contando os lo dirán.

Pero déjenme acudir a casa del Sr. D. Pablo Nomdedeu, de cuya salud
me han dado muy malas noticias al volver de casa del talabartero, a
donde llevé el tahalí de mi amo para que le echase una pieza. Déjenme
ir allá, que a pesar de las cuestiones desagradables que tuvimos, no
deja de ser el Sr. D. Pablo un entrañable amigo mío, a quien quiero de
todas veras. Lo malo es que no puedo ir tan pronto como deseara, porque
en la calle de Cort-Real, la mucha gente que allí se junta en animados
corrillos, me detiene el paso. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos un cuarto sitio?
No es nada: parece que los franceses, cansados de haber cumplido hasta
ayer de mala gana las principales cláusulas de la capitulación, han
acordado solemnemente romperlas. Así me lo dijo el Padre Rull, a quien
vi muy sofocado entre el gentío, refiriendo con énfasis declamatorio
los pormenores del suceso.

--Esto es una desvergüenza --decía--, y un Emperador que tales cosas
hace es un pillo... nada, un pillo. ¿Qué me importa que oigan los
franceses? No bajaré la voz, no, señores. Lo dicho, dicho. En la
capitulación se acordó que los regulares serían respetados, y ahora
salimos con que nos llevan a Francia. ¿Pues qué, las órdenes son cosas
de juego? ¿Somos chicos de escuela, para que hoy se nos diga una cosa y
mañana otra?

--También yo voy a Francia, Padre Rull --le dije--, y consolémonos uno
con otro, que frailes y soldados hacen buena miga, y la carga se lleva
mejor en dos hombros que en uno.

--Nada, hijos míos: iremos a donde nos lleven, y soportaremos sus
crueldades con paciencia, como nos lo manda Nuestro Señor Jesucristo.
Si así lo habéis querido vosotros, ¿qué se ha de hacer? Ved aquí las
consecuencias de capitular cuando todavía podía haberse tirado una
temporadita más, comiendo lo que había. A Francia, pues, y fíese
usted de palabras de _cerdos_. Nosotros confiábamos ingenuamente en
el cumplimiento de lo pactado, cuando vierais aquí que esta mañana se
presenta en la santa casa un oficialejo, el cual, con voces torpes y
destempladas, dijo que nos preparásemos para tomar mañana el caminito
de Francia, porque S. M. el Emperador lo había dispuesto así desde
París. Por lo visto, nos temen tanto como a los soldados. Y díganme
ustedes ahora: ¿qué va a ser de Gerona sin frailes?

Cada uno contestaba al Padre Rull según sus ideas, cuál con enojo, cuál
festivamente; pero al fin todos los que le oíamos convinimos en que
lo del viaje era una grandísima picardía de S. M. el Emperador de los
franceses. Cuando me retiré de allí, quedaba el buen fraile sermoneando
a sus amigos sobre la preeminencia que siempre alcanzaron las órdenes
religiosas en los tratados de las naciones.

Llegué a casa del Sr. Nomdedeu, y desde mi entrada conocí que la salud
del buen médico no debía de ser buena, por las señales de consternación
que noté en el semblante de Josefina lo mismo que en el de la señora
Sumta. Esta me dijo:

--Andresillo, no hables al amo de Siseta ni de los chicos; porque
siempre que se le nombran, le da como un desmayo.

Josefina me preguntó por los míos, y al instante le comuniqué con la
alegría de mis ojos el infeliz encuentro de mi novia y sus hermanos.

--Todos se salvan, menos mi buen padre --dijo tristemente la joven.

Al instante entré a ver al enfermo, quien me recibió con su habitual
bondad. Junto a su lecho estaba un hombre en quien reconocí a uno de
los escribanos de Gerona.

Indudablemente D. Pablo iba a hacer testamento. Su aspecto y figura no
podían ser más tristes; al punto se echaba de ver que aquella lámpara
tenía ya muy poco aceite. La postrimera luz brillaba, sí, como próxima
a extinguirse, con viva claridad, y la irregular llama, tan pronto
grande como chica, espantaba con sus oscilaciones deslumbradoras. Unas
veces el espíritu del buen doctor se empequeñecía con extraordinario
aplanamiento; otras se agrandaba, tomando proporciones superiores a las
de la vida común; y con este variar angustioso, síntoma de todo fuego
que se apaga luchando entre la combustión y la muerte, la lengua del
médico pasaba de un mutismo invencible a una locuacidad mareante.

Cuando entré, respondió a mis preguntas con monosílabos, que
salían difícilmente de su sofocado pecho; pero al poco rato se fue
despabilando, y a ninguno de los presentes nos dejaba meter baza: él se
lo decía todo sin mostrarse cansado.

--¿Conque aseguras tú que no moriré? Ilusión, amigo mío; ilusión de tu
buen deseo. Dios me ha leído ya la sentencia, y en esto no hay ni puede
haber duda alguna. Yo cumplí mi misión; ahora estoy de más.

--¡Señor, anímese con mil demonios! --exclamé fingiendo
entusiasmarme--. Pues qué, ¿ahora que Gerona está libre de hambres y
muertes, se ha de ir el hombre mejor de toda la ciudad? Levántese de
esa cama vamos por ahí a ver las murallas rotas, los fuertes deshechos,
las casas arruinadas, testigos de tanto heroísmo. Fuera pereza. Eso no
es más que pereza, D. Pablo.

--Pereza es, sí; pero la pereza última y definitiva, la del viajero
que, habiendo andado toda la jornada, se arroja sin aliento en el
camino, convencido que no puede más. Pereza es, sí, la mejor de todas,
porque lleva al más dulce, al más placentero de los sueños: la muerte.
¡Ay, qué postrado me siento! Pues qué, ¿era posible que después de tan
colosales esfuerzos en lo físico y en lo moral, siguiese yo viviendo?
No una vida como la mía, sino cien robustas y vigorosas habríanse
consumido en esta lucha con la naturaleza que yo sostuve durante tanto
tiempo; porque decirte, Andrés, el sinnúmero de dificultades que
vencí, sería el cuento de nunca acabar. Baste referirte que, en pocos
días, busqué, fomenté y desarrollé en mí cualidades que no tenía; en
pocos días, transformado hasta lo sumo, encontreme con sentimientos y
pasiones que antes no tenía, y todo fue como si una serie de hombres
diversos se desarrollaran dentro de mí propio. Yo estoy asombrado de
lo que hice, y ahora comprendo qué inmenso tesoro de recursos tiene
el hombre en sí, si sabe explotarlo. Al fin, Andrés, mi pobre hija
alargó sus días hasta el fin del cerco, y cuando los sanos y robustos
sucumbieron, ella, enferma y endeble, se ha salvado. He aquí premiados
dignamente mi amorosa solicitud y mis colosales esfuerzos. Esta
tierna niña, que es todo mi amor, está hoy delante de mí alegrando mi
vista y mi alma con el color de sus mejillas. Basta este espectáculo
a consolarme de todas mis penas, y si me entristece la muerte es
porque mi hija y yo nos separamos ahora. Dios lo permite así, porque
ya ella no necesita de mis constantes cuidados, y la savia vital que
milagrosamente ha adquirido le dará bríos para subsistir por sí sola,
sin el apoyo de estas manos fatigadas, que reclama la tierra, ansiosa
de carne.

--Sr. D. Pablo --le dije dominando mi melancolía--, deseche usted esos
tristes pensamientos, que son la primera y única causa de su mal; mande
a la señora Sumta que traiga y aderece un par de chuletas, que ya las
hay buenas en Gerona, sin ser de gato ni de ratón, y cómaselas en paz
y en gracia de Dios, con lo cual, o mucho me engaño, o no habrá muerte
que le entre en largos años.

--Esto no va con chuletas, amigo Andrés. Mi cuerpo rechaza todo
alimento, y no quiere más que morirse. Está echando a voces el alma,
increpándola para que se vaya fuera de una vez.

--Más consumidos y extenuados estaban otros, y sin embargo han vivido,
y por ahí andan hechos unos robles. Y si no, ahí tenemos el ejemplo de
Siseta, a quien dimos todos por muerta, y viva y sana está, gracias a
Dios.

--¿Vive Siseta? --preguntó Nomdedeu con profundo interés y cierta
exaltación que no pudo disimular.

--Sí, señor: tan viva está como sus dos hermanos.

--¿Estás seguro de ello?

--Segurísimo.

--¿Y no tiene heridas en su cuerpo gentil, ni golpes en su cabeza,
ni rasguños en su piel, ni le falta brazo, pierna, dedo u otra parte
alguna de su estimable persona?

--No, señor: nada le falta --repuse jovialmente--, o al menos no tengo
yo noticia de ello.

--¿Y los muchachos, aquellos juguetones y traviesos rapaces, están
vivos y sanos?

--También, señor doctor, y todos muy deseosos de venir a ofrecer a
usted sus respetos con la cortesía que les es propia, saltando y
chillando.

--¡Oh, loado sea Dios! --exclamó con cierto arrobamiento contemplativo
el infortunado doctor.

Dicho esto, permaneció un rato meditando u orando, que ambas funciones
podían deducirse de su recogida y silenciosa actitud, y luego,
reposadamente, me habló así:

--Me has proporcionado indecible consuelo al darme noticias tan
lisonjeras de la familia del Sr. Mongat, porque me atormentaba la
sospecha y recelo, la terrible certidumbre de que yo había ocasionado
un gran mal a esos muchachos y a su bondadosa hermanita, cuando después
del lamentable accidente del pedazo de azúcar, entré en casa de Siseta.
Mi hija iba a morir de inanición. Yo pedía a la señora Sumta que nos
diera algo que comer, y la señora Sumta no nos daba nada. Yo pedía
a Dios que enviase algo del cielo, y Dios tampoco quería enviarme
nada. Siseta estaba allí; sus hermanos entraron haciendo ruido, y la
insolente vitalidad que revelaban sus ágiles cuerpos despertó en mi
alma un sentimiento que no te podré pintar, aunque por espacio de
cien años te hable y agote todos los recursos de todas las lenguas
conocidas. No: aquel sentimiento es una anomalía horrorosa en el ser
humano, y solo es posible que exista durante cortísimos intervalos
en días que muy rara vez contará el tiempo en su infinita marcha. Yo
miraba a los chicos, yo miraba a su hermana, y sentía un insaciable y
sofocante anhelo de hacerlos desaparecer de entre los seres vivientes.
¿Por qué, amigo mío? Esto sí que no sabré decírtelo, porque yo mismo no
lo entiendo. No creas que conturbaba mi cerebro el repugnante instinto
de la antropofagia: no, no es nada de eso. Era un sentimiento del
linaje de la envidia, Andrés; pero mucho, muchísimo más fuerte: era
el egoísmo llevado al extremo de preferir la conservación propia a la
existencia de todo el resto de la humana familia; era una aspiración
brutal a aislarme en el centro del planeta devastado, arrojando a
todos los demás seres al abismo, para quedarme solo con mi hija; era
un vivísimo deseo de cortar todas las manos que quisieran asirse a la
tabla en que los dos flotábamos sobre las embravecidas olas. Pintar
todo lo que yo odié en aquel momento a los dos hermanos y a la pobre
muchacha, sería más difícil que pintarte los horrores del infierno,
abrazando lo grande y lo pequeño, el conjunto y los pormenores de la
mansión donde el hombre impenitente expía sus culpas. Cada inhalación
de su aliento al respirar, me parecía un robo; cada átomo de aire que
entraba en sus pulmones, un tesoro arrancado al conjunto de elementos
vitales que yo quería reunir en torno mío y de mi hija. Los malditos
se repartían un pedazo de pan, un pedacito de pan, Andrés, amasado con
todo el trigo y con toda el agua de la creación, para mi regalo. En
aquella crisis del egoísmo, yo no comprendía que el universo, con sus
mil mundos, con sus inagotables recursos y prodigios, existiese para
nadie más que para Josefina y para mí.

Detúvose el doctor fatigado, y yo, queriendo apartar de su mente ideas
que le hacían más daño que el mal físico, le dije:

--Mande usted a paseo, Sr. D. Pablo, esas vanas imaginaciones que le
están secando el cerebro. Siseta y sus hermanos están buenos, amigo, y
yo le aseguro a usted que no se los ha comido. ¿A qué pensar más en eso?

--Calla, Andrés, y déjame seguir --dijo reposadamente--. No son vanas
imaginaciones lo que cuento, pues lo que yo sentía real existencia
tenía dentro de mí. Me falta decirte que reconocí la horrible
metamorfosis de mi espíritu, pues no puedo darle otro nombre, y me
decía: «No, yo no soy yo. Dios mío, ¿por qué has consentido que yo
sea otro?» Efectivamente, yo no era yo. ¡Qué horrorosas lobregueces
rodeaban los ojos de mi espíritu, así como los de mi cuerpo!...
Aquellos condenados chicos estaban comiendo, Andrés; llevaban a la
boca unos pedazos de pan, y delante de mí tenían la audacia de ofrecer
una parte a su hermana. ¡Cómo quieres tú que esto viera impasiblemente
quien dentro tenía, difundidos por su sangre y haciendo cabriolas en
las sutiles cuerdas de sus nervios, los millares de demonios que yo
llevaba conmigo! Al ver cómo mordían con sus insolentes dientecillos;
al verles tragar con tanta desvergüenza, duplicose en mí el furor
contra ellos y les increpé, diciéndoles no estar dispuesto a consentir
que nadie viviese delante de mí. Andrés, amigo; Andrés de mi corazón,
yo tomé un cuchillo y lo esgrimía, como quien intenta matar moscas a
estocadas; corría hacia ellos, corría hacia Siseta y la señora Sumta;
pero en mi salvaje insensatez no me faltaba un pensamiento humano que
me detuviese en los arranques brutales de aquel desbordado apetito de
matar. Los chicos, que de improviso salieron, regresaron con otros
de su edad, y sus chillidos y provocativas risas me enardecieron
más. Desde entonces mis ojos nublados no vieron más que sangrientos
objetos; entrome un delirio salvaje, durante el cual sentía detestable
complacencia en herir acaso en el vacío, descargando golpes a todos
lados contra cuerpos que me rodeaban y azuzaban sin cesar. Creo que
después de dar vueltas por la casa, salí a la calle, y mi brazo
vengativo iba destruyendo en imaginarios cuerpos a toda la familia
humana. Hablaba mil inconexos desatinos; contemplaba con gozo a los
que creía mis víctimas; buscaba la soledad, insultando a cuantos
se me ofrecían al paso; pero la soledad no llegaba nunca, pues de
cada víctima surgían nuevos cuerpos vivos que me disputaban el aire
respirable, la luz y cuantos tesoros de vida hermosean y enriquecen
el vasto mundo... No sé qué habría sido de mí si unos frailes no me
hubieran sujetado en la calle de Ciudadanos, llevándome a cuestas largo
trecho. ¡Ay, amigo mío! En mi cerebro, que era una masa de bullidoras
burbujas, cual si hirviera puesto al fuego, retumbaron estas palabras:
«Es lástima que el Sr. Nomdedeu se haya vuelto loco.» Y al recoger
esta idea, mi alma pareció disponerse a recobrar su perdido asiento.
Luego los frailes dijeron: «Démosle un poco de estas lonjas de cuero
de sillón que hemos cocido, a ver si se repone...» Les pregunté por mi
hija, y respondiéronme que no tenían noticia de las hijas de nadie.
Encontreme con un poco de fuerza regular, no exaltada y anómala como
la que me había impulsado a tantos disparates, y quise marchar a mi
casa... Caí al suelo... perdí el cuchillo... una monja me ofreció su
brazo y llegué a mi casa. Ni Siseta, ni sus hermanos, ni Josefina, ni
la señora Sumta estaban ya allí. Las monjas me dieron un poco de corcho
frito, que no pude comer, y les pregunté por mi hija. Todo lo que había
pasado se me presentó como los recuerdos de un sueño; pero aunque
adquirí el convencimiento de no haber extinguido todo el linaje de los
nacidos, no estaba seguro de la invulnerabilidad de mis ciegos golpes.
«Yo he matado algo,» me dije para mí; y esta idea me causaba hondísima
pena. Me reconocía como yo mismo exclamando: «Pablo Nomdedeu, ¿fuiste
tú quien tal hizo?»

--Basta ya, amigo mío --dije interrumpiéndole, al advertir que los
recuerdos de sus locuras empeoraban al buen doctor--. Más adelante
nos contará usted tan curiosas novedades. Ahora procure descabezar un
sueño, entre tanto que la señora Sumta adereza las chuletas consabidas.

--Calla, Andrés, y no quieras gobernar en mí --repuso--. Yo dormiré
cuando lo tenga por conveniente. Déjame concluir, que ya no falta
mucho. Los enfermeros del hospital fueron los que me proporcionaron
algún alimento que se podía comer, con lo cual me encontré
relativamente bien, y pude salir en busca de mi hija. Ya sabes cómo la
encontré al fin, y lo que le aconteció. Por mi parte, hijo, yo mismo,
después de la horrorosa crisis que había pasado, me espantaba de verme
asistiendo enfermos que sin duda lo estaban menos que yo, y heridos que
no tenían llagas tan terribles en su cuerpo como la que yo tenía en el
alma. ¡Ay, Andrés! Nomdedeu estaba herido de muerte. Las penas sufridas
con tanta paciencia desde mayo, me han labrado este profundo mal que
ahora siento y que me llevará dentro de poco al seno de Dios. Me admiro
de haber resistido tanto, y digo que tuve fuerza de cien hombres. No,
uno solo es incapaz de tanto. D. Mariano Álvarez tenía para resistir
el estímulo de la gloria y del agradecimiento patrio; yo no he tenido
ante mí sino espectáculos lastimosos y un porvenir oscuro. El esfuerzo
ha sido grande; la tensión, inmensa: por eso la cuerda se ha roto, y me
voy, me voy, hija mía, Andrés, señora Sumta y demás presentes. Bastante
he hecho. El que crea haber hecho más, que levante el dedo.

Josefina y la señora Sumta lloraban, y yo, cuando el enfermo calló,
procuraba consolarle con tiernas palabras. Poco más tarde fueron a
verle Siseta y sus hermanos, con cuya visita pareció muy complacido el
enfermo, y a todos prodigó cariños y congratulaciones, obsequiándoles
con una excelente comida. Después se durmió, y al caer de la noche,
hora en que por encargo suyo volvió el escribano acompañado de tres
personas de la intimidad de D. Pablo, este nos llamó a todos diciendo
que iba a dictar su testamento, el cual hizo en regla, nombrando por
heredera de casi todos sus bienes a su hija Josefina, con una cláusula,
sobre la cual debo llamar a ustedes la atención, para que conozcan la
generosidad de aquel ejemplar sujeto. Además de que el doctor dejaba
a Siseta y sus hermanos los veinticuatro alcornoques que tenía en la
parte de Olot, dispuso que en caso de morir sin sucesión la señorita
Josefina, pasase el total de los bienes a Siseta y sus hermanos,
recomendando a aquella y a esta que viviesen juntas para perpetuar la
amistad y buenos servicios de que la infeliz enferma había sido objeto
por parte de los míos durante el sitio. La fortuna del doctor era
harto exigua, pues la finca de Castellá, devastada por los franceses,
valía bien poco, y lo demás consistía en diversos grupos de alcornoques
diseminados por la comarca ampurdanesa y en sitios a los cuales los
herederos no se aventurarían a emprender viaje por saber el corcho
de que eran dueños. También a mí y a la señora Sumta nos dejó varias
mandas, aunque la mía más era honorífica que de provecho, por consistir
en el Diario de las peripecias del sitio, redactado de puño y letra por
el mismo doctor. El ama de gobierno pescó todos los muebles y ropas que
de la casa pudieron salvarse.

Luego que el testamento fue hecho, administraron al enfermo el Santo
Viático, y cumplida esta ceremonia, quedose Nomdedeu muy postrado,
hablando poco y con dificultad, mirándonos a ratos con estúpido
asombro y cerrando después los ojos para entregarse a un inquieto
sueño. Exceptuando Manalet, que se durmió en el suelo, todos velamos,
dispuestos a asistirle con la mayor solicitud y esmero; pero el infeliz
D. Pablo no necesitó largo tiempo de nuestra asistencia. Cerca de la
madrugada abrió los ojos, llamó a su hija, y abrazándola tiernamente,
le habló así:

--¿Te quedas tú, hija mía? ¿Te quedas aquí cuando yo me voy? ¿De modo
que no te veré más? Entonces toda la eternidad será infierno para
mí... Josefina, ven, sígueme, ponte el manto, que nos vamos. Mi hija
no se apartará de mí ni un solo momento... Después de pasar juntos
las grandes penas, ¿hemos de separarnos cuando todo ha concluido? No,
Josefina. Vámonos juntos, o nos quedaremos aquí, en Castellá. Paseemos
por nuestra huerta viendo cómo van saliendo los pepinos, y no nos
cuidemos de lo que pasa en Gerona. Mira qué tomates, hija, y observa
cómo van tomando color esos pimientos... ¿Ves? Por ahí viene la señora
Pintada pavoneándose con sus diez y ocho pollos: entre ellos hay seis
patitos, que son los más guapos, los más salados y los más monos de
todos. Llegan al estanque, y sin que la madre pueda impedirlo con
cacareadas amonestaciones... ¡zas! al agua todos. Mira cómo se asusta
la señora Pintada y los llama. Pero ellos... sí, que si quieres...
Hija mía, los perales no pueden con más peras: algunas están maduras.
¿Pues y los melocotones? Me parece que la cabra ha mordido en las
matas de estas remolachas... ¡pero quia! ¡si es Dioscórides, el burro
de nostramo Mansió! Míralo, allí está haciendo de las suyas. ¡Eh,
fuera! Le llamo Dioscórides por lo grave y sesudo. El gran sabio de
la antigüedad me perdone... ¿Has visto las palomas, Josefina? Veamos
si anoche se han comido las ratas algunos huevos de los que aquellas
están sacando... ¡Eh, nostramo Mansió, que Dioscórides se come la
huerta! Amárrelo usted... El pobre hortelano no me oye... ¿Qué ha de
oír si está limpiándole las babas a su nieta? Ven acá, Pauleta: toma
la mano de Josefina, y vamos a ordeñar la vaca. ¡Qué hermoso está el
ternerillo! No acercarse mucho, que el otro día dio una cornada a
nostramo... A ver, Josefina: trae el cántaro. Mansió dice que yo no
sé hacer esta maniobra, y yo le desafío a él y a todos los nostramos
de la comarca a que hagan mejor que yo esta operación del ordeñar. No
temas, Esmeralda, no te hago daño: pisch, pisch... Esta atmósfera del
establo te sienta muy bien, hija, y a mí me agrada en extremo... Ya
viene tranquila, dulce, grave, amorosa y callada la incomparable noche,
en cuyo seno tan bien reposa mi alma. ¿Oyes las ranas, que empiezan
a saludarse diciéndose: _¿Cómo estáis? Bien, ¿y vos?_ ¿Oyes los
grillos disputando esta noche sobre el mismo tema de anoche? ¿Oyes el
misterioso disílabo del cuco, que parece la imagen musical más perfecta
de la serenidad del espíritu? Ya vienen los labradores del trabajo.
¡Con qué gusto alargan los bueyes su hocico adivinando la proximidad
del establo! Oye los cantos de esos gañanes y de esos chicos, que
vuelven hambrientos a la cabaña. Ahí los tienes. Mira cómo rodean a
la abuela, que ya ha puesto el puchero a la lumbre. El humo de los
techos, formando esbeltas columnas sobre el cielo azul, discurre luego,
y vaporosamente se extiende a impulsos del suave viento que viene
de la montaña a jugar en las copas de estos verdes olmos, de estas
oscuras encinas, de estos lánguidos sauces, de estos flacos chopos,
cuyas charoladas hojas brillan con las últimas luces de la tarde... La
oscuridad avanza poco a poco, y el cielo profundo ofrece sobre nuestras
cabezas un tranquilo mar al revés, por cuyo diáfano cristal en vano
tratamos de lanzar la vista para distinguir el fondo. ¡Oh! quedémonos
aquí, hija mía, y no nos separemos ni salgamos más de este lugar
delicioso. Todo está tranquilo: los cencerros de las ovejas suenan con
grave música a lo lejos; el cuco, el grillo y la rana no han acabado
aún de poner en claro la cuestión que les tiene tan declamadores. El
viento cesa también, cierra los ojos, extiende los brazos y se duerme.
Ya no humean los techos; Esmeralda se echa sobre la fresca yerba,
y su hijo, abrigándose junto a ella, hociquea buscando en el seno
materno lo que nosotros hemos dejado. Nostramo Mansió duerme también, y
Dioscórides, escondiendo el ojo brillante bajo la negra ceja, sumerge
el cerebro en profundo sopor. Las palomas han dejado de arrullarse,
los conejos se esconden en sus guaridas, meten los pájaros bajo el ala
la inteligente cabeza, y la señora Pintada se retira pausadamente al
corral con sus diez y ocho hijos, incluso los patos, que van dejando
en el suelo la huella de sus palmas mojadas. El mundo reposa, hija;
reposemos nosotros también. El cielo está oscuro. Todo está oscuro y
no se ve nada. Mi espíritu y el tuyo anhelaban ha tiempo esta profunda
tranquilidad por nadie ni por nada turbada. Reposemos; no hay sol ni
luna en el cielo, y solo el lucero nos envía una luz que viene recta
hasta nosotros como un hilo de plata. Míralo, Josefina, y descansa tu
frente en mi hombro. Yo reposaré mi cabeza sobre la tuya, y así nos
dormiremos apoyados el uno en el otro. Todo ha callado y no se ve más
que el lucero... ¿Lo ves?

Después de esto, nada más dijo en este mundo el Sr. Nomdedeu.

Algún tiempo después de espirar, nos costó gran trabajo desasir de los
brazos helados del doctor a su desconsolada hija, cuyo estado era tan
lastimoso que daba ocasión a augurar una segunda catástrofe.



XXIV


Adiós, señores; me voy a Francia, me llevan. Los sucesos que he
referido habíanme hecho olvidar que era prisionero de guerra, como los
demás defensores de la plaza, y era forzoso partir. Solamente en razón
de mi enfermedad me fue permitido, como a otros muchos, el permanecer
allí desde el 10 hasta el 21, de modo que con el mal acababa la dulce
libertad.

Adiós, señores; me voy, adiós, pues tanta prisa me daba aquella
canalla, que no digo para despedirme de mis caros oyentes, pero ni aun
para abrazar a Siseta y sus hermanos me alcanzaba el breve tiempo de
que disponía. Notificada la marcha, nos señalaron hora, nos recogieron,
y haciéndonos formar en fila, camina que caminarás, a Francia. Los
castigos impuestos por contravenir el programa de circunspección
que nos habían recomendado, eran: la pena de muerte para el conato
de fuga; cincuenta palos por hablar mal de José Botellas, cantar el
_dígasme tú, Girona_, o nombrar a D. Mariano Álvarez.

--Adiós, Siseta; adiós, Badoret y Manalet, cara esposa y hermanitos
míos. Cuidado con lo que os he advertido. El prisionero os escribirá
desde Francia, si antes no logra burlar la vigilancia de sus crueles
carceleros. Adiós. No os mováis de aquí, mientras yo no os lo mande,
ni penséis por ahora en tomar posesión de vuestros alcornoques, que
eso y mucho más se hará más adelante. Acompañad a la desgraciada hija
del gran D. Pablo, y alegrad sus tristes horas. Adiós: dad otro abrazo
a Andrés Marijuán, a quien llevan preso a Francia por haber defendido
la patria. Tengo confianza en Dios, y el corazón me dice que no he de
dejar los huesos en la tierra de los _cerdos_. Ánimo: no lloréis, que
el que ha escapado de las balas, también escapará de las prisiones, y,
sobre todo, no es de personas valerosas el lagrimear tanto por un viaje
de pocos días. Salud es lo que importa, que libertad... ella sola se
viene por sus pasos contados, sin que nadie lo pueda impedir. Adiós,
adiós.

Así les hablaba yo al despedirme, y por cierto que carecía
completamente del ánimo y entereza que a los demás recomendaba,
faltándome poco para dar al traste con mi seriedad; pero convenía en
aquella ocasión blasonar de hombre de hierro. Mi gravedad era ficticia,
y no hay heroísmo más difícil que aquel que yo intentaba al despedirme
de Siseta y sus hermanos. La verdad es que tenía el corazón oprimido,
como si mano gigantesca me lo estrujara para sacarle todo su jugo.

Siseta se quedó en la calle de la Neu, agobiada por profunda aflicción;
Badoret y Manalet me acompañaron hasta más allá de Pedret, y no fueron
más adelante porque se lo prohibí, temiendo que con la oscuridad
de la noche se extraviaran al regresar. Salimos, pues, en la noche
del 21. Delante iba, rodeado de gendarmes a caballo, el coche en
que llevaban a D. Mariano Álvarez; seguían los oficiales, entre los
cuales estaba mi amo; dos o tres asistentes completábamos el primer
grupo de la comitiva. Más atrás marchaba toda la clase de tropa,
soldados convalecientes de heridas o de epidemia en su mayor parte. La
procesión no podía ser más lúgubre, y el coche del Gobernador rodaba
despaciosamente. No se oía más que lengua francesa, que hablaban en voz
alta y alegre nuestros carceleros. Los españoles íbamos mudos y tristes.

Hicimos alto en Sarriá, donde se nos agregaron los frailes que habían
salido antes que nosotros con el mismo destino, y con Sus Paternidades
a la cabeza nada faltó para que la comitiva pareciese un jubileo. Daba
lástima verlos, porque si entre ellos había jóvenes robustos y recios
que resistían el rigor de la penosa jornada, no faltaban ancianos
encorvados y débiles que apenas podían dar un paso. La gendarmería
les arreaba sin piedad, y lo más que se les concedió fue que alguno
de nosotros les ofreciera apoyo llevándoles del brazo. El Padre Rull
sofocaba su impetuosa cólera, y marchando delante de todos con
resuelto paso, revolvía sin duda en su mente proyectos de venganza. Los
legos, que cargaban repletas alforjas, repartían graciosamente en cada
descanso raciones de pan, queso, frutas secas y algún vino, de lo cual
algo se rodaba siempre hacia la parte seglar de la caravana, aunque no
mucho. Algunos gendarmes franceses, más humanos que sus jefes, también
nos ofrecían no poca parte de sus víveres.

De este modo llegamos a Figueras a las tres de la tarde del 22,
y sin permitirle descanso alguno, fue el Gobernador enviado al
castillo de San Fernando. Frailes y soldados quedaron en el pueblo,
y solamente subimos con aquel los del servicio del propio General o
de sus ayudantes. Marchamos todos tras el coche, y al entrar en la
fortaleza, la debilidad de D. Mariano era tal, que tuvimos que sacarle
en brazos para transportarle de la misma manera al pabellón que le
habían destinado, el cual era un desnudo y destartalado cuartucho sin
muebles. Entró el héroe con resignación en aquella pieza, y echose
sin pronunciar queja alguna sobre las tablas, que a manera de cama le
destinaron. Los que tal veíamos, estábamos indignados, no comprendiendo
tan baja e innoble crueldad en militares hechos ya de antiguo a tratar
enemigos vencidos y rivales poderosos; pero callábamos por no irritar
más a los verdugos, que parecían disputarse cuál trataba peor a la
víctima. Luego que se instaló, trajeron al enfermo una repugnante
comida, igual al rancho de los soldados de la guarnición; pero
Álvarez, calenturiento, extenuado, moribundo, no quiso ni aun probarla.
De nada nos valió pedir para él alimentos de enfermo, pues nos
contestaron bruscamente que allí no había nada mejor, y que si durante
el cerco habíamos sido tan sobrios, comiésemos entonces lo que había.

Con la resignación y entereza propias de su grande alma, resistió
Álvarez estas miserias y bajas venganzas de sus carceleros; y solo le
vimos inmutado cuando el Gobernador del castillo, que era un soldadote
de mediana graduación, brusco, fatuo y muy soplado, empezó a dirigirle
impertinentes preguntas. La insolencia de aquella canalla nos tenía
ciegos de ira, pues no solo el Gobernador de la plaza, sino oficialejos
de la última escala, se atrevían a hacer preguntas tontas e importunas
a nuestro héroe, que ni siquiera les hacía el honor de mirarles.

Las preguntas eran, no solo contrarias a la cortesía, sino al espíritu
militar, pues en todas ellas se le pedía cuenta a nuestro jefe del
gran crimen de haber defendido hasta la desesperación la ciudad que el
Gobierno de su patria le había confiado. No parecían militares los que
con insultos y burlas groseras mortificaban al hombre de más temple
que en todo tiempo se pusiera delante de sus armas. Álvarez, siempre
caballero, aun en presencia de gente de tal ralea, les respondió
sencillamente:

--«_Si ustedes son hombres de honor, hubieran hecho lo mismo en mi
lugar._»

Tan sublime concepto no lo comprendían la mayor parte, y solamente
algunos oficiales distinguidos, penetrándose del indigno papel que
estaban haciendo, se apresuraron, después de la respuesta del General,
a poner fin al denigrante interrogatorio.

Mi amo enviome al instante al pueblo en busca de carne para aderezar
la comida del enfermo, y gracias a mi prontitud y diligencia, pronto
pudimos servirle una comida mediana. Delante de los franceses, que nos
negaban todo auxilio, Satué puso el puchero, soplaba el fuego otro
oficial español, y convertidos todos en cocineros, nos disputábamos,
chicos y grandes, el honor de asistir al enfermo. Pasó bien la noche;
pero serían las dos de la madrugada, cuando con estrépito llamaron a
la puerta del pabellón, diciéndonos que nos dispusiéramos a seguir el
viaje a Francia. Álvarez, que dormía profundamente, despertó al ruido,
y enterado de la continuación de la jornada, dijo sencillamente:

--Vamos allá.

Quiso incorporarse sobre las tablas en que con nuestros capotes le
habíamos arreglado un mal lecho, y no pudo...¡Tan agotadas estaban
sus fuerzas!... Pero en brazos le llevamos nosotros al coche, y con
un frío espantoso, azotados por la lluvia de hielo y pisando la nieve
que cubría el camino, emprendimos el de la Junquera. Una precaución
ridícula habían añadido los franceses a las que antes tomaran para
custodiarnos. Esto hace reír, señores. Además de la fuerte escolta
de caballos, sacaron también de Figueras dos piezas de artillería,
que iban detrás de nosotros, amenazándonos constantemente. Es que
su recelo de que nos escapásemos era vivísimo, y con ninguna de las
cautelas ordinarias creían segura la persona de D. Mariano Álvarez,
inválido y casi moribundo. Éramos muy pocos en aquella segunda
jornada, porque los frailes y la tropa quedáronse en Figueras hasta el
amanecer. Ignoro si para tener a raya las fogosidades del Padre Rull,
se pertrecharon también con un par de baterías de campaña y algunos
regimientos de línea.

En la Junquera nos detuvimos muy poco tiempo; siguiendo luego por
Francia adelante, llegamos a Perpiñán a las siete de la noche del
mismo día 23, y después de detenernos en casa del Gobernador, nos
llevaron al Castillet, fortaleza de ladrillo, de airosa vista, obra del
Rey D. Sancho, la cual habrán visto cuantos hayan estado en aquella
ciudad. Sin más ceremonias, destinaron para habitación de Álvarez un
tenebroso aposento a manera de calabozo, con más humedades que muebles,
y tan lóbrego y sucio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su temple
resignado y fuerte, no pudo contenerse, y exclamó con indignación:

--«_¿Es este sitio propio para vivienda de un General? ¿Y son ustedes
los que se precian de guerreros?_»

El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas
palabrotas francesas, que me pareció querían decir poco más o menos:

--Es preciso tener paciencia.

Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje
nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos,
pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española
ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos.
Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y
aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro
primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para nuestro
Gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El
cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que
no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos lo cobrase a
peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal
francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos
más con su interesante presencia.

Pero él, o no entendió, o quiso mostrarnos todo el peso de su
impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos
ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora
linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo,
que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al
alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos
de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces;
quedábamos luego a oscuras, y nos vencía el dulce sueño; pero no
habíamos transportado los umbrales de esta rica y apacible residencia
del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros
ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse
por la vista y el tacto de que estábamos allí.

Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos
en que estábamos solos:

--Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza.

Pero D. Mariano calmó su arrebato, condenando una imprudencia que
podía ser a todos funestísima. La noche fue, por tanto, y merced a
las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo
el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló
largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que
nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de
que no teníamos noticia, y allí dio rienda suelta a las groserías y los
insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia
inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en
lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna
del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante
de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo:

--Pero por fortuna hemos pescado a once de los prófugos, y han sido
arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás.

Álvarez se sonrió, y dijo:

--«_¿Conque volaron, eh?..._»

Y en su rostro por un instante dibujose ligera expresión festiva.
A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles,
prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a
las importunidades del de la candileja, y nos dispusimos para dormir;
pero ¡ay! estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el
mayor era presenciar cómo padecía en silencio, sin hallar alivio en sus
males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles
de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el
mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente
del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un
hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.

Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su
cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque
por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus
primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático
pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos; y como le
indicáramos que el enfermo, a causa de la horrorosa fiebre, no podía
moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio
el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho y pidiendo
su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio
pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y
bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fuera del
castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia
la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel
espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de
angustia dije para mí: «Nos van a fusilar.»



XXV


¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre
fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria,
ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad
espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada
a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse
a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no
era como el cielo de España; yo miraba la gente, oía su lengua extraña
modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente
tampoco como la gente de acá. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el
vacío de su ausencia no lo habrían llenado cien vidas otorgadas en
cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella
barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la
realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé
de ver lo que tenía ante los ojos, y mi intensa congoja me hizo llorar
como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían
dejado en Gerona ninguna Siseta.

Al llegar a la muralla, vimos formados en fila a los frailes y
soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban;
pero el Padre Rull despedía llamas de sus negros y varoniles ojos.
En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra
sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio.
Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez
fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía.
Permanecimos quietos largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en
terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con
un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato,
la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales
fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y
de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la
certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la
gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.

Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento
donde pasamos la noche se había considerado como un gran lujo de
comodidades para estos pícaros _insurgentes y bandidos_, que tan
heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una
lóbrega mazmorra sin aire, empedrada de guijarros agudísimos, entre
cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos
muy fuertes la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro
dejaba entrar solo al mediodía un rayo de luz, insuficiente para que
nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió
ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de
contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida,
si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en
hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los
brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo
el mismo Álvarez, escribió una carta al General Augereau, notificándole
los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación.
Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se
esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con
la perversa cena que nos ponía. Si el Gobernador necesitaba alguna
medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de
que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados
de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a
aquella deliciosa vida con que nos regalaban.

En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó con diciembre
el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo
el gran Álvarez, que al resistir tan fuertes padecimientos, mostró
tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las
largas y tristes horas, departía con nosotros sobre la guerra,
contábanos su gloriosa historia militar, y nos infundía esperanza
y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de
la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su
extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar
los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz
poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero
suelo.

Al fin, nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos
consumíamos, viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona,
tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos
vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta
noticia, a pesar de alejarnos de España, nos produjo inmensa alegría,
porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el
panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran
gusto que sentíamos por perderle de vista, lo mismo que a su aparato.
Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y con nosotros iban los
frailes. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor
fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.

Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y
caritativo que, a escondidas de los franceses, sus compatriotas,
prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero
que le conducía, el cual, condolido de sus males, e ignorando que
fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos.
Agradecidos de su bondad, quisimos recompensarle; pero no consintió en
admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de
las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño
hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el
escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el
tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le
agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.

Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y
nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al
General, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza
llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se
pareciese a un mueble, siquier fuese el más mezquino y pobre. Agotada
la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel
inmundo sitio para quien por su categoría, y además por su lastimoso
estado, tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener
la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos
al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció
aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación,
y al fin, después de vacilar, vino a decir en suma que el alojamiento
no era cuenta suya. Por último, el cochero, con orden o por simple
tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en
que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa
resistencia parecía tocar ya al último límite.

A la mañana siguiente, cuando nos poníamos de nuevo en marcha,
aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe
que nos conducía, y abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio
a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que _Monsieur
Álvarez_ debía volver a España. Esto nos alegró sobremanera, por la
esperanza de ver pronto a la patria querida, y hasta sospechamos si,
apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a
dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes
y la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo,
creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y
mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su
risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos
despedimos de ellos tiernamente, recogiendo encargos, recados, cartas
y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D.
Mariano, al saber que se variaba de rumbo, dijo:

--«_Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde
quieran._»

Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos
que se sucedieron desde Sitjans a la frontera española. Ni sé cómo
por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del
hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último,
señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel
terrible _via crucis_, la cual ocurrió en la misma frontera, un poco
más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos
pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con
nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado,
y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores
del oficio, oímos esta frase, que, aunque dicha en francés, fácilmente
podía ser comprendida:

--_Monsieur Álvarez_ debe volver, pero los edecanes y asistentes no.

Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado
General, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba
otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó
desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y
vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos
que abandonar a su General; otros, creyendo mal camino para convencer a
nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe
de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si
se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia
en España le sería tan insoportable al menos como la prisión en el
Castillet. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir
y consolar a nuestro querido Gobernador; pero esto fue inútil. Como
complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían
aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba.
Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su
muerte, que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta
era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente
a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por
los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomos
de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil
novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas,
y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses
perdieron en todos ellos veinte mil hombres.

Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera acompañar
y servir al General a uno de nosotros, para que al menos no careciese
aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos
concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras
siguientes:

--«_Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para
mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda._»

Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero
atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él,
y unos por un costado, otros por el opuesto, le besamos las manos
regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro
del coche, y los gendarmes le sacaron a viva fuerza, amenazándole con
fusilarle allí mismo si no se reportaba en las manifestaciones de
su dolor. El General, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que
renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra
suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa
nacional, y que, aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba
con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la
resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir, para
poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el
nuestro. El cupé partió a escape, y nos quedamos en Francia, sujetados
por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir
las demostraciones de nuestra ira. Seguimos desesperados y con los ojos
llenos de lágrimas el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y
cuando dejamos de verle, Satué, bramando de ira, exclamó:

--Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie
lo vea.



XXVI


Imposible pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos
esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado
Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de
prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano,
condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a
quien le entregaron para que se divirtiese martirizándole.

Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de
vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando
nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el
cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde
las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España,
nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a
soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde
aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos,
cual tantos otros que, llevados a Francia, habían sabido volver por
peligrosos caminos y medios a la patria invadida.

Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que solo a mí se
refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra
residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar
a España. Éramos seis, y solo tres volvimos. Los demás, cogidos
_infraganti_, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou.
¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos
de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los
franceses han llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de
Madrid! Con la relación de mis padecimientos en la frontera, de las
diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las
mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdá
hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que
ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de
Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo
y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances
en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia
atrás, como parecen exigírmelo mis raros oyentes, deseosos de saber qué
fue de Siseta, así como de sus hermanos Badoret y Manalet.

No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin
saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con
intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer
llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que
también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen
allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos
ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija
del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente
la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un
convento; mas Siseta procura arrancarle sus melancolías, y la induce
a que aspire al matrimonio en la seguridad de encontrar buen esposo.
No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo,
y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de
la Religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre
espíritu huérfano y solitario.

Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para
marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos
docenas de cepas, y un número no menor de frondosos olivos, y por mi
parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar
el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer
al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.

Con lo que Siseta ha heredado y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente
para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues
no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos,
a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy
peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia,
y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser
general.

Otros anhelan gobernar el mundo, sojuzgar pueblos y vivir entre el
bullicio de los ejércitos; pero yo, contento con la soledad silenciosa,
no quiero más ejército que los hijos que espero ha de darme Siseta.

       *       *       *       *       *

Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda
fidelidad en su parte esencial, valiéndome como de poderoso auxiliar
del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló
más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar
el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación
afectan solo a la superficie de la misma, y la forma de expresión
es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés
al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en
uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en
su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.

Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones
diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras;
y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la
misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda
de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de
distinto modo.

--Dícese que le envenenaron --afirmó uno-- en cuanto llegó al castillo.

--Yo creo que Álvarez fue ahorcado --opinó otro--, pues el rostro
cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de Su
Excelencia, indica que murió por estrangulación.

--Pues a mí me han dicho --añadió un tercero--, que le arrojaron a la
cisterna del castillo.

--Hay quien afirma que le mataron a palos.

--Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue
encerrado en un calabozo, donde le tuvieron tres días sin alimento
alguno.

--Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería
a hacer otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la
vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo
del grande hombre.

Discutimos largo rato, sin poder poner en claro la clase de muerte que
había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y
patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos, por último, en
que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible
enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al
ejército español, huérfano de tan insigne jefe. Y si verdaderamente
fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la
responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie,
bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes
de la guerra en lo que tienen de humano. Que murió violentamente parece
indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores
franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es
creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero
un poder que, si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía
indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó
luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes
ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino.
Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia
de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan
a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según
su criterio tan solo de las menudencias de la vida. Por esta causa
se atreven tranquilamente, y sin que su empedernido corazón palpite
con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a mil
fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas
razones de Estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces, si
se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen
mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que solo
quieren el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde
al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen
con él a la pelota.

Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes,
se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador
se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es
pequeño, y aplaude y admira un delito tan solo porque es perpetrado en
la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la
observación lo mismo que el achicamiento, que hace perder el objeto en
las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque, a mi juicio, Napoleón I
y su imperio efímero, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de
los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba
policía, tan solo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas,
apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a
reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho, y sostenerse en
constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de
desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas
voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si
despojar a un viajante de su pañuelo se llama _robo_, para expresar la
tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los
idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los
diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar
los _grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos
por otros..._, etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una
policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar.
Pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe
poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a
sus dueños los objetos perdidos y restableciendo el imperio moral, que
nunca está por tierra largo tiempo.

Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero
al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro,
el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto
extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido
menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor,
encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras
contempló en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810.
Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes
catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los
criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente
impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de
caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.



XXVII


Oímos el relato de Andrés Marijuán, aposentados en una casa del Puerto
de Santa María, donde moraban, además de nosotros, que pertenecíamos
al ejército de Aréizaga, muchos canarios de Alburquerque, que habían
llegado el día antes, terminando su gloriosa retirada. A este General
debió el poder supremo no haber caído en poder de los franceses, pues
con su hábil movimiento sobre Jerez, mientras contenía en Écija las
avanzadas de Víctor y Mortier, dio tiempo a preparar la defensa de la
isla de León, y entretuvo al enemigo en las inmediaciones de Sevilla.
Esto pasaba a principios de febrero, y en los mismos días se nos dio
orden de pasar a la Isla, porque en el continente, o sea del puente de
Suazo para acá, ¡triste es decirlo! no había ni un palmo de terreno
defendible. Toda España afluyó a aquel pedazo de país, y se juntaban
allí ejército, nobleza, clero, pueblo, fuerza e inteligencia, toda la
vida nacional en suma. De la misma manera, en momentos de repentino
peligro para el hombre de ánimo esforzado, toda la sangre afluye al
corazón, de donde sale después con nuevo brío.

Por mi parte deseaba ardientemente entrar en la Isla. Aquel pantano de
sal y arena invadido por movedizos charcos y surcado por regueros de
agua salada, tenían para mí el encanto del hogar nativo, y más aún
las peñas donde se asienta Cádiz en la extremidad del istmo, o sea
en la mano de aquel brazo que se adelanta para depositarla en medio
de las olas. Yo veía desde lejos a Cádiz, y una viva emoción agitaba
mi pecho. ¿Quién no se enorgullece de tener por cuna la cuna de la
moderna civilización española? Ambos nacimos en los mismos días, pues
al fenecer el siglo se agitó el seno de la ciudad de Hércules con la
gestación de una cultura que hasta mucho después no se encarnó en las
entrañas de la madre España. Mis primeros años, agitados y turbulentos,
fuéronlo tanto como los del siglo, que en aquella misma fecha vio
condensada la nacionalidad española, ansiando regenerarse entre el
doble cerco de las olas tempestuosas y del fuego enemigo. Pero en
febrero de 1810 aún no había nada de esto, y Cádiz solo era para mí el
mejor de los asilos que la tierra puede ofrecer al hombre; la ciudad
de mi infancia, llena de ternísimos recuerdos, y tan soberbiamente
bella que ninguna otra podía comparársele. Cádiz ha sido siempre
la Andalucía de las ondas, graciosa y festiva dentro de un círculo
de tempestades. Entonces asumía toda la poesía del mar, todas las
grandezas del comercio. Se multiplicaban en aquellos meses su poesía,
grandeza y gloria, porque iba a contener dentro de sus blancos muros
el conjunto de la nacionalidad con todos sus elementos de vida en
plena efervescencia, los cuales, expulsados del gran territorio, se
refugiaban allí, dejando la patria vacía.

A las puertas de Cádiz comienzan los acontecimientos de mi vida que más
vivamente anhelo contar. Estadme atentos, y dejadme que ponga orden en
tantos y tan variados sucesos, así particulares como históricos. La
historia, al llegar a esta isla y a esta peña, es tan fecunda, que ni
ella misma se da cuenta de la multitud de hijos que deposita en tan
estrecho nido. Trataré de que no se me olvide nada, ni en lo mío ni en
lo ajeno. Para no perder la costumbre, comienzo con una aventura mía,
en que nada tiene que ver la rebuscona historia, pues hasta hoy no
he tenido empeño en comunicarla a nadie, ni aunque la comunicara, se
inmortalizaría en láminas de bronce, y fue lo siguiente:

Un amigo mío portugués de los que habían venido de Extremadura con
Alburquerque, rondaba cierta casa en la extremidad de la calle Larga,
donde algunos días antes viera entrar desconocida beldad, que él ponía
por las nubes, siempre que tocábamos este punto. Sus paseos diurnos y
nocturnos, en que mostraba un celo, una abnegación superiores a todo
encomio, no dieron más resultado que ver al través de las apretadas
verdes celosías dos figuras, dos bultos de indeterminada forma, pero
que al punto revelaban ser alegres mujeres por el sordo cuchicheo y
las risas con que parecían festejar la cachaza de mi paseante amigo.
Cuanto menos las veía, más acabadamente hermosas se le figuraban, y con
la dificultad de hablarlas crecía su deseo de poner fin gloriosamente
a una aventura, que hasta entonces había tenido pocos lances. Una
tarde quiso le acompañase yo en su centinela al pie de la reja, y tuve
la suerte de que mi presencia modificara la monótona esquivez de las
bellas damas, las cuales hasta entonces ni a billetes, ni a señas, ni
a miradas lánguidas habían contestado más que con las risas consabidas
y los ceceos burlones. Figueroa había deslizado una esquela, y tuvo la
indecible satisfacción de recibir respuesta en un billete que cayó,
cual bendición del cielo, delante de nosotros. En él decía la hermosa
desconocida que estaba dispuesta a abrir la celosía para expresarle
de palabra su gratitud por los amorosos rendimientos, y añadía que
hallándose en gran compromiso por causa de un suceso doméstico que
no podía revelar, solicitaba para salir de él la ayuda del galán,
juntamente con la de su amigo.

Esto nos llamó grandemente la atención, y de vuelta al alojamiento
para esperar la hora de las siete en que se nos había citado, hicimos
mil comentarios sobre el suceso. Mientras mayor era el misterio, mayor
también el anhelo de descifrarlo, y curiosos ambos por saber si íbamos
a tener una sabrosa aventura o a ser víctimas de una broma, acudimos
por la noche al pie de la reja. En cuanto llegamos abriose esta, y una
voz de mujer, cuyo acento, aunque dulce, no me pareció revelar persona
de elevada clase, dijo a Figueroa con bastante agitación estas palabras:

--Señor militar, si es usted caballero, como creo, espero que no
se negará a conceder a una desgraciada dama la generosa ayuda que
solicita. Mi esposo, el señor Duque de los Umbrosos Montes, duerme
a estas horas; mas no puedo dejarle pisar a usted el recinto de
este _arcásar_, que mi celoso dueño ha convertido en sepulcro de mi
hermosura, en cárcel de mi libertad, y en muerte de mi vida. El más
leve rumor despertaría al fiel y sanguinario Rodulfo, paje de mi señor
y carcelero mío. Pues _verasté_: mi honra depende de que al punto una
persona de confianza atraviese las saladas ondas y parta a Cádiz a
llevar un recado urgentísimo, sin lo cual mi situación es tal, que no
esperaré a que venga la rosada aurora para _arrancalme_ la vida con un
veneno de cien mortíferas plantas compuesto que tengo aquí en aquesta
botellita.

Figueroa estaba perplejo y embobado, aunque algo dispuesto a tomar
aquello en serio, y yo contenía la risa al considerar cómo se reían de
nosotros las dos desconocidas; pero mi amigo aseguró estar resuelto
a prestar a ambas cuantos servicios fáciles o difíciles quisieran
pedirle, y entonces la misma que antes hablaba, añadió:

--¡Oh! gracias, _invito_ militar; así lo esperaba yo de su galantería
y caballerosidad nunca desmentida en mil y mil lances, cual lo prueban
las voces de la fama que han traído a mis orejas sus _hasañas_. Bueno,
pues _verasté_. Mi criada, que es esta guapa y gallarda donsella que a
mi lado ve usted, se llama Soraida; irá a Cádiz en un frágil esquife
que Perico el botero tiene preparado en el muelle; pero como es grande
su cortedad, deseo vaya acompañada de ese vuestro leal amigo, que está
ahí oyéndonos como un marmolejo.

Al punto dije que estaba dispuesto a acompañar a la doncella, y mi
amigo, algo corrido con los discursos de su adorada beldad, no sabía
qué contestar. La desconocida habló así con creciente afectación:

--¡Oh! Gracias, _insine amigo del valiente Otelo_. Ya lo esperaba yo
de su _malanimidad_. Pues _oigasté_, señor militar. Mientras este fiel
amigo va a Cádiz a acompañar a mi donsella en la difícil comisión que
mi amenasado honor le encomienda, nosotros nos quedaremos aquí pelando
la pava en este balcón; con lo cual, ¿usté se entera?, tendré ocasión
de mostrarle el amoroso fuego que inflama mi pecho.

No había acabado de hablar, cuando se abrió la puerta de la casa y
apareció una mujer cubierta de la cabeza a los pies con espeso manto
negro, la cual, llegándose a mí y tomándome el brazo, me obligó a que
rápidamente la siguiese, diciéndome:

--Señor oficial, vamos, que es tarde.

No tuve tiempo para oír lo que desde la ventana decía la desconocida
al amartelado Figueroa, porque la dama, criada o lo que fuera, no me
permitía detenerme y me impulsaba hacia adelante, repitiendo siempre:

--Señor oficial, siga usted. ¡Qué pesado es usted!... No mire usted
atrás ni se detenga, que estoy de prisa.

Quise ver su rostro; pero se lo ocultaba cuidadosamente. Se conocía
que trataba de contener la risa y disimular la voz. Era una mujer
arrogante y que me revelaba con solo el roce de su mano en mi brazo la
alta calidad a que pertenecía. Desde su aparición había yo sospechado
que no era criada, y después de oírla y sentir el contacto de su
vestido, ningún hombre se habría equivocado respecto a su clase. Yo
estaba algo aturdido por lo inusitado de la aventura, y una dulce
confusión embargaba mi alma. Venían a mi mente indicios, recuerdos, y
aquella mujer llevaba en los pliegues de su vestido un ambiente que no
era nuevo para mí. Pero al principio ni aun pude formular claramente mi
sospecha. La desconocida me llevaba rápidamente, y andábamos a prisa
por las calles del Puerto, hablando de esta manera:

--Señora, ¿insiste usted en ir a Cádiz por mar a estas horas?

--¿Por qué no? ¿Se marea usted? ¿Tiene usted miedo a embarcarse?

--Por bueno que esté el mar, el viaje no será cómodo para una dama.

--Es usted un necio. ¿Cree usted que yo soy cobarde? Si no tiene usted
ánimo, iré sola.

--Eso no lo consentiré, y aunque se tratara de ir a América en el
frágil esquife de que hablaba la señora Duquesa de los Umbrosos
Montes...

La desconocida no pudo contener la risa, y el dulce acento de su voz
resonó en mi cerebro, despertando mil ideas que rápidamente cambiaron
en luz las oscuridades de mi pensamiento, y en certidumbre las
nebulosas dudas.

--Adelante --dijo al ver que me detenía--. Ya estamos en el muelle.
El botero está allí. La marea sube y nos favorecerá; el mar parece
tranquilo.

Callé y seguimos hasta el malecón. Era preciso bajar por una serie
de piedras puestas en la forma más parecida a una escalera, y el
descenso no carecía de peligro. Tomé en brazos a mi compañera y la bajé
cuidadosamente al bote. Entonces ni pudo, ni quiso sin duda ocultarme
su rostro, y la conocí. La fuerte emoción no me permitió hablar.

--¡Oh, señora Condesa! --exclamé besándole tiernamente las manos--.
¡Qué felicidad tan grande encontrar a usía!...

--Gabriel --me contestó--, ha sido realmente una felicidad que me hayas
encontrado, porque vas a prestarme un gran servicio.

--Estoy destinado a ser criado de vuecencia en donde quiera que me
halle.

--Criado, no: ya esos tiempos pasaron. ¿En dónde has estado?

--En Zaragoza.

--¿Ves qué fácilmente se van ganando charreteras, y con ellas posición
y nombre en el mundo? Entramos en unos tiempos en que los desgraciados
y los pobres se encaramarán a los puestos que debe ocupar la grandeza.
Gabriel, estoy asombrada de verte caballero. Bien, muy bien. Así te
quería. No me habías dicho nada. ¿Por qué no me has buscado?... Ya no
nos quieres.

--Señora, ¿cómo he de olvidar los beneficios que de vuecencia recibí?
Estoy confundido al ver que nuevamente, y cuando menos lo esperaba, se
digna usía servirse de mí.

--No bajes tanto, Gabriel; han cambiado las cosas. Tú no eres el mismo;
no te conozco. Me ves, me hablas, ¿y no me preguntas por Inés?

--Señora --dije anonadado--, no me atreví a tanto. Veo que vuecencia ha
cambiado más que yo.

--Tal vez.

--¿Inés vive?

--Sí, está en Cádiz. ¿Deseas verla? Pues no te apures: yo te prometo
que la verás, la verás.

Diciendo esto, Amaranta se expresaba en un tono que me hacía comprender
su anhelo de mortificar a alguien, al permitirme ver a su hija. Su
benevolencia me tenía tan confundido, que ni aun acertaba a darle las
gracias.

--¡En qué momento tan crítico para mí te me has aparecido, Gabriel!
Un suceso que sabrás más tarde, me obliga a ir a Cádiz esta noche,
sola, sin que ninguno de mi familia lo sepa. Dios no me podía ofrecer
compañero ni custodio más a propósito.

--Pero, señora, ¿usía no considera que las puertas de Cádiz están
cerradas a estas horas?

--Lo están para mí todas menos una. Por eso me aventuro en esta
travesía que podría ser peligrosa. El jefe de guardia en la puerta
de mar es amigo mío y me espera. Yo tenía el bote preparado. Estaba
dispuesta a ir sola, y cuando te presentaste en la calle acompañando
al oficial que nos rondaba, vi el cielo abierto. Gabriel, te juro que
estoy contentísima de verte en la honrosa condición en que ahora te
hallas. Así te deseaba yo. Pero, chiquillo, ¿eres tú mismo?... ¡Pues
no lleva sus charreteras como un hombre!... El muy zarramplín, con ese
uniforme que le sienta bien, tiene aire de persona decente... ¡Vaya
usted a hacer creer a la gente que has jugado en la Caleta!... Chico,
bien, bien, así me gusta... ¡qué bien te vendría ahora aquella farsa de
tus abolengos!... No me canso de mirarte, pelafustán... ¡qué tiempos
estos! He aquí un gato que quiso zapatos, y que se ha salido con
ello... Te juro que eres otro. Inés no te va a conocer... ¡Qué a tiempo
has venido! Estás muy bien, hijito... Desde que fuiste mi paje conocí
tu corazón de oro... ¡Ay! no te faltaba más que el forro, y veo que lo
vas teniendo... Gabriel, creo que te alegras de verme, ¿no es verdad?
Yo también. Cuántas veces he dicho: si ahora apareciese ese muchacho...
Mañana te contaré todo. Chiquillo, soy la mujer más desgraciada de la
tierra.

El bote avanzaba con la proa a Cádiz. El botero, fijo en la popa,
manejaba el timón, y dos muchachos habían izado la vela latina, con la
cual, merced al viento fresco de la noche, la embarcación se deslizaba
cortando gallardamente las mansas olas de la bahía. La claridad de
la luna nos alumbraba el camino: pasábamos velozmente junto a la
negra masa de los barcos de guerra ingleses y españoles, que parecían
correr al costado en dirección opuesta a la que seguíamos. Aunque el
mar estaba tranquilo, agitábase bastante el bote, y sostuve con mi
brazo a la Condesa para impedir que se hiciera daño con las frecuentes
cabezadas de la embarcación. Los tres marinos no pronunciaron una sola
palabra en todo el trayecto.



XXVIII


--¡Cuánto tardamos! --dijo Amaranta con impaciencia.

--El bote va como un rayo. Antes de diez minutos estaremos allá --dije
al ver las luces de la ciudad reflejadas en el agua--. ¿Tiene usía
miedo?

--No, no tengo miedo --repuso tristemente--, y te juro que aunque las
olas fueran tan fuertes que lanzaran al bote a la altura de los topes
de ese navío, no vacilaría en hacer este viaje. Lo habría hecho sola
si no te hubieras aparecido como enviado del cielo para acompañarme.
Cuando te vi, mi primera idea fue llamarte; pero luego mi criada y
yo discurrimos la invención que oíste, para desorientar al hidalgo
portugués. Quiero que no me conozca nadie.

--La señora Duquesa de los Umbrosos Montes estará a estas horas
trastornando el seso de mi buen amigo.

--Sí, y lo hará bien. Si mi ánimo estuviera tranquilo, me reiría
recordando la gravedad con que dijo las relaciones que le enseñé esta
tarde. Hace poco, como se empeñara en galantearme un viajero inglés,
Dolores quiso pasar por ama y yo por criada; pero él conoció al punto
el engaño. No nos dejaba a sol ni a sombra, y no puedes figurarte las
felices ocurrencias de mi doncella a propósito del caballero británico,
de su aspecto tristón, de sus ardientes arrebatos y de su cojera. Es
a ratos amable y fino, a ratos sombrío y sarcástico; se llamaba Lord
Byron.

--No es extraño que vuecencia enloqueciera a ese señor inglés. Pero ya
llegamos, señora Condesa, y el bote va a atracar en el muelle. Sale la
guardia a darnos el quién vive.

--No importa: tengo pase. Di que llamen a D. Antonio Maella, jefe de la
guardia.

Presentose el oficial, y nos dio entrada sin dificultad, abriéndonos
luego la puerta, por donde pasamos a la Plaza de San Juan de Dios.
Mientras nos acompañaba hasta dicho punto, habló brevemente con
Amaranta.

--Ya la esperaba a usted --le dijo--. Las dos señoras Marquesas tienen
preparado su viaje para mañana, en la fragata inglesa _Eleusis_.
Piensan establecerse en Lisboa.

--Su objeto es alejarse de mí --repuso Amaranta--. Felizmente he tenido
aviso oportuno, y me parece que llego a tiempo.

--Tan callado tenían el viaje, que yo mismo no lo he sabido hasta esta
tarde, por el capitán de la fragata. ¿Piensa usted partir también con
ellas?

--Partiré si no puedo detenerlas.

Al decir esto, la Condesa, sin perder tiempo en contestar a los
cumplidos y finezas del oficial, tomó mi brazo, y obligándome a tomar
paso algo vivo, me dijo:

--Gabriel, no nos detengamos. ¡Cuán inquieta estoy!... Ya te lo
contaré todo después. Figúrate que después que me hacen vivir como en
destierro, separada de lo que más amo en el mundo... ¿qué te parece?
Dios mío, ¿qué he hecho yo para merecer tal castigo?... Pues sí...
Después que me obligan a vivir allá... Te diré... hasta se han empeñado
en hacerme pasar por afrancesada... Y todo ¿por qué? dirás tú... Pues
nada más sino porque... andemos más a prisa... porque me opongo a que
la hagan desventurada para siempre... Mi tía no tiene sensibilidad,
y nuestra parienta la de Rumblar tiene un rollo de pergaminos en el
sitio donde los demás llevamos el corazón. Además, con los vidrios
verdes de sus espejuelos no ve más que dinero... Gabriel, etiqueta y
soberbia en un lado; soberbia y avaricia en otro... No puedes figurarte
cuán apenadas y tristes están las tres pobres muchachas... Y ahora
quieren llevárselas a Lisboa... ¿qué dices tú a eso?... Todo por alejar
a Inés... ¡Con cuánto secreto han preparado el viaje!... ¡Con qué
habilidad me confinaron en el Puerto, haciendo llegar a los individuos
de la Junta falsas noticias acerca de mí! Por fortuna, soy amiga del
embajador inglés Wellesley... que si no... Pues si mi tía y yo nos
disputamos ardientemente el dirigir a la pobre Inés hacia su mejor
destino... ella va por una senda, yo por otra... lo que yo quiero es
más razonable; y si no, dime tu parecer... Pero ya hablaremos mañana.
¿Te quedarás en la Isla o vendrás a Cádiz? Espero que nos veremos,
Gabrielillo. ¿Te acuerdas cuando eras mi paje en el Escorial, y yo te
contaba aquellas historias?

--Esos y otros recuerdos de aquel tiempo, señora --le respondí-- son
los más dulces de mi vida.

--¿Te acuerdas cuando te me presentaste en Córdoba? --prosiguió
riendo--. Entonces estabas algo tonto. ¿Te acuerdas de cuando en
Madrid fuiste a casa con el Padre Salmón?... ¿Te acuerdas de cuando
te encontré en el Pardo vestido de Duque de Arión?... Después me he
acordado mucho de ti, y he dicho: «¡Dónde estará aquel desgraciado!...»
Creo que Dios te ha cogido por la mano para ponerte delante de mí. Ya
llegamos.

Nos detuvimos junto a una casa de la calle de la Verónica.

--Llama --me dijo la Condesa--. Esta es la casa de una amiga mía de
toda confianza.

--¿Vive aquí la señora Marquesa? --pregunté, tirando de la campanilla
de la reja--. Esta casa no me es desconocida.

--Aquí vive Doña Flora de Cisniega: ¿la conoces? Entremos. Se ven
luces en la sala. Aún están en la tertulia; es temprano. Ahí estarán
Quintana, Gallego, Argüelles, Gallardo y otros muchos patriotas.

Subimos, y en un gabinete interior nos recibió el ama de la casa, en
quien al punto reconocí una amistad antigua.

--¿Está aquí? --le preguntó con ansiedad la Condesa.

--Sí: aunque se embarcan mañana de secreto, han venido esta noche sin
duda para que yo no sospeche su determinación. Pero a mí no se me
engaña... ¿Va usted a la sala? Está muy animada la tertulia. ¡Ay! amiga
mía, esta noche he ganado al _monte_ una buena suma.

--No, no voy a la sala. Haga usted salir a Inés con cualquier pretexto.

--Está en coloquio tirado con el amable inglesito. Pero saldrá. Mandaré
a Juana que la llame.

Después de dar la orden a su doncella, Doña Flora me observó
atentamente, queriendo reconocerme.

--Sí, soy Gabriel, señora Doña Flora; soy Gabriel, el paje del Sr. D.
Alonso Gutiérrez de Cisniega.

Doña Flora, no necesitando más, abalanzose a mí con todo el ímpetu de
su sensible corazón.

--Gabrielillo, ¿es posible que seas tú? --exclamó con chillidos,
estrechándome en sus brazos--. Estás hecho un hombre, un caballero...
¡Qué alto estás! ¡Cuánto me alegro de verte!... ya te he echado de
menos... pero ¡qué buen mozo eres!... ¿Qué tal me encuentras?... Otro
abrazo... ¡Ay!... ¿Por qué me dejaste?... ¡pobrecito niño!

Mientras era objeto de tan ardientes demostraciones de regocijo, sentí
rumorcillo de faldas hacia el corredor que conducía a la pieza en donde
estábamos.


FIN DE «GERONA»


Junio de 1874.



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