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Title: Guerras civiles de Granada: Tomo I Author: Hita, Ginés Pérez de Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Guerras civiles de Granada: Tomo I" *** This book is indexed by ISYS Web Indexing system to allow the reader find any word or number within the document. GRANADA *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * Se han convertido en puntos y aparte la mayor parte de los puntos y seguido, evitando así los párrafos muy largos que se extienden por varias páginas. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * Los entrecomillados han sido convertidos en rayas iniciales de diálogo donde el texto adopta forma dialogada. Las restantes rayas han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos. * Los nombres propios han sido normalizados, y se ha restaurado el emparejamiento de las comillas y de los signos de exclamación e interrogación. * Los capítulos han sido correctamente numerados, deshaciendo una errata que alteraba la numeración a partir del capítulo XI. * Se ha añadido un Índice al final del libro pese a que el original impreso no lo incluye. Guerras Civiles DE GRANADA, POR _Ginés Pérez de Hita_, vecino de Murcia. TOMO I. _Madrid_: _En la Imprenta de_ D. LEÓN AMARITA. 1833. PRÓLOGO. Se ha reimpreso esta obra, porque siendo una de las mejores que tenemos de honesto recreo, se había hecho rara: su lectura deleita tanto, que quien una vez toma el libro en sus manos no puede luego soltarle hasta la conclusión. Fue el embeleso de nuestros mayores, que aprendían de memoria los bellísimos romances que contiene; se tradujo al francés y al italiano, interesando también a los extranjeros; ha dado materia y argumento a varias composiciones dramáticas, antiguas y modernas, y servido de modelo para escribir otras obras análogas, principalmente a la del caballero Florián, intitulada _Gonzalo de Córdoba_, que es en el día la más conocida, y en mucho estimada. Ginés Pérez de Hita proponiéndose escribir de las _Guerras Civiles de Granada_, nacidas primeramente entre los moros durante la agonía de su dominación en España, y excitadas después por los mismos contra los cristianos que los habían subyugado, reunió un gran número de noticias curiosas sobre aquellas gentes, que no se encuentran en ningún otro escritor antiguo español. Dio su obra en dos partes, tocantes a dos épocas distintas y notables de nuestra historia. En la primera parte inserta la cronología de los reyes de Granada bajo el dominio de los moros, el nombre de los pueblos de su jurisdicción, y el de las familias más distinguidas del Estado; describe los palacios, jardines, mezquitas, y obras más suntuosas de la capital; y después introduciéndonos en ella, reinando Boabdilín, su último soberano, nos revela los amores, celos, intrigas y competencias de las damas y caballeros más principales de la Corte; nos acompaña a sus saraos, juegos y regocijos; nos declara sus bandos y parcialidades, y nos lleva a ver sus escaramuzas y desafíos. Pinta a Boabdilín ingrato a su virtuoso padre Mulahacén; crédulo, alucinado, e inicuo contra su esposa, a la cual en fuerza de un grosero chisme urdido por los vengativos Zegríes, sus cortesanos, acusa del crimen de adulterio, poniéndola en la necesidad de encontrar quien venza en singular batalla a sus cuatro furibundos acusadores, o perder su honor y la vida en las llamas; cruel con los generosos Abencerrajes, que consiente sean degollados uno a uno por sus émulos en la cámara de los Leones; atroz con su hermana Moraina y dos inocentes hijos de ella, a quienes asesina por su propia mano, y en fin aborrecible por su tiranía a todos los granadinos. En este cuadro, alrededor del trono sobresale el valeroso Muza, hermano natural del rey, como el más cumplido caballero de la corte mora; campea el gallardo Malique Alabez, de prosapia real, entre una familia numerosa de héroes; brilla el espléndido Abenámar, mantenedor en el juego de cañas y de sortija como el más diestro entre todos los competidores; el esforzado Reduán sorprende y admira, el adusto Albayaldos estremece, el intrépido Gazul interesa, y el sensible Zaide enamora. Pero de cuando en cuando aparece en esta magnífica escena la flor de los caballeros cristianos, que eclipsa toda la gloria de tan insignes varones. Los muy ilustres maestres de Calatrava y de Santiago D. Rodrigo Téllez Girón, y D. Manuel Ponce de León, duque de Arcos, vencedor el primero de Muza, Albayaldos y Aliatar, y el segundo del gallardo Malique Alabez, y de Alí Hamete Zegrí, acusador de la reina; el alcaide de los donceles D. Diego Fernández de Córdoba, cortesano tan galán como adalid valiente; el robusto D. Juan Chacón, señor de Cartagena, que de una cuchillada cortaba a cercén el pescuezo a un toro; el esclarecido Portocarrero, señor de Palma, y el desgraciado D. Alonso de Aguilar se llevaban la palma en todos los juegos, y en todas las lides y escaramuzas. El profundo sentimiento de esta superioridad, comprobada por el mal éxito de sus últimas empresas militares, hacía mirar a los moros su gobierno con menosprecio, y hasta la religión propia con desconfianza o indiferencia. Dividida en bandos, y agitada por la ambición y los celos la nobleza, a cada paso sus parciales tomaban las armas unos contra otros, se alteraba la tranquilidad pública, y con el más leve motivo se vertía la sangre de los primeros campeones en duelos y batallas singulares, cuando eran más necesarias la unión y concurrencia de todas las fuerzas del Estado para atajar los rápidos progresos de las armas cristianas. La expulsión de los Abencerrajes que se habían salvado del degüello de la Alhambra, agregó el cuerpo más gallardo de la caballería mora al poder ya tan formidable del enemigo; y sirviendo desde entonces la deserción de ejemplo a las demás familias nobles exasperadas, quedó sin apoyo la independencia de la nación, y la capital casi desierta de defensores. En fin llegaron a su mayor auge el desorden y la confusión cuando Granada presentó al mundo el inaudito y escandaloso espectáculo de tres reyes aspirantes al poder supremo dentro de sus murallas: Boabdilín sostenido siempre por los Zegríes, Mazas, Gomeles, y Laugetes; Mulahacén restaurado por los Abencerrajes, Gazules, Alabeces y Venegas, y el gobernador Abdalí proclamado por los Almoradís, Almohades y Marines. Cada uno de estos tres obcecados príncipes tenía allí su palacio y corte a parte; tropas, vasallos, y aun templos para hacer oración, diferentes: cada uno de ellos, por afianzar la posesión de aquel simulacro de soberanía, negociaba secretamente con el enemigo común, ofreciéndole en pago de su asistencia y protección los tesoros propios, y las plazas, villas y lugares que se habían declarado por ellos. De este modo unos señores, tan poderosos y políticos como los Reyes Católicos, asistidos de los mejores capitanes que hubo jamás en Castilla, y viniéndoseles, digámoslo así, la presa a las manos, acabaron sin grande esfuerzo la conquista del estado granadino, y extinguieron la larga dominación de los árabes en la Península. Aquí concluye la primera parte. En la segunda se abre una escena muy distinta, pero no vacía de instrucción, ni de interés. Llegamos a otros tiempos, y encontramos otros hombres y otras costumbres. La elación del ánimo, derivada de las riquezas y del manejo del poder, moviendo celos y enemistando a las familias principales del estado granadino, produjo las primeras guerras civiles, que le condujeron a su ruina: la miseria y desesperación, hijas de la opresión y la violencia, abortaron las guerras segundas, que extinguieron las últimas reliquias de los moros en España. Después de la conquista de Granada habían pasado setenta y siete años, llevando los moros al cuello con harta mortificación el grave yugo que les echaron sus vencedores. Sufrían la poca observancia de las promesas que les fueron hechas al tiempo de su rendición; el sucesivo despojo de sus tierras; el abandono forzoso de su culto, la exacción de crecidos tributos, fardas y prestaciones, y sobre todo esto el menosprecio general; pero estando ya llenas las medidas, y tratándose todavía de impedirles el uso del idioma y traje nacionales, se alzaron todos, decididos a morir o mejorar de suerte. Con disimulo y bastante habilidad averiguaron el número de hombres aptos para las armas que quedaban de su raza, nombraron rey a un descendiente de sus soberanos antiguos; pidieron auxilio de armas y tropas a sus progenitores de Asia y África, y levantaron el estandarte de la rebelión refugiándose en la aspereza de las Alpujarras. Temeraria y de mal éxito sin duda era entonces la empresa de los moros, luchando con el poder colosal de Felipe II; pero también causa pesadumbre el ver qué esfuerzos y cuánta sangre les costó ahogarla a los cristianos. Precedido de hábiles negociadores, el famoso conde de Tendilla, marqués de Mondéjar, fue el primer general que envió el rey con un ejército de veinte mil hombres, contra los rebeldes; mas dice nuestro historiador, testigo ocular, que una mitad por lo menos de esta brava gente se componía de asesinos y ladrones, los cuales sabiendo que algún pueblo de moriscos se había sometido, y fiaba su seguridad del salvo-conducto que le daba el marqués, se escapaban del real por la noche, y le asaltaban, y mataban y saqueaban a sus moradores, llevándose a las mujeres para gozarlas, y después venderlas como esclavas. No es extraño pues que una conducta tan atroz y desenfrenada exasperase los ánimos de los sediciosos, en lugar de calmarlos, y que a poco tiempo perdiera el general en esta guerra su ejército y la reputación. Preséntase luego en la lid el esclarecido D. Luis Fajardo, marqués de los Vélez y adelantado de Murcia, con sus valerosos tercios; pero estos se ensangrientan demasiado en la villa de Félix, y sus crueldades posteriores en Huéscar hacen imposible la reconciliación. Los dos héroes cristianos batallan con los moros por dos puntos diferentes, obran prodigios de valor, se cubren de gloria saliendo victoriosos en casi todas las acciones marciales, y con todo eso no adelantan: sus tropas en varios encuentros y sorpresas de convoyes se disminuyen mucho, al paso que cunde el número de los enemigos; vienen sucesivamente con refuerzos considerables el marqués de la Favara, y el comendador mayor de León D. Luis de Zúñiga y Requesens, y todavía la guerra se prolonga, zozobrando ya el crédito de la orgullosa corte; el hercúleo D. Luis Fajardo, cuya ponderosa lanza apenas podía sustentar al hombro un soldado robusto cuando él la manejaba como un mimbre, después que, entre otras proezas, con poca gente, y la mayor parte enferma, hizo alarde de su esfuerzo y talento militar rechazando a los moros, que con todo su poder reunido le atacaron en Berja, se estanca en el sitio de Galera, y no puede pasar adelante; en fin dura el conflicto cerca de tres años, y es preciso que el ínclito D. Juan de Austria, hijo del emperador D. Carlos, salga de Granada con diez mil infantes y mil caballeros, asistido del valeroso duque de Sesa con otra tanta fuerza, y que a estos dos ejércitos nuevos se reúnan las reliquias de todos los anteriores, para salir de tamaño empeño, y forzar a los rebeldes a deponer las armas e implorar la real clemencia. Conteniendo este libro la descripción de muchas batallas, asedios y entradas de los pueblos a viva fuerza, en que se derramaba por una y otra parte tanta sangre humana, su lectura no puede ser tan apacible, como la del anterior: con todo eso abunda de episodios interesantes, como el razonamiento del Purchení al marqués de Mondéjar estando este con su campo en Órgiva; la muerte del capitán Álvaro de Flores; la prisión del moro Albexarí, y sus amores con Almanzora; las fiestas celebradas en Purchena de orden de Muley Abenumeya; el canto profético de la mora, natural del Deire; los celos, conspiración y venganza de Benalguacil contra el rey moro, por haberse apoderado de su prima Zahara; la historia del Tuzani, y de cuanto hizo para encontrar y matar al asesino de la hermosa Malhea que pereció en Galera; la muerte y las exequias de D. Luis de Quijada, ayo del Señor D. Juan de Austria, y el fin trágico del virtuoso Habaquí. Últimamente enamoran la humanidad, el candor y la firmeza de carácter de Ginés Pérez de Hita, cuando al acabar su obra pinta patéticamente los sentidos lamentos de los moriscos al ser arrancados de sus tierras, y llevados por fuerza a Castilla y a la Mancha; censura esta impolítica y cruel resolución de Felipe II, faltando a lo que se había prometido por su augusto hermano a los moriscos, los cuales _antes murieran de mil muertes, que rendir las armas, ni haber hecho las paces_, si hubiesen sabido que no serían cumplidas las capitulaciones; y añade, _que más valiera no haberlos sacado del reino de Granada, por lo mucho que en esto habían perdido S. M. y todos sus demás estados_. Y ¿_quién fue Ginés Pérez de Hita_? De su persona y vida no tenemos más noticias, que las que él propio dejó consignadas en esta obra. Dijo ser vecino de la ciudad de Murcia, lo cual no prueba que naciese en ella; pero parece que a lo menos fue de la provincia, no solo por su domicilio, sino porque no pierde ocasión de levantar a las nubes el valor de los tercios murcianos. Militó en esta última guerra contra los moriscos bajo las banderas del marqués de los Vélez, y no sabemos que saliera de la clase de simple soldado. Censurando la rapacidad invencible de sus camaradas, manifiesta mucho candor cuando confiesa que algunas veces, llevado él propio de tan mal ejemplo, salía a robar en los pueblos de los moriscos sometidos; y demuestra que tenía mejores entrañas que los feroces guerreros de aquella época, contándonos cómo había recogido en la atroz matanza de Félix a un niño que encontró mamando al pecho sanguinoso de su madre asesinada, y le entregó a otra morisca para que le criase; gloriándose tanto de esta acción misericordiosa, como de haber amparado y salvado de la muerte a más de veinte mujeres. Finalmente se infiere que escribió, o a lo menos dio a luz, alguna otra obra distinta de la presente, por la expresión que hallamos al fin de la historia del Tuzani, donde dice que vio y habló a este en Villanueva de Alcardete, _viniendo a Madrid a cobrar un privilegio para un libro suyo_, cuyo título no declara. ¿Y es Ginés Pérez de Hita el verdadero autor de las _Guerras Civiles de Granada_? En cuanto a la primera parte, si hemos de creerle a él propio, «la escribió en arábigo un moro, natural de la ciudad de Granada, llamado Abenhamín, que pasó luego a África y murió en Tremecén, dejando allí hijos, y un nieto muy hábil, llamado Argutarfa, el cual recogió todos los papeles de su abuelo, y entre ellos encontró este libro, que estimó mucho por tratar la materia de Granada, y se le prestó a un judío, llamado Saba Santo, quien le sacó en hebreo por su contento, y el original arábigo le presentó a D. Rodrigo Ponce de León, conde de Bailén. Que este señor, por saber lo que contenía, y por haberse hallado su abuelo y bisabuelo en aquellas conquistas, rogó al judío que le tradujese en castellano, y después el conde le hizo a Hita la merced de dársele.» Esto dice en las páginas 412 y siguiente de la primera parte, sin embargo de que en la portada del mismo libro se expresa que él la tradujo al castellano, y no el judío Saba Santo. Lo que por el contexto de la obra parece más cierto es, que ni el uno ni el otro hicieron una traducción literal de la obra arábiga; pues no es creíble que un moro hablase con tanta parcialidad a favor de los cristianos, ni que la hubiese adornado de los hermosos romances castellanos que la acompañan, cuando muchos de ellos fueron escritos después de la conquista de Granada, ya entrado el siglo XVI. Aquí es donde brilla la gala de este metro peculiarmente español, que no tienen y envidian todas las demás lenguas europeas, hijas de la latina; porque los romances se leen junto a los hechos heroicos para que fueron compuestos de propósito; ilustración que falta al que lee estas producciones descriptivas, desnudas y hacinadas en los _Romanceros_, sin tener la noticia necesaria de nuestra historia antigua y de las tradiciones patrias. Así parece que Ginés Pérez de Hita tomando lo sustancial de los hechos que refiere del arábigo, los redactó a su modo, y dio a la obra castellana la forma que ahora tiene. En cuanto a la segunda parte no ofrece duda que la escribiese Ginés Pérez de Hita, adornándola también de los razonamientos y romances que contiene, muy inferiores ciertamente a los de la parte primera; exceptuándose la descripción del sitio de Galera, que él propio dice haber copiado de la que escribió el alférez Tomás Pérez de Hevia, vecino de Murcia, que seguía las banderas del Señor D. Juan de Austria. Queda dicho que no es tan interesante la lectura de la segunda parte de esta obra, como la de la primera; pero faltaba añadir, que jamás ha podido ser del mismo modo conocida, aunque también entretenga mucho, porque el desaliño, o más bien la grosería de la impresión con que se dio al público, la hacían intolerable. Son tantas las erratas que la afean, que solamente un talento muy perspicaz podrá encontrar sentido en su contexto, supliendo la ausencia total de las reglas de ortografía; además de que causa tedio manejar un libro de ruin papel de estraza, que se deshace al tiempo de pasar de una hoja a otra. Aquel que se tome el trabajo de cotejar la presente edición con la antigua, será quien pueda calificar el servicio que en esto ha hecho el editor a la literatura nacional. [Ilustración] PARTE PRIMERA. Guerras civiles entre Zegríes y Abencerrajes, caballeros moros de Granada, y batallas particulares que hubo en la Vega entre moros y cristianos, hasta que el rey D. Fernando el V la ganó. CAPÍTULO I. _En que se trata de la fundación de Granada, y los reyes que hubo en ella, con otras muchas cosas tocantes a la Historia._ La ínclita y famosa ciudad de Granada fue fundada por una muy hermosa doncella, hija o sobrina del rey Hispán. Fue su fundación en una bella y espaciosa vega, junto de una sierra llamada Elvira, porque tomó el nombre de la fundadora Infanta, la cual se llamaba Liberia, dos leguas de donde ahora está, junto de un lugar que se llamaba Arbuler, que en arábigo se decía Arbulut. Después de pasados algunos años, les pareció a los fundadores de ella que no estaban allí bien por ciertas causas, y fundaron la ciudad en la parte donde ahora está, junto a Sierra-Nevada, en medio de dos hermosos ríos, llamado el uno Genil y el otro Darro, los cuales son de la nieve que se derrite en la sierra. De Darro se coge oro muy fino, de Genil plata; y no es fábula, que yo el autor de esta relación lo he visto coger. Fundose aquí esta insigne ciudad encima de tres cerros, como hoy se parece, adonde se fundaron tres castillos: el uno está a la vista de la hermosa Vega y el río Genil, la cual Vega tiene ocho leguas de largo y cuatro de ancho, y por ella atraviesan otros dos ríos, aunque no muy grandes: el uno se dice Veiro y el otro Monachil. Comiénzase la Vega desde la falda de la Sierra-Nevada, y va hasta la fuente del Pino, y pasa más adelante de un gran soto, que se llama el Soto de Roma, y esta fuerza se nombra Torres-Bermejas. Hízose allí una gran población llamada el Antequeruela. La otra fuerza o castillo está en otro cerro junto a este, un poco más alto, la cual se llamó la Alhambra, casa muy fuerte, y aquí hicieron los reyes su Casa Real. La otra fuerza se hizo en otro cerro, no lejos del Alhambra, y llamose Albaicín, donde se hizo gran población. Entre el Albaicín y el Alhambra pasa por lo hondo el río Darro, haciendo una ribera de árboles agradables. A esta fundación no la llamaron los moradores de ella Iliberia como la otra, sino Granata, respecto a que en una cueva junto al Darro fue hallada una hermosa doncella que se decía Granata, y por eso se llamó la ciudad así; y después de corrompido el vocablo se llamó Granada. Otros dicen, que por la muchedumbre de las casas, y la espesura que había en ellas, que estaban juntas como los granos de la granada, y la nombraron así. Hízose esta ciudad famosa, rica y populosa, hasta el infeliz tiempo en que el rey D. Rodrigo perdió a España, lo cual no se declara por no ser a propósito de nuestra historia: solo diremos, como después de perdida España hasta las Asturias y confines de Vizcaya, siendo toda ella ocupada de moros, traídos por aquellos dos bravos caudillos y generales, el uno llamado el Tarif, y el otro Muza; asimismo quedó la famosa Granada ocupada de moros, y llena de gente de África. Mas hállase una cosa: que de todas las naciones moras que vinieron a España, los caballeros mejores y principales, y los más señalados de aquellos que siguieron al general Muza, se quedaron en Granada, y la causa fue su hermosura y fertilidad, pareciéndoles bien su gran riqueza, asiento y fundación; aunque el capitán Tarif estuvo muy bien con la ciudad de Córdoba, y su hijo Balagís con Sevilla, de donde fue rey, como dice la crónica del rey D. Rodrigo. Mas yo no he hallado que en la ocupación de Córdoba, de Toledo, Sevilla, Valencia, Murcia, ni otras ciudades poblasen tan nobles ni tan principales caballeros, ni tan buenos linajes de moros como en Granada; para lo cual es menester nombrar algunos de estos linajes, y de donde fueron naturales, aunque no se digan ni declaren todos, por no ser prolijo. Poblada Granada de las gentes mejores del África, no por eso dejó la insigne ciudad de pasar adelante con sus muy grandes y soberbios edificios, porque siendo gobernada de reyes de valor y muy curiosos que en ella reinaron, se hicieron grandes mezquitas y muy ricas cercas, fuertes muros y torres, porque los cristianos no la tornasen a ganar; y hicieron muy fuertes castillos, y los reedificaron fuera de las murallas como hoy día parecen. Hicieron el castillo de Bibatambién, fuerte con su cava y puente levadiza. Hicieron las torres de la puerta Elvira, y las del Alcazaba y plaza de Vibalbulut, y famosa torre del Aceituno, que está camino de Guadix, y otras muchas cosas dignas de memoria, como se dirá en nuestro discurso. Bien pudiera traer aquí los nombres de todos los reyes moros que gobernaron y reinaron en esta insigne ciudad, y los califas, y aun los de toda España; mas por no gastar tiempo, no diré sino de los reyes moros que por su orden la gobernaron, y fueron conocidos por reyes de ella, dejando aparte los califas pasados y señores que hubo, siguiendo a Esteban Garibay y a Camaloa. El 1.er rey moro que Granada tuvo se llamó Mahomad Alhamar: este reinó en ella veinte y nueve años y más meses; acabó año de 1262. El 2.º rey de Granada se llamó, así como su padre, Mahomad Mir Almuzmelín. Este labró el castillo del Alhambra, muy rico y fuerte, como hoy se parece; reinó treinta y seis años, y murió año de 1302. El 3.º rey de Granada se llamó Mahomad Abenhalamar: a este le quitó el reino un hermano suyo, y le puso en prisión, habiendo reinado siete años: acabó año de 1309. El 4.º rey de Granada fue llamado Mahomad Abenázar: a este le quitó el reino un sobrino suyo llamado Ismael, año de 1315: reinó seis años. El 5.º rey de Granada se llamó Ismael: a este mataron sus deudos y vasallos, mas fueron degollados los homicidas: reinó nueve años, y acabó año de 1324. El 6.º rey de Granada se llamó Mahomad: a este también le mataron los suyos a traición; reinó diez años, y acabó año de 1334. El 7.º rey de Granada se llamó Iusef Abenhamet: también fue muerto a traición: reinó once años, y acabó año de 1345. El 8.º rey de Granada fue llamado Mahomad Lagús: a este le despojaron del reino después de haber reinado doce años, y acabó año de 1357, por aquella vez que reinó. El 9.º rey de Granada se llamó Mahomad Abenhámar, VII de este nombre: a este le mató el rey D. Pedro en Sevilla, sin culpa, habiendo ido a pedirle amistad y favor: matole el mismo rey D. Pedro por su mano con una lanza, y mandó matar a otros que iban con este rey: habiendo reinado dos años, acabó año de 1359. Fue enviada su cabeza en forma de presente a la ciudad de Granada. Tornó a reinar Mahomad Lagús en Granada, y reinó en las dos veces veinte y nueve años: la primera vez doce, y la segunda diez y siete: acabó año 1376. El 10 rey de Granada se llamó Mahomad Ovadiz, y reinó tres años pacífico, y acabó año de 1379. El 11 rey de Granada se llamó Iusef, II de este nombre, el cual murió con veneno que el rey de Fez le envió puesto en una aljaba o marlota de brocado: reinó tres años, y acabó año de 1382. El 12 rey de Granada fue llamado Mahomad Abenhámar: reinó once años, acabó año de 1394. Su muerte fue de una camisa que se puso emponzoñada con veneno. El 13 rey de Granada fue llamado Iusef, III de este nombre: reinó quince años: murió año de 1409. El 14 rey de Granada fue llamado Mahomad Abenázar, el Izquierdo. Habiendo reinado este cuatro años, le desposeyeron del reino año de 1413. El 15 rey de Granada fue llamado Mahomad, el Pequeño; a este le cortó la cabeza Abenázar el Izquierdo, arriba dicho, porque le tornó a quitar el reino por orden de Mahomad Catraz, caballero Abencerraje: reinó este Mahomad el Pequeño dos años, y acabó año de 1415. Tornó a reinar Abenámar el Izquierdo, el cual fue otra vez despojado del reino por Iusef Abenalmo, su sobrino: reinó este rey tres años la última vez, y acabó año de 1418. El 17 rey de Granada se llamó Abenocín, el Cojo. En tiempo de este sucedió aquella sangrienta batalla de los Alporchones, reinando D. Juan el II. Y pues nos viene a cuento, trataremos de esta batalla, antes de pasar adelante con la cuenta de los reyes moros de Granada. Es a saber, que según se halla en las crónicas antiguas, así castellanas como arábigas, este rey Abenocín tenía en su corte mucha y muy honrada caballería de moros, porque en Granada había treinta y dos linajes de caballeros, como eran Gomeles, Mazas, Zegríes, Venegas y Abencerrajes; estos eran de muy claro linaje: otros Maliques Alabeces, descendientes de los reyes de Fez y Marruecos, caballeros valerosos, de quien los reyes de Granada siempre hicieron mucha cuenta; porque estos Maliques eran alcaides en el reino de Granada, por tener de ellos mucha confianza, y así servían en las fronteras y partes de mayor peligro, como eran en Vera, el alcaide Malique Alabez, bravo y valeroso caballero; en Vélez el Blanco estaba un hermano suyo, llamado Mahomad Malique Alabez; en Vélez el Rubio había otro hermano de estos alcaides muy valiente, y amigo de los cristianos; otro Alabez había alcaide de Jimena, y otro en Tirieza, frontera de Lorca, y cercana de Orce y Cuéllar, Benamaviel, Castilleja y Caniles, y en otros lugares del reino. Estos Maliques Alabeces eran alcaides, por ser todos, como hemos dicho, caballeros de estima. Sin estos había otros caballeros en Granada muy principales, de quien los reyes de ella hacían grande cuenta, entre los cuales había un caballero llamado Abidbar, del linaje de Gomeles, caballero valeroso y capitán de la gente de guerra; y no hallándose sino en batallas contra cristianos, le dijo un día al rey: --Señor, holgaría que tu alteza me diese licencia para entrar en tierra de cristianos, en los campos de Lorca, Murcia y Cartagena, que confianza tengo de venir con ricos despojos y cautivos. El rey dijo: --Conocido tengo tu valor, y te otorgo licencia como lo pides; pero temo mal suceso, porque son muy soldados los cristianos de esas tierras que quieres correr. Respondió Abidbar: --No tema vuestra alteza peligro, que yo llevaré conmigo tal gente y tales alcaides, que sin temor ninguno ose entrar, no digo en el campo de Lorca y Murcia, mas aun hasta Valencia me atreviera a entrar. --Pues si ese es tu parecer, sigue tu voluntad, que mi licencia tienes. Abidbar le besó las manos por ello, y fue a su casa y mandó tocar sus añafiles y trompetas de guerra, al cual bélico son se juntó grande copia de gente bien armada para saber de aquel rebato. Abidbar cuando vio tanta gente junta y tan bien armada, holgó mucho de ella, y les dijo: --Sabed, buenos amigos, que hemos de entrar en el reino de Murcia, de donde, placiendo al santo Alá, vendremos ricos: por tanto cada cual con ánimo siga mis banderas. Todos respondieron, que eran contentos; y así Abidbar salió de Granada con mucha gente de a caballo y peones; fue a Guadix, y habló al moro Almoradí, alcaide de aquella ciudad, el cual ofreció su compañía con mucha gente de a caballo y de a pie. También vino el alcaide de Almería, llamado Malique Alabez, con mucha gente muy diestra en la guerra. De allí pasaron a Baza, donde estaba por alcaide Benariz, el cual también le ofreció su ayuda. En Baza se juntaron once alcaides de aquellos lugares a la fama de esta entrada del campo de Lorca y Murcia, y con aquella gente se fue el capitán Abidbar hasta la ciudad de Vera, donde era alcaide el bravo Alabez Malique, adonde se acabó de juntar todo el ejército de los moros y alcaides que aquí se nombrarán. El general Abidbar; Abenáriz, capitán de Baza; su hermano Abenáriz, capitán de la Vega de Granada; el Malique Alabez, de Vera; Alabez, alcaide de Vélez el Blanco; Alabez, alcaide de Vélez el Rubio; Alabez, alcaide de Almería; Alabez, alcaide de Cuéllar; otro alcaide de Huéscar; Alabez, alcaide de Orce; Alabez, alcaide de Purchena; Alabez, alcaide de Jimena; Alabez, alcaide de Tirieza: Alabez, alcaide de Caniles. Todos estos Alabeces Maliques eran parientes, como ya es dicho; se juntaron en Vera, cada uno llevando la gente que pudo. También se juntaron otros tres alcaides, el de Mojácar, el de Sorbas, y el de Lubrín: todos ya juntos se hizo reseña de la gente que se había juntado, y se hallaron seiscientos de a caballo, aunque otros dicen que fueron ochocientos, y mil y quinientos peones: otros dicen, que dos mil. Finalmente, se juntó grande poder de gente de guerra; y determinadamente a doce o catorce de mayo, año de mil cuatrocientos treinta y cinco, entraron en los términos de Lorca, y por la marina llegaron al campo de Cartagena, y lo corrieron todo hasta el rincón de S. Ginés y Pinatar, haciendo grandes daños. Cautivaron mucha gente y ahogaron mucho ganado, y con esta presa se volvían muy ufanos; y en llegando al Puntarón de la Sierra de Aguaderas, entraron en consejo sobre si vendrían por la marina por donde habían ido, o si pasarían por la vega de Lorca. Sobre esto hubo diferencia, y muchos afirmaban que fuesen por la marina, por ser más seguro. Otros dijeron, que sería grande cobardía, si no pasaban por la vega de Lorca a pesar de sus banderas. De este parecer fue Malique Alabez, y con él todos los alcaides que eran sus parientes. Pues visto por los moros que aquellos valerosos capitanes estaban determinados de pasar por la vega, no contradijeron cosa alguna; y así las banderas enarboladas, y la presa en medio del escuadrón, comenzaron a marchar la vuelta de Lorca, arrimados a la sierra de Aguaderas. Los de Lorca tenían ya noticia de la gente que había entrado en sus tierras. D. Alonso Fajardo, alcaide de Lorca, había escrito lo que pasaba a Diego de Ribera, corregidor de Murcia, que luego viniese con la más gente que pudiese. El corregidor no fue perezoso, que con brevedad salió de Murcia con setenta caballos y quinientos peones, toda gente de valeroso ánimo y esfuerzo; y juntose con la gente de Lorca, donde había doscientos caballos, y mil y quinientos peones, gente muy valerosa. También se halló con ellos Alonso de Lisón, caballero del hábito de Santiago, que era a la sazón castellano en el castillo y fuerza de Aledo. Llevó consigo nueve caballos y catorce peones, que del castillo no se pudieron sacar más. En este tiempo los moros caminaron a gran priesa, y llegando enfrente de Lorca, cautivaron un caballero llamado Quiñonero, que había salido a requerir el campo; y como ya la gente de Lorca y Murcia venían a priesa y los moros los vieron, se maravillaron viendo junta tanta caballería, y no podían creer que en solo Lorca hubiese tanta lucida gente. Y Malique Alabez, capitán y alcaide de Vera, le preguntó a Quiñonero, habiéndole quitado el caballo y armas, esta pregunta: _Alabez._ Anda, cristiano cautivo, tu fortuna no te asombre, y dinos luego tu nombre sin temor de daño esquivo; Que aunque seas prisionero, con el rescate, y dinero, si nos dices la verdad, tendrás luego libertad. _Quiñonero._ Es mi nombre Quiñonero: soy de Lorca natural, caballero principal; y aunque me sigue fortuna, no tengo pena ninguna, ni se me hace de mal: Que la guerra es condición, que hoy soy tuyo, y ya confío mañana podrás ser mío, y sujeto a mi prisión. Por tanto pregunta, y pide, porque en toda tu pregunta satisfaré sin repunta, pues el temor no me impide. _Alabez._ Trompetas se oyen sonar, y descubrimos pendones, y caballos, y peones junto de aquel olivar: Y quería, Quiñonero, saber de ti por entero, qué pendones, y qué gente es la que aquí está presente, con ánimo bravo y fiero. _Quiñonero._ Aquel pendón colorado, con las seis coronas de oro, muy bien muestra su decoro ser de Lorca, y es nombrado; Y el otro que tiene un rey armado por gran blasón, es de Murcia, y es pendón que le conoce su rey. Traen gente belicosa, con gana de pelear; si quieres más preguntar, no siento de esto otra cosa. Apercíbete al combate, porque vienen a gran priesa para quitarte la presa, y dar fin en tu remate. _Alabez._ Pues por priesa que se den, ya querrá nuestro Alcorán, la Rambla no pasarán, porque no les irá bien; Y si con valor extraño la Rambla pueden romper, muy bien se puede entender, que ha de ser por nuestro daño. Pues al arma, que ellos vienen, y en nada no se detienen: tóquese el son y la zambra, porque lleguen a la Alhambra nuestras famas, y resuenen. CAPÍTULO II. _En que se trata de la sangrienta batalla de los Alporchones, y la gente que en ella se halló de moros y cristianos._ Apenas el capitán Malique Alabez acabó de decir estas palabras, cuando el escuadrón de los cristianos acometió con tanta braveza y pujanza que a los primeros encuentros, a pesar de los moros que lo defendían, pasaron la Rambla. No por eso los moros mostraron punto de cobardía, antes tuvieron más ánimo peleando. Quiñonero, como vio la batalla revuelta, llamó a un cristiano, que cortase la cuerda con que estaba atado; y siendo libre, al punto tomó una lanza de un moro muerto, un caballo y una adarga, y con valor muy crecido, como era valiente caballero, hacía maravillas. A esta sazón los valerosos capitanes moros, en especial los Maliques Alabeces, se mostraron con tanta fortaleza, que los cristianos estuvieron a punto de pasar la Rambla contra su voluntad; lo cual visto por Alonso Fajardo, y Alonso de Lisón, y Diego de Ribera, y los principales caballeros de Murcia y Lorca, pelearon tan valerosamente, que los moros fueron rompidos, y los cristianos hicieron muy notable daño en ellos. Los valientes Alabez, y Almoradí, capitán de Guadix, tornaron a juntar gente, y con grande ánimo volvieron sobre los cristianos con bravo ímpetu y fortaleza. ¡Quién viera las maravillas de los capitanes cristianos! Era cosa de ver la braveza con que mataban y herían en los moros. Abenáriz, capitán de Baza, hacía gran daño en los cristianos, y habiendo muerto a uno de una lanzada, se metió por enmedio de la batalla haciendo cosas muy señaladas; mas Alonso de Lisón, que le vio matar aquel cristiano, de cólera encendido procuró vengar su muerte, y así con grande presteza fue en seguimiento de Abenáriz, llamándole a grandes voces, que le aguardase. El moro revolvió a mirar quien le llamaba; y visto, reconoció que aquel caballero era de valor, pues traía en su escudo aquella encomienda de Santiago, y entendiendo llevar de él buenos despojos a Baza, le acometió con gran ímpetu; pero el caballero Lisón se defendió con gran destreza, y ofendió y acosó de suerte al moro, que en poco rato le hirió en dos partes; y como se vio tan herido, se encendió en más cólera, y procuró la muerte del contrario: mas muy presto halló en él la suya, porque Lisón le cogió en descubierto de la adarga un golpe por los pechos, tan fuerte, que no aprovechando la cota le metió la lanza por el cuerpo, y al momento cayó el moro muerto del caballo. El caballo de Lisón quedó mal herido; por lo cual le convino tomar el caballo del alcaide de Baza, que en extremo era bueno, y se entró en el mayor peligro de la batalla, diciendo a voces: _Santiago, y a ellos_. El famoso Alonso Fajardo andaba entre los moros, y el corregidor de Murcia asimismo, que era cosa de maravilla, y tanto pelearon los de Murcia y Lorca, que los moros fueron segunda vez rompidos; mas el valor de los caballeros granadinos era grande, y pelearon fuertemente; y como tenían tan fuertes caudillos, asistían a la batalla con mucho ánimo; y era tan grande el valor y esfuerzo de Alabez, que en un punto tornó a juntar su gente, y volvió a la lid, como si no hubieran sido rotos alguna vez. La batalla estaba tan sangrienta, que era admiración, porque había tantos cuerpos de hombres y caballos muertos, que apenas podían andar; pero no por eso dejaban de pelear con mucho esfuerzo ambos ejércitos. El valiente Alabez hacía por su persona grandes estragos en los cristianos; lo cual visto por Alonso Fajardo, valeroso soldado, y alcaide de Lorca, se maravilló de ver la pujanza del moro, y arremetió con él con tanta braveza que el moro se espantó, y sintió bien su valor; pero como no había en él cobardía, resistió con ánimo la fortaleza de Fajardo, dándole grandes botes de lanza, que a no ir bien armado el alcaide, muriera allí, porque le sirvieron de poco las fuerzas, por ser mayores las de Alonso Fajardo; y habiendo el invencible y valiente alcaide quebrado su lanza, en un instante puso mano a su espada, y con un valor nunca visto se fue para Alabez, y con tanta velocidad y presteza, que no pudo el gallardo moro aprovecharse de la lanza y la perdió, y puso mano al alfanje para herir a Alonso Fajardo: mas el valeroso alcaide, no mirando el peligro que le seguía, cubierto con su escudo arremetió con Alabez, y le dio un golpe sobre la adarga, que le cortó gran pedazo de ella, y asiósela tan fuertemente con la mano izquierda, que casi le desencajó de la silla; y Alabez que le vio tan cerca, le tiró un golpe a la cabeza pensando acabar con él, y si Fajardo no le hurtara el cuerpo, le hiriera; y en esta ocasión cayó el caballo del moro, porque estaba desangrado, y no se podía tener. Apenas Alabez estuvo en el suelo, cuando los peones de Lorca le cercaron maltratándole. Alonso Fajardo como vio al moro en tal estado, se apeó, y fue a él, y echole los brazos encima con tal fuerza, que Alabez no pudo ser señor de sí. Los peones entonces arremetieron con él, y le prendieron, y Alonso Fajardo mandó que le sacasen de la batalla, y así lo hicieron. Todavía andaba muy revuelta y sangrienta la batalla, y no parecía ninguno de los capitanes moros, lo cual causó en sus soldados mucha cobardía, y ya no peleaban como antes, ni con aquel brío. La gente de Lorca peleó belicosamente este día, y no menos la de Murcia, que se vio bien su valor. El capitán Abidbar, como no vio ningún alcaide, ni capitán de los suyos, se salió de la batalla, y desde un alto miró su ejército, y le vio en mal estado; y volviendo como un león a la batalla, le dijeron unos soldados suyos: --¿Qué aguardas? Ya no ha quedado ningún alcaide ni capitán moro: Alabez de Vera está preso. Oído esto por Abidbar, perdió la esperanza de la victoria, y así mandó tocar a recoger. Oyendo los moros la reseña se retiraron, y mirando por su general, le vieron ir huyendo por la sierra de Aguaderas, y ellos atemorizados le siguieron. Los cristianos les iban en alcance hiriéndolos, que de todos no se escaparon trescientos. Siguiéronlos hasta la fuente del Pulpí, junto a Vera, y este día consiguieron los cristianos una singular victoria. Era día de S. Patricio, y Lorca y Murcia le celebran en memoria de la victoria. Volviéndose los cristianos alegres a Lorca, y cargados de despojos, Alonso Fajardo se llevó a su casa al capitán Malique Alabez, y queriendo entrarle preso por un postigo de un huerto, le dijo Alabez: --No soy hombre de baja suerte, que he de entrar por ahí, sino por la puerta real de la ciudad. Y porfió tanto, que enojado Fajardo le hirió de muerte. Este fue el fin de aquel capitán y alcaide de Vera. Murieron en la batalla doce alcaides Alabeces, parientes del Alabez de Vera, y dos hermanos suyos, alcaides de Vélez el Blanco, y Rubio, y murieron ochocientos moros. De los cristianos murieron cuarenta, y hubo doscientos heridos. Quedaron los de Lorca y Murcia muy gozosos con la victoria que nuestro Señor, por la intercesión de su Santísima Madre, les concedió. Volvamos al capitán Abidbar que fue huyendo de la lid. Como llegó a Granada, y el rey supo lo que había pasado, le mandó degollar, porque no murió como caballero en la batalla, pues él fue por caudillo. Sucedió esta batalla, reinando en Castilla el rey D. Juan el II, y en Granada Albenocín XVII, como está dicho, el cual reinó ocho años, y fue despojado del reino año de 1473. Por esta batalla de los Alporchones se hizo aquel romance antiguo, que se dice de esta suerte: Allá en Granada la rica instrumentos oí tocar en calle de los Gomeles, a la puerta de Abidbar: El cual es moro valiente, y muy fuerte capitán; mandó juntar muchos moros bien diestros en pelear, Porque en el campo de Lorca se determinan de entrar. Con él salen tres alcaides, aquí los quiero nombrar: Almoradí de Guadix, ese de sangre real; Abenáriz es el otro, y de Baza natural; Y de Vera es Alabez, de esfuerzo muy singular, y en cualquier guerra su gente bien la sabe acaudillar: Todos se juntan en Vera para ver lo que harán; el campo de Cartagena acuerdan de saquear. A Alabez por ser valiente le hacen su general, otros doce alcaides moros con ellos juntado se han. Van por la fuente del Pulpí, por ser secreto lugar, y por el puerto, los peones por la orilla de la mar. En campos de Cartagena con furor fueron a entrar, cautivaron mil cristianos, que era cosa de espantar. Todo lo corren los moros, sin nada se les quedar; el rincón de S. Ginés, y con ellos el Pinar. Cuando tuvieron gran presa, hacia Vera vuelto se han, y en llegando al Puntarón consejo tomado han, Si pasarían por Lorca, o si irían por la mar. Alabez, como es valiente, por Lorca quiere pasar, Por tenerla muy en poco, y por hacerla pesar; y así con toda su gente comenzaron de marchar. Lorca y Murcia lo supieron, luego los van a buscar, y el comendador de Aledo, que Lisón suelen llamar. Junto de los Alporchones, allí los van a alcanzar, y el comendador de Aledo no dejaba de marchar. Cautivaron un cristiano, caballero principal, al cual llaman Quiñonero, que de Lorca es natural. Alabez que vio la gente, comienza de preguntar: Quiñonero, Quiñonero, dirasme tú la verdad; Pues eres buen caballero, no me la quieras negar: ¿qué pendones son aquellos que están en el olivar? Quiñonero le responde, tal respuesta le fue a dar: Lorca y Murcia son, señor, Lorca y Murcia son, no más; Y el comendador Aledo, de valor más singular, que de la francesa sangre es su prosapia real: Los caballos traen gordos, ganosos de pelear. Allí respondió Alabez, lleno de rabia y pesar: ¡Pues por gordos que los traigan, la Rambla no pasarán, y si ellos la Rambla pasan, Alá, y qué mala señal! Estando en estas razones ha llegado el mariscal, y el buen alcaide de Lorca con esfuerzo muy sin par. Aquel alcaide Fajardo, valeroso en pelear: la gente traen valerosa, no quieren más aguardar. A los primeros encuentros la Rambla pasado han; y aunque los moros son muchos, allí lo pasan muy mal. Mas el valiente Alabez hace gran plaza y lugar: tantos cristianos mataba, que es dolor de lo mirar. Los cristianos son valientes, nada les puede ganar; tantos matan de los moros, que era cosa de espantar. Por la sierra de Aguaderas, huyendo sale Abidbar con trescientos de a caballo, que no pudo más sacar. Fajardo prendió a Alabez con esfuerzo singular, quitó la cabalgadura, que en riqueza no hay su par: Abidbar llegó a Granada, y el rey lo mandó matar. Este fin es el que tuvo esta sangrienta batalla de Alporchones: vamos ahora a la cuenta de los reyes moros de Granada. Ya hemos dicho de Albenocín, que fue el 17, en tiempo del cual pasó la batalla de los Alporchones: este reinó ocho años, y fue despojado del reino año 1453. El rey 18 de Granada fue Ismael, y este le quitó el reino a Albenocín, como está dicho. En tiempo de este Ismael murió Garcilaso de la Vega en una batalla que los moros tuvieron con los cristianos: reinó este Ismael doce años, y acabó año de 1465. El 19 rey de Granada se llamó Muley Hazén; otros le llamaron Alborzén: este fue hijo del susodicho Ismael. En tiempo de este pasaron grandes cosas en Granada y su vega: tuvo un hijo llamado Boabdilín, y tuvo, según cuenta el Arábigo, otro hijo bastardo, llamado Muza. Este le hubo en una cristiana cautiva: tuvo un hermano llamado Boabdilín, así como el hijo del rey. Este infante era muy querido de los caballeros de Granada, y muchos por estar mal con el rey su padre le alzaron por rey de Granada; por lo cual le llamaron el rey Chiquito. Otros caballeros siguieron la parte del rey, de manera que en Granada había dos reyes, padre e hijo, y cada día había muy grandes bandos entre los dos reyes, por donde sucedían muchas muertes: unas veces amigos, otras enemigos. De esta suerte se gobernaba el reino, y no por eso se dejaba de continuar la guerra contra cristianos. Este rey, padre del rey Chico, estaba siempre en el Alhambra, y el Chico en el Albaicín, y ausente el uno, mandaba y gobernaba el otro; mas el rey viejo fue el que adornó e hizo muy magníficas las cosas de Granada, e hizo grandes y soberbios edificios, por ser muy rico. Mandó labrar de todo punto la famosa Alhambra, fábrica muy costosa: hizo la famosa Torre de Comares; y el cuarto de los Leones llamose así, porque enmedio dél, que es largo y ancho, hay una fuente de doce leones de alabastro, riquísimamente obrada. Todo el cuarto está solado de muy lucidos azulejos, labrado a lo moro. Asimismo hizo este rey muchos estanques de agua en la misma Alhambra, y los aljibes del agua tan nombrados. Hizo la torre de la Campana, de la cual se descubre toda la ciudad de Granada y su vega. Hizo un maravilloso bosque junto del Alhambra, debajo de los miradores de la misma casa real, donde hoy se parecen muchos venados y conejos. Mandó labrar los Alijares de oro azul de mazonería, a lo moro. Era tan costosa esta obra, que el artífice que la labraba, ganaba cada día cien doblas. Mandó hacer encima del cerro de Santa Elena, que así se nombra hoy aquel cerro, una casa de placer muy rica. Hizo la casa de las gallinas a propósito de aquel menester. Orilla de Genil tenía este rey, encima del río Darro, un jardín muy deleitoso, llamado Generalife, en el cual hay diversidad de frutas, fuentes de alabastro, bien obradas plazas, y calles hechas de menudos arrayanes. Hay labrada una muy rica casa con muchas salas, aposentos, balcones y ventanas doradas, y en la sala principal retratados por grandes pintores todos los reyes moros de Granada hasta su tiempo, y en otra sala todas las batallas que había tenido con los cristianos; todo tan al vivo, que era cosa admirable. Por estas obras, y otras tales, que había hecho en la ciudad de Granada, adornadas de tanta perfección, hizo el rey D. Juan el I aquella pregunta al moro Abenámar, el viejo, estando en el río Genil, que dice así: Abenámar, Abenámar, moro de la Morería, el día que tú naciste grandes señales había. Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida, moro que en tal signo nace no debe decir mentira. Allí respondiera el moro, bien oiréis lo que decía: No te la diré, señor, aunque me cueste la vida, Porque soy hijo de un moro, y una cristiana cautiva. Siendo yo niño, y muchacho, mi madre me lo decía, Que mentira no dijese, que era grande villanía: por tanto pregunta, rey, que la verdad te diría. Yo te agradezco, Abenámar, aquesta tu cortesía: ¿qué castillos son aquellos? Altos son, y relucían. El Alhambra era, señor, y la otra la Mezquita: los otros los Alijares, labrados a maravilla. El moro que los labraba cien doblas ganaba al día: el día que no labraba otras tantas se perdía. El otro es Generalife, huerta que par no tenía; el otro Torres-Bermejas, castillo de gran valía. Allí habló el rey D. Juan, bien oiréis lo que decía: Si tú quisieses, Granada, contigo me casaría; darete en arras y dote a Córdoba y a Sevilla. Casada soy, rey D. Juan, viuda no lo sería; el moro que aquí me tiene muy grande bien me quería. Mostraban tanta suntuosidad y fortaleza los edificios de Granada y Alhambra, que admiraba, y hoy son fortísimos. Estaba tan rico, próspero y bien afortunado el rey Mulahacén, que en las morismas no había otro tan poderoso, fuera del Gran Turco, si la fortuna no le derribara del trono en que estaba, como adelante se dirá. Era servido de caballeros de mucha estima y de sangre real, porque había en Granada treinta y dos linajes de caballeros moros, sin otros muchos poderosos, descendientes de aquellos nobles de África que ganaron a España. Y porque será justo nombrarlos a todos, y de qué reinos y provincias eran naturales, se dirá todo por extenso, para que se considere la gran nobleza que a la sazón había en Granada. CAPÍTULO III. _En que se declaran los nombres de los nobles caballeros moros de Granada, de los treinta y dos linajes, y otras cosas que pasaron en Granada. Asimismo se nombran todos los lugares que estaban en aquel tiempo debajo de la corona de Granada._ Ya que hemos tratado de algunas de las cosas de la ciudad de Granada y de sus edificios, diremos de los preciados caballeros que en ella vivían, y de las villas, lugares, castillos y ciudades que estaban sujetos a la Real Corona de Granada; para lo cual comenzaremos por los caballeros, de esta manera nombrados por sus nombres: Almoradíes, de Marruecos; Alabeces, Alarbes; Bencerrajes, id.; alfaquíes, de Fez; Gazules, Alarbes; Barragís, de Fez; Venegas, de id.; Zegríes, de id.; Mazas, de id.; Gomeles, de Vélez de la Gomera; Abencerrajes, de Marruecos; Albayaldes, de id.; Abenámares, de id.; Aliatares, de id.; Almadenes, de Fez; Audalás, de Marruecos; Hacenes, de Fez; Laugetes, de id.; Azarques, de id.; Alarifes, de Vélez de la Gomera; Abenhamines, de Marruecos; Zulemas, de id.; Sarracinos, de id.; Mofarix, de Tremecén; Abedhoares, de id.; Almanzores, de Fez; Abidbares, de id.; Alhamares, de Marruecos; Reduanes, de id.; Aldoradines, de id.; Alabeces Maliques, de Marruecos, descendientes del Almohabez Malique, rey de Cuco. Los lugares del reino y vega de Granada son estos: Granada, Cogollos, Alfacar, Colomera, Alhendín, los Padules, Gabia la Grande, Iznalloz, Maracena, Albabia, Gabia la Chica, la Zubia, Alhama, Arbolote, Moclín, Illora, Loja y Lora, Monte-frío, Guadahortuna, la Malá, Pinos, Alcalá Real, Cardela, Huelma. Los lugares de Baza son: Baza, Bezalema, Castilleja, Galera, Vélez el Blanco, Tirieza, Zújar, Crastil, Huéscar, Cuéllar, Vélez el Rubio, Freila, Benamanuel, Orce, Cavillas, Xiquena, Tirieza. Los del río Almanzor son: Serón, Almuñecar, Urraca, Bertanga, Eria, Santoperat, Portilla, Cabrera, Sorbas, Alboteas, Serna, Tíjola, Purchena, Mojar, Abenchez, Zucuyrin, Huércal, Tera, Teresa, Lubrín, Portaloza, Cuebro, Bayarque, Vicir, Turre, Cantoria, Ovaria, las Cuevas, Zurgena, Antes, Elvez, Uleya del Campo. Los lugares del Filabres son: Filabres, Gergal, Vacares, el Voloduy, Sierto. Los lugares del río de Almería son: Almería, Vicar, Tenix, Huércal, Fenix, Pichona, Alhamalasec, Santa Cruz, Turpe, Rioja, Ragul, Meles, Cucija, Ochovez, Santa Fe, Ilar, Efición, Marcena, Guenlejas, Almaneata, Abiatar, Lacumque, Catiyar. _Tabla de Andújar y Oxica_: Castillo del hierro, Velote el alto, Inoa, Alcundiat, Berja, Veas, la Calahorra, Curiana, Canile-aceytu, Lanjarón, Valor el chico, Tabernas, Guadix, la Poza, Fiñana, Dalías, Murral, Cadiar, Potrox, Turón, las Albuñuelas, Guajaras altas, Guajaras bajas. Estos y otros muchos lugares de las Alpujarras, Sierra-Bermeja y Ronda, que no hay para que nombrarlos, estaban debajo de la Real Corona de Granada. Y pues hemos tratado de los lugares, será bien tratar de los caballeros moros Maliques Alabeces, el cual linaje era muy estimado y tenido de los reyes de Granada y de todos; y es de saber, que como Miramamolín el de Marruecos convocase a todos los reyes de África para ir a España, cuando totalmente fue destruida hasta las Asturias, vino un rey llamado Abderiame, y este trajo tres mil hombres de pelea: vino otro llamado Muley Abcalí, y en su compañía otros veinte y cinco reyes moros, los cuales trajeron grande poder de gente, y entre estos reyes vino uno llamado Mahomad Malique Almohabez, cuyo era el gran reino de Cuco, y traía consigo tres hijos valerosos, llamados Maliques Almohabeces, todos los cuales reyes y sus vasallos conquistaron a España. Y en aquella gran batalla en que se perdió el rey D. Rodrigo y la flor de los caballeros de España, a manos del infante D. Sancho murió el rey Malique Almohabez, y sus tres hijos anduvieron en las guerras todos los ocho años que duraron, hasta que se apoderaron los moros de casi toda España. Y acabada la guerra el mayor de los hermanos pasó a África, rico de despojos, al reino de su padre, do fue rey, y los hijos de este fueron reyes de Fez y Marruecos, y uno de los reyes de Fez tuvo uno llamado el infante Abomelique, el cual pasó a España en tiempo que los reyes de Castilla tenían guerra con los reyes de Granada. Fue Abomelique rey de las Algeciras, Ronda y Gibraltar, respecto a que fue ayudado de sus parientes, porque habían quedado en la ciudad de Granada descendientes de aquellos hijos del valiente rey Almohabez, que como arriba es dicho, uno se volvió a su tierra y reino, y los otros dos se quedaron en Granada, por parecerles la tierra muy amena y agradable; y quedaron muy ricos de los despojos de la guerra de España. Fuéronles dadas grandes partes y haciendas en Granada: sabiendo cuyos hijos eran, especialmente por el valor de sus personas que era muy grande, emparentaron con otros claros linajes de la ciudad, que se decían los Almoradines: sirvieron a sus reyes muy bien en todas las ocasiones que se les ofrecieron. Y así estos y los Abencerrajes eran los más esclarecidos y tenidos linajes, aunque también había otros tan buenos como ellos, como eran los Zegríes, Gomeles, Mazas, Venegas, Almoradís, Almohades, Marines y Gazules, y otros muchos. Finalmente, con el favor de estos caballeros Maliques Alabeces, que así fueron llamados, el infante Abomelique de Marruecos alcanzó en el reino de Granada a ser rey de Ronda, de las Algeciras y Gibraltar, como está dicho. Volviendo, pues, al propósito de nuestra historia, como dice el arábigo, el rey de Granada Mulahacén, de quien ahora tratamos, se servía de los caballeros más principales de la ciudad, con los cuales tenía su corte próspera, y sus tierras pacíficas, y hacía guerra a los cristianos, y era de todos muy temido, hasta que su hijo Aboabdilí fue grande, y entre él y el padre hubo grandes diferencias, y el hijo fue alzado por rey en favor de los caballeros de Granada que estaban mal con su padre, por ver los agravios que de él habían recibido: otros seguían la parte del padre. De aquesta manera andaban las cosas de la ciudad y reino de Granada, y no por eso dejaba de estar en su punto, siendo bien gobernada y regida: y es de saber, que de los treinta y dos linajes de caballeros que había en Granada, los que sustentaban la corte eran los que aquí nombraremos, porque hace mucho al caso a nuestra historia, así como lo escribe el moro Abenhamín, historiador de aquellos tiempos, desde la entrada de los moros en España; pero este Abenhamín tuvo cuidado de recoger los papeles y escrituras que trataban de Granada, y su fundación primera y segunda, y los caballeros que más se estimaban en Granada eran los siguientes: Alhamares, Abencerrajes, Llegas, Abenámares, Almoradís, Gomeles, Mazas, Gazules, Alabeces, Venegas, Zegríes. Los caballeros Abencerrajes eran muy estimados, por ser de esclarecido linaje, descendientes de aquel valeroso capitán Abencerraje, que vino con Muza en tiempo de la gran derrota de España: de este y de dos hermanos suyos descendieron estos caballeros Abencerrajes de sangre real. Hallaranse los hechos de estos insignes caballeros en las crónicas de los reyes de Castilla, a las cuales me remito. Los que tenían mayor amistad con estos caballeros eran los Maliques Alabeces, y el valiente Muza, hijo bastardo del rey Mulahacén. Era Muza muy valiente y robusto, y todos le amaban por su nobleza. A la sazón había en Granada muchas fiestas, a causa de haber recibido la corona el rey Chico, aunque contra la voluntad de su padre, el cual vivía en el Alhambra, y el rey Chico en el Albaicín y Alcazaba, visitándole los caballeros más principales, por quien había recibido la corona, así Abencerrajes, como Gomeles y Mazas. Pasando estas cosas, el muy valeroso maestre de Calatrava D. Rodrigo Téllez Girón, con mucha gente de a caballo y de a pie, entró a correr la vega de Granada y hizo en ella algunas presas; y no contento con esto, quiso saber si había en Granada algún caballero que con él quisiese escaramucear lanza por lanza; y sabiendo como en Granada hacían fiestas por la nueva elección del rey Chico, acordó de enviar un escudero con una letra suya al rey, el cual estaba en Generalife holgándose con muchos caballeros, y en llegando el escudero pidió licencia, y diósela; y siendo en presencia del rey, hizo el acatamiento debido, y dio el recado de su señor el maestre. El rey lo recibió y lo hizo leer alto, que todos lo entendiesen, y decía así: «Poderoso señor, tu alteza goce la nueva corona, que por tu valor se te ha dado, con el próspero fin que deseas. De mi parte he sentido gran contento, aunque diversos en leyes: mas confiado en la grande misericordia de Dios, que al fin tú y los tuyos vendréis al claro conocimiento de la santa fe de Jesucristo, y querrás amistad con los cristianos. Y pues ahora hay tantas fiestas por tu nueva corona, es justo que los caballeros de tu corte se alegren y reciban placer, probando sus personas con el valor que de ellos por el mundo se publica. Y así por este respeto yo y mi gente hemos entrado en la Vega, y la hemos corrido; y si acaso alguno de los tuyos quisiere salir al campo a tener escaramuza uno a uno, deles tu alteza licencia para ello, que aquí aguardo en el Fresno gordo cerca de tu ciudad. Y para esto doy seguro que de los míos no saldrán más de aquellos que salieren de Granada para escaramucear. Ceso besando tus reales manos.--_El maestre D. Rodrigo Téllez Girón._» Leída la carta, el rey con alegre semblante miró a todos sus caballeros, y violos andar alborotados y con deseo de salir a la escaramuza, pretendiendo cada uno de ellos la empresa; y el rey como los vio así andar, mandó que se sosegasen, y preguntó si era justo salir a la escaramuza que el maestre pedía, y todos respondieron, que era cosa muy justa salir, porque haciendo lo contrario, serían reputados por caballeros de poco valor y muy cobardes, y sobre ello hubo muchos pareceres, sobre quién saldría a la escaramuza, o cuántos; y fue acordado que no fuese aquel día más de uno a uno a la escaramuza, que después saldrían más; y sobre quién había de salir hubo muchas y grandes diferencias entre todos, de modo que fue necesario que entrasen en suerte doce caballeros, y que del que saliese primero de una vasija de plata su nombre escrito, que aquel saliese. Así acordado, los que fueron escritos para las suertes, fueron los caballeros siguientes: Mahomad Abencerraje, el valiente Muza, Malique Alabez, Mahomad Maza, Mahomad Almoradí, Albayaldos, Venegas Mahomet, Abenámar, Mahomad Gomel, Almadán, Mahomad Zegrí, el valiente Gazul. Todos estos caballeros fueron señalados, y escritos sus nombres y echados en una vasija, los revolvieron muy bien, y la reina sacó la suerte, y leída decía _Muza_. La alegría que sintió fue grande, y los demás caballeros envidia, porque cada uno de ellos se holgara en extremo ser el de la suerte, por probar el valor y esfuerzo del maestre. Y aunque después de esto entre todos los caballeros fue conferido y debatido que mejor fuera salir cuatro a cuatro, o seis a seis, no se pudo aceptar con Muza; y así luego se escribió al maestre una carta, y dándosela al escudero en respuesta de la que había traído, le enviaron; y llegando a la presencia del maestre, le dio la carta del rey Chico, que decía así. «Valeroso maestre, muy bien se muestra en tu virtud la nobleza de tu sangre, y no menos que de tu bondad pudiera salir el parabién de mi elección y real corona, lo cual me ha puesto en obligación de acudir a todo lo que a la amistad de un verdadero amigo se debe tener; y así me obligo a todo aquello que de mí y de mi reino hubieres menester. Con muy comedidas razones envías a pedir a mis caballeros escaramuza en la Vega, por alegrar mi fiesta, lo cual agradezco grandemente. Entre los principales caballeros de esta corte se echaron suertes por quitar diferencias, a causa de que cada uno quisiera verse contigo; cayole la suerte a mi hermano Muza: mañana se verá contigo debajo de tu palabra, que de ninguno de los tuyos será ofendido. Conocido tengo, que será muy de ver la escaramuza por ser entre dos tan buenos caballeros. Queda aquí para lo que cumpliere--_Audalá, rey de Granada_.» Alegre fue el maestre con la respuesta del rey, y aquella noche se retiró gran trecho la tierra adentro: mandó a su gente que estuviese con cuidado y vigilancia toda la noche, porque los moros no les diesen algún asalto. Venida la mañana se acercó a la ciudad, llevando para su guarda cincuenta caballeros, y dejando el resto gran trecho apartado, avisándoles que estuviesen alistados por si los moros rompían la palabra de seguro que estaba dada: así estuvo aguardando a Muza para hacer con él batalla. CAPÍTULO IV. _Que trata de la batalla que el valiente Muza tuvo con el Maestre, y de otras cosas que también pasaron._ Así como el mensajero del valeroso maestre partió con la carta aceptando el desafío, el rey y todos los caballeros quedaron tratando de él y de otras cosas. La reina y las damas no holgaron del desafío, porque sabían bien que el valor del maestre era grande, y muy diestro en las armas, y a quien más pesó de este desafío fue a la hermosa y discreta Fátima, del linaje Zegrí, que amaba de secreto mucho a Muza; pero él adoraba a la hermosa Daraja, hija de Mahomet Alabez, y hacía en su servicio señaladas cosas; mas Daraja no amaba a Muza, porque tenía todo su amor puesto en Abenjamar, caballero Abencerraje de mucho valor: el Abencerraje amaba a la hermosa Daraja, y la servía. Volviendo, pues, a Muza, aquella noche siguiente aderezó todo lo necesario para la batalla que había de hacer, y la Fátima le envió con un paje suyo un rico pendoncillo para la lanza, el medio morado, y el otro verde, todo recamado con riquísimas labores de oro, y sembradas por él muchas FF, que declaraban el nombre de Fátima. El paje le dio a Muza diciendo: --Valeroso señor, Fátima, mi señora, os besa la mano, y os suplica pongáis en vuestra lanza este pendoncillo en su servicio, porque será muy contenta si lo lleváis a la batalla. Muza tomó el pendoncillo mostrando muy buen semblante, porque era para con las damas cortés, aunque él más quisiera que fuera de Daraja; pero por ser tan discreto como valiente, lo recibió diciendo al paje: --Amigo, di a la hermosa Fátima que tengo en muy grande merced y favor el pendoncillo que me envía, aunque en mí no haya méritos para prenda de tan hermosa dama, y que Alá me dé gracia para que la pueda servir, y que la prometo de ponerle en mi lanza, y de entrar con él en la batalla, porque sé que con tal prenda, y enviada de tal mano, será muy cierta la victoria de mi parte. El paje fue muy contento, y en llegando a Fátima le dijo todo lo que con el valiente Muza había pasado, que no fue poca alegría para Fátima. Pues el alba no había bien rompido, cuando Muza ya estaba aderezado de todo punto para salir al campo, y dando de ello aviso al rey, se levantó y mandó que tocasen las trompetas y clarines, al son de los cuales se juntaron muchos caballeros, sabiendo ya la ocasión de ello. El rey se aderezó aquel día muy galán: llevaba una marlota de tela de oro, tan rica, que no tenía precio, con tantas perlas y piedras de valor, que muy pocos reyes las pudieran tener tales. Mandó el rey que saliesen doscientos caballeros muy bien alistados, para pelear por la seguridad de su hermano Muza. Aún no eran los rayos del sol bien tendidos, cuando el rey Chico y su caballería salió por la puerta de Biealmazón, llevando a su lado a Muza, y con él los caballeros: iban tan gallardos que era muy de ver. No menos parecer y gallardía llevaban los demás caballeros de pelea, y parecían tan bien con sus adargas blancas, lanzas y pendoncillos, con tantas divisas y cifras en ellos, que era maravilla. Iba por capitán de la gente de guerra Mahoma Alabez, gallardo y valiente caballero, y muy galán y enamorado de una dama llamada Cobaida. Llevaba este valiente moro un listón morado en su adarga, y en él por divisa una corona de oro, y una letra que decía: _De mi sangre_, dando a entender, que venía de aquel valeroso rey Almohabez, que murió a manos del infante D. Sancho; y la misma divisa llevaba el gallardo moro en su pendoncillo. Así salieron estas dos cuadrillas, y anduvieron hasta donde estaba el belicoso maestre con sus cincuenta caballeros aguardando, no menos aderezados que la contraria parte. Luego como llegó el rey tocaron sus clarines, y respondieron las trompetas del maestre. Después de haberse mirado los unos a los otros, el valeroso Muza no veía la hora de verse con el maestre, y pidiendo licencia a su hermano el rey, salió con hermoso donaire y gallardía, mostrando en su aspecto el valor y esfuerzo que tenía. Llevaba el bravo moro su cuerpo bien guarnecido; sobre un jubón de armar una muy fina cota que llaman jacerina, y encima un peto fuerte, forrado en terciopelo verde; sobre ella una rica marlota del mismo terciopelo, labrado con oro, y por ella sembradas muchas DD de oro, hechas en arábigo. Esta letra llevaba el moro por ser principio del nombre de Daraja, a quien él tanto amaba. El bonete era verde con ramos de oro labrado, y lazadas con las mismas DD. Llevaba una adarga hecha en Fez, y atravesado por ella un listón verde, y en el medio una cifra; y era una mano de una doncella, que apretaba con ella un corazón, del que salían gotas de sangre, con una letra que decía: _Más merece_. Iba tan gallardo el valiente Muza, que cualquiera que le miraba quedaba aficionado a las galas. El maestre echó de ver luego que aquel era con quien había de escaramucear, y mandó a todos sus caballeros que ninguno se moviese en su socorro, aunque le viesen puesto en necesidad; y fuese poco a poco hacia donde venía el gallardo Muza. Iba el maestre bien armado, y sobre las armas una ropa de terciopelo azul, recamado de oro, el escudo verde en campo blanco, y en él puesta una cruz roja, la cual señal también llevaba en el pecho. El caballo era bueno, rucio rodado. Llevaba en la lanza un pendoncillo blanco, y en él la cruz roja, y debajo de ella una letra que decía: _Por esta y por mi rey_. Parecía tan bien, que en verle daba contento, y cuando el rey le vio dijo a los que con él estaban: --No sin causa este caballero tiene gran fama, porque en su talle y buena disposición muestra el valor de su persona. Llegaron los dos valientes caballeros cerca el uno del otro, y después de haberse mirado muy bien, el que primero habló fue Muza: --Por cierto, valeroso caballero, que vuestra persona muestra bien claro ser vos el que la fama publica; y así digo, que vuestro rey se puede tener por bien afortunado en tener un tan estimado caballero como vos sois; y por la fama que el mundo tiene de vos, yo me tengo por muy dichoso de entrar con vos en batalla, porque si Alá quisiese que alcanzase victoria de tan buen caballero, todas las glorias de él serían mías, que no poca honra y gloria sería para mí, y para todo mi linaje; y si yo quedare vencido, no sentiré tanta pena, por serlo de tan buen caballero. Con esto feneció el gallardo Muza sus razones, a las cuales respondió el valeroso maestre con mucha cortesía diciendo: --Por un recado que ayer recibí del rey, sé que os llaman Muza, de quien no menos fama se divulga que la que decís de mí, y que sois su hermano, descendiente de aquel esforzado y antiguo capitán Muza, que en tiempos pasados ganó gran parte de nuestra España; y así estimo tener con vos batalla; y pues cada uno de su parte desea la gloria y honra de ella, vengamos a ponerlas en ejecución, dejando en manos de la fortuna el fin del caso, y no aguardemos a que se nos haga más tarde. El gallardo moro, que oyó aquellas razones al maestre, se sintió avergonzado por haber dilatado tanto tiempo la escaramuza, y sin responder palabra alguna, con mucha presteza rodeó su caballo, y apretándose el bonete en la cabeza, debajo del cual llevaba un muy fino y acerado casco, se apartó un gran trecho, y lo mismo había hecho el maestre. A este tiempo la reina y todas sus damas estaban puestas en las torres del Alhambra, para desde allí mirar la fuerte escaramuza. Fátima estaba junto a la reina, juntamente con sus damas, ricamente vestida de damasco verde y morado, y era del propio color del pendoncillo que le había enviado al valiente Muza: tenía por toda la ropa sembradas muchas MM griegas, por ser la primera letra de su amante Muza. El rey como vio apartados a los caballeros, y que aguardaban la señal de batalla, mandó tocar sus clarines, a los cuales respondieron las trompetas del maestre. Siendo la señal hecha, arremetieron los caballeros el uno para el otro con tan grande furia y braveza que cada uno sintió el valor de su contrario en los encuentros que tuvieron; mas ninguno perdió la silla, ni hizo mudanza alguna: las lanzas no se quebraron, la adarga de Muza fue falseada, y el hierro de la lanza tocó en la fina coraza, y rompió parte de ella, y pasó en la jacerina, sin hacerle otro mal. El encuentro de Muza pasó el escudo al maestre, y el hierro de la lanza tocó en el peto fuerte, que a no serlo fuera herido. Los caballeros sacaron las lanzas, y con grande destreza comenzaron a escaramucear, rodeándose el uno al otro, procurando herirse; pero aunque era bueno el caballo del maestre, no era ligero como el del moro, a cuya causa no podía dar golpe a gusto, por andar Muza tan ligero; y así entraba y salía con velocidad el moro, dándole algunos golpes al maestre, el cual como vio la ligereza del caballo del contrario, acordó, fiando en la fortaleza de su brazo, de tirarle la lanza, y aguardó a que el moro le entrase, y viéndole cerca terció la lanza, y levantose sobre los estribos, y con fortaleza jamás vista le arrojó la lanza. Muza quiso hurtarle el cuerpo y revolvió la rienda al caballo por huir del golpe; pero no lo hizo tan a su salvo que llegando primero la lanza del maestre, le pasó el cuerpo al caballo: alborotose saltando, dando vueltas y empinándose, y dando grandes corcovos; y visto por el moro, temiendo no le viniese algún daño por aquella causa, saltó en tierra y con osado ánimo se fue al maestre para desjarretar el suyo, y de él entendido, saltó tan ligero como el viento; y embrazando el escudo, la espada desnuda se fue a Muza, el cual venía lleno de cólera y saña contra él, por haberle herido tan mal su caballo; y con una cimitarra fue a herir al maestre, el cual le ofendía bien y le maltrataba: peleando a pie, y cerca el uno del otro, se daban tan recios y desaforados golpes, que no bastaba fuerza de los escudos y de las armas, que con la fortaleza de sus brazos no se deshiciese y rompiese; y como el valeroso maestre era muy diestro y cursado en las armas, y más fuerte que Muza, puesto que el moro era valiente y de animoso corazón, quiso mostrar donde llegaba su valor, y afirmando su espada sobre la cimitarra de Muza, fue al reparo, y el maestre con muy gran presteza le hirió en la cabeza sin poderlo remediar el gallardo moro: cortole con la cuchillada la mitad del bonete, y vino el penacho al suelo; y si el casco no fuera tan fino, fuera la herida más peligrosa, y quedó Muza casi aturdido del golpe; y viendo cuán a maltratar le traía el maestre, volviendo en sí acudió con su cimitarra con destreza, y descargó un golpe muy recio. El maestre lo recibió en el escudo, el cual fue cortado por medio, por ser fuerte el golpe que en él le dio, y le rompió asimismo la manga de la loriga, y le alcanzó a herir de una pequeña herida en el brazo, de la cual le salía mucha sangre, y fue causa de que el maestre se encendiese en cólera y saña, y queriendo vengarse, acometió con un golpe a Muza en la cabeza, el cual con presteza fue al reparo porque no le hiriera. El maestre viendo que acudió al reparo, bajó la espada, y de revés le dio una herida en el muslo, que no le aprovechó la loriga que llevaba encima, para que no entrase la espada del maestre. De aquella suerte andaban los valerosos caballeros muy encarnizados, dándose muy grandes y fieros golpes. Quien mirara a la hermosa Fátima, conociera claro que amaba a Muza, porque así como vio el bravo golpe que el maestre dio a su amante y querido Muza, del cual le derribó el bonete y penacho, temió quedaba mal herido; y viendo el caballo muerto, no lo podía sufrir, y así de todo punto perdió su color con un desmayo cruel que le dio, y cayó sin sentido en el suelo. La reina mandó que la echasen agua en el rostro, y echándosela volvió en sí, y abriendo los ojos dio un suspiro, diciendo: --¡Oh Mahoma! ¿Por qué no te dueles de mí? Y tornándose a amortecer, la mandó la reina llevar a su aposento, y que la regalasen. Jarifa, Daraja y Cobaida la llevaron con mucha presteza, haciendo muchos remedios, hasta que la bella mora volvió en sí, y les dijo a Daraja y a Jarifa que la dejasen sola, porque quería reposar un poco. Estas lo hicieron así, y se tornaron adonde estaba la reina mirando la escaramuza, que a la sazón estaba más encendida, pero manifiesta en la ventaja que el maestre llevaba a Muza, por ser más diestro en las armas; puesto que Muza era de grande esfuerzo y valor, y no mostró jamás punto de cobardía, y más en aquella ocasión, antes redoblaba sus golpes, hiriendo al maestre. Al moro le salía mucha sangre de la herida del muslo, y era tanta, que Muza sentía bien la falta de ella, y estaba desfallecido y débil; lo cual visto por el maestre, considerando que aquel moro era hermano del rey de Granada, y que era también muy estimado, y deseando también con muchas veras que fuese cristiano, y que siéndolo, le podría ganar algo en los negocios de la guerra en provecho del rey D. Fernando, determinó con todo cuidado de no proseguir la sangrienta batalla, y de tener amistad verdadera con el valiente Muza, y así luego se fue retirando afuera, diciendo: --Valeroso Muza, paréceme que para negocios de fiestas hacer tan sangrienta batalla como la que hacemos, no es justo; démosle fin, si te pareciere, que a ello me mueve ser tú tan buen caballero, y hermano del rey, de quien tengo ofrecidas mercedes; y no digo esto porque de mi parte sienta haber perdido nada del campo, ni de mi esfuerzo, sino porque deseo amistad contigo por tu valor. Muza que vio retirar al maestre, se maravilló, y también se retiró, diciendo: --Claramente se deja entender, valeroso maestre, que te retiras, y no quieres fenecer la batalla, por verme en tal estado, que de ella no podía yo sacar sino la muerte; y movido tú de mi mala fortuna, me quieres conceder la vida, de la cual reconozco me haces merced. Y también digo, que si tu voluntad fuere que nuestra lid fenezca, de mi parte no faltaré hasta morir, con la cual cumpliré a lo que debo a ley de caballero; mas si, como dices, lo haces por respeto de mi amistad, te lo agradezco infinito y lo tengo a grande merced, por tener amistad con un tan singular caballero como tú, y prometo y juro de serlo tuyo hasta la muerte, y de no ir contra tu persona ahora ni en tiempo alguno, sino en cuanto fuere mi poder servirte. Y diciendo esto dejó la cimitarra de la mano, y se fue a abrazar al maestre, y él hizo lo mismo con mucho amor, y entendió de cierto el maestre que de aquella amistad había de resultar muy gran bien a los cristianos. El rey y los demás que estaban mirando la batalla se maravillaron mucho, y no podían entender qué podía ser; y venido a entender el caso y la amistad, el rey con seis caballeros se llegó a hablar al maestre, y después de haber tratado cosas de muy grandes cortesías, sabiendo la amistad del maestre y de su hermano, aunque no se holgó mucho, dio orden de volver a la ciudad, porque Muza fuese curado, que lo había bien menester. Y así se partieron los dos caballeros, llevando la amistad en sus corazones muy fija y sellada. Este es el fin que tuvo la batalla. Vuelto el rey a Granada, no se trataba otra cosa sino de la escaramuza, y de la amistad que de ella procedió, y de la virtud, bondad y valor del maestre; y con razón, porque era adornado de todo, y por él se dijo aquel romance, que dice: ¡Ay Dios, qué buen caballero es el maestre de Caltrava, y cuán bien corre los moros por la vega de Granada! Desde la fuente del Pino hasta la Sierra Nevada, y en esas puertas de Elvira, mete el puñal, y la lanza; las puertas eran de hierro, de parte a parte las pasa. Siendo fenecida la batalla del maestre y de Muza, desamparando la Vega el maestre se fue con las presas que habían hecho él y su gente. Volvamos ahora a lo que pasó en Granada, después que el rey entró en ella y sanó Muza de las heridas, que pasó más de un mes. CAPÍTULO V. _Que trata de un sarao que se hizo en palacio entre las damas de la reina y los caballeros de la corte, sobre el cual hubo pesadas palabras entre Muza y Zulema Abencerraje, y de lo que pasó._ Grande fue la reputación que cobró Muza de valiente caballero, pues no quedó del maestre vencido, como lo habían sido otros valientes caballeros, a quien había vencido y muerto por sus manos. Entró Muza en Granada al lado del rey su hermano, acompañado de todos los caballeros más principales de la ciudad. Entraron por la puerta Elvira, y por las calles donde pasaban, todas las damas le salían a mirar, y otras muchas gentes ocupaban las ventanas, que era cosa de ver. De esta suerte fueron hasta la Alhambra, donde fue Muza curado por un gran maestro, y estuvo casi un mes en sanar: después de sano fue a besar las manos al rey, el cual tuvo con su vista mucho contento, y asimismo todos los demás caballeros y damas de la corte; y quien más con su vista se alegró, fue la hermosa Fátima, porque le amaba mucho, aunque él no la pagaba su amor. La reina le hizo sentar junto a sí, y le preguntó cómo se sentía y qué le había parecido el esfuerzo del maestre. Muza le respondió: --Señora, el valor del maestre es en demasía muy grande, y me hizo merced que la batalla no pasase adelante, por excusar el daño notable que estaba de mi parte, que era manifiesto; y juro por Mahoma que en lo que yo pudiere le tengo de servir. --Mahoma le confunda --respondió Fátima--, que en tal sobresalto nos puso a todos, y especialmente a mí, que como vi que de un golpe que os dio os derribó la mitad del bonete con todo el penacho, no me quedó gota de sangre, y faltándome de todo punto el aliento me caí amortecida en el suelo. Fátima dijo esto encendiendo todo su rostro en color, de suerte que todos echaron de ver, que amaba al gallardo y valiente moro, el cual respondió: --Mucho me pesa, que tan hermosa dama viniese a tal extremo por mi causa. Y diciendo esto volvió los ojos a Daraja, mirándola aficionadamente, dándola a entender que la amaba de corazón; pero ella se estuvo con los ojos bajos y sin hacer mudamiento. Llegada la hora de comer, el rey se sentó con sus caballeros a la mesa, porque en comiendo había de haber gran fiesta y zambra. Las mesas fueron puestas, y comieron con el rey los caballeros más principales, y eran cuatro caballeros Bencerrajes, cuatro Almoradís, dos Alhamares, ocho Gomeles, seis Alabeces, doce Abencerrajes y algunos Almoradines, Abenámar y Muza. Eran estos caballeros de grande estima, y por su valor les daba el rey su mesa. Asimismo con la reina comían muy hermosas damas, y de buenos linajes, las cuales eran Daraja, Jarifa, Cobaida, Zaida, Sarracina y Alboraida; todas eran de la flor de Granada. También estaba la hermosa Galiana, hija del alcaide de Almería, que había venido a las fiestas, y era parienta de la reina. Andaba enamorado de la hermosa Galiana el valiente Abenámar, y por ella había hecho muchos juegos y escaramuzas, y por él se dijo este romance: En las guerras de Almería estaba el moro Abenámar, frontero de los palacios de la mora Galiana. Por arrimo un albornoz, y por alfombra su adarga, la lanza llana en el suelo, que es mucho allanar su lanza. En el arzón puesto el freno, y con las cuerdas trabada la yegua entre dos linderos, porque no se pierda, y paza. Este romance lo dicen de otra manera, diciendo: _Galiana está en Toledo_, y es falso, porque la Galiana de Toledo fue mucho tiempo antes que los Abenámares, especialmente de este de quien ahora tratamos, y el otro de la pregunta del rey Don Juan, pues en tiempo de aquestos era Toledo de cristianos, y así queda la verdad clara. La Galiana de Toledo fue en tiempo de Carlos Martel, y fue robada de Toledo, y llevada a Marsella por Carlos. Esta Galiana de quien ahora tratamos, era de Almería, y por ella se dice el romance y no por la otra; y este Abenámar era nieto del otro Abenámar. Volviendo, pues, a nuestro caso, el rey con sus caballeros, y la reina con todas sus damas, comían con gran contento al son de muchas y diversas músicas, así de ministriles, como dulzainas, harpas y laúdes que en la real sala había. Hablando el rey y los caballeros sobre algunas cosas, en especial de la batalla del maestre y de Muza, y del gran valor del maestre y de su cortesía, que era muy grande, de lo cual le pesaba al moro Albayaldos, que sentía mucho el no haberse acabado la escaramuza, porque le parecía que no era tanto el valor del maestre como la fama publicaba, y que si peleara en lugar de Muza había de alcanzar victoria del maestre; por lo cual propuso en sí que la primera vez que entrase en la Vega le había de pedir campo, por ver si lo que se decía era así. Las damas también trataban de la escaramuza pasada, y del grande esfuerzo del valiente Muza y de su donaire. Abenhamet no quitaba los ojos de Daraja a quien amaba en extremo, y no era mal correspondido en su fe, porque ella le adoraba, por tener partes para ser querido y porque en extremo era galán y valiente, temido y muy estimado, y alguacil mayor en Granada, que este cargo y oficio no se daba sino a persona de mucha estima, y nunca salía este oficio de los caballeros Abencerrajes, como se verá en los compendios de Esteban Garibay, y Camaloa, cronista de los reyes cristianos de Castilla. Pues si Albayaldos estaba con deseo de probar el valor del maestre de Calatrava, no menos lo tenía su primo Aliatar que se preciaba de valiente, y holgara ver si era así lo que se decía del maestre. El valiente Muza ya no trataba de esto, sino de tener por amigo al maestre, y más se entretenía en mirar a Daraja que en las otras cosas, y tanto se embebecía en mirarla que muchas veces se olvidaba de comer. El rey su hermano advirtió en ello y coligió que amaba Muza a Daraja, y pesole grandemente porque también él la amaba de secreto, y muchas veces le había descubierto su corazón, aunque no daba ella atento oído a sus querellas ni palabras, ni hacía caudal de lo que decía el rey. También Mahomad Zegrí miraba a Daraja: este era caballero de mucha calidad, y sabía que Muza la servía, pero no por eso desistía de su propósito, de lo cual no se le daba a Daraja nada, por tener puestos los ojos en Abenhamet, caballero Abencerraje, gallardo y estimado. La reina trataba con sus damas cosas de los caballeros y sus bizarrías, y entre todos, los Abencerrajes y Alabeces, los cuales linajes eran deudos. Estando la reina hablando con sus damas, habiendo acabado de comer el rey y los demás caballeros, y habiéndose comenzado algunas danzas entre damas y caballeros, llegó un paje de parte de Muza, e hincando las rodillas en el suelo, le dio a Daraja un ramo de flores y rosas, diciendo: --Hermosa Daraja, mi señor Muza os besa las manos y os suplica recibáis este ramillete que él mismo hizo y compuso por su mano, para que os sirváis de tenerlo en la vuestra, y que no miréis el poco valor del ramillete, sino la voluntad del que os lo envía, que entre estas flores viene estampado su corazón para que lo toméis en vuestras manos. Daraja miró a la reina y se puso muy colorada, sin saber si lo tomaría o no; y visto que la reina la miró, y no le dijo cosa alguna, tomó el ramillete, por no ser demasiadamente descortés ni ingrata a Muza, por ser buen caballero y hermano del rey, considerando que por tomar el ramo no era ofendida su honestidad, ni su querido Abencerraje, el cual vio bien como lo tomó, diciéndole al paje, que ella le agradecía mucho el presente. Quien mirara a Fátima entendiera bien lo mucho que le pesó, porque nunca él la había enviado ramillete; pero procuró disimular, y llegándose a Daraja la dijo: --No podéis negar que Muza es vuestro amante, pues en presencia de todos os ha enviado este ramillete; y pues vos lo recibisteis, es argumento que le queréis bien. Casi afrentada Daraja de aquello, la respondió: --Amiga Fátima, no os maravilléis si recibí el ramo, que no lo tomé con mi voluntad, sino por no dar nota de ingrata en presencia de todos los caballeros y damas de la sala, que si no pareciera mal, lo hiciera mil pedazos. Con esto dejaron de hablar sobre aquel caso porque mandó el rey que danzasen las damas y caballeros, lo cual fue hecho, y Abenámar danzó con Galiana; Malique Alabez con su dama Cobaida, y muy bien, por ser extremada en todo; Abindarráez danzó con la hermosa Jarifa, y Venegas con la bella Fátima: Almoradí, un bizarro caballero pariente del rey, danzó con Alboraida; un caballero Zegrí danzó con la hermosa Sarracina; Algamún Abencerraje con la linda Daraja, y en acabando de danzar al tiempo que el caballero Abencerraje le hizo una cortesía, ella haciéndole reverencia le dio el ramillete, y él lo recibió con mucha alegría, y lo estimó en mucho por ser de su mano. El valiente Muza, que había estado mirando la danza, y no quitaba los ojos un momento de su señora Daraja, visto que le había dado el ramillete que le había enviado a su dama, ciego de enojo y pasión que recibió por ello, sin tener respeto al rey ni a los demás caballeros que en la real sala estaban, se fue al Abencerraje con una vista tan horrible, que parecía echar fuego por los ojos, y con voz soberbia le dijo al Abencerraje: --Di, vil y bajo villano, descendiente de cristianos, mal nacido, sabiendo que aqueste ramo fue hecho por mi mano, y que se lo envié a Daraja, lo osaste recibir, sin considerar que era mío; si no fuera por lo que debo al rey, por estar en su presencia, ya hubiera castigado tu loco atrevimiento. Visto por el bravo Abencerraje el mal proceder de Muza, y el poco respeto que tuvo a su antigua amistad, no menos encolerizado que él, le respondió diciendo: --Cualquiera que dijere que soy villano y mal nacido, miente mil veces, que yo soy muy buen caballero e hijodalgo, y después del rey mi señor, no es ninguno tal como yo. Diciendo esto, los caballeros pusieron mano a las armas para herirse, lo cual hicieran si el rey no se pusiera en medio, y todos los caballeros. Y muy enojado el rey contra Muza por haber sido el movedor de la causa, le dijo palabras muy sentidas; y por haber tenido tanto atrevimiento en su presencia, mandó saliese desterrado de la corte. Muza dijo que se iría, y que algún día en escaramuzas de cristianos le echaría menos, y diría: «¿dónde está Muza?» Diciendo esto volvió las espaldas para salir de palacio; mas todos los caballeros y damas le detuvieron, y suplicaron al rey que se quitase el enojo, y alzase el destierro a Muza; y tanto se lo rogaron los caballeros, la reina y las damas, que le perdonó, e hicieron amigos a Muza y al Abencerraje, y le pesó a Muza de lo hecho, porque era amigo de los Abencerrajes. Pasada esta cuestión se movió otra peor, y fue, que un caballero Zegrí, que era la cabeza de ellos, le dijo a Abenhamet Abencerraje: --El rey mi señor echó culpa a su hermano Muza, y no reparó en una razón que dijísteis, que después del rey no había caballeros tales como vos, sabiendo que en palacio los hay tales y tan buenos como vos, y no es de buenos caballeros adelantarse tanto, y si no fuera por alborotar el real palacio, os digo que os había de costar bien caro lo que hablasteis en presencia de tantos caballeros. Malique Alabez, que era muy cercano deudo de los Abencerrajes, como valiente y osado, se levantó y respondió al Zegrí muy valerosamente, diciendo: --Más me maravillo de ti en sentirte tú solo, adonde hay tantos y tan preciados caballeros, y no había ahora para qué tornar a remover nuevos escándalos y alborotos; porque lo que Abenhamet dijo fue muy bien dicho, porque los caballeros de Granada son bien conocidos quién son y de dónde vinieron, y no penséis vosotros los Zegríes, que porque sois de los reyes de Córdoba descendientes, que sois mejores ni tales como los Abencerrajes, que son descendientes de los reyes de Marruecos y de Fez, y de aquel gran Miramamolín. Pues los Almoradís, ya sabéis que son de aquesta real casa de Granada, también de linaje de los reyes de África. De nosotros los Maliques Alabeces, ya sabéis que somos descendientes del rey Almohabez, señor de aquel famoso reino de Cuco, y deudos de los famosos Malucos: pues donde están todos estos y habían callado, ¿por qué tu quieres renovar nuevos pleitos y pasiones? Pues sabe que es verdad lo que te digo, que después del rey nuestro señor, no hay ningunos caballeros que sean tales como los Abencerrajes, y quien dijere lo contrario miente, y no le tengo por hidalgo. Como los Zegríes, Gomeles y Mazas, que eran deudos, oyeron lo que Alabez decía, encendidos en saña se levantaron para darle la muerte. Los Alabeces, Abencerrajes, y Almoradíes, que era otro bando, viendo su determinación se levantaron para resistirle y ofenderlos. El rey que tan alborotado vio el palacio, y el peligro de perderse toda Granada y así también todo el reino, se levantó dando voces, diciendo: --Pena de traidor, cualquiera que más se moviere y sacare armas. Y diciendo esto asió a Alabez y al Zegrí, y llamó la gente de la guarda, y los mandó llevar presos. Los demás caballeros se estuvieron quietos por no incurrir en la pena de traidores. Alabez fue preso en el Alhambra, y el Zegrí en Torres-Bermejas, y puestas guardas los tuvieron a buen recado. Los caballeros de Granada procuraron hacer las amistades, y al fin se hicieron interviniendo en ellas el rey, y fuera mejor que no se hicieran, como se dirá adelante. CAPÍTULO VI. _Cómo se hicieron fiestas en Granada, y por ellas se encendieron más las enemistades de los Zegríes, Abencerrajes, Alabeces, y Gomeles, y lo que pasó entre Zaide y Zaida acerca de sus amores._ Antes de pasar adelante con la fiesta concertada, diremos del valeroso Zaide y de la bella Zaida, a quien él tanto estimaba, y era tan público en Granada, que ya no se trataba sino de sus finos amores. Sabiendo esto sus padres de ella, determinaron de casarla con otro, y dar fama de ello, porque Zaida se apartase de aquel propósito y perdiese la esperanza de sus amores, y cesase en pasearle su calle y puerta, porque no fuese el honor de Zaida tan rompido. Y con este intento pusieron mucho recato en su hija, no dejándola poner a las ventanas, porque no hablase con Zaide; pero poco aprovecharon sus prevenciones, porque no por eso dejaba Zaide de pasear la calle, ni ella le dejaba de amar con más fervor que de antes. Y como se publicaba el casamiento de Zaida por toda la ciudad, y que sus padres la casaban con un moro de Ronda, poderoso y rico, el bravo Zaide no podía sosegar de noche, ni de día, ocupado en varias imaginaciones, procurando estorbar el casamiento con darle muerte al desposado. Y no cesando un momento de pasear la calle de su dama, por ver si la podía hablar para saber de ella su voluntad, porque espantaba el gallardo moro de que su Zaida consintiese en el casamiento, a causa de la fe y palabra que entre los dos se habían dado, la aguardaba por ver si salía a un balcón, como solía hacer. La bella Zaida no estaba con menos pena y cuidado que su galán, deseosa de hablarle, y darle cuenta de lo que sus padres tenían tratado; y así salió al balcón, y vio al valeroso Zaide que se andaba paseando solo, con un semblante triste y melancólico, y alzando los ojos al balcón; y viendo a la hermosa Zaida tan gallarda y bizarra, se le quitó luego todo su mal, y llegándose al balcón temeroso habló a su mora de esta manera: --Dime, bella Zaida, ¿es verdad esto que se dice, que tu padre te casa? Si es verdad, dímelo, no me lo encubras, ni me traigas suspenso; porque si es verdad, vive Alá que tengo de matar al moro que te pretende, para que no goce de mi gloria. La hermosa Zaida le respondió (los ojos muy llenos de lágrimas): --Así me parece, Zaide, que mi padre me casa: consuélate, y busca otra mora a quien servir, que por tu gran valor no te faltará; ya es tiempo que nuestros amores tengan fin: el cielo sabe las pesadumbres que por tu causa he tenido con mi padre. --¡Oh cruel! --respondió el moro--, ¿es pues esa la palabra que me tienes dada de ser mía hasta la muerte? --Vete, Zaide --dijo la mora--, porque viene mi madre buscándome, y así ten paciencia. Diciendo esto se quitó del balcón llorando, quedando el valeroso moro confuso, sin saber lo que determinar para alivio de su pena; y determinando de no dejar su pretensión sin perder la escaramuza de su pensamiento, desocupó el puesto, dejando allí el alma. Por esto que le pasó a Zaide con su mora, se dijo este romance: Por la calle de su dama paseándose anda Zaide, aguardando que sea hora que se asome para hablarle. Desesperado anda el moro en ver que tanto se tarde, que piensa con solo verla aplacar el fuego en que arde. Viola salir a un balcón más bella que cuando sale la luna en la oscura noche, y el sol en sus tempestades. Llegose Zaide, diciendo: bella mora, Alá te guarde, si es mentira lo que dicen tus criados a mis pajes. Dicen, que dejarme quieres, porque pretendes casarte con un moro que ha venido de las tierras de tu padre. Si eso es verdad, Zaida bella, declárate, no me engañes; no quieras tener secreto lo que tan claro se sabe. Humilde responde al moro: mi bien, ya es tiempo se acabe vuestra amistad y la mía, pues que ya todos lo saben. Que perderé el ser quien soy si el negocio va adelante: Alá sabe si me pesa, y lo que siento dejarte. Bien sabes que te he querido a pesar de mi linaje, y sabes las pesadumbres que he tenido con mi madre Sobre aguardarte de noche, como vienes siempre tarde; y por quitar ocasiones, dicen que quieren casarme. No te faltará otra dama hermosa, y de galán talle, que te quiera, y tú la quieras, porque lo mereces, Zaide. Humilde responde el moro, cargado de mil pesares: No entendí yo, Zaida bella, que conmigo tal usases: No entendí que tal hicieras, que así mis prendas trocases con un moro, feo y torpe, indigno de un bien tan grande. Tú eres la que dijiste en el balcón la otra tarde: tuya soy, tuya seré, y tuya es mi vida, Zaide. Aunque la bella Zaida pasó con su Zaide todo lo que habéis oído, no por eso le dejaba de amar en su corazón, y el gallardo Zaide asimismo la amaba. Aunque la dama le despidió, muchas veces se hablaban, no con tanta libertad, porque sus padres no lo sintiesen; y le hacía todos los favores que solía, aunque el moro, por evitar escándalo, no continuaba en pasear la calle de su dama: mas no era tan en secreto, que no fuese sentido del moro Tarfe, amigo de Zaide, el cual tenía una envidia mortal en su alma, porque amaba de secreto a Zaida; y considerando que jamás Zaide dejaría de amar a la bella Zaida, acordó de revolverlos, poniendo cizaña entre los dos, aunque esto le costó la vida; porque así acaece a los que no son leales con sus amigos. Pues volviendo al caso de las fiestas atrás referidas, trataremos primero de un romance, que compuso un poeta en respuesta del pasado, y después diremos lo que en las fiestas pasó. Dice así el romance: Bella Zaida de mis ojos, y del alma bella Zaida, de las moras la más bella, y más que todas ingrata: De cuyos rubios cabellos enreda amor mil lazadas, en que ciegas de tu vista se rinden mil libres almas: ¿Qué gusto, fiera, recibes de ser tan mudable, y varia, y con saber que te adoro, tratarme como me tratas; Y no contenta de aquesto de quitarme la esperanza, porque de todo la pierda de ver mi suerte trocada? ¡Ay cuán mal, fiera enemiga, las veras de amor me pagas; pues en cambio dél me ofreces ingratitud y mudanza! ¡Cuán presto le diste al viento tus promesas y palabras! pero bastaba ser tuyas, para que tuviesen alas. Acuérdate, Zaida hermosa, si aun aquesto no te enfada, del gusto que recibías cuando rondaba tu casa. Si de día, luego al punto salías a las ventanas; si de noche, en el balcón o en las rejas te hallaba. Si tardaba o no venía, mostrabas celosa rabia; mas ahora en qué te ofendo, ¿que acorte el pasar me mandas? Mándasme que no te vea, ni escriba billete o carta, que un tiempo tu gusto fueron, mas ya tu disgusto causan. Ay, Zaida, que tus favores, tu amor, tus palabras blandas, por falsas se han descubierto, y descubres que eres falsa. Eres mujer, finalmente, a ser mudable inclinada, que adoras a quien te olvida, y a quien te adora desamas. Mas, Zaida, aunque me aborreces, por no parecerte en nada, cuando de hielo tú fueras más sustentaras mi llama. Pagaré tu desamor con mil amorosas ansias, que el amor fundado en veras tarde se rinde a mudanza. Por ser aqueste romance bueno, y aludir mucho al pasado, se puso aquí, y por adorno de nuestra obra. Pues tornando a nuestro moro Zaide, valeroso y gallardo Abencerraje, quedó tan apasionado por lo que la bella Zaida le dijo, que le puso en extremo su pensamiento en si era verdad que los padres de Zaida la querían casar. Con este cuidado andaba el gallardo moro muy pensativo, y por consolarse paseaba la calle de su dama; pero ella no salía a las ventanas como otras veces solía, sino muy de tarde en tarde. Aunque la bella y hermosa mora le amaba tiernamente, no lo manifestaba por no dar enojo a sus padres, y por esto no osaba hablar con su querido y amante moro; lo cual él sentía mucho, y lo mostraba hasta en los trajes y vestidos, porque conforme a la pasión que sentía, así traía el vestido, y por él juzgaban los caballeros y damas de Granada los efectos de su causa y de sus amores. Pues con estas congojas y pesadumbres andaba el valeroso Zaide tan imaginativo, sin poderlas apartar de su pensamiento, que le vinieron a poner en grande extremo y flaqueza, y estuvo muy mal dispuesto; y por consolarse, lleno de amorosas ansias, una noche muy oscura, buena a su propósito, bien aderezada la persona, y solo con un laúd se fue a la calle de su adorada mora a media noche, y comenzando a tocar el instrumento con mucho pesar, cantó en arábigo esta sentida CANCIÓN. Lágrimas que no pudieron tanta dureza ablandar, yo las volveré a la mar, pues que de la mar salieron. Hicieron en duras peñas mis lágrimas sentimiento, tanto, que de su tormento dieron unas y otras señas; Y pues ellas no pudieron tanta dureza ablandar, yo las volveré a la mar, pues que de la mar salieron. No sin falta de lágrimas decía esta canción el enamorado Zaide al son de su sonoro laúd, acompañado de muy ardientes suspiros que le salían del alma, con que acrecentaba más las ansias de su pasión. Y así como el enamorado moro sentía pasión en su alma, como lo mostraba, no la tenía menor la bella Zaida, la cual luego que sintió el laúd, y que quien le tocaba era su querido Zaide, porque en eso le conocía, se levantó muy quedito, y se fue a un balcón bajo, donde oía la canción y los suspiros que daba su amante, y enternecida la acompañaba en su mismo sentimiento con tristes lágrimas, trayendo a la memoria la sentencia de la canción, y por la causa que el moro la decía: la cual era de saber, que la primera vez que Zaide vio a su hermosa Zaida, fue en Almería un día de S. Juan, siendo capitán de una fusta, con la cual hacía el moro grandes entradas, y muy grandes robos por la mar, y acaso llegó Zaide con su bajel a la playa de Almería, a la sazón que la bella Zaida estaba en ella holgándose con sus padres y parientes. Traía el moro gallardo en su navío ricos despojos de cristianos, y con muchas flámulas, gallardetes y banderas tendidas, las cuales adornaban y hermoseaban el navío, y fue causa que su padre de Zaida y ella entrasen a ver el navío y al capitán de él, el cual fue de ellos conocido. El valeroso y gallardo Zaide los recibió con muy grande alegría y aplauso, poniendo los ojos en la bella Zaida, a la cual presentó muchas y muy riquísimas joyas, con las cuales descubrió su deseo y amor, y quedó amartelado de ella, y ella asimismo se enamoró del bizarro moro. Finalmente, se trató entre ellos que se fuese Zaide a Granada, y se tuviesen mucha fe y amor. Él aceptó el partido, y determinó dejar la mar e irse a Granada, dejando su navío a un deudo suyo. Y estando en Granada el gallardo Zaide sirvió a su dama hasta aquel punto; y visto el proceder de los padres de su querida mora, y el gran disfavor que ella le había dado, lleno de amorosas llamas le cantó la canción dicha, trayendo a la memoria sus primeras vistas. Así como la bella mora consideró la pena que su amante mostraba en sus acentos, hizo el sentimiento que él, y llegose al balcón enternecida, y llamole quedo por causa de sus padres. No se tardó el bizarro moro en su ida, y llegándose cuanto pudo al balcón muy gozoso, le dijo su dama: --¿Cómo Zaide, todavía perseveras? ¿No sabes que me infamas? Advierte la nota que das: considera que mis padres me tienen puesta en vida estrecha solo por tu causa. Vete antes que seas sentido de ellos, porque han jurado que si no hay enmienda, que me han de enviar a Coín a casa de mi tío; no des lugar a esto, porque será mi vida acabada. Y no imagines que te he olvidado, que tan en mi alma te tengo como antes. Pasen estos nublados, que Alá nos enviará bonanza. Y llorando se apartó de su amante, dejando a su amado moro en tinieblas faltándole su luz; el cual confuso se apartó de aqueste puesto, no sabiendo el fin que había de tener su amado deseo. Pues volviendo al pasado sarao, y a las prometidas y concertadas fiestas, las cuales fuera mejor que no se concertaran ni hicieran, por las revoluciones y pesadumbres que en ellas hubo, y duraron por mucho tiempo después, como más largamente adelante diremos; en este sarao y fiesta se halló el gallardo y valiente Zaide, caballero Abencerraje, el cual amaba a su bella Zaida, y ella a él, y era con tanto extremo el amor que se tenían, que no excedía un punto de su gusto el uno del otro; y entreteníanse ambos sin gozarse, con solo verse y hablarse, hasta que llegase el venturoso día de su deseado casamiento. Un día la bella mora hizo una linda trenza de sus hermosos cabellos, pues eran más que hebras de oro de Arabia, y con sus manos se la puso en el turbante a su querido Zaide; el cual quedó muy ufano, contento y gozoso con el nuevo bien y favor. Audalá Tarfe, su amigo, le pidió le dijese la causa de su demasiado contento; y como quiera que no se gozan tanto los bienes y contentos que no se comunican, fiado en su grande amistad, y debajo de secreto, le declaró la causa, y enseñó la prenda estimada que su dama Zaida le había dado. El moro Tarfe, lleno de envidia y mortal rabia, viendo cuán favorecido y estimado estaba con Zaida, determinó de revelarle el secreto a la hermosa mora, y buscando ocasión para hablarla un día, la dijo: --¿Eres tú, señora, la que tanto amas a Zaide? ¿La doncella tan estimada, querida y tenida de todos en Granada y fuera de ella? Pues tu honra anda muy caída, que no ha mucho que en una conversación, tratando de los galanes favorecidos de sus damas, se quitó el turbante, y nos enseñó a todos una trenza de cabellos, y dijo ser tuyos, tejida y puesta allí por tu mano: mira si son señas bien conocidas. Creyole ser así, y como propiamente la mujer es mudable, todo su amor se volvió en rencor y odio, y le dio gran tristeza y pena, considerando como andaba su honor; y luego le envió a llamar, y una criada le dijo que había poco que él había preguntado qué colores le agradaban y quién la visitaba. Venido Zaide muy alegre, ella encendida en cólera, le dijo: --Ruégote que por mi calle ni casa no pases, ni hables con nadie de mi casa, porque está mi honra muy abatida por tu causa; la trenza que te di enseñaste a Tarfe y a otros, y así no hay que confiar en ti cosa alguna, y no esperes de hablarme jamás. Y diciendo esto se entró llorando en un aposento, sin bastar las disculpas del enamorado moro, que la decía que mentían cuantos lo habían dicho. En vista de que no aprovechaban sus palabras, juró de matar al moro Tarfe, y por esto se hizo este ROMANCE. Mira, Zaide, que te aviso, que no pases por mi calle, ni hables con mis criadas, ni con mis cautivos trates. No preguntes en qué entiendo, ni quién viene a visitarme, ni qué fiestas me dan gusto, ni qué colores me placen. Basta que son por tu causa las que en el rostro me salen, corrida de haber mirado moro, que tan poco sabe. Confieso que eres valiente, que hiendes, rajas y partes, y que has muerto más cristianos, que tienes gotas de sangre: Que eres gallardo jinete, que danzas, cantas y tañes, gentilhombre, bien criado cuanto puede imaginarse: Blanco, y rubio por extremo, esclarecido en linaje, el gallo de las bravatas, la gala de los donaires: Que pierdo mucho en perderte, que gano mucho en ganarte, y que si nacieras mudo, fuera posible adorarte: Y por este inconveniente determino de dejarte, que eres pródigo de lengua, y amargan tus libertades. Habrá menester ponerte quien quisiere sustentarte, un alcázar en el pecho, y en los labios un alcaide. Mucho pueden con las damas los galanes de tus partes, porque los quieren briosos, que hiendan, y que desgarren. Y con esto, Zaide amigo, si algún banquete las haces, del plato de tus favores quieres que coman y callen. Costoso fue el que me hiciste; venturoso fueras, Zaide, si conservarme supieras, como supiste obligarme. Pero no saliste apenas de los jardines de Tarfe, cuando hiciste de la tuya, y de mi desdicha alarde. A un morillo mal nacido, me dijeron que enseñaste la trenza de mis cabellos, que te puse en el turbante. No pido que me la des, ni que tampoco la guardes; mas quiero que entiendas, moro, que en mi desgracia la traes. También me certificaron, como le desafiaste por las verdades que dijo, que nunca fueran verdades. ¡De mala gana me río; qué donoso disparate! ¿no guardas tú tu secreto, y quieres que otro lo guarde? No quiero admitir disculpa, otra vez vuelvo a avisarte, esta será la postrera que me veas, y te hable. Dijo la discreta mora al altivo Abencerraje, y al despedirse replica: _quien tal hace, que tal pague_. Este romance se hizo por lo que atrás dejamos dicho, y viene a propósito a la historia. Y volviendo a ella quedó Zaide tan desesperado viendo el cruel desdén de su dama y siendo mentira todo aquello que le increpaba, que saliendo de allí, casi perdió el juicio, y en cólera ardiente fue a buscar a Tarfe para matarle, y le halló en la plaza de Vivarrambla, dando orden de algunas cosas para las venideras fiestas. Llamole aparte y díjole: --¿Por qué me has revuelto con mi señora Zaida, no guardando la ley de mi amistad? Tarfe le respondió: --Yo no te he revuelto con tu dama, y estoy inocente de lo que dices, y de mí no debes presumir tal. Zaide se afirmaba en lo dicho; Tarfe lo negaba, y se dijeron palabras muy ofensivas. Cesaron las lenguas, y echando mano a sus alfanjes, pelearon muy bien, y Zaide dio a Tarfe una herida mortal, de la cual murió dentro de tres días. Los Zegríes quisieron matar a Zaide, por ser amigos de Tarfe; acudieron los Abencerrajes presto, y si no viniera el rey, aquel día se perdiera Granada, porque Mazas, Gomeles, Zegríes y los de su bando se armaron para herir a los Abencerrajes, Gazules, Venegas y Alabeces; mas el rey Chico acompañado de muy principales caballeros de otros linajes, hicieron tanto, que los apaciguaron, y a Zaide le llevaron preso a la Alhambra. Hecha la averiguación del caso, se halló que Tarfe era culpado; y porque el honor de la bella Zaida no fuese manchado, hizo el rey que Zaide se casase con ella, y le perdonó la muerte de Tarfe. Por esto quedaron los Zegríes enojados; pero no por eso cesaron las fiestas concertadas, porque el rey mandó que se hiciesen. No faltando quien a Zaida respondiera a su mandato de esta suerte: Di, Zaida, ¿de qué me avisas? ¿quieres que mire, y que calle? no des crédito a mujeres, ni a mal fundadas verdades. Que si pregunto en qué entiendes, o quién viene a visitarte, fiestas son de mi contento las colores que te salen. Si dices son por mi causa, consuélate con mis males, que mil veces con mis ojos tengo regadas tus calles. Si dices que estás corrida, de que Zaide poco sabe, no supe poco, pues supe conocerte y adorarte. Conoces que soy valiente, y tengo otras muchas partes; no las tengo, pues no puedo de una mentira vengarme. Mas si ha querido mi suerte que ya en quererme te canses, no pongas inconvenientes más de que quieres dejarme. No entendí que eras mujer a quien novedad aplace, mas son tales mis descuidos que aun en lo imposible hacen. Yo soy quien pierdo en perderte, y gano mucho en amarte; y aunque hables en mi ofensa, no dejaré de adorarte. Dices que si fuera mudo fuera posible adorarme; si en mi daño no lo he sido, enmudezco en disculparme. ¿Hate ofendido mi vida? ¿quieres, señora, matarme? que no te hable me mandas, para que el pesar me acabe. Es mi pecho calabozo de tormentos inmortales, mi boca la del silencio, que no ha menester alcaide. El hacer plato y banquete es de hombres principales; mas el hacer disfavores solo pertenece a infames. Zaida cruel, hasme dicho que no supe conservarte; mejor supe yo quererte, que tú supiste obligarme. Mienten los moros y moras, y miente el villano Tarfe, que si yo le amenazara, bastara para matarle. Ese perro mal nacido, a quien yo mostré el turbante, no le fío yo secretos, que en bajo pecho no caben. Yo he de quitarle la vida, y he de escribir con su sangre lo que tú, Zaida, replicas, _quien tal hace, que tal pague_. Esta es la historia del valeroso moro Zaide Abencerraje, por la cual se han hecho dos romances, a mi parecer buenos, donde nos dan a entender cómo no es bueno revolver a nadie, porque de ello no se espera sino el galardón de Tarfe, que murió a manos de su buen amigo Zaide. Y si acaso es mentira que Tarfe no lo había dicho, tomaremos ejemplo en la liviandad de Zaida, que por creerse de ligero, fue causa de la muerte de Tarfe. Finalmente, por esto, y por las palabras que el Malique Alabez había hablado en el sarao, y Zulema Abencerraje, todos los Zegríes, Gomeles, Mazas y los de su bando quedaron muy enojados, y con malos propósitos y deseos de vengarse del agravio recibido en presencia del rey y de los caballeros y las damas; pues estaba en el sarao y en aquella fiesta toda la flor y nobleza de Granada, y aun del reino todo; porque fue mucha desenvoltura la de Malique Alabez, y se alargó mucho el Abencerraje también: mas como se habían hecho las amistades, no trataban de ello ni lo daban a entender; pero el rencor estaba arraigado en sus corazones y por no mostrar el odio mortal en que ardían, se comunicaban con los Abencerrajes y Alabeces, disimulando en todo lo que podían, puesto que eficaz y grande deseo tenían de vengarse todos los del linaje Zegrí, como pareció después. Estando un día todos los Zegríes en el castillo de Bibatambién, morada de Mahomad Zegrí, cabo y cabeza de los Zegríes, tratando de las cosas pasadas, trayendo a la memoria las palabras de Alabez, y de las fiestas que esperaban de torneo y juego de cañas, Mahomad Zegrí habló a todos los presentes de esta manera: --Bien sabéis, ilustres caballeros Zegríes, como nuestro real y antiguo linaje ha sido tenido en tanto en España y en África; y como han sido nuestros antecesores reyes de Córdoba, y como ahora ha sido vituperado y ofendido nuestro honor por los Abencerrajes; y los Almoradís son nuestros enemigos, porque se han vuelto contra nosotros; con lo cual estoy tan rabioso que muero de pesar, y lo que me alivia y entretiene es la confianza que tengo de verme vengado. El agravio es de todos, y todos nos hemos de satisfacer; ahora nos ofrece muy buena ocasión la fortuna; aprovechémonos de ella, y es procurar matar en el torneo o en las cañas a Malique Alabez, y al soberbio Abencerraje; que muertos estos, iremos dando traza como se acabe de todo punto este pérfido linaje de los Abencerrajes, que tan estimados y queridos son de todos; y para esto el día del juego de cañas hemos de ir bien armados con jacos fuertes debajo de las libreas. Y pues el rey me ha hecho cuadrillero, saldremos treinta Zegríes, y llevaremos libreas rojas y encarnadas con los penachos de plumas azules, antigua divisa de los Abencerrajes, para que sea por esto instrumento de que se enojen con nosotros y se revuelva cuestión, y venidos a batalla, cada uno haga como quien es, y pues llevaremos armas, no hay duda sino que los maltrataremos: no hay que temer, pues tenemos de nuestra parte Mazas y Gomeles; y si no les diere nada a los Abencerrajes de la divisa azul, en el juego de cañas les tiraremos agudas lanzas en el lugar de cañas. Este es mi parecer, decidme ahora el vuestro. Así como acabó Mahomad de decir su razonamiento, respondieron todos que era justo lo que decía, y que era buena la traza, que cada uno haría lo posible por vengarse; y concertado esto, fue cada uno a su casa. A esta sazón ordenaban su cuadrilla Muza y los Abencerrajes, siendo cuadrillero el valiente Muza por mandado del rey, en la cual cuadrilla habían de ir Malique Alabez y los Abencerrajes; y de común acuerdo sacaron las libreas de damasco azul, forradas en tela de plata fina, con penachos azules, blancos y pajizos, conformes a las libreas; los pendoncillos de las lanzas blancos y azules, recamados con mucho oro: en las adargas llevaban por divisas unos salvajes; solo Malique llevaba su misma divisa, que era el listón morado, que atraviesa la adarga una corona de oro con su letra, que decía: _De mi sangre_. Muza llevaba la misma divisa que sacó el día que escaramuzó con el maestre, que era un corazón en la mano de una doncella, apretando el puño, destilando el corazón gotas de sangre, y la letra decía: _Por la gloria tengo mi pena_. Todos los demás caballeros Abencerrajes sacaron listones y cifras a su gusto, puestas de suerte que no quitaban la vista de los salvajes. Concertada esta cuadrilla del gallardo Muza, acordaron de llevar yeguas blancas, enlazadas las colas con cintas azules de seda y oro muy fino. Llegado ya el celebrado día de la grandiosa fiesta, mandó el rey traer veinte y cuatro toros de los mejores que había en la sierra de Ronda, que eran allí muy bravos; y puesta la plaza de Vivarrambla como verdaderamente convenía para la tal fiesta, el rey acompañado de muchos caballeros ocupó los miradores reales, que para aquellas fiestas estaban diputados. La reina con muchas damas se puso en otros miradores con la misma orden que el rey. Todos los ventanajes de las casas de Vivarrambla estaban ocupados de bellísimas damas. Acudió tanta gente, que no había sitio donde estuviesen, y vinieron muchos de fuera del reino, como fue de Toledo y de Sevilla, y la flor de los caballeros de esta ciudad se hallaron en Granada a la fama de tan grandes fiestas. Los caballeros Abencerrajes andaban corriendo los toros con tanta gallardía y brío que daban a todos mucho contento en mirarlos, y en verlos hacer aquellas gentilezas les daban mil alabanzas; y particularmente se llevaban tras de sí los ojos de todas las damas, porque eran tan favorecidos de ellas que no se tenía por dama quien no amaba Abencerraje; y donde quiera que había caballeros de este linaje, eran tan tenidos, estimados y queridos de todos que causaban envidia a los otros caballeros. Y con mucha razón eran queridos de las damas, porque todos ellos eran galanes y gentiles hombres, hermosos y dotados de discreción, y muy bien criados y de buenos respetos. Ninguno llegaba a cualquiera de ellos con necesidad, que no se la remediase, aunque fuese muy a su costa. Eran deshacedores de agravios, aquietadores de la república, padres de huérfanos, amigos por extremo de la conservación y obediencia a sus reyes debida. Eran muy amigos de cristianos, porque ellos mismos iban a las mazmorras a visitar a los cautivos, y los consolaban, daban limosnas y les enviaban de comer; y por estas y otras muchas causas eran tan queridos de todo el reino. Jamás en ellos se halló temor, aunque se les ofreciesen casos muy arduos. Daban tanto contento con su bizarría y nobleza, que las damas y toda la gente no apartaban su vista de ellos. No menos galas llevaban los gallardos Alabeces. Procuraron mostrar su valor los Zegríes, porque alancearon ocho toros muy bien, sin recibir daño ningún Zegrí, ni los caballos. A la una de la tarde ya estaban corridos doce toros, y el rey mandó tocar los clarines y dulzainas, que era señal para que todos los caballeros que habían de jugar, se juntasen en el mirador, y juntos, muy gozoso el rey les hizo dar colación. Lo mismo hizo la reina a sus damas, las cuales tenían galas y trajes nunca vistos, a que daba más ser la hermosura de quien los tenía puestos. Llevó la reina una rica marlota de brocado, con muy ricas labores de oro y pedrería fina. Tenían un tocado muy costoso, y encima de la frente una rosa encarnada, y enmedio de ella un carbunclo precioso. En volviendo el rostro la reina, era tanto el resplandor y claridad que echaba de sí el carbunclo, que quitaba la vista a quien lo miraba. La bella Daraja salió de azul, la marlota de damasco picada, forrada de tela de plata, que descubría por las picaduras la fineza de la tela. En el tocado dos plumas, una azul, y otra blanca, divisa de los Abencerrajes; estábale muy bien la gala, por ser hermosa, que ninguna dama podía competir con ella. Galiana de Almería salió con un vestido de damasco blanco con una labor peregrina; la marlota forrada en brocado morado, con unas cuchilladas grandes; su tocado era de artificio. Entendíase bien de esta dama, en su traje, cuán libre vivía de amor, aunque sabía que Abenámar la amaba mucho, y deseaba servir. Fátima salió de morado (no imitando a Muza en la librea, porque estaba desengañada de que Muza amaba a Daraja, y se empleaba en servirla): la ropa era costosa, por ser de terciopelo, forrada en tela blanca de brocado; el tocado era muy de ver, puesta en él una garzota verde. Finalmente Cobaida, Sarracina, Alboraida, Jarifa, y todas las demás damas que estaban con la reina, salieron con tanta bizarría, que era cosa notable. En otro balcón estaban todas las damas del linaje Abencerraje, que no había más que ver en el mundo. Llevaba la ventaja en todo a las damas, Lindaraja, hija de Mahomet Abencerraje. A esta hermosa dama servía un galán y bizarro moro, llamado Gazul, y en su servicio, y por darla gusto, hizo muchas fiestas en Sanlúcar. Volviendo, pues, a nuestro propósito, serían las dos de la tarde, cuando los caballeros y damas acabaron de comer las colaciones, y soltaron un toro de los más bravos que había entre todos, que no seguía hombre a quien no volteaba, ni la ligereza de los caballos ni de las yeguas bastaba a escaparse de sus veloces cornadas. Era tanta su braveza y ligereza que en breve espacio le desocuparon la plaza todos los de a pie, aunque contra su voluntad. Como vio su braveza el rey, dijo a los caballeros: --Bien será lancear ese toro. Malique Alabez pidió licencia para hacer algún lance, y el rey se la dio. Muza venía a pedirla para lancearle, y como se la había dado a Alabez no la pidió. Bajó de los miradores Alabez, y subió en un caballo, el cual le había enviado el alcaide de Vélez el Rubio y el Blanco, que era primo-hermano suyo, hijo de un hermano de su padre, al cual mataron a traición unos caballeros llamados los alfaquíes, por envidia que le tenían, por ser tan querido del rey; pero no compraron muy barata la muerte del noble alcaide, que el rey la vengó bien. Siete hermanos eran estos alfaquíes, y a todos juntos los mandó degollar por la traición que hicieron en matar sin ocasión ni culpa a quien no lo merecía. Sus bienes fueron confiscados por la corona real. Dio, pues, vuelta Alabez a toda la plaza, y llegando al balcón donde estaba su señora Cobaida, hizo que se arrodillase el caballo, y él humilló la cabeza, haciendo cortesía a su dama, y a todas las demás que estaban allí. La dama enamorada de su Alabez, se levantó y le hizo el acatamiento. Él, muy gozoso de haber visto a su querida señora, y tan favorecido, espoleó al caballo, y partió más veloz que un rayo; tanta era la ligereza del caballo, que apenas se le veía en la carrera. El rey y los caballeros se holgaron de verle; a los Zegríes les pesó, porque era mortal la envidia. Era tanta la gritería de la gente que ponía grima; y era causa que el toro había dado vuelta por toda la plaza, habiendo volteado y derribado mucha gente, y muerto cinco o seis personas, y venía como el viento adonde estaba Alabez, y como le vio venir, quiso hacer una gentileza, y fue, que saltó del caballo, y aguardó al toro con ánimo osado, el albornoz en la mano izquierda, y cuando bajó el toro la cabeza para hacer su golpe y darle un bote, le echó tan bien el albornoz delante de los ojos, que dio gran contento a todos; y asiéndole de ambos cuernos, le hizo estar quedo a su pesar, porque era grande la fuerza que tenía. El toro procuraba desasirse para matarle, y Alabez se defendía con el valor de su persona, aunque con mucho peligro. Y pareciéndole al valiente moro que duraba mucho aquella pelea, enojado, y con cólera que tenía, le torció el pescuezo, y con fuerza increíble le derribó en tierra como si fuera muy débil oveja; y como lo vio en el suelo, se fue poco a poco, con semblante apacible, y sin poner el pie en el estribo saltó en su caballo, dejando al toro molido, y tal, que no se pudo levantar de allí, quedando todos muy admirados de su esfuerzo, valor y fortaleza invencible, dándole mil loores. El rey llamó a Alabez, y fue como si no hubiera hecho cosa alguna; y en llegando le dijo el rey: --Mucho contento me habéis dado, y no se esperaba menos de vuestro valor y nobleza: yo os hago merced de la alcaidía de la fuerza de Cantoria, y de que seáis capitán de cien caballeros. Alabez le besó las manos por las nuevas mercedes que le hacía. Serían a la sazón las cuatro de la tarde, y mandó el rey que se tocase a cabalgar. Oída la señal, todos los caballeros que eran de juego se adelantaron para hacer la entrada, y entre tanto comenzaron una muy acordada música, con diversidad de instrumentos. Luego vino entrando por la boca del Zacatín el gallardo Muza con su cuadrilla Abencerraje. Entrando de cuatro en cuatro, y dando vuelta por la plaza, haciendo el debido acatamiento al rey, a la reina y a las damas, dieron algunas carreras con muy grande brío y donaire. Eran Muza, Malique Alabez, y treinta Abencerrajes en la cuadrilla, y parecían muy bien las plumas azules y telas de plata sobre nevadas yeguas, que hermoseaban toda la plaza y amartelaban las damas con su bizarría. No con menos gala y brío entraron los Zegríes por otra puerta, todos de encarnado y verde, con plumas y penachos azules, yeguas bayas, y en las adargas una misma divisa puesta en listones azules, que era unos leones encadenados por mano de una dama. Decía la letra: _Más fuerza tiene el amor_. De esta manera entraron en la plaza de cuatro en cuatro, y juntos hicieron un caracol y escaramuza con mucho concierto, que no menos contento dieron que los Abencerrajes. Y tomando las dos cuadrillas sus puestos, y apercibidas las cañas, habiendo dejado sus lanzas, al son de las trompetas y dulzainas se comenzó a trabar el juego con mucha gallardía, donaire y brío, de ocho en ocho. Los Abencerrajes, que habían reparado en las plumas azules que los Zegríes traían, antigua divisa suya, muy enojados les tiraban a los turbantes, por derribárselos, muy valerosamente; mas no pudieron los Abencerrajes salir con su intento, y así andaban jugando con muy gran concierto, que era mucho de ver, y daban grande contento a todos los que les miraban. Mahomad Zegrí, como tenía tratado con todos los de su linaje, de dar la muerte a Malique Alabez, o a alguno de los Abencerrajes por las palabras dichas; dio orden que Malique Alabez saliese de la parte contraria, y cayese en su cuadrilla, teniendo inteligencia para que él y los ocho revolviesen sobre Alabez y los suyos. Y habiendo corrido seis veces dijo el Zegrí a los de su cuadrilla: --Ahora es tiempo, que está el juego encendido; venguémonos, pues se nos ofrece buena ocasión. Y tomando una lanza con un muy agudo hierro, aguardó que Malique Alabez viniese con los ocho caballeros de su cuadrilla, revolviendo sobre los de la contraria parte, como es uso y costumbre en semejantes juegos, y al tiempo que Malique Alabez volvía cubierto con su adarga contra él y los suyos, salió el Zegrí, y llevando puestos los ojos en Malique Alabez, mirando por donde mejor le pudiese herir, le arrojó la lanza con tanta fuerza, que pasó la adarga de una parte a otra, y el agudo hierro entró en el brazo derecho, que se lo pasó con mucha brevedad. Muy grande fue el dolor que el valeroso Malique Alabez sintió de aqueste golpe, porque le atormentó todo el brazo, y aun todo el cuerpo, sin entender que estaba herido; y en habiendo llegado a su puesto puso la mano en la parte que le dolía, y ensangrentósela; y mirando al brazo, viendo la herida, dijo en alta voz a Muza y a los Abencerrajes: --Caballeros, grande traición nos han armado los Zegríes: lanzas con hierros agudos tiran por cañas; veisme aquí herido. Los valientes Abencerrajes al punto tomaron sus lanzas para estar prevenidos a lo que se les ofreciese. A esta sazón volvía el Zegrí con su cuadrilla para irse a su puesto, cuando Malique Alabez con gran furia se atravesó de por medio viéndose herido, y le tiró la lanza diciéndole: --Traidor, no es de caballero lo que has hecho, sino de villano. No fue en balde el tiro, pues le pasó el adarga y cota, y le entró en el cuerpo un palmo y más de lanza, y luego cayó el Zegrí de la yegua casi muerto. De ambas partes había apercibimiento para lo que se ofreciera, y empezaron una escaramuza brava y sangrienta; y como los Zegríes iban bien armados, llevaron lo mejor de la batalla; pero como era tanto el valor de Muza y del valiente Alabez, y el de los Abencerrajes, no dejaban de maltratar a los Zegríes, y hacerles daño notable. La vocería y algazara era mucha, y cuando vio el rey encendido el juego, bajó a la plaza, y subió en una yegua y entró entre los lidiadores con un bastón diciendo: --Afuera, afuera. Asimismo todos los caballeros desinteresados ayudaron a poner en paz. Estuvo este día en peligro de perderse Granada; porque de la parte de los Zegríes fueron Gomeles y Mazas, y de la de los Abencerrajes, Almoradís y Venegas. Como los bandos y cismas son tan peligrosos entre los príncipes y magnates, lo temió el rey, y así hizo todo lo posible para apaciguarlos; quietos y apartados cada uno en su cuadrilla, el valiente Muza y los de la suya se subieron al Alhambra, llevando consigo a los Almoradís y Venegas. Los Zegríes se retiraron al castillo de Bibatambién, llevando muerto a Mahomad Zegrí. La reina y las damas se quitaron de los miradores, dando gritos cuando vieron las veras del juego, porque en los de la lid había maridos, hermanos, parientes y amantes de las damas, y sus lastimas y lloros movían a compasión a todos los que las oían, y en particular las lamentaciones de la hermosa Fátima, llorando su muerto padre; que eran muchos los extremos que hacía, bastantes a enternecer un corazón diamantino. Este desdichado fin tuvieron las fiestas, quedando muy revuelta Granada, y por eso se hizo este romance: Afuera, afuera, afuera, aparta, aparta, aparta, que entra el valeroso Muza, cuadrillero de unas cañas. Treinta lleva en su cuadrilla Abencerrajes de fama, conformes en las libreas de azul y tela de plata. De listones y de cifras travesadas las adargas: yeguas de color de cisne, con las colas encintadas, Atraviesan cual el viento la plaza de Vivarrambla, dejando en cada balcón mil damas amarteladas. Los caballeros Zegríes también entran en la plaza: sus libreas eran verdes, y las medias encarnadas. Al son de los añafiles traban el juego de cañas, el cual anda muy revuelto, parece una gran batalla. No hay amigo para amigo, las cañas se vuelven lanzas, mal herido fue Alabez, y un Zegrí muerto quedaba. El rey Chico reconoce la ciudad alborotada; con un bastón en la mano va diciendo: Aparta, aparta. Muza reconoce al rey, por el Zacatín se escapa, con él toda su cuadrilla no paran hasta el Alhambra. A Bibatambién Zegríes tomaron por su posada; Granada quedó revuelta por esta cuestión trabada. Quedó la ciudad de Granada tan llena de escándalo y revuelta, porque la flor de los caballeros estaban metidos en estos bandos. El rey Chico andaba suspenso, y admirado de ver las novedades que cada día había en la corte, y con todas veras procuró hacer las amistades, porque no viniese a más daño del sucedido: mandó que se hiciese información del caso para castigar a los culpados; y con esto paró la traición, concierto y junta que se hizo en el castillo de Bibatambién contra Alabez y los Abencerrajes. El rey quiso proceder contra los Zegríes, mas todos los caballeros le suplicaron los perdonase, y considerase que era ya muerto el caudillo del bando. El rey los perdonó e hizo las amistades, y así se aquietó la ciudad, como de antes lo estaba, que no fue poco. CAPÍTULO VII. _Del triste llanto que hizo la hermosa Fátima por la muerte de su padre, y cómo se iba a Almería la bella Galiana, si su padre no viniera, la cual estaba muy vencida de amores de Sarracino; y de lo que entre él y Abenámar pasó una noche debajo de las ventanas del real palacio._ Muy gran llanto era el que hacía la bella Fátima por la muerte de Mahomad Zegrí, su padre, y era en tanto modo su sentimiento y dolor, que se temía no perdiese el juicio o la vida, porque no bastaba la reina, ni alguna otra dama a consolarla: era tan grande el dolor que tenía en su afligido corazón, que del sentimiento, llanto y desconsuelo enfermó, y enflaqueció de tal suerte que parecía otra de la que ser solía. Visto que no admitía consuelo ninguno, y que las medicinas no la daban mejoría, acordaron enviarla a Almería a casa del alcaide de ella, que era su pariente, el cual tenía una hija muy hermosa y discreta, que sería posible aliviarse allí, y quitarse la tristeza que tenía; y allí la llevaron, donde fue bien recibida y regalada. La hermosa Galiana vivía libre de amor, y fue herida de amores de Hamete Sarracino, y con grande exceso; y como se acababa la licencia que de su padre tenía para estar en Granada, envió a llamar al valiente Sarracino con mucho secreto. Dado el recado vino al punto a palacio, y entrando en el aposento de la bella mora, vio que estaba sola, y ella se levantó a recibirle, mudadas las colores. El bizarro moro la dijo, que le mandase lo que quería que en su servicio hiciese. Galiana le mandó sentar cerca de sí, tratando largamente de las fiestas pasadas, y la muerte del Zegrí, y de los bandos movidos para tan pequeña ocasión, y de otras cosas, con las cuales palabras se enlazaban las almas, y se aficionaban los ojos. Y satisfaciendo el enamorado moro a la dama, no menos aficionada que él, la dijo y propuso lo siguiente: --Grande ha sido, señora, la batalla de los Abencerrajes y Zegríes, y desdichada la muerte de Mahomad Zegrí; pero yo os certifico, señora de mi libertad, que es más la guerra que en mi alma y pensamiento hacen vuestra beldad y hermosura: muerto me han vuestros ojos de amor, mi pecho se abrasa, y arde en amorosa llama; si no acudís al remedio, sin duda moriré: recibidme en vuestro servicio, señora, y no seáis ingrata a mi amorosa voluntad. Galiana estuvo atenta a las discretas razones del aficionado y gallardo moro, y en extremo holgó de ver tantas muestras en su querido Sarracino, porque ya labraba amor dentro de su pecho, y le estimaba y quería tiernamente, y así con alegría le respondió: --No es de nuevo, galán Sarracino, en los hombres aficionarse a las damas a primeras vistas y de ligero, y los primeros días tienen algún fervor y fe, y algún cuidado de visitar sus damas, y pasearles las calles. Aquesto hacen por obligar a las damas, y dura en ellos entretanto que ellas se rinden, y se manifiestan por suyas; y en siendo señores de su libertad, en ese punto cesa el cuidado y la solicitud, y aun vienen a olvidar y aborrecer sin causa; y así las damas que vivimos libres, no habíamos de dar crédito a vuestras palabras y promesas. Sarracino respondió: --Juro por Mahoma, y él me falte, si yo faltare jamás en serviros, quereros y adoraros, y a fe de caballero de ser muy fiel y leal mientras viviere. --Bien entendido --dijo Galiana-- que un caballero tan principal como vos cumpliréis vuestra palabra, como quien sois, sabed, que me he de ir a Almería, porque se me acaba la licencia que me dio mi padre, y así habré de partirme de Granada; y antes de irme, holgaré de hablaros más despacio, y sea esta noche a hora conveniente, y con mucho secreto os poned debajo de este balcón, y podremos hablar con más quietud que ahora; y con esto os id con Alá, antes que el rey lo entienda. El favorecido moro se ausentó de los ojos que daban vista a los suyos, y muy ufano y contento, por verse tan favorecido y regalado de la dama más hermosa y libre de amor que se conocía. Cien mil siglos le parecía cada hora de las que faltaban hasta la dichosa hora que esperaba. Habiendo acabado Febo su curso, y empezado Tetis a tender la tiniebla oscura, que no lo era para el enamorado moro, se fue a palacio, prevenido de armas defensivas y ofensivas para lo que se ofreciera; y a la una, cuando todos de ordinario reposan, se acercó al balcón de su señora Galiana, y escuchando, oyó tocar un laúd muy acordado, y una tierna y delicada voz, que al son del instrumento cantaba con gran suavidad, y mostraba en sus acentos estar herida y lastimada de amor, según las pausas que hacía, y suspiros que daba. El gallardo moro estuvo atento a la dulce música y suave voz, y al sentido de la dolorosa canción, que dice así: CANCIÓN. Divina Galiana, es tal tu hermosura, que iguala con aquella que el Troyano le diera la manzana, por quien la guerra dura le vino al fuerte muro de Dardano. ¡Oh rostro soberano! pues tienes tal lindeza, el que podrá gozarte dirá que nunca Marte gozó cuando fue preso tal belleza; ni el que se llevó a Argos la causa de la guerra de años largos. Y pues sube de punto tan alto tu belleza, que no hay acá tu igual en todo el suelo, do muestres el asunto, tan lleno de aspereza, como Anajarte hizo al sin consuelo amante, que de vuelo el cuello puso al lazo, por salir de tormento, y quiso que llegase tan mal plazo; muéstrate piadosa, pues eres en verdad divina diosa. Oyendo el bravo Sarracino la enamorada canción, y no pudiendo sufrir más que el puesto donde había de hablar a su querida dama estuviese ocupado, se llegó a reconocer quién era el que cantaba. El cual, como sintió gente, dejó de proseguir su música, y se aprestó de sus armas. Era el músico el fuerte Abenámar, el cual estaba amartelado de la bella Galiana, y por ablandar y mover a quien tan exenta vivía de amor, la cantaba aquella endecha triste. Llegose Sarracino a él, y le dijo: --¿Qué gente? Respondió: --Un hombre. Replicó: --Mucha nota veo en lo que habéis hecho, por dormir la reina y sus damas en ese cuarto, y podrá el rey sospechar algo, que por ventura no hay. --No se os dé nada a vos --dijo Abenámar--, ni os entremetáis en lo que no os va nada, sino pasad adelante antes que os envíe contra vuestra voluntad. --¡Oh villano! Yo veré si vuestras obras son como las palabras --dijo Sarracino, embrazando su rodela. Con el alfanje en la mano embistió a Abenámar, que no menos apercibido estaba que él venía, y se comenzaron a dar muy grandes golpes. Era tanto el ruido que hacían peleando, que algunos caballeros, mancebos moros, que buscaban sus pretensiones, acudieron a poner en paz, y no fue menester, porque como los valientes guerreros sintieron venir gente, y se apartaron, por no ser conocidos. Abenámar quedó herido en un muslo de una herida pequeña. Los caballeros procuraron conocer los que peleaban, y nunca fue posible, porque huyeron cada uno por su parte. La hermosa Galiana vio todo cuanto pasó, porque ya estaba puesta en un balcón, cuando Abenámar comenzó a tañer y cantar; y como vio trabada la pendencia, se retiró a su aposento, temerosa no sucediese alguna desgracia a su querido Sarracino. No fue tan secreto este negocio que no lo supiese el rey, y mandó que se hiciese información, para que fuese castigado el causador del escándalo. Procurose hacer, y en ninguna manera se halló quiénes fueron los de la pendencia. Pasado todo esto, se dio orden para llevar a Galiana a Almería, y mandó el rey que se aprestasen cincuenta caballeros, para que fuesen en su compañía; y estando todo a punto entró en palacio Mahomad Mostafá, alcaide de Almería, y padre de la hermosa Galiana. Traía consigo una hija menor que Galiana, y tan hermosa como ella, la cual se llamaba Celima: el rey se levantó y abrazó al alcaide, diciendo: --¡Qué buena venida es esta, amigo Mostafá, que con ella me has dado gran contento! Tu hija Galiana estaba ya aprestada para irte a ver con el acompañamiento que tú y ella merecéis. Mostafá le respondió: --Bien tengo entendido, que de tu larga y magnífica mano he de recibir mercedes, como siempre me las has hecho: mil años vivas para que en tranquilidad y sosiego nos gobiernes. --Yo os agradezco aquesa voluntad --dijo el rey, y fue a abrazar a la bella Celima, y ella humillada le besó las manos. La reina y sus damas se levantaron a recibir a Celima, y ella le besó las manos a la reina, y abrazó a su hermana, y las damas se maravillaron de la hermosura de Celima, y ella de la de las damas y su bizarría. El alcaide Mostafá fue recibido con mucho amor de todos los cortesanos, y el rey le mandó sentar en un rico cojín cerca de sí, y le dijo: --Holgádome he de tu venida y de la de tu hija, y querría saber, qué te ha movido a traerla a Granada. El alcaide le dijo: --Poderoso rey y señor mío, después de venir a besar tus reales manos, traigo a mi hija para que sirva a mi señora la reina, en compañía de las damas y de su hermana Galiana, porque no se halle en Almería, especialmente por el temor que tiene a los rebatos que nos dan siempre los cristianos; y me pareció que estaba mejor en Granada, que en Almería. --Bien has hecho, dijo el rey, porque aquí estará en compañía de su hermana y gozará de las fiestas que cada día se hacen, aunque las pasadas fueron escandalosas. A esta sazón entró un moro viejo, y dijo cómo un caballero cristiano paseaba la Vega bien alistado de armas, en un poderoso caballo que ponía espanto su brío y fortaleza, y no podía conocer quién fuese de cierto, por traer puesta la celada. El rey dijo que le procurasen conocer; y a este tiempo estaba en el Alhambra él, y la reina en la torre de Comares. Deseoso el rey de ver al caballero cristiano, subió a la torre de la Campana, y con él la reina, caballeros y damas. Es la más alta torre del Alhambra, la cual señorea toda la Vega; y mirando a ella vieron un caballero armado, de muy lucidas y fuertes armas, en el escudo y penacho una cruz roja, sobre un hermoso caballo, que se paseaba como si estuviera en su misma patria. En viendo la cruz roja, dijo el rey: --No es posible sino que aquel caballero es el maestre de Calatrava, así por la insignia, como por la osadía que ha tenido de llegar hasta la ciudad. Y cuando el maestre vio al rey y a las damas, alzó la celada e hizo la reverencia debida; y por todos conocido, le fue fecha cortesía, y en particular por la reina y sus damas. Hecho esto puso el maestre un pendoncillo rojo en la punta de la lanza, que era señal de batalla. Mostafá, alcaide de Almería, pidió licencia al rey para salir a escaramucear con D. Manuel Ponce de León, maestre de Santiago, atento que en una escaramuza le había muerto a un tío suyo, y quería vengar su muerte. --No te metas en eso, le dijo el rey, que caballeros hay en mi corte que saldrán. Todos los caballeros le pidieron licencia para irse a ver con el maestre, y un paje les dijo, que no se cansasen, que ya había salido de palacio un caballero a escaramucear. El rey preguntó quién le dio licencia. Respondió el paje: --Mi señora la reina se la dio, porque él se la pidió. --¿Y quién es el caballero que salió? --Malique Alabez --dijo el paje. --Pues si es así yo me huelgo, porque es buen caballero y hará como quien es: siendo ambos tan valientes, será de ver la escaramuza. A muchos caballeros les pesó, porque iba Malique Alabez a la batalla, y quien más lo sintió fue la hermosa y querida Cobaida, porque le amaba muy tiernamente, y no quisiera que se pusiera en tanto peligro, y pidiendo licencia a la reina, se quitó de los miradores, por no ver la batalla, y estuvo con mucha pena hasta saber el suceso de la escaramuza. El rey mandó que saliesen cien caballeros armados, que fuesen en guarda de Malique Alabez, por si estuviese puesta alguna emboscada de cristianos. Así como el rey lo mandó, se fueron a armar, y vinieron a la puerta de Elvira a aguardar que el valeroso Alabez viniese para ir en su guarda. CAPÍTULO VIII. _De la batalla cruel que Malique Alabez tuvo con D. Manuel Ponce de León en la Vega, y de lo que en ella sucedió._ Así como el caballero cristiano puso el pendoncillo en la punta de la lanza, se quitó de los miradores Malique Alabez, de donde estaba la reina: hincando la rodilla en tierra, la suplicó le diese licencia para salir a escaramucear con aquel caballero cristiano, porque si se la daba, quería en nombre de todas las damas hacer aquella escaramuza. La reina se holgó de ver el valeroso ánimo del valiente Malique Alabez, y con rostro alegre le dijo: --Pues es vuestro gusto, caballero gallardo, servirnos hoy, os lo agradecemos mucho: Alá os dé el suceso que deseamos; yo os doy la licencia que pedís, id en dichosa hora. --Y yo confío en Alá --dijo Alabez-- que con estas mercedes alcanzaré la victoria. Despidiose con esto de la reina, y al partirse miró a su señora Cobaida, y la vio muy triste; y llegando a su casa, mandó ensillar el potro rucio que su primo alcaide de los Vélez le había enviado, y que le diesen una fina adarga de Fez, y una toca jacerina. Púsose encima de las armas una aljuba de terciopelo morado, toda guarnecida de tejido oro, y encima del casco un bonete morado, y en él un penacho de plumas pajizas y blancos martinetes, y con él unas garzotas pardas, verdes y azules. Apretó bonete y casco en la cabeza con una toca azul de seda entretejida con oro, dando vuelta a la cabeza, haciendo de ella un turbante, de la cual asentó una rica medalla de oro de Arabia, labrada de montería, con dos ramos de laurel que parecían naturales; las hojas eran de una finísima esmeralda, y en medio de la medalla esculpida la efigie de la dama muy al natural. El bizarro y valiente moro tomó una lanza con dos afilados hierros, y bien armado de todo lo necesario, sobre un lozano caballo salió de su casa, y fue para la calle de Elvira, en la cual había muchas damas, las cuales se holgaban de ver la bizarría y gallardía de Alabez. En llegando a la puerta de Elvira, halló cien caballeros que iban para su seguridad, todos muy bien armados; y en saliendo al campo arremetieron sus yeguas los moros, escaramuceando unos con otros, que era muy de ver. Pasaron todos juntos por delante de los miradores do estaba el rey, la reina y las damas, y Alabez hizo arrodillar el caballo, y el bizarro moro inclinó cuanto pudo la cabeza, haciendo grande acatamiento. Fuele correspondido por todos, y acercándose a D. Manuel, dijo: --Por cierto, cristiano caballero, que da tanto contento vuestro buen talle, que se echa de ver bien ser vuestro valor mucho, y tengo gran gozo en que mi ventura me haya traído a verme con vos; y si la fortuna me fuese tan favorable que alcanzase de vos la deseada victoria, me tendré por el caballero más dichoso del mundo; y si el hado triste y mi mala suerte me tiene determinado que quede cautivo o muerto a vuestras manos, lo tendré a feliz dicha; y si es voluntad vuestra decirme el nombre que tenéis, lo tendré en merced, porque sepa de quien alcanzo gloria o muerte. El valiente maestre escuchó las comedidas razones del valeroso moro, y por satisfacerle le dijo: --Noble moro, cualquiera que vos seáis, vuestro cortesano y discreto término merece mucho, y yo por complaceros os lo diré. A mí me llaman D. Manuel Ponce de León, profesor de mi divisa; y pues ya sabéis mi nombre, si gustáis de decirme el vuestro me holgaré de saberlo. --No sería término de caballero --dijo el moro-- negar una petición tan justa: yo me llamo Malique Alabez, soy de linaje de reyes, y no será menosprecio vuestro el escaramucear conmigo; y pues sabéis quien soy, y yo quien vos, empecemos nuestra escaramuza. En diciendo esto revolviendo los caballos, se acometieron con tanta furia, que parecía haberse juntado dos peñascos. Juntos, pues, los dos caballeros, se daban tan recios y desaforados golpes, y botes de lanza, que causaban admiración. No fueron bastantes los finos escudos a resistir la gran violencia de la fuerza con que se acometieron, porque ambos fueron falseados; y tornando a revolver los veloces caballos, con vueltas gallardas proseguían su escaramuza el uno contra el otro. Grande era el contento que recibían todos los que miraban la cruel batalla, por ver los ardides de guerra, y las gentilezas que cada uno hacía por rendir a su contrario. Dos horas y más había que batallaban los dos valientes guerreros, sin que se pudiesen herir con las lanzas, porque aunque cada uno hacía sus diligencias para herir con ellas, era en balde, respecto que se adargaban muy bien. El moro vio que el caballo del valiente D. Manuel no tenía ya la velocidad que de antes, porque le pareció que debía de estar cansado; y era así, que lo estaba, pues muy gran rato había que el maestre lo había sentido; pero su esfuerzo suplía la flojedad del caballo, y hacía todo lo que podía. No quiso mejor ocasión que aquella el astuto Malique Alabez, y aprovechándose de ella, empezó a dar vueltas y acometimientos, y a revolver el caballo tan a menudo y con tanta ligereza, que a D. Manuel le causaba gran admiración. Todo esto hacía el valiente moro con intento de acabarle de cansar el caballo, y desalentarle, para en viendo ocasión ejecutarla. Fue así, que teniendo ya muy acosado el caballo del maestre, acometió a herirle por el brazo derecho, y D. Manuel fue al remedio, y revolviendo con grande presteza al lado izquierdo, le hirió de una lanzada, sin hacer resistencia la fina cota, porque el temple de los hierros de la lanza de Alabez eran extremados. La herida fue peligrosa, y de ella salía mucha sangre. El valiente D. Manuel sintiéndose herido, más bravo que su apellido, enristró la lanza al tiempo de revolver para salirse por el lado descubierto, y el hierro le entró en la carne, y abrió una muy peligrosa herida. No hay serpiente ni áspid tan ponzoñoso como estaba el valiente moro viéndose mal herido, y con una cólera frenética embistió a D. Manuel con la lanza, y pasándole el escudo fue herido otra vez. Casi corrido D. Manuel arremetió al moro con tal furia, que le dio otra herida peor que la primera. Andaban tan embriagados de cólera por verse heridos, que mientras más batallaban, mucho más se cegaban en su pelea, y no se conocía ventaja en ninguno. Y con esto muy enojado D. Manuel por tanta dilación, que había cuatro horas que escaramuceaban, y no se conseguía la victoria; entendiendo que estaba la falta en la flojedad de su caballo, por estar tan sudado y cansado, se apeó de él con una ligereza extraña, y cubierto con su escudo, puso mano a la espada, y con ánimo belicoso se fue al valiente moro, el cual, como le vio a pie, se maravilló mucho, y confirmó el ser de animoso corazón: mas por no ser reputado de villano se apeó y se fue a D. Manuel, fiado en su gran fuerza y valor, cubierto con su adarga, y un alfanje de Marruecos en la mano, y comenzó a dar tan grandes golpes, que el maestre sentía bien la fuerza de su brazo. No se descuidaba el maestre en herir a su contrario y en defenderse de él; y era de tal suerte, que no se juntaba vez que el moro no saliese herido, por ser mucha la destreza y fortaleza del maestre, y por la mucha experiencia que tenía en la escaramuza, como quien cada día se veía en ellas. Y aunque el valiente y fuerte moro procuraba herir al maestre, no podía por hallarse siempre muy bien adargado, y en lugar de herir, salía herido en cada entrada que hacía. A esta causa estaba maltratado y con muchas heridas, muy cansado y desangrado, pero no por eso dejaba el animoso moro de batallar y mostrar tanto esfuerzo, como si empezara en aquel momento. Fue muy de ver en esta hora ir el caballo de Alabez al del maestre, y las crines erizadas, y con una furia extraña empezó a morder y tirar coces, donde se trabó una escaramuza entre los dos caballos que causaba risa al rey y a las damas, que se admiraban de ver la fortaleza de los caballos, aunque el del moro llevaba lo mejor, porque estaba enseñado en aquello. Los dos valientes guerreros continuaban su batalla, aunque con notable daño de Malique Alabez, porque estuvo a pique de rendirse, y favoreciole la fortuna en este modo. El maestre había dejado gran trecho de donde peleaban a ochenta caballeros que traía para su guarda: viendo que duraba tanto la escaramuza, se acercaron los guerreros para ver el estado de la batalla. Los cien moros que eran en guarda de Alabez, como vieron venir aquel lucido escuadrón de cristianos, y tan bien alistados, se recelaron, y más cuando los vieron acercarse tanto: entonces espolearon las yeguas, y arremetieron contra los cristianos con gran algazara. Los cristianos entendiendo que era traición, por guardar a su señor, les salieron al encuentro, y entre todos se trabó una sangrienta escaramuza. Peleaban valientemente, dándose terribles heridas, tanto, que había por el suelo muchos cuerpos sin almas. Vista por los caballeros la sangrienta batalla de sus soldados, sin causa, se apartaron para aquietarlos. Ambos caballeros se fueron a coger sus caballos, y no había quien se llegase a ellos según estaban en la pelea. Los moros acudieron a favorecer a Alabez y a cogerle el caballo, y los cristianos a su señor, y cogiendo el caballo de Malique Alabez subió en él el maestre con la lanza en la mano, y se metió entre los enemigos, hiriéndolos y maltratándolos. Alabez subió en el caballo de D. Manuel, y no se holgó del trueque, aunque en bondad no debía nada al suyo, salvo que era más ligero, y con la lanza en la mano se entró por los cristianos, haciendo mucho daño. El rey que vio la batalla tan sangrienta, mandó tocar al arma, y que saliesen mil caballeros en socorro de los suyos. El valiente Alabez andaba buscando con mucha diligencia a D. Manuel Ponce de León, y viéndole que enfoscado andaba en medio de la batalla, le hizo señas que saliese fuera. El maestre salió muy gozoso por concluir la escaramuza empezada entre ambos. Llegándose cerca Alabez le dijo al maestre: --Caballero esforzado y virtuoso, tu nobleza me obliga a que te avise de un venido peligro, y es: atiende el oído, que pues eres tan buen soldado, entenderás el son y ruido de las cajas que se hace: sabe, noble caballero, que tocan al arma, y cuando menos saldrán mil moros en mi socorro, y no ganarán nada los tuyos con la multitud que vendrá, aunque traes buenos soldados: toma mi consejo, y desampara la Vega tú y los tuyos, que a fe de caballero, que te importa mucho, y como tal te juro que cada vez, y cuando que quieras, concluiremos nuestra escaramuza, y se acabará; y te lo aviso como moro hijodalgo; ahora haz tu gusto. --Yo te agradezco, valiente moro, el aviso que me das, y quiero admitir tu consejo, y porque la primera vez que nos veamos hemos de concluir nuestra escaramuza, no te doy tu caballo: no es el mío peor que el tuyo, trátalo como yo trataré este. Diciendo esto el maestre, tocó una corneta, que era señal de recoger; y así como los cristianos oyeron la seña dejaron la batalla y se juntaron con el maestre. Lo mismo hicieron los moros, y entrando Malique Alabez con sus cien caballeros por la puerta de Elvira, salía el socorro, y Alabez los hizo volver. El rey y los caballeros salieron a recibir a Alabez, y le fueron acompañando hasta su casa, y fue curado de sus heridas. D. Manuel iba tan enojado por no haber acabado la escaramuza, que no hablaba a nadie, ni respondía a lo que le preguntaban. Echaba la culpa a los suyos, porque habían ido a verlos lidiar, que si no fueran, él consiguiera el fin deseado de la victoria; y era verdad, porque los moros no se movieran si no vieran venir a los cristianos. Y por esta batalla se dijo el romance siguiente: Ensíllenme el potro rucio del alcaide de los Vélez, denme la adarga de Fez y la jacerina fuerte, Y una lanza con dos hierros, entrambos de agudo temple, y aquel acerado casco, con el dorado bonete, Que tiene plumas pajizas entre verdes martinetes; garzotas verdes y pardas, antes que me vista, denme. Tráiganme la cota azul, que me dio para ponerme la muy hermosa Cobaida, hija de Celín Hamete: Y decidle a mi señora, que salga, si verme quiere hacer muy cruel batalla con D. Manuel el valiente; que si ella me está mirando, mal no puede sucederme. CAPÍTULO IX. _En que se da cuenta de unas fiestas solemnes, y juego de sortija, que se hicieron en Granada, y como se iban encendiendo los bandos de los Zegríes y Abencerrajes._ Ya sabía el valeroso y gallardo moro Abenámar, cómo el valiente Sarracino era aquel con quien había tenido la pendencia aquella noche en la plaza de palacio, y estaba muy enojado contra él, porque le había herido, e impidió su música; y mirando a los balcones, vio que hacía Galiana a Sarracino muchos favores, de lo cual sintió mucho dolor y pena, y procuró olvidar a la ingrata, visto que no admitía, ni se acordaba de lo que había hecho en Almería y Granada en su servicio. Y para ejecutar su propósito con todas veras, puso los ojos en la bella Fátima, que ya la habían traído a Granada, y estaba tan hermosa como de antes, y con tanta salud; y tenía mucha esperanza el moro galán que no le sería ingrata Fátima respecto de tener olvidado a Muza, por la certidumbre que tuvo de los amores que trataba con Daraja. El moro enamorado empezó a servirla con grandes demostraciones de amor. Fátima que vio las veras con que Abenámar la amaba, comenzó a favorecerle y amarle con grande amor, por ser muy galán, discreto y valiente. En este tiempo Daraja y Abenhamín Abencerraje estaban ya para casar, por lo cual el valeroso Muza había puesto los ojos en la hermosísima Celima, hermana de la bella Galiana; y no había caballero de estima que no tuviese puesto todo su amor en alguna dama de palacio, y así cada día había fiestas y regocijos en la corte. El valiente Audalá amaba a la hermosa Aja, y como era caballero Abencerraje, y muy preso de amor, por dar gusto a su dama, ordenaba y hacía muchas fiestas. El valiente Abenámar por vengarse de la linda Galiana y de Sarracino, suplicó al rey que se hiciese una fiesta el día de S. Juan de juego de cañas y de sortija, y que él quería ser mantenedor della. El rey era muy amigo de fiestas, y porque se regocijase toda la corte y se ejercitasen los caballeros, ordenó que se hiciesen, por el contento que todos tenían de que se hubiese escapado Malique Alabez de las manos de D. Manuel Ponce de León, que fue mucha ventura, y por la salud que ya tenía. Habida la licencia del rey, mandose pregonar por toda la ciudad el juego de cañas y sortija: que cualquiera caballero que quisiese correr tres lanzas con el mantenedor, que era Abenámar, que saliese a él, y trajese el retrato de su dama; que si fuese vencido el aventurero, había de perder el retrato que trajese; y si el mantenedor fuese rendido, llevase el vencedor el retrato de la dama del mantenedor, y una cadena de mil doblas. Todos los caballeros enamorados se holgaron del pregón en extremo, lo uno por mostrar el valor de sus personas, lo otro porque fuesen vistas las hermosuras de sus damas, con esperanza de ganar al mantenedor su dama y cadena. El valeroso Sarracino entendió el motivo de Abenámar, y holgose de ello, porque por aquella vía entendía dar a conocer a su señora Galiana el valor de su persona; y él y los caballeros amantes que pretendían correr sortija, hicieron retratar a sus damas, como mejor y más al natural pudieron, y con aquellos vestidos y ropas que más de ordinario acostumbraban traer, porque fuesen conocidas. Venido el día de S. Juan, fiesta tan celebrada de todas las naciones del mundo, todos los caballeros granadinos se adornaron de las mejores galas y joyas que pudieron, así los que eran del juego como los que no eran, salvo que los del juego se señalaban en las libreas. Saliéronse a la ribera del fresco Genil, hechas dos cuadrillas para el juego, la una de Zegríes, y la contraria de Abencerrajes: hízose otra cuadrilla de Almoradís y Venegas, y otra contraria de esta de Gomeles y Mazas, y al son de muchos instrumentos comenzaron el juego de cañas. La cuadrilla de los Abencerrajes iba de tela de oro y leonado, con labores muy costosas y diferentes, unos soles por divisas, y penachos encarnados. Los Zegríes salieron de verde, con tejidos de oro y estrellas sembradas por las vestiduras, y por divisas medias lunas. Los Almoradíes salieron de encarnado y morado, y muy ricamente aderezados. Los Mazas y Gomeles salieron de morado y pajizo. Era un caso de grande admiración el ver estas cuadrillas corriendo por la Vega de dos en dos, y de cuatro en cuatro, porque más parecía campo de batalla que caballeros de juego. El rey Chico estaba entre los caballeros con unas vestiduras de inestimable valor; andaba con ellos solo por evitar las ocasiones de pesadumbres que se podían ofrecer. La reina y todas las damas estaban mirando el juego desde las torres del Alhambra, admiradas de ver el gran concierto que tenían y la destreza de los jugadores. Los caballeros Abencerrajes y Almoradís fueron los que más se señalaron aquel día. El valeroso Muza, Abenámar y Sarracino hicieron cosas notables en el juego. Cuando el rey vio que andaba muy trabado el juego, y que se iban encendiendo los Abencerrajes y los Zegríes, temiendo no hubiese otra desgracia como la pasada, mandó cesase el juego; y luego fue obedecido, y empezaron un concertado caracol, y luego dieron muchas carreras, con lo cual concluyeron el juego de cañas. El gallardo y fuerte Abindarráez se señaló aquel día más que ninguno de los jugadores, porque estaba mirándole la hermosa Jarifa, su dama. La reina dijo a Jarifa: --Por dichosa te puedes tener, por ser tu galán tan bizarro y valiente. Jarifa disimuló, encendiéndose el rostro de vergüenza que la dio de oír aquello. Fátima no apartaba los ojos de su Abenámar, por estar muy cautiva de su voluntad: Jarifa, entendiendo que miraba a su amado Abindarráez, porque se paseaban juntos los dos enamorados moros, le dijo a Fátima muy celosa: --Muy grandes son las maravillas de amor, Fátima, hermana y amiga, que donde quiera que da, no puede estar encubierto, porque brota por los ojos, cuando la lengua calla: no me podrás negar, amiga, que tú estás tocada de pasión amorosa, pues realmente tu hermoso rostro da de ello clara señal, que solías estar como la rosa en su zarza, y ahora te veo triste y melancólica, y son todas las mudanzas evidentes señales que causa el incendio de la llama amorosa que en tu pecho labra: y si no me lo niegas, el causador de todo es el valeroso y gallardo Abindarráez, y así no me debes negar ni encubrir tu secreto, pues sabes cuán leal y verdadera amiga te soy. Fátima, que era muy astuta, sagaz y discreta, luego entendió el blanco donde tiraba el pensamiento de la hermosa Jarifa, porque ya sabía que trataba amores con Abindarráez, y no se lo quiso dar a entender, y disimulando, la respondió: --Si las maravillas de amor son grandes, no han llegado a mi noticia sus efectos, ni de ellos experiencia tengo. El no tener mis colores como de antes, y estar melancólica, bien sabes que es la causa muy urgente, pues estas presentes fiestas me renuevan mi dolorosa llaga de las tristes pasadas, en las cuales fue muerto mi amado padre, como duran los comenzados bandos entre Zegríes y Abencerrajes; y en caso que de amor procedieran las causas que dices, te certifico que nunca por Abindarráez fuera, porque en el juego de cañas hay caballeros que son de tanto valor, esfuerzo y bondad como él, y en comprobación de mi verdad el día de la sortija se verán los retratos de las damas servidas, que los caballeros sus amantes sacan, y entonces echarás de ver si te he negado el punto de verdad. Con esto cesó la celosa conversación de las dos enamoradas damas, y levantando Fátima los ojos para ver la trabada escaramuza, vio entre los caballeros a su querido Abenámar, que hacía notables destrezas; conociole la rendida mora en un pendoncillo morado con una F de plata, encima una media luna de oro, armas y divisa de la bellísima Fátima. Habiendo escaramuceado el rey y los caballeros desde antes que el sol saliera, hasta las once del día, se tornaron a la ciudad por aprestar lo que cada uno había de sacar en el juego de sortija. Por este día de S. Juan, y fiesta que en él se hizo, que fue muy señalada y notable, se hizo aquel antiguo romance, que dice así: La mañana de S. Juan, al tiempo que alboreaba, grande fiesta hacen los moros por la vega de Granada. Revolviendo sus caballos, jugando van de las lanzas, ricos pendones en ellas, labrados por sus amadas. Ricas aljubas vestidas, de oro y seda labradas: el moro que amores tiene, allí bien se señalaba; Y el moro que no los tiene, de tenerlos procuraba: míranlos las damas moras desde torres del Alhambra, Entre las cuales había dos de amor muy lastimadas: la una se llama Jarifa, la otra Fátima se llama. Solían ser muy amigas, aunque ahora no se hablan. Jarifa llena de celos a Fátima le hablaba: ¡Ay, Fátima, hermana mía, cómo estás de amor tocada! solías tener colores, veo que ahora te faltan. Solías hablar de amores, ahora obras y callas; pero si lo quieres ver, asómate a esta ventana, Y verás a Abindarráez, y su gentileza y gala. Fátima como discreta, de esta manera le habla: No estoy tocada de amores, ni en mi vida los tratara; si se perdió mi color, tengo de ello justa causa Por la muerte de mi padre, que aquel Alabez matara; y si amores yo quisiera, está, hermana, confiada, Que allí veo caballeros en aquella vega llana, de quien pudiera servirme, y de ellos ser muy amada. Habiendo el rey y los demás caballeros ocupado los miradores de la plaza nueva, donde se había de hacer el juego de la sortija, vieron junto a la fuente de los Leones una rica y hermosa tienda de brocado verde, y junto a la tienda un alto aparador con un dosel de terciopelo verde, y en él puestas ricas joyas de oro, y en medio de ellas estaba asida una riquísima cadena, que valía mil doblas de oro, y aquesta era la cadena del premio, sin el retrato de la dama que con ella se ganaba. No quedaba en toda la ciudad hombre ni mujer que no viniese a ver aquella fiesta; y no faltaron tampoco en ella los moradores de los lugares vecinos. No tardó mucho espacio de tiempo, cuando se oyó muy dulce son de ministriles que salían por la calle del Zacatín; y la causa era que el valeroso Abenámar, mantenedor de aquella sortija, venía a tomar su puesto, y su entrada fue de esta manera: primeramente cuatro hermosas acémilas de recámara, todas cargadas de lanzas para la sortija, con sus reposteros de damasco verde, todos sembrados de muchas estrellas de oro, y pretales de cascabeles de plata, y cuerdas de seda verde. Estos fueron con hombres de a pie y de a caballo, sin detenerse hasta donde estaba la tienda del mantenedor, y allí junto fue armada otra muy ricamente aderezada de libreas verdes y rojas, con muchos sobrepuestos de plata, todos con plumas blancas y amarillas: venían quince de una parte, y quince de otra, y al fin de todos ellos, y enmedio, venía el animoso y valiente Abenámar con un vestido de brocado verde, labrado a muchísima costa, y marlota y capellar de inestimable valor y aprecio, y traía una yegua rodada; los paramentos y guarniciones de ella eran del mismo brocado verde, testera y penacho muy rico de verde y encarnado. Llevaba el gallardo mantenedor sembradas muchas estrellas de oro finísimo por todas las ropas y vestiduras, y en el lado izquierdo sobre el rico capellar un sol muy resplandeciente, con una letra que decía: Solo yo, sola mi dama; ella sola en hermosura, yo solo en tener ventura más que ninguno de fama. Esta misma letra se divulgaba por la plaza. Después del valiente Abenámar venía un rico carro triunfal, adornado de muchas señas; traía hechas en él seis gradas muy bien aderezadas, y por encima de la más alta grada había un arco triunfal de extraña hechura, y debajo de él una rica silla, y en ella sentado y puesto el retrato de la hermosa Fátima. Estaba tan perfecta, que si su original no estuviera con la reina, dijeran que era ella. Causaba espanto ver el adorno y gala del retrato, que no había dama que no la envidiase, ni caballero que no la pretendiese. Era el vestido turquesco, de muy extraña y vistosa hechura, la mitad pajizo y la otra mitad morado, y todo sembrado de estrellas de oro, y con muchos tejidos y recamados de oro. El tocado artificioso y galán, sus cabellos sueltos, como una madeja de oro de Arabia; sobre ellos una hermosa guirnalda de rosas blancas, y tejidas muy al natural; sobre su cabeza parecía el dios de Amor, niño y desnudo, con sus alas abiertas y plumas de mil colores, poniendo la guirnalda a la bella imagen; y a los pies de ella estaba el arco y aljaba de Cupido, como por despojos del rendido. De esta suerte iba el bello retrato de la hermosa Fátima, que agradaba mucho su vista a todos. El carro en que iba tiraban cuatro yeguas, más albas que la nevada sierra. Después del carro iban treinta caballeros de libreas verdes y encarnadas, con penachos de las mismas colores. De la forma dicha entró el bravo y valiente Abenámar, mantenedor de la justa, y al son de los ministriles y otros instrumentos músicos que llevaba, dio vuelta por la plaza nueva, pasando por debajo de los miradores del rey, quedando admirado él y los caballeros de la gallardía, invención y traza. Así como llegó el carro a los miradores de la reina, ella y las damas se admiraron de ver la belleza, adorno y galas de la efigie de la hermosísima Fátima, y cuán natural era a su señora. Fátima estuvo junto a la reina, y con ella Daraja, Sarracina, Galiana, Celima, Cobaida, y otras damas, cifra de la hermosura, y alegrándose de ver la invención que Abenámar traía, la dijeron: --Por cierto, hermosa Fátima, que si como lleva la ventaja vuestro galán y defensor caballero a todos los demás en industria, cifra y galas, la lleva en defenderos, y alcanzar el premio de la victoria, que os podéis tener por la más dichosa y bien afortunada dama del mundo. Fátima, disimulando lo posible, respondió a las damas: --No sé yo con qué intento ha hecho Abenámar lo presente; pero si bien advertís, son novelas de caballeros, y por esta vía querrían obligarme: no me da cuidado ninguno, ni es cosa que me toca; y poco se me da que me defienda o no. --No sin misterio --dijo Jarifa-- el caballero Abenámar se ha puesto a hacer tal desafío a todos los caballeros enamorados, y a sacar tu retrato. --Este motivo de Abenámar --respondió la hermosa Fátima-- él solo lo entiende, y cada uno hace y deshace a su gusto: si no, mira a Abindarráez, que por ti, y por lo que a él le está bien, tiene hechas cosas muy dignas de memoria. --Lo de Abindarráez para conmigo --dijo Jarifa-- es cosa muy pública, y saben todos los de la corte que es mi amante; pero ahora lo de Abenámar nos parece a todas cosa muy nueva; y cierto que me pesaría si Abindarráez y Abenámar fueran competidores. Dijo Fátima: --Y que lo sean, o no, ¿qué se te da a ti? --Dame pena --respondió Jarifa-- que tu retrato, que hoy ha entrado con tanto adorno, viniese a mis manos. --¿Pues por tan cierta tienes la victoria de parte de Abindarráez --dijo Fátima-- que ya me tienes por tuya? Pues no tengas tanta confianza en tu amante caballero, que el que hizo un desafío general, ha hecho tantos gastos, y se ha esmerado tanto en la efigie, sabrá muy bien defender su partido, y al fin son casos de la fortuna, sujetos a ella. La reina que estaba oyendo las disputas de las damas, les dijo: --¿De qué importancia es tratar cosas de que se saca poco fruto? Ambas sois iguales en hermosura, hoy veremos quién lleva la palma, y gloria: cese esa plática, y atiéndase al fin de la aventura. Con esto dieron fin a sus razones, y mirando a la plaza, vieron como Abenámar habiendo dado vuelta a toda ella, llegó a la tienda, y habiendo puesto su precioso carro junto del aparador, donde estaban muchas y muy ricas joyas, mandó poner el retrato de la hermosa Fátima al son de muchas dulzainas y ministriles, con que recibieron todos mucho gusto. Luego se apeó del caballo, y dándoselo a sus criados, se sentó a la puerta de su tienda en una muy rica silla, aguardando que entrase algún caballero aventurero. Todos los caballeros que habían acompañado al esforzado Abenámar, se pusieron a una parte, haciendo todos una larga y vistosa carrera. Estando ya los jueces puestos en un tablado, en lugar y en parte que pudiesen muy bien ver correr las lanzas, aguardaban todos que entrase algún aventurero. Los jueces eran dos caballeros Zegríes muy honrados, dos Gomeles y un Abencerraje llamado Abenámar. Este era alguacil mayor de Granada, oficio y cargo que no se daba sino a caballeros de gran cuenta y valor. No tardó mucho de oírse un grande ruido de música de añafiles y trompetas, y mirando hacia la calle de los Gomeles, vieron desembocar por ella una bizarra cuadrilla de caballeros, con librea de damasco encarnado y blanco. Los penachos y plumas eran blancas y encarnadas. Pasada la cuadrilla, iba un caballero en un caballo tordillo, vestido a lo turquesco, paramentos y cimeras de brocado encarnado, con todas las bordaduras de oro, y penacho de las mismas colores. La marlota y capellar sembrada toda de mucha pedrería de inestimable valor. Así como lo vieron, fue de todos conocido que era el fuerte y bravo Sarracino. Tras él venía un carro labrado a mucha costa, encima del cual se hacían arcos triunfales de extraño artificio, en los cuales estaban pintados los asaltos y escaramuzas, que habían pasado entre moros y cristianos en la vega de Granada, entre las cuales estaba la batalla tan reñida que pasó entre el valiente y valeroso mancebo Garcilaso de la Vega, y Audalá, moro de gran fama, sobre el AVE MARÍA, que llevaba escrita en la cola del caballo: tan naturales parecían en la pintura, que era cosa muy peregrina. Debajo de los cuatro arcos triunfales le hacía un trono en redondo, que por todas partes se podía bien ver era de blanco y finísimo alabastro, y en él entretalladas muchas y diferentes labores. Iba puesta encima del trono una imagen muy hermosa, vestida de brocado azul, con muchos recamados de oro; todo ello de mucho precio y estima. A los pies de la bella imagen muchos militares despojos y trofeos, y el Niño Amor vencido y arrodillado ante ella, quebrando su arco y rota su aljaba, tirando la imagen a todas partes las saetas, y denotando que a todos hería de amores. El bravo Sarracino llevaba una divisa de un mar, y en ella un peñasco combatido de muchas ondas, y una letra que decía: Tan firme está mi fe como la roca, Aunque el viento y el mar siempre la toca. Esta letra se extendía por toda la plaza, para que a todos fuese manifiesta. Así entró el valeroso Sarracino con su carro, no menos rico y costoso que el del mantenedor Abenámar, al cual carro tiraban cuatro caballos bayos, muy briosos y ricamente enjaezados: y así con solemne música dio vuelta el bravo Sarracino a la plaza, dando a todos los que le miraban muy gran contento. Luego conocieron todos el retrato, que era de la bellísima Galiana. Decía todo el vulgo: «Bravo competidor tiene el mantenedor.» La reina, admirada de la singular destreza del artífice que retrató aquel bello trasunto, y cuán natural estaba con su original, se volvió a Galiana, y la dijo admirada: --Secreto estaba este negocio para conmigo, no me podrás negar ahora de tus amores: bizarro y galán caballero has escogido. No le faltaba nada de esto a Abenámar, pero en este caso no hay que disputar por ser de tu gusto. Galiana disimulando calló. El rey dijo a los caballeros: --No es posible sino que hoy hemos de ver cosas dignas de memoria, porque el mantenedor es muy esforzado y los aventureros valerosos, que cada uno ha de procurar alcanzar la victoria, por defender su dama, y por ganar el premio del contrario. Y mirando hacia Sarracino, vieron como después de haber dado la vuelta por la plaza, mandó arrimar su carro a un lado de ella, y paseándose se fue a la tienda del mantenedor, y le dijo: --Caballero, ya sabrás a qué es mi venida, y te prometo que cada instante se me hace un siglo hasta correr las tres lanzas puestas; porque entiendo por muy cierto que ha de gozar mi adorada dama el retrato de la tuya y la estimada cadena. Si mi desgraciada suerte tuviere ordenado que pierda el retrato de mi señora, llevarás junto con él esta preciosa manga, labrada por mi dama, la cual tiene de valor cuatro mil doblas. Era así que tenía aquel valor, porque estaban bordados todos los extremos de alfójar, perlas y pedrería, y por ella se dijo este ROMANCE. En el cuarto de Comares está la hermosa Galiana, con estudio y gran destreza, labrando una rica manga Para el fuerte Sarracino, que por ella juega cañas: la manga es de gran valor, que precio no se le halla. De alfójar y perlas finas la manga iba esmaltada, con muchos recamos de oro, y lazos finos de plata; De esmeraldas, y rubíes por todas partes sembrada. Muy contento vive el moro, con el favor de tal dama; La tiene en el corazón, y la adora con el alma: si el moro mucho la quiere, ella mucho más le ama; Pues si el moro es de tal suerte, bien merece Galiana, que era la mora más bella, que en muchas partes se hallaba. Muchos moros la sirvieron, nadie pudo conquistarla, sino el fuerte Sarracino, que ella de él se enamoraba, Y por sus tiernos amores dejara los de Abenámar: contentos viven los dos con colmadas esperanzas, Que se casarán muy presto con regocijo y con zambra; porque entiende el rey en ello; y tiene ya la palabra Del alcaide de Almería, que es padre de Galiana; y así en Granada se dice, que se casarán sin falta. Finalmente, la manga no tenía precio su valor, y el fuerte Sarracino confiado en su gallardía y destreza, quiso poner la manga en ventura de perderla, no considerando el bravo competidor que tenía delante. El cual, así como oyó hablar a Sarracino, dijo que aquel era el premio del vencedor, corriendo tres lanzas mejores que el contrario; y si lo vencían perdía su fama y joyas. Y diciendo esto, pidió que le diesen un caballo de ocho que tenía enjaezados, como se ha dicho, y tomando una gruesa lanza de sortija, se fue paseando por la carrera con tal donaire y brío, que a todos los que le miraban les daba gran contento. Y viendo la bizarría que tenía, dijo el rey a los caballeros: --No se niegue el buen parecer y postura que tiene Abenámar a caballo: Sarracino también es buen caballero, y hoy veremos quién lleva la palma del vencimiento. A la sazón llegó al cabo de la carrera Abenámar, y haciéndole dar a su caballo una vuelta en el aire, dio un brinco muy alto, y luego salió como un rayo, y en medio de la carrera tendió su lanza con un donaire gracioso, y llegando a la sortija, dio por el extremo de arriba, y por muy poco no se llevó la sortija en la punta de la lanza; y no valía nada la que no se llevaba la sortija dentro del hierro, ni se podía ganar el premio si no era de esta manera. Y deteniéndose miró a ver la suerte que haría el venturoso Sarracino, el cual estaba muy confuso y descontento, habiendo visto el golpe que había hecho el valeroso Abenámar, y mostrando buen ánimo, confiado en su mucha destreza, tomó una lanza, y poniéndose en la carrera arrancó con tanta velocidad, como si fuera una bala despedida de una culebrina por la gran violencia de la encendida pólvora, y tendiendo la lanza la llevó tan seguida, que la metió por medio de la sortija, y se la llevó dentro de la lanza. Toda la gente que estaba mirando la justa dieron muy grandes voces, diciendo: --Abenámar ha perdido; su retrato y cadena la ha ganado el vencedor Sarracino, porque la fortuna le ha sido muy favorable, y está de su parte la victoria. Cuán ufano quedó Sarracino con la algazara que levantaron todos, no se puede encarecer, porque ya se consideraba poseedor de los premios del vencido; y así dijo, que le entregara el retrato y la cadena, pues la había ganado. Mas el valeroso Muza, que era padrino del mantenedor Abenámar, replicó que no había ganado, porque eran tres lanzas las que habían de correr, y faltaban las dos. El padrino de Sarracino, que era un caballero Azarque, dijo que era ganado el premio con aquella lanza; y todos daban voces, cada uno alegando su derecho. Los jueces mandaron que callasen, que ellos lo determinarían, y fue determinado que no había ganado Sarracino, atento que le faltaban dos lanzas que correr. Sarracino estaba ardiendo en viva cólera, porque no le daban los premios ya ganados por la voz del pueblo, y más se encolerizó cuando sentenciaron que aún no había ganado. No estaba con menos cólera Abenámar que Sarracino, por haber perdido la primera lanza, y porque el vulgo le había dado el lauro a Sarracino. Quien en estos debates mirara a Galiana, viera en su rostro una mudanza extrañísima de alegría que tenía por la desgraciada suerte que había tenido en la primera lanza el valiente Abenámar; y lo contrario se viera en Fátima por la buena suerte de Sarracino, aunque con discreción disimulaba su pena, pero no tanto que no se sintiese. Y Jarifa, como dama en quien había tanta discreción, le dijo a Fátima: --Amiga, mal le va a vuestro caballero y galán Abenámar: si así es hasta el fin, no le arriendo la ganancia. --No tengo cuenta con eso --respondió Fátima--; pero si ahora le ha ido mal, podrá ser que le vaya bien después, y tanto que te pese, lo cual veremos al fin. --Bien dices --dijo la hermosa Jarifa--, y eso aguardo; pero cree que los buenos principios siempre traen buenos fines. --Eso niego --dijo Fátima--, y espero que me dirás que tengo razón, por este símil. Bien has visto y oído que un enamorado galán, en las primicias de sus amores, sirve a su dama con gran cuidado, siendo puntual en darla gusto, en regalarla, en darla músicas, en rondarle la casa, y en idolatrarla. Hácele mil promesas, que mientras más fuere, más la servirá y querrá, y que tan imposible será el dejar de quererla, como dejar el sol de calentar en el estío, y querer arrebatar con la mano la luciente luna de su lugar, y otros muchos imposibles que dicen, y sobre todo, el casarse con ella, todo con motivo y fundamento de gozar la dama a quien desea. La inocente, obligada con obras y promesas, entrégale su libertad, y viene en su deseo y gózala. ¿Aquestos son buenos principios, Jarifa? Ella respondió: --Sí. Dijo Fátima: --Pues apenas ha gozado la rendida dama el fraudulento amante, cuando, porque pasando un caballero por su casa le quitó el bonete por cortesía, dicen luego que es su galán, y que no se admiran, que quién entregó su honor a él, lo entregará a muchos; no queriendo admitir el perverso y fementido amante, que debajo de sus promesas y juramentos se le rindió la desdichada dama. Mira, Jarifa, cuánta es la malicia de los que esto usan, y traen por flor, que por solo que le dio algún rayo del sol en su balcón, desisten de la amistad de la recogida dama, y la dejan burlada, presa de amor, y deshonrada, por cuya causa viene a tener desastrado fin. ¿Son estos buenos fines? --No por cierto --dijo Jarifa--, y confieso ser así lo que dices, y así pasa hoy en el mundo, y yo conozco algunas señoras pobres, cuya hermosura han gozado algunos caballeros, y solo por ser pobres las han dejado, y están arrinconadas y perdidas para siempre; por lo que debemos las doncellas escarmentar en cabeza ajena, y no creer a nadie de ligero, sino ir con el gusto de nuestros padres. Y si te parece miremos a los competidores. Y mirándolos, vieron como Abenámar tomó otro caballo y lanza, y aunque disimuló, ardiendo en cólera por la mala suerte pasada, arrancó a toda furia, y tendiendo la lanza la llevó derecha como una bala, y pasando por la sortija como un pensamiento, se la llevó dentro de la lanza. La gente dio gran gritería diciendo: --El mantenedor va victorioso. Sarracino dio la carrera con muy gran desenfado y gallardía, y enristrando su lanza con cuidado, tocó un lado de la sortija, y no hizo efecto ninguno. Abenámar dijo a Sarracino: --Caballero, otra carrera nos queda para que concluyamos nuestro pleito; concluyámoslo luego. Y diciendo esto pidió una lanza, y en dándosela se fue poco a poco, y puesto en la carrera, la dio con la lanza tan bien puesta, que embocándola por la sortija, se la llevó dentro. Entonces fueron las voces de toda la gente más levantadas de punto, diciendo: --Ganado ha el mantenedor sin duda; suyo es el retrato hermoso de Galiana y la rica manga. Bien se aparecía en Galiana el sentimiento que en su alma había, por la poca esperanza que tenía de que su enamorado Sarracino ganase. El cual se puso en la carrera, y al llegar a la sortija dio con la punta de la lanza en un extremo, que con el gran movimiento cayó en el suelo. En parando el caballo del animoso Sarracino, fue llamado por los jueces, y le dijeron que había perdido el retrato de su dama y la rica manga. El moro respondió: --Si ahora en juego he perdido, en escaramuzas sangrientas ganaré. Abenámar, que con él estaba picado por lo que ya hemos dicho, respondió que si por vía de escaramuza entendía cobrar algo de lo perdido, que le avisase si quería luego cobrarlo, o que se quedase para cuando hubiese ocasión, que él le cumpliría de justicia a medida de su deseo. Los jueces y padrinos los apaciguaron, y no consintieron que se tratase más en aquel caso. Sarracino salió de la plaza junto con los caballeros que le acompañaron. Abenámar mandó poner los ricos despojos a los pies de Fátima, su señora, sonando al ponerlos muchos instrumentos músicos. El gozo y alegría que sintió la discreta y hermosa Fátima fue grande, por la alcanzada victoria; y más cuando vio a los pies de su retrato trofeos tan ricos y estimados. Mas todo este regocijo lo celebraba entre sí, por disimular el mucho amor que tenía a su querido Abenámar, porque ella no quería que con demasiada certidumbre supiesen lo que sospechaban; en lo cual era muy diferente en el gusto que las otras damas de palacio, que se holgaban siempre de que sus negocios se supieran. CAPÍTULO X. _Que declara el fin que tuvo el juego de la sortija, y el desafío que hubo entre el moro Albayaldos y el maestre de Calatrava._ Ya se ha dicho como Sarracino salió de la plaza lleno de coraje por haber tenido tan mal suceso en el juego de la sortija; y lo que más sentía, era haber perdido el hermoso retrato de su señora. Entrando en su casa se despidieron de él todos los caballeros que le habían acompañado, y él muy airoso se despidió de todos, y se apeó del caballo, se quitó la cimera y plumas, y toda la librea, y con iracunda cólera dio con todo en el suelo; y se subió a un aposento, y recostándose en su cama empezó a quejarse de su corta ventura, y contra sí decía: --¿Di, bajo caballero, ruin y de poco valor, qué cuenta darás a tu señora Galiana de su hermoso retrato y rica manga, perdido todo por tu poco esfuerzo y destreza? ¿Con qué rostro, di, osarás parecer en su presencia? ¡Oh Mahoma traidor, porfiado y engañador! En el tiempo que habías de favorecer mis esperanzas me faltaste. Di, enemigo falso, ¿no te acuerdas que te prometí hacer toda tu efigie de oro, y de quemar en tu mezquita gran cantidad de incienso si me dabas victoria este día? ¿Pues por qué me la negaste? Pero bien entiendo de cierto que no tienes ningún poder. Mas, vive Alá, que por vengarme de ti me tengo de tornar cristiano, y he de seguir aquella santa ley, y dejar tu falsa secta, que por aquí se salvará mi alma perdida. Estas y otras muchas cosas decía Sarracino, consolándose con su buen propósito. Galiana sintió mucho la desgraciada suerte de su querido amante, y se le echaba bien de ver, pero con su discreción lo disimulaba, hablando con la reina y las damas, las cuales la consolaban diciendo que no porque su amante hubiese perdido su retrato, quedaba cautiva; que se riese de todo. --Ninguna pena tengo de eso --dijo Galiana--, porque son aventuras de caballeros. Y aunque decía esto, tenía en su alma una mortal envidia, y entre sí decía: «¡Ay, Abenámar victorioso, y cómo ahora te vengarás a gusto en mi retrato de la ingratitud que contigo usé, y cuán vana y gozosa estará tu dama con los vencidos despojos!» Celima la consolaba de secreto, diciéndola que no diese nota de sí con extremos, porque no fuese sentida de la reina y de sus damas. Galiana disimuló cuanto pudo su dolor y pena, y procuró desecharla. Estando en esto, se oyó un ruido por toda la plaza, y mirándola toda, vieron que entraba por la calle de Elvira una gran serpiente, echando de sí mucho fuego; tras ella venían treinta caballeros ricamente vestidos de una librea blanca y morada, con penachos de la misma color ellos y sus caballos. En medio de todos venía un caballo sin jinete, con cubiertas y guarniciones de brocado morado y blanco; también venía una sonorosa música de ministriles y dulzainas. La serpiente dio una vuelta a toda la plaza, y enfrente de los miradores del rey y de la reina, y de los caballeros y damas, se paró, echando por la boca y oídos muchísimo fuego. Era grande el estrépito que hacían los cohetes y ruedas con invenciones de fuego, que por la boca salían; y con el artificio que tenía la sierpe mediante el fuego que la quemó toda, se abrió por medio, y pareció un caballero vestido de brocado morado y blanco, con muchos recamados de oro; el penacho era de plumas blancas y moradas. Con él estaban cuatro salvajes muy al natural, los cuales tenían una rica silla guarnecida de terciopelo morado, y la clavazón de oro, en la cual estaba el retrato de la hermosa Jarifa, que fue luego conocido, y el caballero ser Abindarráez. El retrato estaba vestido de brocado blanco y morado, de luceros de oro, las orlas bordadas de oro y plata, con un tocado vistoso. Estaba tan natural el retrato, que era muy semejante al original. El rey y la reina, y todas las damas miraron a Jarifa, que con una honesta vergüenza se encendió el rostro, lo que aumentó su hermosura, y la reina la dijo: --Llegado ha, Jarifa, la hora en que se ha de ver el esfuerzo de vuestro amante, y si alcanza victoria del vencedor Abenámar. --Haga la fortuna lo que quisiere --dijo Jarifa--, que tan buen rostro haré a lo uno como a lo otro. Y con esto cesaron, por ver lo que haría el valiente Abencerraje. El caballero pidió luego su caballo, y traído subió en él, y fue dando vuelta a la plaza, acompañado de sus caballeros, llevando en medio a los salvajes que llevaban la silla, y en ella el retrato de la hermosa Jarifa, que a todos admiraba su hermosura y maravilloso adorno; y en llegando adonde estaba el invencible Abenámar, se arrimaron los cuatro salvajes a los dos carros triunfantes que estaban junto al aparador de las joyas preciosas y ricas, y levantando estos la rica silla en una parte muy alta, la pusieron sobre sus hombros, porque el hermoso y bello retrato fuese bien visto de todas. El valiente y esforzado Abindarráez se llegó al fuerte mantenedor, y le dijo: --Vencedor caballero, ¿sois servido que corramos tres lanzas con las condiciones que están dichas? El valiente y esforzado Abenámar le dijo: --Para eso estoy aquí. Y tomando al instante una lanza, lozaneando su caballo se puso enfrente de la carrera, y corrió tan bien, que llevó la sortija dentro de la lanza, y volviéndose, la mandó poner en su mismo lugar. No se espantó ni admiró Abindarráez de aquello, antes cobró un nuevo ánimo, y puesto en la carrera, fue tal y tan seguida su lanza, que en el hierro de ella quedó metida la sortija. La gente toda movió gran ruido y vocería; mas luego se puso en silencio por ver el fin de las otras dos lanzas. El mantenedor muy enojado por el buen suceso de su contrario, tornó a la carrera, y fue con tal brío y tan buen pulso en la mano, que se llevó segunda vez la sortija en la lanza. El bravo Abindarráez hizo lo mismo en la segunda carrera. Levantose gran gritería, y todos decían: --No hay ventaja del mantenedor al aventurero; iguales son en todo. Grandes eran los temores de las hermosas moras Fátima y Jarifa, por no saber quién había de ser el vencido, estando su buena o mala suerte en la lanza que faltaba, aunque ambas estaban confiadas en el esfuerzo y valor de sus amantes. El animoso Abenámar tomó otra lanza, y con mucho donaire se volvió a llevar la sortija con no poco contento suyo y de su señora Fátima, la cual habiendo visto el buen suceso y ventura de su amante, no cabía de contento; y mirando a Jarifa, la vio robado el color hermoso de su rostro, y viéndola así, dijo Fátima: --Hermana Jarifa, mal has cumplido la palabra que dijiste a la reina mi señora, pues si te acuerdas, diciéndote que era llegado el tiempo en que se había de ver el esfuerzo de tu caballero en alcanzar victoria, respondiste que tan buen rostro harías a lo uno, como a lo otro: ¿cómo tan presto te se mudan los colores? Consuélate, que será posible le suceda bien en la lanza venidera. --En duda pongo eso --dijo la reina--, y a maravilla tendré que Abindarráez lleve la sortija. Y mirando, vieron cómo partió, y dio al soslayo la lanza en la sortija. Luego se oyó acordada música del mantenedor en señal del vencimiento. Llamaron a Abindarráez los jueces, y le dijeron que ya sabía como había perdido, que entregase el retrato al vencedor. Él dijo: --Pues si es así, entréguese en él, que bien sé que hoy le favorece la fortuna y a mí me ha sido adversa; y lo que me consuela es que ha sido mi pérdida en juego, no en escaramuza ni pelea. Mas aunque decía esto Abindarráez, le quedaba otra cosa en su pecho, que no quisiera haber perdido el retrato de Jarifa por cuanto había en el mundo. Luego se puso el retrato de Jarifa a los pies de Fátima, sonando la música del mantenedor. La reina, viendo poner el retrato, dijo a la hermosa Jarifa: --¿Estás satisfecha que el retrato de Fátima no vendría a tus manos? ¿No te decía yo, que no hablases de confianza? Pues mira tu retrato a los pies de Fátima. ¿No sabes que Abenámar es uno de los buenos caballeros de la corte, y que Abindarráez ni algún otro caballero no le llevarán ventaja? Y si no atiende, y verás cómo no han de ser solos los retratos que ahora están rendidos. --Basta --dijo Jarifa--, que la ventura de Abindarráez ha sido corta en esto, y consuélome con que en otras ocasiones ha sido muchas veces victorioso. Abindarráez se salió de la plaza, llevando consigo todos los de su guarda, y a los cuatro salvajes; y antes que saliese le mandaron llamar los jueces para darle joya por galán y buena invención, y vuelto, uno de los jueces, que fue Abencerraje, descolgó dos ajorcas de oro, de precio de doscientos ducados, y se las dio. Abindarráez las tomó con mucha alegría, y las puso en la punta de la lanza al son de sus músicos, y fue bien acompañado a los miradores de la reina, y haciendo la debida reverencia, rindió la lanza hasta donde estaba su señora Jarifa, y la dijo: --Dama hermosa, teniendo presente el original, no me da mucha pena la ausencia del referido retrato: yo hice lo posible, la fortuna me fue contraria, y esto no porque en vuestra hermosura haya defecto, sino en ser juego, no en fuerzas. De invención y de galán se me dio esta joya; sed servida de recibirla, aunque no sirva sino de memoria de que no os defendí como debiera. Jarifa, riéndose, tomó las ajorcas y le dijo: --Con esto me consuelo, porque lo habéis ganado por galán, y por invención mejor; y pues se perdió el retrato, me alegro de que cayó en tales manos, que le tratarán como quien son. Fátima quisiera responder, y no pudo, porque entró en la plaza una grande peña, tan natural como si fuera quitada de una sierra, cubierta de muchas y diversas yerbas y flores, y dentro sonaba gran suavidad de música. Al derredor de la peña venían doce caballeros de librea de brocado pardo, con grandes cuchilladas, y por ellas se aparecía un forro de brocado verde, que lucía y campeaba mucho por la ropa parda y oscura. Los extremos de las cuchilladas estaban tomados con lazadas de oro con unos ramillos a modo de caracol. Las sobreseñales, penachos y testera eran de plumas verdes y pardas. Atentos estuvieron todos en la peña, por ver el fin de la aventura, la cual en confrontando con los miradores del rey y de la reina, se detuvo, y vieron cómo se apeó del caballo uno de los doce caballeros, y era el más galán, y más bien dispuesto de todos; y luego fue conocido que era el valeroso Reduán, y se holgaron mucho los que le miraban, viendo su buen talle, gracia y disposición; y mirando lo que haría, vieron que echó mano a un alfanje damasquino, y embistiendo con la peña, la daba grandes golpes; y en la parte que daba abrió una terrible y espantosa boca, y por ella salían muchas bombas de fuego, y tanto, que le convino retirar a su caballo, porque era el incendio mucho. Y siendo ya consumido el fuego, por la boca donde salía brotó cuatro demonios muy ferocísimos, cada uno con una honda de fuego en la mano, y todos con mucho ánimo embistieron con el esforzado Reduán; pero el buen caballero peleó con ellos con mucho valor, de suerte que los encerró en la peña. No bien hubieron entrado, cuando salieron cuatro salvajes con unas mazas en sus manos, y comenzaron a pelear con Reduán, y él con ellos, y en un instante fueron vencidos los salvajes, y entrolos por fuerza en la peña, y Reduán con ellos. En entrando dentro fue cerrada la boca de la peña; luego se oyó mucho ruido y estruendo de pelea; y en cesando oyeron una música tan agradable y suave, que se suspendieron los sentidos de los oyentes a la dulce armonía. No tardó mucho en abrirse la boca de la peña, y por ella salió el vencedor Reduán con los cuatro salvajes, los cuales traían un arco de oro, tan industrioso, que admiraba, y talladas muchas historias antiguas y modernas, y debajo del arco puesta una silla de marfil, y en ella sentado un retrato de una bellísima dama, vestida de brocado azul, forrado todo de tela naranjada. El tocado era curioso, puesto a lo greciano. Fue muy notado el artificio de todos, y más la suma belleza del retrato; y fue conocido que era Lindaraja, dama Abencerraje, cuya hermosura pudiera competir con la de las tres diosas de la discordia de la manzana, y sin duda que Paris sentenciara en su favor. Tras del retrato venían todos los músicos tañendo y cantando dulcemente, y luego venían los demonios atados en una cadena. Fue una cosa que a todos puso grande admiración. Habiendo salido toda esta compañía de la peña, comenzó a disparar de sí mucho fuego, con el cual fue toda consumida: luego se le dio un fuerte caballo a Reduán, y con ligereza subió en él; y dando vuelta a la plaza, hizo su acatamiento al rey, a la reina y a las damas, y en llegando a la tienda del mantenedor le dijo: --Aunque la condición puesta es de correr tres lanzas, si sois servido corramos solo una, y en esa se concluya el premio de las tres. --Si es ese vuestro gusto, dijo Abenámar, yo soy contento de dároslo. Y dicho esto tomó una buena lanza, y paseándose se puso en la carrera, y partiendo como una saeta, dio un bote de lanza en el extremo de la sortija, por la parte de arriba en derecho, que aunque no se la llevó, fue muy buena suerte, y dificultosa de ganar. Volvió paseándose a su tienda, para desde allí ver la suerte que hacía su contrario, el cual tenía ya una muy gruesa lanza, y estaba en la carrera, y diola con gallardo aire y brío, y al dar el golpe fue más galán que venturoso, porque erró la sortija y fue por alto la lanza; y pesándole mucho por haberle salido su pensamiento tan incierto, volvió diciendo: --Tan desgraciado soy en lo uno como en lo otro. Los jueces le dijeron: --Perdido habéis, caballero, mas por vuestra extremada invención y mucha gala, llevaréis premio. Fuéronle dadas unas arracadas turquescas de oro de Arabia, de valor de doscientas doblas por la mucha hechura que tenían. El arco triunfal de cuatro partes hecho, y la silla con el retrato de Lindaraja, fue puesto a los pies del triunfante y victorioso retrato de la hermosa Fátima, que no poco alegre y contenta estaba con la buena ventura que su caballero había tenido, y muy envidiosas Jarifa y Galiana en ver tantos trofeos a los pies de la efigie de Fátima. El gallardo y animoso Reduán tomó las arracadas con disimulación de su tristeza, y poniéndolas en la punta de la lanza, siendo acompañado de muchos caballeros y música, las llevaron a los miradores de las damas donde estaba la hermosa Lindaraja, y alargando la lanza le dijo: --Servíos, señora, de recibir este pequeño don, aunque me cuesta caro; pero no mirando mi poca suerte en lo que toca al juego de sortija, sino al grande deseo que tuve de haceros triunfadora de todos los despojos: mas la fortuna está hoy de parte de Abenámar, y así no soy culpado. Recibid, bella señora, las joyas por oprobio mío, para que cada vez que yo las vea en vuestro poder, traiga a la memoria cuán mal os defendí. --Uso es de damas --respondió la discreta Lindaraja--por cortesía recibir lo que se les da, y por ser costumbre por eso las recibo; pero sabe, caballero, que me ha pesado que sin mi consentimiento hayáis sacado mi retrato; y pues que no hubo voluntad mía, no tengo por pérdida la vuestra, ni reconozco ventaja a la Zegrí Fátima, porque soy Lindaraja Abencerraje. Y diciendo esto tomó las joyas de la punta de la lanza, haciendo la debida cortesía a su galán. Bien quisiera replicar Reduán, y poder responder a su señora; pero hubo mucho alboroto, porque vieron entrar una galera, que parecía ir navegando con el trinquete. La chusma iba bogando, y parecían dividirse en cuatro cuarteles, vestidos de colores, uno de damasco verde, otro de morado y otro de azul. La palamenta, árboles y entenas iban doradas, la proa hecha de plata con sus barandillas torneadas, muy curiosamente obradas. Traía tres fanales de oro, el espolón era de plata, las velas de brocado blanco con fleco de oro y seda, y muchos gallardetes, flámulas y barandillas de diferentes colores. La divisa de la galera era un salvaje desquijarando un león, divisa antigua de los valientes Abencerrajes. Los marineros y proeles venían vestidos de rico damasco, tejidos y guarniciones de finísimo oro. Las jarcias eran de seda morada. Traían curiosamente hecho en el espolón un mundo de cristal, y en círculo una faja de oro y unas letras que decían: _Todo es poco_; bravo blasón, y solo digno del grande Alejandro o de César, aunque les vino notable daño al linaje de los Abencerrajes, del cual venían treinta caballeros mancebos dentro de la galera con libreas de brocado encarnado y blanco, con recamos y tejidos de oro. El capitán era un caballero llamado Abin-Hamete, vestido de trajes muy ricos. Venía arrimado al estanterol, el cual era de oro de martillo. De esta manera entró la bizarra galera en la plaza, y llegando enfrente de los miradores reales disparó el cañón de la crujía y todas las demás piezas con tal violencia que parecía estar batiendo los miradores. Acabadas de disparar las piezas, comenzaron cien arcabuceros a escaramucear unos con otros, que parecía ser batalla formal. Al disparar la galera su artillería, respondió con la suya la Alhambra y Torres-Bermejas. Era tanta la artillería y arcabucería, que parecía batirse la ciudad; y admirados todos de la brava y costosa invención, decían que no se había hecho tal entrada como aquella. De mortal rabia y envidia ardían los Zegríes y Gomeles en ver que los Abencerrajes hubiesen hecho semejante grandeza como la de la galera, y con insaciable envidia dijo un Zegrí al rey: --No puedo entender donde han de llegar los pensamientos de estos Abencerrajes y sus pretensiones, que tan encumbradas van, que en cierta manera oscurecen las obras y hechos de vuestra alteza y de sus antecesores. --No tenéis razón --dijo el rey--, que más temido y estimado es un rey teniendo caballeros de esfuerzo y valor en su corte y en su servicio, que no teniendo caballeros de poca cuenta. Los caballeros Abencerrajes, como son descendientes de reyes, son valerosos, y procuran extremarse en todas las cosas que hacen, y a mí me parece bien. --Bueno fuera --dijo un caballero de los Gomeles-- si sus cosas fueran enderezadas a un llano y buen fin, pero pasan por muy alto sus altivos pensamientos. --Hasta ahora no han hecho cosa --dijo el rey-- que no corresponda a nobles, ni de ellos se puede presumir que la harán, porque todos sus fines se inclinan a virtud. Con aquesto cesó la plática, porque la galera dio vuelta por toda la plaza, y fueron conocidos todos los caballeros Abencerrajes, cuyas proezas y grandes hazañas a todos eran notorias. Llegada la galera junto al mantenedor, saltaron en tierra todos los treinta caballeros, y fueron servidos de feroces y briosos caballos, encobertados del mismo brocado encarnado, y adornados de penachos y testeras riquísimas. No hubieron los bizarros Abencerrajes saltado en tierra cuando la galera volviendo al son de los músicos instrumentos, y disparando toda la artillería, se salió de la plaza, y a ella respondió el Alhambra. Ahora será bien volver al falso Reduán y a Abindarráez que todavía estaban en la plaza por ver lo que pasaría. Reduán estaba muy triste y muy descontento por lo que Lindaraja le había dicho, y se llegó a Abindarráez y le dijo: --Oh mil veces afortunado Abindarráez, cuán contento vives por saber que tu señora Jarifa te ama, que es la mayor felicidad que puede dar fortuna. Y yo cien mil veces desdichado, pues que sé claramente que no me ama aquella mi dulce y bella ingrata, que hoy me ha despedido con rigor. --Sepamos --dijo Abindarráez-- quién es esa dama a quien estás tan rendido, que tan mal te corresponde. --Es tu prima Lindaraja --respondió Reduán. --¿Pues no sabes cómo quiere y ama a Hamete Gazul, porque aquese es su gusto, y lo sé yo mucho ha? Da orden de apartarla de tu imaginación, porque sé de muy cierto que siembras en tierra estéril, y no has de sacar de ella nada, dijo Abindarráez, no porque no llevas buena insignia de tu pasión, y muy bien lo has publicado; mas no hay que hacer caso de mujeres, porque brevemente se vuelven como la veleta a todos vientos. Decía esto Abindarráez sonriéndose, y de verdad, porque Reduán sacó aquel día una avisada insignia de su pena, que era un mongibelo ardiendo en vivas llamas, con una letra que decía así: _Más está mi alma_. Y viendo Reduán que Abindarráez se sonreía, le dijo: --Bien parece que vives contento; quédate en paz, que yo ya no puedo sufrir la pena que atormenta mi corazón afligido. Y dicho esto picó apriesa, y se salió de la plaza con sus caballeros: Abindarráez hizo lo mismo despidiéndose de su Jarifa. Los treinta Abencerrajes de la galera estaban puestos en orden para la sortija, y el capitán de ellos se llegó al mantenedor diciéndole: --Caballero, nosotros no tenemos retratos de damas para ponerlos en competencia; queremos solamente correr cada uno con vos una sortija, como es fuero entre gente hidalga. Abenámar respondió que era contento de ello, y empezando a correr su lanza con cada uno, los Abencerrajes lo hicieron tan bien, que el mantenedor perdió muchas joyas, las cuales dieron ellos a las damas a quien servían: comenzaron después una escaramuza muy agradable a la vista y dando carrera se salieron de la plaza, quedando todos muy contentos. En saliendo ellos entró un castillo disparando su artillería, llevando muchas banderas y pendones, y dejándose de adentro sentir una música agradable y deleitosa. En la cumbre de la torre del homenaje estaba el fiero Marte, armado con preciosas armas, un estoque en la mano derecha, y en la izquierda un pendón de brocado verde con una inscripción formada de letras muy ricas de oro, que contenían el elogio más pomposo de la carrera militar. Los pendoncillos del castillo eran de brocado de diversos colores; los de una parte verdes con flecos y cordones morados, y todos con una misma letra, que decía así: No es muerte la que por ella se alcanza gloria crecida, sino vida esclarecida. Los de otra parte eran de damasco azul con flocaduras y cordones de oro fino, teniendo una letra que decía de esta manera: Cante la fama las glorias de Granada, pues son tales, que se hacen inmortales. En el otro lienzo del hermoso castillo había tremolando otros ocho pendones de brocado encarnado, con cordones y flocaduras de oro. Eran de muchísimo precio y estima, y muy agradables a la vista, porque adornaban con su hermosura el castillo, y con una letra todos, que decía de esta suerte: La verdadera nobleza está en seguir la virtud: si acompaña rectitud, gana renombre de alteza. En el cuarto y último lienzo del castillo había otros ocho pendones de brocado, cordones y flecos de oro, sembrados de medias lunas de plata, que parecían espejos mirándolas de lejos, según relumbraban, y cada uno tenía esta letra: Toque la famosa trompa, y todo silencio rompa, publicando la grandeza de esta nuestra fortaleza, que sale con tanta pompa. Si entró la galera suntuosa, no con menos aparato entró el castillo. Ninguno podía entender de qué fuese fabricado, sino que parecía de oro, con muchas labores y follajes, y muchas batallas, y con artificio sonaba dentro mucha música, y muy acordadas dulzainas, ministriles y trompetas bastardas e italianas, que era cosa de oír. Anduvo el castillo hasta ponerse enmedio de la plaza, y allí paró. Venían tras de él muchos caballeros vestidos de libreas costosas, los cuales traían del diestro treinta y dos caballos, con muy ricos jaeces y paramentos de brocado de diversos colores, como adelante se dirá. Pues mirando al castillo, vieron que por la parte de los pendones de brocado verde se abrió una grande puerta, y sin aquesta había otras tres ocultas por las partes de los pendones. Abierta, pues, la primera, salieron por ella ocho caballeros con libreas de brocado verde, con penachos y plumas verdes. En saliendo, les dieron ocho poderosos caballos encobertados de brocado verde, los penachos de la testera eran también verdes; y los caballeros sin poner pie en los estribos subieron en los caballos, y luego conocieron ser Zegríes. Llegáronse al mantenedor, y le dijeron: --Mantenedor victorioso, aquí venimos ocho caballeros a probar vuestro valor en el juego de la sortija; ¿sois contento que corramos una lanza cada uno? --Si ese es vuestro gusto, también lo es el mío --respondió Abenámar--, aunque venís contra lo dispuesto por el pregón, por no traer retratos de vuestras damas. Y diciendo esto tomó una lanza, y se paseó muy bien; y finalmente de los ocho Zegríes ganaron los cinco joya, y los tres no; y los gananciosos sirvieron a sus damas con ellas, al son de diversa y mucha música. Luego se fueron a entrar todos ocho Zegríes en el castillo por la puerta por donde habían salido, siendo recibidos con la música, y disparando artillería: luego se abrió la puerta de los pendones azules, y salieron ocho caballeros vestidos de damasco azul, sembrados con estrellas de oro, y los penachos azules, llenos de argentería de oro fino. Fueron conocidos estos ocho caballeros, que eran Gomeles. Diéronseles luego caballos encobertados de librea azul, las telas y penachos azules con adorno. Fuéronse los ocho Gomeles a la tienda del mantenedor, y corrieron con él una lanza, como los pasados, y de los ocho ganaron joya los tres, y dadas a sus damas, se volvieron al castillo. Entrados estos, salieron otros ocho caballeros por la puerta de los pendones de brocado, y ellos vestidos de la misma librea, y con penachos morados, y les fueron dados caballos, cubiertos de lo mismo, e igualmente también corrió cada uno su lanza con el mantenedor, y ganaron los siete joya; y dándolas a sus damas, se volvieron al castillo con la autoridad que los demás. Eran estos bravos caballeros Venegas, y muy estimados en Granada. Por la última puerta de los pendoncillos encarnados, salieron ocho caballeros con libreas encarnadas del mismo brocado, y con riquísimos penachos encarnados, cuajados de toda argentería. Los caballos que les dieron estaban encobertados del mismo brocado. Estos caballeros eran Mazas, y cada uno de ellos corrió una lanza, y todos ganaron joya: todos se holgaron de que salieran con ganancia y en particular el rey, porque estaba muy bien con aquel linaje. Repartidas las joyas a sus damas con gran contento, y al son de la música, y recibiéndolos con la artillería, se entraron en el castillo. Luego se oyó mucho ruido de músicas diferentes y parando todas sonaron chirimías, trompetas y cajas, que apriesa tocaban un rebato; y oyéndolo, salieron los treinta y dos caballeros en sus caballos, con lanzas y adargas, y juntos trabaron una vistosa y agradable escaramuza, y siendo acabada, tomaron cañas, y repartidos en cuatro cuadrillas comenzaron a jugar con mucha destreza; el cual juego siendo acabado, hicieron un caracol extremadamente, y con una carrera en pareja que dio cada cuadrilla, se salieron de la plaza. También se salió el castillo disparando mucha artillería, y diferente música. Y todos decían, que si la galera había entrado vistosa y costosa, que el castillo no era de menos estima y gusto. Los que estaban con el rey alababan la galera, y otros el castillo, y uno de los Zegríes dijo: --Juro por Mahoma, que tengo gran contento, porque los Zegríes y Gomeles han sacado tal invención, que puede competir con la de los Abencerrajes; y a no haber salido tal el castillo, estuvieran muy desvanecidos: pero bien entenderán que los Zegríes y Gomeles son buenos caballeros, y tienen partes tan subidas de punto como ellos. Un caballero de los Abencerrajes, que allí junto del rey estaba, respondió: --Por cierto, caballero Zegrí, que en lo que habéis hablado no tenéis ninguna razón, porque los Abencerrajes son caballeros tan modestos que, por próspera fortuna que tengan, no alcanzan más ni menos, ni por adversa que les venga se bajan; continuamente se están en un ser, y siempre viven en una manera con todos, siendo afables con los pobres, y socorriéndolos; magnánimos con los ricos, y amigos sin doblez ni maña ninguna, y así no hallaréis que en Granada ni en todo su reino haya caballero Abencerraje mal quisto, ni de nadie mal querido, sino es de vosotros los Zegríes y Gomeles, y sin razón los tenéis odiados. --¿Sin razón os parece? --dijo el caballero Zegrí--. ¿Luego no es causa suficiente para aborrecerlos el haber muerto violentamente en el juego de cañas al Zegrí Mahomad, cabeza de todo nuestro linaje? --¿Y no os parece --dijo el Abencerraje-- que se movieron los de mi linaje con suficiente causa, pues todos los Zegríes se juntaron, e hicieron traición contra los Abencerrajes para matarlos, y fueron armados con jacos y cotas debajo de las armas, y en lugar de cañas tiraban lanzas con hierros agudos, lo cual experimentó bien Malique Alabez, pues le pasó el brazo de una parte a otra? Así que manifiestamente ha parecido estar en los Zegríes la culpa, y con saberlo muy de cierto que fuisteis culpados, tenéis un rencor mortal contra nosotros, y nos buscáis mil calumnias. --Pues así culpáis a los Zegríes --dijo el Zegrí--, y decís que ellos fueron agresores y cabeza de bando, ¿por qué causa iba Alabez armado? --Yo os lo diré --dijo el Abencerraje--. Habéis de saber que uno de los convocados le dio aviso de la traición, y así se previno él, y por entender que semejante villanía no harían tales caballeros, no dio aviso a los Abencerrajes; y creedme, que si lo diera, no había de ser solo Mahomad, sino que fueron como de juego, y no como de pelea. Pero con todo eso recibid lo que ganasteis, pues Malique Alabez vengó bien su herida. --Si la vengó --dijo el Zegrí--, espero en Alá Santo que lo ha de pagar algún día. El rey y muchos caballeros estuvieron escuchando el coloquio que había pasado entre el Abencerraje y el Zegrí, y quisieron responder algunos Zegríes; y visto por el rey que se iba encendiendo el fuego, les mandó callar, pena de la vida, porque no se revolviera alguna pendencia. Oído el mandato callaron, quedando de nuevo encontrados, y con intento de vengarse unos de otros. Estando en esto entró en la plaza un carro triunfante dorado de fino, en las esquinas y cuadrángulos talladas todas las cosas que habían sucedido desde la fundación de Granada hasta el día presente, y dibujados los reyes y califas que la habían gobernado. Oíase dentro del carro una acordada música de muchos instrumentos. Encima del carro venía una gran nube, puesta con tanto artificio, que causaba admiración. Echaba de sí infinidad de truenos y relámpagos, que su braveza ponía espanto a quien lo miraba. Tras esto llovía una menuda gragea de anís con tal concierto, que a todos ponía espanto; toda la plaza anduvo desta manera, y como fue junto de los reales miradores, con gran sutileza fue abierta en ocho partes, descubriendo dentro un cielo azul hermosísimo, adornado de muchas estrellas de oro muy relucientes. Estaba puesto por su arte un Mahoma de oro, sentado en una silla, y en las manos una corona de oro, que la ponía sobre la cabeza del retrato de una mora en extremo hermosa, la cual traía sus cabellos sueltos como hebras de oro: venía vestida de brocado morado, toda la ropa acuchillada, y todos los golpes venían tomados con broches de diamantes y esmeraldas. La dama fue conocida de todos, que era la hermosa Cobaida. A su lado estaba sentado un caballero, vestido de la misma librea de la dama, y plumas moradas y blancas, con argentería de oro, y el remate de ello lo tenía el retrato, que parecía estar preso. El caballero fue conocido que era Malique Alabez, que habiendo sanado de las heridas que le había dado el maestre, quiso hallarse en las fiestas, y por la confianza que tenía de su destreza. El caballo era del maestre, y salió encobertado del mismo brocado, testera y penachos de la misma color. Grande fue el contento que todos recibieron en verle, porque le querían mucho, y mayor el gozo de su señora Cobaida, por ver el artificio y autoridad con que venía su retrato. Todos esperaban que empezase Alabez las suertes, por la satisfacción que de él tenían, el cual se fue paseando poco a poco delante de su carro, por ser bien visto de todos; y en llegando adonde estaba la tienda del mantenedor, se detuvo y le dijo: --Caballero, conforme a las condiciones, ¿gustáis de que corramos tres lanzas, que aquí traigo el retrato de mi señora? --Soy contento --respondió Abenámar, y diciendo esto, tomó una lanza, y corrió con tan buen aire, que se llevó la sortija dentro de la lanza. Alabez corrió e hizo lo mismo. En todas las tres lanzas se llevó siempre la sortija. Levantaron vocería, diciendo: --Bravo caballero es Alabez, pues no ha perdido lanza; buena joya merece. Los jueces habían tratado que pusiesen juntos los retratos de Abenámar y Alabez, pues ambos eran buenos caballeros, y que por su valor se le diese a Alabez una buena joya por la sutil y vistosa invención que trajo. Llamáronle, y venido luego pidió su retrato, y junto con él le dieron una navecilla de oro, con todos su aderezos, y él la tomó, y al son de muchos instrumentos dio la vuelta a la plaza, y en llegando al mirador de la reina, en cuya compañía estaba la hermosa Cobaida, y poniendo la navecilla en la punta de la lanza y dándosela, la dijo: --Servíos, dama hermosa, de esta nave, que va viento en popa, como mi deseo. Cobaida la tomó con rostro vergonzoso, que hermoseó más su belleza. La reina miró la nave, y dijo: --Por cierto que si navegáis con tan buen piloto, como el que la ganó, que os podéis tener por dichosa, aunque merecéis un rey. Cobaida besó las manos a la reina por tanto favor. Alabez se fue a su carro, y sentado como de antes, le pusieron la cadena al cuello al son de muchos instrumentos, y puesta se cerró la nube, comenzando a echar truenos y relámpagos con gran temeridad, que parecía querer quemar la plaza, y con esto se salió de ella. El rey dijo a los caballeros: --Alabez ha llevado el lauro de todas las invenciones, porque la suya ha sido la mejor que he visto jamás. Los caballeros respondieron, que no se había visto tal sutileza. En saliendo la nube, entraron cuatro cuadrillas de caballeros muy galanes. La una cuadrilla, que era de seis caballeros, traía libreas de brocado rosado y amarillo, los caballos encobertados con la misma librea, con plumas y penachos de la misma color. La otra cuadrilla venía de brocado verde y rojo con la misma color, y penachos de la librea. La tercera cuadrilla venía de brocado azul y blanco, recamado de oro y plata, adornados los caballos con la misma librea. La última cuadrilla venía de brocado amarillo y naranjado, con lazos y recamos de oro y plata, cubiertos los caballos de la misma librea. Entraron estos veinte y cuatro caballeros con adargas y lanzas, y en ellas pendoncillos de sus libreas, y entre todos hicieron un extremado caracol. Acabado, empezaron una brava escaramuza doce a doce, que parecía batalla entre enemigos; y acabada la escaramuza tomaron cañas, y divididos en cuatro cuadrillas, jugaron muy bien las cañas, y acabado el juego, fuéronse gallardeando al mantenedor, y le dijeron si quería correr una lanza con cada uno de ellos. Abenámar respondió que sí la correría. Finalmente con todos veinte y cuatro corrió una lanza, y los quince ganaron joya, y al son de los instrumentos las dieron a sus damas, y se salieron de la plaza, dejando a la gente de ella contenta por haber visto su gentileza y galas. La una cuadrilla eran Azarques, y en otra Sarracinos, y la tercera Alarifes, y la cuarta Aliatares, toda gente noble y principal, y estimada de todos. Los antepasados de estos caballeros fueron vecinos de Toledo, de los pobladores, gente principal y estimada. Florecieron estos linajes en tiempo del rey Calafín, que reinó en Toledo: este tenía un hermano, que era rey en un lugar que se llamaba Belchiz, en Aragón; se decía Zaide, y tenía grandes competencias y guerras con un bravo moro llamado Atarfe, deudo muy cercano del rey de Granada; y habiendo hecho partes con Zaide y el moro Atarfe, el rey de Toledo, por manifestar la alegría que tenía de que su hermano y Atarfe fuesen ya amigos, hizo una fiesta solemne, en la cual se corrieron toros, y hubo un vistoso juego de cañas, y los jugadores de ellas fueron estos cuatro linajes de caballeros, Sarracinos, Alarifes, Azarques y Aliatares, abuelos de los caballeros nombrados en el juego de sortija. Otros dicen que las fiestas que el rey de Toledo hizo no fueron sino por dar contento a una dama llamada Zelindaja, a quien el rey quería mucho, y tomó por achaque las paces de su hermano Zaide con el granadino Atarfe. Sea por una de las dos causas, ellas se hicieron, como está dicho; y estos caballeros eran de aquella prosapia y sangre de aquellos cuatro linajes. La causa de vivir en Granada fue, que como se perdió Toledo, se retiraron a Granada; y de aquellas fiestas ya dichas y del juego de cañas que se hizo en Toledo, quedó grande memoria, por ser las fiestas notables de buenas, y por ellas se dijo este ROMANCE. Ocho a ocho, diez a diez Sarracinos y Aliatares, juegan cañas en Toledo contra Alarifes y Azarques. Publicó fiestas el rey por las ya juradas paces de Zaide, rey de Belchite, y del granadino Atarfe. Otros dicen que estas fiestas sirvieron al rey de achaque, y que Zelindaja ordena sus fiestas y sus pesares. Entraron los Sarracinos en caballos alazanes, de naranjado y de verde marlotas y capellares. En las adargas traían por empresas sus alfanjes hechos arcos de Cupido, y por letras fuego y sangre. Iguales en las parejas les siguen los Aliatares, con encarnadas libreas llenas de blancos follajes. Llevan por divisa un cielo sobre los hombros de Atlante, y un mote que dice así: _Tendrelo hasta que me canse._ Los Alarifes siguieron muy costosos y galanes, de encarnado y amarillo, y por mangas almaizares. Era su divisa un mundo que le deshace un salvaje, y un mote sobre un bastón en que dice: _Fuerzas valen._ Los ocho Azarques siguieron, más que todos arrogantes, de azul, morado y pajizo, y unas hojas por plumajes. Sacaron adargas verdes, y un cielo azul en que asen dos manos, y el mote dice: _En lo verde todo cabe._ No pudo sufrir el rey que a los ojos le mostrasen burladas sus diligencias, y su pensamiento en balde; Y mirando a la cuadrilla le dijo a Zelin su alcaide: «aquel sol yo le pondré, pues contra mis ojos sale.» Azarque tira bordones que se pierden por el aire, sin que conozca la vista a do suben ni a do caen. Si se adarga o se retira, de mitad del vulgo sale un gritar: _Alá te guíe_, y del rey un _muera, dadle_. Zelindaja sin respeto al pasar, por rociarle, un pomo de agua vertía, y el rey gritó: _paren_, _paren_. Creyeron todos que el juego paraba, por ser ya tarde, y repite el rey celoso: «prendan el traidor Azarque.» Las dos primeras cuadrillas, dejando cañas a parte, piden lanzas, y ligeros a prender al moro salen, que no hay quien baste contra la voluntad de un rey amante. Las otras dos resistían, si no les dijera Azarque: «Aunque amor no guarda leyes hoy es justo que las guarde. Rindan lanzas mis amigos, mis contrarios lanzas alcen, y con lástima y victoria lloren unos, y otros canten; que no hay quien baste contra la voluntad de un rey amante.» Prendieron, en fin, al moro, y el vulgo para librarle, en corrillos diferentes se divide y se reparte; Mas como falta caudillo que los incite y los llame, se deshacen los corrillos y su motín se deshace: que no hay quien baste contra la voluntad de un rey amante. Sola Zelindaja grita: «Libradle, moros, libradle;» y de su balcón quería arrojarse por librarle. Su madre se abraza de ella diciendo: «Loca, ¿qué haces? muere sin darlo a entender, pues por tu desdicha sabes, que no hay quien baste contra la voluntad de un rey amante.» Llegó un recado del rey en que mandó que señale una casa de sus deudos, y que la tenga por cárcel. Dijo Zelindaja: «Digan al rey que por no trocarme, escojo para prisión la memoria de mi Azarque; y habrá quien baste contra la voluntad de un rey amante.» Así estas mismas divisas, motes y cifras sacaron las cuatro cuadrillas de los caballeros ya nombrados, como quien las había heredado de sus antepasados, y siempre se preciaron de ellas. Pues habiendo salido de la plaza con bizarría, y alegres por haber visto su gala y buen parecer, entró un alcaide de las puertas de Elvira a gran priesa, y llegando a la presencia del rey hizo el acatamiento debido y le dijo: --Un caballero cristiano ha llegado, y pide licencia a vuestra alteza para entrar a correr tres lanzas con el mantenedor. --Yo la doy: entre, permitido es. Luego volvió el alcaide y abrió la puerta. En entrando por la plaza pusieron al punto los ojos en él y en su buen talle; y en solo su aspecto le consideraban victorioso y triunfante de los despojos ganados por Abenámar, y aun del retrato de su dama y de la estimada cadena. No hubo caballero ni dama a quien su vista no causara alegría. En la parte izquierda del capellar traía una cruz colorada, la cual daba ser y adorno a su persona. El cristiano caballero poniendo los ojos en todas partes, dio vuelta a la plaza, y llegando a los miradores reales hizo gran reverencia al rey, a la reina y a las damas: a él le hicieron mucha cortesía, y las damas se levantaron en pie. Fue conocido de todos el caballero cristiano, que era el maestre de Calatrava, de cuya fama y hechos tenía el mundo entera noticia. El rey se alegró en saber quién era, y que hubiese venido a honrarle su fiesta. Habiendo, pues, dado vuelta a toda la plaza, llegó al mantenedor y le dijo: --En tantos despojos y joyas como veo a los pies de ese hermoso retrato, cuya hermosura, noble caballero, dicen que defendéis, echo de ver el valor de vuestra persona; y así sois digno de que todos os honren y tengan en lo que se debe estimar tal caballero como vos. ¿Seréis servido de correr conmigo un par de lanzas, a ley de buenos caballeros, sin que haya interés de retrato? Abenámar miró bien al caballero, y se volvió a Muza y le dijo: --Este caballero me parece que es el maestre de Calatrava con quien trabaste tanta amistad; paréceme que en la cruz roja le quiero conocer. Muza puso los ojos en el maestre, y luego le conoció, y le fue a abrazar diciendo: --Seáis bienvenido, flor de toda la cristiandad, y aun también de la morisma, pues aquí os conocen por las obras contra su voluntad; y en Castilla y todo el mundo sois conocido solo por oídas. El maestre le abrazó, agradeciendo lo que en su alabanza había dicho. Abenámar se llegó a él, y le dijo que él se holgaría de correr dos o tres lanzas con tal caballero. Y diciendo esto corrió una lanza extremadamente, pero el maestre corrió la suya con más ventaja. Finalmente, corrieron tres lanzas y todas las ganó el maestre. Todos entendieron que trajera retrato, pero no era miliciano de Cupido sino de Marte; porque en verdad, no puede ningún caudillo que pretende alcanzar honra por sus hazañas, entretenerse en amores; y si lo hiciere, su nombre será borrado de las memorias de todos. Los jueces llamaron al maestre y le dieron por premio la cadena de dos mil doblas de valor, pues no había traído retrato, que si lo trajera llevara el retrato y los despojos. El maestre recibió la cadena, y al son de la música que había en la plaza, fue dando vuelta a toda ella, acompañado de todos los caballeros; y en llegando a los miradores de la reina, hizo una muy grande reverencia, y alzándose en los estribos, besó la cadena, y se la dio, diciendo: --Vuestra alteza reciba esa niñería, que no hallo otra persona digna de ella. No extrañe vuestra alteza mi atrevimiento, que lícito es en tales actos recibir cualquiera joya. Levantose la reina y recibiola, y besándola se la puso al cuello, y haciéndole una mesura se volvió a asentar. El maestre inclinó la cabeza al rey, y se volvió con Muza y otros caballeros que le querían bien, por tener tanta fama en todo aquel reino, por las muchas entradas que hacía entre año, y de todas conseguía victoria. A esta sazón el muy valiente y esforzado Albayaldos, que tenía muy grande deseo de verse en batalla con el maestre para probar sus fuerzas, y porque el maestre había muerto a un deudo suyo con quien él tenía mucha amistad, se quitó del lado del rey con disimulación, y subió sobre una yegua bien aderezada, y acompañado de sus amigos se fue paseando adonde estaba el maestre y el valiente Muza; y contemplando el buen talle del maestre y su donaire, le dijo: --Grande ha sido y es el gozo que todos hemos recibido, esforzado e invicto maestre, de verte tan galán y de fiesta, y fuera muy mayor mi contento si te viera con tus fuertes y lucientes armas, como otras veces te he visto en la Vega, y en ella tuviéramos los dos escaramuza, que ha días que lo deseo, y son dos causas las que me mueven. La una por el gran valor que la fama ha derramado por el mundo de tu persona, y el deseo que tengo de vencerte para ser el interesado en todo. La otra por vengar la muerte que le diste a mi primo el rey Mahomad. Aunque te conozco, y sé que se la diste en trabada y muy reñida escaramuza, con todo eso me llama y provoca a venganza el amor de mi querido primo: y por tanto tente desde hoy por desafiado, para que cuando fuere tu voluntad se ponga en ejecución mi deseo; y saldré con armas y caballo, y conmigo irá Malique Alabez. Atentamente escuchó el maestre todo lo que le dijo el valeroso Albayaldos, y con rostro risueño le respondió así: --Si te ha sido alegría el verme con traje galán, y gustaras más de verme con armas, yo me holgaría infinito saber que esa era tu voluntad para venir prevenido, y que en aqueste día pusiéramos por obra lo que deseas: tu valor publican los cristianos que corren la Vega; y ahora lo confirmo en que me has desafiado. Dices tener deseo de verte conmigo por mi valor: otros muchos caballeros cristianos hay que honran mis hazañas, y con quien ganaras más fama; y si te incita a tener escaramuza la vertida sangre de tu primo el rey Mahomad, como dices, sé decirte, que no vi, ni sentí en él punto de cobardía, sino que murió como caballero peleando; y pues tu gusto es de probar tus fuerzas con las mías, yo soy contento de ello, y así mañana te aguardo en la fuente del Pino, donde estaré con solo un cristiano, padrino mío, que se llama D. Manuel Ponce de León; y para que estés cierto de que no habrá otra cosa, recibe este guante en señal de la escaramuza aplazada. Diciendo esto, le dio un guante derecho; y el moro lo recibió, y le dio al maestre un anillo de oro, que era su sello. Muza y los caballeros quisieron que no se hiciera la escaramuza, mas no quiso ninguno desistir de su palabra dada; y así quedó hecho el desafío entre los dos para el día siguiente. CAPÍTULO XI. _De la batalla que Albayaldos tuvo con el maestre de Calatrava, y cómo el maestre le venció y dio muerte._ El desafío de los dos valerosos caballeros aceptado, por ser ya tarde se fue el maestre, habiéndose despedido de todos: dejémosle ir y volvamos al fin del juego de sortija. Pues como ya se había puesto el sol y no venía ningún caballero, los jueces mandaron a Abenámar, que dejase la tienda, pues no venía ningún caballero; que él lo había hecho, como todos tenían la confianza, y que había ganado mucho nombre, y ricos despojos y retratos muy hermosos; pero que al fin el de su Fátima excedía a todos. El vencedor Abenámar mandó quitar el aparador de las joyas, que aún quedaban muchas y muy ricas. Los jueces se bajaron del tablado y subieron a caballo, y pusieron enmedio al fuerte Abenámar y su padrino Muza, y con toda la caballería en su compañía, y al son de música dieron vuelta a la plaza, dándole mil parabienes de su victoria; y en llegando a los miradores reales de la reina, tocaron chirimías, dulzainas y atabales, y otros instrumentos, y dio a Fátima todos los despojos ganados en la sortija, diciendo: --Toma, señora, lo que de derecho te toca, porque tu hermosura lo ha conquistado; y así es bien que lo goces y dispongas de ello a tu gusto como tuyo. Fátima lo recibió todo sin responder; porque la vergüenza la ocupó; aunque con los ojos le dio mil gracias, cifra con que en tal caso los amantes se entienden. No fue poca la envidia que causaron a Galiana y a Jarifa ver los ricos trofeos en poder de Fátima, y más les causó ver entre ellos sus retratos. Estaba Galiana muy triste y imaginando cien mil cosas: consideraba que Abenámar había ordenado aquellas fiestas por vengarse de su ingratitud; y más lo sentía por ver ausente a Sarracino, que no volvió más a la plaza. El rey, visto era tarde, se quitó de los miradores, y la reina, y se fueron al Alhambra. Aquella noche cenaron con el rey todos los del juego de sortija, menos Sarracino que fingió estar indispuesto. Con la reina cenaron las más principales damas de la corte, en la cual cena hubo muy alegres fiestas y un sarao público. Danzaron todas las damas y caballeros con las libreas que habían jugado la sortija. Sola Galiana no danzó, porque estaba triste por la ausencia de su moro, aunque fingió estar indispuesta. Bien conoció la reina su pena, aunque lo disimulaba. Celima su hermana la consolaba lo posible, pero no admitía ningún consuelo, porque tenía el corazón muy lastimado. El que se aventajó a todos fue el fuerte Gazul con la hermosa Lindaraja, a quien él tanto amaba, y ella a él; lo cual sintió mucho el fuerte Reduán de verse aborrecido de quien él tanto amaba; y ardiendo en rabiosos celos, propuso en su corazón el matar a Gazul; pero no le sucedió como pensó, según adelante diremos, en una escaramuza que ambos tuvieron sobre la hermosa dama Abencerraje. De esta dama se hace mención en otras partes, y más en una recopilación del Bachiller Pedro de Moncayo, adonde la llama Celima. Llamáronla así por su lindeza, y porque era extremada en hermosura; pero su propio nombre era Lindaraja, por ser Abencerraje. Adelante se tratará de ella, y de Gazul después de la violenta y cruda muerte que se dio a los Abencerrajes por la traición que les levantaron. Y tornando a la historia, siendo la mayor parte de la noche pasada en danzas, bailes y otros regocijos, y habiéndoles hecho el rey mucha honra a Abenámar y a los justadores, les mandó ir a reposar. La noble y hermosa Fátima dio todos los retratos a las damas cuyos eran, pasando entre ellas muchos donaires y gracias, quedando muy obligadas a la triunfadora por la magnificencia que con ellas había usado. Despedidos del rey los caballeros, se fue cada uno a su casa, y asimismo las damas que no eran de palacio. Albayaldos no pudo reposar el resto de la noche, y tomando la mañana salió del Alhambra a aguardar a Malique Alabez, y en llegando le dijo: --Tarde habemos salido de la fiesta. --Así me parece --dijo Alabez--, pero hoy podremos reposar del trabajo pasado. --Antes será al revés --dijo Albayaldos--, porque ayer vestisteis gala de brocado y seda, y hoy conviene vestiros de pelea con las duras armas. --¿Pues por qué causa? --dijo Alabez. --Porque tengo desafiado para hoy al maestre de Calatrava, y hemos de escaramucear en la Vega, y os he señalado por mi padrino. --Pues con tal caballero tenéis aplazada escaramuza, plegue al santo Alá que os vaya bien con él, aunque yo lo pongo en duda, porque es muy diestro y experimentado en las armas; y puesto que me habéis recibido por padrino, vamos en buen hora, y por la real corona de mis antepasados que me holgaría que viniésemos con victoria del desafío. ¿Y el rey sabe esto? --Yo entiendo que no --respondió Albayaldos--, si no es que se lo haya dicho Muza, porque estuvo presente en nuestro desafío. --Sea como fuere, sépalo o no, vamos temprano --dijo Alabez-- y sin que el rey ni nadie lo entienda, salgamos a la Vega a vernos con el maestre. ¿Y el maestre señaló padrino? --Sí --dijo Albayaldos--, a D. Manuel Ponce de León. --Si así es, vive Alá que no podremos dejar de venir él y yo a las manos, porque ya sabéis la escaramuza que tuvimos, dijo Alabez, y él tiene mi caballo y yo el suyo, y quedó concertado que cuando nos viéramos otra vez daríamos fin a la escaramuza. --No os dé pena eso --dijo Albayaldos--, que confianza tengo de que vengamos victoriosos. Alabez dijo: --Vamos a alistar nuestras armas, y a ponernos como conviene, que importa partirnos luego. Con esto se partieron los dos valientes guerreros y aderezaron lo que les convenía para la pelea, y una hora antes del día se partieron de la ciudad muy secretamente, por no ser de nadie conocidos, y se fueron por el campo de Arbolote, lugar que es dos leguas de Granada, para de allí ir a la fuente del Pino, donde quedó tratado entre el maestre y Albayaldos que se habían de juntar. El sol empezaba ya a alumbrar el mundo, y con la hermosura de sus rayos a dar ser a las inclinadas rosas y yerbas con el peso del rocío de la noche, cuando los dos valerosos moros llegaron a la villa de Arbolote, y pasando sin parar, se fueron a la fuente del Pino, tan nombrada y celebrada de todos los moros de Granada y su tierra; y sería una hora salido el sol, cuando llegaron a la fresca fuente, la cual cubre una hermosa sombra de un pino, que por eso tenía la fuente aquel nombre. Llegados allí, no vieron a nadie, y apeándose de los caballos colgaron las adargas en los arzones, y arrimaron sus lanzas, y sentándose junto a la fuente se refrescaron en la cristalina agua, y empezaron a tratar de cómo no venía el maestre, y por qué sería su tardanza. Dijo Albayaldos: --¿Mas si nos hiciese burla el maestre y no viniese? --No digáis eso --dijo Alabez--, que el maestre es buen caballero y no dejará de venir, que aún es muy de mañana. Y diciendo esto vieron venir dos cristianos, muy bien puestos, con lanzas y adargas, en dos feroces caballos, y ambos de pardo y verde, y plumas de dos colores; conociéronlos luego en que se divisaba en medio de la adarga una cruz roja que campeaba en blanco. El otro caballero también tenía en su adarga otra cruz diferente, porque era de Santiago. --¿No os decía yo --dijo Alabez-- que el maestre no tardaría? Mirad si es cierto. Estando en esto llegaron los dos valerosos guerreros, flor de la cristiandad, y saludaron a los moros, y dijo el maestre: --A lo menos hasta ahora somos perdidosos, pues no habemos venido primero. --Poco importa --respondió Albayaldos--, que no consiste en eso la victoria. Estando en esto relinchó el caballo del maestre, y mirando los cuatro caballeros al camino de Granada, vieron venir por él un moro a todo correr de su caballo: venía vestido de marlota y capellar naranjado, y en una adarga azul un sol en negras nubes que parecía oscurecerlo, y en torno de la adarga unas letras rojas que decían: _Dame luz, o escóndete_. Atentamente fue de todos mirado, y de Albayaldos y Alabez conocido, que era el valeroso Muza; el cual como supo que Alabez y Albayaldos habían salido de Granada al cumplimiento del desafío, partió a la costa de la ciudad por si pudiera evitar la escaramuza, o cuando no hallarse en ella. Y en llegando les dijo: --Bien entendíades, caballeros, que habíais de hacer aquesta escaramuza solos, pues por Alá santo que le he dado la priesa posible a mi caballo por hallarme en ella, y mi principal intento ha sido venir a suplicaros, caballeros esforzados y valientes, que os sirváis de no ir en la prosecución del desafío, por hacerme merced, pues no hay urgente causa. ¿Qué provecho sacaréis en matar uno al otro, o por desgracia que mueran ambos? Ea, caballeros, no permitáis que falte del mundo ninguno de vosotros. Ambos sois mis amigos, y cualquiera desgracia que suceda a uno de vosotros o a los dos, me lastimará en el alma. No consintáis que mi venida y ruego sea en vano. Esto pido muy encarecidamente a los dos, y en particular al maestre. Y dando fin a sus razones Muza, le respondió el maestre: --Por cierto, noble Muza, que por daros gusto y pedírmelo con tanto encarecimiento, y por la mucha amistad que os tengo, haré de mi parte todo lo que me pedís, y yo alzo la palabra puesta del desafío, y no trataré más de él, como quiera Albayaldos y sea su gusto, porque a no serlo, no soy el todo, sino parte, y esa rindo a vuestra voluntad. --A gran merced tengo la que me hacéis, y no esperaba yo menos de un caballero tan principal como vos sois, señor maestre. ¿Y vos, señor Albayaldos, no me haréis merced que cese ese rencor? Albayaldos respondió: --Señor Muza, tengo tan presente la sangre vertida de mi primo hermano, por la violencia del penetrante hierro de la lanza del maestre, que no me da lugar a que haga lo que me mandáis, aunque de cierto supiera morir a sus manos. Y si muriere yo en esta escaramuza será honrosa mi muerte; y si yo venciere y matare al maestre, todas sus glorias serán mías, y en lo que he dicho estoy resuelto. El fuerte D. Manuel Ponce de León no gustaba de tantas arengas, y así dijo: --Caballeros, gusto es del señor Albayaldos vengar la muerte de su primo: no es menester sino que se ponga en ejecución. El señor Alabez y yo quedamos concertados de dar fin a una escaramuza que tenemos empezada, y pues hoy viene a coyuntura pelearemos todos, y Muza será padrino de los cuatro. Alabez dijo: --Bien concertado está; no aguardemos a más conversación, no se nos vaya el tiempo en balde, y sean las obras más que las palabras; junto, si hay lugar, y gustáis de ello, señor D. Manuel, querría que me dieseis mi caballo y recibieseis el vuestro, y empecemos la escaramuza. --No quede por eso, dijo D. Manuel, dadme ese, y aquí tenéis el vuestro, que bien os sé decir que antes de mucho serán ambos de uno de los dos. Y diciendo esto destrocaron los caballos, y cada uno quedó contento con su prenda. El bravo Muza, visto que no había podido alcanzar lo que pretendía, se previno para el oficio que le habían señalado. El maestre llevaba en torno de su adarga unas letras rojas, así como la cruz, que decían: _Por esta morir pretendo_. D. Manuel llevaba por la orla de su adarga otra letra que decía: _Por esta y por la fe_. Malique Alabez y Albayaldos iban de una librea de damasco azul, marlota y capellar con muchos frisos de oro. Alabez llevaba en su adarga su acostumbrado blasón y divisa, en campo rojo una banda morada, y en ella una media luna, las puntas arriba, y encima de ellas una hermosa corona de oro con una letra que decía: _De mi sangre_. Albayaldos llevaba por divisa en su adarga, en campo verde un dragón de oro con una letra que decía en arábigo: _Nadie me toque_. Estaban tan galanes con sus libreas y divisas, que parecían no ir a pelear, y debajo de ellas llevaban fuertes armas. Albayaldos encolerizado y muy brioso empezó a menear su caballo, y aprestarse para la escaramuza, y a llamar al maestre que viniera; el cual haciendo primero la señal de la cruz, movió su caballo a media rienda, poniendo los ojos en su enemigo con gran diligencia. Alabez como se vio con su estimado caballo, como si fuera un Marte arremetió por el campo, y lo mismo hizo D. Manuel con el suyo, que en bondad ninguno le excedía: así se trabó entre todos cuatro una escaramuza de las más bravas y sangrientas que hasta entonces se habían visto. Y no hay que espantarse de la exageración, pues eran los dos cristianos la mapa de la corte del rey de Castilla, y los dos moros del de Granada. Albayaldos viendo muy cerca de sí al maestre, arremetió a él abalanzándose con intento de herirle, de suerte que feneciera presto la escaramuza; pero fue diferente de lo imaginado, porque así como le vio venir tan de rebato, reconoció su intento: hizo que le aguardaba, pero al tiempo de embestir, con mucha destreza picó al caballo haciéndole dar un gran salto en el aire, y retirose poco trecho por un lado; de modo que el encuentro del moro no hizo efecto, y el maestre revolvió como un pensamiento, y en lo descubierto de la adarga le dio un bote de lanza tan duro, que la fuerte cota que el moro llevaba fue rompida, y la carne abierta con el duro hierro. No hubo áspid ni víbora pisada al descuido del rústico villano, que tan presto fuese a la venganza de su daño, ni embravecido león con onza que le hubiese herido, como el bravo Albayaldos revolvió a herir al maestre, bramando como un toro, lleno de ponzoñosa cólera; y como le vio tan cerca de sí, arremetió con tanta presteza, que el maestre no tuvo tiempo de usar la primera maña ni destreza; y así el moro le hirió tan poderosamente, que le atropelló la adarga, rompió el fuerte escudo, e hirió mal al maestre. El moro rompió la lanza del golpe, y arrojando el trozo revolvió su caballo para tener lugar de echar mano al alfanje; mas no pudo revolver tan presto como lo imaginó, de manera que el maestre tuvo lugar de arrojarle la lanza porque no se fuese. La lanza fue arrojada antes de tiempo, porque pasó por delante de los pechos del caballo de Albayaldos con tanta furia, como si fuera una saeta despedida del corvo arco; de modo que gran parte de la dura asta fue clavada en tierra, y eso a tiempo que el caballo del moro llegaba, el cual andando tropezó en el asta que quedaba retemblando, de suerte que sin poderse valer dio en el suelo. El bravo moro como vio en tal aprieto su vida, le espoleó para que de todo punto cayese; mas no lo pudo hacer el moro tan presto, que el valiente D. Rodrigo no fuese a él con la espada desnuda, y antes que se levantase el caballo le dio de punta una brava herida. Malique Alabez volvió el rostro hacia donde lidiaban el maestre y Albayaldos, y como le vio en tan notorio peligro, volvió las riendas a su caballo por favorecerle, y dejó a D. Manuel, que muy trabada escaramuza tenía con él, y como un águila llegó adonde estaba el maestre, a tiempo que traía el brazo levantado para tornar a herir a Albayaldos, y de través le hirió de un bote de lanza, tan a sobre seguro y a su salvo, que no embargante ser muy mal herido, si no se asiera a las crines del caballo, cayera en tierra sin duda. El moro rompió su lanza con aquella herida que dio, y había puesto mano a su cimitarra para volver al maestre, cuando D. Manuel llegó a todo correr de su caballo por socorrer al maestre que estaba en mucho peligro, y sin duda que allí acabara su vida, y con una emponzoñosa cólera le dio a Alabez un golpe con la espada, que le quitó el sentido; y aunque fue la herida pequeña, porque le dio casi de llano, con todo eso fue dado con tanta fuerza, que le aturdió, y sin ningún remedio cayó del caballo, y con la caída casi volvió en sí, y reconociendo su peligro, como era de animoso corazón, se quiso levantar; mas D. Manuel no le dio lugar, porque habiendo saltado de su caballo, fue a él, y con gran furia le dio otro golpe por encima de un hombro, que le hizo una mala herida. De aquel golpe tornó Alabez a caer en el suelo, y D. Manuel fue a cortarle la cabeza; pero como Alabez se vio en tal extremo, habiendo recobrado todo su natural acuerdo, puso mano a un puñal que tenía, y con la mayor fuerza que pudo le dio a D. Manuel dos grandes heridas, una en pos de otra. D. Manuel, viéndose tan mal herido, puso mano a una daga que tenía, y levantando el invencible brazo, le fue a cortar la garganta para dividirle la cabeza del pescuezo; mas impidiolo el bravo Muza, que había estado mirando la escaramuza; y como vio a Alabez en tal aprieto, fue corriendo, y arrojándose de su caballo, detuvo el invicto y fuerte brazo a D. Manuel, diciendo: --Señor D. Manuel, suplícoos me hagáis merced de la vida de este vencido caballero. D. Manuel, que hasta entonces no le había visto ni sentido, volvió la cabeza, por ver quién se lo pedía; y conociendo ser Muza, hombre de tanto valor, y viéndose tan mal herido, y recelándose si no otorgaba la vida de tener escaramuza con él en tan mala ocasión, dijo que le placía de hacer lo que le pedía; y levantándose de encima de Malique, aunque con trabajo por estar desangrado, y tener penetrantes heridas, le dejó libre. Malique estaba muy de peligro, y sin fuerza para levantarse del suelo, porque se desangraba muy apriesa. Muza condolido de él, le alzó de la tierra, y le llevó a la fuente, dando muchas gracias a D. Manuel; el cual mirando el estado de la escaramuza del maestre y de Albayaldos, vio como el moro andaba desmayado y para caer, porque tenía tres heridas mortales, una de lanza, y dos de espada. El maestre, viendo que D. Manuel había quedado vencedor de un tan buen caballero como Alabez, cobró ánimo de nuevo, y con una honrosa vergüenza, porque tanto se dilataba su victoria, arremetió con toda furia para Albayaldos, y dándole un golpe muy pesado sobre la cabeza, no pudiéndose ya el moro apartar, malamente herido, dio con él en el suelo sin ningún sentido, quedando el maestre con tres heridas. El fuerte Muza que vio caído a Albayaldos, fue al maestre, y le pidió de merced que no pasase más adelante la escaramuza, pues Albayaldos más estaba muerto que vivo. El maestre se lo concedió, y asignando la mano para levantarle, no se la dio, porque estaba casi privado de su sentido; y llamándole por su nombre, Albayaldos abrió los ojos, y con voz débil y flaca, como quien iba rindiendo el alma, le dijo que quería ser cristiano. Mucho fue el gozo de los dos cristianos; y cogiéndole entre ambos, le llevaron a la fuente, y el maestre le bautizó en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y le puso por nombre D. Juan, y muy tiernamente se despidieron de los dos moros, y le encargaron a Muza cuidase de aquel caballero, porque ellos se iban a curar, que estaban muy mal heridos. --Alá santo os guarde --dijo el afligido Muza--, y él querrá que algún día os pague las mercedes que me habéis hecho. Los fuertes cristianos se fueron adonde su gente los aguardaba, que era en el Soto de Roma que dicen, por donde pasa el río Genil, y allí fueron con toda diligencia curados. Volvamos al fuerte Muza, que había quedado en la fuente del Pino con los dos moros heridos. Malique Alabez ya puesto en todo su acuerdo, y no tan mal herido como se entendía, le dijo a Muza, qué era lo que había de hacer. Muza respondió, que quería aguardar a ver en qué paraba el buen Albayaldos que estaba acabando, y que si él traía ungüento, que le curaría de modo que fuese a Arbolote, y que allí se podría curar despacio. Alabez dijo que mirase en su mochila, que allí había lo necesario. Muza fue al caballo de Alabez, y trajo paños y ciertos ungüentos para curar heridas, y poniéndole sobre ellas de los ungüentos, se las apretó con unos paños; y curado Malique subió en su caballo, y se fue a Granada, yendo considerando el valor de D. Manuel y del maestre; y tenía pensamiento de ser cristiano, entendiendo que la fe de Jesucristo era mejor y de más excelencias, y por gozar de la amistad de tan valerosos caballeros como aquellos, y de otros de cuya fama estaba el mundo lleno. Con estos pensamientos llegó a Arbolote, y en casa de un amigo suyo se apeó, donde fue curado de manos de un cirujano experimentado, donde lo dejaremos por volver a Muza, que quedó con Albayaldos, al cual aunque se volvió cristiano no le desamparó, antes procuró de curarle; y desnudándole le halló tres heridas penetrantes, sin otra que tenía en la cabeza, y viendo que eran de muerte, no quiso curarlo, por no darle pena, y le dijo: --¡Cuánto me pesa de verte así! Si admitieras mi consejo, no vinieras a este estado. El nuevo cristiano D. Juan abrió los ojos, y mirando al cielo, con las ansias de la muerte decía: --¡Oh, buen Jesús! ten misericordia de mí, y no mires que siendo moro te ofendí, persiguiendo tus cristianos. Mira tu grandísima misericordia, que es mayor que mis pecados; y mira, Señor, que tú dijiste por tu boca, que en cualquier tiempo que el pecador se volviese a ti, sería perdonado. Adelante quería pasar D. Juan, mas no pudo, porque se le trabó la lengua, y comenzó a revolcarse a un lado y a otro por un lago de sangre que de sus heridas salía, y de la cual estaba todo bañado, que era compasión; y por esto se hizo este romance, que dice así: De tres heridas mortales, de que mucha sangre vierte, el valeroso Albayaldos herido estaba de muerte: El maestre le hiriera en batalla dura y fuerte. Revolcándose en su sangre con el dolor que se advierte, Los ojos mirando al cielo, decía de aquesta suerte: «Sírvete, dulce Jesús, que en este tránsito acierte a acusarme de mis culpas para que yo pueda verte. Y tu Madre piadosa mi lengua rija y gobierne, porque Satanás maldito mi alma no desconcierte. ¡Oh, hado duro y acerbo, si yo quisiera creerte, no viniera a tal estado, ni viniera así a perderme! El cuerpo doy por perdido, que el alma no se me pierde, porque confío en las manos de aquel que pudo hacerme. Lo que te ruego, buen Muza, si en algo has de socorrerme, que aquí me des sepultura debajo del pino verde; Y encima pon un letrero, que declare esta mi muerte; y le dirás al rey Chico como yo quise volverme Cristiano en aqueste trance, porque no pueda ofenderme el fementido Alcorán, que pretende oscurecerme.» Muy atento había estado el fuerte Muza a las razones del nuevo cristiano, y tanto sentía su mal, que no podía dejar con lágrimas en sus ojos de hacer un tierno sentimiento, considerando el estado en que estaba tan bravo caballero, y las grandes victorias por él alcanzadas contra los cristianos; las riquezas que dejaba, el brío, la valentía y fortaleza de su persona, y la grande estima y reputación en que estaba puesto; y verle tendido en el duro suelo, revolcándose en su sangre, y sin poder restañar la poca que le quedaba; y acercándose a él para consolarle, viendo cómo el nuevo convertido hizo señal de la Santa Cruz y la besó, y diciendo JESÚS rindió el alma a su Criador. Lastimose tanto de ver al nuevo cristiano muerto, que derramó muchas lágrimas sobre el difunto con el dolor que tenía de la muerte de su amigo; mas visto que el llorar y hacer sentimiento doloroso no hacía al caso, se consoló dejando el llanto, y procuró cómo le podría dar sepultura en aquel lugar tan desierto; y estando así con este cuidado, Dios le socorrió en tal necesidad, para que el cristiano fuese enterrado, y no quedase su cuerpo a las aves en aquel campo; y fue, que cuatro rústicos iban por leña a la sierra Elvira con todo recado y azadones para sacar las cepas. Muza se alegró cuando los vio y los llamó; los cuales vinieron, y Muza les dijo: --Amigos, por amor de mí, que me ayudéis a enterrar el cuerpo de este caballero que está aquí, que Alá os lo pagará. Los leñadores respondieron que de buena gana lo harían; y habiendo señalado Muza el lugar de la sepultura, la abrieron con diligencia al mismo pie del pino; y alzando el cuerpo del caballero le quitaron la marlota y capellar, y desarmándole de las armas que tenía, de tan poco provecho a los agudos filos y temples de la espada y lanza del maestre, y tornándole a poner su marlota y capellar, le enterraron con hartas lágrimas, que derramó Muza; y habiéndole enterrado, los leñadores se despidieron, espantados de las mortales heridas del difunto. Muza escribió en el mismo tronco del pino un epitafio con letra que de todos fuese bien entendida, que decía de esta manera: _Epitafio de la sepultura de Albayaldos._ Aquí yace Albayaldos, de cuya fama el suelo estaba lleno, más fuerte que Reynaldos, ni el Conde Palatino, aunque fue bueno. Matole el hado ajeno de su famosa vida, envidia conocida de aquel famoso Marte, que pudo tan sin arte ponerle el hierro duro, por vivir en su cielo más seguro. Este epitafio puso Muza en el pino sobre la sepultura del convertido Albayaldos, y derramando lágrimas tomó la fuerte jacerina, casco, bonete y plumas, todas llenas de argentería, y la fina adarga hecha en Fez, y haciendo en todo con el alfanje y trozo de lanza enmedio un trofeo, le colgó en una rama del pino, y encima este letrero: Es el trofeo pendiente del ramo de aqueste pino, de Albayaldos Sarracino, de moros el más valiente del estado granadino. Si aquí Alejandro llegara a este sepulcro, llorara con más envidia y más fuego, que lloró en aquel del griego, que el gran Homero cantara. Así como Muza acabó de poner el trofeo con las letras que tengo dichas, y viendo que no había más que hacer, subió en su caballo y asió de la rienda al de Albayaldos maldiciéndole muchas veces, porque por la gran caída que dio, fue herido tan mal Albayaldos; aunque después dijo, que bien sabía que aquella causa, ni otra alguna no fueran bastante, sino que estaba ya ordenado del cielo que pasara así, y no podía dejar de suceder. Yendo diciendo estas cosas y otras, aún no había andado tres millas cuando vio venir dos caballeros de buen talle: el uno venía vestido con marlota amarilla, capellar, bonete y plumas de la misma color; la adarga era la mitad amarilla y la otra azul, y en el lado azul pintado un sol metido entre nubes negras, y debajo del sol una luna que le eclipsaba, con una letra que decía de esta suerte: Ya se eclipsó mi esperanza, y se aclaró mi tormento: ajeno soy de contento, pues no hay rastro de mudanza. La lanza de este caballero era toda amarilla, el jaez y adorno del caballo, amarillo, y la banderilla de la lanza amarilla. Bien mostraba este caballero vivir desesperado. La letra decía: _Sin remedio de esperanza._ El otro caballero venía con una marlota, la mitad roja y la otra mitad verde, capellar, bonete y plumas de lo mismo, la lanza y la banderilla verde y roja, la adarga, la mitad roja y la otra mitad verde, y en la parte roja unas letras de oro, cortadas con mucho artificio, porque campearan desde lejos, que decían así: Mi luz no se oscurece, antes esclarece el día, y este me causa alegría, porque mi gloria más crece. Debajo de estas letras había un gran lucero también de oro, con los rayos muy grandes; y cuando le daba el sol resplandecía de manera, que privaba de la vista a quien lo miraba. Muy bien mostraba este caballero vivir contento y alegre, según lo daban a entender las colores de su librea y blasón, y señal de su adarga. Venían ambos platicando, y caminando de priesa. Muza los estuvo mirando por si acaso los pudiera conocer; mas no pudo conocerlos hasta que estuvieron cerca: entonces fueron conocidos, que el de color amarillo era Reduán, y vestía de aquesta suerte, porque Lindaraja, Abencerraje, le desamaba: el otro caballero de lo rojo y verde era el animoso Gazul, y vestía de aquesta manera, porque Lindaraja le amaba; y los dos venían desafiados sobre quién había de quedar con la hermosa dama. Maravillose Muza de verlos, y ellos de ver a él con aquel caballo de las riendas y sin ningún escudero que le acompañase; y en llegando los unos a los otros se saludaron, según su costumbre, y después el que primero habló fue Muza, diciendo: --Por Mahoma juro, que me espanto en veros ir a los dos por este apartado camino, y sospecho que vuestra venida no es sin causa, y recibiré gran placer si me dais cuenta de ella. Reduán respondió: --Más razón hay de admirarnos nosotros en veros venir así solo, y con ese caballo del diestro; y debe de ser la causa que habéis tenido escaramuza con algún caballero cristiano y le habéis muerto, y le quitasteis el caballo. --Yo me holgara que fuera así --respondió el afligido Muza--; mas decidme, señor Reduán, ¿es posible que no conocéis este caballo? Reduán mirándole dijo: --Si no me engaño es de Albayaldos: suyo es de cierto. Su señor ¿dónde queda? --Pues lo preguntáis --respondió Muza--, yo os lo diré. Sabed que ayer en el juego de sortija, habiendo corrido el maestre de Calatrava sus tres lanzas, y ganado al mantenedor, Albayaldos entró en la plaza, y porque el maestre mató al rey Mahomad, primo de Albayaldos, desafió al maestre estando yo presente, y quedó que se habían de ver hoy en la fuente del Pino, llevando Albayaldos por su padrino a Alabez, y el maestre por el suyo a D. Manuel Ponce de León; y esta mañana fui a palacio y no vi a Albayaldos ni a Alabez, y acordándome del desafío, sin dar cuenta a nadie fui por la posta a la fuente del Pino, y allí vi a los cuatro caballeros; hice todo lo posible porque no pasase adelante el desafío, y ya lo había alcanzado del maestre; pero Albayaldos estaba tan pertinaz, que no quiso sino proseguir la escaramuza. Alabez y D. Manuel tenían antes de ahora comenzada una escaramuza, y por cierta ocasión no fue fenecida, y hoy la quisieron fenecer, de suerte, que padrinos y ahijados riñeron cruelmente, y al fin por caer de su caballo fue muy mal herido Albayaldos, el cual vencido, al punto de su muerte dijo que quería ser cristiano. Alabez también fue muy mal herido y vencido por D. Manuel Ponce de León; y si no fuera por mí, allí muriera. Pedile de merced otorgase la vida a Alabez, y fue tan noble que dejó de matarle y me lo entregó. Yo le apreté las heridas y se vino, y entiendo que está curándose en Arbolote. El maestre bautizó a Albayaldos, y le puso por nombre D. Juan, y a poco rato murió llamando a Jesucristo: antes que muriera me rogó muy encarecidamente que le diese sepultura debajo de aquel pino, y así lo hice, y de sus armas hice un honroso trofeo, y lo colgué encima de su sepultura. Todo esto pasa como lo he contado: ahora hacedme placer de decirme adónde vais, por si os puedo servir en algo. --Obligación hay --dijo Gazul-- de daros cuenta de nuestra venida, pues nos la habéis dado de este suceso, y respondiendo a estas cosas, digo que siento en el alma la muerte de Albayaldos y las heridas de Alabez, por ser dos caballeros en quien el rey tenía puestos los ojos por su valor. La causa de nuestra venida es, que el señor Reduán me trae desafiado, solo porque Lindaraja me ama y a él le aborrece, y para esto vamos a la fuente del Pino por ser lugar apartado. Admirose el fuerte Muza del caso, miró a Reduán y le dijo: --¿Pues es posible que queráis que os ame por fuerza la dama? Nunca forzoso amor es perfecto. De suerte que si ella quiere a otro, ¿queréis tener escaramuza con quien no os debe nada, y dejáis la culpa sin castigo, y ponéis la vida en contingencia de perderla? Si ella no os quiere, buscad otra, que abundancia hay de damas, siendo vos como sois un caballero tan estimado en el reino, así en valor de la persona, como en bienes y linaje. Por cierto bien parecería que saliesen a reñir cada día los caballeros más estimados por esos negocios, y se matasen; y al tiempo de la necesidad, como cada día vemos que la hay, por tener los cristianos a la puerta, ¿quién saldría a los rebatos y escaramuzas? Mirad en que paró Albayaldos por no tomar mi consejo. No paséis adelante, sino volvamos a Granada. Bien sabéis, señor Reduán, que yo amaba a Daraja, y a los principios me hizo favores, cuantos a hombre se le podían hacer; y sin causa, solo por su gusto me aborreció, y puso los ojos en Zulema Abencerraje. Cuando vi de cierto que no me quería, aunque luego lo sentí mucho, procuré olvidarla, y me consolé considerando que no hay veletas de torres tan mudables como ellas. ¿Fuera bueno que la ingratitud que Daraja usó conmigo me lo pagara Zulema y le matara, no teniendo culpa? Disparate fuera muy grande. En lo que me vengo de Daraja es en no mirarla, y en hacer a mi dama mil ofrendas en presencia de ella, y esta es mucho mayor venganza que si la matara. Por vuestra vida, muy esforzado Reduán, que cesen todos vuestros rencores, y nos volvamos a Granada. Con esto cesó el valiente Muza, y Reduán respondió diciendo: --Es tan grave mi tormento, y tan grande el infierno que arde en mis entrañas, que no me deja reposar porque de noche arde en mi pecho un mongibelo, y de día me enciende un volcán, sin cesar de abrasarme, de modo que para mitigar el fuego en que me abraso, no aguardo sino la acerba y cruda muerte. --Quiero preguntar, señor Reduán --dijo Muza--, qué remedio pensáis sacar después de muerto de todos vuestros males. --Descanso --respondió Reduán. --Y sepamos --dijo Muza-- si acaso en la escaramuza que pretendéis hacer, matáis a Gazul, y averiguadamente la dama os aborrece más; y si por haberla privado de su gusto, y por vengarse de vos, pone los ojos en otro, ¿le habéis de matar también? --Ahora querría acabar esta escaramuza --respondió--, que después el tiempo me dará orden a lo demás. Visto Muza que se iban, y que no había podido reducir a la razón a Reduán, se fue con ambos, con esperanza de aplacar la escaramuza; y tan buena priesa se dieron a caminar que en breve tiempo llegaron a la fuente del Pino; y en parando, Muza ató al pino el caballo de Albayaldos, y les enseñó el sepulcro, y de nuevo volvió a rogar a Reduán que no prosiguiese en su intento, y que dejase aquella empresa que no importaba. Reduán sin responder palabra dijo a Gazul: --Ea, robador de mi gloria, ahora estamos en parte donde se ha de acabar de perder mi esperanza. En diciendo esto empezó a escaramucear por lo llano, y a llamar a Gazul que viniera a la escaramuza. Gazul enfadado del arrogante contrario, como quien pretendía privarle de todo punto de su bien, y frustrarle la esperanza que tenía de gozar a Lindaraja, sin hacer flores de escaramucear, en un momento se juntó con Reduán con una ardiente cólera, y se comenzaron a dar tan terribles golpes de lanza, que era admiración. Reduán rompió a su contrario la adarga y jaco, y le dio una pequeña herida, de la cual salía mucha sangre. Gazul viéndose así herido a los primeros golpes, para vengarse aguardó que Reduán se ladease con el caballo para herirle en el descubierto; y sucedió como lo imaginó, porque Reduán quiso volver con otro golpe, y fue rodeando para ejecutarle, y se le acercó cuanto pudo. Luego que Gazul le vio tan cerca arremetió su caballo con tanta presteza, que cuando Reduán entendió escaparse del encuentro, ya lo tenía recibido, y no tuvo lugar sino de adargarse por reparar el golpe; pero no le valió ser fina la adarga ni la jacerina, que el hierro de la lanza lo falseó todo, y quedó Reduán mal herido, y retirándose Gazul volvió a herir a Reduán: y él venía con su lanza enristrada, y se encontraron tan fuertemente, que se quebraron las lanzas, y ambos se hirieron en los pechos; y como se vieron tan cerca uno de otro, se abrazaron, haciendo mucha fuerza para sacarse de la silla, y así pelearon gran rato sin poder efectuar su pretensión. Los caballos, como se vieron tan juntos, alborotándose y dando relinchos, empezaron a morderse, y empinándose, a pesar de sus señores, volvieron de ancas para hacerse mal con las herraduras; y al tiempo de revolverse, como estaban apretados los caballeros el uno con el otro, de necesidad hubieron de venir ambos al suelo; pero Reduán como más fuerte se trajo tras sí a Gazul y quedó debajo. Reduán que se vio en tanto peligro, hizo mucha fuerza con los brazos y pechos, y afirmando los pies en el suelo, dio tales enviones, que desechó a Gazul de encima, y se levantó luego en pie, y lo mismo hizo Gazul, y muy presto se adargaron; y poniendo mano a sus alfanjes se comenzaron a herir terriblemente dándose recios golpes, de suerte que las adargas se hicieron pedazos, y quedaron muy mal heridos. El que estaba más herido era Reduán, porque tenía dos heridas de lanza. Ambos andaban mal heridos, sin reconocerse ventaja en ninguno. Las libreas estaban rotas por el suelo y las armas descubiertas, de suerte que cada uno procuraba herir en las partes más flacas de las armas, para que el golpe no fuese en balde. Los alfanjes eran damasquinos y de muy finos temples, y no tiraban golpe que las armas no fuesen rotas y ellos heridos, y así en dos horas que había que lidiaban, estaban tales, que no se podía esperar sino la muerte de ambos. Reduán llevaba lo peor de la escaramuza porque, aunque es verdad que era de más fuerza que Gazul, era más seguro, y entraba y saltaba más a su salvo, y hería como quería Gazul, lo cual no hacía Reduán, a cuya causa andaba tan mal herido: mas los golpes que Reduán acertaba, eran muy desaforados. Muy mal heridos andaban los dos, y mucha sangre vertían; lo cual visto por Muza, atendiendo que si la escaramuza pasase adelante, aquellos dos tan buenos caballeros habían de morir, de compasión que de ellos tuvo, se apeó de su caballo, y se fue a poner enmedio de ambos, diciendo: --Señores caballeros, hacedme merced que no pase adelante la escaramuza, porque si proseguís, me parece que ambos moriréis. Gazul se apartó luego, y el valeroso Reduán, aunque contra su voluntad se hubo de apartar, considerando que Muza era hermano del rey; y apartados los curó Muza, y apretó las heridas, y subiendo en sus caballos, tomó Muza del diestro el de Albayaldos, y se fueron a Arbolote; y serían las cinco de la tarde cuando llegaron, y preguntando por Alabez, le hallaron mal herido en una cama, curado con gran diligencia por un buen maestro que allí estaba. Luego los dos caballeros Reduán y Gazul también fueron puestos cada uno en su cama, y curados por aquel cirujano, y los regalaron y proveyeron de todo lo necesario. Mucho se admiró Malique Alabez viendo a Gazul y a Reduán tan mal heridos, porque ambos eran muy grandes amigos suyos. Ahora los dejaremos curando, y ya hechos amigos, y volveremos a contar de Granada, y de algunas cosas que en ella sucedieron el día siguiente que pasaron estas dos escaramuzas. CAPÍTULO XII. _En que se da cuenta de una pendencia que los Zegríes tuvieron con los Abencerrajes, y cómo estuvo Granada a punto de perderse._ Puestos los caballeros en cura partió Muza a Granada, llevando el caballo de Albayaldos consigo, y puesto el sol llegó a la ciudad; y entrando por ella se rebozó con el cabo del capellar por no ser conocido, y así llegó al Alhambra a hora que el rey su hermano se sentaba a cenar; y apeándose, dio los caballos a uno de la guardia, y se entró en el real aposento. El rey se maravilló de verle venir de camino, y le preguntó dónde había estado aquel día. Muza le dijo: --Señor, cenemos, y después os diré cosas de que os admiréis. Cenaron, que bien lo había menester Muza, y acabada la cena contó por extenso la muerte de Albayaldos, las heridas de Alabez, y la escaramuza de Gazul y Reduán, con lo cual fue el rey muy suspenso, y sintió la muerte de Albayaldos; y el día siguiente se publicó por la ciudad, y todos hicieron mucho sentimiento, y en particular su primo Aliatar, que juró de vengar su muerte, aunque le costase la vida. Todos los caballeros fueron a darle el pésame a Aliatar; los primeros fueron los Zegríes, Gomeles, Venegas, Mazas, Gazules, y Bencerrajes, y otros muy principales caballeros de la corte, y a la postre fueron Alabeces y Abencerrajes; y puestos todos en sus asientos, como en casa de un principal caballero, después de haberle dado el pésame, se trató si sería bueno hacer por él el debido sentimiento, como por semejantes hombres se suele hacer. Para esto hubo grandes pareceres, porque unos decían que no, por cuanto siendo Albayaldos moro, al tiempo de su muerte se volvió cristiano. Los Venegas decían que no importaba eso; que sería bien que sus deudos y amigos hiciesen sentimiento, así por los unos, como por los otros. Los Zegríes decían que pues Albayaldos se había vuelto cristiano, que no se holgaría Mahoma de que ellos hiciesen sentimiento, porque se había apartado de su secta, y esto era guardar derechamente el rito del Alcorán. Los Abencerrajes decían que el bien que se había de hacer fuera por amor de Alá, y que si Albayaldos se había vuelto cristiano a la hora de su muerte, que aquel secreto solo Dios lo sabía, y que no por esa causa se dejase de hacer el debido sentimiento. Un Zegrí llamado Abenámar dijo: --O el moro moro, o el cristiano cristiano: dígolo, porque en esta ciudad hay caballeros que cada día envían limosnas a los cautivos cristianos que están en las mazmorras del Alhambra, y les dan de comer, y son los caballeros que digo los Abencerrajes. --Decís verdad --dijo Abinhamad, Abencerraje--, que todos nos preciamos de hacer bien a los cristianos y a cualquier necesitado, porque los bienes los da el santo Alá para hacer bien por su amor; pues los cristianos dan limosnas a los moros en nombre de Dios, y por su amor lo hacen, y yo que he estado cautivo lo sé, porque las he visto dar, y a mí me han hecho bien; y en reconocimiento de esto yo y mis parientes hacemos la limosna que podemos a los cautivos cristianos, que por ventura lo estaremos nosotros algún día. Y a cualquier caballero que le pareciere mal, es muy ruin, y siente poco de caridad; y tóquele a quien le tocare: cualquiera que dijere que hacer limosna a quien la pide no es bueno, miente, y lo sustentaré. El valeroso Zegrí, ardiendo en saña, por verse desmentido, sin responder alzó la mano para herirle en el rostro al Abencerraje, el cual reparó el golpe en el brazo izquierdo; pero no fue tan bueno el reparo, que por eso dejase el Zegrí de alcanzarle en el rostro con las yemas de los dedos, de lo cual se sintió el Abencerraje, y rabioso como un león hircano, en viva cólera ardiendo, puso mano a la daga, y antes que se moviera un paso el Zegrí, le dio dos puñaladas, ambas penetrantes: al momento cayó muerto a los pies del Abencerraje. Otro caballero Zegrí embistió al Abencerraje para herirle con un puñal; pero no pudo, porque con gran presteza le asió del brazo derecho el Abencerraje, de modo que el Zegrí no pudo hacer lo que pretendía, y el animoso y esforzado Abencerraje le dio una herida en el estómago, con la cual cayó muerto. Los Zegríes que allí había, que eran más de veinte, pusieron mano a las armas, diciendo: --Mueran los traidores Abencerrajes. Los Abencerrajes se pusieron en defensa. Los Gomeles fueron en favor de los Zegríes, y serían más de veinte, y con ellos otros tantos Mazas. Lo cual visto por los Alabeces y Venegas, fueron en favor de los Abencerrajes, y entre estos seis linajes de caballeros se comenzó una revuelta brava y reñida, que en muy poco tiempo fueron otros cinco Zegríes muertos y tres Gomeles, y dos de los Mazas, y en estos tres linajes hubo catorce heridos. De los Abencerrajes no hubo muerto, mas hubo diez y siete heridos: a uno le cortaron un brazo a cercén. De los Alabeces murieron tres, y hubo ocho muy mal heridos. Algunos Venegas salieron heridos, y dos muertos. Mucho mayor fuera la desgracia, si Aliatar y otros caballeros no se pusieran enmedio; y algunos de los que ponían paz salieron heridos. Con esta riña, que parecía hundirse Granada, salieron todos a la calle continuando su pendencia; pero como los moros que ponían paz eran muchos, y de mucho valor, que eran Sarracinos, Bencerrajes, Gazules, Almohades y Almoradís, tanto hicieron que los pusieron en paz, aunque con dificultad, porque los de la pendencia eran muchos, y había muertos de por medio. El rey Chico fue avisado de lo que pasaba, y salió del Alhambra, y fue adonde era la cuestión, y aún no estaba de todo punto el negocio acabado. Los caballeros de la pendencia, así como reconocieron al rey, se apartaron, y se fue cada uno por su parte. Hecha la averiguación del caso, mandó prender a los caballeros Abencerrajes, les dio por cárcel la Torre de Comares, y a los Zegríes mandó poner en las Torres-Bermejas, a los Gomeles en la Alcazaba, a los Mazas en el castillo de Bibatambién, a los Alabeces en la casa y palacio de Generalife, y los Venegas en una torre fuerte de los Alijares; y el rey muy enojado se subió al Alhambra, diciendo: --Por Mahoma juro, y por mi corona, que he de apaciguar estos bandos, con quitar seis cabezas a cada linaje. Los caballeros que le iban acompañando le suplicaron que no hiciese tal, porque eran la mapa de la ciudad, y todos bien emparentados; y si hacía cualquier castigo, se alborotaría la ciudad, y aun todo el reino, y habría un escándalo, que quisiese luego remediarlo, y no pudiese; que lo mejor sería hacerlos amigos, a cuyo trabajo y cuidado ellos se obligaban. Finalmente, aplacado algún tanto el rey con lo que dijeron los caballeros, les encargó que hiciesen con brevedad las amistades. Hicieron tanta diligencia los Aliatares, Bencerrajes y Almoradís, que en espacio de cuatro días todos los caballeros que riñeron, fueron amigos, y las muertes perdonadas, llevando las justicias gran cantidad de dinero para la Cámara real. Esto pasado soltaron a los presos, cuando los Zegríes muy lastimados apellidaron entre ellos venganza de tanto daño y deshonra, y para contrastarla, se juntaron un día todos los Zegríes y Gomeles en un jardín muy deleitoso de una huerta junto a Darro, y después de haber comido todos a una mesa, estando sentados por su orden, un caballero Zegrí, a quien los demás respetaban por mayor y cabeza de ellos, hermano de aquel Zegrí que mató Alabez en el juego de cañas, comenzó a hablar, mostrando grande tristeza, y a decir así: --Valerosos caballeros Zegríes, deudos y amigos míos, y vosotros los Gomeles, advertid lo que quiero deciros con lágrimas de sangre. Ya sabéis en cuánto se debe estimar la honra; cuánto cuesta conservarla, y que en un instante se pierde; y una vez perdida, no se cobra jamás: dígolo, porque en Granada nosotros los Zegríes, y vosotros los Gomeles, estamos puestos en el trono y alteza que podemos desear: el rey nos estima, la ciudad nos ama, riquezas tenemos abundantemente, y estos caballeros mestizos Abencerrajes procuran quitarnos el honor y abatirnos, y nos han muerto a mi hermano, y otros tres o cuatro deudos, y asimismo de los caballeros Gomeles, haciendo de nosotros infame menosprecio. Todo esto pide entera venganza; porque si no la procuramos presto, harán los Abencerrajes que no seamos nada, y que nadie nos estime; y para el reparo es menester, por todas las vías y modos que se pudiere, que busquemos cómo seamos vengados, y nuestros enemigos aniquilados y destruidos, porque nos quedemos en nuestra honra permanecientes. No se puede hacer por fuerza de armas, respecto que el rey puede proceder contra nosotros; pero tengo imaginado un buen medio, aunque no es a ley de caballeros, sino para vengarnos de nuestros enemigos. Un caballero de los Gomeles respondió: --Señor Zegrí Mahomad, ordenad lo que conviene, que aquí os seguiremos. --Pues sabed --dijo el Zegrí-- que he determinado poner mal a los Abencerrajes con el rey, de modo que ninguno viva, diciendo que Albid Hamete, cabeza de ellos, cometió adulterio con la reina; y he de atestiguar con vosotros, y habéis de decir que es verdad lo que yo digo, y que a quien nos contradijere, se lo daremos a entender; y que los Abencerrajes le pretenden matar y quitar el reino, y con esto sin duda que el rey los mandará degollar a todos; y dejadme el cargo, que yo daré la orden para ello. Este es mi pensamiento, amigos y parientes, ahora dadme vuestro parecer, y sea con secreto, porque ya veis lo que importa. Acabando el Zegrí su diabólica y mal pensada razón, todos dijeron a una que estaba bien acordado, y que se hiciese así, que todos favorecerían su intención. Luego fueron señalados dos caballeros de los Gomeles para que el Zegrí y ellos propusiesen el caso delante del rey. Acabada de tratar esta tan insolente traición, fueron a la ciudad, donde estuvieron con su dañado pensamiento aguardando tiempo y lugar para ponerlo en ejecución; y así los dejaremos a ellos, y volveremos al moro Aliatar, que estaba enojado por lo que en su casa había sucedido, y triste por la muerte de su primo Albayaldos, y juró de vengar su muerte, y propuso de ir a buscar al maestre para matarle; si pudiese; y para esto no quiso dilatar más su deseo, sino luego se puso un jaco acerado sobre un estofado jubón, y una marlota leonada sin guarnición, y púsose un acerado casco, sobre él un bonete leonado, y en él un penacho negro. Trajéronle un caballo enjaezado de negro, lanza y adarga negra, sin otra señal ni divisa; salió tan gallardo y brioso, que pocos le igualaron en la ciudad, y llegando a la plaza nueva, vino bajando el camino de Antequera para buscar al maestre, o a otros cristianos en quien vengar la muerte de su primo Albayaldos. Habiendo pasado de Loja vio un escuadrón de cristianos, que venía para entrar en la Vega, los cuales traían un pendón blanco y una señal roja, la cual era la cruz de Santiago, y por capitán de esta gente venía el maestre de Calatrava, que ya estaba sano de sus heridas por haberlas curado con precioso bálsamo. Aliatar conoció ser aquesta señal del maestre, porque él le había visto muchas veces en la Vega; y arrimándose al escuadrón, dijo en voz alta: --¿Por ventura viene aquí el maestre de Calatrava? El maestre que esto oyó, se adelantó de su gente, y le dijo al moro: --¿Para qué preguntas por él? --Quería hablarle --dijo el moro. --Si no es para más, yo soy, decid lo que queréis. Aliatar mirando al maestre le conoció luego en la cruz, y arrimándose a él sin ningún temor y sin saludarle, le dijo: --Maestre esforzado, con razón os podéis llamar el caballero más dichoso del mundo, pues habéis alcanzado victoria de tantos y tan buenos caballeros, y más con la que alcanzasteis de mi primo Albayaldos, gloria y espejo de todos los caballeros de Granada, que es tanto el sentimiento mío, que muero en pensarlo. Mi venida es en busca vuestra para vengar la muerte de mi primo, acudiendo a la obligación que tengo; y pues os he topado, holgaré cumpláis mi deseo; y si muriere en la escaramuza, partiré consolado, por morir a manos de tan principal caballero, y por hacer compañía a mi amado primo. A lo cual respondió el maestre: --Holgárame, Aliatar, que ya que me habéis topado habiéndome buscado, que fuera para cosa que yo os pudiera servir, que juro como caballero, que en mí tendréis eterna amistad, y me holgaría que no hiciésemos escaramuza, porque vuestro primo hizo el deber como caballero; quiso Dios llevárselo al cielo, porque al tiempo de su muerte le conoció, y pidió el agua del bautismo, y se volvió cristiano: ¡Dichoso él, pues goza de Dios! Por eso no querría que tuviésemos escaramuza sin haber para qué, sino ved si os puedo servir en algo, que lo haré por vos. --En mucho estimo la merced que me hacéis, señor maestre --respondió Aliatar--: por ahora no se me ofrece cosa en que me la hagáis, sino que me clama la sangre de mi primo Albayaldos, y querría que no dilatásemos la escaramuza; asimismo quisiera me aseguréis que de los vuestros no seré ofendido, sino que solo con vos he de lidiar. --Mucho me holgara --dijo el maestre-- que no pasarais adelante con vuestro intento; pero pues esta es vuestra voluntad, hágase lo que queréis. En lo que pedís, que no seáis ofendido de los míos, yo os doy seguro de ello. Diciendo esto alzó las manos a su gente, haciendo señal que se retirasen de allí, y esta era bastante señal de seguro. La gente luego se retiró; lo cual visto por el moro, dijo al maestre: --Ea, caballero, ya es tiempo de comenzar nuestra escaramuza, y diciendo esto movió su caballo a media rienda, escaramuceando con gracia. El maestre, hecha la señal de la cruz, alzó los ojos al cielo diciendo: --Por vuestra Santísima Pasión, Señor mío Jesucristo, que me deis victoria contra este pagano. Y diciendo esto, con bravo ánimo arremetió su caballo por el campo, escaramuceando contra el moro; y aunque no estaba sano de las heridas que le dio Albayaldos, y le impedían para pelear, su gallardo ánimo suplía los defectos de sus heridas, y notando la braveza de Aliatar, su denuedo y ligereza de escaramucear, dijo entre sí: «Conviene andar cuidadoso porque este moro no alcance victoria, lo cual no permita Dios»; y diciendo esto sosegó su caballo, viniéndose despacio, y los ojos puestos siempre en su enemigo para ver lo que haría. El moro que vio andar así al maestre, no sabiendo la causa, se le fue acercando para hacerle algún daño; y estando cerca de él, confiado en el valor de su brazo, enderezó para dar el golpe, entendiendo que el maestre no estaría en el caso advertido; y levantándose sobre los estribos le arrojó la lanza con tanto ímpetu, que el hierro y banderilla iban rechinando por el aire. El maestre que vio desembrazar la lanza con tan gran violencia, y que el asta venía crujiendo por el aire, con gran presteza arremetió su caballo y se apartó hacia un lado, hurtándole el cuerpo, de modo que pasó por delante, y se clavó en la tierra sin hacer efecto. Habiéndose el maestre apartado con tal presteza, y cual halcón suele asaltar a los astutos gorriones, arremetió al moro para herirle; el cual no osó aguardar, porque le vio venir con violencia, y revolviendo el caballo fue adonde estaba clavada la lanza; y llegando tiró de ella y la sacó del suelo con una presteza admirable; y revolviendo para herir al maestre, le vio tan cerca de sí, que le venía a los alcances, que no se pudo hacer otra cosa sino embestirse el uno al otro, y diéronse dos grandes encuentros. El moro dio a su contrario en el escudo y se lo falseó, y le hirió en el pecho de una mala herida. El golpe que el maestre dio fue muy bravo, porque rompió la adarga del moro, aunque era muy fuerte, y el jaco acerado, y le hizo una mala herida por la cual salía mucha sangre. Bien sintió el moro que estaba mal herido, pero no por eso mostró punto de desmayo, antes con más ánimo arremetió al maestre, blandeando la lanza como si fuera un junco. El maestre usó de maña con él, que al tiempo que se hubieron de encontrar los dos, ladeó un poco su caballo, de suerte que le dio Aliatar en la adarga al soslayo, y aunque la rompió no entró el hierro en la carne. El maestre le dio de través en lo descubierto, y le hizo una mala herida. El moro, encendido en ira rabiosa, casi desesperado, arremetió al maestre para herirle, pero guardábase de los golpes con gran ligereza. Y visto por el moro la grande destreza del maestre, maravillado detuvo su caballo y le dijo: --Cristiano caballero, si queréis, y es vuestro gusto, fenezcamos nuestra escaramuza a pie pues ha gran tiempo que combatimos a caballo. El maestre dijo que le placía, y se alegró, porque era grande la destreza que tenía a pie; y así se apearon los dos fuertes guerreros, y embrazando sus escudos, con las armas en las manos se acometieron con tanta fortaleza, como dos bravos leones; pero poco le valió al moro su braveza, que tenía poderoso enemigo. Heríanse por todas partes, procurando cada uno dar la muerte a su contrario, y así andaban los dos muy encarnizados: llevaba el moro lo peor, aunque no lo sentía, porque de dos heridas destilaba mucha sangre, y tanta, que donde Aliatar ponía los pies quedaba rastro; mas como era el moro valiente, y de tan animoso corazón, no lo sentía, y así se mantenía en su escaramuza. A esta sazón tiró el maestre un revés a su enemigo, y le cortó la adarga como si fuera de seda; lo cual visto por el moro lo sintió, y muy sañudo dio un golpe al maestre por encima de su escudo, que parte de él vino al suelo; y como el maestre lo alzó por defender la cabeza, la punta del alfanje alcanzó con tal valor, que el acerado casco del maestre fue roto, y quedó herido en la cabeza: la herida no fue grande, respecto que el alfanje le tocó por los extremos, pero salíale tanta sangre que le bañaba los ojos, de modo que le turbaba; y si a la sazón el moro no anduviera tan debilitado por la falta de sangre, el maestre corría peligro, porque como el moro vio tanta sangre por el rostro del maestre, cobró ánimo, y comenzó a herirle bravamente; mas como estaba desangrado, no pudo acometer al maestre como quisiera ni mostrar su valor: con todo eso ponía en aprieto al maestre, el cual como se vio tan perseguido del moro, y que tanta sangre le salía de la herida de la cabeza, de todo punto enojado, poniendo la vida en mucho riesgo, cubierto lo mejor que pudo con la parte de escudo que le quedaba, acometió a Aliatar, llevando su espada de punta. El moro que le vio venir no le rehusó que también le embistió, pensando con aquel golpe fenecer la escaramuza. El maestre le hirió de punta al moro con gran furia, de suerte que la espada entró hasta lo más escondido de sus entrañas; mas no pudo hacer tan a su salvo el maestre esta herida, que él no quedase mal herido de otra en la cabeza; de tal suerte, que aturdido vino al suelo, derramando mucha sangre. El moro que vio al maestre en tierra y cubierto de sangre, entendió que era muerto, y fue para cortarle la cabeza; pero cuando se movió para ello cayó en tierra muerto, a causa de haberle pasado las entrañas. A esta sazón el maestre volvió en sí, y viéndose puesto en tal estado, receloso que el moro viniese sobre él, con presteza se levantó, y mirando a Aliatar le vio tendido en el suelo que no se movía: entonces se hincó de rodillas, y dio muchas gracias a Dios por la victoria, y levantándose se fue al moro y le cortó la cabeza y la arrojó en el campo. Luego tocó la corneta, y al sonido vino su gente, y vista la victoria se holgaron; y como le hallaron tan mal herido les pesó mucho, y cogiendo los caballos le dieron el suyo al maestre, y el del moro cogieron de la rienda, y la cabeza de Aliatar puesta en el pretal, despojado el cuerpo de ropas y armas, se fueron para curar al maestre, el cual quedó de esta escaramuza con mucha honra; y por ella se hizo aquel antiguo romance que dice así: De Granada sale el moro que Aliatar era llamado, primo hermano del valiente y esforzado Albayaldos; Aquel que mató el maestre en el campo peleando. Sale a caballo este moro de finas armas armado, Sobre ellas una marlota de damasco leonado; leonado era el bonete, negro el plumaje azulado. La lanza también es negra, adarga negra ha tomado; también el caballo es negro, de valor muy estimado. No es potro de pocos días, de diez años ha pasado; tres cristianos se lo cuidan, y él mismo les da recado. Sobre tal caballo el moro se sale muy enojado; llegando a la plaza nueva hacia Darro no ha mirado, Aunque pasó por la puerta, según va encolerizado; sale por la puerta Elvira y por la Vega se ha entrado. Camino va de Antequera en Albayaldos pensando, topar desea al maestre para vengarse a su salvo; Y en llegando junto a Loja un escuadrón ha encontrado; todo es de lucida gente, por señas un pendón blanco, En medio una cruz roja del Apóstol Santiago. Llegándose al escuadrón sin temor ha preguntado, «Si venía allí el maestre que D. Rodrigo es llamado.» El maestre allí venía, de su gente se ha apartado, Y dijo: «¿Qué buscas, moro? Yo soy el que has demandado.» Conócele luego el moro por la cruz que trae al lado, Y también en el escudo que lo tiene acostumbrado: «Dios te guarde, buen maestre, buen caballero estimado: Sabrás que soy Aliatar, de Albayaldos primo hermano, a quien tú diste la muerte, y le volviste cristiano; Y ahora soy yo venido solamente por vengarlo: apercíbete a batalla, que aquí te aguardo en el campo.» El maestre que esto oyó, no quiso más dilatarlo: vase el uno para el otro, muy grande esfuerzo mostrando. Dábanse grandes heridas reciamente peleando: el maestre es valeroso, el moro no le ha durado. Finalmente le mató como varón esforzado; cortárale la cabeza, y en el pretal la ha colgado. Volviose para su gente muy malamente llagado, y su gente le llevó donde fue muy bien curado. A cuatro días que pasó esta escaramuza, se supo en Granada como Aliatar murió a manos del maestre, lo cual sintió mucho el rey, viendo que en tan poco tiempo le había muerto dos tan buenos caballeros, como eran Aliatar y Albayaldos. También lo sentían todos los caballeros, y la alegría de los días pasados se volvió en tristeza y pesar por la muerte de estos dos tan principales; lo cual visto por el rey, acordó con su consejo, que se volviesen a alegrar, y ordenose que todos los caballeros que jugaron en la sortija pasada, se casasen con las damas; que se hiciese sarao público, y se cantase y danzase la zambra, que es fiesta entre moros muy estimada, y que se corriesen toros, y hubiese juego de cañas. Y para esto dio el rey orden al valeroso y valiente Muza, el cual se encargó de hacer las cuadrillas del juego, y de hacer traer los toros. Grande contento sintieron los caballeros mancebos que tenían damas; y así toda la ciudad tuvo tanta alegría como de antes, y aun más, porque luego los caballeros comenzaron a ordenar juegos y máscaras de noche por las calles, mandando poner grandes hogueras y luminarias por toda la ciudad, de suerte que la noche parecía día. Será bueno decir quiénes fueron los caballeros y damas que se casaron. El fuerte Sarracino con la linda Galiana; Abindarráez con la hermosa Jarifa; Abenámar con Fátima; Malique Alabez con la linda Cobaida, que ya le habían traído de Arbolote, y estaba de todo punto sano de sus penetrantes heridas; Azarque con Arbolaya; un caballero Almoradí con la bella Sarracina; un caballero Abencerraje con Celima: todos estos caballeros y damas nombradas fueron casados en la misma sala real, en la cual hubo dos meses de fiesta y zambra. Como los caballeros y damas ya nombradas era toda gente principal, y la flor de la ciudad de Granada, se hicieron grandísimos gastos, así en comidas, como en ricas ropas, oros y sedas; de manera que la ciudad estaba en esta sazón la más rica y opulenta, y más alegre y regocijada que había estado en ningún tiempo. Fuera gran bien para los moradores de la ciudad y para todo el reino, que siempre estuvieran en tranquilidad y concordia; pero como la rueda de la fortuna es mudable, presto volvió lo de arriba abajo, y dio con todo en el suelo, convirtiendo tantos placeres y regocijos en tristes llantos, como adelante diremos. Muza, como hombre a quien habían hecho cargo de las fiestas, presto concertó las cuadrillas del juego, tomándose él un puesto con treinta caballeros Abencerrajes, y dando el otro puesto a un caballero Zegrí, hermano de Fátima, mancebo de valor; y este señaló otros treinta Zegríes, deudos suyos, para el juego, el cual había de ser en la plaza de Vivarrambla, donde se habían de correr los toros; y traídos un día señalado, los corrieron con mucha alegría de toda la ciudad, en presencia del rey y la reina, y de toda la corte. Congregáronse de la ciudad y forasteros mucha gente a la fama de las fiestas reales. Ya se habían corrido cuatro toros muy bravos, y el quinto estaba en la plaza, cuando entró por ella un caballero en un lucido caballo; la marlota y capellar eran verdes, como quien vivía con esperanza, las plumas verdes con argentería de oro. Con él salieron seis con la misma divisa de su librea, y cada uno con un rejón negro en la mano, y unas listas de plata. Grande contento dio el caballero a todos los que estaban mirando las fiestas, y más a la hermosa Lindaraja, porque luego conoció a Gazul, que ya estaba sano de las heridas que le dio Reduán en la escaramuza que tuvieron los dos. Reduán no quiso estar en las fiestas aquel día, por los desdenes que le hacía Lindaraja; y por no verla, y por no traer a la memoria sus penas, se salió aquel día armado, por si encontraba algún cristiano con quien pelear. Pues como Gazul entró tan gallardo, y vio que todo el vulgo le miraba, se puso enmedio de la plaza, y aguardó que el toro viniese por aquella parte; el cual no tardó mucho, que habiendo muerto cinco hombres, y atropellado más de cincuenta, llegó, y así como vio el caballo, arremetió para herirle. Gazul le aguardó, y al tiempo que el toro quiso dar su golpe, le clavó un rejonazo tan cruel por medio de los hombros, que contra su gusto cayó en tierra, y no hirió al caballo. Sentía tanto dolor el lastimado toro, que puestos los pies y manos hacia arriba, se revolcaba en su sangre, dando unos bramidos espantables. Admirado quedó el rey y toda la corte de ver la venturosa suerte de Gazul, y qué brevemente había quitado la fuerza y brío a un animal tan feroz. Con mucho contento estaba Gazul, lidiando los toros que se corrían, aguardándolos hasta llegar muy cerca, y después los lastimaba con el rejón de tal suerte, que no volvían más a él; y porque aquel día lo hizo tan bien el invencible Gazul, se dijo este ROMANCE. Estando toda la corte de Abdalí, rey de Granada, haciendo una rica fiesta, habiendo hecho la zambra, Por respeto de unas bodas de gran nombradía y fama, por las cuales corren toros en la plaza Vivarrambla. Estando corriendo un toro, que su braveza espantaba, se presentó un caballero sobre un caballo en la plaza, Con una marlota verde, de damasco bandeada, y el capellar de lo mismo, muestra color de esperanza. Plumas verdes, y el bonete parece de una esmeralda; seis criados van con él, que le sirven y acompañan, Vestidos también de verde, porque su señor lo manda, como aquel que en sus amores esperanza lleva larga. Un rejón fuerte y agudo cada criado llevaba; de color negro eran todos, y bandeados de plata. Conocen al caballero por su presencia bizarra, que era el muy fuerte Gazul, caballero de gran fama, El cual con gentil donaire se puso enmedio la plaza con un rejón en la mano, que al gran Marte semejaba, Y con ánimo invencible al fuerte toro aguardaba. El toro cuando le vio, al cielo tierra arrojaba Con las manos y los pies, cosa que gran temor daba; y después con gran furor hacia el caballo arrancaba Por herirle con sus cuernos, que como alesnas llevaba; mas el valiente Gazul su caballo bien guardaba, porque con el rejón duro con presteza no pensada Al bravo toro hiriera por entre espalda y espalda: el toro muy mal herido con sangre la tierra baña, Quedando en ella tendido su braveza aniquilada. La corte toda se admira en ver aquella hazaña, Y dicen que el caballero es de fuerza aventajada; el cual corridos los toros, el Coso desembaraza. Haciendo mesura al rey, y a Lindaraja su dama; lo mismo hizo a la reina, y a las damas que allí estaban. Volviendo al propósito, el fuerte Gazul corrió los demás toros que quedaban, en compañía de otros caballeros que los corrían; y no quedando ya ningún toro, hecho el acatamiento debido al rey y a la reina, y a las damas, y en particular a Lindaraja, se salió de la plaza, quedando todos muy contentos en haber visto su hazaña. Luego se tornó a montar para que entrase el juego de cañas. Los caballeros del juego se fueron a aderezar, y no tardó mucho que al son de militares trompetas entró el valeroso Muza con su cuadrilla, con tanta bizarría, gala y gentileza, que no había más que ver. Toda la librea era blanca y azul con griones y bandas pajizas, plumas encarnadas y blancas, con mucha argentería de oro; por divisa en las adargas un salvaje, que con un bastón deshacía un mundo. Esta divisa era de los bravos Abencerrajes muy usada, con una letra a los pies del salvaje, que decía así: Abencerrajes levanten hoy sus plumas hasta el cielo, pues las famas en el suelo con la fortuna combaten. De esta forma entró el granadino Muza muy gallardo y bizarro con toda su cuadrilla, que eran treinta Abencerrajes, todos caballeros de mucho valor. En entrando hicieron todos un concertado caracol, escaramuceando unos con otros, y al cabo se pusieron cada uno en su puesto. Luego el bando de los Zegríes entró muy gallardo, y no menos vistoso que los Abencerrajes: su librea era verde y morada, cuarteada de color de hojaldre muy vistosa. Venían en yeguas bayas muy ligeras: los pendones de las lanzas eran verdes y morados; y si los Abencerrajes hicieron buena entrada y caracol vistoso, no la hicieron menos los bravos Zegríes. Traían por divisa en las adargas unos alfanjes sangrientos con una letra que decía así: Alá no quiere que al cielo hoy suba ninguna pluma, sino que se hunda y suma con el acero en el suelo. Habiendo hecho su caracol muy gallardamente, tomaron su puesto, y al punto los dos bandos se apercibieron de cañas para el juego. El rey, que ya tenía vistas las letras y divisas de los caballeros, entendió por ellas el rencor que tenían; y porque no resultase algún escándalo en tiempo de tantos regocijos y fiestas, luego se quitó de los miradores, y acompañado de todos los grandes de su corte bajó a la plaza antes que se comenzasen las cañas, que no fue poco importante su asistencia. Puesto a un lado mandó que jugasen, y al son de los añafiles y chirimías se comenzaron a jugar las cañas, hechas cuatro cuadrillas. Las cañas se jugaron sin haber desconcierto alguno, aunque lo hubiera muy grande, si el rey no descendiera a la plaza, porque los Zegríes venían de mano armada contra los Abencerrajes, los cuales, escarmentados de la pasada, estaban apercibidos para lo que se ofreciera; pero con la presencia del rey que estaba con ellos, no ejecutaron su intento los Zegríes. Habiendo visto los moros de los bandos contrarios al rey, estuvieron con mucha concordia, y se acabaron las fiestas de aquel día sin pesadumbre y con mucho gusto, que no fue pequeño misterio. Y por estas fiestas de toros y juego de cañas se hizo el siguiente ROMANCE. Con más de treinta en cuadrilla, hijosdalgo Abencerrajes, sale el valeroso Muza a Vivarrambla una tarde; Por mandado de su rey a jugar cañas se sale, de blanco, azul y pajizo, con encarnados plumajes; Y para que se conozcan en cada adarga un salvaje, acostumbrada divisa de moros Abencerrajes, Con un letrero que dice: Abencerrajes levanten hoy sus plumas hasta el cielo; pues de ellas visten las aves. Y en otra cuadrilla vienen atravesando una calle los valerosos Zegríes, con libreas muy galanes. Todos de morado y verde, marlotas y capellares, en mil jaqueles gualdados de plata los acicates. Sobre yeguas bayas todos, hermosas, ricas, pujantes; por divisa en las adargas unos sangrientos alfanjes, Con una letra que dice: no quiere Alá se levanten, sino que caigan en tierra con el acero pujante. Apercíbense de cañas, el juego va muy pujante; mas por industria del rey no se revuelven, ni salen, Porque los Zegríes tienen contra los Abencerrajes un concierto de traidores, y no pudieron lograrle. Acabado el juego de las cañas el rey y los demás caballeros principales de la corte, y la reina y las damas con sus novios se retiraron al Alhambra, donde el rey los regaló grandemente en la cena, porque estaba muy contento de que no había sucedido ninguna desgracia. Hubo sarao real, y los desposados danzaron con las desposadas, y el rey con la reina, Muza con Celima, con mucho contento de ambos; Gazul danzó con Lindaraja. Tanto danzaron y bailaron aquella noche, que era ya casi de día cuando se fueron a dormir los desposados. La hermosa Galiana, gozosa de verse en aquel punto con su Sarracino, a quien con tan excesivo amor amaba, después de haberle dicho muchas amorosas razones, le dijo: --Dime, querido señor mío, ¿qué fue la causa que el día de S. Juan habiendo corrido con Abenámar las tres lanzas en el juego de la sortija, luego saliste de la plaza, y no pareciste más en aquellos cuatro o seis días? ¿Fue porque perdiste la joya, o por qué? Que te prometo que lo deseo saber. --Querida esposa y señora mía, la causa fue porque perdí tu retrato bello y la rica manga labrada de tu mano, y por la vergüenza que me ocupaba de parecer en tu presencia, y por saber que Abenámar ordenó aquel juego por vengarse de los dos: de ti, porque le desdeñaste; y de mí, porque una noche le herí debajo de tu balcón, estándote dando una música, que bien creo que tendrás noticia de ello; y viendo que fortuna le favoreció tan a medida de su deseo, y que a mí me había sido contraria, me dio tan gran tristeza y desesperación, que enfermé de melancolía y maldecí mi poca ventura; renegué del falso Mahoma, y prometí y juré a fe de caballero, de ser cristiano, y lo tengo de cumplir, aunque sobre ello muera, porque tengo por mejor la fe de los cristianos, que no la burlaria de la secta de Mahoma; y si tú me quieres bien, como dices, has de ser cristiana, que yo sé que el rey D. Fernando nos hará grandes mercedes por ello. Con esto cesó, aguardando la respuesta que le daría Galiana, la cual luego le respondió: --Señor, y esposo, no puedo yo huir en ninguna manera de tu voluntad; antes seguirela en todo y por todo; tú eres mi señor y marido, a quien yo di y entregué mi corazón; y así digo, que no iré contra tu gusto en cosa ni en parte; y más, que yo sé que la fe de los cristianos es mucho mejor que el Alcorán, y así prometo de ser cristiana. --Acrecentádome habéis las mercedes de todo punto --dijo Sarracino--, y no esperaba menos de tan leal y firme pecho. Y diciendo esto la abrazó entre mil ternezas, y así pasaron toda aquella noche. Venida la mañana, los grandes de la corte se juntaron y ordenaron que Abenámar, pues era tan buen caballero, se casase con Fátima, ya que en su servicio había hecho tan grandes cosas. Los Zegríes no quisieron que aquel casamiento se hiciese, por cuanto Abenámar tenía amistad con los Abencerrajes; las cuales contradicciones no aprovecharon porque el rey gustó de que se casaran, y todos los caballeros fueron en que se efectuase. Hecho el casamiento, las fiestas se aumentaron, haciendo cada día zambra y muchas danzas y juegos; de modo que no había otra cosa en la corte sino galas, invenciones, máscaras y regocijos; y los dejaremos en ellas por contar lo que le sucedió a Reduán en la Vega, yendo desesperado por verse aborrecido de Lindaraja que amaba a Gazul. Pues es de saber que como salió de la ciudad se fue por el río Genil abajo, y llegó al Soto de Roma, que es un soto muy agradable, de mucha espesura de árboles; y hoy día quien no tiene muy andadas las veredas se pierde en él: hay dentro infinidad de caza volátil y terrestre, y estará de Granada el principio del soto legua y media, teniendo de ancho y largo más de cuatro leguas. Allí vio una escaramuza muy reñida entre cuatro moros y cuatro cristianos, por causa de que les querían quitar una mora muy hermosa, y la defendían, aunque con pérdida y trabajo, por ser los cristianos de mucho valor. La mora miraba su escaramuza derramando abundancia de lágrimas. Reduán espoleó su caballo para favorecer a los moros; pero por priesa que se dio ya habían muerto a los dos, y los otros andaban a mal traer; y temerosos de la muerte desampararon a la dama, y volvieron las espaldas a todo correr de sus yeguas. A esta sazón llegó Reduán, y mirando a la hermosa mora la vio vertiendo perlas por los ojos, y que acrecentaba más su triste llanto viendo muertos dos de sus guardadores, y que los otros dos se habían ido huyendo. Movido de compasión el valiente Reduán, por librarla del poder de los cristianos, y sin hablarles palabra, los acometió, y del primer encuentro hirió al uno muy mal en un descubierto de la adarga, de modo que vino a tierra; y revolviendo su caballo con gran ligereza y velocidad, se apartó de los tres cristianos escaramuceando un gran trecho, y luego tornando como un pensamiento sobre ellos, de un encuentro derribó a otro caballero del caballo, mal herido. Los dos cristianos que quedaban embistieron a Reduán, y el uno de ellos le dio una gran lanzada, de suerte que quedó herido de una mala herida; el otro caballero, aunque le entró, no le hirió y rompió su lanza. Reduán viéndose herido, se apartó de ellos, y con muy bravo ánimo les volvió a embestir, de suerte que derribó del caballo al que estaba sin lanza. El cristiano que estaba solo hirió a Reduán segunda vez, y él encolerizado acometió al cristiano para herirle, mas no se atrevió a esperarle por verse solo, pues los compañeros estaban en el suelo mal heridos, y los caballos andaban sueltos por el campo. Los dos moros que habían ido huyendo se detuvieron por ver el fin de la batalla; y visto cuán en breve había desbaratado aquel moro a los cuatro cristianos, volvieron espantados adonde había dejado a la mora, la cual estaba admirada del valor del moro. Reduán estaba hablando con ella maravillado de su hermosura, que le parecía ser mayor que la de Lindaraja y la de todas las damas de Granada; y así era verdad, que era la más hermosa de todo el reino. Estaba Reduán tan rendido a la mora, que no se acordaba de Lindaraja, y solo se ocupaba en mirarla, y la preguntó quién era. En esto llegaron los dos moros, y dándole las gracias del socorro le dijeron así: --Señor caballero, Mahoma os trajo aquí a tal tiempo, que si vos no vinierais, nosotros del todo fuéramos perdidos y muertos a manos de aquellos caballeros cristianos; y lo que más nos pesara es perder esta dama que traemos a nuestro cargo, y porque parece que estáis herido, según demuestra esa sangre, vamos la vuelta de Granada, y en el camino diremos lo que habéis preguntado; y mirad si de estos caballeros cristianos se ha de hacer alguna cosa. --No --dijo Reduán--, básteles estar heridos; cogedles los caballos, dádselos, y váyanse. De esto se maravillaron los moros, y cogieron los caballos y se los dieron a los cristianos, y ellos tomaron la vía de Granada. Yendo Reduán junto a la hermosa mora, la cual no menos pagada iba de Reduán que él iba de ella, el uno de los dos moros comenzó a hablar de esta manera: --Habéis de saber, señor caballero, que éramos cuatro hermanos y una hermana, que es la que presente veis: de los cuatro, por nuestra desdicha, ya habéis visto como quedan allí los dos muertos a manos de los cristianos, y aun habemos sido para tan poco los dos que quedamos, que aún no les dimos sepultura; pero querrá el santo Alá que hallemos algunos villanos que pagándoselo quieran dársela. Nuestro padre es alcaide de la fuerza de Ronda; y como supimos que en Granada se hacían tan grandes fiestas, pedimos a nuestro padre, Zaide Hamete, licencia para venir a verlas. Pluguiera al santo Alá que no hubiéramos venido, que nos ha costado dos hermanos, y afrentosamente huimos y dejamos en tan notable peligro a nuestra hermana Haja, si vos, señor, no lo remediárades. Esta es, señor caballero, nuestra lastimosa y verdadera historia; y pues ya, señor, habéis sabido nuestro viaje, y también quién somos, recibiremos merced, si sois servido, que nos digáis de dónde sois y cómo os llamáis, para que sepamos a quién somos tan obligados. Reduán les respondió: --Holgado me he, caballeros, de saber quién sois; bien conozco a vuestro padre, y conocí a vuestro abuelo Almadán, a quien mató D. Pedro Sotomayor. Pésame de no haber venido antes, que yo sé que no hubieran muerto vuestros hermanos, y huélgome mucho de haberos servido en algo, y lo haré cada y cuando que se ofrezca; y por si os queréis servir de mí, y daros gusto, os diré quién soy: llámanme Reduán, y soy de Granada; vamos allá a mi casa, y será vuestra, donde os haré regalar y servir conforme merecéis. --Gran merced, señor Reduán --respondieron ellos--, por el ofrecimiento que nos hacéis; deudos tenemos en Granada donde podemos ir a posar, cuanto más que por la desgracia sucedida nos detendremos muy poco en la ciudad, especialmente siendo ya pasadas las fiestas. En esto iban hablando los dos hermanos de Haja, y Reduán, cuando vieron venir dos leñadores que con sus bagajes iban por leña al dicho soto, y en llegando a ellos dijeron los dos hermanos a Reduán: --A buen tiempo han venido estos villanos, que podría ser quisiesen dar sepultura a nuestros hermanos, pagándoselo. --Yo se lo rogaré --dijo Reduán, y habló a los villanos diciendo--: Hermanos, por amor del santo Alá, que deis sepultura a dos caballeros que están allí bajo muertos, que os será bien pagado. Los villanos dijeron, que de buena gana lo harían, sin interés alguno. Los hermanos suplicaron a Reduán esperase allí en compañía de su hermana, en tanto que iban a ayudar a enterrar los muertos, que seguros iban, quedando ella con él, y a traer los caballos, siquiera porque no se aprovechasen de ellos los cristianos. --Mucho me holgara de acompañaros --dijo Reduán--; pero pues es vuestro gusto que yo quede con vuestra hermana, soy contento. Los moros se lo agradecieron mucho, y se fueron con los villanos para dar sepultura a sus hermanos, y cobrar los caballos perdidos. El valiente Reduán ardiendo en llamas de amor por la hermosa Haja, y viendo la oportuna ocasión por estar solos, la dijo de esta suerte: --O fue ventura, o desdicha mía haberos hallado en esta parte; en un punto vi muerte, vida, cielo, suelo, tempestad, bonanza, paz y guerra; y lo que más siento, es no saber el fin de una tan extraña aventura, como es la que la fortuna me ha ofrecido: de suerte estoy suspenso, Haja hermosa y bella, que no estoy en mí, sino en ti. No sé dónde vaya sino a ti; temo declarar mi mal, muero si no lo declaro, ardo en vivas llamas, estoy más helado que los Alpes de Alemania. No sé si hable, o calle, oh bellísima señora: por mejor medio elijo declararte lo que mi alma siente, para que des vida a quien le va faltando, pues tú eres la verdadera medicina, y salutífera a mi enfermedad. Sabrás, vida de esta mía, que en la dichosa hora que vi tus soles llorosos por la escaramuza de que tú eras la causa, luego comencé a pelear con cinco contrarios, cuatro los cristianos, y otro tú; vencilos, y te libré; y tú me venciste y cautivaste: ¿con qué armas peleaste, que tan presto me venciste? Pero, ¿para qué lo pregunto, pues eres semejanza y cifra de la hermosura, dotada en discreción, bravo donaire, brío y gentileza? Estas son las armas con que peleaste conmigo. No hallaste en mí resistencia porque de mis potencias estabas apoderada: tu siervo soy, y tú mi señora y mi bien. Adórote, no me aborrezcas; estímote, no me menosprecies, no seas ingrata a mi pecho fiel, amoroso y verdadero: corresponde a mi casto amor, pues te admito por mi esposa, y dame respuesta piadosa. Y diciendo esto enmudeció. Haja le respondió, diciendo: --Noble, brioso y esforzado caballero, aunque sin experiencia de causas de amor, por ser doncella de catorce años, recogida y noble, que presto sabrás quien soy, luego reconocí ser tu accidente de amorosas llamas, y a lo que me has dicho, digo que sea así por no contradecirte; pero bien sé que los hombres, por conseguir su lascivo deseo, dicen mil lisonjas vanas, y otras cosas o cuitas en daño de las tristes mujeres, que de ligero se creen. Quiero resolverme y responder, porque veo venir a mis hermanos, que si tú me amas, soy tu rendida; si con facilidad me quisiste, con fuerza te adoro; si te parezco bien, me parece que no hay otro en la tierra como tú. Y si como dices, me quieres por esposa, pide a mis hermanos que alcancen el sí de mi padre, que el mío en tu boca está; y te prometo que será tan imposible faltar esta ferviente fe que tengo, como pedir a la nieve que caliente, al sol que resfríe y que no alumbre, y como ver en el suelo el firmamento estrellado. Tanto es lo que te quiero, moro, que en mi alma moras; y porque llegan mis hermanos, mudemos plática, no apartándome de tu pensamiento, como yo no te aparto del mío; y cuando caminemos, como que no me has dicho nada, puedes tratar con mis hermanos el casamiento: y de no querer mi padre, ni mis hermanos que me case contigo, que no me persuado a que den tan mal pago a una obligación tan grande como te tenemos, y más siendo tan principal caballero, que nosotros ganamos en que tú me quieras por esposa, yo quiero, si tú me quieres; tuya soy, pues me libraste de poder de los cristianos, que es cierto que había de ser su cautiva. Pues tanto más me ha valido el trueque, dichosa suerte ha sido la mía, aunque he perdido dos hermanos, en haber venido por aquí, resultándome tanto bien de querer ser tú mi esposo; y en señal de que seré tuya, para que estés confiado en mi palabra, toma esta sortija del dedo del corazón, y ponla en el tuyo, pues el mío tienes en él. Y diciendo esto sacó una sortija de oro, con una esmeralda trasparente y fina, y se la dio a Reduán, el cual la tomó con mucha alegría, y besándola mil veces la puso en su dedo, quedando el más contento y favorecido amante del mundo. Quisiera el enamorado moro dar respuesta a su querida mora; pero no hubo lugar, porque llegaron sus dos hermanos, bañados los rostros en lágrimas por el dolor de sus dos caros hermanos, a quien venían de enterrar y traían sus caballos del diestro. La hermosísima Haja no pudo dejar de llorar los ya difuntos hermanos. Reduán los consolaba lo que podía, diciéndoles palabras muy eficaces para ello; y con estas y otras pláticas entraron en Granada. Era ya de noche, y dijeron los hermanos a Reduán, que les diese licencia para ir a posar en casa de un deudo suyo, que era de los Almadenes, y vivía en la calle de Elvira. Reduán les dijo que hiciesen su gusto y los acompañó hasta la posada; y despidiéndose de ellos se volvió a su casa. Mas al tiempo de despedirse no apartaba la vista de sus ojos el uno del otro amante, de tal manera que apartándose se consideraba sin alma Reduán, por quedársele con su señora; y Haja asimismo, por llevársela Reduán. Los caballeros y la dama fueron bien recibidos de su tío, quien recibió mucha pena por la muerte de sus dos sobrinos. A otro día por la mañana se vistió Reduán, y fue al real palacio por besar las manos al rey, el cual en aquella hora se acababa de levantar y vestir para ir a la Mezquita mayor, a ver el zalá que se hacía por un moro de su secta llamado Gidemahojo; y viendo a Reduán vestido de marlota y capellar verde, y plumas verdes, alegrose grandemente con su vista, porque había muchos días que no le había visto; y le preguntó dónde había estado, y cómo le había ido en la escaramuza con Gazul. Reduán le satisfizo, diciendo que Gazul era buen caballero, y que Muza los había hecho amigos. Con esto el rey y los demás caballeros que le salían a acompañar, que por la mayor parte eran Zegríes y Gomeles, se fueron a la mezquita, y con muy grande aplauso se hizo el zalá y alcoranas ceremonias, y se volvieron al Alhambra; y en entrando en su palacio real hallaron a la reina y sus damas en la sala, porque era costumbre del rey Chico; y así lo tenía mandado, que en cualquier tiempo que saliese, a la vuelta había de estar la reina y sus damas en la sala por solo su gusto, y porque se holgaba de verlas; y más a Celima, que la amaba en supremo grado, por lo cual él y el capitán Muza tuvieron muchas diferencias, como adelante se dirá. Entraron en palacio con todos los caballeros de su corte, y todas las damas pusieron la vista en la bizarría de Reduán, espantadas de la mudanza de librea. Lindaraja le miraba de propósito, y admirada de que no la miraba, dijo entre sí: --Disimula Reduán su pasión: bien hace, que no ofenderé a mi Gazul. La reina dijo a Lindaraja: --Todavía tiene esperanza Reduán de gozarte. Respondió Lindaraja: --Bien puede desistir de ese pensamiento, porque estoy muy fuera de él. Dijo la reina: --Pues en verdad que tiene buen talle, y es galán y discreto Reduán, y que cualquiera dama se puede tener por dichosa en ser suya. --Así es, señora, Reduán merece mucho, y de no haber puesto mi afición en Gazul, es sin duda que ninguno sino él fuera señor de mí. Con esto callaron, porque no advirtiesen las otras damas en lo que hablaban. A esta sazón le dijo el rey a Reduán: --Bien te acordarás que me diste palabra de ganar a Jaén en una noche: si lo cumples, como me lo prometiste, te daré doblado el sueldo de capitán; y si no lo cumplieres, me has de servir en una frontera, privado de la vista de tu dama. Por tanto apercíbete a la empresa, que yo iré en persona a la conquista, que estoy muy sentido de estos cristianos de Jaén, porque cada día nos corren la tierra, y talan la Vega; y pues ellos me vienen a buscar tantas veces, será bien que vaya yo a buscarles una, y que de esta se concluya con todos. Reduán le respondió con rostro alegre, diciendo: --Si algún tiempo di palabra de darte a Jaén ganada en una noche, de nuevo lo confirmo, con que me des mil soldados de los que yo señalare, que yo os cumpliré lo dicho. El rey dijo: --No digo mil soldados, sino cinco mil te daré, y aunque yo vaya, tú has de ser capitán de todos. --Estimo mucho la honra que me hacéis --dijo Reduán--, y yo me holgaría de acertar a servirte como deseo. Tu Majestad señale la gente y día que hemos de partir, que desde luego estoy dispuesto y obediente a tu gusto. --No espero menos de ti, y no perderás el servicio que me hicieres: los caballeros que irán contigo serán Abencerrajes, Zegríes, Gomeles, Mazas, Venegas, Maliques y Alabeces, que bien sabes el valor de todos, y sin estos irán los demás caballeros e hidalgos, pues yo voy a la jornada. Diciendo esto entró un portero, y dijo al rey que pedían licencia una dama y dos moros forasteros para besarle las manos. El rey dijo que entrasen. Luego entraron por la sala dos caballeros de buena gracia, marlotas y capellares, borceguíes y zapatos negros; enmedio de ambos venía una dama vestida de negro, tapado el rostro con un cabo del almaizar que no descubría más que dos luceros, y bien se echaba de ver por la hermosura de ellos, que debía de ser perfecto en todo. Maravillado el rey de sus funestos trajes, les dijo: --¿Qué es lo que queréis? Haciendo gran reverencia al rey y a la reina, y a las damas que allí estaban, propuso el moro lo siguiente: --Nuestro principal intento ha sido venir a besar tus reales manos y las de mi señora la reina, y a que conozcas estos tus siervos. Nosotros tres somos nietos de Almadán, alcaide que fue de Ronda, y ahora lo es nuestro padre; y como tuvimos noticias de las fiestas que en esta ciudad se hacían, por celebrar los casamientos que tu Majestad ha hecho en ella, acordamos de venir a verlas. La fortuna no quiso que las gozásemos, y fue la causa que el día de las fiestas, en un lugar de grandes espesuras que se dice el Soto de Roma, de improviso nos asaltaron cuatro caballeros cristianos, muy valerosos, y tanto, que aunque nosotros nos defendimos por amparar esta doncella, que es hermana nuestra, pudieron tanto, que de cuatro hermanos que éramos, nos mataron los dos, y nosotros con temor de la muerte huimos, y si no fuera por el valor de este caballero que está junto a vuestra Majestad, todos nos perdiéramos --y diciendo esto, señaló con el dedo al fuerte Reduán--: que venció con su valentía él solo a tres cristianos, y el otro huyó. Venimos a darle las gracias al vencedor caballero que estaba consolando a nuestra afligida hermana, y dio licencia a los vencidos cristianos para que fuesen libres, sin quitarles ningún despojo; benignidad de noble caballero nunca vista, que con quedar herido no quiso vengarse. Os certifico, señor, que si todos los caballeros de vuestra corte son como Reduán, podéis conquistar el mundo, porque vimos que de tres botes de lanza derribó tres cristianos mal heridos, y el otro huyó. Acordamos de venir a besar las manos de vuestra Majestad, y a pedir licencia para ir a contar a nuestros padres esta desdicha. Con esto no dijo más el moro, mostrando mucha tristeza, y la misma mostró el otro hermano y la doncella. Mucha admiración causó al rey la tragedia, y la ventura de ir Reduán por aquel sitio para remediar la dama; y volviéndose a Reduán le dijo: --Grande era el amor que te tenía, y con esta hazaña le has acrisolado más, y desde hoy te encargo la alcaidía del castillo de Tíjola, que está junto a Purchena. Todos los caballeros tuvieron a heroico hecho el que hizo Reduán, y le alababan mucho; lo cual lastimaba a Lindaraja, que estaba casi arrepentida por haber despreciado a Reduán. El rey les dijo a los dos hermanos: --Pues es vuestra voluntad de iros, id en buen hora, que licencia tenéis; pero antes que os vais querría ver el rostro de esa dama por mi gusto y de la reina; decidle se quite el rebozo, porque no será bien que dejemos de gozar de su vista, que yo bien entiendo que es peregrina a lo que se infiere por los hermosos ojos que tiene. Los hermanos la dijeron que se descubriese; ella lo hizo así, y quitándose un prendero del almaizar, descubrió su rostro, que no menos que el de Diana era. Así pareció a todos los de la sala real, como el sol que por la mañana sale esparciendo sus ardientes rayos: esto mismo hacía la hermosa Haja, pues los de su hermosura reverberaban en quien la miraba, y quedaban todos deslumbrados, matando con su vista a los caballeros de amor, y a las damas de envidia. A todos admiró la hermosura de la bizarra Haja, y deseaban su amistad por gozar de su hermosura. La reina que asimismo estaba espantada de la beldad de Haja, le dijo al rey: --Sírvase vuestra Alteza de que goce yo de esta dama. --Vaya en buen hora --dijo el rey--, que bien sé que ha de haber más de cuatro damas envidiosas de las que hoy os sirven. Llamaron a Haja, y haciendo mesura al rey y a los caballeros, pasó a besar la mano a la reina, y de rodillas en el suelo se la pidió. No quiso la reina dársela, antes la levantó, y la hizo sentar junto a sí. A todas las damas causó admiración la perfección con que en todo dotó naturaleza a Haja; pues aunque estaban allí Daraja, Sarracina, Galiana, Fátima, Celima, Cobaida y otras muchas damas de excelente hermosura, ninguna como la de la hermosa Haja. Reduán que no apartaba los ojos de su adorada Haja, estaba muy receloso, y con gran temor no se le trocase, y le quebrase la palabra dada. La mora miraba de cuando en cuando a su amante Reduán, y si con lanza y adarga le había parecido bien, mucho mejor le parecía vestido con el traje de corte, y más tan galán como estaba; y extendiendo los ojos por todos los caballeros presentes, ninguno la pareció llegar a poder competir con su querido Reduán. Mostrábasele grave, alegre y risueña, que no fue poco contento para el moro. El rey dijo a Reduán: --Mucho me holgara de ver la escaramuza que tuvisteis con Gazul, porque sería de ver, siendo ambos tan valientes. --Yo soy testigo de ella --dijo Muza--, porque no pudiéndolos persuadir a que no peleasen, estuve mirando la cruel y sangrienta escaramuza que entre un león y una onza no podía ser más violenta; y movido a compasión de que ambos no muriesen, porque no reconocí ventaja en ninguno, me puse enmedio, y cesó la escaramuza, quedando los dos con igual victoria. --¿Qué les movió al desafío? --dijo el rey. --Son cuentos largos --contestó Muza--; no hay para qué refrescar en la memoria cosas viejas, sino decir que está en la sala la causa de su enojo. --Ya entiendo lo que puede ser --dijo el rey--: bien sé yo que Reduán no volverá a hacer escaramuza con Gazul sobre lo pasado en ninguna manera. --Vuestra Majestad está en lo cierto --dijo Reduán--, porque estoy ya olvidado de todo aquello; pero a la sazón perdiera mil vidas por ella, si las tuviera, lo que ahora no me pusiera a perder una. --Debe de haber algo nuevo, que no es posible menos --dijo el rey. Diciendo esto, los dos caballeros, hermanos de Haja, se habían sentado junto a Mahandín Hamete, principal caballero y rico, del linaje de los Zegríes, el cual habiendo visto la hermosura de Haja estaba tan amartelado, que no apartaba los ojos de ella: afligíale tanto la causa amorosa, que no pudiéndola resistir les dio parte a sus hermanos, diciéndoles: --Señores caballeros, ¿conoceisme? --No, señor, sino para serviros --respondieron ellos--, que como forasteros no conocemos particularmente a los caballeros granadinos; pero estando en compañía de tan alto rey y en su real palacio, bien inferimos que debéis de ser de estirpe clara. --Pues sabed, caballeros, que soy Zegrí, descendiente de los reyes de Córdoba, y en Granada valgo yo tanto, que se hace larga mención de mí y de los de mi linaje, y querría, si lo tuvieseis por bien, emparentaseis conmigo, dándome por mujer a vuestra hermana Haja, que me ha parecido tan bien, que me holgara ser vuestro cuñado y pariente; y a ley de moro hidalgo, que pudiera estar casado con una dama que era de lo más principal de Granada; mas no me he querido casar hasta ahora que he visto a vuestra hermana, de la cual estoy muy pagado. Con esto cesó el Zegrí, aguardando su bien o su mal. Los hermanos de Haja comunicaron entre ambos si convenía o no aquel casamiento, y al fin considerando el valor de los Zegríes, cuya fama era tan notoria, le dieron el sí, confiados en que su padre tendría por bien lo que ambos hiciesen. El Zegrí muy alegre con el sí de los hermanos, se levantó, e hincándose de rodillas habló de esta suerte: --Alto y poderoso rey, suplico a vuestra real majestad, que ya que se celebran casamientos, y por ellos hay fiestas, que se haga el mío para que goce de ellas, porque sabrá vuestra majestad que vencido de los amores de la hermosa Haja, la pedí en casamiento a sus dos hermanos, los cuales sabiendo quién soy, lo han tenido por bien, y me la han prometido por mujer; por lo que suplico a vuestra majestad sea servido de que nos desposen conforme a nuestros ritos, pues se ha ofrecido esta ocasión en tan buen tiempo. El rey, mirando a la dama y a sus dos hermanos, admirado de tan repentino acuerdo, dijo que si era gusto de ellos y la dama quería, que él era contento. Todos se admiraron del caso, y callaron hasta ver en qué paraba; pero Reduán ardiendo en enojo e ira, se levantó en pie y dijo: --Señor, a este casamiento que pide el Zegrí no hay lugar, porque es mi esposa desde que la libré de los cristianos, y entre los dos nos hemos dado palabra de esposos, y hay también prendas que son confirmación de esto que digo: nadie como la dama puede decir lo que pasa; y no pretenda agraviarme ninguno, porque me lo pagará. El Zegrí respondió alborotado que Haja no se podía casar sin licencia de su padre o hermanos, y que era suya, y la defendería hasta la muerte. Reduán que oyó la arrogancia del Zegrí, arremetió a él para herirle con muy encendida rabia. Los Zegríes acudieron a favorecer a su pariente, y los de Reduán, Muza y los Abencerrajes fueron a socorrerle. El rey, viendo el escándalo que se empezaba, mandó pena de muerte a quien más hablase en el caso, que él determinaría lo que había de ser. Con esto se aquietaron aguardando su determinación; y visto que ya estaban sosegados fue al estrado de la reina, y tomó de la mano a Haja, y puesto en medio de la sala la dijo que escogiese a Reduán o el Zegrí, o aquel que más gusto le diese. La dama viendo que no podía dejar de obedecer el precepto de su rey, se puso confusa a considerar la palabra que habían dado sus hermanos al Zegrí, y por otra parte consideraba el mucho amor que tenía a su Reduán y él a ella, y el haberla librado del cautiverio, y los coloquios amorosos que entre los dos habían pasado, y a la fe y palabra que había dado de ser su esposa. Considerándolo todo muy bien, se fue con el rey de la mano adonde estaban los caballeros juntos, y llegados, haciendo una reverencia al rey, le dio la mano a Reduán diciendo: --Señor, este quiero por esposo. El Zegrí quedó avergonzado de que él fuese el desechado; y no pudiendo sufrir el dolor se salió de palacio con intento de vengarse de Reduán, del cual se celebraron aquel día las bodas, y al siguiente hubo fiestas y zambra; y estando ocupados en estas fiestas, trajeron nuevas como mucha compañía de cristianos corrían y talaban la Vega, y así fue necesario dejar las fiestas por salir a ella para pelear con los cristianos. El valeroso Muza, como capitán general, salió luego al campo acompañado de mil de a caballo y dos mil peones, y en topando el escuadrón de los cristianos trabaron muy sangrienta escaramuza, en la cual murieron muchos de ambas partes; mas siendo el poder de los moros mayor, por haber tres veces más gente que de los cristianos, quedaron vencedores, y ganaron dos banderas cristianas, y cautivaron muchos cristianos; aunque les costó cara esta victoria, porque murieron más de seiscientos moros. En este día hicieron los caballeros Abencerrajes y Alabeces grandes cosas en armas, y si no fuera por su valor no se venciera la escaramuza. Volvió Muza victorioso a Granada, con lo cual se holgó el rey. También se señaló en este día Reduán, a quien el rey abrazó con muy grande amor, y por la victoria tornaron a hacer fiestas otros ocho días, y por los casamientos; las cuales pasadas determinó el rey salir a correr la tierra de los cristianos, porque lo deseaba, en particular a Jaén que era quien más daño le hacía; y dándole el cargo de capitán general al valiente Reduán, como está tratado y atrás habemos dicho, se partió de la ciudad de Granada. CAPÍTULO XIII. _En que se da cuenta de lo que sucedió al rey Chico y a su gente yendo a entrar en Jaén, y la gran traición que los Zegríes y Gomeles levantaron a la reina mora y a los caballeros Abencerrajes, y muerte de ellos._ El último y postrero día de las fiestas el rey comió con todos los principales caballeros de su corte, y alzando las mesas habló a todos de aquesta manera: --Bien sé, leales vasallos y amigos míos, que ya os será odiosa la vida pasada en tantas fiestas como habemos tenido, y que a voces os llama el fiero Marte, en lo que os habéis ocupado siempre. Ahora, pues, que Mahoma nos ha dejado ver las fiestas que le han hecho en nuestra insigne ciudad, y los casamientos que se han efectuado en ella, será justo que volvamos a la milicia contra los cristianos, pues que ellos nos vienen a buscar hasta nuestros muros; y para esto ya sabéis, mis buenos amigos, que los días pasados traje a la memoria a Reduán una palabra que me dio de ganarme a Jaén en una noche, y ahora lo confirmó de nuevo. Pidiome mil soldados, pero yo quiero que sean cinco mil, y que me la cumpla; y para esto doy a mi hermano Muza cargo de juntar la gente del número que he dicho, que son dos mil hombres de a caballo y tres mil peones, y que sean todos expertos en armas, y que Reduán vaya por general, y demos vista a Jaén, de quien tan grandes daños hemos recibido y cada día recibimos; y si ganásemos la ciudad de Jaén, no están seguras Úbeda, Baeza ni su redondez; y para esto quiero que me digáis vuestro parecer. Con esto cesó el rey, aguardando respuesta de sus varones. Reduán se levantó y dijo, que él cumpliría su palabra. Muza dijo que él daría en tres días puesta su gente en la Vega. Todos los demás caballeros que allí estaban dijeron que hasta la muerte le servirían con sus personas y hacienda. El rey agradeció mucho a todos su ofrecimiento. Los hermanos de Haja, con licencia de su rey, se fueron a Ronda, donde fueron muy bien recibidos de sus padres, contentos con el casamiento de su hija con Reduán, y por otra parte con mucho pesar y tristeza por la muerte de sus dos hijos. En este tiempo mandó el rey a Zulema Abencerraje que fuese a ser alcaide de la fuerza de Moclín, el cual se fue luego con su esposa y querida Daraja. El padre de Galiana se volvió a la ciudad de Almería, dejando a la hermosa Celima en compañía de su hermana Galiana. Otros muchos caballeros se fueron a sus alcaidías por mandado del rey, encargándoseles la guarda y custodia de ellas. Muza levantó cinco mil hombres de a pie y de a caballo, toda gente muy belicosa, y en cuatro días los puso en la Vega; el rey mandó a Muza que se hiciese reseña de la gente dentro de la ciudad, y así se hizo. Y visto por el rey la braveza y bizarría de la gente que había levantado Muza en tan breve tiempo, sin aguardar más quiso luego partirse, dando a Reduán el cargo de capitán general de su ejército; de lo cual se alegró Muza por la satisfacción que de Reduán tenía, e hizo cuenta que él iba por capitán en el ejército; y así salieron por la puerta Elvira con mucho concierto. La gente de a caballo iba partida en cuatro partes con mucho orden, y cada una tenía su estandarte diferente. La una parte tenía Muza, y en su compañía iban ciento y cincuenta caballeros Abencerrajes, y otros tantos Alabeces y Venegas; todos caballeros de mucho esfuerzo. Su estandarte era de damasco rojo y blanco, por divisa un salvaje en campo rojo, que desquijaraba un león, y en el campo blanco otro salvaje que con un bastón deshacía un mundo, y por letra: _Todo es poco_. Este bando de caballeros iba bien alistado de armas y caballos, y todos vestían marlotas de escarlata y grana. La segunda cuadrilla era de Zegríes, Gomeles y Mazas: esta iba de batalla, no menos rica y pujante que la de Muza, la cual llevaba vanguardia. El estandarte de los Zegríes era de damasco verde y morado, y tenía por divisa una media luna de plata con esta letra: _Muy presto se verá llena, sin que el sol pueda eclipsarla_. Era esta cuadrilla de doscientos y ochenta caballeros, todos gallardos y bizarros, con aljubas y marlotas de paño tunecí, la mitad verde, y la otra mitad de grana. La tercera cuadrilla llevaban los Aldoradines, caballeros muy principales; con estos iban Gazules y Azarques; su estandarte leonado y amarillo. Llevaban por divisa un dragón en campo verde, que con las uñas despedazaba una corona de oro, con una letra que decía: _Jamás hubo resistencia_. Esta cuadrilla iba muy gallarda, y aprestada de armas y caballos; serían todos ciento y cuarenta. La cuarta cuadrilla era de Almoradís, Marines y Almohades, caballeros estimados: estos llevaban el real pendón de Granada, que era de damasco pajizo y encarnado, con muchas bordaduras de oro por un lado abiertas, y por la abertura parecían los granos rojos, que eran hechos de finos rubíes; del pezón de la granada salían dos ramos bordados de seda verde, con sus hojas, y una letra al pie que decía: _Con la corona nací_. En esta cuadrilla iba el rey Chico con mucha compañía de caballeros. Eran muy de ver las galas, riquezas, penachos, adargas, lanzas, caballos, yeguas y pendoncillos de colores en las lanzas. Pues si la caballería salió tan bizarra y vistosa, no menos gallarda y briosa salió la infantería, y muy bien armada, todos con arcos y ballestas. Con esta pujanza salió el rey Chico de Granada, y tomó la vía de Jaén, mirándole todas las damas de Granada, y más la reina su madre, y su mujer la reina con todas las damas que estaban en su compañía, desde las torres de Alhambra. Por esta jornada que hizo el rey Chico a Jaén se compuso aquel antiguo romance, que dice como se sigue: «Reduán, bien te acuerdas, que me diste la palabra, que me darías a Jaén en una noche ganada. Reduán, si tú lo cumples, darete paga doblada, y si tú no lo cumplieres, desterrarte he de Granada: Echarte he en una frontera, donde no goces tu dama.» Reduán le respondiera sin demudarse la cara: «Si lo dije, no me acuerdo, mas cumpliré mi palabra.» Reduán pide mil hombres, el rey cinco mil le daba. Por esa puerta de Elvira sale muy gran cabalgada: ¡cuánto del hidalgo moro, cuánto de la yegua baya. Cuánta de la lanza en puño, cuánta de la adarga blanca, cuánta de marlota verde, cuánta aljuba de escarlata, Cuánta pluma y gentileza, cuánto capellar de grana, cuánto bayo borceguí, cuánto raso que se esmalta, Cuánto de espuela de oro, cuánta estribera de plata! Toda es gente valerosa, y experta para batalla. En medio de todos ellos va el rey Chico de Granada, mirando las damas moras de las torres del Alhambra. La reina mora su madre de esta manera le habla: «Alá te guarde, mi hijo, Mahoma vaya en tu guarda, Y te vuelva de Jaén libre, sano y con ventaja, y te dé paz con tu tío, señor de Guadix y Baza.» No fue tan secreta esta salida de Granada, que en Jaén no tuviesen aviso de ella por las espías que tenía en aquella ciudad. Otros decían, que fueron avisados por unos cautivos cristianos que se huyeron de Granada. Otros dicen, que la dieron los Abencerrajes o Alabeces, y esto entiendo que es lo más cierto, porque estos caballeros eran muy amigos de los cristianos. Sea como fuere, los de Jaén fueron avisados de la entrada de los moros en su tierra, y así ellos dieron aviso a Baeza, Úbeda, Cazorla y Quesada, y a los pueblos circunvecinos, los cuales se alistaron y apercibieron para resistir a los enemigos de Granada. Estos llegaron a la puerta de Arenas, donde hallaron gran número de gente que defendía la entrada al enemigo; pero poco aprovechó la defensa, porque habiendo corrido los moros todo el campo de Arenas, entraron por su puerta a pesar de los que la guardaban, y corrieron todo el campo de la Guardia y Pegalajara, hasta Jordán y Belmar. Los caballeros de Jaén salieron a los enemigos, porque fueron avisados que en la Puerta andaba el rebato. Salieron de Jaén cuatrocientos hijosdalgo bien armados; de Úbeda y Baeza otros tantos, y hechos todos un cuerpo de batalla, fueron en busca del enemigo que les corría la tierra, llevando por caudillo y capitán al obispo D. Gonzalo, varón de gran valor. Juntáronse los dos campos de la otra parte del Riofrío, y aquí se acometieron, haciendo una brava escaramuza: mas era el valor de los cristianos tal y tan bueno, que les convino a los moros retirarse hasta la puerta de Arenas, de la cual habían roto una cadena que la atravesaba; y aquí fueran los moros vencidos, si no fuera por el valor de los caballeros Abencerrajes y Alabeces, que pelearon valerosamente; mas al fin hubo de quedar por los cristianos el campo. Con todo eso los moros llevaron gran presa de ganados, así vacunos, como cabríos, de modo que no se señaló de ninguna parte haber demasiada ventaja. El rey quedó admirado de ver la repentina prevención de los cristianos; y preguntando a unos cautivos que allí traían, cuál había sido la causa de haber juntado tanta gente en Jaén, le respondieron que habían sido avisados días había, y así estaba toda la tierra en arma; lo que fue bastante disculpa para Reduán sobre no cumplir la palabra dada al rey, que procuró inquirir y saber quién había dado el aviso. Reduán muy bien sabía que Jaén no se podía ganar tan fácilmente; mas como era belicoso, tenía determinado de llegar a la ciudad y embestirla; y si no hubiera la poderosa resistencia que les hicieron, sin duda que la acometieran. El rey y su ejército se volvieron a Granada, donde fueron recibidos con grande alegría y gozo, y se hizo en toda la ciudad mucha fiesta por el buen suceso. Los de Jaén quedaron con grande triunfo por haber resistido a tanta morisma, y muerto a muchos de ellos. El rey Chico venía fatigado del camino, y para aliviarse, ordenó de irse a una casa de placer, llamada los Alijares, y con él fueron los Zegríes y Gomeles: ningún caballero Abencerraje ni Gazul fueron con él, porque Muza los había llevado a un rebato causado de los cristianos que habían entrado en la Vega. Estando un día el rey en los Alijares holgándose, y habiendo acabado de comer, comenzó a hablar de la jornada de Jaén y de los Abencerrajes; y cómo por ellos y por los Alabeces habían ganado grandes despojos. Un caballero Zegrí, que era el que tenía el cargo de armar traición a la reina y a los Abencerrajes, dijo al rey: --Si buenos son, señor, los caballeros Abencerrajes, mejores son los caballeros de Jaén, pues nos quitaron gran parte de la presa, y nos hicieron retirar por fuerza de armas. Y era mucha verdad, que el esfuerzo y valor de la gente de Jaén fue muy grande, y aquel día quedó con nombre perpetuo, y fama para siempre; y en memoria de esta escaramuza se hizo el siguiente ROMANCE. Muy revuelto anda Jaén, rebato tocan apriesa, porque moros de Granada les van corriendo la tierra. Cuatrocientos hijosdalgo se salen a la pelea; otros tantos han salido de Úbeda y de Baeza. De Cazorla, y de Quesada, también salen dos banderas; todos son hidalgos de honra, y enamorados de veras. Todos van juramentados de manos de sus doncellas, de no volver a Jaén sin dar moro por empresa; Y el que linda dama tiene, cuatro le promete en cuenta. A la Guardia han llegado, adonde el rebato suena, Y junto del Río frío gran batalla se comienza; mas los moros eran muchos, y hacen grande resistencia, Porque los Abencerrajes llevaban la delantera; con ellos los Alabeces, gente muy brava y fiera. Mas los valientes cristianos furiosamente pelean, de modo que ya los moros de la batalla se alejan; Mas llevaron cabalgada, que vale mucha moneda. Con gloria quedó Jaén de la pasada pelea. Aqueste romance se compuso en memoria de esta escaramuza, aunque otros la contaron de otra suerte: de la una o de la otra, la historia es la que se ha contado. El otro romance dice así: Ya repican en Andújar, en la Guardia dan rebato; ya se salen de Jaén cuatrocientos hijosdalgo: Y de Úbeda y Baeza se salían otros tantos; todos son mancebos de honra, y los más enamorados. De manos de sus amigas todos van juramentados de no volver a Jaén sin dar moro en aguilando; y el que linda amiga tiene, la promete tres, o cuatro. Por capitán solo llevan al obispo D. Gonzalo. D. Pedro de Carvajal de aquesta manera ha hablado. «Adelante, caballeros, que me llevan el ganado; si de algún villano fuera, ya le hubiérades quitado. Alguno va entre nosotros que se huelga de mi daño; yo lo digo por aquel, que lleva el roquete blanco.» De esta suerte va este romance diciendo; pero este y el pasado contienen una cosa en sustancia; y aunque son viejos, es bien traerlos a la memoria, para que quien ignora el fundamento de la historia lo sepa. Sucedió esta escaramuza en tiempo del rey Chico de Granada, el año de mil cuatrocientos noventa y uno. Volvamos al rey Chico de Granada, que estaba holgándose y descansando en los Alijares, como atrás queda ya dicho, cuando le dijo el caballero Zegrí, que los caballeros de Jaén eran de más valor que los Abencerrajes, pues a su pesar los habían hecho retirar. A lo cual respondió el rey: --Bien estoy con eso; pero si no fuera por el valor y resistencia de los valientes Abencerrajes y Alabeces, no tengo duda sino que fuéramos desbaratados; mas ellos pelearon de tal suerte que salimos a nuestro salvo, sin que nos quitasen la cabalgada del ganado que trajimos y de algunos cautivos. --Oh cuán ciego está vuestra majestad --dijo el Zegrí--, y cómo vuelve por los que son traidores a la real corona; y es causa la mucha bondad y confianza que vuestra majestad tiene de este linaje de los Abencerrajes, sin saber la traición en que andan. Muchos caballeros hay que la han querido decir, y no se atreven ni han osado respecto del buen crédito y posesión en que vuestra majestad tiene a este linaje; mas aunque no quiera yo lastimar vuestro real pecho con tan afrentosa infamia, no puedo dejar de hacer lo que debo a leal vasallo, y dar aviso de la traición y alevosía que se comete contra mi rey y señor; y así digo, que no se fíe vuestra majestad de ningún Abencerraje, si no quiere verse desposeído del reino, y muerto violentamente. El rey dijo: --Di, amigo, lo que sabes; no me tengas confuso ni me lo celes ni encubras, que tu lealtad será bien pagada. --No dejaré de obedecer a vuestra majestad, y para que se entienda la publicidad que hay en el delito, y cuán a rienda suelta se van en él, y qué poco temor tienen los Abencerrajes de vuestra real persona, y cuán seguros y de asiento, por el buen predicamento en que los tenéis, se están en su traición con la demasiada confianza que tienen de las mercedes que cada día se les hacen, y que en la tierra no ha de haber justicia contra ellos; asimismo para que se entienda que odio, rencor ni envidia, no me mueve a revelar a vuestra majestad lo que ignora para que lo remedie, sino que soy compelido de obligación y celo de la honra de mi rey, haga vuestra majestad llamar a Mahandín Gomel, y a mis sobrinos Mahomad y Alhamut, que saben bien la verdad de todo, y otros cuatro primos de Mahomad Gomel, del mismo linaje, que ellos presentes contaré el caso. El rey los mandó llamar, y venidos hizo que saliesen de la sala real todos los caballeros, salvo el acusador y los testigos falsos. Y estando todos juntos, empezó el Zegrí, mostrando en lo exterior gran pena, a decir estas palabras: --Sabrá vuestra majestad, que todos los Abencerrajes están conjurados contra vos para quitaros vuestro reino y la vida; y este atrevimiento ha salido de ellos, porque trata lascivos y adúlteros amores con... ¡oh cielos, quién dirá esto, que el dolor no le acabe!... mi señora la reina el Abencerraje Albín Hamete, que es el más poderoso y rico de todos los caballeros de Granada. ¿Qué quiere vuestra majestad que diga, sino que gastan sus haciendas con todos, por tenerlos propicios para su intento? Y así generalmente el caballero, el pechero, el rico, el pobre, quieren bien a este linaje, porque los tienen embaucados. Bien se acordará vuestra majestad cuando en Generalife se hacía una zambra, que entró el maestre a pedir desafío, y salió Muza en la suerte; pues aquel día paseándonos por la huerta, yo y este caballero Gomel vimos en una calle de arrayanes, debajo de un rosal, en deshonestos deleites a la reina y al adúltero de Albín Hamete; y estaban tan embebecidos en sus actos libidinosos, que no nos sintieron con estar tan cerca. Yo se lo enseñé a Mahandín Gomel, y admirados del atrevimiento nos apartamos un poco para ver el fin; y a poco espacio salió la reina, y se fue hacia la fuente de los Laureles, y de allí adonde estaban sus damas. Pasado gran rato vimos salir al alevoso de Albín Hamete cogiendo rosas blancas y rojas, y de ellas hizo una guirnalda, y se la puso en la cabeza: nosotros nos llegamos con disimulación a él, y le preguntamos en qué se entretenía; a lo cual nos dijo: En ver esta deleitosa huerta, que tiene en qué se esparza la vista; y dionos dos rosas a cada uno, y nos venimos todos paseando hasta donde estaba vuestra majestad con los caballeros. Quisimos avisar entonces, y no osamos, por no alborotar la corte en caso de tanto peso. Esto pasa, no debo más a ley de caballero de decir lo que he visto y sabido: lo que siento es que estoy con pena y recelo, no se vea privar de la vida alevosamente a vuestra majestad. ¿Es posible que no se acuerde de aquel blasón que en el espolón de la galera traía el bando Abencerraje en el día del juego de sortija? Era un mundo hecho de cristal, y por letrero: _Todo es poco_; de suerte que todo el mundo es poco para ellos; y en el alfanje de la popa un salvaje desquijarando un león: este sois, señor, y ellos quienes os quitan la vida. Mirad por vuestra persona: muera el adúltero aleve, y con ellos la deshonesta reina, pues así ha afrentado vuestra real corona. Sintió tanta pena en oír lo que el falso, aleve y traidor del Zegrí le decía, que creyéndole, se cayó amortecido en tierra por muy gran espacio de tiempo; y volviendo en sí, dio un doloroso suspiro diciendo: --¡Oh Mahoma!, ¿en qué te ofendí? ¿Este es el pago que me das por los bienes y servicios que te he hecho; por los sacrificios que te tengo ofrecidos; por las mezquitas que te tengo hechas; por la copia de incienso que he quemado en tus altares? ¡Oh traidor, cómo me has engañado! No más traidores, vive Alá, que han de morir los Abencerrajes, y la adúltera reina ha de morir en el fuego. Vamos a la ciudad, préndase luego a la reina, que yo haré tal castigo que sea sabido por todo el mundo. Uno de los traidores, que era Gomel, dijo: --No será acertado prender a la reina, mi señora, porque se pone vuestra real persona en contingencias de perder la vida y alborotar la ciudad, y que tome las armas Albín Hamete con todos los de su linaje y bando, so color de defender a la reina; y esto les servirá de instrumento para conseguir el efecto de su intención, más siendo parciales de los Abencerrajes los Alabeces, Venegas y Gazules, que son toda la flor Granada. Pero lo que se puede hacer para ser vengado, sin alborotar la ciudad, es mandar que vengan a palacio uno a uno, y tener allí veinte caballeros de confianza que los vayan degollando; y siendo así hecho uno a uno, cuando el caso se venga a entender, ya no quedará ninguno de todos ellos; y cuando se venga a saber por todos sus amigos, y ellos quisieren hacer algo contra vuestra majestad, escarmentarán en cabeza ajena, siendo en vuestro favor los Zegríes, Gomeles y Mazas, que no son tan pocos, ni valen tan poco, que no os saquen a paz y a salvo de todo peligro; y esto hecho, mandar prender a la reina, acusándola de adúltera, y poner en tela de juicio el caso, siendo cuatro caballeros los acusadores de vuestra parte, y que la reina señale otros cuatro caballeros que la defiendan; y si estos por su buena suerte vencieren a los acusadores, que se libre la reina; y si los defensores de la reina fueren vencidos, que muera la reina conforme a la ley; y de esta forma todos los del linaje de la reina, que son los Almoradís, y Almohades y Marines, no se alterarán, viendo que va por vía de justicia, y sin altercar. Esto es lo que siento para que sea vuestra majestad vengado, y no se altere la ciudad. --Buen consejo es --dijo el rey--, y de tan leales caballeros. Y decid, ¿quiénes serán los cuatro caballeros que pongan la acusación, y la sustenten en batalla contra los defensores que pusiere la reina? --No cuide de eso vuestra majestad --dijo el Zegrí--, que yo seré el uno, y mi primo Mahandón el otro, y Mahandín el tercero, y su hermano Abenhamete el cuarto. --Pues vámonos a la ciudad --dijo el fácil rey--, y se dará la orden que pide mi venganza. ¡Oh desdichada ciudad, y qué revuelta y cisma se te ordena por dar crédito el mal aconsejado rey a las sirenas que le cantaban al oído! Con esto se partieron a Granada, y en entrando en el Alhambra se fueron al palacio real, adonde la reina con sus damas le salieron a recibir; pero el rey no miró hacia la reina, sino pasó adelante sin detenerse, de que no poco se espantó la reina; y confusa se retiró a su aposento con sus damas, sin saber la causa del no usado desdén del rey, el cual pasó lo que restaba del día con sus caballeros hasta la noche, y luego cenó, y se fue a recoger, fingiendo estar indispuesto; y así todos los caballeros se fueron a sus casas. Toda aquella noche estuvo vacilando en cien mil pensamientos el desventurado rey, y sin poder reposar, y entre la máquina de confusiones, decía: «¡Oh sin ventura Abdalí, rey de Granada, cuán cercana veo tu perdición y la de tu reino! Si matas a estos caballeros, gran mal se te ordena; y si no castigas estos yerros, quedas afrentado, y te valdría más la muerte. ¿Matarelos? Sí, que fue grande su atrevimiento en cometer tal adulterio en ofensa mía, y tratar de matarme por alzarse con el reino. Pero di, rey mal aconsejado, ¿no sabes cuán recatada y honesta mujer tienes? ¿No conoces la bondad y lealtad de los nobles Abencerrajes, y cuán sus mortales enemigos son los Zegríes, y que puede ser que por esta vía pretendan venganza de este virtuoso linaje? Verifica mejor la causa, ya que determinas la venganza; pero ¿qué más verificación que quien lo vio? No se atreverían a levantar tal testimonio, y más ponerse a sustentar en batalla lo que dicen: no hay duda, sino que es verdad.» En estas variedades pasó toda la noche, y venida la mañana se levantó; y saliendo de su dormitorio, vio en la sala muchos Zegríes, Gomeles y Mazas. Y a esta sazón entró un escudero, y le dijo al rey cómo había venido Muza de pelear con los cristianos, y traía ganadas dos banderas, y más treinta cabezas, con lo cual se holgó; y apartando al Zegrí le dijo que tuviese en aquel cuarto de los Leones treinta caballeros armados, y un verdugo prevenido de lo necesario para lo que estaba tratado. Luego el traidor del Zegrí salió del real palacio y puso por obra lo que el rey le había mandado; y estando todos muy a punto, el rey fue avisado de ello, y se fue al cuarto de los Leones donde estaba el falso Zegrí con treinta caballeros Zegríes y Gomeles, muy bien aderezados, y con ellos un verdugo; y al punto mandó llamar al Abencerraje, su alguacil mayor. Fue un paje, y le dijo que el rey lo llamaba. El Abencerraje fue a su real llamado; y así como entró en la cuadra de los Leones, le asieron, y sin que pudiese hacer resistencia, en una taza de alabastro muy grande en un instante fue degollado. Asimismo llamaron a Albín Hamete, el cual decían haber adulterado; y de esta suerte fueron degollados treinta y seis caballeros Abencerrajes de los más principales de Granada, sin que nadie lo entendiese; y murieran todos, si Dios nuestro Señor no favoreciese la causa, para que no murieran tan abatidamente, por dar crédito a un falso traidor, y sin haber más averiguación; y es muy cierto que sus obras no lo merecían, porque eran muy caritativos, y amigos de los pobres, y de la verdad, y de los cristianos; y aun dijeron los que miraban degollar a los Abencerrajes, que llamaban a Cristo crucificado que les socorriese en aquel lance, para que no se condenasen, y que morían cristianos. Pues para que este linaje no pereciese, ordenó Dios que un paje de un Abencerraje entró con su señor, y vio como le degollaron, y miró a todos los muertos que él conocía, y luego se retiró hacia la puerta con mucha disimulación; y al tiempo que abrieron para ir a llamar a otro, salió el paje muy temeroso, y llorando la muerte de su señor. Se salió del Alhambra, y junto a la fuente vio a Malique Alabez con Abenámar y Sarracino, que iban a hablar al rey; y como los vio, se llegó lloroso, y temblando y encogido, les dijo: --Ay, señores caballeros, por Alá santo que no paséis más adelante, si no queréis morir de mala muerte. Alabez dijo: --¿Cómo así? Respondió el paje: --Sabed, señor, que en el cuarto de los Leones hay muchos caballeros degollados, y todos de los Abencerrajes, y mi señor con ellos, que le vi degollar, porque entré con mi señor, que allá no fuéramos, y lo vi todo, y no repararon en mí, porque así lo permitió el santo Alá, y cuando tornaron a abrir la puerta falsa, me salí, y vengo sin mi señor, y aun sin mí, por lo que mis ojos han visto: por Mahoma que pongáis remedio en aquesto. Muy admirados quedaron los tres caballeros, y mirándose unos a otros, no sabían si darían crédito o no a lo que el paje decía, y dijo Abenámar: --Gran traición hay, si esto es verdad. Dijo Sarracino: --Pues ¿cómo sabremos si es cierto? --Yo os lo diré --dijo Alabez--: quedaos, señores, aquí, y si viereis salir algún caballero Abencerraje, o de otro linaje, no le dejéis pasar adelante, sino entretenedle en tanto que voy a la casa real, y sabré lo que pasa, y volveré con brevedad. --Alá os guarde --dijo Abenámar--, aquí aguardaremos. Malique subió al Alhambra, y al entrar por la puerta vio venir un paje del rey muy apriesa, y díjole: --Adónde con tal priesa. Respondió el paje: --A buscar un Abencerraje. --¿Quién le llama? --dijo Malique. --El rey mi señor --respondió el paje. Y si queréis hacer una buena obra, bajad a la ciudad, y avisad a todos los Abencerrajes que salgan de Granada, porque les conviene, si no quieren verse en el trance cruel que se ejecuta en el cuarto de los Leones, y quedaos en paz. Estando cierto y satisfecho de lo que deseaba saber, se volvió Malique adonde había dejado a Sarracino y Abenámar, y les dijo: --Amigos y señores, verdad es lo que ha dicho el paje; cierta es la traición y muerte que se ejecuta en los Abencerrajes: todo el suceso me ha contado un paje del rey, y me dijo que diese aviso a los Abencerrajes. --¡Válgame Alá! --dijo Sarracino--: que me maten, si los Zegríes no andan en esta traición: vamos a la ciudad y demos aviso para que se ponga algún remedio. --Vamos --dijo Abenámar--, que en esto no quiere haber descuidos. Y diciendo así, se bajaron todos tres a la ciudad, y antes de llegar a la calle de los Gomeles, vieron al capitán Muza, y más de veinte caballeros Abencerrajes de los que habían ido a la Vega a pelear con los cristianos, que iban a dar cuenta al rey de aquella jornada. Y Malique Alabez les dijo: --Caballeros, poneos en cobro, si no queréis morir por traición: más de treinta de vuestro linaje ha mandado el rey matar. Los Abencerrajes espantados no respondieron, pero el valeroso Muza dijo: --Por la fe de caballero, que si hay traición, que andan en ella los Zegríes y Gomeles, porque ninguno salió al rebato, ni parecen por toda la ciudad; y sin duda que están en el Alhambra con el rey, y son culpantes en las inocentes muertes de estos nobles caballeros: vénganse todos conmigo, que yo pondré remedio conveniente. Así se volvieron con el valiente Muza a la ciudad; y en llegando a la plaza nueva, como era capitán general, llamó a un añafil, le mandó que tocase a recoger a priesa, y él lo hizo; y oído el añafil, en un punto se juntaron muchos caballeros y soldados en casa de sus capitanes, y de allí vinieron a la plaza nueva, y se juntaron mucha gente de a pie, y también de a caballo; y aunque hubo muchos caballeros principales y de los mejores de Granada, no habían entrado entre ellos ningunos Zegríes, Gomeles ni Mazas, por donde se acabaron de satisfacer sobre que los Zegríes andaban en aquella traición. Cuando Alabez vio esta gente junta, halló buena ocasión para saber la traición que se ejecutaba en los inocentes caballeros; y así puesto enmedio de todos, comenzó a decir en alta voz de aquesta manera: --Caballeros, señores y amigos míos, y todos los que me oís, sabed que hay gran traición: el rey Chico ha mandado degollar a muchos de los caballeros Abencerrajes, y si no fuera la traición descubierta por orden del santo Alá, ya estuviéramos todos degollados. Alto a la venganza, no queramos rey tirano, que así mata a los caballeros que defienden su tierra. No había acabado Alabez de decir estas palabras, cuando toda la gente plebeya comenzó a dar grandes voces y alaridos, apellidando toda la ciudad, y diciendo: --Traición, traición, que el rey ha muerto a los Abencerrajes: muera el tirano, muera el tirano: no queremos rey traidor. Esta voz comenzó a divulgarse por toda la ciudad con un furor diabólico; todos tomaron armas a muy gran priesa, y comenzaron a subir al Alhambra, y en breve espacio se juntaron más de catorce mil hombres de todas suertes y otros muchos caballeros; y más de doscientos Abencerrajes que habían quedado, y con ellos Gazules, Venegas, Almoradís, Almohades y Azarques, y todos los demás caballeros de Granada, los cuales decían a voces: --Si esto se consiente, otro día matará otro linaje de los que quedan. Era grande la vocería y rumor que había; gritos de los hombres, alaridos de las mujeres y llorar de niños. Finalmente, estaba todo tan alborotado, que parecía quererse asolar la ciudad con armas, y anegarla en lágrimas, y todo se oía en el Alhambra; y recelando lo que era, el rey muy temeroso mandó cerrar las puertas, teniéndose por mal aconsejado en lo que había hecho, y espantado de que se hubiese descubierto tan presto aquel secreto. Llegó, pues, el tropel y confusión de gente al Alhambra, dando alaridos y voces, diciendo: --Muera el tirano, muera. Y como vieron cerradas las puertas del Alhambra mandaron traer fuego para quemarlas, lo cual luego fue hecho, y por cuatro o seis partes fue puesto fuego con tanto ímpetu, que ya se empezaba a arder. Y el rey Mulahacén, padre del rey Chico, como sintió tan grandísima revuelta y ruido, siendo ya bastantemente informado de lo que era, muy enojado contra el rey su hijo, y deseando le matasen, mandó abrir una puerta falsa del Alhambra, diciendo que él quería salir a apaciguar aquel alboroto; pero no bien fue abierta, cuando estaban más de mil hombres para entrar por ella; y como vieron al rey viejo le alzaron en peso y dijeron: --Este es nuestro rey, y no otro: viva el rey Mulahacén. Y dejándole con buena guardia, entraron por la puerta muchos caballeros Abencerrajes, Alabeces y Gazules con más de cien peones. El rey mandó cerrasen la puerta falsa, y que defendiesen la entrada, porque no hubiese dentro del Alhambra más mal del que se esperaba ver; pero poco aprovechó esta diligencia, porque la gente que había entrado era bastante a destruir cien Alhambras, y andaba por las calles diciendo: «Muera el rey Chico y los demás traidores», y con este ímpetu entraron en la casa real, donde vieron solo a la reina y a sus damas casi muertas, no sabiendo la causa de tan grande alboroto; y preguntando dónde estaba el mal rey, no faltó quien les dijo que en el cuarto de los Leones. Luego el tropel de la gente fue allá, y vieron las puertas con fuertes cerraduras; pero muy poco les sirvió su fortaleza, porque las hicieron pedazos, y entraron dentro a pesar de los Zegríes que allí había, que defendían la entrada; y entrando los caballeros Abencerrajes, Gazules y Alabeces, viendo la mortandad de los Abencerrajes que había en aquel patio, a quien el rey había mandado degollar, se ensañaron de tal suerte, que si cogieran al rey y a los traidores, no se satisfacieran con que murieran degollados, sino que les buscaran mil géneros de penas para mitigar la mucha que ellos tenían; y acometieron todos a más de quinientos Zegríes, Gomeles y Mazas que estaban allí en defensa del rey diciendo: «Mueran los traidores que tal traición han hecho y aconsejado»; y con ánimo furibundo dieron en ellos a cuchilladas. Los Zegríes y los de su parte se defendían poderosamente, porque estaban bien alistados de armas, y apercibidos para aquel caso; mas poco les valió todo esto, que allí los hacían pedazos, porque en menos de una hora ya tenían muertos más de doscientos caballeros Zegríes, Gomeles y Mazas, y siguiendo su porfía iban matando e hiriendo más de ellos. Allí era el ruido y vocería, allí acudía toda la gente que subía de la ciudad, y siempre diciendo: «Muera el tirano y los traidores.» Fue tal la destrucción que los Abencerrajes, Alabeces y Gazules hicieron, y tal la venganza, que de todos los Zegríes, Gomeles y Mazas que allí estaban, no se escapó ninguno con vida. El desdichado rey se escondió, que no pudo ser descubierto. Esto hecho, los caballeros muertos los bajaron a la ciudad y los pusieron sobre paños negros en la plaza Nueva, para que toda la ciudad los viese, y se moviese a compasión viendo un tan doloroso y triste espectáculo, y la crueldad que con ellos se usó. Toda la gente andaba por la Alhambra buscando al rey con tal alboroto, que parecía hundirse todas las casas y torres; y si tempestad y ruido había allí, no menos alboroto y llanto había en la ciudad. Todo el pueblo en común lloraba a los muertos Abencerrajes. En particulares casas lloraban a los muertos Zegríes, Gomeles y Mazas, y a otros que murieron en esta refriega. Por este conflicto y alboroto desventurado se dijo este ROMANCE. En las torres del Alhambra sonaba gran vocería, y en la ciudad de Granada grande llanto se hacía; Porque sin razón el rey hizo degollar un día treinta y seis Abencerrajes, nobles de grande valía, A quien Zegríes y Gomeles acusan de alevosía. Granada los llora más, con gran dolor que sentía, Que en perder tales varones es mucho lo que perdía: hombres, mujeres y niños lloran tan grande pérdida. Lloraban todas las damas, cuantas en Granada había; por las calles y ventanas mucho luto parecía. No había dama principal que luto no se ponía, ni caballero ninguno que de negro no vestía; Si no fueron los Gomeles donde la traición salía, y con estos los Zegríes que les hacen compañía. Y si algún luto llevaban, es por los que muerto habían los Gazules y Alabeces con gran valor y osadía en el cuarto de los Leones, por vengar la villanía. Y si hallaran al rey Chico, le privaran de la vida, por consentir la maldad que allí cometido habían. Volviendo ahora al sangriento y pertinaz motín de la granadina gente contra el rey y sus valedores, es de saber, que el valeroso Muza como vio poner fuego al Alhambra, con gran presteza acudió a aplacar las furiosas llamas; y sabiendo que el rey Mulahacén su padre había mandado abrir la puerta falsa del Alhambra, luego se fue hacia ella acompañado de gran tropa de gente, y en llegando vio al rey Mulahacén acompañado de más de mil hombres que le guardaban, y a grandes voces decían: --Viva el rey Mulahacén, al cual reconocemos por señor, y no al rey Chico, que a tan gran traición ha muerto la flor de los caballeros de Granada. Muza dijo: --Viva el rey Mulahacén, mi padre, que así lo quiere toda Granada. Lo mismo dijeron todos los que iban con él; y diciendo esto entraron en el Alhambra y fueron a la casa real, y andándola toda no toparon al rey. De aquí fueron al cuarto de los Leones, y vieron el estrago que habían hecho los Abencerrajes, Gazules y Alabeces en los Zegríes, Gomeles y Mazas; y Muza dijo: --Si traición se hizo a los Abencerrajes, bien se han vengado, aunque la traición no tiene satisfacción. Y pesándole de lo que había, salió de allí y se fue a la cámara de la reina, a la cual vio llorosa, acompañada de sus damas y de la hermosa Celima a quien Muza amaba tiernamente. La temerosa reina le preguntó a Muza: --¿Qué vocería era aquella que sonaba en la ciudad y en el Alhambra? --Cosas son del rey --dijo Muza--, que sin mirar más de su gusto, dio lugar y consintió una traición notable, ejecutada en los caballeros Abencerrajes, de quien siempre ha recibido muy grandes servicios, y en pago de ellos hoy ha muerto a treinta y seis dentro del cuarto de los Leones. Esto es lo que el rey mi hermano, vuestro marido, ha hecho, o permitido que se hiciese; por lo cual el reino tiene perdido, y él está, si parece, a punto de perderse, porque ya toda la gente de Granada, así caballeros como todos los demás estados, han recibido a mi padre el rey Mulahacén por rey y señor, y a esta causa anda el alboroto y motín que hay. --Santo Alá --dijo la triste y afligida reina--, ¿que eso pase? ¡Ay de mí! Y diciendo esto se cayó amortecida en los brazos de Galiana. Todas las damas lloraban amargamente el caso doloroso que había sucedido, y lloraban a su triste reina puesta en tal calamidad. La linda Haja y la hermosa Celima se hincaron a los pies de Muza, y como quien tanto le amaba le dijo de esta manera: --Señor mío, no me levantaré de vuestros pies hasta que me deis palabra de hacer en este negocio tanto que quede apaciguado, y el rey vuestro hermano en su posesión como de antes; que aunque ha procurado mi amistad, no teniendo respeto a la vuestra, no se ha de formar venganza estando el enemigo caído, ni se ha de dar mal por mal, sino porque de hoy más tengo cuidado de no ofenderos en esto ni en otra cosa alguna; en lo que os pido recibiré de vos muy grande merced. Fátima, que sabía el grande amor que los dos se tenían, le pidió a Muza que le concediese a Celima lo que le pedía, y que no tuviese a sus pies a la que merecía la corona del mundo. Muza que estaba transformado en mirar el adorno y nobleza que naturaleza dio a Celima, no advirtiendo que la tenía a sus pies con la hermosa Haja, las levantó del suelo, dándolas palabra de apaciguar el vulgo, y de poner al rey su hermano en la posesión del reino; con lo cual obligó a su dama a que le amase con más extremo. Las damas echaron agua en el rostro de la reina, y de este modo volvió en sí llorando, y Muza la consoló dándola buenas esperanzas; y se despidió de ella y sus damas, y fue adonde estaba su padre y le dijo: --Mande vuestra alteza pena de muerte al que no dejare las armas, y no se sosegare. Luego mandó el rey que se pregonase así en el Alhambra y por toda la ciudad, y Muza mandó a la gente de guerra que se aquietasen, y a todos los demás se lo rogó. Mediante esto se apaciguó el pertinaz motín y rebelión, teniendo unos intento de obedecer a Mulahacén, y otros al rey Chico. Para esto ayudaban a Muza todos los más principales de Granada, y los linajes desapasionados, que eran Alabeces, Bencerrajes, Laugetes, Azarques, Alarifes, Aldoradines, Almoradís, Almohades y otros muchos caballeros de Granada. De esta suerte fue todo apaciguado, y Muza rogó a todos que no quitasen a su hermano la obediencia, sino que Granada volviese al estado en que antes estaba; que si malos consejos no dieran al rey, nunca él mandara hacer lo que se hizo. Todos los caballeros dieron palabra a Muza de no quitar la obediencia a su hermano el rey; solo los Abencerrajes, Gazules, Alabeces y Almoradines, estos cuatro linajes poderosos, no quisieron estar en la obediencia del rey Chico, por lo que hizo contra los Abencerrajes en admitir el mal consejo del traidor Zegrí; y era así verdad, que por dar crédito de ligero el fácil rey aceleró el negocio; y si lo llevara por justicia, no se le siguiera la perdición que le vino a él y a la ciudad. Por esta traición se hizo el romance siguiente: Caballeros granadinos, aunque moros hijosdalgo, con envidiosos intentos al rey Chico van hablando; gran traición se va ordenando. Diz que los Abencerrajes, linaje noble afamado, pretenden matar al rey, y quitarle su reinado; gran traición se va ordenando. Y para emprender tal hecho, tienen favor muy sobrado de hombres, niños y mujeres, todo el granadino estado; gran traición se va ordenando. Y a su reina tan querida de traición la han acusado, que en Albín Abencerraje tienen puesto su cuidado; gran traición se va ordenando. De esta suerte va declarando el romance la historia que se ha contado, y la traición; mas porque me aguardan otras cosas importantes no se acaba. Volviendo a Muza, que con gran diligencia procuraba aplacar los airados pechos de los más principales caballeros y demás gente para que volviesen a dar la obediencia al rey Chico, como antes estaba, atrajo muchos a su voluntad, salvo los cuatro linajes que hemos dicho, y algunos más caballeros que no quisieron estar en la obediencia del rey Chico, sino a la del rey Mulahacén; y así siempre hubo allí muchas diferencias entre los dos reyes, padre e hijo, hasta que se perdió Granada. Y la causa porque los Gazules, Alabeces, y Aldoradines no quisieron ser de la parte del rey Chico, aunque Muza hizo las diligencias posibles, fue el que ya tenían tratado entre ellos de volverse cristianos, y pasarse con el rey D. Fernando, como adelante se dirá. Pues como viese Muza la mayor parte de la ciudad reducida a su voluntad para que volviese su hermano a ser obedecido, y al gobierno de su reino, procuró saber adónde estaba; y supo cómo se había retirado al cerro del Sol, que hoy llaman de Santa Elena, en una mezquita que estaba allí, huyendo de la voz que oyó cuando decían todos: _Muera el tirano y los traidores_; y visto este estrago, que hacían los Abencerrajes, Gazules y Alabeces en los Zegríes y Gomeles, se salió por una puerta falsa maldiciendo su ventura y el día de su nacimiento, quejándose del Zegrí que le había aconsejado cometer tal traición contra tan leales caballeros. Los Zegríes y Gomeles le consolaban, diciéndole que no se fatigase, que mil Zegríes y Gomeles tenía de su parte, los cuales morirían en su defensa, y que el consejo no había sido malo, sino importante, si no se descubriera tan presto. Y en esto vieron venir a Muza en un caballo, y fueron a dar aviso al rey; el cual temeroso preguntó, si venía de paz, o de guerra. --De paz viene --respondió un Zegrí-- y solo, y debe de querer hablarte. --Alá se sirva que sea por bien --dijo el rey--; porque se temía de Muza, a causa de Celima. En esto llegó Muza, y preguntando si estaba allí el rey su hermano, le fue dicho que sí; y apeándose del caballo entró en la mezquita, donde vio al rey acompañado de Zegríes y Gomeles; y haciéndole el acatamiento que de antes solía, le dijo así: --No careces de culpa, permitiendo una maldad y traición tan grande como la que se ha usado con el más noble y leal linaje de todo el reino. Y mirad lo que se ha seguido de su muerte; alboroto de toda la ciudad, muerte de muchos, pérdida de tu reino; y lo fuera de tu vida, si no te hubieras retirado aquí. Los reyes que han de gobernar en paz, sosiego y tranquilidad a sus vasallos, ¿son esos los alborotadores, y privadores de la paz? Merecido y justo castigo es, que sean desposeídos de sus reinos, y aun de las vidas. Si a caballeros leales que sirven bien das tal pago, ¿quién esperas que te sirva? Si se te había ofendido, que no creo tal, siguieras la causa por justicia, y no con violencia. ¿Qué demonio te insistió a hacer tal matanza? ¿Qué causa te movió? --Hermano --dijo el rey--, ya que me has preguntado la causa de mi determinada ira, yo te la diré en presencia de los oyentes: Sabrás, que los caballeros Abencerrajes tenían determinado matarme, y alzarse con el reino; y sin esto Albín Hamete Abencerraje adulteraba con la reina mi mujer, pues de todo tengo bastante y probada verificación: ¿parécete que aceleré en el caso? Admirado Muza, le respondió: --No tengo yo a la reina en tal opinión, ni lo creo, ni tengo a los Abencerrajes por caballeros que tal traición ordenaran, porque son ejemplo de lealtad. --Pues si no lo crees --dijo el rey--, pregúntalo a Hamete Zegrí, y a Mahandín y a Mahandón que están presentes, que ellos te dirán como testigos de vista. Y los falsos refirieron a Muza lo que al rey habían dicho, lo cual no creyó, porque conocía que la reina era muy honesta y virtuosa, y así les dijo: --Yo no puedo persuadirme a que eso sea así, ni creo que habrá caballero que lo sustente, porque es cierto que ha de quedar por infame y fementido. --Pues nosotros, dijo Mahandón, lo sustentaremos contra cualesquier caballeros que lo quisieren contradecir. Y enojado Muza, dijo: --Pues aunque no sea sino por honra de mi hermano el rey, se ha de seguir por justicia esta causa y la de los Abencerrajes, pues os preferís a sustentar con las armas la acusación que ponéis; y mirad cuán seguro estoy de la casta reina, que sé que habéis de morir, o quedar desmentidos; y si me fuera lícito, yo solo había de defender la inocente reina y a los nobles Abencerrajes, porque clara y manifiestamente se parece ser mentira causada de envidia; pero impídelo la paz que ando buscando. Los Zegríes comenzaron a alborotarse, diciendo que ellos eran caballeros y lo que habían dicho lo sustentarían en campo armados a los cuatro caballeros. --Eso se verá presto --dijo Muza; y díjole al rey--: Vamos al Alhambra, que ya todo está apaciguado: solo quedan cuatro linajes de caballeros que no os quieren dar obediencia, sino a nuestro padre: pasen algunos días, que yo los compondré. Y vosotros, Zegríes y Gomeles, advertid, que si por vuestro consejo murieron degollados treinta y seis caballeros Abencerrajes, de vuestros linajes hay más de cuatrocientos caballeros muertos; mirad si ha sido granjería la que habéis hecho. Id al Alhambra, y mandad que los saquen del cuarto de los Leones, y dadles sepultura, que así han hecho los Abencerrajes a todos sus deudos, muertos sin culpa. Con esto salió Muza de la mezquita, y el rey Chico con él, fiado de su palabra, y le dijo: --Muza, ¿quién te dio aviso de que estaba yo aquí? --Quien te vio venir --dijo Muza. Diciendo esto, se bajaron todos del cerro, y se entraron en el Alhambra. Los Zegríes llevaron los cuerpos muertos a sus casas, y los fueron acompañando, y Muza con ellos, por evitar algún escándalo; y en todo aquel día no se oía en toda Granada otra cosa sino llantos y gemidos muy tristes. El rey se retiró a su cuarto con muy buena guarda, y mandó que no dejasen entrar a nadie en todo aquel día; lo cual se cumplió todo así, que ni aun a la misma reina dejaron entrar, y muy confusa se volvió a su retrete, no sabiendo la causa de tan grande encerramiento, pues le había enviado a decir Muza que no tuviese pena, que el rey volvería a su silla. CAPÍTULO XIV. _En que se da cuenta cómo los traidores pusieron acusación a la reina y a los Abencerrajes, y cómo la reina fue presa por ellos, y dio cuatro caballeros que la defendiesen, y de lo demás que sucedió._ Los muertos ya enterrados de la una parte y de la otra, y habiendo cesado los llantos por ellos hechos, y reducida la parte mayor de los caballeros de Granada a la obediencia del rey Chico, por orden del valeroso capitán Muza, habiéndose pasado aquel día tan memorable para Granada, luego el día siguiente dio orden que fuesen a hablar al rey; y así se juntaron todos los más principales, y le fueron a ver, aunque contra su voluntad, solo por hacer placer al valiente Muza; y en entrando en su real sala, se fueron sentando por su orden, como antes solían, aguardando que el rey saliese de su aposento: el cual como supo que estaba allí Muza y los demás caballeros, salió vestido de negro mostrando tristeza en el rostro, y sentado en la silla real, mirando a todos, les dijo: --Muy leales y verdaderos vasallos, amigos míos, bien sé que habéis estado muy enojados conmigo, y con deliberación de quitarme el reino y la vida por lo que hubo en el cuarto de los Leones, no sabiendo vosotros el fundamento y justa causa que a ello me movía, y sin escandalizaros; pero a veces la cólera ciega la razón de modo, que no da lugar a la consideración con el deseo de la venganza. Alá os guarde de rey injuriado, que no aguarda dilación su agravio. Y para satisfacción de mi poca culpa, y muy sobrada justicia, pedida y demandada de mi crecido agravio, habéis de saber, oh nobles granadinos, que los famosos Abencerrajes, de cuya fama el mundo está lleno, habían conspirado y hecho conjuración para privarme del reino y de la vida, y de todo esto tengo fulminado proceso con información bastante, por donde son dignos de muerte, y más. Albín Hamete, Abencerraje, violó mi honra con mancha de adúltero, tratando con la reina Sultana, mi mujer, de deshonestos y secretos amores, aunque no lo fueron tanto, que con facilidad fueron descubiertos; y en esta sala hay caballeros testigos de vista que lo dirán y sustentarán, y a esta causa se ejecutó ayer lo que visteis, queriendo por mi mano tomar venganza de tan enorme injuria y deshonra; y si no se descubriera tan presto mi intento, no hay duda, sino que no fuera ya vivo ningún Abencerraje; mas mi mala suerte ordenó que se descubriera. De lo pasado me pesa solo por el alboroto de la ciudad, y por haber muertes de nobles y leales caballeros a manos de los Abencerrajes vivos y de los Gazules, y la sangre de los Zegríes y Gomeles vertida por mi causa pide justísima venganza, la cual prometo hacer por Mahoma. Y ahora doy por sentencia que los Abencerrajes que son culpados en esto, por tener atrevimiento de entrar con mano armada en mi casa real, sean desterrados de Granada, y dados por traidores, y sus bienes confiscados a mi real Cámara, para que de ellos haga mi voluntad; y los que no son tan culpados y los ausentes, así alcaides, como los que no lo son, que se queden en Granada privados de mi real servicio. Y si tuvieren hijos varones, los envíen a criar fuera de la ciudad; y si fueren hijas, que las casen fuera del reino; y esto mando que se publique por toda Granada. Y en lo que toca a la reina Sultana, mi mujer, mando que los caballeros que han de poner la acusación la pongan luego; y puesta, sea presa, hasta que se vea su justicia conforme a derecho, que no es justo que un rey como yo viva afrentado. Estas dos cosas fueron la causa, buenos caballeros y leales vasallos, del alboroto de ayer: ahora considere cada uno la causa por suya, y juzgue lo que haría, y verá cómo no se satisface mi agravio, y respóndame. Dichas estas palabras por el rey todos los caballeros que estaban allí juntos se miraban los unos a los otros, y admirados de todo aquello que el rey les había dicho, no sabían qué responderle, porque ninguno de los que vinieron con Muza a dar la obediencia al rey, no dio crédito a cosa ni parte de lo que tocaba a los Abencerrajes, como ni a lo de la reina, y luego entendieron ser traición; y así los caballeros Almoradís, Almohades, y otros que eran parientes de la reina Sultana, hicieron entre ellos gran movimiento y comunicación, y al cabo de una pieza que el rey aguardaba respuesta, se levantó un caballero Almoradí, tío de la reina, y respondió, diciendo: --Atentos hemos estado, rey Abdalí, a tus razones, con las cuales no menos pesadumbre y alboroto que ayer se espera; porque en lo que has hablado manifiestamente parece ser averiguada traición, así en lo que toca a los caballeros Abencerrajes, como en lo de la reina; porque los Abencerrajes son nobles, y en ellos no puede caber traición, ni tal de ellos se puede presumir; porque de su bondad y nobleza siempre han dado verdadero testimonio sus obras, por las cuales tú y tu reino habéis resplandecido; y si ahora los mandas desterrar, tu reino de hoy en más lo puedes dar por ninguno, y al tiempo pongo por testigo; cuanto y más, que aunque tú los destierres, si ellos con su gusto y voluntad no se quieren salir de Granada, no los puedes tú hacer fuerza, atento que no eres rey supremo por ser vivo tu padre, el cual estima mucho a este linaje. Si no me crees, mira tu palacio, y verás como en faltando todos los Alabeces, Gazules, Aldoradines y Venegas, parece estar solo y sin acompañamiento ninguno, y te has de ver sin todos estos y otros muchos, por ser amigos de los Abencerrajes, pues la plebe ya bien sabes el amor que les tiene; y sé de cierto, que si el amor de ellos levantara bandera contra ti, te echaran del reino en que estás; pero son leales, y antes morirán que tal hagan. Repórtate, rey mal aconsejado, y no te ciegue la cólera; y en lo que dices de la reina que ha sido adúltera, es falso; es matrona ilustre y honesta, y se debe tener y estimar en mucho; y si contra ella te mueves o alteras, los Almoradís, Almohades y sus parciales te hemos de quitar la obediencia, y hemos de darla a tu padre; y cualquiera que pusiere falta o dolo en la reina Sultana, miente y es un villano, y yo lo probaré donde quisiere. El traidor Zegrí, Mahandín Gomel, Mahandón y Abenhamete con saña se levantaron y dijeron que lo que ellos decían era verdad, y quien lo contradecía, mentiría. Los Almoradís se alzaron poniendo mano a las armas; todos los Zegríes y Gomeles hicieron lo mismo, y con gran enojo se fueron los unos a los otros, moviendo mucho escándalo y alboroto en el palacio real; mas los caballeros Azarques y Alarifes, Muza, Sarracino, Reduán y el mismo rey, obraron tanto, que no los dejaron juntar, antes los aquietaron e hicieron sentar; y estando sosegados dijo estas razones Muza: --Señores caballeros, yo querría que se pusiese la acusación a la reina, y que por ella sea presa, pues confío en Alá que su inocencia ha de ser verdugo de los acusadores falsos, y han de morir o retractarse de lo dicho, de donde se seguirá mayor lauro y corona de honor a la inocente reina y a todos los de su linaje; para lo cual salga aquí la reina, responda por sí, y dé y señale caballeros que la defiendan. A todos pareció bien lo que Muza dijo, y así fue llamada la reina Sultana, la cual fue acompañada de sus damas, y los caballeros se levantaron y la hicieron grande acatamiento, salvo los traidores; y antes que la reina se sentase en su estrado le dijo Muza: --Hermosa Sultana, hija del famoso Moraicel, y de nación Almoradí por descendencia del padre, y Almohades por la madre, descendientes de los reyes de Marruecos: sabrás, reina de Granada, por tu daño, como en esta sala hay caballeros que pongan dolo en tu castidad, diciendo que no has guardado las leyes conyugales, como era razón, a tu marido el rey; antes dicen que has adulterado y hecho traición con Albín Hamete, Abencerraje; por lo cual ayer fue degollado con los demás Abencerrajes que murieron. Si esto es así, lo cual todos nosotros no creemos, porque tenemos entera satisfacción de tu bondad, virtud y castidad, has incurrido en pena de muerte de fuego; por tanto da razón de ti, para que no haya más escándalo del que por tu causa ha habido; y si no le das cual conviene a tu honor y al de tu marido, morirás quemada conforme a nuestras leyes: yo te lo he dicho, no por ofenderte, sino para que repares con tiempo la defensa y lo que te conviene, que por mi parte seré en tu favor y en todo lo que pudiere, como lo verás. Con esto calló Muza, y se sentó, aguardando que la reina respondiese. La cual como oyó lo que Muza le había dicho, miró a todos los caballeros de la sala; y como los vio callar, tuvo por verdad lo que al pronto había escuchado por donaire y juego; y reparándose un poco, sin mudarse la color de su hermoso rostro, ni hacer mudanza mujeril, respondió de esta suerte: --Cualquiera que en mi honestidad pura, limpia y casta pusiere alguna falta, miente, y no es caballero, sino villano, vil y de bajos pensamientos, mestizo, infame y mal nacido, indigno de entrar en el real palacio; y sea quien fuere, póngase aquí en mi misma presencia la acusación que contra mí se ha hecho, que no temo pena ninguna, porque mi inocencia me asegura, y mi castidad y limpieza me hacen libre: jamás con pensamiento ni obra hice ofensa al rey mi marido, ni la pienso hacer en tanto que mi marido fuere, ni después; ora sea por separación de muerte, o por repudiación de su parte hecha. Mas estas cosas y otras tales no pueden salir sino de moros, de quien no salen sino maldades y novedades, como de hombres de poca fe y mal inclinados. Benditos sean los cristianos reyes y quien los sirve, que nunca entre ellos hay semejantes maldades, y la causa es estar fundados en buena ley. Pero una cosa sé decir, que confío en el santísimo Alá que ha de volver por mi casta limpieza, y descubrir la verdad; y hago promesa de que si Alá se sirve de dar victoria a mis defensores, como lo espero en él que se la dará, viéndome libre de este testimonio, de no volverme a juntar con el rey en poblado ni fuera. Diciendo esto comenzó a llorar, y con ella todas sus damas; de tal manera, que a todos los caballeros que la oían movía a muy grande compasión y lástima. Lindaraja se hincó de rodillas delante de la reina, y pidió licencia para partirse a Sanlúcar a casa de un hermano de su padre, pues por mandado del rey habían muerto sin culpa a su querido padre, y pues desterraron a los Abencerrajes, que ella se quería desterrar, por no ver las tiranías y crueldades que cada día se hacían, y más el testimonio que a su alteza se levantaba; que no diese lugar que ella presenciara a aquellos dolores tan acerbos; y que cuando la honra de la reina padecía, no estaba segura la de sus damas, dueñas y doncellas. La reina la abrazó llorando, y quitándose del cuello la cadena que el maestre la dio el día de la sortija, dijo: --Toma, amiga, yo quisiera galardonar tus servicios fieles y leales, pero ya, por mi desdicha, no soy señora de bienes, sino de males: dichosa tú, y yo sin ventura. Vete en paz, y vive en ella, que ausente de la corte yo sé que la tendrás. Y diciendo esto la apretó entre sus brazos, regándola su hermoso rostro con lágrimas, las cuales Lindaraja derramaba de sus ojos en abundancia. Aquí se aumentó el llanto de todas las damas, porque las iba abrazando y despidiéndose de todas. Estaban los circunstantes tan lastimados de la dolorosa despedida de la reina y de Lindaraja, que no dejaban de ayudar con lágrimas; y no pudiendo sufrir aquel dolor, todos los Almoradís y Almohades, y otros de su parcialidad, se salieron llorando de la sala diciendo: --Abdalí rey, abre los ojos y mira lo que haces, y tennos por tus enemigos de aquí adelante. Lindaraja despidiéndose del rey se salió de palacio, y acompañada de su madre y de algunos caballeros se bajó a la ciudad, y al otro día se partió para Sanlúcar, y Gazul en su compañía, que era el que la servía, como ya se ha dicho, y adelante se tratará de ellos más largamente. Ahora vayan su camino, y volvamos a tratar del rey, y de la acusación de la triste reina Sultana, la cual lloraba muy dolorosamente su deshonra, y con ella sus doncellas. El rey mandó al traidor Zegrí que pusiese la acusación, y él se levantó y dijo: --Por la honra de mi rey, y volviendo por ella, como debo, digo que la reina Sultana es adúltera, y que yo y Mahandín la vimos en Generalife, debajo de un rosal, que está junto a la fuente grande, estar en lascivas concupiscencias con Albín Hamete, Abencerraje; lo cual sustentaremos los cuatro a otros cuatro que señale la reina en su defensa. A esto respondió la reina: --Mientes, como traidor infame, falso, tú y todos vosotros; yo fío en el poderoso Alá que ha de descubrir la verdad, y os ha de costar muy caro. El rey dijo: --Sultana, dentro de treinta días habéis de dar caballeros que os defiendan; donde no, se procederá contra vos conforme a la ley. Sarracino no pudiendo sufrir más aquella lástima, dijo: --Yo me ofrezco a la defensa de la reina, aunque no haya más caballeros que quieran volver por su honor. Reduán dijo: --Yo seré el segundo, y serviré de tercero y cuarto. Muza dijo: --Pues yo ayudaré también, y no faltará otro caballero que ayude, porque se haga la batalla cuatro a cuatro; y mire la reina si nos quiere admitir, que como caballeros juramos de hacer el deber. La reina respondió: --Muchas mercedes, señores caballeros, por la que me hacéis tan señalada; yo veré lo que me importa, pues tengo término suficiente, aunque sé que en hacer tales caballeros la batalla, mis enemigos serían vencidos, y mi honra satisfecha. El rey mandó que estuviese presa en la torre de Comares, y en su compañía Galiana y Celima para que la sirviesen. Luego Muza y otros caballeros llevaron a la desdichada e infeliz reina presa, y la pusieron en un aposento, y a la puerta doce caballeros de guarda, con orden que si no es a Muza, otro no pudiese entrar a hablar con ella. Esto hecho se despidieron del rey todos los caballeros, por lo que había pasado. Las damas de la reina se fueron todas: las doncellas en casa de sus padres, y las casadas a sus casas con sus maridos. Reduán se llevó a su querida Haja; Abenámar a Fátima, que estaba muy triste por lo que sus parientes habían hecho. Todas las demás damas se fueron, quedando desierto el cuarto de la reina. Quedaron con el rey Zegríes, Gomeles y Mazas, por acompañarle, y a muchos pesaba de lo que habían empezado a hacer, porque imaginaban que no podían tener buen fin todas aquellas traiciones. Luego se pregonó que dentro de tres días saliesen los Abencerrajes desterrados, so pena de las vidas. Los Abencerrajes pidieron dos meses de término, porque querían salir del reino; y fueles concedido a instancias de Muza, porque entre él y ellos se trató lo que adelante se dirá. Este pregón se divulgó por toda la ciudad, y sintieron tanto los moradores de ella el agravio que a los Abencerrajes se hacía, que si quisieran ellos levantar bandera contra el rey Chico, los ayudaran con sus personas y haciendas, porque en extremo eran amados de toda la ciudad, y tenidos en lugar de padres y amparadores de todos. Este pregón lo oyó una hermana del rey Chico, llamada Moraina, la cual era mujer de Albín Hamete, Abencerraje; y llena de enojo por haberle muerto a su marido sin culpa, y de temor por haberle quedado dos niños, uno de cinco años y otro de tres, vestidos ambos de luto y ella también, fueron al Alhambra y en su compañía cuatro caballeros Venegas, y entraron en la sala del rey para hablarle. Los guardas conociendo a Moraina, la dejaron entrar en el aposento del rey, su hermano, al cual halló solo; y haciéndole mesura, le dijo: --¿Qué es esto, rey? Rey te digo, y no hermano, aunque es nombre de más piedad; mas porque no entiendas que soy de los conjurados contra ti, como tú mismo dices, te llamo rey. Pues dime, ¿qué clima es este que nos sigue tan cruel? ¿Qué hado tan rigoroso y sangriento es este? ¿Qué estrella tan caliginosa y mortífera corre predominando y causando tantas desventuras? ¿Qué cometa llena de fuego es este, que así abrasa y eclipsa el claro linaje de los Abencerrajes? ¿En qué te han ofendido, que así totalmente los quieres destruir? ¿No te ha mitigado haber degollado la mitad del linaje, sino que ahora mandes desterrar a los que han quedado? Y ya que así es, ¿qué razón hay para que los hijos inocentes de los padres se hayan de dar a criar fuera de la ciudad, y a las hijas casarlas fuera del reino? ¡Pregón duro! ¡Sentencia cruel! ¡Mandato acerbo! ¿Dime de qué sirven estas tiranías, rey inclemente? Y yo triste, desconsolada y viuda, hermana tuya por mi mal, ¿qué haré con estos dos niños, retrato de aquel caballero Albín Hamete, mandado por ti degollar sin culpa? ¿No bastó la muerte inocente de su inculpable padre, sino desterrar los huérfanos hijos? ¿A quién los encomendaré fuera del reino que los críe? Si a ellos destierras, yo he de ir también por su madre. ¡A tu sangre maltratas! Por Alá santo te ruego, que te reportes; mira que estás mal aconsejado; no pase adelante tu crueldad injusta, que es en los reyes grande imperfección ser crueles, y más donde no hay culpa, sino interés y envidia. Con esto cesó la bella Moraina, no dejando de llorar, y dando dolorosos suspiros de lo más íntimo de su alma. Todo lo cual no fue bastante a ablandar el diamantino corazón del rey, antes encendido en infernal cólera, los ojos encarnizados contra su hermana, la dijo: --Di, Moraina infame, sin conocimiento de la real sangre, ¿tan poco valor en ti se encierra? ¿Eso me dices? ¿Di, no consideras la mancha que puso en mi honra tu desleal marido? Si tú tuvieras una gota de mi real sangre, sintieras mi agravio, y esa gota dando el pecho a tus hijos, les fuera veneno mortífero; y si este efecto hiciera, diría que eras mi hermana; pero no creo que lo eres, pues no sientes lo que yo. Mejor hubieras hecho en haber quemado esas dos ramas infames, salidas de aquel aleve tronco, causador de mi afrenta; y pues tan poco miramiento has tenido, y no has hecho oficio de hermana, yo haré lo que tú no hiciste. Y diciendo esto asió al niño mayor, y alzándole en peso, le puso debajo del brazo izquierdo, y echando mano a la daga se la metió por la garganta, que no pudo defenderle la desdichada madre; y dejando muerto al inocente niño, a pesar de su triste madre, tomó al otro, y le degolló, dejando segadas las manos a la sin ventura Moraina por quitarle a su tierno niño. Y habiéndolos muerto, dijo el sanguinolento rey: --Acábese de raíz esta traidora casta de Albín Hamete. Vista la crueldad del tirano rey, la lastimada madre, bramando como leona, acometió a su hermano por quitarle la daga para matarle; pero el rey se defendió, y visto que no podía defenderse de ella, porque le pedía sus hijos, con diabólica furia la dio dos puñaladas en el delicado pecho, de las cuales cayó muerta con sus hijos; y dijo el rey: --Allá irás con tu marido, pues tanto le amas, que tan traidora eres como él. Y luego mandó que enterrasen aquellos cuerpos en la sepultura de los reyes, lo cual se hizo admirándose de aquel acaecimiento. Los caballeros Venegas, sabiendo el caso atroz que el rey había cometido, salieron del Alhambra, y se fueron a la ciudad, y contaron el caso a otros caballeros; y así se supo por toda Granada aquella gran crueldad del rey. Muchos determinaron de matarle, y más sabiendo la injusta prisión de la reina; mas vivía el rey con tal cuidado y guarda, que no tuvieron lugar de ejecutar su deseo; porque la puerta del Alhambra la guardaban mil caballeros, y de noche se cerraba bien, y por los muros y baluartes había puestas muchas postas y centinelas, guardando todas las entradas. La gente del rey Mulahacén guardaba lo que le tocaba, que era la plaza de los Aljibes y la torre de la Campana, y las torres cercanas a ella, y sus baluartes y barbacanas. Finalmente, lo mejor del Alhambra tenía Mulahacén: el rey Chico tenía la casa real antigua, y cuarto de los Leones y Torres de Comares, y miradores del bosque a la parte del Darro y Albaicín. Aunque las guardas y gente de ambas partes estaban separadas y apartadas, y cada cual seguía la parte de su rey, jamás entre ellos había discordias por mandado de los reyes y ruegos de Muza. Y aunque había dos reyes, la gente más principal seguía al rey viejo, como eran Alabeces, Abencerrajes, Gazules, Almoradís, Langetes, Atarfes, Azarques, Alarifes y todo el común ciudadano, respecto de estar bien con los caballeros Abencerrajes y sus valedores. Al rey Chico seguían Zegríes, Gomeles, Mazas, Alabeces, Bencerrajes, Almoradís, Almohades, y otros muchos linajes y caballeros de Granada, aunque después de la prisión de la reina se habían pasado al rey viejo los Almoradís, Almohades y Venegas. Estaba Granada divisa y llena de bandos y escándalos cada día, y más se acrecentaron cuando los caballeros Venegas dieron noticia de la crueldad que el rey Chico había usado con su hermana y con sus sobrinos; la cual fue de todo punto causa de que los Almoradís, Almohades, y Marines, y otros muchos caballeros de gran valor le desampararon; de tal manera, que casi toda Granada estaba apercibida en su daño. Solo tenía de su parte a los Zegríes, Gomeles y Mazas; y como estos tres linajes eran tan poderosos, le sustentaron en su estado hasta que se perdió, como adelante se dirá. Volviendo a la muerte de los hijos de Moraina y de la suya, hubo en Granada grande sentimiento del doloroso caso. Todos decían que era el rey muy cruel, tirano, enemigo de su sangre, e indigno del reino y de la vida. Quien más sintió esta muerte fue el capitán Muza, hermano de Moraina, y firmó con juramento, que había de ser vengada aquella traición antes de muchos días; y si Muza sintió el desaforado caso, cruel y grave, no menos lo sintió el rey Mulahacén, que al fin era su padre. Y después de haber hecho gran llanto por su amada hija y por los nietos tan queridos, con ferviente enojo se fue a armar, y se puso un fino jaco y un acerado casco, y sobre el jaco una aljuba de escarlata, y tomó una tablachina en el brazo izquierdo; y llamando a su alcaide, le dijo, que muy presto juntase la gente de su guardia, que eran más de cuatrocientos caballeros. El alcaide los juntó, y les dijo que el rey Mulahacén los mandaba juntar; que estuviesen apercibidos para lo que les mandase. Ellos dijeron, que allí estaban a su mandado. Y visto por el rey que los de su guardia estaban juntos y alistados, salió a la plaza de su palacio, donde estaba toda la gente, y les dijo así: --Valerosos vasallos y amigos míos, grande deshonra es que mi hijo me usurpe cetro y corona contra toda mi voluntad, y que siendo yo vivo haya otro rey; y bien sabéis cómo se hizo llamar rey por el favor y ayuda que le dieron los Zegríes, Gomeles y Mazas, diciendo que yo era viejo y sin provecho para la guerra y gobierno del reino; y por este engaño y color de ambición muchos caballeros le han seguido, y me han dejado contra toda razón. Que bien se sabe que ningún hijo puede ser heredero del reino, ni de hacienda hasta la muerte de su padre; y así lo mandan expresamente las leyes, las cuales ha quebrantado mi hijo, me ha usurpado el reino, y procede mal en la gobernación; pues en lugar de conservar la paz y sosiego en que yo tenía el reino, es perturbador e inquietador de ella, y alborotador del pueblo; y en lugar de guardar a todos recta justicia, hace los mayores absurdos que en el mundo se pueden imaginar. Mirad cómo mandó degollar a los nobles Abencerrajes sin culpa suya, y cómo sin ella tiene presa a su mujer, imputándola de adúltera; y lo que más me lastima es, que haya muerto a mis nietos y a mi hija. Pues si siendo vivo yo hace esto, ¿qué hará en viéndose solo? Bien podéis desamparar vuestra patria y tierra, y buscar la ajena. Ya no quiere Alá que tal tirano viva en el mundo, y así estoy dispuesto y determinado a la venganza de mi amada hija y de mis queridos nietos, dando muerte acerba a este enemigo de su sangre y reino: por tanto, amigos y leales vasallos, vuestra ayuda pido para tal venganza, que más vale perder un vil príncipe, que no que se pierda por sus tiranías un reino como el de Granada. Seguidme todos luego, y mostrad vuestro valor acostumbrado. Diciendo esto, mandó a su alcaide que guardase muy bien su fortaleza, y se partió para la casa real donde estaba el rey Chico su hijo, diciendo él y todos los suyos: --_Libertad, libertad: mueran los traidores tiranos, y quien los sirve: no quede ninguno._ Y con esta voz dieron tan de improviso en la guardia del rey Chico, que casi no la dieron lugar a tomar las armas, y entre ellos se movió una batalla muy cruel y sangrienta, cayendo muchos muertos de ambas partes. ¿Quién viera al buen rey Mulahacén dar golpes con su cimitarra a un cabo y a otro, que no daba golpe que no derribase caballero muerto o mal herido? Porque Mulahacén siempre fue hombre de mucha fuerza en su mocedad, y de grande ánimo; y no era tan viejo que no pudiese pelear, pues aún no tenía sesenta años. Finalmente andaba entre sus enemigos como león carnicero, y sus soldados hicieron lo mismo, matando a sus contrarios. Aunque eran doblados los del rey Chico, perdieron la plaza, y a su pesar se retiraron a la casa real, adonde era tanta la gritería y voces, que no se oían los unos a los otros, salvo la voz de la libertad. El rey Chico, que oyó el tropel y ruido, muy espantado y atemorizado salió a ver lo que era, y vio a su padre entre la gente de su guardia con un rigor extraño: sospechando lo que podía ser, entró a armarse, y salió afuera para que los suyos cobrasen ánimo con su vista. A esta sazón llegó muy mal herido el capitán de su guardia, diciéndole: --Señor, ve a favorecer tu gente, que es grande el estrago que en ellos hacen tu padre y los suyos. El rey Chico salió dando voces, diciendo: --A ellos, amigos, a ellos, que aquí está vuestro rey; mueran todos. Y diciendo esto, comenzó a herir en la gente del rey su padre con tanto ánimo, que puso en los suyos tal brío, que hicieron retirar gran trecho a la gente de Mulahacén; lo cual visto por el viejo, dando voces, decía: --No os retiréis de esta vil y traidora canalla. Con el ánimo que les daba cada rey a los suyos peleaban todos con mucho esfuerzo y valor; pero poco les aprovechó a los del rey Chico su ardimiento, porque eran más valerosos los del rey viejo; y perdida la esperanza de cobrar lo perdido, se retiraron hasta los mismos aposentos del rey Chico, y allí comenzaron a pelear los unos con los otros cruelmente; de suerte que todo el palacio estaba poblado de cuerpos muertos, y bañado en sangre de los heridos. En esta refriega se encontraron padre e hijo; y viendo el viejo el estrago tan grande que en su gente hacía su hijo, sin mirar el paternal amor que debía tenerle, acometió a él con una furia de hircana sierpe, diciendo: --Aquí pagarás, aleve, la muerte de mi hija y nietos. Y diciendo esto, le dio un tan gran golpe con la cimitarra en la rodela, con que le reparó, que se la hendió en dos partes, y el reyecillo fue herido en el brazo; y si no se reparara bien, allí acabara la vida; y fuera gran bien para Granada, porque se evitaran tantos males como por su causa hubo. Pues como el rey Chico se vio herido, y sin rodela, con indecible coraje, no respetando las canas de su padre, ni teniéndole aquella reverencia y obediencia que los buenos hijos deben tener a sus padres, alzó el brazo para herirle con el alfanje; mas no tuvo efecto su mal propósito, porque a la sazón acudieron muchos caballeros así de una parte como de otra, cada uno por favorecer a su rey. Aquí se aumentó la gritería y se renovó la civil y sangrienta batalla; de manera que era gran compasión ver la mortandad de aquella mal considerada gente. Tan sin piedad se mataban y herían, como si en ellos de antigüedad viniera algún mortal odio y civil guerra. Allí eran hermanos contra hermanos, padres contra hijos, parientes contra parientes, sin guardar el decoro al parentesco y amistad, no más guiados que por pasión y afición de sus reyes; cada uno favoreciendo donde más afición tenía, y así con estos motivos de cada parte andaba tan sangrienta la refriega, como si fuera batalla hecha entre dos enemigos ejércitos. Mas como la gente y guardia del rey Chico eran más que los de Mulahacén, sacaban ventaja; lo cual conocido por un moro de la parte de Mulahacén, hombre de ardid y buen soldado, por salir con la victoria que pretendían, comenzó a decir en altas voces que todos lo oían: --_A ellos_, _a ellos_, rey Mulahacén, que en tu socorro vienen los caballeros Alabeces, Gazules y Abencerrajes: mueran los traidores, pues de nuestra parte está la victoria. Oída esta voz por el rey Chico y por los suyos, desmayaron de suerte que parecía verse en manos de la muerte, y por evitar el notorio peligro que les amenazaba determinaron desamparar la casa real para no verse despedazados a manos de los caballeros Alabeces, Gazules y Abencerrajes; y con un esfuerzo muy crecido acometió al rey Chico con una tropa de ellos por no dejarle en poder de sus enemigos, y se salieron del real palacio, dejando a sus espaldas otra gran parte de caballeros que le defendían de sus contrarios. Los del rey Mulahacén los seguían con grande osadía, entendiendo que así era verdad, que tenían socorro. De manera que los unos retirándose y los otros siguiéndolos, unos defendiendo, otros ofendiendo, llegaron a las puertas del Alhambra, las cuales hallaron abiertas, porque las guardias las desampararon visto el alboroto y bajaron a la ciudad a dar aviso a los Zegríes y Gomeles de lo que pasaba, y en la plaza Nueva hallaron algunos de ellos, y les dieron relación de todo lo que pasaba en el Alhambra. Y como supieron el caso, a gran priesa subieron a ella; pero llegaron tarde, porque ya estaba el rey fuera de las puertas y toda su gente, y estas muy bien cerradas y puestas las guardias necesarias. Los Zegríes, Gomeles, Mazas y otros caballeros de su parcialidad, como vieron al rey Chico herido en el brazo, y la mayor parte de su guardia destruida, muerta y herida, se escandalizaron y se llevaron al rey Chico al Alcazaba, antigua casa de los reyes, la cual era muy fuerte, y tenía su alcaide y gente de guardia. En esta se aposentó el rey, donde fue curado con gran diligencia, y con la guardia necesaria para su seguridad. Estaba con mucha pena porque había perdido el Alhambra, y con no menos saña procuraba la venganza de ella contra el rey Mulahacén, el cual estaba muy alegre por ver su Alhambra libre de sus enemigos; y por limpiarla de todo punto, mandó que a todos los cuerpos muertos de los contrarios los echasen por las murallas abajo, y a los de su bando les diesen honrosas sepulturas. En las torres pusieron banderas y estandartes, mostrando mucho contento y alegría, y tocando añafiles y dulzainas. En toda la ciudad se supo cómo el rey Mulahacén quedaba señor del Alhambra, y había desbaratado y herido al rey Chico; con lo cual todos fueron muy regocijados, porque le aborrecían como a la muerte. Quien más celebró el contento fueron los Abencerrajes, Alabeces, Gazules, Venegas y Aldoradines, y fueron muchos de ellos con el valiente Muza a darle el parabién de la victoria, y le ofrecieron de nuevo su ayuda, lo cual les agradeció el rey Mulahacén. Muza procuró paces entre su padre y su hermano, y no era posible, porque era tan grande el odio del rey viejo contra su hijo, que no quiso hacer lo que le pidió Muza, antes dijo que no había de tener contento hasta verle destruido. No quiso porfiar Muza a su padre, por conocer en él que tenía muy presente la muerte de Moraina su hija. Dejemos a Mulahacén en su Alhambra, y al rey Chico en su Alcazaba siguiendo sus intereses, y tratemos de los Almoradís, Almohades y Marines, linajes muy poderosos y ricos, parientes de la reina Sultana, tan sin culpa presa. Ya se acordará el lector que estos caballeros Almoradís y Almohades se salieron de palacio amenazando al rey Chico por lo que hacía con su mujer la reina. Pues así como salieron del real palacio, todos se conjuraron contra el rey Chico para matarle, o a lo menos privarle del reino, porque tan sin causa tenía presa a su mujer. Y asimismo se juntaron contra los Zegríes por el testimonio que habían levantado a la reina. Para conseguir mejor su fin, acordaron de trabar estrecha amistad con los Abencerrajes y sus parciales, sabiendo que por esta vía tenían a toda Granada de su bando. Con esta resolución se fueron a casa de un hermano del rey Mulahacén, llamado Abdalí, y le hallaron en un aposento, solo, y muy triste en ver que no podía remediar aquellas maldades y traiciones que se habían hecho contra los Abencerrajes, y prisión de la reina, y la muerte de Moraina y sus niños; y como entraron en su aposento aquellos caballeros Almoradís, que eran doce, y llevaban comisión de todos, se maravilló Abdalí y les preguntó qué buscaban. Los caballeros le dijeron que no se recelase, que más venían en su provecho que no en su daño, que le querían hablar despacio. Abdalí los mandó sentar en un estrado muy rico, a su usanza; y estando sentados, uno de los Almoradís le dijo: --Bien sabes, príncipe valeroso, las grandes insolencias que se hacen en Granada, y las civiles y sangrientas guerras, como aquellas tan memorables de Sila y Mario; y si has mirado, no hay calle que no brote sangre de nobles caballeros; de todo lo cual es la causa tu sobrino el rey Chico, por admitir los malos consejos, pues sin culpa mandó degollar a los Abencerrajes, y por esta causa murieron muchos Zegríes, Mazas y Gomeles; y no contento con esto mató a su hermana Moraina y a sus tiernos hijos: que estas cosas no son de rey sino de un bárbaro, cruel y tirano, sediento de sangre humana, y derramador de ella. Ahora ha tenido una refriega y trabada pelea con su padre, que ya la sabrás, en la cual han muerto muchos caballeros, y al fin Mahoma fue de la parte de tu hermano; de suerte que ya tu sobrino está desterrado del Alhambra, y se ha apoderado del Alcazaba con favor y calor de los Zegríes, Mazas y Gomeles; y nosotros los Almoradís y Almohades le hemos quitado la obediencia, porque sin culpa tiene presa a su mujer la reina Sultana, dejando su honra puesta en manos de la fortuna; mira si no lo hemos de sentir, siendo tan cercana parienta nuestra, y más viendo cuán tiranamente procede él en la gobernación del reino, y las extorsiones que cada día nos hace a todos; y visto esto nos hemos apartado de su obediencia junto con Marines, Abencerrajes, Gazules, Aldoradines, Venegas y todos los ciudadanos, que morirán porque vivan los Abencerrajes, y pase su valor adelante; y considerando que tu hermano es ya viejo, y cansado de las guerras que contra los cristianos ha tenido, no puede gobernar como conviene, y que según su naturaleza vivirá poco, y ha de quedar por rey Abdalí, nuestro capital enemigo, el cual no hay duda sino que perseverará en lo que ha comenzado, y con mayor violencia por verse solo en el reino, todos hemos determinado que tú seas rey de Granada, pues tu valor lo merece, para que gobiernes el reino en la paz y quietud que todos deseamos, y seamos los caballeros tratados con amigable benevolencia, como de tu bondad se espera. A esto solo habemos venido los doce Almoradís que ves, por comisión dada de todos los caballeros que os hemos referido. Danos respuesta luego, y de no querer admitir el reino lo daremos a Muza, que aunque es hijo de cristiana, lo es de tu hermano, y merece por su valor y esfuerzo ser príncipe del mundo. Con esto dio fin el Almoradí a sus razones, aguardando que Abdalí respondiese, el cual parando un poco en el caso les dijo: --Mucho agradezco, señores caballeros, la voluntad y la oferta que me hacéis: la carga que un rey se echa sobre sus hombros es muy grande, las obligaciones son muchas y mis fuerzas son pocas: mi hermano está vivo y con dos hijos; yo no hallo razón concluyente por donde pueda aceptar el favor que me prometéis; además de que cuando no mirase a las circunstancias dichas, será mover nuevas disensiones, guerras civiles y alboroto. Los más principales caballeros y toda la ciudad son de parte de mi hermano: no alborotemos más la tierra; pero sea de esta manera: yo sé que mi hermano está mal con su hijo, y al fin de sus días no le dejará el reino, sino a mí o a uno de mis hijos: hablémosle mañana, diciéndole que ya es viejo, y que me dé la gobernación del estado, para que le alivie de tanta carga; y si me da este oficio, con facilidad se podrá hacer lo que me pedís, y al fin dirán que por consentimiento de mi hermano habrá sido. A todos les pareció muy bien lo que Abdalí respondió, y tuvieron por buen consejo aquel; y así quedó determinado, que el siguiente día se tratase aquel caso con el rey Mulahacén; lo cual se trató con él, yendo para ello muchos caballeros Abencerrajes, Alabeces, Venegas y Gazules; y estando todos con el rey, un caballero de los Venegas le habló, diciendo: --Noticia tenemos, rey Mulahacén, de todos nuestros pasados, de que los reyes de Granada han sido para con los vasallos benévolos y apacibles, y siempre les han tenido muy crecido amor; lo cual ahora es al contrario, pues tu hijo en vez de hacer mercedes a sus súbditos, sin ocasión les quita las vidas. Ya sabrás lo que ha pasado estos días, y el escándalo y alboroto de la ciudad por la muerte de los nobles Abencerrajes, de lo cual han redundado aquestas guerras civiles, muertes, y desastrados fines entre los ciudadanos; y sé cierto, que si no se pone remedio, en poco verás tu ciudad despoblada, porque todos irán a buscar la paz a las ajenas tierras, pues en la suya no la tienen: nadie se queja de ti, ni hay por qué; pero nos recelamos de tu hijo, que tan mal procede en el gobierno de tu estado; que si ahora que eres viejo nos faltas, y por tu edad la muerte llama, y tu hijo queda por ley, será gran daño de todos; y así querríamos que pusieses un gobernador para que te aliviase la carga de la gobernación, y que en faltando tú, diesen el reino al gobernador, siendo cual conviene. Por tal elegimos a tu hermano Abdalí, y será posible que tuviese enmienda tu hijo, visto que has puesto gobernador; y puesta su enmienda, merecerá tener el reino. A esto solo hemos venido a darte cuenta de nuestra pretensión, lo cual te suplicamos nos otorgues, y en cambio de esta merced que te pedimos, si nos lo concedes, te damos palabra, a fe de caballeros hijosdalgo, de quererte servir, y obedecer en todo y por todo mientras vivieres. Atento estuvo el rey Mulahacén a las palabras del caballero Venega; y reparando en que las leyes disponen que herede el hijo al padre, en particular siendo reino; y cuando se acordó de la gran desobediencia que su hijo había tenido con él, y los grandes daños que por su causa habían sucedido, y recelándose de otros mayores, acordó de dar contento a estos caballeros, viendo ser justa la petición, y que era en provecho de todos, y así dijo que era contento en que su hermano gobernase el reino junto con él; y después de muerto, su hijo Abdalí fuera rey, porque debía dársele el reino. Los caballeros le dieron las gracias por la merced que les había concedido, y dieron a Abdalí el parabién de gobernador; y habiendo jurado de hacer lo que se debía en el oficio de la gobernación, y de guardar la lealtad debida a su hermano, al son de muchos instrumentos se le dio el cargo. Con esto se despidieron del rey todos los caballeros, y acompañaron al gobernador hasta su casa: y luego aquel día mandó pregonar por toda la ciudad, que cualquiera que recibiese algún agravio de otro, que fuese a su casa, y que él satisfaría a cada uno conforme a derecho, guardando a todos justicia. Toda la ciudad se holgó mucho por la elección hecha, porque mediante esto iban quitando las fuerzas al rey Chico. Así se entendió apaciguar la ciudad, y fue echar leña al fuego y alquitrán a la pólvora; porque luego que el rey Chico llegó a saber lo que su padre había hecho, en lugar de enmendarse, hacía mil agravios y desafueros, y cosas indecentes, todo confiado en los Zegríes, Gomeles y Mazas; y estos linajes se comunicaron acerca de lo que harían, pues había creado Mulahacén coadjutor para el gobierno. Resolviéronse en que siguiesen al rey Chico y persiguiesen a los Abencerrajes, pues tenía poder para uno y otro; y que no desamparasen al rey hasta la muerte; y así le dijeron al rey, que él solo lo sería, o morirían en la demanda; y entendida por el rey Chico esta voluntad de sus valederos, les mandó que cualquiera persona noble o plebeya que fuese de la parte del rey su padre o del gobernador se la llevara allí, y al momento fuera degollada; y si se defendiese por no ser presa, que la matasen al punto. Por esta causa fueron degollados y presos muchos que hacían la parte del rey Mulahacén; y sabido por él, y por Abdalí, gobernador, mandaron lo mismo a todos los de su parte. De aquesta suerte había más matanza cada día, que en Roma en tiempo de las guerras civiles. La ciudad se dividió en tres opiniones y partes: la una seguía a Mulahacén, y eran los Abencerrajes, Gazules, Alabeces, Aldoradines, Venegas, Azarques, Alarifes, y la mayor parte del común, por el amor que a los Abencerrajes tenían. Al rey Chico seguían Zegríes, Gomeles, Mazas, Laugetes, Bencerrajes, Alabeces y otros caballeros. Al gobernador Abdalí seguían Almoradís, Almohades, Marines, y otros muchos caballeros, por ser estos dos linajes de los reyes de Granada. De esta suerte estaba la desventurada ciudad repartida, y cada día había mil escándalos y muertes. La gente ciudadana, mercaderes, oficiales, ni labradores, no se atrevían a salir de sus casas. Los caballeros y gente principal no salían menos de veinte juntos, porque si les acometiesen sus contrarios, pudiesen resistirlos; y si salían seis, o diez, luego los acometían, prendían y degollaban; y si se defendían, los mataban allí. Con estas violencias y crueldades había cada día llantos, tristeza y pesadumbres. Había tres mezquitas en Granada, y a cada una acudía su bando. En lo llano de la ciudad había una, donde ahora es el Sagrario, a la cual acudían el rey Chico y sus apasionados. Otra había en el Albaicín, que ahora se llama S. Salvador, y a esta acudía el gobernador y su gente. En el Alhambra había otra, que ahora se dice Santa María, donde estaba Mulahacén y los de su bando. Cada uno conocía su distrito y jurisdicción. ¡Oh Granada, qué desventura fue esta que vino sobre ti! ¿Qué se hizo tu nobleza? ¿Dónde está tu riqueza? ¿Qué se hicieron tus pasatiempos, tus galas, justas y torneos, juegos de sortija, fiestas de S. Juan, músicas adornadas y zambras? ¿Adónde están tus admirables juegos de cañas? ¿Qué se hicieron las vistosas libreas de los gallardos Abencerrajes; las delicadas invenciones de los Gazules; las altas pruebas y ligerezas de los Alabeces; los costosos trajes de los Zegríes, Mazas y Gomeles? ¿Dónde está todo tu bien y contento? Paréceme que se ha convertido en lágrimas, tristezas, traiciones, muertes, lagos de sangre vertida con crueldad y tiranía. Muchos caballeros ciudadanos desamparaban la ciudad, temerosos de lo que veían. Otros caballeros se iban a sus cármenes y heredades, y de allí los traían a degollar, cosa no vista sino en Roma. Muza estaba muy enojado viendo aquellas maldades que se hacían por momentos, y procuraba medios para quitar y atajar tal daño; y así él y un linaje de caballeros llamados los alfaquíes, y Sarracino, Reduán y Abenámar andaban de un rey en otro, suplicándoles que viniesen en concierto las enemistades; y como estos caballeros alfaquíes eran muchos, muy ricos y de esclarecida sangre, y no estaban sujetos a ninguna parte apasionadamente, siempre a la obediencia del rey Mulahacén, cada uno de los otros dos bandos deseaba tenerlos por amigos; y así les quisieron dar gusto en dar asiento en aquellos bandos, viendo cada día se menoscababan los caballeros y moradores de la ciudad, así en muertes como en ausencias; y porque Muza había jurado que había de dar muerte a quien no dejase las comunidades, tanto hizo con ayuda de los alfaquíes, Sarracino, Reduán y Abenámar, que vinieron a poner paces entre los caballeros de los bandos, prometiendo que no habría más crueldades ni muertes, sino que hasta la muerte de Mulahacén cada uno siguiese a su rey sin ser forzado, sino que a su gusto siguiesen al que quisiesen de los dos, y que cada rey conociese y determinase las causas de su jurisdicción, sin entrometerse el un rey con lo que al otro tocase. El rey Chico pidió que los Abencerrajes cumpliesen el tenor de su sentencia, cumplidos los dos meses que les dio de término. Mulahacén decía que no habían de salir los Abencerrajes de Granada hasta que él fuese muerto. En esto estuvieron discordes algunos días, y era la causa que los Zegríes se lo pedían al rey Chico, y todos los demás caballeros contrarios lo defendían. Finalmente, quedó asentado que habían de salir del reino, pues que así lo pidieron los Abencerrajes al rey Mulahacén, porque querían ser cristianos y servir al rey D. Fernando, que si no fuera por esta causa, jamás salieran de Granada, porque tenían de su parte al rey viejo y a los más principales caballeros, y a todo el común de la ciudad. Mediante las diligencias dichas quedó la ciudad en paz, aunque duró poco, como adelante se dirá. Por estas diferencias se hizo este ROMANCE. Muy revuelta anda Granada en armas y fuego ardiendo, y los ciudadanos de ella duras muertes padeciendo; Por tres reyes que hay esquivos, cada uno pretendiendo el mando, cetro y corona de Granada y su gobierno. El uno es Mulahacén, que le viene de derecho; el otro es un hijo suyo, que le quiere a su despecho. El otro un gobernador que Mulahacén había puesto: Almoradís y Almohades a este le dan el cetro. Al rey Chico los Zegríes, diciendo que es heredero: Venegas y Abencerrajes se lo van contradiciendo. Dicen que no ha de reinar ninguno, hasta que sea muerto el viejo Mulahacén, pues es vivo, y tiene el reino. Sobre estas guerras civiles el reino van consumiendo, hasta que el valiente Muza en ello puso remedio. Al fin por Muza, los alfaquíes, y por Reduán, Sarracino y Abenámar se apaciguaron las guerras, de suerte que con seguridad se podía andar por la ciudad. Así parece que será bien tratar de la determinación de los Abencerrajes; y fue que un día se salieron a pasear, y con ellos los Alabeces y Aldoradines, y habiéndose consultado entre todos, acordaron de irse a volver cristianos, y servir al rey D. Fernando en las guerras que tenía contra Granada; y así para saber el gusto del rey D. Fernando, le avisaron del suyo por esta carta. «A ti, invictísimo Fernando, rey de Castilla, ensalzador y observador de la fe de Jesucristo, salud, para que con ella defiendas y aumentes tus estados, y tu fe vaya adelante. Nosotros los caballeros Abencerrajes, Alabeces y Aldoradines, besamos tus reales manos, y decimos y hacemos saber que, siendo informados de tu gran bondad, deseamos de irte a servir, pues por tu valor mereces que todos los hombres te sirvan; y asimismo queremos ser cristianos, y vivir y morir en la fe católica que tú y los tuyos profesáis y tenéis. Para esto queremos saber si es tu voluntad de admitirnos debajo de tu amparo, y que estemos en tu servicio; y haciéndolo así te damos fe y palabra de servirte bien y lealmente, como fieles vasallos, en esta guerra que tienes contra Granada y su reinado; y te serviremos de suerte, que prometemos darte a Granada en tus manos, y la mayor parte de su reino. En esto haremos dos cosas: la una servirte a ti como a señor y rey nuestro, y por la otra trataremos de vengar la muerte de nuestros deudos, degollados tan sin razón por el rey Chico, a quien profesamos ya y reconocemos por odioso y mortal enemigo, y deseamos verle debajo de tu obediencia, y verte enseñoreado de este reino, como afirmamos que lo serás poniéndote a ello. Y con esto cesamos besando tus reales pies.--_Los Abencerrajes._» Escrita esta carta se la dieron a un cautivo cristiano, y con ella la libertad, encargándole el secreto; y una noche salieron de Granada con él, y le acompañaron hasta ponerle en seguridad, y le enviaron en paz; el cual con diligencia caminó sin detenerse hasta Talavera, donde estaba el rey D. Fernando, y en llegando a su real presencia hincó las rodillas en tierra, y habló, presentes todos los grandes, de esta manera: --Muy poderoso y católico rey, columna y defensor de la Religión cristiana: sabrás, señor, que he estado seis años cautivo en Granada, donde he padecido muchos trabajos, aunque me los alivió Dios nuestro Señor por las limosnas que un caballero Abencerraje me ha hecho, por el cual y la voluntad de Dios, soy vivo y libre: este caballero fue una noche a la mazmorra donde yo estaba, y me trajo a su casa, y me quitó las prisiones y vistiome este traje moro. Salimos aquella noche de Granada él y yo, y otros dos caballeros, y me acompañaron hasta ponerme en tierra de cristianos, y dándome dineros para el camino, me dieron esta carta y me encargaron el secreto, y que la pusiese en tus reales manos. Dios ha sido servido de que llegase a tu real presencia; esta es, cumplo con mi obligación y promesa. Y en besándola se la dio al rey D. Fernando, el cual la tomó y leyó para sí, y la dio después a Hernando del Pulgar, su secretario, para que la leyese públicamente; y siendo leída todos los grandes se alegraron grandemente en saber que aquellos caballeros querían ser cristianos, y servir al rey en las ocasiones de la guerra contra Granada, porque serían de mucha importancia para la conquista de aquel reino; y habiendo consultado el rey con los suyos, se acordó que respondiesen a la carta; y así que la escribió Hernando del Pulgar, se buscó mensajero conveniente para aquel secreto, y partió de Talavera; y llegando a la ciudad de Granada dio la carta al Abencerraje que dio libertad al cautivo, que se llamaba Alí Mahomat Barrax, el cual recibió la carta, y de secreto hizo juntar a todos los Abencerrajes, Aldoradines y Alabeces, y siendo juntos abrió la carta que decía así: «Abencerrajes nobles, famosos Aldoradines, y fuertes Alabeces, recibimos vuestra carta, con la cual se alegró toda nuestra corte, entendiendo que de vuestra venida no puede resultar cosa dañosa, sino mucha virtud, porque sois de calificada sangre; y en particular nos hemos alegrado y dado infinitas gracias a nuestro Redentor Jesucristo, porque os ha traído al conocimiento de nuestra Santa Fe Católica, en la cual seréis del todo mejorados por la virtud de ella. Decís que nos serviréis en las guerras que tenemos contra infieles de nuestra religión: por ello os prometo doblados sueldos, y esta nuestra real casa tendréis por vuestra; porque entendemos que vuestro proceder lo merece. De Talavera donde al presente quedamos,--_El rey D. Fernando._» Grande fue el contento que recibieron todos los caballeros circunstantes, sabiendo la atención y merced que el rey D. Fernando se ofrecía a hacerles; y así acordaron de salir de Granada; y para hacer mejor su negocio, determinaron que luego fuesen los Abencerrajes a servir a D. Fernando, y que los Alabeces, Aldoradines, Gazules y Venegas quedasen en Granada dando orden a fin de que se le diese la ciudad y el reino; para lo cual los Alabeces escribieron a sesenta y seis alcaides, parientes suyos, que estaban en fuerzas importantes guardando el reino en el río de Almería y Almanzor, y Sierra de Filabres, haciéndoles saber lo que tenían acordado, y lo que le escribieron al rey D. Fernando, y lo que les fue respondido. Todos los alcaides estuvieron bien en ello, y no hubo ninguno que lo contradijese, considerando las pesadumbres de Granada, y que en ella había tres reyes, y que cada uno quería mandar, de donde no podía resultar bien ninguno. También escribieron los Almoradís, Venegas, y Gazules a parientes suyos, que eran alcaides en el reino, todos guardando el secreto, y alistados para cuando fuese tiempo. Los Abencerrajes se despidieron de sus amigos y de toda la ciudad, y salieron de ella a medio día, llevando todo el oro, plata y joyas que tenían. ¿Quién podrá contar la lástima y el dolor con que todos los de la ciudad quedaron, viendo salir desterrados sin culpa a más de cien Abencerrajes? De antes lloraban a los degollados, ahora lloran a los que desamparan la ciudad; maldecían al rey Chico, y que no se lograse en el reino, maldiciendo a los Zegríes, causadores de tantas sediciones, muertes y destierros. Solo se alegraron de la ausencia y destierro de los Abencerrajes, los Zegríes, Mazas y Gomeles, y celebraban su contento con el rey Chico, al cual decían mil lisonjas halagüeñas, dándole las gracias por lo que había hecho por darles gusto; y no faltó entre ellos quien dijo: --¿Qué es esto Abdalí? ¿Así dejas salir a la flor de los caballeros de Granada? ¿No sabes que todo el común, y lo más granado de la ciudad estaba pendiente de la voluntad de estos nobles caballeros? No entiendas que a solos ellos pierdes, sino a otros muchos caballeros de prosapia, nobles y principales, guardadores y defensores de tu reino. Pues yo te certifico, que te ha de pesar muchas veces de los agravios que les has hecho, y los has de echar menos antes de mucho tiempo. Bien conocía el rey ser notable el agravio que había hecho y hacía a los Abencerrajes; pero teníanle tapados los oídos las sirenas de los Zegríes, y no le despertaron los gritos, llantos, alaridos y voces que todos los de la ciudad daban por la ausencia y destierro de este virtuoso linaje. Así salieron de Granada los Abencerrajes con gran dolor, por ver el sentimiento que aquella ciudad hacía de su ida. Salieron con ellos muchos ciudadanos, diciendo que adonde iban los Abencerrajes habían de ir ellos. Quedó la ciudad tan sola, ausentes estos caballeros, que se parecía muy bien su falta. Echaban menos los caballeros la noble y hermosa compañía; los galanes el dechado de sus galas, los cautivos pobres su remedio; los huérfanos y viudas su amparo. Idos los Abencerrajes tomó el rey posesión de todos sus bienes, y los mandaba pregonar por traidores, a lo que no dio lugar Muza ni otros caballeros, so pena de volver a la guerra pasada. Y cesando en el rey este propósito, cesó el de los caballeros amigos de los Abencerrajes. Dieron aviso al rey Mulahacén como habían salido los Abencerrajes a cumplir su destierro; lo cual sintió mucho, y dijo que él los volvería a Granada a pesar de su hijo y de sus consejeros. Los Abencerrajes fueron adonde el rey D. Fernando estaba, y en su compañía iban Sarracino y Galiana, Reduán y Haja, Abenámar y Fátima, Zulema y Daraja: todos con muy firme propósito de recibir el bautismo, como lo hicieron. Y llegados a la real presencia del rey D. Fernando, fueron de él y de su corte muy bien recibidos, y a otro día fueron bautizados, siendo el rey padrino y la reina madrina, y los casaron según orden de nuestra Santa madre Iglesia a los que eran casados cuando moros: a todas las cuales ceremonias asistió el rey y la reina y todos los grandes, honrándolos; y fueron hechas fiestas y regocijos por todos, y pasadas les fueron asentadas plazas de muy ventajosos sueldos. A las nuevamente bautizadas hizo la reina Doña Isabel damas de su estrado. Los caballeros fueron sentados en compañía de D. Juan Chacón, señor de Cartagena, y capitán de caballos. Hizo teniente a un caballero Abencerraje, llamado cuando moro Alí Mahomad Barrax, y cristiano, D. Pedro Barrax; Sarracino, Reduán y Abenámar fueron tenientes de capitanes de caballos, como lo fue de D. Manuel Ponce de León, Sarracino; de D. Alonso de Aguilar, Abenámar; de D. Pedro Portocarrero, Reduán. En las cuales compañías servían con cuidado, y en las ocasiones se echaba de ver el valor de sus personas; donde los dejaremos por acabar el pleito de la reina Sultana. Habiendo pasado treinta días más de los que había el rey concedido a la reina Sultana para que diese quien la defendiera, como no había dado caballeros mandó el rey que la sentenciasen a quemar, porque así lo disponía la ley. A lo que contradijo el valiente Muza diciendo que no había podido la reina nombrar caballeros, respecto de las guerras civiles y diferencias que había habido en Granada, y así no se debía ejecutar la sentencia. A Muza ayudaron todos los principales caballeros de Granada, salvo Zegríes, Gomeles y Mazas, por ser de su bando. Los Zegríes tuvieron con Muza muchas proposiciones y respuestas de si se había de ejecutar o no la sentencia; y vista por el rey la disputa, dio quince días más de término a la reina, para que en el espacio de ellos señalase caballeros defensores; lo cual fue a mostrar Muza a la reina, por tener él solo licencia de hablar con ella; y entrando halló a la Sultana triste por ver su plazo ya cumplido, y por la ausencia de Galiana, aunque tenía consuelo con Celima. Y sentándose Muza junto a la reina, la contó todo lo que había pasado, y cómo la habían dado quince días más de término para que nombrase quien la defendiese; que mirase a quien había de señalar, y lo dijese con tiempo antes que se pasase el término. Sus bellas mejillas regadas con la inundación que por los hermosos ojos brotaba, dijo la reina: --Nunca entendí que durara la terrible obstinación en el cruel rey, tu hermano y mi marido, y que tuviera ya entera satisfacción de mi lealtad e inocencia; y respecto de esto no he hecho ninguna diligencia en este caso, por saber de cierto que no he cometido el crimen de que me hace cargo, y por las revueltas y sediciones, bandos y guerras que ha habido; pero ahora que veo que la maldad pasa adelante contra mi casto pecho, yo buscaré quien dé entera satisfacción de mi honra, y castigo ejemplar a los falsarios. Yo determino de favorecerme de piadosos caballeros cristianos, porque de moros no quiero confiar un caso de tanta importancia; no por la vida, que no la tengo en nada, sino por no dejar tan fea mancha en el honor que con tanta integridad he guardado siempre. Con estas palabras la reina aumentaba más su dolorosa pasión y llanto; y era tanto en abundancia, que enternecido el valeroso Muza se le vinieron las lágrimas a los ojos, y esforzándose dijo a la reina: --No derrames esas perlas, bella Sultana: cesen vuestros llantos, que aquí me tenéis a vuestro servicio; yo os defenderé, y no moriréis aunque sea homicida del rey mi hermano. Con esto se consoló un poco, y se resolvió de escribir a tierra de cristianos para que viniesen a defenderla algunos caballeros. Celima estaba muy triste por la ausencia de su hermana Galiana; y despidiéndose de la reina se fue y la dejó sola en su retrete; la cual formando querellas de la variable fortuna, se quejaba diciendo: Fortuna, que en lo excelso de tu rueda con ilustrada pompa me pusiste, ¿por qué de tanta gloria me abatiste? Estable te estuvieras, firme y queda, y no abatirme así tan al profundo, adonde fundo dos mil querellas a las estrellas, porque en mi daño un mal tamaño con influencia ardiente premio vieron, y en penas muy extrañas me pusieron. Oh mil veces bien afortunados vosotros Bencerrajes, que muriendo salisteis de trabajos, feneciendo los males que os estaban conjurados; y os puso en libertad gloriosa suerte, aunque era fuerte; mas yo, cuitada, aprisionada, con llanto esquivo, muriendo vivo: y no sé el fin que habrá mi triste vida, ni a tantos males cómo habrá salida. Naufragios tristes pasa mi ventura; en lágrimas se anega mi contento; secose ya mi flor, llevose el viento mi bien, dejándome en gran desaventura. ¿Adónde está lo excelso de mi pompa? Bien es que rompa con llanto eterno el duro infierno, y favor pida como afligida, diciendo que ya el suelo no me quiere; que se abra, y que me trague si quisiere. Si el vulgo no dijera que mi honra de todo punto estaba ya manchada, yo diera con aguda y dura espada el postrimero fin a mi deshonra; mas si me doy la muerte, dirá luego el vulgo ciego, que había gran culpa, y no disculpa; pues con mi mano tomé temprano la muerte aborrecida y fuerte; y así no sé si viva o me dé muerte. Si del horrendo lazo el negro sino de cárdeno color no se estampase, de suerte que en el cuello declarase la causa de furor tan repentino; yo diera el tierno cuello al lazo estrecho, y muy de hecho, la ira temo en grande extremo; que de otra suerte aquella muerte ya fuera por mi mal bien escogida, si muriendo quedara yo sin vida. Dichosa tú, Cleopatra, que tuviste quien del florido campo te trajera la causa de tu fin, sin que supiera ninguno por cual modo feneciste: apenas se hallaron las señales, ya funerales, del ponzoñoso áspid piadoso, que con dulzura en la blancura de tu hermoso brazo fue obrando con venenoso diente, tierno y blando. Y si de cautiverio y servidumbre, ilustre reina, fuiste libertada, y a la soberbia Roma no llevada en triunfo como era de costumbre; Yo, cuitada, que muero sin remedio, por no haber medio, cual tú le hubiste, gran mal me embiste; y mi enemigo hará conmigo un triunfo desigual a mi limpieza, pues se le entrega al fuego mi nobleza. Mas aunque falte el áspid a mi medio, yo romperé mis venas, y la sangre haré que en abundancia se desangre, de suerte que el morir me sea remedio; Y así el Zegrí sangriento que levanta con furia tanta el mal horrible, y tan terrible en daño mío; en Dios confío que no triunfe de mí en aqueste hecho, pues no verá partirme el duro pecho. Estas y otras lastimosas cosas decía la afligida Sultana con intento de romper sus transparentes venas para desangrarse; y resuelta en darse este género de muerte, llamó a Celima y a una doncella cristiana, llamada Esperanza de Hita, que la servía, la cual era natural de la villa de Mula; y llevándola su padre y cuatro hermanos a Lorca a desposarla, fueron salteados de moros de Tirieza y Jaquena; y defendiéndose los cristianos, mataron más de dieciséis moros; y siendo mortalmente heridos los cristianos, cayeron muertos los caballeros. La doncella fue cautiva y presentada al rey, y él la dio a la reina por ser hermosa y discreta. Venidas Celima y Esperanza al llamado de la reina, les dijo: --Celima bella, discreta Esperanza, aunque tu buen nombre no me la da en mi pena, ya sabes la injusta prisión mía, y cómo se ha pasado el término en que había de dar caballeros que me defendieran; aunque respecto de estas guerras que ha habido, me ha dado el rey quince días de término más, cuando entendí que estaba arrepentido en su yerro, y seguro de mi castidad. El tiempo es breve, y no sé a quien encargue este negocio. Sabed que tengo acordado de darme yo misma la muerte, y será abriéndome las venas de los brazos, y que vayan destilando la sangre que me alimenta. Elijo esta muerte, porque los traidores Zegríes y Gomeles no me vean morir: solo una cosa os ruego, por ser lo último y postrero, y es que al punto que acabe de expirar (tú, Celima, sabes dónde entierran los cuerpos reales), abráis los antiguos sepulcros, y allí pongáis mi cuerpo, aunque desdichado; y tornando a poner las losas como de antes estaban, me dejéis, callando el secreto, el cual encargo a las dos; y a ti, Esperanza, te dejo libre, que eres mía: tomarás mis joyas para tu casamiento; y cásate con quien te estime, y escarmentad en esta desdichada reina. Lo que os he rogado, os vuelvo a pedir de nuevo, y no me faltéis en nada, porque con eso moriré contenta. Y no cesando de llorar tomó un cuchillo de su estuche, y alzándose la manga de la camisa se iba a herir; mas Esperanza de Hita la tuvo el brazo llorando amargamente, y con amorosas y blandas palabras la consoló con las razones siguientes: «Hermosísima Sultana, no te aflijas, ni a las lágrimas des tus lindos ojos, y pon en Dios inmenso tu esperanza, y en su bendita Madre, y de esta suerte saldrás con vida, junto con victoria, y a tu enemigo acerbo en este instante verás atropellado duramente. Y para que esto venga en cumplimiento, y en tu favor respire el alto cielo, pon toda tu esperanza con fe viva en la que por misterio muy divino fue Madre del que hizo cielo y tierra, el cual es Dios inmenso y poderoso, y por misterio alto y sacrosanto en ella fue encarnado, sin romperse aquella intacta y virgen carne santa. Quedó la infanta virgen y doncella antes del sacro parto, y en el parto, y también después de él virgen muy pura. Nació de ella hecho hombre, por reparo de aquel pecado acerbo, que el primero padre que tuvimos cometiera; nació de aquella virgen, como digo; después en una cruz pagó la ofrenda, que al más inmenso Padre se debía; allí en todo rigor la fue ganando, por darle al pecador eterna gloria. En esta virgen, pues, reina y señora, ahora te encomienda en este trance, y tenla desde hoy por abogada, y tórnate cristiana; y te prometo, que si con devoción tú la llamases, que en limpio sacaría esta tu causa.» La reina estuvo a todo muy atenta, y llena de consuelo halló en su alma con las palabras dulces y discretas que la Esperanza dice, y consolada, habiendo en su memoria ya revuelto aquel alto misterio de la Virgen; teniendo ya impreso allá en su idea, que gran bien le sería ser cristiana, poniendo en las reales y virgíneas manos sus trabajos, tan inmensos; y así abrazando a su Esperanza, dijo: «Han sido, mi Esperanza, tus razones tan vivas y tan altas, que en un punto con penetrante fuego han allegado a lo que muy más íntimo tenía allá en mi corazón, y más secreto, y con afecto grande se han impreso; tanto, que yo querría que ya fuese llegado el feliz punto, tan dichoso, en que cristiana fuese; y te prometo tener por abogada a la que Madre de Dios inmenso fue por gran misterio. Y así lo creo yo, como tú dices, y a ella me encomiendo ya, y ofrezco en sus benditas manos mis angustias con esperanza viva de remedio: la pongo desde hoy, y en Dios confío por su bondad inmensa, que me saque de tan terribles males a buen puerto.» Atenta estuvo a todas estas cosas Celima, y enternecida en lágrimas viendo así llorar a la reina, y determinada de seguir los mismos motivos, y de tornarse cristiana, con amorosas palabras dijo a la reina: --No imagines, hermosa Sultana, que aunque tú te vuelvas cristiana, yo dejaré de seguir tu compañía, para que de mí sea lo que de ti fuere: yo también quiero ser cristiana, porque entiendo que la fe de los cristianos es mucho mejor que la mala secta que hasta ahora hemos guardado del falso Mahoma. Y pues todas estamos en un mismo parecer, si se ofreciere, moriremos por Jesucristo y conseguiremos vida eterna. La reina escuchaba con el entrañable amor que decía aquellas palabras Celima, y echándola los brazos, la abrazó, y dijo a Esperanza: --Ya que habemos acordado de ser cristianas, ¿qué haremos para salir de aquí? Aunque mi salida quisiera que fuera para recibir martirio por Cristo y ser bautizada con mi misma sangre. A lo cual respondió Esperanza: --Visto, señora, tu buen propósito, te daré buen consejo para que quedes libre de esta falsedad que te levantan. Sabrás, reina y señora, que sirve al rey D. Fernando un caballero que se llama D. Juan Chacón, señor de Cartagena, el cual está casado con Doña Luisa Fajardo, hija de D. Pedro Fajardo, adelantado y capitán general del reino de Murcia: es muy valiente el D. Juan Chacón, y muy amigo de hacer bien a todos los que poco pueden. Escríbele, señora, que yo sé que si le pides su favor, que no te le negará, porque es muy piadoso, y luego buscará amigos que vengan con él a librarte; y entiendo que cuando ninguno le quiera acompañar, que él solo vendrá; porque te certifico que es de esfuerzo extremado, y dará fin a tanta desventura como tienes, y nos aliviará en nuestra gran pena, causada de la tuya y de tu cruel prisión. --Pues tan buen consejo me diste --dijo la reina-- para lo más importante, que no fue de menos que ganar un alma perdida, no dejaré de tomar tu consejo, que es para lo menos, por ser libertad del cuerpo, y al momento me pondré a escribir a este caballero. Y dándole recado escribió una carta a D. Juan Chacón, que decía así: «La infeliz y desdichada Sultana, reina de Granada, del antiguo y claro Moraicel hija; a ti, D. Juan Chacón, señor de Cartagena, salud para que con ella, ayudado de Dios nuestro Señor y de su santísima Madre, puedas darme el favor que mi gran necesidad te pide, en la cual muy grandemente estoy puesta por un testimonio que me han levantado unos traidores caballeros, que son Zegríes y Gomeles, diciendo que violé con varón ajeno el aposento real de mi marido, y que delinquí con un noble caballero llamado Albín Hamete, Abencerraje; lo cual ha sido causa e instrumento para que los caballeros Abencerrajes fuesen degollados sin tener culpa; y no obstante esto, haber por ello en aquesta desdichada ciudad guerras civiles, de las cuales se han seguido muchas muertes de caballeros; y lo que más siento es que haya puesto dolo en mi honra, tan sin culpa, y que si en espacio de quince días no doy quien defienda mi honor, se ha de ejecutar en mí la sentencia en que estoy condenada, que es a morir quemada; y avisándome una cautiva cristiana de tu valor, esfuerzo, piedad, virtud y bondad, acordé de favorecerme de ti, pues eres padre de necesitados, y vengador de agravios. Mi necesidad es grande, pues soy mujer sola, desconsolada y triste; mi agravio es el mayor que en el mundo se ha hecho, pues se han atrevido traidores a poner mácula en mí, y a levantarme tal testimonio; lo que jamás imaginé. Yo estoy afrentada y en el peligro dicho: si no me socorréis soy perdida. No me neguéis vuestro favor, pues encomiendo en vuestras manos mi honra; y si por ser yo infiel no me queréis favorecer, consideraréis que no lo soy, sino que creo en Dios todopoderoso, y en la Virgen Santa María, su madre, en quien confío me alcanzaréis gloriosa victoria de mis enemigos, con la cual quedará libre mi honra y se sabrá la verdad cierta; y confío que os doleréis de esta desconsolada reina: no más. De Granada, etc.--_Sultana, reina de Granada._» Acabada de escribir la carta, se la leyó la reina a Celima y a Esperanza, de que se holgaron mucho viendo su buen parecer, y cerrada y sellada, y puesto el sobrescrito, enviaron a llamar a Muza; y venido, le rogó la reina y Celima que enviase con un mensajero fiel aquella carta, y Muza lo prometió así; y aquel día despachó con la carta un hombre de confianza; y llegando a la corte dio la carta a D. Juan Chacón, y leída respondió a la reina Sultana, consolándola con palabras muy eficaces en una carta del tenor siguiente: «A ti Sultana, reina de Granada, salud para que yo pueda besar tus reales manos, por la singular merced que me haces en querer servirte de este tu humilde siervo para un negocio tan arduo y de tanta gravedad. Muchos y muy principales caballeros hay en esta corte a quien pudieras mandar lo que a mí; y pues lo mandas, obedezco, y acepto lo que me pides, confiando en Dios y en su bendita madre, y en tu inocencia; y así digo que el último día del plazo partiremos a servirte yo y tres caballeros amigos, y no habrá falta: encomiéndate a Dios, el cual te guarde y defienda. De Talavera, etc.--_D. Juan Chacón._» La carta escrita, la cerró y selló con su sello, lazos, flor de lis, blasón de sus antepasados; y dándola al mensajero, le envió; y llegado a Granada le dio la carta a Muza, y él la llevó a la reina; y habiéndola hablado, y a Celima su señora, se despidió, y en saliendo Muza, abrió la reina la carta y la leyó, presentes Celima y Esperanza de Hita; quedando con mucho contento y consuelo, y aguardando el día de la batalla. A esta coyuntura se sabía por toda Granada cómo los caballeros Abencerrajes se habían vuelto cristianos, y Abenámar, Sarracino y Reduán, de que no poco temor tuvo el rey Chico, y los mandó pregonar por traidores, insistido de los Zegríes y Gomeles. A lo cual no quisieron resistir, ni contradecir los linajes de los Alabeces, Aldoradines, Gazules y Venegas, y todos los de su parte, por no mover nuevos escándalos; y también porque tenían esperanza que presto volverían a tomar posesión en todos los bienes de que se había entregado el reyecillo, y porque no les correspondía aquel pregón, por ser ya cristianos, y porque era notoria la pasión y odio que tenía a estos virtuosos y nobles caballeros Abencerrajes: en donde los dejaremos por hablar de D. Juan Chacón, el cual habiendo despachado el mensajero de la reina, se puso a considerar a qué caballeros hablaría para llevar a la defensa de la reina, que fuesen de confianza para la satisfacción de aquel caso; y por otra vía se determinaba a emprender aquel hecho él solo; y sin duda saliera con su intención, por ser de corazón animoso, y valiente por extremo. Tenía grandísima fuerza, y tanta, que de una cuchillada cortaba todo el pescuezo a un toro. Sucedió, pues, que no apartando de su memoria el cuidado de la reina y la palabra dada, un día se juntó con otros caballeros muy principales y muy estimados: el uno era D. Manuel Ponce de León, duque de Arcos, descendiente de los reyes de Jeriza, y señores de la casa de Villagracia, salidos de la real casa de los reyes de Francia, y a quienes por señalados hechos que hicieron les dieron los reyes de Aragón por armas las barras de Aragón, rojas de color de sangre en campo de oro, y al lado de ellas un león rapante en campo blanco; armas muy acostumbradas del famoso Héctor troyano, antecesor suyo, como dicen las crónicas francesas. El otro caballero era D. Alonso de Aguilar, gran soldado, belicoso y de muchas fuerzas, y de animoso corazón, amigo de batallar con los moros; y de tanta perseverancia que tuvo en esto, vino luego a morir a manos de los moros, mostrando el valor de su persona, como adelante se dirá. El tercero era D. Diego de Córdoba, varón de gran fortaleza, amiguísimo del militar ejercicio; y tanto que decía que estimaba más a un buen soldado que a todo su estado; y que merecía comer con el rey, y decir que era tan bueno como él. Finalmente el alcaide de los Donceles, D. Manuel Ponce de León, D. Alonso de Aguilar, y D. Juan Chacón estaban en conversación tratando del reino de Granada y de la muerte de los Abencerrajes tan sin culpa, y de la injusta prisión de la reina Sultana, y en el estado que la tenía su marido el rey Chico, porque de todo habían informado los caballeros nuevamente convertidos. Y tratando del miserable estado en que la reina estaba por un testimonio, dijo D. Manuel Ponce: --Si fuera lícito, de buena gana fuera yo el primero en defender a la necesitada reina. --Yo el segundo --dijo D. Alonso de Aguilar--, porque estoy condolido de su desgraciada suerte, y al fin es agravio feo en mujer noble. El alcaide de los Donceles dijo: --Pues yo fuera el tercero, porque considero la aflicción en que estará puesta; y aunque es mora, debemos los caballeros deshacer agravios hechos a personas de tal calidad, y nunca los cristianos perdemos la buena obra que hacemos. --Sepamos, señores --dijo D. Juan Chacón--, qué cosa incierta halláis para que la reina no sea favorecida en este caso. --Dos cosas lo impiden --dijo D. Manuel--: la una, ser mora Sultana, aunque no hago mucho reparo en esta; la otra, porque no podemos ir sin licencia del rey nuestro señor. Dijo el alcaide de los Donceles: --Eso es lo menos, porque sin ella podemos ir de secreto. --Pregunto --dijo D. Juan Chacón--: ¿si la reina Sultana escribiera a uno de los que estamos aquí, pidiendo favor y ayuda en una necesidad como la que tiene, y que quiere ser cristiana, aunque aventure la vida, dejaría de ir a la batalla? Respondieron todos, que mil vidas que cada uno tuviera, las emplearía en un caso tan honroso. Muy alegre con la respuesta metió la mano en el pecho D. Juan Chacón, y sacó la carta diciendo: --Por esa veréis cómo me hace cargo la reina de la satisfacción de su honor, y me pesa de que en particular me señale, habiendo en esta corte tanta flor de caballeros. Avisé de ir con otros tres caballeros si los hallo, y si no iré solo a tener batalla con los cuatro moros, que yo confío en Dios y en la inocencia de la reina, que alcanzaré victoria; y si la fortuna me fuere adversa y muriere en la batalla, yo la tendré por dichosa muerte. Habiendo leído la carta de la Sultana los tres caballeros, y viendo como decía en ella que quería ser cristiana, y de la deliberada determinación del señor de Cartagena, dijeron que ellos le acompañarían en aquella ocasión; y así ordenaron de partirse sin licencia del rey, y sin dar cuenta a nadie. El andaluz, astuto guerrero, alcaide de los Donceles, dijo que sería bien que fuesen en traje turquesco, porque en Granada no fuesen conocidos de algunas personas, especialmente de los cautivos. Todos dijeron que era acertado aquel parecer; y así aderezaron ricas libreas a lo turco, y previniéndose de armas y caballos, y de todo lo necesario para su viaje, partieron de Talavera sin escuderos por ir más encubiertos; dejaron dicho en sus posadas que iban a montería. En todo el camino no entraron en poblado: en campaña dormían, y en las ventas compraban su menester; y así llegaron a la Vega dos días antes que se cumpliese el plazo, y entraron en el Soto de Roma, donde con quietud descansaron todo un día, y estuvieron la noche a orilla del fresco Genil; y la mayor parte de ella trataron del orden que habían de tener para conseguir el efecto de aquella batalla. Venida la mañana, alegres se alistaron para ir a Granada, y se pusieron sobre las fuertes armas las vestiduras turquescas; y subiendo en sus caballos salieron a lo raso de la Vega, por donde se iban poco a poco acercando a Granada, mirando a todas partes, y alegrándoles su muy hermosa vista, y la diversidad de riberas, huertas, cármenes y jardines, que les parecía un paraíso terrenal. Y no se admire el lector del encarecimiento, porque puede creer que no hay maceta de claveles ni de albahaca regalada y cultivada en casa de los señores, como los moros tenían cada palmo de tierra, aun en los cerros, como hoy día aparecen muchas ruinas; y así les producía la tierra que era maravilla; y puede considerarse su mucha fertilidad, porque un año antes que se ganara Granada, sustentaba ciento y ochenta mil hombres de pelea, sin viejos, niños y mujeres. Yendo, pues, los famosos caballeros a Granada, atravesando por la Vega dieron en el camino de Loja, por el cual vieron venir muy apriesa a un caballero moro, que parecía ser de valor por su buen talle y librea. Era la marlota de damasco verde con muchos tejidos de oro, y plumas verdes, blancas y azules. En medio de la adarga blanca estaba pintada un ave fénix, puesta sobre unas llamas de fuego, y una letra en círculo que decía: _Segundo no se halla._ El caballo era bayo, cabos negros, y en la gruesa lanza puesto un pendoncillo verde y rojo. Parecía tan bien el moro que dio grandísimo contento su vista a los caballeros, y le aguardaron a que llegase, y en llegando les saludó en arábigo, y el alcaide de los Donceles le respondió en el mismo lenguaje. El moro detuvo su priesa, y mirando la buena postura y talle de los cuatro caballeros, les dijo así: --Aunque la priesa que llevo es grande, y la gravedad de mi cuidado no requiere dilación, el deseo de saber, si gustáis de decir quién sois, me obliga a detener las riendas, porque caballeros como vosotros son muy peregrinos en esta tierra, y no solemos ver semejantes galas sino en caballeros o embajadores que vienen de la parte del mar Líbico a tratar algo con el rey de Granada, aunque es verdad que no traen el apercibimiento de armas que parece tenéis debajo de las marlotas, ni caballos tan ligeros de guerra; y si gustáis de que vamos juntos, seré contento en llevar tan buena compañía, y no me neguéis quien sois, por lo que debéis a ley de caballeros. Don Juan Chacón le respondió en turquesco, que eran de Constantinopla. Pero el deseoso moro no le entendió, y así dijo: --No entiendo esa lengua, hablad en arábigo pues sabéis. Entonces respondió el alcaide de los Donceles en algarabía: --Nosotros somos de Constantinopla, de nación jenízaros, y tenemos sueldos del Gran Señor cuatrocientos de nosotros que estamos de guarnición en Mostagán; y como tenemos noticia de que en estas fronteras hay muchos cristianos de admirables fuerzas, venimos con intención de probar las nuestras con las suyas, aunque nos han certificado de que recibís notables daños cada día de ellos. Desembarcamos en Adra, y andamos mirando esta vega, que es la mejor que hay en el mundo, a nuestro parecer; y entendiendo de hallar algunos cristianos para escaramucear con ellos, no hemos topado ninguno; y así vamos a ver la nombrada y gran ciudad de Granada, y besaremos las manos al rey, y luego nos volveremos a embarcar en nuestra fragata, y nos iremos la vuelta de Mostagán; esta es la verdad de lo que habéis preguntado. Y pues ya habéis satisfecho vuestro gusto, nos le daréis en decirnos quien sois, que no menos deseo tenemos de saberlo, que el que vos manifestasteis tener de saberlo de nosotros. --A mí me place --dijo el moro-- de daros cuenta de lo que me pedís; pero caminemos, y en el camino os daré larga cuenta de lo que deseáis saber. --Vamos --dijo D. Alonso de Aguilar; y diciendo esto caminaron muy apriesa, y el enamorado Gazul comenzó a contar su historia en esta manera: --Sabed, señores caballeros, que a mí me llaman Mahomad Gazul, que soy natural de Granada y vengo de Sanlúcar, porque allí está la prenda más querida y más amada que tengo en esta vida; mi hermosa dama, llamada Lindaraja, del linaje de los nobles caballeros Abencerrajes. Ausentose de Granada respecto a que el rey de ella mandó que saliesen desterrados los Abencerrajes, sin culpa, habiendo ya degollado a treinta y seis caballeros de ellos, que eran la flor de todo el reino. Esta fue la causa que movió a mi señora a salir de Granada; y se fue a Sanlúcar en casa de un tío suyo, y yo la acompañé. Con la vista de mi señora vivía contento, y ahora no lo estoy. Supe en Sanlúcar como los Abencerrajes se habían tornado cristianos y servían al rey D. Fernando, y que en Granada había grandes alborotos y guerras civiles, y la reina Sultana estaba presa en juicio de batalla; y como soy de su parte y todos los de mi linaje, vengo para ser uno de los cuatro caballeros que han de defender a la reina, siendo hoy el postrero día del plazo; y por tanto demos priesa porque no llegue yo tarde, y con esto he cumplido mi promesa, y os he dicho el hecho de la verdad. --Por cierto, señor caballero --dijo D. Manuel Ponce--, que nos habéis admirado, y a fe de caballeros, que me holgaría que la señora reina quisiese que nosotros cuatro fuésemos señalados para su defensa, que por su alteza hiciéramos todo lo posible hasta perder las vidas. --Pluguiese al santo Alá que en vuestros brazos poderosos pusiera la restitución de su honra la reina, que bien entiendo que estaba segura la victoria, y tengo de hacer las diligencias posibles para que os señalen, aunque he oído que no quiere encomendar la reina su causa a moros, sino a cristianos. --Cuando eso sea --dijo D. Manuel Ponce-- no somos moros, sino turcos; de nación jenízaros, hijos de cristianos. --No decís mal --respondió Gazul--, que por esta vía sería posible que la reina os escogiese para su defensa. --Dejando esto aparte --dijo D. Juan Chacón--, señor Gazul, ¿qué caballeros cristianos son los de más fama, y que más daño hacen en este reino? Respondió Gazul: --Los que nos corren la Vega muy a menudo, y a quien temen los fronterizos de esta comarca, son D. Manuel Ponce de León, y a D. Alonso de Aguilar, y a Gonzalo Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, y a Portocarrero, y a D. Juan Chacón, y al gran maestre. Estos caballeros son asombro de esta tierra, y sin aquestos hay otros muchos caballeros en la corte del rey D. Fernando, que nos destruyen por momentos. --Mucho nos holgáramos de vernos con esos caballeros --dijo D. Alonso de Aguilar. --Pues a ley de moro hijodalgo, --respondió Gazul--, que habíais de hallar un Marte en cada uno de los ya nombrados, y en Granada os contaré cosas que han hecho, que os pongan espanto. --Mucho nos alegraremos de oírlas, por tener que contar en nuestra tierra --dijo D. Manuel, y caminaron apriesa. Dejarémoslos hasta su tiempo, por tratar lo que pasaba en la ciudad de Granada a esta sazón. CAPÍTULO XV. _En que se da cuenta de la batalla que se hizo entre los cuatro caballeros cristianos y los cuatro moros sobre la libertad de la reina, y cómo vencieron los cristianos y mataron a los moros, y cómo la reina fue libre; y de otras cosas más._ Con grande tristeza estaba la noble ciudadana gente de Granada, porque se había cumplido el término a la reina Sultana; y sentían más la pena, porque no había señalado quien hiciese la batalla contra los acusadores; y así muchos caballeros fueron a suplicar al rey que la volviese en su gracia, pues estaba sin culpa, y se echaba de ver su inocencia en que en los términos que se le habían dado no había señalado caballeros que volviesen por ella, y que no diese crédito a los Zegríes, pero no aprovechaban sus ruegos, porque estaba pertinaz, inducido de los falsos acusadores Zegríes para que su mentira fuese adelante; y así daba por respuesta que de no dar defensores aquel día, que al siguiente se ejecutaría la sentencia de la reina; y mandó que se hiciese en la plaza de Vivarrambla un teatro donde estuviese la reina, y los jueces que habían de determinar su causa: los cuales fueron Muza, y un Azarque, y otro Almoradí; y deseaban buen suceso en aquel caso, y tenían presupuesto de hacer por la reina todo lo que pudieran. El tablado fue todo enlutado, y los jueces subieron al Alhambra para traer a la reina a la plaza, al sitio de la lid, y con ellos fueron muchos caballeros para venir acompañando a la reina. Los Almoradís, Almohades, Aldoradines, Gazules, Venegas, Alabeces y Marines querían quitar a la reina, y darle de puñaladas al rey y quemarle la casa; pero fueron aconsejados que no hiciesen tal, porque aunque salvasen la vida a la reina, su honra quedaba manchada y oscurecida, y era argumento de verificación; porque diría el vulgo loco que porque estaba culpada, y saber de cierto que la habían de condenar a muerte, no consintieron que se hiciese batalla, y era en favor de los acusadores haciendo su mentira verdad. Fue muy eficaz esta razón para que desistiesen de su propósito, confiando en que la bondad y sencillez de la reina la habían de librar. Pues entrando los jueces en el Alhambra no los dejaba pasar adelante el rey Mulahacén diciendo que no habían de llevar a la reina para ponerla en acusación. Muza y los demás caballeros le dijeron que era conveniente al honor de la reina poner su causa en juicio, porque por aquella vía quedaba su honor limpio; y de no dar licencia que la llevasen, quedaría probada la causa, y los Zegríes con su intención. El rey preguntó si tenía la reina caballeros que la defendiesen; Muza dijo que sí, y que cuando no los hubiera, él mismo en persona haría la injusta batalla. Con esto dio licencia para que entrasen; y así Muza y los dos jueces entraron, quedando todos los demás fuera del Alhambra: y llegando Muza a donde estaba la reina, la halló hablando con Celima sin ninguna pena de lo que aguardaba, que bien sabía que no tenía más de aquel día de plazo; pero confiada en D. Juan Chacón, estaba sin ninguna congoja, y también porque si no venía D. Juan Chacón, y ella fuese sentenciada a muerte, en morir cristiana llevaría mucho gozo, porque empezaría a vivir para siempre, y con esto estaba la más alegre y contenta que se podía imaginar. Mas así como vio a Muza acompañado de aquellos caballeros que con él venían, luego presumió a qué era su venida, con la cual sintió alguna turbación y pesadumbre, y con ánimo varonil hizo en esto la resistencia que pudo, porque no se entendiera su flaqueza. Muza y los caballeros, así como vieron a la reina y a Celima, hicieron el debido acatamiento, y dijo Muza: --Grande ha sido el descuido que vuestra alteza ha tenido en nombrar caballeros, siendo hoy el último día que tenéis de plazo: ¿qué determináis? --No tengáis pena --dijo la reina-- que yo confío en Dios que hoy se ha de saber la verdad de mi sincero pecho, y que no han de salir con su mala intención los falsos acusadores, y que tengo de triunfar de ellos; y cuando Dios se sirva que por mis pecados sean vencidos mis defensores, y en mí sea ejecutada la sentencia que contra mí se ha pronunciado, yo partiré contenta de esta vida mortal para gozar de la eterna. Muza no entendió el secreto de las palabras, y así dijo: --Yo he querido que siga aqueste juicio de vuestra alteza por justicia, por causa de algunas presunciones de gente ignorante y de poca experiencia, aunque debéis mucho a todos, porque cada uno siente vuestra pena como si fuera suya propia; y porque se acrisole y apure más el oro de vuestra castidad, y porque sean castigados los traidores que la han deslustrado. Así, señora, sabed que venimos por vuestra alteza estos caballeros y yo, que somos jueces de vuestra causa, y todos siervos vuestros, y haremos lo que debemos. Podréis luego señalar caballeros, que cien mil hay que os desean servir en esta ocasión tan honrosa. Vuestra alteza venga a la plaza y Celima también, porque haya buen suceso. --Vamos --dijo la reina--, y venga conmigo Esperanza, que es mucho el amor que la tengo, y ha sentido mucho mi afrentosa prisión y tristeza, y será bien goce del contento, como confío en el poderoso Dios que nos le ha de dar con el triunfo de la victoria. Y diciendo esto se entraron todas en el retrete y se vistieron de negro, y en saliendo del aposento dijo la angustiada reina al valeroso Muza: --Mucho contento recibiré en que si mi desdicha fuere tanta que mis valedores sean vencidos, que todo lo que hay mío en este aposento se le dé a Esperanza, y libertad, porque esta es mi última voluntad por lo bien que me ha servido. No pudo sufrir la reina las lágrimas, diciendo estas palabras; y lloraba con tanta tristeza y dolor de su afecto, que movió los varoniles pechos a acompañar su llanto; y dándole Muza la mano salieron fuera del Alhambra adonde estaba una litera, y entraron dentro de ella la reina, Celima y Esperanza. Allí estaban para irla acompañando, vestidos de luto, muchos caballeros de los Alabeces, Gazules, Aldoradines, Venegas, Almohades, Marines, y otros muchos linajes, y debajo de las marlotas y albornoces negros llevaban muy fuertes armas, con intento de romper aquel día con los Zegríes, Gomeles y Mazas, por si fuese necesario; y si no fuera por la honra de la reina, sin duda aquel día se perdiera Granada. Y así recelosos los Zegríes, Gomeles, Mazas, y los de su bando llevaban armas fuertes debajo de sus marlotas y alquifaes por si sus contrarios les quisiesen acometer. No se vio jamás Granada en sus guerras y trabajos tan a pique de perderse como aqueste día; pero quiso Dios que sin escándalos ni guerras se acabase aquel negocio. En llegando a la calle de los Gomeles salían a los balcones y ventanas dueñas y doncellas llorando amargamente a la desventurada reina; de suerte que a sus llantos y gritos se movió toda la ciudad a compasión, y maldecían al rey y a los Zegríes a grandes voces. De esta manera entró la litera en la calle del Zacatín, donde más se aumentaron los sollozos, suspiros y vocería. Llegada la caballería y la reina a la plaza, fue puesta la litera junto al tablado. Muza y los otros dos jueces sacaron a la desconsolada reina Sultana, a Celima y a Esperanza de Hita, y las subieron al enlutado tablado por unas ventanas de una casa, y en el tablado había un estrado de paños negros y bastos. Allí se sentó la reina muy afligida y llorosa, por ver que en pública plaza había de ser juzgada, y junto a ella sentó a Celima, y a sus pies a Esperanza de Hita; allí fueron los llantos, allí fueron los gritos de hombres, niños, damas y doncellas, que no pudieran ser mayores los de Roma y de Troya cuando se veían quemar sin tener remedio. Todas las ventanas, balcones y azoteas estaban llenas de gente, y en la plaza había grandísima multitud, y todos no cesaban de llorar y de hacer gran sentimiento viendo las lágrimas que derramaba la reina, su doncella y su esclava. A un lado del tablado en otro estrado se sentaron los jueces para juzgar la causa, y de allí a poco espacio se oyeron veinte trompetas de guerra, y mirando lo que era vieron venir a los cuatro acusadores de la reina que venían armados y puestos a punto de batalla, y en muy poderosos caballos. Traían sobre las armas marlotas verdes y moradas, pendoncillos y plumas del mismo color. Traían en las adargas unos sangrientos alfanjes con una letra en torno, que decía: _Por la verdad se derrama._ De aquesta forma llegaron los cuatro mantenedores de la maldad, acompañados de los Zegríes, Gomeles y Mazas, y de todos los demás de la parcialidad, hasta llegar a un grande y espacioso palenque que estaba hecho junto al tablado. Era tan grande como una carrera de caballo, y muy ancho; y abierta una puerta del palenque entraron los cuatro caballeros acusadores, que eran Mahomad Zegrí, el caudillo de la traición, Hamete Zegrí, Mahandón Gomel y Mahandín. Así como entraron tocaron de su parte muchos instrumentos. Todos los de este bando se pusieron al lado izquierdo del tablado, porque al derecho estaban los caballeros deudos de la reina. Estaban todos aguardando a ver a quién había de nombrar la afligida reina; y visto que desde las ocho de la mañana estaban allí, y que eran ya las dos de la tarde y no había señalado defensores, ni parecía ninguno, estaban todos con grande pena, y no sabían cuál era el pensamiento de la reina, pues tan descuidada estaba en un negocio que no le importaba menos que honra y vida; y no menos pena tenía la reina viendo que era tan tarde y no había venido D. Juan Chacón, en quien, después de Dios, tenía esperanza de su libertad, y no entendía qué causa le hacía faltar a la palabra dada. Malique Alabez y un Aldoradín, y otros dos caballeros se llegaron al tablado, y dijeron en alta voz: --Si gusta la reina de que la sirvamos en esta ocasión, dé licencia que la defendamos y lo pondremos por obra. A lo cual respondió la reina, que ella lo agradecía, y que quería esperar otras dos horas; y que si no viniesen ciertos caballeros que tenía prevenidos, que ella aceptaba la oferta; y así se retiraron a sus puestos. Pero no pasó media hora cuando se oyó un gran ruido y alboroto, al cual mirando toda la gente vieron entrar por la plaza cinco caballeros muy galanes, los cuatro vestidos a lo turquesco y el otro a lo moro, el cual fue conocido de todos que era Gazul: a los demás tuvieron por extranjeros, y así concurría toda la gente a ver los forasteros. Los parientes de la reina y los demás caballeros le daban la bienvenida a Gazul, y en particular sus deudos, y le preguntaban todos si conocía aquellos caballeros que con él venían. Y él respondió que no, sino que en la Vega se habían juntado. Y con aquesto llegaron al cadalso donde estaba la reina Sultana y los jueces, los cuales deseaban saber la causa de su venida; y llegados miraron a la triste reina, y les quebró el corazón verla en tan miserable estado; y mirando toda la plaza vieron el gran palenque, y dentro de él a los acusadores de la reina; y espantados de la mucha gente que había, dijo D. Juan Chacón en turquesco a los jueces si podía hablar a la reina dos palabras. Los jueces dijeron que no le entendían, que hablase en arábigo, y él lo dijo en algarabía; y Muza respondió que sí, que subiesen. D. Juan subió al tablado, y haciendo su acatamiento a los jueces se fue a la reina, y hecha la reverencia, habló alto que los jueces lo entendieron, diciendo: --Con la procela del océano, reina y señora, fuimos arribados al mar de España, y desembarcamos en Adra, y venimos con intento de escaramucear con algunos cristianos, y buscándolos en la Vega no encontramos ninguno; y viniendo a ver esta ciudad nos alcanzó en el camino un caballero moro, y nos dio cuenta del desastrado estado de vuestra alteza, y cómo no teníais caballeros nombrados para vuestra defensa, y que no queréis que vuestra causa defiendan moros, sino cristianos. Yo y mis compañeros somos turcos jenízaros, hijos de cristianos, y doliéndonos de vuestra contraria y adversa fortuna, movidos de piedad de vuestra inocencia, venimos a ofrecernos para hacer esta batalla; y si vuestra alteza nos quiere admitir, yo os prometo a ley de caballeros, por mí y en nombre de mis compañeros, que haremos en este negocio todo lo que pudiéremos. Cuando decía esto D. Juan Chacón, tenía en la mano la carta de la reina, y al descuido la dejó caer en sus faldas, sin que se reparase en ello por los jueces, y cayó el sobrescrito hacia arriba. La reina pidió a Celima que con recato le diese aquel papel: ella le alzó y se lo dio, y luego conoció su letra y advirtió el secreto, y con disimulación miró a Esperanza de Hita, que estaba divertida mirando a D. Juan Chacón; y volviendo la cabeza a mirar a la reina, ambas se entendieron mirándose la una a la otra, y maravillada la reina de su traje y disfraz, respondió a D. Juan Chacón: --Yo he estado aguardando hasta ahora a cierto caballero que me dio palabra por letra suya, de estar hoy aquí con otros tres caballeros; y pues ya es tarde, y vos, noble caballero, queréis tomar este cuidado a vuestro cargo y de vuestros compañeros, yo lo agradezco mucho. D. Juan replicó y dijo: --Yo, señora, me prefiero a hacer lo que ese caballero, y no le reconozco ventaja, ni es mejor que yo; ni los tres caballeros que había de traer no excederán en cosa alguna a los que vienen conmigo: sed cierta de esto, señora, y dadnos licencia. --Yo la doy --dijo la reina--, y creedme, virtuoso caballero, que no debo cosa ninguna en obra ni en pensamiento de lo que se me imputa, y así pelearéis seguros. D. Juan dijo a los jueces que advirtiesen lo que la reina decía. Lo cual oído por los jueces mandaron que se escribiese aquel auto y lo firmase la reina: firmó, y haciendo el acatamiento debido a la reina, se bajó del tablado D. Juan Chacón, y subiendo en su caballo dijo a sus compañeros: --Señores, nuestra es la batalla, empecémosla antes que sea más tarde. Los caballeros de la parte de la reina rogaron a los defensores que hiciesen todos sus poderíos, como de tan buenos caballeros se esperaba; lo cual ellos prometieron, y así con toda la caballería los llevaron enmedio, paseándolos y dando vuelta por toda la plaza al son de muchas chirimías, añafiles y dulzainas. Entraron en el palenque los caballeros cristianos, y recibiéndoles pleito homenaje de que en aquel caso harían el deber, cerraron la puerta. En todo este tiempo no quitaba la vista Malique Alabez de D. Manuel Ponce de León, porque le parecía haberle visto, y no se acordaba dónde, y decía entre sí: --Válgame Alá, y qué traslado es aquel caballero turco de D. Manuel Ponce de León; pero no es él, porque es turco, y él es cristiano. Miraba el caballo, y conocíale por haberle tenido en su poder. Así andaba confuso, si era o no, y llegándose a un caballero Almoradí, tío de la reina, le dijo: --Si el caballero del caballo negro es el que imagino, cierta está la libertad de la reina. El caballero Almoradí dijo: --¿Quién es? ¿Conoceisle por ventura? --Yo os lo diré después, veamos ahora cómo le va en la batalla. Diciendo esto, miraron a los caballeros, los cuales descubrían los escudos que eran muy fuertes y relucientes. Ahora, pues, será bien tratar de qué colores eran las ropas turquescas. Eran todas de paño fino de color celeste, guarnecidas con franjones de oro y plata: los albornoces eran de seda azul. Llevaba cada caballero un turbante de toca de seda, listada de oro, y hecho de unas lazadas curiosas. En la parte de arriba del bonete en la punta, puesta una media luna de oro. Los pendoncillos de las lanzas eran azules, y en ellos las armas de sus escudos, porque D. Juan Chacón llevaba en su pendoncillo una flor de lis de oro, y en el escudo en un cuartel de sus armas un lobo en campo verde, el cual parecía despedazar un moro. Encima del lobo había un campo azul, y en él una flor de lis de oro, y una letra que decía: _Por su mal se devora_, significando que aquel lobo se comía aquel moro por el testimonio que a la reina había levantado. D. Manuel Ponce llevaba en su escudo el león de sus armas en campo blanco, y león dorado: no quiso aquel día poner las barras de Aragón. El león tenía entre las uñas un moro que estaba despedazando, y una letra que decía de esta suerte: _Merece más dura muerte_ _quien va contra la verdad,_ _y aun es poca crueldad_ _que un león le dé la muerte._ El pendoncillo, que era azul, llevaba un león de oro. D. Alonso de Aguilar no quiso aquel día poner ningún cuartel de sus armas, por ser muy conocidas: puso en su escudo un águila dorada en campo rojo, las alas abiertas como que volaba al cielo, y en las fuertes uñas llevaba una cabeza de un moro bañada en sangre, que de las heridas de las uñas le salía. Esta divisa del águila puso D. Alonso a memoria de su nombre. Llevaba una letra, que decía de esta suerte: _La subiré hasta el cielo,_ _porque dé mayor caída,_ _por la maldad conocida_ _que cometió sin recelo._ Asimismo llevaba en el pendón de la lanza este bravo caballero el águila dorada, como en el escudo. El alcaide de los Donceles llevaba por divisa en su escudo en campo blanco un estoque, los filos sangrientos, la cruz de la guarnición era dorada, en la punta del estoque tenía clavada una cabeza de un moro goteando sangre, con una letra en arábigo que decía de esta suerte: _Por los filos de la espada_ _quedará con claridad_ _el hecho de la verdad,_ _y la reina libertada._ Muy maravillados quedaron todos los caballeros circunstantes, así los de la una parte, como los de la otra, en ver la braveza de los cuatro caballeros, y más en ver las divisas de sus escudos, por las cuales conocieron claramente que aquellos caballeros venían al caso determinadamente y con acuerdo; pues las divisas y letras de sus escudos lo manifestaban, y que la reina los tenía apercibidos para su defensa; y se admiraban grandemente de que en tan pocos días vinieran de tan lejas tierras; pero considerando que por la mar pudieran haber venido en aquel tiempo, con esto no curaron más de inquirir ni saber el cómo y cuándo, sino ver el fin de la batalla. El valeroso Muza y los otros jueces se admiraron de ver aquellas divisas; y para gozar mejor de verlas pidió Muza un caballo, y subiendo en él se entró en el palenque, y mandó a un criado que le tuviese allí una lanza y una adarga, por si fuera menester. Los dos jueces se estuvieron con la reina, la cual decía: --Esperanza, dime, ¿conociste a aquel caballero que subió a hablarme? --Sí, señora, aquel es D. Juan Chacón, que aunque viniera más disfrazado, no dejara de conocerle. --Ahora digo --dijo la reina-- que es cierta mi libertad, y el vengarme de mis enemigos. Malique Alabez y el animoso Gazul, y otros muchos caballeros, parientes y amigos de la reina, se pusieron alrededor del tablado, y por lo que se ofreciese. A este tiempo el alcaide de los Donceles empezó a picar a su caballo, y lozaneando se fue adonde estaban los caballeros acusadores, y llegando a ellos, les dijo en alta voz: --Decid, caballeros, ¿por qué tan sin razón habéis acusado a vuestra reina y señora, y habéis puesto dolo en su honra? Mahomad Zegrí le respondió: --Acusámosla por ver con nuestros ojos cometer el delito de adulterio, y volviendo por la honra de nuestro rey, lo manifestamos. El valeroso alcaide, lleno de cólera, le respondió: --Cualquiera que lo dijere, miente como villano, y no es caballero; y pues estamos en parte donde se ha de saber la verdad, apercibíos al momento todos los traidores a la batalla, que hoy habéis de morir confesando lo contrario de lo que tenéis dicho. Y diciendo esto D. Diego Fernández de Córdoba, terció con presteza su lanza, y con el encuentro de ella le dio al Zegrí tan terrible golpe en los pechos, que sintió bien la fuerza de su brazo, y quedó lastimado; y si fuera el golpe con el hierro, no hay duda sino que de él muriera. El Zegrí afrentado por ver que estaba desmentido y ofendido con el golpe, revolvió su caballo, y fue a herir al alcaide, el cual como hombre experimentado en la guerra y en escaramuzas, se retiró a un lado, y revolviendo sobre el moro que a él venía, comenzaron una trabada escaramuza. Y visto esto, los trompeteros tocaron los instrumentos, haciendo señal de batalla, a la cual se movieron los demás caballeros, los unos contra los otros con gran furia. A D. Manuel le cayó en suerte Alí Hamete, a D. Alonso, Mahandón; y a D. Juan Chacón le tocó el fuerte Mahandín. Reconociendo cada uno su contrario, comenzaron una muy sangrienta batalla, mostrando cada uno su gran valor. Los moros eran muy valientes; pero poco les aprovechaba su valor, porque lidiaban con lo mejor de Castilla; y así andando escaramuceando con admirable braveza, y dándose lanzadas por las partes que podían, D. Juan Chacón fue herido en un muslo, de donde le salía abundancia de sangre; el cual como se sintió herido en los primeros encuentros, y que su contrario salió libre sin que llevase otra herida en recompensa, encendido en cólera y saña furibunda aguardó a que volviese a segundarle otro golpe, que entonces le embestiría con toda su furia, y sucedió de la misma manera que lo imaginó, porque el moro muy ufano y gozoso, como sintió que le había herido, volvió al cebo para tornar a picar en él, diciendo con grande algazara: --Ahora sabréis, turcos, si hay moros granadinos que puedan pelear y resistir a todos los caballeros del mundo. Y diciendo esto se venía a D. Juan, el cual estaba sobre el aviso; y viéndole venir derecho y con tanta fuerza, apretó las piernas al caballo, y con valor y furia extraña embistió al esforzado moro, y se encontraron los dos caballeros tan fuertemente, que parecía haberse juntado dos montes, según la braveza y furia con que se acometieron. El caballo de D. Juan Chacón era más fuerte y furioso que el del contrario; y así se paró después de haberle encontrado, y el del moro no se pudo tener, y se cayó de ancas. El moro fue herido muy malamente del bote de la lanza que le dio el valiente D. Juan; mas no tan a su salvo, que no quedase con una pequeña herida, y que si entrara más el hierro, tuviera mucho peligro, por ser en el hueco del costado; pero no fue casi nada, porque no encarnó el agudo hierro. El bravo moro se puso en pie con muy grande presteza, y echando mano a su alfanje se vino derecho a desjarretar el caballo de D. Juan para que le derribase, y él tuviese lugar de herir a su salvo a D. Juan; y aunque pudiera el noble cristiano alancear al moro, por tenerle tanta ventaja de estar a caballo y tener enristrada la lanza, no quiso dar nota de sí, que se pudiera decir que peleaba con tantas ventajas; y así no le esperó a caballo, sino saltó de él con grande ligereza, y desechando la lanza, puso mano a su espada; y embrazando el escudo se estuvo afirmado, aguardando a su enemigo, el cual llegó, y entre los dos valerosos guerreros comenzaron de nuevo una batalla tan reñida, que causaba grima ver las centellas que saltaban de los escudos; de la cual refriega sacó el moro dos pequeñas heridas; y apartándose un poco para cobrar aliento, volvió a embestir. D. Juan Chacón como se vio acometer de aquella suerte, confiado en su fuerza, y viendo tan cerca al moro, le tiró un golpe de revés, que le cortó el adarga y le hirió mortalmente en el hombro; y por muy poco cayera, porque le quitó el sentido: lo cual visto por el valiente D. Juan, arremetió a él, y le dio un encuentro con el escudo, que desapoderado de sus fuerzas cayó en tierra el moro; y luego le dio una cuchillada que le dividió una pierna de su lugar; y viendo que había alcanzado victoria de su enemigo, alzó los ojos al cielo, y dio gracias a nuestro Señor Jesucristo; y tomando un trozo de lanza, se afirmó a él, porque le daba gran dolor la herida del muslo; y arrimándose a una parte del palenque, se puso a mirar la batalla. Luego tocaron los músicos instrumentos de la reina, en reconocimiento del vencido moro, lo cual puso grande ánimo a los tres cristianos, y cobardía a los moros, y perdieron la esperanza de la victoria con tan mal presagio; y más cuando vieron dar en una ventana muy grandes gritos y hacer tristes llantos, y quien los daba era la mujer y hermanas de Mahandín viendo que con angustias mortales se revolcaba en su sangre. Los Zegríes mandaron que se quitasen de allí aquellas mujeres, porque no fuesen sus llantos causa de desmayo en los tres mantenedores del testimonio. Los seis caballeros se combatían con tanta ferocidad, que parecía que en aquel instante empezaba la batalla, haciendo tanto ruido y estrépito, que parecía que peleaban cincuenta caballeros. D. Juan Chacón sentía mucho dolor de sus heridas, en particular del muslo, como ya se había enfriado; y subiendo en su caballo se puso a considerar si iría a ayudar a sus compañeros, o a curarse, y no se determinó a ninguna de las dos cosas por no ser notado; y así acordó de esperar el fin de la batalla, porque bien sabía que no duraría mucho, por dos razones; la una por la satisfacción que tenía en el valor y fortaleza de sus compañeros; la otra, porque peleaban con justicia y razón, y defendían la verdad; y así de necesidad los había de favorecer la fortuna. Peleando, pues, los caballeros con un ánimo admirable, el enojado Mahandón, como vio a su querido hermano Mahandín tendido en el suelo, lleno de sangre, y hecho pedazos, con el dolor tan grande que sentía, dijo a D. Alonso de Aguilar. --Permitid, señor caballero, que vaya a tomar venganza de aquel que ha muerto a mi amado hermano, y luego concluiremos vos y yo nuestra batalla. --No trabajes en vano, dijo D. Alonso; fenece conmigo la batalla, pues tu hermano, como buen caballero, hizo lo que pudo; y no dudes de verte en el mismo estado que tu hermano está, porque la sangre de los nobles Abencerrajes vertida sin culpa, y la inocencia de la reina están pidiendo justa venganza contra los que quedáis. Y diciendo esto le acometió con furia, y le hirió con la lanza en el costado, aunque no fue grande la llaga. Lo cual visto por el moro, revolvió contra D. Alonso, y colérico le arrojó la lanza. D. Alonso que la vio venir con tal presteza, por hurtar el cuerpo al furioso golpe, revolvió su caballo con ligereza; pero no tan a tiempo, que no llegase primero la lanza, y entrándole por la una ijada del caballo, le salió a la otra más de media vara. El caballo sintiéndose mal herido con la lanza atravesada, empezó a dar bufidos, brincos y corcovos, que no era bastante la dureza del freno para que se sujetase y estuviese sosegado; y visto que no aprovechaba su diligencia, y que por su desgracia se le podía seguir algún daño irreparable, determinó de arrojarse en el suelo, aunque se ponía en mucho peligro, por estar su competidor a caballo; y confiando en Dios nuestro Señor, se arrojó de la silla quedándose en pie con su espada en la mano aguardando a su enemigo. Grande contento y alegría sintió el bando de los Zegríes y Gomeles en ver el estrecho en que había puesto su pariente al caballero extranjero, y en verle a pie le consideraban ya vencido; y como vio Mahandón a su contrario a pie, recibió mucho contento; y yéndose a él le dijo: --Ahora me pagaréis la muerte de mi hermano; pues me evitasteis de darla a quien se la dio a él. Y arremetió con el caballo para atropellarle, y el alfanje en la mano para herirle. D. Alonso de Aguilar era muy ligero, y se estuvo quedo, como que le quería aguardar; mas al tiempo que llegó dio un salto, y se apartó, y Mahandón pasó de largo sin hacer efecto; y revolviendo otras tres veces, tampoco hizo nada. D. Alonso le dijo: --Desciende de aquese caballo, si no quieres que te le mate, y te podrá suceder peor. Al moro le pareció buen consejo, y así se apeó; y embrazando su adarga vino a D. Alonso, diciendo: --Por ventura me disteis el consejo por vuestro mal. --Ahora lo verás --dijo D. Alonso--, si te di el consejo fue solo para darte cruel muerte, justamente merecida por el daño que de tu testimonio se ha seguido; y conviene que los traidores salgan del mundo. Diciendo esto arremetió a Mahandón, y así entre los dos se comenzó una brava y dudosa batalla, porque ambos eran muy valientes y animosos caballeros. Anduvieron más de media hora hiriéndose por las partes que podían, y cada uno muy deseoso de vencer a su contrario. D. Alonso muy enojado, y cuasi corrido en ver que le duraba tanto su contrario, se acercó a él todo lo más que pudo, y alzando el brazo hizo señal de quererle herir en la cabeza: el moro acudió al reparo para recibir el golpe con la adarga; pero saliole incierto su reparo, porque no ejecutó el golpe en la cabeza, sino que rebatiendo la mano le hirió en el muslo izquierdo de una mala herida, que le cortó gran parte del hueso. El valiente moro que se halló burlado y tan malamente herido, descargó un tan desapoderado golpe encima del bonete de D. Alonso, que el águila fue partida por medio; y rompiendo bonete y casco fue herido de una pequeña herida, aunque sintió mucho tormento en la cabeza, porque quedó como sin sentido y aturdido del fiero golpe; y si no fuera de tan animoso corazón, no hay duda sino que cayera en tierra sin dificultad ninguna, y consiguiera su enemigo la deseada victoria: mas como era de corazón fuerte, y nunca se dejó rendir de los trabajos, cobrando el cuerpo aquel ánimo de su corazón bizarro, y considerándose en cierta manera afrentado por ver que un golpe le había descompuesto su sentido; y encolerizado por verse herido y su rostro ensangrentado, con una cruel furia incomparable le tiró una estocada tan recia, que la adarga ni jaco fuerte no podían resistir la grande violencia de la espada, sino que fue todo rompido, y le metió cuatro dedos dentro del pecho al soberbio Mahandón; y como le cogió ya desangrado de la que le salía por la herida del muslo, no tuvo fuerzas para poder pelear más, y así cayó de espaldas. Así como D. Alonso vio caído a su contrario, arremetió con él para cortarle la cabeza, y poniéndole la rodilla en los pechos vio que estaba expirando; por lo cual no le quiso herir más, y levantándose dio en su corazón infinitas gracias a Dios por la merced tan grande que le había hecho; y apretándose la herida de la cabeza con el turbante, se atajó la sangre; y mirando por su caballo le vio muerto, y fue a coger el de Mahandón, y subiendo en él se fue adonde estaba D. Juan Chacón, el cual le abrazó, dándole el parabién del vencimiento. A este punto los añafiles y dulzainas de parte de la reina tocaron con grande alegría, lo cual causaba tristeza y melancolía a los Zegríes. Cesando la música miraron la batalla que los cuatro caballeros hacían, que era muy sangrienta. D. Manuel Ponce de León, y Alí Hamete Zegrí hacían su batalla a pie, respecto a que los caballos se les habían cansado y no podían concluirla como querían, y andaban muy listos procurando cada uno herir al otro por donde mejor podía: despedazábanse las armas y la carne con los duros filos de la espada y cimitarra, de lo que su sangre daba verdadero testimonio. D. Manuel tenía dos heridas y el moro cinco; pero no por eso se vio en él falta de ánimo ni fuerzas, y andaba con tanto ardid intentando por donde podría herir a su enemigo y quedarse él reservado, haciéndole muchos acometimientos. D. Manuel le iba contra todas sus malicias, porque ya le conocía el modo de pelear; y así como vio que D. Juan y D. Alonso habían ya vencido a sus contrarios, y el alcaide de los Donceles andaba con el suyo muy revuelto y en punto de traerle a aquel extremo, cobró grande ira porque no concluía con su enemigo, y llegándose cerca de él le dio un golpe tan terrible en la cabeza, que, aunque acudió a repararle con la adarga, no soportó el todo sino alguna parte, y así fue rota con el fino casco, y herido en la cabeza muy mal, y aun le quitó el sentido y dio de manos en tierra sin poderse valer; mas volviendo en sí, temiéndose de su contrario, y de que no fuese causa aquella flaqueza para que su competidor se gloriase de conseguir la victoria, sacando fuerzas de pusilanimidad se levantó, procurando la venganza de la ofensa recibida, y levantando su cimitarra dio un desatinado y fuerte golpe en un hombro de D. Manuel y no hizo herida; pero la vida le costó el golpe al moro, porque D. Manuel le dio otra junto a la que tenía en la cabeza, que desatinado cayó en tierra derramando mucha sangre, y luego murió. Los añafiles de parte de la reina tocaron con mucha alegría por el buen suceso. D. Manuel subió en su caballo, y se fue adonde estaban D. Alonso y D. Juan, los cuales le recibieron muy alegremente diciendo: --Gloria a Dios, que os ha escapado de las manos de aquel pagano. Quien en esta ocasión mirara a la hermosa reina Sultana, conociera muy claramente en su bello rostro la grande alegría que en su corazón tenía, viendo que se iban aniquilando sus enemigos, de lo cual a ella se le había de seguir su libertad, y díjoles a Celima y a Esperanza de Hita: --Sabéis lo que veo, que si D. Juan Chacón tiene fama de valiente caballero y lo es, que sus tres compañeros no lo son menos que él, pues con tan sobrado valor han vencido a los mejores y más valientes caballeros del reino de Granada. Esperanza la respondió: --¿No dije a vuestra alteza que D. Juan tenía muy principales amigos? Mirad si ha salido verdad lo que dije. --Dejemos estar eso --dijo Celima--, no lo entiendan los jueces, y veamos el fin del caballero que queda, que yo entiendo que no tendrá menos poder que los tres vencedores. Y mirando la batalla vieron cómo andaba muy revuelto y encendido en la pelea, y aunque herido y cansado, no se vio en él punto de cobardía ni aun imaginación. El valeroso moro proseguía la batalla con grande dolor y rabia, viendo muerto a su primo hermano y a los dos Gomeles, y él puesto en el mismo peligro, y así peleaba como hombre desesperado, considerando la infamia en que había incurrido, y mayor por no haber salido con su intento; y con la furia de un loco frenético daba tajos y reveses a diestro y a siniestro, y fuera de orden por si acertara a darle alguna herida penetrante, de la cual muriera el contrario; porque ya que él fuera vencido, como los otros tres de su parte, no quedaran tan triunfantes matando a alguno de ellos; y aunque peleaba con tan grande furia y braveza, no era menos la del valiente alcaide de los Donceles, porque estaba muy airado con su enemigo; y aun porque todos sus compañeros habían alcanzado el lauro y gloria del vencimiento, y estaban ya descansando, le parecía que empezaba de nuevo la batalla, siendo su enemigo de muy grandes fuerzas y astucias para pelear; y considerando que le miraban y que le debían de juzgar por menos que sus compañeros, pues no daba fin a la batalla, poniendo los ojos ensañados en su contrario, apretó con toda fuerza las espuelas al caballo, arremetió al Zegrí, y lo mismo hizo él; y así se embistieron con ánimo y furia increíble; y fue tan recio el encuentro de los caballeros, que sin remedio hubieron de venir al suelo los dos sin poderse herir el uno al otro; pero apenas fueron en tierra cuando estuvieron en pie, y se acercaron hiriéndose cruelmente, y experimentando cada uno las fuerzas del contrario, porque eran furiosos y desatentados los golpes que se daban, mostrando cada uno la fortaleza de su brazo y el ánimo del corazón. Verdad es que el moro andaba más orgulloso y ligero, y las heridas que daba casi no ofendían, por tener muy buenas armas el valiente alcaide; pero el golpe que el valeroso alcaide alcanzaba, rompía, cortaba y destrozaba tan fuertemente con la fortaleza de su brazo, que no daba golpe con la espada que no hiciese herida grande o pequeña. Lo cual visto por el valiente Zegrí, con una rabia crecida, confiando en sus grandes fuerzas, arremetió al alcaide por venir con él a los brazos, el cual se alegró mucho, y así abrazados comenzaron a luchar dando muchas vueltas, y haciendo cada uno lo que podía por derribar a su contrario; pero cada cual echaba de ver el resto de sus fuerzas, y así ambos trabajaban muy en balde, porque no había robles tan firmes como ellos. El Zegrí era de muy gran cuerpo y fuerzas, que parecía un jayán, y procuraba levantar de tierra a su enemigo para dar de golpe con él en el suelo, y por muchas veces que lo intentó, ninguna salió con su pretensión, porque parecía que tenía echadas raíces, y que era ponerse a arrancar un nogal de cuajo; de suerte que por mucha diligencia que hacía el Zegrí, era molerse en vano. Reconocido por el alcaide el mal pensamiento de su contrario, echó mano a un puñal buido, y diole tres golpes por debajo del brazo izquierdo, y tales, que el moro dio grandes gritos sintiéndose mal herido de muerte, y sacando una daga le dio al alcaide otras tres heridas; mas como era ancha la daga no pudo falsear las armas mucho, y así fueron pequeñas. El valeroso alcaide le dio otra muy mala herida en la ijada izquierda, con la cual se acabó de rematar la sangrienta batalla, porque así como le dio la última, sin poderse menear cayó en el suelo desangrándose por las penetrantes heridas; y al tiempo que el alcaide vio en tierra al contrario, fue de presto y le puso una rodilla en los pechos, y enarbolando el invicto brazo le dijo: --Date por vencido, y confiesa la verdad luego, y así no te acabaré de matar. El malvado Zegrí viéndose tan mal herido y a voluntad de su competidor, le respondió diciendo: --Ya no es menester darme más heridas que las que tengo, porque esta postrera bastaba para echar del mundo a un tan gran traidor alevoso como yo; y pues me pedís, vencedor caballero, que declare la verdad, yo la diré: Sabrás que habiendo muerto algunos de mi linaje los del bando Abencerraje, y a otros afrentado, y que tanto valían con los reyes que no nos podíamos vengar de ellos, ordené yo mismo que fuesen perseguidos todos los caballeros Abencerrajes, y por mi traición fueron muertos sin culpa; y la reina no debe cosa ninguna de lo que yo la levanté acerca del adulterio de que fue acusada: esta es la verdad; llegado he a punto de decirla, y no hay otra cosa sino lo que he dicho: de todo lo cual estoy muy arrepentido, por haber visto las desgracias y muertes que en este tiempo han sucedido, y por la afrenta grande en que se ha visto la reina no siendo culpada en ninguna cosa. Todo lo que el traidor Zegrí decía estaban oyéndolo muchos caballeros, así del bando de la reina, como de los Zegríes; y para más justificar la causa de la reina llamaron a los jueces para que oyesen todo lo que el Zegrí decía. Luego llegó el valeroso Muza, y los dos jueces que estaban en el cadalso bajaron, y entrando en el palenque tornó a referir el Zegrí lo dicho, y luego expiró. Al momento tocaron con grande alegría muchas chirimías y dulzainas con otros instrumentos músicos por victoria tan importante, que habían conseguido aquellos caballeros extranjeros de los naturales traidores; y cómo por ella se había sabido la verdad, y le era vuelta y restituida su honra a la casta e inocente reina. A una parte se oían las músicas y grande alegría, y a otra lloros, tristeza y gritos que daban las mujeres y deudos de los Zegríes muertos. Los caballeros vencedores fueron sacados del campo con muy grande honra, hecha por la mayor parte de los caballeros que eran del bando de la reina. Y de esta suerte los victoriosos caballeros llegaron a la reina que ya estaba dentro de la litera en que había venido, y la preguntaron si había otra cosa que hacer en aquel caso, o en otro cualquiera que fuese de su gusto o de necesidad. La reina dijo que para la satisfacción entera de su honra bastaba lo que habían hecho, y que recibiría mucho contento en que se quisiesen ir con ella para ser curados de sus heridas. Los caballeros aceptaron el ruego de la reina, y así salieron de la plaza llevando la música de añafiles delante, con mucho contento y alegría. Todo lo cual era al contrario en los mal intencionados Zegríes y Gomeles, porque con tristes llantos sacaron del palenque los destrozados cuerpos de sus parientes, y estuvieron determinados de romper con su contrario bando, y procurar dar muerte a los extranjeros vencedores; y no se determinaron, por entonces, porque de allí adelante hubo entre ellos bandos y pasiones mayores que hasta entonces habían tenido, como adelante lo diremos. Los caballeros cristianos llegaron a la posada de la reina, y todos los demás caballeros; y los vencedores fueron curados con gran diligencia de cirujanos, y ellos pusieron sus armas junto a sí, por si algo sucediera. Y aquella noche después de haber cenado, la reina, Celima y Esperanza fueron a visitar a los cuatro caballeros cristianos; y después de haber hablado de los trabajos en que se había visto aquella ciudad, y de la muerte injusta de los Abencerrajes, la reina se llegó un poco más al lecho de D. Juan Chacón, y sentándose le dijo: --El alto y poderoso Jesucristo, y su bendita Madre que le parió sin dolor, quedando Virgen por divino misterio, os den salud entera y vida larga, y os paguen la buena obra, que a esta triste y desconsolada reina habéis hecho habiéndome librado de una muerte tan infame y afrentosa; mas fue la voluntad de Dios de librarme, y que vos fueseis el instrumento de mi libertad; y así os quedo obligada mientras la vida me durare, la cual gastaré en vuestro servicio. Deseo ya verme cristiana para servir a Dios y a su Santísima Madre y a vos, y creedme que la mayor parte de los caballeros de esta ciudad están deseosos de verse ya cristianos, y no aguardan sino que el rey D. Fernando comience la guerra, y está así concertado desde que se fueron los caballeros Abencerrajes; por tanto así como lleguéis, dad orden a vuestro rey para que ponga en ejecución la guerra contra este reino, y os ruego que me digáis quién son esos tres caballeros a quien soy obligada, porque sepa a quién he de servir. --Excelente señora --dijo D. Juan--, los caballeros que a mí me han hecho merced y a vos servido, son D. Alonso de Aguilar, el gran D. Manuel Ponce de León, y el otro D. Diego Fernández de Córdoba, caballeros de grande estima, que ya tendréis noticia de ellos. --Sí tengo --respondió la reina--, que muchas veces han entrado en la Vega, y han hecho cabalgadas de ganados y buenas presas, y son conocidos por sus hechos y nombres, aunque ahora no han sido conocidos por el disimulo del traje turquesco, y ha sido buen pensamiento; y pues son de tan gran valor, será justo que les hable y dé las gracias del bien que por su causa me ha redundado. Diciendo esto la reina Sultana fue donde estaban los tres caballeros, y a todos, y a cada uno de por sí les dio muchas gracias por el favor que le tenían hecho, y que confiaba en Dios que algún día les serviría en algo. El alcaide de los Donceles respondió en nombre de todos: --Vuestra alteza le dé esas gracias y mercedes al señor D. Juan, que nosotros poco es lo que hemos hecho, según lo mucho que os deseamos y debemos servir. --Muchas mercedes, señores caballeros, por el nuevo ofrecimiento, que es para más obligarme a serviros, y reagravar la deuda tan grande que os tengo. Dios os pague lo que habéis hecho por mí, y dé vida para que pueda pagar alguna cosa de lo mucho que os debo; y porque parece que es hora de reposar y descansar, yo me quiero ir a recoger para dar orden a lo que conviene para vuestro regalo. Con aquesto se fue la reina, y habló con su tío Moraicel, y le dijo que estaba recelosa de que viniesen a tomar venganza los Zegríes y Gomeles en los cuatro caballeros, por la muerte de los cuatro traidores; que pusiesen algún remedio. Y pareciéndole buen consejo, fue a dar parte de ello a Muza, el cual puso cien caballeros de guarda en la casa, los cuales estuvieron toda la noche con gran cuidado. Fue muy acertado el parecer de la reina, porque los Zegríes y Gomeles tenían concertado de cercar la casa, y dar muerte violenta a los caballeros vencedores; y como vieron tanta guarda, y conociendo que no podrían salir con su intento, desistieron de su propósito; y más cuando supieron que el valeroso Muza había puesto aquellos caballeros, lo sintieron de manera que se les comía el corazón de envidia, por ver con las veras que acudía Muza a los cuidados de la reina, y no se atrevieron a irle a la mano porque le temían. Venida la mañana se fue la gente de guardia, y los cuatro caballeros determinaron de irse, porque no los echase menos el rey D. Fernando; y así pidieron licencia a la reina para partirse a la corte de su rey, porque les importaba que no supiese la ausencia que habían hecho. --¿Pues cómo, señores, dijo la reina, estando tan lastimados, cansados y heridos os queréis poner en camino tal? No lo tengo de consentir: ¿por ventura os falta cosa alguna, o la deseáis? --No uno ni otro --respondió D. Juan Chacón--, porque donde está vuestra alteza no hay que desear nada; pero importa irnos por lo que he dicho. --Pues que así es --dijo la reina--, tornaos a curar, e id vuestro viaje con la bendición de Dios; y por él os ruego no me olvidéis, y suplicad a vuestro rey que comience la guerra contra Granada, porque a todos los que tienen deseo firme de ser cristianos, se les cumpla. Los caballeros se lo prometieron así. La reina mandó llamar a los cirujanos; y curados, se armaron, y despidiéndose de la reina y Celima, Esperanza y de Moraicel, se partieron quedando llorando la reina la ausencia de tan buenos caballeros. Muza, Malique Alabez y Gazul, que supieron que los caballeros extranjeros se iban de Granada, les salieron a prevenir un grande acompañamiento con más de doscientos moros, a más de media legua la vuelta de Málaga. Pero así como los moros se despidieron de ellos, tomaron la vía de Castilla, y caminaron a grande priesa; y entrando en tierra de cristianos, supieron cómo los Reyes Católicos estaban en Écija: ellos fueron a Talavera, y hallaron a sus criados que los esperaban para que siguiesen la corte. Allí estuvieron ocho días curándose muy secretamente, y estando ya mejores se partieron para Écija; y en llegando, pidiendo licencia al rey D. Fernando para irse a sus tierras, se la dio; y llegados a sus patrias, ellos y otros caballeros dieron orden de ganar a la ciudad de Alhama, llevando para ello la prevención conveniente, porque era muy fuerte; y siendo juntos muchos y principales caballeros la cercaron y combatieron por todas partes. Donde los dejaremos combatiendo, por decir lo que pasó en la ciudad de Granada en este medio y sazón, y también porque a mí no toca escribir lo que pasó en aquesta guerra de Alhama, que no hace al intento, ni propósito mío. CAPÍTULO XVI. _De lo que pasó en Granada, y cómo se volvieron a refrescar los bandos de ella, y la prisión del rey Mulahacén en Murcia, y la del rey Chico en Andalucía, y de otras cosas._ Grande fue la tristeza y desconsuelo que la reina Sultana sentía por la ausencia de sus defensores caballeros, y de buena voluntad fuera en su compañía, que temía el alboroto de la ciudad; y si su dolor y tristeza fue grande, más excesivo fue el de los Zegríes y Gomeles y los demás de su bando por causa de los caballeros que en la cruel batalla murieron, y porque los agresores se fueron sin que de ellos se tomase venganza, y porque se sentían muy afrentados y corridos por las cosas pasadas; pero con disimulación aguardaban ocasión para ejecutar su deseo. Digamos ahora del rey Chico, el cual como supo la muerte de los acusadores de su mujer la reina, y la confesión que había hecho el malvado Zegrí en su disculpa, descubriendo la pésima y horrible maldad; enojado de sí mismo, no sabía qué hacerse. Poníasele delante la culpa de su ceguedad, y la muerte tan sin culpa de los nobles Abencerrajes; la grande deshonra en que había puesto a la reina, el destierro injusto que hizo cumplir a los Abencerrajes, y cómo por su causa se habían tornado cristianos y a él le aborrecía toda Granada, y cómo estaban amotinados y conjurados contra él, y hasta su padre le procuraba quitar el reino, y aun la vida. Imaginando en estas cosas y otras muchas venía a perder el juicio. Maldecía a los Zegríes y Gomeles, porque le habían dado tan malos consejos, y a él porque los había recibido. Llorando todas estas desventuras se tenía por el rey más desdichado de todo el mundo, y no osaba parecer de vergüenza o de temor; por lo cual no le visitaban los Zegríes y Gomeles. Bien se holgara el reyecillo de que su amada Sultana quisiera volver a su amistad; mas era imaginación y trabajo muy en vano, porque aunque ella quisiera, cuanto más que no estaba de ese parecer, sus deudos no lo consintieran; y con todo esto pidió a Muza que desenojase a la reina, y alcanzase de ella el perdón, y la dijese cuán arrepentido estaba, y que viniese a hacer vida con él. Muza pidió a la reina y a sus parientes todo lo que el rey Chico le había pedido, y no fue posible alcanzar alguna cosa de lo que pedía; y así volvió, y dio al rey la respuesta que había dado la reina. Con esto el rey se deshacía en pena; mas consolábase con que había de procurar traer a su amistad a todos los caballeros que pudiese, y a los ciudadanos y gente plebeya, para irse apoderando de toda la ciudad; y así iba adquiriendo amigos, y a todos les pedía perdón diciéndoles que él había sido mal aconsejado, y aunque habían pagado su delito los promovedores y consejeros, que ellos verían la enmienda que tenía de allí adelante, y que lo sucedido le había de ser escarmiento para mientras viviera, como lo verían, y el tratamiento que haría a sus vasallos; y como era heredero forzoso del reino, muchos grandes le obedecían con toda la más gente común. Nunca pudo reducir a su obediencia a ninguno de los Almoradís, Marines, Alabeces, Gazules, Venegas ni Aldoradines, que estos seis linajes seguían la parte del rey viejo, y la de su hermano el infante Abdalí. En este tiempo el rey Mulahacén, como hombre valeroso, no habiendo perdido sus bríos y braveza de corazón, ordenó de hacer una entrada en el reino de Murcia, y así juntando mucha y muy lucida gente, prometiendo buenos sueldos a los de a caballo y de a pie, salió de Granada llevando consigo dos mil hombres de a pie y de a caballo, y se fue a la ciudad de Vera, y tomando el camino de la costa, por dejar a Lorca, salió a los Almazarrones, y de allí fue a Murcia, y recorrió todo el campo de Sangonera, cautivando mucha gente. D. Pedro Fajardo, adelantado del reino de Murcia, salió con la más lucida gente que pudo a resistir al moro, que andaba corriendo el campo con gran pujanza; y encima de las lomas del Azul, día de San Francisco, se rompió la batalla entre moros y cristianos, la cual fue muy sangrienta y reñida; mas fue Dios servido, por intercesión del bienaventurado Santo, que D. Pedro Fajardo con la gente de Murcia, mostrando grandísimo valor, venció a los moros, y desbarató y prendió al rey. Viéndose desbaratados los moros, huyendo volvieron a Granada, donde se supo la prisión del rey Mulahacén y pérdida de todo su campo, lo cual se sintió en toda la ciudad, si no fue el infante Abdalí que se holgó mucho de la prisión del rey su hermano, porque por allí entendió alzarse con todo el reino, y así escribió al adelantado D. Pedro que le hiciese merced de tenerle al rey su hermano preso hasta que muriese, y que por ello le daría las villas de Vélez el Blanco y el Rubio, Xiquena y Tirieza. Mas el adelantado, considerando la traición que el infante quería hacer, no quiso aceptar su oferta, antes dejó ir libremente al rey y a los que con él fueron cautivos; el cual como llegó a Granada halló a Abdalí apoderado del Alhambra, diciendo que su hermano se la había dejado en guarda. Mulahacén muy enojado de esto, y más por la traición que le quiso hacer, se retiró en el Albaicín, adonde él y su mujer estuvieron muchos días. La madre de Mulahacén, vieja de ochenta años, habiendo visto la liberalidad del adelantado, le envió diez mil doblas, el cual no las quiso recibir; y le envió a decir que se las diese a su hijo para que hiciese guerra a su hermano. Visto que no había querido recibir los dineros, le envió ciertas joyas muy ricas y doce poderosos caballos enjaezados, todo lo cual recibió D. Pedro Fajardo. A pocos días se volvieron al Alhambra, porque su hermano se la dejó libre, entendiendo que el rey no sabía nada de las cartas que le había enviado a D. Pedro Fajardo. Mulahacén disimuló aquel negocio, y lo guardó para su tiempo, mas indignado contra su hermano y contra los que le fueron favorables, y todavía le dejó la administración del gobierno. A este Mulahacén le llamaron el Zagal, y Gadabli; mas su nombre propio y más usado era el de Mulahacén. Esta batalla y prisión de este Mulahacén escribió el moro cronista de este libro, y yo doy fe que en la iglesia mayor de Murcia, en la capilla de los marqueses de los Vélez, hay una tabla encima del sepulcro de D. Pedro Fajardo, en la cual se cuenta el suceso de aquesta batalla. Volviendo a nuestro propósito, el rey Mulahacén muy enojado por lo que el gobernador su hermano había hecho, hizo un día su testamento diciendo: «Que en fin de sus días fuese su hijo heredero del reino, y que echase de él al infante su hermano, y a todos los de su bando.» Esto decía, porque seguían al infante Abdalí muchos caballeros Almoradís y Marines, los cuales sustentaban la parte del infante. Por este testamento hubo después en Granada muchos alborotos, y entre los ciudadanos guerras civiles, como después de esto sucedieron; pues estando el rey Mulahacén en el Alhambra, y Granada, como de antes solía, debajo de la gobernación de dos reyes y un gobernador, no por eso dejaron los Almoradís de buscar modos y maneras para que totalmente el rey Chico fuese privado del reino; mas no podían hallar ninguna comodidad que buena fuese, respecto que los Zegríes y Gomeles estaban de su parte con otros muchos caballeros que reconocían que aquel era finalmente el heredero del reino; pero no por esto dejaban de buscar asechanzas y mil ocasiones tío contra sobrino, y sobrino contra tío; pero como el rey Chico estaba odiado de los más principales caballeros, no pudo salir por entonces con su intención en nada, ni pudo expeler a su tío del cargo que tenía, y así aguardaba tiempo para ejecutar su intención; y por alegrarse un día se paseaba por la ciudad con otros principales caballeros, por dar alivio a sus penas, rodeado de sus Zegríes y Gomeles, y le vino una muy triste nueva: cómo los cristianos habían ganado la ciudad de Alhama; con la cual embajada hubiera el rey de perder el sentido, así por perder aquella ciudad como por el peligro que tenía Granada de ser cada día corrida de cristianos. Tanto fue su sentimiento que al mensajero que trajo la nueva le mandó matar; y subiéndose al Alhambra lloró la pérdida de su ciudad, y mandó tocar añafiles y trompetas de guerra para que con muy gran presteza se juntase toda la gente, y fuera al socorro de la ciudad de Alhama. La gente de guerra se juntó toda al belicoso son de las trompetas, y preguntándole al rey que para qué los mandaba juntar, respondió que para socorrer a Alhama, que la habían ganado los cristianos. Entonces un alfaquí viejo le dijo: --Por cierto que se emplea muy bien tu desventura en haber perdido a Alhama; y merecías perder todo el reino, pues mataste a los nobles caballeros Abencerrajes, y a los que quedaban mandaste desterrar del reino; por lo cual se tornaron cristianos, y ellos propios son los que te hacen la guerra. Acogiste a los Zegríes que eran de Córdoba, y te has fiado de ellos; pues ahora irás al socorro de Alhama, y di a los Zegríes que te favorezcan en semejante desventura como esta. Por esta embajada que al rey Chico le vino de la pérdida de Alhama, y por lo que este moro alfaquí le dijo, y por la muerte de los Abencerrajes, se dijo aquel romance antiguo tan doloroso para el rey, que dice en arábigo, traducido al castellano, de esta manera: Paseábase el rey moro por la ciudad de Granada desde la puerta de Elvira hasta la de Vivarrambla. Cartas le fueron venidas que Alhama era ganada: las cartas echó en el fuego, y al mensajero maltrata. Descabalga de una mula y en un caballo cabalga; por el Zacatín arriba subido se ha al Alhambra. Cuando en el Alhambra estuvo, al mismo tiempo mandaba que le toquen sus trompetas, los añafiles de plata, Y que las cajas de guerra apriesa toquen al arma, porque la oigan sus moros, los de la Vega y Granada. Los moros que el son oyeron, y al sangriento Marte llama, de uno a uno, y dos a dos, juntádose ha gran batalla. Allí salió un moro viejo y desta manera hablara: «¿Para qué nos llamas, rey; para qué es esta llamada?» «Habéis de saber, amigos, una nueva desdichada, que cristianos de braveza ya nos han ganado a Alhama.» Allí habló un alfaquí de barba crecida y cana: «Bien se te emplea, buen rey; buen rey, bien se te empleaba; Mataste los Bencerrajes que eran la flor de Granada, acogiste advenedizos de Córdoba la nombrada. Pos eso mereces, rey, una pena bien doblada, que te pierdas tú y tu reino, y que se pierda Granada.» Este romance se hizo en arábigo en aquella ocasión de la pérdida de Alhama, el cual era muy doloroso, y tanto que vino a vedarse en Granada que no le cantasen, porque cada vez que le cantaban en cualquiera parte provocaba a llanto y dolor: después se cantó en lengua castellana de la misma manera, que decía: Por la ciudad de Granada el rey moro se pasea; desde la calle de Elvira llegaba a la plaza Nueva. Cartas le fueron venidas, que le dan muy mala nueva, que habían ganado a Alhama con batalla y gran pelea. El rey con aquestas cartas grande enojo recibiera, al moro que se las trajo mandó cortar la cabeza. Las cartas hizo pedazos con la saña que le ciega, descabalga de una mula y cabalga en una yegua. Por la calle el Zacatín al Alhambra se subiera; trompetas mandó tocar y las cajas de pelea, Porque lo oyeran los moros de Granada y de la Vega, uno a uno, dos a dos, grande escuadrón se hiciera. Cuando los tuviera juntos un moro allí le dijera: «¿Para qué nos llamas, rey, con trompa y cajas de guerra?» «Habéis de saber, amigos, que tengo una mala nueva, que la mi ciudad de Alhama ya del rey Fernando era. Los cristianos la ganaron con muy crecida pelea.» Allí habló un alfaquí, desta manera dijera. «Bien se te emplea, buen rey; buen rey, muy bien se te emplea, mataste los Bencerrajes que eran la flor desta tierra; Acogiste a advenedizos que de Córdoba vinieran; y así mereces, buen rey, que todo el reino se pierda.» Pues volviendo al caso, así como el rey juntó gran copia de gente, al punto sin poner en ello dilación, salió de Granada para ir al socorro de Alhama, imaginando que la había de remediar; mas su cuidado y trabajo fue en vano, porque cuando llegó a Alhama ya los cristianos estaban apoderados de la ciudad y del castillo, y de todas sus torres y fortalezas; pero con todo eso hubo una muy grande escaramuza entre moros y cristianos: allí murieron más de treinta Zegríes a manos de los cristianos Abencerrajes, que allí había más de cincuenta que estaban a la orden del marqués de Cádiz. Finalmente, por el gran valor y esfuerzo de los caballeros cristianos fueron desbaratados los moros: lo cual visto por el rey de Granada, se volvió sin hacer en aquella ocasión cosa de provecho. Así como llegó a Granada volvió a hacer más gente y en más cantidad, y volvió sobre Alhama, y una noche secretamente la hizo echar escalas y entraron dentro algunos moros; y así como fueron sentidos de cristianos, tocaron al arma y pelearon con los moros que habían entrado, y los mataron y se pusieron a la defensa. Y viendo el rey que trabajaba en vano, se volvió muy triste, y envió por el alcaide de Alhama para degollarle, que se había retirado a Loja a su fortaleza. Los mensajeros del rey, presentando los recados que llevaban para prenderle, le prendieron y le dijeron como le mandaba cortar la cabeza y llevarla a Granada, y ponerla encima de las puertas del Alhambra, porque fuese a él castigo y a otros temor, pues había perdido una fuerza tan importante. Y siendo preso, dijo el alcaide que él no tenía culpa de aquella pérdida, que el rey le había dado licencia para ir a Antequera a bodas de una hermana suya, que el alcaide Rodrigo de Narváez la casaba con un caballero, y que ocho días le habían dado de término más que los que había pedido, y que a él le pesaba mucho de la pérdida de Alhama, porque si el rey la perdía, él había perdido sus hijos, mujer y hacienda. No bastó esta disculpa que dio el alcaide, y así le llevaron a Granada y le cortaron la cabeza; y por esto se hizo el siguiente ROMANCE. Moro alcaide, moro alcaide, el de la bellida barba, el rey te manda prender por la pérdida de Alhama; Y cortarte la cabeza y ponerla en el Alhambra, porque a ti sea castigo, y otros tiemblen en mirarla; Pues perdiste la tenencia de una ciudad tan preciada. El alcaide respondía, desta manera les habla: «Caballeros, y hombres buenos los que regís a Granada, decid de mi parte al rey como no le debo nada. Yo me estaba en Antequera en bodas de una mi hermana; mal fuego queme las bodas y quien a estas me llevara, El rey me dio la licencia que yo no me la tomara; pedila por quince días, diómela por tres semanas. De haberse Alhama perdido a mí me pesa en el alma, que si el rey perdió su tierra, yo perdí mi honra y fama: Perdí una hija doncella, que era la flor de Granada; el que la tiene cautiva marqués de Cádiz se llama. Cien doblas le doy por ella, no me las estima en nada: la respuesta que me han dado es, que mi hija es cristiana, Y por nombre le habían puesto Doña María de Alhama: el nombre que ella tenía mora, Fátima se llama.» Diciendo esto el alcaide lo llevaron a Granada, y siendo puesto ante el rey, la sentencia le fue dada, Que le corten la cabeza, y la lleven al Alhambra: se ejecutó la sentencia, así como el rey lo manda. Pues habiéndose hecho esta justicia del alcaide de Alhama, se comenzó a tratar entre todos los caballeros que el tío del rey saliese con la gente de su bando a tomar venganza de la pérdida de Alhama, o a buscar otras ocasiones para vengarse de los cristianos; a lo cual el tío les respondió que harto hacía en guardar la ciudad y tenerla en paz, y que por esta causa no salían él ni los de su bando de ella. Tratando en estas cosas todos los caballeros que estaban a la obediencia del rey Chico, dijeron que de ley de razón al hijo se le debía la corona, y no al hermano, y que guardar esta ley era de caballeros nobles; y como esto se considerase, todos los más linajes le dieron la obediencia al rey Chico, así como Gazules, Aldoradines, Venegas, Alabeces; y los de este bando, que eran enemigos de los Zegríes, no atendieron a enemistades pasadas, pudiendo más la razón que el rencor, y más la nobleza que la malicia; de tal suerte, que con el tío del rey Chico no quedaron sino Almoradís, Marines y algunos caballeros y gente ciudadana. Pues todos estos, como hemos dicho, decían, que el infante Abdalí saliese a buscar algunas ocasiones contra cristianos, de suerte que se vengase la toma de Alhama, y que no estuviese arrinconado, como hombre inútil y de poco valor, pues pretendía tener cetro y corona. A todo esto respondía el infante lo que habéis oído, y que él quería guardar a Granada, que era de más importancia que ir a buscar cristianos a sus casas: lo mismo decían los Almoradís y Marines; y a cerca de esto Malique Alabez, lleno de cólera y saña, les dijo: --Que eran cobardes y ruines, y que no hacían a ley de caballeros en no salir a buscar cristianos con quien pelear, y querer por fuerza hacer rey a quien no lo merecía por su persona, ni le venía de derecho. Los Almoradís oyendo estas palabras pusieron mano a las armas contra los Alabeces, y ellos también. Los Gazules no se holgaron viendo este acontecimiento; y así pusieron mano en las armas y dieron en los Almoradís y Marines, de suerte que en poco tiempo mataron más de treinta de ellos, y los Almoradís mataron muchos Gazules y Alabeces. De tal manera se revolvieron los bandos unos con otros que se ardía Granada y se derramaba mucha sangre de ambas partes; mas siempre llevaron lo peor los Almoradís y Marines, aunque tenían de su parte gran copia de la gente común, y otros linajes de caballeros; y tan mal les fue que se hubieron de retirar todo lo mejor que pudieron al Albaicín. Los dos reyes salieron cada uno a favorecer su parte; y si no fuera por los alfaquíes, y por muchos señores que se pusieron por medio, perecieran, y también porque Muza con mucha gente de a caballo fue apaciguando la pendencia; y no sabía contra quien fuese, porque el rey Chico era su hermano, y el infante su tío; pero considerando que derechamente era el reino de su hermano, era más de su bando. Este día hubo tan grande revuelta que fue causa para que el furor del amotinado pueblo cesase, y se reconciliasen en amistad; y así se hizo un crecido escuadrón de gente de a caballo y de a pie. Y como el rey Chico los viese con tan grande voluntad de ir a pelear contra los cristianos, propuestos de morir o vengar la pérdida de Alhama, salió de Granada con ellos, yendo con acuerdo de no detenerse hasta entrar bien adentro de Andalucía, y hacer una gran cabalgada, o rendir alguna fuerza de cristianos; y con este propósito marcharon hasta llegar legua y media de Lucena, donde el rey mandó hacer de toda su gente tres batallas: la una tomó él a su cargo, y la otra dio a un alguacil mayor, y la otra a un capitán de Loja, llamado Aliatar, y todos corrieron la tierra e hicieron una muy gran presa. Esta corrida de los moros se supo en Lucena, Baena y Cabra; y así salió el conde de ella, y el valiente alcaide de los Donceles con mucha gente, y pelearon con los moros; los cuales como vieron venir tal tropel de cristianos, juntaron sus tres batallas y pusieron enmedio la cabalgada. Los valientes andaluces dieron en los moros de tal forma que, aunque se defendieron con gran valor, fueron desbaratados, y junto al arroyo del puerco, que otros llaman el arroyo de Martín González, fue preso el rey de Granada y otros muchos con él. Los moros que escaparon fueron huyendo la vuelta de Granada. El rey fue llevado a Baena, y de allí a Córdoba, para que le viese el rey D. Fernando. Fuéronle enviados mensajeros al rey Católico para que tratase de rescate del rey Chico; y sobre si se rescataría, o no, hubo muchas diferencias entre los del consejo y grandes de Castilla. Al fin se acordó de darle libertad con que fuese vasallo del rey D. Fernando; y así juró, de ser leal y fiel con que le diese su favor y ayuda para conquistar algunos lugares que no le querían obedecer, sino a su padre. El rey D. Fernando lo prometió así; y le dio cartas para todos los capitanes cristianos que estaban en las fronteras de Granada, para que le ayudasen en lo que el rey Chico quisiese, y que a los moros que quisiesen ir a labrar tierras fuera de Granada, no se les hiciese perjuicio. Y habiendo asentado y jurado todo lo dicho, pidió licencia el rey de Granada al rey Católico, y dándosela con muchos presentes, se fue a su patria. Y como su tío Abdalí y los demás caballeros de Granada supieron el trato que había hecho el reyecillo con el rey D. Fernando, les pareció muy mal; y recelándose de que por esta causa se perdiese Granada, el infante Abdalí les hizo a todos el siguiente parlamento, diciendo así: --Claros, ilustres y muy esforzados caballeros que tan injusto odio me tenéis, sin razón ni legítima causa: bien sabéis como mi sobrino fue alzado por rey de Granada, sin ser muerto mi hermano Mulahacén, su padre, por una causa muy ligera; solo porque degolló cuatro caballeros Abencerrajes, que lo merecían, y por esto le quitasteis la obediencia, y alzasteis a su hijo por rey contra toda razón y derecho; y mi sobrino, habiendo, con vuestro favor, degollado treinta caballeros Abencerrajes sin ninguna culpa; habiendo levantado tal testimonio a su mujer, reina nuestra, por donde tantos escándalos, muertes y guerras civiles ha habido en esta ciudad, le tenéis obediencia y le amáis, sin mirar que no es digno de ser rey, pues su padre es vivo; y sin esto mirad ahora lo que ha hecho y concertado con el rey D. Fernando de Castilla, que le han de dar gente belicosa para hacer guerra con ella a los pueblos que no le han querido obedecer, y siempre han estado en la obediencia de su padre; y más le da al rey cristiano tantas mil doblas de tributo, después de haberse perdido él y los suyos en esta entrega que ha hecho tan sin causa. Ya que Alhama fue perdida, no tenía necesidad sino de reparar las fuerzas, pues Alhama no se podía cobrar al presente, y por tiempo se pudiera restaurar. Pues considerando ahora, caballeros, a vos digo Zegríes, Gomeles, Mazas y Venegas, allegados a mi sobrino con tanta vehemencia, si ahora metiese gente cristiana y guerras en Granada, ¿qué esperanza podríais tener, y qué seguridad para que no se levantasen con su tierra? ¿No sabéis que los cristianos son gente feroz y belicosa, todos con ánimo levantado hasta el cielo? Si no mirad lo de Alhama cómo ha sido, y cuán presto la han atropellado. Pues Alhama gente de guerra tenía dentro para defenderla: mirad cómo no la defendieron. Pues si entrasen estos en Granada, y tuviesen lugar de ver las murallas y torres, ¿quién quita que luego no fuese ganada por los cristianos? Abrid, amigos, los ojos, y no deis lugar a mayores males. Mi sobrino no sea admitido por rey, pues es amigo del rey cristiano. Mi hermano es rey, y por ser ya viejo tengo yo el gobierno de la corona real: si él muere, y mi padre fue rey de Granada, ¿por qué no lo seré yo, pues de legítimo derecho me viene, y la razón lo pide? De necesidad es menester: ahora cada uno responda, y dé su voto a lo que tengo propuesto y dicho, y sea la respuesta tocante al bien del reino. Fueron tan eficaces estas razones que dijo el infante Abdalí contra su sobrino, que los alfaquíes y demás caballeros, especialmente Almoradís y Marines, fueron de común acuerdo que el rey Chico no fuese admitido en Granada, y que el tío fuese alzado por rey, y entregado en el Alhambra; lo cual le fue dicho a Mulahacén, el que agravado de pesadumbres y males salió de su voluntad del Alhambra, y se apoderó en el Alcazaba junto con su familia; y su hermano fue apoderado en el Alhambra con título de rey, aunque contra la voluntad de los Zegríes, Mazas, Gomeles, Gazules, Alabeces, Aldoradines y Venegas; pero disimularon por ver en qué paraban aquellas cosas. El rey Chico llegó a Granada con muchas joyas y presentes que el rey D. Fernando le había dado. Los de Granada no le quisieron acoger ni recibir, diciéndole que el moro que hacía alianzas y paces con los cristianos no había que fiar de él. Visto por el rey que no le querían recibir, y sabiendo que su tío estaba apoderado en el Alhambra, se fue a la ciudad de Almería, que era tan grande como Granada, y de tanto trato y cabeza de reino, donde le recibieron como a su rey. Desde allí requería a algunos lugares que le diesen la obediencia, y si no que los destruiría. Los lugares no se la quisieron dar, por lo cual les hacía guerra con cristianos y moros. En esta sazón murió el rey viejo, con cuya muerte se renovaron los bandos, porque visto el testamento que había hecho en vida, hallaron en él la traición que su hermano había intentado contra él, y cómo dejaba su hijo por heredero del reino, y que fuese obedecido de todos, y si no, que la maldición de Mahoma viniese sobre ellos. Por esto comenzaron nuevos escándalos, porque el reino le venía al hijo de Mulahacén, y no al infante. En esto estuvieron tratando muchos días, en los cuales le aconsejaron al infante que procurase con diligencia matar a su sobrino, y muerto, reinaría en paz. Admitió este consejo, y determinó el ir a Almería a matarle; y primero escribió a los alfaquíes de Almería lo que su sobrino había tratado con el rey D. Fernando, de lo cual les pesó, y le enviaron a decir que ellos darían entrada secretamente en Almería; que le viniese a prender o matar. Vista esta respuesta por el infante, se partió con secreto llevando algunos caballeros consigo, y en llegando a Almería los alfaquíes les entraron secretamente, y cercando la casa real, procuró prender o matar a su sobrino; pero oyendo el alboroto, avisaron al rey Chico y él escapó huyendo con algunos de los suyos, y se fue a tierra de cristianos. El infante quedó muy enojado por haberse escapado el sobrino; pero allí en Almería halló un muchacho, sobrino suyo y hermano del rey Chico, y le hizo degollar, porque si el rey Chico moría, pudiese él reinar sin que nadie se lo impidiera: pasado esto se volvió a Granada donde estuvo apoderado del Alhambra y ciudad, y obedecido por rey del reino, aunque no del todo, porque todavía entendían que aquel no era su señor natural. El rey Chico se fue adonde estaba el rey D. Fernando y la reina Doña Isabel, y contó toda su tragedia; de todo lo cual pesó mucho a los cristianos reyes, y le dieron unas cartas al rey moro para el gobernador y capitán de todas las fronteras del reino de Granada, especialmente para Benavides que estaba en Lorca con gente de guarnición; y dando al rey moro muy grande cantidad de dinero, y otras cosas de valor, le envió a Vélez el Blanco, donde fue bien recibido él y los suyos; y asimismo en Vélez el Rubio, donde estaba un alcaide moro, que se decía Alabez, y en Vélez el Blanco estaba un hermano suyo. Estando aquí el rey Chico entraba y salía en los reinos de Castilla a cosas que le cumplían, donde era de los cristianos favorecido por mandado del rey D. Fernando; y a este tiempo habían ganado los cristianos muchos lugares de Granada, así como Ronda, Marbella y otros pueblos comarcanos, Loja y sus contornos. El tío del rey Chico no se aseguraba un punto, porque tenía el reino tiranizado y siempre procuraba la muerte del sobrino, porque no reinase, y prometía muchas cosas a quien le matase con yerbas o violentamente; y no faltaron cuatro moros codiciosos a las promesas que le dieron palabra de matar al rey Chico; y para la ejecución los envió con cartas para su sobrino, porque no se recelasen de ellos, atento a que él no le hacía guerra, y que como de paz le enviaba aquel mensaje con blandas y cautelosas palabras, que decían así: «Amado sobrino: no obstante las causas de las pasadas guerras que habemos tenido por el reino, sabiendo ya que verdaderamente es vuestro por una cláusula del testamento de mi hermano, donde dice que vos sois heredero de él, he acordado que seáis entregado en la posesión de él, y le recibáis debajo de vuestro amparo, como rey y señor de él, dándome un lugar en que esté contento para pasar mi vida, que con esto viviré gustoso; y mirad que os lo requiero de parte de Dios Todopoderoso, y de Mahoma, su fiel mensajero, porque el reino de Granada se va perdiendo, sin que en nada haya reparo. Por tanto, vistos estos mis recados, vos venid a Granada muy seguro, como rey y señor de ella. De todo lo pasado estoy muy arrepentido, y así espero el perdón de vos, como de mi señor y rey; y mirad que si tenemos división y guerras civiles, el reino será perdido; y no viniendo a él, le entregaré a vuestro hermano Muza, el cual lo tiene por deseo de gobernar; y si él se apodera del reino, y los grandes le juramos por rey, con dificultad será desposeído. Ceso, y de Granada etc.--_Muley Abdalí._» Esta carta dio el infante a cuatro moros valientes y conjurados, para que en acabándosela de dar le matasen; y si no pudiesen buenamente salir con su intención, que se viniesen. No faltó quien diese aviso de esto al rey Chico para que se guardase. Llegados los mensajeros a Vélez el Blanco preguntaron al alcaide Alabez por el rey. Él respondió que allí estaba, y qué era lo que querían. --Traemos unos recados del rey su tío. Alabez dijo: --¿Cómo puede ser su tío rey, habiendo legítimo heredero en el reino? --Eso no sabemos nosotros --respondieron los mensajeros--, más de que nos mandó venir con estos recados. --Pues dadme las cartas --dijo el alcaide--, que vosotros no le podéis entrar a hablar. --No las podemos dar sino en sus manos --respondieron ellos. --Pues aguardad aquí. Avisaré al rey --dijo Alabez; y lo hizo, y dijo si los dejaría entrar o no. El rey mandó que los dejase entrar para oír su mensaje; y mandó a doce caballeros Zegríes y Gomeles que estuviesen prevenidos en su sala por si había alguna traición. Esto hecho, y el alcaide alistado de armas, volvió a los mensajeros y les dijo que entrasen; y entrados donde estaba el rey, y viéndole que estaba tan acompañado, disimularon, y alargando la mano el un mensajero para darle al rey los despachos, se los quitó el alcaide y se los dio al rey; y abriendo la carta la leyó toda, y como estaba avisado de la traición, mandó luego que prendiesen a los mensajeros, y dándoles tormento confesaron la verdad, y fueron sentenciados a muerte, y los ahorcaron de las almenas del castillo; y el rey Chico respondió a su tío en una carta lo siguiente: «El muy poderoso Dios, criador del cielo y la tierra, no quiere que las maldades de los hombres estén ocultas, sino que a todos sean patentes, como ha hecho en haber descubierto tu maldad. Recibí tu carta, más llena de engaños que el caballo de los griegos. Ahora me prometes amistad, que estás harto de perseguirme, matando a mis familiares y caballeros que me seguían. Traigo por testigos de esto a los de Almería que lo sabían, y a mi inocente hermano que degollaste. No sé por cuál razón hiciste tal crueldad; mas yo confío en Dios que algún día me lo pagarás con tu cabeza, y los de Almería no quedarán sin castigo. El reino que tienes era de mi padre, y de derecho es mío; quereisme todos mal porque trato con cristianos: bien sabéis que por comunicar con ellos labran los moros sus tierras, y tratan en sus mercaderías seguramente: los cuales no lo hacen estando debajo de tu dominio contra toda razón. Avísote que algún día he de estar sobre tu cabeza, y me pagarás la traición que contra mi padre cometiste, y la que a mí ahora querías hacer debajo de tus melosas palabras; pues sábete que adonde tú estás tengo quien me da aviso de tus traiciones. Enviaste cuatro mensajeros, tales como tú, para que me diesen muerte, y pagaron su maldad, y confío que tú pagarás la tuya. Las joyas que me enviaste las quemé en pública plaza a vista de todos, recelándome de tus traiciones. No sé por qué las usáis siendo de linaje de reyes y teniéndoos por tal: no más. De Vélez el Blanco, etc.--_El rey de Granada natural._» Esta carta escrita, la envió a Granada con otra que iba para Muza, y él se la dio a su tío, el cual como supo que a los mensajeros que él envió para matar a su sobrino los habían ahorcado habiendo confesado la traición, se halló muy confuso; mas disimulando, andaba cuidadoso y con recato de su persona. Muza leyó la carta de su hermano y decía: «No sé, amado hermano, cómo tu valor consiente que un tirano sin razón ni ley tenga usurpado el reino de nuestro padre y abuelos, y que me persiga y tenga desterrado de lo que es mío. Si están mal conmigo los Almoradís y Marines por la muerte de los Abencerrajes, quien fue la causa de ello pagó la culpa, y yo como rey usaba justicia. Si siendo cautivo traté amistad con cristianos, fue por mi libertad, y por el bien de Granada, porque con el favor de ellos las tierras se labran. Poco hacía al caso pagar al rey tributo, dejando nuestro reino en paz. Ahora veo que va peor teniendo Granada otro rey, porque los cristianos se van apoderando del reino y ensanchando el suyo. Por Dios te ruego, que pues tu valor es para todos bastante, que tomes a tu cargo mi defensa por la honra de ambos; y considera la ambición de este tirano, pues derramó la sangre de nuestro inocente hermano. Dame aviso de todo. De Vélez el Blanco, etc.--_Tu hermano el rey._» Así como Muza leyó la carta su hermano fue muy indignado contra su tío, especialmente por la muerte de su tierno hermano; y así luego enseñó la carta a sus amigos los caballeros Alabeces, Almoradís, Gazules, Venegas, Zegríes, Gomeles y Mazas, porque también eran amigos de su hermano; y habiendo visto por ella la disculpa que daba de la muerte de los Abencerrajes, y el arrepentimiento que mostraba del testimonio levantado a la reina, acordaron entre todos los caballeros de escribir al rey Chico que viniese a Granada con secreto, y que entrase en el Albaicín por la puerta de Fajalauza, y que se entregaría de la fortaleza de Blo Albulut, antigua morada de los reyes, porque era alcaide de ella Muza. Aquesta carta fue enviada al rey Chico, el cual como la leyó y vio la firma de su hermano Muza y de algunos caballeros, luego se dispuso para ir a Granada, y también porque se le iban los moros que tenía en su guarda y servicio, y le quedaban ya pocos; y así se partió y llegó una noche muy oscura a la puerta de Fajalauza con solos cuatro de a caballo, porque los demás se habían quedado apartados un poco atrás, y como llegó llamó a la puerta. Los guardas preguntaron quién era, y él dijo, vuestro rey soy. Luego le conocieron, y como estaban ya avisados de Muza que si viniese le diesen franca puerta, al punto le abrieron y entró con toda su gente. En sabiendo Muza su venida le fue a recibir, y le metió en la fuerza del Alcazaba. Aquella noche fue el rey a casa de algunos caballeros de los más principales del Albaicín a decirles su venida, y como era para cobrar su reino con su ayuda. Todos los caballeros le prometieron su favor; y habiendo visitado a los caballeros de consideración se volvió al Alcazaba. Al otro día por la mañana se supo por toda la ciudad de Granada la venida del rey Chico, y tomaron las armas para ofenderle como a rey. El rey viejo su tío que estaba en el Alhambra, como supo la venida de su sobrino el rey Chico, hizo armar mucha gente de la ciudad para pelear contra los del Albaicín, y entre unos y otros hubo una cruel batalla, en la cual murieron muchos de ambas partes. De la parte del rey viejo eran Aldoradines, Marines, Alabeces, Bencerrajes y otros muchos caballeros. De la parte del rey Chico eran Zegríes, Gomeles, Mazas, Venegas, Alabeces, Gazules, Aldoradines y otros muchos caballeros principales. Fue tan reñida aquesta refriega que ninguna de las pasadas le llegó, porque hubo mucha mortandad y derramamiento de sangre. El valor de Muza, que seguía la parte de su hermano, era causa de que los de la ciudad lo pasasen peor, aunque ya les tenían aportillado el muro por tres o cuatro partes; lo cual visto por el rey Chico, envió a gran priesa a pedir socorro a D. Fadrique, capitán general puesto por el rey D. Fernando, haciendo saber como estaba en el Albaicín en gran peligro, porque su tío le hacía cruel guerra. D. Fadrique le socorrió por mandado del rey Chico, y le envió mucha gente de guerra, arcabuceros todos, y por capitán de ellos a Hernando Alabez, alcaide de Colomera. Con este socorro los moros se holgaron mucho, especialmente porque D. Fadrique les envió a decir que peleasen como varones fuertes por su rey, que era aquel, y que les daba palabra que seguramente podían salir a la Vega a sembrar y labrar sus tierras sin que nadie se lo estorbase. Con este favor tomaron grande ánimo los moros, y peleaban como leones con el ayuda de los cristianos, a los cuales no les faltaba nada de lo que habían menester. Estas batallas duraron cincuenta días, sin cesar de pelear de día y de noche, y después de ellos se retiraron los de la ciudad con mucha pérdida de su gente, por el valor de los cristianos y de Muza; y el rey Chico reparó las murallas y puso gran defensa para estar seguro. Los cristianos fueron muy bien tratados; los moros del Albaicín salían a la Vega y a sus campos a labrar las tierras, todo lo cual fue causa para que casi los más siguiesen el bando del rey Chico; pero no por esto se dejaban las continuas batallas entre los de la ciudad y Albaicín. Los moros de la ciudad tenían más trabajo, porque peleaban con los cristianos de las fronteras, y con los moros del Albaicín; de suerte que de continuo tenían guerra. En este tiempo fue cercada Vélez-Málaga por el rey D. Fernando. Los moros de Vélez enviaron a pedir socorro a los de Granada. Los alfaquíes amonestaron y requirieron al rey viejo que fuese a favorecer a los moros de Vélez. El rey cuando lo supo se turbó, porque nunca imaginó que los cristianos osarían entrar tan adentro, y temiose salir de Granada, recelándose que en saliendo se alzaría su sobrino con la ciudad y se apoderaría en el Alhambra. Los alfaquíes le daban priesa diciendo: --Di, Muley, ¿de qué reino piensas ser rey, si todo lo dejas perder? Las sangrientas armas que sin piedad movéis en vuestro daño aquí en la ciudad, movedlas contra los enemigos, y no matando a los mismos naturales. Estas cosas decían los alfaquíes al rey, y predicando por las calles y plazas, que era justo y conveniente cosa que Vélez-Málaga fuese socorrida. Tanta era la persuasión de estos alfaquíes, que al fin se determinó de ir a socorrer a Vélez-Málaga; y habiendo llegado se puso en lo alto de una sierra, dando muestra de toda su gente. Los cristianos le acometieron, y no osó aguardar sino se volvió huyendo él y su gente, y dejaban los campos por donde pasaban poblados de muchas armas, por poder huir a la ligera. El rey se fue a Almuñecar, y de allí a la ciudad de Almería y Guadix. Todos los demás moros se tornaron a Granada, donde sabiendo los alfaquíes y caballeros lo poco que había hecho el rey en aquella jornada, y que como cobarde había huido, llamaron al rey Chico y le entregaron el Alhambra, y le alzaron por su rey, a pesar de los caballeros Almoradís y Marines, y de todos los demás de su bando, que eran muchos; aunque es verdad que los de la parte del rey Chico eran más, y todos muy principales. Habiendo entregado al rey Chico la Alhambra y todas las demás fuerzas, en las cuales puso gente de confianza, los moros le suplicaron pidiese al rey D. Fernando seguro para que la Vega se sembrase; y así lo envió a suplicar, y que todos los lugares de moros que estaban fronteros de los lugares de cristianos, que le obedeciesen a él, y no a su tío, y que para ello les daría seguro de que pudiesen sembrar y tratar en Granada segura y libremente. Todo lo cual le otorgaron los reyes Católicos por ayudarle; y así el rey cristiano escribió a los lugares de los moros que obedeciesen al rey Chico, pues era su rey natural, y no a su tío; y que él les daba seguro de no hacerles ningún mal ni daño, y que pudiesen labrar sus tierras. Los moros con este seguro lo hicieron así, y asimismo escribió el rey cristiano a todos los capitanes de las fronteras que no hiciesen mal a los moros fronterizos; lo cual cumplieron, y los moros andaban muy alegres y contentos, y dieron la obediencia al rey Chico. El rey Chico habiendo hecho todo aquesto, y dado contento a sus ciudadanos y aldeanos, mandó cortar las cabezas a cuatro caballeros Almoradís que le habían sido muy contrarios, y con esto cesaron las sangrientas y civiles guerras por entonces. Y porque la intención del moro cronista no fue tratar de la guerra de Granada, sino de las cosas que pasaron dentro de ella, y de las guerras civiles que en ella hubo, no pongo aquí la guerra, sino el nombre de los lugares que se rindieron, tomada la ciudad de Vélez-Málaga, que son estos: Bentomiz, la villa de Comares, Dompera, la Villa del Cestillo, Guadalta, Jaraz, Cavilla, Rubir, Pitargies, Lucas, Jaranca, Almejía, Mainete, Venaquer, Camillas, Alebonache, Canillas de Albaidas, Narija, Benicorán, Cafis, Buenas, Alboraba, Alcuchavia, Alhitán, Daimas, Algorgi, Morgaza, Machara, Albomaila, Benadaliz, Cimbochillas, Predilipe, Beiros, Sinarax, Hajar, Corterrojas, Alhacaque, Almería, Aprina, Aletín. Estos lugares del Alpujarra se dieron a los reyes Católicos, de lo cual les pesaba a los moros de Granada, teniendo tan gran recelo de perderse, como los demás lugares se habían perdido. Pues vengamos ahora al propósito: después de haber rendido a Vélez-Málaga, los pusieron en tanto aprieto, que les faltó el mantenimiento, y muchas municiones de guerra; de suerte que estaban para darse. Los moros de Guadix sabido este negocio lo sintieron mucho, y los alfaquíes le rogaron al rey viejo que fuese a socorrer a Málaga, como lo hizo con mucha gente. El rey Chico supo de este socorro de su tío, y mandó juntar mucha gente de a pie y de a caballo, y fue Muza por capitán de ellos para que les impidiese el paso, y los desbaratase; y así lo hizo, que les aguardó y salió al encuentro, y trabaron una cruel batalla, en la cual fueron muertos gran parte de los de Guadix, y los demás huyeron volviéndose a su tierra admirados del valeroso Muza y de los suyos. Luego el rey Chico escribió al rey D. Fernando todo lo que había pasado con los moros de Guadix que iban al socorro de Málaga, de lo cual se alegró el rey Católico, y se lo agradeció, y le envió un rico presente; y el rey Chico envió al rey D. Fernando un presente de caballos, muy riquísimamente enjaezados, y a la reina envió paños de seda y perfumes. Los reyes cristianos escribieron a los capitanes y alcaides fronteros de Granada y sus lugares, le diesen favor al rey Chico contra su tío, y que no hiciesen mal ni daño a los moros, ni tratantes de Granada que fuesen a sembrar o a labrar sus tierras. El rey de Granada envió a decir al rey D. Fernando, que tenía noticia cómo los moros de Málaga no tenían bastimentos; que les impidiese que por mar ni por tierra les entrasen, y que se rendirían sin falta. Finalmente, dieron los cristianos tan gran batería a los cercados, que fue ganada Málaga y su distrito; y puesta buena guardia en Málaga y su costa, recibieron los reyes Católicos una carta de Granada, enviada por los caballeros Alabeces, Gazules y Almoradines, la cual decía así: «Muy poderosos señores: los días pasados hicimos saber a vuestras majestades los caballeros Alabeces, Gazules, Aldoradines, y otros muchos de esta ciudad de Granada que somos de un bando, del cual es también Muza, cómo queríamos ser cristianos y entregar este reino a vuestras reales personas; y pues se ha dado fin glorioso a las cosas del Andalucía, se puede empezar la conquista de este reino por la parte de Murcia, que es cierto que los alcaides de las fronteras y del río de Almanzor se entregarán luego sin defenderse, porque así está tratado entre nosotros; y siendo ganada Almería y su río, que es el más dificultoso, y Baza, se puede cercar a Granada; que te damos fe, como caballeros, de hacer tanto en tu servicio, que Granada se entregue a pesar de todos los que en ella viven. Muza en nombre de los vasallos arriba contenidos besa vuestras reales manos etc. De Granada.» Escrita esta carta, fue enviada al rey D. Fernando; el cual como entendió las razones, y viendo como los caballeros Abencerrajes que andaban en su servicio procedían tan bien como lo habían escrito, luego se puso en camino para Valencia, y allí hizo cortes; y con el grande deseo que tenía de acabar del todo aquel reino, se vino a la ciudad de Murcia, y allí fue discurrido cómo había de entrar por la parte de Vera y Almería; y resuelto en lo que había de hacer, se fue a la villa de Lorca para desde allí entrar en el reino de Granada. Fueron de la ciudad de Murcia con el rey D. Fernando muchos caballeros muy principales, los cuales será bien declarar, porque su valor y proezas lo merecían, aunque no se nombrarán todos. Fueron Fajardos, caballeros de claro linaje, Albornoces, Ayalas, Giles, Galeros, Carrillos, Clavillos, Guzmanes, Riquelmes, Avellanedas, Villaseñores, Comences, Ralones, Pereas, Fontes, Ávalos, Valcárceles, Pachecos, Moncadas, Monzones, Guevaras, Melgarejos, Torrecillas, Llamas, Salares, Eustreros, Andosillas, Loaysas, Iufrentes, Sayavedras, Hermasillas, Pelozones, Balboas, Viloas, Alarcones, Laras, Fauras, Zambranas, Cascales, Sotos, Sotomayor, Puxmarines, Varribreas, Paralexas, Saurines, Lázaros, Vorias, Peñaveleros, Escamoz, Dotos y Rosales, Jereces, Gómez, Mulas, Darines, Alburquerques, Loritas, Ponces de León, otros Guevaras, Cisones, Manchirones, Leones, otros Ponces de León, Cildranes, Rosiquíes, Tomases, Tizonas, Paganes, Cernales, Alemanes, Rodas, Pineros, Hurtados. De la villa de Mula, Jerez de Ávila y Gitar, Leyvas, Correllas, Mazas, Melgarez. De Lorca salieron Moratas, Portales, Cozorlas, Pérez de Tudela, Mutados, Quiñoneros, Pineros, Falconetes, Mateos, Rendones, Marcelas, Burgos, Alcázares, Romanes. Finalmente de estos lugares referidos, Murcia, Lorca y Mula, salieron todos estos caballeros hijosdalgo en servicio del rey D. Fernando contra los moros del reino de Granada, y otros muchos que no se refieren por evitar prolijidad; los cuales mostraron bien el valor de sus personas en todas las ocasiones que se ofrecieron. En Lorca dejó el rey en Santa María una custodia de oro, y una cruz de cristal, guarnecida de oro fino. Pues habiendo puesto el rey toda su gente en muy buena orden, se partió a Vera, en la cual estaba por alcaide un valiente moro, hijo del valiente Alabez que murió preso en Lorca. Llamábase también Alabez, no menos valiente que el otro; el cual como supo la venida del rey D. Fernando, luego se dispuso a entregarle la ciudad y fuerza, porque estaba tratado por cartas. Y así llegando el rey a una fuente que llaman del Pulpí, salió el alcaide Alabez a recibirle, y le entregó las llaves de la ciudad de Vera y de su fuerza. El rey entró en la ciudad, y se apoderó de ella, y puso otro alcaide, y a Alabez hizo muchas mercedes. No había sino seis días que estaba en Vera el rey, cuando se le entregaron los lugares siguientes: Vera, Antas, Lorin, Sorbas, Teresa, Cabrera, Sotena, Cricantocia, Las Cuevas, Portilla, Overa, Zurgena, Huércal, Vélez el Blanco, Turbe, Mojácar, Uleila del Campo, Cuerbro, Tabernas, Ynox, Albreas, el Box, Santo Perar, Huéscar, Cijola, Pataloba, Finis, Albanabez, Inmeytin, Ventiagla, Vélez el Rubio, Tirieza, Xiquena, Purchena, Cúllar, Benamantel, Castilleja, Orce, Galera, Utreza, Armuña, Bayarque, Sierto, Filabres, Vacares, Durca; y sin estos otros muchos lugares del río de Almanzor. Los tres Alabeces suplicaron al Católico rey que los mandase bautizar; conviene a saber: Alabez, alcaide de Vera; Alabez, alcaide de Vélez el Rubio, y Alabez, alcaide de Vélez el Blanco. El rey se holgó mucho de ello, y por ser principales caballeros mandó que los bautizase el Obispo de Plasencia; y del alcaide de Vera fue padrino D. Juan Chacón, adelantado de Murcia, y del alcaide de Vélez el Rubio lo fue un principal caballero llamado D. Juan de Ávalos, hombre de grande valor, y muy estimado del rey por su grande bondad. Este Ávalos fue alcaide de la villa de Cuéllar, y él y otros caballeros naturales de la villa de Mula, llamados Pérez de Hita, pelearon con los moros de Baza, que cercaron la villa de Cuéllar tan bravamente, que jamás se vio en tan pocos cristianos tan brava resistencia; y al fin los moros no la tomaron por ser tan bien defendida. Esta batalla escribe Hernando del Pulgar, cronista del rey D. Fernando. Del nombre de este alcaide Ávalos se llamó el alcaide de Vélez el Rubio D. Pedro de Ávalos, a quien el rey D. Fernando hizo muy grandes mercedes por su valor, y le dio y otorgó grandes privilegios, en que pudiese traer armas, y tener oficios nobles en la república. Del alcaide de Vélez el Blanco, hermano del que hemos dicho, fue padrino un caballero llamado D. Fadrique. De aquestos tres famosos alcaides hay hoy día deudos, en especial de Ávalos. De esta suerte se iban tornando cristianos algunos de los más principales alcaides de estos lugares, entregándosele sin pensar. Siendo el rey apoderado de todas estas fuerzas ya dichas, determinó de irse a Almería por ver su asiento, y ponerla cerco, dando lugar a los moros que se habían dado para que los que quisiesen se fuesen a África, o adonde les pareciese, y que los que quisiesen estar quedos, que se estuviesen. Con esto el rey fue a Almería, donde tuvieron con los moros encuentros. Partiose de Almería el rey, dejando el cerco para después; y asimismo lo hizo en Baza, después de haber bien reconocido y visto donde podía poner sitio y real. Tuvo con los moros en Baza grandes encuentros, donde murieron muchos de ellos: allí hizo D. Juan Chacón cosas memorables. Levantose el real, y fue a Huéscar, la cual se dio luego. Aquí mandó el rey despedir la gente de guerra, y él se fue a Caravaca a adorar la santa cruz que allá está, y de allí se partió a Murcia, donde estaba la reina Doña Isabel, y descansó aquel año. En este tiempo hubo grandes rebeliones en los lugares que se habían dado; pero el rey D. Fernando los apaciguó enviando gente de guerra que los aquietase. El año siguiente puso cerco el rey D. Fernando a la ciudad de Baza, donde hubo muchas escaramuzas y batallas entre moros y cristianos. Vino a tanto extremo de necesidad Baza, que pidió socorro al rey viejo, que estaba retirado en Guadix, y al rey Chico de Granada, mas este no quiso darla ningún socorro. El rey viejo envió bastimentos y gente de guerra a Baza. Muchos moros de Granada comenzaron a alborotar la ciudad; y visto que el rey de ella no quiso dar favor a los de Baza, decían que los cristianos ganaban el reino, y no eran socorridos los moros, y que era mal hecho; y así se salían muchos moros secretamente al socorro de Baza. El rey Chico enojado contra los que alborotaban la ciudad, mandó hacer pesquisa de ellos, y sabido les hizo cortar la cabeza. Al fin Baza se dio, y Almería y Guadix, porque el rey viejo las entregó. El rey D. Fernando le dio ciertas villas en recompensa; pero a pocos días se pasó a África. Así como se dieron las tres ciudades dichas, no hubo villa, lugar ni fortaleza que no se diese al rey Católico; de suerte que todo el reino estaba aprisionado, salvo la ciudad de Granada; y así será bien dar fin a las guerras civiles, y tratar del rey de ella. Ya dijimos como fue prisionero el rey Chico de Granada por el alcaide de los Donceles D. Diego Fernández de Córdoba, señor de Lucena, y por el Conde de Cabra; y como el rey D. Fernando le dio libertad, con condición que el moro le había de dar cierto tributo. Otrosí, entre estos dos reyes fue concertado que acabado de ganar a Guadix, Baza y Almería, y todo lo demás del reino, el rey Chico le había de entregar al rey D. Fernando la ciudad de Granada y Alhama, con el Alcazaba y Albaicín, Torres-Bermejas y castillo de Bibatambién, con todas las demás fuerzas de la ciudad; y que el rey D. Fernando le había de dar al rey moro la ciudad de Purchena y otros lugares en que estuviese, para que con las rentas de ellos viviese hasta su fin. Pues habiendo el rey cristiano ganado a Baza, Guadix y Almería, con todo lo demás, luego envió sus mensajeros al rey moro que le entregase a Granada y fuerzas de ella, como estaba puesto en el concierto y trato, y que él le daría a Purchena y los lugares prometidos. A esto respondió el rey moro que estaba arrepentido del trato hecho, que aquella ciudad era muy grande y populosa, y llena de gente, naturales y extranjeros, de los que habían escapado de todas las ciudades ganadas, y que había diversos pareceres sobre la entrega de la ciudad, y aun se comenzaban nuevos escándalos en ella; y que aunque los cristianos se apoderasen de la ciudad, que no la podrían sojuzgar: por tanto, que su alteza pidiese dobladas parias y tributo, que lo pagaría, y que no le pidiese a Granada, que no se la podía dar, y que le perdonase. Con aquesta respuesta se enojó el rey D. Fernando, en ver que le quebraba la palabra, y tornó a replicarle, que tenía determinado de darle a Purchena y otros lugares; y que pues le faltaba de su promesa, no le daría sino otros pueblos no tan buenos; y que pues decía que la ciudad de Granada no podía ser sojuzgada, que él se avendría con la gente, y que siendo entregado en las fuerzas, y quitando las armas a los moradores, los allanaría con facilidad; y que si no le entregaba la ciudad le harían cruel guerra. Turbado el moro de la resolución del rey cristiano, juntó todos sus consejos, con los cuales comunicó aquel caso, y sobre ello hubo grandes pareceres. Los Zegríes decían que no hiciese tal, ni por imaginación, ni quitase las armas. Los Gomeles y Mazas estuvieron de aqueste parecer. Los Venegas, Aldoradines, Gazules y Alabeces, que determinaban ser cristianos, decían que el rey D. Fernando pedía justicia, pues estaba así concertado; y ya que debajo de aquel concierto el rey D. Fernando les había dado lugar de cultivar sus haciendas y labores, y a los mercaderes para entrar y salir en los reinos de Castilla a tratar con sus cartas de seguro, que ahora no era justo hacer otra cosa; que no era de rey quebrar la palabra, pues el cristiano no la había quebrado. Los Almoradís decían que no convenía darle al rey D. Fernando nada de lo que pedía, que si él había dado lugar a los moros para cultivar sus labores, también ellos no habían corrido los campos de las fronteras; que también ellos gozaban de aquella paz y concierto, y así como los moros, y mejor. Toda la demás gente de guerra fue de este parecer, y le fue respondido al rey Católico, que no había lugar a lo que pedía. Vista la respuesta del rey moro, y que venían a correr la tierra de los cristianos, mandó el rey D. Fernando reforzar y guarnecer todas las fronteras, y proveerlas de bastimentos y municiones, con intento de poner cerco a Granada el verano siguiente; y así se fue a Segovia a invernar. CAPÍTULO XVII. _En que se da cuenta del cerco de Granada por los reyes Católicos, y de la fundación de Santa Fe._ El verano siguiente vino el rey D. Fernando a Córdoba, y allí tuvo ciertas escaramuzas con los moros de Granada, y quitó el cerco de Salobreña que tenían los moros en aprieto. Hecho esto se fue a Sevilla a tratar ciertas cosas para el cerco de Granada. Volvió a Córdoba, y de allí vino a la Vega de Granada y destruyó todo el Valle de Alhendín, y mataron los cristianos muchos moros, y quemaron nueve aldeas. En una escaramuza murieron muchos Zegríes a manos de los cristianos Abencerrajes, y un Zegrí escapó huyendo a darle esta mala nueva al rey moro. El rey D. Fernando puso su real en la misma Vega, donde estaba prevenido todo lo necesario, y puso toda su gente en escuadrón formado con todas sus banderas tendidas y su real estandarte, en el cual llevaba por divisa un Cristo crucificado. Por la nueva que llevó el Zegrí al rey se hizo este ROMANCE. Mensajeros han entrado al rey Chico de Granada; entran por la puerta Elvira y paran en el Alhambra. Ese que primero llega Mahoma Zegrí se llama, herido viene en un brazo de una muy mala lanzada. Y así como hubo llegado desta manera le habla, con el rostro demudado de color muy fría y blanca: «Nuevas te traigo, señor, y una muy mala embajada. Por ese fresco Genil mucha gente viene armada: Sus banderas traen tendidas, puestas a son de batalla, un estandarte dorado en el cual viene bordada Una muy hermosa cruz, que más relumbra que plata, y un Cristo crucificado traía por cada banda. El general desta gente el rey Fernando se llama: todos hacen juramento en la imagen figurada, de no salir de la Vega hasta rendir a Granada. Y con esta gente viene una reina muy preciada, llamada Doña Isabel, de grande nobleza y fama. Veisme aquí, herido vengo ahora de una batalla, que entre cristianos y moros en la Vega fue trabada. Treinta Zegrís quedan muertos, pasados por el espada de cristianos Bencerrajes con braveza no pensada. Perdóname por Dios, rey, que no puedo dar el habla, que me siento desmayado de la sangre que me falta.» Estas palabras diciendo el Zegrí, allí se desmaya: desto quedó triste el rey, que no pudo hablar palabra. Otros cantaron este romance de otra manera; y porque no se le hace agravio al que le compuso, lo pondremos aquí, aunque los romances tienen un mismo sentido, y dice así: Al rey Chico de Granada mensajeros le han entrado; entran por la puerta Elvira y en el Alhambra han parado. Este que primero llega es un Zegrí muy nombrado, con una marlota negra, señal de luto mostrando. Las rodillas por el suelo, desta manera ha hablado: «Nuevas te traigo, señor, de dolor en sumo grado. Por ese fresco Genil un campo viene marchando, todo de lucida gente, sus armas van relumbrando. Las banderas van tendidas, y un estandarte dorado: el general de esta gente es el invicto Fernando. En el estandarte trae un Cristo crucificado; todos hacen juramento morir por el figurado, Y no salir de la Vega, ni volver atrás un paso, hasta ganar a Granada y tenerla a su mandado. Y también viene la reina, mujer del rey D. Fernando, la cual tiene tanto esfuerzo que anima a cualquier soldado. Yo vengo herido, buen rey, un brazo tengo pasado, y un escuadrón de tus moros ha sido desbaratado. Todo el campo de Alhendín queda roto y saqueado.» Estas palabras diciendo cayó al Zegrí desmayado. Mucho lo siente el rey moro, del gran dolor ha llorado, al Zegrí quitan de allí y a su casa le han llevado. Dejando ahora los romances, y tornando a lo que hace al caso de nuestra historia, el rey D. Fernando asentó su real, y le fortificó con muy gran discreción y conforme práctica de milicia, y en una noche se hizo allí un lugar en cuatro partes partido, quedando en cruz; el cual tenía cuatro puertas, y todas se veían estando en medio de las cuatro calles. Hízose esta población entre cuatro grandes de Castilla, y cada uno tomó un cuartel a su cargo. Fue cercado de un firme baluarte todo de madera, y por encima cubierto de lienzo encerado de modo que parecía una firme y blanca muralla, toda almenada y torreada; siendo una cosa muy de ver, que no parecía sino labrada de una muy curiosa cantería. Otro día por la mañana cuando los moros vieron aquel lugar hecho y tan cerca de Granada, todo torreado, se maravillaron mucho de verle. El rey D. Fernando como vio acabado aquel lugar, y con tan gran perfección, le hizo ciudad, y le puso por nombre Santa Fe, y la dotó de muchas franquezas y privilegios, de los cuales hoy día goza. Y porque esta ciudad se hizo de esta suerte, se compuso este romance antiguo, que dice así: Cercada está Santa Fe con mucho lienzo encerado, al derredor muchas tiendas de seda, oro y brocado, Donde están duques y condes, señores de grande estado, y otros muchos capitanes, que lleva el rey D. Fernando. Todos de valor crecido, como ya lo habréis notado en la guerra que se ha hecho en el granadino estado. Cuando a las nueve del día un moro se ha demostrado sobre un caballo negro, de blancas manchas manchado; Cortados ambos hocicos, porque le tiene enseñado el moro, que con sus dientes despedace a los cristianos. El moro viene vestido de blanco, azul y encarnado, debajo de esta librea traía un muy fuerte jaco; Una lanza con dos hierros de acero muy bien templado, una adarga hecha en Fez de un ante rico extremado. Aqueste perro con befa en la cola del caballo, la sagrada AVE MARÍA llevaba haciendo escarnio. Llegando junto a las tiendas de esta manera ha hablado: «¿cuál será aquel caballero, que sea tan esforzado, que quiera hacer conmigo batalla en aqueste campo? Salga uno, salgan dos, salgan tres, o salgan cuatro; el alcaide de los Donceles salga, que es hombre afamado. Salga ese conde de Cabra, en guerra experimentado; salga Gonzalo Fernández, que es en Córdoba nombrado, O si no Martín Galindo, que es valeroso soldado; salga ese Portocarrero, señor de Palma nombrado, O el bravo D. Manuel Ponce de León llamado, aquel que sacara el guante, que por industria fue echado donde estaban los leones, y él lo sacó muy osado. Y si no salen aquestos, salga el mismo rey Fernando, que yo le daré a entender si tengo valor sobrado.» Los caballeros del rey todos están escuchando; cada uno pretendía salir con el moro al campo. Garcilaso estaba allí, mozo gallardo esforzado: licencia le pide al rey para salir al pagano. «Garcilaso, sois muy mozo para emprender este caso: otros hay en el real a quien poder encargarlo.» Garcilaso se despide muy confuso y enojado, por no tener la licencia, que al rey le había demandado; Pero muy secretamente, Garcilaso se había armado, y en un caballo morcillo salídose había al campo. Nadie le ha conocido, porque sale disfrazado: fuese donde estaba el moro, y de esta suerte le ha hablado; «Ahora verás tú, moro, si tiene el rey D. Fernando caballeros valerosos que salgan contigo al campo. Yo soy el menor de todos, y vengo por su mandado.» El moro cuando le vido en poco le había estimado, Y díjole de está suerte: «Yo no estoy acostumbrado a hacer batalla campal sino con hombres barbados. Vuélvete, rapaz, le dice, y venga el más estimado.» Garcilaso se enojó, puso piernas al caballo, Arremete para el moro, y un grande encuentro le ha dado. El moro que esto vido, revuelve así como un rayo: Comienzan la escaramuza con un furor muy sobrado: Garcilaso, aunque era mozo, muy gran valor ha mostrado. Diole al moro una lanzada que el pecho le ha atravesado, y el moro cayera muerto; tendido le había en el campo. Garcilaso con presteza del caballo se ha apeado: cortárale la cabeza, y en el arzón la ha colgado. Quitole el AVE MARÍA de la cola del caballo, e hincando ambas rodillas con devoción la ha besado, Y en la punta de la lanza por bandera la ha colgado: subió en su caballo luego, y el del moro había tomado. Cargado destos despojos al real se había tornado, donde están todos los grandes, también el rey D. Fernando. Todos tienen en grandeza aquel hecho señalado: también el rey y la reina mucho se han maravillado, por ser Garcilaso mozo, y haber hecho un tan gran caso: Garcilaso de la Vega desde allí se ha intitulado, porque en la Vega hiciera campo con aquel pagano. Como dice el romance, el rey y la reina y todos los del real se maravillaron de aquel gran hecho de Garcilaso, y el rey le mandó poner en sus armas las letras del AVE MARÍA; con justa razón, por habérsela quitado al moro de tan indecente parte, y por ello haberle cortado la cabeza. Desde entonces en adelante los moros de Granada salían a tener escaramuzas con los cristianos en la Vega, en las cuales los cristianos llevaban lo mejor siempre. Los valerosos Abencerrajes cristianos suplicaron al rey que les diese licencia para hacer un desafío con los Zegríes. El rey conociendo su bondad y valor se la otorgó, dándoles por caudillo al valeroso caballero D. Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles. Hecho el desafío, los moros Zegríes salieron fuera de la ciudad. El desafío se hizo de cincuenta a cincuenta; y no muy lejos vinieron los Zegríes muy bien aderezados, todos vestidos de su acostumbrada librea pajiza y morada, plumas de lo mismo. Los bravos Abencerrajes salieron con su acostumbrada librea azul y blanca, todos llenos de ricos tejidos de plata, las plumas de la misma color; en sus adargas su acostumbrada divisa, salvajes que desquijaraban leones, y otros un mundo que le deshacía un salvaje con un bastón. De esta forma salió también el valeroso alcaide de los Donceles, y llegándose los unos a los otros, uno de los caballeros Abencerrajes les dijo a los Zegríes: --Hoy ha de ser el día, caballeros, en que nuestros prolijos bandos han de tener fin, y pagarnos la deuda que nos debéis, causa de vuestra malicia y envidia. A lo cual replicaron los Zegríes, que no se gastase el tiempo en palabras, sino en obras. Diciendo esto se comenzó entre todos una brava y sangrienta escaramuza, la cual se holgaba el rey de ver, y todos los demás del real. Duró esta escaramuza cuatro horas buenas, en la cual hizo el valeroso alcaide de los Donceles cosas maravillosas, tanto que fue parte su bondad para que los Zegríes fuesen desbaratados y muchos muertos, y los demás puestos en huida. Los Abencerrajes los fueron siguiendo hasta meterlos por las puertas de Granada. Aquesta escaramuza puso a los Zegríes en grande quebranto, y al mismo rey de Granada, que lo sintió mucho y de allí adelante se tuvo por perdido. Otro día siguiente la reina Doña Isabel tuvo gana de ver el sitio de Granada, y sus murallas y torres; y así acompañada del rey y de los Grandes, y gente de guerra, se fue a un lugar, llamado la Zubia, que está a una legua de Granada, y de allí se puso a mirar la hermosura y amenidad de la ciudad. Miraba las torres y las fuerzas del Alhambra; miraba los labrados y costosos olivares; miraba las Torres-Bermejas, la brava y soberbia Alcázar y Albaicín, con todas las demás torres, castillos y murallas. Holgábase mucho de verlo todo la cristianísima reina, y deseaba verse dentro, y tenerla ya por suya. Mandó la reina que aquel día no hubiese escaramuza, mas no se pudo excusar, porque sabiendo que estaba allí la reina, quisieron darla pesadumbre; y así salieron de Granada más de mil moros, y trabaron escaramuza con los cristianos, la cual se comenzó poco a poco, y se acabó muy de veras y a gran priesa, porque los cristianos les acometieron con tanta fortaleza, que los moros huyeron, y los cristianos siguieron el alcance hasta las puertas de Granada, y mataron más de cuatrocientos de ellos, y cautivaron más de cincuenta. En esta escaramuza se señaló grandemente el alcaide de los Donceles, y Portocarrero, señor de Palma. Este día mataron a casi todos los Zegríes: también esta pérdida sintió el rey de Granada, porque fue mucha. La reina se volvió al real con toda su gente, muy contenta de haber visto a Granada y su asiento. En este tiempo unos leñadores moros se hallaron las cuatro marlotas y los cuatro escudos de los turcos que hicieron la batalla por la reina Sultana; y como entraron en Granada con ellas, y conocieron las marlotas y escudos por sus divisas, se las tomaron a los leñadores, preguntándoles dónde habían habido aquellas ropas y escudos. Los leñadores dijeron que ellos las habían hallado en lo más espeso del Soto de Roma. Gazul, sospechando mal, les volvió a preguntar si habían hallado a algunos caballeros muertos. Los leñadores respondieron que no. Gazul mandó llevar las marlotas y escudos a casa de la reina Sultana, y fue él también allá, y mostrando las marlotas a la reina, dijo: --Señora, ¿no son estas las propias marlotas de los caballeros que os libraron de la muerte? La reina Sultana las miró bien, y luego las conoció, y dijo que ellas eran. --Pues, ¿qué es la causa --dijo Gazul-- que unos leñadores se las hayan hallado? --No sé qué pueda ser --dijo la reina. Luego sospecharon que los Zegríes y Gomeles los habían muerto, y que no podía ser otra cosa. Gazul contó lo que pasaba a los Alabeces y Venegas, Aldoradines y Almoradís, los cuales por aquel respecto trataron mal de palabras a los Zegríes que quedaban, y a los Gomeles y Mazas: estos, como estaban libres de aquello que se les imputaba, defendían su partido, y sobre ello se revolvió entre dichos linajes de caballeros una pendencia, por cuya causa casi se perdiera Granada; que harto tuvo el rey y los alfaquíes que apaciguar, y decían los alfaquíes: --¿Qué hacéis, caballeros de Granada? ¿Por qué volvéis las armas contra vosotros mismos, estando vuestros enemigos a las puertas de la ciudad? Mirad que lo que ellos habían de hacer, hacéis vosotros. Mirad que nos perdemos, y no es tiempo de andar en divisiones. Tan buenas razones dijeron los alfaquíes, y tanto hizo el rey y otros caballeros, que todo este escándalo fue apaciguado con gran pérdida de los caballeros Gomeles y Mazas, y algunos de sus contrarios. Muza, que deseaba que la ciudad se diese al cristiano rey, viendo armada de nuevo aquella división entre los más principales, se holgó mucho por lo que él y los de su bando pretendían, que era ser cristianos y entregar la ciudad al rey D. Fernando; y un día estando a solas con el rey su hermano, le habló de esta manera: --Muy mal lo has mirado, hermano Abdalí, en haber quebrado la palabra que le diste al rey cristiano, y no es trato de rey faltar en lo que propone. Veamos ahora cómo te puedes conservar en esta ciudad, que te ha quedado sola de tu reino. Bastimentos van faltando, puesta en división, no olvidados los rencores contra ti por la muerte de los Abencerrajes, por su destierro tan sin ocasión, y por la deshonra que hiciste a tu mujer la reina, que aunque fue bien vengada, los Almoradís y Marines sus parientes te tienen un odio mortal: no quisiste recibir jamás de mí ningún consejo, que si lo admitieras, no vinieras al estado miserable en que estás puesto, no teniendo socorro ninguno para resistir la pujanza grande del rey cristiano. Y así, ¿qué determinas hacer? ¿No hablas? ¿Por qué no me respondes? De mi voto, si no te quieres perder de todo punto, entrega al rey D. Fernando esta ciudad, pues que te da en qué y con qué vivas tú y tus siervos. No le indignes más, cumple la palabra con voluntad, si no quieres que a tu pesar te la haga cumplir. Adviértote que están determinados los más principales caballeros de Granada de irse a servir al rey Católico, o darte muy cruel guerra; y si quieres saber quién son, has de saber que los Alabeces y Gazules, Aldoradines y Venegas, Azarques y Alarifes, y todos los de sus parcialidades, que tú conoces muy bien, y yo el primero, queremos ser cristianos y servir al rey D. Fernando. Por tanto, consuélate, y mira que si estos que te digo te faltan, ¿qué harás aunque sea en tu favor todo lo restante de la ciudad? Porque todos estos quieren guardar sus haciendas, y no quieren ver su amada patria destruida y saqueada, ni sus reales banderas y estandartes rotos con violencia no vista, y ellos esclavos, divididos por diversas partes de los reinos de Castilla. Muévete a hacer lo que te digo: mira con cuánta piedad y misericordia el rey D. Fernando ha tratado a los pueblos del reino, dejándoles vivir con libertad en sus propias casas y haciendas, pagando lo mismo que a ti te pagaban, y que traigan sus ropas y vestidos, y hablen la lengua y vivan en su ley. Muy admirado y confuso se halló el rey con las razones que su hermano Muza decía, y con la libertad con que le hablaba; y dando un doloroso suspiro, viendo que de todo punto le convenía dar su ciudad bella, porque no tenía reparo de hacer otra cosa; considerando que todos los caballeros querían ser de la parte del rey Católico, y su mismo hermano con ellos, y considerando que si no entregaba la ciudad, los males que la gente de guerra en ella pudieran hacer, así de robos como de forzar a las doncellas y casadas, y otras cosas que los victoriosos soldados suelen hacer en las ciudades que rinden, le dijo a su hermano que estaba de parecer de darle ayuda y ponerse en las manos del rey D. Fernando. Y para la ejecución de ello le dijo a Muza que llamase y juntase todos los caballeros y linajes que estaban de aquel parecer, lo cual hizo luego el capitán Muza. Y siendo juntos en el Alhambra, se trató con ellos si le darían al victorioso rey D. Fernando a Granada. Todos los que estaban allí, Alabeces, Aldoradines, Gazules, Venegas, Azarques, Alarifes y otros muchos caballeros de este bando, dijeron que la ciudad se entregase al rey D. Fernando. Visto que la flor y lo mejor de los caballeros de Granada estaban de parecer que la ciudad se entregase; mandando luego tocar sus trompetas y añafiles, al cual son se juntaron todos los caballeros, y cuando el rey Chico los vio juntos, les contó lo que estaba tratado entre él y su hermano, que por dolerse de la ciudad y no verla por el suelo, se la quería entregar al rey cristiano. En la ciudad alborotada por esto, daban diferentes votos unos de otros: los unos decían que no se diese la ciudad; otros que sí, porque era bien para toda la ciudad; otros decían que anduviese la guerra, y que les vendría socorro de África; otros que no vendría. En estos dares y tomares estuvieron treinta días, al cabo de los cuales fue entre todos determinado de dar la ciudad, y ponerse a la misericordia del rey D. Fernando; y con condición que todos los que quisiesen vivir en su ley y quedarse con sus haciendas, trajes y lenguaje, así como habían quedado todas las demás ciudades, villas y lugares que al rey cristiano se le habían entregado. Acordado esto de esta manera, fueron a hablar al rey D. Fernando sobre ello, y los que fueron a tratarlo eran Alabeces, Aldoradines, Gazules, Venegas, y Muza por cabeza de todos; los cuales salieron de la ciudad y fueron a Santa Fe donde estaba el rey D. Fernando acompañado de los Grandes de Castilla; el cual como vio venir tan grande escuadrón, mandó que el real se apercibiese por si fuese menester, aunque por cartas de Muza sabía lo que se trataba en Granada. Llegaron al real los granadinos caballeros, se apearon y entraron en Santa Fe, y fueron al alojamiento real. Eran Muza, Malique Alabez, Aldoradín y Gazul, los cuales llevaban comisión de tratar este negocio. Todos los demás caballeros moros quedaron fuera del real paseándose y hablando con los demás caballeros, admirados de ver tanta braveza y apercibimiento de guerra, y de ver aquel fuerte real y su asiento. Finalmente, los comisarios moros hablaron con el rey, y Aldoradín, caballero muy estimado, dijo lo siguiente: _Razonamiento que se hizo al rey D. Fernando._ «No las sangrientas armas ni el belicoso son de acordadas trompetas y retumbantes cajas, ni arrastradas banderas, ni muerte de varones ínclitos, invicto y poderoso rey Católico, ha sido parte para que nuestra ciudad de Granada viniese a entregarse, y dar, y abatir sus reales pendones, sino la fama de tu soberana virtud y misericordia, que de ordinario usas con tus súbditos, lo cual es muy manifiesto a todos; y confiados en que nosotros los moradores de la ciudad de Granada no seremos menos tratados ni honrados que los demás que a tu grandeza se han dado, nos venimos a poner en tus reales manos, para que de nosotros y de todos los de la ciudad hagas tu voluntad, como de humildes vasallos; y desde ahora prometemos de darte a Granada y todas sus fuerzas, para que de la ciudad y de ellos dispongas a tu voluntad; y el rey besa tus reales pies y manos, y pide perdón de haber faltado a la palabra y juramento dado; y porque tu grandeza vea ser esto así, toma una carta suya, la cual me mandó que pusiese en tus reales manos.» Diciendo esto hincadas ambas rodillas, besó la carta, y se la dio al rey D. Fernando; y recibiéndola con mucho contento la abrió, y leída entendió el rey ser así lo que Aldoradín le había dicho, y que su alteza fuese a Granada y tomase posesión de la ciudad y del Alhambra. El Aldoradín pasó adelante con su plática diciendo: «Las condiciones arriba dichas son que los moros que quisiesen ir al África se fuesen libres, y que los que se quisiesen quedar que les dejasen sus bienes, y que los que quisiesen vivir en su ley, viviesen, y trajesen su hábito y hablasen su lengua.» Todo lo cual les otorgó el rey D. Fernando muy alegremente; y así los cristianos reyes de Castilla y de Aragón, D. Fernando y Doña Isabel fueron con gran parte de su gente a Granada, dejando su real a muy buen recaudo; y día de los reyes en treinta días de diciembre, les fue a los reyes Católicos entregada la fuerza del Alhambra: a dos días del mes de enero la reina Doña Isabel y su corte, con toda la gente de guerra, partió de Santa Fe a Granada, y en un cerro que estaba junto a ella se puso a mirar la hermosura de la ciudad, aguardando que se hiciese la entrega de ella. El rey D. Fernando también, acompañado de sus Grandes de Castilla, se puso por la parte de Genil adonde salió el rey moro, y en llegando le entregó las llaves de la ciudad y de las fuerzas, y se quería apear para besarle los pies. El rey D. Fernando no consintió que hiciese lo uno ni lo otro. Finalmente, el moro le besó la mano y le entregó las llaves, las cuales dio el rey al conde de Tendilla, por haberle hecho merced de la alcaidía, porque la tenía bien merecida; y así entraron en la ciudad y subieron al Alhambra, y encima de la torre de Comares tan famosa, se levantó la señal de la santa Cruz, y luego el estandarte de los Católicos reyes; y los dos reyes de armas dijeron en altas voces: _Viva el rey D. Fernando, por él, y por la reina Doña Isabel, su mujer_. La Católica y serenísima reina que vio la señal de la santa Cruz encima de la torre de Comares, y su estandarte real con ella, se hincó de rodillas, y puestas las manos dio infinitas gracias a Dios por la feliz victoria que había ganado contra aquella populosa ciudad de Granada. La música de la capilla del rey cantó luego: _Te Deum laudamus._ Fue tan grande el placer de todos, que lloraban. Luego se oyeron en el Alhambra mil instrumentos de bélicas trompetas, pífanos y cajas. Los moros amigos del rey D. Fernando, que querían ser cristianos, y cuya cabeza era Muza, tocaron muchas dulzainas y añafiles, sonando gran ruido de tambores por toda la ciudad. Los caballeros moros que habemos dicho en aquella noche jugaron galanamente alcancías y cañas, las cuales se holgaron de ver los dos cristianos reyes. Había tantas luminarias, y tantas fiestas y regocijos aquella noche, que era cosa de ver. Dice nuestro cronista, que aquel día de la entrega de la ciudad, el rey moro hizo sentimiento en dos cosas. La una es que pasando el rey moro un río, los moros que iban a la par de él le cubrieron los pies, lo cual el rey no quiso consentir. La otra costumbre es que subiendo el rey alguna escalera, los zapatos que se descalza, o pantuflos, al pie de ella, los más principales que van con él se los suben; lo cual el rey moro no quiso consentir aquel día. Y así como llegó a su casa el rey moro, que era el Alcazaba, comenzó a llorar lo que había perdido; al cual llanto le dijo su madre que, pues no había sido para defenderla, hacía bien llorarla. Todos los Grandes de Castilla le fueron a besar las manos al rey D. Fernando y a la reina Doña Isabel, y a jurarlos por reyes de Granada y su reino. Los Católicos reyes hicieron muchas mercedes a todos los caballeros que se habían hallado en la conquista de Granada. Entregada la ciudad fueron puestas todas las armas de los moros en el Alhambra. Acabado de dar asiento en las cosas de Granada, mandó el rey D. Fernando que a los caballeros Abencerrajes se les volviesen todas sus casas y haciendas, y sin esto les hizo grandes mercedes. Lo mismo hizo con Reduán, Sarracino y Abenámar, los cuales habían servido en la guerra muy bien, y con grande fidelidad. Muza y Celima se volvieron cristianos, y los casó el rey, y les dio grandes haberes. La reina Sultana fue a besar las manos a los reyes Católicos, los cuales la recibieron benigna y amorosamente, y dijo que quería ser cristiana; y así la bautizó el nuevo arzobispo, y la puso por nombre Doña Isabel de Granada. Casola el rey con un principal caballero, y le dio en dote dos lugares. A todos los Alabeces y Gazules el rey les hizo grandes mercedes, especialmente a Malique Alabez, que se llamó D. Juan Alabez, y el mismo rey fue padrino suyo, y de Aldoradín, al cual llamó de su propio nombre Fernando Aldoradín. El rey mandó que si quedaban Zegríes, que no viniesen a Granada, por la maldad que hicieron contra los Abencerrajes. Los Gomeles se fueron a África, y el rey Chico con ellos, que no quiso estar en España aunque le habían dado a Purchena en que viviese; y en el África le mataron los moros de aquellas partes porque perdió a Granada. Nuestro moro cronista nos advierte de una cosa, y es, que los caballeros llamados Mazas, que no era este su propio nombre, sino Abembices. De este nombre Abembiz hubo dos linajes en Granada, y no bien puestos los unos con los otros, porque cada uno decía ser de más claro linaje que el otro. Sucedió que el bando de aquellos Abembices en tiempo del rey de Castilla D. Juan I tuvieron una batalla en la Vega de Granada con los cristianos, y de los cristianos se llamaba el capitán y alférez, que era su hermano, D. Pedro Maza. Decían ser estos caballeros del reino de Aragón y de Valencia, y que esta sangrienta batalla fue muy reñida; de manera que los capitanes de ambas partes murieron, asimismo los alféreces, y los estandartes fueron trocados; que el de los moros llevaron los cristianos, y los moros se llevaron el de los cristianos; y fueron cautivos, así de una parte como de otra, y respecto de aquella cruel batalla por la memoria de ella, en Granada diciendo o nombrando los Abembices, respondían los Mazas o los otros. De manera que fueron llamados los Abembices Mazas, y se quedaron con aquel nombre. El rey D. Fernando les dio a los caballeros Venegas muy grandes mercedes y privilegios, como que pudiesen traer armas; y asimismo a los Alabeces y Aldoradines. La hermosa reina, que ser solía llamada Doña Isabel de Granada siendo casada, como ya hemos dicho, dio libertad a su criada Esperanza de Hita, y muchas y muy ricas joyas, y la envió a Mula, de donde era natural, al cabo de siete años de cautiverio. No muchos días después de tomada Granada, fue hallada una cueva de armas, de la cual se hizo grande pesquisa; y descubierta la verdad, se hizo justicia de los culpados. Algunas cosas de aquestas no llegaron a noticia de Hernando del Pulgar, cronista de los Católicos reyes; y así no las escribió ni la batalla que los cuatro caballeros cristianos hicieron por la reina, porque de ello se guardó el secreto; y si algo de estas cosas supo y entendió, no puso la pluma en ello, por estar ocupado en otras cosas tocantes a los Católicos reyes y de más gravedad. Nuestro moro cronista supo de la Sultana, debajo de secreto, todo lo que pasó, y ella le dio las dos cartas; la que envió a D. Juan Chacón, y la respuesta que le envió; que así él pudo escribir aquella famosa batalla, sin que nadie entendiese quién fueron hasta ahora. Visto por el cronista perdido el reino de Granada, se fue a África y a Tremecén, llevando todos sus papeles consigo: allí murió, y dejó hijos y un nieto suyo no menos hábil que él, llamado Argutarfa, el cual recogió todos los papeles de su abuelo, y en ellos halló este pequeño libro, que no estimó en poco, por tratar la materia de Granada, y por grande amistad se lo presentó a un judío, llamado Saba Santo, quien le sacó en hebreo por su contento, y el original arábigo le presentó a D. Rodrigo Ponce de León, conde de Bailén. Y por saber lo que contenía, y por haberse hallado su abuelo y bisabuelo en las dichas conquistas, le rogó al judío que le tradujese en castellano, y después el conde me hizo merced de dármelo. Y pues ya hemos acabado de decir todas las guerras civiles, y los bandos de los Zegríes y Abencerrajes, diremos algunas cosas de D. Alonso de Aguilar, y cómo le mataron los moros en Sierra Bermeja, con algunos romances de su historia, y daremos fin a los amores de Gazul y Lindaraja. Así como bautizaron a Gazul, y habiéndole hecho el rey merced, pidió licencia para ir a Sanlúcar, y diósela. Partiose luego, y llego con brevedad, con el deseo que tenía de ver a su señora, y le hizo saber con un paje su venida. Ella estaba enojada con él sobre ciertos celos, y no quiso oír al paje, de lo cual le pesó a Gazul; y sabiendo que en Gelves se jugaban cañas, porque el alcaide de allí las había ordenado por la paz de los reinos, quiso ir a jugarlas para mostrar su valor; y así un día se puso muy galán, la librea blanca, morada y verde, y las plumas de lo mismo, llenas de argentería de oro y plata, el caballo enjaezado de lo mismo; y antes de partirse fue por la calle de Lindaraja por verla, y él llegaba a sus ventanas cuando la dama salía a un balcón. Gazul que la vio, lleno de alegría y contento picó al caballo, y llegando junto al balcón le hizo arrodillar y poner la boca en el suelo, así como aquel que le tenía enseñado en aquello para aquella hora. Comenzó a hablar diciendo: --Qué le mandaba para Gelves, que iba allí a jugar cañas, y que con haberla visto llevaba esperanza de que le iría bien en aquella jornada. La dama le respondió, que a la dama que servía le pidiese favores, que a ella no había para qué, que no cuidase de engañar a nadie; y diciendo esto, echándole muchas maldiciones, se quitó del balcón y cerró la ventana con gran furia. Gazul viendo aquel gran disfavor de su dama, arremetió el caballo a la pared; y así hizo la lanza pedazos y se volvió a su casa, y se desnudó para no ir a las cañas. No faltó quien le diese noticia de esto a Lindaraja, la cual estaba arrepentida de lo que había hecho; y así con un paje envió a llamar a Gazul para que se viese con ella en un huerto que ella tenía. Gazul lleno de alegre esperanza vino a su llamado, y se vio con ella en aquel jardín, donde ella le dio disculpas, y pidió perdón de lo hecho, y se casaron los dos; y para que fuese a jugar cañas a Gelves ella le dio muy ricas empresas, y por esto se dice este ROMANCE. Por la plaza de Sanlúcar galán paseando viene el animoso Gazul de blanco, morado y verde. Quiérese partir el moro a jugar cañas a Gelves, que hace fiestas su alcaide por las paces de los reyes. Adora una Abencerraje, reliquia de los valientes que mataron en Granada los Zegríes y Gomeles. Por despedirse y hablarla, vuelve y revuelve mil veces, penetrando con los ojos las venturosas paredes. Al cabo una hora de noche, de esperanzas impacientes, viola venir al balcón, haciendo los años breves. Arremetió su caballo, viendo aquel sol que amanece, haciendo que se arrodille, y el suelo en su nombre bese. Con voz turbada la dice: «No es posible sucederme cosa triste en esta empresa, habiéndote visto alegre. Allá me llevan sin alma obligación y parientes; volverame mi cuidado, por ver si de mí le tienes. Dame una empresa o memoria, y no para que me acuerde, sino para que me adorne, guarde, acompañe y esfuerce.» Celosa está Lindaraja, que de celos grandes muere de Zaida, la de Jerez, porque su Gazul la quiere; Y de esto la han informado, que por ella ardiendo muere; y así a Gazul le responde: «Si en la guerra te sucede, Como mi alma desea, y el tuyo falso merece, no volverás a Sanlúcar, tan ufano como sueles, a los ojos que te adoran, y a los que más te aborrecen. Y plegue Alá que en las cañas los enemigos que tienes, te tiren secretas lanzas, porque mueras como mientes. Y que traigan fuertes jacos debajo los alquiceles, porque si quieres vengarte, acabes, y no te vengues. Tus amigos no te ayuden, tus contrarios te atropellen, y que en hombros de ellos salgas, cuando a servir damas entres; Y que en lugar de llorarte las que engañas y entretienes, con maldiciones te ayuden, y de tu muerte se alegren.» Piensa Gazul que se burla, que es propio del inocente; y alzándose en los estribos, tomarla la mano quiere. «Miente, la dice, señora, el moro que me revuelve, a quien estas maldiciones le vengan, porque me vengue. Mi alma aborrece a Zaida; de que la amé se arrepiente: malditos sean los años que la serví por mi suerte. Dejome a mí por un moro más rico de pobres bienes.» Esto que oye Lindaraja, aquí la paciencia pierde. A este tiempo pasó un paje con sus caballos jinetes, que los llevaba gallardos de plumas y de jaeces. La lanza con que ha de entrar la tomó, y fuerte arremete, haciéndola mil pedazos contra las mismas paredes. Y manda que sus caballos, jaeces y plumas truequen, los verdes en leonados, para entrar leonado en Gelves. Ya contamos como habiendo pasado aquestas palabras entre Lindaraja y Gazul, ella se quitó del balcón muy enojada y confusa, y dio con su mano a las puertas de la ventana, y con mucho furor la cerró inconsideradamente: mas después siendo de ello arrepentida, como aquella que amaba de todo corazón a Gazul, y sabiendo como desesperadamente había trocado sus aderezos verdes, azules y blancos, en leonados, y roto la lanza con enojo en la pared, como atrás se dijo; enviándole a llamar, que le esperaba en su jardín, trató con él muy largas cosas, y entre los dos se casaron, y ella le dio para irse al dicho juego de cañas a Gelves ricas preseas por su memoria. Y de esto se hizo este romance, que dice así: Adornado de preseas de la bella Lindaraja, se parte el fuerte Gazul a Gelves a jugar cañas. Cuatro caballos jinetes lleva cubiertos de galas, con mil cifras de oro fino, que dicen: _Abencerraja_. Cada librea de Gazul era azul, blanca y morada, los penachos de lo mismo con una pluma encarnada. De costosa argentería, de fino oro, y fina plata, pone el oro en lo morado, la plata en lo rojo esmalta. Un salvaje por divisa lleva enmedio de la adarga, que desquijara un león, divisa hermosa y usada De nobles Abencerrajes, que fueron flor de Granada; de todos bien conocida, y de muchos estimada. Llevaba el fuerte Gazul, por respeto de su dama, que era de Abencerrajes, a quien por extremo amaba, Una letra en lengua mora que dice: _Nadie la iguala._ De aquesta suerte Gazul de Gelves entró en la plaza Con treinta de su cuadrilla, que así concertado estaba, de una librea vestidos, que admira a quien los miraba; Y una divisa sacaron que ninguno discrepaba, si no fue solo Gazul en las cifras que llevaba. Al son de los añafiles el juego se comenzaba, tan trabado y tan revuelto, que parece una batalla. Mas el bando de Gazul en todo lleva ventaja: el moro caña no tira que no aportille una adarga. Míranlo mil damas moras de balcones y ventanas, también lo estaba mirando la hermosa mora Zaida; La cual dicen de Jerez que en las fiestas se hallara: vestida va de leonado por el luto que llevaba Por su esposo tan querido, que el bravo Gazul matara. Zaida bien le reconoce en el tirar de la caña: Acuérdase en su memoria de aquellas cosas pasadas, cuando Gazul la servía y ella le fue tan ingrata. Muy mal pagó sus servicios, y lo mucho que él la amaba: siente tanto dolor de esto, que allí cayó desmayada; Y al cabo que volvió en sí, su criada la hablara: «¿Qué es esto, señora mía? ¿Por qué causa te desmayas?» Zaida respondiera así, con voz muy baja y turbada: «Advierte bien aquel moro que arrojó ahora la caña: Aquel se llama Gazul, cuya fama es bien nombrada; seis años fui de él servida, sin de mí alcanzar nada. Aquel mató a mi marido, y de ello yo fui la causa; y con todo esto le quiero, y le tengo acá en el alma. Holgara que me quisiera, pero no me estima en nada; adora una Abencerraje, por quien vivo desmayada.» En esto se acabó el juego, y la fiesta aquí se acaba: Gazul se parte a Sanlúcar con mucha honra ganada. Muy maravillados quedaron en Gelves de la bondad y fortaleza de Gazul, y cuán bien lo había hecho en el juego de cañas; y de su valor quedaron muchas damas amarteladas, y se holgaron de ser amadas de tan buen caballero. Llegado Gazul a Sanlúcar, luego fue a ver a su dama Lindaraja, la cual no se holgó poco de su venida, y preguntándole muy por extenso todo lo que en Gelves había pasado, el enamorado Gazul la satisfizo de todo con mucha alegría, contándola cuán bien le había ido en aquel viaje; y por esto se hizo el siguiente ROMANCE. De honor y trofeos lleno, más que el gran Marte lo ha sido, el valeroso Gazul de Gelves había venido. Vínose para Sanlúcar, donde fue bien recibido de su dama Lindaraja, de la cual es muy querido. Estando ambos a dos en un jardín muy florido, con amorosos regalos siendo cada cual servido, Lindaraja aficionada, una guirnalda ha tejido de clavellinas y rosas, y de un alhelí escogido. Cercada de violetas, flor que de amantes ha sido, se la puso en la cabeza a Gazul, y así le ha dicho: «Nunca fuera Ganimedes de rostro tan escogido: si el gran Júpiter te viera, él te llevara consigo.» El fuerte Gazul la abraza, diciéndola con un riso: «No pudo ser tan hermosa la que el Troyano ha escogido; Por la cual se perdió Troya, y en fuego se había encendido, como tú, señora mía, vencedora de Cupido.» «Si hermosa te parezco, Gazul, cásate conmigo, pues que me diste la fe que serías mi marido:» «Pláceme, dice Gazul, pues yo gano en tal partido.» Estas y otras amorosas palabras pasaron entre Lindaraja y su amante Gazul; y así ordenaron de casarse, y Gazul se la pidió a su tío, en cuyo poder estaba Lindaraja. El tío se holgó mucho, por ser Gazul principal y valiente; y así se celebraron las bodas, y fueron muy costosas, y se hallaron en ellas muchos caballeros cristianos y moros; porque vinieron de Granada los cristianos Gazules, Abencerrajes y Venegas. También vino Daraja, hermana de Lindaraja, y su marido Zulema, que eran ya cristianos y muy queridos del rey Católico, y hubo toros, cañas y sortija. Duraron estas fiestas dos meses, al cabo de los cuales todos los caballeros que habían venido de Granada se volvieron, llevando consigo a los desposados, los cuales en llegando fueron a besar las manos a los reyes Católicos, de lo que holgaron mucho en verlos, y mandaron que todos los bienes del padre de Lindaraja se los entregasen a Gazul y su esposa. Tornose cristiana Lindaraja, y llamose Doña Juana; él se llamó D. Pedro Gazul cuando le bautizaron. En esta historia de Gazul se quedó por poner otro romance que era primero que el de Sanlúcar; mas por no estar bueno, y no haberle entendido el autor que le hizo, se puso al principio, porque no causara confusión; y porque no quede con aquella ignorancia, diremos la verdad del caso. El romance que digo, es aquel que dice: _Sale la estrella de Venus_, y el que le compuso no entendió la historia, porque no tuvo razón de decir que se casaba Zaida, hija del alcaide de Jerez, con el alcaide de Sevilla y su fuerza, porque el Gazul que mató al desposado de Zaida, no fue en tiempo que Jerez ni Sevilla eran de moros, sino en tiempo de los reyes Católicos, como se prueba por aquel verso del romance de Sanlúcar, cuando dice: _Reliquia de los valientes_; pues en este tiempo ya habían ganado los cristianos a Sevilla y Jerez. Mas hase de entender de esta manera el romance y su historia. Zaida la de Jerez era nieta o biznieta de los alcaides de allí, siendo Jerez tomada de cristianos, y quedando los moros en pleitesía, gozando de sus libertades, lengua y hábito, y viviendo en su secta; siendo los cristianos señores de la ciudad y fortaleza. Lo mismo fue en Sevilla, que aquel moro rico que dice el romance que se casaba con Zaida, por ser alcaide en Sevilla; no porque lo era él, sino su abuelo, y el moro vivía en Sevilla con los demás que en ella quedaron, y entre todos se trató el casamiento que dice el romance. Pues viniendo al caso, Gazul servía a Zaida en tiempo que se trató el casamiento con el moro de Sevilla, y nunca pudo alcanzar Gazul lo que pretendía, porque sabía Zaida que sus padres no querían casarla con él, sino con el sevillano, por tener algún deudo con él, y por ser más rico que Gazul; y por eso no le favorecía, aunque le amaba de secreto, y no lo manifestaba por no dar disgusto a sus padres. Pues estando ya tratado el casamiento, una noche en cierta zambra que se hacía en la casa de Zaida se halló Gazul; porque entonces había licencia para entrar de paz los moros en las tierras de los cristianos a tratar o a hablar con los demás moros que estaban en ellas. Pues como se halló allí, danzó la zambra con Zaida; y estando danzando asidos de las manos, como es costumbre en aquel baile, no pudo refrenarse Gazul tanto con el demasiado amor que a Zaida tenía, que al tiempo que acabó de danzar, no la abrazase estrechamente; lo cual visto por el moro sevillano, así como un león, lleno y ciego de cólera, puso mano a su alfanje y fue a herir a Gazul, el cual se puso en defensa, y aun hubiera ofendido muy mal al desposado, si no fuera por la gente que se puso de por medio. Alborotada la sala de Zaida por esta ocasión, sus padres de ella se enojaron mucho con Gazul, y le dijeron que se fuese a su casa. Gazul sin replicar en cosa alguna se salió muy enojado de allí, y juró de matar al desposado, y para ello aguardó tiempo y lugar oportuno; y sabiendo cuando se desposaba Zaida, ya que era hora, se aderezó muy bien, y subió en un muy buen caballo, y partió de Medina-Sidonia para Jerez, y entró al anochecer cuando salían Zaida y su desposado, acompañados de muchos caballeros, así cristianos como moros, de su casa, para ir a otra donde se habían de celebrar las bodas; lo cual visto por Gazul, rabioso de celos y de cólera, echó mano a un estoque y embistió con el desposado y le dio una estocada, de la cual quedó muerto. Admirados los circunstantes de la tal hazaña, no sabían qué hacer, ni qué decir, salvo los parientes del muerto y los de Zaida, que acometieron a Gazul para matarle, diciendo: «Muera el traidor»; pero el valiente Gazul se defendió de todos, hiriendo a algunos de ellos, sin que a él le ofendiesen; y así escapó de todos juntos. Por la muerte de Zaide, y por este hecho se dijo este romance que sigue, el cual se había de poner primero que los ya dichos de Gazul; mas pues se ha declarado la causa, no importa que se ponga aquí, diciendo de esta manera: Sale la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone, y la enemiga del día su negro manto descoge. Y con ella un fuerte moro, semejante a Rodamonte, sale de Sidonia armado; de Jerez la Vega corre, Por do entra Guadalete al mar de España, y por donde Santa María del Puerto recibe famoso nombre. Desesperado camina, que aunque es de linaje noble, le deja su dama ingrata, porque se suena que es pobre; Y aquella noche se casa con un moro, feo y torpe, porque es alcaide en Sevilla del Alcázar y la Torre. Quejábase grandemente de un agravio tan enorme, y a sus palabras la Vega con el eco le responde: «Zaida, dice, más airada que el mar que las nubes sorbe; más dura e inexorable, que las entrañas de un monte: ¿Cómo permites, cruel, después de tantos favores, que de prendas que son mías ajena mano se adorne? ¿Es posible que te abrazas a las cortezas de un roble, y dejas el árbol tuyo desnudo de fruto y flores? ¡Dejas a un pobre muy rico, y un rico muy pobre escoges, y las riquezas del cuerpo a las del alma antepones! ¡Dejas al noble Gazul, dejas seis años de amores, das la mano a Alabenzaide, que aun apenas le conoces! Alá permita, enemiga, que te aborrezca y le adores, que por celos de él suspires, y por ausencia le llores; Y en la cama le fastidies, y que en la mesa le enojes; y que de noche no duermas, y de día no reposes; Ni en las zambras, ni en las fiestas no se vista tus colores, ni el almaizar que le labres, ni la manga que le bordes; Y se ponga el de su amiga con la cifra de su nombre, y para verle en las cañas no consienta que te asomes A la puerta, ni ventana, para que más te alborotes; y si le has de aborrecer, que largos años le goces; Y si mucho le quisieres de verle muerto te asombres, que es la mayor maldición, que te pueden dar los hombres. Y plegue Alá que te enfade cuando la mano le tomes»: con esto llegó a Jerez a la mitad de la noche; Halló el palacio cubierto de luminarias y voces; y los moros fronterizos que por todas partes corren Con mil hachas encendidas, y sus libreas conformes: delante del desposado en los estribos se ponen; Que también anda a caballo por honra de aquella noche. Arrojándole una lanza, de parte a parte pasole; Alborotose la plaza; desnuda el moro su estoque, y por enmedio de todos para Medina volviose. No hay cosa tan rabiosa como es el mal de celos; y así están las escrituras llenas de casos acontecidos y desastrados por los celos; y con verdad dicen los que de ellos tienen experiencia, que es cruel mal de rabia: esto nace de los amantes que son mal considerados, sino mírese por Zaida la de Jerez, que después de seis años de amores, y de otros dares y tomares que tuvo con Gazul, inconsideradamente le olvidó, y se casó con Zaide de Sevilla, por ser rico, y que Gazul no lo era tanto, no mirando el valor de las personas que eran diversas; porque Gazul, aunque no era rico, era noble de linaje, muy valiente y gentil hombre, como ya se ha dicho; y no era tan pobre, que no tuviese hacienda que valía más de treinta mil doblas; y muy emparentado en Granada, y todos los de su linaje eran muy ricos y estimados; mas porque el moro Zaide era de mayor riqueza, le escogió por su marido. Mal haya la riqueza, pues que muchas veces por ella pierden muchas personas nobles muy buenas ocasiones por no ser ricos, como ahora tenemos ejemplo en Gazul que le desecharon, porque decían que no era tan rico como Zaide, según parece por el romance; pero a mi parecer no se puede creer que Zaida olvidase a Gazul por ser pobre, al cabo de seis años de amores, en el cual tiempo no podría ignorar Zaida su necesidad; y no podía ser perfecto amor, si fuera fundado en interés, porque por eso pintan a Cupido desnudo, que se entiende que los amantes han de estar desnudos de todo punto de materia de interés, porque si allí, como entre verdaderos amantes, de dos voluntades y de dos almas hacen una por la obediencia que el uno al otro se tienen, es fuerza que en lo menos, que es la hacienda, haya de haber la misma conformidad; y así digo, que no es posible sino que por causa de sus padres o deudos dejó Zaida a Gazul; y así parece por aquel romance que trata del juego de cañas de Gelves, donde ella confesó a su criada querer a Gazul; por donde se colige que la casaron contra su voluntad. Este romance dicho, y su principio va fuera del blanco de la historia, y ahora, salvo paz de su autor, va enmendado, declarando fielmente la historia; porque verdaderamente fueron los amores de Gazul en tiempo de los reyes Católicos, y Sevilla y Jerez ya eran de cristianos; Sevilla ganada por el rey D. Fernando el III, y Jerez por el rey D. Alonso XI; y así no faltó otro poeta que compusiese otro romance por el mismo tema, y no tan intrincado como el pasado, el cual dice así: No de tal braveza lleno Rodamonte el africano, que llamaron rey de Argel, y de Zarza intitulado, Salió por su Doralice contra el fuerte Mandricardo, como salió el buen Gazul de Sidonia aderezado Para emprender un hecho, tal, que nunca se ha intentado; y para aquesto se adorna de jacerina y de jaco, Y al lado puesto un estoque que de Fez le fue enviado, muy fino y de duro temple, que le forjara un cristiano Que allá estaba en Fez cautivo, porque del rey era esclavo: más le estimaba Gazul que a Granada y su reinado. Sobre las armas se pone un alquicel leonado: lanza no quiere llevar por ir más disimulado. Pártese para Jerez, do lleva puesto el cuidado; toda la Vega atropella, corriendo con su caballo. Vadeando pasó el río, que Guadalete es llamado, el que da famoso nombre al Puerto antiguo nombrado, Que dicen Santa María de este nuestro mar hispano. Así como pasó el río, más aprieta a su caballo Para llegar a Jerez, ni muy tarde ni temprano; porque se casa su Zaida con un moro sevillano, Por ser rico y poderoso, y en Sevilla emparentado; y biznieto de un alcaide que fue en Sevilla nombrado Del Alcázar y la Torre; moro valiente, esforzado. Pues de casarla con este a su Zaida habían tratado; Mas aqueste casamiento caro al moro le ha costado, porque el valiente Gazul a Jerez había llegado. A dos horas de la noche, que así lo tiene acordado, junto a la casa de Zaida se puso disimulado. Pensando está qué haría en un caso tan pesado; determina entrar adentro por matar al desposado. Ya que a esto estaba resuelto, vido salir muy despacio mucha caterva de gente con mil hachas alumbrando. Su Zaida venía en medio con su esposo de la mano, que los llevan los padrinos a desposar a otro cabo. El buen Gazul que los vido, con ánimo alborotado, como si fuera un león se había encolerizado. Mas refrenando la ira se acercó con su caballo, por acertar en su intento, y en nada salir errado; Y aguarda llegue la gente donde él estaba parado; y como llegaron junto, a su estoque puso mano, Y en alta voz que le oyeran, de esta manera ha hablado: «No pienses gozar de Zaida, moro bajo, vil, villano: No me tengas por traidor, pues que te aviso y te hablo; pon mano a tu cimitarra, si presumes de esforzado.» Estas palabras diciendo, un golpe le había tirado de una estocada cruel, que le pasó al otro lado. Muerto cayó el triste moro de aquel golpe desastrado: todos dicen: _muera, muera_ _hombre que ha hecho tal daño._ El buen Gazul se defiende, nadie se llega a enojarlo; de esta manera Gazul se escapa con su caballo. Admirados quedaron todos los que iban acompañando a los desposados de lo que Gazul hizo, y algunos heridos, porque pretendieron vengar la muerte del desposado; y visto que no podían ofender a Gazul por ir a caballo, y por ser valiente, alzaron el cuerpo del moro ya difunto, y le volvieron a casa de Zaida haciendo grandes llantos sus parientes y ella; la cual toda aquella noche no cesó de llorar a su amado esposo, y no le quedó de sus llantos otro consuelo, sino que sería posible que el enamorado Gazul tornaría a servirla como solía, y que se casaría con ella; lo cual sucedió muy diferentemente. La mañana venidera fue enterrado el difunto con mucha pompa, no sin faltar llanto de una parte y de otra. Los parientes del muerto se conjuraron de seguir a Gazul hasta la muerte por vía de justicia, porque de otra suerte no tenían remedio. Pues volviendo a Gazul, así como vio cumplido el fin de su deseo y juramento, como desesperado se fue a Granada donde tenía su hacienda y parientes; mas a pocos días llegado, le fue puesta acusación criminal delante del rey sobre la muerte del sevillano moro, que también se llamaba Zaide. Mucho le pesó al rey de la acusación, porque amaba mucho a Gazul por su valor; mas vista y entendida la causa, no pudo menos de dar contento a los acusadores. Finalmente el mismo rey puso la mano en este caso, y con él otros caballeros de los más principales de Granada; y tanto hicieron en ello, que condenaron a Gazul en dos mil doblas para las partes, y así fue libre de este negocio. En este tiempo Gazul puso los ojos en Lindaraja, y se dio a servirla, como ya hemos dicho, y ella le quiso bien; y acerca de ella Gazul y Reduán tuvieron aquella batalla que se ha contado. Finalmente, por respeto de Muza Reduán se apartó de sus amores con Lindaraja, y quedó por Gazul, el cual la sirvió hasta que sucedió la muerte de los Abencerrajes, donde fue muerto el padre de Lindaraja; y por esto ella se salió de Granada como desterrada, y se fue a Sanlúcar, y con ella Gazul y otros amigos suyos. Estando en Sanlúcar estos dos amantes, se hablaban y visitaban con gran contento. Después como el rey D. Fernando cercó a Granada, fue Gazul llamado de sus parientes para que se hallase con ellos en el trato que se había de hacer con el rey de Granada para que al rey cristiano se le entregase la ciudad. Gazul se partió a Granada, y no faltó quien dijo a Lindaraja los amores de Gazul y Zaida, y la muerte que le dio a su esposo; y aun la dijeron que Gazul estaba en aquella sazón en Jerez, y no en Granada, de lo cual Lindaraja recibió mucha pena y mortales celos en su ánima; y fue la causa principal que Lindaraja se mostró cruel a Gazul cuando volvió de Granada a Sanlúcar. Pues como vio tanta mudanza en Lindaraja, estaba muy confuso, por no saber la causa de aquellos desdenes, y pretendió hablarla para satisfacerla; pero ella no quiso escucharle, mostrándose cruel. A esta sazón se ordenaba en Gelves aquel juego de cañas: fue enviado a él Gazul, para lo cual se puso tan galán, como habemos dicho. Antes de ir a Gelves quiso verla y hablarla; hablándola pasó lo atrás referido, y como dijimos fueron a Granada. Zaida se halló burlada, porque siempre entendió que Gazul volvería a pretenderla; y cuando supo que se había casado, le aborrecía; y dicen que se casó Zaida con un primo hermano de Gazul, que era muy rico y estimado, y vivía en Granada, y mediante esto cesó el rencor. Pues dejándolo a un lado, y volviendo a nuestra historia, que todavía hay que decir, a pocos días se rebelaron los lugares de la Alpujarra; por lo cual convino que el rey D. Fernando mandase juntar a todos sus capitanes, y estando juntos les dijo: --Bien sabéis como Dios nuestro Señor ha sido servido de ponernos en posesión de Granada y su reino, con tanta costa y trabajo nuestro. Ahora parece que no temiendo nuestro castigo se han rebelado los lugares de la Sierra, y es menester irlos a conquistar de nuevo. Por tanto, ¿cuál se determina a ir a emprender esta hazaña, y poner mis reales pendones encima de las Alpujarras, que yo lo tendré a gran servicio, y aumentará la honra? Con esto dio fin a sus razones el rey, aguardando respuesta de algunos de los capitanes: todos los cuales se miraban unos a otros, sin aceptar ninguno la oferta del rey, porque era una conquista muy dificultosa. Y visto por el capitán D. Alonso de Aguilar que todos estaban suspensos y nadie respondía, se levantó haciendo la reverencia debida, y dijo: --Esa empresa, Católica majestad, confirmada está para mí, porque la reina me la tiene prometida. Admirados quedaron todos los demás caballeros de la aceptación de D. Alonso, con la cual el rey también se holgó mucho. Luego a otro día mandó que se le diesen a D. Alonso mil infantes, todos escogidos, y quinientos hombres de a caballo. Entendió el rey y los de su consejo, que con aquella gente habría harto para tornar a apaciguar aquellos pueblos levantados y rebeldes. D. Alonso de Aguilar acompañado de muchos caballeros, deudos y amigos suyos que en aquella jornada le quisieron acompañar, se partió de Granada y comenzó a subir la sierra. Los moros así que supieron la venida de los cristianos, con presteza se apercibieron para defenderse, y tomaron todos los pasos más estrechos y angostos del camino, para impedir a los cristianos la subida: después marchando D. Alonso con su escuadrón y metidos por los caminos más estrechos, los moros con grandes alaridos acometieron a los cristianos, arrojando gran muchedumbre de peñascos las cuestas abajo, con lo que hacían muy notable daño en la cristiana gente, y tanto, que mataban a muchos. La gente de a caballo fue desbaratada de todo punto, y se hubo de retirar atrás por no poder hacer ningún efecto; y allí murieron muchos de ellos. Visto por D. Alonso el poco provecho de sus caballos, y la destrucción total de los infantes, a grandes voces animaba su gente subiendo todavía; pero ningún provecho se les seguía de esto, porque sin pelear los moros mataban muchos soldados con las peñas que arrojaban. Fue tal la matanza, que cuando D. Alonso llegó a lo alto no tenía quien le ayudase, porque los que subieron con él eran pocos y mal heridos; y en la cumbre de la sierra, en un llano que había, determinó de pelear con los moros, y cargaron tantos, que en breve tiempo mataron a los cansados cristianos; y el último fue D. Alonso, habiendo mostrado el valor de su animoso corazón, pues cuando él murió había muerto más de treinta moros. Algunos se escaparon y dieron la nueva al rey D. Fernando de la pérdida de D. Alonso de Aguilar y su gente; lo cual fue muy sentido en toda la corte, y por este suceso se hizo el siguiente ROMANCE. Estando el rey D. Fernando en conquista de Granada, donde están duques y condes, y otros señores de salva, Con valientes capitanes de la nobleza de España; después de haberla ganado a sus capitanes llama. De que los tuviera juntos desta manera les habla: «¿Cuál de vosotros, amigos, irá a la sierra mañana a poner el mi pendón encima del Alpujarra?» Míranse unos a otros, y el sí ninguno le daba, que la ida es peligrosa, y dudosa la tornada: Y con el temor que tienen a todos tiembla la barba, si no fuera a D. Alonso que de Aguilar se llamaba. Levantose en pie ante el rey, desta manera le habla: «Aquesta empresa, señor, para mí estaba guardada; Que mi señora la reina ya me la tiene mandada.» Alegrose mucho el rey por la oferta que le daba. Aún no era amanecido D. Alonso ya cabalga con quinientos de a caballo y mil infantes llevaba. Comenzó a subir la sierra que llamaban la Nevada: los moros cuando los vieron ordenaron gran batalla, Y entre ramblas y mil cuestas se pusieron en parada. La batalla se comienza muy cruel y ensangrentada, Porque los moros son muchos, tienen la cuesta ganada; aquí la caballería no podía pelear nada; Y así con grandes peñascos fue en un punto destrozada; los que escaparon de aquí vuelven huyendo a Granada. D. Alonso y sus infantes subieron una llanada, aunque quedan muchos muertos en una rambla y cañada. Tantos cargan de los moros, que a los cristianos mataban; solo queda D. Alonso, su compaña es acabada. Pelea como un león, pero no le aprovechaba, porque los moros son muchos, y ningún vagar le daban. En mil partes está herido, no puede mover la espada; por la sangre que ha perdido D. Alonso se desmaya: al fin cayó muerto en tierra, a Dios rindiendo su alma. No se tiene por buen moro el que no le da lanzada; lo llevaron a un lugar que es Oxijerán nombrada. Allí lo vienen a ver como a cosa señalada: míranle moros y moras, y de su muerte se holgaban. Llorábale una cautiva, una cautiva cristiana, que de chiquito en la cuna a sus pechos le criara. A las palabras que dice cualquiera moro lloraba: «D. Alonso, D. Alonso, Dios perdone la tu alma, pues te mataron los moros, los moros del Alpujarra.» Este fin lastimoso tuvo D. Alonso de Aguilar: ahora sobre su muerte hay discordia entre los poetas que sobre esta historia han escrito romances; porque uno dice que esta batalla y otra de cristianos fue en la Sierra Nevada; otro poeta que hizo el romance de río Verde, dice que fue la batalla en Sierra Bermeja. No sé cuál elija: el lector puede hacer esta elección, pues importa poco que muriera en una parte o en otra, que todo se llama Alpujarra; aunque me parece que la batalla dicha pasó en Sierra Bermeja, y así lo declara un romance que dice así: Río Verde, río Verde, tinto vas en sangre viva, entre ti y Sierra Bermeja murió gran caballería. Murieron duques y condes, señores de gran valía; allí muriera Urdiales, hombre de valor y estima. Huyendo va Sayavedra por una ladera arriba, tras él iba un renegado que muy bien le conocía. Con algazara muy grande de esta manera decía: «Date, date, Sayavedra, que muy bien te conocía. Bien te vide jugar cañas en la plaza de Sevilla, y bien conocí a tus padres, y a tu mujer Doña Elvira. Siete años fui tu cautivo, y me diste mala vida; ahora lo serás mío, o me ha de costar la vida.» Sayavedra que lo oyera, como un león revolvía; tirole el moro un cuadrillo, y por alto hizo la vía. Sayavedra con su espada duramente le hería; cayó muerto el renegado de aquella grande herida. Cercaron a Sayavedra más de mil moros que había; hiciéronle mil pedazos con saña que de él tenían. D. Alonso en este tiempo muy gran batalla le hacían, el caballo le habían muerto, por muralla le tenía, Y arrimado a un gran peñón con valor se defendía: muchos moros tiene muertos; mas muy poco le valía, Porque sobre él cargan muchos, y le dan grandes heridas; tantas, que allí cayó muerto entre la gente enemiga. También el conde de Ureña, mal herido en demasía, se sale de la batalla llevado por una guía, Que sabía bien la senda que de la sierra salía; muchos moros deja muertos por su grande valentía. También algunos se escapan, que al buen conde le seguían; D. Alonso quedó muerto, recobrando nueva vida con una fama inmortal de su esfuerza y valentía. Teniendo noticia algunos poetas que la muerte de D. Alonso de Aguilar fue en Sierra Bermeja, alumbrados de los cronistas reales habiendo visto el romance pasado, no faltó un poeta que hizo otro nuevo, que dice así: Río Verde, río Verde, cuánto cuerpo en ti se baña de cristianos y de moros, muertos por la dura espada. Y tus hondas cristalinas de roja sangre se esmaltan; entre moros y cristianos muy gran batalla se traba. Murieron duques y condes, grandes señores de salva; murió gente de valía de la nobleza de España. En ti murió D. Alonso, que de Aguilar se llamaba, el valeroso Urdiales, con D. Alonso acababa. Por una ladera arriba el buen Sayavedra marcha; natural es de Sevilla, de la gente más granada; Tras él iba un renegado, de esta manera le habla: «Date, date, Sayavedra, no huyas de la batalla: Yo te conozco muy bien, gran tiempo estuve en tu casa, y en la plaza de Sevilla bien te vide jugar cañas: Conozco a tu padre y madre, y a tu mujer Doña Clara; siete años fui tu cautivo, malamente me tratabas, Y ahora lo serás mío, si Mahoma me ayudara, y también te trataré, como tú a mí me tratabas.» Sayavedra que le oyera al moro volvió la cara; tirole el moro una flecha, pero nunca le acertaba. Hiriérale Sayavedra de una herida muy mala; muerto cayó el renegado sin poder hablar palabra. Sayavedra fue cercado de mucha mora canalla, y al cabo cayó allí muerto de una muy mala lanzada. D. Alonso en este tiempo bravamente peleaba; el caballo le habían muerto, y le tiene por muralla. Mas cargaron tantos moros, que mal le hieren y tratan; de la sangre que perdía D. Alonso se desmaya. Al fin, al fin, cayó muerto al pie de una peña alta; también el conde de Ureña mal herido se compara. Guiárale un adalid, que sabe bien las entradas; muchos salen tras el conde que le siguen las espaldas: muerto queda D. Alonso, eterna fama ganara. Esta fue la honrada muerte del valeroso D. Alonso de Aguilar; y como hemos dicho les pesó mucho a los reyes Católicos, los cuales como viesen la brava resistencia de los moros, por estar en tan ásperos lugares, no quisieron enviar por entonces contra ellos más gente. Mas los moros de la Serranía viendo que no podían vivir sin tratar en Granada, los unos pasaron a África, y los otros se dieron al rey D. Fernando, el cual los recibió muy bien, lleno de clemencia y gozo. Este fin tuvieron los bandos y guerras de Granada, a honra y gloria de Dios nuestro Señor. FIN DEL TOMO PRIMERO. ÍNDICE. PRÓLOGO. III CAPÍTULO I. En que se trata de la fundación de Granada, y los reyes que hubo en ella, con otras muchas cosas tocantes a la Historia. 1 CAPÍTULO II. En que se trata de la sangrienta batalla de los Alporchones, y la gente que en ella se halló de moros y cristianos. 13 CAPÍTULO III. En que se declaran los nombres de los nobles caballeros moros de Granada, de los treinta y dos linajes, y otras cosas que pasaron en Granada. Asimismo se nombran todos los lugares que estaban en aquel tiempo debajo de la corona de Granada. 26 CAPÍTULO IV. Que trata de la batalla que el valiente Muza tuvo con el Maestre, y de otras cosas que también pasaron. 35 CAPÍTULO V. Que trata de un sarao que se hizo en palacio entre las damas de la reina y los caballeros de la corte, sobre el cual hubo pesadas palabras entre Muza y Zulema Abencerraje, y de lo que pasó. 46 CAPÍTULO VI. Cómo se hicieron fiestas en Granada, y por ellas se encendieron más las enemistades de los Zegríes, Abencerrajes, Alabeces, y Gomeles, y lo que pasó entre Zaide y Zaida acerca de sus amores. 55 CAPÍTULO VII. Del triste llanto que hizo la hermosa Fátima por la muerte de su padre, y cómo se iba a Almería la bella Galiana, si su padre no viniera, la cual estaba muy vencida de amores de Sarracino; y de lo que entre él y Abenámar pasó una noche debajo de las ventanas del real palacio. 86 CAPÍTULO VIII. De la batalla cruel que Malique Alabez tuvo con D. Manuel Ponce de León en la Vega, y de lo que en ella sucedió. 94 CAPÍTULO IX. En que se da cuenta de unas fiestas solemnes, y juego de sortija, que se hicieron en Granada, y como se iban encendiendo los bandos de los Zegríes y Abencerrajes. 103 CAPÍTULO X. Que declara el fin que tuvo el juego de la sortija, y el desafío que hubo entre el moro Albayaldos y el maestre de Calatrava. 124 CAPÍTULO XI. De la batalla que Albayaldos tuvo con el maestre de Calatrava, y cómo el maestre le venció y dio muerte. 157 CAPÍTULO XII. En que se da cuenta de una pendencia que los Zegríes tuvieron con los Abencerrajes, y cómo estuvo Granada a punto de perderse. 184 CAPÍTULO XIII. En que se da cuenta de lo que sucedió al rey Chico y a su gente yendo a entrar en Jaén, y la gran traición que los Zegríes y Gomeles levantaron a la reina mora y a los caballeros Abencerrajes, y muerte de ellos. 228 CAPÍTULO XIV. En que se da cuenta cómo los traidores pusieron acusación a la reina y a los Abencerrajes, y cómo la reina fue presa por ellos, y dio cuatro caballeros que la defendiesen, y de lo demás que sucedió. 262 CAPÍTULO XV. En que se da cuenta de la batalla que se hizo entre los cuatro caballeros cristianos y los cuatro moros sobre la libertad de la reina, y cómo vencieron los cristianos y mataron a los moros, y cómo la reina fue libre; y de otras cosas más. 320 CAPÍTULO XVI. De lo que pasó en Granada, y cómo se volvieron a refrescar los bandos de ella, y la prisión del rey Mulahacén en Murcia, y la del rey Chico en Andalucía, y de otras cosas. 351 CAPÍTULO XVII. En que se da cuenta del cerco de Granada por los reyes Católicos, y de la fundación de Santa Fe. 390 *** End of this LibraryBlog Digital Book "Guerras civiles de Granada: Tomo I" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.