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Title: Guerras civiles de Granada: Tomo I
Author: Hita, Ginés Pérez de
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Guerras civiles de Granada: Tomo I" ***

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GRANADA ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * Se han convertido en puntos y aparte la mayor parte de los puntos y
    seguido, evitando así los párrafos muy largos que se extienden por
    varias páginas.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Los entrecomillados han sido convertidos en rayas iniciales de
    diálogo donde el texto adopta forma dialogada. Las restantes rayas
    han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos.

  * Los nombres propios han sido normalizados, y se ha restaurado el
    emparejamiento de las comillas y de los signos de exclamación e
    interrogación.

  * Los capítulos han sido correctamente numerados, deshaciendo una
    errata que alteraba la numeración a partir del capítulo XI.

  * Se ha añadido un Índice al final del libro pese a que el original
    impreso no lo incluye.



  Guerras Civiles
  DE GRANADA,

  POR
  _Ginés Pérez de Hita_,
  vecino de Murcia.

  TOMO I.

  _Madrid_:
  _En la Imprenta de_ D. LEÓN AMARITA.
  1833.



PRÓLOGO.


Se ha reimpreso esta obra, porque siendo una de las mejores que tenemos
de honesto recreo, se había hecho rara: su lectura deleita tanto, que
quien una vez toma el libro en sus manos no puede luego soltarle hasta
la conclusión.

Fue el embeleso de nuestros mayores, que aprendían de memoria los
bellísimos romances que contiene; se tradujo al francés y al italiano,
interesando también a los extranjeros; ha dado materia y argumento a
varias composiciones dramáticas, antiguas y modernas, y servido de
modelo para escribir otras obras análogas, principalmente a la del
caballero Florián, intitulada _Gonzalo de Córdoba_, que es en el día la
más conocida, y en mucho estimada.

Ginés Pérez de Hita proponiéndose escribir de las _Guerras Civiles de
Granada_, nacidas primeramente entre los moros durante la agonía de su
dominación en España, y excitadas después por los mismos contra los
cristianos que los habían subyugado, reunió un gran número de noticias
curiosas sobre aquellas gentes, que no se encuentran en ningún otro
escritor antiguo español.

Dio su obra en dos partes, tocantes a dos épocas distintas y notables
de nuestra historia.

En la primera parte inserta la cronología de los reyes de Granada bajo
el dominio de los moros, el nombre de los pueblos de su jurisdicción, y
el de las familias más distinguidas del Estado; describe los palacios,
jardines, mezquitas, y obras más suntuosas de la capital; y después
introduciéndonos en ella, reinando Boabdilín, su último soberano,
nos revela los amores, celos, intrigas y competencias de las damas y
caballeros más principales de la Corte; nos acompaña a sus saraos,
juegos y regocijos; nos declara sus bandos y parcialidades, y nos lleva
a ver sus escaramuzas y desafíos.

Pinta a Boabdilín ingrato a su virtuoso padre Mulahacén; crédulo,
alucinado, e inicuo contra su esposa, a la cual en fuerza de un grosero
chisme urdido por los vengativos Zegríes, sus cortesanos, acusa del
crimen de adulterio, poniéndola en la necesidad de encontrar quien
venza en singular batalla a sus cuatro furibundos acusadores, o perder
su honor y la vida en las llamas; cruel con los generosos Abencerrajes,
que consiente sean degollados uno a uno por sus émulos en la cámara
de los Leones; atroz con su hermana Moraina y dos inocentes hijos de
ella, a quienes asesina por su propia mano, y en fin aborrecible por
su tiranía a todos los granadinos.

En este cuadro, alrededor del trono sobresale el valeroso Muza,
hermano natural del rey, como el más cumplido caballero de la corte
mora; campea el gallardo Malique Alabez, de prosapia real, entre una
familia numerosa de héroes; brilla el espléndido Abenámar, mantenedor
en el juego de cañas y de sortija como el más diestro entre todos
los competidores; el esforzado Reduán sorprende y admira, el adusto
Albayaldos estremece, el intrépido Gazul interesa, y el sensible Zaide
enamora.

Pero de cuando en cuando aparece en esta magnífica escena la flor de
los caballeros cristianos, que eclipsa toda la gloria de tan insignes
varones.

Los muy ilustres maestres de Calatrava y de Santiago D. Rodrigo Téllez
Girón, y D. Manuel Ponce de León, duque de Arcos, vencedor el primero
de Muza, Albayaldos y Aliatar, y el segundo del gallardo Malique
Alabez, y de Alí Hamete Zegrí, acusador de la reina; el alcaide de
los donceles D. Diego Fernández de Córdoba, cortesano tan galán como
adalid valiente; el robusto D. Juan Chacón, señor de Cartagena, que de
una cuchillada cortaba a cercén el pescuezo a un toro; el esclarecido
Portocarrero, señor de Palma, y el desgraciado D. Alonso de Aguilar
se llevaban la palma en todos los juegos, y en todas las lides y
escaramuzas.

El profundo sentimiento de esta superioridad, comprobada por el mal
éxito de sus últimas empresas militares, hacía mirar a los moros su
gobierno con menosprecio, y hasta la religión propia con desconfianza o
indiferencia.

Dividida en bandos, y agitada por la ambición y los celos la nobleza,
a cada paso sus parciales tomaban las armas unos contra otros, se
alteraba la tranquilidad pública, y con el más leve motivo se vertía
la sangre de los primeros campeones en duelos y batallas singulares,
cuando eran más necesarias la unión y concurrencia de todas las fuerzas
del Estado para atajar los rápidos progresos de las armas cristianas.

La expulsión de los Abencerrajes que se habían salvado del degüello
de la Alhambra, agregó el cuerpo más gallardo de la caballería mora
al poder ya tan formidable del enemigo; y sirviendo desde entonces la
deserción de ejemplo a las demás familias nobles exasperadas, quedó
sin apoyo la independencia de la nación, y la capital casi desierta de
defensores.

En fin llegaron a su mayor auge el desorden y la confusión cuando
Granada presentó al mundo el inaudito y escandaloso espectáculo de
tres reyes aspirantes al poder supremo dentro de sus murallas:
Boabdilín sostenido siempre por los Zegríes, Mazas, Gomeles, y
Laugetes; Mulahacén restaurado por los Abencerrajes, Gazules, Alabeces
y Venegas, y el gobernador Abdalí proclamado por los Almoradís,
Almohades y Marines.

Cada uno de estos tres obcecados príncipes tenía allí su palacio y
corte a parte; tropas, vasallos, y aun templos para hacer oración,
diferentes: cada uno de ellos, por afianzar la posesión de aquel
simulacro de soberanía, negociaba secretamente con el enemigo común,
ofreciéndole en pago de su asistencia y protección los tesoros propios,
y las plazas, villas y lugares que se habían declarado por ellos.

De este modo unos señores, tan poderosos y políticos como los Reyes
Católicos, asistidos de los mejores capitanes que hubo jamás en
Castilla, y viniéndoseles, digámoslo así, la presa a las manos,
acabaron sin grande esfuerzo la conquista del estado granadino, y
extinguieron la larga dominación de los árabes en la Península.

Aquí concluye la primera parte.

En la segunda se abre una escena muy distinta, pero no vacía de
instrucción, ni de interés. Llegamos a otros tiempos, y encontramos
otros hombres y otras costumbres.

La elación del ánimo, derivada de las riquezas y del manejo del poder,
moviendo celos y enemistando a las familias principales del estado
granadino, produjo las primeras guerras civiles, que le condujeron a su
ruina: la miseria y desesperación, hijas de la opresión y la violencia,
abortaron las guerras segundas, que extinguieron las últimas reliquias
de los moros en España.

Después de la conquista de Granada habían pasado setenta y siete años,
llevando los moros al cuello con harta mortificación el grave yugo que
les echaron sus vencedores.

Sufrían la poca observancia de las promesas que les fueron hechas
al tiempo de su rendición; el sucesivo despojo de sus tierras; el
abandono forzoso de su culto, la exacción de crecidos tributos, fardas
y prestaciones, y sobre todo esto el menosprecio general; pero estando
ya llenas las medidas, y tratándose todavía de impedirles el uso del
idioma y traje nacionales, se alzaron todos, decididos a morir o
mejorar de suerte.

Con disimulo y bastante habilidad averiguaron el número de hombres
aptos para las armas que quedaban de su raza, nombraron rey a un
descendiente de sus soberanos antiguos; pidieron auxilio de armas y
tropas a sus progenitores de Asia y África, y levantaron el estandarte
de la rebelión refugiándose en la aspereza de las Alpujarras.

Temeraria y de mal éxito sin duda era entonces la empresa de los
moros, luchando con el poder colosal de Felipe II; pero también causa
pesadumbre el ver qué esfuerzos y cuánta sangre les costó ahogarla a
los cristianos.

Precedido de hábiles negociadores, el famoso conde de Tendilla, marqués
de Mondéjar, fue el primer general que envió el rey con un ejército de
veinte mil hombres, contra los rebeldes; mas dice nuestro historiador,
testigo ocular, que una mitad por lo menos de esta brava gente se
componía de asesinos y ladrones, los cuales sabiendo que algún pueblo
de moriscos se había sometido, y fiaba su seguridad del salvo-conducto
que le daba el marqués, se escapaban del real por la noche, y le
asaltaban, y mataban y saqueaban a sus moradores, llevándose a las
mujeres para gozarlas, y después venderlas como esclavas.

No es extraño pues que una conducta tan atroz y desenfrenada exasperase
los ánimos de los sediciosos, en lugar de calmarlos, y que a poco
tiempo perdiera el general en esta guerra su ejército y la reputación.

Preséntase luego en la lid el esclarecido D. Luis Fajardo, marqués de
los Vélez y adelantado de Murcia, con sus valerosos tercios; pero
estos se ensangrientan demasiado en la villa de Félix, y sus crueldades
posteriores en Huéscar hacen imposible la reconciliación.

Los dos héroes cristianos batallan con los moros por dos puntos
diferentes, obran prodigios de valor, se cubren de gloria saliendo
victoriosos en casi todas las acciones marciales, y con todo eso no
adelantan: sus tropas en varios encuentros y sorpresas de convoyes se
disminuyen mucho, al paso que cunde el número de los enemigos; vienen
sucesivamente con refuerzos considerables el marqués de la Favara, y
el comendador mayor de León D. Luis de Zúñiga y Requesens, y todavía
la guerra se prolonga, zozobrando ya el crédito de la orgullosa
corte; el hercúleo D. Luis Fajardo, cuya ponderosa lanza apenas podía
sustentar al hombro un soldado robusto cuando él la manejaba como un
mimbre, después que, entre otras proezas, con poca gente, y la mayor
parte enferma, hizo alarde de su esfuerzo y talento militar rechazando
a los moros, que con todo su poder reunido le atacaron en Berja, se
estanca en el sitio de Galera, y no puede pasar adelante; en fin dura
el conflicto cerca de tres años, y es preciso que el ínclito D. Juan
de Austria, hijo del emperador D. Carlos, salga de Granada con diez
mil infantes y mil caballeros, asistido del valeroso duque de Sesa
con otra tanta fuerza, y que a estos dos ejércitos nuevos se reúnan
las reliquias de todos los anteriores, para salir de tamaño empeño, y
forzar a los rebeldes a deponer las armas e implorar la real clemencia.

Conteniendo este libro la descripción de muchas batallas, asedios y
entradas de los pueblos a viva fuerza, en que se derramaba por una y
otra parte tanta sangre humana, su lectura no puede ser tan apacible,
como la del anterior: con todo eso abunda de episodios interesantes,
como el razonamiento del Purchení al marqués de Mondéjar estando este
con su campo en Órgiva; la muerte del capitán Álvaro de Flores; la
prisión del moro Albexarí, y sus amores con Almanzora; las fiestas
celebradas en Purchena de orden de Muley Abenumeya; el canto profético
de la mora, natural del Deire; los celos, conspiración y venganza de
Benalguacil contra el rey moro, por haberse apoderado de su prima
Zahara; la historia del Tuzani, y de cuanto hizo para encontrar y matar
al asesino de la hermosa Malhea que pereció en Galera; la muerte y las
exequias de D. Luis de Quijada, ayo del Señor D. Juan de Austria, y el
fin trágico del virtuoso Habaquí.

Últimamente enamoran la humanidad, el candor y la firmeza de carácter
de Ginés Pérez de Hita, cuando al acabar su obra pinta patéticamente
los sentidos lamentos de los moriscos al ser arrancados de sus tierras,
y llevados por fuerza a Castilla y a la Mancha; censura esta impolítica
y cruel resolución de Felipe II, faltando a lo que se había prometido
por su augusto hermano a los moriscos, los cuales _antes murieran
de mil muertes, que rendir las armas, ni haber hecho las paces_, si
hubiesen sabido que no serían cumplidas las capitulaciones; y añade,
_que más valiera no haberlos sacado del reino de Granada, por lo mucho
que en esto habían perdido S. M. y todos sus demás estados_.

Y ¿_quién fue Ginés Pérez de Hita_? De su persona y vida no tenemos
más noticias, que las que él propio dejó consignadas en esta obra.
Dijo ser vecino de la ciudad de Murcia, lo cual no prueba que naciese
en ella; pero parece que a lo menos fue de la provincia, no solo por
su domicilio, sino porque no pierde ocasión de levantar a las nubes el
valor de los tercios murcianos. Militó en esta última guerra contra los
moriscos bajo las banderas del marqués de los Vélez, y no sabemos que
saliera de la clase de simple soldado.

Censurando la rapacidad invencible de sus camaradas, manifiesta mucho
candor cuando confiesa que algunas veces, llevado él propio de tan
mal ejemplo, salía a robar en los pueblos de los moriscos sometidos;
y demuestra que tenía mejores entrañas que los feroces guerreros de
aquella época, contándonos cómo había recogido en la atroz matanza de
Félix a un niño que encontró mamando al pecho sanguinoso de su madre
asesinada, y le entregó a otra morisca para que le criase; gloriándose
tanto de esta acción misericordiosa, como de haber amparado y salvado
de la muerte a más de veinte mujeres.

Finalmente se infiere que escribió, o a lo menos dio a luz, alguna otra
obra distinta de la presente, por la expresión que hallamos al fin de
la historia del Tuzani, donde dice que vio y habló a este en Villanueva
de Alcardete, _viniendo a Madrid a cobrar un privilegio para un libro
suyo_, cuyo título no declara.

¿Y es Ginés Pérez de Hita el verdadero autor de las _Guerras Civiles de
Granada_?

En cuanto a la primera parte, si hemos de creerle a él propio, «la
escribió en arábigo un moro, natural de la ciudad de Granada, llamado
Abenhamín, que pasó luego a África y murió en Tremecén, dejando allí
hijos, y un nieto muy hábil, llamado Argutarfa, el cual recogió todos
los papeles de su abuelo, y entre ellos encontró este libro, que
estimó mucho por tratar la materia de Granada, y se le prestó a un
judío, llamado Saba Santo, quien le sacó en hebreo por su contento,
y el original arábigo le presentó a D. Rodrigo Ponce de León, conde
de Bailén. Que este señor, por saber lo que contenía, y por haberse
hallado su abuelo y bisabuelo en aquellas conquistas, rogó al judío que
le tradujese en castellano, y después el conde le hizo a Hita la merced
de dársele.» Esto dice en las páginas 412 y siguiente de la primera
parte, sin embargo de que en la portada del mismo libro se expresa que
él la tradujo al castellano, y no el judío Saba Santo.

Lo que por el contexto de la obra parece más cierto es, que ni el uno
ni el otro hicieron una traducción literal de la obra arábiga; pues
no es creíble que un moro hablase con tanta parcialidad a favor de
los cristianos, ni que la hubiese adornado de los hermosos romances
castellanos que la acompañan, cuando muchos de ellos fueron escritos
después de la conquista de Granada, ya entrado el siglo XVI.

Aquí es donde brilla la gala de este metro peculiarmente español,
que no tienen y envidian todas las demás lenguas europeas, hijas de
la latina; porque los romances se leen junto a los hechos heroicos
para que fueron compuestos de propósito; ilustración que falta al
que lee estas producciones descriptivas, desnudas y hacinadas en los
_Romanceros_, sin tener la noticia necesaria de nuestra historia
antigua y de las tradiciones patrias.

Así parece que Ginés Pérez de Hita tomando lo sustancial de los hechos
que refiere del arábigo, los redactó a su modo, y dio a la obra
castellana la forma que ahora tiene.

En cuanto a la segunda parte no ofrece duda que la escribiese Ginés
Pérez de Hita, adornándola también de los razonamientos y romances
que contiene, muy inferiores ciertamente a los de la parte primera;
exceptuándose la descripción del sitio de Galera, que él propio dice
haber copiado de la que escribió el alférez Tomás Pérez de Hevia,
vecino de Murcia, que seguía las banderas del Señor D. Juan de Austria.

Queda dicho que no es tan interesante la lectura de la segunda parte
de esta obra, como la de la primera; pero faltaba añadir, que jamás ha
podido ser del mismo modo conocida, aunque también entretenga mucho,
porque el desaliño, o más bien la grosería de la impresión con que se
dio al público, la hacían intolerable.

Son tantas las erratas que la afean, que solamente un talento muy
perspicaz podrá encontrar sentido en su contexto, supliendo la ausencia
total de las reglas de ortografía; además de que causa tedio manejar un
libro de ruin papel de estraza, que se deshace al tiempo de pasar de
una hoja a otra.

Aquel que se tome el trabajo de cotejar la presente edición con la
antigua, será quien pueda calificar el servicio que en esto ha hecho el
editor a la literatura nacional.



[Ilustración]

PARTE PRIMERA.

Guerras civiles entre Zegríes y Abencerrajes, caballeros moros de
Granada, y batallas particulares que hubo en la Vega entre moros y
cristianos, hasta que el rey D. Fernando el V la ganó.

CAPÍTULO I.

_En que se trata de la fundación de Granada, y los reyes que hubo en
ella, con otras muchas cosas tocantes a la Historia._


La ínclita y famosa ciudad de Granada fue fundada por una muy hermosa
doncella, hija o sobrina del rey Hispán. Fue su fundación en una bella
y espaciosa vega, junto de una sierra llamada Elvira, porque tomó el
nombre de la fundadora Infanta, la cual se llamaba Liberia, dos leguas
de donde ahora está, junto de un lugar que se llamaba Arbuler, que en
arábigo se decía Arbulut.

Después de pasados algunos años, les pareció a los fundadores de ella
que no estaban allí bien por ciertas causas, y fundaron la ciudad en la
parte donde ahora está, junto a Sierra-Nevada, en medio de dos hermosos
ríos, llamado el uno Genil y el otro Darro, los cuales son de la nieve
que se derrite en la sierra. De Darro se coge oro muy fino, de Genil
plata; y no es fábula, que yo el autor de esta relación lo he visto
coger.

Fundose aquí esta insigne ciudad encima de tres cerros, como hoy se
parece, adonde se fundaron tres castillos: el uno está a la vista de la
hermosa Vega y el río Genil, la cual Vega tiene ocho leguas de largo y
cuatro de ancho, y por ella atraviesan otros dos ríos, aunque no muy
grandes: el uno se dice Veiro y el otro Monachil.

Comiénzase la Vega desde la falda de la Sierra-Nevada, y va hasta la
fuente del Pino, y pasa más adelante de un gran soto, que se llama el
Soto de Roma, y esta fuerza se nombra Torres-Bermejas. Hízose allí una
gran población llamada el Antequeruela.

La otra fuerza o castillo está en otro cerro junto a este, un poco más
alto, la cual se llamó la Alhambra, casa muy fuerte, y aquí hicieron
los reyes su Casa Real.

La otra fuerza se hizo en otro cerro, no lejos del Alhambra, y llamose
Albaicín, donde se hizo gran población. Entre el Albaicín y el Alhambra
pasa por lo hondo el río Darro, haciendo una ribera de árboles
agradables.

A esta fundación no la llamaron los moradores de ella Iliberia como
la otra, sino Granata, respecto a que en una cueva junto al Darro fue
hallada una hermosa doncella que se decía Granata, y por eso se llamó
la ciudad así; y después de corrompido el vocablo se llamó Granada.
Otros dicen, que por la muchedumbre de las casas, y la espesura que
había en ellas, que estaban juntas como los granos de la granada, y la
nombraron así.

Hízose esta ciudad famosa, rica y populosa, hasta el infeliz tiempo
en que el rey D. Rodrigo perdió a España, lo cual no se declara por
no ser a propósito de nuestra historia: solo diremos, como después de
perdida España hasta las Asturias y confines de Vizcaya, siendo toda
ella ocupada de moros, traídos por aquellos dos bravos caudillos y
generales, el uno llamado el Tarif, y el otro Muza; asimismo quedó la
famosa Granada ocupada de moros, y llena de gente de África.

Mas hállase una cosa: que de todas las naciones moras que vinieron
a España, los caballeros mejores y principales, y los más señalados
de aquellos que siguieron al general Muza, se quedaron en Granada, y
la causa fue su hermosura y fertilidad, pareciéndoles bien su gran
riqueza, asiento y fundación; aunque el capitán Tarif estuvo muy bien
con la ciudad de Córdoba, y su hijo Balagís con Sevilla, de donde fue
rey, como dice la crónica del rey D. Rodrigo.

Mas yo no he hallado que en la ocupación de Córdoba, de Toledo,
Sevilla, Valencia, Murcia, ni otras ciudades poblasen tan nobles ni tan
principales caballeros, ni tan buenos linajes de moros como en Granada;
para lo cual es menester nombrar algunos de estos linajes, y de donde
fueron naturales, aunque no se digan ni declaren todos, por no ser
prolijo.

Poblada Granada de las gentes mejores del África, no por eso dejó la
insigne ciudad de pasar adelante con sus muy grandes y soberbios
edificios, porque siendo gobernada de reyes de valor y muy curiosos que
en ella reinaron, se hicieron grandes mezquitas y muy ricas cercas,
fuertes muros y torres, porque los cristianos no la tornasen a ganar;
y hicieron muy fuertes castillos, y los reedificaron fuera de las
murallas como hoy día parecen.

Hicieron el castillo de Bibatambién, fuerte con su cava y puente
levadiza. Hicieron las torres de la puerta Elvira, y las del Alcazaba
y plaza de Vibalbulut, y famosa torre del Aceituno, que está camino de
Guadix, y otras muchas cosas dignas de memoria, como se dirá en nuestro
discurso.

Bien pudiera traer aquí los nombres de todos los reyes moros que
gobernaron y reinaron en esta insigne ciudad, y los califas, y aun los
de toda España; mas por no gastar tiempo, no diré sino de los reyes
moros que por su orden la gobernaron, y fueron conocidos por reyes de
ella, dejando aparte los califas pasados y señores que hubo, siguiendo
a Esteban Garibay y a Camaloa.

El 1.er rey moro que Granada tuvo se llamó Mahomad Alhamar: este reinó
en ella veinte y nueve años y más meses; acabó año de 1262.

El 2.º rey de Granada se llamó, así como su padre, Mahomad Mir
Almuzmelín. Este labró el castillo del Alhambra, muy rico y fuerte,
como hoy se parece; reinó treinta y seis años, y murió año de 1302.

El 3.º rey de Granada se llamó Mahomad Abenhalamar: a este le quitó
el reino un hermano suyo, y le puso en prisión, habiendo reinado siete
años: acabó año de 1309.

El 4.º rey de Granada fue llamado Mahomad Abenázar: a este le quitó el
reino un sobrino suyo llamado Ismael, año de 1315: reinó seis años.

El 5.º rey de Granada se llamó Ismael: a este mataron sus deudos y
vasallos, mas fueron degollados los homicidas: reinó nueve años, y
acabó año de 1324.

El 6.º rey de Granada se llamó Mahomad: a este también le mataron los
suyos a traición; reinó diez años, y acabó año de 1334.

El 7.º rey de Granada se llamó Iusef Abenhamet: también fue muerto a
traición: reinó once años, y acabó año de 1345.

El 8.º rey de Granada fue llamado Mahomad Lagús: a este le despojaron
del reino después de haber reinado doce años, y acabó año de 1357, por
aquella vez que reinó.

El 9.º rey de Granada se llamó Mahomad Abenhámar, VII de este nombre:
a este le mató el rey D. Pedro en Sevilla, sin culpa, habiendo ido
a pedirle amistad y favor: matole el mismo rey D. Pedro por su mano
con una lanza, y mandó matar a otros que iban con este rey: habiendo
reinado dos años, acabó año de 1359. Fue enviada su cabeza en forma
de presente a la ciudad de Granada. Tornó a reinar Mahomad Lagús en
Granada, y reinó en las dos veces veinte y nueve años: la primera vez
doce, y la segunda diez y siete: acabó año 1376.

El 10 rey de Granada se llamó Mahomad Ovadiz, y reinó tres años
pacífico, y acabó año de 1379.

El 11 rey de Granada se llamó Iusef, II de este nombre, el cual murió
con veneno que el rey de Fez le envió puesto en una aljaba o marlota de
brocado: reinó tres años, y acabó año de 1382.

El 12 rey de Granada fue llamado Mahomad Abenhámar: reinó once años,
acabó año de 1394. Su muerte fue de una camisa que se puso emponzoñada
con veneno.

El 13 rey de Granada fue llamado Iusef, III de este nombre: reinó
quince años: murió año de 1409.

El 14 rey de Granada fue llamado Mahomad Abenázar, el Izquierdo.
Habiendo reinado este cuatro años, le desposeyeron del reino año de
1413.

El 15 rey de Granada fue llamado Mahomad, el Pequeño; a este le cortó
la cabeza Abenázar el Izquierdo, arriba dicho, porque le tornó a quitar
el reino por orden de Mahomad Catraz, caballero Abencerraje: reinó este
Mahomad el Pequeño dos años, y acabó año de 1415.

Tornó a reinar Abenámar el Izquierdo, el cual fue otra vez despojado
del reino por Iusef Abenalmo, su sobrino: reinó este rey tres años la
última vez, y acabó año de 1418.

El 17 rey de Granada se llamó Abenocín, el Cojo. En tiempo de este
sucedió aquella sangrienta batalla de los Alporchones, reinando D. Juan
el II. Y pues nos viene a cuento, trataremos de esta batalla, antes de
pasar adelante con la cuenta de los reyes moros de Granada.

Es a saber, que según se halla en las crónicas antiguas, así
castellanas como arábigas, este rey Abenocín tenía en su corte mucha y
muy honrada caballería de moros, porque en Granada había treinta y dos
linajes de caballeros, como eran Gomeles, Mazas, Zegríes, Venegas y
Abencerrajes; estos eran de muy claro linaje: otros Maliques Alabeces,
descendientes de los reyes de Fez y Marruecos, caballeros valerosos,
de quien los reyes de Granada siempre hicieron mucha cuenta; porque
estos Maliques eran alcaides en el reino de Granada, por tener de ellos
mucha confianza, y así servían en las fronteras y partes de mayor
peligro, como eran en Vera, el alcaide Malique Alabez, bravo y valeroso
caballero; en Vélez el Blanco estaba un hermano suyo, llamado Mahomad
Malique Alabez; en Vélez el Rubio había otro hermano de estos alcaides
muy valiente, y amigo de los cristianos; otro Alabez había alcaide
de Jimena, y otro en Tirieza, frontera de Lorca, y cercana de Orce y
Cuéllar, Benamaviel, Castilleja y Caniles, y en otros lugares del
reino.

Estos Maliques Alabeces eran alcaides, por ser todos, como hemos dicho,
caballeros de estima. Sin estos había otros caballeros en Granada muy
principales, de quien los reyes de ella hacían grande cuenta, entre
los cuales había un caballero llamado Abidbar, del linaje de Gomeles,
caballero valeroso y capitán de la gente de guerra; y no hallándose
sino en batallas contra cristianos, le dijo un día al rey:

--Señor, holgaría que tu alteza me diese licencia para entrar en
tierra de cristianos, en los campos de Lorca, Murcia y Cartagena, que
confianza tengo de venir con ricos despojos y cautivos.

El rey dijo:

--Conocido tengo tu valor, y te otorgo licencia como lo pides; pero
temo mal suceso, porque son muy soldados los cristianos de esas tierras
que quieres correr.

Respondió Abidbar:

--No tema vuestra alteza peligro, que yo llevaré conmigo tal gente y
tales alcaides, que sin temor ninguno ose entrar, no digo en el campo
de Lorca y Murcia, mas aun hasta Valencia me atreviera a entrar.

--Pues si ese es tu parecer, sigue tu voluntad, que mi licencia tienes.

Abidbar le besó las manos por ello, y fue a su casa y mandó tocar sus
añafiles y trompetas de guerra, al cual bélico son se juntó grande
copia de gente bien armada para saber de aquel rebato. Abidbar cuando
vio tanta gente junta y tan bien armada, holgó mucho de ella, y les
dijo:

--Sabed, buenos amigos, que hemos de entrar en el reino de Murcia, de
donde, placiendo al santo Alá, vendremos ricos: por tanto cada cual con
ánimo siga mis banderas.

Todos respondieron, que eran contentos; y así Abidbar salió de Granada
con mucha gente de a caballo y peones; fue a Guadix, y habló al moro
Almoradí, alcaide de aquella ciudad, el cual ofreció su compañía con
mucha gente de a caballo y de a pie. También vino el alcaide de
Almería, llamado Malique Alabez, con mucha gente muy diestra en la
guerra.

De allí pasaron a Baza, donde estaba por alcaide Benariz, el cual
también le ofreció su ayuda. En Baza se juntaron once alcaides de
aquellos lugares a la fama de esta entrada del campo de Lorca y Murcia,
y con aquella gente se fue el capitán Abidbar hasta la ciudad de Vera,
donde era alcaide el bravo Alabez Malique, adonde se acabó de juntar
todo el ejército de los moros y alcaides que aquí se nombrarán.

El general Abidbar; Abenáriz, capitán de Baza; su hermano Abenáriz,
capitán de la Vega de Granada; el Malique Alabez, de Vera; Alabez,
alcaide de Vélez el Blanco; Alabez, alcaide de Vélez el Rubio; Alabez,
alcaide de Almería; Alabez, alcaide de Cuéllar; otro alcaide de
Huéscar; Alabez, alcaide de Orce; Alabez, alcaide de Purchena; Alabez,
alcaide de Jimena; Alabez, alcaide de Tirieza: Alabez, alcaide de
Caniles.

Todos estos Alabeces Maliques eran parientes, como ya es dicho; se
juntaron en Vera, cada uno llevando la gente que pudo.

También se juntaron otros tres alcaides, el de Mojácar, el de Sorbas, y
el de Lubrín: todos ya juntos se hizo reseña de la gente que se había
juntado, y se hallaron seiscientos de a caballo, aunque otros dicen que
fueron ochocientos, y mil y quinientos peones: otros dicen, que dos mil.

Finalmente, se juntó grande poder de gente de guerra; y
determinadamente a doce o catorce de mayo, año de mil cuatrocientos
treinta y cinco, entraron en los términos de Lorca, y por la marina
llegaron al campo de Cartagena, y lo corrieron todo hasta el rincón de
S. Ginés y Pinatar, haciendo grandes daños.

Cautivaron mucha gente y ahogaron mucho ganado, y con esta presa
se volvían muy ufanos; y en llegando al Puntarón de la Sierra de
Aguaderas, entraron en consejo sobre si vendrían por la marina por
donde habían ido, o si pasarían por la vega de Lorca.

Sobre esto hubo diferencia, y muchos afirmaban que fuesen por la
marina, por ser más seguro. Otros dijeron, que sería grande cobardía,
si no pasaban por la vega de Lorca a pesar de sus banderas. De este
parecer fue Malique Alabez, y con él todos los alcaides que eran sus
parientes.

Pues visto por los moros que aquellos valerosos capitanes estaban
determinados de pasar por la vega, no contradijeron cosa alguna; y así
las banderas enarboladas, y la presa en medio del escuadrón, comenzaron
a marchar la vuelta de Lorca, arrimados a la sierra de Aguaderas.

Los de Lorca tenían ya noticia de la gente que había entrado en sus
tierras. D. Alonso Fajardo, alcaide de Lorca, había escrito lo que
pasaba a Diego de Ribera, corregidor de Murcia, que luego viniese
con la más gente que pudiese. El corregidor no fue perezoso, que con
brevedad salió de Murcia con setenta caballos y quinientos peones, toda
gente de valeroso ánimo y esfuerzo; y juntose con la gente de Lorca,
donde había doscientos caballos, y mil y quinientos peones, gente muy
valerosa.

También se halló con ellos Alonso de Lisón, caballero del hábito de
Santiago, que era a la sazón castellano en el castillo y fuerza de
Aledo. Llevó consigo nueve caballos y catorce peones, que del castillo
no se pudieron sacar más.

En este tiempo los moros caminaron a gran priesa, y llegando enfrente
de Lorca, cautivaron un caballero llamado Quiñonero, que había salido a
requerir el campo; y como ya la gente de Lorca y Murcia venían a priesa
y los moros los vieron, se maravillaron viendo junta tanta caballería,
y no podían creer que en solo Lorca hubiese tanta lucida gente.

Y Malique Alabez, capitán y alcaide de Vera, le preguntó a Quiñonero,
habiéndole quitado el caballo y armas, esta pregunta:

_Alabez._

      Anda, cristiano cautivo,
    tu fortuna no te asombre,
    y dinos luego tu nombre
    sin temor de daño esquivo;
      Que aunque seas prisionero,
    con el rescate, y dinero,
    si nos dices la verdad,
    tendrás luego libertad.

_Quiñonero._

      Es mi nombre Quiñonero:
    soy de Lorca natural,
    caballero principal;
    y aunque me sigue fortuna,
    no tengo pena ninguna,
    ni se me hace de mal:
      Que la guerra es condición,
    que hoy soy tuyo, y ya confío
    mañana podrás ser mío,
    y sujeto a mi prisión.
      Por tanto pregunta, y pide,
    porque en toda tu pregunta
    satisfaré sin repunta,
    pues el temor no me impide.

_Alabez._

      Trompetas se oyen sonar,
    y descubrimos pendones,
    y caballos, y peones
    junto de aquel olivar:
      Y quería, Quiñonero,
    saber de ti por entero,
    qué pendones, y qué gente
    es la que aquí está presente,
    con ánimo bravo y fiero.

_Quiñonero._

      Aquel pendón colorado,
    con las seis coronas de oro,
    muy bien muestra su decoro
    ser de Lorca, y es nombrado;
      Y el otro que tiene un rey
    armado por gran blasón,
    es de Murcia, y es pendón
    que le conoce su rey.
      Traen gente belicosa,
    con gana de pelear;
    si quieres más preguntar,
    no siento de esto otra cosa.
      Apercíbete al combate,
    porque vienen a gran priesa
    para quitarte la presa,
    y dar fin en tu remate.

_Alabez._

      Pues por priesa que se den,
    ya querrá nuestro Alcorán,
    la Rambla no pasarán,
    porque no les irá bien;
      Y si con valor extraño
    la Rambla pueden romper,
    muy bien se puede entender,
    que ha de ser por nuestro daño.
      Pues al arma, que ellos vienen,
    y en nada no se detienen:
    tóquese el son y la zambra,
    porque lleguen a la Alhambra
    nuestras famas, y resuenen.



CAPÍTULO II.

_En que se trata de la sangrienta batalla de los Alporchones, y la
gente que en ella se halló de moros y cristianos._


Apenas el capitán Malique Alabez acabó de decir estas palabras, cuando
el escuadrón de los cristianos acometió con tanta braveza y pujanza
que a los primeros encuentros, a pesar de los moros que lo defendían,
pasaron la Rambla. No por eso los moros mostraron punto de cobardía,
antes tuvieron más ánimo peleando.

Quiñonero, como vio la batalla revuelta, llamó a un cristiano, que
cortase la cuerda con que estaba atado; y siendo libre, al punto tomó
una lanza de un moro muerto, un caballo y una adarga, y con valor muy
crecido, como era valiente caballero, hacía maravillas.

A esta sazón los valerosos capitanes moros, en especial los Maliques
Alabeces, se mostraron con tanta fortaleza, que los cristianos
estuvieron a punto de pasar la Rambla contra su voluntad; lo cual
visto por Alonso Fajardo, y Alonso de Lisón, y Diego de Ribera, y los
principales caballeros de Murcia y Lorca, pelearon tan valerosamente,
que los moros fueron rompidos, y los cristianos hicieron muy notable
daño en ellos.

Los valientes Alabez, y Almoradí, capitán de Guadix, tornaron a juntar
gente, y con grande ánimo volvieron sobre los cristianos con bravo
ímpetu y fortaleza.

¡Quién viera las maravillas de los capitanes cristianos! Era cosa de
ver la braveza con que mataban y herían en los moros.

Abenáriz, capitán de Baza, hacía gran daño en los cristianos, y
habiendo muerto a uno de una lanzada, se metió por enmedio de la
batalla haciendo cosas muy señaladas; mas Alonso de Lisón, que le vio
matar aquel cristiano, de cólera encendido procuró vengar su muerte, y
así con grande presteza fue en seguimiento de Abenáriz, llamándole a
grandes voces, que le aguardase.

El moro revolvió a mirar quien le llamaba; y visto, reconoció que aquel
caballero era de valor, pues traía en su escudo aquella encomienda
de Santiago, y entendiendo llevar de él buenos despojos a Baza, le
acometió con gran ímpetu; pero el caballero Lisón se defendió con
gran destreza, y ofendió y acosó de suerte al moro, que en poco rato
le hirió en dos partes; y como se vio tan herido, se encendió en más
cólera, y procuró la muerte del contrario: mas muy presto halló en él
la suya, porque Lisón le cogió en descubierto de la adarga un golpe por
los pechos, tan fuerte, que no aprovechando la cota le metió la lanza
por el cuerpo, y al momento cayó el moro muerto del caballo.

El caballo de Lisón quedó mal herido; por lo cual le convino tomar el
caballo del alcaide de Baza, que en extremo era bueno, y se entró en el
mayor peligro de la batalla, diciendo a voces: _Santiago, y a ellos_.

El famoso Alonso Fajardo andaba entre los moros, y el corregidor de
Murcia asimismo, que era cosa de maravilla, y tanto pelearon los de
Murcia y Lorca, que los moros fueron segunda vez rompidos; mas el valor
de los caballeros granadinos era grande, y pelearon fuertemente; y como
tenían tan fuertes caudillos, asistían a la batalla con mucho ánimo;
y era tan grande el valor y esfuerzo de Alabez, que en un punto tornó
a juntar su gente, y volvió a la lid, como si no hubieran sido rotos
alguna vez.

La batalla estaba tan sangrienta, que era admiración, porque había
tantos cuerpos de hombres y caballos muertos, que apenas podían andar;
pero no por eso dejaban de pelear con mucho esfuerzo ambos ejércitos.

El valiente Alabez hacía por su persona grandes estragos en los
cristianos; lo cual visto por Alonso Fajardo, valeroso soldado, y
alcaide de Lorca, se maravilló de ver la pujanza del moro, y arremetió
con él con tanta braveza que el moro se espantó, y sintió bien su
valor; pero como no había en él cobardía, resistió con ánimo la
fortaleza de Fajardo, dándole grandes botes de lanza, que a no ir
bien armado el alcaide, muriera allí, porque le sirvieron de poco
las fuerzas, por ser mayores las de Alonso Fajardo; y habiendo el
invencible y valiente alcaide quebrado su lanza, en un instante puso
mano a su espada, y con un valor nunca visto se fue para Alabez, y con
tanta velocidad y presteza, que no pudo el gallardo moro aprovecharse
de la lanza y la perdió, y puso mano al alfanje para herir a Alonso
Fajardo: mas el valeroso alcaide, no mirando el peligro que le seguía,
cubierto con su escudo arremetió con Alabez, y le dio un golpe sobre la
adarga, que le cortó gran pedazo de ella, y asiósela tan fuertemente
con la mano izquierda, que casi le desencajó de la silla; y Alabez que
le vio tan cerca, le tiró un golpe a la cabeza pensando acabar con él,
y si Fajardo no le hurtara el cuerpo, le hiriera; y en esta ocasión
cayó el caballo del moro, porque estaba desangrado, y no se podía
tener. Apenas Alabez estuvo en el suelo, cuando los peones de Lorca le
cercaron maltratándole.

Alonso Fajardo como vio al moro en tal estado, se apeó, y fue a él, y
echole los brazos encima con tal fuerza, que Alabez no pudo ser señor
de sí. Los peones entonces arremetieron con él, y le prendieron, y
Alonso Fajardo mandó que le sacasen de la batalla, y así lo hicieron.

Todavía andaba muy revuelta y sangrienta la batalla, y no parecía
ninguno de los capitanes moros, lo cual causó en sus soldados mucha
cobardía, y ya no peleaban como antes, ni con aquel brío. La gente de
Lorca peleó belicosamente este día, y no menos la de Murcia, que se vio
bien su valor.

El capitán Abidbar, como no vio ningún alcaide, ni capitán de los
suyos, se salió de la batalla, y desde un alto miró su ejército, y le
vio en mal estado; y volviendo como un león a la batalla, le dijeron
unos soldados suyos:

--¿Qué aguardas? Ya no ha quedado ningún alcaide ni capitán moro:
Alabez de Vera está preso.

Oído esto por Abidbar, perdió la esperanza de la victoria, y así mandó
tocar a recoger. Oyendo los moros la reseña se retiraron, y mirando por
su general, le vieron ir huyendo por la sierra de Aguaderas, y ellos
atemorizados le siguieron.

Los cristianos les iban en alcance hiriéndolos, que de todos no se
escaparon trescientos. Siguiéronlos hasta la fuente del Pulpí, junto
a Vera, y este día consiguieron los cristianos una singular victoria.
Era día de S. Patricio, y Lorca y Murcia le celebran en memoria de la
victoria.

Volviéndose los cristianos alegres a Lorca, y cargados de despojos,
Alonso Fajardo se llevó a su casa al capitán Malique Alabez, y
queriendo entrarle preso por un postigo de un huerto, le dijo Alabez:

--No soy hombre de baja suerte, que he de entrar por ahí, sino por la
puerta real de la ciudad.

Y porfió tanto, que enojado Fajardo le hirió de muerte.

Este fue el fin de aquel capitán y alcaide de Vera. Murieron en la
batalla doce alcaides Alabeces, parientes del Alabez de Vera, y dos
hermanos suyos, alcaides de Vélez el Blanco, y Rubio, y murieron
ochocientos moros. De los cristianos murieron cuarenta, y hubo
doscientos heridos.

Quedaron los de Lorca y Murcia muy gozosos con la victoria que nuestro
Señor, por la intercesión de su Santísima Madre, les concedió.

Volvamos al capitán Abidbar que fue huyendo de la lid. Como llegó a
Granada, y el rey supo lo que había pasado, le mandó degollar, porque
no murió como caballero en la batalla, pues él fue por caudillo.

Sucedió esta batalla, reinando en Castilla el rey D. Juan el II, y en
Granada Albenocín XVII, como está dicho, el cual reinó ocho años, y fue
despojado del reino año de 1473.

Por esta batalla de los Alporchones se hizo aquel romance antiguo, que
se dice de esta suerte:

      Allá en Granada la rica
    instrumentos oí tocar
    en calle de los Gomeles,
    a la puerta de Abidbar:
      El cual es moro valiente,
    y muy fuerte capitán;
    mandó juntar muchos moros
    bien diestros en pelear,
      Porque en el campo de Lorca
    se determinan de entrar.
    Con él salen tres alcaides,
    aquí los quiero nombrar:
      Almoradí de Guadix,
    ese de sangre real;
    Abenáriz es el otro,
    y de Baza natural;
      Y de Vera es Alabez,
    de esfuerzo muy singular,
    y en cualquier guerra su gente
    bien la sabe acaudillar:
      Todos se juntan en Vera
    para ver lo que harán;
    el campo de Cartagena
    acuerdan de saquear.
      A Alabez por ser valiente
    le hacen su general,
    otros doce alcaides moros
    con ellos juntado se han.
      Van por la fuente del Pulpí,
    por ser secreto lugar,
    y por el puerto, los peones
    por la orilla de la mar.
      En campos de Cartagena
    con furor fueron a entrar,
    cautivaron mil cristianos,
    que era cosa de espantar.
      Todo lo corren los moros,
    sin nada se les quedar;
    el rincón de S. Ginés,
    y con ellos el Pinar.
      Cuando tuvieron gran presa,
    hacia Vera vuelto se han,
    y en llegando al Puntarón
    consejo tomado han,
      Si pasarían por Lorca,
    o si irían por la mar.
    Alabez, como es valiente,
    por Lorca quiere pasar,
      Por tenerla muy en poco,
    y por hacerla pesar;
    y así con toda su gente
    comenzaron de marchar.
      Lorca y Murcia lo supieron,
    luego los van a buscar,
    y el comendador de Aledo,
    que Lisón suelen llamar.
      Junto de los Alporchones,
    allí los van a alcanzar,
    y el comendador de Aledo
    no dejaba de marchar.
      Cautivaron un cristiano,
    caballero principal,
    al cual llaman Quiñonero,
    que de Lorca es natural.
      Alabez que vio la gente,
    comienza de preguntar:
    Quiñonero, Quiñonero,
    dirasme tú la verdad;
      Pues eres buen caballero,
    no me la quieras negar:
    ¿qué pendones son aquellos
    que están en el olivar?
      Quiñonero le responde,
    tal respuesta le fue a dar:
    Lorca y Murcia son, señor,
    Lorca y Murcia son, no más;
      Y el comendador Aledo,
    de valor más singular,
    que de la francesa sangre
    es su prosapia real:
      Los caballos traen gordos,
    ganosos de pelear.
    Allí respondió Alabez,
    lleno de rabia y pesar:
      ¡Pues por gordos que los traigan,
    la Rambla no pasarán,
    y si ellos la Rambla pasan,
    Alá, y qué mala señal!
      Estando en estas razones
    ha llegado el mariscal,
    y el buen alcaide de Lorca
    con esfuerzo muy sin par.
      Aquel alcaide Fajardo,
    valeroso en pelear:
    la gente traen valerosa,
    no quieren más aguardar.
      A los primeros encuentros
    la Rambla pasado han;
    y aunque los moros son muchos,
    allí lo pasan muy mal.
      Mas el valiente Alabez
    hace gran plaza y lugar:
    tantos cristianos mataba,
    que es dolor de lo mirar.
      Los cristianos son valientes,
    nada les puede ganar;
    tantos matan de los moros,
    que era cosa de espantar.
      Por la sierra de Aguaderas,
    huyendo sale Abidbar
    con trescientos de a caballo,
    que no pudo más sacar.
      Fajardo prendió a Alabez
    con esfuerzo singular,
    quitó la cabalgadura,
    que en riqueza no hay su par:
      Abidbar llegó a Granada,
    y el rey lo mandó matar.

Este fin es el que tuvo esta sangrienta batalla de Alporchones: vamos
ahora a la cuenta de los reyes moros de Granada.

Ya hemos dicho de Albenocín, que fue el 17, en tiempo del cual pasó la
batalla de los Alporchones: este reinó ocho años, y fue despojado del
reino año 1453.

El rey 18 de Granada fue Ismael, y este le quitó el reino a Albenocín,
como está dicho. En tiempo de este Ismael murió Garcilaso de la Vega
en una batalla que los moros tuvieron con los cristianos: reinó este
Ismael doce años, y acabó año de 1465.

El 19 rey de Granada se llamó Muley Hazén; otros le llamaron Alborzén:
este fue hijo del susodicho Ismael. En tiempo de este pasaron grandes
cosas en Granada y su vega: tuvo un hijo llamado Boabdilín, y tuvo,
según cuenta el Arábigo, otro hijo bastardo, llamado Muza.

Este le hubo en una cristiana cautiva: tuvo un hermano llamado
Boabdilín, así como el hijo del rey. Este infante era muy querido de
los caballeros de Granada, y muchos por estar mal con el rey su padre
le alzaron por rey de Granada; por lo cual le llamaron el rey Chiquito.

Otros caballeros siguieron la parte del rey, de manera que en Granada
había dos reyes, padre e hijo, y cada día había muy grandes bandos
entre los dos reyes, por donde sucedían muchas muertes: unas veces
amigos, otras enemigos. De esta suerte se gobernaba el reino, y no por
eso se dejaba de continuar la guerra contra cristianos.

Este rey, padre del rey Chico, estaba siempre en el Alhambra, y el
Chico en el Albaicín, y ausente el uno, mandaba y gobernaba el otro;
mas el rey viejo fue el que adornó e hizo muy magníficas las cosas de
Granada, e hizo grandes y soberbios edificios, por ser muy rico.

Mandó labrar de todo punto la famosa Alhambra, fábrica muy costosa:
hizo la famosa Torre de Comares; y el cuarto de los Leones llamose así,
porque enmedio dél, que es largo y ancho, hay una fuente de doce leones
de alabastro, riquísimamente obrada. Todo el cuarto está solado de muy
lucidos azulejos, labrado a lo moro.

Asimismo hizo este rey muchos estanques de agua en la misma Alhambra, y
los aljibes del agua tan nombrados.

Hizo la torre de la Campana, de la cual se descubre toda la ciudad de
Granada y su vega.

Hizo un maravilloso bosque junto del Alhambra, debajo de los miradores
de la misma casa real, donde hoy se parecen muchos venados y conejos.

Mandó labrar los Alijares de oro azul de mazonería, a lo moro. Era tan
costosa esta obra, que el artífice que la labraba, ganaba cada día cien
doblas.

Mandó hacer encima del cerro de Santa Elena, que así se nombra hoy
aquel cerro, una casa de placer muy rica. Hizo la casa de las gallinas
a propósito de aquel menester.

Orilla de Genil tenía este rey, encima del río Darro, un jardín muy
deleitoso, llamado Generalife, en el cual hay diversidad de frutas,
fuentes de alabastro, bien obradas plazas, y calles hechas de menudos
arrayanes. Hay labrada una muy rica casa con muchas salas, aposentos,
balcones y ventanas doradas, y en la sala principal retratados por
grandes pintores todos los reyes moros de Granada hasta su tiempo, y en
otra sala todas las batallas que había tenido con los cristianos; todo
tan al vivo, que era cosa admirable.

Por estas obras, y otras tales, que había hecho en la ciudad de
Granada, adornadas de tanta perfección, hizo el rey D. Juan el I
aquella pregunta al moro Abenámar, el viejo, estando en el río Genil,
que dice así:

      Abenámar, Abenámar,
    moro de la Morería,
    el día que tú naciste
    grandes señales había.
      Estaba la mar en calma,
    la luna estaba crecida,
    moro que en tal signo nace
    no debe decir mentira.
      Allí respondiera el moro,
    bien oiréis lo que decía:
    No te la diré, señor,
    aunque me cueste la vida,
      Porque soy hijo de un moro,
    y una cristiana cautiva.
    Siendo yo niño, y muchacho,
    mi madre me lo decía,
      Que mentira no dijese,
    que era grande villanía:
    por tanto pregunta, rey,
    que la verdad te diría.
      Yo te agradezco, Abenámar,
    aquesta tu cortesía:
    ¿qué castillos son aquellos?
    Altos son, y relucían.
      El Alhambra era, señor,
    y la otra la Mezquita:
    los otros los Alijares,
    labrados a maravilla.
      El moro que los labraba
    cien doblas ganaba al día:
    el día que no labraba
    otras tantas se perdía.
      El otro es Generalife,
    huerta que par no tenía;
    el otro Torres-Bermejas,
    castillo de gran valía.
      Allí habló el rey D. Juan,
    bien oiréis lo que decía:
    Si tú quisieses, Granada,
    contigo me casaría;
    darete en arras y dote
    a Córdoba y a Sevilla.
      Casada soy, rey D. Juan,
    viuda no lo sería;
    el moro que aquí me tiene
    muy grande bien me quería.

Mostraban tanta suntuosidad y fortaleza los edificios de Granada y
Alhambra, que admiraba, y hoy son fortísimos.

Estaba tan rico, próspero y bien afortunado el rey Mulahacén, que en
las morismas no había otro tan poderoso, fuera del Gran Turco, si la
fortuna no le derribara del trono en que estaba, como adelante se dirá.

Era servido de caballeros de mucha estima y de sangre real, porque
había en Granada treinta y dos linajes de caballeros moros, sin otros
muchos poderosos, descendientes de aquellos nobles de África que
ganaron a España.

Y porque será justo nombrarlos a todos, y de qué reinos y provincias
eran naturales, se dirá todo por extenso, para que se considere la gran
nobleza que a la sazón había en Granada.



CAPÍTULO III.

_En que se declaran los nombres de los nobles caballeros moros de
Granada, de los treinta y dos linajes, y otras cosas que pasaron en
Granada. Asimismo se nombran todos los lugares que estaban en aquel
tiempo debajo de la corona de Granada._


Ya que hemos tratado de algunas de las cosas de la ciudad de Granada
y de sus edificios, diremos de los preciados caballeros que en ella
vivían, y de las villas, lugares, castillos y ciudades que estaban
sujetos a la Real Corona de Granada; para lo cual comenzaremos por
los caballeros, de esta manera nombrados por sus nombres: Almoradíes,
de Marruecos; Alabeces, Alarbes; Bencerrajes, id.; alfaquíes, de Fez;
Gazules, Alarbes; Barragís, de Fez; Venegas, de id.; Zegríes, de id.;
Mazas, de id.; Gomeles, de Vélez de la Gomera; Abencerrajes, de
Marruecos; Albayaldes, de id.; Abenámares, de id.; Aliatares, de id.;
Almadenes, de Fez; Audalás, de Marruecos; Hacenes, de Fez; Laugetes, de
id.; Azarques, de id.; Alarifes, de Vélez de la Gomera; Abenhamines, de
Marruecos; Zulemas, de id.; Sarracinos, de id.; Mofarix, de Tremecén;
Abedhoares, de id.; Almanzores, de Fez; Abidbares, de id.; Alhamares,
de Marruecos; Reduanes, de id.; Aldoradines, de id.; Alabeces Maliques,
de Marruecos, descendientes del Almohabez Malique, rey de Cuco.

Los lugares del reino y vega de Granada son estos: Granada, Cogollos,
Alfacar, Colomera, Alhendín, los Padules, Gabia la Grande, Iznalloz,
Maracena, Albabia, Gabia la Chica, la Zubia, Alhama, Arbolote, Moclín,
Illora, Loja y Lora, Monte-frío, Guadahortuna, la Malá, Pinos, Alcalá
Real, Cardela, Huelma.

Los lugares de Baza son: Baza, Bezalema, Castilleja, Galera, Vélez el
Blanco, Tirieza, Zújar, Crastil, Huéscar, Cuéllar, Vélez el Rubio,
Freila, Benamanuel, Orce, Cavillas, Xiquena, Tirieza.

Los del río Almanzor son: Serón, Almuñecar, Urraca, Bertanga, Eria,
Santoperat, Portilla, Cabrera, Sorbas, Alboteas, Serna, Tíjola,
Purchena, Mojar, Abenchez, Zucuyrin, Huércal, Tera, Teresa, Lubrín,
Portaloza, Cuebro, Bayarque, Vicir, Turre, Cantoria, Ovaria, las
Cuevas, Zurgena, Antes, Elvez, Uleya del Campo.

Los lugares del Filabres son: Filabres, Gergal, Vacares, el Voloduy,
Sierto.

Los lugares del río de Almería son: Almería, Vicar, Tenix, Huércal,
Fenix, Pichona, Alhamalasec, Santa Cruz, Turpe, Rioja, Ragul, Meles,
Cucija, Ochovez, Santa Fe, Ilar, Efición, Marcena, Guenlejas,
Almaneata, Abiatar, Lacumque, Catiyar.

_Tabla de Andújar y Oxica_: Castillo del hierro, Velote el alto, Inoa,
Alcundiat, Berja, Veas, la Calahorra, Curiana, Canile-aceytu, Lanjarón,
Valor el chico, Tabernas, Guadix, la Poza, Fiñana, Dalías, Murral,
Cadiar, Potrox, Turón, las Albuñuelas, Guajaras altas, Guajaras bajas.

Estos y otros muchos lugares de las Alpujarras, Sierra-Bermeja y Ronda,
que no hay para que nombrarlos, estaban debajo de la Real Corona de
Granada.

Y pues hemos tratado de los lugares, será bien tratar de los caballeros
moros Maliques Alabeces, el cual linaje era muy estimado y tenido de
los reyes de Granada y de todos; y es de saber, que como Miramamolín el
de Marruecos convocase a todos los reyes de África para ir a España,
cuando totalmente fue destruida hasta las Asturias, vino un rey llamado
Abderiame, y este trajo tres mil hombres de pelea: vino otro llamado
Muley Abcalí, y en su compañía otros veinte y cinco reyes moros, los
cuales trajeron grande poder de gente, y entre estos reyes vino uno
llamado Mahomad Malique Almohabez, cuyo era el gran reino de Cuco, y
traía consigo tres hijos valerosos, llamados Maliques Almohabeces,
todos los cuales reyes y sus vasallos conquistaron a España.

Y en aquella gran batalla en que se perdió el rey D. Rodrigo y la flor
de los caballeros de España, a manos del infante D. Sancho murió el rey
Malique Almohabez, y sus tres hijos anduvieron en las guerras todos los
ocho años que duraron, hasta que se apoderaron los moros de casi toda
España.

Y acabada la guerra el mayor de los hermanos pasó a África, rico de
despojos, al reino de su padre, do fue rey, y los hijos de este fueron
reyes de Fez y Marruecos, y uno de los reyes de Fez tuvo uno llamado el
infante Abomelique, el cual pasó a España en tiempo que los reyes de
Castilla tenían guerra con los reyes de Granada.

Fue Abomelique rey de las Algeciras, Ronda y Gibraltar, respecto a que
fue ayudado de sus parientes, porque habían quedado en la ciudad de
Granada descendientes de aquellos hijos del valiente rey Almohabez,
que como arriba es dicho, uno se volvió a su tierra y reino, y los
otros dos se quedaron en Granada, por parecerles la tierra muy amena y
agradable; y quedaron muy ricos de los despojos de la guerra de España.

Fuéronles dadas grandes partes y haciendas en Granada: sabiendo cuyos
hijos eran, especialmente por el valor de sus personas que era muy
grande, emparentaron con otros claros linajes de la ciudad, que se
decían los Almoradines: sirvieron a sus reyes muy bien en todas las
ocasiones que se les ofrecieron.

Y así estos y los Abencerrajes eran los más esclarecidos y tenidos
linajes, aunque también había otros tan buenos como ellos, como eran
los Zegríes, Gomeles, Mazas, Venegas, Almoradís, Almohades, Marines y
Gazules, y otros muchos.

Finalmente, con el favor de estos caballeros Maliques Alabeces, que así
fueron llamados, el infante Abomelique de Marruecos alcanzó en el reino
de Granada a ser rey de Ronda, de las Algeciras y Gibraltar, como está
dicho.

Volviendo, pues, al propósito de nuestra historia, como dice el
arábigo, el rey de Granada Mulahacén, de quien ahora tratamos, se
servía de los caballeros más principales de la ciudad, con los cuales
tenía su corte próspera, y sus tierras pacíficas, y hacía guerra a los
cristianos, y era de todos muy temido, hasta que su hijo Aboabdilí fue
grande, y entre él y el padre hubo grandes diferencias, y el hijo fue
alzado por rey en favor de los caballeros de Granada que estaban mal
con su padre, por ver los agravios que de él habían recibido: otros
seguían la parte del padre.

De aquesta manera andaban las cosas de la ciudad y reino de Granada, y
no por eso dejaba de estar en su punto, siendo bien gobernada y regida:
y es de saber, que de los treinta y dos linajes de caballeros que había
en Granada, los que sustentaban la corte eran los que aquí nombraremos,
porque hace mucho al caso a nuestra historia, así como lo escribe el
moro Abenhamín, historiador de aquellos tiempos, desde la entrada de
los moros en España; pero este Abenhamín tuvo cuidado de recoger los
papeles y escrituras que trataban de Granada, y su fundación primera
y segunda, y los caballeros que más se estimaban en Granada eran los
siguientes: Alhamares, Abencerrajes, Llegas, Abenámares, Almoradís,
Gomeles, Mazas, Gazules, Alabeces, Venegas, Zegríes.

Los caballeros Abencerrajes eran muy estimados, por ser de esclarecido
linaje, descendientes de aquel valeroso capitán Abencerraje, que vino
con Muza en tiempo de la gran derrota de España: de este y de dos
hermanos suyos descendieron estos caballeros Abencerrajes de sangre
real. Hallaranse los hechos de estos insignes caballeros en las
crónicas de los reyes de Castilla, a las cuales me remito.

Los que tenían mayor amistad con estos caballeros eran los Maliques
Alabeces, y el valiente Muza, hijo bastardo del rey Mulahacén. Era Muza
muy valiente y robusto, y todos le amaban por su nobleza.

A la sazón había en Granada muchas fiestas, a causa de haber recibido
la corona el rey Chico, aunque contra la voluntad de su padre, el
cual vivía en el Alhambra, y el rey Chico en el Albaicín y Alcazaba,
visitándole los caballeros más principales, por quien había recibido la
corona, así Abencerrajes, como Gomeles y Mazas.

Pasando estas cosas, el muy valeroso maestre de Calatrava D. Rodrigo
Téllez Girón, con mucha gente de a caballo y de a pie, entró a correr
la vega de Granada y hizo en ella algunas presas; y no contento con
esto, quiso saber si había en Granada algún caballero que con él
quisiese escaramucear lanza por lanza; y sabiendo como en Granada
hacían fiestas por la nueva elección del rey Chico, acordó de enviar
un escudero con una letra suya al rey, el cual estaba en Generalife
holgándose con muchos caballeros, y en llegando el escudero pidió
licencia, y diósela; y siendo en presencia del rey, hizo el acatamiento
debido, y dio el recado de su señor el maestre.

El rey lo recibió y lo hizo leer alto, que todos lo entendiesen, y
decía así:

  «Poderoso señor, tu alteza goce la nueva corona, que por tu valor se
  te ha dado, con el próspero fin que deseas. De mi parte he sentido
  gran contento, aunque diversos en leyes: mas confiado en la grande
  misericordia de Dios, que al fin tú y los tuyos vendréis al claro
  conocimiento de la santa fe de Jesucristo, y querrás amistad con los
  cristianos. Y pues ahora hay tantas fiestas por tu nueva corona, es
  justo que los caballeros de tu corte se alegren y reciban placer,
  probando sus personas con el valor que de ellos por el mundo se
  publica. Y así por este respeto yo y mi gente hemos entrado en la
  Vega, y la hemos corrido; y si acaso alguno de los tuyos quisiere
  salir al campo a tener escaramuza uno a uno, deles tu alteza licencia
  para ello, que aquí aguardo en el Fresno gordo cerca de tu ciudad.
  Y para esto doy seguro que de los míos no saldrán más de aquellos
  que salieren de Granada para escaramucear. Ceso besando tus reales
  manos.--_El maestre D. Rodrigo Téllez Girón._»

Leída la carta, el rey con alegre semblante miró a todos sus
caballeros, y violos andar alborotados y con deseo de salir a la
escaramuza, pretendiendo cada uno de ellos la empresa; y el rey como
los vio así andar, mandó que se sosegasen, y preguntó si era justo
salir a la escaramuza que el maestre pedía, y todos respondieron,
que era cosa muy justa salir, porque haciendo lo contrario, serían
reputados por caballeros de poco valor y muy cobardes, y sobre ello
hubo muchos pareceres, sobre quién saldría a la escaramuza, o cuántos;
y fue acordado que no fuese aquel día más de uno a uno a la escaramuza,
que después saldrían más; y sobre quién había de salir hubo muchas y
grandes diferencias entre todos, de modo que fue necesario que entrasen
en suerte doce caballeros, y que del que saliese primero de una vasija
de plata su nombre escrito, que aquel saliese.

Así acordado, los que fueron escritos para las suertes, fueron los
caballeros siguientes: Mahomad Abencerraje, el valiente Muza, Malique
Alabez, Mahomad Maza, Mahomad Almoradí, Albayaldos, Venegas Mahomet,
Abenámar, Mahomad Gomel, Almadán, Mahomad Zegrí, el valiente Gazul.

Todos estos caballeros fueron señalados, y escritos sus nombres y
echados en una vasija, los revolvieron muy bien, y la reina sacó la
suerte, y leída decía _Muza_.

La alegría que sintió fue grande, y los demás caballeros envidia,
porque cada uno de ellos se holgara en extremo ser el de la suerte, por
probar el valor y esfuerzo del maestre.

Y aunque después de esto entre todos los caballeros fue conferido y
debatido que mejor fuera salir cuatro a cuatro, o seis a seis, no se
pudo aceptar con Muza; y así luego se escribió al maestre una carta, y
dándosela al escudero en respuesta de la que había traído, le enviaron;
y llegando a la presencia del maestre, le dio la carta del rey Chico,
que decía así.

  «Valeroso maestre, muy bien se muestra en tu virtud la nobleza de tu
  sangre, y no menos que de tu bondad pudiera salir el parabién de mi
  elección y real corona, lo cual me ha puesto en obligación de acudir
  a todo lo que a la amistad de un verdadero amigo se debe tener; y así
  me obligo a todo aquello que de mí y de mi reino hubieres menester.
  Con muy comedidas razones envías a pedir a mis caballeros escaramuza
  en la Vega, por alegrar mi fiesta, lo cual agradezco grandemente.
  Entre los principales caballeros de esta corte se echaron suertes por
  quitar diferencias, a causa de que cada uno quisiera verse contigo;
  cayole la suerte a mi hermano Muza: mañana se verá contigo debajo
  de tu palabra, que de ninguno de los tuyos será ofendido. Conocido
  tengo, que será muy de ver la escaramuza por ser entre dos tan
  buenos caballeros. Queda aquí para lo que cumpliere--_Audalá, rey de
  Granada_.»

Alegre fue el maestre con la respuesta del rey, y aquella noche se
retiró gran trecho la tierra adentro: mandó a su gente que estuviese
con cuidado y vigilancia toda la noche, porque los moros no les diesen
algún asalto.

Venida la mañana se acercó a la ciudad, llevando para su guarda
cincuenta caballeros, y dejando el resto gran trecho apartado,
avisándoles que estuviesen alistados por si los moros rompían la
palabra de seguro que estaba dada: así estuvo aguardando a Muza para
hacer con él batalla.



CAPÍTULO IV.

_Que trata de la batalla que el valiente Muza tuvo con el Maestre, y de
otras cosas que también pasaron._


Así como el mensajero del valeroso maestre partió con la carta
aceptando el desafío, el rey y todos los caballeros quedaron tratando
de él y de otras cosas.

La reina y las damas no holgaron del desafío, porque sabían bien que
el valor del maestre era grande, y muy diestro en las armas, y a quien
más pesó de este desafío fue a la hermosa y discreta Fátima, del linaje
Zegrí, que amaba de secreto mucho a Muza; pero él adoraba a la hermosa
Daraja, hija de Mahomet Alabez, y hacía en su servicio señaladas
cosas; mas Daraja no amaba a Muza, porque tenía todo su amor puesto en
Abenjamar, caballero Abencerraje de mucho valor: el Abencerraje amaba a
la hermosa Daraja, y la servía.

Volviendo, pues, a Muza, aquella noche siguiente aderezó todo lo
necesario para la batalla que había de hacer, y la Fátima le envió con
un paje suyo un rico pendoncillo para la lanza, el medio morado, y el
otro verde, todo recamado con riquísimas labores de oro, y sembradas
por él muchas FF, que declaraban el nombre de Fátima. El paje le dio a
Muza diciendo:

--Valeroso señor, Fátima, mi señora, os besa la mano, y os suplica
pongáis en vuestra lanza este pendoncillo en su servicio, porque será
muy contenta si lo lleváis a la batalla.

Muza tomó el pendoncillo mostrando muy buen semblante, porque era para
con las damas cortés, aunque él más quisiera que fuera de Daraja; pero
por ser tan discreto como valiente, lo recibió diciendo al paje:

--Amigo, di a la hermosa Fátima que tengo en muy grande merced y favor
el pendoncillo que me envía, aunque en mí no haya méritos para prenda
de tan hermosa dama, y que Alá me dé gracia para que la pueda servir,
y que la prometo de ponerle en mi lanza, y de entrar con él en la
batalla, porque sé que con tal prenda, y enviada de tal mano, será muy
cierta la victoria de mi parte.

El paje fue muy contento, y en llegando a Fátima le dijo todo lo que
con el valiente Muza había pasado, que no fue poca alegría para Fátima.

Pues el alba no había bien rompido, cuando Muza ya estaba aderezado
de todo punto para salir al campo, y dando de ello aviso al rey, se
levantó y mandó que tocasen las trompetas y clarines, al son de los
cuales se juntaron muchos caballeros, sabiendo ya la ocasión de ello.

El rey se aderezó aquel día muy galán: llevaba una marlota de tela de
oro, tan rica, que no tenía precio, con tantas perlas y piedras de
valor, que muy pocos reyes las pudieran tener tales.

Mandó el rey que saliesen doscientos caballeros muy bien alistados,
para pelear por la seguridad de su hermano Muza.

Aún no eran los rayos del sol bien tendidos, cuando el rey Chico y
su caballería salió por la puerta de Biealmazón, llevando a su lado a
Muza, y con él los caballeros: iban tan gallardos que era muy de ver.
No menos parecer y gallardía llevaban los demás caballeros de pelea, y
parecían tan bien con sus adargas blancas, lanzas y pendoncillos, con
tantas divisas y cifras en ellos, que era maravilla.

Iba por capitán de la gente de guerra Mahoma Alabez, gallardo y
valiente caballero, y muy galán y enamorado de una dama llamada
Cobaida. Llevaba este valiente moro un listón morado en su adarga, y en
él por divisa una corona de oro, y una letra que decía: _De mi sangre_,
dando a entender, que venía de aquel valeroso rey Almohabez, que murió
a manos del infante D. Sancho; y la misma divisa llevaba el gallardo
moro en su pendoncillo.

Así salieron estas dos cuadrillas, y anduvieron hasta donde estaba el
belicoso maestre con sus cincuenta caballeros aguardando, no menos
aderezados que la contraria parte. Luego como llegó el rey tocaron sus
clarines, y respondieron las trompetas del maestre.

Después de haberse mirado los unos a los otros, el valeroso Muza no
veía la hora de verse con el maestre, y pidiendo licencia a su hermano
el rey, salió con hermoso donaire y gallardía, mostrando en su aspecto
el valor y esfuerzo que tenía.

Llevaba el bravo moro su cuerpo bien guarnecido; sobre un jubón de
armar una muy fina cota que llaman jacerina, y encima un peto fuerte,
forrado en terciopelo verde; sobre ella una rica marlota del mismo
terciopelo, labrado con oro, y por ella sembradas muchas DD de oro,
hechas en arábigo. Esta letra llevaba el moro por ser principio del
nombre de Daraja, a quien él tanto amaba.

El bonete era verde con ramos de oro labrado, y lazadas con las mismas
DD. Llevaba una adarga hecha en Fez, y atravesado por ella un listón
verde, y en el medio una cifra; y era una mano de una doncella, que
apretaba con ella un corazón, del que salían gotas de sangre, con una
letra que decía: _Más merece_. Iba tan gallardo el valiente Muza, que
cualquiera que le miraba quedaba aficionado a las galas.

El maestre echó de ver luego que aquel era con quien había de
escaramucear, y mandó a todos sus caballeros que ninguno se moviese en
su socorro, aunque le viesen puesto en necesidad; y fuese poco a poco
hacia donde venía el gallardo Muza.

Iba el maestre bien armado, y sobre las armas una ropa de terciopelo
azul, recamado de oro, el escudo verde en campo blanco, y en él puesta
una cruz roja, la cual señal también llevaba en el pecho. El caballo
era bueno, rucio rodado. Llevaba en la lanza un pendoncillo blanco, y
en él la cruz roja, y debajo de ella una letra que decía: _Por esta y
por mi rey_.

Parecía tan bien, que en verle daba contento, y cuando el rey le vio
dijo a los que con él estaban:

--No sin causa este caballero tiene gran fama, porque en su talle y
buena disposición muestra el valor de su persona.

Llegaron los dos valientes caballeros cerca el uno del otro, y después
de haberse mirado muy bien, el que primero habló fue Muza:

--Por cierto, valeroso caballero, que vuestra persona muestra bien
claro ser vos el que la fama publica; y así digo, que vuestro rey se
puede tener por bien afortunado en tener un tan estimado caballero
como vos sois; y por la fama que el mundo tiene de vos, yo me tengo
por muy dichoso de entrar con vos en batalla, porque si Alá quisiese
que alcanzase victoria de tan buen caballero, todas las glorias de él
serían mías, que no poca honra y gloria sería para mí, y para todo mi
linaje; y si yo quedare vencido, no sentiré tanta pena, por serlo de
tan buen caballero.

Con esto feneció el gallardo Muza sus razones, a las cuales respondió
el valeroso maestre con mucha cortesía diciendo:

--Por un recado que ayer recibí del rey, sé que os llaman Muza, de
quien no menos fama se divulga que la que decís de mí, y que sois su
hermano, descendiente de aquel esforzado y antiguo capitán Muza, que en
tiempos pasados ganó gran parte de nuestra España; y así estimo tener
con vos batalla; y pues cada uno de su parte desea la gloria y honra de
ella, vengamos a ponerlas en ejecución, dejando en manos de la fortuna
el fin del caso, y no aguardemos a que se nos haga más tarde.

El gallardo moro, que oyó aquellas razones al maestre, se sintió
avergonzado por haber dilatado tanto tiempo la escaramuza, y sin
responder palabra alguna, con mucha presteza rodeó su caballo, y
apretándose el bonete en la cabeza, debajo del cual llevaba un muy
fino y acerado casco, se apartó un gran trecho, y lo mismo había hecho
el maestre.

A este tiempo la reina y todas sus damas estaban puestas en las torres
del Alhambra, para desde allí mirar la fuerte escaramuza. Fátima estaba
junto a la reina, juntamente con sus damas, ricamente vestida de
damasco verde y morado, y era del propio color del pendoncillo que le
había enviado al valiente Muza: tenía por toda la ropa sembradas muchas
MM griegas, por ser la primera letra de su amante Muza.

El rey como vio apartados a los caballeros, y que aguardaban la señal
de batalla, mandó tocar sus clarines, a los cuales respondieron las
trompetas del maestre.

Siendo la señal hecha, arremetieron los caballeros el uno para el otro
con tan grande furia y braveza que cada uno sintió el valor de su
contrario en los encuentros que tuvieron; mas ninguno perdió la silla,
ni hizo mudanza alguna: las lanzas no se quebraron, la adarga de Muza
fue falseada, y el hierro de la lanza tocó en la fina coraza, y rompió
parte de ella, y pasó en la jacerina, sin hacerle otro mal.

El encuentro de Muza pasó el escudo al maestre, y el hierro de la lanza
tocó en el peto fuerte, que a no serlo fuera herido.

Los caballeros sacaron las lanzas, y con grande destreza comenzaron
a escaramucear, rodeándose el uno al otro, procurando herirse; pero
aunque era bueno el caballo del maestre, no era ligero como el del
moro, a cuya causa no podía dar golpe a gusto, por andar Muza tan
ligero; y así entraba y salía con velocidad el moro, dándole algunos
golpes al maestre, el cual como vio la ligereza del caballo del
contrario, acordó, fiando en la fortaleza de su brazo, de tirarle la
lanza, y aguardó a que el moro le entrase, y viéndole cerca terció la
lanza, y levantose sobre los estribos, y con fortaleza jamás vista le
arrojó la lanza.

Muza quiso hurtarle el cuerpo y revolvió la rienda al caballo por huir
del golpe; pero no lo hizo tan a su salvo que llegando primero la lanza
del maestre, le pasó el cuerpo al caballo: alborotose saltando, dando
vueltas y empinándose, y dando grandes corcovos; y visto por el moro,
temiendo no le viniese algún daño por aquella causa, saltó en tierra
y con osado ánimo se fue al maestre para desjarretar el suyo, y de él
entendido, saltó tan ligero como el viento; y embrazando el escudo,
la espada desnuda se fue a Muza, el cual venía lleno de cólera y saña
contra él, por haberle herido tan mal su caballo; y con una cimitarra
fue a herir al maestre, el cual le ofendía bien y le maltrataba:
peleando a pie, y cerca el uno del otro, se daban tan recios y
desaforados golpes, que no bastaba fuerza de los escudos y de las
armas, que con la fortaleza de sus brazos no se deshiciese y rompiese;
y como el valeroso maestre era muy diestro y cursado en las armas,
y más fuerte que Muza, puesto que el moro era valiente y de animoso
corazón, quiso mostrar donde llegaba su valor, y afirmando su espada
sobre la cimitarra de Muza, fue al reparo, y el maestre con muy gran
presteza le hirió en la cabeza sin poderlo remediar el gallardo moro:
cortole con la cuchillada la mitad del bonete, y vino el penacho al
suelo; y si el casco no fuera tan fino, fuera la herida más peligrosa,
y quedó Muza casi aturdido del golpe; y viendo cuán a maltratar le
traía el maestre, volviendo en sí acudió con su cimitarra con destreza,
y descargó un golpe muy recio.

El maestre lo recibió en el escudo, el cual fue cortado por medio, por
ser fuerte el golpe que en él le dio, y le rompió asimismo la manga
de la loriga, y le alcanzó a herir de una pequeña herida en el brazo,
de la cual le salía mucha sangre, y fue causa de que el maestre se
encendiese en cólera y saña, y queriendo vengarse, acometió con un
golpe a Muza en la cabeza, el cual con presteza fue al reparo porque no
le hiriera.

El maestre viendo que acudió al reparo, bajó la espada, y de revés le
dio una herida en el muslo, que no le aprovechó la loriga que llevaba
encima, para que no entrase la espada del maestre.

De aquella suerte andaban los valerosos caballeros muy encarnizados,
dándose muy grandes y fieros golpes.

Quien mirara a la hermosa Fátima, conociera claro que amaba a Muza,
porque así como vio el bravo golpe que el maestre dio a su amante y
querido Muza, del cual le derribó el bonete y penacho, temió quedaba
mal herido; y viendo el caballo muerto, no lo podía sufrir, y así de
todo punto perdió su color con un desmayo cruel que le dio, y cayó sin
sentido en el suelo.

La reina mandó que la echasen agua en el rostro, y echándosela volvió
en sí, y abriendo los ojos dio un suspiro, diciendo:

--¡Oh Mahoma! ¿Por qué no te dueles de mí?

Y tornándose a amortecer, la mandó la reina llevar a su aposento, y que
la regalasen. Jarifa, Daraja y Cobaida la llevaron con mucha presteza,
haciendo muchos remedios, hasta que la bella mora volvió en sí, y les
dijo a Daraja y a Jarifa que la dejasen sola, porque quería reposar un
poco.

Estas lo hicieron así, y se tornaron adonde estaba la reina mirando
la escaramuza, que a la sazón estaba más encendida, pero manifiesta
en la ventaja que el maestre llevaba a Muza, por ser más diestro en
las armas; puesto que Muza era de grande esfuerzo y valor, y no mostró
jamás punto de cobardía, y más en aquella ocasión, antes redoblaba sus
golpes, hiriendo al maestre.

Al moro le salía mucha sangre de la herida del muslo, y era tanta, que
Muza sentía bien la falta de ella, y estaba desfallecido y débil; lo
cual visto por el maestre, considerando que aquel moro era hermano del
rey de Granada, y que era también muy estimado, y deseando también con
muchas veras que fuese cristiano, y que siéndolo, le podría ganar algo
en los negocios de la guerra en provecho del rey D. Fernando, determinó
con todo cuidado de no proseguir la sangrienta batalla, y de tener
amistad verdadera con el valiente Muza, y así luego se fue retirando
afuera, diciendo:

--Valeroso Muza, paréceme que para negocios de fiestas hacer tan
sangrienta batalla como la que hacemos, no es justo; démosle fin, si
te pareciere, que a ello me mueve ser tú tan buen caballero, y hermano
del rey, de quien tengo ofrecidas mercedes; y no digo esto porque de
mi parte sienta haber perdido nada del campo, ni de mi esfuerzo, sino
porque deseo amistad contigo por tu valor.

Muza que vio retirar al maestre, se maravilló, y también se retiró,
diciendo:

--Claramente se deja entender, valeroso maestre, que te retiras, y
no quieres fenecer la batalla, por verme en tal estado, que de ella
no podía yo sacar sino la muerte; y movido tú de mi mala fortuna, me
quieres conceder la vida, de la cual reconozco me haces merced. Y
también digo, que si tu voluntad fuere que nuestra lid fenezca, de mi
parte no faltaré hasta morir, con la cual cumpliré a lo que debo a ley
de caballero; mas si, como dices, lo haces por respeto de mi amistad,
te lo agradezco infinito y lo tengo a grande merced, por tener amistad
con un tan singular caballero como tú, y prometo y juro de serlo tuyo
hasta la muerte, y de no ir contra tu persona ahora ni en tiempo
alguno, sino en cuanto fuere mi poder servirte.

Y diciendo esto dejó la cimitarra de la mano, y se fue a abrazar al
maestre, y él hizo lo mismo con mucho amor, y entendió de cierto el
maestre que de aquella amistad había de resultar muy gran bien a los
cristianos.

El rey y los demás que estaban mirando la batalla se maravillaron
mucho, y no podían entender qué podía ser; y venido a entender el caso
y la amistad, el rey con seis caballeros se llegó a hablar al maestre,
y después de haber tratado cosas de muy grandes cortesías, sabiendo
la amistad del maestre y de su hermano, aunque no se holgó mucho, dio
orden de volver a la ciudad, porque Muza fuese curado, que lo había
bien menester.

Y así se partieron los dos caballeros, llevando la amistad en sus
corazones muy fija y sellada. Este es el fin que tuvo la batalla.

Vuelto el rey a Granada, no se trataba otra cosa sino de la escaramuza,
y de la amistad que de ella procedió, y de la virtud, bondad y valor
del maestre; y con razón, porque era adornado de todo, y por él se dijo
aquel romance, que dice:

      ¡Ay Dios, qué buen caballero
    es el maestre de Caltrava,
    y cuán bien corre los moros
    por la vega de Granada!
      Desde la fuente del Pino
    hasta la Sierra Nevada,
    y en esas puertas de Elvira,
    mete el puñal, y la lanza;
    las puertas eran de hierro,
    de parte a parte las pasa.

Siendo fenecida la batalla del maestre y de Muza, desamparando la Vega
el maestre se fue con las presas que habían hecho él y su gente.

Volvamos ahora a lo que pasó en Granada, después que el rey entró en
ella y sanó Muza de las heridas, que pasó más de un mes.



CAPÍTULO V.

_Que trata de un sarao que se hizo en palacio entre las damas de la
reina y los caballeros de la corte, sobre el cual hubo pesadas palabras
entre Muza y Zulema Abencerraje, y de lo que pasó._


Grande fue la reputación que cobró Muza de valiente caballero, pues
no quedó del maestre vencido, como lo habían sido otros valientes
caballeros, a quien había vencido y muerto por sus manos.

Entró Muza en Granada al lado del rey su hermano, acompañado de todos
los caballeros más principales de la ciudad. Entraron por la puerta
Elvira, y por las calles donde pasaban, todas las damas le salían a
mirar, y otras muchas gentes ocupaban las ventanas, que era cosa de ver.

De esta suerte fueron hasta la Alhambra, donde fue Muza curado por un
gran maestro, y estuvo casi un mes en sanar: después de sano fue a
besar las manos al rey, el cual tuvo con su vista mucho contento, y
asimismo todos los demás caballeros y damas de la corte; y quien más
con su vista se alegró, fue la hermosa Fátima, porque le amaba mucho,
aunque él no la pagaba su amor.

La reina le hizo sentar junto a sí, y le preguntó cómo se sentía y qué
le había parecido el esfuerzo del maestre. Muza le respondió:

--Señora, el valor del maestre es en demasía muy grande, y me hizo
merced que la batalla no pasase adelante, por excusar el daño notable
que estaba de mi parte, que era manifiesto; y juro por Mahoma que en
lo que yo pudiere le tengo de servir.

--Mahoma le confunda --respondió Fátima--, que en tal sobresalto nos
puso a todos, y especialmente a mí, que como vi que de un golpe que os
dio os derribó la mitad del bonete con todo el penacho, no me quedó
gota de sangre, y faltándome de todo punto el aliento me caí amortecida
en el suelo.

Fátima dijo esto encendiendo todo su rostro en color, de suerte que
todos echaron de ver, que amaba al gallardo y valiente moro, el cual
respondió:

--Mucho me pesa, que tan hermosa dama viniese a tal extremo por mi
causa.

Y diciendo esto volvió los ojos a Daraja, mirándola aficionadamente,
dándola a entender que la amaba de corazón; pero ella se estuvo con los
ojos bajos y sin hacer mudamiento.

Llegada la hora de comer, el rey se sentó con sus caballeros a la mesa,
porque en comiendo había de haber gran fiesta y zambra. Las mesas
fueron puestas, y comieron con el rey los caballeros más principales,
y eran cuatro caballeros Bencerrajes, cuatro Almoradís, dos Alhamares,
ocho Gomeles, seis Alabeces, doce Abencerrajes y algunos Almoradines,
Abenámar y Muza. Eran estos caballeros de grande estima, y por su valor
les daba el rey su mesa.

Asimismo con la reina comían muy hermosas damas, y de buenos linajes,
las cuales eran Daraja, Jarifa, Cobaida, Zaida, Sarracina y Alboraida;
todas eran de la flor de Granada. También estaba la hermosa Galiana,
hija del alcaide de Almería, que había venido a las fiestas, y era
parienta de la reina.

Andaba enamorado de la hermosa Galiana el valiente Abenámar, y por ella
había hecho muchos juegos y escaramuzas, y por él se dijo este romance:

      En las guerras de Almería
    estaba el moro Abenámar,
    frontero de los palacios
    de la mora Galiana.
      Por arrimo un albornoz,
    y por alfombra su adarga,
    la lanza llana en el suelo,
    que es mucho allanar su lanza.
      En el arzón puesto el freno,
    y con las cuerdas trabada
    la yegua entre dos linderos,
    porque no se pierda, y paza.

Este romance lo dicen de otra manera, diciendo: _Galiana está en
Toledo_, y es falso, porque la Galiana de Toledo fue mucho tiempo antes
que los Abenámares, especialmente de este de quien ahora tratamos, y el
otro de la pregunta del rey Don Juan, pues en tiempo de aquestos era
Toledo de cristianos, y así queda la verdad clara.

La Galiana de Toledo fue en tiempo de Carlos Martel, y fue robada de
Toledo, y llevada a Marsella por Carlos. Esta Galiana de quien ahora
tratamos, era de Almería, y por ella se dice el romance y no por la
otra; y este Abenámar era nieto del otro Abenámar.

Volviendo, pues, a nuestro caso, el rey con sus caballeros, y la reina
con todas sus damas, comían con gran contento al son de muchas y
diversas músicas, así de ministriles, como dulzainas, harpas y laúdes
que en la real sala había.

Hablando el rey y los caballeros sobre algunas cosas, en especial de
la batalla del maestre y de Muza, y del gran valor del maestre y de su
cortesía, que era muy grande, de lo cual le pesaba al moro Albayaldos,
que sentía mucho el no haberse acabado la escaramuza, porque le parecía
que no era tanto el valor del maestre como la fama publicaba, y que si
peleara en lugar de Muza había de alcanzar victoria del maestre; por lo
cual propuso en sí que la primera vez que entrase en la Vega le había
de pedir campo, por ver si lo que se decía era así.

Las damas también trataban de la escaramuza pasada, y del grande
esfuerzo del valiente Muza y de su donaire.

Abenhamet no quitaba los ojos de Daraja a quien amaba en extremo, y
no era mal correspondido en su fe, porque ella le adoraba, por tener
partes para ser querido y porque en extremo era galán y valiente,
temido y muy estimado, y alguacil mayor en Granada, que este cargo y
oficio no se daba sino a persona de mucha estima, y nunca salía este
oficio de los caballeros Abencerrajes, como se verá en los compendios
de Esteban Garibay, y Camaloa, cronista de los reyes cristianos de
Castilla.

Pues si Albayaldos estaba con deseo de probar el valor del maestre
de Calatrava, no menos lo tenía su primo Aliatar que se preciaba de
valiente, y holgara ver si era así lo que se decía del maestre.

El valiente Muza ya no trataba de esto, sino de tener por amigo al
maestre, y más se entretenía en mirar a Daraja que en las otras cosas,
y tanto se embebecía en mirarla que muchas veces se olvidaba de comer.

El rey su hermano advirtió en ello y coligió que amaba Muza a Daraja,
y pesole grandemente porque también él la amaba de secreto, y muchas
veces le había descubierto su corazón, aunque no daba ella atento oído
a sus querellas ni palabras, ni hacía caudal de lo que decía el rey.

También Mahomad Zegrí miraba a Daraja: este era caballero de mucha
calidad, y sabía que Muza la servía, pero no por eso desistía de su
propósito, de lo cual no se le daba a Daraja nada, por tener puestos
los ojos en Abenhamet, caballero Abencerraje, gallardo y estimado.

La reina trataba con sus damas cosas de los caballeros y sus bizarrías,
y entre todos, los Abencerrajes y Alabeces, los cuales linajes eran
deudos.

Estando la reina hablando con sus damas, habiendo acabado de comer
el rey y los demás caballeros, y habiéndose comenzado algunas danzas
entre damas y caballeros, llegó un paje de parte de Muza, e hincando
las rodillas en el suelo, le dio a Daraja un ramo de flores y rosas,
diciendo:

--Hermosa Daraja, mi señor Muza os besa las manos y os suplica recibáis
este ramillete que él mismo hizo y compuso por su mano, para que os
sirváis de tenerlo en la vuestra, y que no miréis el poco valor del
ramillete, sino la voluntad del que os lo envía, que entre estas flores
viene estampado su corazón para que lo toméis en vuestras manos.

Daraja miró a la reina y se puso muy colorada, sin saber si lo tomaría
o no; y visto que la reina la miró, y no le dijo cosa alguna, tomó el
ramillete, por no ser demasiadamente descortés ni ingrata a Muza, por
ser buen caballero y hermano del rey, considerando que por tomar el
ramo no era ofendida su honestidad, ni su querido Abencerraje, el cual
vio bien como lo tomó, diciéndole al paje, que ella le agradecía mucho
el presente.

Quien mirara a Fátima entendiera bien lo mucho que le pesó, porque
nunca él la había enviado ramillete; pero procuró disimular, y
llegándose a Daraja la dijo:

--No podéis negar que Muza es vuestro amante, pues en presencia de
todos os ha enviado este ramillete; y pues vos lo recibisteis, es
argumento que le queréis bien.

Casi afrentada Daraja de aquello, la respondió:

--Amiga Fátima, no os maravilléis si recibí el ramo, que no lo tomé con
mi voluntad, sino por no dar nota de ingrata en presencia de todos los
caballeros y damas de la sala, que si no pareciera mal, lo hiciera mil
pedazos.

Con esto dejaron de hablar sobre aquel caso porque mandó el rey que
danzasen las damas y caballeros, lo cual fue hecho, y Abenámar danzó
con Galiana; Malique Alabez con su dama Cobaida, y muy bien, por ser
extremada en todo; Abindarráez danzó con la hermosa Jarifa, y Venegas
con la bella Fátima: Almoradí, un bizarro caballero pariente del rey,
danzó con Alboraida; un caballero Zegrí danzó con la hermosa Sarracina;
Algamún Abencerraje con la linda Daraja, y en acabando de danzar
al tiempo que el caballero Abencerraje le hizo una cortesía, ella
haciéndole reverencia le dio el ramillete, y él lo recibió con mucha
alegría, y lo estimó en mucho por ser de su mano.

El valiente Muza, que había estado mirando la danza, y no quitaba
los ojos un momento de su señora Daraja, visto que le había dado el
ramillete que le había enviado a su dama, ciego de enojo y pasión que
recibió por ello, sin tener respeto al rey ni a los demás caballeros
que en la real sala estaban, se fue al Abencerraje con una vista tan
horrible, que parecía echar fuego por los ojos, y con voz soberbia le
dijo al Abencerraje:

--Di, vil y bajo villano, descendiente de cristianos, mal nacido,
sabiendo que aqueste ramo fue hecho por mi mano, y que se lo envié a
Daraja, lo osaste recibir, sin considerar que era mío; si no fuera por
lo que debo al rey, por estar en su presencia, ya hubiera castigado tu
loco atrevimiento.

Visto por el bravo Abencerraje el mal proceder de Muza, y el poco
respeto que tuvo a su antigua amistad, no menos encolerizado que él, le
respondió diciendo:

--Cualquiera que dijere que soy villano y mal nacido, miente mil veces,
que yo soy muy buen caballero e hijodalgo, y después del rey mi señor,
no es ninguno tal como yo.

Diciendo esto, los caballeros pusieron mano a las armas para herirse,
lo cual hicieran si el rey no se pusiera en medio, y todos los
caballeros. Y muy enojado el rey contra Muza por haber sido el movedor
de la causa, le dijo palabras muy sentidas; y por haber tenido tanto
atrevimiento en su presencia, mandó saliese desterrado de la corte.

Muza dijo que se iría, y que algún día en escaramuzas de cristianos le
echaría menos, y diría: «¿dónde está Muza?» Diciendo esto volvió las
espaldas para salir de palacio; mas todos los caballeros y damas le
detuvieron, y suplicaron al rey que se quitase el enojo, y alzase el
destierro a Muza; y tanto se lo rogaron los caballeros, la reina y las
damas, que le perdonó, e hicieron amigos a Muza y al Abencerraje, y le
pesó a Muza de lo hecho, porque era amigo de los Abencerrajes.

Pasada esta cuestión se movió otra peor, y fue, que un caballero Zegrí,
que era la cabeza de ellos, le dijo a Abenhamet Abencerraje:

--El rey mi señor echó culpa a su hermano Muza, y no reparó en una
razón que dijísteis, que después del rey no había caballeros tales como
vos, sabiendo que en palacio los hay tales y tan buenos como vos, y no
es de buenos caballeros adelantarse tanto, y si no fuera por alborotar
el real palacio, os digo que os había de costar bien caro lo que
hablasteis en presencia de tantos caballeros.

Malique Alabez, que era muy cercano deudo de los Abencerrajes, como
valiente y osado, se levantó y respondió al Zegrí muy valerosamente,
diciendo:

--Más me maravillo de ti en sentirte tú solo, adonde hay tantos y
tan preciados caballeros, y no había ahora para qué tornar a remover
nuevos escándalos y alborotos; porque lo que Abenhamet dijo fue muy
bien dicho, porque los caballeros de Granada son bien conocidos quién
son y de dónde vinieron, y no penséis vosotros los Zegríes, que porque
sois de los reyes de Córdoba descendientes, que sois mejores ni tales
como los Abencerrajes, que son descendientes de los reyes de Marruecos
y de Fez, y de aquel gran Miramamolín. Pues los Almoradís, ya sabéis
que son de aquesta real casa de Granada, también de linaje de los reyes
de África. De nosotros los Maliques Alabeces, ya sabéis que somos
descendientes del rey Almohabez, señor de aquel famoso reino de Cuco,
y deudos de los famosos Malucos: pues donde están todos estos y habían
callado, ¿por qué tu quieres renovar nuevos pleitos y pasiones? Pues
sabe que es verdad lo que te digo, que después del rey nuestro señor,
no hay ningunos caballeros que sean tales como los Abencerrajes, y
quien dijere lo contrario miente, y no le tengo por hidalgo.

Como los Zegríes, Gomeles y Mazas, que eran deudos, oyeron lo que
Alabez decía, encendidos en saña se levantaron para darle la muerte.
Los Alabeces, Abencerrajes, y Almoradíes, que era otro bando, viendo su
determinación se levantaron para resistirle y ofenderlos.

El rey que tan alborotado vio el palacio, y el peligro de perderse toda
Granada y así también todo el reino, se levantó dando voces, diciendo:

--Pena de traidor, cualquiera que más se moviere y sacare armas.

Y diciendo esto asió a Alabez y al Zegrí, y llamó la gente de la
guarda, y los mandó llevar presos. Los demás caballeros se estuvieron
quietos por no incurrir en la pena de traidores.

Alabez fue preso en el Alhambra, y el Zegrí en Torres-Bermejas, y
puestas guardas los tuvieron a buen recado. Los caballeros de Granada
procuraron hacer las amistades, y al fin se hicieron interviniendo en
ellas el rey, y fuera mejor que no se hicieran, como se dirá adelante.



CAPÍTULO VI.

_Cómo se hicieron fiestas en Granada, y por ellas se encendieron más
las enemistades de los Zegríes, Abencerrajes, Alabeces, y Gomeles, y lo
que pasó entre Zaide y Zaida acerca de sus amores._


Antes de pasar adelante con la fiesta concertada, diremos del valeroso
Zaide y de la bella Zaida, a quien él tanto estimaba, y era tan público
en Granada, que ya no se trataba sino de sus finos amores.

Sabiendo esto sus padres de ella, determinaron de casarla con otro,
y dar fama de ello, porque Zaida se apartase de aquel propósito y
perdiese la esperanza de sus amores, y cesase en pasearle su calle y
puerta, porque no fuese el honor de Zaida tan rompido.

Y con este intento pusieron mucho recato en su hija, no dejándola poner
a las ventanas, porque no hablase con Zaide; pero poco aprovecharon sus
prevenciones, porque no por eso dejaba Zaide de pasear la calle, ni
ella le dejaba de amar con más fervor que de antes.

Y como se publicaba el casamiento de Zaida por toda la ciudad, y
que sus padres la casaban con un moro de Ronda, poderoso y rico, el
bravo Zaide no podía sosegar de noche, ni de día, ocupado en varias
imaginaciones, procurando estorbar el casamiento con darle muerte al
desposado.

Y no cesando un momento de pasear la calle de su dama, por ver si
la podía hablar para saber de ella su voluntad, porque espantaba el
gallardo moro de que su Zaida consintiese en el casamiento, a causa de
la fe y palabra que entre los dos se habían dado, la aguardaba por ver
si salía a un balcón, como solía hacer.

La bella Zaida no estaba con menos pena y cuidado que su galán, deseosa
de hablarle, y darle cuenta de lo que sus padres tenían tratado; y así
salió al balcón, y vio al valeroso Zaide que se andaba paseando solo,
con un semblante triste y melancólico, y alzando los ojos al balcón;
y viendo a la hermosa Zaida tan gallarda y bizarra, se le quitó luego
todo su mal, y llegándose al balcón temeroso habló a su mora de esta
manera:

--Dime, bella Zaida, ¿es verdad esto que se dice, que tu padre te casa?
Si es verdad, dímelo, no me lo encubras, ni me traigas suspenso; porque
si es verdad, vive Alá que tengo de matar al moro que te pretende, para
que no goce de mi gloria.

La hermosa Zaida le respondió (los ojos muy llenos de lágrimas):

--Así me parece, Zaide, que mi padre me casa: consuélate, y busca otra
mora a quien servir, que por tu gran valor no te faltará; ya es tiempo
que nuestros amores tengan fin: el cielo sabe las pesadumbres que por
tu causa he tenido con mi padre.

--¡Oh cruel! --respondió el moro--, ¿es pues esa la palabra que me
tienes dada de ser mía hasta la muerte?

--Vete, Zaide --dijo la mora--, porque viene mi madre buscándome, y así
ten paciencia.

Diciendo esto se quitó del balcón llorando, quedando el valeroso
moro confuso, sin saber lo que determinar para alivio de su pena; y
determinando de no dejar su pretensión sin perder la escaramuza de su
pensamiento, desocupó el puesto, dejando allí el alma.

Por esto que le pasó a Zaide con su mora, se dijo este romance:

      Por la calle de su dama
    paseándose anda Zaide,
    aguardando que sea hora
    que se asome para hablarle.
      Desesperado anda el moro
    en ver que tanto se tarde,
    que piensa con solo verla
    aplacar el fuego en que arde.
      Viola salir a un balcón
    más bella que cuando sale
    la luna en la oscura noche,
    y el sol en sus tempestades.
      Llegose Zaide, diciendo:
    bella mora, Alá te guarde,
    si es mentira lo que dicen
    tus criados a mis pajes.
      Dicen, que dejarme quieres,
    porque pretendes casarte
    con un moro que ha venido
    de las tierras de tu padre.
      Si eso es verdad, Zaida bella,
    declárate, no me engañes;
    no quieras tener secreto
    lo que tan claro se sabe.
      Humilde responde al moro:
    mi bien, ya es tiempo se acabe
    vuestra amistad y la mía,
    pues que ya todos lo saben.
      Que perderé el ser quien soy
    si el negocio va adelante:
    Alá sabe si me pesa,
    y lo que siento dejarte.
      Bien sabes que te he querido
    a pesar de mi linaje,
    y sabes las pesadumbres
    que he tenido con mi madre
      Sobre aguardarte de noche,
    como vienes siempre tarde;
    y por quitar ocasiones,
    dicen que quieren casarme.
      No te faltará otra dama
    hermosa, y de galán talle,
    que te quiera, y tú la quieras,
    porque lo mereces, Zaide.
      Humilde responde el moro,
    cargado de mil pesares:
    No entendí yo, Zaida bella,
    que conmigo tal usases:
      No entendí que tal hicieras,
    que así mis prendas trocases
    con un moro, feo y torpe,
    indigno de un bien tan grande.
      Tú eres la que dijiste
    en el balcón la otra tarde:
    tuya soy, tuya seré,
    y tuya es mi vida, Zaide.

Aunque la bella Zaida pasó con su Zaide todo lo que habéis oído, no por
eso le dejaba de amar en su corazón, y el gallardo Zaide asimismo la
amaba.

Aunque la dama le despidió, muchas veces se hablaban, no con tanta
libertad, porque sus padres no lo sintiesen; y le hacía todos los
favores que solía, aunque el moro, por evitar escándalo, no continuaba
en pasear la calle de su dama: mas no era tan en secreto, que no fuese
sentido del moro Tarfe, amigo de Zaide, el cual tenía una envidia
mortal en su alma, porque amaba de secreto a Zaida; y considerando que
jamás Zaide dejaría de amar a la bella Zaida, acordó de revolverlos,
poniendo cizaña entre los dos, aunque esto le costó la vida; porque así
acaece a los que no son leales con sus amigos.

Pues volviendo al caso de las fiestas atrás referidas, trataremos
primero de un romance, que compuso un poeta en respuesta del pasado, y
después diremos lo que en las fiestas pasó. Dice así el romance:

      Bella Zaida de mis ojos,
    y del alma bella Zaida,
    de las moras la más bella,
    y más que todas ingrata:
      De cuyos rubios cabellos
    enreda amor mil lazadas,
    en que ciegas de tu vista
    se rinden mil libres almas:
      ¿Qué gusto, fiera, recibes
    de ser tan mudable, y varia,
    y con saber que te adoro,
    tratarme como me tratas;
      Y no contenta de aquesto
    de quitarme la esperanza,
    porque de todo la pierda
    de ver mi suerte trocada?
      ¡Ay cuán mal, fiera enemiga,
    las veras de amor me pagas;
    pues en cambio dél me ofreces
    ingratitud y mudanza!
      ¡Cuán presto le diste al viento
    tus promesas y palabras!
    pero bastaba ser tuyas,
    para que tuviesen alas.
      Acuérdate, Zaida hermosa,
    si aun aquesto no te enfada,
    del gusto que recibías
    cuando rondaba tu casa.
      Si de día, luego al punto
    salías a las ventanas;
    si de noche, en el balcón
    o en las rejas te hallaba.
      Si tardaba o no venía,
    mostrabas celosa rabia;
    mas ahora en qué te ofendo,
    ¿que acorte el pasar me mandas?
      Mándasme que no te vea,
    ni escriba billete o carta,
    que un tiempo tu gusto fueron,
    mas ya tu disgusto causan.
      Ay, Zaida, que tus favores,
    tu amor, tus palabras blandas,
    por falsas se han descubierto,
    y descubres que eres falsa.
      Eres mujer, finalmente,
    a ser mudable inclinada,
    que adoras a quien te olvida,
    y a quien te adora desamas.
      Mas, Zaida, aunque me aborreces,
    por no parecerte en nada,
    cuando de hielo tú fueras
    más sustentaras mi llama.
      Pagaré tu desamor
    con mil amorosas ansias,
    que el amor fundado en veras
    tarde se rinde a mudanza.

Por ser aqueste romance bueno, y aludir mucho al pasado, se puso aquí,
y por adorno de nuestra obra.

Pues tornando a nuestro moro Zaide, valeroso y gallardo Abencerraje,
quedó tan apasionado por lo que la bella Zaida le dijo, que le puso
en extremo su pensamiento en si era verdad que los padres de Zaida la
querían casar.

Con este cuidado andaba el gallardo moro muy pensativo, y por
consolarse paseaba la calle de su dama; pero ella no salía a las
ventanas como otras veces solía, sino muy de tarde en tarde.

Aunque la bella y hermosa mora le amaba tiernamente, no lo manifestaba
por no dar enojo a sus padres, y por esto no osaba hablar con su
querido y amante moro; lo cual él sentía mucho, y lo mostraba hasta
en los trajes y vestidos, porque conforme a la pasión que sentía, así
traía el vestido, y por él juzgaban los caballeros y damas de Granada
los efectos de su causa y de sus amores.

Pues con estas congojas y pesadumbres andaba el valeroso Zaide tan
imaginativo, sin poderlas apartar de su pensamiento, que le vinieron
a poner en grande extremo y flaqueza, y estuvo muy mal dispuesto; y
por consolarse, lleno de amorosas ansias, una noche muy oscura, buena
a su propósito, bien aderezada la persona, y solo con un laúd se fue
a la calle de su adorada mora a media noche, y comenzando a tocar el
instrumento con mucho pesar, cantó en arábigo esta sentida

CANCIÓN.

      Lágrimas que no pudieron
    tanta dureza ablandar,
    yo las volveré a la mar,
    pues que de la mar salieron.
      Hicieron en duras peñas
    mis lágrimas sentimiento,
    tanto, que de su tormento
    dieron unas y otras señas;
      Y pues ellas no pudieron
    tanta dureza ablandar,
    yo las volveré a la mar,
    pues que de la mar salieron.

No sin falta de lágrimas decía esta canción el enamorado Zaide al son
de su sonoro laúd, acompañado de muy ardientes suspiros que le salían
del alma, con que acrecentaba más las ansias de su pasión.

Y así como el enamorado moro sentía pasión en su alma, como lo
mostraba, no la tenía menor la bella Zaida, la cual luego que sintió
el laúd, y que quien le tocaba era su querido Zaide, porque en eso
le conocía, se levantó muy quedito, y se fue a un balcón bajo, donde
oía la canción y los suspiros que daba su amante, y enternecida la
acompañaba en su mismo sentimiento con tristes lágrimas, trayendo a
la memoria la sentencia de la canción, y por la causa que el moro la
decía: la cual era de saber, que la primera vez que Zaide vio a su
hermosa Zaida, fue en Almería un día de S. Juan, siendo capitán de una
fusta, con la cual hacía el moro grandes entradas, y muy grandes robos
por la mar, y acaso llegó Zaide con su bajel a la playa de Almería, a
la sazón que la bella Zaida estaba en ella holgándose con sus padres y
parientes.

Traía el moro gallardo en su navío ricos despojos de cristianos, y
con muchas flámulas, gallardetes y banderas tendidas, las cuales
adornaban y hermoseaban el navío, y fue causa que su padre de Zaida y
ella entrasen a ver el navío y al capitán de él, el cual fue de ellos
conocido.

El valeroso y gallardo Zaide los recibió con muy grande alegría y
aplauso, poniendo los ojos en la bella Zaida, a la cual presentó muchas
y muy riquísimas joyas, con las cuales descubrió su deseo y amor, y
quedó amartelado de ella, y ella asimismo se enamoró del bizarro moro.
Finalmente, se trató entre ellos que se fuese Zaide a Granada, y se
tuviesen mucha fe y amor.

Él aceptó el partido, y determinó dejar la mar e irse a Granada,
dejando su navío a un deudo suyo. Y estando en Granada el gallardo
Zaide sirvió a su dama hasta aquel punto; y visto el proceder de los
padres de su querida mora, y el gran disfavor que ella le había dado,
lleno de amorosas llamas le cantó la canción dicha, trayendo a la
memoria sus primeras vistas.

Así como la bella mora consideró la pena que su amante mostraba en sus
acentos, hizo el sentimiento que él, y llegose al balcón enternecida, y
llamole quedo por causa de sus padres. No se tardó el bizarro moro en
su ida, y llegándose cuanto pudo al balcón muy gozoso, le dijo su dama:

--¿Cómo Zaide, todavía perseveras? ¿No sabes que me infamas? Advierte
la nota que das: considera que mis padres me tienen puesta en vida
estrecha solo por tu causa. Vete antes que seas sentido de ellos,
porque han jurado que si no hay enmienda, que me han de enviar a Coín
a casa de mi tío; no des lugar a esto, porque será mi vida acabada. Y
no imagines que te he olvidado, que tan en mi alma te tengo como antes.
Pasen estos nublados, que Alá nos enviará bonanza.

Y llorando se apartó de su amante, dejando a su amado moro en tinieblas
faltándole su luz; el cual confuso se apartó de aqueste puesto, no
sabiendo el fin que había de tener su amado deseo.

Pues volviendo al pasado sarao, y a las prometidas y concertadas
fiestas, las cuales fuera mejor que no se concertaran ni hicieran, por
las revoluciones y pesadumbres que en ellas hubo, y duraron por mucho
tiempo después, como más largamente adelante diremos; en este sarao y
fiesta se halló el gallardo y valiente Zaide, caballero Abencerraje,
el cual amaba a su bella Zaida, y ella a él, y era con tanto extremo
el amor que se tenían, que no excedía un punto de su gusto el uno del
otro; y entreteníanse ambos sin gozarse, con solo verse y hablarse,
hasta que llegase el venturoso día de su deseado casamiento.

Un día la bella mora hizo una linda trenza de sus hermosos cabellos,
pues eran más que hebras de oro de Arabia, y con sus manos se la puso
en el turbante a su querido Zaide; el cual quedó muy ufano, contento y
gozoso con el nuevo bien y favor.

Audalá Tarfe, su amigo, le pidió le dijese la causa de su demasiado
contento; y como quiera que no se gozan tanto los bienes y contentos
que no se comunican, fiado en su grande amistad, y debajo de secreto,
le declaró la causa, y enseñó la prenda estimada que su dama Zaida le
había dado.

El moro Tarfe, lleno de envidia y mortal rabia, viendo cuán favorecido
y estimado estaba con Zaida, determinó de revelarle el secreto a la
hermosa mora, y buscando ocasión para hablarla un día, la dijo:

--¿Eres tú, señora, la que tanto amas a Zaide? ¿La doncella tan
estimada, querida y tenida de todos en Granada y fuera de ella? Pues tu
honra anda muy caída, que no ha mucho que en una conversación, tratando
de los galanes favorecidos de sus damas, se quitó el turbante, y nos
enseñó a todos una trenza de cabellos, y dijo ser tuyos, tejida y
puesta allí por tu mano: mira si son señas bien conocidas.

Creyole ser así, y como propiamente la mujer es mudable, todo su amor
se volvió en rencor y odio, y le dio gran tristeza y pena, considerando
como andaba su honor; y luego le envió a llamar, y una criada le dijo
que había poco que él había preguntado qué colores le agradaban y quién
la visitaba. Venido Zaide muy alegre, ella encendida en cólera, le dijo:

--Ruégote que por mi calle ni casa no pases, ni hables con nadie de mi
casa, porque está mi honra muy abatida por tu causa; la trenza que te
di enseñaste a Tarfe y a otros, y así no hay que confiar en ti cosa
alguna, y no esperes de hablarme jamás.

Y diciendo esto se entró llorando en un aposento, sin bastar las
disculpas del enamorado moro, que la decía que mentían cuantos lo
habían dicho. En vista de que no aprovechaban sus palabras, juró de
matar al moro Tarfe, y por esto se hizo este

ROMANCE.

      Mira, Zaide, que te aviso,
    que no pases por mi calle,
    ni hables con mis criadas,
    ni con mis cautivos trates.
      No preguntes en qué entiendo,
    ni quién viene a visitarme,
    ni qué fiestas me dan gusto,
    ni qué colores me placen.
      Basta que son por tu causa
    las que en el rostro me salen,
    corrida de haber mirado
    moro, que tan poco sabe.
      Confieso que eres valiente,
    que hiendes, rajas y partes,
    y que has muerto más cristianos,
    que tienes gotas de sangre:
      Que eres gallardo jinete,
    que danzas, cantas y tañes,
    gentilhombre, bien criado
    cuanto puede imaginarse:
      Blanco, y rubio por extremo,
    esclarecido en linaje,
    el gallo de las bravatas,
    la gala de los donaires:
      Que pierdo mucho en perderte,
    que gano mucho en ganarte,
    y que si nacieras mudo,
    fuera posible adorarte:
      Y por este inconveniente
    determino de dejarte,
    que eres pródigo de lengua,
    y amargan tus libertades.
      Habrá menester ponerte
    quien quisiere sustentarte,
    un alcázar en el pecho,
    y en los labios un alcaide.
      Mucho pueden con las damas
    los galanes de tus partes,
    porque los quieren briosos,
    que hiendan, y que desgarren.
      Y con esto, Zaide amigo,
    si algún banquete las haces,
    del plato de tus favores
    quieres que coman y callen.
      Costoso fue el que me hiciste;
    venturoso fueras, Zaide,
    si conservarme supieras,
    como supiste obligarme.
      Pero no saliste apenas
    de los jardines de Tarfe,
    cuando hiciste de la tuya,
    y de mi desdicha alarde.
      A un morillo mal nacido,
    me dijeron que enseñaste
    la trenza de mis cabellos,
    que te puse en el turbante.
      No pido que me la des,
    ni que tampoco la guardes;
    mas quiero que entiendas, moro,
    que en mi desgracia la traes.
      También me certificaron,
    como le desafiaste
    por las verdades que dijo,
    que nunca fueran verdades.
      ¡De mala gana me río;
    qué donoso disparate!
    ¿no guardas tú tu secreto,
    y quieres que otro lo guarde?
      No quiero admitir disculpa,
    otra vez vuelvo a avisarte,
    esta será la postrera
    que me veas, y te hable.
      Dijo la discreta mora
    al altivo Abencerraje,
    y al despedirse replica:
    _quien tal hace, que tal pague_.

Este romance se hizo por lo que atrás dejamos dicho, y viene a
propósito a la historia.

Y volviendo a ella quedó Zaide tan desesperado viendo el cruel desdén
de su dama y siendo mentira todo aquello que le increpaba, que saliendo
de allí, casi perdió el juicio, y en cólera ardiente fue a buscar a
Tarfe para matarle, y le halló en la plaza de Vivarrambla, dando orden
de algunas cosas para las venideras fiestas. Llamole aparte y díjole:

--¿Por qué me has revuelto con mi señora Zaida, no guardando la ley de
mi amistad?

Tarfe le respondió:

--Yo no te he revuelto con tu dama, y estoy inocente de lo que dices, y
de mí no debes presumir tal.

Zaide se afirmaba en lo dicho; Tarfe lo negaba, y se dijeron palabras
muy ofensivas. Cesaron las lenguas, y echando mano a sus alfanjes,
pelearon muy bien, y Zaide dio a Tarfe una herida mortal, de la cual
murió dentro de tres días.

Los Zegríes quisieron matar a Zaide, por ser amigos de Tarfe; acudieron
los Abencerrajes presto, y si no viniera el rey, aquel día se perdiera
Granada, porque Mazas, Gomeles, Zegríes y los de su bando se armaron
para herir a los Abencerrajes, Gazules, Venegas y Alabeces; mas el
rey Chico acompañado de muy principales caballeros de otros linajes,
hicieron tanto, que los apaciguaron, y a Zaide le llevaron preso a la
Alhambra.

Hecha la averiguación del caso, se halló que Tarfe era culpado; y
porque el honor de la bella Zaida no fuese manchado, hizo el rey que
Zaide se casase con ella, y le perdonó la muerte de Tarfe. Por esto
quedaron los Zegríes enojados; pero no por eso cesaron las fiestas
concertadas, porque el rey mandó que se hiciesen. No faltando quien a
Zaida respondiera a su mandato de esta suerte:

      Di, Zaida, ¿de qué me avisas?
    ¿quieres que mire, y que calle?
    no des crédito a mujeres,
    ni a mal fundadas verdades.
      Que si pregunto en qué entiendes,
    o quién viene a visitarte,
    fiestas son de mi contento
    las colores que te salen.
      Si dices son por mi causa,
    consuélate con mis males,
    que mil veces con mis ojos
    tengo regadas tus calles.
      Si dices que estás corrida,
    de que Zaide poco sabe,
    no supe poco, pues supe
    conocerte y adorarte.
      Conoces que soy valiente,
    y tengo otras muchas partes;
    no las tengo, pues no puedo
    de una mentira vengarme.
      Mas si ha querido mi suerte
    que ya en quererme te canses,
    no pongas inconvenientes
    más de que quieres dejarme.
      No entendí que eras mujer
    a quien novedad aplace,
    mas son tales mis descuidos
    que aun en lo imposible hacen.
      Yo soy quien pierdo en perderte,
    y gano mucho en amarte;
    y aunque hables en mi ofensa,
    no dejaré de adorarte.
      Dices que si fuera mudo
    fuera posible adorarme;
    si en mi daño no lo he sido,
    enmudezco en disculparme.
      ¿Hate ofendido mi vida?
    ¿quieres, señora, matarme?
    que no te hable me mandas,
    para que el pesar me acabe.
      Es mi pecho calabozo
    de tormentos inmortales,
    mi boca la del silencio,
    que no ha menester alcaide.
      El hacer plato y banquete
    es de hombres principales;
    mas el hacer disfavores
    solo pertenece a infames.
      Zaida cruel, hasme dicho
    que no supe conservarte;
    mejor supe yo quererte,
    que tú supiste obligarme.
      Mienten los moros y moras,
    y miente el villano Tarfe,
    que si yo le amenazara,
    bastara para matarle.
      Ese perro mal nacido,
    a quien yo mostré el turbante,
    no le fío yo secretos,
    que en bajo pecho no caben.
      Yo he de quitarle la vida,
    y he de escribir con su sangre
    lo que tú, Zaida, replicas,
    _quien tal hace, que tal pague_.

Esta es la historia del valeroso moro Zaide Abencerraje, por la cual se
han hecho dos romances, a mi parecer buenos, donde nos dan a entender
cómo no es bueno revolver a nadie, porque de ello no se espera sino
el galardón de Tarfe, que murió a manos de su buen amigo Zaide. Y si
acaso es mentira que Tarfe no lo había dicho, tomaremos ejemplo en la
liviandad de Zaida, que por creerse de ligero, fue causa de la muerte
de Tarfe.

Finalmente, por esto, y por las palabras que el Malique Alabez
había hablado en el sarao, y Zulema Abencerraje, todos los Zegríes,
Gomeles, Mazas y los de su bando quedaron muy enojados, y con malos
propósitos y deseos de vengarse del agravio recibido en presencia
del rey y de los caballeros y las damas; pues estaba en el sarao y
en aquella fiesta toda la flor y nobleza de Granada, y aun del reino
todo; porque fue mucha desenvoltura la de Malique Alabez, y se alargó
mucho el Abencerraje también: mas como se habían hecho las amistades,
no trataban de ello ni lo daban a entender; pero el rencor estaba
arraigado en sus corazones y por no mostrar el odio mortal en que
ardían, se comunicaban con los Abencerrajes y Alabeces, disimulando en
todo lo que podían, puesto que eficaz y grande deseo tenían de vengarse
todos los del linaje Zegrí, como pareció después.

Estando un día todos los Zegríes en el castillo de Bibatambién, morada
de Mahomad Zegrí, cabo y cabeza de los Zegríes, tratando de las cosas
pasadas, trayendo a la memoria las palabras de Alabez, y de las fiestas
que esperaban de torneo y juego de cañas, Mahomad Zegrí habló a todos
los presentes de esta manera:

--Bien sabéis, ilustres caballeros Zegríes, como nuestro real y antiguo
linaje ha sido tenido en tanto en España y en África; y como han sido
nuestros antecesores reyes de Córdoba, y como ahora ha sido vituperado
y ofendido nuestro honor por los Abencerrajes; y los Almoradís son
nuestros enemigos, porque se han vuelto contra nosotros; con lo cual
estoy tan rabioso que muero de pesar, y lo que me alivia y entretiene
es la confianza que tengo de verme vengado. El agravio es de todos, y
todos nos hemos de satisfacer; ahora nos ofrece muy buena ocasión la
fortuna; aprovechémonos de ella, y es procurar matar en el torneo o
en las cañas a Malique Alabez, y al soberbio Abencerraje; que muertos
estos, iremos dando traza como se acabe de todo punto este pérfido
linaje de los Abencerrajes, que tan estimados y queridos son de
todos; y para esto el día del juego de cañas hemos de ir bien armados
con jacos fuertes debajo de las libreas. Y pues el rey me ha hecho
cuadrillero, saldremos treinta Zegríes, y llevaremos libreas rojas
y encarnadas con los penachos de plumas azules, antigua divisa de
los Abencerrajes, para que sea por esto instrumento de que se enojen
con nosotros y se revuelva cuestión, y venidos a batalla, cada uno
haga como quien es, y pues llevaremos armas, no hay duda sino que los
maltrataremos: no hay que temer, pues tenemos de nuestra parte Mazas y
Gomeles; y si no les diere nada a los Abencerrajes de la divisa azul,
en el juego de cañas les tiraremos agudas lanzas en el lugar de cañas.
Este es mi parecer, decidme ahora el vuestro.

Así como acabó Mahomad de decir su razonamiento, respondieron todos
que era justo lo que decía, y que era buena la traza, que cada uno
haría lo posible por vengarse; y concertado esto, fue cada uno a su
casa.

A esta sazón ordenaban su cuadrilla Muza y los Abencerrajes, siendo
cuadrillero el valiente Muza por mandado del rey, en la cual cuadrilla
habían de ir Malique Alabez y los Abencerrajes; y de común acuerdo
sacaron las libreas de damasco azul, forradas en tela de plata fina,
con penachos azules, blancos y pajizos, conformes a las libreas; los
pendoncillos de las lanzas blancos y azules, recamados con mucho oro:
en las adargas llevaban por divisas unos salvajes; solo Malique llevaba
su misma divisa, que era el listón morado, que atraviesa la adarga una
corona de oro con su letra, que decía: _De mi sangre_.

Muza llevaba la misma divisa que sacó el día que escaramuzó con el
maestre, que era un corazón en la mano de una doncella, apretando el
puño, destilando el corazón gotas de sangre, y la letra decía: _Por la
gloria tengo mi pena_.

Todos los demás caballeros Abencerrajes sacaron listones y cifras a su
gusto, puestas de suerte que no quitaban la vista de los salvajes.

Concertada esta cuadrilla del gallardo Muza, acordaron de llevar yeguas
blancas, enlazadas las colas con cintas azules de seda y oro muy fino.

Llegado ya el celebrado día de la grandiosa fiesta, mandó el rey
traer veinte y cuatro toros de los mejores que había en la sierra de
Ronda, que eran allí muy bravos; y puesta la plaza de Vivarrambla
como verdaderamente convenía para la tal fiesta, el rey acompañado de
muchos caballeros ocupó los miradores reales, que para aquellas fiestas
estaban diputados. La reina con muchas damas se puso en otros miradores
con la misma orden que el rey. Todos los ventanajes de las casas de
Vivarrambla estaban ocupados de bellísimas damas.

Acudió tanta gente, que no había sitio donde estuviesen, y vinieron
muchos de fuera del reino, como fue de Toledo y de Sevilla, y la flor
de los caballeros de esta ciudad se hallaron en Granada a la fama de
tan grandes fiestas.

Los caballeros Abencerrajes andaban corriendo los toros con tanta
gallardía y brío que daban a todos mucho contento en mirarlos,
y en verlos hacer aquellas gentilezas les daban mil alabanzas; y
particularmente se llevaban tras de sí los ojos de todas las damas,
porque eran tan favorecidos de ellas que no se tenía por dama quien no
amaba Abencerraje; y donde quiera que había caballeros de este linaje,
eran tan tenidos, estimados y queridos de todos que causaban envidia a
los otros caballeros.

Y con mucha razón eran queridos de las damas, porque todos ellos eran
galanes y gentiles hombres, hermosos y dotados de discreción, y muy
bien criados y de buenos respetos.

Ninguno llegaba a cualquiera de ellos con necesidad, que no se la
remediase, aunque fuese muy a su costa. Eran deshacedores de agravios,
aquietadores de la república, padres de huérfanos, amigos por extremo
de la conservación y obediencia a sus reyes debida.

Eran muy amigos de cristianos, porque ellos mismos iban a las mazmorras
a visitar a los cautivos, y los consolaban, daban limosnas y les
enviaban de comer; y por estas y otras muchas causas eran tan queridos
de todo el reino.

Jamás en ellos se halló temor, aunque se les ofreciesen casos muy
arduos. Daban tanto contento con su bizarría y nobleza, que las damas y
toda la gente no apartaban su vista de ellos.

No menos galas llevaban los gallardos Alabeces.

Procuraron mostrar su valor los Zegríes, porque alancearon ocho toros
muy bien, sin recibir daño ningún Zegrí, ni los caballos.

A la una de la tarde ya estaban corridos doce toros, y el rey mandó
tocar los clarines y dulzainas, que era señal para que todos los
caballeros que habían de jugar, se juntasen en el mirador, y juntos,
muy gozoso el rey les hizo dar colación.

Lo mismo hizo la reina a sus damas, las cuales tenían galas y trajes
nunca vistos, a que daba más ser la hermosura de quien los tenía
puestos.

Llevó la reina una rica marlota de brocado, con muy ricas labores de
oro y pedrería fina. Tenían un tocado muy costoso, y encima de la
frente una rosa encarnada, y enmedio de ella un carbunclo precioso. En
volviendo el rostro la reina, era tanto el resplandor y claridad que
echaba de sí el carbunclo, que quitaba la vista a quien lo miraba.

La bella Daraja salió de azul, la marlota de damasco picada, forrada
de tela de plata, que descubría por las picaduras la fineza de la
tela. En el tocado dos plumas, una azul, y otra blanca, divisa de los
Abencerrajes; estábale muy bien la gala, por ser hermosa, que ninguna
dama podía competir con ella.

Galiana de Almería salió con un vestido de damasco blanco con una labor
peregrina; la marlota forrada en brocado morado, con unas cuchilladas
grandes; su tocado era de artificio. Entendíase bien de esta dama, en
su traje, cuán libre vivía de amor, aunque sabía que Abenámar la amaba
mucho, y deseaba servir.

Fátima salió de morado (no imitando a Muza en la librea, porque estaba
desengañada de que Muza amaba a Daraja, y se empleaba en servirla):
la ropa era costosa, por ser de terciopelo, forrada en tela blanca de
brocado; el tocado era muy de ver, puesta en él una garzota verde.

Finalmente Cobaida, Sarracina, Alboraida, Jarifa, y todas las demás
damas que estaban con la reina, salieron con tanta bizarría, que era
cosa notable.

En otro balcón estaban todas las damas del linaje Abencerraje, que no
había más que ver en el mundo.

Llevaba la ventaja en todo a las damas, Lindaraja, hija de Mahomet
Abencerraje. A esta hermosa dama servía un galán y bizarro moro,
llamado Gazul, y en su servicio, y por darla gusto, hizo muchas fiestas
en Sanlúcar.

Volviendo, pues, a nuestro propósito, serían las dos de la tarde,
cuando los caballeros y damas acabaron de comer las colaciones, y
soltaron un toro de los más bravos que había entre todos, que no seguía
hombre a quien no volteaba, ni la ligereza de los caballos ni de las
yeguas bastaba a escaparse de sus veloces cornadas. Era tanta su
braveza y ligereza que en breve espacio le desocuparon la plaza todos
los de a pie, aunque contra su voluntad.

Como vio su braveza el rey, dijo a los caballeros:

--Bien será lancear ese toro.

Malique Alabez pidió licencia para hacer algún lance, y el rey se la
dio. Muza venía a pedirla para lancearle, y como se la había dado a
Alabez no la pidió.

Bajó de los miradores Alabez, y subió en un caballo, el cual le había
enviado el alcaide de Vélez el Rubio y el Blanco, que era primo-hermano
suyo, hijo de un hermano de su padre, al cual mataron a traición unos
caballeros llamados los alfaquíes, por envidia que le tenían, por ser
tan querido del rey; pero no compraron muy barata la muerte del noble
alcaide, que el rey la vengó bien. Siete hermanos eran estos alfaquíes,
y a todos juntos los mandó degollar por la traición que hicieron en
matar sin ocasión ni culpa a quien no lo merecía. Sus bienes fueron
confiscados por la corona real.

Dio, pues, vuelta Alabez a toda la plaza, y llegando al balcón donde
estaba su señora Cobaida, hizo que se arrodillase el caballo, y él
humilló la cabeza, haciendo cortesía a su dama, y a todas las demás que
estaban allí. La dama enamorada de su Alabez, se levantó y le hizo el
acatamiento.

Él, muy gozoso de haber visto a su querida señora, y tan favorecido,
espoleó al caballo, y partió más veloz que un rayo; tanta era la
ligereza del caballo, que apenas se le veía en la carrera. El rey y los
caballeros se holgaron de verle; a los Zegríes les pesó, porque era
mortal la envidia.

Era tanta la gritería de la gente que ponía grima; y era causa que el
toro había dado vuelta por toda la plaza, habiendo volteado y derribado
mucha gente, y muerto cinco o seis personas, y venía como el viento
adonde estaba Alabez, y como le vio venir, quiso hacer una gentileza,
y fue, que saltó del caballo, y aguardó al toro con ánimo osado, el
albornoz en la mano izquierda, y cuando bajó el toro la cabeza para
hacer su golpe y darle un bote, le echó tan bien el albornoz delante de
los ojos, que dio gran contento a todos; y asiéndole de ambos cuernos,
le hizo estar quedo a su pesar, porque era grande la fuerza que tenía.

El toro procuraba desasirse para matarle, y Alabez se defendía con el
valor de su persona, aunque con mucho peligro.

Y pareciéndole al valiente moro que duraba mucho aquella pelea,
enojado, y con cólera que tenía, le torció el pescuezo, y con fuerza
increíble le derribó en tierra como si fuera muy débil oveja; y como
lo vio en el suelo, se fue poco a poco, con semblante apacible, y sin
poner el pie en el estribo saltó en su caballo, dejando al toro molido,
y tal, que no se pudo levantar de allí, quedando todos muy admirados de
su esfuerzo, valor y fortaleza invencible, dándole mil loores.

El rey llamó a Alabez, y fue como si no hubiera hecho cosa alguna; y en
llegando le dijo el rey:

--Mucho contento me habéis dado, y no se esperaba menos de vuestro
valor y nobleza: yo os hago merced de la alcaidía de la fuerza de
Cantoria, y de que seáis capitán de cien caballeros.

Alabez le besó las manos por las nuevas mercedes que le hacía.

Serían a la sazón las cuatro de la tarde, y mandó el rey que se tocase
a cabalgar. Oída la señal, todos los caballeros que eran de juego se
adelantaron para hacer la entrada, y entre tanto comenzaron una muy
acordada música, con diversidad de instrumentos.

Luego vino entrando por la boca del Zacatín el gallardo Muza con su
cuadrilla Abencerraje. Entrando de cuatro en cuatro, y dando vuelta
por la plaza, haciendo el debido acatamiento al rey, a la reina y a
las damas, dieron algunas carreras con muy grande brío y donaire.
Eran Muza, Malique Alabez, y treinta Abencerrajes en la cuadrilla, y
parecían muy bien las plumas azules y telas de plata sobre nevadas
yeguas, que hermoseaban toda la plaza y amartelaban las damas con su
bizarría.

No con menos gala y brío entraron los Zegríes por otra puerta, todos de
encarnado y verde, con plumas y penachos azules, yeguas bayas, y en
las adargas una misma divisa puesta en listones azules, que era unos
leones encadenados por mano de una dama. Decía la letra: _Más fuerza
tiene el amor_.

De esta manera entraron en la plaza de cuatro en cuatro, y juntos
hicieron un caracol y escaramuza con mucho concierto, que no menos
contento dieron que los Abencerrajes.

Y tomando las dos cuadrillas sus puestos, y apercibidas las cañas,
habiendo dejado sus lanzas, al son de las trompetas y dulzainas se
comenzó a trabar el juego con mucha gallardía, donaire y brío, de ocho
en ocho.

Los Abencerrajes, que habían reparado en las plumas azules que los
Zegríes traían, antigua divisa suya, muy enojados les tiraban a los
turbantes, por derribárselos, muy valerosamente; mas no pudieron los
Abencerrajes salir con su intento, y así andaban jugando con muy gran
concierto, que era mucho de ver, y daban grande contento a todos los
que les miraban.

Mahomad Zegrí, como tenía tratado con todos los de su linaje, de dar
la muerte a Malique Alabez, o a alguno de los Abencerrajes por las
palabras dichas; dio orden que Malique Alabez saliese de la parte
contraria, y cayese en su cuadrilla, teniendo inteligencia para que él
y los ocho revolviesen sobre Alabez y los suyos. Y habiendo corrido
seis veces dijo el Zegrí a los de su cuadrilla:

--Ahora es tiempo, que está el juego encendido; venguémonos, pues se
nos ofrece buena ocasión.

Y tomando una lanza con un muy agudo hierro, aguardó que Malique Alabez
viniese con los ocho caballeros de su cuadrilla, revolviendo sobre los
de la contraria parte, como es uso y costumbre en semejantes juegos, y
al tiempo que Malique Alabez volvía cubierto con su adarga contra él
y los suyos, salió el Zegrí, y llevando puestos los ojos en Malique
Alabez, mirando por donde mejor le pudiese herir, le arrojó la lanza
con tanta fuerza, que pasó la adarga de una parte a otra, y el agudo
hierro entró en el brazo derecho, que se lo pasó con mucha brevedad.

Muy grande fue el dolor que el valeroso Malique Alabez sintió de
aqueste golpe, porque le atormentó todo el brazo, y aun todo el cuerpo,
sin entender que estaba herido; y en habiendo llegado a su puesto puso
la mano en la parte que le dolía, y ensangrentósela; y mirando al
brazo, viendo la herida, dijo en alta voz a Muza y a los Abencerrajes:

--Caballeros, grande traición nos han armado los Zegríes: lanzas con
hierros agudos tiran por cañas; veisme aquí herido.

Los valientes Abencerrajes al punto tomaron sus lanzas para estar
prevenidos a lo que se les ofreciese.

A esta sazón volvía el Zegrí con su cuadrilla para irse a su puesto,
cuando Malique Alabez con gran furia se atravesó de por medio viéndose
herido, y le tiró la lanza diciéndole:

--Traidor, no es de caballero lo que has hecho, sino de villano.

No fue en balde el tiro, pues le pasó el adarga y cota, y le entró en
el cuerpo un palmo y más de lanza, y luego cayó el Zegrí de la yegua
casi muerto.

De ambas partes había apercibimiento para lo que se ofreciera, y
empezaron una escaramuza brava y sangrienta; y como los Zegríes iban
bien armados, llevaron lo mejor de la batalla; pero como era tanto
el valor de Muza y del valiente Alabez, y el de los Abencerrajes, no
dejaban de maltratar a los Zegríes, y hacerles daño notable.

La vocería y algazara era mucha, y cuando vio el rey encendido el
juego, bajó a la plaza, y subió en una yegua y entró entre los
lidiadores con un bastón diciendo:

--Afuera, afuera.

Asimismo todos los caballeros desinteresados ayudaron a poner en paz.

Estuvo este día en peligro de perderse Granada; porque de la parte
de los Zegríes fueron Gomeles y Mazas, y de la de los Abencerrajes,
Almoradís y Venegas.

Como los bandos y cismas son tan peligrosos entre los príncipes
y magnates, lo temió el rey, y así hizo todo lo posible para
apaciguarlos; quietos y apartados cada uno en su cuadrilla, el valiente
Muza y los de la suya se subieron al Alhambra, llevando consigo a
los Almoradís y Venegas. Los Zegríes se retiraron al castillo de
Bibatambién, llevando muerto a Mahomad Zegrí.

La reina y las damas se quitaron de los miradores, dando gritos cuando
vieron las veras del juego, porque en los de la lid había maridos,
hermanos, parientes y amantes de las damas, y sus lastimas y lloros
movían a compasión a todos los que las oían, y en particular las
lamentaciones de la hermosa Fátima, llorando su muerto padre; que
eran muchos los extremos que hacía, bastantes a enternecer un corazón
diamantino.

Este desdichado fin tuvieron las fiestas, quedando muy revuelta
Granada, y por eso se hizo este romance:

      Afuera, afuera, afuera,
    aparta, aparta, aparta,
    que entra el valeroso Muza,
    cuadrillero de unas cañas.
      Treinta lleva en su cuadrilla
    Abencerrajes de fama,
    conformes en las libreas
    de azul y tela de plata.
      De listones y de cifras
    travesadas las adargas:
    yeguas de color de cisne,
    con las colas encintadas,
      Atraviesan cual el viento
    la plaza de Vivarrambla,
    dejando en cada balcón
    mil damas amarteladas.
      Los caballeros Zegríes
    también entran en la plaza:
    sus libreas eran verdes,
    y las medias encarnadas.
      Al son de los añafiles
    traban el juego de cañas,
    el cual anda muy revuelto,
    parece una gran batalla.
      No hay amigo para amigo,
    las cañas se vuelven lanzas,
    mal herido fue Alabez,
    y un Zegrí muerto quedaba.
      El rey Chico reconoce
    la ciudad alborotada;
    con un bastón en la mano
    va diciendo: Aparta, aparta.
      Muza reconoce al rey,
    por el Zacatín se escapa,
    con él toda su cuadrilla
    no paran hasta el Alhambra.
      A Bibatambién Zegríes
    tomaron por su posada;
    Granada quedó revuelta
    por esta cuestión trabada.

Quedó la ciudad de Granada tan llena de escándalo y revuelta, porque la
flor de los caballeros estaban metidos en estos bandos.

El rey Chico andaba suspenso, y admirado de ver las novedades que cada
día había en la corte, y con todas veras procuró hacer las amistades,
porque no viniese a más daño del sucedido: mandó que se hiciese
información del caso para castigar a los culpados; y con esto paró la
traición, concierto y junta que se hizo en el castillo de Bibatambién
contra Alabez y los Abencerrajes.

El rey quiso proceder contra los Zegríes, mas todos los caballeros le
suplicaron los perdonase, y considerase que era ya muerto el caudillo
del bando. El rey los perdonó e hizo las amistades, y así se aquietó la
ciudad, como de antes lo estaba, que no fue poco.



CAPÍTULO VII.

_Del triste llanto que hizo la hermosa Fátima por la muerte de su
padre, y cómo se iba a Almería la bella Galiana, si su padre no
viniera, la cual estaba muy vencida de amores de Sarracino; y de lo
que entre él y Abenámar pasó una noche debajo de las ventanas del real
palacio._


Muy gran llanto era el que hacía la bella Fátima por la muerte de
Mahomad Zegrí, su padre, y era en tanto modo su sentimiento y dolor,
que se temía no perdiese el juicio o la vida, porque no bastaba la
reina, ni alguna otra dama a consolarla: era tan grande el dolor que
tenía en su afligido corazón, que del sentimiento, llanto y desconsuelo
enfermó, y enflaqueció de tal suerte que parecía otra de la que ser
solía.

Visto que no admitía consuelo ninguno, y que las medicinas no la daban
mejoría, acordaron enviarla a Almería a casa del alcaide de ella, que
era su pariente, el cual tenía una hija muy hermosa y discreta, que
sería posible aliviarse allí, y quitarse la tristeza que tenía; y allí
la llevaron, donde fue bien recibida y regalada.

La hermosa Galiana vivía libre de amor, y fue herida de amores de
Hamete Sarracino, y con grande exceso; y como se acababa la licencia
que de su padre tenía para estar en Granada, envió a llamar al valiente
Sarracino con mucho secreto.

Dado el recado vino al punto a palacio, y entrando en el aposento de
la bella mora, vio que estaba sola, y ella se levantó a recibirle,
mudadas las colores. El bizarro moro la dijo, que le mandase lo que
quería que en su servicio hiciese.

Galiana le mandó sentar cerca de sí, tratando largamente de las fiestas
pasadas, y la muerte del Zegrí, y de los bandos movidos para tan
pequeña ocasión, y de otras cosas, con las cuales palabras se enlazaban
las almas, y se aficionaban los ojos.

Y satisfaciendo el enamorado moro a la dama, no menos aficionada que
él, la dijo y propuso lo siguiente:

--Grande ha sido, señora, la batalla de los Abencerrajes y Zegríes, y
desdichada la muerte de Mahomad Zegrí; pero yo os certifico, señora de
mi libertad, que es más la guerra que en mi alma y pensamiento hacen
vuestra beldad y hermosura: muerto me han vuestros ojos de amor, mi
pecho se abrasa, y arde en amorosa llama; si no acudís al remedio, sin
duda moriré: recibidme en vuestro servicio, señora, y no seáis ingrata
a mi amorosa voluntad.

Galiana estuvo atenta a las discretas razones del aficionado y
gallardo moro, y en extremo holgó de ver tantas muestras en su querido
Sarracino, porque ya labraba amor dentro de su pecho, y le estimaba y
quería tiernamente, y así con alegría le respondió:

--No es de nuevo, galán Sarracino, en los hombres aficionarse a las
damas a primeras vistas y de ligero, y los primeros días tienen
algún fervor y fe, y algún cuidado de visitar sus damas, y pasearles
las calles. Aquesto hacen por obligar a las damas, y dura en ellos
entretanto que ellas se rinden, y se manifiestan por suyas; y en
siendo señores de su libertad, en ese punto cesa el cuidado y la
solicitud, y aun vienen a olvidar y aborrecer sin causa; y así las
damas que vivimos libres, no habíamos de dar crédito a vuestras
palabras y promesas.

Sarracino respondió:

--Juro por Mahoma, y él me falte, si yo faltare jamás en serviros,
quereros y adoraros, y a fe de caballero de ser muy fiel y leal
mientras viviere.

--Bien entendido --dijo Galiana-- que un caballero tan principal como
vos cumpliréis vuestra palabra, como quien sois, sabed, que me he de
ir a Almería, porque se me acaba la licencia que me dio mi padre, y
así habré de partirme de Granada; y antes de irme, holgaré de hablaros
más despacio, y sea esta noche a hora conveniente, y con mucho secreto
os poned debajo de este balcón, y podremos hablar con más quietud que
ahora; y con esto os id con Alá, antes que el rey lo entienda.

El favorecido moro se ausentó de los ojos que daban vista a los suyos,
y muy ufano y contento, por verse tan favorecido y regalado de la dama
más hermosa y libre de amor que se conocía. Cien mil siglos le parecía
cada hora de las que faltaban hasta la dichosa hora que esperaba.

Habiendo acabado Febo su curso, y empezado Tetis a tender la tiniebla
oscura, que no lo era para el enamorado moro, se fue a palacio,
prevenido de armas defensivas y ofensivas para lo que se ofreciera; y
a la una, cuando todos de ordinario reposan, se acercó al balcón de
su señora Galiana, y escuchando, oyó tocar un laúd muy acordado, y
una tierna y delicada voz, que al son del instrumento cantaba con gran
suavidad, y mostraba en sus acentos estar herida y lastimada de amor,
según las pausas que hacía, y suspiros que daba.

El gallardo moro estuvo atento a la dulce música y suave voz, y al
sentido de la dolorosa canción, que dice así:

CANCIÓN.

      Divina Galiana,
    es tal tu hermosura,
    que iguala con aquella que el Troyano
    le diera la manzana,
    por quien la guerra dura
    le vino al fuerte muro de Dardano.
      ¡Oh rostro soberano!
    pues tienes tal lindeza,
    el que podrá gozarte
    dirá que nunca Marte
    gozó cuando fue preso tal belleza;
    ni el que se llevó a Argos
    la causa de la guerra de años largos.
      Y pues sube de punto
    tan alto tu belleza,
    que no hay acá tu igual en todo el suelo,
    do muestres el asunto,
    tan lleno de aspereza,
    como Anajarte hizo al sin consuelo
    amante, que de vuelo
    el cuello puso al lazo,
    por salir de tormento,
    y quiso que llegase tan mal plazo;
    muéstrate piadosa,
    pues eres en verdad divina diosa.

Oyendo el bravo Sarracino la enamorada canción, y no pudiendo sufrir
más que el puesto donde había de hablar a su querida dama estuviese
ocupado, se llegó a reconocer quién era el que cantaba. El cual, como
sintió gente, dejó de proseguir su música, y se aprestó de sus armas.

Era el músico el fuerte Abenámar, el cual estaba amartelado de la bella
Galiana, y por ablandar y mover a quien tan exenta vivía de amor, la
cantaba aquella endecha triste.

Llegose Sarracino a él, y le dijo:

--¿Qué gente?

Respondió:

--Un hombre.

Replicó:

--Mucha nota veo en lo que habéis hecho, por dormir la reina y sus
damas en ese cuarto, y podrá el rey sospechar algo, que por ventura no
hay.

--No se os dé nada a vos --dijo Abenámar--, ni os entremetáis en lo que
no os va nada, sino pasad adelante antes que os envíe contra vuestra
voluntad.

--¡Oh villano! Yo veré si vuestras obras son como las palabras --dijo
Sarracino, embrazando su rodela.

Con el alfanje en la mano embistió a Abenámar, que no menos apercibido
estaba que él venía, y se comenzaron a dar muy grandes golpes.

Era tanto el ruido que hacían peleando, que algunos caballeros,
mancebos moros, que buscaban sus pretensiones, acudieron a poner en
paz, y no fue menester, porque como los valientes guerreros sintieron
venir gente, y se apartaron, por no ser conocidos. Abenámar quedó
herido en un muslo de una herida pequeña.

Los caballeros procuraron conocer los que peleaban, y nunca fue
posible, porque huyeron cada uno por su parte.

La hermosa Galiana vio todo cuanto pasó, porque ya estaba puesta en un
balcón, cuando Abenámar comenzó a tañer y cantar; y como vio trabada
la pendencia, se retiró a su aposento, temerosa no sucediese alguna
desgracia a su querido Sarracino.

No fue tan secreto este negocio que no lo supiese el rey, y mandó
que se hiciese información, para que fuese castigado el causador del
escándalo. Procurose hacer, y en ninguna manera se halló quiénes fueron
los de la pendencia.

Pasado todo esto, se dio orden para llevar a Galiana a Almería, y mandó
el rey que se aprestasen cincuenta caballeros, para que fuesen en su
compañía; y estando todo a punto entró en palacio Mahomad Mostafá,
alcaide de Almería, y padre de la hermosa Galiana.

Traía consigo una hija menor que Galiana, y tan hermosa como ella, la
cual se llamaba Celima: el rey se levantó y abrazó al alcaide, diciendo:

--¡Qué buena venida es esta, amigo Mostafá, que con ella me has dado
gran contento! Tu hija Galiana estaba ya aprestada para irte a ver con
el acompañamiento que tú y ella merecéis.

Mostafá le respondió:

--Bien tengo entendido, que de tu larga y magnífica mano he de recibir
mercedes, como siempre me las has hecho: mil años vivas para que en
tranquilidad y sosiego nos gobiernes.

--Yo os agradezco aquesa voluntad --dijo el rey, y fue a abrazar a la
bella Celima, y ella humillada le besó las manos.

La reina y sus damas se levantaron a recibir a Celima, y ella le
besó las manos a la reina, y abrazó a su hermana, y las damas se
maravillaron de la hermosura de Celima, y ella de la de las damas y su
bizarría.

El alcaide Mostafá fue recibido con mucho amor de todos los cortesanos,
y el rey le mandó sentar en un rico cojín cerca de sí, y le dijo:

--Holgádome he de tu venida y de la de tu hija, y querría saber, qué te
ha movido a traerla a Granada.

El alcaide le dijo:

--Poderoso rey y señor mío, después de venir a besar tus reales manos,
traigo a mi hija para que sirva a mi señora la reina, en compañía de
las damas y de su hermana Galiana, porque no se halle en Almería,
especialmente por el temor que tiene a los rebatos que nos dan siempre
los cristianos; y me pareció que estaba mejor en Granada, que en
Almería.

--Bien has hecho, dijo el rey, porque aquí estará en compañía de su
hermana y gozará de las fiestas que cada día se hacen, aunque las
pasadas fueron escandalosas.

A esta sazón entró un moro viejo, y dijo cómo un caballero cristiano
paseaba la Vega bien alistado de armas, en un poderoso caballo que
ponía espanto su brío y fortaleza, y no podía conocer quién fuese de
cierto, por traer puesta la celada. El rey dijo que le procurasen
conocer; y a este tiempo estaba en el Alhambra él, y la reina en la
torre de Comares.

Deseoso el rey de ver al caballero cristiano, subió a la torre de la
Campana, y con él la reina, caballeros y damas. Es la más alta torre
del Alhambra, la cual señorea toda la Vega; y mirando a ella vieron
un caballero armado, de muy lucidas y fuertes armas, en el escudo y
penacho una cruz roja, sobre un hermoso caballo, que se paseaba como si
estuviera en su misma patria. En viendo la cruz roja, dijo el rey:

--No es posible sino que aquel caballero es el maestre de Calatrava,
así por la insignia, como por la osadía que ha tenido de llegar hasta
la ciudad.

Y cuando el maestre vio al rey y a las damas, alzó la celada e hizo
la reverencia debida; y por todos conocido, le fue fecha cortesía, y
en particular por la reina y sus damas. Hecho esto puso el maestre un
pendoncillo rojo en la punta de la lanza, que era señal de batalla.

Mostafá, alcaide de Almería, pidió licencia al rey para salir a
escaramucear con D. Manuel Ponce de León, maestre de Santiago, atento
que en una escaramuza le había muerto a un tío suyo, y quería vengar su
muerte.

--No te metas en eso, le dijo el rey, que caballeros hay en mi corte
que saldrán.

Todos los caballeros le pidieron licencia para irse a ver con el
maestre, y un paje les dijo, que no se cansasen, que ya había salido de
palacio un caballero a escaramucear.

El rey preguntó quién le dio licencia. Respondió el paje:

--Mi señora la reina se la dio, porque él se la pidió.

--¿Y quién es el caballero que salió?

--Malique Alabez --dijo el paje.

--Pues si es así yo me huelgo, porque es buen caballero y hará como
quien es: siendo ambos tan valientes, será de ver la escaramuza.

A muchos caballeros les pesó, porque iba Malique Alabez a la batalla,
y quien más lo sintió fue la hermosa y querida Cobaida, porque le
amaba muy tiernamente, y no quisiera que se pusiera en tanto peligro, y
pidiendo licencia a la reina, se quitó de los miradores, por no ver la
batalla, y estuvo con mucha pena hasta saber el suceso de la escaramuza.

El rey mandó que saliesen cien caballeros armados, que fuesen en
guarda de Malique Alabez, por si estuviese puesta alguna emboscada de
cristianos. Así como el rey lo mandó, se fueron a armar, y vinieron a
la puerta de Elvira a aguardar que el valeroso Alabez viniese para ir
en su guarda.



CAPÍTULO VIII.

_De la batalla cruel que Malique Alabez tuvo con D. Manuel Ponce de
León en la Vega, y de lo que en ella sucedió._


Así como el caballero cristiano puso el pendoncillo en la punta de la
lanza, se quitó de los miradores Malique Alabez, de donde estaba la
reina: hincando la rodilla en tierra, la suplicó le diese licencia para
salir a escaramucear con aquel caballero cristiano, porque si se la
daba, quería en nombre de todas las damas hacer aquella escaramuza.

La reina se holgó de ver el valeroso ánimo del valiente Malique Alabez,
y con rostro alegre le dijo:

--Pues es vuestro gusto, caballero gallardo, servirnos hoy, os lo
agradecemos mucho: Alá os dé el suceso que deseamos; yo os doy la
licencia que pedís, id en dichosa hora.

--Y yo confío en Alá --dijo Alabez-- que con estas mercedes alcanzaré
la victoria.

Despidiose con esto de la reina, y al partirse miró a su señora
Cobaida, y la vio muy triste; y llegando a su casa, mandó ensillar el
potro rucio que su primo alcaide de los Vélez le había enviado, y que
le diesen una fina adarga de Fez, y una toca jacerina.

Púsose encima de las armas una aljuba de terciopelo morado, toda
guarnecida de tejido oro, y encima del casco un bonete morado, y en
él un penacho de plumas pajizas y blancos martinetes, y con él unas
garzotas pardas, verdes y azules.

Apretó bonete y casco en la cabeza con una toca azul de seda
entretejida con oro, dando vuelta a la cabeza, haciendo de ella un
turbante, de la cual asentó una rica medalla de oro de Arabia, labrada
de montería, con dos ramos de laurel que parecían naturales; las hojas
eran de una finísima esmeralda, y en medio de la medalla esculpida la
efigie de la dama muy al natural.

El bizarro y valiente moro tomó una lanza con dos afilados hierros, y
bien armado de todo lo necesario, sobre un lozano caballo salió de su
casa, y fue para la calle de Elvira, en la cual había muchas damas, las
cuales se holgaban de ver la bizarría y gallardía de Alabez.

En llegando a la puerta de Elvira, halló cien caballeros que iban
para su seguridad, todos muy bien armados; y en saliendo al campo
arremetieron sus yeguas los moros, escaramuceando unos con otros, que
era muy de ver. Pasaron todos juntos por delante de los miradores do
estaba el rey, la reina y las damas, y Alabez hizo arrodillar el
caballo, y el bizarro moro inclinó cuanto pudo la cabeza, haciendo
grande acatamiento. Fuele correspondido por todos, y acercándose a D.
Manuel, dijo:

--Por cierto, cristiano caballero, que da tanto contento vuestro buen
talle, que se echa de ver bien ser vuestro valor mucho, y tengo gran
gozo en que mi ventura me haya traído a verme con vos; y si la fortuna
me fuese tan favorable que alcanzase de vos la deseada victoria, me
tendré por el caballero más dichoso del mundo; y si el hado triste y mi
mala suerte me tiene determinado que quede cautivo o muerto a vuestras
manos, lo tendré a feliz dicha; y si es voluntad vuestra decirme el
nombre que tenéis, lo tendré en merced, porque sepa de quien alcanzo
gloria o muerte.

El valiente maestre escuchó las comedidas razones del valeroso moro, y
por satisfacerle le dijo:

--Noble moro, cualquiera que vos seáis, vuestro cortesano y discreto
término merece mucho, y yo por complaceros os lo diré. A mí me llaman
D. Manuel Ponce de León, profesor de mi divisa; y pues ya sabéis mi
nombre, si gustáis de decirme el vuestro me holgaré de saberlo.

--No sería término de caballero --dijo el moro-- negar una petición tan
justa: yo me llamo Malique Alabez, soy de linaje de reyes, y no será
menosprecio vuestro el escaramucear conmigo; y pues sabéis quien soy, y
yo quien vos, empecemos nuestra escaramuza.

En diciendo esto revolviendo los caballos, se acometieron con tanta
furia, que parecía haberse juntado dos peñascos.

Juntos, pues, los dos caballeros, se daban tan recios y desaforados
golpes, y botes de lanza, que causaban admiración.

No fueron bastantes los finos escudos a resistir la gran violencia
de la fuerza con que se acometieron, porque ambos fueron falseados;
y tornando a revolver los veloces caballos, con vueltas gallardas
proseguían su escaramuza el uno contra el otro.

Grande era el contento que recibían todos los que miraban la cruel
batalla, por ver los ardides de guerra, y las gentilezas que cada uno
hacía por rendir a su contrario.

Dos horas y más había que batallaban los dos valientes guerreros, sin
que se pudiesen herir con las lanzas, porque aunque cada uno hacía
sus diligencias para herir con ellas, era en balde, respecto que se
adargaban muy bien.

El moro vio que el caballo del valiente D. Manuel no tenía ya la
velocidad que de antes, porque le pareció que debía de estar cansado;
y era así, que lo estaba, pues muy gran rato había que el maestre lo
había sentido; pero su esfuerzo suplía la flojedad del caballo, y hacía
todo lo que podía.

No quiso mejor ocasión que aquella el astuto Malique Alabez, y
aprovechándose de ella, empezó a dar vueltas y acometimientos, y
a revolver el caballo tan a menudo y con tanta ligereza, que a D.
Manuel le causaba gran admiración. Todo esto hacía el valiente moro
con intento de acabarle de cansar el caballo, y desalentarle, para en
viendo ocasión ejecutarla.

Fue así, que teniendo ya muy acosado el caballo del maestre, acometió
a herirle por el brazo derecho, y D. Manuel fue al remedio, y
revolviendo con grande presteza al lado izquierdo, le hirió de una
lanzada, sin hacer resistencia la fina cota, porque el temple de los
hierros de la lanza de Alabez eran extremados.

La herida fue peligrosa, y de ella salía mucha sangre. El valiente D.
Manuel sintiéndose herido, más bravo que su apellido, enristró la lanza
al tiempo de revolver para salirse por el lado descubierto, y el hierro
le entró en la carne, y abrió una muy peligrosa herida.

No hay serpiente ni áspid tan ponzoñoso como estaba el valiente moro
viéndose mal herido, y con una cólera frenética embistió a D. Manuel
con la lanza, y pasándole el escudo fue herido otra vez.

Casi corrido D. Manuel arremetió al moro con tal furia, que le dio otra
herida peor que la primera.

Andaban tan embriagados de cólera por verse heridos, que mientras más
batallaban, mucho más se cegaban en su pelea, y no se conocía ventaja
en ninguno.

Y con esto muy enojado D. Manuel por tanta dilación, que había cuatro
horas que escaramuceaban, y no se conseguía la victoria; entendiendo
que estaba la falta en la flojedad de su caballo, por estar tan sudado
y cansado, se apeó de él con una ligereza extraña, y cubierto con su
escudo, puso mano a la espada, y con ánimo belicoso se fue al valiente
moro, el cual, como le vio a pie, se maravilló mucho, y confirmó el ser
de animoso corazón: mas por no ser reputado de villano se apeó y se fue
a D. Manuel, fiado en su gran fuerza y valor, cubierto con su adarga,
y un alfanje de Marruecos en la mano, y comenzó a dar tan grandes
golpes, que el maestre sentía bien la fuerza de su brazo.

No se descuidaba el maestre en herir a su contrario y en defenderse de
él; y era de tal suerte, que no se juntaba vez que el moro no saliese
herido, por ser mucha la destreza y fortaleza del maestre, y por la
mucha experiencia que tenía en la escaramuza, como quien cada día se
veía en ellas.

Y aunque el valiente y fuerte moro procuraba herir al maestre, no podía
por hallarse siempre muy bien adargado, y en lugar de herir, salía
herido en cada entrada que hacía.

A esta causa estaba maltratado y con muchas heridas, muy cansado y
desangrado, pero no por eso dejaba el animoso moro de batallar y
mostrar tanto esfuerzo, como si empezara en aquel momento.

Fue muy de ver en esta hora ir el caballo de Alabez al del maestre, y
las crines erizadas, y con una furia extraña empezó a morder y tirar
coces, donde se trabó una escaramuza entre los dos caballos que causaba
risa al rey y a las damas, que se admiraban de ver la fortaleza de los
caballos, aunque el del moro llevaba lo mejor, porque estaba enseñado
en aquello.

Los dos valientes guerreros continuaban su batalla, aunque con
notable daño de Malique Alabez, porque estuvo a pique de rendirse, y
favoreciole la fortuna en este modo.

El maestre había dejado gran trecho de donde peleaban a ochenta
caballeros que traía para su guarda: viendo que duraba tanto la
escaramuza, se acercaron los guerreros para ver el estado de la
batalla.

Los cien moros que eran en guarda de Alabez, como vieron venir aquel
lucido escuadrón de cristianos, y tan bien alistados, se recelaron, y
más cuando los vieron acercarse tanto: entonces espolearon las yeguas,
y arremetieron contra los cristianos con gran algazara. Los cristianos
entendiendo que era traición, por guardar a su señor, les salieron al
encuentro, y entre todos se trabó una sangrienta escaramuza. Peleaban
valientemente, dándose terribles heridas, tanto, que había por el suelo
muchos cuerpos sin almas.

Vista por los caballeros la sangrienta batalla de sus soldados, sin
causa, se apartaron para aquietarlos. Ambos caballeros se fueron a
coger sus caballos, y no había quien se llegase a ellos según estaban
en la pelea.

Los moros acudieron a favorecer a Alabez y a cogerle el caballo, y los
cristianos a su señor, y cogiendo el caballo de Malique Alabez subió en
él el maestre con la lanza en la mano, y se metió entre los enemigos,
hiriéndolos y maltratándolos.

Alabez subió en el caballo de D. Manuel, y no se holgó del trueque,
aunque en bondad no debía nada al suyo, salvo que era más ligero, y con
la lanza en la mano se entró por los cristianos, haciendo mucho daño.

El rey que vio la batalla tan sangrienta, mandó tocar al arma, y que
saliesen mil caballeros en socorro de los suyos.

El valiente Alabez andaba buscando con mucha diligencia a D. Manuel
Ponce de León, y viéndole que enfoscado andaba en medio de la batalla,
le hizo señas que saliese fuera. El maestre salió muy gozoso por
concluir la escaramuza empezada entre ambos.

Llegándose cerca Alabez le dijo al maestre:

--Caballero esforzado y virtuoso, tu nobleza me obliga a que te avise
de un venido peligro, y es: atiende el oído, que pues eres tan buen
soldado, entenderás el son y ruido de las cajas que se hace: sabe,
noble caballero, que tocan al arma, y cuando menos saldrán mil moros
en mi socorro, y no ganarán nada los tuyos con la multitud que vendrá,
aunque traes buenos soldados: toma mi consejo, y desampara la Vega
tú y los tuyos, que a fe de caballero, que te importa mucho, y como
tal te juro que cada vez, y cuando que quieras, concluiremos nuestra
escaramuza, y se acabará; y te lo aviso como moro hijodalgo; ahora haz
tu gusto.

--Yo te agradezco, valiente moro, el aviso que me das, y quiero admitir
tu consejo, y porque la primera vez que nos veamos hemos de concluir
nuestra escaramuza, no te doy tu caballo: no es el mío peor que el
tuyo, trátalo como yo trataré este.

Diciendo esto el maestre, tocó una corneta, que era señal de recoger; y
así como los cristianos oyeron la seña dejaron la batalla y se juntaron
con el maestre.

Lo mismo hicieron los moros, y entrando Malique Alabez con sus cien
caballeros por la puerta de Elvira, salía el socorro, y Alabez los hizo
volver.

El rey y los caballeros salieron a recibir a Alabez, y le fueron
acompañando hasta su casa, y fue curado de sus heridas.

D. Manuel iba tan enojado por no haber acabado la escaramuza, que no
hablaba a nadie, ni respondía a lo que le preguntaban. Echaba la culpa
a los suyos, porque habían ido a verlos lidiar, que si no fueran, él
consiguiera el fin deseado de la victoria; y era verdad, porque los
moros no se movieran si no vieran venir a los cristianos.

Y por esta batalla se dijo el romance siguiente:

      Ensíllenme el potro rucio
    del alcaide de los Vélez,
    denme la adarga de Fez
    y la jacerina fuerte,
      Y una lanza con dos hierros,
    entrambos de agudo temple,
    y aquel acerado casco,
    con el dorado bonete,
      Que tiene plumas pajizas
    entre verdes martinetes;
    garzotas verdes y pardas,
    antes que me vista, denme.
      Tráiganme la cota azul,
    que me dio para ponerme
    la muy hermosa Cobaida,
    hija de Celín Hamete:
      Y decidle a mi señora,
    que salga, si verme quiere
    hacer muy cruel batalla
    con D. Manuel el valiente;
    que si ella me está mirando,
    mal no puede sucederme.



CAPÍTULO IX.

_En que se da cuenta de unas fiestas solemnes, y juego de sortija, que
se hicieron en Granada, y como se iban encendiendo los bandos de los
Zegríes y Abencerrajes._


Ya sabía el valeroso y gallardo moro Abenámar, cómo el valiente
Sarracino era aquel con quien había tenido la pendencia aquella noche
en la plaza de palacio, y estaba muy enojado contra él, porque le había
herido, e impidió su música; y mirando a los balcones, vio que hacía
Galiana a Sarracino muchos favores, de lo cual sintió mucho dolor y
pena, y procuró olvidar a la ingrata, visto que no admitía, ni se
acordaba de lo que había hecho en Almería y Granada en su servicio.

Y para ejecutar su propósito con todas veras, puso los ojos en la bella
Fátima, que ya la habían traído a Granada, y estaba tan hermosa como
de antes, y con tanta salud; y tenía mucha esperanza el moro galán que
no le sería ingrata Fátima respecto de tener olvidado a Muza, por la
certidumbre que tuvo de los amores que trataba con Daraja.

El moro enamorado empezó a servirla con grandes demostraciones de
amor. Fátima que vio las veras con que Abenámar la amaba, comenzó a
favorecerle y amarle con grande amor, por ser muy galán, discreto y
valiente.

En este tiempo Daraja y Abenhamín Abencerraje estaban ya para casar,
por lo cual el valeroso Muza había puesto los ojos en la hermosísima
Celima, hermana de la bella Galiana; y no había caballero de estima que
no tuviese puesto todo su amor en alguna dama de palacio, y así cada
día había fiestas y regocijos en la corte.

El valiente Audalá amaba a la hermosa Aja, y como era caballero
Abencerraje, y muy preso de amor, por dar gusto a su dama, ordenaba y
hacía muchas fiestas.

El valiente Abenámar por vengarse de la linda Galiana y de Sarracino,
suplicó al rey que se hiciese una fiesta el día de S. Juan de juego de
cañas y de sortija, y que él quería ser mantenedor della.

El rey era muy amigo de fiestas, y porque se regocijase toda la corte y
se ejercitasen los caballeros, ordenó que se hiciesen, por el contento
que todos tenían de que se hubiese escapado Malique Alabez de las manos
de D. Manuel Ponce de León, que fue mucha ventura, y por la salud que
ya tenía.

Habida la licencia del rey, mandose pregonar por toda la ciudad el
juego de cañas y sortija: que cualquiera caballero que quisiese correr
tres lanzas con el mantenedor, que era Abenámar, que saliese a él, y
trajese el retrato de su dama; que si fuese vencido el aventurero,
había de perder el retrato que trajese; y si el mantenedor fuese
rendido, llevase el vencedor el retrato de la dama del mantenedor, y
una cadena de mil doblas.

Todos los caballeros enamorados se holgaron del pregón en extremo, lo
uno por mostrar el valor de sus personas, lo otro porque fuesen vistas
las hermosuras de sus damas, con esperanza de ganar al mantenedor su
dama y cadena.

El valeroso Sarracino entendió el motivo de Abenámar, y holgose de
ello, porque por aquella vía entendía dar a conocer a su señora Galiana
el valor de su persona; y él y los caballeros amantes que pretendían
correr sortija, hicieron retratar a sus damas, como mejor y más al
natural pudieron, y con aquellos vestidos y ropas que más de ordinario
acostumbraban traer, porque fuesen conocidas.

Venido el día de S. Juan, fiesta tan celebrada de todas las naciones
del mundo, todos los caballeros granadinos se adornaron de las mejores
galas y joyas que pudieron, así los que eran del juego como los que no
eran, salvo que los del juego se señalaban en las libreas.

Saliéronse a la ribera del fresco Genil, hechas dos cuadrillas para el
juego, la una de Zegríes, y la contraria de Abencerrajes: hízose otra
cuadrilla de Almoradís y Venegas, y otra contraria de esta de Gomeles y
Mazas, y al son de muchos instrumentos comenzaron el juego de cañas.

La cuadrilla de los Abencerrajes iba de tela de oro y leonado, con
labores muy costosas y diferentes, unos soles por divisas, y penachos
encarnados. Los Zegríes salieron de verde, con tejidos de oro y
estrellas sembradas por las vestiduras, y por divisas medias lunas. Los
Almoradíes salieron de encarnado y morado, y muy ricamente aderezados.
Los Mazas y Gomeles salieron de morado y pajizo.

Era un caso de grande admiración el ver estas cuadrillas corriendo por
la Vega de dos en dos, y de cuatro en cuatro, porque más parecía campo
de batalla que caballeros de juego.

El rey Chico estaba entre los caballeros con unas vestiduras de
inestimable valor; andaba con ellos solo por evitar las ocasiones de
pesadumbres que se podían ofrecer.

La reina y todas las damas estaban mirando el juego desde las torres
del Alhambra, admiradas de ver el gran concierto que tenían y la
destreza de los jugadores.

Los caballeros Abencerrajes y Almoradís fueron los que más se señalaron
aquel día. El valeroso Muza, Abenámar y Sarracino hicieron cosas
notables en el juego.

Cuando el rey vio que andaba muy trabado el juego, y que se iban
encendiendo los Abencerrajes y los Zegríes, temiendo no hubiese otra
desgracia como la pasada, mandó cesase el juego; y luego fue obedecido,
y empezaron un concertado caracol, y luego dieron muchas carreras, con
lo cual concluyeron el juego de cañas.

El gallardo y fuerte Abindarráez se señaló aquel día más que ninguno de
los jugadores, porque estaba mirándole la hermosa Jarifa, su dama.

La reina dijo a Jarifa:

--Por dichosa te puedes tener, por ser tu galán tan bizarro y valiente.

Jarifa disimuló, encendiéndose el rostro de vergüenza que la dio de oír
aquello.

Fátima no apartaba los ojos de su Abenámar, por estar muy cautiva de
su voluntad: Jarifa, entendiendo que miraba a su amado Abindarráez,
porque se paseaban juntos los dos enamorados moros, le dijo a Fátima
muy celosa:

--Muy grandes son las maravillas de amor, Fátima, hermana y amiga, que
donde quiera que da, no puede estar encubierto, porque brota por los
ojos, cuando la lengua calla: no me podrás negar, amiga, que tú estás
tocada de pasión amorosa, pues realmente tu hermoso rostro da de ello
clara señal, que solías estar como la rosa en su zarza, y ahora te veo
triste y melancólica, y son todas las mudanzas evidentes señales que
causa el incendio de la llama amorosa que en tu pecho labra: y si no me
lo niegas, el causador de todo es el valeroso y gallardo Abindarráez,
y así no me debes negar ni encubrir tu secreto, pues sabes cuán leal y
verdadera amiga te soy.

Fátima, que era muy astuta, sagaz y discreta, luego entendió el blanco
donde tiraba el pensamiento de la hermosa Jarifa, porque ya sabía que
trataba amores con Abindarráez, y no se lo quiso dar a entender, y
disimulando, la respondió:

--Si las maravillas de amor son grandes, no han llegado a mi noticia
sus efectos, ni de ellos experiencia tengo. El no tener mis colores
como de antes, y estar melancólica, bien sabes que es la causa muy
urgente, pues estas presentes fiestas me renuevan mi dolorosa llaga
de las tristes pasadas, en las cuales fue muerto mi amado padre, como
duran los comenzados bandos entre Zegríes y Abencerrajes; y en caso
que de amor procedieran las causas que dices, te certifico que nunca
por Abindarráez fuera, porque en el juego de cañas hay caballeros
que son de tanto valor, esfuerzo y bondad como él, y en comprobación
de mi verdad el día de la sortija se verán los retratos de las damas
servidas, que los caballeros sus amantes sacan, y entonces echarás de
ver si te he negado el punto de verdad.

Con esto cesó la celosa conversación de las dos enamoradas damas, y
levantando Fátima los ojos para ver la trabada escaramuza, vio entre
los caballeros a su querido Abenámar, que hacía notables destrezas;
conociole la rendida mora en un pendoncillo morado con una F de plata,
encima una media luna de oro, armas y divisa de la bellísima Fátima.

Habiendo escaramuceado el rey y los caballeros desde antes que el sol
saliera, hasta las once del día, se tornaron a la ciudad por aprestar
lo que cada uno había de sacar en el juego de sortija. Por este día de
S. Juan, y fiesta que en él se hizo, que fue muy señalada y notable, se
hizo aquel antiguo romance, que dice así:

      La mañana de S. Juan,
    al tiempo que alboreaba,
    grande fiesta hacen los moros
    por la vega de Granada.
      Revolviendo sus caballos,
    jugando van de las lanzas,
    ricos pendones en ellas,
    labrados por sus amadas.
      Ricas aljubas vestidas,
    de oro y seda labradas:
    el moro que amores tiene,
    allí bien se señalaba;
      Y el moro que no los tiene,
    de tenerlos procuraba:
    míranlos las damas moras
    desde torres del Alhambra,
      Entre las cuales había
    dos de amor muy lastimadas:
    la una se llama Jarifa,
    la otra Fátima se llama.
      Solían ser muy amigas,
    aunque ahora no se hablan.
    Jarifa llena de celos
    a Fátima le hablaba:
      ¡Ay, Fátima, hermana mía,
    cómo estás de amor tocada!
    solías tener colores,
    veo que ahora te faltan.
      Solías hablar de amores,
    ahora obras y callas;
    pero si lo quieres ver,
    asómate a esta ventana,
      Y verás a Abindarráez,
    y su gentileza y gala.
    Fátima como discreta,
    de esta manera le habla:
      No estoy tocada de amores,
    ni en mi vida los tratara;
    si se perdió mi color,
    tengo de ello justa causa
      Por la muerte de mi padre,
    que aquel Alabez matara;
    y si amores yo quisiera,
    está, hermana, confiada,
      Que allí veo caballeros
    en aquella vega llana,
    de quien pudiera servirme,
    y de ellos ser muy amada.

Habiendo el rey y los demás caballeros ocupado los miradores de la
plaza nueva, donde se había de hacer el juego de la sortija, vieron
junto a la fuente de los Leones una rica y hermosa tienda de brocado
verde, y junto a la tienda un alto aparador con un dosel de terciopelo
verde, y en él puestas ricas joyas de oro, y en medio de ellas estaba
asida una riquísima cadena, que valía mil doblas de oro, y aquesta era
la cadena del premio, sin el retrato de la dama que con ella se ganaba.

No quedaba en toda la ciudad hombre ni mujer que no viniese a ver
aquella fiesta; y no faltaron tampoco en ella los moradores de los
lugares vecinos.

No tardó mucho espacio de tiempo, cuando se oyó muy dulce son de
ministriles que salían por la calle del Zacatín; y la causa era que
el valeroso Abenámar, mantenedor de aquella sortija, venía a tomar su
puesto, y su entrada fue de esta manera: primeramente cuatro hermosas
acémilas de recámara, todas cargadas de lanzas para la sortija, con sus
reposteros de damasco verde, todos sembrados de muchas estrellas de
oro, y pretales de cascabeles de plata, y cuerdas de seda verde.

Estos fueron con hombres de a pie y de a caballo, sin detenerse hasta
donde estaba la tienda del mantenedor, y allí junto fue armada otra muy
ricamente aderezada de libreas verdes y rojas, con muchos sobrepuestos
de plata, todos con plumas blancas y amarillas: venían quince de una
parte, y quince de otra, y al fin de todos ellos, y enmedio, venía el
animoso y valiente Abenámar con un vestido de brocado verde, labrado a
muchísima costa, y marlota y capellar de inestimable valor y aprecio,
y traía una yegua rodada; los paramentos y guarniciones de ella
eran del mismo brocado verde, testera y penacho muy rico de verde y
encarnado.

Llevaba el gallardo mantenedor sembradas muchas estrellas de oro
finísimo por todas las ropas y vestiduras, y en el lado izquierdo sobre
el rico capellar un sol muy resplandeciente, con una letra que decía:

      Solo yo, sola mi dama;
    ella sola en hermosura,
    yo solo en tener ventura
    más que ninguno de fama.

Esta misma letra se divulgaba por la plaza.

Después del valiente Abenámar venía un rico carro triunfal, adornado de
muchas señas; traía hechas en él seis gradas muy bien aderezadas, y por
encima de la más alta grada había un arco triunfal de extraña hechura,
y debajo de él una rica silla, y en ella sentado y puesto el retrato de
la hermosa Fátima. Estaba tan perfecta, que si su original no estuviera
con la reina, dijeran que era ella.

Causaba espanto ver el adorno y gala del retrato, que no había dama que
no la envidiase, ni caballero que no la pretendiese. Era el vestido
turquesco, de muy extraña y vistosa hechura, la mitad pajizo y la otra
mitad morado, y todo sembrado de estrellas de oro, y con muchos tejidos
y recamados de oro.

El tocado artificioso y galán, sus cabellos sueltos, como una madeja
de oro de Arabia; sobre ellos una hermosa guirnalda de rosas blancas,
y tejidas muy al natural; sobre su cabeza parecía el dios de Amor,
niño y desnudo, con sus alas abiertas y plumas de mil colores, poniendo
la guirnalda a la bella imagen; y a los pies de ella estaba el arco y
aljaba de Cupido, como por despojos del rendido. De esta suerte iba el
bello retrato de la hermosa Fátima, que agradaba mucho su vista a todos.

El carro en que iba tiraban cuatro yeguas, más albas que la nevada
sierra. Después del carro iban treinta caballeros de libreas verdes y
encarnadas, con penachos de las mismas colores.

De la forma dicha entró el bravo y valiente Abenámar, mantenedor de
la justa, y al son de los ministriles y otros instrumentos músicos
que llevaba, dio vuelta por la plaza nueva, pasando por debajo de
los miradores del rey, quedando admirado él y los caballeros de la
gallardía, invención y traza.

Así como llegó el carro a los miradores de la reina, ella y las damas
se admiraron de ver la belleza, adorno y galas de la efigie de la
hermosísima Fátima, y cuán natural era a su señora.

Fátima estuvo junto a la reina, y con ella Daraja, Sarracina, Galiana,
Celima, Cobaida, y otras damas, cifra de la hermosura, y alegrándose de
ver la invención que Abenámar traía, la dijeron:

--Por cierto, hermosa Fátima, que si como lleva la ventaja vuestro
galán y defensor caballero a todos los demás en industria, cifra y
galas, la lleva en defenderos, y alcanzar el premio de la victoria, que
os podéis tener por la más dichosa y bien afortunada dama del mundo.

Fátima, disimulando lo posible, respondió a las damas:

--No sé yo con qué intento ha hecho Abenámar lo presente; pero si bien
advertís, son novelas de caballeros, y por esta vía querrían obligarme:
no me da cuidado ninguno, ni es cosa que me toca; y poco se me da que
me defienda o no.

--No sin misterio --dijo Jarifa-- el caballero Abenámar se ha puesto
a hacer tal desafío a todos los caballeros enamorados, y a sacar tu
retrato.

--Este motivo de Abenámar --respondió la hermosa Fátima-- él solo
lo entiende, y cada uno hace y deshace a su gusto: si no, mira a
Abindarráez, que por ti, y por lo que a él le está bien, tiene hechas
cosas muy dignas de memoria.

--Lo de Abindarráez para conmigo --dijo Jarifa-- es cosa muy pública,
y saben todos los de la corte que es mi amante; pero ahora lo de
Abenámar nos parece a todas cosa muy nueva; y cierto que me pesaría si
Abindarráez y Abenámar fueran competidores.

Dijo Fátima:

--Y que lo sean, o no, ¿qué se te da a ti?

--Dame pena --respondió Jarifa-- que tu retrato, que hoy ha entrado con
tanto adorno, viniese a mis manos.

--¿Pues por tan cierta tienes la victoria de parte de Abindarráez
--dijo Fátima-- que ya me tienes por tuya? Pues no tengas tanta
confianza en tu amante caballero, que el que hizo un desafío general,
ha hecho tantos gastos, y se ha esmerado tanto en la efigie, sabrá muy
bien defender su partido, y al fin son casos de la fortuna, sujetos a
ella.

La reina que estaba oyendo las disputas de las damas, les dijo:

--¿De qué importancia es tratar cosas de que se saca poco fruto? Ambas
sois iguales en hermosura, hoy veremos quién lleva la palma, y gloria:
cese esa plática, y atiéndase al fin de la aventura.

Con esto dieron fin a sus razones, y mirando a la plaza, vieron como
Abenámar habiendo dado vuelta a toda ella, llegó a la tienda, y
habiendo puesto su precioso carro junto del aparador, donde estaban
muchas y muy ricas joyas, mandó poner el retrato de la hermosa Fátima
al son de muchas dulzainas y ministriles, con que recibieron todos
mucho gusto. Luego se apeó del caballo, y dándoselo a sus criados, se
sentó a la puerta de su tienda en una muy rica silla, aguardando que
entrase algún caballero aventurero. Todos los caballeros que habían
acompañado al esforzado Abenámar, se pusieron a una parte, haciendo
todos una larga y vistosa carrera.

Estando ya los jueces puestos en un tablado, en lugar y en parte que
pudiesen muy bien ver correr las lanzas, aguardaban todos que entrase
algún aventurero. Los jueces eran dos caballeros Zegríes muy honrados,
dos Gomeles y un Abencerraje llamado Abenámar. Este era alguacil mayor
de Granada, oficio y cargo que no se daba sino a caballeros de gran
cuenta y valor.

No tardó mucho de oírse un grande ruido de música de añafiles y
trompetas, y mirando hacia la calle de los Gomeles, vieron desembocar
por ella una bizarra cuadrilla de caballeros, con librea de damasco
encarnado y blanco. Los penachos y plumas eran blancas y encarnadas.

Pasada la cuadrilla, iba un caballero en un caballo tordillo, vestido
a lo turquesco, paramentos y cimeras de brocado encarnado, con todas
las bordaduras de oro, y penacho de las mismas colores. La marlota y
capellar sembrada toda de mucha pedrería de inestimable valor.

Así como lo vieron, fue de todos conocido que era el fuerte y bravo
Sarracino.

Tras él venía un carro labrado a mucha costa, encima del cual se hacían
arcos triunfales de extraño artificio, en los cuales estaban pintados
los asaltos y escaramuzas, que habían pasado entre moros y cristianos
en la vega de Granada, entre las cuales estaba la batalla tan reñida
que pasó entre el valiente y valeroso mancebo Garcilaso de la Vega, y
Audalá, moro de gran fama, sobre el AVE MARÍA, que llevaba escrita en
la cola del caballo: tan naturales parecían en la pintura, que era cosa
muy peregrina.

Debajo de los cuatro arcos triunfales le hacía un trono en redondo, que
por todas partes se podía bien ver era de blanco y finísimo alabastro,
y en él entretalladas muchas y diferentes labores. Iba puesta encima
del trono una imagen muy hermosa, vestida de brocado azul, con muchos
recamados de oro; todo ello de mucho precio y estima. A los pies de
la bella imagen muchos militares despojos y trofeos, y el Niño Amor
vencido y arrodillado ante ella, quebrando su arco y rota su aljaba,
tirando la imagen a todas partes las saetas, y denotando que a todos
hería de amores.

El bravo Sarracino llevaba una divisa de un mar, y en ella un peñasco
combatido de muchas ondas, y una letra que decía:

    Tan firme está mi fe como la roca,
    Aunque el viento y el mar siempre la toca.

Esta letra se extendía por toda la plaza, para que a todos fuese
manifiesta.

Así entró el valeroso Sarracino con su carro, no menos rico y costoso
que el del mantenedor Abenámar, al cual carro tiraban cuatro caballos
bayos, muy briosos y ricamente enjaezados: y así con solemne música dio
vuelta el bravo Sarracino a la plaza, dando a todos los que le miraban
muy gran contento.

Luego conocieron todos el retrato, que era de la bellísima Galiana.
Decía todo el vulgo: «Bravo competidor tiene el mantenedor.»

La reina, admirada de la singular destreza del artífice que retrató
aquel bello trasunto, y cuán natural estaba con su original, se volvió
a Galiana, y la dijo admirada:

--Secreto estaba este negocio para conmigo, no me podrás negar ahora de
tus amores: bizarro y galán caballero has escogido. No le faltaba nada
de esto a Abenámar, pero en este caso no hay que disputar por ser de tu
gusto.

Galiana disimulando calló. El rey dijo a los caballeros:

--No es posible sino que hoy hemos de ver cosas dignas de memoria,
porque el mantenedor es muy esforzado y los aventureros valerosos, que
cada uno ha de procurar alcanzar la victoria, por defender su dama, y
por ganar el premio del contrario.

Y mirando hacia Sarracino, vieron como después de haber dado la vuelta
por la plaza, mandó arrimar su carro a un lado de ella, y paseándose se
fue a la tienda del mantenedor, y le dijo:

--Caballero, ya sabrás a qué es mi venida, y te prometo que cada
instante se me hace un siglo hasta correr las tres lanzas puestas;
porque entiendo por muy cierto que ha de gozar mi adorada dama el
retrato de la tuya y la estimada cadena. Si mi desgraciada suerte
tuviere ordenado que pierda el retrato de mi señora, llevarás junto con
él esta preciosa manga, labrada por mi dama, la cual tiene de valor
cuatro mil doblas.

Era así que tenía aquel valor, porque estaban bordados todos los
extremos de alfójar, perlas y pedrería, y por ella se dijo este

ROMANCE.

      En el cuarto de Comares
    está la hermosa Galiana,
    con estudio y gran destreza,
    labrando una rica manga
      Para el fuerte Sarracino,
    que por ella juega cañas:
    la manga es de gran valor,
    que precio no se le halla.
      De alfójar y perlas finas
    la manga iba esmaltada,
    con muchos recamos de oro,
    y lazos finos de plata;
      De esmeraldas, y rubíes
    por todas partes sembrada.
    Muy contento vive el moro,
    con el favor de tal dama;
      La tiene en el corazón,
    y la adora con el alma:
    si el moro mucho la quiere,
    ella mucho más le ama;
      Pues si el moro es de tal suerte,
    bien merece Galiana,
    que era la mora más bella,
    que en muchas partes se hallaba.
      Muchos moros la sirvieron,
    nadie pudo conquistarla,
    sino el fuerte Sarracino,
    que ella de él se enamoraba,
      Y por sus tiernos amores
    dejara los de Abenámar:
    contentos viven los dos
    con colmadas esperanzas,
      Que se casarán muy presto
    con regocijo y con zambra;
    porque entiende el rey en ello;
    y tiene ya la palabra
      Del alcaide de Almería,
    que es padre de Galiana;
    y así en Granada se dice,
    que se casarán sin falta.

Finalmente, la manga no tenía precio su valor, y el fuerte Sarracino
confiado en su gallardía y destreza, quiso poner la manga en ventura de
perderla, no considerando el bravo competidor que tenía delante.

El cual, así como oyó hablar a Sarracino, dijo que aquel era el premio
del vencedor, corriendo tres lanzas mejores que el contrario; y si lo
vencían perdía su fama y joyas.

Y diciendo esto, pidió que le diesen un caballo de ocho que tenía
enjaezados, como se ha dicho, y tomando una gruesa lanza de sortija,
se fue paseando por la carrera con tal donaire y brío, que a todos los
que le miraban les daba gran contento.

Y viendo la bizarría que tenía, dijo el rey a los caballeros:

--No se niegue el buen parecer y postura que tiene Abenámar a caballo:
Sarracino también es buen caballero, y hoy veremos quién lleva la palma
del vencimiento.

A la sazón llegó al cabo de la carrera Abenámar, y haciéndole dar a su
caballo una vuelta en el aire, dio un brinco muy alto, y luego salió
como un rayo, y en medio de la carrera tendió su lanza con un donaire
gracioso, y llegando a la sortija, dio por el extremo de arriba, y por
muy poco no se llevó la sortija en la punta de la lanza; y no valía
nada la que no se llevaba la sortija dentro del hierro, ni se podía
ganar el premio si no era de esta manera.

Y deteniéndose miró a ver la suerte que haría el venturoso Sarracino,
el cual estaba muy confuso y descontento, habiendo visto el golpe que
había hecho el valeroso Abenámar, y mostrando buen ánimo, confiado en
su mucha destreza, tomó una lanza, y poniéndose en la carrera arrancó
con tanta velocidad, como si fuera una bala despedida de una culebrina
por la gran violencia de la encendida pólvora, y tendiendo la lanza la
llevó tan seguida, que la metió por medio de la sortija, y se la llevó
dentro de la lanza.

Toda la gente que estaba mirando la justa dieron muy grandes voces,
diciendo:

--Abenámar ha perdido; su retrato y cadena la ha ganado el vencedor
Sarracino, porque la fortuna le ha sido muy favorable, y está de su
parte la victoria.

Cuán ufano quedó Sarracino con la algazara que levantaron todos, no se
puede encarecer, porque ya se consideraba poseedor de los premios del
vencido; y así dijo, que le entregara el retrato y la cadena, pues la
había ganado.

Mas el valeroso Muza, que era padrino del mantenedor Abenámar, replicó
que no había ganado, porque eran tres lanzas las que habían de correr,
y faltaban las dos. El padrino de Sarracino, que era un caballero
Azarque, dijo que era ganado el premio con aquella lanza; y todos
daban voces, cada uno alegando su derecho.

Los jueces mandaron que callasen, que ellos lo determinarían, y fue
determinado que no había ganado Sarracino, atento que le faltaban dos
lanzas que correr.

Sarracino estaba ardiendo en viva cólera, porque no le daban los
premios ya ganados por la voz del pueblo, y más se encolerizó cuando
sentenciaron que aún no había ganado. No estaba con menos cólera
Abenámar que Sarracino, por haber perdido la primera lanza, y porque el
vulgo le había dado el lauro a Sarracino.

Quien en estos debates mirara a Galiana, viera en su rostro una mudanza
extrañísima de alegría que tenía por la desgraciada suerte que había
tenido en la primera lanza el valiente Abenámar; y lo contrario se
viera en Fátima por la buena suerte de Sarracino, aunque con discreción
disimulaba su pena, pero no tanto que no se sintiese.

Y Jarifa, como dama en quien había tanta discreción, le dijo a Fátima:

--Amiga, mal le va a vuestro caballero y galán Abenámar: si así es
hasta el fin, no le arriendo la ganancia.

--No tengo cuenta con eso --respondió Fátima--; pero si ahora le ha ido
mal, podrá ser que le vaya bien después, y tanto que te pese, lo cual
veremos al fin.

--Bien dices --dijo la hermosa Jarifa--, y eso aguardo; pero cree que
los buenos principios siempre traen buenos fines.

--Eso niego --dijo Fátima--, y espero que me dirás que tengo razón,
por este símil. Bien has visto y oído que un enamorado galán, en las
primicias de sus amores, sirve a su dama con gran cuidado, siendo
puntual en darla gusto, en regalarla, en darla músicas, en rondarle
la casa, y en idolatrarla. Hácele mil promesas, que mientras más
fuere, más la servirá y querrá, y que tan imposible será el dejar de
quererla, como dejar el sol de calentar en el estío, y querer arrebatar
con la mano la luciente luna de su lugar, y otros muchos imposibles
que dicen, y sobre todo, el casarse con ella, todo con motivo y
fundamento de gozar la dama a quien desea. La inocente, obligada con
obras y promesas, entrégale su libertad, y viene en su deseo y gózala.
¿Aquestos son buenos principios, Jarifa?

Ella respondió:

--Sí.

Dijo Fátima:

--Pues apenas ha gozado la rendida dama el fraudulento amante, cuando,
porque pasando un caballero por su casa le quitó el bonete por
cortesía, dicen luego que es su galán, y que no se admiran, que quién
entregó su honor a él, lo entregará a muchos; no queriendo admitir el
perverso y fementido amante, que debajo de sus promesas y juramentos
se le rindió la desdichada dama. Mira, Jarifa, cuánta es la malicia de
los que esto usan, y traen por flor, que por solo que le dio algún rayo
del sol en su balcón, desisten de la amistad de la recogida dama, y
la dejan burlada, presa de amor, y deshonrada, por cuya causa viene a
tener desastrado fin. ¿Son estos buenos fines?

--No por cierto --dijo Jarifa--, y confieso ser así lo que dices, y
así pasa hoy en el mundo, y yo conozco algunas señoras pobres, cuya
hermosura han gozado algunos caballeros, y solo por ser pobres las
han dejado, y están arrinconadas y perdidas para siempre; por lo que
debemos las doncellas escarmentar en cabeza ajena, y no creer a nadie
de ligero, sino ir con el gusto de nuestros padres. Y si te parece
miremos a los competidores.

Y mirándolos, vieron como Abenámar tomó otro caballo y lanza, y aunque
disimuló, ardiendo en cólera por la mala suerte pasada, arrancó a toda
furia, y tendiendo la lanza la llevó derecha como una bala, y pasando
por la sortija como un pensamiento, se la llevó dentro de la lanza.

La gente dio gran gritería diciendo:

--El mantenedor va victorioso.

Sarracino dio la carrera con muy gran desenfado y gallardía, y
enristrando su lanza con cuidado, tocó un lado de la sortija, y no hizo
efecto ninguno.

Abenámar dijo a Sarracino:

--Caballero, otra carrera nos queda para que concluyamos nuestro
pleito; concluyámoslo luego.

Y diciendo esto pidió una lanza, y en dándosela se fue poco a poco,
y puesto en la carrera, la dio con la lanza tan bien puesta, que
embocándola por la sortija, se la llevó dentro.

Entonces fueron las voces de toda la gente más levantadas de punto,
diciendo:

--Ganado ha el mantenedor sin duda; suyo es el retrato hermoso de
Galiana y la rica manga.

Bien se aparecía en Galiana el sentimiento que en su alma había, por la
poca esperanza que tenía de que su enamorado Sarracino ganase. El cual
se puso en la carrera, y al llegar a la sortija dio con la punta de la
lanza en un extremo, que con el gran movimiento cayó en el suelo.

En parando el caballo del animoso Sarracino, fue llamado por los
jueces, y le dijeron que había perdido el retrato de su dama y la rica
manga. El moro respondió:

--Si ahora en juego he perdido, en escaramuzas sangrientas ganaré.

Abenámar, que con él estaba picado por lo que ya hemos dicho, respondió
que si por vía de escaramuza entendía cobrar algo de lo perdido, que le
avisase si quería luego cobrarlo, o que se quedase para cuando hubiese
ocasión, que él le cumpliría de justicia a medida de su deseo.

Los jueces y padrinos los apaciguaron, y no consintieron que se tratase
más en aquel caso. Sarracino salió de la plaza junto con los caballeros
que le acompañaron. Abenámar mandó poner los ricos despojos a los pies
de Fátima, su señora, sonando al ponerlos muchos instrumentos músicos.

El gozo y alegría que sintió la discreta y hermosa Fátima fue grande,
por la alcanzada victoria; y más cuando vio a los pies de su retrato
trofeos tan ricos y estimados.

Mas todo este regocijo lo celebraba entre sí, por disimular el mucho
amor que tenía a su querido Abenámar, porque ella no quería que con
demasiada certidumbre supiesen lo que sospechaban; en lo cual era muy
diferente en el gusto que las otras damas de palacio, que se holgaban
siempre de que sus negocios se supieran.



CAPÍTULO X.

_Que declara el fin que tuvo el juego de la sortija, y el desafío que
hubo entre el moro Albayaldos y el maestre de Calatrava._


Ya se ha dicho como Sarracino salió de la plaza lleno de coraje por
haber tenido tan mal suceso en el juego de la sortija; y lo que más
sentía, era haber perdido el hermoso retrato de su señora.

Entrando en su casa se despidieron de él todos los caballeros que le
habían acompañado, y él muy airoso se despidió de todos, y se apeó
del caballo, se quitó la cimera y plumas, y toda la librea, y con
iracunda cólera dio con todo en el suelo; y se subió a un aposento, y
recostándose en su cama empezó a quejarse de su corta ventura, y contra
sí decía:

--¿Di, bajo caballero, ruin y de poco valor, qué cuenta darás a tu
señora Galiana de su hermoso retrato y rica manga, perdido todo por tu
poco esfuerzo y destreza? ¿Con qué rostro, di, osarás parecer en su
presencia? ¡Oh Mahoma traidor, porfiado y engañador! En el tiempo que
habías de favorecer mis esperanzas me faltaste. Di, enemigo falso, ¿no
te acuerdas que te prometí hacer toda tu efigie de oro, y de quemar en
tu mezquita gran cantidad de incienso si me dabas victoria este día?
¿Pues por qué me la negaste? Pero bien entiendo de cierto que no tienes
ningún poder. Mas, vive Alá, que por vengarme de ti me tengo de tornar
cristiano, y he de seguir aquella santa ley, y dejar tu falsa secta,
que por aquí se salvará mi alma perdida.

Estas y otras muchas cosas decía Sarracino, consolándose con su buen
propósito.

Galiana sintió mucho la desgraciada suerte de su querido amante, y se
le echaba bien de ver, pero con su discreción lo disimulaba, hablando
con la reina y las damas, las cuales la consolaban diciendo que no
porque su amante hubiese perdido su retrato, quedaba cautiva; que se
riese de todo.

--Ninguna pena tengo de eso --dijo Galiana--, porque son aventuras de
caballeros.

Y aunque decía esto, tenía en su alma una mortal envidia, y entre sí
decía: «¡Ay, Abenámar victorioso, y cómo ahora te vengarás a gusto
en mi retrato de la ingratitud que contigo usé, y cuán vana y gozosa
estará tu dama con los vencidos despojos!» Celima la consolaba de
secreto, diciéndola que no diese nota de sí con extremos, porque no
fuese sentida de la reina y de sus damas. Galiana disimuló cuanto pudo
su dolor y pena, y procuró desecharla.

Estando en esto, se oyó un ruido por toda la plaza, y mirándola toda,
vieron que entraba por la calle de Elvira una gran serpiente, echando
de sí mucho fuego; tras ella venían treinta caballeros ricamente
vestidos de una librea blanca y morada, con penachos de la misma color
ellos y sus caballos.

En medio de todos venía un caballo sin jinete, con cubiertas y
guarniciones de brocado morado y blanco; también venía una sonorosa
música de ministriles y dulzainas.

La serpiente dio una vuelta a toda la plaza, y enfrente de los
miradores del rey y de la reina, y de los caballeros y damas, se paró,
echando por la boca y oídos muchísimo fuego.

Era grande el estrépito que hacían los cohetes y ruedas con invenciones
de fuego, que por la boca salían; y con el artificio que tenía la
sierpe mediante el fuego que la quemó toda, se abrió por medio, y
pareció un caballero vestido de brocado morado y blanco, con muchos
recamados de oro; el penacho era de plumas blancas y moradas.

Con él estaban cuatro salvajes muy al natural, los cuales tenían una
rica silla guarnecida de terciopelo morado, y la clavazón de oro, en la
cual estaba el retrato de la hermosa Jarifa, que fue luego conocido, y
el caballero ser Abindarráez.

El retrato estaba vestido de brocado blanco y morado, de luceros de
oro, las orlas bordadas de oro y plata, con un tocado vistoso. Estaba
tan natural el retrato, que era muy semejante al original.

El rey y la reina, y todas las damas miraron a Jarifa, que con una
honesta vergüenza se encendió el rostro, lo que aumentó su hermosura, y
la reina la dijo:

--Llegado ha, Jarifa, la hora en que se ha de ver el esfuerzo de
vuestro amante, y si alcanza victoria del vencedor Abenámar.

--Haga la fortuna lo que quisiere --dijo Jarifa--, que tan buen rostro
haré a lo uno como a lo otro.

Y con esto cesaron, por ver lo que haría el valiente Abencerraje.

El caballero pidió luego su caballo, y traído subió en él, y fue dando
vuelta a la plaza, acompañado de sus caballeros, llevando en medio a
los salvajes que llevaban la silla, y en ella el retrato de la hermosa
Jarifa, que a todos admiraba su hermosura y maravilloso adorno; y en
llegando adonde estaba el invencible Abenámar, se arrimaron los cuatro
salvajes a los dos carros triunfantes que estaban junto al aparador
de las joyas preciosas y ricas, y levantando estos la rica silla en
una parte muy alta, la pusieron sobre sus hombros, porque el hermoso y
bello retrato fuese bien visto de todas.

El valiente y esforzado Abindarráez se llegó al fuerte mantenedor, y le
dijo:

--Vencedor caballero, ¿sois servido que corramos tres lanzas con las
condiciones que están dichas?

El valiente y esforzado Abenámar le dijo:

--Para eso estoy aquí.

Y tomando al instante una lanza, lozaneando su caballo se puso enfrente
de la carrera, y corrió tan bien, que llevó la sortija dentro de la
lanza, y volviéndose, la mandó poner en su mismo lugar.

No se espantó ni admiró Abindarráez de aquello, antes cobró un nuevo
ánimo, y puesto en la carrera, fue tal y tan seguida su lanza, que en
el hierro de ella quedó metida la sortija. La gente toda movió gran
ruido y vocería; mas luego se puso en silencio por ver el fin de las
otras dos lanzas.

El mantenedor muy enojado por el buen suceso de su contrario, tornó
a la carrera, y fue con tal brío y tan buen pulso en la mano, que se
llevó segunda vez la sortija en la lanza. El bravo Abindarráez hizo lo
mismo en la segunda carrera.

Levantose gran gritería, y todos decían:

--No hay ventaja del mantenedor al aventurero; iguales son en todo.

Grandes eran los temores de las hermosas moras Fátima y Jarifa, por no
saber quién había de ser el vencido, estando su buena o mala suerte en
la lanza que faltaba, aunque ambas estaban confiadas en el esfuerzo y
valor de sus amantes.

El animoso Abenámar tomó otra lanza, y con mucho donaire se volvió a
llevar la sortija con no poco contento suyo y de su señora Fátima, la
cual habiendo visto el buen suceso y ventura de su amante, no cabía
de contento; y mirando a Jarifa, la vio robado el color hermoso de su
rostro, y viéndola así, dijo Fátima:

--Hermana Jarifa, mal has cumplido la palabra que dijiste a la reina mi
señora, pues si te acuerdas, diciéndote que era llegado el tiempo en
que se había de ver el esfuerzo de tu caballero en alcanzar victoria,
respondiste que tan buen rostro harías a lo uno, como a lo otro: ¿cómo
tan presto te se mudan los colores? Consuélate, que será posible le
suceda bien en la lanza venidera.

--En duda pongo eso --dijo la reina--, y a maravilla tendré que
Abindarráez lleve la sortija.

Y mirando, vieron cómo partió, y dio al soslayo la lanza en la sortija.
Luego se oyó acordada música del mantenedor en señal del vencimiento.

Llamaron a Abindarráez los jueces, y le dijeron que ya sabía como había
perdido, que entregase el retrato al vencedor. Él dijo:

--Pues si es así, entréguese en él, que bien sé que hoy le favorece la
fortuna y a mí me ha sido adversa; y lo que me consuela es que ha sido
mi pérdida en juego, no en escaramuza ni pelea.

Mas aunque decía esto Abindarráez, le quedaba otra cosa en su pecho,
que no quisiera haber perdido el retrato de Jarifa por cuanto había
en el mundo. Luego se puso el retrato de Jarifa a los pies de Fátima,
sonando la música del mantenedor.

La reina, viendo poner el retrato, dijo a la hermosa Jarifa:

--¿Estás satisfecha que el retrato de Fátima no vendría a tus manos?
¿No te decía yo, que no hablases de confianza? Pues mira tu retrato
a los pies de Fátima. ¿No sabes que Abenámar es uno de los buenos
caballeros de la corte, y que Abindarráez ni algún otro caballero no le
llevarán ventaja? Y si no atiende, y verás cómo no han de ser solos los
retratos que ahora están rendidos.

--Basta --dijo Jarifa--, que la ventura de Abindarráez ha sido corta
en esto, y consuélome con que en otras ocasiones ha sido muchas veces
victorioso.

Abindarráez se salió de la plaza, llevando consigo todos los de su
guarda, y a los cuatro salvajes; y antes que saliese le mandaron llamar
los jueces para darle joya por galán y buena invención, y vuelto, uno
de los jueces, que fue Abencerraje, descolgó dos ajorcas de oro, de
precio de doscientos ducados, y se las dio.

Abindarráez las tomó con mucha alegría, y las puso en la punta de la
lanza al son de sus músicos, y fue bien acompañado a los miradores de
la reina, y haciendo la debida reverencia, rindió la lanza hasta donde
estaba su señora Jarifa, y la dijo:

--Dama hermosa, teniendo presente el original, no me da mucha pena la
ausencia del referido retrato: yo hice lo posible, la fortuna me fue
contraria, y esto no porque en vuestra hermosura haya defecto, sino en
ser juego, no en fuerzas. De invención y de galán se me dio esta joya;
sed servida de recibirla, aunque no sirva sino de memoria de que no os
defendí como debiera.

Jarifa, riéndose, tomó las ajorcas y le dijo:

--Con esto me consuelo, porque lo habéis ganado por galán, y por
invención mejor; y pues se perdió el retrato, me alegro de que cayó en
tales manos, que le tratarán como quien son.

Fátima quisiera responder, y no pudo, porque entró en la plaza una
grande peña, tan natural como si fuera quitada de una sierra, cubierta
de muchas y diversas yerbas y flores, y dentro sonaba gran suavidad de
música.

Al derredor de la peña venían doce caballeros de librea de brocado
pardo, con grandes cuchilladas, y por ellas se aparecía un forro de
brocado verde, que lucía y campeaba mucho por la ropa parda y oscura.
Los extremos de las cuchilladas estaban tomados con lazadas de oro con
unos ramillos a modo de caracol. Las sobreseñales, penachos y testera
eran de plumas verdes y pardas.

Atentos estuvieron todos en la peña, por ver el fin de la aventura,
la cual en confrontando con los miradores del rey y de la reina, se
detuvo, y vieron cómo se apeó del caballo uno de los doce caballeros, y
era el más galán, y más bien dispuesto de todos; y luego fue conocido
que era el valeroso Reduán, y se holgaron mucho los que le miraban,
viendo su buen talle, gracia y disposición; y mirando lo que haría,
vieron que echó mano a un alfanje damasquino, y embistiendo con la
peña, la daba grandes golpes; y en la parte que daba abrió una terrible
y espantosa boca, y por ella salían muchas bombas de fuego, y tanto,
que le convino retirar a su caballo, porque era el incendio mucho.

Y siendo ya consumido el fuego, por la boca donde salía brotó cuatro
demonios muy ferocísimos, cada uno con una honda de fuego en la mano, y
todos con mucho ánimo embistieron con el esforzado Reduán; pero el buen
caballero peleó con ellos con mucho valor, de suerte que los encerró en
la peña.

No bien hubieron entrado, cuando salieron cuatro salvajes con unas
mazas en sus manos, y comenzaron a pelear con Reduán, y él con ellos, y
en un instante fueron vencidos los salvajes, y entrolos por fuerza en
la peña, y Reduán con ellos.

En entrando dentro fue cerrada la boca de la peña; luego se oyó
mucho ruido y estruendo de pelea; y en cesando oyeron una música tan
agradable y suave, que se suspendieron los sentidos de los oyentes a la
dulce armonía.

No tardó mucho en abrirse la boca de la peña, y por ella salió el
vencedor Reduán con los cuatro salvajes, los cuales traían un arco
de oro, tan industrioso, que admiraba, y talladas muchas historias
antiguas y modernas, y debajo del arco puesta una silla de marfil, y
en ella sentado un retrato de una bellísima dama, vestida de brocado
azul, forrado todo de tela naranjada. El tocado era curioso, puesto a
lo greciano.

Fue muy notado el artificio de todos, y más la suma belleza del
retrato; y fue conocido que era Lindaraja, dama Abencerraje, cuya
hermosura pudiera competir con la de las tres diosas de la discordia de
la manzana, y sin duda que Paris sentenciara en su favor.

Tras del retrato venían todos los músicos tañendo y cantando
dulcemente, y luego venían los demonios atados en una cadena. Fue una
cosa que a todos puso grande admiración.

Habiendo salido toda esta compañía de la peña, comenzó a disparar de
sí mucho fuego, con el cual fue toda consumida: luego se le dio un
fuerte caballo a Reduán, y con ligereza subió en él; y dando vuelta a
la plaza, hizo su acatamiento al rey, a la reina y a las damas, y en
llegando a la tienda del mantenedor le dijo:

--Aunque la condición puesta es de correr tres lanzas, si sois servido
corramos solo una, y en esa se concluya el premio de las tres.

--Si es ese vuestro gusto, dijo Abenámar, yo soy contento de dároslo.

Y dicho esto tomó una buena lanza, y paseándose se puso en la carrera,
y partiendo como una saeta, dio un bote de lanza en el extremo de la
sortija, por la parte de arriba en derecho, que aunque no se la llevó,
fue muy buena suerte, y dificultosa de ganar.

Volvió paseándose a su tienda, para desde allí ver la suerte que hacía
su contrario, el cual tenía ya una muy gruesa lanza, y estaba en la
carrera, y diola con gallardo aire y brío, y al dar el golpe fue más
galán que venturoso, porque erró la sortija y fue por alto la lanza; y
pesándole mucho por haberle salido su pensamiento tan incierto, volvió
diciendo:

--Tan desgraciado soy en lo uno como en lo otro.

Los jueces le dijeron:

--Perdido habéis, caballero, mas por vuestra extremada invención y
mucha gala, llevaréis premio.

Fuéronle dadas unas arracadas turquescas de oro de Arabia, de valor de
doscientas doblas por la mucha hechura que tenían.

El arco triunfal de cuatro partes hecho, y la silla con el retrato de
Lindaraja, fue puesto a los pies del triunfante y victorioso retrato
de la hermosa Fátima, que no poco alegre y contenta estaba con la
buena ventura que su caballero había tenido, y muy envidiosas Jarifa y
Galiana en ver tantos trofeos a los pies de la efigie de Fátima.

El gallardo y animoso Reduán tomó las arracadas con disimulación de su
tristeza, y poniéndolas en la punta de la lanza, siendo acompañado de
muchos caballeros y música, las llevaron a los miradores de las damas
donde estaba la hermosa Lindaraja, y alargando la lanza le dijo:

--Servíos, señora, de recibir este pequeño don, aunque me cuesta caro;
pero no mirando mi poca suerte en lo que toca al juego de sortija, sino
al grande deseo que tuve de haceros triunfadora de todos los despojos:
mas la fortuna está hoy de parte de Abenámar, y así no soy culpado.
Recibid, bella señora, las joyas por oprobio mío, para que cada vez que
yo las vea en vuestro poder, traiga a la memoria cuán mal os defendí.

--Uso es de damas --respondió la discreta Lindaraja--por cortesía
recibir lo que se les da, y por ser costumbre por eso las recibo; pero
sabe, caballero, que me ha pesado que sin mi consentimiento hayáis
sacado mi retrato; y pues que no hubo voluntad mía, no tengo por
pérdida la vuestra, ni reconozco ventaja a la Zegrí Fátima, porque soy
Lindaraja Abencerraje.

Y diciendo esto tomó las joyas de la punta de la lanza, haciendo la
debida cortesía a su galán.

Bien quisiera replicar Reduán, y poder responder a su señora; pero
hubo mucho alboroto, porque vieron entrar una galera, que parecía ir
navegando con el trinquete.

La chusma iba bogando, y parecían dividirse en cuatro cuarteles,
vestidos de colores, uno de damasco verde, otro de morado y otro de
azul. La palamenta, árboles y entenas iban doradas, la proa hecha de
plata con sus barandillas torneadas, muy curiosamente obradas.

Traía tres fanales de oro, el espolón era de plata, las velas de
brocado blanco con fleco de oro y seda, y muchos gallardetes, flámulas
y barandillas de diferentes colores. La divisa de la galera era
un salvaje desquijarando un león, divisa antigua de los valientes
Abencerrajes. Los marineros y proeles venían vestidos de rico damasco,
tejidos y guarniciones de finísimo oro. Las jarcias eran de seda
morada.

Traían curiosamente hecho en el espolón un mundo de cristal, y en
círculo una faja de oro y unas letras que decían: _Todo es poco_;
bravo blasón, y solo digno del grande Alejandro o de César, aunque
les vino notable daño al linaje de los Abencerrajes, del cual venían
treinta caballeros mancebos dentro de la galera con libreas de brocado
encarnado y blanco, con recamos y tejidos de oro.

El capitán era un caballero llamado Abin-Hamete, vestido de trajes muy
ricos. Venía arrimado al estanterol, el cual era de oro de martillo.

De esta manera entró la bizarra galera en la plaza, y llegando
enfrente de los miradores reales disparó el cañón de la crujía y todas
las demás piezas con tal violencia que parecía estar batiendo los
miradores. Acabadas de disparar las piezas, comenzaron cien arcabuceros
a escaramucear unos con otros, que parecía ser batalla formal.

Al disparar la galera su artillería, respondió con la suya la Alhambra
y Torres-Bermejas. Era tanta la artillería y arcabucería, que parecía
batirse la ciudad; y admirados todos de la brava y costosa invención,
decían que no se había hecho tal entrada como aquella.

De mortal rabia y envidia ardían los Zegríes y Gomeles en ver que los
Abencerrajes hubiesen hecho semejante grandeza como la de la galera, y
con insaciable envidia dijo un Zegrí al rey:

--No puedo entender donde han de llegar los pensamientos de estos
Abencerrajes y sus pretensiones, que tan encumbradas van, que en
cierta manera oscurecen las obras y hechos de vuestra alteza y de sus
antecesores.

--No tenéis razón --dijo el rey--, que más temido y estimado es un rey
teniendo caballeros de esfuerzo y valor en su corte y en su servicio,
que no teniendo caballeros de poca cuenta. Los caballeros Abencerrajes,
como son descendientes de reyes, son valerosos, y procuran extremarse
en todas las cosas que hacen, y a mí me parece bien.

--Bueno fuera --dijo un caballero de los Gomeles-- si sus cosas fueran
enderezadas a un llano y buen fin, pero pasan por muy alto sus altivos
pensamientos.

--Hasta ahora no han hecho cosa --dijo el rey-- que no corresponda a
nobles, ni de ellos se puede presumir que la harán, porque todos sus
fines se inclinan a virtud.

Con aquesto cesó la plática, porque la galera dio vuelta por toda la
plaza, y fueron conocidos todos los caballeros Abencerrajes, cuyas
proezas y grandes hazañas a todos eran notorias.

Llegada la galera junto al mantenedor, saltaron en tierra todos los
treinta caballeros, y fueron servidos de feroces y briosos caballos,
encobertados del mismo brocado encarnado, y adornados de penachos y
testeras riquísimas.

No hubieron los bizarros Abencerrajes saltado en tierra cuando la
galera volviendo al son de los músicos instrumentos, y disparando toda
la artillería, se salió de la plaza, y a ella respondió el Alhambra.

Ahora será bien volver al falso Reduán y a Abindarráez que todavía
estaban en la plaza por ver lo que pasaría.

Reduán estaba muy triste y muy descontento por lo que Lindaraja le
había dicho, y se llegó a Abindarráez y le dijo:

--Oh mil veces afortunado Abindarráez, cuán contento vives por saber
que tu señora Jarifa te ama, que es la mayor felicidad que puede dar
fortuna. Y yo cien mil veces desdichado, pues que sé claramente que no
me ama aquella mi dulce y bella ingrata, que hoy me ha despedido con
rigor.

--Sepamos --dijo Abindarráez-- quién es esa dama a quien estás tan
rendido, que tan mal te corresponde.

--Es tu prima Lindaraja --respondió Reduán.

--¿Pues no sabes cómo quiere y ama a Hamete Gazul, porque aquese es su
gusto, y lo sé yo mucho ha? Da orden de apartarla de tu imaginación,
porque sé de muy cierto que siembras en tierra estéril, y no has
de sacar de ella nada, dijo Abindarráez, no porque no llevas buena
insignia de tu pasión, y muy bien lo has publicado; mas no hay que
hacer caso de mujeres, porque brevemente se vuelven como la veleta a
todos vientos.

Decía esto Abindarráez sonriéndose, y de verdad, porque Reduán sacó
aquel día una avisada insignia de su pena, que era un mongibelo
ardiendo en vivas llamas, con una letra que decía así: _Más está mi
alma_.

Y viendo Reduán que Abindarráez se sonreía, le dijo:

--Bien parece que vives contento; quédate en paz, que yo ya no puedo
sufrir la pena que atormenta mi corazón afligido.

Y dicho esto picó apriesa, y se salió de la plaza con sus caballeros:
Abindarráez hizo lo mismo despidiéndose de su Jarifa.

Los treinta Abencerrajes de la galera estaban puestos en orden para la
sortija, y el capitán de ellos se llegó al mantenedor diciéndole:

--Caballero, nosotros no tenemos retratos de damas para ponerlos en
competencia; queremos solamente correr cada uno con vos una sortija,
como es fuero entre gente hidalga.

Abenámar respondió que era contento de ello, y empezando a correr su
lanza con cada uno, los Abencerrajes lo hicieron tan bien, que el
mantenedor perdió muchas joyas, las cuales dieron ellos a las damas
a quien servían: comenzaron después una escaramuza muy agradable a
la vista y dando carrera se salieron de la plaza, quedando todos muy
contentos.

En saliendo ellos entró un castillo disparando su artillería, llevando
muchas banderas y pendones, y dejándose de adentro sentir una música
agradable y deleitosa.

En la cumbre de la torre del homenaje estaba el fiero Marte, armado con
preciosas armas, un estoque en la mano derecha, y en la izquierda un
pendón de brocado verde con una inscripción formada de letras muy ricas
de oro, que contenían el elogio más pomposo de la carrera militar.

Los pendoncillos del castillo eran de brocado de diversos colores; los
de una parte verdes con flecos y cordones morados, y todos con una
misma letra, que decía así:

      No es muerte la que por ella
    se alcanza gloria crecida,
    sino vida esclarecida.

Los de otra parte eran de damasco azul con flocaduras y cordones de oro
fino, teniendo una letra que decía de esta manera:

      Cante la fama las glorias
    de Granada, pues son tales,
    que se hacen inmortales.

En el otro lienzo del hermoso castillo había tremolando otros ocho
pendones de brocado encarnado, con cordones y flocaduras de oro.

Eran de muchísimo precio y estima, y muy agradables a la vista, porque
adornaban con su hermosura el castillo, y con una letra todos, que
decía de esta suerte:

      La verdadera nobleza
    está en seguir la virtud:
    si acompaña rectitud,
    gana renombre de alteza.

En el cuarto y último lienzo del castillo había otros ocho pendones de
brocado, cordones y flecos de oro, sembrados de medias lunas de plata,
que parecían espejos mirándolas de lejos, según relumbraban, y cada uno
tenía esta letra:

      Toque la famosa trompa,
    y todo silencio rompa,
    publicando la grandeza
    de esta nuestra fortaleza,
    que sale con tanta pompa.

Si entró la galera suntuosa, no con menos aparato entró el castillo.
Ninguno podía entender de qué fuese fabricado, sino que parecía de
oro, con muchas labores y follajes, y muchas batallas, y con artificio
sonaba dentro mucha música, y muy acordadas dulzainas, ministriles
y trompetas bastardas e italianas, que era cosa de oír. Anduvo el
castillo hasta ponerse enmedio de la plaza, y allí paró.

Venían tras de él muchos caballeros vestidos de libreas costosas, los
cuales traían del diestro treinta y dos caballos, con muy ricos jaeces
y paramentos de brocado de diversos colores, como adelante se dirá.

Pues mirando al castillo, vieron que por la parte de los pendones de
brocado verde se abrió una grande puerta, y sin aquesta había otras
tres ocultas por las partes de los pendones.

Abierta, pues, la primera, salieron por ella ocho caballeros con
libreas de brocado verde, con penachos y plumas verdes. En saliendo,
les dieron ocho poderosos caballos encobertados de brocado verde, los
penachos de la testera eran también verdes; y los caballeros sin poner
pie en los estribos subieron en los caballos, y luego conocieron ser
Zegríes.

Llegáronse al mantenedor, y le dijeron:

--Mantenedor victorioso, aquí venimos ocho caballeros a probar vuestro
valor en el juego de la sortija; ¿sois contento que corramos una lanza
cada uno?

--Si ese es vuestro gusto, también lo es el mío --respondió Abenámar--,
aunque venís contra lo dispuesto por el pregón, por no traer retratos
de vuestras damas.

Y diciendo esto tomó una lanza, y se paseó muy bien; y finalmente
de los ocho Zegríes ganaron los cinco joya, y los tres no; y los
gananciosos sirvieron a sus damas con ellas, al son de diversa y mucha
música.

Luego se fueron a entrar todos ocho Zegríes en el castillo por la
puerta por donde habían salido, siendo recibidos con la música, y
disparando artillería: luego se abrió la puerta de los pendones azules,
y salieron ocho caballeros vestidos de damasco azul, sembrados con
estrellas de oro, y los penachos azules, llenos de argentería de oro
fino. Fueron conocidos estos ocho caballeros, que eran Gomeles.

Diéronseles luego caballos encobertados de librea azul, las telas y
penachos azules con adorno. Fuéronse los ocho Gomeles a la tienda
del mantenedor, y corrieron con él una lanza, como los pasados, y de
los ocho ganaron joya los tres, y dadas a sus damas, se volvieron al
castillo.

Entrados estos, salieron otros ocho caballeros por la puerta de los
pendones de brocado, y ellos vestidos de la misma librea, y con
penachos morados, y les fueron dados caballos, cubiertos de lo mismo,
e igualmente también corrió cada uno su lanza con el mantenedor,
y ganaron los siete joya; y dándolas a sus damas, se volvieron al
castillo con la autoridad que los demás. Eran estos bravos caballeros
Venegas, y muy estimados en Granada.

Por la última puerta de los pendoncillos encarnados, salieron ocho
caballeros con libreas encarnadas del mismo brocado, y con riquísimos
penachos encarnados, cuajados de toda argentería. Los caballos que les
dieron estaban encobertados del mismo brocado. Estos caballeros eran
Mazas, y cada uno de ellos corrió una lanza, y todos ganaron joya:
todos se holgaron de que salieran con ganancia y en particular el rey,
porque estaba muy bien con aquel linaje.

Repartidas las joyas a sus damas con gran contento, y al son de la
música, y recibiéndolos con la artillería, se entraron en el castillo.

Luego se oyó mucho ruido de músicas diferentes y parando todas
sonaron chirimías, trompetas y cajas, que apriesa tocaban un rebato; y
oyéndolo, salieron los treinta y dos caballeros en sus caballos, con
lanzas y adargas, y juntos trabaron una vistosa y agradable escaramuza,
y siendo acabada, tomaron cañas, y repartidos en cuatro cuadrillas
comenzaron a jugar con mucha destreza; el cual juego siendo acabado,
hicieron un caracol extremadamente, y con una carrera en pareja que dio
cada cuadrilla, se salieron de la plaza.

También se salió el castillo disparando mucha artillería, y diferente
música. Y todos decían, que si la galera había entrado vistosa y
costosa, que el castillo no era de menos estima y gusto.

Los que estaban con el rey alababan la galera, y otros el castillo, y
uno de los Zegríes dijo:

--Juro por Mahoma, que tengo gran contento, porque los Zegríes y
Gomeles han sacado tal invención, que puede competir con la de los
Abencerrajes; y a no haber salido tal el castillo, estuvieran muy
desvanecidos: pero bien entenderán que los Zegríes y Gomeles son buenos
caballeros, y tienen partes tan subidas de punto como ellos.

Un caballero de los Abencerrajes, que allí junto del rey estaba,
respondió:

--Por cierto, caballero Zegrí, que en lo que habéis hablado no tenéis
ninguna razón, porque los Abencerrajes son caballeros tan modestos
que, por próspera fortuna que tengan, no alcanzan más ni menos, ni por
adversa que les venga se bajan; continuamente se están en un ser, y
siempre viven en una manera con todos, siendo afables con los pobres,
y socorriéndolos; magnánimos con los ricos, y amigos sin doblez ni maña
ninguna, y así no hallaréis que en Granada ni en todo su reino haya
caballero Abencerraje mal quisto, ni de nadie mal querido, sino es de
vosotros los Zegríes y Gomeles, y sin razón los tenéis odiados.

--¿Sin razón os parece? --dijo el caballero Zegrí--. ¿Luego no es causa
suficiente para aborrecerlos el haber muerto violentamente en el juego
de cañas al Zegrí Mahomad, cabeza de todo nuestro linaje?

--¿Y no os parece --dijo el Abencerraje-- que se movieron los de mi
linaje con suficiente causa, pues todos los Zegríes se juntaron, e
hicieron traición contra los Abencerrajes para matarlos, y fueron
armados con jacos y cotas debajo de las armas, y en lugar de
cañas tiraban lanzas con hierros agudos, lo cual experimentó bien
Malique Alabez, pues le pasó el brazo de una parte a otra? Así que
manifiestamente ha parecido estar en los Zegríes la culpa, y con
saberlo muy de cierto que fuisteis culpados, tenéis un rencor mortal
contra nosotros, y nos buscáis mil calumnias.

--Pues así culpáis a los Zegríes --dijo el Zegrí--, y decís que ellos
fueron agresores y cabeza de bando, ¿por qué causa iba Alabez armado?

--Yo os lo diré --dijo el Abencerraje--. Habéis de saber que uno de
los convocados le dio aviso de la traición, y así se previno él, y por
entender que semejante villanía no harían tales caballeros, no dio
aviso a los Abencerrajes; y creedme, que si lo diera, no había de ser
solo Mahomad, sino que fueron como de juego, y no como de pelea. Pero
con todo eso recibid lo que ganasteis, pues Malique Alabez vengó bien
su herida.

--Si la vengó --dijo el Zegrí--, espero en Alá Santo que lo ha de pagar
algún día.

El rey y muchos caballeros estuvieron escuchando el coloquio que había
pasado entre el Abencerraje y el Zegrí, y quisieron responder algunos
Zegríes; y visto por el rey que se iba encendiendo el fuego, les mandó
callar, pena de la vida, porque no se revolviera alguna pendencia. Oído
el mandato callaron, quedando de nuevo encontrados, y con intento de
vengarse unos de otros.

Estando en esto entró en la plaza un carro triunfante dorado de fino,
en las esquinas y cuadrángulos talladas todas las cosas que habían
sucedido desde la fundación de Granada hasta el día presente, y
dibujados los reyes y califas que la habían gobernado. Oíase dentro del
carro una acordada música de muchos instrumentos.

Encima del carro venía una gran nube, puesta con tanto artificio, que
causaba admiración. Echaba de sí infinidad de truenos y relámpagos, que
su braveza ponía espanto a quien lo miraba. Tras esto llovía una menuda
gragea de anís con tal concierto, que a todos ponía espanto; toda la
plaza anduvo desta manera, y como fue junto de los reales miradores,
con gran sutileza fue abierta en ocho partes, descubriendo dentro
un cielo azul hermosísimo, adornado de muchas estrellas de oro muy
relucientes.

Estaba puesto por su arte un Mahoma de oro, sentado en una silla, y en
las manos una corona de oro, que la ponía sobre la cabeza del retrato
de una mora en extremo hermosa, la cual traía sus cabellos sueltos
como hebras de oro: venía vestida de brocado morado, toda la ropa
acuchillada, y todos los golpes venían tomados con broches de diamantes
y esmeraldas. La dama fue conocida de todos, que era la hermosa Cobaida.

A su lado estaba sentado un caballero, vestido de la misma librea de la
dama, y plumas moradas y blancas, con argentería de oro, y el remate de
ello lo tenía el retrato, que parecía estar preso.

El caballero fue conocido que era Malique Alabez, que habiendo sanado
de las heridas que le había dado el maestre, quiso hallarse en las
fiestas, y por la confianza que tenía de su destreza.

El caballo era del maestre, y salió encobertado del mismo brocado,
testera y penachos de la misma color.

Grande fue el contento que todos recibieron en verle, porque le querían
mucho, y mayor el gozo de su señora Cobaida, por ver el artificio y
autoridad con que venía su retrato.

Todos esperaban que empezase Alabez las suertes, por la satisfacción
que de él tenían, el cual se fue paseando poco a poco delante de su
carro, por ser bien visto de todos; y en llegando adonde estaba la
tienda del mantenedor, se detuvo y le dijo:

--Caballero, conforme a las condiciones, ¿gustáis de que corramos tres
lanzas, que aquí traigo el retrato de mi señora?

--Soy contento --respondió Abenámar, y diciendo esto, tomó una lanza, y
corrió con tan buen aire, que se llevó la sortija dentro de la lanza.

Alabez corrió e hizo lo mismo. En todas las tres lanzas se llevó
siempre la sortija. Levantaron vocería, diciendo:

--Bravo caballero es Alabez, pues no ha perdido lanza; buena joya
merece.

Los jueces habían tratado que pusiesen juntos los retratos de Abenámar
y Alabez, pues ambos eran buenos caballeros, y que por su valor se le
diese a Alabez una buena joya por la sutil y vistosa invención que
trajo.

Llamáronle, y venido luego pidió su retrato, y junto con él le dieron
una navecilla de oro, con todos su aderezos, y él la tomó, y al son de
muchos instrumentos dio la vuelta a la plaza, y en llegando al mirador
de la reina, en cuya compañía estaba la hermosa Cobaida, y poniendo la
navecilla en la punta de la lanza y dándosela, la dijo:

--Servíos, dama hermosa, de esta nave, que va viento en popa, como mi
deseo.

Cobaida la tomó con rostro vergonzoso, que hermoseó más su belleza.

La reina miró la nave, y dijo:

--Por cierto que si navegáis con tan buen piloto, como el que la ganó,
que os podéis tener por dichosa, aunque merecéis un rey.

Cobaida besó las manos a la reina por tanto favor.

Alabez se fue a su carro, y sentado como de antes, le pusieron la
cadena al cuello al son de muchos instrumentos, y puesta se cerró la
nube, comenzando a echar truenos y relámpagos con gran temeridad, que
parecía querer quemar la plaza, y con esto se salió de ella.

El rey dijo a los caballeros:

--Alabez ha llevado el lauro de todas las invenciones, porque la suya
ha sido la mejor que he visto jamás.

Los caballeros respondieron, que no se había visto tal sutileza.

En saliendo la nube, entraron cuatro cuadrillas de caballeros muy
galanes.

La una cuadrilla, que era de seis caballeros, traía libreas de brocado
rosado y amarillo, los caballos encobertados con la misma librea, con
plumas y penachos de la misma color. La otra cuadrilla venía de brocado
verde y rojo con la misma color, y penachos de la librea. La tercera
cuadrilla venía de brocado azul y blanco, recamado de oro y plata,
adornados los caballos con la misma librea. La última cuadrilla venía
de brocado amarillo y naranjado, con lazos y recamos de oro y plata,
cubiertos los caballos de la misma librea.

Entraron estos veinte y cuatro caballeros con adargas y lanzas, y en
ellas pendoncillos de sus libreas, y entre todos hicieron un extremado
caracol.

Acabado, empezaron una brava escaramuza doce a doce, que parecía
batalla entre enemigos; y acabada la escaramuza tomaron cañas, y
divididos en cuatro cuadrillas, jugaron muy bien las cañas, y acabado
el juego, fuéronse gallardeando al mantenedor, y le dijeron si quería
correr una lanza con cada uno de ellos. Abenámar respondió que sí la
correría.

Finalmente con todos veinte y cuatro corrió una lanza, y los quince
ganaron joya, y al son de los instrumentos las dieron a sus damas, y
se salieron de la plaza, dejando a la gente de ella contenta por haber
visto su gentileza y galas.

La una cuadrilla eran Azarques, y en otra Sarracinos, y la tercera
Alarifes, y la cuarta Aliatares, toda gente noble y principal, y
estimada de todos. Los antepasados de estos caballeros fueron vecinos
de Toledo, de los pobladores, gente principal y estimada.

Florecieron estos linajes en tiempo del rey Calafín, que reinó en
Toledo: este tenía un hermano, que era rey en un lugar que se llamaba
Belchiz, en Aragón; se decía Zaide, y tenía grandes competencias y
guerras con un bravo moro llamado Atarfe, deudo muy cercano del rey
de Granada; y habiendo hecho partes con Zaide y el moro Atarfe, el
rey de Toledo, por manifestar la alegría que tenía de que su hermano
y Atarfe fuesen ya amigos, hizo una fiesta solemne, en la cual se
corrieron toros, y hubo un vistoso juego de cañas, y los jugadores de
ellas fueron estos cuatro linajes de caballeros, Sarracinos, Alarifes,
Azarques y Aliatares, abuelos de los caballeros nombrados en el juego
de sortija.

Otros dicen que las fiestas que el rey de Toledo hizo no fueron
sino por dar contento a una dama llamada Zelindaja, a quien el rey
quería mucho, y tomó por achaque las paces de su hermano Zaide con el
granadino Atarfe.

Sea por una de las dos causas, ellas se hicieron, como está dicho; y
estos caballeros eran de aquella prosapia y sangre de aquellos cuatro
linajes.

La causa de vivir en Granada fue, que como se perdió Toledo, se
retiraron a Granada; y de aquellas fiestas ya dichas y del juego de
cañas que se hizo en Toledo, quedó grande memoria, por ser las fiestas
notables de buenas, y por ellas se dijo este

ROMANCE.

      Ocho a ocho, diez a diez
    Sarracinos y Aliatares,
    juegan cañas en Toledo
    contra Alarifes y Azarques.
      Publicó fiestas el rey
    por las ya juradas paces
    de Zaide, rey de Belchite,
    y del granadino Atarfe.
      Otros dicen que estas fiestas
    sirvieron al rey de achaque,
    y que Zelindaja ordena
    sus fiestas y sus pesares.
      Entraron los Sarracinos
    en caballos alazanes,
    de naranjado y de verde
    marlotas y capellares.
      En las adargas traían
    por empresas sus alfanjes
    hechos arcos de Cupido,
    y por letras fuego y sangre.
      Iguales en las parejas
    les siguen los Aliatares,
    con encarnadas libreas
    llenas de blancos follajes.
      Llevan por divisa un cielo
    sobre los hombros de Atlante,
    y un mote que dice así:
    _Tendrelo hasta que me canse._
      Los Alarifes siguieron
    muy costosos y galanes,
    de encarnado y amarillo,
    y por mangas almaizares.
      Era su divisa un mundo
    que le deshace un salvaje,
    y un mote sobre un bastón
    en que dice: _Fuerzas valen._
      Los ocho Azarques siguieron,
    más que todos arrogantes,
    de azul, morado y pajizo,
    y unas hojas por plumajes.
      Sacaron adargas verdes,
    y un cielo azul en que asen
    dos manos, y el mote dice:
    _En lo verde todo cabe._
      No pudo sufrir el rey
    que a los ojos le mostrasen
    burladas sus diligencias,
    y su pensamiento en balde;
      Y mirando a la cuadrilla
    le dijo a Zelin su alcaide:
    «aquel sol yo le pondré,
    pues contra mis ojos sale.»
      Azarque tira bordones
    que se pierden por el aire,
    sin que conozca la vista
    a do suben ni a do caen.
      Si se adarga o se retira,
    de mitad del vulgo sale
    un gritar: _Alá te guíe_,
    y del rey un _muera, dadle_.
      Zelindaja sin respeto
    al pasar, por rociarle,
    un pomo de agua vertía,
    y el rey gritó: _paren_, _paren_.
      Creyeron todos que el juego
    paraba, por ser ya tarde,
    y repite el rey celoso:
    «prendan el traidor Azarque.»
      Las dos primeras cuadrillas,
    dejando cañas a parte,
    piden lanzas, y ligeros
    a prender al moro salen,
    que no hay quien baste
    contra la voluntad de un rey amante.
      Las otras dos resistían,
    si no les dijera Azarque:
    «Aunque amor no guarda leyes
    hoy es justo que las guarde.
      Rindan lanzas mis amigos,
    mis contrarios lanzas alcen,
    y con lástima y victoria
    lloren unos, y otros canten;
    que no hay quien baste
    contra la voluntad de un rey amante.»
      Prendieron, en fin, al moro,
    y el vulgo para librarle,
    en corrillos diferentes
    se divide y se reparte;
      Mas como falta caudillo
    que los incite y los llame,
    se deshacen los corrillos
    y su motín se deshace:
    que no hay quien baste
    contra la voluntad de un rey amante.
      Sola Zelindaja grita:
    «Libradle, moros, libradle;»
    y de su balcón quería
    arrojarse por librarle.
      Su madre se abraza de ella
    diciendo: «Loca, ¿qué haces?
    muere sin darlo a entender,
    pues por tu desdicha sabes,
    que no hay quien baste
    contra la voluntad de un rey amante.»
      Llegó un recado del rey
    en que mandó que señale
    una casa de sus deudos,
    y que la tenga por cárcel.
      Dijo Zelindaja: «Digan
    al rey que por no trocarme,
    escojo para prisión
    la memoria de mi Azarque;
    y habrá quien baste
    contra la voluntad de un rey amante.»

Así estas mismas divisas, motes y cifras sacaron las cuatro cuadrillas
de los caballeros ya nombrados, como quien las había heredado de sus
antepasados, y siempre se preciaron de ellas.

Pues habiendo salido de la plaza con bizarría, y alegres por haber
visto su gala y buen parecer, entró un alcaide de las puertas de Elvira
a gran priesa, y llegando a la presencia del rey hizo el acatamiento
debido y le dijo:

--Un caballero cristiano ha llegado, y pide licencia a vuestra alteza
para entrar a correr tres lanzas con el mantenedor.

--Yo la doy: entre, permitido es.

Luego volvió el alcaide y abrió la puerta.

En entrando por la plaza pusieron al punto los ojos en él y en su buen
talle; y en solo su aspecto le consideraban victorioso y triunfante de
los despojos ganados por Abenámar, y aun del retrato de su dama y de la
estimada cadena. No hubo caballero ni dama a quien su vista no causara
alegría.

En la parte izquierda del capellar traía una cruz colorada, la cual
daba ser y adorno a su persona. El cristiano caballero poniendo los
ojos en todas partes, dio vuelta a la plaza, y llegando a los miradores
reales hizo gran reverencia al rey, a la reina y a las damas: a él le
hicieron mucha cortesía, y las damas se levantaron en pie.

Fue conocido de todos el caballero cristiano, que era el maestre de
Calatrava, de cuya fama y hechos tenía el mundo entera noticia. El rey
se alegró en saber quién era, y que hubiese venido a honrarle su fiesta.

Habiendo, pues, dado vuelta a toda la plaza, llegó al mantenedor y le
dijo:

--En tantos despojos y joyas como veo a los pies de ese hermoso
retrato, cuya hermosura, noble caballero, dicen que defendéis, echo
de ver el valor de vuestra persona; y así sois digno de que todos os
honren y tengan en lo que se debe estimar tal caballero como vos.
¿Seréis servido de correr conmigo un par de lanzas, a ley de buenos
caballeros, sin que haya interés de retrato?

Abenámar miró bien al caballero, y se volvió a Muza y le dijo:

--Este caballero me parece que es el maestre de Calatrava con quien
trabaste tanta amistad; paréceme que en la cruz roja le quiero conocer.

Muza puso los ojos en el maestre, y luego le conoció, y le fue a
abrazar diciendo:

--Seáis bienvenido, flor de toda la cristiandad, y aun también de la
morisma, pues aquí os conocen por las obras contra su voluntad; y en
Castilla y todo el mundo sois conocido solo por oídas.

El maestre le abrazó, agradeciendo lo que en su alabanza había dicho.

Abenámar se llegó a él, y le dijo que él se holgaría de correr dos
o tres lanzas con tal caballero. Y diciendo esto corrió una lanza
extremadamente, pero el maestre corrió la suya con más ventaja.

Finalmente, corrieron tres lanzas y todas las ganó el maestre.

Todos entendieron que trajera retrato, pero no era miliciano de Cupido
sino de Marte; porque en verdad, no puede ningún caudillo que pretende
alcanzar honra por sus hazañas, entretenerse en amores; y si lo
hiciere, su nombre será borrado de las memorias de todos.

Los jueces llamaron al maestre y le dieron por premio la cadena de dos
mil doblas de valor, pues no había traído retrato, que si lo trajera
llevara el retrato y los despojos.

El maestre recibió la cadena, y al son de la música que había en
la plaza, fue dando vuelta a toda ella, acompañado de todos los
caballeros; y en llegando a los miradores de la reina, hizo una muy
grande reverencia, y alzándose en los estribos, besó la cadena, y se la
dio, diciendo:

--Vuestra alteza reciba esa niñería, que no hallo otra persona digna de
ella. No extrañe vuestra alteza mi atrevimiento, que lícito es en tales
actos recibir cualquiera joya.

Levantose la reina y recibiola, y besándola se la puso al cuello, y
haciéndole una mesura se volvió a asentar.

El maestre inclinó la cabeza al rey, y se volvió con Muza y otros
caballeros que le querían bien, por tener tanta fama en todo aquel
reino, por las muchas entradas que hacía entre año, y de todas
conseguía victoria.

A esta sazón el muy valiente y esforzado Albayaldos, que tenía muy
grande deseo de verse en batalla con el maestre para probar sus
fuerzas, y porque el maestre había muerto a un deudo suyo con quien
él tenía mucha amistad, se quitó del lado del rey con disimulación, y
subió sobre una yegua bien aderezada, y acompañado de sus amigos se fue
paseando adonde estaba el maestre y el valiente Muza; y contemplando el
buen talle del maestre y su donaire, le dijo:

--Grande ha sido y es el gozo que todos hemos recibido, esforzado e
invicto maestre, de verte tan galán y de fiesta, y fuera muy mayor mi
contento si te viera con tus fuertes y lucientes armas, como otras
veces te he visto en la Vega, y en ella tuviéramos los dos escaramuza,
que ha días que lo deseo, y son dos causas las que me mueven. La una
por el gran valor que la fama ha derramado por el mundo de tu persona,
y el deseo que tengo de vencerte para ser el interesado en todo. La
otra por vengar la muerte que le diste a mi primo el rey Mahomad.
Aunque te conozco, y sé que se la diste en trabada y muy reñida
escaramuza, con todo eso me llama y provoca a venganza el amor de mi
querido primo: y por tanto tente desde hoy por desafiado, para que
cuando fuere tu voluntad se ponga en ejecución mi deseo; y saldré con
armas y caballo, y conmigo irá Malique Alabez.

Atentamente escuchó el maestre todo lo que le dijo el valeroso
Albayaldos, y con rostro risueño le respondió así:

--Si te ha sido alegría el verme con traje galán, y gustaras más de
verme con armas, yo me holgaría infinito saber que esa era tu voluntad
para venir prevenido, y que en aqueste día pusiéramos por obra lo
que deseas: tu valor publican los cristianos que corren la Vega; y
ahora lo confirmo en que me has desafiado. Dices tener deseo de verte
conmigo por mi valor: otros muchos caballeros cristianos hay que honran
mis hazañas, y con quien ganaras más fama; y si te incita a tener
escaramuza la vertida sangre de tu primo el rey Mahomad, como dices, sé
decirte, que no vi, ni sentí en él punto de cobardía, sino que murió
como caballero peleando; y pues tu gusto es de probar tus fuerzas con
las mías, yo soy contento de ello, y así mañana te aguardo en la fuente
del Pino, donde estaré con solo un cristiano, padrino mío, que se llama
D. Manuel Ponce de León; y para que estés cierto de que no habrá otra
cosa, recibe este guante en señal de la escaramuza aplazada.

Diciendo esto, le dio un guante derecho; y el moro lo recibió, y le dio
al maestre un anillo de oro, que era su sello. Muza y los caballeros
quisieron que no se hiciera la escaramuza, mas no quiso ninguno
desistir de su palabra dada; y así quedó hecho el desafío entre los
dos para el día siguiente.



CAPÍTULO XI.

_De la batalla que Albayaldos tuvo con el maestre de Calatrava, y cómo
el maestre le venció y dio muerte._


El desafío de los dos valerosos caballeros aceptado, por ser ya tarde
se fue el maestre, habiéndose despedido de todos: dejémosle ir y
volvamos al fin del juego de sortija.

Pues como ya se había puesto el sol y no venía ningún caballero, los
jueces mandaron a Abenámar, que dejase la tienda, pues no venía ningún
caballero; que él lo había hecho, como todos tenían la confianza, y que
había ganado mucho nombre, y ricos despojos y retratos muy hermosos;
pero que al fin el de su Fátima excedía a todos.

El vencedor Abenámar mandó quitar el aparador de las joyas, que aún
quedaban muchas y muy ricas.

Los jueces se bajaron del tablado y subieron a caballo, y pusieron
enmedio al fuerte Abenámar y su padrino Muza, y con toda la caballería
en su compañía, y al son de música dieron vuelta a la plaza, dándole
mil parabienes de su victoria; y en llegando a los miradores reales
de la reina, tocaron chirimías, dulzainas y atabales, y otros
instrumentos, y dio a Fátima todos los despojos ganados en la sortija,
diciendo:

--Toma, señora, lo que de derecho te toca, porque tu hermosura lo ha
conquistado; y así es bien que lo goces y dispongas de ello a tu gusto
como tuyo.

Fátima lo recibió todo sin responder; porque la vergüenza la ocupó;
aunque con los ojos le dio mil gracias, cifra con que en tal caso los
amantes se entienden.

No fue poca la envidia que causaron a Galiana y a Jarifa ver los
ricos trofeos en poder de Fátima, y más les causó ver entre ellos sus
retratos.

Estaba Galiana muy triste y imaginando cien mil cosas: consideraba que
Abenámar había ordenado aquellas fiestas por vengarse de su ingratitud;
y más lo sentía por ver ausente a Sarracino, que no volvió más a la
plaza.

El rey, visto era tarde, se quitó de los miradores, y la reina, y se
fueron al Alhambra.

Aquella noche cenaron con el rey todos los del juego de sortija, menos
Sarracino que fingió estar indispuesto.

Con la reina cenaron las más principales damas de la corte, en la cual
cena hubo muy alegres fiestas y un sarao público.

Danzaron todas las damas y caballeros con las libreas que habían jugado
la sortija. Sola Galiana no danzó, porque estaba triste por la ausencia
de su moro, aunque fingió estar indispuesta. Bien conoció la reina su
pena, aunque lo disimulaba. Celima su hermana la consolaba lo posible,
pero no admitía ningún consuelo, porque tenía el corazón muy lastimado.

El que se aventajó a todos fue el fuerte Gazul con la hermosa
Lindaraja, a quien él tanto amaba, y ella a él; lo cual sintió mucho el
fuerte Reduán de verse aborrecido de quien él tanto amaba; y ardiendo
en rabiosos celos, propuso en su corazón el matar a Gazul; pero no le
sucedió como pensó, según adelante diremos, en una escaramuza que
ambos tuvieron sobre la hermosa dama Abencerraje.

De esta dama se hace mención en otras partes, y más en una recopilación
del Bachiller Pedro de Moncayo, adonde la llama Celima. Llamáronla así
por su lindeza, y porque era extremada en hermosura; pero su propio
nombre era Lindaraja, por ser Abencerraje. Adelante se tratará de ella,
y de Gazul después de la violenta y cruda muerte que se dio a los
Abencerrajes por la traición que les levantaron.

Y tornando a la historia, siendo la mayor parte de la noche pasada en
danzas, bailes y otros regocijos, y habiéndoles hecho el rey mucha
honra a Abenámar y a los justadores, les mandó ir a reposar.

La noble y hermosa Fátima dio todos los retratos a las damas cuyos
eran, pasando entre ellas muchos donaires y gracias, quedando muy
obligadas a la triunfadora por la magnificencia que con ellas había
usado.

Despedidos del rey los caballeros, se fue cada uno a su casa, y
asimismo las damas que no eran de palacio.

Albayaldos no pudo reposar el resto de la noche, y tomando la mañana
salió del Alhambra a aguardar a Malique Alabez, y en llegando le dijo:

--Tarde habemos salido de la fiesta.

--Así me parece --dijo Alabez--, pero hoy podremos reposar del trabajo
pasado.

--Antes será al revés --dijo Albayaldos--, porque ayer vestisteis gala
de brocado y seda, y hoy conviene vestiros de pelea con las duras armas.

--¿Pues por qué causa? --dijo Alabez.

--Porque tengo desafiado para hoy al maestre de Calatrava, y hemos de
escaramucear en la Vega, y os he señalado por mi padrino.

--Pues con tal caballero tenéis aplazada escaramuza, plegue al santo
Alá que os vaya bien con él, aunque yo lo pongo en duda, porque es
muy diestro y experimentado en las armas; y puesto que me habéis
recibido por padrino, vamos en buen hora, y por la real corona de mis
antepasados que me holgaría que viniésemos con victoria del desafío. ¿Y
el rey sabe esto?

--Yo entiendo que no --respondió Albayaldos--, si no es que se lo haya
dicho Muza, porque estuvo presente en nuestro desafío.

--Sea como fuere, sépalo o no, vamos temprano --dijo Alabez-- y sin que
el rey ni nadie lo entienda, salgamos a la Vega a vernos con el maestre.
¿Y el maestre señaló padrino?

--Sí --dijo Albayaldos--, a D. Manuel Ponce de León.

--Si así es, vive Alá que no podremos dejar de venir él y yo a las
manos, porque ya sabéis la escaramuza que tuvimos, dijo Alabez, y
él tiene mi caballo y yo el suyo, y quedó concertado que cuando nos
viéramos otra vez daríamos fin a la escaramuza.

--No os dé pena eso --dijo Albayaldos--, que confianza tengo de que
vengamos victoriosos.

Alabez dijo:

--Vamos a alistar nuestras armas, y a ponernos como conviene, que
importa partirnos luego.

Con esto se partieron los dos valientes guerreros y aderezaron lo que
les convenía para la pelea, y una hora antes del día se partieron de
la ciudad muy secretamente, por no ser de nadie conocidos, y se fueron
por el campo de Arbolote, lugar que es dos leguas de Granada, para de
allí ir a la fuente del Pino, donde quedó tratado entre el maestre y
Albayaldos que se habían de juntar.

El sol empezaba ya a alumbrar el mundo, y con la hermosura de sus rayos
a dar ser a las inclinadas rosas y yerbas con el peso del rocío de la
noche, cuando los dos valerosos moros llegaron a la villa de Arbolote,
y pasando sin parar, se fueron a la fuente del Pino, tan nombrada y
celebrada de todos los moros de Granada y su tierra; y sería una hora
salido el sol, cuando llegaron a la fresca fuente, la cual cubre una
hermosa sombra de un pino, que por eso tenía la fuente aquel nombre.

Llegados allí, no vieron a nadie, y apeándose de los caballos colgaron
las adargas en los arzones, y arrimaron sus lanzas, y sentándose junto
a la fuente se refrescaron en la cristalina agua, y empezaron a tratar
de cómo no venía el maestre, y por qué sería su tardanza.

Dijo Albayaldos:

--¿Mas si nos hiciese burla el maestre y no viniese?

--No digáis eso --dijo Alabez--, que el maestre es buen caballero y no
dejará de venir, que aún es muy de mañana.

Y diciendo esto vieron venir dos cristianos, muy bien puestos, con
lanzas y adargas, en dos feroces caballos, y ambos de pardo y verde, y
plumas de dos colores; conociéronlos luego en que se divisaba en medio
de la adarga una cruz roja que campeaba en blanco. El otro caballero
también tenía en su adarga otra cruz diferente, porque era de Santiago.

--¿No os decía yo --dijo Alabez-- que el maestre no tardaría? Mirad si
es cierto.

Estando en esto llegaron los dos valerosos guerreros, flor de la
cristiandad, y saludaron a los moros, y dijo el maestre:

--A lo menos hasta ahora somos perdidosos, pues no habemos venido
primero.

--Poco importa --respondió Albayaldos--, que no consiste en eso la
victoria.

Estando en esto relinchó el caballo del maestre, y mirando los cuatro
caballeros al camino de Granada, vieron venir por él un moro a todo
correr de su caballo: venía vestido de marlota y capellar naranjado,
y en una adarga azul un sol en negras nubes que parecía oscurecerlo,
y en torno de la adarga unas letras rojas que decían: _Dame luz, o
escóndete_.

Atentamente fue de todos mirado, y de Albayaldos y Alabez conocido, que
era el valeroso Muza; el cual como supo que Alabez y Albayaldos habían
salido de Granada al cumplimiento del desafío, partió a la costa de la
ciudad por si pudiera evitar la escaramuza, o cuando no hallarse en
ella.

Y en llegando les dijo:

--Bien entendíades, caballeros, que habíais de hacer aquesta escaramuza
solos, pues por Alá santo que le he dado la priesa posible a mi
caballo por hallarme en ella, y mi principal intento ha sido venir a
suplicaros, caballeros esforzados y valientes, que os sirváis de no ir
en la prosecución del desafío, por hacerme merced, pues no hay urgente
causa. ¿Qué provecho sacaréis en matar uno al otro, o por desgracia que
mueran ambos? Ea, caballeros, no permitáis que falte del mundo ninguno
de vosotros. Ambos sois mis amigos, y cualquiera desgracia que suceda
a uno de vosotros o a los dos, me lastimará en el alma. No consintáis
que mi venida y ruego sea en vano. Esto pido muy encarecidamente a los
dos, y en particular al maestre.

Y dando fin a sus razones Muza, le respondió el maestre:

--Por cierto, noble Muza, que por daros gusto y pedírmelo con tanto
encarecimiento, y por la mucha amistad que os tengo, haré de mi parte
todo lo que me pedís, y yo alzo la palabra puesta del desafío, y no
trataré más de él, como quiera Albayaldos y sea su gusto, porque a no
serlo, no soy el todo, sino parte, y esa rindo a vuestra voluntad.

--A gran merced tengo la que me hacéis, y no esperaba yo menos de un
caballero tan principal como vos sois, señor maestre. ¿Y vos, señor
Albayaldos, no me haréis merced que cese ese rencor?

Albayaldos respondió:

--Señor Muza, tengo tan presente la sangre vertida de mi primo hermano,
por la violencia del penetrante hierro de la lanza del maestre, que
no me da lugar a que haga lo que me mandáis, aunque de cierto supiera
morir a sus manos. Y si muriere yo en esta escaramuza será honrosa mi
muerte; y si yo venciere y matare al maestre, todas sus glorias serán
mías, y en lo que he dicho estoy resuelto.

El fuerte D. Manuel Ponce de León no gustaba de tantas arengas, y así
dijo:

--Caballeros, gusto es del señor Albayaldos vengar la muerte de su
primo: no es menester sino que se ponga en ejecución. El señor Alabez
y yo quedamos concertados de dar fin a una escaramuza que tenemos
empezada, y pues hoy viene a coyuntura pelearemos todos, y Muza será
padrino de los cuatro.

Alabez dijo:

--Bien concertado está; no aguardemos a más conversación, no se nos
vaya el tiempo en balde, y sean las obras más que las palabras; junto,
si hay lugar, y gustáis de ello, señor D. Manuel, querría que me
dieseis mi caballo y recibieseis el vuestro, y empecemos la escaramuza.

--No quede por eso, dijo D. Manuel, dadme ese, y aquí tenéis el
vuestro, que bien os sé decir que antes de mucho serán ambos de uno de
los dos.

Y diciendo esto destrocaron los caballos, y cada uno quedó contento con
su prenda. El bravo Muza, visto que no había podido alcanzar lo que
pretendía, se previno para el oficio que le habían señalado.

El maestre llevaba en torno de su adarga unas letras rojas, así como la
cruz, que decían: _Por esta morir pretendo_. D. Manuel llevaba por la
orla de su adarga otra letra que decía: _Por esta y por la fe_.

Malique Alabez y Albayaldos iban de una librea de damasco azul, marlota
y capellar con muchos frisos de oro. Alabez llevaba en su adarga su
acostumbrado blasón y divisa, en campo rojo una banda morada, y en ella
una media luna, las puntas arriba, y encima de ellas una hermosa corona
de oro con una letra que decía: _De mi sangre_. Albayaldos llevaba por
divisa en su adarga, en campo verde un dragón de oro con una letra que
decía en arábigo: _Nadie me toque_. Estaban tan galanes con sus libreas
y divisas, que parecían no ir a pelear, y debajo de ellas llevaban
fuertes armas.

Albayaldos encolerizado y muy brioso empezó a menear su caballo, y
aprestarse para la escaramuza, y a llamar al maestre que viniera; el
cual haciendo primero la señal de la cruz, movió su caballo a media
rienda, poniendo los ojos en su enemigo con gran diligencia.

Alabez como se vio con su estimado caballo, como si fuera un Marte
arremetió por el campo, y lo mismo hizo D. Manuel con el suyo, que
en bondad ninguno le excedía: así se trabó entre todos cuatro una
escaramuza de las más bravas y sangrientas que hasta entonces se habían
visto.

Y no hay que espantarse de la exageración, pues eran los dos cristianos
la mapa de la corte del rey de Castilla, y los dos moros del de Granada.

Albayaldos viendo muy cerca de sí al maestre, arremetió a él
abalanzándose con intento de herirle, de suerte que feneciera presto la
escaramuza; pero fue diferente de lo imaginado, porque así como le vio
venir tan de rebato, reconoció su intento: hizo que le aguardaba, pero
al tiempo de embestir, con mucha destreza picó al caballo haciéndole
dar un gran salto en el aire, y retirose poco trecho por un lado; de
modo que el encuentro del moro no hizo efecto, y el maestre revolvió
como un pensamiento, y en lo descubierto de la adarga le dio un bote de
lanza tan duro, que la fuerte cota que el moro llevaba fue rompida, y
la carne abierta con el duro hierro.

No hubo áspid ni víbora pisada al descuido del rústico villano, que tan
presto fuese a la venganza de su daño, ni embravecido león con onza
que le hubiese herido, como el bravo Albayaldos revolvió a herir al
maestre, bramando como un toro, lleno de ponzoñosa cólera; y como le
vio tan cerca de sí, arremetió con tanta presteza, que el maestre no
tuvo tiempo de usar la primera maña ni destreza; y así el moro le hirió
tan poderosamente, que le atropelló la adarga, rompió el fuerte escudo,
e hirió mal al maestre.

El moro rompió la lanza del golpe, y arrojando el trozo revolvió su
caballo para tener lugar de echar mano al alfanje; mas no pudo revolver
tan presto como lo imaginó, de manera que el maestre tuvo lugar de
arrojarle la lanza porque no se fuese.

La lanza fue arrojada antes de tiempo, porque pasó por delante de los
pechos del caballo de Albayaldos con tanta furia, como si fuera una
saeta despedida del corvo arco; de modo que gran parte de la dura asta
fue clavada en tierra, y eso a tiempo que el caballo del moro llegaba,
el cual andando tropezó en el asta que quedaba retemblando, de suerte
que sin poderse valer dio en el suelo.

El bravo moro como vio en tal aprieto su vida, le espoleó para que de
todo punto cayese; mas no lo pudo hacer el moro tan presto, que el
valiente D. Rodrigo no fuese a él con la espada desnuda, y antes que se
levantase el caballo le dio de punta una brava herida.

Malique Alabez volvió el rostro hacia donde lidiaban el maestre y
Albayaldos, y como le vio en tan notorio peligro, volvió las riendas
a su caballo por favorecerle, y dejó a D. Manuel, que muy trabada
escaramuza tenía con él, y como un águila llegó adonde estaba el
maestre, a tiempo que traía el brazo levantado para tornar a herir
a Albayaldos, y de través le hirió de un bote de lanza, tan a sobre
seguro y a su salvo, que no embargante ser muy mal herido, si no se
asiera a las crines del caballo, cayera en tierra sin duda.

El moro rompió su lanza con aquella herida que dio, y había puesto
mano a su cimitarra para volver al maestre, cuando D. Manuel llegó a
todo correr de su caballo por socorrer al maestre que estaba en mucho
peligro, y sin duda que allí acabara su vida, y con una emponzoñosa
cólera le dio a Alabez un golpe con la espada, que le quitó el sentido;
y aunque fue la herida pequeña, porque le dio casi de llano, con todo
eso fue dado con tanta fuerza, que le aturdió, y sin ningún remedio
cayó del caballo, y con la caída casi volvió en sí, y reconociendo su
peligro, como era de animoso corazón, se quiso levantar; mas D. Manuel
no le dio lugar, porque habiendo saltado de su caballo, fue a él, y con
gran furia le dio otro golpe por encima de un hombro, que le hizo una
mala herida.

De aquel golpe tornó Alabez a caer en el suelo, y D. Manuel fue a
cortarle la cabeza; pero como Alabez se vio en tal extremo, habiendo
recobrado todo su natural acuerdo, puso mano a un puñal que tenía, y
con la mayor fuerza que pudo le dio a D. Manuel dos grandes heridas,
una en pos de otra.

D. Manuel, viéndose tan mal herido, puso mano a una daga que tenía,
y levantando el invencible brazo, le fue a cortar la garganta para
dividirle la cabeza del pescuezo; mas impidiolo el bravo Muza, que
había estado mirando la escaramuza; y como vio a Alabez en tal aprieto,
fue corriendo, y arrojándose de su caballo, detuvo el invicto y fuerte
brazo a D. Manuel, diciendo:

--Señor D. Manuel, suplícoos me hagáis merced de la vida de este
vencido caballero.

D. Manuel, que hasta entonces no le había visto ni sentido, volvió la
cabeza, por ver quién se lo pedía; y conociendo ser Muza, hombre de
tanto valor, y viéndose tan mal herido, y recelándose si no otorgaba la
vida de tener escaramuza con él en tan mala ocasión, dijo que le placía
de hacer lo que le pedía; y levantándose de encima de Malique, aunque
con trabajo por estar desangrado, y tener penetrantes heridas, le dejó
libre.

Malique estaba muy de peligro, y sin fuerza para levantarse del suelo,
porque se desangraba muy apriesa.

Muza condolido de él, le alzó de la tierra, y le llevó a la fuente,
dando muchas gracias a D. Manuel; el cual mirando el estado de la
escaramuza del maestre y de Albayaldos, vio como el moro andaba
desmayado y para caer, porque tenía tres heridas mortales, una de
lanza, y dos de espada.

El maestre, viendo que D. Manuel había quedado vencedor de un tan
buen caballero como Alabez, cobró ánimo de nuevo, y con una honrosa
vergüenza, porque tanto se dilataba su victoria, arremetió con toda
furia para Albayaldos, y dándole un golpe muy pesado sobre la cabeza,
no pudiéndose ya el moro apartar, malamente herido, dio con él en el
suelo sin ningún sentido, quedando el maestre con tres heridas.

El fuerte Muza que vio caído a Albayaldos, fue al maestre, y le pidió
de merced que no pasase más adelante la escaramuza, pues Albayaldos más
estaba muerto que vivo.

El maestre se lo concedió, y asignando la mano para levantarle, no se
la dio, porque estaba casi privado de su sentido; y llamándole por su
nombre, Albayaldos abrió los ojos, y con voz débil y flaca, como quien
iba rindiendo el alma, le dijo que quería ser cristiano.

Mucho fue el gozo de los dos cristianos; y cogiéndole entre ambos, le
llevaron a la fuente, y el maestre le bautizó en nombre de la Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y le puso por nombre D. Juan, y
muy tiernamente se despidieron de los dos moros, y le encargaron a Muza
cuidase de aquel caballero, porque ellos se iban a curar, que estaban
muy mal heridos.

--Alá santo os guarde --dijo el afligido Muza--, y él querrá que algún
día os pague las mercedes que me habéis hecho.

Los fuertes cristianos se fueron adonde su gente los aguardaba, que
era en el Soto de Roma que dicen, por donde pasa el río Genil, y allí
fueron con toda diligencia curados.

Volvamos al fuerte Muza, que había quedado en la fuente del Pino con
los dos moros heridos. Malique Alabez ya puesto en todo su acuerdo,
y no tan mal herido como se entendía, le dijo a Muza, qué era lo que
había de hacer.

Muza respondió, que quería aguardar a ver en qué paraba el buen
Albayaldos que estaba acabando, y que si él traía ungüento, que le
curaría de modo que fuese a Arbolote, y que allí se podría curar
despacio.

Alabez dijo que mirase en su mochila, que allí había lo necesario.

Muza fue al caballo de Alabez, y trajo paños y ciertos ungüentos para
curar heridas, y poniéndole sobre ellas de los ungüentos, se las
apretó con unos paños; y curado Malique subió en su caballo, y se fue
a Granada, yendo considerando el valor de D. Manuel y del maestre; y
tenía pensamiento de ser cristiano, entendiendo que la fe de Jesucristo
era mejor y de más excelencias, y por gozar de la amistad de tan
valerosos caballeros como aquellos, y de otros de cuya fama estaba el
mundo lleno.

Con estos pensamientos llegó a Arbolote, y en casa de un amigo suyo se
apeó, donde fue curado de manos de un cirujano experimentado, donde
lo dejaremos por volver a Muza, que quedó con Albayaldos, al cual
aunque se volvió cristiano no le desamparó, antes procuró de curarle; y
desnudándole le halló tres heridas penetrantes, sin otra que tenía en
la cabeza, y viendo que eran de muerte, no quiso curarlo, por no darle
pena, y le dijo:

--¡Cuánto me pesa de verte así! Si admitieras mi consejo, no vinieras a
este estado.

El nuevo cristiano D. Juan abrió los ojos, y mirando al cielo, con las
ansias de la muerte decía:

--¡Oh, buen Jesús! ten misericordia de mí, y no mires que siendo
moro te ofendí, persiguiendo tus cristianos. Mira tu grandísima
misericordia, que es mayor que mis pecados; y mira, Señor, que tú
dijiste por tu boca, que en cualquier tiempo que el pecador se volviese
a ti, sería perdonado.

Adelante quería pasar D. Juan, mas no pudo, porque se le trabó la
lengua, y comenzó a revolcarse a un lado y a otro por un lago de sangre
que de sus heridas salía, y de la cual estaba todo bañado, que era
compasión; y por esto se hizo este romance, que dice así:

      De tres heridas mortales,
    de que mucha sangre vierte,
    el valeroso Albayaldos
    herido estaba de muerte:
      El maestre le hiriera
    en batalla dura y fuerte.
    Revolcándose en su sangre
    con el dolor que se advierte,
      Los ojos mirando al cielo,
    decía de aquesta suerte:
    «Sírvete, dulce Jesús,
    que en este tránsito acierte
    a acusarme de mis culpas
    para que yo pueda verte.
      Y tu Madre piadosa
    mi lengua rija y gobierne,
    porque Satanás maldito
    mi alma no desconcierte.
      ¡Oh, hado duro y acerbo,
    si yo quisiera creerte,
    no viniera a tal estado,
    ni viniera así a perderme!
      El cuerpo doy por perdido,
    que el alma no se me pierde,
    porque confío en las manos
    de aquel que pudo hacerme.
      Lo que te ruego, buen Muza,
    si en algo has de socorrerme,
    que aquí me des sepultura
    debajo del pino verde;
      Y encima pon un letrero,
    que declare esta mi muerte;
    y le dirás al rey Chico
    como yo quise volverme
      Cristiano en aqueste trance,
    porque no pueda ofenderme
    el fementido Alcorán,
    que pretende oscurecerme.»

Muy atento había estado el fuerte Muza a las razones del nuevo
cristiano, y tanto sentía su mal, que no podía dejar con lágrimas en
sus ojos de hacer un tierno sentimiento, considerando el estado en que
estaba tan bravo caballero, y las grandes victorias por él alcanzadas
contra los cristianos; las riquezas que dejaba, el brío, la valentía y
fortaleza de su persona, y la grande estima y reputación en que estaba
puesto; y verle tendido en el duro suelo, revolcándose en su sangre,
y sin poder restañar la poca que le quedaba; y acercándose a él para
consolarle, viendo cómo el nuevo convertido hizo señal de la Santa Cruz
y la besó, y diciendo JESÚS rindió el alma a su Criador.

Lastimose tanto de ver al nuevo cristiano muerto, que derramó muchas
lágrimas sobre el difunto con el dolor que tenía de la muerte de su
amigo; mas visto que el llorar y hacer sentimiento doloroso no hacía
al caso, se consoló dejando el llanto, y procuró cómo le podría dar
sepultura en aquel lugar tan desierto; y estando así con este cuidado,
Dios le socorrió en tal necesidad, para que el cristiano fuese
enterrado, y no quedase su cuerpo a las aves en aquel campo; y fue,
que cuatro rústicos iban por leña a la sierra Elvira con todo recado y
azadones para sacar las cepas.

Muza se alegró cuando los vio y los llamó; los cuales vinieron, y Muza
les dijo:

--Amigos, por amor de mí, que me ayudéis a enterrar el cuerpo de este
caballero que está aquí, que Alá os lo pagará.

Los leñadores respondieron que de buena gana lo harían; y habiendo
señalado Muza el lugar de la sepultura, la abrieron con diligencia al
mismo pie del pino; y alzando el cuerpo del caballero le quitaron la
marlota y capellar, y desarmándole de las armas que tenía, de tan poco
provecho a los agudos filos y temples de la espada y lanza del maestre,
y tornándole a poner su marlota y capellar, le enterraron con hartas
lágrimas, que derramó Muza; y habiéndole enterrado, los leñadores se
despidieron, espantados de las mortales heridas del difunto.

Muza escribió en el mismo tronco del pino un epitafio con letra que de
todos fuese bien entendida, que decía de esta manera:

_Epitafio de la sepultura de Albayaldos._

      Aquí yace Albayaldos,
    de cuya fama el suelo estaba lleno,
    más fuerte que Reynaldos,
    ni el Conde Palatino, aunque fue bueno.
      Matole el hado ajeno
    de su famosa vida,
    envidia conocida
    de aquel famoso Marte,
    que pudo tan sin arte
    ponerle el hierro duro,
    por vivir en su cielo más seguro.

Este epitafio puso Muza en el pino sobre la sepultura del convertido
Albayaldos, y derramando lágrimas tomó la fuerte jacerina, casco,
bonete y plumas, todas llenas de argentería, y la fina adarga hecha
en Fez, y haciendo en todo con el alfanje y trozo de lanza enmedio un
trofeo, le colgó en una rama del pino, y encima este letrero:

      Es el trofeo pendiente
    del ramo de aqueste pino,
    de Albayaldos Sarracino,
    de moros el más valiente
    del estado granadino.
      Si aquí Alejandro llegara
    a este sepulcro, llorara
    con más envidia y más fuego,
    que lloró en aquel del griego,
    que el gran Homero cantara.

Así como Muza acabó de poner el trofeo con las letras que tengo dichas,
y viendo que no había más que hacer, subió en su caballo y asió de la
rienda al de Albayaldos maldiciéndole muchas veces, porque por la gran
caída que dio, fue herido tan mal Albayaldos; aunque después dijo, que
bien sabía que aquella causa, ni otra alguna no fueran bastante, sino
que estaba ya ordenado del cielo que pasara así, y no podía dejar de
suceder.

Yendo diciendo estas cosas y otras, aún no había andado tres millas
cuando vio venir dos caballeros de buen talle: el uno venía vestido
con marlota amarilla, capellar, bonete y plumas de la misma color; la
adarga era la mitad amarilla y la otra azul, y en el lado azul pintado
un sol metido entre nubes negras, y debajo del sol una luna que le
eclipsaba, con una letra que decía de esta suerte:

      Ya se eclipsó mi esperanza,
    y se aclaró mi tormento:
    ajeno soy de contento,
    pues no hay rastro de mudanza.

La lanza de este caballero era toda amarilla, el jaez y adorno del
caballo, amarillo, y la banderilla de la lanza amarilla. Bien mostraba
este caballero vivir desesperado. La letra decía: _Sin remedio de
esperanza._

El otro caballero venía con una marlota, la mitad roja y la otra mitad
verde, capellar, bonete y plumas de lo mismo, la lanza y la banderilla
verde y roja, la adarga, la mitad roja y la otra mitad verde, y en la
parte roja unas letras de oro, cortadas con mucho artificio, porque
campearan desde lejos, que decían así:

      Mi luz no se oscurece,
    antes esclarece el día,
    y este me causa alegría,
    porque mi gloria más crece.

Debajo de estas letras había un gran lucero también de oro, con los
rayos muy grandes; y cuando le daba el sol resplandecía de manera, que
privaba de la vista a quien lo miraba.

Muy bien mostraba este caballero vivir contento y alegre, según lo
daban a entender las colores de su librea y blasón, y señal de su
adarga.

Venían ambos platicando, y caminando de priesa. Muza los estuvo mirando
por si acaso los pudiera conocer; mas no pudo conocerlos hasta que
estuvieron cerca: entonces fueron conocidos, que el de color amarillo
era Reduán, y vestía de aquesta suerte, porque Lindaraja, Abencerraje,
le desamaba: el otro caballero de lo rojo y verde era el animoso Gazul,
y vestía de aquesta manera, porque Lindaraja le amaba; y los dos venían
desafiados sobre quién había de quedar con la hermosa dama.

Maravillose Muza de verlos, y ellos de ver a él con aquel caballo de
las riendas y sin ningún escudero que le acompañase; y en llegando los
unos a los otros se saludaron, según su costumbre, y después el que
primero habló fue Muza, diciendo:

--Por Mahoma juro, que me espanto en veros ir a los dos por este
apartado camino, y sospecho que vuestra venida no es sin causa, y
recibiré gran placer si me dais cuenta de ella.

Reduán respondió:

--Más razón hay de admirarnos nosotros en veros venir así solo, y con
ese caballo del diestro; y debe de ser la causa que habéis tenido
escaramuza con algún caballero cristiano y le habéis muerto, y le
quitasteis el caballo.

--Yo me holgara que fuera así --respondió el afligido Muza--; mas
decidme, señor Reduán, ¿es posible que no conocéis este caballo?

Reduán mirándole dijo:

--Si no me engaño es de Albayaldos: suyo es de cierto. Su señor ¿dónde
queda?

--Pues lo preguntáis --respondió Muza--, yo os lo diré. Sabed que ayer
en el juego de sortija, habiendo corrido el maestre de Calatrava sus
tres lanzas, y ganado al mantenedor, Albayaldos entró en la plaza, y
porque el maestre mató al rey Mahomad, primo de Albayaldos, desafió
al maestre estando yo presente, y quedó que se habían de ver hoy en
la fuente del Pino, llevando Albayaldos por su padrino a Alabez, y el
maestre por el suyo a D. Manuel Ponce de León; y esta mañana fui a
palacio y no vi a Albayaldos ni a Alabez, y acordándome del desafío,
sin dar cuenta a nadie fui por la posta a la fuente del Pino, y allí vi
a los cuatro caballeros; hice todo lo posible porque no pasase adelante
el desafío, y ya lo había alcanzado del maestre; pero Albayaldos estaba
tan pertinaz, que no quiso sino proseguir la escaramuza. Alabez y D.
Manuel tenían antes de ahora comenzada una escaramuza, y por cierta
ocasión no fue fenecida, y hoy la quisieron fenecer, de suerte, que
padrinos y ahijados riñeron cruelmente, y al fin por caer de su caballo
fue muy mal herido Albayaldos, el cual vencido, al punto de su muerte
dijo que quería ser cristiano. Alabez también fue muy mal herido
y vencido por D. Manuel Ponce de León; y si no fuera por mí, allí
muriera. Pedile de merced otorgase la vida a Alabez, y fue tan noble
que dejó de matarle y me lo entregó. Yo le apreté las heridas y se
vino, y entiendo que está curándose en Arbolote. El maestre bautizó a
Albayaldos, y le puso por nombre D. Juan, y a poco rato murió llamando
a Jesucristo: antes que muriera me rogó muy encarecidamente que le
diese sepultura debajo de aquel pino, y así lo hice, y de sus armas
hice un honroso trofeo, y lo colgué encima de su sepultura. Todo esto
pasa como lo he contado: ahora hacedme placer de decirme adónde vais,
por si os puedo servir en algo.

--Obligación hay --dijo Gazul-- de daros cuenta de nuestra venida, pues
nos la habéis dado de este suceso, y respondiendo a estas cosas, digo
que siento en el alma la muerte de Albayaldos y las heridas de Alabez,
por ser dos caballeros en quien el rey tenía puestos los ojos por su
valor. La causa de nuestra venida es, que el señor Reduán me trae
desafiado, solo porque Lindaraja me ama y a él le aborrece, y para esto
vamos a la fuente del Pino por ser lugar apartado.

Admirose el fuerte Muza del caso, miró a Reduán y le dijo:

--¿Pues es posible que queráis que os ame por fuerza la dama? Nunca
forzoso amor es perfecto. De suerte que si ella quiere a otro, ¿queréis
tener escaramuza con quien no os debe nada, y dejáis la culpa sin
castigo, y ponéis la vida en contingencia de perderla? Si ella no os
quiere, buscad otra, que abundancia hay de damas, siendo vos como sois
un caballero tan estimado en el reino, así en valor de la persona,
como en bienes y linaje. Por cierto bien parecería que saliesen a
reñir cada día los caballeros más estimados por esos negocios, y se
matasen; y al tiempo de la necesidad, como cada día vemos que la hay,
por tener los cristianos a la puerta, ¿quién saldría a los rebatos y
escaramuzas? Mirad en que paró Albayaldos por no tomar mi consejo. No
paséis adelante, sino volvamos a Granada. Bien sabéis, señor Reduán,
que yo amaba a Daraja, y a los principios me hizo favores, cuantos a
hombre se le podían hacer; y sin causa, solo por su gusto me aborreció,
y puso los ojos en Zulema Abencerraje. Cuando vi de cierto que no me
quería, aunque luego lo sentí mucho, procuré olvidarla, y me consolé
considerando que no hay veletas de torres tan mudables como ellas.
¿Fuera bueno que la ingratitud que Daraja usó conmigo me lo pagara
Zulema y le matara, no teniendo culpa? Disparate fuera muy grande. En
lo que me vengo de Daraja es en no mirarla, y en hacer a mi dama mil
ofrendas en presencia de ella, y esta es mucho mayor venganza que si
la matara. Por vuestra vida, muy esforzado Reduán, que cesen todos
vuestros rencores, y nos volvamos a Granada.

Con esto cesó el valiente Muza, y Reduán respondió diciendo:

--Es tan grave mi tormento, y tan grande el infierno que arde en mis
entrañas, que no me deja reposar porque de noche arde en mi pecho un
mongibelo, y de día me enciende un volcán, sin cesar de abrasarme, de
modo que para mitigar el fuego en que me abraso, no aguardo sino la
acerba y cruda muerte.

--Quiero preguntar, señor Reduán --dijo Muza--, qué remedio pensáis
sacar después de muerto de todos vuestros males.

--Descanso --respondió Reduán.

--Y sepamos --dijo Muza-- si acaso en la escaramuza que pretendéis
hacer, matáis a Gazul, y averiguadamente la dama os aborrece más; y si
por haberla privado de su gusto, y por vengarse de vos, pone los ojos
en otro, ¿le habéis de matar también?

--Ahora querría acabar esta escaramuza --respondió--, que después el
tiempo me dará orden a lo demás.

Visto Muza que se iban, y que no había podido reducir a la razón a
Reduán, se fue con ambos, con esperanza de aplacar la escaramuza; y
tan buena priesa se dieron a caminar que en breve tiempo llegaron
a la fuente del Pino; y en parando, Muza ató al pino el caballo de
Albayaldos, y les enseñó el sepulcro, y de nuevo volvió a rogar a
Reduán que no prosiguiese en su intento, y que dejase aquella empresa
que no importaba.

Reduán sin responder palabra dijo a Gazul:

--Ea, robador de mi gloria, ahora estamos en parte donde se ha de
acabar de perder mi esperanza.

En diciendo esto empezó a escaramucear por lo llano, y a llamar a Gazul
que viniera a la escaramuza.

Gazul enfadado del arrogante contrario, como quien pretendía privarle
de todo punto de su bien, y frustrarle la esperanza que tenía de gozar
a Lindaraja, sin hacer flores de escaramucear, en un momento se juntó
con Reduán con una ardiente cólera, y se comenzaron a dar tan terribles
golpes de lanza, que era admiración. Reduán rompió a su contrario la
adarga y jaco, y le dio una pequeña herida, de la cual salía mucha
sangre.

Gazul viéndose así herido a los primeros golpes, para vengarse aguardó
que Reduán se ladease con el caballo para herirle en el descubierto; y
sucedió como lo imaginó, porque Reduán quiso volver con otro golpe, y
fue rodeando para ejecutarle, y se le acercó cuanto pudo.

Luego que Gazul le vio tan cerca arremetió su caballo con tanta
presteza, que cuando Reduán entendió escaparse del encuentro, ya lo
tenía recibido, y no tuvo lugar sino de adargarse por reparar el golpe;
pero no le valió ser fina la adarga ni la jacerina, que el hierro de
la lanza lo falseó todo, y quedó Reduán mal herido, y retirándose
Gazul volvió a herir a Reduán: y él venía con su lanza enristrada, y
se encontraron tan fuertemente, que se quebraron las lanzas, y ambos
se hirieron en los pechos; y como se vieron tan cerca uno de otro,
se abrazaron, haciendo mucha fuerza para sacarse de la silla, y así
pelearon gran rato sin poder efectuar su pretensión.

Los caballos, como se vieron tan juntos, alborotándose y dando
relinchos, empezaron a morderse, y empinándose, a pesar de sus señores,
volvieron de ancas para hacerse mal con las herraduras; y al tiempo de
revolverse, como estaban apretados los caballeros el uno con el otro,
de necesidad hubieron de venir ambos al suelo; pero Reduán como más
fuerte se trajo tras sí a Gazul y quedó debajo.

Reduán que se vio en tanto peligro, hizo mucha fuerza con los brazos
y pechos, y afirmando los pies en el suelo, dio tales enviones, que
desechó a Gazul de encima, y se levantó luego en pie, y lo mismo hizo
Gazul, y muy presto se adargaron; y poniendo mano a sus alfanjes se
comenzaron a herir terriblemente dándose recios golpes, de suerte que
las adargas se hicieron pedazos, y quedaron muy mal heridos.

El que estaba más herido era Reduán, porque tenía dos heridas de lanza.
Ambos andaban mal heridos, sin reconocerse ventaja en ninguno. Las
libreas estaban rotas por el suelo y las armas descubiertas, de suerte
que cada uno procuraba herir en las partes más flacas de las armas,
para que el golpe no fuese en balde.

Los alfanjes eran damasquinos y de muy finos temples, y no tiraban
golpe que las armas no fuesen rotas y ellos heridos, y así en dos horas
que había que lidiaban, estaban tales, que no se podía esperar sino la
muerte de ambos.

Reduán llevaba lo peor de la escaramuza porque, aunque es verdad que
era de más fuerza que Gazul, era más seguro, y entraba y saltaba más a
su salvo, y hería como quería Gazul, lo cual no hacía Reduán, a cuya
causa andaba tan mal herido: mas los golpes que Reduán acertaba, eran
muy desaforados.

Muy mal heridos andaban los dos, y mucha sangre vertían; lo cual visto
por Muza, atendiendo que si la escaramuza pasase adelante, aquellos dos
tan buenos caballeros habían de morir, de compasión que de ellos tuvo,
se apeó de su caballo, y se fue a poner enmedio de ambos, diciendo:

--Señores caballeros, hacedme merced que no pase adelante la
escaramuza, porque si proseguís, me parece que ambos moriréis.

Gazul se apartó luego, y el valeroso Reduán, aunque contra su
voluntad se hubo de apartar, considerando que Muza era hermano del
rey; y apartados los curó Muza, y apretó las heridas, y subiendo en
sus caballos, tomó Muza del diestro el de Albayaldos, y se fueron a
Arbolote; y serían las cinco de la tarde cuando llegaron, y preguntando
por Alabez, le hallaron mal herido en una cama, curado con gran
diligencia por un buen maestro que allí estaba.

Luego los dos caballeros Reduán y Gazul también fueron puestos cada uno
en su cama, y curados por aquel cirujano, y los regalaron y proveyeron
de todo lo necesario. Mucho se admiró Malique Alabez viendo a Gazul y a
Reduán tan mal heridos, porque ambos eran muy grandes amigos suyos.

Ahora los dejaremos curando, y ya hechos amigos, y volveremos a contar
de Granada, y de algunas cosas que en ella sucedieron el día siguiente
que pasaron estas dos escaramuzas.



CAPÍTULO XII.

_En que se da cuenta de una pendencia que los Zegríes tuvieron con los
Abencerrajes, y cómo estuvo Granada a punto de perderse._


Puestos los caballeros en cura partió Muza a Granada, llevando el
caballo de Albayaldos consigo, y puesto el sol llegó a la ciudad;
y entrando por ella se rebozó con el cabo del capellar por no ser
conocido, y así llegó al Alhambra a hora que el rey su hermano se
sentaba a cenar; y apeándose, dio los caballos a uno de la guardia, y
se entró en el real aposento. El rey se maravilló de verle venir de
camino, y le preguntó dónde había estado aquel día. Muza le dijo:

--Señor, cenemos, y después os diré cosas de que os admiréis.

Cenaron, que bien lo había menester Muza, y acabada la cena contó por
extenso la muerte de Albayaldos, las heridas de Alabez, y la escaramuza
de Gazul y Reduán, con lo cual fue el rey muy suspenso, y sintió la
muerte de Albayaldos; y el día siguiente se publicó por la ciudad, y
todos hicieron mucho sentimiento, y en particular su primo Aliatar, que
juró de vengar su muerte, aunque le costase la vida.

Todos los caballeros fueron a darle el pésame a Aliatar; los primeros
fueron los Zegríes, Gomeles, Venegas, Mazas, Gazules, y Bencerrajes,
y otros muy principales caballeros de la corte, y a la postre fueron
Alabeces y Abencerrajes; y puestos todos en sus asientos, como en casa
de un principal caballero, después de haberle dado el pésame, se trató
si sería bueno hacer por él el debido sentimiento, como por semejantes
hombres se suele hacer.

Para esto hubo grandes pareceres, porque unos decían que no, por cuanto
siendo Albayaldos moro, al tiempo de su muerte se volvió cristiano.

Los Venegas decían que no importaba eso; que sería bien que sus deudos
y amigos hiciesen sentimiento, así por los unos, como por los otros.

Los Zegríes decían que pues Albayaldos se había vuelto cristiano, que
no se holgaría Mahoma de que ellos hiciesen sentimiento, porque se
había apartado de su secta, y esto era guardar derechamente el rito del
Alcorán.

Los Abencerrajes decían que el bien que se había de hacer fuera por
amor de Alá, y que si Albayaldos se había vuelto cristiano a la hora de
su muerte, que aquel secreto solo Dios lo sabía, y que no por esa causa
se dejase de hacer el debido sentimiento.

Un Zegrí llamado Abenámar dijo:

--O el moro moro, o el cristiano cristiano: dígolo, porque en esta
ciudad hay caballeros que cada día envían limosnas a los cautivos
cristianos que están en las mazmorras del Alhambra, y les dan de comer,
y son los caballeros que digo los Abencerrajes.

--Decís verdad --dijo Abinhamad, Abencerraje--, que todos nos preciamos
de hacer bien a los cristianos y a cualquier necesitado, porque los
bienes los da el santo Alá para hacer bien por su amor; pues los
cristianos dan limosnas a los moros en nombre de Dios, y por su amor lo
hacen, y yo que he estado cautivo lo sé, porque las he visto dar, y a
mí me han hecho bien; y en reconocimiento de esto yo y mis parientes
hacemos la limosna que podemos a los cautivos cristianos, que por
ventura lo estaremos nosotros algún día. Y a cualquier caballero que le
pareciere mal, es muy ruin, y siente poco de caridad; y tóquele a quien
le tocare: cualquiera que dijere que hacer limosna a quien la pide no
es bueno, miente, y lo sustentaré.

El valeroso Zegrí, ardiendo en saña, por verse desmentido, sin
responder alzó la mano para herirle en el rostro al Abencerraje, el
cual reparó el golpe en el brazo izquierdo; pero no fue tan bueno el
reparo, que por eso dejase el Zegrí de alcanzarle en el rostro con las
yemas de los dedos, de lo cual se sintió el Abencerraje, y rabioso
como un león hircano, en viva cólera ardiendo, puso mano a la daga,
y antes que se moviera un paso el Zegrí, le dio dos puñaladas, ambas
penetrantes: al momento cayó muerto a los pies del Abencerraje.

Otro caballero Zegrí embistió al Abencerraje para herirle con un puñal;
pero no pudo, porque con gran presteza le asió del brazo derecho el
Abencerraje, de modo que el Zegrí no pudo hacer lo que pretendía, y el
animoso y esforzado Abencerraje le dio una herida en el estómago, con
la cual cayó muerto.

Los Zegríes que allí había, que eran más de veinte, pusieron mano a las
armas, diciendo:

--Mueran los traidores Abencerrajes.

Los Abencerrajes se pusieron en defensa. Los Gomeles fueron en favor de
los Zegríes, y serían más de veinte, y con ellos otros tantos Mazas.

Lo cual visto por los Alabeces y Venegas, fueron en favor de los
Abencerrajes, y entre estos seis linajes de caballeros se comenzó una
revuelta brava y reñida, que en muy poco tiempo fueron otros cinco
Zegríes muertos y tres Gomeles, y dos de los Mazas, y en estos tres
linajes hubo catorce heridos. De los Abencerrajes no hubo muerto, mas
hubo diez y siete heridos: a uno le cortaron un brazo a cercén. De los
Alabeces murieron tres, y hubo ocho muy mal heridos. Algunos Venegas
salieron heridos, y dos muertos. Mucho mayor fuera la desgracia, si
Aliatar y otros caballeros no se pusieran enmedio; y algunos de los que
ponían paz salieron heridos.

Con esta riña, que parecía hundirse Granada, salieron todos a la calle
continuando su pendencia; pero como los moros que ponían paz eran
muchos, y de mucho valor, que eran Sarracinos, Bencerrajes, Gazules,
Almohades y Almoradís, tanto hicieron que los pusieron en paz, aunque
con dificultad, porque los de la pendencia eran muchos, y había muertos
de por medio.

El rey Chico fue avisado de lo que pasaba, y salió del Alhambra, y
fue adonde era la cuestión, y aún no estaba de todo punto el negocio
acabado. Los caballeros de la pendencia, así como reconocieron al rey,
se apartaron, y se fue cada uno por su parte.

Hecha la averiguación del caso, mandó prender a los caballeros
Abencerrajes, les dio por cárcel la Torre de Comares, y a los Zegríes
mandó poner en las Torres-Bermejas, a los Gomeles en la Alcazaba, a
los Mazas en el castillo de Bibatambién, a los Alabeces en la casa
y palacio de Generalife, y los Venegas en una torre fuerte de los
Alijares; y el rey muy enojado se subió al Alhambra, diciendo:

--Por Mahoma juro, y por mi corona, que he de apaciguar estos bandos,
con quitar seis cabezas a cada linaje.

Los caballeros que le iban acompañando le suplicaron que no hiciese
tal, porque eran la mapa de la ciudad, y todos bien emparentados; y si
hacía cualquier castigo, se alborotaría la ciudad, y aun todo el reino,
y habría un escándalo, que quisiese luego remediarlo, y no pudiese;
que lo mejor sería hacerlos amigos, a cuyo trabajo y cuidado ellos se
obligaban.

Finalmente, aplacado algún tanto el rey con lo que dijeron los
caballeros, les encargó que hiciesen con brevedad las amistades.

Hicieron tanta diligencia los Aliatares, Bencerrajes y Almoradís, que
en espacio de cuatro días todos los caballeros que riñeron, fueron
amigos, y las muertes perdonadas, llevando las justicias gran cantidad
de dinero para la Cámara real.

Esto pasado soltaron a los presos, cuando los Zegríes muy lastimados
apellidaron entre ellos venganza de tanto daño y deshonra, y para
contrastarla, se juntaron un día todos los Zegríes y Gomeles en un
jardín muy deleitoso de una huerta junto a Darro, y después de haber
comido todos a una mesa, estando sentados por su orden, un caballero
Zegrí, a quien los demás respetaban por mayor y cabeza de ellos,
hermano de aquel Zegrí que mató Alabez en el juego de cañas, comenzó a
hablar, mostrando grande tristeza, y a decir así:

--Valerosos caballeros Zegríes, deudos y amigos míos, y vosotros los
Gomeles, advertid lo que quiero deciros con lágrimas de sangre. Ya
sabéis en cuánto se debe estimar la honra; cuánto cuesta conservarla,
y que en un instante se pierde; y una vez perdida, no se cobra jamás:
dígolo, porque en Granada nosotros los Zegríes, y vosotros los
Gomeles, estamos puestos en el trono y alteza que podemos desear: el
rey nos estima, la ciudad nos ama, riquezas tenemos abundantemente,
y estos caballeros mestizos Abencerrajes procuran quitarnos el honor
y abatirnos, y nos han muerto a mi hermano, y otros tres o cuatro
deudos, y asimismo de los caballeros Gomeles, haciendo de nosotros
infame menosprecio. Todo esto pide entera venganza; porque si no la
procuramos presto, harán los Abencerrajes que no seamos nada, y que
nadie nos estime; y para el reparo es menester, por todas las vías y
modos que se pudiere, que busquemos cómo seamos vengados, y nuestros
enemigos aniquilados y destruidos, porque nos quedemos en nuestra honra
permanecientes. No se puede hacer por fuerza de armas, respecto que el
rey puede proceder contra nosotros; pero tengo imaginado un buen medio,
aunque no es a ley de caballeros, sino para vengarnos de nuestros
enemigos.

Un caballero de los Gomeles respondió:

--Señor Zegrí Mahomad, ordenad lo que conviene, que aquí os seguiremos.

--Pues sabed --dijo el Zegrí-- que he determinado poner mal a los
Abencerrajes con el rey, de modo que ninguno viva, diciendo que
Albid Hamete, cabeza de ellos, cometió adulterio con la reina; y he
de atestiguar con vosotros, y habéis de decir que es verdad lo que yo
digo, y que a quien nos contradijere, se lo daremos a entender; y que
los Abencerrajes le pretenden matar y quitar el reino, y con esto sin
duda que el rey los mandará degollar a todos; y dejadme el cargo, que
yo daré la orden para ello. Este es mi pensamiento, amigos y parientes,
ahora dadme vuestro parecer, y sea con secreto, porque ya veis lo que
importa.

Acabando el Zegrí su diabólica y mal pensada razón, todos dijeron a una
que estaba bien acordado, y que se hiciese así, que todos favorecerían
su intención. Luego fueron señalados dos caballeros de los Gomeles para
que el Zegrí y ellos propusiesen el caso delante del rey.

Acabada de tratar esta tan insolente traición, fueron a la ciudad,
donde estuvieron con su dañado pensamiento aguardando tiempo y lugar
para ponerlo en ejecución; y así los dejaremos a ellos, y volveremos al
moro Aliatar, que estaba enojado por lo que en su casa había sucedido,
y triste por la muerte de su primo Albayaldos, y juró de vengar su
muerte, y propuso de ir a buscar al maestre para matarle; si pudiese;
y para esto no quiso dilatar más su deseo, sino luego se puso un jaco
acerado sobre un estofado jubón, y una marlota leonada sin guarnición,
y púsose un acerado casco, sobre él un bonete leonado, y en él un
penacho negro.

Trajéronle un caballo enjaezado de negro, lanza y adarga negra,
sin otra señal ni divisa; salió tan gallardo y brioso, que pocos le
igualaron en la ciudad, y llegando a la plaza nueva, vino bajando el
camino de Antequera para buscar al maestre, o a otros cristianos en
quien vengar la muerte de su primo Albayaldos.

Habiendo pasado de Loja vio un escuadrón de cristianos, que venía para
entrar en la Vega, los cuales traían un pendón blanco y una señal roja,
la cual era la cruz de Santiago, y por capitán de esta gente venía el
maestre de Calatrava, que ya estaba sano de sus heridas por haberlas
curado con precioso bálsamo.

Aliatar conoció ser aquesta señal del maestre, porque él le había visto
muchas veces en la Vega; y arrimándose al escuadrón, dijo en voz alta:

--¿Por ventura viene aquí el maestre de Calatrava?

El maestre que esto oyó, se adelantó de su gente, y le dijo al moro:

--¿Para qué preguntas por él?

--Quería hablarle --dijo el moro.

--Si no es para más, yo soy, decid lo que queréis.

Aliatar mirando al maestre le conoció luego en la cruz, y arrimándose a
él sin ningún temor y sin saludarle, le dijo:

--Maestre esforzado, con razón os podéis llamar el caballero más
dichoso del mundo, pues habéis alcanzado victoria de tantos y
tan buenos caballeros, y más con la que alcanzasteis de mi primo
Albayaldos, gloria y espejo de todos los caballeros de Granada, que es
tanto el sentimiento mío, que muero en pensarlo. Mi venida es en busca
vuestra para vengar la muerte de mi primo, acudiendo a la obligación
que tengo; y pues os he topado, holgaré cumpláis mi deseo; y si
muriere en la escaramuza, partiré consolado, por morir a manos de tan
principal caballero, y por hacer compañía a mi amado primo.

A lo cual respondió el maestre:

--Holgárame, Aliatar, que ya que me habéis topado habiéndome buscado,
que fuera para cosa que yo os pudiera servir, que juro como caballero,
que en mí tendréis eterna amistad, y me holgaría que no hiciésemos
escaramuza, porque vuestro primo hizo el deber como caballero; quiso
Dios llevárselo al cielo, porque al tiempo de su muerte le conoció, y
pidió el agua del bautismo, y se volvió cristiano: ¡Dichoso él, pues
goza de Dios! Por eso no querría que tuviésemos escaramuza sin haber
para qué, sino ved si os puedo servir en algo, que lo haré por vos.

--En mucho estimo la merced que me hacéis, señor maestre --respondió
Aliatar--: por ahora no se me ofrece cosa en que me la hagáis, sino que
me clama la sangre de mi primo Albayaldos, y querría que no dilatásemos
la escaramuza; asimismo quisiera me aseguréis que de los vuestros no
seré ofendido, sino que solo con vos he de lidiar.

--Mucho me holgara --dijo el maestre-- que no pasarais adelante con
vuestro intento; pero pues esta es vuestra voluntad, hágase lo que
queréis. En lo que pedís, que no seáis ofendido de los míos, yo os doy
seguro de ello.

Diciendo esto alzó las manos a su gente, haciendo señal que se
retirasen de allí, y esta era bastante señal de seguro.

La gente luego se retiró; lo cual visto por el moro, dijo al maestre:

--Ea, caballero, ya es tiempo de comenzar nuestra escaramuza, y
diciendo esto movió su caballo a media rienda, escaramuceando con
gracia.

El maestre, hecha la señal de la cruz, alzó los ojos al cielo diciendo:

--Por vuestra Santísima Pasión, Señor mío Jesucristo, que me deis
victoria contra este pagano.

Y diciendo esto, con bravo ánimo arremetió su caballo por el campo,
escaramuceando contra el moro; y aunque no estaba sano de las heridas
que le dio Albayaldos, y le impedían para pelear, su gallardo ánimo
suplía los defectos de sus heridas, y notando la braveza de Aliatar,
su denuedo y ligereza de escaramucear, dijo entre sí: «Conviene andar
cuidadoso porque este moro no alcance victoria, lo cual no permita
Dios»; y diciendo esto sosegó su caballo, viniéndose despacio, y los
ojos puestos siempre en su enemigo para ver lo que haría.

El moro que vio andar así al maestre, no sabiendo la causa, se le fue
acercando para hacerle algún daño; y estando cerca de él, confiado
en el valor de su brazo, enderezó para dar el golpe, entendiendo que
el maestre no estaría en el caso advertido; y levantándose sobre
los estribos le arrojó la lanza con tanto ímpetu, que el hierro y
banderilla iban rechinando por el aire.

El maestre que vio desembrazar la lanza con tan gran violencia, y que
el asta venía crujiendo por el aire, con gran presteza arremetió su
caballo y se apartó hacia un lado, hurtándole el cuerpo, de modo que
pasó por delante, y se clavó en la tierra sin hacer efecto.

Habiéndose el maestre apartado con tal presteza, y cual halcón suele
asaltar a los astutos gorriones, arremetió al moro para herirle; el
cual no osó aguardar, porque le vio venir con violencia, y revolviendo
el caballo fue adonde estaba clavada la lanza; y llegando tiró de ella
y la sacó del suelo con una presteza admirable; y revolviendo para
herir al maestre, le vio tan cerca de sí, que le venía a los alcances,
que no se pudo hacer otra cosa sino embestirse el uno al otro, y
diéronse dos grandes encuentros.

El moro dio a su contrario en el escudo y se lo falseó, y le hirió en
el pecho de una mala herida. El golpe que el maestre dio fue muy bravo,
porque rompió la adarga del moro, aunque era muy fuerte, y el jaco
acerado, y le hizo una mala herida por la cual salía mucha sangre.

Bien sintió el moro que estaba mal herido, pero no por eso mostró punto
de desmayo, antes con más ánimo arremetió al maestre, blandeando la
lanza como si fuera un junco.

El maestre usó de maña con él, que al tiempo que se hubieron de
encontrar los dos, ladeó un poco su caballo, de suerte que le dio
Aliatar en la adarga al soslayo, y aunque la rompió no entró el hierro
en la carne. El maestre le dio de través en lo descubierto, y le hizo
una mala herida.

El moro, encendido en ira rabiosa, casi desesperado, arremetió al
maestre para herirle, pero guardábase de los golpes con gran ligereza.
Y visto por el moro la grande destreza del maestre, maravillado detuvo
su caballo y le dijo:

--Cristiano caballero, si queréis, y es vuestro gusto, fenezcamos
nuestra escaramuza a pie pues ha gran tiempo que combatimos a caballo.

El maestre dijo que le placía, y se alegró, porque era grande la
destreza que tenía a pie; y así se apearon los dos fuertes guerreros, y
embrazando sus escudos, con las armas en las manos se acometieron con
tanta fortaleza, como dos bravos leones; pero poco le valió al moro su
braveza, que tenía poderoso enemigo.

Heríanse por todas partes, procurando cada uno dar la muerte a su
contrario, y así andaban los dos muy encarnizados: llevaba el moro
lo peor, aunque no lo sentía, porque de dos heridas destilaba mucha
sangre, y tanta, que donde Aliatar ponía los pies quedaba rastro; mas
como era el moro valiente, y de tan animoso corazón, no lo sentía, y
así se mantenía en su escaramuza.

A esta sazón tiró el maestre un revés a su enemigo, y le cortó la
adarga como si fuera de seda; lo cual visto por el moro lo sintió, y
muy sañudo dio un golpe al maestre por encima de su escudo, que parte
de él vino al suelo; y como el maestre lo alzó por defender la cabeza,
la punta del alfanje alcanzó con tal valor, que el acerado casco del
maestre fue roto, y quedó herido en la cabeza: la herida no fue grande,
respecto que el alfanje le tocó por los extremos, pero salíale tanta
sangre que le bañaba los ojos, de modo que le turbaba; y si a la sazón
el moro no anduviera tan debilitado por la falta de sangre, el maestre
corría peligro, porque como el moro vio tanta sangre por el rostro del
maestre, cobró ánimo, y comenzó a herirle bravamente; mas como estaba
desangrado, no pudo acometer al maestre como quisiera ni mostrar su
valor: con todo eso ponía en aprieto al maestre, el cual como se vio
tan perseguido del moro, y que tanta sangre le salía de la herida de
la cabeza, de todo punto enojado, poniendo la vida en mucho riesgo,
cubierto lo mejor que pudo con la parte de escudo que le quedaba,
acometió a Aliatar, llevando su espada de punta.

El moro que le vio venir no le rehusó que también le embistió, pensando
con aquel golpe fenecer la escaramuza. El maestre le hirió de punta
al moro con gran furia, de suerte que la espada entró hasta lo más
escondido de sus entrañas; mas no pudo hacer tan a su salvo el maestre
esta herida, que él no quedase mal herido de otra en la cabeza; de tal
suerte, que aturdido vino al suelo, derramando mucha sangre.

El moro que vio al maestre en tierra y cubierto de sangre, entendió que
era muerto, y fue para cortarle la cabeza; pero cuando se movió para
ello cayó en tierra muerto, a causa de haberle pasado las entrañas.

A esta sazón el maestre volvió en sí, y viéndose puesto en tal estado,
receloso que el moro viniese sobre él, con presteza se levantó, y
mirando a Aliatar le vio tendido en el suelo que no se movía: entonces
se hincó de rodillas, y dio muchas gracias a Dios por la victoria, y
levantándose se fue al moro y le cortó la cabeza y la arrojó en el
campo.

Luego tocó la corneta, y al sonido vino su gente, y vista la victoria
se holgaron; y como le hallaron tan mal herido les pesó mucho, y
cogiendo los caballos le dieron el suyo al maestre, y el del moro
cogieron de la rienda, y la cabeza de Aliatar puesta en el pretal,
despojado el cuerpo de ropas y armas, se fueron para curar al maestre,
el cual quedó de esta escaramuza con mucha honra; y por ella se hizo
aquel antiguo romance que dice así:

      De Granada sale el moro
    que Aliatar era llamado,
    primo hermano del valiente
    y esforzado Albayaldos;
      Aquel que mató el maestre
    en el campo peleando.
    Sale a caballo este moro
    de finas armas armado,
      Sobre ellas una marlota
    de damasco leonado;
    leonado era el bonete,
    negro el plumaje azulado.
      La lanza también es negra,
    adarga negra ha tomado;
    también el caballo es negro,
    de valor muy estimado.
      No es potro de pocos días,
    de diez años ha pasado;
    tres cristianos se lo cuidan,
    y él mismo les da recado.
      Sobre tal caballo el moro
    se sale muy enojado;
    llegando a la plaza nueva
    hacia Darro no ha mirado,
      Aunque pasó por la puerta,
    según va encolerizado;
    sale por la puerta Elvira
    y por la Vega se ha entrado.
      Camino va de Antequera
    en Albayaldos pensando,
    topar desea al maestre
    para vengarse a su salvo;
      Y en llegando junto a Loja
    un escuadrón ha encontrado;
    todo es de lucida gente,
    por señas un pendón blanco,
      En medio una cruz roja
    del Apóstol Santiago.
    Llegándose al escuadrón
    sin temor ha preguntado,
      «Si venía allí el maestre
    que D. Rodrigo es llamado.»
    El maestre allí venía,
    de su gente se ha apartado,
      Y dijo: «¿Qué buscas, moro?
    Yo soy el que has demandado.»
    Conócele luego el moro
    por la cruz que trae al lado,
      Y también en el escudo
    que lo tiene acostumbrado:
    «Dios te guarde, buen maestre,
    buen caballero estimado:
      Sabrás que soy Aliatar,
    de Albayaldos primo hermano,
    a quien tú diste la muerte,
    y le volviste cristiano;
      Y ahora soy yo venido
    solamente por vengarlo:
    apercíbete a batalla,
    que aquí te aguardo en el campo.»
      El maestre que esto oyó,
    no quiso más dilatarlo:
    vase el uno para el otro,
    muy grande esfuerzo mostrando.
      Dábanse grandes heridas
    reciamente peleando:
    el maestre es valeroso,
    el moro no le ha durado.
      Finalmente le mató
    como varón esforzado;
    cortárale la cabeza,
    y en el pretal la ha colgado.
      Volviose para su gente
    muy malamente llagado,
    y su gente le llevó
    donde fue muy bien curado.

A cuatro días que pasó esta escaramuza, se supo en Granada como Aliatar
murió a manos del maestre, lo cual sintió mucho el rey, viendo que en
tan poco tiempo le había muerto dos tan buenos caballeros, como eran
Aliatar y Albayaldos.

También lo sentían todos los caballeros, y la alegría de los días
pasados se volvió en tristeza y pesar por la muerte de estos dos tan
principales; lo cual visto por el rey, acordó con su consejo, que se
volviesen a alegrar, y ordenose que todos los caballeros que jugaron
en la sortija pasada, se casasen con las damas; que se hiciese sarao
público, y se cantase y danzase la zambra, que es fiesta entre moros
muy estimada, y que se corriesen toros, y hubiese juego de cañas. Y
para esto dio el rey orden al valeroso y valiente Muza, el cual se
encargó de hacer las cuadrillas del juego, y de hacer traer los toros.

Grande contento sintieron los caballeros mancebos que tenían damas; y
así toda la ciudad tuvo tanta alegría como de antes, y aun más, porque
luego los caballeros comenzaron a ordenar juegos y máscaras de noche
por las calles, mandando poner grandes hogueras y luminarias por toda
la ciudad, de suerte que la noche parecía día.

Será bueno decir quiénes fueron los caballeros y damas que se casaron.

El fuerte Sarracino con la linda Galiana; Abindarráez con la hermosa
Jarifa; Abenámar con Fátima; Malique Alabez con la linda Cobaida, que
ya le habían traído de Arbolote, y estaba de todo punto sano de sus
penetrantes heridas; Azarque con Arbolaya; un caballero Almoradí con
la bella Sarracina; un caballero Abencerraje con Celima: todos estos
caballeros y damas nombradas fueron casados en la misma sala real, en
la cual hubo dos meses de fiesta y zambra.

Como los caballeros y damas ya nombradas era toda gente principal, y
la flor de la ciudad de Granada, se hicieron grandísimos gastos, así
en comidas, como en ricas ropas, oros y sedas; de manera que la ciudad
estaba en esta sazón la más rica y opulenta, y más alegre y regocijada
que había estado en ningún tiempo.

Fuera gran bien para los moradores de la ciudad y para todo el reino,
que siempre estuvieran en tranquilidad y concordia; pero como la rueda
de la fortuna es mudable, presto volvió lo de arriba abajo, y dio con
todo en el suelo, convirtiendo tantos placeres y regocijos en tristes
llantos, como adelante diremos.

Muza, como hombre a quien habían hecho cargo de las fiestas, presto
concertó las cuadrillas del juego, tomándose él un puesto con treinta
caballeros Abencerrajes, y dando el otro puesto a un caballero Zegrí,
hermano de Fátima, mancebo de valor; y este señaló otros treinta
Zegríes, deudos suyos, para el juego, el cual había de ser en la plaza
de Vivarrambla, donde se habían de correr los toros; y traídos un
día señalado, los corrieron con mucha alegría de toda la ciudad, en
presencia del rey y la reina, y de toda la corte. Congregáronse de la
ciudad y forasteros mucha gente a la fama de las fiestas reales.

Ya se habían corrido cuatro toros muy bravos, y el quinto estaba en
la plaza, cuando entró por ella un caballero en un lucido caballo; la
marlota y capellar eran verdes, como quien vivía con esperanza, las
plumas verdes con argentería de oro. Con él salieron seis con la misma
divisa de su librea, y cada uno con un rejón negro en la mano, y unas
listas de plata.

Grande contento dio el caballero a todos los que estaban mirando las
fiestas, y más a la hermosa Lindaraja, porque luego conoció a Gazul,
que ya estaba sano de las heridas que le dio Reduán en la escaramuza
que tuvieron los dos.

Reduán no quiso estar en las fiestas aquel día, por los desdenes que
le hacía Lindaraja; y por no verla, y por no traer a la memoria sus
penas, se salió aquel día armado, por si encontraba algún cristiano con
quien pelear.

Pues como Gazul entró tan gallardo, y vio que todo el vulgo le miraba,
se puso enmedio de la plaza, y aguardó que el toro viniese por aquella
parte; el cual no tardó mucho, que habiendo muerto cinco hombres,
y atropellado más de cincuenta, llegó, y así como vio el caballo,
arremetió para herirle.

Gazul le aguardó, y al tiempo que el toro quiso dar su golpe, le clavó
un rejonazo tan cruel por medio de los hombros, que contra su gusto
cayó en tierra, y no hirió al caballo. Sentía tanto dolor el lastimado
toro, que puestos los pies y manos hacia arriba, se revolcaba en su
sangre, dando unos bramidos espantables.

Admirado quedó el rey y toda la corte de ver la venturosa suerte de
Gazul, y qué brevemente había quitado la fuerza y brío a un animal tan
feroz.

Con mucho contento estaba Gazul, lidiando los toros que se corrían,
aguardándolos hasta llegar muy cerca, y después los lastimaba con el
rejón de tal suerte, que no volvían más a él; y porque aquel día lo
hizo tan bien el invencible Gazul, se dijo este

ROMANCE.

      Estando toda la corte
    de Abdalí, rey de Granada,
    haciendo una rica fiesta,
    habiendo hecho la zambra,
      Por respeto de unas bodas
    de gran nombradía y fama,
    por las cuales corren toros
    en la plaza Vivarrambla.
      Estando corriendo un toro,
    que su braveza espantaba,
    se presentó un caballero
    sobre un caballo en la plaza,
      Con una marlota verde,
    de damasco bandeada,
    y el capellar de lo mismo,
    muestra color de esperanza.
      Plumas verdes, y el bonete
    parece de una esmeralda;
    seis criados van con él,
    que le sirven y acompañan,
      Vestidos también de verde,
    porque su señor lo manda,
    como aquel que en sus amores
    esperanza lleva larga.
      Un rejón fuerte y agudo
    cada criado llevaba;
    de color negro eran todos,
    y bandeados de plata.
      Conocen al caballero
    por su presencia bizarra,
    que era el muy fuerte Gazul,
    caballero de gran fama,
      El cual con gentil donaire
    se puso enmedio la plaza
    con un rejón en la mano,
    que al gran Marte semejaba,
      Y con ánimo invencible
    al fuerte toro aguardaba.
    El toro cuando le vio,
    al cielo tierra arrojaba
      Con las manos y los pies,
    cosa que gran temor daba;
    y después con gran furor
    hacia el caballo arrancaba
      Por herirle con sus cuernos,
    que como alesnas llevaba;
    mas el valiente Gazul
    su caballo bien guardaba,
    porque con el rejón duro
    con presteza no pensada
      Al bravo toro hiriera
    por entre espalda y espalda:
    el toro muy mal herido
    con sangre la tierra baña,
      Quedando en ella tendido
    su braveza aniquilada.
    La corte toda se admira
    en ver aquella hazaña,
      Y dicen que el caballero
    es de fuerza aventajada;
    el cual corridos los toros,
    el Coso desembaraza.
      Haciendo mesura al rey,
    y a Lindaraja su dama;
    lo mismo hizo a la reina,
    y a las damas que allí estaban.

Volviendo al propósito, el fuerte Gazul corrió los demás toros que
quedaban, en compañía de otros caballeros que los corrían; y no
quedando ya ningún toro, hecho el acatamiento debido al rey y a la
reina, y a las damas, y en particular a Lindaraja, se salió de la
plaza, quedando todos muy contentos en haber visto su hazaña. Luego se
tornó a montar para que entrase el juego de cañas.

Los caballeros del juego se fueron a aderezar, y no tardó mucho que al
son de militares trompetas entró el valeroso Muza con su cuadrilla, con
tanta bizarría, gala y gentileza, que no había más que ver.

Toda la librea era blanca y azul con griones y bandas pajizas, plumas
encarnadas y blancas, con mucha argentería de oro; por divisa en las
adargas un salvaje, que con un bastón deshacía un mundo. Esta divisa
era de los bravos Abencerrajes muy usada, con una letra a los pies del
salvaje, que decía así:

      Abencerrajes levanten
    hoy sus plumas hasta el cielo,
    pues las famas en el suelo
    con la fortuna combaten.

De esta forma entró el granadino Muza muy gallardo y bizarro con toda
su cuadrilla, que eran treinta Abencerrajes, todos caballeros de mucho
valor. En entrando hicieron todos un concertado caracol, escaramuceando
unos con otros, y al cabo se pusieron cada uno en su puesto.

Luego el bando de los Zegríes entró muy gallardo, y no menos vistoso
que los Abencerrajes: su librea era verde y morada, cuarteada de color
de hojaldre muy vistosa.

Venían en yeguas bayas muy ligeras: los pendones de las lanzas eran
verdes y morados; y si los Abencerrajes hicieron buena entrada y
caracol vistoso, no la hicieron menos los bravos Zegríes. Traían por
divisa en las adargas unos alfanjes sangrientos con una letra que decía
así:

      Alá no quiere que al cielo
    hoy suba ninguna pluma,
    sino que se hunda y suma
    con el acero en el suelo.

Habiendo hecho su caracol muy gallardamente, tomaron su puesto, y al
punto los dos bandos se apercibieron de cañas para el juego.

El rey, que ya tenía vistas las letras y divisas de los caballeros,
entendió por ellas el rencor que tenían; y porque no resultase algún
escándalo en tiempo de tantos regocijos y fiestas, luego se quitó de
los miradores, y acompañado de todos los grandes de su corte bajó a la
plaza antes que se comenzasen las cañas, que no fue poco importante su
asistencia.

Puesto a un lado mandó que jugasen, y al son de los añafiles y
chirimías se comenzaron a jugar las cañas, hechas cuatro cuadrillas.
Las cañas se jugaron sin haber desconcierto alguno, aunque lo
hubiera muy grande, si el rey no descendiera a la plaza, porque los
Zegríes venían de mano armada contra los Abencerrajes, los cuales,
escarmentados de la pasada, estaban apercibidos para lo que se
ofreciera; pero con la presencia del rey que estaba con ellos, no
ejecutaron su intento los Zegríes.

Habiendo visto los moros de los bandos contrarios al rey, estuvieron
con mucha concordia, y se acabaron las fiestas de aquel día sin
pesadumbre y con mucho gusto, que no fue pequeño misterio.

Y por estas fiestas de toros y juego de cañas se hizo el siguiente

ROMANCE.

      Con más de treinta en cuadrilla,
    hijosdalgo Abencerrajes,
    sale el valeroso Muza
    a Vivarrambla una tarde;
      Por mandado de su rey
    a jugar cañas se sale,
    de blanco, azul y pajizo,
    con encarnados plumajes;
      Y para que se conozcan
    en cada adarga un salvaje,
    acostumbrada divisa
    de moros Abencerrajes,
      Con un letrero que dice:
    Abencerrajes levanten
    hoy sus plumas hasta el cielo;
    pues de ellas visten las aves.
      Y en otra cuadrilla vienen
    atravesando una calle
    los valerosos Zegríes,
    con libreas muy galanes.
      Todos de morado y verde,
    marlotas y capellares,
    en mil jaqueles gualdados
    de plata los acicates.
      Sobre yeguas bayas todos,
    hermosas, ricas, pujantes;
    por divisa en las adargas
    unos sangrientos alfanjes,
      Con una letra que dice:
    no quiere Alá se levanten,
    sino que caigan en tierra
    con el acero pujante.
      Apercíbense de cañas,
    el juego va muy pujante;
    mas por industria del rey
    no se revuelven, ni salen,
      Porque los Zegríes tienen
    contra los Abencerrajes
    un concierto de traidores,
    y no pudieron lograrle.

Acabado el juego de las cañas el rey y los demás caballeros principales
de la corte, y la reina y las damas con sus novios se retiraron al
Alhambra, donde el rey los regaló grandemente en la cena, porque estaba
muy contento de que no había sucedido ninguna desgracia.

Hubo sarao real, y los desposados danzaron con las desposadas, y el rey
con la reina, Muza con Celima, con mucho contento de ambos; Gazul danzó
con Lindaraja. Tanto danzaron y bailaron aquella noche, que era ya casi
de día cuando se fueron a dormir los desposados.

La hermosa Galiana, gozosa de verse en aquel punto con su Sarracino,
a quien con tan excesivo amor amaba, después de haberle dicho muchas
amorosas razones, le dijo:

--Dime, querido señor mío, ¿qué fue la causa que el día de S. Juan
habiendo corrido con Abenámar las tres lanzas en el juego de la
sortija, luego saliste de la plaza, y no pareciste más en aquellos
cuatro o seis días? ¿Fue porque perdiste la joya, o por qué? Que te
prometo que lo deseo saber.

--Querida esposa y señora mía, la causa fue porque perdí tu retrato
bello y la rica manga labrada de tu mano, y por la vergüenza que me
ocupaba de parecer en tu presencia, y por saber que Abenámar ordenó
aquel juego por vengarse de los dos: de ti, porque le desdeñaste; y
de mí, porque una noche le herí debajo de tu balcón, estándote dando
una música, que bien creo que tendrás noticia de ello; y viendo que
fortuna le favoreció tan a medida de su deseo, y que a mí me había
sido contraria, me dio tan gran tristeza y desesperación, que enfermé
de melancolía y maldecí mi poca ventura; renegué del falso Mahoma,
y prometí y juré a fe de caballero, de ser cristiano, y lo tengo de
cumplir, aunque sobre ello muera, porque tengo por mejor la fe de
los cristianos, que no la burlaria de la secta de Mahoma; y si tú me
quieres bien, como dices, has de ser cristiana, que yo sé que el rey D.
Fernando nos hará grandes mercedes por ello.

Con esto cesó, aguardando la respuesta que le daría Galiana, la cual
luego le respondió:

--Señor, y esposo, no puedo yo huir en ninguna manera de tu voluntad;
antes seguirela en todo y por todo; tú eres mi señor y marido, a quien
yo di y entregué mi corazón; y así digo, que no iré contra tu gusto en
cosa ni en parte; y más, que yo sé que la fe de los cristianos es mucho
mejor que el Alcorán, y así prometo de ser cristiana.

--Acrecentádome habéis las mercedes de todo punto --dijo Sarracino--,
y no esperaba menos de tan leal y firme pecho.

Y diciendo esto la abrazó entre mil ternezas, y así pasaron toda
aquella noche.

Venida la mañana, los grandes de la corte se juntaron y ordenaron que
Abenámar, pues era tan buen caballero, se casase con Fátima, ya que en
su servicio había hecho tan grandes cosas. Los Zegríes no quisieron
que aquel casamiento se hiciese, por cuanto Abenámar tenía amistad con
los Abencerrajes; las cuales contradicciones no aprovecharon porque el
rey gustó de que se casaran, y todos los caballeros fueron en que se
efectuase.

Hecho el casamiento, las fiestas se aumentaron, haciendo cada día
zambra y muchas danzas y juegos; de modo que no había otra cosa en la
corte sino galas, invenciones, máscaras y regocijos; y los dejaremos
en ellas por contar lo que le sucedió a Reduán en la Vega, yendo
desesperado por verse aborrecido de Lindaraja que amaba a Gazul.

Pues es de saber que como salió de la ciudad se fue por el río Genil
abajo, y llegó al Soto de Roma, que es un soto muy agradable, de mucha
espesura de árboles; y hoy día quien no tiene muy andadas las veredas
se pierde en él: hay dentro infinidad de caza volátil y terrestre, y
estará de Granada el principio del soto legua y media, teniendo de
ancho y largo más de cuatro leguas.

Allí vio una escaramuza muy reñida entre cuatro moros y cuatro
cristianos, por causa de que les querían quitar una mora muy hermosa,
y la defendían, aunque con pérdida y trabajo, por ser los cristianos
de mucho valor. La mora miraba su escaramuza derramando abundancia de
lágrimas.

Reduán espoleó su caballo para favorecer a los moros; pero por priesa
que se dio ya habían muerto a los dos, y los otros andaban a mal traer;
y temerosos de la muerte desampararon a la dama, y volvieron las
espaldas a todo correr de sus yeguas.

A esta sazón llegó Reduán, y mirando a la hermosa mora la vio vertiendo
perlas por los ojos, y que acrecentaba más su triste llanto viendo
muertos dos de sus guardadores, y que los otros dos se habían ido
huyendo.

Movido de compasión el valiente Reduán, por librarla del poder de
los cristianos, y sin hablarles palabra, los acometió, y del primer
encuentro hirió al uno muy mal en un descubierto de la adarga, de
modo que vino a tierra; y revolviendo su caballo con gran ligereza y
velocidad, se apartó de los tres cristianos escaramuceando un gran
trecho, y luego tornando como un pensamiento sobre ellos, de un
encuentro derribó a otro caballero del caballo, mal herido.

Los dos cristianos que quedaban embistieron a Reduán, y el uno de ellos
le dio una gran lanzada, de suerte que quedó herido de una mala herida;
el otro caballero, aunque le entró, no le hirió y rompió su lanza.
Reduán viéndose herido, se apartó de ellos, y con muy bravo ánimo les
volvió a embestir, de suerte que derribó del caballo al que estaba sin
lanza.

El cristiano que estaba solo hirió a Reduán segunda vez, y él
encolerizado acometió al cristiano para herirle, mas no se atrevió a
esperarle por verse solo, pues los compañeros estaban en el suelo mal
heridos, y los caballos andaban sueltos por el campo.

Los dos moros que habían ido huyendo se detuvieron por ver el fin de
la batalla; y visto cuán en breve había desbaratado aquel moro a los
cuatro cristianos, volvieron espantados adonde había dejado a la mora,
la cual estaba admirada del valor del moro.

Reduán estaba hablando con ella maravillado de su hermosura, que le
parecía ser mayor que la de Lindaraja y la de todas las damas de
Granada; y así era verdad, que era la más hermosa de todo el reino.
Estaba Reduán tan rendido a la mora, que no se acordaba de Lindaraja, y
solo se ocupaba en mirarla, y la preguntó quién era.

En esto llegaron los dos moros, y dándole las gracias del socorro le
dijeron así:

--Señor caballero, Mahoma os trajo aquí a tal tiempo, que si vos no
vinierais, nosotros del todo fuéramos perdidos y muertos a manos de
aquellos caballeros cristianos; y lo que más nos pesara es perder esta
dama que traemos a nuestro cargo, y porque parece que estáis herido,
según demuestra esa sangre, vamos la vuelta de Granada, y en el camino
diremos lo que habéis preguntado; y mirad si de estos caballeros
cristianos se ha de hacer alguna cosa.

--No --dijo Reduán--, básteles estar heridos; cogedles los caballos,
dádselos, y váyanse.

De esto se maravillaron los moros, y cogieron los caballos y se los
dieron a los cristianos, y ellos tomaron la vía de Granada.

Yendo Reduán junto a la hermosa mora, la cual no menos pagada iba de
Reduán que él iba de ella, el uno de los dos moros comenzó a hablar de
esta manera:

--Habéis de saber, señor caballero, que éramos cuatro hermanos y una
hermana, que es la que presente veis: de los cuatro, por nuestra
desdicha, ya habéis visto como quedan allí los dos muertos a manos de
los cristianos, y aun habemos sido para tan poco los dos que quedamos,
que aún no les dimos sepultura; pero querrá el santo Alá que hallemos
algunos villanos que pagándoselo quieran dársela. Nuestro padre es
alcaide de la fuerza de Ronda; y como supimos que en Granada se hacían
tan grandes fiestas, pedimos a nuestro padre, Zaide Hamete, licencia
para venir a verlas. Pluguiera al santo Alá que no hubiéramos venido,
que nos ha costado dos hermanos, y afrentosamente huimos y dejamos
en tan notable peligro a nuestra hermana Haja, si vos, señor, no lo
remediárades. Esta es, señor caballero, nuestra lastimosa y verdadera
historia; y pues ya, señor, habéis sabido nuestro viaje, y también
quién somos, recibiremos merced, si sois servido, que nos digáis de
dónde sois y cómo os llamáis, para que sepamos a quién somos tan
obligados.

Reduán les respondió:

--Holgado me he, caballeros, de saber quién sois; bien conozco a
vuestro padre, y conocí a vuestro abuelo Almadán, a quien mató D. Pedro
Sotomayor. Pésame de no haber venido antes, que yo sé que no hubieran
muerto vuestros hermanos, y huélgome mucho de haberos servido en algo,
y lo haré cada y cuando que se ofrezca; y por si os queréis servir
de mí, y daros gusto, os diré quién soy: llámanme Reduán, y soy de
Granada; vamos allá a mi casa, y será vuestra, donde os haré regalar y
servir conforme merecéis.

--Gran merced, señor Reduán --respondieron ellos--, por el ofrecimiento
que nos hacéis; deudos tenemos en Granada donde podemos ir a posar,
cuanto más que por la desgracia sucedida nos detendremos muy poco en la
ciudad, especialmente siendo ya pasadas las fiestas.

En esto iban hablando los dos hermanos de Haja, y Reduán, cuando vieron
venir dos leñadores que con sus bagajes iban por leña al dicho soto, y
en llegando a ellos dijeron los dos hermanos a Reduán:

--A buen tiempo han venido estos villanos, que podría ser quisiesen dar
sepultura a nuestros hermanos, pagándoselo.

--Yo se lo rogaré --dijo Reduán, y habló a los villanos diciendo--:
Hermanos, por amor del santo Alá, que deis sepultura a dos caballeros
que están allí bajo muertos, que os será bien pagado.

Los villanos dijeron, que de buena gana lo harían, sin interés alguno.
Los hermanos suplicaron a Reduán esperase allí en compañía de su
hermana, en tanto que iban a ayudar a enterrar los muertos, que seguros
iban, quedando ella con él, y a traer los caballos, siquiera porque no
se aprovechasen de ellos los cristianos.

--Mucho me holgara de acompañaros --dijo Reduán--; pero pues es vuestro
gusto que yo quede con vuestra hermana, soy contento.

Los moros se lo agradecieron mucho, y se fueron con los villanos para
dar sepultura a sus hermanos, y cobrar los caballos perdidos.

El valiente Reduán ardiendo en llamas de amor por la hermosa Haja, y
viendo la oportuna ocasión por estar solos, la dijo de esta suerte:

--O fue ventura, o desdicha mía haberos hallado en esta parte; en un
punto vi muerte, vida, cielo, suelo, tempestad, bonanza, paz y guerra;
y lo que más siento, es no saber el fin de una tan extraña aventura,
como es la que la fortuna me ha ofrecido: de suerte estoy suspenso,
Haja hermosa y bella, que no estoy en mí, sino en ti. No sé dónde
vaya sino a ti; temo declarar mi mal, muero si no lo declaro, ardo en
vivas llamas, estoy más helado que los Alpes de Alemania. No sé si
hable, o calle, oh bellísima señora: por mejor medio elijo declararte
lo que mi alma siente, para que des vida a quien le va faltando, pues
tú eres la verdadera medicina, y salutífera a mi enfermedad. Sabrás,
vida de esta mía, que en la dichosa hora que vi tus soles llorosos
por la escaramuza de que tú eras la causa, luego comencé a pelear con
cinco contrarios, cuatro los cristianos, y otro tú; vencilos, y te
libré; y tú me venciste y cautivaste: ¿con qué armas peleaste, que tan
presto me venciste? Pero, ¿para qué lo pregunto, pues eres semejanza
y cifra de la hermosura, dotada en discreción, bravo donaire, brío y
gentileza? Estas son las armas con que peleaste conmigo. No hallaste en
mí resistencia porque de mis potencias estabas apoderada: tu siervo
soy, y tú mi señora y mi bien. Adórote, no me aborrezcas; estímote, no
me menosprecies, no seas ingrata a mi pecho fiel, amoroso y verdadero:
corresponde a mi casto amor, pues te admito por mi esposa, y dame
respuesta piadosa.

Y diciendo esto enmudeció. Haja le respondió, diciendo:

--Noble, brioso y esforzado caballero, aunque sin experiencia de causas
de amor, por ser doncella de catorce años, recogida y noble, que presto
sabrás quien soy, luego reconocí ser tu accidente de amorosas llamas,
y a lo que me has dicho, digo que sea así por no contradecirte; pero
bien sé que los hombres, por conseguir su lascivo deseo, dicen mil
lisonjas vanas, y otras cosas o cuitas en daño de las tristes mujeres,
que de ligero se creen. Quiero resolverme y responder, porque veo venir
a mis hermanos, que si tú me amas, soy tu rendida; si con facilidad me
quisiste, con fuerza te adoro; si te parezco bien, me parece que no
hay otro en la tierra como tú. Y si como dices, me quieres por esposa,
pide a mis hermanos que alcancen el sí de mi padre, que el mío en tu
boca está; y te prometo que será tan imposible faltar esta ferviente
fe que tengo, como pedir a la nieve que caliente, al sol que resfríe y
que no alumbre, y como ver en el suelo el firmamento estrellado. Tanto
es lo que te quiero, moro, que en mi alma moras; y porque llegan mis
hermanos, mudemos plática, no apartándome de tu pensamiento, como yo no
te aparto del mío; y cuando caminemos, como que no me has dicho nada,
puedes tratar con mis hermanos el casamiento: y de no querer mi padre,
ni mis hermanos que me case contigo, que no me persuado a que den tan
mal pago a una obligación tan grande como te tenemos, y más siendo tan
principal caballero, que nosotros ganamos en que tú me quieras por
esposa, yo quiero, si tú me quieres; tuya soy, pues me libraste de
poder de los cristianos, que es cierto que había de ser su cautiva.
Pues tanto más me ha valido el trueque, dichosa suerte ha sido la mía,
aunque he perdido dos hermanos, en haber venido por aquí, resultándome
tanto bien de querer ser tú mi esposo; y en señal de que seré tuya,
para que estés confiado en mi palabra, toma esta sortija del dedo del
corazón, y ponla en el tuyo, pues el mío tienes en él.

Y diciendo esto sacó una sortija de oro, con una esmeralda trasparente
y fina, y se la dio a Reduán, el cual la tomó con mucha alegría, y
besándola mil veces la puso en su dedo, quedando el más contento y
favorecido amante del mundo.

Quisiera el enamorado moro dar respuesta a su querida mora; pero no
hubo lugar, porque llegaron sus dos hermanos, bañados los rostros en
lágrimas por el dolor de sus dos caros hermanos, a quien venían de
enterrar y traían sus caballos del diestro. La hermosísima Haja no pudo
dejar de llorar los ya difuntos hermanos. Reduán los consolaba lo que
podía, diciéndoles palabras muy eficaces para ello; y con estas y otras
pláticas entraron en Granada.

Era ya de noche, y dijeron los hermanos a Reduán, que les diese
licencia para ir a posar en casa de un deudo suyo, que era de los
Almadenes, y vivía en la calle de Elvira. Reduán les dijo que hiciesen
su gusto y los acompañó hasta la posada; y despidiéndose de ellos se
volvió a su casa.

Mas al tiempo de despedirse no apartaba la vista de sus ojos el uno
del otro amante, de tal manera que apartándose se consideraba sin alma
Reduán, por quedársele con su señora; y Haja asimismo, por llevársela
Reduán.

Los caballeros y la dama fueron bien recibidos de su tío, quien recibió
mucha pena por la muerte de sus dos sobrinos.

A otro día por la mañana se vistió Reduán, y fue al real palacio por
besar las manos al rey, el cual en aquella hora se acababa de levantar
y vestir para ir a la Mezquita mayor, a ver el zalá que se hacía por
un moro de su secta llamado Gidemahojo; y viendo a Reduán vestido de
marlota y capellar verde, y plumas verdes, alegrose grandemente con su
vista, porque había muchos días que no le había visto; y le preguntó
dónde había estado, y cómo le había ido en la escaramuza con Gazul.
Reduán le satisfizo, diciendo que Gazul era buen caballero, y que Muza
los había hecho amigos.

Con esto el rey y los demás caballeros que le salían a acompañar, que
por la mayor parte eran Zegríes y Gomeles, se fueron a la mezquita, y
con muy grande aplauso se hizo el zalá y alcoranas ceremonias, y se
volvieron al Alhambra; y en entrando en su palacio real hallaron a la
reina y sus damas en la sala, porque era costumbre del rey Chico; y así
lo tenía mandado, que en cualquier tiempo que saliese, a la vuelta
había de estar la reina y sus damas en la sala por solo su gusto, y
porque se holgaba de verlas; y más a Celima, que la amaba en supremo
grado, por lo cual él y el capitán Muza tuvieron muchas diferencias,
como adelante se dirá.

Entraron en palacio con todos los caballeros de su corte, y todas las
damas pusieron la vista en la bizarría de Reduán, espantadas de la
mudanza de librea. Lindaraja le miraba de propósito, y admirada de que
no la miraba, dijo entre sí:

--Disimula Reduán su pasión: bien hace, que no ofenderé a mi Gazul.

La reina dijo a Lindaraja:

--Todavía tiene esperanza Reduán de gozarte.

Respondió Lindaraja:

--Bien puede desistir de ese pensamiento, porque estoy muy fuera de él.

Dijo la reina:

--Pues en verdad que tiene buen talle, y es galán y discreto Reduán, y
que cualquiera dama se puede tener por dichosa en ser suya.

--Así es, señora, Reduán merece mucho, y de no haber puesto mi afición
en Gazul, es sin duda que ninguno sino él fuera señor de mí.

Con esto callaron, porque no advirtiesen las otras damas en lo que
hablaban.

A esta sazón le dijo el rey a Reduán:

--Bien te acordarás que me diste palabra de ganar a Jaén en una noche:
si lo cumples, como me lo prometiste, te daré doblado el sueldo de
capitán; y si no lo cumplieres, me has de servir en una frontera,
privado de la vista de tu dama. Por tanto apercíbete a la empresa,
que yo iré en persona a la conquista, que estoy muy sentido de estos
cristianos de Jaén, porque cada día nos corren la tierra, y talan la
Vega; y pues ellos me vienen a buscar tantas veces, será bien que vaya
yo a buscarles una, y que de esta se concluya con todos.

Reduán le respondió con rostro alegre, diciendo:

--Si algún tiempo di palabra de darte a Jaén ganada en una noche, de
nuevo lo confirmo, con que me des mil soldados de los que yo señalare,
que yo os cumpliré lo dicho.

El rey dijo:

--No digo mil soldados, sino cinco mil te daré, y aunque yo vaya, tú
has de ser capitán de todos.

--Estimo mucho la honra que me hacéis --dijo Reduán--, y yo me holgaría
de acertar a servirte como deseo. Tu Majestad señale la gente y día que
hemos de partir, que desde luego estoy dispuesto y obediente a tu gusto.

--No espero menos de ti, y no perderás el servicio que me hicieres:
los caballeros que irán contigo serán Abencerrajes, Zegríes, Gomeles,
Mazas, Venegas, Maliques y Alabeces, que bien sabes el valor de todos,
y sin estos irán los demás caballeros e hidalgos, pues yo voy a la
jornada.

Diciendo esto entró un portero, y dijo al rey que pedían licencia una
dama y dos moros forasteros para besarle las manos. El rey dijo que
entrasen.

Luego entraron por la sala dos caballeros de buena gracia, marlotas y
capellares, borceguíes y zapatos negros; enmedio de ambos venía una
dama vestida de negro, tapado el rostro con un cabo del almaizar que no
descubría más que dos luceros, y bien se echaba de ver por la hermosura
de ellos, que debía de ser perfecto en todo.

Maravillado el rey de sus funestos trajes, les dijo:

--¿Qué es lo que queréis?

Haciendo gran reverencia al rey y a la reina, y a las damas que allí
estaban, propuso el moro lo siguiente:

--Nuestro principal intento ha sido venir a besar tus reales manos
y las de mi señora la reina, y a que conozcas estos tus siervos.
Nosotros tres somos nietos de Almadán, alcaide que fue de Ronda, y
ahora lo es nuestro padre; y como tuvimos noticias de las fiestas que
en esta ciudad se hacían, por celebrar los casamientos que tu Majestad
ha hecho en ella, acordamos de venir a verlas. La fortuna no quiso
que las gozásemos, y fue la causa que el día de las fiestas, en un
lugar de grandes espesuras que se dice el Soto de Roma, de improviso
nos asaltaron cuatro caballeros cristianos, muy valerosos, y tanto,
que aunque nosotros nos defendimos por amparar esta doncella, que es
hermana nuestra, pudieron tanto, que de cuatro hermanos que éramos,
nos mataron los dos, y nosotros con temor de la muerte huimos, y si no
fuera por el valor de este caballero que está junto a vuestra Majestad,
todos nos perdiéramos --y diciendo esto, señaló con el dedo al fuerte
Reduán--: que venció con su valentía él solo a tres cristianos, y el
otro huyó. Venimos a darle las gracias al vencedor caballero que estaba
consolando a nuestra afligida hermana, y dio licencia a los vencidos
cristianos para que fuesen libres, sin quitarles ningún despojo;
benignidad de noble caballero nunca vista, que con quedar herido no
quiso vengarse. Os certifico, señor, que si todos los caballeros de
vuestra corte son como Reduán, podéis conquistar el mundo, porque
vimos que de tres botes de lanza derribó tres cristianos mal heridos, y
el otro huyó. Acordamos de venir a besar las manos de vuestra Majestad,
y a pedir licencia para ir a contar a nuestros padres esta desdicha.

Con esto no dijo más el moro, mostrando mucha tristeza, y la misma
mostró el otro hermano y la doncella.

Mucha admiración causó al rey la tragedia, y la ventura de ir Reduán
por aquel sitio para remediar la dama; y volviéndose a Reduán le dijo:

--Grande era el amor que te tenía, y con esta hazaña le has acrisolado
más, y desde hoy te encargo la alcaidía del castillo de Tíjola, que
está junto a Purchena.

Todos los caballeros tuvieron a heroico hecho el que hizo Reduán, y
le alababan mucho; lo cual lastimaba a Lindaraja, que estaba casi
arrepentida por haber despreciado a Reduán.

El rey les dijo a los dos hermanos:

--Pues es vuestra voluntad de iros, id en buen hora, que licencia
tenéis; pero antes que os vais querría ver el rostro de esa dama por mi
gusto y de la reina; decidle se quite el rebozo, porque no será bien
que dejemos de gozar de su vista, que yo bien entiendo que es peregrina
a lo que se infiere por los hermosos ojos que tiene.

Los hermanos la dijeron que se descubriese; ella lo hizo así, y
quitándose un prendero del almaizar, descubrió su rostro, que no menos
que el de Diana era.

Así pareció a todos los de la sala real, como el sol que por la mañana
sale esparciendo sus ardientes rayos: esto mismo hacía la hermosa Haja,
pues los de su hermosura reverberaban en quien la miraba, y quedaban
todos deslumbrados, matando con su vista a los caballeros de amor, y a
las damas de envidia.

A todos admiró la hermosura de la bizarra Haja, y deseaban su amistad
por gozar de su hermosura. La reina que asimismo estaba espantada de la
beldad de Haja, le dijo al rey:

--Sírvase vuestra Alteza de que goce yo de esta dama.

--Vaya en buen hora --dijo el rey--, que bien sé que ha de haber más de
cuatro damas envidiosas de las que hoy os sirven.

Llamaron a Haja, y haciendo mesura al rey y a los caballeros, pasó a
besar la mano a la reina, y de rodillas en el suelo se la pidió. No
quiso la reina dársela, antes la levantó, y la hizo sentar junto a sí.

A todas las damas causó admiración la perfección con que en todo dotó
naturaleza a Haja; pues aunque estaban allí Daraja, Sarracina, Galiana,
Fátima, Celima, Cobaida y otras muchas damas de excelente hermosura,
ninguna como la de la hermosa Haja.

Reduán que no apartaba los ojos de su adorada Haja, estaba muy
receloso, y con gran temor no se le trocase, y le quebrase la palabra
dada.

La mora miraba de cuando en cuando a su amante Reduán, y si con lanza
y adarga le había parecido bien, mucho mejor le parecía vestido con el
traje de corte, y más tan galán como estaba; y extendiendo los ojos
por todos los caballeros presentes, ninguno la pareció llegar a poder
competir con su querido Reduán. Mostrábasele grave, alegre y risueña,
que no fue poco contento para el moro.

El rey dijo a Reduán:

--Mucho me holgara de ver la escaramuza que tuvisteis con Gazul, porque
sería de ver, siendo ambos tan valientes.

--Yo soy testigo de ella --dijo Muza--, porque no pudiéndolos persuadir
a que no peleasen, estuve mirando la cruel y sangrienta escaramuza
que entre un león y una onza no podía ser más violenta; y movido a
compasión de que ambos no muriesen, porque no reconocí ventaja en
ninguno, me puse enmedio, y cesó la escaramuza, quedando los dos con
igual victoria.

--¿Qué les movió al desafío? --dijo el rey.

--Son cuentos largos --contestó Muza--; no hay para qué refrescar en
la memoria cosas viejas, sino decir que está en la sala la causa de su
enojo.

--Ya entiendo lo que puede ser --dijo el rey--: bien sé yo que Reduán
no volverá a hacer escaramuza con Gazul sobre lo pasado en ninguna
manera.

--Vuestra Majestad está en lo cierto --dijo Reduán--, porque estoy ya
olvidado de todo aquello; pero a la sazón perdiera mil vidas por ella,
si las tuviera, lo que ahora no me pusiera a perder una.

--Debe de haber algo nuevo, que no es posible menos --dijo el rey.

Diciendo esto, los dos caballeros, hermanos de Haja, se habían sentado
junto a Mahandín Hamete, principal caballero y rico, del linaje de
los Zegríes, el cual habiendo visto la hermosura de Haja estaba tan
amartelado, que no apartaba los ojos de ella: afligíale tanto la causa
amorosa, que no pudiéndola resistir les dio parte a sus hermanos,
diciéndoles:

--Señores caballeros, ¿conoceisme?

--No, señor, sino para serviros --respondieron ellos--, que como
forasteros no conocemos particularmente a los caballeros granadinos;
pero estando en compañía de tan alto rey y en su real palacio, bien
inferimos que debéis de ser de estirpe clara.

--Pues sabed, caballeros, que soy Zegrí, descendiente de los reyes de
Córdoba, y en Granada valgo yo tanto, que se hace larga mención de mí y
de los de mi linaje, y querría, si lo tuvieseis por bien, emparentaseis
conmigo, dándome por mujer a vuestra hermana Haja, que me ha parecido
tan bien, que me holgara ser vuestro cuñado y pariente; y a ley de
moro hidalgo, que pudiera estar casado con una dama que era de lo más
principal de Granada; mas no me he querido casar hasta ahora que he
visto a vuestra hermana, de la cual estoy muy pagado.

Con esto cesó el Zegrí, aguardando su bien o su mal.

Los hermanos de Haja comunicaron entre ambos si convenía o no aquel
casamiento, y al fin considerando el valor de los Zegríes, cuya fama
era tan notoria, le dieron el sí, confiados en que su padre tendría por
bien lo que ambos hiciesen.

El Zegrí muy alegre con el sí de los hermanos, se levantó, e hincándose
de rodillas habló de esta suerte:

--Alto y poderoso rey, suplico a vuestra real majestad, que ya que se
celebran casamientos, y por ellos hay fiestas, que se haga el mío para
que goce de ellas, porque sabrá vuestra majestad que vencido de los
amores de la hermosa Haja, la pedí en casamiento a sus dos hermanos,
los cuales sabiendo quién soy, lo han tenido por bien, y me la han
prometido por mujer; por lo que suplico a vuestra majestad sea servido
de que nos desposen conforme a nuestros ritos, pues se ha ofrecido esta
ocasión en tan buen tiempo.

El rey, mirando a la dama y a sus dos hermanos, admirado de tan
repentino acuerdo, dijo que si era gusto de ellos y la dama quería, que
él era contento.

Todos se admiraron del caso, y callaron hasta ver en qué paraba; pero
Reduán ardiendo en enojo e ira, se levantó en pie y dijo:

--Señor, a este casamiento que pide el Zegrí no hay lugar, porque es mi
esposa desde que la libré de los cristianos, y entre los dos nos hemos
dado palabra de esposos, y hay también prendas que son confirmación
de esto que digo: nadie como la dama puede decir lo que pasa; y no
pretenda agraviarme ninguno, porque me lo pagará.

El Zegrí respondió alborotado que Haja no se podía casar sin licencia
de su padre o hermanos, y que era suya, y la defendería hasta la
muerte. Reduán que oyó la arrogancia del Zegrí, arremetió a él para
herirle con muy encendida rabia. Los Zegríes acudieron a favorecer a su
pariente, y los de Reduán, Muza y los Abencerrajes fueron a socorrerle.

El rey, viendo el escándalo que se empezaba, mandó pena de muerte a
quien más hablase en el caso, que él determinaría lo que había de ser.

Con esto se aquietaron aguardando su determinación; y visto que ya
estaban sosegados fue al estrado de la reina, y tomó de la mano a Haja,
y puesto en medio de la sala la dijo que escogiese a Reduán o el Zegrí,
o aquel que más gusto le diese.

La dama viendo que no podía dejar de obedecer el precepto de su rey, se
puso confusa a considerar la palabra que habían dado sus hermanos al
Zegrí, y por otra parte consideraba el mucho amor que tenía a su Reduán
y él a ella, y el haberla librado del cautiverio, y los coloquios
amorosos que entre los dos habían pasado, y a la fe y palabra que había
dado de ser su esposa.

Considerándolo todo muy bien, se fue con el rey de la mano adonde
estaban los caballeros juntos, y llegados, haciendo una reverencia al
rey, le dio la mano a Reduán diciendo:

--Señor, este quiero por esposo.

El Zegrí quedó avergonzado de que él fuese el desechado; y no pudiendo
sufrir el dolor se salió de palacio con intento de vengarse de Reduán,
del cual se celebraron aquel día las bodas, y al siguiente hubo
fiestas y zambra; y estando ocupados en estas fiestas, trajeron nuevas
como mucha compañía de cristianos corrían y talaban la Vega, y así
fue necesario dejar las fiestas por salir a ella para pelear con los
cristianos.

El valeroso Muza, como capitán general, salió luego al campo acompañado
de mil de a caballo y dos mil peones, y en topando el escuadrón
de los cristianos trabaron muy sangrienta escaramuza, en la cual
murieron muchos de ambas partes; mas siendo el poder de los moros
mayor, por haber tres veces más gente que de los cristianos, quedaron
vencedores, y ganaron dos banderas cristianas, y cautivaron muchos
cristianos; aunque les costó cara esta victoria, porque murieron más
de seiscientos moros. En este día hicieron los caballeros Abencerrajes
y Alabeces grandes cosas en armas, y si no fuera por su valor no se
venciera la escaramuza.

Volvió Muza victorioso a Granada, con lo cual se holgó el rey. También
se señaló en este día Reduán, a quien el rey abrazó con muy grande
amor, y por la victoria tornaron a hacer fiestas otros ocho días, y por
los casamientos; las cuales pasadas determinó el rey salir a correr la
tierra de los cristianos, porque lo deseaba, en particular a Jaén que
era quien más daño le hacía; y dándole el cargo de capitán general al
valiente Reduán, como está tratado y atrás habemos dicho, se partió de
la ciudad de Granada.



CAPÍTULO XIII.

_En que se da cuenta de lo que sucedió al rey Chico y a su gente
yendo a entrar en Jaén, y la gran traición que los Zegríes y Gomeles
levantaron a la reina mora y a los caballeros Abencerrajes, y muerte de
ellos._


El último y postrero día de las fiestas el rey comió con todos los
principales caballeros de su corte, y alzando las mesas habló a todos
de aquesta manera:

--Bien sé, leales vasallos y amigos míos, que ya os será odiosa la
vida pasada en tantas fiestas como habemos tenido, y que a voces os
llama el fiero Marte, en lo que os habéis ocupado siempre. Ahora, pues,
que Mahoma nos ha dejado ver las fiestas que le han hecho en nuestra
insigne ciudad, y los casamientos que se han efectuado en ella, será
justo que volvamos a la milicia contra los cristianos, pues que ellos
nos vienen a buscar hasta nuestros muros; y para esto ya sabéis, mis
buenos amigos, que los días pasados traje a la memoria a Reduán una
palabra que me dio de ganarme a Jaén en una noche, y ahora lo confirmó
de nuevo. Pidiome mil soldados, pero yo quiero que sean cinco mil, y
que me la cumpla; y para esto doy a mi hermano Muza cargo de juntar la
gente del número que he dicho, que son dos mil hombres de a caballo y
tres mil peones, y que sean todos expertos en armas, y que Reduán vaya
por general, y demos vista a Jaén, de quien tan grandes daños hemos
recibido y cada día recibimos; y si ganásemos la ciudad de Jaén, no
están seguras Úbeda, Baeza ni su redondez; y para esto quiero que me
digáis vuestro parecer.

Con esto cesó el rey, aguardando respuesta de sus varones.

Reduán se levantó y dijo, que él cumpliría su palabra. Muza dijo que
él daría en tres días puesta su gente en la Vega. Todos los demás
caballeros que allí estaban dijeron que hasta la muerte le servirían
con sus personas y hacienda. El rey agradeció mucho a todos su
ofrecimiento.

Los hermanos de Haja, con licencia de su rey, se fueron a Ronda, donde
fueron muy bien recibidos de sus padres, contentos con el casamiento de
su hija con Reduán, y por otra parte con mucho pesar y tristeza por la
muerte de sus dos hijos.

En este tiempo mandó el rey a Zulema Abencerraje que fuese a ser
alcaide de la fuerza de Moclín, el cual se fue luego con su esposa y
querida Daraja. El padre de Galiana se volvió a la ciudad de Almería,
dejando a la hermosa Celima en compañía de su hermana Galiana. Otros
muchos caballeros se fueron a sus alcaidías por mandado del rey,
encargándoseles la guarda y custodia de ellas.

Muza levantó cinco mil hombres de a pie y de a caballo, toda gente muy
belicosa, y en cuatro días los puso en la Vega; el rey mandó a Muza que
se hiciese reseña de la gente dentro de la ciudad, y así se hizo.

Y visto por el rey la braveza y bizarría de la gente que había
levantado Muza en tan breve tiempo, sin aguardar más quiso luego
partirse, dando a Reduán el cargo de capitán general de su ejército; de
lo cual se alegró Muza por la satisfacción que de Reduán tenía, e hizo
cuenta que él iba por capitán en el ejército; y así salieron por la
puerta Elvira con mucho concierto.

La gente de a caballo iba partida en cuatro partes con mucho orden, y
cada una tenía su estandarte diferente.

La una parte tenía Muza, y en su compañía iban ciento y cincuenta
caballeros Abencerrajes, y otros tantos Alabeces y Venegas; todos
caballeros de mucho esfuerzo. Su estandarte era de damasco rojo y
blanco, por divisa un salvaje en campo rojo, que desquijaraba un león,
y en el campo blanco otro salvaje que con un bastón deshacía un mundo,
y por letra: _Todo es poco_. Este bando de caballeros iba bien alistado
de armas y caballos, y todos vestían marlotas de escarlata y grana.

La segunda cuadrilla era de Zegríes, Gomeles y Mazas: esta iba de
batalla, no menos rica y pujante que la de Muza, la cual llevaba
vanguardia. El estandarte de los Zegríes era de damasco verde y morado,
y tenía por divisa una media luna de plata con esta letra: _Muy presto
se verá llena, sin que el sol pueda eclipsarla_. Era esta cuadrilla
de doscientos y ochenta caballeros, todos gallardos y bizarros, con
aljubas y marlotas de paño tunecí, la mitad verde, y la otra mitad de
grana.

La tercera cuadrilla llevaban los Aldoradines, caballeros muy
principales; con estos iban Gazules y Azarques; su estandarte leonado
y amarillo. Llevaban por divisa un dragón en campo verde, que con las
uñas despedazaba una corona de oro, con una letra que decía: _Jamás
hubo resistencia_. Esta cuadrilla iba muy gallarda, y aprestada de
armas y caballos; serían todos ciento y cuarenta.

La cuarta cuadrilla era de Almoradís, Marines y Almohades, caballeros
estimados: estos llevaban el real pendón de Granada, que era de
damasco pajizo y encarnado, con muchas bordaduras de oro por un lado
abiertas, y por la abertura parecían los granos rojos, que eran hechos
de finos rubíes; del pezón de la granada salían dos ramos bordados
de seda verde, con sus hojas, y una letra al pie que decía: _Con la
corona nací_. En esta cuadrilla iba el rey Chico con mucha compañía de
caballeros.

Eran muy de ver las galas, riquezas, penachos, adargas, lanzas,
caballos, yeguas y pendoncillos de colores en las lanzas.

Pues si la caballería salió tan bizarra y vistosa, no menos gallarda
y briosa salió la infantería, y muy bien armada, todos con arcos y
ballestas.

Con esta pujanza salió el rey Chico de Granada, y tomó la vía de Jaén,
mirándole todas las damas de Granada, y más la reina su madre, y su
mujer la reina con todas las damas que estaban en su compañía, desde
las torres de Alhambra.

Por esta jornada que hizo el rey Chico a Jaén se compuso aquel antiguo
romance, que dice como se sigue:

      «Reduán, bien te acuerdas,
    que me diste la palabra,
    que me darías a Jaén
    en una noche ganada.
      Reduán, si tú lo cumples,
    darete paga doblada,
    y si tú no lo cumplieres,
    desterrarte he de Granada:
      Echarte he en una frontera,
    donde no goces tu dama.»
    Reduán le respondiera
    sin demudarse la cara:
      «Si lo dije, no me acuerdo,
    mas cumpliré mi palabra.»
    Reduán pide mil hombres,
    el rey cinco mil le daba.
      Por esa puerta de Elvira
    sale muy gran cabalgada:
    ¡cuánto del hidalgo moro,
    cuánto de la yegua baya.
      Cuánta de la lanza en puño,
    cuánta de la adarga blanca,
    cuánta de marlota verde,
    cuánta aljuba de escarlata,
      Cuánta pluma y gentileza,
    cuánto capellar de grana,
    cuánto bayo borceguí,
    cuánto raso que se esmalta,
      Cuánto de espuela de oro,
    cuánta estribera de plata!
    Toda es gente valerosa,
    y experta para batalla.
      En medio de todos ellos
    va el rey Chico de Granada,
    mirando las damas moras
    de las torres del Alhambra.
      La reina mora su madre
    de esta manera le habla:
    «Alá te guarde, mi hijo,
    Mahoma vaya en tu guarda,
      Y te vuelva de Jaén
    libre, sano y con ventaja,
    y te dé paz con tu tío,
    señor de Guadix y Baza.»

No fue tan secreta esta salida de Granada, que en Jaén no tuviesen
aviso de ella por las espías que tenía en aquella ciudad. Otros decían,
que fueron avisados por unos cautivos cristianos que se huyeron de
Granada. Otros dicen, que la dieron los Abencerrajes o Alabeces, y esto
entiendo que es lo más cierto, porque estos caballeros eran muy amigos
de los cristianos.

Sea como fuere, los de Jaén fueron avisados de la entrada de los
moros en su tierra, y así ellos dieron aviso a Baeza, Úbeda, Cazorla
y Quesada, y a los pueblos circunvecinos, los cuales se alistaron y
apercibieron para resistir a los enemigos de Granada.

Estos llegaron a la puerta de Arenas, donde hallaron gran número de
gente que defendía la entrada al enemigo; pero poco aprovechó la
defensa, porque habiendo corrido los moros todo el campo de Arenas,
entraron por su puerta a pesar de los que la guardaban, y corrieron
todo el campo de la Guardia y Pegalajara, hasta Jordán y Belmar.

Los caballeros de Jaén salieron a los enemigos, porque fueron avisados
que en la Puerta andaba el rebato. Salieron de Jaén cuatrocientos
hijosdalgo bien armados; de Úbeda y Baeza otros tantos, y hechos todos
un cuerpo de batalla, fueron en busca del enemigo que les corría la
tierra, llevando por caudillo y capitán al obispo D. Gonzalo, varón de
gran valor.

Juntáronse los dos campos de la otra parte del Riofrío, y aquí se
acometieron, haciendo una brava escaramuza: mas era el valor de los
cristianos tal y tan bueno, que les convino a los moros retirarse
hasta la puerta de Arenas, de la cual habían roto una cadena que la
atravesaba; y aquí fueran los moros vencidos, si no fuera por el valor
de los caballeros Abencerrajes y Alabeces, que pelearon valerosamente;
mas al fin hubo de quedar por los cristianos el campo.

Con todo eso los moros llevaron gran presa de ganados, así vacunos,
como cabríos, de modo que no se señaló de ninguna parte haber demasiada
ventaja.

El rey quedó admirado de ver la repentina prevención de los cristianos;
y preguntando a unos cautivos que allí traían, cuál había sido la causa
de haber juntado tanta gente en Jaén, le respondieron que habían sido
avisados días había, y así estaba toda la tierra en arma; lo que fue
bastante disculpa para Reduán sobre no cumplir la palabra dada al rey,
que procuró inquirir y saber quién había dado el aviso.

Reduán muy bien sabía que Jaén no se podía ganar tan fácilmente;
mas como era belicoso, tenía determinado de llegar a la ciudad y
embestirla; y si no hubiera la poderosa resistencia que les hicieron,
sin duda que la acometieran.

El rey y su ejército se volvieron a Granada, donde fueron recibidos con
grande alegría y gozo, y se hizo en toda la ciudad mucha fiesta por el
buen suceso.

Los de Jaén quedaron con grande triunfo por haber resistido a tanta
morisma, y muerto a muchos de ellos.

El rey Chico venía fatigado del camino, y para aliviarse, ordenó de
irse a una casa de placer, llamada los Alijares, y con él fueron los
Zegríes y Gomeles: ningún caballero Abencerraje ni Gazul fueron con él,
porque Muza los había llevado a un rebato causado de los cristianos que
habían entrado en la Vega.

Estando un día el rey en los Alijares holgándose, y habiendo acabado de
comer, comenzó a hablar de la jornada de Jaén y de los Abencerrajes; y
cómo por ellos y por los Alabeces habían ganado grandes despojos.

Un caballero Zegrí, que era el que tenía el cargo de armar traición a
la reina y a los Abencerrajes, dijo al rey:

--Si buenos son, señor, los caballeros Abencerrajes, mejores son los
caballeros de Jaén, pues nos quitaron gran parte de la presa, y nos
hicieron retirar por fuerza de armas.

Y era mucha verdad, que el esfuerzo y valor de la gente de Jaén fue muy
grande, y aquel día quedó con nombre perpetuo, y fama para siempre; y
en memoria de esta escaramuza se hizo el siguiente

ROMANCE.

      Muy revuelto anda Jaén,
    rebato tocan apriesa,
    porque moros de Granada
    les van corriendo la tierra.
      Cuatrocientos hijosdalgo
    se salen a la pelea;
    otros tantos han salido
    de Úbeda y de Baeza.
      De Cazorla, y de Quesada,
    también salen dos banderas;
    todos son hidalgos de honra,
    y enamorados de veras.
      Todos van juramentados
    de manos de sus doncellas,
    de no volver a Jaén
    sin dar moro por empresa;
      Y el que linda dama tiene,
    cuatro le promete en cuenta.
    A la Guardia han llegado,
    adonde el rebato suena,
      Y junto del Río frío
    gran batalla se comienza;
    mas los moros eran muchos,
    y hacen grande resistencia,
      Porque los Abencerrajes
    llevaban la delantera;
    con ellos los Alabeces,
    gente muy brava y fiera.
      Mas los valientes cristianos
    furiosamente pelean,
    de modo que ya los moros
    de la batalla se alejan;
      Mas llevaron cabalgada,
    que vale mucha moneda.
    Con gloria quedó Jaén
    de la pasada pelea.

Aqueste romance se compuso en memoria de esta escaramuza, aunque otros
la contaron de otra suerte: de la una o de la otra, la historia es la
que se ha contado.

El otro romance dice así:

      Ya repican en Andújar,
    en la Guardia dan rebato;
    ya se salen de Jaén
    cuatrocientos hijosdalgo:
      Y de Úbeda y Baeza
    se salían otros tantos;
    todos son mancebos de honra,
    y los más enamorados.
      De manos de sus amigas
    todos van juramentados
    de no volver a Jaén
    sin dar moro en aguilando;
    y el que linda amiga tiene,
    la promete tres, o cuatro.
      Por capitán solo llevan
    al obispo D. Gonzalo.
    D. Pedro de Carvajal
    de aquesta manera ha hablado.
      «Adelante, caballeros,
    que me llevan el ganado;
    si de algún villano fuera,
    ya le hubiérades quitado.
      Alguno va entre nosotros
    que se huelga de mi daño;
    yo lo digo por aquel,
    que lleva el roquete blanco.»

De esta suerte va este romance diciendo; pero este y el pasado
contienen una cosa en sustancia; y aunque son viejos, es bien traerlos
a la memoria, para que quien ignora el fundamento de la historia lo
sepa. Sucedió esta escaramuza en tiempo del rey Chico de Granada, el
año de mil cuatrocientos noventa y uno.

Volvamos al rey Chico de Granada, que estaba holgándose y descansando
en los Alijares, como atrás queda ya dicho, cuando le dijo el
caballero Zegrí, que los caballeros de Jaén eran de más valor que los
Abencerrajes, pues a su pesar los habían hecho retirar.

A lo cual respondió el rey:

--Bien estoy con eso; pero si no fuera por el valor y resistencia de
los valientes Abencerrajes y Alabeces, no tengo duda sino que fuéramos
desbaratados; mas ellos pelearon de tal suerte que salimos a nuestro
salvo, sin que nos quitasen la cabalgada del ganado que trajimos y de
algunos cautivos.

--Oh cuán ciego está vuestra majestad --dijo el Zegrí--, y cómo vuelve
por los que son traidores a la real corona; y es causa la mucha
bondad y confianza que vuestra majestad tiene de este linaje de los
Abencerrajes, sin saber la traición en que andan. Muchos caballeros hay
que la han querido decir, y no se atreven ni han osado respecto del
buen crédito y posesión en que vuestra majestad tiene a este linaje;
mas aunque no quiera yo lastimar vuestro real pecho con tan afrentosa
infamia, no puedo dejar de hacer lo que debo a leal vasallo, y dar
aviso de la traición y alevosía que se comete contra mi rey y señor; y
así digo, que no se fíe vuestra majestad de ningún Abencerraje, si no
quiere verse desposeído del reino, y muerto violentamente.

El rey dijo:

--Di, amigo, lo que sabes; no me tengas confuso ni me lo celes ni
encubras, que tu lealtad será bien pagada.

--No dejaré de obedecer a vuestra majestad, y para que se entienda la
publicidad que hay en el delito, y cuán a rienda suelta se van en él,
y qué poco temor tienen los Abencerrajes de vuestra real persona, y
cuán seguros y de asiento, por el buen predicamento en que los tenéis,
se están en su traición con la demasiada confianza que tienen de las
mercedes que cada día se les hacen, y que en la tierra no ha de haber
justicia contra ellos; asimismo para que se entienda que odio, rencor
ni envidia, no me mueve a revelar a vuestra majestad lo que ignora
para que lo remedie, sino que soy compelido de obligación y celo de la
honra de mi rey, haga vuestra majestad llamar a Mahandín Gomel, y a mis
sobrinos Mahomad y Alhamut, que saben bien la verdad de todo, y otros
cuatro primos de Mahomad Gomel, del mismo linaje, que ellos presentes
contaré el caso.

El rey los mandó llamar, y venidos hizo que saliesen de la sala real
todos los caballeros, salvo el acusador y los testigos falsos.

Y estando todos juntos, empezó el Zegrí, mostrando en lo exterior gran
pena, a decir estas palabras:

--Sabrá vuestra majestad, que todos los Abencerrajes están conjurados
contra vos para quitaros vuestro reino y la vida; y este atrevimiento
ha salido de ellos, porque trata lascivos y adúlteros amores con...
¡oh cielos, quién dirá esto, que el dolor no le acabe!... mi señora la
reina el Abencerraje Albín Hamete, que es el más poderoso y rico de
todos los caballeros de Granada. ¿Qué quiere vuestra majestad que diga,
sino que gastan sus haciendas con todos, por tenerlos propicios para
su intento? Y así generalmente el caballero, el pechero, el rico, el
pobre, quieren bien a este linaje, porque los tienen embaucados. Bien
se acordará vuestra majestad cuando en Generalife se hacía una zambra,
que entró el maestre a pedir desafío, y salió Muza en la suerte; pues
aquel día paseándonos por la huerta, yo y este caballero Gomel vimos en
una calle de arrayanes, debajo de un rosal, en deshonestos deleites a
la reina y al adúltero de Albín Hamete; y estaban tan embebecidos en
sus actos libidinosos, que no nos sintieron con estar tan cerca. Yo se
lo enseñé a Mahandín Gomel, y admirados del atrevimiento nos apartamos
un poco para ver el fin; y a poco espacio salió la reina, y se fue
hacia la fuente de los Laureles, y de allí adonde estaban sus damas.
Pasado gran rato vimos salir al alevoso de Albín Hamete cogiendo rosas
blancas y rojas, y de ellas hizo una guirnalda, y se la puso en la
cabeza: nosotros nos llegamos con disimulación a él, y le preguntamos
en qué se entretenía; a lo cual nos dijo: En ver esta deleitosa huerta,
que tiene en qué se esparza la vista; y dionos dos rosas a cada uno, y
nos venimos todos paseando hasta donde estaba vuestra majestad con los
caballeros. Quisimos avisar entonces, y no osamos, por no alborotar la
corte en caso de tanto peso. Esto pasa, no debo más a ley de caballero
de decir lo que he visto y sabido: lo que siento es que estoy con pena
y recelo, no se vea privar de la vida alevosamente a vuestra majestad.
¿Es posible que no se acuerde de aquel blasón que en el espolón de la
galera traía el bando Abencerraje en el día del juego de sortija? Era
un mundo hecho de cristal, y por letrero: _Todo es poco_; de suerte que
todo el mundo es poco para ellos; y en el alfanje de la popa un salvaje
desquijarando un león: este sois, señor, y ellos quienes os quitan la
vida. Mirad por vuestra persona: muera el adúltero aleve, y con ellos
la deshonesta reina, pues así ha afrentado vuestra real corona.

Sintió tanta pena en oír lo que el falso, aleve y traidor del Zegrí
le decía, que creyéndole, se cayó amortecido en tierra por muy gran
espacio de tiempo; y volviendo en sí, dio un doloroso suspiro diciendo:

--¡Oh Mahoma!, ¿en qué te ofendí? ¿Este es el pago que me das por
los bienes y servicios que te he hecho; por los sacrificios que
te tengo ofrecidos; por las mezquitas que te tengo hechas; por la
copia de incienso que he quemado en tus altares? ¡Oh traidor, cómo
me has engañado! No más traidores, vive Alá, que han de morir los
Abencerrajes, y la adúltera reina ha de morir en el fuego. Vamos a la
ciudad, préndase luego a la reina, que yo haré tal castigo que sea
sabido por todo el mundo.

Uno de los traidores, que era Gomel, dijo:

--No será acertado prender a la reina, mi señora, porque se pone
vuestra real persona en contingencias de perder la vida y alborotar
la ciudad, y que tome las armas Albín Hamete con todos los de su
linaje y bando, so color de defender a la reina; y esto les servirá
de instrumento para conseguir el efecto de su intención, más siendo
parciales de los Abencerrajes los Alabeces, Venegas y Gazules, que son
toda la flor Granada. Pero lo que se puede hacer para ser vengado, sin
alborotar la ciudad, es mandar que vengan a palacio uno a uno, y tener
allí veinte caballeros de confianza que los vayan degollando; y siendo
así hecho uno a uno, cuando el caso se venga a entender, ya no quedará
ninguno de todos ellos; y cuando se venga a saber por todos sus amigos,
y ellos quisieren hacer algo contra vuestra majestad, escarmentarán en
cabeza ajena, siendo en vuestro favor los Zegríes, Gomeles y Mazas, que
no son tan pocos, ni valen tan poco, que no os saquen a paz y a salvo
de todo peligro; y esto hecho, mandar prender a la reina, acusándola de
adúltera, y poner en tela de juicio el caso, siendo cuatro caballeros
los acusadores de vuestra parte, y que la reina señale otros cuatro
caballeros que la defiendan; y si estos por su buena suerte vencieren a
los acusadores, que se libre la reina; y si los defensores de la reina
fueren vencidos, que muera la reina conforme a la ley; y de esta forma
todos los del linaje de la reina, que son los Almoradís, y Almohades
y Marines, no se alterarán, viendo que va por vía de justicia, y sin
altercar. Esto es lo que siento para que sea vuestra majestad vengado,
y no se altere la ciudad.

--Buen consejo es --dijo el rey--, y de tan leales caballeros. Y decid,
¿quiénes serán los cuatro caballeros que pongan la acusación, y la
sustenten en batalla contra los defensores que pusiere la reina?

--No cuide de eso vuestra majestad --dijo el Zegrí--, que yo seré el
uno, y mi primo Mahandón el otro, y Mahandín el tercero, y su hermano
Abenhamete el cuarto.

--Pues vámonos a la ciudad --dijo el fácil rey--, y se dará la orden
que pide mi venganza.

¡Oh desdichada ciudad, y qué revuelta y cisma se te ordena por dar
crédito el mal aconsejado rey a las sirenas que le cantaban al oído!
Con esto se partieron a Granada, y en entrando en el Alhambra se fueron
al palacio real, adonde la reina con sus damas le salieron a recibir;
pero el rey no miró hacia la reina, sino pasó adelante sin detenerse,
de que no poco se espantó la reina; y confusa se retiró a su aposento
con sus damas, sin saber la causa del no usado desdén del rey, el cual
pasó lo que restaba del día con sus caballeros hasta la noche, y luego
cenó, y se fue a recoger, fingiendo estar indispuesto; y así todos los
caballeros se fueron a sus casas.

Toda aquella noche estuvo vacilando en cien mil pensamientos el
desventurado rey, y sin poder reposar, y entre la máquina de
confusiones, decía: «¡Oh sin ventura Abdalí, rey de Granada, cuán
cercana veo tu perdición y la de tu reino! Si matas a estos caballeros,
gran mal se te ordena; y si no castigas estos yerros, quedas
afrentado, y te valdría más la muerte. ¿Matarelos? Sí, que fue grande
su atrevimiento en cometer tal adulterio en ofensa mía, y tratar de
matarme por alzarse con el reino. Pero di, rey mal aconsejado, ¿no
sabes cuán recatada y honesta mujer tienes? ¿No conoces la bondad y
lealtad de los nobles Abencerrajes, y cuán sus mortales enemigos son
los Zegríes, y que puede ser que por esta vía pretendan venganza de
este virtuoso linaje? Verifica mejor la causa, ya que determinas la
venganza; pero ¿qué más verificación que quien lo vio? No se atreverían
a levantar tal testimonio, y más ponerse a sustentar en batalla lo que
dicen: no hay duda, sino que es verdad.»

En estas variedades pasó toda la noche, y venida la mañana se levantó;
y saliendo de su dormitorio, vio en la sala muchos Zegríes, Gomeles y
Mazas.

Y a esta sazón entró un escudero, y le dijo al rey cómo había venido
Muza de pelear con los cristianos, y traía ganadas dos banderas, y más
treinta cabezas, con lo cual se holgó; y apartando al Zegrí le dijo que
tuviese en aquel cuarto de los Leones treinta caballeros armados, y un
verdugo prevenido de lo necesario para lo que estaba tratado.

Luego el traidor del Zegrí salió del real palacio y puso por obra lo
que el rey le había mandado; y estando todos muy a punto, el rey fue
avisado de ello, y se fue al cuarto de los Leones donde estaba el falso
Zegrí con treinta caballeros Zegríes y Gomeles, muy bien aderezados,
y con ellos un verdugo; y al punto mandó llamar al Abencerraje, su
alguacil mayor. Fue un paje, y le dijo que el rey lo llamaba.

El Abencerraje fue a su real llamado; y así como entró en la cuadra de
los Leones, le asieron, y sin que pudiese hacer resistencia, en una
taza de alabastro muy grande en un instante fue degollado.

Asimismo llamaron a Albín Hamete, el cual decían haber adulterado; y de
esta suerte fueron degollados treinta y seis caballeros Abencerrajes de
los más principales de Granada, sin que nadie lo entendiese; y murieran
todos, si Dios nuestro Señor no favoreciese la causa, para que no
murieran tan abatidamente, por dar crédito a un falso traidor, y sin
haber más averiguación; y es muy cierto que sus obras no lo merecían,
porque eran muy caritativos, y amigos de los pobres, y de la verdad,
y de los cristianos; y aun dijeron los que miraban degollar a los
Abencerrajes, que llamaban a Cristo crucificado que les socorriese en
aquel lance, para que no se condenasen, y que morían cristianos.

Pues para que este linaje no pereciese, ordenó Dios que un paje de un
Abencerraje entró con su señor, y vio como le degollaron, y miró a
todos los muertos que él conocía, y luego se retiró hacia la puerta con
mucha disimulación; y al tiempo que abrieron para ir a llamar a otro,
salió el paje muy temeroso, y llorando la muerte de su señor.

Se salió del Alhambra, y junto a la fuente vio a Malique Alabez con
Abenámar y Sarracino, que iban a hablar al rey; y como los vio, se
llegó lloroso, y temblando y encogido, les dijo:

--Ay, señores caballeros, por Alá santo que no paséis más adelante, si
no queréis morir de mala muerte.

Alabez dijo:

--¿Cómo así?

Respondió el paje:

--Sabed, señor, que en el cuarto de los Leones hay muchos caballeros
degollados, y todos de los Abencerrajes, y mi señor con ellos, que le
vi degollar, porque entré con mi señor, que allá no fuéramos, y lo vi
todo, y no repararon en mí, porque así lo permitió el santo Alá, y
cuando tornaron a abrir la puerta falsa, me salí, y vengo sin mi señor,
y aun sin mí, por lo que mis ojos han visto: por Mahoma que pongáis
remedio en aquesto.

Muy admirados quedaron los tres caballeros, y mirándose unos a otros,
no sabían si darían crédito o no a lo que el paje decía, y dijo
Abenámar:

--Gran traición hay, si esto es verdad.

Dijo Sarracino:

--Pues ¿cómo sabremos si es cierto?

--Yo os lo diré --dijo Alabez--: quedaos, señores, aquí, y si viereis
salir algún caballero Abencerraje, o de otro linaje, no le dejéis pasar
adelante, sino entretenedle en tanto que voy a la casa real, y sabré lo
que pasa, y volveré con brevedad.

--Alá os guarde --dijo Abenámar--, aquí aguardaremos.

Malique subió al Alhambra, y al entrar por la puerta vio venir un paje
del rey muy apriesa, y díjole:

--Adónde con tal priesa.

Respondió el paje:

--A buscar un Abencerraje.

--¿Quién le llama? --dijo Malique.

--El rey mi señor --respondió el paje. Y si queréis hacer una buena
obra, bajad a la ciudad, y avisad a todos los Abencerrajes que salgan
de Granada, porque les conviene, si no quieren verse en el trance cruel
que se ejecuta en el cuarto de los Leones, y quedaos en paz.

Estando cierto y satisfecho de lo que deseaba saber, se volvió Malique
adonde había dejado a Sarracino y Abenámar, y les dijo:

--Amigos y señores, verdad es lo que ha dicho el paje; cierta es
la traición y muerte que se ejecuta en los Abencerrajes: todo el
suceso me ha contado un paje del rey, y me dijo que diese aviso a los
Abencerrajes.

--¡Válgame Alá! --dijo Sarracino--: que me maten, si los Zegríes no
andan en esta traición: vamos a la ciudad y demos aviso para que se
ponga algún remedio.

--Vamos --dijo Abenámar--, que en esto no quiere haber descuidos.

Y diciendo así, se bajaron todos tres a la ciudad, y antes de llegar
a la calle de los Gomeles, vieron al capitán Muza, y más de veinte
caballeros Abencerrajes de los que habían ido a la Vega a pelear con
los cristianos, que iban a dar cuenta al rey de aquella jornada.

Y Malique Alabez les dijo:

--Caballeros, poneos en cobro, si no queréis morir por traición: más de
treinta de vuestro linaje ha mandado el rey matar.

Los Abencerrajes espantados no respondieron, pero el valeroso Muza dijo:

--Por la fe de caballero, que si hay traición, que andan en ella los
Zegríes y Gomeles, porque ninguno salió al rebato, ni parecen por
toda la ciudad; y sin duda que están en el Alhambra con el rey, y son
culpantes en las inocentes muertes de estos nobles caballeros: vénganse
todos conmigo, que yo pondré remedio conveniente.

Así se volvieron con el valiente Muza a la ciudad; y en llegando a la
plaza nueva, como era capitán general, llamó a un añafil, le mandó que
tocase a recoger a priesa, y él lo hizo; y oído el añafil, en un punto
se juntaron muchos caballeros y soldados en casa de sus capitanes, y de
allí vinieron a la plaza nueva, y se juntaron mucha gente de a pie, y
también de a caballo; y aunque hubo muchos caballeros principales y de
los mejores de Granada, no habían entrado entre ellos ningunos Zegríes,
Gomeles ni Mazas, por donde se acabaron de satisfacer sobre que los
Zegríes andaban en aquella traición.

Cuando Alabez vio esta gente junta, halló buena ocasión para saber la
traición que se ejecutaba en los inocentes caballeros; y así puesto
enmedio de todos, comenzó a decir en alta voz de aquesta manera:

--Caballeros, señores y amigos míos, y todos los que me oís, sabed
que hay gran traición: el rey Chico ha mandado degollar a muchos de
los caballeros Abencerrajes, y si no fuera la traición descubierta
por orden del santo Alá, ya estuviéramos todos degollados. Alto a la
venganza, no queramos rey tirano, que así mata a los caballeros que
defienden su tierra.

No había acabado Alabez de decir estas palabras, cuando toda la gente
plebeya comenzó a dar grandes voces y alaridos, apellidando toda la
ciudad, y diciendo:

--Traición, traición, que el rey ha muerto a los Abencerrajes: muera el
tirano, muera el tirano: no queremos rey traidor.

Esta voz comenzó a divulgarse por toda la ciudad con un furor
diabólico; todos tomaron armas a muy gran priesa, y comenzaron a
subir al Alhambra, y en breve espacio se juntaron más de catorce mil
hombres de todas suertes y otros muchos caballeros; y más de doscientos
Abencerrajes que habían quedado, y con ellos Gazules, Venegas,
Almoradís, Almohades y Azarques, y todos los demás caballeros de
Granada, los cuales decían a voces:

--Si esto se consiente, otro día matará otro linaje de los que quedan.

Era grande la vocería y rumor que había; gritos de los hombres,
alaridos de las mujeres y llorar de niños.

Finalmente, estaba todo tan alborotado, que parecía quererse asolar la
ciudad con armas, y anegarla en lágrimas, y todo se oía en el Alhambra;
y recelando lo que era, el rey muy temeroso mandó cerrar las puertas,
teniéndose por mal aconsejado en lo que había hecho, y espantado de
que se hubiese descubierto tan presto aquel secreto.

Llegó, pues, el tropel y confusión de gente al Alhambra, dando alaridos
y voces, diciendo:

--Muera el tirano, muera.

Y como vieron cerradas las puertas del Alhambra mandaron traer fuego
para quemarlas, lo cual luego fue hecho, y por cuatro o seis partes fue
puesto fuego con tanto ímpetu, que ya se empezaba a arder.

Y el rey Mulahacén, padre del rey Chico, como sintió tan grandísima
revuelta y ruido, siendo ya bastantemente informado de lo que era, muy
enojado contra el rey su hijo, y deseando le matasen, mandó abrir una
puerta falsa del Alhambra, diciendo que él quería salir a apaciguar
aquel alboroto; pero no bien fue abierta, cuando estaban más de mil
hombres para entrar por ella; y como vieron al rey viejo le alzaron en
peso y dijeron:

--Este es nuestro rey, y no otro: viva el rey Mulahacén.

Y dejándole con buena guardia, entraron por la puerta muchos caballeros
Abencerrajes, Alabeces y Gazules con más de cien peones.

El rey mandó cerrasen la puerta falsa, y que defendiesen la entrada,
porque no hubiese dentro del Alhambra más mal del que se esperaba
ver; pero poco aprovechó esta diligencia, porque la gente que había
entrado era bastante a destruir cien Alhambras, y andaba por las calles
diciendo: «Muera el rey Chico y los demás traidores», y con este
ímpetu entraron en la casa real, donde vieron solo a la reina y a sus
damas casi muertas, no sabiendo la causa de tan grande alboroto; y
preguntando dónde estaba el mal rey, no faltó quien les dijo que en el
cuarto de los Leones.

Luego el tropel de la gente fue allá, y vieron las puertas con fuertes
cerraduras; pero muy poco les sirvió su fortaleza, porque las hicieron
pedazos, y entraron dentro a pesar de los Zegríes que allí había, que
defendían la entrada; y entrando los caballeros Abencerrajes, Gazules
y Alabeces, viendo la mortandad de los Abencerrajes que había en aquel
patio, a quien el rey había mandado degollar, se ensañaron de tal
suerte, que si cogieran al rey y a los traidores, no se satisfacieran
con que murieran degollados, sino que les buscaran mil géneros de
penas para mitigar la mucha que ellos tenían; y acometieron todos a
más de quinientos Zegríes, Gomeles y Mazas que estaban allí en defensa
del rey diciendo: «Mueran los traidores que tal traición han hecho y
aconsejado»; y con ánimo furibundo dieron en ellos a cuchilladas.

Los Zegríes y los de su parte se defendían poderosamente, porque
estaban bien alistados de armas, y apercibidos para aquel caso; mas
poco les valió todo esto, que allí los hacían pedazos, porque en menos
de una hora ya tenían muertos más de doscientos caballeros Zegríes,
Gomeles y Mazas, y siguiendo su porfía iban matando e hiriendo más de
ellos.

Allí era el ruido y vocería, allí acudía toda la gente que subía de
la ciudad, y siempre diciendo: «Muera el tirano y los traidores.» Fue
tal la destrucción que los Abencerrajes, Alabeces y Gazules hicieron,
y tal la venganza, que de todos los Zegríes, Gomeles y Mazas que allí
estaban, no se escapó ninguno con vida. El desdichado rey se escondió,
que no pudo ser descubierto.

Esto hecho, los caballeros muertos los bajaron a la ciudad y los
pusieron sobre paños negros en la plaza Nueva, para que toda la ciudad
los viese, y se moviese a compasión viendo un tan doloroso y triste
espectáculo, y la crueldad que con ellos se usó.

Toda la gente andaba por la Alhambra buscando al rey con tal alboroto,
que parecía hundirse todas las casas y torres; y si tempestad y ruido
había allí, no menos alboroto y llanto había en la ciudad.

Todo el pueblo en común lloraba a los muertos Abencerrajes. En
particulares casas lloraban a los muertos Zegríes, Gomeles y Mazas, y
a otros que murieron en esta refriega. Por este conflicto y alboroto
desventurado se dijo este

ROMANCE.

      En las torres del Alhambra
    sonaba gran vocería,
    y en la ciudad de Granada
    grande llanto se hacía;
      Porque sin razón el rey
    hizo degollar un día
    treinta y seis Abencerrajes,
    nobles de grande valía,
      A quien Zegríes y Gomeles
    acusan de alevosía.
    Granada los llora más,
    con gran dolor que sentía,
      Que en perder tales varones
    es mucho lo que perdía:
    hombres, mujeres y niños
    lloran tan grande pérdida.
      Lloraban todas las damas,
    cuantas en Granada había;
    por las calles y ventanas
    mucho luto parecía.
      No había dama principal
    que luto no se ponía,
    ni caballero ninguno
    que de negro no vestía;
      Si no fueron los Gomeles
    donde la traición salía,
    y con estos los Zegríes
    que les hacen compañía.
      Y si algún luto llevaban,
    es por los que muerto habían
    los Gazules y Alabeces
    con gran valor y osadía
    en el cuarto de los Leones,
    por vengar la villanía.
      Y si hallaran al rey Chico,
    le privaran de la vida,
    por consentir la maldad
    que allí cometido habían.

Volviendo ahora al sangriento y pertinaz motín de la granadina gente
contra el rey y sus valedores, es de saber, que el valeroso Muza
como vio poner fuego al Alhambra, con gran presteza acudió a aplacar
las furiosas llamas; y sabiendo que el rey Mulahacén su padre había
mandado abrir la puerta falsa del Alhambra, luego se fue hacia ella
acompañado de gran tropa de gente, y en llegando vio al rey Mulahacén
acompañado de más de mil hombres que le guardaban, y a grandes voces
decían:

--Viva el rey Mulahacén, al cual reconocemos por señor, y no al rey
Chico, que a tan gran traición ha muerto la flor de los caballeros de
Granada.

Muza dijo:

--Viva el rey Mulahacén, mi padre, que así lo quiere toda Granada.

Lo mismo dijeron todos los que iban con él; y diciendo esto entraron en
el Alhambra y fueron a la casa real, y andándola toda no toparon al rey.

De aquí fueron al cuarto de los Leones, y vieron el estrago que habían
hecho los Abencerrajes, Gazules y Alabeces en los Zegríes, Gomeles y
Mazas; y Muza dijo:

--Si traición se hizo a los Abencerrajes, bien se han vengado, aunque
la traición no tiene satisfacción.

Y pesándole de lo que había, salió de allí y se fue a la cámara de la
reina, a la cual vio llorosa, acompañada de sus damas y de la hermosa
Celima a quien Muza amaba tiernamente. La temerosa reina le preguntó a
Muza:

--¿Qué vocería era aquella que sonaba en la ciudad y en el Alhambra?

--Cosas son del rey --dijo Muza--, que sin mirar más de su gusto, dio
lugar y consintió una traición notable, ejecutada en los caballeros
Abencerrajes, de quien siempre ha recibido muy grandes servicios, y en
pago de ellos hoy ha muerto a treinta y seis dentro del cuarto de los
Leones. Esto es lo que el rey mi hermano, vuestro marido, ha hecho,
o permitido que se hiciese; por lo cual el reino tiene perdido, y
él está, si parece, a punto de perderse, porque ya toda la gente de
Granada, así caballeros como todos los demás estados, han recibido a mi
padre el rey Mulahacén por rey y señor, y a esta causa anda el alboroto
y motín que hay.

--Santo Alá --dijo la triste y afligida reina--, ¿que eso pase? ¡Ay de
mí!

Y diciendo esto se cayó amortecida en los brazos de Galiana.

Todas las damas lloraban amargamente el caso doloroso que había
sucedido, y lloraban a su triste reina puesta en tal calamidad.

La linda Haja y la hermosa Celima se hincaron a los pies de Muza, y
como quien tanto le amaba le dijo de esta manera:

--Señor mío, no me levantaré de vuestros pies hasta que me deis palabra
de hacer en este negocio tanto que quede apaciguado, y el rey vuestro
hermano en su posesión como de antes; que aunque ha procurado mi
amistad, no teniendo respeto a la vuestra, no se ha de formar venganza
estando el enemigo caído, ni se ha de dar mal por mal, sino porque de
hoy más tengo cuidado de no ofenderos en esto ni en otra cosa alguna;
en lo que os pido recibiré de vos muy grande merced.

Fátima, que sabía el grande amor que los dos se tenían, le pidió a Muza
que le concediese a Celima lo que le pedía, y que no tuviese a sus pies
a la que merecía la corona del mundo.

Muza que estaba transformado en mirar el adorno y nobleza que
naturaleza dio a Celima, no advirtiendo que la tenía a sus pies con la
hermosa Haja, las levantó del suelo, dándolas palabra de apaciguar el
vulgo, y de poner al rey su hermano en la posesión del reino; con lo
cual obligó a su dama a que le amase con más extremo.

Las damas echaron agua en el rostro de la reina, y de este modo volvió
en sí llorando, y Muza la consoló dándola buenas esperanzas; y se
despidió de ella y sus damas, y fue adonde estaba su padre y le dijo:

--Mande vuestra alteza pena de muerte al que no dejare las armas, y no
se sosegare.

Luego mandó el rey que se pregonase así en el Alhambra y por toda la
ciudad, y Muza mandó a la gente de guerra que se aquietasen, y a todos
los demás se lo rogó.

Mediante esto se apaciguó el pertinaz motín y rebelión, teniendo unos
intento de obedecer a Mulahacén, y otros al rey Chico.

Para esto ayudaban a Muza todos los más principales de Granada, y los
linajes desapasionados, que eran Alabeces, Bencerrajes, Laugetes,
Azarques, Alarifes, Aldoradines, Almoradís, Almohades y otros muchos
caballeros de Granada.

De esta suerte fue todo apaciguado, y Muza rogó a todos que no quitasen
a su hermano la obediencia, sino que Granada volviese al estado en que
antes estaba; que si malos consejos no dieran al rey, nunca él mandara
hacer lo que se hizo.

Todos los caballeros dieron palabra a Muza de no quitar la obediencia
a su hermano el rey; solo los Abencerrajes, Gazules, Alabeces y
Almoradines, estos cuatro linajes poderosos, no quisieron estar en la
obediencia del rey Chico, por lo que hizo contra los Abencerrajes en
admitir el mal consejo del traidor Zegrí; y era así verdad, que por dar
crédito de ligero el fácil rey aceleró el negocio; y si lo llevara por
justicia, no se le siguiera la perdición que le vino a él y a la ciudad.

Por esta traición se hizo el romance siguiente:

      Caballeros granadinos,
    aunque moros hijosdalgo,
    con envidiosos intentos
    al rey Chico van hablando;
    gran traición se va ordenando.
      Diz que los Abencerrajes,
    linaje noble afamado,
    pretenden matar al rey,
    y quitarle su reinado;
    gran traición se va ordenando.
      Y para emprender tal hecho,
    tienen favor muy sobrado
    de hombres, niños y mujeres,
    todo el granadino estado;
    gran traición se va ordenando.
      Y a su reina tan querida
    de traición la han acusado,
    que en Albín Abencerraje
    tienen puesto su cuidado;
    gran traición se va ordenando.

De esta suerte va declarando el romance la historia que se ha contado,
y la traición; mas porque me aguardan otras cosas importantes no se
acaba.

Volviendo a Muza, que con gran diligencia procuraba aplacar los
airados pechos de los más principales caballeros y demás gente para
que volviesen a dar la obediencia al rey Chico, como antes estaba,
atrajo muchos a su voluntad, salvo los cuatro linajes que hemos dicho,
y algunos más caballeros que no quisieron estar en la obediencia del
rey Chico, sino a la del rey Mulahacén; y así siempre hubo allí muchas
diferencias entre los dos reyes, padre e hijo, hasta que se perdió
Granada.

Y la causa porque los Gazules, Alabeces, y Aldoradines no quisieron ser
de la parte del rey Chico, aunque Muza hizo las diligencias posibles,
fue el que ya tenían tratado entre ellos de volverse cristianos, y
pasarse con el rey D. Fernando, como adelante se dirá.

Pues como viese Muza la mayor parte de la ciudad reducida a su voluntad
para que volviese su hermano a ser obedecido, y al gobierno de su
reino, procuró saber adónde estaba; y supo cómo se había retirado al
cerro del Sol, que hoy llaman de Santa Elena, en una mezquita que
estaba allí, huyendo de la voz que oyó cuando decían todos: _Muera
el tirano y los traidores_; y visto este estrago, que hacían los
Abencerrajes, Gazules y Alabeces en los Zegríes y Gomeles, se salió
por una puerta falsa maldiciendo su ventura y el día de su nacimiento,
quejándose del Zegrí que le había aconsejado cometer tal traición
contra tan leales caballeros.

Los Zegríes y Gomeles le consolaban, diciéndole que no se fatigase,
que mil Zegríes y Gomeles tenía de su parte, los cuales morirían en su
defensa, y que el consejo no había sido malo, sino importante, si no se
descubriera tan presto.

Y en esto vieron venir a Muza en un caballo, y fueron a dar aviso al
rey; el cual temeroso preguntó, si venía de paz, o de guerra.

--De paz viene --respondió un Zegrí-- y solo, y debe de querer hablarte.

--Alá se sirva que sea por bien --dijo el rey--; porque se temía de
Muza, a causa de Celima.

En esto llegó Muza, y preguntando si estaba allí el rey su hermano, le
fue dicho que sí; y apeándose del caballo entró en la mezquita, donde
vio al rey acompañado de Zegríes y Gomeles; y haciéndole el acatamiento
que de antes solía, le dijo así:

--No careces de culpa, permitiendo una maldad y traición tan grande
como la que se ha usado con el más noble y leal linaje de todo el
reino. Y mirad lo que se ha seguido de su muerte; alboroto de toda la
ciudad, muerte de muchos, pérdida de tu reino; y lo fuera de tu vida,
si no te hubieras retirado aquí. Los reyes que han de gobernar en paz,
sosiego y tranquilidad a sus vasallos, ¿son esos los alborotadores, y
privadores de la paz? Merecido y justo castigo es, que sean desposeídos
de sus reinos, y aun de las vidas. Si a caballeros leales que sirven
bien das tal pago, ¿quién esperas que te sirva? Si se te había
ofendido, que no creo tal, siguieras la causa por justicia, y no con
violencia. ¿Qué demonio te insistió a hacer tal matanza? ¿Qué causa te
movió?

--Hermano --dijo el rey--, ya que me has preguntado la causa de mi
determinada ira, yo te la diré en presencia de los oyentes: Sabrás, que
los caballeros Abencerrajes tenían determinado matarme, y alzarse con
el reino; y sin esto Albín Hamete Abencerraje adulteraba con la reina
mi mujer, pues de todo tengo bastante y probada verificación: ¿parécete
que aceleré en el caso?

Admirado Muza, le respondió:

--No tengo yo a la reina en tal opinión, ni lo creo, ni tengo a los
Abencerrajes por caballeros que tal traición ordenaran, porque son
ejemplo de lealtad.

--Pues si no lo crees --dijo el rey--, pregúntalo a Hamete Zegrí, y
a Mahandín y a Mahandón que están presentes, que ellos te dirán como
testigos de vista.

Y los falsos refirieron a Muza lo que al rey habían dicho, lo cual no
creyó, porque conocía que la reina era muy honesta y virtuosa, y así
les dijo:

--Yo no puedo persuadirme a que eso sea así, ni creo que habrá
caballero que lo sustente, porque es cierto que ha de quedar por infame
y fementido.

--Pues nosotros, dijo Mahandón, lo sustentaremos contra cualesquier
caballeros que lo quisieren contradecir.

Y enojado Muza, dijo:

--Pues aunque no sea sino por honra de mi hermano el rey, se ha de
seguir por justicia esta causa y la de los Abencerrajes, pues os
preferís a sustentar con las armas la acusación que ponéis; y mirad
cuán seguro estoy de la casta reina, que sé que habéis de morir, o
quedar desmentidos; y si me fuera lícito, yo solo había de defender
la inocente reina y a los nobles Abencerrajes, porque clara y
manifiestamente se parece ser mentira causada de envidia; pero impídelo
la paz que ando buscando.

Los Zegríes comenzaron a alborotarse, diciendo que ellos eran
caballeros y lo que habían dicho lo sustentarían en campo armados a
los cuatro caballeros.

--Eso se verá presto --dijo Muza; y díjole al rey--: Vamos al Alhambra,
que ya todo está apaciguado: solo quedan cuatro linajes de caballeros
que no os quieren dar obediencia, sino a nuestro padre: pasen algunos
días, que yo los compondré. Y vosotros, Zegríes y Gomeles, advertid,
que si por vuestro consejo murieron degollados treinta y seis
caballeros Abencerrajes, de vuestros linajes hay más de cuatrocientos
caballeros muertos; mirad si ha sido granjería la que habéis hecho. Id
al Alhambra, y mandad que los saquen del cuarto de los Leones, y dadles
sepultura, que así han hecho los Abencerrajes a todos sus deudos,
muertos sin culpa.

Con esto salió Muza de la mezquita, y el rey Chico con él, fiado de su
palabra, y le dijo:

--Muza, ¿quién te dio aviso de que estaba yo aquí?

--Quien te vio venir --dijo Muza.

Diciendo esto, se bajaron todos del cerro, y se entraron en el Alhambra.

Los Zegríes llevaron los cuerpos muertos a sus casas, y los fueron
acompañando, y Muza con ellos, por evitar algún escándalo; y en todo
aquel día no se oía en toda Granada otra cosa sino llantos y gemidos
muy tristes.

El rey se retiró a su cuarto con muy buena guarda, y mandó que no
dejasen entrar a nadie en todo aquel día; lo cual se cumplió todo así,
que ni aun a la misma reina dejaron entrar, y muy confusa se volvió a
su retrete, no sabiendo la causa de tan grande encerramiento, pues le
había enviado a decir Muza que no tuviese pena, que el rey volvería a
su silla.



CAPÍTULO XIV.

_En que se da cuenta cómo los traidores pusieron acusación a la reina y
a los Abencerrajes, y cómo la reina fue presa por ellos, y dio cuatro
caballeros que la defendiesen, y de lo demás que sucedió._


Los muertos ya enterrados de la una parte y de la otra, y habiendo
cesado los llantos por ellos hechos, y reducida la parte mayor de
los caballeros de Granada a la obediencia del rey Chico, por orden
del valeroso capitán Muza, habiéndose pasado aquel día tan memorable
para Granada, luego el día siguiente dio orden que fuesen a hablar al
rey; y así se juntaron todos los más principales, y le fueron a ver,
aunque contra su voluntad, solo por hacer placer al valiente Muza; y en
entrando en su real sala, se fueron sentando por su orden, como antes
solían, aguardando que el rey saliese de su aposento: el cual como supo
que estaba allí Muza y los demás caballeros, salió vestido de negro
mostrando tristeza en el rostro, y sentado en la silla real, mirando a
todos, les dijo:

--Muy leales y verdaderos vasallos, amigos míos, bien sé que habéis
estado muy enojados conmigo, y con deliberación de quitarme el reino
y la vida por lo que hubo en el cuarto de los Leones, no sabiendo
vosotros el fundamento y justa causa que a ello me movía, y sin
escandalizaros; pero a veces la cólera ciega la razón de modo, que
no da lugar a la consideración con el deseo de la venganza. Alá os
guarde de rey injuriado, que no aguarda dilación su agravio. Y para
satisfacción de mi poca culpa, y muy sobrada justicia, pedida y
demandada de mi crecido agravio, habéis de saber, oh nobles granadinos,
que los famosos Abencerrajes, de cuya fama el mundo está lleno, habían
conspirado y hecho conjuración para privarme del reino y de la vida,
y de todo esto tengo fulminado proceso con información bastante, por
donde son dignos de muerte, y más. Albín Hamete, Abencerraje, violó mi
honra con mancha de adúltero, tratando con la reina Sultana, mi mujer,
de deshonestos y secretos amores, aunque no lo fueron tanto, que con
facilidad fueron descubiertos; y en esta sala hay caballeros testigos
de vista que lo dirán y sustentarán, y a esta causa se ejecutó ayer lo
que visteis, queriendo por mi mano tomar venganza de tan enorme injuria
y deshonra; y si no se descubriera tan presto mi intento, no hay duda,
sino que no fuera ya vivo ningún Abencerraje; mas mi mala suerte ordenó
que se descubriera. De lo pasado me pesa solo por el alboroto de la
ciudad, y por haber muertes de nobles y leales caballeros a manos de
los Abencerrajes vivos y de los Gazules, y la sangre de los Zegríes y
Gomeles vertida por mi causa pide justísima venganza, la cual prometo
hacer por Mahoma. Y ahora doy por sentencia que los Abencerrajes que
son culpados en esto, por tener atrevimiento de entrar con mano armada
en mi casa real, sean desterrados de Granada, y dados por traidores,
y sus bienes confiscados a mi real Cámara, para que de ellos haga mi
voluntad; y los que no son tan culpados y los ausentes, así alcaides,
como los que no lo son, que se queden en Granada privados de mi real
servicio. Y si tuvieren hijos varones, los envíen a criar fuera de
la ciudad; y si fueren hijas, que las casen fuera del reino; y esto
mando que se publique por toda Granada. Y en lo que toca a la reina
Sultana, mi mujer, mando que los caballeros que han de poner la
acusación la pongan luego; y puesta, sea presa, hasta que se vea su
justicia conforme a derecho, que no es justo que un rey como yo viva
afrentado. Estas dos cosas fueron la causa, buenos caballeros y leales
vasallos, del alboroto de ayer: ahora considere cada uno la causa por
suya, y juzgue lo que haría, y verá cómo no se satisface mi agravio, y
respóndame.

Dichas estas palabras por el rey todos los caballeros que estaban allí
juntos se miraban los unos a los otros, y admirados de todo aquello que
el rey les había dicho, no sabían qué responderle, porque ninguno de
los que vinieron con Muza a dar la obediencia al rey, no dio crédito
a cosa ni parte de lo que tocaba a los Abencerrajes, como ni a lo
de la reina, y luego entendieron ser traición; y así los caballeros
Almoradís, Almohades, y otros que eran parientes de la reina Sultana,
hicieron entre ellos gran movimiento y comunicación, y al cabo de
una pieza que el rey aguardaba respuesta, se levantó un caballero
Almoradí, tío de la reina, y respondió, diciendo:

--Atentos hemos estado, rey Abdalí, a tus razones, con las cuales no
menos pesadumbre y alboroto que ayer se espera; porque en lo que has
hablado manifiestamente parece ser averiguada traición, así en lo que
toca a los caballeros Abencerrajes, como en lo de la reina; porque los
Abencerrajes son nobles, y en ellos no puede caber traición, ni tal de
ellos se puede presumir; porque de su bondad y nobleza siempre han dado
verdadero testimonio sus obras, por las cuales tú y tu reino habéis
resplandecido; y si ahora los mandas desterrar, tu reino de hoy en más
lo puedes dar por ninguno, y al tiempo pongo por testigo; cuanto y más,
que aunque tú los destierres, si ellos con su gusto y voluntad no se
quieren salir de Granada, no los puedes tú hacer fuerza, atento que no
eres rey supremo por ser vivo tu padre, el cual estima mucho a este
linaje. Si no me crees, mira tu palacio, y verás como en faltando todos
los Alabeces, Gazules, Aldoradines y Venegas, parece estar solo y sin
acompañamiento ninguno, y te has de ver sin todos estos y otros muchos,
por ser amigos de los Abencerrajes, pues la plebe ya bien sabes el
amor que les tiene; y sé de cierto, que si el amor de ellos levantara
bandera contra ti, te echaran del reino en que estás; pero son leales,
y antes morirán que tal hagan. Repórtate, rey mal aconsejado, y no te
ciegue la cólera; y en lo que dices de la reina que ha sido adúltera,
es falso; es matrona ilustre y honesta, y se debe tener y estimar en
mucho; y si contra ella te mueves o alteras, los Almoradís, Almohades
y sus parciales te hemos de quitar la obediencia, y hemos de darla a
tu padre; y cualquiera que pusiere falta o dolo en la reina Sultana,
miente y es un villano, y yo lo probaré donde quisiere.

El traidor Zegrí, Mahandín Gomel, Mahandón y Abenhamete con saña se
levantaron y dijeron que lo que ellos decían era verdad, y quien lo
contradecía, mentiría.

Los Almoradís se alzaron poniendo mano a las armas; todos los Zegríes
y Gomeles hicieron lo mismo, y con gran enojo se fueron los unos a los
otros, moviendo mucho escándalo y alboroto en el palacio real; mas los
caballeros Azarques y Alarifes, Muza, Sarracino, Reduán y el mismo
rey, obraron tanto, que no los dejaron juntar, antes los aquietaron e
hicieron sentar; y estando sosegados dijo estas razones Muza:

--Señores caballeros, yo querría que se pusiese la acusación a la
reina, y que por ella sea presa, pues confío en Alá que su inocencia ha
de ser verdugo de los acusadores falsos, y han de morir o retractarse
de lo dicho, de donde se seguirá mayor lauro y corona de honor a la
inocente reina y a todos los de su linaje; para lo cual salga aquí la
reina, responda por sí, y dé y señale caballeros que la defiendan.

A todos pareció bien lo que Muza dijo, y así fue llamada la reina
Sultana, la cual fue acompañada de sus damas, y los caballeros se
levantaron y la hicieron grande acatamiento, salvo los traidores; y
antes que la reina se sentase en su estrado le dijo Muza:

--Hermosa Sultana, hija del famoso Moraicel, y de nación Almoradí por
descendencia del padre, y Almohades por la madre, descendientes de los
reyes de Marruecos: sabrás, reina de Granada, por tu daño, como en
esta sala hay caballeros que pongan dolo en tu castidad, diciendo que
no has guardado las leyes conyugales, como era razón, a tu marido el
rey; antes dicen que has adulterado y hecho traición con Albín Hamete,
Abencerraje; por lo cual ayer fue degollado con los demás Abencerrajes
que murieron. Si esto es así, lo cual todos nosotros no creemos,
porque tenemos entera satisfacción de tu bondad, virtud y castidad,
has incurrido en pena de muerte de fuego; por tanto da razón de ti,
para que no haya más escándalo del que por tu causa ha habido; y si
no le das cual conviene a tu honor y al de tu marido, morirás quemada
conforme a nuestras leyes: yo te lo he dicho, no por ofenderte, sino
para que repares con tiempo la defensa y lo que te conviene, que por mi
parte seré en tu favor y en todo lo que pudiere, como lo verás.

Con esto calló Muza, y se sentó, aguardando que la reina respondiese.
La cual como oyó lo que Muza le había dicho, miró a todos los
caballeros de la sala; y como los vio callar, tuvo por verdad lo que
al pronto había escuchado por donaire y juego; y reparándose un poco,
sin mudarse la color de su hermoso rostro, ni hacer mudanza mujeril,
respondió de esta suerte:

--Cualquiera que en mi honestidad pura, limpia y casta pusiere alguna
falta, miente, y no es caballero, sino villano, vil y de bajos
pensamientos, mestizo, infame y mal nacido, indigno de entrar en el
real palacio; y sea quien fuere, póngase aquí en mi misma presencia la
acusación que contra mí se ha hecho, que no temo pena ninguna, porque
mi inocencia me asegura, y mi castidad y limpieza me hacen libre: jamás
con pensamiento ni obra hice ofensa al rey mi marido, ni la pienso
hacer en tanto que mi marido fuere, ni después; ora sea por separación
de muerte, o por repudiación de su parte hecha. Mas estas cosas y otras
tales no pueden salir sino de moros, de quien no salen sino maldades
y novedades, como de hombres de poca fe y mal inclinados. Benditos
sean los cristianos reyes y quien los sirve, que nunca entre ellos hay
semejantes maldades, y la causa es estar fundados en buena ley. Pero
una cosa sé decir, que confío en el santísimo Alá que ha de volver por
mi casta limpieza, y descubrir la verdad; y hago promesa de que si Alá
se sirve de dar victoria a mis defensores, como lo espero en él que se
la dará, viéndome libre de este testimonio, de no volverme a juntar con
el rey en poblado ni fuera.

Diciendo esto comenzó a llorar, y con ella todas sus damas; de tal
manera, que a todos los caballeros que la oían movía a muy grande
compasión y lástima.

Lindaraja se hincó de rodillas delante de la reina, y pidió licencia
para partirse a Sanlúcar a casa de un hermano de su padre, pues por
mandado del rey habían muerto sin culpa a su querido padre, y pues
desterraron a los Abencerrajes, que ella se quería desterrar, por
no ver las tiranías y crueldades que cada día se hacían, y más el
testimonio que a su alteza se levantaba; que no diese lugar que ella
presenciara a aquellos dolores tan acerbos; y que cuando la honra de la
reina padecía, no estaba segura la de sus damas, dueñas y doncellas.

La reina la abrazó llorando, y quitándose del cuello la cadena que el
maestre la dio el día de la sortija, dijo:

--Toma, amiga, yo quisiera galardonar tus servicios fieles y leales,
pero ya, por mi desdicha, no soy señora de bienes, sino de males:
dichosa tú, y yo sin ventura. Vete en paz, y vive en ella, que ausente
de la corte yo sé que la tendrás.

Y diciendo esto la apretó entre sus brazos, regándola su hermoso rostro
con lágrimas, las cuales Lindaraja derramaba de sus ojos en abundancia.
Aquí se aumentó el llanto de todas las damas, porque las iba abrazando
y despidiéndose de todas.

Estaban los circunstantes tan lastimados de la dolorosa despedida de
la reina y de Lindaraja, que no dejaban de ayudar con lágrimas; y no
pudiendo sufrir aquel dolor, todos los Almoradís y Almohades, y otros
de su parcialidad, se salieron llorando de la sala diciendo:

--Abdalí rey, abre los ojos y mira lo que haces, y tennos por tus
enemigos de aquí adelante.

Lindaraja despidiéndose del rey se salió de palacio, y acompañada de
su madre y de algunos caballeros se bajó a la ciudad, y al otro día se
partió para Sanlúcar, y Gazul en su compañía, que era el que la servía,
como ya se ha dicho, y adelante se tratará de ellos más largamente.

Ahora vayan su camino, y volvamos a tratar del rey, y de la acusación
de la triste reina Sultana, la cual lloraba muy dolorosamente su
deshonra, y con ella sus doncellas.

El rey mandó al traidor Zegrí que pusiese la acusación, y él se levantó
y dijo:

--Por la honra de mi rey, y volviendo por ella, como debo, digo
que la reina Sultana es adúltera, y que yo y Mahandín la vimos en
Generalife, debajo de un rosal, que está junto a la fuente grande,
estar en lascivas concupiscencias con Albín Hamete, Abencerraje; lo
cual sustentaremos los cuatro a otros cuatro que señale la reina en su
defensa.

A esto respondió la reina:

--Mientes, como traidor infame, falso, tú y todos vosotros; yo fío en
el poderoso Alá que ha de descubrir la verdad, y os ha de costar muy
caro.

El rey dijo:

--Sultana, dentro de treinta días habéis de dar caballeros que os
defiendan; donde no, se procederá contra vos conforme a la ley.

Sarracino no pudiendo sufrir más aquella lástima, dijo:

--Yo me ofrezco a la defensa de la reina, aunque no haya más caballeros
que quieran volver por su honor.

Reduán dijo:

--Yo seré el segundo, y serviré de tercero y cuarto.

Muza dijo:

--Pues yo ayudaré también, y no faltará otro caballero que ayude,
porque se haga la batalla cuatro a cuatro; y mire la reina si nos
quiere admitir, que como caballeros juramos de hacer el deber.

La reina respondió:

--Muchas mercedes, señores caballeros, por la que me hacéis tan
señalada; yo veré lo que me importa, pues tengo término suficiente,
aunque sé que en hacer tales caballeros la batalla, mis enemigos serían
vencidos, y mi honra satisfecha.

El rey mandó que estuviese presa en la torre de Comares, y en su
compañía Galiana y Celima para que la sirviesen. Luego Muza y otros
caballeros llevaron a la desdichada e infeliz reina presa, y la
pusieron en un aposento, y a la puerta doce caballeros de guarda, con
orden que si no es a Muza, otro no pudiese entrar a hablar con ella.
Esto hecho se despidieron del rey todos los caballeros, por lo que
había pasado.

Las damas de la reina se fueron todas: las doncellas en casa de sus
padres, y las casadas a sus casas con sus maridos. Reduán se llevó a
su querida Haja; Abenámar a Fátima, que estaba muy triste por lo que
sus parientes habían hecho. Todas las demás damas se fueron, quedando
desierto el cuarto de la reina.

Quedaron con el rey Zegríes, Gomeles y Mazas, por acompañarle, y a
muchos pesaba de lo que habían empezado a hacer, porque imaginaban que
no podían tener buen fin todas aquellas traiciones.

Luego se pregonó que dentro de tres días saliesen los Abencerrajes
desterrados, so pena de las vidas.

Los Abencerrajes pidieron dos meses de término, porque querían salir
del reino; y fueles concedido a instancias de Muza, porque entre él y
ellos se trató lo que adelante se dirá.

Este pregón se divulgó por toda la ciudad, y sintieron tanto los
moradores de ella el agravio que a los Abencerrajes se hacía, que si
quisieran ellos levantar bandera contra el rey Chico, los ayudaran
con sus personas y haciendas, porque en extremo eran amados de toda la
ciudad, y tenidos en lugar de padres y amparadores de todos.

Este pregón lo oyó una hermana del rey Chico, llamada Moraina, la cual
era mujer de Albín Hamete, Abencerraje; y llena de enojo por haberle
muerto a su marido sin culpa, y de temor por haberle quedado dos
niños, uno de cinco años y otro de tres, vestidos ambos de luto y ella
también, fueron al Alhambra y en su compañía cuatro caballeros Venegas,
y entraron en la sala del rey para hablarle.

Los guardas conociendo a Moraina, la dejaron entrar en el aposento del
rey, su hermano, al cual halló solo; y haciéndole mesura, le dijo:

--¿Qué es esto, rey? Rey te digo, y no hermano, aunque es nombre de
más piedad; mas porque no entiendas que soy de los conjurados contra
ti, como tú mismo dices, te llamo rey. Pues dime, ¿qué clima es este
que nos sigue tan cruel? ¿Qué hado tan rigoroso y sangriento es este?
¿Qué estrella tan caliginosa y mortífera corre predominando y causando
tantas desventuras? ¿Qué cometa llena de fuego es este, que así abrasa
y eclipsa el claro linaje de los Abencerrajes? ¿En qué te han ofendido,
que así totalmente los quieres destruir? ¿No te ha mitigado haber
degollado la mitad del linaje, sino que ahora mandes desterrar a los
que han quedado? Y ya que así es, ¿qué razón hay para que los hijos
inocentes de los padres se hayan de dar a criar fuera de la ciudad, y
a las hijas casarlas fuera del reino? ¡Pregón duro! ¡Sentencia cruel!
¡Mandato acerbo! ¿Dime de qué sirven estas tiranías, rey inclemente? Y
yo triste, desconsolada y viuda, hermana tuya por mi mal, ¿qué haré con
estos dos niños, retrato de aquel caballero Albín Hamete, mandado por
ti degollar sin culpa? ¿No bastó la muerte inocente de su inculpable
padre, sino desterrar los huérfanos hijos? ¿A quién los encomendaré
fuera del reino que los críe? Si a ellos destierras, yo he de ir
también por su madre. ¡A tu sangre maltratas! Por Alá santo te ruego,
que te reportes; mira que estás mal aconsejado; no pase adelante tu
crueldad injusta, que es en los reyes grande imperfección ser crueles,
y más donde no hay culpa, sino interés y envidia.

Con esto cesó la bella Moraina, no dejando de llorar, y dando dolorosos
suspiros de lo más íntimo de su alma.

Todo lo cual no fue bastante a ablandar el diamantino corazón del rey,
antes encendido en infernal cólera, los ojos encarnizados contra su
hermana, la dijo:

--Di, Moraina infame, sin conocimiento de la real sangre, ¿tan poco
valor en ti se encierra? ¿Eso me dices? ¿Di, no consideras la mancha
que puso en mi honra tu desleal marido? Si tú tuvieras una gota de mi
real sangre, sintieras mi agravio, y esa gota dando el pecho a tus
hijos, les fuera veneno mortífero; y si este efecto hiciera, diría
que eras mi hermana; pero no creo que lo eres, pues no sientes lo que
yo. Mejor hubieras hecho en haber quemado esas dos ramas infames,
salidas de aquel aleve tronco, causador de mi afrenta; y pues tan poco
miramiento has tenido, y no has hecho oficio de hermana, yo haré lo que
tú no hiciste.

Y diciendo esto asió al niño mayor, y alzándole en peso, le puso
debajo del brazo izquierdo, y echando mano a la daga se la metió por
la garganta, que no pudo defenderle la desdichada madre; y dejando
muerto al inocente niño, a pesar de su triste madre, tomó al otro, y
le degolló, dejando segadas las manos a la sin ventura Moraina por
quitarle a su tierno niño.

Y habiéndolos muerto, dijo el sanguinolento rey:

--Acábese de raíz esta traidora casta de Albín Hamete.

Vista la crueldad del tirano rey, la lastimada madre, bramando como
leona, acometió a su hermano por quitarle la daga para matarle; pero
el rey se defendió, y visto que no podía defenderse de ella, porque
le pedía sus hijos, con diabólica furia la dio dos puñaladas en el
delicado pecho, de las cuales cayó muerta con sus hijos; y dijo el rey:

--Allá irás con tu marido, pues tanto le amas, que tan traidora eres
como él.

Y luego mandó que enterrasen aquellos cuerpos en la sepultura de los
reyes, lo cual se hizo admirándose de aquel acaecimiento.

Los caballeros Venegas, sabiendo el caso atroz que el rey había
cometido, salieron del Alhambra, y se fueron a la ciudad, y contaron el
caso a otros caballeros; y así se supo por toda Granada aquella gran
crueldad del rey.

Muchos determinaron de matarle, y más sabiendo la injusta prisión de
la reina; mas vivía el rey con tal cuidado y guarda, que no tuvieron
lugar de ejecutar su deseo; porque la puerta del Alhambra la guardaban
mil caballeros, y de noche se cerraba bien, y por los muros y baluartes
había puestas muchas postas y centinelas, guardando todas las entradas.

La gente del rey Mulahacén guardaba lo que le tocaba, que era la plaza
de los Aljibes y la torre de la Campana, y las torres cercanas a ella,
y sus baluartes y barbacanas.

Finalmente, lo mejor del Alhambra tenía Mulahacén: el rey Chico tenía
la casa real antigua, y cuarto de los Leones y Torres de Comares, y
miradores del bosque a la parte del Darro y Albaicín.

Aunque las guardas y gente de ambas partes estaban separadas y
apartadas, y cada cual seguía la parte de su rey, jamás entre ellos
había discordias por mandado de los reyes y ruegos de Muza.

Y aunque había dos reyes, la gente más principal seguía al rey viejo,
como eran Alabeces, Abencerrajes, Gazules, Almoradís, Langetes,
Atarfes, Azarques, Alarifes y todo el común ciudadano, respecto de
estar bien con los caballeros Abencerrajes y sus valedores.

Al rey Chico seguían Zegríes, Gomeles, Mazas, Alabeces, Bencerrajes,
Almoradís, Almohades, y otros muchos linajes y caballeros de Granada,
aunque después de la prisión de la reina se habían pasado al rey viejo
los Almoradís, Almohades y Venegas.

Estaba Granada divisa y llena de bandos y escándalos cada día, y
más se acrecentaron cuando los caballeros Venegas dieron noticia de
la crueldad que el rey Chico había usado con su hermana y con sus
sobrinos; la cual fue de todo punto causa de que los Almoradís,
Almohades, y Marines, y otros muchos caballeros de gran valor le
desampararon; de tal manera, que casi toda Granada estaba apercibida en
su daño.

Solo tenía de su parte a los Zegríes, Gomeles y Mazas; y como estos
tres linajes eran tan poderosos, le sustentaron en su estado hasta que
se perdió, como adelante se dirá.

Volviendo a la muerte de los hijos de Moraina y de la suya, hubo en
Granada grande sentimiento del doloroso caso. Todos decían que era el
rey muy cruel, tirano, enemigo de su sangre, e indigno del reino y de
la vida.

Quien más sintió esta muerte fue el capitán Muza, hermano de Moraina,
y firmó con juramento, que había de ser vengada aquella traición antes
de muchos días; y si Muza sintió el desaforado caso, cruel y grave, no
menos lo sintió el rey Mulahacén, que al fin era su padre.

Y después de haber hecho gran llanto por su amada hija y por los nietos
tan queridos, con ferviente enojo se fue a armar, y se puso un fino
jaco y un acerado casco, y sobre el jaco una aljuba de escarlata, y
tomó una tablachina en el brazo izquierdo; y llamando a su alcaide, le
dijo, que muy presto juntase la gente de su guardia, que eran más de
cuatrocientos caballeros.

El alcaide los juntó, y les dijo que el rey Mulahacén los mandaba
juntar; que estuviesen apercibidos para lo que les mandase.

Ellos dijeron, que allí estaban a su mandado.

Y visto por el rey que los de su guardia estaban juntos y alistados,
salió a la plaza de su palacio, donde estaba toda la gente, y les dijo
así:

--Valerosos vasallos y amigos míos, grande deshonra es que mi hijo me
usurpe cetro y corona contra toda mi voluntad, y que siendo yo vivo
haya otro rey; y bien sabéis cómo se hizo llamar rey por el favor y
ayuda que le dieron los Zegríes, Gomeles y Mazas, diciendo que yo era
viejo y sin provecho para la guerra y gobierno del reino; y por este
engaño y color de ambición muchos caballeros le han seguido, y me han
dejado contra toda razón. Que bien se sabe que ningún hijo puede ser
heredero del reino, ni de hacienda hasta la muerte de su padre; y así
lo mandan expresamente las leyes, las cuales ha quebrantado mi hijo, me
ha usurpado el reino, y procede mal en la gobernación; pues en lugar
de conservar la paz y sosiego en que yo tenía el reino, es perturbador
e inquietador de ella, y alborotador del pueblo; y en lugar de guardar
a todos recta justicia, hace los mayores absurdos que en el mundo se
pueden imaginar. Mirad cómo mandó degollar a los nobles Abencerrajes
sin culpa suya, y cómo sin ella tiene presa a su mujer, imputándola de
adúltera; y lo que más me lastima es, que haya muerto a mis nietos y a
mi hija. Pues si siendo vivo yo hace esto, ¿qué hará en viéndose solo?
Bien podéis desamparar vuestra patria y tierra, y buscar la ajena. Ya
no quiere Alá que tal tirano viva en el mundo, y así estoy dispuesto y
determinado a la venganza de mi amada hija y de mis queridos nietos,
dando muerte acerba a este enemigo de su sangre y reino: por tanto,
amigos y leales vasallos, vuestra ayuda pido para tal venganza, que
más vale perder un vil príncipe, que no que se pierda por sus tiranías
un reino como el de Granada. Seguidme todos luego, y mostrad vuestro
valor acostumbrado.

Diciendo esto, mandó a su alcaide que guardase muy bien su fortaleza, y
se partió para la casa real donde estaba el rey Chico su hijo, diciendo
él y todos los suyos:

--_Libertad, libertad: mueran los traidores tiranos, y quien los sirve:
no quede ninguno._

Y con esta voz dieron tan de improviso en la guardia del rey Chico, que
casi no la dieron lugar a tomar las armas, y entre ellos se movió una
batalla muy cruel y sangrienta, cayendo muchos muertos de ambas partes.

¿Quién viera al buen rey Mulahacén dar golpes con su cimitarra a un
cabo y a otro, que no daba golpe que no derribase caballero muerto o
mal herido? Porque Mulahacén siempre fue hombre de mucha fuerza en su
mocedad, y de grande ánimo; y no era tan viejo que no pudiese pelear,
pues aún no tenía sesenta años.

Finalmente andaba entre sus enemigos como león carnicero, y sus
soldados hicieron lo mismo, matando a sus contrarios.

Aunque eran doblados los del rey Chico, perdieron la plaza, y a su
pesar se retiraron a la casa real, adonde era tanta la gritería y
voces, que no se oían los unos a los otros, salvo la voz de la libertad.

El rey Chico, que oyó el tropel y ruido, muy espantado y atemorizado
salió a ver lo que era, y vio a su padre entre la gente de su guardia
con un rigor extraño: sospechando lo que podía ser, entró a armarse, y
salió afuera para que los suyos cobrasen ánimo con su vista.

A esta sazón llegó muy mal herido el capitán de su guardia, diciéndole:

--Señor, ve a favorecer tu gente, que es grande el estrago que en ellos
hacen tu padre y los suyos.

El rey Chico salió dando voces, diciendo:

--A ellos, amigos, a ellos, que aquí está vuestro rey; mueran todos.

Y diciendo esto, comenzó a herir en la gente del rey su padre con tanto
ánimo, que puso en los suyos tal brío, que hicieron retirar gran trecho
a la gente de Mulahacén; lo cual visto por el viejo, dando voces, decía:

--No os retiréis de esta vil y traidora canalla.

Con el ánimo que les daba cada rey a los suyos peleaban todos con
mucho esfuerzo y valor; pero poco les aprovechó a los del rey Chico su
ardimiento, porque eran más valerosos los del rey viejo; y perdida la
esperanza de cobrar lo perdido, se retiraron hasta los mismos aposentos
del rey Chico, y allí comenzaron a pelear los unos con los otros
cruelmente; de suerte que todo el palacio estaba poblado de cuerpos
muertos, y bañado en sangre de los heridos.

En esta refriega se encontraron padre e hijo; y viendo el viejo el
estrago tan grande que en su gente hacía su hijo, sin mirar el paternal
amor que debía tenerle, acometió a él con una furia de hircana sierpe,
diciendo:

--Aquí pagarás, aleve, la muerte de mi hija y nietos.

Y diciendo esto, le dio un tan gran golpe con la cimitarra en la
rodela, con que le reparó, que se la hendió en dos partes, y el
reyecillo fue herido en el brazo; y si no se reparara bien, allí
acabara la vida; y fuera gran bien para Granada, porque se evitaran
tantos males como por su causa hubo.

Pues como el rey Chico se vio herido, y sin rodela, con indecible
coraje, no respetando las canas de su padre, ni teniéndole aquella
reverencia y obediencia que los buenos hijos deben tener a sus padres,
alzó el brazo para herirle con el alfanje; mas no tuvo efecto su mal
propósito, porque a la sazón acudieron muchos caballeros así de una
parte como de otra, cada uno por favorecer a su rey.

Aquí se aumentó la gritería y se renovó la civil y sangrienta batalla;
de manera que era gran compasión ver la mortandad de aquella mal
considerada gente. Tan sin piedad se mataban y herían, como si en ellos
de antigüedad viniera algún mortal odio y civil guerra.

Allí eran hermanos contra hermanos, padres contra hijos, parientes
contra parientes, sin guardar el decoro al parentesco y amistad, no más
guiados que por pasión y afición de sus reyes; cada uno favoreciendo
donde más afición tenía, y así con estos motivos de cada parte andaba
tan sangrienta la refriega, como si fuera batalla hecha entre dos
enemigos ejércitos.

Mas como la gente y guardia del rey Chico eran más que los de
Mulahacén, sacaban ventaja; lo cual conocido por un moro de la parte de
Mulahacén, hombre de ardid y buen soldado, por salir con la victoria
que pretendían, comenzó a decir en altas voces que todos lo oían:

--_A ellos_, _a ellos_, rey Mulahacén, que en tu socorro vienen los
caballeros Alabeces, Gazules y Abencerrajes: mueran los traidores,
pues de nuestra parte está la victoria.

Oída esta voz por el rey Chico y por los suyos, desmayaron de suerte
que parecía verse en manos de la muerte, y por evitar el notorio
peligro que les amenazaba determinaron desamparar la casa real para
no verse despedazados a manos de los caballeros Alabeces, Gazules y
Abencerrajes; y con un esfuerzo muy crecido acometió al rey Chico
con una tropa de ellos por no dejarle en poder de sus enemigos, y se
salieron del real palacio, dejando a sus espaldas otra gran parte de
caballeros que le defendían de sus contrarios.

Los del rey Mulahacén los seguían con grande osadía, entendiendo que
así era verdad, que tenían socorro.

De manera que los unos retirándose y los otros siguiéndolos, unos
defendiendo, otros ofendiendo, llegaron a las puertas del Alhambra, las
cuales hallaron abiertas, porque las guardias las desampararon visto
el alboroto y bajaron a la ciudad a dar aviso a los Zegríes y Gomeles
de lo que pasaba, y en la plaza Nueva hallaron algunos de ellos, y les
dieron relación de todo lo que pasaba en el Alhambra.

Y como supieron el caso, a gran priesa subieron a ella; pero llegaron
tarde, porque ya estaba el rey fuera de las puertas y toda su gente, y
estas muy bien cerradas y puestas las guardias necesarias.

Los Zegríes, Gomeles, Mazas y otros caballeros de su parcialidad, como
vieron al rey Chico herido en el brazo, y la mayor parte de su guardia
destruida, muerta y herida, se escandalizaron y se llevaron al rey
Chico al Alcazaba, antigua casa de los reyes, la cual era muy fuerte, y
tenía su alcaide y gente de guardia.

En esta se aposentó el rey, donde fue curado con gran diligencia, y con
la guardia necesaria para su seguridad.

Estaba con mucha pena porque había perdido el Alhambra, y con no menos
saña procuraba la venganza de ella contra el rey Mulahacén, el cual
estaba muy alegre por ver su Alhambra libre de sus enemigos; y por
limpiarla de todo punto, mandó que a todos los cuerpos muertos de los
contrarios los echasen por las murallas abajo, y a los de su bando
les diesen honrosas sepulturas. En las torres pusieron banderas y
estandartes, mostrando mucho contento y alegría, y tocando añafiles y
dulzainas.

En toda la ciudad se supo cómo el rey Mulahacén quedaba señor del
Alhambra, y había desbaratado y herido al rey Chico; con lo cual todos
fueron muy regocijados, porque le aborrecían como a la muerte.

Quien más celebró el contento fueron los Abencerrajes, Alabeces,
Gazules, Venegas y Aldoradines, y fueron muchos de ellos con el
valiente Muza a darle el parabién de la victoria, y le ofrecieron de
nuevo su ayuda, lo cual les agradeció el rey Mulahacén.

Muza procuró paces entre su padre y su hermano, y no era posible,
porque era tan grande el odio del rey viejo contra su hijo, que no
quiso hacer lo que le pidió Muza, antes dijo que no había de tener
contento hasta verle destruido. No quiso porfiar Muza a su padre, por
conocer en él que tenía muy presente la muerte de Moraina su hija.

Dejemos a Mulahacén en su Alhambra, y al rey Chico en su Alcazaba
siguiendo sus intereses, y tratemos de los Almoradís, Almohades y
Marines, linajes muy poderosos y ricos, parientes de la reina Sultana,
tan sin culpa presa.

Ya se acordará el lector que estos caballeros Almoradís y Almohades
se salieron de palacio amenazando al rey Chico por lo que hacía con
su mujer la reina. Pues así como salieron del real palacio, todos se
conjuraron contra el rey Chico para matarle, o a lo menos privarle
del reino, porque tan sin causa tenía presa a su mujer. Y asimismo se
juntaron contra los Zegríes por el testimonio que habían levantado a la
reina.

Para conseguir mejor su fin, acordaron de trabar estrecha amistad con
los Abencerrajes y sus parciales, sabiendo que por esta vía tenían a
toda Granada de su bando.

Con esta resolución se fueron a casa de un hermano del rey Mulahacén,
llamado Abdalí, y le hallaron en un aposento, solo, y muy triste en
ver que no podía remediar aquellas maldades y traiciones que se habían
hecho contra los Abencerrajes, y prisión de la reina, y la muerte de
Moraina y sus niños; y como entraron en su aposento aquellos caballeros
Almoradís, que eran doce, y llevaban comisión de todos, se maravilló
Abdalí y les preguntó qué buscaban.

Los caballeros le dijeron que no se recelase, que más venían en su
provecho que no en su daño, que le querían hablar despacio.

Abdalí los mandó sentar en un estrado muy rico, a su usanza; y estando
sentados, uno de los Almoradís le dijo:

--Bien sabes, príncipe valeroso, las grandes insolencias que se hacen
en Granada, y las civiles y sangrientas guerras, como aquellas tan
memorables de Sila y Mario; y si has mirado, no hay calle que no brote
sangre de nobles caballeros; de todo lo cual es la causa tu sobrino
el rey Chico, por admitir los malos consejos, pues sin culpa mandó
degollar a los Abencerrajes, y por esta causa murieron muchos Zegríes,
Mazas y Gomeles; y no contento con esto mató a su hermana Moraina y a
sus tiernos hijos: que estas cosas no son de rey sino de un bárbaro,
cruel y tirano, sediento de sangre humana, y derramador de ella. Ahora
ha tenido una refriega y trabada pelea con su padre, que ya la sabrás,
en la cual han muerto muchos caballeros, y al fin Mahoma fue de la
parte de tu hermano; de suerte que ya tu sobrino está desterrado del
Alhambra, y se ha apoderado del Alcazaba con favor y calor de los
Zegríes, Mazas y Gomeles; y nosotros los Almoradís y Almohades le
hemos quitado la obediencia, porque sin culpa tiene presa a su mujer
la reina Sultana, dejando su honra puesta en manos de la fortuna;
mira si no lo hemos de sentir, siendo tan cercana parienta nuestra, y
más viendo cuán tiranamente procede él en la gobernación del reino, y
las extorsiones que cada día nos hace a todos; y visto esto nos hemos
apartado de su obediencia junto con Marines, Abencerrajes, Gazules,
Aldoradines, Venegas y todos los ciudadanos, que morirán porque vivan
los Abencerrajes, y pase su valor adelante; y considerando que tu
hermano es ya viejo, y cansado de las guerras que contra los cristianos
ha tenido, no puede gobernar como conviene, y que según su naturaleza
vivirá poco, y ha de quedar por rey Abdalí, nuestro capital enemigo,
el cual no hay duda sino que perseverará en lo que ha comenzado, y con
mayor violencia por verse solo en el reino, todos hemos determinado que
tú seas rey de Granada, pues tu valor lo merece, para que gobiernes el
reino en la paz y quietud que todos deseamos, y seamos los caballeros
tratados con amigable benevolencia, como de tu bondad se espera. A esto
solo habemos venido los doce Almoradís que ves, por comisión dada de
todos los caballeros que os hemos referido. Danos respuesta luego, y
de no querer admitir el reino lo daremos a Muza, que aunque es hijo de
cristiana, lo es de tu hermano, y merece por su valor y esfuerzo ser
príncipe del mundo.

Con esto dio fin el Almoradí a sus razones, aguardando que Abdalí
respondiese, el cual parando un poco en el caso les dijo:

--Mucho agradezco, señores caballeros, la voluntad y la oferta que me
hacéis: la carga que un rey se echa sobre sus hombros es muy grande,
las obligaciones son muchas y mis fuerzas son pocas: mi hermano está
vivo y con dos hijos; yo no hallo razón concluyente por donde pueda
aceptar el favor que me prometéis; además de que cuando no mirase a
las circunstancias dichas, será mover nuevas disensiones, guerras
civiles y alboroto. Los más principales caballeros y toda la ciudad
son de parte de mi hermano: no alborotemos más la tierra; pero sea de
esta manera: yo sé que mi hermano está mal con su hijo, y al fin de sus
días no le dejará el reino, sino a mí o a uno de mis hijos: hablémosle
mañana, diciéndole que ya es viejo, y que me dé la gobernación del
estado, para que le alivie de tanta carga; y si me da este oficio,
con facilidad se podrá hacer lo que me pedís, y al fin dirán que por
consentimiento de mi hermano habrá sido.

A todos les pareció muy bien lo que Abdalí respondió, y tuvieron por
buen consejo aquel; y así quedó determinado, que el siguiente día se
tratase aquel caso con el rey Mulahacén; lo cual se trató con él, yendo
para ello muchos caballeros Abencerrajes, Alabeces, Venegas y Gazules;
y estando todos con el rey, un caballero de los Venegas le habló,
diciendo:

--Noticia tenemos, rey Mulahacén, de todos nuestros pasados, de que
los reyes de Granada han sido para con los vasallos benévolos y
apacibles, y siempre les han tenido muy crecido amor; lo cual ahora es
al contrario, pues tu hijo en vez de hacer mercedes a sus súbditos,
sin ocasión les quita las vidas. Ya sabrás lo que ha pasado estos
días, y el escándalo y alboroto de la ciudad por la muerte de los
nobles Abencerrajes, de lo cual han redundado aquestas guerras civiles,
muertes, y desastrados fines entre los ciudadanos; y sé cierto, que si
no se pone remedio, en poco verás tu ciudad despoblada, porque todos
irán a buscar la paz a las ajenas tierras, pues en la suya no la
tienen: nadie se queja de ti, ni hay por qué; pero nos recelamos de tu
hijo, que tan mal procede en el gobierno de tu estado; que si ahora
que eres viejo nos faltas, y por tu edad la muerte llama, y tu hijo
queda por ley, será gran daño de todos; y así querríamos que pusieses
un gobernador para que te aliviase la carga de la gobernación, y que en
faltando tú, diesen el reino al gobernador, siendo cual conviene. Por
tal elegimos a tu hermano Abdalí, y será posible que tuviese enmienda
tu hijo, visto que has puesto gobernador; y puesta su enmienda,
merecerá tener el reino. A esto solo hemos venido a darte cuenta de
nuestra pretensión, lo cual te suplicamos nos otorgues, y en cambio de
esta merced que te pedimos, si nos lo concedes, te damos palabra, a fe
de caballeros hijosdalgo, de quererte servir, y obedecer en todo y por
todo mientras vivieres.

Atento estuvo el rey Mulahacén a las palabras del caballero Venega; y
reparando en que las leyes disponen que herede el hijo al padre, en
particular siendo reino; y cuando se acordó de la gran desobediencia
que su hijo había tenido con él, y los grandes daños que por su causa
habían sucedido, y recelándose de otros mayores, acordó de dar contento
a estos caballeros, viendo ser justa la petición, y que era en provecho
de todos, y así dijo que era contento en que su hermano gobernase el
reino junto con él; y después de muerto, su hijo Abdalí fuera rey,
porque debía dársele el reino.

Los caballeros le dieron las gracias por la merced que les había
concedido, y dieron a Abdalí el parabién de gobernador; y habiendo
jurado de hacer lo que se debía en el oficio de la gobernación, y de
guardar la lealtad debida a su hermano, al son de muchos instrumentos
se le dio el cargo.

Con esto se despidieron del rey todos los caballeros, y acompañaron al
gobernador hasta su casa: y luego aquel día mandó pregonar por toda la
ciudad, que cualquiera que recibiese algún agravio de otro, que fuese a
su casa, y que él satisfaría a cada uno conforme a derecho, guardando
a todos justicia. Toda la ciudad se holgó mucho por la elección hecha,
porque mediante esto iban quitando las fuerzas al rey Chico.

Así se entendió apaciguar la ciudad, y fue echar leña al fuego y
alquitrán a la pólvora; porque luego que el rey Chico llegó a saber lo
que su padre había hecho, en lugar de enmendarse, hacía mil agravios y
desafueros, y cosas indecentes, todo confiado en los Zegríes, Gomeles
y Mazas; y estos linajes se comunicaron acerca de lo que harían, pues
había creado Mulahacén coadjutor para el gobierno.

Resolviéronse en que siguiesen al rey Chico y persiguiesen a los
Abencerrajes, pues tenía poder para uno y otro; y que no desamparasen
al rey hasta la muerte; y así le dijeron al rey, que él solo lo sería,
o morirían en la demanda; y entendida por el rey Chico esta voluntad de
sus valederos, les mandó que cualquiera persona noble o plebeya que
fuese de la parte del rey su padre o del gobernador se la llevara
allí, y al momento fuera degollada; y si se defendiese por no ser
presa, que la matasen al punto.

Por esta causa fueron degollados y presos muchos que hacían la parte
del rey Mulahacén; y sabido por él, y por Abdalí, gobernador, mandaron
lo mismo a todos los de su parte.

De aquesta suerte había más matanza cada día, que en Roma en tiempo de
las guerras civiles.

La ciudad se dividió en tres opiniones y partes: la una seguía a
Mulahacén, y eran los Abencerrajes, Gazules, Alabeces, Aldoradines,
Venegas, Azarques, Alarifes, y la mayor parte del común, por el amor
que a los Abencerrajes tenían.

Al rey Chico seguían Zegríes, Gomeles, Mazas, Laugetes, Bencerrajes,
Alabeces y otros caballeros.

Al gobernador Abdalí seguían Almoradís, Almohades, Marines, y otros
muchos caballeros, por ser estos dos linajes de los reyes de Granada.

De esta suerte estaba la desventurada ciudad repartida, y cada día
había mil escándalos y muertes.

La gente ciudadana, mercaderes, oficiales, ni labradores, no se
atrevían a salir de sus casas. Los caballeros y gente principal
no salían menos de veinte juntos, porque si les acometiesen sus
contrarios, pudiesen resistirlos; y si salían seis, o diez, luego los
acometían, prendían y degollaban; y si se defendían, los mataban allí.
Con estas violencias y crueldades había cada día llantos, tristeza y
pesadumbres.

Había tres mezquitas en Granada, y a cada una acudía su bando.

En lo llano de la ciudad había una, donde ahora es el Sagrario, a la
cual acudían el rey Chico y sus apasionados.

Otra había en el Albaicín, que ahora se llama S. Salvador, y a esta
acudía el gobernador y su gente.

En el Alhambra había otra, que ahora se dice Santa María, donde estaba
Mulahacén y los de su bando.

Cada uno conocía su distrito y jurisdicción.

¡Oh Granada, qué desventura fue esta que vino sobre ti! ¿Qué se hizo tu
nobleza? ¿Dónde está tu riqueza? ¿Qué se hicieron tus pasatiempos, tus
galas, justas y torneos, juegos de sortija, fiestas de S. Juan, músicas
adornadas y zambras? ¿Adónde están tus admirables juegos de cañas? ¿Qué
se hicieron las vistosas libreas de los gallardos Abencerrajes; las
delicadas invenciones de los Gazules; las altas pruebas y ligerezas
de los Alabeces; los costosos trajes de los Zegríes, Mazas y Gomeles?
¿Dónde está todo tu bien y contento? Paréceme que se ha convertido en
lágrimas, tristezas, traiciones, muertes, lagos de sangre vertida con
crueldad y tiranía.

Muchos caballeros ciudadanos desamparaban la ciudad, temerosos de lo
que veían. Otros caballeros se iban a sus cármenes y heredades, y de
allí los traían a degollar, cosa no vista sino en Roma.

Muza estaba muy enojado viendo aquellas maldades que se hacían por
momentos, y procuraba medios para quitar y atajar tal daño; y así él
y un linaje de caballeros llamados los alfaquíes, y Sarracino, Reduán
y Abenámar andaban de un rey en otro, suplicándoles que viniesen en
concierto las enemistades; y como estos caballeros alfaquíes eran
muchos, muy ricos y de esclarecida sangre, y no estaban sujetos
a ninguna parte apasionadamente, siempre a la obediencia del rey
Mulahacén, cada uno de los otros dos bandos deseaba tenerlos por
amigos; y así les quisieron dar gusto en dar asiento en aquellos
bandos, viendo cada día se menoscababan los caballeros y moradores
de la ciudad, así en muertes como en ausencias; y porque Muza había
jurado que había de dar muerte a quien no dejase las comunidades, tanto
hizo con ayuda de los alfaquíes, Sarracino, Reduán y Abenámar, que
vinieron a poner paces entre los caballeros de los bandos, prometiendo
que no habría más crueldades ni muertes, sino que hasta la muerte de
Mulahacén cada uno siguiese a su rey sin ser forzado, sino que a su
gusto siguiesen al que quisiesen de los dos, y que cada rey conociese y
determinase las causas de su jurisdicción, sin entrometerse el un rey
con lo que al otro tocase.

El rey Chico pidió que los Abencerrajes cumpliesen el tenor de su
sentencia, cumplidos los dos meses que les dio de término. Mulahacén
decía que no habían de salir los Abencerrajes de Granada hasta que él
fuese muerto. En esto estuvieron discordes algunos días, y era la causa
que los Zegríes se lo pedían al rey Chico, y todos los demás caballeros
contrarios lo defendían.

Finalmente, quedó asentado que habían de salir del reino, pues que
así lo pidieron los Abencerrajes al rey Mulahacén, porque querían ser
cristianos y servir al rey D. Fernando, que si no fuera por esta causa,
jamás salieran de Granada, porque tenían de su parte al rey viejo y a
los más principales caballeros, y a todo el común de la ciudad.

Mediante las diligencias dichas quedó la ciudad en paz, aunque duró
poco, como adelante se dirá. Por estas diferencias se hizo este

ROMANCE.

      Muy revuelta anda Granada
    en armas y fuego ardiendo,
    y los ciudadanos de ella
    duras muertes padeciendo;
      Por tres reyes que hay esquivos,
    cada uno pretendiendo
    el mando, cetro y corona
    de Granada y su gobierno.
      El uno es Mulahacén,
    que le viene de derecho;
    el otro es un hijo suyo,
    que le quiere a su despecho.
      El otro un gobernador
    que Mulahacén había puesto:
    Almoradís y Almohades
    a este le dan el cetro.
      Al rey Chico los Zegríes,
    diciendo que es heredero:
    Venegas y Abencerrajes
    se lo van contradiciendo.
      Dicen que no ha de reinar
    ninguno, hasta que sea muerto
    el viejo Mulahacén,
    pues es vivo, y tiene el reino.
      Sobre estas guerras civiles
    el reino van consumiendo,
    hasta que el valiente Muza
    en ello puso remedio.

Al fin por Muza, los alfaquíes, y por Reduán, Sarracino y Abenámar se
apaciguaron las guerras, de suerte que con seguridad se podía andar por
la ciudad.

Así parece que será bien tratar de la determinación de los
Abencerrajes; y fue que un día se salieron a pasear, y con ellos los
Alabeces y Aldoradines, y habiéndose consultado entre todos, acordaron
de irse a volver cristianos, y servir al rey D. Fernando en las
guerras que tenía contra Granada; y así para saber el gusto del rey D.
Fernando, le avisaron del suyo por esta carta.

  «A ti, invictísimo Fernando, rey de Castilla, ensalzador y observador
  de la fe de Jesucristo, salud, para que con ella defiendas y
  aumentes tus estados, y tu fe vaya adelante. Nosotros los caballeros
  Abencerrajes, Alabeces y Aldoradines, besamos tus reales manos, y
  decimos y hacemos saber que, siendo informados de tu gran bondad,
  deseamos de irte a servir, pues por tu valor mereces que todos los
  hombres te sirvan; y asimismo queremos ser cristianos, y vivir y
  morir en la fe católica que tú y los tuyos profesáis y tenéis. Para
  esto queremos saber si es tu voluntad de admitirnos debajo de tu
  amparo, y que estemos en tu servicio; y haciéndolo así te damos fe y
  palabra de servirte bien y lealmente, como fieles vasallos, en esta
  guerra que tienes contra Granada y su reinado; y te serviremos de
  suerte, que prometemos darte a Granada en tus manos, y la mayor parte
  de su reino. En esto haremos dos cosas: la una servirte a ti como a
  señor y rey nuestro, y por la otra trataremos de vengar la muerte de
  nuestros deudos, degollados tan sin razón por el rey Chico, a quien
  profesamos ya y reconocemos por odioso y mortal enemigo, y deseamos
  verle debajo de tu obediencia, y verte enseñoreado de este reino,
  como afirmamos que lo serás poniéndote a ello. Y con esto cesamos
  besando tus reales pies.--_Los Abencerrajes._»

Escrita esta carta se la dieron a un cautivo cristiano, y con ella la
libertad, encargándole el secreto; y una noche salieron de Granada
con él, y le acompañaron hasta ponerle en seguridad, y le enviaron en
paz; el cual con diligencia caminó sin detenerse hasta Talavera, donde
estaba el rey D. Fernando, y en llegando a su real presencia hincó
las rodillas en tierra, y habló, presentes todos los grandes, de esta
manera:

--Muy poderoso y católico rey, columna y defensor de la Religión
cristiana: sabrás, señor, que he estado seis años cautivo en Granada,
donde he padecido muchos trabajos, aunque me los alivió Dios nuestro
Señor por las limosnas que un caballero Abencerraje me ha hecho, por el
cual y la voluntad de Dios, soy vivo y libre: este caballero fue una
noche a la mazmorra donde yo estaba, y me trajo a su casa, y me quitó
las prisiones y vistiome este traje moro. Salimos aquella noche de
Granada él y yo, y otros dos caballeros, y me acompañaron hasta ponerme
en tierra de cristianos, y dándome dineros para el camino, me dieron
esta carta y me encargaron el secreto, y que la pusiese en tus reales
manos. Dios ha sido servido de que llegase a tu real presencia; esta
es, cumplo con mi obligación y promesa.

Y en besándola se la dio al rey D. Fernando, el cual la tomó y leyó
para sí, y la dio después a Hernando del Pulgar, su secretario,
para que la leyese públicamente; y siendo leída todos los grandes
se alegraron grandemente en saber que aquellos caballeros querían
ser cristianos, y servir al rey en las ocasiones de la guerra contra
Granada, porque serían de mucha importancia para la conquista de aquel
reino; y habiendo consultado el rey con los suyos, se acordó que
respondiesen a la carta; y así que la escribió Hernando del Pulgar, se
buscó mensajero conveniente para aquel secreto, y partió de Talavera;
y llegando a la ciudad de Granada dio la carta al Abencerraje que
dio libertad al cautivo, que se llamaba Alí Mahomat Barrax, el cual
recibió la carta, y de secreto hizo juntar a todos los Abencerrajes,
Aldoradines y Alabeces, y siendo juntos abrió la carta que decía así:

  «Abencerrajes nobles, famosos Aldoradines, y fuertes Alabeces,
  recibimos vuestra carta, con la cual se alegró toda nuestra corte,
  entendiendo que de vuestra venida no puede resultar cosa dañosa,
  sino mucha virtud, porque sois de calificada sangre; y en particular
  nos hemos alegrado y dado infinitas gracias a nuestro Redentor
  Jesucristo, porque os ha traído al conocimiento de nuestra Santa Fe
  Católica, en la cual seréis del todo mejorados por la virtud de ella.
  Decís que nos serviréis en las guerras que tenemos contra infieles
  de nuestra religión: por ello os prometo doblados sueldos, y esta
  nuestra real casa tendréis por vuestra; porque entendemos que vuestro
  proceder lo merece. De Talavera donde al presente quedamos,--_El rey
  D. Fernando._»

Grande fue el contento que recibieron todos los caballeros
circunstantes, sabiendo la atención y merced que el rey D. Fernando
se ofrecía a hacerles; y así acordaron de salir de Granada; y para
hacer mejor su negocio, determinaron que luego fuesen los Abencerrajes
a servir a D. Fernando, y que los Alabeces, Aldoradines, Gazules y
Venegas quedasen en Granada dando orden a fin de que se le diese la
ciudad y el reino; para lo cual los Alabeces escribieron a sesenta y
seis alcaides, parientes suyos, que estaban en fuerzas importantes
guardando el reino en el río de Almería y Almanzor, y Sierra de
Filabres, haciéndoles saber lo que tenían acordado, y lo que le
escribieron al rey D. Fernando, y lo que les fue respondido.

Todos los alcaides estuvieron bien en ello, y no hubo ninguno que lo
contradijese, considerando las pesadumbres de Granada, y que en ella
había tres reyes, y que cada uno quería mandar, de donde no podía
resultar bien ninguno.

También escribieron los Almoradís, Venegas, y Gazules a parientes
suyos, que eran alcaides en el reino, todos guardando el secreto, y
alistados para cuando fuese tiempo.

Los Abencerrajes se despidieron de sus amigos y de toda la ciudad, y
salieron de ella a medio día, llevando todo el oro, plata y joyas que
tenían.

¿Quién podrá contar la lástima y el dolor con que todos los de la
ciudad quedaron, viendo salir desterrados sin culpa a más de cien
Abencerrajes? De antes lloraban a los degollados, ahora lloran a
los que desamparan la ciudad; maldecían al rey Chico, y que no se
lograse en el reino, maldiciendo a los Zegríes, causadores de tantas
sediciones, muertes y destierros.

Solo se alegraron de la ausencia y destierro de los Abencerrajes, los
Zegríes, Mazas y Gomeles, y celebraban su contento con el rey Chico,
al cual decían mil lisonjas halagüeñas, dándole las gracias por lo que
había hecho por darles gusto; y no faltó entre ellos quien dijo:

--¿Qué es esto Abdalí? ¿Así dejas salir a la flor de los caballeros
de Granada? ¿No sabes que todo el común, y lo más granado de la
ciudad estaba pendiente de la voluntad de estos nobles caballeros? No
entiendas que a solos ellos pierdes, sino a otros muchos caballeros de
prosapia, nobles y principales, guardadores y defensores de tu reino.
Pues yo te certifico, que te ha de pesar muchas veces de los agravios
que les has hecho, y los has de echar menos antes de mucho tiempo.

Bien conocía el rey ser notable el agravio que había hecho y hacía a
los Abencerrajes; pero teníanle tapados los oídos las sirenas de los
Zegríes, y no le despertaron los gritos, llantos, alaridos y voces
que todos los de la ciudad daban por la ausencia y destierro de este
virtuoso linaje.

Así salieron de Granada los Abencerrajes con gran dolor, por ver el
sentimiento que aquella ciudad hacía de su ida. Salieron con ellos
muchos ciudadanos, diciendo que adonde iban los Abencerrajes habían de
ir ellos.

Quedó la ciudad tan sola, ausentes estos caballeros, que se parecía
muy bien su falta. Echaban menos los caballeros la noble y hermosa
compañía; los galanes el dechado de sus galas, los cautivos pobres su
remedio; los huérfanos y viudas su amparo.

Idos los Abencerrajes tomó el rey posesión de todos sus bienes, y los
mandaba pregonar por traidores, a lo que no dio lugar Muza ni otros
caballeros, so pena de volver a la guerra pasada. Y cesando en el rey
este propósito, cesó el de los caballeros amigos de los Abencerrajes.
Dieron aviso al rey Mulahacén como habían salido los Abencerrajes a
cumplir su destierro; lo cual sintió mucho, y dijo que él los volvería
a Granada a pesar de su hijo y de sus consejeros.

Los Abencerrajes fueron adonde el rey D. Fernando estaba, y en su
compañía iban Sarracino y Galiana, Reduán y Haja, Abenámar y Fátima,
Zulema y Daraja: todos con muy firme propósito de recibir el bautismo,
como lo hicieron.

Y llegados a la real presencia del rey D. Fernando, fueron de él y de
su corte muy bien recibidos, y a otro día fueron bautizados, siendo el
rey padrino y la reina madrina, y los casaron según orden de nuestra
Santa madre Iglesia a los que eran casados cuando moros: a todas las
cuales ceremonias asistió el rey y la reina y todos los grandes,
honrándolos; y fueron hechas fiestas y regocijos por todos, y pasadas
les fueron asentadas plazas de muy ventajosos sueldos.

A las nuevamente bautizadas hizo la reina Doña Isabel damas de su
estrado. Los caballeros fueron sentados en compañía de D. Juan Chacón,
señor de Cartagena, y capitán de caballos.

Hizo teniente a un caballero Abencerraje, llamado cuando moro Alí
Mahomad Barrax, y cristiano, D. Pedro Barrax; Sarracino, Reduán y
Abenámar fueron tenientes de capitanes de caballos, como lo fue de D.
Manuel Ponce de León, Sarracino; de D. Alonso de Aguilar, Abenámar; de
D. Pedro Portocarrero, Reduán.

En las cuales compañías servían con cuidado, y en las ocasiones se
echaba de ver el valor de sus personas; donde los dejaremos por acabar
el pleito de la reina Sultana.

Habiendo pasado treinta días más de los que había el rey concedido a la
reina Sultana para que diese quien la defendiera, como no había dado
caballeros mandó el rey que la sentenciasen a quemar, porque así lo
disponía la ley.

A lo que contradijo el valiente Muza diciendo que no había podido la
reina nombrar caballeros, respecto de las guerras civiles y diferencias
que había habido en Granada, y así no se debía ejecutar la sentencia.

A Muza ayudaron todos los principales caballeros de Granada, salvo
Zegríes, Gomeles y Mazas, por ser de su bando.

Los Zegríes tuvieron con Muza muchas proposiciones y respuestas de si
se había de ejecutar o no la sentencia; y vista por el rey la disputa,
dio quince días más de término a la reina, para que en el espacio de
ellos señalase caballeros defensores; lo cual fue a mostrar Muza a la
reina, por tener él solo licencia de hablar con ella; y entrando halló
a la Sultana triste por ver su plazo ya cumplido, y por la ausencia de
Galiana, aunque tenía consuelo con Celima.

Y sentándose Muza junto a la reina, la contó todo lo que había pasado,
y cómo la habían dado quince días más de término para que nombrase
quien la defendiese; que mirase a quien había de señalar, y lo dijese
con tiempo antes que se pasase el término.

Sus bellas mejillas regadas con la inundación que por los hermosos ojos
brotaba, dijo la reina:

--Nunca entendí que durara la terrible obstinación en el cruel rey, tu
hermano y mi marido, y que tuviera ya entera satisfacción de mi lealtad
e inocencia; y respecto de esto no he hecho ninguna diligencia en
este caso, por saber de cierto que no he cometido el crimen de que me
hace cargo, y por las revueltas y sediciones, bandos y guerras que ha
habido; pero ahora que veo que la maldad pasa adelante contra mi casto
pecho, yo buscaré quien dé entera satisfacción de mi honra, y castigo
ejemplar a los falsarios. Yo determino de favorecerme de piadosos
caballeros cristianos, porque de moros no quiero confiar un caso de
tanta importancia; no por la vida, que no la tengo en nada, sino por no
dejar tan fea mancha en el honor que con tanta integridad he guardado
siempre.

Con estas palabras la reina aumentaba más su dolorosa pasión y llanto;
y era tanto en abundancia, que enternecido el valeroso Muza se le
vinieron las lágrimas a los ojos, y esforzándose dijo a la reina:

--No derrames esas perlas, bella Sultana: cesen vuestros llantos, que
aquí me tenéis a vuestro servicio; yo os defenderé, y no moriréis
aunque sea homicida del rey mi hermano.

Con esto se consoló un poco, y se resolvió de escribir a tierra de
cristianos para que viniesen a defenderla algunos caballeros.

Celima estaba muy triste por la ausencia de su hermana Galiana; y
despidiéndose de la reina se fue y la dejó sola en su retrete; la cual
formando querellas de la variable fortuna, se quejaba diciendo:

      Fortuna, que en lo excelso de tu rueda
    con ilustrada pompa me pusiste,
    ¿por qué de tanta gloria me abatiste?
    Estable te estuvieras, firme y queda,
    y no abatirme así tan al profundo,
    adonde fundo
    dos mil querellas
    a las estrellas,
    porque en mi daño
    un mal tamaño
    con influencia ardiente premio vieron,
    y en penas muy extrañas me pusieron.
      Oh mil veces bien afortunados
    vosotros Bencerrajes, que muriendo
    salisteis de trabajos, feneciendo
    los males que os estaban conjurados;
    y os puso en libertad gloriosa suerte,
    aunque era fuerte;
    mas yo, cuitada,
    aprisionada,
    con llanto esquivo,
    muriendo vivo:
    y no sé el fin que habrá mi triste vida,
    ni a tantos males cómo habrá salida.
      Naufragios tristes pasa mi ventura;
    en lágrimas se anega mi contento;
    secose ya mi flor, llevose el viento
    mi bien, dejándome en gran desaventura.
    ¿Adónde está lo excelso de mi pompa?
    Bien es que rompa
    con llanto eterno
    el duro infierno,
    y favor pida
    como afligida,
    diciendo que ya el suelo no me quiere;
    que se abra, y que me trague si quisiere.
      Si el vulgo no dijera que mi honra
    de todo punto estaba ya manchada,
    yo diera con aguda y dura espada
    el postrimero fin a mi deshonra;
    mas si me doy la muerte, dirá luego
    el vulgo ciego,
    que había gran culpa,
    y no disculpa;
    pues con mi mano
    tomé temprano
    la muerte aborrecida y fuerte;
    y así no sé si viva o me dé muerte.
      Si del horrendo lazo el negro sino
    de cárdeno color no se estampase,
    de suerte que en el cuello declarase
    la causa de furor tan repentino;
    yo diera el tierno cuello al lazo estrecho,
    y muy de hecho,
    la ira temo
    en grande extremo;
    que de otra suerte
    aquella muerte
    ya fuera por mi mal bien escogida,
    si muriendo quedara yo sin vida.
      Dichosa tú, Cleopatra, que tuviste
    quien del florido campo te trajera
    la causa de tu fin, sin que supiera
    ninguno por cual modo feneciste:
    apenas se hallaron las señales,
    ya funerales,
    del ponzoñoso
    áspid piadoso,
    que con dulzura
    en la blancura
    de tu hermoso brazo fue obrando
    con venenoso diente, tierno y blando.
      Y si de cautiverio y servidumbre,
    ilustre reina, fuiste libertada,
    y a la soberbia Roma no llevada
    en triunfo como era de costumbre;
    Yo, cuitada, que muero sin remedio,
    por no haber medio,
    cual tú le hubiste,
    gran mal me embiste;
    y mi enemigo
    hará conmigo
    un triunfo desigual a mi limpieza,
    pues se le entrega al fuego mi nobleza.
      Mas aunque falte el áspid a mi medio,
    yo romperé mis venas, y la sangre
    haré que en abundancia se desangre,
    de suerte que el morir me sea remedio;
    Y así el Zegrí sangriento que levanta
    con furia tanta
    el mal horrible,
    y tan terrible
    en daño mío;
    en Dios confío
    que no triunfe de mí en aqueste hecho,
    pues no verá partirme el duro pecho.

Estas y otras lastimosas cosas decía la afligida Sultana con intento de
romper sus transparentes venas para desangrarse; y resuelta en darse
este género de muerte, llamó a Celima y a una doncella cristiana,
llamada Esperanza de Hita, que la servía, la cual era natural de
la villa de Mula; y llevándola su padre y cuatro hermanos a Lorca
a desposarla, fueron salteados de moros de Tirieza y Jaquena; y
defendiéndose los cristianos, mataron más de dieciséis moros; y siendo
mortalmente heridos los cristianos, cayeron muertos los caballeros. La
doncella fue cautiva y presentada al rey, y él la dio a la reina por
ser hermosa y discreta.

Venidas Celima y Esperanza al llamado de la reina, les dijo:

--Celima bella, discreta Esperanza, aunque tu buen nombre no me la
da en mi pena, ya sabes la injusta prisión mía, y cómo se ha pasado
el término en que había de dar caballeros que me defendieran; aunque
respecto de estas guerras que ha habido, me ha dado el rey quince días
de término más, cuando entendí que estaba arrepentido en su yerro, y
seguro de mi castidad. El tiempo es breve, y no sé a quien encargue
este negocio. Sabed que tengo acordado de darme yo misma la muerte,
y será abriéndome las venas de los brazos, y que vayan destilando la
sangre que me alimenta. Elijo esta muerte, porque los traidores Zegríes
y Gomeles no me vean morir: solo una cosa os ruego, por ser lo último
y postrero, y es que al punto que acabe de expirar (tú, Celima, sabes
dónde entierran los cuerpos reales), abráis los antiguos sepulcros, y
allí pongáis mi cuerpo, aunque desdichado; y tornando a poner las losas
como de antes estaban, me dejéis, callando el secreto, el cual encargo
a las dos; y a ti, Esperanza, te dejo libre, que eres mía: tomarás mis
joyas para tu casamiento; y cásate con quien te estime, y escarmentad
en esta desdichada reina. Lo que os he rogado, os vuelvo a pedir de
nuevo, y no me faltéis en nada, porque con eso moriré contenta.

Y no cesando de llorar tomó un cuchillo de su estuche, y alzándose
la manga de la camisa se iba a herir; mas Esperanza de Hita la tuvo
el brazo llorando amargamente, y con amorosas y blandas palabras la
consoló con las razones siguientes:

      «Hermosísima Sultana, no te aflijas,
    ni a las lágrimas des tus lindos ojos,
    y pon en Dios inmenso tu esperanza,
    y en su bendita Madre, y de esta suerte
    saldrás con vida, junto con victoria,
    y a tu enemigo acerbo en este instante
    verás atropellado duramente.
      Y para que esto venga en cumplimiento,
    y en tu favor respire el alto cielo,
    pon toda tu esperanza con fe viva
    en la que por misterio muy divino
    fue Madre del que hizo cielo y tierra,
    el cual es Dios inmenso y poderoso,
    y por misterio alto y sacrosanto
    en ella fue encarnado, sin romperse
    aquella intacta y virgen carne santa.
      Quedó la infanta virgen y doncella
    antes del sacro parto, y en el parto,
    y también después de él virgen muy pura.
    Nació de ella hecho hombre, por reparo
    de aquel pecado acerbo, que el primero
    padre que tuvimos cometiera;
    nació de aquella virgen, como digo;
    después en una cruz pagó la ofrenda,
    que al más inmenso Padre se debía;
    allí en todo rigor la fue ganando,
    por darle al pecador eterna gloria.
      En esta virgen, pues, reina y señora,
    ahora te encomienda en este trance,
    y tenla desde hoy por abogada,
    y tórnate cristiana; y te prometo,
    que si con devoción tú la llamases,
    que en limpio sacaría esta tu causa.»
      La reina estuvo a todo muy atenta,
    y llena de consuelo halló en su alma
    con las palabras dulces y discretas
    que la Esperanza dice, y consolada,
    habiendo en su memoria ya revuelto
    aquel alto misterio de la Virgen;
    teniendo ya impreso allá en su idea,
    que gran bien le sería ser cristiana,
    poniendo en las reales y virgíneas
    manos sus trabajos, tan inmensos;
    y así abrazando a su Esperanza, dijo:
      «Han sido, mi Esperanza, tus razones
    tan vivas y tan altas, que en un punto
    con penetrante fuego han allegado
    a lo que muy más íntimo tenía
    allá en mi corazón, y más secreto,
    y con afecto grande se han impreso;
    tanto, que yo querría que ya fuese
    llegado el feliz punto, tan dichoso,
    en que cristiana fuese; y te prometo
    tener por abogada a la que Madre
    de Dios inmenso fue por gran misterio.
      Y así lo creo yo, como tú dices,
    y a ella me encomiendo ya, y ofrezco
    en sus benditas manos mis angustias
    con esperanza viva de remedio:
    la pongo desde hoy, y en Dios confío
    por su bondad inmensa, que me saque
    de tan terribles males a buen puerto.»

Atenta estuvo a todas estas cosas Celima, y enternecida en lágrimas
viendo así llorar a la reina, y determinada de seguir los mismos
motivos, y de tornarse cristiana, con amorosas palabras dijo a la reina:

--No imagines, hermosa Sultana, que aunque tú te vuelvas cristiana, yo
dejaré de seguir tu compañía, para que de mí sea lo que de ti fuere:
yo también quiero ser cristiana, porque entiendo que la fe de los
cristianos es mucho mejor que la mala secta que hasta ahora hemos
guardado del falso Mahoma. Y pues todas estamos en un mismo parecer, si
se ofreciere, moriremos por Jesucristo y conseguiremos vida eterna.

La reina escuchaba con el entrañable amor que decía aquellas palabras
Celima, y echándola los brazos, la abrazó, y dijo a Esperanza:

--Ya que habemos acordado de ser cristianas, ¿qué haremos para salir
de aquí? Aunque mi salida quisiera que fuera para recibir martirio por
Cristo y ser bautizada con mi misma sangre.

A lo cual respondió Esperanza:

--Visto, señora, tu buen propósito, te daré buen consejo para que
quedes libre de esta falsedad que te levantan. Sabrás, reina y señora,
que sirve al rey D. Fernando un caballero que se llama D. Juan Chacón,
señor de Cartagena, el cual está casado con Doña Luisa Fajardo, hija de
D. Pedro Fajardo, adelantado y capitán general del reino de Murcia: es
muy valiente el D. Juan Chacón, y muy amigo de hacer bien a todos los
que poco pueden. Escríbele, señora, que yo sé que si le pides su favor,
que no te le negará, porque es muy piadoso, y luego buscará amigos
que vengan con él a librarte; y entiendo que cuando ninguno le quiera
acompañar, que él solo vendrá; porque te certifico que es de esfuerzo
extremado, y dará fin a tanta desventura como tienes, y nos aliviará en
nuestra gran pena, causada de la tuya y de tu cruel prisión.

--Pues tan buen consejo me diste --dijo la reina-- para lo más
importante, que no fue de menos que ganar un alma perdida, no dejaré de
tomar tu consejo, que es para lo menos, por ser libertad del cuerpo, y
al momento me pondré a escribir a este caballero.

Y dándole recado escribió una carta a D. Juan Chacón, que decía así:

  «La infeliz y desdichada Sultana, reina de Granada, del antiguo
  y claro Moraicel hija; a ti, D. Juan Chacón, señor de Cartagena,
  salud para que con ella, ayudado de Dios nuestro Señor y de su
  santísima Madre, puedas darme el favor que mi gran necesidad te
  pide, en la cual muy grandemente estoy puesta por un testimonio
  que me han levantado unos traidores caballeros, que son Zegríes y
  Gomeles, diciendo que violé con varón ajeno el aposento real de
  mi marido, y que delinquí con un noble caballero llamado Albín
  Hamete, Abencerraje; lo cual ha sido causa e instrumento para que
  los caballeros Abencerrajes fuesen degollados sin tener culpa; y no
  obstante esto, haber por ello en aquesta desdichada ciudad guerras
  civiles, de las cuales se han seguido muchas muertes de caballeros;
  y lo que más siento es que haya puesto dolo en mi honra, tan sin
  culpa, y que si en espacio de quince días no doy quien defienda mi
  honor, se ha de ejecutar en mí la sentencia en que estoy condenada,
  que es a morir quemada; y avisándome una cautiva cristiana de tu
  valor, esfuerzo, piedad, virtud y bondad, acordé de favorecerme
  de ti, pues eres padre de necesitados, y vengador de agravios. Mi
  necesidad es grande, pues soy mujer sola, desconsolada y triste; mi
  agravio es el mayor que en el mundo se ha hecho, pues se han atrevido
  traidores a poner mácula en mí, y a levantarme tal testimonio; lo
  que jamás imaginé. Yo estoy afrentada y en el peligro dicho: si
  no me socorréis soy perdida. No me neguéis vuestro favor, pues
  encomiendo en vuestras manos mi honra; y si por ser yo infiel no me
  queréis favorecer, consideraréis que no lo soy, sino que creo en Dios
  todopoderoso, y en la Virgen Santa María, su madre, en quien confío
  me alcanzaréis gloriosa victoria de mis enemigos, con la cual quedará
  libre mi honra y se sabrá la verdad cierta; y confío que os doleréis
  de esta desconsolada reina: no más. De Granada, etc.--_Sultana, reina
  de Granada._»

Acabada de escribir la carta, se la leyó la reina a Celima y a
Esperanza, de que se holgaron mucho viendo su buen parecer, y cerrada y
sellada, y puesto el sobrescrito, enviaron a llamar a Muza; y venido,
le rogó la reina y Celima que enviase con un mensajero fiel aquella
carta, y Muza lo prometió así; y aquel día despachó con la carta un
hombre de confianza; y llegando a la corte dio la carta a D. Juan
Chacón, y leída respondió a la reina Sultana, consolándola con palabras
muy eficaces en una carta del tenor siguiente:

  «A ti Sultana, reina de Granada, salud para que yo pueda besar tus
  reales manos, por la singular merced que me haces en querer servirte
  de este tu humilde siervo para un negocio tan arduo y de tanta
  gravedad. Muchos y muy principales caballeros hay en esta corte a
  quien pudieras mandar lo que a mí; y pues lo mandas, obedezco, y
  acepto lo que me pides, confiando en Dios y en su bendita madre, y en
  tu inocencia; y así digo que el último día del plazo partiremos a
  servirte yo y tres caballeros amigos, y no habrá falta: encomiéndate
  a Dios, el cual te guarde y defienda. De Talavera, etc.--_D. Juan
  Chacón._»

La carta escrita, la cerró y selló con su sello, lazos, flor de
lis, blasón de sus antepasados; y dándola al mensajero, le envió; y
llegado a Granada le dio la carta a Muza, y él la llevó a la reina; y
habiéndola hablado, y a Celima su señora, se despidió, y en saliendo
Muza, abrió la reina la carta y la leyó, presentes Celima y Esperanza
de Hita; quedando con mucho contento y consuelo, y aguardando el día de
la batalla.

A esta coyuntura se sabía por toda Granada cómo los caballeros
Abencerrajes se habían vuelto cristianos, y Abenámar, Sarracino y
Reduán, de que no poco temor tuvo el rey Chico, y los mandó pregonar
por traidores, insistido de los Zegríes y Gomeles.

A lo cual no quisieron resistir, ni contradecir los linajes de los
Alabeces, Aldoradines, Gazules y Venegas, y todos los de su parte,
por no mover nuevos escándalos; y también porque tenían esperanza que
presto volverían a tomar posesión en todos los bienes de que se había
entregado el reyecillo, y porque no les correspondía aquel pregón, por
ser ya cristianos, y porque era notoria la pasión y odio que tenía
a estos virtuosos y nobles caballeros Abencerrajes: en donde los
dejaremos por hablar de D. Juan Chacón, el cual habiendo despachado el
mensajero de la reina, se puso a considerar a qué caballeros hablaría
para llevar a la defensa de la reina, que fuesen de confianza para la
satisfacción de aquel caso; y por otra vía se determinaba a emprender
aquel hecho él solo; y sin duda saliera con su intención, por ser de
corazón animoso, y valiente por extremo. Tenía grandísima fuerza, y
tanta, que de una cuchillada cortaba todo el pescuezo a un toro.

Sucedió, pues, que no apartando de su memoria el cuidado de la
reina y la palabra dada, un día se juntó con otros caballeros muy
principales y muy estimados: el uno era D. Manuel Ponce de León, duque
de Arcos, descendiente de los reyes de Jeriza, y señores de la casa
de Villagracia, salidos de la real casa de los reyes de Francia, y
a quienes por señalados hechos que hicieron les dieron los reyes de
Aragón por armas las barras de Aragón, rojas de color de sangre en
campo de oro, y al lado de ellas un león rapante en campo blanco; armas
muy acostumbradas del famoso Héctor troyano, antecesor suyo, como dicen
las crónicas francesas.

El otro caballero era D. Alonso de Aguilar, gran soldado, belicoso y de
muchas fuerzas, y de animoso corazón, amigo de batallar con los moros;
y de tanta perseverancia que tuvo en esto, vino luego a morir a manos
de los moros, mostrando el valor de su persona, como adelante se dirá.

El tercero era D. Diego de Córdoba, varón de gran fortaleza, amiguísimo
del militar ejercicio; y tanto que decía que estimaba más a un buen
soldado que a todo su estado; y que merecía comer con el rey, y decir
que era tan bueno como él.

Finalmente el alcaide de los Donceles, D. Manuel Ponce de León, D.
Alonso de Aguilar, y D. Juan Chacón estaban en conversación tratando
del reino de Granada y de la muerte de los Abencerrajes tan sin culpa,
y de la injusta prisión de la reina Sultana, y en el estado que la
tenía su marido el rey Chico, porque de todo habían informado los
caballeros nuevamente convertidos.

Y tratando del miserable estado en que la reina estaba por un
testimonio, dijo D. Manuel Ponce:

--Si fuera lícito, de buena gana fuera yo el primero en defender a la
necesitada reina.

--Yo el segundo --dijo D. Alonso de Aguilar--, porque estoy condolido
de su desgraciada suerte, y al fin es agravio feo en mujer noble.

El alcaide de los Donceles dijo:

--Pues yo fuera el tercero, porque considero la aflicción en que
estará puesta; y aunque es mora, debemos los caballeros deshacer
agravios hechos a personas de tal calidad, y nunca los cristianos
perdemos la buena obra que hacemos.

--Sepamos, señores --dijo D. Juan Chacón--, qué cosa incierta halláis
para que la reina no sea favorecida en este caso.

--Dos cosas lo impiden --dijo D. Manuel--: la una, ser mora Sultana,
aunque no hago mucho reparo en esta; la otra, porque no podemos ir sin
licencia del rey nuestro señor.

Dijo el alcaide de los Donceles:

--Eso es lo menos, porque sin ella podemos ir de secreto.

--Pregunto --dijo D. Juan Chacón--: ¿si la reina Sultana escribiera a
uno de los que estamos aquí, pidiendo favor y ayuda en una necesidad
como la que tiene, y que quiere ser cristiana, aunque aventure la vida,
dejaría de ir a la batalla?

Respondieron todos, que mil vidas que cada uno tuviera, las emplearía
en un caso tan honroso.

Muy alegre con la respuesta metió la mano en el pecho D. Juan Chacón, y
sacó la carta diciendo:

--Por esa veréis cómo me hace cargo la reina de la satisfacción de su
honor, y me pesa de que en particular me señale, habiendo en esta corte
tanta flor de caballeros. Avisé de ir con otros tres caballeros si los
hallo, y si no iré solo a tener batalla con los cuatro moros, que yo
confío en Dios y en la inocencia de la reina, que alcanzaré victoria;
y si la fortuna me fuere adversa y muriere en la batalla, yo la tendré
por dichosa muerte.

Habiendo leído la carta de la Sultana los tres caballeros, y viendo
como decía en ella que quería ser cristiana, y de la deliberada
determinación del señor de Cartagena, dijeron que ellos le acompañarían
en aquella ocasión; y así ordenaron de partirse sin licencia del rey, y
sin dar cuenta a nadie.

El andaluz, astuto guerrero, alcaide de los Donceles, dijo que sería
bien que fuesen en traje turquesco, porque en Granada no fuesen
conocidos de algunas personas, especialmente de los cautivos.

Todos dijeron que era acertado aquel parecer; y así aderezaron ricas
libreas a lo turco, y previniéndose de armas y caballos, y de todo lo
necesario para su viaje, partieron de Talavera sin escuderos por ir más
encubiertos; dejaron dicho en sus posadas que iban a montería.

En todo el camino no entraron en poblado: en campaña dormían, y en las
ventas compraban su menester; y así llegaron a la Vega dos días antes
que se cumpliese el plazo, y entraron en el Soto de Roma, donde con
quietud descansaron todo un día, y estuvieron la noche a orilla del
fresco Genil; y la mayor parte de ella trataron del orden que habían de
tener para conseguir el efecto de aquella batalla.

Venida la mañana, alegres se alistaron para ir a Granada, y se pusieron
sobre las fuertes armas las vestiduras turquescas; y subiendo en sus
caballos salieron a lo raso de la Vega, por donde se iban poco a
poco acercando a Granada, mirando a todas partes, y alegrándoles su
muy hermosa vista, y la diversidad de riberas, huertas, cármenes y
jardines, que les parecía un paraíso terrenal.

Y no se admire el lector del encarecimiento, porque puede creer que
no hay maceta de claveles ni de albahaca regalada y cultivada en casa
de los señores, como los moros tenían cada palmo de tierra, aun en los
cerros, como hoy día aparecen muchas ruinas; y así les producía la
tierra que era maravilla; y puede considerarse su mucha fertilidad,
porque un año antes que se ganara Granada, sustentaba ciento y ochenta
mil hombres de pelea, sin viejos, niños y mujeres.

Yendo, pues, los famosos caballeros a Granada, atravesando por la Vega
dieron en el camino de Loja, por el cual vieron venir muy apriesa a un
caballero moro, que parecía ser de valor por su buen talle y librea.

Era la marlota de damasco verde con muchos tejidos de oro, y plumas
verdes, blancas y azules. En medio de la adarga blanca estaba pintada
un ave fénix, puesta sobre unas llamas de fuego, y una letra en círculo
que decía: _Segundo no se halla._ El caballo era bayo, cabos negros, y
en la gruesa lanza puesto un pendoncillo verde y rojo.

Parecía tan bien el moro que dio grandísimo contento su vista a los
caballeros, y le aguardaron a que llegase, y en llegando les saludó en
arábigo, y el alcaide de los Donceles le respondió en el mismo lenguaje.

El moro detuvo su priesa, y mirando la buena postura y talle de los
cuatro caballeros, les dijo así:

--Aunque la priesa que llevo es grande, y la gravedad de mi cuidado no
requiere dilación, el deseo de saber, si gustáis de decir quién sois,
me obliga a detener las riendas, porque caballeros como vosotros son
muy peregrinos en esta tierra, y no solemos ver semejantes galas sino
en caballeros o embajadores que vienen de la parte del mar Líbico a
tratar algo con el rey de Granada, aunque es verdad que no traen el
apercibimiento de armas que parece tenéis debajo de las marlotas, ni
caballos tan ligeros de guerra; y si gustáis de que vamos juntos, seré
contento en llevar tan buena compañía, y no me neguéis quien sois, por
lo que debéis a ley de caballeros.

Don Juan Chacón le respondió en turquesco, que eran de Constantinopla.
Pero el deseoso moro no le entendió, y así dijo:

--No entiendo esa lengua, hablad en arábigo pues sabéis.

Entonces respondió el alcaide de los Donceles en algarabía:

--Nosotros somos de Constantinopla, de nación jenízaros, y tenemos
sueldos del Gran Señor cuatrocientos de nosotros que estamos de
guarnición en Mostagán; y como tenemos noticia de que en estas
fronteras hay muchos cristianos de admirables fuerzas, venimos
con intención de probar las nuestras con las suyas, aunque nos
han certificado de que recibís notables daños cada día de ellos.
Desembarcamos en Adra, y andamos mirando esta vega, que es la mejor que
hay en el mundo, a nuestro parecer; y entendiendo de hallar algunos
cristianos para escaramucear con ellos, no hemos topado ninguno; y
así vamos a ver la nombrada y gran ciudad de Granada, y besaremos las
manos al rey, y luego nos volveremos a embarcar en nuestra fragata, y
nos iremos la vuelta de Mostagán; esta es la verdad de lo que habéis
preguntado. Y pues ya habéis satisfecho vuestro gusto, nos le daréis en
decirnos quien sois, que no menos deseo tenemos de saberlo, que el que
vos manifestasteis tener de saberlo de nosotros.

--A mí me place --dijo el moro-- de daros cuenta de lo que me pedís;
pero caminemos, y en el camino os daré larga cuenta de lo que deseáis
saber.

--Vamos --dijo D. Alonso de Aguilar; y diciendo esto caminaron muy
apriesa, y el enamorado Gazul comenzó a contar su historia en esta
manera:

--Sabed, señores caballeros, que a mí me llaman Mahomad Gazul, que soy
natural de Granada y vengo de Sanlúcar, porque allí está la prenda más
querida y más amada que tengo en esta vida; mi hermosa dama, llamada
Lindaraja, del linaje de los nobles caballeros Abencerrajes. Ausentose
de Granada respecto a que el rey de ella mandó que saliesen desterrados
los Abencerrajes, sin culpa, habiendo ya degollado a treinta y seis
caballeros de ellos, que eran la flor de todo el reino. Esta fue la
causa que movió a mi señora a salir de Granada; y se fue a Sanlúcar en
casa de un tío suyo, y yo la acompañé. Con la vista de mi señora vivía
contento, y ahora no lo estoy. Supe en Sanlúcar como los Abencerrajes
se habían tornado cristianos y servían al rey D. Fernando, y que en
Granada había grandes alborotos y guerras civiles, y la reina Sultana
estaba presa en juicio de batalla; y como soy de su parte y todos los
de mi linaje, vengo para ser uno de los cuatro caballeros que han de
defender a la reina, siendo hoy el postrero día del plazo; y por tanto
demos priesa porque no llegue yo tarde, y con esto he cumplido mi
promesa, y os he dicho el hecho de la verdad.

--Por cierto, señor caballero --dijo D. Manuel Ponce--, que nos habéis
admirado, y a fe de caballeros, que me holgaría que la señora reina
quisiese que nosotros cuatro fuésemos señalados para su defensa, que
por su alteza hiciéramos todo lo posible hasta perder las vidas.

--Pluguiese al santo Alá que en vuestros brazos poderosos pusiera la
restitución de su honra la reina, que bien entiendo que estaba segura
la victoria, y tengo de hacer las diligencias posibles para que os
señalen, aunque he oído que no quiere encomendar la reina su causa a
moros, sino a cristianos.

--Cuando eso sea --dijo D. Manuel Ponce-- no somos moros, sino turcos;
de nación jenízaros, hijos de cristianos.

--No decís mal --respondió Gazul--, que por esta vía sería posible que
la reina os escogiese para su defensa.

--Dejando esto aparte --dijo D. Juan Chacón--, señor Gazul, ¿qué
caballeros cristianos son los de más fama, y que más daño hacen en este
reino?

Respondió Gazul:

--Los que nos corren la Vega muy a menudo, y a quien temen los
fronterizos de esta comarca, son D. Manuel Ponce de León, y a D.
Alonso de Aguilar, y a Gonzalo Fernández de Córdoba, alcaide de los
Donceles, y a Portocarrero, y a D. Juan Chacón, y al gran maestre.
Estos caballeros son asombro de esta tierra, y sin aquestos hay otros
muchos caballeros en la corte del rey D. Fernando, que nos destruyen
por momentos.

--Mucho nos holgáramos de vernos con esos caballeros --dijo D. Alonso
de Aguilar.

--Pues a ley de moro hijodalgo, --respondió Gazul--, que habíais de
hallar un Marte en cada uno de los ya nombrados, y en Granada os
contaré cosas que han hecho, que os pongan espanto.

--Mucho nos alegraremos de oírlas, por tener que contar en nuestra
tierra --dijo D. Manuel, y caminaron apriesa.

Dejarémoslos hasta su tiempo, por tratar lo que pasaba en la ciudad de
Granada a esta sazón.



CAPÍTULO XV.

_En que se da cuenta de la batalla que se hizo entre los cuatro
caballeros cristianos y los cuatro moros sobre la libertad de la reina,
y cómo vencieron los cristianos y mataron a los moros, y cómo la reina
fue libre; y de otras cosas más._


Con grande tristeza estaba la noble ciudadana gente de Granada, porque
se había cumplido el término a la reina Sultana; y sentían más la
pena, porque no había señalado quien hiciese la batalla contra los
acusadores; y así muchos caballeros fueron a suplicar al rey que
la volviese en su gracia, pues estaba sin culpa, y se echaba de ver
su inocencia en que en los términos que se le habían dado no había
señalado caballeros que volviesen por ella, y que no diese crédito a
los Zegríes, pero no aprovechaban sus ruegos, porque estaba pertinaz,
inducido de los falsos acusadores Zegríes para que su mentira fuese
adelante; y así daba por respuesta que de no dar defensores aquel día,
que al siguiente se ejecutaría la sentencia de la reina; y mandó que se
hiciese en la plaza de Vivarrambla un teatro donde estuviese la reina,
y los jueces que habían de determinar su causa: los cuales fueron Muza,
y un Azarque, y otro Almoradí; y deseaban buen suceso en aquel caso, y
tenían presupuesto de hacer por la reina todo lo que pudieran.

El tablado fue todo enlutado, y los jueces subieron al Alhambra para
traer a la reina a la plaza, al sitio de la lid, y con ellos fueron
muchos caballeros para venir acompañando a la reina.

Los Almoradís, Almohades, Aldoradines, Gazules, Venegas, Alabeces
y Marines querían quitar a la reina, y darle de puñaladas al rey
y quemarle la casa; pero fueron aconsejados que no hiciesen tal,
porque aunque salvasen la vida a la reina, su honra quedaba manchada
y oscurecida, y era argumento de verificación; porque diría el vulgo
loco que porque estaba culpada, y saber de cierto que la habían de
condenar a muerte, no consintieron que se hiciese batalla, y era en
favor de los acusadores haciendo su mentira verdad.

Fue muy eficaz esta razón para que desistiesen de su propósito,
confiando en que la bondad y sencillez de la reina la habían de librar.

Pues entrando los jueces en el Alhambra no los dejaba pasar adelante el
rey Mulahacén diciendo que no habían de llevar a la reina para ponerla
en acusación.

Muza y los demás caballeros le dijeron que era conveniente al honor de
la reina poner su causa en juicio, porque por aquella vía quedaba su
honor limpio; y de no dar licencia que la llevasen, quedaría probada la
causa, y los Zegríes con su intención.

El rey preguntó si tenía la reina caballeros que la defendiesen; Muza
dijo que sí, y que cuando no los hubiera, él mismo en persona haría la
injusta batalla.

Con esto dio licencia para que entrasen; y así Muza y los dos jueces
entraron, quedando todos los demás fuera del Alhambra: y llegando Muza
a donde estaba la reina, la halló hablando con Celima sin ninguna pena
de lo que aguardaba, que bien sabía que no tenía más de aquel día de
plazo; pero confiada en D. Juan Chacón, estaba sin ninguna congoja, y
también porque si no venía D. Juan Chacón, y ella fuese sentenciada
a muerte, en morir cristiana llevaría mucho gozo, porque empezaría a
vivir para siempre, y con esto estaba la más alegre y contenta que se
podía imaginar.

Mas así como vio a Muza acompañado de aquellos caballeros que con él
venían, luego presumió a qué era su venida, con la cual sintió alguna
turbación y pesadumbre, y con ánimo varonil hizo en esto la resistencia
que pudo, porque no se entendiera su flaqueza.

Muza y los caballeros, así como vieron a la reina y a Celima, hicieron
el debido acatamiento, y dijo Muza:

--Grande ha sido el descuido que vuestra alteza ha tenido en nombrar
caballeros, siendo hoy el último día que tenéis de plazo: ¿qué
determináis?

--No tengáis pena --dijo la reina-- que yo confío en Dios que hoy se
ha de saber la verdad de mi sincero pecho, y que no han de salir con
su mala intención los falsos acusadores, y que tengo de triunfar de
ellos; y cuando Dios se sirva que por mis pecados sean vencidos mis
defensores, y en mí sea ejecutada la sentencia que contra mí se ha
pronunciado, yo partiré contenta de esta vida mortal para gozar de la
eterna.

Muza no entendió el secreto de las palabras, y así dijo:

--Yo he querido que siga aqueste juicio de vuestra alteza por
justicia, por causa de algunas presunciones de gente ignorante y de
poca experiencia, aunque debéis mucho a todos, porque cada uno siente
vuestra pena como si fuera suya propia; y porque se acrisole y apure
más el oro de vuestra castidad, y porque sean castigados los traidores
que la han deslustrado. Así, señora, sabed que venimos por vuestra
alteza estos caballeros y yo, que somos jueces de vuestra causa, y
todos siervos vuestros, y haremos lo que debemos. Podréis luego señalar
caballeros, que cien mil hay que os desean servir en esta ocasión tan
honrosa. Vuestra alteza venga a la plaza y Celima también, porque haya
buen suceso.

--Vamos --dijo la reina--, y venga conmigo Esperanza, que es mucho el
amor que la tengo, y ha sentido mucho mi afrentosa prisión y tristeza,
y será bien goce del contento, como confío en el poderoso Dios que nos
le ha de dar con el triunfo de la victoria.

Y diciendo esto se entraron todas en el retrete y se vistieron de
negro, y en saliendo del aposento dijo la angustiada reina al valeroso
Muza:

--Mucho contento recibiré en que si mi desdicha fuere tanta que mis
valedores sean vencidos, que todo lo que hay mío en este aposento se le
dé a Esperanza, y libertad, porque esta es mi última voluntad por lo
bien que me ha servido.

No pudo sufrir la reina las lágrimas, diciendo estas palabras; y
lloraba con tanta tristeza y dolor de su afecto, que movió los
varoniles pechos a acompañar su llanto; y dándole Muza la mano salieron
fuera del Alhambra adonde estaba una litera, y entraron dentro de ella
la reina, Celima y Esperanza.

Allí estaban para irla acompañando, vestidos de luto, muchos caballeros
de los Alabeces, Gazules, Aldoradines, Venegas, Almohades, Marines,
y otros muchos linajes, y debajo de las marlotas y albornoces negros
llevaban muy fuertes armas, con intento de romper aquel día con los
Zegríes, Gomeles y Mazas, por si fuese necesario; y si no fuera por la
honra de la reina, sin duda aquel día se perdiera Granada.

Y así recelosos los Zegríes, Gomeles, Mazas, y los de su bando llevaban
armas fuertes debajo de sus marlotas y alquifaes por si sus contrarios
les quisiesen acometer.

No se vio jamás Granada en sus guerras y trabajos tan a pique de
perderse como aqueste día; pero quiso Dios que sin escándalos ni
guerras se acabase aquel negocio.

En llegando a la calle de los Gomeles salían a los balcones y ventanas
dueñas y doncellas llorando amargamente a la desventurada reina; de
suerte que a sus llantos y gritos se movió toda la ciudad a compasión,
y maldecían al rey y a los Zegríes a grandes voces. De esta manera
entró la litera en la calle del Zacatín, donde más se aumentaron los
sollozos, suspiros y vocería.

Llegada la caballería y la reina a la plaza, fue puesta la litera junto
al tablado. Muza y los otros dos jueces sacaron a la desconsolada reina
Sultana, a Celima y a Esperanza de Hita, y las subieron al enlutado
tablado por unas ventanas de una casa, y en el tablado había un estrado
de paños negros y bastos.

Allí se sentó la reina muy afligida y llorosa, por ver que en pública
plaza había de ser juzgada, y junto a ella sentó a Celima, y a sus pies
a Esperanza de Hita; allí fueron los llantos, allí fueron los gritos de
hombres, niños, damas y doncellas, que no pudieran ser mayores los de
Roma y de Troya cuando se veían quemar sin tener remedio.

Todas las ventanas, balcones y azoteas estaban llenas de gente, y en
la plaza había grandísima multitud, y todos no cesaban de llorar y de
hacer gran sentimiento viendo las lágrimas que derramaba la reina, su
doncella y su esclava.

A un lado del tablado en otro estrado se sentaron los jueces para
juzgar la causa, y de allí a poco espacio se oyeron veinte trompetas
de guerra, y mirando lo que era vieron venir a los cuatro acusadores
de la reina que venían armados y puestos a punto de batalla, y en muy
poderosos caballos.

Traían sobre las armas marlotas verdes y moradas, pendoncillos y
plumas del mismo color. Traían en las adargas unos sangrientos
alfanjes con una letra en torno, que decía: _Por la verdad se derrama._

De aquesta forma llegaron los cuatro mantenedores de la maldad,
acompañados de los Zegríes, Gomeles y Mazas, y de todos los demás de la
parcialidad, hasta llegar a un grande y espacioso palenque que estaba
hecho junto al tablado.

Era tan grande como una carrera de caballo, y muy ancho; y abierta una
puerta del palenque entraron los cuatro caballeros acusadores, que eran
Mahomad Zegrí, el caudillo de la traición, Hamete Zegrí, Mahandón Gomel
y Mahandín. Así como entraron tocaron de su parte muchos instrumentos.
Todos los de este bando se pusieron al lado izquierdo del tablado,
porque al derecho estaban los caballeros deudos de la reina.

Estaban todos aguardando a ver a quién había de nombrar la afligida
reina; y visto que desde las ocho de la mañana estaban allí, y que
eran ya las dos de la tarde y no había señalado defensores, ni parecía
ninguno, estaban todos con grande pena, y no sabían cuál era el
pensamiento de la reina, pues tan descuidada estaba en un negocio que
no le importaba menos que honra y vida; y no menos pena tenía la reina
viendo que era tan tarde y no había venido D. Juan Chacón, en quien,
después de Dios, tenía esperanza de su libertad, y no entendía qué
causa le hacía faltar a la palabra dada.

Malique Alabez y un Aldoradín, y otros dos caballeros se llegaron al
tablado, y dijeron en alta voz:

--Si gusta la reina de que la sirvamos en esta ocasión, dé licencia
que la defendamos y lo pondremos por obra.

A lo cual respondió la reina, que ella lo agradecía, y que quería
esperar otras dos horas; y que si no viniesen ciertos caballeros que
tenía prevenidos, que ella aceptaba la oferta; y así se retiraron a sus
puestos.

Pero no pasó media hora cuando se oyó un gran ruido y alboroto, al
cual mirando toda la gente vieron entrar por la plaza cinco caballeros
muy galanes, los cuatro vestidos a lo turquesco y el otro a lo moro,
el cual fue conocido de todos que era Gazul: a los demás tuvieron por
extranjeros, y así concurría toda la gente a ver los forasteros.

Los parientes de la reina y los demás caballeros le daban la bienvenida
a Gazul, y en particular sus deudos, y le preguntaban todos si conocía
aquellos caballeros que con él venían. Y él respondió que no, sino que
en la Vega se habían juntado.

Y con aquesto llegaron al cadalso donde estaba la reina Sultana y los
jueces, los cuales deseaban saber la causa de su venida; y llegados
miraron a la triste reina, y les quebró el corazón verla en tan
miserable estado; y mirando toda la plaza vieron el gran palenque, y
dentro de él a los acusadores de la reina; y espantados de la mucha
gente que había, dijo D. Juan Chacón en turquesco a los jueces si podía
hablar a la reina dos palabras. Los jueces dijeron que no le entendían,
que hablase en arábigo, y él lo dijo en algarabía; y Muza respondió que
sí, que subiesen.

D. Juan subió al tablado, y haciendo su acatamiento a los jueces se
fue a la reina, y hecha la reverencia, habló alto que los jueces lo
entendieron, diciendo:

--Con la procela del océano, reina y señora, fuimos arribados al mar de
España, y desembarcamos en Adra, y venimos con intento de escaramucear
con algunos cristianos, y buscándolos en la Vega no encontramos
ninguno; y viniendo a ver esta ciudad nos alcanzó en el camino un
caballero moro, y nos dio cuenta del desastrado estado de vuestra
alteza, y cómo no teníais caballeros nombrados para vuestra defensa,
y que no queréis que vuestra causa defiendan moros, sino cristianos.
Yo y mis compañeros somos turcos jenízaros, hijos de cristianos, y
doliéndonos de vuestra contraria y adversa fortuna, movidos de piedad
de vuestra inocencia, venimos a ofrecernos para hacer esta batalla;
y si vuestra alteza nos quiere admitir, yo os prometo a ley de
caballeros, por mí y en nombre de mis compañeros, que haremos en este
negocio todo lo que pudiéremos.

Cuando decía esto D. Juan Chacón, tenía en la mano la carta de la
reina, y al descuido la dejó caer en sus faldas, sin que se reparase en
ello por los jueces, y cayó el sobrescrito hacia arriba.

La reina pidió a Celima que con recato le diese aquel papel: ella le
alzó y se lo dio, y luego conoció su letra y advirtió el secreto, y con
disimulación miró a Esperanza de Hita, que estaba divertida mirando
a D. Juan Chacón; y volviendo la cabeza a mirar a la reina, ambas se
entendieron mirándose la una a la otra, y maravillada la reina de su
traje y disfraz, respondió a D. Juan Chacón:

--Yo he estado aguardando hasta ahora a cierto caballero que me dio
palabra por letra suya, de estar hoy aquí con otros tres caballeros; y
pues ya es tarde, y vos, noble caballero, queréis tomar este cuidado a
vuestro cargo y de vuestros compañeros, yo lo agradezco mucho.

D. Juan replicó y dijo:

--Yo, señora, me prefiero a hacer lo que ese caballero, y no le
reconozco ventaja, ni es mejor que yo; ni los tres caballeros que había
de traer no excederán en cosa alguna a los que vienen conmigo: sed
cierta de esto, señora, y dadnos licencia.

--Yo la doy --dijo la reina--, y creedme, virtuoso caballero, que no
debo cosa ninguna en obra ni en pensamiento de lo que se me imputa, y
así pelearéis seguros.

D. Juan dijo a los jueces que advirtiesen lo que la reina decía. Lo
cual oído por los jueces mandaron que se escribiese aquel auto y lo
firmase la reina: firmó, y haciendo el acatamiento debido a la reina,
se bajó del tablado D. Juan Chacón, y subiendo en su caballo dijo a sus
compañeros:

--Señores, nuestra es la batalla, empecémosla antes que sea más tarde.

Los caballeros de la parte de la reina rogaron a los defensores que
hiciesen todos sus poderíos, como de tan buenos caballeros se esperaba;
lo cual ellos prometieron, y así con toda la caballería los llevaron
enmedio, paseándolos y dando vuelta por toda la plaza al son de muchas
chirimías, añafiles y dulzainas.

Entraron en el palenque los caballeros cristianos, y recibiéndoles
pleito homenaje de que en aquel caso harían el deber, cerraron la
puerta.

En todo este tiempo no quitaba la vista Malique Alabez de D. Manuel
Ponce de León, porque le parecía haberle visto, y no se acordaba dónde,
y decía entre sí:

--Válgame Alá, y qué traslado es aquel caballero turco de D. Manuel
Ponce de León; pero no es él, porque es turco, y él es cristiano.

Miraba el caballo, y conocíale por haberle tenido en su poder. Así
andaba confuso, si era o no, y llegándose a un caballero Almoradí, tío
de la reina, le dijo:

--Si el caballero del caballo negro es el que imagino, cierta está la
libertad de la reina.

El caballero Almoradí dijo:

--¿Quién es? ¿Conoceisle por ventura?

--Yo os lo diré después, veamos ahora cómo le va en la batalla.

Diciendo esto, miraron a los caballeros, los cuales descubrían los
escudos que eran muy fuertes y relucientes.

Ahora, pues, será bien tratar de qué colores eran las ropas turquescas.
Eran todas de paño fino de color celeste, guarnecidas con franjones de
oro y plata: los albornoces eran de seda azul. Llevaba cada caballero
un turbante de toca de seda, listada de oro, y hecho de unas lazadas
curiosas. En la parte de arriba del bonete en la punta, puesta una
media luna de oro.

Los pendoncillos de las lanzas eran azules, y en ellos las armas de
sus escudos, porque D. Juan Chacón llevaba en su pendoncillo una flor
de lis de oro, y en el escudo en un cuartel de sus armas un lobo en
campo verde, el cual parecía despedazar un moro. Encima del lobo había
un campo azul, y en él una flor de lis de oro, y una letra que decía:
_Por su mal se devora_, significando que aquel lobo se comía aquel moro
por el testimonio que a la reina había levantado.

D. Manuel Ponce llevaba en su escudo el león de sus armas en campo
blanco, y león dorado: no quiso aquel día poner las barras de Aragón.
El león tenía entre las uñas un moro que estaba despedazando, y una
letra que decía de esta suerte:

      _Merece más dura muerte_
    _quien va contra la verdad,_
    _y aun es poca crueldad_
    _que un león le dé la muerte._

El pendoncillo, que era azul, llevaba un león de oro.

D. Alonso de Aguilar no quiso aquel día poner ningún cuartel de sus
armas, por ser muy conocidas: puso en su escudo un águila dorada en
campo rojo, las alas abiertas como que volaba al cielo, y en las
fuertes uñas llevaba una cabeza de un moro bañada en sangre, que de las
heridas de las uñas le salía. Esta divisa del águila puso D. Alonso a
memoria de su nombre. Llevaba una letra, que decía de esta suerte:

      _La subiré hasta el cielo,_
    _porque dé mayor caída,_
    _por la maldad conocida_
    _que cometió sin recelo._

Asimismo llevaba en el pendón de la lanza este bravo caballero el
águila dorada, como en el escudo.

El alcaide de los Donceles llevaba por divisa en su escudo en campo
blanco un estoque, los filos sangrientos, la cruz de la guarnición era
dorada, en la punta del estoque tenía clavada una cabeza de un moro
goteando sangre, con una letra en arábigo que decía de esta suerte:

      _Por los filos de la espada_
    _quedará con claridad_
    _el hecho de la verdad,_
    _y la reina libertada._

Muy maravillados quedaron todos los caballeros circunstantes, así
los de la una parte, como los de la otra, en ver la braveza de los
cuatro caballeros, y más en ver las divisas de sus escudos, por las
cuales conocieron claramente que aquellos caballeros venían al caso
determinadamente y con acuerdo; pues las divisas y letras de sus
escudos lo manifestaban, y que la reina los tenía apercibidos para su
defensa; y se admiraban grandemente de que en tan pocos días vinieran
de tan lejas tierras; pero considerando que por la mar pudieran haber
venido en aquel tiempo, con esto no curaron más de inquirir ni saber el
cómo y cuándo, sino ver el fin de la batalla.

El valeroso Muza y los otros jueces se admiraron de ver aquellas
divisas; y para gozar mejor de verlas pidió Muza un caballo, y subiendo
en él se entró en el palenque, y mandó a un criado que le tuviese allí
una lanza y una adarga, por si fuera menester.

Los dos jueces se estuvieron con la reina, la cual decía:

--Esperanza, dime, ¿conociste a aquel caballero que subió a hablarme?

--Sí, señora, aquel es D. Juan Chacón, que aunque viniera más
disfrazado, no dejara de conocerle.

--Ahora digo --dijo la reina-- que es cierta mi libertad, y el
vengarme de mis enemigos.

Malique Alabez y el animoso Gazul, y otros muchos caballeros, parientes
y amigos de la reina, se pusieron alrededor del tablado, y por lo que
se ofreciese.

A este tiempo el alcaide de los Donceles empezó a picar a su caballo, y
lozaneando se fue adonde estaban los caballeros acusadores, y llegando
a ellos, les dijo en alta voz:

--Decid, caballeros, ¿por qué tan sin razón habéis acusado a vuestra
reina y señora, y habéis puesto dolo en su honra?

Mahomad Zegrí le respondió:

--Acusámosla por ver con nuestros ojos cometer el delito de adulterio,
y volviendo por la honra de nuestro rey, lo manifestamos.

El valeroso alcaide, lleno de cólera, le respondió:

--Cualquiera que lo dijere, miente como villano, y no es caballero;
y pues estamos en parte donde se ha de saber la verdad, apercibíos
al momento todos los traidores a la batalla, que hoy habéis de morir
confesando lo contrario de lo que tenéis dicho.

Y diciendo esto D. Diego Fernández de Córdoba, terció con presteza su
lanza, y con el encuentro de ella le dio al Zegrí tan terrible golpe en
los pechos, que sintió bien la fuerza de su brazo, y quedó lastimado; y
si fuera el golpe con el hierro, no hay duda sino que de él muriera.

El Zegrí afrentado por ver que estaba desmentido y ofendido con el
golpe, revolvió su caballo, y fue a herir al alcaide, el cual como
hombre experimentado en la guerra y en escaramuzas, se retiró a un
lado, y revolviendo sobre el moro que a él venía, comenzaron una
trabada escaramuza.

Y visto esto, los trompeteros tocaron los instrumentos, haciendo señal
de batalla, a la cual se movieron los demás caballeros, los unos contra
los otros con gran furia.

A D. Manuel le cayó en suerte Alí Hamete, a D. Alonso, Mahandón; y a D.
Juan Chacón le tocó el fuerte Mahandín.

Reconociendo cada uno su contrario, comenzaron una muy sangrienta
batalla, mostrando cada uno su gran valor.

Los moros eran muy valientes; pero poco les aprovechaba su valor,
porque lidiaban con lo mejor de Castilla; y así andando escaramuceando
con admirable braveza, y dándose lanzadas por las partes que podían,
D. Juan Chacón fue herido en un muslo, de donde le salía abundancia de
sangre; el cual como se sintió herido en los primeros encuentros, y que
su contrario salió libre sin que llevase otra herida en recompensa,
encendido en cólera y saña furibunda aguardó a que volviese a
segundarle otro golpe, que entonces le embestiría con toda su furia, y
sucedió de la misma manera que lo imaginó, porque el moro muy ufano y
gozoso, como sintió que le había herido, volvió al cebo para tornar a
picar en él, diciendo con grande algazara:

--Ahora sabréis, turcos, si hay moros granadinos que puedan pelear y
resistir a todos los caballeros del mundo.

Y diciendo esto se venía a D. Juan, el cual estaba sobre el aviso;
y viéndole venir derecho y con tanta fuerza, apretó las piernas al
caballo, y con valor y furia extraña embistió al esforzado moro, y se
encontraron los dos caballeros tan fuertemente, que parecía haberse
juntado dos montes, según la braveza y furia con que se acometieron.

El caballo de D. Juan Chacón era más fuerte y furioso que el del
contrario; y así se paró después de haberle encontrado, y el del moro
no se pudo tener, y se cayó de ancas.

El moro fue herido muy malamente del bote de la lanza que le dio el
valiente D. Juan; mas no tan a su salvo, que no quedase con una pequeña
herida, y que si entrara más el hierro, tuviera mucho peligro, por ser
en el hueco del costado; pero no fue casi nada, porque no encarnó el
agudo hierro.

El bravo moro se puso en pie con muy grande presteza, y echando mano
a su alfanje se vino derecho a desjarretar el caballo de D. Juan para
que le derribase, y él tuviese lugar de herir a su salvo a D. Juan; y
aunque pudiera el noble cristiano alancear al moro, por tenerle tanta
ventaja de estar a caballo y tener enristrada la lanza, no quiso dar
nota de sí, que se pudiera decir que peleaba con tantas ventajas; y
así no le esperó a caballo, sino saltó de él con grande ligereza, y
desechando la lanza, puso mano a su espada; y embrazando el escudo se
estuvo afirmado, aguardando a su enemigo, el cual llegó, y entre los
dos valerosos guerreros comenzaron de nuevo una batalla tan reñida, que
causaba grima ver las centellas que saltaban de los escudos; de la cual
refriega sacó el moro dos pequeñas heridas; y apartándose un poco para
cobrar aliento, volvió a embestir.

D. Juan Chacón como se vio acometer de aquella suerte, confiado en
su fuerza, y viendo tan cerca al moro, le tiró un golpe de revés,
que le cortó el adarga y le hirió mortalmente en el hombro; y por muy
poco cayera, porque le quitó el sentido: lo cual visto por el valiente
D. Juan, arremetió a él, y le dio un encuentro con el escudo, que
desapoderado de sus fuerzas cayó en tierra el moro; y luego le dio una
cuchillada que le dividió una pierna de su lugar; y viendo que había
alcanzado victoria de su enemigo, alzó los ojos al cielo, y dio gracias
a nuestro Señor Jesucristo; y tomando un trozo de lanza, se afirmó a
él, porque le daba gran dolor la herida del muslo; y arrimándose a una
parte del palenque, se puso a mirar la batalla.

Luego tocaron los músicos instrumentos de la reina, en reconocimiento
del vencido moro, lo cual puso grande ánimo a los tres cristianos, y
cobardía a los moros, y perdieron la esperanza de la victoria con tan
mal presagio; y más cuando vieron dar en una ventana muy grandes gritos
y hacer tristes llantos, y quien los daba era la mujer y hermanas de
Mahandín viendo que con angustias mortales se revolcaba en su sangre.

Los Zegríes mandaron que se quitasen de allí aquellas mujeres, porque
no fuesen sus llantos causa de desmayo en los tres mantenedores del
testimonio.

Los seis caballeros se combatían con tanta ferocidad, que parecía
que en aquel instante empezaba la batalla, haciendo tanto ruido y
estrépito, que parecía que peleaban cincuenta caballeros.

D. Juan Chacón sentía mucho dolor de sus heridas, en particular del
muslo, como ya se había enfriado; y subiendo en su caballo se puso
a considerar si iría a ayudar a sus compañeros, o a curarse, y no se
determinó a ninguna de las dos cosas por no ser notado; y así acordó de
esperar el fin de la batalla, porque bien sabía que no duraría mucho,
por dos razones; la una por la satisfacción que tenía en el valor y
fortaleza de sus compañeros; la otra, porque peleaban con justicia y
razón, y defendían la verdad; y así de necesidad los había de favorecer
la fortuna.

Peleando, pues, los caballeros con un ánimo admirable, el enojado
Mahandón, como vio a su querido hermano Mahandín tendido en el suelo,
lleno de sangre, y hecho pedazos, con el dolor tan grande que sentía,
dijo a D. Alonso de Aguilar.

--Permitid, señor caballero, que vaya a tomar venganza de aquel que
ha muerto a mi amado hermano, y luego concluiremos vos y yo nuestra
batalla.

--No trabajes en vano, dijo D. Alonso; fenece conmigo la batalla,
pues tu hermano, como buen caballero, hizo lo que pudo; y no dudes de
verte en el mismo estado que tu hermano está, porque la sangre de los
nobles Abencerrajes vertida sin culpa, y la inocencia de la reina están
pidiendo justa venganza contra los que quedáis.

Y diciendo esto le acometió con furia, y le hirió con la lanza en el
costado, aunque no fue grande la llaga. Lo cual visto por el moro,
revolvió contra D. Alonso, y colérico le arrojó la lanza.

D. Alonso que la vio venir con tal presteza, por hurtar el cuerpo al
furioso golpe, revolvió su caballo con ligereza; pero no tan a tiempo,
que no llegase primero la lanza, y entrándole por la una ijada del
caballo, le salió a la otra más de media vara.

El caballo sintiéndose mal herido con la lanza atravesada, empezó a dar
bufidos, brincos y corcovos, que no era bastante la dureza del freno
para que se sujetase y estuviese sosegado; y visto que no aprovechaba
su diligencia, y que por su desgracia se le podía seguir algún daño
irreparable, determinó de arrojarse en el suelo, aunque se ponía en
mucho peligro, por estar su competidor a caballo; y confiando en Dios
nuestro Señor, se arrojó de la silla quedándose en pie con su espada en
la mano aguardando a su enemigo.

Grande contento y alegría sintió el bando de los Zegríes y Gomeles
en ver el estrecho en que había puesto su pariente al caballero
extranjero, y en verle a pie le consideraban ya vencido; y como vio
Mahandón a su contrario a pie, recibió mucho contento; y yéndose a él
le dijo:

--Ahora me pagaréis la muerte de mi hermano; pues me evitasteis de
darla a quien se la dio a él.

Y arremetió con el caballo para atropellarle, y el alfanje en la mano
para herirle.

D. Alonso de Aguilar era muy ligero, y se estuvo quedo, como que le
quería aguardar; mas al tiempo que llegó dio un salto, y se apartó,
y Mahandón pasó de largo sin hacer efecto; y revolviendo otras tres
veces, tampoco hizo nada.

D. Alonso le dijo:

--Desciende de aquese caballo, si no quieres que te le mate, y te podrá
suceder peor.

Al moro le pareció buen consejo, y así se apeó; y embrazando su adarga
vino a D. Alonso, diciendo:

--Por ventura me disteis el consejo por vuestro mal.

--Ahora lo verás --dijo D. Alonso--, si te di el consejo fue solo
para darte cruel muerte, justamente merecida por el daño que de tu
testimonio se ha seguido; y conviene que los traidores salgan del mundo.

Diciendo esto arremetió a Mahandón, y así entre los dos se comenzó una
brava y dudosa batalla, porque ambos eran muy valientes y animosos
caballeros.

Anduvieron más de media hora hiriéndose por las partes que podían, y
cada uno muy deseoso de vencer a su contrario.

D. Alonso muy enojado, y cuasi corrido en ver que le duraba tanto su
contrario, se acercó a él todo lo más que pudo, y alzando el brazo hizo
señal de quererle herir en la cabeza: el moro acudió al reparo para
recibir el golpe con la adarga; pero saliole incierto su reparo, porque
no ejecutó el golpe en la cabeza, sino que rebatiendo la mano le hirió
en el muslo izquierdo de una mala herida, que le cortó gran parte del
hueso.

El valiente moro que se halló burlado y tan malamente herido, descargó
un tan desapoderado golpe encima del bonete de D. Alonso, que el águila
fue partida por medio; y rompiendo bonete y casco fue herido de una
pequeña herida, aunque sintió mucho tormento en la cabeza, porque quedó
como sin sentido y aturdido del fiero golpe; y si no fuera de tan
animoso corazón, no hay duda sino que cayera en tierra sin dificultad
ninguna, y consiguiera su enemigo la deseada victoria: mas como era de
corazón fuerte, y nunca se dejó rendir de los trabajos, cobrando el
cuerpo aquel ánimo de su corazón bizarro, y considerándose en cierta
manera afrentado por ver que un golpe le había descompuesto su sentido;
y encolerizado por verse herido y su rostro ensangrentado, con una
cruel furia incomparable le tiró una estocada tan recia, que la adarga
ni jaco fuerte no podían resistir la grande violencia de la espada,
sino que fue todo rompido, y le metió cuatro dedos dentro del pecho al
soberbio Mahandón; y como le cogió ya desangrado de la que le salía por
la herida del muslo, no tuvo fuerzas para poder pelear más, y así cayó
de espaldas.

Así como D. Alonso vio caído a su contrario, arremetió con él para
cortarle la cabeza, y poniéndole la rodilla en los pechos vio que
estaba expirando; por lo cual no le quiso herir más, y levantándose dio
en su corazón infinitas gracias a Dios por la merced tan grande que le
había hecho; y apretándose la herida de la cabeza con el turbante, se
atajó la sangre; y mirando por su caballo le vio muerto, y fue a coger
el de Mahandón, y subiendo en él se fue adonde estaba D. Juan Chacón,
el cual le abrazó, dándole el parabién del vencimiento.

A este punto los añafiles y dulzainas de parte de la reina tocaron con
grande alegría, lo cual causaba tristeza y melancolía a los Zegríes.

Cesando la música miraron la batalla que los cuatro caballeros hacían,
que era muy sangrienta.

D. Manuel Ponce de León, y Alí Hamete Zegrí hacían su batalla a
pie, respecto a que los caballos se les habían cansado y no podían
concluirla como querían, y andaban muy listos procurando cada uno herir
al otro por donde mejor podía: despedazábanse las armas y la carne con
los duros filos de la espada y cimitarra, de lo que su sangre daba
verdadero testimonio.

D. Manuel tenía dos heridas y el moro cinco; pero no por eso se vio en
él falta de ánimo ni fuerzas, y andaba con tanto ardid intentando por
donde podría herir a su enemigo y quedarse él reservado, haciéndole
muchos acometimientos.

D. Manuel le iba contra todas sus malicias, porque ya le conocía el
modo de pelear; y así como vio que D. Juan y D. Alonso habían ya
vencido a sus contrarios, y el alcaide de los Donceles andaba con el
suyo muy revuelto y en punto de traerle a aquel extremo, cobró grande
ira porque no concluía con su enemigo, y llegándose cerca de él le dio
un golpe tan terrible en la cabeza, que, aunque acudió a repararle con
la adarga, no soportó el todo sino alguna parte, y así fue rota con el
fino casco, y herido en la cabeza muy mal, y aun le quitó el sentido
y dio de manos en tierra sin poderse valer; mas volviendo en sí,
temiéndose de su contrario, y de que no fuese causa aquella flaqueza
para que su competidor se gloriase de conseguir la victoria, sacando
fuerzas de pusilanimidad se levantó, procurando la venganza de la
ofensa recibida, y levantando su cimitarra dio un desatinado y fuerte
golpe en un hombro de D. Manuel y no hizo herida; pero la vida le costó
el golpe al moro, porque D. Manuel le dio otra junto a la que tenía
en la cabeza, que desatinado cayó en tierra derramando mucha sangre, y
luego murió.

Los añafiles de parte de la reina tocaron con mucha alegría por el buen
suceso.

D. Manuel subió en su caballo, y se fue adonde estaban D. Alonso y D.
Juan, los cuales le recibieron muy alegremente diciendo:

--Gloria a Dios, que os ha escapado de las manos de aquel pagano.

Quien en esta ocasión mirara a la hermosa reina Sultana, conociera
muy claramente en su bello rostro la grande alegría que en su corazón
tenía, viendo que se iban aniquilando sus enemigos, de lo cual a ella
se le había de seguir su libertad, y díjoles a Celima y a Esperanza de
Hita:

--Sabéis lo que veo, que si D. Juan Chacón tiene fama de valiente
caballero y lo es, que sus tres compañeros no lo son menos que él,
pues con tan sobrado valor han vencido a los mejores y más valientes
caballeros del reino de Granada.

Esperanza la respondió:

--¿No dije a vuestra alteza que D. Juan tenía muy principales amigos?
Mirad si ha salido verdad lo que dije.

--Dejemos estar eso --dijo Celima--, no lo entiendan los jueces, y
veamos el fin del caballero que queda, que yo entiendo que no tendrá
menos poder que los tres vencedores.

Y mirando la batalla vieron cómo andaba muy revuelto y encendido en la
pelea, y aunque herido y cansado, no se vio en él punto de cobardía ni
aun imaginación.

El valeroso moro proseguía la batalla con grande dolor y rabia, viendo
muerto a su primo hermano y a los dos Gomeles, y él puesto en el mismo
peligro, y así peleaba como hombre desesperado, considerando la infamia
en que había incurrido, y mayor por no haber salido con su intento;
y con la furia de un loco frenético daba tajos y reveses a diestro y
a siniestro, y fuera de orden por si acertara a darle alguna herida
penetrante, de la cual muriera el contrario; porque ya que él fuera
vencido, como los otros tres de su parte, no quedaran tan triunfantes
matando a alguno de ellos; y aunque peleaba con tan grande furia y
braveza, no era menos la del valiente alcaide de los Donceles, porque
estaba muy airado con su enemigo; y aun porque todos sus compañeros
habían alcanzado el lauro y gloria del vencimiento, y estaban ya
descansando, le parecía que empezaba de nuevo la batalla, siendo su
enemigo de muy grandes fuerzas y astucias para pelear; y considerando
que le miraban y que le debían de juzgar por menos que sus compañeros,
pues no daba fin a la batalla, poniendo los ojos ensañados en su
contrario, apretó con toda fuerza las espuelas al caballo, arremetió
al Zegrí, y lo mismo hizo él; y así se embistieron con ánimo y furia
increíble; y fue tan recio el encuentro de los caballeros, que sin
remedio hubieron de venir al suelo los dos sin poderse herir el uno
al otro; pero apenas fueron en tierra cuando estuvieron en pie, y se
acercaron hiriéndose cruelmente, y experimentando cada uno las fuerzas
del contrario, porque eran furiosos y desatentados los golpes que se
daban, mostrando cada uno la fortaleza de su brazo y el ánimo del
corazón.

Verdad es que el moro andaba más orgulloso y ligero, y las heridas que
daba casi no ofendían, por tener muy buenas armas el valiente alcaide;
pero el golpe que el valeroso alcaide alcanzaba, rompía, cortaba y
destrozaba tan fuertemente con la fortaleza de su brazo, que no daba
golpe con la espada que no hiciese herida grande o pequeña.

Lo cual visto por el valiente Zegrí, con una rabia crecida, confiando
en sus grandes fuerzas, arremetió al alcaide por venir con él a los
brazos, el cual se alegró mucho, y así abrazados comenzaron a luchar
dando muchas vueltas, y haciendo cada uno lo que podía por derribar a
su contrario; pero cada cual echaba de ver el resto de sus fuerzas, y
así ambos trabajaban muy en balde, porque no había robles tan firmes
como ellos.

El Zegrí era de muy gran cuerpo y fuerzas, que parecía un jayán, y
procuraba levantar de tierra a su enemigo para dar de golpe con él
en el suelo, y por muchas veces que lo intentó, ninguna salió con su
pretensión, porque parecía que tenía echadas raíces, y que era ponerse
a arrancar un nogal de cuajo; de suerte que por mucha diligencia que
hacía el Zegrí, era molerse en vano.

Reconocido por el alcaide el mal pensamiento de su contrario, echó mano
a un puñal buido, y diole tres golpes por debajo del brazo izquierdo, y
tales, que el moro dio grandes gritos sintiéndose mal herido de muerte,
y sacando una daga le dio al alcaide otras tres heridas; mas como era
ancha la daga no pudo falsear las armas mucho, y así fueron pequeñas.

El valeroso alcaide le dio otra muy mala herida en la ijada izquierda,
con la cual se acabó de rematar la sangrienta batalla, porque así como
le dio la última, sin poderse menear cayó en el suelo desangrándose
por las penetrantes heridas; y al tiempo que el alcaide vio en tierra
al contrario, fue de presto y le puso una rodilla en los pechos, y
enarbolando el invicto brazo le dijo:

--Date por vencido, y confiesa la verdad luego, y así no te acabaré de
matar.

El malvado Zegrí viéndose tan mal herido y a voluntad de su competidor,
le respondió diciendo:

--Ya no es menester darme más heridas que las que tengo, porque esta
postrera bastaba para echar del mundo a un tan gran traidor alevoso
como yo; y pues me pedís, vencedor caballero, que declare la verdad, yo
la diré: Sabrás que habiendo muerto algunos de mi linaje los del bando
Abencerraje, y a otros afrentado, y que tanto valían con los reyes que
no nos podíamos vengar de ellos, ordené yo mismo que fuesen perseguidos
todos los caballeros Abencerrajes, y por mi traición fueron muertos sin
culpa; y la reina no debe cosa ninguna de lo que yo la levanté acerca
del adulterio de que fue acusada: esta es la verdad; llegado he a punto
de decirla, y no hay otra cosa sino lo que he dicho: de todo lo cual
estoy muy arrepentido, por haber visto las desgracias y muertes que en
este tiempo han sucedido, y por la afrenta grande en que se ha visto la
reina no siendo culpada en ninguna cosa.

Todo lo que el traidor Zegrí decía estaban oyéndolo muchos caballeros,
así del bando de la reina, como de los Zegríes; y para más justificar
la causa de la reina llamaron a los jueces para que oyesen todo lo que
el Zegrí decía.

Luego llegó el valeroso Muza, y los dos jueces que estaban en el
cadalso bajaron, y entrando en el palenque tornó a referir el Zegrí lo
dicho, y luego expiró.

Al momento tocaron con grande alegría muchas chirimías y dulzainas con
otros instrumentos músicos por victoria tan importante, que habían
conseguido aquellos caballeros extranjeros de los naturales traidores;
y cómo por ella se había sabido la verdad, y le era vuelta y restituida
su honra a la casta e inocente reina.

A una parte se oían las músicas y grande alegría, y a otra lloros,
tristeza y gritos que daban las mujeres y deudos de los Zegríes muertos.

Los caballeros vencedores fueron sacados del campo con muy grande
honra, hecha por la mayor parte de los caballeros que eran del bando de
la reina.

Y de esta suerte los victoriosos caballeros llegaron a la reina que ya
estaba dentro de la litera en que había venido, y la preguntaron si
había otra cosa que hacer en aquel caso, o en otro cualquiera que fuese
de su gusto o de necesidad.

La reina dijo que para la satisfacción entera de su honra bastaba lo
que habían hecho, y que recibiría mucho contento en que se quisiesen ir
con ella para ser curados de sus heridas.

Los caballeros aceptaron el ruego de la reina, y así salieron de la
plaza llevando la música de añafiles delante, con mucho contento y
alegría.

Todo lo cual era al contrario en los mal intencionados Zegríes
y Gomeles, porque con tristes llantos sacaron del palenque los
destrozados cuerpos de sus parientes, y estuvieron determinados de
romper con su contrario bando, y procurar dar muerte a los extranjeros
vencedores; y no se determinaron, por entonces, porque de allí adelante
hubo entre ellos bandos y pasiones mayores que hasta entonces habían
tenido, como adelante lo diremos.

Los caballeros cristianos llegaron a la posada de la reina, y todos los
demás caballeros; y los vencedores fueron curados con gran diligencia
de cirujanos, y ellos pusieron sus armas junto a sí, por si algo
sucediera.

Y aquella noche después de haber cenado, la reina, Celima y Esperanza
fueron a visitar a los cuatro caballeros cristianos; y después de haber
hablado de los trabajos en que se había visto aquella ciudad, y de la
muerte injusta de los Abencerrajes, la reina se llegó un poco más al
lecho de D. Juan Chacón, y sentándose le dijo:

--El alto y poderoso Jesucristo, y su bendita Madre que le parió sin
dolor, quedando Virgen por divino misterio, os den salud entera y vida
larga, y os paguen la buena obra, que a esta triste y desconsolada
reina habéis hecho habiéndome librado de una muerte tan infame y
afrentosa; mas fue la voluntad de Dios de librarme, y que vos fueseis
el instrumento de mi libertad; y así os quedo obligada mientras la
vida me durare, la cual gastaré en vuestro servicio. Deseo ya verme
cristiana para servir a Dios y a su Santísima Madre y a vos, y creedme
que la mayor parte de los caballeros de esta ciudad están deseosos de
verse ya cristianos, y no aguardan sino que el rey D. Fernando comience
la guerra, y está así concertado desde que se fueron los caballeros
Abencerrajes; por tanto así como lleguéis, dad orden a vuestro rey para
que ponga en ejecución la guerra contra este reino, y os ruego que me
digáis quién son esos tres caballeros a quien soy obligada, porque sepa
a quién he de servir.

--Excelente señora --dijo D. Juan--, los caballeros que a mí me han
hecho merced y a vos servido, son D. Alonso de Aguilar, el gran
D. Manuel Ponce de León, y el otro D. Diego Fernández de Córdoba,
caballeros de grande estima, que ya tendréis noticia de ellos.

--Sí tengo --respondió la reina--, que muchas veces han entrado en
la Vega, y han hecho cabalgadas de ganados y buenas presas, y son
conocidos por sus hechos y nombres, aunque ahora no han sido conocidos
por el disimulo del traje turquesco, y ha sido buen pensamiento; y pues
son de tan gran valor, será justo que les hable y dé las gracias del
bien que por su causa me ha redundado.

Diciendo esto la reina Sultana fue donde estaban los tres caballeros, y
a todos, y a cada uno de por sí les dio muchas gracias por el favor que
le tenían hecho, y que confiaba en Dios que algún día les serviría en
algo.

El alcaide de los Donceles respondió en nombre de todos:

--Vuestra alteza le dé esas gracias y mercedes al señor D. Juan, que
nosotros poco es lo que hemos hecho, según lo mucho que os deseamos y
debemos servir.

--Muchas mercedes, señores caballeros, por el nuevo ofrecimiento, que
es para más obligarme a serviros, y reagravar la deuda tan grande que
os tengo. Dios os pague lo que habéis hecho por mí, y dé vida para que
pueda pagar alguna cosa de lo mucho que os debo; y porque parece que es
hora de reposar y descansar, yo me quiero ir a recoger para dar orden a
lo que conviene para vuestro regalo.

Con aquesto se fue la reina, y habló con su tío Moraicel, y le dijo que
estaba recelosa de que viniesen a tomar venganza los Zegríes y Gomeles
en los cuatro caballeros, por la muerte de los cuatro traidores; que
pusiesen algún remedio.

Y pareciéndole buen consejo, fue a dar parte de ello a Muza, el cual
puso cien caballeros de guarda en la casa, los cuales estuvieron toda
la noche con gran cuidado.

Fue muy acertado el parecer de la reina, porque los Zegríes y Gomeles
tenían concertado de cercar la casa, y dar muerte violenta a los
caballeros vencedores; y como vieron tanta guarda, y conociendo que
no podrían salir con su intento, desistieron de su propósito; y más
cuando supieron que el valeroso Muza había puesto aquellos caballeros,
lo sintieron de manera que se les comía el corazón de envidia, por
ver con las veras que acudía Muza a los cuidados de la reina, y no se
atrevieron a irle a la mano porque le temían.

Venida la mañana se fue la gente de guardia, y los cuatro caballeros
determinaron de irse, porque no los echase menos el rey D. Fernando; y
así pidieron licencia a la reina para partirse a la corte de su rey,
porque les importaba que no supiese la ausencia que habían hecho.

--¿Pues cómo, señores, dijo la reina, estando tan lastimados, cansados
y heridos os queréis poner en camino tal? No lo tengo de consentir:
¿por ventura os falta cosa alguna, o la deseáis?

--No uno ni otro --respondió D. Juan Chacón--, porque donde está
vuestra alteza no hay que desear nada; pero importa irnos por lo que he
dicho.

--Pues que así es --dijo la reina--, tornaos a curar, e id vuestro
viaje con la bendición de Dios; y por él os ruego no me olvidéis, y
suplicad a vuestro rey que comience la guerra contra Granada, porque a
todos los que tienen deseo firme de ser cristianos, se les cumpla.

Los caballeros se lo prometieron así. La reina mandó llamar a los
cirujanos; y curados, se armaron, y despidiéndose de la reina y Celima,
Esperanza y de Moraicel, se partieron quedando llorando la reina la
ausencia de tan buenos caballeros.

Muza, Malique Alabez y Gazul, que supieron que los caballeros
extranjeros se iban de Granada, les salieron a prevenir un grande
acompañamiento con más de doscientos moros, a más de media legua la
vuelta de Málaga.

Pero así como los moros se despidieron de ellos, tomaron la vía
de Castilla, y caminaron a grande priesa; y entrando en tierra de
cristianos, supieron cómo los Reyes Católicos estaban en Écija: ellos
fueron a Talavera, y hallaron a sus criados que los esperaban para que
siguiesen la corte.

Allí estuvieron ocho días curándose muy secretamente, y estando ya
mejores se partieron para Écija; y en llegando, pidiendo licencia al
rey D. Fernando para irse a sus tierras, se la dio; y llegados a sus
patrias, ellos y otros caballeros dieron orden de ganar a la ciudad de
Alhama, llevando para ello la prevención conveniente, porque era muy
fuerte; y siendo juntos muchos y principales caballeros la cercaron y
combatieron por todas partes.

Donde los dejaremos combatiendo, por decir lo que pasó en la ciudad de
Granada en este medio y sazón, y también porque a mí no toca escribir
lo que pasó en aquesta guerra de Alhama, que no hace al intento, ni
propósito mío.



CAPÍTULO XVI.

_De lo que pasó en Granada, y cómo se volvieron a refrescar los bandos
de ella, y la prisión del rey Mulahacén en Murcia, y la del rey Chico
en Andalucía, y de otras cosas._


Grande fue la tristeza y desconsuelo que la reina Sultana sentía por la
ausencia de sus defensores caballeros, y de buena voluntad fuera en su
compañía, que temía el alboroto de la ciudad; y si su dolor y tristeza
fue grande, más excesivo fue el de los Zegríes y Gomeles y los demás de
su bando por causa de los caballeros que en la cruel batalla murieron,
y porque los agresores se fueron sin que de ellos se tomase venganza,
y porque se sentían muy afrentados y corridos por las cosas pasadas;
pero con disimulación aguardaban ocasión para ejecutar su deseo.

Digamos ahora del rey Chico, el cual como supo la muerte de los
acusadores de su mujer la reina, y la confesión que había hecho el
malvado Zegrí en su disculpa, descubriendo la pésima y horrible maldad;
enojado de sí mismo, no sabía qué hacerse.

Poníasele delante la culpa de su ceguedad, y la muerte tan sin culpa
de los nobles Abencerrajes; la grande deshonra en que había puesto a
la reina, el destierro injusto que hizo cumplir a los Abencerrajes, y
cómo por su causa se habían tornado cristianos y a él le aborrecía toda
Granada, y cómo estaban amotinados y conjurados contra él, y hasta su
padre le procuraba quitar el reino, y aun la vida. Imaginando en estas
cosas y otras muchas venía a perder el juicio.

Maldecía a los Zegríes y Gomeles, porque le habían dado tan malos
consejos, y a él porque los había recibido.

Llorando todas estas desventuras se tenía por el rey más desdichado de
todo el mundo, y no osaba parecer de vergüenza o de temor; por lo cual
no le visitaban los Zegríes y Gomeles.

Bien se holgara el reyecillo de que su amada Sultana quisiera volver a
su amistad; mas era imaginación y trabajo muy en vano, porque aunque
ella quisiera, cuanto más que no estaba de ese parecer, sus deudos
no lo consintieran; y con todo esto pidió a Muza que desenojase a la
reina, y alcanzase de ella el perdón, y la dijese cuán arrepentido
estaba, y que viniese a hacer vida con él.

Muza pidió a la reina y a sus parientes todo lo que el rey Chico le
había pedido, y no fue posible alcanzar alguna cosa de lo que pedía; y
así volvió, y dio al rey la respuesta que había dado la reina.

Con esto el rey se deshacía en pena; mas consolábase con que había de
procurar traer a su amistad a todos los caballeros que pudiese, y a los
ciudadanos y gente plebeya, para irse apoderando de toda la ciudad;
y así iba adquiriendo amigos, y a todos les pedía perdón diciéndoles
que él había sido mal aconsejado, y aunque habían pagado su delito
los promovedores y consejeros, que ellos verían la enmienda que tenía
de allí adelante, y que lo sucedido le había de ser escarmiento para
mientras viviera, como lo verían, y el tratamiento que haría a sus
vasallos; y como era heredero forzoso del reino, muchos grandes le
obedecían con toda la más gente común.

Nunca pudo reducir a su obediencia a ninguno de los Almoradís, Marines,
Alabeces, Gazules, Venegas ni Aldoradines, que estos seis linajes
seguían la parte del rey viejo, y la de su hermano el infante Abdalí.

En este tiempo el rey Mulahacén, como hombre valeroso, no habiendo
perdido sus bríos y braveza de corazón, ordenó de hacer una entrada
en el reino de Murcia, y así juntando mucha y muy lucida gente,
prometiendo buenos sueldos a los de a caballo y de a pie, salió de
Granada llevando consigo dos mil hombres de a pie y de a caballo, y se
fue a la ciudad de Vera, y tomando el camino de la costa, por dejar a
Lorca, salió a los Almazarrones, y de allí fue a Murcia, y recorrió
todo el campo de Sangonera, cautivando mucha gente.

D. Pedro Fajardo, adelantado del reino de Murcia, salió con la más
lucida gente que pudo a resistir al moro, que andaba corriendo el
campo con gran pujanza; y encima de las lomas del Azul, día de San
Francisco, se rompió la batalla entre moros y cristianos, la cual fue
muy sangrienta y reñida; mas fue Dios servido, por intercesión del
bienaventurado Santo, que D. Pedro Fajardo con la gente de Murcia,
mostrando grandísimo valor, venció a los moros, y desbarató y prendió
al rey.

Viéndose desbaratados los moros, huyendo volvieron a Granada, donde
se supo la prisión del rey Mulahacén y pérdida de todo su campo, lo
cual se sintió en toda la ciudad, si no fue el infante Abdalí que se
holgó mucho de la prisión del rey su hermano, porque por allí entendió
alzarse con todo el reino, y así escribió al adelantado D. Pedro que le
hiciese merced de tenerle al rey su hermano preso hasta que muriese, y
que por ello le daría las villas de Vélez el Blanco y el Rubio, Xiquena
y Tirieza.

Mas el adelantado, considerando la traición que el infante quería
hacer, no quiso aceptar su oferta, antes dejó ir libremente al rey y
a los que con él fueron cautivos; el cual como llegó a Granada halló
a Abdalí apoderado del Alhambra, diciendo que su hermano se la había
dejado en guarda.

Mulahacén muy enojado de esto, y más por la traición que le quiso
hacer, se retiró en el Albaicín, adonde él y su mujer estuvieron muchos
días.

La madre de Mulahacén, vieja de ochenta años, habiendo visto la
liberalidad del adelantado, le envió diez mil doblas, el cual no las
quiso recibir; y le envió a decir que se las diese a su hijo para que
hiciese guerra a su hermano.

Visto que no había querido recibir los dineros, le envió ciertas joyas
muy ricas y doce poderosos caballos enjaezados, todo lo cual recibió
D. Pedro Fajardo.

A pocos días se volvieron al Alhambra, porque su hermano se la dejó
libre, entendiendo que el rey no sabía nada de las cartas que le había
enviado a D. Pedro Fajardo.

Mulahacén disimuló aquel negocio, y lo guardó para su tiempo, mas
indignado contra su hermano y contra los que le fueron favorables, y
todavía le dejó la administración del gobierno.

A este Mulahacén le llamaron el Zagal, y Gadabli; mas su nombre propio
y más usado era el de Mulahacén.

Esta batalla y prisión de este Mulahacén escribió el moro cronista
de este libro, y yo doy fe que en la iglesia mayor de Murcia, en
la capilla de los marqueses de los Vélez, hay una tabla encima del
sepulcro de D. Pedro Fajardo, en la cual se cuenta el suceso de aquesta
batalla.

Volviendo a nuestro propósito, el rey Mulahacén muy enojado por lo
que el gobernador su hermano había hecho, hizo un día su testamento
diciendo: «Que en fin de sus días fuese su hijo heredero del reino, y
que echase de él al infante su hermano, y a todos los de su bando.»
Esto decía, porque seguían al infante Abdalí muchos caballeros
Almoradís y Marines, los cuales sustentaban la parte del infante.

Por este testamento hubo después en Granada muchos alborotos, y entre
los ciudadanos guerras civiles, como después de esto sucedieron; pues
estando el rey Mulahacén en el Alhambra, y Granada, como de antes
solía, debajo de la gobernación de dos reyes y un gobernador, no por
eso dejaron los Almoradís de buscar modos y maneras para que totalmente
el rey Chico fuese privado del reino; mas no podían hallar ninguna
comodidad que buena fuese, respecto que los Zegríes y Gomeles estaban
de su parte con otros muchos caballeros que reconocían que aquel era
finalmente el heredero del reino; pero no por esto dejaban de buscar
asechanzas y mil ocasiones tío contra sobrino, y sobrino contra tío;
pero como el rey Chico estaba odiado de los más principales caballeros,
no pudo salir por entonces con su intención en nada, ni pudo expeler
a su tío del cargo que tenía, y así aguardaba tiempo para ejecutar su
intención; y por alegrarse un día se paseaba por la ciudad con otros
principales caballeros, por dar alivio a sus penas, rodeado de sus
Zegríes y Gomeles, y le vino una muy triste nueva: cómo los cristianos
habían ganado la ciudad de Alhama; con la cual embajada hubiera el rey
de perder el sentido, así por perder aquella ciudad como por el peligro
que tenía Granada de ser cada día corrida de cristianos.

Tanto fue su sentimiento que al mensajero que trajo la nueva le mandó
matar; y subiéndose al Alhambra lloró la pérdida de su ciudad, y mandó
tocar añafiles y trompetas de guerra para que con muy gran presteza se
juntase toda la gente, y fuera al socorro de la ciudad de Alhama.

La gente de guerra se juntó toda al belicoso son de las trompetas, y
preguntándole al rey que para qué los mandaba juntar, respondió que
para socorrer a Alhama, que la habían ganado los cristianos.

Entonces un alfaquí viejo le dijo:

--Por cierto que se emplea muy bien tu desventura en haber perdido a
Alhama; y merecías perder todo el reino, pues mataste a los nobles
caballeros Abencerrajes, y a los que quedaban mandaste desterrar del
reino; por lo cual se tornaron cristianos, y ellos propios son los que
te hacen la guerra. Acogiste a los Zegríes que eran de Córdoba, y te
has fiado de ellos; pues ahora irás al socorro de Alhama, y di a los
Zegríes que te favorezcan en semejante desventura como esta.

Por esta embajada que al rey Chico le vino de la pérdida de Alhama,
y por lo que este moro alfaquí le dijo, y por la muerte de los
Abencerrajes, se dijo aquel romance antiguo tan doloroso para el rey,
que dice en arábigo, traducido al castellano, de esta manera:

      Paseábase el rey moro
    por la ciudad de Granada
    desde la puerta de Elvira
    hasta la de Vivarrambla.
      Cartas le fueron venidas
    que Alhama era ganada:
    las cartas echó en el fuego,
    y al mensajero maltrata.
      Descabalga de una mula
    y en un caballo cabalga;
    por el Zacatín arriba
    subido se ha al Alhambra.
      Cuando en el Alhambra estuvo,
    al mismo tiempo mandaba
    que le toquen sus trompetas,
    los añafiles de plata,
      Y que las cajas de guerra
    apriesa toquen al arma,
    porque la oigan sus moros,
    los de la Vega y Granada.
      Los moros que el son oyeron,
    y al sangriento Marte llama,
    de uno a uno, y dos a dos,
    juntádose ha gran batalla.
      Allí salió un moro viejo
    y desta manera hablara:
    «¿Para qué nos llamas, rey;
    para qué es esta llamada?»
      «Habéis de saber, amigos,
    una nueva desdichada,
    que cristianos de braveza
    ya nos han ganado a Alhama.»
      Allí habló un alfaquí
    de barba crecida y cana:
    «Bien se te emplea, buen rey;
    buen rey, bien se te empleaba;
      Mataste los Bencerrajes
    que eran la flor de Granada,
    acogiste advenedizos
    de Córdoba la nombrada.
      Pos eso mereces, rey,
    una pena bien doblada,
    que te pierdas tú y tu reino,
    y que se pierda Granada.»

Este romance se hizo en arábigo en aquella ocasión de la pérdida de
Alhama, el cual era muy doloroso, y tanto que vino a vedarse en Granada
que no le cantasen, porque cada vez que le cantaban en cualquiera parte
provocaba a llanto y dolor: después se cantó en lengua castellana de la
misma manera, que decía:

      Por la ciudad de Granada
    el rey moro se pasea;
    desde la calle de Elvira
    llegaba a la plaza Nueva.
      Cartas le fueron venidas,
    que le dan muy mala nueva,
    que habían ganado a Alhama
    con batalla y gran pelea.
      El rey con aquestas cartas
    grande enojo recibiera,
    al moro que se las trajo
    mandó cortar la cabeza.
      Las cartas hizo pedazos
    con la saña que le ciega,
    descabalga de una mula
    y cabalga en una yegua.
      Por la calle el Zacatín
    al Alhambra se subiera;
    trompetas mandó tocar
    y las cajas de pelea,
      Porque lo oyeran los moros
    de Granada y de la Vega,
    uno a uno, dos a dos,
    grande escuadrón se hiciera.
      Cuando los tuviera juntos
    un moro allí le dijera:
    «¿Para qué nos llamas, rey,
    con trompa y cajas de guerra?»
      «Habéis de saber, amigos,
    que tengo una mala nueva,
    que la mi ciudad de Alhama
    ya del rey Fernando era.
      Los cristianos la ganaron
    con muy crecida pelea.»
    Allí habló un alfaquí,
    desta manera dijera.
      «Bien se te emplea, buen rey;
    buen rey, muy bien se te emplea,
    mataste los Bencerrajes
    que eran la flor desta tierra;
      Acogiste a advenedizos
    que de Córdoba vinieran;
    y así mereces, buen rey,
    que todo el reino se pierda.»

Pues volviendo al caso, así como el rey juntó gran copia de gente, al
punto sin poner en ello dilación, salió de Granada para ir al socorro
de Alhama, imaginando que la había de remediar; mas su cuidado y
trabajo fue en vano, porque cuando llegó a Alhama ya los cristianos
estaban apoderados de la ciudad y del castillo, y de todas sus torres
y fortalezas; pero con todo eso hubo una muy grande escaramuza entre
moros y cristianos: allí murieron más de treinta Zegríes a manos de los
cristianos Abencerrajes, que allí había más de cincuenta que estaban a
la orden del marqués de Cádiz.

Finalmente, por el gran valor y esfuerzo de los caballeros cristianos
fueron desbaratados los moros: lo cual visto por el rey de Granada, se
volvió sin hacer en aquella ocasión cosa de provecho.

Así como llegó a Granada volvió a hacer más gente y en más cantidad,
y volvió sobre Alhama, y una noche secretamente la hizo echar
escalas y entraron dentro algunos moros; y así como fueron sentidos
de cristianos, tocaron al arma y pelearon con los moros que habían
entrado, y los mataron y se pusieron a la defensa.

Y viendo el rey que trabajaba en vano, se volvió muy triste, y envió
por el alcaide de Alhama para degollarle, que se había retirado a Loja
a su fortaleza.

Los mensajeros del rey, presentando los recados que llevaban para
prenderle, le prendieron y le dijeron como le mandaba cortar la cabeza
y llevarla a Granada, y ponerla encima de las puertas del Alhambra,
porque fuese a él castigo y a otros temor, pues había perdido una
fuerza tan importante.

Y siendo preso, dijo el alcaide que él no tenía culpa de aquella
pérdida, que el rey le había dado licencia para ir a Antequera a bodas
de una hermana suya, que el alcaide Rodrigo de Narváez la casaba con
un caballero, y que ocho días le habían dado de término más que los
que había pedido, y que a él le pesaba mucho de la pérdida de Alhama,
porque si el rey la perdía, él había perdido sus hijos, mujer y
hacienda.

No bastó esta disculpa que dio el alcaide, y así le llevaron a Granada
y le cortaron la cabeza; y por esto se hizo el siguiente

ROMANCE.

      Moro alcaide, moro alcaide,
    el de la bellida barba,
    el rey te manda prender
    por la pérdida de Alhama;
      Y cortarte la cabeza
    y ponerla en el Alhambra,
    porque a ti sea castigo,
    y otros tiemblen en mirarla;
      Pues perdiste la tenencia
    de una ciudad tan preciada.
    El alcaide respondía,
    desta manera les habla:
      «Caballeros, y hombres buenos
    los que regís a Granada,
    decid de mi parte al rey
    como no le debo nada.
      Yo me estaba en Antequera
    en bodas de una mi hermana;
    mal fuego queme las bodas
    y quien a estas me llevara,
      El rey me dio la licencia
    que yo no me la tomara;
    pedila por quince días,
    diómela por tres semanas.
      De haberse Alhama perdido
    a mí me pesa en el alma,
    que si el rey perdió su tierra,
    yo perdí mi honra y fama:
      Perdí una hija doncella,
    que era la flor de Granada;
    el que la tiene cautiva
    marqués de Cádiz se llama.
      Cien doblas le doy por ella,
    no me las estima en nada:
    la respuesta que me han dado
    es, que mi hija es cristiana,
      Y por nombre le habían puesto
    Doña María de Alhama:
    el nombre que ella tenía
    mora, Fátima se llama.»
      Diciendo esto el alcaide
    lo llevaron a Granada,
    y siendo puesto ante el rey,
    la sentencia le fue dada,
      Que le corten la cabeza,
    y la lleven al Alhambra:
    se ejecutó la sentencia,
    así como el rey lo manda.

Pues habiéndose hecho esta justicia del alcaide de Alhama, se comenzó
a tratar entre todos los caballeros que el tío del rey saliese con la
gente de su bando a tomar venganza de la pérdida de Alhama, o a buscar
otras ocasiones para vengarse de los cristianos; a lo cual el tío les
respondió que harto hacía en guardar la ciudad y tenerla en paz, y que
por esta causa no salían él ni los de su bando de ella.

Tratando en estas cosas todos los caballeros que estaban a la
obediencia del rey Chico, dijeron que de ley de razón al hijo se
le debía la corona, y no al hermano, y que guardar esta ley era de
caballeros nobles; y como esto se considerase, todos los más linajes
le dieron la obediencia al rey Chico, así como Gazules, Aldoradines,
Venegas, Alabeces; y los de este bando, que eran enemigos de los
Zegríes, no atendieron a enemistades pasadas, pudiendo más la razón
que el rencor, y más la nobleza que la malicia; de tal suerte, que con
el tío del rey Chico no quedaron sino Almoradís, Marines y algunos
caballeros y gente ciudadana.

Pues todos estos, como hemos dicho, decían, que el infante Abdalí
saliese a buscar algunas ocasiones contra cristianos, de suerte que se
vengase la toma de Alhama, y que no estuviese arrinconado, como hombre
inútil y de poco valor, pues pretendía tener cetro y corona.

A todo esto respondía el infante lo que habéis oído, y que él quería
guardar a Granada, que era de más importancia que ir a buscar
cristianos a sus casas: lo mismo decían los Almoradís y Marines; y a
cerca de esto Malique Alabez, lleno de cólera y saña, les dijo:

--Que eran cobardes y ruines, y que no hacían a ley de caballeros en no
salir a buscar cristianos con quien pelear, y querer por fuerza hacer
rey a quien no lo merecía por su persona, ni le venía de derecho.

Los Almoradís oyendo estas palabras pusieron mano a las armas contra
los Alabeces, y ellos también. Los Gazules no se holgaron viendo
este acontecimiento; y así pusieron mano en las armas y dieron en
los Almoradís y Marines, de suerte que en poco tiempo mataron más de
treinta de ellos, y los Almoradís mataron muchos Gazules y Alabeces.

De tal manera se revolvieron los bandos unos con otros que se ardía
Granada y se derramaba mucha sangre de ambas partes; mas siempre
llevaron lo peor los Almoradís y Marines, aunque tenían de su parte
gran copia de la gente común, y otros linajes de caballeros; y tan
mal les fue que se hubieron de retirar todo lo mejor que pudieron al
Albaicín.

Los dos reyes salieron cada uno a favorecer su parte; y si no fuera
por los alfaquíes, y por muchos señores que se pusieron por medio,
perecieran, y también porque Muza con mucha gente de a caballo fue
apaciguando la pendencia; y no sabía contra quien fuese, porque el
rey Chico era su hermano, y el infante su tío; pero considerando que
derechamente era el reino de su hermano, era más de su bando.

Este día hubo tan grande revuelta que fue causa para que el furor del
amotinado pueblo cesase, y se reconciliasen en amistad; y así se hizo
un crecido escuadrón de gente de a caballo y de a pie.

Y como el rey Chico los viese con tan grande voluntad de ir a pelear
contra los cristianos, propuestos de morir o vengar la pérdida de
Alhama, salió de Granada con ellos, yendo con acuerdo de no detenerse
hasta entrar bien adentro de Andalucía, y hacer una gran cabalgada,
o rendir alguna fuerza de cristianos; y con este propósito marcharon
hasta llegar legua y media de Lucena, donde el rey mandó hacer de toda
su gente tres batallas: la una tomó él a su cargo, y la otra dio a un
alguacil mayor, y la otra a un capitán de Loja, llamado Aliatar, y
todos corrieron la tierra e hicieron una muy gran presa.

Esta corrida de los moros se supo en Lucena, Baena y Cabra; y así salió
el conde de ella, y el valiente alcaide de los Donceles con mucha
gente, y pelearon con los moros; los cuales como vieron venir tal
tropel de cristianos, juntaron sus tres batallas y pusieron enmedio la
cabalgada.

Los valientes andaluces dieron en los moros de tal forma que, aunque
se defendieron con gran valor, fueron desbaratados, y junto al arroyo
del puerco, que otros llaman el arroyo de Martín González, fue preso el
rey de Granada y otros muchos con él. Los moros que escaparon fueron
huyendo la vuelta de Granada. El rey fue llevado a Baena, y de allí a
Córdoba, para que le viese el rey D. Fernando.

Fuéronle enviados mensajeros al rey Católico para que tratase de
rescate del rey Chico; y sobre si se rescataría, o no, hubo muchas
diferencias entre los del consejo y grandes de Castilla.

Al fin se acordó de darle libertad con que fuese vasallo del rey D.
Fernando; y así juró, de ser leal y fiel con que le diese su favor y
ayuda para conquistar algunos lugares que no le querían obedecer, sino
a su padre.

El rey D. Fernando lo prometió así; y le dio cartas para todos los
capitanes cristianos que estaban en las fronteras de Granada, para
que le ayudasen en lo que el rey Chico quisiese, y que a los moros
que quisiesen ir a labrar tierras fuera de Granada, no se les hiciese
perjuicio.

Y habiendo asentado y jurado todo lo dicho, pidió licencia el rey de
Granada al rey Católico, y dándosela con muchos presentes, se fue a su
patria.

Y como su tío Abdalí y los demás caballeros de Granada supieron el
trato que había hecho el reyecillo con el rey D. Fernando, les pareció
muy mal; y recelándose de que por esta causa se perdiese Granada, el
infante Abdalí les hizo a todos el siguiente parlamento, diciendo así:

--Claros, ilustres y muy esforzados caballeros que tan injusto odio
me tenéis, sin razón ni legítima causa: bien sabéis como mi sobrino
fue alzado por rey de Granada, sin ser muerto mi hermano Mulahacén, su
padre, por una causa muy ligera; solo porque degolló cuatro caballeros
Abencerrajes, que lo merecían, y por esto le quitasteis la obediencia,
y alzasteis a su hijo por rey contra toda razón y derecho; y mi
sobrino, habiendo, con vuestro favor, degollado treinta caballeros
Abencerrajes sin ninguna culpa; habiendo levantado tal testimonio a su
mujer, reina nuestra, por donde tantos escándalos, muertes y guerras
civiles ha habido en esta ciudad, le tenéis obediencia y le amáis, sin
mirar que no es digno de ser rey, pues su padre es vivo; y sin esto
mirad ahora lo que ha hecho y concertado con el rey D. Fernando de
Castilla, que le han de dar gente belicosa para hacer guerra con ella
a los pueblos que no le han querido obedecer, y siempre han estado en
la obediencia de su padre; y más le da al rey cristiano tantas mil
doblas de tributo, después de haberse perdido él y los suyos en esta
entrega que ha hecho tan sin causa. Ya que Alhama fue perdida, no tenía
necesidad sino de reparar las fuerzas, pues Alhama no se podía cobrar
al presente, y por tiempo se pudiera restaurar. Pues considerando
ahora, caballeros, a vos digo Zegríes, Gomeles, Mazas y Venegas,
allegados a mi sobrino con tanta vehemencia, si ahora metiese gente
cristiana y guerras en Granada, ¿qué esperanza podríais tener, y qué
seguridad para que no se levantasen con su tierra? ¿No sabéis que los
cristianos son gente feroz y belicosa, todos con ánimo levantado hasta
el cielo? Si no mirad lo de Alhama cómo ha sido, y cuán presto la han
atropellado. Pues Alhama gente de guerra tenía dentro para defenderla:
mirad cómo no la defendieron. Pues si entrasen estos en Granada, y
tuviesen lugar de ver las murallas y torres, ¿quién quita que luego no
fuese ganada por los cristianos? Abrid, amigos, los ojos, y no deis
lugar a mayores males. Mi sobrino no sea admitido por rey, pues es
amigo del rey cristiano. Mi hermano es rey, y por ser ya viejo tengo
yo el gobierno de la corona real: si él muere, y mi padre fue rey de
Granada, ¿por qué no lo seré yo, pues de legítimo derecho me viene, y
la razón lo pide? De necesidad es menester: ahora cada uno responda, y
dé su voto a lo que tengo propuesto y dicho, y sea la respuesta tocante
al bien del reino.

Fueron tan eficaces estas razones que dijo el infante Abdalí contra
su sobrino, que los alfaquíes y demás caballeros, especialmente
Almoradís y Marines, fueron de común acuerdo que el rey Chico no fuese
admitido en Granada, y que el tío fuese alzado por rey, y entregado
en el Alhambra; lo cual le fue dicho a Mulahacén, el que agravado de
pesadumbres y males salió de su voluntad del Alhambra, y se apoderó
en el Alcazaba junto con su familia; y su hermano fue apoderado en el
Alhambra con título de rey, aunque contra la voluntad de los Zegríes,
Mazas, Gomeles, Gazules, Alabeces, Aldoradines y Venegas; pero
disimularon por ver en qué paraban aquellas cosas.

El rey Chico llegó a Granada con muchas joyas y presentes que el rey
D. Fernando le había dado. Los de Granada no le quisieron acoger ni
recibir, diciéndole que el moro que hacía alianzas y paces con los
cristianos no había que fiar de él. Visto por el rey que no le querían
recibir, y sabiendo que su tío estaba apoderado en el Alhambra, se fue
a la ciudad de Almería, que era tan grande como Granada, y de tanto
trato y cabeza de reino, donde le recibieron como a su rey.

Desde allí requería a algunos lugares que le diesen la obediencia, y si
no que los destruiría. Los lugares no se la quisieron dar, por lo cual
les hacía guerra con cristianos y moros.

En esta sazón murió el rey viejo, con cuya muerte se renovaron los
bandos, porque visto el testamento que había hecho en vida, hallaron en
él la traición que su hermano había intentado contra él, y cómo dejaba
su hijo por heredero del reino, y que fuese obedecido de todos, y si
no, que la maldición de Mahoma viniese sobre ellos.

Por esto comenzaron nuevos escándalos, porque el reino le venía al hijo
de Mulahacén, y no al infante. En esto estuvieron tratando muchos días,
en los cuales le aconsejaron al infante que procurase con diligencia
matar a su sobrino, y muerto, reinaría en paz.

Admitió este consejo, y determinó el ir a Almería a matarle; y primero
escribió a los alfaquíes de Almería lo que su sobrino había tratado
con el rey D. Fernando, de lo cual les pesó, y le enviaron a decir que
ellos darían entrada secretamente en Almería; que le viniese a prender
o matar.

Vista esta respuesta por el infante, se partió con secreto llevando
algunos caballeros consigo, y en llegando a Almería los alfaquíes les
entraron secretamente, y cercando la casa real, procuró prender o
matar a su sobrino; pero oyendo el alboroto, avisaron al rey Chico
y él escapó huyendo con algunos de los suyos, y se fue a tierra de
cristianos.

El infante quedó muy enojado por haberse escapado el sobrino; pero allí
en Almería halló un muchacho, sobrino suyo y hermano del rey Chico, y
le hizo degollar, porque si el rey Chico moría, pudiese él reinar sin
que nadie se lo impidiera: pasado esto se volvió a Granada donde estuvo
apoderado del Alhambra y ciudad, y obedecido por rey del reino, aunque
no del todo, porque todavía entendían que aquel no era su señor natural.

El rey Chico se fue adonde estaba el rey D. Fernando y la reina
Doña Isabel, y contó toda su tragedia; de todo lo cual pesó mucho a
los cristianos reyes, y le dieron unas cartas al rey moro para el
gobernador y capitán de todas las fronteras del reino de Granada,
especialmente para Benavides que estaba en Lorca con gente de
guarnición; y dando al rey moro muy grande cantidad de dinero, y otras
cosas de valor, le envió a Vélez el Blanco, donde fue bien recibido
él y los suyos; y asimismo en Vélez el Rubio, donde estaba un alcaide
moro, que se decía Alabez, y en Vélez el Blanco estaba un hermano suyo.

Estando aquí el rey Chico entraba y salía en los reinos de Castilla
a cosas que le cumplían, donde era de los cristianos favorecido
por mandado del rey D. Fernando; y a este tiempo habían ganado los
cristianos muchos lugares de Granada, así como Ronda, Marbella y otros
pueblos comarcanos, Loja y sus contornos.

El tío del rey Chico no se aseguraba un punto, porque tenía el
reino tiranizado y siempre procuraba la muerte del sobrino, porque
no reinase, y prometía muchas cosas a quien le matase con yerbas o
violentamente; y no faltaron cuatro moros codiciosos a las promesas que
le dieron palabra de matar al rey Chico; y para la ejecución los envió
con cartas para su sobrino, porque no se recelasen de ellos, atento a
que él no le hacía guerra, y que como de paz le enviaba aquel mensaje
con blandas y cautelosas palabras, que decían así:

  «Amado sobrino: no obstante las causas de las pasadas guerras que
  habemos tenido por el reino, sabiendo ya que verdaderamente es
  vuestro por una cláusula del testamento de mi hermano, donde dice
  que vos sois heredero de él, he acordado que seáis entregado en la
  posesión de él, y le recibáis debajo de vuestro amparo, como rey y
  señor de él, dándome un lugar en que esté contento para pasar mi
  vida, que con esto viviré gustoso; y mirad que os lo requiero de
  parte de Dios Todopoderoso, y de Mahoma, su fiel mensajero, porque
  el reino de Granada se va perdiendo, sin que en nada haya reparo.
  Por tanto, vistos estos mis recados, vos venid a Granada muy seguro,
  como rey y señor de ella. De todo lo pasado estoy muy arrepentido,
  y así espero el perdón de vos, como de mi señor y rey; y mirad que
  si tenemos división y guerras civiles, el reino será perdido; y no
  viniendo a él, le entregaré a vuestro hermano Muza, el cual lo tiene
  por deseo de gobernar; y si él se apodera del reino, y los grandes le
  juramos por rey, con dificultad será desposeído. Ceso, y de Granada
  etc.--_Muley Abdalí._»

Esta carta dio el infante a cuatro moros valientes y conjurados, para
que en acabándosela de dar le matasen; y si no pudiesen buenamente
salir con su intención, que se viniesen. No faltó quien diese aviso de
esto al rey Chico para que se guardase.

Llegados los mensajeros a Vélez el Blanco preguntaron al alcaide Alabez
por el rey. Él respondió que allí estaba, y qué era lo que querían.

--Traemos unos recados del rey su tío.

Alabez dijo:

--¿Cómo puede ser su tío rey, habiendo legítimo heredero en el reino?

--Eso no sabemos nosotros --respondieron los mensajeros--, más de que
nos mandó venir con estos recados.

--Pues dadme las cartas --dijo el alcaide--, que vosotros no le podéis
entrar a hablar.

--No las podemos dar sino en sus manos --respondieron ellos.

--Pues aguardad aquí. Avisaré al rey --dijo Alabez; y lo hizo, y dijo
si los dejaría entrar o no.

El rey mandó que los dejase entrar para oír su mensaje; y mandó a doce
caballeros Zegríes y Gomeles que estuviesen prevenidos en su sala por
si había alguna traición.

Esto hecho, y el alcaide alistado de armas, volvió a los mensajeros y
les dijo que entrasen; y entrados donde estaba el rey, y viéndole que
estaba tan acompañado, disimularon, y alargando la mano el un mensajero
para darle al rey los despachos, se los quitó el alcaide y se los dio
al rey; y abriendo la carta la leyó toda, y como estaba avisado de
la traición, mandó luego que prendiesen a los mensajeros, y dándoles
tormento confesaron la verdad, y fueron sentenciados a muerte, y los
ahorcaron de las almenas del castillo; y el rey Chico respondió a su
tío en una carta lo siguiente:

  «El muy poderoso Dios, criador del cielo y la tierra, no quiere que
  las maldades de los hombres estén ocultas, sino que a todos sean
  patentes, como ha hecho en haber descubierto tu maldad. Recibí tu
  carta, más llena de engaños que el caballo de los griegos. Ahora
  me prometes amistad, que estás harto de perseguirme, matando a mis
  familiares y caballeros que me seguían. Traigo por testigos de esto a
  los de Almería que lo sabían, y a mi inocente hermano que degollaste.
  No sé por cuál razón hiciste tal crueldad; mas yo confío en Dios que
  algún día me lo pagarás con tu cabeza, y los de Almería no quedarán
  sin castigo. El reino que tienes era de mi padre, y de derecho es
  mío; quereisme todos mal porque trato con cristianos: bien sabéis que
  por comunicar con ellos labran los moros sus tierras, y tratan en sus
  mercaderías seguramente: los cuales no lo hacen estando debajo de tu
  dominio contra toda razón. Avísote que algún día he de estar sobre
  tu cabeza, y me pagarás la traición que contra mi padre cometiste, y
  la que a mí ahora querías hacer debajo de tus melosas palabras; pues
  sábete que adonde tú estás tengo quien me da aviso de tus traiciones.
  Enviaste cuatro mensajeros, tales como tú, para que me diesen muerte,
  y pagaron su maldad, y confío que tú pagarás la tuya. Las joyas que
  me enviaste las quemé en pública plaza a vista de todos, recelándome
  de tus traiciones. No sé por qué las usáis siendo de linaje de reyes
  y teniéndoos por tal: no más. De Vélez el Blanco, etc.--_El rey de
  Granada natural._»

Esta carta escrita, la envió a Granada con otra que iba para Muza, y
él se la dio a su tío, el cual como supo que a los mensajeros que él
envió para matar a su sobrino los habían ahorcado habiendo confesado la
traición, se halló muy confuso; mas disimulando, andaba cuidadoso y con
recato de su persona.

Muza leyó la carta de su hermano y decía:

  «No sé, amado hermano, cómo tu valor consiente que un tirano sin
  razón ni ley tenga usurpado el reino de nuestro padre y abuelos, y
  que me persiga y tenga desterrado de lo que es mío. Si están mal
  conmigo los Almoradís y Marines por la muerte de los Abencerrajes,
  quien fue la causa de ello pagó la culpa, y yo como rey usaba
  justicia. Si siendo cautivo traté amistad con cristianos, fue por mi
  libertad, y por el bien de Granada, porque con el favor de ellos las
  tierras se labran. Poco hacía al caso pagar al rey tributo, dejando
  nuestro reino en paz. Ahora veo que va peor teniendo Granada otro
  rey, porque los cristianos se van apoderando del reino y ensanchando
  el suyo. Por Dios te ruego, que pues tu valor es para todos bastante,
  que tomes a tu cargo mi defensa por la honra de ambos; y considera la
  ambición de este tirano, pues derramó la sangre de nuestro inocente
  hermano. Dame aviso de todo. De Vélez el Blanco, etc.--_Tu hermano el
  rey._»

Así como Muza leyó la carta su hermano fue muy indignado contra su
tío, especialmente por la muerte de su tierno hermano; y así luego
enseñó la carta a sus amigos los caballeros Alabeces, Almoradís,
Gazules, Venegas, Zegríes, Gomeles y Mazas, porque también eran amigos
de su hermano; y habiendo visto por ella la disculpa que daba de la
muerte de los Abencerrajes, y el arrepentimiento que mostraba del
testimonio levantado a la reina, acordaron entre todos los caballeros
de escribir al rey Chico que viniese a Granada con secreto, y que
entrase en el Albaicín por la puerta de Fajalauza, y que se entregaría
de la fortaleza de Blo Albulut, antigua morada de los reyes, porque era
alcaide de ella Muza.

Aquesta carta fue enviada al rey Chico, el cual como la leyó y vio la
firma de su hermano Muza y de algunos caballeros, luego se dispuso
para ir a Granada, y también porque se le iban los moros que tenía en
su guarda y servicio, y le quedaban ya pocos; y así se partió y llegó
una noche muy oscura a la puerta de Fajalauza con solos cuatro de a
caballo, porque los demás se habían quedado apartados un poco atrás, y
como llegó llamó a la puerta.

Los guardas preguntaron quién era, y él dijo, vuestro rey soy. Luego le
conocieron, y como estaban ya avisados de Muza que si viniese le diesen
franca puerta, al punto le abrieron y entró con toda su gente.

En sabiendo Muza su venida le fue a recibir, y le metió en la fuerza
del Alcazaba. Aquella noche fue el rey a casa de algunos caballeros de
los más principales del Albaicín a decirles su venida, y como era para
cobrar su reino con su ayuda. Todos los caballeros le prometieron su
favor; y habiendo visitado a los caballeros de consideración se volvió
al Alcazaba.

Al otro día por la mañana se supo por toda la ciudad de Granada la
venida del rey Chico, y tomaron las armas para ofenderle como a rey.

El rey viejo su tío que estaba en el Alhambra, como supo la venida
de su sobrino el rey Chico, hizo armar mucha gente de la ciudad para
pelear contra los del Albaicín, y entre unos y otros hubo una cruel
batalla, en la cual murieron muchos de ambas partes.

De la parte del rey viejo eran Aldoradines, Marines, Alabeces,
Bencerrajes y otros muchos caballeros.

De la parte del rey Chico eran Zegríes, Gomeles, Mazas, Venegas,
Alabeces, Gazules, Aldoradines y otros muchos caballeros principales.

Fue tan reñida aquesta refriega que ninguna de las pasadas le llegó,
porque hubo mucha mortandad y derramamiento de sangre.

El valor de Muza, que seguía la parte de su hermano, era causa de que
los de la ciudad lo pasasen peor, aunque ya les tenían aportillado el
muro por tres o cuatro partes; lo cual visto por el rey Chico, envió a
gran priesa a pedir socorro a D. Fadrique, capitán general puesto por
el rey D. Fernando, haciendo saber como estaba en el Albaicín en gran
peligro, porque su tío le hacía cruel guerra.

D. Fadrique le socorrió por mandado del rey Chico, y le envió mucha
gente de guerra, arcabuceros todos, y por capitán de ellos a Hernando
Alabez, alcaide de Colomera.

Con este socorro los moros se holgaron mucho, especialmente porque D.
Fadrique les envió a decir que peleasen como varones fuertes por su
rey, que era aquel, y que les daba palabra que seguramente podían salir
a la Vega a sembrar y labrar sus tierras sin que nadie se lo estorbase.

Con este favor tomaron grande ánimo los moros, y peleaban como leones
con el ayuda de los cristianos, a los cuales no les faltaba nada de lo
que habían menester.

Estas batallas duraron cincuenta días, sin cesar de pelear de día y
de noche, y después de ellos se retiraron los de la ciudad con mucha
pérdida de su gente, por el valor de los cristianos y de Muza; y el rey
Chico reparó las murallas y puso gran defensa para estar seguro.

Los cristianos fueron muy bien tratados; los moros del Albaicín salían
a la Vega y a sus campos a labrar las tierras, todo lo cual fue causa
para que casi los más siguiesen el bando del rey Chico; pero no por
esto se dejaban las continuas batallas entre los de la ciudad y
Albaicín.

Los moros de la ciudad tenían más trabajo, porque peleaban con los
cristianos de las fronteras, y con los moros del Albaicín; de suerte
que de continuo tenían guerra.

En este tiempo fue cercada Vélez-Málaga por el rey D. Fernando. Los
moros de Vélez enviaron a pedir socorro a los de Granada. Los alfaquíes
amonestaron y requirieron al rey viejo que fuese a favorecer a los
moros de Vélez.

El rey cuando lo supo se turbó, porque nunca imaginó que los cristianos
osarían entrar tan adentro, y temiose salir de Granada, recelándose
que en saliendo se alzaría su sobrino con la ciudad y se apoderaría en
el Alhambra.

Los alfaquíes le daban priesa diciendo:

--Di, Muley, ¿de qué reino piensas ser rey, si todo lo dejas perder?
Las sangrientas armas que sin piedad movéis en vuestro daño aquí en
la ciudad, movedlas contra los enemigos, y no matando a los mismos
naturales.

Estas cosas decían los alfaquíes al rey, y predicando por las calles
y plazas, que era justo y conveniente cosa que Vélez-Málaga fuese
socorrida.

Tanta era la persuasión de estos alfaquíes, que al fin se determinó de
ir a socorrer a Vélez-Málaga; y habiendo llegado se puso en lo alto de
una sierra, dando muestra de toda su gente.

Los cristianos le acometieron, y no osó aguardar sino se volvió huyendo
él y su gente, y dejaban los campos por donde pasaban poblados de
muchas armas, por poder huir a la ligera.

El rey se fue a Almuñecar, y de allí a la ciudad de Almería y Guadix.
Todos los demás moros se tornaron a Granada, donde sabiendo los
alfaquíes y caballeros lo poco que había hecho el rey en aquella
jornada, y que como cobarde había huido, llamaron al rey Chico y
le entregaron el Alhambra, y le alzaron por su rey, a pesar de los
caballeros Almoradís y Marines, y de todos los demás de su bando, que
eran muchos; aunque es verdad que los de la parte del rey Chico eran
más, y todos muy principales.

Habiendo entregado al rey Chico la Alhambra y todas las demás fuerzas,
en las cuales puso gente de confianza, los moros le suplicaron pidiese
al rey D. Fernando seguro para que la Vega se sembrase; y así lo envió
a suplicar, y que todos los lugares de moros que estaban fronteros de
los lugares de cristianos, que le obedeciesen a él, y no a su tío, y
que para ello les daría seguro de que pudiesen sembrar y tratar en
Granada segura y libremente.

Todo lo cual le otorgaron los reyes Católicos por ayudarle; y así el
rey cristiano escribió a los lugares de los moros que obedeciesen al
rey Chico, pues era su rey natural, y no a su tío; y que él les daba
seguro de no hacerles ningún mal ni daño, y que pudiesen labrar sus
tierras.

Los moros con este seguro lo hicieron así, y asimismo escribió el rey
cristiano a todos los capitanes de las fronteras que no hiciesen mal
a los moros fronterizos; lo cual cumplieron, y los moros andaban muy
alegres y contentos, y dieron la obediencia al rey Chico.

El rey Chico habiendo hecho todo aquesto, y dado contento a sus
ciudadanos y aldeanos, mandó cortar las cabezas a cuatro caballeros
Almoradís que le habían sido muy contrarios, y con esto cesaron las
sangrientas y civiles guerras por entonces.

Y porque la intención del moro cronista no fue tratar de la guerra de
Granada, sino de las cosas que pasaron dentro de ella, y de las guerras
civiles que en ella hubo, no pongo aquí la guerra, sino el nombre de
los lugares que se rindieron, tomada la ciudad de Vélez-Málaga, que son
estos:

Bentomiz, la villa de Comares, Dompera, la Villa del Cestillo,
Guadalta, Jaraz, Cavilla, Rubir, Pitargies, Lucas, Jaranca, Almejía,
Mainete, Venaquer, Camillas, Alebonache, Canillas de Albaidas, Narija,
Benicorán, Cafis, Buenas, Alboraba, Alcuchavia, Alhitán, Daimas,
Algorgi, Morgaza, Machara, Albomaila, Benadaliz, Cimbochillas,
Predilipe, Beiros, Sinarax, Hajar, Corterrojas, Alhacaque, Almería,
Aprina, Aletín.

Estos lugares del Alpujarra se dieron a los reyes Católicos, de lo
cual les pesaba a los moros de Granada, teniendo tan gran recelo de
perderse, como los demás lugares se habían perdido.

Pues vengamos ahora al propósito: después de haber rendido a
Vélez-Málaga, los pusieron en tanto aprieto, que les faltó el
mantenimiento, y muchas municiones de guerra; de suerte que estaban
para darse.

Los moros de Guadix sabido este negocio lo sintieron mucho, y los
alfaquíes le rogaron al rey viejo que fuese a socorrer a Málaga, como
lo hizo con mucha gente.

El rey Chico supo de este socorro de su tío, y mandó juntar mucha gente
de a pie y de a caballo, y fue Muza por capitán de ellos para que les
impidiese el paso, y los desbaratase; y así lo hizo, que les aguardó
y salió al encuentro, y trabaron una cruel batalla, en la cual fueron
muertos gran parte de los de Guadix, y los demás huyeron volviéndose a
su tierra admirados del valeroso Muza y de los suyos.

Luego el rey Chico escribió al rey D. Fernando todo lo que había pasado
con los moros de Guadix que iban al socorro de Málaga, de lo cual se
alegró el rey Católico, y se lo agradeció, y le envió un rico presente;
y el rey Chico envió al rey D. Fernando un presente de caballos, muy
riquísimamente enjaezados, y a la reina envió paños de seda y perfumes.

Los reyes cristianos escribieron a los capitanes y alcaides fronteros
de Granada y sus lugares, le diesen favor al rey Chico contra su tío,
y que no hiciesen mal ni daño a los moros, ni tratantes de Granada que
fuesen a sembrar o a labrar sus tierras.

El rey de Granada envió a decir al rey D. Fernando, que tenía noticia
cómo los moros de Málaga no tenían bastimentos; que les impidiese que
por mar ni por tierra les entrasen, y que se rendirían sin falta.

Finalmente, dieron los cristianos tan gran batería a los cercados, que
fue ganada Málaga y su distrito; y puesta buena guardia en Málaga y su
costa, recibieron los reyes Católicos una carta de Granada, enviada por
los caballeros Alabeces, Gazules y Almoradines, la cual decía así:

  «Muy poderosos señores: los días pasados hicimos saber a vuestras
  majestades los caballeros Alabeces, Gazules, Aldoradines, y otros
  muchos de esta ciudad de Granada que somos de un bando, del cual es
  también Muza, cómo queríamos ser cristianos y entregar este reino a
  vuestras reales personas; y pues se ha dado fin glorioso a las cosas
  del Andalucía, se puede empezar la conquista de este reino por la
  parte de Murcia, que es cierto que los alcaides de las fronteras y
  del río de Almanzor se entregarán luego sin defenderse, porque así
  está tratado entre nosotros; y siendo ganada Almería y su río, que es
  el más dificultoso, y Baza, se puede cercar a Granada; que te damos
  fe, como caballeros, de hacer tanto en tu servicio, que Granada se
  entregue a pesar de todos los que en ella viven. Muza en nombre de
  los vasallos arriba contenidos besa vuestras reales manos etc. De
  Granada.»

Escrita esta carta, fue enviada al rey D. Fernando; el cual como
entendió las razones, y viendo como los caballeros Abencerrajes que
andaban en su servicio procedían tan bien como lo habían escrito, luego
se puso en camino para Valencia, y allí hizo cortes; y con el grande
deseo que tenía de acabar del todo aquel reino, se vino a la ciudad de
Murcia, y allí fue discurrido cómo había de entrar por la parte de Vera
y Almería; y resuelto en lo que había de hacer, se fue a la villa de
Lorca para desde allí entrar en el reino de Granada.

Fueron de la ciudad de Murcia con el rey D. Fernando muchos caballeros
muy principales, los cuales será bien declarar, porque su valor y
proezas lo merecían, aunque no se nombrarán todos.

Fueron Fajardos, caballeros de claro linaje, Albornoces, Ayalas, Giles,
Galeros, Carrillos, Clavillos, Guzmanes, Riquelmes, Avellanedas,
Villaseñores, Comences, Ralones, Pereas, Fontes, Ávalos, Valcárceles,
Pachecos, Moncadas, Monzones, Guevaras, Melgarejos, Torrecillas,
Llamas, Salares, Eustreros, Andosillas, Loaysas, Iufrentes,
Sayavedras, Hermasillas, Pelozones, Balboas, Viloas, Alarcones, Laras,
Fauras, Zambranas, Cascales, Sotos, Sotomayor, Puxmarines, Varribreas,
Paralexas, Saurines, Lázaros, Vorias, Peñaveleros, Escamoz, Dotos y
Rosales, Jereces, Gómez, Mulas, Darines, Alburquerques, Loritas, Ponces
de León, otros Guevaras, Cisones, Manchirones, Leones, otros Ponces
de León, Cildranes, Rosiquíes, Tomases, Tizonas, Paganes, Cernales,
Alemanes, Rodas, Pineros, Hurtados.

De la villa de Mula, Jerez de Ávila y Gitar, Leyvas, Correllas, Mazas,
Melgarez.

De Lorca salieron Moratas, Portales, Cozorlas, Pérez de Tudela,
Mutados, Quiñoneros, Pineros, Falconetes, Mateos, Rendones, Marcelas,
Burgos, Alcázares, Romanes.

Finalmente de estos lugares referidos, Murcia, Lorca y Mula, salieron
todos estos caballeros hijosdalgo en servicio del rey D. Fernando
contra los moros del reino de Granada, y otros muchos que no se
refieren por evitar prolijidad; los cuales mostraron bien el valor de
sus personas en todas las ocasiones que se ofrecieron.

En Lorca dejó el rey en Santa María una custodia de oro, y una cruz de
cristal, guarnecida de oro fino.

Pues habiendo puesto el rey toda su gente en muy buena orden, se partió
a Vera, en la cual estaba por alcaide un valiente moro, hijo del
valiente Alabez que murió preso en Lorca. Llamábase también Alabez,
no menos valiente que el otro; el cual como supo la venida del rey D.
Fernando, luego se dispuso a entregarle la ciudad y fuerza, porque
estaba tratado por cartas.

Y así llegando el rey a una fuente que llaman del Pulpí, salió el
alcaide Alabez a recibirle, y le entregó las llaves de la ciudad de
Vera y de su fuerza. El rey entró en la ciudad, y se apoderó de ella, y
puso otro alcaide, y a Alabez hizo muchas mercedes.

No había sino seis días que estaba en Vera el rey, cuando se le
entregaron los lugares siguientes: Vera, Antas, Lorin, Sorbas, Teresa,
Cabrera, Sotena, Cricantocia, Las Cuevas, Portilla, Overa, Zurgena,
Huércal, Vélez el Blanco, Turbe, Mojácar, Uleila del Campo, Cuerbro,
Tabernas, Ynox, Albreas, el Box, Santo Perar, Huéscar, Cijola,
Pataloba, Finis, Albanabez, Inmeytin, Ventiagla, Vélez el Rubio,
Tirieza, Xiquena, Purchena, Cúllar, Benamantel, Castilleja, Orce,
Galera, Utreza, Armuña, Bayarque, Sierto, Filabres, Vacares, Durca; y
sin estos otros muchos lugares del río de Almanzor.

Los tres Alabeces suplicaron al Católico rey que los mandase bautizar;
conviene a saber: Alabez, alcaide de Vera; Alabez, alcaide de Vélez el
Rubio, y Alabez, alcaide de Vélez el Blanco.

El rey se holgó mucho de ello, y por ser principales caballeros mandó
que los bautizase el Obispo de Plasencia; y del alcaide de Vera fue
padrino D. Juan Chacón, adelantado de Murcia, y del alcaide de Vélez el
Rubio lo fue un principal caballero llamado D. Juan de Ávalos, hombre
de grande valor, y muy estimado del rey por su grande bondad. Este
Ávalos fue alcaide de la villa de Cuéllar, y él y otros caballeros
naturales de la villa de Mula, llamados Pérez de Hita, pelearon con
los moros de Baza, que cercaron la villa de Cuéllar tan bravamente, que
jamás se vio en tan pocos cristianos tan brava resistencia; y al fin
los moros no la tomaron por ser tan bien defendida.

Esta batalla escribe Hernando del Pulgar, cronista del rey D. Fernando.

Del nombre de este alcaide Ávalos se llamó el alcaide de Vélez el
Rubio D. Pedro de Ávalos, a quien el rey D. Fernando hizo muy grandes
mercedes por su valor, y le dio y otorgó grandes privilegios, en que
pudiese traer armas, y tener oficios nobles en la república. Del
alcaide de Vélez el Blanco, hermano del que hemos dicho, fue padrino un
caballero llamado D. Fadrique. De aquestos tres famosos alcaides hay
hoy día deudos, en especial de Ávalos.

De esta suerte se iban tornando cristianos algunos de los más
principales alcaides de estos lugares, entregándosele sin pensar.

Siendo el rey apoderado de todas estas fuerzas ya dichas, determinó de
irse a Almería por ver su asiento, y ponerla cerco, dando lugar a los
moros que se habían dado para que los que quisiesen se fuesen a África,
o adonde les pareciese, y que los que quisiesen estar quedos, que se
estuviesen.

Con esto el rey fue a Almería, donde tuvieron con los moros encuentros.

Partiose de Almería el rey, dejando el cerco para después; y asimismo
lo hizo en Baza, después de haber bien reconocido y visto donde podía
poner sitio y real.

Tuvo con los moros en Baza grandes encuentros, donde murieron muchos de
ellos: allí hizo D. Juan Chacón cosas memorables.

Levantose el real, y fue a Huéscar, la cual se dio luego. Aquí mandó
el rey despedir la gente de guerra, y él se fue a Caravaca a adorar la
santa cruz que allá está, y de allí se partió a Murcia, donde estaba la
reina Doña Isabel, y descansó aquel año.

En este tiempo hubo grandes rebeliones en los lugares que se habían
dado; pero el rey D. Fernando los apaciguó enviando gente de guerra que
los aquietase.

El año siguiente puso cerco el rey D. Fernando a la ciudad de Baza,
donde hubo muchas escaramuzas y batallas entre moros y cristianos. Vino
a tanto extremo de necesidad Baza, que pidió socorro al rey viejo, que
estaba retirado en Guadix, y al rey Chico de Granada, mas este no quiso
darla ningún socorro. El rey viejo envió bastimentos y gente de guerra
a Baza.

Muchos moros de Granada comenzaron a alborotar la ciudad; y visto
que el rey de ella no quiso dar favor a los de Baza, decían que los
cristianos ganaban el reino, y no eran socorridos los moros, y que era
mal hecho; y así se salían muchos moros secretamente al socorro de Baza.

El rey Chico enojado contra los que alborotaban la ciudad, mandó hacer
pesquisa de ellos, y sabido les hizo cortar la cabeza.

Al fin Baza se dio, y Almería y Guadix, porque el rey viejo las
entregó. El rey D. Fernando le dio ciertas villas en recompensa; pero a
pocos días se pasó a África.

Así como se dieron las tres ciudades dichas, no hubo villa, lugar ni
fortaleza que no se diese al rey Católico; de suerte que todo el reino
estaba aprisionado, salvo la ciudad de Granada; y así será bien dar
fin a las guerras civiles, y tratar del rey de ella.

Ya dijimos como fue prisionero el rey Chico de Granada por el alcaide
de los Donceles D. Diego Fernández de Córdoba, señor de Lucena, y por
el Conde de Cabra; y como el rey D. Fernando le dio libertad, con
condición que el moro le había de dar cierto tributo.

Otrosí, entre estos dos reyes fue concertado que acabado de ganar a
Guadix, Baza y Almería, y todo lo demás del reino, el rey Chico le
había de entregar al rey D. Fernando la ciudad de Granada y Alhama,
con el Alcazaba y Albaicín, Torres-Bermejas y castillo de Bibatambién,
con todas las demás fuerzas de la ciudad; y que el rey D. Fernando le
había de dar al rey moro la ciudad de Purchena y otros lugares en que
estuviese, para que con las rentas de ellos viviese hasta su fin.

Pues habiendo el rey cristiano ganado a Baza, Guadix y Almería, con
todo lo demás, luego envió sus mensajeros al rey moro que le entregase
a Granada y fuerzas de ella, como estaba puesto en el concierto y
trato, y que él le daría a Purchena y los lugares prometidos.

A esto respondió el rey moro que estaba arrepentido del trato hecho,
que aquella ciudad era muy grande y populosa, y llena de gente,
naturales y extranjeros, de los que habían escapado de todas las
ciudades ganadas, y que había diversos pareceres sobre la entrega de
la ciudad, y aun se comenzaban nuevos escándalos en ella; y que aunque
los cristianos se apoderasen de la ciudad, que no la podrían sojuzgar:
por tanto, que su alteza pidiese dobladas parias y tributo, que lo
pagaría, y que no le pidiese a Granada, que no se la podía dar, y que
le perdonase.

Con aquesta respuesta se enojó el rey D. Fernando, en ver que le
quebraba la palabra, y tornó a replicarle, que tenía determinado de
darle a Purchena y otros lugares; y que pues le faltaba de su promesa,
no le daría sino otros pueblos no tan buenos; y que pues decía que la
ciudad de Granada no podía ser sojuzgada, que él se avendría con la
gente, y que siendo entregado en las fuerzas, y quitando las armas a
los moradores, los allanaría con facilidad; y que si no le entregaba la
ciudad le harían cruel guerra.

Turbado el moro de la resolución del rey cristiano, juntó todos sus
consejos, con los cuales comunicó aquel caso, y sobre ello hubo grandes
pareceres.

Los Zegríes decían que no hiciese tal, ni por imaginación, ni quitase
las armas.

Los Gomeles y Mazas estuvieron de aqueste parecer.

Los Venegas, Aldoradines, Gazules y Alabeces, que determinaban ser
cristianos, decían que el rey D. Fernando pedía justicia, pues estaba
así concertado; y ya que debajo de aquel concierto el rey D. Fernando
les había dado lugar de cultivar sus haciendas y labores, y a los
mercaderes para entrar y salir en los reinos de Castilla a tratar con
sus cartas de seguro, que ahora no era justo hacer otra cosa; que no
era de rey quebrar la palabra, pues el cristiano no la había quebrado.

Los Almoradís decían que no convenía darle al rey D. Fernando nada de
lo que pedía, que si él había dado lugar a los moros para cultivar sus
labores, también ellos no habían corrido los campos de las fronteras;
que también ellos gozaban de aquella paz y concierto, y así como los
moros, y mejor.

Toda la demás gente de guerra fue de este parecer, y le fue respondido
al rey Católico, que no había lugar a lo que pedía.

Vista la respuesta del rey moro, y que venían a correr la tierra de
los cristianos, mandó el rey D. Fernando reforzar y guarnecer todas
las fronteras, y proveerlas de bastimentos y municiones, con intento
de poner cerco a Granada el verano siguiente; y así se fue a Segovia a
invernar.



CAPÍTULO XVII.

_En que se da cuenta del cerco de Granada por los reyes Católicos, y de
la fundación de Santa Fe._


El verano siguiente vino el rey D. Fernando a Córdoba, y allí tuvo
ciertas escaramuzas con los moros de Granada, y quitó el cerco de
Salobreña que tenían los moros en aprieto. Hecho esto se fue a Sevilla
a tratar ciertas cosas para el cerco de Granada.

Volvió a Córdoba, y de allí vino a la Vega de Granada y destruyó todo
el Valle de Alhendín, y mataron los cristianos muchos moros, y quemaron
nueve aldeas. En una escaramuza murieron muchos Zegríes a manos de los
cristianos Abencerrajes, y un Zegrí escapó huyendo a darle esta mala
nueva al rey moro.

El rey D. Fernando puso su real en la misma Vega, donde estaba
prevenido todo lo necesario, y puso toda su gente en escuadrón formado
con todas sus banderas tendidas y su real estandarte, en el cual
llevaba por divisa un Cristo crucificado.

Por la nueva que llevó el Zegrí al rey se hizo este

ROMANCE.

      Mensajeros han entrado
    al rey Chico de Granada;
    entran por la puerta Elvira
    y paran en el Alhambra.
      Ese que primero llega
    Mahoma Zegrí se llama,
    herido viene en un brazo
    de una muy mala lanzada.
      Y así como hubo llegado
    desta manera le habla,
    con el rostro demudado
    de color muy fría y blanca:
      «Nuevas te traigo, señor,
    y una muy mala embajada.
    Por ese fresco Genil
    mucha gente viene armada:
      Sus banderas traen tendidas,
    puestas a son de batalla,
    un estandarte dorado
    en el cual viene bordada
      Una muy hermosa cruz,
    que más relumbra que plata,
    y un Cristo crucificado
    traía por cada banda.
      El general desta gente
    el rey Fernando se llama:
    todos hacen juramento
    en la imagen figurada,
    de no salir de la Vega
    hasta rendir a Granada.
      Y con esta gente viene
    una reina muy preciada,
    llamada Doña Isabel,
    de grande nobleza y fama.
      Veisme aquí, herido vengo
    ahora de una batalla,
    que entre cristianos y moros
    en la Vega fue trabada.
      Treinta Zegrís quedan muertos,
    pasados por el espada
    de cristianos Bencerrajes
    con braveza no pensada.
      Perdóname por Dios, rey,
    que no puedo dar el habla,
    que me siento desmayado
    de la sangre que me falta.»
      Estas palabras diciendo
    el Zegrí, allí se desmaya:
    desto quedó triste el rey,
    que no pudo hablar palabra.

Otros cantaron este romance de otra manera; y porque no se le hace
agravio al que le compuso, lo pondremos aquí, aunque los romances
tienen un mismo sentido, y dice así:

      Al rey Chico de Granada
    mensajeros le han entrado;
    entran por la puerta Elvira
    y en el Alhambra han parado.
      Este que primero llega
    es un Zegrí muy nombrado,
    con una marlota negra,
    señal de luto mostrando.
      Las rodillas por el suelo,
    desta manera ha hablado:
    «Nuevas te traigo, señor,
    de dolor en sumo grado.
      Por ese fresco Genil
    un campo viene marchando,
    todo de lucida gente,
    sus armas van relumbrando.
      Las banderas van tendidas,
    y un estandarte dorado:
    el general de esta gente
    es el invicto Fernando.
      En el estandarte trae
    un Cristo crucificado;
    todos hacen juramento
    morir por el figurado,
      Y no salir de la Vega,
    ni volver atrás un paso,
    hasta ganar a Granada
    y tenerla a su mandado.
      Y también viene la reina,
    mujer del rey D. Fernando,
    la cual tiene tanto esfuerzo
    que anima a cualquier soldado.
      Yo vengo herido, buen rey,
    un brazo tengo pasado,
    y un escuadrón de tus moros
    ha sido desbaratado.
      Todo el campo de Alhendín
    queda roto y saqueado.»
    Estas palabras diciendo
    cayó al Zegrí desmayado.
      Mucho lo siente el rey moro,
    del gran dolor ha llorado,
    al Zegrí quitan de allí
    y a su casa le han llevado.

Dejando ahora los romances, y tornando a lo que hace al caso de nuestra
historia, el rey D. Fernando asentó su real, y le fortificó con muy
gran discreción y conforme práctica de milicia, y en una noche se hizo
allí un lugar en cuatro partes partido, quedando en cruz; el cual tenía
cuatro puertas, y todas se veían estando en medio de las cuatro calles.

Hízose esta población entre cuatro grandes de Castilla, y cada uno tomó
un cuartel a su cargo.

Fue cercado de un firme baluarte todo de madera, y por encima cubierto
de lienzo encerado de modo que parecía una firme y blanca muralla, toda
almenada y torreada; siendo una cosa muy de ver, que no parecía sino
labrada de una muy curiosa cantería.

Otro día por la mañana cuando los moros vieron aquel lugar hecho y tan
cerca de Granada, todo torreado, se maravillaron mucho de verle.

El rey D. Fernando como vio acabado aquel lugar, y con tan gran
perfección, le hizo ciudad, y le puso por nombre Santa Fe, y la dotó de
muchas franquezas y privilegios, de los cuales hoy día goza.

Y porque esta ciudad se hizo de esta suerte, se compuso este romance
antiguo, que dice así:

      Cercada está Santa Fe
    con mucho lienzo encerado,
    al derredor muchas tiendas
    de seda, oro y brocado,
      Donde están duques y condes,
    señores de grande estado,
    y otros muchos capitanes,
    que lleva el rey D. Fernando.
      Todos de valor crecido,
    como ya lo habréis notado
    en la guerra que se ha hecho
    en el granadino estado.
      Cuando a las nueve del día
    un moro se ha demostrado
    sobre un caballo negro,
    de blancas manchas manchado;
      Cortados ambos hocicos,
    porque le tiene enseñado
    el moro, que con sus dientes
    despedace a los cristianos.
      El moro viene vestido
    de blanco, azul y encarnado,
    debajo de esta librea
    traía un muy fuerte jaco;
      Una lanza con dos hierros
    de acero muy bien templado,
    una adarga hecha en Fez
    de un ante rico extremado.
      Aqueste perro con befa
    en la cola del caballo,
    la sagrada AVE MARÍA
    llevaba haciendo escarnio.
      Llegando junto a las tiendas
    de esta manera ha hablado:
    «¿cuál será aquel caballero,
    que sea tan esforzado,
    que quiera hacer conmigo
    batalla en aqueste campo?
      Salga uno, salgan dos,
    salgan tres, o salgan cuatro;
    el alcaide de los Donceles
    salga, que es hombre afamado.
      Salga ese conde de Cabra,
    en guerra experimentado;
    salga Gonzalo Fernández,
    que es en Córdoba nombrado,
      O si no Martín Galindo,
    que es valeroso soldado;
    salga ese Portocarrero,
    señor de Palma nombrado,
      O el bravo D. Manuel
    Ponce de León llamado,
    aquel que sacara el guante,
    que por industria fue echado
    donde estaban los leones,
    y él lo sacó muy osado.
      Y si no salen aquestos,
    salga el mismo rey Fernando,
    que yo le daré a entender
    si tengo valor sobrado.»
      Los caballeros del rey
    todos están escuchando;
    cada uno pretendía
    salir con el moro al campo.
      Garcilaso estaba allí,
    mozo gallardo esforzado:
    licencia le pide al rey
    para salir al pagano.
      «Garcilaso, sois muy mozo
    para emprender este caso:
    otros hay en el real
    a quien poder encargarlo.»
      Garcilaso se despide
    muy confuso y enojado,
    por no tener la licencia,
    que al rey le había demandado;
      Pero muy secretamente,
    Garcilaso se había armado,
    y en un caballo morcillo
    salídose había al campo.
      Nadie le ha conocido,
    porque sale disfrazado:
    fuese donde estaba el moro,
    y de esta suerte le ha hablado;
      «Ahora verás tú, moro,
    si tiene el rey D. Fernando
    caballeros valerosos
    que salgan contigo al campo.
      Yo soy el menor de todos,
    y vengo por su mandado.»
    El moro cuando le vido
    en poco le había estimado,
      Y díjole de está suerte:
    «Yo no estoy acostumbrado
    a hacer batalla campal
    sino con hombres barbados.
      Vuélvete, rapaz, le dice,
    y venga el más estimado.»
    Garcilaso se enojó,
    puso piernas al caballo,
      Arremete para el moro,
    y un grande encuentro le ha dado.
    El moro que esto vido,
    revuelve así como un rayo:
      Comienzan la escaramuza
    con un furor muy sobrado:
    Garcilaso, aunque era mozo,
    muy gran valor ha mostrado.
      Diole al moro una lanzada
    que el pecho le ha atravesado,
    y el moro cayera muerto;
    tendido le había en el campo.
      Garcilaso con presteza
    del caballo se ha apeado:
    cortárale la cabeza,
    y en el arzón la ha colgado.
      Quitole el AVE MARÍA
    de la cola del caballo,
    e hincando ambas rodillas
    con devoción la ha besado,
      Y en la punta de la lanza
    por bandera la ha colgado:
    subió en su caballo luego,
    y el del moro había tomado.
      Cargado destos despojos
    al real se había tornado,
    donde están todos los grandes,
    también el rey D. Fernando.
      Todos tienen en grandeza
    aquel hecho señalado:
    también el rey y la reina
    mucho se han maravillado,
    por ser Garcilaso mozo,
    y haber hecho un tan gran caso:
      Garcilaso de la Vega
    desde allí se ha intitulado,
    porque en la Vega hiciera
    campo con aquel pagano.

Como dice el romance, el rey y la reina y todos los del real se
maravillaron de aquel gran hecho de Garcilaso, y el rey le mandó poner
en sus armas las letras del AVE MARÍA; con justa razón, por habérsela
quitado al moro de tan indecente parte, y por ello haberle cortado la
cabeza.

Desde entonces en adelante los moros de Granada salían a tener
escaramuzas con los cristianos en la Vega, en las cuales los cristianos
llevaban lo mejor siempre.

Los valerosos Abencerrajes cristianos suplicaron al rey que les diese
licencia para hacer un desafío con los Zegríes.

El rey conociendo su bondad y valor se la otorgó, dándoles por caudillo
al valeroso caballero D. Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los
Donceles. Hecho el desafío, los moros Zegríes salieron fuera de la
ciudad.

El desafío se hizo de cincuenta a cincuenta; y no muy lejos vinieron
los Zegríes muy bien aderezados, todos vestidos de su acostumbrada
librea pajiza y morada, plumas de lo mismo.

Los bravos Abencerrajes salieron con su acostumbrada librea azul y
blanca, todos llenos de ricos tejidos de plata, las plumas de la
misma color; en sus adargas su acostumbrada divisa, salvajes que
desquijaraban leones, y otros un mundo que le deshacía un salvaje con
un bastón.

De esta forma salió también el valeroso alcaide de los Donceles, y
llegándose los unos a los otros, uno de los caballeros Abencerrajes les
dijo a los Zegríes:

--Hoy ha de ser el día, caballeros, en que nuestros prolijos bandos
han de tener fin, y pagarnos la deuda que nos debéis, causa de vuestra
malicia y envidia.

A lo cual replicaron los Zegríes, que no se gastase el tiempo en
palabras, sino en obras. Diciendo esto se comenzó entre todos una brava
y sangrienta escaramuza, la cual se holgaba el rey de ver, y todos los
demás del real.

Duró esta escaramuza cuatro horas buenas, en la cual hizo el valeroso
alcaide de los Donceles cosas maravillosas, tanto que fue parte su
bondad para que los Zegríes fuesen desbaratados y muchos muertos, y los
demás puestos en huida. Los Abencerrajes los fueron siguiendo hasta
meterlos por las puertas de Granada.

Aquesta escaramuza puso a los Zegríes en grande quebranto, y al mismo
rey de Granada, que lo sintió mucho y de allí adelante se tuvo por
perdido.

Otro día siguiente la reina Doña Isabel tuvo gana de ver el sitio de
Granada, y sus murallas y torres; y así acompañada del rey y de los
Grandes, y gente de guerra, se fue a un lugar, llamado la Zubia, que
está a una legua de Granada, y de allí se puso a mirar la hermosura y
amenidad de la ciudad.

Miraba las torres y las fuerzas del Alhambra; miraba los labrados y
costosos olivares; miraba las Torres-Bermejas, la brava y soberbia
Alcázar y Albaicín, con todas las demás torres, castillos y murallas.
Holgábase mucho de verlo todo la cristianísima reina, y deseaba verse
dentro, y tenerla ya por suya.

Mandó la reina que aquel día no hubiese escaramuza, mas no se pudo
excusar, porque sabiendo que estaba allí la reina, quisieron darla
pesadumbre; y así salieron de Granada más de mil moros, y trabaron
escaramuza con los cristianos, la cual se comenzó poco a poco, y
se acabó muy de veras y a gran priesa, porque los cristianos les
acometieron con tanta fortaleza, que los moros huyeron, y los
cristianos siguieron el alcance hasta las puertas de Granada, y mataron
más de cuatrocientos de ellos, y cautivaron más de cincuenta.

En esta escaramuza se señaló grandemente el alcaide de los Donceles, y
Portocarrero, señor de Palma.

Este día mataron a casi todos los Zegríes: también esta pérdida sintió
el rey de Granada, porque fue mucha.

La reina se volvió al real con toda su gente, muy contenta de haber
visto a Granada y su asiento.

En este tiempo unos leñadores moros se hallaron las cuatro marlotas
y los cuatro escudos de los turcos que hicieron la batalla por la
reina Sultana; y como entraron en Granada con ellas, y conocieron las
marlotas y escudos por sus divisas, se las tomaron a los leñadores,
preguntándoles dónde habían habido aquellas ropas y escudos. Los
leñadores dijeron que ellos las habían hallado en lo más espeso del
Soto de Roma. Gazul, sospechando mal, les volvió a preguntar si habían
hallado a algunos caballeros muertos. Los leñadores respondieron que no.

Gazul mandó llevar las marlotas y escudos a casa de la reina Sultana, y
fue él también allá, y mostrando las marlotas a la reina, dijo:

--Señora, ¿no son estas las propias marlotas de los caballeros que os
libraron de la muerte?

La reina Sultana las miró bien, y luego las conoció, y dijo que ellas
eran.

--Pues, ¿qué es la causa --dijo Gazul-- que unos leñadores se las hayan
hallado?

--No sé qué pueda ser --dijo la reina.

Luego sospecharon que los Zegríes y Gomeles los habían muerto, y que no
podía ser otra cosa.

Gazul contó lo que pasaba a los Alabeces y Venegas, Aldoradines y
Almoradís, los cuales por aquel respecto trataron mal de palabras a
los Zegríes que quedaban, y a los Gomeles y Mazas: estos, como estaban
libres de aquello que se les imputaba, defendían su partido, y sobre
ello se revolvió entre dichos linajes de caballeros una pendencia,
por cuya causa casi se perdiera Granada; que harto tuvo el rey y los
alfaquíes que apaciguar, y decían los alfaquíes:

--¿Qué hacéis, caballeros de Granada? ¿Por qué volvéis las armas contra
vosotros mismos, estando vuestros enemigos a las puertas de la ciudad?
Mirad que lo que ellos habían de hacer, hacéis vosotros. Mirad que nos
perdemos, y no es tiempo de andar en divisiones.

Tan buenas razones dijeron los alfaquíes, y tanto hizo el rey y otros
caballeros, que todo este escándalo fue apaciguado con gran pérdida de
los caballeros Gomeles y Mazas, y algunos de sus contrarios.

Muza, que deseaba que la ciudad se diese al cristiano rey, viendo
armada de nuevo aquella división entre los más principales, se
holgó mucho por lo que él y los de su bando pretendían, que era ser
cristianos y entregar la ciudad al rey D. Fernando; y un día estando a
solas con el rey su hermano, le habló de esta manera:

--Muy mal lo has mirado, hermano Abdalí, en haber quebrado la palabra
que le diste al rey cristiano, y no es trato de rey faltar en lo que
propone. Veamos ahora cómo te puedes conservar en esta ciudad, que
te ha quedado sola de tu reino. Bastimentos van faltando, puesta en
división, no olvidados los rencores contra ti por la muerte de los
Abencerrajes, por su destierro tan sin ocasión, y por la deshonra
que hiciste a tu mujer la reina, que aunque fue bien vengada, los
Almoradís y Marines sus parientes te tienen un odio mortal: no
quisiste recibir jamás de mí ningún consejo, que si lo admitieras, no
vinieras al estado miserable en que estás puesto, no teniendo socorro
ninguno para resistir la pujanza grande del rey cristiano. Y así, ¿qué
determinas hacer? ¿No hablas? ¿Por qué no me respondes? De mi voto, si
no te quieres perder de todo punto, entrega al rey D. Fernando esta
ciudad, pues que te da en qué y con qué vivas tú y tus siervos. No le
indignes más, cumple la palabra con voluntad, si no quieres que a tu
pesar te la haga cumplir. Adviértote que están determinados los más
principales caballeros de Granada de irse a servir al rey Católico, o
darte muy cruel guerra; y si quieres saber quién son, has de saber que
los Alabeces y Gazules, Aldoradines y Venegas, Azarques y Alarifes,
y todos los de sus parcialidades, que tú conoces muy bien, y yo el
primero, queremos ser cristianos y servir al rey D. Fernando. Por
tanto, consuélate, y mira que si estos que te digo te faltan, ¿qué
harás aunque sea en tu favor todo lo restante de la ciudad? Porque
todos estos quieren guardar sus haciendas, y no quieren ver su amada
patria destruida y saqueada, ni sus reales banderas y estandartes
rotos con violencia no vista, y ellos esclavos, divididos por diversas
partes de los reinos de Castilla. Muévete a hacer lo que te digo: mira
con cuánta piedad y misericordia el rey D. Fernando ha tratado a los
pueblos del reino, dejándoles vivir con libertad en sus propias casas
y haciendas, pagando lo mismo que a ti te pagaban, y que traigan sus
ropas y vestidos, y hablen la lengua y vivan en su ley.

Muy admirado y confuso se halló el rey con las razones que su hermano
Muza decía, y con la libertad con que le hablaba; y dando un doloroso
suspiro, viendo que de todo punto le convenía dar su ciudad bella,
porque no tenía reparo de hacer otra cosa; considerando que todos los
caballeros querían ser de la parte del rey Católico, y su mismo hermano
con ellos, y considerando que si no entregaba la ciudad, los males
que la gente de guerra en ella pudieran hacer, así de robos como de
forzar a las doncellas y casadas, y otras cosas que los victoriosos
soldados suelen hacer en las ciudades que rinden, le dijo a su hermano
que estaba de parecer de darle ayuda y ponerse en las manos del rey D.
Fernando.

Y para la ejecución de ello le dijo a Muza que llamase y juntase todos
los caballeros y linajes que estaban de aquel parecer, lo cual hizo
luego el capitán Muza.

Y siendo juntos en el Alhambra, se trató con ellos si le darían al
victorioso rey D. Fernando a Granada. Todos los que estaban allí,
Alabeces, Aldoradines, Gazules, Venegas, Azarques, Alarifes y otros
muchos caballeros de este bando, dijeron que la ciudad se entregase al
rey D. Fernando.

Visto que la flor y lo mejor de los caballeros de Granada estaban de
parecer que la ciudad se entregase; mandando luego tocar sus trompetas
y añafiles, al cual son se juntaron todos los caballeros, y cuando el
rey Chico los vio juntos, les contó lo que estaba tratado entre él y su
hermano, que por dolerse de la ciudad y no verla por el suelo, se la
quería entregar al rey cristiano.

En la ciudad alborotada por esto, daban diferentes votos unos de
otros: los unos decían que no se diese la ciudad; otros que sí, porque
era bien para toda la ciudad; otros decían que anduviese la guerra, y
que les vendría socorro de África; otros que no vendría.

En estos dares y tomares estuvieron treinta días, al cabo de los
cuales fue entre todos determinado de dar la ciudad, y ponerse a la
misericordia del rey D. Fernando; y con condición que todos los que
quisiesen vivir en su ley y quedarse con sus haciendas, trajes y
lenguaje, así como habían quedado todas las demás ciudades, villas y
lugares que al rey cristiano se le habían entregado.

Acordado esto de esta manera, fueron a hablar al rey D. Fernando sobre
ello, y los que fueron a tratarlo eran Alabeces, Aldoradines, Gazules,
Venegas, y Muza por cabeza de todos; los cuales salieron de la ciudad
y fueron a Santa Fe donde estaba el rey D. Fernando acompañado de los
Grandes de Castilla; el cual como vio venir tan grande escuadrón, mandó
que el real se apercibiese por si fuese menester, aunque por cartas de
Muza sabía lo que se trataba en Granada.

Llegaron al real los granadinos caballeros, se apearon y entraron en
Santa Fe, y fueron al alojamiento real. Eran Muza, Malique Alabez,
Aldoradín y Gazul, los cuales llevaban comisión de tratar este negocio.

Todos los demás caballeros moros quedaron fuera del real paseándose y
hablando con los demás caballeros, admirados de ver tanta braveza y
apercibimiento de guerra, y de ver aquel fuerte real y su asiento.

Finalmente, los comisarios moros hablaron con el rey, y Aldoradín,
caballero muy estimado, dijo lo siguiente:

_Razonamiento que se hizo al rey D. Fernando._

  «No las sangrientas armas ni el belicoso son de acordadas trompetas
  y retumbantes cajas, ni arrastradas banderas, ni muerte de varones
  ínclitos, invicto y poderoso rey Católico, ha sido parte para que
  nuestra ciudad de Granada viniese a entregarse, y dar, y abatir sus
  reales pendones, sino la fama de tu soberana virtud y misericordia,
  que de ordinario usas con tus súbditos, lo cual es muy manifiesto
  a todos; y confiados en que nosotros los moradores de la ciudad de
  Granada no seremos menos tratados ni honrados que los demás que a tu
  grandeza se han dado, nos venimos a poner en tus reales manos, para
  que de nosotros y de todos los de la ciudad hagas tu voluntad, como
  de humildes vasallos; y desde ahora prometemos de darte a Granada y
  todas sus fuerzas, para que de la ciudad y de ellos dispongas a tu
  voluntad; y el rey besa tus reales pies y manos, y pide perdón de
  haber faltado a la palabra y juramento dado; y porque tu grandeza vea
  ser esto así, toma una carta suya, la cual me mandó que pusiese en
  tus reales manos.»

Diciendo esto hincadas ambas rodillas, besó la carta, y se la dio al
rey D. Fernando; y recibiéndola con mucho contento la abrió, y leída
entendió el rey ser así lo que Aldoradín le había dicho, y que su
alteza fuese a Granada y tomase posesión de la ciudad y del Alhambra.

El Aldoradín pasó adelante con su plática diciendo:

  «Las condiciones arriba dichas son que los moros que quisiesen ir
  al África se fuesen libres, y que los que se quisiesen quedar que
  les dejasen sus bienes, y que los que quisiesen vivir en su ley,
  viviesen, y trajesen su hábito y hablasen su lengua.»

Todo lo cual les otorgó el rey D. Fernando muy alegremente; y así los
cristianos reyes de Castilla y de Aragón, D. Fernando y Doña Isabel
fueron con gran parte de su gente a Granada, dejando su real a muy buen
recaudo; y día de los reyes en treinta días de diciembre, les fue a los
reyes Católicos entregada la fuerza del Alhambra: a dos días del mes
de enero la reina Doña Isabel y su corte, con toda la gente de guerra,
partió de Santa Fe a Granada, y en un cerro que estaba junto a ella se
puso a mirar la hermosura de la ciudad, aguardando que se hiciese la
entrega de ella.

El rey D. Fernando también, acompañado de sus Grandes de Castilla, se
puso por la parte de Genil adonde salió el rey moro, y en llegando le
entregó las llaves de la ciudad y de las fuerzas, y se quería apear
para besarle los pies. El rey D. Fernando no consintió que hiciese lo
uno ni lo otro.

Finalmente, el moro le besó la mano y le entregó las llaves, las
cuales dio el rey al conde de Tendilla, por haberle hecho merced de la
alcaidía, porque la tenía bien merecida; y así entraron en la ciudad
y subieron al Alhambra, y encima de la torre de Comares tan famosa,
se levantó la señal de la santa Cruz, y luego el estandarte de los
Católicos reyes; y los dos reyes de armas dijeron en altas voces: _Viva
el rey D. Fernando, por él, y por la reina Doña Isabel, su mujer_.

La Católica y serenísima reina que vio la señal de la santa Cruz encima
de la torre de Comares, y su estandarte real con ella, se hincó de
rodillas, y puestas las manos dio infinitas gracias a Dios por la feliz
victoria que había ganado contra aquella populosa ciudad de Granada.

La música de la capilla del rey cantó luego: _Te Deum laudamus._ Fue
tan grande el placer de todos, que lloraban. Luego se oyeron en el
Alhambra mil instrumentos de bélicas trompetas, pífanos y cajas.

Los moros amigos del rey D. Fernando, que querían ser cristianos, y
cuya cabeza era Muza, tocaron muchas dulzainas y añafiles, sonando gran
ruido de tambores por toda la ciudad.

Los caballeros moros que habemos dicho en aquella noche jugaron
galanamente alcancías y cañas, las cuales se holgaron de ver los dos
cristianos reyes. Había tantas luminarias, y tantas fiestas y regocijos
aquella noche, que era cosa de ver.

Dice nuestro cronista, que aquel día de la entrega de la ciudad, el rey
moro hizo sentimiento en dos cosas.

La una es que pasando el rey moro un río, los moros que iban a la par
de él le cubrieron los pies, lo cual el rey no quiso consentir.

La otra costumbre es que subiendo el rey alguna escalera, los zapatos
que se descalza, o pantuflos, al pie de ella, los más principales que
van con él se los suben; lo cual el rey moro no quiso consentir aquel
día.

Y así como llegó a su casa el rey moro, que era el Alcazaba, comenzó a
llorar lo que había perdido; al cual llanto le dijo su madre que, pues
no había sido para defenderla, hacía bien llorarla.

Todos los Grandes de Castilla le fueron a besar las manos al rey D.
Fernando y a la reina Doña Isabel, y a jurarlos por reyes de Granada
y su reino. Los Católicos reyes hicieron muchas mercedes a todos los
caballeros que se habían hallado en la conquista de Granada.

Entregada la ciudad fueron puestas todas las armas de los moros en el
Alhambra.

Acabado de dar asiento en las cosas de Granada, mandó el rey D.
Fernando que a los caballeros Abencerrajes se les volviesen todas sus
casas y haciendas, y sin esto les hizo grandes mercedes.

Lo mismo hizo con Reduán, Sarracino y Abenámar, los cuales habían
servido en la guerra muy bien, y con grande fidelidad.

Muza y Celima se volvieron cristianos, y los casó el rey, y les dio
grandes haberes.

La reina Sultana fue a besar las manos a los reyes Católicos, los
cuales la recibieron benigna y amorosamente, y dijo que quería ser
cristiana; y así la bautizó el nuevo arzobispo, y la puso por nombre
Doña Isabel de Granada. Casola el rey con un principal caballero, y le
dio en dote dos lugares.

A todos los Alabeces y Gazules el rey les hizo grandes mercedes,
especialmente a Malique Alabez, que se llamó D. Juan Alabez, y el
mismo rey fue padrino suyo, y de Aldoradín, al cual llamó de su propio
nombre Fernando Aldoradín.

El rey mandó que si quedaban Zegríes, que no viniesen a Granada, por la
maldad que hicieron contra los Abencerrajes.

Los Gomeles se fueron a África, y el rey Chico con ellos, que no quiso
estar en España aunque le habían dado a Purchena en que viviese; y
en el África le mataron los moros de aquellas partes porque perdió a
Granada.

Nuestro moro cronista nos advierte de una cosa, y es, que los
caballeros llamados Mazas, que no era este su propio nombre, sino
Abembices. De este nombre Abembiz hubo dos linajes en Granada, y no
bien puestos los unos con los otros, porque cada uno decía ser de más
claro linaje que el otro.

Sucedió que el bando de aquellos Abembices en tiempo del rey de
Castilla D. Juan I tuvieron una batalla en la Vega de Granada con los
cristianos, y de los cristianos se llamaba el capitán y alférez, que
era su hermano, D. Pedro Maza.

Decían ser estos caballeros del reino de Aragón y de Valencia, y que
esta sangrienta batalla fue muy reñida; de manera que los capitanes de
ambas partes murieron, asimismo los alféreces, y los estandartes fueron
trocados; que el de los moros llevaron los cristianos, y los moros se
llevaron el de los cristianos; y fueron cautivos, así de una parte como
de otra, y respecto de aquella cruel batalla por la memoria de ella,
en Granada diciendo o nombrando los Abembices, respondían los Mazas o
los otros. De manera que fueron llamados los Abembices Mazas, y se
quedaron con aquel nombre.

El rey D. Fernando les dio a los caballeros Venegas muy grandes
mercedes y privilegios, como que pudiesen traer armas; y asimismo a los
Alabeces y Aldoradines.

La hermosa reina, que ser solía llamada Doña Isabel de Granada siendo
casada, como ya hemos dicho, dio libertad a su criada Esperanza de
Hita, y muchas y muy ricas joyas, y la envió a Mula, de donde era
natural, al cabo de siete años de cautiverio.

No muchos días después de tomada Granada, fue hallada una cueva de
armas, de la cual se hizo grande pesquisa; y descubierta la verdad, se
hizo justicia de los culpados.

Algunas cosas de aquestas no llegaron a noticia de Hernando del Pulgar,
cronista de los Católicos reyes; y así no las escribió ni la batalla
que los cuatro caballeros cristianos hicieron por la reina, porque de
ello se guardó el secreto; y si algo de estas cosas supo y entendió, no
puso la pluma en ello, por estar ocupado en otras cosas tocantes a los
Católicos reyes y de más gravedad.

Nuestro moro cronista supo de la Sultana, debajo de secreto, todo lo
que pasó, y ella le dio las dos cartas; la que envió a D. Juan Chacón,
y la respuesta que le envió; que así él pudo escribir aquella famosa
batalla, sin que nadie entendiese quién fueron hasta ahora.

Visto por el cronista perdido el reino de Granada, se fue a África y a
Tremecén, llevando todos sus papeles consigo: allí murió, y dejó hijos
y un nieto suyo no menos hábil que él, llamado Argutarfa, el cual
recogió todos los papeles de su abuelo, y en ellos halló este pequeño
libro, que no estimó en poco, por tratar la materia de Granada, y por
grande amistad se lo presentó a un judío, llamado Saba Santo, quien le
sacó en hebreo por su contento, y el original arábigo le presentó a D.
Rodrigo Ponce de León, conde de Bailén.

Y por saber lo que contenía, y por haberse hallado su abuelo y
bisabuelo en las dichas conquistas, le rogó al judío que le tradujese
en castellano, y después el conde me hizo merced de dármelo.

Y pues ya hemos acabado de decir todas las guerras civiles, y los
bandos de los Zegríes y Abencerrajes, diremos algunas cosas de D.
Alonso de Aguilar, y cómo le mataron los moros en Sierra Bermeja, con
algunos romances de su historia, y daremos fin a los amores de Gazul y
Lindaraja.

Así como bautizaron a Gazul, y habiéndole hecho el rey merced, pidió
licencia para ir a Sanlúcar, y diósela. Partiose luego, y llego con
brevedad, con el deseo que tenía de ver a su señora, y le hizo saber
con un paje su venida.

Ella estaba enojada con él sobre ciertos celos, y no quiso oír al paje,
de lo cual le pesó a Gazul; y sabiendo que en Gelves se jugaban cañas,
porque el alcaide de allí las había ordenado por la paz de los reinos,
quiso ir a jugarlas para mostrar su valor; y así un día se puso muy
galán, la librea blanca, morada y verde, y las plumas de lo mismo,
llenas de argentería de oro y plata, el caballo enjaezado de lo mismo;
y antes de partirse fue por la calle de Lindaraja por verla, y él
llegaba a sus ventanas cuando la dama salía a un balcón.

Gazul que la vio, lleno de alegría y contento picó al caballo, y
llegando junto al balcón le hizo arrodillar y poner la boca en el
suelo, así como aquel que le tenía enseñado en aquello para aquella
hora. Comenzó a hablar diciendo:

--Qué le mandaba para Gelves, que iba allí a jugar cañas, y que con
haberla visto llevaba esperanza de que le iría bien en aquella jornada.

La dama le respondió, que a la dama que servía le pidiese favores, que
a ella no había para qué, que no cuidase de engañar a nadie; y diciendo
esto, echándole muchas maldiciones, se quitó del balcón y cerró la
ventana con gran furia.

Gazul viendo aquel gran disfavor de su dama, arremetió el caballo a la
pared; y así hizo la lanza pedazos y se volvió a su casa, y se desnudó
para no ir a las cañas.

No faltó quien le diese noticia de esto a Lindaraja, la cual estaba
arrepentida de lo que había hecho; y así con un paje envió a llamar a
Gazul para que se viese con ella en un huerto que ella tenía.

Gazul lleno de alegre esperanza vino a su llamado, y se vio con ella en
aquel jardín, donde ella le dio disculpas, y pidió perdón de lo hecho,
y se casaron los dos; y para que fuese a jugar cañas a Gelves ella le
dio muy ricas empresas, y por esto se dice este

ROMANCE.

      Por la plaza de Sanlúcar
    galán paseando viene
    el animoso Gazul
    de blanco, morado y verde.
      Quiérese partir el moro
    a jugar cañas a Gelves,
    que hace fiestas su alcaide
    por las paces de los reyes.
      Adora una Abencerraje,
    reliquia de los valientes
    que mataron en Granada
    los Zegríes y Gomeles.
      Por despedirse y hablarla,
    vuelve y revuelve mil veces,
    penetrando con los ojos
    las venturosas paredes.
      Al cabo una hora de noche,
    de esperanzas impacientes,
    viola venir al balcón,
    haciendo los años breves.
      Arremetió su caballo,
    viendo aquel sol que amanece,
    haciendo que se arrodille,
    y el suelo en su nombre bese.
      Con voz turbada la dice:
    «No es posible sucederme
    cosa triste en esta empresa,
    habiéndote visto alegre.
      Allá me llevan sin alma
    obligación y parientes;
    volverame mi cuidado,
    por ver si de mí le tienes.
      Dame una empresa o memoria,
    y no para que me acuerde,
    sino para que me adorne,
    guarde, acompañe y esfuerce.»
      Celosa está Lindaraja,
    que de celos grandes muere
    de Zaida, la de Jerez,
    porque su Gazul la quiere;
      Y de esto la han informado,
    que por ella ardiendo muere;
    y así a Gazul le responde:
    «Si en la guerra te sucede,
      Como mi alma desea,
    y el tuyo falso merece,
    no volverás a Sanlúcar,
    tan ufano como sueles,
    a los ojos que te adoran,
    y a los que más te aborrecen.
      Y plegue Alá que en las cañas
    los enemigos que tienes,
    te tiren secretas lanzas,
    porque mueras como mientes.
      Y que traigan fuertes jacos
    debajo los alquiceles,
    porque si quieres vengarte,
    acabes, y no te vengues.
      Tus amigos no te ayuden,
    tus contrarios te atropellen,
    y que en hombros de ellos salgas,
    cuando a servir damas entres;
      Y que en lugar de llorarte
    las que engañas y entretienes,
    con maldiciones te ayuden,
    y de tu muerte se alegren.»
      Piensa Gazul que se burla,
    que es propio del inocente;
    y alzándose en los estribos,
    tomarla la mano quiere.
      «Miente, la dice, señora,
    el moro que me revuelve,
    a quien estas maldiciones
    le vengan, porque me vengue.
      Mi alma aborrece a Zaida;
    de que la amé se arrepiente:
    malditos sean los años
    que la serví por mi suerte.
      Dejome a mí por un moro
    más rico de pobres bienes.»
    Esto que oye Lindaraja,
    aquí la paciencia pierde.
      A este tiempo pasó un paje
    con sus caballos jinetes,
    que los llevaba gallardos
    de plumas y de jaeces.
      La lanza con que ha de entrar
    la tomó, y fuerte arremete,
    haciéndola mil pedazos
    contra las mismas paredes.
      Y manda que sus caballos,
    jaeces y plumas truequen,
    los verdes en leonados,
    para entrar leonado en Gelves.

Ya contamos como habiendo pasado aquestas palabras entre Lindaraja
y Gazul, ella se quitó del balcón muy enojada y confusa, y dio
con su mano a las puertas de la ventana, y con mucho furor la
cerró inconsideradamente: mas después siendo de ello arrepentida,
como aquella que amaba de todo corazón a Gazul, y sabiendo como
desesperadamente había trocado sus aderezos verdes, azules y blancos,
en leonados, y roto la lanza con enojo en la pared, como atrás se dijo;
enviándole a llamar, que le esperaba en su jardín, trató con él muy
largas cosas, y entre los dos se casaron, y ella le dio para irse al
dicho juego de cañas a Gelves ricas preseas por su memoria.

Y de esto se hizo este romance, que dice así:

      Adornado de preseas
    de la bella Lindaraja,
    se parte el fuerte Gazul
    a Gelves a jugar cañas.
      Cuatro caballos jinetes
    lleva cubiertos de galas,
    con mil cifras de oro fino,
    que dicen: _Abencerraja_.
      Cada librea de Gazul
    era azul, blanca y morada,
    los penachos de lo mismo
    con una pluma encarnada.
      De costosa argentería,
    de fino oro, y fina plata,
    pone el oro en lo morado,
    la plata en lo rojo esmalta.
      Un salvaje por divisa
    lleva enmedio de la adarga,
    que desquijara un león,
    divisa hermosa y usada
      De nobles Abencerrajes,
    que fueron flor de Granada;
    de todos bien conocida,
    y de muchos estimada.
      Llevaba el fuerte Gazul,
    por respeto de su dama,
    que era de Abencerrajes,
    a quien por extremo amaba,
      Una letra en lengua mora
    que dice: _Nadie la iguala._
    De aquesta suerte Gazul
    de Gelves entró en la plaza
      Con treinta de su cuadrilla,
    que así concertado estaba,
    de una librea vestidos,
    que admira a quien los miraba;
      Y una divisa sacaron
    que ninguno discrepaba,
    si no fue solo Gazul
    en las cifras que llevaba.
      Al son de los añafiles
    el juego se comenzaba,
    tan trabado y tan revuelto,
    que parece una batalla.
      Mas el bando de Gazul
    en todo lleva ventaja:
    el moro caña no tira
    que no aportille una adarga.
      Míranlo mil damas moras
    de balcones y ventanas,
    también lo estaba mirando
    la hermosa mora Zaida;
      La cual dicen de Jerez
    que en las fiestas se hallara:
    vestida va de leonado
    por el luto que llevaba
      Por su esposo tan querido,
    que el bravo Gazul matara.
    Zaida bien le reconoce
    en el tirar de la caña:
      Acuérdase en su memoria
    de aquellas cosas pasadas,
    cuando Gazul la servía
    y ella le fue tan ingrata.
      Muy mal pagó sus servicios,
    y lo mucho que él la amaba:
    siente tanto dolor de esto,
    que allí cayó desmayada;
      Y al cabo que volvió en sí,
    su criada la hablara:
    «¿Qué es esto, señora mía?
    ¿Por qué causa te desmayas?»
      Zaida respondiera así,
    con voz muy baja y turbada:
    «Advierte bien aquel moro
    que arrojó ahora la caña:
      Aquel se llama Gazul,
    cuya fama es bien nombrada;
    seis años fui de él servida,
    sin de mí alcanzar nada.
      Aquel mató a mi marido,
    y de ello yo fui la causa;
    y con todo esto le quiero,
    y le tengo acá en el alma.
      Holgara que me quisiera,
    pero no me estima en nada;
    adora una Abencerraje,
    por quien vivo desmayada.»
      En esto se acabó el juego,
    y la fiesta aquí se acaba:
    Gazul se parte a Sanlúcar
    con mucha honra ganada.

Muy maravillados quedaron en Gelves de la bondad y fortaleza de Gazul,
y cuán bien lo había hecho en el juego de cañas; y de su valor quedaron
muchas damas amarteladas, y se holgaron de ser amadas de tan buen
caballero.

Llegado Gazul a Sanlúcar, luego fue a ver a su dama Lindaraja, la cual
no se holgó poco de su venida, y preguntándole muy por extenso todo lo
que en Gelves había pasado, el enamorado Gazul la satisfizo de todo con
mucha alegría, contándola cuán bien le había ido en aquel viaje; y por
esto se hizo el siguiente

ROMANCE.

      De honor y trofeos lleno,
    más que el gran Marte lo ha sido,
    el valeroso Gazul
    de Gelves había venido.
      Vínose para Sanlúcar,
    donde fue bien recibido
    de su dama Lindaraja,
    de la cual es muy querido.
      Estando ambos a dos
    en un jardín muy florido,
    con amorosos regalos
    siendo cada cual servido,
      Lindaraja aficionada,
    una guirnalda ha tejido
    de clavellinas y rosas,
    y de un alhelí escogido.
      Cercada de violetas,
    flor que de amantes ha sido,
    se la puso en la cabeza
    a Gazul, y así le ha dicho:
      «Nunca fuera Ganimedes
    de rostro tan escogido:
    si el gran Júpiter te viera,
    él te llevara consigo.»
      El fuerte Gazul la abraza,
    diciéndola con un riso:
    «No pudo ser tan hermosa
    la que el Troyano ha escogido;
      Por la cual se perdió Troya,
    y en fuego se había encendido,
    como tú, señora mía,
    vencedora de Cupido.»
      «Si hermosa te parezco,
    Gazul, cásate conmigo,
    pues que me diste la fe
    que serías mi marido:»
    «Pláceme, dice Gazul,
    pues yo gano en tal partido.»

Estas y otras amorosas palabras pasaron entre Lindaraja y su amante
Gazul; y así ordenaron de casarse, y Gazul se la pidió a su tío, en
cuyo poder estaba Lindaraja.

El tío se holgó mucho, por ser Gazul principal y valiente; y así se
celebraron las bodas, y fueron muy costosas, y se hallaron en ellas
muchos caballeros cristianos y moros; porque vinieron de Granada los
cristianos Gazules, Abencerrajes y Venegas.

También vino Daraja, hermana de Lindaraja, y su marido Zulema, que eran
ya cristianos y muy queridos del rey Católico, y hubo toros, cañas y
sortija.

Duraron estas fiestas dos meses, al cabo de los cuales todos los
caballeros que habían venido de Granada se volvieron, llevando consigo
a los desposados, los cuales en llegando fueron a besar las manos a los
reyes Católicos, de lo que holgaron mucho en verlos, y mandaron que
todos los bienes del padre de Lindaraja se los entregasen a Gazul y su
esposa.

Tornose cristiana Lindaraja, y llamose Doña Juana; él se llamó D. Pedro
Gazul cuando le bautizaron.

En esta historia de Gazul se quedó por poner otro romance que era
primero que el de Sanlúcar; mas por no estar bueno, y no haberle
entendido el autor que le hizo, se puso al principio, porque no causara
confusión; y porque no quede con aquella ignorancia, diremos la verdad
del caso.

El romance que digo, es aquel que dice: _Sale la estrella de Venus_,
y el que le compuso no entendió la historia, porque no tuvo razón de
decir que se casaba Zaida, hija del alcaide de Jerez, con el alcaide de
Sevilla y su fuerza, porque el Gazul que mató al desposado de Zaida,
no fue en tiempo que Jerez ni Sevilla eran de moros, sino en tiempo
de los reyes Católicos, como se prueba por aquel verso del romance de
Sanlúcar, cuando dice: _Reliquia de los valientes_; pues en este tiempo
ya habían ganado los cristianos a Sevilla y Jerez. Mas hase de entender
de esta manera el romance y su historia.

Zaida la de Jerez era nieta o biznieta de los alcaides de allí, siendo
Jerez tomada de cristianos, y quedando los moros en pleitesía, gozando
de sus libertades, lengua y hábito, y viviendo en su secta; siendo los
cristianos señores de la ciudad y fortaleza.

Lo mismo fue en Sevilla, que aquel moro rico que dice el romance que
se casaba con Zaida, por ser alcaide en Sevilla; no porque lo era él,
sino su abuelo, y el moro vivía en Sevilla con los demás que en ella
quedaron, y entre todos se trató el casamiento que dice el romance.

Pues viniendo al caso, Gazul servía a Zaida en tiempo que se trató el
casamiento con el moro de Sevilla, y nunca pudo alcanzar Gazul lo que
pretendía, porque sabía Zaida que sus padres no querían casarla con él,
sino con el sevillano, por tener algún deudo con él, y por ser más rico
que Gazul; y por eso no le favorecía, aunque le amaba de secreto, y no
lo manifestaba por no dar disgusto a sus padres.

Pues estando ya tratado el casamiento, una noche en cierta zambra que
se hacía en la casa de Zaida se halló Gazul; porque entonces había
licencia para entrar de paz los moros en las tierras de los cristianos
a tratar o a hablar con los demás moros que estaban en ellas.

Pues como se halló allí, danzó la zambra con Zaida; y estando danzando
asidos de las manos, como es costumbre en aquel baile, no pudo
refrenarse Gazul tanto con el demasiado amor que a Zaida tenía, que al
tiempo que acabó de danzar, no la abrazase estrechamente; lo cual visto
por el moro sevillano, así como un león, lleno y ciego de cólera, puso
mano a su alfanje y fue a herir a Gazul, el cual se puso en defensa, y
aun hubiera ofendido muy mal al desposado, si no fuera por la gente que
se puso de por medio.

Alborotada la sala de Zaida por esta ocasión, sus padres de ella se
enojaron mucho con Gazul, y le dijeron que se fuese a su casa.

Gazul sin replicar en cosa alguna se salió muy enojado de allí, y juró
de matar al desposado, y para ello aguardó tiempo y lugar oportuno;
y sabiendo cuando se desposaba Zaida, ya que era hora, se aderezó
muy bien, y subió en un muy buen caballo, y partió de Medina-Sidonia
para Jerez, y entró al anochecer cuando salían Zaida y su desposado,
acompañados de muchos caballeros, así cristianos como moros, de su
casa, para ir a otra donde se habían de celebrar las bodas; lo cual
visto por Gazul, rabioso de celos y de cólera, echó mano a un estoque
y embistió con el desposado y le dio una estocada, de la cual quedó
muerto.

Admirados los circunstantes de la tal hazaña, no sabían qué hacer,
ni qué decir, salvo los parientes del muerto y los de Zaida, que
acometieron a Gazul para matarle, diciendo: «Muera el traidor»; pero el
valiente Gazul se defendió de todos, hiriendo a algunos de ellos, sin
que a él le ofendiesen; y así escapó de todos juntos.

Por la muerte de Zaide, y por este hecho se dijo este romance que
sigue, el cual se había de poner primero que los ya dichos de Gazul;
mas pues se ha declarado la causa, no importa que se ponga aquí,
diciendo de esta manera:

      Sale la estrella de Venus
    al tiempo que el sol se pone,
    y la enemiga del día
    su negro manto descoge.
      Y con ella un fuerte moro,
    semejante a Rodamonte,
    sale de Sidonia armado;
    de Jerez la Vega corre,
      Por do entra Guadalete
    al mar de España, y por donde
    Santa María del Puerto
    recibe famoso nombre.
      Desesperado camina,
    que aunque es de linaje noble,
    le deja su dama ingrata,
    porque se suena que es pobre;
      Y aquella noche se casa
    con un moro, feo y torpe,
    porque es alcaide en Sevilla
    del Alcázar y la Torre.
      Quejábase grandemente
    de un agravio tan enorme,
    y a sus palabras la Vega
    con el eco le responde:
      «Zaida, dice, más airada
    que el mar que las nubes sorbe;
    más dura e inexorable,
    que las entrañas de un monte:
      ¿Cómo permites, cruel,
    después de tantos favores,
    que de prendas que son mías
    ajena mano se adorne?
      ¿Es posible que te abrazas
    a las cortezas de un roble,
    y dejas el árbol tuyo
    desnudo de fruto y flores?
      ¡Dejas a un pobre muy rico,
    y un rico muy pobre escoges,
    y las riquezas del cuerpo
    a las del alma antepones!
      ¡Dejas al noble Gazul,
    dejas seis años de amores,
    das la mano a Alabenzaide,
    que aun apenas le conoces!
      Alá permita, enemiga,
    que te aborrezca y le adores,
    que por celos de él suspires,
    y por ausencia le llores;
      Y en la cama le fastidies,
    y que en la mesa le enojes;
    y que de noche no duermas,
    y de día no reposes;
      Ni en las zambras, ni en las fiestas
    no se vista tus colores,
    ni el almaizar que le labres,
    ni la manga que le bordes;
      Y se ponga el de su amiga
    con la cifra de su nombre,
    y para verle en las cañas
    no consienta que te asomes
      A la puerta, ni ventana,
    para que más te alborotes;
    y si le has de aborrecer,
    que largos años le goces;
      Y si mucho le quisieres
    de verle muerto te asombres,
    que es la mayor maldición,
    que te pueden dar los hombres.
      Y plegue Alá que te enfade
    cuando la mano le tomes»:
    con esto llegó a Jerez
    a la mitad de la noche;
      Halló el palacio cubierto
    de luminarias y voces;
    y los moros fronterizos
    que por todas partes corren
      Con mil hachas encendidas,
    y sus libreas conformes:
    delante del desposado
    en los estribos se ponen;
      Que también anda a caballo
    por honra de aquella noche.
    Arrojándole una lanza,
    de parte a parte pasole;
      Alborotose la plaza;
    desnuda el moro su estoque,
    y por enmedio de todos
    para Medina volviose.

No hay cosa tan rabiosa como es el mal de celos; y así están las
escrituras llenas de casos acontecidos y desastrados por los celos;
y con verdad dicen los que de ellos tienen experiencia, que es cruel
mal de rabia: esto nace de los amantes que son mal considerados, sino
mírese por Zaida la de Jerez, que después de seis años de amores, y
de otros dares y tomares que tuvo con Gazul, inconsideradamente le
olvidó, y se casó con Zaide de Sevilla, por ser rico, y que Gazul no
lo era tanto, no mirando el valor de las personas que eran diversas;
porque Gazul, aunque no era rico, era noble de linaje, muy valiente y
gentil hombre, como ya se ha dicho; y no era tan pobre, que no tuviese
hacienda que valía más de treinta mil doblas; y muy emparentado en
Granada, y todos los de su linaje eran muy ricos y estimados; mas
porque el moro Zaide era de mayor riqueza, le escogió por su marido.

Mal haya la riqueza, pues que muchas veces por ella pierden muchas
personas nobles muy buenas ocasiones por no ser ricos, como ahora
tenemos ejemplo en Gazul que le desecharon, porque decían que no era
tan rico como Zaide, según parece por el romance; pero a mi parecer
no se puede creer que Zaida olvidase a Gazul por ser pobre, al cabo
de seis años de amores, en el cual tiempo no podría ignorar Zaida su
necesidad; y no podía ser perfecto amor, si fuera fundado en interés,
porque por eso pintan a Cupido desnudo, que se entiende que los amantes
han de estar desnudos de todo punto de materia de interés, porque si
allí, como entre verdaderos amantes, de dos voluntades y de dos almas
hacen una por la obediencia que el uno al otro se tienen, es fuerza que
en lo menos, que es la hacienda, haya de haber la misma conformidad; y
así digo, que no es posible sino que por causa de sus padres o deudos
dejó Zaida a Gazul; y así parece por aquel romance que trata del juego
de cañas de Gelves, donde ella confesó a su criada querer a Gazul; por
donde se colige que la casaron contra su voluntad.

Este romance dicho, y su principio va fuera del blanco de la historia,
y ahora, salvo paz de su autor, va enmendado, declarando fielmente la
historia; porque verdaderamente fueron los amores de Gazul en tiempo de
los reyes Católicos, y Sevilla y Jerez ya eran de cristianos; Sevilla
ganada por el rey D. Fernando el III, y Jerez por el rey D. Alonso XI;
y así no faltó otro poeta que compusiese otro romance por el mismo
tema, y no tan intrincado como el pasado, el cual dice así:

      No de tal braveza lleno
    Rodamonte el africano,
    que llamaron rey de Argel,
    y de Zarza intitulado,
      Salió por su Doralice
    contra el fuerte Mandricardo,
    como salió el buen Gazul
    de Sidonia aderezado
      Para emprender un hecho,
    tal, que nunca se ha intentado;
    y para aquesto se adorna
    de jacerina y de jaco,
      Y al lado puesto un estoque
    que de Fez le fue enviado,
    muy fino y de duro temple,
    que le forjara un cristiano
      Que allá estaba en Fez cautivo,
    porque del rey era esclavo:
    más le estimaba Gazul
    que a Granada y su reinado.
      Sobre las armas se pone
    un alquicel leonado:
    lanza no quiere llevar
    por ir más disimulado.
      Pártese para Jerez,
    do lleva puesto el cuidado;
    toda la Vega atropella,
    corriendo con su caballo.
      Vadeando pasó el río,
    que Guadalete es llamado,
    el que da famoso nombre
    al Puerto antiguo nombrado,
      Que dicen Santa María
    de este nuestro mar hispano.
    Así como pasó el río,
    más aprieta a su caballo
      Para llegar a Jerez,
    ni muy tarde ni temprano;
    porque se casa su Zaida
    con un moro sevillano,
      Por ser rico y poderoso,
    y en Sevilla emparentado;
    y biznieto de un alcaide
    que fue en Sevilla nombrado
      Del Alcázar y la Torre;
    moro valiente, esforzado.
    Pues de casarla con este
    a su Zaida habían tratado;
      Mas aqueste casamiento
    caro al moro le ha costado,
    porque el valiente Gazul
    a Jerez había llegado.
      A dos horas de la noche,
    que así lo tiene acordado,
    junto a la casa de Zaida
    se puso disimulado.
      Pensando está qué haría
    en un caso tan pesado;
    determina entrar adentro
    por matar al desposado.
      Ya que a esto estaba resuelto,
    vido salir muy despacio
    mucha caterva de gente
    con mil hachas alumbrando.
      Su Zaida venía en medio
    con su esposo de la mano,
    que los llevan los padrinos
    a desposar a otro cabo.
      El buen Gazul que los vido,
    con ánimo alborotado,
    como si fuera un león
    se había encolerizado.
      Mas refrenando la ira
    se acercó con su caballo,
    por acertar en su intento,
    y en nada salir errado;
      Y aguarda llegue la gente
    donde él estaba parado;
    y como llegaron junto,
    a su estoque puso mano,
      Y en alta voz que le oyeran,
    de esta manera ha hablado:
    «No pienses gozar de Zaida,
    moro bajo, vil, villano:
      No me tengas por traidor,
    pues que te aviso y te hablo;
    pon mano a tu cimitarra,
    si presumes de esforzado.»
      Estas palabras diciendo,
    un golpe le había tirado
    de una estocada cruel,
    que le pasó al otro lado.
      Muerto cayó el triste moro
    de aquel golpe desastrado:
    todos dicen: _muera, muera_
    _hombre que ha hecho tal daño._
      El buen Gazul se defiende,
    nadie se llega a enojarlo;
    de esta manera Gazul
    se escapa con su caballo.

Admirados quedaron todos los que iban acompañando a los desposados de
lo que Gazul hizo, y algunos heridos, porque pretendieron vengar la
muerte del desposado; y visto que no podían ofender a Gazul por ir a
caballo, y por ser valiente, alzaron el cuerpo del moro ya difunto, y
le volvieron a casa de Zaida haciendo grandes llantos sus parientes y
ella; la cual toda aquella noche no cesó de llorar a su amado esposo,
y no le quedó de sus llantos otro consuelo, sino que sería posible que
el enamorado Gazul tornaría a servirla como solía, y que se casaría con
ella; lo cual sucedió muy diferentemente.

La mañana venidera fue enterrado el difunto con mucha pompa, no sin
faltar llanto de una parte y de otra. Los parientes del muerto se
conjuraron de seguir a Gazul hasta la muerte por vía de justicia,
porque de otra suerte no tenían remedio.

Pues volviendo a Gazul, así como vio cumplido el fin de su deseo y
juramento, como desesperado se fue a Granada donde tenía su hacienda y
parientes; mas a pocos días llegado, le fue puesta acusación criminal
delante del rey sobre la muerte del sevillano moro, que también se
llamaba Zaide.

Mucho le pesó al rey de la acusación, porque amaba mucho a Gazul por su
valor; mas vista y entendida la causa, no pudo menos de dar contento
a los acusadores. Finalmente el mismo rey puso la mano en este caso,
y con él otros caballeros de los más principales de Granada; y tanto
hicieron en ello, que condenaron a Gazul en dos mil doblas para las
partes, y así fue libre de este negocio.

En este tiempo Gazul puso los ojos en Lindaraja, y se dio a servirla,
como ya hemos dicho, y ella le quiso bien; y acerca de ella Gazul y
Reduán tuvieron aquella batalla que se ha contado.

Finalmente, por respeto de Muza Reduán se apartó de sus amores con
Lindaraja, y quedó por Gazul, el cual la sirvió hasta que sucedió la
muerte de los Abencerrajes, donde fue muerto el padre de Lindaraja; y
por esto ella se salió de Granada como desterrada, y se fue a Sanlúcar,
y con ella Gazul y otros amigos suyos.

Estando en Sanlúcar estos dos amantes, se hablaban y visitaban con gran
contento.

Después como el rey D. Fernando cercó a Granada, fue Gazul llamado de
sus parientes para que se hallase con ellos en el trato que se había de
hacer con el rey de Granada para que al rey cristiano se le entregase
la ciudad.

Gazul se partió a Granada, y no faltó quien dijo a Lindaraja los amores
de Gazul y Zaida, y la muerte que le dio a su esposo; y aun la dijeron
que Gazul estaba en aquella sazón en Jerez, y no en Granada, de lo cual
Lindaraja recibió mucha pena y mortales celos en su ánima; y fue la
causa principal que Lindaraja se mostró cruel a Gazul cuando volvió de
Granada a Sanlúcar.

Pues como vio tanta mudanza en Lindaraja, estaba muy confuso, por
no saber la causa de aquellos desdenes, y pretendió hablarla para
satisfacerla; pero ella no quiso escucharle, mostrándose cruel.

A esta sazón se ordenaba en Gelves aquel juego de cañas: fue enviado a
él Gazul, para lo cual se puso tan galán, como habemos dicho. Antes de
ir a Gelves quiso verla y hablarla; hablándola pasó lo atrás referido,
y como dijimos fueron a Granada.

Zaida se halló burlada, porque siempre entendió que Gazul volvería a
pretenderla; y cuando supo que se había casado, le aborrecía; y dicen
que se casó Zaida con un primo hermano de Gazul, que era muy rico y
estimado, y vivía en Granada, y mediante esto cesó el rencor.

Pues dejándolo a un lado, y volviendo a nuestra historia, que todavía
hay que decir, a pocos días se rebelaron los lugares de la Alpujarra;
por lo cual convino que el rey D. Fernando mandase juntar a todos sus
capitanes, y estando juntos les dijo:

--Bien sabéis como Dios nuestro Señor ha sido servido de ponernos en
posesión de Granada y su reino, con tanta costa y trabajo nuestro.
Ahora parece que no temiendo nuestro castigo se han rebelado los
lugares de la Sierra, y es menester irlos a conquistar de nuevo. Por
tanto, ¿cuál se determina a ir a emprender esta hazaña, y poner mis
reales pendones encima de las Alpujarras, que yo lo tendré a gran
servicio, y aumentará la honra?

Con esto dio fin a sus razones el rey, aguardando respuesta de algunos
de los capitanes: todos los cuales se miraban unos a otros, sin aceptar
ninguno la oferta del rey, porque era una conquista muy dificultosa.

Y visto por el capitán D. Alonso de Aguilar que todos estaban suspensos
y nadie respondía, se levantó haciendo la reverencia debida, y dijo:

--Esa empresa, Católica majestad, confirmada está para mí, porque la
reina me la tiene prometida.

Admirados quedaron todos los demás caballeros de la aceptación de D.
Alonso, con la cual el rey también se holgó mucho.

Luego a otro día mandó que se le diesen a D. Alonso mil infantes, todos
escogidos, y quinientos hombres de a caballo. Entendió el rey y los de
su consejo, que con aquella gente habría harto para tornar a apaciguar
aquellos pueblos levantados y rebeldes.

D. Alonso de Aguilar acompañado de muchos caballeros, deudos y amigos
suyos que en aquella jornada le quisieron acompañar, se partió de
Granada y comenzó a subir la sierra.

Los moros así que supieron la venida de los cristianos, con presteza se
apercibieron para defenderse, y tomaron todos los pasos más estrechos y
angostos del camino, para impedir a los cristianos la subida: después
marchando D. Alonso con su escuadrón y metidos por los caminos más
estrechos, los moros con grandes alaridos acometieron a los cristianos,
arrojando gran muchedumbre de peñascos las cuestas abajo, con lo que
hacían muy notable daño en la cristiana gente, y tanto, que mataban a
muchos.

La gente de a caballo fue desbaratada de todo punto, y se hubo de
retirar atrás por no poder hacer ningún efecto; y allí murieron muchos
de ellos.

Visto por D. Alonso el poco provecho de sus caballos, y la destrucción
total de los infantes, a grandes voces animaba su gente subiendo
todavía; pero ningún provecho se les seguía de esto, porque sin pelear
los moros mataban muchos soldados con las peñas que arrojaban.

Fue tal la matanza, que cuando D. Alonso llegó a lo alto no tenía
quien le ayudase, porque los que subieron con él eran pocos y mal
heridos; y en la cumbre de la sierra, en un llano que había, determinó
de pelear con los moros, y cargaron tantos, que en breve tiempo mataron
a los cansados cristianos; y el último fue D. Alonso, habiendo mostrado
el valor de su animoso corazón, pues cuando él murió había muerto más
de treinta moros.

Algunos se escaparon y dieron la nueva al rey D. Fernando de la pérdida
de D. Alonso de Aguilar y su gente; lo cual fue muy sentido en toda la
corte, y por este suceso se hizo el siguiente

ROMANCE.

      Estando el rey D. Fernando
    en conquista de Granada,
    donde están duques y condes,
    y otros señores de salva,
      Con valientes capitanes
    de la nobleza de España;
    después de haberla ganado
    a sus capitanes llama.
      De que los tuviera juntos
    desta manera les habla:
    «¿Cuál de vosotros, amigos,
    irá a la sierra mañana
    a poner el mi pendón
    encima del Alpujarra?»
      Míranse unos a otros,
    y el sí ninguno le daba,
    que la ida es peligrosa,
    y dudosa la tornada:
      Y con el temor que tienen
    a todos tiembla la barba,
    si no fuera a D. Alonso
    que de Aguilar se llamaba.
      Levantose en pie ante el rey,
    desta manera le habla:
    «Aquesta empresa, señor,
    para mí estaba guardada;
      Que mi señora la reina
    ya me la tiene mandada.»
    Alegrose mucho el rey
    por la oferta que le daba.
      Aún no era amanecido
    D. Alonso ya cabalga
    con quinientos de a caballo
    y mil infantes llevaba.
      Comenzó a subir la sierra
    que llamaban la Nevada:
    los moros cuando los vieron
    ordenaron gran batalla,
      Y entre ramblas y mil cuestas
    se pusieron en parada.
    La batalla se comienza
    muy cruel y ensangrentada,
      Porque los moros son muchos,
    tienen la cuesta ganada;
    aquí la caballería
    no podía pelear nada;
      Y así con grandes peñascos
    fue en un punto destrozada;
    los que escaparon de aquí
    vuelven huyendo a Granada.
      D. Alonso y sus infantes
    subieron una llanada,
    aunque quedan muchos muertos
    en una rambla y cañada.
      Tantos cargan de los moros,
    que a los cristianos mataban;
    solo queda D. Alonso,
    su compaña es acabada.
      Pelea como un león,
    pero no le aprovechaba,
    porque los moros son muchos,
    y ningún vagar le daban.
      En mil partes está herido,
    no puede mover la espada;
    por la sangre que ha perdido
    D. Alonso se desmaya:
    al fin cayó muerto en tierra,
    a Dios rindiendo su alma.
      No se tiene por buen moro
    el que no le da lanzada;
    lo llevaron a un lugar
    que es Oxijerán nombrada.
      Allí lo vienen a ver
    como a cosa señalada:
    míranle moros y moras,
    y de su muerte se holgaban.
      Llorábale una cautiva,
    una cautiva cristiana,
    que de chiquito en la cuna
    a sus pechos le criara.
      A las palabras que dice
    cualquiera moro lloraba:
    «D. Alonso, D. Alonso,
    Dios perdone la tu alma,
    pues te mataron los moros,
    los moros del Alpujarra.»

Este fin lastimoso tuvo D. Alonso de Aguilar: ahora sobre su muerte
hay discordia entre los poetas que sobre esta historia han escrito
romances; porque uno dice que esta batalla y otra de cristianos fue en
la Sierra Nevada; otro poeta que hizo el romance de río Verde, dice que
fue la batalla en Sierra Bermeja.

No sé cuál elija: el lector puede hacer esta elección, pues importa
poco que muriera en una parte o en otra, que todo se llama Alpujarra;
aunque me parece que la batalla dicha pasó en Sierra Bermeja, y así lo
declara un romance que dice así:

      Río Verde, río Verde,
    tinto vas en sangre viva,
    entre ti y Sierra Bermeja
    murió gran caballería.
      Murieron duques y condes,
    señores de gran valía;
    allí muriera Urdiales,
    hombre de valor y estima.
      Huyendo va Sayavedra
    por una ladera arriba,
    tras él iba un renegado
    que muy bien le conocía.
      Con algazara muy grande
    de esta manera decía:
    «Date, date, Sayavedra,
    que muy bien te conocía.
      Bien te vide jugar cañas
    en la plaza de Sevilla,
    y bien conocí a tus padres,
    y a tu mujer Doña Elvira.
      Siete años fui tu cautivo,
    y me diste mala vida;
    ahora lo serás mío,
    o me ha de costar la vida.»
      Sayavedra que lo oyera,
    como un león revolvía;
    tirole el moro un cuadrillo,
    y por alto hizo la vía.
      Sayavedra con su espada
    duramente le hería;
    cayó muerto el renegado
    de aquella grande herida.
      Cercaron a Sayavedra
    más de mil moros que había;
    hiciéronle mil pedazos
    con saña que de él tenían.
      D. Alonso en este tiempo
    muy gran batalla le hacían,
    el caballo le habían muerto,
    por muralla le tenía,
      Y arrimado a un gran peñón
    con valor se defendía:
    muchos moros tiene muertos;
    mas muy poco le valía,
      Porque sobre él cargan muchos,
    y le dan grandes heridas;
    tantas, que allí cayó muerto
    entre la gente enemiga.
      También el conde de Ureña,
    mal herido en demasía,
    se sale de la batalla
    llevado por una guía,
      Que sabía bien la senda
    que de la sierra salía;
    muchos moros deja muertos
    por su grande valentía.
      También algunos se escapan,
    que al buen conde le seguían;
    D. Alonso quedó muerto,
    recobrando nueva vida
    con una fama inmortal
    de su esfuerza y valentía.

Teniendo noticia algunos poetas que la muerte de D. Alonso de Aguilar
fue en Sierra Bermeja, alumbrados de los cronistas reales habiendo
visto el romance pasado, no faltó un poeta que hizo otro nuevo, que
dice así:

      Río Verde, río Verde,
    cuánto cuerpo en ti se baña
    de cristianos y de moros,
    muertos por la dura espada.
      Y tus hondas cristalinas
    de roja sangre se esmaltan;
    entre moros y cristianos
    muy gran batalla se traba.
      Murieron duques y condes,
    grandes señores de salva;
    murió gente de valía
    de la nobleza de España.
      En ti murió D. Alonso,
    que de Aguilar se llamaba,
    el valeroso Urdiales,
    con D. Alonso acababa.
      Por una ladera arriba
    el buen Sayavedra marcha;
    natural es de Sevilla,
    de la gente más granada;
      Tras él iba un renegado,
    de esta manera le habla:
    «Date, date, Sayavedra,
    no huyas de la batalla:
      Yo te conozco muy bien,
    gran tiempo estuve en tu casa,
    y en la plaza de Sevilla
    bien te vide jugar cañas:
      Conozco a tu padre y madre,
    y a tu mujer Doña Clara;
    siete años fui tu cautivo,
    malamente me tratabas,
      Y ahora lo serás mío,
    si Mahoma me ayudara,
    y también te trataré,
    como tú a mí me tratabas.»
      Sayavedra que le oyera
    al moro volvió la cara;
    tirole el moro una flecha,
    pero nunca le acertaba.
      Hiriérale Sayavedra
    de una herida muy mala;
    muerto cayó el renegado
    sin poder hablar palabra.
      Sayavedra fue cercado
    de mucha mora canalla,
    y al cabo cayó allí muerto
    de una muy mala lanzada.
      D. Alonso en este tiempo
    bravamente peleaba;
    el caballo le habían muerto,
    y le tiene por muralla.
      Mas cargaron tantos moros,
    que mal le hieren y tratan;
    de la sangre que perdía
    D. Alonso se desmaya.
      Al fin, al fin, cayó muerto
    al pie de una peña alta;
    también el conde de Ureña
    mal herido se compara.
      Guiárale un adalid,
    que sabe bien las entradas;
    muchos salen tras el conde
    que le siguen las espaldas:
    muerto queda D. Alonso,
    eterna fama ganara.

Esta fue la honrada muerte del valeroso D. Alonso de Aguilar; y como
hemos dicho les pesó mucho a los reyes Católicos, los cuales como
viesen la brava resistencia de los moros, por estar en tan ásperos
lugares, no quisieron enviar por entonces contra ellos más gente.

Mas los moros de la Serranía viendo que no podían vivir sin tratar en
Granada, los unos pasaron a África, y los otros se dieron al rey D.
Fernando, el cual los recibió muy bien, lleno de clemencia y gozo.

Este fin tuvieron los bandos y guerras de Granada, a honra y gloria de
Dios nuestro Señor.


FIN DEL TOMO PRIMERO.



ÍNDICE.


  PRÓLOGO.                                                          III

  CAPÍTULO I. En que se trata de la fundación de Granada, y los
  reyes que hubo en ella, con otras muchas cosas tocantes a la
  Historia.                                                           1

  CAPÍTULO II. En que se trata de la sangrienta batalla de
  los Alporchones, y la gente que en ella se halló de moros y
  cristianos.                                                        13

  CAPÍTULO III. En que se declaran los nombres de los nobles
  caballeros moros de Granada, de los treinta y dos linajes, y
  otras cosas que pasaron en Granada. Asimismo se nombran todos
  los lugares que estaban en aquel tiempo debajo de la corona de
  Granada.                                                           26

  CAPÍTULO IV. Que trata de la batalla que el valiente Muza tuvo
  con el Maestre, y de otras cosas que también pasaron.              35

  CAPÍTULO V. Que trata de un sarao que se hizo en palacio entre
  las damas de la reina y los caballeros de la corte, sobre el
  cual hubo pesadas palabras entre Muza y Zulema Abencerraje, y
  de lo que pasó.                                                    46

  CAPÍTULO VI. Cómo se hicieron fiestas en Granada, y por
  ellas se encendieron más las enemistades de los Zegríes,
  Abencerrajes, Alabeces, y Gomeles, y lo que pasó entre Zaide y
  Zaida acerca de sus amores.                                        55

  CAPÍTULO VII. Del triste llanto que hizo la hermosa Fátima
  por la muerte de su padre, y cómo se iba a Almería la bella
  Galiana, si su padre no viniera, la cual estaba muy vencida de
  amores de Sarracino; y de lo que entre él y Abenámar pasó una
  noche debajo de las ventanas del real palacio.                     86

  CAPÍTULO VIII. De la batalla cruel que Malique Alabez tuvo
  con D. Manuel Ponce de León en la Vega, y de lo que en ella
  sucedió.                                                           94

  CAPÍTULO IX. En que se da cuenta de unas fiestas solemnes, y
  juego de sortija, que se hicieron en Granada, y como se iban
  encendiendo los bandos de los Zegríes y Abencerrajes.             103

  CAPÍTULO X. Que declara el fin que tuvo el juego de la sortija,
  y el desafío que hubo entre el moro Albayaldos y el maestre de
  Calatrava.                                                        124

  CAPÍTULO XI. De la batalla que Albayaldos tuvo con el maestre
  de Calatrava, y cómo el maestre le venció y dio muerte.           157

  CAPÍTULO XII. En que se da cuenta de una pendencia que los
  Zegríes tuvieron con los Abencerrajes, y cómo estuvo Granada a
  punto de perderse.                                                184

  CAPÍTULO XIII. En que se da cuenta de lo que sucedió al rey
  Chico y a su gente yendo a entrar en Jaén, y la gran traición
  que los Zegríes y Gomeles levantaron a la reina mora y a los
  caballeros Abencerrajes, y muerte de ellos.                       228

  CAPÍTULO XIV. En que se da cuenta cómo los traidores pusieron
  acusación a la reina y a los Abencerrajes, y cómo la reina fue
  presa por ellos, y dio cuatro caballeros que la defendiesen, y
  de lo demás que sucedió.                                          262

  CAPÍTULO XV. En que se da cuenta de la batalla que se hizo
  entre los cuatro caballeros cristianos y los cuatro moros
  sobre la libertad de la reina, y cómo vencieron los cristianos
  y mataron a los moros, y cómo la reina fue libre; y de otras
  cosas más.                                                        320

  CAPÍTULO XVI. De lo que pasó en Granada, y cómo se volvieron a
  refrescar los bandos de ella, y la prisión del rey Mulahacén en
  Murcia, y la del rey Chico en Andalucía, y de otras cosas.        351

  CAPÍTULO XVII. En que se da cuenta del cerco de Granada por los
  reyes Católicos, y de la fundación de Santa Fe.                   390




*** End of this LibraryBlog Digital Book "Guerras civiles de Granada: Tomo I" ***

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