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Title: Tirano Banderas: Novela de tierra caliente
Author: Valle-Inclán, Ramón del
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Tirano Banderas: Novela de tierra caliente" ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española, aunque
    respetando los localismos.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * Los capítulos han sido correctamente numerados, deshaciendo algunas
    erratas de secuenciación.

  * Algunas rayas intrapárrafos han sido eliminadas, siguiendo el modelo
    de las ediciones más recientes.

  * Se ha añadido un Índice al final del libro pese a que el original
    impreso no lo incluye.



  COSTE
  CINCO
  PESETAS


  PEDIDOS AL AUTOR: 28, SANTA CATALINA, 28. -- MADRID



  TIRANO
  BANDERAS
  NOVELA
  DE TIERRA
  CALIENTE



TIRANO BANDERAS

NOVELA POR

DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN



PRÓLOGO



PRÓLOGO


I

Filomeno Cuevas, criollo ranchero, había dispuesto para aquella noche
armar a sus peonadas, con los fusiles ocultos en un manigual, y las
glebas de indios, en difusas líneas, avanzaban por los esteros de
Ticomaipú. Luna clara, nocturnos horizontes profundos de susurros y
ecos.


II

Saliendo a Jarote Quemado con una tropilla de mayorales, arrendó su
montura el patrón y a la luz de una linterna pasó lista:

--Manuel Romero.

--¡Presente!

--Acércate. No más que recomendarte precaución con ponerte briago.
La primera campanada de las doce será la señal. Llevas sobre ti la
responsabilidad de muchas vidas, y no te digo más. Dame la mano.

--Mi jefesito en estas bolucas somos baqueanos.

El patrón repasó el listín:

--Benito San Juan.

--¡Presente!

--¿Chino Viejo te habrá puesto al tanto de tu consigna?

--Chino Viejo no más me ha significado meterme con alguna caballada
por los rumbos de la feria y tirarlo todo patas al aire. Soltar
algún balazo y no dejar títere sano. La consigna no aparenta mayores
dificultades.

--¡A las doce!

--Con la primera campanada. Me acantonaré bajo el reloj de Catedral.

--Hay que proceder de matute y hasta lo último aparentar ser pacíficos
feriantes.

--Eso seremos.

--A cumplir bien. Dame la mano.

Y puesto el papel en el cono luminoso de la linterna, aplicó los ojos
el patrón:

--Atilio Palmieri.

--¡Presente!

Atilio Palmieri era primo de la niña ranchera: Rubio, chaparro,
petulante. El ranchero se tiraba de las barbas caprinas:

--Atilio, tengo para ti una misión muy comprometida.

--Te lo agradezco, pariente.

--Estudia el mejor modo de meter fuego en un convento de monjas, y a
toda la comunidad, en camisa, ponerla en la calle escandalizando. Esa
es tu misión. Si hallas alguna monja de tu gusto, cierra los ojos. A
la gente, que no se tome de la bebida. Hay que operar violento, con
la cabeza despejada. ¡Atilio, buena suerte! Procura desenvolver tu
actuación sobre los límites de media noche.

--Conformo, Filomeno, que saldré avante.

--Así lo espero: Zacarías San José.

--¡Presente!

--Para ti ninguna misión especial. A tus luces dejo lo que más
convenga. ¿Qué bolichada harías tú esta noche metiéndote, con algunos
hombres, por Santa Fe? ¿Cuál sería tu bolichada?

--Con solamente otro compañero dispuesto, revoluciono la feria: Vuelco
la barraca de las Ceras y abro las jaulas. ¿Qué dice el patrón? ¿No se
armaría buena? Con cinco valientes pongo fuego a todos los abarrotes de
gachupines. Con veinticinco copo la guardia de los Mostenses.

--¿No más que eso prometes?

--Y muy confiado de darle una sangría a Tirano Banderas. Mi jefesito,
en este alforjín que cargo en el arzón van los restos de mi chamaco.
¡Me lo han devorado los chanchos en la ciénaga! No más cargando estos
restos, gané en los albures para feriar guaco, y tiré a un gachupín
la mangana y escapé ileso de la balasera de los gendarmes. Esta noche
saldré bien en todos los empeños.

--Cruzado, toma la gente que precises y realiza ese lindo programa. Nos
vemos. Dame la mano. Y pasada esta noche sepulta esos restos. En la
guerra el ánimo y la inventiva son los mejores amuletos. Dame la mano.

--¡Mi jefesito, estas ferias van a ser señaladas!

--Eso espero: Crisanto Roa.

--¡Presente!

Era el último de la lista y sopló la linterna el patrón. Las peonadas
habían renovado su marcha bajo la luna.


III

El Coronelito de la Gándara, desertado de las milicias federales,
discutía con chicanas y burlas los aprestos militares del ranchero:

--¡Filomeno, no seas chivatón, y te pongas a saltar un tajo cuando te
faltan las zancas! Es una grave responsabilidad en la que incurres
llevando tus peonadas al sacrificio. ¡Te improvisas general y no puedes
entender un plano de batallas! Yo soy un científico, un diplomado en
la Escuela Militar. ¿La razón no te dice quién debe asumir el mando?
¿Puede ser tan ciego tu orgullo? ¿Tan atrevida tu ignorancia?

--Domiciano, la guerra no se estudia en los libros. Todo reside en
haber nacido para ello.

--¿Y tú te juzgas un predestinado para Napoleón?

--¡Acaso!

--¡Filomeno, no macanees!

--Domiciano, convénceme con un plan de campaña, que aventaje al
discurrido por mí, y te cedo el mando. ¿Qué harías tú con doscientos
fusiles?

--Aumentarlos hasta formar un ejército.

--¿Cómo se logra eso?

--Levantando levas por los poblados de la Sierra. En Tierra Caliente
cuenta con pocos amigos la revolución.

--¿Ese sería tu plan?

--En líneas generales. El tablero de la campaña debe ser la Sierra.
Los Llanos son para las grandes masas militares, pero las guerrillas
y demás tropas móviles, hallan su mejor aliado en la topografía
montañera. Eso es lo científico, y desde que hay guerras, la estructura
del terreno impone la maniobra. Doscientos fusiles, en la llanura están
siempre copados.

--¿Tu consejo es remontarnos a la Sierra?

--Ya lo he dicho. Buscar una fortaleza natural, que supla la exigüidad
de los combatientes.

--¡Muy bueno! ¡Eso es lo científico, la doctrina de los tratadistas, la
enseñanza de las Escuelas!... Muy conforme. Pero yo no soy científico,
ni tratadista, ni pasé por la Academia de Cadetes. Tu plan de campaña
no me satisface, Domiciano. Yo, como has visto, intento para esta
noche un golpe sobre Santa Fe. De tiempo atrás vengo meditándolo,
y casualmente en la ría, atracado al muelle, hay un pailebote en
descarga. Transbordo mi gente, y la desembarco en la playa de Punta
Serpiente. Sorprendo a la guardia del castillo, armo a los presos,
sublevo a las tropas de la Ciudadela. Ya están ganados los sargentos.
Ese es mi plan, Domiciano.

--¡Y te lo juegas todo en una baza! No eres un émulo de Fabio Máximo.
¿Qué retirada has estudiado? Olvidas que el buen militar nunca se
inmola imprudentemente y ataca con el previo conocimiento de sus líneas
de retirada. Esa es la más elemental táctica fabiana: En nuestras
pampas, el que lucha cediendo terreno, si es ágil en la maniobra, y
sabe manejar la tea petrolera, vence a los Aníbales y Napoleones.
Filomeno, la guerra de partidas que hacen los revolucionarios no puede
seguir otra táctica que la del romano frente al cartaginés. ¡He dicho!

--¡Muy elocuente!

--Eres un irresponsable que conduce un piño de hombres al matadero.

--Audacia y Fortuna ganan las campañas, y no las matemáticas de las
Academias. ¿Cómo actuaron los héroes de nuestra Independencia?

--Como apóstoles. Mitos populares, no grandes estrategas. Simón
Bolívar, el primero de todos, fue un general pésimo. La guerra es una
técnica científica y tú la conviertes en bolada de ruleta.

--Así es.

--Pues discurres como un insensato.

--¡Posiblemente! No soy un científico, y estoy obligado a no guiarme
por otra norma que la corazonada. ¡Voy a Santa Fe, por la cabeza del
Generalito Banderas!

--Más seguro que pierdas la tuya.

--Allá lo veremos. Testigo el tiempo.

--Intentas una operación sin refrendo táctico, una mera escaramuza
de bandolerismo, contraria a toda la teoría militar. Tu obligación
es la obediencia al Cuartel General del Ejército Revolucionario: Ser
merito grano de arena en la montaña, y te manifiestas con un acto de
indisciplina al operar independiente. Eres ambicioso y soberbio. No me
escuches. Haz lo que te parezca. Sacrifica a tus peonadas. Después del
sudor, les pides la sangre. ¡Muy bueno!

--De todo tengo hecho mérito en la conciencia, y con tantas
responsabilidades y tantos cargos no cedo en mi idea. Es más fuerte la
corazonada.

--La ambición de señalarte.

--Domiciano, tú no puedes comprenderme. Yo quiero apagar la guerra con
un soplo, como quien apaga una vela.

--¡Y si fracasas, difundir el desaliento en las filas de tus amigos,
ser un mal ejemplo!

--O una emulación.

--Después de cien años, para los niños de las Escuelas Nacionales. El
presente, todavía no es la historia, y tiene caminos más realistas. En
fin, tanto hablar seca la boca. Pásame tu cantimplora.

Tras del trago, batió la yesca y encendió el chicote apagado,
esparciéndose la ceniza por el vientre rotundo de ídolo tibetano.


IV

El patrón, con solo cincuenta hombres, caminó por marismas y manglares
hasta dar vista a un pailebote abordado para la descarga en el muelle
de un aserradero. Filomeno ordenó al piloto que pusiese velas al
viento para recalar en Punta Serpientes. El sarillo luminoso de un
faro giraba en el horizonte. Embarcada la gente, zarpó el pailebote
con silenciosa maniobra. Navegó la luna sobre la obra muerta de babor,
bella la mar, el barco marinero. Levantaba la proa surtidores de plata
y en la sombra del foque un negro juntaba rueda de oyentes: Declamaba
versos con lírico entusiasmo, fluente de ceceles. Repartidos en ranchos
los hombres de la partida, tiraban del naipe: Aceitosos farolillos
discernían los rumbos de juguetas por escotillones y sollados. Y en
la sombra del foque abría su lírico floripondio de ceceles el negro
catedrático:

      Navega velelo mío
          Sin temol,
    Que ni enemigo navío,
    Ni tolmenta, ni bonanza,
    A tolcel tu lumbo alcanza,
    Ni a sujetal tu valol.



PRIMERA PARTE

SINFONÍA DEL TRÓPICO



LIBRO PRIMERO

ICONO DEL TIRANO


I

Santa Fe de Tierra Firme --arenales, pitas, manglares, chumberas-- en
las cartas antiguas, Punta de las Serpientes.


II

Sobre una loma, entre granados y palmas, mirando al vasto mar y al sol
poniente, encendía los azulejos de sus redondas cúpulas coloniales San
Martín de los Mostenses. En el campanario sin campanas levantaba el
brillo de su bayoneta un centinela. San Martín de los Mostenses, aquel
desmantelado convento de donde una lejana revolución había expulsado a
los frailes, era, por mudanzas del tiempo, Cuartel del Presidente Don
Santos Banderas --Tirano Banderas--.


III

El Generalito acababa de llegar con algunos batallones de indios,
después de haber fusilado a los insurrectos de Zamalpoa: Inmóvil y
taciturno, agaritado de perfil en una remota ventana, atento al relevo
de guardias en la campa barcina del convento, parece una calavera con
antiparras negras y corbatín de clérigo. En el Perú había hecho la
guerra a los españoles, y de aquellas campañas veníale la costumbre de
rumiar la coca, por donde en las comisuras de los labios tenía siempre
una salivilla de verde veneno. Desde la remota ventana, agaritado en
una inmovilidad de corneja sagrada, está mirando las escuadras de
indios, soturnos en la cruel indiferencia del dolor y de la muerte. A
lo largo de la formación, chinitas y soldaderas haldeaban corretonas,
huroneando entre las medallas y las migas del faltriquero, la pitada
de tabaco y los cobres para el coime. Un globo de colores se quemaba
en la turquesa celeste, sobre la campa invadida por la sombra morada
del convento. Algunos soldados, indios comaltes de la selva, levantaban
los ojos. Santa Fe celebraba sus famosas ferias de Santos y Difuntos.
Tirano Banderas, en la remota ventana, era siempre el garabato de un
lechuzo.


IV

Venía por el vasto zaguán frailero una escolta de soldados con la
bayoneta armada en los negros fusiles, y entre las filas un roto
greñudo, con la cara dando sangre. Al frente, sobre el flanco derecho,
fulminaba el charrasco del Mayor Abilio del Valle. El retinto garabato
del bigote, dábale fiero resalte al arregaño lobatón de los dientes que
sujetan el fiador del pavero con toquilla de plata:

--¡Alto!

Mirando a las ventanas del convento, formó la escuadra. Destacáronse
dos caporales, que, a modo de pretinas, llevaban cruzadas sobre el
pecho sendas pencas con argollones, y despojaron al reo del fementido
sabanil que le cubría las carnes: Sumiso y adoctrinado, con la espalda
corita al sol, entrose el cobrizo a un hoyo profundo de tres pies,
como disponen las Ordenanzas de Castigos Militares. Los dos caporales
apisonaron echando tierra, y quedó soterrado hasta los estremecidos
ijares: El torso desnudo, la greña, las manos con fierros, salían fuera
del hoyo colmados de negra expresión dramática: Metía el chivón de la
barba en el pecho, con furbo atisbo a los caporales que se desceñían
las pencas. Señaló el tambor un compás alterno y dio principio el
castigo del chicote, clásico en los cuarteles:

--¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

El greñudo, sin un gemido, se arqueaba sobre las manos esposadas,
ocultos los hierros en la cavación del pecho: Le saltaban de los
costados ramos de sangre, y sujetándose al ritmo del tambor, solfeaban
los dos caporales:

--¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!


V

Niño Santos se retiró de la ventana para recibir a una endomingada
diputación de la Colonia Española: El abarrotero, el empeñista, el
chulo del braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida,
el periodista hampón, el rico mal afamado, se inclinaban en hilera ante
la momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios--.
Don Celestino Galindo, orondo, redondo, pedante, tomó la palabra, y con
aduladoras hipérboles, saludó al Glorioso Pacificador de Zamalpoa:

--La Colonia Española eleva sus homenajes al benemérito patricio, raro
ejemplo de virtud y energía, que ha sabido restablecer el imperio del
orden, imponiendo un castigo ejemplar a la demagogia revolucionaria.
¡La Colonia Española, siempre noble y generosa, tiene una oración y
una lágrima para las víctimas de una ilusión funesta, de un virus
perturbador! Pero la Colonia Española no puede menos de reconocer que
en el inflexible cumplimiento de las leyes está la única salvaguardia
del orden y el florecimiento de la República.

La fila de gachupines asintió con murmullos: Unos eran toscos,
encendidos y fuertes: Otros tenían la expresión cavilosa y hepática
de los tenderos viejos: Otros, enjoyados y panzudos, exudaban zurda
pedancia. A todos ponía un acento de familia el embarazo de las manos
con guantes. Tirano Banderas masculló estudiadas cláusulas de dómine:

--Me congratula ver cómo los hermanos de raza aquí radicados, afirmando
su fe inquebrantable en los ideales de orden y progreso, responden a
la tradición de la Madre Patria. Me congratula mucho este apoyo moral
de la Colonia Hispana. Santos Banderas no tiene la ambición de mando
que le critican sus adversarios: Santos Banderas les garanta que el
día más feliz de su vida será cuando pueda retirarse y sumirse en la
oscuridad a labrar su predio, como Cincinato. Crean, amigos, que para
un viejo son fardel muy pesado las obligaciones de la Presidencia. El
gobernante, muchas veces precisa ahogar los sentimientos de su corazón,
porque el cumplimiento de la ley es la garantía de los ciudadanos
trabajadores y honrados: El gobernante, llegado el trance de firmar
una sentencia de pena capital, puede tener lágrimas en los ojos, pero
a su mano no le está permitido temblar. Esta tragedia del gobernante,
como les platicaba recién, es superior a las fuerzas de un viejo. Entre
amigos tan leales, puedo declarar mi flaqueza, y les garanto que el
corazón se me desgarraba al firmar los fusilamientos de Zamalpoa. ¡Tres
noches he pasado en vela!

--¡Atiza!

Se descompuso la ringla de gachupines. Los charolados pies juanetudos
cambiaron de loseta. Las manos, enguantadas y torponas, se removieron
indecisas, sin saber dónde posarse. En un tácito acuerdo, los
gachupines jugaron con las brasileñas leontinas de sus relojes. Acentuó
la momia:

--¡Tres días con sus noches en ayuno y en vela!

--¡Arrea!

Era el que tan castizo apostillaba un vinatero montañés, chaparro y
negrote, con el pelo en erizo, y el cuello de toro desbordante sobre
la tirilla de celuloide: La voz fachendosa tenía la brutalidad
intempestiva de una claque de teatro. Tirano Banderas sacó la petaca y
ofreció a todos su picadura de Virginia:

--Pues, como les platicaba, el corazón se destroza, y las
responsabilidades de la gobernación llegan a constituir una carga
demasiado pesada. Busquen al hombre que sostenga las finanzas, al
hombre que encauce las fuerzas vitales del país. La República, sin
duda, tiene personalidades que podrán regirla con más acierto que
este viejo valetudinario. Pónganse de acuerdo todos los elementos
representativos, así nacionales como extranjeros...

Hablaba meciendo la cabeza de pergamino: La mirada, un misterio tras
las verdosas antiparras. Y la ringla de gachupines balanceaba un
murmullo, señalando su aduladora disidencia. Cacareó Don Celestino:

--¡Los hombres providenciales no pueden ser reemplazados, sino por
hombres providenciales!

La fila aplaudió, removiéndose en las losetas, como ganado inquieto por
la mosca. Tirano Banderas, con un gesto cuáquero, estrechó la mano del
pomposo gachupín:

--Quédese, Don Celes, y echaremos un partido de ranita.

--¡Muy complacido!

Tirano Banderas, trasmudándose sobre su última palabra, hacía a los
otros gachupines un saludo frío y parco:

--A ustedes, amigos, no quiero distraerles de sus ocupaciones. Me dejan
mandado.


VI

Una mulata entrecana, descalza, temblona de pechos, aportó con el
refresco de limonada y chocolate, dilecto de frailes y corregidores,
cuando el virreinato. Con tintín de plata y cristales en las manos
prietas, miró la mucama al patroncito, dudosa, interrogante. Niño
Santos, con una mueca de la calavera, le indicó la mesilla de
campamento, que, en el vano de un arco, abría sus compases de araña.
La mulata obedeció haldeando: Sumisa, húmeda, lúbrica, se encogía y
deslizaba. Mojó los labios en la limonada Niño Santos:

--Consecutivamente, desde hace cincuenta años, tomo este refresco, y me
prueba muy medicinal... Se lo recomiendo, Don Celes.

Don Celes infló la botarga:

--¡Cabal, es mi propio refresco! Tenemos los gustos parejos y me siento
orgulloso. ¡Cómo no!

Tirano Banderas, con gesto huraño, esquivó el humo de la adulación, las
volutas enfáticas. Manchados de verde los cantos de la boca, se recogía
en su gesto soturno:

--Amigo Don Celes, las revoluciones, para acabarlas de raíz, precisan
balas de plata.

Reforzó campanudo el gachupín:

--¡Balas que no llevan pólvora ni hacen estruendo!

La momia acogió con una mueca enigmática:

--Esas, amigo, que van calladas, son las mejores. En toda revolución
hay siempre dos momentos críticos: El de las ejecuciones fulminantes,
y el segundo momento, cuando convienen las balas de plata. Amigo
Don Celes, recién esas balas nos ganarían las mejores batallas.
Ahora la política es atraerse a los revolucionarios. Yo hago honor
a mis enemigos, y no se me oculta que cuentan con muchos elementos
simpatizantes en las vecinas Repúblicas. Entre los revolucionarios, hay
científicos que pueden con sus luces laborar en provecho de la Patria.
La inteligencia merece respeto. ¿No le parece, Don Celes?

Don Celes asentía con el grasiento arrebol de una sonrisa:

--En un todo de acuerdo. ¡Cómo no!

--Pues para esos científicos quiero yo las balas de plata: Hay entre
ellos muy buenas cabezas que lucirían en cotejo con las eminencias del
Extranjero. En Europa, esos hombres pueden hacer estudios que aquí
nos orienten: Su puesto está en la Diplomacia... En los Congresos
Científicos... En las Comisiones que se crean para el Extranjero.

Ponderó el ricacho:

--¡Eso es hacer política sabia!

Y susurró confidencial Generalito Banderas:

--Don Celes, para esa política preciso un gordo amunicionamiento de
plata. ¿Qué dice el amigo? Séame leal, y que no salga de los dos
ninguna cosa de lo hablado. Le tomo por consejero, reconociendo lo
mucho que vale.

Don Celes soplábase los bigotes escarchados de brillantina y aspiraba,
deleite de sibarita, las auras barberiles que derramaba en su ámbito.
Resplandecía como búdico vientre el cebollón de su calva, y esfumaba su
pensamiento un sueño de orientales mirajes: La contrata de vituallas
para el Ejército Libertador. Cortó el encanto Tirano Banderas:

--Mucho lo medita, y hace bien, que el asunto tiene toda la importancia.

Declamó el gachupín, con la mano sobre la botarga:

--Mi fortuna, muy escasa siempre, y estos tiempos harto quebrantada, en
su corta medida está al servicio del Gobierno. Pobre es mi ayuda, pero
ella representa el fruto del trabajo honrado en esta tierra generosa, a
la cual amo como a una patria de elección.

Generalito Banderas interrumpió con el ademán impaciente de apartarse
un tábano:

--¿La Colonia Española no cubriría un empréstito?

--La Colonia ha sufrido mucho estos tiempos. Sin embargo, teniendo en
cuenta sus vinculaciones con la República...

El Generalito plegó la boca, reconcentrado en un pensamiento:

--¿La Colonia Española comprende hasta dónde peligran sus intereses con
el ideario de la Revolución? Si lo comprende, trabájela usted en el
sentido indicado. El Gobierno solo cuenta con ella para el triunfo del
orden: El país está anarquizado por las malas propagandas.

Inflose Don Celes:

--El indio dueño de la tierra es una utopía de universitarios.

--Conformes. Por eso le decía que a los científicos hay que darles
puestos fuera del país, adonde su talento no sea perjudicial para
la República. Don Celestino, es indispensable un amunicionamiento
de plata, y usted queda comisionado para todo lo referente. Véase
con el Secretario de Finanzas. No lo dilate. El Licenciadito tiene
estudiado el asunto y le pondrá al corriente: Discutan las garantías y
resuelvan violento, pues es de la mayor urgencia balear con plata a
los revolucionarios. ¡El extranjero acoge las calumnias que propalan
las Agencias! Hemos protestado por la vía diplomática para que sea
coaccionada la campaña de difamación, pero no basta. Amigo Don Celes, a
su bien tajada péñola le corresponde redactar un documento que, con las
firmas de los españoles preeminentes, sirva para ilustrar al Gobierno
de la Madre Patria. La Colonia debe señalar una orientación, hacerles
saber a los estadistas distraídos que el ideario revolucionario es el
peligro amarillo en América. La Revolución representa la ruina de los
estancieros españoles. Que lo sepan allá, que se capaciten. ¡Es muy
grave el momento, Don Celestino! Por rumores que me llegaron, tengo
noticia de cierta actuación que proyecta el Cuerpo Diplomático. Los
rumores son de una protesta por las ejecuciones de Zamalpoa. ¿Sabe
usted si esa protesta piensa suscribirla el Ministro de España?

Al rico gachupín se le enrojeció la calva:

--¡Sería una bofetada a la Colonia!

--¿Y el Ministro de España, considera usted que sea sujeto para esas
bofetadas?

--Es hombre apático... Hace lo que le cuesta menos trabajo. Hombre poco
claro.

--¿No hace negocios?

--Hace deudas, que no paga. ¿Quiere usted mayor negocio? Mira como un
destierro su radicación en la República.

--¿Que se teme usted una pendejada?

--Me la temo.

--Pues hay que evitarla.

El gachupín simuló una inspiración repentina, con palmada en la frente
panzona:

--La Colonia puede actuar sobre el Ministro.

Don Santos rasgó con una sonrisa su verde máscara indiana:

--Eso se llama meter el tejo por la boca de la ranita. Conviene actuar
violento. Los españoles aquí radicados tienen intereses contrarios a
las utopías de la Diplomacia. Todas esas lucubraciones del protocolo
suponen un desconocimiento de las realidades americanas. La Humanidad,
para la política de estos países, es una entelequia con tres cabezas:
El criollo, el indio y el negro. Tres Humanidades. Otra política para
estos climas es pura macana.

El gachupín, barroco y pomposo, le tendió la mano:

--¡Mi admiración crece escuchándole!

--No se dilate, Don Celes. Quiere decirse que se remite para mañana la
invitación que le hice. ¿A usted no le complace el juego de la ranita?
Es mi medicina para esparcir el ánimo, mi juego desde chamaco, y lo
practico todas las tardes. Muy saludable, no arruina como otros juegos.

El ricacho se arrebolaba:

--¡Asombroso cómo somos de gustos parejos!

--Don Celes, hasta lueguito.

Interrogó el gachupín:

--¿Lueguito será mañana?

Movió la cabeza Don Santos:

--Si antes puede ser, antes. Yo no duermo.

Encomió Don Celes:

--¡Profesor de energía, como dicen en nuestro diario!

El Tirano le despidió, ceremonioso, desbaratada la voz en una cucaña de
gallos.


VII

Tirano Banderas, sumido en el hueco de la ventana, tenía siempre el
prestigio de un pájaro nocharniego: Desde aquella altura fisgaba la
campa donde seguían maniobrando algunos pelotones de indios, armados
con fusiles antiguos. La ciudad se encendía de reflejos sobre la marina
esmeralda. La brisa era fragante, plena de azahares y tamarindos. En
el cielo, remoto y desierto, subían globos de verbena, con cauda de
luces. Santa Fe celebraba sus ferias otoñales, tradición que venía del
tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y
liviano, con morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de Don Celes.
La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas, tenía una
luminosa palpitación, acastillada en la curva del Puerto. La marina era
llena de cabrilleos, y en la desolación azul, toda azul, de la tarde,
encendían su roja llamarada las cornetas de los cuarteles. El quitrí
del gachupín saltaba como una araña negra, en el final solanero de
Cuesta Mostenses.


VIII

Tirano Banderas, agaritado en la ventana, inmóvil y distante,
acrecentaba su prestigio de pájaro sagrado. Cuesta Mostenses flotaba
en la luminosidad del marino poniente, y un ciego cribado de viruelas
rasgaba el guitarrillo al pie de los nopales, que proyectaban sus
brazos como candelabros de Jerusalén. La voz del ciego desgarraba el
calino silencio:

      --Era Diego Pedernales
    de noble generación,
    pero las obligaciones
    de su sangre no siguió.



LIBRO SEGUNDO

EL MINISTRO DE ESPAÑA


I

La Legación de España se albergó muchos años en un caserón con portada
de azulejos y salomónicos miradores de madera, vecino al recoleto
estanque francés, llamado por una galante tradición Espejillo de la
Virreina. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su
Majestad Católica, también proyectaba un misterio galante y malsano,
como aquella virreina que se miraba en el espejo de su jardín, con un
ensueño de lujuria en la frente. El Excelentísimo Señor Don Mariano
Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Barón de Benicarlés
y Maestrante de Ronda, tenía la voz de cotorrona y el pisar de
bailarín. Lucio, grandote, abobalicado, muy propicio al cuchicheo y al
chismorreo, rezumaba falsas melosidades: Le hacían rollas las manos
y el papo: Hablaba con nasales francesas y mecía bajo sus carnosos
párpados un frío ensueño de literatura perversa: Era un desvaído
figurón, snob literario, gustador de los cenáculos decadentes, con
rito y santoral de métrica francesa. La sombra de la ardiente virreina,
refugiada en el fondo del jardín, mirando la fiesta de amor sin
mujeres, lloró muchas veces, incomprensiva, celosa, tapándose la cara.


II

Santos y Difuntos. En este tiempo, era luminosa y vibrante de
tabanquillos y tenderetes la Calzada de la Virreina. El quitrí del
gachupín, que rodaba haciendo morisquetas de petimetre, se detuvo ante
la Legación Española. Un chino encorvado, la espalda partida por la
coleta, regaba el zaguán. Don Celes subió la ancha escalera y cruzó una
galería con cuadros en penumbra, tallas, dorados y sedas: El gachupín
experimentaba un sofoco ampuloso, una sensación enfática de orgullo
y reverencia: Como collerones le resonaban en el pecho fanfarrias de
históricos nombres sonoros, y se mareaba igual que en un desfile de
cañones y banderas: Su jactancia, ilusa y patriótica, se revertía en
los escandidos compases de una música brillante y ramplona: Se detuvo
en el fondo de la galería. La puerta luminosa, silenciosa, franca
sobre el gran estrado desierto, amortiguó extrañamente al barroco
gachupín, y sus pensamientos se desbandaron en fuga, potros cerriles
rebotando las ancas. Se apagaron de repente todas las bengalas, y el
ricacho se advirtió pesaroso de verse en aquel trámite: Desasistido de
emoción, árido, tímido como si no tuviese dinero, penetró en el estrado
vacío, turbando la dorada simetría de espejos y consolas.


III

El Barón de Benicarlés, con quimono de mandarín, en el fondo de otra
cámara, sobre un canapé, espulgaba meticulosamente a su faldero. Don
Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona
y las patillas color de canela: Parecía que se le hubiese aflojado la
botarga:

--Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.

--Pase usted, ilustre Don Celestino.

El faldero dio un ladrido, y el carcamal diplomático, rasgando la boca,
le tiró de una oreja:

--¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas son sus visitas, que ya le
desconoce el Primer Secretario.

El carcamal diplomático esparcía sobre la fatigada crasitud de sus
labios una sonrisa lenta y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes
miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los dientes a Don Celes. El
Ministro de Su Majestad Católica, distraído, evanescente, ambiguo,
prolongaba la sonrisa con una elasticidad inverosímil, como las
diplomacias neutrales en año de guerras. Don Celes experimentaba una
angustia pueril entre la mueca del carcamal y el hocico aguzado del
faldero: Con su gesto adulador y pedante, lleno de pomposo afecto, se
inclinó hacia Merlín:

--¿No quieres que seamos amigos?

El faldero, con un ladrido, se recogió en las rodillas de su amo,
que adormilaba los ojos huevones, casi blancos, apenas desvanecidos
de azul, indiferentes como dos globos de cristal, consonantes con la
sonrisa sin término, de una deferencia maquillada y protocolaria. La
mano gorja y llena de hoyos, mano de odalisca, halagaba las sedas del
faldero:

--¡Merlín, ten formalidad!

--¡Me ha declarado la guerra!

El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto de fatiga por toda su figura
crasa y fondona, se dejaba besuquear del faldero. Don Celes, rubicundo
entre las patillas de canela, poco a poco, iba inflando la botarga,
pero con una sombra de recelo, una íntima y remota cobardía de cómico
silbado. Bajo el besuqueo del falderillo, habló, confuso y nasal, el
figurón diplomático:

--¿Por dónde se peregrina, Don Celeste? ¿Qué luminosa opinión me trae
usted de la Colonia Hispana? ¿No viene usted como Embajador?... Ya
tiene usted despejado el camino, ilustre Don Celes.

Don Celes se arrugó con gesto amistoso, aquiescente, fatalista: La
frente panzona, la papada apoplética, la botarga retumbante, apenas
disimulaban la perplejidad del gachupín. Rio falsamente:

--La tan mentada sagacidad diplomática se ha confirmado una vez más,
querido Barón.

Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó levantando un dedo:

--No interrumpas, Merlín. Perdone usted la incorrección y continúe,
ilustre Don Celes.

Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía oración mental,
recapacitando los pagarés que tenía del Barón: Luchaba desesperado por
no desinflarse: Cerró los ojos:

--La Colonia, por sus vinculaciones, no puede ser ajena a la política
del país: Aquí radica su colaboración y el fruto de sus esfuerzos. Yo,
por mis sentimientos pacifistas, por mis convicciones de liberalismo
bajo la gerencia de gobernantes serios, me hallo en una situación
ambigua, entre el ideario revolucionario y los procedimientos
sumarísimos del General Banderas. Pero casi me convence la colectividad
española, en cuanto a su actuación, porque la más sólida garantía del
orden es, todavía, Don Santos Banderas. ¡El triunfo revolucionario
traería el caos!

--Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes.

--Pero hay un momento de crisis comercial: Los negocios se resienten,
oscilan las finanzas, el bandolerismo renace en los campos.

Subrayó el Ministro:

--No más que ahora, con la guerra civil.

--¡La guerra civil! Los radicados de muchos años en el país, ya la
miramos como un mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo
más grave, porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad.
El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica, que no
puede prevalecer en cerebros bien organizados. La Colonia profesa
unánime este sentimiento: Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero,
hombre de realidades, entiendo que la actuación del capital español es
antagónica con el espíritu revolucionario.

El Ministro de Su Majestad Católica se recostó en el canapé,
escondiendo en el hombro el hocico del faldero:

--¿Don Celes, y es oficial ese ultimátum de la Colonia?

--Señor Ministro, no es ultimátum. La Colonia pide solamente una
orientación.

--¿La pide o la impone?

--No habré sabido explicarme. Yo, como hombre de negocios, soy poco
dueño de los matices oratorios, y si he vertido algún concepto por
donde haya podido entenderse que ostento una representación oficiosa,
tengo especial interés en dejar rectificada plenamente esa suspicacia
del Señor Ministro.

El Barón de Benicarlés, con una punta de ironía en el azul desvaído de
los ojos, y las manos de odalisca entre las sedas del faldero, diluía
un gesto displicente sobre la boca belfona, untada de fatiga viciosa:

--Ilustre Don Celestino, usted es una de las personalidades
financieras, intelectuales y sociales más remarcables de la Colonia...
Sus opiniones, muy estimables... Sin embargo, usted no es todavía el
Ministro de España. ¡Una verdadera desgracia! Pero hay un medio para
que usted lo sea, y es solicitar por cable mi traslado a Europa. Yo
apoyaré la petición, y le venderé a usted mis muebles en almoneda.

El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:

--¿Incluido Merlín para consejero?

El figurón diplomático acogió la agudeza con un gesto frío y lacio, que
la borró:

--Don Celes, aconseje usted a nuestros españoles que se abstengan
de actuar en la política del país, que se mantengan en una estricta
neutralidad, que no quebranten con sus intemperancias la actuación del
Cuerpo Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le acoja más tiempo,
pues necesito vestirme para asistir a un cambio de impresiones en la
Legación inglesa.

Y el desvaído carcamal, en la luz declinante de la cámara,
desenterraba un gesto chafado, de sangre orgullosa.


IV

Don Celes, al cruzar el estrado, donde la alfombra apagaba el rumor de
los pasos, sintió más que nunca el terror de desinflarse. En el zaguán,
el chino rancio y coletudo, en una abstracción pueril y maniática,
seguía regando las baldosas. Don Celes experimentó todo el desprecio
del blanco por el amarillo:

--¡Deja paso, y mira, no me manches el charol de las botas, gran
chingado!

Andando en la punta de los pies, con mecimiento de doble suspensión la
botarga, llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí, que con otros
morenos y rotos, refrescaba bajo los laureles de un bochinche: Juego de
bolos y piano automático con platillos:

--¡Vamos vivo, pendejo!


V

Calzada de la Virreina tenía un luminoso bullicio de pregones,
guitarros, faroles y gallardetes. Santa Fe se regocijaba con un
vértigo encendido, con una calentura de luz y tinieblas: El
aguardiente y el facón del indio, la baraja y el baile lleno de
lujurias, encadenaban una sucesión de imágenes violentas y tumultuosas.
Sentíase la oscura y desolada palpitación de la vida sobre la fosa
abierta. Santa Fe, con una furia trágica y devoradora del tiempo,
escapaba del terrorífico sopor cotidiano, con el grito de sus ferias,
tumultuoso como un grito bélico. En la lumbrada del ocaso, sobre la
loma de granados y palmas, encendía los azulejos de sus redondas
cúpulas coloniales San Martín de los Mostenses.



LIBRO TERCERO

EL JUEGO DE LA RANITA


I

Tirano Banderas, terminado el despacho, salió por la arcada del
claustro bajo al jardín de los frailes. Le seguían compadritos y
edecanes:

--¡Se acabó la obligación! Ahora, si les parece bien, mis amigos, vamos
a divertir honestamente este rabo de tarde, en el jueguito de la rana.

Rancio y cumplimentero, invitaba para la trinca, sin perder el rostro
sus vinagres, y se pasaba por la calavera el pañuelo de hierbas, propio
de dómine o donado.


II

El Jardín de los Frailes, geométrica ruina de cactus y laureles, gozaba
la vista del mar: Por las mornas tapias corrían amarillos lagartos:
En aquel paraje estaba el juego de la rana, ya crepuscular, recién
pintado de verde. El Tirano, todas las tardes esparcía su tedio en
este divertimiento: Pausado y prolijo, rumiando la coca, hacía sus
tiradas, y en los yerros, su boca rasgábase toda verde, con una mueca:
Se mostraba muy codicioso y atento a los lances del juego, sin ser
parte a distraerle las descargas de fusilería que levantaban cirrus de
humo a lo lejos, por la banda de la marina. Las sentencias de muerte
se cumplimentaban al ponerse el sol, y cada tarde era pasada por las
armas alguna cuerda de revolucionarios. Tirano Banderas, ajeno a la
fusilería, cruel y vesánico, afinaba el punto apretando la boca. Los
cirrus de humo volaban sobre el mar.

--¡Rana!

El tirano, siempre austero, vuelto a la trinca de compadres, desplegaba
el pañuelo de dómine, enjugándose el cráneo pelado:

--¡Aprendan, y no se distraigan del juego con macanas!

Un vaho pesado, calor y catinga, anunciaba la proximidad de la manigua,
donde el crepúsculo enciende, con las estrellas, los ojos de los
jaguares.


III

Aquella india vieja, acurrucada en la sombra de un toldillo, con
el bochinche de limonada y aguardiente, se ha hispido, remilgada y
corretona bajo la seña del Tirano:

--¡Horita, mi jefe!

Doña Lupita cruza las manos enanas y orientales, apretándose al pecho
los cabos del rebocillo, tirado de priesa sobre la greña: Tenía esclava
la sonrisa y los ojos oblicuos de serpiente sabia: Los pies descalzos,
pulidos como las manos: Engañosa de mieles y lisonjas la plática:

--¡Mándeme, no más, mi Generalito!

Generalito Banderas doblaba el pañuelo, muy escrupuloso y espetado:

--¿Se gana plata, Doña Lupita?

--¡Mi jefecito, paciencia se gana! ¡Paciencia y trabajos, que es ganar
la Gloria Bendita! Viernes pasado compré un mecate para me ajorcar, y
un ángel se puso de por medio. ¡Mi jefecito, no di con una escarpia!

Tirano Banderas, parsimonioso, rumiaba la coca, tembladera la quijada y
saltante la nuez:

--¿Diga, mi vieja, y qué le sucedió al mecatito?

--A la Santa de Lima amarrado se lo tengo, mi jefecito.

--¿Qué le solicita, vieja?

--Niño Santos, pues que su merced disfrute mil años de soberanía.

--¡No me haga pendejo, Doña Lupita! ¿De qué año son las enchiladas?

--¡Merito acaban de enfriarse, patroncito!

--¿Qué otra cosa tiene en la mesilla?

--Coquitos de agua. ¡La chicha muy superior, mi jefecito! Aguardiente
para el gauchaje.

--Pregúntele, vieja, el gusto a los circunstantes, y sirva la convidada.

Doña Lupita, torciendo la punta del rebocillo, interrogó al concurso
que acampaba en torno de la rana, adulador y medroso ante la momia del
Tirano:

--¿Con qué gustan mis jefecitos de refrescarse? Les antepongo que
solamente tres copas tengo. Denantes, pasó un coronelito briago, que
todo me lo hizo cachizas, caminándose sin pagar el gasto.

El Tirano formuló lacónico:

--Denúncielo en forma, y se hará justicia.

Doña Lupita jugó el rebocillo como una dama de teatro:

--¡Mi Generalito, el memorialista no moja la pluma sin tocar por
delante su estipendio!

Marcó un temblor la barbilla del Tirano:

--Tampoco es razón. A mi sala de audiencias puede llegar el último
cholo de la República. Licenciado Sostenes Carrillo, queda a su cargo
instruir el proceso en averiguación del supuesto fregado...


IV

Doña Lupita, corretona y haldeando, fue a sacar los cocos puestos bajo
una cobertera de palmitos en la tierra regada. El Tirano, sentado en el
poyo miradero de los frailes, esparcía el ánimo cargado de cuidados:
Sobre el bastón con borlas doctorales y puño de oro, cruzaba la cera
de las manos: En la barbilla, un temblor; en la boca verdosa, un gesto
ambiguo de risa, mofa y vinagre:

--Tiene mucha letra la guaina, Señor Licenciado.

--Patroncito, ha visto la chuela.

--Muy ocurrente en las leperadas. ¡Puta madre! Va para el medio siglo
que la conozco, de cuando fui abanderado en el Séptimo Ligero: Era
nuestra rabona.

Doña Lupita amusgaba la oreja, haldeando por el jacalito. El Licenciado
recayó con apremio chuflero:

--¡No se suma mi vieja!

--En boca cerrada no entran moscas, valedorcito.

--No hay sello para una vuelta de mancuerda.

--¡Santísimo Juez!

--¿Qué jefe militar le arrugó el tenderete, mi vieja?

--¡Me aprieta, niño, y me expone a una venganza!

--No se atore y suelte el gallo.

--No me sea mala reata, Señor Licenciado.

El Señor Licenciado era feliz, rejoneando a la vieja por divertir la
hipocondría del Tirano. Doña Lupita, falsa y apenujada, trajo las
palmas con el fruto enracimado, y un tranchete para rebanarlo. El Mayor
Abilio del Valle, que se preciaba de haber cortado muchas cabezas,
pidió la gracia de meter el facón a los coquitos de agua: Lo hizo
con destreza mambís: Bélico y triunfador, ofrendó como el cráneo de
un cacique enemigo, el primer coquito al Tirano. La momia amarilla
desplegó las manos y tomó una mitad pulcramente:

--Mayorcito, el concho que resta, esa vieja maulona que se lo beba. Si
hay ponzoña, que los dos reventemos.

Doña Lupita, avizorada, tomó el concho, saludando y bebiendo:

--Mi Generalito, no hay más que un firme acatamiento en esta cuera
vieja: ¡El Señor San Pedro y toda la celeste cofradía me sean testigos!

Tirano Banderas, taciturno, recogido en el poyo, bajo la sombra de los
ramajes, era un negro garabato de lechuzo. Raro prestigio cobró de
pronto aquella sombra, y aquella voz de caña hueca, raro imperio:

--Doña Lupita, si como dice me aprecia, declare el nombre del pendejo
briago que en tan poco se tiene. Luego luego, vos veréis, vieja, que
también la aprecia Santos Banderas. Dame la mano, vieja...

--Taitita, dejá sos la bese.

Tirano Banderas oyó, sin moverse, el nombre que temblando le secreteó
la vieja. Los compadritos, en torno de la rana, callaban amusgados, y a
hurto se hacían alguna seña. La momia indiana:

--¡Chac, chac!


V

Tirano Banderas, con paso de rata fisgona, seguido por los compadritos,
abandonó el juego de la rana: Al cruzar el claustro, un grupo de
uniformes que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio. Al
pasar, la momia escrutó el grupo, y con un movimiento de cabeza, llamó
al Coronel-Licenciado López de Salamanca, Jefe de Policía:

--¿A qué hora está anunciado el acto de las Juventudes Democráticas?

--A las diez.

--¿En el Circo Harris?

--Eso rezan los carteles.

--¿Quién he solicitado el permiso para el mitin?

--Don Roque Cepeda.

--¿No se le han puesto obstáculos?

--Ninguno.

--¿Se han cumplimentado fielmente mis instrucciones?

--Tal creo...

--La propaganda de ideales políticos, siempre que se realice dentro
de las leyes, es un derecho ciudadano y merece todos los respetos del
Gobierno.

El Tirano torcía la boca con gesto maligno. El Jefe de Policía,
Coronel-Licenciado López de Salamanca, atendía con burlón desenfado:

--Mi General, en caso de mitote, ¿habrá que suspender el acto?

--El Reglamento de Orden Público le evacuará cumplidamente cualquier
duda.

El Coronel-Licenciado asintió con zumba gazmoña:

--Señor Presidente, la recta aplicación de las leyes será la norma de
mi conducta.

--Y en todo caso, si usted procediese con exceso de celo, cosa siempre
laudable, no le costará gran sacrificio presentar la renuncia del
cargo. Sus servicios --al aceptarla-- sin duda que los tendría en
consideración el Gobierno.

Recalcó el Coronel-Licenciado:

--¿El Señor Presidente no tiene otra cosa que mandarme?

--¿Ha proseguido las averiguaciones referentes al relajo y viciosas
costumbres del Honorable Cuerpo Diplomático?

--Y hemos hecho algún descubrimiento sensacional.

--En el despacho de esta noche tendrá a bien enterarme.

El Coronel-Licenciado saludó:

--¡A la orden, mi General!

La momia indiana todavía le detuvo, exprimiendo su verde mueca:

--Mi política es el respeto a la ley. Que los gendarmes garantan el
orden en Circo Harris. ¡Chac! ¡Chac! Las Juventudes Democráticas
ejemplarizan esta noche practicando un ejercicio ciudadano.

Chanceó el Jefe de Policía:

--Ciudadano y acrobático.

El Tirano, ambiguo y solapado, plegó la boca con su mueca verde:

--¡Pues, y quién sabe!... ¡Chac! ¡Chac!


VI

Tirano Banderas caminó taciturno. Los compadres, callados como en
un entierro, formaban la escolta detrás. Se detuvo en la sombra del
convento, bajo el alerta del guaita, que en el campanario sin campanas
clavaba la luna con la bayoneta. Tirano Banderas estúvose mirando el
cielo de estrellas: Amaba la noche y los astros: El arcano de bellos
enigmas recogía el dolor de su alma tétrica: Sabía numerar el tiempo
por las constelaciones: Con la matemática luminosa de las estrellas
se maravillaba: La eternidad de las leyes siderales abría una coma
religiosa en su estoica crueldad indiana. Atravesó la puerta del
convento bajo el grito nocturno del guaita en la torre, y el retén,
abriendo filas, presentó armas. Tirano Banderas, receloso, al pasar,
escudriñaba el rostro oscuro de los soldados.



SEGUNDA PARTE

BOLUCA Y MITOTE



LIBRO PRIMERO

CUARZOS IBÉRICOS


I

Amarillos y rojos mal entonados, colgaban los balcones del Casino
Español. En el filo luminoso de la terraza, petulante y tilingo, era el
quitrí de Don Celes.


II

--¡Mueran los gachupines!

--¡Mueran!...

El Circo Harris, en el fondo del parque, perfilaba la cúpula diáfana
de sus lonas bajo el cielo verde de luceros. Apretábase la plebe
vocinglera frente a las puertas, en el guiño de los arcos voltaicos.
Parejas de caballería estaban de cantón en las bocacalles, y mezclados
entre los grupos, huroneaban los espías del Tirano. Aplausos y vítores
acogieron la aparición de los oradores: Venían en grupo, rodeados de
estudiantes con banderas: Saludaban agitando los sombreros, pálidos,
teatrales, heroicos. La marejada tumultuaria del gentío, bajo la
porra legisladora de los gendarmes, abría calle ante las puertas del
Circo. Las luces del interior daban a la cúpula de lona una diafanidad
morena. Sucesivos grupos con banderas y bengalas, aplausos y amotinados
clamores, a modo de reto, gritaban frente al Casino Cspañol:

--¡Viva Don Roque Cepeda!

--¡Viva el libertador del indio!

--¡Vivaaa!...

--¡Muera la tiranía!

--¡Mueraaa!...

--¡Mueran los gachupines!

--¡Mueran!...


III

El Casino Español --floripondios, doradas lámparas, rimbombantes
moldurones-- estallaba rubicundo y bronco, resonante de bravatas. La
Junta Directiva clausuraba una breve sesión, sin acta, con acuerdos
verbales y secretos. Por los salones, al sesgo de la farra valentona,
comenzaban solapados murmullos. Pronto corrió, sin recato, el complot
para salir en falange y deshacer el mitin a estacazos. La charanga
gachupina resoplaba un bramido patriota: Los calvos tresillistas
dejaban en el platillo las puestas: Los cerriles del dominó golpeaban
con las fichas y los boliches de gaseosa: Los del billar salían a los
balcones blandiendo los tacos. Algunas voces tartufas de empeñistas
y abarroteros reclamaban prudencia y una escolta de gendarmes para
garantía del orden. Luces y voces ponían una palpitación chula y
politiquera en aquellos salones decorados con la emulación ramplona de
los despachos ministeriales en la Madre Patria: De pronto la falange
gachupina acudió en tumulto a los balcones. Gritos y aplausos:

--¡Viva España!

--¡Viva el General Banderas!

--¡Viva la raza latina!

--¡Viva el General Presidente!

--¡Viva Don Pelayo!

--¡Viva el Pilar de Zaragoza!

--¡Viva Don Isaac Peral!

--¡Viva el comercio honrado!

--¡Viva el Héroe de Zamalpoa!

En la calle, una tropa de caballos acuchillaba a la plebe ensabanada y
negruzca, que huía sin sacar el facón del pecho.


IV

Bajo la protección de los gendarmes, la gachupía balandrona se repartió
por las mesas de la terraza. Desafíos, jactancias, palmas. Don Celes
tascaba un largo veguero entre dos personajes de su prosapia: Míster
Contum, aventurero yanqui con negocios de minería, y un estanciero
español, señalado por su mucha riqueza, hombre de cortas luces, alavés
duro y fanático, con una supersticiosa devoción por el principio de
autoridad que aterroriza y sobresalta. Don Teodosio del Araco, ibérico
granítico, perpetuaba la tradición colonial del encomendero. Don
Celes peroraba con vacua egolatría de ricacho, puesto el hito de su
elocuencia en deslumbrar al mucamo que le servía el café. La calle se
abullangaba. La pelazón de indios hacía rueda en torno de las farolas
y retretas que anunciaban el mitin. Don Teodosio, con vinagre de
inquisidor, sentenció lacónico:

--¡Vean, no más, qué mojiganga!

Se arreboló de suficiencia Don Celes:

--El Gobierno del General Banderas, con la autorización de esta
propaganda, atestigua su respeto por todas las opiniones políticas.
¡Es un acto que acrecienta su prestigio! El General Banderas no teme
la discusión, autoriza el debate: Sus palabras, al conceder el permiso
para el mitin de esta noche, merecen recordarse: “En la ley encontrarán
los ciudadanos el camino seguro para ejercitar pacíficamente sus
derechos.” ¡Convengamos que así solo habla un gran gobernante! Yo creo
que se harán históricas las palabras del Presidente.

Apostilló lacónico Don Teodosio del Araco:

--¡Lo merecen!

Míster Contum consultó su reloj:

--Estar mucho interesante oír los discursos. Así mañana estar bien
enterado mí. Nadie lo contar mí. Oírlo de las orejas.

Don Celes arqueaba la figura con vacua suficiencia:

--¡No vale la pena de soportar el sofoco de esa atmósfera viciada!

--Mi interesarse por oír a Don Roque Cepeda.

Y Don Teodosio acentuaba su rictus bilioso:

--¡Un loco! ¡Un insensato! Parece mentira que hombre de su situación
financiera se junte con los rotos de la revolución, gente sin garantías.

Don Celes insinuaba con irónica lástima:

--Roque Cepeda es un idealista.

--Pues que lo encierren.

--Al contrario: Dejarle libre la propaganda. ¡Ya fracasará!

Don Teodosio movía la cabeza, recomido de suspicacias:

--Ustedes no controlan la inquietud que han llevado al indio del campo
las predicaciones de esos perturbados. El indio es naturalmente ruin,
jamás agradece los beneficios del patrón, aparenta humildad y esta
afilando el cuchillo: Solo anda derecho con el rebenque: Es más flojo,
trabaja menos y se emborracha más que el negro antillano. Yo he tenido
negros, y les garanto la superioridad del moreno sobre el indio de
estas Repúblicas del Mar Pacífico.

Dictaminó Míster Contum, con humorismo fúnebre:

--Si el indio no ser tan flojo, no vivir mucho demasiado seguros los
cueros blancos en este Paraíso de Punta Serpientes.

Abanicándose con el jipi asentía Don Celes:

--¡Indudable! Pero en ese postulado se contiene que el indio no es apto
para las funciones políticas.

Don Teodosio se apasionaba:

--Flojo y alcoholizado, necesita el fustazo del blanco, que le haga
trabajar, y servir a los fines de la sociedad.

Tornó el yanqui de los negocios mineros:

--Míster Araco, si puede estar una preocupación el peligro amarillo,
ser en estas Repúblicas.

Don Celes infló la botarga patriótica, haciendo sonar todos los dijes
de la gran cadena que, tendida de bolsillo a bolsillo, le ceñía la
panza:

--Estas Repúblicas, para no desviarse de la ruta civilizadora, volverán
los ojos a la Madre Patria. ¡Allí refulgen los históricos destinos de
veinte Naciones!

Míster Contum alargó, con un gesto desdeñoso, su magro perfil de loro
rubio:

--Si el criollaje perdura como dirigente, lo deberá a los barcos y a
los cañones de Norteamérica.

El yanqui entornaba un ojo, mirándose la curva de la nariz. Y
la pelazón de indios seguía gritando en torno de las farolas que
anunciaban el mitin:

--¡Muera el Tío Sam!

--¡Mueran los gachupines!

--¡Muera el gringo chingado!


V

El Director de “El Criterio Español”, en un velador inmediato, sorbía
el refresco de piña, soda y kirsch que hizo famoso al cantinero del
Metropol Room. Don Celes, redondo y pedante, abanicándose con el jipi,
salió a los medios de la acera:

--¡Mi felicitación por el editorial! En todo conforme con su tesis.

El Director-Propietario de “El Criterio Español” tenía una pluma
hiperbólica, patriotera y ramplona, con fervientes devotos en la
gachupía de empeñistas y abarroteros. Don Nicolás Díaz del Rivero,
personaje cauteloso y bronco, disfrazaba su falsía con el rudo acento
del Ebro: En España habíase titulado carlista, hasta que estafó la caja
del 7.º de Navarra: En Ultramar exaltaba la causa de la Monarquía
Restaurada: Tenía dos grandes cruces, un título flamante de conde, un
banco sobre prendas, y ninguna de hombre honesto. Don Celes se acercó
confidencial, el jipi sobre la botarga, apartándose el veguero de la
boca y tendiendo el brazo con ademán aparatoso:

--¿Y qué me dice de la representación de esta noche? ¿Leeremos la
reseña mañana?

--Lo que permita el lápiz rojo. Pero, siéntese usted, Don Celes: Tengo
destacados mis sabuesos y no dejará de llegar alguno con noticias.
¡Ojalá no tengamos que lamentar esta noche alguna grave alteración
del orden! En estas propagandas revolucionarias, las pasiones se
desbordan...

Don Celes arrastró una mecedora, y se apoltronó, siempre abanicándose
con el panameño:

--Si ocurriese algún desbordamiento de la plebe, yo haría responsable a
Don Roque Cepeda. ¿Ha visto usted ese loco lindo? No le vendría mal una
temporada en Santa Mónica.

El Director de “El Criterio Español” se inclinó, confidencial, apagando
la procelosa voz, cubriéndola con un gran gesto arcano:

--Pudiera ser que ya le tuviesen armada la ratonera. ¿Qué impresiones
ha sacado usted de su visita al General?

--Al General le inquieta la actitud del Cuerpo Diplomático. Tiene la
preocupación de no salirse de la legalidad, y eso, a mi ver, justifica
la autorización para el mitin... O quizás lo que usted indicaba recién.
¡Una ratonera!...

--¿Y no le parece que sería un golpe de maestro? Pero acaso la
preocupación que usted ha observado en el Presidente... Aquí tenemos al
Vate Larrañaga. Acérquese, Vate...


VI

El Vate Larrañaga era un joven flaco, lampiño, macilento, guedeja
romántica, chalina flotante, anillos en las manos enlutadas: Una
expresión dulce y novicia, de alma apasionada: Se acercó con tímido
saludo:

--Mero mero, inició los discursos el Licenciado Sánchez Ocaña.

Cortó el Director:

--¿Tiene usted las notas? Hágame el favor. Yo las veré y las mandaré a
la imprenta. ¿Qué impresión en el público?

--En la masa, un gran efecto. Alguna protesta en la cazuela, pero se
han impuesto los aplausos. El público es suyo.

Don Celes contemplaba las estrellas, humeando el veguero:

--¿Real y verdaderamente es un orador elocuente el Licenciado Sánchez
Ocaña? En lo poco que le tengo tratado, me ha parecido una medianía.

El Vate sonrió tímidamente, esquivando su opinión. Don Nicolás Díaz
del Rivero pasaba el fulgor de sus quevedos sobre las cuartillas. El
Vate Larrañaga, encogido y silencioso, esperaba. El Director levantó la
cabeza:

--Le falta a usted intención política. Nosotros no podemos decir que
el público premió con una ovación la presencia del Licenciado Sánchez
Ocaña. Puede usted escribir: Los aplausos oficiosos de algunos amigos
no lograron ocultar el fracaso de tan difusa pieza oratoria, que
tuvo de todo, menos de ciceroniana. Es una redacción de elemental
formulario. ¡Cada día es usted menos periodista!

El Vate Larrañaga sonrió tímidamente:

--¡Y temía haberme excedido en la censura!

El Director repasaba las cuartillas:

--Tuvo lugar, es un galicismo.

Rectificó complaciente el Vate:

--Tuvo verificativo.

--No lo admite la Academia.

Traía el viento un apagado oleaje de clamores y aplausos. Lamentó Don
Celes con hueca sonoridad:

--La plebe en todas partes se alucina con metáforas.

El Director-Propietario miró con gesto de reproche al sumiso noticiero:

--¿Pero esos aplausos? ¿Sabe usted quién está en el uso de la palabra?

--Posiblemente seguirá el Licenciado.

--¿Y usted, qué hace aquí? Vuélvase y ayude al compañero. Vatecito,
oiga: Una idea que, si acertase a desenvolverla, le supondría un éxito
periodístico: Haga la reseña como si se tratase de una función de
circo, con loros amaestrados. Acentúe la soflama. Comience con la más
cumplida felicitación a la Empresa de los Hermanos Harris.

Se infló Don Celes:

--¡Ya apareció el periodista de raza!

El Director declinó el elogio con arcano fruncimiento de cejas y labio:
Continuó dirigiéndose al macilento Vatecito:

--¿Quién tiene de compañero?

--Fray Mocho.

--¡Que no se tome de bebida ese ganado!

El Vate Larrañaga se encogió, inhibiéndose con su apagada sonrisa:

--Hasta lueguito.

Tornaba el vuelo de los aplausos.


VII

Sobre el resplandor de las aceras, gritos de vendedores ambulantes:
Zig-zag de nubios limpiabotas: Bandejas tintineantes, que portan en
alto los mozos de los bares americanos: Vistosa ondulación de niñas
mulatas, con la vieja de rebocillo al flanco. Formas, sombras, luces
se multiplican trenzándose, promoviendo la caliginosa y alucinante
vibración oriental que resumen el opio y la marihuana.



LIBRO SEGUNDO

EL CIRCO HARRIS


I

El Circo Harris, entre ramajes y focos voltaicos, abría su parasol de
lona morena y diáfana. Parejas de gendarmes decoraban con rítmicos
paseos las iluminadas puertas, y los lacios bigotes y las mandíbulas
encuadradas por las carrilleras tenían el espavento de carátulas
chinas. Grupos populares se estacionaban con rumorosa impaciencia por
las avenidas del Parque: Allí el mayoral de poncho y machete, con el
criollo del jarano platero, y el pelado de sabanil y el indio serrano.
En el fondo, el diáfano parasol triangulaba sus candiles sobre el cielo
verde de luceros.


II

El Vate Larrañaga, con revuelo de zopilote, negro y lacio, cruzó
las aceradas filas de gendarmes, y penetró bajo la cúpula de lona,
estremecida por las salvas de aplausos. Aún cantaba su aria de tenor el
Licenciado Sánchez Ocaña. El Vatecito, enjugándose la frente, deshecho
el lazo de la chalina, tomó asiento, a la vera de su colega Fray Mocho:
Un viejales con mugre de chupatintas, picado de viruelas y gran nariz
colgante, que acogió al compañero con una bocanada vinosa:

--¡Es una pieza oratoria!

--¿Tomaste vos notas?

--¡Qué va! Es torrencial.

--¡Y no acaba!

--La tomó de muy largo.


III

El orador desleía el boladillo en el vaso de agua: Cataba un sorbo:
Hacía engalle: Se tiraba de los almidonados puños:

--Las antiguas colonias españolas, para volver a la ruta de su
destino histórico, habrán de escuchar las voces de las civilizaciones
originarias de América. Solo así dejaremos algún día de ser una colonia
espiritual del Viejo Continente. El Catolicismo y las corruptelas
jurídicas cimentan toda la obra civilizadora de la latinidad en nuestra
América. El Catolicismo y las corruptelas jurídicas, son grilletes
que nos mediatizan a una civilización en descrédito, egoísta y mendaz.
Pero si renegamos de esta abyección jurídico-religiosa, sea para forjar
un nuevo vínculo, donde revivan nuestras tradiciones de comunismo
milenario, en un futuro pleno de solidaridad humana, el futuro que
estremece con pánicos temblores de cataclismo el vientre del mundo.

Apostilló una voz:

--¡De tu madre!

Se produjo súbito tumulto: Marejada, repelones, gritos y brazos por
alto. Los gendarmes sacaban a un cholo con la cabeza abierta de un
garrotazo. El Licenciado Sánchez Ocaña, un poco pálido, con afectación
teatral, sonreía removiendo la cucharilla en el vaso del agua. El
Vatecito murmuró palpitante, inclinándose al oído de Fray Mocho:

--¡Quién tuviera una pluma independiente! El patrón quiere una crítica
despiadada...

Fray Mocho sacó del pecho un botellín y se agachó besando el gollete:

--¡Muy elocuente!

--Es un oprobio tener vendida la conciencia.

--¡Qué va! Vos no vendés la conciencia. Vendés la pluma, que no es lo
mismo.

--¡Por cochinos treinta pesos!

--Son los fríjoles. No hay que ser poeta. ¿Querés vos soplar?

--¿Qué es ello?

--¡Chicha!

--No me apetece.


IV

El orador sacaba los puños, lucía las mancuernas, se acercaba a las
luces del proscenio. Le acogió una salva de aplausos: Con saludo de
tenor remontose en su aria:

--El criollaje conserva todos los privilegios, todas las premáticas de
las antiguas leyes coloniales. Los libertadores de la primera hora no
han podido destruirlas, y la raza indígena, como en los peores días
del virreinato, sufre la esclavitud de la Encomienda. Nuestra América
se ha independizado de la tutela hispánica, pero no de sus prejuicios,
que sellan con pacto de fariseos, Derecho y Catolicismo. No se ha
intentado la redención del indio, que escarnecido, indefenso, trabaja
en los latifundios y en las minas, bajo el látigo del capataz. Y esa
obligación redentora, debe ser nuestra fe revolucionaria, ideal de
justicia más fuerte que el sentimiento patriótico, porque es anhelo de
solidaridad humana. El Océano Pacífico, el mar de nuestros destinos
raciales, en sus más apartados parajes, congrega las mismas voces
de fraternidad y de protesta. Los pueblos amarillos se despiertan,
no para vengar agravios, sino para destruir la tiranía jurídica del
capitalismo, piedra angular de los caducos Estados Europeos. El Océano
Pacífico acompaña el ritmo de sus mareas con las voces unánimes de
las razas asiáticas y americanas, que en angustioso sueño de siglos
han gestado el ideal de una nueva conciencia, heñida con tales
obligaciones, con tales sacrificios, con tan arduo y místico combate,
que forzosamente se aparecerá delirio de brahamanes a la sórdida
civilización europea, mancillada con todas las concupiscencias y los
egoísmos de la propiedad individual. Los Estados Europeos, nacidos de
guerras y dolos, no sienten la vergüenza de su historia, no silencian
sus crímenes, no repugnan sus rapiñas sangrientas. Los Estados Europeos
llevan la deshonestidad hasta el alarde orgulloso de sus felonías,
hasta la jactancia de su cínica inmoralidad a través de los siglos.
Y esta degradación se la muestran como timbre de gloria a los coros
juveniles de sus escuelas. Frente a nuestros ideales, la crítica de
esos pueblos es la crítica del romano frente a la doctrina del Justo.
Aquel obeso patricio, encorvado sobre el vomitorio, razonaba con las
mismas bascas: Dueño de esclavos, defendía su propiedad: Manchado con
las heces de la gula y del hartazgo, estructuraba la vida social y el
goce de sus riquezas sobre el postulado de la servidumbre: Cuadrillas
de esclavos hacían la siega de la mies: Cuadrillas de esclavos bajaban
al fondo de la mina: Cuadrillas de esclavos remaban en el trirreme. La
agricultura, la explotación de los metales, el comercio del mar, no
podrían existir sin el esclavo, razonaba el patriciado de la antigua
Roma. Y el hierro del amo en la carne del esclavo se convertía en un
precepto ético, inherente al bien público y a la salud del Imperio.
Nosotros, más que revolucionarios políticos, más que hombres de una
patria limitada y tangible, somos catecúmenos de un credo religioso.
Iluminados por la luz de una nueva conciencia, nos reunimos en la
estrechez de este recinto, como los esclavos de las catacumbas, para
crear una Patria Universal. Queremos convertir el peñasco del mundo en
ara sidérea donde se celebre el culto de todas las cosas ordenadas por
el amor. El culto de la eterna armonía, que solo puede alcanzarse por
la igualdad entre los hombres. Demos a nuestras vidas el sentido fatal
y desinteresado de las vidas estelares, liguémonos a un fin único de
fraternidad, limpias las almas del egoísmo que engendra el tuyo y el
mío, superados los círculos de la avaricia y del robo.


V

Nuevo tumulto. Una tropa de gachupines, jaquetona y cerril, gritaba en
la pista:

--¡Atorrante!

--¡Guarango!

--¡Pelado!

--¡Carente de plata!

--¡Divorciado de la Ley!

--¡Muera la turba revolucionaria!

La gachupía enarbolaba gritos y garrotes al amparo de los gendarmes.
En concierto clandestino, alborotaban por la gradería los disfrazados
esbirros del Tirano. Arreciaba la escaramuza de mutuos dicterios:

--¡Atorrantes!

--¡Muera la tiranía!

--¡Macaneadores!

--¡Pelados!

--¡Carentes de plata!

--¡Divorciados de la Ley!

--¡Macaneadores!

--¡Anárquicos!

--¡Viva Generalito Banderas!

--¡Muera la turba revolucionaria!

Las graderías de indios ensabanados se movían en oleadas:

--¡Viva Don Roquito!

--¡Viva el apóstol!

--¡Muera la tiranía!

--¡Muera el extranjero!

Los gendarmes comenzaban a repartir sablazos. Cachizas de faroles,
gritos, manos en alto, caras ensangrentadas. Convulsión de luces
apagándose. Rotura de la pista en ángulos. Visión cubista del Circo
Harris.



LIBRO TERCERO

LA OREJA DEL ZORRO


I

Tirano Banderas, con olisca de rata fisgona, abandonó la rueda de
lisonjeros compadres y atravesó el claustro: Al Inspector de Policía,
Coronel Licenciado López de Salamanca, acabado de llegar, hizo seña con
la mano para que le siguiese. Por el locutorio adonde entraron todos,
cruzó la momia siempre fisgando, y pasó a la celda donde solía tratar
con sus agentes secretos. En la puerta, saludó con una cortesía de
viejo cuáquero:

--Ilustre Don Celes, dispénseme no más un instante. Señor Inspector
pase a recibir órdenes.


II

El Señor Inspector atravesó la estancia cambiando con unos y otros
guiños, mamolas y leperadas en voz baja. El General Banderas había
entrado en la recámara, estaba entrando, se hallaba de espaldas, podía
volverse, y todos se advertían presos en la acción de una guiñolada
dramática. El Coronel Licenciado López de Salamanca, Inspector de
Policía, pasaba poco de los treinta años: Era hombre agudo, con letras
universitarias y jocoso platicar: Nieto de encomenderos españoles,
arrastraba una herencia sentimental y absurda de orgullo y premáticas
de casta. De este heredado desprecio por el indio se nutre el mestizo
criollaje dueño de la tierra, cuerpo de nobleza llamado en aquellas
Repúblicas, Patriciado. El Coronel Inspector entró, recobrado en su
máscara de personaje:

--A la orden, mi General.

Tirano Randeras con un gesto le ordenó que dejase abierta la puerta.
Luego quedó en silencio. Luego habló con escandido temoso de cada
palabra:

--Diga no más. ¿Se ha celebrado el mitote de las Juventudes? ¿Qué loros
hablaron?

--Abrió los discursos el Licenciado Sánchez Ocaña. Muy revolucionario.

--¿Con qué tópicos? Abrevie.

--Redención del Indio. Comunismo precolombiano. Marsellesa del Mar
Pacífico. Fraternidad de las razas amarillas. ¡Macanas!

--¿Qué otros loros?

--No hubo espacio para más. Sobrevino la consecuente boluca de
gachupines y nacionales, dando lugar a la intervención de los gendarmes.

--¿Se han hecho arrestos?

--A Don Roque, y algún otro, los he mandado conducir a mi despacho,
para tenerlos asegurados de las iras populares.

--Muy conveniente. Aun cuando antagonistas en ideas, son sujetos
ameritados y vidas que deben salvaguardarse. Si arreciase la ira
popular, deles alojamiento en Santa Mónica. No tema excederse. Mañana,
si conviniese, pasaría yo en persona a sacarlos de la prisión y a
satisfacerles con excusas personales y oficiales. Repito que no tema
excederse. ¿Y qué tenemos del Honorable Cuerpo Diplomático? ¿Rememora
el asunto que le tengo platicado, referente al Señor Ministro de
España? Muy conviene que nos aseguremos con prendas.

--Esta misma tarde se ha realizado algún trabajo.

--Obró diligente, y le felicito. Expóngame la situación.

--Se le ha dado luneta de sombra al guarango andaluz, entre buja y
torero, al que dicen Currito Mi-Alma.

--¿Qué filiación tiene ese personaje?

--Es el niño bonito que entra y sale como perro faldero en la Legación
de España. La Prensa tiene hablado con cierto choteo.

El Tirano se recogió con un gesto austero:

--Esas murmuraciones no me son plato favorecido. Adelante.

--Pues no más que a ese niño torero lo han detenido esta tarde por
hallarle culpado de escándalo público. Ofrecieron alguna duda sus
manifestaciones, y se procedió a un registro domiciliario.

--Sobreentendido. Adelante. ¿Resultado del registro?

--Tengo hecho inventario en esta hoja.

--Acérquese al candil y lea.

El Coronel Licenciado, comenzó a leer un poco gangoso, iniciando
someramente el tono de las viejas beatas:

--Un paquete de cartas. Dos retratos con dedicatoria. Un bastón con
puño de oro y cifras. Una cigarrera con cifras y corona. Un collar,
dos brazaletes. Una peluca con rizos rubios, otra morena. Una caja
de lunares. Dos trajes de señora. Alguna ropa interior de seda, con
lazadas.

Tirano Banderas recogido en un gesto cuáquero, fulminó su excomunión:

--¡Aberraciones repugnantes!


III

La ventana enrejada y abierta, daba sobre un fondo de arcadas lunarias.
Las sombras de los murciélagos agitaban con su triángulo negro la
blancura nocturna de la ruina. El Coronel Licenciado, lentamente, con
esa seriedad jovial que matiza los juegos de manos, se sacaba de los
diversos bolsillos joyas, retratos y cartas, poniéndolo todo en hilera,
sobre la mesa, a canto del Tirano:

--Las cartas son especialmente interesantes. Un caso patológico.

--Una sinvergüenzada. Señor Coronel, todo eso se archiva. La Madre
Patria merece mi mayor predilección, y por ese motivo tengo un interés
especial en que no se difame al Barón de Benicarlés: Usted va a
proceder diligente para que recobre su libertad el guarango. El Señor
Ministro de España, muy conveniente que conozca la ocurrencia. Pudiera
suceder que con solo eso, cayese en la cuenta del ridículo que hace
tocando un pífano en la mojiganga del Ministro inglés. ¿Qué noticias
tiene usted referentes a la reunión del Cuerpo Diplomático?

--Que ha sido aplazada.

--Sentiría que se comprometiese demasiado el Señor Ministro de España.

--Ya rectificará, cuando el pollo le ponga al corriente.

Tirano Banderas movió la cabeza, asintiendo: Tenía un reflejo de la
lámpara sobre el marfil de la calavera y en los vidrios redondos de las
antiparras: Miró su reloj, una cebolla de plata, y le dio cuerda con
dos llaves:

--Don Celes nos iluminará en lo referente a la actitud del Señor
Ministro. ¿Sabe usted si ha podido entrevistarle?

--Merito me platicaba del caso.

--Señor Coronel, si no tiene cosa de mayor urgencia que comunicarme,
aplazaremos el despacho. Será bien conocer el particular de lo que nos
trae Don Celestino Galindo. Así tenga a bien decirle que pase, y usted
permanezca.


IV

Don Celes Galindo, el ilustre gachupín, jugaba con el bastón y el
sombrero mirando a la puerta de la recámara: Su redondez pavona, en el
fondo mal alumbrado del vasto locutorio, tenía esa actitud petulante y
preocupada del cómico que, entre bastidores, espera su salida a escena.
Al Coronel-Licenciado, que asomaba y tendía la mirada, hizo reclamo,
agitando bastón y sombrero. Presentía su hora, y la transcendencia del
papelón le rebosaba. El Coronel-Licenciado levantó la voz, parando un
ojo burlón y compadre sobre los otros asistentes:

--Mi Señor Don Celeste, si tiene el beneplácito.

Entró Don Celeste y le acogió con su rancia ceremonia el Tirano:

--Lamento la espera y le ruego muy encarecido que acepte mis
justificaciones. No me atribuya indiferencia por saber sus novedades:
¿Entrevistó al Ministro? ¿Platicaron?

Don Celes hizo un amplio gesto de contrariedad:

--He visto a Benicarlés: Hemos conferenciado sobre la política que
debe seguir en estas Repúblicas la Madre Patria: Hemos quedado
definitivamente distanciados.

Comentó ceremoniosa la momia:

--Siento el contratiempo, y mucho más si alguna culpa me afecta.

Don Celes plegó el labio y entornó el párpado, significando que el
suceso carecía de importancia:

--Para corroborar mis puntos de vista, he cambiado impresiones con
algunas personalidades relevantes de la Colonia.

--Hábleme de su Excelencia el Señor Ministro de España. ¿Cuáles son
sus compromisos diplomáticos? ¿Por qué su actuación contraria a los
intereses españoles aquí radicados? ¿No comprende que la capacitación
del indígena es la ruina del estanciero? El estanciero se verá aquí con
los mismos problemas agrarios que deja planteados en el propio país, y
que sus estadistas no saben resolver.

Don Celeste tuvo un gran gesto adulador y enfático:

--Benicarlés no es hombre para presentarse con esa claridad y esa
transcendencia las cuestiones.

--¿En qué argumentación sostiene su criterio? Eso estimaría saber.

--No argumenta.

--¿Cómo sustenta su opinión?

--No la sustenta.

--¿Algo dirá?

--Su criterio es no desviarse en su actuación de las vistas que adopte
el Cuerpo Diplomático. Le hice toda suerte de objeciones, llegué a
significarle que se exponía a un serio conflicto con la Colonia. Que
acaso se jugaba la carrera. ¡Inútil! ¡Mis palabras han resbalado sobre
su indiferencia! ¡Jugaba con el faldero! ¡Me ha indignado!

Tirano Banderas, interrumpió con su falso y escandido hablar
ceremonioso:

--Don Celes, venciendo su repugnancia, aún tendrá usted que
entrevistarse con el Señor Ministro de España: Será conveniente que
usted insista sobre los mismos tópicos, con algunas indicaciones muy
especializadas. Acaso logre apartarle de la perniciosa influencia del
Representante Británico. El Señor Inspector de Policía tiene noticia
de que nuestras actuales dificultades obedecen a un complot de la
Sociedad Evangélica de Londres. ¿No es así, Señor Inspector?

--¡Indudablemente! La Humanidad que invocan las milicias puritanas
es un ente de razón, una logomaquia. El laborantismo inglés, para
influenciar sobre los negocios de minas y finanzas, comienza
introduciendo la Biblia.

Meció la cabeza Don Celes:

--Ya estoy al cabo.

La momia se inclinó con rígida mesura, sesgando la plática:

--Un español ameritado no puede sustraer su actuación cuando se trata
de las buenas relaciones entre la República y la Patria Española. Hay a
más un feo enredo policíaco. El Señor Inspector tiene la palabra.

El Señor Inspector, con aquel gesto de burla fúnebre, paró un ojo sobre
Don Celes:

--Los principios humanitarios que invoca la diplomacia, acaso tengan
que supeditarse a las exigencias de la realidad palpitante.

Rumió la momia:

--Y en última instancia, los intereses de los españoles aquí radicados,
están en contra de la Humanidad. ¡No hay que fregarla! Los españoles
aquí radicados representan intereses contrarios. ¡Que lo entienda ese
Señor Ministro! ¡Que se capacite! Si le ve muy renuente, manifiéstele
que obra en los archivos policíacos un atestado por verdaderas orgías
romanas, donde un invertido simula el parto. Tiene la palabra el Señor
Inspector.

Se consternó Don Celes: Y puso su rejón el Coronel-Licenciado:

--En ese simulacro, parece haber sido comadrón el Señor Ministro de
España.

Gemía Don Celes:

--¡Estoy consternado!

Tirano Banderas rasgó la boca con mueca desdeñosa:

--Por veces nos llegan puros atorrantes representando a la Madre Patria.

Suspiró Don Celes:

--Veré al Barón.

--Véale, y hágale entender que tenemos su crédito en las manos. El
Señor Ministro recapacitará lo que hace. Hágale presente un saludo muy
fino de Santos Banderas.

El Tirano se inclinó, con aquel ademán mesurado y rígido de figura de
palo:

--La Diplomacia gusta de los aplazamientos, y de esa primera reunión
no saldrá nada. En fin, veremos lo que nos trae el día de mañana. La
República puede perecer en una guerra, pero jamás se rendirá ante una
imposición de las Potencias Extranjeras.


V

Tirano Banderas salió al claustro, y encorvado sobre una mesilla
de campaña, sin sentarse, firmó, con rápido rasgueo, los edictos y
sentencias que sacaba de un cartapacio el Secretario de Tribunales,
Licenciado Carrillo. Sobre la cal de los muros, daban sus espantos
malas pinturas de martirios, purgatorios, catafalcos y demonios verdes.
El Tirano, rubricado el último pliego, habló despacio, la mueca
dolorosa y verde en la rasgada boca indiana:

--¡Chac-chac! Señor Licenciadito, estamos en deuda con la vieja
rabona del 7.º Ligero. Para rendirle justicia debidamente, se precisa
chicotear a un Jefe del Ejército. ¡Punirlo como a un roto! ¡Y es un
amigo de los más estimados! ¡El macaneador de mi compadre Domiciano de
la Gándara! ¡Ese bucanero, que dentro de un rato me llamará déspota,
con el ojo torcido al campo insurrecto! Chicotear a mi compadre es
ponerle a caballo. Desamparar a la chola rabona, falsificar el designio
que formulé al darle la mano, se llama sumirse, fregarse. ¿Licenciado,
cuál es su consejo?

--Patroncito, es un nudo gordiano.

Tirano Banderas, rasgada la boca por la verde mueca, se volvió al coro
de comparsas:

--Ustedes, amigos, no se destierren: Arriéndense para dar su fallo.
¿Han entendido lo que platicaba con el Señor Licenciado? Bien conocen a
mi compadre. ¡Muy buena reata y todos le estimamos! Darle chicote como
a un roto es enfurecerle y ponerle en el rancho de los revolucionarios.
¿Se le pune, y deja libre y rencoroso? ¿Tirano Banderas --como dice el
pueblo cabrón-- debe ser prudente o magnánimo? Piénsenlo, amigos, que
su dictado me interesa. Constitúyanse en tribunal, y resuelvan el caso
con arreglo a conciencia.

Desplegando un catalejo de tres cuerpos reclinose en la arcada que
se abría sobre el borroso diseño del jardín, y se absorbió en la
contemplación del cielo.


VI

Los compadritos hacen rueda en el otro cabo, y apuntan distingos
justipreciando aquel escrúpulo de conciencia que, como un hueso a los
perros, les arrojaba Tirano Banderas. El Licenciado Carrillo se insinúa
con la mueca de zorro propia del buen curial:

--¿Cuál será la idea del patrón?

El Licenciado Nacho Veguillas, sesga la boca y saca los ojos remedando
el canto de la rana:

--¡Cua! ¡Cua!

Y le desprecia con un gesto, tirándose del pirulo chivón de la barba,
el Mayor Abilio del Valle:

--¡No está el guitarrón para ser punteado!

--¡Mayorcito del Valle, hay que fregarse!

El Licenciado Carrillo no salía de su tema:

--Preciso es adivinarle la idea al patrón, y dictaminar de acuerdo.

Nacho Veguillas hacía el tonto mojiganguero:

--¡Cua! ¡Cua! Yo me guío por sus luces, Licenciadito.

Murmuró el Mayor del Valle:

--Para acertarla, cada uno se ponga en el caso.

--¿Y puesto en el caso vos, Mayorcito?...

--¿Entre qué términos, Licenciado?

--Desmentirse con la vieja, o chicotear como a un roto al Coronelito de
la Gándara.

El Mayor Abilio del Valle, siempre a tirarse del pirulo chivón, retrucó
soflamero:

--Tronar a Domiciano y después chicotearle, es mi consejo.

El Licenciado Nacho Veguillas sufrió un acceso sentimental de pobre
diablo:

--El patroncito acaso mire la relación de compadres, y pudiera la
vinculación espiritual aplacar su rigorismo.

El Licenciado Carrillo tendía la cola petulante:

--Mayorcito, de este nudo gordiano vos estate el Alejandro.

Veguillas angustió la cara:

--¡Un escacho de botillería, no puede tener pena de muerte! Yo salvo mi
responsabilidad. No quiero que se me aparezca el espectro de Domiciano.
¿Vos conocés la obra que representó anoche Pepe Valero? “Fernando el
Emplazado”. ¡Che! Es un caso de la Historia de España.

--Ya no pasan esos casos.

--Todos los días, Mayorcito.

--No los conozco.

--Permanecen inéditos, porque los emplazados no son testas coronadas.

--¿El mal de ojo? No creo en ello.

--Yo he conocido a un sujeto, que perdía siempre en el juego si no
tenía en la mano el cigarro apagado.

El Licenciado Carrillo aguzaba la sonrisa:

--Me permito llamarles al asunto. Sospecho que hay otra acusación
contra el Coronel de la Gándara. Siempre ha sido poco de fiar ese amigo
y andaba estos tiempos muy bruja, y acaso buscó remediarse de plata en
la montonera revolucionaria.

Se confundieron las voces en un susurro:

--No es un secreto que conspiraba.

--Pues le debe cuanto es al patroncito.

--Como todos nosotros.

--Soy el primero en reconocer esa deuda sagrada.

--Con menos que la vida, yo no le pago a Don Santos.

--Domiciano le ha correspondido con la más negra ingratitud.

Puestos de acuerdo, ofreció la petaca el Mayor del Valle.


VII

El Tirano corría por el cielo el campo de su catalejo: Tenía blanca de
luna la calavera:

--Cinco fechas para que sea visible el cometa que anuncian los
astrónomos europeos. Acontecimiento celeste de que no tendríamos
noticia a no ser por los sabios de fuera. Posiblemente, en los espacios
sidéreos tampoco saben nada de nuestras revoluciones. Estamos parejos.
Sin embargo, nuestro atraso científico es manifiesto. Licenciadito
Veguillas, redactará usted un decreto para dotar con un buen telescopio
a la Escuela Náutica y Astronómica.

El Licenciadito Nacho Veguillas, finchándose en el pando compás de las
zancas, sacó el pecho y tendió el brazo en arenga:

--¡Mirar por la cultura es hacer patria!

El Tirano pagó la cordialidad avinada del pobre diablo con un gesto de
calavera humorística, mientras volvía a recorrer con su anteojo el
cielo nocturno. Los cocuyos encendían su danza de luces en la borrosa y
lunaria geometría del jardín.


VIII

Tosca y esquiva, aguzados los ojos como montés alimaña, penetró, dando
gritos, una mujer encamisada y pelona. Por la sala pasó un silencio, y
los coloquios quedaron en el aire. Tirano Banderas, tras una espantada,
se recobró batiendo el pie con ira y denuesto. Temerosos del castigo,
se arrestaron la recamarera y el mucamo, que acudieron a la captura de
la encamisada. Fulminó el Tirano:

--¡Chingada, guarda tenés de la niña! ¡Hi de tal, la tenés bien
guardada!

Las dos figuras parejas se recogían, susurrantes en el quicio de la
puerta: Eran, sobre el hueco profundo de sombra, oscuros bultos de
borroso realce. Tirano Banderas se acercó a la encamisada, que con
el gesto obstinado de los locos, hundía las uñas en la greña y se
agazapaba en un rincón aullando:

--Manolita, vos serés bien mandada. Andate no más para la recámara.

Aquella pelona encamisada era la hija de Tirano Banderas: Joven,
lozana, de pulido bronce, casi una niña, con la expresión inmóvil,
sellaba un enigma cruel su máscara de ídolo: Huidiza y doblada, se
recogió al amparo de la recamarera y el mucamo, arrestados en la
puerta. Se la llevaron con amonestaciones, y en la oscuridad se
perdieron. Tirano Banderas, con un monólogo tartajoso, comenzó a dar
paseos: Al cabo, resolviéndose, hizo una cortesía de estantigua, y
comenzó a subir la escalera.

--Al macaneador de mi compadre, será prudente arrestarlo esta noche,
Mayor del Valle.



TERCERA PARTE

NOCHE DE FARRA



LIBRO PRIMERO

LA RECÁMARA VERDE


I

¡Famosas aquellas ferias de Santos y Difuntos! La Plaza de Armas,
Monotombo, Arquillo de Madres eran zoco de boliches y pulperías,
ruletas y naipes. Corre la chusma a los anuncios de toro candil en
los Portalitos de Penitentes: Corren las rondas de burlones apagando
las luminarias, al procuro de hacer más vistoso el candil del bulto
toreado. Quiebra el oscuro, en el vasto cielo, la luna chocarrera y
cacareante: Ahúman las candilejas de petróleo por las embocaduras de
tutilimundis, tinglados y barracas: Los ciegos de guitarrón cantan en
los corros de pelados: El criollaje ranchero --poncho, facón, jarano--
se estaciona al ruedo de las mesas con tableros de azares y suertes
fulleras. Circula en racimos la plebe cobriza, greñuda, descalza, y por
las escalerillas de las iglesias, indios alfareros venden esquilones
de barro con círculos y palotes de pinturas estentóreas y dramáticas.
Beatas y chamacos mercan los fúnebres barros, de tañido tan triste que
recuerdan la tena y el caso del fraile peruano. A cada vuelta saltan
risas y bravatas. En los portalitos, por las pulperías de cholos y
lepes, la guitarra rasguea los corridos de milagros y ladrones:

      Era Diego Pedernales
    de buena generación.


II

El congal de Cucarachita encendía farolillos de colores en el azoguejo,
y luces de difuntos en la Recámara Verde. Son consorcios que aparejan
las ferias. Lupita la Romántica, con bata de lazos y el moño colgante,
suspiraba caída en el sueño magnético, bajo la mirada y los pasos del
Doctor Polaco: Alentaba rendida y vencida, con suspiros de erótico
tránsito:

--¡Ay!

--Responda la Señorita Médium.

--¡Ay! Alumbrándose sube por una escalera muy grande... No puedo. Ya no
está... Se me ha desvanecido.

--Siga usted hasta encontrarle, Señorita.

--Entra por una puerta donde hay un centinela.

--¿Habla con él?

--Sí. Ahora no puedo verle. No puedo... ¡Ay!

--Procure situarse, Señorita Médium.

--No puedo.

--Yo lo mando.

--¡Ay!

--Sitúese. ¿Qué ve en torno suyo?

--¡Ay! Las estrellas grandes como lunas pasan corriendo por el cielo.

--¿Ha dejado el plano terrestre?

--No sé.

--Sí lo sabe. Responda. ¿Dónde se sitúa?

--¡Estoy muerta!

--Voy a resucitarla, Señorita Médium.

El farandul le puso en la frente la piedra de un anillo. Después fueron
los pases de manos y el soplar sobre los párpados de la daifa durmiente:

--¡Ay!...

--Señorita Médium, va usted a despertarse contenta y sin dolor de
cabeza. Muy despejada y contenta, sin ninguna impresión dolorosa.

Hablaba de rutina, con el murmullo apacible del clérigo que reza su
misa diaria. Gritaba en el corredor la madrota, y en el azoguejo,
donde era el mitote de danza, aguardiente y parcheo, metía bulla el
Coronelito Domiciano de la Gándara.


III

El Coronelito Domiciano de la Gándara templa el guitarrón: Camisa y
calzones, por aberturas coincidentes, muestran el vientre rotundo y
risueño de dios tibetano: En los pies desnudos arrastra chancletas, y
se toca con un jaranillo mambís, que al revirón descubre el rojo de un
pañuelo y la oreja con arete: El ojo guiñate, la mano en los trastes,
platica leperón con las manflotas en cabellos y bata escotada: Era
negrote, membrudo, rizoso, vestido con sudada guayabera y calzones
mamelucos, sujetos por un cincho con gran broche de plata: Los torpes
conceptos venustos celebra con risa saturnal y vinaria. Niño Domiciano
nunca estaba sin cuatro candiles, y como arrastraba su vida por
bochinches y congales, era propenso a las tremolinas y escandaloso al
final de las farras. Las niñas del pecado, desmadejadas y desdeñosas,
recogían el bulle-bulle en el vaivén de las mecedoras: El rojo de los
cigarros las señalaba en sus lugares. El Coronelito, dando el último
tiento a los trastes, escupe y rasguea cantando por burlas el corrido
que rueda estos tiempos, de Diego Pedernales. La sombra de la mano con
el reflejo de las tumbagas, pone rasgueo de luces en el rasgueo de la
guitarra:

      --Preso le llevan los guardias,
    sobre caballo pelón,
    que en los Ranchos de Valdivia
    le tomaron a traición.
    Celos de niña ranchera
    hicieron la delación.


IV

Tecleaba un piano hipocondríaco, en la sala que nombraban Sala de la
Recámara Verde. Como el mitote era en el patio, la sala agrandábase
alumbrada y vacía, con las rejas abiertas sobre el azoguejo y el
viento en las muselinas de los vidrios. El Ciego Velones --nombre de
burlas-- arañaba lívidas escalas, acompañando el canto a una chicuela
consumida, tristeza, desgarbo, fealdad de hospiciana. En el arrimo de
la reja, hacían duelo, por la contraria suerte en los albures, dos
peponas amulatadas: El barro melado de sus facciones se depuraba con
una dulzura de líneas y tintas, en el ébano de las cabezas pimpantes
de peines y moñetes, un drama oriental de lacres y verdes. El Ciego
Velones tecleaba el piano sin luces, un piano lechuzo que se pasaba
los días enfundado de bayeta negra. Cantaba la chicuela, tirante las
cuerdas del triste descote, inmóvil la cara de niña muerta, el fúnebre
resplandor de la bandejilla del petitorio sobre el pecho:

    --¡No me mates, traidora ilusión!
    ¡Es tu imagen en mi pensamiento,
    una hoguera de casta pasión!

La voz lívida, en la lívida iluminación de la sala desierta, se
desgarraba en una altura inverosímil:

    --¡Una hoguera de casta pasión!

Algunas parejas bailaban en el azoguejo, mecidas por el ritmo del
danzón: Perezosas y lánguidas, pasaban con las mejillas juntas por
delante de las rejas. El Coronelito, más bruja que un roto, acompañaba
con una cuerda en el guitarrón, la voz en un trémolo:

    --¡No me mates, traidora ilusión!


V

La cortina abomba su raso verde en el arco de la recámara: Brilla en el
fondo, sobre el espejo, la pomposa cama del trato, y por veces todo se
tambalea en un guiño del altarete. Suspiraba Lupita:

--¡Ánimas del Purgatorio! ¡No más, y qué sueño se me ha puesto! ¡La
cabeza se me parte!

La tranquilizó el farandul:

--Eso se pasa pronto.

--¡Cuando yo vuelva a consentir que usted me enajene, van a tener pelos
las tortugas!

El Doctor Polaco, desviando la plática, felicitó a la daifa con
ceremonia de farandul:

--Es usted un caso muy interesante de metempsicosis. Yo no tendría
inconveniente en asegurarle a usted contrata para un teatro de Berlín.
Usted podría ser un caso de los más célebres. ¡Esta experiencia ha sido
muy interesante!

La daifa se oprimía las sienes, metiendo los dedos con luces de
pedrería por los bandos endrinos del peinado:

--¡Para toda la noche tengo ya jaqueca!

--Una taza de café será lo bastante... Disuelve usted en la taza una
perla de éter, y se hallará prontamente tonificada, para poder intentar
otra experiencia.

--¡Una y no más!

--¿No se animaría usted a presentarse en público? Sometida a una
dirección inteligente, pronto tendría usted renombre para actuar en un
teatro de Nueva York. Yo le garanto a usted un tanto por ciento. Usted,
antes de un año, puede presentarse con diplomas de las más acreditadas
Academias de Europa. El Coronelito me ha tenido conversación de su
caso, pero muy lejano, que ofreciese tanto interés para la ciencia.
¡Muy lejano! Usted se debe al estudio de los iniciados en los misterios
del magnetismo.

--¡Con una cartera llena de papel, aun no cegaba! ¡A pique de quedar
muerta en una experiencia!

--Ese riesgo no existe cuando se procede científicamente.

--La rubia que a usted acompañaba pasados tiempos, se corrió que había
muerto en un teatro.

--¿Y que yo estaba preso? Esa calumnia es patente. Yo no estoy preso.

--Habrá usted limado las rejas de la cárcel.

--¿Me cree usted con poder para tanto?

--¿No es usted brujo?

--El estudio de los fenómenos magnéticos no puede ser calificado de
brujería. ¿Usted se encuentra libre ya del malestar cefálico?

--Sí, parece que se me pasa.

Gritaba en el corredor la madrota:

--Lupita, que te solicitan.

--¿Quién es?

--Un amigo. ¡No pasmes!

--¡Voy! De hallarme menos carente, esta noche la guardaba por devoción
de las Benditas.

--Lupita, puede usted obtener un suceso público en un escenario.

--¡Me da mucho miedo!

Salió de la recámara con bulle-bulle de faldas, seguida del Doctor
Polaco. Aquel tuno nigromante, con una barraca en la feria, era muy
admirado en el congal de Cucarachita.



LIBRO SEGUNDO

LUCES DE ÁNIMAS


I

      --En borrico de justicia
    le sacan con un pregón,
    hizo mamola al verdugo
    al revestirle el jopón,
    y al Cristo que le presentan,
    una seña de masón.

En la Recámara Verde, iluminada con altarete de luces aceiteras y
cerillos, atendía, apagando un cuchicheo, la pareja encuerada del
pecado. Llegaba el romance prendido al son de la guitarra. En el
altarete, las mariposas de aceite cuchicheaban y los amantes en el
cabezal. La daifa:

--¡Era bien ruin!

El coime:

--¡Ateo!

--En la noche de hoy, ese canto de verdugos y ajusticiados, parece más
negro que un catafalco.

--¡Vida alegre, muerte triste!

--¡Abrenuncio! ¡Qué voz de corneja sacaste! ¿Veguillas, tú, vista la
hora final, confesarías como cristiano?

--¡Yo no niego la vida del alma!

--¡Nachito, somos espíritu y materia! ¡Donde me ves con estas carnes,
pues una romántica! De no haber estado tan bruja, hubiera guardado este
día. ¡Pero es mucho el empeño con el ama! Nachito, ¿tú sabes de persona
viviente que no tenga sus muertos? Los hospicianos, y aun esos porque
no los conocen. Este aniversario merecía ser de los más guardados:
¡Trae muchos recuerdos! Tú, si fueses propiamente romántico, ahora
tenías un escrúpulo: Me pagabas el estipendio y te caminabas.

--¿Y caminarme sin aflojar la plata?

--También. ¡Yo soy muy romántica! Ya te digo que de no hallarme tan en
deuda con la madrota...

--¿Quieres que yo te cancele el crédito?

--Pon eso claro.

--¿Si quieres que yo te pague la deuda?

--No me veas chuela, Nachito.

--¿Debes mucho?

--¡Treinta Manfredos! ¡Me niega quince que le entregué por las Flores
de Mayo! ¡Como tú te hicieses cargo de la deuda y me pusieses en un
pupilaje, ibas a ver una fiel esclava!

--¡Siento no ser negrero!

La daifa quedose abstraída mirando las luces de sus falsos anillos.
Hacía memoria. Por la boca pintada corría un rezo:

--Esta conversación, pasó otra vez de la misma manera: ¿Te acuerdas,
Veguillas? Pasó con iguales palabras y prosopopeyas.

--Pudiera.

La moza del pecado, entrándose en sí misma, quedó abismada, siempre los
ojos en las piedras de sus anillos.


II

Percibíase embullangado el guitarro, el canto y la zarabanda de risas,
chapines y palmas con que jaleaban las del trato. Gritos, carrerillas y
cierre de puertas. Acezo y pisadas en el corredor. Los artejos y la voz
de la Taracena:

--¡El cerrojo! Horita vos va con una copla Domiciano. El cerrojo, si
no lo tenéis corrido, que ya le entró la tema de escandalizar por las
recámaras.

Siempre abismada en la fábula de sus manos, suspiró la romántica:

--¡Domiciano toma la vida como la vida se merece!

--¿Y el despertar?

--¡Ave María! ¿Esta misma plática no la tuvimos hace un instante?
¿Veguillas, cuándo fueron aquellos pronósticos tuyos, del mal fin que
tendría el Coronelito de la Gándara?

Gritó Veguillas:

--¡Ese secreto jamás ha salido de mis labios!

--¡Ya me haces dudar! ¡Patillas tomó tu figura en aquel momento,
Nachito!

--Lupita, no seas visionaria.

Venía por el corredor acreciéndose la bulla de copla y guitarra,
soflamas y palmas. Cantaba el valedor un aire de los llaneros:

      --Licenciadito Veguillas,
    saca del brazo a tu dama
    para beber una copa
    a la salud de las ánimas.

--¡Santísimo Dios! ¡Esta misma letra se ha cantado otra vez estando
como ahora acostados en la cama!

Nacho Veguillas, entre humorístico y asustadizo, azotó las nalgas de la
moza, con gran estallo:

--¡Lupita, que te pasas de romántica!

--¡No me pongas en confusión, Veguillas!

--Si me estás viendo chuela toda la noche.

Tornaba la copla y el rasgueo, a la puerta de la recámara. Oscilaba el
altarete de luces y cruces. Susurró la del trato:

--Nacho Veguillas, ¿llevas buena relación con el Coronel Gandarita?

--¡Amigos entrañables!

--¿Por qué no le das aviso para que se ponga en salvo?

--¿Pues qué sabes tú?

--¿No hablamos antes?

--¡No!

--¡Lo juras, Nachito!

--¡Jurado!

--¿Que nada hablamos? ¡Pues lo habrás tenido en el pensamiento!

Nacho Veguillas, sacando los ojos a flor de la cara, saltó en el
alfombrín con las dos manos sobre las vergüenzas:

--¡Lupita, tú tienes comercio con los espíritus!

--¡Calla!

--¡Responde!

--¡Me confundes! ¿Dices que nada hemos hablado del fin que le espera al
Coronel de la Gándara?

Batían en la puerta, y otra vez renovábase la bulla, con el tema de
copla y guitarro:

      --Levántate, valedor,
    y vístete los calzones,
    para jugarnos la plata
    en los albures pelones.

Abriose la puerta de un puntapié, y rascando el guitarrillo que apoya
en el vientre rotundo, apareció el Coronelito. Nacho Veguillas, con
alegre transporte de botarate, saltó de cucas, remedando el cantar de
la rana:

--¡Cua! ¡Cua!


III

El congal, con luminarias de verbena, juntaba en el patio mitote de
naipe, aguardiente y buñuelo. Tenía el naipe al salir un interés
fatigado: Menguaban las puestas, se encogían sobre el tapete, bajo
el reflejo amarillo del candil, al aire contrario del naipe. Viendo
el dinero tan receloso, para darle ánimo trajo aguardiente de caña y
chicha la Taracena. Nacho Veguillas, muy festejado, a medio vestir,
suelto el chaleco, un tirante por rabo, saltaba mimando el dúo del
sapo y la rana. La música clásica, que, cuando esparcía su ánimo
sombrío, gustaba de oír Tirano Banderas. Nachito, con una lágrima
de artista ambulante, recibía las felicitaciones, estrechaba las
manos, se tambaleaba en épicos abrazos. El Doctor Polaco, celoso de
aquellos triunfos, en un corro de niñas, disertaba, accionando con
el libro de los naipes abierto en abanico. Atentas las manflotas,
cerraban un círculo de ojeras y lazos, con meloso cuchicheo tropical.
La chamaca fúnebre pasaba la bandejilla del petitorio, estirando el
triste descote, mustia y resignada, horrible en su corpiño de muselinas
azules, lívidos lujos de hambre. Nachito la perseguía en cuclillas con
gran algazara:

--¡Cua! ¡Cua!


IV

Con las luces del alba la mustia pareja del ciego lechuzo y la chica
amortajada escurríase por el Arquillo de las Madres Portuguesas. Se
apagaban las luminarias. En los Portalitos quedaba un rezago de ferias:
El tiovivo daba su última vuelta en una gran boqueada de candilejas. El
ciego lechuzo, y la chica amortajada, llevan fosco rosmar, claveteado
entre las cuatro pisadas:

--¡Tiempos más fregados no los he conocido!

Habló la chica sin mudar el gesto de ultratumba:

--¡Donde otras ferias!

Sacudió la cabeza el lechuzo:

--Cucarachita no renueva el mujerío y así no se sostiene un negocio.
¿Qué tal mujer la Panameña? ¿Tiene partido?

--Poco partido tiene para ser nueva. ¡Está mochales!

--¿Qué viene a ser eso?

--¡Modo que tiene una chica que llaman la Malagueña! Con ello significa
los transtornos.

--No tomes el hablar de esas mujeres.

La amortajada puso los tristes ojos en una estrella:

--¿Se me notaba que estuviese ronca?

--No más que al atacar las primeras notas. La pasión de esta noche es
de una verdadera artista. Sin cariño de padre, creo que hubieses tenido
un triunfo en una sala de conciertos: “No me mates, traidora ilusión.”
¡Ahí has rayado muy alto! Hija mía, es preciso que cantes pronto en un
teatro, y me redimas de esta situación precaria. Yo puedo dirigir una
orquesta.

--¿Ciego?

--Operándome las cataratas.

--¡Ay mi viejo, cómo soñamos!

--¿No saldremos alguna vez de esta pesadumbre?

--¡Quién sabe!

--¿Dudas?

--No digo nada.

--Tú no conoces otra vida, y te conformas.

--¡Vos tampoco la conocés, taitita!

--La he visto en otros, y comprendo lo que sea.

--Yo, puesta a envidiar, no envidiaría riquezas.

--¿Pues qué envidiarías?

--¡Ser pájaro! Cantar en una rama.

--No sabes lo que hablas.

--Ya hemos llegado.

En el portal dormía el indio con su india, cubiertos los dos por una
frazada. La chica fúnebre y el ciego lechuzo pasaron perfilándose. El
esquilón de las monjas doblaba por las Ánimas.


V

Nacho Veguillas también tenía el vino sentimental de boca babosa y ojos
tiernos. Ahora, con la cabeza sobre el regazo de la daifa, canta su
aria en la Recámara Verde:

--¡Dame tu amor, lirio caído en el fango!

Ensoñó la manflota:

--¡Canela! ¡Y decís vos que no sos romántico!

--¡Ángel puro de amor, que amor inspira! ¡Yo te sacaré del abismo y
redimiré tu alma virginal! ¡Taracena! ¡Taracena!

--¡No armés escándalo, Nachito! Dejá vos al ama, que no está para tus
fregados.

Y le ponía los anillos sobre la boca vinaria. Nachito se incorporó:

--¡Taracena! ¡Yo pago el débito de esta azucena, caída en el barro vil
de tu comercio!

--¡Callá! ¡No faltés!

Nachito, llorona la alcuza de la nariz, se volvía a la niña del trato:

--¡Calma mi sed de ideal, ángel que tienes rotas las alas! ¡Posa tu
mano en mi frente, que en un mar de lava ardiente mi cerebro siento
arder!

--¿Cuándo fue que oí esas mismas músicas? ¡Nachito, aquí se dijeron
esas mismas palabras!

Nachito se sintió celoso:

--¡Algún cabrón!

--O no se habrán dicho... Esta noche se me figura que ya pasó todo
cuanto pasa. ¡Son las Benditas!... ¡Es ilusión esta de que todo pasó,
antes de pasar!

--¡Yo te llamaba en mis solitarios sueños! ¡El imán de tu mirada
penetra en mi! ¡Bésame, mujer!

--Nachito, no seás sonso y dejame rezar este toque de Ánimas.

--¡Bésame, Jarifa! ¡Bésame, impúdica, inocente! ¡Dame un ósculo casto y
virginal! ¡Caminaba solo por el desierto de la vida, y se me aparece un
oasis de amor, donde reposar la frente!

Nachito sollozaba, y la del trato, para consolarle, le dio un beso
de folletín romántico, apretándole a la boca, el corazón de su boca
pintada:

--¡Eres sonso!


VI

Tembló el altarete de Ánimas: El aleteo de un reflejo desquició los
muros de la Recámara Verde: Se abrió la puerta y entró sin ceremonia el
Coronelito de la Gándara. Veguillas volvió la nariz de alcuza y puso el
ojo de carnero:

--¡Domiciano, no profanes el idilio de dos almas!

--Licenciadito, te recomiendo el amoniaco. Mírame a mí, limpio de
vapores. ¿Guadalupe, qué haces sin darle el agua bendita?

El Coronelito de la Gándara, al pisar, infundía un temblor en la
luminaria de Ánimas: La fanfarria irreverente de sus espuelas plateras,
ponía al guiño del altarete un sinfónico fondo herético: Advertíase
señalada mudanza en la persona y arreo del Coronelito: Traía el calzón
recogido en botas jinetas, el cinto ajustado y el machete al flanco,
viva aún la rasura de la barba, y el mechón endrino de la frente,
peinado y brillante:

--Veguillas, hermano, préstame veinte soles, que bien te pintó el
juego. Mañana te serán reintegrados.

--¡Mañana!

Nachito, tras la palabra que se desvanece en la verdosa penumbra, queda
suspenso sin cerrar la boca. Oíase el doble de una remota campana. Las
luces del altarete tenían un escalofrío aterrorizado. La manflota en
camisa rosa --morena prieta-- se santiguaba entre las cortinas. Y era
siempre sobre su tema el Coronelito de la Gándara:

--Mañana. ¡Y si no, cuando me entierren!

Nachito estalló en un sollozo:

--Siempre va con nosotros la muerte. Domiciano, recobra el juicio, la
plata de nada te remedia.

Por entre cortinas salía la daifa, abrochándose el corsé, los dos
pechos fuera, tirantes las medias, altas las ligas rosadas:

--¡Domiciano, ponte en salvo! Este pendejo no te lo dice, pero él sabe
que estás en las listas de Tirano Banderas.

El Coronelito aseguró los ojos sobre Veguillas. Y Veguillas, con los
brazos abiertos, gritó consternado:

--¡Ángel funesto! ¡Sierpe biomagnética! Con tus besos embriagadores me
sorbiste el pensamiento.

El Coronelito, de un salto estaba en la puerta, atento a mirar y
escuchar: Cerró, y corrida la aldaba, abierto el compás de las piernas,
tiró de machete:

--Trae la palangana, Lupita. Vamos a ponerle una sangría a este
doctorcito de guagua.

Se interpuso la daifa en corsé:

--Ten juicio, Domiciano. Antes que con él toques, a mí me traspasas.
¿Qué pretendes? ¿Qué haces ya aquí sofregado? ¿Corres peligro? ¡Pues
ponte en salvo!

Se tiró de los bigotes con sorna el Coronelito de la Gándara:

--¿Quién me vende, Veguillas? ¿Qué me amenaza? Si horita mismo no lo
declaras, te doy pasaporte con las Benditas. ¡Luego, luego, ponlo todo
de manifiesto!

Veguillas, arrimado a la pared, se metía los calzones, torcido y
compungido. Le temblaban las manos. Gimió turulato:

--Hermano, te delata la vieja rabona que tiene su mesilla en el
jueguecito de la rana. ¡Esa te delata!

--¡Puta madre!

--Te ha perdido la mala costumbre de hacer cachizas, apenas te pones
trompeto.

--¡Me ha de servir para un tambor esa cuera vieja!

--Niño Santos le ha dado la mano con promesa de chicotearte.

Apremiaba la daifa:

--¡No pierdas tiempo, Domiciano!

--¡Calla, Lupita! Este amigo entrañable, luego, luego, me va a decir
por qué tribunal estoy sentenciado.

Gimió Veguillas:

--¡Domiciano, no la chingues, que no eres súbdito extranjero!


VII

El Coronelito relampagueaba el machete sobre las cabezas: La daifa, en
camisa rosa, apretaba los ojos y aspaba los brazos: Veguillas era todo
un temblor arrimado a la pared, en faldetas y con los calzones en la
mano: El Coronelito se los arrancó:

--¡Me chingo en las bragas! ¿Cuál es mi sentencia?

Nachito se encogía con la nariz de alcuza en el ombligo:

--¡Hermano, no más me preguntes! Cada palabra es una bala... ¡Me estoy
suicidando! La sentencia que tú no cumplas vendrá sobre mi cabeza.

--¿Cuál es mi sentencia? ¿Quién la ha dictado?

Desesperábase la manflota, de rodillas ante las luces de Ánimas:

--¡Ponte en salvo! ¡Si no lo haces, aquí mismo te prende el Mayorcito
del Valle!

Nachito acabó de empavorizarse:

--¡Mujer infausta!

Se ovillaba cubriéndose hasta los pies con las faldetas de la camisa.
El Coronelito le suspendió por los pelos: Veguillas, con la camisa
sobre el ombligo, agitaba los brazos. Rugía el Coronelito:

--¿El Mayor del Valle tiene la orden de arrestarme? Responde.

Veguillas sacó la lengua:

--¡Me he suicidado!



LIBRO TERCERO

GUIÑOL DRAMÁTICO


I

¡Fue como truco de melodrama! El Coronelito, en el instante de pisar
la calle, ha visto los fusiles de una patrulla, por el Arquillo de
las Portuguesas. El Mayor del Valle viene a prenderle. El peligro le
da un alerta violento en el pecho: Pronto y advertido se aplasta en
tierra y a gatas cruza la calle: Por la puerta que entreabre un indio
medio desnudo, lleno el pecho de escapularios, ya se mete. Veguillas le
sigue arrastrado en un círculo de fatalidades absurdas: El Coronelito,
acarrerado escalera arriba, se curva como el jinete sobre la montura.
Nachito, que hocica sobre los escalones, recibe en la frente el
resplandor de las espuelas. Bajo la claraboya del sotabanco, en la
primera puerta, está pulsando el Coronelito. Abre una mucama que tiene
la escoba: En un traspiés, espantada y aspada, ve a los dos fugitivos
meterse por el corredor: Prorrumpe en gritos, pero las luces de un
puñal que ciega los ojos, la lengua le enfrenan.


II

Al final del corredor está la recámara de un estudiante. El joven,
pálido de lecturas, que medita sobre los libros abiertos, de codos en
la mesa. Humea la lámpara. La ventana está abierta sobre la última
estrella. El Coronelito, al entrar, pregunta y señala:

--¿Adónde cae?

El estudiante vuelve a la ventana su perfil lívido de sorpresa
dramática. El Coronelito, sin esperar otra respuesta, salta sobre el
alféizar, y grita con humor travieso:

--¡Ándele, pendejo!

Nachito se consterna:

--¡Su madre!

--¡Jip!

El Coronelito, con una brama, echa el cuerpo fuera. Va por el aire. Cae
en un tejadillo. Quiebra muchas tejas. Escapa gateando. A Nachito que
asoma timorato la alcuza llorona, se le arruga completamente la cara:

--¡Hay que ser gato!


III

Y por las recámaras del congal fulgura su charrasco el Mayor del Valle:
Seguido de algunos soldados entra y sale, sonando las charras espuelas:
A su vera jaleando el nalgario, con ahogo y ponderaciones, zapato bajo
y una flor en la oreja, la madrota:

--¡Patroncito, soy gaditana y no miento! ¡Mi palabra es la del Rey de
España! El Coronel Gandarita no hace un bostezo que dijo: ¡Me voy!
¡Visto y no visto! ¡Horitita! ¡Si no se tropezaron fue milagro! ¡Apenas
llevaría tres pasos, cuando ya estaban en la puerta los soldados!

--¿No dijo adónde se caminaba?

--¡Iba muy trueno! Si algún bochinche no le tienta, buscará la cama.

El Mayor miró de través a la tía cherinola y llamó al sargento:

--Vas a registrar la casa. Cucarachita, si te descubro el contrabando
te caen cien palos.

--Niño, no me encontrarás nada.

La madrota sonaba las llaves. El Mayor, contrariado, se mesaba la barba
chivona, y en la espera, haciendo piernas entrose por la Sala de la
Recámara Verde. El susto y el grito, la carrera furtiva, un rosario
de léperos textos concertaban toda la vida del congal, en la luz
cenicienta del alba. Lupita, taconeando, surgió en el arco de la verde
recámara, un lunar nuevo en la mejilla: Por el pintado corazón de la
boca, vertía el humo del cigarro:

--¡Abilio, estás de mi gusto!

--Me mandé mudar.

--Oye, ¿y tú piensas que se oculta aquí Domiciano? ¡Poco faltó para que
le armases la ratonera! ¡Ahora, échale perros!


IV

Y Nachito Veguillas aún exprime su gesto turulato frente a la ventana
del estudiante. El tiempo parece haber prolongado todas las acciones,
suspensas absurdamente en el ápice de un instante, estupefactas,
cristalizadas, nítidas, inverosímiles como sucede bajo la influencia
de la marihuana. El estudiante, entre sus libros, tras de la mesa,
despeinado, insomne, mira atónito: A Nachito tiene delante, abierta la
boca y las manos en las orejas:

--¡Me he suicidado!

El estudiante cada vez parece más muerto:

--¿Usted es un fugado de Santa Mónica?

Nachito se frota los ojos:

--Viene a ser como un viceversa... Yo, amigo, de nadie escapo. Aquí me
estoy. Míreme usted, amigo. Yo no escapo... Escapa el culpado. No soy
más que un acompañante... Si me pregunta usted por qué tengo entrado
aquí, me será difícil responderle. ¿Acaso sé dónde me encuentro? Subí
por impulso ciego, en el arrebato de ese otro que usted ha visto. Mi
palabra le doy. Un caso que yo mismo no comprendo. ¡Biomagnetismo!

El estudiante le mira perplejo sin descifrar el enredo de pesadilla
donde fulgura el rostro de aquel que escapó por la lívida ventana,
abierta toda la noche con la perseverancia de las cosas inertes, en
espera de que se cumpla aquella contingencia de melodrama. Nachito
solloza efusivo y cobarde:

--Aquí estoy, noble joven. Solamente pido para serenarme, un trago de
agua. Todo es un sueño.

En este registro, se le atora el gallo. Llega del corredor estrépito
de voces y armas. Empuñando el revólver cubre la puerta la figura del
Mayor Abilio del Valle. Detrás, soldados con fusiles:

--¡Manos arriba!


V

Por otra puerta una gigantona descalza, en enaguas y pañoleta: La greña
aleonada, ojos y cejas de tan intensos negros que, con ser muy morena
la cara, parecen en ella tiznes y lumbres: Una poderosa figura de vieja
bíblica: Sus brazos de acusados tendones, tenían un pathos barroco y
estatuario. Doña Rosita Pintado entró en una ráfaga de voces airadas,
gesto y ademán en trastorno:

--¿Qué buscan en mi casa? ¿Es que piensan llevarse al chamaco? ¿Quién
lo manda? ¡Me llevan a mí! ¿Estas son leyes?

Habló el Mayor del Valle:

--No me vea chuela, Doña Rosita. El retoño tiene que venirse merito a
prestar declaración. Yo le garanto que cumplida esa diligencia, como se
halle sin culpa, acá vuelve el muchacho. No tema ninguna ojeriza. Esto
lo dimanan las circunstancias. El muchacho vuelve si está sin culpa,
yo se lo garanto.

Miró a su madre el mozalbete y, con arisco ceño, le recomendó silencio.
La gigantona estremecida corrió para abrazarle, en desolado ademán los
brazos. La arrestó el hijo con gesto firme:

--Mi vieja, cállese y no la friegue. Con bulla nada se alcanza.

Clamó la madre:

--¡Tú me matas, negro de Guinea!

--¡Nada malo puede venirme!

La gigantona se debatió, asombrada en una oscuridad de dudas y alarmas:

--¡Mayorcito del Valle, dígame usted lo que pasa!

Interrumpió el mozuelo:

--Uno que entró perseguido, y se fugó por la ventana.

--¿Tú qué le has dicho?

--Ni tiempo tuve de verle la cara.

Intervino el Mayor del Valle:

--Con hacer esta declaración donde corresponde, todo queda terminado.

Plegó los brazos la gigantona:

--¿Y el que escapaba, se sabe quién era?

Nachito sacó la voz entre nieblas alcohólicas:

--¡El Coronel de la Gándara!

Nachito, luciente de lágrimas, encogido entre dos soldados, resoplaba
con la alcuza llorona pingando la moca. Aturdida, en desconcierto, le
miró Doña Rosita:

--¡Valedor! ¿También usted llora?

--¡Me he suicidado!

El Mayor del Valle levanta el charrasco y la escuadra se apronta,
sacando entre filas al estudiante y a Nachito.


VI

Despeinadas y ojerosas atisbaban tras de la reja las pupilas de
Taracena. Se afanan por descubrir a los prisioneros, sombras taciturnas
entre la gris retícula de las bayonetas. El sacristán de las monjas
sacaba la cabeza por el arquillo del esquilón. Tocaban diana las
cornetas de fuertes y cuarteles. Tenía el mar caminos de sol. Los
indios, trajinantes nocturnos, entraban en la ciudad guiando recuas
de llamas cargadas de mercadería y frutos de los ranchos serranos:
El bravío del ganado recalentaba la neblina del alba. Despertábase
el Puerto con un son ambulatorio de esquilas, y la patrulla de
fusiles desaparecía con los dos prisioneros por el Arquillo de las
Portuguesas. En el congal, la madrota daba voces ordenando que las
pupilas se recogiesen a la perrera del sotabanco, y el coime, con una
flor en el pelo, trajinaba remudando la ropa de las camas del trato.
Lupita la Romántica, en camisa rosa, rezaba ante el retablo de luces en
la Recámara Verde. Murmuró el coime con un alfiler en los labios, al
mismo tiempo que estudiaba los recogidos de la colcha:

--¡Aún no se me fue el sobresalto!



CUARTA PARTE

AMULETO NIGROMANTE



LIBRO PRIMERO

LA FUGA


I

El Coronelito Domiciano de la Gándara, en aquel trance, se acordó de
un indio a quien tenía obligado con antiguos favores. Por Arquillo de
Madres, retardando el paso para no mover sospecha, salió al Campo del
Perulero.


II

Zacarías San José, a causa de un chirlo que le rajaba la cara, era más
conocido por Zacarías el Cruzado: Tenía el chozo en un vasto charcal de
juncos y médanos, allí donde dicen Campo del Perulero: En los bordes
cenagosos picoteaban grandes cuervos, auras en los llanos andinos y
zopilotes en el Seno de México. Algunos caballos mordían la hierba a
lo largo de las acequias. Zacarías trabajaba el barro, estilizando
las fúnebres bichas de chiromayos y chiromecas. La vastedad de juncos
y médanos flotaba en nieblas de amanecida. Hozaban los marranos en
el cenagal, a espaldas del chozo, y el alfarero, sentado sobre los
talones, la chupalla en la cabeza, por todo vestido un camisote,
decoraba con prolijas pinturas jícaras y güejas. Taciturno bajo una
nube de moscas, miraba de largo en largo al bejucal donde había un
caballo muerto. El Cruzado no estaba libre de recelos: Aquel zopilote
que se había metido en el techado, azotándole con negro aleteo, era un
mal presagio. Otro signo funesto, las pinturas vertidas: El amarillo,
que presupone hieles, y el negro, que es cárcel, cuando no llama
muerte, juntaban sus regueros. Y recordó súbitamente que la chinita,
la noche pasada, al apagar la lumbre, tenía descubierta una salamandra
bajo el metate de las tortillas... El alfarero movía los pinceles
con lenta minucia, cautivo en un dual contradictorio de acciones y
pensamientos.


III

La chinita, en el fondo del jacal, se mete la teta en el hipil,
desapartando de su lado al crío que berrea y se revuelca en tierra.
Acude a levantarle con una azotaina, y suspenso de una oreja le pone
fuera del techado. Se queda la chinita al canto del marido, atenta a
los trazos del pincel, que decora el barro de una güeja:

--¡Zacarías, mucho callas!

--Di no más.

--No tengo un centavito.

--Hoy coceré los barros.

--¿Y en el en tanto?

Zacarías repuso con una sonrisa atravesada:

--¡No me friegues! Estas cuaresmas el ayunar está muy recomendado.

Y quedó con el pincelillo suspenso en el aire, porque era sobre la
puerta del jacal el Coronelito Domiciano de la Gándara: Un dedo en los
labios.


IV

El cholo, con leve carrerilla de pies descalzos, se junta al
Coronelito: Platican, alertados, en la vera de un maguey culebrón:

--¿Zacarías, quieres ayudarme a salir de un mal paso?

--¡Patroncito, bastantemente lo sabe!

--La cabeza me huele a pólvora. Envidias son de mi compadre Santos
Banderas. ¿Tú quieres ayudarme?

--¡No más que diga, y obedecerle!

--¿Cómo proporcionarme un caballo?

--Tres veredas hay, patroncito: Se compra, se pide a un amigo o se le
toma.

--Sin plata no se compra. El amigo nos falta. ¿Y dónde descubres tú
un guaco para bolearle? Tengo sobre los pasos una punta de cabrones.
¡Verás no más! La idea que traía formada es que me subieses en canoa a
Potrero Negrete.

--Pues a no dilatarlo, mi jefe. La canoa tengo en los bejucales.

--Debo decirte que te juegas la respiración, Zacarías.

--¡Para lo que dan por ella, patroncito!


V

Husmea el perro en torno del maguey culebrón, y bajo la techumbre de
palmas engresca el crío, que pide la teta, puesto de pie, al flanco de
la madre. Zacarías aseñó a la mujer para que se llegase:

--¡Me camino con el patrón!

Apagó la voz la chinita:

--¿Compromiso grande?

--Esa pinta descubre.

--Recuerda, si te dilatas, que no me dejas un centavo.

--¡Y qué hacerle, chinita! Llevas a colgar alguna cosa.

--¡Como no lleve la frazada del catre!

--Empeñas el relojito.

--¡Con el vidrio partido, no dan un boliviano!

El Cruzado se descolgaba el cebollón de níquel, sujeto por una cadena
oxidada. Y antes que la chinita, adelantose a tomarlo el Coronel de la
Gándara:

--¡Tan bruja estás, Zacarías!

Suspiró la comadre:

--¡Todo se lo lleva el naipe, mi jefecito! ¡Todo se lo lleva la ciega
ofuscación de este hombre!

--¡Sí que no vale un boliviano!

El Coronelito voltea el reloj por la cadena, y con risa jocunda lo
manda al cenagal, entre los marranos:

--¡Qué valedor!

La comadre aprobaba mansamente. Había velado el tiro con el propósito
de ir luego a catearlo. El Coronelito se quitó una sortija:

--Con esto podrás remediarte.

La chinita se echó por tierra, besando las manos al valedor.


VI

El Cruzado se metía puertas adentro, para ponerse calzones y ceñirse el
cinto del pistolón y el machete. Le sigue la coima:

--¡Pendejada que resultare fulero el anillo!

--¡Pendejada y media!

La chinita le muestra la mano, jugando las luces de la tumbaga:

--¡Buenos brillos tiene! Puedo llegarme a un empeñito para tener
cercioro.

--Si corres uno solo pudieran engañarte.

--Correré varios. A ser de ley, no andará muy distante de valer cien
pesos.

--Tú ve en la cuenta de que vale quinientos, o no vale tlaco.

--¿Te parés lo lleve mero mero?

-- ¿Y si te dan cambiazo?

--¡Que esperanza!


VII

El Coronelito, sobre la puerta del jacal, atalayaba el Campo del
Perulero.

--No te dilates, manís.

Ya salía el cholo, con el crío en brazos y la chinita al flanco.
Suspira, esclava, la hembra:

--¿Cuándo será la vuelta?

--¡Pues, y quién sabe! Enciéndele una velita a la Guadalupe.

--¡Le encenderé dos!

--¡Está bueno!

Besó al crío, refregándole los bigotes, y lo puso en brazos de la madre.


VIII

El Coronelito y Zacarías caminaron por el borde de la gran acequia
hasta el Pozo del Soldado. Zacarías echó al agua un dornajo, atracado
en el légamo, y por la encubierta de altos bejucales y floridas lianas
remontaron la acequia.



LIBRO SEGUNDO

LA TUMBAGA

I

EMPEÑITOS DE QUINTÍN PEREDA. -- La chinita se detuvo ante el
escaparate, luciente de arracadas, fistoles y mancuernas, guarnecido de
pistolas y puñales, colgado de ñandutís y zarapes: Se estuvo a mirar
un buen espacio: Cargaba al crío sobre la cadera, suspenso del rebozo,
como en hamaca: Con la mano barríase el sudor de la frente: Parejo
recogía y atusaba la greña: Se metió por la puerta con humilde salmodia:

--¡Salucita, mi jefe! Pues aquí estamos, no más, para que el patroncito
se gane un buen premio. ¡Lo merece, que es muy valedor y muy cabal
gente! ¡Vea qué alhajita de mérito!

Jugaba sobre el mostrador la mano prieta, sin sacarse el anillo.
Quintín Pereda, el honrado gachupín, declinó en las rodillas el
periódico que estaba leyendo y se puso las antiparras en la calva:

--¿Qué se ofrece?

--Su tasa. Es una tumbaga muy chulita. Mi jefecito, vea no más los
resplandores que tiene.

--¡No querrás que te la precie puesta en el dedo!

--¡Pues sí que el patroncito no es baqueano!

--¡Hay que tocar el aro con el agua fuerte y calibrar la piedra!

La chinita se quitó el anillo, y, con un mohín reverente, lo puso en
las uñas del gachupín:

--Señor Peredita, usted me ordena.

Agazapada al canto del mostrador, quedó atenta a la acción del usurero,
que, puesto en la luz, examinaba la sortija con una lente:

--Creo conocer esta prenda.

Se avizoró la chinita:

--No soy su dueña. Vengo mandada de una familia que se ve en apuro.

El empeñista tornaba al examen, modulando una risa de falso teclado:

--Esta alhajita estuvo aquí otras veces. Tú la tienes de la uña, muy
posiblemente.

--¡Mi jefecito, no me encuelgue tan mala fama!

El usurero se bajaba los espejuelos de la calva, recalcando la risa de
Judas:

--Los libros dirán a qué nombre estuvo otras veces pignorada.

Tomó un cartapacio del estante y se puso a hojearlo. Era un viejales
maligno, que al hablar entreveraba insidias y mieles, con falsedades y
reservas. Había salido mocín de su tierra, y al rejo nativo juntaba las
suspicacias de su arte y la dulzaina criolla de los mameyes: Levantó la
cabeza y volvió a ponerse en la frente los espejuelos:

--El Coronel Gandarita pignoró este solitario el pasado agosto... Lo
retiró el 7 de octubre. Te daré cinco soles.

Salmodió la chinita, con una mano sobre la boca:

--¿En cuánto estuvo? Eso mismo me dará el patroncito.

--¡No te apendejes! Te daré cinco soles, por hacerte algún beneficio. A
bien ser, mi obligación era llamar horita a los gendarmes.

--¡Qué chance!

--Esta prenda no te pertenece. Yo, posiblemente, perderé los cinco
soles, y tendré que devolvérsela a su dueño, si formula una reclamación
judicial. Puedo fregarme por hacerte un servicio que no agradeces. Te
daré tres soles y con ellos tomas viento fresco.

--¡Mi jefecito, usted me ve chuela!

El empeñista se apoyó en el mostrador con sorna y recalma:

--Puedo mandarte presa.

La chinita se rebotó, mirándole aguda, con el crío sobre el anca y las
manos en la greña:

--¡La Guadalupita me valga! Denantes le antepuse que no es mía la
prenda. Vengo mandada del Coronelito.

--Tendrás que justificarlo. Recibe los tres soles y no te metas en la
galera.

--Patroncito, vuélvame el anillo.

--Ni lo sueñes. Te llevas los tres soles, y si hay engaño en mis
sospechas, que venga a cerrar trato el legítimo propietario. Esta
alhajita se queda aquí depositada. Mi casa es muy suficientemente
garante. Recoge la plata y camínate luego luego.

--¡Señor Peredita, es un escarnio el que me hace!

--¡Si debías ir a la galera!

--Señor Peredita, no me denigre, que va equivocado. El Coronelito está
en un apuro y queda no más esperando la plata. Si recela hacer trato,
vuélvame la tumbaguita. Ándele, mi jefecito, y no me sea horita malo,
que siempre ha sido para mi muy buena reata.

--No me sitúes en el caso de cumplir con la ley. Si te dilatas en
recoger la moneda y ponerte en la banqueta, llamo a los gendarmes.

La chinita se revolvió amendigada y rebelde:

--¡No desmentís el ser gachupín!

--¡A mucha honra! Un gachupín no ampara el robo.

--¡Pero lo ejerce!

--¡Tú te buscas algo bueno!

--¡Mala casta!

--¡Voy a solfearte la cochina cuera!

--De mala tierra venís, para tener conciencia.

--¡No me toques a la patria, porque me ciego!

El empeñista se agacha bajo el mostrador y se incorpora blandiendo un
rebenque.


II

Metíase, vergonzante, por la puerta del honrado gachupín, la pareja
del ciego lechuzo y la niña mustia. La niña detuvo al ciego sobre la
cortinilla roja de la mampara vidriera. Musitó el padre:

--¿Con quién es el pleito?

--Una indita.

--¡Hemos venido en mala sazón!

--¡Pues y quién sabe!

--Volveremos luego.

--Y hallaríamos el mismo retablo.

--Pues esperemos.

El empeñista se adelantó, hablándoles:

--Pasen ustedes. Supongo que traerán los atrasitos del piano. Son ya
tres plazos los que me adeudan.

Murmuró el ciego:

--Solita, explícale la situación y nuestros buenos deseos al Señor
Pereda.

Suspiró, redicha, la mustia:

--Nuestro deseo es cumplir y ponernos al corriente.

Sonrió el gachupín con hieles judaicas:

--El deseo no basta, y debe ser acompañado de los hechos. Están
ustedes muy atrasados. A mí me gusta atender las circunstancias de
mis clientes, aun contrariando mis intereses: Esa ha sido mi norma y
volverá a serlo, pero con la revolución, todos los negocios marchan
torcidos. ¡Son muy malas las circunstancias para poder relajar las
cláusulas del contrato! ¿Qué pensaban abonar horita?

El ciego lechuzo torcía la cabeza sobre el hombro de la niña:

--Explícale nuestras circunstancias, Solita. Procura ser elocuente.

Murmuró, dolorosa, la chicuela:

--No hemos podido reunir la plata. Deseábamos rogarle que esperase a la
segunda quincena.

--¡Imposible, cholita!

--¡Hasta la segunda quincena!

--Me duele negarme. Pero hay que defenderse, niña, hay que defenderse.
Si no cumplen me veré en el dolor de retirarles el pianito. Acaso para
ustedes represente una tranquilidad quitarse la carguita de los plazos.
¡Todo hay que mirarlo!

El ciego se torcía sobre la chicuela:

--¿Y perderíamos lo entregado?

Encareció con mieles el empeñista:

--¡Naturalmente! Y aún me cargo yo con los transportes y el deterioro
que representa el uso.

Murmuró, acobardado, el ciego:

--Alargue usted el plazo a la segunda quincena, Señor Peredita.

Tornó a su encarecimiento meloso el empeñista:

--¡Imposible! ¡Me estoy arruinando con las complacencias! ¡Ya no puede
ser más! ¡He puesto fechos al corazón para no verme fregado en el
negocio! ¡Si no tengo nervio, entre todos me hunden en la pobreza!
Hasta mañanita puedo alargarles el plazo, más, no. Vean de arreglarse.
No pierdan aquí el tiempo.

Suplicó la niña:

--¡Señor Peredita, dilate su plazo a la segunda quincena!

--¡Imposible, primorosita! ¡Qué más quisiera yo que poder complacerte!

--¡No sea usted de su tierra, Señor Peredita!

--Para mentar a mi tierra, límpiate la lengua contra un cardo. No
amolarla, hijita, que si no andáis con plumas, se lo debéis a España.

El ciego se doblaba rencoroso, empujando a la niña para que le sacase
fuera:

--España podrá valer mucho, pero las muestras que acá nos remite son
bien chingadas.

El empeñista azotó el mostrador con el rebenque:

--Merito pónganse en la banqueta. La madre patria y sus naturales
estamos muy por encima de los juicios que pueda emitir un roto
indocumentado.

La mustia mozuela, con acelero, llevábase al padre por la manga:

--Taitita, no hagas una cólera.

El ciego golpeaba en el umbral con el hierro del bastón:

--Este judío gachupín nos crucifica. ¡Te priva del pianito cuando
marchabas mejor en tus estudios!


III

La otra chinita del crío al flanco, sale de un rincón de sombra, con
cautela de blandas pisadas:

--¡Don Quintinito, no sea usted tan ruin! ¡Devuélvame la tumbaguita!

De una mano requiere el tapado, de la otra hace señal a la mustia
pareja porque atienda y no se vaya. El empeñista azota el mostrador con
el rebenque:

--¡Se me hace que vas a buscarte un compromiso, so pendeja!

--¡Vuélvame la tumbaguita!

--Tanicuanto regrese mi dependiente lo mandaré a entrevistarse con
el legítimo propietario. Ten un tantito de paciencia, hasta cuando
que haya sido evacuada la diligencia. Mi crédito debe serte muy
suficientemente garante. En el entanto, la alhajita queda aquí
depositada. Ponte, merito, en la banqueta y no me dejes aquí los piojos.

La chinita acude al umbral y, alborotada, reclama a la mustia pareja,
que se ausenta con rezo de protestas y lástimas:

--¡Oigan no más! Atiendan al tanto de cómo este hombre me despoja.

El gachupín la llamó, revolviendo en el cajón de la plata:

--No seas leperona. Toma cinco soles.

--Guárdese la moneda y vuélvame la tumbaguita.

--No me friegues.

--Señor Peredita, usted no mide bien lo que hace. Usted se busca que
venga con reclamaciones mi gallo. ¡Don Quintinito, sépase usted que
tiene un espolón muy afilado!

El empeñista apilaba en el mostrador los cinco soles:

--Hay leyes, hay gendarmería, hay presidios y, en últimas resultas, hay
una bala: Pagaré mi multa y libertaré de un pícaro a la sociedad.

--Patroncito, no le presuponga tan pendejo que se venga dando la cara.

--Cholita, recoge la moneda. Si merito, hechas las investigaciones que
me exigen las leyes, hubiera lugar a darte más alguna cosa, no te será
negada. Recoge la moneda. Si tienes alguna papeletita al vencimiento,
me la traes luego luego, y procuraré de alargarte el plazo.

--¡Patroncito, no me vea chuela! Usted me da la tasa. El Coronel
Gandarita se ha puesto impensadamente en viaje y deja algunas
obligacioncitas. No lo piense más y ponga en el mostrador el cabal.

--¡Imposible, cholita! Te hago no más que el cincuenta por ciento
de diferencia. La tasa, puedes verlo en el libro, son nueve soles.
¡Recibes más del cincuenta!

--Señor Peredita, no se coma usted los ceros.

--Vistas las circunstancias, te daré los nueve soles. ¡Y no me pudras
la sangre! Si sale mentira tu cuento, me echo encima una denuncia del
legítimo propietario.

Durante el rezo del honrado gachupín, la chinita arrebañaba del
mostrador las nueve monedas, hacía el recuento pasándolas de una mano
a otra, se las ataba en una punta del rebozo. Encorvándose, con el
chamaco sobre el flanco, se aleja, galguera:

--¡Mi jefecito, usted condenará su alma!

--¡País de ingratos!

El empeñista colgó el rebenque de un clavo, pasó una escobilla por los
cartapacios comerciales y se dispuso al goce efusivo del periodiquín
que le mandaban de su villa asturiana. “El Eco Avilesino” colmaba
todas las ternuras patrióticas del honrado gachupín. Las noticias de
muertes, bodas y bautizos le recordaban de los chigres con músicas de
acordeón, de los velorios con ronda de anisete y castañas. Los edictos
judiciales, donde los predios rústicos son descritos con linderos y
sembradura, le embelesaban, dándole una sugestión del húmedo paisaje:
Arco iris, lluvias de invierno, sol en claras, quiebras de montes y
verdes mares.


IV

Entró Melquíades, dependiente y sobrino del gachupín. Conducía una
punta de chamacos, que sonaban las pintadas esquilas de fúnebres
barros que se venden en la puerta de las iglesias por la fiesta de los
Difuntos. Melquíades era chaparrote, con la jeta tozuda del emigrante
que prospera y ahorra caudales. La tropa babieca, enfilada a canto del
mostrador, repica los barros:

--¡Hijos míos! ¡Qué esperanza! ¡Idos a darle la murga a vuestra
mamasita! ¡Que os vista los trajes de diario! ¡Melquíades, no debiste
haberles relajado la moral, autorizándoles esta dilapidación de sus
centavitos! ¡Muy suficiente una campanita para los cuatro! Entre
hermanos bien avenidos, así se hace. Vayan a su mamá, que les mude los
trajecitos.

Melquíades recadó la tropa, metiéndola por la escalerilla del piso alto:

--Don Celes Galindo les ha regalado los esquilones.

--¡Muy buena reata! Niños, a vuestra mamita, que os los guarde.
Representan un recuerdo y debéis conservarlos para el año que viene y
los sucesivos. ¡No sean rebeldes!

Melquíades, al pie de la escalerilla, vigilaba que el hato infantil
subiese sin deterioro de los trajes nuevos. El arrastrarse por los
escalones quedábase para el atuendo de diario. Melquíades insistió,
ponderando la largueza de Don Celes:

--Son los barros de más precio. Bajo Arquillo de Madres puso en fila
a los chamacos y les mandó elegir. Como pendejos, se fueron a los más
caros. Don Celes sacó la plata y pagó sin atenuante. Me ha recomendado
que usted no falte a la junta de notables en el Casino Español.

--¡Los esquiloncitos! ¡Ya estoy pagando el primer rédito! Me nombrarán
de alguna comisión, tendré que abandonar por ratos el establecimiento,
posiblemente me veré incluido para contribuir... De tales reuniones
siempre sale una lista de suscripción. El Casino está pervirtiendo su
funcionamiento y el objetivo de sus estatutos. De centro recreativo se
ha vuelto un sacadineros.

--¡Está revolucionada la Colonia!

--¡Con razón! Desmonta el solitario de esa tumbaguita. Hay que
desfigurarla.

Melquíades, sentado al pie del mostrador, buscaba en el cajón los
alicates.

--“El Criterio” viene opuesto al cierre de cantinas que tramitan las
Representaciones Extranjeras.

--¡Como que se vejan los intereses de muchos compatriotas! Los
expendios de bebidas están autorizados por las leyes, y pagan muy buena
matrícula. ¿Ha vertido alguna opinión Don Celestino?

--Don Celes se guía por que todo el comercio de españoles se haga
solidario, y cierre en señal de protesta. Para eso es la junta de
notables en el Casino.

--¡Qué esperanza! Esa opinión no puede prevalecer. Acudiré a la junta
y haré patente mi disentimiento. Es una orientación nociva para los
intereses de la Colonia. El comercio cumple funciones sociales en
todos los países, y los cierres, cuando la medida no es general, solo
ocasionan pérdida de clientes. El Ministro de España, si llegado el
caso, se conforma al cierre de los estipendios de bebidas, se hará, de
cierto, impopular con la Colonia. ¿Cómo respira Don Celestino?

--No mentó el tópico del Ministro.

--La junta de notables debía concretarse a fijar la actuación de ese
loco de verano. Necesita orientaciones, y si se niega a recibirlas,
aleccionarle, solicitando por cable la destitución. Para un fin tan
justificado yo me suscribiría con una cuota.

--¡Y cualquiera!

--¿Por qué no lo haces tú, so pendejo?

--Ponga usted en mi cabeza el negocio, y verá si lo hago.

--¡Siempre polémico, Melquíades! ¡Siempre polémico!... Pues un cable
resolvería la situación tan fregada del Ministro. ¡Un sodomita,
comentado en todos los círculos sociales, que horita tiene al crápula
en la cárcel!

--Ya le han dado suelta. A quien merito se llevaban los gendarmes es a
la Cucaracha. ¡Menuda revolución va armando!

--Esa gente escandalosa no debía estar documentada por el Consulado.
Cucarachita, con el trato tan inmoralísimo que sostiene, denigra el
buen nombre de la Madre Patria.

--No le ha caído mal pleito a la tía Cucaracha. Parece complicada en
la evasión del Coronel Gandarita.

--¿El Coronel Gandarita evadido? ¡Deja esa tumbaga! ¡Vaya un
compromiso! ¿Evadido de Santa Mónica?

--¡Evadido cuando iban a prenderle esta madrugada en el congal de
Cucarachita!

--¡Fugado! ¡La gran chivona me hizo pendejo! ¡Deja los alicantes!
¡Fugado! El Coronel Gandarita era un descalificado y tenía que verse
en este trance. ¡Vaya el viajecito que me pintó la chola fregada!
¡Melquíades, ese solitario ha pertenecido al Coronel Gandarita! ¡Un
lazo que a última hora me tira ese briago! ¡Me sacó nueve soles!

Sonreía, cazurro, Melquíades:

--¡Vale quinientos!

Avinagrose el honrado gachupín:

--¡Un cuerno! Perderé la plata, si no quiero verme chingado. Horita me
largo a denunciar el hecho en la Delegación de Policía. Posiblemente me
exigirán la presentación de la tumbaguita y hacer el depósito.

Cabeceaba considerando el poco fundamento del mundo y sus prosperidades
y fortunas.


V

El honrado gachupín, agachándose tras el mostrador, se muda las
pantuflas por botas nuevas. Luego echa las llaves a los cajones, y de
un clavo descuelga el jipi:

--Voy a esa diligencia.

Cazurreó Melquíades:

--Cállese usted la boca, y quede achantado.

--¡Y nos visitan los gendarmes antes de un rato! ¡Solamente cavilas
macanas! ¡Poco vales para un consejo en caso apurado, Melquíades!
La Policía andará sobreavisada, y no sería extraño que a la cabrona
mediadora ya le tuvieran la mano en la espalda. Puedo verme complicado,
si no denuncio el hecho y me atengo a las ordenanzas de Generalito
Banderas. ¿Te correrías tú el compromiso de no cumplimentarlas? Nueve
soles me cuesta operar confiado en la buena fe de los marchantes. Ahí
tienes lo que produce el negocio con todo de una práctica dilatada,
por solo no tener en el sótano la conciencia. Yo, a esa cholita, que
tan fullera me ha sido, pude darle no más tres soles, y le he puesto
nueve en la mano. Para sacar adelante este negocio hay que vivir muy
alertado y nunca obtendrás muchas prosperidades, sobrino. ¡En España
soñáis que, arañando, se encuentra moneda acuñada en estas Repúblicas!
Para evitarme complicaciones tendré que desprenderme de la tumbaguita y
perder los nueve soles.

Melquíades adormilaba una sonrisa astuta de pueblerino asturiano:

--Al formular la denuncia se puede acompañar una alhajita de menos tasa.

El honrado gachupín se quedó mirando al sobrino. Súbita y consoladora
luz iluminaba el alma del viejales:

--¡Una alhajita de menos tasa!...



LIBRO TERCERO

EL CORONELITO


I

Zacarías condujo la canoa por la encubierta de altos bejucales hasta la
laguna de Ticomaipú. Alegrábase la mañana con un trenzado de gozosas
algarabías --metales, cohetes, bateo--. La indiada celebraba la fiesta
de Todos los Santos. Repicaban las campanas. Zacarías metió los remos
a bordo e, hincando con el bichero, varó el esquife en la ciénaga, al
socaire de espinosos cactus que, a modo de cerca, limitaban un corral
de gallinas, pavos y marranos. Murmuró el cholo:

--Estamos en lo de Niño Filomeno.

--¡Bueno va! Asómate en descubierta.

--Posiblemente, el patroncito estará divirtiéndose en la plaza.

--Pues le buscas.

--¿Y si teme comprometerse?

--Es buena reata Filomeno.

--¿Y si lo teme y manda arrestarme?

--No habrá caso.

--En lo pior de lo malo hay que ponerse, mi jefecito. Yo, de mi cuenta,
dispuesto me hallo para servirle, y cuanti que me pusieran en el cepo,
con callar boca y aguantar mancuerda, estaba cumplido.

Choteó el Coronelito:

--Tú escondes alguna idea luminosa. Descúbrela no más, y como ella sea
buena, no te llamaré pendejo.

El cholo miraba por encima de la cerca:

--Si Niño Filomeno está ausente, mi parecer es tunarle los caballos y
salir arreando.

--¿Adónde?

--Al campo insurrecto.

--Necesito viático de plata.

El Coronelito saltó en la riba fangosa, y a par del indio se puso a
mirar por encima del cercado. Descollaba entre palmas y cedros el
campanario de la iglesia con la bandera tricolor. Las tierras del
rancho, cuadriculadas por acequias y setos, se dilataban con varios
matices de verde y parcelas rojizas recién aradas. Piños vacunos pacían
a lo lejos. Algunos caballos mordían la hierba, divagando por el margen
de las acequias. Una canoa remontaba el canal: Se oía el golpe de los
remos: En la banca bogaba un indio de piocha canosa, gran sombrero
palmito y camisote de lienzo: En la popa venía sentado Niño Filomeno.
La canoa atracó al pie de una talanquera. El Coronelito salió al
encuentro del ranchero:

--Mi viejo, he venido para desayunar en tu compañía. ¡Madrugas, mi
viejo!

El ranchero le acogió con expresión suspicaz:

--He dormido en la capital. Me había mudado con el aliciente de oír la
palabra de Don Roque Cepeda.

Se abrazan y, en buenos compadres, alternativamente se suspenden en
alto.


II

Caminando de par por una senda de limoneros y naranjos, dieron vista a
la casona del fundo: Tenía soportal de arcos encalados y un almagreño
encendía las baldosas del soladillo. Colgaban de la viguería del porche
muchas jaulas de pájaros, y la hamaca del patrón en la fresca penumbra.
Los muros eran vestidos de azules enredaderas. El Coronelito y Filomeno
descansaron en jinocales parejos, bajo la arcada, en la corriente de
la puerta, por fondo, una cortinilla de lilailos japoneses. Son los
jinocales unos asientos de bejuco y palma, obra de los indios llaneros.
Al de la piocha canosa ordenó el patrón que sacase aparejo de vianda
para el desayuno, y a la mucama, negra mandinga, que cebase el mate.
Tornó Chino Viejo con un magro tasajo de oveja, y en lengua cutumay
explicó que la niña ranchera y los chamacos estaban ausentes por
haberse ido a la fiesta de iglesia. Aprobó el patrón no más que con
el gesto, y brindó del tasajo al huésped. El Coronelito clavó media
costilla con un facón que sacó del cinto, y puesta la vianda en el
plato, levantó el caneco de la chicha. Reiteró el latigazo por tres
veces, y se animó consecutivamente:

--¡Compadre, me veo en un fregado!

--Tú dirás.

--Merito se le ha puesto en la calva tronarme al chingado Banderas.
Albur pelón y naipe contrario, mi amigo, que dicen los Santos Padres.
Más bruja que un roto y huyente de la tiranía me tienes aquí, hermano.
Filomeno, me voy al campo insurrecto a luchar por la redención del
país, y tu ayuda vengo buscando, pues tampoco eres afecto a este
oprobio de Santos Banderas. ¿Quieres darme tu ayuda?

El ranchero clavaba la aguda mirada endrina en el Coronelito de la
Gándara:

--¡Te ves como mereces! El oprobio que ahora condenas dura quince años.
¿Qué has hecho en todo ese tiempo? La Patria nunca te acordó cuando
estabas en la gracia de Santos Banderas. Y muy posible que tampoco te
acuerde ahora y que vengas echado para sacarme una confidencia. Tirano
Banderas os hace a todos espías.

Se alzó el Coronelito:

--¡Filomeno, clávame un puñal, pero no me sumas en el lodo! El más ruin
tiene una hora de ser santo. Yo estoy en la mía, dispuesto a derramar
la última gota de sangre en holocausto por la redención de la Patria.

--Si el pleito con que vienes es una macana, allá tú y tu conciencia,
Domiciano. Poco daño podrás hacerme, dispuesto como estoy para meter
fuego al rancho y ponerme en campaña con mis peones. Ya lo sabes. La
pasada noche estuve en el mitin, y he visto con mis ojos conducir
esposado, entre caballos, a Don Roque Cepeda. ¡He visto la pasión del
justo y el escarnio de los gendarmes!

El Coronelito miraba al ranchero con ojos chispones: Inflábale los
rubicundos cachetes una amplia sonrisa de ídolo glotón, pancista y
borracho:

--¡Filomeno, la seguridad ciudadana es puro relajo! Don Roque Cepeda
tarde verá el sol, si una orden le sume en Santa Mónica: Tiene las
simpatías populares, pero insuficientemente trabajados los cuarteles, y
con meros indios votantes no sacará triunfante su candidatura para la
Presidencia de la República. Yo hacía política revolucionaria y he sido
descubierto, y antes de ser tronado, me arranco la máscara. ¡Mi viejo,
vamos a pelearle juntos el gallo a Generalito Banderas! ¡Filomeno, mi
viejo, tú de milicias estás pelón, y te aprovecharán los consejos de un
científico! Te nombro mi ayudante. Filomeno, manda no más a la mucama
que te cosa los galones de capitán.

Filomeno Cuevas sonreía: Era endrino y aguileño: Los dientes alobados,
retinto de mostacho y entrecejo: En la figura prócer, acerado y bien
dispuesto:

--Domiciano, será un fregado que mi peonada no quiera reconocerte por
jefe, y se ofusque y cumpla la orden de tronarte.

El Coronelito se atizó un trago y afligió la cara:

--Filomeno, abusas de tus preeminencias y me estás viendo chuela.

Replicó el otro con humor chancero:

--Domiciano, reconozco tu mérito y te nombraré corneta, si sabes solfeo.

--¡No me hagas pendejo, hermano! En mi situación, esas pullas son
ofensas mortales. A tu lado, en puesto inferior, no me verás nunca.
Digámonos adiós, Filomeno. Confío que no me negarás una montura y un
guía baqueano. Tampoco estará de más algún aprovisionamiento de plata.

Filomeno Cuevas, amistoso, pero jugando siempre en los labios la
sonrisa soflamera, posó la mano en el hombro del Coronelito:

--¡No te rajes, valedor! Aún falta que arengues a la peonada. Yo te
cedo el mando si te aclama por jefe. Y en todo caso, haremos juntos las
primeras marchas, hasta que se presente ocasión de zafarrancho.

El Coronelito de la Gándara inflose, haciendo piernas, y socarroneó en
el tono del ranchero:

--Manís, harto me favoreces para que te dispute una bola de indios:
A ti pertenece conducirlos a la matanza, pues eres el patrón y los
pagas con tu plata. No macanees y facilítame montura, que si aquí me
descubren vamos los dos a Santa Mónica. ¡Mira que tengo los sabuesos
sobre el rastro!

--Si asoman el hocico, no faltará quien nos advierta. Sé la que me
juego conspirando, y no me dejaré tomar en la cama como una liebre.

El Coronelito asintió con gesto placentero:

--Eso quiere decir que se puede echar otro trago. Poner centinelas en
los pasos estratégicos es providencia de buen militar. ¡Te felicito,
Filomeno!

Hablaba con el gollete de la cantimplora en la boca, tendido a la
bartola en el jinocal, rotunda la panza de dios tibetano.


III

La casa vacía, las estancias en desierta penumbra se conmovieron
con alborozo de voces ligeras: Timbradas risas de infancias alegres
poblaron el vano de los corredores. La niña ranchera, iluminada con los
inciensos del misacantano, entraba quitándose los alfileres del manto,
en la dispersión de una tropa de chamacos. El Coronelito de la Gándara
roncaba en el jinocal, abierto de zancas, y un ritmo solemne de globo
terráqueo conmovía la báquica andorga. Cambió una mirada con el marido
la niña ranchera:

--¿Y ese apóstol?

--Aquí se ha venido buscando refugio. Por lo que cuenta, cayó en
desgracia y está en la lista de los impurificados.

--¿Y vos cómo lo pasastes? ¡Me habés tenido en cuidado, toda la noche
esperando!...

El ranchero calló ensombrecido, y la mirada endrina de empavonados
aceros mudaba sus duras luces a una luz amable:

--¡Por ti y los chamacos no cumplo mis deberes de ciudadano, Laurita!
El último cholo que carga un fusil en el campo insurrecto, aventaja
en patriotismo a Filomeno Cuevas. ¡Yo he debido romper los lazos de
la familia y no satisfacerme con ser un mero simpatizante! Laurita,
por evitaros lloros, hoy el más último que milita en las filas
revolucionarias me hace pendejo a mis propios ojos. Laurita, yo
comercio y gano la plata, mientras otros se juegan vida y hacienda por
defender las libertades públicas. Esta noche he visto conducir entre
bayonetas a Don Roquito. Si ahora me rajo y no cargo un fusil, será
que no tengo sangre ni vergüenza. ¡He tomado mi resolución y no quiero
lágrimas, Laurita!

Calló el ranchero, y súbitamente los ojos endrinos recobraron sus
timbres aguileños. La niña se recogía al pie de una columna con
el pañolito sobre las pestañas. El Coronelito abría los brazos y
bostezaba: Suspendido en nieblas alcohólicas, salía del sueño a una
realidad hilarante: Reparó en la dueña y se alzó a saludarla con alarde
jocundo, ciñendo laureles de Baco y de Marte.


IV

Chino Viejo, por una talanquera, hacíale al patrón señas con la mano.
Dos caballos de brida asomaban las orejas. Cambiadas pocas palabras,
el ranchero y su mayoral montaron y salieron a los campos con medio
galope.



LIBRO CUARTO

EL HONRADO GACHUPÍN


I

Sin demorarse, el honrado gachupín acudió a la Delegación de Policía:
Guiado por el sesudo dictamen del sobrino, testimonió la denuncia con
un anillo de oro bajo y falsa pedrería, que, apurando la tasa, no valía
diez soles. El Coronel Licenciado López de Salamanca le felicitó por su
civismo:

--Don Quintín, la colaboración tan espontánea que usted presta a la
investigación policial merece todos mis plácemes. Le felicito por su
meritoria conducta, no relajándose de venir a deponer en esta oficina,
aportando indicios muy interesantes. Va usted a tomarse la molestia de
puntualizar algunos extremos. ¿Conocía usted a la pueblera que se le
presentó con el anillo? Cualquier indicación referente a los rumbos por
donde mora podría ayudar mucho a la captura de la interfecta. Parece
indudable que el fugado se avistó con esa mujer cuando ya conocía la
orden de arresto. ¿Sospecha usted que haya ido derechamente en su
busca?

--¡Posiblemente!

--¿Desecha usted la conjetura de un encuentro fortuito?

--¡Pues y quién sabe!

--¿El rumbo por donde mora la chinita, usted lo conoce?

El honrado gachupín quedó en falsa actitud de hacer memoria:

--Me declaro ignorante.


II

El honrado gachupín cavilaba, ladino, si podía sobrevenirle algún daño:
Temía enredar la madeja y descubrir el trueque de la prenda. El Coronel
Licenciado le miraba muy atento, la sonrisa suspicaz y burlona, el
gesto infalible de zahorí policial. El empeñista acobardose y, entre
sí, maldijo de Melquíades:

--En el libro comercial se pone siempre alguna indicación: Lo
consultaré. No respondo de que mi dependiente haya cumplido esa
diligencia: Es un cabroncito poco práctico, recién arribado de la madre
patria.

El jefe de Policía se apoyó en la mesa, inclinando el busto hacia el
honrado gachupín:

--Lamentaría que se le originase un multazo por la negligencia del
dependiente.

Disimuló su enojo el empeñista:

--Señor Coronelito, supuesta la omisión, no faltarán medios de operar
con buen resultado a sus agentes. La chinita vive con un roto que
alguna vez visitó mi establecimiento, y por seguro que usted tiene su
filiación, pues no actuó siempre como ciudadano pacífico. Es uno de los
plateados que se acogieron a indulto tiempos atrás, cuando se pactó
con los jefes, reconociéndoles grados en el Ejército. Recién disimula
trabajando en su oficio de alfarero.

--¿El nombre del sujeto, no lo sabe usted?

--Acaso lo recuerde más tarde.

--¿Las señas personales?

--Una cicatriz en la cara.

--¿No será Zacarías el Cruzado?

--Temo dar un falso reseñamiento, pero me inclino sobre esa sospecha.

--Señor Peredita, son muy valorizables sus aportaciones, y le felicito
nuevamente. Creo que estamos sobre los hilos. Puede usted retirarse,
Señor Pereda.

Insinuó el gachupín:

--¿La tumbaguita?

--Hay que unirla al atestado.

--¿Perderé los nueve soles?

--¡Qué chance! Usted entabla recurso a la Corte de Justicia. Es el
trámite, pero indudablemente le será reconocido el derecho a ser
indemnizado. Entable usted recurso. ¡Señor Peredita, nos vemos!

El Inspector de Policía tocó el timbre. Acudió un escribiente
deslucido, sudoso, arrugado el almidón del cuello, la chalina suelta,
la pluma en la oreja, salpicada de tinta la guayabera de dril con
manguitos negros. El Coronel Licenciado garrapateó un volante, le puso
sello y alargó el papel al escribiente:

--Procédase violento a la captura de esa pareja, y que los agentes
vayan muy sobre cautela. Elíjalos usted de moral suficiente para
fajarse a balazos, e ilústrelos usted en cuanto al mal rejo de Zacarías
el Cruzado. Si hay disponible alguno que le conozca dele usted la
preferencia. En el casillero de sospechosos busque la ficha del pájaro.
Señor Peredita, nos vemos. ¡Muy meritoria su aportación!

Le despidió con ribeteo de soflama. El honrado gachupín se retiró
cabizbajo, y su última mirada de can lastimero fue para la mesa donde
la sortija naufragaba irremisiblemente, bajo una ola de legajos. El
Inspector, puntualizadas sus instrucciones al escribiente, se asomaba a
una ventana rejona que caía sobre el patio. A poco, en formación y con
paso acelerado, salía una escuadra de gendarmes. El caporal, mestizo de
barba horquillada, era veterano de una partida bandoleresca años atrás
capitaneada por el Coronel Irineo Castañón, Pata de Palo.


III

El caporal distribuyó su gente en parejas, sobre los aledaños del
chozo, en el Campo del Perulero: Con el pistolón montado, se asomó a la
puerta:

--¡Zacarías, date preso!

Repuso del adentro la voz azorada de la chinita:

--¡Me ha dejado para siempre el raído! ¡Aquí no lo busques! ¡Tiene
horita otra querencia ese ganado!

La sombra, amilanada tras la piedra del metate, arrastra el plañido y
disimula el bulto. La tropa de gendarmes se juntaba sobre la puerta,
con los pistolones apuntados al adentro. Ordenó el caporal:

--Sal tú para fuera.

--¿Qué me querés?

--Ponerte una flor en el pelo.

El caporal choteaba baladrón, por divertir y asegurar a su gente. Vino
del fondo la comadre, con el crío sobre el anca, la greña tendida por
el hombro, sumisa y descalza:

--Podes catear todos los rincones. Se ha mudado ese atorrante, y no más
dejó que unos guaraches para que los herede el chamaco.

--Comadrita, somos baqueanos y entendemos esa soflama. Usted, niña, ha
empeñado una tumbaguita perteneciente al Coronel de la Gándara.

--Por purita casualidad se ha visto en mi mano. ¡Un hallazgo!

--Va usted a comparecer en presencia de mi superior jerárquico, Coronel
López de Salamanca. Deposite usted esa criatura en tierra y marque el
paso.

--¿La criatura ya podré llevármela?

--La Dirección de Policía no es una Inclusa.

--¿Y al cargo de quién voy a dejar el chamaco?

--Se hará expediente para mandarlo a la Beneficencia.

El crío, metiéndose a gatas por entre los gendarmes, huyó al cenagal.
Le gritó afanosa la madre:

--¡Ruin, ven a mi lado!

El caporal cruzó la puerta del chozo, encañonando la oscuridad:

--¡Precaución! Si hay voluntarios para el registro, salgan al frente.
¡Precaución! Ese roto es capaz de tirotearnos. ¿Quién nos garanta que
no está oculto? ¡Date preso, Cruzado! No la chingues, que empeoras tu
situación.

Rodeado de gendarmes, se metía en el chozo, siempre apuntando a los
rincones oscuros.


IV

Practicado el registro, el caporal tornose afuera y puso esposas a la
chinita, que suspiraba en la puerta, recogida en burujo, con el fustán
echado por la cabeza. La levantó a empellones. El crío, en el pecinal,
lloraba rodeado del gruñido de los cerdos. La madre, empujada por los
gendarmes, volvía la cabeza con desgarradoras voces:

--¡Ven! ¡No te asustes! ¡Ven! ¡Corre!

El niño corría un momento, y tornaba a detenerse sobre el camino,
llamando a la madre. Un gendarme se volvió, haciéndole miedo, y quedó
suspenso, llorando y azotándose la cara. La madre le gritaba, ronca:

--¡Ven! ¡Corre!

Pero el niño no se movía. Detenido sobre la orilla de la acequia
sollozaba mirando crecer la distancia que le separaba de la madre.



LIBRO QUINTO

EL RANCHERO


I

Filomeno Cuevas y Chino Viejo arriendan los caballos en la puerta de un
jacal y se meten por el sombrizo. A poco, dispersos, van llegando otros
jinetes rancheros, platas en arneses y jaranos: Eran dueños de fundos
vecinos, y secretamente adictos a la causa revolucionaria: Habíales
dado el santo para la reunión Filomeno Cuevas. Aquellos compadres
ayudábanle en un alijo de armas para levantarse con las peonadas: Un
alijo que llevaba algunos días sepultado en Potrero Negrete. Entendía
Filomeno que apuraba sacarlo de aquel pago y aprovisionar de fusiles y
cananas a las glebas de indios. Poco a poco, con meditados espacios,
todavía fueron llegando capataces y mayorales, indios baqueanos y
boleadores de aquellos fundos. Filomeno Cuevas, con recalmas y chanzas,
escribía un listín de los reunidos y se proclamaba partidario de
echarse al campo, sin demorarlo. Secretamente, ya tenía determinado
para aquella noche armar a sus peones con los fusiles ocultos en el
manigual, pero disimulaba el propósito con astuta cautela. Enzarzada
polémica, alternativamente oponían sus alarmas los criollos rancheros.
Vista la resolución del compadre, se avinieron en ayudarle con
caballos, peones y plata, pero ello había de ser en el mayor sigilo,
para no condenarse con Tirano Banderas. Dositeo Velasco, que, por más
hacendado, había sido de primeras el menos propicio para aventurarse
en aquellos azares, con el café y la chicha, acabó enardeciéndose y
jurando bravatas contra el Tirano:

--¡Chingado Banderitas, hemos de poner tus tajadas por los caminos de
la República!

El café, la chicha y el condumio de tamales provocaba en el coro
revolucionario un humor parejo, y todos respiraron con las mismas
soflamas: Alegres y abullangados, jugaban del vocablo: Melosos y
corteses, salvaban con disculpas las leperadas: Compadritos, se hacían
mamolas de buenas amistades:

--¡Valedorcito!

--¡Mi viejo!

--¡Nos vemos!

--¡Nos vemos!

Se arengaban con el último saludo, puestos en las sillas, revolviendo
los caballos, galopando dispersos por el vasto horizonte llanero.


II

El sol de la mañana inundaba las siembras nacidas y las rojas parcelas
recién aradas, espesuras de chaparros y prodigiosos maniguares con los
toros tendidos en el carrero de sombra, despidiendo vaho. La Laguna
de Ticomaipú era, en su cerco de tolderías, un espejo de encendidos
haces. El patrón galopa, en su alegre tordillo, por el borde de una
acequia, y arrea detrás su cuartago el mayoral ranchero. Repiques y
cohetes alegran la cálida mañana. Una romería de canoas, engalanadas
con flámulas, ramajes y reposteros de flores, sube por los canales, con
fiesta de indios. Casi zozobraba la leve flotilla con tantos triunfos
de músicas y bailes: Una tropa cimarrona --caretas de cartón, bandas,
picas, rodelas-- ejecuta la danza de los matachines, bajo los palios de
la canoa capitana: Un tambor y un figle pautan los compases de piruetas
y mudanzas. Aparece a lo lejos la casona del fundo. Sobre el verde de
los oscuros naranjales promueven resplandores de azulejos, terradillos
y azoteas. Con la querencia del potrero, las monturas avivaban la
galopada. El patrón, arrendado en el camino mientras el mayoral corre
la talanquera, se levanta en los estribos para mirar bajo los arcos:
El Coronelito, tumbado en la hamaca, rasguea la guitarra y hace bailar
a los chamacos: Dos mucamas cobrizas, con camisotes descotados, ríen
y bromean tras de la reja cocineril con geranios sardineros. Filomeno
Cuevas caracolea el tordillo, avispándole el anca con la punta del
rebenque: De un bote penetra en el tapiado:

--¡Bien punteada, mi amigo! Haces tú pendejo a Santos Vega.

--Tú me ganas... ¿Y qué sucedió? Vas a dejarme capturar, mi viejo. ¿Qué
traes resuelto?

El patrón, apeado de un salto, entrábase por la arcada, sonoras las
plateras espuelas y el zarape de un hombro colgándole: El recamado alón
del sombrero revestía de sombra el rostro aguileño, de caprinas barbas:

--Domiciano, voy a darte una provisión de cincuenta bolívares, un
guía y un caballo, para que tomes vuelo. Enantes, con la mosca de
tus macanas, te hablé de remontarnos juntos. Mero, mero, he mudado de
pensamiento. Los cincuenta bolívares te serán entregados al pisar las
líneas revolucionarias. Irás sin armas, y el guía lleva la orden de
tronarte si le infundes la menor sospecha. Te recomiendo, mi viejo, que
no lo divulgues, porque es una orden secreta.

El Coronelito se incorporó calmoso, apagando con la mano un lamento de
la guitarra.

--¡Filomeno, deja la chuela! Harto sabes, hermano, que mi dignidad
no me permite suscribir esa capitulación denigrante. ¡Filomeno, no
esperaba ese trato! ¡De amigo, te has vuelto Cancerbero!

Filomeno Cuevas, con garbosa cachaza, tiró en el jinocal zarape y
jarano: Luego sacó del calzón el majo pañuelo de seda y se enjugó la
frente, encendida y blanca entre mechones endrinos y tuestes de la cara:

--¡Domiciano, vamos a no chingarla! Tú te avienes con lo que te dan y
no pones condiciones.

El Coronelito abrió los brazos:

--¡Filomeno, no late en tu pecho un corazón magnánimo!

Tenía el pathos chispón de cuatro candiles, la verba sentimental y
heroica de los pagos tropicales. El patrón, sin dejar el chanceo, fue a
tenderse en la hamaca, y requirió la guitarra, templando:

--¡Domiciano, voy a salvarte la vida! Aún fijamente no estoy convencido
de que la tengas en riesgo, y tomo mis precauciones: Si eres un espía,
ten por seguro que la vida te cuesta. Chino Viejo te pondrá salvo
en el campamento insurrecto, y allí verán lo que hacen de tu cuera.
Precisamente me urgía mandar un mensaje para aquella banda, y tú lo
llevarás con Chino Viejo. Pensaba que fueses corneta a mis órdenes,
pero las bolas han rodado contrariamente.

El Coronelito se finchó con alarde de Marte:

--Filomeno, me reconozco tu prisionero y no me rebajo a discutir
condiciones. Mi vida te pertenece, puedes tomarla si te causa molestia.
¡Enseñas buen ejemplo de hospitalidad a estos chamacos! Niños, no se
remonten: Vengan ustedes acá un rato y aprendan cómo se recibe al amigo
que llega sin recursos, buscando un refugio para que no lo truene el
Tirano.

La tropa menuda hacía corro, los ingenuos ojos asustados con atento y
suspenso mirar. De pronto, la más mediana, que abría la rueda pomposa
de su faldellín entre dos grandotes atónitos, se alzó con lloros,
penetrando en el drama del Coronelito. Salió, acuciosa, la abuela,
una vieja de sangre italiana, renegrida, blanco el moñete, los ojos
carbones y el naso dantesco:

--¿Cosa c’é, amore?

El Coronelito ya tenía requerido a la niña, y refregándole las barbas,
la besaba: Erguíase rotundo, levantando a la llorosa en brazos, movida
la glotona figura con un escorzo tan desmesurado, que casi parodiaba
la gula de Saturno. Forcejea y acendra su lloro la niña por escaparse,
y la abuela se encrespa sobre el cortinillo japonés, con el rebozo mal
terciado. El Coronelito la rejonea con humor alcohólico.

--¡No se acalore, mi viejita, que es nocivo para el bazo!

--¡Ni me asustés vos a la bambina, mal tragediante!

--Filomeno, corresponde con tu mamá política y explícale la ocurrencia:
La lección que recibes de tus vástagos, el ejemplo de este ángel. ¡No
te rajes y satisface a tu mamá! ¡Ten el valor de tus acciones!


III

Acompasan con unánime coro los cinco chamacos. El Coronelito, en medio,
abierto de brazos y zancas, desconcierta con una mueca el mascarón
de la cara y ornea un sollozo, los fuelles del pecho inflando y
desinflando:

--¡Tiernos capullos, estáis dando ejemplo de civismo a vuestros
progenitores! Niños, no olvidéis esta lección fundamental, cuando
os corresponda actuar en la vida. ¡Filomeno, estos tiernos vástagos
te acusarán, como un remordimiento, por la mala producción que has
tenido a mí referente! ¡Domiciano de la Gándara, un amigo entrañable,
no ha despertado el menor eco en tu corazón! Esperaba verse acogido
fraternalmente, y recibe peor trato que un prisionero de guerra. Ni se
le autorizan las armas, ni la palabra de honor le garanta. ¡Filomeno,
te portas con tu hermano chingadamente!

El patrón, sin dejar de templar, con un gesto indicaba a la suegra que
se llevase a los chamacos. La vieja italiana, arrecaudó el hatillo y lo
metió por la puerta. Filomeno Cuevas cruzó las manos sobre los trastes,
agudos los ojos, y en el morado de la boca, una sonrisa recalmada:

--Domiciano, te estás demorando no haciéndote orador parlamentario.
Cosecharías muchos aplausos. Yo lamento no tener bastante cabeza para
apreciar tu mérito, y mantengo todas las condiciones de mi ultimátum.

Un indio ensabanado y greñudo, el rostro en la sombra alona de la
chupalla, se llegó al patrón, hablándole en voz baja. Filomeno llamó al
Coronelito:

--¡Estamos fregados! Tenemos tropas federales por los rumbos del rancho.

Escupió el Coronelito, torcida sobre el hombro la cara:

--Me entregas, y te pones a bien con Banderitas. ¡Filomeno, te has
deshonrado!

--¡No me chingues! Harto sabes que nunca me rajé para servir a un
amigo. Y de mis prevenciones es justificativo el favor que gozabas con
el Tirano. No más, ahora, visto el chance, la cabeza me juego si no te
salvo.

--Dame una provisión de pesos y un caballo.

--Ni pensar en tomar vuelo.

--Véame yo en campo abierto y bien montado.

--Estarás aquí hasta la noche.

--¡No me niegues el caballo!

--Te lo niego porque hago mérito de salvarte. Hasta la noche vas a
sumirte en un chiquero, donde no te descubrirá ni el Diablo.

Tiraba del Coronelito y le metía en la penumbra del zaguán.


IV

Por la arcada deslizábase otro indio, que traspasó el umbral de la
puerta santiguándose. Llegó al patrón, sutil y cauto, con pisadas
descalzas:

--Hay leva. Poco faltó para que me laceasen. Merito el tambor está
tocando en el Campo de la Iglesia.

Sonrió el ranchero, golpeando el hombro del compadre:

--Por sí, por no, voy a enchiquerarte.



LIBRO SEXTO

LA MANGANA


I

Zacarías el Cruzado, luego de atracar el esquife en una maraña de
bejucos, se alzó sobre la barca, avizorando el chozo. La llanura de
esteros y médanos, cruzada de acequias y aleteos de aves acuáticas,
dilatábase con encendidas manchas de toros y caballadas, entre prados
y cañerlas. La cúpula del cielo recogía los ecos de la vida campañera
en su vasto y sonoro silencio. En la turquesa del día orfeonaban su
gruñido los marranos. Lloraba un perro, muy lastimero. Zacarías,
sobresaltado, le llamó con un silbido. Acudió el perro zozobrante,
bebiendo los vientos, sacudido con humana congoja: Levantado de manos
sobre el pecho del indio, hociquea lastimero y le prende del camisote,
sacándole fuera del esquife. El Cruzado monta el pistolón y camina
con sombrío recelo: Pasa ante el chozo abierto y mudo: Penetra en la
ciénaga: El perro le insta, sacudidas las orejas, el hocico al viento,
con desolado tumulto, estremecida la pelambre, lastimero el resuello:
Zacarías le va en seguimiento. Gruñen los marranos en el cenagal. Se
asustan las gallinas al amparo del maguey culebrón. El negro vuelo
de zopilotes que abate las alas sobre la pecina se remonta, asaltado
del perro. Zacarías llega: Horrorizado y torvo, levanta un despojo
sangriento. ¡Era cuanto encontraba de su chamaco! Los cerdos habían
devorado la cara y las manos del niño: Los zopilotes le habían sacado
el corazón del pecho. El indio se volvió al chozo: Encerró en un saco
aquellos restos, y con ellos a los pies, sentado a la puerta, se puso a
cavilar. De tan quieto, las moscas le cubrían y los lagartos tomaban el
sol a su vera.


II

Zacarías se alzó con oscuro agüero: Fue al metate, volteó la piedra,
y descubrió un leve brillo de metales. La papeleta del empeño, en
cuatro dobleces, estaba debajo. Zacarías, sin mudar el gesto de su
máscara indiana, contó las nueve monedas, se guardó la plata en el
cinto y deletreó el papel: “Quintín Pereda. Préstamos. Compra-venta.”
Zacarías volvió al umbral, se puso el saco al hombro y tomó el rumbo
de la ciudad: A su arrimo, el perro doblaba rabo y cabeza. Zacarías,
por una calle de casas chatas, con azoteas y arrequives de colorines,
se metió en los ruidos y luces de la feria: Llegó a un tabladillo de
azares, y en el juego del parar apuntó las nueve monedas: Doblando la
puesta, ganó tres veces: Le azotó un pensamiento absurdo, otro agüero,
un agüero macabro: ¡El costal en el hombro le daba la suerte! Se fue,
seguido del perro, y entró en un bochinche: Allí se estuvo, con el saco
a los pies, bebiendo aguardiente. En una mesa cercana comía la pareja
del ciego y la chicuela. Entraba y salía gente, rotos y chinitas,
indios camperos, viejas que venían por el centavo de cominos para los
cocoles. Zacarías pidió un guiso de guajolote, y en su plato hizo
parte al perro: Luego tornó a beber, con la chupalla sobre la cara:
Trascendía, con helada consciencia, que aquellos despojos le aseguraban
de riesgo: Presumía que le buscaban para prenderle, y no le turbaba el
menor recelo, una seguridad cruel le enfriaba: Se puso el costal en el
hombro, y con el pie levantó al perro:

--¡Porfirio, visitaremos al gachupín!


III

Se detuvo y volvió a sentarse, avizorado por el cuchicheo de la pareja
lechuza:

--¿No alargará su plazo el Señor Peredita?

--¡Poco hay que esperar, mi viejo!

--Sin el enojo con la chinita hubiera estado más contemplativo.

Zacarías, con la chupalla sobre la cara y el costal en las rodillas,
amusgaba la oreja. El ciego se había sacado del bolsillo un cartapacio
de papelotes y registraba entre ellos, como si tuviese vista en el luto
de las uñas:

--Vuelve a leerme las condiciones del contrato. Alguna cláusula habrá
que nos favorezca.

Alargábale a la chamaca una hoja con escrituras y sellos:

--¡Taitita, cómo soñamos! El gachupín nos tiene puesto el dogal.

--Repasa el contrato.

--De memoria me lo sé. ¡Perdidos, mi viejo, como no hallemos modo de
ponernos al corriente!

--¿A cuánto sube el devengo?

--Siete pesos.

--¡Qué tiempos tan contrarios! ¡Otras ferias siete pesos no suponían
ni tlaco! ¡La recaudación de una noche como la de ayer superaba esa
cantidad por lo menos tres veces!

--¡Yo todos los tiempos que recuerdo son iguales!

--Tú eres muy niña.

--Ya seré vieja.

--¿No te parece que insistamos con un ruego al Señor Peredita?
¡Acaso exponiéndole nuestros propósitos de que tú cantes lueguito en
conciertos!... ¿No te parece bien volver a verle?

--¡Volvamos!

--Lo dices sin esperanza.

--Porque no la tengo.

--¡Hija mía, no me das ningún consuelo! ¡El Señor Peredita también
tendrá corazón!

--¡Es gachupín!

--Entre los gachupines hay hombres de conciencia.

--El Señor Peredita nos apretará el dogal, sin compasión. ¡Es muy ruin!

--Reconoce que otras veces ha sido más deferente... Pero estaba muy
tomado de cólera con aquella chinita, y no debía fallarle razón cuando
la pusieron a la sombra.

--¡Otra que paga culpas de Domiciano!


IV

Zacarías se movió hacia la mustia pareja. El ciego, cerciorado de que
la niña no leía el papel, lo guardaba en el cartapacio de hule negro.
La cara del lechuzo tenía un gesto lacio, de cansina resignación. La
niña le alargaba su plato al perro de Zacarías. Insistió Velones:

--¡Domiciano nos ha fregado! Sin Domiciano, Taracena estaría regentando
su negocio y podría habernos adelantado la plata, o salido garante.

--Si no lo rehusaba.

--¡Ay, hija, déjame un rajito de esperanza! Si me lo autorizases,
pediría una botella de chicha. ¡No me decepciones! La llevaremos a casa
y me inspiraré para terminar el vals que dedico a Generalito Banderas.

--¡Taitita, querés vos poneros trompeto!

--Hija, necesito consolarme.

Zacarías levantó su botella y llenó los vasos de la niña y el ciego:

--Jalate no más. La cabrona vida solo así se sobrelleva. ¿Qué se pasó
con la chinita? ¿Fue denunciada?

--¡Qué chance!

--¿Y la denuncia la hizo el gachupín chingado?

--Para no comprometerse.

--¡Está bueno! Al Señor Peredita dejátelo vos de mi mano.

Cargó el saco y se caminó, con el perro a la vera, el alón de la
chupalla sobre la cara.


V

El Cruzado se fue despacio, enhebrándose por la rueda de charros
y boyeros que, sin apearse de las monturas, bebían a la puerta
del bochinche: Inmóvil el gesto de su máscara verdina, huraño y
entenebrecido, con taladro doloroso en las sienes, metiose en las
grescas y voces del real, que juntaba la feria de caballos. Cedros y
palmas servían de apoyo a los tabanques de jaeces, facones y chamantos.
Se acercó a una vereda ancha y polvorienta, con carros tolderos y
meriendas: Jarochos jinetes lucían sus monturas en alardosas carreras,
terciaban apuestas, se mentían al procuro de engañarse en los tratos.
Zacarías, con los pies en el polvo, al arrimo de un cedro, calaba los
ojos sobre el ruano que corría un viejo jarocho. Tentándose el cinto de
las ganancias, hizo seña al campero:

--¿Se vende el guaco?

--Se vende.

--¿En cuánto lo ponés, amigo?

--Por muy bajo de su mérito.

--¡Sin macanas! ¿Querés vos cincuenta bolivianos?

--Por cada herradura.

Insistió Zacarías con obstinada canturía:

--Cincuenta bolivianos, si querés venderlo.

--¡No es pagarlo, amigo!

--Me estoy en lo hablado.

Zacarías no mudaba de voz ni de gesto: Con la insistencia monótona de
la gota de agua, reiteraba su oferta. El jarocho revolvió la montura,
haciendo lucidas corvetas:

--¡Se gobierna con un torzal! Mirale la boca y verés vos que no está
cerrado.

Repitió Zacarías con su opaca canturía:

--No más me conviene en cincuenta bolivianos. Sesenta con el aparejo.

El jarocho se doblaba sobre el arzón sosegando al caballo con palmadas
en el cuello. Compadreó:

--Setenta bolivianos, amigo, y de mi cuenta las copas.

--Sesenta con la silla puesta, y me dejás la reata y las espuelas.

Animose el campero, buscando avenencia:

--¡Sesenta y cinco! ¡Y te llevas, manís, una alhaja!

Zacarías posó el saco a los pies, se desató el cinto y, sentado en la
sombra del cedro, contó la plata sobre una punta del poncho. Nubes de
moscas ennegrecían el saco, manchado y viscoso de sangre. El perro, con
gesto legañoso, husmeaba en torno del caballo. Desmontó el jarocho.
Zacarías ató la plata en la punta del poncho y, demorándose para
cerrar el ajuste, reconoció los corvejones y la boca del guaco: Puesto
en silla cabalgó probándolo en cortas carreras, obligándole de la
brida con brusco arriende, como cuando se tira al toro la mangana. El
jarocho, en la linde de la polvorienta estrada, atendía al escaramuz,
sobre las cejas la visera de la mano. Zacarías se acercó, atemperando
la cabalgada:

--Me cumple.

--¡Una alhaja!

Zacarías desató la punta del poncho, y en la palma del campero, moneda
a moneda, contó la plata:

--¡Amigo, nos vemos!

--¿No vos caminarés mero mero sin mojar el trato?

--Mero mero, amigo. Me urge no dilatarme.

--¡Vaya chance!

--Tengo que restituirme a mi pago. Queda en palabra que trincaremos en
otra ocasión. ¡Nos vemos, amigo!

--¡Nos vemos! Compadrito, cuidame vos del ruano.

El real de la feria tenía una luminosa palpitación cromática. Por
los crepusculares caminos de tierra roja ondulaban recuas de llamas,
piños vacunos, tropas de jinetes con el sol poniente en los sombreros
bordados de plata. Zacarías se salió del tumulto, espoleando, y se
metió por Arquillo de Madres.


VI

Zacarías el Cruzado se encubría con el alón de la chupalla: Una torva
resolución le asombraba el alma, un pensamiento solitario, insistente,
inseparable de aquel taladro dolorido que le hendía las sienes.
Y formulaba mentalmente su pensamiento, desdoblándolo con pueril
paralelismo:

--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!

Cuando pasaba ante alguna iglesia se santiguaba. Los tutilimundis
encendían sus candilejas, y frente a una barraca de fieras sintió
estremecerse los flancos de la montura: El tigre, con venteo de carne
y de sangre, le rugía levantado tras los barrotes de la jaula, la
enfurecida cabeza asomada por los hierros, los ojos en lumbre, la cola
azotante: El Cruzado, advertido, puso espuelas para ganar distancia:
Sobre la fúnebre carga que sostenía en el arzón, había dejado caer
el poncho. El Cruzado se aletargaba en la insistencia monótona de su
pensamiento, desdoblándolo con obstinación mareante, acompasado por el
latido neurálgico de las sienes, sujeto a su ritmo de lanzadera:

--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!

Las calles tenían un cromático dinamismo de pregones, guitarros,
faroles, gallardetes. En el marasmo caliginoso, adormecido de músicas,
acohetaban repentes de gritos, súbitas espantadas y tumultos. El
Cruzado esquivaba aquellos parajes de mitotes y pleitos. Ondulaba
bajo los faroles de colores la plebe cobriza, abierta en regueros,
remansada frente a bochinches y pulperías. Las figuras se unificaban en
una síntesis expresiva y monótona, enervadas en la crueldad cromática
de las baratijas fulleras. Los bailes, las músicas, las cuerdas de
farolillos, tenían una exasperación absurda, un enrabiamiento de
quimera alucinante. Zacarías, abismado en rencorosa y taciturna
tiniebla, sentía los aleteos del pensamiento, insistente, monótono,
trasmudando su pueril paralelismo:

--¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor
Peredita!


VII

Iluminaba la calle un farol con el rótulo de la tienda en los vidrios:
“Empeñitos de Don Quintín”. El tercer vidrio estaba rajado, y no
podía leerse. Las percalinas rojas y gualdas de la bandera española
decoraban la puerta: “Empeñitos de Don Quintín”. Dentro, una lámpara
con enagüillas verdes alumbraba el mostrador. El empeñista acariciaba
su gato, un maltés vejete y rubiales, que trascendía el absurdo de
parecerse a su dueño. El gato y el empeñista miraron a la puerta,
desdoblando el mismo gesto de alarma. El gato, arqueándose sobre
las rodillas del gachupín, posaba el terciopelo de sus guantes en
dos simétricos remiendos de tela nueva. El Señor Peredita llevaba
manguitos, tenía la pluma en la oreja y sobre la misma querencia el
seboso gorrete, que años pasados la niña bordó en el colegio:

--¡Buenas noches, patrón!

Zacarías el Cruzado --poncho y chupalla, botas de potro y espuelas--,
encorvándose sobre el borrén, adelantaba por la puerta medio caballo.
El honrado gachupín le miró con cicatera suspicacia:

--¿Qué se ofrece?

--Una palabrita.

--Ata el guaco en la puerta.

--No tiene doma, patrón.

El Señor Peredita pasó fuera del mostrador.

--¡Veamos qué conveniencia traes!

--¡Conocernos, patrón! Es usted muy notorio por mis pagos. ¡Conocernos!
Solo a ese negocio he acudido a la feria, Señor Peredita.

--Tú has jalado más de la cuenta y es una sinvergüenzada venir a faltar
a un hombre provecto. Camínate no más, antes que con una voz llame al
vigilante.

--Señor Peredita, no se sobresalte. Tengo que recobrar una alhajita.

--¿Traes el comprobante?

--¡Véalo no más!

El Cruzado, metiendo la montura en el portal, ponía sobre el mostrador
el saco manchado y mojado de sangre. Se espantó el gachupín:

--¡Estás briago! Jaláis más de la cuenta, y luego venís a faltar en los
establecimientos. Toma el saquete y camínate, luego, luego.

El Cruzado casi tocaba en la viguería con la cabeza: Le quedaba en
sombra la figura desde el pecho a la cara, en tanto que las manos y el
borrén de la silla destacaban bajo la luz del mostrador:

--¿Señor Peredita, pues no habés pedido el comprobante?

--¡No me friegues!

--Abra usted el saco.

--Camínate y déjame de tus macanas.

El Cruzado fraseó con torva insistencia, apagada la voz en un silo de
cólera mansa:

--Patrón, usted abre no más, y se entera.

--Poco me importa. Chivo o marrano, con tu pan te lo comas.

El gachupín se encogió viendo caérsele encima la sombra del Cruzado.

--¡Señor Peredita, buscás abrir el saco con los dientes!

--Roto, no me traigas un pleito de gaucho malo. Si deseas algún
servicio de mi parte, vuelves cuando te halles más despejado.

--Patrón, mero mero liquidamos. ¿Recordás de la chinita que dejó una
tumbaga en nueve bolivianos?

El honrado gachupín se aleló, capcioso:

--No recuerdo. Tendría que repasar los libros. ¿Nueve bolivianos? No
valdría más. Las tasas de mi establecimiento son las más altas.

--¡Quier decirse que aún los hay más ladrones! Pero no he venido sobre
ese tanto. Usted, patrón, ha presentado denuncia contra la chinita.

Gritó el gachupín con guiño perlático:

--¡No puedo recordar todas las operaciones! ¡Vete no más! ¡Vuelve
cuando te halles fresco! ¡Se verá si puede mejorarse la tasa!

--Este asunto lo ultimamos luego luego. Patroncito, habés denunciado a
la chinita y vamos a explicarnos.

--Vuelve cuando estés menos briago.

--Patroncito, somos mortales, y a lo pior tenés la vida menos segura
que la luz de ese candil. ¿Patroncito, quién ha puesto a la chinita en
la galera? ¿No habés visto el ranchito vacío? ¡Ya lo verés! ¿No habés
abierto el saco? ¡Ándele, Señor Peredita, y no se dilate!

--Tendrá que ser, pues eres un alcohólico obstinado.

El honrado gachupín comenzó a desatar el saco: Tenía el viejales un
gesto indiferente. A la verdad, no le importaba que fuese chivo o
marrano lo que guardase. Se transmudó con una espantada al descubrir la
yerta y mordida cabeza del niño:

--¡Un crimen! ¿Me buscas para la encubierta? ¡Vete y no me traigas mal
tercio! ¡Vete! ¡No diré nada! ¡So chingado, no me comprometas! ¿Qué
puedes ofrecerme? ¡Un puñado de plata! ¡So chingado, un hombre de mi
posición no se compromete por un puñado de plata!

Habló Zacarías, remansada la voz en abismos de cólera:

--Ese cuerpo es el de mi chamaco. La denuncia cabrona le puso a la
mamasita en la galera. ¡Me lo han dejado solo para que se lo comiesen
los chanchos!

--Es absurdo que me vengas a mí con esa factura de cargos. ¡Un
espectáculo horrible! ¡Una desgracia! Quintín Pereda es ajeno a
ese resultado. Te devolveré la tumbaguita. No hago cuenta de los
bolivianos. ¡Quiere decirse que te beneficias con mi plata! Recoge
esos restos. Dales sepultura. Comprendo que, bebiendo, hayas buscado
consolarte. Vete. La tumbaguita pasas mañana a recogerla. Dale
sepultura sagrada a esos restos.

--¡Don Quintinito cabrón, vas, vos acompañarme!


VIII

El Cruzado, con súbita violencia, rebota la montura, y el lazo de la
reata cae sobre el cuello del espantado gachupín, que se desbarata
abriendo los brazos. Fue un dislocarse atorbellinado de las figuras, al
revolverse del guaco, un desgarre simultáneo. Zacarías, en alborotada
corveta, atropella y se mete por la calle, llevándose a rastras el
cuerpo del gachupín: Lostregan las herraduras y trompica el pelele,
ahorcado al extremo de la reata. El jinete, tendido sobre el borrén,
con las espuelas en los ijares del caballo, sentía en la tensa reata
el tirón del cuerpo que rebota en los guijarros. Y consuela su estoica
tristeza indiana Zacarías el Cruzado.



LIBRO SÉPTIMO

NIGROMANCIA


I

Están prontos los caballos para la fuga en el rancho de Ticomaipú. El
Coronelito de la Gándara cena con Niño Filomeno. Sobre los términos
de la colación, manda llamar a sus hijos el ranchero. Niña Laurita,
con reservada tristeza, sale a buscarlos, y acude, brincante, la
muchachada, sin atender a la madre, que asombra el gesto con un dedo en
los labios. El patrón también sentía cubierta su fortaleza con una nube
de duelo: Tenía los ojos en los manteles: No miraba ni a la mujer ni a
los hijos: Recobrándose, levantó la frente con austera entereza.


II

Los chamacos, en el círculo de la lámpara, repentinamente mudos,
sentían el aura de una adivinación telepática:

--Hijos, he trabajado para dejaros alguna hacienda y quitaros de los
caminos de la pobreza: Yo los he caminado, y no los quisiera para
ustedes. Hasta hoy esta ha sido la directriz de mi vida, y vean cómo
hoy he mudado de pensamiento. Mi padre no me dejó riqueza, pero me
dejó un nombre tan honrado como el primero, y esta herencia quiero yo
dejarles. Espero que ustedes la tendrán en mayor aprecio que todo el
oro del mundo, y si así no fuese, me ocasionarían un gran sonrojo.

Se oyó el gemido de la niña ranchera:

--¡Siempre nos dejas, Filomeno!

El patrón, con el gesto apagó la pregunta. La rueda de sus hijos en
torno de la mesa tenía un brillo emocionado en los ojos, pero no
lloraba:

--A vuestra mamasita pido que tenga ánimo para escuchar lo que me
falta. He creído hasta hoy que podía ser un buen ciudadano, trabajando
por acrecentarles la hacienda, sin sacrificar cosa ninguna al servicio
de la Patria. Pero hoy me acusa mi conciencia, y no quiero avergonzarme
mañana, ni que ustedes se avergüencen de su padre.

Sollozó la niña ranchera:

--¡Desde ya te pasas a la bola revolucionaria!

--Con este compañero.

El Coronelito de la Gándara se levantó, alardoso, tendiéndole los
brazos:

--¡Eres un patricio espartano, y no me rajo!

Suspiraba la ranchera:

--¿Y si hallas la muerte, Filomeno?

--Tú cuidarás de educar a los chamacos y de recordarles que su padre
murió por la Patria.

La mujer presentía imágenes tumultuosas de la revolución. Muertes,
incendios, suplicios y, remota, como una divinidad implacable, la momia
del Tirano.


III

Ante la reja nocturna, fragante de albahacón, refrenaba su parejeño
Zacarías el Cruzado: Apareciose en súbita galopada, sobresaltando la
nocharniega cadencia campañera:

--¡Vuelo, vuelo, mi Coronelito! La chinita fue delatada. Ya la pagó el
fregado gachupín. ¡Vuelo, vuelo!

Zacarías refrenaba el caballo, y la oscura expresión del semblante y el
sofoco de la voz metía, afanoso, por los hierros. En la sala, todas
las figuras se movieron unánimes hacia la reja. Interrogó el Coronelito:

--¿Pues qué se pasó?

--La tormentona más negra de mi vida. ¡De estrella pendeja fueron los
brillos de la tumbaguita! ¡Vuelo, vuelo, que traigo perro sobre los
rastros, mi Coronelito!


IV

La niña ranchera abraza al marido, en el fondo de la sala, y lloriquea
la tropa de chamacos encandillándose a la falda de la madre. Hipando su
grito, irrumpe por una puerta la abuela carcamana:

--¿Perché questa follia? Se il Filomeno trova fortuna nella rivoluzione
potrá diventar un Garibaldi. ¡Non mi spaventar i bambini!

El Cruzado miraba por los hierros, la figura toda en sombra. El ojo
enorme del caballo recibía por veces una luz en el juego de las
siluetas que accionaban cortando el círculo del candil. Zacarías aún
terciaba sobre la silla el saco con el niño muerto. En la sala, el
grupo familiar rodeaba al patrón. La madre, uno por uno, levantaba a
los hijos, pasándoles a los brazos del padre. Consideró Zacarías, con
dejo apagado:

--¡Son pidazos del corazón!


V

Chino Viejo acercó los caballos, y los ecos de la galopada rodaron por
la nocturna campaña. Zacarías en el primer sofreno, al meterse por un
vado, apareó su montura con la del Coronelito:

--¡Se chinga Banderitas! Tenemos un auxiliar muy grande. ¡Aquí va
conmigo!

El Coronelito le miró, sospechándole borracho:

--¿Qué dices, manís?

--La reliquia de mi chamaco. Una carnicería que los chanchos me han
dejado. Va en este alforjín.

El Coronel le tendió la mano:

---Me ocasiona un verdadero sentimiento, Zacarías. ¿Y cómo no has dado
sepultura a esos restos?

--A su hora.

--No me parece bien.

--Esta reliquia nos sirve de salvoconducto.

--¡Es una creencia rutinaria!

--¡Mi jefecito, que lo cuente el chingado gachupín!

--¿Qué has hecho?

--Guindarlo. No pedía menos satisfacción esta carnicería de mi chamaco.

--Hay que darle sepultura.

--Cuando estemos a salvo.

--¡Y parecía muy vivo, el cabroncito!

--¡Cuanti menos, para su padre!



QUINTA PARTE

SANTA MÓNICA



LIBRO PRIMERO

BOLETO DE SOMBRA


I

El Fuerte de Santa Mónica, que en las luchas revolucionarias sirvió
tantas veces como prisión de reos políticos, tenía una pavorosa
leyenda de aguas empozoñadas, mazmorras con reptiles, cadenas, garfios
y cepos de tormento. Estas fábulas, que databan de la dominación
española, habían ganado mucho valimiento en la tiranía del General
Santos Banderas. Todas las tardes en el foso del baluarte, cuando las
cornetas tocaban fajina, era pasada por las armas alguna cuerda de
revolucionarios. Se fusilaba sin otro proceso que una orden secreta del
Tirano.


II

Nachito y el estudiante traspasaron la poterna, entre la escolta de
soldados. El Alcaide los acogió sin otro trámite que el parte verbal
depuesto por un sargento, y enviado desde la cantina por el Mayor del
Valle. Al cruzar la poterna, los dos esposados alzaron la cabeza
para hundir una larga mirada en el azul remoto y luminoso del cielo.
El Alcaide de Santa Mónica, Coronel Irineo Castañón, aparece en las
relaciones de aquel tiempo como uno de los más crueles sicarios de la
Tiranía: Era un viejo sanguinario y potroso que fumaba en cachimba y
arrastraba una pata de palo. Con la bragueta desabrochada, jocoso y
cruel, dio entrada a los dos prisioneros:

--¡Me felicito de recibir a una gente tan seleccionada!

Nachito acogió el sarcasmo con falsa risa de dientes y quiso explicarse:

--Se padece una ofuscación, mi Coronelito.

El Coronel Irineo Castañón vaciaba la cachimba golpeando sobre la pata
de palo:

--A mí en eso ninguna cosa me va. Los procesos, si hay lugar, los
instruye el Licenciadito Carballeda. Ahora, como aún se trata de una
simple detención, van a tener por suyo todo el recinto murado.

Agradeció Nachito con otra sonrisa cumplimentera y acabó moqueando:

--¡Es un puro sonambulismo este fregado!

El Cabo de Vara, en el sombrizo de la puerta, hacía sonar la pretina de
sus llaves: Era mulato, muy escueto, con automatismo de fantoche: Se
cubría con un chafado kepis francés, llevaba pantalones colorados de
uniforme, y guayabera rabona muy sudada: Los zapatos de charol, viejos
y tilingos, traía picados en los juanetes. El Alcaide le advirtió
jovial:

--Don Trini, a estos dos flautistas vea de suministrarles boleto de
preferencia.

--No habrá queja. Si vienen provisorios se les dará luneta de muralla.

Don Trini, cumplida la fórmula del cacheo, condujo a los presos por un
bovedizo con fusiles en armario: Al final, abrió una reja y los soltó
entre murallas:

--Pueden pasearse a su gusto.

Nachito, siempre cumplimentero y servil, rasgó la boca:

--¡Muchísimas gracias, Don Trini!

Don Trini, con absoluta indiferencia, batió la reja, haciendo rechinar
cerrojos y llaves: Gritó alejándose:

--Hay cantina, si algo desean y quieren pagarlo.


III

Nachito, suspirando, leía en el muro los grafitos carcelarios decorados
con fálicos trofeos. Tras de Nachito, el taciturno estudiante liaba
el cigarro: Tenía en los ojos una chispa burlona, y en la boca
prieta, color de moras, un rictus de compasión altanera. Esparcidos y
solitarios paseaban algunos presos. Se oía el hervidero de las olas,
como si estuviesen socavando el cimiento. Las ortigas lozaneaban en los
rincones sombríos, y en la azul transparencia aleteaba una bandada de
zopilotes, pájaros negros. Nachito, finchándose en el pando compás de
las zancas, miró con reproche al estudiante:

--Ese mutismo es impropio para dar ánimos al compañero, y hasta puede
ser una falta de generosidad. ¿Cómo es su gracia, amigo?

--Marco Aurelio.

--¡Marquito, qué será de nosotros!

--¡Pues, y quién sabe!

--¡Esto impone! ¡Se oye el farollón de las olas!... Parece que estamos
en un barco.

El Fuerte de Santa Mónica, castillote teatral con defensas del tiempo
de los virreyes, erguíase sobre los arrecifes de la costa, frente
al vasto mar ecuatorial, caliginoso, de ciclones y calmas. En la
barbacana, algunos morteros antiguos, roídos de lepra por el salitre,
se alineaban moteados con las camisas de los presos tendidas a secar:
Un viejo, sentado sobre el cantil frente al mar inmenso, ponía
remiendos a la frazada de su camastro. En el más erguido baluarte
cazaba lagartijas un gato, y pelotones de soldados hacían ejercicios en
Punta Serpiente.


IV

Hilo de la muralla, la curva espumosa de las olas balanceaba una
ringla de cadáveres. Vientres inflados, livideces tumefactas. Algunos
prisioneros, con grito de motín, trepaban al baluarte. Las olas
mecían los cadáveres ciñéndolos al costado de la muralla, y el cielo
alto, llameante, cobijaba un astroso vuelo de zopilotes, en la cruel
indiferencia de su turquesa. El preso que ponía remiendos en la frazada
de su camastro quebró el hilo, y con la hebra en el bezo murmuró
leperón y sarcástico:

--¡Los chingados tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria,
y todavía no se satisface el cabrón Banderas! ¡Puta madre!

El rostro de cordobán, burilado de arrugas, tenía un gesto estoico: La
rasura de la barba, crecida y cenicienta, daba a su natural adusto un
cierto aire funerario. Nachito y Marco Aurelio caminaron inciertos,
como viajeros extraviados: Nachito, si algún preso cruzaba por su vera,
apartábase solícito y abría paso con una sonrisa amistosa. Llegaron
al baluarte y se asomaron a mirar el mar alegre de luces mañaneras,
nigromántico con la fúnebre ringla balanceándose en las verdosas
espumas de la resaca. Entre los presos que coronaban el baluarte
acrecía la zaloma de motín con airados gestos y erguir de brazos.
Nachito se aleló de espanto:

--¿Son náufragos?

El viejo de la frazada le miró despreciándole:

--Son los compañeros recién ultimados en Foso-Palmitos.

Interrogó el estudiante:

--¿No se les enterraba?

--¡Qué va! Se les tiraba al mar. Pero visto cómo a los tiburones ya les
estomaga la carne revolucionaria, tendrán que darnos tierra a los que
estamos esperando vez.

Tenía una risa rabiosa y amarga. Nachito cerró los ojos:

--¿Es de muerte su sentencia, mi viejo?

--¿Pues conoce otra penalidad más clemente el Tigre de Zamalpoa? ¡De
muerte! ¡Y no me arrugo ni me rajo! ¡Abajo el Tirano!

Los prisioneros encaramados en el baluarte, hundían las miradas en
los disipados verdes que formaba la resaca entre los contrafuertes
de la muralla. El grupo tenía una frenética palpitación, una brama,
un clamoreo de denuestos. El Doctor Alfredo Sánchez Ocaña, poeta y
libelista, famoso tribuno revolucionario, se encrespó con el brazo
tendido en arenga, bajo la mirada retinta del centinela que paseaba en
la poterna con el fusil terciado:

--¡Héroes de la libertad! ¡Mártires de la más noble causa! ¡Vuestros
nombres escritos con letras de oro, fulgirán en las páginas de nuestra
Historia! ¡Hermanos, los que van a morir os rinden un saludo, y os
presentan armas!

Se arrancó el jipi con un gran gesto, y todos le imitaron. El centinela
amartilló el fusil:

--¡Atrás! No hay orden para demorar en el baluarte.

Le apostrofó el Doctor Sánchez Ocaña:

--¡Vil esclavo!

Una barca tripulada por carabineros de mar, arriando vela, maniobraba
para recoger los cadáveres. Embarcó siete. Y como los prisioneros en
creciente motín no desalojaban el baluarte, salió la guardia y sonaron
cornetas.


V

Nachito, tomado de alferecía, se agarraba al brazo del estudiante:

--¡Nos hemos fregado!

El viejo de la manta le miró despacio, el belfo mecido por una risa de
cabrío:

--No merita tanto atribulo esta vida pendeja.

Nachito ahiló la voz en el hipo de un sollozo:

--¡Muy triste morir inocente! ¡Me condenan las apariencias!

Y el viejo, con burlona mueca de escarnio, seguía martillando:

--¿No sos revolucionario? Pues sin merecerlo vas vos a tener el fin de
los hombres honrados.

Nachito, relajándose en una congoja, tendía los ojos suplicantes al
preso, que, con el ceño fruncido y la manta tendida sobre las piernas,
se había puesto a estudiar la geometría de un remiendo. Nachito intentó
congraciarse la voluntad de aquel viejo de cordobán: El azar los reunía
bajo la higuera, en un rincón del patio:

--Nunca he sido simpatizante con el ideario de la revolución y lo
deploro, comprendo que son ustedes héroes con un puesto en la Historia:
Mártires de la Idea. ¡Sabe, amigo, que habla muy lindo el Doctor
Sánchez Ocaña!

Hízole coro el estudiante, con sombrío apasionamiento:

--En el campo revolucionario militan las mejores cabezas de la
República.

Aduló Nachito:

--¡Las mejores!

Y el viejo de la frazada, lentamente, mientras enhebra, desdeñoso y
arisco comentaba:

--Pues, manifiestamente, para enterarse no hay cosa como visitar Santa
Mónica. A lo que se colige, el chamaco tampoco es revolucionario.

Declaró Marco Aurelio con firmeza:

--Y me arrepiento de no haberlo sido, y lo seré, si alguna vez me veo
fuera de estos muros.

El viejo, anudando la hebra, reía con su risa de cabra:

--De buenos propósitos está empedrado el Infierno.

Marco Aurelio miró al viejo conspirador y juzgó tan cuerdas sus
palabras, que no sintió el ultraje: Le sonaban como algo lógico e
irremediable en aquella cárcel de reos políticos, orgullosos de morir.


VI

El tumbo del mar batía la muralla, y el oboe de las olas cantaba el
triunfo de la muerte. Los pájaros negros hacían círculos en el remoto
azul, y sobre el losado del patio se pintaba la sombra fugitiva del
aleteo. Marco Aurelio sentía la humillación de su vivir, arremansado
en la falda materna, absurdo, inconsciente como las actitudes de esos
muñecos olvidados tras de los juegos: Como un oprobio remordíale
su indiferencia política. Aquellos muros, cárcel de exaltados
revolucionarios, le atribulaban y acrecían el sentimiento mezquino de
su vida, infantilizada entre ternuras familiares y estudios pedantes,
con premios en las aulas. Confuso atendía al viejo que entraba y sacaba
la aguja de lezna:

--¿Venís vos a la sombra por incidencia justificada, o por espiar lo
que se conversa? Eso, amigo, es bueno ponerlo en claro. Recorra las
cuadras y vea si encuentra algún fiador. ¿No dice que es estudiante?
Pues aquí no faltan universitarios. Si quiere tener amigos en esta
mazmorra, busque modo de justificarse. Los revolucionarios platónicos
merecen poca confianza.

El estudiante había palidecido intensamente. Nachito, con ojos de
perro, imploraba clemencia:

--A mí también me tenía horrorizado Tirano Banderas: ¡Muy por demás
sanguinario! Pero no era fácil romper la cadena. Yo para volinas no
valgo, y ¿adónde iba que me recibiesen si soy inútil para ganarme
los fríjoles? El Generalito me daba un hueso que roer y se divertía
choteándome. En el fondo parecía apreciarme. ¿Qué está mal, que soy un
pendejo, que aquello era por demás, que tiene sus fueros la dignidad
humana? Corriente. Pero hay que reflexionar lo que es un hombre privado
del albedrío por ley de herencia. ¡Mi papá, un alcohólico! ¡Mi mamá,
con desvarío histérico! El Generalito, a pesar de sus escarnios, se
divertía oyéndome decir jangadas. No me faltaban envidiosos. ¡Y ahora
caer de tan alto!

Marco Aurelio y el viejo conspirador oían callados y por veces se
miraban. Concluyó el viejo:

--¡Hay sujetos más ruines que putas!

Se ahogaba Nachito.

--¡Todo acabó! El último escarnio supera la raya. Nunca llegó a tanto.
Divertirse fusilando a un desgraciado huérfano, es propio de Nerón.
Marquito, y usted amigo, yo les agradecería que luego me ultimasen.
Sufro demasiado. ¡Qué me vale vivir unas horas, si todo el gusto me lo
mata este chingado sobresalto! Conozco mi fin, tuve un aviso de las
ánimas. Porque en este fregado ilusorio andan las Benditas. Marquito,
dame cachete, indúltame de este suplicio nervioso. Hago renuncia de la
vida por anticipado. Vos, mi viejo, ¿qué hacés que no me sangrás con
esa lezna remendona? Mero mero, pasame las entretelas. Amigos, ¿qué
dicen? Si temen complicaciones, háganme el servicio de consolarme de
alguna manera.


VII

El planto pusilánime y versátil de aquel badulaque aparejaba un
gesto ambiguo de compasión y desdén en la cara funeraria del viejo
conspirador y en la insomne palidez del estudiante. La mengua de aquel
bufón en desgracia tenía cierta solemnidad grotesca como los entierros
de mojiganga con que fina el antruejo. Los zopilotes abatían sus alas
tiñosas sobre la higuera.



LIBRO SEGUNDO

EL NÚMERO TRES


I

El calabozo número tres era una cuadra con altas luces enrejadas,
mal oliente de alcohol, sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y
otro lateral, las hamacas de los presos, reos políticos en su mayor
cuento, sin que faltasen en aquel rancho el ladrón encanecido, ni el
idiota sanguinario, ni el rufo valiente, ni el hipócrita desalmado.
Por hacerles a los políticos más atribulada la cárcel, les befaba con
estas compañías el de la pata de palo, Coronel Irineo Castañón. La
luz polvorienta y alta de las rejas resbalaba por la cal sucia de los
muros, y la expresión macilenta de los encarcelados hallaba una suprema
valoración en aquella luz árida y desolada. El Doctor Sánchez Ocaña,
declamatorio, verboso, con el puño de la camisa fuera de la manga,
el brazo siempre en tribuno arrebato, engolaba elocuentes apóstrofes
contra la tiranía:

--El funesto fénix del absolutismo colonial, renace de sus cenizas
aventadas a los cuatro vientos, concitando las sombras y los manes
de los augustos libertadores. Augustos, sí, y el ejemplo de sus vidas
debe servirnos de luminar en estas horas, que acaso son las últimas que
nos resta vivir. El mar devuelve a la tierra sus héroes, los voraces
monstruos de las azules minas se muestran más piadosos que el general
Santos Banderas... Nuestros ojos...

Se interrumpía. Llegaba por el corredor la pata de palo. El alcaide
cruzó fumando en cachimba, y poco a poco extinguiose el alerta de su
paso cojitranco.


II

Un preso, que leía tendido en su hamaca, sacó a luz, de nuevo, el libro
que había ocultado. De la hamaca vecina le interrogó la sombra de Don
Roque Cepeda:

--¿Siempre con las Evasiones Célebres?

--Hay que estudiar los clásicos.

--¡Mucho le intriga esa lectura! ¿Sueña usted con evadirse?

--Pues quién sabe.

--¡Ya estaría bueno, podérsela jugar al Coronelito Pata de Palo!

Cerró el libro con un suspiro el que leía:

--No hay que pensarlo. Posiblemente a usted y a mí nos fusilan esta
tarde.

Denegó con ardiente convicción Don Roque:

--A usted, no sé... Pero yo estoy seguro de ver el triunfo de la
Revolución. Acaso más tarde me cueste la vida. Acaso. Se cumple siempre
el Destino.

--Indudablemente. ¿Pero usted conoce su Destino?

--Mi fin no está en Santa Mónica. Tengo encima el medio siglo, aún no
hice nada, he sido un soñador y forzosamente debo regenerarme actuando
en la vida del pueblo, y moriré después de haberle regenerado.

Hablaba con esa luz fervorosa de los agonizantes, confortados por la fe
de una vida futura, cuando reciben la Eucaristía. Su cabeza tostada de
santo campesino erguíase sobre la almohada como en una resurrección,
y todo el bulto de su figura exprimíase bajo el sabanil como bajo un
sudario. El otro prisionero le miró con amistosa expresión de burla y
duda:

--¡Quisiera tener su fe, Don Roque! Pero me temo que nos fusilen juntos
en Foso-Palmitos.

--Mi destino es otro. Y usted déjese de cavilaciones lúgubres y siga
soñando con evadirse.

--Somos muy opuestos. Usted, pasivamente, espera que una fuerza
desconocida le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en
ello sin echar de la imaginación el presentimiento de mi fin próximo. A
lo más hondo esta idea me trabaja, y solamente, por no capitular, sigo
el acecho de una ocasión que no espero.

--El Destino se vence si para combatirle sabemos reunir nuestras
fuerzas espirituales. En nosotros existen fuerzas latentes,
potencialidades que desconocemos. Para el estado de conciencia en que
usted se halla, yo le recomendaría otra lectura más espiritual que esas
Evasiones Célebres. Voy a procurarle El Sendero Teosófico: Le abrirá
horizontes desconocidos.

--Recién le platicaba que somos muy opuestos. Las complejidades de sus
autores me dejan frío. Será que no tengo espíritu religioso. Eso debe
ser. Para mí todo acaba en Foso-Palmitos.

--Pues reconociéndose tan carente de espíritu religioso, usted será
siempre un revolucionario muy mediocre. Hay que considerar la vida como
una simiente sagrada que se nos da para que la hagamos fructificar en
beneficio de todos los hombres. El revolucionario es un vidente.

--Hasta ahí llego.

--¿Y de quién recibimos esta existencia que tiene un sentido
determinado? ¿Quién la sella con esa obligación? ¿Podemos impunemente
traicionarla? ¿Concibe usted que no haya una sanción?

--¿Después de la muerte?

--Después de la muerte.

--Esas preguntas, yo me abstengo de resolverlas.

--Acaso porque no se las formula con bastante ahínco.

--Acaso.

--¿Y el enigma, tampoco le anonada?

--Procuro olvidarlo.

--¿Y puede?

--He podido.

--¿Y al presente?

--La cárcel siempre es contagiosa... Y si continúa usted platicándome
como lo hace, acabará por hacerme rezar un Credo.

--Si le enoja dejaré el tema.

--Don Roque, sus enseñanzas no pueden serme sino muy gratas. Pero entre
flores tan doctas me ha puesto usted un rejón que aún me escuece. ¿Por
qué juzga que mi actuación revolucionaria será siempre mediocre? ¿Qué
relaciones establece usted entre la conciencia religiosa y los ideales
políticos?

--¡Mi viejo, son la misma cosa!

--¿La misma cosa? Podrá ser. Yo no lo veo.

--Hágase usted más meditativo y comprenderá muchas verdades que solo
así le serán reveladas.

--Cada persona es un mundo, y nosotros dos somos muy diversos. Don
Roque, usted vuela muy remontado, y yo camino por los suelos, pero
el calificativo que me ha puesto de mediocre revolucionario es una
ofuscación que usted padece. La religión es ajena a nuestras luchas
políticas.

--A ninguno de nuestros actos puede ser ajena la intuición de
eternidad. Solamente los hombres que alumbran todos sus pasos con esa
antorcha logran el culto de la Historia. La intuición de eternidad
trascendida es la conciencia religiosa: Y en nuestro ideario, la piedra
angular, la redención del indio, es un sentimiento fundamentalmente
cristiano.

--Libertad, Igualdad, Fraternidad, me parece que fueron los tópicos
de la Revolución Francesa. Don Roque, somos muy buenos amigos, pero
sin poder entendernos. ¿No predicó el ateísmo la Revolución Francesa?
Marat, Danton, Robespierre...

--Espíritus profundamente religiosos, aun cuando lo ignorasen algunas
veces.

--¡Santa ignorancia! Don Roque, concédame usted esa categoría para
sacarme el rejón que me ha puesto.

--No me guarde rencor, se la concedo.

Se dieron la mano, y par a par en las hamacas, quedaron un buen espacio
silenciosos. En el fondo de la cuadra, entre un grupo de prisioneros,
seguía perorando el Doctor Sánchez Ocaña. El gárrulo fluir de tropos
y metáforas resaltaba su frío amaneramiento en el ambiente pesado de
sudor, aguardiente y tabaco del calabozo número tres.


III

Don Roque Cepeda convocaba en torno de su hamaca un grupo atento a
las lecciones de ilusionada esperanza que vertía con apagado murmullo
y clara sonrisa seráfica. Don Roque era profundamente religioso, con
una religión forjada de intuiciones místicas y máximas indostánicas:
Vivía en un pasmo ardiente, y su peregrinación por los caminos del
mundo se le aparecía colmada de obligaciones arcanas, ineludibles como
las órbitas estelares: Adepto de las doctrinas teosóficas, buscaba
en la íntima hondura de su conciencia un enlace con la conciencia
del Universo: La responsabilidad eterna de las acciones humanas le
asombraba con el vasto soplo de un aliento divino. Para Don Roque los
hombres eran ángeles desterrados: Reos de un crimen celeste indultaban
su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del
mundo. Las humanas vidas con todos sus pasos, con todas sus horas,
promovían resonancias eternas que sellaba la muerte con un círculo de
infinitas responsabilidades. Las almas, al despojarse de la envoltura
terrenal, actuaban su pasado mundano en límpida y hermética visión de
conciencias puras. Y este círculo de eterna contemplación --gozoso o
doloroso--era el fin inmóvil de los destinos humanos, y la redención
del ángel en destierro. La peregrinación por el limo de las formas,
sellaba un número sagrado. Cada vida, la más humilde, era creadora de
un mundo, y al pasar bajo el arco de la muerte, la conciencia cíclica
de esta creación se posesionaba del alma, y el alma, prisionera en
su centro, devenía contemplativa y extática. Don Roque era varón de
muy varias y desconcertantes lecturas, que por el sendero teosófico
lindaban con la cábala, el ocultismo y la filosofía alejandrina. Andaba
sobre los cincuenta años. Las cejas, muy negras, ponían un trazo de
austera energía bajo la frente ancha, pulida calva de santo románico.
El cuerpo mostraba la firme estructura del esqueleto, la fortaleza
dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía
una luz de sendero matinal y sagrado.



LIBRO TERCERO

CARCELERAS


I

Bajo la luz de una reja, hacían corro jugando a los naipes hasta ocho o
diez prisioneros. Chucho el Roto tiraba la carta: Era un bigardo famoso
por muchos robos cuatreros, plagios de ricos hacendados, asaltos de
diligencias, crímenes, desacatos, estropicios, majezas, amores y celos
sangrientos. Tiraba despacio: Tenía las manos enjutas, la mejilla con
la cicatriz de un tajo y una mella de tres dientes. En el juego de
albures, hacían rueda presos de muy distinta condición: Apuntaban en
el mismo naipe charros y doctores, guerrilleros y rondines. Nachito
Veguillas estaba presente: Aún no jugaba, pero ponía el ojo en la
pinta y con una mano en el bolso se tanteaba la plata. Vino una sota y
comentó, arrobándose:

--¡No falla ninguna!

Volviose y tributó una sonrisa al caviloso jugador vecino, que
permaneció indiferente: Era un espectro vestido con fláccido saco de
dril que le colgaba como de una escarpia. Nachito recaló su atención
a la baraja: Con súbito impulso sacó la mano con un puñado de soles, y
los echó sobre la pulgona frazada que en las cárceles hace las veces
del tapete verde:

--Van diez soles en el pendejo monarca.

Advirtió el Roto:

--Ha doblado.

--Mata la pinta.

--¡Va!

El Roto corrió la puerta y vino de patas el rey de bastos. Nachito,
ilusionado con la ganancia cobró y de lleno metiose en los albures.
Por veces se levantaba un borrascón de voces, disputando algún lance.
Nachito tenía siempre el santo de cara, y viéndole ganar el caviloso
espectro hepático le pagó la remota sonrisa dirigiéndole un gesto
fláccido de mala fortuna. Nachito, con una mirada, le entregó su
atribulado corazón:

--En nuestra lamentosa situación, ganar o perder no hace diferencia.
Foso-Palmitos a todos iguala.

El otro denegó con su gesto fláccido y amarillo de vejiga desinflándose:

--Mientras hay vida, la plata es un factor muy importante. ¡Hay que
considerarlo así!

Nachito suspiró:

--¿A un reo de muerte qué consuelo puede darle la plata?

--Cuando menos, este del juego para poder olvidarse... La plata, hasta
el último momento, es un factor indispensable.

--¿Su sentencia también es de muerte, hermano?

--¡Pues y quién sabe!

--¿No se fusila a todos por igual?

--¡Pues y quién sabe!

--Me abre usted un rayo de luz. Voy a meter cincuenta soles en el
entrés.

Nachito ganó la puesta, y el otro arrugó la cara con su gesto fláccido:

--¿Y le sopla siempre la misma racha?

--No me quejo.

--¿Quiere que hagamos una fragata de cinco soles? Usted la gobierna
como le plazca.

--Cinco golpes.

--Como le plazca.

--Vamos en la sota.

--¿Le gusta esa carta?

--Es el juego.

--Quebrará.

--Pues en ella vamos.

El Roto tiraba lentamente, y corrida la pinta para que todos la viesen,
quedábase un momento con la mano en alto. Vino la sota. Nachito cobró,
y repartida en las dos manos la columna de soles, cuchicheó con el
amarillo compadre:

--¿Qué le decía?

--¡Parece que las ve!

--Ahora nos toca en el siete.

--¿Pues qué juego lleva?

--Gusto y contragusto. Antes jugué la que me gustaba y ahora
corresponde el siete, que no me incita ni me dice nada.

--Gusto y contra gusto llama usted a ese juego. ¡Lo desconocía!

--Mero, mero, acabo de descubrirlo.

--Ahora perdemos.

--Mire el siete en puerta.

--¡En los días de mi vida he visto suerte tan continuada!

--Vamos al tercer golpe en el caballo.

--¿Le gusta?

--Le estoy agradecido. ¡Ya hemos ganado!

--Debemos repartir.

--Vamos a darle los cinco golpes.

--Perdemos.

--O ganamos. La carta del gusto es el cinco, nos corresponde la del
contragusto.

--¡Juego chocante! Reserve la mitad, amigo.

--No reservo nada. Ochenta soles lleva el tres.

--No sale.

--Alguna vez debe quebrar.

--Retírese.

Chucho el Roto, con un ojo en el naipe, medía la diferencia entre las
dos cartas del albur. Silbó despectivo:

--Psss... Van igualadas.

Posando la baraja sobre la manta, se enjugó la frente con un vistoso
pañuelo de seda. Percibiendo a los jugadores atentos, comenzó a tirar
con una mueca de sorna y la cara torcida bajo la cicatriz. Vino el tres
que jugaba Nachito. Palpitó a su lado el espectro:

--¡Hemos ganado!

Reclamó Nachito batiendo con los nudillos en la manta:

--Ciento sesenta soles.

Chucho el Roto, al pagarle le clavó los ojos, con mofa procaz:

--Otro menos pendejo, con esa suerte, había desbancado. ¡Ni que un
ángel se las soplase a la oreja!

Nachito, con gesto de bonachón asentimiento, apilaba el dinero y hacía
sus gracias.

--¡Cua! ¡Cua!

Y murmuraba desabrido un titulado Capitán Viguri:

--¡Siempre la Virgen se le aparece a los pastores!

Y Nachito, al mismo tiempo tenía en la oreja el soplo del hepático
espectro:

--Debemos repartir.

Denegó Nachito con un frunce triste en la boca:

--Después del quinto golpe.

--Es una imprudencia.

--Si perdemos, por otro lado nos vendrá la compensación. ¿Quién sabe?
¡Hasta pudieran no fusilarnos! Si ganamos es que tenemos la contraria
en Foso-Palmitos.

--Déjese, amigo, de macanas y no tiente la suerte.

--Vamos con la sota.

--Es una carta fregada.

--Pues moriremos en ella. Amigo tallador, ciento sesenta soles en la
sota.

Respondió el Roto:

--¡Van!

Se almibaró Nachito:

--Muchas gracias.

Y repuso el tahúr, con su mueca leperona:

--¡Son las que me cuelgan!

Volvió la baraja, y apareció la sota en puerta, con lo cual moviose un
murmullo entre los jugadores. Nachito estaba pálido y le temblaban las
manos:

--Hubiera querido perder esta carta. ¡Ay, amigo, nos tiran la contraria
en Foso-Palmitos!

Alentó el espectro con expresión mortecina:

--Por ahora vamos cobrando.

--Son ciento veintisiete soles por barba.

--¡La puerta nos ha chingado!

--Más debió chingarnos. En una situación tan lamentosa, es de muy mal
augurio ganar en el juego.

--Pues déjele la plata al Roto.

--No es precisamente la contraria.

--¿Va usted a seguir jugando?

--Hasta perder. Solo así podre tranquilizar mi ánimo.

--Pues yo voy a tomar el aire. Muchas gracias por su ayuda y
reconózcame como un servidor: Bernardino Arias.

Se alejó. Nachito, con las manos trémulas, apilaba la plata. Le llenaba
de terror angustioso el absurdo de aquel providencialismo maléfico,
que dándole tan obstinada ventura en el juego, le tenía decretada la
muerte. Sentíase bajo el poder de fuerzas invisibles, las advertía en
torno suyo, hostiles y burlonas. Cogió un puñado de dinero y lo puso
a la primera carta que salió. Deseaba ganar y perder. Cerró los ojos
para abrirlos en el mismo instante. Chucho el Roto volvía la baraja,
enseñaba la puerta, corría la pinta. Nachito se afligió. Ganaba otra
vez. Se disculpó con una sonrisa, sintiendo la mirada aviesa del
bandolero tahúr:

--¡Posiblemente esta tarde voy a ser ultimado!


II

Al otro rumbo del calabozo, algunos prisioneros escuchaban el
relato fluido de eses y eles, que hacía un soldado tuerto: Hablaba
monótonamente, sentado sobre los calcañares, y contaba la derrota de
las tropas revolucionarias en Curopaitito. Echados sobre el suelo,
atendían hasta cinco presos:

--Pues de aquella, yo aún andaba incorporado a la partida de Doroteo
Rojas. Un servicio perro, sin soltar el fusil, siempre mojados. Y el
día más negro fue el siete de julio: Íbamos atravesando un pantano,
cuando empezó la balasera de los federales: No los habíamos visto
porque tiraban al resguardo de los huisaches que hay a una mano y otra,
y no más salimos de aquel pantano por la Gracia Bendita. Dende que
salimos, les contestamos con fuego muy duro, y nos tiroteamos un chico
rato, y otra vez, jala y jala y jala, por aquellos llanos que no se les
miraba fin... Y un solazo que hacía arder las arenas, y ahí vamos jala
y jala y jala y jala. Escapábamos a paso de coyote, embarrándonos en
la tierra, y los federales se nos venían detrás. Y no más zumbaban las
balas. Y nosotros jala y jala y jala.

La voz del indio, fluida de eses y eles, se inmovilizaba sobre una
sola nota. El Doctor Atle, famoso orador de la secta revolucionaria
encarcelado desde hacía muchos meses, un hombre joven, la frente
pálida, la cabellera romántica, incorporado en su hamaca, guardaba
extraordinaria atención al relato. De tiempo en tiempo, escribía alguna
cosa en un cuaderno, y tornaba a escuchar. El indio se adormecía en su
monótono sonsonete:

--Y jala y jala y jala. Todo el día caminamos al trote, hasta que
al meterse el sol divisamos un ranchito quemado, y corrimos para
agazaparnos. Pero no pudo ser. También nos echaron, y fuimos más
adelante y nos agarramos al hocico de una noria. Y ahí está otra vez
la balasera, pero fuerte y tupida como granizo. Y aquí caía una bala y
allá caía otra, y empezó a hervir la tierra. Los federales tenían ganas
de acabarnos, y nos baleaban muy fuerte, y al poco rato no más se oía
el esquitero, y el esquitero y el esquitero, como cuando mi vieja me
tostaba el maíz. El compañero que estaba junto a mí, no más se hacía
para un lado y para otro: Motivado que le dije: No las atorees, manís,
porque es peor. Hasta que le dieron un diablazo en la maceta, y allí
se quedó mirando a las estrellas. Y fuimos al amanecer al pie de una
sierra, donde no había ni agua ni maíz, ni cosa ninguna que comer.

Calló el indio. Los presos que formaban el grupo seguían fumando sin
hacer ningún comentario al relato, parecía que no hubiesen escuchado.
El Doctor Atle repasaba el cuaderno de sus notas, y con el lápiz sobre
el labio interrogó al soldado:

--¿Cómo te llamas?

--Indalecio.

--¿El apellido?

--Santana.

--¿De qué parte eres?

--Nací en la Hacienda de Chamulpo. Allí nací, pero todavía chamaco, me
trasladaron con una reata de peones a los Llanos de Zamalpoa. Cuando
estalló la bola revolucionaria, desertamos todos los peones de las
minas de un judas gachupín, y nos fuimos con Doroteo.

El Doctor Atle, aún trazó algunas líneas en su cuaderno, y luego
recostose en la hamaca con los ojos cerrados y el lápiz sobre la boca,
que sellaba un gesto amargo.


III

Conforme adelantaba el día, los rayos del sol, metiéndose por las altas
rejas, sesgaban y triangulaban la cuadra del calabozo. En aquellas
horas, el vaho de tabaco y catinga era de una crasitud pegajosa. Los
más de los presos adormecían en sus hamacas, y al rebullirse alzaban
una nube de moscas, que volvía a posarse apenas el bulto quedaba
inerte. En corros silenciosos otros prisioneros se repartían por los
rumbos del calabozo, buscando los triángulos sin sol. Eran raras las
pláticas, tenues, con un matiz de conformidad para las adversidades de
la fortuna: Las almas presentían el fin de su peregrinación mundana, y
este torturado pensamiento de todas las horas revestíalas de estoica
serenidad. Las raras pláticas tenían un dejo de olvidada sonrisa, luz
humorística de candiles que se apagan faltos de aceite. El pensamiento
de la muerte había puesto en aquellos ojos, vueltos al mundo sobre el
recuerdo de sus vidas pasadas, una visión indulgente y melancólica. La
igualdad en el destino determinaba un igual acento en la diversidad de
rostros y expresiones. Sentíanse alejados en una orilla remota, y la
luz triangulada del calabozo realzaba en un módulo moderno y cubista la
actitud macilenta de las figuras.



SEXTA PARTE

ALFAJORES Y VENENOS



LIBRO PRIMERO

LECCIÓN DE LOYOLA


I

El indio triste que divierte sus penas corriendo gallos, susurra por
bochinches y conventillos justicias, crueldades, poderes mágicos de
Niño Santos. El Dragón del Señor San Miguelito le descubría el misterio
de las conjuras, le adoctrinaba. ¡Eran compadres! ¡Tenían pacto!
¡Generalito Banderas se proclamaba inmune para las balas por una firma
de Satanás! Ante aquel poder tenebroso, invisible y en vela, la plebe
cobriza revivía un terror teológico, una fatalidad religiosa poblada de
espantos.


II

En San Martín de los Mostenses era el relevo de guardias, y el fámulo
barbero enjabonaba la cara del Tirano. El Mayor del Valle, cuadrado
militarmente, inmovilizábase en la puerta de la recámara. El Tirano,
vuelto de espaldas, había oído el parte sin sorpresa, aparentando
hallarse noticioso:

--Nuestro Licenciadito Veguillas es un alma cándida. ¡Está bueno el
fregado! Mayor del Valle, merece usted una condecoración.

Era de mal agüero aquella sorna insidiosa. El Mayor presentía el
enconado rumiar de la boca: Instintivamente cambió una mirada con
los ayudantes, retirados en el fondo, dos lagartijos con brillantes
uniformes, cordones y plumeros. La estancia era una celda grande y
fresca, solada de un rojo polvoriento, con nidos de palomas en la
viguería. Tirano Banderas se volvió con la máscara enjabonada. El
Mayor permanecía en la puerta, cuadrado, con la mano en la sien: Había
querido animarse con cuatro copas para rendir el parte, y sentía
una irrealidad angustiosa: Las figuras, cargadas de enajenamiento,
indecisas, tenían una sensación embotada de irrealidad soñolienta. El
Tirano le miró en silencio, remejiendo la boca: Luego, con un gesto,
indicó al fámulo que continuase haciéndole la rasura. Don Cruz, el
fámulo, era un negro de alambre, amacacado y vejete, con el crespo
vellón griseante: Nacido en la esclavitud, tenía la mirada húmeda y
deprimida de los perros castigados. Con quiebros tilingos se movía en
torno del Tirano:

--¿Cómo están las navajas, mi jefecito?

--Para hacerle la barba a un muerto.

--¡Pues son las inglesas!

--Don Cruz, eso quiere decir que no están cumplidamente vaciadas.

--Mi jefecito, el solazo de estas campañas le ha puesto la piel muy
delicada.

El Mayor se inmovilizaba en el saludo militar. Niño Santos, mirando de
refilón el espejillo que tenía delante, veía proyectarse la puerta y
una parte de la estancia con perspectiva desconcertada:

--Me aflige que se haya puesto fuera de ley el Coronel de la Gándara.
¡Siento de veras la pérdida del amigo, pues se arruina por su genio
atropellado! Me hubiera sido grato indultarle y la ha fregado nuestro
Licenciadito. Es un sentimental, que no puede ver lástimas, merecedor
de otra condecoración, una cruz pensionada. Mayor del Valle, pase
usted orden de comparecencia para interrogar a esa alma cándida. ¿Y el
chamaco estudiante por qué motivación ha sido preso?

El Mayor del Valle, cuadrado en el umbral, procuró esclarecerlo:

--Presenta malos informes, y le complica la ventana abierta.

La voz tenía una modulación maquinal, desviada del instante, una tónica
opaca. Tirano Banderas remejía la boca:

--Muy buena observación, visto que usted más tarde había de arrugarse
frente al tejado. ¿De que familia es el chamaco?

--Hijo del difunto Doctor Rosales.

--¿Y está suficientemente dilucidada su simpatía con el utopismo
revolucionario? Convendría pedir un informe al Negociado de Policía.
Cumplimente usted esa diligencia, Mayor del Valle. Teniente Morcillo,
usted encárguese de tramitar las órdenes oportunas para la pronta
captura del Coronel Domiciano de la Gándara. El Comandante de la Plaza
que disponga la urgente salida de fuerzas con el objetivo de batir toda
la zona. Hay que operar diligente. Al Coronelito, si hoy no lo cazamos,
mañana lo tenemos en el campo insurrecto. Teniente Valdivia, entérese
si hay mucha caravana para audiencia.

Terminada la rasura de la barba, el fámulo tilingo le ayudaba a
revestirse el levitón de clérigo. Los ayudantes, con ritmo de autómatas
alemanes, habían girado, marcando la media vuelta, y salían por lados
opuestos, recogiéndose los sables, sonoras las espuelas:

--¡Chac! ¡Chac!

El Tirano, con el sol en la calavera, fisgaba por los vidrios de la
ventana. Sonaban las cornetas, y en la campa barcina, ante la puerta
del convento, una escolta de dragones revolvía los caballos en torno
del arqueológico landó, con atalaje de mulas, que usaba para las
visitas de ceremonia Niño Santos.


III

Con su paso menudo de rata fisgona, asolapándose el levitón de clérigo,
salió al locutorio de audiencias Tirano Banderas:

--¡Salutem plurimam!

Doña Rosita Pintado, caído el rebozo, con dramática escuela, se arrojó
a las plantas del Tirano:

--¡Generalito, no es justicia lo que se hace con mi chamaco!

Avinagró el gesto la momia indiana:

--Alce Doña Rosita, no es un tablado de comedia la audiencia del Primer
Magistrado de la Nación. Exponga su pleito con comedimiento. ¿Qué le
sucede al hijo del lamentado Doctor Rosales? ¡Aquel conspicuo patricio
hoy nos sería un auxiliar muy valioso para el sostenimiento del orden!
¡Doña Rosita, exponga su pleito!

--¡Generalito, esta mañana se me llevaron preso al chamaco!

--Doña Rosita, explíqueme las circunstancias de ese arresto.

--El Mayor del Valle venía sobre los pasos de un fugado.

--¿Usted le había dado acogimiento?

--¡Ni lo menos! Por lo que entendí, era su compadre Domiciano.

--¡Mi compadre Domiciano! ¿Doña Rosita, no querrá decir el Coronel
Domiciano de la Gándara?

--¡Me tiraniza pidiéndome tan justa gramática!

--El Primer Magistrado de un pueblo no tiene compadres, Doña Rosita. ¿Y
cómo en horas tan intempestivas la visita del Coronel de la Gándara?

--¡Un centellón, no más, mi Generalito! Entró de la calle y salió por
la ventana sin explicarse.

--¿Y a qué obedece haber elegido la casa de usted, Doña Rosita?

--Mi Generalito, ¿y a qué obedece el sino que rige la vida?

--Acorde con esa doctrina, espere el sino del chamaco, que nada podrá
sucederle fuera de esa ley natural. Mi Señora Doña Rosita, me deja muy
obligado. Me ha sido de una especial complacencia volver a verla y
memorizar tiempos antiguos, cuando la festejaba el lamentado Laurencio
Rosales. ¡Veo siempre en usted aquella cabalgadora del Ranchito de
Talapachi! Váyase muy consolada, que contra el sino de cada cual no
hay poder suficiente para modificarlo, en lo limitado de nuestras
voluntades.

--¡Generalito, no me hablés encubierto!

--Fíjese no más: El Coronel de la Gándara, hurtándose a la ley por una
ventana, tramita todas las incidencias de este pleito, y en modo alguno
podemos ya sustraernos a la actuación que nos deja pendiente. Mi Señora
Doña Rosita, convengamos que nuestra condición en el mundo es la de
niños rebeldes que caminasen con las manos atadas bajo el rebencazo
de los acontecimientos. ¿Por qué eligió la casa de usted el Coronel
Domiciano de la Gándara? Doña Rosita, excúseme que no pueda dilatar la
audiencia, pero lleve mis seguridades de que se proveerá en justicia.
¡Y en últimas resultas, siempre será el sino de las criaturas quien
sentencie el pleito! ¡Nos vemos!

Se apartó hecho un rígido espeto, y con austera seña de la mano llamó
al ayudante cuadrado en la puerta:

--Se dan por finalizadas las audiencias. Vamos a Santa Mónica.


IV

La llama del sol encendía con destellos el arduo tenderete de azoteas,
encastillado sobre la curva del Puerto. El vasto mar ecuatorial,
caliginoso de tormentas y calmas, se inmovilizaba en llanuras de luz,
desde los muelles al confín remoto. Los muros de reductos y hornabaques
destacaban su ruda geometría castrense, como buldogs trascendidos a
expresión matemática. Una charanga, brillante y ramplona, divertía
al vulgo municipal en el kiosco de la Plaza de Armas. En la muda
desolación del cielo, abismado en el martirio de la luz, era como una
injuria la metálica estridencia. La pelazón de indios ensabanados,
arrendándose a las aceras y porches, o encumbrada por escalerillas de
iglesias y conventos, saludaba con una genuflexión el paso del Tirano.
Tuvo un gesto humorístico la momia enlevitada:

--¡Chac! ¡Chac! ¡Tan humildes en la apariencia, y son ingobernables!
No está mal el razonamiento de los científicos, cuando nos dicen
que la originaria organización comunal del indígena se ha visto
fregada por el individualismo español, raíz de nuestro caudillaje.
El caudillaje criollo, la indiferencia del indígena, la crápula del
mestizo y la teocracia colonial son los tópicos con que nos denigran el
industrialismo yanqui y las monas de la diplomacia europea. Su negocio
está en hacerle la capa a los bucaneros de la revolución, para arruinar
nuestros valores y alzarse concesionarios de minas, ferrocarriles y
aduanas... ¡Vamos a pelearles el gallo sacando de la prisión con todos
los honores al futuro Presidente de la República!

El Generalito rasgaba la boca con falsos teclados. Asentían con militar
tiesura los ayudantes. La escolta dragona, imperativa de brillos y
sones marciales, rodeaba el landó. Apartábanse las plebes al temor de
ser atropelladas, y repentinos espacios desiertos silenciaban la calle.
En el borde de la acera, el indio de sabanil y chupalla, greñudo y
genuflexo, saludaba con religiosas cruces. Se entusiasmaban con vítores
y palmas los billaristas asomados a la balconada del Casino Español.
La momia enlevitada respondía con cuáquera dignidad, alzándose la
chistera, y con el saludo militar los ayudantes.


V

El Fuerte de Santa Mónica descollaba el dramón de su arquitectura en el
luminoso ribazo marino. Formaba el retén en la poterna. El Tirano no
movió una sola arruga de su máscara indiana para responder al saludo
del Coronel Irineo Castañón --Pata de Palo--. Inmovilizábase en un
gesto de duras aristas, como los ídolos tallados en obsidiana:

--¿Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?

--El número 3.

--¿Han sido tratados con toda la consideración que merecen tan ilustre
patricio y sus compañeros? El antagonismo político dentro de la
vigencia legal, merece todos los respetos del Poder Público. El rigor
de las leyes ha de ser aplicado a los insurgentes en armas. Aténgase a
estas instrucciones en lo sucesivo, vamos a vernos con el candidato de
las oposiciones para la Presidencia de la República. Coronel Castañón,
rompa marcha.

El Coronel giró con la mano en la visera, y su remo de palo, con tieso
destaque, trazó la media vuelta en el aire: Puesto en marcha, al
tilingo de las llaves en pretina advirtió con marciales escandidos:

--Don Trinidad, vos nos precedés.

Corrió Don Trino con morisquetas quebradas por los juanetes. Rechinaron
cerrojos y gonces. Abierta la ferrona cancela, renovó el trote con
sones y compases del pretino llavero: Bailarín de alambre, relamía
gambetas sobre el lujo chafado de los charoles. El Coronel Irineo
Castañón, al frente de la comitiva, marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por
bovedizos y galerías, apostillaba un eco el ritmo cojitranco de la pata
de palo: ¡Tac! ¡Tac! El Tirano, raposo y clerical, arrugaba la boca
entre sus ayudantes lagartijeros. Echó los bofes el Coronel Alcaide:

--¡Calabozo número 3!

Tirano Banderas, en el umbral, saludó, quitándose el sombrero, tendidos
los ojos para descubrir a Don Roque. Todo aquel mundo carcelario
estaba vuelto a la puerta, inmovilizado en muda zozobra. El Tirano
acostumbrada la vista a la media luz del calabozo, penetró por la
doble hilera de hamacas. Extremando su rancia ceremonia, señalaba un
deferente saludo al corro centrado por Don Roque Cepeda:

--Mi Señor Don Roque, recién me entero de su detención en el
fuerte. ¡Lo he deplorado! Hágame el honor de considerarme ajeno a
esa molestia. Santos Banderas guarda todos los miramientos a un
repúblico tan ameritado, y nuestras diferencias ideológicas no son tan
irreductibles como usted parece presuponerlo, mi Señor Don Roque.
En todas las circunstancias usted representa para mí en el campo
político al adversario que, consciente de sus deberes ciudadanos,
acude a los comicios y riñe la batalla sin salirse fuera de la Carta
Constitucional. Notoriamente he procedido con el mayor rigor en las
sumarias instruidas a los aventureros que toman las armas y se colocan
fuera de las leyes. Para esos caudillos que no vacilan en provocar una
intervención extranjera, seré siempre inexorable, pero esta actuación
no excluye mi respeto y hasta mi complacencia para los que me presentan
batalla amparados en el derecho que les confieren las leyes. Don
Roque, en ese terreno deseo verle a usted, y comienzo por decirle que
reconozco plenamente su patriotismo, que me congratula la generosa
intención de su propaganda por tonificar de estímulos ciudadanos a la
raza indígena. Sobre este tópico aún hemos de conversar, pero horita
solo quiero expresarle mis excusas ante el lamentado error policial,
originándose que la ergástula del vicio y de la corrupción se vea
enaltecida por el varón justo de que nos habla el latino Horacio.

Don Roque Cepeda, en la rueda taciturna de sus amigos incrédulos, se
iluminaba con una sonrisa de santo campesino, tenía un suave reflejo en
las bruñidas arrugas:

--Señor General, perdóneme la franqueza. Oyéndole me parece escuchar a
la Serpiente del Génesis.

Era de tan ingenua honradez la expresión de los ojos y el reflejo de la
sonrisa en las arrugas, que excusaban como acentos benévolos la censura
de las cláusulas. Tirano Banderas inmovilizaba las aristas de su verde
mueca:

--Mi Señor Don Roque, no esperaba de su parte esa fineza. De la mía
propositaba ofrecerle una leal amistad y estrechar, su mano, pero visto
que usted no me juzga sincero, me limito a reiterarle mis excusas.

Saludó con la castora y, apostillado por los dos ayudantes, se dirigió
a la puerta.


VI

Entre la doble fila de hamacas saltó, llorón y grotesco, el Licenciado
Veguillas:

--¡Cua! ¡Cua!

La momia remejió la boca:

--¡Macaneador!

--¡Cua! ¡Cua!

--No sea payaso.

--¡Cua! ¡Cua!

--Que no me divierte horita esa bufonada.

--¡Cua! ¡Cua!

--Tendré que apartarle con la punta de la bota.

--¡Cua! ¡Cua!

El Licenciadito, recogida la guayabera en el talle, terco, llorón,
saltaba en cuclillas, inflada la máscara, el ojo implorante:

--¡Me sonroja verle! Sus delaciones no se redimen cantando la rana.

--Mi Generalito es un viceversa magnético.

Tirano Banderas, con la punta de la bota, le hizo rodar por delante del
centinela, que, pegado al quicio de la puerta, presentaba el arma:

--Voy a regalarle un gorro de cascabeles.

--¡Mi Generalito, para qué se molesta!

--Se presentará con él a San Pedro. Ándele no más, le subo en mi
carruaje a los Mostenses. No quiero que se vaya al otro mundo
descontento de Santos Banderas. Me conversará durante el día, ya
que tan pronto dejaremos de comunicarnos. Posiblemente le alcanza
una sentencia de pena capital. ¿Licenciadito, por qué me ha sido
tan pendejo? ¿Quién le inspiró la divulgación de las resoluciones
presidenciales? ¿A qué móviles ha obedecido tan vituperable conducta?
¿Qué cómplices tiene? Hónreme montando en mi carruaje y tome luneta
a mi diestra. Todavía no ha recaído sentencia sobre su conducta y no
quiero prejuzgar su delincuencia.



LIBRO SEGUNDO

FLAQUEZAS HUMANAS


I

Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Ministro
plenipotenciario de Su Majestad Católica en Santa Fe de Tierra Firme,
Barón de Benicarlés y Caballero Maestrante, condecorado con más
lilailos que borrico cañí, era a las doce del día en la cama, con
gorra de encajes y camisón de seda rosa. Merlín, el gozque faldero, le
lamía el colorete y adobaba el mascarón esparciéndole el afeite con la
espátula linguaria. Tenía en el hocico el faldero arrumacos, melindres
y mimos de maricuela.


II

Sin anuncio del ayuda de cámara, entró, gambetero, Currito Mi-Alma. El
niño andaluz se detuvo en la puerta, marcó un redoble de las uñas en el
alón del cordobés, y con un papirote se lo puso terciado. En el mismo
compás levantaba el veguero al modo de caña sanluqueña, entonado,
ceceante, con el mejor estilo de la cátedra sevillana:

--¡Gachó! ¿Te has pintado para la Semana de Pasión? Merlín te ha puesto
la propia jeta de un disciplinante.

Su Excelencia se volvió, dando la espalda al niño marchoso:

--¡Eres incorregible! Ayer, todo el día, sin dejarte ver el pelo.

--Formula una reclamación diplomática. Horita salgo del estaribel, que
decimos los clásicos.

--Deja la guasa, Curro. Estoy sumamente irritado.

--La veri, Isabelita.

--¡Eres incorregible! Habrás dado algún escándalo.

--Ojerizas. He dormido en la delega, sobre un petate, y esto no es lo
más malo: La poli se ha hecho cargo de mi administración y de toda la
correspondencia.

El Ministro de España se incorporó en las almohadas y al faldero,
suspendiéndole por las lanas del cuello, espatarró en la alfombra:

--¿Qué dices?

El Curro afligió la cara:

--¡Isabelita, un sinapismo para puesto en el rabo!

--¿Dónde tenías mis cartas?

--En una valija con siete candados mecánicos.

--¡Nos conocemos, Curro! Te vienes con ese infundio idiota para sacarme
dinero.

--¡Que no es combina, Isabelita!

--Curro, tú te pasas de sinvergüenza.

--Isabelita, agradezco el requiebro, pero en esta corrida solo es
empresa el Licenciado López de Salamanca.

--¡Currito, eres un canalla!

--¡Que me coja un toro y me mate!

--¡Esas cartas se queman! ¡Deben quemarse! ¡Es lo correcto!

--Pero siempre se guardan.

--¡Si anda en esto la mano del Presidente! ¡No quiero pensarlo! ¡Es una
situación muy difícil y muy complicada!

--¿Me dirás que es la primera en que te ves?

--¡No me exasperes! En las circunstancias actuales puede costarme la
pérdida de la carrera.

--¡Acude al quite!

--Estoy distanciado del Gobierno.

--Pues te arrimas al morlaco y lo pasas de muleta. ¡Mi alma, que no
sabes tú hacer eso!

El representante de Su Majestad Católica echó los pies fuera de la
cama, agarrándose la cabeza:

--¡Si trasciende a los periódicos se me crea una situación imposible!
¡Cuando menos su silencio me cuesta un riñón y mitad del otro!

--Dale changüí a Tirano Banderas.

El Ministro de España se levantó apretando los puños:

--¡No sé cómo no te araño!

--Una duda muy meritoria.

--¡Currito, eres un canalla! Todo esto son gaterías tuyas para sacarme
dinero, y me estás atormentando.

--Isabelita, ¿ves estas cruces? Te hago juramento por lo más sagrado.

El Barón repitió, temoso:

--¡Eres un canalla!

--Deja esa alicantina. Te lo juro por el escapulario que mi madre,
pobrecita, me puso al salir de la adorada España.

El Curro se había conmovido con un eco sentimental de copla andaluza.
Su Excelencia apuntaba una llama irónica en el azulino horizonte de
sus ojos huevones:

--Bueno, sírveme de azafata.

--¡Sinvergonzona!


III

El Representante de Su Majestad Católica, perfumado y acicalado,
acudió al salón donde hacía espera Don Celes. Un pesimismo sensual
y decadente, con lemas y apostillas literarias, retocaba, como otro
afeite, el perfil sicológico del carcamal diplomático, que en los posos
de su conciencia sublimaba resabios de amor, con laureles clásicos:
Frecuentemente, en el trato social, traslucía sus aberrantes gustos con
el libre cinismo de un elegante en el Lacio: Tenía siempre pronta una
burla de amables epigramas, para los jóvenes colegas incomprensivos,
sin fantasía y sin humanidades: Insinuante, con indiscreta confidencia,
se decía sacerdote de Hebe y de Ganimedes. Bajo esta apariencia de
frívolo cinismo, prosperaban alarde y engaño, porque nunca pudo
sacrificar a Hebe. El Barón de Benicarlés mimaba aquella postiza
afición flirteando entre las damas, con un vacuo cotorreo susurrante
de risas, reticencias e intimidades. Para las madamas era encantador
aquel pesimismo de casaca diplomática, aquellos giros disertantes y
parabólicos de los guantes londinenses, rozados de frases ingeniosas
diluidas en una sonrisa de oros odontálgicos. Aquellas agudezas eran
motivo de gorjeos entre las jamonas otoñales: El Mundo podía ofrecer
un hospedaje más confortable, ya que nos tomamos el trabajo de nacer.
Sería conveniente que hubiese menos tontos, que no doliesen las muelas,
que los banqueros cancelasen sus créditos. La edad de morir debía ser
una para todos, como la quinta militar. Son reformas sin espera, y con
relación a las técnicas actuales, está anticuado el Gran Arquitecto.
Hay industriales yanquis y alemanes que promoverían grandes mejoras en
el orden del mundo si estuviesen en el Consejo de Administración. El
Ministro de Su Majestad Católica tenía fama de espiritual en el corro
de las madamas, que le tentaban en vano poniéndole los ojos tiernos.


IV

--¡Querido Celes!

Al penetrar en el salón, con sonrisa belfona recataba la congoja del
ánimo, estarcido de suspicacias: ¡Don Celes! ¡Las cartas! ¡La mueca del
Tirano! Un circunflejo del pensamiento sellaba la tríada con intuición
momentánea, y el carcamal rememoraba su epistolario amoroso, y la
dolorosa inquietud de otro disgusto lejano, en una Corte de Europa. El
Ilustre Gachupín era en el estrado, con el jipi y los guantes sobre la
repisa de la botarga: Bombón y badulaque, tendida la mano, en el salir
de la penumbra dorada se detuvo fulminado por el ladrido del faldero
que, arisco y mimoso, sacaba el agudo flautín entre las zancas de Su
Excelencia:

--No quiere reconocerme por amigo.

Don Celes, como en un pésame, estrechó largamente la mano del carcamal,
que le animó con gesto de benévola indiferencia:

--¡Querido Celes, trae usted cara de grandes sucesos!

--Estoy, mi querido amigo, verdaderamente atribulado.

El Barón de Benicarlés le interrogó con una mueca de suripanta:

--¿Qué ocurre?

--Querido Mariano, me causa una gran mortificación dar este paso.
Créamelo usted. Pero las críticas circunstancias por que atraviesan las
finanzas del país me obligan a recoger numerario.

El Ministro de Su Majestad Católica, falso y declamatorio, estrechó las
manos del ilustre gachupín:

--Celes, es usted el hombre más bueno del mundo. Estoy viendo lo que
usted sufre al pedirme su plata. Hoy se me ha revelado su gran corazón.
¿Sabe usted las últimas noticias de España?

--¿Pero hubo paquete?

--Me refiero al cable.

--¿Hay cambio político?

--El Posibilismo en Palacio.

--¿De veras? No me sorprende. Eran mis noticias, pero los sucesos han
debido anticiparse.

--Celes, usted será Ministro de Hacienda. Acuérdese usted de este
desterrado y venga un abrazo.

--¡Querido Mariano!

--¡Qué digna coronación de su vida, Celestino!

Falso y confidencial, hizo sentar en el sofá al orondo ricacho, y,
sacando la cadera, cotorrón, tomó asiento a su lado. La botarga del
gachupín se inflaba complacida. Emilio le llamaría por cable. ¡La Madre
Patria! Se sintió con una conciencia difusa de nuevas obligaciones, una
respetabilidad adiposa de personaje. Experimentaba la extraña sensación
de que su sombra creciese desmesuradamente, mientras el cuerpo se
achicaba. Enternecíase. Le sonaban eufónicamente escandidas palabras
--Sacerdocio, Ponencia, Parlamento, Holocausto--. Y adoptaba un lema:
¡Todo por mi Patria! Aquella matrona entrada en carnes, corona, rodela
y estoque, le conmovía como dama de tablas que corta el verso en
la tramoya de candilejas, bambalinas y telones. Don Celes sentíase
revestido de sagradas ínfulas y desplegaba petulante la curva de su
destino con casaca bordada, como el pavo real la fábula de su cola.
Fatuas imágenes y suspicacias de negociante compendiaban sus larvados
arabescos en fugas colmadas de resonancias. El Ilustre Gachupín temía
la mengua de sus lucros, si trocaba la explotación de cholos y morenos
por el servicio de la Madre Patria: Se tocó el pecho y sacó la cartera:

--Querido Mariano, real y verdaderamente, en las circunstancias por
que atraviesa este país, con la incertidumbre y poca fijeza de sus
finanzas, me representa un grave quebranto la radicación en España.
¡Usted me conoce, usted sabe todo lo que me violenta apremiarle,
usted, dándose cuenta de mi buena voluntad, no me creará una situación
embarazosa!...

El Barón de Benicarlés, con apagada sonrisa, tiraba de las orejas a
Merlín:

--¡Carísimo Celestino, pero si está usted haciendo mi rol! Sus
disculpas, todas sus palabras, las hago mías. No es a usted a quien
corresponde hablar así. ¡Carísimo Celestino, no me amenace usted con
la cartera, que me da más miedo que una pistola! Guárdesela para que
sigamos hablando. Tengo en venta una masía en Alicante. ¿Por qué no se
decide usted y me la compra? Sería un espléndido regalo para su amigo
el elocuente tribuno. Decídase usted, que se la doy barata.

Don Celes Galindo entornaba los ojos, abierta una sonrisa de oráculo
entre las patillas de canela.


V

El Ilustre Gachupín extravagaba por los más encumbrados limbos la
voluta del pensamiento: Investido de conciencia histórica, pomposo,
apesadumbrado, discernía como un deshonor rojo y gualda el epistolario
del Ministro de Su Majestad Católica al Currito de Sevilla.
¡Aberraciones! Y subitánea, en un silo de sombra taciturna, atisbó la
mueca de Tirano Banderas. ¡Aberraciones! El verde mohín trituraba las
letras. Y Don Celes, con mentales votos de hijo predilecto, ofrecía
el sonrojo de su calva panzona en holocausto de la Madre Patria. El
impulso de imponerle un parche en las vergüenzas le inundó generoso,
calde, con el pulso entusiasta de la onda sanguínea en los brindis y
aniversarios nacionales. La botarga del ricacho era una boya de ecos
magnánimos. El Barón, de media anqueta en el sofá, cristalizaba los
ambiguos caramelos de una sonrisa protocolaria. Don Celestino le tendió
la mano condolido, piadoso, tal como su lienzo en el Vía-Crucis la
María Verónica:

--Yo he vivido mucho. Cuando se ha vivido mucho, se adquiere cierta
filosofía para considerar las acciones humanas. Usted me comprende,
querido Mariano.

--Todavía no.

El Barón de Benicarlés limitaba el azul horizonte de los ojos huevones,
entornando los párpados. Don Celes cambió toda la cara en un gran gesto
abismado y confidencial:

--Ayer la policía, en mi opinión propasándose, ha efectuado la
detención de un súbdito español, y practicado un registro en sus
petacas... Ya digo, en mi opinión, extralimitándose.

El carcamal diplomático asintió con melindre displicente:

--Acabo de enterarme. Me ha visitado con ese mismo duelo Currito
Mi-Alma.

El Ministro de Su Majestad Católica sonreía, y sobre la crasa rasura,
el colorete, abriéndose en grietas, tenía un sarcasmo de careta
chafada. Se consternó Don Celes:

--Mariano, es asunto muy grave. Precisa que, puestos de acuerdo, lo
silenciemos.

--¡Carísimo Celestino, es usted una virgen inocente! Todo eso carece de
importancia.

En la liviana contracción de su máscara, el colorete seguía abriéndose,
con nuevas roturas. Don Celes acentuaba su gesto confidencial:

--Querido Mariano, mi deber es prevenirle. Esas cartas están en poder
del General Banderas. Acaso violo un secreto político, pero usted,
su amistad, y la Patria... ¡Querido Mariano, no podemos, no debemos
olvidarnos de la Patria! Esas cartas actúan en poder del General
Banderas.

--Me satisface la noticia. El Señor Presidente es bien seguro que sabrá
guardarlas.

El Barón de Benicarlés acogíase en una actitud sibilina de hierofante
en sabias perversidades. Insistía Don Celes, un poco captado por aquel
tono:

--Querido Mariano, ya he dicho que no juzgo de esas cartas, pero mi
deber es prevenirle.

--Y se lo agradezco. Usted, ilustre amigo, se deja arrebatar de la
imaginación. Crea usted que esas cartas no tienen la más pequeña
importancia.

--Me alegraría que así fuese. Pero temo un escándalo, querido Mariano.

--¿Puede ser tanta la incultura de este medio social? Sería
perfectamente ridículo.

Don Celes se avino, marcando con un gesto su avenencia:

--Indudablemente, pero hay que silenciar el escándalo.

El Barón de Benicarlés entornaba los ojos, relamido de desdenes:

--¡Un devaneo! Ese Currito le confieso a usted que me ha tenido
interesado. ¿Usted le conoce? ¡Vale la pena!

Hablaba con tan amable sonrisa, con un matiz británico de tan elegante
indiferencia, que el asombrado gachupín no tuvo ánimos para sacar del
fuelle los grandes gestos. Fallidos todos, murmuró, jugando con los
guantes:

--No, no le conozco. Mariano, mi consejo es que debe usted tener amigo
al General.

--¿Cree usted que no lo sea?

--Creo que debe usted verle.

--Eso, sí, no dejaré de hacerlo.

--Mariano, hágalo usted, se lo ruego, en nombre de la Madre Patria. Por
ella, por la Colonia. Ya usted conoce sus componentes, gente inculta,
sin complicaciones, sin cultura. Si el cable comunica alguna novedad
política...

--Le tendré a usted al corriente, y repito mi enhorabuena. Es usted un
grande hombre plutarquiano. Adiós, querido Celes.

--Vea usted al Presidente.

--Le veré esta tarde.

--Con esa promesa me retiro satisfecho.


VI

Currito Mi-Alma salió rompiendo cortinas y, por decirlo en su verba,
más postinero que un ocho:

--¡Has estado pero que muy buena, Isabelita!

El Barón de Benicarlés le detuvo con áulico aspaviento, la estampa
fondona y gallota, toda conmovida:

--¡Me parece una inconveniencia ese espionaje!

--¡Mírame este ojo!

--Muy seriamente.

--¡No seas panoli!

Los cedros y los mirtos del jardín trascendían remansadas penumbras de
verdes acuarios a los estores del salón, apenas ondulados por la brisa
perfumada de nardos. El jardín de la virreina era una galante geometría
de fuentes y mirtos, estanques y ordenados senderos: Inmóviles
cláusulas de negros espejos pautaban los estanques, entre columnatas
de cipreses. El Ministro de Su Majestad Católica, con un destello de
orgullo en el azul porcelana de las pupilas, volvió la espalda al
rufo, y recluyéndose en el calino mirador colonial, se incrustaba el
monóculo bajo la ceja. Trepaban del jardín verdes de una enredadera, y
era detrás de los cristales toda la sombra verde del jardín. El Barón
de Benicarlés apoyó la frente en la vidriera: Elefantona, atildada,
britanizante, la figura dibujaba un gran gesto preocupado. El Curro y
Merlín, cada cual desde su esquina, le contemplaban sumido en la luz
acuaria del mirador, en la curva rotunda, labrada de olorosas maderas,
con una evocación de lacas orientales y borbónicas, de minué bailado
por visorreyes y Princesas Flor de Almendro. El Curro rompió el encanto
escupiendo, marchoso, por el colmillo:

--Isabelita, prenda, así te despeines, o te subas el moño para menda
lo mismo que la Biblia del Padre Carulla. Isabelita, hay que mover los
pinreles y darse la lengua con Tirano Banderas.

--¡Canalla!

--Isabelita, evitémonos un solfeo.



LIBRO TERCERO

LA NOTA


I

El Excelentísimo Señor Ministro de España había pedido el coche para
las seis y media. El Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado,
decorado, vestido con afeminada elegancia, dejó sobre una consola
el jipi, el junco y los guantes: Haciéndose lugar en el corsé con
un movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos, y entró en la
recámara: Alzose una pernera, con mimo de no arrugarla, y se aplicó
una inyección de morfina. Estirando la zanca con leve cojera, volvió
a la consola y se puso, frente al espejo, el sombrero y los guantes.
Los ojos huevones, la boca fatigada, diseñaban en fluctuantes signos
los toboganes del pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los
guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente, otras imágenes saltaron
en su memoria, con abigarrada palpitación de sueltos toretes en un
redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales, algunas palabras
se encadenaban con vigor epigráfico: “Desecho de tienta. Cría de
Guisando. ¡Graníticos!” Sobre este trampolín, un salto mortal, y el
pensamiento quedaba en una suspensión ingrávida, gaseado: “¡Don Celes!
¡Asno divertido! ¡Magnífico!” El pensamiento, diluyéndose en una vaga
emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas intuiciones plásticas de un
vigoroso grafismo mental, y una lógica absurda de sueño. Don Celes,
con albarda muy gaitera, hacía monadas en la pista de un circo. Era
realmente el orondo gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había hecho
creer que cuando gobernase lo llamaría para Ministro de Hacienda.

El Barón se apartó de la consola, cruzó el estrado y la galería,
dio una orden a su ayuda de cámara, bajó la escalera. Le inundó el
tumulto luminoso del arroyo. El coche llegaba rozando el azoguejo.
El cochero inflaba la cara teniendo los caballos. El lacayo estaba
a la portezuela, inmovilizado en el saludo: Las imágenes tenían un
valor aislado y extático, un relieve lívido y cruel, bajo el celaje
de cirrus, dominado por media luna verde. El Ministro de España,
apoyando el pie en el estribo, diseñaba su pensamiento con claras
palabras mentales: “Si surge una fórmula, no puedo singularizarme,
cubrirme de ridículo por cuatro abarroteros. ¡Absurdo arrostrar el
entredicho del Cuerpo Diplomático! ¡Absurdo!” Rodaba el coche. El
Barón, maquinalmente, se llevó la mano al sombrero. Luego pensó: “Me
han saludado. ¿Quién era?” Con un esguince anguloso y oblicuo vio la
calle tumultuosa de luces y músicas. Banderas españolas decoraban
sobre pulperías y casas de empeño. Con otro esguince le acudió el
recuerdo de una fiesta avinatada y cerril, en el Casino Español.
Luego, por rápidos toboganes de sombra, descendía a un remanso de
la conciencia, donde gustaba la sensación refinada y tediosa de su
aislamiento. En aquella sima, números de una gramática rota y llena de
ángulos, volvían a inscribir los poliedros del pensamiento, volvían las
cláusulas acrobáticas encadenadas por ocultos nexos. “Que me destinen
al Centro de África. Donde no haya Colonia Española... ¡Vaya, Don
Celes! ¡Grotesco personaje!... ¡Qué idea la de Castelar!... Estuve poco
humano. Casi me pesa. Una broma pesada... Pero ese no venía sin los
pagarés. Estuvo bien haberle parado en seco. ¡Un quiebro oportuno!
Y la deuda debe de subir un pico... Es molesto. Es denigrante. Son
irrisorios los sueldos de la Carrera. Irrisorios los viáticos.”


II

El coche, bamboleando, entraba por la Rinconada de Madres. Corrían
gallos. El espectáculo se proyectaba sobre un silencio tenso, cortado
por ráfagas de popular algazara. El Barón alzó el monóculo para mirar
a la plebe, y lo dejó caer. Con una proyección literaria, por un nexo
de contrarios, recordó su vida en las Cortes Europeas. Le acarició
un cefirillo de azahares. Rozaba el coche las tapias de un huerto de
monjas. El cielo tenía una luz verde, como algunos cielos del Veronés:
La luna, como en todas partes, un halo de versos italianos, ingleses y
franceses. Y el carcamal diplomático, sobre la reminiscencia pesimista
y sutil de su nostalgia, triangulaba difusos, confusos plurales
pensamientos. “¡Explicaciones! ¿Para qué? Cabezas de berroqueña.” Por
sucesivas derivaciones, en una teoría de imágenes, y palabras cargadas
de significación, como palabras cabalísticas, intuyó el ensueño de
un viaje por países exóticos. Recaló en su colección de marfiles. El
ídolo panzudo y risueño, que ríe con la panza desnuda, se parece a Don
Celes. Otra vez los poliedros del pensamiento se inscriben en palabras:
“Va a dolerme dejar el país. Me llevo muchos recuerdos. Amistades muy
gentiles. Me ha dado miel y acíbar. La vida, igual en todas partes...
Los hombres valen más que las mujeres. Sucede como en Lisboa. Entre
los jóvenes hay verdaderos Apolos... Es posible que me acompañe ya
siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación
del desnudo!”. El coche rodaba. Portalitos de Jesús, Plaza de Armas,
Monotombo, Rinconada de Madres, tenían una luminosa palpitación de
talabartería, filigranas de plata, ruedas de facones, tableros de
suertes, vidrios en sartales.


III

Frente a la Legación inglesa había un guiñol de mitote y puñales. El
coche llegaba rozando la acera. El cochero inflaba la cara reteniendo
los caballos. El lacayo estaba en la portezuela, inmovilizado en un
saludo. El Barón, al apearse, distinguió vagamente a una mujer con
rebocillo: Abría la negra tenaza de los brazos, acaso le requería.
Se borró la imagen. Acaso la vieja luchaba por llegar al coche. El
Barón, deteniéndose un momento en el estribo, esparcía los ojos sobre
la fiesta de la Rinconada. Entró en la Legación. Un momento creyó
que le llamaban, indudablemente le llamaban. Pero no pudo volver la
cabeza: Dos Ministros, dos oráculos del protocolo, le retenían con
un saludo, levantándose al mismo tiempo los sombreros: Estaban en el
primer peldaño de la escalera, bajo la araña destellante de luces,
ante el espejo que proyectaba las figuras con una geometría oblicua
y disparatada. El Barón de Benicarlés respondía quitándose a su vez
el sombrero, distraído, alejado el pensamiento. La vieja, los brazos
como tenazas bajo el rebocillo, iniciaba su imagen. Pasó también
perdido bajo el recuerdo el eco de su propio nombre, la voz que acaso
le llamaba. Maquinalmente sonrió a las dos figuras, en su espera bajo
la araña fulgurante. Cambiando cortesías y frases amables, subió la
escalera entre los Ministros de Chile y del Brasil. Murmuró engordando
las erres con una fuga de nasales amables y protocolarias:

--Creo que nosotros estamos los primeros.

Se miró los pies con la vaga inquietud de llevar recogida una pierna
del pantalón. Sentía la picadura de la morfina. Se le aflojaba una
liga. ¡Catastrófico! ¡Y el Ministro del Brasil se había puesto los
guantes amarillos de Don Celes!


IV

El Decano del Cuerpo Diplomático --Sir Jonnes H. Scott, Ministro de la
Graciosa Majestad Británica-- exprimía sus escrúpulos puritanos en un
francés lacio, orquestado de haches aspiradas. Era pequeño y tripudo,
con un vientre jovial y una gran calva de patriarca: Tenía el rostro
encendido de bermejo cándido, y una punta de maliciosa suspicacia en el
azul de los ojos, aún matinales de juegos e infancias:

--Inglaterra ha manifestado en diferentes actuaciones el disgusto con
que mira el incumplimiento de las más elementales Leyes de Guerra.
Inglaterra no puede asistir indiferente al fusilamiento de prisioneros,
hecho con violación de todas las normas y conciertos entre pueblos
civilizados.

La Diplomacia Latino-Americana concertaba un aprobatorio murmullo,
amueblando el silencio cada vez que humedecía los labios en el refresco
de brandy-soda el Honorable Sir Jonnes H. Scott. El Ministro de
España, distraído en un flirt sentimental, paraba los ojos sobre el
Ministro del Ecuador, Doctor Aníbal Roncali --un criollo muy cargado de
electricidad, rizos prietos, ojos ardientes, figura gentil, con cierta
emoción fina y endrina de sombra chinesca--. El Ministro de Alemania,
Von Estrug, cambiaba en voz baja alguna interminable palabra tudesca
con el Conde Chrispi, Ministro de Austria. El Representante de Francia
engallaba la cabeza, con falsa atención, media cara en el reflejo del
monóculo. Se enjugaba los labios y proseguía el Honorable Sir Jonnes:

--Un sentimiento cristiano de solidaridad humana nos ofrece a todos
el mismo cáliz para comulgar en una acción conjunta y recabar el
cumplimiento de la legislación internacional al respecto de las vidas y
canje de prisioneros. El Gobierno de la República, sin duda, no desoirá
las indicaciones del Cuerpo Diplomático. El Representante de Inglaterra
tiene trazada su norma de conducta, pero tiene al mismo tiempo un
particular interés en oír la opinión del Cuerpo Diplomático: Señores
Ministros, este es el objeto de la reunión. Les presento mis mejores
excusas, pero he creído un deber convocarles, como decano.

La Diplomacia Latino-Americana prolongaba su blando rumor de eses
laudatorias, felicitando al Representante de Su Graciosa Majestad
Británica. El Ministro del Brasil, figura redonda, azabachada,
expresión asiática de mandarín o de bonzo, tomó la palabra, acordando
sus sentimientos a los del Honorable Sir Jonnes H. Scott. Accionaba
levantando los guantes en ovillejo. El Barón de Benicarlés sentía una
profunda contrariedad: El revuelo de los guantes amarillos le estorbaba
el flirteo: Dejó su asiento, y con una sonrisa mundana, se acercó al
Ministro Ecuatoriano:

--El colega brasileño se ha venido con unas terribles lubas de canario.

Explicó el Primer Secretario de la Legación Francesa, que actuaba de
Ministro:

--Son crema. El último grito en la Corte de Saint James.

El Barón de Benicarlés evocó con cierta irónica admiración el recuerdo
de Don Celes. El Ministro del Ecuador, que se había puesto en pie,
agitados los rizos de ébano, hablaba verboso. El Barón de Benicarlés,
gran observante del protocolo, tenía una sonrisa de sufrimiento y
simpatía ante aquella gesticulación y aquel raudal de metáforas. El
Doctor Aníbal Roncali proponía que los diplomáticos hispano-americanos
celebrasen una reunión previa bajo la presidencia del Ministro de
España: Las águilas jóvenes, que tendían las alas para el heroico
vuelo, agrupadas en torno del águila materna. La Diplomacia
Latino-Americana manifestó su conformidad con murmullos. El Barón de
Benicarlés se inclinó: Agradecía el honor en nombre de la Madre Patria.
Después, estrechando la mano prieta del ecuatoriano, entre sus manos
de odalisca, explicó dengoso, la cabeza sobre el hombro, un almíbar de
monja la sonrisa, un derretimiento de camastrón la mirada:

--¡Querido colega, solo acepto viniendo usted a mi lado como Secretario!

El Doctor Aníbal Roncali experimentó un vivo deseo de libertarse
la mano que insistentemente le retenía el Ministro de España: Se
inquietaba con una repugnancia asustadiza y pueril: Recordó de la vieja
pintada que le llamaba desde una esquina, cuando iba al Liceo. ¡Aquella
vieja terrible, insistente como un tema de gramática! Y el carcamal,
reteniéndole la mano, parecía que fuese a sepultarla en el pecho:
Hablaba ponderativo, extasiando los ojos con un cinismo turbador. El
Ministro Ecuatoriano hizo un esfuerzo y se soltó:

--Un momento, Señor Ministro. Tengo que saludar a Sir Scott.

El Barón de Benicarlés se enderezó, poniéndose el monóculo:

--Me debe usted una palabra, querido colega.

El Doctor Aníbal Roncali asintió, agitando los rizos, y se alejó
con una extraña sensación en la espalda, como si oyese el siseo de
aquella vieja pintada, cuando iba a las aulas del Liceo: Entró en el
corro, donde recibía felicitaciones el evangélico Plenipotenciario de
Inglaterra. El Barón, erguido, sintiéndose el corsé, ondulando las
caderas, se acercó al Embajador de Norteamérica. Y el flujo de acciones
extravagantes al núcleo que ofrecía incienso a la diplomacia británica,
atrajo al formidable Von Estrug, Representante del Imperio Alemán.
Satélite de su órbita, era el azafranado Conde Chrispi, Representante
del Imperio Austro-Húngaro. Habló confidencial el yanqui:

--El Honorable Sir Jonnes Scott ha expresado elocuentemente los
sentimientos humanitarios que animan al Cuerpo Diplomático.
Indudablemente. ¿Pero puede ser justificativo para intervenir,
siquiera sea aconsejando, en la política interior de la República? La
República, sin duda, sufre una profunda conmoción revolucionaria, y la
represión ha de ser concordante. Nosotros presenciamos las ejecuciones,
sentimos el ruido de las descargas, nos tapamos los oídos, cerramos los
ojos, hablamos de aconsejar... Señores, somos harto sentimentales. El
Gobierno del General Banderas, responsable y con elementos suficientes
de juicio, estimará necesario todo el rigor. ¿Puede el Cuerpo
Diplomático aconsejar en estas circunstancias?

El Ministro de Alemania, semita de casta, enriquecido en las regiones
bolivianas del caucho, asentía con impertinencia políglota, en español,
en inglés, en tudesco. El Conde Chrispi, severo y calvo, también
asentía, rozando con un francés muy puro su bigote de azafrán. El
Representante de Su Majestad Católica fluctuaba. Los tres diplomáticos,
el yanqui, el alemán, el austríaco, ensayando el terceto de su mutua
discrepancia, poníanle sobre los hilos una intriga, y experimentaba un
dolor sincero, reconociendo que en aquel mundo, su mundo, todas las
cábalas se hacían sin contar con el Ministro de España. El Honorable
Sir Jonnes H. Scott había vuelto a tomar la palabra:

--Séame permitido rogar a mis amables colegas de querer ocupar sus
puestos.

Los discretos conciliábulos se dispersaban. Los Señores Ministros,
al sentarse, inclinándose, hablándose en voz baja, producían un
apagado murmullo babélico. Sir Scott, con palabra escrupulosa de
conciencia puritana, volvía a ofrecer el cáliz colmado de sentimientos
humanitarios, al Honorable Cuerpo Diplomático. Tras prolija discusión
se redactó una nota. La firmaban veintisiete Naciones. Fue un acto
trascendental. El suceso, troquelado con el estilo epigráfico y
lacónico del cable, rodó por los grandes periódicos del mundo:
“Santa Fe de Tierra Firme. El Honorable Cuerpo Diplomático acordó la
presentación de una Nota al Gobierno de la República. La Nota, a la
cual se atribuye gran importancia, aconseja el cierre de los expendios
de bebidas y exige el refuerzo de guardias en las Legaciones y Bancos
Extranjeros.”



SÉPTIMA PARTE

LA MUECA VERDE



LIBRO PRIMERO

RECREOS DEL TIRANO


I

Generalito Banderas metía el tejuelo por la boca de la rana. Doña
Lupita, muy peripuesta de anillos y collares, presidía el juego sentada
entre el anafre del café y el metate de las tortillas, bajo un rayado
parasol, en los círculos de un ruedo de colores:

--¡Rana!


II

--¡Cua! ¡Cua!

Nachito, adulón y ramplón, asistía en la rueda de compadritos, por
maligna humorada del Tirano. La mueca verde remejía los venenos de una
befa aún soturna y larvada en los repliegues del ánimo: Diseñaba la
vírgula de un sarcasmo hipocondríaco:

--Licenciado Veguillas, en la próxima tirada va usted a ser mi socio.
Procure mostrarse a la altura de su reputación, y no chingarla. ¡Ya
está usted como un bejuco temblando! ¡Pero qué flojo se ha vuelto,
valedor! Un vasito de limón le caerá muy bueno. Licenciadito, si
no serena los pulsos perderá su buena reputación. ¡No se arrugue,
Licenciado! El refresquito de limón es muy provechoso para los pasmos
del ánimo. Signifíquese, no más, con la vieja rabona, y brinde a los
amigos la convidada: Despídase rumboso y le rezaremos cuando estire el
zancajo.

Nachito suspiraba meciéndose sobre el pando compás de las piernas,
rubicundo, inflada la carota de lágrimas:

--¡La sílfide mundana me ha suicidado!

--No divague.

--¡Generalito, me condena un juego ilusorio de las Ánimas Benditas!
¡Apelo de mi martirio! ¡Una esperanza! ¡Una esperanza no más! En el
médano más desamparado da sus flores el rosal de la esperanza. No vive
el hombre sin esperanza. El pájaro tiene esperanza, y canta aunque la
rama cruja, porque sabe lo que son sus alas. El rayo de la aurora tiene
esperanza. ¡Mi Generalito, todos los seres se decoran con el verde
manto de la Deidad! ¡Canta su voz en todos los seres! ¡El rayo de su
mirada se sume hasta el fondo de las cárceles! ¡Consuela al sentenciado
en capilla! ¡Le ofrece la promesa de ser indultado por los Poderes
Públicos!

Niño Santos extraía de su levitón el pañuelo de dómine y se lo pasaba
por la calavera:

--¡Chac! ¡Chac! Una síntesis ha hecho muy elocuente, Licenciadito.
El Doctor Sánchez Ocaña le ha dado, sin duda, sus lecciones en Santa
Mónica. ¡Chac! ¡Chac!

Hacían bulla los compadres, celebrando el rejo maligno del Tirano.


III

Doña Lupita, achamizada, zalamera, servía en un rayo de sol el iris de
los refrescos. Niño Santos, alternativamente, ponía los labios en el
vidrio de limón y fisgaba a la comadreja, sartas de corales, mieles de
esclava, sonrisa de Oriente:

--¡Chac! ¡Chac! Doña Lupita, me está pareciendo que tenés vos la nariz
de la Reina Cleopatra. Por mero la cachiza de cuatro copas, un puro
trastorno habéis vos traído a la República. Enredáis vos más que el
honorable Cuerpo Diplomático. ¿Cuántas copas os había quebrado el
Coronel de la Gándara? ¡Doña Lupita, por menos de un boliviano me
lo habéis puesto en la bola revolucionaria! No hacía más la nariz de
la Reina Faraona. Doña Lupita, la deuda de justicia que vos me habés
reclamado ha sido una madeja de circunstancias fatales: Es causa
primordial en la actuación rebelde del Coronel de la Gándara: Ha
puesto en Santa Mónica al chamaco de Doña Rosa Pintado: Cucarachita
la Taracena reclama contra la clausura de su lenocinio, y tenemos
pendiente una nota del Ministro de Su Majestad Católica. ¡Pueden
romperse las relaciones con la Madre Patria! ¡Y vos, mi vieja, ahí os
estás, sin la menor conturbación por tantas catástrofes! Finalmente,
cuatro copas de vuestra mesilla, un peso papel, menos que nada, me
han puesto en el trance de renunciar a los conciertos batracios del
Licenciadito Veguillas.

--¡Cua! ¡Cua!

Nachito, por congraciarse hostigaba la befa, mimando el canto y el
compás saltarín de la rana. Con cuáqueros vinagres le apostrofó el
Tirano:

--No haga el bufón, Señor Licenciado. Estos buenos amigos que van
a juzgarle, no se dejarán influenciar por sus macanas: Espíritus
cultivados, el que menos ha visto funcionar los Parlamentos de la Vieja
Europa.

--¡Juvenal y Quevedo!

El ilustre gachupín se acariciaba las patillas de canela, rotunda la
botarga, inflado el papo de aduladores énfasis. Se santiguaba la vieja
rabona:

--¡Virgen de mi Nombre, la jugó Patillas!

--¡Pues hizo saque!

--¡De salir siempre tan enredada la madeja del mundo, no se libraba ni
el más santo de verse en el Infierno!

--Una buena sentencia, Doña Lupita. ¿Pero su alma no siente el
sobresalto de haber concitado el tumulto de tantas acciones, de tantos
vitales relámpagos?

--¡Mi jefecito, no me asombre!

--Doña Lupita, ¿no temblás vos ante el problema de nuestras eternas
responsabilidades?

--¡Entre mí estoy rezando!


IV

Recalaba sobre el camino la mirada Tirano Banderas:

--¡Chac! ¡Chac! El que tenga de ustedes mejor vista, sírvase
documentarme y decirme qué tropa es aquella. ¿El jinete charro que
viene delante no es el ameritado Don Roque Cepeda?

Don Roque, con una escolta de cuatro indios caballerangos, se detenía
al otro lado del seto, sobre el camino, al pie de la talanquera. La
frente tostada, el áureo sombrero en la mano, el potro cubierto de
platas, daban a la figura del jinete, en las luces del ocaso, un
prestigio de santoral románico. Tirano Banderas, con cuáquera mesura,
hacía la farsa del acogimiento:

--¡Muy feliz de verle por estos pagos! A Santos Banderas le
correspondía la obligación de entrevistarle. ¿Mi Señor Don Roque, por
qué se ha molestado? Era este servidor quien estaba en el débito de
acudir a su casa y darle excusas con todo el Gobierno. A este propósito
ha sido el enviarle uno de mis ayudantes, suplicándole audiencia.
Y usted, no más, extremando la cortesía, que se molesta, cuando el
obligado era Santos Banderas.

Abría los brazos con encomio amistoso el Tirano. Apeábase Don Roque.
Largas y confidenciales palabras tuvieron en el banco miradero de los
frailes, frente al recalmado mar ecuatorial, con caminos de sol sobre
el vasto incendio del poniente:

--¡Chac! ¡Chac! Muy feliz de verle.

--Señor Presidente, no he querido ausentarme para la campaña sin pasar
a visitarle. Al acto de cortesía se suma mi sentimiento de amor a la
República. He recibido la visita de su ayudante, Señor Presidente,
y recién la de mi antiguo compañero Lauro Méndez, Secretario de
Relaciones. He actuado en consecuencia de la plática que tuvimos, y de
la cual supongo enterado al Señor Presidente.

--El Señor Secretario ha hecho mal si no le dijo que obedecía mis
indicaciones. Me gusta la franqueza. Amigo Don Roque, la independencia
nacional corre un momento de peligro, asaltada por todas las codicias
extranjeras. El Honorable Cuerpo Diplomático --una ladronera de
intereses coloniales-- nos combate de flanco con notas chicaneras que
divulga el cable. La Diplomacia tiene sus agencias de difamación, y
hoy las emplea contra la República de Santa Fe. El caucho, las minas,
el petróleo, despiertan las codicias del yanqui y del europeo. Preveo
horas de suprema angustia para todos los espíritus patriotas. Acaso
nos amenaza una intervención militar, y a fin de proponer a usted una
tregua solicitaba su audiencia. ¡Chac! ¡Chac!

Repetía Don Roque:

--¿Una tregua?

--Una tregua hasta que se resuelva el conflicto internacional. Fije
usted sus condiciones. Yo comienzo por ofrecerle una amplia amnistía
para todos los presos políticos que no hayan hecho armas.

Don Roque murmuró:

--La amnistía es un acto de justicia que aplaudo sin reservas. ¿Pero
cuántos no han sido acusados injustamente de conspiración?

--A todos alcanzará el indulto.

--¿Y la propaganda electoral, será verdaderamente libre? ¿No se verá
coaccionada por los agentes políticos del Gobierno?

--Libre y salvaguardada por las leyes. ¿Puedo decirle más? Deseo la
pacificación del país, y le brindo con ella. Santos Banderas no es el
ambicioso vulgar que motejan en los círculos disidentes. Yo solo amo
el bien de la República. El día más feliz de mi vida será aquel en
que, oscurecido, vuelva a mi predio, como Cincinato. En suma, usted,
sus amigos, recobran la libertad, el pleno ejercicio de sus derechos
civiles: Pero usted, hombre leal, espíritu patriota, trabajará por
derivar la revolución a los cauces de la legalidad. Entonces, si en
la lucha el pueblo le otorga sus sufragios, yo seré el primero en
acatar la voluntad soberana de la Nación. Don Roque, admiro su ideal
humanitario y siento el acíbar de no poder compartir tan consolador
optimismo. ¡Es mi tragedia de gobernante! Usted, criollo de la mejor
prosapia, reniega del criollismo. Yo en cambio, indio por las cuatro
ramas, descreo de las virtudes y capacidades de mi raza. Usted se me
representa como un iluminado, su fe en los destinos de la familia
indígena me rememora al Padre Las Casas. Quiere usted aventar las
sombras que han echado sobre el alma del indio trescientos años de
régimen colonial. ¡Admirable propósito! Que usted lo consiga es
el mayor deseo de Santos Banderas. Don Roque, pasadas las actuales
circunstancias, vénzame, aniquíleme, muéstreme con una victoria --que
seré el primero en celebrar-- todas las dormidas potencialidades de mi
raza. Su triunfo, apartada mi derrota ocasional, sería el triunfo de la
gravitación permanente del indio en los destinos de la Historia Patria.
Don Roque, active su propaganda, logre el milagro, dentro de las leyes,
y crea que seré el primero en celebrarlo. Don Roque, le agradezco que
me haya escuchado y le ruego que me puntualice sus objeciones con toda
franqueza. No quiero que ahora se comprometa con una palabra que acaso
luego no pudiera cumplir. Consulte a los conspicuos de su facción y
ofrézcales el ramo de oliva en nombre de Santos Banderas.

Don Roque le miraba con honrada y apacible expresión, tan ingenua que
descubría las sospechas del ánimo:

--¡Una tregua!

--Una tregua. La unión sagrada. Don Roque, salvemos la independencia de
la Patria.

Tirano Banderas abría los brazos con patético gesto. Llegaba, cortado
en ráfagas, el choteo de los compadritos, que en el fondo crepuscular
de la campa, se divertían con befas y chuelas al Licenciado Veguillas.


V

Don Roque, trotando por el camino, saludaba de lejos con el pañuelo.
Niño Santos, asomado a la talanquera, respondía con la castora. Caballo
y jinete ya iban ocultos por los altos maizales, y aun sobresalía el
brazo con el blanco saludo del pañuelo:

--¡Chac! ¡Chac! ¡Una paloma!

La momia alargaba humorística el veneno de su mueca y miraba a la vieja
rabona, que en los círculos del ruedo, entre el anafre del café y el
metate de las tortillas, pasaba las cuentas del rosario, sobrecogida,
estremecida en el terror de una noche sagrada. Se alzó a una seña del
Tirano:

--Mi Generalito, los enredos del mundo meten al más santo en las
calderas del Infierno.

--Mi vieja, vos tendrás que amputar la nariz de Cleopatra.

--Si con ello arreglase el mundo, ñata me quedaba esta noche mesma.

--Un zafarrancho de cuatro copas en vuestra mesilla, ha sacado una
baza de Lucifer. ¡Vea, no más, a este filarmónico amigo en desgracia,
acusado de traición! ¡Posiblemente le caerá sentencia de muerte!

--¿Y la culpa de mi tajamar?

--Ese problema se lo habrán de proponer los futuros historiadores.
Licenciado Veguillas, despídase de la vieja rabona y otórguele su
perdón: Manifieste su ánimo generoso: Revístase la clámide, y asombre a
estos amigos que le ven chuela, con un gesto magnánimo.

--¡Juvenal y Quevedo!

La momia miró al gachupín con avinagrado sarcasmo:

--Ilustre Don Telesforo, usted ocasionará que me saquen alguna chufla.
Ni Quevedo ni Juvenal: Santos Banderas: Una figura en el continente del
Sur. ¡Chac! ¡Chac!



LIBRO SEGUNDO

LA TERRAZA DEL CLUB


I

El Doctor Carlos Esparza, Ministro del Uruguay, oía con gesto burlón y
mundano las confidencias de su caro colega el Doctor Aníbal Roncali,
Ministro del Ecuador. Cenaban en el Círculo de Armas:

--Me ha creado una situación enojosa el Barón de Benicarlés. Digá
vos, no más, que tengo muy brillantes ejecutorias de macho para temer
murmuraciones, pero no dejan de ser molestas esas actitudes del
Ministro de España. ¡Qué sonrisas! ¡Qué miradas, amigo!

--¡Che! Una pasión.

El Doctor Carlos Esparza, rubio, miope, elegante, se incrustaba en la
órbita el monóculo de concha rubia. El Doctor Aníbal Roncali le miró
entre quejoso y risueño:

--Vos estás de chirigota.

El Ministro del Uruguay se disculpó con un aspaviento burlón:

--Aníbal, te veo próximo a dejar la capa entre las manos del Barón de
Benicarlés. ¡Y eso puede aparejar un conflicto diplomático, y hasta
una reclamación de la Madre Patria!

El Ministro del Ecuador hizo un gesto de impaciencia, acentuado por el
revuelo de los rizos:

--¡Sigue el choteo!

--¿Qué pensás vos hacer?

--No lo sé.

--¿Sin duda no aceptar el puesto de secretario para colaborar en la
gran empresa que tan elocuentemente tenés vos expuesto esta noche?

--Indudablemente.

--¡Por una meticulosidad!...

--No jugués vos del vocablo.

--Sin juego. Repito que no te asiste razón suficiente para malograr una
aproximación de tan lindas esperanzas. El águila y los aguiluchos que
abren las juveniles alas para el heroico vuelo. ¡Has estado muy feliz!
¡Eres un gran lírico!

--No me veás vos chuela, Doctorcito.

--¡Lírico, sentimental, sensitivo, sensible, exclamaba el Cisne de
Nicaragua! Por eso no logras vos separar la actuación diplomática y el
flirt del Ministro de España.

--Hablemos en serio, Doctorcito. ¿Qué opinión te merece la iniciativa
de Sir Jonnes?

--Es un primer avance.

--¿Y qué ulteriores consecuencias le asignás vos a la Nota?

--¡Qui lo sá! La Nota puede ser precursora de otras Notas... Ello
depende de la actitud que adopte el Presidente. Sir Jonnes, tan
cordial, tan evangélico, solo persigue una indemnización de veinte
millones para la West Limited Company. Una vez más, el florido
ramillete de los sentimientos humanitarios esconde un áspid.

--La Nota, indudablemente, es un sondeo. ¿Pero cómo opinas vos,
respecto a la actitud del General? ¿Acordará el Gobierno satisfacer la
indemnización?

--Nuestra América sigue siendo, desgraciadamente, una Colonia
Europea... Pero el Gobierno de Santa Fe, en esta ocasión, posiblemente
no se dejará coaccionar: Sabe que el ideario de los revolucionarios
está en pugna con los monopolios de las Compañías. Tirano Banderas no
morirá de cornada diplomática. Se unen para sostenerlo los egoísmos
del criollaje, dueño de la tierra, y las finanzas extranjeras. El
Gobierno, llegado el caso, podría negar las indemnizaciones, seguro
de que los radicalismos revolucionarios, en ningún momento, merecerán
el apoyo de las Cancillerías. Cierto que la emancipación del indio
debemos enfocarla como un hecho fatal. No es cuerdo cerrar los ojos a
esa realidad. Pero reconocer la fatalidad de un hecho, no apareja su
inminencia. Fatal es la muerte, y toda nuestra vida se construye en un
esfuerzo para alejarla. El Cuerpo Diplomático actúa razonablemente,
defendiendo la existencia de los viejos organismos políticos que
declinan. Nosotros somos las muletas de esos valetudinarios crónicos,
valetudinarios como aquellos éticos antiguos, que no acababan de
morirse.

La brisa ondulaba los estores y el azul telón de la marina se mostraba
en un lejos de sombras profundas, encendido de opalinos faros y luces
de masteleros.


II

Humeando los tabacos salieron a la terraza los Ministros del Ecuador
y del Uruguay. El Ministro del Japón, Tu-Lag-Thi, al verlos, se
incorporó en su mecedora de bambú, con un saludo falso y amable,
de diplomacia oriental: Saboreaba el moka y tenía las gafas de oro
abiertas sobre un periódico inglés. Se acercaron los Ministros
Latino-Americanos. Zalemas, sonrisas, empaque farsero, cabezadas de
rigodón, apretones de mano, cháchara francesa. El criado, mulato
tilingo, atento a los movimientos de la diplomacia, arrastraba dos
mecedoras. El Doctor Roncali, agitando los rizos, se lanzó en un
arrebato oratorio, cantando la belleza de la noche, de la luna y del
mar. Tu-Lag-Thi, Ministro del Japón, atendía con su oscura mueca
premiosa, los labios como dos viras moradas recogidas sobre la albura
de los dientes, los ojos oblicuos, recelosos, malignos. El Doctor
Esparza insinuó, curioso de novelerías exóticas:

--¡En el Japón, las noches deben ser admirables!

--¡Oh!... ¡Ciertamente! ¡Y esta noche no está falta de cachet japonés!

Tu-Lag-Thi tenía la voz flaca, de pianillos desvencijados, y una
movilidad rígida, de muñeco automático, un accionar esquinado, de
resorte, una vida interior de alambre en espiral: Sonreía con su mueca
amanerada y oscura:

--Queridos colegas, anteriormente no he podido solicitar la opinión de
ustedes. ¿Qué importancia conceden ustedes a la Nota?

--¡Es un primer paso!...

El Doctor Esparza daba intención a sus palabras con una sonrisa
ambigua, llena de reservas. Insistió el Ministro del Japón:

--Todos lo hemos entendido así. Indudablemente. Un primer paso. ¿Pero
cuáles serán los pasos sucesivos? ¿No se romperá el acuerdo del
Cuerpo Diplomático? ¿Adónde vamos? El Ministro inglés actúa bajo el
imperativo de sus sentimientos humanitarios, pero este generoso impulso
acaso se vea cohibido. Las Colonias Extranjeras, sin exclusión de
ninguna, representan intereses poco simpatizantes con el ideario de
la Revolución. La Colonia Española, tan numerosa, tan influyente, tan
vinculada con el criollaje en sus actividades, en sus sentimientos, en
su visión de los problemas sociales, es francamente hostil a la reforma
agraria, contenida en el Plan de Zamalpoa. En estos momentos --son mis
informes--proyecta un acto que sintetice y afirme sus afinidades con
el Gobierno de la República. ¿No ocurrirá que se vea desasistido en su
humanitaria actuación el Honorable Sir Scott?

Guiñaba los ojos con miopía inteligente y maliciosa el Doctor Carlos
Esparza:

--Querido colega, convengamos en que las relaciones diplomáticas no
pueden regirse por las claras normas del Evangelio.

Tu-Lag-Thi repuso con flébiles maullidos:

--El Japón supedita intereses de sus naturales, aquí radicados,
a los principios del Derecho de Gentes. Pero en el camino de las
confidencias, y aun de las indiscreciones, no he de ocultar mis
pesimismos respecto al apoyo moral que presten algunos colegas a los
laudables sentimientos del Ministro inglés. Como hombre de honor, no
puedo dar crédito a las insinuaciones y malicias de ciertos rotativos,
demasiado afectos al Gobierno de la República. ¡La West Company!
¡Aberrante!

La truculenta palabra final se desgarró, transformada en un chifle
de eles y efes, entre la asiática y lipuda sonrisa de Tu-Lag-Thi. El
Doctor Aníbal Roncali se acariciaba el bigote, y a flor de labio, con
leve temblor, retocaba una frase sentimental. Se lanzó con aquel tic
nervioso que agitaba eréctiles, como rabos de lagartijas, los rizos de
su negra cabellera:

--El Doctor Banderas no puede ordenar el cierre de los expendios de
bebidas. Si tal hiciese, sobrevendría un motín de la plebe. ¡Estas
ferias son las bacanales del cholo y del roto!


III

Llegaban ecos de la verbena. Bailaban en ringla las cuerdas de
farolillos, a lo largo de la calle. Al final giraba la rueda de un
tiovivo. Su grito luminoso, histérico, estridente, hipnotizaba a los
gatos sobre el borde de los aleros. La calle tenía súbitos guiños,
concertados con el rumor y los ejercicios acrobáticos del viento en las
cuerdas de farolillos. A lo lejos, sobre la bruma de estrellas, calcaba
el negro perfil de su arquitectura, San Martín de los Mostenses.



LIBRO TERCERO

PASO DE BUFONES


I

Tirano Banderas, en la ventana, apuntaba su catalejo sobre la Ciudad de
Santa Fe:

--¡Están de gusto las luminarias! ¡Pero que muy lindas, amigos!

La rueda de compadres y valedores rodeaba el catalejo y la escalerilla
astrológica, con la mueca verde encaramada en el pináculo:

--No puede negársele al pueblo pan y circo. ¡Están pero que muy lindas
las luminarias!

De Santa Mónica, el viento del mar traía los opacos estampidos de una
fusilada:

--¡El pueblo, libre de propagandas funestas, es bueno! ¡Y el rigor muy
saludable!

La trinca de compadritos, abierta en círculo, tenía la atención
pendiente del Tirano.


II

Tirano Banderas dejó su pináculo, y metiéndose en el círculo de
valedores y compadres, sacó de una oreja al Licenciado Veguillas:

--Vamos a oír por última vez su concierto batracio. ¿Cómo tiene la
gola? ¿Quiere aclararse la voz con algún gargarismo?

En torno, adulando la befa, reía la trinca, asustada, complaciente y
ramplona. Aleló Nachito:

--¿Qué limpieza de notas se le puede pedir a un presunto cadáver?

--Hace mal rehusando amansar con la música a sus jueces. Señores,
este amigo entrañable aparece como reo de traición, y de no haberse
descubierto su complicidad, pudo fregarles a todos ustedes. Recordarán
cómo en la noche de ayer, actuando en el seno de la confianza, les
declaré el propósito justiciero en que estaba con respecto a las
subversiones del Coronel Domiciano de la Gándara. Fuera de este
recinto han sido divulgadas las palabras que profirió en el seno
de la amistad Santos Banderas. Ustedes van a instruirme en cuanto
a la pena que corresponde a este divulgador de mis secretos. Han
sido citados los testigos de su defensa, y si lo autorizan, se les
hará comparecer y oirán sus descargos. Según tiene manifestado, una
mundana con sonambulismo le adivinó el pensamiento. Con antelación,
esta niña había estado sometida a los pases magnéticos de un cierto
Doctor Polaco. ¡Estamos en un folletín de Alejandro Dumas! Ese Doctor,
que magnetiza y desenvuelve la visión profética en las niñas de los
congales, es un descendiente venido a menos de José Bálsamo. ¿Se
recuerdan ustedes la novela? Un folletín muy interesante. ¡Lo estamos
viviendo! ¡El Licenciadito Veguillas, observen no más, émulo del genial
mulato! Merito va a decirnos adónde emigraba en compañía del rebelde
Coronel Domiciano de la Gándara.

Hipaba Nachito:

--Pues no más que salíamos platicando de un establecimiento.

--¿Los dos briagos?

--¡Patroncito, dimanante de las ferias, es una pura farra toda Santa
Fe! Pues no más aquel macaneador, tal como íbamos, da una espantada y
se mete por una puerta, que merito merito la abría un encamisado. Y en
el atolondro, yo metí detrás las orejas como un guanaco.

--¿Puede manifestarnos el establecimiento donde se habían juntado para
la farra?

--Mi Generalito, no me sonroje, que es un lugar muy profano para
nombrarlo en esta Sala de Audiencia. Ante su noble figura patricia, mi
cara se cubre de vergüenza.

--Conteste a la pregunta. ¿En qué crápula se halló con el Coronel
de la Gándara y qué confidencias tuvieron en ese presunto lugar?
Licenciadito, usted conocía la orden de arresto, y con alguna palabra
pronunciada durante la embriaguez, puso en sospecha al fugado.

--¿Mi lealtad de tantos años no me acredita?

--Pudo ser un acto irreflexivo, pero el estado de alcoholismo no es
atenuante en el Tribunal de Santos Banderas. Usted es un briago que se
pasa las noches de farra en los lenocinios. Sepa que todos sus pasos
los conoce Santos Banderas. Le antepongo que solamente con la verdad
podrá desenojarme. Licenciadito, quiero tenderle una mano y sacarle de
la ciénaga donde cornea atorado, porque el delito de traición apareja
una penalidad muy severa en nuestros Códigos.

--Señor Presidente, hay enredos en la vida que sobrecogen y hacen
cavilar, enredos que son una novela. La noche de autos he visitado a
una gatita que lee los pensamientos.

--¿Y una gatita con tanta ciencia está en un lenocinio para que usted
la festeje?

--Pues la pasada noche así sucedió en lo de Cucarachita. Quiero
declararlo todo y desahogar mi conciencia. Estábamos los dos pecando.
¡Noche de Difuntos era la de ayer, Generalito! Valedores, por mi honor
lo garanto, aquella morocha tenía un cirio bendito desvelándole los
misterios. ¡Leía los pensamientos!

--Licenciadito, esas son quimeras alcohólicas, pues la pasada noche
se hallaba usted totalmente briago cuando entró con la chinita. Me
ha sido usted traidor, divulgando mis secretos en vitando comercio
con una mundana, y por primera providencia, para templar esa carne
tan ardorosa, le está indicado el cepo. Licenciadito, reléguese a un
rincón, arrodíllese y procure elevar el pensamiento al Ser Supremo.
Estos amigos dilectos van a juzgarle, y de sus deliberaciones puede
salirle una sentencia de muerte. Licenciadito, van a comparecer
los testigos que ha nominado en su defensa, y si le favorecen sus
declaraciones, será para mí de sumo beneplácito. Señor Coronel López
de Salamanca, luego luego, ejecute las diligencias para que acudan a
esclarecernos la niña mundana y el Doctor Polaco.


III

El Coronel Licenciado López de Salamanca, arrestándose a un canto de la
puerta, hizo entrar al Doctor Polaco. Detrás, pisando de puntas, asomó
Lupita la Romántica. El Doctor Polaco, alto, patilludo, gran frente,
melena de sabio, vestía de fraque, con dos bandas al pecho y una
roseta en la solapa. Saludó con una curvatura pomposa y escenográfica,
colocándose la chistera bajo el brazo:

--Presento mis homenajes al Supremo Dignatario de la República.
Michaelis Lugín, Doctor por la Universidad del Cairo, iniciado en la
Ciencia Secreta de los Brahmanes de Bengala.

--¿Profesa usted las doctrinas de Allán Kardec?

--Soy no más un modesto discípulo de Mesmer. El espiritismo
allankardiano es una corruptela pueril de la antigua nigromancia. Las
evocaciones de los muertos se hallan en los papiros egipcios y en los
ladrillos caldeos. La palabra con que son designados estos fenómenos
se forma de dos griegas.

--¡Este Doctorcito se expresa muy doctoralmente! ¿Y gana la plata con
su título de Profeta del Cairo?

--Señor Presidente, mi mérito, si alguno tengo, no está en ganar plata
y amontonar riquezas. He recibido la misión de difundir las Doctrinas
Teosóficas y preparar al pueblo para una próxima era de milagros. El
Nuevo Cristo arrastra su sombra por los caminos del Planeta.

--¿Reconoce haber dormido a esta niña con pases magnéticos?

--Reconozco haber realizado algunas experiencias. Es un sujeto muy
remarcable.

--Puntualice cada una.

--El Señor Presidente, si lo desea, puede ver el programa de mis
experiencias en los Coliseos y Centros Académicos de San Petersburgo,
Viena, Nápoles, Berlín, París, Londres, Lisboa, Río de Janeiro.
Últimamente se han discutido mis teorías sobre el karma y la sugestión
biomagnética en la gran Prensa de Chicago y Filadelfia. El Club
Habanero de la Estrella Teosófica me ha conferido el título de
Hermano Perfecto. La Emperatriz de Austria me honra frecuentemente
consultándome el sentido de sus sueños. Poseo secretos que no revelaré
jamás. El Presidente de la República Francesa y el Rey de Prusia
han querido sobornarme durante mi actuación en aquellas capitales.
¡Inútilmente! El Sendero Teosófico enseña el menosprecio de honores
y riquezas. Si se me autoriza, pondré mis álbumes de fotografías y
recortes a las órdenes del Señor Presidente.

--¿Y cómo doctorándose en tan austeras doctrinas, y con tan alto grado
en la iniciación teosófica, corre la farra por los lenocinios? Sírvase
iluminarnos con su ciencia y justificar la aparente aberración de esa
conducta.

--Permítame el Señor Presidente que solicite el testimonio de la
Señorita Médium. Señorita, venciendo el natural rubor, manifieste a
los señores si ha mediado concupiscencia. Señor Presidente, el interés
científico de las experiencias biomagnéticas, sin otras derivaciones,
ha sido norma de mi actuación. He visitado ese lugar porque me habían
hablado de esta Señorita. Deseaba conocerla y, si era posible,
trascender su vida a otro círculo más perfecto. ¿Señorita, no le
propuse a usted redimirla?

--¿Pagarme la deuda? El que toda la noche no paró con esa sonsera fue
el Licenciado.

--¡Señorita Guadalupe, recuerde usted que como un padre la he propuesto
acompañarme en la peregrinación por el Sendero!

--¡Sacarme en los teatros!

--Mostrar a los públicos incrédulos los ocultos poderes demiúrgicos
que duermen en el barro humano. Usted me ha rechazado, y he tenido que
retirarme con el dolor de mi fracaso. Señor Presidente, creo haber
disipado toda sospecha referente a la pureza de mis acciones. En
Europa, los más relevantes hombres de ciencia estudian estos casos. El
Mesmerismo tiene hoy su mayor desenvolvimiento en las Universidades de
Alemania.

--Va usted a servirse repetir, punto por punto, las experiencias que la
pasada noche realizó con esa niña.

--El Señor Presidente me tiene a sus órdenes. Repito que puedo
ofrecerle un programa selecto de experiencias similares.

--Esa niña, en atención a su sexo, será primeramente interrogada.
El Licenciado Veguillas tiene manifestado como evidente que en
determinada circunstancia le fue sustraído el pensamiento por los
influjos magnéticos de la interfecta.

La niña del trato bajaba los ojos a las falsas pedrerías de sus manos:

--A tener esos poderes, no me vería esclava de un débito con la
Cucaracha. Licenciadito, vos lo sabés.

--Lupita, para mí has sido una serpiente biomagnética.

--¡Que así me acusés vos, con todito que os di el amoniaco!

--Lupita, reconoce que estabas la noche pasada con un histerismo
magnético. Tú me leíste el pensamiento cuando alborotaba en el baile
aquel macaneador de Domiciano. Tú le diste el santo para que se volase.

--¡Licenciado, si estaban los dos ustedes puritos briagos! Yo quise no
más verlos fuera de la recámara.

--Lupita, en aquella hora tú me adivinaste lo que yo pensaba. Lupita,
tú tienes comercio con los espíritus. ¿Negarás que te has revelado
médium cuando te durmió el Doctor Polaco?

--Efectivamente, esta Señorita es un caso muy remarcable de lucidez
magnética. Para que la distinguida concurrencia pueda apreciar mejor
los fenómenos, la Señorita Médium ocupará una silla en el centro, bajo
el lampadario. Señorita Médium, usted me hará el honor.

La tomó de la mano y, ceremonioso, la sacó al centro de la sala. La
niña, muy honesta, con pisar de puntas y los ojos en tierra, apenas
apoyaba el teclado de las uñas suspendida en el guante blanco del
Doctor Polaco.


IV

--¡Chac! ¡Chac!

Tenía una verde senectud la mueca humorística de la momia indiana.
El Doctor Polaco sacó del fraque la vara mágica, forjada de siete
metales, y con ella tocó los párpados de Lupita: Finalizó con una gran
cortesía, saludando con la vara mágica. Entre suspiros, enajenose
la daifa. Veguillas, arrodillado en un rincón, esperaba el milagro:
Iba a resplandecer la luz de su inocencia: Lupita y el farandul le
apasionaban en aquel momento con un encanto de folletín sagrado:
Oscuramente, de aquellos misterios, esperaba volver a la gracia del
Tirano. Se estremeció. La mueca verde mordía la herrumbre del silencio:

--¡Chac! ¡Chac! Va usted a servirse repetir, punto por punto, como creo
haberle indicado, las experiencias que la noche de ayer realizó con la
niña de autos.

--Señor Presidente, tres formas adscritas al tiempo adopta la visión
telepática. Pasado, Actual, Futuro. Este triple fenómeno rara vez se
completa en un médium. Aparece disperso. En la Señorita Guadalupe, la
potencialidad telepática no alcanza fuera del círculo del Presente.
Pasado y Venidero son para ella puertas selladas. Y dentro del fenómeno
de su visión telepática, el ayer más próximo es un remoto pretérito.
Esta Señorita está imposibilitada, absolutamente, para repetir una
anterior experiencia. ¡Absolutamente! Esta Señorita es un médium
poco desenvuelto: ¡Un diamante sin lapidario! El Señor Presidente me
tiene a sus órdenes para ofrecerle un programa selecto de experiencia
similares, en lo posible.

La acerba mueca llenaba de arrugas la máscara del Tirano:

--Señor Doctor, no se raje para dar satisfacción al deseo que le tengo
manifestado. Quiero que una por una repita todas las experiencias de
anoche en el lenocinio.

--Señor Presidente, solo puedo repetir experimentos parejos. La
Señorita Médium no logra la mirada retrospectiva. Es una vidente muy
limitada. Puede llegar a leer el pensamiento, presenciar un suceso
lejano, adivinar un número en el cual se sirva pensar el Señor
Presidente.

--¿Y con tantos méritos de perro sabio se prostituye en una casa de
trato?

--La gran neurosis histérica de la ciencia moderna podría explicarlo.
Señorita, el Señor Presidente se dignará elegir un número con el
pensamiento. Va usted a tomarle la mano y a decirlo en voz alta, que
todos lo oigamos. Voz alta y muy clara, Señorita Médium.

--¡Siete!

--Como siete puñales.

Gimió en su destierro Nachito:

--¡Con ese juego ilusorio me adivinaste ayer el pensamiento!

Tirano Banderas se volvió, avinagrado y humorístico:

--¿Por qué visita los malos lugares, mi viejo?

--Patroncito, hasta en música está puesto que el hombre es frágil.

El Tirano, recogiéndose en su gesto soturno clavó los ojos con suspicaz
insistencia en la pendejuela del trato. Desmayada en la silla, se le
soltaban los peines y el moño se le desbarata en una cobra negra.
Tirano Banderas se metió en la rueda de compadres:

--De chamacos hemos visto estos milagros por dos reales. Tantos
diplomas, tantas bandas y tan poca suficiencia. Se me está usted
antojando un impostor, y voy a dar órdenes para que le afeiten en seco
la melena de sabio alemán. No tiene usted derecho a llevarla.

--Señor Presidente, soy un extranjero acogido en su exilio bajo la
bandera de esta noble República. Enseño la verdad al pueblo, y le
aparto del positivismo materialista. Con mis cortas experiencias,
adquiere el proletariado la noción tangible de un mundo sobrenatural.
¡La vida del pueblo se ennoblece cuando se inclina sobre el abismo del
misterio!

--Don Cruz, por lo lindo que platica le hará no más la rasura de media
cabeza.

El Tirano remejía su mueca con avinagrado humorismo, mirando al fámulo
rapista, que le presentaba un bodrio peludo, suspendido en el prieto
racimo de los dedos.

--¡Es peluca, patrón!


V

La niña del trato se despertaba suspirante, salía a las fronteras del
mundo con lívido pasmo, y en el pináculo de la escalerilla, la momia
indiana apuntaba su catalejo sobre la ciudad. El guiño desorbitado de
las luminarias brizaba clamorosos tumultos de pólvoras, incendios y
campanas, con apremiantes toques de cornetas militares:

--¡Chac! ¡Chac! ¡Zafarrancho tenemos! Don Cruz, andate a disponerme los
arreos militares.

El guaita de la torre ha desclavado su bayoneta de la luna, y dispara
el fusil en la oscuridad poblada de alarmas. El Reloj de Catedral
difunde la rueda sonora de sus doce campanadas, y sobre la escalerilla
dicta órdenes el Tirano:

--Mayor del Valle, tome usted algunos hombres, explore el campo y
observe por qué cuarteles se ha pronunciado el tiroteo.

Cuando el Mayor del Valle salía por la puerta, entraba el fámulo, que,
abiertos los brazos, con pinturera morisqueta, portaba en bandeja el
uniforme, cruzado con la matona de su Generalito Banderas. Se han
dado de bruces, y rueda estruendosa la matona. El Tirano, chillón y
colérico, encismado, batió con el pie, haciendo temblar escalerilla y
catalejo.

--¡Sofregados, ninguno la mueva! ¡Vaya un augurio! ¿Qué enigma descifra
usted, Señor Doctor Mágico?

El farandul, con nitidez estática, vio la sala iluminada, el susto de
los rostros, la torva superstición del Tirano. Saludó:

--En estas circunstancias, no me es posible formular un oráculo.

--¿Y esta joven honesta, que otras veces ha mostrado tan buena vista,
no puede darnos referencia, en cuanto al tumulto de Santa Fe? Señor
Doctor, sírvase usted dormir e interrogar a la Señorita Médium. Yo paso
a vestirme el uniforme. ¡Que ninguno toque mi espada!

Un levantado son de armas rodaba por los claustros luneros, retenes de
tropas acudían a redoblar las guardias. La morocha del trato suspira
bajo los pases magnéticos del pelón farandul, vuelto el blanco de los
ojos sobre el misterio:

--¿Qué ve usted, señorita Médium?


VI

El Reloj de Catedral enmudece. Aún quedan en el aire las doce
campanadas, y espantan la cresta los gallos de las veletas. Se
consultan sobre los tejados los gatos, y asoman por las guardillas
bultos en camisa. Se ha vuelto loco el esquilón de las Madres. Por el
Arquillo cornea una punta de toros y los cabestros en fuga tolondrean
la cencerra. Estampidos de pólvora. Militares toques de cornetas. Un
tropel de monjas pelonas y encamisadas acude con voces y devociones
a la profanada puerta del convento. Por remotos rumbos ráfagas de
tiroteos. Revueltos caballos. Tumultos con asustados clamores.
Contrarias mareas del gentío. Los tigres, escapados de sus jaulones,
rampan con encendidos ojos por los esquinales de las casas. Por un
terradillo blanco de luna, dos sombras fugitivas arrastran un piano
negro. A su espalda, la bocana del escotillón vierte borbotones de
humo entre lenguas rojas. Con las ropas incendiadas, las dos sombras,
cogidas de la mano, van en un correr por el brocal del terradillo,
se arrojan a la calle cogidas de la mano. Y la luna, puesta la venda
de una nube, juega con las estrellas a la gallina ciega, sobre la
revolucionada Santa Fe de Tierra Firme.


VII

Lupita la Romántica suspira en el trance magnético, con el blanco de
los ojos siempre vuelto sobre el misterio.



EPÍLOGO



EPÍLOGO


I

--¡Chac! ¡Chac!

El Tirano, cauto, receloso, vigila las defensas, manda construir
faginas y parapetos, recorre baluartes y trincheras, dicta órdenes:

--¡Chac! ¡Chac!

Encorajinándose con el poco ánimo que mostraban las guerrillas,
jura castigos muy severos a los cobardes y traidores: Le contraría
fallarse de su primer propósito, que había sido caer sobre la ciudad
revolucionada y ejemplarizarla con un castigo sangriento. Rodeado de
sus ayudantes, con taciturno despecho, se retira del frente luego de
arengar a las compañías veteranas, de avanzada en el Campo de la Ranita:

--¡Chac! ¡Chac!


II

Antes del alba se vio cercado por las partidas revolucionarias y los
batallones sublevados en los cuarteles de Santa Fe. Para estudiar la
positura y maniobra de los asaltantes subió a la torre sin campanas:
El enemigo, en difusas líneas, por los caminos crepusculares, descubría
un buen orden militar: Aún no estrechaba el cerco, proveyendo a los
aproches con paralelas y trincheras. Advertido del peligro, extremaba
su mueca verde Tirano Banderas. Dos mujerucas raposas cavaban con las
manos en torno del indio soterrado hasta los ijares en la campa del
convento:

--¡Ya me dan por caído esas comadritas! ¿Qué haces vos, centinela
pendejo?

El centinela apuntó despacio:

--Están mal puestas para enfilarlas.

--¡Ponle al cabrón una bala y que se repartan la cuera!

Disparó el centinela, y suscitose un tiroteo en toda la línea de
avanzadas. Las dos mujerucas quedaron caídas en rebujo, a los flancos
del indio, entre los humos de la pólvora, en el aterrorizado silencio
que sobrevino tras la ráfaga de plomo. Y el indio, con un agujero en
la cabeza, agita los brazos, despidiendo a las últimas estrellas. El
Generalito:

--¡Chac! ¡Chac!


III

En la primera acometida se desertaron los soldados de una avanzada, y
desde la torre fue visto del Tirano:

--¡Puta madre! ¡Bien sabía yo que al tiempo de mayor necesidad, habíais
de rajaros! ¡Don Cruz, tú vas a salir profeta!

Eran tales dichos porque el fámulo rapabarbas, le soplaba
frecuentemente en la oreja cuentos de traiciones. A todo esto no
dejaban de tirotearse las vanguardias, atentos los insurgentes a
estrechar el cerco para estorbar cualquier intento de salida por parte
de los sitiados. Habían dispuesto cañones en batería, pero antes
de abrir el fuego, salió de las filas, sobre un buen caballo, el
Coronelito de la Gándara. Y corriendo el campo a riesgo de su vida,
daba voces intimando la rendición. Injuriábale desde la torre el Tirano:

--¡Bucanero cabrón, he de hacerte fusilar por la espalda!

Sacando la cabeza sobre los soldados alineados al pie de la torre, les
dio orden de hacer fuego. Obedecieron, pero apuntando tan alto, que se
veía la intención de no causar bajas:

--¡A las estrellas tiráis, hijos de la chingada!

En esto, dando una arremetida más larga de lo que cuadraba a la
defensa, se pasó al campo enemigo el Mayor del Valle. Gritó el Tirano:

--¡Solo cuervos he criado!

Y dictando órdenes para que todas las tropas se encerrasen en el
convento, dejó la torre. Pidió al rapabarbas la lista de sospechosos,
y mandó colgar a quince, intentando con aquel escarmiento contener las
deserciones:

--¡Piensa Dios que cuatro pendejos van a ponerme la ceniza en la
frente! ¡Pues engañado está conmigo!

Hacía cuenta de resistir todo el día, y al amparo de la noche intentar
una salida.


IV

Mediada la mañana, habían iniciado el fuego de cañón las partidas
rebeldes y en poco tiempo abrieron brecha para el asalto. Tirano
Banderas intentó cubrir el portillo, pero las tropas se le desertaban,
y tuvo que volver a encerrarse en sus cuarteles. Entonces, juzgándose
perdido, mirándose sin otra compañía que la del fámulo rapabarbas, se
quitó el cinto de las pistolas, y salivando venenosos verdes, se lo
entregó:

--¡El Licenciadito concertista, será oportuno que nos acompañe en el
viaje a los infiernos!

Sin alterar su paso de rata fisgona, subió a la recámara donde se
recluía la hija. Al abrir la puerta oyó las voces adementadas:

--¡Hija mía, no habés vos servido para casada y gran señora, como
pensaba este pecador que horita se ve en el trance de quitarte la vida
que te dio hace veinte años! ¡No es justo quedés en el mundo para que
te gocen los enemigos de tu padre, y te baldonen llamándote hija del
chingado Banderas!

Oyendo tal, suplicaban despavoridas las mucamas que tenían a la loca en
custodia. Tirano Banderas las golpeó en la cara:

--¡So chingadas! Si os dejo con vida, es porque habés de amortajármela
como un ángel.

Sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de los cabellos para
asegurarla y cerró los ojos. Un memorial de los rebeldes dice que la
cosió con quince puñaladas.


V

Tirano Banderas salió a la ventana, blandiendo el puñal, y cayó
acribillado. Su cabeza, befada por sentencia, estuvo tres días puesta
sobre un cadalso con hopas amarillas, en la Plaza de Armas: El mismo
auto mandaba hacer cuartos el tronco y repartirlos de frontera a
frontera, de mar a mar. Zamalpoa y Nueva Cartagena, Puerto Colorado y
Santa Rosa del Titipay, fueron las ciudades agraciadas.



                     ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
                       EN LA IMPRENTA RIVADENEYRA
                          DE MADRID A XV DÍAS
                          DEL MES DE DICIEMBRE
                               DE MCMXXVI
                                  AÑOS



LAUS DEO



ÍNDICE


                                               Págs.

  PRÓLOGO                                          9

  PRIMERA PARTE -- Sinfonía del Trópico           19
  Libro primero -- Icono del tirano               21
  Libro segundo -- El Ministro de España          39
  Libro tercero -- El juego de la ranita          49

  SEGUNDA PARTE -- Boluca y mitote                61
  Libro primero -- Cuarzos ibéricos               63
  Libro segundo -- El Circo Harris                77
  Libro tercero -- La oreja del zorro             85

  TERCERA PARTE -- Noche de farra                105
  Libro primero -- La recámara verde             107
  Libro segundo -- Luces de ánimas               117
  Libro tercero -- Guiñol dramático              133

  CUARTA PARTE  -- Amuleto nigromante            143
  Libro primero -- La fuga                       145
  Libro segundo -- La tumbaga                    153
  Libro tercero -- El Coronelito                 173
  Libro cuarto  -- El honrado gachupín           183
  Libro quinto  -- El ranchero                   191
  Libro sexto   -- La mangana                    201
  Libro séptimo -- Nigromancia                   219

  QUINTA PARTE  -- Santa Mónica                  225
  Libro primero -- Boleto de sombra              227
  Libro segundo -- El número tres                241
  Libro tercero -- Carceleras                    251

  SEXTA PARTE   -- Alfajores y venenos           265
  Libro primero -- Lección de Loyola             267
  Libro segundo -- Flaquezas humanas             283
  Libro tercero -- La nota                       301

  SÉPTIMA PARTE -- La mueca verde                315
  Libro primero -- Recreos del tirano            317
  Libro segundo -- La terraza del club           329
  Libro tercero -- Paso de bufones               337

  EPÍLOGO                                        355



*** End of this LibraryBlog Digital Book "Tirano Banderas: Novela de tierra caliente" ***

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